Zelmar Acevedo Diaz - El Tiempo a La Deriva

December 17, 2017 | Author: C0SPEL Ediciones | Category: Books, Wine, Fear, Telephone, Nature
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Excelente libro de narrativa, los cuentos de Zelmar son de esas plumas exquisitas, aborda la ficción desde el suspenso, ...

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Acevedo, Zelmar El tiempo a la deriva : cuentos / Zelmar Acevedo ; dirigido por Marisa Nera ; edición literaria a cargo de Alejandro Schmid. - 1a ed. - Chaco : El Apagón, 2010. 182 p. ; 19x14 cm. ISBN 978-987-25548-3-5 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Nera, Marisa, dir. II. Schmid, Alejandro, ed. lit. III. Título CDD Cu863

© Copyleft, El Apagón. 2010. Resistencia - Chaco - Argentina Para saber acerca de las licencias de este libro, o sobre tus derechos enviá un mail a [email protected] Estamos a favor de la edición libre. Comparta y será compartido El presente volumen cumple con todas las normativas legales en uso, incluso con el depósito que preveé la ley 11.723 a pesar de no estar de acuerdo con algunas de ellas. Luchamos por un mundo donde el acceso al conocimiento sea libre e irrestricto.

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LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA 2010

La mejor noticia editorial No hay otra forma de decirlo. Asistimos a uno de esos momentos en que la vida de una editorial hecha a fuerza de sueños y persistencia, cosecha su siembra. Tenemos el inmenso placer de contarle a nuestros amigos y lectores que por estos días estamos finalizando la edición de “El tiempo a la Deriva” el libro de cuentos de un grande: Zelmar Acevedo Díaz. Es muy posible que su nombre no repique en sus bibliotecas, incluso que ni siquiera hayan oído hablar de él. Para que esto fuese de otro modo deberían haberse tomado un tren. Deberían habérselo tomado entre las 8 y las 12 de la noche. Tendrían que hacerlo en una estación porteña. Todo esto para que Zelmar les hubiese podido entregar en mano uno de sus cuadernillos. Hace un año, Tito Arrúa, editor de No Hay Vergüenza Ediciones, en ocasión de una cena en su casa me entregó uno de esos cuadernillos mágicos, con la excitación propia de todo editor conciente de que tiene algo entre manos. Me dijo (casi textual) el tipo es un grosso, los vende en los trenes, léelo vas a ver, habría que editarlo, ustedes tendrían que editarlo. Tito por esos días todavía mantenía su viejo y ahora archivado empleo, se veía incluso lejos de poder encarar el proyecto, pero ya vislumbraba y atizaba el posterior encuentro. Casi un año después, he vuelto a su casa, esta vez a por un par de noches. La conversación sobre la calidad literaria de Zelmar no se hizo esperar y del mutuo acuerdo y otras necesidades varias, fue el propio Zelmar quien nos envío un correo.

Grata sorpresa, enorme. El escritor tiene, además de una pluma exquisita, una lista de pergaminos que incluyen: el Premio de Casa de las Américas en novela, el Manuel Llano en cuentos, la faja de honor de la Sade, el José Boris Spivacow, y una larga lista que por su heterogeneidad y calidad no dejan lugar a dudas. ¿Qué lleva a un escritor multipremiado nacional e internacionalmente, a vender sus obras en los trenes? Casi lo mismo que lleva a un cómodo empleado privado a abandonarlo todo para dedicarse a la edición, esa fue la buena noticia que me dio Tito: “Largué el laburo, me dedico de lleno a esto”, me dijo. Zelmar es encuadernador, corrector literario, pero ante todo es escritor y como nosotros un buen día decidió conocer a sus lectores, encontrarlos, provocarlos, hacerlos existir, más allá de un escaparate. Ahora nos toca a nosotros, que venimos desde muy abajo, aprendiendo, encontrando y generando lecturas y discusiones, encuentros y rechazos, nos toca ahora, digo ser el puente casi invisible, entre Zelmar y otros nuevos lectores. Tendremos un libro nuevo en la mesa, uno que llevaremos a todos lados, un no chaqueño, un ciudadano de honor del país de la literatura. Y lo haremos con nuestras manos, como debe ser, así como hacemos los libros, así como los hace Zelmar. Y ni siquiera piensen que podrán encontrarlo en las librerías, no porque nos resistamos a ello, sino porque tendría que darse el caso que sean los libreros, hartos que la gente lo pida, quienes vengan a la feria siguiente a llevarse 10 ejemplares para reventa.

En esta publicación conoceremos el mundo de Zelmar, donde tiempo y espacio jugarán una pasada kafkiana, entre remembranzas que nos pueden recordar a los más grandes escritores de habla hispana, obra que toca el policial, el absurdo, el borde mágico de estas tierras y el paisaje propio de quien traza una cartografía exquisita de su lugar en el mundo. Sabemos que no se arrepentirán, como todos nosotros, de tenerlo entre sus manos, de pasarlo, y recomendarlo. Es así, están los que producen, los que hacen, los que aman, y esta vez se dio el encuentro, la noticia más linda que podíamos darles. Es verdad; de los encuentros nacen bellezas. Gracias Zelmar, gracias Tito Alejandro Schmid Resistencia, Chaco, Julio 2010

ÍNDICE

El hombre que quedó solo ....... (11) Quién vive en el fondo de la noche ....... (27) La máscara ....... (49) Nunca nadie ....... (65) Ejecución ....... (79) Los años felices ....... (97) El tiempo a la deriva ....... (117) La estancia ....... (137) Cena de Navidad ....... (153) Que no lo escuche el viento ....... (161)

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El Hombre Que Quedó Solo Solo en la oscuridad/ como un animal de la selva,/ sin teogonía, sin pared desnuda/ donde apoyarte,/ sin caballo negro/ que huya al galope,/ vas yendo, José, ¿hacia dónde? Carlos Drumond de Andrade

Esa tarde, al regresar, en vez de su casa se encuentra con un supermercado. Un supermercado amplio, moderno, bien iluminado, abarrotado de mercadería y con muchas ofertas. Bonito supermercado. El que hubiese querido tener en el barrio si no fuese porque está ocupando el predio del edificio de departamentos que dejó por la mañana. No deja caer el portafolios, ni se friega los ojos, ni se lleva las manos a la cabeza, ni abre la boca en un gesto de estupefacción. No, nada de eso. Sólo retrocede unos pasos para tomar distancia hasta dar con un automóvil estacionado. Mira hacia las esquinas, reconociendo la cuadra. Todo está en su lugar. La sastrería empotrada en una casona de principios de siglo, el quiosco abierto las 24 horas, la despensa, la nueva torre con sus ciento quince departamentos aún no habilitados, la escuela nacional en la vereda de enfrente. Todo, salvo ese supermercado. Camina hacia la esquina para constatar qué. El señalador indica la calle correcta. No hay dudas. Es la cuadra que recorriera cientos de veces, día tras día, en los últimos años. Regresa frente al supermercado. Vuelve a mirar sus detalles, los tubos de iluminación, la distribución de las 11

estanterías, mientras una bolita asciende con lentitud desde su estómago y queda atascada en la garganta. Qué situación ésta. Conservar la mente fría, el raciocinio intacto, no dejarse arrastrar por impulsos desesperados que en nada ayudarían a esclarecer nada. Tiene ganas de llorar. Tose un par de veces llevándose la mano a la boca en forma de embudo. Ya han cerrado pero todavía un grupo sigue dentro recorriendo los pasillos. Los rezagados de siempre, mientras las cajeras se muestran apresuradas por terminar el día. Una gran puerta de vidrio con un cartelito que dice salida es custodiada por un hombre con uniforme informal: pantalón azul y camisa arremangada. Avanza unos pasos pero, ¿qué iba a preguntarle? ¿Dónde está su casa? ¿Qué hace ese supermercado ahí? No hubiese tolerado que lo mirase como a un enajenado porque sabe que no lo es, porque reconoce perfectamente que es imposible demoler un edificio de departamentos y construir un supermercado en su lugar en menos de diez horas, y aunque hubiera sido posible, ¿qué disparate es ése de desalojar a más de cuarenta familias sin previo aviso, echarlas a la calle y montar un supermercado a una velocidad insólita? ¿Y los muebles? ¿Y Elvira y los chicos? Elvira tendría que haber llamado de inmediato ante cualquier situación extraña. Y tan luego extraña como ésa. Tal vez no pudo comunicarse. No importa, habría ido a la oficina, desesperada, con el rostro desencajado, nos están demoliendo la casa, ¿qué cosa?, que nos están demoliendo la casa, dicen que van a hacer un supermercado. Pero Elvira no había aparecido y cuanto más lo piensa, más la realidad se parece a una gelatina acuosa que se escurre entre los dedos. Aprieta con fuerza la manija del portafolios y se acerca sin 12

demasiada decisión al hombre que custodia la puerta, perdón señor, pero ya cerramos, no sabe cómo empezar, tal vez con algunas palabras genéricas, que no despierten recelo, ¿usted quién es? -balbucea, y antes de terminar siente la pregunta como lo más estúpido que podía habérsele pasado por la cabeza. ¿No era eso, acaso, una expresión de desequilibrio? Por una fracción de segundo siente la comezón de la duda pero no se atreve a darle lugar aunque su corazón bombee al punto de sentir los latidos como golpes en el pecho, aunque un sudor frío y repentino tome su piel por asalto. El hombre lo mira sorprendido, soy el encargado. Hay un silencio y ambos permanecen observándose. Más que observarse, es un estudio en la mirada del otro, porque sus movimientos ya habían llamado la atención del custodio, ese ir y venir, fijarse en la fachada del supermercado con la curiosidad de un arquitecto. No sabe cómo seguir a pesar de que una cascada de preguntas le alborote el cerebro, acuciándolo con pinchazos de alfiler. La deja escapar porque ya no cabe en su boca y porque la curiosidad no existe, es un miedo abroquelado que provoca dolor en las mandíbulas: qué está haciendo este supermercado aquí. -Disculpe, no entiendo... ¿A qué estaba jugando? No el encargado sino él. Un supermercado está en lugar de su casa y sin embargo sigue musitando un interrogatorio tímido, incompleto, tan ridículo como la misma escenografía. La lanza con la impunidad de un vómito contenido le pregunto qué hace este supermercado aquí, en este lugar estaba mi casa hoy por la mañana. Se repite el silencio pero algo cambia en la mirada del custodio, como si le estuviesen haciendo una broma de mal gusto, y duda en sobre el modo de encarar a ese hombre que no parece un demen13

te, a ese hombre vestido de traje y corbata, que sostiene un portafolios y que tiene los zapatos lustrados. Hubiese querido un mendigo andrajoso, que cantase a los gritos y bailase una tarantela, vamos vamos, fuera de aquí y déjese de molestar, pero no, hasta en sus palabras ofuscadas había corrección, entonces se recompone, algo incómodo, y le dice que eso no es posible, que hace más de tres años que trabaja en este lugar y que el supermercado ya estaba aquí antes de que él viniese y que es evidente que se ha confundido de calle. Al mismo tiempo ve que el hombre pierde el color y que los ojos se le abrillantan hasta transformar la pupila en una figura difusa. En ese instante sale una señora arrastrando un changuito y queda petrificada al escuchar las palabras enrojecidas de ese hombre ¡usted está loco, se está burlando de mí! y el custodio que retrocede, asustado, hasta dar con el changuito y rodar por el suelo junto a algunas manzanas y papas y un par de botellas rotas. Corre algunas cuadras hasta sentir que las piernas se le aflojan, como si los huesos ya no pudiesen soportar el peso del cuerpo empapado en sudor, la camisa pegada a la piel, levemente aireada por el saco desabrochado, entonces es un sudor frío que acompaña a la respiración, esforzándose por llevar oxígeno a los pulmones, y la nariz que se dilata y contrae cuando se ve obligado a cerrar la boca para tragar un poco de saliva que humedezca la garganta. Se apoya en un muro con una leyenda de punta a punta perón vive - evita capitana, al principio de costado y luego como un niño en penitencia, qué travesuras las de esta vida, señor, ¿se siente mal?, es un muchacho, no llega a los veinte, pero no le contesta y sigue su camino, débil, tambaleándose, igual a un hombre que a pesar de todo trata de disimular su borrachera, 14

aunque al cruzar la calle escucha nítida la frenada y algo que debió de ser un insulto, ¿de dónde venían los coches?, debió mirar para el otro lado. A mitad de cuadra se detiene. ¿Qué hace ahí?, ¿caminando a dónde? Quiere, decide calmarse. Piensa. Sólo hay dos posibilidades: que el supermercado exista o que no exista. Si no existe y su casa sigue estando en su lugar y Elvira lo está esperando con la comida servida, es porque ha perdido la razón, un rapto de amnesia, de arteriosclerosis repentina y ya no reconoce dónde está parado y quizá convenga ir a la policía, o a un juzgado, que pasen el aviso por la radio, o por la televisión, de ésos que se ven a veces sobre personas extraviadas. ¿Y si el supermercado existe? Parece cosa de película -se dice, forzando una sonrisa. Íntimamente desea la primera posibilidad, un alienado, haber enloquecido así como así, recibir los cuidados de Elvira, de su madre, de vez en cuando la visita de los chicos o de algún compañero de oficina, hasta que le diesen de alta. Justo ahora que estaba levantando vuelo. Decide no regresar. No hubiese tolerado de nuevo la visión de ese supermercado. Si volviese a verlo -piensa- se tiraría debajo del primer colectivo. Hurga en el bolsillo del pantalón y saca un par de fichas telefónicas mientras trata de imaginarse la reacción de Horacio, y la historia increíble, inexplicable, fuera de toda lógica. Casi puede sentir el silencio de Horacio del otro lado de la línea, oyendo con atención, tratando de descifrar sus palabras, escuchando más allá de la historia. El bar está poblado a medias a esa hora. Algunas parejas y unos pocos parroquianos con un blanco o un fernet. El teléfono está cerca del mostrador. Hay un hombre hablando y una señora que espera. Piensa en decirles por favor, es urgente, pero el hombre cuelga rápido y además ¿con qué motivo? 15

Se siente atado al absurdo, impedido, si por lo menos fuese un incendio, un accidente, sí sí es urgente, los bomberos la policía una ambulancia, decide esperar su turno. El portafolios pesa y la manija resbala de a poco por la mano sudada. Lo deja en el suelo ¿hola, Marisa?, soy yo... yo, Teresa. Qué tal, cómo te va, ¿tus cosas bien?, me alegro, mira el reloj, casi las nueve, Horacio debe de estar cenando, pero cómo, viejo, qué me estás diciendo, por favor, no me digas nada, necesito verte, estoy desesperado, no, en tu casa no, mejor en el boliche, el de la esquina, tengo que verte rápido, lo antes posible, sí, ya sé que es increíble, no quiero seguir en el teléfono, salgo para allá Gustavito ya entró en tercero, ¡ah!, no te imaginás el estirón que pegó... y sí, a esta edad es una barbaridad, no te imaginás lo que come mejor así, agarrarlo solo, ¿si no qué podría pensar ella? La mujer de Horacio nunca le había caído bien y él a ella tampoco para ser sincero, con la mirada le diría ¿ves?, ¿ésta es la clase de amigos que vos tenés?, ¿son todos como éste?, se aprovecharía de la situación la muy turra, nunca deja escapar la ocasión de echarle algo en cara, qué revancha dios mío, y más sobre él, que nunca había dado que hablar Alfredo más o menos che, el viernes chocó, mejor dicho lo chocaron, uno de esos colectiveros brutos que se creen los dueños de la ciudad, casi se agarran, dejó el taxi en el taller de Espíndola, el que está a la vuelta de ¿qué pasa Horacio?, le preguntaría, pero Horacio es un tipo reservado, un amigo, parece que tiene problemas, ¿y te los tiene que contar ahora, en medio de la comida? tiene para una semana, imaginate, una semana sin trabajo. Y bueno, son gajes del oficio yo sé que vas a pensar que estoy loco, y lo lamentable es que posiblemente sea cierto, existe una sola forma de averiguarlo, no es difícil, que vengas conmigo y que veas el supermercado con tus propios ojos o 16

que encontremos mi casa y que me internen esta misma noche, bueno, calmate, todo va a pasar, no vamos a encontrar ningún supermercado ahí, no sé si internarte pero seguro que necesitás de unas buenas vacaciones, con vacaciones no hago nada, de cabeza a un hospital siquiátrico, estoy loco, Horacio, completamente loco, eso no es cierto, los locos no reconocen su locura, estás cansado, agotado, yo te dije que no tenías que tomarte el laburo tan en serio qué te cuento que la Norma se sacó un televisor, sí, qué me decís de la suertuda ésa, y pensar que el año pasado nomás se azulejó todo el baño con lo de la quiniela, ¿te acordás?, ¿y si le dice que corte de una vez?, que se vaya a la mierda con sus historias, esta gente que cree que un teléfono público es para contarse la vida, se ubica al lado y la mira fijamente pero la mujer sigue en lo suyo, ni se da cuenta de su presencia. Mira al resto de la gente. También cada uno en lo suyo, y se pregunta cómo es posible que todo sea normal, que las personas conversen amigablemente, que el mozo atienda los pedidos, que el mundo siga girando. La mujer abandona, por fin, el teléfono. Disca. Sus dedos se atoran, tiesos, endurecidos, el índice resbala antes de llegar al tope. Tiene que volver a discar. Lo atiende una voz de mujer. No es la voz falsamente amable de la esposa de Horacio, es una voz seca, la de alguien que ha sido importunado, ¿quién es?, ¿está Horacio? -pregunta antes de esperar respuesta, está equivocado, y cuelga. Estás nervioso, confundido, calmate, hacé las cosas bien. Introduce la otra ficha. Tal vez tendría que haber comprado otras en la caja del bar, puede cortarse la comunicación. Cuando lo decide ve que una muchacha se ubica detrás de él, ¿si deja el teléfono tendría que esperar otra vez el turno? Y si ésta se pone a hablar con el novio, dios mío. De todos modos -recuerda- a esta hora la comunicación ya 17

no tiene tiempo límite, lo intenta de nuevo concentrándose en cada número, hola, ¿está Horacio?, no señor, ya le dije que está equivocado -le repite la misma voz de mujer, es que... ¿hablo con el treintayunocuatrocincotresocho?, sí, pero aquí no vive ningún Horacio, siente que la mujer está por cortar, debe ser rápido, lo primero que se le cruce por la cabeza, perdón... no es posible, hace años que llamo a ese teléfono casi todas las semanas, señor, no insista, ya le dije que está equivocado, ¿y Amelia?, ¿tampoco está Amelia?, ella es la esposa pero... ¿y usted quién es?, hasta que escucha el clic del otro lado de la línea ¡no me colgués hija de puta! ¡no me colgués!, al tiempo que oye un chistido que resalta entre el repentino silencio de la gente del lugar y cuando levanta la vista advierte que todas las miradas están concentradas en él, el mozo que se acerca, la muchacha que ha retrocedido un par de pasos, el dueño pegado a la registradora con cara de qué pasa ahí y la burbuja que termina de inflarse en el estómago, endureciéndole el vientre, cortándole la respiración. Corre al baño y se encierra en un reservado, de cuclillas, el inodoro que recibe el vómito crema, sustancioso y homogéneo, el sanguchito con el café de las cinco, hasta que ya no le queda nada, pero las convulsiones siguen, una tras otra, y por último un hilo espeso, mezcla de bilis y de saliva, une su boca con la superficie fría y blanca del inodoro, puente de baba que por momentos se corta y vuelve a reconstruirse. Sale del bar sin mirar a nadie, con la vista hundida en el suelo, todavía aturdido, y la calle que lo recibe como una bendición del señor, el aire fresco y una brisa que lo despeja. Si pudiese no pensar en nada, sentarse en el banco de una plaza, la mente en blanco, poder salir, emerger de esa pesadilla, tierra devastada vaya uno a saber por qué extraño fenómeno. Hubiese 18

querido meterse en la cotidianeidad de cualquier otro, aunque fuese la del inválido con el brazo estirado esperando que una moneda caiga sobre su palma de vez en cuando, meterse en la cotidianeidad de su desesperanza, en la cotidianeidad de su vida sin sentido, en su miseria cotidiana. Todo parece adquirir un tono distinto, el follaje amarillento de los árboles, el gris de las paredes, el sonido de sus pasos. Una sensación de vacío en el estómago ha remplazado a la náusea y cree notar que del cuerpo le surge un olor desagradable. Piensa si es el olor de la transpiración o es el olor del miedo que sólo perciben los animales, un olor exacerbado al punto de haber sensibilizado su propio olfato. Sin darse cuenta, ha llegado a la plaza terminal de micros, de donde parten también algunos suburbanos. Reconoce el verdinegro que va para Lanús, donde vive su hermano. ¿Por qué el conductor lo mira de ese modo? Al pagar el boleto había sentido las manos vacías, era el portafolios, lo había olvidado en alguna parte. El conductor lo sigue por el espejo hasta que se pierde entre la gente. Se esfuerza, hace memoria, fue en el bar del teléfono, ahí dejó el portafolios. Lo único importante eran las planillas con las estadísticas, pero había copias en la oficina. Es algo tarde ya pero los micros suburbanos siguen abarrotados. Recién a la altura de Puente Alsina consigue asiento. Después de cruzarlo es cuando descarga lo más importante y se descongestiona y una pequeña marea humana invade la avenida principal. Más tarde sigue por calles de barrio, semioscuras, de antiguo empedrado, techadas por la arboleda. No era frecuente que tomase un micro para ir a casa de su hermano. Solía hacerlo en tren. Pero ¿en qué estaba pensan19

do? En cualquier cosa, el portafolios, observando el paisaje, atendiendo al conductor a quien de vez en cuando descubre vigilándolo con una mirada fugaz. Sí, cualquier cosa que lo aleje de esa posibilidad aterradora. Había perdido su casa, su mejor amigo parecía haberse esfumado, ignoraba lo ocurrido con su familia. Y no sólo habían desaparecido, todo parecía decirle que no habían existido jamás. ¿Y ahora qué? ¿En vez de la casa de su hermano encontraría un taller de chapa y pintura? ¿O tal vez una parroquia? Cierra los ojos con fuerza y al abrirlos se halla frente a un paisaje difuso y lagrimoso. De tanto en tanto una ráfaga de aire frío se filtra por la ventanilla abierta a medias y le golpea la cara para recordarle que sigue en este mundo. Abre el portadocumentos y observa la fotografía con atención. Aún conserva los colores firmes a pesar de contar con un par de años o más. Los chicos se ríen porque alguna monería habría hecho al sacarla. Elvira está en el medio con una sonrisa de ocasión pero evidentemente feliz. Qué increíble. Y pensar que unas horas antes había estado todo el día con los tres, el domingo enterito dedicado a ellos, sin la siesta, sin la tele, a caminar por los bosques de palermo y después al ital park, y después los panchos y una coca para cada uno, salvo él que pidió un choripán con cerveza. Cómo el día anterior podía convertirse, súbitamente, en algo tan lejano, tan distante. A esa altura el micro está casi vacío y una vegetación cada vez más frondosa va impregnando el aire. Desciende. La casa de su hermano está a nada más que tres cuadras. Las camina despacio porque a la ansiedad por llegar se contrapone el miedo a no encontrarla. ¿No encontrarla? Entonces ha terminado por aceptar la presencia de esa irrealidad, o de esa realidad falsa e inverosímil. Sacude la cabeza como tratando 20

de despojarse de esas ideas y apura el paso, aunque sigue sintiendo la presión de esa cuerda atada al cuerpo que tira en sentido contrario, no llegar, no llegar nunca, no confirmar esa pesadilla, ese sueño de horror que parece haberlo trasladado a otra dimensión, a un mundo ajeno, despertar de una vez, que todo haya sido un susto, una evidencia de su mente enferma, sí, eso es, su mente enferma, porque allí está la casa, real, palpable, con su fachada blanca y el contraste de las rejas negras protegiendo las ventanas, las tejas a dos aguas, el jardín del frente plagado de jazmines. La casa inconfundible que podría describir hasta en los detalles más insignificantes, el pasillo de cerámica, las habitaciones amplias en los laterales, el patio al fondo con la parrilla para los asados y la chicharra estruendosa que tanto le desagradaba y que se filtra ahora en sus oídos como la música más hermosa. Aguarda. Su hermano y su cuñada son de quedarse hasta la medianoche, raro que se acostasen. Insiste, una y otra vez. No hay nadie en casa. También es raro que decidieran salir un lunes. Se sienta en el cordón de la vereda. No va a moverse de ahí, va a esperarlos el tiempo que sea necesario, hasta que aparezcan. Si la casa existe, su hermano también existe. Es irrisorio, a dónde ha llegado el razonamiento, es como para pellizcarse, mirarse al espejo: sí, soy yo, ningún otro me ha remplazado, sigo siendo yo, con mi departamento en el quinto piso, mi trabajo, mi familia, dicen que si a una rata le tapan el agujero de su cueva termina volviéndose loca tratando de encontrarla, no recuerda dónde escuchó una vez ese método de exterminio. Ha refrescado y se levanta la solapa del saco, protegiéndose el cuello. Su cuerpo acurrucado y encogido. El barrio parece desolado a esas horas y el silencio sería absoluto si no fuese por el canto de los grillos y de algunas ranas esporádicas. En 21

la esquina, la única lamparita comunal oscila su luz débil, mecida por el viento. Todo está allí, como siempre ha estado, las cosas no pueden cambiar de lugar así como así. De vez en cuando se voltea y mira la casa, su fachada, su presencia contundente, insobornable. Tiene la sensación de haber recobrado la lucidez. Algo ocurrió con mi mente, por qué ese desequilibrio repentino, si no tengo problemas graves, todo venía bien, el ascenso en la empresa, la salud, la familia, qué cosa ha sido ésta, no me lo explico, y sabe que si regresase a su casa esta vez no se encontraría con ningún supermercado porque caminó por una calle cualquiera creyendo que era la suya, y si tuviese fichas y un teléfono público cerca podría dar con Horacio porque cuando lo llamó discó cualquier otro número, y en estos momentos Elvira debía de estar preocupadísima, la comida recalentada, chicos a la cama, habrá llamado a la oficina suponiendo horas extras pero nadie respondió porque todos se retiraron y la oficina permanece silenciosa y desierta. Se incorpora al escuchar el teléfono en la casa. Es Elvira, Elvira llamando a todo el mundo, Elvira que trata de ubicarlo, mi marido no volvió del trabajo, no sé nada de él, ¿no ha llamado por ahí?, no, por aquí tampoco, estoy preocupada, siempre me avisa si no puede venir a tiempo, Elvira del otro lado de la línea, tan cerca, a pocos metros, tal vez si entrase por el jardín, pero no, la puerta del fondo también estará cerrada, el garage es independiente, sin comunicación directa con la casa, el teléfono que no afloja, insistente, alarmado, es Elvira, no hay duda, y si salta y lo ve un vecino podría pensar cualquier cosa, hace como media hora que está ahí, alguien debe de haberlo visto ya, de pronto se siente observado, vigilado, espiado tras las cortinas o los visillos de alguna persiana, 22

y él en ese lugar merodeando como un extraño, un intruso. El teléfono ha cesado. Comienza a lloviznar. Es una de esas garúas finas, que suelen durar días. Se refugia bajo un árbol al que el otoño lo le ha arrebatado la densidad del follaje. Mira el reloj: pasadas las once. La llovizna ha humedecido todo con rapidez, oye el chasquido de un automóvil que da vuelta la esquina hasta detenerse junto al cordón de la vereda. El corazón bombea como nunca y el automóvil permanece con los faros encendidos, quieto, agazapado. Se dirige hacia él, de frente, para que lo vean, pero él no puede ver nada, ¿por qué no bajan?, soy yo, tu hermano, las luces se apagan y él se detiene, expectante, los ojos pronto se habitúan a la oscuridad, no es el viejo peugeot de su hermano, es un coche nuevo, desciende un matrimonio de mediana edad, el hombre está por decirle algo pero se arrepiente y va hacia el garage, abre la puerta y vuelve al automóvil. Casi no puede hablar, siente el cuello rígido, endurecido hasta el dolor. Ustedes... ¿viven aquí? La mujer se acerca al hombre y se aferra a su brazo, el hombre tarda en responder hasta que por fin murmura un tímido sí. Por unos segundos permanecen rígidos, observándose con atención. Repentinamente el cuerpo se le afloja y siente que de un momento a otro rodará por el suelo como una marioneta no sostenida ya por los hilos y abandonada a un costado. No obstante hace un esfuerzo, se recompone, da media vuelta y comienza a alejarse a paso lento, encorvado y casi arrastrando los pies, con la sensación de la mirada del matrimonio clavada en la nuca y un susurro inaudible a sus espaldas. ¿Buscaba a alguien? Y trata de contestar que no con un leve movimiento de cabeza. Camina sin saber bien a dónde ni por cuánto tiempo. Tal 23

vez una hora, o más, como un sonámbulo, un autómata dirigido hacia algún lugar por un recóndito sentido de la orientación. Llega a una plazoleta. Todo está a oscuras y sólo unas pocas ventanas encendidas denuncian la presencia de edificios cercanos. Apenas si distingue las siluetas de los árboles mientras sus pies crujen sobre una superficie de hojas secas hasta dar con un banco. Las varillas de madera mojada agudizan el fresco de la noche y trata de hundirse dentro del saco con las manos en los bolsillos. Así, por primera vez toma conciencia del desamparo y siente lo que no había sentido nunca: pena de sí mismo. Y las lágrimas corren por la cara libremente, y el moquillo atraviesa los labios con lentitud para terminar, también, goteando bajo el mentón. Llora sin pensar en nada, o con el pensamiento confundido y disuelto en encrucijadas indescifrables, con la impunidad y la inocencia de un niño al que el viento le arrebató el globo. Al rato siente el paso del tren. La estación no debía de estar lejos. Al ponerse de pie, lo hace con la sensación de que algo se rompió dentro de él. Camina hacia las vías. El frío se ha agudizado y el saco es una cubierta empapada envolviendo el cuerpo, que tirita. Al toparse con el entretejido de alambre que bordea las vías, lo sigue hacia el norte. No tarda en llegar a la estación. Un hombre con la apariencia de obrero vigila la posible llegada del tren. Una pareja de jovencitos indiferentes a todo salvo a ellos mismos, se hacen arrumacos y se dicen, quizá, palabras de amor. Y echada sobre un banco, al fondo del andén, una mujer de edad irreconocible y cubierta de harapos duerme un sueño incómodo. De la quietud pasa al sobresalto, como si de tanto en tanto sufriese pequeñas descargas eléctricas. La observa, embelesado, porque esa mujer habita un desierto sin otra posesión que sus trastos apretujados en un 24

manojo y sus ropas corroídas por el uso, la mugre y el tiempo. Y recuerda que es frecuente ver en esas personas cierto desequilibrio, hablando a solas o gritándole insultos a la gente, viviendo en esa tierra de nadie donde el pasado y el presente se confunden en una masa sin forma, aisladas de todos y de todo, como si la soledad y la locura fuesen inevitablemente de la mano. Y varias veces en las últimas horas había tenido esa sensación extraña penetrando en su mente para volver a salir, expulsada una y otra vez, sacando fuerzas quién sabe de dónde, pero sintiendo también que quedaba una esquirla, y que en cualquier momento, cuando menos lo esperase, esa esquirla podría tomarlo por sorpresa y transformarse en un tumor sin resistencias, una sensación parecida a la de caminar hacia el umbral que separa la vida de la muerte y detenerse en el último instante. Porque lo cierto es que tiene miedo de volverse loco y que tal vez ese miedo le impide atravesar el umbral del que, sabe, no regresará jamás. Y al mirar a esa mujer piensa que enloquecer es morir. Morir con el aire invadiendo los pulmones, morir con el corazón palpitando y la sangre corriendo por las venas sin sentido alguno, morir invocando todas las maldiciones que caben en una vida, morir y moverse y caminar hacia ninguna parte. Sí, es cierto, nadie lo sabía, pero en ese banco, cubierto por restos ennegrecidos, estaba durmiendo un cadáver convulsionado esporádicamente por el último y remoto vestigio de lucidez: el de los sueños. Escucha el silbato, todavía distante, y se acerca al borde del apeadero. El tren es sólo esa luz lejana que se agranda y se agranda y que irrumpe en un gigantesco círculo luminoso que lo absorbe todo, oscureciendo el contorno y transformando la locomotora en figura abstracta, inexistente, sólo la luz que avanza convertida no se sabe si en ángel exterminador 25

o fuerza demoníaca surgida del mismo infierno. Lo ha decidido. Flexiona las piernas, inclina algo el cuerpo, preparando el impulso, pero la locomotora y los vagones pasan delante, y él congelado en esa pose ridícula, hasta que se detienen pesadamente, como un gusano enorme y perezoso que refunfuña quejidos metálicos. Tarda en reaccionar. No reconoce si es él el que está parado ahí, frente al vagón, o si en realidad no es más que una masa sangrante retorcida entre los rieles, y que algo, otra cosa, persiste consciente en este mundo. Otra vez el silbato y un cuerpo que no parece el suyo sube por la escalinata. Hay baja tensión y el coche está casi a oscuras y vacío. Ocupa un asiento para dos. Cuando el tren sale de la estación se da cuenta que no sabe en qué sentido viaja. O que no lo recuerda. O que no le importa. Abre el portadocumentos y, entre sombras, alcanza a observar algo de la fotografía. Allí están Elvira y los chicos. Por suerte -piensa- les había dedicado el domingo.

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Quién Vive En El Fondo De La Noche Extrae la carpeta de la caja fuerte con mayor celo que si se tratase de una enorme suma en billetes, o una pistola sin seguro y de gatillo sensible, y tampoco puede, esta vez, reconocer si se trata de un acto de coraje o de debilidad. Una licencia que se permite sólo de tanto en tanto, atrapado por la irresistible seducción de tenerla entre las manos, de contemplarla iluminada por esos segmentos de luz que se filtran entre los travesaños de la persiana y que cruzan el cortinado La carpeta, finalmente, ha quedado sola en la caja después de mudar ciertos valores, documentos, algún dinero, un prendedor de su mujer, como si cualquier cosa que pudiera guardar junto a la carpeta corriera el riesgo de contaminarse. En cierto modo, la caja fuerte se ha transformado en un santuario y la carpeta en un símbolo de naturaleza desconocida o en dios absoluto y despótico que no admite compañía en las fronteras de su reino. Tener aquella carpeta en las manos es responder a cierto oscuro deseo de asomarse al vacío, la atracción del vértigo, y abrirla en una página cualquiera se le figura tirar un cascote en un abismo sólo para quedarse escuchando el silencio y constatar que es un fondo sin límite. **********

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Todavía faltaba algo menos de un mes para que expirase la fecha límite de presentación en el concurso, cuando el director del departamento de cultura fue notificado que uno de los miembros del jurado se hallaba indispuesto, que por favor fuesen a buscar las carpetas con los cuentos porque era muy probable que no pudiese continuar. El director preguntó qué podía significar, con exactitud, esa indisposición, a lo que su secretaria respondió que no tenía ni idea, pero que debía de ser algo delicado desde el momento que un profesor como Quinteros se desentendía de un compromiso como ése. -¿Así le dijo? ¿Nada más que estaba indispuesto? -Bueno, en realidad no hablé con él, sino con la esposa. Algo grave debió de ocurrir porque estaba muy alterada y se ve que no quería hablar sobre el asunto. No pensó que se tratara de una situación muy seria, a veces surgían cierto tipo de compromisos... pero no dejaba de resultar extraño que una persona tan formal y con el sentido de responsabilidad de Quinteros abandonase su lugar en el jurado sin encararlo ni decírselo frontalmente. Claro que no lo conocía sino por referencias, pero lo consideraba con la suficiente sensatez como para no andarse con vueltas en algo que, después de todo, tampoco las merecía. Tal vez era cierto lo de la indisposición, aunque también fuese curioso el título que le habían dado a alguna dolencia o una enfermedad que le impedía seguir participando como miembro del jurado. -¿Está tu padre? -No. Está internado.

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La cara del niño parecía conservar un resto de asombro. Su hermana estaba detrás de él, apenas dejándose ver, como ocultándose tras el cuerpo del muchacho. ¿Podrías darme con tu madre, entonces? -Mi mamá está con él. Cuando vio a la mujer surgir del fondo de la habitación, supuso que los chicos le estaban mintiendo y que lo único que se proponían era que se fuese de una vez. -Soy una vecina. La madre me encargó que los cuidase mientras está con el marido. -¿Podría decirme dónde se encuentran? -Usted... -Soy el director de cultura de la municipalidad. -En la clínica San Cristóbal. ¿La conoce? El sólo hecho de oír aquel nombre le produjo una turbación que tal vez no haya conseguido disimular del todo, una caricia helada que le erizó la piel, y no porque fuera un lugar siniestro ni de mala fama, al contrario, gozaba de cierto reconocimiento por la atención y el nivel de sus profesionales, sino -sencillamente- porque se trataba de un centro para enfermos mentales. Los pasillos de la clínica estaban desiertos, apenas si se cruzó con un par de enfermeras que le parecieron un segmento más de esa atmósfera reluciente y aséptica. El extremo del pasillo daba a un ventanal fijo y cuadriculado que se extendía del piso al techo, por donde entraba un diluvio de luz y que 29

daba al jardín arbolado y lleno de hondonadas. La habitación de Quinteros era la última del pasillo, pegada al ventanal, por lo que dedujo debía de ser uno de los sitios de privilegio. Golpeó la puerta, apenas entonada y que se abrió prácticamente sola. La mujer estaba sentada junto a la cama y de espaldas a la puerta, pero no se volvió. Se presentaron. -Sí, yo fui quien lo llamó para que fuesen a buscar las carpetas. -Le agradezco que haya podido pensar en eso. -No sé cómo estas cosas pasan así, de repente. Es un misterio. -¿Lo encontró en este estado? -Así como lo ve. No ha vuelto a moverse desde entonces. Quinteros permanecía con la boca y los ojos abiertos, sin pestañear y hasta parecía que sin respirar, quién diría mimetizado con un cadáver, como si quisiera pasar desapercibido, no llamar la atención siquiera con un mínimo movimiento, con ese inquietante gesto de quien ha descubierto algo, un dato extremo, un informe, una revelación, y que por algún motivo ha decidido guardarlo en el encierro de su mente. Porque no había estupor en ese rostro, sino la contemplación de un conocimiento que ha llegado hasta él de manera imprevista, un gesto de sorpresa y de éxtasis perdido en lo más hondo de su mirada. Era imposible descifrar con exactitud el contenido de ese gesto, acaso una extraña, inexplicable combinación de reposo, de alarma, desamparo y sabiduría que daba la oportunidad de escoger entre los fantasmas propios a quien lo contemplase. 30

Quiso sostener con la esposa una amable charla de ocasión antes de retirarse, pero ella no estaba para eso y de algún modo le dio a entender que su presencia la importunaba. Durante su visita, no se movió de la silla junto a la cama y tampoco soltó la mano de aquel cuerpo inerte que parecía debatirse entre un singular estado de conciencia y la condición vegetativa. Quedaron en que pasarían a buscar las carpetas con los cuentos concursantes al día siguiente. Ella asintió con sólo un movimiento de cabeza. Debió admitir que la escena en la clínica lo había dejado realmente conmocionado pero, funcionario dado a resolver los aspectos prácticos, regresó al despacho pensando en el urgente remplazo del profesor Quinteros como miembro del jurado. Tal como lo prometió, al otro día las carpetas se apilaban en un rincón de su oficina, pero por un llamado desde la casa de Quinteros debió enviar un cadete en busca de una última carpeta que había quedado apartada en un sillón del escritorio, manuscrito que posiblemente el profesor estuviese leyendo poco antes del lamentable episodio, según la vecina. Dejó caer aquella carpeta sobre las demás. La cuestión vino más complicada de lo que suponía. Ofreció la responsabilidad a tres personas, una salía de viaje ese fin de semana, otra estaba saturada de compromisos y a la tercera no le interesaba porque había tenido experiencias nefastas en este asunto de los concursos literarios, no entendió bien por qué ni tuvo ganas de escucharla.

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Como si los problemas fuesen pocos, un nuevo hecho vino a agravarlos, pero esta vez de características más dramáticas. Tan sólo un par de días más tarde, vino a enterarse que otro de los miembros del jurado, la poeta Ema Schurtz, a quien conocía por diversos eventos culturales y como integrante de la Academia de Letras, había sufrido un brote, tal vez relacionado a alguna tragedia familiar, ya que su hija estaba también involucrada en una reacción parecida a la de la madre. El término “brote” siempre le había provocado un rechazo visceral, tal vez porque esa palabra le sonaba mezquina y hasta despectiva, más emparentada con un fenómeno propio de arbustos y de verduras que con aspectos complejos y dolorosos del alma humana. Pero así era la ciencia, y él no era quién para dudar de la legitimidad de ese diagnóstico. Además no podía reconocer el nivel de gravedad de la situación ni en qué había derivado aquello. Parece una maldición, se atrevió a conjeturar su secretaria, con cierto tono de esoterismo que no le cayó nada bien, pero el tema había empezado a preocuparlo de tal forma que ni siquiera tuvo fuerzas para una observación. Decidió ir a la casa. Lo atendió un joven. -Soy el hijo. Lo hizo pasar como si esperase su visita. -Ahora estoy solo. Vivíamos los tres. Mi vieja se divorció hace siete años. El muchacho era parco de palabras, le costaba expresarse, y en verdad tenía aspecto de ser uno de esos chicos que se pasan horas pegados a la pantalla del monitor, pero respondía a interrogantes que no le hacía y percibió en él una gran necesidad de contar. No obstante debía ayudarlo. 32

-Dijiste que estás solo -al recorrer con la vista el orden de la habitación. -A veces viene mi tía. Hace las compras, me prepara la comida, limpia un poco la casa. Pero en realidad la han aconsejado porque dicen que necesito contención. -¿Tu madre y tu hermana están internadas cerca de aquí? -No están internadas. Se fueron a una cabaña que tenemos en la laguna de Chascomús, lejos del pueblo. -Me comentaron que tuvieron... -Un brote sicótico. Pero no es así. Es mucho más grave. No puede imaginarse lo que es aquello. Un infierno. -¿Hubo alguna cuestión familiar? Perdoname que te haga estas preguntas. No tenés que contestarme si no querés. -Puede hacerme las preguntas que quiera. No hubo ninguna cuestión familiar. Estábamos bien. Cada uno en lo suyo, igual que siempre, pero bien. Todo ha sido por culpa de ese cuento. -¿De un cuento? No entiendo... -Yo fui a preguntarle a mi madre no me acuerdo qué cosa, y ella estaba leyendo uno de esos cuentos que llegaron para el concurso. Estaba tan concentrada que supongo ni me escuchó. Insistí, pero no hubo caso. Parecía que nada pudiese sacarla de la lectura. Entonces decidí dejarla tranquila hasta que terminase. Al rato empezamos a escuchar que lloraba. Era un llanto histérico que se mezclaba con gritos que le salían como arcadas. Graciana y yo corrimos, intentamos calmarla, pero mi madre seguía llorando de una manera descontrolada y ca33

minaba de una punta a otra de la habitación con pasos que más bien parecían zancadas. Era como si no pudiese ver nada, se tropezaba con los muebles, se caía y volvía a levantarse sin soltar la carpeta que tenía agarrada con las dos manos y que apretaba contra el pecho. En ese instante, como si dos escenas pudiesen caber en un mismo espacio, la imagen de la mujer encerrada en su desesperación se confundió con la mirada profunda y perdida del profesor Quinteros. -Se imaginará que no sabíamos qué hacer, si agarrarla para que no se siguiese golpeando, si pedir ayuda, pero ayuda a quién, a la policía, a los vecinos, algún servicio de emergencia... -Dónde está la carpeta. -A eso voy. Al final mi madre quedó en tal estado de agotamiento que quedó medio desmayada, y ahí pudimos sacarle la carpeta. Yo también estaba como enloquecido y corrí al teléfono a llamar a mi padre, pero el viejo no entendió la situación, pensó que era una de esas rabietas que le daba antes, cuando estaban casados, un ataque de nervios, como él decía, y que ya bastante había soportado a “tu madre”, para seguir haciéndose cargo de ella. Cuando volví, encontré a mi vieja casi sin conocimiento y a Graciana leyendo la carpeta. Le pregunté si no estaba loca poniéndose a leer en un momento así, pero era como si no pudiese dejarla, ya iba por no sé qué página, y en el momento que quise sacársela la agarró con todas sus fuerzas, pegó un aullido de animal, me mordió la mano y se fue a un rincón a terminar de leerla.

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A esa altura del relato hizo una pausa, como si tuviese la necesidad de tomar aire para continuar. -No se imagina el momento que pasé. En realidad no sabía si ocuparme de mi madre o de mi hermana. Mi madre estaba en el piso, seguía llorando y babeaba. La abracé, pero no parecía ni reconocerme, o es que estaba tan lejos de todo que no podía saber quién la estaba abrazando. -¿Cuándo ocurrió esto? -Fue el domingo por la mañana. Entonces vino lo peor. Mi hermana también se puso a llorar, aunque no fue de una manera tan desesperante como la vieja. Era más bien un llanto silencioso, un llanto hacia adentro. Le grité, creo que les grité a las dos. Me daba bronca y terror verlas así. Entonces Graciana corrió a abrazarse con mi madre. A ella sí, la vieja parecía reconocerla porque quedaron apretadas, una llorando en el hombro de la otra, a veces se desprendían y se miraban a los ojos y yo me di cuenta que se estaban diciendo cosas que solamente ellas comprendían y volvían a abrazarse y a llorar sin poder detenerse. Se hizo una especie de entendimiento, de complicidad entre las dos, mientras yo me sentía cada vez más afuera. -Es necesario que me des esa carpeta. El muchacho la extrajo de un cajón del aparador. La cubierta plástica era transparente. El título del cuento le pareció vagamente familiar, Quién vive en el fondo de la noche, dónde lo había leído... ni siquiera era muy original, había una obra de Céline, otra de O’Neill... enseguida lo recordó, la carpeta que ordenara buscar al cadete y que dejó caer encima de las demás.

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-Comprenderá que yo estaba muy asustado. Cuando agarré la carpeta para esconderla, sentí como si llevase una granada que fuese a estallar entre mis manos. La tentación de leerla era enorme, pero pude resistirme. -Cómo lograron llegar a la cabaña. -Me obligaron a llevarlas. Iban en el asiento de atrás y no dejaron de llorar ni de mirarse ni de abrazarse en ningún momento. Creo que ese apoyo mutuo impidió que enloqueciesen completamente. Estuve dos días con ellas. No quería dejarlas solas. A veces parecían calmarse, entonces yo les preguntaba, pero ninguna me dijo nada. Cada tanto volvían a la histeria, empezaba una y de inmediato la seguía la otra, igual que si se alimentasen recíprocamente. Durante esos dos días casi no comieron nada de lo que les preparé, tampoco se bañaban y empezaron a tener un olor muy fuerte y desagradable, pero nada de eso parecía importarles. Yo me iba a caminar seguido por ahí porque no aguantaba el clima ni el desorden que empezó a haber en la cabaña. Era como si nada les importase, como si se hubiesen desprendido de las cosas de este mundo. Noté que mi presencia las incomodaba, que estaba de más y que ya nada tenía que ver con ellas. Una vez mi madre me tomó la cara con las dos manos, tan fuerte que me hizo doler las mejillas, y me miró como si sus ojos entrasen en los míos. No reaccioné porque ése fue el único momento de comunicación entre mi madre y yo. Quedé espantado. Por un lado era la mirada de alguien desconocido, la de un extraño, y por otro había un brillo lejano donde todavía podía reconocerla, y ese brillo me estaba diciendo que se iba, que ya no podía regresar, que aquel gesto era una despedida. Al final mi madre me obligó a que las dejase solas. No me lo dijo directamente, pero nunca me sentí tan excluido. 36

-De todos modos, no debés dejarlas abandonadas en ese estado. Sería conveniente que vuelvas a comunicarte con tu padre y le des una idea clara de lo que ha sucedido. -Escuche... Voy a decirle algo, pero le pido por favor que no lo comente con nadie. Creo que hice algo muy feo. El muchacho hizo una pausa. Había una gran pugna dentro de él. Todavía estaba a tiempo de arrepentirse, de negarle esa revelación. -Todo este asunto es realmente delicado. Es necesario que confíes en mí. -Me resultaba difícil creer que unas simples hojas escritas pudiesen tener un efecto como ése. Quise pensar que habían tocado algo muy personal de ellas dos, un recuerdo, un secreto que les pertenecía. Por supuesto que no me animé a leerlas, pero sentí la necesidad de comprobar si el efecto podía ser general. -¡Santo Dios! Le diste la carpeta a alguien. -Yo sé que fue un acto de cobardía. No sabía a quién pedirle disculpas. Ahora se las pido a usted. -No te preocupes. Nada de lo que aquí se diga va a salir de esta habitación. Pero no se trata de descargos sino de que nadie más resulte afectado. -No es tan simple. Hice sacar una fotocopia y le di el cuento a un compañero de la facultad. Le dije que lo había escrito yo y que necesitaba su opinión. -Y ahora esta historia cuenta con un nuevo enajenado.

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-Peor. El chico se colgó. Estuve con los padres este mediodía. Estaban destrozados, pero igual me animé a decirles que mi compañero se había quedado con unos apuntes muy importantes de la universidad, que ni siquiera eran míos sino de un jefe de cátedra. No me miraron con buena cara, pero de todos modos me permitieron revisar el cuarto. No pudimos encontrarlas. Ya no es posible saber si alcanzó a destruirlas, si han ido a parar a otras manos o si las fotocopias simplemente han desaparecido. Cuando ganó la calle, pensó que lo primero que debía hacerse era advertir a los restantes tres miembros del jurado de que no fuesen a leer Quien vive en el fondo de la noche. Considerando la fuerza de la curiosidad, claro que no podía hacerlo en esos términos. Diría que el autor notificó que el cuento debía ser excluido del concurso sin más explicaciones, presuntamente porque ya habría sido premiado en otro certamen o porque quién sabe el motivo, que iría a retirar la carpeta personalmente esa misma tarde. Con los dos primeros tuvo suerte y se la entregaron con una sonrisa de cordialidad, que no se hubiese molestado, que él mismo se la habría llevado al despacho, que no veía la prisa. Al arrimarse a la casa del tercero, en un elegante barrio de las afueras, vio ese titilar multicolor tras un cerco de gente, policía, bomberos, ambulancias, y debió actuar con cierta brusquedad para poder acercarse. El frente de la residencia, de dos plantas, estaba chamuscado, con lenguas de carbón que se elevaban hasta la terraza. Había objetos de mobiliario desparramados en la vereda que algunos bomberos terminaban de arrinconar contra la pared, sillas, floreros, lámparas, cajones, libros, un televisor, una pequeña mesa, partes de computadora, tal vez un cuadro, cosas destrozadas y algunas de difícil identificación. Casi no 38

hizo falta que preguntara. Los vecinos seguían hablando entre ellos cosas que tal vez el otro supiese, pero que necesitaban ser dichas, y así es como estuvo en el medio de una información cruzada, que empezaron a escucharse ruidos estrepitosos, un alboroto que madre y señor mío, que cuando salieron a ver qué pasaba ella estaba tirando la casa por el balcón, que varios autos se habían detenido, a una distancia prudencial, por supuesto, que era periodista y directora del suplemento cultural de un diario tan importante, que enseñaba no sabía qué cosa en una universidad privada, un monumento a la cordura y de pronto la impresión de verla así, completamente loca, que algunos vecinos quisieron entrar, pero parece que la puerta estaba trancada por dentro, que yo ni siquiera lo intenté, quién sabe cómo podía reaccionar, mire si tenía un arma, que después vino el incendio, que la casa empezó a arder enseguida, no me pregunte por qué, los cortinados, el parquet, los muebles, que ella no abandonó el lugar y seguía entrando y saliendo y volviendo a entrar en medio de las llamas, que sí, que recién ahí llegó la policía pero tampoco pudo entrar, que entonces vino lo más horroroso, que salió un par de veces más al balcón con el vestido encendido, que desde abajo le gritaban que se tirase, que si no no podían ayudarla, que eso no parecía importarle gran cosa, solamente le interesaba gritar y volver para encontrarse con las llamas, que no, que no le gritaba a nadie en particular, le gritaba al aire, al espacio, al viento, que si hasta parecía un acto de inmolación y que al ratito nomás llegaron los bomberos, que destrozaron la puerta. No fue fácil. El fuego había tomado toda la planta alta y se estaba extendiendo a la baja. Mientras escuchaba esta historia, supuso que ya habían retirado el cadáver y que una ambulancia se mantenía en el 39

lugar por precaución. Error. Ni la habían retirado ni era cadáver. No fue el único testigo que sintió el impulso de retroceder cuando sacaron el cuerpo en la camilla, cubierto hasta el cuello con una sábana que ya empezaba a teñirse de rojo, la cabeza sin pelo, sólo algunos jirones chamuscados como mata de paja abrasada por la sequía, y el rostro quemado en más de la mitad. Decidió, entonces, olvidarse de la carpeta. Ya no había nadie a quien preguntarle y posiblemente estaría incinerada. ********** Si en ocasiones (no muchas, ésta sería la tercera o cuarta vez) tiene la necesidad de extraer la carpeta de la caja fuerte, no es para desafiar su voluntad sino para estimular la gran cantidad de suposiciones que pueden hacerse sobre el contenido. Tanto el profesor Quinteros como la poeta Schurtz y su hija no parecían tener el mínimo empeño en salir de esa región cuya frontera habían traspuesto sin pasaje de regreso, decididos a mantenerse, geográfica o mentalmente, lejos del mundo, y no era posible reconocer si lo hacían para excluirse de un mundo amenazante o para proteger al mundo de una amenaza que debía ser custodiada bajo llave en el arcón de sus cerebros. Había intentado un seguimiento a través de los datos que figuraban en la plica. El autor decía ser de una provincia de la región de Cuyo, pero no le fue posible constatar esto a causa de que los sobres impresos con los matasellos postales iban a parar a la basura. El teléfono no correspondía a la persona y la dirección del correo electrónico no existía. También se comunicó con las autoridades de aquella ciudad sólo para verificar lo que ya suponía: el domicilio era real pero en la casa residía una familia que no conocía ese nombre. Tampoco figuraba en los datos de catastro ni en rentas ni en la guía telefónica ni 40

en los archivos de la policía. El autor (o el agente transmisor) había decidido optar por el anonimato y no se propuso rédito alguno, si de rédito podía hablarse. Jamás se sabría si el texto era suyo o lo había enviado en un acto de represalia porque a su vez alguien se lo hizo llegar a él, como aquellos contagiados de sida que se encargan de diseminarlo por cuanto cuerpo pueden hacerlo, si lo hizo por advertencia ante algo que debe ser conocido, o tal vez por desesperación, sin ser por completo consciente de sus actos y habiendo entrado ya en esa zona sin retorno. Cuál había sido su intención, hasta dónde tuvo la fantasía de llegar enviando a concurso un texto como ése, no era posible deducirlo, y cuanto más indaga en el asunto, más interrogantes se le presentan. Ninguna respuesta, ni un solo dato categórico. Quizá habría sentido temor de ser acusado de algo, incitación al suicidio, apremio sicológico, homicidio culposo, quién sabe, pero ni siquiera esto era posible: cómo un juez podría condenar por un texto sin conocerlo. Tendría el instrumento del delito, el arma asesina en sus manos, y no serviría como elemento de prueba. Por cierto que nadie se atrevería a indagar en su contenido, nadie podría verificar si el arma había sido disparada, no habría peritos que pudiesen revisarla ni tampoco testigos, y los únicos involucrados serían víctimas: muertos, quemados, exiliados, enloquecidos, la perfecta operación de la mafia, el crimen perfecto. Porque comenzaron a haber desgracias no intencionadas en combinación con otras que parecían responder a hechos premeditados; doce personas más afectadas por el texto aparecieron en puntos distantes del país. Las carpetas siempre llegaron por correo, y se comprobó un caso en que dos envíos fueron hechos el mismo día, con pocas horas de diferencia, en receptorías distanciadas por cientos de kilómetros. 41

Había más de una persona desparramando carpetas en todas direcciones y el temor fue que el texto empezara a reproducirse como un virus, al punto que la advertencia a la población se hizo a través de las autoridades sanitarias. Once de los ejemplares correspondían a fotocopias y sólo uno a impreso original. Se supo que, en ciertos casos, la lectura se produjo por descuido, pero el fenómeno más interesante fue el de una empleada doméstica, escasamente alfabetizada y de poco o ningún apego a la lectura. Resultaba claro que el texto debía de ser muy simple, directo y de contenido comprensible a la mayoría. ********** Lo cierto es que Quién vive en el fondo de la noche, ficción, documento, mensaje, lo que fuere, despertó un enorme interés. No podía ser leído ni tampoco ignorado. Con excepción de tres, los demás ejemplares fueron destruidos. Se los guardó en la bóveda de un banco nacional cuyo nombre permaneció secreto, en algún sector de la Secretaría de Inteligencia y en un lugar no identificado. Por supuesto, aparte del suyo, que logró apartar de las fauces de los servicios de seguridad, a riesgo de perderlo todo. No obstante, luego de intensas deliberaciones de las que él no participó, se decidió intentar la lectura por parte de un notable, escogido de una lista de ciento treinta y ocho. Finalmente quedaron cinco, de los que tres no aceptaron. El compromiso cayó en Giancarlo Mondello, de la universidad de Milán, filólogo, un par de volúmenes sobre la correlación entre la conducta y el lenguaje, profundos conocimientos de teología y avezado en lengua española. Se hizo de su foto42

grafía y de una idea de su perfil en los archivos de dos de los periódicos más importantes de la ciudad, ante la tarea de recibirlo en el aeropuerto. La seguridad y la autosuficiencia de Mondello eran arrolladoras. Él dio las órdenes a los maleteros, ni siquiera le preguntó dónde quedaba la oficina de cambio: fue directo hacia ella, él parecía el dueño de casa que estaba en el aeropuerto para recibir un visitante, debió apurar el paso para caminar a la par, el sobretodo descansaba sobre sus hombros desabotonado y con las mangas vacías, mientras le hablaba no apartaba la vista del horizonte que tenía por delante, era alto, con cabellera al estilo de senador americano y de un elegante platinado en la sienes, los dos hicieron señas a un taxi distinto, y por supuesto que Mondello desistió del suyo en un gesto de espléndido renunciamiento. Mientras le explicaba la situación, no era seguro que Mondello lo estuviese escuchando, más concentrado en la ventanilla y en las condiciones sociales del paisaje que en su intento de informe. Era a la vez frío y muy amable, un racionalista ácido y desfachatado que solía reírse de todo, en especial de sí mismo. También tenía reputación de escéptico, y eso le inspiraba confianza. El escepticismo suele funcionar como un excelente blindaje. -En realidad, no veo qué tiene de extraño todo esto. -¿Le parece que no es extraño? A la gente le sucede cosas terribles después de leer ese texto. -Es el mágico, irresistible poder de la palabra. Detrás de cada civilización, de cada batalla, de cada viga de un puente, de la lumbre en la choza más apartada del África subtropical, está la palabra. 43

-Disculpe, pero creo que esto distinto. No hay registro de un fenómeno como éste. -Hay textos que han servido de justificación a los fundamentalismos más irracionales y que han enloquecido a pueblos enteros. -Está bien... de todos modos, se han tomado las precauciones necesarias. -No tiene de qué preocuparse. Si llego a perder la razón ya tengo reservado mi lugar en un asilo que da a una soberbia vista de los Alpes suizos. Se trataba de una habitación pequeña, apropiada a la intimidad del caso. La única luz que se destacaba era la de la lámpara de pie junto al sillón donde Mondello recibió la carpeta con Quién vive en el fondo de la noche, mientras el resto se mantenía en una apartada semipenumbra, cuestión que su presencia distrajera lo menos posible. Tuvo la idea de que Mondello se sintiera cómodo y relajado, casi como en la biblioteca de su casa, para lo que montó una escenografía elemental con una pequeña estantería cerca del sillón, donde se colocaron los libros que Mondello siempre llevaba consigo y que constituían buena parte de su equipaje. Mondello y el corro de testigos y controladores eran lo más parecido al diseño de una bandera islámica, donde los testigos eran la medialuna y Mondello -por supuesto- la estrella. Los primeros segundos fueron los más densos, principalmente cuando Mondello, con la misma serenidad que si fuese a evaluar el examen de uno de sus alumnos, abrió la carpeta y se puso a leer. Lejos de esa ansiedad por devorarse el texto, sus ojos recorrían con lentitud cada línea, de extremo a extremo, a veces se detenía en un punto y parecía regresar 44

para releer una frase, una oración, incluso parte de un párrafo. Luego de una eternidad, Mondello pasó a la segunda página. Quién pudiera decir que esa simple maniobra, los dedos de Mondello acariciando las hojas, el ruido del papel, no produjeron una estremecimiento en el corazón de los testigos, y sin embargo el silencio y la quietud continuaron imperturbables y cualquiera de ellos hubiese preferido ahogarse antes que echar un estornudo. Mondello siguió leyendo en medio de una calma chicha que no dejaba de sorprender a los controladores, dispuestos a levantarse en masa y a arrebatarle la carpeta apenas notasen el mínimo síntoma de desequilibrio. De tanto en tanto, Mondello abandonaba la lectura, levantaba la mirada y se quedaba observando un horizonte que estaba más allá de los rostros de los testigos y de las paredes mismas de la sala, una mirada que se perdía en la infinitud de su propio razonamiento y que de alguna manera les aseguraba a los testigos que la materia con que estaba construido aquel texto no era necesariamente mortal ni enloquecedor, no al menos para cierta clase de espíritus. Por cierto que la lentitud de Mondello resultaba exasperante, no sólo por la cadencia de la lectura sino por esos largos segmentos de reflexiones, pero todos allí comprendieron que era ése un aspecto totalmente secundario y que respondía a ansiedades y apresuramientos propios, cuando en verdad lo único que importaba era el trascendental dominio de la situación por parte de Giancarlo Mondello, universidad de Milán, filólogo, escritor, teología, lenguas varias, aunque cualquiera de ellos hubiese ofrecido una parte de su vida por un comentario ínfimo, o tan solo por una palabra, una palabra clave que diese una idea del contenido de aquellas páginas, el tema, premonitorio o indeterminante, mágico o real, posible o ilusorio, inminente o remo45

to, terminal o infinito. Pero Mondello parecía estar en otro mundo, por completo desinteresado de las inquietudes que podrían o no consumir al grupito de hombres y de mujeres que se mantenían pendientes de él en condición de fósiles. Al menos nada denotaba en Mondello una pérdida del control ni un abandono hacia regiones oscuras (o quién sabe, tal vez colmadas de una enceguecedora luminosidad) desde donde fuese difícil, sino imposible, extraerlo y volver a instalarlo en el mundo habitado por los sencillos y corrientes mortales. Al contrario, su mirada se iba cargando de penetración y de inteligencia, y un brillo realmente hermoso comenzó a tomar sus pupilas. Nunca había visto una mirada tan bella en un rostro humano. Parecía que toda la grandeza del hombre, desde la prehistoria hasta ese preciso instante, se concentraba en los ojos de Mondello. Ocupó unos cuarenta minutos en leer cerca de la mitad de la obra y algo menos, unos treinta, en la otra mitad. Dejó la carpeta sobre los muslos en una acción de camaralenta, igual a una pluma que un ave hubiese dejado caer desde la rama de un árbol. Y ciertamente, la mirada de Mondello se desprendió de la carpeta como de un objeto que ya no importa porque la sustancia le ha sido arrebatada. Mondello permaneció pensativo. A los cuatro minutos, algunos testigos comenzaron a reacomodarse en los asientos. Pasados los seis, uno de ellos se levantó y puso la mano sobre un hombro del profesor.

-Señor Mondello, ¿ se encuentra usted bien? **********

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La luminosidad que proviene de la ventana ha comenzado a palidecer rápidamente. Enciende la luz de la lámpara de mesa que inunda el despacho con la tonalidad de su pantalla apergaminada. La carpeta descansa dentro del círculo de claridad limitado por la pantalla. Quién vive en el fondo de la noche. Ya no es posible saberlo. Mondello fue regresado a Milán en una silla de ruedas. Podía sostenerse en pie, pero no caminar, y hasta donde tuvo noticias, no volvió a hablar ni a comunicarse con nadie. El título, el mezquino y misterioso título, es lo único que queda para desentrañar alguna conjetura. A qué noche hace alusión. Qué puede ser, con exactitud, esa noche. Tal vez un conocimiento, una revelación sobrevenida desde lo más hondo del tiempo, donde tal vez ni el hombre ni las cosas existiesen aún. Qué oscura verdad podría estar señalando. Para él, esa noche se le figura apenas una sensación, una noche que escapa a los límites del mundo, del sistema, de la galaxia, incluso del Universo, una noche tan absoluta que ni siquiera contiene reminiscencias lumínicas, que ya no puede transmitir ondas de ninguna especie, una noche sin un desgraciado asteroide que la visite, sin una insignificante partícula de hielo, ni siquiera un átomo, una noche hecha de Nada, sin referencia y sin tiempo, una noche que nunca comenzó y que se pierde en la vastedad de la propia noche, quizá aterrada de sí misma. El concepto último de la noche. Y sin embargo, alguien vive en ese lugar sin lugar, alguien y no algo porque la pregunta es quién y no qué vive en esa Nada donde la vida es imposible, alguien palpita con un corazón de niebla, alguien la habita aprisionado por barrotes de sombras en un sitio que ni siquiera es sitio y donde tampoco existen las sombras, un ente, una esencia recluida en un espacio sin nombre porque no hay vocablo capaz de nombrarlo. La pregunta quién vive contiene una afirmación, la de que, en efecto, alguien vive. En 47

cierto modo, la pregunta consagra una respuesta, tanto más estremecedora cuanto que parte de esa evidencia. Desde esa visión, tal vez todo pierda sentido, la vida misma, el origen, los mitos, la historia. Todo lo que nos rodea, el confort, la familia, la amistad, la propia persona, podría desmoronarse en chatarra sin valor. Quizá alguna conciencia había cometido la temeridad de revelar una noción que sólo debe pertenecerle a Dios porque no existe mente humana capaz de contenerla. Si el título en sí es a tal extremo perturbador, trata de imaginar el pavoroso conocimiento que abrazará página tras página, un abrazo creado quién sabe con qué sustancia y que puede conducir a un diferente estado de lucidez, un estado donde la autoreclusión, la locura y la muerte son disposiciones más francas y más cercanas a la naturaleza que este tópico concepto de la vida . Escucha los golpes en la puerta, señal de su secretaria para entrar y anunciarle que se retira, que si precisa algo. También es su hora de irse. Regresa la carpeta a la caja fuerte. Y en ese acto tan simple, el aire del despacho parece recobrar su estéril inocencia.

