Wills, Garry - Pecado Papal

October 6, 2017 | Author: carlcam7 | Category: Antisemitism, Catholic Church, Pope, Second Vatican Council, Priest
Share Embed Donate


Short Description

Download Wills, Garry - Pecado Papal...

Description

Pecado papal Las deshonestidades morales de la Iglesia católica garry wills

ediciones B

Grupo zeta Barcelona -Bogotá -Buenos Aires –Caracas- Madrid –México D.F.- Montevideo –

Quito -Santiago de Chile

Título original: Papal Sin Traducción: José Arconada Rodrigue?. 1.a edición: mayo 2001 © Garry Wills 2000 © Ediciones B, S.A., 2001 Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España) www. edicionesh. com Printed in Spain ISBN: 84-666-0331-X Depósito legal: B. 17.683-2001 Impreso por DOMINGRAF, S.L. IMPRESSORS Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la rcprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Pecado papal Las deshonestidades morales de la Iglesia católica GARRY WlLLS

Traducción de José Arconada Rodríguez

A Joseph P. Fisher, S.J. el consejero mas sensato

Prólogo Los católicos han perdido la sana y vieja costumbre de recordarse unos a otros cuan pecadores pueden ser los papas. Los pintores del Juicio final —Andrea Orcagna (1308-1368), por ejemplo— solían incluir una figura que, tocada con la corona pontificia, ardía en las llamas del infierno, presentando al Papa como un pecador irredento condenado para siempre. Esto era no sólo un lugar común, sino también una máxima de los predicadores: una lección de fe, no un ataque contra ella. Así como por su oficio puede ser una autoridad, el Papa puede no ser intachable como hombre: puede pecar, como todo ser humano. Evidentemente, no hay nada de nuevo o de importante en decir que todos los líderes humanos son imperfectos. Si los sermones no significaban mucho más que esto —y por lo general así era—, entonces eran ortodoxos pero no demasiado inquisitivos en cuanto a la naturaleza del pecado papal. Sin embargo hubo tiempos en los que el papel del pontificado en el mundo creó un sesgo marcado y persistente hacia un tipo específico de pecado, cuando las estructuras de poder o la enseñanza fomentaban o protegían actitudes pecaminosas que iban más allá de las flaquezas de un Papa en particular. Tal era la opinión del poeta católico Dante sobre el papado medieval, cuyo pecado primordial fue la codicia, la corrupción, el deseo de bienes: lo que los moralistas medievales llamaron avaricia. En la primera parte de La divina comedia, Dante ve a dos grupos en el infierno —los codiciosos y los avaros— corriendo unos hacia otros sobre lados opuestos de un círculo. Después de chocar entre sí con gran estruendo, se vuelven y retroceden co-

rriendo por el círculo para chocar de nuevo en el otro lado, siguiendo en este ir y venir hasta la eternidad. Lo que destaca en esta escena son las cabezas tonsuradas de los clérigos: Aquí papas y prelados topan sus coronillas tonsurados, guiados por la avaricia que nada sacia. INFIERNO 7.46-48 Según el historiador católico lord Acton, en el Renacimiento la inclinación estructural hacia el pecado papal traducía un deseo político de poder terrenal. A mucha gente le es familiar el famoso axioma de Acton, «El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente» (Acton 2.383). Sólo algunos recuerdan que Acton se refería al absolutismo papal: de modo más específico, estaba condenando el libro de un colega historiador sobre los papas del Renacimiento en el que literalmente los exculpaba del asesinato. Por fortuna, este tipo de corrupción ya no corroe al papado. Aunque en el pontificado actual ha habido escándalos financieros (en concreto, los relacionados con el Banco Ambrosiano de Michele Sindona), el espectáculo de papas que amasan inmensas fortunas para ellos mismos y sus familiares ya no es la vergüenza que provocara el disgusto de Dante. De la misma manera, los papas ya no tienen reinos seculares por los que estén dispuestos a matar, torturar y conquistar en la forma que Acton iluminó con la feroz luz de su saber. Tampoco los escándalos sexuales alcanzan niveles tan altos o tan profundos como cuando los bastardos papales manejaban la burocracia eclesiástica. En el siglo X un joven disoluto podía ser elegido Papa (Juan XII) gracias a los contactos de su familia y morir una década más tarde en la cama de una mujer casada.' De hecho, en líneas generales el estado de la Iglesia ha mejorado tanto desde el pasado que podría parecer que, después de todo, hubiera alcanzado la perfección. El nivel de conocimiento de las Sagradas Escrituras, de participación litúrgica, de inquietud por lo social y de santidad personal es muy alto con arreglo a cualquier parámetro que podamos utilizar. ¿Acaso forma parte del pasado pensar siquiera en el pecado eclesiástico? En todo caso, uno duda•10-

ría en afirmarlo; y hay señales de que algunas cosas aún no son perfectas. Incluso de un vistazo se detectan detalles discordantes. Hay, por ejemplo, una especie de doble conciencia en la Iglesia que se revela en este hecho: las noticias sobre el catolicismo parecen volver una y otra vez sobre temas tales como el control de la natalidad, el aborto, el celibato de los sacerdotes, el acceso de las mujeres a la ordenación sacerdotal. Sin embargo, en veinte años de asistencia regular a misa en una iglesia, seguidos de veinte años en otra, jamás he escuchado un sermón que abordara ninguno de esos puntos. ¿Qué puede significar esto? ¿Que la prensa no tiene contacto con lo que de verdad les interesa a los católicos? Puede que haya algo de eso. Por otra parte, estos temas no son ajenos a los intereses de los católicos, en particular el estado civil de los sacerdotes, ya que el requisito del celibato incide en la creciente merma del número de ordenaciones en la comunidad católica. Y, como es obvio, las parejas jóvenes, en especial las mujeres, se ven afectadas por las actitudes hacia el control de la natalidad y el aborto. Estoy seguro de que los sacerdotes consultados sobre estos temas tan delicados están dispuestos a tratarlos en privado. Sin embargo, jamás los mencionan en el pulpito, al menos en las iglesias de las universidades católicas a las que he asistido. He preguntado a otros parroquianos si mi impresión concuerda con la suya, y así es. ¿Podemos decir que esto nos sucede sólo a nosotros porque nuestras iglesias universitarias son «liberales»? Quizá sea un factor. Pero incluso así, podría pensarse que algunos de los jóvenes más interesados por estos temas, o las personas con profesiones intelectuales, se mostrarían particularmente atentos a lo que los no católicos y la prensa laica dicen sobre ellos. Entonces, ¿por qué ese silencio sobre lo que, según la prensa, son temas candentes de nuestra vida católica? Una respuesta podría ser que el Evangelio no tiene nada que decir sobre el control de la natalidad, el aborto, los sacerdotes casados o de la ordenación de las mujeres, y que las grandes verdades de la fe —la Santísima Trinidad, la Encarnación, el cuerpo místico de Cristo— son más importantes para nuestras creencias que los polémicos temas de hoy. Esta respuesta puede ser una manera liberal de «ganarle la partida» a la gente que no ve más allá de lo que cuenta la prensa sensacionalista. Pero, a decir verdad, en nuestros 11

sermones dominicales no se escucha gran cosa sobre estas místicas doctrinas de la fe. Un domingo de la Trinidad, el cura casi pidió disculpas cuando tuvo que referirse a ella: «un tema harto abstruso», dijo. Me pregunto para qué pensaba él que estábamos nosotros ahí si las doctrinas centrales de la fe no venían al caso. Los católicos conservadores alegan que los legos son demasiado refractarios a «las enseñanzas de la Iglesia» sobre estas polémicas como para querer debatirlas con ellos, y que los sacerdotes son demasiado cobardes para abordar temas desagradables para su audiencia. El silencio en el pulpito no se debe en absoluto a que la curia romana, la burocracia papal del Vaticano, no ordene que se impartan estas enseñanzas. Si los legos no escuchan no es porque la jerarquía no sea lo bastante clara o insistente en sus directrices: al fin y al cabo, son sus exigencias lo que la prensa reseña en sus artículos. El papa Juan Pablo II y otras figuras influyentes de su entorno, como el cardenal Ratzinger, han elevado los grados de obligatoriedad en puntos favoritos de la doctrina llamándolos «definitivos» e «irreversibles». Aun así hay todavía un vacío, una laguna cada vez mayor entre los órganos doctrinales de Roma y los feligreses que ocupan los bancos en las iglesias. La transmisión por intermedio de los sacerdotes es defectuosa o inconexa. Roma ha intentado remediarlo imponiendo disciplinas más severas en los seminarios y en las universidades católicas, insistiendo en que se enseñe la «doctrina de la Iglesia». Hasta ahora el esfuerzo no ha tenido éxito. Esto sorprende a algunos que consideran la Iglesia católica la última institución con autoridad en el mundo. Eric Hobsbawm, historiador de izquierdas, piensa que la religión misma debe de estar desapareciendo de la vida moderna cuando se pierde la docilidad en la más estricta de las religiones. 2 Robert Bork, jurista de derechas, dice que «la Iglesia católica romana constituye el caso» cuyo resultado decidirá la suerte del concepto de autoridad en la América moderna.3 ¿Qué puede explicar esta disparidad entre lo que se emite por los fuertes altavoces de Roma y lo que en sus iglesias se recibe como un susurro entre la población seglar (que acude todavía en buen número, pese a su sordera respecto a los apremios de Roma)? No basta con decir que en su indolencia los católicos han actuado como clientes de bar, buscando y escogiendo los dogmas que toca—12—

rán para el almuerzo del domingo. Suelen ser los fieles más devotos —y los curas— los que con mayor tranquilidad desoyen las apasionadas señales que vienen de fuera. Deberíamos observar las líneas de transmisión de un extremo a otro: al sacerdote que predica, a los que —cada vez son menos— escuchan confesiones, los que ofician bodas, bautizos y unciones. ¿Por qué parecen indispuestos o incapacitados para establecer un contacto entre las altas exigencias de sus superiores y la baja receptividad de sus congregaciones? ¿Es una simple falta de valor, o claridad, o lealtad, por su parte? Una vez más, ésta es una acusación que hacen algunos conservadores. Para ellos, la trahison des clercs le devuelve su sentido original a la expresión «traición del clero». ¿Por qué se ha producido una transmisión tan defectuosa ahora que se ha progresado tanto en el conocimiento de las Sagradas Escrituras, la participación litúrgica y la formación intelectual? No es sólo porque los sacerdotes se opongan al requisito del celibato. Eso explicaría por qué tantos han dejado los hábitos, pero no por qué aquellos que los conservan siguen esforzándose en muchos otros sentidos pero se muestran, sin embargo, confusos o callados sobre lo que Roma quiere que proclamen con meridiana claridad. Al fin y al cabo no es una situación muy agradable verse atrapado entre altoparlantes y sordinas. ¿Por qué querría nadie adoptar una posición tan incómoda si se puede evitar? Los sacerdotes creen que no pueden evitarlo. Es algo que se les impone, contra sus propias preferencias y su historia de servicio, por una sencilla incapacidad de dar la cara y mantener la conciencia tranquila —de preocuparse sinceramente por aquellos a quienes sirven— si se hacen eco de lo que Roma dice sobre las mujeres o el sacerdocio, el matrimonio o el derecho natural. Su propia integridad se rebela, a contracorriente de los cálculos del beneficio personal o las presiones del ascenso profesional. Los argumentos a favor de gran parte de lo que se presenta como doctrina eclesiástica actual son tan desdeñables desde el punto de vista intelectual que la mera autoestima le prohibe a un hombre proclamarlos como propios. El simple hecho de haber elevado el nivel intelectual de la Iglesia hace más difícil para un sacerdote tragarse el fundamentalismo doctrinal al que ha vuelto Roma al proclamar que los sacerdotes deben ser célibes o que las mujeres no pueden ser sa13-

cerdotes. La versión caricaturesca de la ley natural usada como argumento contra la contracepción, la inseminación artificial o la masturbación, haría sonrojar a un adolescente. El intento de encubrir ciertas actitudes del pasado hacia los judíos es tan deshonesto en el uso que hace de las pruebas históricas que cualquier hombre se condenaría ante sí mismo si afirmara encontrarlo válido. Es éste un factor que suele pasar desapercibido en los numerosos debates sobre el drástico descenso de vocaciones sacerdotales (y monjiles) en los últimos años. Decir que el requisito del celibato en el mundo moderno es suficiente para disuadir a casi todos los aspirantes al sacerdocio si han de atenerse a las viejas reglas es frecuente, fácil, e incluso en parte correcto. Pero otra razón, aún más desalentadora, es que los jóvenes idealistas, los más inclinados a abrazar el sacerdocio, son precisamente la clase de personas para quien la honestidad consigo mismo es el reto principal. ¿Cómo se puede aspirar a una llamada de las alturas si se acepta un listón bajo para la propia sinceridad sobre lo que realmente se cree? ¿Cómo se puede estar al servicio de los demás y a la vez venderles «verdades religiosas» cuya veracidad parece tan palmariamente huera? He visto crecer este problema con los años, en casos de hombres que he conocido o cuya situación he llegado a conocer. Cuando ha habido casos de escándalo sexual en la Iglesia moderna —no tan frecuentes como en el escandaloso pasado, sino los causados por las inevitables debilidades humanas—, los sacerdotes han ido más allá de la normal tendencia institucional de proteger a los suyos. Ello se explica en parte por la mala fe que los hace fingir, de cara a sus superiores, que creen en el celibato cuando no es así, tanto si son homosexuales como heterosexuales. Y en parte porque se sabe que son muchos los curas homosexuales, propensos o activos, que han sido aceptados sin mayores aspavientos y desde siempre, por amigos que no consideran que lo que hacen esté tan mal (como tampoco lo ven mal algunos de sus feligreses) siempre y cuando se trate de un asunto de mutuo consentimiento entre adultos y que no implique a niños, y que, en cualquier caso, no es tan pernicioso como los extraños argumentos que Roma les obligaría a defender abiertamente. Así pues, rompen las reglas con discreción (incluso aquellos que preferirían que se respetaran). Al fin y al cabo, ¿por qué castigar a un hombre cuando se le pilla en falta 14-

si las de tantos otros quedan sin descubrir? Las relaciones heterosexuales estables de los sacerdotes también son conocidas y mantenidas en secreto, porque otros sacerdotes no están convencidos de que las razones para el celibato sean convincentes, aun cuando ellos mismos lo practiquen. Las pequeñas deshonestidades, si convergen en una situación dada, se prestan a múltiples y diversas reacciones cuando el escándalo explota. Los hombres pueden sentirse prisioneros de concesiones hechas con anterioridad, de aquello con lo que han transigido. En cierta forma es una revuelta contra esa deshonestidad lo que impide a los sacerdotes abonar la hipocresía enseñando algo en lo que no creen. Supone una terrible carga para aquellos que tratan de mantener la integridad intelectual en esta situación. Pero ¿quiénes, si no los sacerdotes, deberían creer? ¿No es ésa su obligación? Si no quieren enseñar lo que Roma dice que es el contenido de la fe, ¿para qué fingen ser sacerdotes? De hecho, ¿por qué no abandonan la Iglesia todos los católicos que discrepan del Papa? Constantemente recibo cartas diciéndome que eso es lo que yo debería hacer. ¿Quién soy yo —o quién es nadie excepto el Papa — para decidir lo que un católico puede o no puede aceptar como doctrina obligatoria? Es una pregunta muy seria, no sólo el gruñido de los autoritarios que comparten con el Papa el poder de excomunión. Pero la pregunta se basa en una premisa que no sólo es cuestionable sino también extremadamente malsana. Se supone que la prueba principal del catolicismo, la esencia de la fe, es la sumisión al Papa. Durante largos períodos en la historia de la Iglesia, ésta no fue la norma. San Agustín, por mencionar un ejemplo, habría suspendido ese examen. Y todavía hoy es una prueba que diezmaría las filas de feligreses. No es una posición que se apoye en una sólida base teológica, por muy común que sea como noción popular (vulgaris opinio). Por desgracia es una opinión con arreglo a la cual se actúa, y que sigue siendo inculcada (aunque más implícita que explícitamente), por algunos miembros de la curia romana. Sólo así se explica la forma en que el entorno del Papa promueve con fervor ideas incoherentes. No son hombres carentes de inteligencia, aunque a veces parecen pensar que todos los demás sí lo son. ¿Cómo pueden respaldar argumentos filosóficamente extravagantes y —15—

doctrinalmente primarios? Porque no se plantean los temas por sus propios méritos, sino desde arriba, juzgando cada cosa por su probabilidad de confirmar o cuestionar el grado de veracidad del papado. Así, un hombre tan sabio y devoto como el papa Pablo VI pudo apoyar una teoría realmente perversa sobre la contracepción — rechazada por el grupo que él mismo escogiera entre católicos leales e inteligentes, sacerdotes y seglares, expertos y sensatos— porque sus consejeros le convencieron de que un cambio de rumbo del papado minaría la fe de la gente en la Iglesia (véanse capítulos 5 y 6). Como ilustración de lo que veremos más adelante como pauta de conducta recurrente, la verdad quedó subordinada a las tácticas eclesiásticas. Para mantener la impresión de que no yerran, los papas engañan —como si distorsionar la verdad en el presente no fuera peor que haberla interpretado mal en el pasado—. Paradójicamente, el aparato doctrinal de la Iglesia se mantiene apartado de la verdad, o se le hace huir de sus consecuencias, precisamente porque reivindica para sí un acceso especial a la verdad. El historial del papado ha de ser blanqueado, incluso cuando este esfuerzo inhiba sinceros intentos de hacer un buen trabajo, como sucedió cuando se bloqueó en todo momento el intento de expresar dolor por el Holocausto, a causa de una angustiada, nerviosa reafirmación de que la conducta de la Iglesia hacia los judíos había sido en lo esencial inocente (véase capítulo 1). Esta afirmación descansa en tan masiva cantidad de errores de lectura, interpretación y representación de la historia, que constituye un nuevo acto de injusticia contra el mismo pueblo al que se trataba de expresar compasión. No hay nada aquí tan bien definido y directo como la simple mentira. Es por eso por lo que hablo de las «estructuras del engaño», que recluían gente de modo casi imperceptible, para calladas labores cosméticas que consisten en apuntalar la Iglesia «mejorando» su infraestructura. Estos continuos reajustes de las fundaciones están destinados a debilitarla, al mismo tiempo que destruyen toda norma de trabajo honestamente ejecutado en aquellos que piensan que están salvando su Iglesia al embaucarla con artificios intelectualmente vacuos. Lo irónico es que el mero intento de demostrar que la Iglesia nunca ha cambiado lleva a argumentos innovadores, a ajustes modernos o adiciones que no hacen más que —16—

poner en evidencia lo a contrapelo que van con el monumento que tratan de apuntalar, como cuando se recurre al sexo de los apóstoles como argumento para defender el monopolio masculino del sacerdocio, ahora que la antigua y verdadera razón de tal monopolio —la creencia en la inferioridad femenina— se ha vuelto inutiliza-ble (véase capítulo 7). Cuando se retiran los antiguos apoyos de ciertos valores morales, o se derrumban solos, no se permite que el objeto sostenido caiga con ellos. Se le incrustan nuevos artilugios, a cual más frágil y precario, para mantenerlos en su lugar, tal como sucedió cuando la interpretación del texto bíblico (Gen. 38:9) que soportó el peso de la condena a la contracepción se reveló resquebrajada y errónea, y se implantó en su lugar una psicología de aficionado, un raquítico apaño provisional que pretendía presentarse como verdad eterna. Los papas tampoco contribuyen demasiado a esta innovación. No tienen por qué. Son otros los que se ocupan de urdir engaños pontificios en su nombre. Sin embargo, suelen tratar con tolerancia, cuando no con decidido aliento, esta maquinaria de falsedades. Incluso a veces se dejan engatusar con falsos valores por su propio bien, como cuando Pablo VI permitió que le llevaran al punto de proferir absurdos contra la contracepción «por el bien de la Iglesia». Existen muchas personas que se arrogan la tarea de mantener en buen estado las estructuras del engaño. Al afirmar con exageración su certeza sobre extremos cuestionables, hacen lo que John Henry Newman decía que era la función de los papaloters en el siglo XIX; crear «en los católicos educados el hábito del escepticismo o la infidelidad secreta respecto de toda verdad dogmática». 4 El perjuicio indirecto de los papaloters a la verdad puede parecer una bagatela comparado con los espeluznantes pecados del Vaticano en el pasado, como el que ocasionó que pintaran a un Papa en las paredes de la iglesia sufriendo tormentos eternos. Sin embargo, es un engaño que se hunde más en la ciudadela de los valores espirituales que la simple avaricia personal o la ambición de mando. Juega con la verdad invocando el nombre de Jesús, que dijo que El es la verdad (Jn. 14:6). Degrada el Evangelio. Hace que la verdad busque falsedades en las que apoyarse. Es la forma de engaño que san Agustín consideraba más pecaminosa (véanse capítulos 17 y 18). —17—

Es también una forma de engaño para la que el mundo moderno reserva poca tolerancia. La verdad es una virtud moderna en el sentido en que cobró una nueva urgencia en el siglo XIX (véase capítulo 16). Este período ha visto el nacimiento de la historia como una disciplina científica, la profesionalización de la investigación, la secularización de instituciones buscadoras de la verdad, como las universidades. Se ha impuesto un nuevo rigor metodológico precisamente en aquellas instituciones —escuelas, grupos profesionales, archivos y bibliotecas— a las que están adscritas las autoridades católicas, que además las dirigen. Profesar dedicación a estos valores y al mismo tiempo urdir evasivas, distorsiones y encubrimientos es autocondenarse, incluso ante los ojos del mundo, por no hablar de interpelaciones a la verdad procedentes de un orden superior. Se puede objetar que estos mentirosos en cuestión han sido los primeros en engañarse, que han sido sinceros en su lealtad a falsedades, de modo que no pueden ser acusados de actuar con arreglo a sus verdaderas opiniones. Aun así, el teólogo preferido de la jerarquía romana, Tomás de Aquino, sostenía que existe la llamada «ignorancia cultivada», ignorantia affectata, una ignorancia tan útil que quien se vale de ella la protege y la oculta para poder seguir usándola (ST 1-2, q 6, 8r). A este tipo de ignorancia no la llamó exculpatoria, sino inculpatoria. Es una ignorancia deseada, aunque no por ello confesada. No cabe duda de que en una época que exige la honestidad intelectual como imperativo, hacer la vista gorda ante los interrogantes más básicos relativos a la deshonestidad es descalificarse a sí mismo como interlocutor válido para cualquier debate serio; una descalificación difícil de ignorar, por mucho empeño que se ponga en que pase desapercibida. Es indudable que el apego a las verdades católicas ha de protegerse de aquellos que las manipulan con obvias e infames falsedades históricas, doctrinales o filosóficas. Mi libro es, en parte, un tributo a la honestidad que ha llevado a tantos sacerdotes a guardar silencio bajo el peso de las falacias exigidas por sus superiores; y es una exhortación a que se retire dicha carga. No pretendo atacar ni al papado ni a sus defensores. Mis propios héroes, se verá claramente, son los numerosos portadores de la verdad en las filas católicas, en especial san Agustín, el carde—18—

nal Newman, lord Acton y el papa Juan XXIII. Se nos ha dicho que la verdad nos hará libres. Es hora de liberar a los católicos, tanto a los seglares como al clero, de la opresión del engaño, que es la versión moderna y silenciosa del pecado pontificio. Más tenue, más sutil, menos espectacular que los pecados denunciados por Orcagna o Dante: es la discreta corrupción de la traición intelectual.

NOTAS 1. J. N. D. Kelly, The Oxford Dictionary of Popes, Oxford University Press, 1986, pp. 126-127. 2. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, traducido por Juan Faci, Jordi Auraud y Carmen Castells, Editorial Crítica, 2000. Si bien los católicos constituyeron «las reserva básicas de la fe» en el siglo xix, «la autoridad moral y material de la Iglesia sobre la fe desapareció» en las postrimerías del siglo XX, mientras que las Iglesias «con un control más débil sobre sus miembros» se vinieron abajo aún con más estruendo. 3. Robert H. Bork, Slouching Towards Gomorrah: Modern Liberalism and American Decline, ReganBooks, 1996, p. 292. 4. John Henry Newman a Ambrose De Lisie, 24 de julio de 1870, en Charles Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries ofJohn Henry Newman, Oxford University Press, 1973, vol. 25, p. 165. 19-

I DESHONESTIDADES HISTÓRICAS Es una tentación para nuestra debilidad y para nuestras conciencias defender al Papa como nos defenderíamos a nosotros mismos; con el mismo cuidado y celo, con la misma incómoda conciencia secreta de que existen puntos débiles en cuyo caso la mejor forma de ocultarlos es restarles atención. Lo que gana la defensa en energías lo pierde en sinceridad; la causa de la Iglesia, que es la causa de la verdad, se mezcla y confunde con factores humanos, y resulta lesionada por una alianza degradante. De esta manera incluso la piedad puede llevar a la inmoralidad, y la devoción al Papa puede apartarnos de Dios. LORD ACTON (3.79)

1 Recordando el Holocausto Nosotros recordamos El efecto debilitante de la deshonestidad intelectual puede ser conmovedor. Incluso cuando la autoridad papal quiere sinceramente realizar un acto de virtud, cuando pasa años reuniendo el coraje para hacerlo, cuando realmente piensa que lo ha hecho, cuando anuncia que lo ha hecho, cuando espera ser felicitada por ello... no lo ha hecho. No porque no haya querido, o porque no crea que lo haya hecho. Simplemente es incapaz de hacerlo, pues ello implicaría limpiar el historial de la institución pontificia. Y eso es absolutamente impensable. Un buen ejemplo lo proporciona el tan esperado documento sobre el Holocausto, Nosotros recordamos, presentado por una comisión pontificia el 16 de marzo de 1998, y recomendado en una carta adjunta por Juan Pablo II. Su elaboración consumió más de una década. Supuestamente iría más allá de la aseveración del Concilio Vaticano II, en 1965, según la cual los judíos, en definitiva, no pueden ser acusados de la muerte de Jesús (una aseveración que se menciona en Nosotros recordamos). A pesar de incluir expresiones de compasión por el sufrimiento de los judíos, el documento hace más hincapié en la exoneración de la Iglesia —vituperando a los nazis por no haber seguido las enseñanzas eclesiásticas— que en compadecerse de las víctimas del Holocausto. Es como si viéramos a un pobre tipo escalando con gran esfuerzo una colina, atormentado por sus emociones y dispuesto a darse golpes de pecho, para luego verlo caer de rodillas, exha—23—

lar un suspiro profundo y acusar a otro de haber causado todo el daño. La diferencia clave que el texto reitera con insistencia se sitúa entre el antisemitismo, como teoría seudocientífica de las razas, siempre condenada por la Iglesia, y el antijudaísmo, al que algunos cristianos débiles han sucumbido en ocasiones, pero nunca «la Iglesia como tal». Lo primero es una cuestión de enseñanza errónea, de lo cual la Iglesia nunca es culpable. Lo segundo es una cuestión de «sentimiento» y debilidad, que algunas veces se apoya en textos bíblicos mal interpretados como pretexto para prejuicios que en su base no son religiosos: En un clima de turbulentos cambios sociales, los judíos solían ser acusados de ejercer una influencia desproporcionada a su cantidad. De forma que empezó a extenderse en diferentes grados por casi toda Europa un antijudaísmo que en lo esencial era más sociológico y político que religioso.1 Puesto que el «sentimiento» no era realmente religioso, la Iglesia quedaba fuera de juego. La Iglesia nunca incitó al «antijudaísmo», aunque algunos de sus miembros sucumbieran a él. Así pues, el documento puede dirigir sus argumentos contra el racismo científico (el verdadero antisemitismo) y presentarlo como el enemigo común de cristianos y judíos: En el ámbito de la reflexión teológica no podemos ignorar el hecho de que muchos nazis no sólo hayan mostrado aversión a la idea de la intervención de la divina Providencia en la vida de la humanidad, sino que además han dado pruebas de un odio concreto dirigido a Dios. En consecuencia, esta actitud les lleva también a rechazar el cristianismo y al deseo de ver a la Iglesia destruida, o al menos sometida, a los intereses del Estado nazi. Esta ideología extrema se convirtió en la base de las medidas adoptadas, primero para sacar a los judíos de sus hogares y luego para exterminarlos. La Shoah fue la obra de un moderno régimen totalmente neopagano. Su antisemitismo encuentra sus raíces fuera del cristianismo y, en pro de sus objetivos, no dudó en oponerse a la Iglesia y perseguir también a sus miembros (16). —24—

¿Tuvieron algo que ver los cristianos con la persecución? Bueno, sólo por cuanto algunos no se opusieron a ella con tanta fuerza como hubieran debido: ¿Prestaron los cristianos toda la ayuda posible a las víctimas de la persecución, y en particular a los judíos perseguidos? Muchos sí lo hicieron, pero otros no. Aquellos que ayudaron tanto como pudieron a salvar vidas judías, incluso arriesgando sus propias vidas, no deben ser olvidados. Durante la guerra y después de ella, las comunidades judías y sus líderes han expresado su agradecimiento por todo lo que se hizo por ellos, incluso por lo que hizo el papa Pío XII personalmente o por intermedio de sus representantes para salvar a cientos de miles de judíos. El Estado de Israel ha honrado por esta razón a muchos obispos católicos, sacerdotes, religiosas y seglares. Sin embargo, tal como reconoció el papa Juan Pablo II, al lado de estos hombres y mujeres tan valientes, la resistencia espiritual y la acción concreta de otros cristianos no fue la que podía haberse esperado de discípulos de Cristo. No podemos saber cuántos cristianos en países ocupados o gobernados por el poder nazi o por sus aliados comprobaron con horror la desaparición de sus vecinos judíos y aun así no tuvieron la fuerza suficiente para alzar su voz de protesta. Para los cristianos, este grave cargo de conciencia por sus hermanos y hermanas durante la Segunda Guerra Mundial debe ser una llamada al arrepentimiento (17-18). Así, este documento —que el Papa alaba llamándolo «recuerdo que desempeñará un papel necesario en el proceso de conformación de un futuro» (7)— establece tres categorías completamente separadas: 1. Aquellos que causaron el Holocausto: nazis sin religión y con un cientificismo ateo sobre las razas; tan anticristianos como antijudíos. 2. Aquellos que se opusieron al Holocausto: el papa Pío XII, obispos y otras autoridades que animaron a sus seguidores a actuar según las enseñanzas de la Iglesia. —25—

3. Aquellos que no se opusieron lo suficiente al Holocausto: cristianos demasiado temerosos para seguir a sus valientes líderes. El documento manifiesta «arrepentimiento» sólo en nombre de esta última categoría. ¿Queda algo fuera del cuadro? Para empezar, los obispos y los sacerdotes que apoyaron a los nazis están borrados del recuerdo que según el papa Juan Pablo nos guiará hacia el futuro. El nuncio papal en Berlín durante la guerra, el arzobispo Cesare Orsenigo, era un simpatizante nazi, y distaba de ser el único amigo de los nazis en la jerarquía eclesiástica. Otro era el rector del Colegio Alemán de Roma, el arzobispo Alois Hudal, quien fue de gran ayuda para los nazis durante la ocupación de Roma; y muchos miembros del gobierno de Hitler, como Ernst von Weizsacker —el embajador ante la Santa Sede y viejo amigo del Papa [Pío XIIJ— aseguraban ser buenos católicos. Cuando Weizsacker fue a presentar sus credenciales en el Vaticano, en 1943, en la limusina papal que lo llevó a su audiencia ondeaban la bandera papal y la esvástica lado a lado, «en pacífica armonía», como recordaba Weizsacker con orgullo. 2 Puede haber habido (o quizá no) circunstancias atenuantes para algunos de estos colaboradores. Pero pretender —mejor dicho, afirmar— que no existieron significa invalidar Nosotros recordamos para toda consideración seria en tanto que honesta confrontación con una historia complicada. Sus «recuerdos», lejos de ser útiles a la causa del verdadero entendimiento que evitaría otro Holocausto, sólo sirven para mantener las ficciones que el Vaticano quiere preservar con relación a sí mismo. Puede permitirse un planteamiento tan libre de su historia porque le impone una plantilla teórica de tres partes: la Iglesia, la ciencia y las relaciones entre ambas. Primero se nos dice que la Iglesia como tal no pudo estar involucrada en el Holocausto puesto que jamás ha predicado ninguna diferencia teórica entre las razas. Estuve una vez en un seminario jesuíta cuyo edificio más antiguo fue construido en el siglo XIX por esclavos de la Compañía de Jesús: hombres que eran propiedad de —26—

toda la orden, ya que todos los jesuítas hacen voto de pobreza. Ese edificio es una prueba concreta de que en la práctica a las razas se las consideraba desiguales y se les aplicaba el trato correspondiente, al margen de cuáles fueran las proposiciones teóricas "formuladas en la época. El problema principal aquí no es histórico sino teológico. ¿Qué es la Iglesia? Las autoridades del Vaticano siguen usando la palabra en términos rechazados por el Concilio Vaticano II. Según el Concilio, la Iglesia es el pueblo de Dios, el cuerpo de bautizados creyentes en la vida y muerte de Cristo. 3 La Iglesia, tanto como el Papa, puede pecar. Si la realidad concreta de la Iglesia histórica se ha visto salpicada con crímenes de esclavitud, inquisiciones y conquistas, no podemos decir que esto no cuenta porque no era la verdadera Iglesia la que pecaba, sino los laicos, o en todo caso elementos ajenos a la jerarquía, o gente que no podía reclamar para sí la autoridad de la predicación (magisterium), como si el magisterio fuese por sí mismo la totalidad del pueblo de Dios. En Nosotros recordamos —como en muchas cosas—, el Vaticano vuelve a la vieja usanza de equiparar a la Iglesia con sus más altos órganos de declaración doctrinal. Es lo que sucede cuando oímos decir que los católicos ya no siguen a «la Iglesia» o que están desafiando a «la Iglesia». ¿Cómo pueden desafiarse a sí mismos? ¿Fue la Iglesia culpable del Holocausto? No, dice el Vaticano, puesto que el magisterio nunca abogó por él, ni lo defendió en ninguna predicación oficial. Si algunos católicos individualmente o en grupo estuvieron implicados en el crimen, el magisterio no puede ser condenado por ello. Apliquemos este tipo de razonamiento a una situación actual. La enseñanza eclesiástica dice que el aborto y la contracepción son pecados mortales y crímenes contra seres humanos. ¿Es la Iglesia culpable de estos crímenes (suponiendo que lo sean)? No, dice el Vaticano, porque el Papa los ha condenado. Por otro lado, las encuestas confirman que la gran mayoría de los católicos (88 % en 1993) acepta los métodos anticonceptivos en teoría, y que aquéllos en posición de recurrir a ellos lo hacen. 4 Los católicos tampoco difieren mucho del resto de la población en la cantidad de abortos realizados. Así las cosas, la Iglesia «perpetra» abortos y prácticas anticonceptivas, a pesar de que sus líderes digan que no se debe ha—27—

cer. Del mismo modo, los católicos participaron de forma activa en el régimen nazi a pesar de que sus líderes (algunos de ellos, en algunos momentos) dijeran que no debían hacerlo. Segundo, acusar a la ciencia es una práctica de larga historia en los documentos del Vaticano. No hace falta remontarse hasta Galileo para saber que las autoridades eclesiásticas se han mostrado recelosas de la ciencia y del conocimiento humano cada vez que éstos han parecido ir en contra de la doctrina o de la tradición. Unas autoridades que tienen por misión la preservación de una larga cadena de verdades inmutables tienden a mirar con aprensión algo tan vertiginosamente evolutivo como las ciencias experimentales. Aprensión ésta que se convirtió en enconada acritud bajo Pío IX (un héroe para el papa Juan Pablo), una acritud que persiste en varios enclaves de la curia. Cada vez que las ideas del mal pueden ser atribuidas a la ciencia, quedan excluidas del territorio sagrado que custodian las autoridades de la Iglesia. Es por ello por lo que Nosotros recordamos aborda el nacionalsocialismo con cautela, casi con pinzas, y lo suelta en los estériles confines de un laboratorio: Al mismo tiempo, comenzaron a aparecer teorías que negaban la unidad de la raza humana y abogaban por la diversifícación en el origen de las razas. En el siglo XX, el nacionalsocialismo de Alemania utilizó estas ideas como base pseudocientífica para la distinción entre las llamadas razas nórdicas-arias y las razas presuntamente inferiores (14). Deberíamos concluir que una ideología tan distante del espíritu católico no podría asociarse con él, o al menos no con facilidad. Pero los prejuicios a menudo mezclan elementos contradictorios, siempre que puedan arar en la dirección deseada. El antisemitismo se apoya de buena gana en la ciencia, la fe, la leyenda, la historia, la ley... o cualquier hecho suelto o teoría que el odio pueda fundir en un argumento para la acción. Esta es una imagen muy distinta del bonito esquema de los tres bloques dispares presentados en Nosotros recordamos. El documento se propone trazar una clara línea de demarcación entre el antisemitismo secular y el antijudaísmo sociológico. Sin embargo, estudios empíricos demuestran que más que contraponerse, am—28—

bos se refuerzan entre sí. En lo que a Estados Unidos respecta, la prueba más exhaustiva la encontramos cuando la Liga Antidifamación (ADL, en inglés) de B'nai B'rith encargó una extensa serie de estudios al Centro de Investigaciones de Encuestas de la Universidad de California en Berkeley. Los estudios fueron encargados cuando se celebraba el Concilio Vaticano, y siguieron adelante una vez clausurado éste. Los encuestadores empezaron por definir categorías de creencias ortodoxas entre los cristianos; categorías en las que, como era de suponer, los católicos obtuvieron más puntuación que los protestantes. Luego sondearon a aquellos que habían tenido altas puntuaciones en estas categorías en relación con el abanico de opiniones antisemitas seculares. Así, descubrieron que el antisemitismo de los encuestados variaba en proporción directa a la ortodoxia de sus posiciones: «Cuanto más acendradas son las creencias religiosas, mayor es el antisemitismo.» Las creencias ortodoxas son de hecho «un poderoso factor de pronóstico del antisemitismo secular».5 El grado de antisemitismo suele ir vinculado a posiciones específicamente teológicas, por ejemplo, que los judíos son una raza maldita, culpables de rechazar a su propio Mesías, responsables de la muerte de Cristo. Esta opinión tiene aún mucho poder, a pesar de que la Iglesia haya negado su legitimidad en las afirmaciones de Nosotros recordamos. Los estudios de la ADL determinaron, incluso después de aquella negación oficial, que el 11 % de los católicos de Estados Unidos todavía aceptan esta afirmación: «La razón de que los judíos tengan tantos problemas es que Dios los está castigando por haber rechazado a Jesús.» Un sorprendente 41 % dijo no estar seguro sobre la maldición, pero lo consideraban una posibilidad. La historia no se altera con facilidad por un simple decreto, y mucho menos por uno tan sacado de la manga como el del Vaticano II. Concilio Vaticano II (1962-1965) En Nosotros recordamos se cita un discurso del papa Juan Pablo II en 1997: «En el mundo cristiano —no me refiero a la Iglesia como tal — han circulado durante demasiado tiempo interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento respecto al pue—29—

blo hebreo y su presunta culpabilidad» (13). El Papa puede limpiar la fachada de «la Iglesia como tal» sólo en el sentido técnico (y con arreglo a la estrecha definición teológica de la Iglesia) de que el supremo magisterio infaliblemente nunca ha dicho que los judíos sean deicidas o estén malditos por haber matado a Cristo (aunque tampoco lo negara de forma taxativa hasta 1965). Además, a este Papa le gusta enfatizar que las encíclicas, aunque pueden no ser infalibles, tienen autoridad, son «la doctrina de la Iglesia», y Pío XI dijo en una encíclica de 1937 que «Jesús recibió su naturaleza humana del pueblo que lo crucificó; no de algunos judíos, sino del pueblo hebreo»,6 El mismo Papa ordenó la abolición de una organización católica, los Amigos de Israel, que trató de poner fin a la acusación de deicidio.7 Más aún, a lo largo de los siglos los predicadores católicos han lanzado esta acusación de deicidio, los seminarios lo han enseñado, los comentarios bíblicos lo han explicado y el deicidio ha justificado las persecuciones. Cuando por fin rechazó esta teoría, el Concilio Vaticano II no se pronunció sobre las acciones pasadas de la Iglesia. No manifestó arrepentimiento por haberla promovido oficialmente, ni por los pogromos u otras acciones inspiradas en ella. El precio por lograr esa declaración de rechazo en las sesiones del Concilio fue que en ella no se reconociera que la Iglesia hubiera dicho o hecho mal alguno. Algunos padres del Concilio llegaron a decir que ni siquiera debía mencionarse la acusación de deicidio, pues ellos jamás habían oído hablar de él.8 Tenían que ser increíblemente ignorantes de la historia, incluida la historia reciente. Otros pensaron que era poco inteligente mencionar algo tan desagradable y que lo mejor sería olvidar todo el asunto. Monseñor John M. Oesterreicher, que colaboró en la redacción del documento y ayudó a superar las objeciones de muchos obispos, relata una conversación: Un buen día se me acercó un obispo, alguien muy conocido fuera de Estados Unidos y sin ninguna conexión con los «viejos malos tiempos». Me dijo: «Mira, no puede ser. Uno simplemente no puede declarar, en público, que los judíos no son deicidas.» «¿Por qué no?», le pregunté. Para explicar su objeción, me respondió: «¿Por qué no? Sencillamente porque el solo hecho de poner la palabra en la boca ya es insultante. —30—

¿Qué diría usted si alguien, de repente, declarase en público; "Oesterreicher no es un ladrón"? ¿Le gustaría?» «Su Excelencia, depende de la situación. Si esa "defensa" apareciese como un relámpago en un cielo claro, por supuesto que me sorprendería. Pero si durante años he sido víctima de una calumnia, entonces creo que esa rehabilitación pública me haría sentir liberado. Y eso sí me gustaría.» Este argumento impresionó sin duda al obispo, pues me pidió que le preparase un memorando al respecto. Pero no estoy seguro de haberle convencido en el fondo de su corazón. 9 No había excusa para que los padres del Concilio ignorasen (o fingieran ignorar) la relación de la Iglesia con la acusación de una maldición judía. Tomás de Aquino, el teólogo al que la jerarquía considera más autorizado, declaró que la turba judía no sabía lo que hacía cuando dijo; «Sea Su sangre nuestra responsabilidad y la de nuestros hijos» (Mt 27:25), pero los líderes judíos conocían las escrituras lo bastante bien para reconocer al Mesías y lo rechazaron deliberadamente, lo que significa que ellos no sólo «crucificaron a Cristo como hombre sino como Dios» (ST 3, q 47, 5 ad 3), Eran deicidas. No hace falta repasar la triste andanada de infamias que los primeros padres de la Iglesia arrojaron sobre los judíos, en particular Juan Crisóstomo, con su catilinaria sobre los asesinos de Cristo (Christoktonoi).10 Las tabulaciones medievales sobre la raza maldita no fueron rechazadas por reformadores como Lutero o Calvino, lo cual demuestra que el antisemitismo es un pecado cristiano y no sólo católico.11 El estudio de Charlotte Klein sobre lo dicho y escrito por respetados teólogos después del Holocausto deja claro que se trata además de un pecado moderno. Uno de los teólogos liberales líderes del Concilio Vaticano II, Karl Rahner, publicó el mismo año de la declaración del Concilio las siguientes palabras sobre los judíos: «Casi podríamos decir que el odio de este pueblo contra el verdadero reino de Dios es obra de un poder sobrenatural, demoníaco.» 12 Más sorprendente aún, el sacerdote que publicaba la Revue biblique (Fierre Benoit) hizo la siguiente acusación tres años después del decreto del Concilio: «Las autoridades religiosas del pueblo hebreo hicieron suya la responsabili-31

dad de la crucifixión. Israel se hurtó de la luz que se le ofrecía, de la amplitud de miras que se le exigía... Este rechazo se ha mantenido, a través del tiempo, hasta hoy... Cada judío sufre la ruina caída sobre su pueblo cuando éste lo rechazó en los momentos decisivos de su historia.»13 No cabe duda de que existe una tradición contraria, menos severa con los judíos, pero que en vez de cancelar la tradición dominante la consolida. Agustín, por ejemplo, piensa que las palabras de Cristo «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» significaban que quienes lo estaban matando no se daban cuenta de que Él era Dios; por tanto, no cometían deicidio, sólo asesinato. 14 En un capítulo muy influyente de La ciudad de Dios (18.46), Agustín sostiene que la dispersión de los judíos por el mundo fue una bendición providencial ya que llevaban consigo la prueba y testimonio de la autenticidad de las antiguas escrituras por las que se guían los cristianos: nadie puede decir que los cristianos inventaran o falsificaran documentos tan bien guardados por los judíos. Esta idea de los judíos como testigos involuntarios de la verdad era condescendiente, pero al menos no fomentaba la tentación de deshacerse de ellos. De hecho, fue la base de una serie de decretos papales inspirados en la bula de Calixto II, Sicut Judeis (1120), que garantizaba a los judíos protección oficial.15 Estos son mínimos puntos luminosos en la oscura historia de vituperios y acusaciones, sobre todo si consideramos el sentido común y los argumentos históricos que se oponen a la idea de una maldición divina impuesta sobre un pueblo entero. Por una parte, «los judíos» no mataron a Cristo, incluso si se pudiera sostener la tesis (incierta) de que algunos judíos tuvieron más responsabilidad que los mismos romanos que de hecho lo ejecutaron. Además, si bien a las religiones les ha tocado perseguir y ser perseguidas a su vez —en Inglaterra hubo mártires católicos bajo el reinado de Isabel I, y los hubo protestantes bajo María Estuardo—, nadie dice que uno u otro pueblo esté maldito para siempre. Como veremos en el capítulo 18, la traición de algunos cristianos llevó a Pedro y Pablo a la ejecución; ¿significa esto que los cristianos llevan una maldición a cuestas? Pero existe una razón teológica más profunda por la que los creyentes en la teología cristiana nunca debieron juzgar a una parte de la humanidad como ejecutora de Jesús: pues—32—

to que Él murió por todos los pecados, la única solidaridad racial expresada en su sufrimiento es la de la raza humana pecadora, a la vez causante y beneficiaría de su muerte redentora. Una de las razones por las que la Iglesia católica tardó más que otras confesiones cristianas en reconocer estos hechos básicos está en que las normas bíblicas establecidas en el siglo XVI por el Concilio de Trento paralizaron el estudio católico de las escrituras hasta 1950 (cuando Pío XII abrió algunas avenidas para la nueva enseñanza). Hasta entonces, la información del Evangelio era tomada como historia convencional escrita por testigos oculares. Estudios más actuales han determinado que el Evangelio adoptó su forma actual después de que Roma destruyera el Templo de Jerusalén en el año 70, y reflejan la emergencia del momento (Sitz am Leben) en el que fueron y par»el que fueron compuestos. Tras la muerte de Jesús, algunos líderes judíos persiguieron a los cristianos como judíos herejes, y mataron a Esteban y Santiago. 16 Durante este proceso, la responsabilidad de Roma por la muerte de Cristo fue acallada, y la de los judíos, enfatizada, en tanto que «el cuerpo de Cristo» (y sus partidarios con Él) padecía renovados tormentos. Los antiguos credos se remiten a una vieja tradición que acentúa la primacía de Roma en la ejecución («padeció bajo Poncio Pilato»), como reza la única fuente secular sobre la muerte de Jesús: Tácito {Anales 15.44). Los teólogos que asistieron al Concilio Vaticano II de los años sesenta eran muy conscientes de que las teorías católicas se habían quedado atrás en la imperativa tarea de considerar el trato que el Nuevo Testamento dispensa a los hebreos desde una perspectiva teológica.17 Sintieron la apremiante necesidad, en aras de su propia integridad intelectual y como forma de hacer justicia a los judíos, de darle a sus ideas correctoras una expresión investida de autoridad, una necesidad que se le antojó sospechosa a muchos obispos que no habían seguido el paso de las nuevas teorías. Fue por eso por lo que la declaración sobre los judíos se atascó una y otra vez y tuvo tantas dificultades para cuajar en los documentos preparados por el Concilio. Y nunca las habría superado de no haber sido por la insistencia del papa Juan XXIII. Mientras se planeaba el Concilio, Juan XXIII recibió a una delegación de judíos norteamericanos diciéndoles: «Sono io Giusep—33—

pe, il fratello vostro» («Soy José, vuestro hermano»), haciéndose eco de las palabras del José bíblico (Gen. 45:4), y utilizando su nombre de pila como Roncalli, y no el papal (Giovanni). 18 Por esos días le había pedido al cardenal Bea, de la Secretaría de Promoción de la Unidad Cristiana, que redactase una propuesta de documento conciliar sobre la cuestión judía. Varias personas cuestionarían esta decisión en repetidas ocasiones, aduciendo que el grupo que presidía Bea era ecuménico y que hasta entonces se había ocupado sólo de denominaciones cristianas. También la atacaron porque la secretaría de Bea no era una de las comisiones oficiales encargadas de preparar documentos, y a Bea se le conocía por ser demasiado liberal para el gusto de muchos en la curia. Juan resolvió el primer problema convirtiendo la secretaría en comisión después de iniciado el Concilio.19 En cuanto al liberalismo del cardenal, todo apunta a que fue ése el principal motivo de Juan para mantener a Bea a cargo de un asunto tan delicado. Más tarde intentaron quitarle a la comisión de Bea el encargo del documento sobre los judíos y separarlo en tres párrafos anodinos que se añadirían a otros tantos documentos, pero Juan XXIII lo impidió. Poco después surgió otro tipo de obstáculo cuando el Congreso Mundial Judío, al aceptar la invitación cursada a todos los cuerpos religiosos para enviar observadores oficiales al Concilio, envió al doctor Chaim Wardi. Wardi ya había ejercido este tipo de funciones antes, al actuar como observador oficial en el Concilio Mundial de Iglesias en 1961 y en la Conferencia Panortodoxa del mismo año. Era ministro de Asuntos Religiosos del gobierno de Israel, condición que aquellas organizaciones no consideraron descalifícadora; pero la Comisión Central Preparatoria del Concilio aprovechó la ocasión de su asistencia para retirar la propuesta del documento sobre los judíos del temario del Concilio alegando que el asunto se había «politizado». Bea tuvo que acudir de nuevo al Papa para reincorporar el documento. Juan envió un mensaje a la Comisión Central diciendo: «Hemos leído con atención el memorando de Bea y compartimos plenamente su opinión de que una profunda responsabilidad requiere nuestra intervención.»20 El borrador del documento sobre los judíos, en su paso por las cuatro sesiones del Concilio, sufrió una serie de escapes por los pelos al estilo de Las peripecias de Paulina. Con la muerte del es—34—

pontáneo Juan XXIII antes de la segunda sesión del Concilio, y la proclamación del cauto Pablo VI, los obispos conservadores recobraron el aliento y comenzaron a pedir la intervención del Papa a su favor para contrarrestar las anteriores intervenciones de Juan a favor de los liberales. De hecho, los cardenales de la curia se sintieron tan seguros de su control sobre el Papa que llegaron a presentar una orden como si viniera de él, orden que habría establecido una comisión especial de revisión para abreviar el documento sobre los judíos y retirarlo del control del cardenal Bea. Catorce cardenales de elevada reputación enviaron un mensaje de objeción urgente a Pablo, quien modificó la autoridad de la nueva comisión sin desautorizar por completo lo que había sido hecho en su nombre.21 En otra ocasión, más rumores de que el documento iba a ser suprimido llevó a dos cardenales americanos y a uno alemán a decirle al Papa que se verían obligados a irse de Roma si ello llegaba a ocurrir.22 Aunque se debatieron muchos puntos en la declaración sobre los judíos, el caso del deicidio originó los desacuerdos más candentes. Algunos pensaban que mencionarlo era una mala política, pues ello significaría admitir la existencia de la acusación en el pasado. Preferían exponer la nueva visión positiva y sepultar el pasado en el olvido. Los liberales no querían sepultar el pasado, sino revivirlo, pues se trataba de una injusticia aún por enmendar. Los mismos padres del Concilio que se oponían a hacer referencia alguna al deicidio deseaban además excluir toda mención de persecuciones cometidas por la Iglesia en el pasado, o de culpabilidades cristianas. Ganaron en los tres puntos. Sólo sobrevivió el fondo de la tesis del deicidio, pero sin mencionar el término. He aquí la evolución de los borradores a medida que abordaban (o no) este caso específico: Primer borrador (2 de diciembre de 1961) Aunque la mayor parte del pueblo judío se mantiene alejada de Cristo, sería sin embargo una injusticia llamar maldito a este pueblo, pues ellos son amados por mor de sus padres y por las promesas que les fueron hechas. [Ninguna mención al dei_ 35 _

cidio, la base para que cualquiera pueda llamar malditos a los judíos. Éste fue el borrador preliminar, elaborado en Roma cuando no se sabía cuánta libertad tendría el Concilio bajo Juan.] Segundo borrador (2 de marzo de 1963) El pueblo elegido no puede calificarse de raza deicida sin caer en la injusticia, pues con su dolor y muerte el Señor expió los pecados de todos los hombres: la razón de su Pasión y su muerte. [El asunto está expuesto con claridad, pues emplea el término en cuestión, lo cual provocó muchas protestas.] Tercer borrador (6 de marzo de 1964) Así, procuren todos aquellos que se dedican a la catequesis, al enseñar la Palabra de Dios y en las conversaciones cotidianas, no presentar al pueblo hebreo como objeto de rechazo, y que nada sea dicho o hecho que pueda apartar a las almas de los judíos. Deben también guardarse de atribuir a los judíos contemporáneos lo que fue hecho durante la Pasión de Cristo. [El término deicidio fue omitido, así como las razones teológicas para rechazarlo. Incluso esta declaración encontró resistencia.]23 Declaración definitiva Cierto es que las autoridades judías y aquellos que siguieron sus consignas pidieron la muerte de Cristo (cf. Jn 19:6); aun así, no puede culparse a todos los judíos de aquella época por lo que sucedió en su Pasión, ni tampoco a los judíos de hoy en día. Aunque la Iglesia sea el nuevo pueblo de Dios, no debe presentarse a los judíos como repudiados o malditos por Dios, como si tal visión procediera de las Sagradas Escrituras... Además, tal como la Iglesia siempre ha sostenido y sigue sosteniendo, Cristo en su amor infinito padeció su pasión y muerte —36—

por los pecados de todos los hombres, para que todos pudiesen alcanzar la salvación. [El deicidio ha desaparecido como término, pero los argumentos teológicos se han restablecido.]24 En una votación punto por punto del Concilio, los votos contra la frase que se oponía a culpar a los judíos de la muerte de Cristo fueron 188; aquellos contra la oposición a llamarlos «malditos» fueron 245. Hay que reconocer que se trata de una pequeña minoría: los votos a favor fueron de 1.875 y 1.821 respectivamente. 25 Pero resulta asombroso que incluso la versión más suave de la declaración, desprovista de todo reconocimiento de persecuciones pasadas o de expresión alguna de arrepentimiento, fuera rechazada por cientos de obispos católicos. Católicos esperanzados y judíos generosos se contentaron con este documento imperfecto (llamado Nostra aetate por las palabras latinas que le daban inicio), pues representaba cierto progreso, dadas las terribles condiciones que precedieron el Concilio, y podía sentar las bases para la construcción de nuevas actitudes. Pero esto sólo podía darse si el documento se entendía como una primera tentativa hacia un esfuerzo más vigoroso a favor de la justicia. El rabino David Polish habló en nombre de muchos judíos cuando declaró que el documento era «un pronunciamiento unilateral de una parte que pretende enmendar en sus propios términos una equivocación que no admite».26 Quedaba todavía mucho que hacer para remediar injusticias pasadas. El espacio lógico para dar el siguiente paso era el estudio del Vaticano sobre el Holocausto, que cristalizó en Nosotros recordamos. Pero en este documento se consideraba que la declaración del Concilio daba por zanjado el tema de las acciones cristianas del pasado en vez de proponer un debate sobre ello. Fue un paso atrás en cuanto a reconocimiento de culpa y enmienda de errores. No sólo se pasaban por alto los siglos de persecución pasados, al igual que en el Concilio, sino que se negaba que los cristianos tuvieran responsabilidad alguna en el Holocausto (ni siquiera la de haberse opuesto con excesiva timidez). El Concilio ignoró la historia. Nosotros recordamos la volvió a escribir. Queda a la vista, así, la triste repetición de un esfuerzo, abortado y silenciado, por hacer justicia, que se realizó en el momento de comenzar el Holocausto. El -37-

documento conciliar, Nostra aetate, es un eslabón del proceso que une el primer esfuerzo de respuesta a las atrocidades alemanas, por parte de Pío XI, y el tardío esfuerzo del papa Juan Pablo II por enfrentarse a los horrores cometidos. Una reflexión sobre el esfuerzo de Pío XI crea el marco para las dificultades actuales que supone ser honesto sobre las relaciones judeocristianas. NOTAS 1. Comisión Vaticana para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, We Remember: A Reflection on the Shoah, traducción del Vaticano, Pauline Books, 1998, p. 14. Las referencias numéricas en mi texto remiten a las páginas de la versión inglesa. 2. Charles R. Morris, American Catholic: The Saints and Sinners Who Built Americas's Most Powerful Church, Times Books, 1997, p. 239. John F. Morley, historiador y sacerdote, concluyó, sobre la base de una extensa correspondencia diplomática entre Orsenigo y el Vaticano: «Conscientemente o no, Orsenigo fue indiferente a lo que sucedía con los judíos. Sus superiores en la Secretaría de Estado del Vaticano estaban, sin embargo, bien informados, y aun así nunca se preocuparon por los judíos.» Morley, Vatican Diplomacy and theJews During the Holocaust, 1939-1943, KTAV Publishing House, 1980, p. 128. 3. Lumen Gentium [constitución dogmática sobre la Iglesia], capítulo 2, The Documents of Vatican II, editado por Walter M. Abbott, S.J., Herder and Herder, 1966, pp. 14-24. Las notas del padre Abbott hacen hincapié en que el empleo de la expresión «pueblo de Dios» como definición de la Iglesia «coincide con un profundo deseo del Concilio de poner mayor énfasis en el lado humano y comunitario de la Iglesia que en los aspectos institucionales y jerárquicos, los cuales han sido resaltados ocasionalmente en el pasado por razones polémicas» (p. 24). Lo único cuestionable en esa frase, publicada en 1966, son las palabras «en el pasado». 4. Chester Gillis, Roman Catholicism in América, Columbia University Press, 1999,p. 187. 5. Harold E. Quinley y Charles Y. Glock, Anti-Semitism in América, The Free Press, 1979, pp. 97-107.

6. Pío XI, Mit Brennender Sorge [Con ardiente ansiedad]. —38— 7. Véase la nota a pie de página 8. 8. John M. Oesterreicher, «Declaration on the Relationship of the Church to Non-Christian Religions: Introduction and Commentary», Herbert Vorgrimier (editor), Commentary on the Documents of Vatican II, Herder and Herder, 1969, p. 65. 9. Ibíd. 10. Para el historial patrístico, véase Rosemary Radford Ruether, «The Adversus Juadeos Traditions in the Church Fathers: The Exegesis of Christian Anti-Judaism», en Jeremy Cohén, Essential papers on Judaism and Christianity in Conflict: From Late Antiquity to Reformation, New York University Press, 1991, pp. 174-192. Juan Crisóstomo, en la primera de sus ocho oraciones contra los judíos, escritas en Antioquía en 386-387, dijo que una sinagoga era peor que un templo pagano, pues es ahí «donde se reúnen los asesinos de Cristo, donde la cruz es desterrada, donde Dios es blasfemado, donde se desconoce al Padre, se ataca al Hijo y donde no prevalece la gracia del Espíritu Santo: donde los demonios son los mismos judíos» (PG 48.852). 11. Para el antisemitismo de Lutero, véase Mark U. Edwards, Jr., «Against theJews», y para el de Calvino, Salo W. Barón, «John Calvin and theJews», ambos en Cohén, op. cit., pp. 345-400. La teología antisemita de los teólogos de la Reforma durante el régimen de Hitler se encuentra en Roben P. Erickson, Theologians Under Hitler: Gerhard Kitel, Paul Althaus, and Emmanuel Hirsch,Yale University Press, 1985. 12. Charlotte Klein, Anti-Judaism in Christian Theology, versión inglesa de Edward Quinn, SPCK, 1978, pp. 100-101, citando las «Meditaciones sobre los ejercicios espirituales de san Ignacio», de Rahner. Un liberal protestante tampoco escapa al escrutinio de Klein: en un curso en 1933, Dietrich Bonhoeffer (quien luego denunciaría el Holocausto) dijo: «En la Iglesia de Cristo nunca hemos perdido de vista la idea de que el "pueblo elegido" que puso al Redentor del mundo en la cruz debe cargar con la maldición de sus actos a través de una larga historia de sufrimientos», Klein, p. 118. 13. Fierre Benoit, O.P, Exégése et Théologie, vol. 3, Editions du Cerf,1968,p.420. 14. Agustín, Narraciones sobre salmos 61.5 (PL 36.791). 15. Solomon Graycel, «The Papal Bull Sicut Judeis», Cohén, op. cit., pp.231259. 16. Ac 6.9-7.60, Flavio Josefo, Antigüedades judaicas 20.200. 17. Para un planteamiento ecuánime sobre los judíos y la muerte de Jesús, véase Raymond E. Brown, The Death ofthe Messiah, Doubleday, 1993, vol. l.pp. 328-397. —39—

18. Oesterreicher, op. cit-, p. 6. 19. History ofVatican II, Giuseppe Alberigo (editor), vol. 2, Orbis, 1997, pp. 44-46, 55 [Historia del Concilio Vaticano II, Ediciones Sígueme. S.A., 2000]. 20. Oesterreicher, op. cit., pp. 41-44. 21. Ibíd., pp. 83-85. 22. «Xavier Rynne» (F. X. Murphy), The Third Session: The Debates and Decrees of Vatican Council II, September 14 to November 21, 1964, Farrar, Straus & Giroux, 1965, pp. 261-262. 23. Oesterreicher, op. cit., pp. 40-47, 61-62. 24. Vorgrimier, op. cit., pp. 665-667. 25. Oesterreicher, op. cit., p. 128. 26. Rabino Polish, citado por Claud Nelson en la respuesta impresa después de Nostra aetate, en Abbott, op. cit., p. 668. -40-

2 Hacia el Holocausto Pío XI Uno de los intentos más tristes de revertir el terrible historial de la Iglesia con los judíos se produjo en el encuentro entre dos hombres bondadosos que trataron de hacer el bien en silencio, en medio de lo que parecía destinado a ser un momento histórico: el ocaso del verano de 1938, cuando la guerra de Hitler estaba por comenzar. Al toparse con las pontificales estructuras del engaño, les fue imposible hacerlo. Se trataba de un culto y generoso Papa, Pío XI, y un progresista jesuita estadounidense, John La Farge. Pío, que por aquel entonces contaba ochenta y un años, y cuyo expediente no había sido muy bueno en cuanto a la cuestión judía durante los diecisiete años de su pontificado, había quedado sinceramente escandalizado y molesto al ver la Declaración Racial, publicada por los profesores fascistas bajo la dirección de Mussolini el 14 de julio de 1938, y según la cual «los judíos no pertenecen a la raza italiana», que había sido declarada «una raza aria pura». El 6 de septiembre, en un espontáneo arrebato durante una audiencia con peregrinos, Pío sollozó al recordar los orígenes judíos de la Iglesia y dijo: «El antisemitismo es inadmisible. Todos somos espiritualmente semitas.»1 Las prefabricadas declaraciones del Papa no reflejaron esta sensibilidad. Incluso más tarde, el 10 y 11 de noviembre, cuando el gobierno de Mussolini promulgó leyes antisemitas más severas, la queja oficial del Vaticano se limitó a los aspectos de la ley que rompían los concordatos Iglesia-gobierno (excluyendo de la juris—41—

dicción de la Iglesia los matrimonios de judíos bautizados). 2 Ésta había sido la estrategia habitual de Pío en su trato tanto con la Alemania nazi como con la Italia fascista. Presentó una encíclica contra Alemania, Con ardiente ansiedad (1937), que logró introducir de contrabando en dicho país para que fuera leída simultáneamente desde los pulpitos católicos. En ella condenaba las medidas fascistas, aunque, de nuevo, sólo aquellas que rompían acuerdos con el Vaticano (sin mencionar el daño ocasionado a los judíos). 3 Sin embargo, Pío guardaba un secreto. Desde junio había estado preparando otra encíclica en la que atacaba directamente el antisemitismo. Es ahí donde entra John La Farge. La Farge, jefe de redacción de la revista jesuíta América, era un pionero de la lucha contra las leyes sureñas segregacionistas. Había escrito un libro atacando el racismo en el que se basaban dichas leyes, Interracial Justice (1937). En 1938, como parte de su labor en América, asistió al Congreso Eucarístico de Budapest y de regreso a casa hizo una breve escala en Roma. Durante su estancia en la residencia je-suita recibió un misterioso mensaje del Papa en el que le pedía que le llamara a su residencia de verano de Castel Gandolfo. Resulta que Pío había leído su reciente libro. El pontífice pasó la mayor parte de su vida previa al papado como director de dos de los archivos más grandes del mundo, la Biblioteca Ambrosiana y la del Vaticano en Roma, y toda su vida leyó de manera incesante, detenida y correcta, incluso después de cumplir ochenta años. Pío quería que La Farge le redactara una encíclica en la que hiciese un llamamiento a la justicia para la causa de los judíos europeos, sobre las mismas bases que La Farge había usado como abogado de los negros estadounidenses. Estaba decidido a buscar un nuevo enfoque, por lo que había salido de su círculo de consejeros habituales de Roma: «Simplemente diga lo que usted diría si fuera el Papa.»4 Pío habló con La Farge incluso antes de avisar al superior de éste, el formidable general de la Compañía de Jesús Wladimir Ledochowski, quien ya había ayudado al Papa en encíclicas anteriores. La Farge se sintió halagado aunque un poco abrumado por .la tarea que se le encomendaba. En una carta al asistente de su superior provincial en Nueva York le dice: «Francamente, estoy aturdido; lo único que puedo decir es que la Piedra de Pedro ha caído sobre mi cabeza.»5 Como es natural, le pidió 42-

ayuda al padre Ledochowski, y frustró sin querer la estrategia de pío de lograr un planteamiento más fresco del problema. Ledochowski pensó que a La Farge le vendría bien la ayuda de otros dos jesuitas —un alemán y un francés— con gran experiencia en la redacción de encíclicas. Ambos habían trabajado por separado en la encíclica social de Pío Quadragésimo Anno (1931), y el francés además había ayudado en la encíclica anticomunista del mismo Papa, Divini Redemptoris (1937). Así pues, La Farge fue a París a trabajar con quienes luego llamaría sus «dos Guses», Gustav Gundlach y Gustave Desbuqois. De julio a septiembre trabajaron en un texto titulado de manera provisional Humani Generis Unitas [«La unidad de la raza humana»] y elaboraron borradores en cuatro idiomas (latín, francés, alemán e inglés). Después de entregar su trabajo —no directamente al Papa sino al padre Ledochowski— no sucedió nada en mucho tiempo. El padre Gundlach, frustrado por el silencio, empezó a sospechar un sabotaje por parte de «nuestro jefe» (el general de los jesuítas). Más tarde se enteraron de que Ledochowski le había pasado el borrador a otro jesuíta para corregirlo, Enrico Rosa, redactor jefe de Civilta Cattolica, el periódico de la Compañía, dirigido en estrecha colaboración con el Vaticano. Luego, circularon rumores que decían que el borrador habría llegado por fin a un Pío enfermo un mes antes de su muerte, en febrero de 1939. Después, el Vaticano afirmó que Pío XII, el sucesor de Pío XI, sabía del borrador e incluso utilizó algunos de sus elementos en sus propias declaraciones papales, pero no en ninguna que condenara directamente el antisemitismo. Si fuera por lo que el mundo supo de él, el proyecto de la encíclica pudo no haber existido. El Papa había impuesto secreto al proceso de redacción, y el padre Ledochowski no faltaría al interdicto, incluso después de fallecido Pío XI (y el proyecto). Los biógrafos de Pío XI no supieron nada de su esfuerzo por llamar la atención sobre el espantoso destino de los judíos. Ni siquiera en la autobiografía de La Farge, The Manner is Ordinary, publicada en 1954, figura mención alguna del intento de Pío de ayudar a los judíos. El mundo no se enteraría de la encíclica que pudo haber sido y no fue sino treinta años más tarde. Algunas personas que trabajaron en los artículos de La Farge y Gundlach en los años setenta desenterraron los rastros del proyecto de la encí-43.

clica e intentaron buscar más información al respecto. La versión francesa del borrador desapareció misteriosamente de los documentos de La Farge, no sin que antes se hiciera una copia de la misma en microfilme. El borrador alemán estaba en los documentos jesuítas en la provincia de Gundlach, pero a los investigadores se les negó el acceso a ellos. El Vaticano reconoció tener una copia de la versión en latín (la que vio Pío XII), pero no la publicó. Las dos personas que rastrearon las pruebas con más empeño, Georges Passelecq y Bernard Suchecky, recopilaron en un libro lo que se logró descubrir del borrador en francés y de las cartas encontradas entre los documentos de La Farge. El libro fue publicado en Francia en 1997, acompañado de un recuento de las frustraciones que impidieron mayores descubrimientos, bajo el título de Encyclique cachee de Pie XI, y traducido al inglés ese mismo año [La encíclica de Pío XI que Pío XII no publicó}. ¿Qué fue lo que provocó el aborto de esta encíclica preparada con tanto cuidado y potencialmente histórica? Cuando se supo de ella, muchos expresaron su pesar por no haberla visto aparecer en 1939; aunque otros, considerando los defectos de la redacción y preguntándose qué correcciones se le habrían hecho antes de su promulgación oficial (en manos del padre Rosa, de miembros de la curia y del secretario de Estado de Pío, Eugenio Pacelli), no lamentaron que así hubiera sido. Es cierto que el borrador tenía defectos, incluso tal como salió de la mano de sus tres autores. Pero si algo como la severa condena del antisemitismo hubiera sido adoptado por el pontificado en los últimos meses de Pío XI —una condena que todavía faltaba en el historial del papado—, a Pío XII le habría sido mucho más difícil mantener sus ambigüedades y silencios sobre el Holocausto ya en curso. De hecho, preservar esa ambigüedad para los futuros pontífices fue una razón encubierta para la eliminación de la encíclica. De todas formas, el proyecto de la encíclica estuvo condenado desde sus inicios, no porque quienes la redactaban no quisieran hacer algo por el destino de los judíos, sino porque ninguno de ellos pudo escapar de las estructuras de engaño levantadas a su alrededor durante su trabajo. Todos menos La Farge tenían trapos sucios que ocultar en relación con los judíos, empezando por el mismo Papa. En 1928, sexto año de su pontificado, el Papa supri—44—

mió una organización católica, los Amigos de Israel, quienes, en pro de la reconciliación con los judíos, trataron de cambiar el rumbo de viejas actitudes asumidas por la Iglesia. El grupo abogaba por la eliminación de la teoría del deicidio, de la maldición sobre los judíos y del asesinato ritual. El decreto papal de supresión decía que el programa de la organización no reconocía «la continua ceguera de este pueblo», y que los Amigos no le otorgaban a la Iglesia crédito alguno por la forma en que había «protegido a ese pueblo de persecuciones injustas». Los planteamientos de los Amigos eran «contrarios al sentido y espíritu de la Iglesia, al pensamiento de los santos Padres y a la liturgia». 6 Hemos visto en el capítulo anterior las atrocidades que los «santos» Padres de la Iglesia dijeron de los judíos (como ejemplo: Juan Crisóstomo declaró que los judíos eran demonios), pero ¿qué significaba «contrarios a la liturgia [católica]»? Sin duda se referían a las notorias palabras «los pérfidos judíos» mencionadas en la liturgia de Semana Santa; palabras pronunciadas por la Iglesia hasta la época de Juan XXIII, quien finalmente las eliminó. Los comentarios católicos sobre el decreto de supresión de los Amigos de Israel se basaban en que era ilegítimo «ocultar el papel desempeñado por Israel respecto a Cristo»; ignorar «el castigo divino de la destrucción de Jerusalén», negar «los largos siglos de incredulidad [judía]», y mostrarse irrespetuoso por las escrituras de los Padres de la Iglesia.7 Sabemos que La Farge no desconocía este decreto de suspensión, pues se cita en el borrador de la nueva encíclica, y por una triste razón: el decreto alegaba que su propio acto no era antisemita, aduciendo la distinción entre opiniones religiosas y antisemitismo secular, en el mismo estilo de limpieza de fachada que vimos en Nosotros recordamos. Pero incluso esta renuncia pro forma al antisemitismo era la única que los artífices de la nueva encíclica podían atribuirle a un Papa. El mero hecho de citar esta renuncia fuera de contexto —sugiriendo que, así aislada, expresaba una sincera y arraigada posición papal— no era inocente y muestra hasta qué punto es fácil que las estructuras del engaño puedan sesgar argumentos que fueron escritos para expresar actitudes oficiales de la Iglesia adoctrinante. Habida cuenta de su participación en este decreto, el expediente de Pío XI hasta 1939 no prometía una oposición particularmen-45

te radical a la persecución de los judíos, no porque la aprobara, sino porque estaba demasiado preocupado por lo que él veía como la persecución de los católicos a manos del mundo moderno. Pío heredó el problema del Estado Vaticano legado por Pío IX (18461878). Cuando la unificación de la Italia moderna le arrebató a la Iglesia sus dominios temporales en Italia (1871), el nuevo gobierno italiano le garantizó al Papa independencia dentro de su palacio amurallado y en los terrenos de la basílica (el actual Estado del Vaticano), y le ofreció indemnización financiera por las tierras expropiadas. Pío IX acusó de ilegítimo al nuevo Estado y rechazó las condiciones y la recompensa. Se calificó a sí mismo como «prisionero en el Vaticano», y prohibió a los católicos tener relación alguna con el poder usurpador: ni siquiera podían votar en las elecciones italianas, so pena de excomunión. Los sucesores de Pío (León XIII, Pío X y Benedicto XV) fueron retirándose lentamente de los puntos más extremos de esta política de distanciamiento respecto del gobierno italiano. Para cuando Pío XI llegó al papado, las relaciones todavía no se habían reanudado de manera formal. Sin embargo, en 1937, en un momento en que Mussolini quería que la Iglesia aprobara sus acciones, Pío firmó el Tratado de Letrán, por el que el Vaticano reconocía la legitimidad del gobierno italiano, y el gobierno le pagó al Vaticano la indemnización por los dominios perdidos (aunque un importe inferior al que en un principio se le había ofrecido a Pío IX en 1871). 8 Al mismo tiempo, Pío firmaba un acuerdo en el que definía a la Iglesia como políticamente neutral en Italia, aunque se • reconocía el catolicismo como la religión oficial del Estado, con derechos sobre el matrimonio y la educación de los hijos. A Pío le gustó la idea de estos acuerdos. Firmó otros similares con México, España y Alemania, mediante los cuales se concedía a la Iglesia una esfera de libertad en lo que se percibía como el mundo hostil de los Estados seculares. La Iglesia renunció a la acción política directa, que reemplazó con la «Acción Católica» (dedicada principalmente al trabajo de evangelización con las organizaciones juveniles y piadosas). Esta retirada de la política para proteger el reino espiritual de la Iglesia afectó a los líderes de partidos católicos —don Luigi Bosco, en Italia; Gil Robles, en España; y el Partido Central, en Alemania— y facilitó el ascenso del -46-

fascismo en dichos países. A Pío XI no le preocupó mucho, pues ya albergaba un recelo antidemocrático hacia los parlamentos, otro legado de Pío IX (véase capítulo 10). Ratti, como buen bibliotecario que era, se apoyó en documentos de acuerdos vinculantes con jefes de Estado, más que en las promesas electorales que bailaban al son del humor cambiante «del pueblo». Cada vez que protestaba por el crecimiento del totalitarismo en España, Italia o Alemania, lo hacía en referencia a las violaciones de los concordatos que había suscrito con ellos, lo que significa que él defendía sólo aquellos derechos de los católicos especificados en los acuerdos. Eugenio Pacelli, el futuro Pío XII, había sido nuncio papal en Alemania y, como secretario de Estado, redactó el concordato alemán. Fue particularmente cuidadoso con su obra y ayudó a que la protesta de Pío XI contra su transgresión (Con ardiente ansiedad) entrara subrepticiamente en el país germano. Su actitud como diplomático consistía en demostrar que el Vaticano estaba en todo su derecho legal —si no el único permitido por el acuerdo— cuando criticaba incumplimientos concretos de los compromisos por parte de los gobiernos. El resultado fue una apretada vigilancia de la red de disposiciones que figuraban en los acuerdos, lo que más tarde se conocería como la lucha de la Iglesia contra el totalitarismo. Si Pío XI atacaba a algún gobierno en particular en términos que fueran más allá de los concordatos, estaría poniendo en peligro la política de acuerdos con otras potencias. Cuando los gobiernos evaluaron esta situación, como era de suponer que hicieran, se dieron cuenta de que lo que para ellos era una telaraña podía ser una cota de malla para el Vaticano, que seguía depositando todas sus esperanzas en ese fino e ingenioso tejido de tratos, satisfactorio para el bibliotecario que maneja sus papeles cual raros documentos guardados durante décadas con esmero, y para el legalista secretario de Estado que estira sus disposiciones con sutileza. Tal enfoque ya había evitado conflictos con los gobiernos en asuntos como la persecución de los judíos, en especial cuando dicho enfoque se reforzó con dos factores: la actitud del Vaticano hacia el bolchevismo en general y hacia la supuesta afinidad de los judíos con el bolchevismo. El cardenal Pacelli era el principal precursor de la opinión del Vaticano que consideraba que el bolche—47—

vismo representaba la amenaza más seria a la que se enfrentaba la Iglesia en el mundo moderno. Quizá los nazis corrompieran las Iglesias, pero las dejaban existir. Los bolcheviques las abolían por completo. Incluso cuando el nazismo se empezó a ver como un mal, seguía siendo no sólo el mal menor sino un baluarte contra el mayor. Esto ocasionó que las críticas a Alemania, si se hacían, fueran cautas y negociadoras, Esta cautela se aplicaba en particular a los judíos, pues se sospechaba de ellos como íntimos partícipes de los conciliábulos del socialismo internacional (a pesar de su persecución en Rusia). Como prueba de esta obsesión del Vaticano, no hace falta ir más allá del borrador de la encíclica de Pío XI; Humani Generis Unitas, que en teoría defendía a los judíos, tiene un pasaje donde se mete a los judíos en el mismo saco que a las almas descarriadas y llevadas «a aliarse con quienes de manera activa promueven movimientos revolucionarios que aspiran a destruir la sociedad borrando de la mente de los hombres el conocimiento, la reverencia y el amor a Dios».9 ¿Cómo puede un pasaje así tener cabida en un documento supuestamente contrario al antisemitismo? Muy sencillo. El padre Ledochowski se aseguró de que así fuera cuando escogió como colaboradores de La Farge a quienes él consideraba «de fiar». Al fin y al cabo, Desbuquois había ayudado a Pacelli en la encíclica anticomunista, Divini Redemptoris, y Gundlach había escrito un párrafo sobre el «antisemitismo permisible» en Teología y léxico eclesiástico de 1930. En él indica que el antisemitismo es condenable sólo cuando es «político-racial», no cuando es «políticogubernamental». Los judíos no deben ser discriminados sólo por ser judíos. Pero los gobiernos tienen que protegerse de los judíos «"asimilados", quienes, en su mayoría, se han dado al nihilismo moral y, desprovistos de todo lazo de tipo nacional o religioso, operan tanto en el campo de la plutocracia mundial [esto es, los judíos banqueros] como en el del bolchevismo internacional, dando así rienda suelta a los rasgos más oscuros del alma del pueblo judío desterrado de su patria». Está claro que Gundlach pensó que ésa no era una actitud peyorativa, pues trataba de igual forma «tanto a las sabandijas semitas como a las "arias"». Además, los judíos tendían a ser, encima de radicales, libertinos, y con ello obligaban —48—

a Gundlach a proclamar un antisemitismo «asociado al avance de la decadencia moral (la disminución de nacimientos)».10 Que un sacerdote que se refiere a seres humanos como sabandijas sea reclutado como paladín de los derechos humanos en nombre del Papa es un claro indicador de la actitud del Vaticano hacia los judíos en la década de los treinta. Gundlach tampoco escondió sus opiniones en el texto creado por él y sus compañeros jesuítas. He aquí otras partes de la «encíclica oculta»: Aunque injusta y despiadada, esta [actual] campaña contra los judíos ha tenido al menos una ventaja, si puede llamarse así, sobre la lucha racial, pues recuerda la verdadera naturaleza, la. auténtica base de la separación social de los judíos del resto de la humanidad [...]. [El Salvador] fue rechazado por ese pueblo, violentamente repudiado y condenado por el más alto tribunal de la nación judía como un criminal, de común acuerdo con las autoridades paganas [...]. El acto por el que el pueblo judío llevó a la muerte a su Rey y Salvador fue, en el fuerte lenguaje de san Pablo, la salvación del mundo. Por otra parte, cegados por una visión de provecho y dominio nacional, los israelitas perdieron lo que ellos mismos habían salvado.11 De esta manera se pedía a Pío XI que abrazara la causa de los judíos, que no debían ser perseguidos a pesar de haber matado a Cristo. Más adelante, en otra triste ironía, la encíclica inspirada en los argumentos de La Farge contra la segregación de los negros en el sur de Estados Unidos pasa a abogar por la segregación de los judíos: Como resultado del rechazo del Mesías por Su propio pueblo, y de Su correspondiente aceptación por el mundo de los gentiles, que no era partícipe de las promesas hechas a los judíos, encontramos una animosidad histórica del pueblo judío para con el cristiano [la culpa la tienen las víctimas], que creará una tensión perpetua entre ambos [...] [así, la esperanza de la Iglesia en los judíos] no la ciega a los peligros espirituales a que —49—

se exponen las almas por el contacto con los judíos, ni hace que ignore la necesidad de salvaguardar a sus hijos del contagio espiritual [...]. Del mismo modo en que la Iglesia ha alertado contra el exceso de familiaridad con comunidades judías, que puede llevar a costumbres y formas de pensar contrarias a las normas de la vida cristiana.12 Cuando el borrador de la encíclica salió a la luz hacia 1970, estos pasajes hicieron que mucha gente sintiera alivio por no haberla visto nunca editada. Alimentaba viejos prejuicios a la vez que denunciaba nuevas persecuciones. El padre Johannes Nota, un jesuíta alemán, escribió: «Imaginemos estas palabras de nuevo en el contexto de la legislación racista adoptada en la Alemania de aquellos tiempos. Sólo cabe decir: "Gracias a Dios que este borrador siempre fue un borrador."»13 De hecho, la vergüenza por estos pasajes puede explicar por qué el Vaticano y los jesuítas han rehusado cooperar para que toda esta historia salga a la luz, denegando el acceso al borrador de Gundlach, y posiblemente a otras notas y cartas comprometedoras. No obstante, es difícil que ésta haya sido la causa de su fracaso en 1938. El factor clave en este descarrilamiento fue la petición del padre Ledochowski al redactor jefe de Civilta Cattolica de corregir el borrador elaborado en París. Tanto la revista como los redactores a los que recurriera Ledochowski distaban mucho de mostrar simpatía por los judíos entre 1920 y 1930 (el período del mandato de Ledochowski). En un artículo de 1920 se hablaba de los judíos como «ese asqueroso elemento [...] ávido de dinero [...] deseoso de proclamar la república comunista mañana». La sinagoga estaba «exhortando a esta multitud de partidos, ligas y logias [masónicas]» a crear una revolución universal. Un artículo de 1936 citaba a un jesuíta francés para demostrar que los judíos «sólo estaban dotados con las cualidades propias de los parásitos». Una serie de artículos de 1937 abundaba en el tema de los judíos como «cuerpos extraños que irritan y provocan la reacción del organismo que han contaminado». En 1938 se comentó que Hungría podía ser salvada de la influencia de los judíos, «desastrosa para la vida religiosa, moral y social del pueblo húngaro», sólo si «el gobierno prohibía la entrada de extranjeros [judíos] en el país». Al —50—

final, el mismo padre Rosa, a quien el General de los jesuítas entregó el borrador de Humani Generis Unitas para su corrección, respaldó estos sentimientos en un artículo anterior de Civilta Cattolica: La igualdad que los sectarios anticristianos le han garantizado a los judíos, allí donde ha sido usurpado el gobierno del pueblo, ha tenido el efecto de unir el judaismo y la masonería en la persecución de la Iglesia católica y de elevar a la raza judía por encima de los cristianos, tanto en el poder oculto como en la opulencia manifiesta.14 Sugiero leer estas palabras de nuevo y recordar que fueron escritas en septiembre de 1938, cuando se estaba acosando, expulsando y aterrorizando a los judíos justo al otro lado de las murallas-del Vaticano. De hecho, ocurrió tres semanas después de que los italianos marcaran a todos los judíos extranjeros para su expulsión (y dos semanas después de que Pío XI dijera: «Todos somos espiritualmente semitas»). Es más, era el preciso momento en el que entregaban el borrador de la encíclica al padre Ledochowski, quien casi de inmediato se lo dio al autor de estas mismas palabras. Podemos entonces estar seguros de que la encíclica no fue desviada por el padre Ledochowski porque los autores —¿principalmente Gundlach?— hubiesen sido demasiado duros con los judíos. Fueron las ideas liberales, que se hacían eco del anterior libro de La Farge, las que atemorizaron a los jesuítas del Vaticano. Ledochowski retrasó la entrega de la encíclica (si es que no la evitó) al hombre que la había encargado, aunque la recibiera de las manos del hombre a quien se le encargó. El Papa estaba viejo y enfermo. El retraso en ese momento era crítico por su salud y por la situación del mundo: Hitler y Mussolini alcanzaban nuevos niveles de connivencia en el manejo de los judíos. No era momento para dudar o atrasar, a menos que hubiese intención de sabotaje. Y, por supuesto, Ledochowski la tenía. No es difícil reconstruir su razonamiento. Tenemos un Papa viejo y a punto de morir. Se había salido de los canales normales para hacerle un encargo a un estadounidense inexperto, y aunque Ledochowski siempre había controlado lo que La Farge hacía y con quién, el americano sin —51—

embargo elaboró un borrador que presentaba al Papa atacando a los gobiernos que perseguían a los judíos: Queda claro que la lucha por la pureza racial es sólo y en definitiva la lucha contra los judíos. Salvo por su crueldad sistemática, esta lucha no se diferencia, en cuanto a motivos reales y métodos, de las persecuciones llevadas a cabo contra los judíos en todas partes y desde la antigüedad.15 Estas palabras activaron todas las alarmas en el Vaticano. Hemos visto cómo reaccionaron los obispos un cuarto de siglo después, en el Concilio Vaticano II, cuando salió a colación el tema de las persecuciones en el pasado. Se trataba de un asunto en el que las autoridades no querían entrar; y mucho menos, para asociar las actividades nazis del momento con represiones «desde la antigüedad». Además, darle relieve al trato dispensado a los judíos iba en contra de la estrategia seguida por Roma, que consistía en hablar solamente de derechos generales para todos los pueblos o de los derechos católicos específicamente contemplados en diversos concordatos. El padre Ledochowski se tomó la libertad de impedir la puntual entrega de la encíclica al Papa. ¿Por qué cargar al siguiente Papa con la responsabilidad de la embestida errática y enfermiza de un moribundo, ajena a las políticas ya comprobadas por la institución? Quienes conocían el Vaticano desde dentro (y Ledochowski era de los más íntimos) tenían claro que Pacelli iba a ser el siguiente Papa —saldría electo en un cónclave de un solo día el 2 de marzo de 1939 —; toda la estructura diplomática del Vaticano en la última década había sido su creación. No sería extraño que Ledochowski hubiera consultado a Pacelli sobre la conveniencia de someter la encíclica a otra ronda de correcciones a cargo de una persona fiable como Rosa. El general de los jesuítas había trabajado con Pacelli en otras encíclicas. ¿Fue quizá la participación de Pacelli la causante de la desgana mostrada por el Vaticano en revelar cualquier información bajo su custodia sobre el destino de Humani Generis Unitas En todo caso, la suerte estaba echada contra el esfuerzo de Roma por oponerse a la persecución de los judíos, que pronto se con•52.

vertiría en el Holocausto. El papa Ratti deseaba sinceramente decir la verdad, y probablemente lo habría hecho de no ser por una razón: él era el Papa, y eso puede ocasionar que decir la verdad resulte imposible. Ni siquiera el extraño que llegó a esta tarea con las manos limpias fue capaz de elaborar un documento libre de racismo, de mala teología, de histeria anticomunista y de segregación. Hasta donde conocemos el historial incompleto ahora visible, él no protestó por lo que sus colaboradores añadieron sobre la «contaminación» judía. ¿Cómo podía cuestionar a sus superiores, o a los hombres que habían escrito los textos del Papa en otras ocasiones —o las palabras del mismo Papa llamando a los judíos asesinos de Cristo—, en el documento que sabemos que leyó durante la redacción del borrador de la encíclica, el decreto de disolución de los Amigos de Israel? Con la apertura que suponía el encargo a La Farge, Pío, en lugar de romper las amarras, arrastró al estadounidense a las estructuras del engaño que caen sobre aquellos que tratan de decir la verdad en el Vaticano. La convicción del Vaticano de que los judíos estaban aliados con el socialismo internacional, el secularismo, el racionalismo, la banca, el libertinaje y el control de la natalidad —con la modernidad como un todo, tal como había sido definida de modo peyorativo en el siglo xix — era otro legado de Pío IX, cuya presencia en el Vaticano aún no se ha difuminado. Pío IX Pío IX —Pió Nono para los italianos— trazó la línea de oposición contra la modernidad en 1858, el decimosegundo año de su reinado, que duró cuarenta y dos años. Fue el año en que secuestró en Bolonia a un niño judío de seis años, lo llevó a Roma y lo retuvo allí. La acción de Pío, un pontífice hasta entonces popular, levantó airadas protestas en todo el mundo, incluso entre algunos católicos. Pero Pío afirmó que eso era justamente una señal de que los amigos de los judíos odiaban a los cristianos. Civilta Cattolica reseñó en aquel entonces un diálogo en el que un pastor extranjero le contaba a Pío que el mundo moderno en su totalidad clamaba por el regreso del niño judío. «Lo que usted llama el mundo —53—

moderno —respondió Pío— es simplemente la masonería.»"' Un prominente periódico católico, L'armonia della religione colla civilta (La armonía de la religión con la cultura), hizo aún más espectacular la vinculación entre judíos y revolucionarios en un artículo sobre el caso titulado: «Los judíos de Bolonia y las bombas de Giuseppe Mazzini.»17 El propio Pío le comentó al redactor jefe de un periódico católico simpatizante que el «alboroto» por el niño judío lo estaban causando «los librepensadores, los discípulos de Rousseau y Malthus [este último, un malvado por fomentar el control de la natalidad]». 18 ¿Cómo entró un Papa del siglo XIX en el negocio del secuestro? Sucedió porque una joven cristiana del Estado pontificio de Bolonia les dijo a sus amigos que había bautizado en secreto a un niño enfermo, Edgardo Mortara, hijo de los señores judíos para los que trabajaba como asistenta. El niño tenía sólo un año en ese entonces. La Inquisición de Bolonia investigó el asunto, casi con toda probabilidad a instancias de Pío IX, según la biografía de Pío de tres volúmenes escrita por Giacomo Martina, S. J. 19 Cuando se decidió dar crédito a lo que contaba la mujer, a pesar de las insuficiencias de su relato, se mandó a la policía a separar al niño (ya de seis años) de sus padres. Bolonia todavía formaba parte del dominio temporal del Papa, por lo que la policía estaba bajo su mando. Cuando se llevaron al niño, la policía ni siquiera se molestó en explicar a los padres el motivo de la captura, al principio, los Mortara no tenían forma de refutar la historia contada sobre su hijo, puesto que ni siquiera sabían cuál era esa historia. Hubieron de investigar por su cuenta para dar con la mujer que había testificado en secreto ante la Inquisición. Por aquel entonces, Edgardo ya había sido enviado a Roma, donde el Papa lo recibiría cariñosamente y le diría que iba a ser educado como cristiano. Cuando los padres de Edgardo fueron de Bolonia a Roma para recogerlo, se les permitió visitar a su hijo en el palacio Esquilino, pero no llevárselo. Civilta Cattolica informó de que cuando la madre de Edgardo vio a su hijo con la medalla mariana colgada al cuello se la arrancó con desprecio, lo cual la delataba como madre inadecuada.20 El Papa aseguró que estaba defendiendo valores espirituales contra un mundo secular indiferente a los asuntos de fe: no podía —54—

confiarse la educación de un niño cristiano a unos padres judíos. Civilta Cattolica predijo que si el niño volvía sería presionado por su familia para renunciar a la fe (como si en el Esquilino no le estuvieran presionando para inculcarle la fe). Incluso podría ser torturado, sugirió el jesuíta autor del artículo: «¿Sería justo y caritativo colocar a este niño inocente en semejante cruz?» 21 Al evocar la imagen de un niño crucificado, el artículo estaba hurgando en la antigua y perversa tradición de acusar a los judíos de asesinatos rituales de niños cristianos y, qué duda cabe, la acusación cobró nueva vigencia con el caso Mortara. El periódico Il Cattolica publicó las siguientes líneas: «Mientras la prensa libertina armaba tanto alboroto contra el Papa por el caso del niño Mortara, se cometía el más horrible asesinato de un niño cristiano a manos judías en Folkchany, una ciudad moldavovalaca.» Un niño de cuatro años había sido encontrado muerto a causa de múltiples heridas. Esa era la prueba, decía // Cattolica: «El tipo de tortura es muy parecido al de Nuestro Señor, así que no nos confundirán en cuanto a la intención de los más asesinos entre los asesinos.»22 Otros periódicos mencionaron la historia, pero olvidaron señalar que, tiempo después, se había descubierto que un tío del niño había sido el asesino. Algunos católicos no estaban convencidos de que el Papa estuviera en lo correcto al retener a un niño contra la voluntad de sus padres. Hasta Tomás de Aquino había dicho que los niños no debían ser bautizados sin el consentimiento de sus padres, que tienen la autoridad inmediata sobre ellos (ST 3 q 68,10 ad 2). Pero Pío era insensible a los argumentos. Cuando un católico le escribió una respetuosa carta sugiriendo que Edgardo debía ser devuelto a sus padres, el Papa garabateó al pie de la misma: «Aberraciones de un católico... que no se sabe el catecismo.»23 Cuando su propio secretario de Estado, el cardenal Antonelli, sugirió que Pío podía estar alejando a otros países por el uso tan arbitrario del poder, el Papa respondió que a él no le importaba quién estuviera en su contra: «Tengo a la Santísima Virgen de mi lado.» Al embajador de Francia le comentó que los Mortara se habían buscado el problema por emplear ilegalmente a una cristiana como sirvienta. 24 A otros emisarios que acudieron a hablar de Mortara, el Papa les señalaba la imagen de Cristo crucificado mientras declaraba: «Confío en Ese de ahí.» 25 55-

El Papa, que realmente amaba a los niños, mimaba al pequeño Edgardo, que estaba deslumhrado, como cualquier niño, por las carrozas y soldados, las vestiduras y el esplendor del palacio. Incluso una vez inscrito en un colegio religioso, solía visitar a su «padre» en el Esquilmo. Más tarde recordaría cómo el Papa «jugaba conmigo como un buen padre, me ocultaba bajo su gran capa roja y preguntaba con simpatía: "¿Dónde está el niño?", para luego abrir la capa, descubriéndome ante los espectadores». 26 Cuando Edgardo se dio cuenta de las críticas dirigidas al pontífice, Pío le dijo: «Hijo mío [...] me has costado caro y he sufrido mucho por ti.» A otras personas les comentó: «Tanto los poderosos como los impotentes trataron de quitarme a este niño.» El se mantuvo firme porque «yo también soy su padre».27 Cuando las delegaciones de la comunidad judía de Roma fueron a suplicarle al Papa, éste perdió ante ellos su proverbial templanza y los acusó de «levantar una tormenta en toda Europa con este caso Mortara». A un líder judío le espetó: «¡Loco! ¿Quién eres tú?» A otro le dijo: «Baje la voz. ¿Olvida usted ante quién está hablando?» Dado que, en sus liberales primeros tiempos como Papa, Pío había eximido a los judíos de Roma de algunos requisitos (como la asistencia obligatoria a sermones proselitistas), ahora les imprecaba: ¡Supongo que éste es el agradecimiento que recibo por todos los beneficios que os he dado! Tened cuidado, pues yo podría haberos hecho daño, podría haberos hecho volver a vuestro agujero. Pero no os preocupéis: mi bondad es tan grande, y es tan fuerte la piedad que siento por vosotros, que os perdono. 28 Sir Moses Montefíore, distinguido filántropo británico y judío, siendo ya anciano hizo un viaje especial a Roma para implorarle a Pío, pero fue desairado.29 En Inglaterra y en Estados Unidos, la situación de Edgardo fue aprovechada por los anticatólicos para desacreditar a la Iglesia. El caso fue lo bastante importante como para generar treinta y un artículos en el Baltimore American, veintitrés en el Milwaukee Sentinel y más de veinte en The New York Times. The New York Herald dijo que el interés por el caso —56—

había alcanzado «dimensiones colosales». Se presionó al presidente James Buchanan para que denunciase públicamente la captura del chico. Se vio obligado a responder que no podía mediar en los asuntos internos de otro país.30 Lo paralizó el hecho de que en Estados Unidos, en 1858, dos años antes de estallar la guerra civil, todavía muchos niños eran separados de sus padres en los estados esclavistas del sur del país. La protesta internacional puso en aprietos al gobierno francés, cuyas tropas ocupaban Roma en apoyo al Papa contra sus propios rebeldes. Los franceses no querían que se les viera como cómplices de ese crimen, y su embajador analizó con el líder nacionalista italiano, Gamillo di Cavour, la idea de acabar con la crisis secuestrando de nuevo al chico.31 En 1864, seis años después del secuestro de Edgardo, un niño judío de nueve años, Giuseppe Coen, fue bautizado en Roma sin el permiso de sus padres y apartado de ellos. Esto renovó la indignación que provocara el caso del niño Mortara, en tal medida que algunos afirman que contribuyó a la pérdida de las propiedades temporales del Papa en 1870, pues algunos alegaron que un gobierno capaz de hacerle eso a los niños no podía contar con el apoyo de aliados civilizados. Cuando los franceses retiraron sus tropas de Roma, con lo que precipitaron la caída de Pió Nono, tenían otras razones para hacerlo, pero tampoco sintieron remordimiento alguno por dejar de apoyar el desacreditado régimen papal. Los países católicos fueron los más avergonzados por el asunto. El embajador austríaco escribió: «Italia [el gobierno secular triunfante] debería estar levantando arcos de triunfo en honor de este pequeño judío [Coen].» 32 La palpable unanimidad de las naciones hizo que Pío le reclamara a Edgardo en 1867: Tu caso levantó una tormenta mundial contra mí y contra la sede Apostólica. Gobiernos y pueblos, tanto los dirigentes del mundo como los periodistas, que son los que de verdad tienen el poder en estos tiempos, me han declarado la guerra. Hasta los monarcas han entrado en combate contra mí, y a través de sus embajadores me han inundado de mensajes diplomáticos, y todo esto lo has provocado tú. Mientras tanto, nadie se ha preocupado por mí, padre de todos los creyentes.33 •57-

Pío se sintió recompensado; no sólo por la «persecución», que lo igualó con su Salvador, sino por el hecho de que Edgardo completó su educación católica, entró en el seminario y se ordenó sacerdote. Pío arremetió entonces con renovadas acusaciones contra el «mundo moderno». Presentó su funesto Syllahus errorum el mismo año que Coen fue secuestrado, y cinco años más tarde convocó un concilio ecuménico para declararse infalible (véase capítulo 12). Ya no eran los gobiernos seculares quienes le acusaban de despotismo, sino un católico tan leal como John Henry Newman, quien, en 1870, escribió: «Hemos alcanzado un climax de tiranía. No es bueno que un Papa reine veinte años» (N 163). El ambiente creado por Pío Nono no se disipó en Roma en el tiempo que transcurrió entre su reinado y el de Pío XI. De hecho, Pío X instituyó una política de acoso y derribo contra los intelectuales católicos que luego fue calificada de macartismo teológico, por acusar a sus propios sacerdotes de haberse rendido ante el racionalismo moderno. Y el periódico jesuíta del Vaticano no dejó de tocar sus tambores de guerra contra los judíos acusándolos de portavoces de la modernidad. En 1886 se publicó un artículo en el que se alegaba que «los judíos siempre han perseguido a los cristianos». En 1892, el periódico acusó a los judíos de «una guerra implacable y despiadada contra la cristiandad, en particular contra el catolicismo, además de una arrogancia desbocada en la usura, en los monopolios y en una serie de robos de todo tipo en perjuicio de la misma gente que les otorgó la libertad civil».34 El padre Rosa defendía los artículos de 1890 de Civiltá sobre los judíos justo cuando estaba a punto de recibir el borrador de la encíclica Hu-mani Generis Unitas de su superior jesuita. Éste era el tipo de lenguaje grosero que fluía del Vaticano en un raudal continuo incluso cuando Pío XI trató de apartarse del histórico proceder de la Iglesia. Un corte semejante no se consigue fácilmente, en ninguna institución, y menos en una que proclama nunca haber estado equivocada, nunca haber perseguido, nunca haber cometido injusticias. Dado que hay tamo para esconder, el impulso de seguir escondiendo se vuelve imperativo, automático, casi inevitable. Las estructuras del engaño nunca fueron más opresivas: el producto acumulado de todas las evasivas pasadas, las explicaciones falsas, los rechazos categóricos, profesiones, deferen-58-

cias, beaterías, trucos, deslices y cobardías. Se ha pensado, sin duda alguna, que dejar escapar la verdad a través de esta intrincada trama, esta criba de deflectores, celosías y postigos, pondría a la Iglesia en un aprieto. Pero seguir eludiendo la verdad es aún más complicado, y un crimen: un insulto a aquellos que han sido agraviados y cuyo agravio no será reconocido. Cuando la verdad se mantiene patente en el umbral, el instinto aconseja encerrarse tras la puerta y no mirar afuera. Esto no es sino encarcelarse en la oscuridad al tiempo que se hace un flaco favor a la luz del mundo.

