Yo Sobrevivi a Un Aborto ALEJANDROBERMUDEZ
January 1, 2021 | Author: Anonymous | Category: N/A
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YO SOBREVIVÍ A UN ABORTO ALEJANDRO BERMÚDEZ Es la primera vez que un protagonista directo del aborto puede hablar. En este caso no es sólo uno, sino cuatro. Son cuatro mujeres norteamericanas que sobrevivieron milagrosamente a un intento de aborto por parte de sus madres. Se llaman Gianna Jessen, Sarah Smith, Audrey Frank y Bridget Hooker. Sus testim onios no poseen la más mínima nota de resentimiento, amargura o prejuicio contra nadie. Son más bien un alegato en favor del perdón, la reconciliación, la perseverancia y la alegría de vivir. En cada uno de los relatos, com o en los diversos m atices del arco iris, brillan características diversas que hacen de estas historias verdaderas epopeyas dom ésticas. Todas ellas, com o un único haz de luz, irradian un profundo am or a la vida. Su lectura no le dejará indiferente.
j^^ Iejan dro Bermúdez Rosell (1960), peruano, tras estudiar Filosofía se licenció en Ciencias de la Comunicación y Periodismo en la Universidad de Lima. En 1989, tras ganar el premio Media in your Continent, fue testigo directo de la caída del Muro de Berlín. Miembro consagrado del Sodalicio de Vida Cristiana — una sociedad de vida apostólica fundada en Perú— , es director de la prestigiosa agencia de noticias católica A C I Prensa y responsable del portal católico más visitado de la red en español (www.aciprensa.com). Asimismo es corresponsal de diversos medios de comunicación católicos de Estados Unidos, Iberoamérica y España.
YO SOBREVIVÍ A UN ABORTO
ÍNDICE
Introducción 9 I. Gianna Jessen, o cómo sobrevivir a una inyección salina 17 II. Sara Smith tuvo suerte: su hermano mellizo fue el elegido 77 III. Audrey Frank, una sorpresa tras 129 el aborto de su hermano IV. Bridget Hooker, el resultado 185 de un fracasado aborto casero
INTRODUCCIÓN Cuán controvertido y cargado ideológicamente es el tema del aborto lo demostró una simple fotografía que, a fines de 1999, enfrentó al ex céntrico periodista Matt Drudge con la podero sa cadena Fox, del magnate de los medios Rupert Murdoch. Drudge, un convencido defensor del dere cho a la vida, había decidido abrir la primera secuencia de su programa de noticias en Fox con la espectacular fotografía —hoy mundial mente conocida— que muestra la mano de un bebé de 21 semanas de gestación operado de espina bífída en el útero de su madre, que des de el vientre materno aferra el dedo del ciruja no que lo interviene. Los directivos de Fox, que habían permitido que Drudge dijera lo que quisiera en su progra ma, incluyendo los detalles más procaces de la relación entre el presidente Bill Clinton y Mónica Lewinsky, prohibieron tajantemente que el periodista exhibiera la foto. Según los directi vos, la fotografía se prestaba a «confusión»,
porque se trataba de una intervención de un no nacido para curarlo de un caso de espina bífida, mientras que Drudge pensaba hacer un «uso indebido» al presentarla como un testim o nio a favor de la vida y en contra del aborto. Drudge renunció enfurecido, dejando a Fox sin programa y acusando a los directivos de practicar «pura y simple censura». «Yo expliqué que dejaría claro de qué se trataba la fotografía, pero que quería usarla como testim onio dram á tico para dem ostrar hasta qué punto un feto de 21 semanas está desarrollado. Si hubiera m os trado la foto de un huevo de águila con el pollo asomando una pata, no me hubieran hecho ninguna crítica. El problem a es que se trata de un ser humano», dijo Drudge. Y es precisam ente ese factor, el factor h u mano, el que más se ha dejado a un lado en un debate que cada vez más parece convertirse en un conflicto ideológico, cuando no en una sim ple batalla por ganar posiciones estratégicas. Y así, todo lo que asocia el tem a del aborto con lo hum ano se esfuma ante el uso de eufe mismos: lo que en la realidad es un aborto se llama «interrupción voluntaria del em barazo», lo que en verdad es un niño por nacer se deno mina «producto de la concepción», y lo que en el mundo real es una cam paña para prom over el aborto se llama «campaña de salud en la re producción». David Shaw, un periodista de Los Angeles Ti mes —un diario al que nadie tildaría de antia bortista—, expuso con adm irable objetividad la manera en que los medios de com unicación
más importantes de Estados Unidos - y esto podría aplicarse a otros países— contribuían a esta desaparición del factor humano en la forma de tratar el tema del aborto. En una secuencia de cuatro primeras planas sucesivas, Shaw reveló cómo este manejo del lenguaje no es casualidad: «La semántica es el arm a con Que desarrollaremos esta guerra ci vil», dice —citada por Shaw— Ellen Goodman, famosa comentarista partidaria del aborto. Y según Hal Bruno, ex director político del noti ciario ABC News, el terreno ganado por los par tidarios del aborto es fruto de «un manejo más inteligente y enérgico de la estrategia de comu nicación». Un solo ejemplo: apenas se hizo pú blica la enmienda Webster del Tribunal Supre mo que permitía la limitación del aborto por parte de los estados, los abortistas convocaron a una «reunión urgente» con 17 editores de re vistas femeninas para «coordinar juntos» la «protección del derecho al aborto». En esta estrategia, explica Shaw, «no es sor prendente que los activistas a favor del aborto vean a los periodistas como sus aliados natura les». Y es que entre el 80 y 90 % de los periodis tas norteamericanos, según encuestas de dos importantes medios de comunicación, se con fiesan favorables al aborto. «Oponerse al aborto es, para la gran mayoría de los periodistas, una posición ilegítima e incivil en nuestra socie dad», afirma Ethan Bronner, reportero de asun tos legales del Boston Globe. El favoritismo de los periodistas norteamericanos permite a los abortistas, no solo contar
con un eficaz instrum ento de propaganda, sino también encubrir muchos acontecim ientos des favorables: así, prácticamente ningún medio im portante de Estados Unidos le prestó im portan cia al descubrimiento de Bob W oodward, el famoso periodista del Washington Post: dos jue ces que habían tenido un papel fundam ental en la legalización del aborto habían declarado pos teriormente que el Tribunal Suprem o se había excedido en su función al aprobar el aborto. ¿Por qué se desatendió una noticia tan im por tante? «Hay m ucha gente en los m edios de in formación que está de acuerdo con la aproba ción del aborto y que no quiere conocer los entretelones», explica Woodward. Shaw observaba tam bién cóm o se filtran criterios favorables al aborto en ciertas sutile zas de lenguaje. Tradicionalmente, los medios de comunicación han llam ado a las organiza ciones o personas por los nom bres que éstos es cogen para sí: «gays» a los hom osexuales, «Mohammed Alí» a Cassius Clay, etc. En el caso del aborto, los que están a favor pidieron que se les llamara «pro libre elección», y los que están en contra pidieron ser llamados «pro vida». A los abortistas se los ha llamado «libre elección»... pero los pro vida no son llam ados así. Los pe riodistas afirman que la denom inación de pro vida está demasiado cargada de contenido y deja a los otros como si fueran «antivida» o «pro muerte»; pero Shaw se pregunta si la de nominación de pro libre elección no está igual mente cargada de sentido. Para la periodista Cyntia Gomey «es absolu
tam ente injusto usar la denominación que re clama un lado y no hacer lo mismo con el otro», sobre todo cuando una encuesta realiza da por la cadena de televisión WBZ de Boston dem ostró que la denominación pro libre elec ción tiene un efecto particularmente positivo entre los norteamericanos, ya que «suena a democracia». Más todavía: según un instituto in dependiente de investigación, el Center for Me dia and Public Affairs, durante los primeros nueve meses de 1989, las principales cadenas de televisión usaron la denominación pro libre elección en el 74 % de las veces que menciona ron a los abortistas, pero emplearon la de pro vida sólo en el 6 % de las ocasiones en que se refirieron a los grupos contrarios al aborto. Shaw explicaba también que los más impor tantes medios de comunicación informaron so bre la enmienda Webster del Tribunal Supremo como «un grave retroceso del derecho al abor to». «¿No pudo presentarse como una impor tante victoria del derecho a la vida?», se pre gunta Shaw. Es precisamente en medio de esta situación donde aparece con toda su fuerza y su belleza, como una flor a la vez frágil y poderosa, el tes timonio de los supervivientes del aborto. Para sorpresa de muchos, los supervivientes del aborto no son pocos. Por supuesto, son una cantidad tan ínfima respecto de l o s millones de niños abortados por año, que su so a exis en raya en lo milagroso. Sin embargo, son suhcientes para convertirse en una sue ® queño y eficaz pelotón cuya sola existencia
un alegato a favor del derecho a la vida del no nacido. Y frente a la indiferencia o la m ala inten ción de los medios de com unicación, frente a la astucia, los ingentes recursos y la capacidad de manipulación de algunos grupos, estas perso nas están allí, con una presencia indiscutible, innegable y tangible. La trillada com paración de David contra Goliat es irresistible: su sola presencia es un argum ento poderoso e irrefu table. Sus vidas, además, están llenas de episodios sorprendentes y hasta de aventuras que tran s miten un mensaje claro y conmovedor, cargado de respuestas para m uchos interrogantes sobre la vida y su sentido. Una parte de ese pelotón, cuatro m ujeres de vida sencilla y a la vez excepcional, pasan por estas páginas para com partir este testim onio lleno de esperanza. Bienvenidos a las vidas de G ianna Jessen, Sara Smith, Audrey Frank y Bridget Hooker. El privilegio de poder contar estas historias ha sido posible gracias a la ayuda y el interés de muchas personas. No puedo dejar de agradecer especialmente a Diana de Paul, la paciente y siempre amable m adre de Gianna Jessen: al pa dre Frank Pavone y a Patrick Buey, de Priests for Life, gracias a quienes fue posible encontrar a Audrey; a Gregorio e Irene Arévalo, que me dieron su apoyo incondicional como «base de operaciones» en Washington D.C.; a John T. Finn, líder de Pro Life America y gran amigo de Sara Smith; a Joseph Hooker, sereno y colabo-
rador esposo de Bridget Hooker; a Pat Zapor, de Catholic News Service; a Rossana Goñi, la eficiente editora de El Pueblo Católico de Denver, Colorado; y de manera especial a Úrsula Murúa, incansable y eficiente coordinadora de todo el proyecto y de quien se puede decir, con justicia, que pese a su juventud, es una de las más capaces periodistas católicas de lengua es pañola. A l e ja n d r o B e r m ú d e z
Junio de 2000
CAPÍTULO PRIMERO GIANNA JESSEN, O CÓMO SOBREVIVIR A UNA INYECCIÓN SALINA
«Hola, has llamado a Alive! Ministñes (Aposto lado ¡Con vida!). Si dejas tu número de teléfono al escuchar la señal te devolveremos la llamada tan pronto como sea posible.» No es fácil comunicarse con Gianna Jessen. Los núm eros de teléfono disponibles, o bien conducen a una compañía de representantes o directam ente a la grabación de Alive! Minis tñes. La voz pausada, leve, es la de Gianna. Gianna se toma su tiempo para devolver las llamadas. Y es que, pese a que la joven de ros tro pálido y sonrisa rápida es alegre, bromista y extravertida con los suyos, es prudente y casi tí mida con la gente de la prensa. Alguien alguna vez comentó que esta pru dencia se debe tal vez a que las secuelas de su parálisis cerebral —que incluyen una nada leve cojera— la hacen insegura; pero ésa es una hipótesis difícil de admitir para cualquiera que ha visto la seguridad y humor con que esta frágil mujercita superviviente de un aborto en frenta los auditorios más variados por todo ei mundo. . , Más probable parece ser la hip tesis e quienes sostienen que Gianna debe contro ar
sus llamadas porque, junto con las m ultitudina rias muestras de admiración, tam bién ha sabido atraer oscuros e inimaginables odios de quienes defienden el aborto. Que ésa sea la ra zón por la cual no contesta directam ente el te léfono es sólo una hipótesis, no algo que Gian na reconozca. Sin embargo, que hay personas que sienten encono contra ella no es una hipó tesis: es una increíble realidad. ¿Cómo es posible que esta m ujer con cara de niña y andar frágil, que ha convertido su vida en un testimonio a favor de la vida, una manifestación de cómo sobrevivió a un aborto, cómo perdonó a su madre biológica y cómo comprende a las mujeres que abortan, pueda atraer el odio de alguna gente? Difícil saberlo. Los teólogos dirían simplemente mysíerium iniquitatis, el misterio de la iniquidad. Para un pe riodista, simplemente no hay explicación. Pero los insultos, las burlas, los gritos furio sos y hasta las amenazas que ha enfrentado Gianna en su vida pública no son una inven ción. Ni han abundado, ni han sido parte im portante de su vida, es cierto, pero están allí, concretos, con su misteriosa y oscura pre sencia. Gianna no pretende llevar estos episodios e su vida ni como cicatrices ni como condeco raciones, pero si un contestador autom ático pue e ahorrarle algunos encuentros con ese mun o de mezquindad, no duda en usarlo, unque, como consecuencia, se hayan necesitaSeiS semanas y más de cincuenta llam adas para ponerse en contacto con ella.
«Mi nombre es Gianna Jessen. Tengo 19 años. Soy originaria de California pero ahora vivo en la ciudad de Franklin, en Tennessee. Soy adop tada y sufro de parálisis cerebral.» Alguien dijo alguna vez que la escena que sirvió de marco a estas palabras se prestaba para una versión de «Daniel ante el foso de los leones». Una exageración, sin duda, pero no una invención. La que hablaba era una Gianna Jessen que parecía demasiado pequeña, dema siado frágil frente al micrófono que amplifica ba su voz, en la primavera de 1986, ante el Subcomité de Constitución del Congreso más poderoso del mundo en la ciudad de Washing ton D.C. Pequeña, pero ni temblorosa ni insegura. Ya no era la Gianna que a los 14 años acabó tem blando y al borde del llanto su presentación ante un comité similar en California, en medio de las burlas vociferantes de un contingente de abortistas, tal vez prometiéndose no volver más a un estrado. Gianna sonaba ahora serena, fir me y hasta bromista, dispuesta a contar su in creíble historia. «Mi madre biológica tenía 17 años y siete meses y medio de embarazo cuando decidió abortarme por el proceso de inyección salina. Yo soy la persona que ella abortó. Viví en vez de morir», siguió el testimonio de Gianna ante el Congreso. ¿Cómo resumir una vida tan pecu-
liar, tan llena de sorprendentes giros, en una ex posición de breves minutos? Eso es lo que Gianna intentaba hacer en el corto tiempo que le había concedido el Comité para que diera su testimonio. Un testimonio que, si producía el efecto deseado en los congresistas, podía llevar a una legislación que salvara la vida de cientos de miles de niños en los vientres maternos. «Mi madre estaba en la clínica y program a ron el aborto a las nueve de la m anaña —siguió Gianna con su relato—. Afortunadam ente para mí, el abortista no estaba en la clínica cuando yo nací a las seis de la m anaña del 6 de abril de 1977. Me apresuré. Estoy segura de que si él hubiera estado allí, yo no estaría aquí hoy, ya que su trabajo es acabar con la vida, no ayudar la. Hay quien dice que soy un "aborto fracasa do", el resultado de un trabajo mal hecho», dijo Gianna.
Una mujer confundida Por razones de tiempo y de política, Gianna se veía obligada a sintetizar al máximo su testim o nio ante el Congreso; pero, si hubiera podido explayarse con calma, habría relatado con todo detalle su conmovedora y sorprendente histo ria. Y es que la historia de Gianna, la historia de una vida con un final feliz, comienza con un largo capítulo triste, sin el cual hoy sería impo sible comprender su vida y su propio compro miso a favor de la vida: la historia de Tina. La vida de Tina, la madre biológica de Gian-
na, no sería hoy conocida si no fuera por la te nacidad de Jessica Shaver, una reportera nortea mericana pro vida que no quiso concluir la pri mera biografía de Gianna —un inspirador libro titulado Gianna: Abortada... y vivió para contar lo—1 sin contar con todas las piezas del rompe cabezas. Y para dar con la madre biológica de Gianna —la pieza clave que Shaver no quiso pa sar por alto en su reconstrucción biográfica—, no dudó en contratar a un veterano investigador privado a fin de que reconstruyera paciente mente la azarosa vida de la joven de 17 años que en abril de 1977, confundida y aletargada, llegó a una ciudad de Los Ángeles amenazadora e iridiscente para hacerse un aborto que, de ha ber concluido como estaba previsto —y como concluyen la inmensa mayoría de los abortos—, hoy nadie podría contar la historia de Gianna. Tras un paciente trabajo, y cuando parecía que era imposible encontrar la aguja llamada Tina en la inmensidad del pajar norteamerica no, en marzo de 1992 el investigador privado se comunicó con Shaver para darle la buena noti cia, a la que la periodista casi había renuncia do: había encontrado a Tina. Más aún: no sólo la había hallado, sino que actualmente estaba casada, recordaba todo lo acontecido aquel día del aborto y, tras algunos momentos de duda y confusión, había aceptado llamar a Shaver y concertar una cita para aportar su propio lado, 1. Jessica Shaver, Gianna: Abortada... y vivió para contarlo, Editorial Unilit, 1997, una publicación de Enfo que a la Familia.
el lado que faltaba en el inicio de la historia de Gianna y en el recuento de las «razones» por las que estuvo a punto de perder la vida. Pero la periodista sólo pudo escuchar la tre menda historia de Tina en abril de 1993, cuan do ésta llamó a Shaver para decirle, no sin te mor, que se sentía lista para contar su historia. Ambas mujeres se encontraron en un res taurante de la popular cadena Denny’s y, en me dio del penetrante olor a patatas fritas, la ocul ta historia de Tina fue saliendo a la luz poco a poco. Tina había tenido una niñez difícil: un miembro de su familia había abusado sexualmente de ella y poco después, a los 10 años, sus padres se divorciaron. Más tarde, en la adoles cencia, su sensación de que nadie la quería ni la apreciaba se agudizó. Para consuelo tem po ral suyo, encontró en una familia vecina un am biente en el que se sentía acogida y querida, al punto de que su vida comenzó a girar en buena medida alrededor de aquel hogar acogedor. Pero el refugio de aquella casa vecina no duró mucho tiempo: la familia tuvo que m udar se, y su partida dejó en la adolescente un vacío afectivo enorme como un abismo. Otra vez la sensación de abandono y desprecio se apoderó de ella, y la condujo a un estado de ansiedad y depresión de tal gravedad que derivó en una compulsión por comer y, en poco tiempo, la adolescente pasó de pesar poco más de 35 kilos a ¡145! La enormidad de su cuerpo —en el que tal vez se reflejaba su deseo de «pesar» algo en la
vida de los demás— y un fugaz acercamiento a la religión, la movieron a recuperar algo de su autoestima. Pero al poco tiempo el desprecio por sí misma y el consecuente autocastigo sur gieron de nuevo, esta vez ya no como bulimia, sino como todo lo contrario: una vida de ali mentación casi anoréxica y un exigente ritmo de ejercicios físicos. Cuando pesaba 55 kilos, y su apariencia era mucho más aceptable para ella, Tina conoció a un joven «bien parecido» que la encandiló —¡un hombre de buena presencia que se fijaba en ella!— y que, en poco tiempo, la arrastró a una relación turbia y encendida en la que Tina pretendía compensar todas sus inseguridades y angustias. Tina le confesó a Jessica, en aquella conversación en el Denny’s, que, como una ado lescente insegura, no pudo contener la emoción cuando vio que un muchacho valorado por su entorno se fijaba en ella, y simplemente perdió la cabeza. La relación duró sólo dos meses, has ta que un día el joven desapareció, dejando en Tina una profunda frustración... y el embarazo de Gianna. Tina contó a Jessica también que, después de notar que había desaparecido tras el anun cio del embarazo, decidió ir a buscarlo al apar tamento donde vivía. Allí se enteró por su com pañero de habitación que había partido sin dejar rastro. Más aún, el compañero le dijo a Tina que no era la primera a quien el individuo abandonaba después de embarazarla... y que probablemente tampoco sería la última. La primera reacción de Tina fue tener a su
bebé. En un principio, ni siquiera se le pasó por la cabeza la alternativa del aborto. A tal punto estaba segura de tener al bebé, que dejó el con sumo de marihuana y se volvió vegetariana para asegurarse de que no ponía en peligro la salud de su futura criatura. Pero Tina no tenía trabajo, y pronto el en torno de los «sabios y prudentes», de amigos y familiares que no estuvieron nunca para apo yarla en sus crisis de bulimia y anorexia, pero que ahora se sentían con derecho a aconsejarla, comenzaron a presionarla para que optara por la salida «razonable»: el aborto. Las presiones en la insegura adolescente fueron ganando la guerra en su cabeza. Pronto, sin saber cómo, Tina pasó a estar convencida de que «no estaba en condiciones» de criar un bebé. Finalmente, dio el último paso en la pendiente rum bo al aborto: visitar una oficina de Planned Parenthood —Paterni dad Planificada, el principal instigador de abor tos de Estados Unidos y uno de los mayores del mundo— para que la «ayudaran a decidir qué era lo mejor». Planned Parenthood reafirmó todos sus te mores sobre su «incapacidad» para ser madre: era muy joven, no tenía trabajo, estaba «arrui nando» su vida, ningún hombre la querría con un bebé, no podría estudiar, no conseguiría tra bajo; todos los argumentos para «confirmar» que le esperaba un futuro desastroso si decidía conservar al bebé fueron puestos ante ella como un negro desfile. Y, para term inar de en cauzar su decisión, de conseguir lo que Planned
Parenthood llama «una libre elección», conven cieron a Tina de que lo que tenía en su cuer po no era más que un tejido que «retirarían» como se extrae un tum or... pese a que, como confesó Tina en aquella conversación en el res taurante, ella ya sentía al bebé moverse en su vientre. Los argum entos eran aplastantes: «lo me jor» para Tina era abortar. Pero no se decidía a tom ar la decisión. ¿Por qué? No hay explicacio nes. Tal vez porque la vida, el sentido de la ver dad, seguía gritando en su interior, filtrándose aún entre los pliegues de la gruesa costra de m entiras con que la habían envuelto en Plan ned Parenthood. La confusión y el tem or hicieron que Tina perdiera la noción del tiempo e incluso de su propio em barazo. El día del aborto parecía ser siem pre «mañana», un «mañana» que se seguía posponiendo. Finalmente, aquella jom ada imborrable lle gó. Ese día, en la puerta de la clínica de abortos, no se sentía de 17 años. Se sentía como una niña que quería ser tom ada de la mano por sus padres, que se habían separado. Pero en Plan ned Parenthood le habían dicho que ya era «mayor», «madura» —claro, no tanto para tener un bebé, pero sí para matarlo— y que ni siquie ra necesitaba el permiso de su madre para abor tar. El letrero de la puerta del impersonal local decía Avalon Hospital y, como le habían explica do en Planned Parenthood, se trataba de un centro «especializado» en realizar abortos tar díos, y a partir de los tres meses de embarazo.
En la sala de espera del hospital Avalon ha bía unas treinta jovencitas como ella, todas te merosas e inseguras, todas en bata de hospital. Pero, antes de que pudiera darles una detenida mirada a todas, alguien ya le había puesto un formulario bajo la nariz. Tina se sentía descon certada, y muy pocos de sus sentidos estaban puestos en aquella hoja blanca con letras de imprenta y espacios por llenar. Así fue como se produjo la confusión que determ inaría, en bue na medida, la supervivencia de Gianna. El formulario, en efecto, preguntaba en una de sus líneas: «Fecha de la últim a m enstrua ción.» Y Tina contestó, aturdida, que había sido un poco menos de tres meses atrás... cuando en realidad habían pasado casi siete meses des de la última vez que había menstruado. La información no era irrelevante. La últi ma fecha de la menstruación determina, apro ximadamente, el tiempo que tiene el bebé en el vientre materno. El tiempo, a su vez, determ ina el tamaño, el grado de formación y el estado de desarrollo de la placenta. Esta información es crucial para decidir qué tipo de aborto debe realizarse para asegurar el «éxito» de la inter vención. Un embarazo tem prano puede ser terminado con inyecciones de horm onas que produzcan contracciones, un sangrado y una pérdida. Más adelante, dado que el bebé está más formado, y que su situación es más estable y la placenta m aterna le proporciona un am biente nutricio y protector, se necesitan méto dos más drásticos. La solución salina, que «quema» al bebé en
el vientre y produce una irritación tal en el úte ro que éste expele tanto la solución como al bebé muerto, es un método que sirve en los es tadios iniciales del embarazo, pero también para una etapa interm edia del desarrollo. Otra alternativa es el método de succión, que consiste en introducir una aspiradora den tro del útero m aterno para absorber, mientras se destroza, el cuerpecito aún frágil del bebé. Como el cráneo no pasa por el tubo de la aspi radora, una vez que el doctor ha verificado que todo el cuerpo del bebé ha sido extraído del vientre, introduce unas pinzas en el útero para buscar la cabeza —«la núm ero uno», como la llaman en la jerga abortista— y sacarla. Para bebés más desarrollados, muchos mé dicos abortistas prefieren el método llamado de raspado, que consiste en introducir un raspa dor dentro del vientre materno, a través del cuello uterino, para literalmente despedazar al bebé en trozos y luego sacarlo en pedazos con pinzas. El médico, fuera del vientre materno, deberá comprobar, cual macabro rompecabe zas, que todos los miembros destrozados com ponen al bebé muerto, para asegurarse de que ninguna porción ha quedado dentro, lo cual po dría causar una infección generalizada. Finalmente, para niños a partir de los seis meses hasta casi la fecha del nacimiento, se uti liza uno de los métodos más espeluznantes que haya podido concebir la mente humana: el aborto por parto parcial. El nombre se debe a que el niño es forzado a «nacer» con los pies por delante, de tal m anera que todo su cuerpo
sale del vientre materno. Si el niño saliera com pletamente, matarlo sería simple asesinato, —aunque muchos abortistas, según confiesan horrorizadas enfermeras, term inan en la prácti ca matando a niños fuera del vientre m aterno para «terminar con su trabajo». Para no atravesar la barrera legal estadouni dense que determina la diferencia entre un ase sinato y un aborto, el médico deja la cabeza del niño dentro del vientre materno, de tal m anera que éste, técnicamente, no ha nacido aún. Lue go lo gira sobre su eje para que la nuca quede en la parte superior y con unas tijeras le atra viesa la base del cerebro hasta llegar a la masa encefálica. Al llegar a ésta, introduce una aspi radora y extrae toda la masa cerebral del niño hasta que éste muera. Para la ley, el cuerpecito sin vida que term i na de salir del vientre m aterno es un «feto», so lamente un «tejido» producto del aborto. Si hu biera sacado totalmente la cabeza, para la ley sería un bebé con derechos. Una dim inuta ca beza, finalmente, es la diferencia, no sólo entre la vida y la muerte, sino, paradójicam ente, en tre «el derecho» de la m ujer al aborto y el asesi nato a sangre fría. Por eso la fecha de la últim a m enstruación de Tina era tan importante. Y, dado que su del gadez no parecía contradecir su confundida respuesta, y que en aquella fábrica de abortos ella era sólo una más en la línea de «produc ción», no se hicieron mayores averiguaciones sobre el desarrollo de su embarazo para deter m inar cuál sería el mejor método.
La confusión de los abortistas de la Avalon quedó consignada en la ficha médica de Tina de aquel día: Tina dio la fecha del 19 de enero de 1977 como la de su últim a menstruación, y por eso se decidió hacer un aborto salino. Seguía la descripción física de la madre: «1,66 metros de alto, 61 kilos de peso, cabellos castaños, ojos tam bién castaños». Semialetargada, mientras esperaba que le aplicaran la inyección, Tina pensaba que todo el am biente no parecía un hospital, sino un ma tadero. Finalm ente le pusieron la enorme in yección salina —saltó de miedo cuando vio la jeringa—, y luego la enfermera le indicó que to m ara agua y caminara. Tina se puso de pie, después de recibir la in yección del ácido que comenzaba a actuar en su vientre y sobre el cuerpo de su bebé, para obedecer la instrucción de la enfermera de que cam inara. Entonces vio una imagen que se le grabó profundam ente en la mente, y que parecía to m ada de una escena de una película de terror: unas treinta jovencitas, todas con bata, camina ban arriba y abajo del pasillo, como fantasmas, como prem aturas almas en pena, sin mirarse, sin hablarse, parando solamente para tomar agua, cumpliendo como autóm atas las órdenes de la enferm era y esperando a que las inyeccio nes salinas hicieran efecto. Pero el tiempo pasaba y las muchachitas en bata iban desapareciendo paulatinamente, con forme daban un alarido en unos casos, o un
leve y reprimido gemido en otros, que anuncia ba que la expulsión del bebé se acercaba. Así, el pasillo se fue despejando a medida que las figu ras fantasmales desaparecían, hasta que Tina quedó completamente sola. Cuando llegó la noche sin que nada pasara, Tina, cansada de caminar, asustada y con el es tómago lleno de agua, se acostó en una camilla. De pronto, después de un rato de descansar, sintió que algo tibio y húmedo corría entre sus piernas. Primero se sintió asustada, pero poco a poco su miedo se transform ó en asom bro y alarma cuando descubrió que no estaba abor tando... sino dando a luz. El «tejido fetal» del que le habían hablado en Planned Parenthood adquirió la forma de una cabeza, luego de un cuerpo que, casi sin ayuda, se abría paso hacia el mundo exterior y, finalmente, el de un bebé perfectamente formado y ya fuera del vientre materno que, ham briento de vida, se echó a llorar. El pánico se desató en el recinto. El lugar de muerte se vio súbitamente invadido por la vida, y ese inesperado rayo de luz sobre las som bras generó una reacción en cadena: las jovencitas que estaban allí, recuperándose del aborto, es tallaron en llantos desconsolados al escuchar que una vida, un bebé, había nacido y que una de ellas pedía ayuda urgentemente para que al guien, en aquel lugar especializado en m atar bebés, viniera a ayudar a conservar una vida inesperada. ¿Por qué los llantos? Nadie se atre vió a preguntarlo. ¿Descubrían aquellas m ucha chas que ellas también habían sido engañadas y
que el «tejido» que habían expulsado era lo mismo que palpitaba lleno de vida en brazos de una de ellas? ¿O pensaban tal vez que habían acabado con la oportunidad de escuchar ellas también el llanto que auguraba una vida nueva, un bebé, un ser para am ar y estrechar en sus brazos que nunca estaría? Sólo ellas habrían podido responder, pero nadie se lo preguntó. Lo cierto es que el llanto generalizado y el pánico desatado fue tan intenso, que la enfer m era de tum o irrum pió asombrada en la habi tación y sólo pudo exclamar con voz queda: «¡Oh, Dios mío!» Como no había médico de tum o que «termi nara» el trabajo, la enfermera llamó a un servi cio de paramédicos de un hospital cercano para salvar a la niña recién nacida —viva, pero con la frágil piel gravemente quemada por la solución salina—. Tras el traslado, y recuperando la com postura, la enfermera pensó en el negocio y en las consecuencias que este «episodio» podría acarrear, sobre todo en el aspecto legal; así que abrum ó a Tina con una secuencia de papeles: un formulario de traspaso, un descargo de res ponsabilidad a favor de la clínica y todo el per sonal, y el certificado de nacimiento. «Anota que nació a las cuatro de la mañana, y escoge un nombre», escuchó Tina, aún aturdida, agota da y en medio del sopor producido por los se dantes que le habían aplicado. «Giana —contes tó, como si una voz se lo dictara—. Se llamará Giana Cié. «Los testigos de mi entrada a este mundo —recuerda hoy Gianna— fueron mi madre bio
lógica y otras muchachas jóvenes que también esperaban en la clínica su tum o para abortar. «Ellas fueron las primeras en saludarme.»
Una infancia peculiar «Finalmente pude salir del hospital, y me pusie ron al cuidado de una familia adoptiva —siguió Gianna, en su testimonio ante el Congreso nor teamericano—. Me diagnosticaron parálisis ce rebral como resultado del aborto. Le dijeron a mi madre adoptiva que era muy poco probable que yo alguna vez pudiera siquiera gatear o ca minar. No me podía sentar por mí misma. Gra cias a la oración y dedicación de mi m adre adoptiva —y más tarde, de m ucha otra gente— por fin aprendí a sentarme, a gatear y a poner me de pie. Con la ayuda de soportes en las pier nas logré caminar un poco antes de cum plir los cuatro años.» Los primeros años de vida de Gianna no fueron nada fáciles y, ciertam ente, se parecie ron poco a los «típicos» días de un bebé nacido y criado en el marco de una familia que lo ha esperado. Los detalles de aquellas prim eras horas de lucha de la recién nacida contra la m uerte en la ambulancia que la trasladó hasta el hospital donde la estabilizaron se desconocen. Queda ron olvidados entre los num erosos y extraños casos que deben enfrentar los param édicos de una gran ciudad. Recién nacida, afectada por la falta de oxígeno, Gianna había sido trasladada
a la sección de urgencias del Harbor General Hospital, donde permaneció hasta ser dada de alta el 6 de junio de 1977, tras demostrar una sorprendente capacidad de recuperación; «un gran deseo de vivir», como dice hoy ella. Después de recuperarse del parto, Tina reci bió a su hija estabilizada y en buen estado de salud, pero sin saber que el aborto había dejado en la pequeña huellas más profundas y perma nentes de las que se observaban a primera vis ta. De aspecto, Gianna parecía sana, totalmente recuperada de cualquier consecuencia. Según contó Tina a Jessica Shaver, después del fallido aborto y una vez que tuvo a Gianna en sus brazos, pensó en recuperar y conservar a su hija, que, tras cierto tiempo en el hospital, había ido a parar a un hospicio para niños huérfanos. Tina, en efecto, llegó a recuperar a la niña y a tenerla con ella, y en un prim er momento pa reció que el bebé seguiría en la familia. Pero la madre de Tina creyó que su hija, sin trabajo e inmadura, no sería capaz de criar a su nieta. Y así, cuando Tina regresó un día a su casa des pués de haber dejado a Gianna con su abuela, descubrió simplemente que su hija no estaba: sin consultarla ni tom ar en cuenta su opinión, la habían llevado a un hogar transitorio para que la entregaran en adopción. Según Diana de Paul —la actual madre adoptiva de Gianna—, Tina, en una conversa ción que sostuvieron ambas a iniciativa de Jessica, no fue con ella tan terminante respecto de su deseo de quedarse con Gianna como lo ha
bía sido con la periodista. Pero Diana prefiere abstenerse de comentar sobre lo que Tina tenía en su conciencia en aquel m omento y coincide con ella en que, a los 17 años y con su historia, se trataba ciertamente de una joven desorienta da y frágil. Curiosamente, aún hoy, Tina y Gianna no se conocen personalmente. Mientras que Gianna manifiesta que no siente la necesidad de cono cerla porque ya tiene su familia, Tina le ha di cho tanto a Shiver como a Diana que no quiere perturbar la vida de Gianna más de lo que ya la ha perturbado, y que prefiere no im poner su presencia a su hija. Gianna, por su parte, ase gura que la ha perdonado de todo corazón, y no cierra la puerta a conocerla personalm ente al gún día, pero dice que «por ahora» no tiene la necesidad de conocerla. Como consecuencia del fallido aborto, en particular de los químicos que buscaron des truirla y de las irregulares circunstancias de su nacimiento, Gianna nació con parálisis cere bral, un trastorno que afecta al sistem a nervio so y que le reduce sensiblemente la precisión en el control de sus movimientos, especialm ente de la extremidades inferiores. Después del breve período en que vivió con Tina, el Departamento de Servicios Sociales de rivó a Gianna a unos «padres de crianza», el nombre que reciben quienes perciben del Esta do una ayuda modesta a cambio de dar hospi talidad a los niños abandonados —de las más variadas edades— hasta que consigan un hogar permanente mediante los trám ites de adopción.
Este sistema evita así el trato despersonalizado de los grandes hospicios, propenso a los malos tratos. Según Diana, desde el primer momento Gianna se caracterizó por ser una bebé jovial y con mucho carácter, que no parecía amedrenta da ni disminuida por la atrofia de sus piernas, un problema que, según los doctores, le impe diría para siempre sentarse siquiera, y más aún caminar. Gianna fue así recibida en la casa de Penny, una mujer aguerrida y generosa que amaba a los niños que recibía en su casa, y que desde el principio estableció una relación especial con Gianna. Una relación tanto más admirable si se considera que Penny realizaba el trabajo de «madre de crianza» regularmente y, por tanto, estaba acostumbrada a ver toda clase de bebés y de niños con los más variados atractivos in fantiles. En efecto, sin amilanarse por los oscu ros pronósticos sobre las facultades físicas de la niña, Penny comenzó su propia cruzada perso nal para recuperarla, proporcionándole cons tantes y largas sesiones de masajes a piernas y pies. Penny no actuaba con mucho conocimien to médico, pero sí con la convicción y la perse verancia de alguien que estaba segura de que Gianna podría vencer los pronósticos agoreros de los especialistas si recibía estímulo y un afecto incondicional. Poco después de iniciar su propia estimula ción, Penny recurrió a una terapia especializa da, que Gianna recibía tres veces por semana en la escuela Baden-Powel.
Como las sesiones de masajes eran agotado ras para la niña, Penny descubrió un truco: la música la calmaba. Desde muy pequeña, Gian na se mostraba fascinada por la música. Con poco más de un año, ya era capaz de seguir la música con entusiasmo, y a los dos años em pe zó a cantar canciones m anteniendo el ritmo, aunque balbuceándolas. Según Diana, ya desde aquí se manifestaba con claridad la vocación musical de Gianna a la que ahora dedica la m a yor parte de su tiempo. Aproximadamente a esa edad, Gianna fue so metida a su primera operación en el Hospital de Niños. La operación no era sencilla ni estaba exenta de prematuros dolores. Implicaba cortarle el tendón de Aquiles para que, liberadas las pier nas de la contracción que éste producía, pudiera poco a poco movilizarlas y combatir la tensión que las mantenía casi atrofiadas. Tras la opera ción. la niña permaneció diez días enyesada. Pese a su buen hum or y a una tem prana ca pacidad para soportar el dolor, Gianna lloraba sin comprender lo que le sucedía, y Penny recu rría al cariño, la compañía y especialmente la música para acompañarla, distraerla y animarla. En su prim era infancia, Gianna fue som eti da a dos operaciones más de corte de tendón para increm entar su movilidad; pues, cada vez que el tendón se recuperaba, volvía a producir la misma contracción que impedía el movi miento y el desarrollo de sus piernas. Se trata ba así de cortar una parte de su cuerpo para que otras partes pudieran desarrollarse de la forma más normal posible.
Durante esta prim era etapa, la niña mostra ba un cariño especial por la hija de Penny, una mujer casada que frecuentemente visitaba a su madre y se relacionaba cariñosamente con los niños alojados en la casa. Con Gianna, sin em bargo, hubo algo más que la simpatía y el cari ño que esta mujer prodigaba a los niños: la niña y la hija de Penny parecían haber trabado una relación muy especial desde el primer mo mento. Cuando ésta llegaba de visita, la niña no se le despegaba ni la perdía de vista; y, cuando se marchaba, Gianna mostraba su deseo de que se quedara, extrañaba su presencia y pregunta ba insistentemente por ella. Con ocasión de un largo festivo, Gianna mostró tal afecto por la hija de Penny, que ésta comenzó a pensar seriamente en la posibilidad de adoptarla. No pasó mucho tiempo antes de que la niña, por ese entonces de cuatro años, fuera legalmente adoptada por Diana de Paul, su actual madre adoptiva, en un nuevo y curio so giro que m arcaría para siempre su vida, con virtiendo así a su madre de crianza temporal en su abuela. Gianna dejó el hogar de Penny como «niña temporal», pero volvería repetidas veces en su vida, en adelante como la nieta adoptiva de la mujer que le había brindado la atención nece saria para evitar que su enfermedad la domi nara. «Mi madre es más preciosa que los rubíes porque es una mujer virtuosa —dice hoy Gian na, al hablar de Diana—. Ella es dulce y me ha enseñado, y continuúa enseñándome, los cami
nos de Dios. Me encanta su sentido del humor, que me hace reír y me ayuda a no tom arm e muy en serio. ¿Qué puedo decir? ¡Es mi m a dre!» Gianna se mudó con Diana y rápidam ente se adaptó a la nueva familia, y especialmente a su hermana adoptiva, Dené, quien no tuvo pro blemas en perder su condición de hija única, sino que acogió a Gianna calurosam ente. Hasta ahora, ambas hermanas son buenas amigas. Tiempo después, cuando tenía casi diez años, Gianna había pasado por varias operacio nes; pero las mejoras en el control de su movili dad y especialmente en su capacidad de cam i nar, no eran proporcionales al sufrim iento y al esfuerzo. Sin embargo, las esperanzas de la fa milia sobre el futuro físico de la niña resucita ron cuando conocieron al doctor Warwick Peacock, un neurocirujano del Centro Médico de la Universidad de California en Los Ángeles, que acababa de descubrir una nueva técnica quirúr gica llamada rizotomía dorsal. La técnica desa rrollada por Peacock, que ya había sido aplica da de manera experimental en Sudáfrica con sorprendente éxito, consistía en probar uno a uno los nervios que controlan los músculos de la parte inferior del cuerpo. Luego, una vez identificados aquellos nervios que ordenan a los músculos de las piernas contraerse espasmódicamente cuando no tienen que hacerlo, se los corta para evitar así que envíen la señal que las atrofia. Este corte, paradójicam ente, no dis minuye la capacidad de las piernas, ya que que dan suficientes nervios normales —que no
transmiten «órdenes» contradictorias o indeseadas— como para controlar las extremidades inferiores de la manera más normal posible. Gianna fue una de las primeras niñas en Es tados Unidos en quien se practicó este tipo de operación. Cuando salió de la sala de operacio nes, no tenía control muscular en absoluto, tal como le habían advertido los médicos. Sin em bargo, a partir del sexto día —y a Gianna le ha bían sugerido esperar seis meses— comenzó a ensayar sentarse o tenerse en pie con un anda dor. Estos primeros intentos tuvieron éxito y le permitieron pasar de manera estable a una silla de ruedas. Así, mediante pasos escalonados, un año y medio después, y tras una intensa y ago tadora terapia física, Gianna pudo finalmente apoyarse en toda la planta del pie, algo que nunca había podido hacer anteriormente, ya que el tratam iento anterior no había logrado impedir que los tendones estiraran de tal mane ra sus talones que se veía obligada a caminar en puntillas, y, en consecuencia, sin la estabili dad necesaria para ser independiente en sus movimientos. A lo largo de todo este complejo y doloroso proceso, y con el apoyo de su familia de adop ción, Gianna forjaría aquella fuerza de volun tad que, años después, elogiaría el padre Paul Marx, legendario fundador de una de las aso ciaciones de defensa de la vida más grandes del mundo, Vida Humana Internacional: «Yo vi [a Gianna] caer repetidas veces en la acera resba losa por la lluvia y levantarse riendo cada vez: un modelo para todos los que luchamos a favor
de la vida, que tenemos que vencer obstáculos formidables en nuestro camino.» El padre Marx se refería a un episodio ocurrido durante una manifestación pacífica de protesta frente a una clínica de abortos, en la que la adolescente había participado. Hasta hoy, Gianna tiene un andar frágil, casi vacilante, pero sobrelleva esta dificultad con una entereza tal que no hace más que aña dir fuerza a su testimonio. «Continué con la te rapia y, después de cuatro operaciones, ahora puedo caminar sin ayuda —dice Gianna, recor dando aquellos días de terapia y esfuerzos—. No es siempre fácil; a veces me caigo, pero he aprendido a hacerlo con gracia después de to dos estos años», agrega con hum or y sin som bra alguna de resentimiento por la pesada he rencia recibida como consecuencia del intento de aborto.
Navidad de 1989 Aquel año famoso de la caída del Muro de Ber lín, el clima prenavideño distaba de ser ideal en la casa de los De Paul, y esas tensiones pesaban no poco en el corazón de Diana en las vísperas de la celebración navideña. Y, aunque se es meraba por crear el clima más festivo posible —con una suculenta cocina casera, adornos, re galos y villancicos—, las tensiones con Peter, su esposo, seguían en aumento, elevando un muro emocional en la familia cada vez más parecido al que físicamente había caído en Europa. Un
muro que desembocaría en la separación y el divorcio que finalmente acabaría con su matri monio tiempo después. Aquella tarde, sin embargo, Diana trataba de m antener un ánimo optimista, mientras cui daba todos los detalles para que la cena navide ña fuera realmente agradable. Mientras se en contraba ocupada en cocinar un enorme pavo relleno, Dené, la hija mayor, pidió permiso para salir con el auto familiar, y Gianna se aproximó a la cocina para retomar, con tono casi despreo cupado, un tema recurrente: ¿por qué había na cido con parálisis cerebral? Gianna no hacía la pregunta con amargura: simplemente con genuina curiosidad. Y siempre la repetía, porque consideraba que las explicaciones que venía re cibiendo desde que era niña no satisfacían todo lo que ella deseaba conocer. Diana contestó como siempre había contes tado: con las generalidades sobre un parto pre maturo, las dificultades del parto, las conse cuencias... Pero esta vez Gianna siguió preguntando, y manifestó con candor que, en su opinión, Dia na ocultaba algo. Diana elevó una breve oración y, no sin te mor, comprendió que debía adelantarle a Gian na un regalo navideño y que ese regalo, inespe rado y no planificado por ella, sería la verdad sobre el origen de sus días. Comenzó, con mu cho tacto, a contar la historia de Tina, hacién dole entender las dificultades y temores de una adolescente embarazada, presionada por la fa milia o el novio, sola... En pleno relato, Gianna
la interrumpió con sencillez: «Me abortó, ¿no es cierto?» Diana se sorprendió de la naturalidad con que Gianna había hablado, y supuso que al guien ya se lo había contado. «¿Cómo lo supis te?» «Simplemente lo sabía, es todo», contestó la hija, con la misma tranquilidad. No se lo ha bía dicho nadie, pero de alguna forma lo había supuesto, a pesar de su corta edad. Y Diana, su madre, en quien confiaba, se lo había confir mado. Diana suspiró de alivio al ver la naturalidad con que su hija adoptiva había reaccionado ante una revelación de ese calibre, que previsi blemente debía ser traum ática. Y casi no pudo reprimir una sonrisa cuando Gianna, con total desenvoltura, le comentó: «¡Vaya!, al menos tengo parálisis por una razón interesante.» La madre, reconfortada por su equilibrada reacción se sintió im pulsada a profundizar y compartir sus reflexiones sobre la im probabili dad de que un bebé sobreviva a un aborto, so bre la bondad de Dios al darle el don de la vida, y sobre los signos inequívocos de que Dios la quería para alguna misión especial. Así, la con versación que ella hubiera imaginado difícil y dolorosa derivó naturalm ente en la inquietud que Diana tenía respecto de Gianna desde que había conocido su historia: había sido preserva da de la muerte por una razón especial. Por supuesto, Gianna tenía un m undo de preguntas sobre por qué la habían querido abortar, cómo sería su m adre biológica, si pen saba alguna vez en ella... Preguntas que Diana
no podía contestar. Lo que sí podía era compar tir con ella todo lo que sabía. Decidió entonces mostrarle lo que había recibido del Servicio Social del condado de Orange, en California —donde había nacido Gianna—, en el momen to de la adopción. La carpeta contenía también una ficha con información sobre sus padres na turales: «Madre biológica: 1,66 metros, 61 kilos. Fecha de nacimiento: 1959. Historia clínica desconocida. No tuvo problemas con el emba razo. Como la m adre dio la fecha del 19 de ene ro de 1977 como el último período menstrual, se decidió el aborto de solución salina, pues la m adre biológica deseaba term inar con el emba razo.» Gianna preguntó si por este motivo Diana era una ferviente defensora del derecho a la vida del no nacido, y ella contestó que sí, pero que pesaban tam bién sus propias convicciones. La vida de Gianna le había dado más ardor y energía a lo que ya pensaba aun antes de cono cerla. Luego de reflexionar juntas un poco más so bre la misión de Gianna en la vida, la joven dejó a su m adre term inando el pavo, e hizo lo que toda adolescente de su edad hubiera hecho: llam ar por teléfono a su mejor amiga y decirle: «Adivina qué. ¡Quisieron abortarme!» Diana, al escuchar el tono de la conversación desde la co cina, suspiró aliviada. Era evidente que Gianna había aceptado los hechos con sencillez y sin traumas aparentes.
La lucha contra los prejuicios Queriendo im itar a su herm ana Dené, cinco años mayor que ella, Gianna había pedido des de pequeña asistir a la escuela. Ante su entu siasmo e insistencia, Diana y Peter habían deci dido inscribirla en una escuela pública; pero pronto descubrieron que Gianna sufría debido a sus limitaciones físicas. Quizá sin m ucha m a licia, los niños de la escuela pública hicieron que por primera vez Gianna se sintiera diferen te, limitada, disminuida. «A veces sin quererlo, los niños pueden ser muy crueles», reflexiona Diana, al explicar por qué prefirió retirar a la niña del colegio y dedicarse al sistem a de edu cación en casa (Home schooling) , cada vez más popularizado en Estados Unidos. En tercer grado, sin embargo, Gianna regre só a la escuela por un breve período. Cuando acababa de pasar a cuarto grado tuvo que reti rarse nuevamente, esta vez por una de las nu merosas operaciones. Durante su recuperación en el hospital y de vuelta a casa, Diana volvió a hacerse cargo de su educación m ediante el Home schooling. Gianna creció así en un am biente más pro tegido, pero no exento por ello de roce social y de encuentros que fueron formando su innata sociabilidad. Gianna, en efecto, siempre se ha bía mostrado extravertida; pero esto se acentuó cuando, de adolescente, comenzó a sentir el im pulso natural de conocer a más gente y de am
pliar su círculo de personas conocidas. A ello ayudó no poco la política de puertas abiertas a los visitantes que regía siempre en la casa de Diana. Fue por esta época, poco antes de cumplir los catorce años, cuando, durante una de las frecuentes conversaciones con su madre, coin cidieron en que Gianna debía escoger un nom bre completo para ella. Diana, siempre preocu pada por proteger a su hija, temía que el nombre De Paul pudiera ser una pesada heren cia, ya que distinguía claramente a Diana y la identificaba con las duras batallas en tom o al tema del aborto, que en Estados Unidos estaba llegando a niveles críticos. Después de pensarlo un poco, Gianna escogió introducir la segunda «n» a su nombre y ser inscrita con el apellido de Jessen, un nombre creado por ella, inspirado en el nombre de quien hasta hoy es su mejor amiga, Jessy. Aproximadamente por esa época, la per sonalidad sociable, alegre y comunicativa de Gianna la volvió a impulsar al colegio, esta vez a la escuela secundaria. Así, a finales de marzo de 1990, Gianna comenzó a asistir a la Escuela Intermedia de Shorecliffs, en San Clemente, en el estado de California. Aún hoy Gianna recuerda que aquella expe riencia fue poco feliz, pues «mis amigos venían conmigo al salir de la escuela pero no querían estar conmigo en la escuela y me dejaban sola en los recreos o a la hora del almuerzo», señala. Diana dice respecto de aquella época que «si los niños pueden ser crueles sin quererlo, los
adolescentes pueden ser realmente crueles a sa biendas». Gianna decidió entonces volver al sistema de educación en casa, de vuelta al Home schoo ling y —casi sin quererlo— a prepararse para lo que poco más tarde se convertiría en su voca ción: la batalla a favor de la familia y la vida.
La primera batalla «Estoy contenta de estar viva. Cada día le doy gracias a Dios por la vida. No me considero un producto secundario de la fecundación, ni un montón de células, ni ninguno de los títulos da dos a los niños antes de nacer. No creo que una persona concebida sea ninguna de esas cosas. He conocido a otros supervivientes del aborto y todos están agradecidos por la vida. Al hablar, lo hago, no sólo por mí, sino tam bién por otros que aún no pueden hacerlo y por los supervi vientes. Hoy día, un niño sólo es un niño cuan do es conveniente que así sea. Pero es otra cosa cuando el momento no es el adecuado. Cuando es abortado, dicen que es un m ontón de célu las. Pero yo no veo ninguna diferencia. ¿Qué ven ustedes? Muchos cierran los ojos, pero lo mejor que tengo para enseñarles a defender la vida es mi propia vida.» Ésta fue tal vez la parte más elocuente del discurso de Gianna en aquel histórico testimo nio frente al Congreso norteamericano, que ter minaría, tiempo después, con la aprobación de una enmienda que limitaba el empleo de fon
dos federales para la realización de abortos gra tuitos en instalaciones públicas. No pasó mucho tiempo, en efecto, para que la adolescente Gianna descubriera que su vida era el mejor y más elocuente testimonio a favor del derecho a la vida. El curso que tomó su vida a partir de esta convicción, y las importantes consecuencias de su testimonio, confirmarían en poco tiempo lo que la Madre Teresa de Calcuta dijo de ella al conocerla: «Dios está usando a Gianna Jessen para recordarle al mundo que cada vida huma na es preciosa para Él. Es hermoso ver la fuer za del am or de Jesús que Dios ha derramado en ella. Mi oración por Gianna y por todos los que la escuchan es que este mensaje del amor de Dios ponga fin al aborto. Combatamos el abor to con el poder del amor.» El 18 de mayo de 1991, Gianna recibió el bautismo de fuego en su nueva vida de batalla a favor del derecho a la vida cuando, tras conver sar detenidamente con Diana, aceptó la pro puesta de volar a Montgomeiy, en el estado de Alabama, para hablar ante el Comité de Salud de la legislatura del estado. Esta inauguración de la vida de militancia pública de Gianna no es taba planeada, y madre e hija sabían que la ex periencia sería determinante para comprender lo que Gianna haría en el futuro a fin de expre sar aquella convicción de un llamado especial. El comité del estado de Alabama estaba dis cutiendo la posibilidad de aprobar un proyecto de ley que limitaría los abortos a los casos de violación o incesto o cuando la vida de la ma
dre estuviera en peligro; es decir, apenas el 2 % de los abortos que anualmente se efectúan en Estados Unidos. Según Carry Gordon, la anfítriona de Gian na y directora de la Coalición Pro Vida de Ala bama, si la ley era puesta en vigor, podría dete ner 29.400 de los 30.000 abortos realizados en Alabama cada año. Los abortistas, temerosos de la estrepitosa derrota que significaría la aprobación del pro yecto, lanzaron una campaña emocional afir mando que, si el aborto se volvía ilegal en los demás casos, las mujeres recurrirían a los mé todos de aborto clandestino, con lo que pon drían en peligro su salud y su vida, o simple mente caerían en la desesperación y, muy pro bablemente, llegarían al suicidio. Los «pronós ticos» de los abortistas sobre lo que podía significar la nueva ley no podían ser más som bríos y pesimistas. La polémica desatada en Alabama en tom o a la ley expuso por prim era vez a Gianna a la ferocidad de la batalla por la defensa de la vida, y especialmente a los argumentos de los abor tistas. «No hay vida en ese tejido», «Los niños son un impedimento, una carga», fueron algu nas de las frases que aún hoy Gianna recuerda haber escuchado, y que la llevaron a reaccionar con preguntas honestas pero enérgicas: «¿Aca so yo soy un "tejido"? ¿Acaso mi vida no vale nada por haber sobrevivido a un aborto? ¿Creen realmente que por haber sobrevivido al aborto o tener un impedimento yo valgo me nos?»
A pesar de su juventud, Gianna comprendía claramente que esos artificios verbales estaban profundamente equivocados y cargados de deli beradas falacias. Más aún, comprendió que su misión en la vida —aquella «misión especial» de la que le había hablado su madre— sería jus tamente la de dar a conocer la verdad sobre la vida frente a las mentiras en que se basaba la causa del aborto, según ella vio, desde el inicio de su vida de militancia en pro de la vida. Durante el testimonio en Alabama, Gianna compartió la mesa de los invitados con la gine cóloga Judi Jehle, a quien escuchó decir: «Me gustaría tener una moneda por cada vez que voy a la sala de urgencias para ayudar a alguien con complicaciones postaborto. Muchas veces las pacientes me han dicho: "No sabía que el te jido que me sacaron estaba vivo; no sabía que latía un corazón."» Gianna se sintió alentada al saberse acompañada de una aliada tan elocuen te y experimentada. Más todavía cuando Judi dijo que, basada en sus investigaciones como médica, creía que el respeto por la santidad de la vida había disminuido en Estados Unidos desde el proceso de Roe contra Wade, cuando el Tribunal Supremo reconoció el aborto como un derecho supuestamente amparado por la Constitución. Pero la discusión recién comenzaba. Le tocó el tum o al director local de Paternidad Planificada, Larry Roddick, quien no se anduvo con rodeos: «Este proyecto es mezquino e hi riente. Le da al gobierno el poder de dictar las opciones en la reproducción. Pondrá en peligro
la vida y la salud de las mujeres de Alabama y el bienestar de sus familias», dijo, rojo de ira. Gianna apenas habló. Usó palabras sencillas para presentarse como una superviviente del aborto y, por tanto, como un testimonio vivien te de que lo que estaba en discusión no era un procedimiento o el destino de un «tejido», sino el derecho a vivir de un ser indefenso en el vientre de su madre. Al día siguiente del debate, el diario local publicaba la noticia de que el comité legislativo había aprobado abrum adoram ente el proyecto de ley por una votación de 11 a 2. Según el dia rio, el Comité de Salud de la Cámara tomó su contundente decisión después de escuchar el testimonio de una niña de 14 años que sobrevi vió a un aborto salino. Había sido una rotunda victoria. Una victoria en pro de la vida, sin duda; pero también, en cierto sentido, una vic toria de Gianna. El congresista por el estado de Alabama, Jim Cars, gran impulsor del proyecto en contra del aborto, relató así su experiencia de escu char a Gianna durante las largas audiencias del comité: «Lo más poderoso que escuché durante todo el proceso fue su testimonio. Uno no pue de discutir contra un ser hum ano real y vivo.» Animada con la exitosa aunque dura expe riencia, ese mismo mes de mayo, Gianna tuvo la oportunidad de hablar en el extranjero y de hacer lo que ya entonces se perfilaba como su vocación: actuar como anim adora y cantante.
La rubia y siempre sonriente adolescente de 14 años comenzaba a hacerse famosa, incluso más allá de los círculos cristianos y pro vida. Las in vitaciones para animar, cantar, dirigir reunio nes y com partir su testimonio se multiplica ban... y, por lo mismo, las primeras críticas de quienes veían en ella un peligro andante contra la causa del aborto empezaban a tomarla como blanco. En un principio se trataba de comenta rios indirectos dirigidos a su madre, Diana, a quien algún medio de la gran prensa norteame ricana acusó de «usar» a Gianna «como un apéndice de sus ideas». Era «políticamente in correcto» atacar a una adolescente alegre y con parálisis cerebral que en su testimonio no hacía más que defender el derecho a su propia vida. Diana, por tanto, tenía que ser el blanco de los ataques... al menos de los primeros. No pasaría mucho tiempo, sin embargo, para que Gianna enfrentara ella misma, y di rectamente, esa agresividad. Dos meses des pués de la experiencia de Alabama, Gianna fue invitada a realizar un servicio similar en Califor nia —el estado que, según las estadísticas, re gistra el índice de abortos más alto del país—, ante el Consejo de Supervisores del condado de Los Ángeles. Era una experiencia diferente en todo sentido. Ante todo porque, mientras que en la pequeña y conservadora Alabama la opinión pública favorecía el derecho a la vida,
en la opulenta California —un estado que si se separara de Estados Unidos sería el cuarto po der económico más grande del m undo— la m a yoría de la población se inclinaba a favor del aborto. Los cinco supervisores de la «capital econó mica» de California, ante los cuales Gianna de bía presentar su testimonio, adm inistran un presupuesto de alrededor de 13 mil millones de dólares anuales que, pese a ser el de una ciudad de 12 millones de habitantes, es m ayor que el de 37 estados norteam ericanos y que el de la mayoría de las naciones que se encuentran al sur del río Grande. El 9 de julio de 1991, el Consejo de la ciu dad que tiene el récord del m ayor núm ero de abortos en Estados Unidos estaba escuchan do testimonios a fin de aprobar el uso de la RU-486, la píldora francesa «del día siguiente» creada para inducir el aborto y cuya im porta ción había sido rechazada en 1986 por la pode rosa Food and Drug Administration, el organis mo que aprueba y controla drogas y alim entos en Estados Unidos. Gianna había aceptado el reto de dirigirse a los supervisores y allí se encontraba, aguardan do la llegada de los cinco dirigentes. Finalm en te, los delegados llegaron y, casi solemnemente, ingresaron en la gran sala de audiencias: el pre sidente Michael Antonovich, Edm und Edelman, Gloria Molina, Deane Dana y Kenneth Hahn. La noticia de que era Gloria Molina, la m u jer de ascendencia latina, quien presionaba
para que el consejo aprobara la píldora, sor prendió, no sólo a Gianna, sino a los pro vida. Muchos se preguntaban cómo una mujer naci da en una cultura donde se ama a los bebés y donde la «cultura de las comodidades materia les» aún no ha acabado con la comprensión de que los hijos son una bendición y no una mal dición, podía no sólo ser partidaria del aborto, sino la más feroz defensora del proyecto. Más sorprendente aún era la fórmula deli beradam ente encubridora con que se había pre sentado la propuesta: «rescindir la alerta dicta da por la FDA contra la importación de la RU-486, un compuesto medicinal fabricado en Francia, que puede ser eficaz en el tratamiento de un amplio espectro de enfermedades y con diciones...». En simple español, la nueva ley pretendía pasar por encima de las advertencias de la FDA respecto de la inconveniencia de importar la píldora abortiva, y perm itir que ésta se convir tiera en una de las fórmulas disponibles para realizar el aborto. La iniciativa no alcanzaba sólo a California. Si se abría una brecha legal, ésta podía ser uti lizada como precedente para dejar sin efecto las norm a de la FDA y convertir la RU-486 en un producto disponible en todo el país. La preocupación por difundir la píldora abortiva ha sido, desde su invención por los la boratorios Russell-Uclaf franceses, una pieza significativa dentro de la estrategia a favor del aborto. Los militantes del aborto, en efecto, consideran que el viaje a una clínica especiali
zada de una mujer que desea abortar se con vierte en un procedimiento cada vez más ex puesto a la presencia de los militantes pro vida, que han vuelto común la práctica de distribuir información que permita com prender a la m u jer que desea abortar que lo que lleva en el vientre no es un «tejido» ni una «anomalía», sino una vida que ella puede am ar y que desea ser amada. A pesar de las num erosas restricciones judi ciales conseguidas por los grupos abortistas, esta estrategia pro vida ha dem ostrado ser tan eficaz en algunos lugares, que han sido la causa del cierre de varias clínicas abortistas. Los estrategas del aborto han reconocido que ninguna de sus victorias judiciales para li mitar la acción de los pro vida ante las clínicas abortistas han logrado im pedir el derecho a la libre expresión, la prim era de las enm iendas de la Constitución norteam ericana. Así, a pesar de las restricciones de m etros de distancia que algunos jueces han impuesto a los actos de pro testa pacíficos de los pro vida, éstos han desa rrollado sistemas de disposición de su gente que permite llegar de alguna forma a la m ujer que se acerca a abortar. Por ello, los abortistas consideran que la «solución» frente a lo que consideran como una «intromisión» de los de fensores de la vida es que el aborto se convierta cada vez más en una práctica totalm ente priva da, accesible en el hogar. Y, aunque la «píldora abortiva» aún requiere acom pañam iento m édi co debido a las brutales contracciones que pro duce y a los riesgos de sangrado, consideran
que ésta es un «paso importante» rumbo a su ideal: un aborto seguro y casero, lejos de cual quier institución o local público. Gianna com prendería todas estas implica ciones tiem po después, a lo largo de su militancia pro vida. Pero aquel día de su testimonio frente al consejo de Los Ángeles no tenía la me nor duda de que el fracaso de la ley significaría im pedir una nueva forma de acabar con vidas hum anas como la suya. Apenas com enzada la sesión, el grupo de presión homosexual Act Up, uno de los más violentos y de estrategias más enérgicas del país, com enzó a lanzar gritos de protesta. ¿Contra qué? Contra el simple hecho de que a Gianna y a otros partidarios del derecho a la vida se los hubiera invitado a hablar. En ese clima, que empezaba a poner nervio sa a Gianna, tomó la palabra Susan CarpenterMcMillan, representante del Derecho a la Vida en Los Ángeles, quien lideró un ataque impeca ble contra la propuesta: «Hace 19 años, el Tri bunal Suprem o legalizó el aborto hasta el mo m ento del nacimiento. Esa decisión la provocó una m ujer llam ada Norma McCorvey2 (bajo el seudónim o de Roe), que decía haber sido viola 2. En 1997, Norma McCorvey, la «Roe» que consi guió la legalización del aborto en Estados Unidos, no sólo renegó del movimiento abortista, sino que abandonó una vida de alcohol y drogas para convertirse en una «cristia na renacida». Al año siguiente, bajo la guía del padre Frank Pavone, director del movimiento de Sacerdotes por la Vida, Norma recibió el bautismo católico. Actualmente se dedica a dar su testimonio a favor de la vida.
da. Esa violación fue una falsedad. Más tarde admitió que jamás había sido violada. El doctor Bemard Nathanson,3 cofundador de NARAL —la Liga Nacional de Acción para el Derecho al Aborto, la organización de presión a favor del aborto más poderosa de Estados Unidos—, ad mitió que él también había ido ante el Comité Judicial del Senado y había m entido acerca de las miles de mujeres que m orían por abortos ilegales, porque, según dijo m ás tarde, era muy importante que se legalizara el aborto. »E1 doctor Nathanson —siguió Susan— dijo: "Los abortistas esperan lograr que la RU-486 sea aprobada para propósitos no rela cionados con el aborto, a fin de que los partida rios de la vida dejemos de luchar."» En la sala de audiencias, el m alestar crecía entre la mayoría de los espectadores, claram en te partidarios del aborto. Le siguió el tu m o a Marcela Malindiz, una dirigente de origen m eji cano que habló por las m ujeres hispanas. M ar cela se dirigió directam ente a Gloria Molina para decirle que las mujeres más afectadas por la ola de abortos que seguiría a la legalización del uso de la RU-486 en California —el estado 3. Bemard Nathanson, de origen hebreo, fue no sólo presidente de NARAL sino director de la clínica de abortos más grande del mundo. En la década de los 80 se convirtió en un encendido defensor del derecho a la vida y produjo el vídeo «El grito silencioso», una de las herra mientas pro vida más eficaces al principio de los 90. En 1996, Nathanson pidió ser bautizado católico en una ce remonia que presidió su amigo, el cardenal John O’Connor, arzobispo de Nueva York.
con el núm ero más alto de inmigrantes hispa nos, especialmente mejicanos— serían precisa mente las hispanas. «Ellas, que no pueden de fenderse a causa de la barrera del idioma, serán las que usarán como conejillos de Indias», dijo Marcela. Molina, aguijoneada por las palabras de una latina como ella, respondió irritada, señalando que desde hacía muchos años su postura era clara y la mantendría: «Estoy a favor del dere cho a escoger.» Los mismos murmullos desa probadores que habían acompañado la mani festación de Marcela se convirtieron ahora en vivas y aplausos. Molina se sintió animada: «Esta moción permite probar esta medicina de una forma segura, clínica y científica, que será valiosa para m uchas personas que hacen esa elección», agregó, recurriendo así nuevamente a los eufemismos y el habitual juego de pala bras para ocultar la verdad desnuda: que era una nueva forma —además de insegura médi camente— de elim inar seres humanos en el vientre materno. Siguió luego otro importante testimonio; el de La Veme Tolbert, una ex líder abortista que había formado parte de la junta directiva de Pa ternidad Planificada en Nueva York, convertida ahora en defensora del derecho a la vida. Tol bert hizo uso de la palabra —como era de pre verse, entre ruidos y voces de franca desaproba ción— para señalar que había cambiado su posición abortista cuando se había enterado de «cómo eran las cosas por dentro». «Los abortis tas no defienden el derecho de las mujeres. El
único motivo de los movimientos abortistas es impedir que las mujeres negras, hispanas y del Tercer Mundo tengan hijos. Yo leí docum entos —agregó La Veme, logrando im poner un breve silencio en el público hostil— que instruían cómo teníamos que promover el aborto para impedir que estas mujeres tuvieran bebés.» Siguió Terry Reisser, directora de un centro de ayuda a mujeres con embarazos no desea dos, quien declaró que había asesorado a cien tos de mujeres que sufrían del síndrom e posta borto. El testimonio de Terry adquirió aún más fuerza con una prueba irrefutable: la líder pro vida mostró y luego leyó un docum ento interno de la Federación Norteam ericana de Paterni dad Planificada en el que la organización reco nocía confidencialmente que la incidencia de traum a en las mujeres después del aborto llega ba hasta el 91 % de los casos. Llegó entonces el tum o de Gianna. La fuer za y claridad de los testimonios que la habían precedido la habían animado, pero la incom prensible hostilidad del público, com puesto por militantes homosexuales y abortistas, la habían aturdido. Por prim era vez Gianna veía que el grupo antivida iba mucho más allá de la defen sa del aborto: estaba conformado por la extensa gama de posturas que consideran que no debe ría existir moral pública alguna que pusiera lí mites a cualquier tipo de pasión. Apenas Gianna articuló las prim eras frases de su testimonio, el agresivo público estalló en un remedo burlón de llanto, con la obvia inten ción de ridiculizar el evidente tono dramático
del temido testimonio de Gianna. La adolescen te, abrum ada pero aún decidida, intentó com pletar su discurso tres o cuatro veces; pero en todos los intentos fue interrum pida por el mis mo sonido burlón, iniciado siempre por un tipo elegantemente vestido que parecía liderar la turba. Diana abrazó a su hija e impidió que siguie ran agrediéndola. Al final, como para rematar su dudosa victoria, el mismo hombre elegante esperó a Diana y Gianna a la salida, para diri girles una sarcástica sonrisa de triunfo. El Consejo de Supervisores, como estaba previsto, aprobó finalmente la legislación que perm itía la im portación de la píldora abortiva RU-486 con carácter experimental directamen te a California, por encima de la prohibición de la FDA. Los contundentes testimonios pro vida no habían servido sino para cumplir con la for malidad de «escuchar» a la oposición, para concluir con un voto que ya estaba decidido an tes de la reunión pública. Los más veteranos pro vida sabían eso, pero consideraban que era necesario prestarse al juego; primero, por ho nor a la verdad, y segundo, porque los testimo nios se reproducirían y llegarían al conocimien to de m uchas personas, personas en las cuales la verdad iría abriéndose camino poco a poco, hasta lograr al fin revertir los criterios que ha bían conducido a la entronización de la anticul tura de la muerte. En la larga guerra por el derecho a la vida, Gianna aprendió que las batallas también se perdían. Pero el valor con que esta adolescente
había enfrentado el equivalente emocional a un pelotón de fusilamiento —o tal vez, peor aún, a una turba de linchamiento— sólo sirvió para incrementar su fama y, con ella, las críticas. Entre el otoño de 1991, cuando Gianna ya estaba viajando y hablando a tiempo completo, y finales de 1992, diversos medios de la prensa liberal publicaron artículos y «testimonios» que criticaban indirectamente a Gianna o procura ban mermar la credibilidad y los alcances de su testimonio. Jessica Shaver, la periodista que com partió largos meses de vida con Gianna para escribir su biografía,4 hace un breve recuento de algu nas de estas publicaciones que, como parte de una campaña, arrancó el 27 de octubre de 1991 en el New York Times, con una nota de tonos cí nicos. La nota de prim era plana com paraba a Gianna con otra adolescente llam ada Becky Bell: «Para vender cualquier cosa en Estados Unidos, incluso una idea, ayuda m ucho tener un rostro humano y una historia que le dé visos de realidad. Para los grupos antiaborto que es tán tratando de dem ostrar que cada uno de los 1,6 millones de abortos realizados en este país cada año m ata a un ser viviente, el rostro es el de Gianna Jessen». »Para los grupos que abogan por el derecho al aborto tratando de m ostrar las penurias que sufren las mujeres cuando se restringe el abor to, el rostro es el de Becky Bell, una chica de 17 años de Indianápolis, quien murió en 1988 de 4.
Jessica Shaver, op. cit.
un aborto clandestino porque tenía miedo de pedirles el consentim iento a sus padres, tal como requería la ley del estado. Desde la muer te de Becky, sus padres, Karen y Bill, han viaja do a 23 estados para testificar contra las leyes que exigen la notificación de los padres.» El artículo de prim era plana del New York Times estaba astutam ente elaborado para desa creditar el poderoso testim onio de Gianna, pre sentándolo com o un m ero «producto de la pro paganda», y estableciendo una inexistente equivalencia con una pobre adolescente m uerta cuyo nom bre e historia eran totalmente desco nocidos hasta la publicación de la nota del Times. El 1 de m arzo de 1992, el Sunday Times, la revista dom inical del New York Times, recogía las declaraciones de un portavoz de Paternidad Planificada —el principal instigador de abortos de Estados Unidos— que expresaban la nueva estrategia que los abortistas pensaban emplear para vérselas con el testim onio de Gianna, cada vez m ás incómodo. «Sentimos una enorme com pasión por esta joven —decía el portavoz citado por el diario—. Ciertam ente su caso es una tragedia porque ella ha sufrido. Sin em bar go, esto no significa que toda decisión de hacer se un aborto esté equivocada. Las mujeres deci den hacerse un aborto por m uchas razones, algunas veces por desesperación. No es posible juzgar todo un tem a basándose en la experien cia de esta niña de 14 años. Gianna es un sím bolo del triunfo sobre la adversidad, no un símbolo de por qué el aborto no debe autorizar
se», concluía. Claramente, se trataba de conver tir el incómodo y avasallador testimonio de la adolescente superviviente del aborto en un asunto limitado e inocuo. Más adelante, el mismo año, Los Angeles Ti mes publicaba un artículo en que se elogiaba el «espíritu empresarial» del médico que había abortado a Gianna. El doctor decía que sólo seis meses después de abortar a Gianna, gracias al hecho de «aplicar principios de buenos nego cios» a su macabra industria, era millonario. Señaló incluso que se enorgullecía de dirigir una «línea de ensamblaje» que le perm itía reali zar un aborto en menos de cinco minutos, eli minando así un «contacto innecesario entre la paciente y el médico». Como consecuencia de esta «habilidad», él y su personal realizaron en un hospital en Cali fornia un cuarto de millón de abortos en diez años; y 17.000 durante el año previo a que el aborto se legalizara en todo el país, cuando su más cercano competidor estaba haciendo «ape nas» 6.000. El médico abortista era además presentado por Los Angeles Times como un «campeón de los principios abortistas», y lo citaban diciéndoles a los grupos religiosos a favor de la vida: «Yo estoy en desacuerdo con su moralidad. Us ted puede decir que no hay diferencia en abso luto entre un embrión de 15 segundos de con cebido y un feto de 24 semanas de gestación, pero yo no puedo aceptar eso. Pienso que hay una gran diferencia, en todos los aspectos.» El mismo médico que abortó a Gianna sería
entrevistado por el Press-Enterprise de Riverside, California, al que declaró que «si alguien tiene problemas con los abortos, eso es algo que tiene que resolver por sí mismo. Yo ya he resuelto los míos». A estos artículos se sum aban los ataques contra Diana, a quienes los abortistas y sus me dios afínes seguían acusando, cada vez más abiertam ente, de «manipular» a Gianna y de «traficar con sus sentimientos».
La fuerza de un testim onio Pese a todo, ni Gianna ni Diana se han visto ja más am edrentadas o forzadas a disminuir su presencia en la batalla. Pese a los malos mo mentos producidos por estos ataques, y por las esporádicas agresiones emocionales, para am bas estaba claro que, si las atacaban, era por que su obra com enzaba realmente a ser signifi cativa y a tener peso en el campo de la lucha a favor de la vida. Por lo demás, las giras de Gianna, cada vez más extensas y exitosas, por el norte de Califor nia, Oregón, Washington, Nueva York, Sioux Falls, Phoenix —donde ayudó a lanzar una nue va estación de radio— y Boston —donde grabó y difundió anuncios de servicio público por te levisión para una cam paña pro vida—, la fue ron consolidando en su convicción, su fortaleza y su habilidad para manejarse con gran soltura y carisma delante de un público numeroso. La fama de Gianna crecía, y con ella se con
firmaba su vocación para com partir su testimo nio a través de sus palabras y de sus cada vez más evidentes dotes de cantante. En efecto, tanto Diana como su abuela adoptiva cuentan que, desde muy pequeña, Gianna m ostró una habilidad especial para escuchar y luego repetir canciones. Canturreaba incluso antes de co menzar a hablar. De niña jugaba a ser cantante, y va de joven decidió que no quería encasillarse en la imagen de la «superviviente de un abor to», sino que quería ir más allá: deseaba llevar un testimonio de esperanza y de vida a través de sus canciones, especialmente a los jóvenes. Pero la fuerza de su testim onio ha radicado siempre en la transparencia con que ella ha ex presado amor y perdón. «Tal vez algunas perso nas crean que yo en realidad odio al abortista —dijo una vez Gianna en una entrevista—. Pero yo no lo odio. No sé cómo reaccionaría si él es tuviera sentado aquí, pero creo que es un hom bre sumamente enfermo y que realm ente pue do perdonarlo.» Y, en la misma entrevista, dijo respecto de Tina: «No puedo estar enojada con mi m adre biológica porque alguien que se ha hecho un aborto es una persona que no tiene esperanza, que sufre mucho y que merece compasión. Yo me imagino la poderosa m ano del Señor cu briéndome siempre y no dejando que me lasti men», dice Gianna, al referirse al aborto de su madre biológica. Gianna comparte tam bién un asombroso mensaje de valor. «La gente piensa que estoy en contacto con los abortistas todo el tiempo, y
que por eso [las agresiones] ya no me afectan, pero no es así —señala—. Tengo un miedo tre mendo de los abortistas porque los he visto muy violentos y agresivos. Algunas veces inclu so he tenido pesadillas con ellos. Sin embargo, mi mensaje para ellos es siempre el mismo: es un mensaje de perdón.» «Dios me ha enseñado que, si uno es un sol dado y lo hieren, no puede echarse a morir, sino que tiene que levantarse y pelear», explica Gianna, respecto de su visión de la lucha a fa vor de la vida. Y, al hablar así, recuerda con mucha alegría, y hasta con sano orgullo, sus primeras experiencias «en la trinchera», cuan do pese a sus limitaciones físicas participó en «operaciones de rescate», ya fuera para impedir el acceso a una clínica de aborto, ya fuera para convencer a las mujeres que querían abortar de que no entraran. En algunos casos —como la ocasión en que participó por primera vez en el «sitio» de una clínica—, los esfuerzos tuvieron éxito; otras ve ces, en cambio, lograron muy poco y hasta fue ron maltratados por la policía. Pero de todos ellos Gianna conserva un recuerdo positivo y la certeza de que, cuando sea necesario, lo volverá a hacer. Lo único que lamenta es la manera in justa y hasta ridicula con que la prensa pinta las operaciones de rescate y los piquetes pacíficos que se instalan frente a las clínicas de aborto. «He estado en muchos rescates, y cuando los veo en las noticias no reflejan cómo son en la realidad. Lo que yo he visto con mis propios ojos es a un grupo de cristianos llenos de amor
que se sientan a la puerta y hablan con las m u jeres que entran; les m uestran fotos de niños por nacer y fotos de abortos realizados, y les di cen: "Esto es lo que tú estás haciendo. Déjanos ayudarte. Déjanos llevarte a un centro de crisis del embarazo." Y se nos arresta por eso —agre ga Gianna—, porque ahora eso es contra la ley.» A esta convicción férrea, Gianna ha sum ado un estilo directo, fresco y lleno de buen hum or para explicar su vida. Y esto la ha convertido en una de las jóvenes pro vida más conocidas y queridas por los grandes defensores de la vida como Nancy DeMoss, presidenta de la Funda ción pro familia Arthur S. DeMoss; Randall Terry, fundador de la Operación Rescate; el doctor Jack Willke y su esposa, fundadores de Derecho a la Vida y pioneros de las organiza ciones pro vida en Estados Unidos; Joe Sheidler, viejo y heroico luchador de la Liga de Ac ción Pro Vida; los congresistas pro vida Bob Dormán y Chris Smith; el padre Paul Marx, fundador de Vida Hum ana Internacional, Helen Alvare, secretaria del Comité de Defensa de la Vida del episcopado norteam ericano, y Carol Everett, ex abortista y autora del terrorífico tes timonio La Dama Escarlata.
Llegar a los jóvenes «Para los jóvenes a los que trato de llegar cada día, el aborto es un "derecho de la mujer" y el bebé es sólo una masa de tejidos —dice Gian-
na—. Por eso, lo que hago es decirles: Mireft» yo no era una masa. Yo era un bebé que ustedes dicen que una m ujer tiene derecho a matar.» Gianna se dirige a sus coetáneos con un mensaje que difícilmente podría considerarse «políticamente correcto» o complaciente. Más bien todo lo contrario. Su mensaje tiene tres pi lares: am ar y servir a Dios, valorar y defender la vida, y conservarse célibes hasta el matrimonio. Un mensaje que Gianna sabe que es contracultural, pero que no teme predicar a tiempo y a destiempo. Y son justam ente su transparencia, su con vicción y su lenguaje sin rodeos lo que más le permite llegar a sus coetáneos, a quienes ella considera como una generación hambrienta de verdad. «Dios me ha traído aquí para contarles una historia verdadera de cómo Él ha obrado en mi vida —dijo Gianna a los jóvenes durante una conferencia en Spokane, en el estado de Washington—. Su mano ha estado sobre mi vida desde el principio. Él tiene un propósito para cada uno de nosotros. Dios ha establecido un grupo de reglas para que nosotros vivamos felices, y por eso me niego a seguir los consejos que nos dan a los adolescentes hoy en día.» Cuando su mensaje encuentra eco, llega en tonces el tum o de las preguntas. Casi siempre son las mismas: sobre su vida, su lucha, sus di ficultades y cómo las sobrellevó, su relación con su familia biológica, sus amistades... «Mi pregunta favorita es acerca de mi padre biológico —dice Gianna—, porque casi nadie pregunta por él.» En efecto, de él se sabe poco.
Apenas lo que contó Tina a Jessica Shaver: un hombre de aspecto atractivo que la plantó cuando supo que estaba em barazada, tal como había hecho en otras ocasiones, y tal vez había seguido haciendo. El 26 de junio de 1993 Gianna pasó la prue ba de fuego en su sueño por llegar a los jóvenes, cuando tuvo la oportunidad de participar en el famoso Festival de la Creación en el estado de Pennsylvania. Serena, sonriente, con su andar vacilante pero confiado, Gianna dirigió unas pa labras a 65.000 jóvenes congregados para cele brar. Su mensaje no pudo ser más contracultural: habló sobre la necesidad de los jóvenes de vivir la pureza, de tom ar una postura radical a favor de la justicia, y de cómo cada uno de ellos podía ser prom otor de un gran cambio si co menzaba por sí mismo. La respuesta del audito rio: una salva de prolongados aplausos.
Una vida p o r d elan te Un conmovedor acontecimiento, recogido por la periodista Jessica Shiver en su biografía de Gianna, ayudó a la joven a com prender que su vocación era dedicarse al ministerio de la de fensa de la vida y la prom oción de los valores. En 1992, una mujer que conocía a la m adre biológica de Gianna se acercó a Diana para contarle cómo Gianna, aún de bebé, había de sempeñado un papel decisivo en la lucha públi ca contra el aborto. Se trataba de un episodio desconocido para madre e hija.
En 1978, cuando Tina aún no había perdido la custodia de la bebé —que entonces tenía ape nas un año—, el Tribunal de California juzgó al doctor William Wadill por asfixiar a una ni ña que había sobrevivido a uno de sus abor tos. Wadill había llevado a cabo un aborto salino a una adolescente embarazada de siete meses, y la niña había nacido viva. Según el testimonio de una enfermera, el médico «no había ayudado» a respirar al bebé. Pero el doctor Ronald Comelson, un médico que fue testigo de excepción del macabro episodio, fue más explícito: Wadill había estrangulado al in fante. «Lo vi poner su m ano sobre el cuello del bebé y ap retar m ientras decía: "No puedo encontrar la tráquea, y este bebé no deja de res pirar."» La m ujer que se había aproximado a Diana para relatarle esta historia contó que ella y Tina llevaron a Gianna ante el tribunal. Wadill soste nía que, si el bebé que él había abortado hubie se sobrevivido, habría tenido «el cerebro total mente dañado». Así que Gianna era la «prueba núm ero uno» de la fiscalía para dem ostrar que los supervivientes de solución salina podían ser relativamente norm ales y saludables. Pero el abogado de Wadill, también médico, calificó la presencia de la pequeña Gianna de «juego sucio». «Esa niña no es normal. Tiene parálisis cerebral.» Los cargos contra Wadill fueron rechazados y quedó libre. Esta historia dem ostró a Gianna que, aun antes de ser consciente, ya era protagonista en las batallas a favor de la vida, y que éstas mar-
carian su vida y su vocación. Incluso si las ba tallas se perdían, éstas no podían postergarse. Al terminar la educación secundaria, Gian na ingresó por un semestre a estudiar en la uni versidad, pero rápidam ente se dio cuenta de que su vocación no era aquélla. Armada de una guitarra, una excelente voz, creatividad musical y un poderoso mensaje que compartir, decidió que dedicaría su vida a com poner canciones, cantar y difundir su mensaje. En 1991, después de que la historia de Gianna se hizo conocida a través de un artículo periodístico, Diana decidió fundar Alive! Ministries para adm inistrar y poner en orden las nu merosas llamadas de organizaciones que que rían incluir su testimonio en actividades públi cas y conocer a Gianna personalmente. Diana ya trabajaba proporcionando inform ación so bre el aborto y otras actividades pro vida a tra vés de su iglesia. Pero la historia de Gianna in crementó la demanda hasta llenar su agenda. En 1995, tras su breve paso por la universi dad, Gianna convirtió Alive! Ministries en el ve hículo para llevar adelante el servicio al que se dedica de lleno y que se ha convertido en su modo de vida. El mensaje que difunde a través de su servi cio es claro y sencillo. «Yo amo la vida. Dios me dio la vida pese a que no tenía que hacerlo. Dios es bueno y mi vida es maravillosa por Él. Estoy realmente agradecida de estar viva», dice Gianna. Y junto a su am or a la vida, está su fe. «Soy cristiana, y la fe en Jesucristo lo es todo para
mí. ¿Qué sentido tendría una vida física con un alma m uerta por dentro? El propósito de mi vida es conocer a Cristo y decir a otros que la salvación se obtiene por Él.» Y su fe, explica, no se ve afectada por sus li mitaciones físicas, sino todo lo contrario. «Ten go, efectivamente, muchas limitaciones físicas porque tengo parálisis cerebral. Esto me de m uestra diariam ente mi necesidad de Cristo. No siempre es fácil vivir con parálisis cerebral, pero me hace más dependiente de Dios y cons ciente de que Él se preocupa por mí, me condu ce y me llena de alegría. Yo lo describiría como mi Padre y mi queridísimo cuidador», agrega. Gianna procura enseñar que una vida de fe es, en realidad, algo sencillo. Se trata, según dice, de «rezar por tener fe y por vivir de acuer do con esa fe, de creer lo que dice Jesús y obe decerlo». Y rezar por esa fe no le resulta difícil. «No podría vivir si no rezara —dice—. Yo he visto a Dios responderme una y otra vez. Le rezo en nombre de Cristo y le rezo desde el co razón —dice Gianna y cita de memoria un pa saje de Isaías—: "Antes que me llamen, yo res ponderé; aún estarán hablando y yo los escucharé."» Pero en su ministerio, el lugar central lo ocupan la defensa de la vida y la búsqueda de alternativas al aborto. No tanto en el campo de las batallas ideológicas, sino en el encuentro con las mujeres concretas, confundidas. «A una m ujer que está considerando el aborto la escu cho primero para que me abra el corazón y le hablo de la esperanza y del am or del Señor.
Luego trato de buscar la m ayor cantidad de personas para que la anim en y la apoyen du rante su embarazo, a la vez que le explico la de vastación física y espiritual que el aborto pro duce y las alternativas que existen, como la entrega en adopción o el aprender a ser madre. Ciertamente comparto mi historia con ella para animarla a encontrar esperanzas en Jesús cada vez que se siente desesperanzada.» En cambio, cuando una m ujer ya ha aborta do, «procuro llevarle el consuelo a través de Cristo y del enorme am or y perdón que Él tiene para todos los que se arrepienten. Creo que allí es donde ella encontrará paz. Ha sido la gracia de Dios la que me ha perm itido perdonar a mi madre biológica por abortarm e, porque me siento llamada por Dios a perdonar». «La falta de perdón lleva a la am argura. El perdón trae la paz», explica Gianna. Pero ella cree que «el verdadero perdón hay que buscarlo en Dios, porque sólo Dios trae la reconcilia ción». En el transcurso de su ministerio, Gianna fue descubriendo que había otras más como ella, también supervivientes del aborto: conoció a Heidi Huffman, de Carolina del Norte, un año más joven que Gianna, que sobrevivió a un aborto por succión; a Sarah Smith, con quien se encontró cuando fueron entrevistadas juntas para un programa de televisión en Oregón, y fi nalmente la pequeña Ana Rosa Rodríguez, una niña latina de Nueva York, a quien el médico abortista le había arrancado un brazo dentro del útero, durante una operación por raspado.
A todas ellas, y a las que no conoce, Gianna las siente como compañeras de ruta y de ba talla. «Pienso que lo importante es que estamos contentas de estar aquí, en vez de lamentar nos por el hecho de que casi morimos», dice Gianna. Y, como dice el padre Paul Marx, de Vida Humana Internacional, «el testimonio de esas supervivientes es más impactante aún que las fotografías de los campos de exterminio, que ayudaron a despertar al mundo para que com prendieran los horrores del holocausto nazi». El doctor que abortó a Gianna tiene ahora 46 clínicas por todo el sudoeste de Estados Uni dos y sigue haciéndose más rico con la indus tria del aborto. Y, porque hay muchos más como él, Gianna sigue, imparable, con su mensaje de vida.
CAPÍTULO SEGUNDO SARA SMITH TUVO SUERTE: SU HERMANO MELLIZO FUE EL ELEGIDO
El cementerio de Irvine, en el estado norteame ricano de California, es famoso no sólo por su belleza y su am biente radiante y apacible, sino también porque algunas estrellas de Hollywo od, como John Wayne, están enterradas allí. Entre los imponentes monumentos funera rios y las lápidas de hombres famosos, muy po cos de los esporádicos visitantes reparan en una sencilla placa de metal que, para quien no la busca deliberadamente, podría pasar desa percibida. La pequeña plancha opaca está colo cada a ras de la tierra, rodeada por el extenso y verde pasto que alfombra todo el campo santo, y lleva un texto que dice: A n d r e w J a m e s S m it h
Herm ano mellizo de Sarah «En nuestros corazones tú siempre estarás vivo» Noviembre de 1970
Pero no es sólo la escueta sencillez de la fra se lo que distingue la pequeña placa metálica de las demás lápidas de piedra. En efecto, a di ferencia de todas las demás tumbas, debajo de
ella no hay nada más que tierra, pues nadie sabe adonde fue a parar el dim inuto cuerpo sin vida de Andrew James Smith en noviembre de 1970, la fecha en que Betty Smith, m adre de cinco hijos, decidió recurrir a un aborto para acabar con su sexto embarazo. Betty no sabía que en el vientre llevaba dos niños —un varón y una m ujer— y que el proce dimiento sólo acabaría con uno —Andrew Ja mes—, y dejaría con vida a quien m ás tarde da ría a luz y que es hoy una de las m ás elocuentes supervivientes del aborto: Sarah Ruth Smith.
Una ficha y u n a h isto ria La enfermera de aquel frío e im personal hospi tal califomiano pasó m ecánicam ente la ficha médica con los datos de la paciente a un doctor no menos indiferente. En la ficha era posible leer: Noviembre de 1970 Datos: sexo femenino, edad 35, m adre de 5 niños de 16, 14, 12, 10 y 9 años. Ocupación: empleada del Hospital Ward. Casada hace 17 años. Ocupación del esposo: pastor evangélico Problema: irregularidad/ausencia de perío do menstrual El doctor, que conocía a la paciente y a su familia, no necesitó m ucha más información para llegar a una conclusión sobre el «caso» que tenía ante él. Así que, tras apenas un rá pido auscultar del vientre de la paciente y
unas cuantas preguntas, pronunció la frase que nunca dejaba de decir en aquellas circunstan cias: «¡Felicitaciones, Betty, el sexto está en ca mino!» Pero, esta vez, la respuesta de la paciente em barazada no fue la m ism a que en anteriores ocasiones. —«Quiero un aborto —dijo Betty, hablando como u n a au tó m ata y a pesar de que el aborto aún era ilegal en Estados Unidos. — «No hay problem a, Betty —respondió el doctor, sin variar un ápice el tono de voz con que segundos antes la había felicitado por la nueva vida en cam ino. Con el paso del tiempo, Betty se ha hecho la m ism a pregunta que m uchos le harían en las num erosas conferencias y presentaciones pú blicas a las que acom paña casi siempre a su hija Sarah: ¿Cómo la esposa de un m inistro protestante podía recurrir a un aborto sin casi dudarlo? La m ism a pregunta se la hizo algunos años atrás la revista pro vida Life Advócate en el m ar co de un reportaje a ella y a su hija. Betty expli có allí cóm o la ignorancia y la presión social se confabularon en su vida para inducirla a tom ar la terrible decisión que m ás le pesaría en su vida. En aquel m om ento crítico del embarazo, con una nueva vida en camino, Betty, en vez de considerar esta circunstancia como una bendi ción, tal com o le decía su formación cristiana, veía en su fecundidad un motivo de vergüenza y hasta de profunda irritación. A este senti-
miento contribuía no poco la presión de su en torno, que paradójicamente, incluía a las espo sas de algunos pastores y otras personas vincu ladas a la vida de la com unidad cristiana. «Con frecuencia me llam aban "coneja" —cuenta Betty—. El sobrenom bre me lo habían puesto cristianos; pastores amigos y sus espo sas y miembros del templo; creyentes —añade, no con tono de censura, sino de pena—. Yo me sentía avergonzada y culpable; tanto es así, que en algún momento llegué a pensar que había hecho algo malo al dar a luz a mis niños.» En efecto, cada em barazo había sido un verdadero suplicio para Betty. Después del se gundo hijo, cada vez que el vientre volvía a abultarse con una nueva criatura en camino, los amigos y vecinos la m iraban con ojos entre compasivos y socarrones. Pero aún más que las burlas y los com enta rios irónicos indirectos a m edia voz, a Betty la aterrorizaba la idea de m orir dando a luz; un temor que ella adjudicaba a un traum a de in fancia: «Mi madre m urió al darm e a luz —rela tó Betty a Life Advócate — y esa pequeña niña que es parte de mí siempre creyó que yo era una asesina por matarla.» «Subconscientemente, en retrospectiva, creo que estaba atem orizada porque creía que iba a morir al dar a luz, igual que mi madre», recuerda. Betty había tenido cinco hijos en un lapso de siete años, pero ya habían pasado casi 10 años desde su último em barazo —el m ayor de sus hijos tenía 17 años— y hacía pocos meses
finalmente había logrado encontrar un buen empleo como auxiliar de enfermería en el Hos pital Ward. El nuevo trabajo había caído como una verdadera bendición para la extensa fami lia que debía sostenerse con los magros ingre sos del m inistro protestante de una comunidad no muy extensa. Por eso, cuando los indicios de su inespera do sexto em barazo comenzaron a hacerse evi dentes, y sus colegas en el hospital empezaron con las brom as respecto de su «ritmo impara ble» de dar a luz, Betty no dudó un segundo en prom eter con una firmeza furiosa: «No voy a tener otro hijo.» Recordando aquel momento de frustración, miedo y enceguecimiento, Betty no puede sino com pararlo con una situación desesperada. «Uno siente que está en un ascensor que de pronto se detiene y, en la desesperación, busca una salida. Y la única que le señalan es una que tiene un gran letrero rojo que dice "aborto”», relata. No se presentaban, entonces, muchas opcio nes; o, por lo menos, así le parecía a Betty en aquel estado de ánimo y sintiéndose sometida a la presión de su entorno. Una presión enemiga de la vida que Betty y Sarah ven repetirse con igual o mayor intensidad hoy, no sólo alrededor de las jóvenes solteras embarazadas sino inclu so frente a las madres que cometen el «pecado» cultural de declarar que les gustaría tener una familia numerosa. La decisión de Betty de hacerse un aborto no sólo venía de la rabia frente a las burlas y al
repetido apodo de «coneja» que volvía a flotar en el ambiente en torno suyo. Se rem ontaba también a una lúgubre prom esa que se había hecho casi diez años atrás, cuando estaba a punto de nacer su quinto hijo. «Otra Navidad que transcurría conmigo en cinta, incapaz de trabajar fuera de casa —re cuerda Betty—. Viviendo de un salario reducido de pastor protestante, carecíam os de medios para hacer frente a m uchas cosas, y yo tem ía que Dios no quisiera satisfacer nuestras necesi dades. Fue entonces cuando hice la prom esa de que mis hijos nunca más volverían a verse pri vados o frustrados a causa de mi embarazo», cuenta hoy. La promesa, en principio, se refería a no quedar nuevamente em barazada. Pero ante el nuevo embarazo, confundida y presionada, de cidió m antener la palabra de entonces, incluso al costo de abortar. Así, un jueves, aprovechando el feriado del día de Acción de Gracias que celebran en Estados Unidos a fines de noviembre —paradójicamente, para dar gracias a Dios por la abundancia y la fecundidad de la tierra norteamericana—, el espo so de Betty explicó a sus hijos que m am á tenía que ir a la clínica para una «pequeña interven ción», y luego, después de comer, condujo a Betty al hospital donde, con toda naturalidad, realiza ban un acto que era entonces ilegal. Casi sin darse cuenta, Betty se encontró sola, de pie en la fría sala de recibo de la clínica, con una pequeña y vetusta maleta que contenía sus artículos perso nales.
Betty entró en la habitación que le asigna ron, se puso el camisón de hospital que le dio una enfermera y, con ansiedad, buscó tres pe queñas cruces entre sus artículos personales, que luego sujetó en el camisón. «Las enferme ras me prom etieron que podría llevarlas pues ta durante la cirugía y yo sentí que ya estaba lista.» Betty recuerda que, camino a la sala de ci rugía, «alguien me contó que dos mujeres ha bían dado m archa atrás y se habían ido a su casa». El testimonio de las «arrepentidas» tocó cuerdas dolorosas en el fondo de su alma, y no ayudó en nada a tranquilizar su conciencia so bre la decisión que había tomado... pero ella no daría m archa atrás. Aunque algo le decía por dentro que estaba mal lo que hacía, que no se trataba «simplemente de eliminar un tejido», como le repetían una y otra vez quienes la alen taban al aborto, Betty no estaba dispuesta a cam biar de decisión respecto del destino de la vida que se gestaba en su vientre. Ella se lo ha bía prom etido a sí misma, y de alguna forma se lo había prometido también a quienes se burla ban de ella, a quienes la llamaban coneja. Ha bía decidido pagar ese alto precio para «demos trar» que no era una coneja, que era también una mujer «moderna». Hace algunos años, hablando con el perio dista de Life Advócate, Betty quedó pensativa, mientras contaba su historia, y reflexionó sobre el significado de las tres cruces que adhirió a su camisón. «Tres cruces, igual que en el Calva rio», reflexionó. «Otras dos mujeres rescataron
a sus bebés diciendo "no”, y yo pude haber sido la tercera. ¡Ay! Tal vez Dios estaba tratando de decirme algo con aquellas cruces», com entó en la entrevista, evidenciando el dolor que aún le producía en la m emoria aquel m om ento de de cisiones y oportunidades perdidas. Pero Betty recuerda que, en el m om ento en que se enteró de las dos «acobardadas», los m é dicos y enfermeras del establecim iento se apre suraron a hablar insistentem ente en jerga m é dica, como queriendo evitar nuevas deserciones o mayores dudas entre sus pacientes —o más bien habría que decir clientes—, de tal m anera que el acontecimiento del aborto, con su verda dero significado, quedara silenciado por la sor dina de lo leve. Betty recuerda, en efecto, que los médicos hablaban de un «feto», de un «tejido sin valor» que sólo podía ser considerado como «viable» cuando cumpliera los cinco meses en el vientre. «Se referían a ello como si se tratara nada más que de un "pedazo de carne”», com enta Betty. Y es que ella no había visto nunca ecografías, no se había hecho registros de ultrasonido, en suma, no había contado con las pruebas cientí ficas que hoy evidencian la verdad: que un no nacido es un ser independiente desde el m o mento mismo de su concepción. Pese a las explicaciones, la conciencia de Betty no aceptaba el cuento de que el aborto no era más que una cirugía «cosmética», algo así como la extracción de una protuberancia incó moda y fea. Aun así, cruzó el um bral de la sala de operaciones... y las puertas se cerraron de
trás de ella para llevar a cabo aquella decisión sin vuelta atrás. Tras la operación, cuyos detalles le han que dado borrosos en la memoria, Betty recuerda haber sostenido una extraña conversación, cuando se encontraba aún bajo los efectos de la anestesia. «Ahora, años después del nacimiento de Sarah, recuerdo la voz suave pero clara de una m ujer que me habló, en medio de la oscuri dad y el vacío del cuarto de recuperación, mo mentos después del aborto», dice Betty. Se trataba de una voz que quería ser cálida y cordial, de una mujer que parecía buscar en la conversación un modo de superar ese mo mento de tristeza. «¿Tiene usted otros niños?», preguntó la voz. «Me acuerdo —continúa Betty— de que le respondí con balbuceos, casi incoherentemen te, tratando de contarle a esa voz femenina sin rostro cuán maravilloso era cada uno de mis cinco niños en casa.» No fue hasta mucho tiempo después que Betty, repitiéndose las inolvidables palabras de aquella mujer, que sólo podía ser una enferme ra —las únicas autorizadas a ingresar en la sala de recuperación—, se quedó atónita. «Las pala bras “otros niños" me indicaron que ella y el doctor sabían que habían sacado a una criatura fuera de mí.» En el simple desliz de la enferme ra de preguntar por «otros niños», y no simple mente por «niños», Betty comprendió el abis mo de diferencia que existía entre lo que había hecho —acabar con la vida de un hijo— y lo que los médicos y enfermeras decían antes del
aborto: que se trataba sim plemente de un «teji do» sin valor. Años después, cuando em prendió el duro camino de curar la herida psicológica y espiri tual del aborto, Betty recuerda haberse pregun tado, casi con indignación: «¿Por qué no me habló ella antes en vez de después? Ése fue uno de mis niños, no un pedazo de tejido. Quizá si me hubiera preguntado antes, me habría horro rizado la idea de resignarm e a esa realidad, y Sarah, yo y los demás m iem bros de mi familia hubiéramos podido participar de esa otra vida.» «No quiero escapar a mi propia responsabi lidad cuando digo esto —explicó Betty durante una entrevista televisiva, al recordar este episo dio y las reflexiones que le suscitaron—. Lo único que digo es que no se me dijo la verdad. Todo el tiempo se me ocultó la verdad, ¡la ver dad! Incluso cuando recibí entrenam iento como auxiliar de enferm ería se me decía que eso era un tejido», dice, refiriéndose al progra ma de formación rápida como auxiliar que ha bía recibido pocos meses antes del aborto, para integrarse al Hospital Ward. ¿Cómo podía ser que una auxiliar de enfer mería no recibiera en su entrenam iento la infor mación exacta sobre lo que hay dentro de un vientre materno? Y, si esa verdad le era ocultada a una auxiliar de enfermería, ¿qué podía espe rarse de las personas de la calle, las mujeres co munes y corrientes que quedan embarazadas? «La verdad —dice Betty— es que lo que está allí, dentro del vientre de la madre, ¡es una vida!»
Un lib ro q u e sa lta ... y la vida insiste Betty cree que habrían pasado unas seis o siete sem anas desde el aborto. Obviamente, no era algo que se esforzara por recordar ni contabili zar. Quería m ás bien que aquel acontecimiento quedara atrás. Lo que hoy sí recuerda con clari dad, com o si se tratara de una película perma nentem ente proyectada en su mente, es que se encontraba en un rincón de la sala de estar, le yendo un libro colocado sobre su vientre. El episodio del aborto, por lo menos consciente mente, había quedado atrás como un desagra dable recuerdo, tal vez justificado en la mente como un «mal necesario». «De pronto —cuenta Betty— el libro saltó li teralm ente sobre mi regazo.» Algo dentro de ella le dijo inm ediatam ente qué es lo que estaba pasando, pero no podía creerlo... o quizá sería mejor decir que prefería no creerlo. El m ismo doctor que le había diagnosticado el em barazo y la había enviado al hospital de abortos la examinó nuevamente; pero esta vez, tras auscultarla, no brom eaba ni sonreía. «Ahí dentro hay otro, Betty. Tuviste gemelos», le dijo. El doctor no entendía cómo podía haber pasa do algo así, pues el aborto debería haber elimi nado la placenta que requería el otro bebé para subsistir, pero estaba seguro de que dentro ha bía otra vida en camino. Y luego, tal vez con la m isma voz indiferen te y zalam era de la prim era vez, dijo: «No hay
problema. Voy a llamar a Los Ángeles y te voy a registrar para hacerte un "aborto salino".» Ha blaba como si se tratara de la reparación de un vehículo. Para Betty, el médico era una clara demostración de que, así como los hom bres no saben lo que es dar a luz un hijo, tam poco lle gan a comprender lo que significa abortar. Pero el am or a la vida había vuelto a surgir en Betty. Lo más noble de ella había vuelto a brotar desde sus entrañas; había saltado junto con aquel bebé en su vientre. Supo en menos de un segundo lo que Dios quería y lo que ella misma quería. «No —dijo—. «Voy a tener este hijo.» Su tono no dejó lugar a dudas: no iba a dar marcha atrás; no im portaba cuán «coneja» fuera. Betty sentía que había recibido un claro mensaje de vida dirigido a ella de form a perso nal y exclusiva, y no iba a dejar que ese m ensa je pasara de largo esta vez, como habían pasa do otros en el proceso inicial del em barazo. Sin hacer caso a las advertencias sobre el estado en el que podía estar el otro feto tras la primera operación, Betty insistió en que quería conservar el bebé y quería que la m edicina lo ayudara a vivir, no a morir. La estrategia médica cam bió radicalm ente. Ya no se trataba de elim inar al inesperado su perviviente, sino de salvarlo. Dos doctores dife rentes examinaron a Betty y dieron un diagnós tico poco prometedor: el bebé nacería m uerto o, en el mejor de los casos, nacería en estado vegetal. Pero nada am edrentó a Betty ni la hizo cambiar de opinión. Estaba convencida de que,
si el bebé que aún llevaba en el vientre había lo grado escapar del bisturí que había eliminado al otro niño, no había sido por pura casualidad. Y más se convencía mientras más le hablaban de lo poco probable que era que una cosa así ocurriera. «Esta criatura tiene una misión, no importa cómo nazca», se dijo. «Dios, ayúdame a dem ostrar que estos médicos mienten», re cuerda haber rezado en aquel momento, viendo allí una oportunidad para cambiar el rumbo de las cosas. Y el embarazo continuó hasta su término. Así, el domingo 18 de abril de 1971, apenas pa sados los 46 minutos de la media noche, una niña de piel sorprendentemente blanca nació prematuram ente, un mes antes de lo debido. «Era el día de nuestro decimoctavo aniversario de bodas», recuerda Betty. Para los Smith, la niña recién nacida había llegado como un rega lo de matrimonio, como una especie de signo del sentido de la fidelidad matrimonial. «Apenas nació, el doctor la recostó en mi vientre diciendo: "Betty, el bebé está tal como lo ves: ¡entero!"»
Una niña, u n a m isión Desde que había decidido tenerla, Betty ya ha bía escogido nombre para su bebé, si es que era niña: Sarah. Y así es como Betty comenzó a lla marla desde el primer momento, mucho antes de su bautismo. Más tarde, en la mañana del mismo día del
parto —que había term inado de m adrugada—, y pese a que se trataba de un bebé prem aturo, la enfermera llevó a Sarah nuevam ente con su madre. Ese momento de sereno encuentro fue más que la sola experiencia de intensa ternura m a ternal. Para Betty fue un m om ento sobrenatu ral que quedaría grabado para siem pre en su memoria y en su corazón. «La presencia de Dios era fuerte cuando Sarah me m iraba y yo la miraba a ella. Dios Todopoderoso había olvida do el vínculo de tres que había quedado roto. Su espíritu estaba en la habitación. Para mí fue como si la recién nacida, Sarah, me estuviera diciendo: "Aquí estoy, mami. ¡Estoy aquí! ¡Lo logré!" Y Dios dijese: "Aquí está tu hija, Betty. La salvé para ti; pero com prende esto, Betty, la salvé para mí también. Sarah es la señal, ella es el testimonio de mi Amor redentor, no de la condenación», dice Betty, serena y con una fir meza y una convicción que nacen del corazón. Recordando los prim eros años de su hija, Betty cuenta que Sarah fue creciendo como una niña hermosa, despierta y norm al; pero el aborto de su herm ano gemelo se había cobrado su precio en ella. Además del nacim iento pre maturo, que la obligó a perm anecer en la incu badora durante nueve días, Sarah había nacido con una circunferencia cerebral m enor a la normal, lo que despertaba dudas sobre sus fa cultades mentales. Con el tiempo, la duda se di siparía por completo: Sarah R uth era una niña, no sólo normal en sus facultades, sino tam bién inteligente, despierta y de m ente creativa.
La huella inconfundible del aborto, sin em bargo, era la seria dislocación bilateral congénita en la cadera: sus pequeñas piernas se cru zaban en forma de «X» sobre su abdomen, una malformación que la obligaría a lo largo de su vida —incluso hoy— a ser sometida regular mente a costosas y dolorosas operaciones que la inutilizan por largo tiempo y la confinan a una cama de hospital. Pese a las dificultades y la escasez de recur sos, Betty se sentía apoyada y acompañada, no sólo por su comunidad, sino por todos los que conocían la historia: Sarah aún no había co menzado a hablar, pero ya transmitía un pode roso mensaje de vida. Por lo demás, el apoyo y la generosidad de tanta gente buena confirma ban a Betty que Dios, en efecto, nunca se olvi daba de los suyos, y que, frente a las necesida des más urgentes, siempre aparecía un medio, una forma de poder enfrentarlas. En suma, asi milaba una poderosa y constante lección sobre el am or y la providencia divina. «Uno de mis vecinos me dijo que también había estado orando por Sarah en su parroquia católica. Dios había puesto a Sarah en sus cora zones porque ella había nacido con una dislo cación bilateral», recuerda Betty. Durante los primeros días, Sarah debió uti lizar una abrazadera extremadamente dolorosa que tiraba hacia abajo los músculos contraídos de sus muslos, con tanta fuerza que la hacían sufrir y llorar las 24 horas del día. Betty com pró una silla mecedora de madera para poder mecerla, confortarla y transmitirle afecto cons
tantemente, de tal m anera que la pequeña niña pudiera sobrellevar de la m anera menos trau mática posible aquellos terribles dolores que no comprendía. Apenas al mes y medio de nacida, la peque ña Sarah, que sólo entonces alcanzó el tam año de un bebé normal, fue som etida a su prim er «corrector de cuerpo», una cubierta de escayola en la mitad inferior del cuerpo. «Yo casi me desmayé al ver a aquella pequeñita, ¡mi pequeñita!, encajonada en yeso», recuerda Betty. La madre sobrellevaba su propio dram a al ver a su hijita sometida a tantos dolores, pero procuraba concentrarse en lo que consideraba su tarea fundamental: consolarla y acom pañar la todo el tiempo posible, para hacerle más lle vadero este período de tratam iento. Así, Betty se dedicó a leerle cuentos, a m ostrarle coloridas ilustraciones de libros para niños, a hablarle sobre el cielo, los pájaros y tantas cosas que Sa rah aún no entendía, con tal de m antenerla atenta al cariño materno, y distraída de sus fuertes dolores y de su inmovilidad. «Le canta ba canciones por más de cuatro horas todos los días», recuerda hoy Betty. Las antiguas películas familiares revelan, sin embargo, la voluntad de hierro que unía a madre e hija en esas dolorosas circunstancias: las imágenes de cine casero —el inolvidable Super 8, símbolo de toda una generación nortea mericana— m uestran a una pequeña y sonrien te Sarah que, pese a la escayola, es capaz de gatear con entusiasmo y agilidad, im pulsándo se enérgicamente hacia adelante con los bra-
zos, mientras Betty, atenta, la mira y la acom paña. Pero la tortura de Sarah no terminaba allí, pues necesitaba un cambio de escayola una vez al mes. El cambio, en una niña tan pequeña, no era una operación sencilla: demandaba aneste sia general y dos noches de intemamiento en el hospital. Y esta operación de cambio se produ jo treinta veces, es decir, todos los meses duran te dos años y medio. En una ocasión, Sarah requirió una cirugía más compleja, que la obligó a permanecer en el hospital durante un mes de dolor y contraccio nes. Para acom pañarla y atenderla, la familia com pleta abandonó la casa y literalmente acam pó en los proximidades del hospital para asistir a la pequeña herm anita y hacerle experi m entar que, pese al dolor, era querida y estaba acom pañada. No obstante, si bien la «niña milagrosa» —com o com enzaban algunos a llamarla— su fría m ucho en lo físico, m entalm ente se mos traba despierta y ansiosa por aprender. Así, Sarah hizo m uy bien el parvulario, donde com petía siem pre p o r los prim eros puestos en las diversas m aterias. Sus sufrim ientos y su ánimo vivaz hacían que m uchos se interesaran en ella y en su familia, pero tam bién en su increíble h istoria de supervivencia. A los doce años, cuando Sarah se había con vertido en una niña vivaz y en una alum na ejem plar en el colegio, fue som etida a una ciru gía definitiva p ara rem over una placa protube rante en u n a de sus piernas. No sería ni rem o
tamente la última, pero por lo menos esta ope ración puso punto final a la larga cadena de intemamientos que habían m arcado perm a nentemente su infancia, desde antes que tuvie ra uso de razón.
Una adolescencia d o lo ro sa Habla Sarah: «Tengo un sueño recurrente. Es toy dentro de un lugar en total oscuridad, pero se trata de un espacio lim itado y me estoy co municando con Andrew. De repente aparece un torrente de luz m om entáneo y logro ver el ros tro aterrorizado de Andrew. No puedo explicar qué está pasando, pero parece que algo lo ab sorbe, lo saca hacia afuera, m ientras algo muy luminoso, brillante y agresivo se arrem olina al rededor mío. Yo me protejo y me voy a una es quina del espacio, pero me encuentro abando nada, atem orizada en vez de confiada. Ahora estoy sola allí, esperando, porque sé que el si guiente es mi tumo...» Cumplidos los doce años, los doctores le di jeron a Sarah que iba a necesitar cirugía en am bos lados de la cadera cada cinco años por el resto de su vida. Y, aunque un futuro inexora ble de quirófanos era suficiente dolor para una vida, los problemas físicos de Sarah resultaban un asunto m enor en com paración con el trau ma emocional que marcó su adolescencia, ape nas dejadas las muñecas. En efecto, m ientras los dolores físicos dis minuían y las operaciones ya no dom inaban el
horizonte de su vida, Sarah empezó a manifes tar signos de un profundo sufrimiento interior, de una desazón marcada y creciente. Así, aunque seguía siendo una excelente es tudiante, poco a poco, conforme entraba en la pubertad, Sarah se hacía más retraída y de hu mor más impredecible y variable. Según ella misma relata, experimentaba en su vida un gran vacío y no sabía por qué. Comía muy poco, parecía haber perdido el entusiasmo por la vida, y tanto el descuido en sus hábitos como en su apariencia física denotaban claramente una baja autoestim a que parecía encaminar su vida por un camino incorrecto. Betty, por supuesto, estaba alarmada con el cambio. Ya había criado a cinco adolescentes y comprendía perfectamente los cambios de hu mor que esta etapa de la vida implicaba; pero ninguno de los hijos anteriores había dado tan claros signos de inestabilidad y de descuido. Para el olfato de madre de Betty, era claro que en Sarah había algo más, algo que andaba mal. Entrada ya en la adolescencia, Sarah había convertido la preocupación por los estudios y por el cumplimiento de otras responsabilidades asumidas voluntariamente en una verdadera ob sesión, casi en una manera de castigarse a sí misma. Sarah recuerda hoy que en esa época de su vida se volvió una perfeccionista, implacable consigo misma. «Quería hacer todo por dos per sonas, y me trataba con mucha dureza», relata. La situación empeoró aún más cuando la depresión entró a formar parte de su vida. Los cuadros depresivos comenzaron a evidenciarse
desde que tenía trece años, y a los catorce pare cía ser una depresiva consuetudinaria, que, sin embargo, pasaba por períodos de autoexigencia devastadora: poca comida, poco sueño, muchos ejercicios y estudios para m antenerse siempre entre los primeros de su clase, y siem pre en en vidiable estado físico. Todo era poco, y cual quier imperfección, error o incum plim iento de su parte la llenaba de furia y frustración contra sí misma. Un psicólogo al que recurrió Betty en bus ca de orientación le dijo que quizás era el m o mento de contarle la verdad a Sarah sobre el aborto de su gemelo y su propia supervivencia, porque los síntomas de su estado aním ico pare cían asociados a la pérdida ignorada de un her mano. «Recuerdo cuándo le hablé a Sarah por pri mera vez de su herm ano gemelo. Fue cuando ella tenía catorce años —dice Betty—. Yo sabía que quedaba una deuda entre los gemelos por el aborto que yo cometí, que yo había privado a Sarah de un herm ano que ella debió tener.» Betty estaba asustada. Sabía que, fueran cuales fuesen las palabras o gestos que utiliza ra, tenía que decirle a su hija que alguna vez en el pasado no la había querido en su existencia, y que esa decisión le había costado la vida a su hermano gemelo. Aquel día elegido para revelarle a Sarah la verdad sobre su vida y la de su gemelo, la ado lescente se encontraba hablando con una am i ga en su habitación, precisamente sobre uno de sus más recientes arranques depresivos. Betty
interrumpió un momento para decirle que te nía algo que conversar con ella. Cuando Sarah quedó a solas, tras la partida de la amiga, Betty entró lentamente en la habi tación. Pero apenas entró comenzó a llorar in tensamente, sin articular todavía palabra algu na. Sarah se asustó al ver a su madre llorando, y años después contaría que en aquel momento pensó: «O se ha muerto alguien cercano de la familia o esto va a ser algo gordo.» Betty, de la manera más calmada y suave posible, pero al mismo tiempo sin muchos ro deos, le contó la verdad: que ella era melliza de un niño, y que su gemelo había muerto... en un aborto provocado catorce años atrás. Sarah tuvo una conmoción, sintió que un frío espan toso la atenazaba y empezó a temblar, a tal punto que Betty debió cubrirla con un abrigo y abrazarla con fuerza. Madre e hija permanecieron abrazadas por un rato, y el episodio concluyó amigablemente, sin censuras de parte de Sarah hacia su madre. Betty se sentía aliviada... pero el alivio no le duraría mucho tiempo. Para Sarah, en efecto, la dolorosa verdad sólo le permitía comprender por qué, en sus palabras, «quería todo el tiempo rendir por dos y buscar mi contraparte masculina»; pero en esa etapa de su vida no estaba anímicamente preparada para convertir esa verdad conocida en un dato concre to que explicara mejor sus problemas y la ayu dara a salir de la espiral de depresiones y exi gencias exageradas que se seguían sucediendo en su vida, sin una solución aparente.
Sarah cuenta que desde entonces se repetía: «El bisturí falló conmigo, cuando el abortista tocó a mi herm ano Andrew. Si hubiese term i nado el trabajo que empezó, yo no estaría aquí hoy.» «Luego me di cuenta de que yo había sido preservada —relata— y que Andrew había desa parecido. Al instante sentí los rem ordim ientos de la culpa. ¿Por qué él estaba m uerto y yo viva?», recuerda Sarah haberse preguntado en aquellos momentos de m ayor confusión. Como consecuencia de la verdad mal asim i lada interiorm ente, su autocastigo no hizo más que aumentar. Las sesiones de ejercicios se multiplicaban, su consum o de alim entos bajó a niveles casi de anorexia y su vida comenzó a to m ar el rum bo errático de las malas com pañías. Su búsqueda de experiencias nuevas y de un objetivo que diese sentido a su vida la llevó a entrar en una agencia de modelos. Su breve in cursión por el m undo de la m oda no hizo más que acentuar su obsesión por un cuerpo delga do y perfecto, con sus obvias consecuencias en su estilo de vida. El am biente frívolo y artificial de la moda tampoco ayudó a que Sarah hiciera amistades que pudieran ayudarla a salir de la espiral descendente en la que claram ente se en contraba, y, m ientras añoraba encontrar el ca mino de la reconciliación personal, la búsqueda sin norte la iba llevando a experiencias cada vez más destructivas. Simultáneamente, en su equivocada bús queda de afecto, Sarah se involucró en una tur bia relación con un hom bre mayor que ella. La relación fue siempre irregular, tirante y violen
ta. Según relata Sarah, ella sólo buscaba atraer el interés, la compañía, el apoyo de aquella «mitad perdida masculina». Pero la m anera como expresaba ese deseo de encuentro era equivocada o se prestó a ma las interpretaciones respecto a lo que buscaba de los hombres, y especialmente de aquel hom bre mayor que había irrumpido en la caótica vida de Sarah. Así, las contradictorias señales que daba con sus gestos, su exagerado desenfado y su forma de vestir la fueron conduciendo —según reconoce Sarah hoy— al abismo que concluyó en una pesadilla: la relación con el individuo terminó en una violación... con el dramático impacto que este acto de violencia brutal ten dría en la vida de una adolescente confundida y de por sí bastante golpeada por su propia his toria. Sarah había llegado así al punto más bajo de su vida y, al mismo tiempo, al punto más alto del autodesprecio.
C am ino d e reco n ciliación A pesar de la brutal dureza de la experien cia, si algo conservaba Sarah intacto era el de seo de salir adelante en la vida y la tenacidad para perseverar en aquello que deseaba auténti camente, esa tenacidad que había forjado desde pequeña, cuando gateaba impulsándose con las manos, arrastrando el peso de la escayola. Ha biendo tocado fondo —un fondo que nunca hu-
biera deseado tocar—, decidió que era el mo mento de buscar la compañía adecuada para iniciar el camino de vuelta a sí misma. «Le tomó mucho tiempo a mi familia, a mis verdaderos amigos y a los fieles cristianos con vencerme de que no debía sentirme de esa mane ra, que tenía que seguir adelante y vivir mi vida, que podía ser una vida plena», recuerda Sarah. Ella, que había resistido a casi cincuenta ci rugías para corregir los problem as en la cadera y en las piernas, ¿no podía ahora enfrentar su propio dolor y em prender así el cam ino de la reconciliación, del encuentro consigo misma y con Dios? Sarah estaba convencida de que sí era posi ble y comenzó por enfocar su vida de una m a nera correcta. Parte fundam ental de este proce so fue comprender que el violento inicio de su propia existencia, más que una m aldición o un estigma, era una señal, el signo de una llamada especial. El acto objetivamente malo que pare cía una maldición en su vida podía ser visto y vivido como una bendición, como el indicativo de que estaba destinada a una misión: la m i sión de anunciar el don de la vida. «Hay una razón por la que he sido preserva da —se repetía cada vez con m ayor convicción y con un grado creciente de com prensión—. Creo que estoy aquí para ayudar a que la gente entienda lo que significa el aborto, para que en tienda que la vida es un regalo maravilloso que podemos aceptar y permitir», recuerda haberse dicho Sarah en aquella época. Al proceso de reconciliación consigo misma
de Sarah contribuyó el hecho de que, paralela mente, Betty iniciara el suyo propio. En efecto, aunque algunas veces experimentaba ciertos re mordimientos o la asaltaba esporádicamente un repentino estado de tristeza, Betty conside raba que el aborto de su hijo era un episodio no sólo totalm ente superado en su vida, sino que, en cierto sentido, ya estaba «borrado» por el milagro del nacim iento de Sarah. En efecto, fuera de estos esporádicos estados de ánimo, todo parecía normal en la vida de Betty... hasta el momento en que nació su pri mer nieto varón. Este acontecimiento, que Betty esperaba con entusiasmo y con la ilusión de cualquier madre mayor que sueña con convertir se en abuela por prim era vez, desencadenó las manifestaciones de lo que conocería más tarde como el devastador síndrome postaborto —co nocido por sus siglas en inglés, PAS—, una en fermedad psicológica perfectamente tipificada que, sin embargo, los psiquiatras norteamerica nos se niegan a aceptar oficialmente por la enor me presión de los grupos favorables al aborto. Aceptar la existencia del PAS sería lo mismo que adm itir que el aborto es claramente la fuente de una enfermedad y no una simple «operación» en la que la mujer ejerce su «derecho a decidir.» Y un descubrimiento de este tipo amenaza dema siados intereses ideológicos y económicos. El nacim iento del nieto varón no fue para Betty la experiencia de alegría que esperaba. Ciertamente estaba feliz por el acontecimiento, pero la llegada de las prim eras fotos del recién nacido se tom aron para ella en un episodio
dramático, pues le producían una incomprensi ble desazón, inseguridad y dolor. No podía mi rar las fotos sin sentir un gran m alestar y ex perimentar además un intenso tem blor en los brazos y especialmente en las manos. La cosa empeoró aún más el día en le lleva ron al nieto para que lo conociera. Con la pre sencia física del bebé en el hogar sucedió algo que Betty no supo explicar. Pese a ser una m a dre experta en cargar y atender bebés —lo ha bía hecho ya con seis y de m anera muy eficien te—, se sintió horrorizada con la sola idea de tomarlo en sus brazos. Sentía que, si lo hacía, podría producirle algún daño físico grave. Así, para sorpresa de su hija, Betty tuvo que recha zar el natural ofrecimiento de llevar en brazos a su nieto. Betty comprendió que esta idea era síntoma de que algo no andaba bien en ella, y decidió re currir nuevamente a la ayuda de un psicólogo. Así, a fines de 1990, Sarah recurrió al Pro grama de Ayuda Postaborto —conocido por sus siglas en inglés, PACE—, patrocinado por el Crisis Pregnancy Center, donde com prendió que sufría del síndrome postaborto y que la cu ración no sería fácil, porque dem andaría pri mero aceptar la verdad, enfrentarla y luego re conciliarse con su propia historia. «En el PACE descubrí que el herm ano de Sarah era mi bebé, mi hijo. Entendí que era un ser humano real y con vida. Por prim era vez en mi vida empecé a aceptar el perdón de Cristo Jesús en mi vida, algo que en el fondo creía no merecer», cuenta Betty.
«Por eso es que, cuando alguien me pregun ta "¿Cuántos niños tienes?”, yo respondo: "Tuve siete hijos; uno de ellos m urió”.» Las sendas de la reconciliación de Sarah y Betty se entrecruzaron el día del cumpleaños número veinte de Sarah. En efecto, ese día, tem prano por la m añana, cuando Betty estaba aún adormecida, Sarah entró en el cuarto de su madre irradiando una gran serenidad, y, sen tándose en la cam a matrimonial, le dijo: «Estoy lista para hacer algo ahora, mamá.» Sarah que ría cerrar el capítulo con un gesto de reconci liación elocuente y permanente. En el PACE habían anim ado a Betty a lla mar a aquel niño con un nombre. Si reconocía que el bebé perdido era «su» hijo, debía tener un nombre, el nom bre que ella hubiera escogi do para él tras su nacimiento. Así es como Betty, reconciliándose no sólo con el hecho sino tam bién con la dim inuta persona, decidió llamarlo Andrew James. Ése era el nom bre que, de haber nacido, hubiera escogido para su niño. ¿Qué proponía Sarah aquella m añana? Con vertir a Andrew James en una presencia con creta, ya no en una som bra que persiguiera a ambas. Sarah y Betty se dirigieron entonces al cementerio elegido, el cercano y acogedor cam po santo de Irvine, para com prar allí una parce la y una lápida. «Para mí —recuerda Betty hoy, trayendo a la mem oria las gestiones en el cementerio—, el momento más difícil de este gesto llegó a la hora de llenar los papeles, cuando tuve que po ner "Madre” en la línea que preguntaba “Pa-
riente del difunto”. Luego Sarah y Dios diseña ron la lápida.» Sarah había decidido poner, debajo del nombre de su hermano, la frase «en nuestros corazones tú siempre estarás vivo». Para ella no se trataba de una frase cualquiera: era un em blema y un compromiso. Tiempo después, cuando Sarah se sintió con ánimos para volver a visitar el cementerio, se arrodilló lentamente, depositó una flor y, tras permanecer un momento en silencio, rezó ante la lápida sin cuerpo pidiendo a Dios por su her mano. Sarah hizo también una fírme promesa: «Yo hablaré por ti —le dijo a su herm ano—. Es toy acá porque tú te interpusiste al escalpelo, y yo llevaré tu voz y tu mensaje.»
Una vocación d escu bierta Madre e hija coincidieron en que había llegado el momento de difundir juntas su propia histo ria. Lo que parecía haber sido fuente de tantos sufrimientos se podía convertir ahora en un po deroso recurso para difundir la verdad sobre el aborto y sobre la vida del no nacido. Ésa se ría la mejor reivindicación para Andrew James y, al mismo tiempo, el mejor regalo para ellas mismas. Así, poco a poco, prim ero en círculos pe queños de defensa de la vida, todos ellos cerca de casa, madre e hija iniciaron su ministerio del anuncio de la vida. El mensaje era sencillo y muy duro: ambas contaban su propia vida y se
exponían, con total transparencia, a las pregun tas de sus oyentes. Las preguntas no eran fáciles, y el tener que recordar y revivir pasajes dolorosos de su pro pia vida era un verdadero reto. Cada conferen cia era una pasión... pero también una resu rrección. En efecto, no pocas veces, madre e hija interrum pían el discurso silenciadas por el dolor y el llanto; pero, por ese mismo motivo, la fuerza de su testimonio golpeaba más a los oyentes. Mucha gente, a raíz de sus palabras, pasaba de la defensa del aborto a la duda, otros de la duda a la convicción pro vida. Madre e hija veían estos frutos y compren dían que todo ese bien, todas esas vidas poten cialmente salvadas, todos esos testimonios de cambio de opinión m erecían una y mil veces el recorrido doloroso de su propio testimonio. La fuerza motivadora de su testimonio co menzó a traspasar las fronteras del estado, y en poco tiempo Sarah y Betty se convirtieron en las más eficaces portavoces de Pro-Life Ameri ca, una organización norteam ericana de defen sa de la vida con base en Redondo Beach, en el estado de California. Según Betty, las palabras pronunciadas por aquella enferm era el día de su aborto, «¿Tienes otros niños?», la anim aron a luchar por la ver dad, «esa verdad que me había sido escamotea da», y a peregrinar por todo Estados Unidos e incluso fuera del país con su hija Sarah, a quien describe como «la mujer más valiente y maravillosa que he conocido». Y Betty lo cree firmemente. No es de sor-
prender por ello que, en sus num erosas giras, en el momento de relatar su historia y sacar de ella las evidentes conclusiones, Betty rem ate su testimonio señalando a Sarah y diciendo: «¡Mí renla! Ella es real, no es un "tejido". ¿Quién po dría pensar en matarla?» Casi sin notarlo, Sarah y Betty fueron pa sando de dar testimonios públicos en iglesias y reuniones pro vida locales a hablar en aquellas ciudades de la costa oeste de Estados Unidos donde había corrido la voz y finalm ente por toda la nación. Luego llegaron los medios de comunicación, no pocas veces hostiles, que sin embargo multiplicaron el alcance de su testi monio por mil. Sarah y Betty se habían convertido en pro motoras del derecho a la vida a tiem po com ple to. La fama atravesó pronto las fronteras del país, y pronto empezaron a solicitarlas alrede dor del mundo. La vida de Sarah y Betty cambió radical mente. Sarah debía ahora com binar las cre cientes demandas de conferencias, entrevistas y grabaciones con sus estudios de medicina, de suyo exigentes, y con las pausas necesarias para someterse a las implacables cirugías de cadera. Betty, por su parte, tuvo que adaptar por completo su vida de suburbio califom iano a las exigencias de viajes, cambios de horario y rit mos trepidantes de conferencias y actividades pro vida. Pero ambas aceptaban los cambios con alegría y entusiasmo. El nuevo ritm o era exigente, en especial para la salud de Sarah,
pero los frutos visibles eran el mejor estímulo para seguir pagando el precio de anunciar la verdad sobre la vida y denunciar los horrores del aborto. Más aún, valía la pena el esfuerzo para cum plir la palabra empeñada a Andrew James... y a Dios. «Nunca me puedo cansar de hacer lo que hago porque necesitamos pelear con tenacidad para proteger la vida —decía Betty en una en trevista concedida al semanario católico de Los Ángeles, The Tidings—. Estoy dispuesta a pagar el precio, sin escatim ar en lo que esto significa. Debemos ser como Jesús, o el buen samaritano: igualmente preocupados y comprometidos. El buen sam aritano tuvo un modo de proceder exigente y elevado cuando asistió al extraño, hasta el punto de dejar una puerta abierta: "Aví same si él necesita algo más." Ésta tiene que ser nuestra actitud también.» Madre e hija, pero especialmente Sarah, se convirtieron en verdaderas «estrellas» de los medios de difusión. Sarah nunca imaginó que lograría aparecer en MTV, el popular canal musical juvenil norteam ericano —usualmente muy poco sim patizante de los temas pro vida— para presentarse ante una amplia audiencia ju venil. Era una oportunidad de oro que llegó cuando Sarah ya se había acostumbrado a di rigirse con soltura y poderosa sencillez al pú blico. MTV fue ciertamente un hito importante en su «carrera» televisiva, pero no el único. Sarah y Betty aparecieron en numerosos programas, en los más diversos horarios, incluyendo el pro-
gram a m atutino AM North West de Portland, en el estado de Oregon. Su presencia en el program a era sin duda una victoria im portante para la causa de la vida, si se tiene en cuenta que Oregon es consi derado el estado «menos religioso» de Estados Unidos, y el único en que se ha legalizado el suicidio asistido. La reacción de la audiencia ante el simple y conm ovedor testim onio de Betty y Sarah fue sorprendentem ente positiva. El programa, incluso, se dio el lujo de contar con la participación telefónica de una adoles cente de quince años que m ás tarde se converti ría en otra estrella radiante de la causa pro vida: Gianna Jessen. Luego, una serie de cortos publicitarios como parte de una cam paña televisiva a favor de la vida del no nacido convirtieron a Sarah, junto con Gianna, en la m ás popular supervi viente del aborto. Pero, para Sarah, su testim onio es insepara ble del de su madre, por eso, es raro no verlas juntas hablando. Ellas se consideran una pareja complementaria, perfectam ente integrada, que ha encontrado el cam ino de la reconciliación mediante el servicio a la causa pro vida. Cuan do hablan, se abrazan o incluso lloran, com par ten sentimientos auténticos, reviven realm ente momentos duros y, una y otra vez, viven la re conciliación y el perdón. Al verlas hablar en público, no deja de sorprender el grado de sin tonía y de unidad de pensam iento que han de sarrollado. La conversación siem pre sigue un curso diferente, de acuerdo con las exigencias
del público presente, de tal manera que no cabe ninguna sospecha de que se trate de un guión «arreglado». Y, sin embargo, madre e hija se completan las frases o hablan a una con una fluidez sor prendente y una comunión que sólo puede for jarse en el am or y en la plena identidad de idea les. Así, la misión las ha llevado a un nivel de reconciliación y de unidad que ninguna de las dos hubiera imaginado, ni siquiera cuando de cidieron dedicarse juntas al ministerio pro vida, buscando así superar sus conflictos y cumplir plenamente la palabra empeñada. Una vez más, madre e hija experimentaban que Dios da el ciento por uno. Y ellas, con su generoso com promiso a favor de la vida, venían dando larga mente aquel «uno» del Evangelio. Tal vez en esa sintonía radique el poder tes timonial de dos personas frágiles, genuinas, a las que muy pocos partidarios del aborto se han atrevido a atacar, pese a saber que el testimonio de los «supervivientes» es el más eficaz y demo ledor argum ento contra el aborto. En efecto, el tem or frente a la capacidad de convicción de sus palabras es tal, que en no pocas ciudades, madre e hija han visto con extrañeza cómo la prensa liberal —que, bajo el manto de una cíni ca im parcialidad, encubre una feroz militancia abortista— ha decidido «atacarlas» de la mane ra más astuta: haciendo caso omiso de ellas. Y no es que los militantes pro vida esperen que los periódicos den a Sarah y Betty primeras planas —aunque su testimonio, periodística mente hablando, lo merecería—. Pero sí espera-
rían, por lo menos, que las notas de la ciudad, que anuncian esm eradam ente actividades de jardinería o exposiciones exóticas, anunciaran tam bién la presencia de am bas en un auditorio o templo local.
Lo qu e p ien sa S ara h En cada conferencia o presentación en público, la atención de los asistentes suele centrarse en lo que piensa Sarah y en cómo ve ahora su vida, tras enterarse de que es la superviviente de un aborto. Y éstas son dos de las preguntas m ás fre cuentes que debe responder: ¿Qué siente Sarah por su madre? ¿Experim enta alguna vez rabia o resentim iento hacia ella por haber intentado abortar? Y ante esta pregunta infaltable en las pre sentaciones públicas y en los program as televi sivos, Sarah contesta con sencillez: «No. No siento ningún resentim iento, ni rencor, ni nada parecido. La veo a ella, y veo que ha sufrido mucho en la vida y com prendo que no tengo derecho a juzgarla y mucho menos a condenar la.» Con estas o parecidas palabras, Sarah siempre contesta lo mismo: «La he perdonado de todo corazón. Más aún: ni siquiera me im a gino a mí m isma odiándola o teniendo algún resentimiento hacia ella; al contrario, creo que ha sufrido demasiado.» Y lo que Sarah siente por su m adre es muy similar a lo que podría decir de las m ujeres que
se han practicado un aborto: han hecho mal, porque han eliminado una vida humana sobre la cual no tenían ningún derecho: pero, al ha cerlo, se han convertido en dolientes víctimas de su propio acto. Víctimas que hay que ayu dar, ante las cuales, como el buen samaritano, hay que salir al encuentro. El poder de esta convicción, transmitida al público, ha demostrado tener una eficacia par ticular para cambiar no sólo corazones, sino in cluso im portantes decisiones legales y políticas. El ejemplo de esto son dos memorables conferencias de Sarah que tuvieron lugar en 1994, y donde quedó demostrado el enorme po der de convicción de su testimonio y su propia historia. La prim era de ellas se produjo en El Salva dor. Su presentación pública en San Salvador, la capital del país centroamericano, generó tal interés de la prensa y causó tal ola de apoyo en el público salvadoreño, que atrajo incluso la atención de la primera dama de la nación. Así, la adolescente califomiana se enteró de que la esposa del presidente y el ministro de Salud querían reunirse con ella para escuchar sus puntos de vista sobre el tema del aborto y la de fensa de la vida y la familia. Sarah estaba muy emocionada con este en cuentro; pero sobre todo primaba en ella la convicción de que era una ocasión inmejorable para apoyar la causa de la vida, en especial dada la inminencia del Congreso de Población de El Cairo. Sarah, informada por su vincula ción con la causa pro vida, veía con preocupa-
ción las presiones del partido abortista con vis tas a la reunión en la capital egipcia. Inform ada oportunam ente, Sarah expresó con franqueza ante la prim era dam a su preocu pación por el hecho de que los delegados salva doreños para el Congreso de Población de las Naciones Unidas en El Cairo tuvieran una m en talidad claram ente abortista, a pesar de que el aborto es ilegal en El Salvador. Para alegría de las organizaciones pro vida salvadoreñas —y para enojosa decepción del partido abortista local—, el testim onio de Sarah indujo a la prim era dam a a solicitar un cambio radical en la delegación nacional ante el congre so de El Cairo, de tal m anera que incluyera re presentantes pro vida. Estos representantes, ya en el congreso, prestarían un decisivo apoyo al frente de defensa de la vida y la familia encabe zado por la delegación de la Santa Sede. Para los grupos de defensa de la vida y la fa milia de El Salvador, Sarah se convirtió casi en una heroína, ya que su sencillo testim onio ha bía logrado que se nom brara una delegación más acorde con el natural sentim iento en pro de la familia del pueblo salvadoreño. Otra conferencia m em orable, ese m ismo año de 1994, fue la que pronunció en el hospi tal católico de Santa Teresita, en Duarte, Cali fornia, como actividad central del Mes del Res peto a la Vida organizado por las religiosas que regentan el respetado centro de salud. «Escuchamos a Sarah y a su m adre hablar —recuerda Carmelina, la herm ana carm elita directora de la atención pastoral del hospital—.
Fue algo profundamente conmovedor para to dos. Acto seguido, las hermanas conversaron con ellas en un ambiente más íntimo y conoci mos mejor su situación médica y económica.» La herm ana Carmelina se refería a las estre checes económicas que sufría la familia Smith para hacer frente, siempre con apuros, a los elevados costos de las operaciones de Sarah. Las herm anas veían conmovidas cómo Betty y Sarah, a pesar de la necesidad de solventar los elevados costos de las operaciones de Sarah, se dedicaban generosamente a la prédica pro vida, y no pocas veces aceptaban dar conferencias gratuitam ente o a cambio de sumas simbólicas. Es que m adre e hija habían aprendido la lec ción de que, si uno realiza la misión a la que ha sido llamado, Dios cumple plenamente con la promesa de dar el resto por añadidura. Y las religiosas carmelitas del hospital de Santa Teresita comprendieron que, en esta oca sión, ellas debían ser el instrumento para que la promesa divina se cumpliera en las vidas de Betty y Sarah. Así, cuando llegó el momento en que Sarah debía operarse, las hermanas presentaron su caso a un prestigioso cirujano ortopédico que ellas conocían, el doctor Morris Baumgarten. Tanto el hospital de Santa Teresita como el mismo doctor Baumgarten decidieron ofrecer sus servicios gratuitamente para la operación de cadera de Sarah del 10 de setiembre de 1995. «Nosotras estábamos convencidas de que, si esta operación ayudaba a la causa pro vida al contribuir a la salud de Sarah, valía totalmente
la pena la donación de nuestros servicios», dice la herm ana Carmelina. El doctor Baumgarten, que no cobró por la delicada operación, era de la misma opinión. «Santa Teresita y el doctor Baumgarten han sido fenomenales. Y la Iglesia católica ha sido muy comprensiva conmigo en este trabajo. Los católicos me han mostrado una clase de am or que nunca he conocido en otro lado», dice Sarah, que en el común compromiso pro vida ha visto un camino para ayudar a superar algunas viejas barreras y recelos que no pocos protestantes con servan contra los católicos en Estados Unidos. «Sarah es una chica maravillosa, sobre todo considerando lo que ha tenido que pasar», se ñala la herm ana Carmelina, quien explica que su com unidad se ha visto reforzada y motivada espiritualm ente por la actitud increíblem ente positiva de Sarah ante las dificultades de su vida y los dolores de las recurrentes operacio nes. «Su familia es tan com prensiva, que noso tras nos sentimos bendecidas al ayudarla tanto como podemos», agrega la religiosa. Gracias a esta ayuda y a otras m anos gene rosas —nuevamente, la figura del buen sam ari tano se cruzó en el cam ino de m adre e hija—, Sarah puede sobreponerse a las dolorosas ope raciones y seguir adelante, no sólo con su m i nisterio a favor de la vida, sino tam bién con su proyecto de estudiar m edicina y de llegar un día a ser una médica defensora de la vida, ya sea como cardióloga o como pediatra, dos al ternativas que m antiene vigentes, sin haberse decidido todavía. De lo que no le cabe duda es
de que, con el título de medicina, su voz no sólo será la de una superviviente del aborto a la que se puede acusar de «no saber lo suficiente so bre lo que pasa en el útero femenino», sino la de una testigo excepcional del misterio de la vida que, además, podía hablar a los escépticos con la autoridad adicional de saberse respaldada por los conocimientos científicos y los avances médicos. Con muchos proyectos pro vida por delante, un novio con el que piensa contraer matrimo nio y unos estudios por terminar, Sarah tiene un futuro prometedor. Pero ella no se deja ato londrar. «Yo sólo quiero ir a donde el Espíritu Santo me lleve», dice. Y, con ese espíritu, acepta las duras pruebas a las que ha sido sometida al final de este mile nio. En efecto, el año 1999 fue para ella un pe ríodo especialmente duro, de prueba. La última operación resultó sumamente dolorosa y com plicada, y la obligó a suspender no sólo su mi nisterio pro vida, sino también sus sueños y pla nes de joven soñadora y enamorada de la vida. «Sarah ofrece todo esto por su misión —dice James T. Finn, dirigente de Pro Life America y el líder pro vida más cercano a las Smith—. Pero es im portante rezar mucho por ella, porque el dolor la acompaña de manera especial en este tiempo y ella necesita mucho apoyo», agrega.
Un m en saje «herm oso y simple» «Mi mensaje es hermoso y simple —explicaba Sarah en una entrevista que le hizo Mike Nel-
son, de The Jídings —: Debemos respetar más la palabra "vida”. Tenemos que entender que no somos Dios, que nuestra vida es un regalo que Dios nos ha dado, y que no es justo dar la es palda a este don.» En realidad, el m ensaje de m adre e hija es claro y sencillo: el amor, el testim onio, el servi cio concreto a las m ujeres en estado de crisis y la acogida a las víctimas del aborto son los me dios más eficaces para prom over una cultura de vida. Para Betty, en efecto, «orar es im portante, y no sólo oraciones generales, sino tam bién ora ciones y acciones concretas». Ella cree que es m ucho lo que se puede hacer, lo que está en m anos de las personas com unes y corrientes para lograr, con poco esfuerzo, cam biar su en torno inm ediato y contribuir así, desde la senci llez de su vida cotidiana, a la difusión de una cultura favorable a la vida y adecuada para el desarrollo de la familia. Betty disiente de los que sostienen que hay que ser alguien «muy especial» para dedicarse a tom ar iniciativas a favor de la vida. Por el contrario, está convencida de que toda persona que tom a conciencia de los desafíos que sufre hoy la vida por culpa de la expansión de la cul tura de muerte, puede y debe hacer algo con creto. «Llama a tu centro local de asistencia para crisis de em barazo y anota los nom bres de al gunas de estas almas que están luchando y reza específicamente por ellas. Ofrece tu tiem po vo luntariam ente para reunirte con ellas. Ayuda a
comprar la ropa y la comida y a cuidar de los niños que ellas ya tienen», dice Betty, indicando algunas de las alternativas que tienen las perso nas corrientes pro vida. A su juicio, estas opcio nes, o cualquier otra que surja de la imagina ción de quienes creen en la causa de la vida y la familia, son formas concretas de poner por obra la preocupación de muchas personas bien intencionadas. Una preocupación que, piensa ella, no sirve de mucho si no se expresa en la vida cotidiana por medio de hechos; una preo cupación que no puede limitarse simplemente a palabras bonitas o al enunciado de intenciones buenas pero estériles. «Es duro elegir traer otro niño al mundo, cuando nadie la ayuda a una a satisfacer las ne cesidades que tiene —explica Betty—. Hay que ser comprensivos, no críticos con estas muje res. Créeme, su decisión no es nada fácil, y la destrucción que puede originar el resultado de esta decisión puede durar eternamente.» «Mi gran preocupación —decía Sarah, en una entrevista con Floyd Alien— es hacer com prender que una mujer no realiza eso (es decir, hacer pasar a la criatura por una experiencia como la que ella tuvo que pasar) cuando hace uso de su "libertad de elección" y finalmente opta por acabar con la vida de su bebé no naci do, arrebatándole a éste el derecho a la vida. Creo firmemente que la mayoría de las mujeres que optan por abortar no son asesinas; más bien ignoran lo que en realidad están haciendo. Por esto me dirijo a las personas que no tienen un antecedente cristiano, personas que sola
mente escuchan las habladurías y la inform a ción equivocada que ofrece Planned Parentho od y otros grupos», agrega. «Nosotros hicimos un anuncio de TV y lo gramos reunir algunos fondos para financiarlo, de m anera que se pudiera m ostrar en MTV», cuenta Sarah, refiriéndose al popular canal de televisión musical cuya audiencia es juvenil en más de un 80 %, y que llega a todo tipo de re ceptores, desde los jóvenes acom odados de los suburbios, hasta las m inorías raciales de los tu gurios urbanos. Estos esfuerzos no son poca cosa, e incluso los enemigos de la causa pro vida reconocen que Sarah, con sus pocos recursos, ha infligido serias derrotas a los abortistas en num erosas ciudades norteam ericanas. El poder de su testi monio y de su fe la han convertido en una suer te de David frente al poderoso y m ultim illona rio Goliat de la causa abortista. La im agen de David frente a Goliat es un sím bolo que posi blem ente le guste a Sarah; pero sus victorias —que ella no considera propias, sino de la cau sa—, aún le parecen insuficientes. «Me gustaría poder hacer m ás al respecto — dice Sarah—, pero es una em presa muy costo sa. Sin embargo, yo me reúno con las personas que puedo y que sé que pueden hacer algo para ayudar a que la verdad se conozca y propague», afirma. Así pues, la lucha sigue y, por suerte, no se trata de una lucha solitaria: Sarah y Betty ven que cada vez son más las personalidades, los individuos anónimos, los grupos, que se sienten
en la obligación de decir la verdad sobre el aborto y el derecho a la vida. Y Sarah se alegra y agradece a Dios el tener la oportunidad de encontrarse, en medio de la batalla, con grandes combatientes de la defensa de la vida, como la Madre Teresa de Calcuta. La carism ática religiosa, en efecto, mostró en una ocasión un gran interés por el testimo nio de la joven y de su madre, e incluso llegó a escribir una carta a Sarah diciéndole que espe raba que fuera a visitarla para trabajar juntas defendiendo la santidad de la vida del no naci do. Para Sarah, este breve mensaje de la religio sa fundadora de las Misioneras de la Caridad es mucho más que un trozo de papel: es un espal darazo que la anim a constantemente a seguir adelante con una misión que, en no pocas oca siones, se parece a arar en el desierto. Sin embargo, aunque su encuentro con grandes personalidades como la Madre Teresa la anime en su lucha, Sarah fija su atención en quien se ha convertido en su inseparable com pañera de batalla y su permanente punto de apoyo cotidiano, tanto en lo personal como en su vida pública: su madre. Expresando hasta qué punto ha logrado vi vir la reconciliación con su madre, tras los difí ciles años de la pubertad y la adolescencia, Sara dice hoy: «Simplemente la amo —y acom paña su afirmación con una cálida sonrisa de aprecio—. Ella siempre está aquí para mí, y ésa fue su preocupación desde que nací, y es lo que me ha permitido triunfar y salir adelante en la vida de la m anera como lo hago hoy», añade.
Unida a su madre, Sarah m ira firmemente hacia el horizonte de la misión, consciente de que aún puede avanzar en su vida personal para convertirse en un testim onio todavía más convincente. «Más de lo que yo pueda decir, quiero que mi vida sea un testim onio de aquellos que somos, de hecho, supervivientes de un aborto —señala Sarah—. Después de todo, somos mu cho más que sólo un “pedazo de carne" que va a ser exam inado en uno de esos fríos platos quirúrgicos. Así como los bebés todavía no na cidos que alguna vez todos fuimos, así estába mos nosotros (los supervivientes de un aborto): tibios, vivos; llenos de emociones, de esperanza y de sueños.» Sueños que en Sarah son cada vez m ás am biciosos, en el m ejor sentido del térm ino. Sue ños de un m undo en el que el derecho a la vida sea el prim ero, fundam ental e inviolable dere cho. «Quisiera tener el poder de hacer que todo niño concebido viviera para ver la luz del día, ya que todos tenem os m ucho que ofrecer al mundo», dice hoy, revelando uno de sus más caros anhelos. «Odio el aborto —dice S arah—. Pero creo firmemente que la m ayoría de las m ujeres que optan por el aborto no son asesinas; m ás bien ignoran lo que están haciendo en realidad.» «No existe un "derecho a elegir" cuando se trata del aborto —explica siem pre Sarah a cual quier público dispuesto a escuchar su testim o nio—. La elección de mi m adre casi fue mi con dena a la m uerte. Quiero que mi vida sirva de
testimonio para aquellos que son supervivien tes de un aborto, incluyendo a las madres —aña de—. Nosotros estamos vivos, llenos de emocio nes, esperanzas y sueños... y alguna vez fuimos pequeñas criaturas en el vientre materno», se ñala.
Una vida d u ra y en treg ad a Sarah tiene todavía mucho por delante, no sólo respecto de sus compromisos pro vida, sino también en el campo del sufrimiento personal —aún tiene pendientes más operaciones en la cadera— y de sus aspiraciones profesionales, siempre asociadas a su compromiso con la de fensa del no nacido. Aunque ya había ingresado en la Facultad de Medicina, ella no sabía qué tipo de doctora quería ser, hasta que, hace algunos años, viajó a Taiwan para el m atrim onio de su hermano, y allí la invitaron a presenciar una operación a corazón abierto. Esto la llevó a poner en cues tión su interés inicial por la pediatría —origi nado en su tierno am or por los niños— y a pensar seriam ente en la posibilidad de seguir cardiología, por la cercanía que esta especiali dad tiene con el misterio de preservar la vida humana. Lo más im portante, sin embargo, es que Sarah está decidida a luchar contra la anticul tura de la muerte, sea cual fuere el precio que tenga que pagar por ello. Está convencida de que es la misión para la que Dios la preservó,
al evitar su m uerte en el vientre m aterno, y quiere responder a ella con sencillez y sin mez quindades. Y en la vida reciente de Sarah no han falta do las pruebas. Por el contrario, ésta se ha visto m arcada por el sufrim iento, en especial en los últimos tiempos. A finales de 1998, la joven de bió someterse a una nueva intervención, poco después de retom ar, agotada, de una extensa gira internacional a favor de la vida. James T. Finn, el veterano de las luchas pro vida de Estados Unidos, am igo personal de la familia, y el hom bre que contribuyó de m anera decisiva a im pulsar la vocación de conferencis tas pro vida de Sarah y su m adre, sugería una form a de rem atar la historia de Sarah. «Quizá la m ejor m anera de abordar el final del capítulo sobre Sarah es decir algo como esto: quienes están involucrados en la lucha contra el aborto se ven frecuentem ente golpea dos por el dolor y la angustia a lo largo de m u chos años.» En efecto, en el m om ento de escribir este relato, Finn, que coordina las conferencias de Sarah y ha relatado su vida en la página web que m antiene (w w w .profile.com ), estaba preo cupado por las consecuencias de la operación núm ero 54 a la que había sido som etida Sarah, incluyendo dos reem plazos com pletos de cade ra en 1998, y que la habían dejado postrada por más de cinco meses a lo largo de 1999, obligán dola a posponer, no sólo num erosos com prom i sos pro vida, sino incluso sus planes respecto de sus estudios y de su noviazgo.
Finn, sin embargo, se muestra optimista. «¡Sarah es simplemente admirable! —dice—. Es probablemente la mujer más valiente que conozco, y, a pesar de lo difícil que ello puede ser, ha perdonado a sus padres por tratar de abortarla.» «Además, Sarah es una mujer de una gran determ inación con una gran capacidad de so brellevar el dolor —agrega el líder pro vida—. Durante cinco años la he visto soportar un enorme dolor físico y emocional para viajar y hablar públicam ente sobre cómo sobrevivió al aborto, para así advertir a otros sobre el mortal dolor del aborto.» En la intim idad, según Finn, Sarah ama mucho a Dios y tiene una intensa vida interior. «Ella sabe que Él le dio el gran don de la vida y por ello lo reconoce como una fuente de am or y de gracia en su vida.» De este am or proviene la convicción de Sa rah de que ha sido llam ada a una misión espe cial: la de ser testigo de la vida ante los demás, «incluso venciendo la tentación de llevar una vida privada, aceptando invitaciones para decir la verdad sobre el aborto», dice Finn. Sarah tam bién considera que es necesario alentar a la vida casta. Está convencida de que el mal del aborto no se puede disociar del sexo antes del m atrim onio y fuera de él, y que, por tanto, este mal, este hábito de la cultura actual debe ser denunciado, sin im portar cuán contra corriente sea. Por suerte, Sarah cuenta a su favor con una gran capacidad de convicción. «Cuando ella
habla, realmente cautiva a su público —dice Finn—. Sarah es bella, una belleza casi im pactante que atrae casi inm ediatam ente la atención, pero lo más im portante es que, cuan do se la escucha hablar, se com prende que tiene algo muy poderoso, algo muy profundo que decir.» En efecto, Sarah es una conferenciante con vincente, que habla con desenvoltura, sencillez y gran confianza. Pero Finn reconoce que no siempre fue así, y que esta capacidad evidencia las enormes cualidades de Sarah para adap tarse y aprender. «Estas características —expli ca el dirigente pro vida— han ido m ejorando con el tiempo y con la experiencia... y con la conciencia de la im portancia de su m ensaje, un mensaje de vida y m uerte, un m ensaje que pue de salvar vidas». ¿Cómo es Sarah en casa y con sus am i gos más cercanos? Finn destaca en ella su espí ritu alegre y su contagioso sentido del humor. «La seriedad de su m isión no hace de Sarah una m ujer seria; por el contrario, le encanta bromear, y sabe sacarle m ucho provecho a la agudeza m ental con que Dios la ha dotado», dice Finn. «Sarah puede ser m uy cautelosa y descon fiada al comienzo de una relación; pero, una vez ganada su confianza, es única, muy cómica a la vez que reflexiva, una persona, en suma, con una gran belleza interior.» «Encontrarme con Sarah es para mí una oca sión de mucha alegría —confiesa Finn, una de las personas que más conoce a esta sorprenden
te superviviente del aborto—. Por eso me apena tanto cuando pienso que el mundo perdió al hermano gemelo de Sarah y a millones de per sonas únicas y maravillosas, por culpa del abor to», concluye.
CAráULO TERCERO 0,
Y R A N K , UJVA SORPRESA \BORTO DE S U H E R M A N O
El santuario m ariano de Nuestra Señora de Es tados Unidos se eleva enorme y blanco en me dio de la llanura de Sacramento, en California, al noreste del corazón informático del mundo, la zona conocida como el Valle del Silicio o, simplemente, «Computerland», la tierra de los ordenadores. En medio del vasto llano rodeado de colinas, sus nítidas cúpulas y su campanario, su impre sionante torre rem atada con una enorme ima gen de la Virgen María hacen del gran templo m ariano el equivalente en el oeste del gran san tuario nacional de la Inmaculada Concepción en Washington D.C., la capital norteamericana. Entre ambos santuarios, sin embargo, existe una gran diferencia: m ientras que el de la In m aculada Concepción es una maciza realidad de granito, m árm ol y bronce que se eleva sobre una colina junto a la Universidad Católica de Estados Unidos y a pocos pasos de la sede del episcopado católico norteamericano, el santua rio de Nuestra Señora de Estados Unidos ape nas existe en los planos... y en la mente y la vo luntad de Audrey Frank, la «decana» de las supervivientes del aborto.
E n b u sca de A udrey «Yo soy una superviviente del aborto. Y ya no puedo perm anecer callada.» Con esta lacónica frase concluía el crudo testimonio de una anónim a superviviente del aborto que aparecía en la página web de la or ganización Priests for Life —Sacerdotes por la Vida—, dirigida por el padre Frank Pavone, en una sección dedicada a personas que han so brevivido a un aborto: allí están los testim onios de Gianna Jessen, Heidi H uffm an... y la enig m ática «Audrey». En efecto, a diferencia de los otros, que apa recen con fotografías y nom bres com pletos, el de «Audrey» es el único testim onio anónim o; el testimonio de una m ujer que sobrevivió al in tento de aborto de su m adre, m ucho antes que el aborto fuera legal en Estados Unidos. Es de cir, se trata de una m ujer m ayor que las jóvenes Heidi y Gianna. Más que el hecho de que el acto hubiera sido entonces un crim en —ya prescrito—, era la discreción y el tem or de ex poner a su m adre lo que llevaba a «Audrey» a proporcionar su testim onio sin su nom bre completo. «Es el seudónim o de u n a m ujer que prefiere no darse a conocer al público», explicaron en las oficinas de Priests for Life. Parecía, pues, imposible ponerse en com unicación con ella. No obstante, cuando el dinám ico y ubicuo padre Pavone se enteró de la idea de poner jun-
tos los testimonios de supervivientes del aborto, decidió prestar su apoyo al proyecto; y su entu siasmo fue un estímulo para solicitarle que hi ciera algo muy especial: dar con Audrey y pe dirle que aceptara darse a conocer y contar su testimonio completo a un público amplio. El padre Pavone aceptó involucrar a su equipo en la búsqueda de la superviviente del aborto, pero advirtió que no sería fácil: Audrey había cambiado de domicilio sin dejar rastros. El tiempo pasaba, y el equipo de Priests for Life m ultiplicaba llamadas para dar con ella... en vano. Hasta que un día sucedió lo inesperado: Au drey llamó cuando no había nadie en la oficina y dejó un mensaje en el contestador: «He sabi do que me están buscando. Pueden llamarme a...» y dejó señas claras de cómo encontrarla en su nueva residencia en Sacramento, California. Las llamadas al nuevo teléfono quedaban registradas en el contestador automático, hasta que, otra vez, Audrey llamó amablemente, y preguntó el motivo de la búsqueda. Enterada del proyecto, quien hasta entonces había preferido mantenerse en el anonimato aceptó la propuesta de darse a conocer y de com partir su testimonio completo, para gran sorpresa de todos. Audrey no era un seudónimo sino su nom bre de pila, nos informó; se trataba de Audrey Frank, una mujer superviviente de un aborto con una increíble historia que contar y que, a diferencia de Sarah Smith o Gianna Jessen, nunca había querido, hasta ahora, contar su
historia fuera del limitado público con que su actual trabajo pastoral la pone en contacto.
El «sueño am ericano» Los esposos Frank y Ana Kucharski, descendien tes de inmigrantes polacos, vivían en Trenton, en el estado de Nueva Jersey —muy cerca de la costa Atlántica— en el marco de ese bienestar mesocrático —el «sueño americano»— que les per mitía trabajar duro y vivir con las relativas como didades que se puede perm itir un padre blue collar (la denominación de «cuello azul» que se utiliza para referirse a un trabajador m anual que saca adelante una familia num erosa sin que la esposa tenga que dejar el hogar y los hijos). Ana, a los 39 años, se consideraba una mujer realizada en su vida familiar: sus cinco hijos ha bían salido todos de la «edad difícil» y llevaban vidas bien encaminadas. Dora, la mayor, y Elliott tenían 22 y 21 años, respectivamente, y ya estaban trabajando o siguiendo estudios supe riores; mientras que Eugene, Lean y Fred —Alfred, el m enor de todos—, de 20, 19 y 18 años, estaban ya encaminados respecto de sus intere ses y se preparaban para salir de la escuela. Ana consideraba que estaba cerca de concluir su ciclo de «madre», y que pronto podría dedi carse a disfrutar de aquellos años «en blanco» que transcurren entre el ser m adre y ser abuela. De pronto, sus planes se vieron interferidos por un suceso que Ana jam ás hubiera esperado: estaba em barazada. ¡A punto de cum plir 40!
Tras los primeros momentos de desconcier to, siguieron el temor y la duda... y para resol verlos decidió buscar consejo en sus amigas más cercanas. Una de ellas, la más influyente sobre su áni mo y ciertamente la más decidida, no se andu vo con rodeos: «Ana, tienes que olvidarte de esto», le dijo, y le propuso enfática e insistente mente, que debía hacerse un aborto —entonces ilegal en Estados Unidos— porque con cinco hijos ya mayores y a su edad, simplemente se vería «ridicula» con un nuevo bebé. Era 1952, 22 años antes que el Tribunal Su premo norteam ericano convirtiera el aborto en un derecho constitucional. Así pues, para evitar los riesgos legales de exponerse a buscar un médico dispuesto a practicar un aborto clan destino —de los que no faltaban—, la «amiga» le enseñó a Ana un método casero para que pu diera hacerlo en casa. Ana estaba temerosa e insegura. Por un lado, sus convicciones y su formación le decían que abortar estaba mal. Además, como madre de cinco hijos, no se imaginaba a sí misma como una de «esas» que abortan. Pero, por otro lado, un bebé no entraba en sus planes, y psico lógicamente consideraba que ya había conclui do con la exigente etapa de acompañar el creci miento de una criatura. El argumento del «ridículo» de una mujer mayor con un bebé no pesaba tanto, pero ciertamente se sumaba a la lista de argumentos a favor del aborto. Llevada por la inseguridad y la duda, Ana pospuso la decisión hasta que ya tenía tres me-
ses de em barazo. Entonces, la balanza en su m ente —presionada por las insistencias de su «amiga»— se inclinó contra la vida y a favor de la idea del aborto. Así, un día de junio, Ana se encerró con los «instrumentos» indicados por la am iga para acabar con su em barazo, en un baño de la casa que de pronto se le hizo enorm e y frío. Paradó jicamente, aquel día escogido por Ana para abortar era el cum pleaños de su hijo Elliott. En el día en que celebraba un año m ás de vida de uno de sus hijos, Ana decidía acabar con otro.
C onocer la v e rd a d A los ocho años, Audrey era una niña tranquila y relativamente norm al, aunque con algunos miedos secretos. Poco después de cum plir tres años, en 1955, su herm ano Elliott, entonces de 27 años, m urió trágicam ente. Pese al evidente dolor, la desaparición del querido herm ano m a yor no parecía haber dejado una secuela grave en la niña. Por el contrario, a esa edad, Audrey se m ostraba contenta con su cam bio de una es cuela pública a la escuela católica Saint Joan of Are, donde había conocido a nuevos amigos, y donde el am biente católico hacía todo m ás lle vadero y gentil. Sin embargo, pese al transcurso norm al de su vida en la m ayoría de los aspectos, una som bra alteraba su vida infantil: la pesadilla recu rrente de estar huyendo y no encontrar salida, excepto una, a través de una ventana. Pero en
esa ventana había un enorme cuchillo esperán dola y, pese a que su madre estaba cerca, no ha cía nada al respecto. Además de la pesadilla, Ana había notado que Audrey se resistía a dormir de otra forma que no fuera en posición fetal, hecha un ovillo en el extremo inferior de la cama, como si el le cho fuera un lugar peligroso o aguardara un pe ligro inminente. No importaba cómo la acosta ran ni cómo la dejaran durmiendo después de contarle los cuentos de cada noche: la pequeña Audrey siempre aparecía en la misma posición de defensa que tanto inquietaba a sus padres. «Nací prem aturam ente, un 21 de diciembre, cuando estaba previsto que naciera un 21 de enero; pero vine al mundo sin ningún problema físico. Físicamente fui siempre una persona sana y lo sigo siendo ahora —cuenta Audrey—. Creo que el daño fue más bien emocional, al ver a mi m adre sufrir tanto desde pequeña.» En efecto, Audrey no había conocido a la mujer jovial y enérgica de la que hablaban sus herm anos mayores. Para ella, su madre era una m ujer triste, que lloraba con frecuencia, por motivos que ella ignoraba. Y fue justam ente a los ocho años cuando Audrey, regresando un día de la escuela —esta ba en tercer grado— encontró en casa un clima serio, casi solemne. Sus padres estaban en la sala y le dijeron que tenían algo que contarle. Así recuerda Audrey ese duro y revelador momento. «Mis padres estaban allí sentados: me dije ron que tenían algo que contarme y que me ex
plicarían la razón de mis pesadillas y mi forma de dormir. Todos los días, cuando mi m adre iba a verme dormir, por m ucho que tratara de en derezarme o de ponerm e en el centro de la cama, siempre me encontraba acurrucada por la mañana. Decidió entonces decirm e lo que a ella la torturaba cada día, y especialm ente cada vez que me veía en esa posición: que ella había intentado abortarm e.» La niña apenas entendía lo que eso signifi caba. Comprendía, claro, que el aborto era m a tar a alguien pequeñito; pero m atar no era una idea asociada con lo que hace una m am á, y menos con sus hijos. Sin em bargo, a pesar del desconcierto, la pequeña Audrey decidió seguir escuchando, sobre todo porque entendía que lo que le estaban tratando de com unicar era más im portante para su m adre que para ella misma. «Luego —sigue Audrey—, mi m adre com en zó a contarm e la historia de su em barazo a los cuarenta años y lo que le dijo su am iga, des pués de que ella confesara su ho rro r frente a la idea de no poder "vivir la vida", hacer viajes, te ner un coche... y todas esas cosas. Me contó que le habían enseñado una técnica "vieja y se gura” y que el día 24 de junio, en el día del cumpleaños de mi herm ano mayor, ella abortó en un baño de la casa.» Hasta allí, Audrey difícilm ente podía com prender qué tenía que ver ella con la historia y qué relación tenía todo esto con su curiosa for ma de dorm ir y con las terribles pesadillas que la desvelaban con frecuencia. Pero decidió se-
guir escuchando el tenso relato que hacía su madre mientras su padre guardaba silencio. Mostrándole la palma de la mano, con un dedo nervioso Ana trazó ante los ojos asombra dos de la pequeña Audrey la forma perfecta del pequeño ser humano muerto que había tenido en sus manos cuando terminó el procedimiento del aborto aquel día en el baño de la casa. Se gún relató su madre, se trataba de un pequeño hijo varón que contempló en su mano, horrori zada, por un largo rato. «Fue muy traum ático para ella el haber sos tenido al bebé en la palma de su mano —cuen ta Audrey hoy, al retom ar la historia de aquel día en que supo la verdad—. «Aún recuerdo a mi m adre diciendo: "Sé que fue un varón por que era perfecto y estaba perfectamente bien formado." Y luego empezó a llorar y me dijo: “Yo no sabía que tú también estabas allí."» Ahora todo empezaba a aclararse. Ahí, en el vientre m aterno, donde las mamás llevan a los bebés hasta que nazcan, y de donde había saca do a aquel pequeñito que había contemplado muerto en su mano, tam bién había estado ella, librándose del mismo destino simplemente por que no sabían de su presencia. Como cuando se halla la pieza maestra de un rompecabezas, todo comenzaba ahora a ad quirir sentido en la mente de Audrey. Según confesaría Ana en más de una opor tunidad, aquel día, después de sostener al bebé m uerto y pasar por la angustia adicional de no saber qué hacer con él —¿como arrojar a la ba sura a un niño que ha sido reconocido, no sólo
como persona hum ana, sino como su propio hijo?—, cayó al piso del baño, y lloró y lloró. Ana no sabe cuánto tiem po estuvo allí llo rando, arrepentida; pero recuerda que final mente, seca ya de lágrimas, pidió perdón al bebé muerto, pidió luego perdón a Dios, y le rogó a Él que, como signo de su perdón, le die ra la oportunidad de quedar em barazada otra vez. Atrás quedaban sus proyectos de viajes y de «vivir la vida». Ahora sólo quería resarcirse y traer una nueva vida al m undo. «Ella había descubierto claram ente que lo que había elim inado con el aborto no era un “tejido”, como le habían dicho las am igas que le recom endaron el aborto —cuenta Audrey—. Sabía tam bién que nunca jam ás volvería a te ner un aborto. Pero no sabía que yo estaba por nacer», agrega. Pero Ana lo descubriría pronto. Prim ero se trataba de una sensación extraña. Luego los signos se hicieron inequívocos: a los seis meses de quedar em barazada y a los tres de haber abortado, el vientre le seguía abultando. Prim e ro a los suyos, y después a su médico, les dijo que estaba em barazada. El médico, enterado del aborto, le dijo que eso era imposible, que estaba «histéricamente embarazada» por efecto del traum a producido por el aborto; si ella m isma había visto el feto, ¿cómo podría seguir em barazada? En la imagi nación del doctor no entraba la idea de que pu diera tratarse de mellizos, y m ucho menos de que uno de ellos hubiera sobrevivido al aborto. Ana confió inicialmente en la opinión del médi
co, pese a que contradecía en todo su vasta ex periencia de embarazada. Así, el 8 de septiembre, celebrando el cum pleaños del segundo hermano varón, Audrey se dejó sentir por primera vez dentro del vientre de Ana con un evidente y brusco movimiento. Ana no tenía duda alguna. Fue entonces al doc tor, pero esta vez no para consultarlo, sino di rectamente para informarle que se trataba de lo que él consideraba imposible, porque ni los em barazos histéricos ni los tumores saltan. «Sé que estoy embarazada», insistió Ana, que, ade más, se había hecho un test de embarazo que había resultado positivo. El médico decidió finalmente tomarse la cosa en serio y descubrió que, en efecto, dentro del vientre había latidos independientes. El doctor trató de justificarse, explicando que era un caso extremadamente extraño, ya que ella, al abortar, había perdido buena parte de la pla centa, lo cual volvía «médicamente imposible» que otro bebé no detectado, un gemelo, pudiera sobrevivir en el vientre materno. Audrey conoció todo este episodio, con mu chos detalles, aquella tarde en que, a los ocho años y volviendo del colegio, su madre había de cidido contarle la verdad sobre su nacimiento. «Cuando mamá terminó el relato —recuer da hoy Audrey— estaba triste y llorando. Me pi dió que la perdonara y yo le dije que sí, que la perdonaba. Dijo que me amaba y que lo sen tía mucho. Yo sólo dije: "Sí, está bien, te per dono."» «Yo era apenas una niña de ocho años que
llegaba a casa, camino a su habitación, y por eso no entendía todo lo que me decían, pero sí recuerdo haberle dicho a mi madre: "Estoy aquí y me amas." Y ella me dijo: "Sí, te amo. Desde el m om ento en que supe que estabas allí te amé."» Audrey reflexiona hoy diciendo que, para la m ente de una pequeña niña de ocho años, el saberse am ada por su m adre, a pesar de la terrible y compleja historia, era m ás que suficiente para dejarla tranquila. Pero el episodio no term inó allí. «Cuando estaba cruzando el pasillo para ir a mi cuarto, y m ientras mi m adre lloraba en la sala, mi padre me detuvo y me dijo susurrando: "Tú sabes, yo no lo hice."» Frente al dolor de la madre, el padre estaba tratando de tom ar dis tancia y declararse inocente ante la hija. Con su corta edad, Audrey no com prendería tal vez todo lo im plicado, pero sin duda perci bió la deslealtad de ese gesto. «Y en ese m o mento —cuenta— me di vuelta para m irarlo y pensé que por fin com prendía realm ente toda la historia. Con ocho años no tenía reproches ni malos sentim ientos contra nadie; pero, al es cuchar a mi padre susurrándom e aquello y tra tando de quitarse toda la culpa, m ientras mi m adre lloraba en la sala, lo m iré directam ente a los ojos y le dije: "Se supone que tú tendrías que haberla am ado lo suficiente para que se sintiera segura de tenerm e." Entonces, me di la vuelta y me dirigí a mi habitación», dejando atrás a un paralizado —y aleccionado— padre. «Recuerdo que, cuando term iné de hablarle, y a pesar de mis ocho años, tuve claro que le
había dado una lección necesaria», dice Audrey, sin som bra alguna de rencor hacia cualquiera de sus progenitores.
El d ra m a co n tin ú a «De cualquier m anera —recuerda Audrey con claridad—, yo estaba convencida de que ése era mi secreto, un verdadero secreto que se guarda. Sólo papá, m am á y yo sabíamos sobre esto; ni siquiera lo sabían mis hermanos. O sea, que era una especie de "secreto de familia", pero no de toda la familia, porque ninguno de mis her manos estaba enterado de esta historia», dice Audrey. La niña, sin embargo, se hizo algunas falsas expectativas. Puesto que su madre le había con fesado la razón de sus pesadillas y su curiosa postura al dormir, y había liberado también su sentim iento de culpa, para concluir con una m utua reafirm ación de amor, había tenido la esperanza de que las cosas cambiarían para bien, tal como se solucionan las cosas en los cuentos infantiles. Pero a la pequeña Audrey le esperaban to davía nuevas y duras pruebas en el camino. «No pasó mucho antes que me diera cuenta de que las cosas no mejorarían como yo espera ba», cuenta. En efecto, aunque las pesadillas se volvían cada vez menos frecuentes y algunos de sus miedos infantiles desaparecían, los ata ques nerviosos de su madre, que no por casuali dad se agudizaban en intensidad y frecuencia
en los meses que corrían entre la fecha del aborto y la del nacim iento de Audrey, no pare cían acabar. Por el contrario. Las crisis nerviosas de Ana se increm entaron y, con el paso del tiempo, lle garon en algunas ocasiones a puntos tan críti cos de depresión que en varias oportunidades —a veces más de una vez al año— debió ser in ternada en el hospital m ental del estado, ya que los Kucharski no podían perm itirse un hospital psiquiátrico privado, donde tal vez la hubieran atendido con m ás esmero. En el hospital m ental estatal, en cam bio, se lim itaban a controlar tem poralm ente sus de presiones con m edicación, hasta que se sintiera lo suficientem ente «sana» para volver a su casa... a esperar una nueva recaída. El retorno de Ana al hospital psiquiátrico llenaba a la fa milia de una sensación de inestabilidad. Y, a su regreso, Audrey se sentía invadida por el tem or y la duda de cuándo su m am á volvería a «po nerse malita» y a desaparecer. Para Audrey, la hospitalización de su m adre era en cierta form a un alivio, porque sabía que, aunque tem poralm ente, «m am á volvería m e jor». Lo que la angustiaba era el cuadro que an tecedía a su intem am iento: los llantos, los ge midos, las quejas. Un cuadro que resultaba inexplicable para ella. Con el tiempo, y por boca de su propia m a dre, Audrey sabría que en el centro m ismo de la depresión de Ana se encontraba un terrible sen timiento de culpa por el hecho de haber aborta do a su bebé.
En cada intemamiento en el hospital, Ana y sus familiares reclamaban siempre lo mismo: que de alguna manera la curasen de la culpa. Los psiquiatras de entonces recurrieron a métodos espeluznantes que hoy serían considerados casi criminales: sobredosis de sedantes y electrochoques con la esperanza de procurarle el «olvido» de los recuerdos que le producían el sentimiento de culpa, y hasta sermones en los que le repetían que el aborto había sido como un cáncer o como cualquier «enfermedad» y que, por tanto, no ha bía motivos para que se sintiera culpable. «Mi madre sufría terriblemente con estas explicaciones, porque sabía que el aborto había estado mal, aunque su sentimiento de culpa fuera una reacción extrema» —relata Audrey—. Aún recuerdo a mi madre diciéndome: "No puedo creer que digan eso. Yo sé lo que estuvo mal, y siempre te he querido, desde el momen to en que le pregunté a Dios si iba a poder que dar em barazada de nuevo y tener un bebé, sin saber todavía que te llevaba en el vientre.”» «Cualquier terapia de salud mental que los psiquiatras del hospital estatal ensayaban para ayudarla a superar la culpa, fracasaba —cuenta Audrey—. El problema siempre seguía allí. Y, aunque puedo decir con certeza que Dios tuvo misericordia de ella, porque nunca se quebró totalmente, durante muchos años estuvimos entrando y saliendo del hospital mental», dice Audrey, recordando con evidente dolor aquella larga época de incertidumbre que marcaría irremediablemente a toda la familia, casi hasta el momento mismo del fallecimiento de Ana.
Años después, gracias a su m inisterio a favor de las mujeres em barazadas abandonadas y de las mujeres que han abortado, Audrey descubri ría que lo que durante todos aquellos años ha bía torturado a su m adre no era otra cosa que lo que los psiquiatras llam an hoy PAS, el aséptico acrónimo inglés del síndrom e postaborto. «De haberlo conocido entonces —dice Au drey—, hubiéram os caído inm ediatam ente en la cuenta, pues el caso de mi m adre m ostraba todos los síntom as típicos: un profundo senti miento de culpa, una gran tristeza y el carácter cíclico de los episodios, siem pre asociados a fe chas específicas relacionadas con la decisión y el acto del aborto.» En efecto, las recaídas de Ana estaban in creíblemente ligadas a estas fechas: el m alestar com enzaba siem pre en junio, en plena prim a vera —es decir, cuando los episodios de depre sión, según las estadísticas, suelen ser menos frecuentes— y estallaba casi infaliblem ente en un cuadro claro de depresión el 24 de junio, el día en que ella había abortado al bebé, día tam bién del cum pleaños de su hijo. Luego, hacia julio o agosto, llegaba a su punto más bajo —cuando era habitual tener que recurrir al hospital psiquiátrico— y se vol vía a recuperar en septiem bre, cuando com en zaba el otoño y cuando, según las estadísticas, el índice de depresiones en la población au menta hasta llegar a su m áximo pico hacia el principio de la estación del invierno. Ni el cli ma, ni el cambio de las estaciones, por tanto, podían ser la causa de la depresión de Ana.
El p o rq u é del sufrim iento Curiosamente, en medio de este cuadro de su frimiento, que no dejaba de tener un impacto significativo en una niña que lo veía producirse y repetirse desde que contaba tres años, Audrey siempre se sintió protegida, más espectadora que protagonista de este drama que afectaba, sin duda, a toda la familia. La niña, en efecto, se sentía permanente mente protegida del dolor por sus hermanos mayores. Esta misma cálida protección le per mitió incluso sobrellevar una tragedia que gol pearía a la familia, y que sin duda agravó aún más el sentimiento de culpa y las recurrentes depresiones de Ana. Elliott, el mayor de los her manos varones, se encontraba trabajando como electricista el día de su cumpleaños, el 24 de ju nio —el mismo día del aniversario del aborto realizado por Ana—, cuando una violenta des carga eléctrica acabó con su vida. La terrible noticia, llevada a casa cuando todos prepara ban la fiesta de cumpleaños, el desgarrador ve latorio y el dramático entierro son como piezas sueltas de un rompecabezas en la memoria de Audrey. Sin embargo, lo que sí recuerda muy bien es que la desgracia, que aumentó el senti miento de culpa de su madre, no la golpeó como habría sido previsible, gracias al cariño protector que desplegaban sobre ella, no sólo sus hermanos mayores, sino también parientes y amigos cercanos de la familia.
Aunque Ana com prendía racionalm ente que no había relación alguna entre su aborto y la m uerte del hijo varón mayor, cuando se encon traba en su profundo estado de depresión le era imposible distinguir la verdad de la idea subje tiva que la hacía sentirse culpable de todo lo que pasaba de malo en la familia. Y el hecho de que el cum pleaños y el día de la m uerte de aquel hijo m ayor coincidieran con la fecha del aborto del últim o varón era una asociación de masiado estrecha para que las ideas irraciona les que alim entaban su depresión la pasaran por alto. ¿Cómo im pactaban todos estos aconteci mientos en la pequeña Audrey? «En la m edida en que iba haciéndom e ma yor, me cuestionaba siem pre por qué mi herm a no había m uerto ese día, po r qué todo ese sufri miento. No lo hacía en tono de reclam o, sino que me preguntaba por qué coincidían las co sas, como la fecha del aborto y la de la m uerte de mi hermano. En el fondo —dice Audrey— me preguntaba qué quería Dios de todo esto.» «La m uerte de mi herm ano fue uno de los golpes más fuertes que mi m adre tuvo en su vida, y no sé si ella alguna vez se recobró de eso —dice Audrey; pero aclara que, en su caso, el dolor llegaba muy m itigado—. Creo que, como yo era pequeña, m ucha gente, desde mis her manos y herm anas mayores hasta las personas cercanas al hogar, se preocupaban m ucho por mí, porque suponían que mi m adre tenía pro blemas emocionales y no siem pre podía darme el apoyo que una niña espera. Así que en todo
momento estuve muy protegida, sintiéndome siempre cuidada y querida.» Pero Ana también hizo lo suyo. En los mo mentos de claridad, con gran ternura le repetía a la pequeña Audrey que, todo dolor que tuvie ra, toda duda o todo secreto que contar, se lo confiara al único amigo que nunca le fallaría: Jesús. De esta forma, la madre educaba a la pe queña en el am or a Dios, en la práctica religio sa y en los criterios sobrenaturales que serían decisivos en su vida adulta para sobrellevar di ficultades y mantenerse firme en sus principios. «Así, gracias a esta enseñanza de mi madre que asimilé desde pequeña —cuenta Audrey—, todos los días le contaba mis problemas a Jesús y oraba. Y fue gracias a esta oración, a estas conversaciones con Dios, como aprendí a en tender que mi madre, verdaderamente, no era aquella que estaba ahí, sufriendo por todas esas drogas y cosas por las que pasaba cuando tenía uno de sus episodios depresivos. Ésa no era mi madre; la que estaba allí durante esas crisis no era la que yo conocía, tierna, paciente y siem pre atenta a nosotros», agrega. Rápidamente «aprendí a diferenciar su en fermedad y todas esas cosas que le hacían daño, de lo que de verdad era mi madre —dice Audrey—. Yo comprendía con toda claridad que ella sufría profundamente por todos estos episodios y las medicinas que le daban; pero también podía distinguir y recordar la verdade ra personalidad de mi madre». «Esta distinción sería fundamental para mi vida —explica Audrey—, y la logré gracias a la
cercanía a Jesús que mi m adre me había incul cado con tanto afecto. Estoy convencida de que fue esta cercanía a Jesús lo que me rescató tem pranam ente de caer en la tristeza», señala. Tras la prim era com unión y a lo largo de su adolescencia, Audrey tom ó la costum bre de ir a misa todos los días. «Era un hábito que me gus taba mucho; no me sentía nunca forzada ni nada. Además, el contacto con la parroquia me permitió conocer personas católicas maravillo sas que me perm itieron en trar en sus hogares y formar parte de sus familias, de tal m anera que, cuando m am á estaba ausente, yo siempre tenía dónde estar, porque me acogían con mu cho cariño y con toda naturalidad.» Audrey recuerda que, en m edio de un barrio caracterizado por relaciones de distante cordia lidad, superficialidad y, en ocasiones, de des confianza, estas familias católicas que la aco gieron le perm itieron crecer y desenvolverse en un clima en el que podía com partir las peque ñas intim idades de su vida sin tem or a ser re chazada o a ser considerada «extraña» por tener una m adre internada en un hospital mental. Además, los episodios de depresión de su madre no alteraban la respuesta, siem pre repe tida por Ana, a la pregunta de Audrey: «¿Me amas ahora?»: «Sí, desde el m om ento en que supe que estabas ahí, te amé.» «Para un niño, saber eso es suficiente. Un niño no entra en grandes detalles. Lo fundam ental para mí era saber que me amaban», dice Audrey, recordan do las múltiples expresiones de am or que su
madre le daba permanentemente, incluso en sus difíciles períodos de tristeza y sufrimiento, despejando así toda duda sobre la veracidad de la respuesta m aterna a su martillante pregunta: «¿Me amas ahora?»
C om prender el m ilagro Ya de adolescente, mientras los episodios de de presión de Ana se seguían sucediendo con una agobiante periodicidad, Audrey comenzó a com prender los detalles científicos de lo que había significado su supervivencia. Cuando se encontraba en la escuela católica de Saint Anthony, donde estudió parte de la se cundaria, Audrey se dedicó a estudiar y apren der sobre el misterio de la vida del no nacido en el vientre materno. En ese proceso de aprendi zaje, obviamente marcado por un interés perso nal en el tema, Audrey quedó sorprendida al com prender el milagro implicado en su propio nacimiento. «Analizando los datos científicos, com prendí que, antes de que mi madre me co nociera, hubo una mano que ya me había salva do. Y ésa tuvo que ser la mano de Dios», dice Audrey, al explicar que es prácticamente impo sible que una m ujer pueda realizar un aborto «a medias». En efecto, el tejido mucoso de la placenta protege al niño no nacido contra los males y enfermedades y lo mantiene sujeto al útero de la madre. «Lo extraño es que, al abortar a mi hermano mellizo, mi madre perdió buena parte
del tejido de la placenta, lo que hacía casi im posible que yo pudiera sobrevivir y desarrollar me. Esto es verdaderam ente un milagro», dice hoy Audrey. «No entiendo cómo los médicos, cuando les explico mi nacimiento y mi supervivencia a un aborto, se quedan tan tranquilos y dicen sim plemente que "eso es imposible"», reflexiona hoy Audrey, rebelándose en cierta m anera ante la fría ceguera de los profesionales de la medi cina, que son incapaces de hacerse más pregun tas de fondo respecto de la vida frente al hecho contundente de la supervivencia de Audrey y de su propio nacimiento sin defectos. «Sé que es imposible, pero entonces, ¿cómo se explican un hecho tan evidente como que estoy aquí?», pre gunta. «Sé que es un milagro que Dios me haya salvado —dice Audrey—; desde joven yo había comprendido que Dios me había salvado para un objetivo, para un propósito particular e im portante», agrega. Este sentido de propósito, de misión, se agudizaría en Audrey con la com prensión cada vez más m adura del sufrim iento de su m adre y con el paulatino conocimiento de las causas que lo producían. En efecto, conforme crecía y aum entaba su conciencia, Audrey comenzó a seguir más de cerca los sufrimientos de su madre, sus episo dios de depresión y los tratam ientos diversos —y cuestionables— a que era sometida. De esta manera, casi sin quererlo, Audrey se fue familiarizando con el sufrimiento de su ma
dre, preparándose para comprender el poder de destrucción psicológica del crimen del aborto, aunque aquélla no se presente de la misma ma nera en todos los casos. «Ya de adolescente, cuando mi madre iba al hospital para sus terapias de electrochoque, el doctor le dio un medicamento revolucionario», cuenta Audrey. Sin embargo, la droga supuesta mente milagrosa no funcionó como se espera ba, y com enzaron entonces los temibles experi mentos con mezclas de drogas. «Recuerdo que una vez le dieron 24 tipos distintos de medicamentos. Se trataba de un grupo de drogas muy fuertes. A veces, ella no podía dorm ir en las noches, y a veces lo único que podía hacer era dormir, porque todas las drogas estaban interactuando al mismo tiem po», cuenta hoy Audrey, trayendo a la memoria el dolor que ella misma experimentaba al ver a su m adre sometida a un tratam iento químico que no sólo no la curaba, sino que, por momen tos, parecía hacerla sufrir aún más, haciendo tangible realidad aquel dicho de que «la medi cina resultó peor que la enfermedad». Audrey examinaba las causas y seguía de cerca el caso de su madre, procurando ser clara y objetiva, pero no lograba comprender la fuen te de todo este sufrimiento de su madre. Por su puesto, sabía que tenía que ver con el drama del aborto, pero por su cabeza no pasaba la idea de que Ana fuera víctima de un síndrome exclusivamente originado en el aborto. Como algunos médicos le señalarían más tarde, el sín drome específico del PAS había encontrado tal
vez en su madre una naturaleza más frágil y propensa a sus peores consecuencias; pero lo que a Audrey le quedaba claro era que su ma dre no tenía más razones para caer en ese esta do que el hecho del aborto y el dolor que éste le había generado. Para com prender m ejor esta realidad, que le tomaría mucho tiempo desvelar por completo, Audrey decidió tratar de profundizar en los ma les psíquicos, y se dedicó a hacer todos los cur sos de psicología que tenía al alcance. Pero, mientras era joven, el dolor de su m adre seguía siendo un misterio incom prensible e inexplica ble para el conocimiento entonces disponible. Anhelante siempre de poder com prender la causa del sufrim iento de su m adre, con la espe ranza de contribuir a su solución —y a preve nirlo en otras mujeres—, Audrey, años después, ya casada y con hijos, decidió enfrentar am oro samente a su m adre para que le explicara la fuente de su depresión con sus propias pala bras, algo que siempre se había resistido a ha cer. Así, un día, tres meses antes que su m adre muriera —y sin saber que su m uerte se encon traba próxima—, y después que Ana había su frido una sesión de choques eléctricos sin anes tesia y se encontraba bajo el efecto de las drogas, Audrey decidió m irar el dolor a la cara. «Miré a mi m adre directam ente a los ojos, pude ver que la tenían bajo el efecto de las drogas, pero que podía com prenderm e claram ente. Y entonces le pregunté directam ente: »¿Por qué todo este sufrim iento? ¿Por qué siempre estás sufriendo tanto? No im porta lo
que haya pasado; yo puedo tratar de ayudarte si me explicas por qué todo este dolor y por tanto tiempo. »—Porque no puedo confiar en mí misma —contestó la m adre sin casi dudarlo—. Maté a mi hijo más pequeño, y tres años después mi hijo mayor murió. Es culpa mía que mi hijo más pequeño y que mi hijo mayor murieran. Entonces, ¿cómo puedo tener confianza o creer en mí misma?» Audrey cuenta hoy que en ese momento vino a su mente un dato histórico importante, que hasta entonces no había relacionado con la enferm edad de su madre: alguna vez, ésta le ha bía contado que su m adre —la abuela m aterna de Audrey— le había confesado haber abortado nueve veces, algo que a Ana la había horroriza do profundam ente desde el mom ento mismo en que lo había sabido. Audrey comprendió que, al haber hecho Ana precisam ente aquello que más criticaba de su propia madre, se había convertido ella m ism a en un sujeto desprecia ble, m erecedora de más reproches que su m a dre, puesto que había hecho algo que ella mis ma denunciaba y ante lo cual siempre se había horrorizado. «Comprendí que mi m adre sufría sobre todo por odiarse a sí m isma —dice Audrey, re cordando aquel m om ento de esclarecimiento—. Le dije que era difícil creer que Dios pudiera perdonarla si ella no podía perdonarse a sí mis ma. Y le dije que Dios la había perdonado y que el signo elocuente de ese perdón era el hecho de que había perm anecido em barazada de mí,
y que ése había sido el milagro más claro y más elocuente. »—Jesús puede perdonarte. Te ha perdona do cada vez que te has confesado, y sé que Dios te perdonó porque yo, al final, pude nacer —dijo Audrey a su madre, en aquella conversación de mujer a mujer.» «Tengo la certeza de que, finalm ente, mamá aceptó que Dios la había perdonado», cuenta Audrey hoy, transm itiendo una auténtica y se rena certeza de la reconciliación final de Ana consigo misma y con Dios. En efecto, poco antes de morir, Ana acogió el mensaje de reconciliación al que la invitaba su hija m enor y le confesó que se sentía «tan feliz como la novia que sale al encuentro del novio». Ana Kucharski m urió en paz cuando tenía 64 años, el 7 de julio de 1978.
La m isión Si desde joven Audrey com prendió que tenía la misión de aliviar el sufrim iento de m ujeres ten tadas de abortar o que habían abortado, esta comprensión m adura del sentim iento de culpa de su m adre le dio una pista más clara aún de lo que debía hacer de su vida: ser un instru mento de reconciliación para ayudar a recupe rarse a las mujeres víctimas de un aborto. Muy joven aún, Audrey había conocido a Mark Frank, con quien se casó cuando tenía 20 años, en 1972.
Cómo conoció a su esposo es una historia típicamente norteamericana. Se trató de lo que en Estados Unidos se conoce como una «cita a ciegas»: ninguno de los dos conoce a la persona que va a encontrar, más que por referencias de un tercero que hace de intermediario. Esto no era muy común entonces, y menos en los círcu los algo convencionales que Audrey frecuenta ba. Pero así fue. «Mi mejor amiga me pidió que la reem plazara con su mejor amigo para que ella pudiera salir con un chico que le inte resaba —cuenta Audrey—. Esto fue en la fiesta de San Valentín —el día de los enamorados— en 1969. Al principio la idea no me gustaba y me resistí; pero ella insistió y finalmente tuve que aceptar... ¡Era mi mejor amiga! —explica Audrey—. «Así conocí a Mark, y me casé el 25 de febrero de 1972.» Mark no era católico, pero era una persona recta, y Audrey estaba convencida de que él iría encontrando su propio camino por sus propios medios. Y así fue. «Mi esposo se convirtió al ca tolicismo cuando nació nuestro prim er hijo y se bautizó en 1979.» Ambos se habían conocido en el sur de Cali fornia; pero, cuando Mark ingresó en la Fuerza Aérea tuvieron que mudarse al norte del estado. En 1979, después de la muerte de la madre de Audrey, los Frank se mudaron a Washington; más tarde, en 1983, volvieron al norte de Cali fornia, donde residen ahora. Así, a su deseo de defender la vida se sumó la invalorable experiencia de la familia y la ma ternidad, una experiencia que le permitió com-
prender aún más de cerca el m isterio de la vida hum ana como don gratuito que el hom bre no puede elim inar ni mancillar. Gracias al apoyo de su esposo, su vida ma trimonial y su com prom iso pro vida corrieron juntos desde el prim er m om ento. Pero, para Audrey, el apostolado pro vida tenía una carga especial, la m isma carga que transm itiría en el testimonio de aquella página de Internet firm a da solamente con su nom bre: la urgencia por decir la verdad, por no guardar m ás silencio frente a las m entiras del aborto. Esta urgencia específica —anunciar la ver dad sobre la vida como superviviente del abor to— marcó su apostolado desde el prim er m o mento. «Desde el principio —relata Audrey— me di cuenta de que el peor error, la tragedia más grande, es m antener en silencio el dram a del aborto y las terribles consecuencias que tie ne, no sólo sobre el no nacido que es asesinado, sino sobre la m ism a mujer», a quien ella consi dera como la prim era víctim a después del niño asesinado, pese a la propaganda fem inista que presenta al aborto como una «conquista» y un logro decisivo a favor de la «liberación» de la mujer. Muchas veces, según Audrey, se com ete el error de ocultar el hecho real de que el aborto es un episodio traum ático para la mujer, y se cree que la m ejor m anera de enfrentarlo es olvi dándolo, ocultándolo o m inim izándolo. «Yo he sido testigo y, en cierto sentido, víctima de esta visión. Tuve la suerte de escuchar de mi m adre que ella me am aba, pero m uchos niños que sa
ben de abortos de sus madres se preguntan si ellos son queridos, si no están aquí por casua lidad, y esa pregunta sigue persiguiéndolos», explica, al describir una de las numerosas e impredecibles consecuencias psicológicas y afectivas que produce el aborto, no sólo en la persona que lo realiza, sino en las que la ro dean. «El aborto —añade— envenena así todo el entorno.» «Hoy en día, en vez de que las mujeres en frenten el conocimiento y la conciencia de que han hecho algo malo cuando abortan, se las in duce a pensar que nada ha pasado», dice Au drey. Con respecto a este ocultamiento de la verdad, ella opina que la actitud de negación es tan peligrosa y absurda como cubrir con una tela elegante una horrible herida: ocultarla a la vista no cambia el hecho de que la herida supu ra y se agrava mientras no se cura. El desafío, por tanto, es limpiar y sanar la herida total mente; pero para ello hay que retirar el manto de la mentira. Y lo más dramático para Audrey es descu brir que muchas veces, quienes más se esmeran para ocultar la verdad sobre el aborto y sus consecuencias son justam ente quienes más res ponsabilidad tienen en descubrir y curar la herida: los profesionales de la salud física y mental. Al respecto, Audrey relata algunas de sus frustrantes experiencias en este campo. «Yo he hablado sobre mi caso con muchos médicos y profesionales de la salud que son partidarios del aborto. Lo curioso es que habitualmente pa-
recían ponerse muy molestos con lo que les contaba, pues implicaba, evidentemente, que abortar era acabar con una vida. "Es imposible. No hay m anera de que tú puedas estar aquí. ¿Cómo hizo tu m adre para hacer crecer otra placenta? ¿Por qué no fuiste tú tam bién sacada fuera?", son algunas de las preguntas que he debido soportar», añade. Audrey no sabe si estas preguntas pretenden implicar que ella m iente al relatar su historia y que lo que cuenta nunca pasó, o si sim plemente son producto de la sorpresa y, por tanto, una reacción de defensa para enfrentar una reali dad que les resulta sum am ente molesta. «Yo no sé m ucho de esas cosas por las que preguntan estos médicos, pero si sé que Dios me salvó por alguna razón y para algo en espe cial —dice Audrey—. Usualm ente esas personas se molestan porque no quieren creer que ese pequeño bebé estaba realm ente vivo. Quisieran que fuera otra cosa, que fuera aquello que sue len repetir, puro "tejido", una "masa informe", cualquier cosa menos adm itir que se trata de un ser hum ano que m erece vivir y que tiene dignidad propia», agrega. Por ello, Audrey está convencida de que su misión, para la que fue preservada por Dios aquel día de junio en que su m adre decidió abortar, es decir la verdad sobre la vida y sobre lo que implica el aborto, especialm ente tras descubrir que no sólo se oculta o se silencia la verdad, sino que se difunde la m entira a los cuatro vientos, presentándola como si fuera la verdad.
«Tengo ahora 46 años, y continúo recogien do manuales médicos en los que los doctores y enfermeras “explican" un aborto. Todos hablan de “libertad de vida" y “libertad de elección", pero ninguno de ellos menciona siquiera el sín drome postaborto —dice Audrey—. No hablan de lo que el aborto hace, no sólo al niño muer to, sino a la mujer», agrega con energía. «Es curioso. Para justificar el aborto, expli can que el em barazo hace a la mujer sentirse frágil, insegura, frustrada o engañada, y propo nen el aborto como una “solución" a estos pro blemas, sin indicar que después todo será toda vía peor», dice. ¿Y cómo explican estos médicos el senti miento de culpa o los fenómenos psicológicos que sufre la m ujer después del aborto? ¿Cómo explicaría, por ejemplo, uno de estos doctores lo que sufrió Ana, la madre de Audrey, desde el m omento en que consumó el aborto? «La explicación que dan es increíble —res ponde Audrey a la pregunta—. Dicen que la cul pa está en que la mujer se ha formado en una “religión represiva" y que, si no fuera por la re ligión, no tendría sentimiento de culpa ni sería una persona emocionalmente débil.» Y, como ejemplo contundente, toma un do cumento que tiene al alcance de la mano, con pasajes claramente subrayados. Se trata del Manual de anticoncepción para el personal sanitario », de la Pathfinder Founda tion, uno de los principales promotores del aborto en Estados Unidos y en el mundo. El do cumento dice textualmente, en su capítulo refe
rido a las «Técnicas de asesoram iento y comu nicación»: El asesoram iento es un p roceso progresivo que com ienza con la indagación y expresión de los sentim ientos de la p aciente respecto a una situación problem ática determ inada. La meta principal de todo asesoram iento es facilitar que la paciente tom e una d ecisión apropiada, para lo cual se procurará dism inuir la ansiedad, pro porcionar apoyo, inform ar sobre las alternati vas, y ayudar a poner en práctica la acción elegi da. Un buen consejero se concentra en las circunstancias, los h ech os y las em o cio n es aso ciadas con el problem a de la paciente. Los cuatro sen tim ien tos m ás co m u n es que surgen durante el asesoram ien to son la culpa, el temor, la am bivalencia y la ira, que pasan a ser los obstáculos prim ordiales. Los dos prim eros —culpa y tem or— deben superarse al com ienzo para que la paciente se sienta tranquila al co n si derar el tem a de la «planificación fam iliar». Una vez que se ha llegado a la etapa de tom ar deci siones, la am bivalencia y la ira pasan a ser los obstáculos prim ordiales. La culpa se m anifiesta com ú n m en te en el asesoram iento sobre plan ificación familiar. La tarea del asesor consiste en descubrir por qué la paciente se siente culpable, y luego ayudarla a situar esos sentim ientos en su debida perspecti va. [Y aquí viene la parte que Audrey ha destaca do para explicar a qué se refiere]: Por ejemplo, tal vez su fam ilia o su religión le han inculcado la idea de que el em barazo no se debe evitar. El sen tim iento de culpa puede reducirse si la paciente se da cuenta de que sus verdaderos sentim ientos
no se corresponden con las actitudes que res ponden a influencias externas. La resolución del sentim iento de culpa es una fase clave en la pre paración de la mujer para una decisión anticon ceptiva.
Para Audrey, echarle la culpa a la religión por los sentimientos de culpa es un recurso tan frecuente como falso. «Mi madre no era una persona emocionalmente débil; ella crió cinco niños a pesar de su depresión —responde a este discutible argumento—. Y, pese a su estado de presivo, era capaz de ocultar lo ocurrido, aun que tenía total conciencia de lo que había he cho. Cuando tuvo a ese pequeño bebé en sus manos se dio cuenta de que había hecho algo malo en sí mismo, y no sólo porque lo decía su religión», explica Audrey.
C om batir la farsa Cuando Audrey se familiarizó con la forma en que la propaganda abortista, no sólo pasa por alto, sino que oculta deliberadamente el síndro me postaborto y, en general, las consecuencias del aborto sobre niños y mujeres, se terminó de convencer de que una parte fundamental del ministerio a favor de la vida hum ana era preci samente un trabajo sistemático para difundir la verdad sobre el aborto. «Decidí entonces que toda esta realidad no puede permanecer más en silencio», dice Au drey. Y a esa etapa de decisión corresponde el
enérgico manifiesto publicado por Priests for Life que nos llevó a ella. El manifiesto, en efec to, es el más doloroso de todos porque, en vez de destacar el hecho de la vida preservada mila grosamente, se concentra en el terrible sufri miento de su m adre y en los horrores sufridos a consecuencia del aborto y del síndrom e que éste le produjo, lo cual transform ó su vida en un verdadero calvario y alteró la existencia de cuantos la rodeaban. El testimonio, pensó entonces, no necesita ba una firma ni un nom bre completo, pues no quería atraer la atención sobre ella, sino sobre el drama sufrido por su m adre com o conse cuencia del síndrom e postaborto. «Están asesinando a los bebés dentro del vientre. Como adulta consciente y testigo de esto, desearía que algún día pudiéram os soste ner una discusión verdadera y sincera sobre esta realidad, especialmente con la com unidad psiquiátrica y la m édica —dice Audrey—. En el pasado y ahora, el silencio de la com unidad psiquiátrica y médica e incluso el silencio desde los púlpitos, ha m antenido el ciclo de la m atan za en pleno funcionam iento —agrega—. Y esto pese a que este mal, que m uchos pretenden ne gar, ya tiene un nombre: se trata del síndrom e postaborto. Sin embargo, m uchos médicos y organizaciones que se llam an a sí m ismas de "defensa de la mujer" no quieren reconocerlo. Y, mientras tanto, m uchas mujeres sufren en silencio, buscando ayuda», agrega Audrey, refi riéndose a la paradoja de que ciertas organi zaciones que dicen defender a la m ujer se nie
guen a adm itir que existe un síndrome que las afecta exclusivamente, y que es consecuencia directa del aborto. Según Audrey, el problema de permanecer en silencio es que, a la larga, se hace caso omi so de los males del aborto y de otras conductas, pero no por ello dejan éstos de hacer daño a las personas y a la sociedad. «A veces pienso que estas mujeres que cometen muchos abortos y sufren en silencio ocasionan un daño terrible a la sociedad. Las mujeres padecen por esto; pa decen los niños y hasta los abuelos. Se transmi te una herencia dramática, y las cosas van em peorando en la medida en que cada generación ve que sus madres recurren más al aborto.» «Y, cuando menos se espera —sigue Au drey—, una nueva generación ya está recurrien do al aborto como medida de “control de na talidad", sin tom ar en cuenta no sólo las consecuencias personales, sino el hecho de que la vida vale cada vez menos, porque se la des precia y se la rebaja.» «Difícilmente puedo imaginarme que al guien abandone a un niño por falta de pericia o de coraje para cuidarlo y criarlo —reflexiona Audrey—. De la misma forma, no puedo imagi narme que alguien pierda a un niño en un aborto, cuando está en un período avanzado de desarrollo, cuando el niño tiene siete, ocho, hasta nueve meses de embarazo.» Audrey se re fiere, especialmente, al enconado debate sobre el aborto por parto parcial, el método de aborto tardío —para el tercer trimestre del embara zo— que ha desatado una batalla legal en Esta-
dos Unidos que podría term inar en el Tribunal Supremo. A pesar de que la gran m ayoría de los esta dounidenses se oponen a este tipo brutal de aborto, que no tiene ninguna justificación tera péutica y respecto del cual el Congreso nortea mericano ha sancionado en dos ocasiones leyes que lo prohíben, la prensa liberal norteam erica na lo ha defendido y el presidente Bill Clinton ha ejercido su derecho de veto para im pedir que la legislación del Congreso entre en funciones. «Ahora que tanta gente com ienza a tom ar este dram a con tanta naturalidad, me pregunto qué futuro aguarda a los niños que nacerán —comenta Audrey—. «Por eso —insiste— es que no puedo callar.»
En b u sca d e a lte rn a tiv a s Como prim er paso en el cum plim iento de esta misión específica, Audrey com enzó su m isión a favor de la vida contando su propio testim onio en círculos pequeños, pero pronto descubrió que debía y podía hacer m ás por las m uje res que abortaban, de m anera m ás directa. El camino para este nuevo com prom iso lo encontró muy pronto, gracias a una persona que se convirtió en su guía espiritual. «La prim era vez que conté mi historia fue algo muy duro, porque no sabía lo que signifi caba abrir mi m ente y mi corazón al público con algo tan íntimo, que había estado dentro de mí tanto tiempo —cuenta Audrey—. En aquella
conferencia estaba presente una líder de mag nífico ímpetu, una mujer muy católica, que se acercó a mí irradiando una gracia muy espe cial.» Esta persona, la herm ana Mildred Marie Neuzil —que con el tiempo se convertiría en su consejera espiritual—, había llegado a Estados Unidos en 1956, y tenía una postura tremenda mente crítica del proceso de descomposición de ciertos am bientes norteamericanos, en especial en el cam po de la vida y la familia. «A partir de esa reunión, la escogimos como guía espiri tual», relata. Así, motivada por el deseo de hacer algo más directo, Audrey entró en contacto con un proyecto de asistencia a las mujeres que sufren el síndrom e postaborto, el hoy popular Rachel Project, creado por un grupo de voluntarios y profesionales que comprendieron mucho antes que otros la existencia y las características de este difundido mal. El Proyecto Raquel, que debe su nombre a la cita bíblica de Jeremías 31,15-17, («En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. E ^ Ra quel, que llora por sus hijos, que rehúsa conso larse por sus hijos porque no existen»), no sólo fue la prim era organización colectiva en Esta dos Unidos que identificó el PAS, sino también y especialmente la que desarrolló una terapia psicológica y espiritual orgánica para atender mujeres con este problema hasta lograr su ple na recuperación. Además, pocos años después de fundada, la organización incorporó la asis tencia a mujeres víctimas de violencia domésti
ca, una situación que los expertos asocian a las condiciones que llevan al aborto. Audrey se sintió anim ada al saber que esta organización se difundía prácticam ente hasta cada rincón de Estados Unidos. «Hay muchas mujeres que han quedado m uy dañadas o seria mente afectadas por el dram a del aborto, a ve ces hasta un punto inim aginable para muchos —explica Audrey—. Mi m adre realizó un abor to, pero ahora hay mujeres, m uchas de ellas muy jóvenes, que llevan a cabo ocho, nueve, diez u once abortos. Mi abuela por parte de madre, por ejemplo, utilizó el aborto com o mé todo de "control de natalidad". Abortó ocho be bés, y dejó vivir a otros tres que intentó previa mente abortar. En total, practicó once abortos, una adopción, y dejó tres niños vivos. Y hoy es posible ver claram ente cómo, en esta parte de la familia, esos abortos han dejado una huella terrible, toda una secuela de traum as asociados al aborto y a los traum as postaborto. Si alguien como yo puede ver y constatar esta realidad, ¿cómo perm anecer en silencio?», insiste Au drey una vez más, explicando la necesidad de difundir la verdad. «Por suerte, como respuesta a esta realidad, vivimos en una época en que la barrera del si lencio se ha roto por iniciativas com o el Pro yecto Raquel, o los Retiros de San Rafael», dice Audrey, haciendo referencia al program a de re tiros creado en San Francisco (California), para promover la reconciliación personal y la recu peración de traum as y experiencias de sufri miento, entre ellos —y especialm ente— el del
síndrome postaborto. El nombre de esta exitosa iniciativa pastoral proviene del significado de Rafael, el nombre de uno de los tres grandes ar cángeles bíblicos: «medicina de Dios.» «Este tipo de organizaciones pro vida están rompiendo la barrera de silencio e ignorancia y están ayudando a un número importante de víctimas del aborto a encontrar el camino de la paz y la reconciliación a través de la experien cia redentora de la Cruz de Cristo y de los sacramentos, especialmente el de la reconcilia ción», explica Audrey con entusiasmo y espe ranza. Todas estas iniciativas, que Audrey conoció de cerca, la anim aron poco a poco a dar un paso más ambicioso. Un paso para el que se ve ría anim ada por la visita del papa Juan Pablo II a su estado de adopción, California.
Un proyecto m ás grande Del 9 al 16 de agosto de 1993, el papa Juan Pa blo II realizó un viaje que lo llevó a Jamaica y Méjico, y que concluyó en el estado de California. En aquella memorable ocasión, en la que el pontífice lanzó una enérgica llamada a favor de la defensa de la vida, Audrey sintió que podía dar un paso más en su compromiso por promo ver una cultura de la vida como la que convoca ba el pontífice. Así, el 21 de enero de 1994, cinco meses después de la visita del Santo Padre, Audrey cargó una pequeña estatua de Nuestra Señora
de Estados Unidos —a quien, por muchos mo vos, considera milagrosa en su vida y la de 1suyos—, para realizar una peregrinación re giosa personal que la llevaría, con el tiempo, la idea de construir el santuario de N uestra S ñora de Estados Unidos. «Yo llevaba la imagen cuidadosam ente e vuelta y cubierta, y m editaba cómo cada pers na tiene su misión en la vida y cómo yo misn tenía mi propia misión», cuenta Audrey. Audrey cuenta que, en medio de este proc so, experimentó una íntim a pero elocuente s ñal de la Virgen, justam ente de aquella Nuest Señora de Estados Unidos por la que cada v se sentía más atraída. Se trataba, según cue ta, «de una señal de alegría, de pureza del cor zón, de llamada a la santidad que yo compre día que no sólo era para mí, sino para todo E tados Unidos. Era una llam ada al am or « medio de tanta oscuridad, una invitación tien al am or filial, que venía de esta devoción, < Nuestra Señora de Estados Unidos, para t dos», dice Audrey, sin poder im pedir que emoción la embargue. Así fue como comenzó a tom ar forma en mente el ambicioso proyecto del santuario.
D ar testim o n io A Audrey no se le escapaba el hecho de que 21 de enero, día en que decidió realizar su per grinación espiritual, era nada menos que la v pera de la decisión del Tribunal Suprem o en
proceso de Roe contra Wade, proclamada el 22 de enero de 1973, que significó la legalización del aborto en Estados Unidos. Ella no lo había buscado deliberadamente, pero no dejó de lla mar su atención que el día que tomaba más fuerza su compromiso por tratar de salvar la vida de algunos niños en el vientre de su ma dre, la televisión recordaba el aniversario de esa legislación que justam ente había hecho que se pudiera m atar legalmente a esos niños. «Ahí estaba yo, viendo cómo se conmemoraba una ley que declaraba que hubiera estado bien que yo muriera; que, mientras yo estaba en el vien tre m aterno, era inútil y despreciable», dice Au drey con indignación. Así, tras su prim era conferencia en la que había dado su testimonio personal, la noticia de su sorprendente historia había corrido por diversos grupos en California. Y con la noticia, como era previsible, llegaron nuevas invitacio nes a dar conferencias y contar su historia. Au drey, sin embargo, no estaba segura de si quería volver a hacerlo. «Dar el testimonio por prime ra vez fue muy duro para mí. Había llorado in tensamente al hablar, porque lo que contaba era demasiado personal —recuerda Audrey—. Al final de mi prim era plática, recuerdo que quedé muy dolida, y muy renuente a volver a hablar públicamente.» Audrey casi había tomado la decisión defi nitiva de no volver a hablar, pero las invitacio nes de gente evidentemente buena, y el bien que podía hacer con su propio testimonio la obligaron a reconsiderar su decisión «instinti
va». «Recé intensam ente para saber qué era lo que Jesús quería de mí sobre este punto, y, des pués de un tiempo, el Señor me perm itió descu brir que tenía que hablar nuevam ente de todo esto, a pesar del sufrim iento que podía produ cirme», dice. A finales de 1998, su decisión de seguir en el circuito de conferencias se vio recompensado di rectamente de m anera inesperada. «Al final de mi testimonio, una mujer muy joven se acercó a mí, puso mis manos en su vientre, y pude sentir al bebé moverse en su seno», cuenta Audrey. La mujer le dijo: «Yo no quería venir aquí; mi madre me trajo casi a rastras. Todos quieren que me haga un aborto de período tardío.» Au drey se sorprendió por la crudeza con que esta joven le hablaba de su situación; pero, sin repa rar en su sorpresa, la m ujer continuó diciendo: «Sé que este bebé tiene una misión; tal como tú dijiste, cada vida tiene una misión. Quiero dar te las gracias por venir. Podrías no haber queri do venir, y yo nunca te hubiera escuchado.» «Ese día, en efecto, yo no quería ir a la con ferencia —relata Audrey, explicando la razón de su sorpresa—. Pero, si ese día yo no hubiese compartido mi historia, probablem ente la vida de ese bebé no estaría aquí en el mundo. Ésta es la razón por la que es tan im portante que, di vulgando el "secreto fam iliar” del aborto, se co nozca la tragedia que éste acarrea. No podemos permanecer callados por más tiempo. Las per sonas necesitan oír esto, necesitan hablar de esto, y de la tragedia que significa vivir en falta y en culpa.»
«Muchas personas —insiste Audrey—, in cluso personas con las que uno va a la iglesia, están sufriendo por este silencio, porque esta verdad todavía no les ha sido expuesta. Tengo la misión de decirles que lo que mata es ese si lencio y la autocompasión. Necesitamos hablar para quitárnosla de encima, para no echárnosla a cuestas», dice Audrey. Para ella, cuanto más se busca silenciar el drama del aborto y su realidad, tanto más im portante es denunciarlo con energía. «Los que quieren matar, también quieren atamos de ma nos e impedirnos hablar», dice Audrey. «Por eso hablo y por eso te agradezco que escribas este libro, y rezo para que alguien es cuche la palabra de este “bebé” que, con la ayu da de Dios, sobrevivió para poder hablar del su frimiento que llevó a la muerte a su madre, algunos años atrás.»
Nuevos rum bos Audrey comprende el drama de la existencia, pero conserva una alegría contagiosa y un pro fundo am or a la vida. Un amor y un entusiasmo que se han canalizado en la energía con que se dedica a difundir la verdad sobre la vida y a promover la construcción del santuario de la vida, en lo que quiere que se convierta el san tuario de Nuestra Señora de Estados Unidos. Audrey comparte su misión con su esposo y sus cuatro hijos: Richard, de 21 años, Michael, de 12, Robert, de 11 y Regina-Marie, de 3. «Y
mi pequeño ángel, que falleció trece meses an tes del nacim iento de Regina. Lo llamamos Ángel —dice Audrey— porque nunca pudimos saber cuál era el sexo del bebé, ya que falleció a las cinco semanas de ser concebido.» Una cica triz más en su vida, que la anim a a luchar por los no nacidos y por las m ujeres víctimas del aborto. ¿Qué ideas promueve Audrey en sus confe rencias y proyectos? Su ideario es claro. «Pienso que las familias deben acudir a las enseñanzas de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad, en vez de seguir el cam ino sin re tom o del aborto y la m entalidad anticoncepti va. El aborto es, de hecho, un grave pecado contra Dios padre, particularm ente contra la providencia divina, pues no confía en que, si Dios da hijos, proveerá para esos niños y para sus padres. Pero además es un acto contra la persona, no sólo contra el niño sino contra la mujer», agrega. Y para ello explica cómo m uchas veces, «lo que se conoce como "asuntos de la mujer" suele ser un eufemismo del control artificial de la na talidad y del aborto, como si el ser m ujer no fuera otra cosa que tener una m entalidad anti conceptiva: nos hablan de cómo el bebé "nos arruina la vida" y cómo podem os ser "dueñas de nuestro propio futuro" m ediante el aborto». «¿Acaso pueden predecir el futuro y decir qué es lo que será este niño? Ningún hum ano puede saber el futuro. No sabemos lo que este bebé traerá consigo; muy posiblemente traiga m ucha felicidad a su m adre y su hogar, pero
además podría traer la cura a muchos males que necesitan cura, podría ser el próximo gran poeta, o el próximo presidente de Estados Uni dos», dice Audrey. Audrey piensa que, cuando en una pareja de esposos se im pone una mentalidad anticoncep tiva, es porque algo más im portante no anda bien en esa relación. «El esposo está llamado a ser la cabeza de la familia y, como tal, es el que debe conocer profundam ente la mente de Cris to, para que pueda llevar su presencia a la vida m atrim onial. Cuando Cristo está presente, el esposo sabe guiar a la familia, sabe am arla ver daderam ente, y la esposa com parte también el entendim iento de Dios. Y entonces las mujeres pueden am ar librem ente a sus maridos», dice Audrey. «En cambio, ¿qué pasa con los esposos que utilizan m étodos que evitan la vida o, peor aún, que m atan una vida? —pregunta—. Lo que ocu rre finalm ente con las parejas que creen en es tos m étodos es que, cuando se produce un em barazo no planificado por un fallo del método, el niño por venir es visto únicam ente como un fracaso, como un desliz, como un problema.» «Así —continúa Audrey—, esta nueva vida se convierte en una carga de la que hay que deshacerse. La m entalidad anticonceptiva con duce, pues, a la muerte, y en este marco, obvia mente, no se puede decir que haya verdadero am or ni que Dios esté en esa relación, porque hay que recordar que, cuando marido y mujer reciben el sacram ento del m atrimonio, también reciben a Dios en él; lo reciben en el sacramen-
to, aun cuando hayan considerado a éste un mero “contrato" o algo puram ente emotivo.»
Dios no falla Audrey predica, definitivamente, un mensaje de confianza en Dios y en sus planes para el hom bre; un mensaje que, en medio del actual m un do secularizado, resulta totalm ente contracultural, si por «cultura» se entiende la «anti cultura de la muerte» que se difunde cada vez más. «Nosotros no tenemos conocim iento algu no de nuestro porvenir, pero Dios sí lo tiene y ciertamente no desea nuestro mal», dice ella. Audrey guarda m uchos recuerdos de cuan do se mudó a Sacram ento, m uchos años atrás. «Recuerdo que guardé un folleto del año en que se introdujo el “control de la natalidad" en Es tados Unidos, y con m ucha fuerza en Califor nia. Y las religiosas de la escuela donde yo estu diaba tuvieron que dar una respuesta pro vida frente a la cam paña a favor de la anticoncep ción», relata. El folleto pro vida que aún conserva Audrey podría ser considerado hoy como ingenuo; pero, a través de él, las religiosas difundían un mensaje radical. El prospecto m ostraba m u chos niños de todas las razas y edades. En la parte superior decía: «Si Dios los trajo al m un do, Dios proveerá para ellos.» Ingenuo, en efec to, para algunos, pero para Audrey se trata del asunto de fondo en este debate: el tem a de la auténtica fe y confianza en Dios.
«Cuando la Iglesia usa el símbolo de la bol sa con las m onedas en el sacramento del m a trim onio —explica Audrey, refiriéndose al poco frecuente símbolo m atrim onial de las arras—, es com o la expresión de Dios en el corazón de esta pareja. Hay tres personas en este m atri monio; en cierto sentido, es una relación "trini taria". El Señor da la gracia al esposo y a la es posa, y tam bién proveerá para los futuros bebés.» «Cuando uno, en cambio, participa de otro tipo de uniones, se excluye a Dios y lo que Él podría traer al m atrim onio, y se opta por lo pu ram ente físico, material; por una visión m ate rialista, dom inante no sólo en Estados Unidos, sino en m uchos países del mundo», explica Au drey. Desde esta perspectiva, ella se pregunta: «En este m undo, manejado por intereses m ate riales, ¿qué legado estamos dejando a nuestros niños? ¿Estam os dejando una prom esa de vida y esperanza? Cuando una pareja corriente de hoy tiene un bebé, ¿están felices y gozosos por que saben que con la ayuda de Dios podrán guiar correctam ente a ese niño, al que Dios ha dado una m isión especial y específica para cum plir en este mundo? »Me temo que la respuesta es "no" —dice Audrey—. Para m ucha gente de hoy, la vida fu tura es un problema. Así, el entorno en que es tán creciendo los niños de hoy no es de espe ranza frente al futuro. Crecen en un ambiente de tem or y escepticismo, de visión materialista y de control frente al futuro.»
Cómo ev itar u n ab o rto En la experiencia de Audrey, este entorno de m aterialismo e inseguridad frente al futuro se hace especialmente evidente en los casos con cretos de las m ujeres desesperadas que, con el alma dividida, van en busca de un aborto. Gracias a su trabajo de asistencia, Audrey ha aprendido a enfrentar estos casos dram áticos de la mejor m anera posible. Antes que nada, para la m ujer que llega de sesperanzada, es fundam ental proporcionarle una com pañía casi perm anente, porque «el ais lamiento precipita o acrecienta la inclinación favorable al aborto», explica. Luego escucha con paciencia y caridad las razones de la mujer, sus tem ores y angustias, que m uchas veces no están ligadas sim plem en te al hecho de un em barazo no deseado, sino a otros problemas de la propia vida. Seguidamente, Audrey les habla de Dios: «Les explico que cada uno tiene un sello puesto por Dios y un plan personal que nunca nadie ha tenido antes sobre la tierra. Y que el niño que lleva en el vientre tiene un sello de Dios que tocará este m undo sólo si ella se lo permite, aceptando que el bebé viva.» «Luego les explico que ella no es Dios, y que Él proveerá y protegerá al niño y a ella.» Además, Audrey procura proporcionar m e dios concretos. «Hay m uchos organism os y mucha gente que, aunque no reciben m ucha
publicidad, quieren que este bebé nazca y que además están dispuestos a cuidarlo. Les explico también que si esa circunstancia se me presen tara, yo tendría confianza en entregarles el bebé, porque son las personas y el lugar correc to para que cuiden de esa preciosa vida, si es que ella misma no la desea cuidar.» Más críticos son los casos, en cambio, de mujeres que ya han cometido abortos. Pero esos son los casos que Audrey, por su propia ex periencia familiar, se considera con más capaci dad para manejar. «Ante todo, comienzo por contarles la histo ria de mi m adre y explico que la parte más dura y difícil es la de perdonarse a una misma.» Audrey luego procura encaminarlas a pro gramas especializados como los del Proyecto Raquel, porque está convencida de que, sin una ayuda sistem ática y especializada, la curación del síndrom e postaborto es prácticamente im posible. «Yo les explico que, a fin de cuentas, lo úni co que verdaderam ente la puede rescatar es el sacram ento de la reconciliación, que permite experim entar realmente la misericordia de Dios y restablecer un vínculo nuevo con Jesús.» En muchos casos, Audrey se ve obligada a ayudar a la mujer a com prender el auténtico significado del acto cometido y del valor del niño no nacido. «Le explico que, para encon trar la paz que busca, puede hacer de aquel niño inocente un camino para acercarse a Dios, porque este niño está tan cerca de Dios y del Hijo de Dios que, de algún modo, ella puede
abrazarlos al abrazar espiritualm ente a su niño. Y puede hacerlo todos los días de su vida», se ñala. «De hecho, si algo puedo decir de las muje res que han perdido a sus hijos, es que me rom pen el corazón —dice Audrey; su voz se quiebra y las lágrimas caen serenam ente por sus meji llas—. Dios permitió... que yo cruzara por esa experiencia. Me estoy acordando ahora del niño que perdí, me estoy acordando ahora de mi pequeño angelito...», dice, refiriéndose a la pérdida natural que sufrió. «Bueno —se recom pone y continúa—, esos niños están esperando gozar de la eternidad que confiaban recibir a través de sus padres. Y por ello les sugiero que, en recuerdo de aquella criatura, podrían acercarse a una iglesia y ofre cer una misa de difuntos con una actitud de gran fe y reverencia.» «Cuando perdí a mi bebé —recuerda—, pedí ofrecer una misa para él, y fue algo muy espe cial, un momento lleno de bendiciones para mi familia. Sé que él es un protector especial, una especie de pequeño guardián de mi familia. Sé que hay m uchas mujeres que dudan de esto. A ellas les digo que deben saber que ese niño no está olvidado por Dios.»
Su actu al m isión Actualmente Audrey se dedica a tiempo com pleto a hablar de su experiencia y la de su m a dre, allí donde los movimientos pro vida la soli
citan. Pero prefiere especialmente hablar a la gente joven. «Ante ellos promuevo con energía la lucha contra los abortivos y anticonceptivos, y los aliento a una vida de pureza, de amor y valoración de la pureza.» Pero su creciente pasión ahora es la promo ción de la devoción y la construcción del san tuario de Nuestra Señora de Estados Unidos, «cuyo mensaje central —según explica Au drey— habla sobre la pureza de corazón y la santiñcación personal.» «Esta devoción lleva al conocimiento del am or trinitario de Dios, ya que hace entender que la trinidad es la presencia del amor de Dios que vive en nuestra alma. Ojalá todos conocié ramos, apreciáram os y entendiéramos que, si se entra en la dinám ica de la santa trinidad, la vida nunca decrece, ni se rebaja; más bien siempre se renueva. Así entenderíamos que todo existe porque Dios tiene para cada uno un plan especial y que ahí está la santidad de la vida y, por lo tanto, la felicidad», agrega. Por ahora, los Frank están preparando todo para iniciar la construcción de la Basílica de Nuestra Señora de Estados Unidos en Califor nia. «Va a ser venerada aquí en este estado, y esperamos que nos bendiga con la pureza de corazón y con la santificación personal de to dos.» Valores que ciertamente no sobran en el estado más rico de Estados Unidos. Según Audrey, una pastoral especial del nuevo santuario será la pastoral juvenil. «Que remos trasm itir este mensaje de Nuestra Seño ra a todos los jóvenes, ya que son los jóvenes
los que cam biarán el m undo y los que podrán cambiar esta sociedad si cam bian ellos mis mos», dice. El otro campo pastoral privilegiado serán los niños. «Dios siempre m enciona a los niños cuando se refiere a la salvación y al reino de los cielos —explica Audrey—. Por eso, nuestra es peranza es que Dios dirija nuestros ojos lejos de lo que el m undo dice que nos salvará y los di rija a través de los más pequeños, que son los niños.» Pero los niños vienen con sus familias; por eso Audrey espera que el futuro santuario ani me a los esposos «a vivir una vida santa, de m a nera que, cuando críen a un niño, éste pueda también tener una vida de santidad. Creo que tom ar el modelo de la sagrada familia, con Cristo a la cabeza, como nuestro modelo alter nativo a los modelos de familia que propone la cultura de muerte, es lo que va a cam biar el mundo». «Creo además —dice— que seguir el m ode lo de la sagrada familia y luchar por la pureza de corazón son los aspectos fundam entales para cam biar nuestra generación en el futuro. Todo el m undo quiere tener una fam ilia feliz.» La idea del santuario, que ya cuenta con un terreno, avanza; y, con el permiso del obispo, comenzará la construcción. El dinero de miles de pequeños donantes sigue llegando, y ya po seen una gran estatua cerca de su casa, que muchos grupos pro vida visitan para rezar a sus pies. Entretanto, los planos del proyecto es tán listos para ser ejecutados.
Cerca del lugar donde se eleva la gran ima gen, y donde llegan los visitantes, funcionan al gunos de los elementos que habrá junto al santuario: una librería con textos católicos, ma terial pro vida y vídeos de los programas de la Madre Angélica. Además, un centro de ayuda y protección para madres solteras y albergues para vagabundos y abandonados, a quienes, por lo general, se les proporciona asesoramiento pro vida. «Además de la basílica y de estos servicios, en el mismo terreno vamos a construir una ins titución educativa, ya sea una universidad o una escuela secundaria —explica Audrey—. Queremos que la basílica se convierta en el san tuario mariano de la costa oeste.» «Rezo para que, finalmente, lo que la Madre quiere se convierta en realidad; que, por medio de este santuario, los hombres y mujeres de esta tierra tengamos un corazón puro y libre», concluye Audrey, con unos ojos brillantes que hacen del suyo un anhelo contagioso.
CAPÍTULO CUARTO \SEtSDGILT HOOKER, EL RESULTADO FRACASADO ABORTO CASERO
Para llegar a West Grove, una pequeña ciudad en el estado norteamericano de Pennsylvania, hay que ir en coche propio o en taxi —no hay transporte público— la carretera estatal núme ro 1 que pasa por las afueras de Filadelfia rum bo al oeste. A los pocos minutos, los perfiles de la abiga rrada y otrora elegante Filadelfia, la antigua ca pital norteam ericana y cuna de la independen cia, dejan paso a una extensa y apacible llanura que parecería tom ada de una secuencia de «La casa de la pradera», la serie televisiva que en la década de los 70 popularizó a la familia Ingalls. Allí donde la carretera ondula en leves coli nas se encuentra la casa donde vive Bridget Ho oker sin nada a la vista que no sea un prado donde crecen las famosas setas de Pennsylva nia, las setas más sabrosas del mundo, dice Bridget en un español perfecto y casi sin acento norteamericano. Los verdes ojos saltones y la risa fácil de esta aventurera graduada en lenguas extranje ras en la famosa Universidad de Stanford, que ha recorrido el m undo como becaria en Argen tina, luego como secretaria de la embajada de
Perú en la ex Unión Soviética y como funciona ría de la embajada estadounidense en Moscú, hacen difícil creer que ha sufrido tanto en lavida, incluso desde el vientre materno, cuando su madre intentó acabar con su vida varias veces. Y, sin embargo, esa casa de la pradera ro deada de setas ha sido testigo de las increíbles vicisitudes que Bridget y su familia han sobre llevado; pero no con simple resignación, sino como un camino de m isteriosa enseñanza que, al ser acogida, los ha convertido en un m atri monio ejem plar que ayuda a m uchos otros a com prender el m isterio de la vida hum ana y el verdadero sentido redentor del sufrim iento... cuando éste se contem pla a la luz de la espe ranza.
Una p elea p o r teléfo n o A Bridget no se le había pasado nunca por la cabeza que habían intentado abortarla cuando se encontraba en el vientre m aterno. Y, aunque de niña presentaba los tem ores y fobias com u nes en los niños que han sobrevivido a un abor to, jam ás se le había ocurrido pensar que és tos tenían como raíz su dram ática llegada al mundo. Quizá la entonces sobresaliente estudiante jam ás se habría enterado de que era una super viviente del aborto si no hubiera sido por el inesperado desenlace de una de las frecuentes —y brutales— peleas telefónicas entre sus pa dres divorciados.
En una de aquellas incontables ocasiones, cuando Bridget tenía 18 años, su padre decidió «demostrarle» cuán «perversa» era su madre —en el tristemente clásico esquema de los di vorciados de volver a los hijos contra el ex cón yuge—, haciéndole una revelación desde el otro lado de la línea: «Tu madre cometió un aborto, pese a que, como católica, sabía que era algo muy malo.» El mensaje era claro: tu madre es mala y es una «falsa» católica. El padre sabía que tocaba un punto sensible: desde pequeña, Bridget siempre había mostrado una marcada sensibilidad religiosa y una cercanía estrecha a la vida de la Iglesia en la que había sido bauti zada. Consciente de la importancia que el ser católico tenía en la vida de Bridget, el comenta rio del enardecido padre equivalía nada menos que a destrozar la imagen materna. Bridget estaba acostumbrada a la mala rela ción entre sus padres, que se habían divorciado cuando ella tenía ocho años pero que, a pesar de la violenta separación, en vez de distanciarse y hacer caso omiso uno del otro —como cual quiera esperaría— se seguían viendo y llaman do por teléfono con la excusa de coordinar de talles de los hijos, aunque en la mayoría de las ocasiones para agredirse y pelear ásperamente. «Fue un divorcio muy amargo y aún hoy, la mentablemente, mis padres siguen siendo ene migos brutales, aunque no peleen como antes», dice Bridget, que en 1999 cumplió 34 años. Sin embargo, esa llamada por teléfono, que otra vez la colocaba a ella en el medio de una batalla verbal, no era «más de lo mismo». La
información la dejó absolutam ente sorprendida y, por unos segundos, totalm ente muda. «La revelación de mi padre me sorprendió mucho, y después de una pausa le pregunté, como si no hubiera entendido: "¿Cómo?"» «Sí, es verdad —contestó su padre—. Tu mamá tuvo un aborto cuando tenías cuatro años. Pregúntale a ella.» Bridget no recuerda si colgó el teléfono o sim plemente dejó el auricular, pero recuerda que, en tre asustada y sorprendida, fue corriendo a donde se encontraba su madre, para preguntarle si era cierto lo que el padre le había dicho. Su madre abrió prim ero unos enorm es ojos y luego, pasando violentam ente de la sorpresa al dolor, rompió en un llanto im parable y le confesó que era verdad. Hablando entrecortadam ente, le confesó: «Cuando tú tenías algunos años, tu papá me obligó a ir a tener un aborto en Nueva York, porque vivíamos en Chicago y en Chicago en esa época el aborto era ilegal», relató entre lá grimas la madre. También le contó, profundam ente dolida, que había pensado que, abortando tal como le pedía el esposo, salvaría un m atrim onio que ya venía naufragando desde hacía algunos años, pese a un auspicioso noviazgo que nunca ha bría hecho pronosticar tal final. Bridget se mostró com prensiva y acogedora —en última instancia, ya no era una niña—, pero no podía dejar de pensar en el hecho de que un aborto había puesto fin a la vida de un hermanito o herm anita menor.
«Siempre les digo a los jóvenes que mi m a dre pensaba que con el aborto lograría salvar un m atrim onio que ya iba mal —dice Bridget, recordando aquella conversación—, pero lo cu rioso es que ella siempre me dice que después de ese aborto se dio cuenta de que y-a no había ningún futuro para ellos y para su relación de esposos.» Lo que parecía una solución terminó siendo así el golpe de m uerte del matrimonio. Los recuerdos de Marlene, la madre de Bridget, del episodio de aquel aborto eran terri bles, y se reflejaron aquel día en la confesión a su hija. Entre sollozos le contó cómo tenía aún en la m em oria el episodio. Estaba sola, asusta da y aturdida, y sangraba tan profusamente que la hem orragia, consecuencia de la operación mal realizada, casi le cuesta la vida. M arlene le relató tam bién que, justo antes de subir al avión para ir a Nueva York, donde le realizarían el aborto, llamó a su propio padre y le dijo: «Mi esposo me dice que tenga un abor to. ¿Lo hago?» El propósito de la llamada era evidente. Como una m ujer inerme,, arrastrada a un abismo, buscaba un apoyo psicológico, al gún afecto al que asirse para no caer. Pero no lo encontró. Su propio padre le dijo: «Bueno, está bien. Es algo fácil.» Y Marlene tomó el avión que la llevaría al callejón sin salida. «Fue evidente para mí que ella no lo hubie ra hecho de no ser por la presión de mi padre y tam bién com prendí que lo hizo pensando que eso la iba a ayudar en su matrimonio, porque ese tipo de decisiones no coincidían con el ca rácter de mi madre», com enta hoy Bridget.
Ese mismo día —el día en que Marlene con fesó el aborto a Bridget—, m adre e hija habla ron por mucho tiempo, en un tono cada vez más calmado. Y fue allí cuando la m adre deci dió confesarle algo más, que resultaría aún más sorprendente y chocante para Bridget, pues se refería a ella directam ente. «Mi m adre me con fesó que, cuando estaba em barazada esperán dome a mí, mi padre tam bién estaba muy eno jado con su em barazo, y ésa fue la prim era vez en que la había obligado a abortar.» Después de algunos tímidos intentos, Marlene cedió a la presión y decidió som eterse a un aborto para elim inar la vida de Bridget cuando recién co m enzaba en el vientre.
Un h o m b re so lita rio y celoso Pero, para com prender lo desconcertante de ese doloroso episodio, Bridget dice que es nece sario volver atrás, y conocer la historia de sus padres. El padre de Bridget, Peter Hylak que hoy es un buen amigo de ella, era un hom bre de una vida disciplinada, dura y solitaria, que había es tudiado durante seis años ingeniería química en su Chicago natal, con excelentes calificacio nes y un rendim iento sobresaliente. Era un «alumno modelo», pero a la vez el típico estu diante solitario e introvertido. Según relata Bridget, Peter posiblem ente encontró en el estudio un refugio frente a la realidad de una familia desunida, de padres tra
bajadores y poco comunicativos, en el que in cluso la madre estaba siempre ausente, en el trabajo. «Según mi padre —relata Bridget—, cuando él llegaba de la escuela, aun de niño, no había nadie que estuviera en su casa para recibirlo. Él incluso tenía llave para entrar solo, hacerse o servirse su propia comida y ocuparse de diver sas cosas domésticas como si en realidad vivie ra totalmente solo.» La familia materna de Bridget, en cambio, era diferente, casi podría decirse que lo opuesto. En efecto, la abuela materna era una persona sensible, amorosa y acogedora. Cuando Marlene conoció a Peter y comenzó con él una relación de enamorados, la cálida familia de su madre lo acogió plenamente en el seno familiar. «Mi pa dre alguna vez me confesó que, al conocer a mi abuela, sintió que por primera vez en su vida te nía una mamá —dice Bridget—. «Hace algún tiempo me dijo que, pensando retrospectiva mente, él cree que tal vez se enamoró más de la familia que de mi madre, porque él tenía una vida totalmente opuesta, muy solitaria, con mu cho éxito en los estudios pero sin amigos. Y eso de no tener amigos lo conserva incluso hoy», ex plica. Y este hombre solitario que se sentía feliz al verse por primera vez acogido en el seno de una familia se embarcó entusiasmado en el ma trimonio, y con un entusiasmo aún mayor aco gió el nacimiento de su primer hijo. Sin embargo, una suerte de enfermedad inesperada, alguna mezquindad oculta, afloró
casi inm ediatamente: la alegría se transform ó en irritación y el entusiasm o en malhumor, en la medida en que Peter veía que la atención y el tiempo de su esposa se dividían para atender al recién nacido. «Creo que se puso celoso de mi hermano recién nacido, aunque no sé exacta mente qué pasó», dice Bridget, que siem pre re flexiona profundam ente sobre las dificultades que enfrenta la m ujer durante el em barazo y tras el parto; y sobre lo im portante que es que el esposo, en vez de encerrarse en sí mismo, contemple esta compleja dinám ica y ayude con generosidad a resolverla. «Hoy —dice Bridget—, mi esposo me da mucho apoyo con mis hijos, y el apoyo de un esposo durante el em barazo y después del parto es algo fundamental, porque se trata de un mo mento ciertam ente herm oso, pero cargado de muchas cosas nuevas y de m uchas dificulta des», agrega. «Los nueve meses de em barazo, en especial la prim era vez, cuando uno ve que su cuerpo tiene tantos cambios, me han llevado a decir en brom a que, si pudiera prestarle mi em barazo a otra persona y esperar los nueve meses hasta que viniera el bebé, lo haría con gusto», dice Bridget con una sonrisa, com entando así el pe ríodo que le tocó atravesar a su m adre y que probablemente Peter no fue capaz de com pren der en aquel momento. «Pero, justam ente, ese em barazo es el lazo que une a la m am á y al bebé de una m anera tan especial», agrega, m ientras pasa la m ano deli cadamente por su vientre que, con apenas tres
meses de su cuarto embarazo, aún no revela la espera que concluiría felizmente a mediados de diciembre de 1999. «Por eso digo que el apoyo del esposo es tan importante y siento mucha piedad y compasión por mi madre, al pensar que ella quedó emba razada y mi padre se enojó con ella y la agredió en vez de apoyarla —agrega—. Ciertamente, debe de haber sido sumamente difícil para ella tratar de sacar adelante una familia, y especial mente la crianza de su primer hijo, sin el apoyo de su esposo.» «No entiendo por qué mi padre buscaba agre dirla o hacerla sentir culpable de algo en lo que compartían responsabilidad y además algo que era una bendición, pues se trataba de una nueva vida. ¿Qué sentido tenía molestarse con ella, si ambos habían participado en el embarazo? Aún me sigo haciendo esa pregunta», dice Bridget.
«¿Otro hijo? ¡No!» Por eso, no es sorprendente que, cuatro años más tarde, cuando Marlene descubrió y anun ció su segundo embarazo, contenta pero teme rosa, Peter fuera lacónico e inflexible: «No quiero otro bebé.» Y, desde el momento mismo en que supo del embarazo de su esposa, hizo toda la presión que pudo —insinuando incluso el divorcio si no se cumplía su voluntad— para que Marlene recurriera a un aborto. «En esos días —cuenta Bridget—, gracias a Dios, el aborto era ilegal en Chicago, la ciudad
de donde son y donde vivían mis padres. Y digo en todo su sentido "gracias a Dios" porque, si el aborto hubiese sido legal, mi m adre hubiera re currido a un m étodo quirúrgico eficiente y yo no estaría aquí hablando ahora.» Para lograr su cometido, Peter buscó —y consiguió sin dificultad— un m édico de Chica go que hacía abortos clandestinos, el cual pro metió un «trabajo» expeditivo y silencioso me diante la inyección en el vientre de M arlene de un compuesto quím ico con la horm ona Pitocin. Según lo previsto, la poderosa horm ona de bía producir una serie de contracciones en Marlene, que tenía sólo cinco sem anas de em barazo, y el equivalente a un parto prem aturo que concluiría con la expulsión del feto del vientre materno. Para sorpresa de Peter y del médico, M arle ne no sintió absolutam ente nada; era com o si no le hubiesen inyectado la horm ona. Nueva mente de regreso a ver al médico, una nueva in yección de Pitocin y, ahora sí, com enzaron las contracciones, aum entaron... pero luego fue ron dism inuyendo paulatinam ente sin que pa sara nada. El médico estaba desconcertado, pues no entendía cómo la droga inyectada no funcionaba como solía hacerlo. Aquella tarde de la confesión de m adre a hija, Marlene contó a Bridget que no recordaba cuántas veces había ido a ver al médico porque procedía bajo presión, ya que ella personalm en te no quería ir. «Mi m adre me dice siem pre que se acuerda de la terrible experiencia de sentirse totalm ente
confundida y de haber ido al consultorio del médico unas cuatro o cinco veces, hasta que la últim a vez, al parecer como consecuencia de una dosis m ás fuerte, y cuando ya tenía dos meses de em barazo, com enzó a tener contrac ciones m uy violentas, y al llegar a su casa em pezó a san g rar abundantem ente.» S angrando en el baño de la casa, con el aborto consum ado —al m enos así parecía—, M arlene se sentía tan triste y furiosa que llamó a gritos a Peter, le m ostró el profuso sangrado y le espetó: «¿Estás contento ahora? Porque esto es lo que querías lograr.» Al parecer, había concluido el capítulo trau m ático del aborto , para dolor de Marlene y ali vio de Peter. Sin em bargo, a las pocas sem anas Marlene notó que «algo» seguía dentro de su vientre; y, aunque sentía tem o r po r la previsible reacción de su esposo, decidió to m ar el control de la si tuación y decirle a Peter, sin titubear, que no volvería al m édico y que continuaría con el em barazo. «Le dije a mi esposo que eso era todo, que no volvería al médico, que no quería un aborto y punto. El niño nacería», relata M arlene. Quién sabe si sorprendido por la fir m eza de la decisión de su esposa, o culpable p o r el sufrim iento a que la había som etido, el asunto es que Peter, aunque sin ningún entu siasm o, decidió acep tar la llegada de un nuevo bebé. Obviamente, el bom bardeo de horm onas, el profuso sangrado y la falta de cuidados especia les tras el intento de aborto hacían poco auspi-
ciosos los pronósticos sobre la salud del bebé por nacer. Bridget vino al mundo con un mes de ade lanto, con un peso peligrosamente bajo y muy reducida de tam año... pero sin ningún problema de salud y con muchos deseos de vivir. De los po cos médicos que se enteraron del intento de aborto, ninguno podía creer que la niña prem a tura hubiera nacido. Para ellos era inexplicable. «Aunque no lo creas hoy, nací pequeñita», bromea Bridget, que luce más de un metro ochenta de estatura. «Mi m adre siem pre me dijo que, aunque ella había decidido continuar con el embarazo, mi padre seguía descontento, y eso fue muy duro para ella, incluso el m ism o día del parto», cuenta Bridget. Marlene, en efecto, pasó m uchas horas tra tando de dar a luz. Finalm ente, el 9 de febrero de 1965, en el Holy Cross Hospital de Chicago, nacía Bridget. Apenas había abandonado el vientre de su madre, la enferm era se la presentó, pero ella giró la cabeza y dijo, para estupor de la enfer mera, que no quería verla. Marlene dejó pasar más de 24 horas hasta que reunió fuerzas para m irar cara a cara a la criatura que meses atrás había tratado de eliminar. Bridget conoció todos los detalles de su na cimiento y de su inicial rechazo a los 18 años, a partir de una am arga conversación telefónica con su padre que llevó a aquella tarde de confe siones.
«Siempre recuerdo esa historia del aborto y el hecho de que mi madre no hubiera querido ver me el día de mi nacimiento, no sé por qué —dice Bridget—. Ahora, a mis 34 años, creo que fue algo que me impactó de joven, pero también ex plicó mucho de mi niñez, porque yo siempre tra taba de ser la más perfecta y de hacer muy bien las cosas. En realidad llevaba encima el miedo de que las personas, especialmente en mi fami lia, no iban a amarm e tal como era.» «No sé —continúa explicando Bridget—, me parece que es un fenómeno psicológico que tal vez se remonte, no a mis primeras horas de vida en el mundo, cuando mi madre no quiso verme, sino más bien a esas primeras semanas de mi vida, en que experimenté ese ataque en el vientre de mi madre.» Bridget recuerda que, antes de recibir el golpe de la noticia, su madre solía decirle, como al pasar, que su papá no había querido te nerla. Pero lo hacía sin contar los detalles de los repetidos intentos de aborto; solamente con la intención de poner a Bridget en contra de su padre, como parte de esa «guerra fría» entre los ex esposos que busca indisponer a los hijos contra el otro. Tal vez por eso, porque parecía simplemente parte de la batalla, y porque las m utuas acusaciones entre Marlene y Peter ya eran una cosa habitual, Bridget nunca las había tomado en serio.
«Durante los años posteriores al divorcio me había mencionado esto m uchas veces, di ciendo que mi padre no me quiso, que no me amó —recuerda Bridget—. De hecho, a los ocho, nueve o diez años, uno no entiende qué es un aborto ni las implicaciones de no haber sido querido. Más aún, cuando mi m adre me dijo finalmente toda la verdad, y pese a que yo era una chica joven y consciente, ese m ismo día no le hice m ucho caso y traté de pasarlo por alto», dice Bridget. La confesión m aterna, no obstante, fue como una bom ba de tiempo. A los pocos días, Bridget, que se encontraba a punto de graduar se en el último año de la escuela secundaria, y que había sido durante todo ese tiem po escolar una alum na segura y confiada, com enzó a sen tirse extraña, diferente. Según relata hoy, de pronto se sentía alterada e inquieta... y con la fría sensación de estar m ás sola y desam parada que de costum bre. E ra un sentim iento claro e intenso. Se trataba, sin embargo, de un sentim iento agudizado pero no nuevo, porque la soledad, como tal, no era una experiencia desconocida para Bridget. Ella recuerda que, cuando era niña y sus padres se divorciaron, su infancia se convirtió en una experiencia trem endam ente solitaria. «Aunque mi m adre era una buenísim a m a dre en cuanto a cuidado físico, e incluso en cuanto a su capacidad de dar am or a través de gestos de preocupación, había quedado total mente destrozada por el aborto y el divorcio»,
cuenta Bridget. En efecto, durante los primeros cinco o seis años de divorcio, Bridget veía con temor, aunque sin comprender mucho, cómo su madre tom aba licor con una frecuencia inu sitada. No se trataba de una conducta propiamente alcohólica, pero sí una peligrosa costumbre que no dejaba de alarm ar a Bridget a pesar de su corta edad. «Era como si ella no pudiera acep tarse a sí m isma —recuerda—. Toda su vida ha bía ido a escuelas católicas y sabía que el m atri monio era para siempre, y hasta hoy no ha vuelto a casarse», relata Bridget de su madre. Pero ese sueño, ese ideal del matrimonio «hasta que la m uerte los separe», como Marlene siem pre había deseado, había quedado destruido, dejando en ella una terrible herida. Bridget cuenta que, aún hoy, su madre toda vía repite que quisiera que antes de morir su es poso le dijera que la ama, o por lo menos que alguna vez la am ó... Una dolorosa expectativa que, por contraste, explicaría la frustración de por qué, durante años después del divorcio, Marlene y Peter siguieron hablándose... y pe leando. A la soledad, la pequeña Bridget sumaba el perfeccionismo. Quería a toda costa ser acepta da, amada. Y para ello, según creía, tenía que ser intachable, perfecta. Tanto en la prim aria del colegio católico de Saint Mary, como en la secundaria del presti gioso Benedict Academy de Chicago, Bridget tuvo un rendimiento escolar sobresaliente. «Era la mejor de mi clase, pese a que el simple
hecho de ingresar en el Benedict Academy, una de las instituciones más prestigiosas del país, ya se consideraba todo un logro. En la escuela prim aria tam bién me gradué con honores, y en la escuela tuve un alto nivel académ ico —dice Bridget—. Estudiaba, me exigía m ucho y llena ba el tiempo libre con deportes como el balon cesto y el voley.» Estas actividades ciertam ente llenaban su tiempo, pero no su soledad: Bridget extrañaba a su padre, a quien dejó de ver después del di vorcio; extrañaba a su herm ano George Peter, que tuvo que m udarse con sus abuelos porque comenzaba a ser un «chico problem ático», y le apenaba vivir sola con su m adre, a quien veía constantem ente llorar y, m uchas veces, tom ar licor casi a escondidas. Su herm ano m ayor se convertiría m ás ade lante en una fuente de m ayor tensión y preocu pación, cuando com enzó a tener problem as de consumo de drogas. Sin intentar justificarlo, Bridget explica hoy que la conducta de George Peter no era tan imprevisible si se tiene en cuenta que el padre los había abandonado cuando él tenía once años y estaba entrando en los difíciles años de la adolescencia. A ello se sum a que, durante su prim era infancia, el pa dre lo había visto como una «com petencia des leal» por atraer el am or y la atención de su es posa. «A George Peter lo m arcó m ucho que mi pa dre nos abandonara justo en el día de su cum pleaños —cuenta Bridget—. Me acuerdo bien de ese día. Fue un golpe sum am ente duro y di
fícil de asim ilar para un m uchacho que cumple once años, y creo que ese hecho concreto se sumó a los dem ás problemas, lo que explica en buena m edida por qué él tuvo una juventud tan terrible», agrega. «Sí... —dice Bridget cavilante, reviviendo aquella dolorosa jom ada, que debía ser un día de celebración—. Recuerdo perfectamente ese día. Ellos se habían separado por algunas se manas, pero ése fue el día decisivo porque mi padre vino a buscar toda su ropa, todas sus co sas, y no nos dijo ni una palabra. Fue muy ex traño verlo salir de la casa y llenar su coche con todas sus cosas.» La partida del padre, no sólo fue un golpe, sino el principio de años de dolor, de estar en medio de una batalla sin com prender por qué. «El divorcio fue muy amargo, y él ya tenía otra m ujer y se casó con ella un año después —re cuerda Bridget—. Durante el resto de mi infan cia y varios años después, cuando él llamaba a mi m adre, ella me decía que le dijera lo mal que se había portado y le recrim inara por todas las cosas malas que estaba haciendo. Sin que rerlo, mi m adre, llena de am or y dolor por él, nos utilizaba como una m anera de m olestar a mi padre, impidiéndole vemos», agrega. Bridget era una niña aplicada y piadosa en la escuela y por ello, en medio del dolor y la confusión por los acontecimientos del hogar, sus estudios y su vida escolar le procuraban tranquilidad. Sin embargo, una experiencia tan dolorosa e inesperada tenía que dejar huella en la niña.
En efecto, Bridget recuerda cómo durante la escuela prim aria pasó por una época en la que acudía a la confesión con exagerada fre cuencia, «pensando que todos los pecados del mundo eran míos». Pese a ser una niña recta y admirada, no podía evitar sentirse culpable. «Iba al confesionario antes de la m isa para poder com ulgar porque tem ía tener algo en mi alma que me prohibiera recibir la com unión —cuenta Bridget—. Un día, me acuerdo que es taba llorando en el confesionario con una lista con todos mis pecados, ya que siem pre consul taba un libro que tenía un elenco de pecados según los diez m andam ientos, y fue entonces cuando encontré a un sacerdote que me dijo que no quería que volviera así al confesionario, y que me ayudó a superar esta etapa.» Así pues, el cam ino de curación de estos es crúpulos prem aturos lo encontró gracias al tino pastoral del capellán escolar que, con firm eza y ternura, la am onestó afectuosam ente. Al con cluir una confesión, el sacerdote le dijo: «No vuelvas así al confesionario. Voy a tom ar todos los pecados en mis hom bros y tú vas a quedar limpia, porque no estás pecando.» Bridget recuerda el día de su prim era com u nión como una fiesta llena de alegría... pero en sombrecida por la am bigua presencia de su pa dre. «Mi padre vino a la cerem onia y recuerdo que, pese a que no nos veíamos frecuentem en te, él le prestó m ucha más atención a una am i ga mía que a mí. Era una chica que estaba de lante de mí en la fila de la com unión y que tenía problemas con la hostia porque se le ha
bía pegado a la boca», dice Bridget al rememo rar aquella jom ada. «Me puse celosa porque él hablaba dema siado con ella. Después de la ceremonia hacía mos una fiesta especial en casa, y yo quise que él viniera, como todos los papás hacían con sus hijos, pero él me respondió que no podía, calculo que por las tensiones con mi madre.» Tras dos años de peleas constantes después de la separación, Peter se convenció de que sería imposible ver a sus hijos con regularidad y sin conflictos, y decidió finalmente romper casi com pletamente las relaciones con la familia, de modo que desapareció de la vida de sus dos hijos, que lo querían y buscaban su amor y su atención. Con los años, las relaciones con el padre se volverían aún más tirantes, en especial cuando Bridget y su hermano se enteraron de que, en su nuevo matrimonio, su padre había tenido una hija. «Eso fue algo que nunca le comenté a mi padre; pero me produjo mucho dolor pensar en que yo debería haber tenido una hermana o hermano que no existe, porque fue abortado por presiones de mi padre; y que, sin embargo, no tuvo problemas en tener otra hija con la otra mujer», dice hoy Bridget. «Por supuesto —aclara—, amo a esa herma na y me alegro infinitamente por su vida, pero me entristece que mi padre no hubiera sabido aceptar antes el don de la vida que estaba en el seno de mi madre y que incluso hubiera querido abortarme a mí simplemente porque no quería competencia para su búsqueda de afecto.»
A pesar de que Bridget desconocía aún los intentos de aborto, éste, con sus secuelas psico lógicas, revoloteaba siem pre como un ave negra en la relación entre m adre e hija, sobre todo en aquellos años en que vivían solas la una con la otra. «Mi m adre me cuidaba m ucho en cuanto a limpieza, cautela y preocupación por mi bie nestar, porque no quería que me lastimaran. Era muy cuidadosa en ese sentido; pero, como descendiente de rusos, y con ciertos problemas, jam ás expresó afecto de m anera directa. Por ejemplo, nunca nos besaba —recuerda Brid get—. Cuando yo a veces me acercaba para dar le un beso, me decía: "No, soy rusa y nosotros no besamos. Nunca abrazam os, nunca besa m os”, y yo veía que era su excusa para encubrir sus dificultades, para no m ostrar su afecto, sus sentimientos; porque todo el m undo sabe que los rusos besan», com enta Bridget, haciendo una jocosa referencia a la proverbial efusividad de los rusos, casi incom prensible para los nor teamericanos.
Una e stu d ia n te m o d elo La vida de Bridget, entonces, com enzó a girar en tom o al colegio. No sólo porque disfrutaba del hecho mismo de aprender y educarse, sino tam bién porque su m adre nunca era más elo cuente para expresarle verbalm ente aprobación que cuando ella llevaba buenas calificaciones. «A mi m adre le gustaba el trabajo fuerte y con seguir logros; y cuando yo rendía, estaba orgu-
llosa de mí. Yo sabía que la ponía contenta, porque ésa era una de las pocas ocasiones en que lo demostraba.» Hoy Bridget reconoce que ese estudio inten so fue en muchos aspectos un refugio y un modo de obtener la valoración que deseaba desde pequeña; pero no sólo era eso. Para Brid get era tam bién una manera concreta y delibe rada de seguir un rumbo distinto del sendero turbulento por el que había optado su hermano mayor. «Él ahora es abogado y le va bien en la vida, gracias a Dios», reconoce Bridget; pero también recuerda que en aquella época, a partir del divorcio de los padres, George Peter era un m uchacho problemático y, salvo en un breve período de su adolescencia en que el afectuoso interés de una profesora logró sacar lo mejor de él, su hermano se valió de la rebeldía ante los estudios y ante todo el sistema, para expresar su propia desazón y frustración por su realidad personal y la de su familia. «Al ver a mi hermano así, con tantas dificul tades, me dije casi automáticamente: "No quie ro ser así y no quiero darle más problemas a mamá" —recuerda Bridget—. Mi madre no po día aceptar el divorcio, y siempre parecía bus car a alguien para echarle la culpa por cual quier cosa. Entonces, no sé exactamente por qué, decidí que me dedicaría a estudiar y tam bién a tratar de darle una alegría constante a mi madre. Y vi que lo lograba, especialmente en las frecuentes ocasiones en que veía el orgu llo maternal reflejado en su cara», dice Bridget. La vida estudiosa y disciplinada pronto da
ría frutos académicos: Bridget logró concluir la secundaria con las calificaciones más altas, y pudo ingresar sin mayores contratiem pos en una de las más prestigiosas universidades nor teamericanas, la Universidad de Stanford, don de decidió aplicarse intensam ente al éxito aca démico y al desarrollo personal. Sin planificarlo, los estudios universitarios llevaron a Bridget a un ritm o de vida que hoy define como «casi monacal». Una vida en la que, silenciosamente, todo lo que había apren dido en las escuelas católicas, y al calor de la fe de su familia m aterna, la llevó a una vida de creciente fe y de confianza en Dios. Era sin duda una paradoja: bajo el influjo de la educación de Stanford, conocidam ente ra cionalista y escéptica, que lleva a m uchos jóve nes a perder rápidam ente la fe y abandonar la práctica religiosa, Bridget vio crecer su fe hasta un nivel que nunca antes, ni en las escuelas re ligiosas, había alcanzado. Pero su fe no era una fuga. Exitosa en los estudios y en los deportes y con un porte agra dable, Bridget no necesitaba huir de nada. Fue más bien en la fe donde, ya en la universidad, nutrió su espíritu y se llenó de una fortaleza in terior suficiente para term inar reconciliando las viejas heridas de su historia personal, para perdonar de corazón a sus padres... y dejar así nacer en ella la com pasión por las víctimas del aborto. «En esos días realm ente me desarrollé per sonalmente. Era la prim era vez en mi vida que podía descubrir quién era, a la vez que tenía
mucho éxito en lo que hacía, en cada cosa que em prendía —recuerda—. Gracias a Dios, siem pre me mantuve en la línea recta sin descarri larme, sin meterme en problemas, pese a que, como es natural en una universidad como Stanford, tenía amigos de todas partes, de todo tipo y de las más variadas formas de pensar. Y esta diversidad del am biente estudiantil, con amigos de cualquier parte del mundo, no me afectó en nada en mis principios; por el contrario, fue algo muy bonito, que supe aprovechar para el bien.» Concentrada en los estudios, Bridget no tuvo novio en la universidad. «Salí con varios amigos, pero nunca nada en serio, porque me concentré m ucho en mis estudios. Mis amigas y amigos siempre me decían que mi carácter era como el de una m adre que te da consejos, te ayuda, y hasta tenía en la puerta de mi dormi torio un letrero que me habían regalado mis amigos y que decía “the doctor is in ”—el doctor está atendiendo— porque cuando mis compa ñeras tenían problemas con su novio o con los estudios, siempre venían a preguntarme qué hacer, y yo siempre procuraba ayudarlas y orientarlas hasta donde me era posible.» Cuando los amigos le agradecían a Bridget sus sensatos consejos, Bridget respondía que ella ponía de su parte, pero quien hacía la obra era Dios, tratando así de im pulsar a sus amigos y amigas —muchos de ellos no creyentes— a abrirse al misterio de Dios y de la vida según sus planes.
Firme sobre una roca Pero ¿de dónde provenía en Bridget esa fe tan intensa? «Mi vida solitaria me había llevado paulati namente a una fe realm ente profunda e intensa —responde ella a la pregunta—. Pero, buscan do razones más de fondo, creo en realidad que me nutrí en la escuela con las religiosas que me enseñaban, y con mi tía Diana, la herm ana de mi madre. Ella era una buenísim a am iga mía que me ayudó más que nadie con el crecim ien to de mi fe, incluso m ucho m ás que mi madre; porque, si bien mi m adre tenía fe, se trataba de una fe más bien 'privada", que ella vivía perso nalmente y cuyas reglas no rom pía nunca, pero no era del tipo de personas que se anim aban a predicar y a com partir su fe con otras personas, ni aun dentro de la familia. Mi tía, en cambio, era muy extravertida con su fe, y eso me ayudó mucho porque me perm itió aprender y me m o tivó a m antenerm e firme», explica Bridget. «En el colegio, con las religiosas, era siempre la preferida de mis maestras; eso me gustaba mucho porque las religiosas me tom aban en cuenta, me hacían sentir que yo valía algo, que era importante para ellas. Me dieron tanto afecto que me ayudaron en el largo proceso de dejar de sentirme mala o en pecado, y comencé a creer que en realidad podía ser buena y que valía.» Bridget no se cansa de agradecer a Dios esa fe que la mantuvo y guió, especialmente en años en
que, de fiarse por las estadísticas sobre los intere ses de los jóvenes norteamericanos, todo habría hecho suponer que se apartaría de la fe. Bridget explica la importancia de la fe en su vida, y lo repite una y otra vez en cada entrevis ta. «La fe es algo muy especial —dice—. La gente piensa que, si tienen fe, Dios los va a pre m iar de alguna forma en la vida; pero la verdad es que el "premio" es la fe misma, la fe que nos permite hacer todas las cosas que debemos ha cer, pero dándoles un horizonte especial, dotán dolas de sentido, lo cual hace posible sobrelle var cualquier dificultad», explica. En Stanford, una meca del racionalismo y el secularismo, Bridget repetía a amigos y ami gas que «no es que yo sea buena o que tenga las respuestas o sepa todo, pero Dios sí lo sabe todo; y, si tienes fe, Él es quien te dará las res puestas. ¡Pero necesitas creer!». Y lo decía con la soltura de quien podía m ostrar que la fe no era un refugio frente a posibles fracasos —fra casos que no existían en su ascendente rendi miento en Stanford— y con la certeza de quien habla de realidades que conoce de cerca. En aquellos días de universidad, donde sue len ser más los que pierden la fe que los que la encuentran, la experiencia de la fe fue condu ciendo a Bridget a reflexionar cada vez más profundam ente sobre una idea que siempre ha bía rondado en su mente, desde el día en que su abuela m aterna la había sacado a colación por prim era vez, años atrás: «¿Qué es lo que quiere Dios de ti? ¿Por qué Dios ha querido hacerte sobrevivir a un aborto?»
«En el fondo de mi m ente —dice Bridget—, tenía la idea de que Dios quería algo de mí, como una misión, una respuesta que dar.» Los días terriblemente duros que le aguardaban en el futuro —y que Bridget jam ás im aginaría en aquellos apacibles años universitarios— serían la confirmación de su intuición...
Una c a rre ra a sc e n d e n te Un licenciado en Stanford tiene un empleo prác ticamente asegurado, y, si además es un alumno sobresaliente, le aguarda una carrera meteórica. Graduada en idiomas con calificaciones excelen tes, Bridget no podía ser la excepción. Fue con tratada prim ero por la Organización de Estados Americanos (OEA) en W ashington D.C. y poco después por la ONU. Pero Bridget, entusiasm ada con sus logros y siempre ansiosa por encontrar nuevos horizontes, no quería convertirse tan tem pranam ente en una burócrata internacional. Ansiosa de conocer el m undo que tantas ve ces había recorrido en m apas, libros y confe rencias en Stanford, Bridget aprovechó la pri m era oportunidad que se le presentó para conocer un país de lengua española, uno de los idiomas que había aprendido a dom inar en las aulas... pero que ahora quería ensayar en el te rreno. La ocasión se presentó cuando descubrió que ofrecían becas para realizar estudios en Ar gentina. Presentó una solicitud y fue aceptada. Así, una palpitante Buenos Aires la acogió a lo largo de un año.
Sin embargo, aunque Bridget estaba con tenta con esta nueva experiencia, sus preguntas sobre qué debía hacer de su vida seguían en su mente y en su corazón. «Durante todo ese tiem po siempre pensaba y rezaba para saber qué era lo que Dios quería de mí, porque tenía tan tas oportunidades y facilidades que' era fácil ha cer cualquier cosa... pero no necesariamente lo que estaba en el plan de Dios», recuerda. Al año de estar en Buenos Aires aceptó con curioso entusiasmo una oferta peculiar: trabajar en la embajada de Perú en Moscú, capital de la entonces Unión Soviética. Bridget había mante nido un vínculo laboral con la embajada perua na en Buenos Aires, y fue así cómo los funciona rios peruanos, entonces en excelentes relaciones con Moscú, decidieron ofrecerle un trabajo. De Buenos Aires a Moscú era un salto al que una aventurera, deseosa de conocer el mundo, no podía renunciar. Así, hizo maletas y llegó, como funcionaría de la embajada peruana, al corazón del Imperio Rojo. Bridget no sólo era eficiente y capaz en su trabajo, sino que era también bastante sociable y no tardó mucho en hacerse conocida en el amplio círculo diplomático moscovita. En efec to, fuera de este círculo, para la mayoría de los funcionarios de embajadas no había muchos ambientes más para frecuentar. Así, muy pron to la existencia de una eficiente funcionaría yanqui en la embajada peruana llegó a oídos de la embajada estadounidense. Y, poco después de entrar en contacto con ella, la delegación di plomática de su país decidió ofrecerle empleo.
La vida de Bridget experim entó un nuevo y curioso giro: la oportunidad laboral en la em bajada estadounidense, como es de imaginarse, era mucho mejor, y ella decidió aceptar, como quien sigue una pista que finalm ente llevará a algún lado im portante para su vida. Aquellos años de funcionaría norteam erica na en la em bajada más asediada de Moscú fue ron interesantes y profesionalm ente exitosos. En las oficinas la tenían muy bien considerada, le iba muy bien y se hacía cada vez m ás conoci da, a tal punto que después de un tiem po, el em bajador estadounidense ante la Unión Sovié tica le pidió que se quedara como parte del per sonal estable. E ra una oferta interesante desde el punto de vista profesional, ya que unos años de bien calificado servicio en Moscú significa ban un ascenso rápido en el m undo de la diplo macia estadounidense o los organism os inter nacionales. Con todo, después de un buen tiem po de servicio, Bridget prefirió no aceptar. «Siempre pensaba: "Aquí me va bien, pero esto no es para mí, Dios está preparándom e para algo" y esa idea era muy clara en mi mente», dice Bridget, que seguía a la espera de algo diferente, algo es pecial.
P ara R usia, con am o r De todas m aneras, los meses de Bridget en Ru sia fueron inolvidables. Como había llegado di rectam ente de Argentina para trabajar en la
em bajada de Perú, entonces el país de América Latina con los más sólidos vínculos comercia les, m ilitares y diplomáticos con la Unión So viética, su pasaporte no tenía restricciones y podía desplazarse sola por todos lados. Esa li bertad de movimientos era providencial, por que, de haber llegado directam ente desde Esta dos Unidos para trabajar en la delegación diplom ática de su país, su pasaporte habría es tado tachado de restricciones de movimiento. Bridget no creyó ni por un m om ento que esta «curiosidad del destino» era una casuali dad... y se dedicó a buscar lugares y ocasiones p ara evangelizar abiertam ente, e incluso para rep artir Biblias entre los rusos, m ientras dedi caba su tiem po libre para viajar por los alrede dores de Moscú. «Hay que recordar que en esos días no era la Rusia de hoy, sino la tem ida Unión Soviética del pasado —anota Bridget—. En ese tiempo yo era tan entusiasta e ingenua que pensaba que nada me podía pasar. Sólo quería hablar de mi Dios a todos los ciudadanos com unes y corrien tes que se cruzaban en mi camino, porque me dolía ver cómo la m ayoría de las personas no sabían nada de Dios. Estaba convencida de que era muy im portante que supieran de Él, que al menos dieran el prim er paso para conocerlo», dice Bridget con naturalidad, al recordar aque llos días de apostolado aventurero. Como era de esperar, su entusiasm o no pasó desapercibido a los om nipresentes servicios de vigilancia soviéticos. Lo cierto es que, al cabo de cierto tiempo, había distribuido tantas Bi
blias, que los servicios de seguridad la conside raron como una «propagandista» antisoviética y comenzaron a vigilarla. «Pero, a pesar de que yo lo sabía, no sentía miedo, pues lo más im portante para mí en esos días no era ser fun cionaría, sino sobre todo difundir la fe entre quienes yo veía tan necesitados de conocerla», recuerda Bridget de aquella época. Un día, el em bajador estadounidense le co m unicó que, durante una recepción diplom áti ca, un misterioso hom brecillo soviético —a to das luces un agente de seguridad— se le había acercado para decirle: «Sabemos que usted tie ne una funcionaría, una traductora trabajando para la embajada.» El em bajador asintió, sa biendo que se referían a Bridget. «Debería re cordarle a esa chica que no está en Estados Unidos, que está en la Unión Soviética y que debería portarse conform e a eso», masculló el hombrecillo, sin esperar respuesta. El em bajador se limitó a transm itirle «el re cado» a Bridget —tal vez secretam ente diverti do con el asunto—, sin ejercer sobre ella ningu na presión. Bridget com prendió —o por lo menos interpretó— que no había ningún obstá culo para continuar predicando, y lo siguió ha ciendo sin tem or y con el m ismo entusiasm o de siempre. Las Biblias, por tanto, siguieron lle gando a Bridget y ella las siguió repartiendo. ¿Cuáles eran los lugares favoritos de acción de Bridget? «El mercado, las calles, los autobu ses, el metro, en fin, por donde pasaba y donde encontraba gente dispuesta a escuchar, cosa que no era infrecuente», responde Bridget.
Pero, adem ás de evangelizar, Bridget se preocupaba por enriquecer su fe y nutrirse con los sacram entos. Y ésa era una tarea a veces tanto o m ás difícil que la de predicar la fe o dis tribuir Biblias. Bridget recuerda que en la inm ensa Moscú encontró una sola iglesia católica con permiso para funcionar, un hallazgo que coronó una búsqueda por toda la ciudad. La iglesia era pe queña y m odesta, estaba en una callejuela es condida y m uy poco accesible, y tenía una ilu m inación muy pobre. «Cuando iba a misa allí era una experiencia casi dolorosa, casi tan de prim ente com o ir a un velatorio», recuerda Bridget. Lo que m ás le im presionaba entonces era el clim a de cierta tensión, de tem or que se respiraba entre los asistentes a la ceremonia. «Evidentem ente se trataba de una situación muy difícil para todos los que participaban, porque todos sabían que corrían un riesgo por el solo hecho de estar ahí», recuerda ella. Con todo, para Bridget fue una experiencia que la ayudó a valorar m ás la libertad religiosa y a nutrirse espiritualm ente porque, pese a la pequeñez y la pobreza de aquel heroico templo moscovita, el m isterio de los sacram entos, de la real universalidad de la Iglesia, eran una reali dad que experim entaba intensam ente en cada visita y en especial en cada celebración. Los días de Bridget en Rusia acabaron cuando, en vez de aceptar las ofertas de su em bajador, prefirió que su vida diera un nuevo y sorprendente giro, y aceptó la invitación de la poderosa Agencia Central de Inteligencia (CIA)
de retornar a Estados Unidos para trabajar con ellos. La licenciada en Stanford que había viajado a Buenos Aires para conocer el m undo recibía ahora una propuesta increíble... que no dudó en aceptar. Y, em paquetando todo, tom ó un vuelo a Washington, la capital de Estados Uni dos, para traspasar, entre asom brada y entu siasmada, el um bral de las puertas m ás seguras del mundo, en la m ítica base de la CIA en el enorme complejo de Langley.
¿M onja o espía? En 1990, cuando ya estaba de regreso en Esta dos Unidos y contem plaba desde allí el desm o ronam iento del im perio que poco tiem po atrás le había im pedido anunciar el Evangelio con li bertad, Bridget se dedicó a su trabajo en la CIA, que era tem poral y según un acuerdo por tiem po limitado. Aunque aplicada plenam ente a su nuevo puesto laboral, Bridget seguía buscando y preguntándose qué es lo que Dios quería para ella y dónde sería feliz. En esa época, junto al entusiasm o por su trabajo, Bridget encontraba un gozo especial en dedicar m ucho tiem po a la meditación y la oración. Y, aunque seguía sien do sociable y conservaba el entusiasm o univer sitario por hacer amigos, su vida se movía bási camente entre esos dos polos: el estim ulante y exitoso desempeño profesional, por un lado, y la vida de recogimiento, serena y profundam en te espiritual, por otro.
«Por esa época recuerdo haberle pregunta do a Dios, insistentem ente: ¿Quieres que me haga m onja benedictina como mis m aestras de la secundaria o quieres que trabaje para la CIA?», dice Bridget. Pero no solam ente rezaba. Buscando com p render m ejor lo que Dios quería para su vida, Bridget había ido a pasar unas noches en el convento benedictino para com partir la vida de las religiosas, o rar con ellas, entender la espiri tualidad y escuchar el testim onio de quienes habían sido tan im portantes para su vida cris tiana, e incluso para su rendim iento como per sona. Bridget quería saber si se adaptaba a la vida del m onasterio, a la que se sentía atraída por u n a «mitad» de ella. Sin em bargo, en su m undo laboral, donde cosechaba tantas satisfacciones reales y éxitos, tam bién se abrían nuevas puertas: después de un buen desem peño como contratada tem po ral, la CIA le había ofrecido un trabajo estable, interesante y bien rem unerado. Bridget enfrentaba así dos caminos obvia m ente incompatibles, ambos atractivos y sugerentes; cada uno de ellos, como hoy reconoce Bridget, tocaba cuerdas diferentes en su interior. «La idea de ifm e al convento me llenaba de paz pero no me daba m ucha alegría, y la idea de trabajar para la CIA me daba alegría porque era una carrera im portante, pero no me daba la paz que anhelaba —cuenta Bridget—. Creo que, a la larga, poniendo una alternativa frente a la otra, hubiera preferido definitivamente el con vento... pero Dios quería otra cosa», agrega.
En efecto, su tía Diana, sabiendo de las ca vilaciones y dudas que inquietaban a la sobrina a la que tanto había ayudado a acercarse a Dios, decidió anim arla para viajar a Medjugorje, en Croacia, para ver si esta peregrinación podía servirle como ocasión para despejarse, rezar y pensar con más tranquilidad. Dado que Bridget no tenía otras cosas ur gentes y contaba con el tiem po disponible para tomarse una pausa en el trabajo, y adem ás la tía Diana le había ofrecido pagarle la m itad del pasaje aéreo y del costo de la peregrinación, Bridget aceptó casi sin dudar. Cuando subía al avión rum bo a la ex Yugos lavia, Bridget se dijo: «Voy a rezar para tom ar una decisión definitiva respecto de mi vida: a ver si me hago m onja o si sigo trabajando en la CIA.» Así llegó el día de Pascua de Resurrección de 1990, que el grupo de peregrinos había pre visto celebrar en el pequeño pueblo croata, fa moso por su intensa piedad m ariana. Paseando por Medjugorje, Bridget conoció a Joseph Hooker, otro peregrino del grupo que había viajado con la intención de rezar y conocer lo que Dios tenía deparado para él y que, con el paso del tiempo —en realidad, de poco tiem po— se con vertiría en el esposo de Bridget y el padre de sus hijos. Bridget describe así aquel encuentro inespe rado: «Lo vi y conversamos, pero fundam ental mente puedo decir que conocí su corazón, su pasado, todo su ser. Después de varias conver saciones muy profundas, ya sabía de su histo
ria, sus pecados y su vida entera», recuerda Bridget. Al final de la peregrinación, y cons cientes de la gran compenetración que había entre ambos decidieron establecer una relación amistosa seria y estable que les permitiera ir conociéndose más, en la creencia de que tal vez Dios los había elegido el uno para el otro. «En ese momento, mi esposo estaba en un proceso de conversión y hoy te puedo decir con orgullo que es un hombre convertido —dice Bridget—. Él tenía algunos problemas, y nos ayudamos mutuamente. Asimismo, con su fide lidad excepcional me ayudó a terminar de de rribar ese mito que aún pesaba sobre mí inter namente, esa creencia de que no era digna de ser am ada por nadie.» A Joseph le gusta mucho contar ese mo mento culminante de su proceso de conversión, porque considera que fue el resultado de un lar go y duro proceso de prueba y transformación personal. En efecto, Joseph había pasado toda esa cuaresma rezando por su propia conver sión, ayunando, asistiendo a Misa varias veces por semana, rezando varios rosarios al día para dejar atrás un pasado del que no se sentía nada orgulloso, y preguntándole a Dios qué es lo que quería de su vida, ahora que había decidido po ner punto final a la que había vivido hasta el momento. La lucha contra su antigua forma de ser y la incertidumbre ante un futuro que no podía avistar hacían de su proceso de conver sión una verdadera experiencia de desierto. Lo que aún hoy asombra a Bridget es que su esposo, un músico de alma bohemia, que nun
ca ha sido muy disciplinado en sus hábitos, fue capaz sin embargo de vivir una cuaresm a exi gente, cum pliendo celosam ente con los objeti vos propuestos para consolidar su decisión de em prender una vida nueva, centrada en su fe redescubierta. «Todo lo que ofrecía y todo lo que rezaba lo hacía pidiendo el don de encon trar a una m ujer que lo ayudara a cum plir el plan de Dios en su vida», recuerda ella. Obvia mente, Joseph no podía perm anecer indiferente ante el hecho de que en el viaje que debía ser la culm inación de un duro período de autodom i nio y sacrificio, había conocido a Bridget y se había com penetrado tan bien con ella. Después de conocerse en Croacia e inter cam biar direcciones, regresaron am bos a Esta dos Unidos. Bridget volvió a Chicago y Joseph a Filadelfia, donde residía. El intercam bio y la re lación am istosa a distancia, obviam ente, no funcionaba como querían. Las interm inables conversaciones por teléfono no eran suficientes para transm itir lo que cada uno experim entaba, y mucho menos para com partir la fe. Así, después de unos tres meses, Bridget, ya acostum brada a los cam bios radicales y repen tinos en su vida, decidió m udarse a Filadelfia para conocer m ejor y directam ente a Joseph. La firme decisión de Bridget de poner todos los medios para seguir lo que parecía una «pista» de Dios le perm itió capear sin m uchas compli caciones las previsibles protestas de sus fami liares, para quienes todo el asunto iba «dema siado rápido.» Bridget sabía que su tía Diana, que la había
animado al viaje y había sido testigo del mutuo conocimiento en Croacia, era capaz de enten der la razón de esta meditada decisión que, a los ojos de los demás, podía parecer precipitada y hasta infantil. Así, decidió explicarle lo que realmente pensaba: que estaba convencida de que ésa era la voluntad de Dios. «Yo sabía que ésa era la decisión que debía tomar porque inmediatamente encontré paz y alegría —cuenta Bridget—. Ciertamente era para mí un desafío, pero estaba feliz porque po día conocer mejor a este hombre que tenía tan to am or a pesar del dolor, y que demostraba una gran fidelidad», dice hoy ella. «Tienes que escuchar su música para cono cerlo mejor y apreciar lo que te digo respecto de cómo es su interior. Fue la letra de sus can ciones acerca de Dios las que me hicieron sen tir que estaba en el cielo. Era un reflejo de lo que había en su corazón, aunque él me decía y me sigue diciendo que las canciones bonitas que compone no vienen de él mismo sino de Dios. Y, de hecho, sus canciones me hicieron experimentar ese lazo con Dios que llenó mi vida.» Finalmente, a los 26 años, el 7 de octubre del 1991, deliberadamente el día de la Virgen del Rosario y sólo un año y medio después de conocerse, Bridget y Joseph contrajeron matri monio. El matrimonio comenzó lleno de emoción y entusiasmo, pero no era fácil profundizar la re lación matrimonial porque, como recuerda Bridget, ambos tenían pasados muy distintos:
ella, uno recto y espiritual, disciplinado, de es tudio y de preparación perm anente para el en cuentro con el plan de Dios; él, en cambio, uno marcado por los tropiezos y la lejanía espiritual y moral de Dios por un largo período. Desde el comienzo del noviazgo, la fe com partida tuvo un papel decisivo en el proceso de arm onizar sus vidas pero adquirió más im portancia a par tir del m atrim onio. Este proceso de búsqueda de plenitud —se trataba de vivir la propia vocación y así lo en tendían— contó con la presencia de una ayuda tan especial como inesperada: la de la Madre Teresa de Calcuta. Durante el noviazgo, Bridget le había escri to una carta a la M adre Teresa, a quien adm ira ba enorm em ente, en la que le contaba su lucha por forjar un m atrim onio y una familia cristia na. Bridget acom pañó la carta con las fotos de ambos durante la visita a Medjugorje, y le pidió consejos para llevar adelante un buen noviazgo y un mejor m atrim onio, según el plan de Dios y a pesar de las dificultades del entorno. Bridget había dejado a la buena de Dios la posibilidad de recibir una carta de respuesta, y casi se había olvidado de ello, cuando tan sólo dos semanas después de haberla enviado descu brió emocionada en su buzón una carta envia da desde la India, escrita con una letra regular y firme. Así describe aquella carta: «La Madre Tere sa nos escribió diciéndonos que lo más im por tante era apreciar y acoger el am or de Dios ante todo, antes incluso que el am or hum ano, y que
en el día del matrimonio podríamos darle el uno al otro el mejor regalo posible: la virgini dad, que, en el caso de mi esposo, sería una vir ginidad renovada», relata. Bridget y Joseph respondieron a la Madre Teresa con una carta llena de alegría y agrade cimiento, pero tentaron su suerte con una nue va serie de preguntas sobre la mejor prepara ción para el matrimonio. Y la Madre Teresa contestó, otra vez en un plazo sorprendentemente breve. En la segunda carta, la fundadora de las misioneras de la cari dad insistía en la necesidad de la pureza en el noviazgo, pero no sólo como don mutuo, sino como un ejemplo testimonial para la juventud. Estimulados por las cartas, Bridget y Joseph contrajeron matrimonio un lunes por la noche, en la iglesia del Corazón Inmaculado de la Vir gen, y pasaron aquella noche en vela, como los antiguos cruzados, rezando ante el santísimo sacramento en la capilla de la iglesia. «Decidi mos ofrecer a Dios esa noche de oración por nuestro futuro, y al otro día empezó la luna de miel», recuerda Bridget.
El m atrim onio y sus frutos Después de algunos meses de casada, Bridget quedó embarazada. «En mi vida he pasado por muchos momentos buenos, pero el mejor mo mento de mi vida fue tener a mi hijo en mis brazos por primera vez», dice Bridget. Como es natural, ese momento supremo, inolvidable
para ella, llegó después de complejos cambios psíquicos y orgánicos que no dejaron de sor prender a la otrora viajera e independiente gra duada de Stanford. Pero, más intensos que esos cambios, per sisten en su m em oria los recuerdos de los pri meros dos días después de volver a su casa del hospital donde había dado a luz a su prim er hijo. «Para mí —dice Bridget—, era como estar en el cielo, andando sobre nubes. Lo recuerdo perfectamente como si fuera ayer. Era un senti m iento mágico y m aravilloso que me em barga ba totalm ente a cada m om ento, y que me resul ta imposible tratar de explicar con palabras.» «Es cierto que uno am a a los siguientes hi jos tanto como al prim ero, pero hay algo tan nuevo y tan mágico en ese prim er am or que no puede describirse. Se trata de un am or muy particular que una m ujer que no está casada aún no conoce ni com prende; pero quien tiene esa vocación lo lleva guardado como un tesoro dentro del corazón, y el día del nacim iento de su prim er hijo ese tesoro se abre y hace que uno se pregunte: ¿es posible que exista un am or así?» Una experiencia excepcionalm ente dura y transform adora sobresale en su vida como m a dre. Bridget no tiene ningún tem or de ser con siderada como una «madre parcial» cuando se ñala que su hijo Luke John, el prim ogénito tan amado que la llevaría a descubrir esta nueva di mensión del am or en el m atrim onio, era un niño muy especial, diferente de los demás. Desde muy pequeño, Luke John era alegre
pero discreto, m aduro y pacífico, al punto de que más de un vecino decía que le recordaba al niño Jesús. Luke John, fuente de un gozo y una alegría especiales en la vida de esposos noyatos como los Hooker, había nacido el 4 de setiembre de 1992, y crecía sano, fuerte, con una inteligencia despierta y una talla respetable... como buen hijo de Bridget. La vida con Luke John transcurría en el marco de relaciones mucho más estrechas y afectuosas que las de una familia normal, por que los Hooker siempre organizaban su aposto lado musical y pro vida de tal m anera que alguien estuviera siempre en casa. Además, Jo seph y Bridget habían optado por la fórmula cada vez más popularizada en Estados Unidos de educar a los hijos en casa con un programa homologado, conocido como Home Schooling. La experiencia m uestra que este sistema educa a niños y jóvenes, no sólo con un mayor conoci miento de contenidos, sino tam bién con más valores hum anos. Además, el sistema está orga nizado de tal m anera que los niños educados con este m étodo tienen encuentros frecuentes entre sí, de tal m anera que cuentan con un es pacio de sociabilidad equivalente al que pro porciona la escuela. Gracias a este sistema, la familia Hooker podía perm itirse pasar m ucho tiempo junta y com partir el crecimiento de su primogénito en sus diversos aspectos humanos. La única sombra, que nunca hizo presagiar lo que se avecinaba, eran las altas fiebres que
comenzaron a atacar a Luke John de forma inesperada e inexplicable, y que duraban cuatro o cinco días. Ante la insistente consulta de los padres, los médicos habían tranquilizado a los Hooker diciéndoles que se trataba de uno de los tantos virus que atacan a los niños sin mayores consecuencias. Cuando Luke John tenía poco más de dos años, Bridget quedó em barazada nuevamente. Mientras ella aguardaba el nacim iento de quien sería su segunda hija, Verónica Gracia, Luke John no presentaba más síntomas anormales que aquellas altas fiebres esporádicas, siempre inexplicables. El día que Bridget fue al hospital a dar a luz, los Hooker decidieron dejar a su hijo en la casa de la madre de Joseph. Al día siguiente del parto, cuando Luke John fue llevado al hospital para conocer a su nueva herm anita, la aún con valeciente Bridget se alarm ó al verlo sorpren dentemente pálido y débil. Le tomó la tem pera tura: la fiebre era muy alta. Joseph decidió llevarlo sin demora a un pediatra de un hospi tal cercano. Seriamente preocupado, el especia lista dio la orden de internar inm ediatam ente a Luke John en la sala de urgencias, pues el niño tenía el hígado muy inflamado. Apenas diez horas después de nacida Veró nica Gracia, Joseph volvió al cuarto de Bridget y le dijo sin rodeos: «Tenemos que irnos porque el médico dice que hay problemas serios.» El viaje de un hospital a otro era corto en el sentido de la distancia, pero a ambos los sepa raba un abismo existencial: uno era el hospital
de la alegría y de la vida, el otro era el hospital del dolor y de los presagios sombríos. Allí, en el segundo, les esperaba un adolorido y débil Luke John y un médico que, procurando ser lo más hum ano posible, les dio el terrible diagnós tico: su hijo primogénito tenía cáncer en el hí gado y el pronóstico, como en la mayoría de los casos de cáncer infantil, era poco alentador.
El cam in o d e la cruz En ese m om ento se inició la gran «prueba del dolor», aquella para la que, según Bridget, «Dios me había preparado al darme tanto en la vida, e incluso al concederme la vida misma de una m anera milagrosa.» Para los Hooker, que acababan de recibir una nueva vida en casa y que apenas habían co menzado a acostum brarse a su papel de padres, empezó un calvario de dolor que los pondría a prueba por largo tiempo. Fueron dos años de cirugías, quim ioterapia, tratam ientos especia les e ingresos incesantes y agotadores en los hospitales. «A pesar de lo difícil y doloroso de todo ese tiempo, yo le agradecía y le agradezco aún hoy a Dios el tiempo que tuvimos a Luke John con nosotros, porque puedo decir con seguridad y m ucha tranquilidad que él verdaderam ente cre ció, m aduró y se preparó para el encuentro con el Señor», dice Bridget. En medio de tanto sufrimiento, sin em bar go, Dios no olvidó su sorprendente enseñanza
de alegrías y dolor: «Cuatro meses antes de fa-; llecer —recuerda Bridget— fuimos a Lourdes, y allí Luke John comenzó a insistir diciendo: “Mami, quiero un hermano", refiriéndose clara mente a un hermanito varón. Yo le contesté que no sabía si quedaría em barazada y que si lo ha cía, podía ser que tuviera otra mujercita, como su hermanita. Pero él me dijo que no quería una hermanita porque ya la tenía, sino un hermano. Luke John siguió insistiendo en el tema du rante varios días y en el mismo tono. «Era ex traño —recuerda Bridget—, porque nunca me había dicho nada así. Se lo comenté a mi espo so y él, después de pensarlo por un momento, me contestó: “Tal vez Dios quiere ver cuánta fe tenemos y, en medio de su enfermedad, tal vez efectivamente nos quiera bendecir de alguna forma".» Bridget aceptó la reflexión y quedó entonces dispuesta, una vez más, a lo que Dios quisiera. Y, antes de que pudieran pensar m ucho en el asunto, los Hooker, inesperadam ente, conci bieron a un nuevo hijo. Aunque ellos recibieron la noticia con peculiar alegría, la familia de am bos se mostró crítica y pesimista, pues decían que Bridget no podría llevar un em barazo nor mal a la vez que lidiaba con los absorbentes y dolorosos problemas de Luke John, cuya salud, a todas luces, se deterioraba irrem ediablem en te, al punto de hacer esperar lo peor. Tanto entonces como ahora, los Hooker comprendieron que las críticas, aunque bien in tencionadas y movidas por una sincera preocu pación por ellos, entendían mal el misterio del
am or paterno y materno, pues lo veían como una suerte de «bien perecedero», cuando en realidad es un recurso ilimitado, que se amplía y crece según las necesidades y el crecimiento de cada familia. Por eso, a pesar de las críticas, los Hooker confiaban en Dios y en que las cosas que esco gía para sus vidas y la de su familia, aunque no siem pre comprensibles, los conducían por el m ejor camino posible. Luke John, alegre con la noticia del em bara zo, dijo a Bridget, sin som bra de duda, que el niño por nacer sería varón y él mismo escogió un nom bre: Benjamín. «Después que Luke John partió hacia Dios, fui a hacerm e una ecografía y vimos que mi bebé, en efecto, sería va rón, y le pusim os Benjamín Lourdes porque lo concebim os en Lourdes», cuenta Bridget, aún conm ovida por el recuerdo. Benjamín, un niño herm oso y sano, nació el 4 de julio del 1997, en el día del aniversario de la independencia estadounidense, cinco meses y un día después de la partida de su herm ano mayor. «Luke John sintió a su herm ano mover se en mi vientre por prim era vez un día antes de su m uerte, cuando yo llevaba cuatro meses encinta y tenía miedo, pensando que algo iba mal en mi em barazo», dice Bridget. «Como había pronosticado Luke John, Ben jam ín fue como un ungüento, un óleo sobre la herida de la pérdida de un niño, no sólo para nosotros, sino tam bién para mi hija, que sufrió m ucho al perder a su herm ano», agrega. En diciembre, un nuevo bálsam o del am or
tocó la vida de los Hooker, cuando Bridget dio a luz a su cuarto hijo. «El pequeño Ángel que lo logró» The little Angel that could —El pequeño Ángel que lo logró— es el título del conmovedor vídeo en el que los Hooker han resum ido la vida y la partida de Luke John, desde su nacim iento has ta su muerte, poco después de hacer realidad el último sueño del niño: conocer personalm ente al papa Juan Pablo II. «Con el fallecimiento de mi hijo, mi m adre comenzó a pensar que tal vez la razón por la que yo no fallecí en su vientre fue porque iba dar a luz a un pequeño santo —dice Bridget—. Mi hijo era un niño m aduro, increíblem ente fiel, y tenía una intuición profunda de su fe católica, pues todo lo que aprendió lo puso en práctica con una gran visión sobrenatural», añade. En efecto, el sacerdote que le dio la prim era comunión a los cuatro años, decidió darle tam bién la confirmación, no tanto por la cercanía de su muerte, sino porque tanto sus catequistas como el mismo sacerdote estaban m uy sorpren didos por la m adurez de la fe del niño. «Luke John, lo digo sin exagerar, hablaba el español mejor que yo y tenía un carácter que lo convertía en un regalo —dice B ridget—. Mi suegra decía que no era parte de este m undo, que él estuvo aquí por un período de tiem po para cum plir una misión y que Dios le dijo: “¡Bien hecho!", y se lo llevó», agrega.
Según los Hooker, lo más impresionante de Luke John era la profundidad con que había comprendido el concepto de ofrecer los dolores como una ofrenda a Dios por diversas intencio nes, especialmente por la conversión de los pe cadores. «Sorprendentemente, él comprendía que, como católicos, éramos diferentes de otras religiones porque creemos que tiene un gran valor ofrecer los sufrimientos por la conversión de los pecadores; y así, durante las últimas se manas de su vida, cuando el cáncer se le había extendido por todo el cuerpo, nunca aceptaba sus medicamentos para el dolor. Me decía: "Mami, no quiero mi medicina —no era en rea lidad una medicina sino un calmante—, quiero ofrecer mi sufrimiento por la conversión de los pecadores".» «Te digo con toda franqueza —confiesa Brid get— que al verlo así, queriendo sufrir para ofrecer su dolor, sentí alguna vez rabia contra mí misma, porque había sido yo la que le había explicado esa aproximación al sufrimiento, pero en ese momento yo no quería verlo sufrir. Pese a que yo le quería dar su medicina, él se resistía y me decía: "María quiere que ofrezca mos nuestros sufrimientos".» En Estados Unidos existe una organización que se dedica a brindar sus últimos deseos a los niños moribundos. Sus representantes visitaron a Luke John en su casa y le preguntaron qué era lo que más quería. El contestó: «Quiero co nocer al papa Juan Pablo II.» Así, en 1996, poco menos de un año antes de morir, el prim o génito de los Hooker hizo realidad su sueño.
«El encuentro con el papa fue muy hermo so, una presencia de la dulzura en medio de la dureza y la dificultad», recuerda Bridget. Viajaron, pues, a Roma y gestionaron un puesto especial en la tradicional audiencia ge neral de los miércoles. El día del encuentro, Luke John estaba enfermo y muy decaído, de tal manera que la espera de tres horas en la cola para entrar en el aula Paulo VI del Vatica no se hizo interminable, no sólo para el niño, sino también para sus padres. «Durante la es pera experimentábamos una mezcla de cansan cio, emoción y decaimiento, porque apenas el día anterior, en Roma, habíamos tenido que lle var a Luke John de urgencia a la sala pediátrica de un hospital de la ciudad, para estabilizarlo», cuenta Bridget. «Había mucha gente im portante que espe raba tomarse una foto con el papa; pero, al acercarse a mi hijo, el rostro del Santo Padre se llenó de una profunda sim patía y am or —dice Bridget—. El papa se tomó tiempo para rezar con nosotros y para besar tam bién a mi hija. Apenas la vio dijo "es polaca", por la fisonomía del rostro, y se rió mucho. Allí —reflexiona Bridget— recibimos una bendición especial que nos ayudó mucho a aceptar lo que nos pasaba, sobre todo al ver la emoción y la simpatía del papa hacia Luke John... ¡fue algo excepcional!» «Después de esa dura experiencia y a la luz de las enormes bendiciones, puedo decir sin duda alguna que le agradezco a Dios el haber tenido la oportunidad de conocer a mi hijo
Luke John; porque, aunque tengo dos hijos ex celentes y los amo con todo mi corazón, él fue como un pedacito de cielo que vivió entre noso tros», añade Bridget.
El apostolado p ro vida Además de su familia, que es el centro de su vida, Bridget se ha dedicado al apostolado pro vida de diversas maneras. Su primera involucración con la causa activa pro vida comenzó casi de casuali dad, cuando hacía poco que se había casado y había dejado el trabajo en la CIA. Como experta en idiomas, y aprovechando algo de su tiempo libre, comenzó a realizar traducciones de textos y manuales pro vida del inglés a diversos idio mas. Como conocía a otros cristianos amigos de la universidad con conocimientos de diver sos idiomas y talento de traductores, empezó a traducir material de defensa de la vida y la fa milia —y apostólico en general— al ruso, el ale mán y otras lenguas. En poco tiempo, como su servicio era gratui to, se encontró desbordada por los pedidos. De cidió entonces que, como necesitaba contribuir al ingreso familiar, mantendría el apostolado de las traducciones, pero cobraría un precio simbó lico a las organizaciones pro vida. Actualmente, las organizaciones católicas y pro vida, a quie nes cobra mucho menos por sus servicios, son el 50 % del total de sus clientes. Con todo, y —se gún dice Bridget— por la gracia de Dios, el tra bajo ha ido creciendo y progresando, de tal
manera que no solamente ha contratado ayu dantes, sino que han hecho planes para com prar una granja con unos cuantos acres de terreno y animales de cría, donde la familia pueda seguir creciendo hasta donde puedan y Dios quiera. Pero el compromiso pro vida de Bridget co menzó a tom ar una forma más orgánica con Come Alive Communications, una organización que su esposo había fundado años antes de co nocerse. Come Alive, pese a su evidente conno tación pro vida —una causa con la que Joseph simpatizaba desde los días de su conversión— era originalmente la em presa personal con la que él, actualmente un músico cristiano, daba conciertos y alquilaba equipos de sonido y m ú sica. Aunque Joseph siempre había com puesto e interpretado canciones con un mensaje positi vo, tras el m atrim onio decidió com poner sola mente canciones de abierto contenido cristia no, aunque con una carga tan positiva que, como dice Bridget en tono de brom a, «hasta a los más paganos les gusta... ¡y lo contratan!». Actualmente, Joseph viaja por Estados Uni dos interpretando m úsica cristiana, pero el ministerio de Come Alive se vio enriquecido cuando algunas organizaciones pro vida se en teraron de la experiencia de Bridget con Luke John, y decidieron invitarla para que com par tiera su testimonio del sufrimiento. Muchos descubrieron, sorprendidos, que, además de la historia de sufrimiento y reconci liación vivida con Luke John, Bridget tenía su propia aventura: su historia de supervivencia del aborto.
Cuando Bridget recibe una invitación, Jo seph prefiere quedarse en casa con los hijos; pero, si tienen que viajar los dos, entonces car gan con toda la familia. Así, cuando ambos Ho oker tienen que viajar para una presentación que combina los cantos de Joseph con el testi monio de Bridget, la presencia de la familia completa es sin duda un «valor añadido» para el apostolado de Come Alive. «En muchas oca siones doy un discurso combinándolo con la música de mi esposo y la verdad es que no es tan aburrido, créeme», bromea Bridget. Fue en una conferencia en Florida, el famo so «estado del sol radiante», donde Bridget fue invitada por primera vez a hablar acerca del su frimiento y de la historia de Luke John. Desde entonces, la meditación sobre el sentido de la vida en medio del dolor se ha convertido en un componente infaltable en el ministerio de Come Alive.
El dolor, la vida, la m uerte ¿Y cuál es el mensaje que Bridget difunde aho ra a los cuatro vientos? «No me creo más capacitada que cualquier otra persona que sufre para hablar del sufri miento o de la vida —dice Bridget—. Dios me ha brindado mucho dolor pero también mucha alegría, ha sido muy generoso conmigo porque me dio muchas maneras para manejar el dolor y especialmente la fe; una fe que maduró y que me acercó a Dios de una manera más intensa y
diferente, de mayor am istad con Él, que hoy puedo compartir», agrega. Según ella, «el dolor hum ano es un misterio que jamás podremos comprender, hasta que es temos cara a cara con Dios. Pero el am or y la fe permiten, no sólo que uno pueda sobrellevarlo en la vida, sino incluso que la vida se desarrolle e ingrese en una etapa nueva, más luminosa. Es esto lo que procuro transm itir», señala. Durante los dos años de enferm edad de Luke John, Bridget recuerda haber rezado tres o cuatro horas por día. «A veces pensaba que habría podido pasar todo ese tiem po con mi hijo, pero después com prendí que sin esa ora ción no habría podido sobrellevar la experien cia y aprovechar con una recta visión ese tiem po con mi hijo», dice. «Y es que la fe es como un m atrim onio; es una relación con Dios en las buenas y en las malas y para toda la vida. Dios es tan grande que puede aceptar mis quejas cuando estoy enojada, pero lo más im portante es m antener la comunicación con Él. Ése es el corazón de la vida personal y matrim onial, la única m anera en que pudimos sobrellevar tanto sufrim iento y dolor», explica. «Yo decía siempre que mi hijo era un regalo recibido de Dios, que no era nuestro; pero mis palabras tuvieron que hacerse concretas al ver y aceptar cómo el Señor se lo llevaba; y un día le recé a María y me puse un poco sarcástica: le dije; "Madre, veo que te gustó tanto mi hijo que has querido tenerlo ahí en el cielo contigo, pero sentí en el corazón que ella me decía: "Más
bien, a ti te gustó tener a Luke John, porque yo te lo di a ti, tú no me lo diste a mí"», recuerda Bridget. Para Bridget, el misterio del dolor y de la vida es un don que se recibe en el momento del embarazo, y al que se enfrenta una mujer pues ta ante la opción de abortar. «Creo que muchas veces se pasa por alto la verdadera dificultad del primer trimestre del embarazo, cuando la mujer se enfrenta al mis terio del dolor y de la vida. Algunos dicen que reconocer esta dificultad sería como asustar a las mujeres. Pero yo digo que hay que admitir con franqueza esta realidad, especialmente cuando se trata de un embarazo inesperado, para ayudar a la persona con auténtica efica cia», dice Bridget. Para ella, cuando se reconoce este hecho con calma y sinceridad, es posible luego expli carle a la mujer desesperada que «no es el fin del mundo, que no es imposible, que con un poco de ayuda y un poco de valor y generosidad las cosas van a salir bien. Incluso, cuando la mujer no está lista para ser madre, hay perso nas que desean a ese niño y quieren tomarlo en adopción», explica Bridget. «Cuando las mujeres comprenden que, una vez fertilizado el óvulo, ya son madres, com prenden también que tienen que asumir la res ponsabilidad y reconocer que el bebé dentro ya las ama, ya depende de ellas, ya es parte de sus vidas; y este descubrimiento llena el corazón de amor por ese bebé», dice Bridget. Justamente por eso, ella está convencida de que la verdade
ra lucha pro vida contra el aborto debe llevarse a cabo en ese momento crítico, revelándole a la mujer el misterio de la vida como un don. Como un don, pero tam bién como una ex periencia de sufrimiento que debe ser asumida, porque se trata de una realidad fecunda, reple ta de bendiciones y de crecim iento personal. «Ser madre es una m anera de m orir a sí mis ma, de am ar tanto que una da de sí m ism a todo el tiempo, y a cada hijo, a tal punto que muchas veces da la impresión de que queda poco para una; pero lo paradójico es que, en la dinám ica de ese amor, ese m orir a sí mismo no entristece sino que, al contrario, alegra.» Por eso, las críticas más duras de Bridget no se dirigen a las mujeres que, desconociendo este misterio y, presionadas por otros o por los afa nes de una «vida mejor» que nunca llega a ser tal cosa, deciden abortar, sino contra aquellos que promueven el aborto como algo bueno o simple mente lo llevan a cabo como una profesión. «Si tuviera frente a mí al doctor que le prac ticó el aborto a mi m adre no podría decirle nada en especial, porque la frialdad con que ac túan me deja sorprendida —dice Bridget—. Lo que me extraña siempre de las personas que ha cen los abortos es que se llamen médicos cuan do el juram ento hipocrático dice que un médico verdadero nunca quita la vida a sus pacientes. Los verdaderos médicos protegen la vida, y quien mata debería meditarlo en su corazón, hablarse a sí mismo y buscar la verdad», agrega. Una mujer que ha practicado un aborto, en cambio, es en buena medida —aun siendo ple
namente responsable de su decisión— una víc tima. He conocido a muchas mujeres durante todos mis viajes por todo el mundo, y hay mu jeres que han tenido uno o más abortos y no se sienten culpables de nada; pero en algún mo mento, a veces después de varios años, caen en la cuenta de lo que hicieron y entonces pagan el precio de lo sucedido», dice Bridget. «Es importante reconciliar a esta mujer consigo misma y con el hijo que abortó. Es algo muy duro, que toma su tiempo; pero aceptar lo que una hizo y lo que perdió es la única manera de salir adelante con una vida reconciliada, tra tando de hacer lo que se pueda para prevenirlo en otras personas», agrega. «Hoy en día mi madre sufre muchísimo con las cicatrices del aborto. Cuando empezamos a hablar sobre el aborto, ella se pone a llorar en seguida y realmente sufre muchísimo. Eso es algo que les digo a los jóvenes cuando me dirijo a ellos: mi madre, pensando que iba a salvar su matrimonio, se fue a tener un segundo aborto. Sin embargo, fue el aborto el que acabó por pro vocar el divorcio, porque los actos de maldad no pueden incitar el amor; los actos de la muerte no pueden hacer crecer el amor. ¡Es una reali dad muy sencilla, pero tiene un sentido profun do y es muy importante explicarla!», exclama. Cam biar la m entalidad Para los Hooker y Come Alive, el principal de safío en sus conferencias y presentaciones en
Estados Unidos es contrarrestar el mensaje su perficial y anti vida con que los jóvenes son bombardeados por todos lados. «Los estímulos, los mensajes y las diversiones son tan intensos, que quitan el tiempo y el espacio mental para pensar en la verdad de la vida —dice Bridget—, pero nuestros jóvenes, en cambio, han recibido un cóctel de mentiras.» Algo que siempre cuenta Bridget a los jóve nes es una experiencia con una amiga. Cuando tenía veinte años y estudiaba en Stanford se fue de vacaciones a San Diego con esa amiga. En el aeropuerto, ella le dijo que tenía algo muy im portante que decirle, la llevó al baño y le contó que estaba em barazada y que había decidido abortar. «Ella, que era una persona inteligente, que estudiaba en una de las mejores universidades del país, me explicó incluso que iba a decirle a su novio que estaba em barazada con gemelos para que él pensara que era más macho, pero que de todas maneras iba a tener un aborto —dice Bridget—. ¿Qué puede tener en la cabe za una persona inteligente que piensa así, tan ligeramente de la vida? Lamentablemente, eso refleja lo que piensan países enteros, en los que incluso llegan a ver en el aborto una forma más de anticoncepción», dice. Por eso, para Bridget, el gran desafío de los pro vida es éste: «Dejar oír la verdad en medio de una sociedad y una cultura profundam ente confundidas.» «Yo en la universidad estaba un poco con fundida —recuerda hoy—. Sabía que el aborto
era malo y que no se debía hacer; pero, cuando mi amiga tuvo ese problema, no le dije real mente todo, no tuve la radicalidad ni la seguri dad, porque en el fondo pensaba: "No tengo que meterme en sus cosas porque es su vida. Así hace la gente inteligente. Yo no soy de esos fanáticos religiosos que se meten en la vida de otros”; pero me di cuenta de que, con esa forma de pensar, un niño había perdido la vida.» Hoy Bridget está convencida de que anun ciar la verdad de la vida y el horror del aborto es un acto de justicia. «No es una cuestión de ser inteligente o no; es una cuestión de verdad, y la verdad debe ser anunciada porque está per dida en una sociedad donde tener un aborto es como ir al supermercado, o donde hablar del aborto es como hablar de cualquier otra cosa.» Bridget sueña con hacer algún día una pro paganda televisiva que tenga los rostros de mu chas personas famosas y apreciadas y que de bajo de cada uno de ellos diga que sus padres no los planearon, pero que la sociedad los co noce porque sus padres decidieron tenerlos en vez de abortarlos. «Son verdades básicas, elementales, pero que se han esfumado en medio de esta confu sión», dice Bridget. Y cuenta que, cuando les habla a los jóvenes, «les digo cosas muy ele mentales y, con todo, se sorprenden. Empiezo siempre con un juego que consiste en que les digo una palabra y ellos me dicen lo opuesto: yo digo "arriba”, y ellos dicen "abajo”; digo "blanco”, y ellos dicen "negro”; digo "vida”, y ellos dicen "muerte”. Entonces les digo: "Espe-
ren, esperen, ¿qué han dicho?” Y todos repiten: "muerte”. Entonces les digo, "Nadie aquí dijo "elección”; porque hoy se nos presenta la elec ción como lo contrario a la vida, cuando la rea lidad es que, quien no es pro vida, es simple mente pro m uerte”.» Según Bridget, «la sencillez de esa introduc ción los sorprende, y ahí es cuando les explico que la única opción se tiene antes del em bara zo, no después del embarazo; así como yo no tengo la opción de ir con una pistola al super mercado y m atar a una persona sólo porque está delante de mí en la fila y es un inconve niente.» «Para mí, poder clarificar esto con los ado lescentes es un regalo, y me doy cuenta de lo poco que saben, de la confusión que existe.» Bridget luego les relata la dura experiencia de su madre, y cómo ella m isma es una super viviente del aborto, para aportar así la carga testimonial a una verdad que, como ella dice, «basta por sí sola», y que ciertam ente recibe un respaldo cuando se conecta con una realidad que se ha experimentado en carne propia. «Al comienzo fue difícil para mi m adre que yo hablara de estas cosas en público, y le expli qué: "Mamá, es preciso que lo haga porque, si el aborto hubiese sido legal, yo no estaría aquí para hablar”: Y ella me dijo: "Está bien, hija, te entiendo; es algo que debes hacer.”» No sólo su madre ha cambiado de opinión a favor de su ministerio. «Ahora soy una buenísima amiga de mi padre, y él ha cambiado sus opiniones sobre el aborto, pues cree que es in
correcto, inmoral, y no piensa como pensaba a los 24 años», dice Bridget.
De cara al fu tu ro ¿Qué nuevo giro le depara Dios a esta aventure ra? Sólo Dios lo sabe. Ella, por su parte, junto a su creciente familia, sigue dispuesta a cualquier cambio. Pero por ahora, mientras se muda a la nueva granja, «mi mayor actividad pro vida y la de mi esposo es el constante y exigente empeño de ser padres, de aceptar a cuantos hijos Dios nos quiera regalar. A veces seguimos dando conferencias y cantando en ellas o hablando so bre temas pro vida, pero por lo general, no te nemos mucho tiempo para hacerlo con fre cuencia. Sin embargo, cuando nos invitan, vamos con mucho gusto», concluye.
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