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La Máscara El mar ha salvado el cuerpo del náufrago; pero ha secuestrado su nombre Carlos Fuentes

Llegaste a la ciudad huyendo del campo, escapándole a esa vida chata de angustias por la helada, por los nubarrones que pasan de largo sobre la sed de la tierra, o de diluvios que terminan anegando el suelo, huyendo, Bernardo, de tristezas en la mesa con papá y mamá y tus hermanos y hermanas y el tío Santiago y Jeremías que apareció una tarde casi noche rengueando y golpeado y babeando sangre y cuatro costillas rotas, todos juntitos en la cocina envueltos por la luz del farol y el olor del guiso padre nuestro que están en los cielos el pan nuestro de cada día, huyendo de retos y castigos por nimiedades, cosas de chicos, cosas de muchachos que me ensucian las sábanas y después soy yo quien tiene que andar lavando, de inquietudes cada amanecer por los girasoles que crecen enanos y flacos entre manchones de tierra porque la tierra está cansada de siempre lo mismo y ya le dijeron que el monocultivo estropea el suelo pero él nada, cabeza dura como siempre, huyendo de ansiedades y desconsuelos y mortificaciones según pasan los años y un día cualquiera la gente se va del mismo modo que vino, sin que su paso por el mundo se diferencie del bosquecillo de acacias sobre la colina, así fue con el abuelo Fabricio y con la abuela Tulia que apenas llegaste a conocer Bernardo, y con la negra Herminia que ayudaba a mamá en la cocina y en la huerta y en alimentar los cerdos y las gallinas y que ya era 49

vieja y sorda y muda cuanto tú naciste, entonces un día que fue una mañana cualquiera le dijiste adiós a los desvelos de tu infancia y al aire agridulce de tu adolescencia y pusiste en una maleta tus diecinueve años y algo de muda interior y un par de camisas sin olvidar el abrigo y los lagrimones de mamá y el abrazo de oso de papá y las aventuras de sandokán la vuelta al mundo en ochenta días los viajes de simbad, y también algo de ese miedo que te apretaba la garganta junto con todos, toditos tus sueños Bernardo, entonces rumbeaste con la maleta liviana pero llena de tanto equipaje para el lado de la carretera que era la dirección del viento y de las nubes que pasaban rosadas sobre la campiña y debiste tirar cuántos cascotes a milton empecinado en seguirte hasta que al final comprendió o se rindió y te quedaste con sus ladridos desdibujados en la distancia, y luego de días y noches de camionetas destartaladas, pueblitos dormidos, caminos solitarios, cuando por fin llegaste a la ciudad y viste Bernardo, esas tropas de lengua extraña, tanques asomándose por las esquinas, grupos de soldados que te miraban pasar como si tú fueses el intruso, una ciudad diríase vacía, te preguntaste entonces dónde están los hombres, dónde los jóvenes, dónde están todos, sólo viejos y niños y algunas mujeres con apuradas bolsas de compra también vacías, apenas un repollo, un pan redondo, algún manojo de acelga sobresaliendo como cabelleras mustias. Habrá sido por tu asombro de paisano, tu maleta gastada en los bordes, por tus ojos de campesino asustado que no te detuvieron, que no te interrogaron. Y después de todo, qué habrían de decirte en ese idioma incomprensible de vocales ausentes, de consonantes que se tropezaban unas con otras, ese lenguaje seco y duro, parco de saliva, labios como tajos, si cada vez que los escuchabas veías la yugular que se 50

hinchaba y se hacía gruesa y azul. De dónde eran esos rostros pálidos como la muerte que pasaban en los transportes con el fusil descansando entre los muslos o la metralleta colgada del hombro, dónde están los demás, acaso fuese una guerra, adivinaste, y los hombres y los jóvenes habían sido reclutados para luchar contra el ejército invasor o fueron tomados prisioneros y permanecían en campos de reclusión o peor aún atestando heladas fosas comunes. Porque te miraban con desconfianza, cada uno de tus pasos era un movimiento bajo sospecha, mejor así, con los ojos hacia abajo, lamiendo la acera, no enfrentarlos, no provocarlos, mejor así, como metido dentro de uno, quiénes son, por qué están aquí, qué ha sucedido en el mundo, y de pronto el rumor de un tanque que estremeció el asfalto, la frenada de un vehículo que no alcanzaste a ver, (vienen por ti), pero no, se puso en marcha de nuevo y terminó por perderse en el horizonte de la avenida, tal vez convendría ir por una calle secundaria, no tan expuesto, una callejuela perdida. Otro vehículo, esta vez con apuro, no había semáforos en la ciudad Bernardo, no funcionaban, todas luces ciegas, todo gris y silencio, quizá por eso los pocos sonidos te parecían ecos enormes, bostezos de gigantes, y luego más transportes militares, más camiones con soldados, y luego ese ómnibus casi vacío que tocó un bocinazo a quién, a la ciudad desierta, y ese taxi desamparado, aquella pareja de ancianos que caminaban como apoyándose uno en el otro, un hombre obeso que iba o regresaba de ninguna parte, la mujer de pasos histéricos con el carrito de bebé, otro hombre con apariencia de viejo negocio, quizá un relojero, un anticuario de guardapolvo azul y puños cansados y pelos revueltos por el viento, dónde las abuelas, ay Bernardo, dónde los niños tras la pelota, dónde los niños tomaditos de la mano. Dónde están todos. 51

De pronto ya no hubo nadie a quien preguntarle y fuiste topándote con las puertas cerradas de los edificios, el ruido de tus pasos, miradas oscuras cargadas de ojeras, de hambre, de clausura de celosías, hasta que llegaste a los muros del cementerio, tarde, el sol declinando y las sombras que se hacían largas y más largas y cubrían el suelo, las fachadas, el césped de los canteros, al menos un barrio sin soldados, y debías pasar la noche en algún sitio Bernardo, lejos de todo peligro, que los muertos y el olor de los muertos te acurrucasen y te protegiesen de los soldados, así son las cosas, entonces te reclinaste en la pared de una tumba áspera y fría, sin acostarte porque esa posición se hubiese parecido demasiado a la de aquellos que se pudrían bajo las losas, te dejaste envolver por la noche, la silueta de un búho recortada en el azul oscuro del cielo, el vuelo rasante de los murciélagos, papá, mamá, la cama, la sopa caliente, el calor de tus hermanos, los cuentos de aparecidos del tío Santiago que ahora empezaban a asustarte en vez de excitar tu imaginación, Jeremías, el pobre Jeremías que surgió una tarde casi noche todo maltrecho y en un principio hasta creyeron que no hablaba y que los brazos y las manos se le retorcían por la conmoción de una paliza feroz y que la cabeza se le inclinaba hacia el hombro por el dolor y la cara torcida de puro sufrimiento, pero pasaron los días y se iba curando y las heridas cicatrizaban, y empezaron a darse cuenta de que había rasgos y movimientos y actitudes que ya estaban pegadas a su cuerpo, a su rostro, a su voz, cosas que no se iban, primero fue el tío Santiago, después escuchaste a papá y a mamá conversar bajo en la cocina, pobre muchacho, qué vamos a hacer con él, porque Jeremías a veces tenía esa mirada que se le metía dentro, otras se le disparaba hacia fuera y era como una luminosidad que atravesaba el aire, visiones y 52

entendimientos que sólo él podía reconocer, después volvía a meterse en sí mismo y al rato regresaba nuevamente, y en ese ir y venir se pasaba el día, cada vez más pegado a ti Bernardo, y de a poco te fuiste acostumbrando a sus confidencias, a su sonrisa de sabio idiota y a la cabeza inclinada hacia el hombro y al labio que se le caía para un costado y los brazos así de retorcidos como si tuviese las muñecas quebradas y los dedos duros, lo que nunca impidió que hiciese todos los trabajos que se le pedían a pesar de su esqueleto articulado a cuerda como el muñeco de la cajita de música que papá le regaló a mamá en cuál año ni para qué aniversario, a pesar de la renguera que tampoco desapareció del todo, lleno de risas y de inocencia y de ternura y de mirada cristalina este Jeremías, haciéndose querer, por ti, por tus hermanos, por milton, papá y mamá que sumaron otro hijo, por los vecinos del campo, por la gente del pueblo, hola Jeremías, qué tal Jeremías, ¿una copita Jeremías?, y ahora tú en ese camposanto de pajas secas y temblorosas, y un cielo de nubes que transforman la luna en un resplandor cargado de fantasmas, y esos soldados allí afuera, soldados de mirada cruda y labios como tajos, soldados que te vieron pasar como si fueses una amenaza, a un tantito así de detenerte, interrogarte, lo viste en sus ojos, la intención de las manos contra la pared, las piernas abiertas, palparte de armas, la desolada maleta tirada a un costado, en algún momento iba a ocurrir, lo presentiste Bernardo, y si te llevaban, a dónde irías a parar, qué sería de ti, de tus sueños en la maleta, de tu libertad. Despertaste con la escarcha del amanecer, tiritando esa luminosidad allá en el fondo que dibujaba las ramas desnudas del árbol, donde la silueta del búho había desaparecido. El cuerpo agarrotado, Bernardo, como si anduvieses relleno 53

de arena mojada, y poco y nada te costó sostenerlo en esa decisión que habías tomado por la noche, antes de que el sueño te venciera, el disfraz perfecto, el que le pedías prestado a Jeremías porque a Jeremías ni en las granjas vecinas ni en el pueblo ni en los alrededores nadie le había preguntado nada y eran para él los saludos con la mano hacia el cielo y los dedos abiertos como estrellas y los convites de dulce por las mujeres y un par de grapas por los hombres porque daba gracia verlo salir así sonriente y desarticulado, y lo cierto es que nadie habría pensado jamás de los jamases en hacerle daño y también era cierto que la ternura de los otros era su propia ternura que regresaba a él luego de rebotar en los demás. Y así comenzaste a caminar Bernardo, con tu renguera y tu muñeca quebrada y la cabeza un tanto hacia el hombro y los labios que se te caían por un costado y esa sonrisa de niño idiota y la mirada que intuías de ojos cristalinos como el agua, a veces metida hacia adentro, a veces disuelta en el aire de la mañana. Lo cierto es que volvieron a pasar los tanques y los camiones militares y hasta una tropa desfilando toditos iguales y con la seguridad de no llamar la atención porque eras una sombra, apenas una presencia ni siquiera del todo humana y te sentiste tan protegido Bernardo, tan amparado como si fueses invisible y nadie pudiese verte y ni los perros olfatearte porque tú no existías y ni las palomas se habrían a tu paso y pasabas casi rozándolas sin que dejasen de picotear el suelo. Así caminaste cuadras y cuadras, metido en esa coraza al parecer inexpugnable, hasta que viste esa bandada de chiquillos apostada en la esquina que hablaban a los gritos y por eso fue mucho más inquietante de repente el silencio, todas las miradas hacia ti, Bernardo, y pasaste a la acera de enfrente con toda la intención de ignorarlos y de ser ignorado 54

pero los chiquillos se cruzaron y empezaron a gritarte cosas y a circular a tu alrededor entre carcajadas y aullidos y gestos obscenos, y entonces sentiste el primer cascote en tu espalda, y luego otro y otro, pero no era cuestión de desprenderte del disfraz como si nada y salir disparado con tus piernas intactas y tu velocidad inalcanzable porque eso podía ser peligroso, más peligroso incluso que esos cascotes en tu cuerpo y en la cara y en la cabeza, entonces empezaste a correr con tu renguera y con esa queja sórdida y húmeda que nacía desde lo hondo de tu vientre y los chiquillos igual a indios a tu alrededor con sus gritos y sus carcajadas y su alegría furiosa y los cascotes que retomaban del suelo para volver a lanzarlos, hasta que sentiste el silbato y en seguida la voz enérgica de un hombre y los chiquillos que se dispersaron y desaparecieron por el codo de la esquina. Por supuesto que no te detuviste ni giraste la mirada hacia tu salvador y seguiste casi corriendo con la renguera a los saltos, abrazado a la maleta, el susto que seguía golpeándote el corazón Bernardo, y el íntimo contento de haber sostenido el disfraz que te prestara Jeremías sin que lograsen arrebatártelo. Así seguiste caminando el resto de la mañana con el disfraz pegado a la piel y un hambre creciente pegada a la boca del estómago por una ciudad que nunca imaginaste tan grande, cuadras y casas y empedrados y arboledas desnudas y fue recién cerca del mediodía cuando ese olor Bernardo, ese olor que lastimaba tu memoria, cercano al campo cuando te arrimabas al porquerizo y al corral de las ovejas y al gallinero, olor de animales y de pronto tú mismo un animal y el olor que te arrastraba hacia ellos como un cómplice reconocible, olor que te lamía la piel con su lengua suave y caliente, que te susu55

rraba al oído, si hasta el hocico helado de milton en tu oreja y en el cuello y un escalofrío de placer recorriéndote el cuerpo entero Bernardo, lo viste allí, del otro lado de la plazoleta, la verja de lanzas perimetrales, el gran arco de hierro con la palabra zoológico allá arriba en letras doradas, no había guardia ni ventanillero que cobrase la entrada ni puestos con venta de maníes ni algodones de azúcar, ni siquiera visitantes con globos de colores, sólo unos pocos animales que te miraban pasar con sus ojos famélicos y desesperanzados, su mirada insaciada Bernardo, y te sentiste más cercano a ellos que a tu maltrecha condición humana, cada vez más torcido, más quebrado, agudizando tu renguera, la inocencia de tu sonrisa, tu voz artificialmente aguda que les decía buenas tardes señores, cómo andan ustedes, qué tal se la pasa aquí, porque ni por un instante, ni por un segundo te desprendiste de tu disfraz, por el contrario, cada vez más agazapado en él porque era la manera de meterte en su mundo, en su olor, un animalillo más en ese zoológico penetrado por la guerra, sobreviviendo a un ejército invasor, aguardando pacientemente para bien o para mal que todo termine de una vez, y viste conejos, liebres, tortugas que andaban sueltos por los pastos y por los senderos peatonales junto a aves extrañas con sus enormes abanicos multicolores, especies domésticas y especies salvajes, un cebú que giró la cabeza con indiferencia cuando pasaste a su lado, monos chillones de rama en rama asidos a las rejas, serpientes en jaulas de cristal iguales a peceras, cabras de costillas marcadas, un par de avestruces que se acercaron a ti con su boca llena de hambruna, un asno con el hocico hurgando en la tierra pelada, pero nada de animales exóticos, ni jirafas ni elefantes ni leones ni hipopótamos ni cebras ni tampoco camellos, un pobre zoológico de guerra cuyos animales irían desapareciendo lentamente. 56

Te despertó sacudiéndote por el hombro, sacudiéndote tu sueño desnutrido, tu siesta rendida por el hambre, tus párpados que se abrieron con debilidad, y lo viste Bernardo, viejo, casi un anciano, su mano cargada de huesos, la piel surcada por los años, la mirada dulce que te interrogaba, y por un momento estuviste a punto de olvidar tu disfraz y de pedir disculpas a aquel sombrero de guardia con visera, al saco abotonado con botones plateados, a punto de empezar a hablar normalmente, todavía embotado por ese sol de atardecer incapaz de entibiar nada, pero en seguida te recompusiste, tu cara de estupor como si te hubiesen descubierto en falta, y te alzaste de pie con tu renguera y la cabeza algo ladeada y el labio torcido, hola, mi nombre es Jeremías, creo que me quedé dormido, y cuando sentiste eso de no te preocupes hijo y te diste cuenta de que desviaba la vista hacia tu maleta, fue como si te volviese el calor al cuerpo, entonces le sonreíste con tu sonrisa torcida y pusiste voz de falsete, esa pronunciación mal aceitada que un día descubriste te la habías aprendido porque sí, sin proponértelo, sin encontrarle ningún interés más allá de la imitación. El anciano que después dijo Simón te pidió que lo acompañases y te condujo hasta una casilla que, curioso, te pareció pequeña por fuera y grande por dentro, techo a doble agua, tejas rojas, mobiliario elemental, un par de sillas, guardarropa, anaqueles con herramientas y tarros de vidrio donde se encontraban clasificados tuercas, tornillos, clavos, bulones y arandelas, un camastro cubierto con frazadas, un catre plegado que descansaba contra la pared, el escritorio que arrastrado al centro de la habitación se transformaba en mesita comedor, un anafe conectado a una garrafa bajo la campana de luz, en pocos minutos el plato de algo que humeaba y que no pudiste adivinar Bernardo si era un caldo espeso o un guiso liviano de ingredientes irreconocibles acompañado de un pa57

necillo de centeno, mientras tratabas de decirle algo sobre los soldados y el cementerio, dónde estaba la gente, y la tarde entera caminando, entonces de pronto el zoológico pero el viejo casi anciano Simón sssssh, primero cómete eso muchacho, ya habrá tiempo para que hables todo lo que quieras, hasta que la existencia caliente y líquida se te fue metiendo de nuevo en las tripas y un segundo panecillo terminó de limpiar el plato, ni una gota de nada, ni una verdurita pegada a la superficie mientras el viejo que había colgado su gorra te observaba sin decir palabra, sin desviar por un segundo la vista hacia el sustento que, percibiste, habías despojado de su boca. Esa misma tarde, ya con el crepúsculo, te condujo al depósito donde todavía se guardaba el flaco alimento para los animales que quedaban, cómo se habían ido muriendo, cómo se moría una parte de él cada vez que uno desaparecía, los magros recursos de las instituciones que aún permanecían en funcionamiento, la presencia de un ejército invasor y un conflicto que él tampoco terminaba de comprender porque nunca fui de leer los diarios, Bernardo, y en la radio las noticias tienen un gusto amargo, sólo música de otras épocas para este corazón que ya anda cansado y también hastiado, no obstante algo te explicó sobre la causa de esa vieja rivalidad que venía arrastrándose a lo largo de los años, décadas, siglos, intereses enfrentados, resentimientos, mutuas sospechas y miedos y deudas pendientes, miserias Bernardo, tantas miserias, y te lo decía menos con los labios que con sus ojos gastados, con el gesto cansado de su mano sobre tu hombro que tanto se parecía al peso de la resignación. Y sin embargo el viejo necesitaba hablar porque a partir de ese día no cesó de hacerlo en cuanta oportunidad se le presentaba, por las mañanas con el tazón de té, durante el 58

trabajo en el zoológico, mientras los alimentos de los animales eran fraccionados bajo el más estricto racionamiento y se limpiaban las jaulas y rastrillaban el césped y se daban forma a los arbustos, nunca dejaba de hablarte, porque cuando caía en esos vastos, inagotables silencios, era como si te siguiese contando cosas que sólo por una limitación de oído no podías escuchar, el viejo seguía hablándote a través de sus labios inmóviles, de la mirada clavada en algún punto de sus recuerdos, de esas sonrisas que no decían sino suspiros. Pero otras veces te llenaba de palabras, aunque en más de una oportunidad te preguntaste si te estaría hablando a ti o en realidad se hablaba a sí mismo, sin mirarte, con los ojos hundidos en la indolencia del horizonte, palabras sin relieve y con un destino vago y apenas visible, perdidas en la niebla, que sólo consideraban tu presencia sentada a su lado sin la seguridad ni la necesidad de que estuvieses escuchando ni comprendiendo nada, parecido a cuando le hablabas a milton y milton dejaba de mover la cola y apoyaba la cabeza en tu regazo. Así serías a veces para el viejo, sin importar si entendías o no entendías, nada más que las palabras y los silencios entrando por los oídos y por los poros y por los latidos del corazón. Tampoco te pidió que te quedases. Siempre supo que no te irías porque el interior del zoológico era la seguridad y la vida y el olor de los animales y un catre y una manta y la espera a que la guerra terminase algún día mientras que el exterior era el peligro y la posibilidad del sufrimiento y de la muerte, otra vez Bernardo igual a un perro desamparado que lame su gratitud por las palabras como caricias y la panza llena. Y así llegaste a amarlo y a convertirte en una presencia imprescindible, como los fantasmas que colman la soledad de los ancianos, como padres que adoptan a sus hijos, hijos que 59

adoptan a sus padres, ay Simón, déjeme que lo acompañe, denserio ya me encuentro mejor tómate el té de una vez y ni se te ocurra levantarte hasta que la fiebre se haya ido del todo, aquí tiene un regalo para usted, me fijé en el documento y sé que hoy es su cumpleaños y el viejo casi anciano tomando con la concavidad de sus manos como si se tratase de agua que fuese a escurrirse la estatuilla que te vio trabajar durante semanas con ese punzón de hierro que ahuecaba la madera con paciencia de monasterio ¿hace cuánto que está en el zoológico? no lo sé, Bernardo, creo que me metieron aquí antes que los animales, pero sus bromas no parecían reírse de ti sino de él mismo, de sus años, de su pasado como materia olvidada en alguna curva del camino sin embargo esta guerra es para siempre y ya no tiene importancia qué extensión tiene hacia atrás sino la inmensidad del tiempo por venir, que es eterno sólo porque no tenemos conciencia de su límite. Pero el límite iba a llegar algún día, Bernardo, y era cuestión de garantizarse la sobrevivencia en espera de ese momento, por lo que ideaste la táctica de no desprenderte jamás de la máscara que te colocaras meses atrás, cuando la salida del cementerio. Aun en los instantes en que nadie podía verte, el interior del sótano, el depósito de alimentos, la única compañía de los animales cuando distribuías las provisiones, en lo altísimo de la escalera junto al tanque de agua, las tardecitas barriendo la soledad de los senderos, hasta en la misma oscuridad del catre sostuviste el disfraz de Jeremías contra cualquier acecho inesperado, porque nunca se sabía Bernardo, nunca podía saberse en qué ocasión alguien podría observarte sin que tú lo advirtieses, el propio Simón, algún esporádico visitante, un inspector, esos grupos de soldados 60

que de tanto en tanto entraban en el zoológico vaya uno a adivinar para qué, esas situaciones cuando te daban ganas de orinar por la noche y salías al árbol de siempre bajo un cielo de estrellas heladas, quién sabe si de repente una linterna te iluminaba con el cuello recto y la muñeca derecha y los labios normalmente instalados en la cara, quién sabe si no eras espiado, vigilado, filmado, fotografiado, alguien que pensara de dónde saliste un día como de la nada, quién eras, por qué estabas allí, sin paga, sin puesto oficial. Eran tiempos difíciles y ninguna precaución parecía suficiente, y hasta llegaste a sentir que al no desprenderte de la máscara evitabas ese desgaste de entrar y salir y volver a entrar en tu cuerpo, esa comodidad de ser siempre el mismo y no andar cambiando entre Bernardo y Jeremías y Jeremías y Bernardo, cosa que podía confundirte y hacer más trabajoso el dibujo de la máscara, sin necesidad de especular todo el tiempo con la ida y el regreso. No obstante angustias no faltaron porque una vez Simón enfermó y así anduvo más de un mes y en cierto momento pensaste que se iba, que te abandonaba Bernardo y te dejaba librado a tu suerte, la falta de medicinas porque hubo que arreglárselas con tecitos y sopitas y agregar otra manta que le guardase el calor, el viejo Simón ahí metido en su camastro hasta que una mañana pura empezó a recuperarse y cuando su mirada brilló de nuevo te diste cuenta de que no era por él sino por ti Bernardo, por los animales, por el zoológico que debía perdurar porque alguna vez habrían de volver los niños y el paseo de los novios y los algodones de azúcar y los globos de colores. Tampoco fueron las únicas inquietudes que desvelaron tus noches porque pasaron los años y la guerra no se iba y los soldados se pusieron cada vez más irritables y agresivos, nada que les tocase de cerca ni a ti ni a Simón, pero 61

escuchabas sus procedimientos cargados de gritos, el aullido en las curvas de automóviles enloquecidos, hasta al perímetro del zoológico arrimaban su ira, su autoridad, su presencia sofocante, los allanamientos, los disparos que a veces se escuchaban durante la noche, entonces te hundías más y más entre las mantas hasta cubrirte la cabeza y quedarte quietecito para que ni a Dios nuestro Señor se le diese por pensar en ti y pasases lo más desapercibido posible. Pero llegó el día que te diste cuenta de que algo estaba sucediendo o estaba por suceder. Una agitación poco habitual, bocinas histéricas, vehículos que amenazaban con llevarse todo por delante, soldados que corrían en grupos de un lado a otro como si hubiesen perdido el destino, percibiste el caos, la desbandada, también Simón se detuvo y permaneció apoyado en el mango del rastrillo mirando nada, o mirándolo todo de una vez, y luego ese silencio que podía respirarse, que empapaba la atmósfera, las aves con el vuelo suspendido entre las hojas, el tiempo de pronto detenido y los árboles y los arbustos sin el susurro de siempre, hasta los animales se mantenían callados, expectantes, con los ojos impacientes y olfateando una quietud que oprimía el alma. Entonces te pareció ver en el rostro de Simón, escurriéndose por las arrugas de la cara, de los labios, una sonrisa tan tibia que sólo pudo ser advertida por ti y por los pájaros. Y pasaron los minutos y nada se movió, nada más el silencio que iba de una esquina a otra, que barría las aceras, se escurría por los desagües, cruzaba las calles, trepaba los muros, el tiempo transformado en minutos, los minutos pegados a la camisa, la camisa a la piel, y así fueron pasando, uno tras otro, deslizándose, el tiempo que se instalaba espeso en los pulmones y de pronto ese rumor que te hizo levantar la vista hacia un cielo blancuzco, nubes 62

pálidas, y los viste Bernardo, iguales a formaciones de aves migratorias, las siluetas de los aviones, tan altas que a veces desaparecían en la nubosidad y volvían a aparecer, fue entonces cuando bajaste la mirada hacia el viejo Simón que en ese instante se sacaba la gorra y empezaba a agitarla en lo alto junto a esa risa de dientes nacarados por el tabaco que gritaba sin voz, sus ojos cargados de luz, de luz celeste del cielo Bernardo, y así siguió un buen rato saludando el paso de los aviones, tantos que te preguntaste si serían otros o siempre los mismos que daban la vuelta y volvían a pasar, y después ese otro rumor que fue creciendo y creciendo como un murmullo que no puede contenerse, y no te era posible reconocer si venía del centro o de los suburbios o de todos lados y se iba mezclando en las calles, la avenidas, en las plazas y en los parques, si se daba cita en los monumentos, las fuentes, las bibliotecas, en las escuelas, los edificios públicos, los museos, lo cierto es que el murmullo no parecía tener límites y te envolvía con su aliento, te erizaba la piel Bernardo, te excitaba hasta cortarte la respiración y así empezaste a correr con esa renguera a los saltos, fuera del zoológico, cuadras y cuadras, algo estaba sucediendo, algo importante porque ya no había soldados de piel como la muerte ni labios como tajos ni palabras extrañas, y fue llegar a la gran avenida, la más ancha, la que partía la ciudad por el medio, y ver otros vehículos militares, otros camiones, otros uniformes, y gente que de dónde había salido, tanta gente agolpada en los bordes de las calzadas, invadiendo el asfalto, mujeres que se subían a los tanques y abrazaban y besaban a los soldados, y de lo alto de los edificios Bernardo, desde las azoteas, los balcones, cientos y miles y millones de papelitos que iban y venían con el aire, más gente que salía de los edificios, gritos hasta las lágrimas, 63

besos al viento, era la libertad Bernardo, se había acabado todo por fin, dónde estaría el viejo Simón, tanta la euforia que lo olvidaste, hasta olvidaste desprenderte de ese disfraz que ya no hacía falta porque ahora podías regresar a ti, desprenderte de Jeremías y dejar a un lado esa sonrisa perpetua, la renguera, la cabeza ladeada hacia el hombro, los labios que se iban hacia un costado, la muñeca quebrada, y retomar tu cuerpo, correr por los campos con los brazos abiertos, tu velocidad inalcanzable, ser Bernardo otra vez, mezclarte con los soldados, la euforia de las mujeres, los niños sobre los hombros, fundirte con el vuelo de las palomas, la agitación de las banderas con los colores nacionales, pero tus huesos que te decían no, tus músculos te decían no, tus articulaciones, tus cartílagos que te decían una y otra vez que no a pesar de tus esfuerzos hasta el dolor, vete Jeremías, fuera de aquí Jeremías, déjame hacer mi vida, déjame tranquilo, pero tu cuerpo, Bernardo, no podía obedecerte, agarrotado, entumecido, dónde estaría el viejo Simón, buscaste ayuda con la mirada pero era todo euforia y más soldados con las armas en lo alto y mujeres subidas a los tanques y niños sobre los hombros y cientos de miles de papelitos, quisiste gritar y sólo apareció tu sonrisa idiota, quisiste llorar y sólo tus ojos perplejos, quisiste enderezarte y sólo tus huesos desesperados, echarte a correr y sólo tu renguera a los saltos. Y así seguiste horas y horas, cruzando las barriadas, atravesando los arrabales, perforando los túneles, los puentes ferroviarios, hasta llegar al campo. No quisiste volver al zoológico, ni por tu maleta ni para despedirte de Simón y porque a partir de un momento que no pudiste precisar habías perdido el camino de regreso. Nada más la inmensidad del campo y tu cuerpo maltrecho devorado por el crepúsculo. 64

Nunca Nadie ...apenas si comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. Gabriel García Márquez A Claudio Rodríguez. Disparador de esta historia.

Qué tal don Lucio eran las palabras de siempre con que el portero lo recibía en la entrada del edificio, aunque a veces sumaba algún aderezo como qué tal esa pierna, en alusión a una renguera reumática que había aparecido allá por el invierno pasado y que nunca lo abandonó, o alguna referencia al tiempo, lindo día hoy, con cuidado don Lucio que anunciaron lluvia para la tarde, pero las más de las veces lo hacía con esa amabilidad aséptica, sin mirarlo, sin renunciar al trapo húmedo contra el piso o al paño en la bocha del picaporte, apenas una mecánica cuestión de palabras que necesariamente debían cruzarse con quienes entraban o salían del edificio, el segmento reservado a las relaciones públicas y a los lugares comunes sin que en realidad su renguera ni el cielo límpido ni el pronóstico de lluvia para la tarde tuviesen la menor importancia. No obstante se trataba de un código al que debía responder, aunque no con igual desatención que el portero porque sus respuestas de palabras sueltas, de monosílabos, frases cortas, algún que otro comentario que podía incluso detener su renguera en el umbral de la puerta o en el ámbito despreocupado del palier, estaban oscuramente destinadas a retrasar un tantito así el ingreso o la salida del edificio en es65

pera de que a algún inquilino se le diese por aparecer en ese instante y pudiesen, al fin, verse las caras. Porque desde hacía un buen tiempo, cuánto tiempo con exactitud, meses y meses ¿o quizá años? perdidos en la bruma de su desmemoria, que no se cruzaba con ningún habitante del edificio en una concurrencia de fatales desencuentros sujetos a los accidentes de la casualidad y a las desventuras de la causalidad, y era el portero la única persona que veía de tanto en tanto, que lo bendecía con el sonido de su voz, la indiferencia de sus miradas ocasionales y la certeza de su anatomía. Sin ir más lejos, la semana anterior pudo ver de mañana un camión de mudanzas estacionado frente al edificio y a tres empleados, uno seguramente el conductor a quien el abdomen le caía como un saco de tripas sobre el cinturón, otro una trigueña masa de músculos predestinadas para la carga y descarga, y el tercero un adolescente escuálido, de dudosa aptitud y tal vez caído en desgracia. Ante la imposibilidad de conocer si la cerrada caja del camión se aprestaba a bajar o a llevarse esa avalancha de bártulos, enseres y moblaje típico de una vivienda de clase media, no tuvo mejor idea que levantar ese monumento a lo evidente y comentar algo así como parece que estamos de mudanza ¿no? ante los labios sin respuesta y las manos en los bolsillos y los brazos cruzados y las miradas inquietas de los hombres que comenzaban a impacientarse por la demora, y ese silencio fue lo mismo que si alguno hubiese lanzado un dardo del estilo cállese y siga su camino viejo idiota. Sin embargo la excusa de la renguera le dio la oportunidad de detenerse un momento, en espera de que alguien llegase 66

hasta el camión y comenzase con las instrucciones, primero la heladera, el lavarropas, las camas de los chicos, después esto y lo otro, pero nada. Quienes encargaron el servicio de mudanza seguían sin aparecer y por más que fuese un viejo casi anciano que se detenía para respirar hondo y enderezarse tomándose de la cintura, no le fue posible dilatar la situación hasta límites que pudieran parecer contiguos a la fragilidad mental o que lo aproximasen a la categoría de longevo chismoso y debió dejar el lugar sin saber de los nuevos vecinos que se instalaban o de los antiguos que emigraban, tan desconocidos los unos como los otros. Cuando regresó con la bolsita de pan ya no se encontraban ni el camión de mudanza ni el portero. Sólo vio la fugaz imagen de una persona que entraba en el ascensor, apenas el canto de una prenda que hubiese podido tratarse tanto del sobretodo de un hombre como del vestido de una mujer. Ya decenas ¿o quizá cientos? de veces había visto fracciones de presencias que ingresaban en los ascensores o que optaban por las escaleras, trozos de ropas, espaldas fugitivas, tacos de zapatos, bolsos de compras, carritos de bebé o sillas de ruedas que entraban de culata, apenas vestigios de personas que desaparecían como fantasmas, como si huyesen de él o el maldito azar las arrastrase siempre fuera de su campo visual. Cuando llegó a la puerta de los ascensores, ya el que subía se había detenido en el penúltimo piso, mientras el que descendía iba por el quinto. Tantas veces su corazón se hubo acelerado hasta el límite de la taquicardia cuando uno de los ascensores bajaba y él ahí parado en espera de que la puerta al fin se abriese y enfrentase el rostro de un vecino que le echaría una efímera mirada y le dejaría la puerta abierta y quizá hasta le diese los buenos días, tantas veces, porque el ascensor llegaba a la 67

planta baja y él ahí parado y nada, la puerta muda, quieta, con la extraña impresión de estar mirándolo a través de ojo de la ventanuca, sin lógica, sin explicación, por qué el ascensor bajaba solo, por qué tantas veces abría la puerta y debía enfrentarse a la cabina vacía, por qué la gente desaparecía de esa manera, por qué nunca nadie abriendo la puerta o buscando algo en la cartera o sacándose los granitos ante el espejo. Pero hacía tiempo que la taquicardia por aquel encuentro esquivo había sido sustituida por la resignación y ahora aceptaba la visita solitaria del ascensor con el mismo espíritu de entrega con que un árbol invernal deja caer sus últimas hojas sobre la vereda. Porque desde hacía un buen tiempo, cuánto tiempo con exactitud, que habitaba ese departamento de dos ambientes, dormitorio minúsculo y livin cuyas respectivas ventanas daban a las de distintos vecinos, casi al alcance de la mano, tan cercanas que un listón de obra hubiese podido constituirse en pasarela para llegar de una a otra si no fuese por la desagradable posibilidad de precipitarse desde el piso séptimo o porque no dejaría de llamar la atención que alguien, y sobre todo un viejo casi anciano, anduviese haciendo equilibrio en situación semejante y vaya a saberse con qué extravagantes intenciones. Pero lo cierto es que la ausente presencia de los vecinos había terminado por obsesionarlo. El cuarto que enfrentaba a su dormitorio estaba casi siempre a oscuras y en muy contadas ocasiones pudo ver una esfera de luz pendiente del techo que se dibujaba apenas por las ranuras de una persiana eternamente baja, circunstancia por la que llegó en alguna oportunidad a pasarse horas en espera de que alguien se aprestara a dormir o a ver televisión desde la cama, pero la luz de la esfera siguió encendida sin que se le diese un uso visible, y 68

cuando se distrajo, un parpadeo, un giro de cabeza para qué, el cuarto se oscureció de repente y las ranuras de la persiana jamás le revelaron siquiera la silueta de nadie. La ventana que daba al livin, en cambio, permanecía casi siempre abierta, aunque en invierno solía verla entornada, cuestión que el aire fresco se filtrase en el ambiente y agitase unas cortinas pesadas y apenas traslúcidas que se sacudían como el velamen de una embarcación que descansa en puerto. Como siempre que ingresaba en el livin desde el vestíbulo, y a veces desde el dormitorio y aun desde el baño, dirigió la mirada hacia la fotografía de Berta sobre el aparador, la fotografía de ambos, de su brazo descansando sobre las espaldas de Berta, de su mano cerrándose en el hombro de Berta, de Berta mirándolo desde la fotografía con esa ternura de quienes abandonan la madurez y van entrando despacio en el ocaso de la vida. Pero esta vez fue apenas una visión fugaz, un resplandor que apagó con los párpados, porque permaneció ante la ventana con la bolsita de pan colgada de los dedos y los sentidos colgados de un estado de alerta, sin preguntarse qué habría despertado su atención por esa ventana del vecino tantas veces vista y con tantos desengaños acumulados. Una voz. Una voz que se disponía a entrar. Una voz de mujer, algo chillona sin ser estridente. No podía descifrarla, eran palabras sueltas, frases cortadas a hachazos, algo de un mensaje, un llamado telefónico, la voz seguía acercándose, la bisagra de una puerta, la puerta de la habitación, y aunque la figura tardara en mostrarse la sospechó inminente, debía de estar en el umbral o disponiéndose a cruzarlo, sin embargo la mujer no aparecía, no terminaba de aparecer, imposible que se tratase del ruido de otra puerta... ¿imposible? Pero la voz, la mujer, no aparecieron. Otro engaño, una nueva estafa. Quizá debiera armarse 69

de valor y tocarles la puerta para mendigarles algo, una herramienta, llave inglesa, pico de loro, cualquier cosa, después de todo serían vecinos de años, ¿de años?, quién podría asegurarlo. El portero, claro. Los porteros lo saben todo, nombres, movimientos, horarios, visitas, conocen la basura, los hábitos alimentarios, si se medican, si tiran ropa vieja. Pero este portero también era esquivo, parco de palabras, siempre metido en sus trapitos, en sus gruñidos, en su barrido de manguera, en su encerado de las nueve, en los pliegues de su entrecejo, en sus ahá, en sus mmh como toda respuesta. ¿Sólo con él era así o sería igual con el resto de los vecinos? Preguntas, tantas preguntas. También cabía la posibilidad de que lo atendiese la pareja de la voz chillona y se le diera por interrogarlo sobre el empleo de la herramienta. Debía tener una coartada convincente, sin titubeos, sin dudas. La canilla del baño que hace días está goteando y tengo que desarmarla. Y si el vecino se ofreciera a ayudarlo en consideración a sus manos llenas de pecas y huesitos marcados y profundas venas azules, entonces ¿qué le diría? Tal vez debiera descomponer la canilla, romper el cuerito, falsear una rosca. Que viese por sí mismo que no se trataba del delirio de un anciano ni de una excusa para molestar a nadie. Dejó el pan sobre la mesada de la cocina. El rumor de la heladera se detuvo y un silencio fuerte acompañó el ahora mutismo de los vecinos. El mediodía entraba enceguecido por el vidrio del lavadero. Observó los objetos de Berta, los imanes adheridos a la heladera, la carpeta de bordados que ella misma tejiera, el canasto con frutos de yeso, las miniaturas en la pared. Había un retrato suyo en el vestíbulo, un retrato ovalado, de pose para la foto, y sin embargo tan natural, Berta distendida, con esa mediasonrisa de gioconda y las manos caídas 70

sobre la falda y la punta de los dedos rozándose apenas. Berta y su prodigiosa elegancia plástica, desde recostada en el sofá hasta pelando papas o duchando el planterío del balcón, o simplemente con las agujas de tejer adormecidas en el regazo y la mirada perdida en la extensión de sus recuerdos y en el sol de la tarde. Entonces el portazo. La puerta del palier reventada contra el marco y voces agrias de una discusión, pero era la voz de ella la que se escuchaba, algo de una cuenta, que la mamá, que mi familia nunca, pero las palabras se pegoteaban unas con otras y se tornaban huidizas, inasibles, encadenadas a frases que se quebraban y desarticulaban sin que lograran reconstruirse. Era llegado el momento. Correría hacia el livin, alcanzaría la puerta, se aferraría al picaporte, recordaría que tiene la costumbre de cerrar por dentro, buscaría las llaves, el movimiento del cerrojo se escucharía del otro lado, abriría la puerta, asomaría la mirada, vería voces calladas, figuras ausentes, la puerta del ascensor se cerraría con otro portazo, la discusión seguiría camino abajo cuando la intimidad de la discordia estuviese asegurada. Terminó por salir al palier con parte de esa premonición colgándole de los sentidos. Sólo parte, porque las voces eran calladas y las figuras ausentes, pero los ascensores se mantenían inmóviles, detenidos en algún piso. Tampoco se escuchaban pasos por la escalera y todo ruido dentro del departamento había caído en un pozo húmedo y oscuro. Comenzó a sentirse ridículo ahí en medio del palier, desconsoladamente ridículo, y ojalá alguien saliese en ese instante de otro departamento y lo sorprendiera y le preguntase si pasaba algo, aunque toda su capacidad premonitoria le estuviese diciendo que eso jamás ocurriría, que podría permanecer horas y horas solo en el palier y nadie saldría. 71

Antes de regresar al vestíbulo, uno de los ascensores pasó de largo hacia los pisos superiores, vio actividad a través de la ventanuca y de la puerta plegable, una mano furtiva acaso reflejada en el espejo, una larga cabellera negra, ruidos de paquetes, tal vez bolsas de celofán, después un par de toces. El ascensor se detuvo y los ruidos siguieron, lejanos. Posiblemente hubiese más de una persona en el ascensor. Y varias bolsas. Compras de mercado para toda la semana. Esa misma tarde casi anocheciendo el vecino ¿o la vecina? del dormitorio le dio la sorpresa de la persiana levantada y la cortina corrida. Pudo apreciar entonces la mezquina decoración del cuarto, si bien era cierto que al frente sólo daban las puertas de los placares y el pequeño segmento de pared con un adorno que podría tratarse de una máscara, una medusa de pelos enmarañados o de serpientes alborotadas. Más próxima, hacia el centro de la habitación, la cama. No era fácil adivinar si se trataba de una cama individual o de doble plaza con la mitad escondida por el marco inferior de la ventana. Había una mesita de luz, un velador clásico con pantalla en forma de cono, ausencia de reloj despertador, algo raro en cualquier vivienda, salvo que el reloj se hallase en el otro costado de la cama, sobre otra mesa de luz, lo que pondría en evidencia que eran dos las personas que dormían en ese cuarto y que, efectivamente, se trataba de una cama matrimonial. Otro dato que parecía sustentar esta idea: la luz inquieta y azulada de la televisión hacia el pie de la cama, la televisión encendida y muda, abandonada a su suerte, sin que nadie se recostase sobre la colcha, sin que nadie acomodase la almohada ni cruzase las palmas bajo la cabeza, sin un café antes de la cena, sin un cigarrillo, sin que a nadie se le fuesen cerrando los ojos por el cansancio o por desinterés. Pero al rato apareció 72

La Sombra. Sucedió en el momento que menos lo esperaba, La Sombra proyectada sobre la cama por la luz del televisor, yendo y viniendo, estirándose hasta la cabecera y volviendo a comprimirse. La Sombra levantó un brazo, quizá en busca de algo sobre una estantería o para aplicarse desodorante. También podría ser que se estuviese secando el pelo luego del baño. La propietaria ¿o propietario? de aquella Sombra no era muy precisa/o en sus movimientos, más bien atrapada/o en el vaivén de sus indecisiones y haciendo de sus contoneos una danza caótica. A veces La Sombra desaparecía, como si se ubicase detrás del televisor. Al rato regresaba, pero nunca, jamás, atraía a la persona hacia el marco de la ventana. ¿Pero qué estaba haciendo allí, en ese rincón del cuarto, de aquí para allá, de allá para aquí, sacudiendo su condenado culo sin quedarse quieta/o por un instante? ¿Qué tantas cosas puede hacer alguien en un dormitorio sin abrir los placares ni acudir a la cama? Tal vez hubiese un espejo de pared, tal vez dejara la ropa en una silla y era de las/los que tardan siglos en vestirse. O en desvestirse. Tal vez. Tal vez. La Sombra volvió a estirarse hasta la cabecera de la cama, se desperezó, acarició la almohada, lamió la colcha con su lengua demoníaca, se atrevió hasta casi mostrar la orilla de cuerpo con sus maniobras espurias, realizó una última estratagema colmada de desvergüenza y se esfumó del cuarto. Maldita sea. Durante todo el día siguiente los vecinos no volvieron a dar signos de vida. Pero entrado el fin de semana comenzaron a arrojar por las ventanas cuanto sonido cabía en sus habitaciones. No era posible saber con certeza de cuál departamento de los pisos de abajo salía esa música, pero a causa de rebotes y embolsamientos acústicos fueron trepando por las paredes 73

las melodías de ¿Schubert?, Paganini, Mendelssohn y lo que pareció ser una ópera china de composición indescifrable. Hasta pasado el mediodía, la música no sólo fue besuqueo para los oídos sino presencia humana que se adivinaba tras aquellos muros, los pisos, las paredes, las ventanas veladas, el aire apagado del invierno. Pero a las 12:30 en punto ese concepto de vecino ilustrado se desmoronó como casita de naipes y la ópera china fue súbitamente remplazada por Banfield – San Lorenzo. Por supuesto que no le disgustaba escuchar un partido de fútbol que después de todo lo trasladaba a sus días de juventud en los estadios y a los de madurez frente al televisor, sino el salto brutal de esa sensibilidad exquisita a un relator deportivo, aunque poco más tarde ya estaba considerando que aquello también hablaba de una ruptura de los sobreentendidos, de un salirse de los territorios vulgares, de un espíritu amplio y no convencional. De dónde habría venido esa música, qué daría, Berta, por conocer esa persona, compartir un café, echarle un vistazo a su biblioteca, apostaría a que tiene una buena biblioteca, y también una discoteca de gustos variados, tangos, folclore, jazz, incluso boleros, qué daría, Berta, pero si bajase equivocaría el piso, si acertase el piso equivocaría la puerta, si acertase la puerta nadie atendería. A la transmisión del partido se sumó un pajarraco escandaloso que no paró de piar en toda la tarde. No era, obviamente, un tierno pajarillo en libertad. Era un pájaro en cautiverio que no recordaba haber escuchado nunca, pero tampoco podía asegurarlo, estoy cada vez más viejo y olvidadizo, a veces me asusto de mi falta de memoria, tendría que tomar alguna pastilla, hacer ejercicios, los médicos dicen que es bueno para la circulación, ni siquiera puedo decirte por qué no los hago, esta vagancia, este desgano que me van atrofiando los músculos, que se me enfría el alma Berta. Al rato ya se había 74

acostumbrado al batifondo del pájaro, que no paraba de piar como si estuviese anunciando el fin del mundo, y fue esta insistencia lo que terminó provocando su curiosidad y lo envió a la ventana igual a una bestia que estira el hocico cuando detecta una presencia extraña. La voz del pájaro venía de arriba, surgida de alguna ventana, y no era tarea fácil localizar de cuál. De todos modos, aquel impulso lo llevó a descubrir un par de elementos sorprendentes. Si bien no era éste un invierno muy riguroso, nada parecía justificar un ventilador de techo que giraba enloquecido en el cuarto del piso de arriba enfrentado al suyo, y era el ventilador con su bocha de luz lo único que alcanzaba a verse desde abajo. No había jaula ni pájaro alguno que pudiera visualizarse y, rareza paradojal, el ventilador en funcionamiento se hallaba a sus anchas y en dulce convivencia con la ventana cerrada. Pero lo más insólito fue una cosa peluda y pardusca que viboreaba dos pisos por encima de su dormitorio. Era un gato, la cola de un gato temerario que descansaba en el estrecho derrame de la pared. Pelos y plumas nunca se llevaron bien y resultaba por demás dudoso que allí estuviese ese pájaro infestado de alegría, pi pí, pi pí, pipiripipí, veinte millones de años y todavía con el mismo discurso. Siguió así un tiempo más mientras inhalaba el aire fresco, mientras aspiraba presencias impalpables. Radios, pájaros, gatos, voces, sombras, ventiladores en movimiento. Dónde estaban todos. Cada vez dormía menos. El único aparato de televisión era el del dormitorio y andaba resultando frecuente que se quedara pegado a alguna película hasta que los párpados se le caían sin que se enterase y al fin terminaba apagando el gemido tembloroso de la pantalla en coincidencia con la luz del amanecer. Pero esta vez no supo si despertó con el agua del depó75

sito que todas las noches y casi a la misma hora el vecino lindante descargaba en el inodoro o por el ruido de los vecinos de arriba a quienes últimamente se les había dado por correr muebles de lugar, curiosos ajetreos que se hacían con preferencia entre las dos y las tres de la madrugada. Los primeros desplazamientos fueron de sillas, algo lógico en la rutina de una familia si no fuese porque aquellos ruidos aparecieron de repente, como si antes la necesidad de correr un solo mueble jamás hubiese existido, y menos con esos arrebatos de urgencia. Después fue el ruido ametrallado de una mesa, tal vez una de esas mesas plegables que arrastrarían de un punto a otro del cuarto en un aparente cambio de función, de mesa comedor en el centro a mesa escritorio contra la pared. De todos modos, no eran sonidos que molestaran. Por el contrario, era una evidencia de que había vecinos en el piso de arriba, que había vida y no ambientes vacíos llenos de soledades y de aires helados. Pero desde hacía algunas noches se estaban produciendo desplazamientos de muebles macizos del estilo de un aparador, una gran mesa de algarrobo, un sillón de no menos de dos plazas, hasta le pareció que de una vitrina por el temblor de vidriería. Por supuesto que la primera vez tampoco fue nada que le llamara demasiado la atención más allá del horario. Sería un reacomodamiento del moblaje, del diseño interior de un livin, un cambio de fisonomía que de tanto en tanto necesitan ciertos matrimonios. ¿Matrimonios? Nada sustentaba esa idea, y cuanto más se lo figuraba, más se alzaba la presencia de una sola persona cambiando de aquí a allá la posición de los muebles. Lo que en verdad resultaba sorprendente era la comunión de los tres elementos que, reunidos, constituían un fenómeno sospechoso de anomalía cerebral: 76

a) el insólito y sistemático horario de entre las dos y las tres b) la necesidad de cambiar los muebles de lugar todos los días c) la virulencia que se ponía en tal operación, cercana al frenesí. Pero esa noche se prolongó hasta más allá de los admisible, con una exaltación de corrimientos que superó todo lo hecho hasta ese instante. Entonces los ojos abiertos sumergidos en el infinito del cielorraso, entonces sólo la luz del reloj despertador con los puntitos entre la hora y los minutos titilando como un guiño insomne y los muebles de un lado al otro y los pasos de una habitación a otra, sin descanso, del cuarto al livin, del livin a la cocina, de la cocina al baño, de regreso al cuarto, pensar que con Berta había convivido durante años sin cambiar de lugar un cuadro, un jarrón, Berta y su canto susurrante de las mañanas, Berta y el plumero, el siseo del lustramuebles en aerosol, aunque a veces llegara a protestar como cuando él le agregó un nuevo adorno al aparador que contribuía a dificultar la limpieza, pero lo hizo con un sermón cargado de dichas, de mirada color miel, de desayunarse juntos, de juntos esperar de este lado de la ventana el calor del mediodía. Las cuatro menos diez. Era llegado el momento. La violencia con que hizo a un lado las frazadas le provocó una sonora ventosidad que inmediatamente se inflamó en todo el dormitorio. Pensó en ponerse el pantalón, pero mejor así, subir al piso de arriba con el vértigo del pijama, la improvisación de las chinelas, el descuido de los pocos pelos disparados al aire. Jamás comprendió eso de prender la luz del palier en un piso y que se encendiese el edificio entero, pero esta vez le sirvió para llegar al octavo por la escalera y que la luz lo acompañase en su furiosa lucidez. Dudó en si tocar el timbre 77

o golpear la puerta. Tocó el timbre y golpeó la puerta, convencido de que la suma de los factores altera enormemente el producto. Una enorme insonoridad se escuchó del otro lado Ni sillas ni sillones ni mesas ni aparadores ni vitrinas ni pasos de una habitación a otra. Acaso la vecina ¿o el vecino? estuviese tras la puerta, a pocos centímetros, separados ambos por esa obscena superficie de madera hueca, inmóvil, alerta, vigilándolo por el mirador desde la impunidad de los cuartos ensombrecidos en espera de que se fuese mientras él con la figura delatada por la bombita del plafón, y de nuevo el timbrazo, de nuevo los golpes con el puño y nada, nunca tan solo, los minutos y nadie, con ese acompañamiento de escaleras abajo, de impotencia, de carencias indignas Berta, si Berta me hubiese visto alguna vez con este aspecto, como un viejo loco, desbocado, ahora rendido, pidiéndole permiso a cada escalón, con la renguera tomándose del barandal como si todo él se agarrase a la existencia, y por un brevísimo instante, por una partícula de segundo, cuando rozó con los dedos el bolsillo del pijama y oyó las campanillas del manojo de llaves, el sobresalto de haber podido dejarlas dentro de la casa, lo que habría ocurrido, a esas horas, sin vecinos que atiendan una maldita puerta, sin portero, sentado en la escalera, recostado contra la aterida pared del palier en espera de la mañana. Cuando volvió a cobijarse bajo las mantas, era un silencio acabado, sin embargo tardó en dormirse. Invierno de 2005

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Ejecución Sois bienvenidos. Dejad toda esperanza en el perchero. Ana María Shua

Debo reconocer que ni desde el primer momento ni después he podido darme cuenta quiénes son los uniformados que irrumpieron tan rápida e inesperadamente en la sala a oscuras, si la policía, algún cuerpo de la prefectura, la gendarmería o de la guardia nacional. Es que el proyector dejó de funcionar apenas entraron y luego fueron sólo esos potentes haces de luz nacidos tal vez de linternas especiales, que nos enceguecieron y nos obligaron a taparnos los ojos con la pantalla de la mano. Ni siquiera cuando por descuido alguna de las linternas iluminó de manera fugaz uno de estos uniformes, alcancé a distinguir a qué grupo pertenecen, aunque en medio de la confusión y del encandilamiento me pareció ver que no usan cascos sino gorras. Es posible, entonces, que no sean soldados. Sí pude ver que varios de los asistentes pretendieron llegar a la parte superior de la sala, pero fueron fácilmente interceptados por los hombres de uniforme, incluso aquellos que intentaron ocultarse bajo las butacas. De todos modos, los uniformados no dejaron de revisar ni una sola de las filas. Tampoco logro comprender cuál pudo haber sido el criterio de evasión si la única puerta de salida es la que da a las primeras filas de la sala. Además los uniformados en ningún instante se han mostrado violentos, ni golpearon a nadie, ni 79

siquiera ingresaron en la sala con esos gritos de prepotencia que provocan estampidas entre aquellos que se pretende reducir. Sí, es verdad, no deja de sorprenderme que se haya omitido prender las luces generales, puesto que eso daría una idea más acertada de las personas que se encuentran en la sala y su exacta ubicación. Pero se ve que por algún motivo no les interesa nada de eso, como si prefirieran mantener el anonimato, al menos en estos primeros minutos, hasta que todo el mundo se encuentre sometido, agrupado, y en condiciones de salir en fila probablemente hacia los camiones celulares que deben de estar apostados en la calle. También es llamativo el completo mutismo desde nuestro lado, el lado de los apresados, y unas palabras suaves, serenas, por el lado de ellos. Nada de pánico ni de protestas ni gimoteos inútiles por nosotros, ni gritos ni órdenes histéricas por los uniformados. Incluso las pocas voces que se escuchan no me es posible saber si son murmuraciones entre ellos o amables instrucciones hacia nosotros. Lo cierto es que todo esto se está realizando en orden y hasta con cierto aire de respeto, si de respeto puede hablarse considerando que un grupo de uniformados invade de pronto una sala sin causa aparente y sin que ninguno de los que aquí estamos arriesgue un intento serio de resistencia. Me figuro que andarán buscando a alguien, aunque esto no deja de ser una hipótesis, apenas un intento de darle explicación al origen de este procedimiento. De todos modos no son muchos los que nos encontrábamos en la sala en el momento de la ocupación, una sala que por sus dimensiones estaba semivacía, apenas unas treinta o treinta y cinco personas, supongo, porque ahora nos ha80

llamos todos reunidos y apretados en un pequeño espacio sobre una de las paredes laterales, justo frente a la única boca de salida, que yo no sé si esto es reglamentario y no debiera haber una salida de emergencia por algún otro lado, como lo exigen las disposiciones sobre seguridad. Sin embargo, algo parece haber más allá de las linternas, de los susurros entre ellos, porque los haces de luz no dejan de moverse para un lado y para otro, iluminándonos no solamente los rostros sino el cuerpo, al menos el de los hombres que se encuentran delante, no como yo que estoy detrás, con la espalda pegada a la pared, quizás obedeciendo ese consejo que mi padre me diera alguna vez, de pasar lo más desapercibido posible, lo que en la actual circunstancia significa mantenerme detrás de todos, casi fuera del alcance visual de los uniformados, aunque de tanto en tanto un segmento de luz roce mi cara. Y las linternas siguen moviéndose así, silenciosas, frenéticamente, cuando un gran foco parece remplazarlas de pronto, como si todas ellas se hubiesen fundido en una sola linterna gigantesca que hace de la oscuridad un espacio profundo y amenazante, no sé, el foco parece ser de las dimensiones de un reflector antiaéreo, aunque yo no tenga la menor idea de cuál es el diámetro de los reflectores antiaéreos, pero sí sé que se trata de una luz enorme, descomunal, y que ya no basta con poner la mano delante a modo de pantalla sino que la luz nos obliga a cerrar con fuerza los ojos y a voltear la cabeza. Es entonces cuando los primeros estampidos de fusiles, acompañados por una ametralladora, se confunden con los gritos, con los pocos que alcanzan a gritar ante la sorpresa de los disparos. Creo que la mayoría quedaron paralizados, algunos esgrimen ese no absurdo, como si su repetición fuese a interrumpir los disparos de los fusiles 81

y de la ametralladora, caen los de adelante, luego siguen los otros, me parece ver que hay quienes pretenden detener los disparos extendiendo sus brazos y ofreciendo las palmas de las manos como inútiles escudos, siguen cayendo, unos tras otro, y cuando percibo que los disparos están por llegar a mí, me dejo caer como si me hubiesen alcanzado, caigo entre dos hombres, tal vez mortalmente heridos, uno de ellos gime y se mueve levemente, mientras el otro, que casi se ha desplomado sobre mí, permanece quieto y es posible que esté muerto, y de los dos siento ese flujo caliente que recorre mi cuerpo tanto por delante como por la espalda. Es evidente que han sido alcanzados mientras que yo pude tirarme al suelo y permanecer inmóvil, semejante a un cadáver de los tantos que yacen en el piso, desparramados unos sobre otros como gallinas que han pasado por la cuchilla del matadero. No hay quejidos ni súplicas ni ayes de dolor. Sólo un silencio atroz donde, ahora sí, pueden escucharse con claridad las voces de los uniformados, en especial las de algunos que deben de ser los que imparten órdenes, pero relajadas, voces distraídas como de personas que conversan en el livin de su casa. Hay dos o tres que sobresalen. Una es ronca, como la de un hombre tomado por el tabaco, y la más fácilmente identificable. Otra es una voz también grave, pero mansa, casi risueña, de alguien que parece estar festejando algo, aunque de manera moderada. Entre el murmullo también se destaca una voz seca y alta, cortada a hachazos, del tipo sí señor no señor, es posible que de un uniformado modelo de subordinación decidido a hacer carrera. Lo demás es apenas voces tímidas, un murmullo suelto en la oscuridad de la sala.

Y en medio de ese silencio, repentinamente escucho 82

lo peor. Un disparo de pistola, y otro y otro. Están rematando a los que creen pueden permanecer con vida, un disparo en la cabeza para garantizarse de que todos hemos sido ultimados. Son unos segundos de duda, levantarme de pronto e intentar una huida desesperada arremetiendo contra todo lo que tenga delante, aprovechar el factor sorpresa, ganar la calle, y si me alcanzan y me atrapan, al menos en la calle no podrán asesinarme impunemente, ante la vista de todos. La otra posibilidad es que me crean muerto, que esté cubierto con la sangre de los otros y que no practiquen en mí ese tiro de gracia. Siguen los disparos, seleccionados, distantes unos de otros. Quienes disparan se van acercando, desplazándose prudentemente entre los cadáveres o entre los moribundos. Es el fin. Los intuyo cerca, sus pasos, su respiración, el roce de sus pies contra los cuerpos. Debiera tomar una resolución ahora, es el momento. Ignoro en cuál alternativa tengo más posibilidades de sobrevivencia. Tal vez la resolución ya esté tomada porque me quedo quieto, por completo inmóvil, ni un músculo, ni el más leve temblor de los párpados, tratando de disimular la respiración hasta el límite de lo posible. Sólo un milagro puede salvarme y debo aferrarme a él. Si me levantase y echase a correr, sería baleado antes de dar el segundo paso. Otro disparo suena muy cerca de mí. Alcanza a escucharse una exclamación. Es alguien que también estaba simulando su muerte. Esto juega en mi contra. Van a sospechar de mí. Es factible que baleen a todos como medida de precaución. Sin embargo los disparos cesan. Un hombre camina muy cerca de mí, llega hasta donde yo estoy. Es el de la voz ronca, pero no logro escuchar lo que dice. Será por el miedo, supongo. Una luz muy potente me ilumina la cara, mis ojos reciben toda la fuerza de la luz a pesar de mantenerlos cerrados. Un pie me roza el abdomen, me 83

pisa la mano. Sigue de largo. Luego regresa al frente, con el resto de los hombres. ¿Es posible que me salve? Debo de ser uno de los pocos, no sería extraño que el único. He escuchado de casos así, soldados a los que creían muertos, esparcidos por los campos o entre los escombros de las ciudades luego de las batallas, o de prisioneros en los campos de exterminio al ser arrojados a las fosas. Transcurren varios minutos, quince, o veinte, es imposible medir el tiempo. Sé que no he alterado una célula de mi cuerpo, ni idea de entreabrir los ojos, aunque sea una ranura insignificante, alguien puede estar observándome, sospechando, sin sacarme la mirada de encima, vigilando el mínimo movimiento. No debo hacer nada. Sólo esperar lo que vaya a suceder, si se irán, si harán algo con nosotros. Intuyo que uno de ellos está mirándome, ni siquiera uno de los principales, de los que comandaron la acción, sino un subalterno, la pistola en la mano, los sentidos atentos, en especial el oído en medio de este pavoroso silencio. Debo seguir así, como estoy, no dar lugar a que alguien me voltee y me tome el pulso o presione con los dedos la vena del cuello. Tampoco debo tener impaciencia por que todo esto termine de una vez. Eso podría traicionarme. Debo dejar que el tiempo fluya, sin pensar, sin ponerle escollos por delante. Regresan. Vuelvo a escuchar las voces de antes, la voz grave, serena, la del hombre ronco tomado por el tabaco, la del arribista que todo quiere hacerlo antes de que se lo ordenen. Están moviendo los cuerpos, puedo sentirlo. Ese ruido a cuerpos que se rozan, a miembros fláccidos, a cabezas que cuelgan con sus mandíbulas abiertas. Muchos tendrán también abiertos los ojos. Es fácil deducir la muerte en esas miradas vacías. En cambio yo tengo que mantenerlos cerrados. 84

Espero no despertar dudas. Llegan hasta mí. Retiran el cuerpo al que estoy pegado por delante. Quizá sea el momento más delicado. Me levantan entre dos, uno de cada brazo. También mi cabeza debe caer, colgada, con la boca abierta. Seguramente estoy empapado con la sangre de los otros. Debo contener la respiración, renunciar a todo signo de vida, no tragar saliva, no mover la lengua aunque la tenga reseca, que nada se note, que nada llame la atención. Me manipulan con confianza y me abandonan en el piso, posiblemente junto a otro cadáver, ordenados en fila. Lo estoy logrando, las piernas estiradas, uno de los pies hacia adentro, tocando el tobillo del otro, el brazo izquierdo laxo a un costado, el derecho ha quedado sobre el vientre. Esto me ayuda a regular el movimiento de la respiración hasta hacerlo imperceptible. Han colocado un cuerpo a mi lado. Ahora estoy entre dos. Mejor así, confundido en una hilera de muertos, que ninguna mirada se detenga en mí. Me pregunto si habrá algún otro con vida, en las mismas condiciones que yo, o tal vez herido, aguantando estoicamente el dolor, desangrándose, sin poder pedir ayuda. Espero que no. Eso podría advertir a los demás, inducirlos a revisarnos uno por uno. Empiezo a oír algo que me aterra. Es un golpe duro, rítmico, que comienza aquí cerca y se va alejando. Se están llevando los cuerpos arrastrados por los pies y es el sonido de la cabeza al dar contra los peldaños de la escalera, una escalera de cemento macizo, sin una misérrima alfombra que amortigüe los golpes. No sé si voy a soportarlo, recuerdo que la escalera era bastante extensa al subirla. No sé si voy a poder, dejar manchones de pelos en cada escalón, aguantar el dolor, un rastro de sangre, una herida que se irá abriendo hasta llegar abajo.

Pero nuevamente la suerte parece estar de mi lado. 85

Por alguna razón me toman de los brazos. Debe de ser otro par de hombres los que me llevan y son nada más que los pies los que se arrastran por la escalera, golpeando contra los peldaños. Estoy llegando a la calle. Me doy cuenta por la extensión del recorrido y por el aire fresco de la noche, agudizado por la ropa empapada en esa sustancia espesa y pegajosa que ya se ha enfriado. Me tiran sobre otros cuerpos, presumiblemente colocados en la caja de un camión o algo así. No voy a abrir los ojos para verificarlo. Tengo una mezcla de miedo y de asco, el olor a sangre y a materia fecal que me perfora las narices, a lo que se agrega una sensación de asfixia cuando dejan caer otros cuerpos encima del mío. Estamos apilados, como animales que deben trasladarse a una fosa común para cubrir las secuelas de una epidemia devastadora. En efecto, es un camión. El camión arranca pesadamente y las irregularidades de la calle van comprimiendo y reacomodando los cuerpos, lo que intensifica esta dificultad para respirar. Tal vez haya llegado el momento, sacarme los cuerpos de encima, intentar erguirme, saltar del camión y empezar a correr y a correr sin mirar atrás y que sea lo que Dios quiera. Puede ser la manera de salvarme. Pero el oído parece haberse agudizado. Dependo de él, igual a un ciego. Y el oído me dice que hay dos o más uniformados en la caja del camión. No hablan, quizás enmudecidos por el panorama que están viendo a sus pies. Puedo escuchar sus movimientos, el ajuste de las armas, uno de ellos acaba de encender un cigarrillo, ha sido claro el chasquido del encendedor. También hay ruido de transportes livianos que van detrás, como una escolta. Cuánto tiempo tardarían en darme alcance si logro saltar del camión. Me pregunto por qué hay hombres en la caja, acompañando los cadáveres. 86

El camión avanza por calles despobladas, no hay tránsito ni semáforos y muy poca gente, apenas unos chiquillos y la voz de una mujer que los reprende. En ningún momento interrumpe el recorrido, sólo disminuye la velocidad, acelera, dobla, vuelve a acelerar, y así todo el tiempo, siempre seguido por los vehículos escolta, hasta llegar a un sitio donde presumiblemente hay un portón porque algo se abre con un viejo quejido de óxido y le deja paso, luego el camión se detiene y quien conduce apaga el motor. El portón ha vuelto a cerrarse. La curiosidad por saber a dónde nos han traído es casi insoportable. Seguramente se trata de un patio. Los borceguíes de los uniformados golpean contra un embaldosado, o contra un piso de ladrillos, no me es posible saberlo. Empiezan a retirar los cuerpos. Al parecer no son arrojados al suelo sino colocados en alguna otra parte. Hay dos o más uniformados en la caja del camión ayudando a los que permanecen fuera. Cuando llega mi turno me hacen resbalar sobre el cuerpo que está debajo, luego me toman por los pies y por los brazos y me colocan en lo que presumo debe de ser una camilla metálica. Durante este procedimiento, cuando dejé que la cabeza colgase como corresponde a un cuerpo sin vida, aproveché para que los ojos renunciaran al velo de los párpados y quedasen abiertos, con el doble propósito de aparentar la muerte y de observar algo de lo que sucede, pero la simulación de una mirada desierta sólo deja captar figuras borrosas, luces blancas en movimiento, hombres de aquí para allá, una intemperie sin estrellas, todo disuelto en una neblina que impide precisar nada. Las ruedas de la camilla también deben de ser metálicas porque el traslado produce una vibración desagradable, 87

salvo la subida por una rampa, que es de superficie totalmente lisa. Siguen abriéndose puertas. Luego llegamos a algún lado, a una habitación, que es todo lo que me permite apreciar la neblina de mis ojos. Vuelven a levantarme de los pies y de los brazos y soy ubicado sobre una mesada fría, fría y dura, que parece ser de mármol o de un material similar. Dentro de todo, es una suerte. Si hubiese sido colocado en una de esas cámaras que se destinan para evitar la descomposición de los cadáveres, habría sido el fin, muerto por congelamiento sin que nada pudiese hacer salvo gritar y golpear las paredes de ese cilindro aterrador. Tampoco creo que se propongan realizar conmigo ni con ninguno de los demás una autopsia, dado que nadie aquí dentro puede tener dudas sobre la causa de estos decesos, fingidos o reales. Una mano piadosa vuelve a cerrarme los ojos. Es una suerte porque comenzaba a sentirlos irritados y ya no me era fácil sostenerlos abiertos y ausentes. Luego, posiblemente la misma persona, me cubre con un manto, que presumo será una sábana, aunque de tejido más rústico y pesado. Hasta ahora la simulación ha sido perfecta. He logrado mantener la calma, no me he dejado arrastrar por el miedo ni tentar por ninguna reacción desesperada. Lo único negativo es que la sábana impide detenerme en las características de la habitación y confirmar si se encuentra alguien cerca. Tampoco es posible saber si me encuentro en una morgue, en una casa funeraria, en la sala de un hospital o simplemente en un depósito destinado a ocultar la matanza que se ha llevado a cabo sin provocación y sin razones que puedan justificarla. Varias personas andan rondando cerca de mí. Se aproximan en medio de una actividad agitada que no me es 88

posible reconocer. Algo están haciendo con los cuerpos. Si se trata de una inspección exhaustiva, estoy perdido. Sus voces quedas, sus pasos, ya están a mi lado. Me despojan de la billetera, los documentos, el reloj, los zapatos, el cinturón. Si todo se reduce a esto y no se dan cuenta que bajo esta costra de sangre no hay orificios de bala, es posible que el destino me haya dado una nueva oportunidad. Para mi alivio, me abandonan y vuelven a cubrirme con la sábana. Luego del tiempo que les lleva ocuparse de otros cuerpos, vuelven a retirarse. El sonido de la puerta suena igual a un estampido, aunque no deja de ser reconfortante. He quedado solo, si a los vivos me refiero. Tal vez sea el momento de irme despojando lentamente de la sábana e intentar evadirme de este lugar. No parece haber corriente de aire, por lo que deduzco estará con las ventanas cerradas. Si las ventanas poseen rejas, no hay otra vía de escape que la puerta. En estas circunstancias, lo conveniente es seguir confiando en la agudeza del oído. Y es el oído el que me advierte de una presencia en alguna parte, quizá la misma persona que me cerró los ojos y me cubriera con la sábana. Hay un par de cajones de escritorio que se abren y se cierran. Agradezco a mi intuición no haber realizado ningún movimiento que pudiera delatarme. Seguramente estará realizando alguna tarea del tipo administrativa, lo que corroboro cuando se deja escuchar el tecleo de una máquina dactilográfica. El sonido proviene de mi costado izquierdo, y es posible que la del escritorio sea la única luz que permanece encendida en la habitación porque no hay reflejos de lámparas ni de tubos fluorescentes que me hagan pensar lo contrario, aunque no puede despreciarse la posibilidad de que la luz que pudiera traspasar la membrana de mis párpados esté en estos momentos obnubilada por la espesura de la sábana. 89

La máquina se interrumpe por breves períodos y luego continúa, imperturbable, para volver a detenerse. Cada tanto se escucha el girar del rodillo cuando el escribiente saca la hoja y coloca otra. Da la impresión de ser una tarea rutinaria, cada hoja le lleva más o menos el mismo tiempo, que no es poco por la cantidad y la precisión de los datos que deben ser trascriptos, nombres, domicilios, números de documento, fecha de nacimiento, de defunción, circunstancias en que se produce el deceso, se trata indudablemente de un trabajo burocrático, no parece ser otra cosa, de ahí el convencimiento de que está escribiendo sobre nosotros, los que nos encontrábamos en la sala, la justificación de lo ocurrido, estará falseando datos, mintiendo, inventando una historia que excluya de culpa y cargo a los responsables. Pero si está escribiendo sobre nosotros, es posible entonces que todos estemos aquí, metidos en esta habitación, que no puede ser de dimensiones muy reducidas. Concentrar treinta o más cuerpos sobre otras tantas mesadas, exige una superficie de no menos de cincuenta o sesenta metros cuadrados. Me pregunto cómo es posible que alguien pueda concentrarse en un trabajo burocrático de esta naturaleza, rodeado de cadáveres como si fuesen macetas con malvones. Sin duda, es gente especial, seguramente acostumbrada en el trato con la muerte, a la compañía de cuerpos exánimes que ya no provocan sino indiferencia. Al rato oigo arrastrarse la silla. Luego los pasos. Se pasea por el recinto dentro de un radio bastante pequeño, es posible que para echarse un descanso, o para pensar algo relacionado al papeleo. Son los instantes en que tengo que volver a convocar mi capacidad para simular una parálisis total, fruncir el vientre, respirar apenas, distender la cara como si la muerte hubiese realmente puesto su máscara. De todos modos, estoy 90

bajo la sábana, pero nunca se sabe si un mínimo movimiento es más perceptible de este modo que descubierto. El hombre vuelve a sentarse y vuelve también el traqueteo de la máquina. A pesar de la situación, el sopor que me produce esa labor cansina que se repite una y otra vez empieza a provocarme un cansancio profundo. Han pasado horas, probablemente, y el sujeto no da muestras de agotamiento. Es peligroso. Hasta puedo llegar a dormirme y despertar desprevenido, en medio de uniformados o de alguna otra persona que se dé cuenta del movimiento. No sé en qué momento ocurrió, en qué momento dejé de escuchar la máquina dactilográfica y me dormí. Sólo sé que desperté por la puerta que se abrió violentamente, pasos, y un silencio de palabras que no querían o no podían ser pronunciadas. El tejido de la sábana es traslúcido a esta hora. Ni siquiera sé si es promediando la mañana o acaba de amanecer. No obstante las ventanas deben de estar cubiertas por cortinados o con persianas a medio cerrar porque no puede decirse que la luz solar entre impunemente en la habitación. Son varias personas. Pasos nerviosos. Gemidos, lloriqueos, un grito desgarrador. Pareciera que han llegado familiares. Estarán haciendo el reconocimiento. Y si han llegado, si les han avisado, es posible que también se encuentre Marcela, quizá hasta acompañada de Ivana, hija mía, no pueden meterte aquí, no pueden, es menor de edad, apenas diez y siete, si han llegado, Marcela entrará sola, pero no, levantan la sábana y descubren mi rostro, están las dos, sus voces, su llanto, me figuro el abrazo que las une, el mutuo consuelo, las lágrimas de una en el hombro de la otra, no puedo soportarlo, creo que voy a llorar yo también, estoy a un paso de decirles estoy vivo, pero si lo hago no sólo mi vida sino la de ellas corren peligro, 91

también la de las otras personas en el recinto que entraron a reconocer a sus seres queridos, tendrán que eliminar a todos los testigos, a los que puedan hablar, tal vez esté exagerando, no sé, se puede esperar cualquier cosa de estos hombres, ya lo han demostrado, no puedo poner en riesgo la vida de mi esposa y de mi hija, del resto que están pasando por la misma situación, me es casi imposible contenerme, y si de pronto abro los ojos y me alzo sobre la mesada, cuál sería su reacción, cuál sería la reacción de los uniformados. Es peligroso. No puedo arriesgar mi familia. Súbitamente mi propia vida se ha transformado en algo secundario, ya no tiene la importancia que tenía antes de dormirme. Debo protegerlas. Y la única manera es seguir jugando mi papel de difunto. Marcela me ha tomado de la mano. Unas gotitas de su cara recorren la mía. Qué has hecho mi amor. Cómo pudiste hacer eso. Qué está diciendo. Yo no hice nada. Qué les han contado estos miserables, estos capaces de cualquier crimen, cualquier mentira. El reconocimiento duró poco. Afortunadamente, las obligaron a retirarse luego de unos instantes. Todavía siento el contacto de sus labios húmedos en la frente, de sus manos acariciándome los cabellos. Hasta resulta extraño que lo hayan permitido. Cómo decirles que se fuesen lo antes posible, que sus vidas corrían peligro, que ya íbamos a volver a vernos, y aclarar todo. También fueron pasando otras familias y sus inevitables lamentos. Si no están los cuerpos de todos los ejecutados en este recinto, la cantidad debe de ser bastante próxima. Cuando los familiares se hubieron retirado, un hecho curioso volvió a llamarme la atención. Nadie se ocupó de volver a cubrirme con la sábana. Por supuesto que ignoro 92

si lo hicieron o no con los otros, pero ese detalle empieza a producirme una creciente inquietud. Además una mosca se empeña en recorrerme la cara, los labios, las concavidades de los ojos, incluso entra y sale por uno de los orificios nasales. Un estornudo y toda esta parodia que he logrado hasta el momento se vendrá abajo. A pesar de que la sábana me dificultaba la inhalación y me producía algo de picazón en las mejillas, ahora siento la imperiosa necesidad de librarme de la mosca. No es la única que anda revoloteando por el aire. Varias han ingresado quién sabe por dónde, por una claraboya, por una ventana entreabierta. Lo cierto es que empieza a sentirse un olor penetrante que seguramente ya ha tomado todo el recinto. Ha sido una noche calurosa, sofocante. Pero esta cuestión de mi rostro descubierto, no lo entiendo. Percibo su cercanía. Ha venido silencioso y se ha colocado junto a la mesada. Es obvio que no calza borceguíes. Debe de andar en zapatillas o en zapatos con suela de goma. Algo sospecha. Quizá la mosca me haya obligado a un movimiento involuntario, o mi piel carece de ese color amostazado de los muertos, o es que mi cuerpo no despide ese hedor intenso que ya se advierte en los demás. Algo sospecha. Me doy cuenta. Se acerca. Su rostro casi pegado al mío. Puedo sentir el calor de su respiración, el vaho del aliento. Su mano en mi hombro, como si fuese a zamarrearme, a despertarme de un largo sueño. Pero no voy a ceder. El cuerpo entero, duro. Las manos agarrotadas, fingiendo lo mejor posible el rigor mortis que supuestamente ya debiera tener luego de tantas horas. No voy a ceder. No vas a conseguirlo. Por un momento hasta me parece que va a hablarme, sé que estás ahí, te he descubierto, pero no, sus labios permanecen tan sellados como los míos. Acaso me esté acercando un cristal a la nariz. Tengo que con93

tener la respiración, interrumpirla hasta que mis pulmones digan basta. Repentinamente se aleja. El rumoreo de sus zapatillas es una bendición. Aparentemente lo he logrado. Sin embargo estoy seguro de que sigue desconfiando, percibo sus recelo, ese alejarse apresurado, como en busca de algo. No me queda más remedio que seguir fingiendo hasta las últimas consecuencias. Nada tengo que perder. Entran varios hombres. La firmeza de sus borceguíes me revela sin dudas que son los uniformados. Tal vez sea el fin. Hice lo que pude. Después de tanta astucia, he de recibir de una vez el tiro de gracia. Lo único que me resta es permanecer rígido, tieso como una estatua de piedra, una figura mortuoria, inerte, imperturbable, sin pestañear, sin mover un dedo. Pero vuelven a cubrirme con la sábana. Aunque parezca un milagro, lo estoy consiguiendo. Me levantan uno por la espalda, otro por los pies, mientras yo pongo todas mis fuerzas en la tensión de la columna. Esto hace que no consigan quebrar la rigidez del cuerpo. Los nudillos de mis manos tocan superficie a ambos costados. No es fría, parece madera. Es evidente que si sospechan de algo, intentan hacerme creer que me han colocado dentro de una caja. Ahora producen golpes en la madera con un objeto contundente, una maza, o un martillo. Por suerte son burdos, elementales. Zarandean la caja por un buen rato. No se dan por vencidos. Creen que con eso voy a entrar en pánico, que voy a abrir los ojos desmesuradamente y a gritar y a implorar que no me maten, que no hice nada, que todo se trató de un lamentable error. Pero yo sé que con esta gente no hay imploraciones que valgan, todos formados en un mismo molde, dogmáticos, subordinados, sólo saben mandar u obedecer, no hay matices, estados intermedios, resoluciones que surjan de la propia conciencia. Pero insisten. No se cansan de todo 94

este sacudimiento, cuánto tiempo van a seguir haciéndolo. De pronto se detienen. De inmediato, nuevos movimientos. Ignoro qué se proponen. Tengo que soportarlo, todo aquello que quieran hacerme, todo lo que hagan para asustarme con sus maniobras groseras. Ahora producen como un ruido de percusión, ruido de tosca, pedregullo, quién sabe, sobre una superficie hueca. Debo esperar. Que se calmen. Que se retiren. Una vez que todo regrese al silencio, cuando tenga la plena seguridad de que se han ido, recién entonces decidiré lo que sea conveniente.

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Los Años Felices Y el mar fue y le dio un nombre / y un apellido el viento y las nubes un cuerpo / y un alma el fuego. Rafael Alberti

Hoy temprano por la mañana he recibido una de las noticias más terribles e inesperadas. Me llamó Gabriela para comunicarme el fallecimiento de mi primo Dardo. La atendí desde la cama todavía con los párpados dormidos y lagañosos. Apenas oí su voz me despabilé súbitamente, como si hubiese metido la cabeza en un pozo de agua helada. Un ligero sobresalto me había advertido al escuchar el timbre del teléfono a las seis y media de la mañana de un día domingo. No hay llamadas normales, no hay quien las haga a las seis y media de la mañana de un día domingo sino en una situación de emergencia. Escuché la angustia del teléfono, la cadencia mortuoria del timbre que sonaba sin prisa, sin aspavientos, y supe que algo había ocurrido antes de atender. Debe de haber sido una de las primeras llamadas que hizo Gabriela. No sé si la primera. Creo que tenía ganas de hablar, de decírselo a alguien, y ese alguien fui yo. Me escogió a mí. Me dijo que había empezado a sentirse descompuesto poco después de la medianoche, que al principio pensaron que algo le había caído mal, que a eso de las tres decidieron llamar la ambulancia, que lo vio morir dentro de la ambulancia, que no llegó vivo a la clínica, que fue lo más pavoroso que le ocurrió en la vida. Su voz ya estaba calma. Yo podía sentir sus ojos hinchados, su cabello lacio y rubio cayéndole 97

detrás de la oreja, sus palabras que sin llorar seguían llorando desde algún lugar no del todo identificable, desde adentro, en el tono de la voz, la nariz tapada, la situación que seguía comprimiéndola en un hecho demasiado reciente. Su actitud me conmovió. Sí, es posible que la mía haya sido su primera llamada. Me quedé un rato sentado en el borde de la cama. Luego me puse la bata, me calcé las chinelas, ni siquiera me vestí, ni siquiera pasé por el baño a refrescarme la cara. Tenía deseos de permanecer así, golpeado por el sueño, aturdido, envuelto por el amanecer que comenzaba a asomarse desde la pálida luminosidad del patio. Un par de medias colgadas del tendal permanecían rígidas y estáticas, como si el tiempo se hubiese detenido. Dardo no sólo era mi primo. Creo que tampoco era muy relevante que fuese mi primo. Encima un primo segundo, esas relaciones parentales que en la mayoría de los casos se conocen de oídas. La relación con Dardo había nacido con nuestro nacimiento, apenas con un año de diferencia. Ya nuestros padres eran amigos, una camarilla de hermanos y de primos hermanos que se juntaban en la estancia los casi tres meses de verano, desde mediados de diciembre hasta principios de marzo. Aquella había sido nuestra gran herencia. Heredamos el hábito de juntarnos los veranos, de recorrer los campos a caballo, en bicicleta, de hacer carreteras en el monte, bañarnos en el arroyo, de fundar un club de fútbol que desafiaba a las estancias de la vecindad, igual a nuestros padres. De venirnos hasta Mar del Plata, a sólo cincuenta quilómetros, de pasarnos el día en la playa y regresar con el crepúsculo. Dardo asociado a los cuentos de terror que nos narraba por las noches en el cuchitril que funcionaba como sede del club. Definitivamente asociado a la juventud, a 98

los momentos más hermosos, abundantes, que mis recuerdos son capaces de rescatar. Empecé a prepararme un café batido. No era frecuente que me hiciese un café batido por la mañana. Dardo era un verdadero especialista en batir café. Se me fueron enfriando los pies dentro de las chinelas mientras la luz del amanecer se apoderaba de las paredes del patio, entraba con descaro por la puerta traslúcida y la pava comenzaba a chiflar su aviso de agua hervida. La luz del amanecer, el chiflido de la pava, se me figuraron interferencias de un mundo exterior que se tomaba el atrevimiento de decirme que seguía latiendo, en tanto yo persistía en mi batido de café, con ímpetu, casi con rabia, hasta que me di cuenta de que era mi manera de llorar. Eché una nueva mirada al patio, a las medias colgadas del tendal, a un cantero de tierra reseca que había pertenecido al inquilino anterior y del que no me ocupé ni para dejarlo en la vereda para que se lo llevase el camión recolector. Más de una vez Dardo me dijo por qué no le ponía alguna planta, que unas flores no le vendrían mal. Le contesté que el patio era sólo un sitio para colgar la ropa. Mientras bebía el café, extraje el álbum del segundo cajón de la cómoda. Casi todas las fotos de ese álbum son de aquellos años de adolescencia, y la mayoría corresponden a estampas de fútbol. Fotos en blanco y negro, fotos en sepia, fotos en colores que pudieron rescatarse de viejas diapositivas, inquietantes fotos entre nuestros dieciséis y veinte años que parecen haber sido sacadas la semana pasada. Se me vino a la cabeza el paréntesis que se produjo después de esta primera juventud, una época en que dejamos de vernos. No solamente Dardo y yo, sino todo el grupo, como si hubiese llegado el momento 99

de encarar otra etapa de la vida. Fueron unos pocos años. Yo me casé, nacieron los dos únicos hijos. Un día me llegó una carta de Dardo donde me decía que se había casado con una maestra paraguaya de cabello rubio y lacio que conoció accidentalmente en Posadas, durante un viaje turístico, y que poco después se habían ido a vivir al Paraguay, a unos noventa quilómetros de Asunción, donde el padre de Gabriela tenía una plantación de cítricos. Mientras iba pasando de foto en foto y dejaba caer una tras otra esas antiguas hojas acartonadas, supuse que la distancia había sido un factor colaborante en ese alejamiento. Pero a partir de una fecha que no recuerdo con exactitud, Dardo me sorprendió al reiniciar el vínculo por medio del rito epistolar. Desde aquel instante fui recibiendo cartas una vez por mes, a veces cada mes y medio, cada tres semanas. No puedo llamar a esas cartas correspondencia porque yo nunca le correspondí, nunca pude escribirle, ni a él ni a nadie, pero remplacé esa falencia con una llamada telefónica de tanto en tanto. De todos modos, Dardo no exigía respuesta, o acaso esa respuesta fuese saber que sus cartas eran esperadas y leídas en ese estado de gracia que se siente al recibirlas, o quizá quería decirse cosas a sí mismo y necesitaba del recurso de enviárselas a otro para poder leerse su propia vida. Mi respuesta fue un silencio que él supo escuchar y que ahora se estremecía entre las manos, mientras terminaba con las últimas hojas del álbum. Después empezó a visitarme, con todo lo que significa un viaje desde el Paraguay hasta Mar del Plata. El rito de la visita se agregó al epistolar, un par de veces al año, generalmente en invierno y en verano. Dardo insistía en el axioma de que cada estación tiene su encanto. No era exigente con mi compañía y le gustaba ir a caminar solo por la playa. Sentía tanta fascinación por la ventisca helada de 100

agosto como por el sol abrasador de febrero. Se pasaba horas mirando un horizonte que yo ya he perdido. Regresaba al Paraguay con el sonido del mar metido en sus oídos y que tardaba meses en evaporarse. Una vez consiguió embarcarse en un pesquero y estuvo todo el día ausente. Cuando regresó, el mar le brillaba en los ojos. A veces lo acompañaba y salíamos a caminar juntos y terminábamos la tarde en algún bodegón con platos de rabas, cornalitos y frutos de mar. Desde aquella primera visita que yo estaba divorciado, vivía solo y Dardo se quedaba a dormir en casa. Dejé pasar dos días antes de llamar a Gabriela. Ni yo hubiese podido darle palabras formales de pésame, ni ella habría querido escucharlas. Simplemente le enviaba un abrazo, que me hubiera gustado estar con ella en el momento de la despedida, estar con él, echarle un manojo de tierra. No es grato, pero es el entierro el último puente visible que permanece en el recuerdo. Me dijo que no hubo entierro, que lo habían cremado. Creo que Gabriela sintió mi incomodidad porque ella también quedó muda del otro lado de la línea, y ninguno de los dos supo cómo romper ese silencio. Dardo por completo inexistente, devorado por el fuego como en una cultura pagana, convertido en cenizas diseminadas por el viento. Ni la posibilidad de visitar su tumba, dejarle una flor, confiarle esas palabras que uno se dice a sí mismo con el espejismo del otro, igual a las cartas que Dardo se escribía para él. En ese momento tomé conciencia de que Dardo ya no estaba más, definitivamente, en ninguna parte. Volví a escuchar la voz de Gabriela desde una distancia remota, que en cierta ocasión habían hablado del tema, que dedujo que ésa hubiese sido su voluntad. Tal vez Dardo no estuviese tan lejos ni tan diseminado como parecía. Si el Paraíso existe, Dardo debía de 101

andar por aquí, a unos pocos quilómetros, en plena juventud, montado en su bicicleta, recorriendo los campos, las rutas del monte, el pastizal de la cancha, la huella de entrada, fumándose un cigarrillo en el arroyo. La carta de Dardo me ha producido un efecto tan conmocionante como la noticia de su muerte. La recibí junto con la cuenta de luz y está fechada tres días antes del llamado de Gabriela. A veces el viaje de la correspondencia entre el poblado más cercano a la finca y Mar del Plata se ha extendido hasta los veinte días si los correos de Asunción y de Buenos Aires se encuentran demasiado cargados. Reconocer ese sobre de inmediato, el sobre enteramente blanco y de formato casi cuadrado, de remitente con letra menuda y desprolija, mi nombre en el frente, fue tener de pronto entre mis manos la presencia de un Dardo que todavía estaba vivo, que no terminaba de morirse. No me apresuré en abrirla. Me senté junto al ventanal del livin, por donde entraba un torrente de luz luego de pegar en la medianera, y me quedé mirando la luz, dejándome llevar por ese pensamiento que termina en nada, ni siquiera decidiendo no pensar, no sentir, arrastrado por esa vivencia que me producía estar sentado junto al ventanal del livin con la carta de Dardo entre las manos, tocarla, voltearla una y otra vez, el frente, el remitente, sentir los golpecitos del papel contra la yema de los dedos. Sin embargo Dardo estaba allí, en esa carta, podía leer sus últimas noticias, sus comentarios, sus a veces anécdotas insustanciales, mientras sus cenizas se hallaban perdidas en el aire, regresado a ese vacío anterior a la misma existencia, y por esas jugadas del destino Dardo seguía hablándome, comentándome sus cosas con su letra manuscrita, redonda, levemente sesgada, derramándose sobre las líneas como las olas sobre la playa, de rasgos sim102

ples, con una eme casi llana, la i apenas un puntito dejado caer al descuido, la pe una astilla que se inclinaba en un sutil gesto de reverencia. Rasgué el sobre por el lado de siempre. Abrí la carta como si el mensaje fuese vigente y realmente pudiera interesarme, cuando todo lo que importaba era la carta en sí, haberla recibido en ese momento, recorrer sus palabras, detenerme en el dibujo gráfico más que en el contenido, apreciar los rasgos, el sello que los dioses y la cultura y la naturaleza han fijado en cada mano. Al empezar a leerla no pude evitar que el sentido, incluso las mismas letras, se borroneasen, que los conceptos rodaran por la pendiente del papel; me resultaba imposible concentrarme. Dejé caer la carta sobre el regazo y volví la mirada hacia la medianera enceguecida, hasta que los ojos se me cansaron. Entonces corrí la cortina y la luz se transformó en una luminosidad de caramelo. Envuelto por esa calidez, volví a intentarlo, lentamente, deteniéndome cuando la frase buscaba desarticularse, regresando a la primera palabra, releyendo oraciones enteras. Dardo me decía que andaba agotado de su trabajo en la plantación, que siempre había disfrutado de ese cansancio pero que por primera vez se le estaba haciendo ingrato. Que tenía una atroz ganas de verme, de quedarse charlando hasta las tres de la mañana, de tomarse una jarra de café, que el café le despertaba las ideas y las ganas de hablar. Que por desgracia el médico le había prohibido el cigarrillo, que no sabía cómo iba a hacer cuando nos quedásemos charlando hasta las tres de la mañana con un café tras otro, que estaba intentando dejar de fumar pero que iba a fumarse todo cuando nos viésemos, que era imposible estar conmigo y salir a caminar por la playa y detenernos a tomar una cerveza sin sentir una buena nube de humo en la boca. Es cierto. Dardo veneraba tanto esos momentos comparti103

dos como su soledad. En realidad, creo que la soledad era su principal compañía, caminar con ella por las playas apartadas, detenerse en los acantilados, meterse por los barrios de la ciudad. Vino con Gabriela a Mar del Plata una sola vez, la primera. Después siempre regresó solo. Eran unos pocos días, tres, no más de cuatro. Necesitaba aislarse, respirar su soledad junto con el aire del mar. Casi siempre llevaba un libro, un libro que me decía usaba de fetiche, nada más que para sentir su contacto en el hueco de la mano, ir con el libro hasta el extremo del muelle y sentarse junto a los pescadores, aunque a veces terminaba metiéndose en un bar y leía un rato, o al menos lo intentaba porque permanentemente se sentía atraído por el movimiento tras el ventanal. Para Dardo, la lectura era también un acto íntimo y solitario. Y algo de esto me decía en la carta, una carta que tenía tanta presencia que algo dentro de mí no podía dejar de hacer proyectos para cuando Dardo viniese a visitarme, y yo no sabía si convertir esa sensación en una profanación o en un homenaje a su memoria. Otra vez Dardo me arrastraba hacia él y yo no tenía más remedio que entregarme a esos caprichos de la fatalidad, como la carta de un muerto que tenía ahora entre las manos, como el mensaje de Dardo que me anunciaba que tal vez este año adelantase su visita. El hecho ocurrió dieciocho días después, cuando Dardo era un dolor tibio, una muerte que empezaba a ser asimilada. Atendí el timbre y el cartero me entregó el sobre blanco y cuadrado con mi nombre dibujado por la inconfundible letra de Dardo, el remitente menudo y desprolijo en el reverso, el mismo estampillado de siempre y el matasellos del correo con fecha siete días posterior al fallecimiento de Dardo. Esta vez no hice ninguna ceremonia para abrir el sobre 104

y lo rasgué de tal manera que terminé por romper también un pequeño segmento de la carta. La carta hablaba de generalidades, otra vez que me extrañaba horrores, que tenía muchas ganas de verme, de pasarse hasta la madrugada charlando conmigo, salir a comer afuera, especialmente pescados y bichos de mar que eran su debilidad y que en el Paraguay no se conseguían, y repetía lo de su cansancio en la finca del suegro. Era una broma de pésimo gusto de alguien que había conseguido imitar la letra hasta el mínimo rasgo, y no sólo la letra sino el estilo intimista y a veces melancólico que tanto caracterizaba a Dardo. Sin embargo hubo dos elementos que me llamaron la atención, la referencia al dedo de mi pie y al nombre de Ana. La última vez que Dardo estuvo por aquí le comenté sobre una hinchazón espontánea en un dedo del pie izquierdo. No había dolor ni molestia ni dificultad al caminar. Simplemente estaba inflamado y pasaron los días y la inflamación no se me iba. Cuando en la clínica me sacaron una placa radiográfica, descubrieron que el hueso estaba roto. Mi médico me preguntó sobre algún accidente, aunque fuese pequeño, tropezar con una baldosa, golpearme con la pata de un mueble, pero yo no recordaba haber tenido ningún accidente, ni siquiera el más insignificante. El dedo estaba roto porque sí, se había roto solo, inexplicablemente. Supongo que fue ese fenómeno lo que me llevó a comentarlo con Dardo. El otro elemento fue escucharme decir el nombre de Ana mientras dormíamos. Por la mañana me comentó que me había sacudido en la cama, producto de un sueño inquieto, y que creyó escuchar el nombre de Ana o algo parecido. Efectivamente, yo, que no creía hablar en sueños ni roncar ni tirarme pedos, pronuncié el nombre de Ana y tuve ronquidos aislados y despedí unas esporádicas ventosidades que, según Dardo, fueron 105

suaves y melancólicas como suspiros. Ana era una compañera de trabajo con la que estaba empezando a noviar, aunque de momento no pasara de esa tensa amistad entre hombre y mujer, citarnos para compartir un café, ir al cine, comer afuera. Solamente Dardo supo de Ana y de mi dedo roto, al menos en un principio, porque nada puede asegurar que mi primo no lo haya comentado con alguien a su regreso al Paraguay, con Gabriela, con alguna amistad, aunque eso contradijese el carácter reservado y poco dispuesto a compartir intimidades o asuntos personales, que era una característica de Dardo. Pasé los siguientes días cavilando sobre esta cuestión de la carta. En vez de serenarme, me iba poniendo más inquieto. Parecía tratarse de una broma macabra, mas con qué objeto. Sacaba la carta del cajón de la cómoda, volvía a meterla, la sacaba otra vez, la releía una vez más, la dejaba descansar fuera del sobre en la mesita de luz. Había tantos detalles en aquella carta, cosas solamente conocidas por Dardo y por mí, que la única explicación a la que podía llegarse era que Dardo hubiese escrito esa carta antes de morir y que otra persona la había enviado, además de considerar otros factores, como el que Dardo ya tuviese preparados sobres con remitente y dirección escritos de su puño y letra. Entonces, quién podía tener esa carta, quién ese sobre, y quién enviarla para que yo la recibiese con tanta posterioridad a la muerte de Dardo. Esa persona no podía ser otra que Gabriela, con quien yo mantenía una buena, digamos aceptable relación en términos formales, pero con la que siempre, sospechaba, hubo un malestar de cosas no dichas o de sentimientos velados, sobre todo desde que Dardo comenzara a venir sin ella en sus visitas a Mar del Plata, sin compartir ese viaje ni a su primo ni las largas e inclementes caminatas por la playa. Intrincados celos 106

de mujeres. Sin embargo, Gabriela no encajaba en ese tipo de reacción, no era esa clase de mujer. No era posesiva ni absorbente, sino más bien autónoma, con ese estilo desprendido de quien se siente incluso satisfecha de que el marido se vaya por unos días afuera y la deje tranquila, esas pausas que se traducen en un descanso de matrimonio. Hasta se me daba por pensar que se sentía agradecida y que tampoco suponía, por la entrañable amistad entre Dardo y yo, que su marido podía venir aquí para hacer una vida irregular, que yo pudiese presentarle mujeres o caer en situaciones de esa naturaleza. Sin embargo, por estos días, me he sentido tentado de llamarla, de expresarle un comentario sutil sobre la carta, o quizá decírselo abiertamente: recibí una carta de Dardo con fecha de emisión posterior a su fallecimiento. Qué habría de decirme. Sí, fui yo, Dardo la escribió poco antes de morir y consideré que era mi deber enviártela, o si no un silencio de sorpresa, como cuando me dijo que el cuerpo de Dardo había sido cremado, tratando luego, entre los dos, de dilucidar este asunto, sincerarnos, que no quedase en el aire como una espina clavada, yo pensando en una jugada próxima al resentimiento, ella pensando que la muerte de mi primo podría haberme alterado más allá de lo normal. Pasé los días siguientes cavilando sobre esta cuestión. No era fácil decidirme a llamarla, enfrentar esa situación sin prever las consecuencias ni tener una mínima coartada que la llevase a considerar esa carta como un asunto que en realidad no tenía tanta importancia. Después de todo era una situación que no la merecía yo ni la merecía Gabriela, aunque en una actitud extraña e inexplicable fuese ella la emisora de la carta. Tal vez lo conveniente era dejar que el tiempo se ocupase de estas sensaciones, que todo quedase en la nada, como un hecho curioso. 107

Y posiblemente habría sido así si la tercera carta de Dardo no me hubiera llegado al mes siguiente. Cuando el cartero me la dio, de inmediato pensé en una conjura, en el acoso de un enfermo. De ningún modo podía tratarse de una broma sino del resultado de un disturbio mental. Abrí el sobre antes de entrar en la casa. La letra era impecable, y el estilo y el tipo de mensaje coincidían inexorablemente con mi primo, quien entre otras cosas me decía estoy cada día más riguroso y mezquino con mi tiempo, prefiero quedarme en casa. Este último fin de semana he salido sólo para comprar el pan, apenas si crucé unos minutos a la vereda de enfrente. Había aceptado la invitación para un cumpleaños, que es la oportunidad de verme con amigos y conocidos con los que me reúno dos o tres veces por año. Hasta había comprado la botella de vino. Cuando mi retraso empezó a hacerse evidente, el cumpleañero me llamó por teléfono. Tuve que mentirle, decirle que me hallaba indispuesto. Supongo que no me creyó porque ni siquiera me dijo que te mejores y colgó con un saludo seco. No sé qué me pasa. Me estoy poniendo retraído y huraño. Me estoy poniendo viejo, querido primo, y prefiero quedarme en casa acompañado de un buen libro, encerrado en mi escritorio, a la luz de una lámpara que es casi una vela, una lámpara de veinticinco vatios de tonalidad amarillenta y apesadumbrada. Es la escasa luz que por momentos llevo dentro. Digo por momentos porque no es la primera vez que me ocurre. Ya otra vez ha sucedido y poco después mi ánimo volvió a la normalidad. Quiero que sepas que nada de esto te incluye y que en este instante estaría allí si pudiera, charlando con vos de cualquier cosa, del tiempo, si lloverá o no lloverá, del tiempo que se nos va ante los ojos, ante nuestra mirada atónita sin que podamos hacer nada para detenerlo. Decidí llamar a Gabriela. Me atendió una señora, supongo que la empleada doméstica, que me dijo que Gabriela se estaba bañando. Eso me dio la oportunidad de volver a 108

pensarlo. Dudé, todo yo era un laberinto de dudas. La llamé de vuelta. Creyó que lo hacía para saludarla, para ver cómo estaba. Cometí el error de participar de ese supuesto al saludarla y preguntarle cómo estaba. Luego de cruzar un par de sitios comunes, le dije que había recibido dos cartas de Dardo con fecha posterior a su fallecimiento, dos cartas que parecían estar escritas por él, que en el sobre figuraba el matasellos del correo de Paraguay, que me resultaba un hecho curioso, que no podía encontrarle explicación. Por supuesto, de inmediato Gabriela se dio cuenta de que la había responsabilizado, me dijo si le estaba hablando en serio desde la convicción plena de que le estaba hablando en serio, por mi tono de voz, por la clase de tipo que soy, y porque con estas cosas no se juega. Le pedí disculpas, pero qué otra cosa podía hacer sino llamarla, que tratase de comprenderme, que qué haría ella si estuviese en mi lugar. De todos modos, no logré acudir a su empatía porque me advirtió que no estaba de ánimo para escuchar cosas así, que había una gran vacío dentro de ella, en cada rincón de la casa, que ni siquiera había podido empezar a ordenar la ropa y los libros y demás pertenencias de Dardo, que estaba desolada. Cortamos y yo permanecí un buen rato con un endurecimiento en el estómago que me dificultaba la respiración. Sentí que había dado un paso en falso, pero qué otra cosa podía hacer ante ese hecho incomprensible, macabro, no había forma de dilucidarlo. Esa misma semana acudí a un grafólogo. No sólo le llevé las tres últimas cartas sino algunas de las anteriores, que siempre guardaba en una caja de zapatos en la baulera del placar. Me pidió que le diese un par de días para analizarlas, pero que a primera vista la similitud de la letra entre las genuinas y las apócrifas era asombroso. Esa misma noche fue que 109

ocurrió un incidente todavía más inquietante que las mismas cartas de Dardo. Soñé con él. No me fue posible recordar las escenas ni los detalles del sueño, sólo que Dardo no tenía su rostro. Era el rostro de otra persona, pero yo estaba seguro que cualquiera fuese su fisonomía, esa persona era Dardo. Se me iba acercando, lentamente, con la mirada dirigida a mis ojos como si fuese a devorarlos o a desintegrarlos, y yo permanecía quieto, sin poder reaccionar, con ese endurecimiento en el estómago que me había quedado luego de cortar con Gabriela. Cuando estuvo junto a mí, me dedicó la mejor de sus sonrisas. Tal vez fuese una sonrisa dulce y amable, pero yo tenía miedo, estaba asustado. Entonces Dardo pasó su brazo por detrás de mí, como para apoyar su mano en mi hombro, y en vez de eso sentí una palmada, la mano fría de Dardo golpeándome la espalda. La impresión de aquel golpe fue tan física que la frontera entre lo onírico y la vigilia se fracturó, abandonándome en un territorio impreciso entre los dos. Desperté sobresaltado. Persistía la sensación de algo presionándome en medio de aquella oscuridad boca abajo. Prendí la luz. Un libro de la única estantería sobre mi cama, una pequeña repisa donde colocaba el libro que estaba leyendo, entre otros objetos, se había deslizado sorprendentemente y había caído sobre mi espalda. Se trataba de un libro que me había regalado Dardo en su última visita. Decidí respetar el estado en que me encontraba y no intenté conciliar el sueño. Hice lo que nunca, encendí un cigarrillo a esa hora de la madrugada a pesar de la boca con gusto a encierro, del desagrado que me producía fumar con el estómago vacío, pero no quería levantarme, ni siquiera para tomar un vaso de agua, quería permanecer así, pensando, con la luz prendida, con una mano recostada en la frente y con la humareda del cigarrillo enviciando el aire del cuarto. 110

Debo admitir que acudí a la cita con el grafólogo con gran expectativa. Me dijo que cualquier escritura puede llegar a imitarse, que a veces el parecido entre lo verdadero y lo falso es poco menos que indetectable. En realidad, nunca está dicha la última palabra, al menos con la contundencia de una apreciación inobjetable, pero que en su opinión personal, la letra de todas las cartas pertenecían a la misma persona, y si alguna o algunas de ellas habían sido escritas por otra, se trataba de un profesional de primerísimo nivel, jamás de un principiante, y menos de alguien que se hubiera dedicado a copiar las formas con una finalidad bromista o intrigante, por más empeño que hubiese puesto en ello. Cuando pasaron algunas semanas sin recibir carta de Dardo y me di cuenta de que la estaba aguardando, una nueva impresión de mí mismo, de la vida y la muerte, comenzó a cercarme. Lo curioso es que a nada de todo aquello se me dio por relacionarlo con el ocultismo ni con el mundo esotérico. Por lo contrario, iba asociándolo con una situación íntima, personal, casi placentera, un sentimiento y una revelación que sólo concernía a Dardo y a mí. Lejos de desconocerme, de preguntarme quién era esa persona que de tanto en tanto bajaba la caja de zapatos de la parte superior del placar y releía viejas cartas, que guardaba algunas seleccionadas en el cajón de la mesita de luz, que reabría el álbum con las fotos de adolescencia donde estábamos hermanos, primos, algún tío haciendo de referí, y que por momentos parecían de una época tan antigua que era como si todos estuviésemos muertos, me iba reconociendo, rescatando desde algún tiempo remoto que sobrevolaba por encima de la nostalgia, y en este ahora, ni yo estaba totalmente vivo ni Dardo plenamente muerto. Incluso pude sentir la presencia de Dardo en alguna parte 111

la vez que regresé a casa, tarde, más allá de la medianoche, y hallé prendida la luz del velador junto a la cama que Dardo utilizaba los días que venía de visita. Estaba seguro de que había apagado todas las luces antes de irme, que no había quedado ninguna encendida; es una cuestión obsesiva en mí. Pero no me produjo un efecto de inestabilidad, ni de mirar a mi alrededor como si Dardo, grotescamente, pudiera hacerse visible o darme una señal fehaciente como mover un objeto, provocar un ruido, que la luz del velador se apagase sola. Hasta lo hubiese considerado indigno de Dardo y más cercano a una película bizarra. Fui al baño, me lavé los dientes, puse la pava, me cebé unos mates y los acompañé con unas galletitas dulces que siempre guardo en la alacena. De todos modos, estaba confundido, desde la confusión de un agnóstico que en lo que menos cree y desea creer es en los fenómenos paranormales. Dentro del mundo de lo factible, cabía por cierto la posibilidad de que el libro estuviese mal apoyado en la pared de la repisa y se hubiese deslizado hasta caer sobre mi cuerpo, que el sueño con Dardo no fuese anterior al golpe en la espalda sino que el golpe hubiese provocado el sueño, que hubiera dejado la luz del velador prendida por descuido porque mis obsesiones no son infalibles. Nada estaba dicho terminantemente, nada estaba probado. Ni siquiera cuando volví a recibir carta de Dardo veinte días después. Me descubrí pensando “carta de Dardo” y hasta se me dio por insinuar una frágil sonrisa y no sabía si me estaba riendo de mí mismo o de la situación absurda que me pareció darle una propina al cartero. Dardo me contaba un aspecto sumamente personal. Llegué a pensar en una de las confidencias más personales de su vida, y esta última palabra otra vez provocó esa mue112

ca grotesca, esa sonrisa que pretendía disimular un estado de desconcierto. Al principio supuso, y luego confirmó, que Gabriela le estaba siendo infiel, que no sabía si se trata de un amante pasajero o de algo más profundo y comprometido. Los hombres, querido primo, somos más superficiales en estas cuestiones, podemos tener una amante, una mujer que incluso veamos con cierta frecuencia, que no por eso nos situamos en la exigencia de descuidar ni de abandonar nuestro matrimonio. Podemos seguir amando y sosteniendo a nuestra esposa, como si algo en nuestra naturaleza tolerase la bigamia sin contradicciones. Sé que vas a acusarme de machista, pero creo que en el caso de la mujer es diferente. Las mujeres son más entregadas y más complejas en ese sentido, más profundas, si se quiere. Pueden enamorarse, tirar años de matrimonio por la borda, decirte un buen día estoy enamorada de otro, lo lamento, no es tu culpa, pero esto se terminó. Claro que pueden hacerlo. Disculpame que te venga con estas cuestiones. Estoy desconsolado. Cómo Gabriela ha podido hacerme algo así. Lo mío se derrumba, primo, y lo tuyo se construye. ¿Qué tal la relación con Ana? Espero que bien, con sinceridad. Sabés que te deseo lo mejor. Un abrazo. Leí y releí la carta un par de veces. El pronóstico del tiempo había predicho una tormenta para ese mediodía y, por cierto, el cielo se había encapotado de golpe y unos vilanos de cardo entraron por la ventana en un remolino de viento. Los vilanos giraron sobre mi cabeza hasta que terminaron por esconderse en algún lugar de la casa. Llegué a hacerme la pregunta más extravagante. Si la infidelidad de Gabriela sería anterior o posterior a la muerte de Dardo. El cielo seguía oscureciéndose rápidamente y comenzaron a prenderse la luces de la ciudad, mientras el viento sacudía el ventanal y las primeras gotas golpeaban contra los cristales. Dardo amaba las tormentas y decía que en ellas parecía estar condensada la fuerza de la naturaleza. En alguna oportunidad llegó a aguar113

darla en la desolación de la playa, resistiendo la embestida de la arena, el viento salino y el intimidante furor del mar. Poco tiempo después sucedió un hecho determinante que acabó con mis dudas, si es que conservaba alguna. Fue por la mañana, una media hora después del amanecer. Con la cabeza pesada de sueño y hundida en la cavidad de la almohada, escuché el chiflido de la pava desde la cocina. Me incorporé algo sobresaltado, pero no lo suficiente como alguien que supone que un intruso se ha metido en la casa. Me calcé las chinelas, me puse la bata, hice un moño con el lazo y caminé hacia la cocina más con una sensación de curiosidad que de alarma. La pava estaba sobre la hornalla encendida y con el agua chiflando a pleno vapor. Sobre la mesada había un tazón de café batido. Apagué la hornalla y comencé a echar el agua en el café, revolviéndolo para que se formase espuma. Lo fui bebiendo de a pequeños sorbos, sin salirme de la cocina, en una actitud mañanera que nada parecía tener de singular. La luz del amanecer ya entraba con energía por la puerta de vidrio que daba al patio. Salí al patio, a pesar de que el amanecer me lastimaba los ojos aún dormidos. El patio estaba como siempre, salvo por el detalle del cantero poblado de copetes amarillos, púrpuras y naranjas. Transcurrieron casi dos meses antes de recibir una nueva carta de Dardo. El tono había cambiado, ya no nombraba a Gabriela, al menos de modo explícito. Se lo notaba diferente, tal vez algo reconstruido, aunque con un intenso sentimiento de nostalgia. Dardo me relataba que había vuelto a los lugares de juventud, a los que no se regresa en busca de los lugares sino de la juventud, y que la experiencia puede ser tanto más dolorosa cuando tomamos conciencia de que los lugares siguen estando, pero que la juventud es un paisaje que 114

sólo existe en la memoria. Era la primera carta en que Dardo hablaba de sí mismo en pasado y terminaba con una especie de reconocimiento hacia quienes lo rodearon, hacia quienes lo amamos. Gracias a todos. Gracias por todo. He sido un hombre solitario y feliz.

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El Tiempo A La Deriva No siento mi cuerpo. Es como si flotase en el espacio, en un lago de aguas cálidas y fangosas, una balsa perdida, arrastrada a quién sabe dónde. Tampoco siento mi memoria. No me es posible retroceder en el tiempo, y recordar. Qué lugar es éste, por qué estoy aquí. Si estoy en algún sitio. Todo lo concreto parece desgranarse, disolverse, hacerse lívido. Eso es, algo lívido y pálido, como la muerte. Empiezo a preguntarme si estoy muerto, qué estado es este de no sentir, no recordar. Sin embargo sé que mi cuerpo descansa en alguna superficie, aunque no pueda sentirla. La imagen de la muerte es sólo un recurso para intentar explicarlo. Acaso de esta región nacen los dioses, los fantasmas, los presentimientos, cuando nuestros pobres sentidos se tropiezan con lo inexplicable. Ah sí, hay una luz por encima de mi cabeza. No puedo verla, pero algo de ella inunda este aire que está dormido. Es una luz triste, de una bombita de poco voltaje. Acaso pende de un cable, desnuda y solitaria, en un cielorraso que tampoco alcanzo a ver, allá arriba, dónde. Hay una sensación de encierro que surge de algún lado, y sin embargo las cosas no parecen tener límite. Ni siquiera se trata de una mala visión que las haga borrosas, pero no tienen límite. El aire sigue dormido y seco. Hasta podría asegurar que tiene algo de cristalino si no fuese porque mis ojos son incapaces de extender la mirada y descubrir qué lugar es éste, empezar a recordar, darle sentido a mi cuerpo que sigue flotando, insensible, sin poder recuperarse, asirse a la materia. Quisiera observar la bombita de luz que se alza sobre mi cabeza, debo realizar un esfuerzo, levantar la mirada, pero el iris, la pupila de mis ojos no responden y 117

parecen estarse tiesos, congelados. No tengo dominio sobre ellos. La luz es débil, taciturna. Tal vez sea idea mía, algo que se me ha metido en la cabeza. Tal vez no se trate de una bombita de poco voltaje, o con el viejo casquillo cubierto de polvo. Podría ser luz de luna, de una luna mezquina, en cuarto menguante, eclipsada por nubes livianas que pasan apenas rozándola, nubes levemente arrastradas por el viento mientras aquí abajo todo es quietud, nada se escucha, nada se mueve, nada se siente. Por momentos me abandono a las aguas, a lo que sea que me lleve, o me estanque en un páramo escondido. Sería casi una sensación placentera si no fuese porque en el fondo de mis ojos, de mi lengua, existe necesidad de saber. Entonces me rebelo, busco moverme, percibir aunque sea algún lejano latido en mi corazón, el movimiento de los pulmones, tragar saliva, voltear el rostro hacia uno de los costados. Quizá logre otra perspectiva, identificar las patas de un mueble, la cubierta de un automóvil, una planta en el desierto. Pero únicamente los párpados me son fieles. Puedo abrirlos y cerrarlos, impedir que los ojos perezcan y se sequen y se vuelvan hacia adentro, hacia el infinito. No estoy muerto. Es sólo esta sensación de vacío a mi alrededor, o de materia desconocida. Ahora escucho, puedo escuchar una vibración. No logro identificarla, no obstante me es familiar. Qué mundo es éste donde resulta imposible registrar aun los sonidos cotidianos. El sonido pasa delante de mis ojos, escapa de mi campo visual, se aleja, regresa, practica un vuelo en círculos, pequeños, luego los círculos se van agrandando, un vuelo de ondas concéntricas, como una piedra en el agua. Es una mariposa nocturna. De inmediato la mariposa abandona los círculos y vuelve a desaparecer. También la vibración de su vuelo se extingue. No puedo creer en tanto agradecimiento hacia ese 118

insecto que ni siquiera es una bella mariposa de jardín, con sus alas de diseños y colores para ser dibujadas en un cuaderno escolar. La gratitud que siento por ese insignificante signo de vida me resulta casi ofensivo. Un gusanillo de alas pardas embistiendo contra la pantalla y la bombita de luz. Recuerdo que era de atraparlas únicamente para que la brillantina de sus alas quedase en la yema de los dedos, y las dejaba ir. Entonces me preguntaba cómo era posible que esa brillantina fuese el espíritu del vuelo, viendo a la mariposa impedida de elevarse, torpe, transformada en el andar de una cucaracha enferma, en un pobre insecto enloquecido caminando alrededor de un punto imaginario. La mariposa y la vibración de su vuelo se han esfumado. Todo ha vuelto a la nada, a esta incertidumbre que llena y rebasa la nada. Quisiera dormir, bajar los párpados y dormir, pero presiento que sería el sueño en la nieve de alta montaña, en la ventisca helada, cerrar los ojos y dormir y no volver a despertar. Debo hacer un esfuerzo, mantener los párpados abiertos. Me pregunto si la mariposa habrá escapado a un lugar lejano o estará en las proximidades, si regresará en algún momento. Pero el vuelo de las mariposas es imprevisible y puede alejarse y desaparecer para siempre. Siento un movimiento. No me lo revela la vista ni el oído sino el tacto. Creo que es mi propio dedo que se ha movido. Un dedo de la mano izquierda, no sé cuál de ellos ni cuál será el origen de esta insensibilidad, estar aquí, tirado boca arriba, o sumergido en un letargo profundo del que me resulta tan difícil desprenderme. El dedo toca el suelo. Puedo percibirlo porque en el suelo hay algo como una arenilla, partículas minúsculas, quizá mal barrido, o un suelo de revoque sin terminar. De todos modos, es algo rústico. Esto debiera hacerme una idea de en 119

qué lugar me encuentro, aunque sea una idea lejana y fugaz, pero mi memoria insiste en mantenerse apartada. Ahora el dedo se ha quedado quieto. Sabe que no debe moverse, no llamar la atención. Y yo percibo que debo obedecer la cautela del dedo. Hay peligro en alguna parte, como una amenaza latente. Es prudente mantenerse quieto. Una voz lejana rompe el silencio. No sé por qué pienso lejana. Tal vez se trate de un murmullo, una voz queda. O tal vez de más de una voz, un diálogo entre susurros de personas que ni siquiera se miran, personas que hablan entre ellas sin dejar de observarme, igual a un objeto curioso, algo tirado en el piso. También me pareció percibir humedad en la superficie, como si la hubieran baldeado, como si hubiesen intentado limpiarla, pero es un piso en el que la arenilla se desprende permanentemente porque forma parte de su materia. Un piso frío y rugoso es lo que me ha transmitido el dedo, pero el resto del cuerpo es incapaz de absorber esa información. De todos modos, algo voy obteniendo, la sustancia del suelo, el murmullo de las personas, la vibración del vuelo de la mariposa. Es lo que mis sentidos han logrado captar, piezas sueltas de un rompecabezas que se han desperdigado. Debo juntarlas, extender los brazos y volver a reunirlas, aunque se encuentren en los rincones, bajo los muebles, en las lejanías de este suelo de arenilla. Ahora algo de la memoria parece asomarse, tímidamente, tanteando el peligro, despuntando tras un muro. Aunque sigue apartada del presente y me arrastra hacia una situación remota, y yo sigo dejándome llevar, empujado por estas aguas lívidas donde no es posible el placer ni el dolor ni un miedo que ponga en tensión las defensas ni la satisfacción de arrimarme a la tierra prometida. Quiero recordar. Es el recuerdo el único espacio donde puedo colocar la energía. Irme atrás, en el 120

tiempo, ah, el remolino del tiempo. Hay cierta impresión de vértigo en este retroceso, un cielorraso, blanco, también una pared blanca hacia uno de los costados, cubierta de mosaicos deslucidos. Sería una pared divisoria, baja, con una planta en la parte superior, hojas verdes, amarillo limón, una plantita de potus metida en un vaso. A pesar de ese detalle, resulta una sensación desagradable lo que transmitía esa pared, ese cielorraso con sombras de aspas de un ventilador de techo. Pero recuerdo, voy recordando, reuniendo algunas piezas del rompecabezas al tanteo, diríase a ciegas. No era posible ver el ventilador, sólo un ruido crujiente de engranaje mal aceitado, el giro perpetuo de las sombras, las aspas barriendo el techo, quizá dibujadas por la luminosidad de un ventanal con las cortinas descorridas. De pronto otra sombra, una sombra blanca que pasó cerca de mí, apenas rozándome los pies. Después de un rato me pareció se trataba de una enfermera. Había pasado con indiferencia, sin mirarme, como si yo no existiese. Creo que eso me produjo angustia. Su paso silencioso, zapatillas, quisiera saber por qué no se dignó mirarme. Transcurrieron los minutos, varios minutos, es posible que una hora. Cómo medir un tiempo que no puede retenerse, cómo mirar el techo pintado a la cal, las aspas del ventilador, la pared de mosaicos con su plantita de potus, la presencia fugaz de la enfermera, todo tan simple, tan evidente, para deducir que se trataba de una sala de hospital. Sin embargo era otra clase de desconcierto, diferente al que me arrastra ahora, aguas abajo, con este sentimiento de noche metido en el corazón. Ignoro por qué pienso esto. Incluso en la palabra corazón, palabra de telenovela que me hubiese producido pudor en otras circunstancias. Estoy entregado a necesidades distintas. Soy yo y no lo soy. Podría descansar mi cabeza en el regazo de mi madre, 121

hundir mi rostro en sus faldas, dejarme acariciar. Regresar. Regreso. Toda la sordidez del universo parece haberse concentrado aquí. También ha vuelto el miedo, la necesidad de conducirme con prudencia, sin movimientos, apenas los indispensables, los párpados levemente entreabiertos, como si anduviesen dormidos. Pero el murmullo de la persona, de las personas, sigue inmutable sobre mi cabeza. Tal vez la voz, las voces, no quieran hacerse identificables. Una de las voces interrumpe el murmullo y se ríe. Sé que la risa está dirigida a mí. Me es ofensiva, incluso tanto más cuanto que no se trata de una risa ostensible, una carcajada, sino de una risa que parece tener el completo dominio de la situación. Luego la risa de otra voz se suma a la primera. Esto confirma que hay más de una persona en las proximidades. Y todavía por encima de ellas una voz ronca, groseramente viril, tomada por el tabaco. Entonces pueden ser tres los hombres que merodean por el lugar aunque sus pasos no se escuchen. Digo hombres, ahora sí, con absoluta certeza. Su amenaza es masculina, su arrogancia de nervios surcados en la piel, su presencia invisible e intimidante, sus rostros deshechos, picados de viruela, labios marchitos, sudor de brillo hediondo. Sé que es una descripción imaginaria, pero puedo verlos aun sin verlos. Tal vez la risa del hombre, de los hombres, descubra dientes manchados y crueles. Es cierto, el dedo me ha advertido, el dedo que tampoco siento ahora, que sabiamente se debilita con la yema apoyada en el suelo de arenilla. Tal vez debiera morir, pero no es tarea sencilla llamar a su puerta. Sólo me queda el recurso de volver, huir a la sala del hospital, las aspas del ventilador se han detenido y ya la luminosidad del ventanal no atraviesa furiosa los cristales. Quizá estuviese atardeciendo, quizá hayan corrido las cortinas. Pudieron haber pasado horas sin que la 122

enfermera apareciera nuevamente, toda una noche, la mañana del día siguiente. Cómo saberlo si mi pasado es una nebulosa donde todo yo me pierdo y me disuelvo y tiendo a volverme irreal. Pero prefiero regresar a la sala donde hay una enfermera que pasa cada tanto y un ventanal de cortinas espesas y las aspas de un ventilador que se ha detenido, a mantenerme en este lugar sombrío donde la voz de los hombres languidece, distraída, y vuelve a renacer con esa risa que me detiene la sangre. Tampoco en el hospital podía moverme, sólo voltear la cabeza para uno de los lados, para el lado de la pared divisoria de mosaicos blancos y esa ridícula, sensiblera plantita de potus, un efímero síntoma de vida donde reina la enfermedad y la muerte. Hubiese querido derribarla, echarla abajo, transformarla en escombros y mirar al hombre de la cama contigua en medio de una nube de polvo, aunque fuese un anciano moribundo, aunque el polvo de la pared desmoronada tardase horas en asentarse. No sé cuándo, en algún momento vino un médico. Me auscultó el pecho. Llevó sus dedos profesionales, fríos, a la arteria de la muñeca. También yo pude sentir los latidos en la muñeca, suaves, lejanos, como si no me perteneciesen. Como si yo fuese otro. Esta impresión se acentuó cuando corrió los párpados para examinar los ojos. No la mirada sino la anatomía de los ojos, esferas blancuzcas y brillosas de lagrimales, a pesar de que mi mirada sedienta trataba de meterse en la suya. Pero su actitud era un fino, delicado proceso de arrancarme el alma. El dominio de ese hombre sobre mí, sobre mi cuerpo, invadía un territorio que yo no conocía hasta entonces. Estaba abandonado, entregado, una forma estirada sobre la cama. Anotó algo en una planilla. Luego vino una enfermera que se colocó tras él. Creo que no era la misma que advertí la primera vez. El médico pronunció un brote de 123

palabras parcas, impenetrables, pero no pareció dirigirse a la enfermera sino a alguien ubicado a mi otro costado. Algo me impedía voltearme hacia ese lateral. Luego se fueron los tres y otra vez el silencio, como si nunca hubiesen estado, o como si aquellas presencias anduviesen perdidas en horas remotas, espectros que daban una falsa ilusión de materia y luego se esfumaban. En qué sala de hospital me encontraba. Estaría solo o con otros enfermos, accidentados. Nada se escuchaba, alguna tos, un gemido, un susurro, el afluente de una botella de agua mineral. Quise moverme y pude. Fui descubriendo que era el miedo y no la imposibilidad lo que me mantenía paralizado. También descubrí mi mano, el brazo, un dedo vendado, una sonda que terminaba en la espina de una aguja que se metía en la piel, donde estaba el hematoma más amplio y violáceo. Es posible fuese un suero, que el tubo terminado en espina subiese hasta la bolsa de suero colgada de un soporte. Pasé la mano por el pecho. Había un vendaje. Luego llevé la mano a la cara. Así descubrí otros tubos que se metían en cada orificio de la nariz. En los labios había dolor, también irregularidades, quizá una herida no todavía cicatrizada, cosida con puntos de hilo. Seguí recorriendo mi rostro con los dedos, una imperiosa necesidad de descubrirlo, de saber quién, qué era yo en aquel momento. Sentí el rostro hinchado, los párpados, no podía presionar sobre ellos, una desviación en la nariz y se me vino a la mente la figura de un amigo al que una pelea callejera lo dejó con el tabique roto. Mi dedos siguieron explorando, ascendiendo, la frente me pareció normal, no descubrí protuberancias ni heridas ni raspones. Luego el cabello. Estaba corto, incluso un sector sin pelos. No sé por qué tuve el impulso de llamar a alguien, pero me contuve. Los labios se abrieron, siguieron unidos por puentes de una saliva espesa y 124

pegajosa que invadía toda la boca, que envolvía la lengua con un gusto medicinal. Sentí náuseas. El sector donde faltaba el cabello era una superficie rugosa, cubierta de escamas, de soriasis, como si un segmento de mi cuerpo se hubiese cargado de años, envejecido. Pero no hubiese querido mirarme en un espejo. Como ahora, intentaba seguir retrocediendo, recordar. Qué había ocurrido, por qué estaba allí. El esfuerzo por hacerlo es el peor consejero. Las ideas, la imágenes, vienen solas, cuando menos se las espera. Y así fueron llegando, junto con la noche, con la breve visita de la enfermera para comprobar el goteo del suero. Una avenida luminosa, amplia, más amplia que cualquier avenida común, una tarde más sofocante que cualquier otra tarde. Mi cabeza dentro del casco agobiada de sudor, jugos salinos que goteaban desde la nuca, por el cuello, los hombros, el pecho abierto al viento, la espalda, la camisa pegada a la espalda. La camisa debía inflarse con el viento, hincharse como la panza de un velamen, sin embargo algo había en la espalda por donde el sudor seguía brotando hacia la cintura, la luz del sol pegaba de frente, todo era un rugido de bocinas, de colores saturados por el exceso de luz y de calor, rugido de motores, incluyendo el de la moto, la agitación de la moto entre mis piernas, subiéndome por las manos tomadas al manubrio, por los brazos, estrechándome los hombros, por qué la camisa pegada a la espalda, qué hacía yo en aquella tarde, hacia dónde me dirigía, era la mochila, llevaba una mochila adherida a la espalda. No logro recordar el accidente. Iba demasiado aprisa. Algo me apuraba. No puedo recordarlo. Si resbalé a lo largo de metros de asfalto, si se me cruzó un automóvil, si yo mismo terminé embistiendo otro vehículo, tal vez un colectivo. Estaba nervioso. Pero sé que hubo un accidente aunque 125

no vea tumulto de gentes observándome desde sus estúpidas miradas cargadas de vida, aunque no escuche sirena de ambulancia ni el instante de ser colocado en la camilla ni recibir los primeros auxilios. El accidente es un pozo profundo, un hueco cargado de sombras y de humedades, caer, tratar de aferrarme a las paredes del pozo que se iban desprendiendo como trozos de barro cocido, raíces, hongos subterráneos, insectos que nunca vieron la luz, moléculas de cuando el mundo fue creado, descender, hasta dónde, hasta abrir los ojos y hallarme en esa cama de hospital, las aspas del ventilador, el paso sigiloso de la enfermera, la pared divisoria, la plantita de potus en un vaso de plástico. Hay un chispazo. Uno de los hombres ha encendido un cigarrillo. La luz tiembla por escasos segundos en una superficie de pared que no sé dónde comienza, hasta dónde llega, cuán lejos estoy de la pared. El cielorraso con su mortecina bombita, o el firmamento con su media luna, permanecen ausentes. También la ranura de mis ojos ha de ser ausencia para esos hombres que siguen hablando una lengua ininteligible, mutilada por el susurro, desvirtuada por su propia lejanía. Por qué esos hombres hablan así. El de la voz ronca desmenuza las palabras, las destroza y las deja caer en el sudor del suelo. Pero su falta de sentido es diferente al de aquel médico que me auscultara y hurgase en el misterio de mis ojos. Ahora descubro otro sonido. Uno de los hombres, tan solo uno, camina unos breves pasos y la arenilla cruje en la suela de sus zapatos. Después, el silencio. Los hombres callan. Debo mantenerme más inmóvil que nunca, más inmóvil que un muerto. Sé que otra vez están observándome, sus miradas barren mi cuerpo, los dedos, los párpados, aguardando un indicio de movimiento. Una nube ligera, grisácea, recorre el espacio. Es 126

el humo de un cigarrillo que se desliza, lento, sin encontrar resistencias en el aire. Esto revela que debo de hallarme en un cuarto cerrado. El humo tarda en desvanecerse, hasta que otra bocanada de cigarrillo lo remplaza. Creo que sólo uno de los hombres está fumando. Yo también comienzo a disolverme. Mi mente se va, como el humo, hacia el pasado. Regreso al hospital. No era la primera vez que veía a ese sujeto. Me saludó, me preguntó cómo estoy con ese rostro de hiriente misericordia cristiana. Sin embargo no me era antipático. Traté de recordar. Lo había visto en otra oportunidad, quizá en ese mismo sitio, con la pared divisoria a sus espaldas, con la plantita de potus cayéndole hacia un costado, casi sobre su hombro. Era un policía. Un policía sin uniforme, vestido de civil. Se había sentado en una silla junto al borde de la cama. Me preguntó cómo me sentía, pero no sé si él repitió la pregunta o se trató de un rebrote de mi memoria que volvía a hacerla. Le contesté cómo cree usted. No lo tuteaba. En cualquier otra circunstancia tal vez lo hubiese tuteado, nada más que por el desprecio que visceralmente me inspiran los policías. Entonces levanté el brazo para mostrarle la sonda por donde goteaba el suero. Luego llevé la mano a la cara , tanteándome, no ya con la intención de reconocerme sino de exhibirme. Alcancé a ver un enrojecimiento acuoso en el nacimiento de la sonda, donde se unía con la aguja, como si el flujo de la sangre tímidamente se propusiera ascender por el tubo, arremeter en dirección contraria al goteo del suero, intento vano, descolorido, de una exigua sangre derrotada apenas salida a la luz del mundo. El policía seguía mirándome desde su amarillenta piel de durazno, desde su viejo oficio, desde noches enteras de vigilia dedicadas a, según el brillo de sus ojos, combatir el delito. Un policía cinematográfico. Yo 127

fui dejando caer mi mano hasta el cuello, sin llegar a sentirlo. Había algo en el cuello, consistente. Quizá estuviese envuelto por una cuellera plástica, o enyesado. Probé tragar saliva y pude hacerlo sin dificultad. El policía me preguntó si lo reconocía. Le dije que sí sin estar completamente seguro. Algo de él me era familiar. Ignoro por qué me hacía falta su presencia. También me preguntó si recordaba lo que había sucedido. Volví a decirle que sí, no con la voz sino con un leve movimiento de cabeza. Era casi gracioso. Llegué a interrogarme si estaba jugando con él o si en realidad me proponía abrir esa nebulosa y seguir encontrando fragmentos del rompecabezas. Me dijo, como si yo lo supiese todo, que el juego había salido mal, que mis cómplices me habían traicionado, que la farsa del accidente para despojarme del dinero que llevaba en la mochila había ido más allá, colocándome a un paso de la muerte, que la intención de mis cómplices había sido matarme para no tener que repartir el dinero y destruir el puente que los llevase hacia ellos. Creo que tuve ganas de reír, pero no lo hice. Nada más un amague que me produjo un punzante dolor en el estómago. Sólo le faltaba el sombrero de una antigua película en blanco y negro. Después, parecía tenerlo todo. Su rostro de mediana edad pero ya marchito, el cabello entrecano y algo revuelto, su insoportable aire de superioridad. Me mantuve en silencio, un silencio prolongado. Él no me apremió. Quise decirle que se equivocaba si creía que estaba dudando, que me revolvía en una lucha conmigo mismo, pero algo de las piezas empezaban a encajar, unas con otras. No se trataba de imágenes, de recuerdos concretos, sino de una inquietud. Un sonido, un sordo temblor del suelo, me regresa a este cuarto sombrío. La voces de los hombres se habían esfumado 128

con el trueno, pero ahora vuelven a hacerse oír, filtrándose entre los intersticios de la tormenta, en la ráfaga fugaz de un relámpago que, lejos de iluminar el lugar, lo hace más espectral y sombrío. Algo pugna por entrar, golpea con insistencia en el portal de mi mente, y yo quisiera no dejarlo entrar pero mi brazo se estira y la mano toma el picaporte, sin animarse a girarlo, porque cuando ese portal se abra estaré perdido, mi propia conciencia me perderá, sabré darle sitio a los lugares y orden al tiempo y cohesión al recuerdo y nombres a los hombres. Ahora mi pensamiento no resbala, dejándose llevar hacia atrás, el hospital, sino que debo realizar cierto esfuerzo para lograrlo. Quisiera la luminosidad almibarada del ventanal, el susurro de las zapatillas de la enfermera, pero vuelvo a encontrarme con el policía. Algo dentro de mí me conduce hacia él, y no puedo evitarlo. Quizá un resplandor de verdad, de querer saber. Pero el policía ya lo dijo todo, los cómplices, el simulacro de accidente, el dinero en la mochila que la empresa solía darme para trasladarlo a otro sitio. Así lo había hecho durante meses. Era una maniobra oscura de la empresa, lo supe siempre. Quién sospecharía de un motociclista, un cualquiera, algo barbudo, desprolijo, trasladando en una mochila tales sumas de dinero. Claro que venía haciéndolo durante más de un año, lo entregaba en una oficina especial, hasta que el dinero comenzó a pesarme en la mochila, a treparse por las vértebras, llegar a la cabeza, colarse en el cerebro con ideas inquietas. Recuerdo que pasé noches sin dormir y sin embargo no puedo recordar cómo hice contacto con mis cómplices ni cómo programamos el golpe. Intento nombres, rostros, lugares, y todo es un cóctel que por su misma falta de consistencia se vuelve más promiscuo e irreconocible. Pero es injusto que pida más de lo que puedo darme. Las imágenes siguen borro129

sas, no empalman unas con otras, los fragmentos del rompecabezas insisten en mantenerse dispersos y ocultos. Especulé con la sorpresa, tomarlo desprevenido, tontamente desarmado. El policía estaba en silencio, con la cabeza gacha, como si estuviese con la atención puesta en el suelo. Le pregunté si iba a morir. No levantó la cabeza, no se dignó mirarme, y en la ausencia de esa mirada yo supe que respondería la verdad. No logro recordar qué pasaba dentro de mí en ese momento, si deseaba una respuesta inmediata o que los segundos se dilatasen y se hiciesen eternos. Dijo que sí y yo me quedé viendo el techo pintado a la cal, las sombras de las aspas del ventilador que habían vuelto a girar, lentamente, apenas una brisa que alcanzaba la mitad de la cara. Supongo que el grueso del viento daba a la cama que estaría del otro lado de la pared divisoria, de mosaicos blancos y una plantita de potus. A uno le decían el chino, de rostro picado de viruela, a otro el rengo, y había un tercero, el ángel, rubio, regordete, de piel abrillantada; era el que tenía la mirada más dulce y perversa. Cuando el policía levantó la cabeza me hizo una pregunta que en realidad era una afirmación para consigo mismo, cómo pude confiar en esos hombres, cómo se me pasó la idea de que el simulacro de accidente iba a dejarme sólo con alguna costilla rota, un brazo fisurado, algunas contusiones leves, y que luego iba a salir del hospital libre de sospechas y que ellos me esperarían para repartir el dinero, que jamás salen bien los tratos con gente así, que desde el principio mi muerte estaba decidida, pero que la muerte se había hecho esperar para que yo diese señas y lugares y datos que permitiese la captura. Nunca me sentí tan humillado, no por haber quedado fuera del plan sino por ese llanto que no me pertenecía, que no era mío, por esa boca que hablaba por mí, contra mi voluntad, que revelaba detalles, 130

que traicionaba en nombre de la traición por la que yo había sido inmolado. Las piezas del rompecabezas empiezan a juntarse, ahora a una velocidad mayor de la que puedo absorber, las figuras, las imágenes se tropiezan entre sí, caen, vuelven a levantarse, pasan unas por encima de otras, por qué el policía me mintió, es claro, para lograr que los denunciase, atraparlos, cómo hizo para volver a mirarme desde sus ojos limpios, los atraparon casi al mismo tiempo, una redada fulminante, me creían muerto, se creían seguros. Uno de los hombres ha tosido, una tos áspera, de carraspera. Tal vez sea el que está fumando. Cuál de ellos. El chino, el rengo, el ángel. Una pregunta insustancial porque su respuesta no conduce a nada. Es sólo la necesidad de hacerla, de llenar este vacío para que no pueda completarse con la parálisis del miedo. Son ellos los que me observan. Lo presiento con la misma lucidez que si pudiese verlos. No son los sentidos sino la intuición lo que los delata. Hago con el dedo un levísimo movimiento nada más para comprobar que aún puedo moverlo, pero que no sea percibido por ellos, aunque me sigan observando, aunque mantengan toda su vigilancia puesta en la mano. Sigo escuchando el susurro frío, distante, de sus voces. Entonces uno de los hombres me sacude con la punta del pie. Constata que sigo inmóvil, inconsciente. Es lo que debo hacerles creer. El que me ha tocado es el ángel, me ha tocado con el pie, con su mirada redonda, con el tajo de sus labios que pueden reír sin despegarse. Por qué sé que es él, presentirlo con tanta lucidez. Mi cuerpo anestesiado por los golpes ha despertado otras percepciones. Ha sido la punta de su zapato, lo sé, y esta certeza me arrastra a una inmovilidad absoluta, dejarme llevar por las aguas, mantenerme a la deriva, seguir huyendo hacia el pasado, el único camino posible. Pero 131

esta vez el camino no me regresa al hospital, tampoco a la ancha avenida de aquella tarde en el hervidero de la ciudad, sino a la sala del juzgado. Por qué razón, desde un principio, advertí algo extraño en el juez, algo fuera de lo normal, como si oyese sin escuchar, un interés simulado en los testimonios, un resplandor de complicidad con el chino y el rengo y el ángel, sentados lejos de mí, en el ala izquierda de la sala, apenas un relámpago en el cruce de sus miradas. Mientras tanto, el fiscal se paseaba de un lado a otro durante la exposición, a veces se detenía, se dirigía al juez, hacia alguna otra persona, tal vez un testigo, señalaba a mis cómplices, sólo alguna una vez volteó su mirada hacia mí, pero no recuerdo qué es lo que decía, cuáles eran sus palabras, sólo recuerdo el movimiento de sus brazos, el ir y venir de un punto a otro de la sala. Algo dentro de mí me mantenía tan insensibilizado como ahora, en cierto estado de levitación, mis pasos nos se adherían al piso cuando fui llamado al estrado. También el defensor me hacía preguntas sin consistencia, frases que no terminaban de completarse, mutiladas, evidencias que se desleían en una atmósfera de alucinaciones, el calor, un calor sofocante, el juez, el juez me hizo varias preguntas que yo debía responder con monosílabos, los hechos, el alma de los hechos, reducidos a sí y no, no, no, no, era mi forma de negarme, de negarlos, repetía no sin saber qué me estaba preguntando, y ese calor de asfixia, podía sentir el aire caliente rozando las paredes de los pulmones, podía respirar las palabras que se deslizaban como el humo entre los restos de mi conciencia, embotado, sin principio ni fin, aquello nunca terminaría, nunca había comenzado, la fugaz mirada del juez, la penetrante mirada del ángel, como un taladro, me volví cuando no pude más y enfrenté sus ojos y el universo entero fue sus ojos, un odio calmo, de venganza que 132

goza de amparo. El rompecabezas va terminando de armarse. Quedan unos pocos fragmentos sueltos. Quisiera romperlos, volver a diseminarlos por cada rincón, que se mimeticen con la arenilla del piso, que absorban la humedad y se vuelvan deformes, irreconocibles, que no puedan encajar uno en la figura del otro. Pero siguen reuniéndose como pequeñas rías de un metal que se atrae, un metal líquido, frío y mortífero como el mercurio. Debiera impedir que las piezas se reúnan, pero no puedo ir más allá de este malogrado deseo. Fue el único estallido. Cuando el juez dictó sentencia y nos condenó a los cuatro. Denunciante y denunciados en la misma celda, el mismo espacio, la misma noche. Le grité asesino, una vez, varias veces. El policía que me interrogara en el hospital se puso de pie, atónito. ¡Asesino!, mientras los guardias se abalanzaban sobre mí y me sujetaban del cuello, de los brazos, de las muñecas esposadas. Antes de que me retirasen de la sala, miré por última vez al policía. De pronto este silencio. Han callado. El que estaba fumando ha dejado caer la colilla del cigarrillo encendido sobre mi cuerpo, pero la colilla ha rodado por el pecho, el vientre, y ha caído por un costado. De todos modos, quedó cercana, casi pegada a la piel. No debo moverme, ni un milímetro, ni una exhalación. Siguen mirándome desde la altura de su verticalidad, y yo aquí abajo, consumiéndome igual a la colilla, que lentamente se va apagando. Oigo pasos que se aproximan desde el fondo de alguna parte, tal vez de la galería. Son los pasos rígidos, inmunes, de un guardiacárcel. Si me atreviera a un aullido de alarma, abalanzarme hacia los barrotes y tomarlos y no desprenderme de ellos hasta que los pasos vean mi rostro deformado, mi cuerpo crujiendo derrames internos y huesos de astilla y cortes de sangre, pero desconozco siquie133

ra si podría con un gemido, si alcanzaría a ponerme de pie. He olvidado los límites de mi cuerpo. Entonces, hasta dónde puedo permanecer despierto, sujeto a este camino, sinuoso y esquivo, que me lleva hacia el pasado. Me pregunto cuánto más podré acudir a él. También la memoria va quedando sin fuerzas. El guardiacárcel ha pasado de largo y sus pasos se pierden en un eco remoto, un tiempo sin medida. Acaso esta celda ya no existe, ni yo existo, ni el ángel ni el rengo ni el chino existen. Acaso sólo seamos un muro de bruma en algún punto perdido de la galería.

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La Estancia Sentía algo que se lanzaba fuera de él, y algo también que descendía sobre él. Misteriosas relaciones entre los abismos del alma y los abismos del universo. Victor Hugo

Desde el otoño de 1967 Fue cuando su hijo lanzó la pelota hacia arriba en una de las más formidables patadas que le viera hacer en sus dieciséis años de vida, que le reconoció el rostro. La pelota subió hacia un cielo blancuzco de cirros que hacían de las alturas una superficie enceguecida y que se extendían de un horizonte a otro cubriendo la totalidad de una llanura de pastizales sedientos, vaquerías adormiladas y montes de arboleda compacta. La pelota siguió subiendo y subiendo hasta quedar paralizada en un punto insignificante mientras él observaba a su hijo con la vista hacia arriba, la mirada fija en aquella esfera clavada en el universo, el perfil de la nuez dibujado en la garganta, el cabello enrubiecido por un linaje de catalanes y escoceses, los labios apenas entreabiertos, y fue entonces que el súbito reconocimiento de su rostro lo llenó de estupor. La pelota inició su caída en una vertical de velocidad progresiva, que siguió siendo lenta a sus ojos aturdidos por aquel descubrimiento, y antes de que llegase al pie de su hijo alcanzó a preguntarse cómo era posible que ese rostro que había poblado de inquietudes sus sueños y a su vigilia de recuerdos que no habrían de abandonarlo nunca, no se le hubiese revelado antes, siendo 135

sus rasgos tan evidentes y tan nítidos. Entonces el hijo estiró apenas la pierna y la pelota quedó dormida en el pie, sin alcanzar el césped, y la mantuvo así en una exhibición de dominio hasta que la hizo pasar al otro pie, y luego de vuelta al otro y al otro, y luego la elevó levemente y la pelota fue a dar en el pecho, de allí a la rodilla, a la otra, un golpe de billar hacia la cabeza, y fue sostenerla en ese lugar mientras sentía la mirada de su padre quemándole la cara y fue un relámpago de décima de segundo con el rabillo del ojo sin perder la atención sobre la pelota, por qué su padre estaría mirándolo así, igual a aquella mirada que le viera de niño mientras llenaba una vasija de leche para los gatos y fue sentir los pasos y la bota que de una patada hizo un desparramo de vasija y leche y gatos, entonces empezó a erguirse lentamente con los brazos abiertos y el espanto en las rodillas pero ya su padre seguía caminando como si se hubiese tratado apenas de un accidente, qué clase de odio estaría masticando ahora que no le sacaba la vista de encima, si había hecho todo lo que le había ordenado, y el padre metido en el rostro de su hijo que de pronto lo arrastraba a un pasado de casi treinta años, cómo podían ser tan parecidos, idénticos en el enrulado de cabello adolescente, en la estatura, en los hombros un tanto caídos, en el vello luminoso de las piernas, en los labios apenas entreabiertos, en su sonrisa hermética y arisca que parecía esconder un mundo poblado de lagañas, de recuerdos ajenos y enigmas que nunca serían descifrados. No tenía amigos, los primos lejanos habían dejado de visitarlo, mantenía distancia de los peones y del jardinero y del capataz y del hijo idiota del capataz y de las tías solteras Raquel Florencia Edelmira que habían nacido viejas o que lo eran desde tiempos inmemoriales y que lo veían salir todas las tardes con su caballo malambo hacia la nada y sin rumbo apa136

rente porque terminaba perdiéndose en los laberintos de su soledad sin que nadie supiese por qué ni hacia dónde, y horas después lo veían regresar en una nube de polvo acompañado por el declive del sol y el sigilo del viento. Habría sido un buen jugador de fútbol, pensó el padre mientras iba desembarazándose de la sorpresa que le provocara el recuerdo del rostro de su hijo y que acaso no fuera otra cosa que una alucinada prolongación de remordimientos prudentemente guardados en los arcones de su memoria y que aquella similitud que de pronto creyó haber visto en la figura que peloteaba en el parque frente a la casa y la de aquel pasado que de tanto en tanto lo visitaba como un susurro helado, no estaba sino en el enredo de su conciencia, si al menos se hubiera dedicado al deporte con disciplina y responsabilidad, siguió pensando con ese cálido desprecio cuyos vapores le nacían de la ingle, ascendían por el vientre, le tomaban los pulmones, llegaban a la garganta y terminaban expulsados por la boca en un eructo de palabras calladas y puentes destruidos, en vez de andar vagando por el monte sin que nadie sepa dónde está y tener que llamarlo a gritos para el almuerzo, o salir con su caballo sin rumbo y sin ninguna utilidad que ya no sirve ni para arrear ganado cuando antes participaba de la vacunación y de la yerra y salía con Toribio y con Epifanio hasta los campos del fondo más allá del arroyo para llevar y traer la vaquería del tambo, algo pasó con esa renguera que le apareció un día de pronto, al principio despacio si me acuerdo que Elsa le preguntó qué le pasaba y él dijo nada, huraño como siempre, habrá sido una torcedura, un golpe pasajero pero la renguera no se le fue y a los dos días Elsa volvió a preguntarle si tenía algo en el pie y él nada con su voz de palabras metidas hacia adentro y monosílabos que le brotaban con desgana 137

desde un susurro casi ininteligible, pero cómo nada hijo, es un callo, una lastimadura, una ampolla en la planta del pie, nada nada, entonces me levanté del asiento como para darle un manotazo en la cabeza, sáquese la alpargata y muéstrele a su madre, y entonces él retrocedió ante aquella mirada metálica y un derecho antiguo que obedeció al instante y se sacó la alpargata y puso el pie en el regazo de su madre y era nada, pero la renguera persistió y al tiempo lo llevaron al hospital de la ciudad, un exhaustivo estudio que el traumatólogo estudió al tacto y observó al trasluz de las placas radiográficas y siguió siendo nada, inexplicablemente. Al regresar de aquella reminiscencia fugaz volvió a meterse en el agobio del mediodía y en el descubrimiento en el rostro de su hijo, un tanto más joven que ese otro rostro que había dejado de visitar sus sueños y que al fin se le fue desdibujando en su recuerdo hasta que el hijo se lo devolvió de un solo golpe, esa patada furiosa que había elevado la pelota hasta superar la altura de los eucaliptos más empinados, más allá del bullicio de las cotorras y el canto de las palomas monteras y que parecía codiciar el éxodo de las aves en formación y el acecho del aguilucho solitario y rozar el primer frío de la atmósfera y la primera ventisca de los días inmóviles. Nunca había visto una pelota elevarse tan arriba de todo lo que se eleva desde la tierra, querer perderse entre los cirros y desaparecer fuera de la vista y no regresar nunca, arrastrada por un misterio sin retorno. Su hijo dejó de hacer jueguito con el pecho y las rodillas y la cabeza y volvió a patear la pelota hacia arriba esta vez hasta una altura corriente y la pelota regresó con pena y sin gloria a una distancia donde debió correr para alcanzarla después de que rebotara una y otra vez en el césped con un sonido de corazón exhausto y 138

llegara rodando hasta el borde de la acacia. La había pateado una vez más en la única dirección posible porque no tenía amigos y los primos habían dejado de visitarlo y no podía sino enviar la pelota hacia arriba y luego recibirla y por esa razón tiempo atrás decidió retirarle el arco inútil que daba al descampado para dejar sólo el de la alameda desde que su hijo no hacía sino pelotear consigo mismo. Entonces buscó desprenderse de aquella tarde de verano con un movimiento del brazo como si espantase un moscardón, pero el recuerdo ahora transfigurado en el rostro de su hijo lo fue siguiendo hasta más allá de las gradas de la escalinata y del descanso y de la puerta de doble hoja que había quedado con uno de los postigos abierto y lo fue siguiendo aun al interior del caserón hasta perderse en la penumbra fresca de la antesala. Elsa permanecía junto a la ventana del comedor remendando una camisa y no levantó la mirada cuando pasó hacia el escritorio para encerrarse una vez más en aquellas voces remotas y en los sonidos de pájaros disfónicos cautivos en su equipo de radioaficionados que ocupaba toda una pared con sus placas de metal, perillas, lámparas de válvula y un micrófono capaz de trasladar su voz de caverna prehistórica hacia los rincones más apartados de la Tierra.

En el verano de 1941 Nadie lo vio venir y apenas si notaron su presencia cuando se mezcló con el gentío agrupado entre una decena de automóviles y un sulqui estacionados del otro lado de la alambrada. Sólo la mujer de Epifanio había estirado la mirada hacia ese puntito perdido en el horizonte del verano, en ese camino de tierra con manchones de tosca que después de la arboleda del 139

lago se transformaba en huella para culminar en el guardaganado que daba al asfalto de la ruta, a casi cuatro quilómetros de distancia. Después se desentendió de él hasta que volvió a verlo convertido en un muchacho de edad indefinida que tanto podía tener diecisiete como veinticuatro, que venía con el pantalón corto puesto, una remera quizás amarilla pero demacrada por el sol y los continuos lavados, y unos botines de goma que llevaba colgados del cuello y sujetos entre sí por los cordones. Tal vez el equipo de la estancia formado por el hijo del dueño más cinco primos más la peonada, habrá considerado que venía para el equipo contrario, y el del pueblo formado por los dos empleados de la proveeduría de ramos generales, Demetrio el de la despensa, vecinos y chacareros de la zona, que venía para completar el equipo de la estancia, hasta que el muchacho después de un tiempo de merodear entre los automóviles y el sulqui se decidió a trasponer la alambrada y preguntó más con una confusa seña de los labios que con la opacidad de su voz si hacía falta un jugador en alguno de los equipos. Entonces todos parecieron mirarse entre todos y sólo Demetrio, que se le dio por contar, dijo que faltaba uno en el equipo del pueblo, que ya estaría por llegar pero todavía no había llegado, que qué pudo pasarle, y le dijeron que podía jugar hasta que llegase y que después, en todo caso en el segundo tiempo, porque el equipo estaba completo. Entonces Lisandro el referí, vestido de negro y todo, dio el pitazo inicial en el clásico del verano que durante dos meses se jugaba domingo de por medio, más un quinto partido si se daba la necesidad de desempate para definir el campeón, y en los tres últimos años el lauro de los dioses había correspondido al dueño de casa que desde que se iniciaran los encuentros había instalado 140

la cancha en un lateral del monte, donde la locura y la rabia y la desesperación de la pelota terminaban en la enramada, mientras que por el otro costado había que hallarlas entre las pajas y los cardales del campo. Desde el primer momento quedó en claro que para aquel recién venido de hombros ágiles y estrechos, estatura media, rubiecito de labios entreabiertos, silencioso y de piernas iluminadas por el vello, la pelota era más que un elemento familiar. Le habían ordenado que jugase por el medio, pero de pronto aparecía por cualquiera de los laterales a una velocidad que no se desentendía del dominio del balón y enviaba centros letales que no terminaron en gol por la sorpresa de los delanteros que no esperaban algo así, y por la suerte del arquero a quien la pelota pegó en todos los palos, incluyendo uno en la parte interna del travesaño y rebote en la línea que fue reclamado como gol por el equipo del pueblo, pero que la deferencia de Lisandro para con el bando de la estancia tuvo la cautela de no cobrar. De todos modos, antes de terminar el primer tiempo, el muchacho había hecho dos goles casi como un trámite de moderado festejo en medio de la algarabía del equipo del pueblo y los bocinazos de los automóviles y el griterío de los chiquilines y el aplauso de las mujeres y la malograda presencia del retrasado que debió permanecer tras la alambrada como un poste inútil en medio de la pampa porque nadie, nadie insinuó siquiera la posibilidad de pedir el reemplazo de aquel muchacho que estaba haciendo estragos en el honor y en el orgullo y la dignidad y la gloria y la vergüenza y el respeto y el buen nombre del equipo que siempre jugaba de local, y por si esto fuera poco don Marcos, dueño de aquellas tierras hasta donde la vista se perdía y aún más allá y que seguía el partido desde una tribuna privilegiada pegada a la alameda, 141

fue testigo del sometimiento de su hijo a un par de revolcones por las gambetas endiabladas de ese mocoso que lo estaba dejando en ridículo ante el mundo conocido y por conocer, del pantalón y la camiseta con manchones de verde y la cara color frambuesa y de aquellos ojos con brillo de aluminio que irradiaban la furia del sol. Cuando comenzó el segundo tiempo, el equipo de la estancia vio cómo el retrasado remplazaba a otro cualquiera menos a ese pendejo de mierda que los estaba apabullando con una derrota sin atenuantes, y el tercer gol cayó como fruta madura, aunque no lo hiciera el muchacho, pero sí construyera una asistencia que dejó la pelota muerta en el punto del penal para que el centrodelantero fusilase al guardavalla con un derechazo que por poco desentierra la base de una red que no cuadriculaba el espacio del arco con hilos profesionales sino con tejido de gallinero. Nadie pareció notarlo salvo el hijo de don Marcos, cuando una sonrisa del muchacho, algo burlona y en el límite de lo perceptible, festejó la maniobra del cuarto gol al hacer pasar la pelota por entre las piernas del arquero, y si el odio ya se había instalado en el socavón de su alma, en el instante en que lo desparramó por el suelo como a un novillo de patas enlazadas con sólo el amague de ir para un lado y encarar para el otro, aquel sentimiento se transformó en un incontenible deseo de represalia. Don Marcos fue el primero en darse cuenta de que su hijo abandonaba su posición para jugar cada vez más cerca del intruso y seguirlo por toda la cancha, y también fue el primero que intuyó que algo malo podía ocurrir, que solamente era cuestión de aguardar el momento, y el momento llegó cuando aquel rubiecito de labios entreabiertos disparó 142

por un lateral a una velocidad inalcanzable y con pelota dominada y pasó junto al hijo de don Marcos que lo único que tuvo y que pudo hacer para frenar la carrera de ese nuevo ultraje fue descargar una patada feroz directa hacia la rodilla y sentir cómo de pronto su propia respiración se espesaba y comenzaba a detenerse y escuchar el crujido de los huesos y el grito sordo de la muchedumbre ahogada en un aire de rocas fundidas y ver cómo el muchacho se desplomaba con el ángulo de la pierna doblado en sentido contrario, la rodilla hacia atrás mientras el vuelo de los pájaros se paralizaba y era nada más que manchas minúsculas en el cielo azul azul y la ondulación de los pinares y de los eucaliptos entraba en un tiempo estático y también las gardenias y los rosales y los copetes escondían el susurro de sus aromas y sus hermanas Florencia Edelmira Raquel que sabían de fútbol como de mecánica de tractores irían a preguntar qué estaba sucediendo y nadie se le fue encima porque él era el hijo de don Marcos y después de todo el pendejo era pollo de otro corral venido de dónde, pero fue el impulso de llevarse las manos a la cabeza y acudir en auxilio del muchacho que ya estaba revolcándose en un aullido de animal atrapado por las mandíbulas de una trampa de cazador. Y por supuesto que el partido se suspendió en medio del desconcierto general y de inmediato el propio don Marcos junto con su hijo y con Epifanio y el viejo Gregorio lo cargaron en la camioneta, que ni siquiera pudo ir muy rápido por los tumbos de la huella que desprendían gritos desgarradores desde la caja, y así hasta llegar a la ruta y encarar a toda urgencia hacia la guardia del hospital de la ciudad más cercana, a treinta y ocho leguas del casco de la estancia. Don Marcos y su hijo y Epifanio iban adelante mientras el viejo Gregorio cuidaba del 143

muchacho en la caja, y para el hijo de don Marcos sería aquel el más infame recorrido de su vida no porque su padre le hiciese recriminación alguna y mucho menos el incidente despertara el mínimo comentario en Epifanio, sino justamente por ese silencio que nadie quebró durante todo el viaje, peor que el más bochornoso de los sermones y que le fue cerrando la garganta y endureciendo el estómago hasta transformarlo en una lonja de mármol. Ni siquiera lo miraron ni se miraron entre ellos y no desprendieron la vista de la ruta hasta llegar a la ciudad, ni él hizo ningún movimiento ni despegó los dedos metidos entre los pelos ni el brazo de la ventanilla. El muchacho habría de ser operado de emergencia en la mañana del día siguiente, pero don Marcos y su hijo y Epifanio permanecieron hasta la tarde casi noche en la antesala de la guardia en tanto seguían escuchándose los alaridos del muchacho a pesar de los calmantes, mientras le acomodaban los huesos y le ponían la rodilla en su lugar, hasta que el muchacho enmudeció de repente por efecto súbito del calmante o por pérdida de conocimiento, y lo vieron salir adormilado en la camilla hacia la sala de radiografías. Durante esa ausencia, uno de los médicos les preguntó cuál era el nombre del paciente, y recién ahí dieron en la cuenta de que no lo sabían, ni su nombre ni su lugar de procedencia ni cómo se había enterado del partido ni cómo había llegado a la estancia, si era del pueblo, si era hijo de quién o cuál, que nadie recordaba haberlo visto nunca y sólo Gregorio, que permaneció en la camioneta, les reveló que el muchacho entre desconsuelos y gemidos había alcanzado a decirle que jugaba en la liga agraria y que le pareció entender algo de una posible transferencia o clasificación para el torneo provincial, pero no pudo enterarse de más nada, en parte por el rugido de la camioneta y las 144

palabras a los saltos y la voz confusa del chico que si parecía hablaba más por la barriga que por la boca, y en gran parte por su incipiente sordera de viejo. Solamente cuando emprendieron el camino de regreso, don Marcos dijo que los dos partidos que quedaban de este año quedaban suspendidos, y fue una nueva punzada en el estómago de su hijo porque lo dijo como si hablase consigo mismo y sin desviar la vista del parabrisas, sin preguntarle nada, sin decir que sería conveniente o algo por el estilo, una simple y serena afirmación que había venido masticando rumiando regurgitando durante todo ese tiempo, una decisión tomada que no habría de alterarse ni aunque el muchacho apareciese al trote al día siguiente, y encima lo dijo junto a Epifanio sentado entre lo dos y que escuchó sin escuchar nada y sin mover un músculo ni respirar ni tampoco torcer un tantito así la mirada para ninguno de los costados. Sin embargo, hacia mediados de semana algo en él se fue endureciendo al sentir que la muda condena de su padre no lo afectaba tanto como su padre debía de creer, fue al pueblo y pasó por la despensa y habló con Demetrio de cosas insignificantes, pasó por la proveeduría de ramos generales de Diego García y compró una nueva cincha para el recado, pasó por el bar de don Lalo y se tomó un par de ginebras, y en todos lados clavó los aguijones metálicos de su mirada en los ojos de los demás y fueron los demás quienes bajaron los párpados y amurallaron sus pensamientos. Hacia los tres días y una mañana del incidente se lo vio salir en la camioneta y algunos creyeron que iba al pueblo, como siempre, pero esta vez pasó de largo por el cruce de rutas y encaró directo para la ciudad, y el golpe del sol en el parabrisas y el espejo retrovisor y el viento que entraba por la ventanilla 145

fueron esta vez los únicos testigos de su semblante agobiado por cavilaciones de las que nadie pudo saber, pero algo había que ofrecerle, un resarcimiento económico, un trabajo en la estancia, una recomendación, su apellido era el fundador del pueblo, conocido en cuarenta quilómetros a la redonda, en otros pueblos, caseríos, tambos, estancias vecinas, hasta los límites del municipio, pagarle todo lo que hiciese falta para su recuperación, ofrecerle también, por supuesto, un pedido de disculpas, fue un momento de calentura, no digo que le pueda pasar a cualquiera, me pasó a mí, algo más fuerte que yo, te seguí por toda la cancha, y cuando te vi venir era como si estuviese transformado en otro, yo mismo me desconocía, me arrepentí al instante aunque sea el arrepentimiento una de las cosas que más detesto, soy así, siempre lo fui, estoy hecho de esa madera, no te preocupes por los gastos de nada, yo me hago cargo. Preguntó en el hospital por la sala de internación, segundo piso a medio pasillo por la derecha, cama 212, el corredor, el sonido a hueco de sus pasos, entró sin golpear, estaban todas ocupadas menos ésa, vacía como cama de difuntos, los demás pacientes pusieron en él sus miradas indefensas, rendidas, abrumadas por la inacción y la espera y por la luz que se filtraba entre los travesaños de las persianas, una empleada había terminado de colocar sábanas limpias y en ese momento cambiaba la funda de la almohada, ¿el muchacho?, lo pasaron a buscar hoy a la mañana, no, no creo que fuese su madre, era una mujer mayor vestida de negro, una pasita de uva la pobre, podría ser la abuela, no sé, vaya y pregunte en la administración. En la administración le dijeron que lamentablemente todavía no les había llegado la notificación del alta, que a veces esas cosas tardan, que lamentablemente no estaban 146

autorizados a darle el nombre a nadie que no fuese familiar directo, que mucho menos el domicilio lamentablemente, que entonces le convendría mandar una carta al director explicando la situación. Recorrió las dos instituciones deportivas más importantes de la ciudad, que incluso contaban con estadio propio, y otra cuatro secundarias, con sus canchitas de fútbol tomadas por peladares de tierra parda, remolinos de viento y tribunas bajas de tablones en unos de los laterales, y a veces ni siquiera eso, no tenemos ninguno en el equipo como el que usted dice, no, aquí no hay ningún proyecto de pasar al campeonato provincial, tampoco nos daría el presupuesto, lo lamento pero hay varios así, rubiones, livianos de arriba y piernas fuertes, pero no parecen tener la personalidad que me está describiendo, en efecto, hay un muchacho quebrado y enyesado, pero fue en el partido contra Los Matreros y esto hace como tres semanas, sí, es exactamente como lo pinta, lo único que éste habla hasta que le sale espuma por la boca, hace varios días que no aparece, no es raro porque no es muy cumplidor, aquí ninguno lo es, somos aficionados, se juega cuando se puede, su nombre es Damián, espere un momento que le doy la dirección, no Damián no está en casa, tampoco está enyesado, es más, es aquel que está jugando en el potrero, todas las tardes se van a jugar ahí cuando el sol deja de apretar. Durante los días siguientes lo siguió buscando por poblados de caminos áridos, pajonales que parecían esteros, calles que atravesaban cardales como selvas y por donde si apenas asomaba la testa de las vacas, preguntó en los clubes, en las comisarías, en las sociedades de fomento, en las estaciones donde pasaban dos trenes por semana, en las estancias La Aguada, 147

La Ifigenia, El Refugio, pero era como si el muchacho hubiese aparecido de ninguna parte, y lo extraño consistía en que alguien que jugara a la pelota como él no podía pasar desapercibido en la zona, pero dijo algo de la liga agraria, de una clasificación para el torneo provincial, disculpe don, aquí no es, nunca vimos alguien así, en todo caso pregunte en Cabaña Santa Cruz, allí hasta tienen un clú, pregunte en los pagos de los Iraola, allí hay gente que juega, pregunte, pregunte, aquí no es, no hay nadie así como usté dice.

Hacia el otoño de 1971 -La próxima semana nuestro hijo va a cumplir los veinte. -Y con eso qué. -Que podríamos festejárselo, me parece. -Desde los diez que nunca quiso que le festejemos nada. Por un momento pareció que la resignación de Elsa regresaba al bordado, arrimada a la luz del atardecer. Él siguió introduciendo el limpiador por el canuto de la pipa. -Pero a veces habrá querido y capaz que no pudo decirlo. -Si no puede hablar no es culpa mía. Para hablar la naturaleza le dio una lengua. -No estoy diciendo de una fiesta... -Por supuesto que no. No le quedó un solo amigo de la escuela y en el pueblo los muchachos de su edad le escapan como a la peste. 148

-Y si le dijésemos a Edmundo, a Gonzalo... -Son primos lejanos y hace años que no aparecen. Ya se rompió la relación con ellos. -De chicos eran amigos. -Además nunca les gustó el campo. Ahora han de ser todos unos señoritos de ciudad. Elsa volvió a mirar el fuego de las nubes en el horizonte. La aguja quedó atravesada en el bordado. -Aunque sea un té con tus hermanas, prepararle una torta. -¿No te parece que ya está un poco grande para soplar velitas? Además Raquel está postrada, no puede ni moverse. -Pienso que al menos habría que hacerle un regalo. -Los que le hicimos terminaron arrumbados en el depósito entre ratas y cucarachas. -No todos. El caballo fue algo... -Fue algo especial para mandarse a mudar de aquí y no aparecer hasta la noche. Las veces que hubo que salir a buscarlo con los peones porque pensamos que le había pasado algo. -Es que nunca voy a olvidarme la cara que puso cuando le regalamos los botines. -Para lo que le sirvieron. Para jugar solo ahí en el parque lisiado por esa renguera estúpida. -Por Dios, lo decís como si fuese culpa de él. -No sé culpa de quién, pero un día le apareció porque sí y 149

nunca se le fue. Y no metas a Dios en esto. Elsa regresó al bordado sin reconocer si se sentía más incómoda por las palabras de su esposo o por su propio silencio derrotado. Hizo el último intento. -Es que va a cumplir los veinte. Pensé que podríamos darle una sorpresa. -Sorpresa la tuve yo con el hijo que me diste.

Unas trescientas serían el número de bolsas acumuladas en el granero. Tomó la cuchara de punta, la hundió en la tela arpillera como se hunde la cuchilla en la garganta de los corderos, pero no fue un desangre sino un derrame de trigo lo que ocupó la canaleta. Las semillas estaban secas a pesar del tiempo lluvioso y de los nubarrones de plomo que mantenían el aire húmedo y con olor a ciénaga. Dejó caer las semillas en el hueco de la mano y las maceró para sentir la consistencia. En estos casos eran sus manos las que veían mejor que los ojos. Levantó la mirada hacia la muralla de bolsas que casi rozaban el techo y recordó lo que recordaba siempre que venía a este lugar, él y sus primos y sus hermanas trepándose hasta la altura de las bolsas apiladas, escabulléndose por los resquicios, saltando de unas a otras, deformándolas en pendientes cada vez más pronunciadas, reventando algunas y rasgando la arpillera de otras hasta que su padre dijo basta y les prohibió la entrada en el granero. Años después, siendo ya un muchacho, volvió a meterse en aquel espacio lleno de respiraciones jadeantes y voces del pasado, pero ya con el propósito de estudiar las condiciones de las semillas y de atender los muros de arpillera por su valor de mercado. Rasgó la bolsa con la 150

punta de la cuchara para cicatrizar la herida y permaneció en el lugar sintiendo en el hueco de la mano el temblor de las semillas y su sonido de turbulencia de insectos, sin acudir a la mesada en un costado del portón corredizo, donde le era habitual hacer los análisis aun en pleno día bajo el cono de luz de una lámpara mezquina. Lo percibió de perfil. Supo que era él sin necesidad de verlo, apenas la huella tímida de sus alpargatas entre los pastos dudosos y quebradizos que crecían en el ripio de la entrada, dueño de su silencio y arrastrando hasta el dintel del portón la sombra de los eucaliptos. -Padre –le dijo. Siguió amasando las semillas como si no escuchase nada y estiró los segundos que fueron cayendo uno tras otro en el derrumbadero de su reloj pulsera. -Qué quiere. Esta vez fue el mutismo de su hijo lo que sorprendió su indolencia. Giró la cabeza y descubrió la figura dibujada por el sol de la tarde. Lo tenía apuntado con la escopeta de cazar vizcachas. -Usted me quebró aquel día y me arruinó para siempre. El manojo de semillas se desprendió de su mano y fue a dar al suelo. -Baje eso inmediatamente. -Usted me quitó lo único que sabía y me gustaba hacer. Jugar a la pelota. Era curioso. Su voz parecía más clara y más potente que de costumbre. Estaba parado con las piernas un tanto abiertas y 151

bien plantadas en la tierra, aunque en una seguía notándosele el temblor de la renguera. -Le digo que baje eso, o acaso no me está escuchando. -Tenía un futuro en el fútbol. Era lo único que me gustaba y usted me lo rompió. -Qué está diciendo. Ahora también se le da por desvariar. -Por qué hizo eso. Todo hubiese sido distinto, pero me arruinó para siempre. -Está desvariando como un idiota. Es la última vez que le digo que baje la escopeta. Pero había en sus ojos, en la manera de estar parado, una resolución que no le había visto nunca. Y entonces supo que no bajaría el arma y quizá por primera vez en la vida lo vio sin odio, sin rencores, sin maltrato. Y también por primera vez, al darse cuenta de lo que iba y debía ocurrir inevitablemente, un refusilo de algo que se parecía al amor brilló desde algún rincón de su adormilada ternura. Elsa estaba dando las últimas instrucciones para la cena cuando oyó el disparo. Un griterío de pájaros levantó vuelo en desbandada.

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Cena De Navidad El mar entero morirá con mis ojos. Qué breve mundo. Ana María Shua

Qué escena impecable, Simón, esta noche de Navidad en el comedor principal del caserón con su larga mesa para veinticuatro comensales, el árbol que debieron entrar por el fondo, su adorno de lanza casi tocando el techo, globos y motivos de toda especie colgando del extremo de las ramas, luces multicolores - cuidado con esos cables, chicos, no se acerquen a las luces, cuidado les dije, yo no sé para qué esta costumbre de poner luces en los árboles un reguero de paquetes en la base, algunos pequeños y delicados, quizá un reloj, una cadena de oro, otros voluminosos, imponentes, destinados a los chicos, un triciclo motorizado, un bote inflable para aventurarse en las aguas de la laguna - Mabel, que los chicos no se sigan metiendo en el árbol; están enloquecidos el mantel de pieza única poblado de fuentes con lonjas de pavos, lechones, corderos, aquí y allá ensaladas, champaña, jugos naturales, gaseosas, qué escena impecable, Simón, la gran araña de bronce en el centro del cielorraso, cálidas pantallas de pergamino, paredes enteras con revestimiento de caoba, un reloj náutico, recuerdo del Tonina, tu primer barco, nunca 153

te gustaron los cristales, hirientes, fríos como trozos de hielo - ¿alguna entrada, don Simón? tu siempre solícito yerno Fernán arrimándote unas bolitas de queso caliente envueltas en puré rebosado, que no, no, con apenas un movimiento del brazo despegándose del brazo del sillón, los dedos sin alzheimer, los surcos profundos de la mano como mostrándole el mapa de tu vida, tu vida entera, Simón, tus ochenta y tres años con cada aventura, cada riesgo, los placeres, las conquistas, los momentos difíciles, las derrotas, las victorias que sepultaron a las derrotas, los senderos neutros, todo, Simón, salvo ese secreto que arrastrarás hasta la tumba, encajonado junto a tu cuerpo rígido cuando lo clausuren con una tapa de nogal, llevártelo con vos, sin olvido porque lejos de extraviarse se fue inflamando con los años y las décadas y más de medio siglo, moldeándose en el barro blando de tu memoria, qué escena perfecta, la familia en pleno, hijas, hijos, hermanos, nueras, yernos, tu esposa Leticia, nietos, dos bisnietos que te dicen abuelo y un tercero aún en la barriga de Natalia, todos ellos ajenos, desconocidos, sin pertenencia a pesar del tiempo, quiénes son, qué relación tienen conmigo, cuántas veces te lo preguntaste, soy yo quien desconozco o en realidad son ellos quienes me desconocen, qué parte de mí es la verdad, si la mentira que soy yo, que son ellos, forma parte de la verdad porque la verdad también está construida con todas las mentiras que se han sumado a lo largo de la vida, la mirada atenta para encubrir la indiferencia, el gesto de cariño para disimular el desamor, el placer que esconde la insatisfacción, y ahora cuántas navidades quedan, pocas, muy pocas, sobrarán los dedos de una mano - abuelo, vos qué le pediste a papá noel 154

en un rincón, apartado del resto, de esa agitación igual a un cardumen de idas y venidas, preparativos, pases de un grupo a otro, cuidado de los chicos, críos por todos lados, una enorme, ejemplar familia fundada como una dinastía y vos, don Simón, el viejo Simón, un patriarca de barba cana y ojos tristes - un barco - ¿otro más abuelo? - pero éste no es como el del embarcadero - ¿es más grande? - no es importante que sea grande sino que sea viejo, tiene que ser un barco viejo, un barco que va a llevarme lejos, muy lejos, y donde pueda cargar todos mis pertrechos - ¿vas a llevarme a pasear en ese barco? desviaste la mirada hacia el hueco negro del hogar de leña; hubieses querido estar arropado junto al fogón encendido en la navidad de otro hemisferio, la aturdida silbatina del viento, las horas tempranas absorbiendo la noche, el manto de nieve... - un día, dentro de algún tiempo, vas a tener el tuyo - ¿y si no te lo trae, abuelo?, yo la otra vez pedí un velero y me trajo una ambulancia a control remoto y en el instante que le revolvías el pelo con el mapa de tu mano desviaste los ojos hacia la gigantesca marina sobre la repisa del hogar, un velero de otras épocas, el mar alborotado, la inclinación del mástil, velas pesadas, una inquietante 155

luminosidad en el horizonte que siempre creíste fuese el despuntar pero que ahora adivinabas era el crepúsculo, cuántas navidades quedan, Simón, muy pocas, este cansancio permanente, quedarte dormido en cualquier lado, desatender la conversación, siempre en un lugar de privilegio que hace más ostensible esos extravíos, desde tu trono, el patriarca venerable, fundador de una reinado, nadie, estoy seguro de que nadie se ha preguntado si he sido feliz, lo dan por sentado, sólo Leticia me ha mirado no digo con interés sino con curiosidad, mera curiosidad femenina, qué clase de tristeza hay en el fondo de mis ojos, qué es lo que oculto, qué me hace un eterno ausente, sabe que nunca la amé, ni ella a mí tampoco, ambos lo reconocemos sin que lo hayamos dicho nunca, sin que ni siquiera nos importe, ella fría, lejana, sin atención por mis asuntos rastreros, casada con mi laboratorio, los viajes, los caserones y los parques que hemos ido mudando con el paso de los años, yo casado con los restos de su apellido, rico en linaje pero pobre en recursos, casado con su pelo rubio, sus ojos claros, su piel blanca para presentarla en sociedad, clarificar la especie, quién sos Leticia, cincuenta y tantos años juntos sin saberlo, quién fui, quién soy yo ahora, quién pude haber sido, quiénes son éstos mis hijos, mis nietos, que han heredado mi sangre - ¿estás cómodo, padre? ¿querés que te traiga un almohadón? es Raúl, el mayor, y nuevamente despidiendo a alguien con un gesto de la mano, sin decir palabra, sin mirarlo, como un moscardón molesto que viene a zumbarte en el oído y a importunar tu recuerdo, el que de tanto en tanto te visita, que enciende tu memoria, una noche que por sí sola es capaz de reconstruir el pasado, traerlo a este presente de ancianidad esparcida en ochenta y tres años y volver a darte ese calor en 156

la entrepierna, ellos que piensan, ilusos, que sólo te sirve para orinar, un miembro fláccido y senil, sin capacidad para la vida, pero allí está, otra vez hinchándose cada vez que el pasado te asalta, otra vez despertándose bajo ese impecable pantalón de franela gris, tan bien planchado, tan decente el muelle de una aldea brasileña, una aldea nordestina, el muelle apuntando hacia el rugido del mar antes de dar un curva en L con una media docena de pequeñas embarcaciones amarradas a los pilotes, se te acercó y empezó a hablarte como si te conociese, a hablarte porque sí, el sólo hecho de hablar porque en ese lugar ponerse a hablar con un desconocido formaba parte de la naturaleza, del cielo despejado, del murmullo de las olas, de los peces de colores, y las palabras los fueron llevando de un punto a otro a pesar de tu portugués a los tumbos y poco después el atardecer los halló en su choza de madera y manojos de juncos, abrazados, empezando un largo rito de amor que duró toda aquella declinación del día y toda la noche y parte de la mañana - padre, ¿te voy arrimando a la mesa? - dentro de un rato, prefiero quedarme aquí hasta que todos estén sentados - como quieras junto a ese cuerpo sin urgencias, aflojándote de a poco, liberándote, despojándote de todo lo conocido, de las caricias aprendidas, sin jadeos cinematográficos ni gritos explosivos, simplemente dejarte llevar por su piel africana Simón, su pelo enmarañado, sus tetillas pegadas a las tuyas, su sexo pegado al tuyo, envolviéndote con brazos de esclavo, muslos de vello suave y erizado, lamiéndote, mordiéndote, frotándote con su 157

olor a fauna salvaje y su sabor de lengua dulce y aquel contacto de piel caliente como nunca antes y nunca después, el éxtasis hasta casi perder la conciencia, luego la calma, pasajera, dormitar con los labios pegados porque no querías respirar otro aire que no fuese el de su boca, empezaste a conocerlo como si lo conocieses de toda la vida, amigos de la infancia, compañeros de adolescencia, cómplices en esa primera juventud que ambos exhalaban por cada uno de los poros, reconociendo en ese crepúsculo, en esa noche, en esa mañana soleada, una experiencia única que no volvería a repetirse porque estaba anunciada tu partida, el término de las vacaciones, porque regresarías a tu novia universitaria como si nada hubiese pasado, y luego conseguirías prometida y te casarías y tendrías hijos y nietos y serías padre y marido y abuelo irreprochable en un mundo de gente irreprochable donde esas cosas no existen, no existen salvo en mi pensamiento, en este cálido miembro de viejo que no deja de inflamarse mientras Leticia termina con los últimos aprestos de la mesa y los hombres y las señoras conversan tal vez de política, de deportes, de negocios, quién sabe, y los jóvenes de sus cosas y estos chiquillos endemoniados que corren por toda la casa, excitados por los paquetes al pie del árbol y yo de vuelta metido en este recuerdo, João era su nombre, me pregunto si él me ha recordado a mí como yo a él, si llegó a viejo, si su miembro también es envuelto por esa lejana calidez que sobreviene con aquellas imágenes, que detiene la incontinencia cuando empiezo a mancharme los pantalones, que hurga en la más sagrada intimidad, en ese espacio que es propio, inviolable, otra vez Raúl, ahora a llevarme a la mesa, ya están todos sentados, sus miradas, sus mediasonrisas dirigidas a mí, Raúl me levanta del sillón, hace que me apoye en su brazo, me consulta si quiero 158

el bastón, le respondo que no con un movimiento de cabeza, me pregunto, sigo preguntándome si ese único momento de amor total justifica este paso por el mundo, si esa noche de felicidad plena vale por toda una vida, si vale la pena haber vivido a cambio de aquellas horas sublimes que la vastedad del tiempo ha transformado en una isla solitaria.

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Que No Lo Escuche El Viento Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran, ¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor, hizo el mundo, jugando con pompas de jabón? Juan Ramón Jiménez

Por qué razón concreta el hombre de campera marrón permaneció mirándolo desde la otra esquina, apenas separado por el cruce de calles, no me fue posible saberlo, al menos si consideramos esa circunstancia, tan sugestiva como reveladora. No sé. No sé qué pudo llamarle la atención para quedarse observando a ese otro hombre al parecer recostado contra el muro en el sector de la ochava, y digo al parecer porque sólo el trasero se mantenía pegado a la pared mientras el resto del cuerpo, por no decir la espalda específicamente, se cuidaba bien de tomar contacto con la superficie invernal del muro. Habrán notado que digo muro, pared, ochava, y no paredón, palabra tan desagradable como inquietante, asociada a las dictaduras, las revoluciones violentas, las unidades de fusilamiento, y esto es así porque no estoy dispuesto a añadir un nuevo escalofrío que recorra la sensibilidad de mis pacientes lectores, sumado a la baja temperatura de esa mañana de principios de agosto, mes muy poético por cierto, cargado de melancolías, de esperas, de amores truncados. Pero regresemos a nuestros dos hombres. Decía que uno de ellos, el de campera marrón, se detuvo a observar al hombre apenas recostado contra el muro, dispuesto éste a no permitir que toda una manzana de ladrillos añejos, de argamasa, de pintadas superpuestas, de un diseño macizo y pesado cuya construcción habría que ubicar 161

en otro siglo, se le metiese en el cuerpo y lo dejase rígido y helado, como los muertos que poblaban la morgue del otro lado del muro. Porque aquella pared encerraba vidas y muertes de un hospital público, esto es quirófanos, agonías, esperanzas, salas de espera, rezos de capilla, visitas periódicas, nacimientos, renacimientos, arrepentimientos, dolores ingobernables, lagrimones de familia, gatos semisalvajes, pollo hervido con puré, sopitas insulsas. El hombre de la ochava no percibió la presencia del hombre de campera marrón porque en ese momento su mundo no era el mundo circundante sino el envasado dentro de su mirada baja, perdida en una franja de baldosas angustiadas, en su camisa alguna vez verde loro fosforescente sobre una camiseta de mangas cortas, de cuello redondo y gastado, y el pantalón, quién sabe, de franela o poliéster o tela de algodón o una mixtura irreconocible, y por último esos mocasines algo rotosos y tan pero tan pasados de moda que sólo podían obedecer al desprendimiento de alguien que los declaró ciclo cumplido y ya inservibles. Por supuesto que sé perfectamente que los mocasines pueden llevarse sin medias, pero resultaba evidente que la ausencia de esta prenda interior no obedecía a una cuestión de uso sino de carencia. ¿Vale la pena agregar algo más para que el avezado lector tome conciencia de que estamos ante un hombre pobre? Es más, me atrevería a decir ¿un indigente? ¿Un indigente en pleno invierno? ¿Un indigente en pleno invierno que sin renunciar a su mirada perdida se frota enérgicamente los brazos en un intento por contener la temperatura del cuerpo?, intento estéril a pesar de que una ley física declare que toda fricción produce calor, ley muy respetable, por cierto, aunque sepamos que a veces las leyes son meras teorías que duermen en los despachos, porque en realidad al hombre del trasero pegado a la 162

ochava el invierno se le estaba metiendo dentro y no había legislación natural ni humana capaz de impedirlo. Pero no nos perdamos en detalles superfluos y vayamos a los hechos. Y los hechos señalan que el hombre de campera marrón cruzó la esquina en diagonal y se detuvo a dos pasos del hombre de la ochava que ni aun así salió de su ensimismamiento, sumergido en ciertos recuerdos sobre los que no es posible avanzar dada nuestra incapacidad de introducirnos en las cavilaciones de un personaje desconocido que no deja de frotarse los brazos y que ni siquiera advierte la presencia del hombre de la campera marrón, factor tanto más llamativo si consideramos que su mirada parecía dirigirse directamente hacia las zapatillas de aquel otro hombre empecinado en contemplarlo sin poder y tal vez sin querer disimular un gesto de conmoción ante esa presencia misérrima, sufriente, y también semidesnuda si tomamos en cuenta la feroz y despiadada inclemencia del tiempo. - Disculpe... ¿usted está así porque no tiene nada para ponerse? –se animó por fin el hombre de la campera marrón. El hombre de la camisa verde loro levantó lentamente la cabeza, como si ya nada en el universo pudiese apremiarlo, con tal gesto de resignación que en su mirada no se vislumbraba respuesta alguna, ni sí ni no ni por qué ni a usted qué le importa, nada, una mirada atrapada por la docilidad de andar de un lado para otro, según sople el viento. El hombre de campera marrón debió repetir la pregunta. -No es que pretenda meterme en su vida y me voy ya mismo si lo molesto, pero quisiera saber si usted se encuentra así porque no tiene abrigo que ponerse 163

y es claro que la primera reacción del hombre del trasero en la ochava fue de un tantito así de desconfianza, o al menos eso me pareció, desconfianza tal vez surgida de recelos, desgracias varias, tribulaciones, golpes existenciales y de los otros, desencantos del destino y de la condición humana -Usted qué cree. y el hecho de responderle con otra pregunta, mezcla lúcida de afirmación y de ironía, pudo haberle revelado al hombre de campera marrón que aquel otro hombre cuya única reacción fue detener el frotamiento de los brazos y levantar la cabeza, no había salido precisamente del interior de la selva. El hombre de campera marrón le contestó a su vez con una voz tan baja y tan empapada de intimidad, que no pude escucharlo bien, aun desde mi condición de narrador de esta historia, pero levanto en mi defensa que ya el tránsito y las bocinas y el tronar de los colectivos eran insoportables a esa hora en que la ciudad ha terminado de desperezarse y va de aquí para allá a locas y a tontas, ocupaciones, rutinas, horarios y todo eso, para no hacer mención de ese alboroto de pájaros que parecía anticipar la primavera en un revoltijo de apetencias sexuales descontroladas y que terminaba por constituir un pandemónium en verdad tan vertiginoso como irritante, o será que uno se va poniendo viejo y la única salida que me queda es la de protestar ante mis desprevenidos lectores, a quienes agradezco este inmensurable acto de piedad de continuar con la lectura y no regresar el libro a la biblioteca, recapacitando en que de ese lugar nunca debió haber salido. Pero regresemos una vez más a nuestros dos hombres. Estaba diciendo que el hombre de campera marrón decía 164

-Sé que puede sonarle extraño, tiene derecho a pensar lo que quiera, pero créame que sería para mí una satisfacción, una satisfacción muy personal, invitarlo con un desayuno, o con un plato caliente de comida, y si usted quiere (le aclaro que no hay ninguna obligación, no hay nada con que usted tenga que pagar) podría contarme algo de su historia. Porque está usted en la calle y en un desamparo total, ¿no es cierto? ¿O me equivoco? No me resulta fácil describir a mis sufridos y tolerantes lectores la reacción del hombre del trasero en la ochava ante esta catarata de palabras, no tanto por el léxico en sí (dada mi incertidumbre sobre si fueron éstas las expresiones exactas, quizá desvirtuadas por el bramido del tránsito y la algarabía obscena de los pájaros) sino por el tono, capaz de conmover la sensibilidad inanimada de una estatua. Y digo que no me es fácil porque el hombre de la ochava no manifestó ninguna sorpresa desmedida, ni una sonrisa de gratitud, ni siquiera un gesto de conformidad. A esta altura de los acontecimientos, si es que de acontecimientos puede hablarse, dado lo exiguo de las acciones y lo penoso de las actitudes, es que la reserva era una de sus propiedades. Todo lo que hizo fue penetrar hasta lo más hondo en la mirada del hombre de campera marrón, pero de un modo tan fugaz que se notó precisamente a causa de su intención de disimularlo. Supongo que también debe de haberle parecido que dudar o prolongar la respuesta era una actitud de mal gusto, dada la situación, pero dejando en claro que su respetabilidad estaba más allá de cualquier incidencia, por apremiante que fuese. -Por supuesto que acepto, y también le agradezco que quiera prestarme su oreja –le contestó con el tono más digno y hu165

milde que pueda caber en este mundo. No sé cómo voy a arreglármelas ahora para mencionar al hombre del trasero en la ochava dado que esta parte de su anatomía se liberó por fin de esa superficie tantas veces aludida en el presente relato y sería ridículo mencionarlo como el ex hombre del trasero pegado a la ochava, por ejemplo, aunque si mal no recuerdo creo haberlo hecho en alguna oportunidad como el hombre de la camisa verde loro fosforescente, por lo tanto seguiremos en el empleo de este detalle distintivo con el que nos hemos topado casi sin proponérnoslo. Y digo casi porque el cuentista suele guardarse una brecha por donde escabullirse según la necesidad, como lo es en este caso, donde el lector avezado y observador podrá apreciar ciertos recursos técnicos, que tal vez no hayan crecido en terrenos de los más frondosos, por supuesto, pero que al menos tienen la intención de satisfacer la exigencia de paladares sensibles y perspicaces. Pero regresemos a nuestros dos personajes. Todo hospital está rodeado de un collar de bares y cafeterías y comidas al paso por esos comerciantes que especulan con los descansos del personal médico y con las visitas ocasionales de comerciantes, amigos y allegados a convalecientes y moribundos recluidos en las salas de internación. Entraron en el más cercano respecto de aquella esquina donde los dos hombres fueron dados a conocerse, esto es promediando la cuadra, casi frente a la entrada del hospital y a una media cuadra de la comisaría del barrio, un bar de ventanales amplios pero ensombrecidos por la escasa luz de la calle a causa de una arboleda pálida y estoica, de follaje perenne y que apenas dejaba ver trocitos de un cielo eufórico de azul, y ruego al amable y respetuoso lector me permita estas licencias poéticas en un relato denso 166

y cargado de dramatismo como el que tiene en sus manos. El hombre de la camisa verde loro hundió la vista en aquel follaje no bien se hubo sentado, al parecer preguntándose qué pedacito de ese cielo era el que le correspondía por el solo hecho de pertenecer a este mundo, indiferente al rumor de la cafetería, al fragor de los mozos que gritaban pedidos a los empleados de barra, a la voz de un noticiero de televisión del que en realidad todos estaban desentendidos, e ignorando también el suave aroma de una multitud de desayunos hechos de tostadas, sanguchitos de miga, medialunas, cafés con leche, ajeno a la misma presencia del hombre de campera marrón que permaneció con la prenda puesta como si fuese un distintivo destinado a auxiliarme en la identidad de este personaje cuyo nombre, al igual que el del otro, nunca sabremos, puesto que ni siquiera me propongo adjudicarles un perfil universal y mucho menos la ostentosa pretensión de convertirlos en símbolos. Hasta que el mozo se dignó a arrimarse para tomar los pedidos, dio la sensación de que los dos hombres no se sentían del todo cómodos y tampoco sabían bien de qué manera iniciar la conversación. Sin embargo, esas palabras comunes y rutinarias con el mozo parecieron desentumecerlos y podría decirse que desde ese instante no pararon de hablar, salvo por unos pocos minutos en que el hombre verde loro se disculpó para ir al baño, geografía donde se suspende esta descripción dado que no tengo ningún interés en aclararle al lector qué necesidades hubo satisfecho nuestro personaje en ese recinto, cuál era su nivel de higiene (el del recinto) y mucho menos extenderme en detalles, tan de moda por estos días en otra clase de narradores, sobre las leyendas alrededor de los mingitorios y en el interior de los reservados alusivas a las simpatías 167

por un equipo de fútbol y todo tipo de insultos y groserías sobre el equipo rival, versos populares de pésima inspiración, impertinencias sexuales que en algunos casos hasta incluyen datos telefónicos, y otros factores igualmente enrarecidos que no vienen al caso ni tienen que ver con nuestra historia, y no sería correcto interrumpir el fluir de este relato nada más que para hacer mención de tales indiscreciones (demás está decir que descarto de plano esas sórdidas tendencias en mis lectores), de mensajes irreproducibles y de chabacanerías construidas sobre todo tipo de lugares comunes, elementos en suma que sólo llevarían a desatender el meollo de la cuestión, o nudo de conflicto, como se diría en el claustro de un taller de escritura. Pues bien, el hombre de la camisa verde loro alguna vez fosforescente –y ya opacada por el uso y el tiempo, como creo haberlo dicho en otro párrafo- regresó un momento antes de que el mozo sirviera un suculento sánguche completo de milanesa que pugnaba por escaparse del plato, despojado de cualquier inhibición en ostentar su escandaloso colorido de lechuga, tomate y huevo duro, acompañado de un café con leche espumoso y rebosante del que surgía un tibio vapor capaz de calentar hasta el alma, como se dice vulgarmente. El hombre de campera marrón no se había quedado atrás al pedir tres tostados dobles con una jarra de licuado de banana, ingredientes todos éstos que apenas cabían en la mesa, lo que al parecer terminó de destrabar la lengua del hombre verde, y el hecho, creo yo, de que el hombre de campera marrón hiciese un pedido equiparable al de su invitado, ayudó a que éste no se sintiera en inferioridad de condiciones y se animase a compartir una charla difícil de encarar si uno de los dos estuviese frente a una orgía alimenticia y el otro hubiera pedido 168

un cafecito, por ejemplo, sin despegar su mirada de científico ante una rata de laboratorio, contemplándolo desde la altura de su abstinencia como un fenómeno social en vez de una simple y desvalida alma humana. Por eso quisiera tomarme la licencia, una vez más y si me lo permiten mis complacientes lectores, de concederle a este personaje un nivel de sensibilidad y de refinada inteligencia, acorde con el creciente interés que muy posiblemente está despertando esta narración, ávido de escuchar la tragedia por cierto bastante trivial y vulgarota del hombre loro, un verdadero torrente de infortunios, un despeñadero de desgracias similares a los de otros que terminaron habitando, también, las ilimitadas fronteras de la vía pública, que tenía un trabajo desde hacía veinte años en una matricería, casado, con dos hijos, padres aún vivos, de pronto las certezas que se desmoronan como una torre de naipes ante un airecillo que se escurre por la ventana, la fatalidad que parece ensañarse de la mano de dioses enfurecidos que por alguna causa se deciden a revelarle la fragilidad de la vida, sin previo aviso, un golpe tras otro, aturdido, desorientado, con la respiración cortada, la existencia que se vuelve borrosa, como una niebla, una niebla muy espesa y es imposible entender qué es lo que está ocurriendo ni para dónde escapar, créame, una desgracia va cayendo sobre la otra y la otra sobre la siguiente y uno no sabe de qué manera detenerlas, si parece una resbalada por un barranco y uno de golpe en golpe contra las piedras, sin poder parar, lleno de machucones, la piel herida por miles de espinitas, picaduras de alimañas, el mundo que de pronto se pone patas arriba... pero qué fue lo que pasó, interrumpió al fin el hombre de campera marrón, se ve que empezando a cansarse de tanta metáfora, el viejo se puso mal, problemas por todos lados, el corazón, los riñones, el pán169

creas, los huesos, la visión; la obra social, un desastre, apenas si le cubría una parte de los medicamentos, la jubilación no alcanzaba ni para comer, tuvieron que hipotecar la casa. Un día mi hija Viviana se me vino con un asunto de ésos, embarazada del novio, pendejo de mierda, no tenía ni dónde caerse muerto, hasta llegó a insinuar cómo sabía que era suyo y el hombre de campera marrón asintiendo apoyando recalcando con esos rumores del tipo mmmh ajá oohhj, sin sacarle los ojos de encima y sin abandonar por eso los tostados ni el licuado de banana tuvieron que agarrarme entre mi mujer y mis hijos, quería echarlo a patadas, deformarle la cara, pendejo de mierda; debí hacerme cargo del aborto, mil doscientos pesos, tuve que pedir un adelanto en el trabajo. Gastón, mi otro hijo, empezó a llegar a casa con los ojos rojos como conejos, que con qué te diste, que de dónde venís, dejame en paz no te metas en mi vida, con quién andás, vos ocupate de tus amigos yo me ocupo de los míos, salía de noche y volvía de madrugada, borracho, una vez llegó molido a golpes, una semana en cama, pero no escarmentó, cada vez peor, cada día más ingobernable, hasta nos faltó plata de la cajita de la cómoda, no se imagina lo que son esas discusiones feroces con el propio hijo ufff sssht acudimos a una sicóloga que nos orientase, puro palabrerío, una estafa, nada que hacer; también empezaron las agarradas con mi mujer, eso fue de a poco, echándonos las culpas, que vos sos el responsable, que no tuviste autoridad, que no pusiste freno en el momento que debías, y vos qué, como si fuese solamente yo, siempre mimándolo, apañándolo, dándole la razón en todo, usted debe saber cómo son las madres con los 170

varoncitos, las peleas se hicieron cada vez más fuertes, llegué a los cachetazos para hacerla callar, era todo gritos y esos silencios largos, larguísimos silencios peores que los gritos, días sin hablarnos. A papá y mamá les remataron la casa, tuvieron que venirse a vivir con nosotros, una piecita en el fondo que apenas si cabían la cama y el ropero, desprenderse de los muebles, cosas de ellos de tantos años, malvender los recuerdos, al final de la edad, peor que nunca después de una vida de sacrificios, de cosas que construyeron juntos, y de repente en casa de su hijo, en la piecita del fondo, como de lástima, hasta les daba vergüenza entrar para bañarse

aaaah y es q...

para calentarse un café. Gastón empezó a tener problemas con la justicia, cayó dos veces y no lo pudieron retener porque era menor, pero ya anduvo entre los ojos de alguien, nunca supe, la distribución, vendía en el barrio. mmmnñ Justo la época de la gran crisis, empezó de a poquito, casi sin que nos diésemos cuenta, usted sabe, la crisis de los 90, se abrieron las importaciones, se fueron cerrando las persianas, se notaba la preocupación en todo el mundo, en los patrones, en mis compañeros, primero fueron los solteros, yo estuve en el último contingente de los despedidos porque tenía familia. Supongo que papá murió más de angustia que de sus dolencias, mamá los siguió a los cinco meses y durante ese tiempo yo no podía dejar de mirarla como a una carga, trataba pero no podía y hasta con el beso de las buenas noches me pareció que le decía que estaba de más en la casa, que su presencia era una molestia y la culpa que empezó a agarrarme, diosmío, no se imagina, ni siquiera pude sepultarla en tierra como me pi171

dió sino en uno de esos nichos pavorosos, aunque por suerte no muy lejos de papá, esos pasillos helados, con ese olor penetrante de los cementerios. Yo salía de madrugada, no digo ya a buscar trabajo, aunque fuese una changa, alguna cosita que hacer, llevar algún dinero a casa, regresaba de tarde, molido, agobiado, impotente, un día cargué los termos y me puse a vender café en la calle sin permiso municipal, caí detenido, me decomisaron los termos, las peleas con mi mujer fueron cada vez peores, que era un hombre sin carácter, que le había arruinado la vida, que ella esperaba otra cosa, me trataba de inútil, fracasado, con una crueldad desconocida, toda ella de pronto empezó a parecerme desconocida, como si fuese otra persona, a veces me despreciaba sin decírmelo, nada más que con esa mirada, dejar el mate sobre la mesa en vez de dármelo en la mano. La Vivi se volvió a ver con el pendejo de mierda no me dig... lo perdonó tan rápido, cosa de mujeres, yo no podía creerlo, llegué a amenazarla, hasta le torcí un brazo, pero no hubo nada que hacer, al final se fue, el pendejo de mierda se la llevó, hice la denuncia pero fue inútil, era mayor de edad y no volvimos a saber de ella, quién sabe por dónde andará. Gastón cayó preso, lo encontraron con un cargamento más pesado y esta vez no pudo zafar (movimiento de negación con la cabeza, breve interrupción del tostado) después lo trasladaron a otro lugar, cerca de La Plata, ya no me fue posible ir a verlo todas las semanas, los días de visita, no tenía ni para el colectivo. Un día llegué a casa y en vez de encontrarme con mi mujer me encontré con una carta, adiós para siempre, me voy, tuve que llamar a mis suegros desde la casa de un vecino, me atendió una voz ronca de oso recién 172

salido del invierno, quién sabe lo que les dijo, lo que dijo de mí, le dije que no quería hablar con él, que me pasase con mi mujer, que si no iba a ir personalmente, me contestó que si volvía a molestar iba a llamar a la policía. A las tres semanas me llegó la orden de desalojo. Quedé en la calle y ya no pude recomponerme, me quedé sin fuerzas, sin fuerzas para seguir luchando, apenas con lo puesto. -¿Hace cuánto de esto? –preguntó el hombre de campera marrón con el último trocito de tostado disuelto en un sorbo de jugo de banana, y enseguida apenas un eructito que logró disimular con el embudo de la mano. -Va a ser un año, pero tengo como la impresión que han pasado diez. Entonces los dos hombres se quedaron en silencio, pero sospecho que no fue el mismo silencio que el del principio. Me permito conjeturar que el hombre verde otrora fosforescente se sacó de encima unas cuántas palabras que le dolían como llagas. De todos modos, tanto los cultivados lectores como quien se ha tomado la atribución de relatar esta historia, saben del incalculable valor de las mismas y de cómo ellas son capaces de aligerar las oprobiosas cargas del espíritu, desde los confesionarios cristianos hasta los divanes sicoanalíticos, para no hablar de las amistades, receptoras de infortunios en todos los tiempos y en las más variadas circunstancias. Entonces el hombre de la campera marrón metió la mirada en sus propias reflexiones, mientras el hombre de la camisa verde loro arremetió con un sonoro trago de café con leche antes de terminar con su sánguche de milanesa. Eso pareció desentumecer al hombre de la campera marrón, quien volvió bruscamente a la realidad, si por realidad entendemos los mo173

vimientos externos, en detrimento de aquellos que se filtran entre las grietas de nuestra interioridad, lo cual es por demás arbitrario y subjetivo. -¿Me permitiría, por favor, invitarlo con otro café con leche? -Sinceramente, no quisiera abusar demasiado... sin advertir, y sin que por supuesto pueda reprochársele nada en absoluto, que el verbo abusar contiene el elemento demasiado y que tal expresión constituye un pleonasmo. No obstante, y sin que sepamos si el hombre de la campera marrón advirtió o le importó este vicio del lenguaje, le respondió –si mal no recuerdo- con esta locución tanguera: -No es usted quien abusa de nada. Más bien es la vida quien parece haber abusado de usted. Debo decir que el hombre de la camisa verde loro sonrió, como sonríen de tanto en tanto los personajes literarios, recurso de lo más vulgar por cierto, y yo no sé por que motivo los personajes no pueden dejar de sonreír tontamente a lo largo y a lo ancho de cuanta novela y narración breve se haya escrito y se escriba en el futuro, como si sonreír fuese una condición indiscutible de toda criatura literaria que se precie de tal, cuando en realidad no es más que un tópico del que no pueden desprenderse los escritores mediocres y anodinos, y debo pedir mil disculpas a mis experimentados lectores si no puedo omitir el hecho irremediable de que el hombre de la camisa verde sonrió y con esa sonrisa demostrara su comprensión de aquella sentencia o estuviese de acuerdo con ella en un acto de complejidad tanto intelectual como sentimental, forjador de verdaderas e insospechadas alianzas.

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Porque, en efecto, el rostro del hombre de la campera marrón pareció de pronto cargarse de furia, quién sabe contra quiénes o contra qué, el sistema, el modelo económico, la sociedad en su conjunto, y ese arrebato fue como un puente invisible que sorteó las diferencias entre él y el hombre de la camisa verde loro, y si me lo autorizan mis indulgentes lectores hasta podría asegurar que ese puente debió de estar construido con ciertos paralelismos, lo que podría ocurrirle a él, a cualquiera, nadie está a salvo de que un día el universo se le venga encima... -Escuche, antes que nada voy a ocuparme de traerle un abrigo, tengo varios que no uso, también una camisa limpia, una camiseta de invierno, algo de ropa interior. ¿Cuánto calza? -Cuarenta y tres, pero no se preoc... -El mismo número que yo. También tengo un amigo que tiene una piecita que no usa. No es gran cosa, pero al menos es un techo... con un bañito. Después veremos qué se puede hacer. Ahora lo único importante es sacarlo de esta situación de emergencia extrema. -Yo... no sé cómo agradecerle... -Olvídese de los agradecimientos y espéreme aquí. Estoy a menos de dos cuadras. ¿Fuma? -De vez en cuando prendo uno, cuando alguien me convida... Y se quedó con su cigarrillo humeante y un nuevo café con leche y con su rostro perdido como preguntándose qué sería de la existencia de aquí en más, la vida que quitaba y daba y volvía a quitar y de vuelta a dar como si todo fuese un acto de 175

magia y nunca se sabe con quién va a cruzarse uno en los caminos, y yo reconozco que pueden ser ideas mías, pero, querido lector, es que sus ojos seguían hablando lo mismo que si dijesen palabras en voz alta, los haces de luz se filtraban temblorosos por los resquicios de la arboleda, cosas que pasan –habrá pensado-, la posibilidad de reconstruir algo, al menos no dormir bajo el puente con los otros, sus ronquidos, sus ventosidades, sus pesadillas en medio de la noche, sus perros sarnosos y vagabundos y hambrientos y tan resignados como ellos, y de repente una tarde descubrirse con todo el olor en los sobacos y esa picazón en la cabeza que parece infestada de piojos y los pelos duros como alambres y la mugre entre los dedos y los pies helados y demás está decir, estimadísimo lector, que poco importa si esos momentos fueron reales o es pura imaginación mía porque era de lo que hablaban sus ojos hasta mucho después de que se le terminara el cigarrillo y una buena mañana, quién iba a decirlo, la barriga llena, una manito venida del cielo, cosas que ocurren –habrá pensado-, y al principio ni cuenta se dio de que los minutos pasaban y pasaban hasta que empezó a percibir en pleno occipital las miradas del mozo y del cajero, digo yo, porque de pronto miró hacia atrás y vio que el mozo y el cajero cuchicheaban algo entre ellos sin sacarle los ojos de encima y además había otro mozo con los brazos cruzados bloqueando la puerta de salida, cuántos minutos, ya más de media hora, tres cuartos de hora, tal vez una hora, incluso yo perdí la noción del tiempo en esas cavilaciones, y recién en ese instante pareció reconocer una molestia que se le habrá quedado atascada en la garganta porque se acarició la nuez con los dedos, era posible que el hombre de la campera marrón se hubiese retrasado por alguna causa, seleccionando la ropa, llamando a su amigo el 176

de la pieza con el bañito, sí, debo admitir que a mí también me tomó desprevenido esta cuestión del tiempo, pero cómo habría de suponer algo así, los narradores tampoco vivimos controlando nuestro reloj y salvo que tengamos algún compromiso de urgencia, una situación imprevista, lo hacemos sumergidos en nuestra historia, imaginando sus vicisitudes, divagando en sus distintas alternativas, y no es mi culpa si el tiempo transcurrió sin que nos diésemos cuenta, yo concentrado en mi personaje y mi personaje abstraído en quién sabe qué fantasías, si a duras penas alcanzo a sospechar detalles de su pensamiento, fragmentos improbables, partes inconexas dentro de la arrolladora, incontrolable vorágine de su conciencia, tal vez reconociendo que ni con las moneditas de todo un mes lograría pagar semejante cuenta, encima con la comisaría a media cuadra, y ese mozo de los brazos cruzados ahí parado en la puerta, ni pensar en salir corriendo, solamente dejar que la mirada merodease por los accidentes de la calle, aquella leyenda escrita con un aerosol en la pared del hospital el destino que a sí mismas se imponen las células cancerígenas es ser devoradas por los gusanos, el empedrado gris, las baldosas quebradas, los troncos descascarados, y pido mil disculpas porque lejos está de mí especular con la sensibilidad de mis lectores, pero en un momento sus ojos (debo reconocer un tanto lacrimosos y pucheriles) parecieron escabullirse entre la lujuriosa algarabía de los pájaros, por aquellos modestos malvones pegados a la fachada del hospital, por ese pedacito de cielo azul, casi escondido entre el ramaje de la arboleda.

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Este libro se terminó de fabricar en Barranqueras, Chaco Argentina., donde funciona (por estos días) El Apagón, en el mes de Septiembre de 2010. 200 años de error, seguimos queriendo un país para todos Edición de 100 ejemplares en rústica, armado manual. Cultura Autogestiva [email protected]

Nuestros libros los pueden conseguir por email, [email protected] Ya sea, sus versiones en papel o digital, como prefiera Estamos en todas partes, no te preocupes, alguien que vive muy cerca te lo va a llevar en mano, o se te indicarán las coordenadas más cercanas a tu domicilio o sucederá alguna feria cerca de tu barrio a la que asistirás con ganas. Si se cae el servicio de e-mail, las redes sociales colapsan habrá muchas personas desesperadas incluso si se cae todo Internet podría haber un minuto de silencio mundial. En tal caso rogamos que haga pasar este ejemplar y si puede se lo copie a otro, si todavía existe esa posibilidad. Mientras tanto nos encontramos ahí. Hay un montón de gente con la que hacemos cosas Llegando incluso a imaginar que las hicimos Algunos de ellos son )el asunto(

Nohayvergüenzaediciones Editorial Tierra del Sur Ediciones de la tierra Milena Caserola

En el aura del sauce Rey Larva, Ihosua, Sebakis, Ney, Merluza, Cholo, Javi, Mono

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