NOTAS 1. Georges Passelecq y Bernard Suchecky, The Hidden Encyclical of Pilis XI, traducido del francés al inglés por Steven Rendall, con prólogo de Garry Wills, Harcourt Brace & Company, 1997, pp. 138139. [Un silencio de la Iglesia frente al fascismo: la encíclica de Pío XI que Pío XII no publicó, traducido por Isabel González-GallarzayJosé M. López Vidal, Promoción Popular Cristiana, 1997.] 2. Ibíd.,pp. 144-151. 3. Ibíd., pp. 101-110. Se menciona a los judíos sólo cuando se afirma el derecho de los católicos a enseñar el Antiguo Testamento, y aquí figura la desafortunada referencia a los judíos como «el pueblo» que mató a Cristo. Véase cap. 1, nota. 4. Ibíd., p. 36. 5. Ibíd, p. 37. 6. Ibíd, pp. 97-98. 7. Ibíd., pp. 98-99. Las citas vienen de un artículo aparecido en la Nouvelle revue théologique, donde se publicó el texto del decreto en latín. El comentario es del padre jesuíta Jean Levie. 8. Mussolini deseaba tanto la aprobación de la Iglesia hacia 1935 que se pasó casi a la derecha del Papa en algunas declaraciones, al ¡legalizar el divorcio, la contracepción y el aborto, además de las penalizaciones legales para todo aquel convicto por adulterio, sífilis o impudor. Dennis Mack Smith, Mussolini, Alfred A. Knopf, 1982, pp. 159-161. 9. Passelecq y Suchecky, op. cit, Humani Generis Unitas, párr. 1.142, p.252. •59-

10. Ibíd, p. 48 (Lexicón für Theologie und Kirche, vol. 1, segunda edición, Herder, 1930, pp. 504-505). 11. Passelecq y Suchecky, op. cit, Humani Generis Umtas, párrs 133136, pp. 247-249. 12. Ibíd., párrs. 141-142, pp. 251-253. 13. Ibíd., p. 12. 14. Ibíd.,pp. 124-135. 15. Ibíd.,párr.l31,p.246. 16. David I. Kertzer, The Kidnapping o f Edgardo Mortara, Alfred A. Knopf, 1997, p. 157 [Secuestro de Edgardo Morata, Plaza y Tañes Editores, S.A., 2000.] 17. Ibíd., p. 139. 18. Ibíd., p. 158. 19. Giacomo Martina, S. J, Pío IX (1851-1866), Miscellanea historiae ecclesiasticae in Pontificia universitate Gregoriana 51,1986. 20. Kertzer, op. cit., p. 112. 21. Ibíd, p. 113. 22. Ibíd., pp. 136-13 7. 23. Ibíd., p. 85. 24. Martina, op. cit., p. 32. 25. Kertzer, op. cit., pp. 81, 157. 26. Ibíd., p. 255. 27. Ibíd., p. 161. 28. Ibíd, p. 159. 29. Ibíd, pp. 163-170. 30. Ibíd, p. 127. 31. Ibíd, pp. 119-121. 32. Ibíd., p. 259. 33. Ibíd., p. 260. 34. Ibíd.p. 136. -60-

3 Usurpando el Holocausto Edith Stein, quien nació judía en 1891 y murió monja en Auschwitz en 1942, tuvo, desde el punto de vista intelectual, una de las vidas más aventureras del siglo XX. Es, desde cualquier punto de vista, un gigante: de pensamiento profundo, dedicada al servicio, desafiante en su originalidad. Entonces, ¿por qué alguien habría de sentirse ofendido si su Iglesia la declarase santa? Lo cierto es que muchos judíos (y no pocos cristianos) se enfadaron por la canonización de la hermana Teresa Benedicta de Cruce, que fue como se llamó como monja carmelita. A lo largo del proceso en el que Juan Pablo II la beatificó, en 1987, y luego la hizo santa, 1998, se presentaron objeciones enérgicas a incorporarla en el santoral. Puede parecer extraño que los no católicos se interesen por lo que los católicos alaban. Si tenemos libertad de expresión, ¿no está incluida la libertad de oración? Pero las cosas son más complicadas que todo eso. Algunos objetan el hecho de que, al momento de su muerte, no fuese conocida por su nombre religioso sino por el étnico, como si todavía fuera judía. «Está claro que Edith Stein como hermana Teresa Benedicta de la Cruz —como la bendecida por la Cruz— no satisface las definiciones categóricas ni las obligaciones de un judío, aunque la Iglesia insiste en que ella murió como "una hija de Israel".»' Otros encuentran en su tratamiento la sugerencia de que el único judío bueno es el judío converso. Y algunas personas se sienten como su sobrina, que asistió a la beatificación de Stein y luego se dirigió a una sinagoga como quien se somete a una ceremonia de purificación y dijo: «La religión cristiana a la que Edith —61—

Stein se ha convertido es a nuestros ojos la religión de nuestros perseguidores.»2 Pero el malestar más profundo viene de la sospecha de que Stein sea un símbolo manipulado para darle la razón a los católicos que piensan que tanto ellos como los judíos fueron víctimas del Holocausto. Algunas de estas reacciones son extremas, otras enfermizas; pero si nos detenemos en cada una de ellas, es fácil ver que la causa del resentimiento no es la propia Stein sino el uso que se hace de ella. Consideremos a título de ejemplo esta pregunta que propone Judith Herschcopf Banki: Si Edith Stein hubiera nacido judía en otro tiempo, si se hubiera convertido al cristianismo, si hubiera ingresado en una orden católica romana, si hubiera sido enviada al Lejano Oriente o a África y hubiera sido asesinada allí por una ola de violencia anticristiana, ¿acaso su beatificación habría provocado la misma preocupación entre los judíos?3 La respuesta es que no, por supuesto, y por razones que van incluso más allá de lo que Banki sugiere. Podemos preguntar, parafraseándola, si en esas circunstancias se habría propuesto la canonización de Stein, si se habrían manipulado las reglas del proceso sólo para ella, si se habría escrito la historia de su tormento, si se le habría atribuido un milagro para asegurarse de que iba a ganar su aureola. Porque eso es lo que está en tela de juicio aquí, no los grandes méritos de Stein ni su profunda santidad. El problema no radica en lo que ella fue, sino en los servicios postumos que se le exige realizar. Antes de entrar en materia, deberíamos hacer historia y analizar quién fue y qué hizo. Eso hará que todo parezca más extraordinario que la forma en que se la utiliza contra su propio pueblo. Fue la última de los siete hijos que sobrevivieron (cuatro murieron al nacer) de una devota madre ortodoxa que heroicamente levantó esta numerosa familia y administró un negocio huérfano de jefe tras la muerte de su esposo (cuando Edith tenía dos años). Por nacer el día de Yom Kippur, Edith fue la favorita de su madre, la hija más brillante en un grupo de genios, un prodigio que tuvo que adentrarse en lo desconocido: al principio, en el ateísmo de ado-62

lescente; y luego, en la formación como filósofa profesional. Se doctoró summa cum laude en Góttingen, donde fue la estudiante predilecta del fundador de la fenomenología, Edmund Husserl. También estudió con el disoluto fenomenologista católico Max Scheler, en cuyo libro, The Nature of Sympathy, basó su tesis doctoral: El problema de la empatia. (Otra persona que hizo su tesis doctoral sobre Scheler, sin tener la ventaja de haber estudiado con él, fue Karol Wojtyla.) Su primer trabajo erudito constituye la clave de su espiritualidad. He aquí su razonamiento: formamos una personalidad y alcanzamos nuestra propia interioridad sólo a través de la interacción con otras interioridades. La nuestra es una subjetividad reflexiva. Exploro otras personas parecidas a mí y diferentes de mí, y al hacerlo defino una personalidad: de manera que la persona aislada es una no-persona. El progreso moral consiste en crear una personalidad que pague sus deudas a las otras personalidades que la ayudaron a ser. Romper o socavar esta interacción respetuosa con otras mentes es morir desde el punto de vista moral: Considerarnos a nosotros mismos en una percepción interna, es decir, considerar nuestro «yo» psíquico y sus atributos, significa vernos como vemos a otro y como él nos ve [...]. Así es como la empatia y la percepción interna trabajan de la mano para darme a mí misma [...]. Por empatia con estructuras personales diversamente compuestas aclaramos si somos y si no somos más o menos que otros. De esta manera, unido al autoconocimiento, contamos además con una ayuda importante para la autoevaluación [...]. Cuando topamos con gamas de valores que nos resultan familiares, y lo hacemos con actitud de empatia, tomamos conciencia de nuestras propias deficiencias o carencias [...]. Aprendemos a ver que nos definimos a nosotros mismos en términos de más o menos valor en comparación con otros.4 Esta teoría moral estaba parcialmente formada y probada cuando interrumpió sus estudios, durante la Primera Guerra Mundial, para servir como enfermera en la sección tifoidea de un hospital militar donde atendió a personas de muchas nacionalidades —63—

y se adentró en las diferentes maneras de encarar el sufrimiento. 5 Cuando Adolf Reinach, su profesor más apreciado, murió en el frente, Stein quedó impresionada por la forma cristiana en que su joven esposa afrontó la separación entre sí misma y el otro ser. Sintió que la mayor interacción de las subjetividades se da con Dios, y pensó en hacerse luterana como los Reinach. Eso no habría molestado tanto a su madre como abrazar el credo de una Iglesia conocida por su acoso a los judíos. Aun a pesar de su genuino amor por su pasado, el destino la condujo a un espectacular rompimiento con él, como si el reto de la empatia, siendo más duro, hiciera aflorar más su propia identidad. Es por eso por lo que, con el tiempo, ser católica no sería suficiente: tenía que ser carmelita. Sin embargo, cuanto más lejos de su punto inicial lanzaba su empeño, más importante se hacía regresar e incluir en su experiencia todo lo que había sido antes. Incluso convertida al catolicismo, no dejó de llevar a su madre a la sinagoga y rezar con ella. Nunca trató de convertir a su madre ni a judío alguno. Nunca se consideró una ex judía. De hecho, cuando hablaba de su conversión, dijo: «Mi regreso a Dios me hace sentir judía de nuevo», una afirmación que los judíos reprobaron, y con razón, pero que era indisociable de su forma de ver la empatia como un viaje a otras mentes sin perder el sentido previo de sí misma. 6 Su afirmación representaba, al menos desde un punto de vista subjetivo, más una necesidad psicológica que una afrenta teológica. Sintió profundamente la pérdida de la fe judía de Husseri, y se llenó de alegría cuando regresó a la religión antes de su muerte: «Respecto a mi querido maestro, no me preocupo por él. Siempre me ha parecido extraño pensar que Dios pueda restringir su misericordia a los límites de la Iglesia visible.» 7 Incluso como monja carmelita usaba su nombre de pila si publicaba como filósofa, aunque sabía que a los editores no les gustaba porque sonaba a judío. En 1936, una vez terminado su mag-num opus, Sobre el ser finito y el ser eterno, descubrió que el tratado no podía publicarse bajo su nombre judío. Stein rehusó adoptar un nombre aceptable para el gremio de escritores arios." En 1933, antes de Pascua, le escribió a Pío XI regándole que dirigiera una encíclica contra la persecución de los judíos, cosa que éste trataría de hacer seis años después, sin éxito. Mucho antes de —64—

morir por ser judía, le habían impedido ejercer como profesora por la misma razón. Incluso fue obligada a salir de uno de los conventos de su orden por ser judía, puesto que suponía una amenaza para la seguridad del resto de las hermanas. En 1933, cuando la persecución de los judíos se intensificó, comenzó su obra Life in afewish Family [La vida en una familia judía], con la esperanza de que incluso los perseguidores pudieran empalizar con la familia tan humana que describía en ella, ofreciendo una imagen muy lejana de la creada por la propaganda nazi: «¿Acaso está el judaismo representado sólo por, o, mejor dicho, acaso son su única y genuina representación los poderosos capitalistas, los literatos insolentes, o aquellas cabezas en ebullición que han dirigido los movimientos revolucionarios en las últimas décadas?» Stein ofrece un cálido retrato de su madre como refutación viviente de esas caricaturas, sin sacar a colación su propio cristianismo en ningún momento. Ni siquiera una judía erudita incapaz de admirar su conversión podía tomarla como una desertora. Según Judith Herschcopf Banki, su primera fe le falló, de alguna forma: Podemos lamentar su conversión a lo que su sobrina llamó «la religión de nuestros perseguidores». Pero dada la extraordinaria combinación de brillo intelectual y hambre espiritual que hay en ella, ¿adonde habría llegado en la comunidad judía de su tiempo? ¿Acaso había una Tora talmúdica, alguna escuela rabínica que hubiera tomado en serio sus inquietudes filosóficas? ¿Cómo hubiera podido, en tanto que mujer, uncirse al rico y exigente legado del pensamiento rabínico siendo mujer, y por añadidura propensa al debate? Recordando la repetida historia dé Franz Rosenzweig, quien en el mismo umbral de la conversión al cristianismo desistió de hacerlo tras una visita a una sinagoga ortodoxa la víspera del Yom Kippur, la rabina Nancy FuchsDreimer se pregunta si Rosenzweig seguiría siendo judío si aquella noche decisiva le hubiesen apremiado a sentarse detrás del mehirz, la reja que en la sinagoga separa a las mujeres del resto de la congregación. No sabemos la respuesta, pero la pregunta debería incitarnos a encontrar en el judaismo un ambiente hospitalario para mujeres con el don de una Edith Stein.9 —65—

¿Significa esto que Edith Stein no representa tanto una conversión del judaismo al cristianismo como una convergencia de ambos, tal como lo sugiere Rachel Feldhay Brenner en un profundo y conmovedor ensayo? No del todo. Aunque Stein pensaba constantemente en «su pueblo», siempre se trataba de un pueblo cuyas escrituras se cumplían en Jesús. Ella no pensaba que todos los judíos tenían que convertirse, uno por uno, sino más bien que Jesús los incluiría en la salvación prometida a pesar de su falta de fe en Él. Ése es el significado de las palabras que se supone que dirigió a su hermana cuando llegaron los guardias para llevarlas a la muerte: «Ven, vamos por nuestro pueblo.» Por ellos, no con ellos. Ella ofreció sus sufrimientos, al unísono con los de Cristo en la cruz, como redención de su pueblo. Escribió, antes de ser capturada, pero consciente de poder morir en las persecuciones, que ofrecía su vida «por el pueblo judío, por que el Señor sea recibido por los suyos y llegue la gloria de su reino».10 Es significativo que no ofrende su sacrificio para redimir los pecados de los perseguidores cristianos, sino para redimir la incredulidad de los perseguidos. Esto inutiliza la presentación de Stein como una base para la reconciliación. La reconciliación de dos creencias no es lo mismo que el reemplazo de una por otra. La vida y obra de Stein son fuente de inspiración, al margen de cualquier afirmación que hiciera en nombre de su Iglesia sobre las persecuciones del Holocausto. De hecho, su primera promoción en el proceso de beatificación no describe su muerte como un martirio. Fue promovida como «confesor» de la fe. En la nomenclatura de santidad católica, confesores son aquellos que llevan una vida de santidad ejemplar, en oposición a los mártires, que dan la vida por su fe. En los inicios de la Iglesia, los primeros en ser declarados santos fueron los mártires y sus reliquias fueron veneradas. Todavía hoy son los santos «privilegiados». Los mártires pueden no haber tenido vidas tan ejemplares, pero purgaron sus pecados con sangre. Bajo las normas actuales de la Iglesia, el caso de un mártir es mucho más duro que el de un confesor, tanto que en el primero no hace falta verificar oficialmente dos milagros para beatificarlo, mientras que en el segundo sí.11 (De hecho, si la presunción de la dignidad del mártir es sólida, la realización de los milagros le será más fácil y corriente, por la lógica del sistema.) —66—

Stein fue propuesta como confesora, ya que se asumió que no había muerto por su fe, como debe hacerlo un mártir. No la mataron por ser católica. Uno de sus primeros defensores, también converso del judaismo, monseñor John Oesterreicher (de cuya gran labor por la declaración sobre los judíos en el Concilio Vaticano ya tenemos noticia), dijo: «Por supuesto que si sus padres no hubiesen sido judíos nunca habría sido asesinada.» 12 Supongamos por un momento que su causa hubiese seguido.ese camino y se hubiera justificado: que hubiera sido beatificada y luego canonizada como confesora. Incluso en ese caso, si su propio sentido del tormento en aras de sus descreídos parientes hubiese salido a colación, no habría razón para decir que fue una figura de reconciliación, pero tampoco habría motivo para que los judíos se ofendiesen por el honor que se le rendía. Nadie habría sostenido que muriese por otra razón que no fuera la de sus vínculos sanguíneos. Eso no fue lo que sucedió. Un confesor, como ya he dicho, se diferencia de un mártir en que es preciso demostrar su intervención en dos milagros confirmados para ser declarada beato (bendito), y durante años no se le pudo atribuir ni uno a Stein. Como veremos más adelante, no fue nada fácil dar con el milagro necesario. Ni siquiera en el momento de su beatificación había un milagro más o menos convincente que esgrimir. Por supuesto, es bastante común que se proponga la beatificación de una persona y luego languidezca en esa condición de candidato por muchos años —incluso para siempre— si no se puede demostrar el milagro. Pero en el caso de Stein había una urgencia que no dependía tan sólo de sus virtudes. La canonización tiene para la Iglesia un propósito didáctico. Se proponen santos por las lecciones que enseñan, las necesidades que cubren, las prioridades que los líderes de la Iglesia quieren resaltar. Los mártires son el modelo a seguir en tiempos de persecución; los monjes, en períodos de ascetismo. La mayoría de los confesores han sido vírgenes, sacerdotes o religiosas, lo cual sugiere que estas condiciones son superiores a la de estar casado. Cuando se canonizaba a un laico, a menudo era también un mártir (como Tomás Moro). Siempre ha habido un empeño especial en canonizar a los fundadores de órdenes religiosas para mostrar su legitimidad y alentar a sus miembros. Los santos especialmente devotos —67—

de María (como Bernardette de Lourdes) promueven el culto a la Virgen. Algunas veces también se tienen en cuenta las sensibilidades nacionales. Durante muchos años, no se canonizó a los sacerdotes jesuítas martirizados en la época de Isabel I porque eso podría haber ofendido a los ingleses. Por otro lado. Pablo VI mantuvo en suspenso los expedientes de los mártires de la guerra civil española como muestra de su desaprobación del régimen de Franco, que era el que los apoyaba.13 Pero la sensibilidad judía no tenía peso específico en el proceso de Stein. ¿Cual fue el aspecto de la vida de Stein que provocó entre los funcionarios la urgencia de su promoción, a pesar del evidente recelo de los judíos? El Vaticano niega que fuera para fomentar conversiones entre los judíos. Lo urgente no era en principio celebrar su martirio, puesto que en su origen no se la llamó mártir. ¿O después de todo sí fue una mártir? Lo que en un primer momento parecía una forma de ir más allá del asunto de la dispensa para los milagros necesarios pronto se convirtió en una salida que entusiasmó a los abogados de Stein: la idea de que ella murió por su fe y no por su parentesco. Pero para demostrarlo, los funcionarios tenían que probar que los asesinos actuaron impulsados por odium fidei, un odio obsesivo de la religión. En las historias tradicionales de mártires, este motivo se refleja en que se le ordena a la víctima renunciar a su fe o realizar actos contra ella, como rendir culto a ídolos paganos, o cometer sacrilegio contra el crucifijo. Nada de esto se verificaba en el caso de Stein. No se le pidió renunciar al cristianismo, ni fue tentada al sacrilegio. Ella era cristiana, pero también las demás monjas del convento donde la arrestaron, y a ellas no se las llevaron. Sólo detuvieron a su hermana Rose, también conversa al catolicismo, que vivía en el convento aunque no era monja. •Las religiosas de su orden sabían qué estaba en juego cuando la obligaron a ir de un convento a otro: sus orígenes judíos hicieron que incluso sus compañeras carmelitas le dispensaran un trato diferencial. 14 No hay ninguna indicación de que el trato que se le dio en el campo de concentración haya sido diferente del recibido por sus correligionarios judíos. Tampoco ella vio su propia muerte como testimonio de su fe, tal como lo indica el hecho de que intentara eludirla: dejó varias notas en las paradas del tren rumbo al campo de concentración pi—68—

diendo ayuda al consulado suizo, incluso ofreciendo dinero a cambio. No hay nada cuestionable en ese comportamiento tan sensato si lo hacía por huir del odio antijudío. Ahora bien, de haberlo hecho por no querer ser testimonio de la fe, ya no sería tan admirable, sino algo así como sobornar para alejarse de los cristianos y de los leones que los esperaban en la arena del circo. Sabía a ciencia cierta que no era odio hacia la fe católica lo que movía a sus asesinos. Sobre sus motivaciones no cabe la menor duda. Pero los defensores de Stein estaban decididos a plantear la cuestión. Crearon una mentira histórica para promover su causa. ¿Acaso lo hicieron sólo para darle la vuelta al requisito del milagro? Si nos restringimos a su beatificación, eso puede discutirse. Pero si vamos a su canonización, y la unimos con otras canonizaciones relacionadas con el Holocausto, está claro que Stein resulta de gran utilidad para defender el argumento de Nosotros recordamos: que la Iglesia estaba más con los perseguidos que con los perseguidores durante el Holocausto. A fin de limpiar parcialmente la culpa de la Iglesia por el Holocausto, usurparían en parte el sufrimiento de los judíos separando a Stein a la hora de su muerte. Estaban convirtiéndola en un signo de división, lo último que hubiera querido ser. ¿De dónde sacó el Vaticano la absurda idea de que Stein murió por ser católica y no por judía? De una serie de oblicuas artimañas. Stein fue arrestada en una redada de judíos holandeses que había provocado las protestas de las autoridades cristianas en los Países Bajos. En una declaración conjunta de obispos católicos y ministros protestantes, los clérigos cometieron el error de señalar a un grupo con especial énfasis: «En el caso de los cristianos de ascendencia judía, nos mueve una consideración especial; a saber, tales medidas les haría romper con la participación en la vida de la Iglesia.» 15 Eso les proporcionó a los nazis una carta negociable. Dijeron que harían una excepción con los judíos bautizados si los obispos silenciaban sus protestas, lo que hicieron de inmediato. Pero cuando las deportaciones continuaron, los clérigos volvieron a levantar la voz. La mayoría de ellos calló de nuevo cuando el comisario del Reich en los Países Bajos prohibió la interferencia, pero el obispo de Utrecht envió una carta pastoral a sus parroquias denunciando las deportaciones. Los nazis, en respuesta, cancelaron —69—

las excepciones a los bautizados, y fue entonces cuando sacaron del convento a Edith Stein. Los abogados de la causa de Stein alegan que la respuesta nazi a la protesta del obispo equivale a odium fidei, y que ésa fue la causa inmediata de la muerte de Stein. Pero, ante todo, la religión no era el argumento en el intento de chantaje de los nazis. Ellos iban a deportar judíos. Reconocieron que, para comprar el silencio del obispo, no tratarían a los conversos como judíos; pero que de no ser así, seguirían tratándolos como judíos. El castigo no era para cualquier católico, o para católicos por católicos. Si así hubiera sido, habrían expulsado a otras monjas del convento, y no sólo a aquellas de padres judíos. Rose Stein fue la única persona laica sacada del convento, donde vivía con Edith. También ella era católica conversa, pero no fue por eso por lo que la arrestaron. Si la razón era el odio al obispo, los nazis lo habrían arrestado a él. Pero, aparte de los que nacieron judíos, ningún otro católico fue castigado a resultas de su carta. No se formuló otra nueva política centrada en los católicos. Se aplicó la vieja política a todos los judíos, sin excepciones. Si alguien le hubiera preguntado a cualquier oficial de la cadena de mando nazi si las Stein fueron arrestadas con arreglo a algún otro programa que no fuera el antisemita, habría respondido que no sabía de qué se le estaba hablando. Además, la respuesta inmediata a la declaración del obispo se confinó a la deportación holandesa. No tenemos noticia de que se trasmitiera a Polonia ningún mensaje para quienes recibían a los deportados en Auschwitz, con la consigna de que a las Stein había que tratarlas como católicas y no como judías. No existe ningún indicio que sugiriera que «a éstos los matamos por judíos, pero a éstos por católicos». Además, si había odiufidei por ]udith, ¿por qué no por Rose? ¿Cómo es que el martirio que se le infligió a la hermana no bastó para hacerla beata? Puede no haber sido tan santa como su hermana, pero la sangre de un mártir lava todos sus pecados, y Rose tampoco necesitaría ningún milagro para ser beatificada si era una mártir. Era tan débil el vínculo causal entre la declaración del obispo holandés y los asesinatos en Polonia que hasta el relator oficial de Stein ante el Vaticano (defensor de la beatificación) tuvo que darle un carácter más vago y lato (y más útil a efectos eclesiásticos) a sus —70—

declaraciones sobre el supuesto ánimo anticatólico de los perseguidores. El dominico alemán que promovía su causa, Ambrose Eszer, proclamó que puesto que no había una política evidente de perseguir a la Iglesia católica como tal, la misma falta de evidencia de esa política era la prueba de lo demoníacamente brillante de la persecución: El tirano moderno es muy sofisticado. Pretende no estar en contra de la religión, ni siquiera interesado en ella, por lo que no indaga en la fe de sus víctimas. Sin embargo, en realidad, o no tiene religión o convierte una ideología en una especie de religión. Lo vemos con los comunistas y lo vimos con los nazis. En mi positio [documento jurídico] sobre Edith Stein, mi argumento principal es que la Iglesia no puede aceptar los argumentos que criminales y perseguidores esgriman en relación con ella. No podemos dar ventaja en este proceso a quienes sabemos que son unos mentirosos, sólo porque digan que no están contra la religión.16 En un lapsus significativo, el padre Eszer habla de los oficiales del campo de concentración como si estos se opusieran a la beatificación de Stein y mintieran con su silencio respecto a sus motivos reales. Mal podían cuestionar un proceso del que no sabían nada, ni se les podía «dar ventaja» en el mismo. Está claro que Eszer metía en el mismo saco a los mudos ejecutores y a quienes se oponían a la beatificación de Stein, entre quienes figuraba James Baaden, el biógrafo de Stein, con quien Eszer mantuvo una agria discusión en & público. Hablando de él, Eszer dijo de manera explícita que era a Baaden a quien no había que escuchar en ese proceso (darle ventaja), pues «la Iglesia católica es soberana en asuntos de fe y moral y no depende de interferencias externas». 17 También estaba pensando en Baaden cuando añadió: Hoy, muchos escritores judíos no admiten que los católicos hayan hecho algo por los judíos. Pero yo sé, en el caso de Edith Stein, que la mataron porque la Iglesia católica hizo algo por los judíos. Nuestros críticos dicen que debe ser honrada como un mártir judío, y eso no podemos aceptarlo. 18 — 71 —

Es preocupante que un hombre tan importante para la beatificación de Stein interpretara tan mal los motivos de quienes la objetan. Éstos no querían honrar a Stein como mártir judío. Quisieron decir que ella no fue un mártir católico, que es algo muy diferente y muy obvio. Por eso el problema no radica en los motivos de Stein. El problema son sus asesinos. Si actuaron por odium fidei, la. fides era judía. La incapacidad de Eszer para entender eso es mucho peor cuando recordamos que su defendida hizo de la empatia, la entrada en las mentes de otros, la base de su sistema moral. Kenneth Woodward, cuando entrevistó a Eszer para su interesante libro sobre la canonización, notó que éste se mostraba ansioso por exonerar no sólo a su Iglesia sino a sus colegas alemanes —y en especial a su familia— de toda culpa por el Holocausto. Decía que su padre había sido un oficial nazi a quien no le gustaban los nazis, pero «un jesuíta le aconsejó entrar en el ejército y tratar de cristianizarlo». También negó que los católicos —al menos los verdaderos católicos, los convencidos— hubieran trabajado en los campos de concentración: «Todos los campos de exterminio estaban fuera de Alemania. Había pocos católicos verdaderos en los campos de exterminio porque la SS no quería católicos convencidos. Hasta llegaron a expulsarlos.»11^ Uno se pregunta qué método usaría la SS para distinguir a los católicos verdaderos de los aparentes, a los convencidos de los dudosos, qué sistema tendrían para clasificar estas categorías. También planteó la desagradable sugerencia de que los protestantes —incluso los verdaderos y convencidos protestantes— fueron los únicos cristianos que quedaron para hacer todo el trabajo sucio. Una vez beatificada Stein, en 1987, el siguiente paso en el proceso era la canonización, y para ello, con arreglo a las reglas modernas del Vaticano, un mártir sí necesita un milagro. La dificultad para demostrar que se ha realizado un milagro no sólo estriba en demostrar que ocurrió algo fuera de las explicaciones naturales, sino que además está directamente ligado a la intercesión del candidato a la santidad. En el pasado, se solía demostrar por contacto con una reliquia de la persona, bien fuera primaria (alguna parte del cuerpo) o secundaria (alguna pertenencia de la persona). Pero el campo de concentración no dejó restos identificables de Stein, ni -71-

siquiera una nota o un libro de oraciones. A falta de tales pruebas, los funcionarios de antaño tenían que confiar en la palabra de la persona en quien se hubiera operado el milagro, o en beneficio de quien se había solicitado, y creer que era por ese milagro por lo que le había rezado a ese difunto en cuestión, y no a otros santos (o no con tanta intensidad), para evitar enredos en las líneas de responsabilidad. En realidad, la prueba de la intercesión de Stein era muy clara en el caso que finalmente decidieron como milagroso. Le ocurrió a una niña que nació el 8 de agosto, en teoría la víspera de la muerte de Stein (no hay un registro oficial de la fecha), y a quien sus padres, devotos de Stein, llamaron Benedicta en honor del nombre religioso de Stein. Cuando la niña tenía dos años, tragó una gran cantidad de píldoras de Tylenol, quedó inconsciente y la llevaron al hospital. Allí, el doctor Ronald Kleinman comenzó a tratarla y consultó al doctor Michael Shannon, pediatra y toxicólogo especializado en sobredosis de Tylenol en niños en la unidad de Toxicología de Massachusetts del Hospital Infantil de Bostón. Shannon, autor del capítulo sobre Tylenol de un libro de texto sobre el tema, fue la persona con mayor autoridad consultada en este caso. Entre tanto, a pesar de los esfuerzos del doctor Kleinman bajo las recomendaciones del doctor Shannon, la niña estaba entrando en un coma que podía resultar irreversible. Los padres, al enterarse de la situación, le rezaron a Edith Stein, y la niña se recuperó. ¿Fue un milagro? El doctor Kleinman no se pronunció ni a favor ni en contra: «Soy judío. Creer en milagros no forma parte de mi manera de pensar.»20 Los padres, comprensiblemente agradecidos por lo que consideraban un milagro de su amada hermana Benedicta, le contaron la historia al Catholic Digest, el cual alertó al Vaticano de la posible solución al problema de la canonización de Stein. Los funcionarios de la Iglesia entrevistaron al doctor Shannon, el más experto en la materia: «Recuerdo que me preguntaron sin rodeos: "¿Usted piensa que fue un milagro?", a lo que respondí: "No." Eso fue todo. Se marcharon. En febrero de 1993 recibí una nota de agradecimiento, y nunca oí nada más al respecto.»2' En una entrevista de James Carroll para The New Yorker, Shannon explicó mejor su opinión del caso: •73-

Como toxicólogo, en los últimos catorce años he atendido cientos de casos de sobredosis de Tylenol cada año, y en mi carrera probablemente miles. Yo vi las complicaciones que tuvo Benedicta. A veces suceden. Pero esto no cambia el hecho de que en el 99 % de las veces los niños se repongan por completo de las sobredosis de Tylenol.22 A pesar de que los dos médicos más calificados para juzgar el caso se negaron a aceptar que fuera un milagro, Stein fue canonizada aduciendo la curación de Benedicta. ¿Qué explicación puede tener esto? Sin duda, la misma que explica la distorsión de la historia necesaria para hacer de la carta de un obispo la causa de la muerte de Stein, es decir, la determinación de encontrar en Stein una víctima católica del Holocausto sin que importe cuántas estructuras de engaño haya que desplegar para lograrlo. Los encargados de las canonizaciones se las arreglaron para lograr lo que Edith Stein intentó evitar a lo largo de toda su vida: verse separada de su pueblo. Peor que eso, resultó ser causa de ofensa para ellos. Todos hemos perdido en este caso, puesto que las divisiones causadas por su canonización hacen más difícil que la gente se acerque a sus valiosos escritos con una actitud abierta. Incluso las hermanas de su orden parecen haber perdido su mensaje de empatia e interés por otras mentes. Con áspera falta de sensibilidad para con el pueblo judío, en 1978 levantaron un convento justo al lado del campo de concentración de Dachau (el cardenal Karol Wojtyla lo consagró). En 1985, fueron más lejos al levantar otro convento a las puertas de Auschwitz, en un edificio que los nazis utilizaban para almacenar el gas exterminador. Cuando los judíos protestaron ante la pretensión de decir que Edith Stein había sido la verdadera (y católica) mártir de Auschwitz, el cardenal Glemp de Polonia estuvo de acuerdo con ellos. Por último, el cardenal Macharski de Cracovia, cuya diócesis incluye Auschwitz, accedió a trasladar el convento en 1989, cosa que no se hizo en la fecha prevista y provocó violentas manifestaciones en la localidad. 23 Los católicos todavía declaraban que no tenían intención de usurpar el Holocausto, pero el caso de Stein no ha sido el único. Ha habido otras actividades coadyuvantes que serán analizadas en el próximo capítulo. —74—

NOTAS 1. Zev Garber, «Jewish Perspectives on Edith Stein's Martyrdom», The Unncccessary problem o f Edith Stein, Harry James Cargas (editor), University Press of América, 1994, p. 42. 2. Suzanne Batzdorff, «'witnessing my Aunt's Beatification», Cargas, op. cit., p. 42. 3. Judith Herschcopk Banki, «Some reflections on Edith Stein», Cargas, op. cit., p. 44. 4. Edith Stein, On the Problem of Empathy, traducido al inglés por Waltraut Stein, ICS Publications, 1989, pp. 88-89,116. 5. Edith Stein, Life in a Jewish Family, 1891-Í916, traducido al inglés porJosephine Koeppel, O.C.D., ICS Publications, 1986, pp. 333-341. 6. Banki, op. cit., p. 46. 7. Herbstrith, op. cit., p. 78. 8. Rachel Feldhay Brcnner, «Ethical Convergence in Religious Conversions», Cargas, op. cit., p. 78. 9. Banki, op. cit.,p. 48. 10. Herbstrith, op, cit., p. 95. 11. Kenneth L. Woodward, Making Saints, Simón & Schuster, 1990, pp. 84-85. Ahora la regla general establece que se necesitan dos milagros para la beatificación como confesor, y otros dos para la canonización. Para la beatificación como mártir no se necesita ningún milagro; para la canonización se necesita uno. 12. Banki, op. cit., p. 48. 13. Woodward, op. cit.,p.133. 14. Herbstrith, op. cit., pp. 93-96. 15. Ibíd., p. 104. 16. Woodward, op. cit., p. 141. 17. Ibíd.,p.l43. 18. Ibíd., p. 142. 19. Ibíd., p..142. 20. James Carroll, «The Saints and the Holocaust», The New Yorker, 7 de junio de 1999. 21. Ibíd. 22. Ibíd. 23. Jonathan Kwinty, Man of the Century: The Life and Times of PopeJohn Paul II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 602-603. -75-

4 Reproches de las víctimas Aunque Edith Stein es el ejemplo más famoso del empeño de los católicos por lucir como mártires de su fe en los campos de concentración, no es el primero. Ya antes de beatificarla, Maximi-lian Kolbe había sido canonizado. Existían razones para que el papa Juan Pablo II tuviera especial interés en Stein, su colega en filosofía, otra fenomenóloga scheleriana. Pero sus nexos afectivos con el padre Kolbe eran anteriores y más profundos. Kolbe fue un sacerdote polaco, un franciscano que había fundado una organización mundial: los Caballeros de la Inmaculada, lo que refleja su «intensa devoción, casi fanática, a la Virgen María» (en palabras de Kenneth Woodward).1 Algunos capítulos polacos del grupo reflejaron el antisemitismo general de la cultura polaca del momento, e hicieron manifestaciones Contra algunos comerciantes judíos. 2 La revista católica Commonweal escribió sobre Kolbe: Aunque Maximílian Kolbe no fue de ninguna manera el violento antisemita que sugieren sus acusadores, no cabe duda del carácter antisemita de algunas de sus creencias y observaciones. Simple y llanamente, Kolbe creía en Los protocolos de los sabios de Sión y en la existencia de una conspiración comunista-masónico-sionista para derrocar y destruir el cristianismo.3 Karol Wojtyla nunca fue un antisemita; pero compartía la ardiente devoción de Kolbe por la Inmaculada Concepción, y admiraba personalmente el indudable heroísmo de la muerte de Kolbe. •77-

La resistencia de su grupo al control nazi de los grupos juveniles hizo que lo arrestaran. Kolbe sacrificó su vida por un compañero de prisión al que ni siquiera conocía. En castigo por una fuga del campo, escogieron a diez hombres al azar para hacerlos morir de hambre. Uno de los elegidos imploró por su vida, pues tenía familia; entonces Kolbe dio un paso adelante, dijo que era sacerdote, y se encaminó en lugar del otro hombre hacia una muerte sórdida y larga. Los condenados agonizantes bebieron su propia orina. Al cabo de 16 días sin agua ni comida habían muerto seis, mientras los demás, incluido Kolbe, apenas sobrevivían. Luego los mataron con una inyección letal.4 El acto bondadoso del padre Kolbe, bien documentado, hizo de él el mejor candidato para la canonización entre todos los católicos que murieron en Auschwitz. A diferencia de Edith Stein, que intentó escapar cuando iba al campo, él escogió su muerte cuando pudo haberla evitado. (El hombre por quien dio la vida testificó en el proceso de su beatificación.) Se identificó la celda de Kolbe en la cárcel y fue convertida en lugar de peregrinación, cosa que Wojtyla fomentó. Mientras Wojtyla fue obispo de Cracovia, donde se encuentra Auschwitz, cada Día de Difuntos celebraba misa en el campo de concentración, y sus sermones siempre alababan la noble muerte de Kolbe. Para la beatificación de Kolbe, en 1971, Wojtyla congregó a 1.500 polacos en la ceremonia. El después papa Juan Pablo II pronunció entonces el discurso más conmovedor sobre el evento.5 Kolbe cumplió sin dificultad el requisito de los dos milagros para su beatificación como confesor: no tuvo el mismo problema que Edith Stein. Como también se habían producido los milagros requeridos para la canonización, no hacía falta inventar un caso de martirio para salvar el obstáculo. Sin embargo, Wojtyla y otros, incluidos algunos miembros de los Caballeros de la Inmaculada, estaban decididos a que fuera nombrado mártir. Hicieron muchas peticiones al papa Pablo hasta que por fin accedió a concederse el nombramiento de cortesía de «mártir de la caridad» en lugar de mártir de la fe; pero a nivel oficial lo beatificó bajo la designación de confesor. Cuando Wojtyla se convirtió en Juan Pablo II, estaba decidido a canonizar a Kolbe, pero quería también ascenderlo a mártir -78-

de la fe, lo cual no sólo acabaría con las dudas sobre las actitudes antisemitas de Kolbe en el pasado (la sangre de un mártir limpia todos sus pecados) sino que además impulsaría la tesis del Papa de que los católicos fueron víctimas del Holocausto y no victimarios. El problema radicaba en que, a lo largo de todas las investigaciones realizadas para la beatificación y canonización, nadie había podido aducir un argumento convincente de que Kolbe había muerto por su fe. Fue arrestado bajo cargos políticos. Si los guardias hubieran querido matarlo por ser sacerdote, lo habrían escogido a él en lugar de al hombre con familia. Cuando Kolbe lo sustituyó, fue un acto noble, pero era algo que un laico o un no católico podían haber hecho. Después de todo, Sydney Cartón no era sacerdote. Kurt Peter Gumpel, el jesuíta encargado de abogar por la canonización de Kolbe, dijo que no había forma de presentar la religión de Kolbe como causa de su encarcelamiento. Después de investigar con detalle las circunstancias de su arresto, Gumpel se las describió a Woodward: Fue parte de una operación de gran envergadura, una gran barrida. Los nazis se estaban preparando para invadir Rusia, y como parte de esa operación tenían que asegurarse, desde el punto de vista logístico, de que las líneas de suministro fueran seguras para el transporte de municiones, alimentos, combustible, repuestos para los tanques y demás. Para garantizar esto, arrestaron a todos los intelectuales que pudieran ocasionarles problemas: ateos, comunistas, católicos. Así que Kolbe no fue arrestado por razones de fe. Tampoco tuvo nada que ver la fe de Kolbe cuando fue condenado a muerte: Hemos hecho indagaciones más profundas entre los sobrevivientes que vieron y escucharon lo que sucedió. Les preguntamos si oyeron o vieron en la cara del comandante o en cualquiera de los guardias algún gesto de satisfacción porque fueran a matar a un sacerdote. No hubo nada de eso. El comandante simplemente le dijo a Kolbe: «Bien, si tú quieres ir, adelante.»6 •79-

En otras palabras, Kolbe no tuvo un relator —como el padre Eszer lo fue de Edith Stein— deseoso de urdir un entramado de pruebas históricas. Sin embargo, el Papa quería que su víctima polaca favorita fuera declarada mártir. Dando por perdida la posibilidad de apoyo por parte de los órganos oficiales involucrados en el caso, nombró una comisión especial de veinticinco miembros para reunirse con la Congregación de la Doctrina de la Fe del cardenal Ratzinger y reconsiderar el caso de Kolbe como martirio. Los obispos polacos y alemanes de la comisión argumentaron denodadamente a favor del deseo del Papa, deseo que compartían; pero el padre Gumpel testificó ateniéndose a los resultados de los grupos de investigación, y la mayoría de la comisión tuvo que concluir que las decisiones tomadas por sus predecesores eran las correctas. A pesar de las presiones para cumplir con algo que el Papa deseaba con fervor, le informaron de que Kolbe no reunía los suficientes requisitos para ser considerado mártir. Pero éste no era un Papa que aceptara un «no» por respuesta. Cuando canonizó a Kolbe en 1982, declaró: «Y así, en virtud de mi autoridad apostólica yo decreto que Maximilian Kolbe, quien desde su beatificación ha sido venerado cómo confesor, sea de ahora en adelante venerado también como mártir.» 7 Esta no sería la última vez que el Papa demostrase queden lo que respecta a católicos en los campos de concentración nazis, él seguiría sus propias reglas especiales. Tres años después de la beatificación de Kolbe, fue beatificado un sacerdote carmelita, Titus Brandsma. Brandsma murió en Dachau, después de ser arrestado por sus actividades como líder de la prensa católica en Holanda, donde hizo valer, en los periódicos que él supervisaba, el derecho a no imprimir propaganda ni publicidad de los nazis. También rehusó expulsar a niños judíos de los colegios de los carmelitas. Su relator decidió que Brandsma había actuado de conformidad con sus principios católicos, y en consecuencia murió por su fe. Sin embargo, tal como lo señaló Kenneth Woodward, la libertad de educación y de prensa no son doctrinas específicamente católicas; de hecho el historial de la Iglesia en la defensa de estas libertades no es precisamente inmaculado. Cualquier periodista consecuente habría apoyado las medidas de Brandsma sin ser católico.8 Pero el deseo de tener víctimas caróli—80—

cas en el Holocausto hacía que tas autoridades de la lglesia rompieran sus propias reglas. En 1999, el Papa llegó a canonizar como mártir a una monja polaca capturada por la Gestapo en 1939 y asesinada en el bosque de Piasnica después de haberla obligado a cavar su propia tumba. Afirmaron que había muerto por su fe, por haber escondido los cálices litúrgicos de una requisa de los nazis, aunque, al parecer, los soldados estaban más interesados en él oro y la plata que en los artículos religiosos.9 Los intentos de la Iglesia por revindicar para sí el flagelo del Holocausto han atacado varios frentes, por lo que no debe sorprendernos la audaz tergiversación histórica que la llevó a afirmar que Edith Stein murió por católica y no por judía. La reivindicación católica de la condición de víctima ha ido tan lejos que hasta declaran victima al papa Pío XII pues los judíos no se han mostrado tan agradecidos como debían por los esfuerzos que él, calladamente, hiciera para salvarlos. Esto produce libros como el de Michael 0'Carroll, Pius XII, Greatness Dishonored [Pío XII, o la grandeza deshonrada]. Cuando Pablo VI , dedicó un monumento a Pío XII en San Pedro, sintió que debía defenderlo de los «injustos y desagradecidos clamores de culpa y acusación» sobre su silencio durante el Holocausto (10) El jesuita Peter Gumpel, a quien conocimos como relator en el proceso de beatificación de Maximilian Kolbe, es también relator en el proceso para canonizar a Pío XII, y él, públicamente (cosa rara en los. relatores), ha deplorado «los injustificados ataques contra este grande y santo varón».( 11) El Vaticano no hubiera podido presentar su supuesta disculpa a los judíos. Nosotros recordamos, «sin alabar lo que el papa Pío XII hizo personalmente, o por intermedio de sus representantes para salvar cientos de miles de vidas judías» y como apéndice de esta observación figura una larga, nota al pie de la página sobre «la sabiduría de la diplomacia del Papa Pio XII» 12 (La única nota en todo el documento que no es una simple cifra) La conmiseración con las víctimas que perdieron sus vidas tendrá que esperar mientras el documento se demora en la defensa de esta víctima, tema éste que podía haberse abordado en otras instancias ya que Pío, a pesar de ser una figura defendible, apenas es ecuménica. Pablo VI, no contento con llamar a Pio defendible; describe las «cimas de su heroísmo», y añade: -81-

Hasta donde las circunstancias se lo permitieron, circunstancias que él evaluó en intensa y consciente reflexión, siempre utilizó su voz y su actividad para proclamar los derechos de la justicia, defender a los débiles, ayudar a los que sufren, prevenir males mayores y allanar el camino de la paz. Si incontables e inconmensurables males cayeron sobre la humanidad, no se pueden atribuir a cobardía, falta de interés o egoísmo del Papa.13 No es mi intención renovar aquí los argumentos sobre la diplomacia de Pío XII en tiempos de guerra. A los efectos de este libro, estoy dispuesto a admitir que en privado sí hizo mucho para ayudar a los judíos, que estaba atenazado por el miedo de provocar que los tiranos endurecieran la represión, que sentía que la Iglesia podía desempeñar un mejor papel por preservar la paz si se mantenía neutral. Todos estos extremos se han tratado hasta la saciedad y siguen estando sub júdice. Lo que interesa en estas páginas se refiere a la honestidad con que las autoridades de la Iglesia se justifican a sí mismas, y en ese aspecto podemos observar que otros continúan lo que Pío inició, la reformulación de su actuación en la historia. Pío nunca explicó su silencio en el Holocausto, puesto que afirmó que no había ningún silencio que explicar, que él había levantado su voz por la tragedia no una sino varias veces. Por ejemplo, el 3 de agosto de 1946 dijo: «En varias ocasiones en el pasado hemos condenado la persecución que un antisemitismo fanático ha infligido al pueblo hebreo.»14 Se trata de una falsedad deliberada, pues nunca mencionó en público el Holocausto. Su silencio sobre el asunto causó gran preocupación en mucha gente. En 1942, el embajador británico ante el Vaticano, Francis Osborne, le envió una carta rogándole su intervención, aunque luego le confió a su secretario que, lamentablemente, no pensaba que la carta fuera a tener ningún resultado: «Es muy triste. El hecho es que la autoridad moral de la Santa Sede, que Pío XI y sus antecesores convirtieron en un poder mundial, ha venido muy a menos.»15 Ese año, poco después, el Papa pidió a los aliados que no bombardeasen Roma. Osborne pensó entonces: «Por un lado, estoy deshecho por la masacre de los judíos a manos de Hitler, y por el otro con la actitud del Vaticano, cuya exclusiva —82—

preocupación parece ser el bombardeo de Roma.» 16 Cuando Myron Taylor llegó al Vaticano como representante de Estados Unidos, repitió la petición de Osborne al Papa de que rompiera su silencio. Un memorándum del cardenal Tardini, secretario de Estado del Papa, la registra: «El señor Taylor habló de la oportunidad y necesidad de una palabra del Papa contra las inmensas atrocidades de los alemanes. Dijo que en todas partes están esperando esa palabra.» 17 Los defensores del Papa afirman que estas observaciones son anteriores al discurso de Navidad del Papa del 4 de diciembre de 1942, el cual se cita como prueba de que sí protestó por el Holocausto. Aquel discurso, que mantuvo la posición neutral del Papa, atribuyó la responsabilidad de la guerra no a un bando en particular sino a una generalizada ambición de poder y riquezas. Hizo un llamamiento a toda la humanidad por el arrepentimiento y regreso a las leyes de Dios: La humanidad le debe este voto a todos aquellos innumerables exiliados que el huracán de la guerra arrancó de su suelo natal y dispersó por tierras extranjeras, ellos pueden hacer suyo el lamento del profeta: «Nuestra herencia fue dada a extraños, y nuestras casas a extranjeros.» La humanidad le debe este voto a esos cientos de miles que, sin culpa alguna, a veces sólo por su nacionalidad o raza, son marcados por la muerte o la extinción gradual.18 Tanto el desplazamiento y desarraigo de personas como animosidades raciales de todo tipo es lo que le valió al conflicto que describe el Papa el título de guerra «mundial». Un discurso que se presentó como neutral, que no quiso nombrar a los judíos ni a los nazis ni a los alemanes específicamente, a duras penas se puede considerar lo que el Papa luego quiso llamar «varias» condenas a «un antisemitismo fanático». Al responder al embajador francés en el Vaticano a su pregunta de por qué no había nombrado a los nazis, el Papa admitió que de haberlo hecho tendría que haber nombrado también a los comunistas si quería ser específico. Sus propias palabras demuestran que él no fue específico respecto a las atrocidades de los nazis. Sin embargo, se apoya en esas dos frases —83—

para afirmar haber atacado específicamente al antisemitismo en varias ocasiones. El simple hecho de que hiciera esta afirmación posterior puede indicar que él habría querido protestar, o al menos que la gente pensase que lo deseaba, del mismo modo en que la pregunta del embajador francés prueba que la gente nunca creyó que hubiera condenado con claridad a los nazis. Los admiradores de Pío entendieron su señal y lo hicieron no sólo inocente del Holocausto, sino además un héroe del Holocausto, aquel que levantó su voz de protesta cuando los demás callaron; héroe que encima es víctima si alguien llega a expresar dudas sobre su postura. Y si alguna calló, dicen ellos, fue sólo en virtud de los más elevados y desinteresados motivos. Permítaseme repetir que yo admito que Pío pudo haber sido sincero al seguir lo que él pensaba que era el mejor camino para' cualquiera en una situación trágica, y que incluso si se equivocó de camino fue un error honesto, pues se impone la prudencia ante una situación en la que toda reacción implica riesgo. Pero la cuestión de la honestidad emerge cuando para defender a Pío se construyen argumentos que falsean la historia. Algunos, por ejemplo, han defendido el silencio de Pío basándose en una historia de la hermana Pasqualina, la devota asistente y confidente de Pío, quien cuenta que el Papa había escrito un documento en el que denunciaba a los nazis, pero luego lo quemó delante de ella cuando oyó que la carta del obispo de Utrecht en la que denunciaba la deportación de judíos en Holanda había originado como represalia la deportación de cuarenta mil judíos. 19 Éste es el episodio que condujo al arresto de Edith Stein, relatado en el capítulo anterior. Pero en ese incidente, la carta del obispo no causó la deportación de los judíos: ésta se estaba llevando a cabo sin obstáculos, y fue lo que originó la carta, después de todo. Y tampoco se castigó a cuarenta mil judíos por la carta. Sólo los judíos bautizados fueron reintegrados a la deportación, noventa y dos en total, y de todas formas habrían sido deportados, salvo por la excepción temporal que se hizo con la esperanza de que los líderes de la Iglesia aceptaran este soborno a cambio de su silencio sobre lo que les estaba pasando, en mucha más cantidad, a los judíos no bautizados. En otras palabras: en caso de creer la historia de la hermana Pasqualina, Pío no estaría basando su silencio en lo que sucedía con los judíos, sino en el desti—84—

no de los católicos. Pío XI y su sucesor siempre hablaron claro (nadie lo duda) a favor de los católicos conversos, pues su suerte era materia de explícitas disposiciones que figuraban en los concordatos. Es ilegítimo valerse del episodio de Holanda para juzgar la actitud de Pío hacia los judíos. Si beatifican a Pío, como muchos lo desean, se levantará una polémica aún mayor que la que rodeó la beatificación y canonización de Edith Stein. Aquélla no implicaba críticas a la propia Stein, sino al uso que se hizo de ella para indicar que los católicos fueron más víctimas que victimarios en el período de persecución nazi. La crítica sería aún más válida en el caso de que Pío XII fuera elevado a los altares. Independientemente de sus méritos y virtudes, Pío XII está atrapado en la larga serie de tergiversaciones con las que el Vaticano trata de negar la lamentable historia de su relación con los judíos. La negación del silencio de Pío, perpetrada por aquellos que tienen que hacer falsas declaraciones para defender las palabras de un santo, harán de él una nueva fuente de engaños estructurados sobre las deshonestidades del pasado.20 NOTAS 1. Kenneth L. Woodward, Making Saints, Simón Sí Schuster, 1990, p. 144. 2. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope John Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, p. 237. 3. Harry James Cargas, The Unnecessary Problem o f Edith Stein, üniversity Press of América, 1994, pp. i-ii. 4. Woodward, op. cit., p. 144. 5. Kwitny, op. cit., pp. 237, 240. 6. Woodward, op. cit., p. 146. 7. Ibíd., p. 147. 8. Ibíd., p. 134. 9. Diane Struzzi, «Nuns Savor Step to Sainthood for One of Their Own», Chicago Tribune, 16 de agosto de 1999. —85—

10. Pablo VI, Heights of Heroism in the Life of Pope Pius XII, traducción del Vaticano, St. Paúl Editions, 1964, p. 5. 11. Kurt Peter Gumpel, S.J., «Pius XII As He Really Was», The Tablet, 12 de febrero de 1999, p. 106. 12. Comisión Vaticana para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, We Remember; A Reflection on the Shoah, traducción del Vaticano, Pauline Books, 1998, pp. 17-18. 13. PabloVI,op.cit.,p.7. 14. Pío XII, «Discurso al Concilio Supremo de los Pueblos Árabes de Palestina» (AAS 38, p. 323), citado en John Cornwel!, Hitler's Pope, Viking,1999,p.l97. 15. Ibíd.,p.284. 16. Ibíd.,pp. 290-291. 17. Ibíd..p.289. 18. Ibíd.,p.292. 19. Ibíd.; p. 287. Es muy poco probable que Pío destruyera un documento que formaba parte del registro oficial del Vaticano, que además implica la asistencia de otras personas para su redacción y copia (sin embargo, sólo la hermana Pasqualina dijo haberlo visto), y que reflejaba su actitud si tuviera que justificarlo más tarde. No habría razón para tomar la historia de la hermana Pasqualina en serio si ella no la hubiese presentado como testimonio para las investigaciones de la beatificación de Pío, y si tantas otras historias sobre su santidad no se derivasen directa o indirectamente de sus relatos en vanas ocasiones. 20. Guenter Lewy ofrece una explicación plausible para el silencio de Pío XII. La amenaza de excomunión para todo el que colaborase con Hitler habría sido desobedecida en masa en el fervor patriótico de Alemania, lo que hace que las declaraciones de Nosotros recordamos sobre la no complicidad de los católicos con el régimen nazi sea un disparate. Véase Lewy, The Catholic Church and Nazi Germany, McGraw-Hill, 1964, pp. 90-91, 303-304. 86-

II DESHONESTIDADES DOCTRINALES Nosotros [los obispos] no queremos autorización alguna para engañaros. SAN AGUSTÍN

5 La tragedia de Pablo VI: preludio El papa Pablo VI, con sus ojos tristes hundidos en unas oscuras cuencas de italiano, fue un hombre bueno y noble, un hombre de intelecto amplio y amistades emocionalmente ricas. Su pontificado (1963-1978) tuvo muchos momentos de grandeza: su intervención en el Concilio Vaticano para reforzar el decreto sobre el ecumenismo, su alegato por la paz ante las Naciones Unidas, su declaración conjunta con el patriarca Atenágoras renunciando a las enemistades entre el cristianismo de Oriente y Occidente, su renuncia a la corona papal y a la silla gestatoria. La escena que más me conmueve es la última: su ataúd de madera, sin otro adorno que el evangelio abierto sobre él. Mereció nuestro respeto, como un hombre de Dios que trató de hacer lo mejor tanto para el mundo como para su Iglesia. Aun así, asestó el golpe más paralizante y misterioso al catolicismo organizado de nuestro tiempo. Quizás, a la larga, se le recordará por el bien que hizo, en especial al llevar adelante, contra viento y marea, el Concilio del papa Juan durante las dos sesiones y media que faltaban para concluir sus trabajos. Pero en nuestra actual y más corta memoria destaca por la publicación del documento papal más desastroso del siglo, la carta encíclica Humanae Vitae (1968). Por el destrozo que causó, se equipara al más desastroso documento papal del siglo XIX, el Syllabus errorum de Pío IX, y su encíclica adjunta Quanta Cura (1864). Que hombres tan diferentes cometieran el mismo tipo de error es la prueba fehaciente de que las restricciones pontificias a la verdad imponen un patrón continuo. En términos de personalidad y estrategias insti—89—

tucionales, estos hombres representan un tratado de los opuestos: Pablo, estudioso, diplomático, cauto (a veces hasta el extremo de la parálisis); Pío, pobremente educado, tosco, volátil (a veces casi frenético). Tampoco los dos documentos podrían ser más diferentes, al menos vistos de un modo superficial. El Syllahus fue grandioso en lo disparatado: atacó la ciencia, el secularismo, el materialismo, el relativismo, la democracia, la libertad de expresión y las competencias de todos los gobiernos modernos. Dejó pasmado al mundo entero (véase capítulo 10). La encíclica sobre el control de la natalidad de Pablo fue, en cambio, pacata y pueblerina. En lugar de dejar al mundo pasmado, parecía más bien atrapado en la cómica angustia de las parejas católicas tratando de arreglárselas con el «método del ritmo» para limitar su descendencia. Sin embargo, las misivas eran básicamente iguales. Marcaron dos etapas en una batalla sin cuartel contra el mundo moderno: Pío arrastrando sus enormes cañones y disparándolos contra todo cuanto veía, Pablo disparando a sus propios heridos al final de la batalla. Humánete Vitae no versa de hecho sobre el sexo. Trata de la autoridad. Pablo resolvió el tema con arreglo a ese único argumento. Quería refrenar la noción de que la doctrina católica podía cambiar. Y en lugar de conseguirlo, promovió esa idea. Cinco años después de la carta, un 42 % de los sacerdotes en Estados Unidos pensaba que su publicación había sido un abuso de autoridad por parte del Papa y el 18 % lo consideró un uso inapropiado de esa autoridad, lo que suponía que menos de un tercio de sus legionarios le ofrecía apoyo. El mundo laico estaba aún más indignado. En 1963, el 70 % creía que el Papa recibía su autoridad para predicar de Cristo a través de Pedro. En 1974, esa cantidad se había reducido a un 42 %, un drástico abandono de las actitudes históricas en la Iglesia estadounidense.1 ¿Cómo pudo cometer Pablo VI semejante error de cálculo? Estaba atrapado por sus declaraciones anteriores y por las de sus antecesores. En relación con el tema de la autoridad moral de la Iglesia en el mundo moderno, el Vaticano había apostado tontamente a una sola carta, cuyo resultado fue otra encíclica papal, de Pío XI, Casti Connuhii, publicada en 1930. Ese documento es el vínculo entre el Syllahus y Humanae Vitae. Puso en juego el ma—90—

gisterio de la Iglesia de un solo golpe: el control de la natalidad. Eso supuso una importante reorientación de la energía moral de los católicos. Ofrecía una nueva enseñanza bajo la máscara de una vieja verdad. Más tarde, un repique de afirmaciones de Pío XII, el siguiente Papa, hizo resonar sin cesar la condena del control de la natalidad desde aulas, panfletos, confesionarios, con una insistencia histérica. La contracepción era pecado mortal. Sus impenitentes practicantes irían al infierno. La cultura católica moderna empezó a reconocerse por las familias numerosas, la prueba de que algunos pueblos, incluso en el mundo «ateo», eran fieles a las leyes naturales y a la voluntad de Dios. Si de algo estaba seguro el Vaticano en la esfera moral, era de eso. Para ello habían exigido enormes sacrificios en la vida cotidiana de sus creyentes. Si el Papa se equivocaba, podía quedarse sin derecho para supervisar la vida más íntima de sus seguidores. O así lo estipulaban los defensores de Casti Connubii. Cuando en 1960 se cuestionó por fin la contracepción, los defensores de Roma no volvieron a sus enseñanzas anteriores, ya bastante confusas y erráticas. La autoridad moderna que se exigía reconocer en las encíclicas y en la nueva investidura de infalibilidad del Papa hicieron de Casti Connubii la base pétrea de la doctrina católica en pie de guerra, lo que terminaría siendo la soga atada al cuello de Pablo VI cuando se preparaba para publicar su propia y subversiva encíclica sobre el control de la natalidad. Su estructura presenta el trasfondo básico para entender el desastre de Pablo VI.

Casti Connubii (1930) A pesar de ser cierto que podemos encontrar una especie de crítica a la contracepción en la historia cristiana a partir del siglo III, sería un error decir que ha sido una doctrina constante. Leer La contracepción (1966), el mejor y más extenso libro al respecto, escrito por el conservador historiador jurídico John T. Noonan, Jr., es deambular por una galaxia de batallas libradas en una vertiginosa variedad de frentes, contra diversas combinaciones de adversarios, apoyados por diversos pelotones de aliados. Los primeros ataques a la contracepción calificaron las pociones que se usaban —91—

para provocarla de cosas de magia y brujería. 2 Pero hubo otros argumentos para condenar la contracepción. Desde los comienzos, los Padres de la Iglesia compartían con los estoicos la convicción de que todo acto sexual que no tuviese la intención de procrear era inmoral. Así pensaba san Agustín, citado por Pío XI en Casti Connubii. Pero el estoicismo agustino no dio cabida a cosas que Pío aceptaría más tarde, como por ejemplo el contacto sexual en edad avanzada, o cuando uno de los cónyuges era estéril. En otros frentes —en conflicto con varias herejías opuestas al matrimonio, al sexo, a las mujeres o a la procreación (herejías como las del gnosticismo, el maniqueísmo, el catarismo)—, los instructores de la Iglesia hicieron concesiones tácticas a las posturas más extremas del ascetismo tratando de retener los valores básicos de respeto por la vida o la familia. Así, cuando miramos la era patrística y su legitimidad, encontramos varias campañas contra la contracepción limitadas a contextos particulares. Y el punto central en estas batallas no solía ser la contracepción por sí misma sino mayores contiendas, como la de la bondad o maldad del cuerpo, o las expectativas apocalípticas de la historia, o el sacrificio del matrimonio a la virginidad. En la antigüedad, toda actitud hacia el sexo, ya fuera pagana, judía o cristiana, estaba desfigurada por la misoginia, el miedo al cuerpo y el aliciente de una falsa espiritualidad. No es el ambiente para buscar cordura en estos asuntos. En esa época, la bestialidad del sexo estaba comprobada por la creencia de que la serpiente había sodomizado a Adán y Eva en el Edén.3 Por mucho tiempo, el cristianismo mantuvo nociones extrañas sobre lo que era «natural» en el sexo. En el siglo XIII, Tomás de Aquino todavía diría que mantener relaciones en otra postura que no fuera la del hombre encima de la mujer era pecar contra las leyes naturales, y que la contracepción era un pecado peor que el del incesto.4 La Edad Media añadió sus raras opiniones sobre lo que era normal, incluyendo la doctrina de amplexus reservatus: la teoría de que el coitus interruptus podía practicarse sólo si no se derramaba la simiente.5 Un aspecto particularmente molesto de la declaración papal moderna es la afirmación de que la contracepción viola leyes naturales. Si fuese cuestión de moral correcta o equivocada perceptible para la razón natural, los antiguos paganos deberían haber visto su —92—

inmoralidad. Sin embargo, los griegos y romanos clásicos, que originaron la teoría moral occidental (incluida la teoría de las leyes naturales), no tuvieron noticias del mal de la contracepción, y no por falta de métodos anticonceptivos. Tal como lo concluye Noonan: «La ausencia de referencia alguna al tema en la literatura clásica romana se entiende quizá mejor si se interpreta como una sosegada aceptación general de las prácticas anticonceptivas.» 6 Para los católicos, creyentes en la inspiración de las escrituras judías, es aún más molesto el hecho de que los judíos no prohiban la contracepción en sus extensas y detalladas leyes (aunque Pío trató de demostrar lo contrario por una falsa interpretación de la historia de Onán en el Génesis). Incluso hoy en día, algunos protestantes conservadores han afirmado estar de acuerdo con la Iglesia católica en la oposición al aborto, pero no han encontrado base moral para oponerse a la contracepción.7 Como golpe final al recurso a las leyes naturales, algunos de los teólogos participantes en la redacción de Humanae Vitae están de acuerdo en vedar la contracepción pero no en que las leyes naturales justifiquen dicha veda.8 Así, la historia de la teología sobre la contracepción presentaba esta anomalía cuando llegó al mundo moderno: decía basar sus opiniones en la filosofía de las leyes naturales derivada de la antigüedad clásica (la cual no presentaba objeción a la contracepción) pero tomaba sus opiniones sobre el sexo, supuestamente empíricas, de la antigüedad tardía y de la Edad Media (rebosante de supersticiones). Eran problemas que empezaron a clamar por una solución en el siglo XIX, cuando la ciencia, la revolución industrial, los estudios demográficos y la psicología científica cambiaron los modelos familiares. La preocupación por el desequilibrio demográfico, combinado con la vida urbana, la tecnología más avanzada y un nivel de vida más alto, provocó un descenso de la natalidad. (La tecnología del preservativo hizo grandes progresos cuando Charles Goodyear vulcanizó la goma en 1839 y Thomas Hancock mejoró el proceso en 1843.) En lugar de aprovechar esta oportunidad para reconsiderar la herencia de opiniones mezcladas sobre la contracepción (y sobre el sexo mismo), el prolongado pontificado de Pío IX (1846-1878) vio el modernismo como un asalto a la religión. Opuso una fuerte resistencia a la ciencia como deseo faustiano de rehacer la naturaleza. —93—

Darwin era tan inaceptable como lo había sido Galileo, pero sin el poder de la Iglesia para acallarlo. La contribución de la psicología a los conocimientos sobre la sexualidad era despreciada como hedonismo disfrazado. El intento de ajustar la procreación a pautas industriales suponía una forma de dar paso libre a la indulgencia sexual: hemos visto en el capítulo anterior cómo los judíos fueron tratados de libertinos por su bajo índice de nacimientos. A comienzos del siglo XX, el jesuíta belga Arthur Vermeersch organizó el contraataque católico a la contracepción. En 1905 se celebró en Lieja una conferencia internacional sobre el control de la natalidad, Vermeersch la denunció y aconsejó a los obispos belgas instruir a sus sacerdotes para luchar hasta la muerte contra ese mal moderno. Cuando la Iglesia anglicana, durante su encuentro en la conferencia de Lambeth en 1930, permitió la práctica de la contracepción, Vermeersch, entrado en años pero todavía en la lucha, dijo que los anglicanos ya no podrían llamarse cristianos, y ese mismo año escribió para Pío XI la encíclica Casti Connubii.9 Aunque la encíclica pretendía ser expositora de las leyes naturales, también hizo algunas revelaciones. John Noonan ha mostrado que la historia de Onán, quien «derramó su simiente en la tierra» (Gen. 38:9), ha sido usada durante siglos para condenar la contracepción, aunque nunca fuera una fuente importante de doctrina en ese punto. Por alguna razón, incluso considerando su acto como una forma de contracepción, sólo condena el método específico que describe: el coitus interruptus. En ocasiones, se le dio un uso subsidiario a este pasaje para condenar la masturbación. Pero el tándem VermeerschPío lo convirtió en un mandato bíblico contra cualquier forma de contracepción, desde las duchas hasta los preservativos. El término preferido por los teólogos europeos para la contracepción llegó a ser «onanismo»: Por lo tanto, no es de extrañar que las Sagradas Escrituras atestigüen que la Divina Majestad ve con gran desprecio este horrible crimen, y que en algunas ocasiones lo haya castigado con la muerte. Como señala san Agustín: «Todo contacto sexual, incluso con la legítima esposa, en el que la concepción de los hijos sea evitada es ilegal e infame. Onán, el hijo deJudá, así lo hizo, y el Señor lo mató por ello.»10 —94—

Hay un gran problema con este pasaje. Los eruditos modernos coinciden en que lo que se condena en el pasaje de Onán no es la contracepción en sí misma (no hay ninguna condena explícita en todas las disposiciones de la ley judía), sino el hecho de privar a un hermano del heredero que le corresponde (Dt. 25:5-6)." Así, en esta autorizada condena del «onanismo», aquello sobre lo que se supone que el Papa posee la mayor autoridad, el «depósito» de las verdades reveladas, está erróneamente citado (y será omitido en Humanae Vitae y en todos los documentos recientes del Papa sobre la contracepción). Sin embargo, para las autoridades eclesiásticas posteriores, el razonamiento utilizado por Pío en la redacción de su declaración era menos importante que el hecho de haberla presentado, haciéndola formal y obligatoria, y emplazando a la Iglesia a usar todos sus recursos contra este peligro. Pío concedió a sus sacerdotes la autoridad —sin precedentes en las instrucciones anteriores sobre contracepción— de vigilar las conciencias individuales: Por lo tanto, exhortamos a los sacerdotes que escuchan confesiones y a otros guías espirituales, en virtud de nuestra suprema autoridad y nuestra solicitud para con la salvación de las almas, a no permitir a los creyentes a ellos confiados errar respecto a esta vital ley de Dios, ni mucho menos a dejarse influir por falsas opiniones, ni confabularse con ellas. Si algún confesor o pastor de almas, Dios le perdone, llevara a quienes le han sido confiados a estos errores o los aceptase por aprobación o silencio culposo, tenga en mente que deberá rendir cuentas a Dios, el Juez Supremo, por traicionar la confianza sagrada, y que haga suyas las palabras de Cristo: «Son ciegos y guían a los ciegos, y cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caen en el pozo.»12 La instrucción de los católicos en este aspecto de sus vidas empezaba ahora en serio. Y ya que la prohibición, al igual que en la Biblia, se basaba en leyes naturales, se suponía que incluso los no católicos debían atenerse a su dictamen. Eso significaba ilegalizar o mantener en la ilegalidad la venta de anticonceptivos. En Estados Unidos, los obispos trataron de evitar que Margaret Sanger habla—95—

se a favor del control de la natalidad. Cuando un policía irlandés la arrestó en un mitin en Nueva York, le dijo que lo hacía por orden del arzobispo .Patrick Hayes." Sanger trató de que el presidente Franklin Roosevett apoyara sus esfuerzos por legalizar la venta de anticonceptivos, pero encontró su camino bloqueado por monseñor John A. Ryan, un hombre conocido como «el Muy Reverendo New Dealer»*, por 'su alianza con Roosevelt (el presidente le necesitaba para oponerse a la llamada a los católicos de Charles Coughlin, un sacerdote antisemita).14 Cuanto más se aplicaba esta disciplina, más imposible era pensar en la reversión dé las bases sobre las que se había impuesto. ¿Cómo podía la Iglesia confesar que se había equivocado, después de insistir durante mas de un siglo en la teoría? Como dijo un sacerdote cuando llamaron a los expertos para considerar la posibilidad en el Concilio Vaticano II, «¿qué pasa con los millones de personas que mandamos al infierno, si ahora resulta que las normas no eran válidas?». 15 Otro sacerdote, muy comprometido con la encíclica Humanae Vitae, dijo que si la Iglesia daba marcha atrás ahora significaría que el Espíritu Santo había estado con los anglicanos en Lambeth, y no en Roma con el Papa.16 Eso no podía admitirse en Roma. Dada la incomodidad del Papa con la ciencia, resulta curioso que los primeros cambios de Casti Connubii vinieran de avances del conocimiento técnico. Los estudios de Kyusaku Ogino en Japón y de Hermann Knaus en Austria se hicieron muy populares en los años siguientes a 1930, el año de la encíclica de Pío. Estos médicos lograron identificar los días infértiles del ciclo de ovulación de la mujer, por lo que parecía entonces posible impedir el embarazo si el contacto sexual se producía en esos días. ¿Podrían los católicos conseguir una nueva forma permisible de planificar sus familias aprovechando esta información? Algunos teólogos dijeron que sí, puesto que (a pesar de san Agustín) las autoridades de la Iglesia ya permitían entonces el contacto sexual entre parejas estériles. Parecía, pues, que los católicos podían aprovechar un in____ *

New Dealer, referencia al New Deal (nuevo reparto): política de Frankiin D. Roosevelt para hacer frente a la crisis económica provocada en Estados Unidos por la Gran Depresión. '(N. •dfl T.)

•96-

tervalo del mes naturalmente infértil para tener relaciones sexuales, una conclusión autorizada por Pío XII en 1951 en una comunicación a parteras católicas. Se declaró el «método del ritmo» como forma natural de controlar la natalidad. Esta decisión cambió la doctrina sobre la contracepción. Antes, se objetaba la intención contraceptiva; ahora, la gente podía espaciar sus actos sexuales con la intención de evitar la concepción siempre que no se interfiriera en «la integridad del acto», lo cual imponía una mecánica sacrosanta del sexo por encima de la voluntad de sus autores, invirtiendo así las prioridades normales del razonamiento moral. La mecánica para matar a una persona, por ejemplo, no se considera el factor primario al juzgar la moralidad del hecho de dar muerte. Los moralistas católicos aprobaron la imposición de la muerte, sin importar el método utilizado, si el motivo era permisible: defensa propia, ejecución autorizada de un criminal o la participación en una guerra justa. Ahora parece que el acto sexual está bien si se realiza «naturalmente», sin contar con la intención contraceptiva de la pareja involucrada. Agustín quedaría estupefacto. Sus opositores maniqueos sostenían una teoría primitiva sobre los días infértiles que ponían en práctica para evitar la procreación (que ellos consideraban inmoral). Agustín dirigió contra esta temprana forma del «ritmo» sus primeros y más fuertes ataques a la contracepción. Así lo comenta John Noonan: El método anticonceptivo practicado por estos maniqueos que Agustín conoció es el uso del período estéril tal como lo determinó la medicina griega... En la historia del pensamiento teológico sobre la contracepción, sin duda es curioso que el primer pronunciamiento al respecto, hecho por el más influyente teólogo en la materia, haya sido un ataque tan vigoroso contra el único método anticonceptivo aceptado como moralmente legal por los teólogos del siglo XX.17 El énfasis en la integridad del acto, en la forma en que la naturaleza indica que ha de llevarse a cabo, tuvo el infeliz resultado de recordar la antigua limitación del acto sexual a una sola manera correcta, incluida la teoría de Tomás de Aquino, que sostenía que el —97—

incesto, si conservaba la integridad de la fertilidad del acto, era menos pecaminoso que la contracepción. Esta insistencia en la observancia de la mecánica adecuada no hizo más que sembrar problemas para el Papa, que germinaron cuando se produjo la siguiente innovación científica: la píldora anticonceptiva, que estaba en período de pruebas cuando Pío XII aprobó el ritmo (aunque su uso no fue aprobado en Estados Unidos hasta 1960). Las píldoras no interferían en el acto sexual como tal, pero sí suprimían la ovulación por medios artificiales (químicos). Las primeras respuestas de los teólogos católicos a este avance fueron negativas, y así lo confirmó Pío XII en 1958 cuando condenó la píldora en una carta a los hematólogos católicos. Pero cuando Pío era ya anciano se volvió profetice y no dejó de pronunciarse en relación con todo tipo de novedades antes de que se dispusiera de todos los datos; y, en señal de un nuevo ambiente en la Iglesia, algunos teólogos y doctores católicos continuaron explorando los interrogantes que planteaba la píldora. En 1963, mientras se celebraba el Concilio Vaticano II, y con la esperanza de que se produjeran cambios en las orientaciones de la Iglesia, John Rock, un médico católico de la Facultad de Medicina de Harvard que había colaborado en el desarrollo de la píldora, publicó un libro, The Time Has Come [Ha llegado la hora], argumentando que la naturaleza misma suprime la ovulación para impedir la concepción, no sólo durante el período infértil del mes sino también durante el embarazo y la lactancia. La naturaleza, sin embargo, a veces falla, como lo demuestra el caso de numerosas mujeres. ¿Por qué no dejar que la píldora confirme o estabilice lo que la naturaleza de todas formas iba a hacer? Después de todo, los médicos prescriben productos químicos, o implantes mecánicos, para resolver arritmias cardíacas u otros síndromes físicos. En Roma, el nerviosismo de los prelados les llevó a pensar que la píldora era sólo una excusa para deshacerse de la resentida y sitiada posición del Vaticano sobre el control de la natalidad. La euforia desatada por las nuevas libertades formaba parte del vértigo social que caracterizó la década de los sesenta, tanto en la Iglesia como en el mundo secular. Era un momento de revolución sexual, feminismo y nuevas actitudes hacia la autoridad. En tal ambiente, los pronunciamientos del Papa sobre las leyes naturales se analizaban -98-

al microscopio por razones naturales, y se hacían más débiles con cada observación. Había un gran temor en la curia del Vaticano de que ese ambiente invadiera el Concilio que el papa Juan había convocado (como de hecho ocurrió). Todo el asunto del control de la natalidad estaba en peligro, y se luchó con ahínco en dos foros de Roma, uno público y otro privado. La batalla del primero, en las sesiones del Concilio Vaticano, alcanzó un punto muerto en el decreto conciliar sobre la Iglesia en el mundo moderno, Gaudium et Spes. La otra batalla, librada en secreto por la propia comisión especial del Papa, llegó a la sorprendente derrota de esa comisión por la misma encíclica papal Humanae Vitae.

Gaudium et Spes (1965) El papa Juan XXIII provocó el enfado del sector más conservador de la Iglesia con sus dos encíclicas sociales, Mater et Magister (1961) y Pacem in Terris (1963), esta última presentada durante la primera sesión del Concilio. La apertura hacia el mundo que se evidenciaba en esas cartas y la llamada a la colaboración con el mismo fueron consideradas ingenuas por el personal del Papa (la curia), al igual que la convocatoria del Concilio. Las diferentes congregaciones del Vaticano se asignaron la tarea de frenar el Concilio, primero cuando prepararon el borrador de los documentos de trabajo, y luego al presentar una lista de candidatos para presidir las comisiones del Concilio. Esa carga burocrática estaba destinada a sepultar los debates en un mar de detalles que sólo los expertos residentes de la curia podían explicar a los obispos reunidos. A cada participante le esperaban a su llegada a Roma en 1962 setenta documentos de trabajo: 2.000 páginas, todas escritas en el latín de la curia, que la mayoría de los obispos había olvidado desde sus tiempos de seminaristas.18 Los documentos reiteraban las posiciones mantenidas por los funcionarios. No ofrecían nada nuevo al mundo. Estaban atiborrados de anatemas y condenas, a pesar de que el Papa Juan les había hecho saber que deseaba un enfoque pastoral y no doctrinal. En materia sexual, la curia sintió una urgencia especial por establecer parámetros que frenaran a los obispos y a sus asesores -99-

teológicos. El documento sobre moralidad sexual lo había escrito uno de los conservadores favoritos de la curia, el franciscano Ermenegildo Lio, y sus cuatro capítulos contenían veintiuna condenas. 19 Sólo el título ya mostraba dónde se ponía el énfasis: «Sobre el matrimonio, la castidad y la virginidad.»20 Cuando el obispo McGrath presentó por escrito una objeción al documento, el padre Lio, el experto del Santo Oficio (anteriormente, la Inquisición) en materia matrimonial, respondió con una carta acusadora. Quedaba claro que los obispos estaban ahí para escuchar a los expertos, no para tomar cartas en el asunto.21 Pero las tomaron. Cuando se les presentó una lista de funcionarios que había preparado la curia, y se les invitó a votar antes de que los obispos tuvieran tiempo de enterarse de quiénes eran los diversos candidatos, el cardenal Lienart, de Lille, intervino en la primera sesión de trabajo y rompió las reglas al pedir que se pospusiera la elección hasta que los obispos pudiesen elaborar su propia lista de candidatos.22 Fue la primera señal inequívoca de que la curia estaba perdiendo el control. De ahí en adelante aplicaría una política de obstruccionismo con la ayuda de varios obispos presentes que, si bien ocupaban posiciones de alto rango, constituían una minoría menguante. El documento sobre la castidad se cambió por otro sobre el amor en el matrimonio, al que el padre Lio se opuso párrafo a párrafo con el apoyo de su superior en el Santo Oficio, el cardenal Ottaviani. El borrador del documento conoció cinco redacciones completas (sin contar las numerosas enmiendas de cada borrador). Ottaviani le pidió ayuda al moralista americano John Ford, quien junto a sus colegas jesuítas había escrito el manual de ética usado en los seminarios y las escuelas para reforzar los preceptos de Casti Connubii y el método del ritmo. Ford era bien visto por el papa Pablo, pero la mayoría no dejó de ganar terreno en las sesiones del Concilio a medida que el documento sobre el matrimonio iba orientándose a plantearlo como un sacramento de amor, y no como un simple mecanismo de procreación. Puesto que se probó que era imposible incluir referencias a la información científica moderna en la redacción del documento sobre el matrimonio, en el que, según los teólogos célibes, el laicado no tenía nada que decir, el cardenal Leo Joseph Suenens, de Bélgica, convenció al papa Juan de que nombrara una comisión especial —100—

que sopesara las evidencias empíricas disponibles en relación con el control de la natalidad. De los seis hombres nombrados para esta comisión pontificia, cuatro eran seglares, y los cuatro estaban casados: dos médicos, un demógrafo y un economista. De los dos sacerdotes, uno era diplomático y el otro sociólogo. El Papa estaba buscando nuevas luces sobre el tema. La comisión se reunió entre las dos primeras sesiones, pero no se atrevió a sugerir cambios fundamentales; sólo recomendó que se hicieran estudios más profundos, lo que significaba recomendar la continuidad de su propia existencia. Al morir el papa Juan durante la segunda sesión, la comisión, cuya existencia era todavía un secreto (incluso para la mayoría de los padres del Concilio), fue heredada por el papa Pablo. Aunque pudo haberla disuelto, Pablo la amplió, y le dio así mayor representatividad. Por primera vez se solicitó la colaboración de las mujeres en un asunto que afectaba tan íntimamente a sus vidas. Cuando se corrió la voz de la existencia de la comisión, el Papa admitió, entre la segunda y la tercera sesión, que se había realizado un estudio independiente sobre el control de la natalidad, pero que «entretanto» la antigua estrechez de miras seguía vigente. 23 La mayor parte del Concilio utilizó esta información para impedir que la facción de Lio reinsertara en el documento sobre el matrimonio una arrolladora reafírmación de las condenas de Casti Connubii. Era un asunto «reservado», dijeron. Estas maniobras les llevaron a la penúltima votación sobre el documento relativo al matrimonio, el que habría de preceder a la versión definitiva. Aunque no se suponía que el grupo de redacción introdujera cambios sustanciales en lo acordado por todo el cuerpo del Concilio, una intervención de última hora del Papa pareció cancelar todo el trabajo precedente de los padres del Concilio. El 24 de noviembre de 1965, el cardenal Ottaviani, que presidía la comisión mixta que editaba el documento, mandó leer una carta del secretario de Estado del Papa. Según la carta, «una autoridad superior» exigía la inserción de cuatro modi (enmiendas), entre ellas la condena específica de los «mecanismos anticonceptivos» y una reafirmación explícita de la autoridad de Casti Connubii. Para echar más leña al fuego, Ottaviani añadió que esas directivas no eran materia de debate, sino que apelaban a la «santa obediencia», así que los teólogos asesores podían marcharse. El carde—101—

nal Browne dijo: Christns ipse locutus est («Ésta es la palabra de Cristo»), mientras en los rostros de los padres Ford y Lio se dibujaba una expresión de triunfo, aunque Ford más tarde se ruborizaría cuando alguien señaló un error gramatical en el latín de la carta y lo señalaba como autor de la misma. 24 La mayoría entonces puso en tela de juicio la negativa de Ottaviani sobre su posible debate. ¿Acaso el Concilio ya no era operativo? ¿Acaso el Papa lo había disuelto para emitir su propia declaración? ¿Cómo que no podían discutirlo, si todos habían participado en la declaración? El autoritario cardenal tuvo en cierto modo que ceder. Así, redujeron poco a poco los modi sin rechazarlos en su totalidad. La prohibición expresa sobre los «dispositivos anticonceptivos» quedó en «prácticas ilícitas contra la generación humana». Muy poco espacio se le dejó a la comisión pontificia para sugerir cambios sobre cómo se juzga si una práctica es ilícita. Se mencionó Casti Connubii, pero sólo como nota al pie y acompañada de una referencia al hecho de que la comisión pontificia consideraba el tema abierto a investigación. La sección final de Gaudium et Spes (capítulo 2, párrafos 47-52) es cuidadosamente ambigua en ciertos puntos, lo suficiente para que los papas Pablo VI y Juan Pablo II pudieran afirmar después que el Concilio había confirmado Casti Connubii y para que Bernard Háring y otros afirmasen que había sido retirada de la encíclica. 25 Lo que no puede negarse es que la libertad del Concilio se vio seriamente comprometida cuando el Papa alteró la libre expresión de dos tercios de la asamblea de obispos de la Iglesia. A pesar de afirmar que el Espíritu Santo hablaba a través de los obispos de la asamblea, el Concilio existió dentro de las estructuras del engaño. Y todavía no se ha zanjado del todo el asunto del control de la natalidad. Aunque se habían construido los cimientos, la desastrosa encíclica Humanae Vitae estaba aún por escribirse. -102-

NOTAS 1. Encuestas del Centro de Investigación de Opinión Nacional reseñadas por Andrew Greeley en The American Catholics: A Soáal Portrait, Basic Books, 1977, pp. 134, 156. Otros indicadores de aceptación de guías espirituales también cayeron, incluidas las donaciones a las parroquias. En 1963, los católicos irlandeses educados en las escuelas parroquiales manifestaron que les gustaría mucho que alguno de sus hijos se dedicara al sacerdocio. En 1974, sólo el 45 % pensaba aún así. (Greeley, p. 162). 2. John T. Noonan,Jr., Contraception, A History ofits Treatment by the Catholic Theologians and Canonists, Harvard University Press, 1966, pp. 25-27,44-45, 98. 3. Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual Renunciation in Early Christianity, Columbia University Press, 1988, p. 95.. [El cuerpo y la sociedad, traducido por Antonio Juan Desmonts, Muchnik Editores, 1993.] Para el ascetismo extremo en la antigüedad reciente, véase Brown, pp. 92-100, y Robin Lañe Fox, Pagans and Chrístians, Al-fred A. Knopf, 1986, pp. 356-377. Para la misoginia de la época, y las mujeres como «puertas del Infierno», véase cap. 4. Brown (p. 166) indica que el temor y el odio al sexo llevaron a muchas más autocastraciones como la del famoso Orígenes. 4. La posición «normal» (Commentary on the Sentences of Peter Lombard, 4.31) «refleja la creencia de la superioridad natural del hombre sobre la mujer» (Noonan, op. cit., p. 239), y las uniones incestuosas al menos retenían la integridad del acto sexual (fertilización) según ST 2-2, ql54,llr. 5. Noonan, op. cit., pp. 196-199. Los teólogos del siglo xn se apoyaron en esta rara opinión para defender las doctrinas anteriores sobre la «deuda» del matrimonio, o débito conyugal (debitum). Un cónyuge debe honrar la deuda de respuesta sexual al otro; incluso aunque él/ella no quiera cometer el pecado de sexo sin procreación, el varón puede complacer los deseos de la esposa mientras no derrame su simiente como Onán. Una de las bases de esta aberración era la opinión patrística de que las mujeres, por ser el sexo débil, eran presa más fácil de la lujuria que los hombres (véase cap. 4). 6. Ibíd., p. 28. Para los anticonceptivos en los tiempos de Jesús, véase Sorano, Gynecology, traducido por Owsei Temkin, Johns Hopkins University Press, 1956.

7. James Neuchterlein, «Catholics, Protestants, and Contraception», •103-

First Things, abril 1999, pp. 10-11, y «Correspondence», First Things, agosto/septiembre 1999, pp. 2-6. 8. Véase cap. 6 deJohn Ford, S.J., y Germain Grisez. 9. Noonan, op. cit.,pp. 419-426. 10. Pío XI, Christian Marriage, traducción del Vaticano, Pauline Books and Media, n.d., p. 28, citando a Agustín, Adulterio 2.12. 11. Claude F. Mariotini. «Onan», ABD 5.20-21. 12. Pío XI, op. cit., p. 29, citando a Mt 15:14. 13. Ellen Chesler, Woman of Valor: Margaret Sanger and the Birth Control Movement in América, Simón & Schuster, 1992, p. 203. 14. Ibíd.,pp. 345-346. 15. Robert McCIory, Turning Point: The Inside Story ofthe Papal Birth Control Commission, Crossroad, 1995, p. 1. 16. John C. Ford, S. J., citado por Robert Blair Kaiser, The Politics of Sex and Religión, LeavenPress de The National Catholic Repórter, 1985, p.145. 17. Noonan, op. cit., p. 120. 18. Geraid P. Fogarty, «The Council Gets Underway», en Giuseppe Alberigo, History of Vatican II, traducido por Joseph A. Komonchak, Orbis, 1997, vol. 2, p. 69. [Historia del Concilio Vaticano II, Ediciones Sigueme.] 19. Ambrogio Valsecchi, Controversy: The Birth Control Debate, 1958-1968, traducido por Dorothy White, Corpus Books, 1968, p. 120. 20. Charles Moeller, «Pastoral Constitution on the Church in the Modern Woril: History of the Constitution», de Herbert Vorgrimier (editor), Commentary on the Documents of Vatican II, Herder and Herder,1969,vol.5,p.l3. 21. Bernard Háring, «Fostering the Nobility of Marriage and the Family», en Vorgrimier, op. cit., p. 225. 22. Andrea Riccardi, «The Tumultuous Opening Days of the Council», Alberigo, op. cit., pp. 27-32. 23. Noonan, op. cit., p. 473. 24. F. X. Murphy («Xavier Rynne»), Vatican Council II, Parrar, Straus y Giroux, 1968, p. 555, Háring, op. cit., p. 228, Kaiser, op. cit., pp.116117. 25. Háring, op. cit., pp. 228-245. .104.

6 La tragedia de Pablo VI: la encíclica La forma de actuar del papa Pablo VI en los años que precedieron a Humanae Vitae (1968) era tan contradictoria que parecía perversa. Por una parte, se puso del lado de la minoría en el Concilio para inhibir cualquier cambio sobre la contracepción, hasta el punto de intervenir directamente a última hora al verse sin una forma indirecta de frustrar la voluntad de la mayoría; mientras que por otra ampliaba la comisión pontificia que el papa Juan había nombrado para el debate sobre el control de la natalidad, abriendo así el abanico de sus deliberaciones. ¿Cómo explicar esta conducta? Creo que sólo una combinación de cálculo y sinceridad puede resolver el misterio. En el lado calculador vemos que el trato que Pablo le dio a la comisión modificó sutilmente su objetivo original. El cardenal Suenens le sugirió al papa Juan la creación de la comisión como una fuente independiente de información para su uso en el Concilio. Esto les daría un renovado material de reflexión a los obispos en sus debates finales. Cuando Pablo amplió el territorio de la comisión, dijo que sus conclusiones podrían serle útiles para preparar la respuesta a la conferencia de la ONU de 1964 sobre planificación familiar. La conferencia pasó sin que la comisión pudiera cristalizar ninguna conclusión útil, y siguió trabajando, pero Pablo se aseguró de que las opiniones resultantes se mantuvieran totalmente separadas de lo que estaba sucediendo en el Concilio. Habiendo fracasado en su intento de reinsertar la doctrina de Casti Connubii en el decreto sobre la Iglesia en el mundo moderno, bien hubiera podido retirar del temario del Concilio to—105—

do lo relativo al control de la natalidad, aduciendo que la comisión se estaba encargando de su estudio. La sola existencia de la comisión le daba margen para maniobrar. Sin embargo, fue la comisión la que le encerró en su condena de la contracepción. Existe una razón por la que él no pudo sospechar el resultado: la comisión era un secreto papal, y el Vaticano había vivido por décadas seguro de poder mantener sus secretos. Incluso cuando el Papa aceptó la existencia de la comisión, mantuvo el misterio sobre sus miembros y su función. Todos los participantes tenían la orden de guardar en estricto secreto sus acciones. No habría ninguna publicación oficial de actas o resultados. En una ocasión, cuando un informador gráfico logró infiltrarse en una de sus reuniones, le atraparon y destruyeron su película." Ni siquiera sus miembros podían tomarse fotos informales durante la existencia de la comisión. (Una vez disuelto el cuerpo se hicieron algunas fotos.) Todo lo que dijeran o hicieran debía ser informado de manera confidencial al Papa, quien podía utilizarlo o suprimirlo a discreción. Si el plan original hubiera seguido adelante, y el Papa hubiera querido ignorar lo hecho por la comisión, no habría quedado ningún registro de su existencia, tal como sucedió con el borrador secreto de la encíclica sobre los judíos de Pío XI. La idea de una comisión «clandestina» no estaba en la mente de Pablo. Lo único que quería era que no afectase a los debates de los padres del Concilio. Pero Pablo era un auténtico creyente, no un simple político eclesiástico; y creo que estaba tan convencido de que las doctrinas de la Iglesia no podían errar, que confiaba en que una visión más amplia del tema terminaría confirmando Casti Connubii quizá sobre nuevas bases. No hay duda de que John Ford, el experto preferido de la curia, le animaba a pensar así. Ford tenía claro que los viejos argumentos de leyes naturales sobre la contracepción eran débiles, pero la Iglesia no podía estar equivocada, así que tenían que encontrar nuevas bases para reforzar la verdad. Del mismo modo que pudieron sacrificar la historia de Onán, podían hacerlo con las opiniones convencionales de las leyes naturales, siempre que la Iglesia mantuviera sus condenas, basándose en cualquier otra cosa. Ford llevó a Roma a un filósofo católico, Germain Grisez, que le ayudó a desarrollar un nuevo argumento de «voluntad —106—

de vida».2 El Papa probablemente esperaba que coincidiese con los resultados de las reflexiones de la comisión. Sin duda quedó estupefacto cuando la comisión atacó todo lo estipulado por Casti Connubii. Y además, furioso, cuando se filtró a la prensa el rechazo de la comisión por el pasado. Lo que creía estar fomentando como una forma astuta de postergar un problema se había vuelto contra él, dificultando la tarea de redactar Humanae Vitae más de lo que nunca pensó. Aun así, tenía que hacerlo.

Humanae Vital La comisión pontificia se reunió cinco veces. La primera, en el otoño de 1963, convocó a seis hombres en Lovaina. El segundo encuentro se celebró en Roma (como todos los demás), en la primavera de 1964, con la asistencia de trece hombres. En el verano del mismo año se reunieron quince personas. Hasta ese momento, ninguno había osado recomendar la alteración de las doctrinas de la Iglesia sobre la contracepción. Las cosas cambiaron en la cuarta sesión, en la primavera de 1965, cuando el número de participantes saltó a cincuenta y ocho, con cinco mujeres entre los treinta y cuatro miembros laicos. Uno de los expertos llamado como asesor era John T. Noonan, de Notre Dame, Indiana, cuyos estudios sobre los cambios de posición de la Iglesia respecto a la usura le habían hecho ganar la admiración de los eruditos. Estaba trabajando en un estudio similar sobre los cambios en la prohibición de la contracepción, obra que iba a ser publicada justo cuando se disolvió la comisión. Noonan le abrió los ojos a los miembros sobre el posible desarrollo de doctrinas papales no infalibles. Otro elemento revelador fue el resultado de un cuestionario que Pat y Patty Crowley, una pareja laica, llevaron a Roma. Algunos miembros activos del Movimiento Internacional de la Familia Cristiana habían llevado a cabo un seguimiento de las experiencias de otros miembros —devotos católicos todos— con el método del ritmo, que resultó ser cualquier cosa menos natural. Dado que el período menstrual de la mujer fluctúa con su salud, ansiedades, edad y otros factores, para definir el período realmente estéril del ciclo se precisaba llevar gráficos diarios de su temperatura y estnc—107—

tas comparaciones de los calendarios, e incluso así los resultados no eran seguros. Los católicos más concienzudos, que siguieron con precisión este procedimiento, lo encontraron muy poco fiable, y quedaban muertos de miedo hasta la llegada de la siguiente menstruación (que podía no llegar). Además, tanta concentración en las condiciones físicas de la esposa obligaba a ignorar o reprimir sus factores psicológicos: el afecto, las necesidades, las crisis, los viajes... Los comentarios de las parejas encuestadas se presentaron como lectura de apoyo a la comisión. Un marido escribió: El método del ritmo destruye el significado del acto sexual; convierte una expresión espontánea de amor físico y espiritual en un simple alivio corporal sexual; me mantiene obsesionado con el sexo todo el mes; pone en grave peligro mi castidad; tiene un efecto notorio en mi disposición hacia mi esposa y mis hijos; me obliga a evitar por completo toda muestra de afecto hacia mi esposa durante tres semanas seguidas. Por culpa del ritmo, he visto disiparse una magnífica unión espiritual y física para transformarse en una relación tensa y de daño mutuo. El ritmo parece ser inmoral y profundamente artificial. Me parece diabólico. Su esposa también dio su versión de la historia: Me encuentro malhumorada y resentida hacia mi esposo cuando finalmente llega el momento de las relaciones sexuales. Me molesta su obligada inhibición de cariño a lo largo del mes y me doy cuenta de que no puedo responder de repente. Creo también que mis sueños subconscientes y pensamientos espontáneos son inevitablemente sexuales y me hacen perder tiempo. Todo esto a pesar de un compañerismo intelectual y emocional fantástico y de una vida conyugal y familiar hermosa.3 Al tiempo que la comisión oía decir que el ritmo hacía que la gente se obsesionase con el sexo y sus mecanismos, la minoría en el Concilio argumentaba que el ritmo permitía a la gente escapar de —108—

la simple necesidad animal y disfrutar de la serenidad procurada por la sexualidad superada. La comisión escuchó también la explicación de los médicos, de cómo la naturaleza hacía que las mujeres sintiesen el mayor deseo sexual justo en los días fértiles que el ritmo marca como no recomendados. El efecto combinado de la historia de Noonan y de los descubrimientos empíricos de los Crowley llevó a los miembros de la comisión —buenos católicos todos ellos, escogidos por su lealtad a la Iglesia— a analizar con honestidad los argumentos de las «leyes naturales» que se oponían a la contracepción, y vieran, con sorpresa, lo insustancial del razonamiento que hasta entonces habían aceptado. El sexo existe para la procreación, de acuerdo, pero ¿en todos y cada uno de los actos sexuales? Se come para subsistir, pero no por ello se considera pecado mortal toda comida o bebida, más allá de la necesaria para la subsistencia. De hecho, reducir el comer a un impulso animal negaría el significado espiritual y simbólico de las comidas compartidas: las fiestas de cumpleaños, las cenas de celebración, el vino de Cana, incluso la Eucaristía. ¿La integridad del acto? ¿Acaso es pecaminoso recibir alimentación intravenosa cuando se requiere? ¿Se viola con ello la integridad del acto de comer? Cuanto más analizaban la herencia de «sabiduría» de la Iglesia, mejor veían las cuestionables raíces en que se sustentaba: el temor y el odio al sexo, la sensación de que el placer que proporciona es un soborno biológico para garantizar la perpetuación de la especie, que cualquier uso que se le dé, diferente del de su objetivo, es vergonzoso. Esto no procede de las escrituras ni de Cristo, sino de Séneca y Agustín. Los miembros de la comisión, incluidos teólogos de formación y consejeros espirituales con años de experiencia en explicar las doctrinas de la Iglesia, tuvieron la sensación de ver la realidad por vez primera. La cultivada sumisión al papado había sido para ellos una estructura de engaños que los alejaba de la honestidad para consigo mismos, obligándolos a vivir en una mentira. Para su gran sorpresa, se dieron cuenta de que no sólo deseaban apoyar la idea de que la Iglesia cambiase, sino que sentían que tenía que cambiar en ese aspecto, que, una vez descubierta la verdad, no podía ocultarse de nuevo. Cuando se preguntó a los diecinueve teólogos de la comisión, convocados a votar por separado, si la doctrina de la •109-

Iglesia podría cambiar respecto a la contracepción, doce respondieron que sí y siete que no (entre los que se contaba John Ford, quien se había incorporado a la comisión en esa reunión). 4 Todo esto disparó las alarmas del Vaticano. Para la siguiente reunión, la última y la más larga, de abril a junio de 1965, los miembros de la comisión fueron degradados a «consejeros» (peri-ti) y la comisión la formaron dieciséis obispos llamados para elaborar el informe definitivo. Los obispos escucharon a quienes en verdad habían participado en los debates, pero les correspondía a los obispos emitir el veredicto final. El debate lo presidió el cardenal Ottaviani, del Santo Oficio. Esta incursión de la artillería pesada habría acobardado a los miembros en las primeras sesiones. Pero las cosas ya habían ido demasiado lejos como para dejarse intimidar. Para el momento decisivo los Crowley aportaron otro sondeo; éste versaba sobre 3.000 católicos —incluidos 290 devotos ^suscriptores de la revista St. Anthony's Messenger [El mensajero de san Antonio]— de los que el 63 % dijo que el método del ritmo había perjudicado a su matrimonio; el 65 %, que no era cierto que evitara la concepción, incluso siguiendo el procedimiento rigurosamente (hasta neuróticamente). 5 El doctor Albert Gorres habló de la autocensura practicada por los católicos, algo que los miembros reconocieron como cierto. 6 El sacerdote jesuíta Josef Fuchs, profesor de las normas de Casti Connubii durante veinte años, prometió retirar su texto de moral y renunciar a su puesto de profesor en la Universidad Gregoriana de Roma, pues ya no podía mantener lo que antes profesaba. 7 Los votos de los teólogos que presentaron sus hallazgos a los obispos pasaron de quince a cuatro contra la afirmación de que la contracepción sea intrínsecamente mala.8 El resultado de la votación en el grupo completo fue de treinta a cinco.9 He aquí una perfecta prueba de laboratorio de que la teoría de la contracepción es antinatural, en la medida en que sólo así lo puede percibir el razonamiento naturalista. Se trataba de personas preparadas, incluso expertas. Eran católicos de sólidas convicciones (por eso fueron escogidos). Durante toda su vida estuvieron condicionados para aceptar las doctrinas de la Iglesia, de hecho ya las habían aceptado en el pasado. Si de alguien podía asegurarse que abordaría las tesis oficiales con una actitud abierta era de ellos. -110-

No había en ellos ninguna malicia hacia las autoridades de la Iglesia, muchos habían dedicado gran parte de su vida (si no toda) a colaborar con ellas. La mayoría entró en el proyecto de acuerdo con la posición del Papa, o al menos dudosos de que pudiera cambiar. Ahora se encontraban a sí mismos reconociendo que el cambio no sólo era necesario sino además inevitable. No entendían cómo antes habían podido pensar de otro modo. El cardenal Suenens explicó que se les había condicionado para tener una doble conciencia, para vivir una mentira: Durante años, los teólogos han tenido que idear argumentos a favor de una doctrina que no se les permitía contradecir. Estaban obligados a defender la doctrina recibida, aunque creo que tendrían muchas inquietudes al respecto. En cuanto se dieron las primeras señales de tímida apertura, un amplio grupo de moralistas llegó a la conclusión defendida por la mayoría en esta reunión... Los obispos defendieron la posición clásica porque la autoridad así se lo impuso. Los obispos no estudiaron los pros y los contras. Ellos recibieron directrices, se doblegaron ante ellas y luego trataron de explicárselas a su diócesis.10 En cuanto la gente empezó a pensar en estas cosas con arreglo a su propio criterio, la estructura del engaño se derrumbó con un soplido. Ni siquiera la gente escogida por el Vaticano podía sostener las posiciones del pasado, mucho menos los católicos menos comprometidos que ellos. Y era absurdo hablar del mundo no católico, pues ellos nunca reconocieron esta «ley natural de la razón natural». La necesidad de hacer frente a la perspectiva de cambio quedó impresa en la comisión por los argumentos de los cinco teólogos que defendían Casti Connubii. Redujeron sus propias tesis a argumentos absurdos. John Ford dijo que el contacto sexual no es necesario en el amor marital: «El amor conyugal es sobre todo espiritual (si el amor es verdadero) y no necesita gestos carnales específicos, mucho menos su repetición con alguna frecuencia determinada.» 11 A Ford también le gustaba decir que, si se cambiaba la teoría de que la actividad sexual era sólo para la procreación, la gente podría masturbarse impunemente. El doctor Gorres citó al 111

patriarca melquita. Máximo IV, quien dijo en las deliberaciones del Concilio que los sacerdotes hacían gala de una «psicosis de celibato» en todo lo relacionado con el sexo. 12 Los Crowley pudieron percatarse de esta actitud cuando llegaron a un seminario vacío que servía de residencia para los asistentes a la cuarta sesión. A Patty no se le permitió quedarse en la misma habitación con su marido, tenía que irse a pasar la noche a un convento de las cercanías. 13 No se podía permitir el sexo en los confínes del seminario, incluso sin seminaristas en la residencia. La votación culminante de la comisión —la de los dieciséis obispos— fue de nueve a tres a favor de cambiar la posición de la Iglesia sobre la contracepción, con tres abstenciones. Antes de realizar la votación se había acordado presentar un solo informe de la comisión, pero el cardenal Ottaviani y el padre Ford, al ver cómo venían dadas, prepararon por su parte un documento que luego sería trastocado como documento oficial de la minoría. Había sólo un documento oficial, el único votado por los obispos autorizados para reseñar los hallazgos del grupo de trabajo (había sido Ottaviani quien trajera a esos funcionarios, con la esperanza de obtener de ellos el resultado que él quería. Cuando esto falló, se desentendió de su propio ardid). El informe Ford, redactado con Germain Griscz, decía que cualquier modificación era inconcebible. Y no porque hubiese argumentos razonables contra el cambio: «Si pudiéramos plantear argumentos claros y convincentes basados sólo en la razón, no sería necesario que existiera esta comisión, y tampoco se habría producido esta situación en la Iglesia.» No, la verdadera razón para mantener la teoría era que ésa era la teoría: «La Iglesia no puede haberse equivocado durante tantos siglos, ni siquiera un siglo, imponiendo graves cargas en nombre de Jesucristo si Jesucristo no hubiera impuesto de verdad esas cargas.»'4 O, como Ford lo expuso en un debate anterior, si la Iglesia mandó al infierno a todas esas almas, tiene que seguir manteniendo que ahí es donde están. A esas alturas, ese argumento no tenía sentido para la comisión, ni para los obispos ni para los teólogos ni para los laicos expertos. Pero al final fue el único argumento que le importó a Pablo VI. Se aprovechó del llamado «informe de la minoría» para decir que no podía aceptar los hallazgos de la comisión, ya que éstos -112-

no eran objeto de consenso.15 Nueve de los doce obispos, quince de los diecinueve teólogos y treinta de los treinta y cinco miembros no episcopales de la comisión no eran suficientes para él. En los decretos del Concilio las votaciones tampoco fueron unánimes, y no por eso las declaró inválidas. Lo que de verdad preocupaba a Pablo eran los argumentos que le trajo Ottaviani cuando se presentó el informe. Él sabía lo que preocupaba al Papa y sabía cómo manejar esas preocupaciones. F. X. Murphy había observado algo en la conducta de Pablo a lo largo de las reuniones del Concilio: El Papa era un hombre desgarrado por las dudas, atormentado por los escrúpulos, perseguido por los pensamientos de perfección y sobre todo, dominado por una preocupación exagerada —algunos lo llamaron obsesión— por su prestigio en su función de Papa. Sus observaciones en este sentido a veces rayaban en el fervor mesiánico, un rasgo ausente en las sosegadas expresiones de sus antecesores. Cada vez que pudo, tanto en audiencias normales entre semana como en los sermones del domingo desde la ventana de su apartamento, hasta en las reuniones más solemnes en estación o fuera de estación, hizo incontables declaraciones al respecto. Acusar a la mayoría de deslealtad al Santo Padre formaba parte de la estrategia de la minoría conciliar. Finalmente, dada la constante cantinela de Pablo, la mayoría terminó por pensar que quizás él compartía estas sospechas, al menos en cierta medida. Los estudiosos de las actuaciones de Pablo notaron que, mientras en otros aspectos lucía una actitud abierta, en el tema del papado su mente permanecía extrañamente cerrada a todo análisis.16 Estas líneas fueron escritas antes de la publicación de Humanae Vitae, pero la explican completamente. Los miembros de la comisión dejaron su labor convencidos de que el Papa ya no podría mantener una doctrina desacreditada. Cuando el informe cayó en manos de la prensa, los católicos del mundo entero tomaron aliento con los aires de cambio. Lejos de opacar su fe, como el Papa se temía, esto los animó. Lo que sí desequilibró su fe fue lo que Pablo hizo a continuación: publicar Humanae Vitae reiterando la prohibición manifestada en Casti Con113

nubii: «La Iglesia hace un llamamiento a sus seguidores para que recuperen la obediencia a las leyes naturales, tal como las ve su doctrina constante, que nos enseña que todos y cada uno de los actos conyugales deben mantenerse abiertos a la transmisión de la vida.»17 La respuesta de los católicos fue un rechazo sin precedentes a la sumisión. Las encuestas registraron un desacuerdo inmediato con la encíclica. En un festival católico de jóvenes devotos alemanes en Essen, planificado con anterioridad, se propuso la resolución de que los asistentes no obedecerían la encíclica; de los cuatro mil, sólo noventa votaron en contra.18 Otra encuesta simultánea entre católicos alemanes arrojó como resultado que el 68 % de ellos pensaba que el Papa estaba equivocado respecto a la contracepción. 19 Desde todos los confines del mundo llegaron notas similares. ¿Qué harían los obispos? Con la encíclica venía la orden, para ellos y todos los sacerdotes, de explicar y apoyar la decisión del Papa. Sed los primeros en dar, en el ejercicio de vuestro ministerio, el ejemplo de obediencia leal interna y externa a las autoridades doctrinales de la Iglesia [...]. Es de máxima importancia, para tener la conciencia en paz y para la unidad del pueblo cristiano, que en el terreno de la moral y del dogma todos escuchemos el magisterio de la Iglesia, y hablemos todos el mismo idioma. 20 Pero por primera vez en la historia, los obispos declararon que, aun manteniendo su respeto por la encíclica, los creyentes podían actuar de otra forma si su conciencia así se lo indicaba. La Conferencia Episcopal de los Países Bajos fue más rotunda: «La Conferencia considera que el rechazo total de la encíclica a los métodos de contracepción no es convincente a causa de los argumentos que presenta.»21 Otros cuerpos episcopales fueron más circunspectos, pero señalaron que no considerarían que aquellos que desobedecieran la encíclica estuviesen incumpliendo los sacramentos. Los obispos de Bélgica lo expresaron así: «Cualquier persona competente en la materia y capaz de formarse un juicio personal bien fundado —lo que supone un cierto conocimiento— puede, después de serias reflexiones ante Dios, llegar a conclusiones diferentes en ciertos puntos.» Dicho de otro modo; no hay que tratar -114-

con ligereza las palabras del Papa, pero una vez bien analizadas, pueden actuar según su conciencia. Ésta fue la posición que tomaron los obispos de Estados Unidos (entran en juego las normas de la disidencia lícita), Austria, Brasil, Checoslovaquia, México, Filipinas, Alemania Occidental, Japón, Francia, los países escandinavos y Suiza.22 La declaración de los escandinavos fue típica: Si cualquiera de nosotros, por razones serias y cuidadosamente analizadas, no se sintiera capaz de suscribir los argumentos de la encíclica, está autorizado, como es bien sabido, a tener una opinión diferente de la presentada en una declaración no infalible de la Iglesia. Por lo tanto, ninguno deberá ser considerado un católico inferior a causa de su divergencia de opinión. 23 El Papa estaba perplejo. Pasó los diez años que le quedaban de pontificado cual sonámbulo, incapaz de entender qué le había sucedido, por qué se producía un disentimiento tan abierto en las altas esferas del episcopado. Cuatro años después de la publicación de Humanae Vitae se veía al Papa «cauto, nervioso, ansioso, alarmado»; en un sermón en San Pedro lamentó el desafío a las doctrinas de la Iglesia, y ésa fue la única explicación que encontró para tal desafío: «El humo de Satanás ha entrado a través de algunas grietas en el templo de Dios.» 24 Lo había invadido la melancolía y se había vuelto propenso al llanto. 25 ¿Fue él quien abrió esas grietas en el templo de Dios? Incluso sólo como persistente sospecha ya era una carga muy pesada. Esto explica el ambiente de oscura tragedia que rondó sus últimos años. En esos diez años no volvió a producir una encíclica. Fue prisionero del Vaticano de una forma muy diferente de la sus antecesores. Estaba preso en las estructuras del engaño. Mientras tanto, el padre Ford, que había ayudado a su colega jesuíta Gustavo Martelet en la redacción del borrador de Humanae Vitae bajo la dirección de Ottaviani, regresó al seminario donde había enseñado teología moral durante años, pero los seminaristas jesuítas, a sabiendas de lo que Ford había hecho en Roma, rehusaron tomar clases con él.26 Como resultado de lo que él consideraba el gran golpe de su vida, su carrera como profesor había terminado. 115

El disentimiento permitido para con Humanae Vitae imprimió cierto giro a la actitud católica hacia la autoridad en general. 27 ¿Qué podía hacerse al respecto? Pablo tenía las manos atadas por sus propios actos. ¿Estarían igual las de los futuros papas? Juan Pablo I (Albano Luciani), el sucesor inmediato de Pablo, dio indicios de querer apartarse de las prohibiciones de Casti Connubii. Cuando nació el primer bebé probeta, el Papa dio un paso extraordinario al enviar su felicitación, a pesar de que Humanae Vitae condenase la fertilización in vitro. Dijo a la prensa: He enviado mi más sincera felicitación a la niña inglesa cuya concepción se produjo artificialmente. No tengo derecho a condenar a sus padres [...]. Antes bien, quizá tengan gran mérito ante Dios por lo que quisieron y lograron hacer con ayuda de los médicos.28 Juan XXIII fue conocido por este estilo de cálidas declaraciones pastorales, y Luciani preocupaba a parte de la curia por el temor de encontrarse frente a otro pontificado juanesco. Pero Luciani murió al cabo de sólo un mes en el cargo, para ser sucedido por un hombre que tomó su nombre, pero nada más. El papa Juan Pablo II, Karol Wojtyla de Polonia, no tardó en demostrar, con sus palabras y sus actos, que era aún más estricto que Pablo en lo relativo a la contracepción. Montó una sostenida defensa disciplinaria y conceptual de Humanae Vitae, insistiendo en su estricta aceptación en todos sus viajes por el mundo. Celebró con solemnidad el décimo aniversario de la encíclica en 1978. Al año siguiente lanzó una larga serie de discursos sobre el sexo publicados en La teología del cuerpo 29 En el encuentro del sínodo de obispos de 1980 sobre la familia, arremetió contra toda disidencia de Humanae Vitae.30 En 1981 escribió un documento de 120 páginas sobre el mismo tema, la exhortación apostólica Familiaris Consortio. En 1988*, siguió en la misma tónica con una encíclica igualmente larga (Veritatis Splendor), en la que reafirmaba el poder doctrinal -*

Los archivos documentales de la Conferencia Episcopal Española fechan esta encíclica en 1995, mientras que Aciprensa la sitúa en 1993. Ref: www.conferenciaepiscopal.es. (N. del T.)

-116-

de la Iglesia en este y otros ámbitos. Además, se mostró claramente decidido a designar sólo a obispos que lo respaldasen en su rechazo a la contracepción, aunque el cuerpo de creyentes se había ido alejando de él durante todo su papado. La doble conciencia de los católicos está cada vez más estratificada: la jerarquía acepta la opinión papal y el laicado la ignora. Sólo los sacerdotes, atrapados entre los dos estratos, están obligados a incorporar ambas opiniones a su conducta.

Familiaris Consortio ¿Por qué el papa Juan Pablo II querría convertir el punto más polémico de su pontificado en el más importante? En un mundo desgarrado por tantos y tan graves asuntos de vida o muerte, guerra o paz, ¿por qué se empeña en reducir el número de aspirantes a sacerdotes o religiosas; por qué insistir hasta la saciedad en un tema en el que día a día pierde terreno? Hasta el papa Pablo pareció titubear en su seguridad sobre Humanae Vitae, y evitaba abordar el tema, o sugería que había margen para nuevas reflexiones sobre ese extremo. A los cuatro días de hacer pública la encíclica, Pablo se enfrentó a la ola de oposición con un gesto aplacador: «La encíclica— dijo—no es un tratado completo sobre el matrimonio, la familia y su significado moral. Se trata de un tema demasiado amplio al que el magisterio de la Iglesia puede y quizá debe regresar con un análisis más acabado, más orgánico y más sintético.»31 Pablo no estaba preocupado por el sexo en sí cuando condenó la contracepción: no hay nada en su historial que sugiera su preocupación por ese tema. Lo que le importaba era la autoridad, y temía por su deterioro. Estaba obsesionado por la firmeza de su papado. En el caso de Juan Pablo, autoridad y sexo son cruciales. Se cree un experto en sexo, tanto desde el punto de vista psicológico como teológico. A pesar de haber sido uno de los obispos llamados para el voto final en la comisión pontificia sobre la contracepción, no asistió a la reunión.32 Comunicó sus opiniones al respecto enviándole al Papa una traducción de su primer libro, Amor y responsabilidad (1960), obra inspirada en sus sesiones de montañismo con el grupo de jóvenes que dirigía como sacerdote, y con 117-

quienes entablaba conversaciones «sorprendentemente francas» sobre el sexo, con un énfasis constante en el askesis (autocontrol). Otra fuente de su interés y experiencia en el tema fue la doctora Wanda Poltawska, una católica superviviente de los campos de concentración que dirigía a un grupo de médicos estudiosos de las prácticas sexuales en Cracovia. Mientras los Crowley se enteraban de que el método del ritmo llevaba a frustraciones «no naturales», la doctora Poltawska afirmaba haber establecido empíricamente que las prácticas contraceptivas producían neurosis, culpa, frigidez e impotencia. Karol Wojtyla se basó en sus descubrimientos para escribir Amor y responsabilidad, donde no sólo ensalza el sistema del ritmo, sino que además muestra tablas para facilitar las anotaciones mensuales.33 Ya como papa Juan Pablo II, Wojtyla afirma que las doctrinas de la Iglesia sobre la contracepción siempre han sido las mismas, pero también cree tener nuevas ideas «personalistas» que aportar a esa doctrina. Presenta sus propias opiniones, especialmente en Familiaris Consortio, como la continuación de una cadena de pensamientos iluminados por el documento conciliar Gaudium et Spes y por la encíclica de su antecesor, Humanae Vitae. Las tres pusieron un nuevo acento en el acto del matrimonio como un acto de amor. Esto hacía temblar a la minoría conservadora del Concilio. Ellos sabían que gente como John Noonan había señalado un desvío en el énfasis del siglo XII y subsiguientes, cuando el acto sexual —presentado como bestial y degradante en las doctrinas primitivas de la Iglesia— se aceptaba como noble si estaba ligado al matrimonio y a la procreación. La minoría del Concilio temía que si la palabra amor se ponía a la par con la intención de procreación, se podía ceder ante la primera permitiendo que no todo contacto sexual estuviese «abierto a la vida». (De hecho, fue entonces cuando Noonan pensó que sus interpretaciones de la historia estaban destinadas al magisterio.) El papa Pablo compartía la preocupación de la minoría, como lo demostró en sus modi (enmiendas) de último minuto. Una de ellas consistía en quitar una sola palabra, etiam («al igual que»), lo que podía sugerir que la procreación es sólo uno de los fines del matrimonio. La mayoría esquivó esa bala. Incluso aunque Gaudium et Spes le hizo un favor al Papa al citar (en una nota al pie) Casti Connubii como obligatoria, fue más po -118-

sitiva respecto al sexo que la mayoría de los demás pronunciamientos autoritarios. Señalaba sobre todo que el acto sexual en el matrimonio era un «mutuo autorregalo» de la pareja.34 En su propia encíclica, Humanae Vitae, Pablo VI parece olvidar su preocupación sobre la procreación como «fin primario» del matrimonio. Cita la «unicidad» y el objetivo «procreativo» del contacto sexual sin darles jerarquía alguna. 35 Ello se debe a que Germain Grisez había convencido aJohn Ford y otros responsables de la posición del Papa de que el énfasis en la mecánica de la procreación («la integridad del acto») era un argumento derrotado. Grisez prefería decir que Dios era el «dador» y fortificador de la vida, y que oponerse a la vida era oponerse a Dios. El Familiarís Consortio de Juan Pablo desarrolla este planteamiento al condenar la contracepción como la expresión de una «mentalidad antivida». 36 También retoma el lenguaje del Concilio sobre entregarse a sí mismo. Ahora, en lugar de degradar el acto sexual, el Papa lo alaba hasta la muerte. Es algo tan maravilloso que debe ser siempre perfecto: Así, el lenguaje innato que expresa la total y recíproca entrega de marido y mujer está asfixiado por la contracepción, con un lenguaje objetivamente contradictorio, a saber, el de no entregarse totalmente al otro. Esto conlleva no sólo a un franco rechazo a estar abierto a la vida, sino también a una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, el requerido para una verdadera entrega total.37 En el sexo, como se ve, es todo o nada. El acto es inmoral a menos que exprese siempre todos los valores posibles. Sería muy difícil encontrar un paralelo a este principio en el mundo de la moral. ¿Podemos decir que, a menos que la caridad esté absolutamente motivada, es pecado dar limosna por motivos menores, por ejemplo, para reforzar la autoestima? Si así fuera, las donaciones a la Iglesia bajarían de manera drástica. Con el fin de ser totalmente perfecto a la vista del Papa, el acto sexual debe expresar sus opuestos aparentes: continencia y abstinencia. Un hombre vuelve a su esposa purificado y mejorado después de refrenar sus instintos sexuales hacia ella. Sólo puede entre119-

garse a ella una vez conquistada una identidad que valga la pena dar. «El hombre es persona precisamente porque es el amo de sí mismo y porque tiene autocontrol. De hecho, porque se posee a sí mismo, puede darse al otro.»38 No se trata de que las ausencias llenen el corazón de anhelos y añoranzas. La continencia periódica impuesta por el ritmo es un bien de por sí: «El dominio de sí mismo corresponde al edificio fundamental de la persona; es, qué duda cabe, "un método natural".»39 Como es lógico, esto significaría que toda persona debe abstenerse periódicamente del sexo, incluso al margen de toda intención anticonceptiva, y es ahí adonde Juan Pablo quiere llegar. A menos que se esté dispuesto a perfeccionarse a través de la abstinencia periódica, es posible cometer adulterio con la propia esposa. Juan Pablo llegó a esta extraordinaria visión de la concupiscencia hacia la propia esposa en su alocución del 8 de octubre de 1980. Después de citar a Cristo diciendo que «todo aquel que mire a una mujer con lujuria ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt. 5:28), prosiguió diciendo: Cristo no hizo hincapié en que se tratase de la «esposa de otro hombre», o de una mujer que no fuera la propia, sólo dijo, genéricamente, una mujer [...]. Incluso si [un hombre] miraba así a la mujer que era su esposa., podía cometer adulterio en su corazón.40 Una persona así no ha logrado la pureza y el desprendimiento necesarios para la autoentrega perfecta que el acto sexual implica; sólo cuando esté «liberado del imperativo y del daño al espíritu causado por el deseo de la carne, el ser humano, varón y mujer, se encontrarán mutuamente libres para darse». 41 Juan Pablo hace tan sagrado el acto sexual que sólo los monjes serían dignos practicantes. Hasta encuentra la manera de personalizar el ciclo menstrual, diciendo que el respeto por el ciclo natural de la mujer demuestra que su pareja reconoce su dignidad. La aceptación de los ritmos naturales implica aceptar el ciclo de la persona, es decir, de la mujer, y por lo tanto aceptar el diálogo, el respeto mutuo, la responsabilidad compartida y el —120—

autocontrol. Aceptar el ciclo y entrar en el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y corporal de la comunión conyugal y vivir el amor personal con la fidelidad requerida. 42 Las mujeres que expresaron su angustia en las encuestas de los Crowley no tienen muchas probabilidades de sentirse dignificadas por este místico enfoque de la menstruación. Para Juan Pablo, el sexo es sagrado sólo si uno demuestra que puede renunciar a él, que puede mantenerse libre de toda concupiscencia hacia la pareja, manteniendo un corazón puro, una especie de virginidad incluso en el matrimonio. Aquí alcanzamos la fuente psicológica de la certeza mística de Juan Pablo en la doctrina que incluso Pablo manejó con vacilación y que pocos católicos están dispuestos a aceptar, incluidos aquellos que admiran a Juan Pablo en otros temas. Veremos la misma certeza en otros asuntos: la necesidad del celibato en los sacerdotes, la superioridad de la virginidad, la reducción de la beatitud de «Bienaventurados los puros de corazón» a una pureza sexual (en oposición a la erudición bíblica de ese versículo). Todo ello está imbuido de la total devoción de Juan Pablo a la virginidad de María. Juan Pablo quiere introducir el aura de la virginidad hasta en el matrimonio, donde la concupiscencia hacia la propia esposa está prohibida. Su lema pontifical Totus Tuus (completamente tuyo) está dedicado a María. Sus peregrinaciones a todos los santuarios marianos son una continuación de su sumisión de juventud a la Virgen negra de Czestochowa. 43 Todos los argumentos de razonamiento natural, todas las consultas a teólogos, todas las dudas de los obispos en el mundo: nada de esto puede alterar la forma en que la devoción de un hombre se formula ahora como medida de la verdad divina. El resto de la Iglesia tiene que vivir en las estructuras del engaño porque este hombre es fiel a un sueño intensamente personal. 121

NOTAS 1. Robert Blair Kaiser, The Politics of Sex and Religión: A Case History in the Developrnent o f Doctrine, 1962-1984, Leaven Press de The National Catholic Repórter, 1985,pp. 95-96. 2. Para los rechazos de Grisez de los argumentos tomísticos a favor de un nuevo enfoque, véase Janet E. Smith, Humanae Vitae: A Generation Later, Catholic University of América Press, 1991, pp. 340-370. 3. Kaiser, op. cit., p. 95. 4. Robert McCIory, Turning Point: The Inside History ofthe Papal Birth Control Commission, Crossroad, 1995, p. 71. 5. Kaiser, op. cit., pp. 135-136. 6. Ibíd.,p. 138. 7. McCIory, op. cit., p. 122. 8. Ibíd.,p.99. 9. Kaiser, op. cit., p. 147. 10. McCIory, op. cit., p. 125. 11. Kaiser, op. cit., p. 144. 12. Ibíd.,p.l39. 13. Ibíd.,p.78. 14. McCIory, op. cit., pp. 110-111. 15. Pablo VI, O f Human Life (Humanae Vitae), Pauline Books, 1968, párr. 6, p. 3. [Humanae Vitae, Ediciones Palabra, 1990.J 16. F. X. Murphy («Xavier Rynne»), Concilio Vaticano II, Parrar, Straus y Giroux, 1968, p. 429. 17. Pablo VI, op. cit., párr. 11. pp. 5-6. 18. John Horgan (editor), «Humanae Vitae» and the Bishops: The Encydical and the Statements of the National Hierarchies, Irish University Press, 1972, pp. 15-16. 19. Ibíd., p. 16. 20. Pablo VI, op. cit., párr. 28, p. 14. 21. Horgan, op. cit., p. 192. 22. Ibíd., pp. 81, 61, 73-74, 99, 205-206, 309-310,169-170,127,238, 260,276. 23. Ibíd., p. 238. Evidentemente algunos órganos episcopales aceptaron la doctrina papal sin expresar la posibilidad de excepciones: Inglaterra, Irlanda, Italia, Corea, España, Yugoslavia y una docena más. Pero lo que sorprende es la inconformidad que apareció en el resto. Además, si bien la cantidad de órganos nacionales conformes es impresionante, la verdadera cantidad de diócesis que ellos representan es mucho menor -122-

que la representada por los discordantes. Al separar las declaraciones de los obispos según las diócesis que representaban, el padre benedictino Philip Kaufman demostró que, a escala mundial, sólo el 17% aceptó la encíclica sin sugerir las posibles dudas de los católicos al respecto, mientras que el 56 % dio cabida al cuestionamiento de la conciencia individual, y el 28 % estaba dudoso. Véase Kaufman, Why You Can Disagree and Remain aFaithful Catholic, Crossroad, 1991, pp. 72-83. 24. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist Press, 1993, p. 595. 25. Ibíd., p. 594. 26. Ibíd., p. 488 (en Martelet); Kaiser, op. cit., pp. 214-215. 27. Este es el tema de varios libros del sociólogo Andrew Greeley. Véase por ejemplo, Crisis in the Church: A Study of Religión in América, Thomas More Press, 1979. 28. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope John Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 286-287. 29. Juan Pablo II, The Theology of the Body: Human Love in the Divine Plan, Pauline Books, 1997. [El amor humano en plan divino, Fundación Gratis Date, 1993.] 30. Jan Grootaers yJoseph A. Selling, The 1980 Synod of Bisbops «On the Role ofthe Family»: An Exposition ofthe Event and an Analysis of its Texts, Bibliotheca ephemeridum theologicarum Lovaniensium, 64. 31. Kaiser, op. cit., p. 200. 32. Después dijo que él no viajaba si su obispo superior no podía ir, aunque en otras ocasiones había encontrado razones para viajar. 33. Kwitny, op. cit., pp. 159-166. 34. Gaudium et Spes, párrs-, 48, 51, Walter M. Abbott, S. J. (editor), The Documents of Vatican II, Herder and Herder, 1966, pp. 250251,256. 35. Pablo VI, op. cit., párr. 12, p. 6. 36. Juan Pablo II, El papel de la familia cristiana en el mundo moderno (Familiaris Consortio), traducción del Vaticano, Pauline Books, 1997, párr. 30, p. 48. [Familiaris consortio: la familia, traducción políglota vaticana, Ediciones San Pablo, 2000.] 37. Ibíd., párr. 32, pp. 51-52. 38. Juan Pablo II, The Theology ofthe Body, p. 398. 39. Ibíd., p. 397. 40. Ibíd., p. 159. 41. Ibíd., pp. 158-159. 42. Familiaris Consortio, párr. 32, p. 52. 43. Kwitny, op. cit., pp. 37-38, 52, 83,120,132, 326-327,435.

123-

7 No se admiten mujeres Cuando el papa Juan Pablo II visitó Estados Unidos en 1979, en todas partes fue recibido con un entusiasmo rayano en la adulación. Pero cuando llegó a Washington y habló ante una asamblea de religiosas, encontró un recibimiento respetuosamente disidente. La hermana Theresa Kane no era una joven exaltada ni una rebelde; era la superiora de las hermanas de la caridad y había sido nombrada principal de la Dirección de la Conferencia de Religiosas (que no era en modo alguno un grupo radical). Siendo designada para recibir al Papa, aprovechó la ocasión para pedirle públicamente que se reconociera el mérito que tenía «la mitad de la humanidad» para ser «incluida en todos los ministerios de la Iglesia». El Papa respondió que la Virgen María debía ser el modelo de las religiosas y que María no fue sacerdote. 1 En otras oportunidades el Papa expuso las mismas razones que Pablo VI había escrito cuatro años antes para la exclusión de las mujeres, cuando se opuso a la decisión de los anglicanos de ordenar sacerdotes mujeres, objeción que la Congregación para la Doctrina de la Fe (el antiguo Santo Oficio) acompañó de una solemne declaración, Inter Insigniores (1976). El documento decía que la Iglesia no podía ordenar mujeres, porque Cristo escogió a sus apóstoles sólo entre hombres. A pesar de una posición oficial que ahora abre sus brazos a la interpretación erudita de las escrituras, el Vaticano puede regresar, cuando lo considera útil, al fundamentalismo bíblico más primario. Los doce apóstoles fueron hombres, así que todos los sacerdotes tienen que ser hombres. Pero los doce apóstoles estaban casados, y las autoridades de la Igle—125—

sia decidieron que podían cambiar eso; de hecho, Juan Pablo dice que en ese aspecto la Iglesia no puede retornar a la situación original. San Pedro tuvo esposa, pero ningún Papa o sacerdote moderno puede tenerla. ¿Vamos a decir ahora que todos los sacerdotes tienen que ser judíos conversos? Los doce lo eran. ¿Tienen todos que hablar arameo? En ese caso, si vamos a hacer obligatorias todas las situaciones del evangelio, tendremos que aceptar que los apóstoles no eran sacerdotes. Y que hubo al menos una mujer apóstol en el Nuevo Testamento, Junia (Rom. 16:7).2 Quizá pensando que este argumento era muy débil, se trató de afianzar la declaración con otros dos, que obraron el efecto contrario. Terminaron de hundir lo que ya se tambaleaba. El primer argumento tiene el mérito de ser muy corto. Las mujeres no se parecen a Jesús: Cuando se tiene que expresar sacramentalmente el papel de Cristo en la Eucaristía, tiene que haber un parecido natural entre Cristo y su ministro en el papel de Cristo, el cual no existiría si éste no fuese un hombre. De no ser así sería difícil ver la imagen de Cristo en el ministro. Pues Cristo fue y sigue siendo un hombre.3 Tenemos que volver sobre esto de desempeñar el papel de Jesús (véase capítulo 6). No hay mucho que decir sobre un argumento tan estrambótico. ¿Será el otro algo mejor? Dice así: dada la dependencia de la Iglesia medieval del «salomónico» Cantar de los Cantares para indicar el místico matrimonio de Cristo con su Iglesia, el sacerdote debe hacer el papel del novio, representando a Cristo, mientras que la Iglesia es la novia. Cuando la Congregación tiene que admitir, a través de este tortuoso argumento, que el sacerdote también representa a la Iglesia, la parte femenina, la Congregación entra en la lógica de Lewis Carrol: el sacerdote es la Iglesia sólo porque es la cabeza de la Iglesia; por lo tanto el sacerdote tiene que ser el novio incluso cuando es la novia. ¿Está claro? Aun así, quizá más adelante se objete que el sacerdote, especialmente cuando preside las funciones litúrgicas y sacramentales, representa también a la Iglesia: actúa en su nombre con la «intención de hacer lo que ella hace». En este sentido, —126—

los teólogos de la Edad Media decían que el ministro también actúa in persona Ecciesiae, es decir, en nombre de toda la Iglesia y representándola [...]. Es cierto que el sacerdote representa la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. Pero si lo hace, es precisamente porque antes representa a Cristo mismo, que es cabeza y pastor de la Iglesia.4 Entonces, Cristo es cabeza de la Iglesia: es la novia, y el Padre es el novio. Un círculo agotador, ¿no? Así opinaron algunos eruditos de las escrituras, que trataron amablemente de recordarle a la • Congregación que el Cantar de los Cantares no tenía nada que ver con el sacerdocio, que sus aplicaciones «místicas» generalmente se basan en una mala exégesis, en analogías borrosas y suposiciones sociales de otro tiempo.5 ¿Cuándo fue la última vez que alguien oyó un sermón basado en la teología de Bernard de Clairvaux del Cantar de los Cantares? Además, cuando los profetas de Israel acusaron a los sacerdotes y dirigentes varones de estar violando el «vínculo matrimonial» de Israel con Yahvé, no hubo dificultad en verlos como «la novia».6 Los estereotipos sexuales no son el contenido de las revelaciones. Es más, los estudiosos de la Iglesia estaban tan disconformes con este pasaje como los exégetas. Decir que un sacerdote está por encima de la Iglesia no es lo que la mayoría de los teólogos consideraría una doctrina ortodoxa. Naturalmente, los católicos en general encontraron estos argumentos tan convincentes como el caso de la «ley natural» en oposición a la contracepción. Antes de la declaración, el 29 % de los católicos apoyaba la idea de las mujeres sacerdotes. Pablo VI actuó para contener esa tendencia, pero aceleró el proceso, vertiginosamente. Un mes después de conocerse la declaración en Estados Unidos, la aprobación era del 31 %; tres semanas más tarde, 36 %; en dos semanas más, 41 %.7 La opinión favorable se consolidó gradualmente, aumentando en un 10 % en cinco semanas como reacción a la declaración. Desde entonces ha seguido subiendo. En los años ochenta estaba por encima del 66 %.8 ¿Y cuál fue la reacción de Juan Pablo ante el problema que le había dejado Pablo VI? Decir que Pablo VI había sido demasiado blando al respecto. Ésa fue la opinión de Joseph Ratzinger, quien había colaborado en el documento como profesor de teología en —127—

Regensburg, y a quien Juan Pablo había nombrado sucesor del cardenal Ottaviani en el Santo Oficio. Ratzinger habría sido más duro en Inter Insigniores en cuanto a las órdenes dadas a los católicos, como lo fue Juan Pablo en su carta apostólica de 1994, Sacerdotalis Ordinatio9 Por lo cual, a fin de disipar toda duda sobre un asunto de gran importancia, un asunto que pertenece a la constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio para confirmar a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene autoridad alguna para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este Juicio deberá ser mantenido definitivamente por todos los creyentes de la Iglesia.10 El Papa provocó la misma reacción que cuando reforzó Hu-manae Vitae con Familiaris Consorcio: una rebelión más intensa. El titular del National Catholic Repórter rezaba: «Los católicos tratan de digerir la bomba del Papa.» La facultad de Teología de la Universidad de Lovaina expresó «consternación» por la carta. Los obispos belgas acordaron remitir sus dudas a Roma. Varios teólogos y algunos obispos cuestionaron públicamente las lecturas bíblicas del Papa. El editor de Commonweal dijo que el Papa, más que haber zanjado el tema, había abierto el debate.n ¿Cómo pudo el Vaticano esgrimir razones de tan escaso peso para mantener su norma de sólo admitir varones? Era lo único que le quedaba a las autoridades: los argumentos originales estaban demasiado desprestigiados para que Roma siguiera voceándolos. Solo hubo dos razones a lo largo de los siglos para excluir a las mujeres del sacerdocio: que eran seres inferiores, inmerecedores de tal dignidad, y que su impureza ritual las alejaba del altar. El primer argumento procedía principalmente de la antigüedad pagana; el segundo de las prácticas del templo judío, ínter Insigniores (párrafo 6) admitió que estas opiniones habían sido expresadas en el pasado, pero negó que tuviesen efecto alguno en la disciplina de la Iglesia, lo cual es una falsedad comprobada, un engaño patente en todas las declaraciones del actual pontificado al respecto. Cuando Tomás de Aquino adujo el motivo principal para negar la ordenación a las mujeres, no era una voz solitaria sino el;vo—128—

cero de un consenso: «Puesto que el sexo femenino, que tiene un estatus inferior, no puede expresar supremacía en ninguna categoría, este sexo no puede recibir la ordenación» (ST Supl. q. 39r). San Buenaventura añadió que, ya que sólo el varón fue hecho a imagen de Dios, sólo el varón puede recibir el oficio divino de sacerdote. 12 Tuan Duns Escoto dijo que las mujeres, como sucesoras de Eva, quien provocó la caída del hombre, no pueden encargarse de la salvación del hombre.13 ¿Por qué estos hombres estaban tan seguros de que las mujeres eran inferiores? Tomás de Aquino tenía la garantía de Aristóteles: En lo que se refiere al funcionamiento de la propia naturaleza, la mujer, además de ser un error, es inferior. El agente causante que está en la simiente del hombre trata de producir algo completo, de género masculino. Pero cuando se produce una hembra es porque el agente causante ha sido frustrado, bien sea por la ineptitud de la materia receptora [de la madre] o por alguna interferencia deformadora, como los vientos del sur, que son demasiado húmedos, según se lee en La reproducción de los animales [de Aristóteles] (ST 1 q 92, 1 ad 1). Según la fisiología de Aristóteles, la simiente masculina es la causa esencial de la concepción; es activa, en conjunto con los elementos nobles predominantes, que son el fuego y el aire. La mujer es sólo la causa material de la concepción, pasiva, en conjunto con los elementos inferiores predominantes, la tierra y el agua. Cuando la causa esencial tiene éxito, se genera un varón que se parece al padre. Pero cuando se empantana en el cieno receptor pasivo (que Aristóteles asocia con la sangre menstrual) se genera (en orden descendiente) un varón que se parece a la madre, una hembra que se parece al padre o una hembra que se parece a la madre. 14 Puesto que la mujer, cuando es concebida, es en verdad un varón defectuoso, una deformación {anaperia), tarda más en formarse en la matriz y, aún así, después de un proceso más largo, emerge más pequeña y débil que el varón; una vez fuera del útero envejece más deprisa, se deteriora antes.'5 Su misma estructura le da menos capacidad de razonamiento, virtud y disciplina que al varón, en palabras de Aristóteles: «más desvergonzada, mentirosa y engaño—129—

sa», y la hace inestable y veleidosa, presa de las pasiones, incapaz de controlarse a sí misma. 16 San Juan Crisóstomo se limitó a decir que las mujeres no tienen la suficiente inteligencia para ser sacerdotes.17 La de Aristóteles no fue la única forma clásica de misoginia heredada por el cristianismo, pero la suya alcanzó gran divulgación por la impresionante articulación que dio a sus argumentos. Se basaba en experimentos científicos como la disección de animales preñados. Esto le confirió una gran influencia sobre muchos autores antiguos que se hicieron eco de sus teorías implícita o expresamente. Clemente de Alejandría (c.l50-c. 215) lo transmitió a la Iglesia oriental y Tertuliano (c.l55-c. 220) a la Iglesia occidental. 18 Clemente escribió: «La mujer, considerando cuál es su naturaleza, debería avergonzarse de serlo.»19 Tertuliano opinaba que las mujeres, siguiendo el papel de Eva la tentadora, eran «las puertas por las que entra el diablo». 20 La visión clásica general de la sexualidad femenina fue la antítesis del sentimiento Victoriano sobre la mujer tímida y vergonzosa, agredida por hombres brutales. Los autores griegos y romanos pensaban que las mujeres tenían una sexualidad voraz a causa de su escaso control del raciocinio y de sus pasiones alocadas, implícitas en las teorías clásicas sobre su naturaleza. En esto también Aristóteles se lleva la palma con sus afirmaciones sobre el apetito sexual de los animales femeninos en general.21 El apoyo popular a estas observaciones viene en parte del hecho de que las mujeres pueden tener contacto sexual en cualquier momento, ya que no necesitan de la erección ni la eyaculación (como se lamentaba Mark Twain, ya anciano: «Son como candeleros encendidos»). Esto suscitó temores sobre la incapacidad de los hombres para satisfacer sus incesantes exigencias. En el locus classicus de la misoginia romana, la sexta sátira de Juvenal, se aconseja al hombre estar con chicos, en vez de mujeres, pues los chicos no se burlan como lo hace una mujer si uno no satisface sus deseos sexuales (6.36-37). Juvenal describe a la emperatriz Mesalina yendo a un burdel para ser poseída toda la noche y todavía regresar «con la vulva insatisfecha, congestionada y ardiendo» (6.129). El médico escritor Sorano (siglo l) describió a las mnfómanas como poseedoras de «un irresistible deseo de relaciones sexuales y una cierta desvergüenza de—130—

mencial (debida a la reacción simpática del tejido cerebral con el útero)».22 Estos vampiros sexuales poblaban las pesadillas de los célibes cristianos, lo que impulsó a Epifanio, el obispo de Chipre, a escribir: «Las mujeres son fáciles de seducir, débiles y cortas de entendederas. El demonio trabaja a través de ellas para propagar el caos» (PG. 42.740). Las mujeres eran más vulnerables a la posesión demoníaca.23 En el siglo xm, Alberto Magno (maestro de Tomás de Aquino) todavía decía cosas como ésta: Las mujeres contienen más líquido que los hombres, y es una propiedad de los líquidos el capturar las cosas con facilidad y ser débiles para retenerlas. Los líquidos se mueven fácilmente, por lo tanto las mujeres son inconstantes y curiosas. [...] La mujer es un hombre ilegítimo y tiene una naturaleza incorrecta y defectuosa en comparación con el hombre. En consecuencia es insegura de sí misma. Cuando no consigue algo por sí misma trata de lograrlo a través de mentiras y engaños diabólicos. Y así, para ser breve, con toda mujer hay que estar en guardia, como si se tratase de una serpiente venenosa o el diablo con cuernos.24 Habida cuenta de la friabilidad natural de la mujer, la fuerza de las vírgenes mártires les parecía algo sorprendente a los cristianos: se decía que se habían convertido en varones.25 Por muy contundentes que pudieran considerarse estos argumentos para excluir a las mujeres del sacerdocio, había otro aún más fuerte ante los ojos de los'hombres: la impureza ritual de las mujeres. No existe en el Nuevo Testamento disposición alguna sobre el ritual del sacerdocio. Tal como lo señala el distinguido teólogo dominico Yves Congar: Estos son los hechos. La palabra hiereus (sacerdote, oficiante) aparece más de treinta veces en el Nuevo Testamento, y la palabra archiereus más de ciento treinta veces. El uso de estas palabras es tan constante que muestra claramente una intención deliberada y altamente significativa, sobre todo porque los escritores de la primera generación cristiana siguen —131—

cuidadosamente la misma línea. Para ellos, así como para el Nuevo Testamento, hiereus (o archiereus) 'se emplea para definir, bien a los sacerdotes de la orden levítica, bien a los sacerdotes paganos. Aplicada a la religión cristiana, la palabra hie-reus se usa sólo para referirse a Cristo o a los creyentes. Nunca se aplica a la jerarquía de los ministros de la Iglesia.26 Sin embargo, cuando el eco del sacerdocio del templo regresó al cristianismo, trajo consigo los tabúes rituales que lo rodeaban. Se dijo a los obispos que, al igual que los sacerdotes judíos, ellos tampoco podían dormir con sus esposas la víspera de la ofrenda del sacrificio.27 Este tabú desempeñó su papel en la ampliación gradual de la obligación de los sacerdotes de renunciar a tener esposa. Jerónimo y Orígenes incluso pensaron que el laicado debía abstenerse del contacto sexual la víspera de recibir el sacramento. 28 Se dio a los sacerdotes el monopolio de oficiar los sacramentos, especialmente la consagración de la Eucaristía: un acto separado de la vida ordinaria hasta el punto de convertir el santuario de la Iglesia en una especie de mini templo, con misterios conocidos sólo por los iniciados. En aquellos tiempos, la «reja» obstruía la visión del laicado, y el latín sacerdotal garantizaba que aun siendo escuchados no revelasen gran cosa de lo que sucedía en el sanctasanctórum. Los dedos del sacerdote tenían ahora el crisma especial de la consagración: la falta del índice o del pulgar podía descalificar a un hombre para la ordenación, pues los demás dedos no eran lo bastante puros para la tarea. Al laicado, evidentemente, no se le permitía tocar la hostia consagrada sino con la lengua (y las entrañas). En el siglo XI, una vez impuesto el celibato sacerdotal en la Iglesia occidental, san Pedro Damián escribió que Cristo, habiendo nacido de una virgen, debía ser tocado sólo por manos virginales. 29 En cuanto apareció el requisito de la pureza ritual, se definió a la mujer como no cualificada para el servicio sagrado. Es ritualmente impura a causa de su menstruación. Si su presencia profanaría incluso el patio interno del templo judío, cuanto más el sanctasanctórum. Aunque los judíos no veían con tanto pánico como otras culturas la menstruación de la mujer, le concedieron la suficiente atención como para que el erudito de la Biblia, Jacob Mil-grom, dijera que «la actitud general hacia la mujer durante la —132—

menstruación seguía dominada por el miedo». 30 La mujer, como tal, era tan impura que una mujer que diese a luz a una niña quedaba impura después del parto el doble del tiempo que una que diera a luz a un varón. Después de alumbrar un niño no se le permitía tocar nada consagrado ni entrar en el recinto sagrado durante treinta tres días, pero si había tenido una niña eran sesenta y seis días (Lev. 12:1-5). 31 La retención de las mujeres en la parte externa de las sinagogas, tras rejas de separación, era otra expresión de lo mismo: su incapacidad para manipular objetos sagrados. Los cristianos aplicaron las mismas restricciones cuando crearon su propio ritual del sacerdocio. Según el patriarca Dionisio de Alejandría (siglo IIl), durante la menstruación «las mujeres piadosas y devotas jamás pensarían en tocar la mesa sagrada ni el Cuerpo y la Sangre del Señor» (PG 10.1281). Incluso fuera de la menstruación, no se les permitía entrar en el santuario, acercarse al altar ni tocar los cálices sagrados. El Concilio de Laodicea (siglo iv) decretó: «Está prohibido que las mujeres entren en el área del altar.»32 En el siglo IX, el obispo Haito de Basilea incluyó en su promulgación lo siguiente: Todos deben procurar que las mujeres no se acerquen al altar; incluso las mujeres consagradas a Dios no pueden inmiscuirse en ningún tipo de servicio litúrgico. Cuando haya que lavar los manteles del altar, los clérigos se encargarán de retirarlos, pasarlos por encima de la baranda del altar y recuperarlos de la misma forma. Lo mismo sucederá cuando las mujeres traigan ofrendas: los sacerdotes las recibirán allí y las llevarán al altar.33 Sí las mujeres tenían prohibido hasta acercarse al altar, lo que las mantenía al margen de todo lo santo y sagrado, ordenarlas sacerdotes era, por supuesto, impensable. Son nociones que ni siquiera hoy en día han perdido del todo su vigencia. En fecha tan reciente como 1917, el código de derecho canónico (canon 813.1) dice: «Las mujeres no pueden en ningún caso llegar al altar, y pueden responder sólo desde lejos.» Cuando yo era pequeño no se admitían mujeres en el santuario, y en 1980 el Vaticano decretó que «las mujeres no están autorizadas para actuar como ayudantes en el altar [acólitos]».34 Puesto que no se admitían mujeres en la zona •133-

del coro, que en las catedrales medievales estaba detrás del santuario, los coros masculinos eran la norma, cosa que condujo a que para disponer de sopranos tuvieran que recurrir a los castrati (que tanta fama le dieron al coro del Vaticano). Los hombres, aun mutilados, eran más limpios que las mujeres. Todos estos requisitos rituales están muy lejos del Nuevo Testamento, donde dice el Papa que encontraremos sólo sacerdotes hombres. El problema es que cuando leemos el Nuevo Testamento no encontramos a sacerdote alguno, hombre o mujer. Como dice el católico conservador Raymond Brown; ¿Habrá pensado Jesús en la ordenación? El escogió a los doce, y los sentó en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Le. 22:30). No hay pruebas bíblicas de que haya pensado en ninguno de sus seguidores, hombre o mujer, como sacerdotes, puesto que ya había sacerdotes en Israel. En el Nuevo Testamento aparece que la conceptualización clara del sacerdocio cristiano surgió sólo después de la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 d.C.35 Al emerger de tanto y tan insensato palabrerío sobre la inferioridad de la mujer, se respira un mundo más limpio en el Nuevo Testamento. De hecho, uno de los primeros documentos cristianos que se conservan es un himno bautismal citado en el segundo texto más antiguo del Nuevo Testamento (la epístola de san Pablo a los gálatas; sólo su epístola a los tesalonicenses es anterior). En ella se niega toda desigualdad entre hombres y mujeres. Bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón m mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.36 Lo asombroso, dadas las actitudes judías y paganas hacia la mujer, es que el Jesús de los evangelios vive esta visión bautismal. —134—

Se mezcla con mujeres, incluso con las impuras, con las prostitutas, con las parias como la samaritana, así como con otras de «mala vida». Esto escandalizó no sólo a sus oponentes sino también a sus seguidores (Jn. 4:27). Hay pocas razones para cuestionar la autenticidad de las informaciones de que hubo mujeres que viajaron con Jesús y los discípulos, aunque se trataba de una conducta inaudita y considerada escandalosa en los círculos judíos. [...] Para una mujer judía dejar su casa y viajar con un rabino era no sólo inaudito sino también escandaloso. Más escandaloso aún era el hecho de que entre los compañeros de viaje de Jesús había mujeres tanto respetables como no respetables.37 Jesús sanó a la mujer que padecía de flujo de sangre (Me. 5:25-34), aunque lo había tocado y lo había hecho impuro. Los períodos irregulares eran todavía más contaminantes que la menstruación regular, como lo vemos en Levítico 15:25-30, y es por ello por lo que la mujer se acerca a Jesús furtivamente y toca su manto antes de que la detengan.38 No había ningún canónigo medieval en los alrededores, de esos-que evitan que las mujeres toquen el altar, para impedir que ella tocase al Señor mismo. La disposición de Jesús a estar con parias, con aquellos de espíritu impuro (los que sólo servían para ser echados a los cerdos), los recaudadores de impuestos (profanos publícanos), reluce en la genealogía que le asigna el evangelio de san Mateo, en el que, cosa rara en cualquier genealogía de la época, hay cuatro mujeres progenitoras, y todas ellas con una «pizca de escándalo» en sus vidas.39 Y las mujeres «que le habían seguido» desde Galilea hasta Jerusalén {synakolou-thousai. Le. 23:49) fueron quienes se quedaron con él hasta el final, de pie junto a la cruz en el evangelio de san Juan cuando todos los hombres habían huido menos uno. En tres evangelios las mujeres de Galilea fueron las primeras en descubrir el sepulcro vacío (sólo ellas lo atendían), y se encargaron de llevar la buena nueva de la resurrección del Señor, es decir, de evangelizar. Hasta Agustín, quien rara vez alabó a las mujeres, dijo en su sermón 232: 135-

Aquí debemos ponderar la aptitud providencial de la labor de Nuestro Señor. Pues así decidió el Señor Jesucristo que fueran las mujeres las primeras en proclamar su resurrección. Porque el hombre cayó por una mujer, y porque la Virgen María tuvo a Cristo, las mujeres ahora proclamarían que él había resucitado. ¿Por las mujeres, la muerte? ¡Por las mujeres, la vida! (PL 38.1108.) Así pues, no hay nada en los evangelios que indique que Jesús haya mostrado ninguna de las viles actitudes respecto a la inferioridad e impureza femeninas que los maestros de la Iglesia han enseñado por siglos, imponiéndolas en su nombre. Estas opiniones le fueron imputadas, por los obispos, teólogos y santos que creyeron saber más que el Evangelio. Predicaban a Aristóteles, no a Cristo. Aun así se puede objetar que, si Jesús tenía a las mujeres en tan alta estima, ¿por qué no escogió a una como sacerdote? Como nos recuerda Raymond Brown, tampoco escogió a ningún hombre como sacerdote. ¿Por qué tendría que hacer por María Magdalena lo que no hizo por Pedro? Disponemos de listas completas de todos los ministros de los primeros tiempos de la Iglesia: diez de ellos en la primera epístola a los corintios, seis en la de los romanos, cinco en la de los efesios. Hemos oído de emisarios {aposto-loi), trabajadores de los evangelios (kopountes), profetas, ministros (diakonoi), mayores (presbyteroi), evangelistas, maestros, pastores, guías, exhortadores, milagreros, curanderos, lenguas, intérpretes, guías espirituales. 40 Todas estas funciones podían ser desempeñadas por mujeres, y no había otras funciones que cumplir. No se dice una palabra sobre sacerdotes individuales, sino del sacerdocio de toda la comunidad cristiana (1 Pe. 2:5). Nadie ejercía funciones separadas como bautistas, ministros de la Eucaristía, celebrantes de misa, ministros de sacramentos. No se dice nada del oficio mismo, sino de personas con varias funciones. Wayne Meeks ha observado en sus estudios sobre las estructuras de las comunidades primitivas el sorprendente parecido entre las reuniones de los cristianos y las helenísticas; y en estas reuniones abundaban oficios graduados ordenadamente (archai).41 En contraposición, el liderazgo cristiano era carismático, dinámico, no jerárquico. Arlo J. Ñau ha llegado a argumentar que el tratamiento que se le da a 136-

Pedro en el evangelio de san Mateo tiene la intención de inhibir toda noción de jerarquía.42 No se escogía a los líderes por su autoridad humana sino por inspiración del Espíritu. San Pablo se sale de la norma cuando dice que su trabajo no fue autorizado por la Iglesia de Jerusalén, ni por los Doce, sino por el Señor (Gal. 1:1-20). Se llama a sí mismo trabajador y se dirige a sus colegas trabajadores, «Andrónico y Junia, mis parientes y mis compañeros de prisiones, los cuales son muy estimados entre los apóstoles y que también fueron antes de mí en Cristo» (Rom. 16:7). Para el siglo IX, chocó a los misóginos cristianos que se calificase a Junia de apóstol, siendo una mujer, así que le dieron un acento diferente a la palabra haciéndola hombre, Junias, aunque ese nombre no aparece en ninguna otra parte. 43 También le bajaron el tono a la cálida descripción del lugar de las mujeres en el sacerdocio de san Pablo, donde dice que Evodia y Sintique «combatieron codo con codo conmigo {synethlesan) en el Evangelio» como «colaboradoras mías» {synergoi) en Filipenses 4:2. En Romanos 16, saluda a diez mujeres, entre las que incluye, además de la apóstol Junia, a María «una gran trabajadora» (kopiousa) de la Iglesia (kopiao es el verbo que emplea para sus propios esfuerzos por el Evangelio). Elizabeth Castelli nota, que tiene para él, «un sentido casi técnico que se refiere al trabajo de misionero».44 Andrónico y Junia parecen ser uno de esos equipos misioneros que vemos mencionados en cualquier otra parte. Priscila y Aquila, otro equipo que trabajó con san Pablo, eran marido y mujer, así que Junia y Andrónico (ambos llamados apóstoles) probablemente también estuvieran casados.45 Hay cinco equipos de dos misioneros qué incluyen mujeres: Priscila y Aquila (Rom. 16:3), Andrónico y Junia (16:7), Filólogo y Julia (16:15), Nereo y su hermana (16:15), Evodia y Sintique (Fil. 4:2-3).46 Cuando san Pablo se refiere a Priscila y Aquila, pone primero el nombre de la esposa, lo que la señala como líder del equipo (por ejemplo, Bernabé y Pablo, siendo Bernabé el apóstol mayor).47 También se ha dicho que Pedro viajaba con su esposa (1 Cor. 9:5). ¿Eran esos dos otro equipo misionero? ¿Era apóstol la señora de Pedro? ¿Podemos manejar esta idea, aunque sea como una posibilidad? «¡De ninguna rnianera!», dijeron los hombres del Papa (a quienes sin duda les gustaría no ver a la señora de Pedro figurar en las —137—

escrituras en Me. 1:29-31 y 1 Cor. 9:5). Se permiten esta negativa apoyándose en sus dos ecuaciones falsas: primera, que por los Doce se designaba a los apóstoles, y segunda, que por apóstoles se designaba a los sacerdotes. Los Doce están contrastados con los apóstoles por Pablo (1 Cor. 15:5-7), aunque los Doce también son apóstoles y (según el evangelio de Mateo) estudiantes («discípulos»).48 Pero estos dos últimos términos tienen un significado más amplio que el de los Doce, que simbolizaban las doce tribus que serían jueces en el momento escatológico del Juicio. 49 Los Doce no ordenan a ninguno de los (inexistentes) sacerdotes del Nuevo Testamento. Pablo no estaba comisionado por los Doce. Luego de ser bautizado por Ananías (que nada tenía que ver con los Doce), su nombramiento vino de Dios y de la Iglesia de Antioquía cuando le hizo emisario (el significado literal de apóstol) en Jerusalén. Los emisarios que se iban de las Iglesias eran contrastados con aquellos que realizaban funciones internas de la casa (por ejemplo profecías e instrucción). Puesto que la unidad primitiva básica de la Iglesia, tal como derivó de las sinagogas, era la casa, el que presidía la comida comunal sería el anfitrión.50 O, a menudo, la anfitriona, como Febe en Cen-creas, quien es además colega de Pablo (diakonos) y «un líder (prostatis) para muchos, entre ellos yo»;51 o Lidia en Filipos (Ac. 16:14-15); o Cloé en Corinto (1 Cor. 1:11); o Apia en la ciudad de Filemón (Fim. 1:2). Las sinagogas negaron el derecho de la mujer a hablar o participar en los servicios. Pero cuando la Iglesia se trasladó a las casas, las mujeres, además de profetizar y dirigir las oraciones (1 Cor. 11:4) eran «miembros fundadores» de Iglesias locales.52 Cuando Priscila y Aquila recibieron a Pablo en su casa, Priscila era la superiora. ¿Significa que fue ella la «oficiante» de la comida comunal (el ágape)? No, pero sólo porque no hubo un oficiante. El sacerdocio fue el cuerpo entero. Las múltiples funciones de los líderes parecen dividirse en dos grupos principales: los maestros-profetas y los ministros-encargados de la casa. Solemos pensar en el primer grupo como los «verdaderos» ministros, los sacerdotales, y en el segundo como el trabajo de «las monjas» o el equipo laico.que maneja las finanzas de una parroquia. Pero lo que hoy llamamos vida sacramental —con deberes comunales como el ágape— probablemente era compe—138—

tencia de los encargados de la casa en las comunidades primitivas. La idea que Pablo tenía de lo que era la enseñanza no guardaba mucha relación con los oficios sacramentales. Dijo haber bautizado a pocos incluso en la Iglesia que estableció en Corinto (1 Cor. 1:14). «Pues Cristo no me envió para bautizar sino para llevar la revelación» (1 Cor. 1:17). Como lo demostró Markus Barth, no hay mención de ninguna boda cristiana en las comunidades primitivas más que la realizada por la pareja misma. 53 No hay razón para pensar que en estas actividades comunales se dividiese a los participantes por el género, como tampoco en las doctrinales. Es muy significativo que haya mujeres llamadas profetas, pues ésta era una tarea elevada. No significaba predecir el futuro, sino —en la línea de los profetas antiguos— hablar por mandato divino para prevenir, reprender o confortar.54 Los profetas eran particularmente eficaces como autoridades amonestadoras. Parecían tos Theresa Kane de la Iglesia primitiva. El audaz igualitarismo de las asambleas cristianas —que en Corinto llegó al descontrol— las llevó a la imposición de una autodisciplina, a ajustarse a las «reglas» del mundo helénico al terminar el siglo, como lo vemos en las epístolas «pastorales» pospaulinas: por ejemplo, 1 Tim. 2:8 (¿c. 90 d.C.?).55 Estas epístolas restrictivas serían citadas más tarde" como una prueba de que el papel de la mujer empezaba a coincidir con el mundo donde el cristianismo se expandía. 56 Al adquirir nuevas disciplinas y estructuras la Iglesia fue absorbiendo una misoginia ajena al evangelio original. Se ha dicho, y es cierto, que la Iglesia, al crecer más allá de sus carismáticos e informales tiempos primitivos, tenía que desarrollar nuevas disciplinas, así como nuevas doctrinas que las apoyasen. De acuerdo. Pero hay que observar dos cosas: los papas no han dicho que estén defendiendo una evolución a partir de la primera situación, sino un confinamiento literal (de hecho, fundamentalista) en esa primera situación, es decir, mantenernos, al nivel de la primera selección de hombres que hizo Jesús para que fuesen sus apóstoles. Pero si verdaderamente nos fijamos en ese momento de la historia de la Iglesia, no encontraremos sacerdotes y sí vemos mujeres con funciones muy activas en el marco del sacerdocio informal. La segunda observación es que, al margen de qué legítima evolución se haya realizado por aliento del Espíritu, no se le pue—139—

den imputar a ese Espíritu inhalaciones contaminadas con la misoginia de las culturas circundantes. Sin embargo, la inhalación ocurrió, y dio inicio a un largo proceso de exclusión de las mujeres de la historia de los evangelios. Con la predicación y la iconografía redujeron o eliminaron a todas menos las presencias más prominentes (episodios como el de la sa-mantana, el de la mujer con hemorragia, las prostitutas). El grueso de las mujeres que seguían a Jesús plácidamente («atendiéndole», akolouthein) fue barrido o mostrado sólo al margen de la camarilla masculina cercana al Señor. En las numerosas pinturas sobre la Ultima Cena, por ejemplo, solamente hay hombres a la mesa. Es significativo que la mayor parte de los grandes frescos y murales de la Última Cena hayan sido creados para los refectorios de los monasterios y las capillas (por ejemplo, la de Leonardo) o para las paredes de santuarios de iglesias (por ejemplo, la famosa serie de Tmtoretto): esto es: en dominios masculinos. No sólo eso, en las pinturas hay apenas doce hombres, como si no existiesen más seguidores que ellos. En realidad, las mujeres fueron constantes en sus cuidados a Jesús a lo largo de su ruta y sus más fíeles compañeras cuando llegaron los tiempos de crisis. Fueron omitidas de la Última Cena porque no merecían participar en la creación de la Sagrada Misa, como tampoco merecerían celebrarla, y durante siglos ni siquiera acercarse al altar donde se celebrase. Cuando las mujeres se hallaban en compañía de Jesús no estaban aisladas tras una reja, ni enclaustradas consigo mismas por toda compañía, cual grupo de protomonjas. Tampoco eran vírgenes que errasen perdidas en Palestina. Sin duda estaban casadas, como la mayoría de los discípulos, incluidos los apóstoles. Estaban con sus maridos en la habitación de arriba, justo antes del suceso de Pentecostés (Ac. 1:14). Pero en las pinturas las borraron como por arte de magia antes de la venida del Espíritu en Pentecostés. Sólo los Doce —y a veces la Virgen María— merecen recibir este carisma. Poco antes, cuando los discípulos se dispersaban desesperados por la reciente muerte de Jesús, un hombre se juntó con dos discípulos que iban camino de su casa (Le. 24:15). Se detuvieron a comer en Emaús. Sólo se nombra a uno de los dos discípulos, y es varón. Lo natural sería suponer que el otro fuera su esposa. ¿Quién —140—

ha visto una imagen de la cena de Emaús donde aparezca Jesús resucitado partiendo el pan con una mujer sentada a la mesa? Todo en la manera de imaginar el evangelio ha falsificado el papel de la mujer en la vida de Jesús y en la fundación de la Iglesia. El trabajo lento de las nociones envenenadas —sobre la inferioridad e impureza de la mujer— ha condicionado nuestra herencia de manera inadvertida y muy difícil de extirpar.. Es por eso por lo que la prohibición del sacerdocio femenino es importante; no tanto porque algunas mujeres estén clamando por hacerse sacerdotes (especialmente tal como está el sacerdocio), sino porque la perpetuación de esta veda mantiene viva toda la subestructura ideológica en la que se basa. Es el último y feroz bastión donde se ha atrincherado la gran mentira cristiana sobre las mujeres. La congregación del papa Pablo dijo que cualesquiera que hayan sido las extrañas nociones al respecto en el pasado, no tienen ya ninguna influencia práctica en las acciones de la Iglesia: Es cierto que en los escritos de los Padres se encuentran innegables influencias de prejuicios desfavorables a la mujer, pero debe notarse que estos prejuicios difícilmente tienen alguna influencia en sus actividades pastorales, y mucho menos en sus direcciones espirituales.57 Es algo extraño para un Papa decir que la doctrina —lo que uno piensa— no importa. Se parece a la actitud de los que dicen que creer en la inferioridad de los negros no llevó a los sureños a actos de auténtica injusticia contra los negros. Es como decir que mantener que los judíos mataron a Cristo no contribuyó a los pogromos, las persecuciones ni el Holocausto. No se podrá hacer justicia a la mujer —ni a nadie— mientras las injusticias cometidas contra ella no se reconozcan como tales. Esas injusticias del pasado no fueron pecados pontificios, ya que quienes los cometieron —nuestros pensadores, como Alberto Magno, nuestros santos, como Tomás de Aquino— no sabían que estaban obrando mal. Pero no darse cuenta ahora, cuando la evidencia es tan sobrecogedo-ra, cuando se tienen las oportunidades para la enmienda, perpetuar las equivocaciones respecto a la mujer como una forma de mantener que la Iglesia no pudo errar en su trato a la mujer, ése es el pe—141—

cado moderno, y un pecado pontificio. La estructura que sostiene el legado de equivocaciones no es una ignorancia invencible sino una inocencia cultivada, ignorantia affectata.

NOTAS 1. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of John Paúl II, Henry Holt and Company, 1997, p. 340. 2. ParaJunia véase nota 3. 3. Congregación para la Doctrina de la Fe, Inter Insigniores, 1997, párrafo 27, de Leonard y Arlene Swidler (editores), Women Priest: A Catholic Commentary on the Vatican Declaración, Paulist Press, 1997, pp. 43-44. 4. ínter Insigniores, párrafo 32, p. 45. 5. Dorothy Irwin, «Omnis Analogía Claudet», en Swidlers, op. cit., pp.271-277. 6. Carroll StuhmueUer, «Bridegroom: A Biblical Symbol of Unión, Not Separation», ibíd-, pp. 278-283. 7. Leonard Swidler, «Roma Locuta, Causa Finita?», ibíd., p. 3. 8. Kwitny, op. cit., p. 637. 9. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist Press, 1993, p. 667. 10. Juan Pablo II, On Reserving Priestiy Ordination to Men Alone (Sacerdotalis Ordinatio), traducción al inglés del Vaticano, Pauline Books, 1997, p. 7. [Carta apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la ordenación sacerdotal reservada solamente a los varones, Santandreu Editor, 1994.] 11. Peter Hebblethwaite, Pope John Paúl and the Church, Sheedand Ward, 1995, pp. 276-278; Kwitny, op. cit., pp. 666-667. 12. Buenaventura, Commentary on the Sentences IV, distinción 25, artículo 2, cuestión 1. 13. Juan Duns Escoto, Commentary on the Sentences IV, distinción 25, artículo 2, cuestión 2. 14. Aristóteles, Animal Conception (De Generatione Animalium) 766768. [Reproducción de los animales, traducido por Ester Sánchez, Biblioteca clásica Gredos, 1994.] Véase Lesley Dean-Jones, Women's Bodies in Classical Grcek Science, Oxford University Press, 1994, pp.176-199. 142.

15. Aristóteles, op. cit., 775a. 16. Aristóteles, Animal Investigations (De Historia Animalium) 68a 1112. [Investigación sobre los animales, traducido por Julio Pallí, Biblioteca clásica Gredos, 1992.] 17. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio 2.2 (PG 48.633). 18. Emanuela Prinzivalli, «Donna e generazione nei Padri della Chiesa», en Umberto Mattioli (editor), La donna nelpensiero cristiano antico, Marietti, Genova, 1992, pp. 79-94. 19. Clemente, The Educator (Paedagogus) 2.33 (PG 8.430). 20. Tertuliano, Fémale Fashions (De Cultu. Feminarum} 1.1 (PL 1.1418). 21. Aristóteles, Investigación sobre los animales (De Historia Animalium) 572. Véase los pasajes clásicos citados por R. A. B. Mynors, Virgil, Gerogics, Oxford University Press, 1990, p. 224. 22. Sorano, Gynecology 3.3. 23. Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual Renunciation in Early Christianity, Columbia University Press, 1988, pp.150,153. 24. Alberto Magno, Commentary on Aristotle's «Animáls» 15, q. 11, citado por Uta Ranke-Heinemann, Eunuchs for the Kingdom of Heaven, Penguin Books, 1990, p. 108. [Eunucos por el reino de los cielos: Iglesia católica y sexualidad, traducido por Víctor Abelardo Martínez de Lape-ra, Editorial Trotta, 1994.] 25. Jerónimo y Ambrosio en Occidente, Basilio y Gregorio de Nisa en Oriente, todos dicen que las vírgenes heroicas se convierten en hombres honorarios —véase Haye van der Meer, S. J., Women Priest in the Catholic Church? A Theological-Historical Investigation, traducido al inglés por Arlene y Leonard Swidler, Temple University Press, 1973, pp. 78-80, y Susanna Elm, «Virgins of God»: The Making of Asceticism in Late Antiquity, Oxford University Press, 1994, pp. 91,101,120-121,134. 26. Yves Congar, S.O., Priest and Layman, traducido al inglés por P. J. Hepburne-Scott, Darton, Longman & Todd, 1966, pp. 74-75. 27. Edward Schillebeeckx, The Church with a Human Face, Crossroad,1988, pp.240-244. 28. Jerónimo, Epístola 48.15; Orígenes, Comentario sobre Ezequiel, capítulo 7. 29. Pedro Damián, On the Dignity of the Priesthood, citado por Ranke-Heinemann, op. cit., p. 108. 30. Jacob Milgrom, Leviticus 1-16 (AB, 1991), pp. 948-953. 31. La literatura del rabimsmo dice cosas aún más ásperas sobre la mujer. En el Talmud, Sabbath 152a dice: «Una mujer es un cántaro lleno

—143—

de porquería, con su boca llena de sangre, y aun así todos corren tras ella.» Citado por Leonard Swidler, Bíblical Affirmations of Woman, Westminster Press, 1979, p. 156. 32. Van der Meer, op. cit., p. 92. 33. Ibíd.,p.95. , 34. Congregación Sagrada de los Sacramentos y el Culto Divino, Instruction Concerning Worship ofthe Eucharísüc Mysteri (Inestimabile Donum), confirmada por Su Santidad el papa Juan Pablo II, traducción del Vaticano, párr. 18, Pauline Press, 1994, p. 8. 35. Raymond E. Brown, S. S., Biblical Reflections on Grises Facing the Church, Paulist Press, 1975, pp. 53-54. 36. Gal. 3:26-28. Los eruditos aislaron esto como himno basándose en su forma de verso y paralelos en otras partes del Nuevo Testamento. J. Louis Martyn, Galatians (AB, 1997), pp. 374-383. 37. Ben Witherington III, Women in the Ministry of Jesus, Cambridge University Press, 1984, p. 117. 38. Vincent Taylor, The Gospel According to St. Mark, Macmillan, 1966, p. 290. [Evangelio según san Marcos, Ediciones Cristiandad, S.L., 1980.] Véase Barbara E. Reíd, Choosing the Better Part?, The Liturgical Press, 1996, pp. 135-143, y ElaineJ. Lawless, «The Issue ofBlood», en Beverly Mayne Kienzie y Pamela J. Waiker (editores), Women Preachers and Prophets Through Two Millennia of Christianity, University of California Press, 1998,pp. 1-18. 39. Kari P. Dornfried, «Mary in the Gospel of Matthew», en Raymond E. Brown y otros., Mary in the New Testament. Fortress Press, 1978, pp. 77-83. 40. 1 Cor. 12: 8-30, Rom. 12; 6-8, Ef. 4:11. Este tipo de líderes están enumerados y estudiados en Wayne A. Meeks, The First Urban Christians: The Social Worid ofthe Apostie Paul, Yale University Press, 1983, pp.131-136. 41. Ibíd.,pp. 134-139. 42. Arlo J. Ñau, Peter in Matthew: Discipleship, Diplomacy, and Dispraise, The Liturgical Press, 1992. 43. Joseph A. Fitzmyer, Romans (AB 33,1993), pp. 737-738. Peter Lampe, «Andronicus» (ABD 1.248-49) y «Junias» (ABD 3.1127). 44. Por ejemplo, en 2 Co. 6:5, Flp. 2:16, Elizabeth A. Castelli, «Paúl on Woman and Gender», en Ross Shepard Kraemer y Mary Rose D'Angelo (editores), Women and Christians Origins (Oxford University Press, 1999), p. 225. 45. Reflejando la práctica de la Iglesia Marcos escribió (6:7) que Jesús envió a sus misioneros «por parejas». Existían precedentes para esto —144—

según Joachim Jeremías, «Paarweise Sendung im Neun Testament», en A. J. B. Higgins (editor), New Testament Esays, Manchester University Press, 1959, pp. 136-141. 46. Respecto a los equipos, véase Margaret Y. MacDonaId, «Reading Real Women Through the Undisputed Letters of Paúl», por Kraemer y D'Angelo, op. cit., pp. 204-207. 47. Peter Lampe, «Frisca» (ABD 5.467-68) y «Aquila» (ABD 1.31920). 48. Raymond F. Collins, «Tweive» (ABD 6.670-71). 49. Ibíd.,p.671. 50. Meeks, op. cit., pp. 75-80. 51. Respecto a Febe (Rom. 16:1-2), ver Fitzmyer, op. cit., p. 731. 52. Ben Witherington III, «Lydia» (ABD 4.422-23). 53. Markus Barth, Ephesians 4-6 (AB 34a, 1974), pp. 774-853. 54. M. Eugene Boring, «Early Christian Prophecy» (ABD 5.495-502). 55. Kathleen E. Corley muestra que las presiones para coincidir con las reglas helenísticas se registran en los evangelios escritos en el período de las epístolas pastorales (pos 80 EC): Prívate Women, Public Meals: Social Conflict in the Synoptic Tradition, Hendrickson Publishers, 1993. 56. Hay una intrusión de los últimos códigos de conducta (Haustafeln) en las auténticas cartas de Pablo, la orden de que las mujeres guarden silencio en las reuniones (1 Cor. 14:33-36). Pues esto choca con las propias palabras de Pablo en la misma epístola donde invita a las mujeres a llevar velos mientras ellos profetizan y oran públicamente, muchos sospechan que aquí hay una interpolación para hacer coincidir a Pablo con las epístolas pastorales. Sin embargo, William E. OrryJames Arthur Walther, entre otros, piensan que Pablo se refiere a algunos abusos espe-" cíficos de la situación de los corintios, que implicaba llevar las querellas maritales a la reunión. Véase Orr y Walther, I Corinthians, AB 32 (1976), pp. 311313. También, para efectos similares, Ben Witherington III, Women in the Earliest Churches, Cambridge University Press, 1988, pp.90-104. 57. ínter Insigniores, párr. 6, p. 38. •145-

8 Los eunucos del Papa

Los «ajustes» {modi) sobre la contracepción realizados por el papa Paulo VI en su intervención en el Concilio Vaticano II tenían la finalidad de influir en las deliberaciones sobre la familia. Los padres del Concilio alcanzaron a suavizar aquellas sugerencias. Poco antes, en la cuarta sesión, cuando tocó la cuestión de la posibilidad de autorizar a los sacerdotes a casarse, Pablo no corrió el mismo riesgo. El 12 de octubre de 1965, Le Monde publicó el borrador de un discurso del obispo Koop de Brasil, donde intentaba solicitar al Concilio que se admitieran sacerdotes casados para suplir la carencia de clérigos para su pueblo. Esta era sólo una de las muchas peticiones que se preparaban, o al menos eso temía el personal del Vaticano. Por lo tanto, un día antes de que Le Monde imprimiese su historia, el Concilio quedó petrificado al recibir una carta del papa Pablo leída en voz alta ante la asamblea. En su carta, el Papa aseguraba no querer quitarle al Concilio la libertad para deliberar bajo las alas del Espíritu Santo, pero eso fue exactamente lo que hizo: Nos hemos enterado de que algunos padres intentan debatir en el Concilio la ley del celibato eclesiástico tal como es observado por la Iglesia Romana. Por consiguiente, y sin ánimo de infringir en modo alguno el derecho de expresión de los padres, os hacemos saber nuestra opinión personal sobre lo inoportuno que sería entablar un debate público sobre este tema, que es tan importante y exige tanta prudencia. [Así, ¿del Concilio no se puede esperar prudencia ni capacidad para tratar —147—

asuntos importantes?] No sólo intentamos mantener esta antigua, santa y providencial ley hasta donde podamos, sino también reforzar su cumplimiento, haciendo un llamamiento a todos los sacerdotes de la Iglesia Romana para que reconozcan las causas y razones por las que esta ley debe considerarse la más apropiada hoy día, especialmente hoy día, para ayudar a los sacerdotes a consagrar todo su amor a Cristo completa y generosamente al servicio de la Iglesia y de las almas. Si algún Padre desea hablar al respecto, puede hacerlo por escrito remitiendo sus observaciones a la Presidencia del Concilio, quien luego nos las transmitirá a nosotros." En otras palabras: «Si queréis hablar, no lo hagáis: escribidlo y entregadlo para que el Papa lo examine.» El padre Murphy, escribió bajo el seudónimo de «Xavier Rynne» en The New Yorker: Según Rene Laurentin [articulista de Le Fígaro}, el problema de un clérigo casado en América Latina y otras áreas, de acuerdo con la línea de la disciplina oriental, ha sido presentado ante la Santa Sede desde los tiempos de Pío X, pero las autoridades romanas siempre han sentido que cualquier concesión en esa área inevitablemente llevaría a reconsiderar la situación del estatus de quienes viven en concubinato clerical en Italia y otros países, cuyo número se estima en varios miles; y eso es algo que no están listos para afrontar.2 Para Murphy, ése era el verdadero peligro. Si se permitía a las misiones albergar a sacerdotes casados, tal como ocurría en las iglesias orientales reconocidas por Roma, entonces los sacerdotes de todo el mundo querrían casarse con sus amantes. Sería como romper el dique. Hay que seguir la línea establecida, incluso si al hacerlo la afirmación de que el celibato, sacerdotal es una elección libre y no una imposición pierde sentido. La preocupación del Vaticano quedó indirectamente al descubierto cuando el portavoz de la Secretaría de Estado del Vaticano, monseñor Paúl Poupard, trató de explicar la acción del Papa de esta manera: 148

Sus motivos [los de los miembros de la Curia que solicitaron al Papa el cierre del debate] fueron el temor de permitir la aparición pública de la división, que sería de graves consecuencias para los sacerdotes ya dubitativos [Poupard hablaba en francés, y utilizó la expresión souvent frágiles], y también temieron que, dada la presión de los medios de comunicación, sus intervenciones al respecto [las de los padres] no fuesen libres.3 En otras palabras, no era el Papa quien estaba coartándoles la libertad, sino la prensa. Quizás ésta informara sobre los debates, y entonces ya no podría haber debate. (La prensa estaba informando, sin problemas, sobre todos los demás temas del Concilio. Si esta política se hubiese aplicado a todo, habría que haber clausurado el Concilio.) La idea de que el compromiso de los propios sacerdotes con el celibato no pudiera sobrevivir a un debate público era otro signo de una ansiedad que rayaba en el pánico. Sin duda Poupard tenía razón al decir que el pontificado temía «la aparición de la división». Esa es la fuente de muchos, por no decir la mayor parte, de los engaños vaticanos. El Papa le aseguró a su entorno que resolvería el problema escribiendo una encíclica al respecto. La misma solución se aplicaría también al tema de la contracepción. Es la forma normal de arreglar los problemas en el papado moderno. Pablo VI promete remediar la situación con una declaración pontificia que resulta un desastre. Luego Juan Pablo consigue afianzar el peor aspecto de la encíclica en su lugar, inamovible. Hemos visto la misma secuencia en los temas de contracepción y el sacerdocio de las mujeres. Algo parecido ocurrió con el Holocausto, con la salvedad de que Pablo VI no intervino entre la declaración del Concilio y el Nosotros recordamos de Juan Pablo. Ahora veremos cómo el mismo proceso sigue su curso habitual en la cuestión del celibato. Pablo presentó su encíclica, Sacerdotalis Caelihatus (Celibato sacerdotal), el 12 de junio de 1967. Esta vez tuvo dificultades aún mayores que las que tendría con su encíclica sobre la contracepción, Humanae Vitae (1968). Al menos entonces podía apelar a un ininterrumpido historial de condenas a lo largo de la biografía de la Iglesia (aunque por diferentes razones). Sin embargo, desde el —149—

primer siglo del cristianismo occidental, y hasta ahora en las iglesias orientales, los sacerdotes están autorizados a casarse. Eso también significa que el problema de Pablo era mayor que el que enfrentaría la congregación con el documento contra la ordenación de las mujeres, Inter Insigniores (1976). Cuando Pablo tuviese que respaldar este producto de su curia, podría apoyarse en el fundamentalismo bíblico, es decir, en el hecho de que los apóstoles eran hombres. Ahora tendría que arreglárselas con el hecho de que los apóstoles también eran casados. Una muestra de la importancia de este problema puede verse en las flagrantes omisiones en que incurre Sacerdotalis Caelibatus. Si se observan las notas al pie de página, se aprecia un flujo continuo de citas del Nuevo Testamento. Sin embargo sólo en tres ocasiones el Nuevo Testamento aborda directamente el tema de esta encíclica, dos de las cuales se mencionan, sin citarlas, en una misma nota de la encíclica.4 La tercera y más relevante ni siquiera se menciona. Las dos primeras dicen así: «Un obispo debe ser irreprensible, marido de una sola mujer» (1 Tim. 3:2), y «[un presbítero debería ser] un hombre intachable, marido de una sola mujer, y tener hijos creyentes» (Tit 1:7). Cuando le conviene, el Vaticano equipara la palabra «presbítero» del Nuevo Testamento con sacerdote. No obstante, es el tercer pasaje el que por sí mismo debería haber evitado que Pablo VI tratase de escribir esta encíclica. San Pablo (por quien el Papa siente especial devoción y de quien tomó su nombre) le dice a los corintios que él no se impone a ellos de hecho, ni siquiera ha hecho valer todos sus derechos «como apóstol». Continúa diciéndoles: «¿Acaso no tengo el derecho (exousia) de tomar una esposa cristiana para mí, como el resto de los apóstoles y los hermanos del Señor, y Cetas?» 5 Claro que el Papa era reacio a citar cualquier cosa que le recordara a la gente que Pedro (su antepasado putativo y modelo) era casado. Pero el punto verdaderamente embarazoso de este argumento es la palabra exousia (prerrogativa, poder). Ya no es una cuestión de permiso o mera concesión hecha a los apóstoles. Es un derecho que tiene Pablo aunque no lo ejerza y que Pedro (Cefas) tuvo y ejerció, en parte lo que Pablo llama «el derecho que me es dado por predicar» (1 Cor. 9:18). Si esto es una prerrogativa apostólica, ¿qué autoridad tiene nadie para coartar ese derecho? Omitir un texto tan relevante, sólo por —150 —

su inconveniencia, es un ejemplo de la deshonestidad intelectualanalizada en este libro. La encíclica tiene que escatimar estos tres pasajes del Nuevo Testamento, los más duros para el Papa. Prefiere extenderse en otros dos que nada tienen que ver con el ministerio del sacerdocio. Su pasaje favorito, citado cuatro veces, es la referencia a los eunucos (Mt 19:11-12). En el evangelio de Mateo, Jesús acaba de prohibir el divorcio, lo que impulsa a los discípulos a decir: «Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse» (versículo 10). Jesús dice que no es tan fácil. Si no os casáis, tendréis que vivir como eunucos, pues la ley también prohibe la fornicación. Ésa fue la lógica que utilizó para responder a sus objeciones; provocándoles, pues la imagen del eunuco es innoble y hasta repulsiva. Un hombre que naciera eunuco, aun en la tribu sacerdotal (Levita), jamás podía ser sacerdote judío; la deformidad se consideraba impura, y la procreación era el deber y el orgullo del hombre. Así pues, ¿por qué alguien optaría por la impureza, desafiando además los deberes familiares? Los términos tendrían que traducirse de modo que reflejasen su naturaleza chocante, pues la palabra «eunucos» se explota casi cruelmente cinco veces en un verso: «Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos para ganarse el reino de los cielos. El que sea capaz de consentir esto, que lo consienta.» El verbo consentir {chorein) literalmente significa «abrir espacio para ello». Se usaba en los ejércitos en retirada de sus asaltos. Las palabras de Jesús atacan el orgullo y la integridad del hombre. Es típico que cuando se lee este pasaje en el pulpito, nuestras suavizadas traducciones le hagan perder su naturaleza repulsiva. El pasaje en sí parecería un ataque a los eunucos salvo por las últimas palabras sobre el reino de los cielos (basileia) cuya llegada rogamos en la segunda petición del Padrenuestro. Desde una perspectiva judía la estructura de este pasaje sobre los eunucos procede desde el menos objetable (eunuco por naturaleza) al objetable (hecho eunuco por los hombres por un crimen o como castigo de un crimen), hasta el más objetable (el que quiso hacerse eunuco). El pasaje llega a un climax, y el ter—151—

cer grupo de eunucos se menciona de forma diferente de los otros dos. Cuando Jesús dice: «el que sea capaz de consentir esto», da a entender que se dirige a aquellos que tienen una opción, a diferencia de los eunucos de los versículos 12a y 12b.6 ¿Por qué habrá sido Jesús tan sensacionalista en este versículo? En otras partes habla de mutilaciones: «Os digo que aquel que mira una mujer con deseo, en ese momento (édé) la ha corrompido en su corazón. Y si tu ojo te hace pecar, arráncatelo y tíralo» (Mt. 28-29). Aquí también, el lenguaje es áspero y extremo: imaginar el adulterio con una mujer es corromperla. Continúa diciendo que si se comete un pecado con la mano derecha (ritualmente favorecida y por lo tanto, preciosa), ésta debe ser cercenada (ekkoptó, versículo 30). Si los sacerdotes estuviesen legalmente obligados a esto como el Papa ahora los ciñe al pasaje de los eunucos, muchos de ellos andarían por ahí sin su mano derecha para bendecir y consagrar. Estos pasajes corresponden al grupo de sentencias que proclaman una alteración de todos los valores a la llegada del reino de Dios {basileia}. Por eso vemos a un discípulo que tiene que odiar a su padre y a su madre (Le. 14:25), tal como Jesús rehusó reconocer a su madre (Me. 3:33). Oímos que hay que darle al ladrón lo que éste olvidó pedir (Le. 6:29). El Vaticano intenta suavizar estas «duras sentencias» considerándolos consejos para la perfección más que órdenes de obligación, pero la ¡dea de odiar a los padres como una señal de «perfección» es justamente lo que resulta repulsivo como idea moral. Jesús dice cosas sin sentido, a menos que estuviese hablando, con una simbología provocadora, de una ruptura con el orden pasado. Pero el papa Pablo insiste en tomar una de estas señales escatológicas misteriosas —la señal de los eunucos— y convertirla en ley para los ministros del Evangelio. (Los doctores de la Iglesia han tratado incluso de utilizar el pasaje de los eunucos para justificar la virginidad de las monjas, aunque las mujeres no pueden ser eunucos, palabra en cuya fea realidad Jesús hace hincapié.) ¿Por qué el Papa no exige en el derecho canónico que los sacerdotes odien a sus padres? Cualquiera que sea el significado del pasaje de los eunucos, no puede referirse al ministerio. No está dirigido a ninguna clase o —152—

grupo, ni siquiera a los discípulos en general, sino a individuos que puedan «consentir» este extraño llamamiento carismático. La prueba de que el ministerio nada tiene que ver con ello es que los apóstoles no «lo consintieron». Ellos estaban casados, lo cual demuestra que el Evangelio no establece relación alguna entre Mateo 19:11-12 y el ministerio, y mucho menos con el sacerdocio, que ni siquiera existe en el Evangelio. Fuesen lo que fuesen los apóstoles, definitivamente no eran eunucos por el reino de los cielos. Aun así, éste es el principal punto de apoyo del Papa para establecer las escrituras como base del celibato sacerdotal. Lo cita cuatro veces, incluso cuando se niega a citar el pasaje del Nuevo Testamento más relacionado con la idea del apostolado y el matrimonio (1 Cor. 9:5). 7 Esta parodia de la exégesis muestra una profunda falta de respeto por la palabra revelada. Varios pasajes del Nuevo Testamento son omitidos, retorcidos, ampliados, distorsionados y tergiversados para darles el significado que el Papa quiere que tengan. Semejantes procedimientos plantean una severa prueba a la integridad intelectual de cualquier sacerdote. ¿Tiene que aceptar mansamente un argumento absurdo y comprometedor? ¿Tiene que vivir por ello como si fuese el verdadero significado del Evangelio al que quiere servir? ¿Tiene que transmitirlo a su congregación sin que se le escape la risa? ¿Debe pedirles que se traguen cualquier cosa — hasta la falta de respeto hacia la Biblia— en nombre del respeto al pontificado? ¿Tiene que convertirse en eunuco no por el reino celestial, sino por los dominios del Papa? En el pasado los Papas tenían sus castrati, adecuados para el canto en el coro de la Sixtina. ¿Querrá él ahora tener una guardia de eunucos para demostrar que la doctrina papal sobre el celibato es la correcta, sin importar lo que digan las escrituras? Hemos visto cómo prácticamente convirtió a los obispos del Concilio en eunucos intelectuales cuando dijo que no podían poner en tela de juicio las ordenanzas relativas al celibato, obligándoles a aguardar su pronunciamiento, y luego, cuando por fin se pronuncia, lo hace con un mezquino ataque a la Biblia. Dijimos antes que tenía dos pasajes preferidos de las escrituras y que excluía los verdaderamente relevantes. Además del texto de los eunucos, citado cuatro veces, hay otro pasaje, que cita tres veces: el argumento de san Pablo en el séptimo capítulo de I Co—153—

rintios (versículos 7-40), donde dice que prefiere que todos aquellos que están solteros permanezcan solteros, como él. Ya que Pablo era un celoso fariseo antes del llamamiento de Cristo, y siendo ya para entonces un hombre maduro, es presumible que estuviese casado, como era de esperarse en su secta. Lo que significa que su esposa debía de estar muerta, o separada de él, cuando escribió la epístola. Clemente de Alejandría (siglo ll) opinaba que la esposa de Pablo estaba viva, pero que habían convenido en separarse durante su apostolado.s En la iglesia primitiva, era normal que los hombres estuviesen casados. Lo extraño era el celibato, y era una condición que requería explicaciones. Es por eso por lo que san Pablo se muestra tan cauto y permisivo al recomendar un camino que los otros apóstoles no siguieron. Después de todo, él no podía quitarles lo que más adelante llama el derecho a casarse mencionado en la misma epístola (9.6). Por eso todo lo dice con respetuosos rodeos, casi retractándose a medida que habla: Mas esto digo por vía de concesión, no por mandamiento. Quisiera más bien que todos los hombres fuesen como yo; pero cada uno tiene su propio don de Dios, uno a la verdad de un modo, y otro de otro (7:6-7). Y a los demás yo digo, no el Señor (7:12). En cuanto a las vírgenes no tengo mandamiento del Señor, mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado misericordia del Señor para ser fiel (7:25). Tengo (nomizó), pues, esto por bueno a causa de la necesidad que apremia; que hará bien el hombre en quedarse como está [ni disolver un matrimonio ni contraerlo] (7:26). Esto lo digo para vuestro provecho; no para tenderos lazo (7:35). Pero es mi juicio, y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios (7:40). 154

Pablo no se cansa de decir que esto no es un mandato. No es un mandato de Dios. Ni siquiera es un mandato de Pablo (diferente de una opinión). Unos tienen un carisma y otros, otro. Unos apóstoles están casados y otros no. Él admite sus opiniones y dones. Ofrece una variante para su consideración. La presenta no como un mandato (6) sino como algo de «provecho» (35). Se apoya en razones de pragmatismo (para afrontar «la necesidad que apremia» sin distracciones). Es una cuestión de juicio prudente, abierta al debate, no una revelación ni obligación ni exigencia. William Orr y James Walther, comentando el versículo 25, dicen: Está claro que Pablo no cree que el Espíritu haya otorgado a la Iglesia el poder creativo para inventar ad hoc dichos de Jesús que se ajusten a la situación de la Iglesia, como se da por sentado algunas veces en la doctrina moderna. [...] Si algún profeta cristiano primitivo gozó de tal poder, ciertamente ése habría sido Pablo.9 Pablo recibió muchas directrices del Señor y nunca dudó en enunciar su origen. En el mismo capítulo, cuando habla de la fidelidad marital, dice: «Mando, no yo, sino el Señor» (7:10). Él conocía la diferencia entre tales directrices y su propia opinión. El papa Pablo no tiene los mismos escrúpulos. Cuando él prefiere que «todos los hombres sean como yo», lo impone como un mandato divino. Cree tener más autoridad que aquel de quien tomó el nombre. Incluso si las recomendaciones de Pablo se tomasen como un requisito, no se estaba dirigiendo específicamente a los ministros del Evangelio sino a todos los corintios. Asegura desear que todo el mundo permanezca casado o permanezca soltero. Éste es un punto importante, porque el Papa usa uno de los argumentos prácticos de Pablo en favor del celibato como si se aplicase específicamente a los sacerdotes, aduciendo que los libera para atender mejor los asuntos de la Iglesia que sí tuviesen familia. Pero Pablo no propuso esto como un código clerical, sino para todos los corintios: •155-

Quisiera, pues, que estuvieseis sin congoja. El soltero tiene cuidado de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. Pero el casado tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer. Hay asimismo diferencia entre la casada y la doncella. La doncella tiene cuidado de las cosas del Señor, para ser santa así en cuerpo como en espíritu; pero la casada tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Esto lo digo para vuestro provecho; no para tenderos lazo (7:32-35). Al sugerir tímidamente que otros sean como él, ciertamente no brinda una profunda teología sobre el matrimonio. Para eso hay que ir a la epístola a los efesios 5:9-6:9, sea ésta de Pablo (como insiste Markus Barth) o de algún brillante pensador paulino. Aquí encontramos una consideración más pragmática de una situación específica (la necesidad que apremia). Los tiempos de tensión hacen que Pablo haga un llamamiento a todos y cada uno a mantener su estado actual, que casi es un estado de batalla. Por ejemplo, después de decir que casados y solteros deben mantenerse así, dice que los esclavos deben permanecer esclavos (7:21). Esto es una parte esencial del argumento, y sin embargo el papa Pablo no contempla el sacerdocio en relación con este versículo, no dice que los sacerdotes sean esclavos o libres según su condición pasada. Más tarde analizaremos si la carencia de familia realmente hace más libre al sacerdote. Pero aquí no se supone que el argumento de Pablo se refiera a los sacerdotes (que todavía no existen) sino a todo el mundo, y tampoco hoy se refiere a ellos. No les decimos a nuestros adolescentes: «Si aún estáis solteros, quedaos así.» La situación ha cambiado para los cristianos en general. Por lo tanto, el argumento en su totalidad es inaplicable. Aunque sólo cuenta con estos dos pasajes principales para apoyarse seriamente, el Papa cita de un modo marginal otras partes del Nuevo Testamento, como si ellas pudiesen respaldar su precaria argumentación: por ejemplo, el llamamiento de Cristo a sus discípulos a dejarlo todo y seguirle a él (que tampoco se dirige a los ministros específicamente sino a todos los discípulos; además, los apóstoles no dejaron a sus esposas), o lo que afirma Mateo en su evangelio cuando dice que en el ciclo no habrá matrimonios (pero —156—

los sacerdotes están en la tierra con todos nosotros). También apela en general al Nuevo Testamento, sin relacionarlo con ningún pasaje, cuando dice que los sacerdotes debían parecerse a Cristo, y puesto que él fue virgen ellos también debían serlo. 10 Esto recuerda su argumento de que las mujeres no pueden ser sacerdotes porque no se parecen a Cristo. El simbolismo de la virginidad de Cristo será objeto de nuestra atención más adelante. Lo que hay que decir ahora es que la imitación de Cristo, hasta donde se proponga en lo esencial, no en lo accidental, es un llamamiento del Evangelio a todos los cristianos, y no exclusivamente a los ministros del Evangelio. Si estuviese vinculado a los ministros, entonces, habida cuenta de la insistencia del Papa en la virginidad de Cristo, los apóstoles tendrían que haber sido vírgenes. Claro que toda esta farsa de llamadas de las escrituras no es lo que realmente interesa a Pablo VI. Le interesa justificar las prolongadas prácticas de la Iglesia (al menos la Iglesia Occidental, en el segundo milenio del cristianismo). Quiere asegurar a los demás que la Iglesia no puede haberse equivocado en esto, no más de lo que pudo equivocarse respecto a los judíos, la contracepción o las mujeres sacerdotes. Pero sí se equivocó en esos temas, y si analizamos en el próximo capítulo las prácticas que Pablo está defendiendo, veremos que también en este punto se equivocó.

NOTAS 1. «Xavier Rynne», Vatican Council II, Farrar, Straus y Giroux, 1968,p.520. 2. Ibíd.,p.521. 3. Peter Hebblethwaite, Paúl VI: The First Modern Pope, Paulist Press, 1993, p. 442. 4. Pablo VI, The Celibacy ofthe Priest (Sacerdotalis Caelibatus), traducción del Vaticano; sitio web del Vaticano, nota al pie 2. [Celibato sacerdotal. Encíclica Sacerdotalis Caelibatus, Acción Católica, 1967.] 5. 1 Cor. 9:6 El texto literalmente dice «una hermana por mujer», refiriéndose a hermanas y hermanos de la hermandad cristiana. (No todos —157—

los apóstoles podían llevar consigo a sus hermanas auténticas, y no las habrían hecho pasar por esposas.) La esposa de un apóstol tenía que ser alguien del redil, así como los hijos tenían que ser «creyentes», según Tito 1:7. Utilizo aquí la traducción de la Nueva Biblia Inglesa. Ceras normalmente se traduce por «piedra» en inglés, pero Pedro es el fundamento de la iglesia (Mt. 16:18); no decimos la piedra fundadora. 6. Ben Witherington III, Women in the Ministry ofJesús, Cambridge University Press, 1984, p. 31. 7. Las cuatro citas están en Sacerdotalis Caelibatus, notas al pie 2, 5, 35,36. 8. Eusebio, Historia eclesiástica, 3.39.1. Para el matrimonio de Pablo, véase Jerome Murphy - 0'Connor, S. O., Paul, a Critica! Life, Oxford University Press, 1996, pp. 62-65 y Joseph A. Fitzmyer, S. ]., Jerome Biblical Commentary, Prentice-Hall, 1968, vol. 2, pp. 217-218. 9. William F. Orr y James Athur Walther, I Corínthians (AB 32,1976),p.218. 10. Le. 18:19-30 (citado en Sacerdotalis Caelibatus, nota al pie 33); Mt 2-30 (citado en la nota al pie 66). 158-

9 Casta sacerdotal

La encíclica de Pablo VI sobre el celibato reconoce que en la iglesia primitiva los sacerdotes eran casados, pero agrega que experiencias posteriores, guiadas por el Espíritu Santo, llevaron a «una penetración más profunda en los asuntos espirituales».' Admite que la experiencia tardó un cierto tiempo en llegar a demostrar la sabiduría espiritual del celibato sacerdotal. Apenas en el siglo IV la Iglesia comenzó a legislar seriamente sobre la materia, e incluso entonces hubo gran desacuerdo con la norma, por lo que obispos y sacerdotes siguieron contrayendo matrimonio. Más tarde, en el mismo siglo, Agustín todavía mantiene una amigable correspondencia con un obispo casado, Memor de Capua, dándole consejos para la educación de su hijo, quien también terminó siendo obispo, casado, por cierto, con la hija de otro obispo. El santo Paulino de Ñola compuso un himno nupcial para esa boda y esperaba que hubiese una larga sucesión de obispos entre los herederos de unas familias tan piadosas.2 Puesto que los sacerdotes y obispos estaban ya casados en el siglo IV, no era cuestión de declarar inválidos tales matrimonios. Algunos argumentaron que sería inmoral abandonar una esposa tomada en concordancia con una prolongada práctica de la Iglesia. Dada esta situación, los primeros esfuerzos por el celibato se limitaron a leyes que prohibían a los sacerdotes tener relaciones sexuales con sus esposas, bien sea antes de celebrar la Eucaristía, cuando eran nombrados obispos o después del nacimiento de un heredero. Sólo mucho más tarde (en el siglo Xll) se declararían inválidos los matrimonios clericales.3 159-

Los fundamentos para el celibato masculino eran similares a los de la exclusión femenina del ministerio: el requisito de pureza ritual modelado en el sacerdocio levítico. Ambrosio dijo que los sacerdotes que seguían manteniendo relaciones sexuales «rogaban por otros teniendo la mente y el cuerpo impuros». 4 San Pedro Damián dijo que puesto que una virgen trajo al mundo a Jesús, sólo vírgenes debían traerlo al altar en la Eucaristía. 5 Este razonamiento para el celibato sacerdotal se mantuvo hasta este siglo. En 1054, el cardenal Humberto, delegado del papa León IX en Bizancio, condenó a las Iglesias orientales por permitir el matrimonio de los sacerdotes: Jóvenes maridos, exhaustos por la lujuria carnal, sirven en el altar. E inmediatamente después abrazan de nuevo a sus esposas con manos que han sido benditas por el inmaculado Cuerpo de Cristo. Esto no es una señal de fe verdadera, sino un invento de Satanás.6 En 1130 el papa Inocencio II declaró en el Sínodo de Clermont: «Ya que se supone que los sacerdotes son templos de Dios, cálices del Señor y santuarios del espíritu Santo [...] es una ofensa para su dignidad dormir en el lecho conyugal y vivir en la impureza.» 7 Tenía tanta fuerza la tradición de la pureza ritual que Edward Schillebeeckx, especialista en documentos de la Iglesia, dice que el pasaje de Mateo sobre los eunucos (19:11) nunca se había citado oficialmente como razón para el celibato hasta el Concilio Vaticano II, cuando lo introdujeron a toda prisa para sustituir el ya insostenible argumento del Levítico. ¿Por qué el celibato tardó cuatro siglos en convertirse en un problema importante? Un poco de empatia histórica hace que esta evolución se perciba como algo más sensato de lo que a primera vista parece. El siglo IV fue un período de tremenda agitación. En el 312, el emperador Constantino, recién converso, reconoció el cristianismo como la religión del Imperio, lo que podía verse como la solución de los problemas de la Iglesia, intermitentemente perseguida hasta entonces. Sin embargo, el inmediato período posconstantiniano fue un tiempo de creciente tensión para el cristianismo, que se encontraba destrozado por las herejías, inseguro de sus propias autori—160—

dades internas y embarcado en una nueva carrera de aventuras ascéticas de corte profundamente radical. En el preciso momento en que el cristianismo parecía haber alcanzado el éxito mundial, el liderazgo espiritual de la Iglesia se alejó del mundo de manera espectacular e intransigente. Mientras Constantino imponía desde sus alturas un orden inesperado, dirigiendo los concilios de la Iglesia como un derecho político, condenando herejías y nombrando obispos, un tipo de autoridad diferente surgía desde abajo, aclamada impetuosamente por la gente común. Los sacerdotes y obispos quedaron atrapados entre estos impulsos totalmente diferentes. Si se alineaban sin ambages con cualquiera de las dos dinámicas, podían verse anulados por la otra. Una disciplina imperial derivada del Estado de Roma podía acarrearles acusaciones de corrupción por parte de las puristas comunidades del desierto. Por otro lado, plegarse a los ingobernables monjes y místicos de Siria podía atraer la represión de Roma, la pérdida del patrocinio del que se beneficiaban los obispos, de sus ingresos y hasta de su sede. Podemos apreciar diferentes etapas de esta contienda cuando Atanasio de Alejandría se ocultó entre las comunidades del desierto huyendo de la policía imperial alrededor del año 360; 8 o cuando Teófilo de Alejandría y Juan Crisóstomo de Constantinopla utilizaron a un grupo de monjes insurgentes como peones en su propio torneo de guerra, regateando la mejor forma de presentar al emperador el trato que les dispensaban a principios del siglo V. 9 Éstos son sólo dos casos bien conocidos del problema que los ascetas aventureros causaron a los obispos en el momento de su mayor atractivo popular. Las autoridades no sabían cómo tratar a la gente que se había salido de la estructura de la parroquia normal y que se sentía demasiado pura como para someterse a clérigos que estaban casados o manchados con el poder político, o que estaban tan por debajo de ellos ante el favor del Señor, que bajar hacia ellos en vez de elevarse hacia Dios significaba traicionar la vocación ascética. Peter Brown es quien hizo posible que nosotros, gente moderna, entendiésemos el extraordinario poder de los ascetas en los siglos IV y v. En su The Body and Society (1988) [El cuerpo y la sociedad, Muchnik Editores, 1993] y otras obras, ha descrito cómo estas osadas almas cautivaron la imaginación de la sociedad de su —161—

tiempo. Fueron los astronautas de un espacio espiritual plagado de demonios, gente que se flagelaba a sí misma hasta entrar en un estado completamente nuevo del ser. 10 David Brakke les compara con aquellos «técnicos de la personalidad» concebidos por Michel Foucault, hombres que hacen de su propio cuerpo y psique el laboratorio de la nueva era antropológica." Su fama, paradójicamente adquirida alejados del antiguo mapa urbano, atrajo multitudes hacia ellos: de todas partes venían para admirarles y consultarles, pues el halo de la sabiduría ya no adornaba a los sacerdotes ni a los políticos. La diferencia en autoridad moral entre los sacerdotes y los ascetas puede palparse en estos datos: Gregorio Nacianceno denunció a sus padres cristianos por haberlo convencido de dejar la vida de asceta para ordenarse sacerdote.12 Juan Crisóstomo decidió recibir las órdenes sagradas sólo después de perder su salud en el desierto, lo cual le obligó a abandonar el ascetismo.13 Una forma de reducir la brecha entre las autoridades sacerdotales y las ascéticas fue la imitación de los ascetas por parte de los sacerdotes, que intentaban recuperar el terreno perdido manteniéndose célibes y ayunando en la ciudad y en el desierto. Una solución aún más rápida podía ser asimilar a los ascetas, haciéndoles sacerdotes u obispos, de manera que el pueblo no pudiese confrontar tan fácilmente las dos órdenes en detrimento de los sacerdotes. No obstante, los santos del desierto se resistieron a esta práctica. Dejar el desierto, abandonar la utópica igualdad de los monasterios o el espléndido aislamiento de las ermitas supondrían un descenso a lo común después de la larga lucha por las sutiles alturas. O como diría Gregorio Nacianceno, significaría la renuncia al peligroso encanto de los ascetas en favor del «esclavizador comercio de almas». 14 Atanasio tuvo que rogarles a las estrellas del desierto que aceptasen ser obispos, y no siempre lo logró. 15 Cuando emplazaron al famoso monje Amonio a que asumiese sus deberes como obispo, se cercenó la oreja izquierda, y amenazó con cortarse la lengua si volvían a insistir, descalificándose así para la ordenación.16 Las mujeres vírgenes consagradas constituían otro poder potencial en el siglo IV, tanto así que los arríanos tenían maestros que las reclutaban para el conflicto con los trinitarios como Atanasio.' 7 Atanasio reaccionó en su propia sede de Alejandría creando una 162-

serie de escritos para probar que de acuerdo con las escrituras las mujeres debían ser dóciles, ignorantes, y solitarias. 18 No podía utilizar este enfoque con los héroes del desierto. A ellos se les cortejaba con campañas para integrarles a la vida del laicado y a las parroquias, doblegando sus excesos en la penitencia con argumentos de las escrituras, animándoles a ser políticamente activos (pero de su lado) y reformando sutilmente la imagen de su líder más simbólico: san Antonio. La obra Vida de san Antonio, de Atanasio, es uno de los clásicos espirituales. Fue además importante en la conversión de Agustín. Ayudó a extender el ideal monástico, si bien Atanasio hinchó la reputación del santo al tiempo que reducía a dimensiones manejables su quisquillosa individualidad. Como muestra, un botón: en su obra le resta importancia a la erudición que Antonio exhibe en sus cartas, representándolo como un dócil seguidor de Atanasio en sus propios ataques a las eruditas pretensiones de los arríanos. 19 En la biografía, Antonio aparece diciéndole a los filósofos neoplatónicos: Nosotros los cristianos conseguimos la sabiduría secreta no por nuestras habilidades con los argumentos griegos sino por el poder de la fe que nos es dispensado a través de Jesucristo. [. „] Vosotros, con vuestra seducción verbal, no podéis detener el avance de las enseñanzas de Cristo, mientras que nosotros, invocando a Cristo crucificado, podemos dispersar esos demonios que veneráis como dioses. Contra el símbolo de la cruz, vuestra magia se hace impotente, vuestras pociones pierden su efecto.20 El poder de los ascetas emanaba de la oración, que obra milagros. Atanasio, aunque celebraba esta santidad purificadora, tuvo que controlarla. En una típica prueba entre el liderazgo carismáti-co y el institucional, ganó la competición por no reclamar la victoria total para su bando. En cambio, relativizó las diferencias entre ambos grupos. Dijo que algunas veces, hasta los obispos hacían milagros 21 y que otras, gracias a sus esmeradas sugerencias, hasta los monjes podían someterse a las disciplinas de la organización. Hizo más eclesiásticos a los monjes y más ascetas a los sacerdotes. —163—

Éste fue un paso importante en el camino hacia el total celibato sacerdotal. Después de todo, algunos monjes habían rehusado recibir la Eucaristía de obispos que consideraban demasiado mundanos. 22 Hacer a los sacerdotes ritualmente más puros era una forma de remediarlo. Tal como señala Peter Brown, fue la percepción de sus poderes espirituales lo que dio renombre a los ascetas: el poder de sanar, de prever, de exorcizar, de desafiar al diablo. 23 Atanasio no podía competir en ese terreno, milagro a milagro, pero podía acentuar los poderes que los sacerdotes tenían y los ascetas no: el milagroso poder de consagrar pan y vino y convertirlo en el Señor. «Los monjes participaron de la unidad al recibir los sacramentos de manos de los obispos.»24 Con esta maniobra, Atanasio promovió la idea de que el sacerdote era una persona cuyo poder residía en su consagración eucarística. La Eucaristía era su carta de triunfo. Si los monjes no se ordenasen, seguirían dependiendo de los obispos para «la celebración de la cuaresma y la pascua, pues la Pascua cristiana era un epítome de la vida cristiana», al margen de los ritos que los ascetas pudiesen inventar.25 El poder espiritual se apropió desde abajo del triunfo de los monjes sobre el cuerpo. Pero otro tipo de poder cayó desde arriba, cual relámpago, alcanzando las manos consagrantes de los sacerdotes. Esta visión impulsaría la tendencia a concentrar la autoridad en lo alto de las estructuras jerárquicas, donde el poder para ordenar canalizaba el poder para consagrar entre los sacerdotes. En aquel tiempo el poder de consagrar se consideraba la esencia del sacerdocio. Para muchos todavía lo es. Pablo VI habla en su encíclica de «el ministerio de la Eucaristía, que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia».26 El peligro de tal planteamiento estriba en que separa al sacerdote de la comunidad, donde la comida colectiva era la condición original de la Eucaristía. Esto se refleja en que en un momento determinado el sacerdote comenzó a celebrar la Eucaristía solo; en definitiva, lo que en verdad importaba era que consagrase los elementos sagrados. Se podía prescindir de todo lo demás. Este poder fue la fuente del temor que el sacerdote inspiraba en los fieles y que luego se vio como una potencia mágica. Varias leyendas populares atribuyen usos extraños a ese poder. Las monjas nos han contado algunas. A un sacerdote descarriado le bastaba con pronunciar las - 164

palabras mágicas en la ventana de una panadería para consagrar todo el pan al Señor, de modo que otro sacerdote pío tuviera que comerse hasta la última miga para evitar que otros profanasen el cuerpo de Cristo. Si un comulgante tenía que salir a toda prisa de la iglesia con el cuerpo de Cristo aún sin digerir, un acólito le seguía con una vela encendida para señalar que el Señor todavía estaba presente. De joven, fui monaguillo de las misas privadas de un sacerdote que era tan escrupuloso o tan piadoso que cuando llegaba a las significativas palabras de la consagración pronunciaba cada sílaba por separado, como asegurándose de que la fórmula mágica conservara toda su fuerza: «Hoc est e-nim cor-pus me-um.» Se puso en boga cuantificar los milagros, y así los sacerdotes llegaron a considerar un «derroche» celebrar la Eucaristía juntos cuando cada uno podía consagrar diciendo sus misas por separado. 27 El signo original de unión se había convertido en un medio de separación. La actividad privada del sacerdote en el altar era algo que el laica-do debía observar desde lejos, si acaso, pues el santuario se convirtió en algo reservado a la casta sacerdotal. El sacerdote le dio la espalda al laicado, como acurrucándose sobre su propio misterio. Se levantaron separadores en las galerías entre el coro y la nave y barandillas para la comunión, que apartaban al vulgo de los procedimientos sagrados. El latín, el lenguaje sagrado, tenía más eficacia porque los fieles no lo entendían. Las vestiduras decoradas, procedentes de una cultura distante ya muerta, marcaban al sacerdote en el altar deteniéndole fuera de su tiempo, el tiempo habitado por el común de los mortales al otro lado de la baranda de la comunión. Un esfuerzo posterior por alinear a los sacerdotes con fuentes de autoridad más ascéticas los obligaba a leer en silencio una selección diaria de las horas canónicas cantadas por órdenes de claustro, como si fuesen monjes a tiempo parcial. Esta hora dedicada a la lectura del «breviario» en latín alejó al sacerdote de la vida corriente de su entorno, como lo noté cuando el sacerdote que era nuestro director de debate en bachillerato detuvo el coche en que nos llevaba y se fue a cumplir las obligaciones que le quedaban antes de la medianoche. De este modo, fueron añadiendo barrera tras barrera para aislar la realidad física del pan de la Eucaristía. Cada jugada hacia 165-

el control monopolístico de la transacción sagrada por parte de los sacerdotes iba acompañada, al mismo ritmo, de la necesidad de la pureza ritual del oficiante. Puesto que el poder del sacerdote dependía de esta invocación a una realidad física distinta en la Eucaristía, se inventaron cuentos que hicieron más evidente esa materialidad. Cuando la hostia de Bolsena fue «herida», ésta sangró: Rafael pintó el milagro en la Sala de Heliodoro en el Vaticano. La realidad divina de la hostia (que no la del vino), incluso separada de la comida eucarística, se demuestra en la conservación de las hostias consagradas cuando se termina la misa, su exposición en custodias durante las bendiciones y su reparto en los hospitales. Dado que Cristo está presente en cada partícula de la hostia, para que el comulgante lo reciba sin importar el tamaño del segmento, se diseñó una extraña técnica panadera para fabricar hostias que parecen hechas de un nuevo tipo de plástico que no se fragmenta al romperse, de bordes lisos y que no hace migas. Aun hoy, la legislación de la Iglesia mantiene ese ideal. Una instrucción del Vaticano aprobada por Juan Pablo II en 1980 dice así: «La preparación del pan requiere mucha atención para garantizar que el producto no desmerezca la debida dignidad del pan eucarístico, que pueda partirse de manera digna, sin dar lugar a fragmentos excesivos y sin ofender la sensibilidad del feligrés al comerla.»28 Es muy extraño que el Nuevo Testamento —a pesar de la larga lista de funciones y ministerios de la comunidad cristiana— no haga mención alguna al poder de consagrar del sacerdote, tratándose de algo en lo que se ha concentrado tanta atención. El catolicismo lo considera el mayor poder heredado de los apóstoles. Incluso se llegó a decir que ésa era la prueba de que la Iglesia católica es la única secta cristiana válida, pues es la única que otorga a los sacerdotes el poder de la consagración. Los demás servicios son meramente humanos, cosa de hablar y conmemorar. De hecho, cuando le comenté a un sacerdote de mi parroquia en los años sesenta que un padre visitante había pronunciando un sermón muy bueno, me dijo: «No debería venir a misa sólo para satisfacer su curiosidad.» Él era de la opinión que los protestantes pronunciaban sermones buenos porque en sus altares no sucedía nada realmente divino. La transformación de la hostia convierte la misa en 166-

el acontecimiento divino por antonomasia, una réplica literal de la Última Cena. Sin embargo, ni en el Nuevo Testamento ni en la literatura cristiana temprana se describe a los apóstoles como poseedores del poder de consagrar. Es más, no se describe a nadie —apóstol o no— en el acto de presidir la comida comunitaria. Como Raymond Brown indica:´ No hay ninguna prueba sólida de la clásica tesis [católica] de que los Doce presidieran las reuniones cuando estaban presentes, ni de que hubiese una cadena de ordenación que trasmitiera el poder de los Doce para presidir la Eucaristía a los apóstoles misioneros y a los presbíteros y obispos. [...] Algunos han sugerido que por lo general los profetas [incluidas las mujeres] presidían la Eucaristía. En Ac. 13.1-2 aparecen los profetas «ministrando», y en Didajé 10.7 se permite a los profetas dar gracias (eucharistein); y en 15.1 se relaciona el «ministerio de los profetas» (leitourgia) con la celebración de la Eucaristía en el día del Señor en 14.1.29 Como lo hemos visto antes, Brown dice que en el Nuevo Testamento no hay sacerdocio alguno, ya que los primeros discípulos seguían asistiendo al templo donde el sacerdocio de Dios mantenía su vigencia.30 ¿Qué haría un sacerdote cristiano en las comidas eucarísticas originales? Es difícil imaginar a cualquier discípulo haciendo lo que Pablo VI supone: desempeñar el papel de Jesús en su representación dramática (eikon). 31 ¿Acaso los discípulos volvieron a representar la Ultima Cena, con uno de ellos haciendo de Jesús? Y si así fue, ¿acaso el sacerdote no comió el pan ni bebió el vino? Cuesta imaginar a Jesús diciendo que el pan y el vino eran su cuerpo y sangre y luego comiéndose su propio cuerpo y tomándose su propia sangre.32 ¿Dónde terminaba el aspecto de actuación de esta ceremonia? Si alguien asumía el papel de Jesús, ¿algún otro desempeñaría el de Judas, o el del «discípulo bienamado» que se apoyó sobre el hombro de Jesús? Si así fuese, la iconografía moderna tiene un problema, pues representa al discípulo bienamado como uno de los Doce, y los eruditos actuales no creen que haya sido así.33 Si el sacerdote debe decir unas palabras mágicas en nombre de Jesús, ¿cómo es que las palabras de la consagración nos llegan -167-

en versiones diferentes en el Nuevo Testamento y en la literatura cristiana primitiva? Puesto que quien consagra es el Espíritu, actuando a través de toda la comunidad, los teólogos occidentales coinciden cada vez más con los orientales en que las verdaderas palabras para consagrar deberían ser una invocación al Espíritu (epiklésis) para «venir sobre estos dones y santificarlos», y no las palabras que se citan de la Última Cena.34 De hecho, las palabras de Jesús: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo», son palabras de distribución, que probablemente siguieron a su propia oración al Padre, que serían las verdaderas palabras de consagración de la Última Cena. Como dice Bernard Háring: «No somos los sacerdotes quienes consagramos, ni hacemos que lo que antes era pan se convierta en la presencia de Cristo. Este misterio ocurre en el momento de la epiklesis, por el poder del Espíritu Santo.»35 Aun si no se acepta esta interpretación de los sacramentos, está claro que el factor consagrante es la presencia del Espíritu en la comunidad, de modo que todos esos cuentos de sacerdotes que transforman pan y vino con una fórmula mágica, hasta en panaderías o bares, no tienen ningún sentido. No poseen tal magia, y el Espíritu no actuaría al margen de la comunidad. Ya que el Espíritu consagra en el seno de la comunidad, si una persona preside la Eucaristía, es simplemente como representante de la comunidad, no de Cristo. La primera carta de Pedro (2:5) se refiere a los cristianos como «piedras vivas edificadas como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales». De esa forma hablaba de la comunidad, a principios del siglo II, Ignacio de Antioquía, por lo general el primer testigo al que se recurre cuando se trata de confirmar la fe en la verdadera presencia de Cristo en la Eucaristía. En lugar de verse expulsados del altar, los fieles son de hecho el altar, así como sus cuerpos son el templo: «Vosotros contenéis a Dios en vosotros, al altar en vosotros, a Cristo en vosotros, y la santidad en vosotros. [...] Guardad vuestro cuerpo como el templo de Dios.»36 Quienes realmente se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo son los feligreses y no el pan y el vino. En la congregación hay «una unión del cuerpo y el espíritu de Jesucristo».37 Los creyentes son «creados de nuevo en la fe, que es el cuerpo del Señor, y en el amor, que es la sangre de Jesucristo». 38 No tiene sentido formar un ámbito sagrado separado de —168—

los feligreses, los verdaderos altares y templos y portadores del cuerpo y sangre de Cristo. No están alejados del misterio. Son el misterio. Para Ignacio, la Eucaristía es la realización total de esa unicidad {henosis) que él exhorta en todas las comunidades a las que se dirige. Casi tres siglos después, Agustín todavía hablaba de los fieles como la materia transformada por la Eucaristía. Nunca menciona el poder de los sacerdotes para consagrar (como tampoco el Nuevo Testamento o Ignacio lo hacen). Afirma Agustín que son los fieles receptores quienes hacen presente el cuerpo de Cristo al convertirse en él. Una y otra vez sitúa la validez del sacramento en la unidad del receptor con Dios y con los demás, no en las palabras ni en la magia del sacerdote. Niega que el cuerpo físico de Cristo resucitado pueda estar en varios lugares. Cuando se dice que Cristo está en varios lugares diferentes, se refiere a los miembros de su cuerpo dentro de la comunidad cristiana.39 Agustín se pregunta, cómo puede el cuerpo de Cristo, que murió y subió a los cielos, estar en la Eucaristía, y se responde: Si deseáis saber qué es el cuerpo de Cristo, escuchad lo que el apóstol [Pablo] le dijo a los creyentes: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo y miembros cada uno en particular» (1 Cor. 12:27). Si, entonces, sois el cuerpo y los miembros de Cristo, es vuestro símbolo el que reposa en el altar del Señor: lo que recibís es un signo de vosotros mismos. Cuando decís «amén» a lo que sois, lo estáis afirmando. Escucháis [al sacerdote decir]: «El cuerpo de Cristo», y respondéis: «Amén», y tenéis que ser el cuerpo de Cristo para que ese «amén» surta efecto. Y ¿por qué sois el pan? Escuchad de nuevo al apóstol, hablando de este símbolo: «Nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un cuerpo» (1 Cor. 10:17). 40 Agustín rechaza la idea de que los dientes, el masticar y el tragar sean lo que hace que uno reciba el cuerpo y la sangre de Cristo: «Este es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera» (Jn. 6:50). Pero estas palabras se aplican sola—169—

mente a la validez del misterio, no a su visibilidad, a una comida interior, no a una externa; a lo que consume el corazón, no a lo que los dientes mastican.41 Agustín dice que no podemos tener a Cristo dentro de nosotros. «Se recibe el símbolo, se come y desaparece, pero ¿puede desaparecer el cuerpo de Cristo, desaparecer la Iglesia de Cristo, desaparecer los miembros de Cristo? Nada más lejos de la verdad.» 42 Nosotros tenemos que estar dentro del cuerpo de Cristo, no él en el nuestro: «Nosotros permanecemos en él cuando somos sus miembros, y el permanece en nosotros cuando somos su templo. Y para hacernos miembros suyos, la unidad tiene que atarnos unos a otros.» 43 Para Agustín, la transformación eucarística es la conversión de la comunidad en una cosa única, y el simbolismo que él encuentra en la Eucaristía no es el del cuerpo físico de Cristo sino la unión mística de sus miembros bajo el signo del pan, la unidad integrada por muchos granos de trigo, y el vino, la unidad hecha de muchas uvas. Al explicar el significado de la Eucaristía a los cristianos recién bautizados les dice: Este pan refleja cómo debéis amar vuestra unión. ¿Se habría podido hacer el pan con un solo grano de trigo, o hicieron falta muchos granos? Sin embargo, antes de unirse como pan, cada grano estaba aislado. Se fundieron en agua, luego de ser molidos todos juntos. Si el trigo no se muele, y luego no se humedece con agua, no puede tomar la nueva identidad como pan. Del mismo modo, tuvisteis que ser molidos en el sacrificio del ayuno y el exorcismo para prepararos para el agua del bautismo, y así fuisteis humedecidos para tomar la nueva identidad de pan. Pero el pan está hecho cuando se hornea en el fuego. Así vosotros habéis sido trillados y molidos, por la humildad del ayuno y el misterio del exorcismo. Luego, el agua del bautismo os humedeció para haceros pan. Pero la masa no se hace pan hasta que no se hornea al fuego. ¿Y cuál es vuestro fuego? Es la unción [pos-bautismal] de los óleos. El aceite, alimento del fuego, es el misterio del Espíritu Santo. [...] El Espíritu Santo viene sobre vosotros, fuego que sigue al agua, y sois horneados en el pan que es el cuerpo de Cristo. Ése es el símbolo de vuestra unidad.44 —170—

Hasta tal grado es el pan el signo de la unidad de los cristianos que, en tiempos de Agustín, era costumbre enviar parte del pan sobrante de la Eucaristía a otras comunidades, para expresar una unidad general.45 Eso jamás sucedería hoy, cuando la gente piensa que la sagrada forma queda profanada si la maneja alguien que no sea sacerdote. Nadie llevaba velas que acompañaran al eulogion (como lo llamaban). La única consecuencia de que un ateo coma el pan es que ello no le convierte en miembro del cuerpo de Cristo. Mas no hay cuerpo alguno en la hostia que pueda verse sangrado u ofendido. Muchos católicos se escandalizaron ante los cientos de sermones eucarísticos de Agustín en los que nunca «habla de una presencia real» en el pan y el vino, como tuvo que admitir de mala gana F. van der Meer, un estudioso de Agustín.46 En el siglo IV, Agustín, al igual que Ignacio en el siglo II, nunca habría pensado que venerar la Eucaristía implicase despojarla de sus misterios a ojos de los creyentes. No le habrían puesto barandas al altar, pues el pueblo era el altar, así como era el pan que sobre el altar se ponía. No habrían empleado un lenguaje que el pueblo no pudiese entender. Agustín a menudo habló como si la homilía fuese la parte más importante del servicio. Utilizaba la frase «partir el pan» para simbolizar la divulgación del significado de las escrituras redentoras que él debía explorar junto con sus compañeros creyentes. 47 Reiteradas veces describió al discípulo bienamado «tomando la verdad» en la Ultima Cena, y no tomando la copa cuando se inclinó sobre el hombro del Salvador.48 Para Agustín las palabras de Cristo eran el misterio. No deseaba una mistificación adventicia. No llevaba vestiduras de altar en las comidas eucarísticas, sino su ropa de diario. 49 No le gustaba la pompa. Fundió los metales preciosos de los cálices para rescatar prisioneros.50 Sus compañeros en Cristo eran los verdaderos cálices del cuerpo de Cristo. Coincidía con san Pablo, quien dijo que el misterio per sé, como hablar en lenguas que nadie pudiese interpretar, no constituía un servicio para la comunidad: «Y si no hay intérprete, calle en la iglesia, y hable para sí mismo y para Dios» (1 Cor. 14.28). Así, los murmullos del sacerdote en latín ante las comunidades modernas equivale en la práctica a hablar a sí mismo o a Dios. Originalmente el idioma de la misa era el que hablase la comunidad: enJerusalén arameo, —171—

griego en la diáspora y poco después latín en Roma. En la Ultima Cena, Jesús no habló en alguna lengua exótica que sus discípulos no comprendiesen. Cuando Pedro y Pablo fueron a Roma, las comunidades judías de allí hablarían griego, la lingua franca del Imperio, el idioma del Nuevo Testamento, lo que evitó que los apóstoles de edad avanzada tuviesen que aprender latín. Quizá por accidente, la liturgia fue el primer punto importante que se discutió en el Concilio Vaticano II. Algunos observadores se sorprendieron de que los obispos discreparan tan acaloradamente sobre algo que les parecía simplemente un punto de práctica eclesiástica, no un gran dogma: el uso del idioma vernáculo en lugar del latín. Después de todo, las Iglesias orientales en comunión con Roma decían la misa en griego. ¿Por qué tenía que ser tan extraño volver a las prácticas de la Iglesia primitiva? Los observadores no se percataban de que todo el ritual de pureza sacerdotal y el sistema sacramental corrían riesgo. Que el sacerdote se volviese para darle la cara a la comunidad en lugar de la espalda, que el lai-cado respondiese a las palabras del sacerdote en un idioma compartido, que expresaran la unidad del cuerpo de Cristo con saludos y apretones de mano, que cantasen en términos de una cultura propia (en lugar de cantos medievales en latín), todo esto ofendía a los celosos guardianes de la Eucaristía como el rito místico que se celebra sólo en el tráfico entre Dios y el sacerdote. ¿Dónde terminaría todo esto? ¿Se aboliría la práctica de la misa en solitario? La necesidad de mantener el latín como marca de categoría se hizo patente en el Concilio Vaticano cuando los obispos no pudieron expresarse espontáneamente ni con astucia por estar obligados a hablar en latín. Aun así muchos pidieron que se mantuviese la lengua muerta que los acordonaba y separaba del laicado en sus rituales eclesiásticos. La prueba más elocuente fue escuchar al cardenal Spellman de Nueva York defendiendo el uso del latín, pero chapurreándolo de tal modo que los demás no podían entenderle. 51 Parte del laicado se ofendió con los cambios, que, según ellos, empequeñecían la misa, le quitaban su halo de misterio y la situaban al nivel de una tertulia. Una callada intimidad había crecido en el lado laico de la barandilla de comunión, para ponerse a la par con el idioma extranjero que se hablaba en el lado del sacerdote. —172—

Incapaces de participar en una única actividad como un solo cuerpo con el celebrante, los católicos optaron por el aislamiento, rezaban el rosario, leían sus oraciones y no deseaban ninguna intrusión del vecino en lo que era esencialmente un ejercicio privado. Trataban la Eucaristía como si estuviesen haciendo una visita al Santísimo o recibiendo la bendición con la hostia en custodia. William Buckiey, que compartía el desdén de Evelyn Waugh por los cambios litúrgicos, después de la muerte de Waugh hizo la siguiente reflexión: «No hay imagen mental tan vivida como la de concebir al señor Waugh interrumpido en sus oraciones para estrechar la mano del peregrino a su derecha, a su izquierda, delante y detrás de él.» 52 Buckiey estaría de acuerdo con el cardenal Mdntyre de Los Angeles, quien dijo a los obispos del Vaticano II que permitir a la gente participar en la misa no haría sino distraerla.53 Los ministros del Vaticano temían los cambios litúrgicos por una razón práctica muy real. Si se le^quitaba el halo mágico a la misa, sería muy difícil justificar la existencia de una casta sacerdotal de pureza ritual. Si se elimina el privilegio de entrar en el santuario, ¿qué pasa con las normas del Levítico? Es por eso por lo que Pablo VI se vio obligado a volver sobre argumentos cada vez más débiles para la conservación del celibato de la casta. Trató de decir que el ascetismo es de por sí testimonio de la pureza de la dedicación de una persona. Eso fue cierto para los padres del desierto. Pero ellos no atendían una comunidad, se fueron a su aventura espiritual para evitar los deberes y los líos de los sacerdotes. Además, su ascetismo formaba parte de un estilo de vida integral. Ayunaban, martirizaban sus cuerpos, se abstenían de compañía, entretenimientos y placeres. El sacerdote moderno no es un asceta en términos generales. Un asceta como el Dalai Lama impresiona a la gente por la disciplina monacal que observa. No sólo es célibe. Tampoco toma alcohol, ni fuma, ni juega, ni va al cine. Los sacerdotes pueden ser célibes; pero —salvo algunas honorables excepciones— normalmente mantienen un estilo de vida bastante confortable, especialmente si se compara con el de los pobres a quienes aseguran servir. Todos conocemos sacerdotes con gustos refinados en el comer y beber, buenos coches y costosos —173—

equipos de música. En los años'cincuenta, cuando el papa Pío XII y el general de los jesuítas, preocupados por la salud de los sacerdotes y por los costes de los seguros médicos y los tratamientos, ordenaron a los jesuítas dejar de fumar, la congregación, conocida por su obediencia, hizo caso omiso del mandato. Sintieron que era pedir demasiado. Algunos dijeron que el mero hecho de observar el celibato le daba a los sacerdotes el derecho compensatorio a todos los demás placeres legítimos. El papa Juan XXIII conocía tan bien a los clérigos de su asamblea en el Vaticano II que estableció un salón de café en una entrada lateral de San Pedro como refugio para los fumadores durante las sesiones. Decía que, de lo contrario, «los obispos estarán echando humo bajo sus mitras». 54 Pueden ser hombres muy apreciables, pero no son convincentes en calidad de padres del desierto. De hecho, los sacerdotes se permiten abiertamente el lujo de otros placeres mucho menos inocentes que el fumar. Como dijo el Superior General de los Padres Blancos, P. T. van Asten, en el sínodo de 1971 en Roma: ¿Qué testimonio da un sacerdote célibe, consagrado a Dios, si no ha renunciado a la riqueza, la ambición o el honor? ¿Puede ser más peligroso para un sacerdote cuidar de un hijo, o el amor de una mujer, que atender la riqueza o los aromas del incienso? ¿Por qué esta extraña indulgencia hacia la ambición, el honor y la riqueza [...] y esta severidad hacia el matrimonio? 55

Si los sacerdotes están tan dispuestos a permitirse otros placeres, entonces ¿por qué es el celibato su única abstención? No es el testimonio del ascetismo en un sentido más amplio lo que puede justificar esto, sino solamente la secreta e inconfesable herencia de los estoicos y levitas lo que hace del sexo en sí algo impuro y degradante. El Papa ya no puede admitirlo, pero de alguna manera sus acciones revelan su instinto. Incapaz de dar la verdadera razón, construye defensas como este argumento sobre la eficiencia: La consagración a Cristo bajo un título adicional y tan elevado como el celibato evidentemente otorga al sacerdote, incluso en el campo de lo pragmático, un máximo de eficiencia y —174—

la mejor disposición mental y emocional para el ejercicio continuo de la caridad perfecta. [...] También le garantiza una mayor libertad y flexibilidad en la atención pastoral. 56 Así, el celibato que originalmente intentó alejar al sacerdote de la gente para colocarlo en una esfera sagrada, se presenta ahora como una táctica para lograr disponibilidad y acceso. Al sostener este argumento casi hasta el ridículo, el Papa mezcla el aislamiento y la accesibilidad al decir que la separación del sacerdote le acercará a la gente que no comparte su celibato: Si esto supone que el sacerdote carece de la experiencia personal directa de la vida matrimonial, será sin embargo capaz, gracias a su formación, su ministerio y la gracia de su cargo, de lograr una comprensión más profunda de los anhelos humanos. Ello le permitirá hacer frente a problemas de este tipo, entender su raíz y brindar un sólido apoyo con su consejo y asistencia a las parejas y a las familias cristian"as. Para la familia cristiana, el ejemplo del sacerdote que vive de forma plena su vida de celibato recalcará la dimensión espiritual de todo amor que se precie de serlo, y su sacrificio personal hará meritoria la gracia de una unión verdadera para los fieles unidos por el santo lazo del matrimonio.57 ¡La gente entonces no puede lograr una verdadera unión en el matrimonio a menos que la soltería de alguien les conceda la gracia! Aquí, sutilmente, se reafirma el viejo menosprecio por el matrimonio casi contra la intención consciente del Papa. Sólo una vida más noble puede bendecir a otra que lo es menos, que es incapaz de mantenerse a sí misma valiéndose de su propio valor y dignidad. En términos prácticos, ¿cuan real es la «mayor disponibilidad» del argumento del Papa? ¿Acaso alguno de nosotros piensa que necesita encontrar un médico soltero, porque ningún otro le prestará la debida atención a nuestra salud? ¿Exigimos que sean solteros nuestro abogado, nuestros profesores, nuestros líderes? ¿Acaso el presidente de Estados Unidos elude sus enormes responsabilidades por tener esposa e hijos? Si deseamos para la nación un servi—175—

ció íntegro, inquebrantable, ¿debemos exigir el celibato a aquellos que aspiren a altos cargos políticos? Miles de ejemplos de generosa devoción a su profesión por parte de hombres y mujeres casados evidencian la vacuidad de este argumento. Respecto a eso, ¿podemos afirmar honestamente que los ministros protestantes casados, los sacerdotes ortodoxos o los rabinos son menos dedicados que los sacerdotes católicos? ¿Tienen ellos una menor disponibilidad, accesibilidad, compromiso o éxito para tratar con la gente? En su mayoría parecen más abiertos y cercanos. Muchos sacerdotes católicos poseen un instinto de conservación de la casta forjado en ellos por su formación, una postura autoritaria y distante que impide la comunicación. Lo hemos visto durante años en lo poco que se preocupan por sus habilidades predicadoras, sobre todo en comparación con el énfasis que dan a sus poderes sacramentales. Si se supone que el celibato le proporciona al sacerdote más tiempo y energía para dedicarlos a los fieles encomendados a su cuidado, la evidencia empírica demuestra que los sacerdotes o bien no lo están haciendo o carecen de las habilidades básicas para comunicar su inquietud. Un importante informe de la Encuesta de Estudios Sociales del Centro Nacional de Investigación de la Opinión de Estados Unidos reveló que menos de la mitad de los católicos en 1974 creía que su párroco entendiese gran cosa sobre problemas prácticos, y entre los menores de 34 años sólo un tercio lo consideraba así, a pesar de que los párrocos recibieron índices de aprobación general mayores que los obispos o el Papa.58 Según la opinión popular, la gente encontraba más comprensión en sus médicos de cabecera y en sus representantes en el Congrego (casados). Los sacerdotes obtienen bajas puntuaciones por sus sermones, una herramienta básica para la enseñanza y para despertar simpatías y, para muchos, la única manera de conocer y evaluar a sus sacerdotes. En Chicago, sólo el 15 % de los católicos alemanes pensaba que los sermones fuesen excelentes; el 22 % de los católicos irlandeses así los consideraron. 59 La mayoría de los obispos viven su vida aislados de la gente. En una ocasión necesité la atención de un obispo. Habría sido más fácil obtener la del senador. Si en verdad se preocuparan por atender las necesidades de los feligreses, tendrían que mostrarse más asequibles, por ejemplo, permitiendo que haya mujeres sacerdotes —176—

en quienes otras mujeres pudiesen confiar con más facilidad. ¿Y cómo pueden atender las necesidades del laicado manteniendo un sistema de castas que reduce drásticamente la cantidad de sacerdotes? Aunque tengan la mejor voluntad del mundo para servir, los sacerdotes que quedan para afrontar todas las tareas son cada vez menos y mayores, lo que los hace más inaccesibles. En 1970, la proporción de sacerdotes por parroquianos era de 1 por cada 1.100, en 1990 fue de 1 por cada 2.200, y para el 2005 será de 1 por cada 3.100.60 Pablo VI dice que los sacerdotes deberían parecerse a Cristo. Bien, en estos tiempos, ¿dónde se puede encontrar a Cristo en esta tierra? Conozco a un sacerdote teólogo que cuando predica le dice a la comunidad que él viene a misa para encontrar a Cristo y que lo encuentra en los rostros que ve frente a sí. El Cristo a quien hay que parecerse está ahí, en los miembros de su cuerpo. Aquél hombre es Cristo. Y también esta mujer. En ese momento todos lo somos. Este sacerdote también emplea la fórmula agustiniana para dar la comunión: «Recibe lo que eres, el cuerpo de Cristo.» NOTAS 1. Pablo VI, The Celibacy ofthe Priest (Sacerdotalis Caelibatus), traducción al inglés del Vaticano en el sitio web del Vaticano; párr. 18. [Celibato sacerdotal. Encíclica Sacerdotis Caelibatus, Acción Católica, 1967.] 2. Peter Brown, Agustine of Hippo, University of California Press, 1967, pp. 381-382. Julián de Eclano, el hijo de Memor, fue el más áspero crítico de Agustín durante la controversia pelagiana. 3. Hans-Jürgen Vogeis, «The Community's Right to a Priest in Collision with Compulsory Celibacy», en Edward Schillebeeckx yJohanBaptist Metz (editores), The Right ofthe Community to a Priest, Seabury Press. 1980, pp. 88-90. 4. Ambrosio, On the Duties ofthe Servants ofthe Church 2.249, citado por Uta Ranke-Heinemann, Eunuchs for the Kingdom of Heaven, traducido al inglés por Peter Heinigg, Viking, 1990, p. 103. [Eunucos por —177—

el reino de los cielos: Iglesia católica y sexualidad, traducido por Víctor Abelardo Martínez de Lapera, Editorial Trotta, 1994.] 5. Pedro Damián, On the Digmty ofthe Priest, citado por RankeHeinemann, op. cit., p. 108. 6. Ranke-Heinemann, op. cit., p. 107. 7. Ibíd.,p.ll0. 8. David Brakke, Athanasius and the Politics of Ascetism, Oxford University Press, 1995, pp. 129-141. 9. J. N. D. Kclly, Golden Mouth: The Story ofJohn Chrysostom — Ascetic, Preacher, Bishop, Cornell University Press, 1995, pp. 191229. 10. Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual Renuntiation in Early Christianity, Columbia University Press, 1988, pp. 213-240. [El cuerpo y la sociedad, traducido por Antonio Juan Des-monts, Muchnik Editores, 1993.] 11. Brakke, op. cit.,pp. 142-144. 12. Gregorio Nacianceno, Oration 18.37 (PG 35.1035). 13. J. N, D. Kelly, op. cit., p. 34. 14. Gregorio Nacianceno, op. cit., p. 1035. 15. Finalmente Atanasio venció a Dracontius pero no pudo cobrar la presa mayor, Pacomio. Brakke, op. cit., pp. 99-120. 16. Ibíd.,p. 109. 17. Ibíd., pp. 65-66. 18. Ibíd., pp. 139-140. 19. Ibíd., pp. 213-214. 20. G. J. M. Bartelink, Athanase d'Alexandrie, Vie d'Antoine, Editions du Cerf, 1994, párrafo 78, pp. 332, 334. 21. Ibíd., p. 105. 22. Ibíd., p. 81. 23. Peter Brown, «The Holyman in Late Antiquity», en Society and the Holly in Late Antiquity, University of California Press, 1982, pp. 1.1211.152. 24. Brakke, op. cit., pp. 109-110. 25. Ibíd., p. 144. 26. Sacerdotis Caelibatus, párr. 29. 27. Un teólogo les comentó a los obispos estadounidenses en el Concilio Vaticano II que «cuando 100 sacerdotes hacían una concelebración, a la Iglesia le faltaban 99 misas», según F. X. Murphy («Xavier Rynne»), Letters from Vatican City, Parrar, Straus Se Company, 1963, p. 114. 28. Instruction Concerning Worship of the Eucharistic Mystery (Inestimable Donum), presentada por la Sagrada Congregación de los —178—

Sacramentos y la Doctrina Divina. Aprobada y confirmada por Su Santidad el papa Juan Pablo II, Pauline Books, 1994, párr. 8, p. 7. 29. Raymond E. Brown, S. S., Priest and Bishop, Paulist Press, 1970, p.41. 30. Ibíd., pp. 16-17. 31. Sacerdotis Caelibatus, párr. 31. 32. Joachim Jeremías, The Eucharistic Words of Jesús, traducido al inglés por Norman Perrin, Fortress Press, 1977, p. 212. 33. Raymond E. Brown, Kari P. Donfried, Joseph A. Fitzmeyer y John Reumann, Mary in the New Testament, Fortress Press, 1978, p. 211. 34. Yves Congar, I Believe in the Holy Spirit, traducido al inglés por David Smith, Crossroad, 1997, vol. III, p. 233. 35. Bernard Háring, Priesthood Imperiled, Triumph Books, 1996, p.131. 36. Ignacio de Antioquía, Epístola a los efesios 9:1; Epístola a los Filipenses 7:2. 37. Ignacio, Epístola a los magnesianos 1:1. También Epístola a los trallanos. Inducción. 38. Ignacio, Epístola a los trallanos, 8:1. 39. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 30.2,28.2. 40. Agustín, Sermón 272 (PL 38.1247). 41. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 26.12. 42. Agustín, Sermón 272 (PL 38.1101). 43. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 27.6. 44. Agustín, Sermón 272 (PL 38.1100). . 45. Agustín, Epístolas 24.6,31.9, 32.3. 46. F. van der Meer, Agustino' the Bishop, traducido al inglés por Brian Battershaw y G. R. Lamb (Sheed and Ward, 1961), p. 284. Marie-Francois Berrouard pensó que podía demostrar que un texto de Agustín confirmaba la presencia verdadera, pero EdwardJ. Kilmartm, S. J., demuestra lo inconsistente de su argumento. Véase Berrouard, «L'etre sacramental de l'eucharist selon saint Agustín», Nouvelle Revue Théologique (1977), pp. 702-721. Kilmartin, «The Eucharistic Gift: Augustine of Hippo's Tractate 27 onJohn 6.60-72», en David G. Hunter (editor), Preaching in the Patristic Age, Paulist Press, 1989, pp. 162-181. 47. Para el símbolo de las escrituras como pan véase Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 34.1,41.3. 48. Ibíd., 16.2,18,1,20.1. 49. Van der Meer, op. cit., p. 317. 50. Ibíd. 51. Murphy, op. cit., p. 99.

—179—

52. WUliam F. BuckIeyJr., Nearer, My God, Doubleday, 1997, p. 103. 53. Murphy, op. cit., p. 125. 54. Ibíd.,p.ll8. 55. Edward Schillebeeckx, The Church with a Human Face, Crossroad,1988,p.226. 56. Sacerdotalis Caelibatus, párr., 32. 57. Andrew Greeley, Crisis in the Church; A Study of Religión in América, The Thomas More Press, 1979, p. 157. 58. Ibíd.,p.l92. 59. Ibíd.,p.l58. 60. Chester Gillis, Román Catholicism in América, Columbia University Press, 1999, p. 246.

-180-

10 El menguante cuerpo de Cristo

En 1981, el sacerdote de la Compañia de Jesús John Coleman escribió en el periódico jesuíta América: Toda profesión en la que se verifiquen estas condiciones (disminución de la cantidad total de sus miembros a pesar del crecimiento de la población en general, significativas dimisiones, reducción de las reservas de nuevos aspirantes y una población en edad avanzada) puede considerarse en estado de crisis profunda de identidad, independientemente del ánimo interno del grupo.' Aun así, el Vaticano sigue negando que exista un gran problema con la captación o retención de sacerdotes, del mismo modo que niegan que las monjas estén desapareciendo, aunque ya casi no haya. En 1965, cuando terminó el Concilio Vaticano II, había casi 50.000 seminaristas preparándose para el sacerdocio en Estados Unidos. En 1997, la matrícula alcanzaba apenas el 10 %. 2 Dos años más tarde, quedaba la mitad, lo que representa una caída del 70 % en una década.3 Hay menos ordenaciones sacerdotales,'y los que han sido ordenados siguen abandonando, cuanto más jóvenes más rápidamente, elevando la edad promedio del menguado grupo restante. Una de cada diez parroquias carece de sacerdote residente.4 La jerarquía intenta ocultar la crisis, incluso a sus propios ojos. El arzobispo de Omaha asegura que la crisis es «artificial e inventada», hinchada por los católicos «desleales a las doctrinas del Papa».5 El Directorio Católico Nacional subestima los cambios y —181—

utiliza nuevos métodos para contabilizar los sacerdotes en Estados Unidos, como incluir en la cuenta interna a los misioneros que están en el extranjero.6 Gran Bretaña no suministra los números de las dimisiones.7 Cuando se les presentan las cantidades y datos de las dimisiones, los miembros de la jerarquía responden como el obispo de Ontario, G. M. Cárter: «No tomamos decisiones morales en función de las encuestas.»8 El déficit es tan marcado que las diócesis han tenido que admitir en el sacerdocio a aspirantes que en el pasado habrían considerado no elegibles: hombres mayores, que no podrán ejercer durante mucho tiempo, viudos y divorciados, sacerdotes episco-palistas conversos. 9 Otros obispos tienen la esperanza de que la Iglesia norteamericana recupere la costumbre de importar sacerdotes, como cuando la Iglesia en sí tenía estatus de inmigrante. Ahora quieren traer sacerdotes de Nigeria, pues los seminarios africanos tienen índices altos de aspirantes (principalmente en las zonas rurales, aunque todo el continente vive un acelerado proceso de urbanización). Sin embargo, eso mermaría las reservas de un continente que ya de por sí carece de sacerdotes, sobre todo porque no se reemplaza los misioneros coloniales que se han jubilado o han muerto. En los años setenta, el 70 % de los sacerdotes de África eran misioneros, y en el campo todavía hay 38.138 misiones sin párroco.10 Así que las esperanzas estadounidenses de reponer su sacerdocio desde el exterior son ilusorias. La mitad de los centros misioneros del Tercer Mundo no tienen sacerdote residente." El mundo desarrollado padece los mismos problemas que Estados Unidos. El coeficiente de reemplazos refleja la situación. Por cada 100 sacerdotes que mueren o se jubilan, Italia sólo tiene 50 para ocupar su lugar, España 35, Alemania 34, Francia 17 y Portugal 10. 12 En 1999, la edad promedio de los sacerdotes diocesanos en Estados Unidos era de cincuenta y ocho años, y aproximadamente el 25 % del total estaba por encima de los setenta.13 El sacerdocio va por el mismo camino que los conventos, donde la mayoría de las monjas tiene alrededor de setenta años, y toda joven lo bastante temeraria para unirse a una congregación pasaría la mayor parte del tiempo atendiendo a sus hermanas jubiladas, enfermas o moribundas. ¿Cuál es el estado de ánimo en el círculo, cada vez más cerrado, —182—

de los sacerdotes? ¿Cuál puede ser si el 80 % de los sacerdotes jóvenes piensa que el Papa se equivoca respecto a la contracepción, el 60 % opina que se equivoca en cuanto a la homosexualidad, y aun así el Vaticano mantiene la presión para que ellos se hagan eco de algo en lo que no creen? 14 Una cosa es sacrificarse por una causa en la que uno crea de todo corazón, y otra muy diferente estar atrapado entre equívocos y evasivas en relación con las propias convicciones. Además, las exigencias en cuanto a tiempo, energía y compostura se intensifican a medida que el suministro de sacerdotes se reduce y la población católica continúa creciendo. Un estudio encargado por los obispos de Estados Unidos en 1985 reveló que el 40 % de los sacerdotes había sufrido «graves problemas personales, de conducta o mentales, en los doce meses anteriores». 15 Cuando repararon en lo deprimentes que podían resultar las conclusiones, los obispos se desmarcaron de ellas, y algunos hasta pusieron en duda la validez de los resultados publicados.16 ¿Quién va a ingresar en el seminario con esta perspectiva de vida sacerdotal? Un artículo de New York Times Magazine dio una posible respuesta sobre la «nueva raza» de seminaristas, hombres escogidos ante la insistencia de Roma por su subordinación al tipo de argumentos que hemos considerado productos del Vaticano respecto a la contracepción, el celibato y la mujer. Los sinceros idealistas descubiertos en el seminario de Mount Saint Mary, en Maryland, piensan que el único problema de la Iglesia es que no se está predicando su mensaje en su integridad, especialmente en asuntos como la masturbación. Tom Holloway, de veintinueve años, confirma su intención de predicar sobre un tema tan escabroso como éste. Brian Bashista lo expone de esta manera: «Somos la generación de Juan Pablo II.»17 Ciertamente lo demuestran de muchas formas. Varios de ellos se confesaron por haber leído el informe Starr sobre el pecado sexual del presidente Clinton. Otro dijo que tuvo que dejar de ver su programa de televisión favorito, Seinfeld, porque sospechaba que «Jerry utilizaba métodos anticonceptivos».' 8 La gente seria bien puede vacilar antes de buscar estas compañías y someterse a la disciplina de Roma animados por colegas tan entusiastas como éstos. Mientras tanto, la cantidad de parroquias sin sacerdotes sigue aumentando. Esta situación jamás se habría producido en los primeros siglos —183—

de la Iglesia. Entonces la comunidad no esperaba a que una autoridad superior le enviara un sacerdote desde los cielos jerárquicos, que de paso tuviera que aceptar le gustase o no. Las comunidades elegían a sus propios sacerdotes, quienes estaban comprometidos a quedarse con la comunidad que había votado por ellos. No había lista de candidatos remitida por Roma. Cualquiera podía salir electo, si la comunidad así lo deseaba. Ésa era la prueba de la vocación. De hecho ésa era la vocación, el llamamiento del cuerpo cristiano de Cristo a un líder de su propia elección. Cuando Ambrosio fue elegido obispo de Milán, ni siquiera estaba bautizado todavía. El hombre llamado al sacerdocio estaba obligado a atender este reclamo, en virtud de su sentido del deber para con la comunidad cristiana que era el cuerpo de Cristo. Cuando eligieron a Agustín, éste protestó alegando que acababa de convertirse, pero la comunidad de Hipona le convenció. Incluso podían obligar a cualquier visitante del pueblo a ocupar el cargo. La comunidad escogía también hombres casados si lo estimaba conveniente. En el capítulo anterior vimos que los monjes del desierto declinaban la invitación a hacerse obispos o sacerdotes: tal era la medida de su osada y nueva independencia. En contraste, Juan Crisóstomo tuvo que presentar una esmerada defensa de su primera resistencia al sacerdocio, una resistencia que ofreció cuando todavía aspiraba a ser un asceta. 19 Ambrosio presentó como alegato que tenía una excusa válida para no servir: era un magistrado civil, y hasta entonces no se permitía el ingreso de quienes desempeñaban ese tipo de cargos. La comunidad no se la aceptó y pidió que se hiciera una excepción, no al Papa ni al Concilio, sino al emperador cristiano Valentiniano (residente en Milán). 20 Una vez escogido el hombre, éste no era nombrado sacerdote como ente independiente. Era el sacerdote de la comunidad que lo había elegido. No podía irse de allí por su propia iniciativa. Incluso los diáconos estaban atados a su lugar. Una vez vieron a un diácono de la diócesis de Agustín lejos de su comunidad y le hicieron el siguiente reproche: «Estás atado a una esposa [la comunidad], no busques el divorcio.»21 Se podía expulsar a un sacerdote sólo si cometía algún pecado grave: en el año 335 el emperador Constantino desterró a Atanasio de su sede en Alejandría bajo sospecha de herejía, 22 lo que puede identificarse como la semilla de la posterior —184—

evolución que llevaría a Roma a hacerse con el monopolio de las ordenaciones sacerdotales. No se despojó de este poder al pueblo mismo sino a los gobernantes políticos, que poco a poco habían asumido mayor control del poder de designación y proclamación de las comunidades cristianas. El control político se estableció al principio como una medida pacificadora, cuando las comunidades estaban divididas por facciones, bien sea heréticas o cismáticas. Constantino marcó un precedente de usurpación cuando retiró a los obispos donatistas de sus cargos en el África romana. Siglos después, cuando surgió la polémica sobre la «investidura laica», el poder para ordenar no volvió a su origen, las gentes de cada comunidad: un papado agresivo y en expansión se lo arrebató a los gobernantes laicos. Pero este monopolio fue una evolución tardía, pues las comunidades locales llevaban siglos escogiendo a sus sacerdotes por sí mismas o de común acuerdo con las autoridades políticas. Y una vez que lo hacían, el sacerdote era responsable de su sede o parroquia. Cuando Agustín necesitaba tomarse un tiempo libre de sus deberes episcopales para dedicarse a sus estudios y escritos, tenía que pedir permiso a la comunidad.23 Una vez trató de impedir que su congregación eligiese a un hombre reacio al cargo, pero hicieron caso omiso de sus deseos y persistieron en sus exigencias. Agustín tuvo que elaborar una solución de compromiso que le obligase al cargo aun sin ordenarse (cartas 125, 126). Estando ya enfermo, expresó su preferencia respecto a quién debía ser su sucesor, pero tuvo que someterlo a la votación de su congregación. 24 Esta responsabilidad mutua era tan íntima en los primeros tiempos que nunca se oyó hablar de «curas miseros» —hombres ordenados para oficiar los sacramentos, sin ningún tipo de lazo con una comunidad en particular — hasta el siglo IV, cuando se les llamó «visitantes» para distinguirlos de los sacerdotes normales (permanentes).25 En aquellos días era impensable que una comunidad asentada no contase con un sacerdote. Si no lo tenían simplemente escogían a uno. Si el elegido era un laico, a partir de ese momento pasaba a ser sacerdote. Raymond Brown nos habla de la época del Nuevo Testamento en que se inició esta práctica: 185

Un sustituto más adecuado para la teoría de la cadena [de «sucesión apostólica»] es la tesis de que los «poderes» sacramentales formaban parte de la misión de la Iglesia y que había varias formas en que la Iglesia (o las comunidades) podían designar individuos para ejercer dichos poderes, siendo siempre el elemento esencial el consentimiento de la iglesia o de la comunidad (lo que viene a ser la ordenación, con independencia de que este consentimiento se simbolice en una ceremonia especial como la imposición de manos).26 Cierto es que, tal como sostienen Fritz Lobinger y otros, nadie debería tener autoridad para negarle a una iglesia su derecho a tener líderes.27 Ese derecho es más importante que el que tuvo después Roma, de enviar a las iglesias sólo a personas aprobadas, lo que equivale a privar a muchas iglesias del liderazgo que es el símbolo de su unidad, que las convierte en el cuerpo de Cristo. Roma conculca este derecho al decir que sólo pueden oficiar los sacramentos aquellos a quienes Roma apruebe, y luego mantiene una disciplina y una serie de doctrinas que limitan la cantidad de sacerdotes que puedan calificarse de aptos. Roma sitúa sus requisitos por encima de los de las comunidades por y para las que se supone que existen los sacerdotes. La mayoría de los clérigos piensa hoy que Roma abusó de su autoridad cuando, en la Edad Media o el Renacimiento, impuso a comunidades enteras y países un interdicto (suspensión de todos los sacramentos) para castigar a los gobernantes reñidos con el Vaticano. Ahora la Iglesia vuelve a imponer una especie de interdicto silencioso y progresivo al dejar poco a poco a las comunidades sin sacerdotes. El eminente teólogo moral Bernard Háring ha destacado que el catecismo católico considera pecado grave no comulgar los días de fiesta, pero considera que el pecado grave lo cometen las autoridades que han imposibilitado la comunión para tantos católicos.28 ¿Cómo justifica la Roma moderna su control sobre el suministro de sacerdotes? Afirmando que sólo la sucesión apostólica puede dar a los hombres el poder de consagrar la Eucaristía. Pero Ray-mond Brown cuenta el comentario que le hizo un colega erudito de las escrituras cristianas cuando le dijo que saltaba a la vista que a los sabios católicos no se les prestó atención cuando el Concilio —186—

Vaticano II declaró a los obispos sucesores de los apóstoles. 29 Para ser más específicos. Pablo VI les llamó descendientes de los Doce, quienes sólo confirieron las órdenes sagradas a hombres. Si ya hemos visto que en el Nuevo Testamento no había sacerdotes, tampoco pudo haber ordenaciones. De hecho, como lo señala Markus Barth, la idea de un «laicado» separado de la autoridad de la Iglesia es ajena al Nuevo Testamento (cita una parte de su comentario sobre Efesios 4-6 «The Church Without Laymen and Príest's» [La iglesia sin laicado ni clero]).30 Entonces, ¿de dónde sacó Roma la idea de que los apóstoles ordenaran sacerdotes? El texto que normalmente se invoca es esa parte de los Hechos de los Apóstoles donde la congregación entera escoge a los diáconos (pas ho pléthos, 6:5) por imposición de manos de los Doce. Incluso la idea de elegir a las personas para estos cargos nació del cuerpo entero, de la comunidad. Además, en Hechos 6:3-4 se nos dice expresamente que estos diáconos son elegidos para dar alimentos a los necesitados y no para enseñar la palabra; por lo tanto, tampoco son sacerdotes en sentido alguno. Como dice Raymond Brown: La teoría del traspaso de poderes por la ordenación choca con el serio escollo de que el Nuevo Testamento no muestra a los Doce haciendo imposiciones de manos sobre obispos ni como sucesores ni como auxiliares para oficiar los sacramentos. Una posible excepción parcial es la imposición de manos sobre los líderes helenistas en Hechos 6:6, pero incluso en ese caso no está claro si quien impone las manos son los Doce o la comunidad como un todo. Y si nos ceñimos a la idea de la sucesión, todavía podemos mantener que de acuerdo con el ideario del Nuevo Testamento no puede haber sucesores de los Doce como tales. [...] El simbolismo de los Doce se asocia con la idea de que el movimiento cristiano representa la renovación de Israel. Entonces, así como Israel se fundó sobre doce tribus descendientes de los doce hijos de Jacob-Israel, Jesús para su renovación se basa en sus Doce discípulos para proclamar la buena nueva de lo que ha sucedido. De acuerdo con este simbolismo los Doce son únicos. Cuando Judas traiciona a Jesús y reduce el número a once, tienen que elegir a alguien para reemplazarlo. Pero a medida que los miembros van muriendo, no —187—

son reemplazados; por el contrario, son inmortalizados como fundadores del nuevo Israel. Según Revelaciones 21:14, las doce fundaciones de la celestial ciudad de Jerusalén llevan «los doce nombres de los Doce apóstoles del Cordero». Es más, no pueden ser reemplazados porque, precisamente por tratarse de los Doce, tienen un papel escatológico que cumplir: en las escenas del Juicio han sido señalados para sentarse en doce tronos y juzgar a las doce tribus de Israel (Le. 22:30, Mt. 19:28).31 La imposición de manos es un gesto usado con muchos propósitos en las escrituras judeocristianas: bendiciones, curaciones, invocaciones de espíritus sobre víctimas propiciatorias, bautizos. No hay ningún rito específico de ordenación que incluya este gesto. Después de todo, los Doce afirmaron haber recibido la autoridad de Jesús, y en ninguna parte se menciona que él les hubiera hecho una imposición de manos en el momento de escogerlos. La adopción del gesto con las manos en los ritos cristianos aplicados a los sacerdotes probablemente procede de la práctica judía de imponer las manos sobre los rabinos cuando son nombrados, práctica ésta de la que no hay noticia sino hasta finales del siglo I y que no implica una «sucesión» rabínica. 32 Lo mismo sucede con la fórmula primitiva de ordenación cristiana que aparece por primera vez después del período del Nuevo Testamento. El documento bautismal de finales del siglo 1, Didajé (15.1) dice que los obispos quedan electos cuando la comunidad local impone las manos sobre la persona elegida. Nada sugiere que la comunidad creyera estar repitiendo un acto de los Doce. Por el contrario, Pablo y Bernabé, que no eran de los Doce ni habían sido nombrados por ellos, impusieron sus manos sobre los elegidos para ser mayores en Asia Menor (Ac. 14:21 -23). Brown se basa en esto para decir que «hay ciertos indicios de que Pablo nombrase presbíteros y obispos, pero nada indica que los Doce lo hicieran».33 De los Doce, sólo Pedro se fue de Jerusalén. Y el papel de los Doce en Jerusalén estaba tan fuera de este mundo que en los Hechos de los Apóstoles se presenta otra figura totalmente diferente como autoridad principal de la iglesia: Santiago, el hermano del Señor (que no es ni Santiago el hijo de Ze—188—

bedeo, ni Santiago el hijo de Alteo, que son los Santiagos de los Doce).34 Así pues, si Pedro fue el único de los Doce que salió de Jerusalén, ¿puede derivar de él la cadena de sucesión como obispo de Roma? Así lo afirman los defensores del papado. 35 Sin embargo, Brown afirma que «Pedro nunca ofició como obispo ni diácono de iglesia alguna, incluidas Antioquía y Roma». 36 Y cita este pasaje de D. W. 0'Connor con la aprobación del autor: Es sumamente dudoso que Pedro haya fundado la Iglesia de Roma y que haya sido su primer obispo (tal como lo entendemos hoy) ni siquiera durante un año, y mucho menos los veinticinco años que se le adjudican. Es una tradición sin fundamento y cuyo origen no se puede rastrear más allá del siglo III. Las celebraciones litúrgicas relacionadas con la ascensión de Pedro al episcopado romano hacen su aparición apenas en el siglo iv. Además, no se menciona el episcopado romano de Pedro en el Nuevo Testamento, ni en Yo, Clemente-, la carta a la Iglesia de Corinto, atribuida al papa Clemente I, ni en las epístolas de Ignacio. La tradición se vislumbra apenas vagamente en Hegesipo y puede estar implícita en la carta que se sospecha de Dionisio de Corinto a los romanos (c.170). Ya para el siglo III la anterior suposición, basada en inventos o tradiciones sin fundamento, se había transformado en «hecho» histórico.37 Ni siquiera las historias católicas del papado presentan ya a Pedro como obispo de Roma.38 La tradición más reciente considera a Clemente de Roma el tercer obispo (Papa) de Roma, pero Eamon Duffy tiene otra opinión sobre la epístola que se le atribuye (y que algunos llaman «la primera encíclica papal»): Clemente jamás afirmó que escribiese en calidad de obispo. El envía la carta en nombre de toda la comunidad romana; en ninguna parte se identifica ni escribe en su propio nombre, y de él no sabemos absolutamente nada. La epístola no hace distinción entre presbíteros y obispos, a quienes siempre menciona en plural, lo cual sugiere que en Corinto [destinataria de la —189—

epístola], como en Roma, la Iglesia de esos tiempos estaba organizada por un grupo de obispos o presbíteros y no por un solo obispo gobernante. Una generación más tarde, en Roma se aplicaba el mismo sistema. El visionario tratado El pastor de Hermas, escrito en Roma a principios del siglo II, habla siempre colectivamente de los «gobernantes de la iglesia», o de los «mayores que presiden la iglesia», sin que el autor intente hacer distinción alguna entre obispos y mayores. Es cierto que menciona a Clemente (si es que el Clemente nombrado por Hermas y el autor de la epístola escrita una generación atrás son el mismo hombre, cosa que no podemos dar por sentada), pero no como obispo principal. Más bien menciona que era el mayor encargado de escribir «a las ciudades extranjeras», es decir, la correspondiente secretaría de la Iglesia romana. 39 Ignacio de Antioquía, escritor de la primera década del siglo II, es el primer autor que hace clara la distinción entre obispos y mayores, pero describe a los obispos como algo nuevo, en pie de guerra, que necesita defensa y que todavía no se conoce en Roma. En seis de sus siete cartas insiste en reunir a la gente con sus obispos como señal de la unidad de la iglesia. Sólo cuando escribe a Roma evita referirse a ellos, lo que evidencia que en Roma no había obispo. Esto es especialmente cierto puesto que en sus cartas a Roma sí menciona a Pedro y Pablo, que murieron allí, y si pensara que Pedro había sido obispo, de seguro se habría referido a ello, para reforzar su campaña en pro de la importancia de ese cargo. 40 Si no hubiese percibido tanta resistencia a esa figura, Ignacio no se habría empecinado tan apasionadamente en defender la autoridad de los obispos. Nos dice que la gente de Magnesia no acepta a los obispos por su juventud, los efesios tampoco porque no hablan bien, en Esmirna se quejan de que Policarpo, su obispo, no es lo bastante agresivo.41 Peor aún era su propio caso, pues, proponiéndose como modelo de obispo, no fue capaz de imponer su autoridad en su propia iglesia de Antioquía. Ignacio escribió sus siete apasionadas cartas durante la semana del viaje que lo llevaba a Roma para su ejecución. 42 Se creía que, por una extraña razón, los romanos habían escogido precisamente a este hombre de esta ciudad como parte de una política general —190—

de persecución de los cristianos. No obstante, basándose en el texto de las cartas, P. N. Harrison demuestra que Ignacio fue apresado como responsable de las revueltas sociales de una comunidad cristiana dividida, y que en sus primeras cartas pide ayuda a otros obispos y comunidades para rehabilitar su buen nombre ante los cristianos de Antioquía, cosa que consiguió como se ve en las cartas de agradecimiento a los filipenses y a los esmirnos. 43 Aparentemente, Ignacio, con su lenguaje tan fogoso, tenía gran habilidad para meterse en líos. Incluso una breve parada en Filadelfia dio lugar a graves acusaciones en su contra. Se le acusaba de llegar con un plan concertado para apoyar al obispo local imponiendo sus opiniones. Más tarde escribió una petición de disculpa en la que aseguraba no haber actuado de común acuerdo con el obispo y que había expresado su opinión en la exaltación del momento. 44 Ignacio, a pesar de ser el primer y principal autor al que se recurre para apoyar la idea de una sucesión apostólica de obispos, se desmarca de los apóstoles —niega haber tenido los mismos poderes que ellos— en sus cartas a la iglesia de Tralles (3:3) y a los romanos (4:3). Su mejor estudiante moderno afirma que en su trabajo «el episcopado no parece haber reforzado la idea de la sucesión [...] se habla de los apóstoles básicamente como figuras del pasado». 45 Insta a los cristianos a honrar a sus líderes como lo habrían hecho con los apóstoles, pero cuando dice eso no se refiere a los obispos. El papel de los apóstoles lo desempeñan los mayores, los subordinados de los obispos (Esmirnos 81, Trallanos 2:2 y 3:1). A los obispos no se les asigna un papel apostólico. Los cristianos deben honrarlos como Jesús honró al Padre (Magnesios 7:1, Trallanos 2:2). Esto es lo que hace que los cristianos sean cuerpo de Jesucristo, el superior de los apóstoles y el igual del Padre al que honra. Ignacio utiliza esta analogía porque la comunidad cristiana es, primera y principalmente, el cuerpo de Cristo, el lugar de la santidad terrena. El obispo, como símbolo de su unidad, representa la concentración de Jesús en su misión respaldada por el Padre. Ignacio no está tan interesado en la autoridad del obispo como en la unicidad (henósis) de la comunidad que el obispo simboliza. En sus cartas, el elemento profundo no es la teoría de la autoridad sino la santidad conjunta de la comunidad que es Cristo. Tal como le escribió a los efesios (9:1): 191

Todos estáis formados como piedras para el templo del Padre, levantados hacia las alturas por el andamiaje de Cristo (que es su cruz), halados hacia lo alto por el Espíritu Santo. La fe es vuestro lazo, y el amor vuestro camino hacia Dios. Esto os hace compañeros en el proceso, encarnando a Dios, el templo, a Cristo y a los cálices sagrados en vosotros. Es cierto que Ignacio aconseja reiteradamente a los cristianos no hacer nada sin sus obispos, incluida la celebración de la Eucaristía. Pero eso no significa que los obispos sean los únicos que puedan consagrar. De hecho, los diáconos parecen ser los custodios de los actos sacramentales, según Justino el Apologista. 46 Ignacio utiliza el símbolo de los obispos en oposición a las facciones de la iglesia (entre ellas la suya) que se han retirado del cuerpo central para celebrar sus propios oficios, basados en la herejía do-cetista (la creencia de que la naturaleza humana de Cristo no es algo real sino un fantasma). Los cristianos son Jesús sólo cuando están unidos a su cuerpo único, capaces de celebrar su propia realidad. ¿Qué convierte a los obispos en el símbolo principal de esta unicidad? El hecho de que ellos los eligieron. El documento coetáneo Didajé, el siguiente texto que habla de la autoridad de los obispos, le dice a la comunidad: «Vosotros mismos debéis imponer las manos sobre los obispos y los diáconos que sean dignos del Señor» (15:1). Al obispo ignaciano se le llama «monárquico» porque Ignacio aspiraba a que fuese la única autoridad sobre la comunidad. Sin embargo, el calificativo no es apropiado. Se trata de un líder democrático electo por el pueblo. Toda su autoridad deriva de esa elección del cuerpo de Cristo. Aquellos que se retiran de la congregación en favor de las facciones están rechazando la elección popular, la autoridad del cuerpo que escoge al obispo. Así que Ignacio, lejos de apoyar una «sucesión apostólica» la niega. Los apóstoles no escogen a los obispos para que se sitúen por encima de la comunidad. Son elegidos por la comunidad en ejercicio de su papel de Cristo, y se les honra como Cristo honró al Padre, su igual. Y del mismo modo en que Jesús se atuvo a la voluntad de su Padre sin por ello estar subordinado a él, tampoco la comunidad está subordinada al obispo. La formula recurrente de Ignacio es «no hagáis nada separados del obispo (aneu o choris}»." —192—

«Sed uno con él», o «en armonía con él». 48 «Formad filas con él (hypotassein) y con cada uno de vosotros.»49 El papado moderno afirma proceder del cargo obispal tipificado por Ignacio. Nada puede estar más lejos de la verdad. Los papas no admiten que su autoridad emane del pueblo, antes bien, proclaman ser gobernantes señalados por antepasados apostólicos desde los tiempos de la mítica imposición de manos de los Doce o del inexistente episcopado de Pedro en Roma. Y no es que se limiten a negar la autoridad del pueblo. A pesar de lo mucho que se habló de «corresponsabilidad» en el Concilio Vaticano II —de la actuación del Papa con y en el cuerpo de obispos—, tanto Pablo VI como Juan Pablo II se negaron a compartir poder alguno con ellos. Como más tarde veremos, John Henry Newman, basándose en la historia de la iglesia, opina que las autoridades eclesiásticas deberían consultar al laicado en materia de doctrina y disciplina. 50 Los papas modernos rehusan consultar incluso a los clérigos, a los obispos o a los sínodos nacionales de la jerarquía. Con ocasión de un sínodo de obispos celebrado en 1971, ya pasado el Concilio, había grandes expectativas de que esto abriera un canal por el que los católicos podrían comunicar su descontento a Roma. Ya que el tema sobre el tapete era el ministerio, sin duda se hablaría de la carencia de sacerdotes. En las primeras rondas de debates la mayoría de los obispos dejó clara su opinión sobre la necesidad de ciertas distensiones respecto a los requisitos del celibato. Sin embargo, la curia manipuló el planteamiento de las propuestas y cambió en secreto la redacción del texto final que se sometería a votación, frustrando así la voluntad de la mayoría. 51 En 1980 se celebró un nuevo sínodo, esta vez para abordar el tema de la familia. El cardenal Ratzinger, que había decidido el temario, simplemente se negó a reconocer la resistencia generalizada hacia Humanae Vitae y ciñó el debate a los grados de rigor con que se debía poner en práctica esa encíclica.52 Toda la farsa que ha sido la consulta a los obispos se ha llevado a cabo en un ambiente de desconfianza y resentimiento, regida por una curia papal que ya de entrada no simpatizaba con el procedimiento y que hizo todo lo posible para vaciarlo de significado. El Papa adopta una postura de imposición sobre sus clérigos, levantando una barrera entre ellos y sus congregaciones, que son la auténtica fuente de su autoridad y de la de sus clérigos. —193—

La curia ni siquiera aguarda a que los obispos vayan a Roma. Interfiere en los esfuerzos de los obispos por atender sus necesidades pastorales en sus propios terrenos, como sucedió con la carta predestinada al fracaso sobre el estatus de la mujer, que los obispos norteamericanos prepararon trabajosamente durante una década. En 1983 iniciaron un proceso de consulta dirigido a las mujeres con relación a sus intereses e inquietudes (la consulta a los fieles es un proceso que Newman considera un deber de la Iglesia). En 1988, cuando los obispos vieron el primer borrador, que se pronunciaba solidario de los reclamos y reivindicaciones de las mujeres consultadas, Juan Pablo publicó una carta sobre la mujer en la que establecía los límites de lo que podían decir los obispos. En ella presentaba a la Virgen María como modelo de humildad para la mujer. El segundo borrador de la carta de los obispos trató de acomodarse a las directrices del Papa, citando su carta veinte veces, pero se dijo que dejaba el camino abierto para algunos cambios. El Papa les prohibió debatir el borrador antes de consultarlo con él. Una delegación viajó a Roma para escuchar que la propuesta aún no hacía suficiente hincapié en la humildad de la Virgen como norma para la mujer. Elaboraron un tercer borrador más ajustado aún a la línea del Vaticano. Pero entonces las mujeres, que hasta ese momento habían apoyado el esfuerzo, se retiraron en protesta por lo que le estaban haciendo a su trabajo (una réplica de lo sucedido dos décadas atrás con las encuestas sobre el control de la natalidad). Los obispos liberales renunciaron al proyecto, dejando el cuarto y último borrador en manos de un obispo conservador. E¡ arzobispo Rembert Weakiand de Milwaukee advirtió que publicar un documento tan retrógrado como aquél surtiría un efecto similar a la publicación de Humanae Vitae. La conferencia de obispos votó contra su propio producto, algo nunca visto en su historia.53 Ahora se nos pide aceptar que sólo el Papa es competente para indicar a los cristianos cómo vivir. Nadie más puede decir nada al respecto: ni el Concilio, ni el colegio de todos los obispos, ni el sínodo nacional de obispos, ni el pueblo cristiano. Ahora el Espíritu Santo le habla a una sola persona en la Tierra, de competencias ilimitadas, el cabeza de la Iglesia, una Iglesia que es toda cabeza, sin extremidades. Si así fuese, entonces el cuerpo de Cristo se habrá visto vergonzosamente menguado. —194—

NOTAS 1. John A. Coleman, S. J., «The Future of the Ministry», America, 28 de marzo, 1981, p. 247. 2. Chester Gillis, Roman Catholicism in America, Columbia University Press, 1999, p. 256. 3. Jennifer Egan, «Why a Priest», New York Times Magazine, 4 de abril,1999, p.30. 4. Charles R. Morris, American Catholic, Times Books, 1997, p. 246. , 5. Gillis, op. cit., p. 249. 6. Ibíd.,p.246. 7. David Rice, Shattered Vows: Priest Who Leave, William Morrow and Company, 1999, p. 23. 8. Andrew M. Greeley, Crisis in the Church: A Study of Religión in America, Thomas More Press, 1979, p. 11. 9. Ibíd.,p.246. 10. Jan Kerkhofs, «Priest and "Parishes" — A Statistical Survey», en , The Right ofthe Community to a Priest, Seabury Press, 1980, p. 3, y Fritz Lobinger, «The Right of the Community to Develop in Its Fait», ibíd., p.52. 11. Kerkhofs, op. cit., p. 4 12. Rice, op. cit., p. 24. 13. Egan, op. cit., p. 30. 14. Morris, op. cit., p. 293. 15. Rice, op. cit., p. 23. 16. Thomas C. Fox, Sexuality and Catholicism, Georges Braziller, 1995,pp.171-174. 17. Egan, op. cit., pp. 33, 54. 18. Ibíd, p. 33. 19. J. N. D. Kelly, Golden Mouth: The Story of John Chrysostom, Cornell University Press, 1995, p. 28. 20. Neil B. McLynn, Ambrose of Milán: Church and Court in a Christian Capital, University of California Press, 1994, pp. 44-52. 21. F. van der Meer, Augustine the Bishop, traducido por Brian Battershaw and G. R. Lamb, Sheed and Ward, 1961, p. 228. 22. Timothy D. Barnes, Athanasius and Constantius: Theology and Politics in the Constantinian Empire, Harvard University Press, 1993, pp.23-25. 23. Van der Meer, op. cit., p. 272. 24. Ibíd. -195-

25. Edward Schillebeeckx, The Church with a. Human Face: A New Expanded Theology of Ministry, traducido porJohn Bowden, Crossroad,1988,pp.140-141. 26. Raymond E. Brown, S. S., Priest and Bishop: Biblical Reflections, Paulist Press, 1970, pp. 41-42. 27. Lobinger, op. cit.,pp. 51-56. 28. Bernhard Háring, C. SS. R., traducido porJoyce Gadoua, CSJ, Priesthood Imperiled, Trmmph Books, 1998, p. 133. 29. Brown, op. cit., pp. 47-48. 30. Markus Barth, Ephesians 4-6, AB34A, pp. 477-484. 31. Brown, op. cit., p. 58. 32. Robert F. 0'Toole, «Hands, Laying on of», ABD 3.47-49. 33; Ibíd.,p.43. 34. Florence Morgan Gillman, «James, Brother of Jesús», ABD 3.620-621, y Donaid A. Hagner, «James», ABD 3.616-618. 35. Los defensores de la supremacía papal quieren ver en Pedro al antecesor del Papa en tanto que obispo de Roma asumiendo como declaración pontificia lo expresado en Mateo 16:18: «Y yo también te digo, que tú eres Pedro (Petros), y sobre esta roca (petra) edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.» Pero para los exégetas, tanto los católicos como los protestantes, este pasaje ya no significa un nombramiento papal. Incluso Giacomo Martina, S.J., al defender la declaración de la infalibilidad papal, acepta que ésta no puede ya basarse en el argumento del Concilio Vaticano I, fruto de este pasaje, sino en la mera aceptación de la declaración por parte de la Iglesia. 36. Raymond E. Brown, S. S., Biblical Reflections on Grises Facing the Church, Paulist Press, 1975, p. 70. 37. D. W. 0'Connor, Peter in Rome, Columbia University Press, 1969,p.207. 38. Véase por ejemplo, Richard P. McBrien, Lives oft he Popes, Har-perSan Francisco, 1997, pp. 29-30, y Eamon Duffy, Saints and Sinners: A History ofthe Popes, Yale University Press, 1993, pp. 7-8. 39. Duffy, loe. cit. 40. Ignacio, Epístola a los Romanos 4:3. 41. Véanse el texto y los comentarios en William R. Schoedel, Ignatius of Antioch, Fortress Press, 1985, de Ignacio a los magnesios 3:1-2, a los efesios 15:1, a Policarpo 1:2 (Schoedel, pp. 77-78, 108-110,259-260). 42. Para la rapidez en la composición de las cartas, véase P. N. Ha-rrison, Polycarp's Two Epistles to the Philippians, Cambridge University Press, 1993, pp. 111-112. 43. Ibíd., pp. 79-106. Cf Schoedel, op. cit., pp. 212-213. —196—

44. Ignacio a los filadelfinos 7:11-12 (Schoedel, pp. 204-206). 45. Schoedel, op. cit., pp. 22,113. Aunque por lo general se cita a Ignacio como apoyo del obispo «monárquico», «en su visión del ministerio el elemento colegial tiene gran importancia» (p. 46). 46. Ignacio a los fraílanos 2:3 (Schoedel, pp. 141). 47. Ignacio a los magnesios 7:1, a los trallanos 2:2 (aneu), a los trallanos 7:2, a los esmirnos 8:2 (choris). 48. Ignacio a los filipenses intro., magnesios 6:1, 6:2. 49. Ignacio a los magnesios 13:2. En algunos casos se pide a los cristianos que «cierren filas en torno a los obispos y los mayores» (Efesios 20:1, Magnesios 2:1, Romanos 13:2), o sólo «en torno a los mayores» (Trallanos 2:3), o sólo «en torno a los obispos» (Efesios 2:1, Trallanos 2:1). 50. John Henry Newman, On Consulting the Faithfull in Matters of Doctrine, Sheed and Ward, 1961. 51. Schillebeeckx, op. cit., pp. 211-236. 52. Jan Grootaers y Joseph A. Selling, The 1980 Synod o f Bishop s «On the Role ofthe Family»: An Exposition ofthe Event and an Analysis ofits Texts, Leuven University Press, 1983, pp. 84-88. 53. Fox, op. cit., pp. 235-243. -197-

11 Hidráulica de la gracia Cuando Agustín se preguntó en qué consistía un matrimonio válido, meditó en detalle sobre la situación, dándole vueltas y más vueltas hasta llegar a una serie de hipótesis sobre los motivos de quienes se ven en esa circunstancia. Su estricto análisis toma sus ideas de la descripción de su propia unión con la mujer que le dio un hijo en sus tiempos mozos. Vivió con esa mujer quince años, «y sólo con ella, pues siempre le fui fiel».' Sólo tuvieron un hijo. Como en ese entonces era maniqueo, Agustín practicaba la contra-cepción, pues dicha religión le prohibía la procreación. He aquí el recuento de su situación, acompañado de las posibilidades morales, tal como aparecen en El bien del matrimonio (capítulo 5): Suele preguntarse si algo como esto es un verdadero matrimonio: cuando un hombre y una mujer, ambos solteros, viven juntos movidos sólo por el deseo que uno siente por el otro y no para engendrar hijos, pero en el claro entendimiento de que ni él yacerá con otra mujer ni ella con otro hombre. [Primera hipótesis] Desde cierta lógica, esto podría considerarse un matrimonio si ambos acordaron vivir así hasta que uno de los dos muriese, y si, aunque no tengan la intención de tener un hijo, ninguno lo impide por decisión expresa o haciendo uso de métodos prohibidos para asegurarse de no concebir. —199—

[Segunda hipótesis] Pero si estas condiciones no se cumplen o una sola de ellas no se cumple, no veo cómo esto podría considerarse un matrimonio. Digamos que un hombre vive con una mujer durante un tiempo, pero sólo hasta que encuentra otra más adecuada para él en lo que a rango o bienestar se refiere, y a quien toma como esposa. Para mí, es adúltero en su intención, no con la mejor que está buscando sino con la que cohabita fuera del matrimonio. Y también ésta es adúltera si, estando al tanto del acuerdo y aceptándolo, yace con él a pesar de estar fuera del vínculo matrimonial. [Tercera hipótesis] Pero si ella se mantiene fiel y no busca otra pareja una vez que el hombre se ha ido con su novia y está determinada a abstenerse del sexo, de seguro no la consideraría adúltera, aunque es bien sabido que es pecado yacer con un hombre que no es el marido. [Cuarta hipótesis] De hecho, si ella quería tener hijos, y suya era la decisión, pero de mala gana hizo lo que hubiera que hacer para evitarlo, pensaría mejor de ella que de muchas mujeres, legalmente casadas y por lo tanto no adúlteras, que obligan a sus maridos reacios a cumplir con sus deberes sexuales, no por el deseo de un hijo sino por el exceso libidinoso de reclamar lo que es su derecho. [Quinta hipótesis] Aun así no es tan malo, porque al menos están casados. Pues las mujeres se casan para llevar la lujuria a dominios legítimos y no dejarse llevar por ella sin control (pues no tiene res-200-

tricciones de por sí), sino haciéndola estable en fiel compañerismo, donde los ilimitados impulsos sexuales están suavizados por el casto propósito de tener hijos. Entonces, aunque sentir lujuria es algo bajo, incluso por el marido, no deja de ser bueno desear solamente al propio marido y no tener otros hijos que los suyos. Luego de una descripción general de la relación, analizada desde fuera, se interna en las actitudes íntimas de la pareja. La primera hipótesis describe lo que sería un matrimonio válido si ambos hubiesen observado las dos condiciones de permanente fidelidad y de procreación. La segunda hipótesis describe lo que de hecho constituía su culpa: adulterio a su pareja, pues él no cumplía ninguna de las dos condiciones. Uno podría preguntarse cómo podía ser adúltero si de entrada su actitud invalidaba el matrimonio. Afirma que el adulterio no es literal ni legal sino «en intención» (in animo). Es su manera de poner de relieve que él engañó a la mujer que abandonó, no a aquella con quien pensaba casarse. Su pareja habría sido igualmente adúltera en intención de no haber guardado fidelidad eterna y haber evitado tener hijos. Sin embargo, al no casarse de nuevo, ella sí guardó fidelidad eterna (tercera hipótesis). Por lo tanto cumple una de las condiciones de la primera hipótesis, de modo que Agustín no se anima a juzgarla, incluso sin estar legalmente casada. Al cumplir una sola de las dos condiciones ya se sitúa fuera del alcance de las condenas normales por adulterio. Sin embargo, ahí no acaba el asunto. Dice además que ella también cumple la otra condición, en la medida de sus posibilidades (cuarta hipótesis), ya que sí quería tener más hijos, aunque él no se lo permitió. Esto la hace menos adúltera de lo que se colegía de la hipótesis anterior. Es más, la hace más noble (situada por encima, anteponenda) que las mujeres legalmente casadas que, en el seno de su matrimonio, separan el sexo de la procreación. Estas mujeres son iguales que Agustín cuando practicaba la contracepción en sus relaciones ilícitas. Pero Agustín, que quiere ser honesto cuando honra a estas mujeres menos que a su anterior amante, dice que al menos aquéllas limitan su actividad sexual a los confínes del matrimonio, donde deben cumplir con su «deber» conyugal. Y además, aunque las —201—

casadas no tengan hijos, de tenerlos con alguien los tendrían con sus maridos, siempre y cuando mantengan su actividad sexual confinada al matrimonio. Éstos son los grados de mérito o culpa que pueden darse tanto dentro como fuera del vínculo matrimonial. Agustín dispensa aquí un trato sensible, una especie de tributo enmascarado a la mujer que engañó, exculpándola a ella al tiempo que se condena sólo a sí mismo. Sus lectores cristianos (de los que ella bien podía formar parte) sabían de su aventura, que por cierto describió abiertamente en sus Confesiones, por lo que entenderían sin problema de lo que estaba hablando. Pero lo que más debería sorprendernos e interesarnos de toda esta disquisición es lo que no aparece allí, lo que aparecería si un obispo moderno hablara de la validez del matrimonio. No se menciona la boda «por la iglesia». La primera hipótesis describe un matrimonio válido, aunque ningún sacerdote lo bendice ni se ha administrado sacramento alguno. De los cientos de sermones de Agustín, ninguno se da en una boda, por una sencilla razón: en el siglo IV el matrimonio no era un sacramento de la Iglesia. Es cierto que Agustín menciona tres requisitos para un matrimonio: descendencia (proles), compañerismo (fides) y un vínculo simbólico (sacramentum}. El término sacramentum, uno de los favoritos de Agustín, no significa lo que los católicos entienden hoy por sacramento: uno de los siete canales autorizados para vehicular la gracia que administra la Iglesia. «Está claro que para él la palabra sacramentum es todavía algo impreciso.»2 Utilizada para referirse al matrimonio, sacramentum significa para Agustín el lazo simbólico de la historia de la creación, donde Dios crea al hombre y a la mujer para que se conviertan en «una sola carne» en el matrimonio (Gen. 2:24), haciendo permanente su unión. «Toda señal sagrada —es decir, toda señal cuyas referencias a cosas divinas procedan bien de las Escrituras, bien de la Iglesia— es para él un "sacramento".» 3 Incluso cuando el Nuevo Testamento habla de la permanencia del matrimonio, se refiere a los textos del Génesis (Mt. 19:5, Me. 10:7, Ef. 5:31). La frase del Nuevo Testamento donde dice que los maridos deben amar a sus esposas como Cristo ama a la Iglesia (Ef. 5:25) se ha convertido en una proclama sacramental para las bodas, pero Markus Barth opina que este pasaje de los Efesios se refiere al amor no legalista en perfecta libertad del Espíritu.4 —202—

Puesto que Dios estableció la naturaleza del matrimonio en la creación, la iglesia primitiva no consideró que tuviese jurisdicción alguna sobre ello. Para Agustín, como hemos visto, los motivos internos de la pareja constituyen la realidad del matrimonio. En La ciudad de Dios (6.9) se burla de la pompa (y la obscenidad) del rito del matrimonio pagano. El matrimonio legal es necesario para asegurar los derechos de propiedad y la legitimidad de la descendencia heredera. Pero la realidad espiritual de «una sola carne» sólo puede ser el producto del fides de los cónyuges, que hace de uno y otro un compañero fiable (fidus). Así, el Concilio Eclesiástico de Toledo (499 d.C.) reconoció la validez de lo que llamamos «matrimonio de ley o derecho natural», lo que habría sido la unión de Agustín si hubiese cumplido las dos condiciones internas de la primera hipótesis. Al mismo tiempo el derecho romano reconocía el concubinato como una forma de monogamia.5 No fue sino hasta el siglo v, ya muerto Agustín, cuando la Iglesia comenzó a validar los matrimonios por su cuenta, intervención ésta que intentaba ocupar el lugar de la menguada autoridad del Estado en el imperio cristiano.6 La primacía del padre de la novia en el matrimonio romano fue cediendo gradualmente ante la autoridad del sacerdote. Ya que la condición sacramental del matrimonio lo convertía en un cauce para la gracia, se impuso la apropiada celebración" eclesiástica como condición para legitimar la cohabitación de los católicos. Si ésta se omitía, cualquier contacto sexual era pecaminoso, incluso si se daba dentro de un matrimonio civil. A los católicos que no cumpliesen este sacramento se les impedía recibir los demás. Estar casado «fuera de la Iglesia» acarreaba la excomunión de tacto. No se podía recibir la Eucaristía hasta no arrepentirse del pecado, deshaciendo el matrimonio falso o celebrando el verdadero con un sacerdote. El objetivo de la creación de este sacramento era conferir nueva fuerza y espiritualidad al matrimonio, convertirlo en una fuente especial de gracia para las parejas casadas. No obstante, su paradójico resultado fue la degradación de todos los matrimonios salvo los de nuevo cuño. Si Agustín hubiese observado las condiciones de la primera hipótesis, su unión habría sido un lazo sagrado tal como lo describe el Génesis. Pero ahora la Iglesia sentía que podía degradar su matrimonio divino reemplazándolo por uno —203—

eclesiásticamente sancionado. Puesto que los otros matrimonios no son verdaderos, no tienen por qué ser permanentes. Los cónyuges no se hicieron «una sola carne» porque ningún sacerdote los había bendecido. Aquellos católicos que pecaminosamente hubiesen contraído ese matrimonio, o los no católicos que lo hubiesen hecho inocentemente, podían después abandonar a su pareja y entrar en la Iglesia a recibir un matrimonio «de verdad». Puesto que sólo el matrimonio por la Iglesia es permanente, éste no admite el divorcio. Sin embargo la Iglesia ha encontrado la manera de deshacer este matrimonio sacramental: si se puede determinar que uno o ambos cónyuges sufrían de algún defecto (físico, mental o de actitud) que los descalificase para el matrimonio cuando éste se celebró, puede declararse nulo. No hay divorcio, porque, para empezar, nunca hubo matrimonio. Jamás se contrajo realmente. Así fue como Sheila Rauch Kennedy, dos años después de divorciarse de Joseph Kennedy, sobrino del presidente John Kennedy, se enteró de que su matrimonio, que había durado doce años y producido dos hijos, nunca había existido. Su ex marido quería casarse de nuevo por la Iglesia, y la condición fue que ella aceptase que en la primera ceremonia había habido un defecto. Ella no creía que hubiese ningún defecto. Ambos se conocieron durante nueve años antes de casarse. Ambos eran maduros, responsables, estaban enamorados, conocían los requisitos de la Iglesia y estaban seguros de cumplirlos. ¿Por qué tenía que negar todo eso ahora? ¿Debía afirmar, contra su conciencia, que había traído sus hijos al mundo sin la debida consideración por la sagrada unión que los concibió? Las autoridades de la Iglesia que trataron con ella la animaron a hacerse cómplice de lo que ella consideraba una mentira. Es más, no podían entender su negativa. Incluso insinuaron que su posición quizá fuese una señal de su defectuosa actitud catorce años atrás. Ella quedó escandalizada de su encuentro con las estructuras del engaño. Su ex marido no entendía por qué lo castigaba a él y a su novia de esa manera. Ella afirma que en su intento por convencerla le dijo: «Escucha, Sheila, tienes que controlarte. Por supuesto que yo tomé en serio nuestro matrimonio y a los niños. Y claro que pienso que tuvimos un matrimonio de verdad. Pero eso no importa ahora. Yo no creo en todo esto. Nadie cree realmente. So—204—

lo son fórmulas burocráticas, Sheila. Pero tienes que hacerlo así porque así es la Iglesia.»7 Aunque él no lo haya dicho, muchos católicos sí que lo dicen. El proceso de anulación se ha vuelto algo tan común, mecánico y deshonesto que ahora es ampliamente aceptado como el «divorcio católico». Sólo en Estados Unidos se efectúan más de sesenta mil anulaciones por año. El 90 % de los solicitantes lo consiguen. 8 Por extraño que parezca, muchos sacerdotes «liberales» apoyan esta situación pues piensan que el requisito de la Iglesia de una fidelidad eterna es demasiado riguroso. En lugar de ser capaces de decir con sinceridad que ellos apoyan la engañosa idea de que los matrimonios como el de los Kennedy jamás existieron. Dado que Sheila Kennedy no quiso cooperar con el engaño, Joseph Kennedy tuvo que depender del testimonio de amigos políticos y partidarios para «demostrar» que él no era lo bastante maduro para tomar los votos del matrimonio a los veintisiete años, aunque, por supuesto, ahora sí estaba preparado para contraer un verdadero matrimonio, una vez comprobada la irrealidad del primero. Puede ser que los católicos se sorprendan al saber que en el siglo IV de Agustín el sacramento de la penitencia, al igual que el de matrimonio, no existía. En los primeros días de la Iglesia se creía que el bautismo creaba una persona nueva, incorporada al cuerpo de Cristo y llena del Espíritu Santo. El pecado era una forma de vida bajo el dominio del demonio. Los errores y las riñas dentro del amor de la comunidad podían tolerarse por el perdón entre hermanos y hermanas. San Pablo no manda a los alborotadores de Corinto confesarse ni cumplir ningún otro rito de penitencia. Las ofensas verdaderamente serias causaban la expulsión permanente del cuerpo de Cristo, como cuando Pedro maldijo a Ananías por «mentir al Espíritu Santo» (Ac. 5:3-5). Ananías se había desgajado del cuerpo de Cristo, donde el Espíritu unificaba a todos. El ejemplo de Judas enseñaba que aquel que se pone del lado del demonio está perdido. Durante las persecuciones romanas algunos cristianos desertaron por miedo o debilidad. Rigoristas como los seguidores de Donato en África pensaron que la única forma de que estos miembros alejados se reunieran con el cuerpo de Cristo era volverlos a bautizar. Agustín y otros se opusieron a esta reiniciación. A estos gran—205—

des pecadores se les ofreció una oportunidad de hacer penitencia pública. Se reintegraron en el cuerpo al cabo de un período predeterminado de humillación y buena conducta, y se les desgradó cuando se consideraba apropiado (los sacerdotes perdían su sacerdocio). Si después de esto el pecador volvía a caer, lo excomulgaban. Este primer concepto de penitencia era totalmente comunal. El pecador sé había retirado públicamente del cuerpo de Cristo, había deshonrado su bautismo y roto la solidaridad mística con los miembros de Cristo. Aunque el obispo establecía las condiciones del regreso —que a menudo incluían meses de testimonio público y actos de penitencia—, era la comunidad entera la que aceptaba de nuevo al pecador, restaurando su igualdad con ella en la unidad del cuerpo del Redentor. No había lugar para negociaciones privadas con un sacerdote que por sí solo pudiese arrogarse el poder de perdonar el pecado en secreto.9 La introducción de la penitencia privada para pecados menores se produjo, como las anulaciones, por motivos de compasión, pero vino acompañada de la sacralización del sacerdocio, el monopolio de la gracia y la separación de los sacerdotes jueces del lai-cado pecador. Así como el sacerdote terminó siendo el único capaz de consagrar la Eucaristía, retirado en un santuario sagrado vedado a los laicos, así también se convirtió en juez de cada aspecto de la vida de las personas en el confesionario. Se instauró un comercio de la gracia, considerada un artículo cuantificable. El pecado mortal agotaba toda la gracia del alma. El pecado venial bajaba el nivel del depósito. Los motivos de gracia volvían a llenar el tanque. Se animaba a la gente a confesarse con frecuencia, por cualquier pecado menor, pues cada vez se recibía un poco más de gracia. La gracia también podía adquirirse con oraciones autorizadas, incluido un pase más corto por el purgatorio si se obtenían las indulgencias. En lugar del Espíritu como una presencia continua en la iglesia, manifestada de diferentes formas pero siempre positiva para todos, la gracia vino a ser una posesión (o una privación) privada. Se decía que las plegarias aumentaban las reservas privadas de gracia. Rezar el rosario significaba la indulgencia de una cuota fija de días en el purgatorio (si el rosario estaba bien bendito). Se podía ganar indulgencias yendo a determinadas iglesias en ciertas —206—

fiestas (algunos entraban y salían varias veces para aumentar la dosis). El clero manejaba un sistema hidráulico que bombeaba gracia hacia las almas, controlando el flujo o el caudal con arreglo a esta o aquella buena causa. El respetado teólogo dominico Yvcs Congar preguntó por qué el Espíritu Santo, que en la temprana historia de la Iglesia se invocaba continuamente, en nuestro tiempo había pasado a ser el pariente pobre de la Trinidad. Congar sugiere que se ha producido una sustitución de la libre acción de la Divinidad por agencias humanas. En lugar de la presencia del Espíritu, iluminando por doquier, en la interacción del Padre con el Hijo en Su cuerpo, aparece la gracia como algo controlado por el sistema papal de acueductos espirituales y tanques de almacenamiento. En una nueva forma de idolatría, el Papa se ha convertido en el sustituto del Espíritu. Congar cita esta afirmación del Papa Pío IX en 1864: La Iglesia católica es una sola con una unidad visible y perfecta en todo el mundo y entre todos los pueblos, el principio, la raíz, y cuya fuente indefectible es la autoridad suprema y el «excelente principado» de Pedro bendito, el príncipe de los apóstoles y de sus sucesores en el trono romano.10 Pío XII dijo casi lo mismo en 1950, cuando escribió que el iluminador de la Iglesia no es el Espíritu sino la doctrina del Vaticano: Dios ha dado a su Iglesia, junto con las fuentes sagradas (las Escrituras y las tradiciones), un magisterio vivo para iluminar y explicar aquellos asuntos contenidos en los yacimientos de la fe de una manera oscura e implícita.11 Este modelo de Papa como oráculo de competencias ilimitadas que reemplaza a las Escrituras y al Espíritu es lo que Juan Pablo II admira en su antecesor Pío XII. -207-

NOTAS 1. Agustín, Confesiones 4.2. 2. F. van der Meer, Augustine the Bishop, traducido por Brian Battershawy G. R. Lamb, Sheed and Ward, 1961. p. 280. 3. Ibíd.,p.298. 4. Markus Barth, Ephesians 4-6 (AB 34A, 1960), pp. 738-753. 5. Antti Arjwa, Women and Law in Late Antiquity, Oxford Univer-sity Press, 1996, pp. 205-210. 6. Ibíd.,pp. 193-202. 7. Sheila Rauch Kennedy, Shattered Faith, Pantheon Books, 1997, pp. 10-11. 8. Ibíd., p. 12. 9. Van der Meer, op. cit., pp. 382-387. 10. Yves Congar,I Believe in the Holy Spirit, traducido por David Smith, Crossroad, 1983, vol. I, p. 162 El espíritu santo, traducido por Abelardo Martínez de Lapera, Editorial Herder, 1991], citando la carta de Pío del 16 de septiembre de 1864, donde rechaza la unión con cualquier rama de la cristiandad que no reconozca la supremacía papal. 11. Ibíd., p. 162, citando la encíclica de Pío XII Humani Generis.

-208.

12 La conspiración del silencio Uno de los aspectos más estremecedores en los casos de acoso sexual de sacerdotes a niños o jóvenes es que, naturalmente, persiguen a sus víctimas más fáciles: buenas familias católicas. Tal como lo señala una encuesta entre médicos que han tratado a víctimas del abuso de menores: «El papel de los religiosos profesionales como líderes morales incuestionables aparentemente proporciona a los mismos un acceso especial a los niños, muy parecido al acceso que han tenido familiares de confianza en casos de incesto.»' Las familias católicas devotas serían las últimas en sospechar de la conducta de un sacerdote y también las más intimidadas a la hora de desafiar a la Iglesia. Precisamente por su fe y confianza, también serán las más profundamente sacudidas por la traición. La familia Miglini, de Dallas, Tejas, es un buen ejemplo. Gente piadosa que pagaba a la Iglesia más del diezmo de sus bienes terrenales, tenían sacerdotes en su familia y en su círculo de amistades. Se sentían agradecidos por la atención que estos eminentes hombres de Dios prestaban a sus hijos. Es por eso por lo que fue tan grande la conmoción de Mike, su hijo mayor, cuando se despertó con un sacerdote clavándole los dedos en las caderas y tratando de introducirle el pene por el ano.2 En 1984, Mike fue invitado a visitar al padre Robert Peebles en su puesto de capellán en Fort Benning, Georgia. Le conocía de los tiempos en que Peebles era sacerdote en la parroquia de los Miglini, en Dallas, y jefe de exploradores del equipo de Boys Scouts católicos de la diócesis. La señora Miglini había cosido su uniforme de jefe de exploradores. Mike se sintió halagado con la invitación — 209 —

para inspeccionar las maniobras de vuelo de Fort Benning. Pero en lugar de darle una vuelta por la base, el padre Peebles llevó a Mike directamente a su habitación, donde tomaron cerveza tras cerveza mientras renovaban su amistad. Cuando Mike se despertó del sopor de la cerveza con el asalto del sacerdote, corrió al puesto de la policía militar, que arrestó al padre Peebles, Sin embargo, en consonancia con las pautas de deferencia de las que se benefician los sacerdotes, los agentes que efectuaron el arresto no lo notificaron a los padres de Mike ni lo llevaron a las autoridades civiles. En cambio, lo dejaron bajo la custodia de otro sacerdote. Quizá supusieron que ese sacerdote se ocuparía de las necesidades de Mike: llamar a sus padres, o llevar al quinceañero a un médico, o ambas cosas. Eso es lo que yo o cualquiera de ustedes habría hecho, y a nosotros no se nos atribuye el desprendido interés por los demás que el celibato confiere a los sacerdotes. No, este hombre —que, según se nos ha enseñado, se guía por criterios de compasión más elevados— llamó a otro sacerdote de la iglesia de Todos los Santos en Dallas para hablar de cómo paliar al máximo el perjuicio que se les podía venir encima. Su primera preocupación fue para la reputación del agresor y no el daño sufrido por el agredido. El no era un acosador de niños ni un defensor del acoso. No pensó que estaba protegiendo a un delincuente. Estaba protegiendo a la Iglesia de las imputaciones (verdaderas o falsas) de crueldad, y estaba personificando la crueldad al tratar de negarla. No tenía razones para temer que sus superiores reprochasen su conducta. Más razones tenía para pensar que sería castigado si no protegía el «buen nombre» de un sacerdote. Sin duda sabía que a otros sacerdotes les había sucedido. Ni siquiera tuvo que pensárselo mucho. En estas situaciones afloran automáticamente las viejas costumbres, los profundos instintos de «apoyo» mutuo de los sacerdotes. La gran visión del Papa, de hombres liberados de la familia para prestar servicio a los demás con valentía y honestidad puede reducirse rápidamente a la incapacidad de alcanzar el grado mínimo de decencia común, cuando «el bien de la Iglesia» corre peligro. Retuvieron a Mike todo el día y la noche siguientes en la casa del sacerdote, nada menos adecuado después de su humillante experiencia. Al día siguiente le enviaron a casa, donde fue recibido en —210—

el aeropuerto no por sus padres (que todavía no sabían nada), sino por el sacerdote al que se había llamado la noche del suceso, quien lo llevó a la parroquia de Todos los Santos. Sólo entonces se informó a los padres de un «intento» de asalto. El pastor, monseñor Raphael Kamel —prelado de la diócesis—, les aseguró que esto jamás había sucedido antes. Los padres se entrevistaron con el vicario judicial de la diócesis, el padre David Fellhauer (posteriormente obispo Fellhauer). Este estuvo de acuerdo en que Mike debía ver a un psicólogo, uno que colaboraba con la diócesis (y que también era el psicólogo del padre Peebles, cosa que los padres no sabían). El doctor dictaminó que el trauma de un juicio sería perjudicial para su hijo. Entre tanto, monseñor Kamel, amigo de la familia, pidió a los padres que no permitiesen que la policía militar llevase al padre Peebles ante un consejo de guerra. Necesitaba ayuda, no veinte años de prisión en Fort Leavenworth. Los padres accedieron, pensando en el escándalo que algo semejante podría causarle a la Iglesia. No le dijeron nada de lo sucedido a su hijo menor, Tony, para no desilusionarlo de la Iglesia. Fue una mala idea. Según Tony dijo más tarde, de haberlo hecho, él les habría contado lo que ocultaba por vergüenza. Había sido objeto de abusos sexuales por parte de otro sacerdote en Todos los Santos, el padre Rudolph Kos. (Poco tiempo después, un tercer padre residente de Todos los Santos en la misma época, el padre William Hughes, fue procesado por agresión sexual a una joven.) Los padres no se dieron cuenta de que los protectores del padre Peebles les habían hecho cómplices de encubrimiento. Su única culpa fue su devoción a la Iglesia. En parte, eso encendió la pasión del padre Peebles, según su posterior confesión: «Jamás he acosado a un extraño, ni a un conocido casual. Siempre tiene que haber ese elemento de confianza y hasta adulación por parte del chico y de sus padres.»3 Había sido un abusador sexual en Todos los Santos, y lo enviaron a Fort Benning después de haber confesado esto último. Su confesor le dijo que se arrepintiera sinceramente, pero que no se torturase con la culpa: los chicos eran jóvenes y «se repondrían». Por intercesión de la carta de los Miglini, se permitió a Peebles dejar las dependencias del ejército con algo menos que un despido honorable y sin consejo de guerra. La dióce-211

sis lo envió a un centro de ayuda, donde —al cabo de un mes— dijeron que estaba curado y lo destinaron a otra parroquia de Dallas como párroco. Cuando de nuevo surgieron nuevas acusaciones en su contra, lo volvieron a enviar al centro de ayuda. Según su historia clínica, Peebles reconoció haber acosado entre quince y veinte chicos en un período de siete años. La diócesis, entonces, lo despidió, pero le dio 22.000 dólares para la matrícula en la Facultad de Derecho de la Universidad de Tulane y le pagó durante dos años una mensualidad de 800 dólares.4 En cierto sentido, Mike y Tony fueron afortunados. A Mike le quedaron las marcas en las caderas. En cuanto a Tony, el padre Kos sólo se masturbó con su pie. De haber permanecido más tiempo con los sacerdotes, habrían sido atacados anal y oralmente por los dos sacerdotes, como le sucedió a otros chicos. Lo que salvó a Tony de un acoso más osado fue que sus padres no le permitieron pasar la noche con el club de monaguillos que Kos había formado en la parroquia. Kos instaba a los demás padres a confiarle a los chicos para que le hicieran compañía a su hijo adoptivo. A los treinta y un años el «hijo» se enteró de que nunca lo había adoptado legalmente, aunque Kos le había dicho a su madre, una trabajadora soltera, que lo adoptaba para «ayudarla a criar al chico». Kos dirigía un club juvenil donde los chicos encontraban alcohol, juegos de televisión, marihuana y sexo. Los demás sacerdotes de la rectoría ignoraban esta actividad. (Aunque después se supo que otros dos sacerdotes también abusaban de los menores.) Sólo cuando lo trasladaron a otra parroquia, en 1985, el párroco de allí se quejó a la diócesis por la manera en que Kos mantenía chicos en su habitación.5 Monseñor Robert Rehkemper, segundo prelado de la diócesis, ordenó a Kos que depusiese su actitud. Como Kos no desistiera, el párroco volvió a escribir a Rehkemper, mencionándole la cantidad de chicos que todavía pernoctaban allí. Nada ocurrió. El párroco escribió por tercera vez. El personal del consejo diocesano se enteró de las infracciones y solicitó a Rehkemper que le ordenase tajantemente por escrito que pusiera fin a su conducta. Rehkemper, en lugar de escribir, le hizo a Kos una advertencia verbal. De nuevo, el sacerdote persistió. El párroco escribió al obispo, pero lo único que supo fue que Kos iba a ser trasladado a Ennis, Tejas, donde sería párroco de su propia iglesia. —212—

Al año siguiente, una pareja de la iglesia de Kos le escribió al obispo quejándose de que Kos alojaba chicos en la casa parroquial. Dos años después de eso, un sacerdote auxiliar fue.a ver a monseñor Rehkemper para informarle del comportamiento mantenido por Kos. Enviaron a Kos a un psiquiatra católico que no encontró •motivos para retirarlo (pese a que siguió cometiendo abusos durante el tratamiento psiquiátrico). Un asistente social que se había familiarizado con el caso escribió a Rehkemper diciéndole que la conducta de Kos coincidía con la «clásica pedofilia». Fue entonces cuando el auxiliar, asustado, escribió una carta pormenorizada (de doce páginas) al obispo Charles Grahmann. Enviaron a Kos a un centro de ayuda en Nuevo México, desde donde llamó a una de las víctimas para fijar una cita con ocasión de un permiso en el centro.6 Finalmente, en 1993, primero un chico, luego varios, hasta llegar a once chicos —ya hombres— llevaron a juicio al padre Kos por su largo historial de abusos. Uno de los chicos del «club» de Kos no pudo sumarse a la demanda: se había suicidado después de salir del grupo. (Los padres, ignorantes de su papel en la tragedia, le pidieron a Kos que oficiase el funeral de su hijo.) El jurado, furioso por la reiterada negligencia de la Iglesia ante cada caso de abuso, adjudicó a los demandantes la cifra récord de 110 millones de dólares por daños y perjuicios en demandas por negligencia. (Tiempo después Kos fue declarado culpable en otro pleito y enviado a prisión.) Durante el juicio se supo que Kos, de joven, abusaba también de sus hermanos menores. Su matrimonio de juventud fue anulado cuando su esposa le dijo al sacerdote del tribunal de matrimonios que «Kos tenía problemas con los chicos». Después de un intento frustrado de entrar en el seminario diocesano de Irving, Tejas, Kos fue admitido por el director vocacional, haciendo caso omiso de la aprensión de quien lo había rechazado antes. Dado que su expediente de abusos fue continuo antes e inmediatamente después del seminario, se presume que también se mostró activo durante su estancia en el seminario, pese a lo cual le ordenaron sacerdote. El jurado se sintió especialmente ofendido por la conducta en el estrado del obispo Grahmann y de monseñor Rehkemper, por lo que le pidieron a la juez autorización para escribirles una carta —213—

de reproche que acompañase su veredicto. Rehkemper dijo que jamás un parroquiano le había presentado queja alguna sobre el padre Kos, aunque una mujer había testificado que ella misma lo había hecho. Uno de los psiquiatras que examinó a Kos afirmó bajo juramento que Rehkemper había ocultado información sobre el paciente que monseñor le había remitido. Rehkemper admitió haber leído la carta de doce páginas que el sacerdote auxiliar de Kos había enviado al obispo, pero cuando el abogado de los demandantes le remitió al párrafo donde el auxiliar afirmaba haber visto a Kos en la cama con un chico, Rehkemper dijo que no recordaba ese pasaje. ¿Alguna vez le preguntó directamente a Kos si había abusado de algún chico? «No tenía razón para hacerlo.»7 La juez advirtió entonces a Rehkemper que desestimaría su testimonio si seguía respondiendo a las preguntas con esa actitud arrogante. Aunque monseñor Rehkemper no encontró motivos para interrogar al sacerdote —a pesar de las advertencias del pastor por un lado, del auxiliar por otro, del laicado y del asistente social que le dijo que Kos era un pedófilo clásico—, después del juicio declaró que los padres deberían haber percibido las señales de lo que él no alcanzó a discernir. En una entrevista grabada, dijo airadamente que ese caso nunca debería haber llegado a los tribunales, que el jurado estaba equivocado y que los padres eran los negligentes.8 Nadie dijo una palabra sobre el papel de los padres en todo esto. Ellos debían haber estado al tanto porque están más cerca de los chicos. Los padres son los primeros responsables de la seguridad de los hijos. No quiero juzgarlos de una u otra forma, pero tal parece que no se ocupaban mucho de sus hijos. Por un lado, Kos no había hecho tanto daño, pues, de todas formas, los chicos ya estaban echados a perder: Estoy seguro de que algunos chicos resultaron perjudicados, pero pienso que el daño se habría producido incluso sin el padre Kos, ¿me entiende? Muchos de ellos ya tenían problemas antes de conocer al padre Kos. -214-

Por otro lado, los chicos perjudicados debían ser completamente responsables a los siete años, más que el adulto que los estaba seduciendo desde una posición ventajosa de poder y autoridad moral: Ellos [las víctimas] sabían lo que estaba bien y lo que estaba mal. Cualquiera que alcanza la edad de uso de razón comparte responsabilidades en lo que hace. Eso nos hace responsables a todos cuando llegamos a los seis o siete años. Durante la misma entrevista, Rehkemper dijo que desde el punto de vista diocesano, no era sospechoso que los chicos se quedasen a pasar la noche: No cuando los sacerdotes tienen juegos de Nintendo y esas cosas. A todos los niños les gustan esos juegos. No es nada nuevo en las iglesias. Los chicos pasan mucho tiempo ahí. Al menos no andan por la calle, ¿sabe? Eso no significa que los estén acosando. Pero al mismo tiempo dice que la circunstancia sí resultaba sospechosa, o por lo menos así debería habérselo parecido a los padres: ¿Por qué les dejan salir y quedarse tanto tiempo en la rectoría de la iglesia con los sacerdotes? Simplemente no lo entiendo. Al calificar la indemnización monetaria de «excesiva» y «muy, muy injusta», se consuela pensando que, en definitiva, quizá dañe a los beneficiarios: Me parece una cantidad de dinero escandalosa para lo que les ha sucedido. Ni siquiera creo que la diócesis pueda pagarlo. Usted sabe que la gente que gana la lotería casi siempre acaba en la ruina. Que no importa si el dinero procede de un fallo judicial o de la lotería, porque de todos modos tienen que saber cómo usarlo y no dejarse estafar ni tirarlo. —215—

Cuando en el programa de televisión Larry King Live le preguntaron al padre John Bell, portavoz de la diócesis, si podía justificar el arrebato de Rehkemper, Bell respondió, enigmáticamente, que sus palabras reflejaban «un tiempo en que las cosas se podían explicar fácilmente según la lógica aristotélica». Rehkemper le había dicho al entrevistador que grabó sus palabras que estaba orgulloso de su testimonio en el juicio, y que no tenía la menor intención de renunciar a su puesto actual como encargado de la parroquia de Todos los Santos, la misma que había albergado a tres pedófílos la década anterior. Sin embargo, la tormenta que desencadenó con sus comentarios llevó al obispo Grahmann a decidir que tenía que pagar su «lógica aristotélica» con su puesto. Aunque Grahmann pidió disculpas en público por el posible daño infligido a los niños en caso de que se les hubiera hecho daño —los abogados le habían advertido que las compañías de seguros no pagarían los daños si la Iglesia admitía la negligencia—, su propia actitud salió a relucir en las notas de un encuentro privado con sus consejeros (notas que llegaron a las manos de uno de los abogados de los demandantes, Sylvia Demarest). Un sacerdote «comentó que se sentía víctima de los abusos del sistema legal; está muy resentido». A lo que el obispo Grahmann respondió: «Somos la iglesia de los abusados y de los abusadores.» Parecía estar de acuerdo con el director del periódico diocesano en que la víctima de este caso era la Iglesia. Los hombres se reunieron para planificar «el siguiente paso». Querían lograr que se retirase a la juez del caso cuando presentasen los recursos posteriores al fallo. Se esperaba que las acciones para descalificarla tuviesen éxito, pues el expediente de recurso se presentaría ante un juez católico que le había asegurado a un abogado presente en aquella reunión que tenía la intención de asignarse el caso. Pero tuvo que retractarse cuando las actas del encuentro salieron publicadas en el periódico. Aseguró que no se había dado cuenta de que el abogado estaba relacionado con la diócesis (entonces, ¿de qué otra forma pudo enterarse de la estrategia de la diócesis, si ésta todavía era secreta?). 9 Lo que resulta desalentador del caso de Kos es que todas sus características principales se repiten en otros (y frecuentes) ejemplos de acoso sexual por parte de sacerdotes: la prolongada ceguera ante las evidentes señales de lo que estaba ocurriendo, la repeti-216-

ción compulsiva del delito a pesar de las advertencias y consejos, el traslado de los sacerdotes a otros lugares sin prevenir a nadie en el nuevo puesto de las costumbres de los sacerdotes; la lentitud, la arrogancia y la falta de cooperación por parte de las autoridades de la Iglesia cuando las víctimas se atreven a hablar: todos estos elementos estuvieron presentes en el primer caso que recibió completa cobertura pública, una década antes del juicio de Kos: el nido de siete sacerdotes acosadores en los alrededores de LaFayette, Luisiana, que Jason Berry reflejó en su libro, Lead Us Not into Temptation [No nos dejes caer en la tentación]. Este caso comenzó con el descubrimiento de múltiples abusos por un tal padre Gil-bert Gauthe. Un abogado canónico de la representación diplomática del Vaticano en Washington, el sacerdote dominico Thomas Doyie, trató de crear una política para ocuparse honestamente de estos casos. Con la ayuda de un sacerdote médico y de un abogado asignado al padre Gauthe, Doyie concibió una serie de principios que presentó en el encuentro de obispos estadounidenses de 1985. Contenía hallazgos que habrían evitado el irresponsable reciclaje de sacerdotes en Dallas de una iglesia a otra en la década siguiente. Nos enfrentamos a hábitos compulsivos que el sacerdote puede suspender temporalmente ante presiones legales o canónicas, pero no en todos los casos. Existen muchos ejemplos donde el abuso sexual se comentó poco tiempo después de que el sacerdote se encarase con su obispo. Debe considerarse que ese sacerdote sufre un trastorno psiquiátrico superior a su capacidad de control.10 Los obispos debatieron el informe en secreto y luego lo presentaron. Algunos no querían revelar que el problema fuese tan común como para tener que adoptar una política al respecto. Otros sentían un viejo desprecio sacerdotal por la psiquiatría (se supone que la confesión cura las almas). Otros más afirmaron que Doyie y sus compañeros sólo trataban de crear un centro de poder para ellos. Toda diócesis es celosa del control externo. Aunque del ejercido por Roma no pueden escapar, les molesta el de cualquier otra parte, sea Washington u otra diócesis. Albergaban la esperan—217—

za de que la epidemia de casos denunciados fuese una aberración, algo que remitiría. Algunos obispos siguen resentidos con Doyie. En el juicio de Kos, los demandantes lo llamaron para testificar sobre los patrones de conducta de acoso en todo el país: una información que los obispos no quieren recibir, y mucho menos ver divulgada en la prensa o en la televisión. En «los buenos viejos tiempos», los escándalos de la Iglesia se manejaban discretamente en privado. Los obispos no podían hacerse a la idea de que aquellos tiempos se habían terminado, que los medios modernos son demasiado omnipresentes para que se les desafíe o silencie. Algunos obispos todavía se niegan a aceptar esta realidad. Doyie propuso la honestidad como la mejor política: una recomendación que los obispos, por su formación, eran incapaces de aceptar. Los ministros de la Iglesia han tratado de restringir la cobertura informativa de los hechos en los casos de acoso sacerdotal. Los católicos prominentes llaman a los periódicos para instarlos a suprimir determinados artículos. Las actas del encuentro con el obispo Grahmann revelaron un resentimiento contra los medios: como si estos hubiesen creado los problemas de los que informaron. El periódico local que cubrió el caso del sacerdote del condado de La Salle fue boicoteado y quedó casi en bancarrota por la pérdida de los ingresos por publicidad.r Pero la verdad no puede suprimirse. Se trata de un problema grave que ha degenerado en el transcurso de los años. Una encuesta reveló que, desde 1983 hasta 1987, se había denunciado un caso de abuso sexual por semana, y éste, al igual que el incesto, es el clásico delito que se denuncia con muy poca frecuencia.12 Ninguna diócesis, de las ciento ochenta y ocho del país, se ha quedado sin su caso de pedofilia. En septiembre de 1994 había sesenta sacerdotes o hermanos en la cárcel por abuso de menores, y muchos más en programas de rehabilitación. 13 Ya bastante lamentables son los casos individuales, como el del famoso sacerdote franciscano Bruce Ritter, fundador de la Casa de la Alianza de la Ciudad de Nueva York, a quien se había comparado con el padre Flanagan, protector de la juventud. 14 Más triste aún es el encubrimiento de auténticos cultos a la pedofilia, como en Mount Cashel, el orfanato de los hermanos cristianos de Terránova: -218-

Nueve hermanos cristianos, dos de los cuales eran amantes, sodomizaron, azotaron, golpearon, manosearon y degradaron a un total de al menos treinta niños de Mount Cashel a lo largo de más de veinte años. Los testimonios aportaron indicios de la existencia de un círculo de solapados pedófilos y homosexuales sadomasoquistas, entre los que se contaban cinco hombres que vivían en el pueblo, que habían crecido en el orfanato y volvían a él para abusar de los niños. 15 Terránova era una especie de paraíso de pedófilos, donde cuatro sacerdotes diocesanos (de los siete acusados) fueron condenados por ese delito.16 Este es un problema internacional de la Iglesia. En las escuelas de los hermanos cristianos de Australia se descubrieron casos de abusos como el del orfanato de Terránova. 17 En Irlanda, en 1994, el primer ministro se vio obligado a dimitir por la insuficiente represión de los abusos sexuales en que había incurrido el clero. 18 Si bien el primer instinto de los superiores religiosos es afirmar que los abusos denunciados son faltas aisladas, lo cierto es que todos los sacerdotes denunciados han sido agresores reincidentes, que han cometido sus abusos por años. Se trata de un delito profundamente compulsivo. Además, suele reproducirse de generación en generación: muchos de los que cometen abusos sexuales con niños han sido a su vez niños víctimas de abusos sexuales. En las cárceles australianas, el 93 % de los hombres que cumplen condena por acoso infantil dice haber sido objeto de agresiones sexuales en su infancia, la mitad de ellos por sacerdotes o hermanos.19 Un estudio de «pedófilos regresivos» calcula que un hombre así «tendrá encuentros sexuales con un promedio de 265 jóvenes a lo largo de su vida» si no se le descubre y controla. 20 Pero ¿cómo se le controla? El especialista en estudios sexuales de la Universidad Johns Hopkins, John Money, dice: «Si metéis un pedófilo en la cárcel, no hay ninguna posibilidad de que crezca y aprenda a amar a una mujer de su edad. [...] Porque cuando salga lo hará de nuevo. Todos los pedófilos encarcelados que conozco dicen que sus fantasías les vuelven locos.»21 Cuando Larry King Live dedicó un programa al caso de Dallas, en agosto de 1997, un abogado de la diócesis aseveró que el —219—

crimen del padre Kos no tenía nada que ver con el celibato sacerdotal. Señaló que entre personas no célibes que se dedican profesionalmente a la asistencia juvenil también se dan casos de pedofi-lia: consejeros, profesores, guías de exploradores y otros. Esto ocurre en las «profesiones asistenciales» en general. Según una encuesta de 1989, un 5,5 % de los psicólogos varones tenían relaciones sexuales con sus pacientes. Un 10 % reconoció realizar «prácticas eróticas» sin relaciones sexuales. 22 Pero la mayoría de esos pacientes eran adultos. Y la pedofília de los sacerdotes difiere de las demás en tres puntos importantes, todos ellos relacionados con el celibato. Primero, el monitor de exploradores no es alguien que haya proclamado públicamente pertenecer a un grupo con votos de abstinencia eterna de cualquier forma de sexo, con cualquier pareja, hombre o mujer, joven o vieja. A un sacerdote se le considera especialmente fiable por tratarse de alguien que ha asumido un acto heroico de autocontrol. El célibe declarado es visto como un atleta del dominio sexual. Tratar con jóvenes para él es, de acuerdo con la ideología oficial, un encuentro de inocentes con inocentes. Después de todo. Pablo VI dijo que ésa es la ventaja del celibato: que confiere a quien lo practica un halo de espiritualidad especial, una «señal escatológica» de transcendencia humana. Según Sacerdotalis Caelibatus, la vida sacerdotal nos deja entrever que «en la resurrección ellos no serán ni casados ni dados en matrimonio, sino como ángeles en el cielo».23 Esto se tradujo a efectos prácticos en que muchos de los padres de los perjudicados confiaron sus hijos a los sacerdotes casi como a Dios, y ciertamente con muchas menos reservas que a cualquier otro profesor o tutor. Puesto que ésta era la confianza traicionada, la consecuente amargura, desilusión o pérdida de fe era proporcionalmente mayor. Ser traicionado por Dios no es una experiencia corriente. Otro motivo por el que el celibato incide en la pedofília sacerdotal es que la reverencia que inspira la heroica abstención impone una actitud de cautela a los funcionarios civiles a la hora de investigar, denunciar o enjuiciar los delitos de los célibes. Como hemos visto, la policía militar entregó a Mike Miglini a otro sacerdote, honrando la condición de célibe como una clase a pesar de que estaban arrestando a un individuo de dicha clase. Asimismo, acep—220—

taron la petición de los padres de Mike de no procesar al padre Peebles, pues querían evitarle el escándalo a la Iglesia. Durante años la policía ha hecho la vista gorda ante los sacerdotes que ha sorprendido ebrios. Durante la investigación en LaFayette, Lui-siana, un fiscal público le dijo al abogado del padre Gauthe: «Quiero que le lleves un mensaje al obispo. La otra noche los oficiales de brigada detuvieron al padre Tom Bathay [seudónimo] por buscar contactos sexuales en el baño de hombres de una parada de autobuses en las afueras del pueblo. No se le imputaron cargos. Es la segunda vez que le pasa esto. Dile al obispo que si vuelve a ocurrir lo meto de culo en la cárcel.»24 La sola advertencia demuestra un trato deferente (pero no infinito). Una de las razones por las que el clero está tan resentido con la recién descubierta agresividad de la prensa es porque estaba acostumbrado a que sus deseos fuesen atendidos. La prensa católica se sentía protectora, y la no católica no quería ofender susceptibilidades religiosas. Los policías eran buenos con los sacerdotes, como en las películas. La imagen que la gente quería conservar de los sacerdotes era la de Bing Crosby o Spencer Tracy con alzacuello. Nada es más dañino para esa imagen que la pedofília. Lo que está en juego es mucho más grave, en todos los aspectos, cuando el delincuente sexual es un sacerdote. Mucho más grave resulta, por supuesto, para los sacerdotes, y éste es el tercer y más importante aspecto que hace que la pedofília sacerdotal sea diferente. Para un sacerdote, ser pedófilo plantea la duda de si la disciplina del celibato para toda una clase de hombres (no sólo para los espiritualmente dotados) es un ideal falso por irrealizable. Si un hombre no es capaz de controlar siquiera las pulsiones más degradantes de la depredación sexual en sí mismo, ¿podemos en verdad creer que en su mayoría controlan instintos más normales y comunes? Los mismos sacerdotes lo dudan ampliamente, y algunos han empezado a admitirlo. Hasta el respetado cardenal Seper declaró ante el sínodo de obispos de 1971 en Roma: «No soy en absoluto optimista respecto a que el celibato esté siendo respetado.»25 Los que están en posición de saberlo comparten esa certeza. El trabajo más respetado sobre ese asunto es el de Richard Sipe, que ha sido monje durante veinte años y además psiquiatra especializado -221

en el estudio de las costumbres sexuales del clero. Basándose en años de entrevistas, tutorías, encuestas y debates con otros expertos, realizó en 1990 un cálculo conservador según el cual el 20 % de los sacerdotes son sexualmente activos con mujeres en algún momento dado, a lo que se debe añadir de un 8 a un 10 % que todavía explora algún tipo de vínculo íntimo con mujeres. Descubrió que el 20 % de los sacerdotes tiene inclinaciones homosexuales, y que de ellos el 10 % es activo sexualmcnte (4 % de éstos, con niños). Y concluyó que el 80 % de los sacerdotes se masturba, al menos ocasionalmente. 26 Otros investigadores han obtenido cifras igualmente elevadas en otras categorías. El sociólogo jesuíta Joseph H. Fi-cher, S. J., acredita un recuento de más del 30 % de los sacerdotes alemanes que mantienen relaciones con mujeres.27 Andrew Greeley afirma que el 25 % de los sacerdotes menores de treinta y cinco años son homosexuales, y la mitad de ellos sexualmente activos. 28 Jason Berry señala que los seminaristas le han dicho que las cifras de Greeley deberían multiplicarse por dos. 29 El doctor Willian Masters descubrió que de los cien sacerdotes que incluyó en su estudio, noventa y ocho se masturbaban.30 Sipe revisó sus cifras al alza con los nuevos datos que había recabado para un libro que publicó cinco años después del primero (véase capítulo 13). Al margen de lo que uno piense de la moralidad de estos actos, estas cifras están obviamente ligadas a la tesis de este libro: la vida de las autoridades eclesiásticas transcurre dentro de estructuras de múltiples engaños. No es de extrañar que los sacerdotes se muestren reticentes a imponer exigencias morales a los demás en terrenos como la contracepción y el papel de la mujer, cuando ellos viven en diaria contravención de las directrices del Papa respecto al sexo y su propio celibato. La masturbación y la homosexualidad no son, por sí mismas y siempre, el «trastorno objetivo» que la doctrina papal dice que son. Pero ésa es la doctrina. Y los sacerdotes tienen que ocultar al laicado, a sus superiores y a los demás (y a veces a sí mismos) lo que Pablo VI llamó el «testimonio de sus vidas». Esto explica en gran parte las lamentables acciones descritas al principio de este capítulo. Para empezar podemos preguntarnos cómo es posible que los sacerdotes, los superiores y los obispos desviaran la mirada mientras se estaba abusando de los chicos. —222—

Desviar la mirada es una costumbre profundamente inculcada y una necesidad: una táctica de supervivencia para hombres cuyas vidas están plagadas de gestos furtivos. La propia vida, la de los amigos o la de las personas de quienes dependemos no admite un escrutinio muy severo. Sería peligroso —en cuanto al escándalo y el disgusto del laicado, para los observadores mismos— permitir que la luz inundase el sombrío submundo de secretos, evasivas y desfiguraciones que conforma el estilo de vida sacerdotal. Es comprensible que un sacerdote homosexual vacile en señalar los casos de abuso infantil, e incluso que se resista a darse por enterado: ¿por qué exponer su propia situación hurgando en los problemas de otro? Ésta es la ocasión perfecta para mantener una ignorantia affectata. Pero ¿por qué los sacerdotes heterosexuales protegen a los agresores homosexuales? Según Sipe, algunos de ellos cargan con sus propias víctimas en la conciencia, quizá no tan indefensas como los niños, pero igualmente deslumbradas por el aura del sacerdocio y por lo general abandonadas una vez que el sacerdote termina el «experimento» sobre su propia sexualidad. La indulgente comunidad de sacerdotes que acoge de nuevo en el redil al transgresor heterosexual generalmente culpa a la «provocadora» que lo apartó de su deber, dándole nueva vida a la antigua imagen de las mujeres como señuelos carnales.31 Se ha llegado a exigir a algunas mujeres que aborten para no desvelar la aventura del sacerdote (Sipe conoce a un grupo de apoyo a cincuenta víctimas de esa experiencia). 32 Mi objetivo no es juzgar a los sacerdotes sino volver sobre la disonancia entre las afirmaciones del Papa y la vida real. La brecha entre ambas se ensancha cada día que el Papa continúa haciendo caso omiso de la realidad y reafirmándose en sus proclamas con una bravuconería autoritaria. Pongamos el caso de la masturbación. Hasta hace poco tiempo, se enseñaba a los chicos que cada vez que se masturbasen cometían pecado mortal, de esos que vacían el alma de gracia y les manda al infierno si llegan a morir antes de arrepentirse y confesarlo. Hasta se les daban argumentos teológicos de peso. En cuanto al sexto mandamiento (en la numeración católica), no hay pecado venial ni falta leve: todo acto sexual excepto aquel entre cónyuges que no practiquen la contracepción es «grave» (es decir, cada uno de estos pecados es un pecado mortal). —223—

Esto convertía a los adolescentes en pecadores empedernidos que envilecían sus almas una y otra vez, en el transcurso de su adolescencia. Sin embargo, a menudo se confesaban con hombres que, sin la excusa de la adolescencia, también se masturbaban. Pero ¿será verdad que ahora las cosas han cambiado? ¿Los sacerdotes ya no enseñan eso de la levedad de la falta? Las cosas no han cambiado en la esfera oficial, ¿cómo iban a cambiar? En esa esfera la Iglesia declara que nunca cambiará sus doctrinas. En 1994, al cabo de largos años de preparación, Juan Pablo II escribió una carta comendataria para el nuevo catecismo aprobado por el cardenal Ratzinger, en la que dice: Debe entenderse por masturbación la estimulación deliberada de los órganos genitales con el fin de obtener placer sexual. Tanto el Magisterium de la Iglesia, con arreglo a una tradición constante, como el sentido moral de los creyentes no han dudado y han sostenido firmemente que la masturbación es una acción intrínseca y gravemente enfermiza.33 Todavía no se habla de ausencia de pecado venial, sólo de acción «gravemente enfermiza». ¿Así que nada ha cambiado? Bueno, hay una nota «pastoral» anexa, diciendo que la inmadurez moral —la misma que invalidó el matrimonio deJoseph Kennedy—puede suavizar la sentencia: Para hacer una valoración equitativa de la responsabilidad moral del sujeto y para guiar la acción pastoral, debe tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza del hábito adquirido, las condiciones de ansiedad u otros factores psicológicos o sociales que atenúen o incluso eliminen la culpabilidad moral. Hay un trasfondo en esto, detrás de la mera afirmación defensiva de que la doctrina jamás ha cambiado. Ceder en ese punto pondría en peligro la condena de otros actos «no naturales». Toda actividad sexual, salvo el acto sexual como tal en circunstancias lícitas, es contra natura, lo que vincula todo placer sexual, necesariamente, a la procreación. No se puede tener un bebé masturbán-dose. Lo que es más, no se puede recurrir a la masturbación ni —224—

siquiera con el fin de tener un bebé. La congregación del cardenal Ratzinger presentó un polémico documento en 1987 con la aprobación de Juan Pablo II, llamado Donum Vitae [El don de la vida], que dice así: La inseminación artificial como sustituto del acto conyugal está prohibida por razones de la disociación voluntariamente lograda de los dos propósitos del acto conyugal [la procreación y la expresión del amor]. La masturbación, que es como normalmente se obtiene el esperma, es otra señal de esta disociación: incluso si se realiza con el propósito de procrear, se sigue privando al acto de su significado unificador.34 En el Concilio Vaticano II se acogió como un gran avance que el Magisterium finalmente admitiese la expresión del amor como un elemento válido en el acto marital (mientras no se disociase de la procreación). Ahora bien, ese «avance» se utiliza para decir que un marido que desea expresar su amor hacia su esposa dándole un hijo que ella no puede concebir de otra manera, tiene que hacerlo solamente por la compenetración sexual directa de sus cuerpos. El amor no puede transmitirse a través de un acto «no natural» que incluya la masturbación. La «doctrina inmutable» vuelve a aparecer en formas absurdas y numerosas. Por ejemplo, no se puede conjurar el peligro del sida con el uso de condones, y menos en relaciones homosexuales (que de todas formas son contra natura), pero tampoco en una pareja casada donde uno de los dos tenga el sida. Monseñor Cario Caffara, decano del Instituto de Estudios de Asuntos Matrimoniales y Familiares del Vaticano, declaró que una pareja así tiene dos opciones: abstenerse del sexo o correr el riesgo de infección practicándolo de forma «natural» sin la interferencia artificial del condón. 35 La mayoría de la gente pensó que la oposición del cardenal 0'Connors de Nueva York a la distribución de condones para la prevención del sida iba dirigida a los homosexuales. Resulta que no le importó atentar también contra la vida de las personas casadas. El condón es más maligno que morirse de sida. ¿Hay algo de extraño en que los sacerdotes no tomen en serio semejante «doctrina» sobre el sexo? La doctrina papal se ha trivia—225—

lizado a sí misma. Al aferrarse a la imagen de pecado mortal de los actos no naturales, el debate se ha reducido a un nivel carente de toda seriedad. Se oponen al condón y a la masturbación tanto como al adulterio o a la pedofilia. Bernard Háring lamenta el hecho de que la gente le haya restado importancia al tema del aborto por la machacona insistencia de las autoridades de la Iglesia en la contracepción como otra forma de «matar bebés». Si a algunos les resulta imposible admitir las razones de la Iglesia en lo relativo a la contracepción, por la misma lógica pueden perder la confianza en argumentos de la misma fuente sobre otros asuntos. 36 Los sacerdotes saben que la insistencia del Papa en que las mujeres no pueden ser sacerdotes no tiene ningún sentido lógico ni bíblico. Entonces, ¿por qué no sospecharían lo mismo sobre el celibato sacerdotal o la homosexualidad? Es difícil para ellos hacer distinciones cuando los superiores prohiben la libre discrepancia en relación con todo, desde lo trivial hasta lo trágico. Las distinciones, en consecuencia, tienen que hacerse en privado, sin la saludable corrección del debate abierto. A los sacerdotes no se les permite separar públicamente lo sensato de lo absurdo, condenar el aborto pero aprobar la contracepción, condenar la pedofilia pero aprobar la homosexualidad. Todo ello queda sujeto a la misma prohibición. La discrepancia crece en secreto. La libertad que el celibato en teoría debía darles para la acción desinteresada muere en la semilla si se prohibe la libertad de debate. Una conspiración de silencio oculta muchos gestos bondadosos: desviaciones de las líneas oficiales para atender las necesidades pastorales de los católicos perplejos. El sacerdote se ve obligado a realizar sus buenas obras furtivamente. La conspiración también oculta muchas cosas vergonzosas y depravadas, como cientos y cientos de niños víctimas de abusos sexuales y de mujeres abandonadas por sacerdotes. Irónicamente el resultado se elimina a sí mismo. El Papa ha hecho que el número de sacerdotes disminuya marcadamente por insistir en el celibato y se ha quedado no sólo con menos sacerdotes sino que también son menos célibes. Casi todos los sacerdotes que colgaron los hábitos en la deserción masiva de las décadas de los setenta y los ochenta lo hicieron para casarse. Los sacerdotes homosexuales se quedaron, con lo que su proporción aumentó a pe-226-

sar de que su cantidad absoluta se mantuvo igual. Y ahora incluso esa cantidad absoluta está creciendo. Muchos observadores sospechan que el verdadero legado de Juan Pablo a su Iglesia es un sacerdocio homosexual.

NOTAS 1. Bette L. Bottoms, Philip R. Shaver, Gail S. Goodman y Jianjian Qin, «In the Ñame of God: A Profile of Religion-Related Child Abuse», Journal of Social Issues 51,1995, p. 95. 2. Para el relato de la familia Miglini me he basado en mis propias entrevistas con Tony Miglini y con su abogada, Sylvia Demarest, en un artículo de Dan Michaiski, «Innocence Lost», en la edición de D de septiembre de 1995, pp. 98-103,139,141,143, y en la cobertura que el Dallas Morning News le dio al juicio de Kos. 3. Ed Housewright, «El historial de otro sacerdote entra en el caso Kos», Dallas Morning News, 18 de junio, 1997. 4. Ibíd. 5. El Dallas Morning News publicó una cronología muy útil del historial diocesano de Kos, recopilada de los reportajes del periódico sobre el caso, «Rudolph Kos y la diócesis católica de Dallas», 25 de julio, 1997. 6. Ed Housewright, «Víctima dice que Kos telefoneó desde el centro», Dallas Morning News, 29 de mayo, 1997. 7. Ed Housewright, «Ex funcionario dice que nunca interrogó a Kos», Dallas Morning News, 6 de junio, 1997. 8. Ed Housewright, «Los padres del chico agredido comparten la culpa en el caso Kos, afirma ex funcionario de la diócesis», Dallas Morning News, 8 de agosto, 1997. 9. Brooks Egerton, «El juez católico renuncia al caso de la diócesis de Dallas», Dallas Morning News, 23 de agosto, 1997. 10. Jason Berry, Lead Us Not into Temptation: Catholic Príest and the Sexual Abuse of Children, Doubleday, 1992, p. 100. 11. Ibíd., p. 165. 12. A. W. Richard Sipe, A Secret Worid: Sexuality and the Searchfor Celibacy, Brunner/Mazel Publishers, 1990, p. 162. 13. A. W. Richard Sipe, Sex, Priests, and Power: Anatomy ofa Crisis,. Brunner/Mazel Publishers, 1995, p. 26. —227—

14. Berry, op.cit.,pp. 316-317. 15. Ibíd.,p.302. 16. Ibíd.,pp.314-316. 17. Jack Taylor, «Pedófilos culpan a la Iglesia Católica de un ciclo de abusos, revela un estudio», Agence France Presse, 6 de enero, 1995. 18. Sipe, Sex, Priests and Power, p. 26. 19. Taylor, op. cit. Los profesores Freda Briggs y Russell Hawkins de la Universidad de Adelaide realizaron la encuesta. 20. Berry, op. cit., p. 159. 21. Ibíd.,p.75. 22. Sipe, Sex, Priests, andPower, p. 129. 23. Pablo VI, Sacerdotalis Caelibatus, traducción del Vaticano, párr. 34. [Celibato sacerdotal. Acción Católica, 1967.] 24. Berry, op. cit., p. 51. 25. Ed-ward Schillebeeckx, The Church With a Human Face, traducido al inglés porJohn Bowden (Crossroad, 1985), p. 228. . 26. Sipe, .A Secret World, pp. 74,133-134,139. 27. Sipe, Sex, Priests, and Power, p. 115. 28. Thomas C. Fox, Sexuality and Catholicism, Georges Braziller, 1995,p.176. 29. Berry, op. cit., pp. 259-273. 30. Sipe, A Secret World, p. 139. 31. Ibíd.,pp. 122-130. 32. Ibíd.,p.l24. 33. Cathechism of the Catholic Church, Liguori Publications, 1994, p.564. 34. Respect for Human Life (Donum Vitae), traducción del Vaticano, Pauline Press, 1987, Parte II, Sección 6, p. 32. 35. Fox, op. cit., p. 297. 36. Bernard Háring, «A Theological Evaluation», en John T. N00nanJr. (editor), The Morality ofAbortion: Legal and Historical Perspectives, Harvard University Press, 1970, p. 134, sobre «la urgente necesidad de una distinción más exacta y cuidadosa entre acciones tan radicalmente diferentes entre sí como el aborto y la contracepción». •228-

13 Un sacerdocio homosexual

Las cifras citadas del trabajo de Richard Sipe demostraron que la actividad sexual de los sacerdotes homosexuales y heterosexuales era prácticamente la misma: el 20 % sentía inclinación por las actividades sexuales, y la mitad de ellos las practicaban. Este balance está lejos del que presenta la sociedad en general. Las cifras de los sacerdotes homosexuales pueden estar por encima de la proporción de homosexuales en la sociedad, pero las de actividad heterosexual están muy por debajo. La mitad de los que tienen preferencias homosexuales las ponen (o ponían) en práctica, pero sólo un octavo de aquellos con inclinaciones heterosexuales ceden a ellas. No es de extrañar que el grueso de los que abandonan el sacerdocio lo haga para casarse. Como diría Willie Sutton, ahí es donde están las mujeres. No es de extrañar que, proporcionalmente, haya más homosexuales activos en el mundo de los seminarios y las casas parroquiales. Es un ambiente totalmente masculino. Las tentaciones y oportunidades se presentan más a menudo que para los heterosexuales, cuyo contacto con mujeres es menos frecuente, aislado, y visto con mayor suspicacia. Esto se verifica en todas las situaciones exclusivamente masculinas: en el ejército, en los colegios no mixtos, en los Boy Scouts. Para empezar, tales ambientes atraen a algunos homosexuales. El estudio del sacerdocio que los obispos solicitaron en la década de los ochenta y que luego, al ver el rumbo que tomaba, decidieron suspender, definió estos rasgos en los seminarios (resumidos por Sipe): -229-

1. Dependencia, la tendencia a depender de otros más que de sí mismos. 2. Bajo interés sexual por el sexo opuesto. 3. Elevados intereses estéticos en contraposición con ocupaciones atléticas o mecánicas. 4. Dominio materno, o un predominio de la imagen inconsciente de la madre dominante (idealización de la mujer). No es una descripción de todos los homosexuales, pero indica que algunos de ellos, que coinciden en otros aspectos, se encontrarían a gusto con estas compamas. Como lo presenta Sipe: «¿Reflejan estos hallazgos un componente homosexual más grande en el clero célibe que en la población en general? La respuesta es que sí.» Las «profesiones asistenciales», como las llamaban antes, cuentan en cierta medida con más homosexuales que otras ocupaciones, en gran parte porque los homosexuales tienen talento para ello. Aunque esto siempre fue cierto, las evoluciones recientes han acelerado las tendencias ya presentes. Por una parte, las renuncias masivas de los sacerdotes heterosexuales alteraron la composición total de las comunidades sacerdotales. Incluso los heterosexuales que se quedaron han demostrado en las encuestas que aprobarían un clero casado, y esto parece haber reducido su propia resistencia al sexo con mujeres. Esto a su vez puede afectar a la actitud de los homosexuales hacia la legitimidad del sexo en el sacerdocio, especialmente dado que la sociedad circundante —incluidos los sacerdotes heterosexuales— se ha vuelto mucho más tolerante hacia la homosexualidad, ya no está tan segura de que sea un «trastorno objetivo» y se guarda de que la consideren o la tilden de «homofóbica». Al fin y al cabo, vivimos en un tiempo en que la policía de Nueva York está reclutando abiertamente a homosexuales con el propósito de entablar una relación más servicial con algunos segmentos de la comunidad. Paralelamente, el sistema tácito de apoyo homosexual, el mismo que todas las minorías tienen que formar para su autoestima o protección, se ha vuelto más abierto y seguro, desafiando con más libertad a la desacreditada homofobia. Además, la cantidad de sacerdotes en tratamiento por sida, o muertos por su causa ha roto en cierta forma el tabú en los debates sobre la homosexualidad sa—230—

cerdotal. Un extenso estudio realizado por el Kansas City Star demostró que se sabe al menos de 400 sacerdotes que han muerto de sida, y probablemente la cifra verdadera ascienda al doble, es decir, entre cuatro y ocho veces la proporción registrada entre la población común.2 Sumando todas estas razones, los analistas han deducido que en los seminarios hay más homosexuales que antes. Sipe advirtió este cambio en las estadísticas a lo largo de sus años de observación. Thomas Fox, el editor de The National Catholic Repórter, analizando sus entrevistas y la cobertura de la cultura católica en su periódico, llegó a la siguiente conclusión: «En algunos casos ha habido informes sobre seminarios predominantemente gays, donde el ambiente homosexual se agudizó tanto que hizo sentir incómodos a los seminaristas heterosexuales, que terminaron por marcharse.» 3 Los homosexuales también han notado el cambio. En una encuesta realizada a 101 sacerdotes gays, los que se ordenaron antes de 1960 recuerdan sus seminarios con un 51 % de homosexuales. Los que se ordenaron después de 1981 dicen que sus seminarios tenían una población 70 % homosexual.4 La mera existencia de estas encuestas constituye de por sí una señal del cambio que ha experimentado la condición de homosexual en el sacerdocio. Una mayor tolerancia ha posibilitado un mejor conocimiento de la existencia y actitudes de los sacerdotes homosexuales, cuyas redes internas eran casi invisibles desde fuera hasta hace pocas décadas. Evidentemente, los encuestados pueden estar hinchando sus cifras, deliberada o inconscientemente, para proclamarse como la norma. No hay muchos que quieran responder a las encuestas, ni siquiera anónimamente: no son una muestra representativa. Quizá también estén contando como gay a cualquiera que a ellos les «parezca» que tenga orientaciones homosexuales, incluso si la persona no ha reconocido su tendencia. Pero lo que realmente importa es la proporción, no las cantidades absolutas. Los homosexuales más jóvenes tienen la impresión de que sus filas aumentan. La mayoría de los observadores también lo ve así. Uno podría preguntarse por qué los homosexuales querrían responder a tales encuestas. Los resultados muestran que los que responden se sienten frustrados al no poder unirse al movimiento —231—

de liberación homosexual de manera más abierta. Acogieron con agrado esta oportunidad —brindada por su silencioso sistema de autoapoyo— de decir lo que desearían decir a todo el mundo si no corriesen el riesgo de ser expulsados de un sacerdocio por el que sienten verdadero amor. De hecho, hubo dos encuestas. En general ambas coinciden en sus hallazgos, lo que podría interpretarse como una confirmación de los resultados de no ser por el hecho de que, dado que se permitió el anonimato en las respuestas, se desconoce el grado de yuxtaposición que hubo entre ambos grupos, probablemente no poco, pues la edad promedio de ambos grupos fue prácticamente la misma (hombres que rondaban los treinta y cinco). 5 La importancia particular de cada encuesta no radica en que los grupos fuesen totalmente diferentes sino en las distintas tribunas que cada una ofreció a los encuestados al utilizar métodos y espectros de interrogación distintos. La primera la realizó un sacerdote, Richard Wagner, para su disertación de 1980 en el Instituto de Estudios Avanzados de la Sexualidad Humana en San Francisco. 6 Aunque Wagner sólo pudo encuestar a 50 sacerdotes, tuvo la oportunidad de entrevistarse durante hora y media con cada uno. El otro proyecto, con una muestra de 101 sacerdotes, permitía escribir respuestas largas y disertaciones, algunas de las cuales se publicaron con la encuesta, editada por James G. Wolf.7 En ambas encuestas la mayoría se declaró feliz, con un sacerdocio satisfactorio y un futuro bastante asegurado. Los de la encuesta de Wolf lamentaron el limitado campo de búsqueda de amantes, pero los de Wagner alcanzaron un promedio de 226 parejas sexuales, cifra que se obtuvo solamente porque el 22 % de ellos afirmó haber tenido más de 500.8 La mitad de la muestra de Wagner y tres cuartos de la de Wolf sabían que eran homosexuales antes de su ordenación. 9 Aquellos que lo sabían tuvieron experiencias sexuales en el seminario, y algunos de sus superiores lo supieron. Se les permitió proceder con la ordenación, quizás (esto no está claro) con la idea de que se trataba «sólo de una fase» o un desliz. (Las autoridades católicas han sostenido tradicionalmente que el pecado está bajo el control de la voluntad, razón por la que muy pocos buscan ayuda temprana para tratar el alcoholismo.) Alrededor de un tercio de los superiores de los sacerdotes saben de su homosexualidad, la misma proporción de padres que lo saben de sus hijos.10 —232—

La elevada prominencia de homosexuales en los seminarios ha llevado a algunos hombres homofóbicos a no ingresar en el seminario o a salirse de él. De hecho, la admisión de hombres y mujeres casados en los seminarios —que tiene que llegar algún día— puede darse por las razones equivocadas, no porque la mujer y la comunidad lo merezcan, sino por el pánico a la idea de que el sacerdocio se está volviendo predominantemente gay. ¿Cómo hacen los homosexuales del sacerdocio actual para conciliar sus votos de celibato y su vida sexual activa? Algunos piensan que la orden de abstenerse del sexo es absurda, un formalismo. Otros piensan que implica una íntima dedicación al Evangelio. Una cantidad significativa (35 % en Wolf, 22 % en Wagner) cree que el celibato significa no casarse con una mujer: una definición que haría célibes a todos los homosexuales, hasta los más promiscuos." Los homosexuales parecen tener algunos problemas teológicos con las nociones más elementales de la moralidad de la homosexualidad misma. Después de todo, las escrituras no dicen nada sobre el aborto, la contracepción o un sacerdocio no célibe. Sin embargo, tanto en la Biblia judía como en el Nuevo Testamento sí que hay algunas claras y graves condenas a algún tipo de homosexualidad. La mayoría de los encuestados por Wagner (el 88 %) había leído algún cuestionamiento de los mandatos bíblicos contra la homosexualidad —The Church and the Homosexual [La Iglesia y los homosexuales], deJohn McNeill, S.J.—ya casi todos ellos (el 95 %) les había parecido tranquilizador.12 Cuando apareció el libro de McNeill en 1976, contó con el apoyo de sus superiores jesuítas y con su licencia para publicarlo (imprimí potest). Pero no había transcurrido un año cuando el Vaticano ordenó a los jesuitas rescindir la licencia y prohibió a McNeill hablar o publicar nada sobre la homosexualidad. McNeill observó la prohibición hasta que el cardenal Ratzinger publicó en 1986 una nueva declaración en la que condenaba toda forma de sexo homosexual. McNeill rompió su silencio, denunció la carta y fue expulsado de los jesuítas. McNeill se inspiró en el significativo libro que precedió al suyo — Homosexuality and the Western Christian Tradition [La homosexualidad y la tradición cristiana occidental], del anglicano Derrick Sherwin Bailey (1955)— y en las investigaciones deJohn Bosweil, un erudito católico homosexual cuyo propio libro, —233—

Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality [Cristiandad, tolerancia social y homosexualidad], apareció con gran éxito en 1980. La idea más importante de Bailey, Bosweil y McNeill es que las condenas de san Pablo a la homosexualidad no se dirigían a la orientación homosexual en sí, una «inversión» aún sin descubrir, sino contra los heterosexuales que cometían la «perversión» de realizar actos homosexuales. Los eruditos bíblicos siguen sin convencerse de este punto.13 No obstante, el trabajo de estos tres hombres llevó a posteriores y mejores análisis de los pasajes relevantes de las Escrituras, principalmente la ecuánime obra de Robin Scroggs, The New Testament and Homosexuality [El Nuevo Testamento y la homosexualidad] (1983). Scroggs señala que las Escrituras apenas se ocupan de la cuestión de la homosexualidad. La Biblia judía supuestamente se refiere a ella sólo cuatro veces y el corpus paulino del Nuevo Testamento tres veces. Cada pasaje presenta sus problemas. Empecemos con la escritura judía: 1. La sodomía adquiere su significado moderno en la historia de Lot, en el Génesis 19. Cuando los ángeles vengadores, disfrazados de hombres, visitaron a Lot en la ciudad de Sodoma, los perversos vecinos le pidieron a Lot que sacase a los hombres «para que los conozcamos» (19:8). Eal les ofreció darles sus hijas vírgenes en su lugar, pero los villanos insistieron en los hombres. Como la historia del Génesis de Onán «derramando la simiente» había sido erróneamente interpretada como un delito sexual, más que como una ofensa al código familiar, Bailey y McNeill trataron de encontrar un paralelismo en este caso: que el delito intentado no era la homosexualidad, sino una transgresión del código de la hospitalidad.14 Pero Bosweil y luego Scroggs desarrollaron un argumento más apropiado al decir que el delito está en el intento de violación, independientemente del sexo de la persona agredida. 15 Otra historia de violación confirma este paralelo, la del levita que visita Gabaa, segunda ocasión en la que se supone que se condena la homosexualidad. 2. De nuevo los hombres se reúnen y piden al anfitrión que haga salir al forastero «para que lo conozcamos» (Jueces 19:22). En su lugar envía a su concubina, a quien violan y asesinan. El crimen (la violación) es el mismo que el de Sodoma, al margen del sexo de —234—

la víctima. Así, dos de los cuatro pasajes de las escrituras judías en realidad no son en absoluto contra la homosexualidad. 3. Los pasajes tercero y cuarto sí que se refieren a la homosexualidad. En Levítico (18:22) se prohibe «yacer con varón como con mujer», pues «es abominación». 4. Esta prohibición se repite en Levítico 20:13-14, añadiendo al veto la pena de muerte. Estas leyes forman parte del Código de Santidad, que declara impuras muchas cosas. Mary Douglas ha analizado el razonamiento de puntos aparentemente arbitrarios de este código en su libro sobre impurezas rituales, donde dice que el apareamiento adecuado (o el mal emparejamiento) es la norma. 16 William Countryman se sirvió de las normas de Douglas para debatir las leyes levíticas sobre la homosexualidad, señalando que es «una confusión de tipos» lo que crea la impureza: Es igualmente contaminante mezclar asuntos que no están hechos para juntarse [...] [así que] no debe permitirse que diferentes especies de animales domésticos se apareen [por ejemplo, para engendrar muías], ni que un campo abrigue dos diferentes tipos de semillas, ni que una tela sea tejida con dos tipos de fibras [...] ésta es la razón para condenar los actos homosexuales, tal como lo explica claramente la formulación de la regla: describe el delito literalmente, como hombre que se ayunta con hombre «como con mujer». El hombre que desempeña el papel «femenino» es una combinación de tipos y por lo tanto impuro, como un tejido compuesto de lino y lana; y el acto que lo vuelve impuro es responsabilidad conjunta de ambas partes. Lo mismo se señala en la prohibición de que hombre y mujer se vistan de lo que no son (Dt. 22:5). 17 Para la mayor parte del mundo moderno, la pureza ritual no es una categoría moral. Entonces, ¿qué dice el Nuevo Testamento sobre la homosexualidad? En los evangelios no hay nada, pero en Pablo hay dos pasajes y en las epístolas pastorales uno: 1. El primer pasaje (1 Cor. 6:9) forma parte de una lista de malas acciones, en las que se ligan dos expresiones, «afeminados» (malakoi) y «los que yacen con varones» (arsenokoitai). El primer —235—

término lo traduce como «afeminados» la Biblia del reyJacobo I de Inglaterra; como el equivalente en alemán de «mariquitas» lo traducen Lutero y la versión alemana de la Biblia deJerusalén. Pero el amaneramiento difícilmente puede considerarse voluntario, y todo cuanto figura en esta lista es motivo de exclusión del reino de Dios, más bien severo para con una carencia de virilidad. Es por ello por lo que el término se emplea como un eufemismo para el de homosexual en general, que, curiosamente, carece de equivalente en griego. Pero entonces ¿qué significa la otra expresión? La primera edición de la Revised Standard Versión pone de relieve el problema traduciendo ambas palabras de la misma forma: ¡«los homosexuales y los homosexuales» serán excluidos! Scroggs suscribe la opinión de otros (incluido Bailey) que ven aquí a los miembros pasivo y activo de la pareja en la pederastía característica de la forma griega de homosexualidad. Esto tiene sentido, puesto que Pablo le escribía a un pueblo griego conocido por su libertinaje sexual, más sentido que pensar que hablaba de las «prostitutas del templo». El judío griego Filón, coetáneo de Pablo, fue particularmente feroz en su denuncia de la pederastía: Cuando Filón examina estas leyes (Lev. 18:22 y 20:13), introduce el tema con la siguiente frase: «Hay otro mal que ha trepado hasta las ciudades, mucho más vil que el anterior [hombres casados con mujeres estériles], a saber: la pederastía.» Todo el análisis que sigue se centra en la pederastía y en lo deshonroso que Filón la considera. Aunque está claro que cuando Filón lee las leyes generales de su Biblia contra la homosexualidad masculina .está pensando en las manifestaciones culturales de su propio entorno [la pederastía].18 Lo mismo puede decirse de Pablo. 2. La epístola pastoral a Timoteo (1:10) también incluye a «los sodomitas» en una lista de delincuentes, esta vez precedidos por los «fornicarios» (pornoi) y seguidos de los «secuestradores». Dado que el secuestro se utilizaba comúnmente como una táctica para conseguir esclavos, y que los fornicarios (hombres prostituidos) solían ser esclavizados, Scroggs sostiene que, una vez más, la pederastía explica esta unión de términos.19 —236—

Las palabras más duras están en la epístola de Pablo a los romanos, donde la lista de actos cuyos autores merecen la muerte incluye ésta (1:26-27): Por esto Dios los entregó [a los paganos] a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es anormal, y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío. Traduzco como «anormal» lo que suele presentarse en las versiones más al uso como «contrario a la naturaleza» (paraphysin). Esta traducción ha llevado a los moralistas católicos a interpretar este pasaje como una ley natural teórica. Pero Pablo no tiene tal teoría de leyes naturales. Para él physis significa la forma normal de las cosas. A veces es bueno apartarse de lo común. En la misma epístola a los romanos, Pablo dice (11:24) que los gentiles se injertan en la salvación que procede de los judíos, como ramas cortadas, contra la naturaleza —para physin, la misma frase empleada en el pasaje— de su propio árbol e injertados en otro. En ocasiones physis se refiere a una costumbre social que conviene cumplir, como cuando dice que «la naturaleza misma (physis) enseña que es deshonroso (atimia) [la misma palabra usada cuando habla de los hombres y las mujeres en el texto de los Romanos] para el varón dejarse crecer el cabello» (1 Cor. 11:14). La ley natural no entra en juego. Entonces, ¿qué entra? Scroggs alega que aquí Pablo todavía está hablando de pederastía, como en su carta a los corintios (y como lo hizo Filón). La verdadera sorpresa es la mención del lesbianismo, la única en todas las Escrituras tanto judías como cristianas. Pablo está describiendo la corrupción del mundo pagano en su totalidad (no son pecados en general sino las pruebas que da de la vergüenza de los gentiles), y por ello tiene que encontrar la forma de mostrar que las mujeres están incluidas en la vergüenza general. Pablo dice que el caso de las mujeres es paralelo (homoiós) al de los hombres, hay que imaginarlas también a ellas acosando a niñas. Filón habló de la pede—237—

rastia femenina en su Vida contemplativa (59-62). 20 Scroggs se justifica al concluir que Pablo se parece a Filón en su desprecio por la pederastía, lo que no equivale a una condena de la homosexualidad en general. Incluso si se discrepa de Scroggs, es evidente que ya no pueden sostenerse las condenas bíblicas de la homosexualidad como contra natura. No es que esto pueda cambiar la opinión de los firmes opositores de los homosexuales. Reaccionarán como lo hicieron los conservadores teológicos cuando se les quitó la historia de Onán como base para condenar el control de natalidad. Se inspirarán en otras fuentes que no sean la Biblia: el temor y el desprecio por el sexo en sí, la creencia de que las «leyes naturales» exigen la procreación en todo acto sexual y otras por el estilo. Las leyes humanas modernas respecto a la dignidad de homosexuales y lesbianas no podrán borrar prejuicios de tan larga tradición. Sólo lograrán enfurecer a algunos. Por eso creo que solamente la aversión hacia los homosexuales les hará cambiar de actitud en relación con otros aspectos, como la admisión de la mujer y de heterosexuales casados en el sacerdocio. Incluso eso les resultará menos abominable que un sacerdocio homosexual. ¿Qué hay de malo en tener homosexuales y lesbianas como sacerdotes o ministros? No hay nada de malo; otros cultos ya se han dado cuenta de ello al ordenarlos. Pero eso no implica que la presencia de sacerdotes homosexuales «célibes» en el sacerdocio católico actual sea saludable. Ellos podrán sostener que son «célibes» según su definición privada de la palabra. Pero han hecho un voto público de celibato, y la intención de todo juramento es comunicativa, es un compromiso contractual. Ambas partes del contrato deben estar de acuerdo con sus términos. Los sacerdotes homosexuales viven una mentira. Quizá les fue impuesta por reglas sin sentido. Aun así, contribuyen a apuntalar las estructuras del engaño. Están engañando a la gente. Una de las razones por las que los pedófilos tienen acceso a los niños es que los padres católicos cometen la equivocación de pensar que los sacerdotes se abstienen de toda actividad sexual. Según los sondeos realizados, los sacerdotes homosexuales dicen que tienen que cuidarse para que los demás no conozcan su secreto. Deben calibrar cada movimiento para mantener al menos a algunas personas en la ignorancia. -238-

En las encuestas, los sacerdotes más francos o arriesgados parecen estar deseosos de hablar. Sin embargo, de ese grupo, dos tercios se las ha ingeniado para ocultar la verdad a sus superiores y hasta a sus padres, esos padres católicos orgullosos del estatus de su hijo y de su desprendimiento. Uno de los encuestados del estudio de Wolf, después de enumerar las formas en que había logrado estar en paz consigo mismo, dijo: Algunos temores todavía permanecen. ¿Qué harían los parroquianos si descubriesen que soy homosexual? Este temor me entristece. Temo el posible rechazo de mi propia gente «a la que tanto amo y añoro, que es mi gozo, mi corona, mis seres amados», como lo escribió san Pablo (Fil. 4:1). La gente me quiere pero no me conocen por completo. No puedo darme a conocer como en verdad soy ni ser amado por lo que realmente soy. Hay mucho dentro de mí que no puedo compartir con la gente. Tengo mucha riqueza interior en mi experiencia de la vida y en la forma de ver el mundo, y sin embargo tengo que esconderla. Revelar a^mis parroquianos mi orientación homosexual podría causar, a mi entender, las siguientes situaciones: la polarización de la gente a mi favor y en mi contra; sospechas o acusaciones de actividades inmorales, especialmente con adolescentes y niños; la solicitud de mi destitución; la necesidad de que el obispo hiciese alguna declaración o tomase alguna medida respecto a mí; una cacería de brujas contra otros sacerdotes que no han salido del armario; y la acentuación del temor en aquellos jóvenes que estén tomando conciencia de su homosexualidad. El riesgo es demasiado grande.21 El temor a lo que el sacerdote califica de cacería de brujas de los sacerdotes que no han salido del armario enrola a muchos homosexuales en la conspiración de silencio que abriga a los pederastas. Los homosexuales de seguro serán tan reacios a que se descubra su pederastía como lo era un sacerdote no homosexual que le dijo a Richard Sipe: Un sacerdote de mi diócesis fue uno de los tres involucrados en acoso juvenil este verano. Estuve asignado con él des—239—

pues de mi ordenación y lo sentí mucho por él. No puedo imaginarme lo mal que lo está pasando. No conozco a los otros dos. El que conozco acarició a un chico de dieciocho años en una fiesta organizada en la rectoría por su reciente nombramiento como monseñor. Realmente no me sorprendió. Lo que si me sorprendió fue que el chico saliera corriendo a la policía esa noche, a las dos de la mañana. El sacerdote estaba ebrio, y cualquiera habría pensado que el chico lo dejaría correr. Salió en toda la prensa.22 Como lo señala Sipe, este hombre expresaba mucha compasión cuando decía imaginar lo que el sacerdote estaría sufriendo, pero no le importó en absoluto lo que le había sucedido al chico. Y según asegura Sipe, su interlocutor es un «sacerdote célibe muy consciente y activo». El sistema causa un instinto ciego de preservación del aura sacerdotal, sea cual sea el precio que tenga que pagar la víctima del acoso. «Atraer la atención pública hacia el sacerdote no es el peligro mayor; la revelación psicológica —que se descubra el funcionamiento del sistema, cómo todo encaja en su lugar— representa una amenaza superior para el poder institucionalizado y es por ello por lo que se resisten tenazmente.»23 Con la excusa de «proteger a la Iglesia de escándalo» se sella un pacto corrupto: «El sistema es una hermandad que garantiza empleo, respetabilidad, prestigio y poder. El precio es la apariencia del celibato; ya que todos los beneficios se acumulan automáticamente siempre que se adopte la apariencia del celibato, pública u oficialmente.»24 Los homosexuales pueden alegar que ellos no están haciendo nada que los sacerdotes heterosexualmente activos no hagan. Es cierto. Estos últimos también están viviendo una mentira, procurándose acceso emocional a las mujeres bajo una pretendida virtud, aprovechándose de ellas y abandonándolas porque no pueden asumir un compromiso verdadero y abierto con una mujer, o recluyéndolas en una vida de falsedades si llegan a prolongar su aventura furtiva. Ellos también tienen que observar una disciplina del engaño por temor a que se descubra su secreto. Viven en su propia prisión de falsedad. Nada puede estar más lejos del ideal evangélico del «diálogo abierto» (parrhésia). Los pederastas no son los únicos sacerdotes que se aprovechan de los demás. —240—

NOTAS 1. A. W. Richard Sipe, A Secret Worid: Sexuality and the Search for Celibacy, Brunner/Mazel Publishers, 1990, p. 71. 2. Kansas City Star, serie realizada porJudy L. Thomas, enero de 2000. En una encuesta a 800 sacerdotes, dos tercios dijeron conocer al menos un sacerdote fallecido a causa del sida y un tercio conocía al menos un sacerdote enfermo de sida. 3. Thomas Fox, Sexuality and Catholicism, Georges Braziller, 1995, p.177. 4. James G. Wolf (editor), Gay Priests, Harper & Row, 1989, p. 60. 5. Ibíd., p. 20. Richard Wagner, O. M. I., «Gay Catholic Priests: A Study of Cognitive and Affective Dissonance», p. 17. 6. Wagner, op. cit. La abogada Sylvia Demarest me facilitó amablemente una fotocopia de la disertación. 7. Wolf, op. cit., p. 26. 8. Wagner, op. cit., p. 26. 9. Wolf, op. cit., p. 34. 10. Wagner, p. 93, Wolf, p. 52. 11. Wagner, p. 56, Wolf, p. 38. 12. Wagner, p. 64. John McNeill, S. J., The Church and the Homosexual, Sheed, Andrews & McNeill, 1976. 13. Véase por ejemplo, de Joseph A Fitzmyer, S. J., Romans (AB, 1993), pp. 286-288, donde acusa a Bosweil de traducir tendenciosamente el «contra natura» de Pablo (para physin) como «fuera de lo natural». Para un tratamiento aplastante de las traducciones tendenciosas de Bosweil en su último libro, Same-sex Unions in Premodern Europe, véase Daniel Mendelsohn, «The Man Behind the Curtain, Arion, Otoño 1995, pp. 204-273. 14. D. S. Bailey, Homosexuality and the Western Christian Tradition, Longmans,GreenandCo.,1955,pp. 1-28. John McNeill, S.J., TheChurch and the Homosexual, Sheed, Andrews & McNeill, 1976, pp. 42-50. 15. John Bosweil, Christianity, Social Tolerance, and Homosexuality, University of Chicago Press, 1980, pp. 92-99. [Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad, traducido por Marco Aurelio Galmarini, Muchnik Editores, 1998.] Robin Scroggs, The New Testament and Homosexuality, Fortress Press, 1983, pp. 73-75. 16. Mary Douglas, Purify and Danger: An Analysis of Concepts of Pollution and Taboo, Routledge & Kegan Paúl, 1966, capítulo 3, «The Abominations of Leviticus», pp. 41-57. [Pureza y peligro: análisis de —241—

los conceptos de contaminación y tabú. Siglo XXI de España Editores S.A.,2000.] 17. L. William Countryman, Dirt, Greed, and Sex: Sexual Ethics in the New Testament and Their Implications for Today, Fortress Press 1988,pp.26-27. 18. Scroggs, op. cit., p. 88. 19. Scroggs, ibíd.,pp. 118-121. 20. Ibíd.,p.ll5. 21. Wolf, op. cit., p. 151. 22. Sipe, Sex, Príests, and Power, p. 64. 23. Ibíd.,p.85. 24. Ibíd.,p.85.

-242-

14 Política mariana

Existe un apoyo del sistema del celibato que aún no se ha tratado: la Virgen María. Los papas modernos recomiendan a los sacerdotes que se consideren vírgenes consagrados a la Virgen. El estudio del sacerdocio mencionado anteriormente —el que los obispos encargaron y luego, al ver el rumbo que tomaba, cancelaron— encontró en los seminaristas este rasgo: «El dominio de la madre, o el predominio de la imagen inconsciente de una madre dominante (la idealización de la mujer).» A menudo se dice que María realza la dignidad de la mujer. Pero para los misóginos una madre idealizada constituye tanto una seguridad en si misma como una alternativa para mujeres inferiores. Constantemente se menciona a la Virgen para evitar la ordenación de las mujeres: si María no fue sacerdote, ¿por qué habrían de serlo? Juan Pablo II llegó a decirles a las mujeres que no necesitan ser sacerdotes puesto que ellas crían y se dedican a los niños que han de ser sacerdotes, y que ellos las tienen en su pensamiento cuando están en el altar y consagran la hostia. 1 Hemos visto en un capítulo anterior cómo se utilizaron los documentos del Vaticano sobre el tema de la humildad de María para torpedear el intento de los obispos estadounidenses de formular una declaración sobre el papel de la mujer en el mundo moderno. No es extraño que la novelista católica Mary Gordon haya escrito lo siguiente: En mis tiempos, María era una vara para golpear a las chicas listas. Se presentaba como ejemplo constante; un ejemplo de silencio, de subordinación, de la satisfacción que debe pro— 243 —

porcionar ocupar el lugar secundario... Para mujeres como yo era necesario rechazar esta imagen de María a fin de no perder la frágil esperanza de logros intelectuales, la independencia de identidad, la satisfacción sexual. Sin embargo, no se nos ofreció alternativa alguna a esta imagen mariana; por lo tanto, se nos negó una poderosa imagen femenina cuya aplicación fuese universal.2 Precisamente porque la imagen mariana inhibía a la mujer, contribuía a la inmadurez masculina tanto como al poder masculino en la Iglesia (a menudo ambos van juntos). Sipe piensa que el sentimiento de ser «hijo de María» puede infantilizar la vida espiritual: «Tanto la idealización de la mujer como virgen-madre como su degradación a un papel inferior al del hombre anulan el crecimiento emocional y de hecho retrasan el desarrollo del celibato.» 3 La beatería infantil desarrollada en los seminarios menores explica en parte los sermones simplistas elaborados más adelante por los sacerdotes, así como la interminable concentración en las festividades y devociones a María a lo largo de todo el año. La aventura intelectual y los sermones profundos no eran apropiados para la «gente sencilla» que imita la sumisión de María. Aunque las oraciones como las novenas y los rosarios se han visto menguadas en gran parte del laicado, la jerarquía está más marianizada que nunca, y las apariciones privadas a mujeres y niños producen oleadas de emotivos sollozos.4 De este forma, la devoción mariana se mantiene al rojo vivo en dos frentes, por así decirlo, el centro y la periferia. La minoría conservadora se lamentó en el Vaticano II de la poca atención que se le estaba dedicando a María, que ella debía haber sido objeto del tratado sobre la Iglesia, que se debería reafirmar y subrayar su papel en la redención y en la distribución de la gracia. Los dos únicos ejercicios solemnes de la infalibilidad del Papa en los últimos tiempos han sido definiciones sobre dogmas marianos: el de su Inmaculada Concepción, por Pío IX y el de su Ascensión a los Cielos de Pío XII. La popularidad de María dificulta la oposición a las declaraciones infalibles que sobre ella se han hecho. Sus festividades colman el calendario, y existe una presión constante para añadir otras. Se celebran las fechas de sus múltiples apariciones, Juan Pablo II -244-

asegura que Nuestra Señora de Fátima lo salvó de ser asesinado, porque el atentado contra su vida se perpetró en el aniversario de la primera aparición de María a los niños de Fátima en Portugal. Luego peregrinó hasta allí para dar gracias por su intervención, y la bala disparada por Mehmet Ali Agca se engastó en la corona de la estatua de la Virgen en la capilla de Fátima.5 Ya he citado en un capítulo anterior el lamento del dominico Yves Congar por el olvido del papel del Espíritu Santo en la Iglesia. Entonces me referí a su tesis de que en cierta medida el culto del Papa había sustituido el papel de orientador activo de la Iglesia que antaño le incumbía al Espíritu. Luego añadió que se había efectuado otra sustitución: la del Espíritu por María. Lo cierto es que ambas se refuerzan mutuamente. Como ejemplo del erróneo tratamiento de María, Congar cita una encíclica papal de 1894 que avala estas palabras de san Bernardino de Siena: «Toda la gracia comunicada a este mundo nos llega en un movimiento triple. [Supuestamente lo triple se refiere a la acción de la Trinidad, ¿cierto? Pues no:] Es enviada de acuerdo con un orden perfecto, de Dios a Cristo, de Cristo a la Virgen y de la Virgen a nosotros.» 6 Congar cita a un teólogo más reciente (1965): «Cuando empecé el estudio católico de la teología, en todas partes donde esperaba encontrar una muestra de la doctrina del Espíritu Santo, encontré a María.» 7 Esta situación se refleja en las excusas que presentara un sacerdote, al que me he referido con anterioridad, por tener que tratar algo tan abstracto como la Trinidad el día de su festividad. María no es abstracta. Nadie se disculpa por predicar sobre ella. Los católicos se sorprenderían al saber lo que tardó en aparecer esta proliferación de títulos y festividades marianas. La Iglesia no le reservaba celebración alguna, al menos en Occidente, hasta bien entrado el siglo v. En los cientos de sermones de Agustín nunca se la menciona. De hecho, habla mucho más de las otras dos Marías del Evangelio: María de Betania (símbolo de contemplación) y María Magdalena (símbolo de amor). Cuando aparece la madre de Jesús en los pasajes del Evangelio que Agustín comenta, a él no le parece tan profunda la importancia de su papel como a los predicadores modernos. Por ejemplo, en el evangelio de San Juan, cuando Jesús mira desde la cruz a María y a san Juan y les dice: «Madre, he ahí a tu hijo» e «Hijo, he ahí a tu madre» (19:27). He oído en -245-

muchos sermones de cuaresma que con esa frase se nos entrega a todos, junto con Juan, al cuidado de María como nuestra protectora, convirtiéndola en un símbolo de la Iglesia. Pero Agustín se detiene en las siguientes palabras del evangelio: «Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa», y llega a la conclusión obvia de que es a ella a quien Jesús encomienda al cuidado de Juan. Agustín dice incluso que Jesús recuerda a sus discípulos su deber de cuidar a las ancianas y las viudas. María no está protegiendo, antes bien, necesita protección. No sería éste el papel que Juan le daría a la Iglesia personificada.8 Puesto que Juan le atribuye un significado simbólico a todo lo que sucede en la crucifixión, es probable que lo que aquí se simbolice sea, como lo expuso una reunión de eruditos ecuménicos, la adopción de María en la familia escatológica de Jesús, la nueva familia formada por sus discípulos, una familia de la que por lo general había estado excluida durante su ministerio, al igual que otros familiares consanguíneos (compárese Jn. 7:1-10 con Me. 3:31-35, Mt. 12:46-50 y Le. 8:19-20).9 Más que ser la Iglesia, a María se la admite por fin en la Iglesia. Hay otro pasaje en el evangelio de San Juan que resulta importante por ser el único texto del Nuevo Testamento que Juan Pablo II pudo encontrar para declarar a María como la mediadora de todas las gracias. Es la interpretación de una boda en Cana. Cuando María le dice a Jesús que se ha acabado el vino de la fiesta, él responde: «¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora» (Jn. 2:4). Sin embargo, María le indica a los sirvientes que hagan lo que Jesús les diga, y él transforma el agua en vino. El Papa, en su exposición de esta historia en la encíclica Redemptoris Mater, dice que la aparente aspereza de Jesús y la serena reacción de ella sólo muestran «el profundo entendimiento que existía entre Jesús y su madre». 10 Alega que efectivamente María «contribuye a ese comienzo de las señales que revelan el poder mesiánico de su Hijo», es decir, el milagro se da por su intercesión, a pesar de que Jesús diga que su hora no ha llegado. Ella puede de hecho doblegar la voluntad del Padre, quien había fijado la hora de su hijo: Existe, pues, una mediación. María se sitúa entre su Hijo y la humanidad en la realidad de sus deseos, sus necesidades, sus —246—

sufrimientos. Se pone «en medio», es decir, actúa como mediadora, no como extraña sino en su posición de madre. Sabe que como tal puede señalar a su Hijo las necesidades de la humanidad; es más, «tiene derecho» a hacerlo. Sus mediaciones revisten por tanto carácter de intercesión.11 La lectura que hace Agustín de este pasaje es bastante diferente. El advierte que algunos tratan de suavizar la dureza de las palabras de Jesús hacia ella. Mas él no. 12 Dice que las palabras quieren señalar un misterio: Como ella no era la madre de su divinidad, y el milagro que estaba pidiendo tenía que obrarse a través de su divinidad, él le respondió: «¿Qué tienes conmigo? Pero a menos que pienses que no te reconozco como madre, te digo además que aún no ha venido mi hora. Entonces te reconoceré cuando la debilidad que pariste haya comenzado su hora colgando de la cruz.» [Es entonces cuando] confía la madre al cuidado de su discípulo. Al morir antes que la madre, para resucitar ante la madre, él, como humano, encomienda a otro humano el cuidado de ese humano de quien él derivó su humanidad.13 María es la madre de la debilidad de Jesús, no de su fuerza. Él deja claro que hará el milagro, pero no por ella, pues su divinidad tiene sus propios objetivos, ligados con la hora de su muerte, a la que se dirige de la mano del Padre. Ella no tiene derecho a esa elevada misión. El pagará su deuda mortal hacia ella en tanto que humano débil, al velar por su cuidado cuando él haya muerto. Lo más impactante de este sermón de Agustín es la forma en que anticipa la mejor exégesis moderna del relato de Cana en todos los puntos importantes. Raymond Brown señala que el Padre controla la hora de Jesús, y que éste le obedece. Eso es lo que debe recalcarse: Antes de realizar esta señal, Jesús tiene que aclarar su rechazo a la intervención de María; ella no puede desempeñar papel alguno en su ministerio; sus actos deben reflejar la soberanía de su Padre, y no la de ningún humano ni factor familiar. 14 —247—

Juan Pablo II, ansioso por vender su imagen de mediadora de la palabra revelada, logró exactamente lo contrario. ¿Cómo llegamos desde la visión mañana de Agustín hasta la de Juan Pablo? La historia de la doctrina cristiana en cinco tomos de Jaroslav Pelikan nos muestra parte del camino, aunque éste subraya que las devociones litúrgicas y privadas a menudo fueron tan importantes como los debates doctrinales. No fue sino hasta la Edad Media cuando empezó a aparecer una mariología independiente. A lo largo de la antigüedad tardía María había sido sujeto de especulaciones sólo en cuanto ramificación de la cristología. A principios del siglo u, Ignacio de Antioquía, cuya teología (como ya hemos visto) estaba impregnada del Espíritu, recalcó que Jesús «nació de María» para oponerse a las opiniones «docetistas» según las cuales Jesús no era un hombre verdadero.15 La expresión «portador de Dios» (Theotokos} se usó para combatir el error contrario, el de creer que Jesús no era el verdadero Dios. Aparentemente el obispo Alejandro fue el primero en emplear este término.16 Una vez derrotadas las primeras herejías, se produjo una tregua en la actividad doctrinal, colmada por la beatería popular. En la Iglesia oriental las ceremonias de la corte y los nombramientos nobiliarios presentaron a María como una emperatriz, reverenciada en iconos milagrosos y celebrada por poetas en la tradición de Romanos el Melodista (siglo vi). 17 En Occidente, el legalismo feudal convirtió a María en un abogado ante el señor feudal. En palabras de Ildefonso de Toledo (siglo vil): «No podemos encontrar a nadie más poderoso en méritos de lo que vos sois para aplacar la ira del Juez.»18 En el Nuevo Testamento, quien le da al pueblo la seguridad para dirigirse al Padre como hijos adoptados es el Espíritu Santo. Ahora se les separa de la vida interior de la Trinidad, como los esclavos feudales a quienes no se permite entrar en la casa grande. María tiene que hacer los recados de los humildes. La Edad Media se obsesionó con los datos físicos de la virginidad de María. Los comentaristas modernos a menudo utilizan el término «nacimiento virginal» para referirse a la concepción virginal (el advenimiento del Espíritu en la Anunciación) o la Inmaculada Concepción (la propia exención de María del pecado original). Pero la Edad Media literalmente entendía por nacimiento virginal que Cristo de alguna manera había nacido sin romper el himen de María: -248-

Sin embargo, lo que planteó un problema entre Radbert y su monástico colega Ratramno (siglo IX), no fue la forma en que María concibió, ni el modo en que ascendió a los cíelos, sino la manera en que dio a luz a Cristo. La tradición patrística era ambigua en este aspecto, pues «está claro que los padres se ocuparon de la concepción virginal, no del nacimiento milagroso» de Cristo; pero los detalles del parto tenían que formar parte de la doctrina de la virginidad perpetua de María. Cualquier alternativa a la virginidad perpetua era impensable. La formula «virgen antes de dar a luz, virgen durante el alumbramiento, virgen después del parto» fue aceptada universalmente. Ratramno lo interpretó como que «su inviolada virginidad concibió como mujer y dio a luz como madre». El milagro consistía en la conservación de la virginidad en la concepción y en el nacimiento.19 Todo el nacimiento fue tan milagroso que una iglesia declaró tener como reliquia un poco de su leche materna.20 Hacia mediados del siglo xiii, María ya tenía una biografía detallada descrita en Leyenda áurea, de Jacobo de Vorágine, una biografía que guardaba una evidente similitud con la de su hijo. Su nacimiento, también, incluyó una anunciación (a su padre), una visitación (a su madre), un nacimiento milagroso, una presentación en el templo y una selección de pretendientes que equivale en cierto modo a la masacre de los inocentes.21 Estas escenas de la Leyenda fueron pintadas una y otra vez, en especial por Giotto en la capilla del Foro en Padua. Una especie de caballerosidad competitiva en el cortejo amoroso ocasionó que los hombres rindiesen halagos cada vez mayores a María. No sólo era la más elevada entre los mortales, según Pedro Damián (siglo Xl), sino también superior a los ángeles, con lo que la ponía aún más fuera de alcance como modelo para las otras mujeres.22 Ni siquiera ese elogio era suficiente. Se utilizaron para ella las mismas palabras que para cada persona de la Trinidad. El texto de san Juan 3:16 fue remodelado situándola a ella en lugar del Padre: «María amó tanto al mundo, es decir, los pecadores, que dio su único Hijo para la salvación del mundo.» 23 Se usurpó la actuación de su Hijo cuando se dijo que «el mundo fue redimido a través de —249—

ella».24 Le dieron los títulos del Espíritu cuando la llamaron «consuelo y enseñanza».25 Duns Escoto (siglo xiv) racionalizó esta inflación titular con su principio maximalista de las dignidades ma-rianas: todo privilegio que su hijo le pudiese dar, él se lo daría (¿no lo haría cualquier buen hijo?). Todo lo que era posible con ella era plausible, y si era plausible se llevaba a cabo. Potuit, decuit, fecit.26 Se levantaron algunas voces de alerta. Bernardo de Claraval (siglo Xll), un elocuente admirador de María en general, negaba que pudiese haber sido concebida inmaculadamente. Después de su muerte nació la leyenda de que Dios dejó una marca negra en su alma por escribir contra su madre. 27 Tomás de Aquino (siglo Xlll), sin dejarse intimidar por la amenaza de la marca negra, cuestionaba firmemente la inmaculada concepción de María. Sostenía que todos los humanos vinieron de Adán, heredando así la plaga del pecado original. Eximir a María de esta condición humana significaría que Jesús no se hizo hombre en la línea de David, asumiendo la condición humana del pecado que él quería derrotar. Además, si María no necesitaba la redención, como el resto de los hijos de Adán, «esto le quitaría a Cristo el honor de ser el redentor de todo el mundo» (ST 27 2r). Las primeras doctrinas de la gloria de María aclararon el carácter de la Encarnación y se centraron en el hijo de María. Esta doctrina enturbió y confundió la naturaleza de la Encarnación. La exención de la condición humana histórica convertía a María en un superhumano. También complica la explicación de por qué sufrió los efectos del pecado original (dolor, cansancio, muerte) sin haberlo contraído. Jesús podía sufrir en su naturaleza humana porque también tuvo una naturaleza divina. Establecer un paralelo entre Jesús y María le daría a ella una naturaleza divina. Algunos alegan que de hecho ella no murió. Incluso se llegó a decir que Dios apartó una porción de «materia prima» cuando creó el mundo, que mantuvo separada del curso pecador del universo para cuando le tocase hacer a María. 28 Su misma carne era una maravilla cósmica, inmortal, como la kriptonita. Cuando Henry Adams visitó las catedrales francesas dedicadas a Nuestra Señora, construidas en la alta Edad Media, encontró en sus capillas una deidad separada, con valores diferentes de los de Dios. El Dios masculino era todo severidad y justicia, el femeni—250—

no todo gracia y perdón. El no podía competir con ella. Era preferible no entrar en la iglesia por la puerta de Él, coronada con un severo juicio final, sino más bien escurrirse por la puerta lateral, bajo la escena de la coronación de María esculpida en el frontispicio. Adams declaró que la devoción que construyó las catedrales de María, «expresaba una intensidad de convicción nunca antes alcanzada por ninguna pasión, ya sea religiosa, de lealtad, de patriotismo o de riqueza».29 Cuando llegó la Reforma, los iconoclastas arrasaron a esta diosaídolo de su puerta lateral, lo que aumentó la lealtad y la defensa de los católicos hacia ella. Sufrió de nuevo las afrentas de las revoluciones del siglo XVlll y XIX, así que —en una época de creciente secularismo— Alfonso de Ligorio (siglo xviii) revivió las normas de Escoto sobre la necesidad de favorecer cualquier «opinión que tienda de alguna forma a honrar a la más bendita de las Vírgenes». Él defendió esta posición en Las glorias de María, que Pelikan califica de «uno de los libros más influyentes jamás escritos sobre María».30 Alfonso declaró que es María quien nos librará de la muerte.31 El siglo XIX estrenó lo que Pelikan llama la edad de las principales apariciones: a Catherine Labouré (1830), a los niños de La Salette (1846), a Bernardette en Lourdes (1858). Nadie mostró más devoción por estas apariciones que el Papa Pío IX, a quien conocimos antes por el secuestro de Edgardo Mortara. Su beatería mariana, al igual que la de Juan Pablo, se modeló durante su infancia. Fue un niño enfermizo, sujeto a ataques que pueden haber sido epilépticos y que se vio forzado a vivir una escolaridad irregular. No obstante, fue sumamente devoto de la virgen. Su madre le llevaba a orar por su salud a la Santa Casa de Lo-reto (el hogar palestino de María milagrosamente trasladado a Italia). A Juan Pablo, cuando era el joven Karol Wojtyla, su padre le llevaba a la capilla de la Virgen negra de Czestochowa. La madre de Karol había muerto siendo él un niño, y conforme crecía se consideró completamente entregado a la Virgen (su lema episcopal, Totus Tuus, así lo demuestra). Cuando Pío IX, siendo Papa, sobrevivió al derrumbe de un convento que estaba visitando, atribuyó su rescate a la Virgen de Loreto e hizo un peregrinaje hasta su capilla, del mismo modo que Juan Pablo fue a dar gracias a Nuestra Señora de Fátima por haberle salvado de un asesino.32 —251—

Pío sintió que la Virgen estaba estrechamente asociada con su papado. La Virgen apareció en La Salette durante su primer año de pontificado. Su anterior aparición ante Catherine Labouré fue interpretada como un llamamiento a que se calificase de dogma infalible su inmaculada concepción. Después de que Pío definiese el dogma en 1854, la Virgen se presentó a Bernardette en Lourdes (en 1857) diciendo: «Yo soy la Inmaculada Concepción», con lo que le demostró a Pío que había hecho lo correcto. Pío trató de vincular importantes acciones y declaraciones con el 8 de diciembre, día de la festividad de la Inmaculada Concepción. No sólo proclamó el dogma en esa fecha de 1854. Publicó su mayor denuncia del mundo moderno, su Syllabus errorum el mismo día en 1864, e inauguró el Concilio del Vaticano que declararía su infalibilidad al respecto en 1869. El dogma de la Inmaculada Concepción estaba estrechamente vinculado con otras dos cosas muy apreciadas en su corazón, la resistencia al mundo moderno (cuyo estilo democrático condenó en el Syllabus) y el poder de su propio cargo. La conexión entre estos tres factores está claramente expuesta en el segundo volumen de los tres que conforman la magistral historia del pontificado de Pío escrita por Giacomo Martina. Cuando el pánico se apoderó de Pío por el Risorgimento, movimiento que estaba unificando Italia, expulsando los poderes extranjeros y apoderándose de los dominios del Papa, se reconfortó con el pensamiento de que María le protegería si él luchaba con más ahínco por ella. Las acciones del sínodo de los obispos de Umbría, reunidos en Spoleto en 1849, le sugirieron los métodos para lograrlo. El año anterior había sido testigo de la publicación del Manifiesto comunista de Marx y de las revoluciones socialistas en Europa. En respuesta a esta amenaza de la izquierda, los obispos publicaron una lista de los errores del mundo moderno. Pío, muy impresionado por este documento, elaboró su propia lista, más larga, que publicó en su Syllabus errorum enl864." Pero antes tenía que encargarse del asunto de la Virgen, al que consideraba parte integrante de la lucha contra la modernidad. Para ello se inspiró en un libro que apareció en 1851, An Essay Considering Socialism and the Socialist Teaching and Tendencles [Ensayo sobre el socialismo y la enseñanza y las tendencias socia—252—

listas], del conde Emiliano Avogardro della Motta, en el que decía que la concentración en la pureza de María haría que la gente se diera cuenta de la maldad del ataque comunista-socialista a la Iglesia. 34 Otro fanático del libro, inducido por Pío, o por sí mismo, fue el Jesuíta editor de La Civilta Cattolica, donde revisaron el libro de cabo a rabo y lo utilizaron como premisa para su artículo «The Social Aptness of a Dogmatic Definition of the Inmaculate Conception of the Blessed Virgin Mary» [La idoneidad social de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Bendita Virgen María]. Cuando Pío fue temporalmente expulsado de Roma por el avance del Risorgimento, se quedó en Gaeta, un pueblo al sur de Italia, hasta que las tropas francesas lo acompañaron de nuevo a Roma. Regresó con la determinación de convocar a la Virgen a la batalla declarándola inmaculadamente concebida. Como señala el padre Martina: Las especiales circunstancias de este período —el exilio en Gaeta, la inminente proclamación de la República romana— estaban destinadas a llevar al Papa por el sendero elegido, el cual, como era su actitud característica, no parecía simplemente una cuestión de teología, sino una poderosa cura para recuperar la Iglesia, de sus líderes y del mundo, de las manos de los malvados que la habían puesto en peligro. 35 Ya que era así como él concebía la definición del dogma, Pío estaba ansioso por seguir la sugerencia de Della Motta y del editor de Civilta, de combinar un ataque a los errores modernos (que luego reuniría en el Syllabus) con la definición del dogma mañano. Dom Guéranger, el respetado abad del monasterio de Solemes, a quien Pío había llamado a Roma para escribir un esbozo de la definición, quedó sin habla cuando éste le dijo que tenía que incluir en el documento una acusación al liberalismo político. Guéranger trató de resistirse, pero el Papa fue inflexible.36 Cuando entregó el borrador, su ataque a la modernidad no resultó lo bastante fuerte para Pío, quien encomendó entonces la tarea a una comisión que pasó tanto tiempo tratando de encontrar bases bíblicas y patrísticas para la doctrina que nunca llegó a la parte moderna. —253—

Los teólogos se enfrentaban a objeciones a la definición planteadas mucho tiempo atrás: no sólo la resistencia de Tomás de Aquino, que la veía como una rebaja de la dignidad de Cristo, sino también los reparos que ocasionaron que el predecesor de Pío, Gregorio XVI, rechazase las peticiones de los seguidores de María por su proclamación. El papa Gregorio sintió que no era algo tradicional el definir doctrinas sin la necesidad de combatir algún error opuesto y que el uso de la autoridad papal para fijar dogmas sin el apoyo del Concilio sería una brusca afrenta a las actitudes modernas. 37 Pero era justamente la oportunidad de doblegar su propia autoridad lo que atraía a Pío. Realizó la diligencia de consultar a los obispos enviándoles una carta donde les preguntaba si los católicos de sus diócesis estarían a favor del dogma. De 603 respuestas, 546 fueron afirmativas.38 Este apoyo popular al dogma no disipó las objeciones de los teólogos sobre la oportunidad y jurisdicción de su definición, pero Pío no quiso que se ventilasen estas actitudes. Contaba con la popularidad de María entre los católicos para superar restricciones tan insignificantes. Después de pasear el proyecto de proclamación por interminables propuestas de texto redactadas por diferentes comités, el Papa anhelaba definir el dogma en 1854 el día de la correspondiente festividad, el 8 de diciembre (mostraría el mismo apremiante deseo de conseguir los resultados deseados en el Concilio, cuando los teólogos empezaron a pasar demasiado tiempo debatiendo la infalibilidad). Convocó a los obispos a Roma para la festividad, no para consultarles. Se reunió con ellos en un consistorio secreto el 1 de diciembre, más para informarles que para pedir su consejo. El 4 de diciembre se reunió con cuatro cardenales para revisar el boceto final (el séptimo) del documento de la definición. El Papa, deseoso de estampar su sello en él, les ordenó invertir el orden de los temas en el texto y comprimir varios artículos. Esto supuso una ofensa al trabajo de los teólogos, pero más tarde se justificó aduciendo que «era necesario, para evitar que se dijera que todo lo habían hecho los jesuítas».39 Era su labor, y de nadie más, y quería que eso quedase claro. A causa de los cambios de última hora que pidió, no se pudo preparar el documento para el día de la proclamación, así que Pío —en una ceremonia de cuatro horas— leyó solamente la parte ofí—254—

cial de la definición. Tardó ocho minutos en leer dos páginas, por lo vencido que se sentía, derrumbándose repetidamente, sollozando y derramando lágrimas sobre las páginas, atemorizado por la lealtad que le estaba demostrando a María, y por el poder que estaba ejerciendo para hacerlo.40 Se estaba exaltando a María. Pero también al papado: Por el honor de la Santísima e Indivisa Trinidad, y por la gracia y dignidad de la Virgen Madre de Dios, por la exaltación de la fe católica y el avance de la religión cristiana, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y por nuestra propia autoridad, declaramos, pronunciamos, y definimos... Como dijo el historiador de la Iglesia Owen Chadwick: «Ningún Papa anterior en dieciocho siglos ha hecho una definición de doctrina como ésta.»41 Cinco años más tarde, cuando en el Concilio Vaticano algunos alegaron que el Papa no era infalible, respondió con la seguridad de haber probado que lo era, en la fórmula por la que definió la Inmaculada Concepción. María fue su caballo de Troya para deslizar el dogma de su propio poder en la ciudade-la, entrando por la puerta lateral especial de la Virgen. Cuando su propio secretario de Estado le dijo que estaba enajenándose del mundo con esta campaña a favor de una declaración oficial de infalibilidad, respondió: «Tengo a la Santa Virgen de mi lado.»42 El uso político de María contra el comunismo se inició con el libro de Della Motta en 1851 y continuó a lo largo del pontificado de Pío IX, y fue renovado en el siglo XX por el llamamiento de Nuestra Señora de Fátima a orar por la conversión de Rusia, lo que produjo la formación del «Ejército azul» a su servicio. 43 En 1951 Pío XII informó de que había tenido una visión en Fátima en 1917 en la que se repetía la petición.44 La devoción del papa Juan Pablo a Nuestra Señora de Fátima guarda relación con su resistencia al comunismo en su Polonia natal. Sin embargo, él tuvo una visión más grande y espléndida de su servicio a la Virgen, comparable a la de su héroe. Pío IX. En 1997 nombró una comisión de veintitrés eruditos para discutir el nombramiento de María como corredentora de la raza humana.45 Esto va más allá de la usurpación de las actividades —255—

del Espíritu al llamarla la Mediadora de todas las gracias. Ahora la quieren hacer asistente adjunto del trabajo divino. Una vez más se retira la íntima acción del Espíritu en el cuerpo de Cristo hasta una distancia que sólo ella puede recorrer para nuestra salvación. Nada puede ser más ajeno al tratamiento de María en los evangelios. Sólo hay una parte (pero una importante) donde se da a María un papel principal en el Evangelio: la narración de Eucas de la Natividad (en los pasajes equivalentes de Mateo, el papel principal lo lleva José). Eucas toma las oraciones y los himnos de la Iglesia sobre la llegada de Jesús a su vida y los presenta como un preludio a su relato del ministerio terrenal de Cristo. En el evangelio más helenístico, cuatro cánticos en formato judío proporcionan el marco para la narrativa: el Magníficat de María (Ec 1:46-55), el Benedictus de Zacarías (Ec 1:67-79), el Gloria in Excelsis de los ángeles (Ec. 2:1314) y el Nunc Dimittis de Simeón (Ec. 2:28-32).46 En la narrativa que Eucas construye sobre estos pilares, no se alaba a María por ser única, ni por el privilegio de su maternidad física (el cual Jesús rechaza al proponer la alternativa, la familia escatológi-ca). Se incorpora a María en el cuerpo de creyentes por su respuesta al mensaje enviado por Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Ec. 1:38). Al asignarle esta respuesta, Eucas está afirmando que María reúne los requisitos para pertenecer a la nueva familia (en oposición a la natural), como la define Jesús en el Evangelio: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la obedecen» (Ec. 8:21). Eucas resalta este pumo cuando Isabel le dice a María: «Bendita seas entre todas las mujeres, bendito es el fruto de tu vientre. [...] Bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor» (Ec. 1:42-45). Esto es similar a la descripción que hace Eucas de la mujer que le grita a Jesús: «Bienaventurado el vientre que te trajo, bienaventurado el seno que te amamantó», a lo que Jesús respondió: «Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Ec. 11:28). El recuerdo que la Iglesia guarda de María como un discípulo más no la sitúa por encima de los cristianos, sino entre ellos. Aquí Eucas se parece a Juan cuando admite a María en la familia escatológica al pie de la cruz. Esta aseveración explícita de que María pertenece al entorno de los discípulos refleja la aparente resistencia de otros fa—256—

miliares de Jesús. El lugar especial de María entre los discípulos queda ratificado cuando Eucas pone en sus labios el propio himno de la iglesia, el Magníficat: Engrandece mi alma al Señor; 47 Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de su siervo; 48 pues, desde ahora me dirán bienaventurada las generaciones porque me ha hecho grandes cosas el poderoso; 49 santo es su nombre. Y su misericordia es de generación en generación 50 a los que le temen. Hizo proezas con su brazo, 51 esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos 52 y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes 53 y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo, 54 acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, 55 para con Abraham y su descendencia para siempre.

Aparentemente el himno original comienza en el versículo 50. Eucas lo presenta asignándole a María (al hablar en primera persona) la alabanza general del himno a los actos de Dios. De esta manera el versículo 47 (engrandece mi alma) anticipa el sentido del versículo 53 (colmó de bienes). El versículo 48 (la bajeza de su sier-va) anticipa el sentido del versículo 52b (exaltó a los humildes); el versículo 48b (desde ahora las generaciones) el del versículo 50a (de generación en generación); el versículo 49b (santo es su nom-' bre) el del versículo 55 (de la cual habló). El triunfo mesiánico reflejado en el himno se aplica con especial propiedad a María, modelo continente de la gracia que anima todo el cuerpo de Cristo. Así, Eucas nos enseña cómo rezar a María, o mejor dicho, con ella. No como a una reina o emperatriz (el último aspecto que los evangelios sugerirían), sino como a nuestra hermana en el Espíritu, testigo del poder de Dios, no la ejecutora del mismo. Ele aquí —257—

una profunda dignidad, alejada de los títulos huecos y rimbombantes amontonados sobre ella para que pueda presidir sobre la estructura papal del engaño. El Magníficat celebra los actos de Dios, quien quita a los poderosos de sus tronos y envía vacíos a los ricos. Esa es la auténtica voz de María, la discípula que se une a la compañía cristiana en vez de gobernarla, una voz silenciada y tergiversada por la manipulación papal. Esta utilización de María para propósitos papales se puede apreciar desde tiempos tan remotos como el final del siglo XV. En la galería de los Uffizi de Florencia, las pinturas de Botticelli de la Coronación de la Virgen muestran a Dios tocado con la tiara papal cuando corona a María en el cielo, ofreciendo con ello una pauta de la glorificación papal de María en la Tierra y una comparación simultánea del Papa con Dios. Ea sustitución del Espíritu por María, tan lamentada por Yves Congar, puede apreciarse en todas partes en Florencia. En la galería de la Academia, el Pentecostés de Orcagna (c. 1365) muestra a los apóstoles en el momento en que el Espíritu desciende sobre ellos como lenguas de fuego, arrodillados en adoración, no hacia el Espíritu que los inspira, sino hacia la Virgen que aparece entre ellos. Hasta los ángeles se desvían de la paloma, símbolo del Espíritu, para adorar a María. En otra parte de la Academia, la Disputa sobre la Inmaculada Concepción de Sogliani (c. 1550) presenta a la Virgen suspendida en el cielo sobre el cuerpo yerto de Adán, pero no sacada de su carne como Eva sino engendrada en el cielo (de nuevo acompañada por ángeles), comenzando en realidad la nueva creación delante del segundo Adán que ella engendrará. Una razón para esta semideifícación de la Virgen es que las funciones «femeninas» de Dios —la formación y nutrición de la Iglesia — no están asignadas ni al Padre ni al Hijo, cuya relación es simbólicamente masculina. Algunos teólogos feministas se oponen a este monopolio de análogos masculinos y sugieren el reemplazo de Padre e Hijo por madre e hija, lo que conservaría el monopolio de género simplemente inviniéndolo. Las circunstancias históricas de las revelaciones del Nuevo Testamento convierten esto en un revisionismo arbitrario. El mejor camino es aceptar una analogía femenina de Dios, asignándosela a la tercera persona de la Trinidad. Hasta el lenguaje de los teólogos y de los traductores de —258—

la Biblia es engañoso cuando se refieren al Espíritu como Ello: «Ello inspira por doquier.» La personificación de Dios hace que el hecho de que lo traten como un objeto resulte degradante. El pronombre del Espíritu debería ser Ella, lo que aclararía que muchas de las funciones asignadas a María (como símbolo de la Iglesia, o como su protectora) corresponden a la Trinidad en su análogo femenino. Uno debería orarle a Ella tanto como a Él. Congar alega que el Espíritu enmarca y abriga la nueva creación de la Iglesia del mismo modo en que flotaba sobre las caóticas aguas para formar el mundo en el Génesis. Ésta es una visión maternal del Espíritu que Gerard Manley Hopkins expresó en su soneto «La grandiosidad de Dios»: Porque el Espíritu Santo sobre los humildes al mundo cría con cálido pecho y con ¡oh! brillantes alas.

NOTAS 1. Juan Pablo II, Carta del 25 de marzo, 1995, párrs. 1 y 3, Donne e Prete, Pauline Editoriale Libri, pp. 74, 77. 2. Mary Gordon, «Coming to Terms With Mary», Commonweal, 15 de enero,!982,p.11. 3. A. W. Richard Sipe, Sex, Priests, and Power: Anatomy ofa Crisis, Brunncr/Mazel, 1995, p. 102. 4. Una amplia cobertura de los diferentes tipos de apariciones mañanas que hacen que la gente se compadezca del mundo al ver a María sufrir por él aparece en el libro de Michael W. Cuneo, The Smoke of Satán: Conservativo and Traditionalist Dissent in Contemporary Amerícan Catholicism, Oxford University Press, 1997, capítulo 5, «Mystical Marianism and Apocalypticism», pp. 121-177. 5. Eamon Duffy, Saints and Sinners; A History of the Popes, Yale University Press, 1997, pp. 286-289. 6. Yves Congar, O. P., I Believe in the Holy Spirit, traducido al inglés por David Smith, Crossroad, 1997, vol. 1, p. 163. [£/ espíritu santo, traducido por Abelardo Martínez de Lapera, Editorial 1-j.erder, 1991.] -259-

7. Ibíd. 8. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 119.1-3. Agustín dice, con razón, que con «su propia» (sua, en griego idia) se refiere al cuidado de Juan (officia), no a su propiedad (propria). 9. Raymond E. Brown, Kari P. Donfricd, Joseph A. Fitzmyer yJohn Reumanm, Mary in the New Testament Fortress Press, 1978, pp. 194,213. [María en el Nuevo Testamento, Ediciones Sigúeme, S.A., 1994.J 10. Juan Pablo II, Mother of the Redeemer {Redemptoris Mater), traducción del Vaticano, Pauline Books, 1987, p. 30. [Redemptoris mater, traducción del Vaticano, Ediciones San Pablo]. 11. Ibíd., p. 31. 12. «Qué me reclamas» literalmente es: «Qué tengo yo contigo». Las mismas palabras reflejan un rechazo en el griego en II Reyes 3:13 (Eliseo dice que los reyes no tienen derecho a exigirle profecías) y en Oseas 14:8 (Efraín no tiene derecho a tener ídolos). 13. Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 8.9. 14. Raymond E. Brown, S. S., The Gospel According to John, AB, 1966, vol. 1, p. 109. [El Evangelio según San Juan, Ediciones Cristiandad, S.L.] 15. Ignacio de Antioquía a los efesios 19:1. Véase William R. Schoedel, Ignatius of Antioch, Fortress Press, 1985, pp. 89-91. 16. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition,vol. 1, The Emergence of the Catholic Tradition (100-600), University of Chicago Press, 1971, p. 241. 17. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 2, The Spirit of Eastern Christendom (600-1700), University of Chicago Press, 1974, pp. 139-141. 18. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 3, The Growth of Medieval Theology (600-1300), University of Chicago Press, 1978, pp.69-70. 19. Ibíd., pp. 72-73. 20. Ibíd., p. 170. 21. Jacobo de Vorágine, The Golden Legend, traducido al inglés por 'William Granger Ryan, Princeton University Press, 1993, pp. 149-158. [La leyenda, dorada, traducido por fray José María Macías, Alianza Editorial.] 22. Pelikan, Growth, p. 161. 23. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 4, Reformation of Church and Dogma. (1300-1700), University of Chicago Press, 1984, p.40. 24. Pelikan, Growth, p. 71. 25. Pelikan, Reformation, p. 40. -260-

26. Ibíd., pp. 49-50. 27. Ibíd, p. 46. 28. Ibíd, pp. 49-50. 29. Henry Adams, Mont Saint Michel and Chartres, Library of América, 1983, p. 428. 30. Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, vol. 5, Christian Doctrine and Modern Culture (since 1700) University of Chicago Press, 1989,p.144. 31. Théodule Rey-Mermet, Moral Choices: The Moral Theology of Saint Alphonsus Liguori, traducido al inglés por Paúl Laverdure, Liguo-ri Press, 1998, p. 19. 32. Frank J. Coppa, The Modern Papacy Since 1789, Longman, 1998,pp.102104. 33. Giacomo Martina, S. J., Pio Nono (1851-1866), Editrice Pontificia Universitá Gregoriana, 1986, pp. 289-290. 34. Ibíd, pp. 266-267. 35. Ibíd, pp. 263-264. 36. Ibíd, p. 268.. 37. Owen Cha-dwick, A History of the Popes, 1830-1914, Oxford University Press, 1998, p. 120. 38. Martina, op. cit, pp. 263-265. 39. Ibíd, p. 274. 40. Ibíd, p. 274. 41. Chadwick, op. cit, p. 121. 42. Frank J. Coppa, «Cardinal Antonelli, the Papal States and the CounterRisorgimento», Journal of Church and State 16 (1974), p. 469. 43. Cuneo, op. cit., p. 121. 44. John Cornweil, Hitler's Pope: The Secret History of Pius XII, Vi-king, 1999, pp. 242-243. [El Papa de Hitler: la verdadera historia de Pío XII, Editorial Planeta, S.A., 2000.] 45. Kenneth L. Woodward, «Hail Mary», Newsweek, 25 de agosto, 1997. 46. Sobre estos cánticos como himnos de las comunidades cristianas judías, que expresan el significado de la llegada de Jesús al mundo, véase Raymond E. Brown, S. S., The Birth of the Messiah: A Commentary on the Infancy Narrativos in Mattheiu and Luke, Doubleday, 1977, pp. 346-355. [El nacimeinto del Mesías, Ediciones Cristiandad, S.L., 1982.] Las diferencias respecto a los versículos helénicos iniciales del Evangelio están reseñadas por Loveday Alexander, The Preface to Luke's Gospel: Literary Convention and Social Context in Luke 1:1-4 and Acts 1:1, Cambridge University Press, 1993. -261-

15 El don de la vida

El Vaticano tiene con el aborto casi los mismos problemas que con la contracepción. Ninguna de las dos cuestiones se menciona en las Escrituras judías ni en el Nuevo Testamento. Dado el alto lugar que les asignan los líderes religiosos modernos en la lista de crímenes importantes, uno pensaría que figuraría como condenable en alguno de esos textos. Puesto que no hay ninguna doctrina revelada al respecto, los argumentos contra el aborto deben emanar de las leyes naturales, y esto los sitúa dentro del concepto de las leyes naturales del Vaticano, concepto que resultó tan desacreditado cuando se trató la contracepción. (En algunos casos, la práctica del aborto jamás se habría planteado si el Vaticano no hubiera estado siempre y en todas partes oponiéndose a los condones y otros dispositivos para el control de la natalidad.) Ocurre con el aborto lo mismo que con la contracepción, que el argumento de la moralidad natural debería estar al alcance de la capacidad de una persona normalmente inteligente y de buena voluntad. Entonces ¿por qué este argumento no resulta convincente para tanta gente que tampoco mantiene una actitud perversa respecto a otros conceptos? El Instituto de Derecho de Estados Unidos, la Asociación Médica Americana y la Asociación de Salud Pública Americana apoyan el derecho de la mujer al aborto. John Noonan escribe sobre esto: Los decanos de todas las facultades de medicina de California, la Unión Americana de Libertades Civiles del Sur de California y unos ochenta profesores de derecho, de ginecolo—263—

gía, y practicantes de obstetricia venidos de todos los rincones del país han solicitado al Tribunal Supremo de California que haga valer el derecho constitucional de la mujer a someterse a un aborto cuando ella lo solicite y el derecho constitucional de un médico a practicar un aborto si lo considera médicamente apropiado.1 Cierto es que muchas sociedades han condenado el aborto, pero algunas de esas prohibiciones se parecen a las que vimos antes en el caso de la contracepción: se consideraba que era malo porque se usaba la magia para prevenir los nacimientos, o condenaban a la mujer por privar a un hombre de herederos (los derechos del niño importaban menos que las prerrogativas del patriarca). Sólo algunas de estas sociedades trataron el delito como un asesinato. Ni siquiera los modernos cruzados contra el aborto lo tratan realmente como un asesinato. Aunque lo impidan o castiguen al médico autor del aborto, rara vez castigan a la madre. Sin embargo, si el delito es un asesinato, entonces la culpa más grande le corresponde evidentemente a ella. Ella mata a su propio hijo, lo que se ha considerado, por lo menos desde los tiempos de Medea, un acto particularmente atroz. Aún más significativo es que las autoridades católicas no tratan al feto como una persona, ya que no lo bautizan. Si, como el Vaticano lo predica, cada óvulo humano fecundado contiene un alma humana, y cada alma (menos la de María, concebida inmaculadamente) hereda el pecado original, y se necesita del bautismo para librar al alma del pecado original y poder entrar en el cielo, entonces todo feto desde la etapa de óvulo fecundado requeriría el bautismo. Pero ni siquiera las monjas en los hospitales católicos bautizan cada aborto (suponiendo que sea un aborto lo bastante tardío como para encontrar el feto en la materia evacuada). Incluso los que protestan por el aborto vituperando a los «asesinos de bebés» no han organizado una campaña pacífica para bautizar a todos los fetos, aunque sí han administrado algunos espectaculares bautizos de fetos para la prensa. De hecho, Tomás de Aquino se opuso al bautizo de fetos.2 Otras personas que se oponen al aborto hacen excepciones en casos de incesto o violación, lo que demuestra que no consideran —264—

al feto una persona. Sea lo que sea que haya hecho el hombre, el feto no tiene la culpa, y si es una persona inocente, no debería pagar con su vida el pecado del padre. Algunos casuistas han mostrado su punto de vista de que en esos casos se puede matar al feto tal como lícitamente se puede matar a un agresor por forzar el cuerpo de alguien. Pero por lo general el feto no representa una amenaza para la vida de la madre, y sólo el temor por la propia vida autoriza el asesinato del agresor. Y el feto en sí no es el agresor: el hombre ya está lejos para el momento en que se practica el aborto. La única comparación y aún así parcial sería la búsqueda de un invasor a cuyo ataque se sobrevivió, y luego se mata a sangre fría en venganza, pero ni siquiera ésa es una buena comparación, pues no se mata al padre, sólo al feto que dejó atrás. ¿Qué hipótesis se podría construir que fuese valedera? Digamos que un asaltante entra en tu casa, pone tu vida en peligro y sin darse cuenta deja a su hijo en un rincón. Una vez que se ha ido, no estimas afortunado salvar al inocente de un padre tan violento. No, matas al chico por pura rabia contra su padre. Esto se parece más a lo que sucede en un caso de violación si de verdad se cree que el feto es una persona. Mucha gente, incluso muchos de los que no perdonan el aborto en caso de incesto o violación, estarían de acuerdo en matar al feto si la continuación de su vida amenaza la de la madre. Pero también eso demuestra que no se está viendo al feto como una persona. Si el feto y la madre tienen la misma categoría como personas, debería preferirse la muerte natural y no la infligida. Si dos personas están muriendo de hambre, una no debería matar a la otra, ni siquiera por el último bocado. La muerte indeseada de la madre sería, en palabras de las compañías aseguradoras, un «acto de Dios». La muerte deseada del feto —teniendo en mente que estamos considerando al feto como una persona— sería un acto de asesinato. Es más, pocos de los que afirman creer que el feto es una persona con todos los derechos de una persona recomiendan la vigilancia y el castigo de las agresiones contra esa persona cometidas por las mujeres embarazadas que agreden la integridad corporal del feto y su desarrollo mental al fumar, beber, consumir drogas o guardar costumbres poco saludables. Huyen de tales actos, que obligan al feto a luchar contra su portadora, y luego tienen pro—265—

blemas para marcar los límites entre una mujer que le hace todas esas cosas al feto y otra que decide si debe o no abortar. Todos estos hechos indican lo difícil que es, incluso para los que más se oponen al aborto, pensar honesta y coherentemente en el feto como persona, equiparable con las personas cuyos derechos a la vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, todos admitimos. Por otra parte, es imposible tratar al feto como un simple apéndice desechable de la mujer embarazada. Tiene su propia teología, determinada a convertirlo en un ser incluso si la mujer paga con su vida, y siempre es una persona en potencia. El único punto de partida honesto para reflexionar sobre el feto es un respetuoso agnosticismo al respecto, que es el que veremos que Agustín adoptó. Lo que dificulta el tratar respetuosamente las doctrinas del Vaticano al respecto es su rechazo a la incertidumbre que la mayoría de la gente, incluso aquellos dispuestos a reflexionar sobre los problemas morales, deja entrever con sus palabras y sus actos. Los miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe son felices en su certeza de que el alma está presente en el óvulo fertilizado. Sólo esa certeza puede explicar un pasaje como éste, que condena la fertilización in vitro: Se retira cierta cantidad de óvulos, se fertilizan y luego se cultivan in vitro durante unos días. Generalmente no todos son transferidos al tracto genital de la mujer; algunos embriones, llamados por lo general «de repuesto», se destruyen o congelan. En ocasiones, se sacrifica a algunos de los embriones implantados por razones varias, eugenésicas, económicas o psicológicas. Semejante destrucción deliberada de seres humanos o su utilización para diferentes propósitos en detrimento de su integridad y de su vida es contraria a la doctrina sobre el aborto provocado antes recordada. La conexión entre la fecundación in vitro y la destrucción voluntaria de embriones humanos se da con demasiada frecuencia. Esto es significativo: a través de estos procedimientos, con propósitos aparentemente contrarios, la vida y la muerte están sujetas a la decisión del hombre, quien se convierte así en el dador de vida y muer—266—

te por decreto. Esta dinámica de violencia y dominio puede pasar inadvertida para aquellos individuos que, en su deseo de utilizar el procedimiento, quedan sujetos a él.3 No es de ninguna ayuda que entremos aquí en la misma retórica contra la ciencia demoníaca que en el anticontraceptivo Humanae Vitae (de hecho la misma anticiencia del documento sobre el Holocausto, Nosotros recordamos). A aquellos que desean tener un hijo por el método in vitro se les tilda de víctimas de una «dinámica de violencia y dominio», aunque todo lo que persiguen es la libertad de tener hijos a pesar de los defectos físicos que les impiden tenerlos naturalmente. El Vaticano insiste en que la naturaleza no puede ser corregida en su mecánica fundamental del acto sexual, aunque todos los días se corrigen múltiples defectos en diferentes formas, como llevar gafas o alterar la deficiencia de insulina. El documento que he citado es el mismo que asevera que la fecundación in vitro es inmoral porque conlleva la masturbación para recolectar el semen masculino; el mismo que dice también que los médicos no deben hacer exploraciones prenatales de la matriz si sospechan que los padres pueden abortar al descubrir un feto gravemente deforme o mortalmente enfermo.4 Restringiéndonos al pasaje citado anteriormente, se nos dice que la pérdida de óvulos fecundados, incluso antes de ser implantados en la matriz (nidación), equivale a destruir almas humanas. Pero la naturaleza misma, a fin de asegurar la procreación, «pierde» muchos óvulos fertilizados, probablemente más de los que se cuentan «de repuesto» en el procedimiento in vitro: Experimentos con animales han demostrado que las pérdidas prenatales desde el momento de la fertilización oscilan entre el 40 y el 50 %. Dada la organización superior del humano, las pérdidas pueden ser aún mayores. Al menos un quinto o hasta un cuarto de los óvulos fertilizados puede perecer antes de su implantación en el útero o durante el proceso.5 Aquellos que hablan del aborto como si del «holocausto» de bebés nonatos se tratara, deberían tener en cuenta el «holocausto» de todos esos óvulos fecundados que se pierden en el proceso na— 267 —

tural. ¿Qué ocurre con esas almas? Nadie puede bautizarlas, aunque quiera. ¿Es Dios mismo quien las envía por millones al limbo donde nunca podrán disfrutar de la visión bendita? El respetado teólogo moral Bernard Háring plantea otros problemas sobre la tesis de los óvulos fecundados como poseedores de alma instantáneos. Por una parte, una vez que se produce la fecundación, el óvulo se puede desarrollar de diversas maneras, incluida su división en gemelos. Si en el momento de la fecundación comienza a existir un alma, ¿ese alma engendró más tarde otra alma? 6 Háring sugiere que el feto evoluciona para ser una persona humana, del mismo modo que los animales evolucionaron para ser humanos en el largo proceso de la Tierra. A pesar de que en ambos casos existe un potencial para llegar a ser seres humanos, un mono no lo es, y quizás un feto primario tampoco lo sea. Esta idea de un desarrollo hacia lo humano coincide con las opiniones de Tomás de Aquino sobre el feto, que derivan a su vez de Aristóteles. Aristóteles pensaba que el embrión se desarrollaba a partir de un alma nutritiva (la forma de vida en todas las plantas) que estaba potencialmente en la madre, al añadirle un alma potencialmente sensible (presente en todos los animales) y un alma racional aportada por el hombre. Estas potencialidades se desarrollan en tres etapas, indefinidas, aunque todas ellas presentes al momento del nacimiento. 7 Aquino adoptó este esquema, insistiendo en que sólo había un alma en un humano, la racional, que Dios infundía al final del proceso de generación, y que incluye la vida nutritiva y animal, provista con anterioridad por la cópula del hombre y la mujer (ST 1 q 118, 2 ad 2). De forma que el alma no está presente en la concepción del cuerpo humano, que era una de las razones por las que Tomás se oponía al concepto de Inmaculada Concepción. No había allí ningún alma que pudiese ser inmaculada.8 Agustín barajó varias hipótesis sobre el feto, sin decidir su categoría, ya que «no he sido capaz de descubrir en los libros aceptados de las Escrituras nada seguro sobre el origen del alma» (ep. 190.5).9 A la extracción del feto en una fase temprana primaria la llamó «matarlos antes de vivir» (esto es, antes de tener almas). 10 Pensaba que era posible que los fetos expulsados simplemente muriesen, puesto que carecían de sensación y por lo tanto de alma, —268—

o quizás adquiriesen su cuerpo predestinado en la vida futura. 11 Aunque opinó que el feto podía obtener su alma en el cuadragésimo sexto día de su gestación, según la analogía con el templo, construido en cuarenta y seis años, su pasaje más completo sobre la moral del aborto no toma en consideración el destino del feto sino la intención de la pareja que aborta para desvirtuar el objetivo ¿el matrimonio. En ese caso su acto deja de ser marital. No se les llama asesinos sino adúlteros casados.12 Entonces, ¿cuándo y de qué manera contrae el alma el pecado original? Agustín no lo sabía. Todo cuanto sabía era que los hijos de Adán viven en una especie de comunidad espiritual con él. Al principio Adán era toda la raza humana en potencia, y todavía vivimos en él, como lo vio John M. Rist en un excelente análisis de los últimos textos de Agustín, donde se atribuye una doble vida a la humanidad, una vida en la sombra, una oscura, menguada vida de debilidad, a la que se le añade, cuando somos bautizados en el cuerpo de Cristo, una brillante y prolongada vida de fuerza. Y somos esta combinación en una forma personal única, una visión que ayuda a explicar la capacidad de Agustín para encontrar profundidades y estratos en su propia estructura psicológica. La complejidad humana, que incluye el cuerpo, es en Adán y en Cristo más misteriosa y está más individualizada que su humanidad común o incluso su semejanza común con Dios. La teoría de Agustín de la «doble vida», aunque desarrollada, como hemos visto, por razones predominantemente teológicas, bien puede parecer atractiva por razones más filosóficas. En cierta manera parece querer hacer justicia tanto a las afirmaciones metafísicas de Plotino sobre la identidad humana de unos con otros, como a las declaraciones históricas del cristianismo sobre la importancia de la individualidad y unicidad humanas.13 Aunque Agustín no sabía con certeza en qué momento aparecía el alma, se trataba de un alma interpersonal desde el principio, en comunicación con la historia de la humanidad en Adán. La persona, según las reflexiones de Agustín sobre la Trinidad, debe existir en una relación interactiva con otras personas. Tomás de Aqui—269—

no dijo algo al respecto cuando se opuso al bautizo del feto porque «mientras exista en el vientre de la madre, no puede estar sujeto a la acción de los ministros de la Iglesia, ya que los hombres no le conocen».14 No está en comunicación con las autoridades de la Iglesia. Ni siquiera está en comunicación con las autoridades naturales (lo que Tomás entendía en su cultura por los padres de la criatura, especialmente el padre). Cuando Tomás puso en duda el bautizo de los niños pequeños, quienes también parecen incomunicados, puesto que todavía no hablan ni deciden, san Agustín respondió: El hombre está estructurado hacia Dios por la razón, que es capaz de conocer a Dios. Por eso un niño, antes del ejercicio de su propia razón, está por naturaleza estructurado hacia Dios a través de la razón de los padres, por lo que cumple sus deberes religiosos según la dirección de los padres (ST 3 q 68, 10ad3). Así pues, incluso un niño tiene deberes y puede encauzarse. Existe en una relación recíproca al nacer, no antes: lo cual envuelve a Tomás en la consecuencia lógica de que el alma se adquiere al nacer. Virgilio señala la comunicación del niño con otras personas al decir que un recién nacido puede «reconocer a su madre con una sonrisa» (Égloga 4.60). Hemos visto en un capítulo anterior que Edith Stein mostraba la necesidad de una empatia recíproca con los demás —una «intersubjetividad»— en la formación de la personalidad. Aquí podría objetarse que reconocemos derechos en personas incapaces de asumir deberes recíprocos: los locos, los seniles, los comatosos. Pero todos ellos estuvieron en algún momento en comunicación con los demás, participaron en el sistema de intercambio humano, desarrollaron personalidades reconocibles en nuestro trato con ellos. No se puede decir lo mismo de un feto. El obstáculo para Agustín y Tomás en sus debates sobre el tema residía en la premisa de que el alma era infundida por Dios, completa y entera, en un único acto realizado en algún momento después de la concepción. No aceptaban el desarrollo de la personalidad como un proceso, como lo ve Bernard Háring al compa—270—

rarlo con la humanización de las especies. Sin embargo, la ciencia moderna está mucho más familiarizada con sistemas de desarrollo. La persona no es algo determinado, un producto expedido total completo. Algunos temen que, si se legaliza el aborto, la eutanasia sea el próximo solicitante, aunque he hecho la distinción entre el feto y aquellos cuya personificación se ha visto disminuida después de tomar parte en el intercambio interpersonal. El moralista Paúl Ramsey (que se opone al aborto) ha presentado una comparación interesante entre la cuestión del derecho a la vida y el movimiento por el derecho a la muerte. Señala que hasta los moralistas católicos han aceptado que no deben utilizarse métodos extraordinarios para prolongar la vida. Pero la ciencia moderna añade constantemente nuevos métodos extraordinarios para iniciar la vida, y la mayoría de los que se oponen al aborto lamenta la omisión de cualquiera de ellos. Cierto porcentaje de imperfecciones genéticas serían, en el curso normal de las «deliberaciones de la naturaleza respecto al hombre», eliminadas mediante abortos naturales. Si el firme avance de las prácticas de medicina científica favorecen el nacimiento de estas vidas en un aumento gradual, y llegan a adolescentes, y luego a la capacidad de engendrar o de embarazarse a su vez, el resultado será un aumento constante de individuos seriamente defectuosos en las poblaciones de todas las generaciones futuras. La fetología parece dispuesta a acelerar esta tendencia. Estas consideraciones plantean serios interrogantes médicos y morales. La cuestión de principios es si no sería moralmente responsable, o al menos moralmente tolerable, anular algunas de las consecuencias negativas de la práctica de salvar vidas. ¿No debería eliminarse esta práctica en pro de una especie de respeto que estima a la vida lo suficiente como para permitir en ocasiones su muerte aun pudiendo salvarla técnicamente?15 La preocupación de Ramsey por las «imperfecciones» podría acarrearle la acusación de tener motivaciones eugenésicas; pero él no se refiere a la planificación deliberada de un tipo ideal de vida, —271—

sólo a no usar métodos extraordinarios para frustrar un proceso de eliminación natural. Con lo que él y otros prudentes opositores al aborto se tropezaron en el movimiento a favor de la vida, fue con la actitud del Vaticano contra cualquier control de la ciencia sobre la vida, y que habla de la «cultura de la muerte» como si todas y cada una de las adiciones de vida fuesen queridas y necesitadas por Dios. Los más sentimentales incluso hablan de niños que quieren ser concebidos y a quienes se niega ese «derecho», como si sus almas existiesen no sólo antes del nacimiento sino también antes de la concepción. (De hecho, si concebir tantas nuevas almas como fuera posible fuese un objetivo en sí, el Papa debería ordenar a todos los célibes que se casasen.) No obstante, incluso si el aborto no es un asesinato, tampoco es algo que pueda proponerse como un ideal. Debería evitarse, principalmente recurriendo a las medidas seguras que existen para el control de, la natalidad, precisamente las medidas eficaces contra el aborto que el Vaticano no permitirá. Aunque el feto no sea una persona, es una vida humana, con el potencial para convertirse en una persona. Es algo que no debería ser suprimido a la ligera ni privado de todo el respeto. La mujer tiene el derecho legal de decidir si debe abortar, pero no debe tomar esto como una dispensa de la tarea de tomar la decisión moral que va más allá de la ley. No estoy seguro de cuándo empieza la personalización, como Agustín tampoco estaba seguro del momento en que se infunde el alma. Pero contra todos aquellos que nos dicen, con total seguridad, cuándo comienza la vida humana, deberíamos contemplar parte del conocimiento agustiniano sobre nuestros límites. Sobre el tema de los orígenes de la vida, dice: «Cuando algo desconocido de por sí desafía nuestra capacidad, y no hay página de las Escrituras que venga en nuestro auxilio, no es seguro para los mortales suponer que pueden pronunciarse al respecto» (ep. 190.5).

-272-

NOTAS 1. John T. Noonan (editor), The Morality ofAbortion, Harvard University Press, 1970, pp. ix-x. 2. Tomás de Aquino, On the Sentences ofPeter Lombard 4.6. Véase Noonan, op. cit., p. 54. 3. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instructions on Respect for Human Life in Its Origen and on the Dignity of Procreation (Donum Vitae), en Edmund D. Pellegrino,John Collins HarveyyJohn P. Langan (editores), Gift o f Life: Catholics Scholars Respond to the Vatican Ins-truction, Georgetown University Press, 1990, pp. 19-20. 4. Ibíd.,pp. 13-14. 5. Bernard Háring, «A Theological Evaluation», en John T. Noonan (editor), The Morality of Abortion: Legal and Historical Perspectives, Harvard University Press, 1970, p. 130. 6. Ibíd. 7. Aristóteles, Reproducción de los animales, 736b-737a. 8. Tomás de Aquino, Commentary on the Four Books of the Sentences 3.1.1. Véase Noonan, op. cit., p. 23. 9. Otto Wermelinger, «Abortus», Cornelius Mayer y otros, editores, Agustinus-Lexikon, Basel: Schwabe, 1986, col. 6-10. 10. Agustín, Ora Marriage and Concu.fiscen.ce 1.15. 11. Agustín, Encheiridion 85, The Trinity 22.13. 12. Agustín, Ora Marriage and Concupiscence 1.15-17. 13. John M. Rist, Augustine: Ancient Thought Baptized, Cambridge University Press, 1994, p. 129. 14. Véase nota 2. 15. Paúl Ramsey, «Points in Deciding About Abortion», en Noonan, op. cit., p. 99. -273

III EL PROBLEMA DE LA HONESTIDAD

Ya que el papel del sacerdote es principalmente el de ser un testigo fiable, es de vital importancia que todas las estructuras de la Iglesia, todas las relaciones básicas en el seno de la Iglesia y el total de la formación moral promuevan y fomenten la absoluta sinceridad y transparencia. BERNARD HARING

16 La era de la verdad En 1896, cuando lord Acton estaba elaborando el plan para su gran proyecto, la Historia moderna de Cambridge, dijo que por fin era posible realizar una consideración objetiva del pasado, pues sus fuentes podían finalmente ser escudriñadas: Desde que se permitió la consulta casi ilimitada de los manuscritos, y multitudes de estudiosos los analizan con detalle gracias a un suministro de documentos que excede al suministro de historias, no sólo ha habido progreso sino también subversión y renovación. La política de ocultación, en tantas partes en desuso —pues ni Italia ni Prusia estaban interesadas en guardar los secretos de gobiernos caídos cuyos expedientes estaban en sus manos—, se ha derrumbado de golpe, y por fin el Vaticano revela los tesoros escondidos de la torre de Galileo [el lugar de los archivos secretos].1 El terremoto de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas hicieron caer los archivos de sus recónditos nichos en las bibliotecas reales, de Estado y aristocráticas, y la conmoción de estos acontecimientos sísmicos puso al descubierto nuevas fisuras de los documentos: las revoluciones francesa y prusiana de 1848, la reconquista austríaca de Venecia ese mismo año, la toma italiana de las bibliotecas papales en 1848 y 1870. El mismo Acton se benefició de la mayoría de estos viejos documentos que por fin salían a la luz y fue uno de los que los recibieron como si de nuevos papiros se tratase fluyendo cual torrente de oro para los eruditos. —277—

Napoleón había marcado el paso cuando se llevó a París los archivos del Vaticano (3.230 baúles) a carretadas. 2 Hacía mucho tiempo que la gente deseaba confirmar sus peores sospechas sobre el juicio de Galileo, la Inquisición, el papado de Borgia, el Concilio de Trento y otros oscuros secretos del papado. El mismo Napoleón pidió ver el expediente de Galileo, y cuando, a su caída, los documentos saqueados regresaron a Roma, ese expediente había desaparecido, para regresar sólo años después, incompleto. 3 Esto excitó la curiosidad general, sumada al exacerbado celo de los eruditos. Comenzó entonces la cacería de documentos. Es evidente que antes había habido agitaciones políticas que hicieron vulnerables estos archivos: durante el saqueo de Roma a manos del ejército de Carlos V en 1527 los documentos fueron dispersados y utilizados como camas para animales.4 La diferencia ahora estribaba en que los historiadores conocían el valor de estos tesoros almacenados. Había aparecido una nueva actitud hacía la historia, por lo común simbolizada por el famoso ideal de Lcopoíd von Ranke de recuperar «simplemente lo que en algún momento sucedió» (wie es eigentlich gewesen). El historiador del Renacimiento Anthony Grafton señala que en realidad Ranke no había descubierto ninguna técnica de investigación y que ni siquiera vivió de acuerdo con su famoso lema, pero sí añadió dos cosas esenciales al trabajo del historiador: un entusiasmo casi de culto por el documento original y el seminario diplomado formal que convirtió la historia en una disciplina profesional.5 Acton, nacido en 1834, recurrió a estas dos novedades en su fuente alemana. Por ser un católico de la nobleza, no pudo asistir a Oxford o Cambridge en un tiempo en que ello todavía suponía profesar la religión establecida (anglicana). En cambio, cursó intensos estudios en Munich, desde los dieciséis hasta los veinticuatro años, con un sacerdote bávaro, Ignatz von Dóllinger, que fue uno de los pioneros de la historiografía de la época. Viajaron juntos a los archivos recientemente abiertos en Vcnecia, Roma y en cualquier parte, intoxicados por los horizontes abiertos sobre el pasado. 6 Acton, joven como era, pudo ayudar al famoso Dóllinger gracias a su amplia red de familiares bien situados entre la aristocracia europea. Reflejo de estos contactos, Acton creció hablando cuatro idiomas en la mesa familiar. Los viajes de Acton y Dóllinger —278—

eran exploraciones de un mundo espléndido y nuevo para ambos. Inspirado en eso, Acton concibió la vocación de historiador como una nueva forma de sacerdocio de la verdad. Para él, el siglo XIX se había convertido en la era de la verdad, y veía caer archivo tras archivo como bombas explosivas que derribaban las estructuras míticas de las viejas instituciones, todas menos la Iglesia católica, que él consideraba (en ese entonces) la mayor beneficiaría de estas evoluciones. Después de todo, ¿cómo podía oponerse a la verdad el mismo depósito de la verdad de Dios? Acton ha sido acusado, con cierta razón, de una epistemología ingenua sobre la capacidad de llegar a la verdad desnuda. Pero tuvo una profunda conciencia de lo que era original en las investigaciones de su época. Sabía que su búsqueda de la verdad era de naturaleza diferente de la mera información sobre historias del pasado. La historia clásica, en sus mejores exponentes (como Tucídides), sentó las bases de los elementos de la investigación científica, aunque restringidas a una estructura de retórica, cuya norma de trabajo era la probabilidad (to eikos).7 Las motivaciones de los actos se enmarcaban en términos de discursos pronunciados por los protagonistas principales de la historia. Los evangelios del Nuevo Testamento, en la medida en que se pueden considerar siquiera historia (y no era ése su género principal), han presentado este tipo de historia, como lo demuestra el encuentro entre Jesús y Pilato. La historia griega estaba orientada hacia el futuro y extraía lecciones de la investigación (historia) sobre lo sucedido antes, mientras que la historia judía estaba orientada al pasado y recordaba en todo momento las relaciones contractuales de la nación con su Dios. 8 La historia medieval se hizo para aportar testimonio de las declaraciones de santidad, curaciones o milagros. 9 Esta concentración en el poder de la santidad se interpretó fácilmente a posterio-ri como la santidad del poder cuando naciones enteras se convirtieron por mandato de sus líderes. El documento fundador de la historia medieval fue, significativamente, la historia de la Iglesia firmada por Eusebio, con una celebración de la conversión del emperador Constantino como su piedra fundamental.10 Gran parte de la historia reciente depende de la reivindicación de esa declaración de poder, incluso hasta el punto de favorecer la fraudulenta —279—

«donación» con la que Constantino proporcionó a la Iglesia su reino terrenal. La historia del Renacimiento y de la Reforma tamizaron estos asuntos de manera más refinada, volviendo a menudo del poder a la probabilidad, mientras el renovado interés en la antigüedad clásica presentaba a Tucídides como modelo, en vez de a Eusebio. Lorenzo Valla, por ejemplo, refutó la autenticidad de la donación de Constantino, en 1440, no basándose en los instrumentos filológicos o arqueológicos que el siglo XIX le brindaba, sino sometiendo ciertos anacronismos aparentes a la prueba del eikos. La historia de la Ilustración —la de Montesquieu, Hume y Gibbon— fue «filosófica» porque hizo de la probabilidad una «conjetura» más explícita sobre lo que había sucedido en el pasado." La famosa propuesta de Gibbon, de respuestas alternativas a preguntas sucesivas, con el implícito interrogante de «¿qué es más probable?», confirió trasparencia a este procedimiento. El salto adelante del siglo XIX en materia de rigor histórico no podría haberse dado sin un desarrollo paralelo y fortalecedor de otras disciplinas. La arqueología transformó la Tierra en un archivo abierto de los secretos de civilizaciones perdidas. Las teorías geológicas de Charles Lyell y otros hicieron añicos la cronología del mundo que se había deducido de la Biblia; y la filología bíblica estaba rompiendo las estructuras que mantuvieron unidos los viejos esquemas. Se abrieron intervalos de tiempo amplios y nuevos, que propiciaron un foro para las lentas transformaciones biológicas que Darwin y otros modelarían como procesos de la evolución. Estos descubrimientos convergentes envalentonaron a la ciencia para cuestionar los milagros y las supersticiones que prevalecían en los relatos del pasado. Los conservadores de los mitos oficiales se lanzaron a la defensiva, pero con un estrecho margen de opciones: podían acomodarse a las nuevas tendencias, o bien ponerlas en tela de juicio, con diferentes grados de flexibilidad o rigidez. Si se acomodaban, se les acusaría de rendirse al espíritu de una era atea. Si se resistían, se les llamaría oscurantistas, débiles defensores de un pasado muerto. El desmoronamiento de los viejos bastiones documentales también significó la pérdida de su patrocinio, lo cual hizo aparecer como tendencioso el uso de los documentos por parte de sus cus—280—

todios. Había que buscar el apoyo para las investigaciones en lugares nuevos. Por ejemplo, los científicos ingleses del siglo XIX no se formaron en las universidades de orientación clásica como Oxford y Cambridge: «Salvo pocas excepciones no fueron educados en las universidades inglesas, sino en su equivalente escocés, o en las escuelas de medicina de Londres, en el servicio civil, el militar, o en comunidades disidentes de provincia.»12 En algunos ámbitos nuevos hicieron falta recursos privados para impulsar los nuevos trabajos, como el caso de Heinrich Schiiemann, quien invirtió su propia fortuna en explorar las excavaciones de Micenas. En historia, el acceso a los archivos, para lo que solía necesitarse dinero y contactos con investigadores de alta extracción social, originó la paradójica situación de que los aficionados fuesen los primeros en explorar una disciplina profesional (estaban más adelantados en cuanto a conceptos y técnicas que sus contemporáneos universitarios). Acton era la perfecta personificación de este tipo de investigador (e instituyó las normas profesionales cuando fundó la Historia moderna de Cambridge); pero hubo otros con los mismos objetivos, aunque pocos con su rigurosa inteligencia. Por ejemplo, en Inglaterra estaban George Grote, James Mili, Thomas Cariyie, Thomas Macaulay y su sobrino George Treveiyan, W. E. H. Lecky y J. A. Froude. En Estados Unidos había un grupo similar: Wi-Iliam H. Prescott, Francis Parkman, Georges Bancroft, Henry Ca-bot Lodge, Theodore Rooseveit y Henry Adams. Estos hombres eran, en efecto, sus propios mecenas, subsidiaban sus propias investigaciones y declararon que la historia ya no era la provincia de instituciones impenetrables al escrutinio exterior ni estaba comprometida con las versiones oficiales del pasado. El primer esfuerzo de Acton a su regreso de Munich a Inglaterra, en 1858, puede parecer contradictorio con su elevado ideal de la independencia de los historiadores respecto de los prejuicios institucionales. Con la intención de expresar su profunda lealtad a su Iglesia de origen, subsidió y editó publicaciones trimestrales católicas. Mas, en esa fase, no vio contradicción alguna entre la historia científica y la veracidad de los evangelios. Cierto es que en el pasado se ha empañado la Iglesia con historias deshonestas y engañosas reivindicaciones de su poder; pero sólo porque carecía de las herramientas que ahora se le ofrecían para encontrar y desple—281—

gar las verdades naturales en apoyo de su apertura sobrenatural a las realidades de todo tipo. Regresó a Inglaterra con la erudición de Alemania para ofrecerla en el altar. Refutaba de esta forma lo que consideraba un bulo: Sé, porque lo he experimentado, que los grandes prejuicios de los ingleses cultos contra la Iglesia no son de orden religioso en contra de los dogmas, sino de orden ético y político; ellos piensan que ningún católico puede ser sincero, honesto o libre y que si trata de serlo está sujeto a persecución.13 Acton tuvo al principio ciertas razones para albergar las esperanzas que pronto se verían defraudadas. Dóllinger, su mentor, era un historiador honesto y minucioso además de un sacerdote en buenas relaciones con su Iglesia. Hasta entonces había sido conocido en su carrera como un defensor del papado que había descubierto documentos comprometedores para los luteranos. Fue bien recibido en todos los centros de estudio católicos que visitó con su brillante y joven pupilo Acton al comienzo de la década de 1850. En Roma, Augustin Theiner, otro erudito historiador, alemán y sacerdote, ayudó a Dóllinger en su trabajo en el archivo del Vaticano, del cual era el director. Theiner había disfrutado de mayor libertad que sus antecesores gracias a un Papa que comenzó su reinado como el favorito de los nacionalistas italianos. En el momento de su elección en 1846, Pío IX era joven para ser Papa (54 años), cuatro años más joven de lo que lo sería Juan Pablo II cuando fue bienvenido como Papa joven en 1978. Pío parecía estar abierto a las nuevas ideas, tal como lo parecía Juan Pablo en su primer año en el Vaticano. Más tarde, Acton describió los falsos albores del papado de Pío IX de esta manera: «Él se había esforzado por ser un Papa liberal y patriótico; a Metternich le pareció casi un revolucionario, y a [el padre Gioacchino] Ventura casi un racionalista; los teólogos luteranos han citado con admiración sus opiniones sobre la salvación de los protestantes.» 14 Acton fue recibido en audiencia por el Papa consumidor de rapé en la década de 1850, tanto en compañía de Dóllinger como a solas (Pío conocía a algunos de los muchos familiares nobles de Acton), y el Papa no le pareció ni muy interesante ni muy peligroso. La única amenaza que podía —282—

presentar era la de su evidente ignorancia, que sin duda rebajaría el nivel de su entorno: «Ahora nadie piensa que el Papa lo subestimara por no saber nada de nada.» 15 Ninguno de los dos acertó a imaginarse que ambos terminarían considerándose mutuamente casi la personificación del diablo. Así pues, Acton comenzó con la publicación trimestral católica, Rambler (Paseante), con la plena seguridad de que elevaría el nivel intelectual del catolicismo inglés con largos informes sobre la erudición continental y nuevas investigaciones del pasado de la Iglesia. El cardenal de la recientemente restaurada jerarquía inglesa, Nicholas Wiseman, era un conservador, pero Acton había sido alumno del colegio católico para niños de Wiseman (Oscott), y suponía que no tendría problemas con su antiguo maestro, quien además conocía su lealtad a la Iglesia. No obstante, la influencia de los entusiastas católicos conversos iba en aumento en Inglaterra —el sucesor de Wiseman sería un converso idólatra del Papa, Henry Edward Manning—, y estos conversos no querían escuchar ninguna crítica de su Iglesia. Presionaron a Wiseman para que castigase la franqueza del Rambler, y el cardenal escribió una carta reprochando a Acton que imprimiese un escrito de Dóllinger en el que afirmaba que Agustín era el padre de la herejía jansenista. Acton se entrevistó con el distinguido converso procedente del anglicanismo, John Henry Newman, a quien había conocido en una visita con Dóllinger desde Munich, y Newman —para su desgracia— aceptó la dirección del Rambler, en una jugada que en teoría les daría a los conversos la seguridad de que una cabeza más sabia y experimentada estaba ahora al cargo. (Newman rondaba los cincuenta años, Acton todavía estaba en los veinte.)16 Resultó ser que los propios escritos de Newman enfadaron a los fanáticos más que los del mismo Acton. Newman publicó un largo artículo en la edición de julio de 1859: «Consulta a los fieles en asuntos de doctrina», donde afirmaba que la infalibilidad le pertenece solamente y siempre a la Iglesia como un todo, y no solamente y siempre a su sector doctrinal: «La Ecclesia docens no es siempre el instrumento activo de la infalibilidad de la Iglesia.» 17 Para probarlo decía que, en el período arriano del siglo IV (que fue objeto de un estudio especial conjunto de cuando estaba derivando hacia su conversión al catolicismo), el laicado había sido más -283

ortodoxo que la jerarquía. Este artículo molestó tanto a los partidarios del Papa en Inglaterra (quienes estaban seguros de que sólo el Papa es infalible) que lo enviaron a Roma para su censura, y Newman tuvo que dar explicaciones. Por esos tiempos, el consejero inglés más cercano a Pío IX en Roma, monseñor George Talbot, calificó con gran temor a Newman de «el hombre más peligroso de Inglaterra». Los días del Rambler estaban más que contados. Mientras tanto, Acton había estado buscando otra publicación, y encontró el Home and Foreign Review, que esperaba mantener fuera de la polémica católica. Sin embargo, en 1864 se sintió obligado a abandonar el proyecto por solidaridad con Dóllinger, a quien Pío IX había reprendido por un discurso en Munich (resumido y alabado por Acton en su Rambler) donde afirmaba que se debería liberar a los teólogos del agotado escolasticismo y permitirles adoptar los métodos de la investigación moderna.18 Hasta tal punto era ésa la ideología de la revista actual de Acton que sintió que ya no podía editarla bajo la implícita prohibición del Papa. Sus intentos de poner la era de la verdad al servicio de su Iglesia habían fracasado. Acton salió justo a tiempo del campo del periodismo católico. Poco después de suspender la edición del Rambler, Pío IX publicó su respuesta a la era de la verdad: un claro rechazo a todos sus principios. Presentó una lista de posiciones condenables que incluía todo el programa liberal de un hombre como Acton. Condenó ochenta proposiciones, incluidas éstas: 15. Todo hombre es libre de abrazar y profesar aquella religión que, guiado por la luz de la razón, considere cierta. 55. La Iglesia no debe estar separada del Estado, ni el Estado de la Iglesia. 63. Es legal rehusar la obediencia a príncipes legítimos e incluso rebelarse contra ellos. [Pío se consideraba príncipe de sus propiedades temporales, como se deduce de las próximas tesis.] 76. La abolición de los poderes temporales poseídos por la sede apostólica contribuiría en grado sumo a la libertad y prosperidad de la Iglesia. 77. En los tiempos actuales ya no es conveniente mantener —284—

la religión católica como la única religión del Estado ni excluir con ello las demás formas de culto. 78. Por lo tanto se ha decidido sabiamente por ley, en algunos países católicos, que las personas que vayan a vivir en ellos gocen del derecho al ejercicio público de su propia religión. 80. El pontífice romano puede, y debe, reconciliarse y aceptar el progreso, el liberalismo y la civilización moderna. ¿Cómo llegó una persona del siglo XIX a horrorizarse ante estas ideas? Newman trató de justificar esta lista señalando que no la firmaba el Papa, sino el secretario de Estado, y que los miembros de la curia de rango inferior solían ser más papistas que el Papa. Como él dice: «La Piedra de San Pedro disfruta en su cima de una atmósfera pura y serena, pero hay bastante malaria romana a sus pies.»19 Pude ser verdad que así lo creyese, ya que hubo cierto manejo por parte de los clérigos inferiores en la composición del Syllabus. Pero de hecho la fuerza de empuje subyacente fue Pío, tanto en su concepción general como en todos sus detalles. Hemos visto en un capítulo anterior que Pío trató de incluir una condena de los errores modernos en su definición de la Inmaculada Concepción. Como los redactores de esta proclama no encontraron la forma de elaborar sus argumentos teológicos para el dogma y al mismo tiempo formular un ataque a la modernidad, Pío les mantuvo en la tarea después de la ceremonia de proclamación de la doctrina mariana. Dom Guéranguer y otros presentaron un documento con el que trataron de sentar una amplia base teológica que les permitiera criticar los objetivos mundanos del siglo XIX, pero era demasiado abstracta para Pío. Él quería una lista concreta de todas las cosas malas que veía en el siglo. Les ofreció como modelo la lista redactada por el oportunista ex liberal Phi-lippe Gerbet, quien había trepado hacia la derecha después de que el Papa condenase a quien había sido su héroe, Felicité de Lamme-nais. A Gerbet, un obispo muy poco respetado por otros miembros de la jerarquía francesa, le gustaba dirigir grandilocuentes cartas pastorales a su diócesis; una de las cuales, publicada en el verano de 1860, captó por desgracia el interés de Pío IX. Contenía una lista de 85 tesis que las autoridades católicas debían condenar. —285—

Pío le dijo a su comité redactor que ése era el tipo de cosas que él quería. Giacomo Martina, en su informe sobre el pontificado de Pío, enfoca esto como la raíz de muchos patinazos que precedieron al desastre del Syllabus. Uno se pregunta qué motivos llevaron al pontífice a dejar de lado el primer borrador [en enero de 1869], que era mucho mejor que el de Gerbet, y preferir una lista tan vulnerable en diversas formas. La elección, que tuvo muy poco que ver con las personalidades de sus asesores romanos, dependió esencialmente del carácter y los conceptos de Pío IX, un hombre incapaz de concebir profundamente un argumento como un todo, más inclinado a mirar casos aislados que amplias síntesis o el examen profundo de los principios.20 A partir de entonces, tras atravesar una larga serie de versiones de diferentes comités. Pío se aferró a su idea de que la mejor forma de atacar al mundo moderno era catalogando sus atrocidades. Según él, éstas suponían una afrenta tan flagrante que la sola mención de ellas les haría estremecer. No se daba cuenta de que la impactante concreción de semejante lista sería tan vivida para sus detractores como lo era para él. Exponía su tesis de tal manera que resultaba muy fácil de caricaturizar; casi era una caricatura de por sí. El formato de la lista tenía la ventaja adicional, en su opinión, de qué a medida que tomaba forma se le podían agregar nuevas molestias que fuesen apareciendo. Así, cuando en 1860 Charles de Montalembert, en la conferencia eclesiástica de Malinas, hizo un llamamiento en favor de «una Iglesia libre en un Estado libre». Pío enseguida reaccionó añadiendo cinco nuevos puntos a la lista que condenaban las opiniones de Montalembert.21 Gracias a la redacción de una de las refutaciones de las tesis de Montalembert, Luigi Bilio, un recién llegado a Roma, captó la atención de Pío. El Papa puso al padre Bilio al cargo de las reformas de la lista en curso, desoyendo la opinión de consejeros más versados en la cuestión. Como suele suceder en la historia de la Iglesia, se entabló una colaboración entre el Papa, la curia romana con sus diversas tendencias y ciertos miembros de la jerarquía. Sin embargo, —286—

en el curso de esta tarea, que Pío siguió muy de cerca (como lo demuestran varios documentos en los archivos), el pontífice impuso su sesgo personal, que no sólo reforzaba el sesgo de los que se aferraban a la línea dura [intransigenti] sino que mostró una cierta tendencia a la asociación libre [eclecticismo] de su propia cosecha, basándose apenas en la necesidad de una síntesis sólida e internamente coherente que, concentrándose en lo esencial, no se disipase en los detalles. En definitiva, las contribuciones de teólogos maduros como el abad Guéranguer, monseñor Pie (el obispo de Poitiers), monseñor De Ram (el rector de la Universidad de Lovaina) surtieron poco efecto, mientras que las iniciativas básicas vinieron de un desconocido obispo francés, monseñor Gerbet de Perpiñan, y de un teólogo bernabita relativamente joven, el padre Luigi Bilio, quien se ganó la total confianza del Papa y que luego, una vez nombrado cardenal, participó íntimamente en las decisiones más importantes tomadas por Pío IX, especialmente durante el Concilio Vaticano.22 Pío mantuvo a Bilio trabajando durante años en la lista de sus sueños, que saltó de 70 tesis a 62, luego bajó a 55, o a 22, antes de volver a 84 para terminar en un total definitivo de 80. Mientras tanto el Papa trató de suscitar una correspondencia de apoyo por parte de los obispos, como hizo con la definición mariana. Cuando se reunieron en Roma en 1860 para la canonización de los mártires del siglo XVI en Japón, les pidió que le diesen por escrito sus opiniones particulares sobre si debían condenarse los errores del liberalismo moderno. Por supuesto, no se les facilitó la lista específica de los errores que Pío tenía en mente (¿cómo dársela, si se mantenía en un estado de flujo constante?). De los 255 obispos a quienes se les solicitó, 96 no respondieron. De los que respondieron, un tercio se opuso a la idea de la lista, alegando que puesto que ya se habían emitido constantes advertencias papales, incluido un discurso apocalíptico que el Papa acababa de pronunciar con ocasión de las canonizaciones japonesas, no había necesidad de mostrarse inútilmente provocativo con condenas oficiales. 23 El Papa no se dejó amilanar. Entre los que trataron de desviar al Papa de su carrera por ese —287—

peligroso derrotero estaba la plana mayor de los cardenales inquisidores, quienes dijeron que la corriente de declaraciones que ya se habían hecho sobre el asunto hacía inútil la condena oficial. Este intento por mejorar las cosas las empeoró, pues Bilio, tratando de aplacar a los cardenales, buscó una declaración anterior de Pío como cita para cada tesis. Al arrancar citas cortas de su contexto original, hizo que las tesis pareciesen más vagas o más específicas de lo que pretendía. El caso más famoso fue el de la tesis 80, que condenaba la idea de que el Papa pudiese reconciliarse con el progreso moderno. La cita original se dirigía a los Estados modernos que trataban abiertamente de romper los acuerdos con la Iglesia o de suprimir la religión, pero su uso sugería que el Papa tenía que oponerse a todos los Estados modernos.24 La necesidad de presentar las tesis en un marcó de citas exactas de diferentes documentos papales también ayudó a darle a la lista ese extraño estilo de condena a los inequívocos señalamientos de errores. Esto llevó, en el caso de la tesis 79, a la estrambótica redacción de una doble negación, según la cual lo que se condenaba era la declaración falsa de que la libertad civil no corrompe la moral. Como suele ocurrir con los proyectos transcendentales emprendidos por Pío, eternizó el proceso movido por su obsesión, luego se aburrió de él y exigió su rápida conclusión. En la prisa por cerrar el asunto, Bilio decidió por sí mismo borrar dos tesis que condenaban los regímenes constitucionales y el Risorgimiento italiano. El Papa no se enteró; y cuando la publicación del documento levantó ampollas, le remitió todas las preguntas al respecto a Bilio. «Era sumamente extraño que el verdadero responsable del documento resultase totalmente incapaz de explicar en su momento el significado exacto de las posiciones que había adoptado.» 25 Su mente ya había pasado a la fase siguiente de su guerra contra la modernidad. Dos días antes de firmar el Syllabus, el Papa anunció a su entorno su intención de convocar un concilio general. Mientras que el resto del mundo decía que había ido demasiado lejos, él sentía que (todavía) no había llegado lo bastante lejos. Hacía falta más: «La definición de la Inmaculada Concepción, el Syllabus y el Vaticano I, aunque eran cosas separadas, estaban íntimamente unidas en una única campaña: las tres etapas de la estrategia papal.» 26 A pesar de que el Papa concibió cada etapa de esta campaña co—288—

mo un castigo a los designios diabólicos de la modernidad, el Syllabus supuso un golpe demoledor contra él. Tuvo suerte que algunos lo tomasen como un chiste, pues los que lo tomaron en serio estaban casi histéricos. Se trataba de un líder del siglo XIX que negaba toda validez a la libertad de conciencia, de expresión o de gobierno. En sus esfuerzos por controlar el daño, el cortés cardenal Dupanloup defendió el Syllabus en Francia, extrayendo lo esencial de sus significados recuperables. Señaló que las citas papales estaban tomadas fuera de contexto (por los propios autores de la lista); alegaba que la lista no podía significar lo que parecía, ya que resultaría internamente contradictoria, e hizo-la distinción entre una «hipótesis» ideal (sería muy bueno para todos tener un temor tan claro de la verdad que el error no fuese aprobado) y una «tesis» real (el mundo está más confundido que eso). Como dijo Owen Chadwick: «Para cuando Dupanloup terminó con el Syllabus casi parecía que jamás hubiera existido.»27 El Papa, hasta donde fue capaz de entender las sutiles distinciones de Dupanloup (y la sutileza no era el punto fuerte de Pío), estuvo en desacuerdo con ellas, pero Filippo Antonelli, el secretario de Estado papal, que no era teólogo (ni tampoco sacerdote), fue lo bastante realista para ver que se trataba del mejor método para contener el daño que Pío había ocasionado con el Syllabus, y persuadió al pontífice a escribir una carta de apoyo a la interpretación de Dupanloup. Esta declaración papal de la irresponsabilidad por sus propios ataques le dio a Newman la oportunidad de argumentar con la conciencia tranquila que alguien tuvo que influir en el Papa para la publicación del Syllabus. No obstante, Pío, lejos de arrepentirse de lo que había dicho en el Syllabus, planeaba reafirmarlo con renovadas fuerzas: las de la infalibilidad. Al convocar el concilio ecuménico para ello, concitó a Acton de nuevo a la acción. Acton estaba decidido a evitar cualquier cosa que estampara en el Syllabus el sello de verdad eterna. Para él, era una falsedad eterna, el encierro de su iglesia en una deshonestidad fundamental y autodestructiva. -289-

NOTAS 1. Acton3.677. 2. Owen Chadwick, Catholicism and History: The Opening of the Vatican Archives, Cambridge University Press, 1978, p. 17. 3. Ibíd.,pp. 20-21. 4. Ibíd.,p.5. 5. Anthony Grafton, The Footnote: A Curious History, Harvard University Press, 1993, pp. 223-226. 6. Véase el recuento personal de Acton de sus aventuras en los archivos reproducidos por Damián McEIrath, Lord Acton: The Decisive Decade, 1864-1874, Essays and Documents, Publications universitaires de Louvain, 1970, pp. 1.127-1.140. 7. Gordon S. Shrimpton, History and Memory in Ancient Greece, McGill-Queen's University Press, 1997, pp. 21-48,114-115. 8. Amoldo Momigliano, The Classical Foundations ofModern Historiography, University of California Press, 1990, pp. 18-21. 9. Peter Brown, «Arbiters of the Holy», en Authority and the Sacred, Cambridge, 1995, pp. 55-78. 10. Amoldo Momigliano (op. cit., pp. 137-141) señala que Eusebio fundamenta sus obras en documentos. Sin embargo, éstos se esgrimen para probar la coherencia doctrinal en los textos bíblicos, conciliares y patrísticos. Véase también Momigliano, Essays in Ancient and Modern Historiography, Wesleyan University Press, 1977, pp. 115-119. 11. Sobre esta historia de conjeturas, véase J. G. A. Pocock, Barbarism and Religión, Cambridge University Press, 1999, vol. 1, p. 156, vol. 2,p.310. 12. Frank M. Turner, Contesting Cultural Authority: Essays in Victorian Intellectual Life, Cambridge, 1993, p. 181. 13. Francis A. Gasquet (editor), Lord Acton and His Circle, Londres 1906,p.xlvii. 14. Acton 3.390: «Review of Friedrich's Geschichtc des Vatikanish Konzils», 1877. 15. Acton, Cambridge Manuscripts Add. MSS. 5751. 16. lan Ker, John Henry Newman, Oxford University Press, 1988, pp.472-477. 17. John Henry Newman, On Consulting the Faithful in Matters of Doctrine, editado por John Coulson, Sheed & Ward, 1961, p. 86. 18. Sobre el tratamiento de Acton del discurso de Dollinger en Munich, véase «The Munich Congress» (Acton 3.215-23). -290-

19. John Henry Newman, A Letter Addressed to His Grace the Duke ofNorfolk, 1875, en Alvan Ryan (editor) [Carta al duque de Norfolk, Edicones Rialp, S.A., 1996], Newman and Gladstone on the Vatican Decrees, University of Notre Dame Press, 1962, p. 166. 20. Giacomo Martina, Pio Nono (1851-1866), Editrice Ponteficia Universitá Gregoriana, 1986, p. 301. 21. Ibíd.,p.338. 22. Ibíd.,p.288. 23. Ibíd.,pp. 310-314. 24. Ibíd., pp. 343-344. 25. Ibíd., p. 349. 26. Ibíd., p. 147. 27. Owen Chadwick, A History ofthe Popes, 1830-1914, Oxford University Press, 1998, p. 178. -291

17 La imprudente verdad de Acton Pío IX era una figura improbable para acompañar al mundo moderno y elevar el papado a sus más vertiginosas alturas de poder espiritual. Era un hombre blando, lloroso, que encandilaba a la gente con sus emociones contagiosas y su voz suavemente melodiosa. Casi puede decirse que llegó al poder a fuerza de gimoteos. Cuanto más lamentaba la pérdida de sus dominios temporales, más se agrupaban alrededor de él los católicos que, compadecidos, lo abrumaban con otros regalos. Como dijo Acton: «Los defensores de la infalibilidad eran capaces de convertir en recursos la enemistad mostrada a la Iglesia.» Criticarle se convirtió en una forma de sumarse a sus perseguidores, que le sacaron de Roma en 1858 y le encerraron en el Vaticano en 1870. Podía haber aprovechado esta simpatía para redcfinir la misión de la Iglesia en una nueva era. Pero en cambio miró atrás para ver lo perdido y exigió estridentemente su restauración. Roger Aubert, el mejor estudioso francés del Concilio Vaticano de Pío, describe al pontífice con una sagacidad que invita a citas extensas: Pío IX trabajó con una desventaja triple. En su juventud sufrió una enfermedad parecida a la epilepsia, que le dejó una tendencia a los excesos emocionales que en ocasiones lo llevaba a ataques violentos de irascibilidad o a expresiones imprudentes que rápidamente inflaban a quienes no compartían sus intereses. Esta volatilidad explica también sus frecuentes cambios de política en función del último consejo que le diesen, lo que no quiere decir que no mostrase fuerza de voluntad o en—293—

carase sus problemas valientemente si veía sus prerrogativas en peligro. En segundo lugar, tuvo que contentarse, como la mayoría de los clérigos italianos de su tiempo, con una educación incompleta, particularmente precaria en cuanto a métodos modernos de estudio, sobre todo en el terreno de la historia. Incluso en el campo de la teología y el derecho canónico recibió una instrucción superficial que no siempre le permitió tomar en cuenta la complejidad de algunos temas o la incertidumbre de ciertas posiciones. No era que no se interesase por asuntos espirituales, o que careciese del instinto italiano que les permite, sin mayor instrucción, comprender lo fundamental y ponderar situaciones concretas con sentido común, al menos si se le presentan con exactitud. Desafortunadamente —y ésta era su tercera desventaja— se rodeó de un equipo débil. Sus consejeros confidenciales fueron en su mayoría piadosos y muy devotos, pero también excitables: todo lo veían a través de presupuestos encorsetadamente ortodoxos y desconectados del pensamiento contemporáneo. En estas circunstancias, no es de extrañar que Pío no pudiese dirigir la Iglesia en concordancia con los profundos cambios que transformaban gradualmente los demás grupos sociales, o con los cambios de perspectiva que el progreso de las ciencias naturales y de la historia reclamaban de ciertas afirmaciones teológicas tradicionales.2 ¿Cómo logró un hombre con estas debilidades y desventajas arrancar de la Iglesia una exaltación del papado? Disponía de una fuente de energía que erguía su espina dorsal y templaba sus disgustos. No creyó en sí mismo, pero creyó —sencilla, apasionada e indefectiblemente— en su cargo, al que consideraba la única puerta de entrada de Dios en el mundo. Algunos alimentaban esta creencia con una actitud casi idólatra. En un momento en que otros símbolos de autoridad estaban perdiendo su poder —los reyes, los aristócratas, incluso la Biblia—, aquellos que anhelaban un punto de estabilidad y certidumbre se volcaron en este último receptáculo de autonomía. Los teólogos del pasado cerraban filas en su defensa, como aquel que defendió las indulgencias di—294—

ciendo: «No tenemos la autoridad de las Escrituras [para ello] pero contamos con la autoridad superior de los pontífices romanos.» 3 O como el obispo que afirmó «que en asuntos de fe prefería creer a un solo Papa que a mil padres, santos y doctores [de la Iglesia]». 4 Cuando Pío envió a los obispos la convocatoria oficial para el concilio ecuménico, les anunció que se trataba de la reforma de la Iglesia y de examinar los errores modernos. No se mencionó el uso del Concilio para declarar al Papa infalible, pero los liberales de la Iglesia sospecharon que ése era el verdadero objetivo de la convocatoria, y acertaron. El padre Martina señala en su autorizada historia del pontificado de Pío: El cabeza de la Iglesia era un buen conocedor de los trucos para gobernar y sabía que más valía no imponer un plan desde arriba sino inspirar el movimiento popular para luego reforzarlo y guiarlo una vez puesto en marcha. Durante estos años, encaminó su política a apoyar a los ortodoxos (intransigenti), alimentando su deseo de definir la doctrina. La diplomacia papal, La Civilta Cattolica, las frecuentes audiencias-del Papa, todo eran artilugios para su propósito.5 Newman, quien pensaba que los cambios en la Iglesia debían nacer de la interacción de todos sus miembros en reacción abierta y compartida con el Espíritu, condenaría más tarde la manera de colar una doctrina en el seno de las creencias (véase el capítulo 21 sobre parrhesia). Afirmó que el cardenal Manning le había dicho al embajador británico que la infalibilidad era algo que «se ha intentado implantar [en el Concilio] desde hace tiempo. ¡Mucho tiempo, y aun así se guarda en secreto! ¿Alguna vez se trató a los fieles de esta manera? ¿A esto le llaman en algún sentido seguir las tradiciones?». 6 En cierto momento, mientras avanzaban los preparativos del Concilio, Pío se cansó de los métodos sutiles para animar a las fuerzas pro infalibilidad y publicó en el periódico del Vaticano, La Civilta Cattolica, una falsa noticia que causó una fuerte impresión en los observadores externos. Se trataba de una carta procedente de Francia en la que el autor solicitaba el pronunciamiento del -295-

Concilio a favor de la infalibilidad del Papa por aclamación, sin debate ni votación. Eso era lo que Pío en verdad deseaba, pero fue una tontería dar una señal tan evidente de ello. Los defensores del Papa acusaron de indiscreción al jesuíta director del periódico, Pietro Picirillo, al tiempo que afirmaron que Pío no sabía nada de ese artículo antes de su publicación. Sin embargo, Picirillo era un aliado del Papa que vivía en constante comunicación con él (durante el Concilio los dos juntos concertaban las estrategias casi a diario), lo que justifica la conclusión de Martina de que no lo habría hecho sin el conocimiento del Papa: Pío IX, ajeno a todo contacto vital con la realidad, rodeado de estrictos consejeros con poca o ninguna sensibilidad hacia las necesidades y expectativas de los intelectuales de clase media, no calculó las consecuencias negativas que podía provocar esa jugada y que se confirmaron inmediatamente: sorpresa e irritación por parte de muchos, acompañadas de discusiones y emociones alteradas, todas ellas hicieron muy tenso el ambiente de las vísperas del Concilio.7 La causa de semejante ansiedad no fue simplemente la sospecha de que el Papa estuviese llevando el agua al molino de su infalibilidad, sino la incertidumbre sobre el alcance que le pensaba dar a esa prerrogativa. ¿Incluiría el Syliabas errorum entre sus declaraciones infalibles? ¿Todas las encíclicas? ¿Todas sus declaraciones políticas? Estas preguntas pueden parecer alarmistas retrospectivamente, pero Martina y otros encontraron en los archivos datos que justificaban la ansiedad. El cardenal inglés Manning trabajó con otros obispos del Concilio para hacer la definición de infalibilidad papal «lo bastante amplia para proteger las declaraciones doctrinales ordinarias del Papa de cualquier desestimación liberal o galicana, incluso cuando no declarase que determinadas posiciones habían de considerarse oficialmente heréticas u ortodoxas: es decir, sus encíclicas, el Syllahus, la prohibición de posiciones temerarias, etcétera».8 Para los reaccionarios más cercanos a Pío en espíritu, éste era el primer objetivo de la definición, y él fomentaba esa actitud. Le expresó a Picirillo su amargura por aquellos que trataban de limitar tanto la definición que acabaría por ser una in—296—

falibilidad vacía, una que les permitiese seguir siendo liberales a pesar del Syllabus. «A los ojos del Papa, el Syllabus era esencialmente una defensa del orden sobrenatural, y eso era lo más preciado para su corazón.»9 El Papa hizo evidentes sus propios deseos. Una delegación de obispos alemanes le había enviado una carta cuidadosamente preparada y respetuosamente redactada, no para cuestionar su infalibilidad como tal sino para indicarle que no era el momento adecuado para hacerla oficial. Cuando llegaron a Roma para celebrar una audiencia con el Papa, éste no les dio a besar su mano sino que adelantó hacia ellos su pie (un gesto favorito de Pío para con los católicos que le disgustaban), y tuvieron que besárselo, uno por uno.10 Como estaba claro qué pretendía conseguir el Papa con su Concilio, Acton ideó un plan audaz para concertar una estrategia con los obispos liberales a fin de desafiar al pontífice. Después de haber renunciado a su propio periódico, el Home and Foreign Review, había escrito largos artículos en revistas trimestrales dirigidas por amigos católicos, el Chronicle y North British Review. Continuó con sus estudios sobre la historia de la Iglesia y permaneció en contacto con Dóllinger, sus discípulos y sus promotores. Seguía en consulta permanente con el cardenal Dupanloup, el hombre que sacó las garras para defender el Syllabus. Como parte de la extraordinaria educación internacional que Acton recibió, pasó un tiempo en el colegio para niños de Dupanloup en las afueras de París (antes de seguir en Oscott con Wisemann y con Dóllinger en Munich). Dupanloup era un amigo de la familia de Acton, y al crecer él pasó también de discípulo a amigo. Camino del Concilio, Dupanloup hizo una pausa en una de las residencias ancestrales de Acton, Herrnsheim en el valle del Rin, para reunirse con Acton y sus obispos amigos que encabezarían los esfuerzos contra la declaración de infalibilidad en el Concilio: Hétele de Rottenberg y Ketteler de Maguncia." Allí compararon sus conocimientos sobre argumentos históricos contra la infalibilidad y evaluaron a otros obispos como posibles aliados. Es asombroso que estos experimentados y hasta famosos líderes de la Iglesia aceptasen el liderazgo de Acton, un laico apenas entrado en la treintena. Pero Acton y su familia eran íntimos de la jerarquía en muchos países (uno de sus tíos era cardenal), y de funcionarios gubernamentales de toda —297—

Europa. Más importante aún, Acton era amigo íntimo y consejero del primer ministro británico, William Ewart Gladstone. La profundidad de los estudios de Acton y su amplio círculo de amistades predisponían a la gente, incluso cuando era joven, a aceptar su consejo. 12 Además, los obispos reunidos en Herrnsheim en 1869 se percataron de que Acton, como laico, gozaría en el Concilio de la libertad de movimiento y de propugnación de ideas que ellos no podrían disfrutar bajo la disciplina que, suponían, Pío impondría a los obispos. Sus temores y sospechas se confirmaron desde el inicio del Concilio. Puesto que la curia tenía claro el deseo del Papa, estableció las normas para el debate y la votación y elaboró el temario, de manera que pudiesen amañar el resultado. Al evidenciarse que estallaría un disentimiento considerable, se decretó que ningún debate podía interrumpirse por la moción simple por parte de diez obispos, y que todos los decretos del Concilio quedarían zanjados con la mayoría simple, aunque en otros Concilios se aspiraba al consenso. 13 Incluso en el Concilio de Trento del siglo XVI, que se consideró autoritario y manejado por el Papa, se había exigido la aprobación de los decretos por abrumadora mayoría y se había dado mucha más libertad de debate en la preparación de los decretos. El Papa no quiso que se mencionasen tales precedentes, así que ordenó a su bibliotecólogo y documentalista Augustin Theiner, que llevaba años preparando los archivos de Trento para su publicación, que no autorizase su consulta a ningún obispo. La historia de la Iglesia .estaba sellada para los obispos de la misma Iglesia. Aunque se habían reunido para proseguir el trabajo de los concilios anteriores, se les negaban los medios para estudiarlos. Algunos obispos, sin embargo, mencionaron lo que había ocurrido en Trento citando otras fuentes, y Theiner fue erróneamente acusado de dejar filtrar los archivos a su cuidado: Pío IX llamó repentinamente a Theiner a su presencia. Estaba irritado y furioso. Dijo haber sido informado de que Theiner había llevado a lord Acton a los archivos secretos facilitándole documentos para su estudio. Theiner lo negó categóricamente, pero su negativa pareció irritar más todavía al Papa. Entonces Theiner se ofreció a rendir solemne juramento de —298—

que aquello era falso. El Papa se tranquilizó. Pero empezó a culpar a Acton —«él no es uno de los nuestros»—, a [Johann] Friedrich [otro alumno de Dóllinger] y a Dóllinger, y luego a todos los obispos alemanes.14 Incluso se utilizó la acústica para controlar a los obispos. Se hicieron esfuerzos para celebrar las sesiones generales en alguna otra iglesia romana que no fuese la cavernosa San Pedro, pues, en aquella época previa a los micrófonos y los altavoces, era muy difícil, si no imposible, mantener allí cualquier debate. (Tal como se temía, los resultados de las votaciones tenían que comunicarse a voces entre la multitud de obispos, lo cual da una idea de lo mal que se debieron de oír los discursos normales.) El Papa no quiso contemplar siquiera la posibilidad de llevar a cabo las sesiones en alguna otra parte. Quería que las sesiones se celebrasen en su propio campo, bajo su propio escrutinio: en el crucero de San Pedro más cercano a su palacio. Incluso prohibió a los obispos reunirse informalmente fuera de San Pedro. Veía el resto de Roma como territorio en cierta forma extranjero, ya que las tropas francesas habían ocupado el lugar para ayudarle a dominar las revueltas a la sazón frecuentes. En cuanto al problema de la mala acústica de San Pedro, dijo: «Los oradores tendrán que hablar más fuerte o la audiencia tendrá que charlar menos.»'5 A las dificultades de comunicación del Concilio se sumaba el requisito de tratar todos los asuntos en latín. Incluso la minoría de los obispos que hablaba bien latín tenía problemas para entender la pronunciación italiana, que era el sello distintivo de los miembros activos de la curia, que presidían los actos. Acton fue el arma más valiosa que pudieron encontrar los obispos de la oposición al dominio papal del Concilio. Conocía Roma y su maquinaria por haber trabajado en el pasado con Theiner en los archivos. Trascendía las barreras del lenguaje entre los obispos que se resistían a la manipulación de la curia, enlazando a los estadounidenses con los franceses y a los británicos con los alemanes. Organizó redes de comunicación dentro del Concilio y coordinó una operación de difusión hacia el mundo exterior. Él y su condiscípulo Johann Friedrich informaban a Dóllinger de los intríngulis del Concilio en informes sorprendentemente fehacien—299—

tes que éste publicaba en Munich en el periódico Allgemeine Zeitung bajo el seudónimo de «Quirinus.» El resto del mundo no tardó en reconocer a Quirinus como la mejor fuente de noticias sobre el Concilio. Dado que Roma todavía estaba bajo gobierno secular del Estado Vaticano, la libertad de expresión seguía denegada incluso a los laicos fuera del Concilio, de forma que el correo público podía ser interceptado: Acton tuvo entonces que confiar en su familia báva-ra y sus contactos políticos para enviar sus mensajes por valija diplomática. El cardenal Hoheniohe, su aliado en la resistencia dentro del Concilio, era hermano del primer ministro bávaro. Se efectuó una minuciosa pesquisa policial sobre Quirinus para expulsarlo de Roma en cuanto fuese descubierto. Sospecharon de Acton, y los espías se convirtieron en su sombra. Tenían razones para ello. Cuando Acton supo con certeza que el Vaticano iba a silenciar a quienes se oponían a la infalibilidad, comenzó a solicitar la intervención de los gobernantes seglares de Europa para evitarlo. Esto puede parecer infame a los lectores modernos, pero no olvidemos que la participación de los Estados en los concilios había sido lo más común desde los tiempos del papel presidencial de Constantino en el Concilio de Nicea en el siglo IV. Incluso en Trento, el primer concilio desde la ruptura con los Estados protestantes, se invitó a los poderes católicos, aunque no a los protestantes. De hecho. Pío IX había estado atormentado por la duda de si invitar o no al Concilio a los representantes de otros Estados, en atención a las antiguas tradiciones. Eludió la decisión sobre la base de que los gobernantes seculares (de los cuales él formaba parte, después de todo) podían asistir, aun sin invitación formal."' Debido a esto, el llamamiento de Acton a la intervención de los Estados resultó menos fuera de lugar de lo que cabría pensar de entrada. Esto es especialmente cierto si tenemos en cuenta que Francia —un Estado católico bajo Napoleón III— estaba protegiendo los menguados dominios de Pío con fuerzas ocupantes en Roma. El Concilio tuvo que interrumpirse cuando la guerra contra Austria ocasionó que Francia retirase sus tropas, con lo que las tropas de la Italia independiente llegaron en riadas hasta las mismas puertas de la ciudad del Vaticano. La intervención inglesa también tenía una buena justificación, —300—

a pesar de ser un Estado protestante. Acton había trabajado de cerca con Gladstone por la causa de la emancipación católica en Irlanda, en la que tuvieron que rechazar acusaciones de que los católicos no podrían ser buenos ciudadanos británicos ya que su lealtad real estaba consagrada al Vaticano. Si la infalibilidad papal empujaba a los católicos a aceptar el Syllabus como obligatorio, con sus condenas de las libertades británicas, el Parlamento podría revocar los derechos garantizados a los subditos del Papa en Irlanda. Este argumento convenció a Gladstone cuando Acton se lo planteó, y el primer ministro propuso que Inglaterra enviase una protesta formal al Vaticano; pero el Parlamento lo rechazó. Algunos políticos ingleses estuvieron de acuerdo con su embajador en Roma, Odo Russell, en que era conveniente para Inglaterra y el protestantismo que el Papa debilitase los derechos católicos en el mundo moderno declarándose infalible.17 El único éxito de Acton con «los poderes» (como él lo llamó) fue con Bismarck de Prusia. Acton había cultivado la amistad del embajador prusiano, el conde Von Arnim, y le inspiró mensajes para Bismarck diciendo que los ataques del Concilio a los protestantes suponían una afrenta internacional. El prefacio de uno de los documentos era tan hostil a la reforma que el cardenal Stross-mayer causó sensación en el Concilio al denunciarlo durante los debates de marzo; fue interrumpido por el oficiante que presidía la sesión y no se le permitió continuar, lo cual puso de manifiesto la falta de libertad de expresión en el Concilio.18 Bismarck amenazó con retirar al embajador de su gobierno en Roma, pero suavizaron el prefacio del documento y su protesta se desvaneció.19 Visto en retrospectiva, el gran esfuerzo de Acton para bloquear la infalibilidad puede parecer inútil, pero en su momento atemorizó a Pío y a su curia. Odo Russell, el embajador que esperaba que el éxito dejara en ridículo a Pío, tuvo que admirar el trabajo de Acton en contra del resultado que él había favorecido: Tanto Dupanloup como Strossmayer [el líder bávaro de los obispos opositores] admitieron que la oposición no se habría podido organizar sin lord Acton, cuyo sorprendente conocimiento, honestidad de propósitos, claridad mental y capacidad organizadora habían hecho posible lo que al principio parecía —301—

imposible. El partido que tan poderosamente ayudó a crear está lleno de respeto y admiración por él. ¡Por otra parte, los partidiarios de la infalibilidad le ven como el diablo! 20 El mismo Pío concibió tanta antipatía por Acton, a quien consideraba la fuente de toda la oposición a su dogma, que en una audiencia se negó a darle la bendición a sus hijos.21 A medida que el Concilio se alargaba durante meses, el Papa se enfurecía con la resistencia organizada que se mantenía vigente a pesar de todos sus esfuerzos por controlarla. (Para empezar, después de ver sus ingresos reducidos por la pérdida de gran parte de su reino temporal, le fastidiaba tener que dar apoyo a 300 obispos que carecían de recursos para pagar su alojamiento por una estancia tan larga.)22 Una vez, impresionó incluso a su íntimo aliado, el padre Picirillo, al decir: «Estoy tan decidido a lograrlo que si el Concilio no termina de pronunciarse al respecto lo clausuro y proclamo el dogma por mi propia autoridad.»23 Estaba particularmente enfadado con el respetado dominico Filippo María Guidi, arzobispo de Bolonia, quien pronunció el 16 de junio un discurso cuidadosamente preparado en el que sostenía que el Papa nunca podía ser infalible si actuaba por su cuenta, al margen de la Iglesia. Este discurso, de cuya preparación se tenía noticia, fue recibido con desbordantes aplausos por parte de la minoría resistente y con un amargo silencio de la mayoría, que apoyaba a Pío. Guidi fue recibido como un héroe en los pasillos y en sus habitaciones, donde un centenar de obispos fue a felicitarle. Un prelado italiano hizo un juego de palabras con su nombre: «Hoy fue Guidi mal guiado [Guidi sguidato}, pero dijo la verdad.»24 El Papa convocó a Guidi a una entrevista en privado. Guidi defendió su posición con citas de toda la tradición de la Iglesia, pero s"ólo logró que el Papa le gritase furioso: «Yo soy la tradición; yo soy la Iglesia.» Guidi, atónito, refirió a sus amigos el intercambio de opiniones cuando salió de la audiencia. El relato recorrió toda la ciudad. El Papa le envió un mensaje ordenándole que negase haber oído tal cosa: se le pedía que mintiese por el bien de la Iglesia. Guidi, un hombre de honor, no deseaba mentir, pero aceptó guardar silencio, sin confirmarlo ni negarlo.25 Cuando quedó claro que alguna forma de infalibilidad iba a ser —302—

decretada, los opositores y los moderados colaboraron para atenuar la definición. Bilio, el autor del Syllabus, ya para entonces cardenal Bilio, fue uno de ellos, y su moderación le acarreó la ruptura con el Papa a quien hasta entonces había servido de manera tan obsequiosa. Pío estaba ampliamente convencido de que no podría declarar lo que quería: que la infalibilidad era su prerrogativa personal, no algo válido sólo en y con la iglesia. 26 Aun así se las arregló para insertar la frase concluyeme en el documento definitivo: Cuando el Pontífice Romano habla ex cátedra, es decir, cuando al margen del ejercicio de sus funciones como Pastor y Maestro de todos los cristianos, de acuerdo con su suprema autoridad apostólica, defina una doctrina sobre fe o moral que deba ser abrazada por toda la Iglesia, por la divina asistencia que san Pedro le prometió, está poseído de esa infalibilidad con la que el divino Redentor quiso ver revestida a su Iglesia para definir la doctrina sobre fe y moral; y por lo tanto dichas definiciones del Pontífice Romano son irreformables de por sí y no dependen del consentimiento de la Iglesia. Cuando se realizó la votación preliminar de este texto, 88 obispos votaron en contra, 62 votaron en parte a favor (juxta modum: su objeción probablemente se refiera a la frase subrayada), y entre 80 y 90 se abstuvieron de votar. Estas cifras no pueden registrar los posibles reparos de otros 80 o 90 que tuvieron que regresar a sus diócesis en el transcurso del prolongado Concilio y que no participaron en la votación final. 27 Los disidentes se reunieron para decidir qué hacer. Acton quería que todos los disidentes se quedasen en Roma y votasen por el no, evidenciando así la magnitud de la oposición, pero el cardenal Dupanloup dijo que los obispos no estaban dispuestos a transmitir personalmente el insulto al Santo Padre, por lo que instó a los disidentes a marcharse de Roma antes de la definición ceremonial. Sólo se contaron tres votos negativos en esa sesión. Incluso si todos los obispos que inauguraron el Concilio se hubiesen quedado hasta la votación final, no habría sido una muestra representativa de toda la Iglesia, pues el Papa había convocado muchos más obispos de Italia y España que de otras tierras —303—

más distantes y menos dóciles. Gertrude Himmelfarb resume los argumentos que Acton expuso en las cartas que firmaba como Quinnus: Los 700.000 habitantes de los Estados romanos fueron representados por sesenta y dos obispos que conformaron entre la mitad y dos tercios de cada comisión [del concilio], mientras que el obispo de Breslau representó a 1.700.000 católicos polacos y no fue escogido para ninguna comisión; de sesenta y dos obispos napolitanos y sicilianos, cuatro podían vencer en una elección a los arzobispos de Colonia, Cambra! y París, representantes de un total de 4.700.000 católicos, y lo hicieron. Parece ser que en las estadísticas eclesiásticas, veinte alemanes instruidos cuentan menos que un italiano ignorante. Quirinus dedujo que «la predilección por la teoría de la infalibilidad está en proporción directa a la ignorancia de sus defensores».28 Había algo hueco en esta victoria, algo que impidió demostraciones de verdadero entusiasmo incluso entre los más fundamen-talistas. 29 Muchos de los obispos más respetados se mantuvieron en la oposición hasta el final, junto con los teólogos más cultos (principalmente alemanes). En Inglaterra, John Henry Newman se negó durante mucho tiempo a reconocer la validez del decreto sobre la infalibilidad. Según él, «un acto tan tiránico como el voto de la mayoría» no podía tomarse como la unanimidad moral requerida para identificar la actitud de la Iglesia. 30 Dijo que no lo consideraría vinculante a menos y hasta que la minoría de los obispos lo afirmase así expresamente.31 Acton comenzó a trabajar para evitar tal capitulación por parte de la minoría. Aunque sentía que la mayoría de ellos se habían mostrado cobardes en su conducta al final del Concilio, no comprendía cómo algunos de los hombres que él admiraba pudieron actuar contra sus conciencias al aceptar lo que ellos mismos habían tachado de falso. Publicó una carta abierta en la prensa alemana llamándoles a mantenerse fieles a sus convicciones. El Concilio no se había disuelto, sólo estaba suspendido (se esperaba que temporalmente), a causa de los inminentes desórdenes suscitados por la retirada de Roma de las tropas pacificadoras francesas. Al reanudarse, el Concilio podría atemperar o afinar el -304.

decreto. Mantener abierta esa opción era el deber moral de la minoría contraria a la infalibilidad.32 La jerarquía británica no sabía qué hacer con Acton. Era difícil llamar la atención a un admirado aristócrata amigo del primer ministro. Podían hacer caso omiso de la carta publicada en Alemania, pero era más difícil pasar por alto el encendido ensayo sobre el Concilio que Acton publicó a los tres meses de su suspensión, ensayo en el que éste castigaba a la minoría por su complacencia para con la tiranía: Aprobaron lo que tenían que haber reformado y bendijeron solemnemente con sus labios lo que sus corazones habían condenado. La Corte de Roma se hizo desde entonces temeraria en su desprecio de la oposición y actuó creyendo que no habría protesta que no olvidasen, ni principio que no traicionasen, todo antes que desafiar la ira del Papa. 33 Cuando la traducción del extenso ensayo apareció en Alemania, el Vaticano lo incluyó en el Índice de Libros Prohibidos. 34 En un momento, pareció que Acton le ahorraría al cardenal Manning la dificultad de excomulgarle, retirándose él mismo de la Iglesia. En mayo de 1871, diez meses después de la aprobación del decreto, un grupo de opositores alemanes, entre ellos Dóllinger, declaró la formación de una Iglesia de la resistencia y el nombre de Acton apareció en la declaración. Pero él aclaró que había sido un error y el asunto quedo así hasta 1874, cuando Gladstone, ya fuera del cargo, señaló que Acton le había convencido de que los miembros de una Iglesia que profesaba la infalibilidad no podían expresar la libertad indispensable para los buenos ciudadanos británicos. Publicó un panfleto, The Vatican Decrees in Their Bearing on Civil Allegiance [Los decretos vaticanos y su incidencia en la obediencia civil], que alcanzó una popularidad inusitada y del que se vendieron 145.000 copias en los dos primeros meses.35 Newman, que había guardado un cauto silencio sobre la infalibilidad, se sintió obligado a salir en defensa de su compañeros católicos y escribió otro panfleto, A Letter Addressed to His Grace the Duke of Norfolk [Carta al duque de Norfolk]. Pero Acton le lanzó una respuesta aún más rápida en el Times de Londres. Supo —305—

que Gladstone estaba preparando el panfleto y trató de disuadirle de su proyecto. Al fracasar en su intento, preparó su propia respuesta para expedirla al Times en el minuto que apareciese el folleto de Gladstone. Fue una misiva desconcertante para los no católicos y exasperante para muchos católicos. Decía que los líderes de la Iglesia siempre habían predicado cosas extravagantes, que no impidieron a los católicos honestos actuar según su conciencia ignorando las directrices inmorales dictadas desde arriba. Después de todo, a lo largo de la vida de la Iglesia como reino secular se habían seguido prácticas maquiavélicas de otros reinos, permitiendo la tortura y el asesinato. ¿Qué significaba el decreto del Vaticano comparado con la Inquisición o la matanza de la noche de san Bartolomé? A muchos esta táctica de exculpación por incriminación les pareció torpe. ¿Qué clase de defensa es decir que la Iglesia es peor de lo que Gladstone piensa, pero que eso no importa? Pero Acton sólo estaba ejerciendo su habitual dedicación a la verdad. Durante mucho tiempo había creído en todos esos pecados de la Iglesia y no por ello había perdido su devoción por los evangelios, así que ¿por qué tendría que ver diferente a la Iglesia ahora que había perpetrado otra atrocidad? Ciertamente esperaba una respuesta diferente del Vaticano en la era de la verdad, pero el Vaticano frustró sus expectativas volviendo a los viejos malos tiempos. Acton demostraría cuan malos eran. Como le escribió a Dóllinger más tarde: «Es imposible aplicar honestamente una norma moral a la historia sin desacreditar a la Iglesia en su acción colectiva.»36 La carta del Times fue demasiado para Manning, quien entonces le preguntó formalmente a Acton si se sometía al decreto del Vaticano. Su respuesta fue evasiva: «No siento como un deber de mi laicado atacar los comentarios de los divinos, menos aún intentar invalidarlos con mis apreciaciones personales. Me contento con permanecer en absoluta dependencia de la providencia de Dios en Su gobierno de la Iglesia.»37 Fue un sincero informe del tipo de fe que tenía. Aunque Dóllinger dejó la Iglesia, Acton siguió siendo un devoto participante en su vida sacramental y de oración. De hecho, estaba menos dispuesto a perdonarle sus pecados a la Iglesia que Dóllinger, quien —a ojos de Acton— era demasiado indulgente en sus apreciaciones de los prelados y potentados del pasado. La diferencia fue tan fundamental para Acton que inte—306—

rrumpió sus relaciones con Dóllinger y llegó a confesar que su primer mentor era acomodaticio con la verdad. En tanto que historiador, Acton es considerado un juez feroz, que aplica los más altos listones de moral a todas las acciones pasadas, sin ceder a la ceguera cultural de épocas específicas. Esto se reflejó en su propio código de integridad. Situó la honestidad en tan alto escalafón que rechazó parte de su fortuna familiar —la que procedía de su abuelo, que había sido primer ministro de Ñapóles— por haber sido amasada con prácticas corruptas.38 Pero su crítica a la deshonestidad de alto nivel se forjó principalmente en su experiencia como crítico de los archivos históricos de la Iglesia. Era tan agudamente consciente de la forma en que el clero utilizaba una buena causa para justificar métodos malvados para su pro-, moción, que adquirió visión de rayos equis para ver a través de los múltiples subterfugios que siempre estaban a mano para justificar acciones deshonrosas. Esto fue lo que más le ofendió de la Iglesia, pues debía ser amiga de la verdad y no su enemiga. La mayor tristeza de su vida fue descubrir que no era así.

NOTAS 1. Acton 3.305, «The Vadean Council», 1870. 2. Roger Aubert, Vatican I, Editions de 1'orante, 1964, pp. 35-36. 3. Acton 3.308, «The Vadean Council», 1870. 4. Ibíd. 5. Giacomo Martina, Pio Nono (1867-1878), Editrice Pontificia Universitá Gregoriana, 1990, p. 172. 6. Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries of John Henry Newman, Oxford, 1978, 25.82. [Vida y pensamiento del cardenal Newman. Ediciones San Pablo, 1998.] 7. Ibíd., p. 157. 8. Ibíd., p. 198. 9. Ibíd., p. 17. 10. Ibíd., p. 163. 11. Damián McEirath, Lord Acton: The Decisivo Decade, 1864-1874, Publications universitaires de Louvain, 1970, pp. 22-23. —307—

12. Véase el exquisito capítulo, «With Gladstone», en Owen Chadwick, Acton and History, Cambridge University Press, 1998, pp. 139-185. 13. Ibíd.,p.l82. 14. Owen Chadwick, Catholicism and History: The Opening ofthe Vatican Archives, Cambridge University Press, 1978, pp. 63-66. 15. Martina, op. cit., p. 164. 16. Ibíd.,pp. 146-147. 17. Chadwick, Acton and History, p. 82. 18. Acton3.330-3.332. 19. Ibíd.,pp. 84-85. 20. Ibíd.,p.82. 21. Gertrude Himmelfarb, Lord Acton: A Study in Conscience and Politics, University of Chicago Press, 1962, p. 106. 22. Martina, op. cit., p. 167. 23. Ibíd.p. 175. 24. Ibíd.,p.206. 25. Ibíd., pp. 207-208. 26. Ibíd., p. 210. 27. Himmelfarb, op. cit., p. 106. 28. Ibíd.p. 102. 29. Martina, op. cit., pp. 215-216. 30. Dessain,op.cit.,25.132. 31. Ibíd., 25.185. 32. Himmelfarb, op. cit., pp. 110-1.11. 33. Acton 3.3.33. 34. Himmelfarb, op. cit., p. 113. 35. Ibíd., p. 117. 36. Acton 3.666. 37. Ibíd., pp. 122-123. 38. Robert L. Schucttinger, Lord Acton, Historian of Liberty, Open Court,1976,pp. 140-141. -308-

18 La cauta verdad de Newman La era de la verdad no sólo hizo a Acton sospechar que la Iglesia católica hubiese inculcado una disciplina de mentiras, de equívocos hipócritas y solapamientos ideológicos. En Inglaterra, dichas sospechas se centraron durante no poco tiempo en una persona: John Henry Newman, cuya personalidad parecía ocultársele a los hombres tras su enorme nariz aguileña, sus maneras afeminadas y su suave voz seductora. Esta desconfianza se cristalizó en dos momentos especiales, dos interpelaciones dirigidas a él en sendos panfletos: What, Then, Does Dr. Newman Mean? (1864) [¿A qué se refiere entonces el doctor Newman?] y What Will Dr. Newman Do? (1870) [¿Qué va a hacer el doctor Newman?]. La primera se produjo por un insulto casual pronunciado por un hombre famoso, Charles Kingsley; la segunda por la inccrtidum-bre respecto de la aceptación de Newman de la infalibilidad, incer-tidumbre de la que se hizo eco un torvo personaje: Edward Husband. Se ha dicho que Newman reaccionó con desmesura al insulto de Kingsley, que había respondido a un disparo de salva con un bombardeo de artillería retórica. Esta percepción se debe en parte a la sensación de que Kingsley era un adversario insignificante, pero no era así como se le veía en aquel tiempo. Kingsley no sólo era un popular novelista sino también un líder religioso (del Canon de Chester), además de profesor de historia moderna en Cambridge, nombrado por el rey. Por otro lado, Newman percibía la presencia de una sospecha más grande y antigua sobre él detrás de los toscos argumentos de Kingsley. Aunque Kingsley declaró pú—309—

blicamente en una revista editada en 1864 que no albergaba el menor resentimiento hacía Newman antes de su insulto, en privado confesó: «Tengo una cuenta de más de veinte años por cobrar, y esto no es más que un letra de esa deuda.» 1 Esta «cuenta» venía del resentimiento de Kingsley, desde principios de la década de 1840, por el hecho de que su prometida se sentía muy atraída por los autores de los tractos, que en ese entonces publicaban los sacerdotes anglicanos del Movimiento de Oxford, de los cuales Newman era uno de los principales líderes. Kingsley le advirtió sobre las artimañas de esos hombres: «Bien sea con intención o por autoengaño, esos hombres son jesuítas; juran fidelidad a los Artículos con reservas morales, lo que les permite explicarlos en sentidos totalmente diferentes de los de sus autores. Son las peores características doctrinales del papismo, en las que el señor Newman profesa creer.» 2 Ésa era la aprensión generalizada respecto al Movimiento de Oxford: que se trataba de un intento para pasar de contrabando el catolicismo a la Iglesia anglicana. Los líderes del movimiento sé oponían a la modernidad con argumentos que Pío IX habría suscrito. Newman calificaba el liberalismo de principio antidogmático, y por lo tanto lo consideraba un asalto antirreligioso. En 1833 le escribió a su madre: «La mayoría del laicado pensante se topa con la infidelidad. Los sacerdotes han perdido gran parte de su influencia desde la paz [alcanzada en el Congreso de Viena, en 1815]. La Revolución francesa y el Imperio parecen haber generado una plaga que se va extendiendo lentamente por todas partes.»3 Incluyó esta misma nota en algunos de sus tractos, alegando, por ejemplo, que la religión no debería estar sujeta a la crítica racional en el tracto n.° 73 (1835). El Movimiento de Oxford comenzó por lamentarse de que la religión establecida estuviese cediendo en puntos como la emancipación católica y la ordenación de sacerdotes que no eran estrictamente ortodoxos. Resultó desconcertante, luego, que los mismos autores comenzasen a estirar las normas de la ortodoxia, diciendo que los artículos de fe anglicanos podían admitir interpretaciones católicas, lo cual era una señal de que parte de los oxfordianos estaban renunciando a la Iglesia establecida de Inglaterra por demasiado liberal, desviándose hacia Roma. Cuando el mismo Newman rompió con su pasado para hacerse católico en 1845, llevándose a —310—

parte de sus seguidores con él, se dijo que lo había programado todo para catolizar a la Iglesia británica y que se iba porque había fallado en su proyecto subversivo. Los «honestos» tractistas como Edward Pusey fueron los únicos que se mantuvieron fieles a su propia Iglesia. Los abundantes escritos de Newman dieron municiones a sus enemigos, pues se había movido con pasos agonizantes, marcando cada uno con precisión, de una Iglesia a la otra, cancelando en cada etapa lo dicho en la anterior, de forma que sus palabras se oponían entre sí en aparente contradicción. Mientras aún trataba de permanecer en la Iglesia británica, criticó el pontificado para demostrar que no era el católico que todos pensaban. Algunas de las cosas que escribió en esta etapa sonaban como lo que Kingsley diría después en su contra. Por ejemplo, en el British Crític de 1840, escribió: A nosotros los ingleses nos gusta la virilidad, la franqueza, la coherencia, la verdad. Roma nunca nos convencerá, hasta que aprenda estas virtudes y las utilice; y entonces quizá nos convenza; pero será si deja de ser lo que ahora entendemos por Roma, y si conquista el derecho, no «a dominar nuestra fe», sino a merecer y poseer nuestro afecto en los lazos de los evangelios.4 Los problemas de Newman con la aparente incoherencia tampoco terminaron con su conversión. Su mente seguía en movimiento, ya que le habían obligado a elaborar una teoría de desarrollo doctrinal para justificar su propio traslado a Roma. Esto significó que el hombre que comenzó como anglicano conservador, defensor de la jerarquía británica, se convirtió en un católico liberal que negaba que la jerarquía papal tuviese el monopolio de la verdad. Por lo tanto, sus nuevos correligionarios le recibieron con gran desconfianza, y tuvo que elaborar fórmulas aún más novedosas para explicarse. En todo este movimiento de su desarrollo mental, algunos lectores percibieron algo turbio o evasivo, como si constantemente abandonase a hurtadillas la posición que acabara de adoptar. Fue esta impresión que se tenía de Newman, avivada por el viejo resentimiento de su influencia sobre su esposa, lo que —311—

llevó a Kingsley a decir, en un paréntesis durante la revisión de una historia de Inglaterra: «La verdad, por su propio bien, no ha sido nunca una virtud del clero romano. El padre Newman nos hace saber que no tiene por qué serlo, y que en general debiera no serlo.» Cuando Newman le interrogó sobre las bases para tal acusación, Kingsley citó un sermón pronunciado estando Newman fuera del «clero romano» y añadió que tomaría la palabra a Newman si éste se retractaba de lo que había dicho en aquella ocasión específica. Pero no se retractó de la acusación general. Lógicamente Newman se preguntó en voz alta por qué un hombre tomaría la palabra a alguien a quien, en principios generales, había llamado mentiroso. Las cartas iban y venían; Kingsley, incapaz de retirar la acusación; Newman, resuelto a no dar por buenas las evasivas de un hombre que le había acusado de hurtarse a la verdad. Cuando Newman, ya furioso, publicó la correspondencia, la esposa de Kingsley, consciente de la tensión nerviosa de su marido, le aconsejó olvidar todo el asunto; pero él emprendió lo que confiaba sería un golpe mortal, absoluto. Revisó todos los trabajos de Newman buscando ejemplos de duplicidad y los arregló en su panfleto What, Then, Does Dr. Newman Mean? La respuesta de Newman fue una serie de panfletos, publicados cada jueves durante siete semanas seguidas, que luego fueron compilados e impresos como la Apología pro vita sua. Más que referirse una y otra vez a los argumentos de Kingsley, Newman, trazando el recorrido completo de su pensamiento religioso, etapa por etapa, demostró que' en cada una había hecho declaraciones honestas de lo que sentía realmente en ese momento. Una de las acusaciones más plausibles de Kingsley fue que Newman redujo, matizó o escondió la verdad con fines polémicos o apologéticos. Puso a Newman en un compromiso por un término muy utilizado por él —una «economía» de la verdad— que insinuaba que se podía ser tacaño con la verdad, al repartirla en mínimas cantidades, guardarse parte de ella o negarla por completo a ciertos públicos. Newman había aprendido el término en sus lecturas de los padres griegos del siglo IV, quienes empleaban la palabra oikonomia para describir las diversas leyes que afectaban al modo en que se podía decir, adornar o retener la verdad. Todas estas palabras se basaban en el supuesto de que Dios no puede ser —312—

conocido, que Su verdad está más allá del alcance de la mente humana. Como lo expuso san Agustín en la Iglesia latina: «Ya que estamos hablando de Dios, vosotros no lo entendéis. Si lo pudieseis entender, no sería Dios.»5 Aunque todas las afirmaciones hechas sobre Dios están destinadas a ser insuficientes, algunas son más o menos suficientes, más o menos apropiadas para diferentes tiempos o personas. Los padres decían que las Escrituras judías eran una oikonomia, pues revelaban partes de la verdad que recibirían una manifestación más completa en Jesús. El mismo tipo de revelación por etapas se da cuando se le habla a un niño o a un principiante en búsqueda de la verdad religiosa. Dibujar un ángel alado es una economía, quiere sugerir a la mente infantil cierta idea de un ser superior. Es falso, pero no es una mentira.6 A medida que se avanza en conocimiento, la economía no pierde importancia, sólo gana en sutileza. Kari Rahner y otros teólogos modernos opinan que toda la teología de la Trinidad es una economía, pues la paternidad y la filiación no son verdades más literales sobre Dios que las alas de los ángeles. Existen términos análogos útiles (aunque peligrosos, como por ejemplo todos los nombres de Dios) para hablar de la revelación de Dios de Sí mismo en la economía de la salvación. 7 De la misma manera, ya que el pensamiento de Newman era siempre dinámico, un proceso de saltar de una verdad a otra, Rahner dice que la verdad que uno deja detrás no es necesariamente falsa sino una economía: una expresión menos suficiente de la verdad que lleva a una más suficiente. Afirma también que esta clase de progresión no es una simple reformulación de proposiciones lógicas. La mente no avanza en forma silogística en una única dimensión de especulación. Para mí, no fue la lógica lo que me dirigió; sería como decir que es el mercurio del barómetro lo que cambia el tiempo. El que razona es el ser concreto; pasan unos años, y encuentro mi mente en un lugar nuevo; ¿cómo? Todo el hombre se mueve; el papel de la lógica no es otro que el de registrar ese movimiento.8 Describió el proceso incluso a medida que lo iba viviendo. Este extracto de un sermón anglicano anuncia ya su concepto final de —313—

«consentimiento verdadero» en contraposición con la superficial verdad «nocional»: La mente se mueve hacia adelante y hacia atrás, y se extiende y avanza con una velocidad casi proverbial y una sutileza y versatilidad que escapan a la investigación. Pasa de un punto a otro, a uno por alguna indicación; a otro por una probabilidad; ya valiéndose de una asociación; ya recordando alguna norma aprendida; o apoyándose en un testimonio; comprometiéndose luego con alguna impresión popular, algún instinto interior o algún recuerdo recóndito; y así progresa cual un escalador en un risco escarpado, quien, gracias a la mirada rápida, la mano dispuesta y el ipie firme, sube, ni él mismo sabe cómo, por un don personal y por la práctica, más que por regla alguna, sin dejar huella tras de sí, e incapaz de enseñarle a otro. No es exagerado decir que el paso con el que los grandes genios escalan la montaña de la verdad es tan inseguro y precario para los hombres en general como el ascenso de un hábil escalador de un risco literal. Es una senda que sólo ellos pueden tomar; y su justificación reposa sólo en su éxito. Y ésta es en general la forma en que todos los hombres, dotados o no, comúnmente razonan, no por reglas, sino por una facultad interior. El razonamiento, entonces, o el ejercicio de la razón, es una energía espontánea que vive dentro de nosotros, no un arte.9 Apuesto a que la mayoría de nosotros reconoce en este pasaje la verdadera manera en que formamos nuestras opiniones, aunque no somos tan honrados como para confesar que no es la pura razón la que nos guía en los asuntos importantes o doctrinales. En otras palabras, Newman fue acusado de deshonestidad precisamente por ser tan sincero sobre las experiencias vividas en la formación del consentimiento verdadero de nuestras convicciones más íntimas. En calidad de observador de su propia psicología merece estar en las filas de Agustín. La maravilla de la Apología es que transmite la experiencia de llegar a nuevas profundidades de una manera concreta y convincente. Acusado de deshonestidad, propone una nueva norma de lo que debería ser la honestidad para con el propio pensamiento. Gran parte de su trabajo posterior —314—

será un ahondamiento en el análisis de este proceso mental, el cual Chesterton plantea con rapidez característica en una especie de taquigrafía simbólica: «Un hombre muy bien puede convencerse mejor de una filosofía a partir de un libro, una batalla, un paisaje y un viejo amigo que a partir de cuatro libros. El mero hecho de que las cosas sean de diferentes tipos aumenta la importancia del hecho de que todas apunten a una misma conclusión.»10 Un Kingsley cualquiera puede objetar que toda defensa de explicaciones parciales de la verdad puede servir como argumento para esconder o suavizar verdades desagradables o comprometedoras. Por supuesto. Pero no hace falta la teología de la economía para recurrir a eso. Y debemos recordar que el modelo de Newman es el de las revelaciones económicas de Dios. No tienen por objeto bloquear el acceso a la verdad sino ser guía hacia verdades más amplias. Abren el campo visual en lugar de cerrarlo. No se supone que pensemos en Dios siempre y únicamente como una relación paternal consigo mismo (como padre e hijo). Es sólo una ayuda para concepciones más elevadas, del estilo de las que Agustín exploró en su Tratado sobre la Santísima Trinidad, donde la relación paternal es menos importante que los aspectos de la estructura interna de la mente. El uso humano de la economía, si está modelada según la de Dios, no puede aprovecharse para engañar o para desviarse de la verdad, sino sólo para ir hacia ella. La Apología no sólo restauró la reputación de Newman como persona sincera ante los protestantes, también hizo que los católicos viesen que era honesto en su expresión de la necesidad del desarrollo dentro de su propio rebaño. Pero cinco años después de la aparición de la Apología, tuvo que superar una nueva prueba de sinceridad cuando se convocó el Concilio Vaticano. Acton era tan abierto denunciando la idea de la infalibilidad del Papa como lo era Manning apoyándola. Sin embargo, Newman parecía dudar entre ambos, con lo que hacía recordar su imagen de vacilante, de equívoco, lo que llevó a Edward Husband, un anglicano, a cuestionar a Newman cuando apareció el decreto del Vaticano. En su panfleto What Will Dr. Newman Do ? Husband arguye que Newman debería regresar a su iglesia original ahora que el Vaticano había ido demasiado lejos para que él aceptase honestamente sus doctrinas. En cuanto a la opinión de Newman respecto a la infalibilidad, -315

suele pensarse que siempre creyó en ella, pero que pensó que el Vaticano I se equivocaba en la forma y el momento de proclamarla. Se escandalizó por el modo en que fue definida: bajo presión de aquellos a quienes él regularmente llamó el «partido violento» o los que «cruelmente» coaccionan'la conciencia de los hombres. 11 Esto lo situó en el grupo, bastante nutrido, de los llamados «impertinentes», que eludían el asunto de la validez de la doctrina diciendo que no debía sacarse a relucir de forma tal que pareciese apoyar el Syllabus, con todo su desprecio de los valores modernos. Pero John R. Page, recogiendo cuidadosamente todo cuanto Newman había dicho sobre la infalibilidad a lo largo de toda la polémica, demostró que Newman abrigaba reservas mucho más profundas sobre la doctrina que la simple oportunidad de su declaración. Esto no debe sorprendernos. Al principio de su carrera católica había sostenido que el laicado debía ser consultado sobre las doctrinas, ya que ocasionalmente éste era más fiel a las revelaciones que la propia jerarquía (incluyendo al Papa). Afirmaba que la promesa del Espíritu era para toda la iglesia. Pensaba que la Iglesia era como un triángulo que reposaba ora sobre un lado, ora sobre otro, para afianzar su base en la verdad: algunas veces sobre el laicado, otras sobre la comunidad teológica (schola theologorum), y otras sobre la jerarquía (nunca exclusivamente sobre el Papa). Más aún, en la Apología había trazado el desarrollo de la doctrina en el cuerpo de los creyentes como una analogía del crecimiento de la mente individual. Así como «todo el hombre se mueve» para llegar a una profunda aprehensión de la verdad, toda la Iglesia se mueve hacia el encuentro de una sólida doctrina: Quizás un maestro local, o un doctor en alguna escuela local, aventura una proposición y se origina una polémica. Ésta, si nadie se interpone, se apaga sin llama o arde en un lugar; Roma se limita a dejarla estar. Luego llega ante un obispo; o bien algún sacerdote o algún profesor en otro nivel de aprendizaje la retoma; entonces pasa a una segunda etapa. Más tarde llega a la universidad, y la Facultad de Teología puede condenarla. Así la polémica continua año tras año, y Roma sigue callada. Quizás entonces se haga un llamamiento a un nivel de autoridad inferior al de Roma; y luego por fin, después de mucho —316—

tiempo, llega ante el poder supremo. Mientras tanto, la cuestión se ha ventilado, se le han dado vueltas y vueltas, se ha examinado desde cada ángulo, y se llama a las autoridades a que tomen una decisión, que ya han alcanzado mediante la razón. Pero incluso entonces quizá la autoridad suprema vacile en hacerlo y pase años sin determinar nada sobre el asunto; o lo haga de forma tan vaga y general que hace falta revisar toda la controversia de nuevo, antes que se defina algo concluyeme. Es evidente que semejante procedimiento sirve no sólo a la libertad sino también al coraje de los individuos, teólogos o polemizadores. Más de un hombre tiene ideas, que espera sean ciertas y útiles para su tiempo; pero no está seguro de ellas y desea que se discutan. Está deseoso, o más bien estaría agradecido, de renunciar a ellas, si se probara que son erróneas o peligrosas, con lo que conseguiría su objetivo gracias a la controversia. Obtiene una respuesta y se inclina ante ella, o, por el contrario, descubre que está seguro. No osaría hacerlo si supiera que una autoridad, suprema y definitiva, está atenta a cada una de sus palabras, dando señales de asentimiento o de reprobación a cada frase que pronuncia. De hecho, entonces, estaría luchando como los soldados persas, bajo el látigo, y podría ciertamente decirse que le fue arrancada la libertad de su intelecto.12 Este modelo de interacción entre los miembros del cuerpo de Cristo está muy lejos de la forma en que una facción tiránica introdujo subrepticiamente la infalibilidad en un Concilio donde ni siquiera se había anunciado en el temario, donde se escatimó la libertad de expresión y se penalizó la franqueza. Como Newman escribió después de que se anunciase el decreto: «Sea lo que fuere lo que se decida al final sobre la definición del presente Concilio, el escándalo que lo ha acompañado permanecerá, así como la culpa de aquellos que lo perpetraron.»13 También se opuso a la definición alegando que allí donde no hay necesidad de imponer doctrinas obligatorias contra alguna herejía, es poco inteligente cargar la conciencia de los creyentes con obligaciones adicionales. «Hasta ahora nunca se había hecho nada en los concilios a menos que fuese necesario, ¿qué necesidad hay de •317-

esto?»14 Incluso puede que hubiese motivos adventicios para recurrir a este tipo de definición innecesaria. «Vino a mi memoria un viejo dicho, atribuido a monseñor Talbot, que afirmaba que lo que hizo tan deseable e importante la definición de la Inmaculada Concepción era que abría el camino a la definición de la infalibilidad del Papa. ¿Debe entonces sorprender que estemos todos escandalizados?» 15 Newman se hacía eco de la misma crítica de Acton: «La gente ha llegado a decir que el verdadero objetivo de aquel decreto (el de la Inmaculada Concepción) fue el de crear un precedente que luego haría imposible rechazar la infalibilidad papal.»16 Otra razón para la objeción de Newman a la doctrina fue su sentido inglés de lo que supone un buen gobierno constitucional. El veía el colegio de obispos como el poder legislativo de la Iglesia y al Papa como el poder ejecutivo. Así pues, «por nuestra experiencia política, tenemos el derecho a juzgar lo que es apropiado o no, y a decir que semejante unión del poder legislativo y el ejecutivo en una sola persona no es apropiado, siendo, como la política humana nos enseña que es, demasiado grande para que un solo hombre la sostenga, además de una incitación al abuso». 17 La definición, por lo tanto, sería resultado de una corrupción endurecida, arraigada: «Hemos llegado a un climax de tiranía. No es bueno que un Papa viva veinte años. Es una anomalía y no rinde buenos frutos; se convierte en un dios, nadie le contradice, ignora los hechos y comete crueldades sin querer.»18 Continuando con su analogía política, para Newman el cuerpo de magistrados de la Iglesia, la schola theologorum, es el poder judicial de un régimen constitucional: «Todo esto es materia para el colegio teológico, y los teólogos, con el tiempo, determinarán la fuerza de la formulación del dogma, del mismo modo en que los tribunales de justicia resuelven el significado y alcance de las leyes del Parlamento.»19 Como Newman pensaba que toda la Iglesia debía avanzar unida por el camino que el Espíritu indicase, le concedía una gran importancia al papel de los teólogos, quienes hacían posible la conversación interna de la Iglesia al elaborar los interrogantes y presentarlos a los cristianos para someterlos a la prueba de sus vidas y oraciones. Esta actitud hizo que viese con cierta sospecha al Concilio Vaticano, pues muchos de los teólogos más preparados habían sido excluidos. —318—

Supongo que todas estas objeciones a la definición pueden etiquetarse con la rúbrica de la impertinencia. Pero hay otros momentos en los que Newman expuso rotundamente que la idea de la infalibilidad del Papa era un error de por sí. Un mes después de la publicación del decreto escribió: «No acepto ni puedo aceptar en el presente la definición, ya que, hasta donde puedo entender, la autoridad de la historia y el pasado en su contra compensan con creces a la autoridad actual (la cual, mientras exista la minoría, está privada de la mitad de su peso) a su favor.» 20 A menudo se extendió en el caso de Honorio I, el pontífice del siglo VII que negó que hubiese una voluntad humana en Cristo y fue anatematizado como hereje por el sexto concilio ecuménico (Newman incluso animó a un escritor a investigar este caso en un panfleto que luego figuraría en el Índice). «¿Cómo reaccionarán ante Honorio? Pues sus cartas se basaban en de fide.»21 El no encontró la doctrina en sus Padres favoritos de la Iglesia del siglo IV, así que rezó pidiéndoles que evitasen la definición: «Salvad a la Iglesia, oh Padres míos, de un peligro mayor que cualquier otro pasado.»22 Newman escribió a los obispos animándoles a oponerse a la definición, y su carta para su obispo, William Bernard Ullathor-ne, causó gran escándalo cuando se hizo pública, pues denunciaba a quienes impulsaban la definición tratándoles de «facción insolente y agresiva».23 También oró por alguna intervención divina que interrumpiese el Concilio antes de que lograse definir el dogma. Esperaba que las fuerzas independientes italianas tomasen el Vaticano, o que el Papa muriese. «Debemos tener esperanza pues estamos obligados a guardar la esperanza, en que el Papa sea retirado de Roma, y no siga con el Concilio, o que haya otro Papa. Es triste que él nos obligue a albergar semejantes deseos.» 24 Así pues, es imposible afirmar que Newman se opusiera a la doctrina sólo por su inoportunidad. Estaba tan seguro de que era una equivocación que predijo varias veces que el Espíritu Santo no permitiría su definición en el Concilio. 25 Y cuando el Concilio emitió la definición, se negó a aceptar el resultado como válido hasta que estuvo claro que los obispos de la minoría habían abandonado su resistencia. Entonces aceptó la doctrina, más porque la Iglesia en general la había aceptado que porque el Concilio, que no era un cuerpo libre, la hubiese declarado. «Pienso que será más se—319—

guro creer en la "securusjudicat" [consenso de la Iglesia] que en el voto del sínodo.»26 Sin embargo, después de aceptar el dogma, dijo que siempre había creído en la infalibilidad, pero que deploraba las torpes tácticas de los que habían trabajado en su definición. Es cierto que Newman había aceptado la infalibilidad, de hecho la alabó en la Apología, pero entonces se centró en la infalibilidad —a veces la indefectibili-dad— de la Iglesia. Algunas veces ésta incluiría la infalibilidad papal, otras —como lo sostuvo en su artículo sobre la consulta al laicado— incluiría la infalibilidad del laicado, o aquella de la schola theologorum. El Espíritu protegería a la Iglesia, pero sus métodos serían tan misteriosos como la naturaleza divina del protector. Acton creyó que Newman traicionaba la verdad al aceptar el dogma que él (Acton) seguía rechazando. Pero la verdad siempre fue más compleja para Newman que para Acton. Si la doctrina implicaba la divina orientación de la Iglesia, se trataba del Dios indescriptible, y cualquier intento de encorsetar a Dios en el estrecho cautiverio del lenguaje humano tiene que ser examinado muy de cerca en busca de su verdadero significado: En los tiempos antiguos, el significado y los límites de los decretos dogmáticos se determinaban por el choque de los intelectos católicos con los intelectos católicos; pero no ha habido ningún escrutinio intelectual, ninguna controversia hasta ahora sobre las definiciones del Vaticano, y habrá que encontrar sus significados...27 La definición no podría sostenerse por sí sola. Newman le recordó a la comunidad que las bayonetas italianas habían interrumpido el Concilio, que las consideraciones sopesadas todavía podían reanudarse: «Existe un límite para el triunfo de los tiranos. Seamos pacientes, y tengamos fe, un nuevo Papa y una nueva reunión del Concilio pueden equilibrar el barco.»28 Newman dedicó piadosas meditaciones a lo que podía ser el verdadero sentido de la definición, y finalmente llegó a su interpretación en su respuesta a Gladstone. Primero rebatió la objeción de Gladstone de que el Papa promulgaría deberes incompatibles con la ciudadanía británica. Los dogmas versan sobre proposicio—320—

nes generales y verdades sobrenaturales, no sobre hechos concretos y arreglos temporales, donde la conciencia es la guía suprema. Eso corresponde a la naturaleza y «el Papa, que es fruto de las Revelaciones, no tiene jurisprudencia sobre la naturaleza». 29 Respecto a todos estos extremos, dijo lo siguiente para tranquilizar al ex primer ministro: Ciertamente, si estuviese obligado a tratar la religión en un brindis de sobremesa (lo cual ciertamente no parece lo más apropiado) levantaría mi copa —por el Papa, si me lo permite —, pero por la Conciencia primero, y por el Papa después. 30 En cuanto a la esencia de la definición, Newman señala que el texto mismo impone un límite al dominio del Papa, porque dice que el Papa «está poseído de aquella infalibilidad con que el divino Redentor quiso dotar a su Iglesia». Qué duda cabe de que esto significa que sus declaraciones ex cátedra no derivan «del consentimiento de la Iglesia». No obstante, éste es el poder que Dios da en primer lugar a Su Iglesia. Si el Papa alguna vez va en contra de la Iglesia, no está, eo ipso, hablando ex cátedra, incluso si piensa que así es. El Papa Clemente V, por ejemplo, declaró solemnemente que defender la usura era herejía, pero otros órganos de la Iglesia la toleraron, lo que demuestra que la suya no era la voz de toda la Iglesia. 31 Aquí el caso de Honorio, que había intrigado a Newman antes de la definición, se convierte en una forma de mostrar los límites de la definición. Puesto que el Concilio declaró hereje a Honorio, Honorio no podía estar hablando ex cátedra.32 Las declaraciones del Papa, fuera de la promesa dada a la Iglesia, no son infalibles: ¿Fue san Pedro infalible en aquella ocasión en Antioquía cuando san Pablo se le opuso? ¿Fue san Víctor infalible cuando apartó de su comunión a las Iglesias asiáticas? ¿O Liberio cuando de forma similar excomulgó a Atanasio? Y, para hablar de tiempos más recientes, ¿lo fue Gregorio XIII, cuando le dieron una medalla en homenaje a la masacre de Bartolomé? ¿O Pablo IV en su conducta hacia Isabel? ¿O Sixto V cuando bendijo la Armada Invencible? ¿O Urbano VII cuando persiguió a Galileo?33 — 321 —

Newman llegó a tiempo para ver un rescate providencial en el resultado del Concilio Vaticano. No sólo Manning y el «partido tiránico» habían sido incapaces de ampliar la infalibilidad para que abarcase cosas como el Syllabus. Incluso Pío IX se había visto obstaculizado en su verdadero objetivo. A pesar de haber añadido su propia declaración de independencia de la Iglesia al final de la definición, no se dio cuenta de que las fórmulas anteriores hacían de esa frase algo insignificante. No se puede ejercer el don de la Iglesia fuera de la Iglesia. Newman todavía lamentaba la declaración del dogma, ahora más como un obstáculo para las buenas relaciones con otros cristianos que como una ofensa a sus propias ideas, pero sabía que cualquier lenguaje que se empleara para hablar del poder de Dios —y era ése el tema del debate, y no el poder del Papa— debe ser una economía. La prueba de una economía está en su utilidaíl para llegar a verdades más plenas, no en servir de obstáculo a la verdad. Ésa es la única interpretación que Newman aceptaría de la definición del Vaticano. Acton y Newman eran muy diferentes en temperamento y modo de actuar, pero ambos fueron campeones de la verdad en el seno de la Iglesia, Acton valientemente, si bien de manera un poco indiscriminada; Newman cauta pero persistentemente y con esa idea de misterio que siempre se impone cuando se intenta hablar de la verdad de Dios. Si las autoridades de la Iglesia desprecian la verdad en asuntos históricos y temporales, se privarán de la capacidad para manejar las verdades más grandes, que son las más escurridizas. NOTAS 1. Susan Chitty, The Beast and the Monk: A Life of Charles Kingsley, Mason/Charter, 1974, p. 231, 2. Robert Bernard Martín, The Dust of Combat: A Life of Charles Kingsley, Faber and Faber, 1959, p. 47. 3. Edward Sillem, The Philosophical Notehook of John Henry Newman, Humanities Press, 1969, p. 44. -322-

4. John Henry Newman, Apología Pro Vita Sua, editado por David J. DeLaura, W. W. Norton & Company, 1968, p. 105. [Apología pro vita sua, traducido por Víctor García Ruiz, Encuentro Ediciones, 1997.] 5. Agustín, Sermón 117.5. 6. Newman, op. cit., p. 206. 7. Kari Rahner, The Trinity, traducido porJoseph Donceel, Herder and Herder, 1970, pp. 21rf. 8. Newman, op. cit., p. 136. 9. Ibíd.,p.427. 10. G. K. Chesterton, Orthodoxy, Doubleday, 1959, p. 143. 11. N 96,132,133,137,142,148,155. 12. N204-205. 13. N128. 14. N400. 15. N110. 16. Acton 3.295. 17. N30. 18. N163. 19. N202. 20. N137. 21. N. 45, 80. Sobre las continuas reflexiones de Newman acerca de las deliberaciones del Concilio en este caso, véase N 62,66,153,211,227, 229,235,312,313,326,383. 22. N78. 23. N86. 24. N154, y véase pp. 162-163. 25. N80,84,89,90. 26. N135. 27. N208. 28. N187. 29. John Henry Newman, A Letter Addressed to His Grace the Duke of Norfolk, 1875 [Carta al duque de Norfolk, Ediciones Rialp, S.A.], en Alvan S. Ryan, Newman and Gladstone: The Vatican Decrees, University of Notre Dame Press, 1963', p. 133. 30. N138. 31. N195-196. 32. N179-181. 33. N135. -323-

IV EL ESPLENDOR DE LA VERDAD

Cristo desea que prefiramos la verdad antes que a Él, porque, antes de ser Cristo, Él es la verdad. Quien se aparte de Él para ir a la verdad, no llegará lejos, pues antes caerá en sus brazos. SIMONE WEIL

19 Agustín contra Jerónimo Agustín (354-430) escribió dos libros contra la mentira —Sobre la mentira en el 395 d.C., Contra la mentira en el 420—, y el motivo para cada uno fue el intento de algún correligionario de usar el engaño para promocionar el cristianismo. El primer intento lo realizó un contemporáneo de Agustín, san Jerónimo, quien pensó que dos apóstoles habían recurrido a mentiras edificantes para instruir al pueblo. Guiándose por comentarios anteriores de las Escrituras, que Agustín desconocía, Jerónimo alegó que san Pedro y san Pablo estaban sólo fingiendo su desacuerdo durante un conflicto que ambos tuvieron en Antioquía, un encuentro que Pablo describió en su Epístola a los gálatas. Es irónico que se intente llevar a cabo aquí un piadoso encubrimiento, cuando las palabras del Nuevo Testamento son tan francas e inequívocas. Pablo no se anda con rodeos en su enojado relato de lo que sucedió en Antioquía, aunque los traductores tienden a diluir el veneno de sus palabras: Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara, porque era de condenar. Pues antes que viniesen algunos de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que vinieron, se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de la circuncisión. Y en su simulación participaban también los otros judíos, de tal manera que aún Bernabé fue también arrastrado por la hipocresía de ellos. Pero cuando vi que no andaban rectamente, conforme a la verdad del Evangelio, dije a —327—

Pedro delante de todos: «Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir como judíos?» (Gal. 2:11-14).1 Jerónimo describe este franco y hasta mordaz pasaje de esta manera: Pablo «a hurtadillas y con movimientos furtivos se abre camino de un refugio a otro» (PL 26.310). Jerónimo no puede permitir que estas bruscas palabras denoten su significado llano, pues eso permitiría a los enemigos de Cristo «tildar a Pedro de equivocado y presentar a Pablo como triunfador sobre aquél, y decir que sostenemos doctrinas ficticias, con lo que los fundadores de nuestra Iglesia se disgustarían» (310-311). Antes que dejar a los dos hombres en desacuerdo, Jerónimo tiene que idear una situación en la que ambos aparezcan como representando una comedia, donde cada uno complace a una facción de la Iglesia hasta que el tiempo permita a sus seguidores alcanzar una visión más avanzada de sus . relaciones: «La observancia que fingía Pedro de las leyes judías (que resultaba ofensiva para los creyentes gentiles) era refutada por el fingido reproche de Pablo, de forma que ambos bandos permanecían a salvo: aquellos a favor de la circuncisión seguirían a Pedro, y los contrarios a ella alabarían la libertad predicada por Pablo» (339). Esto es lo que Jerónimo llamaba una «disimulación beneficiosa» (utilis simulatio), por la cual «uno disimula un rato, a fin de lograr la salvación propia y la del otro» (340). Su solución le permitía sostener que los dos apóstoles nunca podrían discrepar realmente en algo fundamental. Antes de examinar el ataque de Agustín a esta forma de santa disimulación, es mejor ver un poco más de cerca la situación sobre la que él y Jerónimo discutían: el conflicto de Antioquía (que estalló hacia el 51 o 52 d.C., unos dos años antes de la descripción del acontecimiento que Pablo hace en su Epístola a los gálatas). Se trataba de un combate en la gran guerra interna que por un lado dividía la Iglesia primitiva y por el otro contribuía a su extensión. El cristianismo se propagaba como las amebas, por fisión bipolar. Los polos en que se dividía se describían como «helénicos» y «hebreos» en los Hechos de los Apóstoles (6:1), y como gentiles (ethne) y «judaicos» por Pablo (Gal. 2:14). Otras interpretaciones más simples y antiguas de estos polos dentro de la comunidad cristia—328—

na eran o bien étnicas o lingüísticas: se pensaba que los «helénicos» (o gentiles) eran cristianos no judíos, que hablaban griego, mientras que los hebreos (o judaicos) eran cristianos judíos, que no hablaban griego (sino hebreo o arameo). Pero un examen más profundo de las dinámicas de la situación ha proporcionado a los eruditos modernos un entendimiento más complejo de los factores en juego. Había cristianos judíos (por ejemplo, el propio Pablo, y algunas veces Pedro) entre los helénicos, y cristianos gentiles (incluyendo algunos en Antioquía) entre los hebreos, y los primeros podían hablar en arameo tanto como los segundos podrían hablar en griego. Entonces, ¿cuál era el principio de división entre estos dos grupos? Los eruditos hoy coinciden en que los cristianos «hebreos» pensaban que la misión de Cristo era cumplir las leyes judías, no sustituirlas por otras, de modo que los cristianos debían mantener la observancia del culto en el templo, la circuncisión y los ritos de la comida permitida por los judíos (kosher). Los cristianos «helénicos» se sentían más a gusto en la cultura del Imperio romano helenizado; pensaban que el cristianismo podía y debía existir en ese mundo y apartarse de algunas (quizá muchas) de las costumbres judías. La mejor traducción de estos dos conjuntos de términos sería entonces «cosmopolitas» para definir a aquellos en movimiento dentro del mundo del Imperio culturalmente diversificado, y «separatistas» para quienes querían restringir la expansión del cristianismo al círculo de los rituales legales judíos. Ambos bandos no sólo eran cristianos: ambos tuvieron en su seno fundadores primitivos, apóstoles y santos.2 El primer choque del que se sabe entres estos dos partidos de la Iglesia se produjo poco después de la muerte de Jesús, cuando el sanedrín judío ejecutó al cristiano cosmopolita Esteban por blasfemia. Esto obligó a los otros cosmopolitas a huir de Jerusalén y llevarse los evangelios a otra parte (Ac. 6:8-7:3). Los cristianos separatistas se quedaron atrás, ya que su posición todavía no era ofensiva para sus compañeros judíos. El autor de los Hechos de los Apóstoles identifica el ataque de Esteban a la adoración del Templo como la causa'de esta primera división de la Iglesia, en un discurso radical compuesto probablemente después de la destrucción del Templo en el 70 d.C.; pero las opiniones que expresó son, —329—

sin duda alguna, una extrapolación de las actitudes que representó en el choque con los separatistas y con el sanedrín. El segundo conflicto importante entre los cosmopolitas y los separatistas tuvo lugar hacia 50 d.C., y tuvo que ver con la circuncisión de los gentiles conversos. La iglesia deJerusalén, bajo el li-derazgo de Santiago, el hermano de Jesús, exigía la circuncisión pero a Pablo y Bernabé se les permitió que en las iglesias fundadas por ellos, fuera deJerusalén, se admitiese a los no circuncisos (Ac. 15:6-21). Esto vino a crear un mundo cristiano de dos pistas, in-viable si se mezclaban miembros de ambas pistas, como en Antio-quía. Cuando Pedro llegó a Antioquía se unió a los cosmopolitas en comidas que los judíos no permitían, pero «cortó con ellos» cuando Santiago de Jerusalén le amonestó. Pablo lo tomó como si en efecto estuviesen «forzando» a los cosmopolitas a seguir la línea de los separatistas dictada desde Jerusalén, rompiendo así el acuerdo anterior (Gal. 2:14). Como lo observa J. Louis Martyn: «Pablo ve cualquier cosa menos amabilidad» en su ataque a Pedro, un hecho que Jerónimo trató de negar y que Agustín afirmó. 3 Sin embargo, antes de dar la interpretación de Agustín sobre el conflicto de Antioquía, deberíamos echar una ojeada al curso que tomaría la división entre cosmopolitas y separatistas antes de que la brecha se cerrase. Pedro, al igual que Pablo, era un misionero; dejó la iglesia de Jerusalén a cargo de Santiago, el hermano del Señor. Los dos apóstoles misioneros, Pedro y Pablo, estaban en Roma cuando Nerón perseguía a los cristianos. Ambos fueron capturados y martirizados, aunque esta parte no se relata explícitamente en el Nuevo Testamento. Abundan los indicios directos e indirectos de que, en verdad, ambos encontraron la muerte de esa forma. Pero entonces se plantea la interesante cuestión de la omisión de tan vital información en el texto mismo del Nuevo Testamento. Los eruditos han reconstruido la historia de su muerte, o al menos un bosquejo de ella, a partir de la literatura extrabíblica sobre el reinado de Nerón, y el resultado muestra por qué los cristianos no quisieron, durante un tiempo, extenderse en detalles sobre las muertes de sus apóstoles. En los años noventa un líder cristiano de Roma (Clemente) escribió una carta diciendo que los apóstoles fueron asesinados por un «ajuste de cuentas entre rivales», lo cual no parece describir los motivos de Nerón: él mató a —330—

los cristianos como chivos expiatorios, acusándolos del incendio de Roma. Nerón difícilmente podía ser su rival. 4 Pero según el historiador romano Tácito, Nerón no fue el único instrumento en la ejecución de los cristianos. Dice Tácito que Nerón hizo prisioneros a algunos cristianos que aseguraron no ser los responsables del incendio, pero informaron de otros que sí lo habían sido. 5 Otro autor romano, Plinio, dice que los cristianos solían delatarse unos a otros durante las primeras décadas de su existencia.6 El mismo Pablo habla de «hermanos falsos» que encontró en las iglesias (cosmopolitas) que fundó, quizás una especie de separatistas (Gal. 2:4, II Cor. 11:26. véase II Cor. 11:13). Osear Cullmann, Raymond Brown y otros sostienen convincentemente que fueron los separatistas quienes colaboraron con Nerón.7 Irónicamente, a pesar de su oposición a la helenización de su religión, los separatistas estaban protegidos políticamente por el Imperio helenizado, ya que el judaismo (que estos cristianos profesaban) era un culto reconocido (religio licita), cubierto por el acuerdo entre el gobierno romano y el sanedrín d.e Jerusalén. Para el momento de la muerte de Pedro y Pablo, y también en el de la ejecución de Esteban, unas décadas atrás, los vulnerables eran los cosmopolitas. Lo que encontramos, en las primeras cinco décadas del cristianismo, es una incansable oposición entre dos grupos, y el de los separatistas parece ser el vencedor en todos los encuentros de los que se tiene noticia: en la expulsión de los cosmopolitas después de la muerte de Esteban; en la concesión a Pablo de una dispensa parcial de la circuncisión; en Antioquía, donde Pedro se aleja de Pablo; en la entrega de Pedro y Pablo por parte de los separatistas de Roma. No es extraño que los autores de las escrituras no quisiesen darnos una versión completa del martirio de los apóstoles, ni tampoco que el autor de los Hechos de los Apóstoles suavice al máximo esta contienda, al omitir por completo el estallido furioso de Pablo con el que comenzamos. Cabe preguntarse, si los separatistas ganaban una y otra vez en los primeros tiempos, ¿por qué a la larga prevalecieron los cosmopolitas? El momento decisi-vo fue la destrucción del Templo a manos de los soldados romanos en el 70 d.C. Esto pareció justificar a los cristianos que se habían alejado del Templo, tanto así que los -331

Evangelios, que adoptaron su forma definitiva después de este suceso, hablan de Jesús como reconstructor del Templo. Ahora Pedro y Pablo aparecen como triunfadores a título postumo, y comienza una nueva era en la historia cristiana. Jerónimo y Agustín se encuentran en medio de este tenso relato de luchas cuando se enfrentan a las ardientes palabras de Pablo en Antioquía. Éstas vienen a ser un informe inmediato desde el frente del conflicto. De hecho, la epístola donde aparecen estas palabras constituye el segundo texto más antiguo que se conserva del Nuevo Testamento (siendo el primero la epístola de Pablo a los tesalonicenses). El instinto de Jerónimo es el mismo que el del autor de los Hechos: encubrir las señales del conflicto en una iglesia primitiva idealizada. Sin embargo, los Hechos se limitaron a guardar silencio sobre el estallido de Pablo, como también lo hicieron sobre el martirio de Pedro y Pablo. Jerónimo va más allá —permite un acto de engaño benigno por parte de los apóstoles—, y eso es lo que molestó profundamente a Agustín, lo suficiente como para retar a un erudito mayor y más reconocido de lo que él era cuando escribió la primera carta sobre el asunto. Cierto es que ni Jerónimo ni Agustín conocían la historia completa tal como ha sido reconstruida pacientemente por los eruditos modernos, y cada uno llegó a la interpretación de este pasaje con sus propios conceptos anteriores. Jerónimo tenía una especial disposición para proteger a Pedro, pues se pensaba que Pedro (anacrónicamente) era obispo de Roma (es decir, el primer Papa) cuando lo mataron allí. Jerónimo había servido a un sucesor del cargo cuando fue secretario del papa Dámaso (un papel que, erróneamente, hizo suponer en tiempos posteriores que Jerónimo era un cardenal). Por otra parte, Agustín, aunque reconocía en el Papa un cargo especial, no se sorprendió por la noción de que los papas pudiesen errar, tal como lo hizo Pedro en Antioquía. De hecho, en el 418, Agustín obstaculizó un intento del papa Zósimo por intervenir en los asuntos de la Iglesia africana citando un cañón conciliar en su contra, y en el 419 participó en las presiones que empujaron al propio Papa a reconsiderar su decisión de exculpar al hereje Pelagio para en cambio condenarle. 8 Así pues, a pesar de que Agustín aceptaba la anacrónica idea de que Pedro llegó a ser Papa, era capaz de percibir el franco sentido de la epís—332—

tola de Pablo: que Pedro se había equivocado, y Pablo tuvo que corregirle. El comentario de Agustín sobre los Gálatas —que probablemente estaba preparando cuando consultó el comentario de Jerónimo— dice así: Pedro aceptó los obstáculos que estos hombres [de Jerusa-lén] plantearon y actuó de mala fe, como si estuviese de acuerdo en que los evangelios no podían salvar a los gentiles a menos que ellos cumpliesen los estrictos requisitos de la Ley, así que Pablo le hizo actuar de buena fe de nuevo. Y cuando lo hizo «en presencia de todos», fue porque así tenía que ser, para que todos se corrigiesen por su reprensión. Una solución privada a un problema público es inútil (PL 35.2107, 2114). Agustín pasa entonces a suponer que Pedro recibió la reprimenda en el acto, enmendó su conducta y dejó que Pablo se impusiese, cosa que ningún erudito moderno cree. Pablo no dice nada sobre la respuesta de Pedro, y se va de Antioquía sin su viejo aliado Bernabé, quien para entonces se había unido a Pedro, lo que parece indicar que Pablo había sido derrotado en Antioquía por las fuerzas unidas de Santiago, Pedro y Bernabé. Pero Agustín sin duda pensó que Pedro había respondido al justo reclamo de Pablo con un reconocimiento sincero de su equivocación: Y, entonces, el equilibrio y el amor de Pedro —a quien el Señor dijo tres veces: «Si me amas, apacienta mi rebaño»— lo llevaron a aceptar la reprimenda rápidamente, incluso cuando venía de un apóstol que había sido llamado más tarde que él. Pues la persona reprendida es más admirable que el que hace la reprimenda, ya que su papel es más difícil. Resulta más fácil ver los errores en otra persona que en sí mismo, y aún más que corregirlos con prontitud, bien sea por uno mismo o por señalamiento de alguien, sobre todo si el que lo reclama fue llamado más tarde, y especialmente «en presencia de todos» (2114). De modo que también Agustín sacó de apuros a Pedro, al no negar que podía errar al tiempo'que admitía que sí podía mentir. Agustín escribió a Jerónimo dispuesto a recibir una reprimen—333—

da, movido por el ánimo que alaba en Pedro. Quiere saber si Jerónimo tiene un argumento para su interpretación que eluda el problema de presentar a los apóstoles actuando engañosamente. Le pide a Jerónimo que corrija lo que crea conveniente en su escrito: Me cuesta juzgar con exactitud mi propio trabajo, pues soy o bien muy tímido al respecto, o demasiado defensivo. Algunas veces veo mis errores, pero prefiero el juicio de mentes mejores, por temor a que, al descubrir yo mis faltas, me absuelva a mí mismo, tratando mi propia condena como una sutileza. (Ep. 40.4.) Al principio no obtuvo respuesta alguna de Jerónimo. Luego llegaron respuestas evasivas, y Agustín mantuvo la presión —insistiendo en su petición durante más de una década— en su intento de conseguir que Jerónimo se explicase. No se trataba de un asunto banal para Agustín, como se aprecia en el hecho de haber escrito su libro Sobre la mentira (De mondado) mientras esperaba la respuesta de Jerónimo. Estaba dispuesto a enmendar su libro si Jerónimo le daba motivos para una reflexión más profunda. Me he extendido tanto en las circunstancias de esta querella del Nuevo Testamento porque hay cinco proposiciones que tenemos que asimilar para entender luego la doctrina de Agustín sobre la mentira. La primera de ellas es: 1. El origen del interés de Agustín por la sinceridad está en la verdad de las Escrituras. La Biblia no sólo prohibe mentir: ensalza a un Cristo que dice que Él es la verdad (Jn. 14:6). El noveno artículo del decálogo (Ex. 20.16) prohibe los falsos testimonios. Sin embargo, Jerónimo afirma que Pablo dio falso testimonio contra Pedro al decir que actuó contra su conciencia sin temor, a sabiendas de que no era cierto. Si Pablo miente en eso, ¿por qué la gente no puede decidir que miente en cualquier otra situación cuando transmite el mensaje de Jesús? Por el momento Agustín deja a un lado si la mentira puede justificarse, pero sólo para decir que es a todas luces injustificable en el caso de un autor de las Escrituras, cuando la escritura misma se considera la verdad (ep. 28:3-4). Tampoco es suficiente alabar a los apóstoles, como lo hizo Jerónimo, por su consideración hacia —334—

las sensibilidades de su audiencia. Aun basándose en las escrituras, Agustín muestra que se puede ser zalamero sin recurrir al engaño. El mismo Pablo ha dicho que predicaba adoptando las actitudes de las más diversas gentes: «A todos me he hecho de todo» (I Cor. 9:22). En ese mismo pasaje dice algo que puede confundirse con lo que Pedro hizo al aparentar que creía que las observancias judías eran necesarias: «Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos» (Cor. 9:20). Pero Agustín continúa: Esto se dijo por compañerismo, no por falsas apariencias. Uno enferma para atender a los enfermos, sin simular que padece la misma fiebre, sino considerando, con una actitud de simpatía, cómo uno quisiera que lo tratasen si uno fuese el enfermo. (ep. 40:4.) Esta preocupación por conciliar diferentes pasajes de las Escrituras está en el corazón del tratado sobre la mentira que Agustín comenzó a escribir incluso antes de recibir las respuestas de Jerónimo. También inspiró su trabajo posterior. La concordancia de los cuatro evangelistas (De consensu evangelistarum), donde mantiene que diferentes relatos del mismo hecho no son falsos relatos. Para entender de dónde saca este argumento, debemos tener en cuenta la segunda proposición determinante de todo el razonamiento de Agustín sobre la falsedad: 2. Mentir no es una falta de fidelidad al significado de las palabras sino a la verdadera intención hacia otra persona. Éste, el aspecto más importante de su razonamiento, sitúa a Agustín fuera de cualquier escuela de pensamiento que permita la equivocación, la tergiversación o la evasiva (si acaso algún significado de las palabras usadas puede defenderse como cierto). En el sentido más elemental, lo que uno dice es irrelevante en sí mismo: lo que cuenta es la intención de engañar. Tal como lo señala Agustín, se puede mentir diciendo la verdad, con una mueca, con el lenguaje corporal o incluso con el silencio. Estar callado puede ser de por síuna forma de comunicación. Supongamos que la policía investiga a un amigo nuestro, y nos preguntan si está en el sótano. Si nos negamos a responder, ellos deducirán de nuestro silencio que en efecto —335—

está ahí. Nosotros se lo habremos «dicho» (Sobre la mentira 13). Pero si el silencio puede hablar, entonces puede mentir. Supongamos que nos preguntan si hemos realizado cierto acto heroico, y sabemos que el silencio será interpretado como modesta renuencia a afirmar lo que es verdad (aunque no lo es). Nuestro silencio engañará al que nos interroga. Esa sería nuestra intención; y la intención de engañar es la definición de Agustín de lo que es una mentira. Los que se valen de equívocos no considerarían el silencio una mentira, pues el silencio es indeterminado. Es, de por sí, un equívoco. Puede tomarse como se quiera. Algunos afirmarán que el que calla no es responsable de la interpretación ajena de su silencio, del mismo modo que el que habla con equívocos no es responsable del significado que su interlocutor pueda escoger de entre los varios que la palabra pueda tener. Para Agustín, ninguno de estos argumentos viene al caso. Si uno cree que el silencio —o las palabras equívocas — engañarán, uno está mintiendo. Incluso si no se logra el engaño, uno miente, pues ésa era la intención. Si uno hace una afirmación verdadera, sabiendo que no será creída y deseando que no se crea, la afirmación es verdadera pero uno es falso. Por lo tanto la mentira es una relación interpersonal. El instrumento que se utilice para mentir —palabras verdaderas, palabras falsas, equívocos, gestos, muecas o el silencio— no tiene la menor importancia. Lo que importa es que la mente trata de frustrar a otra mente en su búsqueda de la verdad. Lo que nos lleva a la tercera proposición determinante: 3. La sinceridad no es legalista o minimalista, sino maximalista, un esfuerzo por vivir en la verdad. Gran parte del razonamiento moral sobre la mentira, especialmente en la tradición católica, se basa en las penitenciarías medievales, que tratan de establecer las normas mínimas de culpabilidad: ¿qué cosa es pecado venial, y qué mortal? ¿Qué es la efusividad permisible o la no cooperación? Como en cualquier contexto legal, la ofensa debe definirse con las mínimas condiciones previstas para su reconocimiento. Para Agustín, la búsqueda de la verdad es un requisito absoluto para tratar con Dios, que es la verdad. Engañar se parece demasiado a engañarse como para que una persona ensucie su alma con la mentira, que siempre es un velo que se in—336—

terpone entre uno mismo y la verdad. Hemos visto en su confesión que le resulta difícil juzgar sus propias palabras, ya que el orgullo puede distorsionar su juicio. El libro 10 de las Confesiones es una larga introspección con la que pretende disipar de su conciencia tanto como sea posible la niebla que la falsedad esparce en ella. Esto nos lleva a la siguiente suposición principal en que se fundamenta la discusión de Agustín: 4. Mentir es una forma de pecar particularmente espiritual. Agustín consideraba el libro canónico secundario Sabiduría como parte de la Biblia y meditaba con especial énfasis sobre el versículo que dice: «Una boca mentirosa asesina el alma» (Sab. 1:11). Utilizó este versículo para entender mejor el decálogo de prohibiciones sobre los falsos testimonios: «Este mandamiento incluye todas las formas de engaño, ya que todo significado que un hombre transmite da testimonio de su propia alma» (Men. 5.6). Debe recordarse que Agustín creía que Dios penetraba creativamente en cada acto mental del hombre, tal como «la luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo» (Jn. 1:9). Ese es el profundo sentido que le dio al versículo del salmo (35:9): «Por tu luz veremos luz.» Mentir era oponerse a la luz en su punto de entrada al alma. Esto no apagaba la luz, por supuesto, ya que no se derrota tan fácilmente a Dios. Pero al tratar, en la medida en que es posible, de apagar la luz, el mentiroso oscurece su alma. De forma que el primer significado que le dio al poder de la mentira, de «matar el alma», era un tipo de acto suicida de la mente. Sólo en segundo lugar la mentira trata de matar la vida de la mente —que es el conocimiento— del otro. Así, las mentiras no constituyen sólo una forma de violencia a la estructura de la realidad interpersonal sino también intrapersonal. Considera Agustín que el engaño es una forma de suicidio-ase-sinato espiritual, lo que lo lleva al punto más difícil de aceptar por parte de un público moderno. Cuando se le presentó el clásico caso de las mentiras justificadas: engañar al malvado que trata de capturar a una víctima inocente, Agustín dijo que evitar un asesinato físico por medio de un asesinato espiritual no puede ser un buen acto. Enfrentado a esa opción, dice: más vale negarse a responder que decir una mentira sobre la víctima buscada, incluso si el precio de esa negativa es la propia vida. También añade que uno —337—

debe dejar claro que no responderá ninguna pregunta al respecto, por temor a que la negativa a responder a una sola pregunta «hable» y revele la verdad {Men. 13.22). Esta posición parece de una pureza irreal, pero, después de todo, a los cristianos se les pedía dar su vida antes que ofrecer sacrificios a dioses falsos en un templo pagano, y honrar la falsedad es una idolatría en los sagrados precintos del alma. El modelo de Agustín para esto fue un obispo de su pueblo natal, Firmus («firme de nombre, más firme aún en sus resoluciones»), quien fue torturado pero guardó silencio sobre el paradero de un hombre que buscó asilo con él (Men. 13:23). ¿Se puede mentir para evitar la violación, de otro o la propia? «Ya que el alma es superior al cuerpo, su corrupción es más culpable» (Men. 7.10). Se ha acusado a Agustín de ser obsesivo con la pureza corporal. De hecho, ataca a los paganos por valorarla demasiado. Ellos alaban a Lucrecia por escoger la muerte antes que el deshonor tras ser violada por Tarquino. En La ciudad de Dios (1.19), Agustín dice que el crimen de Lucrecia fue mayor que el de Tarquino: «Él tomó su cuerpo, ella tomó su vida. Él violó, ella asesinó.» Cuando se instaba a las mujeres cristianas a suicidarse por haber sido violadas en la caída de Roma (410 d.C.), él dijo que la violación de sus cuerpos no podía violar su alma puesto que ellas no deseaban que aquello les sucediera. En esto Agustín es coherente. Como la sinceridad material de una afirmación no es lo importante en una mentira, sino la intención del que la dice, así el acto material de la violación no puede deshonrar el alma que se resiste. La superioridad del alma sobre el cuerpo resulta un consejo piadoso para la mujer violada y una dura amonestación para aquellas que evitan la violación mintiendo. Agustín sabe lo severa que es su doctrina: opina que un hombre no debe mentir para evitar su propia violación, incluso por sodomía por la boca o el ano (Men. 9,13). Violar la propia alma es peor que ser violado corporalmente por otros. No obstante, la sinceridad en sí significa que uno no debe desconocer la práctica imposibilidad de vivir con arreglo a tales requisitos, así que Agustín tiene una proposición más que tener en mente. 5. La sinceridad es un modelo heroico. Agustín admite que no puede confiar en que será capaz de seguir sus propios consejos: «Pero somos hombres y vivimos entre hom—338—

bres. Y en cuanto a mí, confieso que todavía no me cuento entre aquellos que no se conturban ante los pecados que hemos llamado de compensación» (Contra Men. 18.36). Por «pecados de compensación» se refiere a cosas como decirle a un moribundo, preocupado por su hijo, que éste aún vive, aunque no sea cierto. La verdad en este caso podría matar al padre, y el silencio puede dejar traslucir la verdad. «Estas situaciones me desequilibran profundamente; pero ¿puedo decir en el mismo grado, sabiamente?» Si vamos a reconfortarnos unos a otros con mentiras que nos hagan más llevadera la realidad, cada vez que la realidad se presente amenazadora ¿qué ocurre con la franqueza luminosa hacia el Dios de la verdad? Sin embargo, cuando presento ante los ojos de mi corazón la hermosura de aquel en cuya boca no se halla nada falso, aunque el palpito de mi flaqueza reverbera precisamente allí donde más fulgentemente brilla la verdad, me enciendo de tal modo en el amor de esa clara hermosura que desprecio de corazón todas las cosas humanas que pretendan apartarme de mi contemplación. Pero sería mucho pedir que ese afecto perseverara con tanta intensidad que no menguara el efecto de la tentación. (Contra Men. 18.36.) Así, aquellos que le dicen a Agustín que exige demasiado en nombre de la verdad no le dicen nada que él no haya experimentado constantemente, al tratar de mantenerse tan fiel como sea posible a la visión de la «hermosura» de Dios. Después de todo, Pedro cayó tres veces en la mentira cuando negó conocer a Cristo. Se arrepintió de ellas. No negó que fuesen mentiras. No trató de excusarse. El valor del esfuerzo de Agustín por la sinceridad total puede certificarse al ver el precio del engaño en el caso de Jerónimo. Cuando Agustín se dirigió por primera vez a Jerónimo en su lejano monasterio de Belén, no sabía que estuviese buscando la verdad en uno de los grandes mentirosos de la historia. El biógrafo de Jerónimo, J. N. D. Kelly, ha demostrado que éste mintió cada vez que ello le era útil para sus propósitos.9 Las respuestas de Jerónimo a Agustín, cuando se le pidió que explicara sus comentarios sobre el conflicto de los apóstoles en Antioquía, fueron una —339—

sarta de evasivas, contraacusaciones, tergiversaciones y simples negaciones del hecho. Al principio, dado que la carta inicial de Agustín se extravió y nunca llegó a su destino, Jerónimo — respondiendo a una segunda carta— da a entender que Agustín deliberadamente se encargó de que no le llegase su misiva, que Agustín quería ganarle puntos a Jerónimo sin darle la oportunidad de responder, aunque aseguró a su interrogador que de todas formas no le habría respondido, pues él no iba a dejarse importunar por cada insolente sabelotodo que apareciese. (Para Agustín, lo más impensable moralmente es la negativa de Jerónimo a responderle, pese a que encuentra señales de herejía en él. Llamar a alguien la atención sobre su error es, para Agustín, el primer deber de la caridad.) Jerónimo respondió: Algunos amigos, portadores de Cristo (hay muchos de ellos aquí en Jerusalén y en Tierra Santa), me han señalado que tienes como objetivo secreto granjearte la estima cristiana, la alabanza de los aduladores, por la manipulación que haces de mí, para hacer saber a todo el mundo que me lanzaste un reto del que yo me he hurtado; que tú, el erudito, escribiste cartas, mientras que yo, el necio, me quedé callado; que por fin se encontró alguien que acallase mi parloteo. Bien, admito que estuve dudando en escribirte, Eminencia, pues no estaba seguro de que tu [segunda] carta fuese auténtica ni de que la espada pudiese (según dice uno de nuestros humildes compañeros) no estar untada con miel. Tampoco quería desestimar a un obispo de nuestra fe [Jerónimo sólo era sacerdote] respondiendo con correcciones una carta correctiva, sobre todo porque he encontrado datos heréticos en ella. [...] Así, si quieres intimidarme con tus enseñanzas, o fanfarronear, busca jóvenes brillantes y bien nacidos (he oído que Roma presume de muchos) que dispongan de los medios y la voluntad para someterse a la tarea de debatir las escrituras con un obispo. Estoy retirado de la milicia y me limitaré a aplaudir tu proeza sin luchar contra ella con mis marchitos brazos, (ep. 72.2-3.) Como Agustín insistió educadamente, tratando de traer el debate de vuelta al pasaje de los Gálatas que tanto le preocupaba, Je—340—

rónimo le devolvió una diversidad de contradicciones. Trató de defender su acusación de herejía diciendo que Agustín fue demasiado amable con los judíos al decir que Pedro observaba sus prácticas, y no fingía que lo hacía (como si el fingimiento fuese una forma de ataque a las prácticas). Luego, después de acusar a Agustín de herejía, afirma que después de todo no difieren tanto en sus opiniones, y además, Jerónimo sólo estaba repitiendo lo que Orígenes y otros habían dicho. Después de esta perorata autocompasiva, vuelve a fingir que, para empezar, no piensa responderle: Tú —situado, joven como eres, en el pináculo de un obispado — puedes enseñar a las naciones y decorar las casas romanas con tus exóticos productos africanos, mientras yo me contento con susurrar a mis humildes escuchas o leer en mi rincón del monasterio, (ep. 75.22.) Cabe contrastar esta actitud con la constante petición de Agustín de que otros le corrijan si dice algo equivocado; no sólo otros obispos o clérigos, sino quienes escuchan sus sermones. Es fascinante ver la lección que extrajo de la conducta de Pedro en Antio-quía cuando — durante los mismos meses que estuvo escribiéndose con Jerónimo y redactando Sobre la mentira— escogió el texto de los Gálatas (fuera de la secuencia normal de lecturas litúrgicas) para predicar como invitado especial en la catedral de Cartago. Agustín dice que él y su anfitrión —el obispo Aurelio de Cartago, sentado con Agustín en la catedral— son obispos, y algunos pueden pensar que esto los sitúa más allá de la reprobación ajena. Pero ¿cómo es ello posible cuando nuestro gran predecesor, Pedro, necesitó que alguien le señalase su error? «Si Pedro fue susceptible de corrección, ¿osaría yo estar por encima de toda corrección? ¿No debería yo, débil oveja, cuidarme de no caer en el río cuando veo al carnero todavía secando sus lanas?»10 Agustín dice que algunas personas (no nombra a Jerónimo) piensan que Pedro sólo estaba tomándole el pelo a su público en Antioquía, y no haciendo algo que en verdad mereciese corrección. «Somos obispos, seguimos la huella de los apóstoles, pero no quiero ser capaz de tomaros el pelo. Si uno guarda algún significado secreto, en contra de lo que se profesa públicamente, ¿en qué respon—341—

sabilidad sagrada se puede confiar? No queremos autorización alguna para engañaros, o para que vosotros nos engañéis. Si vosotros pensáis que os estamos engañando, y nosotros pensamos que vosotros nos engañáis, ¿dónde encontraremos ese amor que todo lo cree? Porque Pablo dice que "el amor todo lo cree" (I Cor. 13:7).»11 La idea de que Pedro pudiese haber errado pareció sorprender a su audiencia, ya que uno de sus miembros gritó: «¿Qué le reprochó Pablo a Pedro?» Agustín contestó: «Lo que el mismo Pablo acaba de decir, lo que escribió» (en la lectura de los Gálatas que precedió al sermón). Pero al rato volvieron a hacer la misma pregunta, y Agustín pidió que el lector repitiese la lectura del pasaje donde Pablo amonesta a Pedro, frente a todos los demás. 12 Agustín, lejos de mantener a los líderes de la Iglesia libres de cuestiona-mientos y correcciones, hizo una exacta distinción entre las Escrituras, que siempre son verdaderas, y aquellos que las predican, que pueden errar y necesitan a su vez una constante instrucción. Nosotros, quienes estudiamos y escribimos sobre lo que está escrito en los libros sagrados de la Biblia, no escribimos con la autoridad de la Biblia: escribimos a medida que avanzamos, enseñamos día a día, nos pronunciamos mientras seguimos indagando, hablamos mientras llamamos a la puerta. No dejaré de hablar ni de escribir mientras pueda ser útil para vosotros, mis hermanos, mas ruego a vuestra caridad, por mí mismo para mí mismo, que no tratéis nada de lo que escribo ni digo sobre las Escrituras como si fuesen las Escrituras mismas. [...] Veneremos las Escrituras como Escrituras, como la palabra de Dios, y no tratemos en la misma forma a ningún humano falible. [...] Yo me ofendería mucho más si una persona aceptase mis palabras como Escrituras que si me corrigiese, incluso no habiéndome equivocado. Perdonadme ahora, pues veo que estáis concentrados en este extremo como si lo escuchaseis por vez primera, y no quiero decir nada más, para que guardéis esta lección grabada con fuerza en vuestra mente.13 La sinceridad para Agustín es una constante búsqueda colectiva, en la que debemos ayudarnos unos a otros. La equivocación es un obstáculo a la búsqueda que debe ser salvado por todos. La —342—

mentira, una equivocación creada deliberadamente y divulgada a los demás, es una traición a la búsqueda, y la mayor traición es mentir sobre las verdades sagradas de la religión.

NOTAS 1. Osear Cullmann sostiene que el «Cefas» arameo, el nombre que Jesús le dio a Pedro, debería traducirse como Piedra, puesto que a eso se refería cuando dijo que Pedro era la roca sobre la que se edificaría la Iglesia (Mt. 16:17). En realidad, los traductores del alemán de Cullmann utilizan la palabra Roca, pero en inglés no se habla de una roca fundamental. Se dice colocar la primera piedra de una fortaleza, o que fue derruida hasta no dejar piedra sobre piedra. Cf. Cullmann, Peter: Disciple, Apostle, Martyr, traducido por Floyd V. Fiíson, segunda edición y aumentada, Westminster Press, 1962. Sobre el contraste entre «tribus» (ethné) y «judaicos» como «cosmopolitas» y «separatistas», véase la próxima nota. 2. Sobre el choque de los cosmopolitas con los separatistas, véase Johannes Munck, The Acts of the Apostles, AB, 1967, pp. 56-57; J. Louis Martyn, Galatians, AB, 1998, pp. 236-240; Thomas W. Martin, «Helle-nists» (ABD 3.135-36); A. Deán Forbes, «Stephen» (ABD 6.207-08); Raymond E. Brown y John P. Meier, Antioch and Rome, Paulist Press, 1982, pp. 1-8. Más adelante Brown divide a los cosmopolitas en una rama liberal (tipificada por Pablo) y otra radical (Esteban), mientras que a los separatistas los divide en un grupo conservador (Pedro) y otro ultraconservador (Santiago). Por su parte, Cullmann opina que Pedro, desde la ejecución de Esteban, está derivando hacia el campo de los cosmopolitas, lo que explica el ataque que le hace Pablo en Antioquía por apostasía (Cullmann, op. cit., pp. 52-53). 3. Martyn, op. cit., p. 235. 4. Yo, Clemente 5. Él utiliza un «endíadis» (dos términos para un concepto), «rivalidad-y-rencor», como cuando los judíos entregaron a JesúsaPilatopor/ío»os(Mt.27:18,Mc. 15:10), o entregaron a los cristianos a otros porzelos (Ac. 5:17,13:45,17:5). Ésta es la misma situación de los informantes que trataban con Nerón. En relación con los separatistas en Roma, debe tenerse en cuenta que el Supuesto Ambrosio, o Ambrosio Putativo («Ambrosiaster»), a pesar de escribir en el siglo IV, bien -343-

puede haber conservado una antigua tradición al decir que los cristianos de aquella ciudad recibían su fe «de acuerdo con la costumbre judía» (ritu judaico); véase Brown, op. cit.,pp. 110-111. 5. Tácito, Anales del Imperio romano, 15.44. 6. Pinio, Epístolas, 10.96. 7. Cullmann, op. cit., pp. 91-100; Brown, op. cit., pp. 122-127. Las mismas fuerzas pueden haber actuado en un encuentro anterior en Roma (49 d.C.), cuando, según Suetonio (quien escribió alrededor del 120 d.C.), el emperador Claudio expulsó a algunos judíos «por los interminables alborotos causados por Crestus» (Life of Claudius 25.4). La mayoría de los estudiosos piensa que Suetonio confundió Cristus con el nombre Crestus, muy común entre los libertos, y que eran los judíos cristianos quienes estaban enemistados tanto con los judíos romanos en general como con los cristianos separatistas («hebreos»). Esto coincidiría con la supuesta expulsión de los aliados de Pablo para ese momento (los cosmopolitas), Aquila y Priscila (Ac. 18:2). Véase Brown, op. cit., pp. 100-102;William F. Orr y James Arthur Walther, l Corinthians (AB 1976), pp. 81 -82; Peter Lampe, «Aquila» (ABD 1.319). Obsérvese que el autor de los Hechos no especifica el motivo de la expulsión, lo que encajaría con la renuencia a admitir las divisiones entre cristianos en torno a las muertes de Pedro y Pablo. 8. Sobre las relaciones de Agustín con el papa Zósimo, véase J. E. Merdinger, Rome and the Afrícan Church in the Time of Augustine, Ya-le,1977,pp.11-34,126-130. 9. J. N. D. Kelly, Jerome, Harper & Row, 1975,.pp. 64, 65, 78, 107, 149,150,178,201,239,252. 10. Mainz 1.9 (uno de los sermones descubiertos recientemente), Francois Dolbeau, Augustine d'Hippone, vingt-six sermons au peuple d'Afrique; Institut d'études augustiniennes, 1996, p. 46. 11. Ibíd.,p.47. 12. Ibíd., pp. 47-48., con relación al grito desde el público, véase la introducción de Dolbeau al sermón, p. 42. 13. Ibíd., pp. 62-63. •344.

20 Agustín contra Consencio

Más de dos décadas después de haber escrito Sobre la mentira, otro intento de usar la mentira como estrategia religiosa llevó a Agustín a escribir un segundo tratado, Contra la mentira (Contra Mendacium). Ahora sabemos más sobre los motivos para este esfuerzo, pues en 1970, entre los viejos manuscritos de bibliotecas de Marsella y París, se descubrieron dos cartas de Consencio, destinatario del tratado. Las cartas de Consencio, junto con veintiséis cartas inéditas de Agustín y una de Jerónimo, fueron publicadas en los años ochenta por su descubridor, Johannes Divjak. Resultó que Consencio era un entrometido, presumido y metomentodo, que escribió diciendo que tenía problemas para leer a Agustín por la «odiosa brillantez» (molesta splendor) de las Confesiones, pero que quizás Agustín querría leer algunos de sus propios libros escritos para rebatir varias herejías.' Consencio, que vivió en la isla de Menorca, cerca de las costas de España, era lo bastante rico para dar rienda suelta a su pasatiempo literario de vigilar la ortodoxia de otros, y le dice a Agustín que escribe para otros famosos, quienes responden con sus peticiones de que continúe con sus buenos libros. Es el tipo de personaje conocido por cualquier autor cuyo nombre aparece en las noticias. Aunque admite que debería leer -apenas leyó la Biblia entera — se reconforta con el pensamiento de que los intelectuales pueden terminar demasiado encerrados en sus propias ideas, como Orígenes, e incluso tiene la desfachatez de insinuar que algo así le podía suceder a Agustín.2 Por su parte, él puede regodearse en sus tratados sin temor a parecer demasiado intelectual o «intimidador». •345-

Nos enteramos más de lo que quisiéramos sobre Consencio en la nueva carta, que lleva el número 12* (donde el asterisco diferencia la carta de la número 12 del viejo catálogo de cartas reconocidas). En su carta II*, encontramos una valiosa nueva información, la cual inspiró a Agustín para su Contra la mentira. Consencio se jacta de su ingeniosa habilidad para descubrir a los herejes en España, donde según afirma, han ido a parar algunos seguidores secretos del ejecutado Prisciliano. Uno de sus emisarios, llamado Frontón, incluso se hizo pasar por hereje para infiltrarse en las filas enemigas. Consencio anexa un informe de Frontón en el que pretende explicar cómo desveló la protección de subversivos por parte de ciertos obispos españoles.3 Frontón sonaba como el senador Joseph McCarthy cuando denunciaba comunistas en el Departamento de Estado. Si el relato es cierto, nos da sorprendentes noticias de la España cristiana del siglo V. E incluso si es exagerado, nos indica de qué era capaz la calenturienta imaginación de aquel tiempo y lugar. Agustín no muestra mucha confianza (ni interés) en las acusaciones de Frontón, cuando dice: «si las cosas sucedieron o no como él dice» (Contra Men. 3.4). Lo que le perturba son las tácticas que Frontón afirma estar usando y que Consencio aprueba. Ambos declaran que hay que descubrir a los herejes infiltrándose, ya que ellos mienten sobre su verdadera devoción. Para Agustín, fingir que se abandona la verdadera doctrina y profesar la falsedad es un pecado peor que el que estos intrigantes están decididos a castigar. Dice Agustín que no debemos «llevar a otros a la verdad abandonándola nosotros mismos, de manera que, al descubrir mentirosos con mentiras, les enseñamos una forma más profunda de mentir» (3.4). Le recuerda a Consencio que Cristo nos advirtió contra los lobos envueltos en piel de cordero (Mt. 10:16), lo cual no significa que, en respuesta a la advertencia, nos debamos convertir en corderos envueltos en piel de lobo (6:12). Agustín aprovecha la oportunidad para repetir el ataque de Sobre la mentira a la intención de utilizar mentiras con propósitos religiosos. Estaba insatisfecho con su primer tratado. Como lo refleja en el posterior catálogo de sus propios trabajos (Retractaciones}: 346-

Escribí también un libro, Sobre la mentira, que, aunque fatigoso de leer, es de gran utilidad como ejercicio de ingenio y de inteligencia y estimula grandemente el amor de la veracidad. Lo había mandado retirar de entre mis opúsculos porque me parecía oscuro, espinoso y sobremanera difícil, por lo cual ni siquiera había llegado a publicarlo. Después de haber escrito el otro opúsculo titulado Contra la mentira, me reafirmé en la decisión de destruirlo, y así lo mandé; pero no se hizo. Al revisar ahora todos mis opúsculos, lo he encontrado incólume y, después de corregirlo, he mandado conservarlo, sobre todo porque tiene algunos apuntes necesarios que no se encuentran en el otro.4 Los pasajes importantes y los «tortuosos» de Sobre la mentira probablemente están entrelazados: la descripción de complejas situaciones hipotéticas y la clasificación de las mentiras en sutiles categorías. Aunque no repitió estas técnicas en el segundo libro, debe de haber decidido que, al fin y al cabo, tuvieron su utilidad. Aunque pueden confundir al lector moderno, haciéndole pensar del modo evasivo de aquellos que defendían las equivocaciones. En el segundo libro hace un hincapié más sostenido y coherente en que la intención de engañar es el elemento básico de la mentira. Una de las razones es que Agustín intenta profundizar en el tema de la sinceridad de las Escrituras. Entre la composición de sus dos tratados sobre la mentira había escrito su libro La concordancia de los cuatro evangelistas, donde explicaba que las incongruencias de la Biblia no fueron escritas para engañar, y por lo tanto no son mentiras. Esto no supone una evasiva por su parte, dado que siempre enseñó que se puede decir la verdad diciendo lo que es literalmente falso, al igual que se puede engañar con declaraciones verdaderas. En sus comentarios sobre el Génesis, señala que la creación del cosmos en siete días no puede ser literalmente verdadera (cómo puede haber un día o una noche para la Tierra, siendo esta redonda, lo cual significa que ambos, tanto el día como la noche, ocurren en ella en cualquier momento).5 Por lo cual, lo que es obviamente falso no puede tener la intención de engañar. Debe indicar un significado simbólico más profundo. Del mismo modo, los relatos «no edificantes» de las Escrituras judías no pueden es—347—

tar recomendando la inmoralidad: se presentan como modelos profetices de lo que se cumplirá en el Nuevo Testamento (Contra Men. 14.29). En cuanto,al Nuevo Testamento, Agustín no niega las incongruencias, sólo la intención de engañar. Tomó como ejemplo las dos genealogías presentadas para vincular a Jesús con el linaje de David. La de Marcos es diferente de la de Lucas. Pero se puede trazar la ascendencia a través de diferentes ramificaciones del árbol familiar. Mateo no presenta la suya como si fuese más exacta que la de Marcos (que sería por lo tanto falsa). De acuerdo con los estudios de las escrituras de su tiempo, Agustín encuentra más reyes en la línea'de Mateo, y más sacerdotes en la de Marcos. Así, reunidas, ambas muestran las características complementarias de Jesús, tanto reales como sacerdotales (PL 34.1043-44), Un elemento más difícil de la genealogía es éste: ambos trazan el linaje de José, no el de María, y el Evangelio afirma que Jesús nació de una virgen. Aquí Agustín presenta un argumento sorprendente, al probar quejóse era un verdadero padre, aunque no un padre biológico (argumento que los padres adoptivos de hoy acogerían con agrado): ¿Por qué el mismo evangelista llama a José padre de Jesús (Le. 2:40) pero tenemos que aceptarle como el esposo de María, no por contacto carnal (commixtio) sino por el acoplamiento (copulatio) del lazo matrimonial? De seguro fue el padre de Cristo en un sentido incluso más cercano que si hubiese adoptado un hijo de cualquier otra mujer que no fuese su propia esposa (PL 34.1072). Cuando se trata de la sinceridad de las propias declaraciones de Jesús en los evangelios, Agustín hace frente a un problema que los eruditos modernos en general eluden. El pensó que Jesús, en virtud de su divinidad, siempre fue omnisciente.6 Entonces, ¿cómo puede decir, por ejemplo, que no supo quién lo tocó cuando sintió el poder salir de él (Le. 8:45)? Agustín cree que la mujer que sanó al tocar a Jesús era una gentil, y que Jesús estaba diciendo que Él, en tanto que Dios, aún no la había reconocido bajo la antigua ley, destinada sólo para los judíos (Contra Men. 13.27). Agustín reflexionó concienzudamente sobre cada objeción a la —348—

sinceridad de las Escrituras que pudo imaginarse. Puesto que no es un fundamentalista en el sentido moderno, no busca la coherencia literal en las palabras. Las Escrituras son un instrumento de enseñanza, hechas para revelar lo inefable a través de símbolos y parábolas (lo que Newman llamó «economía»). La aproximación alegórica a los textos era un rasgo establecido de la crítica literaria que Agustín heredó, y cosas como el simbolismo de los números se adaptaban ampliamente.7 Por supuesto, un crítico moderno puede decir que permitir una declaración literalmente falsa para denotar un significado superior abre la puerta a todo tipo de equivocaciones. Pero esto pasa por alto el concepto clave. El que se vale de equívocos utiliza el significado deleznable con la intención de engañar. El principal argumento de Agustín se basa en que las Escrituras no tratan de engañar (hacer creer a la gente, por ejemplo, en los siete días de la creación en un sentido literal). Ésta no es una enseñanza latitudinaria, sino estricta. No controla las fórmulas verbales, sino la orientación interna del alma, que nunca puede ponerse de parte del engaño. El tratado resultante es, según un moderno erudito, «la explicación más compleja y exhaustiva de la escritura de los evangelios en todo el cristianismo primitivo». 8 En algunas partes anticipa el uso de herramientas modernas de la crítica.9 Agustín establece las Escrituras como referencia de la verdad, que deben observarse en todas sus predicaciones, así como en todas las acciones que se tomen para promoverlas. Su tratamiento de la falsedad en el ministerio puede apreciarse en su respuesta a una acción fraudulenta cometida en el monasterio que mantenía dentro del precinto de su catedral. Un miembro de la comunidad monástica, un hombre llamado Januarius, murió en el 425. Antes de unirse a la comunidad, había sido un sacerdote cuya esposa había muerto, dejándole dos hijos, un hijo que ingresó en un monasterio y una hija que ingresó en un convento. Cuando se le pidió que renunciase a todas su propiedades a fin de poder unirse a la comunidad monástica de Agustín, dijo que había entregado sus propiedades en fideicomiso a nombre de su hija, en caso que dejase el convento. Pero al morir, su testamento evidenció que él mismo había conservado la propiedad de sus bienes, y que ahora se lo legaba todo a la iglesia de Agustín en lugar de a su hija. La hija de Januarius impugnó el testamento. Su hermano, por despecho hacia ella, defendió la acción -349-

de su padre, que la privaba de la propiedad. El hijo de Januarius declaró que el testamento de su padre era válido y legal. ¿Qué haría Agustín? Anunció a su congregación que tenía que informarles de algo importante que les concernía, y los convocó en masa a su próximo sermón. En aquella homilía (Sermón 355) reveló el escándalo y dijo que jamás aceptaría el legado a la iglesia. Era producto de un fraude, del rompimiento del voto del monje. Aceptarlo convertiría a Agustín en cómplice del engaño al aprovecharse de él. Quería que la comunidad supiese por qué debía rechazar lo que ellos quizá pensasen que tenían derecho a aceptar. Entonces, ¿qué debía hacerse con la propiedad? Agustín nombró un jurado para adjudicar la división de la propiedad entre los dos hijos, presidido por él mismo con la ayuda, «bajo la guía de Dios, de algunos hermanos leales y respetados de vosotros, la congregación» (PL 39.1573). Al mismo tiempo entabló otro proceso por el que pidió a cada miembro de la comunidad monástica que informara sobre su observancia del voto de pobreza. Si cualquier pertenencia no declarada saliese a la luz, el monje debía renunciar a ella inmediatamente o abandonar el monasterio. Agustín había ordenado a todos los monjes con la expresa condición de que entraban al monasterio bajo las reglas vigentes. Tenía derecho a despojarles de su condición clerical si no habían cumplido sus votos. Les había informado de su política desde el principio, pero ahora se la repetía, por una razón característica. No quería tentar a los hermanos a mentir ni a fingir que no tenían propiedades para proteger su posición. «No quiero tener monjes falsos aquí. Ya es bastante malo —¿quién no lo sabe?— romper sus votos. Mucho peor es fingir que se cumplen» (PL 39.1753). Agustín fijó una fecha límite para presentar los informes y tomar las decisiones y le prometió a la congregación que, después de la fecha, haría públicos los resultados, pues el laicado tenía derecho a pedir cuentas del monasterio que apoyaba con sus donativos. Cuando llegó el día, revisó los informes en público, hombre por hombre (Sermón 256). En primer lugar, estaba feliz de poder decir que, después de todo, no había hecho falta su intervención para zanjar el litigio de los hijos de Januarius, pues éstos habían resuelto el problema por su cuenta, repartiéndose la propiedad a partes iguales. Además, pudo anunciar que ninguno de sus sacer—350—

dotes poseía bien alguno y que los diáconos, que no habían hecho su declaración final de los bienes que sus familias guardaban en su nombre, se estaban despojando de ellos, emancipando esclavos en algunos casos, y en otros, dividiendo bienes conjuntos para poder vender sus partes. Un ejemplo interesante de estos últimos es el del sobrino de Agustín, llamado Patricio en honor de su abuelo (el padre de Agustín). Patricio poseía algunas propiedades junto con sus hermanas, las sobrinas de Agustín. Este insistió en que definiese cuál era su parte de la propiedad, la vendiese y renunciase al producto de la venta. Una vez completada la revisión de cuentas de la condición de cada uno, Agustín aseguró estar satisfecho de la obediencia de sus monjes. Pero si llegase a saber de alguno que se hurtase a la norma, se le aplicaría la política original, y perdería su condición clerical: He dicho, y sé que lo he dicho, que si alguno no quisiese cumplir con los deberes de la vida de nuestra comunidad, yo no le retiraré sus derechos clericales. Tendrá que irse por sí mismo y vivir en la forma que encuentre para llevar una vida piadosa. Les he dejado claro lo lamentable que es quebrantar un voto; aun así, prefiero que mis hermanos vivan como tullidos que llorar su muerte: el hombre que vive en la mentira está muerto [según Sabiduría 1:11, «una boca mentirosa mata el alma»]. [...] Pero ahora que han escogido vivir, con la ayuda de Dios, en esta comunidad, si alguno de ellos viviese con una mentira, si descubriésemos que posee alguna propiedad, no le permitiré renunciar a ella y quedarse, sino que borraré su nombre de la lista de clérigos. Aunque recurra mi decisión en mil concilios, o busque cualquier otro arbitro donde sea — donde pueda—, aun así, con la ayuda de Dios, no será clérigo mientras yo sea obispo. Me habéis oído. Ellos me han oído. Pero espero en Dios, en Su misericordia, que ya que ahora han aceptado de buen grado esta norma de vida, la cumplan con sencillez y vigor (PL 39.1580). La conducta de Agustín no podía estar más lejos del manejo de los escándalos en la Iglesia de hoy en día. Actuó con entera franqueza, invitando al escrutinio, incluyendo a participantes laicos en —351—

el tribunal para manejar los pleitos de propiedades e informando de los resultados de sus investigaciones en cuanto dispuso de ellos. Comparemos esto con la conducta del Vaticano cuando se vio involucrado en los escándalos financieros del Banco Ambrosiano de Milán (la ciudad donde el propio Ambrosio bautizó a Agustín). El arzobispo Marcinkus y sus asistentes trasladaron su residencia al Vaticano, para estar fuera del alcance de la ley italiana. El periódico del Papa negó deudas que sin embargo el Vaticano pagó (250 millones de dólares), sin rendir cuentas a la feligresía del origen del dinero. El Papa se entrevistó en privado con el presidente italiano en el momento en que el escándalo era el tema más importante en las relaciones entre el Vaticano y el gobierno italiano, pero negó (increíblemente) que se hubiese tocado el tema.10 O comparemos el trato que Agustín dispensó a Januarius, quien trató de dar su dinero a la iglesia de Agustín, aunque de manera irregular, con la protección del papa Juan Pablo II a su amigo, el sacerdote polaco Michael Zembrzuski, cuya recolección de fondos para una capilla de la Virgen en Nueva Jersey fue denunciada por los propios investigadores del Papa. El Papa hizo caso omiso del informe, encubrió el escándalo y mantuvo a Zembrzuski a salvo de la condena pública." Se puede decir que el público no tiene derecho a saber cosas que se definen con arreglo a la conciencia de sus superiores. A Agustín esto le parecería intolerable. Él dijo que la rectitud de conciencia no es suficiente. Eas autoridades de la Iglesia le deben a sus miembros una reputación de honestidad. La conciencia y la reputación son dos cosas diferentes. La conciencia es para uno mismo, la reputación es para el prójimo. Aquel que cuida su conciencia pero desprecia su reputación actúa con crueldad hacia los demás, especialmente en una posición [eclesiástica] como la nuestra, sobre la que el apóstol [Pablo] escribió a sus seguidores: «Presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras» (Tit. 2.7). Sermón 355 (PL 39.1569). Agustín dice que la reputación de sinceridad de la Iglesia debe protegerse escrupulosamente: «Es nuestro deber, con la ayuda de Dios nuestro Señor, cuidar de nuestra conducta y reputación, que —352—

aquellos que nos admiran no puedan ser confundidos por quienes nos acusan» (PL 39.1574). Algunos clérigos modernos piensan que cuidar la reputación supone encubrir defectos y errores. Para Agustín, significa todo lo contrario: evitar la reputación de mentirosos que protegen el vicio en nombre de la virtud. La negación y la mentira respecto a escándalos sexuales en la Iglesia es otro tipo de engaño que Agustín no aprobó como obispo. Cuando se supo que uno de sus diáconos había acusado a uno de sus sacerdotes de conducta homosexual, Agustín escribió una larga carta a su congregación (no estaba allí, sino en un concilio en Cartago, por lo que no pudo abordar el asunto en sus sermones, como era su costumbre), pidiéndole que rezase por los clérigos suspendidos hasta que se esclareciese la verdad de las acusaciones. Una vez más, hizo un informe completo, en el que no negó que tales cosas pudiesen ocurrir. Ante Dios, que es testigo de mi yo interior desde el día que me consagré a su servicio, confieso francamente ante vosotros, mis hermanos, que —así como difícilmente puedo encontrar mejores hombres que aquellos que viven obedientemente en los monasterios— tampoco puedo encontrar peores hombres que los monjes caídos en pecado. Incluso pienso que el pasaje del Apocalipsis (22:11) les describe expresamente: «El que es santo, santifíquese todavía, y el que es inmundo, sea inmundo todavía.» (ep. 78.9.) Y del mismo modo que Agustín no encubriría a sacerdotes que declaran servir al Dios de la verdad, tampoco eludiría la responsabilidad por sus propios fallos. En una ocasión, a fin de nombrar un nuevo obispo para una iglesia donde le necesitaban con urgencia, envió apresuradamente a un hombre a quien no había puesto a prueba suficientemente y que resultó ser una desgracia para la comunidad. Agustín se arrepintió públicamente, y se ofreció a renunciar a su cargo. En una carta abierta al Papa escribió: En cuanto a mí, Su Santidad, estoy considerando la renuncia al ejercicio de mi cargo como obispo y dedicarme a la merecida penitencia, torturado como estoy por el temor y la an—353—

gustia de dos posibles resultados: o bien tener que ver una Iglesia de Dios perder sus miembros por culpa de un hombre que yo imprudentemente nombré obispo, o que (Dios no lo quiera) se pierda la Iglesia completa tras el hombre mismo (ep. 209.10). Se ha dicho que las normas de Agustín respecto a la verdad son demasiado elevadas y exigentes. Ciertamente él sabía cuan estrictas eran las exigencias que se imponía a sí mismo. Pero ¿cómo podría aceptar conductas menos francas en una Iglesia que se declara servidora de Dios, que es la verdad?

NOTAS 1. Johannes Divjak (editor), Lettres de Saint Augustin, Etudes augustiniennes, 1986, pp. 230-232. 2. Ibíd., p. 246: «Aunque ahora nosotros admitimos que lo que el obispo Agustín escribe escapa a nuestros reparos, ¿qué juicio se tendrá en el futuro de sus obras?» A pe'sar de que se tiende a suponer que el Con-sencio de las cartas nuevas es el mismo Consencio con quien Agustín discutió la Trinidad y la Resurrección de Cristo en la correspondencia ya conocida (ep. 119-120,205), Raymond Van Dam nos señala que el Consencio de esas canas no es tan descarado y frivolo como el recién aparecido. Van Dam, «"Sheep in Wolves' Clothing": the Letters of Consentius to Áugustine»,Journal of Ecclesiastical History 37,1986, pp. 515-535. 3. Ibíd., pp. 186-222. 4. Reconsiderations [Retracciones], 1.27. 5. First Meanings in Génesis (De Genesi ad Litteram), 1.12. 6. Sobre las conclusiones de los eruditos modernos de que Jesús no siempre era omnisciente, véase Raymond E. Brown, An Introduction to New Testament Christology, Paulist Press, 1994, pp. 31-59. 7. Sobre esto, véanse los ensayos en Douane W. H. Arnold y Pamela Bright (editores). De Doctrina Christiana: A Classic of Western Culture, University of Notre Dame Press, 1995. 8. David Laird Duncan, A History ofthe Synoptic Problem, Anchor Bible Reference Library, 1999,p. 112. -354-

9. Las críticas a la cuestión del sexo (masculino-femenino), por ejemplo, cuando Agustín dice que el texto de Mt. 21:5 se refiere solamente a un animal, no a dos, pues Mateo está utilizando el paralelismo de la poesía hebrea (PL 34.1 138-39). 10. Jonathan Kwitny, Man of the Century: The Life and Times of Pope John Paul II, Henry Holt and Company, 1997, pp. 460-462,492-493. 11. Ibíd., pp. 248-249,267-269, 335,339. -355-

21 La verdad que hace libre ¿Qué significa decir que Cristo es la verdad? ¿No que habla verazmente, o que defiende la verdad, o la representa, sino que simplemente es la verdad? Hay un intento de responder a esta pregunta que tiene probabilidades de resultar apropiado, porque es tan radical como debe ser cualquier cosa para estar a la altura del Evangelio revolucionario. El crítico cultural Rene Girard argumenta (en una obra extensa) que las sociedades humanas son resultado de una violencia inicial que controla sus propias expresiones posteriores al tiempo que les da validez.1 Esto se refleja en el «asesinato fundacional» que se descubre en tantas culturas —el asesinato de Abel a manos de Caín, el de Remo a manos de Rómulo— así como en los chivos expiatorios sacrificados para alejar amenazas de la comunidad (Jonas, Edipo, Prometeo). La comunidad se construye alrededor de una enemistad compartida y sella sus lazos mediante el sacrificio del objeto de sus temores. Girard señala la forma en que las furias de Esquilo lo expresan en su tragedia, Las euménides (996997); Para muchos males el remedio es una actitud, cuando coincide en lo que se odia.2 El resultado salvífico de tan creativa destrucción es lo sacro: algo que se renueva en todas las formas de sacrificios religiosos. Este rasgo universal del sacrificio sirve para aplacar —para halagar y a la vez sobornar— a los dioses y la ira violenta que cabe esperar de ellos. La rivalidad envidiosa (que Girard, algo equívocamente, lla—357—

ma mimetismo) conduce a una concentración en el enemigo (o en su sustituto) y se alivia con ella, en lo que tenga que ser destruido para que la comunidad conserve la vida. A partir de entonces, el Estado se hace guardián de la violencia que construyó su estructura al principio. Dado que la paralización lograda mediante el odio se basa en el contagio irracional del pánico, la trama y urdimbre de la vida social es esencialmente una estructura de engaño, que comienza con el amoengaño. Es por esto por lo que Jesús llama a Satanás el Príncipe de este mundo, «el padre de la mentira» (Jn. 8:44), la encarnación de todo el sistema de violencia. Girard es un cristiano creyente, de hecho, un católico romano, con quien yo acostumbraba ir a misa cuando ambos impartíamos clases en la Johns Hopkins. Está claro que su antropología radical está de acuerdo con la doctrina del pecado original. Es más, el pensamiento de Girard es muy cercano al de Agustín, aunque raramente lo cita. También Agustín sostiene que la Ciudad del Hombre se fundó sobre el asesinato de Abel, y que vive por la violencia, en contraposición a la Ciudad de Dios, que se fundó, y se sostiene, sobre el amor. 3 Este reconocimiento del amor como un principio estructural está muy lejos del insípido principio del bienhechor. Jesús acusa al mundo entero de odios creativos y violencias arquitectónicas: Pero a vosotros, los que oís, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues. A cualquiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva. Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis el bien a los que os hacen el bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores prestan a los pecadores, para recibir otro tanto. Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced el bien y prestad, no esperando nada de ellos; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él —358—

es benigno para con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir (Le. 6:2740). Jesús habla por un Dios de las cosas al revés, un Altísimo que se pone del lado de los más bajos. Dar a los ingratos es el camino para imitar a este Dios. Los malos son sus favoritos. Como dice Jesús en Mateo (21:31): «Los publícanos y las rameras van delante de vosotros [los principales sacerdotes] al reino de Dios.» Esta es una frase particularmente provocadora de Jesús, pues parte de los enemigos que tratarían de convertirlo en un chivo expiatorio y profanado procedían de sus andanzas con los «impuros», con los traidores y los pecadores (Mt. 9:11; Me. 2:18). La categoría entera de los impuros viene del sagrado terreno de los sacrificios, un terreno que él desafía desde sus raíces. Este reto al principio fundacional de la existencia misma del mundo une a los enemigos de Cristo a su alrededor, la enemistad de todos los poderes, judíos y romanos, los soldados y el populacho. Girard incluso señala el efecto unificador del sacrificio de chivos expiatorios en el Nuevo Testamento (Le. 23:12): «Y se hicieron amigos Pilato y Heredes ese día [del juicio de Jesús]; porque hasta entonces estaban enemistados entre sí.» Los seguidores de Jesús se dispersaron, incapaces de resistir la armonía de odio que florece de la violencia sagrada. Todavía tienen que aprender que cuando Jesús dice que sólo le puede seguir quien lleve la cruz (Mt. 10:38) se refiere a enfrentarse a la violencia del mundo con un amor que no ofrezca resistencia. Sólo esta voluntad libera del dominio del sistema de poder llamado Satanás. Girard afirma que Cristo revela el vacío de las aspiraciones de poder terrenal, pero ¿cómo puede ser esto? Cuando el mundo se une para oponerse a Él, y sus seguidores o bien abandonan o son silenciados, ¿acaso no es esto otro ejemplo de un sacrificio de chivos expiatorios coronado con el éxito? Girard hace la distinción entre la situación de Cristo y la de los chivos expiatorios, quienes •359-

o bien concuerdan con sus acusadores o se oponen a ellos utilizando argumentos que se inspiran en los mismos principios de poder invocados contra ellos. Sólo Jesús actúa sobre el principio de la absoluta ausencia de resistencia a la violencia, lo que despoja al sacrificio de toda motivación. Él presenta una inocencia reivindicada para rebatir la convicción de culpa. Girard encuentra un precursor profetice de Jesús en aquel Job que hace protesta de su propia inocencia, que rehusa aceptar la lógica de sus «consoladores» acusadores. La afirmación más radical de Girard es que Jesús no es un sacrificio. Su Padre no es alguien de cuyas agresiones haga falta librarse a cambio de algo. Jesús no es un artículo de trueque en el sistema de intercambio que el sacrificio establece; Dios no acepta víctimas. Acompaña a las víctimas en contra de sus verdugos, con lo que subvierte toda la lógica del aplacamiento. Los profetas de Israel se habían acercado a la idea de que Dios no desea sacrificios, pero Jesús transforma su vacilante cuestionamiento en la resuelta confirmación de su irrelevanria. Esto se hace evidente en su oposición a que todas las actividades del Templo girasen en torno al sacrificio. Su «limpieza» del Templo no fue un ataque a los abusos periféricos como el comercio de los mercaderes en el antepatio. El está rechazando la validez del sacrificio como senda para llegar a Dios, una visión del episodio que, según Raymond Brown, es la misma que quiere transmitir el texto de Juan. 4 «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado» (Jn. 2:16). Se acabó el comercio de víctimas. Jesús promete destruir el Templo y levantarlo de nuevo, no el Templo anterior, donde se realizaban los sacrificios. Su cuerpo resucitado es el nuevo Templo, la presencia del Padre en Cristo y la presencia de Cristo en el cuerpo de creyentes. Este Padre no es una figura distante cuya ira tenga que ser desviada, a quien haya que acercarse ritualmente, sólo temblando de miedo. Él viene a nosotros, en el Cristo que nos incorpora como piedras vivientes a su Templo viviente. Agustín señala la paradoja envuelta en el hecho de que Cristo se llame sí mismo el camino hasta el Padre: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.» (Jn. 14:6). El Padre ya está aquí cuando el camino está aquí, hablándonos: «¿Adonde iremos sino a El? ¿Y cómo hemos de llegar sino a través de El? Así, El va hacia sí mismo [a la verdad] a través de sí mismo [el —360—

camino], y nosotros vamos a Él gracias a Él, y ambos —Él y nosotros — llegamos al Padre.»5 El acercamiento a Dios no se logra mediante ritos ni violencias, sino recibiendo el camino de Cristo. Los pasajes cobran uno tras otro nueva intensidad cuando los examinamos a través de la lente que nos propone Girard. Veamos las famosas, intrincadas palabras de Juan 16:8-11: Y cuando El [el Paráclito] venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el Príncipe de este mundo ha sido ya juzgado.6 Es decir, el mundo toma a Jesús como el profanado, colmándole de pecados, esperando reconciliarse con Dios al ofrendarlo en sacrificio. Sin embargo, es justamente el sacrificio del chivo expiatorio —el sistema satánico de violencia permitida— lo que se está condenando. El modelo subyacente se desmorona cuando el triunfo sobre la víctima se convierte en el triunfo de la víctima. Girard aclara por qué el triunfo de Cristo es un combate con Satanás. Jesús deja que la violencia del sistema mundial se derrote a sí misma en su cuerpo moribundo: en lugar de ser un sacrificio para un Dios vengativo, es la derrota paradójica del torturador. Es el mundo caído de resistencia satánica a Dios lo que causa la violencia final, y no un gesto de aplacamiento exigido por Dios. El único sacrificio de Jesús es la ofrenda de su cuerpo inocente a la furia del sistema de sacrificios que queda así suprimido. Esta era exactamente la posición de Agustín. En una obra anterior, Agustín se opone a la teoría de la redención por la muerte de Cristo, la teoría de que Jesús fue un sustituto que aceptó el sufrimiento que el Padre quería infligir a otros, como si el Padre encontrase satisfacción en, causar dolor: «La muerte del Señor obviamente no fue una muerte de redención sino de restauración (dignitatis non debiti).»7 En una obra posterior. Tratado sobre la Santísima Trinidad, libro cuarto, Agustín explica su significado con mayor profundidad. Dios nos reconcilia con Él mediante la Encarnación. Para Agustín, el eje del drama siempre fue el nacimiento de Cristo como hombre, no la muerte «expiatoria». En La Trinidad, habla de la —361—

reconciliación como de una armónica proeza de Dios. La fuerza de Satanás es de una simplicidad terrible: el espíritu errante, sin componente corporal, exige la inmolación de la carne en el altar de su espíritu superior. El sistema de sacrificios, tal como en el trabajo de Girard, es la disciplina del demonio, «oprimiendo la vida en aras de la purificación por ritos y sacrificios que ofenden a Dios» (4.3.17). Pero así como la Trinidad tiene una unidad mayor que el solitario y aislado espíritu de Satanás, Jesús, como la persona con dos naturalezas, humana y divina, lleva al hombre escindido en alma y cuerpo a la unión armónica con Dios. Por eso Cristo pudo «hacerse nuestro amigo en la fraternidad de la muerte cuando nuestro enemigo alardeaba de estar sobre nosotros por no condescender y unirse a nosotros en eso» (4.3.18). El sistema de la verdad de Dios es un escape de todo el régimen de falsas afirmaciones que atrapan a la humanidad en la violencia del pecado. La verdad es una disciplina tanto moral como intelectual. Si estamos incorporados en el Cristo que es la verdad, se hace evidente el motivo de la preocupación de Agustín por la idea de una mentira cristiana, un engaño eclesiástico. Pablo ha dicho que aquellos incorporados en Cristo no deben hacer al cuerpo de Cristo cómplice del pecado sexual: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de una ramera? ¡De ningún modo! ¿O no sabéis que el que se une con una ramera, es un cuerpo con ella? Porque dice: «Los dos serán una sola carne» (Gen. 2:2). Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él (I Cor. 6:15-17). Hemos visto antes que Agustín concibe los pecados espirituales como peores que los físicos: mentir es peor que fornicar, pues corromper el alma es una opción más fría que corromper el cuerpo. Así, la condena de Pablo por prostituir los miembros de Cristo se presta, por fuerza, a un juicio aún más severo para aquel que prostituya la mente de Cristo. Para un cristiano, para quien esté incorporado en Cristo, participar en engaños significa hacer que la verdad misma mienta, si es que esto es posible. Le hace regresar al sistema de mentiras del — 362 —

Príncipe de este mundo, donde uno se impone por la oscuridad, ocultando la realidad, borrándola (hasta donde se pueda). Esto no es honrar la verdad que Cristo nos trae, que Cristo es, la verdad que Él dice que nos hará libres (Jn. 8:32). Los capítulos precedentes tratan sobre la conexión entre la sinceridad cristiana y la verdad de Cristo. En el Nuevo Testamento, el Espíritu representa el lazo entre ambos, cuando entra en los cristianos para que hablen sin temor. Esta libertad de palabra es la parrhésia, que literalmente significa «hablar todo» (pan-rhésia), no quedarse con nada. En los textos cristianos, significa el habla de quien se hace transparente para el mensaje transmitido, la verdad de las palabras de Dios. No hay filtro de falsedad que se interponga entre el Espíritu y la proclamación emitida por la boca del que habla. En los Hechos de los Apóstoles se dice una y otra vez que los discípulos son abiertos en el hablar.8 Esto significa a la vez libertad de palabra y palabra que da libertad: «Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y hablaban con denuedo (meta parrhésias), la palabra de Dios» (Ac. 4:31). En el evangelio de san Juan, algunas veces Jesús no habla con parrhésia, sino con señales y parábolas, pues aún no ha terminado su misión (Jn. 10:24; 11:54; 16:25). Sin embargo, cuando incorpora a los creyentes en su cuerpo por el poder del Espíritu, «el Consolador vendrá, y mostrará la mentira del mundo» (Jn. 16:8). Eos padres primitivos de la Iglesia a menudo ponderaron el significado de la parrhésia cristiana. La entendieron como la señal de la libre comunicación con Dios que tuvo Adán y que luego perdió. Orígenes dice que el candor desapareció cuando Adán, luego de haber pecado, trató de esconderse de Dios, cual si una oscuridad nublase ahora el libre trato con su creador. 9 Metodio de Olimpia dijo que Adán cubrió su cuerpo desnudo con pieles de animales del mismo modo que cubrió la parrhésia de su mente con falsedades.10 Según Atanasio, Adán perdió el paraíso que era la contemplación de Dios cuando perdió su «desvergonzada parrhésia».^ Pero en Pentecostés, el Espíritu restauró en los miembros del cuerpo de Cristo \3iparrhésia que Adán tuvo, el libre acceso a Dios que nos impide escondernos de la verdad: «Acerquémonos, pues, confiadamente (meta parrhesias), al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Heb 4:16). De esta —363—

forma tenemos una manera de probar la presencia del Espíritu. Donde ella esté, hay parrhesia. ¿Qué nos dice esto de la Iglesia de hoy? ¿Cómo sería una Iglesia que, al igual que Jesús, se hubiera disociado de la violencia del sistema mundial de mentiras? Sería una víctima, no un victimario como Satanás. Cuando Newman quiso referirse al «escándalo» que provocaba Pío IX al confiar a las tropas francesas la opresión de sus propios subditos romanos, dijo: «Cuando es perseguido, está en el lugar que le corresponde, no cuando persigue.»12 En otras palabras, toda la Iglesia sería esa señal escatológica que Pablo VI restringió al celibato de los sacerdotes, una vida proléptica en el reino de Dios (basileia) que, según dijo Jesús, «está aquí entre vosotros» (Le. 17:21).13 Sería una Iglesia llena del Espíritu que hablaría francamente del feliz acceso a Dios. No levantaría frágiles barricadas contra la verdad respecto a las actitudes pasadas de la Iglesia hacia los judíos. No se apoyaría en el orgullo para reafirmar, contra toda evidencia, actitudes pasadas respecto a la contracepción. No envolvería todo el tema del sexo en la oscuridad que se creó cuando se consideraba a la mujer un ser inferior y de sexualidad bestial. Volvería a la constelación de libertades bautismales, a las múltiples declaraciones de independencia, a la Epístola a los Gálatas 3:26-28: Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Esta Iglesia no circunscribiría el sacerdocio a los hombres. De hecho, no circunscribiría el sacerdocio a los sacerdotes, a los magos de la transformación eucarística. No privaría a comunidades enteras de sus propios sacerdotes en lugar de deshacerse de un código de celibato jamás impuesto a los apóstoles. —364—

No buscaría sustitutos para el Espíritu Santo convirtiendo al Papa en el monarca de la Iglesia. No haría de María una emperatriz, recurriendo a las imágenes del sistema violento del mundo. No acallaría la voz libre del Espíritu en los corazones de los creyentes. Si uno quiere saber todo lo que esa iglesia no sería, basta con mirar al Concilio Vaticano I, donde se incubaron documentos de trabajo con la intención de endosar por sorpresa una doctrina a los creyentes, donde el Papa aplicó a hurtadillas una estrategia, defraudando a sus propios seguidores al fingir que el Concilio no fue convocado para cumplir su voluntad. No suprimiría la libertad de expresión escondiendo sus debates tras un velo de silencio, ahogando la voz de la conciencia de los obispos convocados, y modificando en secreto sus decretos antes de la votación final. En ese Concilio no sólo se excluyó a los fíeles, a los críticos, a los inquisitivos. También se excluyó al Espíritu. Ninguna de las características distintivas del Concilio —el secretismo, la coacción, el engaño— es característica del Espíritu. Se restauró el viejo sistema del sacrificio, el que Cristo abolió en la cruz: con la salvedad de que aquí los creyentes fueron sacrificados a un ídolo, el papado. Pío IX no representó al que todolo-habla (parrhesia) sino al no-habla (ou-rhesia), al sometimiento ciego, en vez de la liberación en la Luz, la Luz que ilumina a todo el que viene al mundo (Jn. 1:9). Agustín dijo que Cristo es el camino a la verdad y es la verdad. Toda verdad lleva a Él. Sólo la falsedad cierra el camino que El es. «Vamos a Él a través de Él.» Es por eso por lo que, a su modo de ver, la mentira de la Iglesia era la peor mentira: el uso de la falsedad para proclamar la verdad. Habría dicho que el nuevo pecado pontificio, el del engaño, es peor que los viejos pecados más intensos, como la avaricia material, la ambición soberbia o el libertinaje sexual. Es un pecado espiritual, un impedimento interno para el acceso del Espíritu al alma. Es un acto frío, al que se llega a través de cuidadosas maniobras y manipulaciones, una ceguera calculada, que cierra la mente a la Luz. Pero ¿dónde puede encontrarse esta Iglesia del Espíritu? Ciertamente no en alguna pureza imaginaria del pasado. No hay viejos buenos tiempos de la fe, distintos de los que hoy tenemos. Hubo traición y amargura en el choque entre Pablo y Pedro, Pedro y Pablo, como en la traición de ambos ante Nerón. Entonces, ¿dón—365—

de está la Iglesia de Pentecostés, aquel original festín de multiculturalismo multilingüe? Está en cualquier parte donde el Espíritu infunda libertad en una comunidad cristiana, donde actúen los conciliadores, donde la hermana Prejean le diga a la gente que la pena capital es una venganza y no una acción cristiana, donde Daniel Berrigan se ocupe de los enfermos de sida, donde la gente se una para ayudar a los desamparados, donde Philip Berrigan nos recuerde que nadie tiene derecho a construir armas que puedan destruir el mundo. Cuando Juan Bautista preguntó si el reino de Dios había llegado, la respuesta de Jesús fue sencilla: «A los pobres es anunciado el Evangelio» (Mt. 11:5). En un tiempo en que se nos dice que los católicos son menos fieles a sus creencias que en el pasado, en las iglesias universitarias que conozco hay gente joven más dispuesta de lo que estábamos mis amigos y yo a su edad a trabajar en comedores populares o en las barriadas. El Espíritu está en ellos. No necesita autorización del Vaticano para repetir en los barrios, en los guetos y en las chabolas la señal que recibió Juan Bautista. No creo que mi Iglesia tenga el monopolio de un Espíritu que respira donde Él quiere, en cada secta y denominación cristiana. De hecho, Él respira en toda vida religiosa, allí donde se atienda a la llamada divina, entre judíos y budistas, musulmanes y otros. Pero nosotros los cristianos creemos que Él tiene un papel especial que cumplir en la misión de Cristo en nosotros. Indignos como somos. El nos llama. Incluso llama al Vaticano. Todos los cristianos tenemos que responder a su llamada. También los papas. NOTAS 1. El texto básico es de Rene Girard, Violence and the Sacred, traducido al inglés por Patnck Gregory, Johns Hopkins University Press, 1977. [La violencia y lo sagrado, traducido por Joaquín Jordá, Editorial Anagrama, 1998.J Girard demuestra abundantemente su conocimiento de los evangelios en Things Hidden Since the Foundation ofthe World, traduci-366-

do al inglés por Stephen Bann y Michael Metteer, Stanford University Press, 1987. 2. Rene Girard, Job, the Victim of His People, Stanford University Press, 1987, p. 148. La traducción francesa con la que Girard ha trabajado no hace mucho honor al juego de palabras típicamente griego sobre uno y muchos, al que alude mi versión. Así pues, el texto se acerca aún más al pensamiento de Girard, que hace hincapié en la necesidad de unanimidad en el acto de violencia social. 3. Agustín, La ciudad de Dios 14.28.15.5, 8. 4. Raymond Brown, The Gospel According to John, I-XII (AB 1966), p. 122, [El Evangelio según San Juan, Ediciones Cristiandad, S.L.] Girard admite que en la Epístola a los hebreos no se refleja la oposición a los sacrificios, pero por lo visto esta carta se escribió antes de la destrucción del templo y refleja la actitud de los cristianos separatistas de los años 60 d.C.; véase Raymond Brown, An Introduction to the New Testament (AB 1966), pp. 691-703. Sobre el análisis de las diferencias entre el enfoque antisacrificios de Girard y las opiniones anteriores prosacrificios, véase Raymond Schwager, «Christ's Death and the Prophetic Critique of Sacrifice», Semeia 33 (1985), pp. 109-123. El sacerdocio de Cristo en la Epístola a los hebreos es el fin del sacerdocio de los sacrificios. 5. San Agustín, Homilías sobre el Evangelio de san Juan, 69.2. 6. Brown, op. cit.,.p. 711, respecto a los problemas de los comentaristas con este pasaje, empezando por el significado de elenchein (exponer la mentira). 7. Agustín, Analysis of Some Theses in the Letter to the Romans 48, texto en Paula Fredriksen Landes, Augustine on Romans, Scholars Press 1982,p.19. 8. Hechos de los Apóstoles 2:29, 4:13, 4:29, 4:31, 9:27, 9:29,13:46, 14:3,18:26,19:8,26:16,28:31. 9. Orígenes, On the Oration 23.4, citado en G. J. M. Bartelink, «Quelques observations sur parrhesia dans la littérature paléochrétienne», en Graecitas et Latinitas Christianorum Primaeva, Supplementa III, Dekker & Van de Vegt, 1970, p. 20. 10. Metodio de Olimpia, De la resurrección 225.3. 11. Atanasio, Contra los fáganos 2 (PG 25.8). 12. Stephen Dessain y otros, The Letters and Diaries of John Henry Newman, Oxford University Press, 1978,25.217. 13. Para esta traducción de entos hymón, véase Joseph A. Fitzmyer, The Gospel According to Luke X-XXIV(AS 1983), pp. 1.161-1.162. [El Evangelio según Lucas, traducido por Dionisio Mínguez Fernández, Ediciones Cristiandad, 1986.] —367—

Abreviaturas de obras citadas AB

Anchor Bible, Doubleday, volumen 1,1964

ABD volúmenes

Anchor

Bible

Dictionary,

Doubleday,

I-VII, 1992 Acton Fears,

Lord Acton, Essays, editado por Rufus J. Liberty Classics, volúmenes II y III, 1985

Contra Men.

Agustín, Contra la mentira

ep.(epp-)

Carta (cartas)

Men.

Agustín, Sobre la mentira

N

John Page, What Will Doctor Newman Do? [¿Qué hará el doctor Newman?], Liturgical Press, 1994. La correspondencia completa de Newman sobre la infalibilidad del Papa, con un excelente análisis de Page

PG Migne PL Migne ST

-369-

Patrología Graeca, editado por Jacques-Paul Patrología Latina, editado por Jacques-Paul Tomás de Aquino, Summa Theologiae

Agradecimientos Doy las gracias a James Carroll y Eugene Kennedy por haber leído el manuscrito entero y haberme hecho sugerencias valiosas. Varios especialistas me prestaron su ayuda respecto a temas concretos: Peter Hayes sobre el Holocausto, Peter Brown y James 0'Donnell sobre los apartados relativos a san Agustín, y Silvia Demarest sobre los sacerdotes pedófilos. Mi agente Andrew Wylie y mi editor Trace Murphy desempeñaron sus funciones esenciales con gran profesionalidad. Los miembros del Sheil Center en la Universidad del Noroeste me proporcionan información e inspiración constantes sobre el Cristo que está en ellos. Dedico este libro al sacerdote concienzudo que obró el efecto más profundo en mi vida.

Indice analítico actitudes históricas hacia, 264 derecho de la mujer al, 263 en casos de violación o incesto, 264-265 para salvar la vida de la madre, 265 y bautizo de fetos, 264 y ciencia, 271-272 y desarrollo del alma, 268-270 y humanidad del feto, 268-269, 265-266 abstinencia y el método del ritmo, 119-121 abuso sexual, 209-222 amplitud del problema de, 218-220 caso Miglini, 209-212 manejo de la Iglesia del, 210-212, 213-219 por sacerdotes, 209-222 RudolphKos,212-218 y celibato, 220-222 actividad sexual de los sacerdotes, 222, 229, 240. Ver también celibato sacerdotal; abuso sexual por sacerdotes Acton, lord, 10,21 devoción de, a la religión católica, 281-285 oposición de, al decreto de infalibilidad, 302-307 sobre la historia (y archivos históricos) de la Iglesia, 306-307 y el Rambler, 283-284 acuerdos,46-47, 53 adulterio, 120,200 Agustín, san, 15 como sacerdote de su comunidad, 184-185 correspondencia con Jerónimo de,333,339-341 doctrina de la mentira de, 334-340 honestidad de, en el gobierno de los monjes, 351-352 sobre el desarrollo del alma, 268-269 sobre el matrimonio, 199-203 sobre el sexo,92 sobre el sistema de sacrificios, 361 sobre la capacidad de errar de los líderes de la Iglesia, 341-343 sobre la contracepción, 96-97 sobre la Eucaristía, 169-171

sobre la honestidad de las autoridades eclesiásticas, 352-354 sobre la humanidad del feto, 269 sobre la mujer, 135-136 sobre la veracidad de las Escrituras, 334-335,347-349 sobre la Virgen María, 246-247 sobre los judíos, 32 y el caso deJanuarius, 349-350 y la mentira con propósitos religiosos, 346 Alberto el Grande, 131 alma desarrollo del, 268-270 en la concepción, 268-269 y el pecado original, 269 Ambrosio, 184 Amigos de Israel, 30, 45 Amonio, 162 Anglicanos y las mujeres sacerdotes, 125 Antioquía, conflicto en, 327-334 correspondencia entre Agustín y Jerónimo respecto a, 339-341 interpretación de san Agustín de,332334 interpretación de san Jerónimo de, 327-328 y la división de la Iglesia primitiva, 328332 antisemitismo. Véase también holocausto; judíos desde el Holocausto, 31 versus antijudaísmo, 24,28-29 y las creencias ortodoxas, 29 y Pío XI, 41-46 Antonio, san, 163 anulaciones, 204-205 Apología Pro Vita Sua (Newman), 312-315 apóstoles. Véase también apóstoles individuales como ejemplo sacerdotal, 125-126 matrimonio de los, 150,154-156, 157 mujeres como, 137-138 simbolismo de los Doce, 187-188 y ordenación de sacerdotes, 187-189 y poder de consagración, 166167 Aquino de, Tomás sobre bautizo de fetos, 270 sobre el desarrollo del alma, 268 sobre la falsedad de la teoría de la Inmaculada Concepción, 250 sobre la ignorancia cultivada, 18 sobre las mujeres como sacerdotes, 128-129 sobre los judíos como deicidas, 32 sobre sexo, 92, 97-98 Archivos del Vaticano, 277-278 Aristóteles sobre el desarrollo del alma, 268 sobre la inferioridad de

la mujer, 129 ascetas autoridad moral de los, 161-163 papel de, en celibato sacerdotal, 162 poder de los primeros, 161-164 ascetismo de los sacerdotes, 173175 Atanasio, 162,163-164 Aubert, Roger, 293-294 autoridad actitud católica hacia la, 116 del papado moderno, 193-194, 207,247 moral de los sacerdotes versus los ascetas, 161-163 Baaden, James, 71 Banco Ambrosiano, escándalo del, 352 Banki,Judith Herschcopf, 62, 65 Barth, Markus, 139 bautizo de fetos, 264,270 Bea, cardenal, 34 bebé probeta, 116 Benedicta (milagro de), 73-74 Benedicta de Cruce, hermana Teresa. Véase Stein, Edith Benoit, Pierre, 31 Bilio, Luigi, 286, 288, 303 bolchevismo, actitud del Vaticano hacia el, 48 Bonhoeffer, Dietrich, 39n Bork, Roben, 12 Brakke, David, 162 Brandsma, Titus, 80 Brown, Peter, 161 Brown, Raymond sobre la ordenación sacerdotal, 134 sobre la relación de María con Jesús, 247 sobre la teoría de la sucesión apostólica, 185-186,187-188 sobre los apóstoles y el poder de consagrar, 167 Buckley,William,173 Buenaventura, san, 129

Caffara, Cario, 225 Cana, relato de, 246,247 canonización, 67-68 Cantar de los Cantares, 127 Castidad CoranM',91-99 los cambios de, 96-99 y la historia de Onán, 94 y la reiteración de las prohibiciones sobre la contracepción, 9596 y las actitudes históricas hacia la contracepción, 91-94 Celibato sacerdotal, 149-152 celibato sacerdotal, 11, 13, 14-15, 147-

158 argumentos para el, 174-177 Celibato sacerdotal, 149-152 como una forma de ganar autoridad moral, 162 historia del, 159-161 el Nuevo Testamento sobre el, 150-158, Pablo VI sobre el, 147151,156 realidad del, 220-224 y ascetismo, 173-175 y homosexualidad, 232,238 y el abuso sexual, 219-222 y la pureza ritual, 160-164 y la Virgen María, 243 chivos expiatorios, 359 Ciencia avances en la, 280-281; relaciones entre la Iglesia y la,2629,93-94 y aborto, 271-272 circuncisión, controversia sobre la, 330 Ciudad de Dios, La (Agustín), 32, 338 Civilta Cattolica, 43, 50-51 Clemente de Alejandría, 130 Clemente de Roma, 189 Coen, Giuseppe, 57 Coleman, John, 181 Comisión Pontificia sobre la contracepción, 105-114 actitud de los miembros hacia los cambios en las enseñanzas de la Iglesia, 109,110-112 informe de la minoría de la, 112 trato de Pablo VI a la, 105-107 comunidades cristianas primitivas elección de sacerdotes en las,184186 las mujeres en las, 135-139 comunidad, como el cuerpo de Cristo, 191-192 «Con Ardiente Ansiedad», 42 concepción Aristóteles sobre la, 129 el alma en la, 268-269 Concilio del Vaticano sobre la infalibilidad papal, 295-305 Concilio Judío Mundial, 34 Concilio Vaticano II borrador sobre la cuestión del deicidio, 35-36 debate sobre la contracepción en el, 99-102 declaración sobre los judíos en el, 29-38 deliberaciones sobre el celibato en el, 147-148 propuesta sobre el sexo en el, 99- 102 sobre la liturgia, 172 Concordancia de los cuatro Evangelistas, La (Agustín), 347-350 condones, 225-226 confesores, 66,67, 75n Congar,Yves, 131,207,245 consagración, poder de, 164-171 como poder sacerdotal, 164-167 en el Nuevo Testamento, 166-167 y el Espíritu Santo, 168 Consencio, 345-346 Constantino, emperador, 160-161,184 contracepción, 11,16,17,27,226 Casti Connubii, 91-99 Comisión Pontificia sobre la, 105-114 como violación de la ley natural,92-93, 106,109 condones, 225-226 Familiaris Consortio, 117-121 Juan

Pablo II sobre la, 116,117- 121 método del ritmo de, 97, 107108,110,118,120 opinión de san Agustín sobre la, 92,96-97 pildora del control de natalidad, 98 primeros ataques a la, 91-93 y la historia de Onán, 94 Contra la Mentira, (Agustín), 345-346 control de la natalidad. Véase Contracepción conventos, 182 cosmopolitas, 329-331 creencias ortodoxas y antisemitismo, 28-29 Crisóstomo, Juan, 31, 39n, 161,162,184 cristianos, papel de los, en el Holocausto, 24-27 Cristo. Véase también Jesús cuerpo de, en la Eucaristía, 167- 171 cuerpo de, la comunidad como el, 191-192 es la Verdad, 357-366 imitación de, 157 los judíos como asesinos de, 3037 Crowley, Pat y Patty, 107,109,110, 112 Curia romana, 12, 13, 14-15, 99-102 Dante, 9 deicidio borradores del Concilio sobre la cuestión del, 35-36 declaraciones de la Iglesia sobre los judíos y, 29-38 perspectiva teológica sobre, 33 Desbuqois, Gustave, 43,48 Dionisio de Alejandría, 133 Dios, 312-313. Véase también Cristo; Espíritu Santo; Jesús como camino a, 359-361 la imposibilidad de conocer a, 320 discípulos. Véase también apóstoles María como uno de los, 257 Divina Comedia, La (Dante), 9 divorcio, 204-205 doce, simbolismo de los, 187,188 doctrina de la Iglesia desarrollo de la, 316-317 honestidad intelectual de la, 12-19,225,352-354 transmisión de la, por los sacerdotes, 12-15 y el laicado, 11-13 y la sumisión al Papa, 15-18 Dóllinger, Ignatz von, 278, 282, 283,306-307 Donum Vitae (El don de la vida), 225 Doyle, Thomas, 217-218 Dupanloup, cardenal. 289,297,303 empatia, teoría moral de Edith Stein sobre la, 63 encíclicas, 30 Casti Connubii, ^-99 Celibato sacerdotal, 149-152 «Con Ardiente

Ansiedad», 42 Familiaris Consortio, 117-121 Gaudium et Spes, 99102,118 Humanae Vitae, 89-90,107-117 Humani Generis Unitas, 4353 Nosotros recordamos, 23-29, 37 Resumen de errores, 89-90, 285- 289 engaño. Véase también mentira uso de la, para promover la religión, 327-343 Epifanio, 131 equivocación, 336,349 escándalos, manejo de los, por el Vaticano, 3 51-3 54 Escoto, Donus, 129 escrituras judías, sobre homosexualidad, 234-235 Escrituras, veracidad de las, 334-335,347-349 Espíritu. Véase Espíritu Santo Espíritu Santo como analogía femenina de Dios, 258 como poder de consagrar,168 sustitución del, por los papas,207 sustitución del, por María, 258-259,245,249 250 Eszer, Ambrose, 71-72, 80 eucaristía, 164-171 cuerpo de Cristo en la, 167-171 en el Nuevo Testamento, 166-167 separación del sacerdote en la,164-165 y la comunidad, 168-169 y la unidad de los fieles, 167-171 y san Agustín, 169-171 eunucos, 151-153 Eusebio, 280 eutanasia, 271-272 Evangelios la mujer en los, 139-142 sobre la muerte de Cristo, 33 trato de María en los, 245-247, 256-258 Familiaris Consortio, 117-121 fascismo, respuesta del Vaticano al,41-42 Fátima, Nuestra Señora de, 251,255 Fellhauer, David, 211 fertilización in vitro, 116,267-268 fetos. Véase también aborto bautizo de los, 264,270 humanidad de los, 265-266,268-269 Filón, 236 Ford, John, 100, 102, 106, 111,112,115 Fox, Thomas, 231 frontón,346 Fuchs,Josef, 110

Galileo, documentos sobre, 278 Gaudiam et Spes, 99-102,118 Gauthe,Gilbert,217 Génesis, 347 Gerbet, Phillippe, 285-286 Girard, Rene, 357, 358, 359, 360,361 Gladstone, 305 gobierno italiano, relaciones entre el Vaticano y el, 46-47 Golden Legend, The (Vorágine),249 Good There Is in Marriage, The (Agustín), 199-204

Gordon, Mary, 243-244 Gorres, Albert, 110,111 gracia, 206-207 Grahmann, Charles, 213,216 Gregorio Nacianceno, 162 Gregorio XVI, Papa, 254 Grisez, Germain, 106,112,119 Guéranger, Dom, 253 Guidi, Filippo Maria, 302 Gumpel, Kurt Peter, 79, 80 Gundlach, Gustav, 43,48

Haito de Basilea, obispo, 133 Háring, Bernard, 186 ; sobre el alma en la concepción,268; sobre el poder de consagración,168; sobre la contracepción, 226 hebreos, 328-329 helénicos, 328-329 hermanos cristianos, 218-219 historia actitudes históricas hacia la, 279-280; de la iglesia primitiva, 138-139, 160-164; estudio de la, en el siglo XIX, 277-281; y los avances científicos, 280 Hobsbawm, Eric, 12 holocausto, 23-38, 74. Véase también antisemitismo; judíos antisemitismo desde el, 31-32; culpa católica en el, 72; Edith Stein como víctima católica del, 61-75; Humani Generis Unitas, 43-53; Nosotros recordamos, 23-30; papel de los cristianos en el, 24-27; respuesta de la Iglesia al, 16; silencio del papa Pío XII durante el, 81-85; víctimas católicas del, 77-81 homosexualidad ley levítica sobre, 235; moralidad de, 233-239; y la ley natural, 237 y pederastía, 236-238; de los sacerdotes. Véase sacerdotes homosexuales y la pureza ritual, 235; las Escrituras

sobre, 234-237 honestidad. Véase también verdad de la doctrina de la Iglesia, 13-19 de las autoridades de la Iglesia,352-354; san Agustín sobre la, 333340, 350-354; y el celibato sacerdotal, 151-154 Honorio I, papa, 319, 321 hostia eucarística, 166,170-171 Hudal, Alois, arzobispo, 26 Humanae Vitae, 107-117 papel de la Comisión Pontificia en la preparación de, 107-113; reaccion a, 113-115, 122n; Humani Generis Unitas, 43-53; antisemitismo en, 48-50; papel de Gundlach en, 48-49: papel de La Farge en, 42-44, 45,51,53; papel de Ledochowski en, 42-43, 48, 50-52 prohibición de la, 43-44, 52-53 temor del bolchevismo en, 47-48 y Pío XI, 42-43, 44-46 Humberto, cardenal, 160 Husband, Edward, 315 Iglesia colaboradores nazis en la, 25-26; definición de la, 27-28; del Espíritu, 364-366; divisiones en la, 328-322 doctrina. Véase doctrina de la Iglesia; historia de la, 138-139,160-164; influencia romana en la, 160-161,330-332 misoginia en la, 139-140 ordenación de sacerdotes en la 184-186; relaciones entre la ciencia y la, 26-29,9394 Iglesia y los homosexuales. La (Mc-Neill), 233 Iglesias norteamericanas, Escasez de sacerdotes en, 181-182 Ignacio de Antioquía sobre la Eucaristía, 168 ignorancia cultivada, 18 Inglaterra científicos del siglo xix en, 281; y el decreto papal de infalibilidad, 301 Inmaculada Concepción, 250; como dogma infalible, 252-255: Tomás de Aquino y la falsedad de la, 250; y la infalibilidad papal, 318 incesto y aborto, 264-265 indulgencias, 206 infalibilidad papal, 244, 255, 283-284 alcance de la, 296 declaración del Concilio del Vaticano sobre la, 295-305; John Henry Newman sobre la, 314-322; oposición de lord Acton a la, 297-298, 300-302, 303307 Pío IX y el decreto sobre la, 293- 307 Inocencio II, Papa, 160 inseminación artificial, 225 ínter Insigniores, 125-128, 150

Januarius, caso de, 349-350

Jerónimo, san correspondencia de, con Agustín, 333,339-341 sobre el conflicto de Antioquía, 327-328, 332 Jesús. Véase también Cristo genealogía de, 348: no un sacrificio, 359362; relaciones de, con María, 245-247; sobre el amor, 358-359; sobre los eunucos, 151-153; y las mujeres, 134-137,140-141 José, padre de Jesús, 348 Juan Pablo II, papa devoción a María de, 121, 251, 255; Familiaris Consortio, 117-121 papel de, en la canonización de Maximiliam Kolbe, 77-80; protección de Michael Zembrzuski por, 352; sobre la contracepción, 116-117, 118; sobre la masturbación, 224-225; sobre la mujer como sacerdote, 128: sobre los judíos como deicidas, 30; sobre María como intercesora, 246; visita a Estados Unidos de, 125 Juan XXIII, papa, declaración sobre los judíos de, 33-35 judíos. Véase también antisemitismo; holocausto y antisemitismo versus antijudaísmo, 23-24; actitud del Vaticano hacia los, 41-53; actitud de Pío IX hacia el, 53-59, acusación de deicidio contra los, 30-38 como raza maldita, 29-30 perspectiva teológica sobre los, 33 y bolchevismo, 47-48, y EdithStein.61-75; y la contracepción, 93; y la menstruación, 121 Junia, 126,137 Juvenal, 130 Kamel,Raphael, 211 Kane, Theresa, 125 Kennedy, Sheila Rauch, 205 Kingsley, Charles, 309-312 Klein, Charlotte, 31 Kleinman, Ronald, 73 Knaus, Hermann, 96 Kolbe, Maximilian, 77-80 Koop, obispo, 147 Kos.Rudolph.212-218

La Farge, John, 41, 42-44, 45, 51,53 laicado católico, 187; como víctimas del Holocausto,77-81; culpa del, en el Holocausto, 72; reacción del, a Humanae Vitae, 113-115; reacción del, a ínter Insigniores, 128; reacción del, a los cambios en la misa, 172-17;3 reacción del, a Sacerdotalis Ordinatio, 128; y las enseñanzas de la Iglesia, 11-13 latín, 165,171-172 Ledochowski, Wladimir, 42-43, 48,50-52

lesbianismo, 237 Lewy, Guenter, 86n Ley Natural y contracepción, 92-93, 106, 109; y homosexualidad, 237 liberalismo. Véase modernidad Lienart, cardenal, 100 Liga Antidifamación (ADL), 29 Ligorio, Alfonso, 251 Lio, Ermenegildo, 100 liturgia, 172,173 Lot, historia de, 234 Lucas, María en el evangelio de,256-257 , Luciani, Albano, 116

Magníficat, 256-258 maldición divina, 32 manos, imposición de, 188 María, virgen, 243-259 como discípulo, 257; como intercesora, 246; como sustituto del Espíritu Santo. 245,249-250,258-259; devoción a, entre la jerarquía de la Iglesia, 244; devoción de Juan Pablo II a, 121, 255; devoción de Pío IX a, 251-255 en el evangelio de Lucas, 256-257, historia de la adoración a, 248-251; Inmaculada Concepción de, 250,;252-255 papel de, en la Iglesia primitiva, 245248; relación con Jesús de, 245-247; trato de, en los evangelios, 245-247,256-258; uso de, por el papado, 258, uso político de, 255, y el celibato, 243, y el Magnificat, 256-258; y el nacimiento virginal, 248-249 Martina, Giacomo, 286,295,296 mártires, 66, 67-68, 75n matrimonio de los sacerdotes, 11, 147-158, 175-176,233; de los sacerdotes con la Iglesia, 126-127; esquema, 100-102; sacramento del, 202-203; San Pablo sobre, 154-156; validez del, según san Agustín,199-203; y anulaciones, 204-205; y los apóstoles, 150; y sexo, 111,117-121 masturbación, 222,223-225 McNeill,John,233-234 medios de comunicación, resentimiento de la Iglesia con los, 218,221 Meeks,Wayne, 136 menstruación, 121,132-133 mentira. Véase también verdad como pecado espiritual, 337-338; doctrina de san Agustín sobre la, 334-340; e intención, 335-336;

método del ritmo, 97, 107-108,110,118,120 Miglini, caso de los, 209-212,220-221 misoginia, 128-134 en la Iglesia, 139-140 y Aristóteles, 129 y la opinión clásica de la mujer,128-132 y la pureza ritual de la mujer, 131-134 modernidad y el Movimiento de Oxford, 310 y Pío IX, 53-59, 251-253, 284289 monjas, escasez de, 182 Montalembert, Charles de, 286 moral de los sacerdotes, 183 Mortara, Edgardo, 54-58 MountCashel,218 Movimiento de Oxford, 310 mujer, la argumentos para la exclusión de, 126-134; Aristóteles respecto a, 129; asistiendo a Jesús, 141; Atanasio respecto a, 163; carta sobre el estatus de, de los obispos norteamericanos, 194; como impura, 128,131-134, como ser inferior, 128-132 derecho al aborto, 263-264 en el Nuevo Testamento, 134-141; en los Evangelios, 139-142 exclusión de, del sacerdocio, 11,125-142; In ter Insigniores, 125-128; Juan Pablo II respecto a, 194;Sacerdotalis Ordinatio, 128; sexualidad de, 130-132; y el ejemplo de la Virgen María, 243-244; y Jesús, 134-137; y la misoginia, 139-140 Murphy, padre, 113,148 Mussolini, relaciones entre el Vaticano y, 46, 59n

nacimiento de Cristo, 248-249 nacimiento de la Virgen, significado de,248-249 nazis, 23-24 colaboración de la Iglesia con los, 25-26 respuesta del Vaticano a los, 41-42 Nerón,280 Newman.John Henry, 17, 58,194,304, 309-322; Apología Pro Vita Sua, 312-315 ataque de Charles Kingsley a,309-312; inconsistencias de, 311-312; sobre la infalibilidad papal, 315-322;; sobre la modernidad, 310 y el Rambler, 283-284 y la economía de la verdad, 311-315 Nosotros recordamos, 23-29, 37; papel de los cristianos en el holocausto, 24-27; sobre las relaciones entre la Iglesia y la ciencia, 26-29; y antisemitismo vs. antijudaísmo, 24, 28-29 Nuevo Testamento,incoherencias en el, 348; María en el, 245-247, 256-258; papel del Espíritu Santo en, 363-364; pasaje de los eunucos en el, 151-153; sobre el celibato sacerdotal, 150-157; sobre el poder de los sacerdotes para consagrar, 166-167; sobre el sacerdocio, 131,134; sobre la mujer, 134-141; sobre la homosexualidad, 234-238

New Testament and Homosexuality, The (Scroggs), 234 Noonan,JohnT..91,118 sobre el aborto, 263-264 Nostra aetate,''i7-3S Nota, Johannes, 50

obispo de Roma, 189-190 obispos disentimiento de los, sobre la infalibilidad papal, 297-305; farsa de consulta a, 193; Ignacio de Antioquía sobre, 190-193; reacción de los, a Humanae Vitae,113-115; y los ascetas primitivos, 161-162 Oesterreicher,John M., 30, 67 Ogino, Kyusaku, 96 Onán, relato de, 94 Orcagna, Andrea, 9 ordenación de sacerdotes, poder de Roma sobre la, 186; por la comunidad, 184-186; y política, 185; y sucesión apostólica, 185-192 Orsenigo, Cesare, arzobispo, 26, 38n Osborne, Francis, 82-83 Ottaviani, cardenal, 100, 101-102, 112,113 Pablo,san muerte de, 330; sobre el matrimonio de los apóstoles, 150,153-156 sobre la homosexualidad, 236-237; sobre la mujer como apóstol, 137,145n; y el conflicto de Antioquía, 327-329,333; Pablo VI, papa, 35; Celibato sacerdotal, 149-152; Humanae Vitae, 8990, 107;,117; preocupación por el prestigio,papal de, 113; reacción de, al descontento por Humanae Vitae, 113-115; sobre el celibato de los sacerdotes, 147-151,156; y la Comisión Pontificia sobre,contracepción, 105-114 Pacelli, Eugenio (Pío XII). Véase Pío XII, papa pan, símbolo del, 170-171 papado medieval, 9-10 moderno, autoridad del, 193-194,294-295 papal infalibilidad. Véase infalibilidadpapal pecado, durante el Renacimiento, 9-10 papas infalibilidad de los, 255 sumisión a los, 14-18 parrhésia, 363-364 Pasqualina, hermana, 84, 86n Passelecq, Georges, 44 pecado original, 269 pederastía, 236-238 pedofilia, 209-222 Pedro,san, como obispo de Roma, 189-190, 196n esposado, 137 muerte de, 330 y el conflicto de Antioquía, 327- 329,333

Peebles, Robert, 209-211,221 penitencia, sacramento de la, 205- 206 Picirillo, Pietro, 296 pildora, control de natalidad, 98 Pío Nono, Véase Pío IX, papa Pío IX, papa,53-59,284; devoción a María de, 251-255; encuesta sobre infalibilidad de, 293-307; lucha de, con el modernismo, 251253,284-289; Resumen de errores, 89-90, 285-289; sobre la Iglesia como autoridad suprema, 207 temperamento de, 293; y el caso de Edgardo Mortara, 54-58 y el Estado Vaticano, 46 y Giuseppe Coen, 57 Pío X,papa, 58 Pío XI, papa, 41-53; Casti Connubii, 91-99; Humani Generís Unitas, 4353; mandato a los sacerdotes sobre la contracepción, 94-95; relaciones con los gobiernos extranjeros, 46-48 sobre el antisemitismo, 41; sobre los judíos como deicidas, 30; y el Estado Vaticano, 46-47; y la Alemania nazi y la Italia fascista, 41-42; y los Amigos de Israel, 45 Pío XII, papa beatificación de, 85; nota de Navidad de 1942 de, 83; silencio de, durante el Holocausto, 81-85, 86n; sobre la Iglesia como autoridad suprema, 207; y Humani Generis Unitas, 52 y los acuerdos con los gobiernos extranjeros, 46-48, poder espiritual de la consagración, 164-171 de los ascetas, 163-164 Polish, David, 37 Poltawska,Wanda,118 Poupard, Paúl, 148-149 Problem of Empathy, The (Stein), 63 procreación, 118,119. Véase también contracepción protestantes, sobre la contracepción, 93 pureza ritual de la mujer, 131-134 y el celibato sacerdotal, 160-164; y homosexualidad, 235; y latín, 172

Racismo y la Iglesia, 26, 28 Rahner, Kari, 31 Rambler, 283-284 Ramsey, Paúl, 271 Ranke, Leopoíd von,278 Ratzinger,Joseph, 127 Rehkemper, Robert, 212-216 Reinach, Adolf, 64 Resumen de Errores, 89-90, 285-289 Rist John M.,269

Rock,John,98 Roma, obispo de, 189-190 Romanos, influencia de los, en la Iglesia primitiva, 160-161, 330-332 papel de los, en la muerte de Cristo, 32 Rosa,Enrico,43,51,58 Russell, Odo, 301 Ryan, John A., 96 sacerdocio ausencia de, en la Iglesia primitiva, 136; conspiración de silencio alrededor de, 239-240; exclusión de las mujeres del, 125-142, gay. Véase sacerdotes homosexuales Nuevo Testamento sobre, 131,134, Sacerdotalis Caelibatus, 149-152 Sacerdotalis Ordinatio, 128 sacerdotes. Véase también sacerdocio. abuso sexual por, 209-222; actividad sexual de los, 222,229, 240; activos heterosexualmente, 240; ascetismo de los, 173-175 autoridad moral de los, vs. los ascetas, 161-163; celibato de los. Véase celibato, sacerdotal elección de los, por las comunidades primitivas, 184-186, escasez de, 182, estado marital de los, 11, 147-158,175,233, mandato a los, sobre la contracepción, 94-95, matrimonio de los, con la Iglesia, 126-127, moral de los, 182-183, «nueva raza» de, 183, ordenación de los, 184-188, separación del, de la comunidad, 164-165,175-177, transmisión de la doctrina de la Iglesia por los, 12-15, y el poder de consagrar, 164-171, sacerdotes gay, Véase sacerdotes homosexuales sacerdotes homosexuales, 13-15, 222.223,226,229-240 actividad sexual de los, 229 cantidad en aumento de, 231, 232-233 percepción pública de los, 238-240 y moralidad de la homosexualidad, 233 y voto de celibato, 233, 238 sacramento de matrimonio, 202-203 de penitencia, 205-206 sacrificio, 357-362 Sanger, Margaret, 95 santidad, 67-68, 75n santuario, separación del, 165 Satanás, 358-359, 360-361 Scroggs, Robín, 234,236-238 seminarios, ambiente en los, 231 seminaristas, rasgos de los, 229-231 separatistas, 328-332 sexo, 109,111-112. Véase también celibato; contracepción actitudes históricas hacia el, 91-92,93,103n; e inseminación artificial, 225;

integridad del acto en el, 97; Juan Pablo II como experto en, 117121; propuesta del Concilio Vaticano II sobre, 99-102; y masturbación, 222,223-225; y matrimonio, 117-121, 199-202; sexualidad femenina, 130-132; Shannon, Michael, 73 sida,225,230 Sipe, Richard, 221,230,239-240 Sobre la mentira (Agustín), 346-347; Sorano, 130 Stein,Edith,61-75 canonización de, 72-74; como mártir, 67-72; como víctima católica del holocausto, 74; herencia judía de, 64-65; milagro atribuido a, 72-74; objeciones judías a la santidad de, 61-62; proceso de beatificación de, 66-72; sobre la empatia, 63-64; vida de, 62-66 sucesión apostólica, 185-192 Suchecky, Bernard, 44 Suenens, cardenal, 111 Taylor, Myron, 83 Tertuliano, 130 Theiner, Augustin, 282, 298 Time Has Come, The (Rock), 98 Tratado de Letrán, 46 Trinidad, como una economía de la verdad,313 Última Cena, 140,167-168,171 Utrecht, obispo de, 69, 84 Vaticano archivos, 277-278; manejo del escándalo, 351-354; relaciones con gobiernos extranjeros, 41-42, 52; relaciones entre el gobierno italiano y, 46-47; y bolchevismo, 48 Vaticano II. Véase Concilio Vaticano II verdad Cristo como, 357-366; de las Escrituras, 334-335, 347-349; economía de la, 311 -315 perjuicio de la Iglesia a la, 17-19; san Agustín sobre la, 327-343 Vermeersch, Arthur, 94 Vida de Antonio (Atanasio), 163 Vida en una familia judía (Stein), 65 violación y aborto, 264-265: y mentira, 338 violencia pasividad ante la, 359 sociedad fundada en la, 357-359 Virgen María. Véase María, virgen virginidad, 121, 248-249

Wagner, Richard, 232 Wardi, Chaim, 34 What Will Dr. Newman Do? (Husband),315 Wiseman, Nicholas, 283 Wojtyla, Karol. Véase Juan PabloII, papa Woodward, Kenneth, 80 Zembrzuski, Michael, 352, 353, 355

Índice Prólogo ..............................................

9

I DESHONESTIDADES HISTÓRICAS 1. Recordando el Holocausto ................................................................. 23 Nosotros recordamos ......................................................................... 23 Concilio Vaticano II (1962-1965) ................... 29 2. Hacia el Holocausto ............................................................................ 41 Pío XI .................................................................................................. 41 Pio IX................................................................................................. 53

3. Usurpando el Holocausto ………………………....................... 61 4. Reproches de las víctimas ...................................................... 77

II DESHONESTIDADES DOCTRINAEES 5. Ea tragedia de Pablo VI: preludio ........................................... 89 Casti Connubii (1930)................................................ .............. 91 Gaudiam et Spes (1965) .............................................................. 99 6. La tragedia de Pablo VI: la encíclica ...................................... 105 Humanae Vitae .................................. …………………………107 Familiaris Consortio …………………………….............................. 117 7. No se admiten mujeres .......................................................... 125

8. Los eunucos del Papa ............................................................... 147 9. Casta sacerdotal ....................................................................... 159 10. El menguante cuerpo de Cristo ...................-........................... 181 11. Hidráulica de la gracia .......................................................,..... 199 12. La conspiración del silencio .................................................... 209 13. Un sacerdocio homosexual ..................................................... 229 14. Política mariana ........................................................................ 243 15. El don de la vida ....................................................................... 263

III EL PROBLEMA DE LA HONESTIDAD 16. La era de la verdad ................................................................. 277 17. La imprudente verdad de Acton ............................................. 293 18. La cauta verdad de Newman ................................................. 309

IV EL ESPLENDOR DE LA VERDAD 19. Agustín contra Jerónimo ....................................................... 327 20. Agustín contra Consencio ..................................................... 345 21. La verdad que hace libre ....................................................... 357

Abreviaturas de obras citadas ..................................................... 369 Agradecimientos ...........;.............................................................. 371 Índice analítico ............................................................................. 373

OTROS TÍTULOS DE ESTA COLECCIÓN

MUJERES EN EL ALTAR

LAVINIA BYRNE La publicación de este libro le costó a la autora abandonar la orden religiosa a la que pertenecía. La monja católica Lavinia Byrne no cometió ningún delito al escribirlo pero, una vez más, el Vaticano no perdona que se cuestione el orden divino que sólo desde la infalible Santa Sede se establece y modifica en función de los divinos soplos de los tiempos. Desde su fe, Lavinia Byrne se ha dedicado a buscar las pruebas documentales que avalan el sacerdocio de la mujer y las ha encontrado. Si han cambiado otras tradiciones de la Iglesia, como que la misa fuera en latín, ¿por qué no habrían de modificarse otras normas? ¿O acaso existe alguna razón oculta? ¿Teme el Vaticano que desde el sacerdocio se defienda la igualdad de la mujer? ¿Tal vez le resulta más beneficioso tener a la mujer como fuerza de trabajo perpetuo, cualificado y gratuito? Ningún texto de

las Sagradas Escrituras limita a los hombres el ejercicio del sacerdocio. En todo caso, son interpretaciones interesadas de quienes se han reservado el liderazgo y no están dispuestos a compartirlo. ¿Hasta cuándo? La voz de Byrne tiene el valor de quien ha dedicado su vida a la Iglesia, una Iglesia, la católica, que le impide brindarse a los demás. «Una era de cambios exige a la Iglesia católica una nueva comprensión de lo que significa ser mujer y haber sido hecha a imagen y semejanza de Dios. [...] La ordenación sacerdotal de las mujeres es una consecuencia de la santidad de todos los bautizados; no una desviación de las enseñanzas de la Iglesia, sino su cumplimiento.» Lavinia Byrne

EL DESCONCIERTO DE LA EDUCACIÓN SALVADOR CARDÚS Salvador Cardús no comparte en absoluto los criterios morales catastrofistas con que muchos juzgan los problemas actuales de la educación. Que si los padres no quieren educar, que si los jóvenes pasan de todo, que si los maestros han perdido la vocación, que si estamos a la deriva por una profunda crisis de valores... La cuestión, parece, es encontrar a los culpables morales del gran desconcierto que padece la educación. El autor reacciona contra estos planteamientos y nos ofrece un análisis de la realidad con una mirada lúcida y objetiva. Los once capítulos de que consta el libro sugieren la voluntad de provocar en el lector una amplia y nueva reflexión, abordando cuestiones como las dificultades de hacer de padres o las ventajas de la televisión. El desconcierto de la educación no es un libro de recetas, pero la comprensión del desconcierto puede favorecer una suerte de conciencia personal que permita respuestas prácticas. Estamos, en definitiva, ante un libro útil. «La idea subyacente es que si se proporcionan las herramientas para que cada uno analice por su cuenta cada caso particular, posiblemente se estará en mejores condiciones para encontrar un sistema de actuación propio. Este libro, pues, en ningún caso pretende presentar recetas educativas; en él los ejemplos no son más que un recurso para aclarar los conceptos y mostrar que han sido pensados para que cada cual los aplique a su caso práctico.» Salvador Cardús

EL VATICANO CONTRA DIOS LOS MILENARIOS Un libro publicado en febrero de 1999 se convertía en noticia de portada de todos los periódicos del mundo cinco meses des.-pués. El tribunal de la Sacra Rota había ordenado el secuestro de esta obra en la librería vaticana y el proceso de monseñor Marinelli, uno de los autores. El mundo conocía así la existencia de un libro que el Vaticano censuraba. Este texto es obra de un grupo de religiosos, no todos ellos italianos, que se decidieron a contar lo que sólo se conoce de puertas adentro del Vaticano. Corrupción, connivencia de las altas jerarquías con los políticos y la policía, el poder de la masonería, favoritismos y hasta asesinatos son desvelados en esta investigación en la que los papas son quienes quedan mejor parados. Según los autores, éstos, si bien sabían lo que ocurría, no podían evitarlo, pues su entorno al completo estaba implicado en este juego de poder. Los autores en todo momento defienden la fe y la Iglesia entendida en su sentido original: una Iglesia modesta, sin ánimo de lucro ni ambiciones más propias de otros terrenos. Lo que denuncian es la perversión de esta idea y la transformación del Vaticano en un poder.

LA IRRACIONALIDAD NACIONALISTA EDUARDO ÁLVARE2 PUGA

El nacionalismo es una realidad compleja, difícil de sintetizar en esquemas rígidos y universales. Así, suele distinguirse entre nacionalismos de izquierdas y de derechas, conservadores y progresistas, etc. Sin embargo, a juicio de Eduardo Álvarez Puga, todos ellos son fruto de una actitud basada más en sentimientos y emociones que en reflexiones racionales. La sociedad actual adolece de un notorio déficit de racionalidad que se ha manifestado en las numerosas contiendas desatadas durante este siglo, de las cuales la ideología nacionalista podría ser la ideología motriz. A lo largo de las páginas de La irracionalidad nacionalista veremos cómo las devociones patrióticas pueden poner en peligro las conquistas democráticas, entre las que se encuentra la aplicación de fórmulas equitativas para resolver pacíficamente las controversias que se producen entre los miembros de una determinada comunidad. «La gran tarea de nuestro tiempo, la cuestión palpitante y prioritaria es devolver al hombre concreto, con todas sus debilidades y grandezas, al ciudadano, su posición en el centro del sistema de valores políticos. El derecho a una vida digna y libre debe presidir las organizaciones comunitarias. Ningún pueblo es soberano si no lo son sus ciudadanos; ninguna colectividad es justa si tolera abusos y discriminaciones entre sus miembros; nadie puede ignorar que aunque los hombres somos distintos, somos iguales en derechos y obligaciones, independientemente de cuál haya sido el lugar de nuestro nacimiento.» Eduardo Álvarez Puga

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF