Y Sin Embargo

February 7, 2017 | Author: tribades86 | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

Download Y Sin Embargo...

Description

Y sin embargo narra una historia de amor, es decir, de elecciones, de celos, de sexo, de infidelidades y también de lealtad. La narradora —cuyo nombre nunca se nos revela— nos cuenta su vida signada por su amor a Mía y su decisión de vivir ese amor de manera incondicional. ¿Qué hechos pueden llevar a una mujer a tomar tal decisión? El temor al rechazo, las presiones familiares y sociales, y la vida misma de Mía tienen que ver con ello. Es un amor terco y a su vez apasionante. Decidido y leal. Mía, con su vida turbulenta y llena de fantasías, recibe este amor y lo disfruta y sin embargo duda. Vive su vida persiguiendo una libertad y felicidad que se escapan. Mía vive con independencia de ese amor y sin embargo siempre vuelve a él. La narradora nos cuenta con una precisión a veces dolorosa, a veces asfixiante y muchas otras feliz, qué siente ante las vicisitudes de la vida de la mujer que ama. Una novela donde se entremezclan tres vidas y un gran amor que las marca indefectiblemente.

Y SIN EMBARGO MARÍA PÍA POVEDA

BARCELONA - MADRID

© María Pía Poveda, 2013 © Editorial EGALES, S.L. 2014 Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61 Hortaleza, 62. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 www.editorialegales.com ISBN: 978-84-15899-53-2 Depósito legal: M-7056-2014 © Fotografía de portada: Arcángel Images Diseño de cubierta y maquetación: Nieves Guerra Imprime: Safekat. Laguna del Marquesado, 32 - Naves K y L Complejo Neutral. 28021 – Madrid

A Ernesto y Eleonora. Ellos me vieron cuando yo era invisible.

«Uno es lo que hace para dejar de ser lo que es.» Eduardo Galeano

«Se le oía moverse en el cuarto con una atormentada y enloquecedora insistencia, igual que si en esas noches lo recibiera en el cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el hombre pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la cual el pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus personalismos intransigentes; y el presente, su terrible e inmodificable voluntad de liberarse de su propio hombre anterior.» Gabriel García Márquez

Primera parte

Quiero contar la historia de la mujer más tenaz que conocí y de la que estuve profundamente enamorada toda mi vida. Sí, fue así, la amé con locura desde los 18 años. Ya tengo casi 70 y puedo decir que la sigo queriendo. Ella continúa tan ocupada como cuando éramos jóvenes. Sigue llenando su agenda con múltiples actividades, no se cansa. Yo sí me canso. Y mucho. Pero siempre que pienso en ella mi mente y mi cuerpo rejuvenecen, el hecho de amarla me hace feliz. Hoy que es domingo —hay sol, pero el día es triste—, me dieron ganas de contar nuestra historia. Quiero estar con ella de este modo. Deseo escribir sobre Mía. Cuando la conocí ella era una adolescente sufriente, parecía que quería ser invisible. Tímida, callada, sin embargo siempre miraba a los ojos, de forma insistente, desafiante. Eso me extrañaba, tan tímida por un lado, tan audaz por el otro. Aunque ella hubiera querido ser invisible, no existir, todos nos percatábamos enseguida de que era un ser especial. Una elegida. Una distinta. Creo que me enamoré apenas la vi. Era gorda, bajita, desaliñada. Nada masculina sin embargo, porque tenía una suavidad y ternura infalibles. Sí, infalibles. Siempre estaban con ella. Me acerqué como pude; nunca más me alejé. A veces creo que mi vida consistió en ser testigo de la de ella, y cumplí mi destino. Cursábamos primer año de arquitectura en la UBA. Mía no faltaba nunca. Jamás iba al bar, no hablaba con nadie. Yo observaba cómo tanto hombres como mujeres queríamos ser sus amigos. Parecía que a ella no le interesaba. Solo quería estudiar. Era rara pues, a pesar de su lejanía, derrochaba simpatía y energía. Un día, todavía puedo acordarme de dónde estábamos paradas, cómo estábamos vestidas, me animé y le ofrecí hacer un trabajo juntas. Me contestó que sí. En ese instante mi vida cobró sentido y nunca más lo perdió. Cuando comenzamos a estudiar juntas empecé a descubrir, lentamente, su alma atribulada. Su mente brillante. Su mirada aguda sobre el mundo. Supe que nada la iba a detener, que iba a luchar por cambiar su destino aunque en esto se le fuera la vida. Su inteligencia contrastaba con su corazón confundido. Ambos estaban permanentemente en pugna. Y ella no tenía descanso. Yo, a veces, le decía: «dejá de pensar, de tratar de deshilvanar lo que no se puede deshilvanar». Mía me contestaba: «no puedo ni quiero. Nací para algo, quiero descubrirlo. Omero descubrir qué sentido tienen la pena y el sufrimiento». Bueno, querido lector, contaré primero algunas cosas de su infancia. De su vida antes de conocernos.

Hasta los 18 años Mía vivió sojuzgada bajo el influjo de una madre feroz y un padre imbécil, que maltrataron a esa niñita vivaz hasta opacarla. Su madre tenía infinidad de obsesiones. Hasta muy grande Mía no pudo olvidarlas. Su madre creía que la vida era sinónimo de sufrimiento, que todo debía ser difícil, complicado, para ser cierto. Necesitaba sufrir para existir. Le pegaba a Mía. La castigaba ante la mirada ausente de un padre egoísta, charlatán, mentiroso. Mía me ha contado que nunca se sabía cómo doña Iris iba a estar. Su carácter era cambiante, estos cambios se producían sin fundamento alguno. Vivía una permanente sinrazón. Todas estas descripciones de doña Iris las sé pues, cuando nos hicimos amigas, Mía comenzó, muy despacio, a contarme su historia, que yo corroboré escuchando y preguntando a gentes que habían conocido a sus padres. Casi sin variantes, salvo algunas cuestiones de matices —o mejor dicho de intensidades—, todos coincidían. Y juzgaban, sí, juzgaban a doña Iris como fatal, negadora, enferma, cruel, dañina y a don Rubén como un idiota. Un misterio esas dos almas juntas y enfrentadas. ¿Cómo Mía pudo «sobrevivir» a esa infancia? Otro misterio. No fue fácil. Muchas veces pensé que claudicaría. Pero no, ella se ponía nuevamente de pie y continuaba viviendo.

*** Durante su infancia buscó permanentemente el cariño de mujeres que ella imaginaba como «sus madres». Mía me contó que durante algunos años, y siendo todavía muy chica, amó profundamente a una mujer llamada Rosalía, su profesora de música. Durante ese tiempo solo le importaba esa mujer. Su corazón latía muy fuerte cuando la veía. Ella sentía mucha vergüenza cuando eso le pasaba y algunas veces se escondía. Otras veces se hacía la disimulada y pasaba por la puerta de la Sala de profesores para verla. Quería verla, eso era todo. Parecía que se conformaba con eso..., pero no, en realidad buscaba afanosamente que Rosalía la viera a ella. Una sonrisa, una caricia de esa mujer, le alegraba la vida. Podía pasar horas y horas repitiendo en su cabecita el momento, el gesto, cómo había sido, si había sido más afectuoso que el que le daba al resto de sus compañeras. Quería detectar en el más mínimo detalle que Rosalía la prefería, que Rosalía la elegía.

¿Cuándo Mía «decidía» que una mujer podía ser una «especie» de mamá para ella? Cuando esa mujer la miraba «especialmente», cuando Mía sentía que la otra persona la registraba. Eso me contestó una tarde que salimos de picnic por los bosques de Palermo. Rosalía era hermosa, me dijo. Tenía dos hijos varones, entonces Mía soñaba con ser ella su única hija mujer. Siempre trataba a Mía con mucho cariño, según ella la distinguía entre sus compañeras. Una vez Rosalía citó a la madre de Mía en el colegio. Ese día Mía esperaba ansiosa y angustiada el regreso de Iris a su casa. Quería desesperadamente saber qué le había dicho Rosalía. Aunque el solo hecho de que hubiera citado a su mamá ya la conmovía. Pensaba que Rosalía iba a tener un momento especial para ella... Doña Iris volvió del colegio furiosa. Increpó a Mía preguntándole qué le había contado a esa mujer. Mía contestó... que nada. Pero su madre le contó que Rosalía le había dicho que Mía era muy sensible, que era una niña que necesitaba que la cuidaran mucho. Mía se fue a la cama tan feliz que ni siquiera le importaron los gritos de su madre, ni los tirones de pelo... Rosalía se había dado cuenta de ella, la había visto, eso era lo que valía. El amor por esa mujer también marcó su vida. Ella se aferró a Rosalía como su única posibilidad de sobrevivir. Ese sentimiento, esa manera de querer, la acompañó largos años. Era una forma de vincularse que Mía desde muy pequeña intuyó que era «enfermiza, medio loca, qué sé yo», me decía. Le pasaba que quería estar todo el tiempo con Rosalía. Tenía fantasías con ella. Quería que Rosalía supiese todo lo que ella hacía. Se imaginaba situaciones en que ella ayudaba a esa mujer con algo importante y así obtenía su amor para siempre. Yo tuve una infancia feliz. Mis padres me quisieron mucho. Yo adoraba a mi papá y siempre supe que él me adoraba a mí. Conservo el recuerdo de un tiempo apacible, tranquilo, divertido. Tuve todo lo que una niña necesita. Una familia, una casa confortable, amigas, escuela, vacaciones. Hasta que fuimos adolescentes, ni mis hermanas ni yo vimos a mis padres discutir. Tal vez lo hicieran, pero cuidaron de que eso no nos afectara. De la adolescencia también tengo recuerdos divertidos. Cierto clima de placidez se deshizo, pero era lógico. Mis padres discutían, como todos, pero no recuerdo hechos de violencia. Mis hermanas y yo nos peleábamos, corríamos, gritábamos, pero todo lo recuerdo como muy divertido. Hacíamos alianzas entre nosotras, que iban cambiando. No veo negrura. En la distancia, veo cotidianidad, una vida «común».

Quizás por esta razón me costaba entender algunas cosas de Mía. Creía que ella exageraba; lamentablemente, los años le dieron la razón. Ella no pudo ser feliz hasta muy grande. Intentaba e intentaba, pero no lograba desentrañar el misterio del amor, de las relaciones, del sexo, y encima todo ello ensombrecido por esa forma «rara» de vincularse, de la que creía que nunca iba a poder escapar. Mía fue hija única, recibió el peso de esa madre enferma sin poder compartirlo. Fue un peso muy difícil de sobrellevar. Tampoco su padre alivió esa infancia oscura, llena de paredes gruesas, de ruidos ensordecedores, de imágenes de miedo, de un gran sinsentido. Don Rubén no trabajaba. Mía decía cuando hablábamos de él: «hacía que trabajaba». Siempre estaba inventando negocios. Se jactaba de que el bar era su oficina. Efectivamente pasaba horas y horas allí, conversando con sus amigos y planeando «algo que le iba a dar mucho dinero...». Se negaba a tener un «trabajo común». Decía que él no había nacido para eso. Mía recordaba que en una época él se dedicó a ser una especie de intermediario en la compra y venta de campos o terrenos. Ella desconocía si alguna vez había cobrado algo por eso. Solo se acordaba de haberlo escuchado hablar de que iba a presentar a tal con tal otro, pero que «eso sí..., no me van a pasar por encima...: yo los conecté, a mí se me ocurrió el negocio y eso vale, querida». Frases de este estilo decía todo el tiempo. Otra vez quiso poner un lavadero de autos. Mía siempre creyó que no lavó ni un auto en todo el tiempo que el supuesto negocio estuvo abierto. Sí recordaba perfectamente las terribles discusiones que él tenía con su madre porque con ese tema no solo no ganó plata, sino que perdió mucho dinero. «Sos un inútil, un pelele, un estafador», le gritaba doña Iris fuera de sí. Mía temblaba, sabía que, después de ese ataque, seguramente a ella también le tocaba un grito, un golpe, o un enojo incomprensible y duradero de su madre. Mientras tanto, don Rubén miraba impávido transcurrir la vida, sin percatarse de que tenía una hija que lo necesitaba. Una de las anécdotas de ese tiempo que Mía me relató fue la de un día en que su madre tuvo un accidente. Cuando se enteraron, Mía y su padre estaban juntos. Ella, aterrada, se puso a llorar; él la sacó violentamente de su lado, pues la noticia implicaba cambiar sus planes de ir a jugar a las cartas con sus amigos. Cuando su madre regresó, a las pocas horas pues, finalmente, el accidente no había sido para tanto, Mía corrió a sus brazos: doña Iris la arrojó con tal fuerza que Mía cayó al piso y se lastimó la cabeza. Cuando logró contarme esa historia, me dijo: «nunca olvidé el rechazo. Eso me dolía. La cabeza, no». Todas estas circunstancias fueron forjando en ella un carácter complejo, adusto, a veces muy duro, distante, desconfiado. Necesitada y prescindente.

Nosotras tuvimos un gran enfrentamiento a los 21 años. Eramos amigas inseparables. Estábamos ambas por recibirnos de arquitectas. Ella iba trabajando su alma, eso se notaba en su cuerpo. Estaba más bonita, más delgada, más sutil. Un día, al salir de una fiesta, estábamos medio borrachas, la invité a dormir a casa. Ella alquilaba un departamento en San Telmo. Yo ya tenía mi propio departamento en Belgrano. Al llegar a casa, no pude más. La vi tan hermosa, que intenté darle un beso. Se transfiguró. Se puso furiosa. Me dijo que era una perversa y una mentirosa. Que de dónde había sacado yo que ella era lesbiana. Que a ella le gustaban los hombres, que detestaba a las mujeres lesbianas. Que eran todas unas amargadas, infelices, dependientes y mil insultos más. Se fue de casa. No nos volvimos a ver hasta cinco años después. Recuerdo que no pude dar ninguna explicación convincente a mis padres. Creí que mi vida no tenía sentido. De algún modo era así. Mi vida sin ella carecía de sentido. Sin embargo, «me» inventé uno, para sobrevivir; para más también. El día que me recibí quise encontrarla, necesitaba verla. Ella no estaba en la facultad, ni en ningún lado en el que yo pudiera hallarla. Nunca supe bien cómo lo lograba, pero cuando no quería ver más a alguien, esa persona no la encontraba jamás. Durante ese tiempo fui yo la destinataria de ese desencuentro. La busqué desesperadamente. Fue imposible. No atendía el teléfono, casi no iba a la facultad, nuestros compañeros no sabían o no me decían nada de ella hasta que me resigné. A medias. Puedo decir que en esos años no dejé de pensar ni un día en Mía. No me gustó nunca ninguna otra mujer. Me casé con un hombre que sabía mi verdad, mi pequeña verdad y que la aceptó pacientemente. Fuimos dos almas que se encontraron para tener algo de paz, enfrentarnos juntos al mundo simulando respetar un modelo de familia aceptado por la sociedad. Tuvimos la decencia de no querer hijos. Sabíamos que no les podríamos dar el amor que necesitarían. Así fue. Conocí a Miguel a través de un grupo de amigos comunes. Al año siguiente de haberme recibido. Al principio nos hicimos amigos. Y luego, casi sin pensarlo, nos pusimos de novios. Nuestras charlas y salidas me gustaban. Me entretenían y me ayudaban a soportar mejor la ausencia de Mía. La intimidad me costaba mucho, evidentemente no me gustaba. Trataba de sortearla lo mejor que podía. Él tenía mucho dinero y prestigio. Eso facilitó las cosas, pues nos dio libertad para movernos y separarnos cuando lo necesitábamos y para viajar por todo el mundo, pasión que nos unía.

Era muy buen arquitecto, audaz, creativo. Jamás temía equivocarse. A veces me parecía temerario, pero esto me gustaba pues me recordaba a Mía. Él nunca la nombraba por esos años. Solo la conocía a través de mis relatos. Comencé a mencionarla, sobre todo, antes de casarnos, cuando le confesé lo que sentía por esa mujer. Pero un día Miguel necesitó nombrarla, pronunciar su nombre. Y nombrarla era una forma de darle la existencia que —supongo— él no quería que ella tuviese. La vida hizo que una beca para trabajar en Nueva York los uniera. Llevábamos dos años casados cuando un día él llegó a casa exultante, diciéndome que quería presentarse a un concurso para trabajar y estudiar un tiempo en Nueva York. Si ganaba nos iríamos a vivir un par de meses allá. Creía que nos iba a hacer muy bien. Eramos jóvenes, teníamos todo por delante. Parecía que Miguel conservaba la esperanza de que me enamorara de él, y este proyecto «beneficiaba» sus planes. Dos meses después él ganó el concurso, pero en ese mismo momento se enteró de que también Mía lo había ganado. Entonces, Miguel llegó a casa destrozado: su sueño pulverizado; su angustia por tener que decidir qué hacer incrementaba su dolor. Cuando me lo dijo, mi corazón dio un vuelco: confirmé que yo seguía amando a Mía, que nunca dejaría de amarla, que todo lo que hiciera para olvidarla sería en vano. Miguel decidió seguir adelante con la beca; y además quiso hacerle saber a Mía quién era él. Creo que sintió que merecía ese premio y que no iba a abandonarlo por culpa de una mujer a quien ni siquiera conocía demasiado. Incluso, me pareció que el solo hecho de pensar en renunciar a su proyecto lo humillaba de tal manera que creía necesaria una «reivindicación». Entonces, esa situación le dio fuerzas para enfrentar lo que venía. Percibí que experimentaba rabia por el «destino» que le «había tocado en suerte». Pero siguió adelante como hacemos todos, o casi todos. Consiguió el teléfono de Mía... Se citaron a tomar un café cerca del estudio de ella, que quedaba en Las Heras y Pueyrredón. En esa oportunidad, cuando él me contó su encuentro con Mía y las cosas que pasaron por su mente y su corazón, Miguel y yo hablamos un poco más francamente de la situación afectiva que nos involucraba. Él me abrió su alma. Me habló de sus miedos y de su dolor. Se emocionaba al hablar. Su sufrimiento era tan intenso como el mío. Quizás eso nos uniera. No muchas veces a lo largo de toda nuestra vida tuvimos una conversación así. Me dijo que mientras la esperaba el pecho le dolía. Estaba muy angustiado.

Ahora me da pena recordar ese momento. Saber que Miguel seguramente tenía la certeza de que al verla iba a conocer su propio destino. Iba a presentir si tenía alguna posibilidad de conquistarme. Cuando Mía entró al bar, él la reconoció de inmediato. «Tiene algo», así se expresó. Miguel me relató con precisión algunos datos de la cita. Por ejemplo, que quiso hacerle saber de inmediato que era mi esposo, dado que la circunstancia de la beca podría implicar una cierta convivencia en Nueva York. Miguel presumió que nada más tenía que explicarle. Y esto solo ya dice mucho del miedo que sentía. Según parece, Mía palideció al recibir la noticia. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Miguel, solo esa vez en toda nuestra vida, me dijo que supo que ella también me amaba. Nunca más tocamos el tema. Mía le dijo que debía pensar qué decisión iba a tomar. Al día siguiente ella me llamó por teléfono. Me habló y me dijo, con una frialdad que desconocí, que solo podría aceptar la beca si yo le prometía no molestarla, que nos viésemos la menor cantidad de veces posibles; si fuera factible, nunca. Que eso sería lo mejor. La escuché distante, rígida. Como dando un discurso. Como quien no quiere contagiarse de nada de la situación que está viviendo. A pesar de la forma de sus palabras —no me preguntó ni siquiera cómo estaba después de tanto tiempo que no nos veíamos—, le prometí que así iba a ser. Cuando colgué el teléfono lloré por todo lo que no había llorado durante esos cinco años. No podía entender qué le pasaba a Mía, qué la había ofendido tanto, qué la había herido así. No podía entender la violencia que yo le generaba. ¿Por qué ese rechazo? ¿Por qué un alma noble y abierta como la de Mía tenía esos prejuicios, ese rechazo por un amor tan verdadero como el mío? Nos encontramos un mes después en Nueva York. Mía estaba radiante. De ella emergía una luz singular. Estaba bellísima. No puedo decir si su cuerpo, si su pelo, si su cara, qué era lo más hermoso. Era todo eso junto y su sonrisa. Elegante. Vino a saludarme como una reina, nadie hubiese podido notar todo lo que pasaba entre nosotras. Me temblaron las piernas. No sé cómo aguanté el llanto. Creí que me desmayaba, ella me sostuvo. Estábamos en la entrada del edificio donde Miguel y yo habíamos alquilado un departamento. Ella venía a ver otro. Momentáneamente estaba viviendo en un hotel. Yo salía a hacer las compras. Miguel había ido a la Universidad. Ella justo entraba con una persona de una inmobiliaria.

Me abrazó solo para sostenerme. Luego me dejó con una sonrisa suave, muy alejada de la frialdad de la llamada. Me preguntó, con su sello personal: « ¿cómo va?», como masticando cada palabra. Las palabras en su boca tenían pulpa, carozo, jugo. Toda ella era una seducción única. Le contesté temblequeando que todo bien, que estaba contenta, un poco cansada. Que hacía dos días que habíamos llegado, el departamento cómodo. Que estaba yendo a hacer las compras y me fui. Creo que sin saludar. A la tarde, supe por Miguel que Mía viviría allí mismo. Era una zona muy requerida pues, para los precios de Nueva York, era accesible. Miguel habló de Mía sin emoción alguna. Sabiendo su derrota, pero reconociendo que la había aceptado desde el principio, desde que me conoció y decidió —a pesar de ello— compartir conmigo su vida. A veces las personas hacemos estas elecciones y tenemos la nobleza de no reprocharlas, sino aceptarlas con simpleza, con tranquilidad. Supongo que Miguel en ese momento sintió eso. De una vez y para siempre. Creo que optó por no intentar cambiarme, supo que era inútil. O aceptaba las reglas del juego, o se iba. Sin embargo, con el correr de los años, llegó a querer mucho a Mía. Valoraba su tenacidad, su audacia, su honestidad, y su humor. Comenzaron a hacerse amigos, por su cuenta, independientemente de mí. Claro que el motivo de su relación era yo. Por lo menos, eso creí siempre. No quise hacerme ese cuestionamiento. No valía la pena. También yo acepté esa amistad como parte de un acuerdo tácito. Era el precio que tenía que pagar para estar junto a ella y junto a él. Se reían mucho juntos. Existían cosas en el mundo que a ellos les daban risa y lo gozaron. Siempre estuve al margen de esa risa. No me pertenecía. No entendía ni de qué se reían, ni la intensidad con que lo hacían. A veces experimentaba unos celos tremendos. En realidad, tal vez era que no admitía estar afuera, que existiera un «ellos» que nada tenía en común conmigo. Eso sí, a mi manera, trataba de disfrutar porque era lindo verlos. No preguntaba. Como Miguel, aceptaba. El fin de semana siguiente al encuentro con Mía, la gente de la universidad organizó un paseo por Nueva York. Mía, como siempre, no aceptó. Miguel me contó que directamente dijo que quería estar sola, descansar. Nosotros aceptamos, pero ese día fingí sentirme mal para quedarme, sola, pero cerca de ella. Estaba dispuesta a cumplir mi palabra de no molestarla, ni buscarla. No fue necesario. Mía vincha casa. Se había encontrado con Miguel cuando salía y supo que yo no había ido al paseo.

Entró al departamento, cerró la puerta; comenzó a besarme desesperadamente. Con ansiedad, con hambre, un hambre antigua, con atraso. Hicimos el amor sin decirnos una palabra. Fuimos inmensamente felices. Pero ella no lo resistía. No toleraba la felicidad, no toleraba amar a una mujer. Cuando pudimos hablar, Mía llorando me pidió que la ayudara, que no quería tener ningún amorío conmigo, que si podíamos fuéramos amigas. Que nunca más iba a insinuarme nada, que me necesitaba como amiga, que la perdonara. Le dije que quería pensarlo, que no sabía si iba a poder. Sentía una tristeza calcinante. Durante esos meses en Nueva York casi no nos vimos. Ella trabajaba todo el día, luego salía. Hizo amigos, tuvo amantes. Alguna vez me contaría que todo lo hizo para olvidarse de «lo nuestro», así lo llamaba. De vuelta en Buenos Aires, me incorporé al estudio de Miguel. Cambié algunas de mis actividades. Nos mudamos. Comencé terapia, viajé mucho. Todo fue en vano y no. Pude decidir que sería feliz por y a pesar de mi amor. Viviría con esa sensación permanente; sin embargo, viviría. No dejaría de hacerlo. Prefería saber de ella, darle la amistad que me había pedido, a perderla. Siempre pensé que esta decisión podía dar una imagen muy triste sobre mí; sin embargo, fue lo mejor que pude hacer y, habiendo transcurrido casi toda mi vida, puedo confesar que lo logré. Tuve mi vida por ella y a pesar de ella. Cuando la cité para vernos, habían pasado casi nueve meses desde nuestro encuentro en Nueva York. La vi muy triste. Demacrada. Su rostro brilló un poco cuando le dije que podíamos ser amigas, si así lo seguía queriendo. Me dijo que sí. Que gracias. Que me había extrañado mucho. Que necesitaba contarme cosas. Que no quería que sufriera. Que le dijera la verdad. Empecé a conocer algunos detalles de la parte más oscura de Mía. Sus incertidumbres, sus miedos, su autocompasión, su creencia permanente en que todo lo que pasaba tenía que ver con ella. Su avidez por entender, avidez que la desgastaba, pero que nadie podía detener. Me contó que tenía poco trabajo, que estaba viviendo del dinero que había ganado en Nueva York, que estaba bastante desinteresada con el trabajo, que nada la atraía, que necesitaba descansar, que temía por su salud. Hasta ese momento nunca la había visto así. No pude discernir la causa de tanto dolor, pero me alegré de poder estar cerca de ella. Comenzamos a vernos muy seguido. Conoció a mis nuevos amigos, se adaptó, como siempre, a las nuevas circunstancias. «Me encanta verte bien», me decía. Y sonreía. Una luz apacible le iluminaba la cara.

«Tal vez me vaya unos días», me avisaba, tratando de impedir que me doliera su ausencia. Se iba. Buscaba en los amantes una paz que no encontraba. Volvía y, por varios días, venía a casa solo a comer, tomar algo, tirarse en un sillón, suplicando silencio. Miguel y yo la respetábamos, aceptábamos esas condiciones como parte de un misterioso pacto. Supe, un tiempo después, que su madre había estado muy enferma y había muerto. «No sentí dolor, sino rabia», me dijo. «No creo que pueda perdonarla si no encuentro paz. Mi padre pretende hacerme creer que está triste. ¿Por qué tanta hipocresía? ¿Qué sentido tiene? ¿Acaso soy yo la dura, la exigente? ¿Qué pensás? ¿A ver qué pensás vos que siempre tuviste todo? ¿A ver qué piensan ustedes desde su lugar de privilegio? ¿Desde sus cunas de oro?» La escuché con cierta sorpresa. Su dolor me dolía. Sus insultos, también. Entendí que no eran para mí; traté de contenerla desesperadamente. Ese día Miguel no estaba. Se quedó en casa, dormimos juntas, abrazadas. Me pareció que necesitaba más una amiga, una mamá, que un amor. Disfruté de poder acompañarla. Estuvo en casa toda la semana. Se levantaba temprano, desayunaba callada, escribía, con fervor, con pasión, como todo lo que hacía. Compartimos casi todo durante esos días. Sin embargo, ella siempre dejaba traslucir que existía un rincón de su alma que a nadie le abriría. Comenzó a estudiar Letras. Trabajaba lo mínimo, como para subsistir. Su padre — tal vez para compensarla—, ya viejo y vencido, le daba dinero. «Lo acepto porque es lo único que puede darme», me decía... «y porque me viene bien», y reía. Se perdonaba, a medias, lo que ella consideraba una traición. Durante esa época, nos veíamos poco. A veces fantaseaba con que se había enamorado de alguien, de algún compañero. Ella me lo negó. Pero estaba contenta. La extrañé tanto. Tenía tanta sed de ella. De su presencia. ¿He contado ya que era receptiva y sensible como nadie en el mundo? Creo que eso aún no. Sabía escuchar. Cuando estaba con alguien, le hacía saber que estaba solo para él. Toda. Sin restricciones. Gocé infinidad de veces ese placer. Pocas personas tienen ese don. Me llamaba por teléfono. La notaba contenta —como dije—, pero a veces su tono de voz, cierta fragilidad al hablar, me hacían sospechar que algo malo sucedía. Mucho tiempo después, me enteré de que lo había pasado realmente mal. « ¿Que por qué no recurrí a vos? Por varias razones, porque no sos omnipotente, porque tengo que vivir mi historia sola, porque no me dieron ganas.» Cruel. Hostil. Esas palabras definían cómo se ponía cuando algo le dolía mucho. También me dijo que quiso protegerme. Que no quiso involucrarme, pues creyó que por fin se había enamorado.

«Creí que él era hermoso. Profundo. Comprensivo», me dijo y agregó: «todo un invento mío». «La verdad: él es un mentiroso, un estafador. Casi pierdo todo por él», me confesó llorando. «Lo peor es que aún lo extraño. Creo que lo necesito. Pasamos unos días maravillosos», continuó. «Me dijo que nunca se había enamorado de alguien como de mí, y yo le creí. ¿Podés creer?» Como yo no lo iba a creer. Si algo me resultaba fácil de entender era que alguien se enamorara de ella sin límites. Además, tal vez fuera cierto, porque pasaron los años y Oscar —así se llamaba— jamás pudo olvidarse de ella. Él mentía. La invitaba y la dejaba esperando. Jugaba con ella, con sus sentimientos. Era perverso. Le pedía dinero. Siempre buscaba una excusa para aprovecharse de ella. La seducía y la soltaba. Ella creyó amarlo con locura. Hasta que se sintió tan vacía que logró dejarlo. Me contó que era como un círculo vicioso. Que mientras más lo veía, más vacía se sentía y más quería verlo. Que le robaba la energía vital. A Mía le gustaba hablar así. No era simple. Se enredaba. Daba vueltas sobre lo mismo. Se desgastaba. Yo sentía compasión, amor. Estaba casi destruida cuando volvió a casa. Miguel y yo la recibimos como siempre. Pensé que estaba tomando alcohol o algo así. Me tranquilicé cuando comprobé que no. Era tristeza lo que ella tenía. No era poco, pero en ese momento pensé que era mejor que no estuviera tomando. Que no se drogara. La escuché. Charlamos toda la noche. Hasta que se durmió en el sillón, en mis brazos. Me quedé en silencio, mirándola. Llegué a pensar que tal vez ella me hiciera a mí lo mismo que le hacían a ella; pero no, no era así. Jamás me dejó vacía. Jamás me mintió. Jamás se aprovechó de mi amor. Cuando estaba, estaba. Yo le había prometido mi amistad y se la brindé. Ella me prometió lo mismo, y cumplió. Cuando comenzó a recomponerse de ese dolor, se puso muy tierna. Más sensible que nunca. Buscaba en nosotros y en el arte su escondite, su refugio. Salíamos muchísimo. No había obra de Corrientes y del «under» (como le gustaba decir) que no viésemos. Teatro. Cine. Circo. Presentación de libros. La pasábamos tan bien. Qué nostalgia me da recordarlo. Y qué felicidad. Parecíamos tres amigos alegres, contentos. Que no me gusta el jazz, pero que vamos, decía. Que la crítica es malísima, pero ¡qué más da! A veces me daba miedo tanta euforia. Temía que fuera falsa. Igual me enganchaba, igual disfrutaba. Aprovechaba los momentos que no estaba Miguel para masturbarme

pensando en Mía. Y gozaba. Y gritaba. Y gritaba su nombre. Y sentía su cuerpo, sus manos, sus caricias. Como aquella vez. Como la única vez. Leíamos vorazmente. Ella, además, era feroz. Buscaba en los libros amistad, consuelo, respuestas. Al leer competíamos. Era divertido. Teníamos terribles discusiones acerca de los libros, y de sus supuestos mensajes. Era feroz, dije. En eso no me quedaba atrás. Aprovechábamos esas discusiones para decirnos muchas cosas nuestras. «No me gusta el método», me decía. «Pero es lo que tenemos.» Y lo usábamos. Que tal lealtad es enferma. Que no, que sí. « ¿Cómo lo fundamentás? No me digas cualquiera» (otra de sus frases preferidas). «Que no es cualquier cosa. Que yo sé de lealtades», le replicaba. «Y sé de salud, de vida y de enfermedad»... y ahí me enfurecía yo, pretendiendo cobrarle que no me amara, que no se entregara a mí, que rechazara la posibilidad de que fuésemos totalmente felices. Nos poníamos plazos para leer. Le inventaba a Miguel una reunión con amigas, y me iba a un bar sola a leer. Para nosotras era imperdonable no cumplir esos plazos. Fascinación, locura, amor por el arte, por los libros, por la belleza del lenguaje, por las mentiras que podían inventarse, por la fantasía. Todo eso nos unía. Y nos une. Por esta época que estoy contando, el padre de Mía volvió a casarse. Estaba viejo y abatido. Ni Miguel, ni Mía, ni yo podíamos entender cómo una mujer, que todavía estaba bien, saludable, linda, lucía joven, podía involucrarse con un ser humano como don Rubén. Estúpido. Hueco. Mentiroso. Requirente. Confabulábamos miles de hipótesis. Algunas nos daban risa; otras, miedo. Se habían conocido en la cola del banco. «Nada más vulgar y patético», decía Mía. Era cínica cuando algo la enojaba, cuando algo le dolía. Ella detestaba a su padre. Una vez me confesó que siempre creyó que su padre había violado a su madre, y que de esa violación había nacido ella. Contra todos los pronósticos, María del Carmen resultó ser una buena persona. Me refiero a los pronósticos de nosotros tres. Esa mujer le hacía compañía y cuidaba a don Rubén. Salían a caminar. Invitaban a Mía de vez en cuando a comer con ellos, cuidaba que el momento fuera grato, dentro de lo posible. «Y breve, que vos sabés que es fundamental», agregaba Mía cuando me contaba. Nos reíamos. Mirábamos la situación, sabiendo que, como tantos, contemplábamos otro misterio de la vida, de nuestra pequeña vida. María del Carmen, con su decencia, con su equilibrio, con su mesura y prudencia, logró que Mía soportara mejor a su padre y tuviera por él algo parecido a la compasión. «Es un imbécil, pero pagó por eso», vociferaba. «Fue un infeliz toda la vida. Todo se paga, y él no es la excepción..., pero me da lástima», también decía.

Don Rubén se enfermó gravemente cuando Mía y yo teníamos alrededor de 37 años. Fue una enfermedad larga y dolorosa. María del Carmen se ocupó de todo. Como una madre sustituta de Mía, la cuidó o trató de protegerla. Eso permitió una especie de reconciliación entre padre e hija. Mía nunca pudo quererlo, creo que tampoco quiso. Sentía por él, a veces, indiferencia; otras, asco. No podía entender cómo nunca la defendió de su madre. Cómo miraba impasible los castigos que aquella le propinaba. Cómo nunca se interpuso entre ellas. No reconocía o no quiso reconocer las obsesiones de Iris. La defendía con tal de que no lo afectaran; a cualquier precio. Todo esto hizo que en Mía forjara dentro de ella una parte muy dura, áspera, que no toleraba explicaciones al respecto. «Se comportó como un cobarde, como un gran egoísta. ¿Qué más tengo que entender?», preguntaba. A pesar de todo y gracias a María del Carmen, pudo despedirse de su padre decentemente. Le hizo bien. Le dio cierta paz. Al morir don Rubén, cobró una pequeña herencia. Decidió viajar. « ¿Adonde te vas a ir?», le pregunté inquieta. «Por el mundo», me contestó molesta. « ¿No soy totalmente libre acaso?», añadió. Al ver el dolor reflejado en mi rostro, tuvo compasión. Me abrazó, me pidió disculpas, me contó que seguía buscándose, que no sabía aún quién era, qué quería y si era capaz de amar. Creía que un viaje le haría bien. Que su socio se encargaría del estudio, que casi no tenía trabajo para delegar. Solo lo indispensable para vivir. Opiné que tal vez la herencia del padre le permitiría vivir mejor. Con esa opinión volví a desatar su ira: «Que la quería retener. Que no cumplía mi palabra. Que todas las lesbianas éramos iguales, unas infelices, unas perversas. Que no tenía vuelo. Que para qué quería la plata si no estaba bien para gastarla». Le pedí que se fuera y no me llamara más. No quería volver a verla. Le dije que estaba harta de sus berrinches. Si pensaba que era la única persona que sufría en el mundo. Le ordené que nunca más hiciera referencia a las lesbianas en mi presencia. Que no se metiera con mis elecciones, ni con mi modo de amar. ¡Que maldecía el día que la había conocido! Ahí palideció. No pude olvidar jamás el gesto de su cara. La soledad de esa mirada. La angustia reflejada en sus ojos. Como merecido castigo nunca me perdoné haberle dicho eso, que era una mentira. Nos quedamos juntas esa noche. Otra noche más. La ayudé a preparar el viaje. Pasajes, mapas, elección de lugares. Fechas. Ella estaba pendiente de algo, distraída, poco entusiasmada. ¿Qué sería?, me preguntaba.

Sabía que era inútil preguntar, que eso que la mantenía ausente formaba parte de esos temas que no quería compartir. Después supe que había vuelto a ver a Oscar. Le había dado una parte del dinero destinado al viaje, y pudo salvar el pequeño departamento donde vivía pues lo había alquilado antes de que Oscar se lo pidiera. No conocí personalmente a ese tipo. Pero por las cartas que Mía un día me mostró, por los llamados que hacía a mi casa, por algunos pequeños artículos que escribía y encontré, me di cuenta de que era un ser oscuro. Se adueñaba de lo ajeno como si fuera propio, disfrazando todo con argumentos ideológicos. Justificaba, o pretendía justificar, su falta de compromiso con un trabajo o en una relación amorosa, con teorías. Él estaba lleno de esas teorías que usaba, sobre todo para juzgar a los otros, que conseguían sus medios de vida, sus trabajos, todo lo que él desdeñaba, pero que él aprovechaba cuando lo necesitaba. Por ese entonces, no me hubiera nunca atrevido a decirle a Mía lo que pensaba, pero, en realidad, la verdadera opción de Oscar era estafar, vivir de los otros, ese personaje descripto por Arlt como «el hombre corcho». Sí, eso era Oscar. Siempre me pregunté cómo personas de esa calaña podían enamorar a Mía. Nunca tuve una respuesta «certera», pero después de tantos años y tantas cosas que pasaron, llegué a convencerme de que ella debía pasar por eso. Solo se trataba de un aprendizaje. Se fue de viaje. Eligió México como primer destino. «Espero que valga la pena la huida», me dijo al despedirme. «Te voy a escribir.» Y se fue con los ojos llenos de lágrimas. Con cada carta que recibía el corazón me latía fuerte. Era como si estuviese con ella. Como si estuviésemos haciendo el amor. Trataba de ocultárselas a Miguel. Las leía en nuestro bar preferido, La Giralda, sí, ahí, en Corrientes. Nunca me contó en esas cartas sus amoríos. Tenía un pudor que siempre le agradecí. Compartía sus experiencias, sus descubrimientos, sin necesidad de dañarme. Fue tan cuidadosa. Después supe que los tuvo, como también que pasaba largas temporadas sola, casi completamente sola. En México recorrió pueblitos y pueblitos. Se enamoró de la gente, trataba de aprender sus costumbres, probaba todo tipo de bebidas, comidas, aprendía las canciones típicas, las oraciones religiosas, participaba de las festividades, de los carnavales, compartía con la gente la vida cotidiana. En una de sus cartas me contaba que había alquilado una pieza en la casa de una señora que tenía más de cien años. «Está mejor que vos y yo juntas», me decía y se reía; yo gozaba esa risa. Se quedó ahí varias semanas. Era en un pueblo muy pequeño, que tenía una iglesia con un cura que dirigía todo, la vida de todos. Hasta que un día una mujer del lugar adujo que recibía mensajes de la Virgen y comenzó a tener sus propios adeptos.

Esta situación provocó un enfrentamiento entre las gentes del pueblo, que no terminó en tragedia gracias a las intervenciones del alcalde y del obispo, que sacó al cura del lugar y persuadió a la mujer para que dijera que no recibía más mensajes. En otra ocasión supe que allí Mía vivió uno de sus amoríos, con un periodista y fotógrafo de la revista National Geographic. Un personaje divertido, aventurero y generoso. Me contó que vivieron unos días apasionados. Que conservó de esa aventura un recuerdo maravilloso. Sin reclamos, sin daños, sin estafas. El periodista estaba viajando por México, se interesó por la historia del pueblo, las apariciones de la Virgen, de lo que se hablaba por radio y televisión. Lo mismo que Mía. Cada uno por su lado decidió ir a conocer el lugar. Se encontraron en la plaza del pueblo, en medio de una revuelta que parecía una guerra civil en versión chiquitita, medio de mentira, casi como un juego, ahí todo recién empezaba, relataba Mía. Se miraron, escaparon juntos hasta la única confitería del pueblo, tomaron cerveza, conversaron, alquilaron la pieza, y vivieron un amor intenso, que duró las semanas que duró el conflicto. Mía luego se fue a un pueblo cerca del mar. Allí estuvo sola. Escribía. Permitía que la naturaleza, el mar que tanto amaba siguieran curando sus heridas. Hacía largas caminatas, dormía, leía, repasaba cada cosa, cada centímetro de su vida. En eso fue siempre obsesiva y exigente. Cada detalle, cada conversación, cada libro que llegaba a sus manos, cada canción, todo era analizado. Creía que todo tenía un mensaje dirigido a ella. Yo me agotaba, a veces, leyéndola. Otras veces no la entendía. Era difícil seguirla. Era inagotable. Siguiendo esas «señales», esas intuiciones, esos mensajes, decidió ir a Ecuador. Ganó algún dinero vendiendo revistas y fotos de su amor periodista. Llamó a una ecuatoriana que había conocido en Nueva York. La mujer le pasó datos de diferentes lugares para alojarse. Terminó viviendo en un convento, haciendo amistad con las monjas. En una de sus cartas, muy animada, me contaba: «es divertido estar con monjas. Comés bien, dormís bien, todo está impecable y además... viajan mucho, mucho y me están invitando a hacerlo con ellas». No podía imaginarme a Mía en un convento. La sola idea me provocaba muchísima curiosidad. Por esos días esperaba las cartas con la misma ansiedad de siempre. Hasta que llegó una carta donde me contaba que se había hecho muy amiga de una monja llamada Sor Vicenta. Cuando leí esa frase, me sobrevino un escalofrío. Imaginé

—con la fuerza de saberlo con certeza— que esa monja se enamoraría de Mía. Sentí unos celos terribles. No sabía qué hacer. No se lo podía preguntar. Temía que no me escribiera más, perder contacto con ella. Ese día me quedé absorta en esa línea; no pude avanzar más en la lectura de la carta. Miguel lo notó, me preguntó si tenía malas noticias de Mía. Le dije que no, y me fui a llorar a mi habitación. Ya en esos años dormíamos en habitaciones separadas, solo compartíamos la casa, algunas salidas, y nuestra pasión por la música. Eramos buenos amigos. No entendí ese ataque de celos. Tal vez fue solo imaginar que otra mujer podía enamorar a Mía. No me importaba tanto que los hombres le gustaran, por supuesto sospechaba que tenía amores, aunque no me los contara. Pero, cuando vi el nombre de una mujer, creí enloquecer de celos. Ya viejas, se lo confesé; le pregunté si esa monja se había enamorado de ella. Se limitó a sonreír. No contaba lo que no quería. Ese rincón... Unos días después de recibir la carta que estoy contando, Mía llamó por teléfono. Era la primera vez después de casi cinco meses. Me sorprendió. Me encontró tan triste que pensó que me pasaba algo, a mí o a Miguel o a mis padres. «No, Mía, no me pasa nada, solo que me sorprende tu llamado.» —Pero... ¿no recibiste mi carta? —Sí, la recibí... —Ahí te digo que iba a intentar llamarte. Sor Vicenta me ofreció que hiciera unas llamadas. ¿A quién iba a llamar si no a vos? ¿Qué pasa? ¿No lees mis cartas? ¿No te interesan? —Mía, por favor, qué decís. Me siento viajando con vos gracias a tus cartas. Es solo la sorpresa. Estoy feliz de que me llames. Hacelo cuantas veces quieras. La conversación transcurrió en esos términos. La próxima carta tardó en llegar. Mía detestaba saber que yo estuviera mal por algo referido a ella. En eso era muy intolerante, fría. No lo soportaba. Necesitaba días y días para superar el fastidio que eso le provocaba. Leí la carta. Era simple, simpática. Que hago vida de monja, ¿te imaginás? Y reía. Me levanto temprano, desayuno tranquila, sano. Rezo. Leo. Me prestan una habitación minúscula donde tengo todo lo necesario. ¡Cuántas cosas de más que tenemos! Estoy aprendiendo mucho. Sor Vicenta me mima todo el tiempo. Le enseñé a tomar mate. Me invitó a irme de viaje a Colombia, a otro convento. Voy a aceptar. Me siento feliz. ¿Feliz? Me pregunté. Mía nunca hablaba así. Realmente se habrá enamorado, pensé. Y otro ataque de celos me sobrevino.

Decidí no releer las cartas, aprovechar la ausencia de Mía para descansar de ella y, sobre todo, de mí, y de mi amor. Me había prometido vivir bien a pesar de él y volví a intentarlo. Entonces, invité a Miguel a tomarnos unas vacaciones. Pasamos unos días en Villa Pehuenia. En el Sur. Bellísimo. Miguel empezó a pergeñar la idea de comprar un terreno para hacer una cabaña. Yo me ocuparía de la construcción y la decoración, y de paso saldría un poco de Buenos Aires que me estaba atormentando. Eso me gustaba tanto de Miguel. Alguna vez pensé que él era para mí lo que yo era para Mía, como ángeles de la guarda que protegen sin pedir nada a cambio. Casi sin pedir nada a cambio. Siempre he tratado de comprender el trío que formábamos. Interrogándome. Haciendo comparaciones. Buscando «modelos» en libros que leía deseando encontrar esa respuesta. Pero no, no la he encontrado. La idea de la cabaña me gustó, juntos averiguamos precios, condiciones, etc. El lugar era fascinante. Lo sigue siendo. En ese tiempo estaba todavía bastante vacío y eso lo hacía aún más encantador. Era difícil concretar la compra pues casi todas las tierras estaban ocupadas por personas que carecían de los títulos, de los papeles necesarios como para hacer todo prolijamente. Hubiera deseado tanto en ese momento tener el apoyo de Mía. Igual podía imaginármela insistiéndonos en que comprásemos el terreno. Que si nos había gustado había que concretar, que cuánto podíamos perder... Eso nos hubiera dicho. Miguel no podía quedarse más tiempo del planeado; entonces, me quedé sola haciendo todas las averiguaciones y trámites para concretar la compra. Disfruté esos lagos bellísimos, el paisaje apaciguador, una comida deliciosa y una soledad reconfortante. Siempre temí a la soledad. En esa ocasión, descubrí que hay una clase de soledad terriblemente curativa, sanadora. Necesitaba eso. Reposar y que la naturaleza hiciera el resto. Pasaron unos días. Miguel me llamó. Yo todavía no había podido hacer nada, pero estaba mejor; con energía para hacerme cargo del proyecto. Y, como tantas cosas, cuando uno se decide, aparecen las soluciones. La dueña del hotel donde me alojaba, que sabía el motivo de mi estancia allí, me presentó una noche a una mujer dueña de una inmobiliaria de Neuquén que podría ayudarme. Apenas vi a Cristina, supe que era lesbiana. «Nos reconocemos», pensé. Esa sensación me produjo alivio. También me produjo alegría comprobar que vivía mi elección sexual con total aceptación, sin miedo.

Esa noche conversamos tranquilas, pude contarle todo lo que quería hacer, todo lo que necesitaba. A la mañana siguiente, Cristina tenía preparada una lista de lugares para conocer. Allá fuimos. Todos los terrenos eran hermosos, adecuados para lo que queríamos con Miguel. Sin embargo, uno me deslumbró. Por el aroma. Era fresco, libre, único, excepcional. Me recordó a Mía; quise comprar ese. Ubicar al dueño, negociar el precio y todos los temas referidos a la compra me demandaron unos días más, que Cristina aprovechó para intentar un acercamiento. Confieso que hice todo lo posible para dejarme seducir. Era una mujer bella, interesante, fina, parecía autosuficiente, pero yo no podía. Creía que traicionaba a Mía. Cuando por fin cedí y fuimos a la cama, ni un solo instante pude olvidarme de aquella noche en Nueva York. Le conté parte de mi verdad a Cristina. Se disgustó muchísimo. El negocio no fracasó, Miguel y yo compramos el terreno. Cristina no quiso verme más. Lamenté no haber intentado ser su amiga. Necesité corroborar que mis sentimientos hacia Mía seguían vivos. Vivos en mi alma y en mi cuerpo, no solo en mi imaginación.

*** Regresé a Buenos Aires; comencé a trabajar en el proyecto «cabaña en Villa Pehuenia». Estuve con el tema muy entretenida, recuperé la alegría, perdida desde aquella carta. Sacar cuentas, pensar en los viajes, los materiales, la decoración eran todas cuestiones que me gustaban. En eso complementaba a Miguel, cuya pasión era imaginar el proyecto y dibujarlo. Una noche, estando en la cocina de casa —me encanta trabajar en la cocina, aún hoy escribiendo esta historia estoy aquí en la cocina de mi actual casa—, suena el teléfono. Era Sor Vicenta. Mía estaba muy enferma. Se había intoxicado comiendo un hongo prohibido, o algo así me dijo; estaba internada. Pensé que me desmayaba. Llamé a Miguel para que tomara los datos. Él habló con la monja. Le hizo todas las preguntas necesarias. —Viajo mañana —le dije. —Pareciera que es a propósito. Justo cuando tenemos un proyecto juntos —se limitó a contestar. A pesar de su rabia, Miguel sacó el pasaje. Hice la valija. No necesitaba pasaporte para ir a Ecuador. Al día siguiente estaba yendo a verla.

Llegué a Quito. La melancolía de esa ciudad me destrozó. Está «encajada» entre volcanes. Me ahogaba. Me pareció un lugar que no tenía salidas, encerrado. Tal vez haya sido el terror que experimentaba con la sola posibilidad de perder a Mía. Fui directamente al hospital; allí estaba sor Vicenta. Ni siquiera en ese momento de miedo, confusión y dolor, pude evitar pensar que era mi rival. Para ser una monja era hermosa. Alta, mucho más alta que yo. Tenía la piel oscura y unos ojos verdes enormes. Parecía que sabía que sus ojos eran hermosos. Su mirada penetrante, segura. Además era vital, atenta, delicada y, sin embargo, distante. Su mirada y esta actitud displicente me incomodaron, pero fue solo unos instantes. Me presenté. Me dijo que Mía estaba igual. Con un cuadro de intoxicación aguda, dependía de su fortaleza para soportar los distintos tratamientos de lavaje, que pudiera salir adelante. —Necesito verla y ella necesita saber que estoy aquí —dije casi con soberbia. —Podrá entrar en el horario de visita —me contestó con tranquilidad—. ¿Quiere ir a tomar un café? —No, gracias. Esperamos allí un par de horas. Sin hablar. Cuando entré a ver a Mía, sentí pavor. Estaba blanca, ojerosa, dormida. La besé en la frente, le hablé al oído despacio. Le dije que allí estaba. Que debía ponerse bien. Que la necesitaba. Que por favor no me dejara sola. Salí y comencé a rezar. Nunca lo hago. Soy atea. Rezaba oraciones que Mía alguna vez me había enseñado tratando de contagiarme su fe. Lloré desconsoladamente. Me fui a un hotel. Sor Vicenta me invitó al convento, pero no acepté. Iba a estar mejor sola. Llamé a Miguel; sentí su cariño. Ya se le había pasado el enojo, estaba preocupado por Mía. Pasamos así varios días. Yo estaba todo el tiempo en el hospital esperando el momento para ver a Mía. Luego al hotel y rezar. Sor Vicenta hacía lo mismo. Solo que llegaba para el horario de visita, luego se quedaba un rato haciéndome compañía. Era una buena mujer. Nunca supe si mis impresiones eran exactas. Ya he contado que Mía tampoco me lo dijo. Pero si no era así, si no se había enamorado de ella, seguro que sentía un afecto especial. Le brillaban los ojos al hablar de Mía. Una mañana, cuando el médico nos dijo que estaba fuera de peligro, nos volvieron las ganas de vivir. En un episodio medio torpe o tragicómico, nos empujamos entre nosotras para entrar a verla. Como correspondía, entré primera.

Allí estaba. Nuevamente reina. Me miró profundamente, me extendió los brazos. «Me salvaste la vida», me dijo. «Escuché todo lo que me pediste cuando llegaste, y aquí estoy.» Después abrazó a Sor Vicenta. Sentí felicidad por ambas, los celos no opacaron el momento. Instaladas alrededor de la cama de Mía: —Recé —le dije. —Se ve que me querés —me contestó. La sonrisa le volvió a iluminar la cara. Nos encontramos en una mirada eterna. Le conté a Mía el proyecto de Villa Pehuenia. Le encantó. Comenzó a bombardearme con ideas. Que debe ser de tal dimensión. Que no puede ser más chica que esto. Que dame que te dibujo esa cabaña. Que decile a Miguel tal cosa. Que decile tal otra. Al verla así, experimentaba paz. Hubiera querido que volviese conmigo a Buenos Aires. Como leyéndome la mente, se adelantó a decirme que debía seguir el viaje. Que se repondría del todo en Quito y continuaría. —No voy a probar más hongos. Te lo prometo. —Eso espero. Volví al hotel. Arreglé mi regreso a Buenos Aires. Ya había cumplido mi misión allí. Se quedó unos diez días más en el convento. Me llamó una tarde para ver cómo estaba, para saber noticias de Miguel, de la cabaña. Quiso hablar con él para darle algunas ideas. Luego, saltando a otro tema, me dijo que si quería me enviaría unas notas que había escrito al «resucitar», quería que yo las leyera. Necesitaba saber mi opinión. —No podés contárselo a nadie. Solo te las voy a mandar si querés y si me prometés silencio total... ¡ah!, también quiero la verdad. Tu opinión sobre la forma y el contenido de lo que te mando, por favor. —Te doy mi palabra. —Las escribí mirando los volcanes, así es más fácil. Al tiempo recibí un cuaderno. No paré de leer hasta terminarlo. Era maravilloso y aterrador a la vez. Comprendí muchas cosas de Mía. Nunca supe si todo era real, o había también inventos. Como quiera que fuera mostraba las vivencias de una infancia compleja, en algunas cosas atroz.

Era su visión sobre su infancia. Ahondaba profundamente sobre situaciones y relaciones, algunas de las cuales ya me había contado. De todas formas, leerlas así era impresionante. La locura de doña Iris era real. Sometió a Mía, también a don Rubén, a un verdadero infierno. Doña Iris odiaba la vida y todo lo que esta representaba o todo lo que se podía asemejar a ella. Vivía encerrada. No permitía que nadie entrara a la casa. Obligó a Mía a dormir con ella hasta que Mía se fue, ya grande, estando en la facultad, cuando empezó a trabajar y pudo alquilarse una pieza. No dormía con su marido, sino con Mía. La pequeña Mía jugaba sola. Encerrada en un cuarto. Contaba en ese cuaderno que siempre jugaba a que era un varón. En ese juego se llamaba Guillermo. Sentía que siendo un hombre podía defenderse mejor de tanta iniquidad. Vivían en Floresta. En una casa vieja, con techos altos. Fría, muy fría. Su madre no quería calefaccionarla. Era avara. Mía adoraba el patio de su casa, era un lugar donde podía desarrollar sus solitarios juegos. Tenía un limonero, que amaba entrañablemente. Se trepaba, jugaba a que estaba en la guerra, el limonero era una especie de trinchera que la protegía, o protegía al «valiente Guillermo». De niña Mía era muy gordita. Su madre la maltrataba también por esa razón. Le decía que todos se burlarían de ella por su gordura, que si comía siempre sería gorda. Iris era flaca, inapetente. Detestaba cocinar. Mía «robaba» comida de la heladera, se escondía debajo de la cama para comer tranquila. Luego sentía una culpa muy grande y tristeza por fallar a su mamá. Siendo todavía muy pequeña, Iris le daba anfetaminas. Mía recordaba cómo esas pastillas la hacían dormir y no comer por unos días. Luego, volvía a comer, su madre le gritaba: «¡¡¡Chancho!!! ¡¡¡Engordarás como un chancho!!!». No le compraba a Mía ropa de niña. La llevaba a la casa de unas modistas viejas, estrafalarias, «las señoras Ottino», a las que Mía temía. Nada podía hacer. Era una niña, y si algo decía, la respuesta era una paliza. Mía fue una alumna excelente. Le gustaba ir a la escuela. «Estaba mejor que en casa», contaba. Cuando traía los boletines, doña Iris le decía: «No hacés más que cumplir con tu tarea. Es lo que corresponde.» Jamás un beso. Jamás una caricia. Jamás una felicitación, un gesto agradable.

Todavía hoy, casi 30 años después, conservo ese cuaderno. Conservo la impresión que me produjo leerlo. Cuento ahora solo unas pocas historias, las suficientes para entender algunas de las cosas que Mía hizo, sintió y buscó a lo largo de la vida. Mía me contó que temía que dejara de quererla al conocer su niñez. Yo, sin embargo, me enamoraba cada vez más. Admiraba su tesón. Su búsqueda infatigable de la paz. Y... del amor. —Hola, ¿lo leiste? —me preguntó. —Claro, amor... —me salió la respuesta del alma. —Te lo digo bien, Mía. Cariñosamente. —Así lo tomo. ¿Qué te pareció? ¿Cómo escribo? —Bien. Pero te falta aprender algunos giros. Evitar repeticiones. Mejorar el uso de los signos de puntuación. Pero está muy bien. — ¿Y lo otro? ¿Las cosas que cuento? ¿Te dieron asco? — ¿Asco? —Sí, asco. ¿No sabés lo que es el asco? —Jamás podrían haberme dado asco, Mía. Me sorprendieron algunas cosas, no me imaginaba tanto dolor. — ¿Cómo va la cabaña? Me estoy yendo a Guatemala, a la casa de Jessica. Ya me parezco a Oscar, viviendo de prestado. El diálogo siguió así, con superficialidades. Ella daba basta donde quería o, mejor dicho, hasta donde podía. Por esos días, y estando completamente dedicada al tema de la cabaña en Villa Pehuenia, murió mi padre de un ataque al corazón. Fue un golpe muy fuerte. Yo adoraba a mi padre. Más que a mi madre. Era su preferida. Junto con mis hermanas, somos cinco, nos ocupamos de todo y de ayudar a mamá. No sabía si avisar a Mía. Ella casi no usaba el teléfono. Lo odiaba. Por eso las cartas. «Tienen otro sabor. Si lo perdemos, nos perderemos el jugo de las palabras», me repetía siempre. Le avisé. Me ofreció viajar a Buenos Aires. Sabía lo que yo quería a mi padre. Le dije que no, que no era necesario. En esos momentos Miguel sabía acompañarme. Yo valoraba mucho su entrega, su silencio. Así, seguía aprendiendo a quererlo.

Llegó el momento de empezar a dirigir la obra en Villa Pehuenia, y allí me fui. Fue un trabajo agotador, a la vez reconfortante. La soledad fue, nuevamente, una buena compañía. La muerte de mi padre hizo que necesitara hacer balances sobre decisiones de mi vida. Volví a sentirme agradecida y feliz. El diseño de una casa, pensar en el tamaño, en los diferentes espacios, en los materiales adecuados, en cada uno de los lugares y rincones es una tarea muy vinculada al mundo psíquico y espiritual de una persona. Su formación, la elección del colegio, las creencias, los lugares que a cada uno nos toca ocupar. Hice nuestra casa en el sur, íntimamente conectada conmigo, con la vida de mi padre, lo que él me había enseñado, regalado. Valoré todo, especialmente su amor. Y valoré que me hubiera enseñado a aceptar con dignidad lo que nos toca vivir. Cambiar solo lo que podemos, también con dignidad. Aunque a veces trastabilláramos. Con esos pensamientos, y ese estado de tranquilidad en mi alma, trabajaba sin parar. Debía estar pendiente de cada detalle. Convivir con los obreros de diferentes lugares, costumbres y educación. Fue un aprendizaje enorme para mí el tema de los tiempos. Los horarios, la conexión con la capital de Neuquén, la siesta y consiguiente cierre de los comercios, todo un mundo nuevo para una mujer de Buenos Aires. Miguel viajaba los fines de semana. Supervisaba todo. También gozaba. Fue otro tiempo maravilloso. Comprendí cómo felicidad, tranquilidad y naturaleza van tan de la mano. Fui dichosa al compartir esos días con Miguel. Me gratificaban su presencia y su cuidado. Valoré también la forma que teníamos con Mía de compartir la vida. Ella se las ingeniaba para estar. Miguel me traía las cartas, Mía me había propuesto que le fuera escribiendo sobre la «vida de la cabaña», por un lado, así me dijo, y en otras cartas las otras cosas. Como otro juego, como tantos que me ha propuesto a lo largo de la vida, me dijo que algunas cartas, que las llamaríamos «cartas con señal», podían ser solo acerca de ese tema. Su vida, los paisajes de Guatemala, sus nuevas amistades, los cursos que estaba haciendo, todo, todo el resto, llegaría a través de «cartas comunes». Nos divertía manejarnos así. Eran nuestros códigos. Una vez, por ese entonces, vino una de mis hermanas a visitarme, para pasar unos días conmigo en Villa Pehuenia. Eran tales los comentarios que llegaban por parte de Miguel y míos a la familia sobre esta maravilla que María Inés no quiso perdérsela. En esa tranquilidad, pensé que podía contarle acerca del juego, el código que teníamos con Mía. Se irritó muchísimo.

—Es una estupidez. Ya son grandes para tantas pavadas. —Pero María Inés, es divertido, nos mantiene vivas, en contacto —aduje avergonzada. — ¿Y por qué no se cuentan todo en las mismas cartas para estar bien conectadas? —me preguntó y sentí una ironía feroz en su tono. —Bueno, es solo un juego —dije y di por finalizado el tema. Evidentemente, los códigos son solo para las personas que los comparten. Los de afuera, al sentirse excluidos, no los comprenden. Me quedé pensando que mi familia nunca había aceptado mi relación con Mía. Seguramente, no sabían la razón. La querían y respetaban, pero siempre temieron lo que para ellos era lo peor: que fuésemos una pareja. Mi madre, cuando éramos aún muy jóvenes, muchas veces la atacaba. Le preguntaba cosas con un tono desafiante y peleador. Siempre le preguntaba por sus novios, cuándo iba a tener hijos, etc. Mía tenía una maestría especial para evadirse de todos esos temas, con altura y delicadeza. «No te preocupes, lo hace porque nos tiene celos. Yo viví en la guerra, tu madre me resulta una presa fácil», me decía. Ya comenté que Mía hablaba con soberbia y se ponía muy cínica cuando quería. Después de leer su cuaderno, también comprendí que los ataques de mi madre, seguramente, le dolían. Finalmente, un día de agosto, hermoso, soleado, con un cielo límpido y azul, la cabaña estuvo lista. Nos despedimos con los obreros comiendo juntos un asado. Invitamos al festín a casi todo el pueblo. Disfruté ese momento como si hubiera tenido un hijo. Sí, ya sé, es una exageración, pero en el fondo esa casa fue como una especie de hijo, algo parido por mí. Terminamos el festejo y, sin pensarlo, corrí a escribirle a Mía. Cuando le escribía el corazón me latía fuerte. Quería compartir ese nacimiento con ella. Deseé profundamente que estuviera allí conmigo. No sabía por ese entonces cuánto tiempo iba a pasar en esa cabaña. Todo lo que allí iba a vivir. Que se convertiría en un refugio para nosotros. Que me brindaría la posibilidad de un contacto directo, profundo con la naturaleza. Regresé a Buenos Aires, a mi rutina. A releer las cartas de Mía. Me imaginaba que habíamos estado sintiendo cosas parecidas. Sensaciones similares. Pues desde Guatemala no paraba de hablar de la naturaleza. Vivió un tiempo en la casa de su amiga Jessica, a la que también había conocido en Nueva York. Ella la

ayudó a conectarse con un grupo de cooperación humanitaria, dependiente de las Naciones Unidas, y vivir un tiempo en una comunidad indígena. Fue una experiencia enriquecedora. Mía hablaba de todo eso con un entusiasmo y fascinación contagiosos. Eran cartas llenas de anécdotas originales, entretenidas. A veces me reía a carcajadas. Se las leía a Miguel y también se reía, por supuesto, más que yo. Mía era tan simpática y compradora, que ni los caciques guatemaltecos podían resistirse. En realidad pasaba que se comprometía tanto con las cosas que hacía que compartir esos momentos con ella resultara conmovedor. En Guatemala aprendió palabras del idioma propio de esa comunidad. Las suficientes como para poder saludar, pedir agua, agradecer, preguntar por los niños, los mayores y orar. Aprendió ritos y costumbres, por supuesto algunas comidas. —Te las voy a cocinar allá en la cabaña, ¡¡¡vas a ver!!! —me decía, reía. —Nada me dará más placer —le contestaba yo en mis sueños, fantasías, pensamientos. Estudió en la Universidad de Guatemala. Hizo un curso sobre la importancia de los ritos y la transmisión de las costumbres para la fortaleza de una comunidad y en la formación del carácter de los niños. Allí fue feliz. A su manera, claro. Todo esto lo hacía buscando explicación «al desamor que rodeaba su vida», me comentó una vez. Un día llamó por teléfono desde la casa de Jessica. Casi sin dejarla decir nada le pregunté indignada: —«Desamor, Mía», ¿de qué estás hablando? Y todos los que te queremos y amamos —y empecé a nombrarle personas. —Vos no me entendés. Lo siento, pero no me son suficientes. O no es el amor al que me refiero. ¿Querés saber cómo estoy o no te interesa? —Por supuesto —le contesté sin entenderla. A veces, no podía comprender el amor que sentía por ella. Cómo no me hartaban esas contestaciones iracundas, destempladas. «La quiero. Soy feliz así» concluían mis pensamientos. Como me ocurrió siempre en ese período de nuestras vidas, por el tenor de sus cartas jamás hubiera podido imaginarme las cosas que le pasaron tiempo después en Guatemala. Los días que vivió en la comunidad indígena fueron muy buenos para ella, y —ya lo he dicho— los disfrutó, se sentía acompañada, sentía que hacía algo útil, pues el

programa de Naciones Unidas en el que participó estaba muy bien organizado. Era bueno para la gente. Vivió con los indígenas cerca de dos meses. Experimentó durante ese tiempo, además de un gran placer por el trabajo, un placer enorme por la vida comunitaria. Pero ella sabía que no era exactamente eso lo que deseaba. Se sintió a gusto, contenida, sin necesidad de emprender otras búsquedas ahí, mientras vivió con ellos. Sin embargo, cuando volvió a la casa de Jessica, ya casi decidida a cambiar de rumbo o volver a Buenos Aires, sufrió un ataque de melancolía, tristeza, depresión. Todo junto, me contó años más tarde. —Creo que no podré olvidarlo. Aún hoy no superé el miedo a que se me repita. Cualquier estado parecido me hace pensar que volverá a pasarme. — ¿Qué era? ¿Cómo? —le pregunté. —Es difícil de explicar, pero, de repente, no tuve ganas de hacer nada. Quería armar un nuevo viaje, tenía dinero, se suponía que me sentía bien y, sin embargo, no podía moverme de la cama. Tomaba mucho, más de lo que hubiera querido. »Tampoco Jessica podía ayudarme. Eramos amigas, de un trabajo, sin ninguna historia o profundidad en la relación. »Tenía pesadillas. »Aún recuerdo que soñaba recurrentemente que quería correr porque atrás había un gran agujero, o un incendio, algo que me ahogaba, y yo no podía correr, no podía moverme, estaba siempre en el mismo lugar. »Me despertaba gritando. — ¿Fuiste a un médico? ¿Qué hiciste? ¿Por qué no me lo contaste en ese momento? — ¿Qué podías hacer vos? En esos momentos, en esas crisis tan personales, nadie puede hacer nada por nadie. Ahí sí realmente estamos solos. — ¿Cómo siguió? Me molestaba escuchar alguna de sus reflexiones. Me parecía que adoptaba una postura falsamente mística, de la cual era muy difícil moverla. Yo no creía que nadie hubiera podido ayudarla, ella no quería dejarse ayudar. Tenía un vínculo muy especial con el sufrimiento. En ocasiones, sentía que Mía se aferraba al dolor como una forma de evitar la vida, sus regalos, sus riesgos. Era raro, pues también amaba la vida. Tal vez ese amor le daba fuerzas para no dejarse abatir del todo. Quizá fuera miedo.

—Siguieron unos días oscuros e incómodos. Nada parecía conmoverme. Ni siquiera la desazón de Jessica, que no sabía cómo tratarme. »Siempre he sentido mucha curiosidad por saber cómo pasan esas cosas. — ¿A qué te referís? —Que esa pobre mujer, que apenas me conocía, tuvo que soportarme días y días en su casa, deprimida, enferma, pensando en suicidarme, con pesadillas que la despertaban a la noche. Aquí nos reímos juntas. Ese era también otro de nuestros códigos. No nos reíamos de Jessica, que yo ni siquiera la conocía. Nos reíamos de la situación y, sobre todo, de la gracia de Mía para contarla, para imitarse a sí misma. No quiso contarme mucho más. Sí me contó que un día Jessica la convenció para que consultara a un brujo, de nombre Aureliano. — ¡Sí! Imaginate. Imaginate cuando me dijo el nombre. Creía que iba a ir a Macondo. — ¿Aceptaste? —Sí, acepté. Ya me sentía levemente mejor, por lo menos como para escuchar la propuesta. »Aureliano vivía y atendía en un pueblo cerca de la playa. Jessica se ofreció a acompañarme un fin de semana, e iba a tratar de averiguar si era necesario sacar un turno. »Cuando me dijo lo del turno, no lo pude creer. Dios mío, pensé. ¿Adonde iremos? »El viaje lo hicimos en esos colectivos típicos de Centroamérica. Lleno de colores, donde la gente viaja con sus animales, y sus olores. »Cuando subí al colectivo creí que me desmayaba. Tuve que disimular delante de Jessica para no ofenderla. El olor era nauseabundo. »Viajamos durante casi seis horas. No distinguía si me sentía mal por mis males o por el olor fétido que había en ese lugar. — ¿Y Aureliano? Me muero de curiosidad... —Aureliano tenía numerosísimos adeptos. Cuando me di cuenta del tiempo que íbamos a tener que esperar, pensé en desertar. Pero Jessica tenía una voluntad más grande que la mía, sobre todo ganas de verme mejor y que me fuera de su casa. »Después de una larga espera, por fin pudimos tener nuestra sesión con Aureliano. Comenzó pronunciando unas palabras inentendibles, pero me gustó.

»Tenía una mirada limpia, serena. De tez morena, pelo negro corto. De mediana edad. Parecía serio. Sí, me gustó. »Me dijo que necesitaba equilibrarme, me habló de algunas cosas de la alquimia. »Yo estaba tan agotada que me pareció bien. No sé, no quería ni podía pensar demasiado. »Me enseñó unos mantras, que Jessica copiaba en un cuaderno. Ella tenía mucha fe. »Me dio una imagen de una deidad, que todavía conservo, y unas hierbas para tomar. »Dudé si tomar las hierbas. No quería repetir el episodio de Ecuador, que no estaba todavía tan lejano. «Hubieras tenido que viajar nuevamente» —dijo sonriendo con la picardía de siempre. Continuó: —Todo me hizo bien. O por lo menos eso creí, pues a la semana estaba repuesta. Había recuperado algo de peso, tenía ganas de salir y decidí encontrarme con mi amor periodista-fotógrafo en Costa Rica. Esa noche Mía hablaba sin parar. Estaba excitada, como si quisiera contarme algo y no se atreviera o no llegara a hacerlo. —He estado siempre agradecida a Jessica. Es una mujer excepcional. Me despedí sabiendo que no volvería a verla. »Salí para San José de Costa Rica, a buscar a Sergio. —Recuerdo tus cartas de esa parte del viaje. Nunca mencionaste a Sergio. —Te consta que siempre he cuidado, en la medida de lo posible, de no hacerte daño. Aquí la razón fue otra. El viaje y la relación con él no fueron lo que yo esperaba. Estaba por comenzar a hablar cuando Miguel nos interrumpió. Estaba listo el asado y no podía esperar. Recuerdo que sentí una gran frustración pues temí que Mía no siguiera contándome sus sentimientos. Su vida más oculta. Alegué que tenía que hacer unos llamados y fui a anotar algunas cosas. Pensé que algún día podía llegar a escribir sobre esta mujer. Son las notas que he conservado, que me permiten ahora contar esta historia. Estuvimos en la terraza. Comimos los tres tranquilos. Catando se estaba yendo Mía, me dijo con gracia: —No temas cariño, mañana tomamos un café y te cuento mi experiencia costarricense.

Al alejarse la contemplé bella y distante. —Seguimos mañana entonces —contesté. Casi desesperada fui a buscar las cartas enviadas desde Costa Rica y Guatemala. No me resultaba muy difícil pues tenía todo lo referente a Mía guardado prolijamente por fechas. Al leerlas comprobé mis sospechas. Jamás mencionó a Sergio. Jamás insinuó que podía estar viviendo algo tan terrible como lo vivido en casa de Jessica, ni la historia en Costa Rica, que iba a contarme... al día siguiente, que para mí era como una eternidad. Nunca he podido superar la ansiedad que sus historias, que su vida, me provocaban. Releí las cartas enviadas desde Costa Rica, hablaban del mar, de la selva, de la gente, de San José. Es verdad que no mencionaba hoteles ni lugares donde se alojaba. Ninguna señal de ese amor. Sentí desazón. Pensé que todas esas cartas podían haber sido una mentira. ¿Por qué? ¿Para qué? —me preguntaba. No fueron una mentira. Mía pudo vivir separando algunas situaciones. Evidentemente, siempre ha luchado por tratar de vivir y disfrutar a pesar de su dolor. Gozaba de las cosas con la pasión que la caracterizó siempre; junto con eso vivía también su tristeza. En el fondo, muy parecido a mí, pensé. Me dormí abrazada a Miguel. Al otro día la telefoneé, nos encontramos en La Giralda. Enseguida comenzó a contarme: «Sé lo que querés saber, así que te voy a contar mi historia con Sergio», dijo sin vueltas. Me relató una historia aterradora. Especialmente por la forma en que ella la vivió. Muchas veces se dice que todo depende del cristal con que uno mira las cosas. Como fuera que sea, Mía sucumbía en relaciones frustrantes que la llevaban a dudar de las experiencias amorosas anteriores o de sus amistades, o de su trabajo. Dudar de todo. «Siento que la locura está siempre agazapada para acecharme, con esa sensación he vivido permanentemente», me explicó a modo de síntesis. Este aspecto era el peor. Sentirse siempre a punto de quebrar, de que se rompiera su endeble equilibrio. Sergio la invitó a Costa Rica. Ella se aferró a esa invitación para terminar de recuperarse de su depresión y eterna melancolía. Pero cuando se encontraron le demandó a él tanto cariño, tanta entrega, que nada resultaba proporcionado con la relación que tenían, que se habían propuesto desde el principio.

Mía no respetó las reglas del juego. Él se aprovechó de esa situación y sacó lo peor de sí. No hablaron claro. Mía tuvo la sensación de que lo abrumó, y él comenzó a maltratarla, a burlarse. No quiso escuchar las cosas que Mía quería contarle sobre su vida en Guatemala. Parecía que no quería convivir con ella, pero tampoco la dejaba. Mía se sintió envuelta otra vez en situaciones del pasado; más débil y desesperada, no podía huir. Se encontró suplicándole que la quisiera, que vivieran una historia de amor, que repitieran la experiencia de México. Él le decía que sí, que lo iban a intentar y se iba. La abandonaba. No aparecía por el albergue donde estaban juntos, por varios días. Mía trataba de inventarse una vida y disimular ante sí misma el dolor que sentía, la impotencia de no poder cambiar la situación, no poder transformar lo que ella creía su destino. Un día Sergio llegó al albergue. Era muy tarde. Ella estaba despierta. Había llorado, se sentía exhausta. Él quiso tener relaciones y la sedujo. Cuando Mía comenzó a entregarse, la rechazó: «Estuviste llorando, eso me enferma. Mirá cómo te ponés. No lo soporto» —dijo él e intentó irse. Ella tuvo un ataque de locura. Me contó que no se acordaba de todo lo que hizo, pero que había sido desolador. Ella le pegó. Él también. Ella lo golpeaba en la espalda mientras Sergio armaba su bolso para irse. Le pegaba suplicándole que se quedara. Que no la dejara. Que se iba a matar si él se iba. Recordaba una imagen: se veía en el suelo agarrándole las piernas, arrastrándose para que él no se fuera. «Una locura total. Imaginate que Sergio casi no me conocía. Es verdad que estuvo mal en no dejarme desde un principio cuando supo que la historia no funcionaría. Pero yo estaba como loca. Le reprochaba a él todos mis abandonos y mi vacío. Se portó como un canalla, pero yo se lo permití», concluyó. Me contó que esa noche él se fue. Que tuvo la decencia de intentar calmarla. Levantarla del suelo, abrazarla y dejarla sentada en la cama. «No me acuerdo del tiempo que estuve así, sin poder moverme. Tenía la mente en blanco, solo lloraba. Luego me dormí, cuando me desperté quería otra posibilidad, empezar de nuevo. Que esas situaciones no se repitieran. Quería estar tranquila para saber qué rumbo elegir. Supe que el viaje había terminado.

Decidí quedarme unos días a conocer mejor Costa Rica y prepararme para el regreso. Disfruté lo mejor que pude de ese paisaje maravilloso, esa mezcla de mar con selva. Sobre todo eso te escribí. Quise compartir con vos la mejor parte.» Así terminó de contarme por primera vez uno de sus amores «locos», como ella misma los llamaba. Recién sabiendo tantas cosas podía entender tantas otras. Esa sensación de que la locura la acechaba agazapada no podía quitármela de la cabeza, sentí compasión por Mía. Después de su experiencia en Costa Rica, regresó a Buenos Aires. Estuvo de viaje «iniciático» casi dos años. Durante los cuales, no solo murió mi padre y construí la cabaña en Villa Pehuenia sino que además una hermana mía se separó. Este último hecho me hizo tomar conciencia de cuán conservadora era mi familia, así comprendí también que jamás entenderían mi amor por Mía, y que por lo tanto no valía la pena hacérselo saber.

Cuando vi a Mía en Ezeiza, mis sentimientos se mezclaron completamente. Por un lado, la emoción de que estuviera otra vez con nosotros me invadió, pero por el otro tuve miedo de su imagen. Parecía un espectro. Había adelgazado y envejecido. Seguía linda, pero muy triste. Yo aún no sabía por qué. Corrí a abrazarla, casi se desmaya en mis brazos. Recordé cómo ella me había sostenido en Nueva York, le devolví el gesto. Disimulé. Evité aumentar el dolor con preguntas. Miguel hizo lo mismo. Creo que, además, tomé conciencia de nuestra edad. Ya no éramos jóvenes. Pensé que el tiempo pasaba muy deprisa. Temí que las heridas de Mía ya no cicatrizaran, que ni Dios, si es que existía, podría curarlas. Habíamos arreglado para que viniera unos días a casa, hasta tanto decidiera el tema de su departamento y todo lo relacionado con su trabajo. No tenía idea cómo era su situación económica, supuse que no muy alentadora. Siempre fue muy austera. Vivía «holgadamente» con poco dinero. Pero dos años afuera era mucho tiempo. Esto no me preocupaba demasiado porque yo podía ayudarla. Jamás tuve problemas de dinero.

Fuimos a casa. Pensé que debíamos llamar a un médico, pero no me atreví a sugerírselo. Mía casi no hablaba. Solo sonreía cada tanto como para mostrar que estaba viva, seguramente a ella también se le mezclaban las emociones. No quiso comer, solo bañarse y dormir. Miguel se fue al estudio; yo me adapté, como siempre, para acompañarla. Cada tanto entraba en la habitación para verla dormir. Como las madres hacen con los niños, yo vigilaba su respiración. Ella estaba agotada y necesitada del calor de una cama confortable, también de nuestra compañía. Como dije, por ese entonces, yo desconocía lo que le había pasado. No esperaba verla así. Sin embargo, volví a aceptar mi lugar y la acompañé sin cuestionamientos. Durmió y durmió. Se levantaba para comer, conversábamos un rato. Me preguntaba por mis cosas, por mi familia, por mamá. Que cómo estaba con lo de papá. Si su carácter había empeorado. Que si mis hermanas seguían tan serias como siempre. Nos reíamos un poco. Estaba acostumbrada a recibir así a Mía. Pero esta vez fue una de las peores. Quizá porque no había vivido tan de cerca sus desdichas, o por la ilusión de volver a verla, o por la esperanza de que el viaje hubiese reparado sus heridas. Sin embargo, Mía comenzó a reponerse. Quiso salir. Comenzamos a salir a caminar. Se reencontró con muchos lugares de Buenos Aires. Pero aún no quería volver al estudio ni ocuparse del departamento ni ver a María del Carmen. —Podés quedarte en casa el tiempo que necesites, Mía. Sabés que Miguel y yo no tenemos problemas. Además, casi no estamos. —Gracias. En un tiempo podré ocuparme de esas cosas. Ahora me angustian. — ¿No querés ver a un médico? ¿A un psicólogo? Que te ayuden a superar el estrés. — ¿Desde cuándo a la tristeza la llaman estrés? Su respuesta fue indignante, pero me alegró, volví a ver a la Mía que conocía, a mi Mía. La invité a irnos a Villa Pehuenia. Pensé que unos días allá nos iban a venir bien a las dos. Aceptó. Pude organizar todo para estar con ella, sabía que podía hacerlo gracias a Miguel. Él, de alguna forma, estaba contento de brindarme eso. Era nuestro pacto. Decidimos irnos en auto. Sin prisa. Sin saber por cuántos días o de qué tendríamos ganas allá. Si viajar más, si quedarnos en la cabaña. Lo que surgiera. Amábamos andar sin tiempo. Disfrutábamos el hecho de parar donde nos apeteciera. Nos encantaban las estaciones de servicio. Tenían como un gusto a viaje, a

aventura, a café con leche con medias lunas. Las estaciones son como las terminales de ómnibus de los pueblos de provincia. Con esas tazas blancas enormes, donde no se escatima el café con leche. El azúcar en cuadraditos y la manteca casera. Con esos sueños y fantasías partimos hacia Villa Pehuenia, un jueves bien temprano. Viajamos calladas. Horas en silencio. Mía quiso manejar, no me opuse aunque su estado físico no fuera el mejor. Pero «ella —me dije— es muy prudente». La observaba cada tanto. Seria, pero tranquila. Con unas gafas de sol que la hacían aún más interesante, más deseable. En esos momentos quería tenerla. Jugaba con la idea de que Mía se enamorara de mí. Quería abrazarla, besarla, acariciarla, «escapar» juntas a algún lado, para siempre, no separarnos más. Sintiéndola cerca podía imaginarme tantas cosas, mi cuerpo se estremecía con solo estar a su lado. ¿Percibía mi deseo? Creo que no, o no le molestaba, porque ella no lo hubiera tolerado. Paramos cerca de Santa Rosa. Elegimos un «hotelito» muy simpático. Fuimos a cenar a una especie de pulpería. Nos fascinaban esos sitios; a Mía le despertaban una fantasía genial. Comenzaba a imaginar que estaba en lugares de Estados Unidos, del «lejano oeste», decía. Se despertaba en ella una niña encantadora que quería jugar y jugar. «Juguemos a que somos las de la película esa de los vinos, ¡dale!» «No, Mía, no me sale.» «Por favor, hagámoslo.» Y comenzaba a hablar en inglés, a hacerme preguntas como si fuésemos los personajes de la película. Era imposible decirle que no. Si le decías no, jugaba sola. No comprendía que yo no quisiera jugar. A mí me daba vergüenza o tenía miedo de que, a través del juego, salieran cosas que no quería. Ella sabía que la amaba. Pero de eso no se había hablado más desde aquel día en Nueva York y desde que le dije que podíamos ser amigas. Un juego así más el alcohol podían ser, para mí, nefastos. Ella tenía un control mayor, o no le pesaba estar conmigo. Sobre todo, amaba jugar. Se transformaba. Volvía a ser una niña. A veces caprichosa porque detestaba que le cortara el juego. Yo me maravillaba al verla jugar. Esa noche en Santa Rosa, viéndola, tuve la esperanza de que se sanara, de que sus heridas cicatrizaran, de que algún día encontrara la paz. Recuerdo que comimos cabrito con ensalada. Pan casero. Vino. Bebimos mucho vino tinto. Nos merecíamos ese reencuentro, ese momento de felicidad. —Hace mucho que no me siento tan bien —me dijo.

—A mí me pasa lo mismo —le contesté. Seguimos hablando de otros temas. Me contó acerca de distintos lugares que había conocido, que no me había contado en las cartas. Se refería al mar como a su aliado. Que se daba unos baños muy largos. Que nunca perdió el gusto por el mar. Que en Ecuador conoció un lugar que se llama Esmeralda, hermoso. Que el mar que rodea Costa Rica es indescriptible... —Toda América del Sur y Central es pobre y melancólica. Yo creía que nosotros, los argentinos, somos «un tango», nos la damos de profundos. No te imaginás lo que son Jessica y sus amigas. — ¿Hablan todo el tiempo? —fingí interesarme por la conversación cuando a esa altura de la noche solo quería mirarla, hablara de lo que hablara. — ¿Qué hablan? No solo es eso. Hablan todo el tiempo de sus problemas afectivos, su vinculación con la vida. Vida con Mayúsculas —enfatizó. — ¿Te aburrías escuchándolas? —Había momentos que me entretenían, pues algunos problemas me resultaban tan ajenos a los míos que era como mirar una película. Otras veces las hubiera callado de un chistido. Nos reímos. Queríamos que esa noche, ese momento mágico, durara toda la eternidad. — ¿Qué vamos a comer de postre? ¡Hace mil años que no como dulce de leche! —Dulce de leche, entonces. —Mozo, por favor, ¡un flan gigante con dulce de leche! ¿Cómo llevás lo de tu papá? Era así. Pidiendo el postre, toda feliz, me preguntó lo de mi papá. — ¿Te molesta el tema? Bueno, no me cuentes. —No es que me moleste Mía. Me había olvidado de que eras capaz de pasar así de un tema a otro. — ¡Ah! Yo no me olvidé pues estuve todo el tiempo conmigo. Nos volvimos a reír. Le conté sobre mi papá. Que lo extrañaba. Le hablé de la construcción de la cabaña, íntimamente conectada con él y con todo lo que me había dado. Del agradecimiento que sentí. De lo dichosa que fui siendo su hija. —Es maravilloso lo que me contás. Me encanta escucharlo. Me encanta escucharte. Te quiero tanto, cómo me gustaría saber que vos también. —Sabés que sí, Mía. Ahí sí, la noche no daba más. O mejor dicho mi alma... ni mi cuerpo.

Volvimos caminando al hotel. —Cuando una toma tranquila no te queda resaca, ¿viste? — ¡Ay!, Mía. Si te excedés tomando te hace mal. Ella odiaba que le contestara así. Le parecía que no volaba. A mí no me importaba, quería protegerla; una forma era diciéndole la verdad de lo que pensaba. Siempre me preocupó su relación con el alcohol. No me dijo nada. Ambas deseábamos que esas pequeñeces no empañaran nuestra dicha. Nos acostamos y ella se durmió enseguida. Yo no podía. Procuré entretenerme pensando en su viaje, en las amigas que me había nombrado, en el mar, pero era imposible. De forma casi impertinente, implacable, su rostro, su cuerpo, mi deseo ocupaban mi mente. Estaba acostada dándole la espalda. Me atormentaban preguntas ociosas, retóricas, del estilo: ¿de dónde viene este amor? o ¿para qué estoy acá? Me di vuelta para mirarla y solo así —mirándola— conseguí dormirme. Al día siguiente volvimos a viajar en silencio. Era un silencio especial. Fructífero. Que ahondaba nuestro reencuentro. Yo quería que ese viaje fuera una celebración de la amistad que nos unía, a pesar de todo.

*** A la nochecita llegamos a Villa Pehuenia. El sol se estaba escondiendo sobre el lago, la luna se asomaba exultante. El pueblo le encantó. Todo le divertía. La plaza. La comisaría. La iglesia. —Mirá ese supermercado, ¡por Dios! Mirá lo que es. Ni en los pueblitos más recónditos de Guatemala vi algo así. — ¿Qué tiene el supermercado? — ¡Eh! ¿No ves? Esa luz. Esa melancolía. Esa soledad inacabable. Es único. Es para filmar una película. Yo viví un tiempo en Villa Pehuenia, había ido muchísimas veces al supermercado. Jamás había visto lo que Mía describía. Por eso la admiraba. Por eso temía por su vida. Tanta exaltación por todo. Vio la cabaña; no encontraba palabras para expresarse. Yo acumulaba alegría. —Es hermosa. Dejame recorrerla despacio.

—Tomate el tiempo que quieras. ¿Prendemos todas las luces? —Despacio, por favor. —Está bien... Me fui al auto para bajar las cosas porque supe que ella quería estar sola conociendo, reconociendo la cabaña. —Hay que bendecirla, ponerle un nombre —me dijo. —Como quieras —le respondí siguiendo el juego para no cortarle ese momento, que ella vivía como sagrado. —Se va a llamar... Mercedes. — ¿Mercedes? ¿Por qué? —Porque me encanta, y esta casa tiene cara de Mercedes. ¿Te parece bien? —Perfecto. Jamás supe por qué le quiso poner ese nombre. No conocía a ninguna Mercedes. A mí también me gustó. Combinamos que al día siguiente haríamos la ceremonia de la bendición. Salimos a cenar. Hubiera querido repetir el clima de la noche anterior. No fue así. Mía estaba cansada, medio taciturna. Pero amable, se mostraba contenta. —Me gustaría levantarme temprano para ver la cabaña de nuevo y comprar las cosas para el bautismo. ¿Querés? —Claro. Además tenemos que ir al famoso supermercado. Se sonrió. Volvimos caminando lentamente hasta la cabaña. La noche estaba plácida. Ver el lago iluminado por esa luna era un regalo de la Vida. Llegamos, preparé un té mientras Mía se bañaba. Vino a la cocina con un pijama muy invernal, abrigado, que le quedaba enorme. El pelo mojado. Estaba muy bella. Tomamos el té calladas. Parecía que quería decirme algo. Lo dijo: —Sos la persona que más he amado en la vida. En momentos difíciles sobreviví gracias a tu recuerdo, a la fuerza que me daba. No te lo voy a decir nunca más por razones obvias, pero hoy siento que puedo decírtelo, sin dañarte. Nos abrazamos. Fue otro momento mágico. Otro rato eterno. Al día siguiente estábamos radiantes. Aliviadas. Livianas. Supongo que lo que Mía me había dicho la noche anterior había puesto —otra vez en claro— nuestros sentimientos. Nos había hecho bien.

Fuimos al supermercado. Mía derrochaba energía. Sacaba fotos. Me hacía posar con el azúcar, con los fideos, con las verduras. — ¡Vas a ver que de acá sale una película! Compremos cosas para irnos de picnic, como cuando éramos jóvenes. —Mía, somos jóvenes todavía. —Que ya no, bonita, no te hagas la piba. —Me siento joven. —Está bien, yo también, dale. Si ella estaba alegre, la vida era una fiesta. Tenía un gran poder de recuperación. Volvimos del supermercado. Miró la cabaña como si la hubiera visto por primera vez. Recorrió despacio cada una de las habitaciones, los baños, la cocina. —Es como la imaginé. —Sentí que la hicimos los tres juntos —agregué. —Me alegraba mucho cada una de las cartas que recibía sobre los avances. Me encantan los colores. —Son los que vos elegiste. —Sí, me acuerdo, obviamente, me acuerdo. Mía tenía un respeto exagerado por esos detalles. Hubiera interpretado como una falta de cariño de su parte si no recordaba que los colores habían sido elegidos por ella. —La decoración tiene tu impronta; la distribución de los espacios, la de Miguel. — ¿Te gusta? —Absolutamente. Me encanta. Creo que cada lugar, cada cosa, cada mueble, cada pared, todo tiene el color, el tamaño justos. —Es lo mejor que le pueden decir a una arquitecta, ¿no? — ¿Sabés igual lo que más me gusta? El aroma. Me atravesó un escalofrío. Evité decirle que era la razón por la que había elegido el terreno. Me pareció que podía arruinar ese momento, que estaba siendo delicioso. Mía no mentía en esas cosas. Estaba cómoda en la cabaña. Me gustaba verla así. «Estoy moviéndome como si fuera mía», me dijo. «Qué bien sentirme así. Este parece mi lugar en el mundo.» Se sonrió, con picardía, con melancolía también. Muchas veces yo pensaba en hacer un testamento a su favor. Sabía que, si algo me pasaba, Miguel no la iba a desamparar, pero yo sabía que iba a estar más tranquila si le dejaba legalmente mis cosas.

Tampoco tenía tanto, pero lo suficiente, pensaba, para que ella estuviera bien o que lo indispensable no le faltara. Mía tuvo la tentación de comenzar a pensar que podía quedarse a vivir allí. Percibí su desesperación. Pues era poco menos que imposible que ella se radicara ahí. Se dio cuenta. Me dijo que era mejor no pensar. Que iba a hacer un esfuerzo para disfrutar esos días sin pensar en el futuro. Que dos años afuera había sido mucho. Que recién podría empezar a ver los resultados del viaje o sus huellas cuando pasara un tiempo considerable desde su regreso. Coincidía tanto con su decisión que fue mejor no decir absolutamente nada. Me limité a comentarle que yo también necesitaba descansar, que le había ofrecido pasar esos días juntas para relajarme. Pareció escucharme profundamente. A veces Mía era inocente, muy inocente con respecto a algunas cuestiones de los recovecos del alma humana, y que escuchaba con esa inocencia. Empezamos a gozar de la casa y de la naturaleza, del paisaje. De todo. Salíamos a caminar. Cerca del mediodía, cuando el sol calentaba ese tiempo frío, nos sentábamos a la orilla del lago. En silencio. Después de almorzar, dormíamos la siesta, ya nos quedábamos adentro. Casi siempre. Cerca del fuego, tomábamos mate y leíamos. Solas y juntas. Era una combinación perfecta. Mía había cambiado su forma de leer. Ya no era voraz. Leía serena. Siempre confió en la «amistad» de los libros, pero ya no esperaba mensajes. Ella se encargaba de la leña, de las compras, de buscar recetas. Yo, de cocinar. —Algún día voy a aprender a cocinar como vos. — ¿Querés que te enseñe? — ¿Te parece que «me» llegó el momento? —Creo que sí. —Bueno, entonces empecemos hoy. ¿Qué querés comer? —Puchero. —Bueno, qué rico. Vamos a hacer la lista de cosas para comprar. —Dale... y a ver... ¿Qué es lo que más me gusta? —EL CA RA CÚ.

Fuimos a comprar todo. Hicimos el puchero más rico que jamás había probado. A la tarde, antes de empezar a cocinar, Mía quiso salir sola. A veces tenía tanto miedo por ella, pensaba que no volvería. Volvió enseguida, con cara de pícara. Había ido a comprar un «vinito». Me contó que, cuando salía a buscar la leña, había entablado conversación con el dueño del único restaurante del lugar. Un hombre muy joven que había hecho la carrera de chef en Francia y, harto del ruido, había decidido abrir un lugar en el fin del mundo. Tenía una bodeguita bastante exclusiva que Mía se encargó de indagar. Logró que le vendiera un vino exquisito. —Para que disfrutemos juntas. —Gracias. Cocinar ese puchero fue tan divertido... Mía jugaba, hablaba con las papas, las batatas, el choclo, la carne. Que hay que lograr pasarle la buena energía a los alimentos. Que es lo mejor de la cocina. Jugaba y danzaba en torno a la comida. Quiso preparar la mesa como para un festín. Le encantaba que todo estuviera perfecto, el mantel, las servilletas, la vajilla, todo. Tenía un gusto sencillo, pero exquisito. Me contó anécdotas de los indígenas guatemaltecos, los ritos con respecto a la comida. El sentido que tiene para ellos el sacrificio de los animales. Las ceremonias iniciáticas. Los cumpleaños. — ¡Qué diferentes suenan las cosas cuando tienen un sentido!, ¿no? —Sí, es increíble. Me acuerdo cuando me contaste que guardaron la cabeza de una vaca para agasajarte por tu cumpleaños. —Lo peor de eso, o lo más duro, fue que me guardaron como gran manjar los ojos de la vaca. — ¿Los comiste? —Noooo. ¿No te lo conté? — ¡No!, me acordaría de semejante historia. —Dije que no. Les agradecí mucho, les expliqué que valoraba el gesto, pero que no estaba acostumbrada, que me impresionaba. — ¿Entendieron? —Por supuesto. No son estúpidos. Me enfurece cuando la gente va a esas comunidades y, en vez de compartir, finge complacerlos o halagarles costumbres,

buscando así calmar la culpa que sienten, para después volver tranquilos a seguir viviendo su «vida occidental». —Es verdad, pero también es difícil a veces entender las distintas costumbres. Porque te estaban festejando, brindándote lo mejor de ellos. —Claro. Yo pensaba que es como aquí comprar el mejor vino o el mejor dulce de leche para celebrar, ¿no? —Es así. Pero por suerte la pasaste bien. —Fue uno de los mejores cumpleaños de mi vida. Hicieron un baile, el que hacen para agradecer a los dioses la vida. Era todo un gesto hacer esa danza. Tienen un ritmo infernal. Es un placer verlos, cómo se mueven, cómo saltan, los colores de los diferentes trajes, la luz que irradian al mezclarse en un conjunto perfecto. —Es precioso escucharte... —Me gusta que te guste. A veces en las cartas no era posible contarte todo esto. Lo mejor que vi esos días es la conexión entre cuerpo, mente y espíritu que ellos tienen, practican, viven. Cuando comen, por ejemplo, alimentan tanto al cuerpo como a la mente y el alma. —No separan como nosotros. —Tal cual. Así siguió la charla mientras cocinábamos, tomábamos el vino y comíamos una picada. Hacía mucho tiempo que no conversábamos de esa manera. Tranquilas. Sin agresiones, sin melancolía. Hablábamos lento, como saboreando cada palabra. Disfrutando. Cuando todo estuvo listo, Mía me enseñó una oración para agradecer. Siempre tuvo fe. Yo no podía ni puedo compartir la fe con ella, pero pude acompañarla. Diciendo esa oración, experimenté una unión con ella que era aún más grande que el amor que le tenía. También comimos lentamente. Extremando la posibilidad de disfrutar el sabor de las cosas. Ella preparó el plato con una suavidad y delicadeza que todo lo transformaba en un manjar delicioso. El puchero estaba rico, yo sé cocinar muy bien, pero les aseguro que la energía que brotaba de esas manos al servirlo lo transformaba en algo sublime. —Allá, en la comunidad, cuando brindan lo hacen después de un rito de preparación. No brindan en todas las comidas, o como nosotros. Todos comparten la copa. Entonces, es muy importante estar serenos, con cierta pureza de espíritu, porque tomar el mismo vino de la misma copa es como transmitir lo que tenés adentro. El momento lo preparan física y espiritualmente.

—Te escucho, me gusta pensar en todo eso, pero no puedo evitar que me suene algo ingenuo. —A mí me pasaba lo mismo. En cierto sentido algo de eso hay, por lo menos a nuestros ojos; tienen una especie de inocencia que nosotros no podemos entender. Así transcurrió la cena, plácidamente. Nada podía hacerme sospechar lo que ocurrió después. A la noche me despertó un grito desgarrador. Mía había tenido una pesadilla. Corrí a su cuarto. Estaba sentada en la cama, transpiraba. Me senté a su lado y me abrazó. Lloraba, cuando lograba calmarse musitaba palabras como vértigo, vacío, locura. No le entendía nada. No sabía qué quería decirme. Me pareció mejor no interrumpir el llanto. Además, esas palabras estaban tan cargadas de sentido para ella que no era importante que yo las comprendiera. Lloró y lloró y lloró. Cuando pudo calmarse me pidió que durmiera a su lado. Que tenía mucho miedo. Que no sabía si iba a poder curarse. Que hay lugares de donde no se sale nunca. Que es como una droga. Que es peor que «eso» porque no es tangible. Que ni siquiera se deja asir. « ¿De qué habla?», me preguntaba mientras la arropaba. No entendía. No sabía. Tuve la impresión de que yo hubiera sido muy tierna con una hija. Supongo que pensé eso en ese momento de tanto dolor pues estaba cuidando a Mía como una madre cuida a una hija. Siguió llorando un rato largo, casi gimiendo. Se durmió por agotamiento, desgastada. Estuve despierta un tiempo, siempre mirándola. Como no podía dormirme intentaba irme, pero ella me retenía. Si me movía aunque fuese un poco, lo percibía, se despertaba, y sin decir nada me abrazaba fuerte. ¿Acaso Mía sabía que esos momentos de extrema ternura y de extremo dolor no tenían para mí ningún significado erótico? Me imagino que sí, que lo sabía, pues de lo contrario no me hubiera pedido ese sacrificio. En esas ocasiones se comportaba como si no supiera que yo estaba enamorada de ella, que la deseaba. Que la deseaba tanto. No dormí en toda la noche. Mía se despertó a media mañana. La cara desfigurada por el llanto y la vergüenza. —Me da tanta vergüenza hacerte esto. —No me hacés nada, Mía. Me largué a hablar casi sin parar, creo que producto del cansancio y todo lo que había fabulado a la noche, metida en su cama, acompañándola.

Hablé sobre los procesos de curación. Sobre la amistad. La lealtad. Estaba verborrágica. Imposible de contener. Mía no lo podía creer. No me pongo a menudo así. No soy así. Soy reservada, cautelosa. Con ella aprendí a no hablar de más, a ser muy prudente, pero esa mañana no daba más. Ella, pobrecita, estaba exhausta. Yo la veía, la miraba e igual hablaba. Se me pasó. Tuve ganas de llorar. Me contuve. Hice bien. Mía no lo hubiera tolerado. —Perdón por hablar tanto. Sé que no sirve hablar, pero me preocupa verte así. —Perdoname vos. ¿Querés volver a Buenos Aires? —No, Mía. Acabamos de llegar. Quiero pasar más días como el de ayer. Relajémonos, sigamos descansando. Lo necesitamos. En ese momento fue bien cierto que yo también necesitaba relajarme. Limpiamos todo lo que dejamos sucio la noche anterior. Desayunamos tranquilas. Otra vez en silencio. Silencios que yo creía curativos. Salimos a caminar. Distinto de otras veces, ella no quería estar sola. Tenía miedo. Yo estaba tan acostumbrada al muro que ella levantaba cuando no quería hablar que me incomodó esta nueva situación. Me produjo incomodidad y tristeza. La noté débil. Mostraba una humildad parecida a la derrota. Creí que no sería capaz de soportarlo. Se abrió en mí un canal de dolor que desconocía. Ni siquiera igual al que sentí cuando me dejó en Buenos Aires, cuando le confesé mi amor. Ni siquiera durante esos años que no la vi ni supe nada de ella. Ni siquiera después de Nueva York. El dolor de verla derrotada me doblaba el alma y el estómago. Le pedí regresar a la cabaña. Alegué cansancio, lógico cansancio. Me fui a dormir. Extrañé a Miguel. Su serenidad, su sabia aceptación de la realidad. Temí, por primera vez, no poder acompañarla. Me había desacostumbrado a esos cambios vertiginosos, bruscos. Tratando de dormir, recordaba la cena, las anécdotas. No lograba entender la pesadilla y el llanto posterior. Con estos pensamientos, me dormí. Dormí profundamente muchas horas. Cuando me desperté la llamé gritando. Se asustó. Llegó corriendo. — ¿Qué pasa? —me dijo anonadada. No estaba acostumbrada a verme así. —Creo que yo también tuve una pesadilla —le mentí.

La razón de mi desasosiego fue el temor a perderla. La culpa de haber dudado de querer o poder acompañarla. Extrañar a Miguel también me parecía una forma de traicionarla. —Vamos, levantate. Vení a tomar unos mates conmigo que quiero mostrarte algo. —Vamos —accedí un poco más tranquila al verla mejor. Otra vez soñando que Mía podía salir adelante. Otra vez recobrando el sentido de mi existencia. Mía había limpiado la casa. Todo estaba ordenado. Había traído leña y prendido la chimenea. Estaba revisando carpetas con las fotos del viaje. Escribía debajo de cada una un poema o una pequeña reseña en prosa. Eso quería mostrarme. Era para ella su tesoro. Desde allí lo compartía. Era algo muy entretenido, pero a ella le daba vergüenza mostrarme sus escritos. Volvimos a tener otra noche mágica. Poco a poco fui perdiendo el miedo, pudiendo relajarme. Comimos arroz con azafrán. —Esta noche sin vino, porque tal vez haya sido eso... —dijo Mía intentando justificar lo que había pasado. —Bueno —le dije fingiendo que no me daba cuenta de su afán de disculparse.

*** Cenamos tranquilas. Como en otras oportunidades, cada vez que necesitaba olvidarse de sus temas, escaparse un poco de ella misma, comenzó a hacerme preguntas a mí. Quiso saber cosas del estudio. De Miguel. De mis hermanas. Cuidaba siempre no rozar temas afectivos que la sobrepasaran o nos dañaran, pero esa noche me cuidó especialmente. Quiso hacerme saber, de alguna forma, que iba a seguir luchando, que no se iba a dar por vencida. Después de cenar escuchamos música. Otra vez recuperando nuestro silencio. No quería irse a su cuarto. A veces era tan evidente. Se quedó dormida en el sillón. Al ratito se despertó, la abracé para ir juntas a la cama. Solo así se quedó tranquila. Vinieron unos días de placidez, que tuvimos la valentía de aceptar sin cuestionamientos. Yo sin estar pendiente de ella y sin el temor a que se repitieran los episodios de tristeza o desazón. Ella permitiéndose estar en paz. En estas circunstancias —que no abundaban—, me resultaba delicioso escucharla. Hasta los detalles más insignificantes tenían un valor absoluto. En ella y en mí. Los desayunos. El mate junto al lago. Los paseos por la plaza.

Un día nos reímos mucho confesándonos modos de ser de cada una. Me contó que muchas veces, en los primeros años de nuestra amistad —y después también—, hablaba de algunas cosas para hacerme saber «tangencialmente» algunos de sus secretos. Había descubierto que yo, contrariamente a lo que ella esperaba, no me desesperaba por desvelarlos. Entonces había decidido contarme lo que quisiera y pudiera en forma directa, sin vueltas. — ¿Eso te pareció muy opaco? —le pregunté. —No..., bueno, al principio sí. Creí mucho tiempo que interés en algo, locura y desesperación iban de la mano. »Después de muchos años entendí que no. Además siempre me demostraste tu interés en mis cosas sin necesidad de desgarrarte. » ¿Sabés? Un día leí algo sobre los fuegos, algo así como una especie de comparación entre los distintos tipos de seres humanos y los distintos fuegos. Por supuesto, los distintos brillos de cada persona. »Entre los diferentes fuegos que se nombraban, fuegos grandes, chicos, gente de fuegos locos, y un montón más, el texto nombraba fuego sereno, y yo pensé en vos. — ¿Te gustó? —Mucho. Créeme si te digo que me resulta hermoso, envidiable pensar en un fuego sereno. Me da mucha ternura y gracia pensar en cuán diferentes somos. Yo, pensando que te morías por entender lo que estaba tratando de contarte y vos, dejándolo pasar porque no era claro y directo. Me parece genial. Le quita solemnidad a mis palabras, a mis pensamientos, tantas veces «ampulosos». Era verdad lo que me decía. Coincidíamos. Conversamos largo y sin tiempo. Esas conversaciones me provocaban un efecto paradójico, que en ocasiones me resultaba muy difícil asimilar. Gozaba escuchándola, comentando mis pareceres, me enriquecía, pero también aumentaba mi sed de ella. Sed que sabía que jamás sería saciada. También deseaba que esos días no pasaran nunca, no se acabaran y, sin embargo, una parte de mí necesitaba imperiosamente volver a Buenos Aires. Aferrarme a mi trabajo; mi rutina. Miguel y nuestra casa. Nuestros viajes y pequeños proyectos. Dejarla. Pensé que algo de ella comenzaba a envolverme. Que esos días de convivencia resultaban tempestuosos para mí. Mis sentimientos por ella se enardecían. Aparentemente, luego de aquella noche de pesadilla, todo parecía calmo. Que Mía estaba descansando, sin embargo yo sentía su fuego y tuve miedo. Necesitaba huir. Si me quedaba, una especie de locura, algo incontrolable, se apoderaría de nosotras. Tal vez

irme y volver. Tal vez me ayudara ver la situación desde afuera, desde Buenos Aires. No lo sabía. Era la primera vez que necesitaba escapar de un lugar, de una situación. Inventé una excusa; le dije que necesitaba regresar a Buenos Aires. No me creyó, estoy segura. Me pidió quedarse unos días más en la cabaña. Obviamente le dije que sí; por dentro agradecí que se quedara. También temía por ella. La sensación que me abarcaba podía hacerle daño. Percibí su desilusión. Por primera vez, se sintió abandonada por mí. Era un sentimiento que no toleraba, además me desconoció, eso también la perturbó. Sin embargo, comprendimos que era necesario separarnos. Regresé en avión. Allí en la Villa era indispensable tener auto; Mía no sabía cuánto tiempo se quedaría. Además, la urgencia que la situación tenía para mí hacía muy difícil tomar cualquier decisión. Literalmente, yo estaba huyendo. Mucho tiempo tardé en darme cuenta de qué cosas o de qué sensaciones estaba huyendo. Regresé a casa, a mi rutina, a Miguel. Algo tan aterrador había querido apoderarse de mí —eso creía por lo menos—, que hasta regresé a mi familia. Visitaba a mi madre. A mis hermanas. Causé en ellas tal estupor que pensaron que estaba enferma. Miguel tampoco entendía nada de lo que estaba sucediendo. No lo seduje para ir a la cama, pues tuve compasión por él porque sabía que solo hubiera sido un recurso para aturdirme más. ¿De qué huía? Quería preguntarme y ni siquiera me atrevía a hacerme la pregunta. Durante esos días no supe nada de Mía. Se quedó en la cabaña casi dos meses. Tiempo que aproveché para reencontrarme. Cuando pude serenarme interiormente, empecé tímidamente a hacerme «la pregunta». ¿De qué huía? De la locura. No quería perder «mi fuego lento y sereno», como lo había descrito Mía. No me interesaba un fuego enceguecedor que me hiciera perder mi esencia, que me quemara, que me destruyera. En aquel momento llegué a sentir lo que Mía siempre denunciaba: el calor infernal de la locura. Esa ola envolvente, que ahoga, confunde, que crea necesidad y dependencia, que quita la paz y miente tratando de hacernos creer que da vida.

Algo en mi ser lo percibió. Fue como si hubiera visto un fantasma que me llamaba e intentaba seducirme. No sé bien dónde lo vi. Si en el ambiente, si en ella, si en la relación tan cercana, si en el deseo desesperado por ella que experimenté o si en mi propio ser. Más tranquila, cuando me cuestionaba si había estado «bien» huir, me respondía que si quería amar a Mía, acompañarla, ser su testigo, era indispensable no contagiarme la locura, no dejar de ser quien yo era. Nunca me sedujo la locura. Nunca me sedujo la desazón. La rutina, los libros, mi casa, la música, me alcanzaban, me siguen alcanzando. Tal vez el precio de todo esto fuera no tener a Mía, prefería pagarlo. El precio de «lo otro» era perderla. Cuando nos reencontramos, yo había vuelto a ser la de siempre. En el lugar donde me sentía cómoda y libre. Mía lo sintió; lo agradeció con una sonrisa noble. Nuestras almas estaban conectadas. No teníamos dudas. Teníamos el derecho a ser felices. Cada una como era, como pudiera. Mía había aprovechado esos días en total soledad para reordenar sus cosas. Iba a recuperar su departamento, retomar la carrera de Letras, «trabajar lo menos posible» — me dijo riéndose. — ¿Pensaste qué vas a hacer con el estudio? —le pregunté. —Estoy en eso. Antes de abandonarlo del todo, necesito otro trabajo u otra herencia —dijo de nuevo con simpatía. Como una profecía, a los pocos días, una sobrina de María del Carmen llamó a casa buscando a Mía. María del Carmen había muerto; le había dejado a Mía parte de su herencia. Mía lamentó no haberse podido despedir de esa mujer que, por un ratito, había aliviado su vida. Había testado a favor de esa sobrina y de ella. Le dejó un departamento en San Cristóbal y unas cuantas joyas. No era mucho, pero le daba a Mía un respiro económico y la posibilidad de concretar alguna de «esas ideas», que nunca le faltaban. Empezó a pergeñar un proyecto para abrir un «club cultura». — ¿Club cultura? —Sí, un espacio donde se desarrollen distintas actividades artísticas. Quiero ser una Victoria Ocampo —dijo con sarcasmo y picardía. — ¿Tenés pensado el lugar?

—Me falta eso, una socia y más dinero. No te ofrezco ser mi socia pues con nuestra amistad nos alcanza, ¿no? —Claro —asentí y recordé la sensación de Villa Pehuenia, a la que volvía cada vez que lo necesitaba. —Tal vez Miguel pueda prestarme algo de dinero. El proyecto lo tengo bastante armado. Una amiga contadora ya sacó las cuentas, en mi cabecita tengo a alguien para proponerle asociarse. ¿Qué te parece? —Que hables con él, sabés que le encantan esas ideas, que es audaz, que te admira. Durante ese tiempo vivió contenta, tranquila. Hacía tantas cosas juntas que creo que estuvo sola, de amores, digo. Se desvinculó del estudio. Administró perfectamente la herencia de María del Carmen, con la ayuda de Miguel; también con su ayuda compró una casa muy deteriorada para armar ahí su centro cultural. Contaba con la ventaja de ser arquitecta y de que Miguel y yo también lo fuéramos. Miguel se entusiasmó tanto con ese proyecto que pensé que serían socios. Pero ni Mía ni Miguel querían ser socios. La amistad entre ambos creció. Yo seguía observando esa relación, con una mezcla de perplejidad, celos y ternura. Ellos hicieron el proyecto para reconstruir la casa. Yo me ocupé de las habilitaciones y de la decoración. Mía venía mucho al estudio. En una ocasión me preguntó si me molestaba. Le dije que no. Era verdad. Omití decirle que me sentía ajena, totalmente ajena a su nuevo proyecto. Eran celos y otra vez el dolor de que ella no me amara como yo la amaba. Mía, consciente de la situación y perceptiva, trataba de involucrarme en su nuevo plan, pero era inútil. Yo debía pasar por esa tristeza, era lógica, era natural. También gozaba viéndola bien. Disfrutando con algo propio. Observando cómo las ideas y fantasías se le escapaban de su cabeza. No paraba. Llamaba a muchísimas personas, pensaba en diferentes formatos, distintas alternativas. Siempre con una misma línea, como ella ya se había imaginado que sería el lugar. Mi situación cambió un poco cuando comencé a ocuparme de la decoración de la casa. Mía confiaba en mí, me hacía sentir que era la mejor. Además comenzó a consultarme sobre qué forma darle a la sociedad. Había pensado en una amiga, pero había decidido hacer la primera parte sola; luego convocaría a diferentes personas, o a una, no sabía. Me alegraba mucho que me pidiera esos consejos, porque de esa forma me «transformaba» en partícipe de las decisiones que finalmente adoptara.

A pesar de los celos y la perplejidad que experimenté durante ese tiempo, fue muy divertido armar ese lugar que resultaría ser «su» lugar. «Nuestro» lugar. En ese entonces no pudimos, o mejor dicho yo no pude, vislumbrar lo que ese espacio iba a significar para todos nosotros. Mía lo intuía. Miguel, también. De alguna manera la idea de Mía encarnaba el sueño de Miguel, también el mío. Un sueño que yo juzgaba adolescente y que si no hubiera sido por su coraje y su desfachatez no hubiese cumplido. —Me va a costar encontrar una socia porque siento que este lugar es de los tres, debería pedirles permiso a ustedes —me dijo un día entre risueña y preocupada. —Mirá las cosas que decís —le contesté, fingiendo sorpresa, cuando de alguna forma compartía algo de lo que decía. La verdad es que era su idea, tenía todo el derecho del mundo de elegir a quien quisiera. Pensó bastante; mientras ella pensaba cómo y con quién compartir ese espacio, trabajábamos juntas en la decoración del lugar. La casa estaba en Villa Crespo. Tenía un pequeño patio al entrar, luego un living grande. Otra habitación, cocina y dos baños. El living fue diseñado como para que sirviera de escenario, el cuarto contiguo podía hacer las veces de camarín, biblioteca o pequeña librería. La cocina era gigante. Miguel y Mía trabajaron duro en la reconstrucción de la casa, no escatimaron en nada, ni tiempo ni trabajo. Todo fue puesto a nuevo, pensado realmente como centro cultural. La cocina la dividieron en dos partes. Una para cocinar, preparar café o lo que fuera que se sirviese, en la otra quedó un espacio para cuatro o cinco mesas. Todo era sencillo, cálido, prolijo, cómodo. Perfecto. Me ocupé de la decoración, quedó todo exquisito. Con esas mismas ideas. Un lugar para disfrutar del arte, de la vida, de la amistad, del encuentro. Una noche, mientras esperábamos a Mía para comer, Miguel me dijo: —Lo estamos viviendo como propio. Estoy contento. —Mía siente lo mismo. Que es algo de los tres. No debemos olvidar que la idea es de ella. —Sí, pero hacía mucho que no trabajaba con tanto gusto. Cuando Mía llegó, se la veía exultante. Derrochaba alegría. — ¡Tuve una idea genial!

— ¿Cuál? —-dijimos a dúo con Miguel temerosos de lo que podía llegar a ser. No queríamos perdernos ser protagonistas del proyecto. —Voy a trabajar sin una socia fija. Convocaré a alguien para armar conmigo las cosas diarias, pero después nos asociaremos con diferentes personas que tengan también su propio proyecto. Me parece que así ustedes podrán estar en todo lo que quieran sin necesidad de que nuestra amistad corra riesgos con una sociedad más estrecha. ¿Qué les parece? —Genial —dijo Miguel, casi emocionado—. Te iba a proponer esa forma, pero no lo hice para no invadirte. Me encanta. Ya tengo en la cabeza miles de cosas para hacer juntos. Confieso que no entendía tanta emoción, o cuál era la idea tan genial. Pero esta vez me sentí muy contenta, no tuve celos, recordé, como tantas veces, que mi vida cobraba sentido siendo testigo de la de Mía y, en este caso, también de la de Miguel. Esa noche nos emborrachamos los tres. No había visto antes a Miguel así. Amaba la música, la poesía, la pintura, comenzó a contarnos ideas, fantasías que ya había tenido para hacer en la casa. — ¿Cómo la llamaremos? —preguntó Miguel. — Se llamará Selva —dijo Mía. — ¿Por qué? —le pregunté sorprendida. —Por la diversidad de flora y fauna que va a haber. Los tres gozamos del momento. Los tres nos reímos juntos. Mía conocía a muchas personas vinculadas al mundo del arte, a las que comenzó a convocar para trabajar en Selva. Muchas gentes al conocer el lugar quedaban fascinadas. Realmente el sitio tenía encanto. Ya dije, era cálido, amplio, cómodo, con posibilidades para hacer varias cosas. Empezó a funcionar como el centro cultural que tanto habíamos soñado. Seminarios de teatro, clases de voz y movimiento, clases de yoga. Actividades permanentemente. Además, había ciclos de lectura de determinados autores. Elegíamos —en esto participábamos los tres— a personas que merecían nuestro máximo respeto, que conocíamos como referentes del autor o la autora que queríamos abordar. En general, no nos equivocábamos en esas elecciones, los encuentros salían muy bien. Todas las actividades las organizaba Mía. Tal como había planeado, se asociaba con diferentes personas para diferentes propuestas. Era minuciosa en la organización, le dedicaba todo el tiempo que resultaba necesario. Me contaba muchas cosas, me consultaba otras tantas. Su obsesión era que ninguna actividad hiciera perder o «no estuviera a tono» con la onda, la energía del lugar. Eso la desvelaba. Era estricta.

No la había visto antes trabajar de esa manera, con ese gusto y ese empeño. Además, teníamos amor por ese lugar. Se convirtió en nuestro centro de encuentros, de charlas de filosofía de la vida. Debates y debates. Horas de conversación y de café. Era un rito para mí pasar por ahí. Miguel y yo participábamos activamente en la organización de algunos eventos. Cumplíamos, como todos, con las formalidades del caso. Escribíamos las condiciones, la forma de hacernos cargo de los gastos y repartir las ganancias. Mía era realmente obsesiva para esas cuestiones. Yo coincidía. Eso le permitió evitar un montón de problemas. Trabajar muy a gusto. Era exquisita en la elección de temas y personas. Selva se transformó en un lugar de culto para gente de nuestra edad, entre 40 y 45 años. También iban más jóvenes, que se fascinaban con la idea de que un lugar así funcionase. A Mía y a mí nos encantaba verlos. Llegaban con un aire de no pertenencia, muchas veces se iban con ganas de pertenecer. Nos traían su alegría, sus hábitos. Nosotras y el lugar le dábamos la otra mirada, una mirada bastante libre de prejuicios, bastante libre de discriminaciones. También venía gente más grande, a eventos más específicos. Miguel tenía un espacio destinado a la música que era muy exclusivo. Tanto que ni Mía ni yo podíamos participar. Ese grupo, por ejemplo, tenía «tomado» dos jueves por mes. Se fue haciendo una «sociedad». Se hablaba de música, escuchaban música y cenaban. Miguel gozaba muchísimo estos encuentros. Diría que fue el tiempo que más contento estuvo. Se sentía anfitrión, «jefe del equipo». Hizo un grupo de amigos que conservó durante años. Disfrutaba al elegir los temas y de la organización de cada evento. Armar el grupo y, a favor de Mía, calcular las ganancias. Mía organizó —me compartió su idea— una actividad que dimos en llamar «Un espacio para escritoras». Eran reuniones donde alguna mujer iba a hablar sobre una escritora determinada. Ese día, la charla, la música, la ambientación y la comida eran del país de origen de la artista elegida. Desfilaron innumerables poetas y literatas: Alfonsina Storni, Emma Barrandeguy, Clarice Lispector, Victoria Ocampo, Silvina Ocampo, Irene Nemirovsky, Lefia Benavides, Julia Álvarez, Sylvia Plath, Doris Lessing, Simone de Beauvoir, Santa Teresa de Ávila, Sor Juana Inés de la Cruz, Salvadora Medina, Virginia Woolf, y tantas y tantas más.

Al principio fuimos un grupo muy reducido, los «requisitos» los cumplíamos con cierta laxitud, cosa que por supuesto mantenía a Mía alerta, pues ella deseaba que cada vez la propuesta tuviera más excelencia, más rigor. Lo fuimos logrando. A medida que más mujeres compartían el proyecto nos conectaban con otras que podían colaborar con material, cocinando o con música. Todo fue adquiriendo tal grado de perfección que llegó a ser un espacio muy respetado, de una gran riqueza cultural. También se podía ganar dinero. Además, era casi infinita la cantidad de escritoras que podíamos abordar, era también infinito el modo de hacerlo. En ocasiones sucedía, que nos ocupábamos de una escritora; el debate era tal que las mujeres pedían volver a hablar nuevamente de tal o cual tema. Tal o cual cuestión. Los debates no solo eran ideológicos. Sino también por cuestiones de estilos, modelos, mensajes. Hubo veces que resultaron delirantes. Otras, llegaban mujeres que parecían o eran fanáticas de alguna poeta o escritora, entonces venían como a «defender» su imagen, sus ideas o vaya uno a saber qué. Estaban, se mostraban desafiantes. Había que hacer una reserva. Cuanto más prestigio cobró el espacio, más difícil resultaba encontrar lugar. Entonces, era necesario reservar «la mesa» al terminar una noche de «Un espacio...» para la siguiente oportunidad. Para mantener la mística —como le gustaba decir a Mía—, las reuniones eran siempre los viernes, una vez por mes. Comenzaban puntualmente; las asistentes eran recibidas con música del lugar, región o ciudad de la escritora, en cada mesa estaba el menú con una sucinta explicación de la comida y su significado, si lo tenía. Mía supervisaba absolutamente todo. También contaba con la ayuda de una profesora de Letras, que apodamos Clotis, que revisaba el contenido de las charlas. Las personas contratadas para hablar sobre alguien, siempre mujeres y sobre mujeres —otra parte importantísima de la mística—, debían enviar la conferencia con anticipación para ser leída, muchas veces corregida, por Clotis. Se controlaban las formas, la duración, algunos aspectos del contenido o del ángulo desde donde se iba a encarar el tema. Sin embargo, la libertad que se daba y luego se sentía era casi absoluta. Todos los temas, siempre que no lesionaran la intimidad de la escritora, se podían explicitar sin ningún tapujo. Eso se respiraba y... valoraba.

Hasta las más extremas, o las más criticonas, se rendían ante esta evidencia. El clima de respeto y libertad era vivido, indiscutible. No recuerdo en este momento otro detalle, pero les aseguro que no quedaba nada sin revisar, sin tener en cuenta. A eso, y creo yo, a la originalidad de la propuesta, se debió el éxito del espacio. Se filmaban las charlas o se grababan, no me acuerdo bien, luego se vendían en la pequeña librería que funcionaba en Selva. Habíamos adquirido, junto con la delicadeza que da el arte, un espíritu comercial, del que carecíamos por completo. Hablo en plural porque acompañé este proceso muy de cerca, aprendía a la par que acompañaba a Mía. Miguel para eso era genial, nos enseñaba y alentaba. Sobre todo alentaba a Mía que era la dueña del lugar, quien debía «poner la cara». Lentamente, todo fue saliendo a la perfección. Fueron unos años de ensueño. Sobre todo para Miguel y para mí. Mía nos retribuía con su generosidad —al compartirnos sus ideas y el espacio— todo lo que le habíamos brindado. Entendimos enseguida el estilo que Mía quiso imprimirle a Selva. Nuestras propuestas encajaban en esa atmósfera. Siempre gozamos de un respeto absoluto por parte de ella. Se interesaba en nuestras ideas, las aceptaba. Una vez, Miguel le propuso exponer los trabajos de un fotógrafo que él conocía. Mía vio los trabajos; le resultaron muy violentos. Llamó a Miguel; se lo comentó. —Sé que la realidad es violenta, pero no sé si quiero mostrarla así. No sé si tiene sentido dañar. Quiero que veas las fotos. —Algunas he visto, pero por favor juntémonos a ver las que te envió —le dijo Miguel. Esa noche, los tres como en un conciliábulo —por lo menos así lo vivía yo, contagiada de la fantasía de Mía— nos juntamos a ver las fotos. Tenía razón, eran de una violencia explícita que parecía más una crónica policial que muestras artísticas. Miguel quedó anonadado, se disculpaba ante Mía porque el fotógrafo había mandado, para la supuesta exposición, trabajos que nada tenían que ver con los que él había visto. No entendimos qué pasó, pero así fue; no organizamos esa muestra.

De esa manera fuimos logrando que los encuentros y el lugar tuvieran una marca especial, que fue transmitiéndose de boca en boca, entre gentes que nos interesaban y gustaban. Nos pedían dar alguna charla, curso o exponer. Además de estas actividades que he descrito, había muchas más. El lugar funcionaba todo el día. Era requerido para cursos, conferencias, presentaciones de libros, talleres. Mía tuvo que delegar algunas funciones y contratar a una secretaria. No delegó lo indelegable que era elegir quiénes podían mostrar allí su arte. Para eso, sobre todo en los primeros tiempos, Miguel y yo fuimos sus cercanos consejeros. También había que ocuparse de la cocina, del bar y de la librería. La librería era muy pequeña, muy exclusiva, seleccionábamos los libros que ofrecíamos con mucho, mucho cuidado y delicadeza. Era increíble para nosotras —ese sector también me encantaba y colaboraba con Mía más por placer que por ayudar— comprobar cómo cuando nos empezamos a meter, comprometer con los libros que queríamos ofrecer, ellos aparecían. Definir la temática fue una tarea muy compleja. Comenzamos descartando algunas, o muchas, o... casi todas. El espacio en sí nos condicionaba, pero en vez de vivirlo como una limitación lo vivimos como una posibilidad para ser extremas en la elección. — ¿Cómo se selecciona? ¿Cómo se hace esto? —me preguntó Mía un día mientras probábamos la comida preparada por unas chicas armenias. —No tengo mucha idea, pero debería ser igual o compatible con el resto de las actividades. Vinculados con nuestra creencia en la salud, en las mujeres, en la música, en la pintura. Tener la misma estética, la misma poética. — ¡Ah! Dios mío, ¡todo eso no lo había pensado! Nos reímos juntas de la ocurrencia, pero era un poco así. Sin agobiarse, Mía fue definiendo otras actividades que caracterizaron al espacio, luego los libros fueron apareciendo, con ellos autores fantásticos bastante desconocidos, distribuidores que tenían un gusto similar a nosotras y conexiones con librerías de otras partes del mundo. Aprendíamos algunas cosas con una facilidad que ni nosotras mismas podíamos creer o entender. Hubo problemas, equivocaciones, momentos difíciles, pero siempre tuvimos la conciencia de haber abierto Selva en el lugar y tiempo propicios. Esta era mi visión, con Miguel la compartíamos. Mía en parte también. En varias oportunidades conversábamos sobre el tema, sobre la comodidad que experimentábamos, como si el lugar nos perteneciera desde antes, desde siempre.

Quedábamos maravillados cuando alguien se acercaba con una idea y era justo referida a algún tema que habíamos hablado hacía muy poco tiempo. Aparecían propuestas que días antes habíamos creído que sería bueno intentar o mostrar. Quiero contar —retomando el tema de los libros— que al principio nada nos salía. Decidimos recorrer librerías que nos gustaran para «sacar» o «robar» alguna idea. Como todos saben, Buenos Aires es pródiga en librerías. Elegimos las más exclusivas, las más refinadas. Entramos a una muy famosa en aquel tiempo, famosa por tener ejemplares exóticos que si no estaban allí mejor era que una renunciara a buscarlos. El dueño era un hombre que a simple vista parecía insignificante. Cuando preguntamos por él y nos lo presentaron, ambas tuvimos la misma sensación. No podíamos dar crédito a lo que veíamos. Un hombrecito enjuto, tímido, bizco, encorvado, en fin, medio siniestro, era el dueño de esa maravilla y se disponía a conversar con nosotras. Mía tartamudeó, tal la impresión que don Héctor le había causado. Tomé las riendas de la conversación. La impresión me produjo el efecto contrario; me puse verborrágica, en cuestión de segundos le había vomitado al pobre señor que miraba con sus ojos bizcos, y parecía que nos observaba a las dos a la vez, todas nuestras necesidades; le conté, por poco, nuestras vidas. A esa altura no sabía si Mía tartamudeaba por la impresión que le produjo el enjuto, o por la cantidad de información y palabras que salían de mi boca, que ella no lograba morigerar. Cuando logré parar, sentí que los dos me miraban perplejos. Se hizo un breve silencio que don Héctor interrumpió diciendo: — ¿Qué necesitan de mí? Ninguna de las dos atinó a decir nada. En esos instantes recuperé algo de cordura, de equilibrio y me avergoncé. Nadie rompió ese nuevo silencio por unos segundos, que me resultaron eternos. Hasta que Mía, tranquila, calma, con una voz delicada, le dijo: —Tenemos una pequeña librería y quisiéramos tener algunos de esos libros que no nos dicen lo habitual. Sabemos que usted tiene mucho de esos. ¿Podría ayudarnos a ubicarlos? —Eso se va encontrando solo —contestó el viejo. Yo creí que era el fin de la entrevista, charla, encuentro o lo que fuera. Me estaba acomodando para irme, quería salir corriendo, no entendía bien qué había pasado, cuando noté que Mía no se movía del asiento. Me quedé paralizada.

El viejo y Mía se quedaron quietos, mirándose, desafiantes. Mía parecía decirle con todo el cuerpo «no pienso moverme de acá hasta que me diga el secreto»; don Héctor parecía contestarle «quiénes se creen ustedes que son para que yo confíe o les participe algo mío, solamente mío». Parecían dos gallos estudiándose antes de la riña. Miré la escena; pensé que ganaría aquel que lograra mantenerse en el lugar, sin ceder. Sosteniendo esa imagen. Luego de unos instantes infinitos, en que Mía con gestos casi imperceptibles parecía decirle que de ahí no se iba a ir con las manos vacías, y decirle también que tenía derecho a eso, el viejo se levantó. Dijo que lo esperáramos ahí. Estábamos en su minúscula oficinita. Para mí, un ring de boxeo. No supimos qué fue a hacer don Héctor fuera de su oficina. Cuando volvió sacó del cajón del escritorio una libreta negra, vieja, gastada, que tenía esas tapas antiquísimas que eran como de cartón; nos dio tres nombres y tres teléfonos: el de un distribuidor, el de un librero que vivía en Barcelona, y el de una escritora uruguaya. Sin muchos datos más, nos dijo que esas personas nos iban a ayudar; que si necesitábamos algo más volviésemos a verlo. Tardamos bastante en saber el tesoro que teníamos en nuestras manos. Sin embargo, al salir de la librería lo intuimos. Estábamos agotadas. Estas historias creaban entre las dos lazos que nunca pudieron desatarse. Necesitamos unos días para hacer los llamados. Sin ponernos de acuerdo específicamente en esto, sabíamos que lo íbamos a hacer juntas. Llamamos primero a Leila. Una escritora uruguaya, ignota para el gran público. Maravillosa, descubrimos más tarde. Viajamos a conocerla. Nos invitó apenas la llamamos. Vivía en un pueblito a 40 kilómetros de Montevideo. Un pueblo de pescadores. ¿Qué nos iba a decir esa mujer? ¿Adonde estaremos yendo? Eran solo algunas de las preguntas que nos hacíamos mientras cruzábamos el río. Su casa —extremadamente sencilla— estaba en la playa. El patio o la parte de atrás daba al mar. Ahí sobre la arena, tenía una reposera. Era una mujer grande. De más o menos ochenta años. Nos esperó con mate. Nos hizo sentir como si fuéramos las «enviadas» de don Héctor. —Todos los días me siento a mirar el mar, a conversar con él. Nunca podría aburrirme, porque nunca es el mismo —nos dijo mientras terminábamos el pequeño recorrido de la casa y entrábamos a la cocina dispuestas a conversar. — ¿Así que son ustedes? —preguntó. Enseguida comenzó a hablar de una red de libros, autores, libreros, paralela a la comercial, a la oficial.

Hablaba con un aire entre oscuro, esotérico, fascinante. Como si existieran libros «sagrados» a los cuales no podía accederse, sino después de cumplir algún rito, o solo si nuestro «comportamiento» nos hacía acreedoras a ese derecho. Al escucharla, por ratos sentí temor. Hablaba serenamente, pero el lenguaje que usaba era inquietante. —Si alguien llegara a la tienda de ustedes y encontrara alguno, es porque lo merece —decía con una seguridad indiscutible. Mía ya estaba entregada. Lefia era uno de esos «personajes» que ella siempre deseaba encontrar. Adoptaba una postura casi infantil. Yo tenía que protegerla. Entonces, me «dividía» entre escuchar y cuidarla. Lefia nos preguntó cosas de nosotras, que contesté con recelo, mientras Mía, embelesada, contestaba todo casi sin pudor. Sin registrarme. —Creo que pueden ser ustedes —dijo envuelta en un halo de misterio, que yo ya no creía, mientras Mía se rendía a sus pies. —Almorcemos algo; luego les mostraré alguno de esos libros... y otras cositas — dijo después con una sencillez que me gustó más. Yo temía por la hora, pues no quería quedarme a dormir allí, así que almorcé tensa. Mía comía, tomaba, hablaba con Lefia, como si se conocieran de toda la vida. Me sentí testigo del momento, sin ser partícipe. Con miedo, con resquemor. Esa vez me equivoqué. Después de almorzar, mientras preparaba un café delicioso —nunca pude entender por qué algunas cosas saben más en ese tipo de casas o pueblitos—, nos trajo unos libros que eran verdaderas joyas. Nos los fue entregando en dosis homeopáticas: un día uno, más adelante otro y así a lo largo del tiempo. Su actitud fue sabia. Era difícil digerirlos. Nunca hubiésemos siquiera soñado que existían ejemplares así y, sobre todo, tales contenidos. Totalmente al margen del mundillo comercial. Apenas uno entraba en contacto con esos libros parecía que tenían vida propia. Leila nos leyó unos poemas hermosos. Recuerdo aún hoy las imágenes impactantes que me sugirieron. Ella percibió nuestra emoción. Por eso decidió seguir confiando, aunque pretendiese aparentar que contaba con alguna información sobre nosotras que nosotras mismas desconocíamos.

La tarde se apagaba. Decidimos quedarnos. El viaje, la estadía, se hacía más largo, más interesante. Estábamos cansadas. Avisamos a Miguel que, feliz con las noticias, también estaba feliz con ocuparse de Selva. Quisimos invitar a Leila a comer en un pequeño restaurante, pero se negó. Casi no salía, nos comentó, tampoco cenaba. «Me levanto muy temprano. Necesito aprovechar el día» nos dijo. «Mi vista requiere la luz del sol, el mar también» agregó sonriendo. Nosotras también preferimos dormir temprano, caímos exhaustas en las camitas ínfimas que Leila tenía en el cuarto de huéspedes. «Me recuerdan al convento» me dijo Mía y se quedó dormida. No teníamos energía ni para comentar todo lo que nos había pasado en ese día, por lo menos, enigmático. A la mañana siguiente cuando nos despertamos, Leila tenía el desayuno preparado, parecía que se hubiese despertado mucho más temprano que nosotras. Así era. Nos contó que todos los días se levantaba a las 6 de la mañana. Recitaba unos mantras, se conectaba con «otros seres», todos buenos, nos aclaró; comenzaba a leer, escribir, ordenar papeles, cocinar, en fin, sus días. «Le huimos a la rutina y muchas veces allí está la felicidad» nos dijo. Estas palabras no las olvidaríamos jamás. En muchas ocasiones volvieron a nuestra memoria. Sin embargo, nos resultarían paradójicas, contradictorias con respecto a su vida. Tal vez fuera un secreto que ella había descubierto para sí, que compartió con nosotras. Leila era una mujer muy activa. Escribía desde pequeña. Hija de un pescador y un ama de casa, analfabetos los dos. Ella les enseñó a escribir. Se recibió de maestra, cosa muy rara para una mujer de esa época. Muy joven se fue a vivir a Montevideo, más tarde a Buenos Aires. En Buenos Aires, trabajó en la redacción de un diario; gracias a un amante —no supimos si fue don Héctor— pudo frecuentar reuniones de intelectuales, ir al teatro, tener entre sus manos los libros que ella quisiera. Volvió a su pueblo natal después de muchos años. Siguió escribiendo, siguió conectada con ese mundillo. Mundillo que tenía con los libros ese vínculo misterioso, esotérico. Dijo —sin presumir— que esa gente continuaba consultándola. Hablaba como si se refiriera a una logia, fingía que nosotras sabíamos de quiénes hablaba. Tuvimos el honor de ser beneficiarlas de libros mágicos e inhallables en otro lugar que no fuera su casa. De a ratos no sabíamos cómo manejarnos, ni qué nos llevaríamos en limpio de ese encuentro.

Enseguida llegó la primera sorpresa. Leila nos trajo un manuscrito que no había publicado. Dijo que si nos interesaba podíamos leerlo un poco, que siempre le había dado mucha vergüenza publicarlo, pues era autobiográfico. Creía que tal vez hubiera llegado el tiempo. Nos quedamos deslumbradas. Mía le preguntó si realmente quería mostrarlo. «Después me pareció una estupidez», me dijo, «pues si lo había traído era porque quería». Pero entendí el pudor de Mía puesto que yo también lo sentí. Leila contestó que sí, que quería que lo leyésemos tranquilas. Que no sabía de qué tiempo disponíamos. Era sábado a la tarde. Pensamos... Decidimos viajar de vuelta a Buenos Aires el lunes temprano. Salimos a llamar nuevamente a Miguel. Regresamos a la casa de Leila a eso de las 5 de la tarde. Era una tarde fría, hermosa, diáfana, el sol estaba yéndose lentamente para ponerse detrás del mar que estaba de un azul intenso e inquietante. Leila estaba sentada en la reposera «conversando con el mar». Dijo que le contaba de nosotras, que sabía que íbamos a arreglar nuestros asuntos para quedarnos y leer su obra. La puso contenta saber que su presagio se había cumplido. Que tendríamos otro día y medio más para leer el manuscrito. Cuando la rutina cambia, el tiempo transcurre distinto. Tan distinto. Los afectos también. Hacía un día y medio que estábamos en ese pueblito y que habíamos conocido a Leila. Sin embargo, parecía una eternidad. Parecía también que a las tres nos unía un vínculo o un espíritu que nos precedía. Nos movíamos por su casa con cierta agilidad o comodidad propias de una relación más antigua. Leila continuó su diálogo con el mar, nosotras nos preparamos el mate para comenzar a meternos en el manuscrito, que prometía ser una caja de sorpresas. Tomamos conciencia de la situación que estábamos viviendo. Nos vimos como en una foto desde afuera... Nos dio un ataque de risa, no podíamos parar. Fue una descarga nerviosa por la intensidad de lo vivido y de lo que presentíamos íbamos a vivir. Leila nos escuchó, entró en la cocina, sabiamente nos dijo: —No pueden creer los que les está pasando ¿no? —Perdónenos —dijimos al unísono. —No hay nada que perdonar. Es raro. Para mí también lo es. Sin embargo, cuando el momento llega, llega.

—Así es —dije, sin saber bien qué contestar. Con el mate listo, comenzamos la «aventura» que prometía ese manuscrito. Empezamos a leer la historia; no la podíamos dejar. Mía y yo leíamos, perdimos conciencia de si Leila estaba escuchándonos o no. La historia atrapaba. Estaba relatada de una forma precisa e interesante. Rara, aguda. Cada personaje, cada lugar, cada aroma tenían su significado, su justificación. Todo tenía sentido y la lectura también nos ayudaba a encontrárselo a ese viaje, a las situaciones «extrañas» que estábamos viviendo. Leila tuvo una vida rica en historias, en amantes, en sabiduría. No huyó de nada. A todo le hizo frente. Su vida en Montevideo, cuando era muy joven, resultaba conmovedora; contaba acerca de las clases que dictaba como maestra, lo que fue descubriendo en esa ciudad enorme para ella, y a través de sus alumnos. Todos los días aprendía algo. Lo guardaba como un tesoro en su mente y en su corazón. Amó tanto a hombres como a mujeres. Sin el menor problema, prejuicio o planteo. Un silencio que gritaba se escuchaba cuando Mía y yo leíamos esos fragmentos de la vida de Leila, sus historias cargadas, a veces, de un erotismo feroz. Se lamentaba por no haber tenido hijos, también ese tema nos incomodaba, pues entre nosotras nunca lo habíamos conversado. Tenía anécdotas muy divertidas. Todos los sitios que conoció en Buenos Aires, los artilugios utilizados para que le permitieran entrar en esos círculos intelectuales y masculinos eran simpatiquísimos, nos resultaban hasta ingenuos. Ese libro había sido escrito por Leila mucho tiempo atrás, pero, tal como nos había dicho, trataba muchos temas íntimos, por esa razón aún no lo había compartido con nadie. Según nos contó, cuando tuvo noticias de nuestra existencia, de la decisión de don Héctor de darnos sus datos, sintió deseos de hacernos conocer «sus memorias». Parece ser que, cuando nos vio, le transmitimos confianza; además, estábamos tan alejadas de su «época» que venció la vergüenza. Nosotras experimentamos un profundo respeto por esa mujer. Esa noche leimos sin parar hasta las dos de la mañana. Nos subyugaba esa prosa sencilla, ágil, y sin embargo llena de historias profundas, incluso densas. Nos fuimos a dormir. A las 8 de la mañana del domingo, estábamos con mate y pan casero, continuando la lectura. No sabíamos para qué, qué íbamos a hacer con ese texto, pero nos vimos embarcadas en la necesidad de terminarlo antes de que acabara nuestra visita.

Luego de una lectura maratónica, terminamos el manuscrito. En esa primera lectura, fue imposible evitar perdernos muchos detalles, sobre todo algunas dinámicas, ritmos, colores, cambios que pudimos gozar más adelante. Esa tarde de domingo —un típico domingo de pueblo—, que se percibía aunque la casita estuviese en plena playa, y aún antes de terminar de leer el manuscrito, Leila nos dijo que quería publicarlo; que —cuando estuviera listo— nos iba a mandar algunos ejemplares para ofrecer en nuestra librería, si es que estábamos interesadas. Le dijimos que sí, que por supuesto, que contara con nosotras. «Hay que hacerle muchas correcciones, seguramente» nos dijo. Así que tal vez pronto viajara a Buenos Aires. Nos vería allá. Como segunda sorpresa, nos dio unos ejemplares de libros casi inéditos de autores uruguayos y entrerrianos, «notables», para que ofreciéramos en la tienda, como le gustaba decir. Nos despedimos fraternalmente. En el viaje de regreso con Mía, optamos por el silencio. Estábamos impactadas por la extrañeza del encuentro. No teníamos idea de cómo iba a seguir nuestro vínculo con Leila, qué nos depararía. Tampoco sabíamos si comunicarnos con los otros «personajes» —a esa altura ya sospechábamos que seguramente lo eran—, cuyos datos nos había dado don Héctor. Nos reinsertamos en nuestras vidas con la sensación de que habíamos estado unos días en otra dimensión. Enseguida decidimos hablar al distribuidor y al señor librero catalán. « ¿Qué nos puede pasar?», argumentó Mía. «Todo es medio raro», dije con mi habitual prudencia. Miguel no nos terminaba de creer. Visto desde afuera, no todo parecía tan fascinante. Nos comunicamos con Javier —el catalán—, nos dijo que ya sabía de nosotras. Que en unos días nos iban a llegar algunos libros, «librillos» se expresó, para que viésemos y decidiéramos si queríamos mostrar en el negocio. Que iban a llegar a través de Jorge, el distribuidor amigo de don Héctor. Cada vez que nos decían «ya sabemos sobre ustedes», nos sentíamos parte de una logia. Nos reíamos a carcajadas. Una risa que nos igualaba y nos unía. Empezamos a vivir un período extremadamente rico para nosotras, Miguel y para muchas personas que se acercaban a Selva. La experiencia fue cultural, emocional, laboral y económicamente muy productiva. Comenzaron a llegarnos libros que eran verdaderas joyas, con ellos gentes interesadas en comprarlos. Personas que, además de comprar, recomendaban el sitio a otros y otros.

Extranjeros que conocían el lugar por referencia y nos conectaban con otras personas, igualmente enriquecedoras. Casi todos, de una u otra forma, conocían a Leila, Javier, Jorge y a don Héctor, como todo el mundo lo llamaba. Tanto Mía como yo adoptamos una actitud que después de mucho tiempo seguimos creyendo que fue muy sabia, la cual consistió en preguntar poco, muy poco. Solo recibir, cumplir nuestros pactos y seleccionar el material.

*** Luego, ayudamos a Leila en la publicación de su libro. Con eso también se nos abrió un mundo nuevo. Con ella en Buenos Aires, vivimos unos días estrambóticos. Se instalaba en Selva, tomó el lugar —con nuestro permiso y gusto— como su oficina. Por ahí desfilaron las personas más extravagantes que yo he visto. Personas que parecían tener mucho tiempo, o un registro del tiempo diferente del «normal». Podían estar frente a una frase mucho rato, luego mirar la taza de café por otro largo rato, y así todos los días que estuvo Lefia. Eran sus seguidores. Gente diversa. Muy elegantes y no tanto, para decirlo con delicadeza. Fueron diez días excepcionales, gracias a los cuales Miguel llegó a creer lo de nuestra «experiencia uruguaya», amén de que quedó deslumbrado por Lefia, su personalidad y, sobre todo, sus escritos. Estuvimos muy conectados con Lefia. Ella murió a los 83 años; más o menos, dos años después de nuestro primer encuentro. Siguió estando presente, mucho tiempo más. Ahora, al recordarla, creo que nunca se fue. Durante esos años, me sentí plena y feliz. ¡Pasábamos unos días lindos, tan lindos! Viviendo en un microclima. Alejados de los problemas del país, que iba de crisis en crisis, creando en la gente una sensación de abandono e incertidumbre. Algunos llegaban a Selva buscando alivio. Selva fue un refugio para muchos. Para mí fue como mi casa. La libertad con la que me movía, la comodidad que sentía. Además ahí estaba Mía y también Miguel. Todo eso transformó ese sitio en mi hogar. Fue más importante que la cabaña, si es apropiado comparar. La cabaña fue construida en un momento especial, mucho me ayudó; era nuestro sitio de escape y descanso. Pero en Selva desarrollé y acrecenté mi amor por la literatura, la música, la poesía. Me deshice de muchos prejuicios; fui más libre, paciente, humilde. Miguel vivió un proceso similar. En esa época estuvimos muy cerca y unidos. Mucho tiempo después, todavía me decía: «en Selva fui feliz».

Segunda parte

Años más tarde —cinco después de que abriéramos Selva, para ser precisa—, me enteré por la propia Mía del infierno que había vivido en esa época. Sucedió un día en que llegó a casa a eso de la tres de la madrugada y me pidió que la internara. Yo no sabía de qué estaba hablando. No la entendía ni quería entenderla. Pero el pedido de socorro era, en realidad, un grito. Después de decirme eso, se desvaneció. Miguel, que ya estaba entre nosotras, pudo agarrarla antes de que se cayera. Llamamos a un médico de guardia; aconsejó internarla en una clínica común. Luego fue derivada a una clínica psiquiátrica. Mía había vivido —hasta que todo estalló— una doble vida: una vida en Selva, gozando, disfrutando, riendo, trabajando en algo que amaba, ganando dinero, y, por otra parte, su vida «privada», que Miguel y yo desconocíamos. « ¿Cómo hizo?» me preguntaba una y otra vez, y vuelvo a preguntármelo ahora mientras escribo. También tenía mucha confusión. No cesaba de preguntarme: « ¿Era real lo que yo había vivido? ¿Fui tan egoísta que no pude verla? ¿Quién registraba su sufrimiento? ¿Tenía realmente vidas paralelas? ¿Era eso una enfermedad?» ¿Acaso no la amaba tanto como creía? Eran algunos de los cuestionamientos desesperados que me hacía cuando sucedió lo que sucedió. Miguel también se lo cuestionó, pero de otra forma, tal vez más práctica o más desapasionada. Me decía: —Con nosotros estaba bien. — ¡Pero mentía! —le grité casi culpándolo de lo que estaba pasando. —No mentía —me contestó sereno—. Vivía dos realidades. Nosotros no teníamos por qué saberlo. No nos daba ni siquiera indicios. —Seguramente nos los dio, y nosotros, embelesados por el éxito de Selva, no la vimos. —El éxito era también de ella. Era sobre todo de ella. —Parece que no —le contesté furiosa. No quise hablar más del tema con él, ni con nadie. Volví a rezar. Pedía perdón, no sé ni a quién ni por qué, me sentía culpable de lo que estaba sucediendo. Dos veces recé en mi vida. Las dos han sido por ella. Ni por mi madre ni mis hermanas, ni por Miguel. De todos acepté su destino, con calma. El de Mía no. Algo de lo que pasaba lo sentía injusto. O siempre deseaba otra oportunidad para ella... También para mí.

Antes de que el médico llegara, y a pesar de que estaba muy débil —tal era mi desesperación— le pregunté: — ¿Qué pasó? ¿Qué pasó entre nosotras que no pudimos ayudarnos? —No es momento para hablar de eso —respondió Mía. Tenía razón. Durante esos años Mía vivió un amor otra vez enfermizo, otra vez diabólico. Lo ocultó. Nos lo ocultó a Miguel y a mí. Un par de amigas, de otra «banda», como le gustaba decir a ella, sabían la historia. No supe si ese amor fue un hombre o una mujer. Ya no tiene importancia, aunque durante años esa duda me carcomió el alma. A veces pensaba que de alguna manera —nunca explicitada—, ambas —tanto Mía como yo— gozábamos perversamente con esos secretos. A mí la duda me producía un dolor especial, con mucha carga de erotismo. Y también me mantenía «viva» o con esperanzas que ella alguna vez se rindiera a mi amor... «porque si había sido una mujer»... Y Mía también —por alguna razón— lo hacía; eso de ocultarme el sexo de la persona de la que había estado enamorada. Pues si no, es difícil explicar qué sentido tenía que nunca se dirigiera a ella con su nombre de pila y usara siempre expresiones tales como «esa persona», «alguien», etc. En fin... vuelvo al relato de los acontecimientos que estaba contando. Nadie que supiera lo que Mía estaba viviendo en ese tiempo vino jamás a decirme nada. No tenían por qué hacerlo, lo reconozco. Supongo que esas personas tampoco sabían todo lo que estaba pasando, o cómo eso repercutía en la mente de Mía y cómo la estaba socavando. Ese amor —como tantas otras veces— le quitó la paz que había conseguido. La voluntad. Casi termina con su autoestima y con su dinero. No supe si esa persona frecuentaba Selva. Si lo hacía, disimulaban muy bien. No recuerdo haber visto a Mía particularmente nerviosa o excitada por alguien en Selva. Debo reconocer que quedaba mucho tiempo durante el cual yo no sabía acerca de ella. Vacaciones, viajes, viajes por el negocio... Yo estaba completa con lo que tenía. No vi o no pude ver más allá de eso. La vida demostró que el camino de Mía iba por otro carril. Luego me contó que al principio la forma que «tomaba la relación» hizo pensar a Mía —a pesar de que ya le había sucedido— que había encontrado por fin el «verdadero» amor.

Respetaba sus tiempos. En esa época ella estaba abocada totalmente al armado de Selva. Compartían algunos gustos, se iban conociendo. Pero Mía comenzó — nuevamente— a depositar su ser en esa persona. A enajenarse. En esto se le fue la vida. Ese «alguien» participaba solapadamente de elecciones que todos creíamos que eran solo de Mía, que dependía exclusivamente de sus ganas de vivir el momento y disfrutar su negocio propio. Sin embargo, él/ella las generaba para obtener ganancias que después le sacaba a Mía... y ella se dejaba «robar», según parece. Trató —con gran esfuerzo—, de alejarlo/a de Selva. Esfuerzo que contribuyó a su desgaste. En su mente, quería que Selva se salvase del desastre, que podía intuir, pero no detener. Mía pudo darse cuenta de todo lo que le esperaba si continuaba ese vínculo, pero lo que no pudo fue evitarlo, me contaba llorando desconsolada. No lograré entender jamás el fondo de la cuestión, ese «lugar» del alma o de la mente donde supuestamente se alojaba la razón de esa desdicha. A causa de eso, Mía se sometió al poder nefasto que esa persona ejercía, que le quitaba valor a todo lo que ella hacía o tenía. Esa situación —ya lo he dicho— se repitió una, dos... infinitas veces. —No quise presentarles a esa persona porque me hablaba mal de ustedes. —Pero... si no nos conocía —dije indignada. —Bueno alguna vez los vio..., además sabía por mí. —Me imagino que vos hablabas bien de nosotros —inquirí temerosa de la respuesta. —Justamente por eso. Mía estaba en tratamiento; no quise seguir la conversación. Además, como ya se habrá dado cuenta el lector, no entiendo mucho esos caminos tortuosos de la mente. Me he limitado a observarlos en ella, a través de sus relatos. A preguntar, hasta donde creía que nos daba el alma y simplemente a aceptar los míos. Mía estuvo internada varios meses. Fueron los meses más tristes de mi vida. Verla apagarse me resultaba insoportable. La visitaba todos los días. Miguel, con mucha frecuencia. Durante un tiempo fuimos los únicos autorizados a verla. Tampoco ella quería ver a nadie, salvo a mí. Luego, también a Miguel. Yo era quien hablaba con los médicos y psiquiatras. Entró en la clínica con un cuadro de «quiebre emocional», son las palabras que me quedaron de todo un discurso que yo era incapaz de atender, dado el dolor y la sorpresa desagradable que estaba experimentando. Todo mezclado con anemia, alcohol y una sarta de nombres más. A mí además me embargaba un gran enojo.

Estaba enojada con Mía, de algún modo la culpaba de no permitirse la felicidad. De no cuidarse, de no protegerse, de no confiar en mí. — ¿Podrá recuperarse? —le pregunté al médico. No pude escuchar la respuesta. Estaba enceguecida. Me ofreció pasar un ratito a verla. Creo que ese señor pensó que debía internarme a mí también. Cuando la vi, el enojo desapareció; se transformó todo en un dolor indescriptible. Por ese entonces, yo desconocía lo que a Mía le había pasado en Guatemala y tantas otras veces en tantas historias casi idénticas. Entonces, creí que era la primera vez que estaba así, y —de algún modo—, con esa intensidad, sí lo era. Estaba dormida, cansada. Apenas pudo abrir los ojos un segundo; no sé si me reconoció. Le agarré la mano, le dije que descansara, que iba a estar bien, que al otro día iría a verla. Los días siguientes fueron muy parecidos. Me quedaba sentada a su lado, miraba por la pequeña ventana. Veía un mundo gris, triste. Miguel se ocupaba de Selva. A mí me resultaba imposible. Había perdido sentido. Decidimos nosotros —Miguel y yo— mantener Selva con un movimiento mínimo, como para no cerrar y que Mía cuando se recuperara, si era que lo hacía, decidiera cómo seguir. Era claro que iba a necesitar una reformulación. La vida es tan rara. Durante esos meses de internación, Mía me fue contando muchas de las cosas que recuerdo ahora. Luego de las visitas, cuando llegaba a mi casa, anotaba en un cuaderno que finalmente fueron varios— todo lo que me acordaba que habíamos conversado, situaciones, detalles, hasta mis impresiones. Además de escribirlas para no olvidarme, me servía de descarga. A veces regresaba a casa extenuada. Estaba sorprendida al conocer ese lado tan oscuro, por momentos siniestro, de Mía. Cuando desde Ecuador me mandó los relatos de su infancia, no había imaginado las derivaciones que tendría su vida. Ni los extremos que tocó. Ni cómo pudo, hasta ese momento, disimularlo ante mí, que me creía su testigo. Hubo momentos en que me parecía escuchar a una persona que no hubiera visto nunca, a una desconocida.

La internamos en una clínica privada que —más allá de lo espantoso de la situación— resultó buena, ofrecía las actividades típicas de esos lugares, tendentes al esparcimiento o la distracción de los pacientes; Mía recibía atención psiquiátrica y psicológica. Estaba fuertemente medicada; dormía muchísimas horas por día. Solo se levantaba para sus terapias. Cuando yo iba, si podíamos, salíamos un rato al parque a caminar y ya de vuelta a la cama. Lo recuerdo y vuelvo a pensar una y otra vez en los mecanismos de la mente y el espíritu —en este caso me refiero al mío—. Me acuerdo de esas tardes en el parque, tomando unos mates que yo llevaba..., no sé cómo pude resistirlo. Y cómo me había acostumbrado. Nos quedábamos calladas. No teníamos ni ganas ni necesidad de hablar. El psiquiatra me había dicho que no la sometiera a ninguna pregunta, ni nada que no quisiera ella contarme. Me molestaba bastante que me dijeran lo obvio. A veces en esos lugares te tratan como a un estúpido. También sería, seguramente, que el dolor que tenía me había puesto sumamente irritable. Tampoco yo estaba acostumbrada a verme así. No me atrevía a preguntar sobre tiempos, diagnósticos o mejorías. Cuando empecé a notarla físicamente un poquito mejor, me parecía que estaba muy medicada, pero preferí esperar un poco antes de cuestionar. Vivía con miedo. El lugar me daba miedo. O la realidad. Cada vez que entraba temblaba pensando que las enfermeras me tendrían una mala noticia, así que cuando me saludaban sonrientes —tampoco puedo entender cómo lo logran—, me serenaba; me preparaba para verla sin que se diera cuenta de mis temores. Supongo que igual los percibía. Me esperaba. Siempre me estaba esperando. Eso despertaba en mí sentimientos contradictorios, pues en algún lugar, confieso, me gustaba que fuera así; por otro —obviamente— sufría al verla tan desvalida. Comenzó a contarme sus cosas íntimas sin preámbulos. A veces parecía ausente, como si estuviera hablando de otra persona. Otras se ponía muy nerviosa. Que te da pena verme así ¿no? Que no aguantás más ¿no? No. Son ideas tuyas, te voy viendo mejor, le contesté. Que no me trates como loca. ¡¡¡Que no estoy loca!!! Gritó despavorida. Vino el enfermero. Quiso darle algo. Me opuse. Le dije que habíamos discutido, que ya había pasado. Ella se había metido en la cama. Ganó el enfermero. Esa noche no pude dormir. Al otro día me citó el psiquiatra.

—Si usted no puede soportarlo, es mejor que no venga. Igualmente, para su tranquilidad, le digo que son reacciones normales. —Si es normal, por qué tiene que medicarla así —le dije casi fuera de mí. —Porque no puede desestabilizarse nuevamente. Sentí que depositaba en ese hombre toda la furia que tenía. Faltaba poco para que lo responsabilizara de la enfermedad de Mía. —Quiero seguir viniendo. Soy su amiga, me necesita. —Es así. Pero le sugiero que haga una terapia que la ayude. Esto es largo, cambiante y desgastante. —Así es —le contesté. Estaba por levantarme e irme cuando me di cuenta de que debía pedirle perdón a ese médico, que parecía un buen hombre, que no tenía la culpa de lo que estábamos viviendo. Lo hice; le prometí pensar en hacer una terapia. Otra vez. Otra vez por y para ella. — ¿Puedo traerle algo de ropa? —le pregunté, casi de la nada. —Si ella quiere, por supuesto —me dijo y agregó: le hace mucho bien verla. Devolución de gentilezas, pensé. Tan endurecida que estaba. Mía estaba metida en la cama cuando entré a su cuarto. Parecía una niña avergonzada. No fue necesario decir nada. Me llamó a su lado, y lloró. Pero tranquila. Tal vez sean los medicamentos que le proporcionan esta tranquilidad, pensé. Tal vez esté creciendo, me ilusioné. Ese día hablamos poco, de banalidades. Necesarias banalidades. Cuando me estaba yendo, me preguntó por Selva. Le dije que Miguel se estaba encargando. Se sonrió, me agradeció. No quise o no me animé a decirle que Selva estaba un poco como ella, sobreviviendo. —Te puedo traer algo de ropa. ¿Querés? — ¿Para qué? —Para que yo te vea más linda. —... si es para eso, sí. Unos días después, Mía tuvo una sensible mejoría. Lo más grato era verla mejor sin estar excitada. Siempre tuve la idea o el prejuicio de que los medicamentos que tomaba producían estados falsos, tanto de calma como de excitación. Comenzó, pausadamente, a relatarme nuevamente lo vivido en la casa de Jessica, depresiones y amores frustrados. Era toda la historia de su amiga Guatemalteca. La

historia de Aureliano. Todo lo que vivió sumida en esa tristeza que parecía acompañarla siempre. Que parecía no dejarle ni un resquicio para la paz. Me contaba, a veces con palabras y otras con su actitud, que siempre estaba buscando algo. Me costaba captar qué era. Entenderla. Porque sabía que lo que buscaba era lo que aparentemente la enfermaba, y tanto. Si recordaba algo que le dolía profundamente, dejaba de hablar y me pedía que le recitara alguna poesía o que le contara algo mío. Generalmente optaba por la poesía. Contarle algo mío implicaba, necesariamente, involucrarla. Le gustaba mucho dar detalles, revivirlos con tanta intensidad que —aun estando completamente afuera de la situación— uno parecía participar o vivir el momento con ella. Era así tanto para los relatos tristes como para los felices. Usaba la misma forma que en las cartas. ¿Que te ibas sola a «La Giralda» a releerlas? ¿Que tanto te gustaban? ¿Y ahora te gusta escucharme? O ¿perdí el encanto? De esta manera me fue relatando muchos episodios de su vida. Algunos ya conocidos por mí, otros que desconocía por completo. Hablaba haciendo hincapié en su necesidad de amor, de aceptación, de caricias. También hablaba de sus diversas frustraciones. Escuchando las historias —una y otra vez—, en esa oportunidad con un cierto «orden» o secuencia, me percataba de cuán parecidos eran sus «amores», cuán dañinos, o locos o, por lo menos —y de esto sí no tenía dudas—, cuán mal la dejaban. También me daba cuenta de cuán parecidas eran entre sí las personas que protagonizaban esos amores. «Al contarte y recontarte estas historias, trato de entenderme.» Así buscaba justificarse. Buscaba perdonarse. Aunque aún seguía siendo implacable con ella misma. Yo también necesitaba justificarme ante mi propia conciencia. Aunque con mucha más benevolencia. Yo necesitaba entender por qué era la depositarla de esos secretos, de esas intimidades. Por qué siempre los conocía cuando ya era tarde, no antes, cuando los hechos estaban sucediendo, cuando todavía —creía— hubiera podido ayudarla. Me contó que, cada vez que terminaba una relación amorosa que la dejaba totalmente vacía, se juraba a sí misma no volver a caer. No volver a repetir el mismo error. Pensaba —con sinceridad— que lo lograría. Volvía a valorar las cosas que tenía; las personas que la rodeaban. Generalmente comenzaba con frenesí alguna nueva actividad. De pronto se daba cuenta de que no podía vivir así, que se ahogaba, que se aburría. Algo le nublaba el entendimiento y la memoria. Se olvidaba o no quería recordar las

experiencias pasadas, creyéndose poderosa, que nada ni nadie podía sacarle lo que había obtenido, se empecinaba en tener otra historia así, repetida, con esos condimentos nefastos. En esos momentos, en esos instantes, como por arte de magia, aparecía el nuevo amor... todo volvía a empezar. Era un círculo diabólico. —Por eso me gusta estar acá —me dijo un día—. Estoy protegida. —Pero esto es por un tiempo Mía, ya te vas a recuperar del todo. — ¿Por qué? ¿De dónde sacás eso? No escuchaste lo que acabo de contarte que siempre se vuelve a repetir. —Ahora es distinto. Lo estás entendiendo, estás en tratamiento, me lo contaste a mí. Recurrí a todos los argumentos que se me ocurrieron, con la lucidez que me dio el dolor de escucharla decir que en esa cárcel de lujo estaba protegida. No los refutó. No sé si por convencimiento o por piedad. Miguel ya podía visitarla. Iba una o dos veces por semana. Hablaban de otros temas, obviamente. Con él siempre fue así. Miguel, consecuente consigo mismo, jamás me preguntó nada sobre nuestras conversaciones, ni las razones que habían llevado a Mía a ese estado. Ellos hablaban de música, a veces de política. «Haceme un cuadro sinóptico de la realidad política del país. No creo que pueda soportar más que un cuadro sinóptico», le dijo Mía. Ambos rieron. Miguel le contó las últimas extravagancias del presidente. El último escándalo de corrupción. La renuncia de un juez, en ese momento muy famoso, por intentar desbaratar una banda de narcotraficantes. «Todo ha cambiado mucho», dijo con ironía. Volvieron a reírse. A veces Miguel llevaba música. La hora que estaba, solo escuchaban música sin decir una palabra. Miguel no analizaba la situación, ni se hacía preguntas. Para él eran inútiles. La realidad era así y punto. Otras llevaba libros, leían juntos. Cuando leían, Miguel se pasaba de la hora de visita. Se entretenía tanto como ella. Mía lo esperaba contenta. Bañada. Arreglada. Bien vestida siempre. Miguel la visitaba con ganas, no por compasión.

No permitía —con su actitud— que Mía se victimizara. Su propia vida la vivía así, por lo tanto esa actitud era natural. Si alguna vez no podía ir, generalmente por razones de trabajo —Selva incluida— le avisaba. No daba lugar a reproches. Secretamente yo admiraba esa manera de ser. En esto Miguel se parecía tanto a mi padre. Yo también tuve esa forma de enfrentar la vida en muchas ocasiones o con otras personas. Menos con ella. Con ella no pude. Nunca falté a la cita. En casi un año. Claro que a mí me movían otros intereses. Yo la amaba. Estar con ella era lo que deseaba. Saber sus secretos me convertía más y más en su testigo. Ser su testigo era mi destino. Una vez llegué y la encontré temblando. Metida en la cama, casi desnuda, con los ojos vidriosos, la vista medio perdida. Querían bajarle un poco la medicación; ella se había negado, había tenido una discusión con el psiquiatra. Se sentía bien así, no quería arriesgar su «bienestar». Estaba como adormilada; eso le hacía bien, me dijo. Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Casi me como crudo al psiquiatra para que le bajaran la medicación, y ahora ella estaba en un ataque de nervios pidiendo que se la mantuvieran alta, altísima. ¡Qué horror! Pensé y callé. Traté de distraerla, pero resultaba imposible. Entonces me senté a su lado, comencé a acariciarla. A acariciar su cabeza, a hacerle mimos. Empezó a calmarse, como un animal furioso que empieza a relajarse. Le puse una remera. Nos metimos juntas en la cama, como aquella vez en la cabaña, sobre mi pecho se quedó dormida. Mientras dormía tenía pequeñas descargas eléctricas. No sabía si eso era bueno o malo. Yo también estaba como anestesiada. Se despertó, me pidió que la ayudara a bañarse. Que no tengo voluntad. Que me siento sucia, pegajosa. Que te necesito. —Claro, por supuesto —le dije. Qué sacrificio que fue para mí. Seguía tan atractiva. Mi cuerpo se estremeció al verla desnuda, al pasarle el jabón, al enjuagarla. La hubiera besado. Quería estar con ella. Se vistió, se arregló, salimos un rato al parque. Estuvimos mucho rato en silencio. Me vino bien. Yo estaba pensando en lo que había sentido. Me alegraba que mi cuerpo siguiera vivo, que los años no hubieran apagado el deseo. También pensé que hacía tanto que no me masturbaba. Creía que ese día iba a volver a hacerlo. Estas sensaciones me habían alejado bastante de su tristeza. Era justo, saludable.

Volvimos a la habitación y me preguntó si quería escuchar algo de la historia de su último amor. En ese momento vino el médico, dijo que debía retirarme, que Mía tenía que descansar. Que el día había sido un poco agitado. No nos opusimos. Fue un alivio. Esa tarde no podía acompañarla más. —Mañana me lo contás. —Como aquella vez en «La Giralda» —me dijo cómplice. —Como aquella vez —le contesté besándola en la frente; me fui sin poder mirarla a los ojos. Tuve mucha vergüenza; temor de que descubriera mi deseo. Mi imperiosa necesidad de su cuerpo. ¿Quién se esconde en nuestro interior que nos pide siempre justificaciones? ¿De qué personaje se trata? Esta pregunta me acompañó a casa. Todo el viaje, fui manejando despacio. Descubrir esa exigencia que pide y pide explicaciones me fue tomando mi mente y mi corazón. Nuevamente necesitaba entender mi relación con Mía. Fue imposible encontrar una respuesta que me conformara. Llegué a casa. Cené. Cenamos con Miguel, quise irme pronto a bañar y a la cama. Creí que ya se me habían ido las ganas de masturbarme, que estaba vieja para eso. Sin embargo, apenas la recordé desnuda, recordé mis manos tocándola, recordé su olor, su pelo, sus muslos, volví a sentir el fuego que sentía siempre; el placer de estar con ella, aunque fuera así, de aquel modo. Habían pasado tres meses desde la internación. Con Miguel eludíamos la «obligación» de ir al departamento de Mía. Pagábamos todos los impuestos, todas las deudas, pero no nos atrevíamos a entrar. Yo tenía angustia por lo que pudiéramos encontrar, algo raro presentía. Miguel respondía con evasivas, pero creo que también tenía miedo. Mía nunca nos lo había pedido, pero ambos sabíamos que «debíamos» hacerlo. Decidimos ir juntos. Fue un espectáculo desolador. Estaba como uno se imagina un campo de batalla, habiendo acabado la guerra. Todo tirado. Literalmente todo. Los cajones de los roperos dados la vuelta, su contenido en el suelo. Jeringas usadas. Portarretratos rotos, los vidrios esparcidos por el piso. Las fotos destrozadas. La cama deshecha, con manchas de sangre. Las sillas tiradas. Una mesita como para bebidas partida por la mitad. Un olor ácido. Vasos por todos lados. Algunos

sanos, otros no. Un destrozo generalizado. Un frasco de alcohol abierto y seco. Algodones sucios. Pelos... Ahí había sucedido una verdadera batalla. Una pelea feroz. No sabíamos por dónde empezar. Uno no está preparado para esos acontecimientos. Solo suceden. No pudimos reaccionar. Hablábamos «normalmente» y eso era —precisamente— lo «anormal». Decidimos abrir un poco las ventanas para ventilar. No se podía respirar. Pasada esa primera impresión, fui al baño; ahí no pude más. Di un grito y vomité. Había olor a sangre reseca, manchas marrones por todos lados, en las paredes, en el lavabo, en el bidé. Miguel dijo que él se encargaría. Que ahora debíamos irnos. Accedí. —Gracias —le dije. Lloré en sus brazos. —No importa —me contestó. Me abrazó, también lloró. No hablamos del tema. Era como violar la intimidad de Mía. Ella tampoco debía saber, por ahora, que nosotros habíamos visto ese espectáculo. Temí que no hubiera querido que fuésemos. Nosotros lo dimos por descontado. Tampoco ella nos pidió lo contrario. Era todo tan difícil. Miguel decidió ir con una persona de mucha confianza para que le ayudara a limpiar. Tuvimos que pensar en todo. "Eso» que vimos no lo podía saber nadie más. Era necesario proteger a Mía. —Por favor traéme todos sus papeles. Se los voy a guardar. —Por supuesto. Si veo algo más que crea importante lo traigo. Tal vez fotos. Además solo voy a limpiar, no tiraré nada. Dudé otra vez: ¿Qué debíamos hacer? Pero... ¿cómo íbamos a dejar el departamento así? En poco tiempo más, el olor iba a ser nauseabundo; tal vez los vecinos se quejaran. No había habido ninguna denuncia ni nada por el estilo en todo ese tiempo, así que no estábamos ocultando nada. Ante esas evidencias de locura, Miguel y yo, sin mencionarlo, pensábamos cualquier cosa. No sabíamos si la otra persona tenía llaves del departamento. No sabíamos nada. Además, pensé que Mía no había llegado lastimada aquella madrugada, así que era la otra persona la que había sido agredida. «No sé», me respondí. Tal vez Mía se limpió antes de ir casa. Las hipótesis, las posibilidades me aturdían. El estupor me había ganado.

Ahora rememoro esos días, recuerdo que pensé cosas escalofriantes. El nivel de violencia que ese departamento transmitía era virulento. Miguel se ocupó; el departamento recuperó su estado «habitual». Quedó limpio. Hizo lavar las sábanas, frazadas, manteles, todo. Todo impecable. Guardamos en casa algunos papeles importantes de Mía. Durante un buen tiempo nos quedó una sensación rara, como si nos siguieran, como si hubiésemos estado implicados en algo prohibido, delictivo. Luego la sensación, poco a poco, se fue desvaneciendo. Cerramos el departamento; Miguel continuaba pagando las cuentas, lo hacía limpiar cada tanto. Cuando fui a visitar a Mía, después de haber visto su casa en ese estado, me preparé —como nunca— para disimular mis sentimientos. Mi cabeza era un cóctel. De preguntas, de dudas. Ella ese día estaba cabizbaja, taciturna, triste, muy triste. — ¿Cómo salir de este momento? ¿Cómo evadirlo?, me pregunté. Me acordé de una amiga que decía: «los momentos hay que transitarlos, no sortearlos». Así que me quedé junto a ella, sin hablar. Aún no me había contado los detalles de ese último amor. Prefería, por el momento, no saber nada más. Necesitaba imperiosamente que pasara más tiempo. Serenarme. Volver a mí. Olvidarme un poco de esas imágenes que me perseguían, que me persiguieron por un largo rato. Esas noches me despertaba soñando cosas horribles. Ver el departamento de Mía me sirvió para ser más humilde, confiar en los médicos, «tenían razón», pensé cuando recordé la discusión por los sedantes. Con angustia me acordé de cuando Mía me dijo que ahí en la clínica se sentía protegida, «también tiene razón», suspiré. Habían pasado cuatro interminables meses. Cuánto habían cambiado nuestras vidas y qué de golpe. De la vida en Selva, en contacto con el arte, con lo delicioso, a la vida en la clínica en contacto con el horror. Lo bello y lo terrible. Miguel había reservado su pequeño espacio de música. Me pareció admirable, saludable y alentador. Confieso que yo fantaseaba con que los días de ensueño de Selva volvieran. «Por lo menos de otro modo», trataba de consolarme cuando la realidad me indicaba que no volverían. Selva continuaba abierta por los ciclos de música, por la pequeña pero terriblemente rendidora librería y por algunos talleres de teatro.

Pagábamos el sueldo de la persona que atendía —era de las nuestras, estaba comprometida con el lugar, lo quería—, algunas cosas de mantenimiento, algo de dinero para pagar lo de Mía. No nos podíamos quejar del rendimiento económico de Selva, teniendo en cuenta la situación que estábamos viviendo. «El espíritu sigue vivo», me animaba. «Lefia nos sigue acompañando», pensé en un arrebato místico, propio de la desesperación. Aunque también lo creía verdaderamente. En el período que siguió, Mía volvió a escribir. Escribía para intentar entenderse, nada más. Aún no podía estudiar ni pensar en los exámenes que le faltaban para terminar la carrera de Letras. Los médicos se lo prohibieron e indicaron que debía continuar el descanso. Podía hacer actividades manuales, que ella detestaba. Comenzó a repreguntarme muchas cosas. Por primera vez en nuestras vidas, hablaba yo más que ella. Me preguntaba una y mil veces sobre mi niñez, por mi familia: ¿secretos familiares? preguntaba con gracia y picardía. También sobre mis hermanas, cómo me había llevado, cómo me llevaba. Con qué asiduidad nos visitábamos. Cómo era la relación con mis sobrinos. Si quería más a unos que a otros. Esto la desvelaba. Escuchaba atenta. Alerta. —Algunas cosas ya las sé, pero quisiera escucharte contármelas de nuevo. ¿Puede ser? —Claro —le dije. Pero no salía de mi asombro. Fue especial escucharme contándole mi vida. Para mí mi vida era ella. El resto de las relaciones fueron secundarias. Ahora que lo escribo, lo vuelvo a ratificar. Me suena y resuena un poco doloroso. Sin embargo, real. Fue así. Es así. Tenía «otra vida», pero era una vida «armada», «ficticia», que usaba para enfrentarse a la sociedad que solo tolera los modelos impuestos, aceptados, válidos ante sus ojos. Ojos mezquinos, absurdos, egoístas, miedosos. La «sociedad» dicta las formas, las normas, los modelos y todos o casi todos los acatamos. El precio de no acatarlos puede ser muy alto, puede ser intolerable, te puede lastimar. Lo único real era Mía, era mi amor. Verla, esperarla, cuidarla, volver a verla. Así, como suena, como lo escribo, como se lee. Le conté cosas; fingí. Fingí también ante ella que esa «otra vida» existía. Le hablé de mis hermanas. «No, no tengo ninguna preferida. Con cada una tengo algo que me vincula, no mucho, lo mismo con mis sobrinos. Ellos representan a esa “estirpe”, no tienen mucho en común conmigo.»

Mía, desde ese lugar de ausencia que tenía a veces, hizo un movimiento brusco cuando escuchó esto. —No me hubiera imaginado escucharte decir algo así. Siempre te vi tan solícita con tu familia. En una época, cuando tu papá estaba, hasta almorzaban juntos los domingos. Ceremonia más que paradigmática... —Una cosa no tiene nada que ver con la otra —argumenté un poco ofendida, o «descubierta»—. Los quiero, mantengo los lazos con ellos. Pero no estoy cómoda cuando estamos juntos, y nunca me ha importado ni dolido. — ¿Cómo hiciste eso? ¿Cómo lo lograste? —me preguntó con la ingenuidad de una niña de ocho años. —No sé, me salió. De chica estuve bien, a gusto. Sobre todo con mi papá. Eramos cómplices. Me mimaba, me quería. Mamá también me quiso. Más grande me separé espiritualmente de todos ellos, pero ya no los necesitaba, ni ellos a mí. —Me gusta escucharte. Qué interesante que es. Pensé que le mentía, sin embargo, no le mentía, acentuaba lo que sabía que iba a gustarle de mí. Por esa razón se lo conté así. Obviaba decirle que me había casado solo para poder amarla tranquila, sin cuestionamientos, sin problemas de dinero, sin que mi madre me mirara inquisitivamente todos los días preguntándome callada: «¿Cuándo vas a casarte?». Lo hice, cumplí, me los saqué de encima; me dediqué a ella, a lo que yo quería. Transcurrían así los días en la clínica. Mía estaba mejor. Seguía sus tratamientos. No se quejaba. La rutina le hacía bien. Igualmente me entristecía tanto verla así, aplacada. — ¿Qué va a pasar cuando salga? —le pregunté un día al médico. —No se apure, no es tiempo aún para pensar en eso. Falta. Falta mucho. —Pero ya hace casi seis meses... —Falta señora, se lo aseguro. Me acordé del departamento, de los cambios de Mía, de su doble vida. Me quedé callada. Me acordaba tanto de Leila. Cuando salíamos al parque o cuando lo mirábamos desde la ventana, recordaba cuando nos decía que ningún día el mar estaba igual, que era imposible que se aburriera contemplándolo. Con los árboles pasaba algo similar. Siempre los veía distintos, de tanto mirarlos les descubría detalles, colores, formas. Y sin embargo, siempre estaban ahí. En el mismo lugar. Un día le comenté a Mía que recordaba permanentemente a Leila. Ella me dijo que también.

Se emocionó. Era recordar Selva. Los días pasados. Los libros que aún tenía vedados. Era mucho. Además, Leila nos había conmovido. Ambas nos sentimos un poco sus hijas durante esos dos años que nos tratamos. Lamentablemente, ese día ni siquiera pudimos sonreímos recordándola. Mía no me había mencionado más su última historia, que había desembocado en esa clínica. No hablaba del departamento, ni de Selva. A Miguel le había preguntado algo sobre el dinero, él le prometió que iban a arreglar las cuentas cuando ella estuviera mejor. —Vas a tener que ponerte bien para poder pagarme las deudas —le dijo Miguel con tanto cariño que parecía realmente una confesión de amor. En algún lugar lo era. — ¿Tanto te debo? —le preguntó Mía con tono cómplice; aceptando la ayuda—. Entonces voy a hacer todo lo posible. Pasado un tiempo, un día me llamaron de la clínica. Mi corazón dio un vuelco. Era solo que el psiquiatra quería conversar conmigo. Menos mal que me llamó la secretaria, que tal vez no percibió el tono de mi voz. Si el médico me escuchaba, probablemente no me hubiese pedido lo que me pidió. Llegué a la cita puntualmente. Quería decirme que Mía podría salir, una o dos veces por semana, un rato. Me prepuntó si podía responsabilizarme de ella durante esas salidas. —Por supuesto —le dije sin pensar. —Debe tener cuidado. Es necesario hacerlo despacio. Me dio indicaciones que me parecieron excesivas. Mi alegría y mi tozudez no permitieron que lo escuchara atentamente. Es tan difícil aprender. Decidimos ir a tomar un café cerca de la clínica. Había un lugar que era muy agradable, con mesas al aire libre, un café delicioso, unas medias lunas exquisitas. Trataba de convencer a Mía para salir. Yo estaba muy excitada. Ella, apagada. Salimos. Apenas pisamos la calle comenzó a temblar. Le sudaban las manos. La cara. Los ojos tiesos. Prefirió volver. Volver a su cuarto. A su lugarcito mínimo, restringido, pero seguro. Ya en la habitación, se sintió nuevamente avergonzada. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Vino el psiquiatra, nos tranquilizó a las dos. Me caía bien ahora ese hombre sereno. Mayor. Canoso. Parecía no inmutarse con los reclamos y pataletas. Sobre todo, parecía buena persona. «Es normal lo que ha sucedido, totalmente normal. La próxima será mejor, un poquito más larga», bromeó.

Se quedó un rato conversando. Me alivió. No hubiésemos sabido qué hacer con Mía, ni cómo reaccionar ante lo que vivimos como un fracaso. Él nos dijo que no lo era. Lo sucedido nos iba a preparar mejor para la vez siguiente, agregó. Hubo una corriente de simpatía entre los tres. Cuando el psiquiatra se fue, Mía me contó que él la apreciaba y que ella confiaba, que le daban ganas de hablar durante las sesiones. «Tampoco sabe las últimas cosas, no sé si es necesario que las cuente, ya saben lo principal», me dijo. No dije nada. Estábamos muy cansadas. Después de esa experiencia fallida, tardamos una semana para volver a planear otra salida. Mía me dijo que tal vez fuera mejor ir a un parque, o dar una vuelta en auto. Finalmente decidimos que la primera salida fuera a San Telmo. Un día de semana temprano que no hubiera mucha gente. Buscamos las que consideramos las mejores condiciones. Pensé en lugares por donde era mejor no pasar. Nos fue bien. Paseamos por la plaza Dorrego. Miramos cosas de la feria. Tomamos un café con leche en el famoso bar de la esquina. «Me siento una turista», me dijo Mía. Yo había pensado lo mismo. Ella tenía puestos unos jeans con una camisa blanca y un saco de lana gris. Estaba hermosa. A mí me resultaba difícil entender cómo podía estar tan hermosa con todo lo que habíamos vivido. Hacía poco se había hecho cortar el pelo. Lo tenía lindo, prolijo. La mirada calma. Fue una salida corta. Cuando comenzó a inquietarse sin decirnos nada, regresamos. Llegamos a la clínica, Mía entró como a su casa. Es indescriptible el dolor que esa imagen me producía. El médico la estaba esperando. Me pareció que —tal como me había dicho Mía— la quería mucho, o algo así. La recibió contento, parecía feliz de verla bien. Ella le contó la salida como un triunfo, un éxito. Deseé tanto que el médico la quisiera de verdad. Que no fuera un amor como los otros.

*** Para otra salida, Miguel la invitó a almorzar a casa. — ¿Querés que almorcemos los tres juntos en casa? —Bueno. La semana que viene, ¿te parece? El domingo. —Perfecto. ¿Preferencias? — ¿Me preparás un asadito? —Como usted mande.

Miguel me lo contó. Seguramente, con la misma naturalidad con que se lo había planteado a ella. Él la trataba así. Él ponía aire fresco en la densidad de nuestra relación. De los tres. La vuelta de Mía a casa fue en paz. Mía había cambiado. Fue una visión que tuve cuando entró junto con Miguel. Miraba las cosas de forma diferente. Parecía más autónoma e independiente, a pesar de estar internada. « ¿Saben que no puedo tomar más? Por lo menos por ahora, hasta poder dejar todos los remedios», nos comentó. Hasta ese comentario sonó diferente. La manera de decirlo. Más austera, sin pretender dar lástima. El almuerzo fue tranquilo. Para los tres fue un reencuentro muy fuerte. Los tres sabíamos que algo había cambiado, que necesariamente debía ser así. ¿Qué era? Al principio fue intangible, luego fue tomando forma. La cuestión era que Mía ya no tenía dos vidas. El alivio que esa situación trajo aparejada se sintió en el ambiente, en el aire. No había nada espeso. Había más libertad. Se nos habían caído varios velos. Un juego había terminado. Cuánto miedo le tuve a ese momento y fue tan hermoso. Cuánta tranquilidad aparece cuando uno se anima a ser lo que es. Siempre he creído en eso, aunque no lo viviera en su plenitud. Probablemente eso nos mantuvo unidos con Miguel. Ambos sabíamos «ese secreto» del otro. Mía también conocía el mío. Ahora nosotros conocíamos el de ella. No es inmiscuirse en la intimidad del otro, estoy hablando de aceptación, de tener un lugar en el mundo donde no hay que fingir, sostener, aguantar, sino solo estar. Estar entera, completa. Los tres estábamos más grandes y más humildes. Supimos que ese día debía ser corto. A la tarde temprano, volver a la clínica. No hablar de nada del futuro, ni de algunas cosas del pasado. Lo aceptamos así, sin vueltas. Era lo que teníamos. Era lo que habíamos hecho. En ese estado, la melancolía del domingo no hizo ningún estrago. A partir de ese día, todo fueron avances, pequeños, lentos avances. De diferentes maneras Mía me transmitía que deseaba y estaba empeñada en que esta vez fuera en serio. Sabíamos que no habría otra oportunidad; que esta última casi había sido una yapa. No quería apurarse. Eso me daba tranquilidad. Otro dato importante era que el psiquiatra no hablaba conmigo. Desde aquella salida frustrada, solo lo veía ocasionalmente, por los pasillos, nos saludábamos amablemente, con cierta complicidad.

Una vez cuando llegué a la clínica a buscar a Mía, para mi sorpresa y asombro, ella estaba con dos amigos, Darío y Nacho. Me los presentó. Era la primera vez que conocía a alguien que fuera exclusivamente de su entorno. Dos hombres agradables, mucho más jóvenes que nosotras, compañeros de la facultad de Letras. Conversamos un rato. Luego, ella y yo fuimos a tomar mate a la reserva ecológica. ¡Qué misterio! Era la primera vez que estábamos juntas con otros amigos; lo vivimos naturalmente, como si en algún rincón de nuestras almas supiéramos que tenía que ser así. Nos tiramos en el pasto a tomar sol. Me preguntó: — ¿Te gustaron? ¿Te cayeron bien? —Sí, mucho. —A mí también me gustan. Se enteraron por una amiga común, Ana, con la que estudiamos algunas cosas juntos. Quisieron venir. ¿Te gustaría conocer a Ana? —Claro. Sentí que los muros que Mía había levantado empezaban a derrumbarse. Me parecía tan valiente. Estaba dispuesta a hacerlo, aunque era fácil adivinar que estaba muerta de miedo. Todos estos nuevos temas entre las dos me los contaba muy despacio, con muchísimo pudor. Yo tenía la sensación de que iba abriendo muy despacio pequeñas «grietas» de su «otro mundo», compartiéndome sus otras historias y haciéndome conocer a todas esas personas. A veces, la encontraba más ansiosa, o más angustiada, pero todo parecía encauzado a que ella se recuperase. Me hacía saber que tal o cual sesión había sido más dura o más profunda. Era como mantenerme al tanto de su evolución. Habían pasado más o menos ocho meses desde aquel pedido de internación. El psiquiatra volvió a llamarme. «Está en condiciones de tener un tratamiento ambulatorio, pero necesita vivir con alguien los primeros tiempos», me dijo. « ¿Usted podrá encargarse?», me preguntó. «Sí», respondí. Nada ni nadie podría haberme hecho dudar. «Entonces voy a proponérselo a ella», concluyó. Yo creía que ese día no iba a llegar nunca. Yo también estaba acostumbrada a la clínica. Avisé a Miguel. « ¿Qué te parece?», le pregunté. «Son las reglas del juego. Desde siempre», me respondió. Era así, ¿para qué mentir? ¿Para qué torturarlo preguntándole qué sentía o si lo ponía contento la mejoría de Mía? La aceptación de él iba por otro camino. Su destino iba por otro camino.

Mía me agradeció. Que deberíamos ir a un brujo para entender nuestro destino, ¿no? Que esto no entra en los cánones normales. Después de la broma me dijo: «Aunque no entienda mucho nuestras vidas, igual quisiera arreglar algunas cosas con vos», me propuso. Le preocupaban mucho los temas económicos. —Cuando puedas volver a trabajar —le respondí. —Prometémelo, por favor. —Prometido. Hablé con el psiquiatra; tomé más y más conciencia de la gravedad de la situación por la que Mía había atravesado. Los cuidados que teníamos que tener eran casi agobiantes. Además, tuve que firmar un montón de papeles haciéndome cargo de ella y «responsable» de la decisión de aceptar ese tipo de tratamiento. En realidad la clínica se cubría por si algo le pasaba a Mía. No dejaba de ser impactante el papeleo que destinaban a eso. Al principio Mía debía ir todos los días a la clínica. Tenía terapia, alguna actividad que eligiera o simplemente para estar ahí, como una especie de conexión con el sitio donde había vivido para intentar curarse. Paulatinamente, esa frecuencia iría disminuyendo de acuerdo a su estado. Ella estaba alerta —ya lo dije—, había cambiado. Por ejemplo, en casa tenía un registro mayor de cada una de las cosas, horarios, llamados, ocupaba lugares más definidos, más precisos. Cuidaba hasta el más mínimo de los detalles, pero livianamente. Estaba presente y era etérea a la vez. Yo la llevaba a la clínica. Mientras la esperaba escribía poesía, mi delicia, mi pasión. El resto del tiempo podía estar sola si estaba en casa, si salía debía hacerlo acompañada. Así de a poco cada vez más suelta. Cada vez más dueña de sí, recuperando la autonomía, en ciertos casos teniéndola por primera vez. Haber sido una observadora privilegiada de ese proceso fue como presenciar un milagro. Tanto la quería que cada paso lo gozaba con ella. En algunas ocasiones me parecía desconocerla. Era otra Mía. Igualmente bella, igualmente deseable. El día que abordamos el tema de su departamento, Miguel y yo sentimos lo mismo, era como hablar con otra persona; sin embargo, era la misma, pero distinta, pero igual. Sin victimizarse, serenamente, muy dueña de sí, nos pidió perdón por lo que habíamos tenido que ver, nos agradeció y nos dijo que —para nuestra tranquilidad— nos contaba que la persona que había estado con ella esa noche no había salido malherida, que estaba bien, seguramente seguiría «haciendo de las suyas». «Lo sé fehacientemente, pero no teman, no la he vuelto a ver ni lo haré», nos dijo mirándonos con calma.

—Apenas me autoricen voy a volver a vivir allí, pero me gustaría cambiar algunas cosas, pintarlo. ¿Qué les parece? — ¿No quisieras mudarte? —le preguntó Miguel, leyendo mis pensamientos. —Ya no tengo ninguna madrastra que me deje una herencia. Nos reímos. Miguel insistió. Ella le pidió tiempo para decidir. Otra Mía estaba con nosotros. Qué gusto, qué placer. Después de tanto miedo. Tanto miedo al cambio, tanto miedo a crecer y estaba con nosotros ella conservando las mismas exquisitas virtudes, en un espíritu más maduro, más sano, más humilde, más solidario. Todo se fue aligerando. Al poco tiempo iba solo tres veces por semana a la clínica. Podía ir sola. A mí me costó soltarla. Sobre todo, mi rutina se había amoldado tanto a ese lugar que experimenté una sensación de vacío; que volqué en mi poesía.

Tercera parte

Por ese entonces, un día Mía nos dijo que el psiquiatra la había autorizado a trabajar. Solo tenía que ir a la clínica dos veces por semana a terapia. Estaba feliz. Estaba realmente feliz. Ella sabía que era otra; estaba aprovechando la oportunidad que la vida le había dado. «Es el momento de hacer cuentas, Miguel», le propuso. Se juntaron. Mía le debía mucho dinero, quería pagarlo. Era difícil, pero insistió, consideraba justo pagar su propia internación y el lugar que habíamos elegido. Miguel no quería verla agobiarse por el tema. Mía había insistido. «Quiero saber dónde estoy parada», adujo. Otro cambio: quiso poner fecha para volver a su casa. Estaba más firme, más determinada. Hablaba de las cosas, le ponía los nombres adecuados. Ese bienestar se irradiaba. Tuve ganas de disfrutarlo. No retenerla. Dejarla ir. Sabía que Miguel no iba a apurarla con el dinero. Después, Miguel quiso hacerle una propuesta y, como tantas otras veces, quedé totalmente al margen. La llamó a casa desde el estudio y la invitó a tomar un café. Bastante melancólicos ambos, se citaron en el mismo café donde Miguel le había hecho saber que era mi esposo, antes de irnos a Nueva York. Cuántas cosas habían pasado. Miguel le propuso comprarle la mitad de Selva. Así podría ella saldar la deuda y, gozando de algunos beneficios, encarar también la mudanza. —En eso sí quisiera darte una mano. No me gustaría que volvieses a ese departamento. —Veo que te impresionó mucho. A mí tampoco me gustaría volver a vivir ahí. Pero hagamos números, necesito ponerme un plazo para conseguir algo, es mejor que ya esté sola. Es bueno para todos. —Me alegra tanto verte así. Hagamos números. Permitime ayudarte. Así es válido, ¿no? —Gracias. Tampoco inflés demasiado el valor de Selva. Sé que está en lo mínimo. La semana que viene retomo el «control». Retomo el trabajo. Así fue como Miguel y Mía se asociaron. Fueron tan minuciosos en determinar todo que parecía la compraventa de un Banco Inglés. Miguel la ayudó mucho. Ella aceptó. —Creo que no es lo mismo así, a que me haya pagado la internación —me dijo antes de aceptar—. ¿Qué te parece? Sé sincera. Es también tu dinero. La animé a aceptar.

«Dinero.» «Es también tu dinero.» Palabras que antes no mencionaba. Tan distinta; sin embargo tan hermosa como siempre, como nunca. Yo seguía enamorada. De eso no tenía dudas.

*** Mía retornó a Selva. Ese día me pidió que la acompañara. Así, clarito. Sin dar nada por supuesto. Fuimos juntas. Para mí también era una emoción especial. No había vuelto desde la internación de Mía. El lugar estaba intacto. Cuidado. Impecable. Pero frío. Lo supimos, lo sentimos. —De a poco —le dije. —Eso, de a poco. Mía comenzó a trabajar con mucho cuidado. Su salud y la necesidad de dinero marcaron el ritmo. Sacó unas garras desconocidas para mí. Fuertes y suaves a la vez. Como ella. Como la persona en la que se había transformado. Dividió su tiempo entre Selva y la búsqueda de su nueva casa. Trabajo, diversión, terapia fueron sus prioridades. Compartía momentos con amigos que se habían mantenido fielmente a su lado, que ahora conocíamos. A veces venían a casa. Cuando nos reuníamos, yo no lograba evitar fantasear con que era su pareja. ¡La situación era tan similar! Me castigaba a mí misma pensando que no había crecido, que no me había resignado. No..., no podía resignarme. No quería. Compró una casa sencilla y hermosa cerca de Selva. Con jardín. «La tengo que arreglar, pero lo voy a hacer viviendo allí. ¿Te parece? ¿Me ayudás?» Recién ahí me pidió sus papeles. «No es tan importante lo que tenía, pero si se puede, algo voy a rescatar.» A pesar de haberla acompañado tanto, de seguir su vida desde cerca, desde tan cerca, me resultaba difícil entender cómo había logrado estar así. Cada tanto me asaltaba el temor de que no fuera real; sin embargo, en mi corazón sentía que sí, que esta vez sí, y que algún día le preguntaría la «intimidad» del cambio, esos secretos que solo conocen quienes los viven. Eso sí, se cuidaba. Sabía con precisión milimétrica qué cosas no debía hacer. No tomaba alcohol. Descansaba. Había decidido no estudiar más. «Por lo menos hasta que Selva florezca y pague mis deudas», me comentaba. Tenía un acuerdo con su psiquiatra. Necesitaba continuar el tratamiento; él había sido muy importante en su recuperación.

Hablamos un poco de eso. Le conté que él me caía muy bien, más allá de los primeros encuentros. Le confesé las discusiones que habíamos tenido al principio de su internación. Nos sonreímos juntas. ¡Qué lindas eran esas conversaciones! Después de su última caída las gozábamos aún más. El médico parecía entenderla; ella había podido comprender qué le pasaba, gracias a la terapia. Ahora tenía herramientas para defenderse de esas situaciones. Sobre todo, se sentía querida, respetada por él. No sabía bien por qué, pero eso había sido fundamental para intentar salir adelante. Parece que en terapia hablaba de todo lo que necesitaba, sin tapujos. Él la sostenía. Ahora, cuando conversábamos, sus palabras no me sonaban esotéricas. Veía que las acompañaba con hechos. No quería huir más ni ser invisible. Por fin, había encontrado su lugar. Desarmó el departamento para entregarlo; conservó las cosas mínimas. Vendió casi todo con la ayuda de Miguel. Comenzó austeramente la reconstrucción de su nuevo hogar. La casa era muy pequeña. Un cuarto, cocina, baño, living y jardín. Eso sí, el jardín era hermoso, bastante grande. Lo único que quiso cambiar fue el living, pues hizo una división para instalar una biblioteca con un escritorio. Sus amigos de la facultad la ayudaron a pintar, ella quiso encargarse sola de la decoración. La ayudé con las plantas. Plantó un pequeño limonero. Se instaló en su nuevo hogar; nos invitó una noche junto a otros amigos. Me pidió si la ayudaba a preparar la cena. No me necesitaba. Lo hizo para integrarme, para hacerme saber que no quedaría afuera de esta nueva vida. Lo agradecí. En la reunión conocí a mucha gente interesante. Noté que también cuidaban a Mía, sin exageraciones. Ella se movía cómoda. Generosa. Presente. No decía frases célebres, sin embargo, al presentarnos a Miguel y a mí dijo: «son mi familia». Era así, la frase era célebre, pero verdadera. Qué misteriosa es el alma humana. Mía se movía en un espacio que desde afuera podía pensarse que era reducido, pequeño, y sin embargo ella era más libre que nunca. Era libre de sí, de sus ataduras, de los mandatos, de sus rabietas. El precio había sido alto, sin embargo valió la pena. Se acercó a conversar conmigo en un momento en que la gente disfrutaba cómodamente del jardín, mirando sus libros, sus discos, algunas fotos que había colgado en una de las paredes del living. —Ahora no me da vergüenza presentarte a mis amigos.

—Son estos, no te creas que muchos más. Solo faltaron Sofía y Juan Pablo, que los conocí en el grupo de meditación. —No sabía que te provocara vergüenza que conociera a tus amigos. — ¡¿No te lo había dicho?! —y me guiñó el ojo, cómplice, con el humor refinado que conservaba intacto. Nos fuimos con Miguel, quedaba Nacho. Deseé tanto que esta vez no se equivocara, aunque no fuera yo la que me quedara con ella. Conversamos mucho con Miguel esa noche. Quería reacomodarme. En realidad quería un cambio yo también. Ella había cambiado; generaba en mí esa necesidad. La nueva Mía también nos transformaba en nuevos a nosotros. Nunca antes con Miguel conversábamos sobre temas tales como qué hacer, cómo reacomodarse, una nueva profesión, la pasión de él por la arquitectura, ahora por Selva. Entonces pensé que unos días en mi refugio en Villa Pehuenia me vendrían bien. No iba desde hacía un año. También al irme despejaría el camino de ellos para trabajar en Selva. Hablaba por teléfono con ambos, me contaban sus reuniones, la reorganización, las decisiones que iban tomando. No me consultaban, estaba bien, pero qué vacío experimenté. Por momentos pensaba que los había perdido a los dos. Otra vez mi refugio, mi lugar, la naturaleza, mi disposición hicieron lo suyo. Me entregué al descanso; a recordarme que yo había elegido vivir así. Recordé a mi padre, y entonces nuevamente en vez de llorar, preferí escribir; aceptar. Regresé a Buenos Aires, todo seguía cambiando. Selva era otro lugar. Mía y Miguel decidieron «renovarlo». Pensaron que no podía repetirse lo ya dado, entonces montaron un espacio diferente, «menos místico, más comercial». Eso le dije a Miguel, apenas me enteré de los cambios. «Esperá. Vas a ver que tendrá también su mística. Primero necesitamos revivirlo», me contestó Fue así. El lugar se convirtió en un centro importante de venta de música y libros «distintos», se podía tomar café, cerveza o vino. Usar el living, se alquilaba para espectáculos y clases. No se ocupaban ellos de los cursos, ni de organizar nada. Yo extrañaba muchísimo la antigua Selva, pero, sin embargo, reconocía que también debía modificarse. Un día Mía me invitó a su casa. Continuaba ocupándose de su hogar, lo seguía arreglando. El limonero crecía, quería contarme cosas, saber de mí, de mis poesías. Fue tanta la angustia que tuve después de recibir su invitación, que quedé exhausta.

« ¿Qué me pasa? ¿Acaso no sé vivir con ella sintiéndose realmente bien? ¿Cuánto deseé que esto sucediera, que nos tratáramos de igual a igual y ahora me pone tan mal?», estas preguntas me socavaban. Igualmente acepté la invitación. Ella esperándome a mí. Ella preparándome el té. Ella queriendo saber de mí, de mi alma, de mis preocupaciones, de mi dolor. «Cuéntame tu dolor, si no cómo podré conocerte», algo más o menos así habíamos leído juntas en un libro de Clarice Lispector, que nos había conmovido. Y ahora yo no podía soportarlo. Mía se dio cuenta de mi incomodidad; no insistió. Parece que también había dejado ciertos caprichos de lado. Me fui pronto, casi huyendo. Pero... ¿qué me pasaba? Acababa de llegar de la cabaña. ¿Acaso eso ya no me servía? ¿Y mis poesías? No quise mostrárselas. Llegué a casa; lloré desesperadamente. Me desconocía. Esta vez lloraba por mí. Miguel sospechaba. Como si la onda de cambio lo hubiera tomado a él también. Entró a mi habitación a proponerme conversar. Entiéndame lector, era para mí como ver una película de ciencia ficción. Como si estas personas, por las que mi vida tenía razón de ser, se hubieran transformado. Sobre todo ella parecía un ser más sólido, más independiente, que no me necesitaba, entonces ahora me presentaba a sus amigos. Me hablaba de su amor mientras lo estaba viviendo. Pero... ¿cómo? ¿No era esto lo que tanto le había reclamado? ¿No deseé esa noche al ver a Nacho con ella que esta vez no fallara? ¿En quién me estaba convirtiendo? ¿Yo la necesitaba? ¿Pero de qué forma? Estas preguntas me dañaban, me ahogaban. Me perseguían y no tenía adonde escapar, pensé que algo terrible iban a descubrirme. ¡Eso! ¡Eso era lo que experimentaba! La sensación de ser descubierta. Como si fueran a enrostrarme algo en la cara, a gritarme una verdad que estaba oculta. ¿Cuál era esa verdad? ¿Que mi vida no había tenido sentido? o ¿que solo lo tenía si Mía estaba enferma? Viví un infierno. Me negué a hablar con Miguel. Estaba cerrada, herida, rabiosa. Me volqué a la lectura casi compulsivamente. Nada de lo que escribía me agradaba. Quería estar sola. Una siesta en casa, estaba como acabada. Sonó el timbre. Una, dos, tres veces. Era Mía.

Mientras subía traté de recomponer un poco mi imagen. No toleraba que me viera así. Me cambié. No la veía desde hacía un mes. Entró. Estaba deslumbrante. Me abrazó; no hizo falta decir nada. Nos quedamos así un largo, largo y reconfortante rato. Pareció que solo eso necesitaba y ella me lo dio. Después preparamos mate. — ¿Te acordás esa tarde en lo de Leila cuando prácticamente le tomamos la casa? —me preguntó mientras preparaba el mate. —Qué gracioso fue —le contesté sabiendo que ya había pasado el «mal trance». —Extraño tu casa. Aunque esté bien en la mía. Te extraño a vos; te sigo necesitando. —Yo también te extraño. Aunque esté feliz de verte bien. Suficiente. Entonces, reviví. Es loco, ya sé. Pero fue así, tal cual lo cuento. No había nada de qué hablar, yo la amaba y la quería toda. Ella me amaba, pero de otra manera. Así era. Necesité escuchar que me extrañaba. Necesité saber que me necesitaba, en realidad lo que necesité saber era que tenía un lugar en su nueva vida. Fui a verla a Selva. Me gustó cómo estaba. Había recuperado su aroma. Fui muy temprano, quise encontrarla sola, conversar. Conversar sin tiempo, probar cómo era ahora, de esta nueva manera. Todo era distinto y parecido a la vez. —Hace mucho, mucho que no leo una excelente novela. ¿Qué te parece si buscamos una? —le propuse. —Tengo otra propuesta para hacerte, humildemente creo que es mejor... — ¿Cuál? —dije sonriendo como hacía mucho que no sonreía. Cautivada por su simpatía. —Leer tus poesías. Quiero que las publiques. Si me gustan podría publicarlas yo. — ¿Publicarlas? ¿Vos...? —Por lo menos quiero leerlas. Así fue como volví a Selva; como volví a ella. En realidad, volví a mí.

Me dejé imbuir por el clima de cambio. Comencé a corregir las poesías, a pensar en una recopilación. Fue un trabajo arduo, pero placentero, que podía compartir tanto con Mía como con Miguel y era mío, solamente mío. Ninguna mentira se descubrió. Nadie me echó en cara nada. Me adapté a las nuevas modalidades, pero en mi esencia seguí igual. Yo no quería cambiar. Lo había decidido hacía años. Era así y estaba bien. Comencé a frecuentar Selva buscando un tiempo y un lugar que me resultaran cómodos. Ya no era «mi lugar», ni «mi sueño del espacio de arte» hecho realidad. Ahora era un lugar ajeno dentro del cual podía encontrar un sitio y un tiempo para mí. Con el agregado de que iba a trabajar en mis asuntos. No era poco. Iba dos veces a la semana. Me sentaba en la mesa que rendía homenaje a Frida Kahlo. Escribía. Corregía. Leía. Como alternativa, tenía la mesa que homenajeaba a Alfonsina Storni. Llegaba muy temprano a la tarde, a eso de las tres. Así que una de las dos siempre estaba desocupada. Tomábamos un café con Mía, conversábamos un ratito y a trabajar... Cada una en lo suyo. Me atreví a mostrarle algunas poesías. La conmovieron. No sé si son buenas. Aún hoy no lo sé. Pero sí sé que a ella le encantaron. Eso no se puede fingir. No entre nosotras dos. Se entusiasmó con publicarlas. «Sigo en contacto con el círculo sagrado de los libros», me dijo. Nos reímos con el nombre que le había puesto. Me contó que Miguel nunca se había desconectado del todo, pero que cuando ella volvió la conexión fue inmediata. Me habló de los sucesores de don Héctor. Que le caían bien. ¿Por qué no mostrarles mis poesías? Que ella creía que «debían» publicarse. Seguía tan extrema para algunas cosas. Tomando las poesías como excusa, comenzó a hablarme de Nacho. Seguían juntos. Ella estaba muy bien. Lo quería y él a ella. Me pidió permiso para mostrarle algunos poemas. Me puse contenta. Sin embargo, me pareció mejor no planear nada juntos. No quería que me invitara a nada con él. Estaba bien con saber sobre ellos. Pero hasta ahí. Nada más. Para ser su testigo, con eso alcanzaba. «Es suficiente», pensé.

Mi poesía no era ni es sufriente. No es desgarradora. No tiene la pretensión de mostrar las profundidades del ser. Puede pecar de ingenua. Tiene la virtud de mostrar el lado luminoso de la vida. La editorial donde finalmente las publiqué —luego publicaría más— es una pequeña editorial recomendada por el «círculo de libros sagrados». Su dueña se llama Juana. Es fantástica, práctica, directa, expeditiva. Nos hicimos amigas. Las tres. Otra nueva experiencia. «Me gusta, es divertido tener estas nuevas amigas, así, circunstanciales, como si fueran amigas para determinados temas. ¿A vos?»: Comentario y pregunta de Mía. «Sí, a mí también.» Era verdad. Disfrutaba muchísimo esos encuentros en Selva. Charlas sobre libros, cine. Otra vez aire fresco. Ya estaban Miguel, Juana y sobre todo Nacho mezclados en nuestras vidas. Lo que más me gustaba era ser la destinataria de esos comentarios de Mía y conservar la ilusión de que ella separaba o distinguía «esas» relaciones de la «nuestra». Llegó mi primer libro, la presentación, la emoción de algo mío, como la cabaña. Algo nacido de mis entrañas. La dedicatoria a mi padre y a Miguel. Era verdad. Tampoco me atreví a enfrentar al mundo dedicándoselo a ella. Mía y yo lo sabíamos. No teníamos la necesidad de gritárselo a nadie. Estaban todos. Mis hermanas, mis sobrinos. Miguel. Su madre que todavía vivía. Juana. Nacho. Estaba Leila... Sé que estaba. Y Mía. Feliz. Radiante. ¿Qué más podía pedir? Llegaron los aplausos. El vino. La fiesta. En esa época que ahora estoy relatando, Mía me contaba cosas de su casa. Sus amigos. El psiquiatra y Nacho. Estos relatos fortalecían su nueva forma de estar en el mundo. Estaba integrada. No había una escisión entre sus mundos. Eran distintos, pero estaban unidos. Iba cancelando la deuda con Miguel. Respetaba a raja tabla el acuerdo con su psiquiatra. Teniendo en cuenta esas dos cosas, además de mantener su casa, Selva representaba una empresa exitosa. —Pensé que iba a dar para más —le dije con franqueza. —Estuve casi un año parada, internada en un lugar que sale fortunas —me contestó. Era verdad. Eso me parecía tan lejos, sin embargo habían pasado apenas dos años.

También, más o menos para esa época, Miguel se enfermó. Se preparó para la muerte con la misma dignidad con que vivió. Murió joven. No tenía todavía sesenta años. Esos meses fueron muy tristes, pero sin drama. Miguel quiso arreglar todo lo que estaba en sus manos arreglar. Fiel a sí mismo, no se cuestionó la enfermedad. Simplemente la aceptó. Fuimos unos días a la cabaña. Me pidió que, llegado el momento, no permitiera que lo mantuvieran vivo inútilmente. No quiso estar internado, ni aceptó ningún tratamiento invasivo. Consultó conmigo la situación de Selva. Me dijo que él deseaba donarle su parte a Mía. Me pareció bien. Perfecto. Dejó todos los papeles y el estudio prolijamente ordenados. A mí me tocó una herencia muy importante. Habiendo terminado todo, organizó una cena de despedida. Estábamos los tres. Tranquilos. Comimos. Brindamos. Música. Cuando Miguel y Mía se abrazaron, un escalofrío recorrió mi cuerpo. A los tres días él murió. No me dejó sola. Su recuerdo, sus actitudes ante la vida me acompañaron siempre. Me acompañan aún hoy. Ahora me doy cuenta de que también por él quise escribir esta historia. Los días posteriores a su muerte, me sentí muy rara. Perdida. Mía me acompañó mucho. Estábamos perdidas sin él. «Era nuestro cable a tierra. Fue la persona más íntegra y generosa que he conocido», me dijo Mía. Era así. No había nada más que agregar. Yo debía decidir qué hacer con el estudio, con mi casa —ahora demasiado grande— y con la cabaña. «De a poco», pensé y lo extrañé tanto. Hubiera necesitado su consejo. Me ocupé del estudio para poder cerrarlo. No quería seguir ahí. Estaba tan acostumbrada a que Miguel hiciera todo lo referido al trabajo que yo no podía asumir esa carga. Él lo había previsto; me dejó resguardada. Si era cuidadosa y austera podría vivir tranquila, dedicada a la poesía, tal vez dando clases o cursos.

Conservé la cabaña y el auto. Me mudé a un departamento más chico, pero muy confortable, lentamente terminé los trabajos pendientes. Mía estaba tan bien con ella misma que hasta me ayudó con temas del estudio que hacía tiempo que no realizaba. «Desarmamos» juntas la casa; arreglé todo lo relativo a las cosas de Miguel. Continuamos por bastante tiempo despidiéndonos de él. Sabiendo que otra etapa más de nuestras vidas había concluido. ¿Cómo seguirá? —me preguntaba en una soledad que no me resultaba tan inquietante como me había imaginado. Esa aceptación digna a la que tanto he hecho referencia me estaba acompañando. ¿Cómo mirar ahora a Mía siendo ella la que estaba acompañada y no yo? ¿Qué diferencia había si siempre había sido igual para mí? Estas y otras preguntas me asaltaban, sobre todo por las noches. Todas las piezas debían reacomodarse. Otra vez. Recordé cómo Mía había armado su nueva casa, tomé algunas ideas. «Quiero preparar mi casa para una nueva etapa de mi vida», me dije resuelta. Me propuse esto una tarde en Selva. Así lo hice: ¿Qué tiene que tener?: espacio para escribir y enseñar. ¿Qué más?: música, plantas, fotos, libros, mis libros. ¿Algo más?: la presencia de Mía, de una nueva forma, de la forma en que nuestro destino indique, de la forma que ella quiera. Pero su presencia, siempre. Mi casa se transformó en un lugar de encuentro para las dos. Yo prefería trabajar allí e iba menos a Selva. Ella mantuvo su ritmo de trabajo, sus salidas, etc., ya totalmente sólida. Venía a visitarme. Seguido. Hablábamos de los temas que quisiéramos, salvo de «lo nuestro», como ella lo seguía llamando algunas veces. Selva volvió a ocupar para nosotras un lugar central. Mía me contaba acerca de las actividades, me consultaba sobre algunas decisiones. Ahora necesitaba una socia. Pero yo no quería ser su socia. Prefería ese lugar de «consultora». Quería que ella viniera a verme porque quería, y no por una «atadura» como hubiera sido una sociedad. Siempre tuve esas fantasías que me hacían sentir más cerca de Mía, creer que me elegía. Nos fuimos reacomodando y reencontrando, sin Miguel. Era difícil para las dos.

Nacho la pasaba a buscar por casa, nunca quería subir. Yo sabía que ellos estaban bien. Un día me atreví y le pregunté: ¿Nacho sabe sobre nosotras? Tardó unos instantes eternos en responderme. Al fin me dijo: —No, no sabe. Sabe, sí, sobre la intensidad de nuestro vínculo. — ¿Y lo acepta? —proseguí. —Claro. Además sabe que, si tuviera que elegir, me quedo con vos. Así que... chau me voy, que no quiero dejarlo esperando. Ese fue uno de los días más felices de mi vida. Guardé esta pequeña conversación en mi corazón, como si fuera un tesoro. Fue una fuente inagotable de energía. Comencé a escribir sin pausa, casi siempre poesía, cada tanto algún cuento. Aprovechaba la soledad a mi favor. No me interesaba ver a mucha gente. Mía venía a casa a cenar, dos o tres veces por semana. E íbamos juntas al cine o al teatro. Después de un tiempo también salíamos con Nacho. Todo se daba natural. No había exigencias ni dobles intenciones. Era así. Un día Mía llegó a casa durante la siesta. Rarísimo. Ella atendía Selva personalmente y a tiempo completo. —Quiero que organices unos cursos de poesía en Selva —me dijo imperativa. — ¿Qué? ¿Por qué? —Necesito renovar un poco la gente que va, reciclar. Renovar también las propuestas. Tal vez se esté extinguiendo un poco el fuego del «círculo de libros sagrados». Fue un cimbronazo. Ella llegaba en el momento justo. Esperó para hacerme la propuesta hasta que creyó que yo podía «enganchar». Era fantástica. Es fabulosa, lo sigue siendo. Comencé a dar unos cursos en Selva que me rejuvenecieron. Eran muy pocos alumnos, a veces tres, a veces cuatro. Pero intensos. Con ganas de aprender poesía, con ganas de que yo les enseñara. Algo especial pasó en mí, me parecía que los alumnos y las alumnas que iban a tomar mis clases creían que yo era una especie de «objeto de culto». Cuando se lo dije a Mía no podía parar de reírse. «Miguel se hubiera reído tanto si te hubiera escuchado decir esa frase», me dijo; me dio un beso en la mejilla, se estaba yendo..., volvió, me abrazó y me dijo «te quiero tanto». Y se fue.

Quedé feliz, perpleja, agradecida. Me devolvía todo el amor que yo le tenía. Era cierto lo de «objeto de culto». No me sentía tan vieja, ni lo era, como para que me trataran así. Sin embargo, mis alumnos querían consultarme «todo», incluso temas personales. Se fueron dando situaciones donde nos quedábamos reunidos en Selva y cerrábamos nosotros. «Viejita “objeto de culto”, que te acompañen hasta tu casa y llamame cuando llegás, sea la hora que sea, así me quedo tranquila», me decía Mía al oído y se iba, radiante, feliz. Ella creía que esa nueva persona en la que me había convertido era su triunfo, su escultura. De algún modo, tenía razón. Mis alumnos también venían a casa. Me gustaba saber que había preparado mi casa para eso. Venían a ensayar, a mostrarme nuevos poemas, a que los ayudara para presentarse en algún concurso. Decidimos hacer una presentación junto con actores que estaban vinculados a Selva. Sería sobre las poesías escritas por mis alumnos. A Mía la idea le encantó. La aceptó y la «soltó». Dejó que yo sola la organizara. No quería opacarme. Sabía que si comenzaba a inmiscuirse era probable que la gente se fanatizara con ella. Entonces me dejaba. En ocasiones yo pensaba que esta forma de relacionarnos nos había llegado a tiempo. A tiempo para poder vivirla. Armar esos grupos me proporcionaba un placer enorme. Dirigía. Estaba involucrada en algo que me interesaba y mucho. Por el rabillo del ojo espiaba a Mía. A la noche pensaba en ella, si la había visto bien, cuánto hacía que no hablábamos, si quería preguntarle algo. De nuevo con sed, con sed de ella. A veces creía que estaba mejor en soledad, donde me podía dedicar enteramente a mirarla, a testimoniar. También sabía que esas actividades me daban muchas herramientas para poder hacerlo, para ser «su» testigo. Estaba otra vez en Selva. La tenía cerca. Mil vueltas, mil formas, mil escondites y siempre ella. Escribí una poesía que simbolizaba eso... se llama «Oda a la locura». La escribí para justificarme. Se la di a un grupo de actores. En realidad se la entregué a una actriz enigmática, displicente; me interesó ver qué hacía esa chica con un poema así. Le pedí que trabajara con ese poema «anónimo» que a mí siempre me había impactado.

La chica leyó el poema; se interesó. Me dijo que iba a «trabajarlo» con otra persona y me mostraría el resultado. Recuerdo aún hoy la impresión que me llevé cuando vi la representación de mi poesía «secreta». Eran dos personajes extremadamente sensuales, que se tocaban y se alejaban. Se miraban y se estudiaban. Eran dos duendes saltarines, vestidos de colores vivos, que de repente entre tanto movimiento se entremezclaban, los colores se transformaban en uno solo. Vibrante. Iban diciendo el texto entrecortado, alzando la voz solo por momentos brevísimos. Otras veces era un susurro. De dónde sacó esa chica la idea lo desconozco. Mejor dicho, desconozco qué parte suya tocó mi poesía para que hiciera algo tan bello, sin violencia, cuando el título del poema era «Oda a la locura». Cuando le pregunté, con la displicencia habitual que tenía, me contestó: «es lo que se me ocurrió». Cada ensayo era para mí un gozo, cada vez que veía el ejercicio actoral, era como exorcizarme. Lo presentamos en la fecha en que mis alumnos y otros actores mostraban sus trabajos. Mía estaba ahí. La miré de reojo cuando estaban mostrando mi poesía, presentada como anónima. Cuando terminó, se acercó y me dijo al oído, susurrando, imitando a los actores: «esta es tuya, viejita..., y somos nosotras dos». Con aire triunfal volvió a su lugar. Ella actuaba así. Me sorprendió, me sedujo como siempre. Para ella yo era obvia. Recuerdo una vez que fuimos juntas a cenar a una parrillita de San Telmo que nos gustaba mucho. No salíamos solas desde la muerte de Miguel. Hacía ya tres años. Era un lugar cálido, chiquito, acogedor. Era raro estar ahí sin Miguel. Mía no había vuelto a tomar alcohol. Esa noche me dijo que yo pidiera, que ya no deseaba si veía tomar. Me contó que ya no tomaba remedios. Que hacía unos meses que se los habían sacado. Que no me había contado antes porque no sabía si iba a aguantar, tan acostumbrada que estaba. Pero que le había ido bien. Que no los necesitó. Me alegré tanto. Después conversamos sobre la terapia, cómo había seguido. Iba muy poco, una vez por mes, a «repasar» algunos temas. —Es parecido a lo que hacemos nosotras, ¿no? —me preguntó con timidez.

—Es verdad, cada tanto pasamos revista de nuestra situación. Sonreímos. —Antes no lo hacíamos. Fuimos cambiando, a pesar de todo —siguió. —Bueno... No nos quedaban muchas opciones. —Pienso que sí, que teníamos muchas opciones, como alejarnos, separarnos o elegir abrirnos, como lo hicimos —continuó. La charla siguió así. Ella había tomado el rumbo, la delantera. Estaba contenta con lo vivido. —Ahora, muchas veces me acuerdo de Leila. Además de invocarla, pedirle ayuda, rememoro muchas conversaciones, frases que nos decía. Me acuerdo de su pensamiento acerca de la rutina. Cuando estoy con Nacho, principalmente, «veo» que tenía razón. A veces el amor, el cariño, es solo estar. He tardado tanto en reconocer esto. Continuó monologando, tranquila. Yo la escuchaba como presenciando un milagro. Cómo podía hablar así de algo que la había mortificado tanto. El descubrimiento sobre la rutina, sobre la forma de «estar» con alguien la ponía contenta. En un momento se quedó callada. Ambas nos quedamos calladas, al rato me preguntó: — ¿Nunca te gustó otra mujer? —No, fuiste la única. Sos la única. — ¿Te duele? —A veces. Sin embargo, he sido feliz. Nos miramos desafiándonos. No sabíamos muy bien cuál era el desafío. Para ella era atreverse a enfrentar todo. Ahí abordando «ese tema» rompía un poco «su pacto» con la rutina que, por otra parte, tanto bien le había hecho. Mi desafío era decirle la verdad. Mi pequeña verdad que continuaba inquietándola. Reconozco que sentir que esa verdad seguía desesperándola, aunque fuera por unos instantes, me gustaba. Cambiamos abruptamente de tema. En esa oportunidad llegamos hasta ese punto. No era poco. Ni eran pocos mis sentimientos y mis vergüenzas. Ella ha sido más noble. Llegó hasta donde pudo. Fue mucho, muchísimo. En algunos temas he sido más pequeña. Solo a veces. Mi amor también fue grande y noble. Terminamos la noche hablando de banalidades. Necesarias banalidades.

La dejé en su casa, tuve tanto deseo de ella como si los años no hubieran pasado, como si los años no lograran aplacarlo. Disimulé. Pero... nos conocíamos tanto. —Daría cualquier cosa porque no sufrieras —me dijo con sinceridad. —Este es el precio de mi elección —le contesté con calma. Nos abrazamos. Desde que había salido de la clínica, Mía trataba de no esconderse más. Era notable. Me transmitía la sensación de que en eso se basaba su salud mental. Lo hacía como una tarea. Sin dañar. Con cuidado y fortaleza. No buscaba recurrentemente los temas, pero si aparecían, no los rehuía. Mi vida seguía. Los alumnos llenaban bastante mi tiempo. Me daban mucho material para escribir. Sus historias, la juventud distinta. Prejuicios diferentes. Con algunos desarrollaba mi instinto maternal, si es que existe ese instinto y si es que existía en mí. Llegamos hasta organizar viajes a la cabaña. Mía me cuidaba. Me daba cuenta. Observaba de lejos. Parecía que los roles de nuestras vidas se hubieran invertido. Pero no era así. Solo parecía. — ¿Qué cuidás tanto? ¿Se puede saber? —le pregunté un día coqueteándola. —Que no se abusen de vos. Estamos grandes, tal vez algún abuso nos pueda pasar —me contestó tan segura que mi «chiste» quedó vacío de sentido. Se dio cuenta y entonces agregó: todo me parece estupendo, solo vigilo que no pagues más de la cuenta. Bastante tenés conmigo..., ¡¡¡viejita!!! Le encantaba llamarme así.

*** Otra siesta llegó a casa. Cada vez que venía a la hora de la siesta yo temblaba pues algo pasaba. En la oportunidad que cuento, pasaba que le habían ofrecido un dinero muy importante por Selva. — ¿Qué hago? —me preguntó angustiada—. Es un dinero que no sacaría en años. — ¿Nacho qué opina? —le pregunté pues no sabía qué decirle. —Esto es un tema que debemos resolver vos y yo —me dijo casi furiosa. Y yo..., otra vez gozando con esa «fantasía» de exclusividad.

Dejé de lado esos sentimientos, nos pusimos a meditar juntas el asunto. Rápidamente concluimos que si bien la plata ofrecida estaba muy bien, ¿qué íbamos a hacer sin Selva? ¿Dónde desarrollaríamos nuestros gustos más profundos? Ese sabor por el arte que se parece tanto a la felicidad. Me gustaba verla cuando decidía algo. Se convencía, entonces ya estaba todo resuelto. Sin vueltas. Desde casa llamó al interesado, le dijo que no, que se quedaba con el lugar, que Selva seguiría viviendo. — ¡Claro! ¿Cómo pude dudarlo? Es nuestro lugar. Así siguió Selva y así continuaron nuestras vidas, rescatadas por el arte. Realmente ambas estábamos a mano con la vida. Entonces yo creía que continuaríamos así, «manteniendo» lo conseguido. Pero no, amaba a una mujer insaciable, que siempre me pedía más. Me obligaba a no envejecer, no me daba permiso. —Nos vamos con Nacho diez días al sur a filmar. Nos entusiasmamos viendo fotos de Guatemala, ¿te acordás?... Y queremos hacer un documental en una comunidad indígena. — ¡Ah! Qué bien —dije sin entender qué parte me tocaba. —Necesito pedirte por favor que te hagas cargo de Selva esos días. —Pero Mía, no sé... —Por favor. ¿Cómo podía negarme? Si la veía con diez años menos con ese proyecto nuevo. Se fue. Me vi tratando con proveedores, la secretaria, las editoriales, haciendo el café, atendiendo a los alumnos, las inscripciones para los cursos, al contador. ¿Cómo Mía podía hacer todo eso? Los primeros dos días creí enloquecer. Y eso que ella había dejado todo ordenado. Luego, me acostumbré. Tanto que casi ni extrañarla podía. Llegaba a casa exhausta. « ¿Viejita cómo va?» —me decía por teléfono. Apenas podía contestarle del apuro o del cansancio. Ella disfrutaba. «Cuidá todos los detalles», agregaba risueña. Yo otra vez rejuvenecía. Otra vez feliz. Los días se me pasaron rapidísimo. Era tanto el trabajo y tanto me gustó hacerlo que fueron días como de vacaciones. Al revés de lo que esperaba. Tampoco me costó volver a la rutina cuando Mía y Nacho regresaron. Es verdad, estaba a mano con la vida. Entonces todo me gustaba.

Ellos llegaron contentos. Fascinados. La vida en una comunidad Mapuche les había gustado. Nacho trajo un material deslumbrante. Era muy bueno filmando, Mía empezó a hacer el guion con la misma pasión de siempre. Era admirable cómo se entusiasmaba con algunos trabajos, creyendo que tenían más importancia que la que realmente tenían, pues ella se la otorgaba. Un día me pidió que le corrigiera el guion. Me invitó a cenar a la casa. Tomé conciencia de que hacía bien en sentirse tanto más joven que yo. La casa estaba habitada por un espíritu juvenil. De entusiasmo. Sensaciones que decían que faltaba mucho por hacer. Nada estaba acabado. Mientras yo empezaba a leer el guion, me hablaba desde la cocina: —Me parece que solo lo vamos a pasar en Selva. Nacho no consiguió todavía nada mejor. No importa. Seguro va a estar muy bueno e irá mucha gente. ¿Qué te parece? —Bien. Vamos a corregir el guion juntas. Mía me contagiaba. Yo tardaba en reaccionar. Digería más despacio el entusiasmo. Muchas veces mi ritmo, mis tonos sonaban muy cansinos. Pero claro, al lado de ella todo sonaba cansino. Corregimos el guion. Nos reímos trabajando juntas, tratando de encajar el texto y los reportajes en el lugar preciso. Fue muy divertido. Ahí volvía a entender. Eso solo bastaba para gozar, para estar contentas. La cantidad de gente que fuera a ver el documental era un tema diferente. Importante, pero diferente. Armamos la lista de gente para invitar, grupos interesados en esa temática, «con esa poética» agregó Mía ironizando sobre sí misma. Terminamos muy tarde. Eran casi las cuatro de la madrugada. Me invitó a dormir. Estando juntas en la cama, no sé cómo sucedió, nos dimos un beso. Un beso muy tierno, mágico, eterno. Dormimos abrazadas. Cuando me desperté, Mía preparaba el desayuno contenta. No dijimos nada. ¿Qué íbamos a decirnos? Desayunamos en paz.

*** La proyección del documental fue en Selva. Estuvo bien. Mucha gente se interesó en el tema. Nacho estaba contento. Se conectó con personas interesantes.

A ellos juntos se los veía bien. Él era muy cariñoso y atento con Mía y ella estaba serena. También cariñosa. Esa noche yo estaba sola. Mis alumnos y otra gente de Selva que yo conocía no estaban. El documental de Nacho era sobre un tema muy específico que no los atraía. Me pareció que yo los molestaba, que no debería haber ido. Era un momento para ellos. Así que, terminada la proyección, me fui. Nadie dijo nada. Me quedé escribiendo, corrigiendo viejos poemas toda la noche. Aproveché el dolor y la angustia para terminar de redondear otro libro. Traté de escribir desde allí. Sin embargo, el resultado fueron unos poemas llenos de optimismo. Que son, lo siguen siendo, un canto de agradecimiento a la vida. A mis elecciones. Los releía y no podía comprenderlo. Me costaba reconocer mi autoría, por lo menos, relacionándola con esa noche. Pero fue así. Eran reales. Muy reales. Había decidido quererla así y quererla siempre. Hablamos con Mía sobre esos poemas. Creíamos en nuestra felicidad y sin embargo necesitábamos encontrarle sentido a esos escondites que no terminábamos nunca de desentrañar. No nos hemos cansado de buscar, de indagarnos. Otras tantas veces me preguntaba: ¿es verdad que he sido feliz?, ¿el vacío que me invadió ese día al verla con Nacho qué significaba? Y sin embargo, los poemas hablaban de alegría, de tranquilidad. La poesía nos convocaba. Nos interpelaba. —Tantas cosas nos han interpelado a nosotras. Hemos sido dos grandes «interpeladas» e «interpeladoras» —me dijo un día tan risueña. Esos chistes sobre los temas que le interesaban le causaban mucha gracia. —Extrañás a Miguel en estos momentos, ¿no? Para reírte con él. —También me da risa hablarlo con vos. Mía hacía mucho tiempo que buscaba no contradecirme. Buscaba halagarme, cuidarme, hasta diría mimarme. Rescatar lo mejor de mí y lo mejor de nosotras. Y lo hacía bien. Fue otra de las tantas cosas que cambiaron después de su internación. Era su nueva forma de estar en el mundo. Un día se lo pregunté. Le pregunté si era así, si me cuidaba, si se empeñaba en no pelearme. Ya hacía muchos años que estaba bien. Ya no temíamos una recaída. «A vos te debo mucha vida», me contestó. « ¿Entonces?», le pregunté ansiosa. «Entonces fuiste la primera persona que quise cuidar», concluyó.

Sobre su nueva forma de estar en el mundo no quiso ahondar. Lo respeté. Estaba en su derecho. Yo le hacía muchos comentarios sobre su solemnidad para algunos temas. Y sin embargo, era yo la terriblemente solemne cuando de ella se trataba. Cuando me dijo que me debía mucha vida, pensé: «si Ella me debe tanta vida, ¿yo qué?». Pensaba cosas cursis. Ya estaba vieja y cursi. Le dije esto, y no paró de reírse durante días. Y cada vez que se acordaba volvía a reírse. Ella se ríe de cualquier solemnidad. Aunque las tenga, las detesta. Su antídoto es la risa. Yo no he podido nunca. No me gustan las solemnidades. Pero de ahí a reírme, siento que hay un paso que lamentablemente no he podido dar. Me imagino a Mía leyendo estas frases, y otra vez riendo. Riendo sin parar, a carcajadas. Su amor no me ha desquiciado. Esa es mi referencia. Esa debe ser mi referencia. El fuego que me provoca no me ha quemado. Así como vengo contando siguieron nuestros días. Ella buscando, haciendo, viviendo. Yo también. Se está acabando el domingo. Teléfono. Debe de ser ella. Espero que sea ella.

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF