William Faulkner - 30 Relatos

October 1, 2018 | Author: Cesar Saudade | Category: William Faulkner, Ringo Starr, Horses, Publishing, Novels
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DIRECTOR DE LA COLECCIÓN JOSÉ RAMÓN MONREAL

TITULO ORIGINAL: UNCOLLECTED STORIES OF WILLIAM FAULKNER

TRADUCCIÓN: JESÚS ZULAIKA GOICOECHEA 1. ª EDICIÓN: ABRIL, 1984 LA PRESENTE EDICIÓN ES PROPIEDAD DE EDITORIAL BRUGUERA, S. A. CAMPS Y FABRES, 5 BARCELONA (ESPAÑA) © 1979 BY RANDOM HOUSE, INC. © 1973, 1976, 1979 BY JILL FAULKNER SUMMERS © 1931, 1932, 1934, 1935, 1936, 1940, 1941, 1942, 1947, 1955 BY WILLIAM FAULKNER © RENEWED 1959, 1960, 1962 BY WILLIAM FAULKNER © 1965 BY JILL FAULKNER SUMMERS AND ESTELLE FAULKNER © RENEWED 1963, 1964, 1968, 1969, 1970 BY ESTELLE FAULKNER AND JILL FAULKNER SUMMERS © RENEWED 1975 BY JILL FAULKNER SUMMERS TRADUCCIÓN: © EDITORIAL BRUGUERA, S. A. 1984 DISEÑO DE COLECCIÓN: NESLÉ SOULÉ

PRINTED IN SPAIN ISBN 84-02-10004-X DEPOSITO LEGAL: B. 5.711 - 1984 IMPRESO EN LOS TALLERES GRÁFICOS DE EDITORIAL BRUGUERA, S. A. CARRETERA NACIONAL 152, KM 21,650 PARETS DEL VALLES (BARCELONA) — 1984

William Faulkner Relatos

Introducción

Este libro contiene tres tipos de relatos: los que William Faulkner publicó y nunca incluyó luego en ninguno de sus libros de relatos cortos; los que más tarde refundió a fin de convertirlos en partes de obras posteriores; los que hasta hoy han permanecido inéditos (1). Algunos de estos últimos son claramente obra de un neófito, pero hay en los tres grupos ciertos relatos que evidencian algunas de las cualidades de su mejor ficción. En los tres grupos, asimismo, hay relatos que fueron rechazados —algunos más de una vez— por varios magazines, pero la misma suerte le cupo a cierto número de sus relatos más brillantes, y tales rechazos generalmente reflejaban más la naturaleza del mercado literario o editorial que la valía artística del autor. Los relatos, en su conjunto, ofrecen una visión del desarrollo artístico de Faulkner en un período de más de treinta años. Y abarcan una gran variedad de estilos y temáticas. También su actitud hacia ellos, naturalmente, fue diversa. Algunos los escribió porque era un artesano que para vivir dependía exclusivamente de la pluma, y a menudo había de escribir aquello que en su opinión se vendería, y no lo que en verdad quería. Otros los escribió por el placer de hacerlo. Y otros porque tocaban sus más hondos intereses como artista; y, al menos en un caso, esto dio como resultado una narración que puede contarse entre sus mejores obras. La talla de Faulkner y la importancia de su contribución a la literatura hacen necesario el que toda su obra acabada se halle disponible en forma impresa adecuada y fácilmente asequible. Algunos de estos relatos tendrán particular interés para eruditos y críticos, quienes hasta hoy sólo pudieron consultarlos después de largos viajes hasta las bibliotecas que los albergaban. La mayoría de ellos —tengo la impresión— serán del agrado de aquellos lectores que amen la ficción; todos —creo— interesarán a los admiradores de su obra. Se han excluido los relatos agrupados previamente en Relatos reunidos de William Faulkner y en Gambito de caballo, los relatos incompletos como «Amor» (1) Los relatos considerados inéditos no habían sido publicados nunca hasta el momento de la producción de este libro. Entre los relatos designados como «no reunidos» hay dos con el mismo título: «A bordo ya del Lugre.» El segundo de ellos no había sido publicado hasta ese momento, pero se incluye entre los «no reunidos» en razón de su vinculación orgánica con su predecesor del mismo título.

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y «Y ahora, ¿qué hacer?», y fragmentos de novelas publicados en magazines sin cambio alguno, como «Niños abandonados» y «El cruce del arroyo del infierno». También se han excluido «El árbol de los deseos» y «El primero de mayo», los cuales, al igual que la obra dramática en un acto «Las marionetas», fueron escritos por Faulkner para ser representados y pueden encontrarse fácilmente en ediciones separadas. Cuando el mismo tema ha recibido dos tratamientos y dado origen a dos relatos cortos, como en el caso de «La rosa de Líbano» y «Un retorno», se ha elegido el que se considera mejor de ambos. Los textos de los relatos inéditos se han tomado de originales mecanografiados por Faulkner. Se ha pretendido reducir al mínimo las alteraciones editoriales de estos textos. La puntuación personal y ciertas contradicciones se respetan, pero han sido corregidos ciertos errores tipográficos y faltas de ortografía. Los fragmentos problemáticos han sido enmarcados en corchetes. Los textos de los relatos publicados se han tomado de los magazines o publicaciones literarias en los que aparecieron, y se han corregido los errores y omisiones. Los originales mecanografiados existentes se han cotejado con las versiones impresas. Las fases manuscritas de las obras se comentan siempre que arrojan luz sobre las intenciones de Faulkner. Cuando las diferencias entre las versiones mecanografiadas e impresas van más allá de la utilización de mayúsculas, la división en párrafos, la puntuación, las sangrías y los cambios no esenciales en palabras o frases, se describen en las Notas la naturaleza de tales diferencias. En la mayoría de los casos los relatos publicados son no sólo más completos que las versiones mecanografiadas, sino también más efectivos, de modo que, si bien Faulkner accedía —en ocasiones, sin duda, contra su voluntad— a efectuar cambios mecánicos dictados por el talante de los editores de los magazines, los cambios que iban más allá de tales consideraciones parecen dictados principalmente por su propia y característica meticulosidad en la corrección. En el caso de los relatos que refundió más tarde para su inclusión en obras más extensas, he tratado de esbozar el proceso de desarrollo desde su concepción hasta su realización. Los relatos siguen aquí el orden de aparición en los magazines, no el orden en el que fueron escritos ni el orden en el que Faulkner los reelaboró para incorporarlos en libros posteriores. Aunque algunos de estos relatos son prácticamente idénticos en las versiones de los magazines y de los libros, otros son muy diferentes, y reflejan las muy diversas exigencias estéticas del relato corto y de la novela. JOSEPH BLOTNER

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I RELATOS UTILIZADOS EN OBRAS POSTERIORES

Los invictos

Emboscada

Detrás del ahumadero tentamos una especie de mapa. Vicksburg era un puñado de astillas de la pila de leña y el rio, que tragaba casi más agua de la que podíamos traer del pozo, era una zanja que habíamos abierto con una azada en la tierra dura. Aquella tarde parecía que no iba a llenarse nunca, porque no había llovido en tres semanas. Pero al menos logramos que adquiriera por fin un aspecto lo suficientemente húmedo, y nos disponíamos ya a empezar cuando, de pronto, vimos a Loosh allí cerca, mirándonos. Y luego vi a Philadelphy, que miraba a Loosh desde la pila de leña. —¿Qué es eso? —dijo Loosh. —Vicksburg —dije yo. Loosh se echó a reír. Se quedó allí, riéndose sin ruido, sin mirarme. —Ven aquí, Loosh —dijo Philadelphy. También en su voz había algo extraño—. Si quieres cenar, será mejor que me traigas algo de lefia. Pero Loosh seguía allí sin moverse, riendo, mirando a Vicksburg. Luego se agachó y echó por tierra las astillas con la mano. —Ahí tenéis vuestra Vicksburg —dijo. —¡Loosh! —dijo Philadelphy. Pero Loosh se puso en cuclillas, mirándome con aquella expresión suya en la cara. Yo tenía entonces doce años; desconocía lo que era el triunfo; desconocía incluso la palabra. —Y os diré otra que no conocéis —dijo Loosh—. Corinth. —¿Corinth? —dije. Philadelphy había dejado caer la leña de las manos y venía apresuradamente hacia nosotros—. Eso también está en Mississippi. No está lejos. —No importa si está lejos —dijo Loosh. Hablaba como si estuviera cantando—. Porque está de camino. —¿De camino? ¿De camino hacia dónde? —Pregúntale a tu papá —dijo Loosh—. Pregúntale al amo John. —Está en Tennessee. No se lo puedo preguntar. —¿Crees que está en Tennessee? —dijo Loosh—. No tiene nada que hacer en Tennessee. Entonces Philadelphy lo agarró por el brazo.

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—¡Cállate la boca, negro! —dijo—. Yen aquí y cógeme algo de leña. Luego se marcharon, y Ringo y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro. —¿Qué? —dijo Ringo—. ¿Qué ha querido decir? —Nada —dije. Construí otra vez Vicksburg—. Mira, ya está. —Loosh se ha reído —dijo Ringo—. También ha mencionado Corinth. Se ha reído también de Corinth. ¿Qué piensas tú que sabe? —¡Nada! —dije—. ¿Te figuras que Loosh sabe algo que mi padre no sepa? —El amo John está en Tennessee —dijo Ringo—. A lo mejor no lo sabe. —¿Te imaginas que estaría en Tennessee si hubiera yanquis en Corinth? ¿Te imaginas que si hubiera yanquis en Corinth no iban a estar aquí mi padre y el general Pemberton? Me agaché y cogí polvo del suelo; pero Ringo no se movió, se quedó allí mirándome. Le arrojé un puñado de polvo. —¡Soy el general Pemberton! —grité—. ¡Yuuuh! ¡Yuuuh! Y entonces empezamos los dos y no nos dimos cuenta de que había aparecido Louvinia. Librábamos una rápida batalla de polvo mientras aullábamos: —¡Muerte a los bastardos! ¡Matadlos! ¡Matadlos! Y de pronto nos dimos cuenta de que ella estaba gritando más fuerte que nosotros: —¡Eh, Bayard! ¡Eh, Ringo! Dejamos la pelea. El polvo se disipó y la vimos allí delante, con la boca todavía abierta para seguir gritando. Noté que no llevaba el viejo sombrero de padre que solía ponerse encima del pañuelo de cabeza hasta cuando salía un momento de la cocina a coger leña. —¿Qué palabra habéis dicho? —dijo—. ¿Qué es lo que os he oído decir? Pero no esperó a que le contestáramos, y entonces vi que ella también había corrido. —¡Mirad quién viene por el camino grande! —dijo. Fuimos Ringo y yo quienes corrimos entonces. Dimos la vuelta a la casa, mientras la nana se quedaba en lo alto de la escalinata de la entrada y Júpiter dejaba el camino y entraba por la verja. Entonces nos detuvimos. La primavera pasada, cuando padre llegó a casa, los dos corrimos por el camino a su encuentro, y yo volví subido sobre un estribo y Ringo agarrado al otro y corriendo. Pero esta vez no hicimos nada de eso. Subí los escalones y me quedé al lado de la nana, mientras padre llegaba y se paraba y Júpiter se quedaba allí, con la cabeza baja y el pecho y el vientre llenos de barro seco del vado del río. Loosh venía hacia nosotros bordeando la casa para coger la brida. —Cepíllalo —dijo padre—. Dale un buen pienso. Pero no lo lleves a pastar. Que se quede en el cercado... Bien, miss Rosa... —Bien, John —dijo la nana—. He estado esperándote. —¿Sí? —dijo padre. Se bajó del caballo muy erguido. Loosh se llevó a Júpiter. —Has cabalgado duro desde Tennessee, padre —dije. Padre me miró. Me puso la mano sobre el hombro, mientras seguía mirándome. Ringo continuaba allí, al pie de la escalinata. —Tennessee lo ha hecho adelgazar tanto —dijo—. ¿Qué es lo que comen allí, amo John? ¿Comen lo mismo que la gente normal? Y entonces lo dije, mirando a padre mientras él seguía mirándome:

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—Loosh dice que no has estado en Tennessee. —¿Loosh? —dijo padre. Entonces la nana dijo: —Entra. Louvinia te está sirviendo la comida. Tienes el tiempo justo para lavarte. Aquella tarde padre y Joby y Loosh y Ringo y yo construimos un corral en el lecho del riachuelo, y nada más anochecer Joby y Loosh y Ringo y yo llevamos allí las mulas, la vaca y el ternero y la cerda. Era tarde ya cuando volvimos a casa, y cuando Ringo y yo entramos en la cocina Louvinia estaba cerrando uno de los baúles que se guardaban en el desván. Y cuando nos sentamos a cenar, la mesa estaba puesta con los cuchillos y tenedores de la cocina y el aparador estaba vacío como un pastizal. No tardamos mucho en cenar, pues padre había comido por la tarde, y eso era precisamente lo que Ringo y yo esperábamos: la sobremesa de la cena. En la primavera, la vez anterior que padre estuvo en casa, se sentó en su silla frente al fuego y Ringo y yo nos echamos en el suelo, boca abajo. Y escuchamos. Oímos nombres: Chickamauga y Lookout Mountain; palabras como «brecha» y «marcha», que no teníamos en la región; pero lo que más llenó nuestros oídos fueron los cañones y las banderas y las cargas y el griterío. Ringo me esperaba en el pasillo. Esperamos hasta que padre se hubo acomodado, y entonces le pregunté: —¿Cómo se puede combatir en las montañas, padre? Padre me miró. —No se puede. Hay que hacerlo, simplemente. Ahora, chicos, a la cama en seguida. Subimos las escaleras. Pero no nos fuimos a la habitación. Nos quedamos sentados en el último escalón, fuera del espacio iluminado por la lámpara del vestíbulo. Según podía recordar, era la primera noche que Louvinia no nos había seguido hasta arriba para hacer guardia en la puerta y lanzarnos amenazas mientras nos acostábamos. Al rato cruzó el vestíbulo sin mirar siquiera hacia arriba y entró en la habitación donde estaban padre y la nana. —¿Está listo el baúl? —dijo padre. —Sí, señor. Está listo —dijo Louvinia. —Entonces dile a Joby que coja el farol y las palas y que me espere en la cocina. —Sí, señor —dijo Louvinia. Volvió a cruzar el vestíbulo sin mirar siquiera las escaleras. —Ya sé lo que hay en ese baúl —susurró Ringo—. La plata. ¿Qué crees tú que...? —Chisss... —dije. Podíamos oír la voz de padre. Al cabo de un rato regresó Louvinia. Estábamos sentados en el último escalón, escuchando. —¿Vicksburg? —susurró Ringo. No podía verle más que los ojos—. ¿Qué ha caído?, ¿quiere decir que ha caído dentro del río? —Chisss... —dije. Estábamos sentados muy juntos en la oscuridad, escuchando lo que hablaban. Quizá fuera por la oscuridad, la quietud, el caso es que de pronto Louvinia estaba de pie inclinada hacia nosotros, zarandeándonos para

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despertarnos. Se quedó en la puerta del cuarto, pero no encendió la lámpara y tampoco nos hizo desnudarnos. Tal vez se le olvidó; tal vez estaba escuchando, como nosotros, cómo sacaban el baúl de la cocina. Por un instante me pareció ver el farol en el huerto, y luego era ya de mañana y padre se había ido. Debió de partir a caballo bajo la lluvia, porque durante el desayuno aún seguía lloviendo, y también durante el almuerzo, hasta que al fin la nana dejó a un lado la costura y dijo: —Muy bien. Marengo, tráeme el libro de cocina. Ringo trajo el libro, y nos echamos en el suelo al lado del hogar; en la pared, sobre la repisa, estaba colgado de unos ganchos el mosquete cargado. —¿Qué os parece que leamos hoy? —dijo la nana. —Lee lo de los pasteles —dije. —Muy bien. ¿Qué clase de pastel queréis que lea? Pero no había necesidad de preguntarlo, porque Ringo, antes incluso de que la nana hubiera terminado de hablar, dijo como de costumbre: —El pastel de coco, nana. —Creo que un poco más no nos hará daño —dijo la nana. La lluvia dejó de caer a media tarde. Salimos por la parte de atrás. Dejé atrás el ahumadero. —¿Adónde vamos? —dijo Ringo. Antes de que llegáramos al establo, vimos más allá de los pastos a Joby y a Loosh, que traían las mulas del corral nuevo. —¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Ringo. No le miré. —Tenemos que vigilarle. —¿Vigilar a quién? —A Loosh. —Entonces miré a Ringo. Tenía los mismos ojos diáfanos y tranquilos de la noche pasada. —¿A Loosh? ¿Por qué a Loosh? ¿Quién te ha dicho que lo vigiles? —Nadie. Sé que hay que hacerlo, eso es todo. —¿Lo has soñado, Bayard? —Sí. Anoche. Estaban padre y Louvinia. Padre dijo: «Hay que vigilar a Loosh porque sabe.» Va a saberlo antes que nosotros. Padre dijo que también Louvinia debía vigilarlo. Dijo que Louvinia, aunque Loosh era su hijo, debía seguir siendo leal todavía durante cierto tiempo. Y Louvinia le dijo a padre que no se preocupara por nosotros y por la nana. Ringo me miró. Luego respiró hondo, sólo una vez. —Entonces es así —dijo—. Si te lo hubiera dicho alguien, podría ser una mentira. Pero si lo has soñado, no puede ser una mentira, porque no había nadie allí para mentirte. Así que tenemos que vigilarle. Vimos cómo enganchaban las mulas al carro y los seguimos cuando bajaron más allá de los pastos, al lugar donde habían estado cortando leña. Los espiamos, escondidos, durante dos días. Entonces nos dimos cuenta de lo estrechamente que Louvinia nos había estado vigilando todo el tiempo. A veces, mientras vigilábamos desde nuestro escondite cómo Loosh y Joby cargaban el carro, la oíamos llamarnos a gritos, y teníamos que escabullimos y echar a correr para que nos viera llegando desde otra dirección. Otras veces, nos encontraba antes de que

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tuviéramos tiempo de dar un rodeo, y entonces Ringo se escondía detrás de mí mientras ella nos regañaba: —¿En qué diablura andáis metidos ahora? Algo estáis tramando. ¿Queréis decirme qué es? Pero no se lo decíamos; la seguíamos hasta la cocina, mientras nos reñía por encima del hombro, y cuando estaba ya dentro de casa nos movíamos con discreción, hasta que volvíamos a perdernos de vista y corríamos a nuestro escondite a vigilar a Loosh. Así, cuando salió aquella noche de la cabaña que compartía con Philadelphy, nosotros estábamos fuera, espiando. Lo seguimos hasta el corral nuevo y oímos cómo montaba una mula y se alejaba. Corrimos tras él, pero cuando llegamos al camino sólo nos fue posible oír el paso largo de la mula perdiéndose en la lejanía. Pero habíamos recorrido un buen trecho, porque hasta los gritos de Louvinia sonaban tenues y remotos. A la luz de las estrellas miramos hacia el final del camino, donde se había perdido la mula. —Allá es donde está Corinth —dije. Loosh no regresó hasta el día siguiente, después de oscurecer. Permanecimos cerca de la casa y vigilábamos el camino por turnos, para que Louvinia se mantuviera tranquila en caso de que Loosh volviera entrada la noche. Llegó tarde; Louvinia nos había seguido hasta la cama y nos habíamos deslizado fuera de la casa, y pasábamos junto a la cabaña de Joby cuando, de pronto, Loosh se alzó en la oscuridad y entró por la puerta. Cuando trepamos hasta la ventana, vimos que estaba de pie frente al fuego, con las ropas embarradas de haberse ocultado en lechos y pantanos para burlar a los vigilantes, y con aquella expresión en la cara de nuevo, como si no hubiera dormido en mucho tiempo y no tuviera ganas de dormir, y Joby y Philadelphy inclinados sobre la lumbre mirándolo, y Philadelphy con la boca abierta y con la misma expresión en la cara. Y entonces vi a Louvinia, de pie en el umbral. No la habíamos oído pasar junto a nosotros, pero allí estaba, con la mano en el quicio de la puerta, mirando a Loosh, y tampoco llevaba ahora el viejo sombrero de padre. —¿Quieres decir que nos van a liberar a todos? —dijo Philadelphy. —Sí —dijo Loosh en voz alta, con la cabeza echada hacia atrás. Ni siquiera miró a Joby cuando Joby le dijo: —¡Cállate, Loosh! —¡Sí! —repitió Loosh—. ¡El general Sherman va a arrasar la tierra y toda la raza será libre! Entonces Louvinia cruzó el piso en dos zancadas y le golpeó a Loosh en la cabeza con la mano abierta. —¡Negro estúpido! —dijo—. ¿Te crees que en el mundo entero hay suficientes yanquis para vencer a los blancos de aquí? Corrimos hacia la casa sin esperar a Louvinia; tampoco ahora nos dimos cuenta de que venía detrás de nosotros. Entramos corriendo en la habitación donde la nana estaba sentada junto a la lámpara con la biblia abierta en el regazo y el cuello arqueado para mirarnos por encima de los anteojos. —¡Ya vienen! —dije—. ¡Vienen a liberarnos! —¿Qué? —dijo la nana.

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—¡Loosh los ha visto! Están allí mismo, en el camino. ¡Es el general Sherman y viene a liberarnos a todos! Y nos quedamos mirándola, a la espera de ver a quién mandaba venir para descolgar el mosquete: a Joby, porque era el más viejo, o a Loosh, porque era quien los había visto y sabría contra qué disparar. Entonces gritó ella también, y su voz era alta y fuerte como la de Louvinia. —¡Bayard Sartoris! ¿Todavía no estás en la cama? ¡Louvinia! —gritó. Entró Louvinia—. Lleva a estos niños a la cama, y si vuelves a oírles lo más mínimo esta noche, tienes mi permiso, o mejor te ruego encarecidamente que les zurres a los dos. No tardamos mucho en acostarnos. Pero no podíamos hablar, porque Louvinia se iba a acostar en un catre en el pasillo. Además, Ringo tenía miedo de subirse a la cama conmigo, así que fui yo quien me bajé a su jergón. —Tendremos que vigilar el camino —dije. Ringo gimoteó. —Parece que no nos queda otro remedio —dijo. —¿Tienes miedo? —No mucho —dijo—. Sólo que me gustaría que el amo John estuviera aquí. —Bien, pero no está —dije—. Tendremos que hacerlo nosotros. Estuvimos dos días vigilando el camino, echados en el bosquecillo de cedros. De cuando en cuando Louvinia nos llamaba a gritos, pero nosotros le decíamos dónde estábamos y le explicábamos que estábamos haciendo otro mapa; además, podía ver el bosquecillo desde la cocina. Era un sitio fresco y sombreado, y apacible, y Ringo se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, aunque yo también dormía de vez en cuando. Tuve un sueño: fue algo así como si estuviera mirando nuestra hacienda y, de repente, la casa y el establo y las cabañas y los árboles y todas las cosas desaparecieran, y me encontrara mirando un lugar plano y vacío como el aparador, y oscureciera más y más por momentos, y luego, de pronto, ya no estuviera mirándolo, sino que estaba allí, en medio de una especie de atemorizado tropel de diminutas figuras que se movían en torno; estaban mi padre y la nana y Joby y Louvinia y Loosh y Philadelphy y Ringo y yo [vagábamos por aquel lugar, perdidos, y oscurecía más y más, y ya nunca tendríamos ningún hogar adonde ir porque éramos libres para siempre. Así era el sueño]. Entonces Ringo emitió un sonido ahogado y me encontré mirando el camino, y allí, en medio de él, sobre un reluciente caballo bayo y mirando la casa a través de unos prismáticos de campaña, había un yanqui. Durante largo rato nos quedamos allí echados, mirándole. No sé lo que habíamos esperado ver, pero supimos al instante lo que era. Recuerdo que pensé: «Parece simplemente un hombre»; luego Ringo y yo nos miramos, y luego retrocedimos gateando colina abajo sin acordarnos siquiera de cuándo habíamos empezado a gatear, y luego corrimos a través de los pastos sin acordarnos siquiera de cuándo nos habíamos puesto en pie para correr. Nos pareció haber corrido una eternidad, con la cabeza vuelta hacia atrás y los puños apretados, antes de alcanzar la cerca y saltarla y seguir corriendo hasta entrar en casa. La silla de la nana estaba vacía al lado de la mesa donde tenía la costura. —¡Rápido! —dije—. ¡Acércala aquí! Pero Ringo no se movió; sus ojos, como dos pomos de puerta, me miraban mientras yo arrastraba la silla y me subía encima de ella y empezaba a descolgar

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el mosquete. Pesaba unas quince libras, aunque el peso no suponía tanto problema como la largura. Una vez libre de los ganchos, mosquete, silla y todo lo demás se vino abajo con tremendo estrépito. Oímos cómo la nana se incorporaba en la Cama, y luego oímos su voz: —¿Quién anda ahí? —¡Rápido! —dije—. ¡Date prisa! —Tengo miedo —dijo Ringo. —¡Eh, Bayard! —dijo la nana—. ¡Louvinia! Cogimos el mosquete y lo levantamos entre los dos, como si fuera un tronco. —¿Quieres ser libre? —dije—. ¿Quieres ser libre? Lo transportamos así, como un tronco, cada uno de un extremo, a la carrera. Corrimos por el bosquecillo hacia el camino y nos agazapamos tras las madreselvas en el preciso instante en que el caballo doblaba el recodo. No oímos nada más, tal vez debido a nuestra propia respiración o tal vez porque no esperábamos oír Hada más. Ni siquiera volvimos a mirar; estábamos demasiado ocupados amartillando el mosquete. Habíamos practicado con él en un par de ocasiones en que la nana no estaba y Joby había venido a revisarlo y cambiar el fulminante. Ringo lo levantó y yo cogí el cañón con las dos manos, manteniéndolo en alto, y me monté en él y lo apreté entre las piernas y me dejé caer lentamente sobre el percutor hasta que oí el chasquido del resorte. Eso era lo que estábamos haciendo; estábamos demasiado ocupados para poder mirar. Mientras Ringo se agachaba, con las manos sobre las rodillas y jadeando, el mosquete se encaramaba ya sobre su espalda. —¡Dispara contra ese bastardo! ¡Dispárale! Entonces se niveló la mira, y antes de cerrar los ojos vi al hombre y al radiante caballo desvanecerse en el humo. Fue como el retumbar de un trueno y produjo tanto humo como la maleza ardiendo. Oí el relincho del caballo, pero no vi nada más. Ringo estaba gimiendo. —¡Santo Dios, Bayard! ¡Es el ejército entero!

La casa no parecía acercarse; permanecía allí, suspendida ante nuestros ojos, flotando y aumentando poco a poco de tamaño, como algo perteneciente a un sueño, y yo oía a Ringo gimiendo a mi espalda y, más atrás, los gritos y el ruido de los cascos. Pero al fin llegamos a la casa. Louvinia estaba en el umbral, con el viejo sombrero de padre sobre el pañuelo de cabeza y la boca abierta, pero no nos detuvimos. Seguimos corriendo hasta entrar en la habitación donde estaba la nana, de pie junto a la silla, que habían vuelto a colocar en su sitio, con la mano en el pecho. —¡Le disparamos, nana! —grité—. ¡Disparamos contra el bastardo! —¿Qué? La nana me miró, con el semblante del mismo color casi que su pelo, sobre el que brillaban los anteojos que llevaba por encima de la frente. —¿Qué es lo que has dicho, Bayard Sartoris? —¡Lo hemos matado, nana! ¡En la entrada! Pero estaba también el ejército entero, y no lo vimos, y ahora viene para aquí.

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Se sentó; se dejó caer en la silla, pesadamente, con la mano en el pecho. Pero su voz era tan firme como de costumbre. —¿Qué significa esto? ¡Eh, Marengo! ¿Qué habéis hecho? —¡Disparamos contra ese bastardo, nana! —dijo Ringo—. ¡Lo hemos matado! Entonces vimos que también estaba Louvinia, con la boca aún abierta y con una expresión en la cara como si alguien le hubiera arrojado ceniza. Pero no era necesario mirarla; oímos las sacudidas de los cascos, que resbalaban en el barro, y la voz de uno de ellos que gritaba: «¡Que vayan por atrás unos cuantos!», y levantamos la vista y los vimos pasar a caballo junto a la ventana: las guerreras azules, los rifles... Luego oímos las botas y las espuelas en el porche. —¡Nana! —dije—. ¡Nana! Pero era como si ninguno de nosotros pudiera moverse lo más mínimo; nos quedamos allí en pie, inmóviles, mirando a la nana, que seguía con la mano en el pecho; su cara parecía la de un cadáver y su voz parecía también la de un cadáver. —¡Louvinia! ¿Qué es esto? ¿Qué están tratando de decirme? Fue así como sucedió: como si una vez que el mosquete decidió dispararse, todo lo que había de ocurrir a continuación tratara de incorporarse a un tiempo al estampido. Aún podía escucharlo, seguía resonando en mis oídos, de forma que todos nosotros, la nana y Ringo y yo, parecíamos estar hablando muy lejos. Entonces la nana dijo: —¡Rápido! ¡Aquí! Y entonces Ringo y yo nos acurrucamos con la barbilla contra las rodillas, uno a cada lado de ella, pegados a sus piernas, con los duros picos de los arcos de la mecedora clavados en la espalda y las faldas de la nana cubriéndonos como una tienda de campaña, mientras los pesados pasos irrumpían en la habitación y, según nos contaría luego Louvinia, el sargento yanqui agitaba el mosquete delante de la nana y decía: —¡Vamos, abuela! ¿Dónde están? ¡Los vimos entrar aquí corriendo! No veíamos nada; estábamos en cuclillas, en medio de una especie de tenue luz gris y de aquel olor de la nana que sus ropas y su cama y su habitación y todo lo suyo emanaba, y los ojos de Ringo parecían dos platos de budín de chocolate, y quizá los dos estábamos pensando que la nana jamás en la vida nos había puesto la mano encima salvo por mentir, y eso incluso cuando la mentira no llegaba a decirse, cuando nos limitábamos a quedarnos callados; pensando cómo solía pegarnos primero y luego hacer que nos arrodilláramos mientras se arrodillaba ella también para pedir al Señor que nos perdonara. —Está usted equivocado —dijo—. No hay niños en la casa, ni en la hacienda. Aquí no hay nadie en absoluto a excepción de mi criada y yo y la gente de las cabañas. —¿Quiere decir que niega haber visto antes este mosquete? —Eso es. Así de tranquila fue su respuesta; no se movió en absoluto; se mantuvo muy derecha, sentada en el borde de la silla para que las faldas nos cubrieran por completo. —Si duda de mi palabra, puede registrar la casa.

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—Pierda cuidado, lo voy a hacer... Que algunos de los muchachos suban arriba —dijo—. Si encontráis alguna puerta cerrada, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Y que los de atrás registren a fondo el establo y las cabañas. —No encontrarán ninguna puerta cerrada —dijo la nana—. Permítame que le pregunte, al menos... —No pregunte nada, abuela. Quédese callada. Más le valdría haber preguntado antes de mandar a esos pequeños diablos con este fusil. —¿Hubo...? Oímos cómo la voz de la nana se apagaba y luego volvía a hacerse oír, como si su dueña la fustigara desde atrás con una vara: —¿Está él... eso...? —¿Muerto? ¡Sí, maldita sea! ¡Se le partió el espinazo y tuvimos que pegarle un tiro! —Que tuvieron que... tuvieron que... pegarle un tiro... Yo tampoco sabía entonces lo que era estar pasmado de espanto, pero ahora lo estábamos los tres: Ringo, la nana y yo. —¡Sí, Dios! ¡Lo tuvimos que matar! ¡El mejor caballo de todo el ejército! El regimiento entero apostaba por él para el domingo que viene... Dijo algo más, pero ya no le escuchábamos. Tampoco respirábamos; nos mirábamos fijamente el uno al otro en la penumbra gris, y yo también estuve a punto de gritar, y al cabo la nana lo dijo: —No lo han hecho... No lo han hecho... ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —No lo hemos hecho... —dijo Ringo. —¡Calla! —dije. Porque no era necesario decirlo, era como si hubiéramos tenido que contener la respiración durante mucho tiempo sin darnos cuenta, y ahora pudiéramos desahogarnos y respirar de nuevo. Tal vez se debió a eso el que, al entrar el otro hombre, no lo oyéramos en absoluto. Fue también Louvinia quien lo vio: un coronel de barba corta y clara y vivos y penetrantes ojos grises, que miró a la nana, sentada en su mecedora con la mano en el pecho, y se quitó el sombrero. Pero a quien se dirigió fue al sargento. —¿Qué es esto? —dijo—. ¿Qué ocurre aquí, Harrison? —Entraron aquí corriendo —dijo el sargento—. Estoy registrando la casa. —Ah —dijo el coronel. No parecía enfadado en lo más mínimo. Simplemente hablaba en tono frío, lacónico y amable—. ¿Con qué autorización? —Bueno, alguien de esta casa disparó contra las tropas de los Estados Unidos. Creo que eso es suficiente autorización. Nosotros sólo pudimos oír el ruido; fue Louvinia quien nos contó que el sargento blandió el mosquete y golpeó el suelo con la culata. —Y mataron un caballo —dijo el coronel. —Era un caballo de los Estados Unidos —dijo el sargento—. Yo mismo le oí decir al general que si dispusiera de suficientes caballos, no tendría que estar siempre preocupándose de si había gente o no para montarlos. Y resulta que venimos cabalgando por el camino tranquilamente, sin meternos con nadie por el momento, y esos dos diablillos... El mejor caballo del regimiento; todo el regimiento apostando. —Ah —dijo el coronel—. Entiendo. ¿Y bien? ¿Les han encontrado?

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—Todavía no. Pero esos rebeldes son como ratas cuando se trata de esconderse. La señora dice que ni siquiera hay niños aquí. —Ah —dijo el coronel. Y Louvinia contó cómo el coronel miró entonces a la nana por primera vez. Contó que pudo ver cómo los ojos del coronel descendían de la cara de la nana hasta sus faldas extendidas, y cómo, después de quedarse mirándolas durante todo un minuto, volvió a alzarlos hasta su cara. Y que la nana, mientras le mentía, le midió también con la mirada. —¿Debo entender, señora, que no hay niños en la casa ni en los alrededores? —No los hay, señor —dijo la nana. Louvinia dijo que el coronel volvió a mirar al sargento. —Aquí no hay niños, sargento. Está claro que el disparo partió de algún otro sitio. Puede llamar a sus hombres y hacer que monten. —¡Pero, coronel, vimos cómo esos dos chicos entraban aquí corriendo! ¡Todos nosotros los vimos! —¿No acaba de oír decir a la señora que aquí no hay niños? ¿Dónde tiene las orejas, sargento? ¿O es que quiere que la artillería nos alcance, habiendo como hay un riachuelo que vadear a menos de cinco millas? —Bien, señor, usted es el coronel. Pero si yo fuera el coronel... —Entonces, Mudablemente, yo sería el sargento Harrison. En cuyo caso, creo que me preocuparía más por conseguir otro caballo que defendiera mi apuesta el próximo domingo, que por una anciana dama sin nietos. —Louvinia dijo que sus ojos, entonces, se posaron fugazmente en la nana y se apartaron al instante—. Una anciana sola en una casa que, con toda probabilidad (y para su satisfacción y contento, me avergüenza decirlo), espero... no volver a ver nunca más. Haga montar a sus hombres y pónganse en marcha. Agazapados bajo las faldas, sin respirar, oímos cómo salían de la casa; oímos cómo el sargento llamaba a los hombres que estaban en el establo y cómo se alejaban sobre sus monturas. Pero seguimos sin movernos, porque el cuerpo de la nana no se había relajado lo más mínimo, de forma que, incluso antes de que hablara, supimos que el coronel seguía allí. Oímos la voz cortante, viva, dura, tras la que se adivinaba aquella especie de tono socarrón: —Así que no tiene usted nietos... Es una lástima, en un sitio como éste, donde podrían disfrutar tanto dos chiquillos... Juegos, pesca, caza contra la que disparar, que es quizá el juego más emocionante, pese a que, seguramente, escasean las piezas en las proximidades de la casa. Y con un fusil, un arma de fiar, según veo. —Louvinia contó que el sargento había dejado el mosquete en un rincón, y que el coronel lo miraba ahora; y nosotros conteníamos la respiración— . Aunque tengo entendido que el arma no es de su propiedad. Mucho mejor. Porque si el arma fuera suya (que no lo es) y usted tuviera dos nietos, o pongamos un nieto y un amiguito negro (que no los tiene), y ésta fuera la primera vez (que no lo ha sido), alguien, la próxima vez, podría resultar gravemente herido. Pero ¿qué estoy haciendo? Agotando su paciencia y haciendo que permanezca en esa incómoda mecedora mientras pierdo el tiempo soltándole un sermón apropiado sólo para una dama con nietos, o con un nieto y un compañero negro. Estaba a punto de marcharse; hasta nosotros, debajo de las faldas, podíamos darnos cuenta; entonces fue la propia nana quien habló:

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—Poco puedo ofrecerle a modo de refresco, señor. Pero si un vaso de leche fresca, después de una jornada a caballo... El, sin embargo, permaneció un buen rato en silencio. Louvinia contó que se limitó a mirar a la nana con sus ojos vivos y duros y aquel silencio vivo y duro y lleno de burla. —No, no —dijo—. Se lo agradezco. Está sobrepasando usted la mera cortesía y rozando la bravata. —Louvinia —dijo la nana—, conduce al caballero al comedor y obséquiale con lo que haya. Había salido ya de la habitación, porque la nana empezó a temblar. Temblaba y temblaba, aún no se había relajado. Podíamos oír su jadeo. Y también nosotros respiramos de nuevo mirándonos el uno al otro. —¡No le hemos matado! —susurré—. ¡No hemos matado a nadie en absoluto! Entonces fue nuevamente el cuerpo de la nana el que nos advirtió; pero esta vez casi pude sentir la mirada del coronel sobre las faldas extendidas, donde seguíamos acurrucados mientras le daba las gracias por la leche y le decía su nombre y su regimiento. —Tal vez sea mejor que no tenga usted nietos —dijo—. Ya que, sin duda, desea vivir en paz. Yo, por mi parte, tengo tres hijos. Y aún no he tenido tiempo de llegar a ser abuelo. Ahora no había rastro de burla en sus palabras, y Louvinia contó que estaba allí de pie, junto a la puerta, con el brillo de su rango sobre el uniforme azul oscuro, con el sombrero en la mano y el pelo y la barba claros, mirando a la nana sin asomo ya de burla. —No voy a disculparme; los necios claman al viento o al fuego. Pero permítame decirle que confío en que nunca llegue a tener un motivo peor que éste para recordarnos. Luego se fue. Oímos sus espuelas en el vestíbulo y en el porche, luego el caballo apagándose, perdiéndose, y luego la nana se relajó. Se recostó hacia atrás en la mecedora, con la mano en el pecho y los ojos cerrados y gruesas gotas de sudor en la cara. Yo, de repente, empecé a gritar: —¡Louvinia! ¡Louvinia! Pero entonces abrió los ojos y me miró; ya estaban fijos en mí cuando los abrió. Después miró un instante a Ringo, pero volvió a mirarme a mí, jadeando. —Bayard —dijo—, ¿cuál fue la palabra que empleaste? —¿Palabra? —dije yo—. ¿Cuándo, nana? Entonces recordé. No la miré; seguía echada hacia atrás en su mecedora, jadeando. —No la repitas. Maldijiste. Empleaste un lenguaje grosero, Bayard. No la miré. Veía los pies de Ringo. —Ringo también —dije. No me respondió, pero sentí su mirada. De pronto dije—: Y tú dijiste una mentira. Dijiste que no estábamos aquí. —Lo sé —dijo ella. Se movió—. Ayudadme a levantarme. Se levantó de la mecedora, apoyándose en nosotros. No sabíamos lo que intentaba hacer. Nos quedamos allí en pie, mientras se apoyaba en nosotros y en la mecedora y se dejaba caer de rodillas allí mismo. Fue Ringo quien se arrodilló

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el primero. Luego lo hice yo, mientras ella pedía al Señor que la perdonase por haber dicho la mentira. Luego se levantó; no nos dio tiempo a ayudarla. —Id a la cocina y traed una tina de agua y el jabón —dijo—. El jabón nuevo. Era ya tarde, como si el tiempo se nos hubiera escurrido mientras seguíamos atrapados en el ruido del mosquete y estuviéramos demasiado ocupados para darnos cuenta. El sol brillaba casi a la altura de nuestras caras cuando, en el borde del porche trasero, empezamos a escupir. Escupíamos directamente contra él. Al principio, soltábamos pompas de jabón con sólo respirar, pero pronto quedó únicamente el sabor de la saliva al escupir. Después hasta eso fue desapareciendo, aunque no el impulso de escupir, y luego, a lo lejos, hacia el norte, vimos el banco de nubes, tenue y azul y lejano en la base y tocado de un sol cobrizo en la cresta. Cuando padre vino a casa la pasada primavera, intentamos entender cómo eran las montañas. Por fin padre señaló el banco de nubes y explicó que las montañas eran muy parecidas; así que, desde entonces, Ringo creía que aquello era Tennessee, donde estaba padre. —Allí están —dijo, escupiendo—. Allí está. Tennessee, donde tu papá peleaba con ellos. Parece también terriblemente lejos. —Demasiado lejos para ir sólo a luchar contra los yanquis —dije, escupiendo también. Pero ya había desaparecido todo, hasta el sabor.

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Retirada

Para la hora de la cena teníamos ya todo cargado en el carro, salvo la ropa de cama que utilizaríamos para dormir aquella noche. La nana subió entonces al piso de arriba, y bajó luego con el vestido de los domingos y el sombrero, y había vuelto el color a su cara y los ojos le brillaban. —¿Vamos a irnos esta noche? —dijo Ringo—. Creí que no íbamos a salir hasta mañana. —No —dijo la nana—. Pero hace ya tres años que no salgo de viaje a ninguna parte. Supongo que el Señor me perdonará por prepararme con un día de antelación. —Se volvió hacia Louvinia—: Diles a Joby y a Loosh que estén preparados con el farol y las palas en cuanto terminemos de cenar. Louvinia había puesto el pan de maíz en la mesa y se disponía a salir, pero se detuvo y miró a la nana. —¿Es que piensa llevarse con usted ese pesado baúl hasta Memphis? —Sí —dijo la nana. Estaba comiendo. Ni siquiera miró a Louvinia. Louvinia se quedó allí, de pie, con la vista fija en la nuca de la nana. —¿Por qué no lo deja aquí? Está bien escondido y yo puedo cuidar de él. ¿Quién iba a ser capaz de encontrarlo, aunque ellos vuelvan por aquí otra vez? Es por el amo John por quien han puesto la recompensa; no por un baúl lleno de... —Tengo mis razones —dijo la nana—. Haz lo que te he dicho. —Muy bien. Pero ¿por qué quiere desenterrarlo esta noche si no se marcha hasta maña...? —Haz lo que te he dicho —dijo la nana. —Sí, señora —dijo Louvinia. Y salió. Miré a la nana, que seguía comiendo con el sombrero asentado sobre la misma coronilla, mientras Ringo me miraba por detrás de la silla de la nana, con los ojos un tanto inquietos. —¿Por qué no lo dejamos escondido? —dije—. El carro va a ir demasiado cargado. Joby dice que el baúl pesará unas mil libras. —¡Mil pamplinas! —dijo la nana—. Me tiene sin cuidado aunque pese diez mil libras. Entró Louvinia.

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—Lo tienen todo listo —dijo—. Me gustaría que me dijera por qué quiere desenterrarlo esta noche. La nana la miró. —Anoche tuve un sueño. —Oh —dijo Louvinia. Su expresión era exactamente igual a la de Ringo, aunque sus ojos no se movían con tanta viveza. —Soñé que estaba mirando por la ventana, y que un hombre entraba en el huerto y se dirigía hacia donde está enterrado y se quedaba allí, señalándolo con el dedo —dijo la nana. Miró a Louvinia—. Un hombre negro. —¿Un negro? —dijo Louvinia. —Sí. Louvinia se quedó en silencio unos instantes. Luego dijo: —¿Lo conocía? —Sí —dijo la nana. —¿Va a decirnos quién era? —No —dijo la nana. Louvinia se volvió a Ringo. —Vete a buscar a tu papá y a Loosh y diles que cojan el farol y las palas y que vengan. Joby y Loosh estaban en la cocina. Joby comía con un plato en las rodillas, sentado detrás del fogón. Loosh estaba sentado sobre el arcón de madera, inmóvil, con las dos palas entre las rodillas, pero al principio no lo vi, pues lo tapaba la sombra de Ringo. La lámpara estaba encima de la mesa, y vi cómo la sombra de la cabeza de Ringo se inclinaba mientras movía el brazo de un lado para otro, y Louvinia estaba de pie entre nosotros y la lámpara, con las manos en las caderas y los codos hacia afuera y llenando la habitación entera con su sombra. —Limpiad bien la chimenea —dijo. Joby llevaba el farol; detrás de él iba la nana, y luego Loosh. Podía ver la toca de la nana, la cabeza de Loosh y las dos hojas de las palas sobre su hombro. Ringo iba resollando detrás de mí. —¿Con quién crees que soñó? —me preguntó. —¿Por qué no se lo preguntas a ella? —le dije. Estábamos ya en el huerto. —¡Ja! —dijo Ringo—. ¿Preguntárselo yo a ella? Apuesto a que si se quedara ella aquí, ni los yanquis ni nadie, ni siquiera el amo John, se atreverían a tocar ese baúl, pues si lo hicieran iban a saber lo que es bueno. Joby dejó el farol en el suelo; él y Loosh desenterraron el baúl de donde lo habíamos enterrado el verano pasado. La nana sostuvo el farol, y Ringo y yo tuvimos que ayudar para llevar el baúl hacia la casa, pero no creo que pesara mil libras. Joby empezó a caminar en dirección al carro. —Metedlo en casa —dijo la nana. —Mejor que lo carguemos ahora, y así no tendremos que cargar otra vez con él mañana —dijo Joby. —Metedlo en casa —dijo la nana. Así que Joby, después de una pausa, empezó a andar hacia casa. Le oíamos resollar y decir «¡Ja!» a cada pocos pasos. Ya en la cocina, dejó caer con fuerza contra el suelo su extremo del baúl. —¡Ja! —dijo—. Ya está, gracias a Dios.

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—Subidlo arriba —dijo la nana. Joby se volvió y la miró. No se había puesto derecho todavía; se volvió, medio agachado, y la miró. —¿Qué? —dijo. —Subidlo arriba —dijo la nana—. Quiero tenerlo en mi cuarto. —¿Que quiere cargar esto hasta arriba para tener que cargarlo hasta abajo mañana? —Alguien tendrá que hacerlo —dijo la nana—. ¿Vais a ayudar o tendremos que subirlo Bayard y yo solos? Entonces entró Louvinia. Se había desvestido ya. Alta como un fantasma, se acercó y apartó a Joby de un empujón y cogió un extremo del baúl. —Quita de ahí, negro —dijo. Joby soltó un gruñido; luego apartó a un lado a Louvinia. —Quita de ahí, mujer —dijo. Levantó su extremo del baúl y miró atrás, hacia Loosh, que no había dejado el suyo en el suelo en todo el tiempo—. Si vas a ir montado encima, levanta los pies. Subimos el baúl al cuarto de la nana, y Joby se disponía a dejarlo en el suelo de nuevo cuando la nana les ordenó a él y a Loosh que retiraran la cama de la pared y que deslizaran detrás de ella el baúl. Ringo y yo volvimos a ayudar. Creo que al baúl no le faltaba mucho para pesar mil libras. —Ahora quiero que todo el mundo se vaya a la cama en seguida, para que mañana podamos salir temprano —dijo la nana. —Muy propio de usted —dijo Joby—. Hacernos levantar a todos al amanecer, y al final se hará mediodía antes de que nos pongamos en marcha. —Tú no te preocupes por eso —dijo Louvinia—. Haz lo que miss Rosa te dice. Salimos. Y Ringo y yo nos miramos, porque oímos cómo la llave giraba en la cerradura. —No sabía que tuviera una llave, y menos aún que funcionara —dijo Ringo. —Eso a ti y a Joby no os importa —dijo Louvinia. Estaba ya en su catre; cuando la miramos se tapaba ya la cabeza con la colcha—. Venga, a la cama. Entramos en nuestro cuarto y nos desnudamos. —¿Con quién crees que soñó? —dijo Ringo.

Desayunamos a la luz de la lámpara. Ringo y yo llevábamos la ropa de domingo. La nana salió con el mosquete y se dirigió al carro. —Toma esto —le dijo a Joby. Joby miró el mosquete. —No vamos a necesitarlo —dijo. —Ponlo en el carro —dijo la nana. —No. No vamos a necesitar nada de eso —dijo Joby—. Vamos a llegar tan rápido a Memphis que nadie tendrá tiempo de oírnos pasar por el camino. Además, espero que el amo John haya limpiado de yanquis el trayecto de aquí a Memphis. La nana, esta vez, no dijo nada en absoluto. Se limitó a extender el brazo con el mosquete, hasta que Joby lo cogió y lo metió en el carro. Y partimos, mientras Louvinia se quedaba de pie en el porche, con el viejo sombrero de padre encima

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del pañuelo de cabeza. La nana iba sentada en el pescante, junto a Joby, con el sombrero en la coronilla y el parasol levantado para protegerse contra el rocío que pronto habría de caer. Yo no miraba atrás, pero sentía cómo Ringo se volvía una y otra vez, incluso después de haber pasado el portón y de hallarnos ya en el camino de la ciudad. Luego empezamos a doblar el recodo. —Ya no se ve —dijo Ringo—. ¡Adiós, Sartoris! ¿Qué tal, Memphis? Despuntaba el día cuando apareció a la vista Jefferson. Pasamos ante una compañía de soldados que, acampada en unos pastos en el límite de la ciudad, tomaba el desayuno. Sus uniformes habían dejado de ser grises; tenían casi el color de las hojas muertas, y algunos de los soldados ni siquiera tenían uniforme. Uno de los hombres, que llevaba pantalones yanquis, agitó una sartén en dirección a nosotros. —¡Eh, Mississippi! —gritó—. ¡Hurra por Arkansas! Dejamos a la nana en casa de los Compson, porque quería despedirse de ellos y pedirle a la señora Compson que pasara a cuidar las flores de cuando en cuando, y Ringo y yo llevamos el carro a la tienda, y cuando salíamos con la sal vimos venir al tío Buck McCaslin, que cruzaba la plaza renqueando, agitando el bastón y vociferando, y detrás de él al capitán de la compañía que desayunaba en el prado cuando llegamos. —¡Voto a bríos, ahí está! -gritó el tío Buck, blandiendo el bastón en dirección a mí—. ¡Ahí está el hijo de John Sartoris! El capitán me miró. —He oído hablar de tu padre —dijo. —¿Oído hablar de él? —gritó el tío Buck. La gente, como solía hacer siempre, se empezó a parar en la acera para escuchar al tío Buck—. ¿Quién no ha oído hablar de él en este país? Que los yanquis os cuenten cosas de él algún día. ¡Voto a bríos! Se sacó el primer maldito regimiento de Mississippi de su propio bolsillo, y se lo llevó a Ferginny y dio una buena tunda a los yanquis a diestra y a siniestra antes de descubrir que lo que había comprado y pagado no era un regimiento de soldados sino un congreso de políticos y de necios. ¡De necios, repito! —aulló, mientras seguía agitando hacia mí el bastón y mirando ferozmente a todo el mundo; el capitán lo miraba con extrañeza, pues era la primera vez que tenía la ocasión de escuchar al tío Buck, y yo no podía dejar de pensar en Louvinia, de pie en el porche con el viejo sombrero de padre, y deseaba que el tío Buck acabara su perorata o se callara, y así pudiéramos seguir nuestro camino. »¡Necios, repito! —gritó—. Me importa un comino que algunos de vosotros sigáis afirmando ser parientes de los hombres que lo eligieron coronel y lo siguieron, a él y a Stonewall Jackson, hasta la distancia de un salivazo de Washington sin perder apenas un solo hombre, y que luego, al año siguiente, se echaron atrás y votaron para rebajarle a comandante y elegir en su lugar a un maldito mequetrefe que ni siquiera sabía por qué extremo disparaban los fusiles hasta que le enseñó John Sartoris. —Dejó de gritar con la misma facilidad con que había empezado, pero sus voces seguían allí, a la espera de alzarse de nuevo en cuanto encontrara nuevos argumentos—. No diré que Dios os guarde a ti y a tu abuela en el camino, muchacho, pues, ¡voto a bríos!, ni de la ayuda de Dios ni de nadie precisáis; lo único que tienes que decir es: «Soy el chico de John Sartoris; corred, conejos, al cañaveral», y verás cómo vuelan esos malditos de barriga azul.

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—¿Es que se marchan, se van de aquí? —dijo el capitán. Entonces el tío Buck empezó otra vez a gritar. —¿Marcharse? ¡Voto al infierno! ¿Quién va a cuidar de ellos por aquí? John Sartoris es un maldito imbécil. Votaron para que dejara su propio regimiento por pura deferencia, para que pudiera volver a casa a cuidar de su familia, sabiendo que si no lo hacía él, lo más seguro es que nadie de por aquí lo haría. Pero eso no le venía bien a John Sartoris, porque John Sartoris es un maldito, un condenado, un cobarde egoísta que tiene miedo de quedarse en casa, porque allí los yanquis le podrían echar mano. Sí, señor. Tanto miedo que ha tenido que reclutar otro puñado de hombres capaces de protegerle cuando se acerca a cien pies de un regimiento yanqui. Va de un lado a otro sin parar, y cuando encuentra una brigada yanqui se esconde. Si yo fuera él, habría vuelto a Ferginny y le habría enseñado lo que es pelear a ese nuevo coronel. Pero John Sartoris, no. Es un cobarde y un imbécil. Lo mejor que se le ocurre hacer es esconderse y huir de los yanquis, que al final han tenido que poner precio a su cabeza. Así que ahora se ve obligado a mandar fuera a su familia; a Memphis, donde el ejército de la Unión cuide quizá de ellos, pues no parece que su gobierno ni sus propios conciudadanos vayan a hacerlo. Entonces se quedó sin aliento, o sin palabras —tanto da—, y se quedó allí con la barba trémula y el tabaco cayéndole de la boca encima de ella, mientras blandía el bastón en dirección a mí. Así que levanté las riendas; sólo el capitán habló, mientras seguía mirándome. —¿Cuántos hombres tiene tu padre en su regimiento? —dijo. —No es un regimiento, señor —dije—. Calculo que serán unos cincuenta. —¿Cincuenta? —dijo el capitán—. ¿Cincuenta? La semana pasada cogimos un prisionero que dijo que tenía más de mil. Dijo que el coronel Sartoris no combatía; que sólo robaba caballos. Al tío Buck le quedaba, sin embargo, suficiente aliento para reírse. Parecía exactamente una gallina; se palmeaba la pierna y se agarraba a la rueda del carro como si estuviera a punto de caerse. —¡Exacto! ¡Ese es John Sartoris! Atrapa a los caballos. Cualquier imbécil puede salir por ahí y atrapar a un yanqui. Esos dos condenados chicos lo hicieron el verano pasado: bajaron hasta el portón y se trajeron detrás un regimiento entero; y tienen sólo... ¿Cuántos años tienes, muchacho? —Catorce —dije. —Todavía no tenemos catorce —dijo Ringo—. Los cumpliremos en setiembre, si vivimos y no sucede nada... Creo que la nana nos está esperando, Bayard. El tío Buck dejó de reírse. Retrocedió unos pasos. —Adelante —dijo—. Os queda un largo camino. Hice girar el carro, y el tío Buck dijo: —Cuida de tu abuela, chico, o John Sartoris te despellejará vivo. ¡Y si él no lo hace, lo haré yo! —Una vez enderezado el carro, echó a andar a su lado, renqueando—. Y cuando lo veas, dile que he dicho que deje en paz durante un tiempo a los caballos, y que mate a esos malditos de barriga azul. ¡Que los mate! —Sí, señor —dije, y seguimos adelante.

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—De buena se ha librado, porque si llega a estar la nana le lava la boca —dijo Ringo. La nana y Joby nos esperaban a la puerta de los Compson. Joby llevaba otra cesta cubierta por una servilleta, de la que sobresalían el cuello de una botella y unos esquejes de rosal. Ringo y yo nos sentamos atrás como antes, y Ringo se volvía a cada instante y decía: «; Adiós, Jefferson; ¿qué tal, Memphis?!» Y llegamos a la cima de la primera colina, y Ringo se volvió, sereno esta vez, y dijo: —Supón que no acaben de pelear nunca. —Muy bien —dije—. Supónlo. —No miré atrás. A mediodía nos detuvimos en un riachuelo y la nana abrió la cesta; sacó los esquejes de rosal y se los entregó a Ringo. —Moja las raíces en el arroyo después de beber —dijo. Los esquejes tenían aún tierra en las raíces, que estaban envueltas en un paño. Cuando Ringo se agachó hacia el agua, vi que cogía un poco de aquella tierra y que trataba de guardársela en el bolsillo. Entonces alzó la vista y vio que yo lo miraba, e hizo como si fuera a tirarla. Pero no la tiró. —Supongo que, si quiero, puedo guardarme algo de tierra —dijo. —Pero no es tierra de Sartoris —dije yo. —Ya lo sé —dijo—. Pero es tierra de más cerca que la de Memphis. De más cerca que la que tienes tú. —¿Qué te apuestas? —dije. Me miró—. ¿Por qué me la cambias? —dije. Me miró. —¿Qué tienes para cambiar? —dijo. —Ya lo sabes —dije. Se metió la mano en el bolsillo y sacó la hebilla que se había desprendido de la silla yanqui cuando disparamos contra el caballo el verano anterior. —Venga, dámela —dijo. Saqué la caja y le di la mitad de la tierra. —Ya sé —dijo—. Es de detrás del ahumadero. Te has traído un buen montón. —Sí —dije—. Lo suficiente para que dure. Mojábamos los esquejes cada vez que abríamos la cesta, y al cuarto día nos quedaba todavía algo de comida, pues al menos una vez al día nos deteníamos en casas del camino y comíamos con la gente, y la segunda noche cenamos y desayunamos en la misma casa. Pero ni siquiera entonces quiso la nana dormir dentro. Se hizo la cama en el carro, junto al arcón, y Joby durmió debajo del carro con el mosquete al lado, como cuando acampábamos en el camino. Sólo que no acampábamos exactamente en el camino, sino que nos adentrábamos un poco en el bosque. La tercera noche, estando la nana en el carro y Joby y Ringo y yo debajo, se acercaron unos hombres a caballo y la nana dijo: —¡Joby, coge el mosquete! Y alguien desmontó y arrebató el arma a Joby, y encendieron una tea de pino y vimos el gris. —¿Memphis? —dijo el oficial—. No pueden llegar a Memphis. Ayer se combatió en Cockrum y los caminos, un poco más adelante, están llenos de patrullas yanquis. No entiendo cómo diablos, discúlpeme, señora —Ringo, a mi espalda, dijo: «Vete a buscar el jabón»—, han podido ustedes llegar tan lejos. Si

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estuviera en su lugar, ni siquiera intentaría volver: me detendría en la primera casa que encontrara y me quedaría en ella. —Creo que seguiremos adelante —dijo la nana—, tal como John... el coronel Sartoris nos dijo. Mi hermana vive en Memphis; y allí vamos. —¿El coronel Sartoris? —dijo el oficial—. ¿El coronel Sartoris les dijo que hicieran eso? —Soy su suegra —dijo la nana—. Y éste es su hijo. —¡Santo Dios, señora! No debe avanzar ni un paso más. ¿No se da cuenta de que si les capturan a usted y al chico, podrían casi obligarle a presentarse ante ellos y entregarse? La nana lo miró. Estaba sentada en el carro, erguida, y tenía el sombrero puesto. —Está claro que mi experiencia con los yanquis ha sido diferente de la suya. No tengo motivos para pensar que sus oficiales, y supongo que seguirá habiendo entre ellos oficiales, vayan a importunar a una mujer y a dos niños. Se lo agradezco, pero mi hijo nos ha ordenado ir a Memphis. Si hay alguna información que el criado que lleva el carro deba saber, le quedaría muy agradecida si le diera las instrucciones pertinentes. —Permítame entonces que le ofrezca una escolta. O mejor aún: en el camino que han dejado atrás, a una milla de aquí, hay una casa; vuelvan y esperen allí. El coronel Sartoris estuvo en Cockrum ayer; creo que para mañana por la noche habré dado con él, y haré que se reúna con ustedes. —Gracias —dijo la nana—. El coronel Sartoris, dondequiera que esté, deberá ocuparse sin duda de sus propios asuntos. Creo que seguiremos nuestro camino hacia Memphis, tal como él nos ordenó. Así que se marcharon, y Joby volvió a meterse debajo del carro y puso el mosquete entre nosotros; pero luego, cada vez que me daba la vuelta, tropezaba con él, así que hice que lo quitara de allí; entonces quiso ponerlo en el carro, junto a la nana, pero ella no le dejó, de modo que acabó apoyándolo contra un árbol y nos dormimos y desayunamos y seguimos el camino, y Ringo y Joby miraban detrás de cada árbol que pasábamos. —No vais a encontrarlos detrás de un árbol que ya hemos dejado atrás — dije—. Y no los encontramos. Habíamos pasado por una casa quemada; luego pasamos ante otra casa, en la que había un viejo caballo blanco que nos miraba desde la puerta de la cuadra situada en la parte de atrás, y entonces vi a seis hombres que corrían por el campo de al lado, y luego, saliendo de un sendero que cruzaba el camino principal, vimos una nube de polvo que avanzaba veloz. Joby dijo: —Parece que esa gente tenga ganas de que los yanquis se lleven su ganado... Sacarlo y hacerlo correr así, de arriba abajo por el camino principal, en pleno día... Surgieron de la nube de polvo a caballo, sin vernos siquiera, y salieron al camino para cruzarlo; los primeros diez o doce habían saltado ya la zanja de la cuneta con pistolas en la mano, como cuando uno va .corriendo con una estaca de leña para la lumbre en equilibrio sobre la palma de la mano; y los últimos salieron del polvo con cinco hombres corriendo a sus flancos y agarrados a los

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estribos, y nosotros nos quedamos allí, sentados en el carro, mientras Joby, con la boca abierta y los ojos como platos, sujetaba a las mulas de tal forma que parecía que estuvieran sentadas sobre las voleas, y yo había olvidado cómo eran las guerreras azules. Todo sucedió muy rápido, como en un abrir y cerrar de ojos; los sudorosos caballos de ojos enloquecidos, los hombres de semblante enloquecido y gritos desaforados, y la nana, de pie en lo alto del carro, golpeando con el parasol en la cabeza y los hombros a los cinco hombres mientras desenganchaban los tirantes de las mulas y cortaban con navajas las guarniciones. No dijeron ni una palabra; ni siquiera miraron a la nana mientras les golpeaba; lo único que hicieron fue desatar las mulas del carro y desaparecer todos juntos, los cinco hombres y las mulas, en otra nube de polvo. Luego las mulas se alzaron de la polvareda, como una pareja de halcones, con dos hombres sobre sus lomos y otros dos cayendo hacia atrás sobre sus colas, mientras el quinto seguía corriendo, y los dos que estaban tendidos de espaldas en el camino se levantaban, con pequeñas tiras del correaje cortado pegadas al cuerpo como virutas negras de algún aserradero. Los tres salieron tras las mulas, y luego oímos a lo lejos disparos de pistola, como si se hubiera encendido a un tiempo un puñado de cerillas, y Joby seguía sentado en el pescante con la boca abierta y los extremos de las riendas cortadas en la mano, y la nana seguía en pie sobre el carro con el parasol torcido en alto y gritándonos a Ringo y a mí mientras saltábamos fuera del carro y corríamos por el camino. —¡El establo! —dije—. ¡El establo! Mientras corríamos colina arriba hacia la casa vimos cómo las mulas se alejaban a galope por el campo, y vimos también cómo corrían tras ellas los tres hombres. Al dar la vuelta a la casa a la carrera, pudimos ver también el carro en el camino, con Joby en el pescante, destacándose sobre la lanza del carro, que sobresalía hacia adelante, y la nana de pie, agitando el parasol hacia nosotros mientras seguía, creo, gritando. Nuestras mulas se habían internado ya en el bosque, pero los tres hombres seguían corriendo por el campo, y el viejo caballo blanco los miraba desde la puerta del establo. A nosotros no nos había visto todavía, pero luego empezó a resoplar y dio un respingo hacia atrás y coceó contra algo que había a su espalda. Era un cajón de herrar casero; el caballo estaba atado con un ronzal a la escalera de mano que daba al altillo del establo; en el suelo había una pipa aún humeante. Nos subimos a la escalera y lo montamos, y cuando salimos del establo todavía seguían a la vista los tres hombres; pero tuvimos que pararnos mientras Ringo se bajaba y abría la puerta de la cerca y volvía a montarse, y para entonces los tres hombres ya habían desaparecido. Cuando llegamos al bosque no había ni rastro de ellos, y tampoco se oía nada, salvo las tripas del viejo penco. Entonces seguimos más despacio, porque de todos modos el animal ya no podía volver a ir de prisa, así que procuramos escuchar, y estaba casi anocheciendo cuando salimos a un camino. —Han pasado por aquí —dijo Ringo. Eran huellas de mula—. Son las huellas de Tinney y de Old Hundred. Las reconocería en cualquier parte. Han tirado a esos yanquis y van camino de casa. —¿Estás seguro? —dije.

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—¿Que si estoy seguro? ¿Te crees que no he seguido a esas mulas en mi vida y que no puedo distinguir sus huellas cuando las veo...? ¡Andando, caballo! Seguimos adelante, pero el viejo caballo no podía ir muy de prisa. Al cabo de un rato salió la luna, pero Ringo dijo que todavía podía distinguir las huellas de las mulas. Seguimos, pues, y una vez por poco se cae Ringo, y luego yo también estuve a punto de caerme, y por fin llegamos a un puente y atamos al caballo y nos metimos debajo del puente y nos dormimos. Era como si tronara; estaba soñando que oía truenos, y había tanto ruido que me desperté, y entonces supe que estaba despierto, pero seguía oyendo los truenos; entonces supe que era el puente de tablones, y Ringo y yo estábamos sentados y nos mirábamos, y los cascos aporreaban el puente justo encima de nosotros. Quizá fue porque estábamos todavía medio dormidos, porque no habíamos tenido todavía tiempo para pensar en nada, ni en yanquis ni en ninguna otra cosa... El caso es que de repente, antes siquiera de darnos cuenta, estábamos corriendo. Miré una vez hacia atrás, y parecía como si el mundo entero estuviera lleno de caballos que galopaban por su borde junto al cielo. Entonces fue como si empezara a suceder todo a un tiempo, igual que el día anterior: Ringo y yo nos tiramos de cabeza entre las zarzas y nos quedamos allí boca abajo, y los hombres gritaban y los caballos armaban un ruido de mil demonios a nuestro alrededor, y luego unas manos nos sacaron a rastras mientras nos debatíamos arañando y dando puntapiés, y entonces vimos que nos rodeaban hombres y caballos, y vi a Júpiter, y me di' cuenta de que padre estaba zarandeándome y gritando: —¿Dónde está tu abuela? Y Ringo decía: —¡Nos hemos olvidado de la nana! —¿Que la habéis olvidado? —dijo padre—. ¿Quieres decir que escapasteis dejándola sentada en el carro en medio del camino? —Se quedó con Joby —dije yo. —Por Dios, amo John —dijo Ringo—. Usted sabe que ningún yanqui, si tuviera dos dedos de frente, se metería con ella. Padre soltó un juramento. —¿A qué distancia de aquí la dejasteis? —Fue ayer, hacia las tres —dije—. Y esta noche hemos cabalgado algo. Padre se volvió hacia los otros. —Dos de vosotros montadles en la grupa. Su caballo lo llevaremos nosotros. —Luego se detuvo, y volvió a dirigirse a nosotros—: ¿Habéis comido algo? —¿Comer? —dijo Ringo—. Lo que mi estómago piensa es que me han cortado el pescuezo. Padre sacó de la alforja un pan de maíz y lo partió y nos lo dio. —¿Dónde conseguisteis ese caballo? —dijo. Al cabo de unos instantes, dije: —Lo tomamos prestado. —¿De quién? —dijo padre. Al cabo de unos instantes, Ringo dijo: —No lo sabemos. El dueño no estaba allí.

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Uno de los hombres se echó a reír. Padre le lanzó una rápida mirada, y el hombre se calló. Pero fue sólo cosa de un momento, porque de repente todos se pusieron a dar voces y a armar jaleo, y padre empezó a girar la vista en torno mientras les miraba y se iba poniendo cada vez más colorado. —No diga ni media palabra, coronel —dijo uno de ellos—. ¡Hurra por Sartoris! Volvimos sobre nuestros pasos a galope. No era lejos. Llegamos al campo donde los hombres habían corrido, y a la casa con el establo, y en el camino se veían aún los trozos de correaje en el mismo sitio donde los cortaron. Pero el carro no estaba. Padre condujo él mismo al viejo caballo hasta la casa, y dio unos golpes con la pistola sobre el piso del porche, y la puerta de la casa seguía abierta, pero no salió nadie. Metimos al viejo caballo en el establo; la pipa seguía en el suelo, al lado del cajón de herrar volcado. Volvimos al camino y padre montó a Júpiter en medio de los trozos de correaje que había en el suelo. —Condenados chicos —dijo—. Condenados chicos. Ahora seguimos la marcha más despacio. Tres hombres cabalgaban en cabeza, fuera del alcance de nuestra vista. Por la tarde, uno de ellos volvió hasta nosotros, y padre nos dejó a Ringo y a mí con tres hombres y siguió adelante con el resto. Había anochecido casi cuando volvieron, con los caballos algo sudorosos y dos nuevas monturas con mantas azules bajo las sillas y la marca U.S. en las ancas. —Ya le dije que ningún yanqui iba a parar a la nana —dijo Ringo—. Apuesto a que ahora mismo está ya en Memphis. —Espero, por vuestro bien, que así sea —dijo padre. Hizo un gesto brusco con la mano en dirección a los nuevos caballos—. Tú y Bayard montad en ellos. Ringo se dirigió hacia uno de los caballos. —Espera —dijo padre—. El tuyo es el otro. —¿Quiere decir que me pertenece? —dijo Ringo. —No —dijo padre—. Lo tomas prestado. Entonces todos nos quedamos mirando las tentativas de Ringo para montarlo. El caballo permanecía perfectamente inmóvil hasta que sentía el peso de Ringo en el estribo; entonces giraba completamente sobre sí mismo y prestaba a Ringo su otro flanco. La primera vez Ringo acabó de espaldas en el suelo. —Móntalo por ese lado —dijo padre riendo. Ringo miró al caballo y luego a padre. —¿Que monte por el lado que no es? —dijo—. Ya sabía que los yanquis no eran como la otra gente, pero lo que no sabía es que sus caballos no eran caballos. —Monta —dijo padre—. Está ciego del ojo de este lado. Se nos hizo de noche cabalgando, y al cabo de un rato me desperté y alguien me sostenía encima de la silla, y luego estábamos acampados bajo unos árboles y había un fuego, pero Ringo y yo no nos quedamos despiertos ni para cenar, y luego se hizo otra vez de día y se habían ido todos menos padre y otros once, pero ni siquiera entonces nos pusimos en camino. Nos quedamos en aquellos árboles todo el día. —¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo. —Os voy a llevar a casa, par de condenados, y luego tendré que ir a Memphis en busca de tu abuela —dijo padre.

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Partimos momentos antes del crepúsculo. Durante un rato estuvimos mirando cómo trataba Ringo de subirse a su caballo por el lado izquierdo, y luego seguimos adelante. Cabalgamos hasta el amanecer y nos detuvimos de nuevo. Esta vez no encendimos ningún fuego; ni siquiera desensillamos inmediatamente; nos quedamos agazapados en el bosque, y al cabo padre estaba despertándome con la mano. Ya había salido el sol, y seguimos allí echados y escuchamos el paso de una columna de infantería yanqui por el camino, y después volví a dormirme. Cuando me desperté era mediodía. Habían hecho una fogata y estaban asando en ella un cochinillo; luego comimos. —A medianoche estaremos en casa —dijo padre. Júpiter estaba descansando. Rechazó la brida durante un rato, y luego no quería que padre lo montara, e incluso cuando ya estábamos en camino seguía queriendo salir disparado. Padre tuvo que retenerlo y mantenerlo entre Ringo y yo. Ringo estaba a su derecha. —Será mejor que Bayard y tú cambiéis de lado —le dijo padre a Ringo—, para que tu caballo pueda ver lo que tiene junto a él. —Va muy bien así —dijo Ringo—. Le gusta ir a este lado. Quizá porque huele que Júpiter es otro caballo y sabe que no pretende montarlo. —De acuerdo —dijo padre—. Pero vigílalo. Seguimos adelante. Mi caballo y el de Ringo corrían también de lo lindo. Cuando miré hacia atrás vi que los demás iban muy rezagados, más allá de nuestra polvareda. No faltaba mucho para la caída del sol. —Me gustaría saber que tu abuela está bien —dijo padre. —Por Dios, amo John —dijo Ringo—. ¿Todavía está preocupado por la nana? Yo la conozco de toda la vida, y no estoy preocupado por ella. Era estupendo ver a Júpiter, con la cabeza erguida y observando a mi caballo y al de Ringo, y tirando hacia adelante un poco y consiguiendo destacarse un tanto. —Voy a soltarlo un poco —dijo padre—. Tú y Ringo tened cuidado. Creí que había soltado a Júpiter entonces. Salió como un cohete, alargando el cuerpo un poco. Pero debería haberme dado cuenta de que padre aún lo seguía reteniendo, pues debería haber visto que Júpiter seguía tirando hacia adelante, pero a lo largo del camino había una cerca en zigzag que de pronto empezó a hacerse borrosa, y entonces comprendí que padre y Júpiter no nos habían adelantado en absoluto, que éramos los tres quienes nos alargábamos como golondrinas hacia la cima de la colina, donde el camino descendía bruscamente, y yo pensaba: «Vamos a la par de Júpiter. Vamos a la par de Júpiter», y entonces padre miró hacia atrás, y vi sus ojos y sus dientes entre la barba, y supe que seguía sujetando a Júpiter por el bocado del freno. —Cuidado ahora —dijo, y entonces Júpiter salió disparado de en medio de nosotros; salió exactamente como yo había visto a un halcón alzarse de un campo de salvia y elevarse por encima de una cerca. Cuando alcanzaron la cima de la colina, vi cielo bajo sus pies y las copas de los árboles de más allá de la colina como si estuvieran volando, remontándose en el aire para descender al otro lado de la colina, como el halcón. Pero no lo hicieron. Fue como si padre, sobre la cima de la colina, hubiera detenido a Júpiter en mitad del aire; le vi de pie sobre los estribos, con el sombrero en la mano y el

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brazo alzado, y luego Ringo y yo, antes de que nos diera tiempo para pensar en sofrenar nuestras monturas, estábamos sobre ellos, y Júpiter, con el bocado a fondo, se alzaba sobre las ancas, y entonces padre golpeó al caballo de Ringo con el sombrero en el ojo ciego, y vi cómo el animal torcía bruscamente hacia un lado y saltaba limpiamente la cerca en zigzag, y oí a Ringo gritar al tiempo que yo seguía hacia adelante y remontaba la cima de la colina, con padre pisándome los talones y disparando con su pistola mientras gritaba: —¡Rodeadles, muchachos! ¡Que no escape ni un solo hombre! No supe cuántos eran; fue la hoguera lo primero que vi en la oscuridad, y luego fue como si lo viera todo de pronto: el arroyo discurriendo apaciblemente bajo el puente, y los fusiles cuidadosa y pulcramente apilados, a cincuenta pies de sus dueños, y las caras y los hombres, agrupados en cuclillas alrededor del fuego con tazas en la mano y mirando hacia la cima de la colina con idéntica expresión en el semblante, como si fueran muñecos, y padre y yo bajando por la ladera y padre tirando bruscamente de mi brida y a la derecha, entre los árboles, el caballo de Ringo abriéndose paso y tropezando con estrépito y Ringo lanzando alaridos. Padre se había echado el sombrero sobre la cabeza y enseñaba los dientes y los ojos le brillaban como los de un gato. —¡Teniente —dijo, alzando la voz—, vuelva a lo alto de la colina y rodéeles con su tropa por la izquierda! ¡Vamos! —dijo, tirando de mi caballo para que diera la vuelta y golpeándole con la mano en la grupa—. ¡Arma jaleo! ¡Grita! ¡Procura alborotar igual que Ringo...! Muchachos —siguió, y los hombres continuaban con la vista alzada hacia él; ni siquiera habían dejado las tazas—. Muchachos, soy John Sartoris y os he atrapado. El que resultó difícil de atrapar fue el propio Ringo. El resto de los hombres de padre vino en tropel por la colina, tirando de las riendas, y por un momento — creo—, sus caras miraron en torno con la misma expresión que las de los yanquis, y de cuando en cuando yo dejaba de andar de aquí para allá haciendo ruido entre la maleza y oía a Ringo, por su lado, gritando y gimiendo y volviendo a gritar: —¡Amo John! ¡Eh, amo John! ¡Venga aquí, rápido! Y me gritaba a mí, y llamaba a Bayard y al coronel y al amo John y a la nana, hasta que llegó a parecer él solo una compañía, como mínimo, y luego gritó de nuevo a su caballo, que corría de un lado para otro. Creo que había vuelto a olvidarse y volvía a intentar montarlo por el lado izquierdo, y al cabo padre dijo: —Muy bien, muchachos. Podéis acercaros. Era ya casi de noche. Habían atizado el fuego; los yanquis seguían sentados en torno a él y padre y sus hombres estaban de pie rodeándolos pistola en mano mientras dos de los suyos despojaban a los prisioneros de pantalones y botas. Ringo seguía gritando entre los árboles. —Será mejor que vayas a sacar de apuros al teniente Marengo —dijo padre. Pero entonces surgió de pronto el caballo de Ringo, con el ojo ciego grande como un plato y trotando en círculo con las rodillas alzadas hasta el morro, y luego apareció Ringo. Parecía más enfurecido que el caballo; ahora venía hablando, y decía: —Voy a contarle a la nana lo que me ha hecho; hacer que mi caballo se desboque... —Entonces vio a los yanquis. Con la boca ya abierta, por un instante, mientras los miraba, pareció casi sentarse en el suelo. Y entonces gritó—:

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¡Cuidado! ¡Atrápelos! ¡Atrápelos, amo John! ¡Nos robaron a Old Hundred y a Tinney! Cenamos todos juntos, padre y nosotros y los yanquis en ropa interior. El oficial le habló a padre. Dijo: —Coronel, creo que nos ha engañado. No creo que tenga usted más hombres que los que veo. —Puede tratar de marcharse, y comprobar lo que afirma —dijo padre. —¿Marcharnos? ¿Así? ¿Para que todos los negritos y todas las viejas que encontremos de aquí a Memphis nos disparen tomándonos por fantasmas...? Supongo que podremos dormir con nuestras mantas, ¿o no? —Claro que sí, capitán —dijo padre—. Y ahora con su permiso me retiro para que pueda usted ocuparse de ese asunto. Volvimos a la oscuridad. Podíamos verles alrededor del fuego, extendiendo las mantas en el suelo. —¿Para qué diablos quiere sesenta prisioneros, John? —le preguntó a padre uno de sus hombres. —Para nada —dijo padre. Nos miró a Ringo y a mí—. Vosotros los atrapasteis. ¿Qué es lo que queréis hacer con ellos? —Fusilarles —dijo Ringo—. No sería la primera vez que Bayard y yo disparamos contra los yanquis. —No —dijo padre—. Tengo planeado algo mejor. Algo que Joe Johnston (2) nos agradecerá. —Se volvió hacia los hombres que estaban a su espalda—. ¿Habéis recogido los fusiles y la munición? —Sí, coronel —dijo alguien. —¿Provisiones, botas, ropa? —Todo menos las mantas, coronel. —Las recogeremos mañana por la mañana —dijo padre—. Ahora a esperar. Nos sentamos allí, en la oscuridad. Los yanquis estaban acostados. Uno de ellos fue hasta la hoguera y cogió un palo. Luego se detuvo. No volvió la cabeza y no oímos nada ni vimos a nadie moverse. Luego dejó el palo en el suelo y volvió a su manta. —Esperad —susurró padre. Al cabo de un rato el fuego se había consumido—. Ahora escuchad —susurró padre. Nos quedamos sentados en la oscuridad y escuchamos cómo los yanquis, en ropa interior, se arrastraban con sigilo hacia los matorrales. En cierto momento oímos un chapoteo y una maldición, y luego un ruido, como si alguien se hubiera tapado la boca con la mano. Padre no rió abiertamente; seguía allí sentado, trémulo por la risa silenciosa. —Cuidado con las serpientes mocasines —susurró a nuestra espalda uno de los hombres. Debieron de tardar dos horas en internarse en los matorrales arrastrándose. Entonces padre dijo: —Que cada cual coja una manta y se vaya a dormir. El sol estaba ya alto cuando padre nos despertó. —Para la hora de comer, en casa —dijo. (2) Johnston, Joseph Eggleston: general confederado. (N. del T.)

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Y así, al cabo de un rato, llegamos al arroyo. Dejamos atrás la charca donde habíamos aprendido Ringo y yo a nadar, y empezamos a pasar también por los campos, y llegamos al lugar donde Ringo y yo nos habíamos escondido el verano anterior para ver el primer yanqui que habríamos de ver en nuestra vida, y por fin vimos la casa, y Ringo dijo: —Aquí estamos, Sartoris. Que los que quieran Memphis vayan por ella y se la queden. Como íbamos mirando la casa a medida que nos acercábamos, fue como aquel día en que corrimos hacia ella por los pastos sin que pareciera acercarse nunca. No vimos el carro en absoluto; fue padre quien lo vio; venía por el camino de Jefferson, con la nana delgada y erguida en el pescante. Llevaba en la mano, envueltos en un papel diferente, los esquejes de rosal de la señora Compson, y Joby daba alaridos y fustigaba a los desconocidos caballos, y padre nos detuvo a la entrada con el sombrero en alto mientras entraba primero el carro. La nana no dijo ni una palabra. Se limitó a mirarnos a mí y a Ringo, y siguió hacia adelante, con nosotros a su espalda, y ni siquiera se paró en la casa. El carro se adentró en el huerto y se detuvo junto al hoyo donde habíamos desenterrado el baúl, y la nana siguió sin decir palabra. Fue padre quien desmontó y subió al carro y cogió el baúl por el extremo y dijo por encima del hombro: —Subid aquí, chicos. Enterramos el baúl y seguimos a pie el carro hacia casa. Entramos en el salón de atrás, y padre colgó el mosquete en los ganchos del muro, sobre la repisa de la chimenea, y la nana dejó los esquejes de rosal de la señora Compson y se quitó el sombrero y nos miró a Ringo y a mí. —Id por el jabón —dijo. —No hemos dicho ninguna palabrota —dije yo—. Pregúntale a padre. —Se han portado muy bien, miss Rosa —dijo padre. La nana nos miró. Luego se acercó y puso la mano sobre mí y después sobre Ringo. —Subid arriba —dijo. —¿Cómo se las arreglaron Joby y usted para conseguir esos caballos? —dijo padre. La nana nos miraba. —Los tomé prestados —dijo—. Subid arriba y quitaros la... —¿De quién? —dijo padre. La nana miró un instante a padre y volvió la vista hacia nosotros. —No lo sé. Allí no había nadie... Quitaos la ropa de los domingos —dijo. Al día siguiente hizo calor, así que trabajamos en el nuevo corral sólo hasta la hora de la comida. Hacía demasiado calor incluso para que Ringo y yo montáramos a caballo. Incluso a las seis de la tarde seguía haciendo calor; a las seis de la tarde la resina de los escalones frontales seguía hirviendo. Padre estaba sentado en mangas de camisa y calcetines, con los pies apoyados sobre la baranda del porche, y Ringo y yo en los escalones, esperando a que refrescara lo bastante para cabalgar, cuando los vimos entrar por el portón de la finca: eran unos cincuenta y se acercaban a galope, y recuerdo lo ardientes que parecían sus guerreras azules. —¡Padre! —dije—. ¡Padre!

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—No corráis —dijo padre—. Ringo, tú da la vuelta a la casa y prepara a Júpiter... Bayard, tú entra en casa y dile a Louvinia que me lleve las botas y las pistolas a la puerta trasera; luego vete a ayudar a Ringo. No corráis; id andando. Louvinia estaba en la cocina, desvainando guisantes. Cuando se levantó, el bol se rompió contra el suelo. —Oh, Señor —dijo—. Oh, Señor. ¿Otra vez? Entonces eché a correr. Ringo acababa de aparecer por la esquina de la casa. Corrimos los dos. Júpiter comía en su pesebre; nos intentó cocear dos veces; sus cascos se dispararon otras dos veces contra la pared, muy cerca de mi cabeza, como pistolas, y al fin Ringo saltó sobre su cabeza desde lo alto del pesebre. Logramos ponerle la brida, pero se negaba a admitir la silla. —¡Trae tu caballo y destápale el ojo ciego! Estaba gritando a Ringo cuando entró padre corriendo con las botas en la mano, y miramos colina arriba, hacia la casa, y vimos aparecer a uno de ellos por una esquina con una carabina corta en la mano, como si lo que llevara fuera una linterna. —Marchaos —dijo padre. Se encaramó como un pájaro sobre la grupa desnuda de Júpiter, y lo retuvo un instante mientras dirigía la vista hacia nosotros. No habló en absoluto en tono alto; ni siquiera precipitadamente—. Cuidad de la nana... —dijo—. Bien, Jupe. Vámonos. La cabeza de Júpiter estaba enfilada a través del pasillo hacia la media puerta de celosía de la parte trasera del establo; salió disparado de entre Ringo y yo, como había hecho el día anterior, y padre lo estaba alzando ya mientras yo pensaba: «No podrá saltar por ese huequecito.» Júpiter embistió con el pecho la media puerta que pareció estallar antes de que llegara siquiera a tocarla, y vi a padre y a Júpiter como si de nuevo volaran, en medio de tablas rotas que se arremolinaban en torno a ellos al tiempo que ambos desaparecían de nuestra vista. Luego el yanqui entró a caballo en el establo y nos vio, y desmontó con la carabina y disparó hacia nosotros a bocajarro con una sola mano, como con una pistola, y dijo: —¿Adónde se ha ido ese hijo de rebelde? Louvinia se esforzaba por contarnos lo sucedido mientras corríamos con la vista atrás, mirando el humo que empezaba a salir por las ventanas de la planta baja. —El amo John sentado en el porche y esos yanquis atravesando a caballo los macizos de flores y diciendo: «Hermano, queremos saber dónde vive el rebelde John Sartoris», y el amo John diciendo: «¿Eh?», con la mano en la oreja y con cara de haber nacido chiflado como el tío Few Mitchell, y el yanqui dice: «Sartoris. John Sartoris», y el amo dice: «¿Quién? ¿Quién dice?», hasta que se da cuenta de que el yanqui ha aguantado todo lo que estaba dispuesto a aguantar, y el amo John dice: «Ah, John Sartoris. ¿Por qué no lo dijo desde el principio?», y el yanqui lo maldice por cretino y el amo John dice: «¿Cómo? ¿Cómo ha dicho?», y el yanqui dice: «¡Nada! ¡Nada! ¡Enséñame dónde vive John Sartoris antes de que te ponga la soga al cuello a ti también!», y el amo John dice: «Deje que me ponga los zapatos y en seguida se lo enseño», y entra en casa cojeando, y después echa a correr hacia mí por el pasillo y dice: «Las botas y las pistolas, Louvinia. Cuida de miss Rosa y de los niños», y yo voy a la puerta, pero no soy más que una negra. El

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yanqui dice: «Esa mujer está mintiendo. Creo que ese hombre era el propio John Sartoris. Vete al establo, rápido, y mira a ver si está ese garañón pardo amarillento», hasta que al fin la nana se detuvo y empezó a zarandearla. —¡Calla! —dijo la nana—. ¡Calla! ¿No te das cuenta de que Loosh les ha enseñado dónde está enterrada la plata? Llama a Joby. ¡Aprisa! Hizo volverse a Louvinia hacia las cabañas y la golpeó de la misma manera que padre había hecho volverse y golpeado a mi caballo cuando bajábamos por la colina hacia los yanquis, y luego la nana se volvió y echó a correr hacia la casa, pero ahora era Louvinia quien la sujetaba mientras ella trataba de escapar. —¡No vuelva allí, miss Rosa! —decía Louvinia—. ¡Bayard, sujétala; ayúdame, Bayard! ¡La matarán! —¡Déjame! —decía la nana—. ¡Llama a Joby! ¡Loosh les ha enseñado dónde está enterrada la plata! Pero logramos sujetarla. Era fuerte y delgada y ligera como un gato, pero logramos sujetarla. El humo bullía, y lo podíamos oír, al humo o a ellos, o lo que fuera, o tal vez todos a una haciendo el mismo ruido..., los yanquis y el fuego. Y entonces vi a Loosh. Venía de su cabaña, con un bulto al hombro atado con un pañuelo, y Philadelphy tras él, y su cara tenía la misma expresión que aquella noche del verano pasado cuando Ringo y yo miramos por la ventana y le vimos después de que volviera de ver a los yanquis. La nana dejó de debatirse. Dijo: —Loosh. El se paró y la miró. Parecía como dormido, como si no nos viera o estuviera viendo algo que nosotros no podíamos ver. Pero Philadelphy sí nos vio; se encogió temerosa a su espalda, mirando a la nana. —Traté de detenerle, miss Rosa —dijo—. Sabe Dios que lo intenté. —Loosh —dijo la nana—, ¿también tú te vas? —Sí —dijo Loosh—. Me voy. He sido liberado; el propio ángel de Dios me ha liberado y me voy con los demás al Jordán. Ya no pertenezco a John Sartoris; me pertenezco a mí mismo y a Dios. —Pero la plata pertenece a John Sartoris —dijo la nana—. ¿Quién eres tú para disponer de ella? —¿Usted me lo pregunta? —dijo Loosh—. ¿Dónde está John Sartoris? ¿Por qué no viene él a preguntármelo? Que Dios pregunte a John Sartoris el nombre del hombre que me entregó a él. Que el hombre que me enterró en la negra oscuridad se lo pregunte al hombre que me desenterró y me hizo libre. No nos miraba; creo que ni siquiera nos veía. Siguió adelante. —Sabe Dios, miss Rosa —dijo Philadelphy—, que traté de detenerle. De veras lo intenté. —No te vayas, Philadelphy —dijo la nana—. ¿No ves que te está llevando a la miseria y al hambre? Philadelphy empezó a llorar. —Lo sé. Sé que lo que le han dicho no puede ser verdad. Pero es mi marido. Creo que debo ir con él. Siguieron su camino. Louvinia había vuelto; ella y Ringo estaban a nuestra espalda. El humo bullía, amarillo y lento, hacia arriba, y se volvía de color cobrizo, como polvo, en el crepúsculo; era como polvo que se alza en el camino

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por encima de los pies que lo originan, y que persiste, bullendo lentamente y quedando suspendido a la espera de disiparse. —¡Los muy bastardos, nana! —dije—. ¡Los muy bastardos! Y luego éramos los tres quienes lo estábamos diciendo; la nana y Ringo y yo diciéndolo al unísono. [—¡Los muy bastardos! —clamábamos. —¡Los muy bastardos! ¡Los muy bastardos!]

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Incursión

La nana escribió la nota con jugo de bayas de hierba grana. —Llevádsela ahora mismo a la señora Compson y volved inmediatamente — dijo—. No os detengáis en ningún sitio para nada. —¿Quiere decir que tenemos que ir andando? —dijo Ringo—. ¿Quiere hacernos recorrer a pie las cuatro millas hasta Jefferson y luego la vuelta, con esos dos caballos ahí en el corral sin hacer nada? —Son caballos prestados —dijo la nana—. Voy a cuidarlos hasta que pueda devolverlos. —Creo que nos está haciendo ponernos en camino ni siquiera sabe adónde, y que no sabe hasta cuándo tendrá que cuidar de... —dijo Ringo. —¿Quieres que te dé unos azotes? —dijo Louvinia. —No —dijo Ringo. Fuimos andando a Jefferson, le dimos a la señora Compson la nota, recogimos el sombrero y el parasol y el espejo de mano y volvimos andando a casa. A la tarde engrasamos el carro y al llegar la noche, después de cenar, la nana volvió a coger el jugo de hierba grana y escribió en un trozo de papel: «Coronel Nathaniel G. Dick, Caballería de Ohio, Regimiento número...», y lo dobló y se lo prendió en la parte interior del vestido. —Así no lo olvidaré —dijo. —Si lo olvidara, me parece que esos dos diablillos podrían recordárselo — dijo Louvinia—. Creo que ellos no le han olvidado. Entrando por esa puerta justo a tiempo para impedir que los otros les sacaran a rastras de debajo de sus faldas y les clavaran contra la puerta del establo como dos pieles de mapache. —Sí —dijo la nana—. Ahora vamos a acostarnos. Vivíamos entonces en la cabaña de Joby, donde habíamos colgado una colcha roja de una viga para hacer dos cuartos. Joby estaba esperando fuera con el carro; la nana salió con el sombrero de la señora Compson puesto y subió al carro y le dijo a Ringo que abriera el parasol y cogiera las riendas. Luego nos detuvimos todos y observamos cómo Joby metía algo en el carro, bajo los cobertores; era el cañón y las partes metálicas del mosquete, que Ringo y yo descubrimos entre las cenizas de la casa. —¿Qué es eso? —dijo la nana. Joby no la miró.

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—A lo mejor, si ven sólo la punta, se piensan que es el mosquete entero — dijo. —¿Y qué? —dijo la nana. Joby, entonces, no miraba a nadie. —Sólo trataba de ayudar a recuperar la plata y las mulas —dijo. Tampoco Louvinia dijo nada. Se limitaron, ella y la nana, a mirar a Joby. Al cabo Joby sacó del carro el cañón del mosquete. La nana empuñó las riendas. —Llévelo con usted —dijo Louvinia—. Por lo menos cuidará de los caballos. —No —dijo la nana—. ¿No ves que ya tengo más que suficiente de que ocuparme? —Entonces quédese y deje que vaya yo —dijo Louvinia—. Yo las recuperaré. —No —dijo la nana—. Me las arreglaré perfectamente. Preguntaré hasta dar con el coronel Dick, y luego cargaremos el arcón en el carro y Loosh conducirá las mulas y volveremos a casa. Entonces Louvinia empezó a actuar igual que tío Buck McCaslin aquella mañana en que partimos hacia Memphis. Se quedó allí, agarrada a la rueda del carro, y miró a la nana por debajo del viejo sombrero de padre, y empezó a gritar. —¡No pierda el tiempo en coroneles ni en nada parecido! —gritaba—, ¡Dígales a los negros que le manden a Loosh, y ordénele que vaya a recuperar el arcón y las mulas, y luego azótele! —El carro había emprendido ya la marcha, y ella había soltado la rueda y caminaba a su lado mientras gritaba a la nana—: ¡Coja ese parasol y rómpaselo encima! —De acuerdo —dijo la nana. El carro siguió adelante; dejamos atrás el montón de cenizas y las chimeneas que sobresalían de él; Ringo y yo habíamos encontrado también las tripas del gran reloj de pared. El sol estaba saliendo, y se reflejaba en las chimeneas; podía aún ver a Louvinia entre ellas, de pie frente a la cabaña, protegiéndose los ojos con la mano para mirarnos. Joby seguía plantado detrás de ella con el cañón del mosquete. Habían destrozado totalmente la valla de la entrada; y al cabo de un momento estábamos ya en el camino. —¿Quieres que lleve yo el carro? —dije. —Lo llevaré yo —dijo la nana—. Son caballos prestados. —Pues hasta un yanqui vería a simple vista que no son capaces ni de seguir el paso a un ejército de a pie —dijo Ringo—. Y me gustaría a mí saber cómo va a poder alguien hacerles daño, a menos que le falten las fuerzas para impedir que se echen en medio del camino y sean atropellados por su propio carro. Seguimos hasta que oscureció, y acampamos. Para cuando amaneció ya estábamos de nuevo en el camino. —Será mejor que me dejes llevarlo un poco —dije. —Lo llevaré yo —dijo la nana—. Fui yo quien tomé prestados los caballos. —Puedes llevar este parasol un rato, si quieres hacer algo —dijo Ringo—. Y que me descanse un poco el brazo. —Cogí el parasol y él se tendió en el carro y se tapó los ojos con el sombrero—. Llámame cuando estemos cerca de Hawkhurst —dijo—, para que pueda ponerme a buscar ese ferrocarril del que hablas. Seguimos adelante; no íbamos de prisa. O tal vez teníamos la impresión de que avanzábamos despacio porque habíamos entrado en una comarca donde no parecía vivir nadie; no vimos ni una casa en todo el día. Yo no pregunté y la nana no dijo nada. Iba sentada bajo el parasol, con el sombrero de la señora Compson,

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y los caballos iban al paso y hasta nuestro propio polvo nos adelantaba. Al cabo de un rato, hasta Ringo se incorporó y miró en torno. —Vamos por un camino equivocado —dijo—. Aquí vivir no vive nadie, conque no digamos pasar... Pero al poco se acabaron las colinas, y el camino se extendía recto y llano, y Ringo gritó de pronto: —¡Cuidado! Ahí vienen otra vez para llevarse también a éstos. Y entonces lo vimos también nosotros: una nube de polvo a lo lejos, al oeste, avanzando lentamente —demasiado despacio para que pudieran ser hombres a caballo—, y luego el camino por el que marchábamos desembocó directamente en otro muy ancho que se extendía en línea recta hacia el este, como hacía el ferrocarril de Hawkhurst cuando la nana y yo estuvimos allí aquel verano antes de la guerra; y de pronto lo recordé. —Este es el camino de Hawkhurst —dije. Pero Ringo no me estaba escuchando; miraba a la nube de polvo, y entonces el carro se paró y los caballos agacharon la cabeza y nuestro polvo volvió a adelantarnos y la gran nube de polvo se acercaba lentamente por el oeste. —¿No les veis venir? —gritó Ringo—. ¡Vámonos de aquí! —No son yanquis —dijo la nana—. Los yanquis ya han pasado por aquí. Entonces lo vimos también nosotros: una casa quemada como la nuestra, tres chimeneas alzándose sobre un montón de cenizas, y luego, detrás de ellas, mirándonos desde una cabaña, una mujer blanca con un niño. La nana miró a la nube de polvo, luego miró al ancho camino desierto que se extendía hacia el este. —Este es el camino —dijo. Seguimos. Ahora parecía como si avanzáramos más despacio que nunca, con la nube de polvo a nuestra espalda y las casas y desmotadoras quemadas y las cercas derribadas a ambos lados, y las mujeres y los niños blancos —no vimos ni un solo negro— mirándonos desde las cabañas de los negros donde ahora vivían, como nosotros en casa. No nos detuvimos. —Pobre gente —dijo la nana—. Me gustaría tener suficiente para compartirlo con ellos. Al caer el sol salimos del camino y acampamos. Ringo estaba mirando hacia atrás. —Sea lo que sea, nos hemos alejado y lo hemos dejado atrás —dijo—. No veo ya el polvo. En esta ocasión dormimos los tres en el carro. No tengo idea de la hora que era; sólo sé que de pronto me encontré despierto. La nana estaba ya sentada y erguida en el carro. Vi su cabeza recortada contra las ramas y las estrellas. Y de pronto estábamos los tres sentados en el carro, escuchando. Se acercaban por el camino. Parecían ser unos cincuenta; oíamos sus pasos apresurados y una especie de murmullo jadeante. No era exactamente que entonaran un cántico; no sonaba tan alto. Era sólo un sonido, una respiración, una especie de jadeo, una salmodia rumorosa y un susurrar veloz de pies en el denso polvo. También oía mujeres, y de repente empecé a olerlos. —Negros —susurré—. Chisss... —susurré. No podíamos verlos y ellos tampoco nos vieron; tal vez ni siquiera miraron; sólo caminaban de prisa en la oscuridad, mientras seguía el apresurado, jadeante

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murmullo. Y entonces salió el sol y también nosotros proseguimos nuestra marcha por el gran camino ancho y desierto, entre las casas y las desmotadoras y las cercas quemadas. Antes había sido como atravesar una comarca en la que nunca hubiera vivido nadie; ahora era como atravesar una comarca en la que todo el mundo hubiera muerto al mismo tiempo. Aquella noche nos despertamos tres veces y nos sentamos en el carro en la oscuridad y oímos pasar a los negros por el camino. La última vez fue después del alba y ya habíamos dado de comer a los caballos. Se trataba entonces de una gran multitud, y parecía que corrieran, como si se vieran obligados a correr para dejar atrás la luz de la mañana. Luego desaparecieron. Ringo y yo habíamos vuelto a recoger los arreos cuando la nana dijo: —Esperad. Callaos. Era sólo una mujer; oímos su sollozo y su jadeo, y luego oímos un sonido diferente. La nana empezó a bajarse del carro. —Se ha caído —dijo—. Vosotros enganchad y luego venid. Cuando entramos en el camino, la mujer estaba como en cuclillas en la cuneta sosteniendo algo entre los brazos, y la nana de pie a su lado. Era un bebé de pocos meses; la mujer lo apretaba contra sí como si pensara que quizá la nana fuera a arrebatárselo. —He estado enferma y no he podido continuar —dijo—. Se marcharon y me dejaron. —¿Está tu marido con ellos? —dijo la nana. —Sí, señora —dijo la mujer—. Van todos. —¿A quién perteneces? —dijo la nana. Pero ella no contestó. Se quedó en cuclillas allí en el polvo, encorvada sobre el niño—. Si te doy algo de comer, ¿te darás la vuelta y volverás a casa? —dijo la nana. Ella siguió sin contestar. Se limitó a seguir en cuclillas—. Ya ves que no puedes seguirles y que no van a esperarte — dijo la nana—. ¿Quieres morirte aquí en el camino y que te coman los buitres? Pero ella ni siquiera miró a la nana; se limitó a seguir en cuclillas. —Es al Jordán adonde vamos —dijo—. Jesús quiere que vaya hasta allí. —Sube al carro —dijo la nana. La mujer montó en el carro; volvió a ponerse en cuclillas, tal como había estado en el camino, apretando al niño y sin mirar a ninguna parte; encorvada sobre sí misma, iba balanceándose sobre las nalgas mientras el carro avanzaba a golpe de sacudidas y de vaivén. El sol estaba alto; bajamos por una larga colina y empezamos a cruzar el vado de un riachuelo. —Me bajaré aquí —dijo la mujer. La nana paró el carro y la mujer se bajó. Allí no había nada salvo gruesos gomeros y cipreses y espesa maleza aún llena de sombra. —Vuelve a casa, muchacha —dijo la nana. Pero la mujer permaneció allí, en pie—. Alcanzadme la cesta —dijo la nana. Se la di y ella la abrió y le dio a la mujer un pedazo de pan con carne. Y seguimos la marcha. Cuando miré hacia atrás, la mujer seguía allí, junto al camino. Ascendimos por la otra colina, pero entonces, cuando me volví, el camino estaba otra vez desierto. —¿Estaban los otros en esa parte baja del río? —preguntó la nana a Ringo.

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—Sí —dijo Ringo—. Los ha encontrado. Pero me parece que los volverá a perder esta noche. Era la mañana del cuarto día. Avanzada la tarde, empezamos a bordear una colina y vi el cementerio y la tumba de tío Denny. —Hawkhurst —dije. —¿Hawkhurst? —dijo Ringo—. ¿Dónde está ese ferrocarril? El sol estaba declinando. Cuando acabamos de bajar la colina el sol brillaba bajo, frente a nosotros, en el lugar donde yo recordaba la casa; no nos detuvimos; miramos el montón de cenizas y las cuatro chimeneas que, como las de nuestra casa, se alzaban al sol. Llegamos a la entrada. El primo Denny corría por el camino de acceso hacia nosotros. Tenía diez años; venía corriendo hacia el carro con los ojos como platos y la boca abierta, listo para gritar. —Denny —dijo la nana—, ¿sabes quiénes somos? —Sí —dijo el primo Denny. Me miró y gritó—: ¡Ven a ver...! —¿Dónde está tu madre? —dijo la nana. —En la cabaña de Jingus —dijo el primo Denny; ni siquiera miró a la nana—. ¡Quemaron la casa! —gritó—. ¡Ven a ver lo que han hecho con las vías del tren! Echamos a correr los tres. La nana gritó algo y yo volví y dejé el parasol en el carro y le grité: «Sí, señora», y eché a correr de nuevo y alcancé al primo Denny y a Ringo en el camino y remontamos la colina y entonces apareció ante nuestra vista. Cuando estuvimos allí la nana y yo aquella vez, el primo Denny me enseñó el ferrocarril, pero era tan pequeño entonces que Jingus tenía que llevarlo a cuestas. Era la cosa más recta que había visto en mi vida; discurría derecha y desierta y tranquila por un largo y vado tajo abierto entre los árboles, y también en el terreno, y estaba llena de la luz del sol, como el agua llena un río, sólo que era más recta que cualquier río, con las traviesas pulcras y lisas y a la misma distancia unas de otras, y la luz brillaba en los raíles como sobre dos hilos de una tela de araña, y seguía recta hacia adelante hasta perderse en la lejanía. Su aspecto era cuidado y limpio, como el patio trasero de la cabaña de Louvinia recién barrido los sábados por la mañana, con aquellos dos hilos finos que no parecían lo bastante fuertes para que nada pasara por encima de ellos corriendo veloces y livianos y en línea recta, como si fueran ganando velocidad para saltar limpiamente fuera del mundo. Jingus sabía cuándo vendría el tren; me cogía de la mano y llevaba al primo Denny a cuestas; nos poníamos entre los raíles y nos enseñaba por dónde vendría el tren, y luego nos indicaba el punto donde la sombra de un pino muerto llegaría hasta una estaca que había clavado en la tierra; sería entonces cuando se oiría el silbido. Y retrocedíamos y mirábamos la sombra, y más tarde lo oíamos; pitaba y luego, en pocos instantes, su sonido se iba haciendo más fuerte, más fuerte, y Jingus se acercaba hasta la vía y se quitaba el sombrero y lo levantaba con la cara vuelta hacia nosotros y gritaba: «¡Mirad ahora! ¡Mirad!» incluso después de que el ruido del tren impidiera que lo oyéramos. Y entonces pasaba; venía rugiendo y pasaba de largo; el río abierto entre los árboles estaba lleno de humo y de ruido y de chispas y de metal danzarín, y luego otra vez vacío, y detrás sólo quedaba el viejo sombrero de Jingus brincando y rebotando sobre la vía desierta, como si estuviera vivo.

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Pero esta vez lo que vi fue algo parecido a montones de paja negra a pocas yardas unos de otros, y corrimos hasta la brecha y vimos que habían arrancado las traviesas de la tierra y las habían apilado y les habían prendido fuego. Pero el primo Denny seguía gritando: —¡Venid a ver lo que han hecho con los raíles! Estaban allá atrás, entre los árboles; era como si cuatro o cinco hombres hubieran cogido los raíles y los hubieran atado cada uno a un árbol, igual que se ata un tallo verde de maíz alrededor de una estaca de un carro. También Ringo estaba gritando ahora: —¿Qué son? —gritaba—. ¿Qué son? —¡Son las cosas por encima de las que pasa! —gritó el primo Denny. —¿Quieres decir que tiene que venir aquí y pasar de arriba abajo por entre estos árboles como una ardilla? —gritó Ringo. Entonces, todos a un tiempo, oímos el caballo; apenas habíamos tenido tiempo de mirar cuando vimos a Bobolink salir de entre los árboles y enfilar camino arriba y cruzar las vías y desaparecer de nuevo en la arboleda como un pájaro, con la prima Drusilla montándolo a horcajadas, como los hombres, erguida y ligera como una rama de sauce al viento. Se decía que era la mejor amazona de toda la región. —¡Allí va Dru! —gritó el primo Denny—. ¡Vamos! ¡Ha estado en el río viendo a los negros! ¡Vamos! De nuevo echaron a correr él y Ringo. Cuando dejé atrás las chimeneas, ellos estaban entrando a la carrera en el establo. La prima Drusilla ya había desensillado a Bobolink, y cuando entré lo estaba frotando con un saco. El primo Denny seguía gritando: —¿Qué es lo que viste? ¿Qué están haciendo? —Lo contaré cuando estemos en casa —dijo la prima Drusilla. Entonces me vio. No era alta; era su forma de mantenerse erguida, de andar. Llevaba pantalones, como un hombre. Era la mejor amazona de toda la región. Cuando la nana y yo estuvimos allí aquel verano, antes de la guerra, y Gavin Breckbridge le acababa de regalar a Bobolink, ella y Gavin hacían muy buena pareja; no era necesario que Jingus dijera que formaban la mejor pareja tanto de Alabama como de Mississippi. Pero a Gavin lo mataron en Shiloh, así que no pudieron casarse. Se acercó a mí y me puso la mano en el hombro. —Hola —dijo—. Hola, John Sartoris. —Miró a Ringo—. ¿Este es Ringo? —Así es como me llaman —dijo Ringo. —¿Cómo estás? —dijo la prima Drusilla. —Me las arreglo para ir tirando —dijo Ringo. —Yo acabaré de frotar a Bobolink —dije. —¿Sí? —dijo ella. Se acercó a la cabeza de Bobolink—. ¡Le dejarás hacerlo al primo Bayard, muchacho? —dijo—. Entonces os veré luego en casa —dijo. Y se fue. —Debíais tener bien escondido a este caballo cuando vinieron los yanquis — dijo Ringo. —¿Este caballo? —dijo el primo Denny—. Ningún maldito yanqui va a volver a andar con tonterías con el caballo de Dru. —Lo dijo sin gritar, pero en seguida empezó otra vez—: Cuando vinieron a quemar la casa, Dru agarró la pistola y se

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vino aquí corriendo (llevaba puesto el vestido de los domingos) con los yanquis pisándole los talones. Entró aquí corriendo y saltó sobre Bobolink, sin silla, sin esperar siquiera a ponerle la brida, mientras uno de ellos le gritaba desde ahí mismo, desde la puerta: «¡Alto!», y Dru le dijo: «Quítate de en medio o te embisto y te echo por tierra», y él gritaba: «¡Alto! ¡Alto!», empuñando también la pistola —el primo Denny chillaba ahora a voz en cuello—, y Dru se agachó hasta la oreja de Bobolink y dijo: «Mátalo, Bob», y el yanqui saltó hacia atrás justo a tiempo. Toda la finca estaba llena de ellos, y Dru paró a Bobolink y saltó a tierra con su vestido de domingo y puso la pistola en la oreja de Bobolink y dijo: «No puedo dispararos a todos porque no tengo balas suficientes; además, de nada serviría; pero para el caballo sólo necesito una, y entonces ¿quién iba a poder llevárselo?» ¡Así que incendiaron la casa y se marcharon! —Ahora gritaba a voz en cuello, mientras Ringo lo miraba de tal forma que cualquiera le podría haber arrancado los ojos de la cara con un palo. —¡Vamos! —gritó el primo Denny—. ¡Vamos a escuchar lo de los negros en el río! La prima Drusilla estaba ya contándolo, y se dirigía sobre todo a la nana. Llevaba el pelo muy corto; parecido al de padre en ocasiones, cuando le contaba a la nana cómo él y sus hombres se lo habían cortado mutuamente con una bayoneta. Estaba tostada por el sol y tenía las manos fuertes y curtidas, como las de un hombre que trabaja. Le hablaba sobre todo a la nana: —Empezaron a pasar por aquel camino de allí cuando la casa aún seguía ardiendo. No pudimos calcular cuántos eran; hombres y mujeres con niños que no sabían andar, con ancianos y ancianas que deberían haberse quedado en casa a la espera de la muerte. Iban cantando, marchaban por el camino y cantaban, y ni siquiera miraban a los lados. El polvo no se despejó ni en dos días, pues siguieron pasando toda aquella noche. Estuvimos en vela oyéndoles, y a la mañana siguiente, a cada pocas yardas en el camino, estaban los viejos que no habían podido aguantar más, sentados o tendidos o incluso arrastrándose, llamando a los otros para que les ayudaran; y los otros, los jóvenes y fuertes, no se paraban, no les miraban siquiera. Pienso que ni siquiera les oían ni veían. «Vamos al Jordán», me dijeron. «Vamos a cruzar el Jordán.» —Eso fue lo que dijo Loosh —dijo la nana—. Que el general Sherman los iba a llevar a todos al Jordán. —Sí —dijo la prima Drusilla—. El río. Se han parado allí; son como un río estancado ellos mismos. Los yanquis han mandado una brigada de caballería para contenerlos mientras construyen el puente para que pasen la infantería y la artillería. Se portan con normalidad hasta que llegan allí y ven o huelen el agua; es entonces cuando se vuelven locos. No es que se pongan a pelear; es como si ni siquiera pudieran ver cómo les empujan hacia atrás los caballos y cómo les golpean las vainas de las espadas; es como si no pudieran ver nada más que el agua y la otra orilla. No están furiosos, no pelean; sólo son hombres y mujeres que entonan cantos y salmos y tratan de alcanzar ese puente inacabado o incluso de meterse en el agua, mientras la caballería los rechaza a golpes de vaina. No sé cuándo habrán comido; nadie sabe siquiera de cuán lejos vienen algunos de ellos. Simplemente pasan por aquí, sin comida, sin nada, tal y como se levantaron y dejaron lo que estaban haciendo cuando el espíritu o la voz o lo que fuera les

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ordenó ponerse en marcha. Durante el día hacen alto y descansan en los bosques; luego, por la noche, siguen caminando. Después los oiremos (ya os despertaré) camino arriba hasta que la caballería los detenga. Había un oficial, un comandante, que al final se tomó el tiempo necesario para darse cuenta de que yo no era uno de sus hombres; me dijo: «¿No puedes hacer algo con ellos? ¿No puedes prometerles algo para que vuelvan a casa?» Pero era como si no pudieran verme ni oírme; sólo existían el agua y la otra orilla. Ya lo veréis vosotros mismos mañana, cuando volvamos. —Drusilla —dijo la tía Louise—, no vas a volver ni mañana ni nunca. —Cuando el ejército haya pasado, van a minar y volar el puente —dijo la prima Drusilla—. Nadie sabe lo que harán esos pobres negros entonces. —Pero nosotros no tenemos la culpa —dijo la tía Louise—. Los responsables son los yanquis; que paguen ahora el precio. —Esos negros no son yanquis, madre —dijo la prima Drusilla—. Al menos va a haber otra persona allí que tampoco es yanqui. —Miró a la nana—. Cuatro, contando a Bayard y a Ringo. La tía Louise miró a la nana. —No irás, Rosa. Te lo prohíbo. Mi hermano John me lo agradecerá. —Creo que voy a ir —dijo la nana—. De todos modos tengo que recuperar la plata. —Y las mulas —dijo Ringo—. No se olvide de ellas. Y usted no se preocupe por la nana. Ella decide lo que quiere hacer, luego se arrodilla unos diez segundos y le dice a Dios lo que pretende hacer, y luego se levanta y lo hace. Y aquellos a quienes no les guste ya se pueden apartar o acabarán en el suelo, pisoteados. —Bueno, ahora creo que nos deberíamos ir a la cama —dijo la nana. Nos acostamos. Y esta vez tampoco sé qué hora sería, pero sí sé que era tarde. Alguien me zarandeaba; era el primo Denny. —Dice Dru que, si quieres oírles pasar, salgas afuera —me susurró. Ella estaba fuera de la cabaña; ni siquiera se había desvestido. La vi a la luz de las estrellas, con su pelo corto y desigual y la camisa y los pantalones de hombre. —¿Los oyes? —dijo. Y volvimos a oírlos, como cuando los oímos desde el carro: los presurosos pies, aquel sonido como si cantaran en susurros jadeantes, pasando apresuradamente ante la entrada y perdiéndose camino arriba. —Es el tercer grupo esta noche —dijo la prima Drusilla—. Pasaron otros dos mientras estaba abajo, en la entrada. Estabais cansados; por eso no os desperté. —Creí que era tarde —dije—. Tú ni siquiera te has acostado, ¿no? —No —dijo ella—. He dejado de dormir. —¿Que has dejado de dormir? —dije yo—. ¿Por qué? Me miró. Yo era tan alto como ella; no nos podíamos ver la cara; sólo alcancé a distinguir su cabeza, con aquel pelo corto, a trasquilones, como si se lo hubiera cortado ella misma sin preocuparse por el espejo, y aquel cuello, que se le había adelgazado y endurecido, como las manos, desde la vez que la nana y yo estuvimos allí. —Mantengo al perro en silencio —dijo. —¿Perro? —dije yo—. No he visto ningún perro.

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—No. Ahora está callado —dijo—. Ahora ya no molesta a nadie. Sólo tengo que enseñarle el palo de vez en cuando. —Me estaba mirando—. ¿No es preferible estar despierto? ¿Quién puede querer dormir ahora, con todo lo que está pasando, habiendo tanto para ver? La vida, sabes, solía ser tan aburrida. Estúpida. Una vivía en la misma casa en que había nacido su padre, y los hijos e hijas del padre de una tenían que cuidar y mimar a los hijos e hijas de los mismos esclavos negros; y luego una crecía y se enamoraba de su grato y joven pretendiente, y a su debido tiempo se casaba con él, quizá con el traje de novia de su madre, y recibía como regalo de bodas unos objetos de plata iguales a los que ella había recibido; y luego una se asentaba en su hogar para siempre jamás, y entretanto tenía hijos a quienes alimentar y bañar y vestir hasta que fueran mayores ellos también; y luego una y su marido se morían plácidamente y eran enterrados juntos, acaso en una tarde de verano justo antes de la hora de la cena. Estúpido, como ves. Pero ahora una puede ver por sí misma cómo son las cosas; ahora es estupendo; ahora no tienes que preocuparte por la casa ni por la plata, porque a la casa le pegan fuego y la plata se la llevan; y no tienes que preocuparte por los negros, porque ahora vagan por los caminos toda la noche, a la espera de una oportunidad de ahogarse en un Jordán casero; y no tienes que preocuparte por tener niños a quienes bañar y alimentar y cambiar de ropa, porque los jóvenes tienen la posibilidad de marcharse a caballo y encontrar la muerte en batallas magníficas; y tampoco tienes que dormir sola, no tienes incluso que dormir; así que lo único que tienes que hacer es enseñarle el palo al perro de vez en cuando y decir: «Gracias por nada, Dios.» ¿Entiendes...? Mira. Ya se han ido. Será mejor que vuelvas a la cama, así mañana podremos salir temprano. Tardaremos mucho en alcanzarles. —¿No entras ahora? —dije. —Todavía no —dijo ella. Pero no nos movimos. Y entonces me puso la mano en el hombro—. Escucha —dijo—. Cuando vuelvas a tu casa y veas al tío John, pregúntale si me deja irme con él y cabalgar con su tropa. Dile que sé montar, y que quizá pueda aprender a disparar. ¿Lo harás? —Sí —dije—. Y le diré también que no tienes miedo. —¿No? —dijo—. No había pensado en eso. De todas formas no importa. Tú dile sólo que sé montar, y que no me canso. —Tenía la mano sobre mi hombro; yo la sentía delgada y fuerte—. ¿Harás eso por mí? Dile que me deje ir, Bayard. —De acuerdo —dije. Luego añadí—: Espero que te deje. —Y yo —dijo ella—. Ahora vuelve a la cama. Buenas noches. Volví y me acosté. Al poco me dormí. Y al alba estábamos de nuevo en el camino; Drusilla cabalgaba sobre Bobolink al lado del carro. Alcanzarlos nos llevó todo aquel día, tal como había dicho la prima Drusilla. Empezamos a ver la polvareda casi inmediatamente, y luego empecé a olerlos, y luego nos encontramos en medio de ellos; hombres que llevaban bebés en brazos, mujeres que arrastraban de la mano a niños, mujeres con bebés en brazos, viejos como a remolque de sus bastones, o sentados al borde del camino y alzando las manos hacia nosotros, llamándonos incluso a nuestro paso, y hasta una vieja que corría agarrada al carro, gritándole a la nana que le permitiera al menos ver el agua antes de morir.

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Pero la mayoría ni nos miró. Ni siquiera intentamos pedirles que nos dejaran pasar; era como si con sólo mirar sus caras comprendiéramos que no habrían podido oírnos. Sin embargo no cantaban; lo único que hacían era caminar de prisa, mientras nuestros caballos se abrían paso despacio a través de ellos, y sus ojos vacíos, desde sus caras recubiertas de sudor y polvo, no miraban a ninguna parte, y Bobolink y nuestros caballos abriéndose paso lentamente, a empellones, como si trataran de remontar un riachuelo lleno de troncos flotantes, y el polvo por todas partes, y Ringo, con los ojos cada vez más blancos, protegiendo a la nana con el parasol, y la nana con el sombrero de la señora Compson, y el olor de aquella gente, y la nana con aspecto de sentirse cada vez más indispuesta. Después llegó la tarde. Yo me había olvidado de las horas. De repente, empezamos a oírles allá adelante, donde la caballería los estaba haciendo retroceder del puente. Al principio fue sólo un sonido, como viento, como el que haría el viento en el polvo mismo, y oímos los gritos de la prima Drusilla: —¡Cuidado, tía Rosa! ¡Oh, cuidado! Fue como si todos lo hubiéramos oído al mismo tiempo; nosotros, en el carro y en el caballo; ellos, bajo la capa de polvo de sus rostros cuajados de sudor. Emitieron una especie de largo y quejumbroso sonido, y entonces sentí cómo el carro entero se alzaba y empezaba a precipitarse hacia adelante. Vi cómo nuestros caballos de escuálidos costillares se levantaban sobre sus patas traseras durante un instante, para acto seguido tirar de sus correas hacia un lado, y a la prima Drusilla inclinándose un poco sobre Bobolink para sujetarlo, y vi cómo hombres y mujeres y niños caían bajo las patas de nuestros caballos, y pudimos sentir cómo el carro pasaba por encima de ellos mientras los oímos gritar. Y nos resultó tan imposible detenernos como si de repente la tierra se hubiera inclinado hacia un lado y nos hiciera a todos deslizamos hacia el río. Todo sucedió de prisa, en un abrir y cerrar de ojos, como solía ocurrir siempre; como si los yanquis fueran una especie de barranco en el que la nana, Ringo y yo nos precipitáramos como tres rocas cada vez que nos aproximábamos a ellos. Porque de repente se había puesto el sol; había un alto y brillante y rosado resplandor luciendo tras los árboles y reflejándose en el río, y vimos el puente lleno de yanquis que corrían hacia la otra orilla. Pude ver —recuerdo— las cabezas de los caballos y las mulas mezcladas entre las bayonetas, y luego las bocas de los cañones apuntando hacia arriba y como avanzando lentamente a través del aire, a lo alto, como pinzas de caña empujadas bruscamente a lo largo de una cuerda de tender la ropa, y en todas partes, de un extremo a otro de la orilla del río, se oía el cántico, las voces de las mujeres sobresalían en tono alto y luego gritaban: «¡Gloria!» y «¡Jesús!». Ahora estaban ya peleando. Entre el comienzo del puente y los más rezagados de la caballería había un espacio despejado. Vi cómo los caballos se encabritaban y arremetían contra la muchedumbre y los soldados lanzaban golpes contra ella con las vainas de sus espadas, mientras los últimos de infantería cruzaban apresuradamente el puente, y repentinamente apareció un oficial blandiendo por la punta la espada envainada, como si fuera un palo, y encaramándose en el carro y gritándonos. Distinguí su rostro blanco y pequeño,

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con barba incipiente y surcado por un largo churrete de sangre, sin sombrero y con la boca abierta. —¡Retrocedan! —aulló—. ¡Retrocedan! ¡Vamos a volar el puente! Y la nana, a su vez, le devolvía los gritos, con el sombrero de la señora Compson caído hacia un lado de la cabeza, y la cara a menos de una yarda de la del yanqui: —¡Quiero mi plata! ¡Soy la suegra de John Sartoris! ¡Haga que venga el coronel Dick! Y entonces, en medio del griterío y sin dejar de golpear las cabezas de los negros con el sable, el oficial yanqui desapareció, con su cara pequeña y vociferante y todo lo demás. No sé lo que fue de él; simplemente se esfumó mientras se agarraba a nuestro carro y fustigaba con la espada en torno suyo, y entonces apareció la prima Drusilla a lomos de Bobolink. Sujetaba por el ronzal a nuestro caballo de la izquierda y trataba de desviar el carro hacia un costado. Yo hice ademán de saltar del carro. —Quédate ahí —dijo. No gritó; lo dijo, simplemente—. Coge las riendas y dales la vuelta. Cuando logramos poner el carro de costado, nos paramos. Y entonces, por un instante, pensé que estábamos avanzando hacia atrás, pero luego vi que se trataba de los negros. Vi que la caballería había dejado de ser un grupo compacto; vi a todos en tropel —caballos y hombres y sables y negros— como rodando hacia el comienzo del puente, como cuando se rompe una presa. Transcurrieron así unos diez cabales segundos a partir del paso de los últimos de infantería. Y entonces el puente se desvaneció. Yo lo estaba mirando de frente; podía ver con nitidez el espacio que separaba a la infantería de la oleada de caballería y negros, con el pequeño tramo vacío de puente que los unía en el aire, sobre el agua, y entonces se hizo un brillante resplandor, y sentí una succión en las entrañas, y luego un golpe de viento en la parte posterior de la cabeza. No oí nada en absoluto. Me quedé sentado en el carro con un zumbido extraño en los oídos y un sabor extraño en la boca, mirando a hombrecitos y caballos y trozos de tablones flotando como títeres sobre las aguas. Pero no oía nada en absoluto; ni siquiera oía a la prima Drusilla. Ahora estaba allí al lado, junto al carro, inclinándose hacia nosotros y diciéndonos algo a gritos. —¿Qué? —grité yo. —¡Quedaos en el carro! —gritó ella. —¡No te oigo! —grité. Eso fue lo que dije; eso era lo que estaba pensando; ni siquiera me di cuenta de que el carro estaba de nuevo en movimiento. Pero entonces me di cuenta; fue como si toda la orilla del río se hubiera agitado y alzado y se dirigiera precipitadamente hacia el agua, mientras nosotros, sentados en el carro, nos precipitábamos también hacia el agua arrastrados por otro río de caras que ni veían ni oían siquiera. La prima Drusilla volvía a tener agarrada la brida del caballo de la izquierda, y también yo tiré de ella, y la nana, de pie en el carro, golpeaba las caras con el parasol de la señora Compson, y entonces la brida, podrida, se rompió y se quedó toda ella en la mano de la prima Drusilla. —¡Vete! —grité—. ¡El carro flotará! —Sí —dijo ella—. Flotará. Quedaos en él. Cuida de la tía Rosa y de Ringo.

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—Sí —grité. Y la prima desapareció. Pasamos a su lado; se había vuelto, sofrenaba de nuevo férreamente a Bobolink mientras se inclinaba y le hablaba y le daba palmadas en la quijada; y desapareció. Entonces la orilla quizá se hundió. No lo sé. Ni siquiera sabía que estábamos en el río. Era como si la tierra se hubiera hundido bajo el carro y las caras y todo lo demás, y nos precipitáramos lentamente hacia abajo, mientras los brazos se tendían y las caras alzaban sus ojos ciegos y sus bocas abiertas. Al otro lado del río, alto en el aire, vi un precipicio y sobre él un gran fuego que avanzaba velozmente hacia un costado; y entonces, de repente, el carro se movía también hacia un costado, velozmente, y luego un caballo muerto emergió reluciente entre los rostros vociferantes y volvió a hundirse despacio, exactamente igual que un pez en busca de comida, llevando sobre la grupa, enganchado en un estribo, a un hombre con uniforme negro, pero después me di cuenta de que el uniforme era azul, sólo que estaba mojado. Ahora estaban gritando, y noté que la base del carro se inclinaba y se iba hacia un lado, pues se habían aferrado a ella. La nana se había arrodillado a mi lado y golpeaba a las vociferantes caras con el parasol de la señora Compson. Detrás de nosotros seguían descendiendo hacia la orilla e internándose en el río, cantando.

Una patrulla yanqui nos ayudó a Ringo y a mí a cortar los arneses de los caballos ahogados y a arrastrar el carro hasta la orilla. Rociamos con agua la cara de la nana hasta que volvió en sí, y los soldados hicieron arneses con cuerdas y engancharon al carro dos de sus caballos. Por lo alto del despeñadero discurría un camino, y entonces vimos las hogueras bordeando la orilla. Al otro lado del río seguían cantando, pero ya de un modo más tranquilo. Pero a este lado seguía habiendo patrullas que cabalgaban de un lado a otro del despeñadero, y abajo, junto al agua, donde estaban las hogueras, pelotones de infantería. Luego empezamos a pasar entre hileras de tiendas de campaña; la nana iba recostada contra mí, y entonces pude verle la cara; estaba blanca y quieta, y tenía los ojos cerrados. Parecía vieja y cansada; antes nunca había reparado en lo vieja y pequeña que era. Luego empezamos a pasar ante grandes fogatas, con negros encogidos en torno a ellas con las ropas mojadas, y soldados que deambulaban entre ellos ofreciéndoles comida. Más tarde llegamos a una calle ancha, y nos detuvimos ante una tienda en la que había un centinela en la entrada y una luz en el interior. Los soldados miraron a la nana. —Será mejor que la llevemos al hospital —dijo uno de ellos. La nana abrió los ojos; trató de incorporarse. —No —dijo—. Llévenme ante el coronel Dick. Y me sentiré perfectamente. La llevaron dentro de la tienda y la sentaron en una silla. No se había movido; estaba allí sentada con los ojos cerrados y un mechón de pelo mojado pegado a la cara cuando entró el coronel Dick. Yo no le había visto nunca —sólo había oído su voz mientras Ringo y yo estuvimos acurrucados bajo las faldas de la nana, conteniendo la respiración—, pero lo reconocí al instante, con la barba fulgurante y los ojos duros y brillantes, al inclinarse sobre la nana y decir: —Maldita guerra. Maldita sea. Maldita sea.

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—Se llevaron la plata y los negros y las mulas —dijo la nana—. He venido a recuperarlos. —Y los tendrá —dijo él—, si es que se encuentran en alguna parte de este cuerpo del ejército. Iré yo mismo a ver al general. —Estaba mirándonos a Ringo y a mí entonces, y dijo—: Ah, creo que ya nos hemos conocido antes. Luego se marchó de nuevo. En la tienda hacía calor, y había calma; tres insectos revoloteaban alrededor del farol, y afuera, como viento lejano, se oía el rumor del ejército. Ringo ya estaba dormido, sentado en el suelo con la cabeza sobre las rodillas, y yo no estaba mucho mejor, porque, de pronto, el coronel Dick había vuelto y había un ordenanza escribiendo en la mesa, y la nana, sentada y con la cara pálida, tenía otra vez los ojos cerrados. —Tal vez tú puedas describírmelos —me dijo el coronel Dick. —Lo haré yo —dijo la nana. No abrió los ojos—. El cofre de la plata está atado con cuerda de cáñamo. La cuerda era nueva. Son dos negros: Loosh y Philadelphy; y las mulas: Old Hundred y Tinney. El coronel Dick se volvió a mirar cómo escribía el ordenanza. —¿Ha tomado nota de eso? —dijo. El ordenanza miró lo que había escrito. —Creo que el general les dará con mucho gusto el doble de plata y mulas si acceden a llevarse el mismo número de negros —dijo. —Ahora iré a ver al general —dijo el coronel Dick. Al poco estábamos de nuevo en movimiento. No sé cuánto tiempo había transcurrido, porque a Ringo y a mí tuvieron que despertarnos; íbamos otra vez en el carro, tirado por dos caballos del ejército, y avanzábamos por aquella calle larga y espaciosa. El coronel Dick se había ido, y venía con nosotros otro oficial. Llegamos hasta un montón de arcones y cajas que parecía más alto que una montaña. Detrás había un corral de cuerdas lleno de mulas, y a un lado, esperando y de pie, como un millar de negros —hombres, mujeres y niños— con las ropas, antes empapadas, ya secas sobre su piel. Y entonces todo empezó a suceder velozmente otra vez; allí estaba la nana, ahora con los ojos bien abiertos, mientras el teniente leía aquel papel y los soldados sacaban a tirones arcones y baúles del montón. —Diez cofres atados con cuerda de cáñamo —leyó el teniente—. ¿Los tenéis ya...? Ciento diez mulas. De Philadelphia, pone aquí... Eso está en Mississippi. Traed esas mulas de Mississippi. Tienen que llevar correas y ronzal. —No tenemos ciento diez mulas de Mississippi —dijo el sargento. —Conseguid las que haya. Rápido. —Se volvió a la nana—. Y ahí tiene sus negros, señora. La nana lo estaba mirando con los ojos tan abiertos como los de Ringo. Se había echado para atrás un poco, con la mano sobre el pecho. —Pero si ellos no son... no son... —dijo. —¿Que no son todos suyos? —dijo el teniente—. Ya lo sé. El general ha ordenado que se le entreguen otros cien, con sus respetos. —Pero eso no es... Nosotros no... —dijo la nana.

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—Quiere que le devuelvan la casa también —dijo el sargento—. No tenemos ninguna casa, abuela —dijo—. Tendrá que arreglárselas con baúles y negros y mulas. De todos modos, tampoco tendría sitio para ella en el carro. Nos quedamos allí, sentados, mientras cargaban los diez arcones en el carro. Apenas cupieron todos. Trajeron otro equipo de lanzas y arneses, y engancharon a él cuatro mulas. —Uno de vosotros, negros, que sepa manejar dos pares de mulas: que venga —dijo el teniente. Uno de los negros se acercó y subió al pescante, al lado de la nana. Ninguno de nosotros lo había visto nunca. Detrás de nosotros, estaban sacando las mulas del corral. —¿Quiere que algunas de las mujeres vayan montadas? —dijo el teniente. —Sí —musitó la nana. —Venga —dijo el teniente—, una en cada mula, de prisa. Luego me tendió un papel. —Aquí tienes. Hay un vado a unas veinte millas río arriba. Podéis cruzar por allí. Será mejor que os pongáis en camino antes de que algunos más de estos negros decidan irse con vosotros. Marchamos hasta el alba, con los diez arcones en el carro y las mulas y nuestro ejército de negros detrás. La nana no se había movido; iba sentada junto al negro desconocido, con el sombrero de la señora Compson puesto y el parasol en la mano. Pero no estaba dormida, porque tan pronto como hubo luz suficiente para ver, dijo: —Para el carro. El carro se detuvo. La nana se volvió y me miró. —Déjame ver ese papel —dijo. Desdoblamos el papel; miramos la pulcra letra: Cuartel General de Campaña Cuerpo de Ejército n.0 — Distrito de Tennessee 14 de agosto de 1864 A todos los jefes de brigada, regimiento y demás unidades del ejército: Se asegurarán de que al portador le sean restituidos íntegramente los siguientes bienes, a saber: Diez (10) arcones atados con cuerdas de cáñamo y que contengan plata. Ciento diez (110) mulas capturadas sin amarrar cerca de Philadelphia, en Mississippi. Ciento diez (110) negros de ambos sexos pertenecientes a la misma localidad y que se habían extraviado. Se asegurarán, asimismo, de que al portador le sean suministrados alimentos y forraje a fin de facilitarle el tránsito hasta su destino. Por orden del general comandante en jefe. Nos miramos unos a otros a la mortecina luz del alba. —Calculo que ahora tendrá que hacerse cargo de ellos —dijo Ringo.

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La nana me miró. —También podremos conseguir comida y forraje —dije yo. —Sí —dijo la nana—. Traté de disuadirles. Ya me oísteis Ringo y tú. Es la mano de Dios. Nos detuvimos y dormimos hasta mediodía. Por la tarde llegamos al vado. Habíamos empezado ya a descender por el barranco cuando vimos el escuadrón de caballería allí acampado. Era demasiado tarde para detenernos. —Lo han descubierto y se nos han adelantado —dijo Ringo. Era demasiado tarde; un oficial y dos soldados cabalgaban ya hacia nosotros. —Les diré la verdad —dijo la nana—. No hemos hecho nada. Se quedó allí sentada un poco echada hacia atrás otra vez con una mano ya alzada y tendiendo el papel con la otra cuando llegaron los soldados. El oficial era un hombre de complexión fuerte y cara colorada; nos miró, cogió el papel y lo leyó y empezó a maldecir. Permaneció allí, a lomos de su caballo, maldiciendo mientras nosotros le mirábamos. —¿Cuántas le faltan? —dijo. —¿Cuántas qué...? —dijo la nana. —¡Mulas! —gritó el oficial—. ¡Mulas! ¡Mulas! ¿Tengo cara de tener arcones de plata o negros atados con cuerda de cáñamo? —Nos... —dijo la nana, con la mano en el pecho, mirándole. Creo que fue Ringo el primero que comprendió lo que quería decir. —Nos faltan cincuenta —dijo Ringo. —¿Cincuenta, eh? —dijo el oficial. Volvió a maldecir. Se volvió hacia uno de los hombres a su espalda y lo maldijo—. ¡Cuéntalas! —gritó—. ¿Piensas que voy a fiarme de su palabra? El hombre contó las mulas; no nos movimos; creo que ni respiramos apenas. —Sesenta y tres —dijo el hombre. El oficial nos miró. —De sesenta y tres a ciento diez van cuarenta y siete —dijo. Lanzó una maldición—. ¡Que traigan cuarenta y siete mulas! —gritó—. ¡De prisa! —Nos miró de nuevo—. ¿Creían que iban a poder estafarme tres mulas, eh? —gritó. —Cuarenta y siete serán suficientes —dijo Ringo—. Pero pienso que quizá nos convendría comer algo, como dice el papel. Cruzamos el vado. No nos detuvimos; seguimos adelante tan pronto como nos trajeron las mulas que faltaban y otras mujeres las montaron. Seguimos adelante. Se había puesto ya el sol, pero no nos detuvimos. —¡Ja! —dijo Ringo—. ¿A la mano de quién se debe esto? Seguimos sin parar hasta medianoche. Ahora era a Ringo a quien la nana estaba mirando. —Ringo —dijo. —No dije nada que el papel no dijera —dijo Ringo—. El que lo decía era el papel, no yo. Todo lo que hice fue decirle cuántas faltaban para ciento diez. Nunca dije que fuera a nosotros a los que nos faltara esa cantidad. Además, de nada sirve ya lamentarse; no hay forma de saber lo que nos puede pasar antes de llegar a casa. Ahora lo importante es qué hacer con todos estos negros. —Sí —dijo la nana.

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Cocinamos y comimos las provisiones que nos había dado el oficial de caballería. Luego la nana dijo que todos los negros que vivieran en Alabama dieran un paso hacia adelante. Eran casi la mitad. —Supongo que todos vosotros querréis cruzar algunos ríos más y correr detrás del ejército yanqui, ¿no es cierto? —dijo la nana. Ellos siguieron allí, de pie, moviendo los pies en el polvo—. ¿Cómo? ¿Es que nadie quiere hacerlo? — Ellos seguían sin moverse—. Entonces, ¿a quién vais a obedecer de ahora en adelante? Al cabo de unos instantes, uno de ellos dijo: —A usted, señora. —Muy bien —dijo la nana—. Ahora escuchadme. Marchaos a casa. Y si alguna vez me entero de que alguno de vosotros vuelve a extraviarse como ahora, ya me ocuparé yo de ello. Ahora poneos en fila y acercaos uno a uno para que compartamos la comida. Transcurrió mucho tiempo hasta que el último de ellos se hubo marchado; cuando reanudamos la marcha casi teníamos mulas para todo el mundo; algunos hubieron de seguir a pie, y Ringo conducía el carro, Ni siquiera preguntó: se limitó a sentarse junto a la nana en el pescante y coger las riendas. Sólo en una ocasión le dijo la nana que no fuera tan de prisa. Así que yo entonces iba atrás, sobre uno de los arcones, y aquella tarde me quedé dormido. Lo que me despertó fue el carro al pararse. Acabábamos de llegar a un llano después de bajar una colina, y entonces, más allá de una campiña, los vi; eran unos doce, soldados de caballería con guerreras azules. Ellos aún no nos habían visto; marchaban al trote, y entonces vi que la nana y Ringo los estaban mirando. —Casi no merece la pena que nos tomemos la molestia —dijo Ringo—. Aunque la verdad es que tienen caballos. —Tenemos ya ciento diez —dijo la nana—. Esa es la cantidad que pone en el papel. —De acuerdo —dijo Ringo—. ¿Quiere que sigamos? La nana no respondió; siguió sentada un poco echada hacia atrás, con la mano en el pecho otra vez. —Bien, ¿qué es lo que quiere hacer? —dijo Ringo—. Tiene que decidirse rápido, o se marcharán. La miró; ella no se movió. Ringo asomó el cuerpo fuera del carro. —¡Eh! —gritó. Los jinetes miraron hacia atrás al instante y nos vieron y giraron en redondo. —¡La nana dice que vengáis aquí! —gritó Ringo. —Oye, Ringo... —susurró la nana. —Muy bien —dijo Ringo—. ¿Quiere que les diga que no hagan caso? Ella no respondió; miraba, más allá de Ringo, a los dos yanquis que cabalgaban por el campo hacia nosotros; tenía aquella especie de expresión tensa en el semblante, y la mano fija en la pechera del vestido. Eran un teniente y un sargento; el teniente no parecía mucho mayor que yo y que Ringo. Vio a la nana y se quitó el sombrero; la nana siguió sentada, inmóvil. Luego, repentinamente, se retiró la mano del pecho; tenía en ella el papel; se lo tendió al teniente sin decir palabra. El teniente lo abrió; el sargento miró por encima del hombro del teniente. Luego nos miró.

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—Aquí dice mulas, no caballos —dijo. —Sólo las cien primeras eran mulas —dijo Ringo—. Los otros doce eran caballos. —¡Maldita sea! —dijo el teniente. Era como si fuera una jovencita quien estuviera maldiciendo—. ¡Ya le dije al capitán Bowen que no nos suministraran caballos requisados! —¿Quiere decir que piensa darles los caballos? —dijo el sargento. —¿Y qué otra cosa puedo hacer? —dijo el teniente. Parecía al borde de las lágrimas—. ¡Es la firma del propio general! Así que, salvo para quince o veinte de ellos, teníamos ya monturas para todo el mundo. Seguimos nuestro camino. Los soldados se quedaron de pie debajo de un árbol que había al lado del camino, con las sillas y las bridas en el suelo. Todos excepto el teniente. Cuando iniciamos la marcha, echó a correr junto al carro; parecía que fuera a romper en sollozos, a la carrera con el sombrero en la mano, pegado al carro y mirando a la nana. —Se encontrarán en algún momento con tropas —dijo—. Estoy seguro. ¿Querrá decirles dónde estamos para que vengan a buscarnos? ¿No se olvidará? —A unas veinte o treinta millas atrás hay varios de los suyos que afirman tener tres mulas de sobra —dijo Ringo—. Pero cuando veamos a otros les diremos lo de ustedes. Seguimos nuestro camino. Divisamos una población, pero la orillamos. Ringo ni siquiera quería pararse para enviar el mensaje del teniente, pero la nana le obligó a detenerse y enviamos el mensaje por medio de uno de los negros. —Una boca menos que alimentar —dijo Ringo. Proseguimos nuestra marcha. Ahora avanzábamos de prisa, cambiando de mulas a cada pocas millas. Una mujer nos dijo que estábamos de nuevo en Mississippi, y luego, a la tarde, cuando remontamos la colina, allí estaban nuestras chimeneas, enhiestas a la luz del sol, y la cabaña detrás de ellas y Louvinia inclinada sobre la tina de lavar y la ropa tendida en la cuerda, agitándose plácida y brillante. —Para el carro —dijo la nana. Nos detuvimos todos; el carro, los ciento veintidós caballos y mulas y los negros que nunca habíamos tenido tiempo de contar. La nana se apeó despacio y se volvió hacia Ringo. —Baja —dijo; luego me miró a mí—. Tú también —dijo—. Puesto que no dijiste nada en absoluto. Bajamos del carro. Nos miró. —Hemos mentido —dijo. —Fue el papel el que mintió, no nosotros —dijo Ringo. —El papel decía ciento diez. Tenemos ciento veintidós —dijo la nana—. Arrodillaos. —Pero ellos los robaron antes que nosotros —dijo Ringo. —Pero mentimos —dijo la nana—. Arrodillaos. Ella se arrodilló primero. Luego permanecimos los tres arrodillados junto al camino mientras ella rezaba. La colada ondeaba blanda y luminosa y plácida en el tendedero. Y entonces Louvinia nos vio; la nana seguía rezando y ella corría ya a través de los pastos.

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Escaramuza en Sartoris

I Cuando pienso en aquel día, en el antiguo escuadrón de padre a caballo y en formación ante la casa, y en padre y Drusilla, pie a tierra, con aquella urna electoral de los politicastros del Norte ante ellos, y las señoras allá enfrente, en el porche, y los dos grupos, hombres y mujeres, encarándose uno a otro como si ambos esperaran la orden de cargar, pienso que conozco la razón. Pienso que se debía a que los hombres de padre (como todos los demás soldados del Sur), aun cuando se hubieran rendido y reconocieran que habían sido vapuleados, seguían siendo soldados. Tal vez a causa de la antigua costumbre de hacerlo todo como un solo hombre; tal vez porque cuando uno ha vivido cuatro años en un mundo regido exclusivamente por conductas masculinas, aun cuando ello entrañe peligros y contiendas, no se desee ya abandonarlo: acaso las razones sean precisamente los peligros y contiendas, pues los hombres han sido pacifistas por todas las razones que imaginarse puedan, salvo la de eludir el riesgo y la batalla. Y así, ahora, el escuadrón de padre y los demás hombres de Jefferson, por una parte, y tía Louise y la señora Habersham y el resto de las mujeres de Jefferson, por otra, eran de hecho enemigos, porque los hombres habían claudicado y admitido que pertenecían a los Estados Unidos, mientras que las mujeres jamás se habían rendido. Recuerdo la noche en que recibimos la carta y supimos por fin el paradero de Drusilla. Fue justo antes de las Navidades de 1864, después de que los yanquis hubieran prendido fuego a Jefferson y abandonado la región, y nosotros no sabíamos siquiera con certeza si la guerra había o no terminado. Todo lo que sabíamos era que durante tres años la región había estado llena de yanquis, y que luego, repentinamente, se habían marchado y no quedaba en ella ningún hombre. Ni siquiera habíamos tenido noticias de padre desde julio, en que nos llegaron de Carolina, así que ahora vivíamos en un mundo de ciudades y casas quemadas y plantaciones arruinadas y campos habitados sólo por mujeres. Ringo y yo teníamos quince años; nos sentíamos casi como si tuviéramos que comer y

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dormir y cambiarnos de ropa en un hotel construido exclusivamente para señoras y para niños. El sobre estaba roto y sucio; había sido abierto y pegado de nuevo, pero Ringo y yo aún conseguimos descifrar el remite Hawkhurst, Gihon County, Alabama, aunque en un principio no reconocimos la letra de tía Louise. Iba dirigida a la nana, lo cual daba a entender cuánto tiempo hacía que había sido escrita, pues tía Louise ni siquiera sabía que la nana había muerto. Eran seis páginas de papel de empapelar, recortadas con tijeras y escritas por ambas caras con jugo de hierba grana, y pensé en aquella vez, hacía dos años, en que la nana y Ringo y yo, de camino en busca de los soldados yanquis que nos habían robado la plata, pasamos por Hawkhurst y nos encontramos con que los yanquis también habían llegado y prendido fuego a Hawkhurst, luego de que tío Dennison y Gavin Breckbridge hubieran muerto en Shiloh, y con que tía Louise y Drusilla y Denny vivían en una cabaña de negros, como habíamos hecho nosotros en Sartoris, Mississippi. Y Drusilla llevaba el pelo casi tan corto como el mío, y camisa y pantalones téjanos iguales a los de Ringo y a los míos, y tenía las manos ásperas a causa del trabajo, y tía Louise empezó a llorar y a contarnos cómo Drusilla se había cortado el pelo y puesto ropas de hombre el día en que llegó la noticia de que Gavin Breckbridge también había muerto. Pero Drusilla no lloraba. Sólo pasamos allí aquella noche; los negros seguían marchando por el camino a lo largo de la madrugada, y ella me despertó y bajamos hasta el camino y los escuchamos pasar en la oscuridad, cantando, tratando de alcanzar al ejército yanqui y ganar la libertad. Luego desaparecieron y Drusilla me dijo que volviera a la cama y yo le pregunté si no se iba a acostar también y ella dijo que ya no dormía, que tenía que estar en vela y hacer que el perro estuviera callado. No es que fuera un mal perro, sólo que ella tenía que levantarse de cuando en cuando y le enseñaba el palo y entonces el perro se callaba. Y yo le dije: «¿De qué perro hablas? Yo no he visto ninguno.» Y entonces ella se volvió y me puso una mano sobre el hombro (yo era ya más alto que ella) y me dijo: —Escucha. Cuando vuelvas a ver al primo Johnny, pídele que me deje unirme a su escuadrón e irme con él. Dile que sé montar y que tal vez pueda aprender a disparar y que no tendré miedo. ¿Se lo dirás? Pero yo no se lo dije a padre. Quizá lo olvidé. Luego los yanquis se marcharon, y padre y sus hombres se fueron también. Luego, seis meses después, recibimos una carta suya en la que nos contaba que estaban peleando en Carolina, y un mes más tarde otra de tía Louise diciendo que Drusilla se había marchado también. Era una carta breve, escrita en papel de empapelar, en la que podían apreciarse los sitios donde tía Louise había derramado lágrimas sobre el jugo de hierba grana, pues no sabía dónde estaba Drusilla, y se esperaba lo peor desde que Drusilla había tratado de renunciar a su condición de mujer, negándose a sentir cualquier aflicción natural ante la muerte no sólo de su prometido sino de su propio padre, y daba por sentado que Drusilla estaba con nosotros y, aunque no esperaba que Drusilla diera ella misma paso alguno para aliviar la ansiedad de una madre, confiaba en que la nana sí lo hiciera. Pero tampoco nosotros sabíamos dónde estaba Drusilla. Se había esfumado. Era como si los yanquis, a su paso por el Sur, se hubieran llevado consigo no sólo a todo hombre viviente, azul y gris y blanco y negro, sino también a una jovencita que

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r casualmente había tratado de parecer y actuar como un hombre desde que mataron a su novio. Y luego llegó la otra carta. Sólo que la nana no estaba allí para leerla, de modo que a Ringo y a mí nos fue imposible durante cierto tiempo caer en la cuenta de lo que tía Louise trataba de decirnos. La carta estaba escrita en el mismo papel de empapelar, pero esta vez eran seis páginas y tía Louise no había llorado sobre el jugo de hierba grana; Ringo dijo que probablemente se debía a que la había escrito con demasiada prisa: Querida hermana: Creo que esto supondrá una nueva para ti, como lo fue para mí, aunque espero y ruego para que a ti no te suponga el golpe desgarrador que para mí supuso, y es natural que así sea, pues tú eres sólo una tía mientras que, yo soy la madre. Pero no es en mí en quien estoy pensando, puesto que soy una mujer, una madre, una mujer del Sur, y durante los últimos cuatro años nuestro sino ha sido aprender a soportarlo todo. Pero cuando pienso en mi marido, que consagró su vida a la salvaguarda de una herencia de hombres valientes y mujeres intachables, contemplando desde el cielo a una hija que deliberadamente ha desechado aquello por lo que él murió; y cuando pienso en mi hijo, medio huérfano, que un día me preguntará por qué el sacrificio de su padre inmolado no bastó para preservar el buen nombre de su hermana...

Este era el tono de la carta. Ringo sostenía una tea de pino para que yo leyera, pero al cabo de un rato hubo de encender otra, y para entonces sólo habíamos llegado a cómo, una vez muerto Gavin Breckbridge en Shiloh antes de que él y Drusilla hubieran tenido tiempo de casarse, le había sido reservado a ella el más alto destino de toda mujer sureña: ser la novia-viuda de una causa perdida, y cómo Drusilla no sólo lo había rechazado, no sólo había llegado a ser una mujer perdida y una vergüenza para la memoria de su padre, sino que se hallaba ahora viviendo de acuerdo con una palabra que tía Louise ni se atrevía a pronunciar, pero que la nana ya sabía, aunque al menos había que dar gracias a Dios de que padre y Drusilla no tuvieran realmente ningún parentesco de sangre, ya que era la mujer de padre la prima consanguínea. Así que entonces Ringo encendió la otra tea y pusimos las hojas en el suelo y supimos de qué se trataba; hacía seis meses que Drusilla se había ido y en todo ese tiempo no habían recibido noticias suyas salvo la de que estaba viva, y más tarde, una noche, había entrado en la cabaña donde tía Louise y Denny vivían (aquí había una línea subrayada, tal y como sigue), con ropas no sólo de hombre, sino de vulgar soldado raso, y les contó cómo había pertenecido al escuadrón de padre por espacio de seis meses, cómo había vivaqueado rodeada de hombres dormidos, sin molestarse siquiera en montar una tienda para ella y para padre salvo cuando hacía mal tiempo, y Drusilla no sólo no mostraba vergüenza ni remordimiento alguno, sino que de hecho pretendía no saber de qué estaba hablando tía Louise; cuando tía Louise le dijo que ella y padre debían casarse inmediatamente, Drusilla respondió: «¿Es que no puedes entender que estoy cansada de enterrar maridos en esta guerra? ¿Que no me he unido al escuadrón del primo John para encontrar un hombre sino para

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herir a los yanquis?» Y tía Louise dijo: —Al menos no le llames primo John cuando algún extraño pueda oírte.

La tercera carta no nos llegó a nosotros. La recibió la señora Compson. Drusilla y padre estaban en casa entonces. Era primavera, la guerra había terminado y estábamos muy ocupados en talar los cipreses y robles de la cañada para construir la casa; Drusilla trabajaba como un hombre más con Joby y Ringo y padre y yo, y llevaba el pelo más corto que en aquella ocasión en Hawkhurst, y tenía la cara bronceada de cabalgar a la intemperie y el cuerpo delgado de vivir como los soldados. Tras la muerte de la nana, Ringo y Louvinia y yo dormíamos los tres en la misma cabaña, pero después de la llegada de padre, Ringo y Louvinia se mudaron a la otra con Joby, y padre y yo dormíamos en el jergón que antes había sido de Ringo y mío, y Drusilla se acostaba en la cama, detrás de la colcha que hacía de cortina, donde solía dormir la nana. Y así, una noche me acordé de la carta de tía Louise y se la enseñé a Drusilla y a padre, y padre supo que Drusilla no le había escrito a tía Louise para decirle dónde estaba, y le dijo que debía hacerlo, y entonces, un buen día, apareció la señora Compson con la tercera carta. Drusilla y Ringo y Louvinia estaban en el aserradero de la cañada, y también vi aquella carta, escrita en papel de empapelar con jugo de hierba grana sobre el que tampoco esta vez había llorado tía Louise, y era la primera vez que la señora Compson se presentaba desde la muerte de la nana, y ni siquiera se apeó de su carruaje, sino que siguió sentada en él, sujetando el parasol con una mano y el chal con la otra, y mirando a su alrededor como si temiera que Drusilla, al salir de la casa o aparecer por una esquina, no fuera a ser simplemente una muchacha delgada y bronceada con camisa y pantalones de hombre sino algo así como una pantera o un oso domesticado. La carta decía cosas muy similares a las otras; que tía Louise se dirigía a una desconocida para ella, pero no para la nana, y que había veces en las que el buen nombre de una familia era el buen nombre de todas, y que, naturalmente, no esperaba que la señora Compson se fuera a vivir con padre y Drusilla, pues incluso eso resultaría demasiado tardío para salvar las apariencias de algo que, además, jamás había existido. Pero que la señora Compson —tía Louise estaba convencida de ello— era también una mujer, una mujer del Sur, y que también había sufrido —tía Louise no lo dudaba—, sólo que esperaba y rogaba para que a la señora Compson no le hubiera cabido en suerte el espectáculo de ver a su propia hija —si es que la señora Compson tenía alguna— escarneciendo y ultrajando todos los principios sureños de pureza y feminidad por los que habían muerto nuestros maridos, si bien tía Louise confiaba asimismo en que el esposo de la señora Compson (la señora Compson era mayor que la nana y al único marido que había tenido en su vida lo habían encerrado por demente hacía mucho tiempo, pues en las horas muertas de la tarde acostumbraba a reunir a ocho o diez negritos de la hacienda y, después de alinearlos frente a él, al otro lado del arroyo, con sendos boniatos sobre la cabeza, se ponía a disparar a los boniatos con un rifle; solía además decirles que a lo sumo podía fallar un boniato, pero jamás un negro, de modo que se estaban quietos como muertos), no se contara entre ellos. Así que tampoco de esa carta pude

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sacar ningún sentido, y seguía sin entender de qué hablaba tía Louise, aunque tampoco creía que la señora Compson lo entendiera. Porque no fue ella: fue la señora Habersham, la cual no había venido jamás a casa y a quien la nana, que yo supiera, jamás había ido a visitar. Pues la señora Compson no se quedó; no se apeó siquiera del carruaje, sino que siguió sentada, como erguida bajo su chal y mirándome primero a mí y luego a la cabaña, como si no supiera lo que iba a salir de ella o de detrás de ella. Luego empezó a dar unos golpecitos con el parasol en la cabeza del cochero negro y volviendo sobre sus pasos, al trote ligero de los dos viejos caballos tomaron el sendero de entrada, luego el camino de la ciudad y desaparecieron. Y a la tarde siguiente, cuando subía yo de la cañada para ir al manantial con el cubo de agua, vi cinco carruajes y coches frente a la cabaña, y dentro de ella a catorce mujeres. Habían recorrido las cuatro millas desde Jefferson, con la ropa de los domingos que los yanquis y la guerra les habían respetado, y eran viudas de guerra o mujeres cuyos maridos, que habían vuelto con vida a Jefferson, ayudaban a padre en aquello que estuviera haciendo, porque corrían tiempos extraños. Sólo que, como dije, tal vez no existan tiempos extraños para las mujeres: tal vez todo sea una continua y monótona repetición de las locuras de sus hombres. La señora Compson estaba sentada en la mecedora de la nana, sosteniendo aún el parasol y erguida bajo su chal y con aire de haber visto por fin lo que esperaba ver: la pantera. Era la señora Habersham quien sujetaba la cortina retirándola a un lado para que las demás pudieran entrar y ver la cama donde dormía Drusilla, y para mostrarles luego el jergón donde dormíamos padre y yo. Entonces me vio y dijo: —¿Y quién es éste? —Es Bayard —dijo la señora Compson. —Oh, pobre criatura —dijo la señora Habersham. Así que no me paré. Pero no pude evitar oírles. Parecía una reunión de un club de señoras bajo la presidencia de la señora Habersham, pues de cuando en cuando la señora Habersham olvidaba hablar en voz baja y llegaba a mis oídos: —...La madre tendría que venir; habría que enviar por ella inmediatamente. Pero no estando ella aquí..., nosotras, las damas de la comunidad, madres también... La criatura, probablemente embaucada por galantes y románticas... y antes de caer en la cuenta del precio que debía... Y la señora Compson dijo: —¡Calle! ¡Calle! Y luego alguien dijo: —¿Supone de verdad que...? Y entonces la señora Habersham olvidó de veras hablar en voz baja: —¿Y si no qué? ¿Qué otra razón puede usted aducir para que la chica se oculte durante todo el día en el bosque, cargando con cosas pesadas como troncos y... Entonces me alejé. Llené el cubo en la fuente y volví al aserradero, donde Drusilla y Ringo y Joby ponían los troncos en la sierra mecánica y la mula, con los ojos vendados, daba vueltas y más vueltas, entre el serrín. Y entonces Joby emitió una especie de sonido y todos nos paramos y miramos y allí estaba la señora Habersham, en compañía de otras tres, que asomaban desde detrás de ella con los ojos muy abiertos y brillantes, contemplando a Drusilla, que estaba de pie en

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medio de las virutas y el serrín, con el mono y la camisa y el tosco calzado sucios y sudados, y con la cara sudorosa veteada de serrín que hacía también amarillear su pelo corto. —Soy Martha Habersham —dijo la señora Habersham—. Soy una vecina y espero llegar a ser una amiga. —Y a continuación añadió—: Pobre criatura. Sólo la mirábamos. Cuando por fin Drusilla habló sonaba igual que Ringo y yo cuando padre, en broma, nos decía algo en latín: —¿Señora? —dijo Drusilla. Porque yo tenía sólo quince años; no comprendía aún de qué se trataba todo aquello; me limité a quedarme allí escuchando, sin pensar siquiera demasiado, como cuando las oí hablar en la cabaña. —¿Mi situación? —dijo Drusilla—. Mi... —Sí —dijo la señora Habersham—. Sin madre, sin una mujer a quien... verse en tales aprietos... —prosiguió, como agitando la mano hacia las mulas, que no se habían parado, y hacia Ringo y Joby, que la miraban con ojos desorbitados, mientras las otras tres seguían asomándose detrás de ella mirando furtivamente a Drusilla— para ofrecerte no sólo nuestra ayuda, sino nuestra comprensión. —Mi situación —dijo Drusilla—. Mi sitúa... Ayuda y compren... —Y entonces empezó a decir—: Oh, oh, oh. Mientras decía esto seguía allí de pie; y al instante ya estaba corriendo. Echó a correr como una cierva que sale a la carrera y sólo después decide adónde quiere ir. Se dio la vuelta en el aire y vino hacia mí, corriendo liviana sobre troncos y tablones, con la boca abierta, diciendo sin alzar la voz: «John, John.» Fue como si creyera que yo era padre, hasta que al cabo de unos instantes despertó y vio que no era él; se detuvo, sin dejar siquiera de correr, como el pájaro que se detiene en el aire y se queda inmóvil, aunque moviéndose aún frenéticamente. —¿Eso es lo que piensas tú también? —dijo. Y se alejó. De cuando en cuando alcanzaba a ver sus pisadas, espaciadas y veloces, en el interior del bosque, pero cuando salí de la cañada no llegué a verla. Los coches y carruajes, sin embargo, seguían frente a la cabaña, y divisé a la señora Compson y a las otras en el porche, mirando por encima de los pastos hacia la cañada, así que no me acerqué. Pero antes de llegar a la otra cabaña, donde vivían Louvinia y Joby y Ringo, vi a Louvinia que volvía de la fuente por la colina, con el cubo de cedro, cantando. Entró en la cabaña y el canto se cortó en seco, y así supe dónde estaba Drusilla. Pero no me escondí. Fui hasta la ventana y miré adentro y vi a Drusilla en el preciso instante en que se volvía (había estado recostada sobre la repisa de la chimenea, con la cabeza sobre los brazos) al entrar Louvinia con el cubo de agua y una ramita de gomero en la boca y el viejo sombrero de padre encima del pañuelo de cabeza. Drusilla estaba llorando. —Así que es eso —dijo—. Bajan al aserradero y me dicen que en mi situación... Comprensión y ayuda... Unas desconocidas. Nunca en mi vida las he visto y me importa un comino lo que... Pero tú y Bayard... ¿Es eso lo que pensáis? Que John y yo... Que nosotros... Entonces Louvinia se movió. Alargó la mano antes de que Drusilla pudiera echarse hacia atrás con un respingo, y la posó abierta sobre el vientre de Drusilla,

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y al poco la tenía entre sus brazos como solía tenerme a mí en otros tiempos, y Drusilla lloraba desconsoladamente. —Que John y yo... Que nosotros... Y Gavin muerto en Shiloh y la casa de John quemada y su plantación arrasada... Que él y yo... ¡Fuimos a la guerra para hacer daño a los yanquis, no a la caza de mujeres! —Ya sé que tú no... —dijo Louvinia—. Ahora calla. Calla. Y eso fue todo, más o menos. No les llevó mucho tiempo. No sé si la señora Habersham hizo que la señora Compson mandara en busca de tía Louise o si tía Louise les fijó una fecha límite y luego vino personalmente. Porque nosotros estábamos muy ocupados: Drusilla y Joby y Ringo y yo en el aserradero y padre en la ciudad. Desde que salía a caballo por la mañana no lo volvíamos a ver hasta su vuelta, a veces tarde, por la noche. Pues corrían tiempos extraños. Durante cuatro años habíamos vivido con un solo objetivo, incluso las mujeres y los niños que no podían combatir: echar del país a las tropas yanquis. Pensábamos que cuando esto sucediera todo habría terminado. Y ahora aquello ya había sucedido; y antes de la llegada del estío oí que padre decía a Drusilla: —Se nos han prometido tropas federales; el propio Lincoln prometió enviarnos tropas. Entonces todo se arreglará. Y eso lo decía un hombre que durante cuatro años había capitaneado un regimiento con el propósito declarado de expulsar del país a las tropas federales. Ahora era como si no nos hubiéramos rendido en absoluto, como si nos hubiéramos aliado con quienes habían sido nuestros enemigos en contra de un nuevo adversario cuyas intenciones no siempre pudiéramos desentrañar, pero cuyos medios siempre hubiéramos de temer. De modo que él permanecía todo el día ocupado en la ciudad. Estaban reconstruyendo Jefferson, el Palacio de Justicia y los almacenes, pero lo que padre y los demás estaban haciendo era algo más; algo que a Drusilla y a Ringo y a mí él no nos permitiría ir a ver a la ciudad. Entonces Ringo se escabulló un día y fue a la ciudad y volvió y me miró con los ojos un tanto inquietos. —¿Sabes lo que no soy? —dijo. —¿Qué? —dije yo. —Ya no soy un negro. Me han abolido. Entonces le pregunté qué es lo que era, si había dejado de ser un negro, y él me enseñó lo que llevaba en la mano. Era un vale nuevo de un dólar, librado contra el tesoro residente de los Estados Unidos en el condado de Yoknapatawpha, Mississippi, y firmado por Cassius Q. Benbow, delegado gubernativo interino, con pulcra letra de funcionario y una X grande y asimétrica al pie de ella. —¿Cassius Q. Benbow? —dije. —Exacto —dijo Ringo—. El tío Cash, el que conducía el coche de los Benbow hasta que se largó con los yanquis hace dos años. Ha vuelto y va a ser elegido delegado gubernativo en Jefferson. En eso andan tan ocupados el amo John y el resto de los blancos. —¿Un negro? —dije—. ¿Un negro? —No —dijo Ringo—. Ya no hay negros, ni en Jefferson ni en ningún otro sitio.

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Entonces me contó que habían llegado dos tipos de Missouri con autorización de Washington para organizar a los negros y convertirlos en republicanos, y que padre y los demás estaban tratando de impedirlo. —No, señor —dijo—. Esta guerra no ha terminado. Acaba de empezar en serio. Antes, cuando veías a un yanqui lo reconocías porque nunca llevaba nada más que un rifle o un ronzal de mula o un puñado de plumas de gallina. Ahora ni siquiera lo reconoces, y en lugar del rifle lo que lleva es un montón de estos vales en una mano y un montón de papeles de voto para negros en la otra. De modo que estábamos muy ocupados; sólo veíamos a padre por la noche, y entonces había veces en las que Ringo y yo e incluso Drusilla nos limitábamos a echarle una mirada y no le hacíamos ninguna pregunta. Así que no les llevó demasiado tiempo, porque Drusilla estaba ya vencida; sin saberlo, no había hecho sino aguardar lo inevitable, desde aquella tarde en que las catorce damas subieron a sus coches y carruajes y se volvieron a la ciudad hasta aquella otra tarde, dos meses después, en que oímos los gritos de Denny incluso antes de que el carro entrara por el portón, y vimos a tía Louise sentada sobre uno de los baúles (fue aquello lo que derrotó a Drusilla: los baúles. Venían dentro sus vestidos, que no se había puesto en tres años, y Ringo y yo nunca la habíamos visto con un vestido hasta que llegó tía Louise), toda de luto e incluso con un lazo de crespón en el mango de la sombrilla; ella, que no había llevado luto cuando estuvimos en Hawkhurst dos años atrás, por mucho que tío Dennison estuviera entonces tan muerto como ahora. Llegó a la cabaña y se apeó del carro, llorando ya y hablando en el mismo tono que en las cartas, de modo que incluso escuchándola con atención era preciso hacer veloces piruetas para sacar algún sentido a sus palabras: —He venido a apelar a ellos una vez más con lágrimas de madre, aunque no creo que sirva para nada, aunque he rogado hasta el último momento para que la inocencia de este chico quedara indemne e intocada, pero lo que ha de ser será, y al menos podremos llevar esta carga los tres juntos. Estaba sentada en la mecedora de la nana, en el centro de la habitación, sin dejar siquiera la sombrilla ni quitarse el sombrero, mirando el jergón donde padre y yo dormíamos y acto seguido la colcha clavada a la viga que separaba el cuarto de Drusilla, dándose ligeros toques en la boca con un pañuelo que esparcía por toda la cabaña un olor de rosas muertas. Y entonces entró Drusilla, que venía del aserradero, con el tosco calzado embarrado y la camisa y el mono sudados y el pelo quemado por el sol y lleno de serrín, y tía Louise la miró y volvió a echarse a llorar, diciendo: —Perdida, perdida. Gracias a Dios que, en su gran misericordia, se llevó a Dennison Hawk antes de que viviera lo bastante para ver lo que yo veo. Drusilla estaba ya vencida. Aquella misma noche tía Louise le hizo ponerse un vestido; la vimos salir precipitadamente de la cabaña con él puesto y correr colina abajo hacia la fuente mientras esperábamos a padre. Y cuando él llegó y entró en la cabaña, tía Louise seguía sentada en la mecedora de la nana con el pañuelo delante de la boca. —Qué agradable sorpresa, miss Louise —dijo padre. —Para mí no es agradable, coronel Sartoris —dijo tía Louise—. No puedo decir que, después de un año, sea una sorpresa. Pero sigue siendo un duro golpe.

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Así que padre salió también de la cabaña y bajamos a la fuente y encontramos a Drusilla escondida detrás de la gran haya, agazapada como si tratara de ocultarle a padre la falda, incluso cuando él la ayudó a ponerse en pie. —¿Qué significa un vestido? —dijo—. No tiene la menor importancia. Vamos, levántate, soldado. Pero estaba vencida; era como si en el mismo instante en que permitió que le pusieran el vestido hubiera sido derrotada; como si con aquel vestido fuera incapaz de combatir ni de huir. Y así, nunca volvió a bajar al aserradero; y ahora que padre y yo dormíamos en la cabaña con Joby y Ringo, yo no veía a Drusilla más que en las comidas. Y estábamos muy atareados con la tala de los árboles, y ahora todo el mundo hablaba de las elecciones y de cómo padre había dicho a los dos funcionarios, delante de todos los hombres de la ciudad, que la elección jamás se celebraría si Cash Benbow o cualquier otro negro se presentaba a ellas, y de cómo los dos funcionarios le habían desafiado a que lo impidiera. Y además, la otra cabaña estaba llena de damas de Jefferson todo el santo día; uno podría haber supuesto que Drusilla era hija de la señora Habersham y no de tía Louise. Empezaban a llegar inmediatamente después del desayuno y se quedaban todo el día, de modo que a la hora de la cena tía Louise se sentaba toda vestida de luto, pero sin sombrilla ni sombrero, con una especie de madeja negra de hacer punto que siempre llevaba consigo y nunca terminaba, y el pañuelo doblado y sujeto al cinturón, al alcance de la mano (pero comía con buen apetito; comía incluso más que padre, porque faltaba tan sólo una semana para las elecciones y padre, creo, pensaba en los funcionarios), y se negaba a hablar a nadie salvo a Denny. Y Drusilla intentaba comer, con la cara tensa y delgada y los ojos de alguien que hubiera sido apaleado durante largo tiempo y se mantuviera sólo por pura determinación. Entonces Drusilla se desmoronó; la derrotaron. Porque era fuerte; no era mucho mayor que yo, pero había permitido que tía Louise y la señora Habersham eligieran el juego, y las había derrotado a ambas hasta aquella noche en que tía Louise jugó sucio y eligió un juego en el que Drusilla no podía ganar. Subía yo a cenar y antes de que pudiera evitarlo las oí en el interior de la cabaña. —¿No puedes creerme? —decía Drusilla—. ¿No puedes entender que en el escuadrón yo no era sino un hombre más, y no superior a los otros, y que desde que vine aquí no soy más que otra boca que John ha de alimentar, no más que una prima de su mujer y no mucho mayor que su propio hijo? Y yo casi llegaba a ver a tía Louise, sentada con aquella labor de punto que nunca adelantaba. —¿Pretendes decirme que tú, una mujer joven, que has estado unida día y noche a él, un hombre todavía joven, durante un año, yendo de un lado para otro del país sin que nadie cuidara de ti ni te controlara...? ¿Me tomas por una tonta de remate? Así que aquella noche tía Louise la derrotó. Nos acabábamos de sentar para la cena cuando tía Louise me miró como si hubiera estado esperando a que cesara el ruido del banco. —Bayard, no te pido perdón por esto porque es una carga que también tú debes sobrellevar; eres una víctima inocente, como Dennison y yo... —Entonces miró a padre; estaba hundida en la mecedora de la nana (la única silla que

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teníamos), con su vestido negro y el negro ovillo junto al plato—. Coronel Sartoris —dijo—, yo soy una mujer; y debo exigirle lo que el marido que perdí y el hijo ya hombre que no tengo le exigirían acaso a punta de pistola: ¿Va a casarse con mi hija? Me marché. Salí de prisa. Oí el leve y seco ruido que hizo la cabeza de Drusilla al desplomarse sobre la mesa, entre sus brazos abiertos, y el ruido del banco al ponerse en pie padre; lo dejé atrás, de pie al lado de Drusilla, con la mano sobre su cabeza. —Te han vencido, Drusilla —dijo.

II A la mañana siguiente la señora Habersham llegó antes de que hubiéramos terminado el desayuno. No sé cómo se las arregló tía Louise para mandarle aviso tan aprisa. Pero allí estaba, y entre ella y tía Louise arreglaron la boda para dos días más tarde. Creo que ni siquiera sabían que aquélla era la fecha en que, según había dicho padre a los funcionarios, Cash Benbow nunca sería elegido delegado en Jefferson. Creo que no habrían prestado a este detalle mayor atención que si los hombres en pleno hubieran decidido que dos días después se adelantaran o atrasaran una hora todos los relojes de Jefferson. Tal vez hasta ignoraban que iban a celebrarse unas elecciones, que al día siguiente todos los hombres de la región cabalgarían hacia Jefferson con pistolas en los bolsillos, y que los funcionarios tenían ya a sus votantes negros acampados, bajo vigilancia, en el recinto de una desmotadora de algodón que había a un extremo de la ciudad. No creo que les importara siquiera. Porque, como decía padre, las mujeres no son capaces de creer que nada hay bueno ni malo, ni siquiera muy importante, que pueda decidirse mediante un montón de trocitos de papel garabateado depositados en una urna. Iba a ser una gran boda; se había decidido invitar a todo Jefferson, y la señora Habersham planeaba traer las tres botellas de Madeira que tenía reservadas desde hacía cinco años cuando tía Louise empezó de nuevo a llorar; pero ellas cayeron al punto en la cuenta; se pusieron todas ellas a darle palmadas a tía Louise en las manos y le daban a oler vinagre y la señora Habersham dijo: —Claro. Pobrecita. Una boda pública ahora, después de un año, sería sacar a la luz que... Así que se decidió dar una recepción, pues la señora Habersham dijo que una pareja de desposados podía ofrecer una recepción en cualquier momento, incluso diez años después. De modo que Drusilla debía ir a la ciudad, donde se reuniría con padre y se convertiría en su esposa lo más rápida y discretamente posible, conmigo y otro testigo tan sólo, para que todo fuera legal. Ninguna de las damas asistiría a la ceremonia. Luego la pareja volvería a casa y tendría lugar la recepción. Así que a la mañana siguiente empezaron a llegar temprano, con cestas de comida y manteles y vajilla de plata, como para una cena de iglesia. La señora

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Habersham trajo un velo y una guirnalda, y todas ayudaron a Drusilla a vestirse, pero tía Louise le hizo ponerse la gran capa de montar de padre encima del velo y de la guirnalda, y Ringo trajo los caballos, bien almohazados y cepillados, y yo ayudé a montar a Drusilla mientras tía Louise y las demás se quedaban mirando desde el porche. Pero no me di cuenta de que al marcharnos Ringo ya no estaba, ni siquiera al oír a tía Louise llamar a gritos a Denny mientras bajábamos por el sendero hacia el portón. Fue Louvinia quien nos lo contaría más tarde: cuando nos fuimos, las damas prepararon y decoraron la mesa y dispusieron el banquete nupcial, y estaban todas atentas al portón, mientras que, de cuando en cuando, tía Louise llamaba a gritos a Denny, cuando vieron llegar por el sendero de la entrada a Ringo y a Denny a galope sobre una sola mula, y Denny, con los ojos desorbitados, se había puesto ya a gritar a voz en cuello: —¡Los han matado! ¡Los han matado! —¿A quiénes? —gritó tía Louise—. ¿Dónde habéis estado? —¡En la ciudad! —gritó Denny—. ¡A los dos funcionarios! ¡Los han matado! —¿Quién los ha matado? —gritó tía Louise. —¡Drusilla y el primo John! —gritó Denny. Louvinia contó que entonces tía Louise habló a grito limpio. —¿Quieres decir que Drusilla y ese hombre no se han casado todavía? Porque no tuvimos tiempo. Tal vez Drusilla y padre lo tendrían, pero cuando nosotros llegamos a la plaza vimos un tropel de negros apiñados más allá de la puerta del hotel, custodiados por seis u ocho forasteros blancos, y de pronto vi a los hombres de Jefferson, a los hombres que conocía, que padre conocía, atravesando la plaza hacia el hotel, todos ellos con la mano en la cadera, corriendo como corre un hombre que lleva una pistola en el bolsillo. Y luego vi a los hombres del escuadrón de padre formados ante la puerta del hotel, bloqueándola. Y entonces me dejé caer también del caballo, mientras miraba cómo Drusilla forcejeaba con George Wyatt. Pero él no logró sujetarla, sólo pudo agarrar la capa, y ella atravesó en seguida la hilera de hombres y corrió hacia el hotel con la guirnalda ladeada sobre la cabeza y el velo ondeando a su espalda. Pero George me agarró a mí. Tiró la capa al suelo y me sujetó. —Déjeme —dije—. Padre. —Tranquilo —dijo George, sujetándome—. John ha entrado sólo a votar. —¡Pero es que hay dos adentro! —dije—. ¡Suélteme! —John tiene dos tiros en la derringer —dijo George—. Cálmate. Pero me sujetaron. Y luego oímos los tres disparos y nos volvimos todos y miramos hacia la puerta. No sé cuánto tiempo transcurrió. —Los dos últimos han sido de la derringer —dijo George. No sé cuánto tiempo transcurrió. El viejo negro que trabajaba de mozo para la señora Holston, un negro demasiado viejo incluso para ser libre, asomó un momento la cabeza y dijo: «¡Santo Dios!», y volvió a desaparecer. Entonces salió Drusilla con la urna electoral en la mano, la guirnalda a un lado de la cabeza y el velo enrollado alrededor del brazo, y luego salió padre detrás de ella, frotándose contra la manga el sombrero nuevo de castor. Y se alzó un clamor; podía oírlos aspirar el aire para dejar luego escapar el grito que los yanquis solían escuchar: —¡Yaaaaa...!

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Pero padre alzó la mano y todos se callaron. Entonces el silencio fue absoluto. —Hemos oído también un disparo de pistola —dijo George—. ¿Te han dado? —No —dijo padre—. Les he dejado disparar primero. Todos vosotros lo habéis oído. Podéis jurarlo por mi derringer, muchachos. —Sí —dijo George—. Todos lo hemos oído. Entonces padre los fue mirando a todos ellos, a todos los rostros a la vista, despacio. —¿Hay alguien que quiera discutir esto conmigo? —dijo. Pero no se oía ni un suspiro, ni siquiera un movimiento. El tropel de negros seguía tal y como lo había visto al principio, con aquellos blancos del Norte manteniéndolo compacto. Padre se puso el sombrero y cogió la urna de manos de Drusilla; la ayudó a subir al caballo y se la tendió de nuevo. Luego volvió a mirar a su alrededor, a todo el mundo. —Las elecciones se celebrarán en mi casa —dijo—. Yo, aquí y ahora, nombro a Drusilla Hawk comisaria electoral hasta que la votación y el escrutinio hayan tenido lugar. ¿Alguien de vosotros tiene algo que objetar? —Pero volvió a acallarlos con la mano antes de que el clamor se hubiera generalizado—. Ahora no, muchachos —dijo. Se volvió a Drusilla—. Vete a casa. Iré a ver al sheriff y luego te seguiré. —Nada de eso —dijo George Wyatt—. Unos cuantos acompañarán a Drusilla. Los demás iremos contigo. Pero padre no se lo permitió. —¿No comprendéis que trabajamos por la paz basados en la ley y el orden? —dijo—. Pagaré la fianza y os seguiré en seguida. Haced lo que os digo. Así que nos pusimos en marcha. Cuando entramos por el portón Drusilla iba a la cabeza, con la urna electoral sobre la perilla de la silla; éramos nosotros y los hombres de padre y unos cien hombres más. Subimos a caballo hasta la cabaña donde estaban estacionados coches y carruajes, y Drusilla me pasó la urna y se bajó del caballo y volvió a coger la urna y entonces, cuando caminaba hacia la cabaña, se quedó quieta como un muerto. Imagino que ella y yo nos acordamos al mismo tiempo, e imagino que hasta los demás, los hombres, comprendieron de súbito que algo no marchaba bien. Porque, como decía padre, creo que las mujeres no se rinden nunca: la victoria no, pero tampoco la derrota. Porque fue así como hubimos de detenernos cuando tía Louise y las otras damas salieron al porche; entonces padre me empujó al pasar y saltó a tierra al lado de Drusilla. Pero tía Louise no le dirigió siquiera la mirada. —¿Así que no te has casado? —dijo. —Me olvidé —dijo Drusilla. —¿Te olvidaste? ¿Te olvidaste? —Yo... —dijo Drusilla—. Nosotros... Entonces tía Louise nos miró; paseó su mirada a lo largo de la hilera de jinetes sobre sus sillas; y a mí me miró exactamente igual que a los demás, como si no me hubiera visto en su vida. —¿Y quiénes son éstos, si tienes a bien decírmelo? ¿Vuestro séquito nupcial de desmemoriados? ¿Vuestros padrinos del asesinato y el robo? —Han venido para votar —dijo Drusilla.

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—Para votar —dijo tía Louise—. Ah. Para votar. Puesto que has obligado a tu madre y hermano a vivir bajo un techo de libertinaje y adulterio, te figuras que puedes obligarles también a vivir en una cabina electoral, al abrigo de la violencia y del derramamiento de sangre, ¿no es eso? Trae aquí esa urna. Pero Drusilla no se movió; siguió allí en pie, con el vestido desgarrado y el velo destrozado y la guirnalda colgándole del pelo, retorcida y sujeta sólo por unos cuantos alfileres. Tía Louise bajó las escaleras; no sabíamos lo que pretendía hacer; seguimos allí a caballo y vimos cómo le arrebataba a Drusilla la urna y la arrojaba al patio. —Entra en la casa —dijo. —No —dijo Drusilla. —Entra en la casa. Yo misma enviaré por un pastor. —No —dijo Drusilla—. Son unas elecciones. ¿No lo entiendes? Soy comisaria electoral. —¿Así que te niegas? —Tengo que hacerlo. Debo hacerlo —dijo, y su tono recordaba el de una niña a quien hubieran sorprendido jugando en el barro—. John dijo que yo... Y entonces tía Louise se echó a llorar. Se quedó allí, con su vestido negro, sin la labor de punto y, por vez primera desde que yo la conocía, sin su pañuelo, llorando, hasta que la señora Habersham se acercó y la condujo adentro de la casa. Luego los hombres votaron. Tampoco les llevó mucho tiempo. Colocaron la urna sobre el tronco que utilizaba para lavar Louvinia, y Ringo trajo el jugo de hierba grana y un trozo viejo de cortinilla, que cortaron para hacer papeletas. —Todos los que quieran que el honorable Cassius Q. Benbow sea nombrado delegado en Jefferson, que escriban «Sí» en su papeleta; los que estén en contra, que escriban «No» —dijo padre. —Y yo las escribiré para ganar tiempo —dijo George Wyatt. Hizo un montón con las papeletas y se puso a rellenarlas sobre la silla de su montura, y tan pronto como las escribía los hombres las retiraban y las depositaban en la urna y Drusilla iba diciendo en alta voz sus nombres. Seguíamos oyendo llorar a tía Louise dentro de la cabaña, y podíamos ver a las otras damas observándonos a través de la ventana. No tardamos mucho tiempo. —No hay que preocuparse por contarlas —dijo George—. Todos han votado «No». Y eso fue todo. Los hombres regresaron luego a la ciudad, llevándose la urna, y padre y Drusilla, de pie junto al tronco de lavar, ella con el vestido desgarrado y la guirnalda y el velo retorcidos, les vieron marchar. Sólo que esta vez ni siquiera padre habría podido callarlos. Nos llegó alto y ligero y discordante y fiero, como cuando los yanquis solían oírlo surgir del humo y del galope: —¡Yaaaaay, Drusilla! —aullaban—. ¡Yaaaaay, John Sartoris! ¡Yaaaaaay!

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Los invictos

Cuando Ab Snopes salió para Memphis con una partida de mulas, Ringo y Joby y yo estábamos levantando una nueva cerca. Luego Ringo se marchó a lomos de su mula y nos quedamos solos Joby y yo. La nana bajó una vez y examinó el nuevo tramo de maderos; el corral iba a tener ahora casi dos acres más de terreno. Era el segundo día después de la partida de Ringo. Aquella noche estábamos la nana y yo sentados ante el fuego cuando volvió Ab Snopes. Dijo que sólo había conseguido cuatrocientos cincuenta dólares por las nueve mulas; es decir, sacó el dinero del bolsillo y se lo entregó a la nana, que lo contó y dijo: —Son sólo cincuenta dólares por cabeza. —Eso es —dijo Ab—. Si usted puede hacerlo mejor, hará bien en llevar usted misma la próxima partida. He reconocido ya que no le llego a la suela del zapato en el negocio de conseguir mulas; es muy posible también que no pueda competir con usted a la hora de venderlas. Estaba siempre mascando algo; tabaco cuando podía conseguirlo, corteza de sauce cuando no había otra cosa; no llevaba cuello jamás y nadie admitió nunca haberlo visto vestir un uniforme, aunque de cuando en cuando, estando fuera padre, hablaba largo y tendido de cuando estaba en el escuadrón de padre y de lo que padre y él solían hacer. Pero cuando en cierta ocasión le hablé a padre acerca de ello, me dijo: «¿Quién? ¿Ab Snopes?», y se echó a reír. Pero fue padre quien le dijo a Ab que cuidara de la nana o algo parecido mientras él estaba fuera; sólo que también nos dijo a Ringo y a mí que cuidáramos de Ab, pues Ab era un buen tipo a su manera, pero que no dejaba de ser un mulo: mientras lo tengáis al alcance de la vista, será mejor que lo vigiléis. Pero Ab y la nana se llevaban bien, aunque cada vez que Ab llevaba una partida de mulas a Memphis y volvía con el dinero tenía lugar la misma escena: —Sí, señora —decía Ab—. Es muy fácil hablar del asunto, aquí sentada y sin correr ningún riesgo. Pero soy yo el que tiene que pasar a escondidas a esas malditas bestias a lo largo de casi cien millas hasta Memphis, mientras Forrest y Smith pelean a derecha y a izquierda por donde yo paso, sin saber nunca cuándo me voy a tropezar con una patrulla confederada o yanqui que me confisque hasta la última mula y el último de los malditos ronzales. Y luego tengo que meterlas hasta el mismísimo meollo del ejército yanqui en Memphis, y tratar de

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vendérselas a un oficial de intendencia muy capaz de reconocerlas en cualquier momento como las mismas mulas que me compró no hace ni dos semanas. Sí. Es muy fácil hablar para los que se quedan ahí sentados, haciéndose ricos sin necesidad de correr riesgos. —Supongo que se cree que conseguirlas de nuevo para que usted las venda no es nada arriesgado —dijo la nana. —Ya, existe el riesgo de que se le acaben esas hojas impresas con membrete —dijo Ab—. Si no se conforma con quinientos o seiscientos dólares cada vez, ¿por qué no exige más mulas a un tiempo? ¿Por qué no le escribe al general Smith para que le entregue el tren del economato entero, con unos cuatro vagones cargados de zapatos nuevos? O, mejor aún, entérese del día en que tenga que venir por aquí el oficial encargado de la paga, y extienda el papel pidiendo que le entreguen todo el vagón con el dinero; así no tendremos que andar buscando quien compre la mercancía. Eran billetes nuevos. La nana los dobló cuidadosamente y los metió en la lata, pero no volvió a guardársela inmediatamente dentro del vestido. Se quedó sentada, mirando al fuego, con la lata en la mano y el cordel colgándole sinuoso alrededor del cuello. No parecía más delgada ni más vieja. Tampoco parecía enferma. Tenía sencillamente el aspecto de alguien que ha dejado de dormir por las noches. —Tenemos más mulas —dijo—, si es que quiere usted venderlas. Hay más de cien que usted no quiere... —Negarse es lo sensato —dijo Ab, y a continuación empezó a chillar—: ¡Sí, señor! Reconozco que no tengo demasiado juicio, porque de lo contrario no estaría en modo alguno haciendo esto. Pero aún me queda juicio para no ir adonde un oficial yanqui con esas mulas y contarle que los parches de la grupa, donde usted y ese condenado negro borraron a fuego la marca US, son mataduras que el tirante les ha hecho. ¡Santo Dios, yo...! —Bueno, ya está bien —dijo la nana—. ¿Ha cenado algo? —Yo... —dijo Ab. Entonces dejó de chillar. Y volvió a mascar—. Sí, señora — dijo—. He comido. —Entonces será mejor que se vaya a casa y descanse un poco —dijo la nana—. Hay un nuevo regimiento de refresco en Mottstown. Ringo se fue hace dos días para investigar. Así que es posible que necesitemos la nueva cerca pronto. Ab dejó de mascar. —¿Ah, sí? —dijo—. Es posible que vengan de Memphis. Es posible que sean ellos los que han comprado las nueve mulas que acabamos de vender. La nana lo miró. —Entonces usted las vendió hace más de tres días —dijo. Ab empezó a decir algo, pero la nana no le dio tiempo a continuar—. Váyase a casa y descanse — dijo—. Ringo estará de vuelta probablemente mañana, y entonces tendrá usted ocasión de averiguar si son las mismas mulas. Y yo hasta quizá pueda averiguar cuánto dicen ellos que le pagaron a usted por ellas. Ab se quedó en la puerta y miró a la nana. —Usted vale mucho —dijo—. Sí, señor. Tiene todos mis respetos. Ni el propio John Sartoris tiene nada que enseñarle. El corriendo como un loco por

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todo el país día y noche con un centenar de hombres armados, y todo lo que consigue es que sigan montando unos rucios miserables. Y usted, que no se mueve de su asiento en la cabaña y que no tiene más que unas malditas hojas con membrete, tiene que construirse un corral más grande donde guardar unos animales para los que aún no tiene comprador. ¿Cuántas mulas lleva revendidas a los yanquis? —Ciento cinco —dijo la nana. —Ciento cinco —dijo Ab—. ¿Por cuánto dinero contante y sonante, en números redondos? —Pero no esperó la respuesta; él mismo se lo dijo—: Por seis mil setecientos veintidós dólares con sesenta y cinco centavos, quitando el dólar con treinta y cinco centavos que me gasté en whisky la vez que aquella serpiente mordió a una de las mulas. —La cifra sonó rotunda en boca de Ab, como grandes ruedas de roble avanzando por arena mojada—. Empezó usted con dos hace un año. Ahora tiene unas cuarenta en el corral, y el doble prestadas contra recibo. Y calculo que habrá revendido unas cincuenta a los yanquis, lo que hacen ciento cinco mulas a un total de seis mil setecientos veintidós dólares con sesenta y cinco centavos; y dentro de uno o dos días planea pedir de nuevo unas cuantas, según tengo entendido. —Me miró—. Chico —dijo—, cuando crezcas y empieces a abrirte camino, no pierdas el tiempo estudiando para abogado o algo parecido. Ahorra el dinero necesario, cómprate un puñado de papeles impresos con membrete, no creo que importe mucho lo que ponga en ellos, y dáselos a tu abuela aquí presente; luego no tendrás más que pedirle que te confíe el trabajo de contar el dinero según va entrando. —Volvió a mirar a la nana—. Cuando el coronel Sartoris se marchó de aquí me pidió que la protegiera del general Grant y los demás. Me pregunto si no sería mejor que alguien pidiera a Abe Lincoln que protegiera al general Grant de miss Rosa Millard. Les deseo a usted y a los demás muy buenas noches. Salió. La nana miró al fuego, con la lata en la mano. Pero en ella no había seis mil dólares. No había mil dólares en ella. Ab Snopes lo sabía, aunque dudo que fuera capaz de creérselo. Entonces la nana se levantó; me miró en silencio. No parecía enferma; no era eso. —Creo que es hora de acostarse —dijo. Entró apartando la colcha, que volvió a su posición y quedó pendiendo recta de la viga, y oí cómo levantaba el tablón suelto y escondía la lata bajo el piso, y luego oí el ruido de la cama cuando se agarró a uno de los maderos verticales para arrodillarse. Al levantarse, el ruido de la cama sería diferente, pero para cuando se oyera aquel ruido yo estaría ya desvestido y acostado en mi jergón. Las colchas estaban frías, pero cuando el ruido llegó yo ya había estado dentro el tiempo suficiente para que empezaran a templarse. Al día siguiente, Ab Snopes vino a ayudarnos a Joby y a mí a levantar la nueva cerca, así que la terminamos temprano por la tarde y me volví a la cabaña. Casi había llegado cuando vi a Ringo entrar por el portón montado en la mula. La nana lo había visto también, porque cuando pasé al otro lado de la colcha la encontré arrodillada en el rincón, sacando la cortinilla de debajo de la tabla suelta del piso. Estaba desenrollando la cortinilla encima de la cama cuando oímos a Ringo bajarse de la mula y gritarle a grandes voces mientras la ataba al tendedero de Louvinia.

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Luego la nana se puso en pie y se quedó mirando la colcha hasta que Ringo la apartó a un lado y entró. Y lo que hablaron parecía un juego de adivinanzas con un código secreto. —El ...avo de Infantería de Illinois —dijo Ringo. Se acercó al mapa que la nana había extendido sobre la cama—. Coronel G. W. Newberry. Ocho días que salió de Memphis. Mientras se acercaba hacia la cama, la nana lo miró. —¿Cuántas? —dijo. —Diecinueve animales —dijo Ringo—. Cuatro con, quince sin. —La nana se limitó a mirarlo; no tuvo que hablar en absoluto para recibir la siguiente respuesta—. Doce —dijo Ringo—. De aquella partida de Oxford. La nana se volvió al mapa; ambos lo miraron. —El veintidós de julio —dijo la nana. —Sí, señora —dijo Ringo. La nana se sentó en el tronco, delante del mapa. Era la única cortinilla que Louvinia tenía. Ringo la había dibujado, pero la nana le había indicado dónde poner las ciudades. También fue ella la que se encargó de la escritura, con la pulcra letra de pata de mosca con que escribía en el libro de cocina: coronel, o comandante, o capitán Fulano o Mengano, Tal o Cual Regimiento o Escuadrón, había escrito en el mapa al lado de cada ciudad; y luego, debajo: 12 o 9 o 21 mulas. Y alrededor de cuatro de las ciudades, con sus anotaciones y demás, trazado con el jugo escarlata de la hierba grana en lugar de tinta, un círculo en cuyo interior había una fecha, y en letras grandes y claras la palabra «Completo». Estaban mirando el mapa; la cabeza de la nana, allí donde recibía la luz que entraba por la ventana, aparecía blanca e inmóvil, y Ringo estaba inclinado encima de ella. Había crecido durante el verano; era más alto que yo ya para entonces, tal vez gracias al ejercicio que suponía cabalgar por toda la región al acecho de nuevos regimientos con mulas, y había dado en tratarme del mismo modo que la nana, como si en lugar de nosotros fueran la nana y él quienes tuvieran la misma edad. —Vendimos esas doce en julio —dijo la nana—. Así que sólo quedan siete. Y dices que cuatro de ellas son marcadas. —Eso fue allá en julio —dijo Ringo—. Estamos en octubre. Ya se han olvidado del asunto. Además, mire —apuntó en el mapa con el dedo—: nos hicimos con estas catorce en Madison el doce de abril, las mandamos a Memphis y las vendimos, y volvimos a hacernos con las catorce, y otras tres más, el tres de mayo en Caledonia. —Pero eran cuatro condados de distancia —dijo la nana—. Oxford y Mottstown están a unas cuantas millas. —Bah —dijo Ringo—. Esa gente está demasiado ocupada en mantenernos conquistados como para reconocer a diez o doce animales insignificantes. Además, si en Memphis las reconocen, el problema lo deberá afrontar Ab Snopes, no nosotros. —Señor Snopes —dijo la nana. —De acuerdo —dijo Ringo. Miró el mapa—. Diecinueve mulas, y ni a dos días de camino. La nana miró el mapa.

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—No creo que debamos arriesgarnos. Hasta ahora todo nos ha salido siempre bien. —Diecinueve mulas —dijo Ringo—. Cuatro para quedárnoslas y quince para revendérselas a ellos. Serían exactamente doscientas cuarenta y ocho mulas confederadas las que habríamos recuperado, con sus intereses, y no hablemos del dinero. —No sé qué hacer —dijo la nana—. Quiero pensarlo. —Muy bien —dijo Ringo. La nana siguió sentada e inmóvil al lado del mapa. Ringo no parecía muy paciente, pero tampoco impaciente; siguió allí en pie, delgado y más alto que yo, recortado contra la luz de la ventana, rascándose. Luego empezó a hurgarse entre los dientes delanteros con la uña del dedo meñique de la mano derecha; a continuación se miró la uña y escupió algo, y dijo: —Ya deben de haber pasado cinco minutos. —Volvió la cabeza hacia mí, sin moverse, y dijo—: Trae la pluma y la tinta. Guardaban los papeles debajo de la tabla suelta, junto con el mapa y la lata. No sé cómo ni dónde los consiguió Ringo. Volvió una noche con unas cien hojas impresas con el membrete oficial: EJERCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS. DISTRITO DE TENNESSEE. Había conseguido también la pluma y la tinta al mismo tiempo. Me cogió ambas cosas, y ahora fue Ringo quien se sentó en el tronco y la nana quien se inclinó sobre él, a su espalda. La nana aún conservaba la primera orden —la que nos había dado el coronel Dick el año anterior en Alabama—, y la guardaba también en la lata, y para entonces Ringo había aprendido a imitarla de tal forma que dudo que el propio coronel Dick hubiera podido notar la diferencia. Lo único que tenían que hacer era poner el regimiento correcto y el número de mulas que Ringo hubiera estudiado y aprobado, y firmar luego con el nombre del general oportuno. Al principio Ringo quería firmar todas las veces con el nombre del general Grant, y cuando la nana adujo que ya no surtiría efecto, con el de Lincoln. Y al fin la nana descubrió que a Ringo le molestaba sobremanera que los yanquis pudieran pensar que la familia de padre se dignaba tratar con alguien de inferior graduación al general en jefe. Pero por último comprendió que la nana tenía razón, que debían elegir con cuidado el nombre del general que firmaba la orden, así como las mulas que en ella se exigían. A la sazón estaban utilizando el del general Smith; él y Forrest combatían todos los días aquí y allá a lo largo del camino de Memphis, y Ringo siempre se acordaba de poner tierra de por medio. Escribió la fecha y la ciudad y el cuartel general; escribió el nombre del coronel Newberry y la primera línea. Entonces se detuvo, pero no levantó la pluma. —¿Qué nombre quiere esta vez? —dijo. —Estoy preocupada —dijo la nana—. Esta vez no deberíamos arriesgarnos. —Estábamos en la «F» la última vez —dijo Ringo—. Ahora toca la «H». Piense en un nombre con hache. —Señora Mary Harris —dijo la nana. —Hemos utilizado ya Mary —dijo Ringo—. ¿Qué le parece Plurella Harris? —Estoy preocupada esta vez —dijo la nana.

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—Señora Plurella Harris —dijo Ringo, escribiendo—. Ahora ya hemos usado también la «P». Habrá que acordarse. Pienso que cuando nos quedemos sin letras quizá podamos empezar con números. Tendríamos novecientos noventa y nueve antes de tener que empezar a preocuparnos. Acabó de copiar la orden y la firmó: general Smith. Parecía como si el hombre que había firmado la que nos dio el coronel Dick se llamara general Smith, sólo que el número de mulas era diferente. Entonces la nana se volvió y me miró. —Dile al señor Snopes que esté preparado al salir el sol —dijo. Íbamos en el carro, y Ab Snopes y dos de sus hombres nos seguían en dos mulas. Íbamos lo bastante de prisa como para llegar al campamento a la hora de la cena, pues la nana y Ringo habían descubierto que era el mejor momento; todas las acémilas estarían a mano, y los hombres estarían demasiado hambrientos o somnolientos o algo parecido como para pensar con rapidez (y eso en caso de que pensaran), y nosotros tendríamos el tiempo justo para coger las mulas y perdernos de vista antes de que anocheciera. Entonces, si decidían darnos caza, para cuando nos encontraran en la oscuridad no podrían sino apresar el carro, con la nana y conmigo dentro. Así lo hicimos, y estuvo bien que lo hiciéramos así. Dejamos a Ab Snopes y a sus hombres en el bosque, más allá del campamento, y la nana y Ringo y yo llegamos a la tienda del coronel Newberry en el momento preciso, y la nana pasó ante el centinela y entró en la tienda, delgada y erguida, con el chal sobre los hombros y el sombrero de la señora Compson en la cabeza y el parasol en una mano y la orden del general Smith, obra de Ringo y suya, en la otra, y Ringo y yo nos quedamos sentados en el carro mirando las hogueras esparcidas por la arboleda donde se cocinaba la cena, y aspiramos el olor de la carne y del café. Era siempre lo mismo: la nana entraba en la tienda o en la casa y desaparecía, y luego, al cabo de un minuto más o menos, alguien gritaba en el interior de la tienda o de la casa, y entonces gritaba el centinela de la puerta, y luego un sargento, o hasta un oficial a veces, aunque no debía de ser sino un teniente, entraba apresuradamente en la tienda o en la casa, y entonces Ringo y yo oíamos cómo alguien maldecía, y después salían todos, la nana erguida y rígida y con apariencia de no ser mucho más robusta que el primo Denny en Hawkhurst, seguida por dos o tres oficiales yanquis cada vez más enfurecidos. Luego traían a las mulas atadas en reata. Ahora la nana y Ringo lo podían calcular todo al segundo; ya sólo quedaría luz suficiente para decir que aquellos animales eran mulas, y la nana se subiría al carro y Ringo se sentaría atrás con las piernas colgando del borde de la plataforma, sujetando la soga de la reata, y emprenderíamos la marcha con parsimonia, sin prisa, para que al llegar al lugar del bosque donde Ab Snopes y los suyos nos aguardaban no hubiera ya luz suficiente ni para distinguir que eran mulas. Entonces Ringo montaría sobre la mula de cabeza y se internarían en la espesura y la nana y yo volveríamos a casa. Eso fue lo que hicimos aquella vez; sólo que entonces sucedió. Ya ni siquiera podíamos distinguir nuestro propio tiro de mulas cuando los oímos venir, cuando escuchamos los cascos al galope. Se acercaban veloces y frenéticos. La nana dio un respingo y se irguió al instante, con el parasol de la señora Compson en la mano.

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—¡Condenado Ringo! —dijo—. Esta vez he tenido mis dudas todo el tiempo. Nos habían cercado ya, como si la propia oscuridad, llena de caballos y de hombres enloquecidos y vociferantes, se hubiera abatido sobre nosotros. —¡Alto! ¡Alto! ¡Si tratan de escapar, disparad a las mulas! La nana y yo en el carro y los hombres reteniendo a tirones a las mulas y las mulas dando sacudidas y tropezando con sus propios correajes y algunos de los soldados gritando: —¿Dónde están las mulas? ¡Han desaparecido! Y el oficial maldiciendo a voz en cuello: —¡Pues claro que han desaparecido! Entonces alguien encendió una luz y vimos al oficial a caballo junto al carro mientras uno de los soldados prendía una astilla de madera resinosa con la de otro. —¿Dónde están las mulas? —gritó el oficial. —¿Qué mulas? —dijo la nana. —¡No me mienta! —gritó el oficial—. ¡Las que se acaba de llevar del campamento con esa orden falsificada! ¡Esta vez la hemos cogido! Sabíamos que volvería a aparecer. ¡Hace un mes que se distribuyó por toda la región la orden de alerta contra usted! Ese maldito Newberry tenía una copia en el bolsillo mientras estaba hablando con usted. —Entonces maldijo al coronel Newberry-. ¡Deberían soltarla a usted y juzgarle a él en un consejo de guerra! ¿Dónde están el chico negro y las mulas, señora Plurella Harris? —No sé de qué me está hablando —dijo la nana—. No tengo más mulas que esta pareja que tira del carro. Y mi nombre es Rosa Millard. Me dirijo a mi casa, que está más allá de Jefferson. El oficial se echó a reír; montado sobre su caballo, reía. —¿Así que ése es su verdadero nombre, eh? Bien, bien, bien. Parece que por fin empieza a decir la verdad. Venga, dígame dónde están esas mulas; dígame dónde tiene escondidas todas las demás que nos ha robado. Entonces Ringo gritó. El y Ab Snopes y las mulas se habían internado en el bosque por el lado derecho del camino, pero cuando gritó se hallaba en el lado izquierdo. —¡Atención al camino! —gritó—. ¡Se ha escapado una! ¡Cortadle el paso en el camino! Y eso fue todo. El soldado soltó la astilla encendida y el oficial hizo volverse a su montura, picando espuelas mientras gritaba: —¡Que dos hombres se queden aquí! Pero quizá pensaron todos que la orden iba dirigida precisamente a otros dos que no fueran ellos, porque lo único que pasó fue que se alzó un gran estrépito de árboles y arbustos, como si pasara un ciclón por ellos, y allí nos quedamos la nana y yo, sentados en el carro como antes de que oyéramos siquiera los cascos. —Vamos —dijo la nana, mientras se apeaba del carro. —¿Es que vamos a dejar el carro con las mulas? —dije yo. —Sí —dijo la nana—. Me he estado temiendo esto todo el tiempo. No veíamos nada en la espesura; nos abrimos camino a tientas, y yo ayudaba a avanzar a la nana, y sentía su brazo casi tan delgado como un lápiz; pero no temblaba.

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—Ya estamos lo bastante lejos —dijo. Encontré un tronco y nos sentamos. Podíamos oírlos más allá del camino, moviéndose de un lado a otro, chillando a voz en grito y maldiciendo. El sonido llegaba de muy lejos. —También nuestro par de mulas está lejos —dijo la nana. —Pero tenemos otras diecinueve —dije yo—. Lo que hacen doscientas cuarenta y ocho. Sentados allí encima del tronco, en medio de la oscuridad, el tiempo se nos hizo largo. Al cabo de un rato volvieron; oímos maldecir al oficial mientras los caballos irrumpían con gran estrépito en el camino. Luego encontraron el carro vacío y el oficial maldijo de lo lindo: contra la nana y contra mí y contra los dos hombres a quienes había ordenado quedarse allí. Siguió maldiciendo mientras daban la vuelta al carro. Luego partieron, y al poco ya no los oímos. La nana se levantó y volvimos a tientas al camino y después seguimos hacia casa. Al cabo de un rato persuadí a la nana de que paráramos a descansar, y nos habíamos sentado al lado del camino cuando oímos que se acercaba un coche ligero. Nos levantamos y Ringo nos vio y detuvo el coche. —¿Grité con fuerza suficiente? —dijo. —Sí —dijo la nana, y añadió luego—: ¿Y bien? —Todo en orden —dijo Ringo—. Le dije a Ab Snopes que se escondiera con ellas en la cañada de Hickahala hasta mañana por la noche. Con todas menos estas dos. —Señor Snopes —dijo la nana. —De acuerdo —dijo Ringo—. Suban y vayámonos a casa. La nana no se movió; yo, aun antes de que hablara, sabía por qué. —¿Dónde conseguiste este coche? —Lo tomé prestado —dijo Ringo—. No había yanquis a la vista, así que no necesité ningún papel. Montamos. El coche se puso en marcha. A mí me daba la impresión de que había pasado ya toda la noche, pero no era aún ni medianoche, lo sabía por las estrellas, y para entonces estaríamos ya en casa. Seguimos adelante. —Imagino que usted fue y les dijo quiénes somos —dijo Ringo. —Sí —dijo la nana. —Bien, supongo que la cosa se acabó —dijo Ringo—. De todas formas, lidiamos con doscientas cuarenta y ocho mulas mientras duró el negocio. —Doscientas cuarenta y seis —dijo la nana—. Hemos perdido la pareja del carro. Llegamos a casa pasada la medianoche; ya era domingo. Ab Snopes no llegaría con las mulas hasta el día siguiente por la mañana. Pero ellos ya se habían enterado de los hechos. Entonces me acordé y caí en la cuenta: de lo que en realidad habrían oído hablar sería del reciente viaje a Memphis de Ab Snopes, pues cuando llegamos a la iglesia vimos esperando allí a la mayor multitud que había habido nunca. Llegamos tarde, porque la nana había hecho levantarse a Ringo al amanecer para llevar el coche al lugar donde lo había cogido; así que a nuestra llegada la gente estaba dentro, esperando. El hermano Fortinbride nos recibió en la puerta, y entonces todos se volvieron en sus bancos y miraron a la nana; viejos y mujeres y niños y la docena aproximada de negros que se habían

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quedado sin bancos. Mientras nos dirigíamos por el pasillo hacia nuestro banco, la miraron exactamente como solían mirar a padre sus perros raposeros cuando entraba en la perrera. Ringo llevaba el libro; subió al coro; miró hacia atrás y lo vi con los brazos encima del libro, sobre la balaustrada. Nos sentamos en nuestro banco, como antes de la guerra, sólo que no estaba padre. La nana erguida e inmóvil, con el vestido dominical de tela fina de algodón y el chal y el sombrero que la señora Compson le había prestado hacía un año; erguida y silenciosa, con el devocionario en las manos, que mantenía sobre el regazo, como siempre, pese a que hacía casi tres años que en la iglesia no había ninguna celebración episcopaliana. El hermano Fortinbride era metodista, e ignoro lo que las otras gentes eran. El verano pasado, cuando volvimos de Alabama con la primera partida de mulas, la nana mandó a buscarles, envió recado a las colinas donde vivían en cabañas de sucios suelos, en granjas pequeñas y míseras y sin esclavos. Fue necesario llamarles tres o cuatro veces para que se decidieran a venir, pero al fin vinieron todos: hombres y mujeres y niños y la docena de negros que se habían visto libres por azar y no sabían qué hacer en su nueva situación. Creo que ésta fue la primera iglesia con una galería para esclavos que algunos de ellos vieron en su vida; una galería que podía albergar a doscientos, y que ahora ocupaba sólo Ringo y los otros doce negros, sentados allá arriba en la alta sombra. Y yo recordaba aquel tiempo en que padre se sentaba con nosotros en el banco, y afuera el bosquecillo se llenaba de carruajes de las otras plantaciones, y el doctor Worsham, con la estola, ocupaba su puesto al pie del altar, y por cada blanco en la nave había diez negros en la galería. Y creo también que aquel primer domingo, cuando la nana se arrodilló en público, fue la primera vez que veían a alguien arrodillarse en una iglesia. El hermano Fortinbride tampoco era pastor. Había sido soldado raso en el regimiento de padre, y resultó herido de gravedad en la primera batalla en que se vio mezclado el regimiento. Pensaron que había muerto, pero él contó que se le había aparecido Jesús para decirle que se levantara y viviera, y padre le envió a morir a casa. Pero no murió. Se contaba que no le quedaba ni un ápice de estómago, y todo el mundo pensaba que la comida que teníamos que comer en 1862 y 1863 acabaría por matarlo, aunque pudiera comerla guisada por mujeres en lugar de tener que recoger hierbajos de las orillas de las acequias y cocinárselos él mismo. Pero tal comida no lo mató, así que después de todo quizá fuera obra de Jesús, como él dijo. Y así, cuando volvimos con la primera partida de mulas y la plata y la comida, y la nana mandó en busca de todos los necesitados, fue como si el hermano Fortinbride surgiera como un resorte de la tierra con los nombres e historias de todas las gentes de las colinas en la punta de la lengua, como si después de todo fuera cierto lo que aseguraba: que el Señor los tenía a ambos —a él y a la nana— en el pensamiento cuando creó a sus semejantes. De forma que ocupaba el lugar que solía ocupar el doctor Worsham, y hablaba apaciblemente de Dios durante un rato, exhibiendo los trasquilones de los cortes de pelo que se practicaba él mismo, y los huesos faciales, que parecían en trance de salírsele del rostro, con una levita que se había vuelto verde hacía mucho tiempo y a la que él mismo había echado los remiendos: uno era de piel de caballo cruda, y el otro un trozo de lona de tienda de campaña en el que podía leerse aún un extremo de las siglas USA. El hermano Fortinbride nunca se extendía demasiado; ya nadie podía

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decir mucho sobre los ejércitos confederados. Imagino que llega un momento en el que hasta los predicadores dejan de confiar en que Dios vaya a cambiar Su plan para otorgar la victoria allí donde nada queda sobre lo cual sustentarla. Se limitó a decir que la victoria sin Dios era escarnio e ilusión, pero que la derrota con Dios no era derrota. Luego dejó de hablar, y se quedó allí de pie, en compañía de los viejos y las mujeres y los niños y los once o doce negros perdidos en la libertad, todos vestidos con ropas hechas de costales de algodón y sacos de harina, que seguían mirando a la nana (pero ahora no como los perros solían mirar a padre, sino como miraban la comida en manos de Loosh cuando entraba a darles de comer), y luego dijo: —Hermanos y hermanas, la hermana Millard desea prestar testimonio público. La nana se puso en pie. No se acercó hasta el altar; se quedó en nuestro banco, levantada, con la cara mirando al frente, con el chal y el sombrero de la señora Compson y el vestido que Louvinia le lavaba y planchaba todos los sábados, con el devocionario en las manos. Hubo un tiempo en que tuvo en él su nombre grabado en oro, pero ahora no había otro modo de leerlo que pasar los dedos por encima de las letras. Dijo con tono apacible, tan apacible como el del hermano Fortinbride: —He pecado. Quiero que todos vosotros recéis por mí. Se arrodilló en el reclinatorio; parecía más pequeña que el primo Denny; desde atrás, sólo se veía el sombrero de la señora Compson sobresaliendo del respaldo del banco. No sé si también ella estaba rezando. Y tampoco rezaba el hermano Fortinbride; al menos no en alta voz. Ringo y yo acabábamos de cumplir los quince años entonces, pero yo podía imaginar lo que al doctor Worsham se le habría ocurrido decir en aquel instante: que no todos los soldados llevaban armas, que también ellos procuraban un servicio, que a los ojos del cielo un niño rescatado del hambre y del frío valía más que mil enemigos muertos. Pero el hermano Fortinbride no dijo nada de eso. Imagino que lo pensó; siempre que lo deseaba acudían a su boca multitudes de palabras. Era como si se estuviera diciendo a sí mismo: «Las palabras están bien en tiempo de paz, cuando todo el mundo se siente cómodo y tranquilo. Pero ahora creo que podemos pasar sin ellas.» Siguió allí en pie, en el lugar que solía ocupar el doctor Worsham, que asimismo solía ocupar el propio obispo, con aquel anillo que parecía tan grande como una diana de pistola. Entonces la nana se levantó; no tuve tiempo de ayudarla. Se levantó, y entonces un largo sonido recorrió la iglesia, un sonido que era como una especie de suspiro y que, según Ringo, era el sonido emitido por los costales de algodón y de harina cuando la gente aquella volvió a respirar. La nana se volvió y miró hacia la galería; pero Ringo ya se había puesto en movimiento. —Trae el libro —dijo ella. Era un voluminoso libro de cuentas sin distintivos; pesaba casi quince libras. Mientras lo abrían en el estrado del atril, la nana, codo con codo con Ringo, se sacaba la lata del vestido y extendía el dinero sobre el libro. Pero nadie se movió hasta que ella empezó a decir los nombres en voz alta. Luego fueron viniendo uno por uno, a medida que Ringo iba leyendo en el libro los nombres, la fecha y la cantidad que antes habían recibido. La nana le hacía explicar a cada uno de ellos lo que pensaba hacer con el dinero, y a continuación le hacía decir también

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cómo había gastado el anterior, y miraba el libro para ver si le había mentido. Y aquellos a quienes había prestado las mulas con la marca borrada que Ab Snopes tenía miedo de vender, tenían que explicarle cómo se portaba la mula y cuánto trabajo había hecho, y de cuando en cuando le quitaba la mula a un hombre o a una mujer y se la daba a otro, y rompía el viejo recibo y hacía firmar uno nuevo al hombre o mujer que la recibía, y le indicaba cuándo podía pasar a recogerla. Era la tarde ya cuando Ringo cerró el libro y juntó todos los recibos, y la nana acabó de meter el resto del dinero en la lata, y ella y el hermano Fortinbride dieron rienda suelta a lo que siempre solían: —Me arreglo perfectamente con la mula —dijo él—. No necesito ningún dinero. —Tonterías —dijo la nana—. No conseguiría sacar de la tierra lo bastante para dar de comer a un pájaro ni en la jornada más larga de su vida. Coja este dinero. —No —dijo el hermano Fortinbride—. Me las arreglo bien. Volvimos a casa a pie; Ringo llevaba el libro. —Ha hecho recibos por cuatro mulas a las que ni siquiera ha puesto el ojo encima todavía —dijo—. ¿Qué es lo que piensa hacer sobre eso? —Calculo que las tendremos aquí mañana por la mañana —dijo la nana. Y así fue. Ab Snopes llegó cuando estábamos tomando el desayuno; se apoyó en la puerta, con los ojos un poco enrojecidos por la falta de sueño, y miró a la nana. —Sí, señora —dijo—. No he querido nunca hacerme rico. Me conformo con tener suerte. ¿Ya sabe usted lo que ha hecho? —Nadie se lo preguntó, así que de todos modos nos lo dijo—: La cosa sucedió durante todo el día de ayer. Calculo que para este instante ya no debe de quedar ningún regimiento yanqui en Mississippi. Se diría que la guerra ha dado por fin la vuelta y se ha vuelto otra vez hacia el Norte. Sí, señor. El regimiento al que hizo la requisa el sábado ni siquiera se quedó lo suficiente para calentar la tierra. Se las arregló usted para llevarse la última partida de acémilas yanquis en el último minuto posible para cualquier mortal. Sólo cometió un error: se llevó las diecinueve mulas demasiado tarde para que quedase alguien a quien revendérselas.

Era un día luminoso y cálido; vimos brillar los rifles y los bocados de los caballos a lo lejos en el camino. Pero esta vez Ringo ni siquiera se movió. Únicamente dejó de dibujar y alzó la vista del papel y dijo: —Así que Ab Snopes estaba mintiendo. Santo Dios, ¿es que nunca nos vamos a librar de ellos? Era sólo un teniente; para entonces Ringo y yo sabíamos distinguir las diferentes graduaciones de los oficiales yanquis mejor que las de los confederados, porque un día hicimos la cuenta y los únicos oficiales confederados que habíamos visto en la vida no eran otros que padre y el capitán que nos habló en compañía de tío Buck McCaslin aquel día en Jefferson, antes de que Grant pegara fuego a la ciudad. Y ésta iba a ser la última vez que veríamos uniformes de cualquiera de los bandos, salvo cuando nos fuera dado verlos como símbolos

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ambulantes del orgullo e indomable contumacia de los vencidos, pero entonces no lo sabíamos. Así que sólo era un teniente. Aparentaba unos cuarenta años, y parecía estar furioso y alegre, ambas cosas a la vez. Ringo no pudo reconocerlo, porque no había estado en el carro con nosotros, pero yo sí; por la manera de montar, o tal vez por cómo parecía enfurecido y contento a un tiempo, como si llevara furioso varios días, pensando en lo mucho que disfrutaría mostrándose furibundo cuando llegara la ocasión propicia. Y él me reconoció a mí también; me miró y al primer golpe de vista dijo: «¡Ja!», enseñando los dientes; hizo avanzar a su caballo y miró el dibujo de Ringo. Tras él había un grupo de jinetes, tal vez una docena de soldados de caballería; no nos fijamos demasiado en cuántos eran. —¡Ja! —repitió, y luego dijo—: ¿Qué es eso? —Una casa —dijo Ringo. Ringo no le había prestado demasiada atención todavía; él había visto más yanquis que yo incluso. —Mírela. El teniente me miró a mí y dijo de nuevo: «¡Ja!» entre dientes; luego, mientras hablaba con Ringo, lo volvió a hacer de cuando en cuando. Estaba mirando el dibujo de Ringo. Después miró por encima del bosquecillo, hacia donde las chimeneas se alzaban del montón de cascotes y cenizas. Habían crecido hierbas y malezas entre las cenizas, y alguien que no supiera nada vería tan sólo cuatro chimeneas. Algunas de las varas de oro seguían en flor. —Oh, ya entiendo —dijo el oficial—. La estás dibujando como era antes. —Exacto —dijo Ringo—. ¿Para qué voy a querer dibujarla como está ahora? Si quiero puedo pasearme por aquí diez veces al día y verla tal como está. O hasta entrar por el portón a caballo y verla así. Esta vez el teniente no dijo «¡Ja!». No hizo nada todavía. Imagino que seguía disfrutando mientras esperaba un poco más para ponerse furioso de verdad. Soltó una especie de gruñido. —Cuando acabes aquí, puedes irte a la ciudad y estar ocupado todo el invierno, ¿no es eso? —dijo. Luego se echó hacia atrás en la silla. Tampoco ahora dijo «¡Ja!»; eran sus ojos quienes lo decían mientras me miraban. Tenían un color como de leche aguada, como el de la taba de la pata en un jamón. —Muy bien —dijo—. ¿Quién vive allí ahora? ¿Cómo se llama ella hoy, eh? Ringo se había puesto ya a observarle, aunque no creo que sospechara aún de quién se trataba. —Nadie —dijo—. Hay goteras en el techo. Uno de los hombres emitió una especie de ruido; tal vez era risa. El teniente empezó a hacer girar a su caballo, pero al punto dejó de hacerlo; siguió allí, sobre su montura, mirando airadamente a Ringo, y abría ya la boca para hablar cuando Ringo dijo: —Oh, se refiere usted a allá lejos, en las cabañas. Pensé que seguía interesándose por las chimeneas. El soldado, esta vez, rió de veras, y ahora el teniente sí hizo girar a su caballo, y maldijo al soldado de la risa. Si no lo hubiera hecho ya antes, lo habría reconocido ahora. Se puso a maldecir a todo el grupo, mientras la cara se le abotargaba por momentos.

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—¡..., ..., ...! —gritó—. ¡Idos al infierno! Dijo que el corral está allá abajo, en la parte baja del arroyo, más allá de los pastos. ¡Si encontráis a alguien, hombre o mujer o niño, que se atreva tan sólo a dirigiros la palabra, disparad! i En marcha! Los soldados partieron a galope por el sendero de la entrada; vimos cómo se dispersaban por los pastos. El teniente nos miró a Ringo y a mí; dijo «¡Ja!» otra vez, con mirada airada. —Vosotros dos, chicos, venid conmigo. ¡Daos prisa! No nos esperó; partió también al galope por el sendero. Como un rayo. Ringo me miró. —Les dijo que el corral estaba en la hondonada del arroyo —dijo—. ¿Quién crees que fue? —No lo sé —dije. —Bueno, creo que yo sí —dijo Ringo. Pero no seguimos hablando. Subimos a la carrera por el sendero. El teniente ya había llegado a la cabaña, y la nana salió a la puerta. Creo que también ella le había visto, porque se había puesto la cofia para el sol. Nos dirigieron ambos una mirada, y la nana se puso en marcha también, despacio y bien erguida, hacia el corral, seguida a poca distancia por el teniente a caballo. Podíamos verle los hombros y la cabeza, y de cuando en cuando la mano y el brazo, pero no oíamos lo que decía. —Creo que aquí se acaba todo —dijo Ringo. Pero pudimos oír lo que el teniente decía antes de llegar a la nueva cerca. Después los vimos a ambos de pie junto a la cerca que Joby y yo acabábamos de terminar; la nana inmóvil y erguida, con la cofia para el sol y el chal ceñido sobre los hombros; tenía los brazos cruzados bajo el chal, de forma que parecía más pequeña que cualquiera que yo pudiera recordar, y era como si durante los últimos cuatro años no se hubiera hecho más débil ni más vieja, sino más y más pequeña y más tiesa y más indomable; y el teniente, a su lado, con una mano en la cadera y agitando con la otra un gran manojo de cartas ante la cara de la nana. —Parece que tiene ahí todas las que hemos escrito —dijo Ringo. Los caballos de los soldados estaban atados a lo largo de la cerca; ellos habían entrado ya al corral, y con la ayuda de Joby y de Ab Snopes tenían agrupadas en un rincón a las cuarenta mulas de antes y a las diecinueve nuevas. Las mulas seguían tratando de zafarse, sólo que no lo parecía. Lo que parecía era que cada una de ellas se esforzara en mantener la gran mancha quemada —obra de la nana y Ringo al borrar la marca US— vuelta hacia el teniente, de forma que no le quedara otro remedio que mirarla. —¡Y me imagino que dirá que esas cicatrices son mataduras que el tirante izquierdo les ha hecho! —gritaba el teniente—. Me quiere hacer creer que ha estado utilizando como tirantes hojas viejas de sierra mecánica, ¿no es eso? Preferiría enfrentarme a la brigada entera de Forrest todas las mañanas durante seis meses que pasarme el mismo tiempo tratando de defender las propiedades de los Estados Unidos de indefensas mujeres y negros y niños del Sur. ¡Indefensos! —gritaba—. ¡Indefensos! ¡Que Dios proteja al Norte si a Davis y a Lee se les ocurriera alguna vez la idea de formar una brigada de abuelas y negros huérfanos con la que invadirnos! —gritaba, agitando las cartas ante la cara de la nana.

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En el corral, las mulas se apiñaban unas con otras y se encrespaban, mientras Ab Snopes sacudía los brazos en dirección a ellas de cuando en cuando. Entonces el teniente dejó de gritar; dejó incluso de blandir las cartas ante la nana. —Escuche —dijo—. Seguimos órdenes de evacuación en este momento. Probablemente soy el último soldado federal que tenga usted que ver en adelante. Y no voy a hacerles daño: hay también órdenes a ese respecto. Lo único que voy a hacer es llevarme estas mulas robadas. Y ahora quiero que me hable usted de enemigo a enemigo, o de hombre a hombre, si lo prefiere. Gracias a estos papeles falsificados sé cuántas mulas nos ha quitado, y por los registros sé cuántas veces nos ha vendido unas cuantas; sé incluso cuánto le pagamos por ellas. Pero ¿cuántas nos ha vendido en realidad más de una vez? —No lo sé —dijo la nana. —No lo sabe —dijo el teniente. Empezó a gritar, pero al punto dejó de hacerlo. Miró a la nana; y entonces habló con una especie de paciencia airada, como si la nana fuera un indio—. Escuche. Sé que no tiene que decírmelo, y usted sabe que no puedo obligarla. Se lo pregunto sólo por puro respeto. ¿Respeto? Envidia. ¿Me lo va a decir? —No lo sé —dijo la nana. —No lo sabe —dijo el teniente—. ¿Quiere decir que usted...? —Hablaba sosegadamente ahora—. Entiendo. Realmente no lo sabe. Se encontraba demasiado ocupada dirigiendo la recolección como para contar las... Nosotros no nos movíamos. La nana ni siquiera lo estaba mirando; fuimos Ringo y yo quienes miramos cómo doblaba las cartas confeccionadas por la nana y Ringo y se las metía con cuidado en el bolsillo. Siguió hablando con suavidad, como si estuviera cansado: —Muy bien, muchachos. Atadlas de reata y arread fuera con ellas. —La puerta del corral está a un cuarto de milla —dijo uno de los soldados. —Derribad un tramo de la cerca —dijo el teniente. Empezaron a echar abajo la cerca que a Joby y a mí nos había llevado dos meses levantar. El teniente sacó una libreta del bolsillo, fue hasta la cerca, apoyó la libreta sobre un travesaño y sacó un lápiz. Entonces se volvió y miró a la nana; habló de nuevo con suavidad: —Me dijo, creo, que ahora se llama Rosa Millard. —Sí —dijo la nana. El teniente escribió en la libreta, arrancó la hoja y volvió hasta donde estaba la nana. Seguía hablando con suavidad, como cuando hay un enfermo en el cuarto. —Tenemos orden de pagar por todo daño que durante la operación de evacuación causemos en cosa ajena —dijo—. Aquí tiene un vale por diez dólares contra el oficial intendente en Memphis. Es por la cerca. —No entregó el papel a la nana inmediatamente; permaneció allí quieto, mirándola—. Maldita sea, no pido una promesa. Si al menos supiera en qué cree usted, qué... —Volvió a maldecir, no en tono subido, no contra nadie ni nada—. Escuche. No hablo de una promesa; no he mencionado esa palabra. Pero tengo una familia; soy pobre; no tengo abuela. Y si dentro de cuatro meses el interventor de cuentas descubriera en los registros un justificante de pago por valor de mil dólares a

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favor de la señora Rosa Millard, yo tendría que responder con dinero de mi propio bolsillo. ¿Comprende? —Sí —dijo la nana—. No tiene por qué preocuparse. Luego se fueron. La nana y Ringo y Joby y yo nos quedamos allí mirando cómo conducían las mulas a través del pasto hasta desaparecer. Nos habíamos olvidado de Ab Snopes, que en aquel momento dijo: —Bien, parece que se llevaron lo que querían. Pero todavía le queda el centenar que tiene prestado contra recibo, siempre que la gente de las colinas no tome ejemplo de esos yanquis. Creo que todavía puede sentirse agradecida por ese centenar, después de todo. Así que les deseo a usted y a los demás un buen día y me voy a casa a descansar un rato. En caso de que necesite otra vez mi ayuda, no tiene más que mandar por mí. Y se marchó también. Al cabo de un rato la nana dijo: —Joby, vuelve a levantar esos travesaños. Como es natural, Ringo y yo esperábamos que nos mandara ayudar a Joby, pero no lo hizo. Se limitó a decirnos: —Vamos. Y se volvió y empezó a andar, no en dirección a la cabaña sino a través del pasto hacia el camino. No supimos adónde íbamos hasta que llegamos a la iglesia. Fue directamente por el pasillo hasta el presbiterio y se quedó allí hasta que llegamos. —Arrodillaos —dijo. Nos pusimos de rodillas en la iglesia vacía. Entre los dos, ella era de baja estatura, era menuda; habló con tono calmo, ni en alta voz ni rápida ni despaciosamente; sus palabras sonaron quedas y apacibles, pero fuertes y claras: —He pecado. He robado y he levantado falso testimonio contra mi prójimo, aunque ese prójimo fuera enemigo de mi país. Y, lo que es peor, he hecho pecar a estos niños. Yo, aquí y ahora, tomo sus pecados sobre mi conciencia. Era uno de esos días luminosos y suaves. Hacía fresco en la iglesia; el suelo estaba frío bajo mis rodillas. Afuera, muy cerca de la ventana, amarilleaba una rama de nogal de América; cuando el sol la tocaba, sus hojas parecían de oro. —Pero no pequé por codicia ni para obtener un beneficio —continuó la nana—. No pequé por venganza. Te desafío a Ti o a cualquiera a que me desmienta. Al principio pequé por justicia. Y después de aquella primera vez, pequé por algo más que por justicia; pequé por comida y ropa para algunas de Tus criaturas que no podían ayudarse a sí mismas: niños que habían dado a sus padres, esposas que habían dado a sus maridos, ancianos que habían ofrendado a sus hijos por una causa sagrada, aun cuando Tú hayas tenido a bien hacerla una causa perdida. Lo que gané, lo compartí con ellos. Cierto es que reservé algo para mí, pero yo soy el mejor juez a ese respecto, porque también yo tengo personas a mi cargo que, según entiendo, pueden quedar huérfanas en este mismo instante. Y si eso es un pecado a Tus ojos, lo tomo también sobre mi conciencia. Amén. Se puso en pie. Se levantó sin dificultad, como si su cuerpo no le pesara. El aire afuera era cálido; era el octubre más amable que yo podía recordar. O acaso lo que sucedía era que uno no es consciente del tiempo hasta que cumple los

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quince años. Volvimos a casa despacio, aunque la nana decía que no estaba cansada. —Me gustaría saber cómo se enteraron de lo del corral —dijo. —¿No lo sabe? —dijo Ringo. La nana lo miró—. Se lo dijo Ab Snopes. Esta vez ni siquiera le corrigió diciendo «Señor Snopes». Se detuvo, quedando totalmente inmóvil, y miró a Ringo. —¿Ab Snopes? —¿Se cree usted que iba a quedarse satisfecho sin vender a alguien las últimas diecinueve mulas? —dijo Ringo. —Ab Snopes —dijo la nana—. Bien. —Siguió andando; seguimos andando—. Ab Snopes —dijo—. Creo que, después de todo, me ha vencido. Pero ya no tiene remedio. De todos modos, las cosas nos salieron bien, en conjunto. —La cosa nos salió condenadamente bien —dijo Ringo. Entonces se dio cuenta, pero ya era demasiado tarde. La nana ni siquiera se detuvo. —Ve a casa y coge el jabón —dijo. Ringo se adelantó. Le vimos atravesar el pasto y entrar en la cabaña, y salir y bajar por la colina hacia la fuente. Estábamos ya cerca; cuando dejé a la nana y bajé hasta la fuente, Ringo estaba enjuagándose la boca, con el bote del jabón en una mano y el cazo de calabaza en la otra. Escupió y se enjuagó la boca y volvió a escupir; en la parte alta de la mejilla tenía una larga mancha de espuma; una espumante y coloreada cadena de burbujas parpadeaba y se desvanecía sin el menor ruido, mientras yo la contemplaba. —Sigo diciendo que nos salió condenadamente bien —dijo Ringo.

Tratamos de que no lo hiciera; los dos lo intentamos. Ringo le había dicho lo de Ab Snopes, y desde entonces los dos lo sabíamos. Era como si los tres lo hubiéramos sabido todo el tiempo. Pero no creo que él deseara que ocurriera lo que ocurrió. Con todo, creo que aun cuando él hubiera sabido lo que iba a ocurrir, la habría incitado de todas formas a que lo hiciera. Y Ringo y yo lo intentamos; lo intentamos. Pero la nana se quedó allí sentada —para entonces hacía frío en la cabaña—, con los brazos cruzados bajo el chal y en la cara aquella expresión que adoptaba cuando dejaba de discutir o de escucharle a uno por completo, repitiendo aquello una vez más y diciendo que hasta un truhán es honrado cuando se le paga bien. Era Navidad; acabábamos de tener noticias de tía Louise desde Hawkhurst, y de enterarnos de dónde estaba Drusilla; hacía casi un año ya que faltaba de su casa, y al fin tía Louise había averiguado que, tal como me había dicho, estaba en Carolina, cabalgando con el escuadrón de padre como si fuera un hombre más. Ringo y yo acabábamos de volver de Jefferson con la carta, y Ab Snopes estaba en la cabaña, hablándole del asunto a la nana, y la nana le escuchaba y le creía, porque seguía creyendo que era el bando en el que combatía un hombre en una guerra lo que hacía a tal hombre ser lo que era. Pero sabía, por lo que había llegado a sus oídos, que estaba confundida; debería haberlo sabido; todo el mundo sabía acerca de ellos, y los hombres se enfurecían y se aterrorizaban las mujeres. En el condado había habido un negro conocido de todos a quien habían asesinado y prendido fuego en su propia cabaña. Se llamaban a sí mismos los

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Independientes de Grumby: eran cincuenta o sesenta individuos que no llevaban uniforme y que aparecieron de nadie sabía dónde en cuanto abandonó la región el último regimiento yanqui; asaltaban ahumaderos y establos y casas en las que tenían la certeza de no encontrar hombre alguno, destrozando camas y suelos y paredes, atemorizando a las mujeres blancas y torturando a los negros para dar con el dinero o la plata ocultos. Fueron atrapados una vez, y el que decía llamarse Grumby mostró una autorización para realizar incursiones, hecha jirones y firmada realmente por el general Forrest; nadie podía decir, sin embargo, si su nombre original era o no Grumby. Pero aquello les libró, pues quienes les habían capturado no eran más que unos cuantos hombres viejos. Y mujeres que durante tres años habían vivido solas, rodeadas por ejércitos invasores, tenían ahora miedo de quedarse en casa por la noche, y negros que habían perdido a sus blancos vivían allá en las colinas, escondidos en cuevas, como animales. De eso era de lo que Ab Snopes le estaba hablando, con el sombrero en el suelo y agitando las manos y con el pelo empinado en la parte de atrás de la cabeza, en donde se había apoyado para dormir. La banda tenía un garañón de pura raza y tres yeguas —Ab Snopes no dijo cómo lo sabía—, todos ellos robados; y Ab Snopes tampoco dijo cómo podía saber que eran robados. Pero lo único que tenía que hacer la nana era escribir una de aquellas órdenes y firmarla con el nombre del general Forrest; él, Ab, garantizaba que conseguí ría dos mil dólares por los caballos. Juró que así sería, y la nana siguió allí sentada, con los brazos envueltos en el chal y aquella expresión en el semblante; y la sombra de Ab Snopes brincaba y se agitaba en la pared mientras él movía los brazos y explicaba que aquello era todo lo que la nana tenía que hacer; que tuviera en cuenta lo que había conseguido de los yanquis, sus enemigos, y que éstos eran hombres del Sur, y por consiguiente no existía riesgo alguno, pues los hombres del Sur, aun en el caso de que la carta no surtiera efecto, no harían daño a una mujer. Oh, qué bien lo hizo. Ahora veo con claridad que Ringo y yo no teníamos nada que hacer frente a aquel hombre: argumentó que el negocio con los yanquis se había ido al traste de improviso, antes de que ella hubiera logrado sacar en limpio lo previsto; que se había desprendido de la mayor parte en la creencia de que podría reponerlo, y aun con creces, pero que, en la situación actual, resultaba que había sacado a flote a la mayoría de las gentes del condado salvo a ella misma; que pronto padre volvería a casa, a una plantación arruinada de la que habían desertado algunos de sus esclavos; que pensara en cómo cambiarían las cosas si, al volver él a casa y mirar en torno a su desolado futuro, ella pudiera sacar del bolsillo mil quinientos dólares en efectivo y decir: «Aquí tienes; vuelve a empezar con esto.» Mil quinientos dólares más de los que ella hubiera esperado conseguir. El, Ab, se quedaría en concepto de comisión con una de las yeguas, y le garantizaba mil quinientos dólares por los otros tres. Oh, no había nada que hacer frente a él. A ella le suplicamos que nos dejara pedir consejo a tío Buck McCaslin, a cualquier hombre, a cualquiera. Pero la nana siguió allí sentada con aquella expresión en el semblante, diciendo que los caballos no pertenecían a Grumby, que eran robados, y que lo único que tenía que hacer era asustar a aquellos hombres con la orden. Y hasta Ringo y yo, que teníamos quince años, sabíamos que Grumby, o como se llamara, era un cobarde,

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y que se puede asustar a un hombre valeroso, pero que nadie osara asustar a un cobarde. Y la nana seguía allí sentada, absolutamente inmóvil, diciendo: —Pero los caballos no les pertenecen, porque son robados. Y nosotros dijimos: —Entonces tampoco podrían ser nuestros. Y ella dijo: —Pero no son suyos Pero no abandonamos los intentos; durante todo el día —Ab Snopes los había localizado; estaban en Tallahatchie River, a sesenta millas de allí, en una prensa de embalar algodón abandonada— seguimos intentándolo mientras íbamos en el carro que nos había conseguido Ab Snopes, bajo la lluvia. Pero la nana se limitó a ir sentada entre nosotros, con la orden que había firmado Ringo con el nombre del general Forrest en la lata que llevaba dentro del vestido, y los pies sobre unos ladrillos calientes envueltos en un saco —cada diez millas nos parábamos y encendíamos una fogata bajo la lluvia y los volvíamos a calentar—, hasta que llegamos a la encrucijada, en donde según nos dijo Ab Snopes debíamos dejar el carro y continuar a pie. Y entonces la nana no nos permitió seguir con ella. —Tú y Ringo parecéis ya hombres —dijo—. No harán daño a una mujer. Había estado lloviendo todo el día; ininterrumpida y gris y lenta y fría, la lluvia nos había estado cayendo encima durante todo el santo día, y en aquel momento era como si el crepúsculo la hubiera hecho más espesa, sin hacerla por ello más gris o más fría. El camino a tomar ya no era tal camino; no era sino un vago tajo que se internaba en ángulo, recto en la hondonada, de forma que parecía una cueva. Vimos en él huellas de cascos. —Entonces no irás —dije—. Soy más fuerte que tú. Y voy a sujetarte. La sujeté; sentí su brazo pequeño y ligero y seco como un palo. Pero no era eso; nada tenía que ver con ello el tamaño de la nana, como tampoco había tenido nada que ver en el asunto de los yanquis; se volvió y me miró, sólo eso, y entonces me eché a llorar. Antes de que acabara el año yo cumpliría dieciséis, y sin embargo me quedé allí en el carro, llorando. Ni siquiera me di cuenta de cuándo logró que le soltara el brazo. Y allí estaba, de pie fuera del carro, mirándome bajo la lluvia gris y a la luz gris y mortecina. —Lo hago por todos nosotros —dijo—. Por John y por ti y por Ringo y Joby y Louvinia. Así tendremos algo cuando John vuelva a casa. Nunca llorabas cuando sabías que él iba a librar una batalla, ¿no es cierto? Y no voy a correr ningún riesgo; soy una mujer. Ni siquiera los yanquis hacen daño a las mujeres viejas. Quedaos aquí hasta que os llame. Lo intentamos. Sigo repitiendo esto porque ahora sé que no lo hice. Pude haberla sujetado; pude haber dado la vuelta al carro y partido con ella dentro. Tenía quince años, y a lo largo de la mayor parte de mi vida su cara había sido lo primero que veía por la mañana y lo último que veía por la noche, y sin embargo pude haberla detenido y no lo hice. Me quedé sentado en el carro, bajo la lluvia fría, y permití que se internara en el húmedo crepúsculo para no volver jamás. Ignoro cuántos hombres había en aquella vieja prensa, e ignoro también cuándo y por qué se asustaron y se fueron.

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Nos quedamos sentados en el carro, a la luz fría y languideciente de aquel ocaso de diciembre, hasta que al fin no pude aguantar más. Entonces Ringo y yo nos sorprendimos corriendo, tratando de correr, hundiéndonos hasta los tobillos en el barro de aquel viejo camino plagado de huellas de cascos que se internaban en él, pero no de ruedas, sabiendo que ya habíamos esperado demasiado, tanto para ayudarla como para compartir su fracaso. Porque no se oía ningún sonido ni se percibía señal alguna de vida; sólo el gigantesco edificio en descomposición y la tarde agonizante y gris abatiéndose sobre él, y luego, al fondo de la entrada, una débil rendija de luz debajo de una puerta. No recuerdo haber tocado para nada la puerta, porque el suelo del recinto se alzaba unos cuantos pies sobre el nivel de la tierra, de forma que tropecé con el escalón y caí hacia adelante y atravesé la puerta y me vi dentro, sobre manos y rodillas, mirando a la nana. Había una vela aún encendida sobre una caja de madera, pero fue el olor de la pólvora lo que me llegó, más fuerte incluso que el sebo. Mientras miraba a la nana, se me antojaba imposible respirar a causa del olor de la pólvora. Había sido pequeña en vida, pero ahora parecía como si se hubiera derrumbado, como si hubiera estado formada por una serie de palitos finos y secos y livianos, ensamblados y atados con un cordel, y ahora el cordel se hubiera roto y los palitos se hubieran venido abajo en un inerte montón y alguien hubiera extendido sobre él un limpio y descolorido vestido de tela fina de algodón.

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Vendée

Cuando enterramos a la nana vinieron de nuevo todos; el hermano Fortinbride y todos los demás, viejos y mujeres y niños y negros, los doce que solían venir cuando Ab Snopes volvía de Memphis y algo así como un centenar más. Llegaron de las colinas bajo la lluvia. Pero ya no había yanquis en Jefferson, así que no tuvieron que venir a pie. Miré por encima de la tumba, más allá de las otras lápidas y monumentos, y vi el rezumante bosquecillo de cedros lleno de mulas con largas y negras manchas en las grupas, obra de la nana y Ringo al borrar en ellas a fuego el hierro US. La mayoría de la gente de Jefferson estaba allí, y había otro predicador — hombre corpulento, refugiado de Memphis o de alguna otra parte— a quien, según pude saber, la señora Compson y otras personas más habían encargado que oficiara el funeral. Pero el hermano Fortinbride no se lo permitió. No le dijo que no lo hiciera; no le dijo nada en absoluto; se limitó a actuar como un adulto que entra en una habitación donde unos niños se disponen a jugar a cierto juego y les dice que el juego está muy bien, pero que los adultos necesitan el cuarto y el mobiliario unos instantes. Se acercó con paso rápido desde el bosquecillo donde había atado a su caballo junto a los demás, con su cara demacrada y la levita con los remiendos de piel de caballo y de tienda de campaña yanqui, y entró en el corro que la gente de la ciudad, de pie bajo los paraguas, formaba en torno a la nana; el corpulento predicador refugiado tenía ya el libro abierto, y un negro de la ciudad lo protegía con un paraguas, y la lluvia caía lenta y gris y fría y salpicaba al caer sobre el paraguas, y salpicaba también despacio al caer sobre los tablones amarillos donde reposaba la nana, y no salpicaba en absoluto al golpear contra la tierra roja oscura que había junto a la tumba roja. El hermano Fortinbride entró en el corro y miró primero los paraguas y luego a las gentes de las colinas, que no tenían paraguas y vestían ropas hechas de costales de harina y algodón, y fue hasta la nana y dijo: —Acercaos los hombres. A los hombres de la ciudad les habría gustado adelantarse. Algunos de ellos lo hicieron. De todos ellos, de la ciudad o de las colinas, tío Buck McCaslin fue el primero. Por Navidad su reumatismo solía empeorar tanto que apenas podía mover la mano, pero allí estaba él, con su bastón de nogal de América pelado,

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abriéndose paso a empujones entre los hombres de las colinas, con sacos atados sobre la cabeza, mientras los hombres de la ciudad bajo sus paraguas se apartaban de su camino. Y luego Ringo y yo, allí en pie, miramos cómo la nana descendía en la tierra abierta mientras la lluvia apacible golpeaba sobre los tablones amarillos, que al cabo dejaron de parecer tablones y empezaron a parecer agua, sobre la que se reflejaba la luz del sol, hundiéndose en la tierra. Luego la tierra roja y mojada empezó a derramarse sobre la fosa; las palas se hundían con chasquidos lentos y monótonos, y los hombres de las colinas tenían que aguardar su turno con las palas, porque tío Buck no permitía que nadie le relevara con la suya. No duró mucho, y pienso que el predicador refugiado habría aventurado entonces un nuevo intento, pero el hermano Fortinbride no le dio ocasión de hacerlo. El hermano Fortinbride ni siquiera dejó en el suelo su pala; se quedó allí apoyado sobre ella, como si estuviera en el campo, y sus palabras sonaron tal y como solían en la iglesia, cuando Ab Snopes volvía a casa de sus viajes a Memphis, sin alzar la voz, más fuertes y serenas: —No creo que Rosa Millard ni nadie que la haya conocido necesite que les digan adónde ha ido. Y no creo que nadie que la haya conocido quiera insultarla diciéndole que descanse en paz en parte alguna. Y creo que Dios ya ha tenido en cuenta que hay hombres, mujeres y niños, negros o blancos o amarillos o rojos, que esperan que ella se preocupe por ellos y los tenga bajo su tutela. Así que idos a casa. Algunos no habéis venido de lejos, y habéis recorrido esa distancia en carruajes con capota. Pero no así la mayoría, y debéis a Rosa Millard el no haber venido a pie. A vosotros me dirijo. Tenéis madera que cortar y trocear, cuando menos. ¿Y qué imagináis que diría Rosa Millard si os viera a todos ahí plantados, haciendo que los ancianos y los niños permanezcan aquí, bajo la lluvia? La señora Compson nos pidió a Ringo y a mí que fuéramos a vivir con ella a su casa hasta que padre volviera; también lo hicieron otros cuantos —no puedo recordar quiénes—, y al cabo, cuando creí que ya se habían ido todos, miré en torno y allí estaba tío Buck. Se acercó hasta nosotros con un codo hundido en un costado y la barba echada hacia un lado, como si se tratara de otro brazo, y los ojos enrojecidos y furiosos, quizá por falta de sueño, y empuñando el bastón como si pensara atizar a alguien con él sin importarle mucho quién fuera. —¿Qué pensáis hacer ahora, chicos? —dijo. La tierra, para entonces, estaba suelta y blanda, oscura y roja por la lluvia, de forma que las gotas no salpicaban ya en absoluto al caer sobre la nana; lentas y grises, se deshacían y penetraban en el túmulo rojo oscuro, y al cabo de un rato el túmulo comenzó él mismo a licuarse, sin cambiar de forma, como se había aguado y manchado el suave color amarillo de los tablones al entrar en la tierra, y túmulo y tablones y lluvia iban fundiéndose en un vago y apacible tono gris rojizo. —Quiero que alguien me deje una pistola —dije. Entonces empezó a gritar, pero sin perder la calma. Porque era más viejo que nosotros; fue algo parecido a lo de la nana aquella noche, en la vieja prensa. —¡Me necesitéis o no —gritó—, por Cristo que iré! ¡No podéis impedírmelo! ¿Pretendéis decirme que no queréis que vaya con vosotros?

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—Me tiene sin cuidado —dije yo—. Yo sólo quiero una pistola. O un rifle. El nuestro se quemó con la casa. —¡Muy bien! —gritó—. Yo y la pistola, o tú y ese negro ladrón de caballos y una estaca de la cerca. Ni siquiera tenéis un atizador en casa, ¿me equivoco? —Tenemos todavía el cañón del mosquete —dijo Ringo—. Creo que será suficiente para arreglar cuentas con Ab Snopes. —¿Ab Snopes? —gritó tío Buck—. ¿Crees que es en Ab Snopes en quien este chico está pensando? ¿Eh? —Era a mí a quien gritaba ahora—. ¿Eh, chico? El túmulo estaba constantemente cambiando, lacerado por la lluvia que penetraba lenta y gris y fría en la tierra roja, y sin embargo no cambiaba. Tendría que pasar todavía cierto tiempo; días y semanas y meses antes de que se volviera blando y reposado y al mismo nivel que la otra tierra. Ahora tío Buck le estaba hablando a Ringo, y no gritaba. —Tráeme la mula —dijo—. Tengo la pistola en los calzones. Ab Snopes también vivía allá en las colinas. Tío Buck sabía dónde. Era ya media tarde y subíamos entre pinos por una larga y roja colina cuando tío Buck se detuvo. El y Ringo llevaban sacos atados sobre la cabeza. El gastado bastón de tío Buck asomaba por debajo del saco y parecía un largo cirio con el brillo de la lluvia. —Esperad —dijo—. Tengo una idea. Nos apartamos del camino y llegamos a una vaguada; había un sendero semiborrado; estaba oscuro bajo los árboles; la lluvia ya no caía sobre nosotros; era como si los propios árboles desnudos se disolvieran lentos y tenaces y fríos en el ocaso de aquel día de diciembre. Avanzamos en fila india, con la ropa mojada, entre el húmedo vaho amoniacal de las mulas. El corral era idéntico al que habíamos construido Ringo y Yance (3) y yo en casa, sólo que más pequeño y mejor oculto; supongo que la idea la tomó del nuestro. Nos detuvimos ante los travesaños mojados; eran de madera reciente, pues los cortes aún mostraban el amarillo de la savia. En el otro extremo del corral había algo que parecía una nube amarilla en el crepúsculo, pero de pronto se movió. Y entonces vimos que se trataba de un garañón pardo y de tres yeguas. —Lo que me figuraba —dijo tío Buck. Porque yo me hallaba confuso. Tal vez porque Ringo y yo estábamos cansados y no habíamos dormido mucho últimamente. Porque los días se mezclaban con las noches... El caso es que a lo largo de toda la marcha pensaba yo constantemente en cómo Ringo y yo nos íbamos a ganar una buena reprimenda de la nana cuando volviéramos a casa, pues habíamos emprendido el viaje bajo la lluvia sin decírselo. Y por un instante, allí a caballo, miré al garañón y a las yeguas y pensé que Ab Snopes era Grumby. Pero tío Buck empezó de nuevo a gritar. —¿El, Grumby? —gritó—. ¿Ab Snopes? ¿Ab Snopes? Por Cristo, si Ab fuera Grumby, si Ab Snopes fuera el que disparó contra tu abuela, me avergonzaría haberlo descubierto. Me avergonzaría que me sorprendieran atrapándolo. No, señor. El no es Grumby; él es mejor que todo eso.

(3) Véase nota acerca del relato.

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Se sentó de soslayo sobre la mula, con el saco sobre la cabeza y la barba asomando hacia afuera y brincando mientras hablaba: —Él es el que va a decirnos dónde está Grumby. Han escondido aquí esos caballos precisamente porque pensaron que sería el último lugar donde a vosotros se os ocurriría buscarlos. Y ahora Ab Snopes se ha ido con Grumby a conseguir más, en vista de que tu abuela, en lo que a él concierne, se ha quedado fuera del negocio. Y gracias a Dios que se ha ido con Grumby. Mientras Ab Snopes siga con ellos, no quedará una casa ni cabaña por donde pasen en la que Ab no deje su firma indeleble, aunque no pueda llevarse de ella más que un pollo o un reloj de cocina. Por Cristo, lo que no queremos hacer es atrapar a Ab Snopes. Y no lo atrapamos aquella noche. Volvimos al camino y seguimos adelante, y más tarde divisamos la casa. Me acerqué a tío Buck y dije: —Déme la pistola. —No vamos a necesitar ninguna pistola —dijo él—. No está aquí, te lo digo yo. Quédate aquí con ese negro y déjame hacer a mí. Voy a averiguar por dónde empezar la caza. Vamos, atrás. —No —dije—. Quiero... Sus ojos, bajo el saco, me miraron. —¿Qué quieres? Quieres poner las manos encima del hombre que mató a Rosa Millard, ¿no es eso? Me miró. Seguí allí sobre la mula, a la declinante luz del día, bajo la lluvia lenta y gris y fría. Tal vez fuera el frío. Yo no tenía frío, pero sentía cómo mis huesos trepidaban y se estremecían. —¿Y entonces qué harías con él? —dijo tío Buck. Su voz era ahora casi un susurro—. ¿Eh? ¿Eh? —Sí —dije—. Sí. —Sí. Eso es. Ahora tú y Ringo quedaos aquí. Yo me encargaré de esto. No era más que una cabaña. Imagino que habría miles iguales diseminadas por nuestras colinas, con el mismo arado en ángulo tirado bajo un árbol y los mismos pollos embarrados dormitando encima de él y la misma luz gris del ocaso apagándose sobre el tejado gris de tablillas. Entonces vimos el débil resplandor de una lumbre y la cara de una mujer que nos miraba desde la puerta entreabierta. —El señor Snopes no está, si es por él por quien preguntan —dijo—. Se ha ido a Alabama de visita. —Ah, ya —dijo tío Buck—. A Alabama. ¿Dejó dicho algo sobre cuándo volvería? —No —dijo la mujer. —Ah, ya —dijo tío Buck—. Entonces será mejor que nos volvamos a casa a cobijarnos de la lluvia. —Supongo que sí —dijo la mujer. Y la puerta se cerró. Nos alejamos de allí. Cabalgamos en dirección a casa. Era como cuando nos quedamos esperando en la vieja prensa: no exactamente que hubiera oscurecido más, sino que la luz del crepúsculo se había hecho más espesa. —Bien, bien, bien —dijo tío Buck—. No están en Alabama, porque eso es lo que ella nos ha dicho. Y tampoco están en Memphis, porque allí todavía quedan yanquis. Así que lo mejor será que primero probemos con el camino de Grenada. Por Cristo. Apuesto mi mula contra la navaja de ese negro a que antes de dos días

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nos encontramos con una mujer hecha una furia gritando por el camino con un puñado de plumas de pollo en la mano. No dimos alcance a Ab Snopes aquel día. No le habíamos atrapado aún cuando llegó febrero, pues llevábamos ya más de una semana viendo el vuelo hacia el Norte de los patos y los gansos, aunque hacía bastante tiempo que habíamos perdido la cuenta de los días. Al principio Ringo llevaba una vara de pino, y cada noche hacía una muesca en ella. Había señalado Navidad y Año Nuevo con sendas marcas profundas, y con muescas especiales los domingos. Pero una noche, cuando la vara tenía en total casi cuarenta, nos detuvimos a acampar en medio de la lluvia, sin techo alguno bajo el que guarecernos, y tuvimos que usar la vara para encender un fuego, pues el brazo de tío Buck aconsejaba hacerlo. Y así, cuando tuvimos ocasión de hacernos con otra vara de pino, no recordábamos bien si habían pasado cinco o seis o diez días, de modo que Ringo desistió de empezar otra. Porque, además, dijo que se haría con una el día en que atrapáramos a Grumby, y que entonces no habría necesidad de hacer en ella más que dos muescas; una para el día en que dimos caza a Grumby y otra para el día en que murió la nana. Llevábamos dos mulas para cada uno, y a mediodía cambiábamos de montura. Habíamos pedido a la gente de las colinas que nos devolvieran unas cuantas mulas, y si hubiéramos querido habríamos podido reclutar todo un regimiento de caballería —viejos y mujeres e incluso niños—, con uniformes de costales de algodón y harina y armados de hachas y azadas y a lomos de las mulas yanquis que la nana les había prestado. Pero tío Buck les había dicho que no necesitábamos ayuda, que tres eran suficientes para atrapar a Grumby. No era difícil seguirles. Un día, cuando llevábamos unas veinte muescas en la vara, llegamos a una casa donde aún humeaban las cenizas; un chico, casi de la edad de Ringo y mía, yacía aún inconsciente en el establo con la camisa hecha jirones, como si hubieran utilizado un remate de alambre en el extremo del látigo, y una mujer, de cuya boca aún manaba un hilillo de sangre y cuya voz sonaba débil y lejana, como si se tratara de una cigarra al otro lado de los pastos, nos dijo cuántos eran y el camino que seguramente habían tomado, y añadió: —Mátenlos. Mátenlos. El camino se nos hizo largo, y sin embargo no era lejos. Si hubiéramos tenido un mapa y hubiéramos colocado un dólar de plata con el centro en Jefferson, no habríamos salido todavía de su radio. Y estábamos más cerca de ellos de lo que suponíamos, porque una noche, después de cabalgar hasta tarde sin encontrar una casa ni un refugio donde acampar, nos detuvimos y Ringo dijo que iba a explorar un poco los alrededores, pues todo lo que nos quedaba para comer era un hueso de jamón (aunque lo más probable era que Ringo sólo tratara de eludir la tarea de recoger leña para el fuego); así que tío Buck y yo estábamos extendiendo sobre el suelo las ramas de pino a modo de lecho para dormir cuando oímos un disparo y un estrépito, como si una chimenea de ladrillos se hubiera derrumbado sobre un tejado podrido de tablillas, y luego unos caballos que salían al galope y se perdían, y luego los gritos de Ringo. Contó que había llegado a una casa; pensó que estaba desierta; le pareció demasiado oscura, demasiado quieta. Se subió a un cobertizo que había contra la pared trasera, vio la rendija de luz y trató de abrir con cuidado los postigos de una ventana, con tan

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mala fortuna que al abrirse se soltaron con un ruido como el de un disparo, y se encontró mirando un recinto en el que había una vela dentro del cuello de una botella y no sabría decir si tres o trece hombres mirándole directamente a la cara; y uno de los hombres gritó: «¡Ahí están!» y otro desenfundó la pistola y un tercero agarró el brazo del que disparaba en el momento en que salía el disparo, y entonces el cobertizo entero cedió bajo sus pies y al punto se vio en el suelo gritando y tratando de zafarse de la maraña de tablas rotas mientras oía cómo se alejaban a caballo. —Así que no te dio —dijo tío Buck. —No fue por falta de ganas —dijo Ringo. —Pero no lo hizo —dijo tío Buck. Pero no permitió que continuáramos aquella noche—. No van a sacarnos nada de ventaja —dijo—. Son de carne y hueso, como nosotros. Y nosotros no estamos asustados. Así que salimos con la primera luz del día; ahora seguíamos las huellas de los caballos. Una noche, cuando llevábamos ya tres nuevas muescas en la vara, Ringo añadió una más, que había de ser la última que haría, aunque entonces no lo sabíamos. Estábamos sentados frente a un pequeño cercado de algodón donde pensábamos dormir, comiendo un cochinillo que había atrapado Ringo, cuando oímos el caballo. Entonces el hombre empezó a gritar: «¡Hola! ¡Hola!», y lo vimos acercarse montando una espléndida yegua alazana de pecho corto, calzado con unas botas pulcras y pequeñas, de fina hechura, y vestido con una camisa de hilo sin cuello y una chaqueta que también había sido buena en otro tiempo y un sombrero de alas anchas, que llevaba calado de tal forma que sólo dejaba ver sus ojos y nariz entre el sombrero y la barba negra. —¿Qué tal? —dijo. —¿Qué tal? —dijo tío Buck. Estaba comiendo una costilla; sentado, con la costilla en la mano izquierda y la derecha en el regazo, dentro de la chaqueta. Llevaba la pistola sujeta a un lazo de cuero que le colgaba del cuello y metida en la cintura de los pantalones, como un reloj de señora. Pero el desconocido no le miraba a él; nos echó una ojeada a los tres y luego siguió montado sobre la yegua, con ambas manos sobre la perilla de la silla. —¿Les importa si desmonto y me siento al fuego? —dijo. —Desmonte —dijo tío Buck. Echó pie a tierra. Pero no ató la yegua. La acercó y se sentó frente a nosotros, con las riendas en la mano. —Dale un poco de carne al forastero, Ringo —dijo tío Buck. Pero el hombre no quiso aceptarla. No se movió. Sólo dijo que ya había comido y siguió sentado sobre el tronco, con los pequeños pies juntos y los codos sobresaliendo un poco hacia ambos lados y las manos, pequeñas como las de una mujer y cubiertas por una suave maraña de fino vello negro hasta las uñas, sobre las rodillas, y sin mirarnos ahora a ninguno de nosotros. Ignoro lo que estaba mirando en aquel momento. —Acabo de salir de Memphis —dijo—. ¿A qué distancia calcula que está Alabama? Sin moverse tampoco, con la costilla aún levantada en la mano izquierda y la derecha dentro de la chaqueta, tío Buck dijo:

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—¿Así que va usted a Alabama, eh? —Sí —dijo el desconocido—. Estoy buscando a un hombre. —Vi que ahora me estaba mirando por debajo del sombrero—. Un hombre llamado Grumby. Ustedes los de estos contornos tal vez también hayan oído hablar de él. —Sí —dijo tío Buck—, hemos oído hablar de él. —Ah —dijo el desconocido. Sonrió; sus dientes, durante un instante, parecieron blancos como el arroz en medio de la barba color de tinta—. Entonces, lo que estoy haciendo no tiene por qué ser un secreto. —Ahora miraba a tío Buck—. Vivo allá en Tennessee. Grumby y su banda mataron a uno de mis negros y se llevaron mis caballos. Quiero recuperarlos. Y si de paso agarro a Grumby, tampoco me desagradaría. —Ah, ya —dijo tío Buck—. ¿Así que piensa encontrarlo en Alabama? —Sí. He sabido por casualidad que se dirige hacia allí. Por poco lo atrapo ayer; cogí a uno de sus hombres, pero los otros se me escaparon. Anoche los adelantaron a ustedes, si es que estaban por estos parajes. Seguro que los habrían oído pasar, porque la última vez que los vi corrían como centellas. Me las arreglé para convencer al que cogí para que me dijera dónde tienen planeado reunirse. —¿Alabama? —dijo Ringo—. ¿Quiere decir que se han dado la vuelta y se dirigen hacia Alabama? —Exacto —dijo el desconocido. Y ahora miró a Ringo—. ¿También a ti te robó Grumby el cerdo, muchacho? —¿Cerdo? —dijo Ringo—. ¿Cerdo? —Pon más leña en el fuego —dijo tío Buck a Ringo—. Guárdate el resuello para roncar esta noche. Ringo se calló, pero no se movió; siguió allí sentado, mirando a su vez fijamente al desconocido; sus ojos, a la luz de la hoguera, parecían tener una coloración rojiza. —Así que ustedes también andan tras un hombre, ¿no es cierto? —dijo el desconocido. —Dos hombres, para ser exactos —dijo Ringo—. Imagino que Ab Snopes puede pasar por un hombre. Era ya muy tarde; seguíamos allí sentados, y el desconocido, frente a nosotros al otro lado de la hoguera, nos miraba a los tres desde el espacio que había entre el sombrero y la barba, con las riendas de la yegua en su pequeña mano inmóvil. —Ab Snopes —dijo—. No creo conocer a ese Ab Snopes. Pero conozco a Grumby. Y también ustedes quieren a Grumby. —Ahora nos miraba a los tres—. Quieren coger a Grumby. ¿No creen que es arriesgado? —No exactamente —dijo tío Buck—. Mire usted, también nosotros hemos recogido algunos testimonios de las correrías de Grumby en Alabama. Algo o alguien ha hecho cambiar a Grumby de opinión acerca de matar mujeres y niños. —Tío Buck y el desconocido se miraron—. Quizá sea mala época para matar mujeres y niños. O quizá sea la opinión pública, ahora que Grumby es lo que podíamos llamar un personaje público. La gente de por aquí está acostumbrada a que maten a sus hombres, incluso a que les disparen por la espalda. Pero ni siquiera los yanquis consiguieron acostumbrarlos a lo otro. Y es evidente que alguien le ha recordado este detalle a Grumby. ¿No estoy en lo cierto? Se miraron el uno al otro; no se movieron.

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—Pero usted no es ni una mujer ni un niño, viejo —dijo el desconocido. Se levantó con calma; sus ojos centellearon a la luz de la hoguera mientras se volvía y ponía las riendas por encima de la cabeza de la yegua—. Creo que seguiré mi camino —dijo. Lo miramos mientras se encaramaba en la silla y se quedaba allí a caballo, con sus pequeñas manos tapizadas de vello negro sobre la perilla, mirándonos; nos miraba a Ringo y a mí ahora—. Así que queréis a Ab Snopes... — dijo—. Seguid el consejo de un extraño y pegaos a sus talones. Hizo que la yegua se volviera. Yo estaba mirándolo, y al instante siguiente pensando: «Me pregunto si sabe que la yegua ha perdido la herradura trasera de la derecha», cuando Ringo gritó: «¡Cuidado!», y entonces me pareció que antes de ver el fogonazo vi a la yegua brincar al ser picada con las espuelas, y luego se alejó al galope y tío Buck, tendido en el suelo, maldecía y aullaba y trataba de sacar la pistola, y al punto estábamos los tres dando tirones y debatiéndonos sobre ella, pero el saliente delantero de la mira se había enganchado en sus tirantes, y seguimos los tres forcejeando sobre el arma, y tío Buck jadeaba y maldecía, y el galope de la yegua se perdía en la lejanía. La bala le había entrado en la cara interna del brazo reumático; por eso tío Buck maldecía de tal modo; dijo que el reumatismo era ya de por sí bastante malo, y que también la bala lo era, pero que las dos cosas a un tiempo eran ya demasiado para cualquier mortal. Y entonces, cuando Ringo le dijo que debía sentirse agradecido, que supusiera por un momento que la bala le hubiera herido el brazo bueno, de forma que no le fuera posible ni alimentarse por sí mismo, se echó hacia atrás, y, tendido como estaba, agarró una estaca de la leña y trató de atizar con ella a Ringo. Le cortamos la manga y detuvimos la hemorragia, y luego me pidió que le rasgara una tira de los faldones de la camisa; Ringo le alcanzó el bastón y, una vez sentado, tío Buck se puso a maldecirnos mientras empapábamos la tira en agua caliente con sal; sosteniéndose el brazo herido con la mano buena, y maldiciendo con tesón durante un buen lapso de tiempo, hizo que le frotáramos una y otra vez el agujero de la bala con la tira. Maldijo de lo lindo, con cierto aire parecido al de la nana, al de todos los viejos cuando se les ha herido, y con la barba agitándose y los ojos lanzando chispas y los tacones y el bastón hundiéndose en el suelo, como si el bastón lo hubiera acompañado tanto tiempo que pudiera sentir él también la sal y el trapo. Al principio pensé que aquel individuo moreno era Grumby, lo mismo que había pensado anteriormente que quizá Ab Snopes lo fuera. Pero tío Buck dijo que no. Era ya el día siguiente; no habíamos dormido mucho, pues tío Buck no había podido conciliar el sueño; pero entonces no sabíamos que se trataba de su brazo, porque no quiso ni oír hablar de que lo lleváramos de vuelta a casa. Después del desayuno intentamos de nuevo convencerle, pero él no nos escuchó siquiera, y estaba ya a lomos de la mula con el brazo izquierdo atado contra el pecho y la pistola encajada entre ambos, para poder sacarla en un abrir y cerrar de ojos, y decía: —Esperad. Esperad —con la mirada dura y cáustica de quien está sumido en la meditación—. Es algo que no he captado todavía —dijo—. Algo que nos estuvo diciendo anoche y que no quería que nos diéramos cuenta de que nos lo estaba diciendo. Algo que vamos a averiguar hoy.

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—Posiblemente una bala que va a darle a usted entre brazo y brazo, en el centro, en lugar de darle en medio de uno —dijo Ringo. Tío Buck iba de prisa; veíamos cómo su bastón se alzaba y descendía contra el flanco de la mula, sin violencia pero ininterrumpida y velozmente, como un cojo que avanza apresuradamente y está habituado a su bastón de tan antiguo que ni siquiera advierte que lo lleva. Porque todavía no sabíamos que el brazo le estaba afectando seriamente; él ni siquiera nos dio ocasión de que pudiéramos darnos cuenta. Así que marchábamos al galope, y estábamos bordeando una ciénaga cuando Ringo vio la serpiente. Hacía una semana que el tiempo era cálido, pero la noche anterior había cambiado. Había helado en la madrugada, y vimos a la serpiente mocasín en el punto donde, después de haber reptado al exterior, al tratar de entrar de nuevo en el agua, la sorprendió la helada, de forma que yacía con el cuerpo en la tierra y la cabeza anclada en la delgada capa de hielo, como cautiva en un espejo, y tío Buck, de soslayo sobre la mula, nos gritó: —¡Ahí está, por Cristo! ¡Ahí está la señal! ¿No os dije que...? Los tres lo oímos al unísono: tres o cuatro disparos y a continuación el ruido de caballos al galope; parte de tal estrépito, con todo, se debía a la montura del propio tío Buck, que ya había sacado la pistola antes de apartarse del camino e internarse entre los árboles, con el bastón encajado bajo su brazo herido y la barba ondeando hacia atrás sobre su hombro. Pero no encontramos nada. Vimos las huellas en el barro, en el lugar donde habían estado apostados los caballos mientras los hombres que los montaban vigilaban el camino, y vimos los alargados surcos dejados por los cascos al partir a galope, y yo pensé serenamente: «Sigue sin saber que ha perdido esa herradura.» Pero eso fue todo; y tío Buck seguía a caballo sobre la mula, con la pistola alzada en la mano y la barba hacia atrás, sobre su hombro, y la correa de cuero de la pistola colgándole por la espalda como la trenza de una jovencita y la boca abierta y los ojos parpadeantes en dirección a mí y a Ringo. —¡Por todos los diablos del averno! —dijo—. Bien, volvamos al camino. Fueran quienes fueran, se han ido por allí. Así que regresamos. Tío Buck se había guardado la pistola y volvía a golpear con el bastón a la mula cuando vimos de qué se trataba todo aquel asunto. Era Ab Snopes. Estaba echado sobre un costado, atado de pies y manos y amarrado a un árbol joven; vimos en el barro las huellas que había dejado al arrastrarse hacia la maleza hasta donde se lo permitió la cuerda. Nos había estado observando todo el tiempo, tendido allí con expresión gruñona y sin hacer ruido alguno desde que se dio cuenta de que no podía ponerse al abrigo de la vista. Estaba mirando por entre los arbustos las patas y cascos de nuestras mulas; aún no se le había ocurrido alzar la vista, así que no sabía que nosotros le veíamos; a lo mejor pensó que acabábamos de echarle la vista encima, porque de pronto empezó a sacudirse y a revolverse en el suelo, gritando: —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! Lo desatamos y lo pusimos en pie, y él seguía gritando a voz en cuello, agitando manos y cabeza, explicando cómo le habían atrapado y desvalijado, y cómo le habrían dado muerte si no se hubieran dado a la fuga al oír nuestros caballos. Pero sus ojos no gritaban. Nos observaban; iban veloces de Ringo a mí y a tío Buck, y a Ringo y a mí de nuevo, y no gritaban; era como si los ojos

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pertenecieran a un hombre y la boca vociferante y abierta de par en par perteneciera a otro. —¿Así que te cogieron, eh? —dijo tío Buck—. Un inocente y confiado viajero. Imagino que esos tipos ya no se harán llamar Grumby y los suyos, ¿no es cierto? Era como si nos hubiéramos parado a encender un fuego y se hubiera deshelado la serpiente mocasín: lo justo para que el reptil supiera dónde estaba, pero no lo suficiente para que supiera qué hacer. Pero imagino que comparar a Ab Snopes con una mocasín, por pequeña que ésta fuera, resultaba un gran cumplido. Imagino también que lo estaba pasando mal. Imagino que se dio cuenta de que lo habían echado sin piedad en nuestras manos, y que si trataba de salvarse de nuestra ira a sus expensas, volverían y lo matarían. Imagino que decidió que lo peor que podía pasarle era que no le hiciéramos nada en absoluto. Porque dejó de agitar las manos; dejó incluso de mentir; sus ojos y su boca, durante unos instantes, dijeron la misma cosa. —Cometí un error —dijo—. Lo admito. Creo que todo el mundo se equivoca. La cuestión es la siguiente: ¿qué vais a hacer al respecto, compañeros? —Sí —dijo tío Buck—. Todo el mundo se equivoca. El problema es que tú te equivocas demasiadas veces. Porque los errores son mal asunto. Mira Rosa Millard. Cometió uno, y mírala. Y tú has cometido dos. Ab Snopes miró a tío Buck. —¿Cuáles son? —Haber nacido demasiado pronto y morir demasiado tarde —dijo tío Buck. Nos dirigió a los tres una rápida mirada; no se movió y siguió hablando a tío Buck. —No va a matarme. Usted no es un cobarde. —Ni siquiera necesito hacerlo —dijo tío Buck—. No fue a mi abuela a la que arrojaste a aquel cubil de serpientes. Me miró a mí, pero sus ojos iban otra vez de un lado a otro, de mí a Ringo y a tío Buck; otra vez sus ojos y su voz decían cosas distintas. —Ah, entonces estoy a salvo. Bayard no guarda contra mí deseos de venganza. Sabe que fue sólo un accidente; que lo hacíamos por su bien, y por el de su papá y el de los negros de la casa. En todo aquel año fui yo quien ayudó y se ocupó de miss Rosa, cuando no tenía a nadie más que a estos chicos. Ahora la voz empezó a decir la verdad de nuevo; era hacia los ojos y la voz hacia donde yo me dirigía; Ab Snopes retrocedió, se encogió y alzó las manos. Tío Buck dijo a mi espalda: —¡Tú, Ringo! Quédate donde estás. Ahora Ab Snopes caminaba hacia atrás, con las manos levantadas, gritando: —¡Tres contra uno! ¡Tres contra uno! —Estáte tranquilo —dijo tío Buck—. No son tres contra uno. No veo a nadie más que a uno de los niños que hace un momento estabas mencionando. Estábamos los dos en tierra, en el barro, y entonces dejé de verlo, y me dio la impresión de que nunca volvería a dar con él, ni siquiera por los gritos; y entonces, durante largo rato, me pareció luchar contra tres o cuatro a un tiempo, hasta que tío Buck y Ringo me sujetaron y volví a verle, tendido en tierra y tapándose la cara con los brazos. —Levántate —dijo tío Buck.

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—No —dijo él—. Podéis saltar sobre mí los tres y volver a derribarme, pero para hacerlo tendréis que levantarme. Aquí no hay derechos ni justicia que me amparen, pero no podéis impedirme que haga constar mi protesta. —Levántale —dijo tío Buck—. Yo sujetaré a Bayard. Ringo lo puso en pie; era como si estuviera levantando un saco de algodón semivacío. —Quédese en pie, señor Ab Snopes —dijo Ringo. Pero Ab Snopes no se avino a quedarse en pie, ni siquiera después de que Ringo y tío Buck lo ataran al arbolillo; Ringo se había quitado los tirantes y, después de unirlos a los de tío Buck y Ab Snopes, los anudó con las riendas de las mulas. Ab Snopes se quedó allí, suspendido de la cuerda, y cuando el latigazo le alcanzó ni se inmutó siquiera. —Eso es —dijo—. Azotadme. Que el látigo caiga sobre mí. Sois tres contra uno. —Espera —dijo tío Buck. Ringo se detuvo—. ¿Quieres la oportunidad de pelear contra uno de nosotros? Puedes elegir el que te plazca de los tres. —Tengo mis derechos —dijo Ab Snopes—. Estoy indefenso, pero aún puedo protestar. Azotadme. Pienso que tenía razón. Imagino que si le hubiéramos dejado marchar sano y salvo, aquellos tipos habrían vuelto dando un rodeo y lo habrían matado con sus propias manos antes del anochecer. Porque aquella noche —fue la noche en que empezó a llover y tuvimos que quemar la vara de Ringo, pues tío Buck admitió por fin que su brazo estaba empeorando— cenamos todos juntos, y fue Ab Snopes quien se mostró más preocupado por tío Buck, y explicó que no guardaba ningún resentimiento y que podía ver por él mismo que había errado al confiar en aquellos tipos y que lo único que quería hacer ahora era volver a casa, porque sólo en las gentes conocidas de toda la vida se puede confiar, y cuando confía uno en un extraño se merece lo que le viene encima al descubrir que aquellos con quienes ha comido y dormido no son mejores que un hatajo de serpientes de cascabel. Pero tan pronto como tío Buck trató de averiguar si se refería a Grumby, Ab Snopes se calló y negó que le hubiera visto en la vida. Se separaron de nosotros al día siguiente. Tío Buck estaba ya francamente enfermo. Nos ofrecimos para volver con él a casa, o al menos para que lo acompañara Ringo mientras Ab Snopes se quedaba conmigo, pero tío Buck se negó en redondo. —Grumby podría atraparle otra vez y atarle a otro arbolillo del camino, y tú perderías tiempo enterrándole —dijo—. Vosotros seguid adelante, muchachos. Ya no os falta mucho. ¡Y cogedles! —Empezó a gritar, con la cara congestionada y los ojos brillantes; se quitó la pistola de alrededor del cuello y me la entregó—. ¡Cogedles! ¡Cogedles! Así que Ringo y yo seguimos adelante. Estuvo lloviendo todo el día; había empezado a llover continuamente. Llevábamos dos mulas para cada uno; íbamos de prisa. Llovía; a veces no podíamos encender fuego siquiera; fue cuando perdimos la cuenta del tiempo, pues una mañana nos encontramos con una hoguera aún encendida y con un cerdo al que no habían tenido tiempo siquiera de matar; a veces cabalgábamos durante toda la noche, cambiando de mulas cuando calculábamos que llevábamos ya dos horas con la misma; y así, en

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ocasiones dormíamos de noche y en ocasiones de día, y sabíamos que ellos seguramente nos vigilarían día tras día desde lugares estratégicos, y que, ahora que tío Buck no estaba con nosotros, ni siquiera se atreverían a hacer un alto y esconderse. Una tarde, hacia la hora del crepúsculo —la lluvia había dejado de caer, pero las nubes no se habían disipado y otra vez hacía frío—, íbamos al galope por un viejo camino junto al lecho del río; atravesábamos un paraje angosto y sombrío bajo los árboles cuando mi mula se asustó, dio un respingo hacia un lado y se detuvo, y a punto estuve de salir despedido por encima de su cabeza. Entonces lo vimos, pendiendo de una rama sobre la mitad del camino. Era un anciano negro, de pelo blanco en semicírculo sobre la coronilla, con los dedos de los pies apuntando hacia el suelo y la cabeza inclinada a un lado, como si estuviera sumido en apacibles pensamientos. Habían prendido la nota a su cuerpo, pero no pudimos leerla hasta que llegamos a un claro. Era un trozo de papel sucio, con grandes letras toscas y de imprenta, como las que haría un niño: Ultimo abiso, no amenasa. Volver atrás. El portador de este abiso es mi promesa y garantía. He aguantado todo lo que estoy dispuesto a aguantar a niños y no niños. G.

Había algo más debajo de ello, escrito con letra pequeña y pulcra y aún más bonita que la de la nana, aunque podía verse que era de hombre; y mientras miraba aquel papel sucio podía verle a él, con sus pies pequeños y bien proporcionados y sus manos pequeñas y cubiertas de vello negro y su camisa fina y sucia y su chaqueta elegante y embarrada, sentado aquella noche frente a nosotros, al otro lado del fuego. Esto lo firman otros además de G., entre los cuales hay uno en particular que tiene menos escrúpulos que él en relación con los niños. El abajo firmante, sin embargo, quiere brindaros a vosotros y a G. otra oportunidad. Aprovechadla, y algún día llegaréis a ser hombres. Rechazadla, y dejaréis incluso de ser niños.

Ringo y yo nos miramos. En aquel lugar había habido una casa alguna vez, y ahora ya no había nada. Más allá del claro, el camino volvía a adentrarse en la espesura de los árboles, bajo la luz gris del crepúsculo. —Tal vez sea mañana —dijo Ringo. Y así fue. Habíamos dormido en un pajar, y al amanecer estábamos de nuevo a lomo de las mulas, siguiendo el camino sombrío a lo largo del lecho del río. Esta vez fue la mula de Ringo la que se asustó. El hombre había salido de la maleza como un rayo, con la elegante chaqueta y las embarradas botas de fina hechura, y la pistola en su pequeña mano velluda, y aquella cara en la que sólo asomaban ojos y nariz entre la barba y el sombrero. —Quedaos donde estáis —dijo—. Os seguiré vigilando. No nos movimos. Lo miramos caminar de espaldas e internarse en la maleza; luego salieron de ella los tres: el hombre de la barba, otro que caminaba a su lado

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y llevaba dos caballos ensillados, y un tercero, a unos pasos de distancia delante de ellos y con las manos a la espalda. Era un hombre corpulento, de incipiente barba rojiza y ojos claros, con descolorida guerrera confederada y botas yanquis, sin sombrero y con una mancha de sangre seca en la mejilla y un costado de la guerrera cubierto de barro seco y la manga de ese lado desgarrada por la hombrera. Pero al principio no nos dimos cuenta de que lo que hacía que sus hombros parecieran tan anchos era que llevaba los brazos estrechamente atados a la espalda. Y entonces, de improviso, supimos que al fin estábamos cara a cara con Grumby. Lo supimos mucho antes de que el hombre de la barba dijera: —Queríais a Grumby. Aquí lo tenéis. Seguimos allí, sobre las mulas. Porque a partir de entonces aquellos dos hombres ni siquiera volvieron a mirarnos. —Ahora me ocuparé de él —dijo el hombre de la barba—. Monta en tu caballo. El otro hombre montó en uno de los caballos. Entonces vimos cómo empuñaba una pistola y apuntaba a la espalda de Grumby. —Pásame tu cuchillo —dijo el hombre de la barba. El otro, sin mover la pistola, le tendió el cuchillo al barbudo. Entonces habló Grumby; hasta aquel momento no se había movido; estaba en pie, con los hombros encorvados y los pequeños ojos claros parpadeando en dirección a mí y a Ringo. —Muchachos —dijo—. Muchachos... —Calla la boca —dijo el hombre de la barba en tono frío, sereno, agradable casi—. Ya has hablado demasiado hasta ahora. Si aquella noche de diciembre hubieras hecho lo que yo quería, no estarías ahora donde estás. Vimos su mano empuñando el cuchillo. Creo que durante unos instantes Ringo y yo e incluso Grumby pensamos lo mismo. Pero el hombre de la barba cortó las ligaduras de Grumby y retrocedió apresuradamente. Grumby, al volverse, se vio enfrentado directamente a la pistola del hombre de la barba. —Tranquilo —dijo el hombre de la barba—. ¿Lo tienes, Bridger? —Sí —dijo el otro hombre. El hombre de la barba retrocedió hasta el otro caballo y lo montó sin bajar la pistola ni dejar de vigilar a Grumby. Una vez a caballo, se quedó allí mirando a Grumby; entre la barba color de tinta y el sombrero sólo se le veían los ojos y la pequeña nariz ganchuda. Grumby empezó a mover de un lado a otro la cabeza. —Muchachos —dijo—. Muchachos, no vais a hacerme esto... —Nosotros no vamos a hacerte nada —dijo el hombre de la barba—. Pero no puedo hablar en nombre de esos chicos. Siendo tú tan delicado con los niños, a lo mejor ellos son delicados contigo. Pero te daremos una oportunidad. Su mano libre se metió en la chaqueta con tal rapidez que nuestros ojos no pudieron seguirla; había desaparecido apenas cuando apareció la otra pistola y giró en el aire y cayó a los pies de Grumby; de nuevo se movió Grumby, pero las pistolas lo detuvieron. El hombre de la barba seguía tranquilo sobre su caballo, mirando a Grumby, hablando con aquella voz fría y serena y malsana y ni siquiera furibunda: —Teníamos un buen asunto en este país. Todavía lo tendríamos si no fuera por ti. Y ahora tenemos que largarnos. Tenemos que dejarlo porque te pusiste

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nervioso y mataste a la vieja, y luego volviste a ponerte nervioso y te negaste a enmendar el primer error. Escrúpulos —dijo—. Escrúpulos. Tanto miedo a que el país se levantara y resulta que no hay en él hombre, mujer o niño, blanco o negro, que no esté en guardia contra nosotros... Y todo porque te asustaste y mataste a una anciana a la que no habías visto jamás. Y no para sacar nada a cambio; ni por un solo billete confederado al menos. Sino porque te asustó un papel en el que alguien había firmado con el nombre de Bedford Forrest. Y eso que tenías uno exactamente igual en el bolsillo... No miró a su compañero, Bridger; sólo dijo: —Muy bien. Larguémonos. Pero no le quites el ojo de encima. Tiene el corazón demasiado tierno como para darle la espalda. Hicieron retroceder a los caballos, codo con codo, con los cañones de las pistolas dirigidos al vientre de Grumby, hasta que se internaron en la maleza. —Vamos a Texas. Si logras salir de aquí, te aconsejaría que te fueras igual de lejos como mínimo. Pero recuerda que Texas es muy grande; procura no olvidar lo que te digo. ¡Vámonos! —gritó. Hizo que la yegua se volviera. Bridger lo imitó. Al tiempo Grumby dio un salto y cogió la pistola del suelo y echó a correr, encogiéndose y gritando hacia la maleza y maldiciendo. Disparó tres veces en dirección al ruido de los caballos, que se hacía más lejano cada vez, y giró en redondo para encararse con nosotros. Ringo y yo estábamos ya en el suelo; no recuerdo cuándo ni por qué habíamos desmontado, pero allí estábamos pie a tierra, y recuerdo que miré una vez a la cara de Ringo y que la pistola de tío Buck me pesaba en la mano como un morillo. Entonces vi que Grumby no estaba ya volviéndose; que estaba en pie, con la pistola bajada, contra la pierna derecha, y que me miraba, y que luego, de pronto, sonreía. —Bien, chicos —dijo—. Parece que me habéis cogido. Maldito sea mi pellejo por permitir que Matt Bowden me hiciera perder los estribos y vaciar la pistola contra él. Oí mi propia voz; sonaba débil y lejana, como la de la mujer de aquel día en Alabama, y me pregunté si él podría oírme: —Ha disparado tres veces. Le quedan todavía dos tiros. La expresión de su cara no cambió, o al menos yo no pude apreciarlo. Bajó un poco la cabeza y miró hacia el suelo, pero la sonrisa se le había borrado del semblante. —¿En esta pistola? —dijo. Era como si estuviera examinando la pistola por primera vez; la examinó tan lenta y cuidadosamente que se la pasó de la mano derecha a la izquierda, y luego la dejó colgar de nuevo, apuntando hacia el suelo. —Bien, bien, bien. Seguramente no he olvidado contar tanto como disparar. Había un pájaro en alguna parte —un verderón— y lo había estado oyendo todo el tiempo; ni siquiera los tres disparos lo habían asustado. También oía a Ringo, que emitía una especie de sonido lastimero al respirar, y era como si no tratara de vigilar a Grumby sino de evitar mirar a Ringo. —Bien, así está más segura, pues parece que no sé ni disparar con la mano derecha.

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Entonces sucedió. Sé lo que sucedió, pero ni aún hoy sé cómo, en qué orden sucedió. Porque él era grande y achaparrado, como un oso. Pero cuando lo vimos por primera vez era un prisionero, e incluso ahora, por mucho que hubiéramos visto cómo saltaba y cogía del suelo la pistola y corría en pos de los otros disparando, parecía más un tocón que un animal. Lo único que sé es que en determinado segundo estaba allí de pie, con su embarrada guerrera confederada, sonriéndonos —sus mellados dientes asomaban un poco entre la incipiente barba roja—, mientras la débil luz del sol incidía sobre la barba y los hombros y las bocamangas, y sobre las oscuras marcas que habían dejado en la guerrera los galones arrancados; y al segundo siguiente hubo dos brillantes salpicaduras de color naranja, una tras otra, recortadas contra el centro de la guerrera gris, y la propia guerrera fue hinchándose despacio y desplomándose sobre mí, como cuando solíamos soñar con aquel globo que la nana nos contó que había visto en Saint Louis. Imagino que oí el ruido, imagino que debí de oír las balas e imagino que tuve que sentirle cuando me golpeó, pero no recuerdo nada de eso. Recuerdo únicamente los dos brillantes fogonazos y la guerrera gris abalanzándose hacia abajo y el golpe de mi cuerpo contra el suelo. Pude, sin embargo, olerle —el olor a sudor de hombre, el olor a sudor de caballo y a grasa y a humo de leña de la guerrera gris, que me oprimía la cara—, y pude también oírle, y luego pude oír cómo me crujía el brazo, y pensé: «Dentro de un momento oiré cómo se me quiebran los dedos, pero tengo que resistirlo»; y entonces —no sé si por encima o por debajo de su brazo o de su pierna— vi a Ringo en el aire, igual que una rana (hasta en los ojos), con la boca abierta y la navaja abierta en la mano. Entonces me vi libre. Vi a Ringo a horcajadas sobre la espalda de Grumby, y a Grumby incorporándose desde su posición a cuatro patas, y traté de levantar la pistola, pero mi brazo no quería moverse. Entonces Grumby derribó como un novillo a Ringo y se volvió de nuevo bruscamente, mirándonos, y se encogió, con la boca abierta; y entonces mi brazo empezó a elevarse pistola en mano, y Grumby se volvió y corrió. No debería haber intentado huir de nosotros con aquellas botas.

Tardamos lo que quedaba de aquel día y parte de la noche siguiente en llegar a la vieja prensa. Pero no nos llevó mucho volver a casa, porque disponíamos de nuevo de dos mulas para cada uno y podíamos cambiar de montura. [Habríamos podido tardar menos, pero encontramos un viejo puchero de hierro que podía servir y nos paramos y encendimos allí el fuego. En la prensa había una parte de la maquinaria que también podría habernos servido. Pero no nos quedamos el tiempo necesario para hacerlo. En un tiempo hubo en casa un libro acerca de Borneo donde se explicaba cómo lo hacían los cazadores de cabezas. Y aunque hubiéramos esperado hasta llegar a casa no nos habría servido de nada, pues el libro se quemó con ella, y lo único que podía recordar era algo relativo a la goma del gomero. Así que conseguimos resina de pino y, junto con la gran cantidad de sal que teníamos y que ya no necesitaríamos y con el líquido alcalino que a Ringo se le ocurrió preparar a partir de agua y cenizas, lo hicimos. Y seguimos adelante.]

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Era casi de noche cuando entramos en Jefferson, y llovía de nuevo cuando dejamos atrás los montones de ladrillos y los tiznados muros que aún no se habían derrumbado y atravesamos lo que había sido la plaza. Atamos las mulas a los troncos de unos cedros, y Ringo se disponía a buscar una tabla cuando vimos que alguien —la señora Compson, imagino, o tal vez tío Buck cuando volvía a casa— había puesto ya una en pie. La tierra, después de dos meses, se había hundido al fin; estaba ya casi al nivel del suelo; era como si la nana, al principio, no hubiera querido estar muerta, y ahora por fin empezara a resignarse. Lo fijamos sobre la lápida con un trozo de alambre y retrocedimos. —Ahora puede descansar en paz —dijo Ringo. —Sí —dije yo. Y nos echamos a llorar. Nos quedamos allí, de pie bajo la lluvia lenta, llorando en silencio. Estábamos cansados; habíamos cabalgado mucho, y durante la última semana no habíamos dormido lo suficiente y no siempre habíamos tenido qué comer. —No fueron ni él ni Ab Snopes quienes la mataron —dijo Ringo—. Fueron las mulas. La primera partida de mulas que nos dieron sin dar nosotros nada a cambio. —Sí —dije—. Vamos a casa. Creo que Louvinia estará preocupada por nosotros. Así que era ya muy entrada la noche cuando llegamos a la cabaña. Y entonces vimos que estaba iluminada como si fuera Navidad; pudimos ver el gran fuego y la lámpara brillante y limpia cuando Louvinia, mucho antes de que llegáramos a ella, abrió la puerta y salió a la lluvia corriendo y empezó a manosearme, llorando y dando gritos. —¿Qué? —dije—. ¿Padre? ¿Padre en casa? ¿Padre? —¡Y la señorita Drusilla! —gritó Louvinia, llorando y rezando y manoseándome, mientras al tiempo gritaba y reñía a Ringo—. ¡En casa! ¡Ya ha terminado todo! Todo menos la rendición. El amo John está en casa. Nos explicó por fin que padre y Drusilla habían vuelto a casa hacía una semana, y que tío Buck le había dicho a padre dónde estábamos Ringo y yo, y que padre había tratado de hacer que Drusilla se quedara en casa esperando, pero Drusilla se había negado, de modo que habían salido a buscarnos guiados por tío Buck. Así que nos fuimos a la cama. Ni siquiera conseguimos mantenernos despiertos para comer la cena que nos había preparado Louvinia. Acostarnos vestidos en el jergón y quedarnos dormidos todo fue uno, y la cara de Louvinia quedó suspendida sobre nosotros mientras seguía regañándonos, y Joby en el rincón de la chimenea junto a la mecedora de la nana, de donde Louvinia le había mandado levantarse. Y entonces alguien tiraba de mí, y pensé que estaba peleando otra vez con Ab Snopes, y lo que olí después era la lluvia en las ropas y la barba de padre. Pero tío Buck seguía gritando, y padre me abrazaba, y Ringo y yo nos abrazábamos a él, y luego era Drusilla quien se arrodillaba y nos abrazaba a mí y a Ringo, y Ringo y yo podíamos oler también la lluvia en su pelo mientras le decía a gritos a tío Buck que se callara. La mano de padre tenía la piel dura; vi su cara por encima de Drusilla y traté de decir: «Padre, padre» mientras ella nos

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abrazaba, mientras nos rodeaba el olor a lluvia de su pelo, y tío Buck gritaba y Joby miraba a tío Buck con la boca abierta y los ojos desorbitados. —¡Sí, por Cristo! No sólo le siguieron los pasos y le atraparon, sino que se trajeron la prueba misma hasta la tumba donde Rosa Millard ya puede descansar en paz. —¿La qué? —gritó Joby—. ¿Se trajeron la qué? —¡Callad! ¡Callad! —dijo Drusilla—. Todo pasó. Todo ha terminado. ¡Por favor, tío Buck! —¡La prueba y la expiación! —gritó tío Buck—. Cuando yo y Sartoris y Drusilla llegamos a la vieja prensa, lo primero que vimos fue a ese canalla asesino clavado contra la puerta, todo él menos la mano derecha. «¡Y si alguien la quiere ver también —le dije a John Sartoris—, no tiene más que ir a Jefferson y mirar en la tumba de Rosa Millard!» ¿No os dije que es el hijo de John Sartoris? ¿Eh? ¿No os lo dije?

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El villorrio

Loco por un caballo

I Sí, señor. No fue Pap quien le compró un caballo a Pat Stamper y luego le vendió dos. Fue mamá. Lo que hicieron ella y Pat fue utilizar a Pap como intermediario. Porque cuando salimos de casa aquella mañana con el dinero de la desnatadora de mamá nunca pensamos hacer tratos con caballos. E imagino que si Pap hubiera tenido alguna idea de que el destino le tenía deparado trocar caballos con Pat Stamper, jamás lo habrían llevado detenido a la ciudad. Ni siquiera sabíamos que había sido Pat Stamper quien había endilgado el caballo a quienquiera que fuera el que se lo vendió a Beasley Kemp hasta que estuvimos a mitad de camino. Porque Pap admitía que se volvía loco por un caballo, pero no se refería a ese tipo de locura. Y una vez fuera de la granja, lejos de los vecinos que miraban a través de la cerca aquello —fuera lo que fuese— por lo que en aquella ocasión Pap había entregado a cambio un poco más de alambre de espino y alguna que otra herramienta inservible del viejo Anse Holland, mientras Pap les mentía lo que consideraba conveniente acerca de la cantidad que había dado a cambio y lo viejo que era el género; una vez fuera de allí, no creo que fuese en realidad el tipo de loco por los caballos que mamá le acusó de ser aquel mediodía, cuando llegamos a casa después de encerrar en la cerca el caballo que acabábamos de cambiar a Beasley Kemp; Pap se quitaba los zapatos en el porche para comer y mamá, de pie en la puerta, agitaba la sartén fría en dirección a Pap, mientras le regañaba y le increpaba y Pap decía: —Vamos, Vynie; vamos, Vynie. Siempre me he vuelto loco por un buen caballo, y de nada sirve que me riñas ni que te metas conmigo. Lo que tendrías que hacer es dar gracias a Dios, que al darme buen ojo para los caballos me dio también un poco de sentido común y de gramática parda en ese sentido. Porque no era el caballo. No era el trueque. Había sido un buen trato, pues Pap le entregó a Beasley, a cambio del caballo, una esteva en buen estado y doscientos pies de alambre de espino y una vieja y deteriorada máquina de moler sorgo, todo ello propiedad del viejo Anse, y mamá admitió que había sido un buen trueque hasta por aquel caballo, y hasta por cualquier cosa capaz de

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levantarse y andar sobre sus cuatro aptas desde la granja de Beasley Kemp hasta la nuestra. Porque, como decía mientras blandía la sartén contra Pap, Pap nunca podría salir demasiado malparado en ningún trueque de caballos, pues jamás había poseído nada por lo que nadie le pudiera dar a cambio ni un caballo maltrecho, y que si lo hubiera tenido tampoco se lo habría cambiado precisamente a él. Y tampoco fue porque Pap y yo hubiéramos dejado los arados en la parte más baja de la granja, donde mamá no pudiera verlos desde la casa, y hubiéramos sacado a escondidas el carro por el camino trasero cargado con la esteva y la moledora y el alambre de espino, mientras ella creía que seguíamos trabajando en el campo. No era eso. Era como si ella supiera, sin que nadie se lo hubiera dicho, lo que Pap y yo sólo sabríamos una semana después: que Pat Stamper había sido antes propietario del caballo que nos cambió Beasley Kemp, y que Pap, con sólo tocarlo, había contraído la enfermedad de Pat Stamper. Y creo que mamá tenía razón. Quizá Pap, en su fuero interno, se consideraba el Pat Stamper de la comarca de Frenchman Bend, o quizá incluso de todo Beat Four. Pero creo que hasta cuando lo creía más fervientemente, allí sentado sobre la cerca mientras los vecinos acudían y se apoyaban sobre ella para mirar lo que esta vez había traído a casa, y escuchaban a Pap jactarse —no demasiado, tampoco— y mentir —quizá tampoco demasiado— acerca del trato; creo que incluso entonces había una parte de su mente que le decía que sólo entonces, sentado allí en la cerca, cuando existía una probabilidad en un millón de que el propio Pat Stamper pasara por allí y le desafiara a una competición para probarlo, podía sentirse impunemente el Pat Stamper de Beat Four. Porque la idea de competir con Pat Stamper le subyugaba tanto como la de trocar caballos con una serpiente mocasín acuática. Probablemente, si hubiera sabido que Pat Stamper fue en cierta ocasión el propietario del caballo que nos cambió Beasley Kemp, Pap no lo habría trocado a ningún precio. Pero imagino que cuando un tipo se pierde por azar en un paraje donde hay fiebre amarilla o mocasines, no tiene intención alguna de contagiarse de la fiebre o de salir con una mordedura de serpiente. Así, Pap seguramente nunca tuvo intención de entrar en tratos con Pat Stamper. Cuando salimos para la ciudad aquella mañana, con el caballo de Beasley y nuestra mula tirando del carro, y el dinero que mamá había estado ahorrando durante cuatro años para comprar la desnatadora en el bolsillo de Pap, no pensábamos en absoluto en comerciar con caballos, y menos aún con Pat Stamper, pues no sabíamos que Pat Stamper estuviera en Jefferson, ni siquiera sabíamos que en otro tiempo hubiera sido propietario de dicho caballo hasta que llegamos al almacén de Varner. Fue el destino. Fue como si el propio Señor hubiera decidido que el dinero de la desnatadora de mamá se gastara en un caballo; tuvo que haber sido él, porque nadie más —al menos nadie que conociera mamá— se hubiera atrevido a hacerlo. Sí, señor. Pura obra del destino. Aunque he de admitir que el destino eligió una mano buena, rápida y bien dispuesta cuando eligió a Pap. Porque no era esa clase de locura a la que Pap se refería cuando admitía que podía estar loco por un caballo. No, señor. No era ese tipo de loco. Pienso que allí sentado en el porche aquel mediodía, después de que mamá terminara su filípica por el momento y volviera a la cocina, y de que yo trajera la calabaza de agua fresca del pozo, mientras la carne de cerdo siseaba y hacía plop, plop en el fuego y Pap esperaba la comida

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para bajar luego al corral y sentarse en la cerca y ver llegar a los vecinos de dos en dos o de tres en tres para contemplar su nuevo caballo; pienso, como digo, que quizá Pap, en su fuero interno, no sólo creía que sabía del comercio de caballos tanto como Pat Stamper, sino que poseía tantos ejemplares como el propio viejo Anse. Pienso que en tales ocasiones, sentado allí en la cerca, moviéndose tan sólo lo estrictamente necesario para que el sol no lo molestase, mientras los dos arados vacíos yacían en los surcos allá abajo, en la parte más baja del sembrado, y mamá, mirándole desde la ventana trasera, le decía: «¡Tratante de caballos! Ahí sentado, soltando embustes y bravuconadas a una pandilla de holgazanes... y los hierbajos y los dondiegos de día creciendo e invadiendo el maíz y el algodón de tal forma que hasta me da miedo llevarle la comida, infestado como está todo de serpientes»; pienso que en tales ocasiones Pap echaba una mirada a lo que fuera que esa vez hubiera conseguido a cambio del buzón del correo o el maíz de invierno o cualquier cosa que el viejo Anse quizá había olvidado que tenía o al menos no iba a echar en falta, y decía para sí mismo: «No es porque sea mío, pero Dios es testigo de que es el puñado de caballos más bonito que nadie ha visto jamás».

II Fue pura obra del destino. Cuando salimos para la ciudad aquella mañana con el dinero de la desnatadora de mamá, Pap ni siquiera pensaba utilizar el caballo de Beasley, pues sabía que probablemente no sería capaz de recorrer las doce millas a Jefferson y volver en el mismo día. Lo que pensaba era ir adonde el viejo Anse y pedirle prestada una de sus mulas para engancharla con la nuestra. Fue mamá la que tuvo la culpa; empezó a burlarse de él acerca de la porquería de jamelgo que había comprado para adornar el patio, hasta que Pap dijo que, por Cristo, ya les iba a enseñar a mamá y a todos los demás que ponían en tela de juicio su conocimiento de los caballos a primera vista. Y así, fuimos al corral y enganchamos el caballo al carro junto a la mula. Habíamos estado una semana sobrealimentándolo, a fin de que tuviera mucho mejor aspecto que cuando lo trajimos. Pero ni aun así parecía tan lozano, porque Pap acabó diciendo que era la mula la que lo ponía en evidencia, que cuando se veían por separado no causaba tan mala impresión y que era el hecho de aparecer al lado de algo con cuatro patas lo que dañaba su imagen. «Si al menos hubiera algún modo de enganchar a la mula debajo del carro para que no pudieran verla, y que sólo el caballo quedara a la vista, luciría lo suyo», decía Pap. Pero no había forma de hacerlo, así que hicimos todo lo posible. Era un bayo parecido a una estera, de modo que mientras Pap, a unos veinte pies de distancia y cerrando primero un ojo y después el otro me decía: «Dale duro. Tienes que hacer que le salga brillo a la piel», lo restregué con unos sacos lo mejor que pude. Pap pensó en darle un buen puñado de sal mezclada con un poco de grano, a fin de que se atiborrara de agua y se le disimulara alguna de las costillas, pero sabíamos que así nunca llegaríamos a Jefferson en todo el día, y para qué hablar de la vuelta, teniendo en cuenta

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además que tendríamos que parar en todos los arroyos que encontrásemos para que el animal repostase. Así que hicimos lo que pudimos y nos pusimos en camino, con el dinero para la desnatadora de mamá (eran veintisiete dólares con sesenta y cinco centavos, ahorrados durante cuatro años del dinero de los huevos y las colchas) atado en un trapo, y con la prohibición expresa de abrirlo para contar las monedas antes de pagar a tío Ike McCaslin en la tienda y tener la desnatadora ya en el carro. Sí, señor. El destino. El mismo destino que hizo que mamá se mofase de Pap y lo incitase a que saliéramos con el caballo de Beasley; el mismo destino que hizo que saliéramos una mañana calurosa de julio. Porque cuando salimos de casa aquella mañana ni siquiera pensábamos en llevar a cabo ningún trato de caballos. Pensábamos en caballos, lo admito, porque íbamos pensando si aquella noche no tendríamos que volver con el caballo de Beasley montado en el carro y Pap y yo amarrado a los tirantes del carro junto a la mula. Sí, señor. Pap hizo salir al tiro del corral pausadamente al amanecer, y lo hizo avanzar por el camino hacia Frenchman Bend tan lenta y cuidadosamente como jamás se había visto caminar a pareja alguna de caballo y mula, y siempre que llegábamos a una colina lo bastante inclinada como para que el agua descendiera por los surcos, Pap y yo nos bajábamos del carro y subíamos a pie, y teníamos intención de hacer lo mismo hasta Jefferson. Fue el tiempo, el calor tórrido, el culpable. Porque allí estábamos, a una milla aproximadamente del bazar de Varner, con el caballo de Beasley medio andando, medio en volandas sobre los balancines, y la cara de Pap con aire cada vez más preocupado cuando el caballo no conseguía levantar las patas lo bastante como para dar el paso siguiente, cuando de pronto el animal rompió a sudar. Alzó la cabeza como si le hubieran arrimado un atizador al rojo al cuerpo y se encajó de lleno en la collera, entrando en contacto con ella por primera vez desde que, al restallar el látigo de Pap dentro del corral, la mula cargó el peso sobre la pechera y empezó a tirar del carro. Y henos allí bajando la última colina y acercándonos al bazar de Varner, y el caballo de Beasley con la cabeza alzada y echando espumarajos por la boca y con los ojos orlados de blanco, como esos platos coloreados de lujo, y Pap tirando de las riendas, y que me aspen si el sudor no lo convirtió en el bayo de pura raza más precioso que jamás se hubiera visto; y no sólo eso, sino que hasta las costillas dejaron de marcársele de forma tan exagerada. Y Pap, que antes había estado hablando de pasar por un camino secundario para evitar el bazar, allí sentado en el carro con la misma desenvoltura con que solía hacerlo sobre la cerca del corral, donde se sentía a salvo de Pat Stamper, y diciéndole a Jody Varner y a los otros que el caballo de Beasley venía de Kentucky. Jody Varner ni siquiera se rió. «¿De Kentucky, eh?», dijo. «Ah, claro. Así se explica cómo ha tardado tanto. Herman Short le dio por él a Pat Stamper hace cinco años un carricoche y un juego de arreos, y Beasley Kemp le dio a Herman ocho dólares el verano pasado. ¿Cuánto le diste por él a Beasley? ¿Cincuenta centavos?» Y esto acabó de arreglarlo. De ahí en adelante, todo marchó por sí solo. No era el caballo; no era el trato. Seguía siendo un buen trato, porque en cierto sentido podía decirse que lo único que Pap le dio a Beasley fue la esteva, pues el alambre de espino y la moledora de sorgo pertenecían al viejo Anse. Y tampoco se trataba del carricoche y de los arreos que Herman Short le entregó a Pat Stamper;

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eran los ocho dólares que Beasley le pagó a Herman. Eso era lo que llenaba de resentimiento a Pap. Y no es que le reprochara los ocho dólares a Herman, pues Herman había invertido anteriormente un carricoche y unos arreos. Además los ocho dólares, aun en caso de que estuvieran fuera de circulación, seguían en el condado perteneciendo a Herman Short, de modo que poco importaba si los tenía Herman o Beasley. Era Pat Stamper quien exasperaba a Pap. Una cosa es cambiar caballo por caballo, pero cuando el dinero empieza a cambiar de manos la cosa es diferente. Y cuando un forastero viene a la región y empieza a hacer que el dinero contante y sonante brinque de mano en mano, es como cuando un ladrón entra en tu casa y te pone todo, ropas y demás, patas arriba; aunque no se lleve nada, es lo mismo; te saca de quicio. Así que no se trataba sólo de volver a encajar a Pat Stamper el caballo de Beasley. Se trataba de sacarle de algún modo a Pat los ocho dólares de Beasley. Y es por eso que fue pura obra del destino el que Pat Stamper acampara en el camino de Jefferson precisamente el día en que Pap y yo tomamos tal camino para ir en busca de la desnatadora de mamá. Y creo que el resto de la historia apenas merece relatarse, salvo para ilustrar cómo cuando un hombre comienza a trazar un plan para hacer algo, lo único que hace es pensar que traza un plan: lo que realmente está haciendo es dar la bienvenida a la desdicha, abriendo de par en par las puertas y diciendo: «Muy bien, Mala Suerte; adelante». Así que allí estaba Pat Stamper con aquel negro mago que le acompañaba siempre, acampados en el pastizal de Hoke, junto al mismo camino por el que habíamos de pasar para ir a la ciudad, y allí estaba Pap en el trayecto, con dos acémilas y veintisiete dólares con sesenta y cinco centavos en efectivo, sintiendo que todo el honor y el orgullo de la ciencia y el gozo del comercio de caballos del condado de Yoknapatawpha dependían de él si habían de ser reivindicados. Así que pienso que el resto de la historia ni siquiera merece relatarse. No necesito contar si Pap y yo volvimos andando a casa o no, pues todo aquel que no conoce a Pat Stamper sabe bien que Pat jamás pagó caballo o mula al contado en su vida; lo cambiaba siempre por algo capaz cuando menos de caminar hasta perderse de vista. Así que el único punto de interés estriba en qué es lo que tiraba del carro cuando volvimos a casa. Y también qué es lo que hizo mamá al preguntar: «¿Dónde está mi desnatadora?», y decirle Pap: «Vamos Vynie; vamos, Vynie». Sí, señor. En lo tocante a tratos, no era después de todo con Pat Stamper con quien Pap iba a cambiar caballos. Sino con el mismísimo demonio. Porque Pap estaba desesperado. Después del primer trueque se desesperó. Antes sólo estaba fuera de quicio, como cuando alguien sueña que está en medio de la vía y el tren llega; el tren está ya casi encima y uno no puede correr ni echarse a un lado, porque de pronto se da cuenta de que está corriendo sobre arena, de modo que al cabo de un rato a uno le importa poco si el tren le arrolla o no, pues lo único que puede pensar es que le saca de quicio la arena. Así es como estaba Pap. Cuanto más cerca estábamos de Jefferson más fuera de quicio estaba. Y no contra el caballo de Beasley, pues camino de la ciudad lo cuidamos con el mismo esmero con que lo habíamos cuidado hasta llegar al bazar de Varner, cuando empezó a sudar. Sino a causa de los ocho dólares que el animal representaba. Yo no recuerdo siquiera cuándo y dónde nos enteramos de que Pat Stamper estaba en Jefferson aquel día. Porque Pap ni siquiera se preocupó por

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averiguar dónde estaba acampado Pat, y cuando entramos en la ciudad ya había tenido lugar el trueque. Sí, señor. Subimos aquellas largas colinas caminando junto al caballo de Beasley, que aunque se apoyaba lo mejor que podía en la collera y seguía siendo la mula la que hacía la mayor parte del trabajo, y Pap, a pie al lado del carro, iba maldiciendo a Pat Stamper y a Herman Short y a Beasley Kemp y a Jody Varner, y cuando llegó el momento del descenso Pap tuvo que sujetar el freno del carro con una vara de arbolillo, por miedo a que el caballo de Beasley se colara por la collera a causa del peso y se volviera del revés como un calcetín, y siguió maldiciendo a Pat Stamper y a Herman y a Beasley y a Varner, y al fin llegamos al puente de las tres millas y Pap salió del camino y se internó en los matorrales y desenganchó la mula e hizo un nudo en una rienda para que yo pudiera montarla y me dio un cuarto de dólar y me dijo que fuera a la ciudad y que comprara diez centavos de salitre y cinco centavos de alquitrán y un anzuelo del número diez. Así que no entramos en la ciudad hasta la tarde. Fuimos directamente al pastizal de Hoke, donde acampaba Pat Stamper —yo ya había pasado por allí dos veces a lomos de la mula—, y al llegar, el caballo de Beasley tiraba con verdadero brío de la collera, y sus ojos tenían la fiereza que una hora más tarde habrían de tener los de Pap cuando salimos de la tienda de McCaslin por la puerta trasera con la desnatadora, y echaba espuma por la boca —Pap le había frotado las encías con el resto del salitre— y llevaba dos buenos cortes de alambre de espino alquitranado bien pegados al pecho y, en uno de los flancos, el anzuelo, que Pap se había ocupado de introducirle bajo la piel, de forma que no tenía más que bajar las riendas de cuando en cuando. Sí, señor. Irrumpimos en el pastizal de Hoke empinados sobre dos ruedas, mientras Pap tiraba de las riendas para sujetar el carro, y el negro de Pat Stamper vino corriendo y agarró la brida para impedir que el caballo de Beasley se metiera en tromba en la tienda donde dormía Pat y Pat en persona salió de ella con aquel sombrero Stetson de color crema ladeado sobre un ojo y con los ojos del color de una reja de arado nueva y tan cálidos como ella. —Caballo vivaracho el suyo —dijo Pat. —¡Puro fuego, sí! —dijo Pap—. El condenado va a matarnos a mí y al chico antes de que logremos meterlo por aquella puerta. Por eso quiero deshacerme de él. Doy por supuesto que usted se aprovechará de mí, pero tengo que cambiarlo a la fuerza. Así que venga, haga negocio en seguida y déme a cambio algo a lo que no me asuste acercarme. Y yo sigo pensando que Pap daba en el clavo, que era el sistema correcto. Habían pasado cinco años desde que Pat vio por última vez al animal, o al menos desde que se lo endosó a Herman Short, de modo que Pap y yo imaginamos que era tan probable que Pat reconociese al animal como que un ratero reconociese un reloj de dólar que aconteció pegársele a la ropa al pasar al lado de alguien cinco años atrás. Era el sistema correcto: llegarse hasta él y decirle que necesitábamos cambiar el caballo, en lugar de andar por allí haciéndonos los remolones a la espera de que Pat nos convenciese. Y Pap no quería tampoco engañar demasiado a Pat. Lo único que quería era lavar la afrenta de aquellos ocho dólares en efectivo. De eso se trataba: de los ocho dólares en efectivo, valor en que se cifraba la honra del comercio de caballos del condado de

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Yoknapatawpha; y Pap por designación propia caballeroso paladín de dicha honra, lavaría la afrenta no por interés egoísta sino por honor. Y que me aspen si no sigo creyendo que la cosa funcionó, que Pap logró estafar a Pat, y que el hecho de que Pat no aceptara más que cambiar pareja por pareja no se debió a que hubiera reconocido al caballo de Beasley, sino a lo que pretendía dar a cambio a Pap. O, no sé, quizá Pap estaba tan ocupado engañando a Pat que Pat no necesitó siquiera engañar a Pap; era como cuando un hombre tiene necesidad de hacer algo: por mucho empeño que ponga, nunca consigue hacerlo más que a medias, mientras que cuando a un hombre le tiene sin cuidado si hace una cosa o no, la hace el doble de bien en la mitad de tiempo. Así que henos allí: el negro sujetaba la pareja de mulas que Pat pretendía cambiar por nuestro tiro, y Pat mascaba tabaco lenta y delicada e ininterrumpidamente mientras miraba a Pap con aquellos ojos color de reja de arado, y Pap allí de pie con aquella expresión de desesperanza en el semblante, no porque estuviera asustado sino porque se veía obligado a pensar con rapidez, pues se estaba dando cuenta de que había ido más lejos de lo que planeaba y de que tendría que cerrar los ojos e ir hasta el final o echarse atrás y salir de allí al instante. Porque fue entonces cuando Pat Stamper demostró quién era Pat Stamper. Si se hubiera puesto a convencer a Pap de la ganga que iba a conseguir llevándose sus dos mulas, creo que Pap se habría echado atrás. Pero Pat no hizo tal cosa. Se limitó a embaucar a Pap como un ladrón de categoría que, pura y simplemente, se negara a decirle a otro ladrón de altos vuelos dónde está la caja de caudales. —Pero es que no quiero cambiar el tiro entero —dijo Pap—. Ya tengo una buena mula. Lo que no quiero es el caballo. Cambiemos mi caballo por una de sus mulas. —No —dijo Pat—. Tampoco quiero yo un caballo tan indómito. No es que no esté dispuesto a comerciar con cualquier cosa que pueda caminar, siempre que sea a mi manera. Pero no quiero hacer un trato que incluya solamente ese caballo, pues me interesa tan poco como a usted. Lo que me interesa es la mula. Además, esta pareja mía forma un tronco bien apareado. Pienso sacar por ella tres veces más de lo que sacaría por cualquiera de las dos por separado. —Pero le seguiría quedando un tronco con que comerciar —dijo Pap. —No —dijo Pat—. Voy a sacarle a usted por él más de lo que sacaría separándolo. Si lo que quiere es una sola mula, será mejor que busque a otro. Así que Pap volvió a mirar las mulas. Ahí estuvo el quid de la cuestión. Su aspecto era decente. Decente, ni más ni menos. No parecían demasiado buenas ni demasiado malas. Ninguna de las dos parecía tan buena como la nuestra, pero las dos juntas parecerían siempre un poco mejor que el caballo de Beasley y la mula de cualquiera. Ahí estaba el quid de la cuestión. Si hubiera tenido aspecto de una ganga, creo que hasta yo, un chico de doce años, habría tenido la sensatez suficiente para decirle a Pap que se dejara de tratos y que nos fuéramos de allí en seguida. Pero, ah, Señor, imagino que estábamos perdidos desde el momento mismo en que Jody Varner nos habló de aquellos ocho dólares. Imagino que Pat Stamper supo que estábamos predestinados al fracaso desde el momento mismo en que alzó la vista y vio al negro sujetando al caballo de Beasley fuera de la tienda. Imagino que en aquel mismo momento supo que no habría necesidad de mostrarse interesado por el trueque, que lo único que tenía que hacer era decir

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«No» el tiempo suficiente. Y eso es lo que hizo, apoyado sobre la base del carro, con los pulgares metidos en la cintura del pantalón, mascando tabaco y observando a Pap, que volvía a examinar las mulas con detenimiento. Porque hasta yo sabía que Pap había ya cerrado el trato, que se había internado en lo que creyó la ramificación de un manantial y resultaron ser arenas movedizas, y ahora sabía que no podía siquiera tomarse el tiempo suficiente para volverse atrás. —De acuerdo —dijo—. Me las llevo. El negro desenganchó, pues, el caballo de Beasley y la mula y enganchó el nuevo tronco a nuestro carro, y Pap y yo seguimos en dirección a la ciudad. Y Dios es testigo de que las mulas seguían teniendo buen aspecto. Que me aspen si no pensé que quizá Pap había logrado salir de aquellas arenas movedizas llamadas Pat Stamper. O que quizá estaba saliendo fuera del alcance de Pat Stamper dando rienda suelta a las dos mulas. Porque cuando volvimos al camino y estuvimos fuera de la vista del campamento de Stamper, Pap empezó a poner la misma cara que cuando se sentaba en la cerca del corral de la casa y explicaba a sus compadres que podía volverse loco por un caballo, pero no loco de remate. No se sentía a sus anchas todavía; estaba en guardia, sentado en el pescante y tanteando nuestras nuevas mulas. Estábamos ya entrando en la ciudad, así que no nos quedaba mucho tiempo para probarlas, aunque tendríamos buena ocasión de hacerlo en el camino de vuelta. —Por Cristo —dijo Pap—. Si pueden llegar hasta casa, habré recuperado esos ocho dólares, y al diablo con Pat Stamper. Pero el caso es que aquel negro era un artista. Porque juro por Dios que las mulas tenían buen aspecto. Parecían dos mulas normales, no demasiado buenas, exactamente iguales a las que podían verse en centenares de carros a lo largo del camino. Yo había notado que echaban a andar con una especie de respingo, que primero una se encajaba de un tirón en la collera y después se echaba bruscamente atrás, y luego la otra daba asimismo un tirón en la collera y después se echaba atrás, y que ya en el camino, cuando el carro marchaba como una seda, a una de ellas le daba una especie de arrebato y se ponía de soslayo, cruzándose con los tirantes, como si quisiera volverse atrás. Pero Stamper nos había dicho únicamente que se trataba de un tronco bien apareado; jamás había dicho que hubieran trabajado juntas, como tal pareja, y, en efecto, se trataba de un tronco bien apareado en el sentido de que ninguna de ellas parecía tener la menor idea de cuándo iba a echar a andar la otra o qué dirección iba a tomar. Pero Pap logró enderezarlas y seguimos adelante; empezábamos a subir la gran colina que conduce a la ciudad cuando de pronto las mulas rompieron a sudar, como el caballo de Beasley antes de llegar al bazar de Varner. Pero era natural; hacía un calor endiablado; fue entonces cuando me di cuenta de que antes del anochecer caería un aguacero. Recuerdo que estaba yo pensando que la lluvia se nos vendría encima antes de que pudiéramos llegar a casa cuando las mulas se pusieron a sudar. Y era muy natural; no se lo reproché; el problema era que se trataba de un sudor diferente al del caballo de Beasley. Recuerdo que estaba yo mirando una nube grande y brillante y ardiente allá en el sudoeste cuando, de pronto, me di cuenta de que el carro había dejado de avanzar colina arriba y empezaba a retroceder. Entonces bajé la vista y alcancé a ver a las mulas: cruzadas ambas esta vez, se miraban como airadamente desde cada lado de la lanza. Pap intentaba

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enderezarlas, con ojos muy parecidos a los de ellas, cuando de pronto se enderezaron, y recuerdo que pensé que era una suerte que en aquel momento tuvieran las grupas vueltas hacia el carro, pues era la primera vez que se movían a un tiempo en toda su vida, o al menos por primera vez desde que Pap era su dueño. Y, señores, henos allí colina arriba a la carrera, entrando en la ciudad como una cucaracha en su agujero, con el carro sobre dos ruedas y Pap tirando de las riendas y gritando: «¡Maldición, maldición!»; la gente se apartaba y Pap se las arregló para desviar a las mulas y enfilar el carro por el callejón trasero del almacén de McCaslin, donde logró detenerlo trabando la rueda izquierda delantera con la rueda de otro carro, cuyas mulas, que estaban atadas, le permitieron a Pap echar el freno. La gente se había ya arremolinado y nos ayudaba a desenredarnos, y Pap llevó a las mulas hasta la puerta trasera de tío Ike, donde las ató en corto al pomo, y entramos en la tienda a recoger la desnatadora, y la gente seguía llegando y diciendo: «Son las mulas de Stamper», mientras Pap respiraba pesadamente, con semblante mucho menos calmo que cuando dejamos el campamento de Stamper, y ojos desaforadamente vigilantes, y decía: «Vamos. Carguemos esa maldita desnatadora de mamá y salgamos rápido de aquí». Así que le entregamos a tío Ike el trapo con el dinero de mamá y cogimos la desnatadora y volvimos al carro, hacia donde lo habíamos dejado. El carro seguía allí. Recuerdo que pude ver la base allí cerca, donde Pap lo había dejado, y pude ver también a la gente de medio cuerpo para arriba allí en el callejón, y entonces me di cuenta de que había casi el doble de personas mirando a nuestras mulas. Creo que Pap no reparó en ello, pues se hallaba demasiado ocupado cargando a marchas forzadas con la desnatadora. Entonces me hice a un lado para echar una ojeada a lo que toda la gente estaba mirando, y entonces caí en la cuenta de que podía ver la parte delantera del carro y el lugar donde Pap y yo habíamos dejado las mulas, pero no alcanzaba a ver ni rastro de ellas. Así que no recuerdo bien si fui yo o Pap quien soltó su extremo de la desnatadora, o si la llevábamos aún cuando ya en el callejón miramos hacia las mulas. Allí seguían, sólo que estaban tendidas en el suelo. Pap las había atado de forma que la cabeza les quedó muy cerca del pomo de la puerta trasera de la tienda, con la misma rienda sujeta a ambos bocados, y ahora los animales parecían dos tipos que se hubieran ahorcado juntos en uno de esos suicidios al unísono: las cabezas unidas, las lenguas afuera, los cuellos estirados hasta alcanzar casi cuatro pies y las patas encogidas bajo el cuerpo, como conejos abatidos por disparos. Pap dio un salto y cortó los arreos de las mulas. Sí, señor. Un artista. El negro aquel les había administrado la cantidad exacta de quién sabe qué cosa, de forma que pudieran llegar a la ciudad y salir de la plaza antes de que el efecto remitiera. Y fue entonces cuando le entró aquello a que me refería cuando dije desesperación. Aún puedo ver a Pap, apartado en aquel rincón, detrás de los arados y aperos de labranza y demás útiles, con la cara blanca y la voz temblorosa y tal temblor en la mano que apenas pudo darme los sesenta y cinco centavos. —Vete a la tienda del doctor Peabody —dijo— y tráeme una pinta de whisky, y hazlo rápido. Sí, señor. Desesperado. Ahora no eran arenas movedizas. Era un remolino, y a Pap le quedaba sólo una escapatoria. Se bebió la pinta de dos tragos, dejó con cuidado la botella vacía en un rincón del almacén de tío McCaslin y volvimos al

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carro. Las mulas estaban ya en pie; cargamos la desnatadora en el carro y Pap las hizo echar a andar despacio, mientras todo el mundo miraba y se decían unos a otros que eran dos mulas de Stamper. Ahora, sentado en el pescante, Pap tenía la cara roja en lugar de blanca; las nubes estaban cargadas y el sol se había puesto, pero no creo que Pap se diera cuenta. No habíamos comido, pero tampoco creo que se diera cuenta. Y que me aspen si no parecía que Pat Stamper no se había movido en absoluto, allí de pie en la entrada del corral, con el Stetson ladeado y los pulgares metidos en la cintura de los pantalones. Pap, en el carro, trataba de que las manos no le temblaran, mientras las mulas, con la cabeza baja y las patas abiertas y resollando como si les obligaran a bregar de nuevo el lunes por la mañana en un aserradero, se paraban ante Stamper. —Vengo a descambiar las mulas —dijo Pap. —¿Qué es lo que pasa? —dijo Stamper—. No me diga que también le resultan demasiado vivarachas. No lo parecen. —Está bien —dijo Pap—. Está bien. Lo que quiero es recuperar mi pareja. Le daré cuatro dólares. Todo lo que tengo. Necesito recuperar la mula y el caballo. Coja los cuatro dólares y devuélvame la pareja. —Ya no la tengo —dijo Stamper—. Tampoco yo quería ese caballo. Ya se lo dije. Así que me deshice de él en seguida. Pap se quedó allí sentado unos instantes. El cielo estaba encapotado; había refrescado; se podía incluso oler la lluvia. —De acuerdo —dijo al fin Pap—. Pero sigue teniendo la mula. De acuerdo. Me la llevaré. —¿A cambio de qué? —dijo Stamper—. ¿Quiere cambiar esas dos mulas por su mula? —Pap ya no estaba haciendo un trato. Estaba desesperado. Sentado allí en el carro, mirando como si no pudiera ver, mientras Stamper, apoyado cómodamente en la puerta del corral, lo miraba unos instantes—. No —dijo—. No quiero esas mulas. La suya es mucho mejor. Además, jamás haría un trueque de ese tipo. —Antes de mirar de nuevo a Pap escupió tranquila y cuidadosamente—. Además, he puesto a su mula con otro caballo. ¿Quiere echarle una ojeada a la pareja? —De acuerdo —dijo Pap—. ¿Cuánto? —¿Ni siquiera quiere verlos antes? —dijo Stamper. —De acuerdo —dijo Pap. Entonces el negro trajo el caballo, un pequeño ejemplar marrón oscuro. Recuerdo que a pesar de no haber sol y estar nublado y a punto de llover, el animal resplandecía. Era un caballo algo más grande que el que le habíamos cambiado a Stamper, y gordo como un cochino. Sí, señor. Con ese tipo de gordura exactamente; no con la gordura propia de un caballo, sino gordo como un cerdo; gordo hasta las orejas y tirante como un tambor. Tan gordo estaba que a duras penas podía caminar; posaba las patas en el suelo como si no tuviera en ellas peso ni sensibilidad. —Está demasiado gordo para aguantar —dijo Pap—. Ni siquiera podrá llevarnos hasta casa. —Lo mismo pienso yo —dijo Stamper—. Por eso quiero quitármelo de encima. —De acuerdo —dijo Pap—. Pero tendré que probarlo.

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—¿Probarlo? —dijo Stamper. Pap no respondió. Se bajó del carro con cuidado y se acercó al caballo, que llevaba puesto el cabestro. Le cogió la rienda al negro y se dispuso a montar al animal. —Espere —dijo Stamper—. ¿Qué es lo que intenta hacer? —Probarlo —dijo Pap—. Le he cambiado un caballo a usted hoy mismo. Stamper volvió a mirar a Pap unos instantes. Luego escupió otra vez e hizo ademán como de retroceder un paso. —Muy bien —dijo—. Ayúdale a montar, Jim. El negro ayudó a montar a Pap, y ni siquiera tuvo tiempo de apartarse de un salto, pues tan pronto el animal sintió el peso sobre su lomo fue como si Pap llevara un cable eléctrico en los calzones. Lanzó a Pap contra el suelo de mala manera, y Pap se levantó sin que su cara cambiara de expresión lo más mínimo y volvió a acercarse al caballo y le cogió otra vez del cabestro y volvió a montar con ayuda del negro, mientras Stamper lo miraba con las manos hundidas en la cintura del pantalón. Pap salió de nuevo despedido y de nuevo se levantó y se acercó al caballo, sin que la expresión de la cara le cambiara un ápice, y cogía ya el ronzal de la mano del negro cuando Stamper lo detuvo. Así fue como Pap se comportó exactamente; como si quisiera que el caballo lo tirara por tierra de mala manera, pero no con intención de lastimarse, sino como dando a entender que la capacidad de sentir la tierra en sus propios huesos y carne era lo único que le quedaba para entregar a cambio de un caballo con la vida suficiente como para llevarnos hasta casa. —Un momento, un momento —dijo Stamper—. ¿Es que quiere usted matarse? —De acuerdo —dijo Pap—. ¿Cuánto? —Venga dentro de la tienda y tómese un trago —dijo Stamper. Así que esperé en el carro. Empezaba a lloviznar un poco y no nos habíamos traído ninguna ropa de abrigo. Pero había en el carro unos sacos que mamá nos había hecho llevar para envolver la desnatadora, así que estaba ya envolviéndola cuando apareció el negro con un coche ligero tirado por un caballo. Pap y Stamper salieron entonces de la tienda, y Pap se acercó a nuestro carro. No me miró ni una sola vez. Se limitó a alargar los brazos y sacar la desnatadora de los sacos y cargarla sobre el coche. Luego él y Stamper subieron al coche y partieron en dirección a la ciudad. Se habían perdido ya de vista cuando advertí que el negro me miraba. —Me parece que vais a empaparos antes de llegar a casa —dijo. —Eso parece —dije yo. —¿Quieres tomar un bocado antes de que vuelvan? —dijo. —No tengo hambre —dije. Él se volvió a la tienda y yo me quedé esperando en el carro. Sí, señor; sin duda iba a llover. Recuerdo que pensé que, después de todo, podríamos utilizar los sacos para guarecernos. Luego volvieron Pap y Stamper, y Pap tampoco me miró entonces. Entró en la tienda; le vi beber de una botella; le vi luego metérsela debajo de la camisa. Creo que fue Stamper quien le dio la botella. Pap nunca lo dijo, pero creo que sí, que Stamper se la dio.

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Luego el negro enganchó el caballo nuevo y nuestra mula al carro, y Pap salió de la tienda y montó en él. Stamper y el negro le ayudaron. —¿No cree que será mejor que conduzca el chico? —dijo Stamper. —Yo conduciré —dijo Pap—. Tal vez no sepa cambiar un caballo con usted, pero, ¡por Cristo!, todavía soy capaz de manejarlo. —Mucho ojo —dijo Stamper—. Este caballo le sorprenderá.

III Y lo hizo. Sí, señor. Nos sorprendió, tal y como Stamper dijo. Sucedió momentos antes de anochecer. La lluvia, la tormenta cayó sobre nosotros cuando aún no habíamos recorrido una milla; seguimos adelante bajo el aguacero; habrían de pasar dos horas antes de que encontráramos un viejo establo. Íbamos acurrucados en el pescante, bajo los sacos (recuerdo haber pensado que en cierto modo casi deseaba que mamá supiera que no llevábamos la desnatadora, porque la había deseado de tal modo durante tanto tiempo que a lo mejor prefería que siguiera perteneciendo a tío Ike, seca y a salvo allí en su tienda, en lugar de ser ya suya pero a cinco millas de casa, y en el carro bajo la lluvia), mirando nuestro nuevo caballo, tan gordo que posaba las patas en el suelo como si no tuviera peso ni sensibilidad, y que de cuando en cuando, incluso bajo la lluvia, daba un respingo hacia atrás, como cuando el peso de Pap cayó sobre su lomo en el campamento de Stamper. Pero no caeríamos en la cuenta hasta más tarde; ahora, como es natural, conducía yo, pues Pap iba tendido cuan largo era en la base del carro, y la lluvia le golpeaba la cara sin que él siquiera lo notara. Yo iba sentado en el pescante, viendo cómo nuestro nuevo caballo cambiaba de negro a bayo. Yo tenía entonces doce años, y Pap y yo habíamos hecho siempre nuestros tratos de caballos a lo largo de aquel camino rural que pasaba frente a nuestra granja. Así que me metí en el primer refugio que encontré y zarandeé a Pap hasta despertarlo. La lluvia le había despejado un tanto, pero incluso aunque no se hubiera mojado se habría puesto sobrio de inmediato. —¿Qué? —dijo—. ¿Qué pasa? —¡El caballo, Pap! —grité— ¡Ha cambiado de color! Sí, señor. Recuperó la sobriedad de inmediato. Habíamos bajado del carro, y ya no había ninguna duda de que Pap tenía los ojos como platos: donde al dormirse veía un caballo negro había ahora un caballo bayo. Yo tenía sólo doce años; se me antojó todo demasiado rápido; recuerdo que vi cómo Pap palpaba el lomo del caballo en un punto de la piel que la sufra debía de haber rozado de cuando en cuando (ya lo dije: aquel negro era un artista), e inmediatamente después vi al caballo dando corcovos y encabritándose. Recuerdo que me aparté a tiempo y esquivé la acometida de su cuerpo contra la pared, y entonces Pap y yo oímos algo parecido al reventón de un neumático, algo así como «fshshsh...» y acto seguido lo que quedaba de aquel caballo gordo, resplandeciente y negro se esfumó. No quiero decir que Pap y yo no nos quedáramos de pronto solos con la mula. También había un caballo. Sólo que se trataba del caballo con el que

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habíamos salido de casa aquella mañana, el mismo por el que dos semanas atrás habíamos dado a cambio a Beasley Kemp la esteva y la máquina de moler sorgo y el alambre de espino. Hasta recuperamos el anzuelo; el metal corvo seguía clavado donde Pap lo había clavado, aunque el negro lo había metido un poco más adentro. Pero no fue sino al día siguiente, ya en casa y a la luz del día, cuando encontramos la válvula de una bomba manual detrás de la pata delantera del caballo. Y esto fue todo, más o menos. Mamá estaba casi levantada y nos vio pasar, así que al cabo de un rato tuvimos que ir a casa: Pap y yo no habíamos comido desde hacía ya veinticuatro horas, así que fuimos a casa. Mamá estaba en la puerta y decía: «¿Dónde está mi desnatadora?» y Pap decía que siempre se volvía loco por un caballo y que no podía evitarle y que mamá tampoco podía evitarlo y que al menos le diera algo de tiempo; mamá seguía allí de pie, mirándole, y entonces se echó a llorar, y era la primera vez que la veía llorar en toda mi vida. Lloraba desconsoladamente, allí de pie y envuelta en su vieja bata, sin ocultar siquiera la cara, diciendo: —¡Loco por un caballo! Sí, pero ¿por qué por ése? ¿Por qué por ése? —Vamos, Vynie. Vamos Vynie —decía Pap. Entonces mamá se volvió y entró en la casa. Nosotros no entramos. Podíamos oírla, pero no estaba en la cocina; Pap me dijo que fuera a la cocina a ver si estaba preparando el desayuno, y que bajara a decírselo. Hice lo que me mandó, pero mamá no estaba en la cocina. Así que nos sentamos en la cerca, y al rato vimos que venía de casa colina abajo. Se había vestido para salir y llevaba el chal y el sombrero y los guantes; entró en el establo sin mirarnos y oímos cómo ensillaba la mula y Pap me dijo que fuera y le preguntara si quería que la ayudara y así lo hice y ella no me contestó y vi la cara que tenía y volví a la cerca y me senté con Pap y la vimos salir del establo sobre la mula. Llevaba detrás al caballo de Beasley, que seguía siendo negro en las partes no empapadas por la lluvia. —Si no hubiera sido por esa maldita lluvia, a lo mejor podríamos habernos deshecho de él —dijo Pap. Así que entramos en casa y preparé el desayuno y comimos y Pap se echó a dormir un rato. Me dijo que vigilase desde el porche para verla llegar, aunque en realidad ni él ni yo esperábamos que fuera a volver pronto. Fue a la mañana siguiente cuando volvió a casa. Estábamos preparando el desayuno y oímos el carro; miré afuera y vi el carro de Odum Tull; mamá se estaba bajando de él; volví a la cocina adonde Pap, que se disponía ya a salir para el establo. —Tiene la desnatadora —le dije. —Supongo que no será nuestra pareja la que tira del carro de Odum Tull — dijo Pap. —No, señor —dije yo. La vimos entrar en casa con la desnatadora. —Supongo que primero se pondrá la bata vieja —dijo Pap—. Debíamos habernos puesto a hacer el desayuno antes. No tuvimos que esperar apenas, pues al poco la oímos. Hacía un ruido vigoroso, enérgico, como si desnatase a las mil maravillas y a buen ritmo. Y luego se paró. —Es una pena que sólo tenga un galón —dijo Pap—. Ve a la cocina a ver.

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Fui y, efectivamente, allí estaba mamá preparando el desayuno. Pero no nos dejó comerlo en la cocina; nos lo sacó a la puerta. —Voy a estar muy ocupada, así que no quiero teneros por aquí estorbando — dijo mamá. Ya todo marchaba bien; su cara estaba serena, aunque con expresión atareada. Así que Pap y yo nos fuimos hasta el pozo y comimos; luego volvimos a oír la desnatadora. —No sabía que tuviera que pasar más de una vez —dijo Pap. —A lo mejor tío Ike le enseñó cómo manejarla —dije. —Creo que mamá es capaz de hacerla funcionar como es debido —dijo Pap—. O al menos como ella quiere que funcione. Entonces se paró; Pap y yo empezamos a bajar hacia el establo, pero mamá nos llamó y nos hizo llevar los platos a la puerta de la cocina. Luego nos fuimos al corral y nos sentamos en la cerca, pero —como dijo Pap— no había nada placentero en ello ya, vacío como estaba de cuadrúpedos el corral. —Me figuro que fue hasta la tienda de ese maldito tipo y dijo: «Aquí tiene su pareja. Tráigame la desnatadora, y rápido. Tengo que encontrar la forma de volver a casa» —dijo Pap. Al cabo de un rato volvimos a oírla, y aquella tarde subimos a pie a casa del viejo Anse para pedirle prestada una mula y poder terminar la parte baja de los campos, pero al viejo no le quedaba ninguna libre. Así que Pap estuvo maldiciendo un rato, y después volvimos y nos sentamos en la cerca. Y al poco, como era de esperar, oímos cómo mamá la volvía a poner en funcionamiento: la máquina, fuerte e ininterrumpidamente, parecía hacer volar la leche. —Está desnatándola otra vez —dijo Pap—. Da la impresión de que espera divertirse con ella de lo lindo.

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Lagartos en el patio de Jamshyd

I Los carros, los caballos y mulas ensillados solían empezar a llegar hacia media tarde. Venían valle arriba desde ambas direcciones, cada uno con su propia polvareda lenta, con un aura dramática y profunda, como la de la barcaza pintada que arrastran por el escenario en Ben-Hur. Venían resuelta y pausadamente, tras las oscilantes orejas de las mulas, y había en ellos —hombres, mujeres, jóvenes y viejos— un ánimo no festivo (era demasiado unánime para serlo), sino de ocio, un ánimo de evasión y autoinmolación parecido al de la gente que va al teatro a ver una tragedia, y dejaban la ancha carretera del valle para tomar el viejo camino, la cicatriz apacible y sanadora. Tan apacible era el camino, tan recuperado estaba de las viejas cicatrices del antiguo desasosiego de los hombres, que apenas dejar la encrucijada parecía adentrarse en otra tierra, en otro mundo; y los destartalados carros, las mulas con mataduras de arado, los hombres y mujeres con monos de trabajo y desgarbado algodón de guinga parecían asimismo haber entrado en otro tiempo, en otra tarde intemporal y sin nombre. Durante casi sesenta años el camino no había sido hollado por casco o rueda alguna, de forma que ahora, en el agua poco profunda del arroyuelo, donde la arena se hacía más oscura, las recientes y marcadas huellas de llantas y herraduras resultaban tan sorprendentes como gritos en una iglesia. Más allá del arroyuelo, donde no quedaba ya vestigio alguno del desaparecido puente, el camino iniciaba el ascenso. Discurría recto como una plomada, bordeado por un enmarañado seto de cedros espaciados que ahora entrelazaban sus ramas y alcanzaba un espesor de tres y cuatro pies, y ascendía hasta una selva de cedros solemnes, un paraje en ruinas de amplios prados y jardines cuyo trazado iba desdibujando el tiempo, en donde el desolado y austero esqueleto de una casa descomunal alzaba su tejado roto y sus descabezadas chimeneas.

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El lugar era conocido como la hacienda del Viejo Francés, en honor del hombre que lo había construido, que había enderezado el lecho del río y roturado cuatro mil acres de boscaje en la vaguada para que sus esclavos cultivasen algodón; la casa era un enorme edificio cuadrado que los descendientes anónimos y sin historia del anónimo fundador habían ido abatiendo para alimentar la lumbre desde los tiempos de la guerra civil, un edificio enclavado en unos terrenos diseñados cien años atrás por un arquitecto inglés que el fundador hizo venir de Inglaterra, erguido sobre una loma que dominaba los extensos acres hoy parcelados en pequeñas granjas ociosas, propiedad de sus ociosos y lejanos e iletrados herederos. Nadie recordaba siquiera el nombre del francés. Nadie sabía con certeza si sus anónimas cenizas yacían junto a los de su sangre y junto a los antepasados de los saxofonistas de los garitos de Harlem en la loma más baja que había a cuatrocientas yardas, bajo las lápidas ajadas e ilegibles. Todo lo que quedaba de él era el viejo surco del lecho del río y el camino y el esqueleto de la casa, y la leyenda del oro que sus esclavos enterraron en alguna parte cuando Grant pasó por aquella tierra en su campaña de Vicksburg; así, a lo largo de sesenta años, tres generaciones de hijos y nietos se habían adentrado en el lugar furtivamente y a pie y durante la noche, y habían removido una y otra vez la tierra original en busca del oro y la plata, del dinero y los enseres de metales nobles. El lugar era a la sazón propiedad de Varner, primer terrateniente de la comunidad; lo había comprado a causa de los impuestos, y lo conservaba por idéntica razón. Las huellas recientes no llegaban hasta la casa; iban hasta la cerca de lo que antaño fue un jardín, donde podían verse los carros en hilera. Las mujeres se quedaban en el carro, sentadas en sus sillas de tablillas. Pero los hombres se bajaban e iban hasta la cerca y se apoyaban en ella, al lado de los que habían llegado más temprano y observaban al hombre que cavaba en el jardín. Cavaba solo; manejaba la pala sin pausa y hacía descender la tierra por la pendiente hacia la zanja con una especie de furia pertinaz. Llevaba cavando una semana. Se llamaba Henry Armstid. Y lo habían estado observando desde hacía una semana; recorrían diez millas en carro o en caballo o en mula y se agrupaban a lo largo de la cerca, con los labios llenos de polvo de tabaco, con el decoro propio de una recepción formal, con el arrobamiento y pasmado interés con que una multitud contempla a un mago en una feria. El primer día, cuando el primer viajero se bajó de su montura y se acercó a la cerca, Armstid se volvió y corrió hacia él blandiendo la pala, y lo hizo huir mientras maldecía con un áspero y débil susurro. Pero había dejado ya de comportarse de ese modo y al parecer había dejado incluso de percatarse de la presencia de los mirones, que a partir de aquel día se congregaban a lo largo de la acera y charlaban entre sí con pocas palabras, mientras miraban cómo removía la superficie del jardín y hacía rodar la tierra por la pendiente hacia la zanja y cavaba incansablemente aquí y allá, de un lado a otro de la ladera. Hacia la caída de la tarde los mirones empezaban a volver la vista hacia el camino, donde poco antes de oscurecer aparecería el último carro. Era un carro destartalado y lleno de composturas, tirado por dos mulas escuálidas como

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conejos, que chirriaba endiabladamente sobre sus abolladas y desvencijadas ruedas. En él venía sólo una persona, una mujer con informes ropas grises y descoloridos sombreros; los mirones la veían bajarse del carro y coger un cubo de hojalata y acercarse hasta la cerca; Armstid, más allá, seguía trabajando sin alzar siquiera la vista. La mujer dejaba el cubo en una esquina, dentro de la cerca, y se quedaba allí unos minutos, inmóvil, con las manos juntas y hundidas en un pliegue del vestido gris, que le caía formando rígidos dobleces hasta los sucios zapatos de lona. Se quedaba allí, sin moverse; no parecía mirar a Armstid, no parecía mirar nada. Era su mujer, y en el cubo le traía comida fría. Nunca se quedaba mucho tiempo. Armstid nunca la miraba. Nunca hablaban, y ella volvía al cabo de un rato al carro destartalado y se alejaba. Entonces los mirones empezaban a dispersarse; montaban en sus carros y partían sobre las ruedas chirriantes rumbo a la cena, al establo, y dejaban a Armstid solo de nuevo, hundiéndose en la creciente oscuridad del crepúsculo, debatiéndose pala en mano con la regularidad de un juguete mecánico. Había algo monstruoso en su tenaz esfuerzo; era como si el juguete fuera demasiado frágil, como si le resultara difícil realizar la tarea para la cual había sido programado, como si hubieran forzado al límite su mecanismo de cuerda. Y en las largas mañanas, mientras fumaban lentamente sentados en el porche del bazar de Varner, a dos millas de distancia, o en carros parados en los tranquilos caminos y senderos, o en los campos o en las puertas de las cabañas diseminadas por la lenta y laboriosa tierra, las gentes hablaban de ello: —Sigue allí, ¿no? —Claro. Sigue. —Parece que quiere matarse en ese jardín. —Bueno, no sería ninguna pérdida para ella. —Así es. Le ahorraría el viaje de todos los días para llevarle comida. —He visto que cuando va nunca se queda mucho. —Tiene que volver a casa para darles de cenar a los chicos y cuidar del ganado. —No creo que ella lo sintiera. —Claro que no. Seguro que no. —Ese Flem Snopes... ¡Vaya con Flem Snopes! —Cierto, es un lince. Sí, señor. A nadie más que a él se le habría ocurrido hacerlo. —Nadie habría podido hacerlo. Cualquiera puede timar a Henry Armstid. Pero nadie más que Flem es capaz de timar a Suratt. —Así es. Así es. Cierto.

II Suratt era un viajante de máquinas de coser. Recorría la región en un coche ligero descubierto, y llevaba a remolque una caseta de perro hecha de chapa de

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metal, que había pintado para que pareciera una casa. A cada lado de ella había pintado una ventana, y en cada una de ellas la cara de una mujer que sonreía bobaliconamente sobre una máquina de coser. Dentro de la caseta podía verse una máquina de coser bien asentada. El coche con su tiro, robusto y mal emparejado, eran vistos un día en un condado y al siguiente en otro, atados bajo la sombra más próxima, mientras Suratt, con la cara afable y viva y una camisa azul pulcra y sin corbata se sentaba entre los hombres en el porche de alguna tienda en alguna encrucijada de caminos. O bien —siempre sentado— con algún grupo de mujeres, en medio de tendederos llenos de ropa y ennegrecidos cubos para la colada junto a un manantial o un pozo, o hablando y escuchando decorosamente sentado en una silla de tablillas a la puerta de una cabaña. Tenía un itinerario regular, y vendía quizá tres máquinas al año; con útiles de labranza e instrumentos musicales de segunda mano, o con cualquier cosa que cayera en sus manos. Poseía una locuacidad afable y hermética, un talento natural para la anécdota y el cotilleo. Nunca olvidaba un nombre, y conocía a todo el mundo, hombre o perro o mula, en cincuenta millas a la redonda. Su ruta comercial le hacía aparecer por el bazar de Varner cada seis semanas. Un día llegó dos semanas antes de lo previsto. Mientras viajaba por el condado había conseguido por veinte dólares un contrato para venderle a un hombre del Norte, que estaba instalando un rancho para la cría de cabras del país, un centenar de cabras que, según sabía Suratt, estaban en las inmediaciones del Recodo del Francés, cerca del bazar de Varner. Sentado allí en el porche del bazar, Suratt hizo sus cautelosas pesquisas, hábilmente envueltas con sus anécdotas, entre los contertulios y obtuvo la información que deseaba. Al día siguiente salió por la mañana a entrevistarse con el propietario del primer lote de cabras. —Ojalá hubiera venido ayer —dijo el hombre—. Las he vendido ya. —Por todos los diablos —dijo Suratt—. ¿A quién? —A Flem Snopes. —¿A Flem Snopes? Snopes era el hombre que tenía a su cargo el bazar de Varner. Varner, que era político y veterinario y predicador laico del metodismo, aparecía rara vez por su tienda. Snopes llevaba ya dos o tres años al frente del negocio; achaparrado, de edad indeterminada —podía muy bien tener de veinticinco a cincuenta años—, cara redonda y llena y ojos sin brillo, se pasaba el día sentado en una silla reclinada al lado de la puerta, en compañía de los pocos y ocasionales parroquianos, mascando y tallando con el cuchillo y sin abrir la boca para nada. Lo que se sabía de él se sabía únicamente de oídas, nunca por propia confidencia; ni siquiera se conocía la exacta relación que le unía con Varner y la tienda, si era empleado o socio o qué era. Mientras Suratt recababa información acerca de las cabras, había permanecido sentado en su silla de costumbre, mascando y tallando. —Vino ayer por la noche y me compró todas las que tenía —dijo el propietario de las cabras. —¿Quiere decir que vino hasta aquí después del anochecer? —Eran como las nueve. Imagino que no pudo dejar el bazar antes.

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—Claro —dijo Suratt—. Imagino que no. El segundo propietario vivía a cuatro millas de allí. Suratt tardó en llegar treinta y dos minutos. —He venido a que me diga si ayer por la noche, a las diez, vendió usted sus cabras. O tal vez a las diez y media. —Vaya, sí —dijo el hombre—. Fue hacia media noche cuando llegó Flem Snopes. ¿Cómo lo sabe? —Sabía que mi par de bestias era mejor —dijo Suratt—. Por eso lo sé. Adiós. —¿A qué viene tanta prisa? Tengo dos lechones que me podría interesar vender. —Sí, claro —dijo Suratt—. Pero a mí no me vendría bien comprarlos. En cuanto fueran míos se harían de la noche a la mañana del tamaño de un elefante, y luego explotarían. Esta tierra es demasiado rica para mí. No visitó al tercer y último propietario. Volvió a Jefferson sin pasar por el bazar de Varner. A tres millas de la ciudad, una cabra solitaria se mantenía en somnoliento y precario equilibrio sobre el tejado de un establo. Un chico de corta edad, al lado de la cerca, observó cómo se acercaba y detenía el coche de Suratt. —¿Cuánto te ofreció Flem Snopes por la cabra, muchacho? —preguntó Suratt. —¿Qué? —dijo el chico. Suratt siguió su camino. Tres días después, Snopes le dio a Suratt veintiún dólares por el contrato que Suratt consiguió por veinte. Suratt metió los veinte dólares en el saquito del tabaco y se quedó con el dólar en la mano. Lo lanzó al aire, lo cogió al caer. Los hombres, sentados contra la pared, lo miraban. Snopes se había vuelto a sentar; siguió tallando. —Bien, al menos no he salido trasquilado —dijo Suratt. Los hombres, salvo Snopes, se rieron a carcajadas. Suratt los fue mirando, frío, sardónico, jocoso como ellos. Dos niños, un niño y una niña, subían los escalones con una cesta. Suratt les dio el dólar. —Aquí tenéis, chiquillos —dijo—. Aquí tenéis un regalo del señor Snopes. Fue tres años después cuando Suratt se enteró de que Snopes le había comprado a Varner la hacienda del Viejo Francés. Suratt conocía el lugar. Lo conocía mejor de lo que cualquiera pudiera suponer. Una vez al año solía desviarse de su ruta tres o cuatro millas para pasar por allí. Entraba por la parte trasera, aunque nadie hubiera sabido decir por qué tomaba esa precaución. Acaso creía que no debía ser visto haciendo algo de lo que no esperaba sacar ningún beneficio. Una vez al año detenía el coche ante la casa y se quedaba sentado contemplando el austero esqueleto somnoliento y un tanto siniestro a la luz del sol estival, pensando en las generaciones de hombres que habían cavado aquella tierra en busca de oro, contemplando la inextricable desolación de cedros y árboles de Júpiter y brezo y arbusto dulce exuberantes y salvajes, percibiendo en el siniestro y soleado silencio los antiguos y esperanzados anhelos ya marchitos, el optimismo, los efluvios de la desesperación y la codicia muertas, el agotado y secreto sudor nocturno dejado sobre aquella tierra por hombres tan inmóviles ya como el hombre que involuntariamente había dejado tras él un monumento más perdurable que cualquier mausoleo tallado o fundido. «Tiene que estar aquí, en alguna parte —se decía Suratt así mismo—. Tiene que estar». Luego recorría dos

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millas hasta el bazar de Varner, o doce millas hasta Jefferson, llevándose con él algo de aquel aire antiguo, de aquel esplendor, y confundiéndolo, sin embargo, en su mente aldeana, con el deleite sensual que le procuraba la reflexión sobre los medios a emplear para llegar a poseerlos. «Tiene que estar aquí. La gente no seguiría cavando si no estuviera en alguna parte. No sería justo que se les siguiera permitiendo hacerlo. No, señor.» Suratt se enteró de que Snopes había comprado la hacienda mientras comía en el restaurante que su cuñado y él tenían en Jefferson. Con los codos sobre el gastado mostrador, sentado en un gastado taburete, comía un bistec con patatas. Se quedó inmóvil, encorvado hacia adelante en actitud de seguir comiendo, con la hoja del cuchillo detenida en el aire con su bocado de carne, a medio camino de la boca, y con una mirada de concentración profunda. «Si Flem Snopes ha comprado la hacienda, sabe algo acerca de ella que ni siquiera Will Varner supo nunca. Flem Snopes no compraría ni una ratonera de cinco centavos si no supiera de antemano que iba a sacar por ella diez.» Llegó al bazar de Varner a media tarde. Snopes estaba sentado en su silla, mascando y tallando minuciosamente una vara de pino blando. Había en él, en su camisa blanca, en sus pantalones azules de algodón grueso, sujetos con amplitud y suavidad por los tirantes, una inercia profunda y refractaria a la prisa, semejante a la de las vacas, la inercia ajena a la necesidad de la prisa de un ídolo. «Eso es lo que me saca de quicio de él —se dijo Suratt—. Que sin moverse de su asiento sea capaz de saber lo que a mí me cuesta tanto trabajo averiguar. Que yo tenga que darme prisa para averiguarlo, y que no tenga tiempo para darme prisa, pues no sé si al darme prisa me queda tiempo para cometer un error. Y él ahí sentado, sin moverse.» Pero la cara de Suratt, al subir los escalones, mostraba su habitual expresión: curiosa, alerta, afable, impenetrable e inmediata. Saludó uno por uno a los hombres sentados en hilera contra la pared. —Bien, muchachos —dijo—. He oído que Flem se ha comprado una granja. ¿Tienes intención de montar un rancho de cabras propio, Flem? O a lo mejor sólo se trata de darles un hogar a los tipos que desplumas con tus negocios. —Luego, riéndose con aquella risa suya discreta y elogiosa mientras Flem mascaba despacio y desbastaba minuciosamente la vara con el hermetismo profundo de un ídolo o de una vaca, dijo—: Bien, si Flem sabe algún modo de sacar algo de esa vieja hacienda, que se lo lleven los demonios si no va a tener la boca bien cerrada.

III Los tres hombres estaban agazapados en la maleza a lo largo de la zanja que había al pie del jardín. Ante ellos, en la oscuridad, la enmarañada pendiente ascendía hacia una cima en la que se erguían, recortados contra el cielo, el tejado roto y las descabezadas chimeneas de la casa. En una de las ventanas se reflejaba una estrella, como una vela de luz tenue sobre la cornisa. Acurrucados en la maleza, escuchaban los rítmicos suspiros de una pala invisible en la mitad de la pendiente del jardín.

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—¿No os lo dije? —susurró Suratt—. ¿Os lo dije o no? ¿Hay algún hombre o mujer en la región que ignore que Flem Snopes no pagaría jamás cinco centavos por algo si no tuviera la certeza de sacar diez? —¿Cómo sabes que es Flem? —dijo el segundo de los hombres, un soltero acaudalado cuyo nombre era Vernon Tull. —¿Es que no le he estado vigilando? —dijo Suratt—. ¿Es que no me he pasado dos noches en esta maleza viendo cómo llegaba y se ponía a cavar? ¿Es que no he esperado a que se marchara y me he arrastrado hasta allí y he encontrado todos los hoyos que ha intentado disimular rellenándolos bien y alisando la tierra? —Pero ¿cómo sé yo que es Flem? —dijo Vernon. —En caso de que supieras que es Flem, ¿te convencerías de que hay algo enterrado ahí? —susurró Suratt. El tercer hombre era Henry Armstid. Estaba entre ambos, en el suelo, mirando ansiosamente la pendiente oscura; los otros dos lo sentían temblar a su lado como un perro. De cuando en cuando maldecía con un seco susurro. Vivía en una pequeña granja hipotecada, que cultivaban él y su mujer. Su mujer trabajaba como un hombre; en cierta ocasión, habiendo perdido una de las mulas, araron el campo entre los dos, colocándose al lado de la otra mula y tirando del arado un día cada uno, durante toda la estación. O la tierra era pobre o ellos eran malos administradores. Conseguían sacar de ella apenas lo necesario para malvivir, y la mujer aportaba algo al peculio familiar tejiendo a la luz de la lumbre desde la caída de la tarde. Tejía objetos de adorno con cordeles de embalaje de colores y con trozos de tela que le daban las mujeres de Jefferson, donde, vestida con su desvaída bata de guinga y el sombrero y los zapatos de lona, vendía la mercancía de puerta en puerta los días de mercado. Tenían cuatro hijos, todos menores de seis años, y el benjamín un pequeñuelo a quien debían aún llevar en brazos. Agazapados en el suelo, entre la maleza, en la oscuridad, escuchaban el ruido de la pala. Al rato, éste cesó. —Lo ha encontrado —dijo Henry; de pronto se alzó entre ambos bruscamente. Lo agarraron cada uno por un brazo. —¡Quieto! —susurró Suratt—. ¡Quieto! Ayúdame a sujetarlo, Vernon. Lo sujetaron hasta que se quedó quieto, tendido de nuevo entre ambos, rígido, con la mirada airada, maldiciendo. —No lo ha encontrado todavía —susurró Suratt—. Sabe que está por aquí, en alguna parte; puede que haya encontrado el papel donde lo explica. Pero tendrá que buscarlo igual que nosotros. Sabe que está en ese jardín, pero tendrá que buscarlo, lo mismo que nosotros. ¿No le hemos estado vigilando? Hablaban en susurros siseantes; tensos, jadeantes, miraban ansiosamente hacia la pendiente bañada por la luz de las estrellas. —¿Cómo sé yo que es Flem? —dijo Vernon. —Mira. Eso es todo —susurró Suratt. Estaban agazapados; el hombre que cavaba ascendía oscura y pausadamente por la pendiente; el ruido delataba pereza y no cautela. Suratt agarró a Henry. —Mira —susurró.

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Respiraron emitiendo un sonido siseante, con apasionados y apagados suspiros. Entonces la figura del hombre se hizo visible. Se recortó unos instantes contra el cielo, sobre la cima del altozano, como si hubiera hecho una pausa momentánea. —¡Allí! —susurró Suratt—. ¿No es Flem Snopes? ¿Me crees ahora? Vernon aspiró el aire con calma, como quien se dispone a dormir. —No hay duda —dijo. Hablaba sosegadamente, con mesura—. Es Flem. —¿Me crees ahora? —susurró Suratt—. ¿Eh? ¿Me crees ahora? Henry, tendido en el suelo entre ambos, maldecía con un seco susurro. Sus brazos, bajo los de Vernon y Suratt, vibraban ligeramente como cables eléctricos. —Lo que tenemos que hacer —dijo Suratt— es venir mañana por la noche, averiguar dónde está y apoderarnos de ello. —¡Qué diablos mañana por la noche! —dijo Henry—. Lo que tenemos que hacer es subir y encontrarlo ahora. Eso es lo que tenemos que hacer. Antes de que él... Discutieron con él violentamente entre siseos, censurando su actitud. Lo mantuvieron entre ellos, echado en el suelo y maldiciendo. —Tenemos que encontrarlo y desenterrarlo de una vez, la primera que vengamos —dijo Suratt—. Tenemos que venir con tío Dick, ¿no lo comprendes? ¿No entiendes que tenemos que encontrarlo la primera vez? ¿Que no pueden sorprendernos espiando? —Tenemos que venir con tío Dick —dijo Vernon—. Calla, Henry, calla. Volvieron a la noche siguiente con tío Dick. Cuando Vernon y Suratt, que llevaban la otra pala y el pico y a tío Dick apoyándose en ellos, salieron de la zanja y empezaron a subir por el jardín, oyeron cavar a Henry. Después de esconder el coche en la parte baja del arroyuelo, habían tenido que correr para no dejar de oír en ningún momento a Henry, de modo que tuvieron que cargar con tío Dick, pues el viejo no podía correr solo. Pero al oír cavar a Henry lo soltaron de inmediato y, mientras el viejo caía a sus pies y alzaba invisibles y agudos jadeos desde el suelo, miraron ansiosamente en dirección al ruido callado y frenético de la pala de Henry en la oscuridad. —Tenemos que hacer que espere hasta que tío Dick esté listo —dijo Suratt. Corrieron hacia el ruido hombro con hombro y tropezando en la oscuridad. Suratt le habló a Henry. Henry no dejó de cavar. Suratt le agarró la pala. Henry se revolvió y blandió la pala como un hacha; se miraron airadamente, con el semblante tenso por falta de sueño y la fatiga y la codicia. Era la cuarta noche que pasaba Suratt sin quitarse la ropa; y la segunda de Vernon y Henry. —Atrévete —susurró Henry—. Atrévete. —Espera, Henry —dijo Suratt—. Deja que tío Dick lo encuentre. —Apártate —dijo Henry—. Te lo advierto. Apártate de mi hoyo. Tío Dick se había incorporado ya y estaba sentado en el suelo cuando Vernon y Suratt volvieron corriendo y se hundieron en la oscura maleza, a su lado, y empezaron a escarbar en busca de la pala. Suratt encontró el pico, palpó el metal con la mano y lo arrojó a su espalda, hacia la oscuridad; volvió a sumirse en la espesura en el mismo instante en que Vernon encontraba la pala. Entablaron una pelea para apoderarse de ella, con la respiración alterada, muda, contenida. —Suéltala —susurró Suratt—. Suéltala.

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Ambos se aferraban a ella. De la oscuridad se alzaba el ruido de la pala de Henry, que cavaba sin desmayo. —Esperad —dijo tío Dick. Se puso en pie con envaramiento. Era un hombrecito viejo y arrugado, con larga barba blanca, que vestía una mugrienta levita. Suratt, que llevaba ya veintidós horas sin despojarse de sus ropas, había recorrido treinta millas desde el amanecer hasta el crepúsculo para ir en busca del viejo, que vivía solo en una choza embarrada en medio de un cañaveral. Nadie conocía a tío Dick por otro nombre; pertenecía a una época anterior a la de todos aquellos que lo habían conocido. Preparaba y vendía panaceas y amuletos, y se decía que comía no sólo ranas y culebras, sino también sabandijas y cualquier cosa que cayera en sus manos. —Esperad —dijo con voz trémula y aflautada—. Hay ira en la tierra. Debéis hacer que ese hombre deje de herirla, y así el Señor nos mostrará dónde está lo que buscáis. —Eso es —dijo Suratt—. No dará resultado a menos que el suelo esté tranquilo. Lo había olvidado. Cuando se acercaron a él, Henry, erguido al pie de su hoyo, les amenazó con la pala y los maldijo, pero tío Dick se adelantó hasta él y lo tocó. —Puedes cavar y cavar, joven —dijo—. Pero lo que ha sido confiado a la tierra, la tierra lo mantendrá oculto hasta que la voluntad del Señor no manifieste lo contrario. Henry desistió entonces y bajó la pala. Luego Dick los hizo volver con él hasta la zanja. Se sacó de la levita una rama de melocotonero en forma de horquilla, en cuyo extremo, pendiendo de un trozo de cordel, se balanceaba un cartucho vacío de latón que contenía un diente humano con empaste de oro. Mantuvo el artilugio suspendido allí durante cinco minutos; de cuando en cuando se agachaba y posaba la mano abierta sobre la tierra. Luego, con los tres hombres pisándole los talones —Henry, envarado y silencioso; Suratt y Vernon, hablando de cuando en cuando con susurros breves y siseantes—, fue hasta un extremo de la cerca, donde cogió la rama por ambos brazos de la horquilla y se quedó allí unos instantes, hablando para sí entre dientes. Se movían como en una procesión; había algo de escandalosamente pagano y de ortodoxamente funerario en su modo de desplazarse despacio de un lado a otro del jardín, remontando la pendiente escalonadamente. Al acercarse al lugar donde habían visto al hombre cavando la otra noche, tío Dick empezó a aminorar la marcha. Los tres hombres se apiñaron a su espalda con la respiración pesada y tensa. —Tocadme los codos —dijo tío Dick. Así lo hicieron. Los brazos del viejo —delgados y frágiles y marchitos como madera podrida— se agitaban un tanto dentro de las mangas. Henry empezó a maldecir, sin motivo alguno. Tío Dick se detuvo; al tropezar con él, sintieron cómo su cuerpo delgado se ponía tenso de pies a cabeza. Suratt emitió un sonido con la boca y tocó la vara y la encontró curvada, apuntando rígidamente hacia el suelo, con el cordel tirante como un alambre. Tío Dick se tambaleó; sus manos se abrieron y sus brazos quedaron libres. La rama quedó inmóvil a sus pies, hasta

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que Henry, que empezaba a cavar furiosamente con las manos, la arrojó lejos. Seguía maldiciendo. Maldecía el suelo, la tierra. Los tres hombres cogieron las herramientas y empezaron a cavar de prisa, lanzando a un lado la tierra, mientras tío Dick, informe en sus informes vestimentas, parecía contemplarlos con interés desapasionado. De pronto, los tres hombres se quedaron absolutamente inmóviles, y luego saltaron dentro del hoyo y pelearon en silencio por la posesión de algo. —¡Quietos! —susurró Suratt—. ¡Quietos! ¿Es que no somos los tres socios a partes iguales? Pero Henry se apoderó del objeto y Vernon y Suratt, finalmente, desistieron y se apartaron. Henry, medio agachado, estrechaba el objeto contra su cintura y miraba airadamente a sus compañeros. —Deja que se lo quede —dijo Vernon—. Tiene que haber mucho más, ¿no es eso? Venga aquí, tío Dick. Tío Dick, a su espalda, estaba inmóvil. Tenía la cabeza vuelta hacia la zanja, hacia el lugar donde noches atrás se habían escondido. —¿Qué? —susurró Suratt. Los tres se quedaron quietos, un poco encorvados, rígidos—. ¿Ha visto algo? ¿Hay alguien escondido allá abajo? —Siento palpitar de codicia cuatro sangres —dijo tío Dick—. Hay cuatro sangres ávidas de escoria. Seguían encogidos, rígidos. —Bueno, ¿no somos cuatro aquí? —dijo Vernon. —A tío Dick le tiene sin cuidado el dinero —dijo Suratt—. Si hay alguien escondido allí... Echaron a correr con las herramientas en la mano, precipitándose a trompicones pendiente abajo. —Matadlo —dijo Armstid—. Buscad en los matorrales y matadlo. —No —dijo Suratt—. Primero hay que cogerlo. Se pararon al borde de la zanja. Oyeron a Henry rebuscando dentro de ella. Pero no encontraron nada. —A lo mejor tío Dick no ha visto a nadie —dijo Vernon. —Si había alguien, se ha ido —dijo Suratt—. Quizá... —Se interrumpió. Él y Vernon se miraron con fijeza; por encima de su respiración contenida oyeron el caballo. Iba a galope; el ruido, nítido pero débil, se alejaba. Luego dejó de oírse. Se miraron fijamente en la oscuridad, con las caras muy juntitas. —Esto significa que nos queda hasta el amanecer —dijo Suratt—. Vamos. La vara de tío Dick volvió a tensarse y a curvarse dos veces; y ambas veces desenterraron sendos saquitos de lona, sólidos y abultados e inconfundibles incluso en la oscuridad. —Ahora —dijo Suratt— tenemos un hoyo cada uno, y podemos cavar hasta que salga el sol. A cavar, muchachos. Cuando el este empezó a perder su negrura no habían encontrado nada más. Al final consiguieron hacer entrar en razón a Armstid para que dejase de cavar, y rellenaron los hoyos y borraron las huellas. A la luz macilenta abrieron los saquitos. Los de Vernon y Suratt contenían cada uno veinticinco dólares de plata. Armstid no quiso decir lo que contenía el suyo. Se apartó y se agazapó sobre él,

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dándoles la espalda. Vernon y Suratt cerraron sus saquitos y se miraron con calma; la fatiga y la falta de sueño les habían atemperado los ánimos. —Tenemos que comprarlo —dijo Suratt—. Tenemos que comprar este terreno mañana mismo. —Querrás decir hoy —dijo Vernon. A la luz macilenta del alba, bajo un árbol, tío Dick dormía en el suelo. Dormía con la placidez de un niño, y ni siquiera roncaba. —Tienes razón —dijo Suratt—. Ya es otro día.

IV Cuando al mediodía siguiente Suratt llegó al bazar vio que, sentado en el porche con los otros, había un nuevo parroquiano. Era un hombre joven con mono, como los demás, y llevaba la pastilla del rapé en la boca; vivía en el condado vecino y se llamaba Eustace Grimm. Snopes, sentado al lado de la puerta en la silla reclinada, estaba tallando. Suratt se bajó del coche y ató el tiro. —Buenos días, caballeros —dijo. Ellos respondieron al saludo. —Que me lleve el demonio si no tiene usted aspecto de no haberse acostado en una semana, Suratt —dijo uno de ellos—. ¿Qué es lo que se trae ahora entre manos? Lon Quick contó que su chico vio sus caballos escondidos en la vaguada, al pie de la granja de Armstid, hace dos mañanas, pero yo le dije que esos caballos no habían hecho nada que los obligara a esconderse. Y añadí que de usted no estaba tan seguro. Suratt se unió a la risa general de buena gana. —Creo que no. Creo que sigo siendo lo suficientemente inteligente como para no dejarme sorprender por nadie de los aquí presentes, a excepción de Flem Snopes. Ante él debo descubrirme, naturalmente. Subió los escalones. Snopes no había alzado la vista. Suratt fue paseando la mirada de cara en cara; la detuvo un instante en la de Eustace Grimm, y continuó con los restantes. —A decir verdad —dijo—, estoy más que harto de vagar por la región para ganarme la vida. Que me aspen si a veces no siento tentaciones de comprarme un trozo de tierra y asentarme como el común de los mortales. —Podía comprarle a Flem esa hacienda del Viejo no sé qué —dijo Grimm. Estaba mirando a Suratt. Suratt le devolvió la mirada, y cuando habló su tono fue directo, preñado de intención. —Es cierto. Podría hacerlo —dijo, mirando a Grimm—. ¿Qué le ha traído por aquí Eustace? ¿No se ha apartado de su camino un buen trecho? —He venido a ver si soy capaz de sacarle a Flem... Entonces habló Snopes. Su voz sonó no tanto fría como absolutamente desprovista de inflexión alguna.

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—Creo que debes irte ya a comer, Eustace —dijo—. La señora Littlejohn pronto tocará la campanilla. Y no le gusta esperar. Grimm miró a Snopes, con la boca aún abierta como para seguir hablando. Se levantó. Suratt, a su vez, miró también a Snopes, que seguía tallando sin levantar la cabeza. Luego volvió a mirar a Grimm, que había cerrado ya la boca y se dirigía hacia los escalones. —Si el trato que piensas hacer con Flem tiene algo que ver con cabras —dijo Suratt—, te advierto que tengas mucho cuidado. Los hombres rieron, discreta y elogiosamente. Grimm bajó los escalones. —Todo depende de lo listo que sea el tipo que trate con Flem —dijo—. Imagino que Flem no necesita sólo cabras... —Dile a la señora Littlejohn que iré dentro de diez minutos —dijo Snopes. Grimm, allí parado y con la cabeza vuelta, volvió a callarse a media frase, y al fin cerró la boca. —De acuerdo —dijo. Siguió adelante. Suratt le miró, y luego miró a Snopes. —Flem —dijo—, ¿no pensarás endosarle la hacienda del Viejo Francés a un pobre diablo como Eustace? Eh, muchachos, no deberíamos aprobar una cosa así. Pienso que Eustace se ha ganado a pulso cada centavo que tiene, y que no es rival de la talla de Flem. Snopes seguía tallando con tediosa obstinación, sacando la mandíbula una y otra vez. —Es natural que un tipo inteligente como Flem quiera sacar algo en limpio de esa vieja hacienda, pero es que Eustace... Dejad que os cuente algo que me contaron el mes pasado acerca de un Grimm; a lo mejor se trataba de Eustace. Suratt, hábilmente, logró terminar la anécdota a pesar de las carcajadas. Cuando acabó de contarla, Snopes se levantó y dejó el cuchillo. Cruzó el porche, con su paso torpe de pato y sus pantalones de algodón grueso sujetos por los tirantes y su camisa blanca, y bajó los escalones. Suratt lo seguía con la mirada. —Si es la hora que dice, será mejor que me vaya yo también —dijo Suratt—. Es posible que tenga que ir a la ciudad esta noche. —Bajó los escalones. Snopes seguía andando—. Eh, Flem —le dijo—. Tengo que pasar por delante de la casa de los Littlejohn. Te llevo hasta allí. No te costará ni un centavo. Los hombres del porche rieron otra vez a carcajadas; miraban a Suratt y a Snopes como unos chicos de doce años mirarían a dos chicos de catorce. Snopes se detuvo. No miró hacia atrás. Se quedó allí, mascando con impasible parsimonia, hasta que Suratt llegó en su coche y frenó a su lado. Entonces se subió y partieron. —Así que has vendido esa vieja hacienda —dijo Suratt. Iban al paso. La casa de la señora Littlejohn estaba a un cuarto de milla; hacia mitad de camino vieron a Eustace Grimm de espaldas—. El terreno del francés. Snopes escupió sobre una rueda. —Estamos en tratos —dijo. —Oh —dijo Suratt—. ¿Es que no puede darte lo que pides? —El coche seguía avanzando—. ¿Para qué quiere Eustace ese terreno? Tenía entendido que su familia tiene un buen pedazo de tierra en su condado. —Eso he oído —dijo Snopes.

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Seguían adelante. La figura de Grimm se iba acercando poco a poco. Suratt aminoró el paso del tiro. —Bien, si se paga por ese viejo terreno lo que vale, calculo que casi todo el mundo podría comprarlo. Ahora bien, si es alguien que lo que quiere es un lugar para asentarse, una persona que hasta ahora ha trabajado fuera de casa para ganarse la vida... —Snopes escupió sobre la rueda—. Sí, señor —siguió Suratt—. Un tipo que quiere sencillamente, pongamos por caso, crearse un hogar. Una persona como yo. Un tipo que podría darte por él doscientos dólares. Digamos que por la casa y el huerto y el jardín. —El polvo rojo se deslizaba en lentos rizos bajo los lentos cascos y ruedas. Grimm estaba ya muy cerca de la puerta de la señora Littlejohn—. ¿Cuánto pedirías por esa parte del terreno? —No tengo intención de venderlo si no es completo —dijo Snopes—. No tengo ninguna prisa por vender. —¿No? —dijo Suratt—. ¿Y cuánto le pides a Eustace Grimm por el terreno entero? —No le he pedido nada todavía. Hasta ahora sólo le he escuchado. —Bien. ¿Cuánto me pedirías a mí, por ejemplo? —Tres mil —dijo Snopes. —Tres, ¿Qué? —dijo Suratt. Se echó a reír golpeándose la pierna. Siguió riéndose unos instantes—. Vaya desfachatez. Tres mil. —Siguieron adelante. Grimm había llegado a la puerta de la señora Littlejohn. Suratt dejó de reírse—. Bien, espero que los consigas. Si Eustace no puede pagarte ese precio y te ves apurado para vender, tal vez yo pueda encontrarte un comprador por trescientos dólares. —No estoy apurado para vender —dijo Snopes—. Me bajaré aquí. Grimm se había parado ante la puerta. Miraba hacia atrás por debajo del ala del sombrero, y los observaba con atención y disimulo. Aquella tarde Suratt, Vernon y Henry entregaron a Snopes tres pagarés solidarios por valor de mil dólares cada uno. Vernon respondía por sí mismo. Suratt le transfería el derecho sobre la mitad del restaurante que tenía en copropiedad con su cuñado en Jefferson. Henry le transmitía una segunda hipoteca sobre la granja y una hipoteca sobre el ganado y los enseres, entre los que incluía un nuevo hornillo que su mujer había comprado con el dinero que ganaba cosiendo, y una cerca de alambre de espino, de una milla. Llegaron a su recién adquirida propiedad poco antes de la caída del sol. Nada más llegar vieron en el prado un carro, con el tiro aún —o ya— enganchado a los tirantes, y luego a Eustace Grimm, que apareció por una esquina de la casa y se quedó allí parado, mirándoles. Henry le ordenó que saliera del lugar. Grimm se subió al carro, y al punto los nuevos propietarios se pusieron a cavar, aunque había aún cierta claridad. Cavaron durante un rato, y al cabo se dieron cuenta de que Grimm no se había marchado todavía. Estaba en el camino, sentado en su carro, mirándoles por encima de la cerca. Henry se precipitó hacia él blandiendo la pala. Grimm, entonces, se alejó. Vernon y Suratt también habían dejado de cavar. Vernon contempló la espalda de Grimm, que se alejaba por el camino en el lento y ruidoso carro. —¿No es pariente de Snopes? —dijo Vernon—. ¿Pariente político o algo así?

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—¿Qué? —dijo Suratt. Seguían mirando el carro, que se perdía en la oscuridad—. No lo sabía. —Vamos —dijo Vernon—. Henry nos está sacando ventaja. Se pusieron de nuevo a cavar. Pronto oscureció por completo, pero podían seguir oyéndose. Cavaron infatigablemente durante dos noches, dos breves noches de verano ininterrumpidas por intervalos diurnos de sueño irregular, sobre el suelo desnudo de la casa, donde, a mediodía, las salpicaduras desiguales de luz llegaban incluso hasta la planta baja. A la mortecina luz del amanecer del tercer día, Suratt dejó de cavar e irguió la espalda. Henry, a cierta distancia, se agachaba y se levantaba dentro de su hoyo con la regularidad de un autómata. Estaba hundido hasta la cintura; era como si él mismo, esclavo por nacimiento de aquella tierra, se estuviera enterrando en ella, como si hubiera sido cortado por el talle y su torso muerto, sin saber que lo estaba, se agachara y levantara acompasadamente. Habían cavado ya a conciencia toda la superficie del jardín. De pie sobre la tierra fresca, Suratt miró a Henry; al poco cayó en la cuenta de que a su vez Vernon le miraba a él con ademán sereno. Suratt dejó con cuidado la pala en el suelo y se dirigió hacia Vernon. Se quedaron allí, mirándose, mientras el alba proyectaba su macilenta luz sobre sus caras demacradas. Su voz, cuando empezaron a hablar, era tranquila. —¿Has mirado ya detenidamente esas monedas? —dijo Suratt. Vernon no contestó inmediatamente. Miraron a Henry, que se alzaba y desaparecía tras su pico. —Creo que no me atrevo —dijo Vernon. Dejó con cuidado la pala en el suelo; luego ambos se volvieron y fueron hacia la casa. La casa aún estaba oscura; encendieron el farol, sacaron los saquitos de su escondite en la chimenea y dejaron el farol en el suelo. —Supongo que deberíamos haber comprendido que ningún saquito de tela... —dijo Suratt. —Ya —dijo Vernon—. Bien, ya lo has dicho; ahora deja de hablar de los saquitos. Se pusieron en cuclillas, con el farol en medio, y abrieron los saquitos. —Te apuesto un dólar a que te gano —dijo Suratt. —De acuerdo —dijo Vernon. Apartaron las monedas de la apuesta y las dejaron a un lado; luego examinaron las demás, una por una. Al cabo se miraron. —1901 —dijo Vernon—. ¿Y tú? —1896 —dijo Suratt—. Te he ganado. —Sí —dijo Vernon—. Me has ganado. Suratt cogió las monedas de la apuesta. Escondieron de nuevo los saquitos y apagaron el farol. Ahora la claridad era mayor afuera, y pudieron ver con nitidez a Henry, que cavaba en su hoyo hundido hasta los muslos. Pronto saldría el sol; tres águilas ratoneras planeaban en las alturas, recortadas contra el cielo azul amarillento. Henry no alzó la mirada cuando se acercaron a él.

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—Henry —dijo Suratt. Henry siguió cavando—. ¿Cuándo fue acuñada tu moneda más antigua? —Henry, sin vacilar, siguió cavando. Suratt fue hasta él y le tocó el hombro—. Henry —dijo. Henry se volvió bruscamente y blandió la pala, con el canto dirigido a Suratt, y en él centelleó una línea delgada y acerada de luminosidad del alba, como en la hoja de un hacha. —Fuera de mi hoyo —dijo—. Fuera.

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El perro

A Cotton el disparo se le antojó el ruido más ensordecedor que había oído en toda su vida. Resultaba demasiado ensordecedor para ser oído de una vez. Continuó expandiéndose a través del bosquecillo, a través del camino oscuro y apenas perceptible, hasta mucho después de que la culata de la escopeta del calibre diez le hubiera golpeado el hombro como un martillo, hasta mucho después incluso de que el caballo enloquecido girara dos veces sobre sí mismo y se lanzara al galope y empezara a perderse en la lejanía, con los estribos vacíos chocando contra la vacía silla. Fue un ruido excesivo. Ofensivo, increíble: una escopeta que poseía desde hacía veinte años... Quedó aturdido como si hubiera sido víctima de un atropello por sorpresa, como si lo hubieran hundido en la espesura, de forma que cuando se vio en situación de hacer el segundo disparo ya era demasiado tarde y el perro también se había esfumado. Entonces quiso correr. Ya lo había previsto. La noche anterior se había estado aleccionando a ese respecto. «Inmediatamente después querrás correr —se había dicho—. Pero no debes correr. Tienes que terminarlo. Tienes que acabar lo que empezaste. Será duro, pero debes hacerlo. Debes sentarte entre los matorrales y cerrar los ojos y contar despacio hasta que seas capaz de terminarlo.» Y así lo hizo. Dejó la escopeta en el suelo y se sentó detrás del tronco, donde había estado apostado. Tenía cerrados los ojos. Empezó a contar despacio; siguió contando hasta que dejó de temblar, hasta que el ruido del disparo y el eco del caballo que se alejaba al galope hubieron abandonado sus oídos. Había elegido bien el lugar. Era un camino tranquilo, poco transitado; no había sido hollado en tres meses más que por el caballo que acababa de partir; un tajo corto, situado entre la casa donde vivía el propietario del caballo y el bazar de Varner; una apacible, desdibujada senda que discurría bordeando la vaguada; un lugar desierto en el que sólo estaban ellos dos: uno sentado en la maleza y el otro boca abajo en el camino.

Cotton era soltero. Vivía en una cabaña de troncos, plagada de grietas y con suelo de arcilla, situada a cuatro millas de distancia, en el borde del valle. Cuando

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llegó a casa había oscurecido. En el cobertizo del pozo, al fondo, sacó agua y se limpió los zapatos. No estaban más embarrados que otras veces —no los usaba más que cuando el tiempo era muy malo—, pero los limpió con sumo cuidado. Luego limpió la escopeta, y lavó también con agua el cañón y la culata; no habría sabido explicar por qué, pues nunca había oído hablar de las huellas digitales. Inmediatamente después recogió el arma y pasó a casa y la guardó en su sitio. En el rincón de la chimenea tenía algo de leña, unos puñados de ramas calcinadas. Encendió el fuego en el hogar de arcilla y cocinó su cena y la apuró y se fue a la cama. Dormía en el suelo, sobre un edredón que hacía las veces de jergón. Atrancó la puerta, se quitó el mono y se acostó. Cuando el fuego se extinguió era ya noche cerrada. Allí tendido en la oscuridad, no pensaba absolutamente en nada, salvo en que no esperaba dormir. No se sentía victorioso, ni vengado, ni nada. Estaba allí tendido, sencillamente, sin pensar en nada en absoluto, y siguió así incluso cuando empezó a oír al perro. Por la noche solía escuchar a los perros; eran perros que vagaban en solitario por el valle, o en jaurías que salían a la caza de gatos o mapaches. Poco más podía hacer, estando como estaba su vida, la sangre heredada y su patrimonio, centrada dentro de un radio de cinco millas en torno al bazar de Varner. Reconocía a casi todos los perros al oírlos, del mismo modo que reconocía a casi todos los hombres al escuchar su voz. Y conocía la voz de aquel perro. Aquel perro y el caballo que había partido al galope con los estribos al viento y el amo de ambos habían sido inseparables. Siempre que se veía a alguno de ellos, podía tenerse la certeza de que los otros dos no estarían lejos. Era una bestia delgada y ágil que se lanzaba salvajemente contra cualquiera que se acercara a la casa de su dueño, que poseía algo de la seguridad en sí mismo y el despotismo del amo. Aquella noche no había sido la primera vez que había intentado matar al perro, pero fue en aquel momento cuando comprendió por qué no lo había hecho. «Nunca he sabido la suerte que tengo —se dijo, tendido en su jergón—. Nunca lo he sabido. Si hubiera seguido adelante y lo hubiera matado, hubiera matado al perro...» Seguía sin sentirse victorioso. Era demasiado pronto para sentirse orgulloso, vengado. Era demasiado pronto. Tenía que ver con la muerte. No creía que un hombre pudiera recobrarse y recorrer aquella distancia irrevocable inmediatamente. Se había olvidado del cuerpo por completo. Siguió echado, con el cuerpo demacrado y subalimentado, vaciado por la espera, sin pensar en nada, escuchando al perro. Los aullidos llegaban a intervalos regulares; con timbre diferenciado, sin origen, con la calidad triste y pacífica y abyecta de un perro solo en la oscuridad. De pronto se encontró incorporado, erguido sobre el jergón. «Habladurías de negros», se dijo. Había oído que los negros (él nunca había conocido a un negro; era tal la antipatía, los celos económicos entre la gente de su clase y los negros) aseguraban que los perros aullaban ante la tumba reciente de sus amos. «Son habladurías de negros», se repetía mientras iba poniéndose el mono y los zapatos que acababa de limpiar. Abrió la puerta. El aullido del perro le llegaba, lúgubre y rítmico como el tañido de una campana, desde la vaguada oscura, al pie de la colina sobre la que se asentaba su cabaña. De un clavo que había detrás de la puerta colgaba enrollada la cuerda del arado; la descolgó y bajó por la ladera.

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Contra el oscuro muro de la espesura parpadeaban y se agitaban las luciérnagas, y del otro lado del muro negro llegaba el croar fragoroso y rezongante de las ranas. Cuando se adentró en la maleza no podía ver ni su propia mano. En el terreno movedizo acechaban el lodo y las zarzas y las enredaderas. Con la perversidad de las cosas inanimadas, parecían saltar de la negrura y aferrarse a él con sus tentáculos puntiagudos. Del silencio impenetrable y absorto que se extendía ante él llegaba incesante el aullido del perro. De nuevo embarrado, siguió en dirección al sonido. El perro dejó de aullar. Se lanzó hacia adelante, con los dientes resecos bajo los labios secos, con las manos ciegas, como garfios, en dirección al lugar donde el sonido había cesado, hacia el débil fulgor fosforescente de los ojos del perro. Los ojos se esfumaron. Se detuvo, jadeante; se agachó con la cuerda del arado en la mano, y buscó los ojos. Con un seco susurro, maldijo al animal. No oía nada salvo el silencio. Se arrastró sobre pies y manos; podía saber en cada momento dónde estaba por la silueta de los árboles, que se recortaban contra el cielo. Las zarzas lo arañaban, le golpeaban en la cara; al cabo de un rato, llegó a una zanja poco profunda, plagada de hojas podridas. Avanzó, hundido hasta el tobillo, en la negrura de pez, en un lecho medio de tierra, medio de agua, protegiéndose la cara con el brazo. Tropezó contra algo, algo blando al tacto, que al tocarlo emitió un gritito ahogado, como el de un niño. Se echó hacia atrás y oyó cómo la criatura se escabullía apresuradamente. «No es más que una zarigüeya —se dijo—. Una simple zarigüeya.» Se limpió las manos en ambos costados para cogerlo por los hombros. Comprobó que tenía la ropa sucia de lodo por los costados; se limpió las manos en la camisa, restregándolas contra el pecho, y lo cogió por los hombros. Echó a andar hacia atrás, arrastrándolo. De cuando en cuando se paraba y se limpiaba las manos en la camisa. Se detuvo junto a un árbol; el tronco hueco y podrido de un ciprés decapitado, de unos diez pies de altura. Se había metido la cuerda en el peto del mono. Desenrolló un extremo y lo ató alrededor del cuerpo. Se subió por el tronco; la parte de arriba estaba abierta, podrida y vaciada. Él no era tan corpulento como el cuerpo, pero consiguió ir izándolo en sucesivos tirones, aferrando la soga de forma escalonada con una y otra mano. El cuerpo arañaba y golpeaba el tronco en el ascenso, y al fin quedó atravesado sobre el borde superior como un saco de harina semivacío. El nudo estaba ahora excesivamente prieto; sacó el cuchillo, cortó la cuerda e hizo caer el cuerpo en el tronco hueco. No cayó muy lejos. Lo empujó hacia abajo, palpando a su alrededor con las manos para descubrir lo que impedía su caída. Ató la cuerda al nacimiento de una rama, agarró el extremo libre con las manos, se puso de pie sobre el cuerpo y empezó a saltar sobre él, hasta que de improviso cedió bajo sus pies, dejándole colgado de la cuerda. Intentó trepar por ella; se arañó los nudillos con la fibra podrida del interior del tronco; por las ventanillas de la nariz le entraba, como si fuera rapé, un húmedo y tenue polvo de putrefacción. Oyó crujir el muñón de la rama en torno al cual había atado la cuerda, y sintió que empezaba a ceder a causa de su peso. Desde el vacío bajo sus pies saltó hacia arriba, arañando la madera podrida, y al fin logró asir el borde con una mano. La madera se desmenuzaba bajo sus dedos;

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siguió trepando sin cejar ni un instante y sin ganar un ápice de altura, con los labios entreabiertos sobre los dientes y los ojos dirigidos al cielo fieramente. La madera ahora era firme, no se deshacía, y quedó colgado de las manos, resollando. Logró alzarse hasta el borde y se sentó sobre él a horcajadas. Se quedó allí unos instantes; luego se deslizó por el tronco y al llegar abajo se apoyó contra la base. Cuando llegó a la cabaña se sintió cansado, exhausto. Jamás había sentido la fatiga. Se detuvo en la puerta. A lo largo de la oscura franja de árboles seguían rebullendo las luciérnagas, y llegaba el croar fragoroso y rezongante de las ranas y el ulular de los búhos. «Nunca me he sentido tan cansado —se dijo apoyándose contra la cabaña, cuyas paredes había levantado tronco a tronco—. Es como si todo se me hubiera ido de las manos. Tener que trepar por ese tronco; el ruido que hizo el disparo. Como si yo fuera otra persona sin saberlo, y estuviera sin saberlo en un lugar donde los ruidos fueran más fuertes, donde el trepar fuera más duro.» Se acostó. Se quitó los zapatos enlodados, el mono, y se echó en el jergón. Era ya tarde. Lo sabía por la estrella estival que aparecía, a las dos de la madrugada o más tarde, en el cuadrado de la ventana. Entonces, como si hubiera estado esperando a que se acomodara en el lecho, el perro empezó a aullar. Tendido en medio de la oscuridad, oyó el primer aullido que —profundo, con timbre definido, lúgubre— llegaba del fondo del valle.

En el bazar de Varner había cinco hombres vestidos con mono de trabajo sentados contra la pared. Y Cotton era el sexto. Estaba sentado sobre el escalón superior, con la espalda apoyada contra el carcomido poste que sostenía la marquesina de madera del porche. El séptimo hombre ocupaba una silla individual de tablillas, era un hombre gordo, de ademanes lentos, con pantalones de algodón grueso y camisa blanca sin cuello, que fumaba una pipa de mazorca de maíz. Rebasaba ya la edad mediana. Era el sheriff del condado. Hablaban de un hombre llamado Houston. —No tenía ningún motivo para huir de aquí —dijo uno de ellos—. Para desaparecer. Para mandar a su caballo a casa con la silla vacía. No tenía motivos. Siendo propietario de sus tierras, de su casa. Recogiendo una buena cosecha cada año. Estaba en tan buena posición como el que más en el condado. Siendo soltero, además. No tenía motivos para desaparecer. Tenedlo en cuenta. No se marcharía así como así. No sé lo que habrá pasado, pero Houston nunca huiría de aquí. —No sé —dijo otro—. Nunca se sabe lo que un hombre tiene en la cabeza. Houston podía tener una razón que no conocemos para hacer creer que le ha pasado algo. Para marcharse, para esfumarse de la región de modo que creyeran que le había ocurrido algo. Ya se ha hecho otras veces. Ha habido tipos con motivos para largarse a Texas con el nombre cambiado. Cotton estaba sentado en posición algo más baja que los otros, con la cara inclinada bajo el gastado y sucio y raído sombrero. Tallaba un trozo de madera de pino. —Pero no hay tipo que pueda desaparecer sin dejar rastro —dijo un tercero—. ¿No es cierto, sheriff?

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—Bueno, no sé —dijo el sheriff. Se quitó la pipa de maíz de la boca y escupió limpiamente por encima del porche, sobre el polvo de abajo—. Nadie sabe lo que puede hacer un hombre cuando lo apuran. Lo único que puede decirse es que hará siempre algo que nadie hubiera imaginado. Algo con lo que nadie hubiera contado. Pero si se logra descubrir qué es lo que lo apura, será bastante fácil adivinar lo que hará. —Houston era lo bastante inteligente como para hacer cualquier cosa que se propusiera —dijo el segundo contertulio—. Si hubiera querido desaparecer, creo que nos hubiera dejado sabiendo lo que sabemos ahora. —¿Y qué sabemos ahora? —dijo el tercero. —Nada —dijo el segundo. —No hay duda —dijo el primero—. Houston era un hombre reservado. —No era el único hombre reservado de estos contornos —dijo otro. A Cotton el comentario le resultó sorprendente, pues hasta entonces el cuarto contertulio no había dicho una palabra. Siguió sentado, apoyado contra el poste, con el sombrero inclinado hacia adelante de forma que le ocultaba la cara, convencido de que podía sentir los ojos de los otros. Miró la astilla que iba desprendiendo lenta y suavemente de la madera la hoja gastada de su cuchillo. «Tengo que decir algo», se dijo a sí mismo. —No era más inteligente que cualquiera —dijo. Entonces deseó no haber hablado. Podía ver los pies de los otros bajo el ala del sombrero. Siguió desbastando la madera, mirando el cuchillo, las continuas astillas. «Tengo que cortar con suavidad —se dijo—. No vaya a ser que el palo se me rompa.» Y de pronto se vio hablando; podía oír su propia voz—: Pavoneándose por ahí como si fuera el tipo más grande del condado. Azuzando a ese perro contra el ganado de la gente. Estaba convencido de que podía sentir los ojos de los otros; miraba aquellos pies, miraba la astilla delgada y suave que se desprendía sin prisa bajo la hoja del cuchillo. De pronto pensó en la escopeta, en el estampido ensordecedor, en la hiriente sacudida. «Puede que tenga que matarlos a todos —se dijo; él, un hombre en mono raído, con la cara demacrada y los ojos sin brillo de un enfermo, tallando un trozo de madera con la delgada mano y pensando en matar a aquellos hombres—. No exactamente a ellos, sino a las palabras, a toda aquella charla». Pero la charla, la entonación, los gestos le resultaban familiares. Tan familiares como el propio Houston. Conocía a Houston de toda la vida: aquel próspero y despótico individuo. —Con un perro —dijo, mientras miraba el cuchillo, que retrocedía y mordía la madera y levantaba otra astilla—, con un perro que come mejor que yo. Yo trabajo, y como peor que ese perro. Si yo fuera su perro, tendría que... Estamos muchos mejor sin ese tipo —concluyó con brusquedad. Podía sentir sus ojos serios, atentos. —Houston siempre sacó de quicio a Ernest —dijo el primer contertulio. —Se aprovechaba de mí —dijo Cotton, mirando el certero cuchillo—. Se aprovechaba de todo lo que podía. —Era un hombre despótico —dijo el sheriff. Cotton estaba seguro de que, detrás de sus apasionadas voces, seguían mirándole.

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—Sí, pero inteligente —dijo el tercero. —Pero no lo bastante inteligente como para ganarle el pleito a Ernest a propósito de aquel cerdo. —Tienes razón. ¿Cuánto sacó Ernest de aquel pleito? Nunca nos lo ha dicho, ¿no? Cotton estaba convencido de que todos sabían cuánto le había reportado el juicio. El cerdo, cierto octubre, había entrado en su terreno. Lo encerró en su corral y trató de averiguar a quién pertenecía. Como nadie lo reclamó, lo alimentó con su maíz durante todo el invierno. A la primavera siguiente Houston reclamó el cerdo. Pleitearon. La sentencia adjudicó el cerdo a Houston, pero le obligaba a pagar cierta suma por la alimentación del animal durante el invierno, y un dólar más en concepto de albergue en el corral de Cotton. —Creo que eso es asunto de Ernest —dijo al cabo de un rato el sheriff. Cotton se vio de nuevo hablando, cediendo al impulso de hablar. —Fue un dólar —dijo, mirando sus nudillos, que emblanquecían en torno al mango del cuchillo—. Un dólar. —Trataba de hacer que sus labios dejaran de hablar—. Después de todo lo que he tenido que soportar de él... —Los jurados hacen cosas muy raras —dijo el sheriff— cuando se trata de asuntos de poca monta. Pero en los importantes suelen decidir correctamente. Cotton siguió tallando, ininterrumpida y concienzudamente. «Al principio querrás correr —se dijo—. Pero tendrá que llegar hasta el final. Contarás hasta cien, si es necesario, pero habrás de llegar hasta el final.» —Anoche volví a oír al perro —dijo el tercero. —¿Sí? —dijo el sheriff. —No ha estado en casa desde que el caballo volvió con la silla vacía —dijo el primero. —Estará por ahí cazando —dijo el sheriff. Volverá cuando tenga hambre. Cotton siguió manejando el cuchillo. No se movió. —Los negros afirman que los perros siguen aullando hasta que se encuentra el cuerpo —dijo el segundo. —Eso he oído —dijo el sheriff. Al rato llegó un coche, y el sheriff montó en él. Conducía un policía. —Llegaremos tarde a cenar —dijo el sheriff. El coche remontó la colina; el ruido se perdió a lo lejos. Pronto caería el sol. —No parece que se preocupe mucho —dijo el tercero. —¿Por qué habría de preocuparse? —dijo el primero—. ¿Es que un hombre no puede marcharse de casa y salir de viaje sin contárselo a todo el mundo? —Pero lo lógico habría sido que desensillase la yegua —dijo el segundo—. Además, al perro le ocurre algo. No ha vuelto a casa desde entonces, y no está normal. Lo he estado oyendo noche tras noche. No está normal. Aúlla. No ha estado en casa desde el martes. Y fue el martes cuando Houston salió de aquí montado en su yegua. Cotton fue el último que dejó el bazar. Cuando llegó a casa era ya noche cerrada. Comió un poco de pan frío y cargó la escopeta y se sentó al lado de la puerta abierta hasta que el perro empezó a aullar. Entonces bajó por la ladera y se internó en lo hondo del valle.

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Avanzó en dirección a los aullidos; al cabo de un rato dejó de oírlos, y entonces vio los ojos. Ahora estaban inmóviles; al fulgor rojo del estampido vio el cuerpo entero de la bestia en nítido relieve. Lo vio en el instante de saltar y hundirse en el amasijo de la negrura que siguió al disparo; oyó el golpe sordo de su cuerpo contra el suelo. Pero no pudo encontrarlo. Lo buscó afanosamente, rastreando el terreno de un lado para otro, parándose para escuchar. Pero había visto cómo el disparo lo alcanzaba y lo lanzaba hacia atrás; se desvió unas cien yardas en medio de la negrura de pez y fue a dar a una ciénaga. Arrojó dentro la escopeta; oyó el perezoso chapoteo y contempló cómo se quebraba y rehacía el agua imprecisa, hasta que la última onda se hubo desvanecido. Se fue a su casa y se acostó en su jergón. No se durmió, sin embargo, aunque sabía que no volvería a oír al perro. «Está muerto —se dijo, tendido en su edredón en la oscuridad—. He visto cómo lo tumbaba el proyectil. He podido calcular el disparo. El perro está muerto.» Pero siguió sin dormir. No necesitaba dormir; no se sentía cansado o decaído por las mañanas. Sabía, sin embargo, que aquello no era a causa del perro. Sabía que no volvería a oír al perro, y que el dormir no tenía nada que ver con el animal. De modo que dio en pasarse las noches en la puerta, sentado en una silla, mirando las luciérnagas y escuchando a las ranas y los búhos.

Entró en el bazar de Varner. Era media tarde. El porche, a excepción de Snopes, el dependiente, estaba vacío. —Hace dos o tres días que te ando buscando —dijo Snopes—. Ven adentro. Cotton entró. El bazar olía a queso y a cuero y a tierra fresca. Snopes pasó al otro lado del mostrador y sacó de debajo una escopeta. Estaba recubierta de lodo seco. —Es tuya, ¿no es cierto? —dijo Snopes—. Vernon Tull dijo que era tuya. Un cazador de ardillas negro la encontró en una ciénaga. Cotton se acercó al mostrador y miró la escopeta. No la tocó; se limitó a mirarla. —No es mía —dijo. —Por aquí no hay nadie más que tú que tenga una vieja Hadley del calibre diez —dijo Snopes—. Tull dice que es tuya. —No es mía —dijo Cotton—. Tengo una igual. Pero la mía está en casa. Snopes levantó el arma. Miró la recámara. —Tenía un cartucho vacío y otro lleno —dijo—. ¿De quién crees que es? —No lo sé —dijo Cotton—. La mía la tengo en casa. Había ido a comprar comida. Hizo la compra: galletas, queso, una lata de sardinas. Cuando llegó a casa aún no había anochecido, pero abrió la lata de sardinas y se preparó la cena. Al acostarse ni siquiera se quitó el mono. Era como si esperara algo, como si se quedara vestido para poder levantarse y salir inmediatamente. Mientras seguía esperando lo que fuese, la ventana se volvió gris y luego amarilla y luego azul. Entonces, encuadrado en el marco de la ventana, vio en la fresca mañana un punto que planeaba en las alturas. Para cuando salió el sol eran ya tres, y más tarde fueron siete. Durante todo el día los vio agruparse, girando una y otra vez, describiendo negros círculos concéntricos, contemplando

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a los que, a menor altura que ellos, descendían en espiral y desaparecían bajo los árboles. Pensó que se trataba del perro. «Para mediodía habrán acabado —se dijo—. No era un perro muy grande.» Pero al llegar el mediodía aún no se habían marchado; había incluso más, y los que estaban más abajo seguían dejándose caer gradualmente y desaparecían bajo los árboles. Los siguió observando hasta el anochecer, hasta que se alejaron, aleteando y elevándose perezosamente y uno a uno de allende los árboles. «Tengo que comer —se dijo—. Para lo que tengo que hacer esta noche es necesario que coma.» Fue hasta el hogar y se arrodilló y cogió un madero de pino; estaba allí arrodillado, tratando de encender el fuego con una cerilla, cuando volvió a oír al perro: el hondo aullido, el timbre inconfundible, la tristeza. Preparó la cena y cenó. Con el hacha en la mano cruzo su exiguo maizal. Podía haberse guiado por los aullidos del perro, pero no necesitó hacerlo. Antes de entrar de lleno en el fondo del valle estaba ya persuadido de que lo que le guiaba era el instinto. El perro seguía aullando. Pero no le prestó atención, y al fin la bestia lo sintió acercarse y calló, como en su anterior encuentro. Vio, como entonces, sus ojos, pero tampoco les prestó atención alguna. Fue hasta el tronco hueco del ciprés y blandió el hacha y hundió la hoja hasta el mango en la madera podrida. Estaba tirando del hacha cuando de la oscuridad a su espalda surgió silencioso, salvajemente algo que le golpeó con violencia. Acababa de desprender el hacha del tronco; cayó con ella en la mano, sintió el hedor caliente del aliento del perro en la cara, oyó el chasquido de sus dientes al derribarlo con la mano libre. El animal volvió a saltar; vio de nuevo sus ojos. De rodillas, con el hacha en alto entre ambas manos, lanzó un golpe, pero no hendió sino el vacío. Vio los ojos del perro agazapado. Se abalanzó hacia ellos, pero se habían esfumado. Esperó unos instantes; no oyó nada. Volvió al árbol. Al primer golpe de hacha, el perro volvió a saltarle encima. Estaba esperándolo: giró sobre sí mismo y lanzó el golpe a los dos ojos. El hacha se hundió en algo compacto y se le escapó de las manos. Oyó al perro gemir, oyó cómo se alejaba arrastrándose. Apoyándose sobre manos y pies, palpó el suelo a su alrededor hasta que encontró el hacha. Empezó a golpear con el hacha la base del tronco, y entre hachazo y hachazo se paraba a escuchar. No oyó nada; no vio nada. Arriba, las estrellas desfilaban lentamente, y vio la que miraba dentro de su ventana a las dos de la madrugada. Empezó a lanzar hachazos sin descanso contra la base del tronco. La madera estaba podrida; el hacha, a cada impacto, se hundía hasta el mango, como si mordiera arena o barro. De pronto, Cotton supo que lo que olía no era fruto de su imaginación. Dejó caer el hacha al suelo y empezó a desgarrar la madera podrida con las manos. El perro estaba a su lado, gimiendo; no se dio cuenta de su presencia, ni siquiera cuando el animal, apretándose contra él y aullando, metió la cabeza en el agujero. —Fuera de aquí —dijo, aún sin conciencia cabal de que se tratara del perro. Tiró del cuerpo, y lo sintió fláccido sobre su armazón de huesos, como si fuera un cuerpo con más corpulencia de la debida. Apartó la cara; sus dientes brillaron, su respiración era furiosa y mortificada y contenida. Sintió cómo el

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perro se encrespaba contra sus piernas, cómo metía la cabeza en el agujero, aullando. Una vez el cuerpo fuera, Cotton retrocedió. Se tendió de espaldas sobre la tierra mojada y miró hacia el cielo y contempló un pálido retazo lleno de estrellas. «Nunca he estado tan cansado», se dijo. El perro aullaba con una abyecta obstinación. —Cierra la boca —dijo Cotton—. Calla. Calla. El perro no calló. «Pronto será de día —se dijo—. Tengo que levantarme.» Se puso en pie y lanzó una patada al perro. El animal se apartó, pero cuando Cotton se agachó y agarró el cuerpo por los pies y empezó a retroceder, lo sintió de nuevo a su lado gimiendo entre dientes. Cuando se paraba a descansar, volvía a oír el aullido. Le lanzó otro puntapié. Entonces comenzaba a despuntar el día, y los árboles emergían espectrales y vastos del miasma oscuro. Pudo ver con nitidez al perro: demacrado y enjuto, con un largo tajo ensangrentado surcándole la cara: «Tendré que deshacerme de ti», se dijo. Se agachó, mientras miraba al perro, y cogió un palo del suelo. Era un palo podrido, lleno de lodo. Lo asió con fuerza, y cuando el perro alzó el hocico para aullar, asestó el golpe. El animal se revolvió; una cicatriz larga y reciente le surcaba el lomo, desde la parte alta hasta el ijar. Sin emitir sonido alguno saltó sobre Cotton, que golpeó de nuevo. El palo alcanzó limpiamente al perro entre los ojos. Cotton cogió el cuerpo por las patas y trató de correr. Casi había amanecido. Cuando se abrió paso entre la espesura que se alzaba en la orilla del río, no pudo ver el cauce; alcanzó a ver tan sólo una larga franja de algo parecido a una guata de algodón, aunque podía oír como discurría el agua debajo de ella, en alguna parte. En el lugar había una suerte de frescura; los bordes de la niebla formaban rizadas lenguas. Se agachó y levantó el cuerpo y lo arrojó sobre el lecho de la neblina. En el instante en que lo veía desaparecer reparó en ello; eran tres, y no cuatro, los miembros que se hundían con indolencia bajo la niebla, y entonces comprendió por qué había sido tan difícil sacar el cuerpo del tronco hueco. «Tendré que hacer otro viaje», se dijo. Entonces oyó a su espalda un trote apresurado, y, antes de que tuviera tiempo para volverse, el perro se le vino encima y lo derribó. Pero el animal no se detuvo; Cotton, de espaldas en el suelo, lo vio surcar el aire, como un pájaro, y desaparecer en la niebla lanzando un grito ahogado, breve, único. Se puso en pie y corrió. Tropezó, se levantó, siguió corriendo. Era ya pleno día. Vio el tronco, el negro agujero que había abierto en él; tras él podía oír las patas suaves y veloces del perro. Cuando se le echó de nuevo encima, Cotton volvió a tropezar y cayó al suelo y lo vio en el aire, sobre él, con los ojos como dos brasas de cigarro; antes de que pudiera levantarse, vio cómo se volvía y saltaba sobre él de nuevo. Lo golpeó en la cara con las manos desnudas y echó a correr. Llegaron al árbol a un tiempo. El perro se le echó encima de nuevo; él se asomó al interior del tronco y palpó violentamente con los brazos extendidos en busca del miembro, en cuya falta no había reparado hasta que arrojó el cuerpo a la niebla, y sintió cómo el perro se encrespaba entre sus piernas. Al poco el perro desapareció. Y una voz dijo: —Ya lo tenemos. Puedes salir, Ernest.

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La capital del condado estaba a catorce millas. Viajaban en un Ford destartalado. Cotton y el sheriff iban en el asiento trasero, unidos por las esposas. Habían tenido que recorrer dos millas para llegar a la carretera principal. Hacía calor; eran las diez de la mañana. —¿Quieres que nos cambiemos el sitio para que no te dé el sol? —dijo el sheriff. —Estoy bien —dijo Cotton. A las dos tuvieron un pinchazo. Cotton y el sheriff se sentaron bajo un árbol; el conductor y el oficial de policía atravesaron un campo y regresaron con algo de comida fría y una jarra de cristal de leche desnatada. Comieron, repararon el pinchazo y siguieron adelante. A tres o cuatro millas de la ciudad empezaron a cruzarse con carros y automóviles que volvían a casa después de un día de mercado; los tiros de los carros avanzaban pesadamente rumbo al hogar, en medio de la polvareda inevitable que levantaban a su paso. El sheriff dirigiéndoles con el rollizo brazo un gesto idéntico para todos ellos, los iba saludando. —Bueno; para la hora de la cena, en casa —dijo—. ¿Qué te pasa, Ernest? ¿Te sientes mal? Eh, Joe: para un momento. —Sacaré la cabeza —dijo Cotton—. No se preocupe. El coche prosiguió su marcha. Cotton sacó la cabeza entre los brazos en V del armazón de la capota. El sheriff alargó la mano para que pudiera moverse. —Sigan —dijo Cotton—. Me pondré bien en seguida. El coche siguió adelante. Cotton dejó que su cuerpo resbalara un poco en el asiento. Moviendo ligeramente la cabeza logró encajar la garganta en el vértice de la V de hierro, cuyos brazos le atenazaron las mandíbulas por debajo de las orejas. Desplazó de nuevo el cuerpo hasta que la cabeza quedó apresada con fuerza en aquella suerte de cepo, y entonces alzó las piernas, las hizo colgar por encima de la puerta y dejó que el peso de su cuerpo cayera bruscamente y tirara de su cuello aprisionado. Oyó sus vértebras; sintió una especie de rabia ante su propia dureza; luego se debatió contra la sacudida de las esposas, contra las manos que se le echaron encima. Yacía de espaldas al lado de la carretera; tenía agua sobre la cara y en la boca, pero no podía tragar. No podía hablar; trataba de maldecir, pero maldecía sin voz. Luego estaba otra vez en el coche, sobre la lisa calle donde los niños, con ropas diminutas y vistosas, jugaban en grandes y umbrosos patios; donde hombres y mujeres caminaban hacia casa para la cena, hacia los platos llenos y las tazas de café que apurarían en el largo crepúsculo estival. Trajeron a un médico para que lo viera en la celda. Cuando el médico se hubo ido, pudo oler la cena que se estaba cocinando en alguna parte: jamón y pan caliente y café. Estaba tendido en un catre; los últimos rayos cobrizos de sol se deslizaban por un estrecho ventanuco y moteaban los barrotes de la pared situada encima de su cabeza. Su celda estaba cerca de la celda común, ocupada por los reclusos de poca monta, encarcelados por delitos menores o para disfrutar de tres comidas al día. Las escaleras que ascendían de la planta baja daban a la celda común, ocupada a la sazón por un grupo de negros de la cuerda de presos que reparaba las calles, en la cárcel por vagancia o por vender pequeñas cantidades de whisky o por organizar partidas de dados de diez o quince

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centavos. Uno de los negros estaba en la ventana que daba a la calle, y gritaba a alguien. Los otros charlaban entre sí, con voces sonoras y susurrantes, melodiosas y monocordes. Cotton se levantó, fue a la puerta de su celda, se agarró a los barrotes y miró a los negros. —Fue... —dijo. Su voz no lograba emitir sonidos. Se llevó la mano a la garganta; lanzó un graznido seco; los negros, entonces, dejaron de hablar y lo miraron con vivaces ojos—. Fue todo de perlas —dijo— hasta que empezó a salirme todo mal. Podía haber dado cuenta de aquel perro. —Se agarró la garganta; su voz sonaba áspera, seca, como un graznido—. Pero todo empezó a salirme mal... —¿De quién hablas? —dijo uno de los negros. Lo miraban intercambiando susurros con los globos de los ojos blancos en la penumbra del crepúsculo. —Todo habría salido bien —dijo Cotton—, pero empezó a desmoronarse... —Cállate, blanco —dijo uno de los negros—. Deja de contarnos idioteces. —Todo habría salido bien... —dijo Cotton con voz áspera, susurrante. Entonces la voz volvió a fallarle por completo. Se agarró a los barrotes con una mano, y la garganta con la otra, mientras los negros lo miraban y se apretaban unos contra otros, con los ojos blancos y circunspectos. Entonces se volvieron todos a un tiempo y cruzaron apresuradamente la celda en dirección a la escalera. Oyó unos pasos lentos, olió la comida; se pegó a los barrotes, tratando de ver la escalera. —¿Es que piensan dar de comer a esos negros antes que a un hombre blanco? —dijo, mientras aspiraba el olor del jamón y del café.

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Caballos manchados

I Sí, señor. Flem Snopes ha llenado el país entero de caballos manchados. Puedes oír cómo los persiguen por ahí día y noche, dando grandes voces, y los caballos corriendo a veces de un lado a otro de los pequeños puentes de madera, como si llevaran el diablo dentro. Aquella mañana iba yo sentado en el coche, adormilado; el tiro caminaba sin prisa, ya muy cerca de mitad de camino de la ciudad, cuando de repente algo saltó de los matorrales y cruzó limpiamente el camino, sin tocar el suelo con los cascos. Pasó por encima de mi tiro; grande como un cartel, cruzó el aire como un halcón. Tardé media hora en hacer parar al tiro, desenredar los arreos y el coche y volverlos a poner como es debido. Ese Flem Snopes... Que me aspen si no es un caso. Una mañana, hace unos diez años, estaban los muchachos sentándose en el porche de Varner, para charlar y fumar un poco, cuando aparece Flem, de detrás del mostrador, con el pelo todo desordenado y sin chaqueta, como si llevara trabajando para Varner diez años sin parar. Todo el mundo lo conocía. Había muchos Snopes viviendo a unas cinco millas valle abajo. Al menos aquel año. Trabajaban como aparceros. Nunca se quedaban en ningún sitio más de un año. Entonces se marchaban a otra parte, con el chiquillo o los gemelos de la camada de aquel año. Una auténtica prole. Pero Flem, no. Los demás no eran más que arrendatarios, cambiaban de sitio cada año, pero ahí tenemos a Flem saliendo un día del mostrador del bazar de Jody Varner como si fuera el mismo dueño. Y no pasarían uno o dos años sin que la gente supiera que, de quedarse él y Jody diez años más en el negocio, Jody acabaría por trabajar como dependiente para Flem Snopes. Vaya que sí; el tipo era capaz de sacar cinco centavos de donde sólo había cuatro. Me timó en dos tratos que hicimos —a mí—, y a alguien que es capaz de hacer eso sólo le deseo que se haga rico antes que yo. Y no hay nada más que hablar.

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De acuerdo. Ahí tenemos a Flem, trabajando en el bazar de Varner, sacando cinco centavos de aquí y de allá y no diciéndoselo a nadie. No, señor. La gente nunca se enteraba de los timos de Flem, a menos que el propio perjudicado lo contara. Solía sentarse en la silla de la tienda, mascando tabaco y guardando sus asuntos para sus adentros, hasta que al cabo de una semana nos enterábamos de que lo que había estado guardado para sus adentros eran los asuntos de algún otro individuo (eso, claro, siempre que el individuo en cuestión a quien había timado estuviera lo bastante furioso como para contarlo). Así es Flem. Calculábamos que en diez años lograría hacerse con todo lo que poseía Jody Varner. Pero no esperó ni siquiera esos diez años. Creo que todo el mundo conoce a la chica del tío Billy Varner, la más joven: Eula. La hermana de Jody. Cuando llegaba el domingo, podían verse atados a la cerca de Billy Varner todos los coches con ruedas amarillas, todos los caballos de silla almohazados que había en la región, y, sentados en el porche, zumbando alrededor de Eula como abejas alrededor de un tarro de miel, sus dueños, todos ellos jóvenes varones. Eula era una de esas chicas grandes y de aspecto suave que son capaces de reírse sin ton ni son hasta reventar. Los jóvenes varones se marchaban todos a un tiempo, ninguno de ellos antes que otro, de modo que se quedaban sentados en el porche hasta la hora de volver a casa. Algunos de ellos tenían que recorrer nueve o diez millas, y levantarse por la mañana temprano para trabajar en el campo. Así que se marchaban juntos y cabalgaban en grupo hasta el vado del arroyo, donde ataban coches con ruedas amarillas y caballos almohazados y se bajaban y peleaban unos contra otros. Luego montaban y se volvían a casa. Bien, un día —hace más o menos un año— uno de aquellos coches con ruedas amarillas y uno de aquellos caballos almohazados abandonaron la región. Oímos que se dirigían hacia Texas. Al día siguiente, tío Billy y Eula y Flem fueron a la ciudad en el carruaje de tío Billy, y cuando volvieron Flem y Eula estaban casados. Al día siguiente oímos que habían dejado la región otros dos coches con ruedas amarillas. Tal vez también fueron camino de Texas. Texas es un lugar muy grande. Sea como fuere, Flem y Eula, aproximadamente un mes después de la boda, se fueron también a Texas. Estuvieron allí cerca de un año. Un día, el mes pasado, Eula volvió con un niño. Echamos las cuentas y llegamos a la conclusión de que era el bebé de tres meses más crecido que habíamos visto en la vida. Hasta era capaz de subirse en una silla. Imagino que Texas, siendo un lugar tan grande, hace hombres grandes muy de prisa. Bueno, si la cosa sigue así, el chico mascará tabaco e irá a votar a la edad de ocho años. El viernes pasado apareció Flem en persona. Llegó con otro tipo en un carro. El tipo llevaba uno de esos sombreros altos de ala ancha y una pistola con cachas de marfil y una caja de galletitas de jengibre que le sobresalía del bolsillo trasero del pantalón. Atados al tablón de atrás del carro y sujetos uno a otro con alambre de espino, iban como una docena de esos poneys de Texas. Salpicados con pintas de colores, como los loros, avanzaban pacíficos como palomas, pero cualquiera de ellos podría matar a un hombre con la rapidez de una serpiente de cascabel. No había ni uno con los dos ojos del mismo color, y para mí que ninguno había visto una brida en toda su vida. Cuando el hombre de Texas se bajó del carro y se acercó a los animales para mostrar lo dóciles que eran, uno de ellos le lanzó una

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dentellada y se llevó un trozo del chaleco, con la misma limpieza que si hubiera sido un tajo de una navaja de afeitar. Flem se había esfumado ya; imagino que se fue a ver a su mujer, y a ver si a lo mejor el crío se había bajado al campo a ayudar con el arado a tío Billy. Fue el hombre de Texas quien llevó a los caballos al corral de la señora Littlejohn. Al principio, cuando llegaron a la puerta, hubo algún pequeño problema, porque aquellos animales no habían visto una cerca en su vida, y luego, cuando por fin logró el tejano meterlos dentro y desatarlos cortando el alambre y hacerlos entrar en el establo y echar algo de salvado en el pesebre, los condenados por poco tiran abajo el establo. Debieron de pensar que aquellas cascarillas eran bichos. El tejano los dejó allí en el corral y anunció que la subasta empezaría al día siguiente a la salida del sol. Aquella noche nos sentamos en el porche de la señora Littlejohn. Recordaréis que había luna casi llena; pues bien, podíamos ver a aquellos bichos manchados yendo arriba y abajo de la cerca, de un lado a otro del corral, como pececillos en un estanque. Luego, se agrupaban de cuando en cuando junto al establo y se tomaban un descanso que consistía en morderse y cocearse unos a otros. Oíamos un chillido, y entonces un puñado de cascos golpeaban, ¡bam!, contra el establo, como una pistola. Era como si un tipo con una pistola se estuviera despachando a su gusto en una madriguera de gatos monteses.

II Nadie sabía todavía si Flem era el propietario de aquellas bestias o no. Sólo sabían una cosa: que no iban a saber con seguridad nunca si Flem lo era o no, y que ni siquiera sabrían si se había subido al carro en las afueras de la ciudad para que el tejano le llevara hasta allí. Ni Eck Snopes lo sabía. Eck, que era primo de Flem. Pero a nadie le sorprendía que Eck tampoco lo supiera. Sabíamos que Flem era capaz de desplumar a su propio primo tan elegantemente como a cualquiera de nosotros. Al día siguiente, a la salida del sol, allí estaba la gente; algunos habían recorrido doce y dieciséis millas, con el dinero de las simientes en saquitos de tabaco que llevaban guardados en el mono, y esperaban de pie al lado de la cerca cuando apareció el tejano. Salió de casa de la señora Littlejohn después del desayuno y se encaramó al poste de la puerta del corral; del bolsillo trasero del pantalón le sobresalía la culata blanca de la pistola. Se sacó del bolsillo una caja nueva de galletitas de jengibre, la mordió por un extremo, como si se tratara de un cigarro, escupió el trozo de papel y dijo que la subasta estaba abierta. La gente seguía llegando en carros y en caballos y en mulas; ataban los animales al otro lado del camino y se acercaban a la cerca. No se veía a Flem por ninguna parte. Pero el tejano no lograba que empezaran a pujar. Se puso a trabajar a Eck, pues Eck le había ayudado la noche anterior a meterlos en el establo y a darles el salvado. Eck se había librado en el último momento. Salió del establo despedido,

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como una astilla en la cresta de la tromba de agua al reventar una presa, y se subió al carro por los pelos. Estaba trabajando a Eck, pues, cuando llegó Henry Armstid en su carro. Eck decía que le daba miedo pujar por uno de ellos, pues a lo peor lo conseguía, y el tejano decía: «¿Esos poneys? ¿Esos caballitos?»; entonces se bajó de la puerta y se acercó a los caballos. Los animales se echaron a correr, y el tejano salió detrás de ellos, llamándolos con una especie de gorjeo, con la mano extendida como para cazar una mosca, y al fin logró arrinconar a tres o cuatro. Entonces se lanzó sobre ellos de un salto, y ya no pudimos ver nada en un buen rato a causa de la polvareda. Era una nube enorme, y aquellas cosas manchadas de ojos fulgurantes surgieron de ella con un brinco de veinte pies y en unas cuarenta direcciones diferentes. Luego el polvo se disipó y allí estaban ellos dos, el tejano y el caballo. El tejano tenía la cabeza vuelta por completo, como un búho. El caballo, con las patas cruzadas, temblaba como una novia y rezongaba como una sierra mecánica; el tejano tiraba de él, obligándole a torcer la cabeza hacia atrás, como si olisqueara el cielo. «Echadle una ojeada», decía el tejano, hincando los talones, con aquella pistola blanca sobresaliéndole del bolsillo y el cuello alargado como una serpiente en posición de ataque. Por fin logramos entender lo que decía; maldecía al caballo y nos hablaba al mismo tiempo. «Miradle: el cabeza de chorlito, hijo de catorce padres. Probadlo, compradlo; os llevaréis el mejor...» Entonces el aire se llenó de polvo de nuevo, y no pudimos ver nada más que la piel manchada y las crines, y los tacones de las botas del tejano colgados de los estribos como dos nueces, y al rato el sombrero alto de ala ancha, que salió por el aire como una gallina gorda y vieja por encima de una cerca. Cuando el polvo se disipó otra vez, el tipo estaba saliendo de un rincón al fondo de la cerca, sacudiéndose. Se acercó y recogió el sombrero y lo sacudió; llegó hasta la puerta y volvió a encaramarse al poste; respiraba pesadamente. Se sacó del bolsillo la caja de galletas de jengibre, respirando pesadamente. El cabeza de chorlito seguía dando vueltas y vueltas al corral como un tiovivo en una feria. Y entonces fue cuando Henry Armstid, con el mono lleno de remiendos y una de aquellas camisas suyas de brazos bamboleantes, se abrió paso a codazos y se acercó a la puerta de la cerca. Nadie había reparado en él hasta entonces. El tejano y los caballos acaparaban nuestra atención. Hasta la señora Littlejohn estaba atenta. Había salido al patio trasero y encendido un fuego debajo del caldero de lavar; se quedaba un rato delante de la cerca, volvía a entrar en casa y salía de nuevo con un montón de ropa para la colada sobre el brazo y se quedaba otro poco de pie junto a la cerca. Bien, allí venía Henry a codazos, y la señora Armstid justo a su espalda, con aquella bata descolorida y el sombrero y los zapatos de lona. —Vuélvete al carro —dijo Henry. —Henry —dijo ella. —Venga, muchachos —dijo el tejano—. Haced sitio para que la señora se acerque y vea. Acércate, Henry. Aquí tienes la oportunidad de comprar el caballo de silla que la señora ha estado deseando. ¿Qué te parecen diez dólares, Henry? —Henry —dijo la señora Armstid. Puso la mano sobre el brazo de Henry. Henry se la sacudió de encima. —Vuelve al carro como te dije —dijo.

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La señora Armstid no se movió. Se quedó detrás de Henry, con las manos juntas dentro del vestido, sin mirar a ninguna parte. —No quiere oír hablar de otra cosa que de comprar uno de esos animales — dijo—. Nosotros, que no tenemos ni cinco dólares a parte de la casa miserable... No quiere oír hablar de otra cosa... Era muy cierto. Del lugar donde vivían apenas sacaban para ir tirando; tenían cuatro hijos, y hasta la ropa que llevaban se la tenía que costear ella tejiendo por la noche a la luz de la lumbre, mientras Henry dormía. —Cierra el pico y vuelve al carro —dijo Henry—. ¿Quieres que te mida los huesos con una estaca aquí en medio del camino principal? Bien, el tejano le dirigió una mirada a la señora Armstid. Luego volvió de nuevo a Eck, como si Henry no estuviera allí delante. Pero Eck estaba asustado. —Puedo conseguir una tortuga mordedora o una serpiente mocasín de agua sin pagar un solo centavo, así que no voy a comprar ninguno de esos bichos. Entonces el tejano dijo que iba a regalarle a Eck un caballo. —Para poner en marcha la subasta y porque me ayudaste anoche. Pero tienes que empezar la puja en el siguiente caballo —dijo—. Y voy a darte aquel cabeza de chorlito. Me gustaría que hubieras visto a la gente allí de pie, con el dinero de las simientes en el bolsillo, mirando cómo el tejano le daba a Eck un caballo vivo y coleando, dispuesta a llamarle loco tanto si lo aceptaba como si no. Eck dijo por fin que se quedaba con él. —Yo sólo empiezo la puja —dijo—. No tengo que comprarlo a menos que nadie suba mi oferta. El hombre de Texas dijo que de acuerdo; Eck ofreció un dólar por el siguiente caballo; Henry Armstid, con la boca ya abierta, miraba a Eck y al tejano como un perro rabioso o algo así. —Un dólar —dijo Eck. El tejano miró a Eck. Había abierto también la boca, como si hubiera empezado a decir algo y las palabras se le hubieran ahogado dentro. —¿Un dólar? —dijo— ¿Uno? ¿Quiere decir uno, Eck? —Maldita sea —dijo Eck— Bueno, dos dólares. Sí, señor. Me gustaría que hubierais visto al hombre de Texas. Sacó la caja de galletitas de jengibre, la levantó y miró en su interior con mucho cuidado, como si contuviera un anillo de brillantes o una araña. Luego la tiró al suelo y se limpió la cara con un pañuelo. —Bien —dijo—. Bien. Dos dólares. ¿Tienes templado el pulso, Eck? ¿Tienes sudores de malaria por la noche, tal vez? —dijo—. Bien. Tendrá que aceptar tu puja. Pero ¿y vosotros, muchachos? ¿Vais a quedaros ahí sin hacer nada mientras Eck se lleva dos caballos a dólar cada uno? Aquello dio en el blanco. Que me aspen si el tejano no era casi tan listo como Flem Snopes. No había terminado de hablar cuando ahí estaba Henry Armstid agitando la mano. —Tres dólares —dijo. La señora Armstid trató otra vez de sujetarlo. Él se sacudió de encima la mano y se llegó a la puerta a codazos. —Señor —dijo la señora Armstid—. Tenemos niños esperando en casa; no tenemos grano para alimentar el ganado. Sólo cinco dólares que gané para los

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chicos tejiendo después de anochecer, mientras él roncaba. Y no quiere oír hablar de otra cosa que de comprar. —Henry ofrece tres dólares —dijo el tejano—. Sube un dólar más, Eck, y el caballo es tuyo. —Henry —dijo la señora Armstid. —Sube, Eck —dijo el tejano. —Cuatro dólares —dijo Eck. —Cinco dólares —dijo Henry, blandiendo el puño. Llegó a empujones hasta el mismo pie del poste. La señora Armstid también miraba al tejano. —Señor —dijo—, si acepta usted esos cinco dólares que gané para mis chicos tejiendo a cambio de una de esas bestias, sobre usted y los suyos caerá una maldición que no cesará nunca. Pero aquello no detuvo a Henry. Se había abierto paso a empujones y agitaba el puño en dirección al tejano. Cuando abrió la mano, vimos el dinero; eran cuartos y monedas de cinco centavos, y un billete de dólar que parecía el bolo alimenticio de una vaca. —Cinco dólares —dijo—. Y si hay alguien que ofrezca más tendrá que romperme la cabeza, o yo le romperé la suya. —De acuerdo —dijo el tejano—. Adjudicado. Pero no sacuda la mano en dirección a mi persona.

III Casi había caído el sol cuando se subastó el último. En una ocasión el tejano nos caldeó de tal manera que la puja subió a siete dólares con veinticinco centavos, pero la mayoría de ellos fueron adjudicados por tres o cuatro dólares. El tejano seguía encaramado en el poste, eligiendo los caballos de uno en uno y verbalmente, y la señora Littlejohn se agachaba y se levantaba delante de la tina, y de vez en cuando se paraba e iba hasta la cerca y se quedaba allí un rato y volvía otra vez a la tina. Cuando acabó la subasta ella también había terminado su trabajo; de la cuerda de la ropa, en el patio trasero, colgaba la colada, y de la cocina llegaba el olor de la cena. El tejano cambió por un carruaje su carro y los dos últimos caballos. La subasta había terminado. Estábamos todos muy cansados, pero Henry Armstid parecía más que nunca un perro rabioso. Cuando su marido consiguió el poney, la señora Armstid volvió al carro y se sentó detrás de aquellas mulas esqueléticas y del tamaño de conejos; hasta el carro parecía que iba a caerse en pedazos en cuanto las mulas echaran a andar. Henry ni siquiera se había molestado en apartar el carro a un lado; seguía en medio del camino, y la señora Armstid estaba sentada en él sin mirar a ninguna parte. Desde que había llegado por la mañana no miraba a nada ni a nadie. Henry estaba allí de pie, apoyado contra la puerta. Se acercó hasta el tejano y dijo:

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—He comprado un caballo y he pagado en metálico. Y usted espera que me quede aquí hasta que venda todos para que yo pueda llevarme el mío. Voy a llevármelo del corral ahora mismo. El tejano miró a Henry. Habló como si estuviera sentado en una mesa y pidiera una taza de café. —Llévese su caballo —dijo. Entonces Henry dejó de mirarle. Empezó a tragar saliva mientras se agarraba a la puerta. —¿No va a ayudarme? —dijo. —El caballo no es mío —dijo el tejano. Henry no volvió a mirar al tejano; tampoco miró a nadie. —¿Quién me ayuda a atraparlo? —dijo. Nadie respondió. —Tráeme la cuerda del arado —dijo Henry. La señora Armstid se bajó del carro y trajo la cuerda. El tejano se bajó del poste. La mujer hizo ademán de pasar a su lado con la cuerda. —No entre ahí, señora —dijo el tejano. Henry abrió la puerta. No miró atrás. —Ven aquí —dijo. —No entre ahí, señora —dijo el tejano. La señora Armstid tampoco miraba a nadie; tenía las manos cruzadas en el regazo, sosteniendo la cuerda. —Creo que será mejor que lo haga —dijo. Henry y ella entraron en el corral. Los caballos dieron un respingo y salieron corriendo. Henry y ella los siguieron. —Acorrálalo en el rincón —dijo Henry. Cuando por fin tuvieron al caballo de Henry acorralado en un rincón, Henry empuñó la cuerda, pero la señora Armstid lo dejó escapar. Volvieron a cercarle entre ambos, pero la señora Armstid lo dejó escapar de nuevo. Henry se volvió y golpeó a su mujer con la cuerda. —¿Por qué no le has cortado la retirada? —dijo Henry, y la golpeó otra vez— . ¿Por qué no lo has hecho? Fue más o menos entonces cuando eché una ojeada a mi alrededor y vi allí en pie a Flem Snopes. Fue el tejano quien actuó. Se movió con rapidez para su corpulencia. Antes de que Henry golpeara por tercera vez a su mujer, el tejano le arrebató la cuerda; Henry se revolvió e hizo ademán de lanzarse sobre el tejano. Pero no llegó a saltar. El tejano se fue hacia él, lo agarró por el brazo y lo sacó del corral. La señora Armstid los siguió, y el tejano sacó dinero del bolsillo y lo depositó en la mano de la señora Armstid. —Hágalo subir al carro y llévelo a casa —dijo, como si les estuviera comentando lo mucho que había disfrutado con la cena. Entonces se acercó Flem. —¿Para qué es eso, Buck? —dijo. —El tipo se cree que me ha comprado un poney —dijo el tejano—. Lléveselo de aquí, señora. Pero Henry no quería irse.

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—Devuélvele el dinero —le dijo a su mujer—. He comprado ese caballo y tengo intención de llevármelo aunque tenga que pegarle un tiro. Y allí estaba Flem, con las manos en los bolsillos, mascando, como si pasara por allí por pura casualidad. —Usted coja su dinero y yo cojo mi caballo —dijo Henry—. Devuélveselo — le dijo a su mujer. —Usted no es propietario de ninguno de mis caballos —dijo el tejano—. Lléveselo a casa, señora. Entonces Henry vio a Flem. —Tú tienes algo que ver con estos caballos ¿no? —dijo—. Compré uno. Aquí está el dinero. —Cogió el billete de la mano de su mujer y se lo ofreció a Flem—. Compré uno. Pregúntale a él. Aquí tienes. Aquí está el dinero —dijo, dándole a Flem el billete. Cuando Flem cogió el dinero, el tejano dejó caer la cuerda que le había quitado a Henry. Había mandado al chico de Eck Snopes a la tienda a comprarle otra caja de galletitas de jengibre, sacó la caja del bolsillo y miró en su interior. Estaba vacía, la tiró al suelo. —El señor Snopes tendrá este dinero a su disposición mañana —le dijo la señora Armstid—. Pídaselo mañana y se lo entregará. Su marido no ha comprado ningún caballo. Métalo en el carro y llévelo a casa. La señora Armstid volvió al carro y se subió en él. —¿Dónde está el carruaje que me he comprado? —dijo el tejano. Para entonces ya había anochecido. La señora Littlejohn salió al porche y tocó la campana para la cena.

IV Entré en la casa y cené. La señora Littlejohn nos traía una cazuela con pan o con cualquier otra cosa, salía unos minutos al porche y volvía y nos lo contaba. El hombre de Texas había enganchado su tiro al carruaje que había cambiado por los dos últimos caballos, y se había marchado con Flem Snopes. Los demás —nos contó— habían ido a la tienda a comprarle cuerda a I. O. Snopes, pues se habían vendido sin ellas, y en la puerta del corral no quedaba ya nadie más que Henry Armstid. La señora Armstid seguía sentada en el carro, en medio del camino, y también estaban por allí Eck Snopes y su chico. —Me tiene sin cuidado que todos esos locos se dejen matar por esas bestias —dijo la señora Littlejohn—, pero no pienso permitir que Eck Snopes vuelva a hacerle entrar en el corral al chico. Así que bajó hasta la puerta, pero volvió sin el chico y sin el padre. —No tiene que preocuparse por ese chico —dije—. Está hechizado. La noche anterior, cuando Eck entró a ayudar a dar de comer a los caballos, el chico estuvo detrás del padre, y los caballos, en la desbandada, saltaron limpiamente sobre su cabeza sin llegar a tocarlo. Quien lo tocó fue Eck. Lo agarró, lo hizo subir al carro y le zurró de lo lindo con una cuerda.

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Así que cené y me fui a mi cuarto y empecé a desvestirme, pues al día siguiente me esperaba un largo viaje. Intentaba vender una máquina a la señora Bundren, que vivía más allá de Whiteleaf. Y fue entonces cuando Henry Armstid abrió la puerta y entró solo en el corral. No lograron convencerle de que esperara a que volvieran los demás con las cuerdas. Eck Snopes contó que intentó hacerle esperar, pero que Henry no quiso escucharle. Contó que Henry fue directamente hacia ellos, y que los animales echaron a correr y saltaron sobre él como un montón de heno que se desmorona de repente. Contó que logró apartar a su hijo justo a tiempo, y que aquellas bestias salieron por la puerta como una riada, abalanzándose contra carros y tiros atados a un lado del camino y destrozando las lanzas y partiendo a dentelladas, como si fueran sedales, los arreos. La señora Armstid seguía sentada en el carro, en medio del camino, como tallada en madera. Entonces se dispersaron, tanto los caballos salvajes como las mulas domésticas, con trozos de correajes y balancines colgando a sus espaldas, en desbandada a derecha e izquierda del camino. —¡Allá va el nuestro, papá! —contó Eck que gritó su hijo— ¡Allá, entrando en casa de la señora Littlejohn. Eck dijo que el animal subió a la carrera los escalones y se metió en la casa como un huésped que llega tarde para la cena. Algo así. En resumidas cuentas, yo estaba en mi cuarto, en ropa interior, con un calcetín en una mano y el otro puesto y asomado a la ventana a causa del tumulto, cuando oí que algo se estrellaba contra el armario de la sala. Algo que sonaba como una locomotora. Entonces la puerta de mi cuarto salió volando hacia adentro como la tapa de un cubo de hojalata que alguien ha lanzado al viento, y miré por encima del hombro y vi algo parecido a una girándula gigantesca que fijaba en mí sus ojos fulgurantes. Debió de fijarlos con enorme rapidez, pues para entonces yo ya había saltado por la ventana. Calculo que el bicho estaba inquieto. Calculo que no había visto en su vida salvado o alambre de espino, pero no estoy seguro de que lo que no había visto en su vida era ropa interior, o tal vez era un viajante de máquinas de coser lo que no había visto nunca. Sea como fuere, se volvió como un torbellino y entró de nuevo en la sala, y estaba ya saliendo de la casa cuando se topó con Eck Snopes y su chico, que en ese momento entraban con una cuerda. Volvió a girar en redondo y atravesó la sala y salía ya por la puerta trasera cuando se tropezó con la señora Littlejohn, que acababa de recoger la ropa tendida y de poner pie en el porche trasero con un montón de colada en un brazo y la tabla de lavar en el otro. El animal patinó hasta ella sobre sus patas, tratando de parar y de girar de nuevo. Pero no le dio tiempo. —Fuera de aquí, bicho —dijo la señora Littlejohn. Y le sacudió en la mitad de la cara con la tabla de lavar. La tabla se partió limpiamente como la habría partido un hacha, y cuando el caballo se volvió para cruzar de nuevo la sala, la señora Littlejohn le asestó otro golpe con lo que quedaba de tabla, aunque esta vez no en la cabeza. —Y quédate fuera —dijo. Eck y su chico, para entonces, habían llegado al centro de la sala. Imagino que el bicho también le parecería a Eck una girándula. —¡Sal de aquí ahora mismo, Ad, maldita sea! —dijo.

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Pero era demasiado tarde. Eck cayó de bruces al suelo, pero el chico no se movió. Medía un metro, poco más o menos, y llevaba un mono idéntico al de Eck. El caballo saltó sobre su cabeza sin tocarle ni un pelo. Yo mismo lo vi, pues en ese momento subía los escalones de la puerta principal, en ropa interior y con el calcetín en la mano. El caballo que salía entonces al porche me lanzó una mirada, cambió otra vez de dirección, corrió hasta un extremo del porche y saltó por encima de la barandilla y de la cerca del corral como un halcón gallinero. Tomó tierra aún corriendo y volvió a salir por la puerta y saltó ocho o diez carros volcados y siguió a todo trapo por el camino. La luna estaba llena para entonces. La señora Armstid, sentada en el carro, parecía una figura tallada en madera, abandonada y olvidada. ¡Qué animal! No perdió ni un segundo. Iba a unas cuarenta millas por hora cuando entró en el puente sobre el arroyo. Habría tenido vía libre si no hubiera acontecido que Vernon Tull estaba utilizando el puente en aquel momento. Volvía de la ciudad; no había oído hablar de la subasta; iba con su mujer y con la tía de su mujer y con sus tres hijas, todos sentados en sillas dentro del carro y todos dormidos, incluidas las mulas. Cuando el caballo golpeó el puente por primera vez, se despertaron, pero Tull contó luego que de lo primero que tuvo conciencia fue de que las mulas trataban de dar la vuelta al carro en mitad del puente, y entonces vio cómo aquel bicho manchado se metía entre las dos mulas corriendo y trepaba por la lanza como una ardilla. Contó que sólo tuvo tiempo para cruzarle la cara al bicho con el mango de su látigo, porque para entonces las mulas habían logrado que el carro diera la vuelta en mitad del puente, que era de una dirección, y el bicho pasó por encima de una de las mulas y saltó sobre el puente y siguió su camino, mientras él seguía lanzándole puntapiés de pie en el carro. Tull contó que las mulas giraron sobre sus arreos y se subieron también al carro, mientras él, con las riendas enrolladas en las muñecas, trataba de hacerlas bajar a golpes. Contó que todo lo que vio a continuación fue sillas volcadas y piernas de mujer y bragas blancas brillando a la luz de la luna, y a sus mulas y a aquel animal manchado que corría camino arriba como un fantasma. Las mulas derribaron a Tull fuera del carro y lo arrastraron un buen trecho sobre el puente, hasta que al fin las riendas se rompieron. Al principio sus familiares pensaron que estaba muerto, y estaban arrodillados a su alrededor y sacándoles las astillas cuando de ahí que llega Eck con su chico, aún con la cuerda en la mano. Corrían casi sin resuello. —¿Por dónde ha ido? —dijo.

V Volví y me puse los pantalones y la camisa y los zapatos y llegué justo a tiempo para ayudar a sacar a Henry Armstid fuera de la porquería del corral. Que me aspen si no parecía talmente muerto; la cabeza le colgaba hacia atrás, sus dientes brillaban a la luz de la luna, bajo sus párpados se veía un débil surco

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blanco. Seguíamos oyendo a los caballos; ninguno se había alejado más de cuatro o cinco millas; me figuro que, al no conocer la región, corrían de un lado para otro. Así que los oíamos, y de cuando en cuando oíamos también a sus dueños gritando: —¡Eaaa! ¡Córtale la retirada! Llevamos a Henry a cuestas a la casa. La señora Littlejohn estaba en la sala; seguía con el montón de colada en el brazo. Nos miró, dejó la tabla de lavar partida a un lado, cogió un farol y abrió una puerta. —Traedlo aquí —dijo. Lo llevamos dentro y lo acostamos en la cama. La señora Littlejohn dejó el farol sobre el tocador; seguía con la colada en el brazo. —Bien, muchachos —dijo. Nuestras sombras, proyectadas en lo alto de la pared, se movían también sigilosamente. Podíamos oír nuestra propia respiración—. Será mejor que vayáis a buscar a su mujer —dijo, y salió con el montón de ropa sobre el brazo. —Creo que sí —dijo Quick—. Que alguien vaya a buscarla. —¿Y por qué no tú? —dijo Winterbottom. —Que vaya Ernest —dijo Durley—. Es vecino suyo. Ernest fue, pues, a avisarla. Que me aspen si Henry no parecía talmente muerto. La señora Littlejohn volvió con un barreño y unas toallas. Se puso a atender a Henry, y entonces entraron Ernest y la señora Armstid. La señora Armstid se acercó hasta el pie de la cama y se quedó allí, con las manos juntas dentro del delantal, imagino que mirando lo que la señora Littlejohn estaba haciendo. —Vosotros, muchachos, quitaros de en medio —dijo la señora Littlejohn—. Salid fuera —dijo—. Id a ver si encontráis otro juego con el que podáis mataros algunos más. —¿Está muerto? —dijo Winterbottom. —No será gracias a ti si no lo está —dijo la señora Littlejohn—. Id a avisar a Will Warner. Creo que, en resumidas cuentas, un hombre no es tan diferente de una mula. A excepción tal vez de que una mula tiene más sentido común. Fuimos en busca de tío Billy. Había luna llena. De cuando en cuando podíamos oírlos, a unas cuatro millas de distancia: —¡Eaaa! ¡Córtale el paso! La región estaba llena de tipos corriendo como alma que lleva el diablo por los puentes de madera; en cada puente había uno gritando: —¡Eaaa! ¡Ahí va! ¡Córtale el paso! No habíamos ido muy lejos cuando Henry empezó a chillar. Imagino que el agua de la señora Littlejohn le hizo volver en sí; en cualquier caso, no estaba muerto. Seguimos en dirección a casa de tío Billy. Cuando llegamos, la casa estaba a oscuras. Llamamos, y al rato se abrió la ventana y apareció la cabeza de tío Billy, viva como la de un pájaro carpintero, alerta. —¿Siguen intentando atrapar a esos malditos conejos? —dijo. Bajó con los pantalones encima del camisón y los tirantes colgando; llevaba su maletín de auxiliar a los caballos. —Sí, señor —dijo, irguiendo la cabeza como un pájaro carpintero—. Siguen intentándolo.

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Pudimos oír a Henry antes de llegar a la casa de la señora Littlejohn. Gritaba: «Ay, ay, ay». Nos detuvimos en el patio. Oímos también a los de los puentes, que corrían de un lado para otro. —¡Eaaaaa! ¡Eaaaaa! —Eck Snopes ya debería haber atrapado el suyo —dijo Ernest. —Sí, debería —dijo Winterbottom. Henry seguía con su monótono «ay, ay, ay» dentro de la casa; de pronto empezó a gritar. —Tío Billy se ha puesto manos a la obra —dijo Quick. Echamos una ojeada dentro de la sala. En el lugar donde estaba la puerta vimos luz. Entonces salió la señora Littlejohn. —Will necesita su ayuda —dijo—. Tú, Ernest. Tú servirás. Ernest entró en la casa. —¿Los oyes? —dijo Quick—. Ése ha sido en el puente de las Cuatro Millas. Podíamos oírlos, era como un estruendo a lo lejos; no duró mucho. —¡Eaaa! Podíamos también oír a Henry. —Ay, ay, ay, ay. —Ahora se han puesto los dos —dijo Winterbottom—. También Ernest. No era noche avanzada todavía. Y era mejor así, porque a los dueños de los caballos les llevaría una larga noche atraparlos, la misma que Henry tendría para chillar allí tendido en la cama, pues tío Billy no había traído ni una pizca de cloroformo para arreglarle la pierna. En fin, fue un detalle de parte de Flem al haber hecho que salieran temprano. ¿Y cuál piensa que fue su comentario? Exacto: ninguno. Pues Flem no estaba allí. Nadie lo había visto desde que se marchó aquel tejano.

VI Fue el sábado por la noche cuando sucedió todo esto. Calculo que la señora Armstid llegaría a su casa al despuntar el nuevo día; iba a ocuparse de los niños. No sé lo que ellos pensarían acerca del paradero de sus padres. Era una suerte que el mayor de ellos fuera una chica de unos doce años, lo suficientemente mayor como para cuidar de los pequeños. Tendría que hacerlo durante los dos días siguientes. La señora Armstid cuidaba de Henry por la noche, y luego trabajaba en la cocina para atender a las necesidades de su marido y de ella, y por la tarde volvía a casa (eran unas cuatro millas) para ocuparse de los chicos. Cocinaba algo en un puchero y lo dejaba sobre la cocinilla, y la chica atrancaba la puerta y mantenía callados a los pequeños. Yo oía a la señora Littlejohn y la señora Armstid hablando en la cocina. —¿Qué tal se desenvuelven los chicos? —decía la señora Littlejohn. —Muy bien —decía la señora Armstid. —¿No tienen miedo por la noche? —decía la señora Littlejohn.

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Ina May atranca la puerta cuando me voy —decía la señora Armstid—. Se lleva el hacha a la cama. Creo que sabe arreglárselas. Me imagino que se las arreglaron solos. Y me imagino que la señora Armstid estaba esperando a que volviera Flem. Nadie lo había visto hasta aquella mañana. Esperaba que le devolviera el dinero que el tejano había dicho que guardaría para ella. Seguro. Creo que eso era lo que esperaba. Sea como fuere, yo las estaba escuchando hablar en la cocina mientras tomaba el desayuno. La señora Littlejohn acababa de decirle a la señora Armstid que Flem estaba allí. —Puede pedirle los cinco dólares —dijo la señora Littlejohn. —¿Usted cree que me los dará? —dijo la señora Armstid. La señora Littlejohn estaba fregando los cacharros; parecía un hombre: los fregaba como si estuvieran hechos de hierro. —No —dijo—. Pero por preguntarlo no se pierde nada. A lo mejor se avergüenza. No creo que suceda, pero puede que sí. —Si no me los va a devolver, no servirá de nada que se los pida —dijo la señora Armstid. —Como usted quiera —dijo la señora Littlejohn—. Es su dinero. Yo oía los cacharros. —¿Piensa que podría devolvérmelos? —dijo la señora Armstid—. El tejano dijo que lo haría. Me dijo que los recuperaría más tarde de manos del señor Snopes. —Entonces vaya y pídaselos —dijo la señora Littlejohn. Yo oía los cacharros. —No me los dará —dijo la señora Armstid. —Muy bien —dijo la señora Littlejohn—. Entonces no se los pida. Yo oía los cacharros. La señora Armstid estaba echándole una mano a la señora Littlejohn. —¿Usted no cree que lo hará, eh? —dijo. La señora Littlejohn no respondió. Parecía como si estuviera arrojando unos cacharros contra otros. —Quizá sea mejor que vaya a hablar con Henry del asunto —dijo la señora Armstid. —Creo que sí —dijo la señora Littlejohn. Y que me aspen si no era como si tuviera un cacharro en cada mano y los hiciera chocar uno contra otro. —Y si se los devuelve, Henry podrá comprarse otro caballo de cinco dólares. A lo mejor la próxima vez compra uno que resulta que lo mata de verdad. Si pensara que así iba a ser, yo misma le daría esos cinco dólares. —Creo que será mejor que primero vaya a hablar con Henry —dijo la señora Armstid. Entonces fue como si la señora Littlejohn cogiera todos los cacharros y los arrojara contra la cocinilla. Y me marché. Aquello fue por la mañana. Yo había ido a ver a la señora Bundren ya, y había vuelto, y pensé que las cosas se habrían calmado un poco para entonces. Así que después del desayuno me fui hasta el bazar de Varner. Y allí estaba Flem, sentado

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en la silla de la tienda, tallando, como si no se hubiera movido desde el día en que entró a trabajar para Jody Varner. I. O. Snopes estaba apoyado en la puerta, en mangas de camisa, peinado con raya, como Flem antes de cederle el puesto de dependiente. Hay una cosa muy curiosa acerca de los Snopes: son todos muy parecidos, pero ninguno de ellos dice ser hermano de otro. Son siempre sólo primos, como Flem y Eck y Flem e I. O. También estaba allí Eck, sentado contra la pared; a su lado estaba el chico, y comían queso y galletas que cogían de un saco. Me contaron que Eck no había aparecido por su casa todavía. Y que, Lon Quick ni siquiera había vuelto. Siguió a su caballo hasta Samson’s Bridge, con un carro y un equipo de acampar. Eck acabó atrapando a uno de los suyos. Se habían adentrado al galope en un camino sin salida, en Freeman, y Eck y el chico ataron la cuerda de un lado a otro de la entrada del camino, giró en redondo y volvió al galope sin pararse un instante. Eck dijo que el animal no llegó ni a ver la cuerda. Contó que salió por el aire como una de esas girándulas de Navidad. —¿No intentó echar a correr otra vez? —dije yo. —No —dijo Eck, comiendo un trozo de queso que había cortado con su cuchillo—. Sólo coceó un poco. —¿Coceó un poco? —dije yo. —Se partió el cuello —dijo Eck. Bien, allí estaban sentados, unos seis, hablando, hablándole a Flem. Nadie sabía todavía si Flem tenía o no participación en los caballos. Así que al fin fui directamente al grano y le pregunté: —Flem nos ha timado a todos tanto que estamos orgullosos de él. Venga, Flem, ¿cuánto sacasteis el tejano y tú con esos caballos? Nos lo puedes decir. De los que estamos aquí, nadie más que Eck los ha comprado. Los otros no han vuelto aún, y Eck es tu primo. Se sentirá orgulloso también cuando lo sepa. ¿Cuánto sacasteis? Todos estaban tallando; nadie miraba a Flem, hacían como que estaban concentrados en lo que estaban haciendo. Pero se podría haber oído la caída de una aguja. I. O., que había estado frotándose la espalda contra la puerta, se quedó quieto y miró a Flem como un perro que muestra la caza. Flem acabó de desprender la astilla de su trozo de madera. Escupió al camino, por encima del porche. —Los caballos no eran míos —dijo. I. O. lanzó una risa parecida al cacareo de una gallina y se golpeó las piernas con las dos manos. —Muchachos, será mejor que dejéis de intentar vencer a Flem —dijo. Bien, fue más o menos entonces cuando vi que la señora Armstid salía de la puerta de la señora Littlejohn y venía por el camino en dirección a nosotros. Pero no dije nada. Dije: —Bueno, si un tipo no sabe cuidarse de sí mismo en los negocios, no tiene por qué achacar nada al tipo que le despluma. Flem siguió tallando en silencio. No había visto a la señora Armstid. —Sí, señor —dije—. Un tipo como Henry Armstid no debe culpar a nadie más que a sí mismo.

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—Claro que no —dijo I. O. Tampoco él la había visto—. Henry Armstid es un chalado de nacimiento. Siempre lo ha sido. Si el dinero no se lo hubiera llevado Flem, se lo habría llevado cualquier otro. Miramos a Flem. La señora Armstid se acercaba por el camino. Flem no se movió en lo más mínimo. —Es cierto —dije—. Pero, pensándolo bien, Henry no compró ningún caballo. Miramos a Flem. Se podría haber oído hasta la caída de una cerilla. —El tejano le dijo que le pidiera a Flem los cinco dólares al día siguiente — dije—. Imagino que Flem habrá llevado el dinero a casa de la señora Littlejohn para dárselo a la señora Armstid. Miramos a Flem. I. O. volvió a dejar de frotarse la espalda contra la puerta. Al cabo de un rato, Flem alzó la cabeza y escupió contra el polvo, por encima del porche. I. O. se rió, exactamente igual que una gallina. —¿Verdad que es invencible? —dijo. La señora Armstid se estaba acercando, así que seguí hablando, atento por si Flem alzaba la mirada y la veía. Pero no lo hizo. Seguí hablando de Tull, de que pensaba poner un pleito a Flem, y Flem seguía allí sentado, tallando su madera, sin volver a abrir la boca desde que dijo que los caballos no eran suyos. Entonces I. O. echó una mirada alrededor. Vio a la señora Armstid. —¡Chssss! —dijo. Flem alzó la vista. —¡Ahí viene! —dijo I. O.—. Sal por la trastienda. Le diré que te has ido hoy a la ciudad. Pero Flem no se movió. Se quedó sentado, tallando, y vimos cómo la señora Armstid subía al porche, con aquella toca para el sol y aquella bata descoloridas y aquellos zapatos de lona que hacían una especie de ruido siseante sobre el suelo del porche. Llegó arriba y se paró, con las manos en el regazo, dentro de la bata, sin mirar a ninguna parte. —Dijo el sábado que no quería venderle a Henry ningún caballo. Dijo que el dinero me lo daría usted. —Flem alzó la mirada. El cuchillo siguió tallando. Siguió cortando y desprendiendo una astilla como si Flem lo guiara con la vista. —Cuando se fue se llevó el dinero —dijo. La señora Armstid no miraba a nada ni a nadie. Y nosotros tampoco la miramos; sólo la miraba el chico de Eck, que tenía en la mano una galleta a medio comer y seguía masticando. —Él dijo que Henry no había comprado ningún caballo —dijo la señora Armstid—. Me dijo que recogiera hoy el dinero que guardaba usted. —Supongo que lo olvidaría —dijo Flem—. El sábado cuando se fue, se llevó el dinero. Se puso a tallar de nuevo. I. O. volvió a frotarse la espalda, despacio; se pasó la lengua por los labios. Al rato la mujer alzó la vista hacia donde el camino ascendía por la colina, en dirección al camposanto. Se quedó mirando hacia allí unos instantes, mientras el chico de Eck la miraba a ella e I. O. se restregaba la espalda contra la puerta despacio. Luego la mujer se dio la vuelta y fue hacia los escalones.

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—Creo que es hora de que empiece a hacer la comida —dijo. —¿Cómo está Henry esta mañana, señora Armstid? —dijo Winterbottom. La señora Armstid miró a Winterbottom; casi se detuvo. —Está descansando. Gracias, es usted muy amable —dijo. Flem se levantó, dejó la silla y se guardó el cuchillo. Escupió por encima del porche. —Espere un momento, señora Armstid —dijo. La mujer volvió a pararse. No lo miró. Flem entró en la tienda. I. O. había dejado de restregarse la espalda, y alargó la cabeza en dirección a Flem, y la señora Armstid se quedó allí quieta, sin mirar a ninguna parte, con las manos dentro de la bata. Por el camino se acercó un carro; era Freeman, que volvía de la ciudad; pasó de largo. Salió Flem; I. O. seguía mirándole. Flem traía uno de esos saquitos a rayas con caramelos que vende Jody Varner. Apuesto a que todavía sigue debiéndole a Jody esos cinco centavos. Puso el saquito en la mano de la señora Armstid, del mismo modo que lo hubiera puesto en el tocón hueco de un árbol. Volvió a escupir por encima del porche. —Unos dulces para los chicos —dijo. —Es usted muy amable —dijo la señora Armstid. Se quedó con el saquito encima de la mano, sin mirar a ninguna parte. El chico de Eck miraba los caramelos y seguía con la galleta a medio comer en la mano; ya no masticaba. Miró cómo la señora Armstid se metía el saquito en el delantal. —Será mejor que vaya a ayudar un poco a preparar el almuerzo —dijo. Se volvió y caminó por el porche hacia los escalones. Flem se sentó y abrió la navaja. Volvió a escupir por encima del porche, más allá de la señora Armstid, que no había acabado de bajar los escalones. La señora Armstid echó a andar luego camino abajo, con aquella toca para el sol y aquella bata, las dos del mismo color, en dirección a la casa de la señora Littlejohn. La bata no se le movía al andar, a diferencia de lo que sucede normalmente cuando caminan las mujeres. La señora Armstid parecía un viejo tronco que se desplazara muy erguido sobre las aguas crecidas de un río. Vimos cómo entraba en la casa de la señora Littlejohn y desaparecía de la vista. Flem seguía tallando. I. O. volvió a restregarse la espalda contra la puerta. Luego se echó a reír, cacareando exactamente igual que una gallina. —Muchachos, será mejor que dejéis de intentarlo —dijo I. O.—. No podéis aventajar a Flem. No podéis compararos con él. Es un lince, ¿o no? Y que me aspen si no lo era. Si hubiera sido yo el que hubiera traído y vendido a mis vecinos y familiares una manada de gatos monteses, me habrían linchado. Sí, señor.

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Desciende, Moisés

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Lion

En la vida de los perros —me refiero a los perros utilizados para cazar osos y ciervos— juega un papel muy importante el whisky. Es decir; los hombres que los aman, los hombres que emprenden duras cacerías con estos duros e infatigables valientes perro de caza, son grandes bebedores. Tengo la plena certeza de que las mejores, las más deliciosas charlas acerca de perros que he escuchado en mi vida tuvieron lugar en torno a una botella, tal vez en torno a dos o a tres, bien en bibliotecas de casas urbanas o en dependencias domésticas de plantaciones o, mejor aún, en los mismos campamentos; ante los troncos ardientes de los hogares cuando se trataba de casas, o ante las altas llamas de las hogueras alimentadas por negros, a poca distancia de las tiendas desplegadas y fijas en la tierra con estacas, cuando se trataba de campamentos. De modo que esta historia bien podría empezar también con whisky. Era diciembre; era el diciembre más frío que había conocido en toda mi vida. Llevábamos acampados una semana —yo sólo tenía dieciséis años entonces— y a los hombres se les había acabado el whisky, así que Boon Hogganbeck y yo fuimos a Memphis a comprarlo, con una maleta y una nota del mayor de Spain. O sea, el mayor Spain mandaba a Boon a comprar el whisky, y a mí para hacer que Boon volviera al campamento con el whisky en la maleta y no dentro de Boon. Boon tenía sangre india. Decían que la mitad, pero yo no lo creo. Creo que fue su abuela la que había sido una india chickasaw, sobrina del jefe que poseyó un día la tierra que pertenecía ahora al mayor de Spain, la tierra en la que cazábamos. Boon medía más de un metro noventa de estatura, y tenía la mente de un niño y el corazón de un caballo y la cara más fea que yo había visto en mi vida. Era como si alguien hubiera encontrado una nuez un poco más pequeña que un balón de baloncesto y con un martillo de mecánico le hubiera moldeado los rasgos faciales y luego la hubiese pintado, sobre todo de rojo. No era el rojo de los indios, sino un rojizo brillante y espléndido en el que algo tendría que ver quizá el whisky, aunque lo más probable era que fuera debido primordialmente a la dichosa y violenta vida al aire libre. Sus arrugas —debía de tener unos cuarenta años— seguramente le vendrían de mirar con ojos entrecerrados al sol o en la penumbra de los cañaverales por donde había escapado la caza, o habían sido grabadas en su cara por los fuegos de los campamentos, mientras trataba de

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dormir sobre el frío suelo de noviembre o diciembre, a la espera del alba para salir de nuevo de caza, pues era como si el tiempo fuera simplemente algo que atravesara con su cuerpo como se atraviesa el aire, sin que lo envejeciera más de lo que le envejecía el aire. Sus ojos eran como botones de zapato, sin profundidad ni mezquindad ni generosidad ni perversidad ni bondad ni nada en absoluto. Eran simplemente algo con lo cual podía ver. No tenía profesión ni oficio ni cometido definido: se limitaba a hacer todo lo que el mayor Spain le mandaba. Años después, tras la muerte de Lion, el mayor le nombró jefe de policía de Hoke’s, la pequeña población situada en la linde del coto del mayor Spain. Pero aquello habría de suceder más tarde: Lion no había muerto todavía. Aquel día nos levantamos a las tres de la madrugada. Ad nos tenía preparado el desayuno y dimos cuenta de él mientras oíamos debajo de la cocina a los perros, que se habían despertado al olor del jamón que se estaba friendo o tal vez por el ruido de los pies de Ad en el piso de arriba. Pudimos oír a Lion, una vez tan sólo y breve y perentorio, del mismo modo que el mejor cazador de un grupo ha de hablar sólo una vez a los demás, salvo a los estúpidos, y entre los perros del mayor Spain no había ninguno estúpido. A veces —según decía el mayor— no podía evitar albergar en su casa a alguna gente estúpida. Pero no importaba, porque no pretendía cazar con ella ni dependía de ella para la caza. Ad tenía ya las mulas enganchadas en el carro, esperándonos; hacía frío, el suelo estaba helado y las estrellas lucían nítidas y rutilantes. Yo no tiritaba; tenía sólo un temblor fuerte y lento y constante; sentía el estómago aún caliente por el desayuno, una sensación cálida y grata en mi interior, mientras el exterior de mi cuerpo temblaba enérgica y lentamente, como si el estómago me flotara libre dentro igual que la esfera en el líquido de una brújula marina. —No perseguirán ninguna pieza esta mañana —dije—. Ningún perro puede hoy tener olfato. —Sólo Lion —dijo Ad—. Es capaz de perseguir a un oso a lo largo de un glaciar de mil acres. Y de atraparlo también. Los demás perros no importan, porque no hay ninguno que pueda compararse con él ni de lejos. —Bien, no van a salir a correr esta mañana —dijo Boon, cortante y categórico—. El mayor prometió que no saldrían a cazar hasta que Quentin y yo volvamos. Estaba sentado en el pescante, al lado de Ad, con los pies envueltos en sacos de estopa y embutidos en una colcha, la de su jergón de la cocina, que le tapaba la cabeza por completo, de forma que su figura no guardaba parecido alguno con nada conocido. Ad se rió. —Me gustaría saber por qué necesita esperarte a ti el mayor. Es a Lion a quien va a utilizar. En mi vida he oído decir que tú hayas traído ni un oso ni ninguna otra carne al campamento. —Santo Dios, el mayor no va a poner a Lion ni a ningún otro perro a perseguir ninguna pieza hasta que yo vuelva —dijo Boon—. Me lo prometió. Y tú azota a las mulas; ¿es que quieres que me congele? Se comportaban de un modo extraño, y era a causa de Lion. Boon tenía mala fama entre los negros, y sin embargo, cuando Lion tenía algo que ver en la conversación, aunque no se le mencionara siquiera, Ad se dirigía a Boon como si fuera un blanco quien hablara. Y Boon se lo permitía. Se comportaban de un

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modo extraño en relación con Lion. Ninguno de ellos era su dueño ni tenía esperanza alguna de llegar a serlo algún día, y no creo que se les ocurriera nunca pensar: me gustaría que ese perro fuera mío. Porque a nadie se le ocurriría pensar que Lion fuera propiedad de alguien, como a nadie se le ocurriría pensar que un hombre pertenece a otro, ni siquiera al mayor Spain. Era normal que se pensase que la casa y los bosques le pertenecían, e incluso los ciervos y osos que había en ellos; hasta los ciervos y osos cazados allí por otra gente eran abatidos por cortesía del mayor Spain, que los ofrecía por propia delicadeza y voluntad. Pero no Lion. Lion era como esos jefes de tribu aztecas o polinesios a quienes no se considera hombres, sino más que hombres y menos que hombres a un tiempo. Porque, una vez en el campamento, tampoco nosotros éramos hombres: éramos cazadores. Y Lion era el mejor cazador de todos nosotros, seguido por el mayor de Spain y por el tío Ike McCaslin. Y no hablaba nuestra lengua, no porque no pudiese, sino porque era el jefe, el Hijo del Sol; conocía nuestra lengua, pero pertenecía a un nivel superior para dignarse a hablarla; a eso se debía el que viviera en el subsuelo, debajo de la cocina, y no a que fuera un perro, un animal: vivía aparte por la misma razón que vivían aparte los jefes aztecas o polinesios, a quienes su propia divinidad se lo exigía. Lion no era en absoluto propiedad del mayor de Spain; lo que sucedía era que a Lion le gustaba más el mayor que cualquiera de nosotros, de la misma manera que en un ser humano podría haberse dado tal preferencia. Ad y Boon se comportaban de un modo extraño en lo relativo a Lion. Uno casi hubiera pensado que Lion era una mujer, una mujer hermosa. Yo solía escucharles; esperaban hasta que el mayor de Spain se sentara a la mesa de póquer, o se acostara si íbamos a salir temprano al día siguiente, y entonces Boon y Ad, cada uno por su parte, trataban de atraer a Lion para que durmiera en su jergón. Ad dormía en la cocina y Boon en el cobertizo. Era divertido. Ponían una seriedad extrema en el asunto; no discutían entre ellos, sino que dirigían sus desvelos hacia Lion, tratando de persuadirle o de tentarle. Y a Lion le tenía sin cuidado con quién acabaría durmiendo, y nunca se quedaba con ninguno de ellos mucho tiempo, ni siquiera cuando habían logrado persuadirle, pues el mayor de Spain entraba siempre con el farol en el cobertizo de Boon o en la cocina, según las ocasiones, y les obligaba a que sacaran fuera a Lion. —Maldita sea —solía decir—, si se pasara la noche durmiendo con cualquiera de vosotros la mitad de la noche tan sólo, a la mañana siguiente no sería capaz de rastrear siquiera una mofeta. Íbamos, pues, bajo las estrellas aceradas, y el carro avanzaba a sacudidas sobre las aceradas roderas, y a ambos lados se extendía el boscaje impenetrable y negro. A la derecha, no muy lejos, oímos gritar a dos gatos monteses que estaban peleando. Luego llegamos a la vía silenciosa, y Boon hizo señas al tren maderero de la madrugada, y nos montamos en el cálido furgón de cola rumbo a Hoke’s, y yo me eché a dormir detrás de la estufa roja mientras Boon y el revisor y el guardafrenos hablaban de Lion y de Old Ben como otra gente hablaría de Sullivan y Kilrain o de Dempsey y Tunney. Old Ben era un oso, y nosotros íbamos a perseguirle para darle caza al día siguiente, tal como hacíamos una vez al año, cuando montábamos el campamento. En la región conocían a Old Ben tanto como a Lion. No sé por qué le llamaban así, ni quién le puso ese nombre; sólo sé

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que fue hace mucho tiempo. Se le conocía bien por los lechones que había robado y los graneros que había saqueado y los perros que había matado y las veces que había sido acorralado y el plomo que llevaba dentro del cuerpo (se contaba que había sido alcanzado dos docenas de veces como mínimo, con escopetas de postas y hasta con rifles). Old Ben había perdido tres dedos de la pata izquierda trasera en una trampa de acero, y en la región todo el mundo conocía su huella, y sin necesidad incluso de tener en cuenta el tamaño. Deberían haberle llamado, pues, Dos Dedos; era como se les había venido llamando en la región durante un centenar de años a los osos de dos dedos. Su nombre, entonces, tal vez se debía a que Old Ben era un oso extraordinario —El Oso Jefe, como le llamaba el tío Ike McCaslin—, y a que todo el mundo sabía que merecía un nombre mejor. Llegamos a Hoke’s al amanecer. Nos apeamos del cálido furgón de cola con nuestra ropa caqui manchada, nuestras cazadoras y nuestras botas embarradas. Boon no se había afeitado desde que montamos el campamento, pero no importaba mucho porque Hoke’s no era más que un aserradero y unas cuantas tiendas, y la mayoría de los hombres llevaban también las botas embarradas y ropa caqui. Buscamos un rincón donde esperar. Boon compró tres paquetes de rosetas de maíz cubiertas de melaza y una botella de soda en el quiosco de periódicos, y yo me fui a dormir acompañado por el ruido de sus mandíbulas. Pero en Memphis nuestro aspecto ya no era el apropiado. Los altos edificios y los duros pavimentos y los tranvías hacían que nuestras botas y nuestra ropa caqui parecieran un poco más bastas y embarradas, y la barba de Boon peor afeitada y su cara, por momentos, menos digna de haber salido a la luz fuera de los bosques, o al menos fuera del alcance del mayor de Spain o de alguien que la conociera y pudiera decir: «No se asusten; este tipo no es malo; no les va a hacer daño». Boon avanzó por el piso de baldosas de la estación, tratando de sacarse los restos de maíz de entre los dientes con la lengua —torcía toda la zona de la boca—, con las piernas un poco separadas y un poco rígidas a la altura de las caderas, como si caminara sobre cristal pringado de grasa, y aquella incipiente barba azulada sobre mejillas y barbilla, muy parecida a estropajo usado o a las hilachas de un cedazo. Fuimos directamente y llenamos la maleta, y Boon se compró una botella para él, pues —según dijo— se la pensaba llevar a casa cuando levantáramos el campamento. Para cuando llegamos de nuevo a Hoke’s al atardecer, sin embargo, la botella estaba vacía. Echó los primeros tragos en los lavabos de la estación. Un hombre uniformado entró para decirle que allí no se podía beber, pero después de poner los ojos en la cara de Boon prefirió no decir ni una palabra. La segunda vez bebió el whisky en su vaso de agua, llenándolo bajo el borde del mostrador donde estábamos comiendo, y la camarera le dijo que no podía hacerlo. Entretanto, había estado contándoles a la camarera y a los demás clientes cosas de Old Ben y de Lion. Entonces, en cierto momento le vino a las mientes el tema del zoo, y esbozó un plan que consistía en volver apresuradamente al campamento, coger a Lion y volver al zoo, donde —según él— los osos se alimentaban de lenguas de gato y de helados y donde enfrentaría a Lion a todas las fieras, incluidos los elefantes y los tigres. Pero logré subirlo al tren con la maleta, así que las cosas volvieron a su curso; Boon se puso a beber en medio del pasillo mientras les hablaba de Lion y de Old Ben a los viajeros, los cuales, al igual que el encargado de los lavabos no osó decirle a Boon que allí no se podía beber,

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no osaron comportarse como si no quisieran escucharle. Llegamos a Hoke’s a la caída del sol; hice apearse a Boon y a la maleta, y luego convencí a Boon para que cenara. Cuando nos montamos en el furgón de cola del tren maderero de la noche, que volvía para adentrarse de nuevo en la espesura de los bosques, el sol enrojecía en su descenso y la temperatura pareció hacerse más cálida. Yo volví a dormirme, sentado detrás de la estufa roja, mientras Boon y el revisor y el guardafrenos hablaron de Lion y de Old Ben y de la cacería del día siguiente. Ambos sabían de lo que Boon estaba hablando. En una ocasión me desperté; había oscurecido ya y el guardafrenos estaba asomado a la ventanilla. —El cielo está nublado —dijo—. Esta noche va a deshelar, y mañana los perros volverán a tener olfato. A lo mejor Lion lo atrapa mañana. Tendrá que ser Lion o cualquier otro cazador. No podría ser Boon. Boon no sabía disparar. Nunca había matado nada mayor que una ardilla, al menos que se supiera, aparte de aquel negro aquella vez. Sucedió hace algunos años. Se decía que el negro era un mal tipo, pero no puedo asegurarlo. Lo único que sé es que hubo un lío y el negro le dijo a Boon que la próxima vez que fuera a la ciudad sería mejor que se buscara una pistola, y Boon le pidió prestada una al mayor de Spain y, efectivamente, aquella tarde se encontró con el negro y el negro sacó una de esas pistolas de dólar y medio que se compran por correo, y hubiera acribillado a Boon con ella, pero los tiros nunca llegaron a salir. Se oyeron cinco chasquidos y el negro siguió avanzando hacia Boon y Boon disparó cuatro veces y rompió la luna de un escaparate y le dio en una pierna a una mujer negra que pasaba por allí y al fin, con el último disparo, logró alcanzar al negro en plena cara a seis pies de distancia. Nunca supo disparar. El primer día de campamento, en la primera salida que hicimos, el ciervo se fue derecho hacia Boon; al medir luego vimos que entre las huellas del ciervo y los cinco casquillos no había cincuenta pies de distancia. Oímos la vieja escopeta de repetición de Boon: pam, pam, pam, pam, pam, y luego le oímos a él, y seguro que los gritos se oyeron hasta en Hoke’s: —¡Maldición, ahí viene! ¡Cortadle el paso! ¡Cortadle el paso!

A la mañana siguiente teníamos compañía en el campamento; había gente de Hoke’s y hasta de Jefferson, gente que venía todos los años para salir con el mayor de Spain el día de la batida en busca de Old Ben. Era un día gris y algo más cálido; desayunamos a la luz de los faroles, mientras Boon freía los huevos y seguía hablando, más excitado y más imprevisible y con la cara más desaseada que nunca, y Ad, sentado sobre una caja junto a la cocina, introducía los cartuchos pesados y macizos y grasientos en la carabina del mayor de Spain. Oíamos también a los perros en el patio, donde Ad los había atado ya en parejas a la cerca. Los oíamos a todos ellos —estallidos de gruñidos casi fragorosamente histéricos— salvo a Lion. No emitió sonido alguno; nunca lo hacía. Recuerdo que después del desayuno salimos fuera, a la luz débil y húmeda y gris, y allí estaba, separado de los demás perros y suelto; allí, sobre sus cuatro patas, parecía tan enorme como un ternero o como una cría de elefante o de búfalo, pese a su tamaño. Tenía algo

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de Walker, pero la mayor parte de mastín. Era de un color parecido al de los alazanes oscuros, aunque tal vez fueran sus ojos de color topacio lo que lo hacía parecer tan oscuro. Lo recuerdo allí plantado, con las grandes patas y la cabeza solemne y fuerte y aquel pecho casi tan grande como el mío. Podían apreciarse al tacto, bajo su piel, los músculos largos y suaves y fuertes y quietos, que nunca delataban placer o disgusto alguno ante las caricias de nadie, ni del mayor de Spain ni de Boon ni de Ad ni de ningún desconocido. Permanecía allí igual que un caballo, con la única diferencia de que un caballo promete únicamente rapidez, mientras que Lion prometía —con la serenidad y el aliento que procura la promesa de alguien en quien se confía plenamente— una capacidad inmensa no sólo de valor y de voluntad y de pericia para rastrear y matar, sino de tenacidad, de voluntad de soportarlo todo más allá de cualquier límite imaginable al que pudieran ser llamados su carne y su corazón. Lo recuerdo aquel verano en que cazábamos ardillas; recuerdo que cuando los demás perros recorrían de un lado a otro el fondo del valle, a la caza de mapaches o gatos monteses o de cualquier cosa que corriese y desprendiese olor, Lion no iba con ellos. Se quedaba en el campamento con nosotros, y no para permanecer al lado del mayor de Spain o de Boon o de Ad o de alguien en particular, sino que se limitaba a quedarse echado por allí cerca, en la actitud de esos leones tallados en piedra, con la cabeza alzada y las grandes patas extendidas ante él y quietas; nos acercábamos a él y le hablábamos o le acariciábamos, y él volvía la cabeza lentamente y nos miraba con aquellos ojos de color topacio tan impenetrables como los de Boon, tan libres de mezquindad o generosidad o perversidad o bondad, aunque mucho más inteligentes. Luego parpadeaba, y entonces uno se daba cuenta de que Lion no le estaba mirando en absoluto. Uno no sabía qué estaba Lion viendo, qué estaba Lion pensando. Era como cuando alguien está sentado en el mirador con los pies apoyados en una columna, y al cabo de un rato llega hasta a perder conciencia de que no está viendo ni la columna misma sobre la que apoya los pies. Las dos mulas estaban ya preparadas; una era para el mayor de Spain, que iría en compañía de Boon y Ad y de los perros, y la otra para tío Ike McCaslin, que nos llevaría hasta nuestras posiciones. Porque él y el mayor de Spain conocían a Old Ben tan bien como se conocían el uno al otro. Sabían dónde tenía su guarida y los lugares que frecuentaba y la dirección que solía tomar cuando lo acosaban los perros. Ésa era la razón por la que, pese a llevar una semana en el campamento, no habíamos salido a perseguirlo todavía. Era la táctica que empleaba el mayor de Spain. Salía a la caza de Old Ben todos los años, pero una vez tan sólo, a menos que Old Ben se dejase sorprender en el curso de alguna incursión fuera de su territorio y los perros se topasen con él fortuitamente, como sucedió el segundo día de campamento. Oímos cómo los perros descubrieron de pronto alguna pieza y la hicieron bajar en dirección al río. Lion no estaba con ellos. Dejamos de oírlos, y al cabo de un rato llegó Boon maldiciendo. Pero la caza había terminado por aquel día y volvimos al campamento. No habíamos vuelto a oír a los perros, pero al llegar al campamento vimos que ya habían vuelto: allí estaban, encogidos debajo de la cocina, acurrucados unos contra otros en el último rincón. Boon se sentó en el suelo y se asomó hacia abajo y los miró y maldijo, y tío Ike dijo que con quien se habían tropezado era con Old Ben.

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Porque los perros conocían también a Old Ben, y los que no lo conocían probablemente no tardaron mucho en conocerle. No eran cobardes. Lo que sucedía era que Lion no había estado con ellos para dirigirlos en su ataque y acorralar y retener a Old Ben. Lion estaba con el mayor de Spain; llegaron al campamento alrededor de una hora más tarde; el mayor sujetaba a Lion con la traílla y dijo que se trataba de Old Ben, pues había visto sus huellas, y seguía tirando de la traílla para sujetar a Lion porque la caza de Old Ben la reservaba para unos días más tarde. Recuerdo al mayor montado en su mula a la luz gris de la mañana, con el rifle cruzado sobre la silla, y a Boon, con su vieja escopeta al hombro, colgada de una cuerda de algodón, maldiciendo mientras él y Ad se esforzaban por mantener a los perros sujetos para que los demás los desataran. Sólo Lion y el mayor de Spain se mantenían serenos, y el mayor fue mirando en torno suyo hacia nosotros y dijo: —Nada de ciervos esta mañana, muchachos. Esta vez es a Old Ben a quien buscamos. Quería decir que no debía haber disparos ni ruidos que pudieran desviar a Old Ben, pues deseaba que todos tuviesen las mismas oportunidades. Tío Ike me lo explicó al indicarme el puesto que me tenía asignado, después de que viéramos alejarse al mayor de Spain, con Lion pegado a él y caminando al paso de la mula y Ad y Boon a la cabeza, encorvados hacia delante y casi al galope en medio del encrespado clamor de los perros, como si cabalgaran sobre el oleaje. —Quédate aquí hasta que mates un oso u oigas un cuerno, o hasta que pase una hora sin que oigas a ningún perro —me dijo—. Si Lion lo acorrala, el mayor o Boon o yo tocaremos el cuerno para que vengan todos. Si pasa un buen rato y no has oído nada, vuelve al campamento. Si te pierdes, quédate donde estés y grita y escucha. Te oirá alguno de los muchachos. —Tengo mi brújula —dije. —Muy bien. Ahora quédate aquí y no te muevas. Puede que cruce el agua pantanosa precisamente por aquí; sé que lo ha hecho otras veces. No andes por los alrededores. Si viene hacia ti, dale tiempo para acercarse. Y entonces dispárale al cuello —dijo, y desapareció en la penumbra gris. Había amanecido ya; quiero decir que era ya pleno día por encima de los árboles, ya que allá abajo, donde yo estaba, no llegaría a haber mucha luminosidad en todo el día. Nunca había estado antes en aquella parte de la vaguada, porque el mayor de Spain no nos permitió cazar allí para no importunar a Old Ben antes del día de la cacería. Me quedé allí, pues, bajo la copa de un gomero, junto al agua pantanosa, negra y apacible que salía de entre las cañas, cruzaba un pequeño claro y se internaba de nuevo en las cañas. Había estado apostado con anterioridad en lugares donde existía la posibilidad de ver un oso, y también había visto huellas de oso. Pero era diferente. Tenía diecisiete años; no hacía más que pensar en aquellos perros acurrucados unos contra otros en un rincón, debajo de la cocina, el día que tropezaron con Old Ben. Podía oler la soledad, el aislamiento, un algo que exhalaba aquel lugar en donde el mero paso de los humanos nada había modificado, en donde no había huella de hacha o arado, un lugar que seguía exactamente igual que cuando el primer indio se había internado en él y mirado a su alrededor, con el arco en las manos, presto para usarlo. Pensé en que Jefferson se hallaba sólo a veinte millas, con sus casas en las

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que las gentes pronto despertarían rodeadas de comodidad y seguridad, con sus tiendas y oficinas en las que a lo largo del día se reunirían para comprar y vender y conversar, y apenas podía creerlo. Pensé: Está sólo a veinte millas. ¿Qué es lo que te pasa?, pero el otro lado de mí, lo otro que había en mí decía: Sí, pero no eres más que un insignificante montón de huesos y carne, incapaz de alejarte una milla sin la ayuda de tu brújula, incapaz de sobrevivir aquí esta noche sin un fuego que te dé calor y tal vez tampoco sin un arma que te proteja. Había olvidado que tenía una escopeta. Lo había olvidado por completo. Me estaba diciendo a mí mismo que los osos negros no eran peligrosos, que no atacaban al hombre a menos que estuvieran acorralados, cuando de pronto, con una especie de admirado asombro, pensé: Además, tengo una escopeta. ¡Vaya, tengo una escopeta! Lo había olvidado por completo. Ni la había cargado siquiera. La abrí rápidamente; hurgué en los bolsillos de mi cazadora en busca de cartuchos. Ya no tenía miedo; sucumbí ante una de esas ilusiones inconscientes y supersticiosas que padece la gente (o yo al menos). Pensé que asustándome y no logrando cargar el arma a causa del miedo, iba a defraudar a los otros y dejar escapar a Old Ben cuando pasara por allí. Ahora le atribuía a Old Ben poderes sobrenaturales. Lo imaginé acechando entre las cañas, calibrando sus posibilidades a la espera de que alguno de los que le cerraban el paso cometiera una equivocación. Y yo la había cometido. Creía, sabía que de un momento a otro Old Ben embestiría desde el cañaveral y pasaría por mi lado y se alejaría antes de que yo pudiera cargar la escopeta. Tuve la sensación de que nunca llegaría a levantar los dos cartuchos, y luego sentí un deseo impetuoso de leer el número impreso en ellos para cerciorarme del calibre, aunque sabía perfectamente que lo único que tenía eran postas. Pero no lo hice; cargué la escopeta y la cerré de golpe, mientras me volvía en dirección al punto del cañaveral por donde —según me había hipnotizado a mí mismo— estaba convencido de que surgiría Old Ben. Creo que si se hubiera movido un simple pájaro en aquel punto, habría disparado. Pero no vi a Old Ben. A los que oí fue a los perros. De pronto supe que antes de caer en la cuenta de lo que era los había estado escuchando unos segundos. Debió de ser cuando hicieron abandonar su escondite a Old Ben, porque pude oír —sólo una vez— a Lion. Su ladrido no era particularmente profundo; era fuerte y rotundo, simplemente. En algún lugar del ámbito gris, quizá una milla de distancia, ladró una vez, y eso fue todo; era como si hubiera dicho: «Muy bien, Viejo. Adelante». Fueron los otros perros los que armaron el alboroto; pero no vi a ninguno de ellos. Pienso que la vez que más cercanos estuvieron fue a media milla como mínimo, y no pasaron cerca de ninguno de los puestos, pues no oí ningún disparo. Me quedé allí, acurrucado, conteniendo la respiración, con el seguro quitado a pesar de que mi padre me había enseñado a no quitarlo nunca hasta ver contra qué iba a disparar. Escuché cómo los perros pasaban de largo y se alejaban. No me moví. Esperé. Pensé que tal vez Old Ben se daría la vuelta y volvería sobre sus pasos. Pero sabía que no lo haría. Seguramente Old Ben sabía dónde estábamos apostados nosotros, probablemente eligió el único trecho por donde podía pasar sin ser visto. Porque había vivido mucho, había sido perseguido muchas veces. Seguí allí, con el arma apuntada hacia adelante, pero ahora eché el seguro. No sé cuánto tiempo transcurrió. Me volví bruscamente: era mi padre.

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—¿No lo has visto? —dijo. —No, señor. Pero era Old Ben, ¿verdad? —Sí. Eso dice tío Ike. Ha cruzado el río. Hoy ya no volverá. Así que será mejor que volvamos al campamento. Volvimos al campamento. El mayor de Spain ya estaba allí, a lomos de la mula, con la escopeta de Boon colgada de la cuerda sobre el hombro (contó que Boon se había parado el tiempo justo para arrojarle la escopeta y le había dicho: «Ahí tiene; coja este maldito artefacto. No hay manera de que alcance a Old Ben con él»). Habían enganchado ya las otras mulas al carro, y algunos de ellos estaban cargando en él la barca cuando nosotros llegamos, y el mayor de Spain nos contó que Old Ben y los perros habían cruzado el río, y que Ad y Boon habían pasado a nado al otro lado, y que tío Ike esperaba en la orilla a que ellos volvieran con la barca. —Ha matado a Kate antes de cruzar el río, y sin necesidad siquiera de pararse —dijo el mayor de Spain—. Vamos, muchachos. Lion le seguía a menos de quinientas yardas. Lo acorralará pronto, y entonces lo cazaremos. Así que volvimos al río. Pero la barca era tan sólo un bote para cazar patos, de modo que no cabrían en él más que el mayor de Spain y tío Ike. Theophilus McCaslin, nieto de tío Ike, dijo que a unas tres millas río abajo había una barrera de troncos que lo cruzaba de orilla a orilla, así que él y algunos otros fueron a buscar el sitio. También yo quería ir, pero mi padre dijo que sería mejor que volviera al campamento, de modo que yo y unos cuantos más volvimos con las mulas y el carro y el cadáver del perro. Antes de llegar empezó a llover; llovió lenta e ininterrumpidamente durante toda la tarde; comimos y luego llegaron Theophilus y los demás y dijeron que habían cruzado el río, pero que al no oír nada habían vuelto. Los hombres jugaron a las cartas un rato, no mucho, porque siempre había alguien que se levantaba de cuando en cuando y se acercaba a la ventana y miraba el campo en dirección a los bosques, hacia los negros árboles que se erguían en medio de la lluvia y empezaban a diluirse como un dibujo a plumilla. —Debe de haberlos hecho salir fuera de la región —dijo alguien. Cuando oscureció seguía aún lloviendo. Pero no cenamos todavía; aguardamos, y para entonces vigilábamos los bosques continuamente, y poco antes de oscurecer, Theophilus McCaslin empezó a tocar el cuerno cada cinco minutos para guiarlos si volvían. Cuando volvieron, sin embargo, nadie los vio en absoluto; estábamos todos dentro, junto al fuego; sólo oímos el ruido en la puerta trasera y luego en el vestíbulo; estábamos todavía sentados cuando Boon entró en la habitación. Llevaba algo voluminoso envuelto en su cazadora, pero ni siquiera miramos aquel bulto, porque mirábamos a Boon. Estaba mojado y embarrado, y tenía sangre por todas partes, sangre surcada por la lluvia. Pero no era eso. Era su cara, su cabeza. Una estría ensangrentada (podían verse las cinco marcas de la zarpa), ancha como mi mano, partía su pelo y descendía por un lado de la cabeza y por el brazo hasta la muñeca; un colgajo sanguinolento le pendía de un costado de la cara (hasta el día siguiente no supe que era su oreja izquierda) y la pernera derecha del pantalón estaba desgarrada por completo y la pierna tenía apariencia de carne de vaca cruda y la sangre que le manaba de ella tenía sus botas, oscureciéndolas más que la propia lluvia. Pero tampoco era eso. Porque entonces

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vimos que lo que traía envuelto en la cazadora era Lion. Boon se quedó en la puerta, mirándonos, y se puso a llorar. Yo no había visto nunca llorar a un hombre. Se quedó allí, a la luz de los faroles, grande como los espacios abiertos y ensangrentado como un cerdo, con aquella cara dura y sin afeitar, arrugada y más parecida que nunca a una nuez seca, y las lágrimas le corrían por las mejillas con la rapidez de las gotas de lluvia. —¡Santo Dios, Boon! —dijo mi padre. Entonces nos levantamos; fue como si nos abalanzáramos hacia él, y alguien trató de tocar la cazadora; yo ni siquiera había visto hasta entonces al mayor de Spain, que estaba de pie detrás de Boon. —¡Apártate, maldita sea! —le gritó Boon al que había tocado la cazadora—. Tiene todas las tripas fuera. —Luego gritó de nuevo—: ¡Ensilladme una mula! ¡Rápido! —y se volvió, seguido de todos nosotros, y cruzó el vestíbulo y entró en el cobertizo donde dormía y tendió a Lion en el jergón—. ¡Por todos los demonios, preparadme una mula! —gritó. —¿Una mula? —dijo alguien. —¡Sí! —gritó Boon—. ¡Me voy a Hoke’s a buscar a un médico! —No, no vas a ir —dijo el mayor de Spain—. Quien necesita un médico eres tú. Irá uno de los muchachos. —¡Vaya si no iré, maldita sea! —gritó Boon. Ensangrentado y enfurecido, nos miró de uno en uno con ojos airados, y salió precipitadamente, con las ropas ensangrentadas y hechas jirones agitándose a su espalda, mientras seguía gritando—: ¡Ayudadme a coger una mula! —Vete a ayudarles —dijo mi padre, empujándome hacia la puerta. Fuimos tres de nosotros, y llegamos casi demasiado tarde para servir de alguna ayuda. Tuvimos que correr para seguirle. Tal vez seguía llorando, o tal vez tenía demasiada prisa para llorar. Intentamos repetidas veces averiguar lo que había pasado, pero Boon era incapaz incluso de oír nuestras preguntas. Hablaba para sí mismo, y mientras ensillaba la mula jadeaba y maldecía. —Traté de hacer que volviera; traté de mantenerlo alejado —decía—. Traté de hacerlo. Y los otros no lo ayudaron, no fueron en su ayuda. Sí, lo intentó. Ad contó (Ad estuvo allí; lo vio todo) que cuando Boon se acercó corriendo, Lion estaba ya en tierra, y que Boon agarró a Lion por una pata trasera y lo arrojó a unos veinte pies, pero nada más caer Lion estaba ya corriendo, y en la carrera que entablaron Boon y Lion hacia Old Ben, ganó Lion. Boon saltó sobre la silla sin tocar siquiera los estribos y partió; oímos alejarse a la mula, ya al galope. Volvimos a la casa; el mayor de Spain estaba sentado en el jergón, con la cabeza de Lion en el regazo, empapando un trapo en un cazo de agua y estrujándolo sobre la boca de Lion. Lion seguía envuelto en la cazadora y tapado con una manta, para evitar el contacto del aire con sus entrañas. Pero no creo que sufriera ya. Estaba tendido, con la cabeza sobre la rodilla del mayor de Spain y los ojos un poco abiertos y más amarillos que nunca a la luz de los faroles; en una ocasión vi cómo sacaba la lengua y tocaba con ella la mano del mayor. Luego, hacia medianoche (el mayor de Spain había mandado el carro al río antes de seguir a Boon al interior de la casa), tío Ike y Ad volvieron con Old Ben. Ad se quedó en la puerta, como había hecho Boon, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, como Boon, y tío Ike nos contó cómo había sido, tal como se lo había

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contado a él Ad: Lion había acorralado a Old Ben contra la copa de un árbol caído; los demás perros no se acercaron, y Old Ben alcanzó a Lion y lo derribó, y Boon entró en escena corriendo, con el cuchillo de caza en la mano, y arrojó hacia atrás a Lion, pero Lion no quiso quedar fuera de la lid; esta vez Boon saltó a horcajadas sobre la espalda de Old Ben y le hundió el cuchillo en la parte alta del costado; Boon —según contó Ad— agarró limpiamente a Old Ben por la espalda, rodeándole el cuello con un brazo, y Old Ben lanzaba sus zarpazos hacia atrás, a la cabeza y brazos de Boon, mientras Boon maniobraba con la hoja en torno, hasta que al fin halló la vida. Boon volvió con el médico poco antes de la salida del sol; el propio médico nos contó que cuando su mujer abrió la puerta, Boon la apartó y fue hasta su cama y lo despertó y lo sacó de la cama a rastras, como si fuera un saco de harina. Pensó que Boon estaba loco, en especial cuando le vio la cara y la sangre y todo lo demás. Boon rehusó quedarse el tiempo necesario para que se ocupara de sus heridas; ni siquiera quiso esperar a que el médico se vistiera. No permitió que el médico hiciera nada por él hasta que hubiera atendido a Lion; se quedó allí, ensangrentado y con las ropas desgarradas y el semblante desencajado diciendo: —Sálvelo, doctor. ¡Dios, más vale que lo salve! No pudieron administrar a Lion cloroformo; no se atrevieron. Tuvieron que ponerle las entrañas en su sitio y coserle sin anestesia. Pero creo que tampoco entonces lo sintió, no creo que sufriera. Permaneció echado sobre el jergón de Boon, con los ojos medio abiertos mientras el mayor le sostenía la cabeza, hasta que el médico terminó su tarea. Y ni siquiera Boon preguntó: «¿Vivirá?» Nos sentamos y hablamos quedamente hasta el amanecer, y entonces salimos a ver a Old Ben. Tenía los ojos también abiertos y los labios replegados en una mueca; vimos la hendidura limpia a la altura justo del hombro, donde Boon había dado al fin con su vida, y la zarpa trasera mutilada y las pequeñas protuberancias duras bajo la piel: los viejos proyectiles, las viejas victorias. Luego Ad nos dijo que el desayuno estaba listo. Comimos, y recuerdo que aquélla fue la primera vez que no oímos a los perros debajo de la cocina, aunque yo le pregunté a Ad y él me dijo que allí estaban. Era como si Old Ben, muerto como estaba y yaciendo inofensivo sobre el patio, emanara una fuerza más poderosa que la propia vida de los perros sin la guía de Lion, y que los perros lo supieran. La lluvia había cesado antes de medianoche, y hacia el mediodía se alzó un sol tenue y sacamos a Lion al porche, a la luz. Fue idea de Boon. —Maldita sea —dijo—. Nunca le gustó quedarse dentro de la casa. Lo sabéis. Al menos vamos a sacarle ahí fuera para que pueda ver los bosques. Así que Boon desprendió las tablas del piso que hacían de base del jergón, a fin de poder levantarlo sin necesidad de mover a Lion, y lo sacamos al porche y nos sentamos. La gente de Hoke’s se había enterado ya de que habíamos cazado a Old Ben, y también de lo de Lion. Debieron de llegar al centenar las personas que en el curso de la tarde vinieron a ver a Old Ben y luego a Lion; se sentaban y hablaban quedamente de Lion, de las batidas en las que había participado y los osos que había acorralado, y Lion, de cuando en cuando, abría los ojos (Boon lo había tendido de manera que pudiera ver los bosques sin moverse), no como si estuviera escuchando lo que decían, sino como si mirara los bosques unos instantes antes de volverlos a cerrar, como si recordara otra vez aquellos bosques

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o comprobara que aún seguían allí. Y acaso era eso lo que hacía, pues esperó hasta que oscureció para morir. Levantamos el campamento aquella noche; partimos en el carro, en medio de la oscuridad. Para entonces Boon estaba completamente borracho. Cantaba a voz en cuello.

Así fue como la muerte de Lion afectó a las dos personas que más lo amaron, en caso de que pudiera llamarse amor a los sentimientos de Boon hacia Lion, o hacia cualquier otra cosa. Y creo que se podría, pues suele decirse que uno siempre ama aquello que le hace sufrir. O puede que Boon no considerase sufrimiento el haber sido alcanzado por los zarpazos de un oso. El mayor de Spain nunca volvió. Nosotros sí; nos invitó a volver siempre que quisiéramos; parecía complacerle el que lo hiciéramos. Mi padre y los demás protagonistas de aquella cacería solían hablar de ello, de que tal vez podrían persuadir al mayor de que volviera siquiera una vez... Pero el mayor no quería; llegaba a ser casi cortante cuando se negaba. Recuerdo que, el verano siguiente, fui a su despacho a pedirle permiso para ir a su hacienda a cazar ardillas. —Puedes hacerlo cuando te plazca —dijo—. Ad se sentirá contento de tener a alguien que le haga compañía. ¿Quieres llevarte a alguien contigo? —No, señor —dije yo—. He pensado que tal vez Boon... —Bien —dijo—. Le pondré un telegrama para que se encuentre contigo allí. Boon era entonces jefe de policía de Hoke’s. El mayor de Spain llamó a su secretario y envió un telegrama a Boon en aquel mismo momento. No había necesidad de aguardar una respuesta. Boon estaría allí; llevaba ya veinte años como mínimo haciendo lo que el mayor de Spain le mandaba que hiciera. De modo que le di las gracias y seguí allí de pie y al cabo de unos instantes hice acopio de valor y le dije: —Quizá si usted accediera a venir... Pero él hizo que callara. No sé cómo lo hizo porque no dijo nada de inmediato. Pareció simplemente dirigir su atención, sin siquiera moverse, hacia su escritorio y los papeles que había sobre él. Permanecí allí mirando a aquel hombre pequeño y rechoncho de cabello gris, con ropa cara y discreta e inmaculada y anticuada camisa almidonada, a quien yo estaba acostumbrado a ver con embarrada ropa caqui, sin afeitar, a lomos de una mula y con la carabina cruzada sobre la silla, mientras Lion se erguía a su lado con la prestancia de un caballo de pura raza e inmóvil como una estatua, con la cabeza fuerte y solemne y su pecho espléndido. Ambos habían sido curiosamente afines, tal como llegan a ser dos personas estrechamente unidas durante muchos años en la ejecución de algo que los dos aman y respetan. No volvió a mirarme. —No. Voy a estar muy ocupado. Pero, si tienes suerte, puedes traerme unas cuantas ardillas cuando vuelvas. —Sí, señor —dije—. Lo haré. Llegué a Hoke’s temprano y cogí el tren maderero de la mañana y nos internamos en los bosques y me dejaron en el cruce. Todo estaba igual, aunque diferente, porque era verano y los bosques estaban en la plenitud de las hojas, muy diferentes a cuando en aquella alba acerada Boon y yo hicimos señas al tren

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que habría de llevarnos a Hoke’s, camino de Memphis. Además hacía calor. Ad estaba allí en el carro para recibirme. Nos estrechamos la mano. —¿Está ya aquí el señor Boon? —dije. —Sí, claro. Llegó anoche. Para la salida del sol ya estaba en los bosques. Se fue hasta el Árbol Gomero. Yo sabía dónde era. Se trataba de un gomero aislado y grande, situado en un viejo claro que había junto a la linde de los bosques. Si se llegaba a él con sigilo en esta época del año, justo después del alba, podía cazarse a veces hasta una docena de ardillas que, atrapadas allí al no poder saltar a ningún otro árbol, no se habían atrevido a bajar al suelo. De modo que le dije a Ad que llevara mi equipaje a casa, que yo atravesaría el bosque cazando hasta encontrarme con Boon. No le dije que pensaba ir por la loma del acebo, pero debió de adivinarlo, porque el punto donde se paró para que me bajara estaba en línea recta con la loma y el Árbol Gomero. —Tenga cuidado con las serpientes —dijo—. Andarán ya por ahí reptando. —Lo tendré —dije. Partió y me interné en los bosques. Habían cambiado; eran diferentes. Naturalmente, era obra del verano; cuando llegara el otoño volverían a ser como yo los recordaba. Entonces caí en la cuenta de que estaba equivocado, que ya nunca volverían a ser como yo los recordaba, como cualquiera de nosotros los recordaba, y yo, que era un muchacho, que no había tenido nunca ningún Lion, supe entonces por qué el mayor Spain sabía que no habría de volver nunca; era demasiado sabio para intentarlo. Seguí andando. Pronto la tierra empezó a elevarse bajo mis pies y vi los acebos, y los cuatro descoloridos troncos que se alzaban en las cuatro esquinas, y en el centro la cruz de madera con la zarpa mutilada y seca de Old Ben clavada en ella. No quedaba ya rastro de la tumba; los torrentes de la primavera habían dado cuenta de ella. Pero así era mejor, porque no era Lion quien estaba allí; no era Lion. Acaso él ahora disfrutaba de algún lugar amable, ambos; el largo desafío y la larga caza, uno con un corazón que se negaba a ser acosado y ultrajado, otro con una carne que se negaba a ser malherida y desangrada. Hacía calor y los mosquitos eran demasiado fieros como para que me quedara allí quieto; además, era ya demasiado tarde para seguir cazando. Iría al encuentro de Boon y volveríamos al campamento. Conocía los bosques y sabía que no podía estar ya lejos del Árbol Gomero. Entonces empecé a oír un ruido extraño. Parecía el ruido de una herrería: alguien golpeando sobre metal repetida y rápidamente. El ruido se hizo más fuerte a medida que me iba aproximando. Entonces vi el calvero, el sol; el martilleo, el furioso golpear sobre metal, era ya estrepitoso, y los árboles se abrieron y vi el Árbol Gomero y luego a Boon. Era el mismo Boon, no había cambiado; el mismo Boon que casi había errado el tiro contra aquel negro y que había errado el tiro contra aquel ciervo, que no sabía disparar y ni aun en caso de su vieja y destartalada escopeta respondiera sin caerse a pedazos. Estaba sentado bajo el árbol, golpeando contra algo que tenía en el regazo, y entonces vi que el árbol parecía haber cobrado vida a causa de las asustadas ardillas. Las vi correr de rama en rama, tratando de escapar, y precipitarse raudas tronco abajo, y volver a subir a la copa. Entonces vi lo que Boon estaba golpeando: un trozo de su

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escopeta. Al acercarme vi el resto de ella hecho trizas en torno a él, en el suelo; encorvado, con su cara de nuez desencajada y apremiante y empapada de sudor, golpeaba con furia la pieza que tenía en el regazo. Estaba viviendo, como siempre había hecho, el momento presente; nada en el mundo —ni Lion ni nada perteneciente al pasado— importaba para él, salvo su cólera impotente contra su escopeta rota. No se detuvo; ni siquiera alzó la mirada para ver quién era; se limitó a gritarme con voz ronca y desesperada. —¡Fuera de aquí! —dijo—. ¡No las toques! ¡Son mías!

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Gente de antaño

Al principio no había nada salvo la fría, tenue, persistente lluvia, la gris y constante luz de aquel amanecer de avanzado noviembre y las voces de los perros que convergían en ella en alguna parte. Entonces Sam Fathers, que estaba de pie a mi espalda, como cuando hace cuatro años disparé contra mi primer conejo, me tocó y empecé a temblar, aunque no de frío, y acto seguido allí estaba el ciervo. No podíamos verle pero allí estaba; no era como un fantasma, era como si toda la luz se hubiera condensado en él y él fuera la fuente de ella, y no sólo se moviera en ella, sino que la difundiera, y corría ya, y al principio lo vimos como siempre se ve a un ciervo en esa fracción de segundo que sigue al instante en que él le ha visto a uno, y se alzaba ya en ese primer salto en el aire, con las astas semejantes en la penumbra a una pequeña mecedora en equilibrio sobre la cabeza. —Ahora —dijo Sam—. Dispara rápido y sin precipitarte. No recuerdo en absoluto aquel tiro. Ni siquiera recuerdo lo que hice luego con la escopeta. Corría, y luego estaba en pie sobre él, que yacía sobre la tierra mojada, en ademán de seguir corriendo y sin ningún aspecto de estar muerto. Volví a temblar violentamente y Sam estaba a mi lado y yo tenía su cuchillo en la mano. —No te acerques a él de frente —dijo Sam—. Si no está muerto, te hará pedazos con las pezuñas. Acércate por detrás y cógele por las astas. Así lo hice —tiré hacia atrás de un asta y deslicé el cuchillo de Sam por la garganta tensa—, y Sam se agachó y empapó sus manos en la sangre caliente y las frotó contra mi cara. Luego hizo sonar el cuerno y hubo un alboroto de perros a nuestro alrededor, y Jimbo y Boon Hogganbeck los retiraron de allí una vez que todos ellos hubieron probado la sangre. Luego mi padre y el mayor de Spain, a caballo, y Walter Ewell, con aquel rifle —hacía mucho tiempo que la pátina azulada del cañón se había borrado— que no fallaba nunca, nos miraban: al viejo de setenta años que durante dos generaciones había sido un negro, pero cuyo porte y semblante seguía siendo el de un jefe chickasaw, y al chico blanco de doce años con huellas de manos ensangrentadas en la cara, sin otro afán que mantenerse erguido y evitar que su temblor fuera evidente. —¿Se portó como es debido, Sam? —dijo mi padre. —Se portó como es debido —dijo Sam Fathers.

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Éramos el chico blanco —no un hombre todavía—, cuyo abuelo había vivido en la misma región y del mismo modo más o menos en que el chico viviría al llegar a la edad adulta, dejando a su vez a sus descendientes en aquella tierra, y el viejo de más de setenta años, cuyos abuelos habían poseído esa tierra mucho antes de que el hombre blanco hubiera puesto los ojos sobre ella, y se habían ya esfumado de ella con todos los de su especie, y su sangre —aquella sangre que dejaron tras ellos y que corría ahora en otra raza, aquella sangre que incluso fue esclava durante un tiempo y que discurría ahora hacia el fin de su ajeno curso— había quedado estéril. Pues Sam Fathers no tenía hijos. Su abuelo fue el propio Ikkemotubbe, que se puso a sí mismo el nombre de Doom. Sam me contó la historia: Ikkemotubbe, hijo de la hermana del viejo Issetibbeha, escapó en su juventud a Nueva Orleans, y siete años más tarde volvió a la plantación, en el norte de Mississippi, con un compañero francés llamado Chevalier Soeur-Blonde de Vitry, que a su vez debía de haber sido el Ikkemotubbe de su familia y que llamaba ya Du Homme a Ikkemotubbe, y la esclava que habría de ser la abuela de Sam, y casaca y sombrero con galones de oro y una cesta de mimbre con una camada de cachorros y una tabaquera de oro llena de polvo blanco. Salieron a su encuentro en el río dos o tres compañeros de soltería en su juventud, y a la luz de una tea humeante, que centelleaba sobre los galones dorados de la casaca y el sombrero, Doom sacó de la cesta uno de los cachorros, le puso una pizca de polvo blanco de la tabaquera de oro en la lengua y el cachorro, de inmediato, dejó de ser un cachorro para siempre. Al día siguiente, el hijo de ocho años de su primo Moketubbe —jefe hereditario del clan al morir Issetibbeha— murió súbitamente, y aquella tarde Doom, en presencia de Moketubbe y de la mayor parte de los otros (de la Gente, como Sam los llamó siempre), sacó otro cachorro de la cesta y le puso una pizca de polvo blanco en la lengua, y entonces Moketubbe abdicó y Doom se convirtió en efecto en el Hombre, como su amigo francés ya le llamaba de antemano. Doom casó a la esclava, embarazada a la sazón, con uno de los esclavos que acababa de heredar —de ahí el nombre de Sam Fathers (4), pues en chickasaw su nombre fue Tuvo-DosPadres—, y más tarde, hace casi cien años, vendió a ambos y al niño (su propio hijo) a mi bisabuelo. Sam había vivido hasta hacía tres años en nuestra granja, que estaba a cuatro millas de Jefferson, aunque de lo único que se ocupó allí siempre fue de los trabajos de herrería y carpintería. Vivía entre negros, en una cabaña entre cabañas, y trataba con negros y se vestía como los negros y hablaba como los negros y de cuando en cuando asistía a una iglesia para negros. Pero, pese a todo ello, seguía siendo el nieto de aquel jefe indio, y los negros lo sabían. También la abuela de Boon Hogganbeck había sido una chickasaw, y aunque a partir de entonces la sangre había sido blanca y Boon era él mismo un hombre blanco, su sangre india no era la de un jefe. Podía verse al instante la diferencia cuando se los veía juntos, e incluso Boon parecía saber que existía aquella diferencia; incluso Boon, a quien, siguiendo su tradición, jamás se le había ocurrido pensar que pudiera haber alguien mejor nacido que él mismo. Un hombre podía ser más listo, admitía, o más rico (con más suerte, como él decía), pero no mejor nacido. (4) Fathers: padres. (N. del T.)

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Boon era un mastín, absolutamente fiel a mi padre y al mayor de Spain, de quienes dependía por entero hasta para el propio sustento; era muy valeroso e intrépido, esclavo de todos los apetitos y casi irracional. Era Sam Fathers quien, no sólo ante mi padre sino ante todos los blancos, se comportaba con gravedad y dignidad y sin servilismo, o sin recurrir a aquel muro impenetrable de pronta y fácil risa jubilosa que los negros suelen alzar entre ellos y los blancos; trataba a mi padre no únicamente de hombre a hombre, sino como un hombre de edad trata a otro más joven. Él me enseñó lo que aprendí de los bosques, y a cazar, y cuándo debía disparar y cuándo no debía disparar, y cuándo matar y cuándo no matar, y mejor aún, lo que debía hacer luego con las piezas. Solía hablarme, sentados ambos bajo las cercanas y vivas estrellas, sobre la cima de una colina en el estío, mientras esperábamos oír a los perros, que volvían hostigando al zorro rojo o gris, o junto al fuego en los bosques de noviembre o de diciembre, mientras los perros seguían el rastro de un mapache a lo largo del arroyo, o en la negrura de pez y el pesado rocío de las mañanas de abril sin hoguera alguna, apostados bajo la percha donde dormían los pavos, a la espera de la luz del día. Yo no le hacía preguntas; Sam era sordo a las preguntas. Me limitaba a esperar y a escuchar, pues en su momento él empezaría a hablar de los viejos tiempos y de la Gente, a la cual no había conocido y por tanto no podía recordar, y para la que la otra raza cuya sangre corría en él no le había brindado sustituto alguno. Y gradualmente, a medida que hablaba de aquellos viejos tiempos y de aquellos hombres esfumados y muertos y pertenecientes a una raza distinta de las que yo conocía, los viejos tiempos dejaban de ser viejos tiempos y se convertían en presente, no sólo como si hubieran tenido lugar ayer sino como si estuvieran teniendo lugar hoy y algunos de ellos no hubieran tenido lugar todavía y fueran a acontecer mañana, de modo que al final me daba la impresión de que ni siquiera yo existía todavía, de que nadie de mi raza ni de la otra raza que trajimos con nosotros a esta tierra había puesto aún pie en ella; de que, aunque hubiera pertenecido a mi abuelo y ahora fuera de mi padre y algún día fuera mía aquella tierra en la que cazábamos y sobre la que ahora descansábamos, nuestro derecho sobre ella era en realidad tan banal e irreal como aquel título arcaico y desvaído que figuraba en uno de los libros de registro de propiedad de la ciudad, y de que allí el huésped era yo, y Sam Fathers el portavoz del anfitrión. Hasta hacía tres años habían sido dos: Sam y un chickasaw de pura raza, que en cierto modo resultaba más asombrosamente perdido incluso que el propio Sam Fathers. Se hacía llamar Jobaker, como si su nombre fuera una sola palabra. Nadie conocía nada de su historia. Era un eremita; vivía en una pequeña y mugrienta cabaña situada en la bifurcación del arroyo, a cuatro o cinco millas de nuestra granja y aproximadamente a la misma distancia de cualquier otra morada. Vivía de la caza y de la pesca y no tenía trato con nadie, ni negro ni blanco; ningún negro se atrevía siquiera a cruzarse en su camino, y ningún hombre se atrevía a acercarse a su choza excepto Sam, y yo solía verlos juntos, quizá una vez al mes, en el taller de Sam: los dos viejos, en cuclillas sobre el suelo sucio, hablando en una mezcla de inglés negroide y de dialecto llano de las colinas, en la que de cuando en cuando se deslizaba alguna frase en aquella vieja lengua que yo, a medida que pasaba el tiempo y seguía sentándome con ellos a

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escucharles, empezaba a aprender. Luego Jobaker murió. Es decir, nadie lo vio durante un tiempo. Entonces una mañana, Sam Fathers desapareció también; ninguno de los negros sabía dónde ni cuándo, hasta aquella noche en que unos negros que cazaban zarigüeyas vieron las súbitas llamaradas y se acercaron. Era la choza de Joe Baker, pero antes de que pudieran aproximarse a ella alguien disparó contra ellos. Era Sam. Nadie logró encontrar nunca a Joe Baker. Dos días después, Sam bajó a la ciudad a pie y entró en la oficina de mi padre. Yo estaba allí; entró sin llamar y se quedó de pie delante de mi padre, él, el indio, con aquel rostro indio pese a sus ropas de negro. —Quiero irme —dijo—. Quiero irme a vivir al gran valle. —¿A vivir? —dijo mi padre. —Puede arreglarlo con el mayor de Spain —dijo Sam—. Podría vivir en el campamento y mantenerlo listo para cuando vayan ustedes. O construirme yo mismo una casita. Ambos se miraron durante unos instantes. Al cabo mi padre dijo: —De acuerdo. Yo lo arreglaré. Y Sam se fue. Y eso fue todo. Yo tenía nueve años entonces; me parecía perfectamente natural el que nadie, ni siquiera mi padre, discutiera con Sam, del mismo modo que yo no hubiera osado hacerlo. Pero no podía entender por qué Sam actuaba así. —Si Joe Baker ha muerto, como dicen —dije—, y a Sam ya no le queda nadie de su raza, ¿por qué quiere irse al gran valle, donde nunca podrá ver a nadie más que a nosotros, y sólo unos pocos días, cuando vayamos a cazar en otoño? Mi padre me miró. No con ojos curiosos, sino pensativos. Entonces no me di cuenta. No recordé aquella mirada hasta más tarde. Luego dejó de mirarme. —Tal vez sea eso lo que quiere —dijo. Así que Sam se fue. Poseía tan poco que pudo llevárselo consigo. Y a pie. No permitió que mi padre hiciera que le llevaran en carro, no quiso llevarse ninguna mula. Simplemente se fue una mañana. La cabaña, en la que había vivido durante años y en la que no había sin embargo muchas cosas, quedó vacía; el taller, en el que nunca había habido gran actividad, quedó ocioso. En noviembre, año tras año, viajábamos al gran valle, al campamento; el mayor de Spain y mi padre y Walter Ewell y Boon y tío Ike McCaslin y dos o tres personas más, con Jimbo y tío Ash de cocineros, y los perros. Y allí estaba Sam; nunca dejó traslucir si se alegraba de vernos; nunca dejó traslucir si le apenaba vernos marchar. Iba conmigo cada mañana hasta mi puesto, antes de que soltaran a los perros. Mi emplazamiento era de los peores, naturalmente, pues yo tenía sólo nueve y diez y once años y nunca había visto siquiera un ciervo a la carrera. Y allí nos apostábamos; Sam un poco más atrás y desarmado, igual que cuando, a los ocho años, disparé a aquel conejo que corría. Solíamos quedarnos allí, en los amaneceres de noviembre, y al cabo de un rato oíamos a los perros. A veces llegaban raudos y pasaban de largo, muy cerca, fragorosos e invisibles; en cierta ocasión oímos los cinco pesados estampidos de la vieja escopeta de repetición de Boon, con la que jamás había matado nada mayor que un conejo o una ardilla — sorprendidos en reposo—, y en otra, desde nuestro puesto, oímos dos veces el estampido seco y sin reverberación del rifle de Walter Ewell, y entonces no era necesario esperar a oír su cuerno, pues no fallaba jamás.

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—Nunca conseguiré un buen disparo —decía yo—. Nunca conseguiré matar ninguna pieza. —Sí, lo lograrás —decía Sam—. Debes esperar. Llegarás a ser un cazador. Llegarás a ser un hombre. Y lo dejábamos allí. Solía venir hasta el camino, donde nos esperaba el coche, para volver solo al campamento con los caballos y las mulas; como Sam vivía en el campamento de forma permanente, mi padre y el mayor de Spain dejaban allí los caballos y los perros. Ellos solían adelantarnos a caballo, y tío Ash y Jimbo y yo íbamos con Sam en el carro, con las camas de campaña y la carne y las cabezas y las astas, las mejores astas. El carro serpeaba por entre los imponentes gomeros y cipreses y robles, en donde jamás había retumbado el hacha, y las impenetrables marañas de caña y brezo, murallas ambas cambiantes aunque inmutables, allende las cuales, no muy distante, la inmensidad salvaje parecía inclinarse, encorvándose un poco, para mirarnos y escuchar, no con hostilidad manifiesta, puesto que éramos demasiado insignificantes y nuestra estancia allí demasiado breve e inofensiva para concitar enemistad, sino tan sólo cerniéndose, oculta y casi indiferente. Luego emergíamos, dejábamos la espesura a nuestra espalda, y la línea de separación resultaba tan marcada como un muro con portón. Súbitamente, a ambos lados, se extendían esquilmados campos de algodón y de maíz, desolados e inmóviles bajo la lluvia gris; habría una casa también, y establos, donde la mano del hombre arañó en un tiempo fugazmente, manteniéndolos en pie. El muro de espesura quedaba a nuestra espalda, imponente y quieto y en apariencia impenetrable a la luz apagada y gris. El coche estaría esperándonos, y junto a él, ya pie en tierra, mi padre y el mayor de Spain y tío Ike. Entonces Sam se bajaba del carro y montaba uno de los caballos y se volvía atrás, con las demás monturas atadas en hilera a su espalda. Yo solía mirarlo unos instantes, recortado sobre el muro alto y arcano, haciéndose más pequeño por momentos. Él no miraba atrás. Y al fin se adentraba en él, retornando a lo que constituía —según creía yo, y pienso que también mi padre— su aislamiento y su soledad.

Así, el momento había llegado; apreté el gatillo y dejé de ser un niño para siempre y me convertí en un cazador y en un hombre. Era el último día. Levantamos el campamento aquella tarde, y partimos; mi padre y el mayor de Spain y el tío Ike y Boon montando los caballos y las mulas, y Walter Ewell y el viejo Ash y Jimbo y yo con Sam en el carro, con el equipaje y la piel y las astas de mi ciervo. Podría haber habido otros trofeos en el carro, pero yo no habría reparado en ellos, pues para mí era prácticamente como si Sam y yo siguiéramos solos y juntos en mi puesto, como aquella mañana. El carro serpeaba zarandeándose entre aquellos muros cambiantes e inmutables, más allá de los cuales la inmensidad salvaje nos miraba al pasar, lejos de ser hostiles ya, nunca ya hostiles desde que mi ciervo seguía saltando y saltaba para siempre, mientras los trémulos cañones de mi escopeta cada vez más firmes, firmes para siempre al fin, retumbaban; y el instante en que el ciervo, pese a ser su instante mortal, saltó, ya para siempre inmortal, y el disparo y Sam Fathers y yo y la sangre con la que me

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había marcado para siempre éramos uno en la inmensidad salvaje, que al fin me había aceptado porque Sam había dicho que me había portado como debía. El carro seguía su curso serpenteante cuando, de pronto, Sam lo detuvo y todos pudimos oír el inconfundible e inolvidable ruido que hace un ciervo al salir al descubierto. Entonces Boon gritó desde más allá del recodo del sendero; mientras permanecíamos quietos en el carro parado, y Walter y yo tratábamos de alcanzar las escopetas, Boon volvía al galope por el sendero, azotando a la mula con el sombrero y gritándonos con la cara desencajada y llena de estupor. Luego aparecieron por el recodo mi padre y los demás. —¡Coged a los perros! —gritaba Boon—. ¡Coged a los perros! ¡Aunque tuviera sólo un asta, tendría catorce puntas! ¡Estaba allí mismo, en aquel bosquecillo de papayos! ¡Si llego a saberlo, le habría cortado el cuello con mi navaja! —A lo mejor por eso salió corriendo —dijo Walter—. Vio que no llevabas escopeta. Walter se había bajado ya del carro con su rifle. Luego me bajé yo con mi escopeta, y mi padre y el mayor de Spain y tío Ike acababan de llegar y Boon se bajó de la mula como pudo y se puso a hurgar entre el equipaje en busca de su escopeta, mientras seguía gritando: —¡Los perros! ¡Los perros! Y también a mí me pareció que iban a tardar toda una eternidad en decidir qué hacer: ellos, los viejos en cuyas venas la sangre discurría lenta y fría, en quienes la sangre, en el curso de los años que nos separaban, se había vuelto una sustancia diferente y más fría que la mía, e incluso que la de Boon y Walter. —¿Qué dices tú, Sam? —dijo mi padre—. ¿Podrán los perros hacer que vuelva? —No necesitamos a los perros —dijo Sam—. Si no oye a los perros tras él, dará un rodeo y hacia la puesta del sol volverá aquí para dormir. —Muy bien —dijo el mayor de Spain—. Vosotros, muchachos, coged los caballos. Nosotros seguiremos en el carro hasta el camino y nos quedaremos esperando. Así que mi padre y el mayor y tío Ike subieron al carro, y Boon y Walter y Sam y yo montamos en los caballos y dimos la vuelta y salimos del sendero. Cabalgamos durante aproximadamente una hora en la tarde gris e indistinta, cuya luz no era muy diferente de la del amanecer y se convertiría en oscuridad bruscamente, sin estadios intermedios. Entonces Sam hizo que nos detuviéramos. —Nos hemos alejado ya lo suficiente —dijo—. Vendrá en dirección contraria al viento, y le disgusta el olor de las mulas. Desmontamos, pues, y atamos a las mulas y seguimos a pie a Sam en la tarde indistinta, por los bosques sin sendas. —Tienes tiempo —me dijo Sam en cierto momento—. Llegaremos antes que él. Así que traté de ir más despacio. Es decir, traté de aminorar, de hacer más lenta la vertiginosa precipitación del tiempo, de aquel tiempo en el que el ciervo que ni siquiera había visto estaba moviéndose, de aquel tiempo que —según me parecía— lo estaba alejando más y más y cada vez más irremediablemente de nosotros, pese a que ningún perro lo hacía huir a la carrera todavía. Seguimos caminando; me pareció que caminamos por espacio de una hora. De pronto,

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estábamos sobre la ladera de un cerro. Nunca había estado allí, tampoco podía ver el cerro; lo único que sabía era que el terreno se había elevado ligeramente, pues la maleza se había espaciado un tanto y el suelo que no podía verse ascendía hacia una tupida urdimbre de cañas. —Aquí es —dijo Sam—. Seguid el cerro y llegaréis a dos cruces. Ya veis las huellas. Boon y Walter siguieron adelante. Pronto desaparecieron de nuestra vista, y una vez más Sam y yo nos quedamos inmóviles contra el tronco de un roble de los pantanos, entre unos matorrales semejantes a mechones, y de nuevo, como a la mañana, no hubo nada. Había la alta y melancólica soledad, a la luz mortecina; había el leve susurro de la tenue y fría lluvia que no había cesado en todo el día; entonces, como si hubiera estado esperando a que nos apostáramos y permaneciéramos inmóviles, la inmensidad salvaje volvió a respirar. Parecía inclinarse sobre sí misma, por encima de nuestras cabezas, por encima de Walter y de Boon, de mí y de Sam, ocultos en nuestros respectivos escondites, tremenda y alerta e imparcial y omnisciente, mientras el ciervo se movía dentro de ella en alguna parte, sin lanzarse a la carrera, pues no había sido perseguido, ni temeroso ni temible sino sólo alerta, como nosotros, tal vez ya dando un rodeo, tal vez muy cerca, consciente también de la mirada del Árbitro inveterado e inmortal. Porque yo tenía tan sólo doce años y algo me había sucedido aquella mañana: en menos de un segundo había dejado para siempre de ser el niño que había sido hasta ayer. O acaso aquello no importaba; acaso ni siquiera un hombre urbano —y menos aún un niño— habría podido comprenderlo; acaso únicamente quienes crecen en el campo lleguen a entender el amor por la vida que derraman. Empecé otra vez a temblar. —Me alegro de que el temblor me empiece ahora —susurré—. Así se me habrá pasado cuando levante la escopeta... —Calla —dijo Sam. —¿Tan cerca está? —susurré. No nos movíamos al hablar: sólo nuestros labios daban forma a las expirantes palabras—. ¿Crees que...? —Silencio —dijo Sam. Así que me callé. Pero no pude reprimir el temblor. No traté de hacerlo, pues sabía que cesaría cuando precisara la firmeza, ya que Sam Fathers había hecho de mí un cazador. Permanecimos allí inmóviles, respirando apenas. Pronto caería el sol, si es que aquel día había habido alguno. Hubo una condensación, una densificación de lo que en un principio consideré la luz constante y gris, hasta que caí en la cuenta de que era mi propia respiración, mi corazón, mi sangre... algo, y de que Sam me había marcado realmente con algo que conservaba de su pueblo desaparecido y olvidado. Entonces dejé de respirar, y quedó sólo mi corazón, mi sangre, y en el silencio que siguió, la inmensidad salvaje dejó de respirar también, inclinándose, agachándose en lo alto, con el aliento contenido, tremenda e imparcial y a la espera. Entonces el temblor cesó como ya sabía que sucedería, y quité el seguro de la escopeta. Entonces aquello pasó. Terminó. La soledad no volvió a respirar; había dejado de mirarme, simplemente, y miraba hacia otra parte, y yo sabía, tan bien como si lo hubiera visto, que el ciervo había llegado hasta el borde del cañaveral y que, al vernos u olfatearnos, había vuelto a internarse en él. Pero la soledad

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seguía sin respirar, se limitaba a mirar hacia alguna otra parte. Así que no me moví, y entonces, un segundo después de caer en la cuenta de lo que estaba esperando oír, lo oímos: el seco y único estampido del rifle de Walter Ewell, tras el cual no había que esperar el sonido del cuerno. Luego el sonido del cuerno nos llegó ladera abajo, y también de mi interior escapó algo y entonces supe que nunca había creído realmente que fuera a conseguir aquel disparo. —Parece que ya está —dije—. Walter lo atrapó. Me disponía ya a salir de la maleza, con la escopeta desplazada al frente y el pulgar otra vez sobre el seguro, cuando Sam dijo: —Espera. Y recuerdo que me volví a él, con la crueldad que da a un muchacho el pesar por la oportunidad perdida, por la fortuna perdida, y le dije: —¿Que espere? ¿A qué? ¿No has oído el cuerno? Y recuerdo cómo estaba Sam. No se había movido. No era alto, era más bien ancho y achaparrado; yo había crecido mucho en aquel último año y no había gran diferencia de estatura entre nosotros, y sin embargo Sam estaba mirando por encima de mi cabeza. Estaba mirando más allá de mí, hacia lo alto del cerro, de donde provenía el sonido del cuerno de Walter, y a mí no me veía. Simplemente sabía que estaba allí, pero no me veía. Y entonces vi al ciervo. Bajaba por el cerro; era como si saliera del sonido mismo del cuerno que anunciaba su muerte. No corría; caminaba, imponente y pausado, inclinando y ladeando la cabeza para hacer pasar las astas a través de la maleza, y yo permanecía allí, ahora con Sam a mi lado y no detrás, como siempre había estado, y mi escopeta, el arma que sabía que no iba a usar, estaba ya alzada hacia delante y sin seguro. Entonces nos vio. Y sin embargo no emprendió la huida. Se paró un instante, más alto que cualquier hombre, mirándonos; luego templó, aprestó los músculos. Ni siquiera modificó su rumbo, no huyó, no corrió siquiera; se puso en movimiento con esa soltura alada y sin esfuerzo de los ciervos, y pasó a menos de veinte pies de nosotros con la cabeza alta y la mirada sin orgullo ni altivez, sino abierta y salvaje y sin miedo, y Sam, a mi lado, estaba con el brazo derecho en alto y la palma hacia el frente, hablando en aquella lengua que yo había aprendido de escucharla en boca de él y Joe Baker, mientras el cuerno de Walter, allá en la cima, seguía sonando, convocándonos a festejar la muerte de un ciervo. —Salud, Jefe —dijo Sam—. Abuelo. Cuando llegamos arriba, Walter estaba de espaldas a nosotros, mirando al ciervo que yacía a sus pies. No alzó la vista siquiera. —Ven aquí, Sam —dijo quedamente. Nos acercamos a él, y tampoco alzó la vista; siguió de pie, mirando el pequeño ciervo de astas primarias que en la primavera pasada habría sido apenas un cervato—. Era tan pequeño que estuve a punto de dejarle escapar —dijo—. Pero mira las huellas que ha ido dejando. Son casi tan grandes como las de una vaca. Si al lado de estas huellas que llegan hasta él hubiera otras, juraría que hubo otro ciervo que no llegué a ver.

Cuando llegamos al camino donde nos esperaba el coche había oscurecido. Empezaba a hacer frío, la lluvia había cesado, el cielo se iba despejando

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paulatinamente. Mi padre y el mayor de Spain y tío Ike habían encendido un fuego. —¿Lo cazasteis? —dijo mi padre. —Hemos cazado un conejo de los pantanos de buen tamaño y con astas primerizas —dijo Walter, descolgando de su mula el pequeño ciervo. —¿Ninguno de vosotros ha visto al grande? —dijo mi padre. —No creo siquiera que lo viera Boon —dijo Walter—. Puede que tropezara con una vaca perdida y la confundiera con un ciervo. Entonces Boon estalló en maldiciones; maldijo, para empezar, a Walter y a Sam por no llevarse a los perros, y luego al ciervo y finalmente contra todo. —No importa —dijo mi padre—. Lo tendremos aquí esperándonos el otoño que viene. Será mejor que salgamos para casa ahora mismo. Era pasada la medianoche cuando dejamos a Walter a la puerta de su casa, a dos millas de la ciudad, y bastante más tarde cuando hicimos lo mismo con el mayor de Spain y tío Ike en casa del mayor. Hacía frío; el cielo estaba despejado; para la salida del sol habría caído una intensa helada; bajo los cascos de los caballos y bajo las ruedas se había ya formado hielo en el terreno. Yo no había dormido gran cosa, sólo un poco, y no a causa del frío. Pero de pronto le estaba contando a mi padre todo aquello, mientras el coche rodaba hacia nuestra casa sobre el suelo helado y los caballos, ante la proximidad del establo, volvían a emprender el trote. Mi padre me escuchó en absoluto silencio. —¿Por qué no? —dijo—. Piensa en todo lo que ha sucedido aquí, en esta tierra. En toda la sangre ardiente y violenta y fuerte que ha perseguido la vida, el placer. También pasaron pesadumbre y sufrimiento, naturalmente, pero en cualquier caso sacando siempre algo de todo ello, mucho, porque en última instancia uno no tiene por qué seguir soportando aquello que considera sufrimiento, pues siempre puede poner fin a tales situaciones. E incluso el sufrimiento y la pesadumbre son mejores que nada; no hay nada peor que no estar vivo. Pero uno no puede vivir eternamente, uno siempre consume la vida antes de agotar todas las posibilidades de vivir. Y todo ello debe estar en alguna parte; la tierra es poco profunda; al cavar en ella pronto se llega a la roca. Y ni siquiera ella quiere retener en su seno a las cosas. Mira las simientes, las bellotas, mira lo que sucede con la carroña cuando uno trata de enterrarla: también ella se niega, también ella hierve y pugna hasta salir de nuevo al aire y a la luz, aún ávida del sol. Y ellos... —levantó la mano un instante hacia el cielo, donde brillaban las estrellas, bruñidas y heladas—, ellos no quieren eso, no lo necesitan. Además, ¿qué es lo que podría él buscar, vagando por aquellos parajes, cuando nunca tuvo tiempo suficiente para hacerlo por toda la tierra en vida, cuando hay multitud de lugares en la tierra, multitud de lugares aún idénticos a los de entonces, cuando, siendo él aún de carne y hueso, la sangre era gozada y consumida? —Pero nosotros deseamos su presencia —dije yo—. Queremos que sigan entre nosotros. Hay sitio para ellos. —De acuerdo —dijo mi padre—. Pero supón que carecen de sustancia, que no pueden proyectar sombra. —¡Pero yo lo vi! —grité—. ¡Lo vi!

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—Calma —dijo mi padre. Dejó que su mano descansara un instante sobre mi rodilla—. Calma. Sé que lo viste. También yo lo vi. Sam me llevó una vez allí después de matar mi primer ciervo.

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Cuestión de leyes

Lucas echó hacia atrás la silla y se levantó de la mesa donde había cenado. Dirigió a su hija Nat, cuya expresión era hosca y alerta, una sola mirada fría. —Me voy camino abajo —dijo. —¿A estas horas de la noche? ¿Adónde? —le preguntó su mujer—. ¡Ayer te pasaste la noche entera rondando por el valle; volviste justo a tiempo para enganchar y llegar al campo a la salida del sol! Necesitas acostarte si es que has de acabar de sembrar antes de que Roth Edmonds... Pero ya estaba fuera de la casa y no tenía que seguir oyéndola, ahora estaba en el camino, que discurría desvaído y en penumbra bajo el cielo sin luna de la temporada de la siembra del maíz, luego entre los campos donde el mes próximo, cuando la chotacabras empezase a cantar, plantaría el algodón, después en el portón y en el camino particular y bordeado de robles que ascendía hacia la cima, donde brillaban las vivas luces de la casa del amo. Personalmente, no tenía nada en contra de George Wilkins. Si George Wilkins se hubiera limitado a cultivar, a trabajar la tierra que, lo mismo que él, tenía en aparcería con Roth Edmonds, él, Lucas, habría accedido de buen grado a que Nat se casara con George, de mejor grado que con cualquiera de la mayor parte de los negros machos de la vecindad. Pero no estaba dispuesto a permitir que ni George Wilkins ni nadie viniera a la región en la que él había vivido durante cuarenta y cinco años y se pusiera a hacerle la competencia en un negocio que, desde sus comienzos, venía trabajando cuidadosa y discretamente por espacio de veinte años; desde que montó su primer alambique, durante la noche y en el mayor secreto, pues no había necesidad de que nadie le dijera lo que Roth Edmonds haría en caso de enterarse. No tenía miedo de que George lograra robarle parte de su clientela de siempre con aquella especie de bazofia para cerdos que había empezado a fabricar hacía tres meses y a la que llamaba whisky. Pero George Wilkins era un necio sin discreción a quien tarde o temprano, inevitablemente, acabarían atrapando, y en consecuencia, tras cada arbusto de la hacienda de Roth Edmonds habría un agente del sheriff apostado toda la santa noche durante los próximos diez años. Y él, Lucas, no sólo no estaba dispuesto a que su hija Nat se casara con

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un necio, sino que no tenía intención de permitir que un necio viviera en el mismo lugar que él.

Cuando llegó a la gran casa, no subió las escaleras. Se quedó al pie de ellas, golpeando con los nudillos el borde de la veranda, hasta que Edmonds apareció en la puerta y escrutó la oscuridad. —¿Quién es? —dijo. —Luke —dijo Lucas. —Acércate, ponte a la luz —dijo Edmonds. —Hablaré desde aquí —dijo Lucas. Edmonds se adelantó. Lucas era el más viejo; de hecho, cuando el padre de Carothers Edmonds murió, él llevaba ya veinticinco años en aquella tierra, trabajando los mismos acres y viviendo en la misma casa. Lucas tenía sesenta años como mínimo; se sabía que tenía una hija ya con nietos, y que probablemente era más solvente que el propio Edmonds, pues no poseía nada que exigiera reparaciones y vallados y acequias fertilizantes, y por lo cual hubiera de pagar impuestos. Y sin embargo Lucas, en aquel momento, dejó de ser el negro que era y se convirtió en un negro (5), no tanto reservado cuanto impenetrable, no servil ni recatado en extremo, sino inmóvil allí en la penumbra, bajo el hombre blanco, envuelto en una aura de estupidez intemporal e impasible, casi como un olor.

—George Wilkins tiene una destilería en la hondonada que hay detrás del viejo campo del oeste —dijo con voz absolutamente uniforme y sin inflexiones—. Si quieren también el whisky, dígales que miren debajo del suelo de la cocina. —¿Qué? —dijo Edmonds. Y entonces empezó a rugir (en el mejor de los casos, era un hombre de temperamento sanguíneo)—: ¿No os he dicho ya a vosotros, negros, lo que haría en cuanto descubriera la primera gota de ese brebaje ilegal en mis tierras? —George Wilkins debería oírlo también —dijo Lucas—. A mí no tiene que decírmelo. Llevo en este lugar cuarenta y cinco años, y usted jamás habrá oído que yo haya tenido tratos con whisky de ningún tipo aparte de esa botella de whisky de la ciudad que su padre y usted me han regalado siempre por Navidad. —Ya lo sé —dijo Edmonds—. Tienes la sensatez suficiente, pues sabes de sobra lo que haría si alguna vez te cogiera. Y George Wilkins, para la salida del sol, deseará... —Lucas permaneció allí de pie, inmóvil, parpadeando un poco, escuchando primero el rápido golpeteo de los tacones iracundos del hombre blanco, y luego el prolongado y violento chirrido de la manivela del teléfono, y a Edmonds gritando al aparato—: ¡Sí! ¡Él sheriff! ¡Me tiene sin cuidado dónde esté! ¡Encuéntrele! ( 5 ) Nigger, en oposición a Black o Negro, es un término despectivo sin correspondencia cabal en castellano y que en el contexto que nos ocupa atiende más a las características específicas de la raza sometida (en cuanto vista por un blanco) que a un ánimo ofensivo. (N. del T.)

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Lucas esperó a que Edmonds hubiera terminado. —Supongo que no me necesitará para nada más —dijo. —No —dijo Edmonds desde el interior de la casa—. Vete a casa y acuéstate. Quiero que para mañana a la noche tengas plantada toda tu parcela sur del arroyo. Te has pasado el día por ahí alelado, como si no te hubieras acostado en una semana.

Lucas volvió a casa. Estaba cansado. Se había pasado en vela la mayor parte de la noche anterior, primero siguiendo a Nat para ver si iba a encontrarse con George Wilkins después de habérselo prohibido, luego en su rincón secreto de la parte baja del arroyo, ejecutando la última parte del plan y desmantelando su alambique y transportándolo pieza a pieza y ocultándolo más abajo del valle, y finalmente volviendo a casa apenas una hora antes del alba. La casa estaba oscura; sólo se alcanzaba a ver el débil fulgor en la habitación donde él y su mujer dormían: las brasas entre cenizas, el fuego que encendiera en el hogar cuarenta y cinco años atrás, cuando se mudó a aquella casa, y que seguía ardiendo entonces. El cuarto donde dormía su hija estaba a oscuras. No necesitaba entrar en él para saber que estaba vacío. Contaba con ello. A George Wilkins le había sido dado disfrutar una noche más de compañía femenina, porque al día siguiente iba a fijar su residencia para mucho tiempo en un lugar en donde no la tendría. Cuando se metió en la cama, su mujer, sin despertar siquiera, dijo: —¿Dónde has estado? Toda la noche por los caminos, mientras la tierra pide a gritos la siembra... —Y dejó de hablar, aún dormida, y él, algún tiempo después, despertó. Era pasada la medianoche; yacía bajo la colcha, sobre el colchón desnudo; no triunfante, no vindicativo. Estaría sucediendo más o menos entonces. Sabía cómo actuaban: el sheriff blanco y los funcionarios del fisco y los policías reptarían sigilosamente entre los matorrales, empuñando una o dos pistolas, rodearían el alambique y olisquearían cada tocón y alteración del terreno como perros de caza, hasta dar con todas y cada una de las jarras y barriles, que cargarían luego hasta donde les esperaba el coche; tal vez hasta echarían un trago o dos para protegerse del frío nocturno antes de volver al escondrijo del alambique, donde esperarían sentados a que George Wilkins entrara en él candorosamente. Tal vez —pensó— aquello le serviría de lección a George Wilkins: la próxima vez se pensaría muy bien con la hija de quién se le ocurriría tontear. Luego su mujer, inclinada sobre la cama, le sacudía y gritaba. Acababa de amanecer. Corrió tras ella, en camisa y calzoncillos, y salieron al porche trasero. En el suelo, desvencijado y lleno de composturas, estaba el alambique de George Wilkins; sobre el porche podía verse también un abigarrado conjunto de tarros para fruta y jarras de gres y algún barril y un bidón de aceite de cinco galones que, a los ojos horrorizados y aún ofuscados por el sueño de Lucas, parecía poder contener el suficiente líquido como para llenar un abrevadero para caballos de diez pies de largo. Hasta podía ver tal líquido en los tarros de cristal: un fluido desvaído e incoloro, en el que aún flotaban las cáscaras trituradas de grano que el alambique de décima mano de George Wilkins no había logrado desechar.

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—¿Dónde estuvo Nat anoche? —gritó, sacudiendo a su mujer por el hombro—. ¿Dónde estuvo Nat, mujer? —Salió nada más salir tú —gritó su mujer—. ¡Te siguió! ¿No lo sabías? —Lo sé ahora —dijo Luke—. ¡Trae el hacha! —dijo—. ¡Destroza esto! No tenemos tiempo para llevárnoslo de aquí. Pero tampoco tuvieron tiempo de hacer nada. Fue el sheriff en persona, seguido de uno de sus agentes, quien apareció por una esquina de la casa. —Maldita sea, Luke —dijo el sheriff—. Te creía más sensato. —Esto no es mío —dijo Lucas—. Y usted lo sabe. George Wilkins... —No te preocupes por George Wilkins —dijo el sheriff—. También le he detenido. Está ahí fuera, en el coche, con esa chica tuya. Vete a ponerte los pantalones. Nos vamos a la ciudad.

Dos horas después se encontraba en el despacho del comisario, en el Palacio de Justicia Federal de Jefferson; con semblante inescrutable, parpadeando un poco, escuchaba la pesada respiración de George Wilkins, que estaba a su lado, y las voces de los hombres blancos. —Maldita sea, Carothers —dijo el comisario—. ¿Qué clase de historia de Montescos y Capuletos senegambianos es ésta? —¡Pregúnteles a ellos! —dijo Edmonds con violencia—. Wilkins y la chica de Luke quieren casarse. Luke no quiere ni oír hablar del asunto por algún motivo..., y ahora creo que estoy descubriendo cuál es. Así que anoche Luke vino a mi casa y me dijo que Wilkins tenía un alambique en mis tierras, pues sabía condenadamente bien lo que yo haría, no en vano llevo años diciéndoles a esos negros de mi hacienda lo que iba a hacer si alguna vez descubría una sola gota de ese maldito whisky del demonio en mis tierras... —Y recibimos la llamada telefónica del señor Roth —ahora era uno de los agentes quien hablaba: un hombre rechoncho y locuaz, con las piernas embarradas a la altura de las pantorrillas y el semblante un tanto tenso y fatigado—, y fuimos allí y el señor Roth nos dijo dónde mirar. Pero en la hondonada donde él dijo no había ningún alambique, así que nos sentamos y nos pusimos a pensar dónde esconderíamos un alambique si fuéramos uno de los negros del señor Roth, y fuimos y miramos y al cabo de un rato, en efecto, allí estaba, desmontado y escondido todo con el cuidado y esmero del mundo, en la parte baja del arroyo, entre unos espesos matorrales. Pero se acercaba la hora del amanecer, así que decidimos volver a casa de George Wilkins para mirar debajo del piso de la cocina, como nos había dicho el señor Roth, y tener luego una pequeña charla con George. »Llegamos como a la salida del sol, y lo único que nos dio tiempo a ver fue a George y a esa chica caminando colina arriba en dirección a la casa de Luke, con una jarra de un galón en cada mano, pero George estrelló las jarras contra unas raíces antes de que le echáramos el guante. Luego la mujer de Luke empieza a chillar dentro de casa y damos la vuelta corriendo hasta la parte trasera y nos encontramos con otro alambique en el patio de Luke, con unos cuarenta galones del cuerpo del delito allí apilados en el porche de atrás, como si tuviera intención

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de organizar una subasta, y Luke en calzoncillos y faldones, de pie chillando: “¡Trae el hacha y destrózalo! ¡Trae el hacha y destrózalo!” —¿Pero a quién acusa? —dijo el comisario—. Fueron a detener a George, pero las pruebas acusan todas a Luke. —Había alambiques —dijo el agente—. Y George y la chica, los dos afirman que Luke lleva veinte años haciendo y vendiendo whisky allí mismo, en el patio trasero de esa casa propiedad del señor Roth. Parpadeando, Lucas se encontró con la mirada airada de Edmonds, una mirada en la que no había reproche, en la que ya no había sorpresa, sino un agravio torvo y furibundo. Luego, sin mover siquiera los ojos y sin que se operara cambio alguno en su semblante, había dejado de mirar a Edmonds y parpadeaba con calma, escuchando a su lado la respiración pesada de George Wilkins — semejante a la de alguien sumido en un profundo sueño— y las voces de los blancos: —Pero no pueden hacer que su propia hija testifique contra él. —Pero puede hacerlo George —dijo el agente—. George no es pariente suyo. Y no digamos si George se ve, como ahora, en el aprieto de tener que pensar, y rápido, en algo que decir que valga la pena. —Que el tribunal se ocupe de ello, Tom —dijo el sheriff—. Me he pasado la noche en vela y ni siquiera he desayunado todavía. Le he traído un detenido y dos testigos y treinta o cuarenta galones de prueba. Dejémoslo así por nuestra parte. —Yo creo que han traído dos detenidos —dijo el comisario. Y se puso a escribir en el papel que tenía delante. Lucas observaba, parpadeando, la mano en movimiento—. Voy a encerrarles a los dos. George puede declarar contra Luke si lo desea. Y la chica contra George. Tampoco ella es pariente de él.

Lucas podría haber pagado las fianzas de ambos sin alterar siquiera el número de cifras en el saldo de su cuenta corriente. Una vez Edmonds hubo pagado ambas fianzas, sin embargo, volvieron al coche. Conducía George ahora, y Nat iba a su lado, acurrucada contra un costado del asiento delantero. Diecisiete millas más tarde, cuando el coche se detuvo ante la puerta, Nat se apeó de un salto —seguía sin mirar a Lucas— y corrió camino arriba hacia la casa. Ellos siguieron hasta la cuadra, donde se apeó George. Aún llevaba el sombrero inclinado sobre la oreja derecha, pero su cara color sepia no estaba llena de dientes como solía. —Adelante, coge tu mula —dijo Edmonds. Luego miró a Lucas—. ¿Y tú a qué esperas? —Pensé que quería decirme usted algo —dijo Lucas—. ¿Así que los parientes de uno no pueden declarar contra él ante el tribunal? —Tú no tienes que preocuparte por eso —dijo Edmonds—. George no es pariente tuyo y puede contar muchas cosas. Y si él empieza a olvidar las cosas, Nat, que no es pariente suyo, también puede contar mucho. Ya no hay remedio. Si George Wilkins y Nat intentaran ahora comprar una licencia de matrimonio, probablemente os colgarían a los dos, a ti y a George. Además, si el juez Cowan no lo hace, yo mismo os voy a mandar a la penitenciaría en cuanto terminéis la siembra. Ahora baja al arroyo, a tu parcela

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sur. No vuelvas hasta que la hayas plantado entera. Si aún sigues al anochecer, mandaré a alguien con un farol. Pero antes de la caída del sol había acabado su trabajo. Ya estaba de vuelta en el establo, y había dado de beber y de comer y cepillado y acomodado en su cuadra a la mula y colgado los aperos en el gancho, junto a la puerta de la cuadra, mientras George aún le estaba quitando los arreos a la suya. Luego, en el incipiente crepúsculo, subió por la colina en dirección a su casa. No caminaba de prisa, y ni siquiera miró hacia atrás al hablar: —George Wilkins. —Señor —dijo George, a su espalda. Lucas no aminoró el paso ni miró hacia atrás. Siguieron caminando colina arriba, y llegaron a la puerta desvencijada de la gastada cerca que rodeaba el pequeño patio polvoriento. Entonces Lucas se paró y volvió la vista a George, que, esbelto y atildado incluso en mono, con cintura de avispa, seguía sin exhibir los dientes y tenía la cara seria, por no decir grave, bajo su ajado jipijapa ladeado. —¿Qué es lo que pretendías exactamente? —dijo Lucas. —No lo sé con certeza, señor —dijo George—. Fue idea de Nat principalmente. No pretendimos nunca crearle problemas. Nat dijo que si cogíamos el perol donde usted y el señor Roth le dijeron al sheriff que estaba y lo traíamos aquí y usted se lo encontraba ahí en el porche trasero, a lo mejor, cuando le brindáramos nuestra ayuda para deshacerse de él antes de que llegara el sheriff usted cambiaba de opinión en lo de prestarnos el dinero necesario para... Bueno, para que nos casáramos... Lucas miró a George. No pestañeó. —¡Ja! —dijo—. Hay más gente que yo metida en este lío. —Sí, señor —dijo George—. Así parece. Espero que me sirva de lección. —Eso espero yo también —dijo Lucas—. Cuando te manden a Parchman tendrás tiempo de sobra para meditar al respecto. —Sí, señor —dijo George—. Y máxime con usted allí para ayudarme a hacerlo. —¡Ja! —volvió a decir Lucas. Siguió mirando fijamente a George; alzó la voz, aunque muy poco: una palabra sola, fría y perentoria, mientras seguía con la mirada fija en George—: Nat.

La chica bajó por el sendero, descalza, con un vestido de percal descolorido y pulcro y un pañuelo de color vivo en la cabeza. Había estado llorando. —No fui yo quien le dijo al señor Roth que telefoneara al sheriff y su gente — dijo. —He cambiado de opinión —dijo Lucas—. Voy a dejar que tú y George Wilkins os caséis. Ella le miró; él vio cómo la mirada de ella iba veloz hasta George y volvía. —El cambio ha sido rápido —dijo ella. Le estaba mirando. Pero luego Lucas se dio cuenta de que no le miraba a él; vio cómo levantaba la mano y se tocaba un instante el vivo pañuelo de algodón que ceñía su cabeza—. ¿Casarme yo con George e irme a vivir a esa casa que tiene el porche trasero todo caído, donde

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para ir a buscar agua a la fuente tendría que andar media milla de ida y otra media de vuelta? ¡Si ni siquiera tiene hornillo! —En mi chimenea se cocina bien, y puedo apuntalar el porche —dijo George. —Y yo podría acostumbrarme a andar una milla con dos grandes cubos de agua —dijo ella. Y, sin que su alta y clara voz de soprano decayese, dejó de mirar la cara de su padre. —Un hornillo para la cocina. Y el porche de atrás apuntalado. Y un pozo. —Un porche trasero nuevo —dijo ella. Pero fue como si no hubiera dicho nada. —El porche de atrás reparado —dijo él. Era evidente que ella ya no le miraba. Volvió a levantar la mano, de dedos ágiles y delicados y palma de matiz más tenue y claro, y se tocó la parte de atrás del pañuelo de cabeza. Lucas se movió—. George Wilkins —dijo. —Señor —dijo George. —Entra en casa —dijo Lucas. Llegó el día por fin. Él y Nat y George, en traje de domingo, esperaron en la puerta hasta que el coche descendió por el sendero privado. —Buenos días, Nat —dijo Edmonds—. ¿Cuándo has llegado? —Volví ayer, señor Roth. —Te quedaste bastante tiempo en Jackson. —Sí, señor. Me fui al día siguiente de que usted y papá y George se fueran a la ciudad con el sheriff y su gente. —Tú y George adelantaos un momentito —dijo Edmonds. Echaron a andar. Lucas se quedó al lado del coche. Era la primera vez que Edmonds le dirigía la palabra desde aquel día, hacía tres semanas; como si su cólera hubiera tardado ese tiempo en consumirse, o mejor aún, en amainar, pues aún seguía latente. —Supongo que sabes lo que te va a pasar —dijo Edmonds—, cuando ese abogado se despache con Nat, y Nat se despache con George, y George se despache contigo, y el juez Gowan se despache con George y contigo. Has estado aquí con mi padre durante veinticinco años, hasta su muerte; llevas conmigo veinte años... ¿Eran tuyos aquel alambique y aquel whisky que encontraron en tu patio trasero? —Usted sabe que no —dijo Lucas. —De acuerdo —dijo Edmonds—. ¿Y el otro alambique que encontraron en la parte baja del arroyo? ¿Era tuyo? Se miraron. —No se me juzga por ése —dijo Lucas. —¿Era tuyo ese alambique, Luke? —dijo Edmonds. Se miraron. La cara de Edmonds miraba una cara vacía por completo, impenetrable. —¿Quiere usted que le conteste? —dijo Lucas. —¡No! —dijo Edmonds con violencia—. ¡Sube al coche! Tanto la plaza como las calles que conducían al lugar estaban atestadas de coches y carros. Precedidos por Edmonds, cruzaron la abarrotada acera situada ante la puerta principal, flanqueados por caras conocidas —otros arrendatarios

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de la misma hacienda, de otras haciendas asentadas a lo largo del arroyo, venidos también en desvencijados y renqueantes camiones y automóviles cerrados, que habían recorrido las diecisiete millas sin esperanza siquiera de llegar a entrar en la sala del proceso, resignados a esperar en la calle y verlos pasar—, y por caras que conocían sólo de oídas: los ricos abogados blancos, que charlaban entre sí en torno a vegueros, los poderosos y altivos de la tierra. Luego, en el vestíbulo de mármol, George empezó a andar cautelosamente sobre los duros tacones de sus zapatos de domingo, y Edmonds, al sentir un golpecito en el brazo, se volvió y vio en la mano extendida de Lucas el grueso, doblado y sucio documento, el cual, al abrirse rígidamente por los viejos y manoseados pliegues, dejó ver, entre el texto llano y categórico que figuraba arriba de la firma y el sello, la letra impersonal y legible del anónimo escribiente que había consignado los dos nombres: George Wilkins y Nathalie Beauchamp, y una fecha de octubre del año anterior. —¿Quieres decir —dijo Edmonds— que has tenido este papel todo el tiempo? ¿Has tenido este papel todo el tiempo? Pero el rostro que miraba seguía impenetrable, casi somnoliento. —Entrégueselo al juez Gowan —dijo Lucas. El asunto no llevó mucho tiempo. En el pequeño despacho, circunspectos y en silencio, se sentaron en el borde del duro banco, sin que sus espaldas tocaran el respaldo, mientras el alguacil masticaba un palillo de dientes y leía el periódico. Luego atravesaron la sala del tribunal sin detenerse; pasaron entre los bancos vacíos y entraron por una puerta a otro despacho, más grande y tranquilo y confortable que el primero, donde les aguardaba un hombre de aire enojado a quien Lucas conocía sólo de oídas: el fiscal federal, afincado en Jefferson tras el cambio de administración, hacía apenas ocho años. Pero también estaba Edmonds, y detrás de la mesa se hallaba sentado un hombre a quien Lucas sí conocía, un hombre que treinta y cuarenta años atrás, en tiempos del viejo Zach Edmonds, solía aparecer en la temporada de la codorniz y quedarse unas semanas, y a quien Lucas le sujetaba el caballo para que desmontara y disparaba cuando los perros mostraban la pieza. —¿Lucas Beauchamp? —dijo el juez—. ¿Con treinta galones de whisky y un alambique sobre su porche trasero en pleno día? Tonterías. —Pues ahí tiene —dijo el hombre enojado, extendiendo las manos abiertas— . Tampoco yo sabía nada hasta que Edmonds... Pero el juez no escuchaba al hombre enojado. Miraba a Nat. —Ven aquí, muchacha —dijo. Nat dio unos pasos hacia adelante y se detuvo. Lucas pudo ver cómo temblaba. Pequeña, delgada como un tallo, joven, era la menor de sus hijos y la última; tenía diecisiete años, había nacido en la edad anciana de su esposa y — según admitía Lucas a veces— de él mismo. Era demasiado joven para casarse, para enfrentar los problemas que la gente casada ha de superar a fin de llegar a la vejez y descubrir por sí misma el sabor de la paz. No bastaban un hornillo y un porche trasero nuevo y un pozo. —¿Eres la chica de Luke? —dijo el juez. —Sí, señor —dijo Nat—. Me llamo Nat. Nat Wilkins. Esposa de George Wilkins. Lo dice el papel que tiene usted en la mano.

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—Ya lo veo —dijo el juez—. Está fechado en octubre pasado. —Sí, señor juez —dijo George—. Tenemos ese papel desde el año pasado, cuando vendí el algodón. Nos casamos entonces, pero ella no quiso venir a vivir a mi casa hasta que el señor Luke..., bueno, quiero decir hasta que yo no consiguiera un hornillo y reparara el porche y cavara un pozo. —¿Y has hecho ya todo eso? —Sí, señor juez —dijo George—. Estoy en ello. Estará todo listo en cuanto me ponga a dar martillazos y a cavar. —Ya —dijo el juez—. Henry —le dijo al alguacil—, ¿tiene el whisky en algún sitio donde pueda ser vertido? —Sí, juez. —¿Y los alambiques donde pueda destrozarlos, hacerlos añicos? —Sí, juez. —Pues despeje mi despacho. Lléveselos de aquí. Llévese al menos a esa especie de payaso charlatán. —George Wilkins —susurró Lucas—, está hablando de ti. —Sí, señor —dijo George—. Así parece.

Pero antes de que transcurrieran tres semanas empezó a sentirse impaciente, probablemente a causa de la inactividad. Había sembrado ya toda su tierra, tras una buena estación, y las semillas de algodón y de maíz brotaban casi bajo los pies, entre las breves e impetuosas lluvias y el rico caudal del sol del norte. Un día a la semana de trabajo bastaría para hacer que arraigaran, de modo que después de dar su bazofia a los cerdos y de cortar un poco de leña para cocinar, no tendría nada que hacer sino apoyarse en la cerca al fresco matinal y mirar cómo crecían. Pero a la tercera semana, finalmente, estaba en la cocina junto a la puerta cuando vio a George Wilkins entrar en la parcela a la luz del crepúsculo y dirigirse al establo y entrar en él y salir al punto con su yegua —la yegua de Lucas—, un animal gordo y de edad mediana, y engancharla al carro montado sobre ballestas y dejar la parcela y seguir hacia adelante. Así que a la mañana siguiente no llegó más allá del primero de sus campos, donde se quedó mirando el algodón, en medio del luminoso rocío, hasta que su mujer empezó a llamarle desde la casa a gritos. Nat estaba sentada al lado del hogar, aquel hogar en donde desde hacía cuarenta y cinco años ardía el fuego, inclinada hacia adelante, con las manos colgando blandamente entre las rodillas y la cara congestionada y abotargada por el llanto. —¡Tú y tu George Wilkins! —dijo la mujer de Lucas cuando lo vio entrar—. Anda, díselo. —No ha empezado a hacer el pozo —dijo Nat—. Ni siquiera ha apuntalado el porche trasero. Ni siquiera ha empezado..., con todo el dinero que le diste. Y se lo dije y lo único que me respondió fue que no se había puesto a hacerlo todavía. Y esperé y se lo volví a decir y lo único que me respondió fue que no se había puesto a hacerlo todavía. Hasta que al final le dije que si no se ponía manos a la obra, como había prometido, iba a cambiar de opinión acerca de lo que vi aquella noche en que el sheriff y su gente vinieron por aquí, así que anoche me dijo que

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tenía que irse camino arriba, algo lejos, y que si quería venirme aquí a casa a pasar la noche, porque a lo mejor no volvía hasta tarde, y yo le dije que podía atrancar la puerta, pues pensé que se iba a hacer los preparativos para empezar el pozo. »Y cuando le vi coger la yegua y el carro de papá, estaba segura de que era eso lo que iba a hacer. Y no ha vuelto hasta que casi era de día, y no sólo no traía nada con que arreglar el porche o cavar el pozo, sino que se había gastado el dinero. Y entonces le dije lo que pensaba hacer, y he estado esperando a que se levantara el señor Roth y le he dicho que he cambiado de opinión acerca de lo que vi aquella noche, y el señor Roth se ha puesto a jurar y ha dicho que era demasiado tarde, pues ahora, al resultar que estaba casada con George, el tribunal no me escucharía, y me ha dicho también que vaya a buscaros y os diga a George y a ti que recojáis vuestras cosas y os vayáis de aquí antes de la caída del sol. —¡Encima eso! —dijo la mujer de Lucas—. ¡Ahí tienes a tu George Wilkins! —Pero Lucas se dirigía ya hacia la puerta—. ¿Adónde vas? —dijo la mujer—. ¿Y ahora adónde vamos a mudarnos? —No empieces a preocuparte acerca de adónde iremos hasta que Roth Edmonds empiece a preocuparse acerca de por qué no nos hemos ido —dijo Lucas.

El sol estaba ya alto. Iba a ser un día muy caluroso; antes de que se pusiera el sol crecerían un tanto el algodón y el maíz. Cuando llegó a casa de George, Lucas lo vio; su figura, de pie y en calma, asomaba detrás de la esquina. Lucas cruzó el patio sin yerba y cegado por el sol. —¿Dónde lo tienes? —dijo. —Lo escondí en la hondonada donde solía esconder el otro —dijo George—. Si esos policías no encontraron nada entonces, pensarán seguramente que de nada sirve mirar allí otra vez. —Necio —dijo Lucas—. ¿No te das cuenta de que no ha de pasar ni una semana, de aquí a las próximas elecciones, sin que haya uno de esos policías registrando la hondonada precisamente porque Roth Edmonds les dijo una vez que allí había un alambique? Cuando te cojan ahora, no tendrás ya ningún testigo con el que lleves casado desde el otoño pasado. —No van a cogerme —dijo George—. Ahora llevaré el negocio como usted me diga. He aprendido la lección. —Será mejor que así sea —dijo Lucas—. Llévate el carro en cuanto anochezca y saca eso de allí. Yo te diré dónde tienes que esconderlo. Ja —dijo—. Imagino que éste será más o menos como el que tenías en la hondonada, ¿eh? —No, señor —dijo George—. Éste es bueno. El serpentín es casi nuevo. Por eso no pude conseguir que el tipo me lo vendiera más barato. Fueron dos dólares más del dinero del porche y el pozo, pero los puse yo. Pero lo que me preocupa no es la posibilidad de que me cojan. Lo que no me puedo quitar de la cabeza es lo que vamos a decirle a Nat a propósito del porche trasero y del pozo. —¿A qué te refieres con vamos? —dijo Lucas. —Bueno, voy —dijo George. Lucas se quedó mirándole un instante. —George Wilkins —dijo.

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—Señor —dijo George. —Yo no le doy consejos acerca de su mujer a ningún hombre —dijo Lucas.

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No siempre es oro

I Cuando se aproximaron al economato, Lucas dijo: —Espere aquí. —No, no —dijo el viajante—. Hablaré yo con él. Si no logro vendérsela yo, no hay ninguna... El viajante, entonces, calló. Sin saber por qué. Era joven, no llegaba a los treinta; tenía, aunque inmaduros aún, el brío y el aplomo propios de su oficio; y era blanco. Sin embargo dejó de hablar y miró al negro de mono ajado, cuya cara delataba únicamente que tenía como mínimo sesenta años, y que le estaba mirando no sólo con dignidad, sino imperiosamente. —Usted espere aquí —dijo Lucas. Así que el viajante se apoyó sobre la cerca de la finca, en la luminosa mañana de agosto, mientras Lucas caminaba colina arriba y subía los gastados escalones, al lado de los cuáles se hallaba una potranca de brillante pelaje, con tres patas calzadas y una mancha en la frente y una pesada y cómoda silla sobre el lomo, y entraba en el economato. Allí, en un escritorio de tapa corrediza situado junto al ventanal frontal, en medio de hileras de estantes con latas de tabaco y de comida y específicos médicos, de ganchos de los que pendían cadenas para tirantes de caballerías y colleras y horcates, el amo escribía en un libro mayor. Lucas permaneció de pie, en silencio, mirando la nuca del hombre blanco; al cabo, éste miró en torno y Lucas dijo: —Ha venido. Edmonds, echado hacia atrás sobre el respaldo, hizo girar la silla. Mientras giraba aún sobre sí mismo fulminaba ya con la mirada a Lucas; entonces, con inaudita violencia, dijo: —¡No! —Sí —dijo Lucas.

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—¡No! —Se ha traído la máquina —dijo Lucas—. Funciona. Enterré un dólar esta mañana en el patio trasero, y la máquina fue directamente al sitio exacto y lo encontró. Sólo pide trescientos dólares por ella. Encontraremos ese dinero esta noche, y se lo podré devolver mañana por la mañana. —¡No! —dijo Edmonds—. Te he dicho una y cien veces que no hay dinero enterrado en estas tierras. Llevas aquí sesenta años. ¿Alguna vez has oído de alguien de la región con dinero suficiente como para permitirse enterrarlo? ¿Te imaginas que si alguien de la región hubiera enterrado algo que valiera tanto como veinticinco centavos, no lo habría desenterrado ya hace tiempo alguno de sus parientes o amigos o conocidos o vecinos? —Se equivoca —dijo Lucas—. La gente sigue encontrando dinero enterrado. ¿No le conté lo de aquellos dos forasteros blancos que vinieron un día al anochecer, hace tres años, y desenterraron veintidós mil dólares y se largaron sin que nadie llegara siquiera a verlos? Yo mismo vi el hoyo que hicieron y que luego rellenaron. Y la mantequera que había contenido el dinero enterrado. —Ja —dijo Edmonds—. ¿Y cómo sabes que fueron veintidós mil dólares? Pero Lucas se limitó a mirarle. No era obstinación. Era una paciencia infinita, casi comparable a la de Jehová, como si él, Lucas, se hallara empeñado en una controversia —que en parte redundaría en beneficio de su propio antagonista— con un idiota. —Su padre, si estuviera aquí, me habría prestado esos trescientos dólares — dijo. —Bien, pero yo, no —dijo Edmonds—. Tienes casi tres mil condenados dólares en el banco. Si pudiera evitar que malgastaras un solo centavo de ellos en esa maldita máquina que encuentra dinero, lo haría. Pero no, tú no tienes intención de utilizar tu dinero en absoluto, ¿verdad? Eres demasiado sensato como para arriesgarlo. —Parece ser que tendré que hacerlo —dijo Lucas—. Se lo pediré a usted una vez más... —¡No! —volvió a decir Edmonds con desatada e inaudita violencia. Lucas se quedó mirándole durante cierto tiempo, con aire casi contemplativo. Ni siquiera suspiró. —Está bien —dijo. Cuando se reunió con el viajante, estaba también su yerno, un joven de cintura estrecha y piel muy negra, con el rostro vivo y lleno de dientes blancos y un astroso panamá ladeado sobre la oreja derecha. El viajante echó una mirada a la cara de Lucas y se apartó bruscamente de la cerca. —Iré yo a hablar con él —dijo. —No —dijo Lucas—. No se le ocurra acercarse. —¿Qué va a hacer al respecto, entonces? —dijo el viajante—. Aquí me tiene, venido desde St. Louis... Lo que no comprendo aún es cómo consiguió usted convencerles de que le enviaran la máquina sin hacerle pagar ninguna entrada por adelantado. Y ahora mismo le diré una cosa: si tengo que volvérmela a llevar y presentar la cuenta de gastos de este viaje sin haber vendido nada, algo va a... —Aquí de pie no hacemos nada en absoluto —dijo Lucas.

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Los dos hombres le siguieron hasta la puerta, y luego hasta la carretera donde el viajante había dejado el coche. La máquina adivinadora descansaba sobre el asiento trasero, y Lucas se quedó ante la portezuela abierta, mirándola: era una caja metálica y oblonga, sólida y maciza, con un asa a cada extremo y unos botones y cuadrantes que le conferían un aura de seriedad, complejidad y eficiencia. Lucas, grave y absorto, permaneció allí mirándola. —Y funciona —dijo—. Lo he visto con mis propios ojos. —¿Y bien? —dijo el viajante—. ¿Qué es lo que piensa hacer? Tengo que saberlo, y así podré saber lo que he de hacer por mi parte. ¿No tiene usted trescientos dólares? Lucas, meditabundo, contemplaba la máquina. Siguió sin levantar la vista. —Vamos a encontrar ese dinero esta noche —dijo—. Usted ponga la máquina y yo le diré dónde buscar, e iremos a medias. —Ja, ja, ja —dijo el viajante con aspereza—. ¿Quiere que le cuente otro? —Seguro que lo encontramos, capitán —dijo el yerno de Lucas—. dos blancos se deslizaron hasta aquí una noche, hace tres años, y desenterraron veintidós mil dólares y se largaron con ellos antes de que saliera el sol. —¡Ya lo creo! —dijo el viajante—. Y tú supiste que eran exactamente veintidós mil porque encontraste los centavos sueltos donde los dejaron tirados. —No, señor —dijo el yerno de Lucas—. Hasta es posible que hubiera más de veintidós mil dólares. Era una mantequera grande. —George Wilkins —dijo Lucas, que seguía con medio cuerpo dentro del coche y sin volver la cabeza. —Señor —dijo su yerno. —Cállate. Luego, Lucas se volvió y miró al viajante, el cual volvió a ver un rostro absolutamente serio, absolutamente impenetrable, un tanto frío incluso. —Le daré a cambio una mula —dijo Lucas. —¿Una mula? —dijo el viajante. —Cuando encontremos el dinero esta noche, le volveré a comprar la mula por trescientos dólares. El yerno de Lucas se había puesto a pestañear con rapidez. Pero nadie reparaba en él. Lucas y el viajante se miraban mutuamente: la cara astuta, repentinamente atenta del joven hombre blanco; la cara absolutamente impenetrable del negro. —¿La mula es suya? —¿Cómo iba yo a cambiársela si no lo fuera? —Vamos a verla —dijo el viajante. —George Wilkins —dijo Lucas. —Señor —dijo su yerno. Seguía pestañeando rápida e ininterrumpidamente. —Ve a la cuadra y tráeme el ronzal —dijo Lucas.

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II Edmonds descubrió la falta de la mula tan pronto como los mozos de cuadra subieron aquella noche los animales a los pastos. Era una mula de tres años, llamada Alice Ben Bolt, que pesaba mil cien libras y por la que Edmonds había rechazado trescientos dólares aquella misma primavera. Edmonds, sin embargo, ni siquiera se puso a maldecir. Se limitó a desmontar y luego, mientras las rápidas pisadas de la yegua se perdían en la creciente oscuridad de la noche, permaneció junto a la cerca hasta que volvió a oírlas y el jefe de los mozos saltó a tierra y le entregó la linterna y la pistola. Edmonds montó entonces en su yegua y, acompañado de los dos negros a lomos de mulas sin silla, volvió a través de los pastos, vadeando el arroyo, hacia la brecha en la cerca por donde habían sacado a la mula. Desde allí siguieron sus huellas —las de la mula y las del hombre que la conducía—, que bordeando un campo de algodón, sobre la tierra blanda, llegaban hasta la carretera. A partir de allí también pudieron seguirlas; el jefe de los mozos iba a pie y llevaba la linterna, y avanzaron por donde el hombre había conducido a la mula sin herrar sobre la tierra más blanda que bordeaba la grava. —Son los cascos de Alice —dijo el jefe de los mozos—. Los reconocería en cualquier parte. Edmonds, más tarde, se daría cuenta de que ambos negros habían reconocido también las huellas del hombre. Pero en aquel momento su inquietud y cólera mismas habían obrado de cortocircuito en su normal perceptividad para con el comportamiento con los negros. Ni aun en caso de que él lo hubiera preguntado le habrían dicho ellos quién había dejado aquellas huellas, pero el conocimiento de que ellos lo sabían le habría permitido llegar a adivinarlo, y consecuentemente le habría liberado de las cuatro o cinco horas de confusión mental y tensión física en las que a continuación se vería envuelto. Perdieron el rastro. Había previsto poder seguir las huellas hasta el punto en donde la mula habría sido cargada en algún camión a la espera, tras lo cual volvería a casa y telefonearía al sheriff de Jefferson y a la policía de Memphis para que al día siguiente vigilaran los mercados de caballerías. Pero no encontraron tal punto. Les llevó casi una hora encontrar de nuevo las huellas, que en determinado momento se internaban en la grava y la cruzaban y descendían por entre la maleza de la orilla opuesta de la carretera, para reaparecer de nuevo en otro campo, cien yardas más lejos. Hambriento e iracundo, sobre la yegua que llevaba todo el día ensillada y también sin alimento, Edmonds siguió las oscuras siluetas de las mulas, de las que tiraba el brazo extendido hacia atrás del mozo negro subalterno que le precedía a pie, y maldijo la oscuridad y la mezquina luz que llevaba el jefe de mozos y de la que por fuerza dependían. Dos horas después se encontraban en el lecho del arroyo, a cuatro millas de la casa. Ahora también él iba a pie, por miedo a romperse la cabeza contra una rama, tropezando y abriéndose camino entre las zarzas y matorrales y ramas y troncos podridos por donde discurrían las huellas, tirando con una mano de la yegua y protegiéndose la cara con el brazo y tratando de ver dónde ponía los pies, de forma que tropezó con una de las mulas, e instintivamente saltó en la dirección correcta, pues en aquel preciso instante la mula lanzó la coz, y entonces se dio cuenta de que los negros se habían detenido. Luego, maldiciendo ya en voz

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alta y desplazándose de nuevo con rapidez a fin de esquivar a la otra mula, que debía de hallarse en algún lugar a su izquierda, cayó en la cuenta de que la linterna estaba apagada y vio él también el tenue y humoso resplandor de la antorcha de madera resinosa que se dejaba ver allá adelante, entre los árboles. La antorcha se estaba moviendo. —Exacto —dijo de prisa—. Mantened la linterna apagada. —Llamó por su nombre al mozo subalterno—: Dale a las mulas de Dan y ven a coger la yegua. Esperó, mientras miraba la luz, hasta que la mano del negro buscó a tientas la suya. Entonces soltó las riendas y caminó en torno a las mulas, sacando la pistola y sin dejar de mirar la llama que se movía. —Dame la linterna —dijo. Cogió la linterna que le tendía la mano a tientas— . Tú y Oscar esperad aquí. —Será mejor que vaya con usted —dijo el negro. —De acuerdo —dijo Edmonds—. Déjale a Oscar las mulas. Se adelantó sin esperar, aunque de cuando en cuando podía oír al negro a sus espaldas. Ambos se movían tan sigilosa y rápidamente como les era posible. La ira no había amainado en él. Era una ira caliente; gravitaba sobre él una suerte de vehemencia, una suerte de exultación vindicativa a medida que avanzaba, despreocupado de la maleza y de los troncos, con la linterna en la mano izquierda y la pistola en la derecha, ganando terreno a la antorcha moviente, irrumpiendo al fin en una especie de claro, en cuyo centro descubrió a dos hombres que miraban hacia él: uno llevaba ante sí lo que Edmonds tomó al principio por un recipiente de forraje; el otro sostenía sobre lo alto de su cabeza la humeante tea de pino. Entonces Edmonds reconoció el astroso panamá de George Wilkins, y comprendió no sólo que los dos negros que le acompañaban habían sabido siempre quien había hecho las huellas, sino que el objeto en manos de Lucas no era ningún recipiente para forraje, y que él debía haber sabido desde un principio qué había sido de su mula. —¡Tú, Lucas! —gritó. George, arqueando el cuerpo, arrojó lejos la antorcha, pero la linterna los había ya ensartado. Edmonds, entonces, vio al hombre blanco, con su sombrero de ala dura y su corbata y todo lo demás, surgido de junto a un árbol, con los pantalones arremangados hasta las rodillas y los pies ocultos bajo el barro apelmazado. —Muy bien —dijo Edmonds—. Adelante, George, echa a correr. Me parece que puedo acertar a tu sombrero sin siquiera tocarte. Se acercó; el haz de la linterna se acortó al chocar con la caja metálica que Lucas llevaba ante sí, y brilló centelleante ante los botones y esferas. —¿Así que era eso? —dijo—. Trescientos dólares. Me gustaría que alguien trajera a este país una semilla que exigiera el trabajo de todos los días sin excepción, desde Año Nuevo hasta Navidad. En cuanto a vosotros los negros se os deja sin hacer nada, empiezan los problemas. No voy a preocuparme por Alice esta noche, y si tú y George queréis pasaros el resto de ella de aquí para allá con esa maldita cosa, allá vosotros... Pero que esa mula esté en su cuadra para la salida del sol. ¿Me oís? Edmonds había olvidado la existencia del hombre blanco, que apareció de pronto junto a Lucas y dijo:

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—¿De qué mula está hablando? Edmonds dirigió hacia él la linterna por espacio de un instante. —De mi mula, señor —dijo. —Tengo el contrato de compraventa de esa mula —dijo el joven—. Firmado por Lucas aquí presente. —Pues consérvelo —dijo Edmonds—. Puede utilizarlo para encender lámparas el invierno que viene. —¿De veras? —dijo el joven—. Mire, señor Como-se-llame... Pero Edmonds había vuelto ya la linterna hacia Lucas, que seguía sosteniendo ante sí la máquina adivinadora. —Pensándolo bien —dijo Edmonds—, no voy a preocuparme por esa mula en absoluto. Ya te dije esta mañana lo que pienso de este asunto. Eres un hombre adulto: si quieres hacer tonterías al respecto, yo no puedo impedírtelo. Pero si la mula no está en su cuadra mañana al salir el sol, telefonearé al sheriff. ¿Me has oído? —Le he oído —dijo Lucas. —Muy bien, gran chico —dijo el viajante—. Si alguien mueve esa mula de donde está antes de que yo pueda llevármela, telefonearé al sheriff. ¿Me ha oído también? Ahora Edmonds saltó furioso y contenido, y dirigió el haz de luz contra el viajante. —¿Me hablaba usted a mí, señor? —dijo. —No —dijo el viajante—. Le hablaba a él. Y me ha oído. Edmonds siguió manteniendo el haz de luz sobre el viajante unos instantes. Luego lo dejó caer, de forma que sólo pudieron verse ya las piernas y pies de todos ellos, clavados sobre el fango y su refracción como si se hallaran hundidos en una charca de agonizantes aguas. Volvió a meterse la pistola en el bolsillo. —Bien, usted y Lucas tienen hasta el amanecer para zanjar el asunto. Porque esa mula tiene que estar en mi establo para la salida del sol. Se volvió y caminó hacia donde le aguardaba Dan; la luz oscilaba y parpadeaba ante él; al cabo de unos instantes dejó de verse. —George Wilkins —dijo Lucas. —Señor —dijo George. —Busca la antorcha y vuelve a encenderla. Así lo hizo George, y una vez más el rojo resplandor se agitó en medio de un humo denso, recortándose en lo alto contra las estrellas agosteñas de pasada la medianoche. —Ahora agarra un extremo de esto —dijo Lucas—. Tengo que encontrar ese dinero en seguida. Pero al alba no lo habían encontrado; la antorcha palidecía a la luz débil y cargada de rocío; el hombre blanco dormía sobre la tierra húmeda, hecho un ovillo para defenderse del frío húmedo del amanecer, sin afeitar, con el pretencioso sombrero de ciudad, la corbata, la sucia camisa y los embarrados pantalones arremangados hasta las rodillas, y los pies, cuyos zapatos esplendían de lustre el día anterior, llenos de fango apelmazado. Lo despertaron, y se incorporó maldiciendo. Pero supo al instante dónde estaba, porque dijo:

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—Bien, veamos. Si esa mula pone una pata fuera de ese almacén de algodón, iré en busca del sheriff. —Sólo quiero una noche más —dijo Lucas—. Ese dinero está aquí. —¿Y qué hay de ese tipo que dice que la mula es suya? —Me ocuparé de ese asunto esta mañana. No tiene que preocuparse por ello. Además, si se trata de llevarse la mula usted mismo, el sheriff se la quitará. Déjela donde está y déjeme utilizar la máquina una noche más. Luego yo lo arreglaré todo. —De acuerdo —dijo el viajante—. Pero ¿sabe lo que le va a costar? Esa noche le va a costar exactamente veinticinco dólares más. Ahora me voy al pueblo a meterme en la cama. Dejó a Lucas y a George ante la puerta de George. El coche enfiló camino abajo, y ambos lo vieron alejarse con rapidez. George empezó a pestañear atropelladamente. —¿Y ahora qué vamos a hacer? —dijo. Lucas pareció despertar. —Desayuna lo más rápido que puedas y ven a mi casa. Tienes que ir al pueblo y estar de vuelta para el mediodía. —Yo también necesito acostarme —dijo George—. Me siento muy mal si no duermo. —No te preocupes —dijo Lucas—. Desayuna y luego ven a mi casa rápido. Cuando George llegó a la puerta, media hora más tarde, Lucas salió a su encuentro con el cheque ya preparado, escrito con su letra apretada, laboriosa, aunque perfectamente legible. Era por cincuenta dólares. —Que te den dólares de plata —dijo Lucas—. Y vuelve antes del mediodía. Empezaba a oscurecer cuando el coche del viajante se detuvo de nuevo ante la puerta de Lucas, donde lo esperaban Lucas y George con una pala de mango muy largo. El viajante iba recién afeitado, y su cara mostraba los efectos del sueño reparador; el sombrero de ala dura había sido cepillado y su camisa estaba limpia. Pero ahora llevaba unos pantalones de algodón caqui en los que aún podía verse la etiqueta del fabricante y las líneas rígidas que denotaban haber estado plegado hasta hacía muy poco en el estante de la tienda. Cuando Lucas y George se acercaron, dirigió al primero una mirada dura y burlona. —No voy a preguntar si mi mula está bien —dijo—. Porque no hay necesidad, ¿no? —Está perfectamente —dijo Lucas. Lucas y George se acomodaron en el asiento trasero, al lado de la máquina adivinadora. El viajante metió la velocidad, pero siguió sin poner el coche en marcha. —¿Bien? —dijo—. ¿Por dónde quiere darse el paseo esta noche? ¿Por el mismo sitio? —No —dijo Lucas—. Yo le diré por dónde. Estuvimos buscando en un sitio equivocado. Leí mal el papel. —Ya lo creo —dijo el viajante—. Y haberlo descubierto bien vale esos veinticinco dólares... El coche se había puesto en movimiento, pero el viajante lo paró en seco tan repentinamente que Lucas y George, sentados hasta entonces cautamente en el

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borde del asiento, se vieron proyectados hacia adelante antes de que pudieran darse cuenta. —¿Qué ha dicho que hizo? —dijo el viajante. —Que leí mal el papel —dijo Lucas. —¿Qué papel? ¿Es que tiene alguna carta o algo así que diga dónde está enterrado el dinero? —Así es —dijo Lucas. —¿Dónde la tiene? —Guardada en casa —dijo Lucas. —Vaya por ella. —No se preocupe —dijo Lucas—. Esta vez la leí bien. El viajante siguió unos instantes más con la cabeza vuelta mirando por encima de su hombro. Luego volvió a mirar al frente; y volvió a meter la velocidad. —De acuerdo —dijo—. ¿Dónde es? —Usted siga —dijo Lucas—. Ya le indicaré. No era en el lecho del arroyo, sino en una colina que dominaba su cauce, un grupo de cedros desmochados, las ruinas de antiguas chimeneas, una depresión que fue en un tiempo un pozo o una cisterna, los viejos campos esquilmados que se extendían a lo lejos y unos cuantos tocones en lo que había sido un huerto, todo ello umbrío y vago bajo el cielo sin luna donde vagaban las vivas estrellas del final de verano. —Es en el huerto —dijo Lucas—. Está en dos partes, enterrado en dos sitios diferentes. Una parte está en el huerto. —Con tal de que el tipo que le escribió la carta no hay venido y vuelto a juntarlo... —dijo el viajante—. ¿A qué esperamos? Venga, Jack —le dijo a George—. Saca eso de ahí. George descargó la máquina del coche. El viajante llevaba ahora su propia linterna, completamente nueva, en el bolsillo del pantalón. Pero no la encendió de inmediato. —Santo Dios, será mejor que esta vez lo encuentre usted al primer intento. Estamos en una colina. Seguramente no habrá nadie en diez millas capaz de andar que no se presente aquí arriba en menos de una hora, para fisgar lo que hacemos. —No me lo diga a mí —dijo Lucas—. Dígaselo a esa caja zumbadora de trescientos veinticinco dólares que me he comprado. —No la ha comprado todavía, gran chico —dijo el viajante—. Dice que uno de los sitios es el huerto. Muy bien. ¿Dónde? Lucas echó a andar con la pala y se internó en el viejo huerto, y los otros le siguieron. El viajante vio cómo Lucas se paraba, echaba una ojeada a los árboles y al cielo para orientarse, luego volvía a avanzar, para al rato pararse de nuevo. —Podemos empezar aquí —dijo. El viajante encendió la linterna; ahuecó la mano en torno al haz de luz a fin de que iluminara la caja metálica que transportaba George. —Está bien, Jack —dijo—. En marcha. —Será mejor que la lleve yo —dijo Lucas.

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—No —dijo el viajante—. Usted está demasiado viejo. Ni siquiera sé si será capaz de seguir nuestro ritmo. ¡Vamos, Jack! Así que Lucas se situó al otro costado de George y caminó con la pala en la mano, mirando las pequeñas y brillantes esferas de la máquina iluminadas directamente por el haz de la linterna, mientras recorrían el huerto de un lado para otro. Seguía pendiente de ellas, absolutamente atento y con aire grave, cuando las agujas empezaron a girar y experimentar bruscas sacudidas y finalmente a temblar. Entonces sostuvo él la máquina mientras George cavaba sobre el círculo concentrado del haz de la linterna, y vio emerger al fin la lata herrumbrosa y la cascada rutilante de dólares de plata derramándose sobre las manos del viajante, y oyó la voz del viajante: —¡Oh, santo Dios! ¡Santo Dios! Lucas se puso también en cuclillas; se miraron, frente a frente, desde cada lado del hoyo. —De todas formas, ya he encontrado parte de ello —dijo Lucas. El viajante, con una mano sobre las monedas esparcidas, lanzó, casi instintivamente, un brusco golpe al aire con la otra, como si Lucas hubiera hecho ademán de alcanzar las monedas. Aún en cuclillas, se echó a reír ásperamente en dirección a Lucas, que seguía al otro lado del hoyo. —¿Que ha encontrado? Esta máquina no le pertenece, anciano. —La compré —dijo Lucas. —¿Con qué? —Con una mula —dijo Lucas. El joven se echó a reír de nuevo, con risa áspera y prolongada—. Le entregué el contrato de venta de la mula. —Papel que no vale un centavo. Allí abajo lo tiene, en mi auto. Vaya a cogerlo cuando quiera. Apiñó torpemente las monedas y volvió a meterlas en la lata. Se levantó con presteza y se alejó del alcance de la luz, hasta que sólo pudieron verse las perneras, aún con rígidos dobleces, de sus pantalones nuevos de algodón. Llevaba los mismos zapatos negros y bajos, que no había vuelto a hacer lustrar, sino simplemente limpiado. Lucas se levantó también, aunque despacio. —Muy bien —dijo el viajante—. Esto no es más que una mínima parte. ¿Cuál es el otro sitio? —Pregúnteselo a su máquina adivinadora —dijo Lucas—. ¿No se supone que debe saberlo? —Pues claro, maldita sea —dijo el viajante. —Entonces creo que nos podemos ir a casa —dijo Lucas—. George Wilkins. —Señor —dijo George. —Espere —dijo el viajante. Él y Lucas, dos sombras sin rostro, se enfrentaron en la oscuridad—. Aquí no hay más de cien dólares. La mayor parte está en otro sitio. Le daré el diez por ciento. —La carta es mía —dijo Lucas—. No es bastante. —El veinte. Y no más. —Quiero la mitad —dijo Lucas—. Y el papel de la mula, y otro papel que diga que la máquina me pertenece. —Mañana —dijo el viajante. —Lo quiero ahora —dijo Lucas.

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El rostro invisible miraba fijamente el suyo, también invisible. Él y George, en la atmósfera estival sin viento, creyeron sentir cómo el aire se movía al temblor del cuerpo del blanco. —¿Cuánto dijo que encontraron los otros tipos? —Veintidós mil dólares —dijo Lucas. —A lo mejor fueron más —dijo George—. Era una gran... De acuerdo —dijo de pronto el viajante—. Le daré un contrato de compra de la máquina en cuanto terminemos. —Lo quiero ahora —dijo Lucas. Volvieron al coche. Lucas sostuvo la linterna; vieron cómo el viajante abría de un tirón el portafolios de artículos patentados y sacaba de él con brusquedad su contrato de compra de la mula y se lo tendía a Lucas. Luego lo vieron rellenar con mano convulsa el largo impreso con copias de papel carbón, y firmarlo y arrancar una de las copias. —Será propiedad suya mañana por la mañana —dijo—. Hasta entonces me pertenece. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dijo Lucas—. ¿Y qué hay de los cincuenta dólares que hemos encontrado hasta ahora? ¿Me llevo la mitad? El viajante, esta vez, se limitó a reírse, con risa ronca y reiterativa y sin alegría. Luego salió del coche. Ni siquiera esperó a cerrar su portafolios. Lo vieron volver casi corriendo en dirección al huerto, con la máquina adivinadora y la linterna a cuestas. —Vamos —dijo—. Trae la pala. Lucas juntó los dos papeles: el que él había firmado vendiendo la mula, y el que el viajante había firmado vendiendo la máquina adivinadora. —George Wilkins —dijo. —Señor —dijo George. —Lleva la mula al sitio donde la cogiste. Y luego ve a decirle a Roth Edmonds que deje de preocupar a la gente con el asunto de la mula.

III Lucas subió los carcomidos escalones, a cuyo lado se erguía la lustrosa yegua de pesada silla, y entró en el economato, un recinto con sus hileras de estantes llenos de alimentos enlatados, con sus ganchos de los que pendían colleras y cadenas para tirantes de caballerías y horcates y útiles de labranza, con su olor a melaza y a queso y a cuero y a queroseno. Edmonds hizo girar su silla hasta quedar de espaldas al escritorio de tapa corrediza. —¿Dónde has estado? —dijo—. Hace dos días que mandé aviso de que quería verte. —Estaría en la cama —dijo Lucas—. Tuve que pasarme en pie las tres últimas noches. Y yo no puedo aguantarlo como cuando era joven.

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—Al fin parece que te has dado cuenta, ¿no? Pero la razón por la que quería verte es ese maldito tipo de Saint Louis. Dan dice que sigue rondando por ahí. ¿Qué es lo que está haciendo? —Está a la caza de dinero enterrado —dijo Lucas. —¿Qué? —dijo Edmonds—. ¿Haciendo qué, dices? —Buscando dinero enterrado —dijo Lucas—. Utiliza mi máquina de los hallazgos. Me la alquila. Por eso es por lo que he tenido que pasarme en vela noches enteras. Para acompañarle y asegurarme así de que podría recuperarla. Pero la noche pasada no apareció, de modo que me figuro que se habrá vuelto adondequiera que fuera de donde vino. Edmonds, sentado en su silla giratoria, le miró fijamente. —¿Que te la alquila a ti? ¿La misma máquina que te vendió? —Veinticinco dólares por noche —dijo Lucas—. Lo que me cobró a mí por usarla una noche. Calculo entonces que ése es su precio de alquiler. Eso es, al menos, lo que yo cobro. Edmonds se quedó mirando fijamente al hombre que se apoyaba en el mostrador, en quien no había otro signo de vejez que un ligero encogimiento de las mandíbulas, con su mono y camisa pulcros y descoloridos y el chaleco abierto y cruzado por una pesada leontina de oro, y el sombrero de castor de treinta dólares y hecho a mano que el padre de Edmonds le regaló cuarenta años atrás coronando una cara no sobria ni grave, sino inexpresiva por completo. Absolutamente impenetrable. —Porque ha estado buscando en un sitio equivocado —dijo Lucas—. Ha estado buscando sobre aquella colina. Y ese dinero está enterrado allá abajo, junto al arroyo. Aquellos dos blancos que vinieron una noche hace tres años y se largaron limpiamente con veintidós mil dólares... Finalmente Edmonds acabó por apartarse de la silla y ponerse en pie. Estaba temblando. Tomó una honda inspiración y caminó con firmeza hacia el viejo negro que se apoyaba en el mostrador, con el labio inferior lleno de polvo de tabaco. —Y ahora que nos hemos librado de él —decía Lucas—, yo y George Wilkins... Edmonds, mientras caminaba con firmeza hacia él, expelió el aire inspirado. Había imaginado que sería un grito, pero no fue mucho más que un susurro. —Sal de aquí —dijo—. Vete a casa. Y no vuelvas. No vuelvas nunca. Cuando necesites provisiones, manda a tu mujer por ellas.

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Bufón en negro

De pie, con el raído, descolorido, limpio mono que la propia Mannie le había lavado hacía sólo una semana, oyó cómo la primera palada de tierra golpeaba la caja de pino. Pronto tuvo él mismo una de las palas, que en sus manos (medía más de seis pies y pesaba más de doscientas libras) pareció una de esas palas de juguete con que los niños juegan en las orillas, y el medio pie cúbico de tierra lanzado por ella no mucho más que la liviana pizca de arena que hubiera lanzado la pala infantil. Uno de su cuadrilla en el aserradero le tocó el brazo y le dijo: —Déjamela a mí, Rider. Él ni siquiera vaciló. Soltó una mano en mitad del trayecto de la pala y la lanzó hacia atrás, y golpeando al otro en pleno pecho lo hizo retroceder unos pasos, y volvió a retomar con la mano la pala en movimiento; arrojaba la tierra con tal furia sin esfuerzo que el montículo parecía ir alzándose por propia voluntad, crecer no desde arriba sino emerger visiblemente hacia lo alto desde la tierra misma, hasta que al fin la tumba, salvo en su novedad patente, se asemejó a cualquier otra de las que se hallaban esparcidas por el terreno yermo, delimitadas sin ningún orden por trozos de barro cocido y botellas rotas y cascotes de ladrillo viejo y otros objetos sin significado aparente, pero que en realidad encerraban un profundo simbolismo y eran fatales para quien los tocara, y que ningún hombre blanco hubiera podido interpretar. Luego se irguió y lanzó con una mano e hincó sobre el montículo la pala, que quedó vibrando enhiesta como una jabalina, y se volvió y echó a andar, y siguió andando incluso cuando, del exiguo grupo de familiares y amigos y de unos cuantos viejos que les habían conocido a él y a su esposa muerta, desde su nacimiento, salió una anciana y le cogió del antebrazo. Era su tía. Lo había criado. Él no tenía de sus padres el mínimo recuerdo. —¿Adónde vas? —dijo ella. —Voy a casa —dijo él. —No debes volver allí tú solo. Necesitas comer. Ven a mi casa a comer. —Voy a casa —repitió él, liberándose de aquella mano como si su peso, sobre su antebrazo de hierro, no hubiera sido superior al de una mosca, mientras los otros (la cuadrilla del aserradero de la cual él era el capataz) le abrían paso en

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silencio. Pero antes de que llegara a la cerca uno de ellos le alcanzó; no hacía falta que nadie le dijera a Rider que se trataba de un emisario de su tía. —Espera, Rider —dijo el hombre—. Tenemos una jarra entre las matas...Y entonces dijo lo que no pretendía decir, lo que jamás se le había pasado por la cabeza decir en circunstancias como aquélla, por mucho que todo el mundo lo supiera: los muertos que aún no querían o no podían dejar la tierra, aunque la carne en la que un día habitaron hubiera sido devuelta a ella (pese a que los predicadores dijeran y reiteraran y sentenciaran que la dejaron no sólo sin pesar sino con júbilo para ascender a la gloria)—: No debes volver allí. Ella está ya caminando. No se detuvo; desde su alta cabeza, ligeramente echada hacia atrás, bajó la mirada hacia el otro, con los ojos enrojecidos en sus ángulos internos. —Déjame en paz, Acey —dijo—. No me molestes ahora. Y siguió su camino, pasando por encima de los tres alambres de la cerca sin alterar siquiera el paso, y cruzó el camino y entró en el bosque. Mediaba ya el crepúsculo cuando salió de él y atravesó el último campo y salvó la cerca también de una zancada y entró en el sendero. A aquella hora del anochecer de domingo estaba desierto —ninguna familia en carro, ningún jinete, ningún caminante camino de la iglesia que le hablara, que prudentemente reprimiera las ganas de volverse para mirarle una vez dejado atrás—, y en su suelo, en su polvo de agosto claro, liviano y seco como harina, la larga huella semanal de cascos y de ruedas había sido borrada por los pausados zapatos de paseo del domingo, bajo los cuales, en alguna parte, eclipsadas pero no idas, fijas y contenidas en el polvo apelmazado, se hallaban las delgadas huellas, de dedos gruesos y planos, de los pies desnudos de su esposa, cuando los sábados por la tarde caminaba hasta el economato para comprar las provisiones de la semana siguiente mientras él tomaba el baño, y él, sus propias huellas, clausuraban ahora un tiempo a medida que avanzaba, tan de prisa casi como un hombre más pequeño, arrostrando el aire que el cuerpo de ella había dejado vacío, tocando con los ojos los objetos — poste y árbol y campo y casa y colina— que los ojos de ella habían perdido. La casa era la última del sendero; no era suya, sino alquilada al terrateniente local blanco. Pero la renta la pagaba puntualmente por adelantado, e incluso, en el espacio de sólo seis meses, había echado un nuevo piso al porche y reconstruido y techado de nuevo la cocina, trabajando los sábados por la tarde y los domingos con la ayuda de su esposa, y había comprado un hornillo. Porque ganaba un buen sueldo: había estado trabajando en el aserradero desde que empezó a desarrollarse, a los quince y dieciséis años, y ahora, a los veinticuatro, era incluso capataz de la cuadrilla maderera, pues su cuadrilla movía desde el amanecer hasta el ocaso un tercio más de madera que cualquier otra, y a veces, envanecido por su propia fuerza, manejaba troncos, que normalmente dos hombres hubieran podido manejar sólo con ganchos; ni dejó de trabajar siquiera en los viejos tiempos, cuando en realidad no necesitaba el dinero, cuando gran parte de lo que deseaba —de lo que necesitaba, tal vez— no le costaba dinero: las mujeres brillantes y oscuras y siempre sin nombre a quienes no tenía que comprar; poco le importaba, además, qué ropa llevar, y siempre había comida a cualquier hora del día o de la noche en casa de su tía, que ni siquiera quería coger los dos dólares que él le entregaba todos los sábados. De modo que sólo había

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habido que pagar los dados y el whisky de los sábados y domingos hasta el día en que, seis meses atrás, vio por vez primera a Mannie, a quien había conocido toda su vida, y se dijo: «Se acabó con todo esto», y se casaron y alquiló una cabaña a Carothers Edmonds y en la noche de bodas encendió el fuego en el hogar como decían los relatos que tío Lucas Beauchamp, el viejo colono de Edmonds, lo había hecho cuarenta y cinco años atrás en el suyo, que ardía desde entonces. Y se levantaba y se vestía y desayunaba a la luz de la lámpara, para caminar después cuatro millas y llegar al aserradero para la salida del sol, y exactamente una hora después del ocaso entraba en casa de nuevo, y así día tras día, cinco a la semana, hasta el sábado. Entonces, no habría pasado aún la primera hora después del mediodía cuando subía las escaleras y llamaba, no en el marco o en la jamba de la puerta, sino en la parte inferior del techo mismo de la veranda, y entraba y hacía sonar la brillante cascada de dólares de plata sobre la mesa fregada de la cocina, donde su comida hervía a fuego lento sobre el hornillo y le esperaban la tina galvanizada de agua caliente y la lata de levadura en polvo que contenía el suave jabón y la toalla hecha de sacos de harina cosidos y lavados con agua hirviendo y la camisa y el mono limpios, y Mannie recogía el dinero y caminaba la media milla hasta el economato para comprar las provisiones para la semana siguiente, y depositaba el resto del dinero en la caja fuerte de Edmonds y volvía a casa y comían una vez más sin prisa después de cinco días, la carne de cerdo salada, las verduras, el pan de maíz, el suero de leche de la casa del pozo, la tarta que ella horneaba cada sábado en la cocina que él había comprado. Pero cuando puso la mano en la puerta tuvo de pronto la impresión de que no había nada detrás de ella. La casa, de todas formas, nunca había sido suya, pero ahora hasta los nuevos tablones y soleras y tablillas del tejado, el hogar y el hornillo y la cama formaban parte de la memoria de alguien que no era él, así que se detuvo ante la puerta a medio abrir y dijo en alta voz, como si se hubiera acostado en un lugar y al despertar súbitamente se hubiera encontrado en otro: —¿Qué estoy haciendo aquí? Y entonces vio al perro. Se había olvidado de él. Recordó no haberlo visto ni oído desde que rompió en aullidos poco antes del amanecer del día anterior; era un perro grande, con algo de mastín (él le había dicho a Mannie un mes después de la boda: «Necesito un perro grande. Tú eres lo único que tendré a mi lado un día, y sola días y días…»); salió de debajo de la veranda y se acercó, no corriendo sino más bien como si se deslizara al aire del crepúsculo, hasta quedar ligeramente apoyado contra su pierna, con la cabeza alzada hasta que los dedos de él la tocaron apenas con las puntas, encarando la casa y sin hacer ningún ruido; entonces, como si el animal tuviera poder sobre ella, como si hubiera hecho guardia ante ella durante su ausencia y sólo en aquel instante pusiera fin a ella, el armazón de tablones y tablillas que su amo tenía ante los ojos se solidificó, se llenó, y durante un instante a Rider le pareció imposible entrar en él. —Pero necesito comer —dijo—. Los dos necesitamos comer —dijo, adelantándose; pero el perro no le siguió hasta que Rider se volvió y lo maldijo—. ¡Ven aquí! —dijo—. ¿De qué tienes miedo? Ella te falta también, igual que a mí. Subieron las escaleras y cruzaron el porche y entraron en la casa —la estancia única, llena del crepúsculo, en donde aquellos seis meses se acumulaban y apiñaban ahora en un instante único, hasta el punto de no dejar espacio al aire

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necesario para respirar, acumulados y apiñados en torno al hogar donde el fuego, que habría de haber durado hasta el fin de ellos dos, frente al cual, al entrar en los días que precedieron a la compra del hornillo y tras la caminata de cuatro millas desde el aserradero, solía encontrarla, en cuclillas, dándole el contorno estrecho de su espalda y sus caderas, con una mano delgada extendida, protegiéndose la cara de las llamas sobre las que sostenía la sartén con la otra, se había convertido, desde que el sol salió el día anterior, en una tenue y seca capa sucia de ceniza muerta— y él, allí de pie, mientras la última luz se apagaba en torno al latido fuerte e indomable de su corazón y al hondo y acompasado ensanchamiento y encogimiento del pecho que el caminar veloz a través de los accidentados bosques y campos no había acelerado y la permanencia inmóvil en la estancia umbría y quieta no había aminorado. El perro, entonces, se apartó de él; la leve presión desapareció de su costado; oyó el chasquido y el siseo de sus uñas sobre el piso de madera al alejarse, y en un principio pensó que estaba huyendo. Pero el animal se paró ante la entrada, afuera, y él lo vio entonces, vio cómo alzaba la cabeza y se ponía a aullar. Y entonces la vio él también. Estaba de pie, en la puerta de la cocina, mirándole. Él no se movió. No respiró ni habló hasta que estuvo seguro de que su voz sería la de siempre, hasta que compuso el semblante para no sobresaltarla. —Mannie —dijo—. Todo está bien. No tengo miedo. Luego avanzó un paso hacia ella, lentamente, sin levantar siquiera la mano todavía, y se detuvo. Luego avanzó un paso más. Pero esta vez, tan pronto como él se desplazó, ella empezó a esfumarse. Él se detuvo al instante, conteniendo de nuevo la respiración, inmóvil, deseando que sus ojos vieran que ella se había detenido igualmente. Pero ella no se había detenido. Se desvanecía, estaba yéndose. —Espera —dijo, con la mayor dulzura con que jamás había oído a su voz hablar a una mujer—: Déjame ir contigo, cariño. Pero ella seguía yéndose; se iba ya velozmente; él pudo sentir entonces realmente entre ellos la barrera insuperable de su propia fuerza, de aquella fuerza capaz de manejar un tronco que hubiera exigido el concurso de dos hombres, de la sangre y de los huesos y la carne demasiado fuertes, una barrera insalvable para la vida, pues había aprendido, cuando menos una vez y con sus propios ojos, cuán fuerte era en verdad —aun en caso de muerte violenta y súbita—, no la carne y los huesos de un hombre joven quizá, mas sí la voluntad de esa carne y esos huesos de seguir con vida. Y luego desapareció. Él pasó por la puerta en la que ella había estado y se dirigió hacia el hornillo. No encendió la lámpara. No necesitaba la luz. De los estantes para los cacharros, que él mismo había construido al asentar el hornillo, cogió dos platos a tientas, y del puchero, que descansaba frío sobre el frío hornillo, sirvió en ellos la comida que su tía le había traído el día anterior, había comido algo entonces, aunque no recordaba en qué momento ni lo que era. Llevó los platos a la mesa fregada con agua y desnuda, bajo la sola ventana, pequeña y oscurecida, y acercó dos sillas y se sentó, y esperó otra vez a que su voz fuera como él quería.

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—Ven aquí —dijo con aspereza—. Ven aquí ahora mismo y come tu cena. No voy a tener que... Y calló, y se quedó mirando su plato, respirando con fuerte y hondo resuello, ensanchando y encogiendo el pecho, hasta que al cabo hizo cesar el jadeo y se mantuvo inmóvil por espacio quizá de medio minuto, y entonces alzó la mano y se llevó a la boca una cucharada de guisantes fríos y pegajosos. La congelada e inerte masa pareció brincar al contacto de sus labios. Sin llegar siquiera a entibiarse con el calor de la boca, guisantes y cuchara salpicaron y resonaron contra el plato; la silla cayó hacia atrás y él se encontró de pie, y sintió que los músculos de sus mandíbulas empezaban a obligarle a abrir la boca, tirando con fuerza hacia arriba de la mitad superior de su cabeza. Pero hizo cesar también aquello antes de que se convirtiera en sonido, y se contuvo de nuevo mientras arañaba la comida de su plato y lo vaciaba en el otro, que recogió y salió con él de la cocina. Cruzó la estancia y la veranda y dejó el plato en el peldaño más bajo y se dirigió hacia la puerta de la cerca. El perro, que no había estado allí, lo alcanzó cuando aún no había andado media milla. Para entonces había luna; las dos sombras mudaban, ora rotas e intermitentes entre los árboles, ora largas e intactas, sesgadas a través del declive de los pastos o de los viejos campos abandonados que se extendían sobre las colinas; el hombre caminaba casi con la rapidez con que un caballo había cubierto aquella distancia, modificando el rumbo siempre que surgía ante la vista una ventana iluminada; el perro trotando en sus talones a medida que ambas sombras se acortaban según el curso de la luna, hasta que al fin pisaron sus propias sombras y se esfumó la última lámpara lejana y las sombras empezaron a alargarse hacia el costado opuesto; siguiendo en los talones del amo incluso cuando un conejo salió de pronto casi de entre sus pies, y yaciendo luego, con las primeras luces del alba, junto al cuerpo boca abajo del hombre, junto al ensanchamiento y encogimiento trabajoso del pecho, a los sonoros y ásperos ronquidos que parecían no tanto gemidos de dolor como el fragor producido por alguien que se debate inerme en prolongado y singular combate. Cuando llegó al aserradero no había nadie sino el fogonero, un hombre mayor que él que volvía en aquel momento de la pila de leña, y que lo miró mientras él cruzaba el claro, avanzando a tales zancadas que parecía que fuera a pasar no sólo a través del cobertizo de la caldera, sino a través (o por encima) de la caldera misma, con el mono —limpio el día anterior embarrado y sucio y empapado hasta las rodillas de rocío, con la gorra de tela echada a un lado de la cabeza, y la visera a plomo sobre la oreja, como siempre solía, y el blanco de los ojos orlado de rojo y con algo apremiante y tenso en ellos. —¿Dónde tienes la tartera? —dijo. Pero antes de que el fogonero pudiera contestar él ya había pasado por su lado y descolgado de un clavo en el poste la pulida tartera—. Sólo quiero una galleta —dijo. —Cómetelo todo —dijo el fogonero—. Yo comeré de las de los muchachos a la hora del almuerzo. Luego vete a casa y acuéstate. No tienes buen aspecto. —No he venido para quedarme mirando —dijo él, sentándose en el suelo, con la espalda contra el poste y la tartera entre las rodillas, y se llevó a la boca las manos llenas de comida, y la engulló ávidamente: guisantes otra vez, otra vez gélidos, un trozo del pollo frito dominical del día anterior, unos cuantos pedazos

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bastos de tocino frito de la mañana, una galleta del tamaño de una gorra infantil, todo promiscuo e insulso. El resto de la cuadrilla se estaba congregando afuera; al cobertizo de la caldera llegaban voces y ruidos de ajetreo. Al poco entró a caballo en el claro el capataz blanco. Rider no alzó la vista; dejando a un lado la tartera vacía, se levantó sin mirar a nadie, fue hasta el riachuelo, se echó sobre el estómago, bajó la cara hasta el agua y bebió con las mismas hondas y fuertes y turbadas inhalaciones con que había roncado antes, o como cuando había permanecido en la casa vacía en el pasado crepúsculo, tratando de atraer el aire a sus pulmones. Entonces las vagonetas empezaron a rodar. El aire vibró con el rápido latido del vapor expulsado y el lamento y el rechinar de la sierra; las vagonetas avanzaban una a una hasta la rampa de descarga, donde él saltaba sobre la recién llegada y se mantenía en equilibrio sobre la carga que debía liberar: quitaba los calzos y soltaba las cadenas con argollas, y con el gancho maderero iba enfilando los troncos de ciprés y gomero y roble, uno por uno, hacia la rampa, donde los mantenía hasta que los dos hombres siguientes de su cuadrillas se hallaran listos para recibirlos y guiarlos, y entonces la descarga de cada vagoneta se convertía en un largo fragor tonante y único, subrayado por gruñidos vociferantes y, avanzaba la mañana y con la llegada del sudor, por retazos de canciones diseminados aquí y allá. Él no cantaba con ellos. En el pasado lo había hecho raras veces, y aquella mañana bien podía no haber sido diferente a cualquier otra; él mismo uno más entre los otros otra vez, por encima de las cabezas de quienes evitaban cuidadosamente mirarle, desnudo de cintura para arriba, sin camisa y con el mono anudado a las caderas mediante los tirantes, sin otra ropa en la parte superior del cuerpo que el pañuelo en torno al cuello y la gorra ceñida y a plomo sobre la oreja derecha, mientras el azul acerado del sol más y más alto centelleaba sobre el sudor de los haces y líneas de músculos color de medianoche, hasta que el silbato anunció el mediodía y él dijo a los dos hombres situados a la cabecera de la rampa: —Cuidado. Quitaos de en medio —y echó a rodar el tronco rampa abajo, y recuperó el equilibrio irguiéndose con rápidos y cortos pasos hacia atrás mientras el tronco se precipitaba por la pendiente como un trueno. El marido de su tía estaba esperándole; era un hombre viejo tan alto como él, pero delgado, frágil casi, que traía una tartera de hojalata en una mano y un plato tapado en la otra. Ambos se sentaron a la sombra, junto al arroyuelo, no lejos de donde los demás abrían sus tarteras. La suya contenía un tarro de suero de leche envuelto en una tela de saco limpia y húmeda. En el plato había una torta de melocotón, aún caliente. —La ha hecho para ti esta mañana —dijo su tío—. Dice que vengas a casa. No respondió; inclinado ligeramente hacia adelante, con los codos sobre las rodillas y cogiendo la torta con ambas manos, comía ávidamente; el relleno almibarado se le escurría y le manchaba la barbilla, y él masticaba mientras parpadeaba ininterrumpidamente, con el blanco de los ojos circundados un poco más por el enrojecimiento progresivo. —Fui a tu casa anoche, pero no estabas. Me manda ella. Quiere que vengas a casa. Dejó la lámpara encendida toda la noche por si venías. —Estoy bien —dijo él.

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—No estás bien. El Señor te la dio, el Señor te la quitó. Pon tu fe en Él, confía en Él. Y ella podrá ayudarte. —¿Qué fe y qué confianza? —dijo él—. ¿Qué le había hecho a Él Mannie? ¿Qué es lo que Él pretende metiéndose conmigo y...? —¡Calla! —dijo el viejo—. ¡Calla! Y las vagonetas volvieron a rodar. Y entonces pudo dejar de sentir la necesidad de inventarse razones para respirar, y al cabo de un rato empezó a creer que había olvidado a hacerlo, pues no podía oír su propia respiración por encima del fragor constante de los troncos rodantes; así, en cuanto se sorprendió creyendo que en verdad lo había olvidado, supo que no lo había hecho, y entonces, en lugar de volcar el último tronco en dirección a la rampa, encaró el tronco que quedaba en la vagoneta. Lo había hecho otras veces, coger un tronco de la vagoneta con las manos, equilibrarlo, volverse con él y lanzarlo por la rampa, pero nunca con un tronco de tal tamaño. De modo que en la completa cesación de todo ruido, salvo la vibración del escape y el tenue quejido de la sierra odiosa, pues todos los ojos, hasta los del capataz blanco, estaban fijos en él, empujó el tronco hasta el borde de la vagoneta y se puso en cuclillas y puso las palmas contra la parte inferior del tronco. Durante unos instantes no se produjo movimiento alguno. Era como si la madera irracional e inanimada hubiera hipnotizado al hombre, le hubiera conferido algo de su propia inercia original. Alguien, entonces, dijo en voz baja: —Ya lo tiene. Ya lo tiene fuera de la vagoneta. Y entonces vieron la grieta, la brecha de aire, y contemplaron el infinitesimal enderezamiento de las piernas arqueadas, hasta que logró juntar las rodillas, la ascensión infinitesimal a través del vientre hundido, del arco del pecho, de las cuerdas del cuello, la elevación del labio sobre los blancos dientes apretados al pasar frente a ellos, la total inclinación hacia atrás de la cabeza —sólo la fijeza inyectada en sangre de sus ojos se mantenía impasible ante todo ello—, el alzamiento progresivo de los brazos y el enderezamiento de los codos, hasta que el tronco en equilibrio sobrepasó su cabeza. —Pero no podrá darse la vuelta con él —dijo la misma voz—. Y cuando trate de volverlo a poner en la vagoneta, lo va a matar. Pero nadie se movió. Entonces —no hubo acopio supremo de fuerzas—, el tronco pareció saltar de pronto hacia atrás, por encima de su cabeza, por propia voluntad, y giró en el aire y retumbó y se precipitó con estruendo rampa abajo. Él se volvió y salvó el carril de una zancada y pasó entre sus compañeros, que iban abriéndole paso, y cruzó el claro y se dirigió hacia los bosques desoyendo la llamada del capataz blanco: —¡Rider! —gritó. Y otra vez—: ¡Rider! A la caída del sol él y el perro se hallaban en la ciénaga del río, a cuatro millas; era otro claro más grande que un cuarto en el que había una casucha, una choza mitad tablas, mitad lona; un hombre blanco sin afeitar, de pie en la puerta a cuyo lado se apoyaba una escopeta, vio cómo se acercaba con cuatro dólares de plata sobre la palma extendida. —Quiero una jarra —dijo él. —¿Una jarra? —dijo el hombre blanco—. Querrás decir una pinta. Hoy es lunes. ¿Es que no trabajáis esta semana?

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—Me he despedido —dijo él—. ¿Dónde está mi jarra? Esperó; parecía no mirar nada, con un rápido pestañeo de sus ojos inyectados en sangre y la cabeza alta ligeramente echada hacia atrás; luego se volvió, con la jarra colgada del dedo corazón arqueado, pegada a la pierna, y en aquel preciso instante el hombre blanco le miró súbita y penetrantemente a los ojos, como si los viera por primera vez —aquellos ojos, tensos y apremiantes a la mañana, parecían ahora privados de visión y no se apreciaba en ellos blanco alguno—, y dijo: —Oye. Dame esa jarra. No necesitas un galón. Voy a darte una pinta, te la voy a regalar. Luego te vas y te quedas donde sea. Y no vuelvas hasta que... El hombre blanco extendió la mano y agarró la jarra, pero él tiró de ella y se la llevó a la espalda, mientras alzaba el otro brazo en abanico y golpeaba al blanco en el pecho. —Cuidado, blanco —dijo—. Es mía. La he pagado. El blanco lo maldijo. —No, no la has pagado. Aquí tienes tu dinero. Deja esa jarra, negro. —Es mía —dijo él con voz queda, amable incluso, y la cara inmóvil a excepción del rápido parpadeo de sus ojos rojos—. He pagado por ella. Dio la espalda al hombre y la escopeta, volvió a cruzar el claro y fue hasta donde estaba el perro, que le esperaba al lado de la senda para volver a pegarse a sus talones. Avanzaron de prisa a lo largo de la angosta senda flanqueada por impenetrables muros de cañas, que daban al crepúsculo una suerte de aura rubia y poseían algo de la opresión, de la falta de espacio para respirar, que había experimentado entre las paredes de su casa. Pero ahora, en lugar de ahuyentar tal sensación, se detuvo y levantó la jarra y quitó el tapón de mazorca que protegía el penetrante vapor oscuro del alcohol no envejecido y bebió, tragando el líquido, sólido y frío como agua helada, sin sentir siquiera sabor o calor hasta que bajó la jarra y el aire le penetró en los pulmones. —Ah —dijo—. Así está bien. Pruébame. Pruébame, muchacho. Tengo algo que puede ponerte a bailar de lo lindo. Y una vez fuera de la negrura irrespirable de la vaguada, volvió a haber luna. Su larga sombra y la de la jarra alzada se proyectaban sesgadas mientras bebía; mantenía la jarra en equilibrio luego, y atraía el aire de plata a su garganta hasta que le era posible volver a respirar, y le hablaba a la jarra: «Vamos. Siempre alardeas de ser más hombre que yo. Vamos. Demuéstralo», y volvía a beber, ingiriendo sin medida el líquido frío, carente de sabor o calor mientras duraba el trago, sintiéndolo luego deslizarse sólido y ardientemente frío, reprimiendo el jadeo fuerte y persistente, hasta que sus pulmones se vieron de pronto libres como su cuerpo, que avanzaba de prisa encarando el plateado y sólido muro de aire. Y se sentía bien; su rauda sombra y la del perro que trotaba a su lado y se desplazaban veloces como las de dos nubes a través de la colina; su larga sombra inmóvil y la de la jarra levantada se derramaban por la ladera cuando vio la alta y frágil figura del marido de su tía subir penosamente por la colina. —Me dijeron en el aserradero que te habías ido —dijo el viejo—. Sabía dónde buscarte. Ven a casa, hijo. Eso no va a ayudarte. —Me ha sentado ya bien —dijo él—. Ya estoy en casa. La serpiente ya me ha mordido y el veneno no puede hacerme daño.

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—Entonces ven a verla. Deja que te vea. Es lo único que pide: que le dejes verte... —Pero él había vuelto a echar a andar—. Espera —gritó el viejo—. ¡Espera! —No puedes seguir mi paso —dijo él, hablando al aire de plata, cortando el aire sólido de plata y dejándolo atrás tan velozmente casi como un caballo a la carrera; la voz delgada y frágil se había ya perdido en la infinitud de la noche, y su sombra y la del perro surcaban las millas abiertas, y el hondo y fuerte jadeo de su pecho se sucedía ya libre como el aire, porque se sentía bien. Luego, mientras bebía, descubrió de pronto que en su boca no entraba ya más líquido; intentaba tragar, pero el líquido no se deslizaba ya garganta abajo; boca y garganta estaban llenas de una columna sólida y estática que, sin reflejo revulsivo alguno, saltaba vertical e intacta y conservando la forma del gaznate, y centelleaba en el aire a la luz de la luna, y se perdía en el murmullo innumerable de la hierba bañada de rocío. Volvió a beber, y otra vez su garganta se llenó de sólido, y al cabo dos hilillos helados se escaparon de las comisuras de su boca; volvió a saltar, intacta, la columna, despidiendo destellos de plata, y él atrajo a su garganta el aire frío, mientras le hablaba a la jarra suspendida ante su boca: —Muy bien. Intentaré catarte otra vez. Y en cuanto decidas quedarte donde yo quiero ponerte, te dejaré en paz. Y bebió de nuevo; se llenó el gaznate por tercera vez y por tercera vez bajó la jarra un instante antes de la repetición exacta y rutilante, jadeando, respirando el aire fresco hasta que al fin pudo respirar. Volvió a poner cuidadosamente a la jarra su tapón de mazorca y se quedó inmóvil, con la honda y fuerte agitación del pecho, parpadeando, mientras su sombra quieta y solitaria se proyectaba sesgada sobre la colina y más allá de la colina, a través de la intrincada inmensidad de la tierra ennochecida. —Muy bien —dijo—. Interpreté mal la señal. Esto ya me ha dado toda la ayuda que necesitaba. Estoy bien ya. Ya no necesito más. Al cruzar los pastos pudo ver la lámpara; pasó la plateada y negra brecha de la arenosa zanja donde de niño jugaba con latas vacías de rapé y hebillas herrumbrosas de arneses y trozos de cadenas de tirantes de caballerías y, de cuando en cuando, una auténtica rueda, el retazo de jardín donde había trabajado con la azada en primavera mientras su tía lo vigilaba desde la ventana de la cocina, el patio yermo en cuyo polvo había gateado y se había revolcado antes de aprender a nadar, y entró en la casa, en el cuarto, en la luz misma, con la cabeza un poco echada hacia atrás y la jarra colgada de su dedo arqueado, pegada a la rodilla. —Tío Alec dice que quieres verme —dijo. —No sólo verte —dijo su tía—. Quiero que vengas a casa, donde podremos ayudarte. —Estoy bien —dijo él—. No necesito que me ayuden. —No —dijo ella, y se levantó de la silla y se acercó a él y le agarró del brazo tal y como lo había hecho el día anterior, junto a la tumba; el antebrazo, igual que entonces, parecía de hierro—. ¡No! Cuando Alec vino y me dijo que te habías marchado del aserradero ni mediada la tarde, supe por qué y adónde. Pero eso no puede ayudarte. —Pues me ha hecho bien ya. Ahora me siento perfectamente.

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—No me mientas —dijo ella—. Tú nunca me has mentido. No me mientas ahora. Entonces él lo dijo. Era su propia voz; salía quedamente del enorme jadeo que agitaba su pecho y que pronto entraría en pugna también con las paredes de aquel cuarto. Pero se iría de allí en seguida. —No —dijo—. No me ha hecho ningún bien. —¡No puede hacértelo! Nada puede ayudarte, sólo Él. ¡Pídeselo! ¡Cuéntaselo! ¡Él quiere oírte y ayudarte! —Si es Dios, no necesito contárselo. Si es Dios, tiene que saberlo ya. De acuerdo. Aquí estoy. Que baje aquí y me haga bien. —¡De rodillas! —gritó ella—. ¡De rodillas, y pídeselo! Pero no fueron sus rodillas las que golpearon el suelo; fueron sus pies, y durante unos instantes él pudo oír también los de su tía sobre los tablones del pasillo, a su espalda, y la voz que le llamaba a gritos desde la puerta: —¡Spoot! ¡Spoot! Llamándole a través del patio moteado de luna el nombre que había tenido cuando niño y adolescente, antes de que empezaran a llamarle Rider los hombres con quienes trabajaba y las oscuras y brillantes mujeres sin nombre que había tomado y olvidado sucesivamente, hasta aquel día en que vio a Mannie y se dijo: «Se acabó con todo esto». Cuando llegó al aserradero era poco más de medianoche. El perro no le acompañaba. No podía recordar cuándo ni dónde le había abandonado. Al principio creyó recordar que le había arrojado la jarra vacía. Pero más tarde la jarra seguía en su mano y no estaba vacía, y cada vez que bebía los dos hilillos helados se le deslizaban desde las comisuras de la boca, empapándole la camisa y el mono, y al cabo caminó continuamente sumido en el vivo frío del líquido, carente ya de sabor y calor y olor aun después de haber cesado el trago. —Además —dijo—, no sería capaz de tirarle nada. Puede que le pegase una patada si hiciera falta y se me pusiera a tiro. Pero no sería capaz de destrozar a ningún perro estrellándole algo contra el cuerpo. La jarra seguía en su mano cuando entró en el claro y se detuvo entre los cúmulos de madera que se alzaban mudos y dorados a la luz de la luna, y se quedó allí en pie, sobre su sombra sin obstáculos, pisándola como la había pisado la noche anterior, tambaleándose un poco, parpadeando en torno al mirar la madera apilada, la rampa, los montones de troncos a la espera del día siguiente, el cobertizo de la caldera, apacible y blanqueado por la luna. Y entonces todo estuvo bien. Estaba otra vez moviéndose, pero no avanzaba: estaba bebiendo. El líquido frío y veloz e insípido no necesitaba ser tragado, de forma que él no sabía si caía dentro o fuera. Pero todo estaba bien. Ahora había echado a andar y no llevaba ya la jarra, pero no sabía cuándo ni dónde se había desprendido de ella. Cruzó el claro, entró en el cobertizo de la caldera y lo atravesó, recorrió el tramo sinuoso que había detrás del trépano de tiempos y se dirigió a la puerta del almacén de herramientas; el débil resplandor del farol más allá de las junturas de los tablones, una sombra que se alzaba y descendía entre la luz y la pared, el murmullo de voces, el mudo golpe seco y el deslizamiento de los dados, su propia mano golpeando con fuerza la puerta atrancada, y su llamada en alta voz: —Abrid. Soy yo. Me ha mordido una serpiente y voy a morirme.

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Al poco estaba dentro. Eran las mismas caras: tres compañeros de cuadrilla, tres o cuatro operarios más del aserradero, el vigilante nocturno blanco con su pesada pistola a la cadera. En el suelo, ante él, pudo ver el pequeño montón de monedas y gastados billetes; se quedó allí de pie, sobre el círculo de hombres arrodillados y en cuclillas, tambaleándose un poco, parpadeando, con los embotados músculos de la cara esbozando una sonrisa mientras el hombre blanco lo miraba con fijeza. —Hacedme sitio, jugadores —dijo—. Me ha mordido una serpiente, pero el veneno no puede hacerme ningún daño. —Estás borracho —dijo el vigilante—. Fuera de aquí. Que uno de vosotros, negros, abra la puerta y lo saque de aquí. —Tranquilo, patrón —dijo con voz calma, casi deferente; su cara seguía manteniendo la tenue y rígida sonrisa bajo el parpadeo de los ojos enrojecidos—. No estoy borracho. Lo que me pasa es que no puedo andar derecho porque el peso de este dinero me hace ir encorvado. Estaba arrodillado, como los demás, con los seis dólares que le quedaban de la paga semanal delante de él, en el suelo; parpadeaba, seguía sonriendo al hombre blanco, cara a cara; luego, sin dejar de sonreír, observaba cómo pasaban de mano en mano los dados en torno al círculo mientras el vigilante aceptaba las apuestas, cómo el dinero manoseado y sucio aumentaba gradualmente delante del blanco, cómo el blanco tiraba los dados y ganaba una tras otra dos apuestas dobles y perdía luego una de veinticinco centavos; al fin los dados llegaron a él, y se oyó el ceñido entrechocar amortiguado de los dados en su mano ahuecada. —Apuesto un dólar —dijo, y tiró y vio cómo el hombre blanco recogía los dados y los hacía volver en dirección a él—. Me ha picado una serpiente —dijo—. Paso por todo —y volvió a tirar, y esta vez se los devolvió uno de los otros—. Sigo con la apuesta —dijo, y tiró, y se movió al tiempo que el hombre blanco, y le agarró la muñeca antes de que pudiera alcanzar los dados; ambos se miraron, frente a frente, sobre los dados y el dinero, con su mano izquierda aferrada a la muñeca derecha del blanco, y la cara exhibiendo aún la rígida y embotada sonrisa, y su voz, que seguía siendo casi deferente—: Puedo pasar por alto incluso mis pérdidas, pero estos chicos de aquí... Y al final la mano del blanco se abrió y el segundo par de dados cayó al suelo, al lado del primero, y el hombre blanco logró zafarse y saltó hacia atrás y echó la mano hacia el bolsillo trasero, donde tenía la pistola. La navaja, entre los omóplatos y debajo de la camisa, le colgaba de un cordón de algodón que llevaba atado al cuello. El mismo movimiento de la mano que atrajo la navaja hacia adelante, sobre el hombro, la soltó del cordón y abrió la hoja; la hoja siguió abriéndose hasta que el canto opuesto al filo descansó sobre sus nudillos, y el pulgar presionó para encajar el mando entre los dedos que se cerraban formando un puño, de forma que un instante antes de que la pistola a medio sacar hiciera fuego, él golpeó la garganta del hombre blanco, no con la hoja sino con el golpe en abanico del puño, que continuó su trayectoria de tal suerte que ni siquiera el primer chorro de sangre tocó su mano ni su brazo.

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Cuando todo hubo terminado (no llevó mucho tiempo; encontraron al preso al día siguiente, colgado de la cuerda de la campana de una escuela negra, a unas dos millas del aserradero; el juez pronunció su veredicto: muerto a manos de persona o personas desconocidas; se entregó el cuerpo a sus parientes más próximos; todo en cinco minutos), el delegado del sheriff, encargado oficialmente del caso, le contaba a su esposa pormenores del mismo. Estaban en la cocina; la esposa estaba haciendo la cena, y el delegado, que había estado en vela y de un lado para otro desde que le aplicaron al preso la ley de fugas, poco después de medianoche, se hallaba agotado por la falta de sueño y las comidas apresuradas a horas extrañas y apremiantes. —Esos malditos negros —dijo, sentado en una silla junto al hornillo, algo histérico también—. Lo juro por Dios: es asombroso que tengamos con ellos tan pocos problemas como tenemos. ¿Que por qué? Porque no son seres humanos. Tienen aspecto humano y andan sobre las piernas traseras como los humanos, y pueden hablar y uno puede entenderlos y pensar que ellos le entiende a uno, por lo menos de vez en cuando. Pero cuando se trata de los sentimientos y sensibilidad normales en los humanos, pueden ser iguales a un maldito rebaño de búfalos salvajes. Fíjate, por ejemplo el de hoy... —Preferiría que lo dejases fuera de mi cocina —dijo su mujer con aspereza. Era una mujer robusta, antaño hermosa, que empezaba a encanecer y tenía un cuello decididamente corto, y que no parecía agobiada en absoluto, sino colérica. Había estado, además, en el club aquella tarde jugando al juego de los engaños, y después de ganar la partida, y el primer premio de cincuenta centavos, una de las participantes había insistido en un recuento de los tantos, y finalmente en la anulación de la partida entera—. ¡Vosotros los sheriffs! Todo el día sentados en ese Palacio de Justicia, charlando. No es extraño que dos o tres tipos entren y se lleven a los presos delante de vuestras narices. Se llevarían hasta las sillas y los escritorios y los antepechos de las ventanas si llegarais a apartar un palmo de ellos vuestros traseros y vuestros pies. —Esos Birdsong son bastante más que dos o tres —dijo el delegado—. Entre unos y otros son más de cuarenta y dos votos efectivos. Mayfield y yo cogimos un día la lista electoral y los contamos. Pero atiende... —La mujer dio la espalda al hornillo y se acercó con una fuente. El delegado apartó rápidamente los pies para dejar pasar a su esposa, que siguió hasta el comedor. Entonces alzó un poco la voz—: Se le murió la mujer. Bien. ¿Crees que se apena? Es el tipo más grande en el entierro. Agarra una pala, antes incluso de que metan la caja en la fosa, según he oído, y se pone a echar tierra encima de la mujer tan rápido como un molinete. Pero bueno, está bien... —Volvió su esposa. Volvió él a retirar los pies— . Es posible que tuviera esos sentimientos hacia ella. No hay ninguna ley que lo prohíba, siempre que no hubiera jugado también un papel activo en su muerte. Pero he aquí que al día siguiente es el primero en llegar al aserradero, si dejamos aparte al fogonero, que ni siquiera tenía encendida todavía la caldera; cinco minutos antes y hubiera podido ayudar al fogonero a despertar a Birdsong para que se fuera a casa a dormir, o cortarle el pescuezo entonces, ahorrándonos así todos estos problemas. Así que va a trabajar, y el primero de todos, cuando McAndrews le habría dado el día libre y se lo habría pagado, cuando McAndrews y todos los demás esperaban que se tomara el día libre, cuando cualquier blanco

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se lo hubiera tomado fueran cuales fuesen los sentimientos hacia su mujer difunta, cuando hasta un niño con sentido común se habría tomado un día de vacaciones pagadas. Pero él, no. Él el primero en su puesto, saltando de vagoneta en vagoneta antes incluso de que el silbato dejara de sonar, agarrando él solo troncos de ciprés de diez pies y tirándolos por allí como si fueran cerillas. Y luego, precisamente cuando todo el mundo decide que hay que tomarlo así, que es así como quiere que lo tomen, deja el trabajo y se larga a media tarde, sin un «con permiso» ni «gracias» ni «adiós» a McAndrews ni a nadie, y se compra un galón entero de ese whisky de baja estofa, y vuelve directamente al aserradero al juego de dados que Birdsong lleva organizando con dados trucados desde hace quince años, va directamente al juego en el que ha estado dócilmente perdiendo semana tras semana probablemente un promedio del noventa y nueve por ciento de su paga desde que tuvo edad suficiente para leer la numeración sobre los dados perdedores, y cinco minutos después le corta el pescuezo hasta el hueso a Birdsong. »Así que Mayfield y yo nos fuimos para allá. No es que esperáramos hacer gran cosa, ya que seguramente para el amanecer habría dejado atrás Jackson, en Tennessee. Además, la manera más sencilla de encontrarle sería mantenernos cerca de los Birdsong. Así que, por pura casualidad, pasamos por su casa; ahora ni siquiera recuerdo para qué. Y allí estaba. ¿Sentado acaso detrás de la puerta con la navaja abierta sobre una rodilla y la escopeta sobre la otra? No. Dormido. Había una gran cazuela de guisantes vacía sobre el hornillo. Y allí estaba él, echado en el patio trasero, dormido a pleno sol, con la cabeza resguardada bajo el borde del porche; había también un perro, que parecía un cruce de oso y de novillo Polled Angus, ladrando endemoniadamente desde la puerta trasera. Y él se despierta y dice: “Está bien, blancos. Yo lo hice. Pero no me encierren”. Aconsejando, ordenando al sheriff que no le encerrase; que sí, que lo había hecho, y que era horrible, pero que no le privasen de aire fresco. Así que le hicimos subir al coche, y entonces aparece la vieja (su madre o tía o algo así) jadeando camino arriba a trote de perro. Quería venir con nosotros; Mayfield trató de explicarle lo que podía sucederle a ella también si los Birdsong nos encontraban antes de que lo pusiéramos entre rejas, pero ella insistía en venir de todas formas, y, como dijo Mayfield, a lo mejor era bueno que ella viniera en el coche en caso de que nos encontráramos con los Birdsong, porque obstaculizar la ley no tiene perdón por mucho que el clan de los Birdsong le ayudara el verano pasado a Mayfield a ganar las elecciones. Así que la llevamos también y llegamos a la ciudad y fuimos a la cárcel y se lo entregamos a Ketcham, y Ketcham lo subió arriba, y la vieja detrás de él, diciendo: “Traté de educarle bien. Era un buen chico. Hasta ahora nunca se metió en ningún lío. Pagará por lo que ha hecho. Pero no deje que lo cojan esos blancos”. Ketcham le dijo: “Tanto él como tú deberíais haberlo pensado antes de empezar a afeitar blancos sin usar ninguna espuma” y los encerró a los dos en la celda, porque pensó, lo mismo que Mayfield, que el que ella estuviera allí podría ejercer alguna influencia positiva en la gente de Birdsong en caso de conflicto, y con vistas a la futura presentación de su candidatura para sheriff cuando acabase el mandato de Mayfield. Y volvió al piso de abajo y al poco entró la cuerda de presos y Ketcham pensó que las cosas iban a calmarse durante un rato, y de repente empezó a oír los alaridos; sí, los alaridos, no gritos, aunque no había

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palabras en ellos, y cogió la pistola y subió corriendo y entró en el cuarto de la cuerda de presos y miró en la celda a través de los barrotes de la puerta: aquel negro había arrancado de cuajo el catre de hierro que estaba atornillado al suelo, y aullaba en medio de la celda con el catre por encima de la cabeza como si fuera la cuna de un niño, y la vieja, acurrucada en un rincón, oyendo cómo el negro le decía: “No voy a hacerte daño”, y el negro lanza el catre contra la pared y se acerca y agarra la puerta de acero y la arranca del muro, con ladrillos, goznes y todo, y sale al cuarto grande con la puerta sobre la cabeza como si fuera una celosía metálica de ventana, diciendo: “No pasa nada. No estoy tratando de escaparme”. »Ketcham podía haberlo tumbado de un tiro allí mismo, pero, como él pensó, en caso de que no fuera la ley, tendrían que ser los Birdsong los que primero le dieran de lo lindo. Así que no disparó. Lo que hizo fue ponerse a resguardo detrás de los negros de la cuerda de presos, que estaban como amontonados retrocediendo ante la puerta de acero, y gritó: “¡Agarradle! ¡Tiradle al suelo!”, pero los negros seguían echándose hacia atrás, hasta que Ketcham logró situarse en el sitio adecuado y la emprendió a patadas con unos y a golpes de la parte roma de la pistola con otros, y al fin consiguió que se echaran encima del gigante. Y Ketcham cuenta que, durante un buen rato, el negro los iba cogiendo según llegaban y los lanzaba al otro extremo del cuarto como si fueran muñecos de trapo, mientras seguía diciendo: “No estoy tratando de escaparme. No estoy tratando de escaparme”, hasta que al fin lograron derribarlo y se formó una enorme masa de brazos y cabezas y piernas de negro revolcándose por el suelo, y Ketcham dice que incluso entonces salía un negro despedido de cuando en cuando por el aire, con los brazos y las piernas extendidos, como si fuera una ardilla voladora, y los ojos saliéndoseles de las órbitas como los faros de un coche, hasta que lo tuvieron bien sujeto en el suelo y Ketcham se acercó y empezó a apartar negros y por fin pudo verlo bajo el montón, riéndose, con lágrimas grandes como canicas saltándole de los ojos y cayéndole por la cara y por debajo de las orejas y haciendo un ruido sordo contra el suelo, como si alguien estuviera dejando caer huevos de pájaro, y reía y reía y decía: “Parece que me es imposible dejar de pensar. Parece que no me es posible”. ¿Qué opinas de lo que te cuento? —Opino que si vas a cenar algo en esta casa, tendrás que hacerlo en cinco minutos —dijo su esposa desde el comedor—. Luego quitaré la mesa y me iré al cine.

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Desciende, Moisés

La cara era negra, suave, impenetrable; los ojos habían visto demasiadas cosas. El pelo negroide había sido moldeado de forma que le cubría el cráneo como un bonete, en una única mata pulcramente arqueada, con aspecto de haber sido untada de laca, y la raya esculpida a navaja, de forma que la cabeza parecía una cabeza de bronce, permanente, imperecedera. Llevaba uno de esos trajes deportivos que los anuncios de los periódicos llaman «conjuntos»; camisa y pantalones a juego, de la misma franela color de gamuza; ropa muy cara, demasiado engalanada, con demasiados pliegues. Estaba medio echado en el catre de hierro del cubículo de hierro, y fuera había un guardia armado que llevaba veinte horas en su puesto; fumaba cigarrillos y contestaba con voz deliberada y firmemente no sureña a las preguntas del joven blanco con gafas, sentado ante él en el taburete de hierro con su gruesa cartera de agente del censo. —Samuel Worsham Beauchamp. Veintiséis años. Nacido en los alrededores de Jefferson, Mississippi. Sin familia. Sin... —Espere —dijo el agente del censo mientras escribía con rapidez—. Ése no es el nombre con el que fue conden... que utilizaba en Chicago. El otro sacudió la ceniza del cigarrillo. —No. Fue otro tipo el que mató al polizonte. —Está bien. ¿Ocupación? —Enriquecerme demasiado rápido. —Ninguna —escribió con rapidez el agente del censo—. ¿Padres? —Claro. Dos. No los recuerdo. Me crió mi abuela. —¿Cuál es su nombre? ¿Vive todavía? —No lo sé. Mollie Worsham Beauchamp. Si aún vive, estará en la granja de Carothers Edmonds. Cerca de Jefferson, Mississippi. ¿Eso es todo? El agente del censo cerró la cartera y se levantó. Era uno o dos años más joven que el otro. —Si no saben quién es usted aquí, ¿cómo van a saber... cómo espera usted llegar adonde los suyos? El otro sacudió la ceniza del cigarrillo, y siguió echado en el catre de hierro, con su elegante ropa de Hollywood y un par de zapatos mejores que los que el agente del censo había tenido en su vida.

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—¿Y eso qué más me dará a mí? —dijo. El agente del censo, pues, dejó la celda; el guardia cerró de nuevo la puerta de hierro. Y el otro siguió echado en el catre de hierro, fumando, hasta que vinieron y le abrieron sendos tajos en los caros pantalones y le afeitaron el caro peinado y lo sacaron de la celda.

Aquella misma cálida y luminosa mañana de julio, el mismo cálido y luminoso viento que agitaba fuera las hojas de las moreras sopló también en el despacho de Gavin Stevens, creando una apariencia de frescura en lo que tan sólo era movimiento. Alborotó entre los asuntos del fiscal del condado que había en su escritorio y sacudió la revuelta cabellera, prematuramente blanca, que coronaba su delgada, inteligente e inestable y su arrugado traje de lino, en cuya solapa colgaba de la cadena del reloj la divisa Phi Beta Kappa (6) —Phi Beta Kappa, Harvard; doctor en Filosofía, Heidelberg—; Gavin Stevens, cuya oficina era su pasatiempo favorito, si bien le procuraba el sustento, y cuya verdadera vocación era una traducción inacabada del Antiguo Testamento al griego clásico en la que llevaba trabajando veintidós años. Sólo la visitante parecía insensible a aquella agitación, aunque a juzgar por su apariencia no debía poseer, en medio de aquel viento, más peso y consistencia que la ceniza intacta de un trozo de papel. Era una vieja y pequeña mujer negra, con una cara apergaminada e increíblemente vieja bajo el pañuelo de cabeza blanco y un sombrero de paja negro que bien podría haberse ajustado a la cabeza de un chiquillo. —¿Beauchamp? —dijo Stevens—. Usted vive en las tierras del señor Carothers Edmonds. —Me marché —dijo ella—. Vengo a buscar a mi chico. —Y entonces, allí sentada frente a él, inmóvil sobre la dura silla, empezó a decir en tono de salmodia—. Roth Edmonds vendió a mi Benjamín. Lo vendió en Egipto. El faraón lo compró... —Espere —dijo Stevens—. Espere, abuela. —Porque la memoria, los recuerdos se hallaban a punto de encajar—. Si no sabe dónde está su nieto, ¿cómo sabe que está en aprietos? ¿Quiere decir que el señor Edmonds se negó a ayudarle a encontrarlo? —Fue Roth Edmonds quien lo vendió —dijo ella—. Lo vendió en Egipto. No sé dónde está. Sólo sé que lo tiene el faraón. Y usted es la ley. Quiero encontrar a mi chico. —De acuerdo —dijo Stevens—. si no va a volver a casa, ¿dónde se va a alojar en la ciudad? Puede llevar algún tiempo: no sabe adónde se fue y no ha tenido noticias de él en cinco años. —Me alojaré con Hamp Worsham. Es mi hermano. —Muy bien —dijo Stevens.

(6) Phi Beta Kappa: sociedad honorífica norteamericana integrada por universitarios de alto nivel académico. (De las iniciales del lema griego Philosophia biou Kybernetes: La Filosofía, norte de la vida). (N. del T.)

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No estaba sorprendido. conocía a Hamp Worsham, pero tampoco se habría sorprendido si jamás hubiera visto antes a aquella vieja negra. Ellos eran así. Uno los conocía de toda la vida; podían incluso haber trabajado para uno varios años; podían tener nombres diferentes, y sin embargo un día, de pronto, uno descubría que eran —o decían ser— hermanos o hermanas, y uno no se sorprendía. Se quedó sentado en medio de aquel movimiento caliente que no era brisa y la oyó bajar lenta y trabajosamente las escaleras de fuera, y recordó al nieto. Los papeles habían pasado por su escritorio antes de ir a parar al fiscal del distrito, cinco o seis años atrás: Butch Beauchamp, como el joven había sido conocido durante aquel año que se pasó entrando y saliendo de la cárcel de la ciudad, hijo de la hija de la anciana negra, huérfano de madre desde su nacimiento y abandonado por su padre, a quien la abuela había recogido y educado —o tratado de educar—. Porque a los diecinueve años había dejado el campo y se había venido a la ciudad, en donde entró y salió de la cárcel una y otra vez por jugador y pendenciero, hasta que finalmente fue acusado formalmente de allanamiento con fractura en una tienda. Atrapado con las manos en la masa, en el momento de la detención golpeó con un tubo de hierro al policía, quien a su vez lo derribó con la culata de la pistola, y una vez en el suelo se puso a maldecir por la boca partida, mientras sus dientes esbozaban entre la sangre y algo así como una risa burlona, dos noches después se escapó de la cárcel y ya no volvió a vérsele jamás; un joven, sin haber cumplido los veintiún años, mas con algo en él del padre que lo había engendrado y abandonado y que se hallaba ahora internado en la cárcel del estado por homicidio involuntario; una simiente no sólo violenta sino mala. «Y ése es el individuo a quien tengo que encontrar, salvar», pensó Stevens. Porque ni por un momento dudó del instinto de la vieja. No se habría sorprendido tampoco si ella hubiera sido capaz de adivinar también dónde estaba su nieto y cuál era su problema, y sólo se sorprendió más tarde al comprobar cuán rápidamente había averiguado el paradero y el problema del muchacho. La granja de Edmonds estaba a diecisiete millas de la ciudad. Pero, según la vieja negra, Edmonds se había negado ya a tener que ver algo en el asunto. Y entonces Stevens comprendió lo que había querido decir la vieja. Recordó que había sido Edmonds quien hizo que el chico fuera a Jefferson; lo había sorprendido forzando el economato y lo había expulsado de sus tierras, prohibiéndole la vuelta para siempre. «El sheriff, no —pensó Stevens—. Algo de alcance más amplio, de desarrollo más rápido que lo que sus atribuciones le permiten...» Se levantó, bajó las escaleras de fuera y cruzó la plaza desierta en el caluroso interludio de comienzos de mediodía y se dirigió a la oficina del semanario del condado. Encontró en ella al director, un hombre mayor que él, aunque de pelo menos blanco, con corbata de lazo negra y anticuada camisa almidonada, enormemente gordo. —Una vieja negra llamada Mollie Beauchamp —dijo Stevens—. Vive con su marido en la granja de Edmonds. Se trata de su nieto. Ya te acuerdas de él: Butch Beauchamp, hace unos cinco o seis años, pasó un año en la ciudad, en la cárcel la mayor parte, al final lo cogieron una noche forzando la tienda de Rouncewell. Bien, ahora está en un apuro bastante más serio. No me cabe la menor duda de

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que la vieja tiene razón. Sólo espero, por su bien y por el bien de los ciudadanos a quienes represento, que el apuro sea grave y tal vez definitivo... —Espera —dijo el director. No tuvo siquiera que levantarse de la mesa. Desclavó del pincho una copia del papel de cebolla de la asociación de la prensa y se la tendió a Stevens—. Acaba de llegar —dijo. Estaba fechada en Joliet, Illinois, aquella misma mañana: «Negro de Mississippi, en víspera de ejecución por asesinato de un policía en Chicago, revela su verdadero nombre al responder al cuestionario del censo. Samuel Worsham Beauchamp...»

Stevens cruzaba de nuevo la plaza desierta en cuyo caluroso interludio del mediodía se hallaba algo más próximo. Había pensado que lo que haría sería ir a la pensión donde vivía para almorzar, pero descubrió que no lo estaba haciendo. «Además, no he cerrado la puerta del despacho —pensó—. Tal parece que no pensaba de verdad lo que dije que esperaba». Subió las escaleras de afuera, emergió del caliginoso y ya sin viento deslumbramiento del sol y entró en su despacho. Se detuvo. Luego dijo: —Buenos días, señorita Worsham. Era también muy vieja: delgada, erguida, con el pelo blanco recogido a la antigua bajo un sombrero desvaído de hacía treinta años, ataviada de un negro mohoso y con la sombrilla negra y raída y descolorida. Vivía sola en la casa en progresiva ruina que le había dejado su padre, donde daba clases de pintura de porcelanas y, con la ayuda de Hamp Worsham y su esposa, criaba pollos y cultivaba verduras para vender en el mercado. —Vengo por Mollie —dijo—. Mollie Beauchamp. Dice que usted...

Y él se lo contó mientras ella, erguida en la dura silla que había ocupado antes la vieja negra, le observaba con la mohosa sombrilla apoyada sobre la rodilla. En su regazo, bajo las manos juntas, descansaba un inmenso y anticuado bolso de abalorios. —Va a ser ejecutado esta noche. —¿No puede hacerse nada? Los padres de Mollie y de Hamp pertenecieron a mi abuelo. Mollie y yo crecimos juntas. Cumplimos años en el mismo mes. —He telefoneado —dijo Stevens—. He hablado con el alcaide de la cárcel de Joliet, y con el fiscal del distrito de Chicago. Tuvo un juicio justo, un buen abogado. Tenía dinero. Estaba metido en el negocio de la lotería clandestina, un asunto en el que hace dinero la gente como él. —Ella le miraba, erguida, inmóvil—. Es un asesino, señorita Worsham. Disparó al policía por la espalda. Un mal hijo de un mal padre. Él mismo se confesó culpable después. —Ya veo —dijo ella. Entonces él se dio cuenta de que la anciana no le miraba. O cuando menos no le veía—. Es terrible. —También es terrible el asesinato —dijo Stevens—. Es mejor así. Al cabo ella volvía a mirarle. —No estaba pensando en él. Estaba pensando en Mollie. No debe enterarse.

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—Sí —dijo Stevens—. He hablado ya con el señor Wilmoth en el periódico. Ha accedido a no publicar nada. Voy a llamar por teléfono al periódico de Memphis, aunque seguramente será demasiado tarde, por mucho que ellos... Si al menos pudiéramos convencer a Mollie para que volviera a casa esta tarde, antes de que el periódico de Memphis... Allá en la granja a la única persona que ve es al señor Edmonds, y yo podría hablar con él y advertirle de que no le dijera nada; y aunque los negros oyeran hablar de ello, no... Y entonces, dentro de dos o tres meses, yo podría ir y decirle que está muerto y enterrado en algún lugar del Norte... Ahora ella le miraba con tal expresión en el semblante que Stevens dejó de hablar. —Ella querrá traerse el cuerpo a casa, junto a ella —dijo. —¿El cuerpo? —dijo Stevens. La expresión no era de disgusto ni de desaprobación. Simplemente hacía patente cierta antigua, intemporal afinidad de las mujeres con el pesar y la sangre. Al mirarle, Stevens pensó: «Ha venido hasta la ciudad caminando y soportando este calor. A menos que Hamp la hay traído en el carricoche con el que vende huevos y verduras». —Es el único hijo de su hija mayor, de su propia primogénita muerta. Debe volver al hogar. —Debe volver al hogar —dijo Stevens—. Me ocuparé de ello al instante. Telefonearé ahora mismo. —Es usted muy amable. —Se agitó, se movió por vez primera. Stevens vio cómo las manos de ella atraían y abrazaban contra el regazo el bolso—. Yo costearé los gastos. ¿Podría darme alguna idea de...? Él la miró a la cara. Dijo la mentira sin pestañear, rápidamente, con desenvoltura. —Bastarán diez o doce dólares. Pondrán ellos la caja, así que sólo será el transporte. —¿Una caja? —Volvió a mirarle con aquella expresión de curiosidad y desapego, como si fuera una niña—. Es su nieto, señor Stevens. Cuando lo recogió para criarlo, le dio el nombre de mi padre. No basta con una caja, señor Stevens. Entiendo que podrá arreglarse pagando un tanto al mes. —Una caja no basta —dijo Stevens—. El señor Edmonds estará dispuesto a ayudar, estoy seguro. Y según tengo entendido el viejo Luke Beauchamp tiene algún dinero en el banco. Y si usted me lo permite... —No será necesario —dijo ella. Stevens vio como abría el bolso; vio cómo contaba sobre su escritorio veinticinco dólares en billetes ajados y en monedas, desde las más valiosas hasta las más menudas de diez y cinco y un centavo—. Esto cubrirá los gastos inmediatos. A ella se lo diré yo... ¿Está seguro de que no hay ninguna esperanza? —Estoy seguro. Morirá esta noche. —Entonces esta tarde le diré que ya está muerto. —¿Quiere que sea yo quien se lo diga? —Yo se lo diré —dijo ella. —¿Quiere que vaya a verla luego y hable con ella? —Sería muy amable de su parte.

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Luego se fue, muy erguida, y sus pasos tenues y vivos, casi enérgicos, fueron apagándose sobre las escaleras. Stevens volvió a telefonear a Illinois, al alcaide, y a un empresario de pompas fúnebres de Joliet. Luego volvió a cruzar una vez más la calurosa plaza desierta. Hubo de esperar tan sólo un breve rato a que el director volviera de almorzar. —Lo vamos a traer a casa —dijo—. La señorita Worsham y tú y yo y algunos más. Costará... —Espera —dijo el director—. ¿Quiénes más? —Aún no lo sé. Costará unos doscientos dólares. Sin contar las llamadas telefónicas; de ellas me ocupo yo. Le sacaré algo a Carothers Edmonds en cuanto le eche la vista encima; no sé cuánto, pero algo. Y quizá cincuenta aquí en la plaza. Pero el resto será tuyo y mío, ya que ella se empeñó en dejarme veinticinco dólares, justo el doble de lo que traté de convencerle que costaría, y exactamente cuatro veces lo que ella puede permitirse... —Espera —dijo el director. Espera. —Y llegará pasado mañana, en el Número Nueve, y saldremos a recibirlo: la señorita Worsham y la vieja negra, la abuela, en mi coche, y tú y yo en el tuyo. —¡Oh, vamos, Gavin! La gente va a decir que me he vuelto republicano y perderé la poca publicidad que inserta el semanario. Stevens, con una suerte de paciencia airada, dirigió al director una mirada casi fulminante. —¿Vas a permitir que esa dama vaya a recibir el cuerpo del asesino sola, acompañada únicamente de la vieja mujer negra, ante la mirada fija de una caterva de blancos sinvergüenzas? ¿No te das cuenta de que si a alguien se le ha ocurrido mandar la noticia a tu maldito periodicucho, con mucha más razón saldrá mañana por la mañana en los periódicos de Memphis? El director apartó la mirada al cabo de un instante. —De acuerdo —dijo—. Continúa. —La señorita Worsham y la vieja lo llevarán de vuelta a casa, adonde nació. O al sitio donde la vieja lo educó. O donde intentó educarlo. Y el coche fúnebre será otros quince dólares, sin contar las flores... —¿Flores? —Flores —dijo Stevens—. Pon en total doscientos veinticinco dólares. Y la mayor parte saldrá de nuestro bolsillo. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dijo el director—. Por Júpiter —añadió—; aun en caso de que pudiera elegir, casi valdría la pena por la novedad del asunto. Será la primera vez en mi vida que pague por un tema que de antemano haya prometido no publicar. —Que de antemano has prometido no publicar —dijo Stevens. Y durante el resto de aquella tarde calurosa y ya sin viento, mientras funcionarios del Ayuntamiento y jueces de paz y alguaciles llegaban desde los confines del condado y después de recorrer quince y veinte millas, subían las escaleras y se quedaban de pie en el despacho vacío y decían pestes de él y se sentaban y esperaban y se marchaban y volvían y se sentaban de nuevo. Stevens iba de tienda en tienda y de oficina en oficina alrededor de la plaza — comerciantes, dependientes, propietarios y empleados, médicos y dentistas y abogados con su rápido y preparado discurso.

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—Es para traer a casa a un negro muerto. Es por la señorita Worsham. No se preocupe no hay que firmar ningún papel. Sólo tiene que darme un dólar. O si no medio dólar.

Y aquella noche, después de la cena, caminó en la oscuridad sin viento y llena de estrellas hasta el extremo de la ciudad, y llegó a casa de la señorita Worsham y tocó en la puerta despintada. Hamp Worsham lo recibió y lo hizo entrar; era un hombre viejo, de vientre hinchado a causa de la dieta casi exclusiva de verduras de la señorita Worsham y de él y de su esposa, con rostro de senador romano y un fleco de pelo blanco y los ojos borrosos y sin pupila de los viejos. —Le está esperando —dijo—. Me manda decir que tenga la bondad de subir a la alcoba. —¿Está allí tía Mollie? —dijo Stevens. —Estamos todos allí —dijo Worsham. Así que Stevens cruzó el vestíbulo iluminado por la lámpara (seguían utilizando lámparas de aceite en toda la casa, y no había en ella agua corriente), precedió al negro a lo largo del descolorido empapelado que flanqueaba las limpias y despintadas escaleras, y lo siguió por el corredor hasta que entraron en un pulcro y amplio dormitorio en donde podía percibirse el tenue e inconfundible olor de las viejas doncellas. Como Worsham había dicho, estaban todos: su esposa, una enorme mujer con un vivo turbante, apoyada en la puerta; la señorita Worsham, siempre erguida, sentada en una silla dura; la vieja negra, en una mecedora al lado de la chimenea, en la que unas cuantas brasas seguían ardiendo débilmente incluso en una noche como aquélla. La vieja negra tenía en la mano una pipa de arcilla con boquilla de caña; no fumaba, sin embargo, y en la cazoleta manchada podía verse la ceniza blanca y muerta; y Stevens, mirándola de verdad por vez primera, pensó: «Santo Dios, no tiene siquiera el tamaño de un niño de diez años.» Luego tomó asiento, de modo que los cuatro —él, la señorita Worsham, la vieja negra y su hermano— formaban un círculo alrededor de la chimenea de ladrillo en la que ardía sin llama el antiguo símbolo de la cohesión física. —Llegará pasado mañana, tía Mollie —dijo Stevens. La vieja negra ni siquiera le miró; no le había mirado nunca. —Está muerto —dijo—. Se apoderó de él el faraón. —Oh, sí, Señor —dijo Worsham—. Se apoderó de él el faraón. —Vendieron a mi Benjamín —dijo la vieja negra—. Lo vendieron en Egipto. Y empezó a mecerse en la mecedora suavemente. —Oh, sí, Señor —dijo Worsham. —Calla —dijo la señorita Worsham—. Calla, Hamp. —Llamé al señor Edmonds por teléfono —dijo Stevens—. Lo tendrá todo preparado para cuando ustedes lleguen. —Roth Edmonds lo vendió —dijo la vieja negra. Seguía meciéndose en la mecedora—. Vendió a mi Benjamín. —Calla —dijo la señorita Worsham—. Calla, Mollie. Ahora calla. —No —dijo Stevens—. Él no lo hizo, tía Mollie. No fue el señor Edmonds. El señor Edmonds no...

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«Pero no hay duda de que no va a oírme», pensó Stevens. Ni siquiera le estaba mirando, nunca le había mirado. —Vendió a mi Benjamín —dijo la vieja—. Lo vendió en Egipto. —Lo vendió en Egipto —dijo Worsham. —Roth Edmonds vendió a mi Benjamín. —Lo vendió al faraón. —Lo vendió al faraón y ahora está muerto. —Será mejor que me vaya —dijo Stevens. Se levantó con rapidez. También se levantó la señorita Worsham, pero los demás ni les miraron siquiera. Hermano y hermana, frente a frente, se mecían uno a cada lado de la chimenea; la mujer de Worsham estaba apoyada contra la pared, y Stevens, al pasar, la miró y vio que tenía los ojos vueltos hacia arriba por completo, de forma que se había esfumado en ellos el iris y sólo podía verse el blanco de la córnea. Stevens no esperó a que la vieja señorita le precediera; avanzó por el corredor de prisa. «Pronto estaré afuera —pensó—. Allí habrá aire, espacio, podré respirar». A su espalda podía oír los pasos vivos, casi enérgicos, de ella, y más atrás las voces. —Vendió a mi Benjamín. Lo vendió en Egipto. —Lo vendió en Egipto. Oh, sí, Señor.

Bajó las escaleras, corriendo casi. No estaba lejos ya; podía ya olerlo, sentirlo: la oscuridad sin viento, simple. Logró calmar el ánimo y se detuvo a esperar en la puerta, donde se volvió y vio acercarse a la señorita Worsham: la alta, blanca, erguida cabeza antigua aproximándose a través de la luz antigua de la lámpara, más allá de la cual Stevens alcanzó a oír entonces una tercera voz, que había de ser la de la esposa de Worsham; era una genuina y persistente voz de soprano que emitía un sonido sin palabras bajo la estrofa y la antiestrofa del hermano y de la hermana. —Lo vendió en Egipto y ahora está muerto. —Oh, sí, Señor. Lo vendió en Egipto. —Lo vendió en Egipto. —Y ahora está muerto. —Lo vendió al faraón. —Y ahora está muerto. —Lo siento —dijo Stevens—. Le ruego me perdone. Debí suponérmelo. No tenía que haber venido. —No se preocupe —dijo la señorita Worsham—. Es nuestra pena. Y en el caluroso y luminoso día que siguió al día siguiente, cuando llegó el tren del Sur, esperaban en la estación los dos coches y el coche fúnebre. Aguardaban también más de una docena de automóviles; Stevens y el director, empero, no empezaron a reparar en el gentío de negros y de blancos hasta la llegada del tren. Entonces, ante la mirada silenciosa de los ociosos hombres y jóvenes y chiquillos blancos y el medio centenar quizá de negros, hombres y mujeres, los empleados de la funeraria negra alzaron del tren el ataúd gris y plata y lo llevaron hasta el coche fúnebre; sacaron enérgica y eficientemente de él las

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coronas y símbolos florales de la mortalidad y metieron el ataúd y volvieron a colocar dentro las flores y dieron unos golpes a la portezuela con las palmas.

Luego —la señorita Worsham y la vieja negra en el coche de Stevens, conducido por el chófer que él había contratado; él y el director del periódico en el coche de este último—, siguieron al coche fúnebre, que serpeaba colina arriba desde la estación, avanzando de prisa en una quejumbrosa marcha corta hasta llegar a la cima, más veloz luego y sin emitir otro sonido que un leve ronroneo, aminoró la marcha al fin y entró en la plaza, y la cruzó, y rodeó el monumento a la Confederación y el Palacio de Justicia, mientras los comerciantes y los profesionales y los empleados que dos días atrás habían entregado a Stevens el dólar o el medio dólar, y los que no habían dado nada, contemplaban en silencio desde puertas y ventanas el coche fúnebre, que dobló y enfiló la calle que en el límite de la ciudad había de convertirse en el camino vecinal que le conduciría a su destino, a diecisiete millas de distancia; volvió entonces a ganar velocidad, seguido por los dos coches con los cuatro pasajeros —la erguida dama de cabeza en alto, la vieja negra, el designado paladín de la justicia y la verdad, el doctor en Filosofía por Heidelberg que integraban el séquito formal del catafalco del asesino negro, del lobo ajusticiado. Cuando alcanzaron el límite de la ciudad el coche fúnebre avanzaba de prisa. Pasaron a gran velocidad el letrero metálico que señalaba en sentido contrario Jefferson, Límite Municipal, y desapareció el pavimento y el camino se transformó en gravilla e inició el descenso de otra larga colina. Stevens se inclinó hacia adelante y apagó el motor; el coche del director siguió su curso unos instantes, y empezó a perder velocidad al pisar el director el freno, mientras el coche fúnebre y el otro automóvil se alejaban velozmente, como en una huida, haciendo saltar de entre las ruedas el liviano y seco polvo estival; y pronto desaparecieron. El director hizo girar en redondo al coche torpemente; chirriaron los cambios, y el vehículo avanzó y reculó sucesivas veces hasta que el morro volvió a apuntar en dirección a la ciudad. El director, entonces, permaneció unos instantes en su asiento, con el pie sobre el embrague. —¿Sabes lo que me preguntó ella esta mañana allí abajo, en la estación? — dijo—. Me preguntó: «¿Va a ponerlo usted en el periódico?» —¿Qué? —dijo Stevens. —Eso es lo que dije yo —dijo el director—. Y ella volvió a preguntarme: «¿Va a ponerlo usted en el periódico? Quiero que salga todo en el periódico. Todo». Y yo tuve ganas de decirle: «Y en caso de que yo supiera cómo murió en realidad, ¿querría que lo pusiera igualmente?» Y, por Júpiter, si le hubiera dicho eso, e incluso si ella hubiera sabido lo que nosotros sabemos, creo que habría dicho sí. Pero no lo dije. Lo que dije fue: «Vamos, abuela, usted no podría leerlo». Y ella dijo: «La señorita Belle me dirá dónde mirar, y yo lo miraré. Usted póngalo en el periódico. Todo». —Oh —dijo Stevens—. «Sí —pensó—. Ahora ya no le importa. Tuvo que ser y ella no pudo evitarlo, así que ahora, una vez que todo ha terminado, que todo está hecho y zanjado, ya no le importa cómo murió. Quiso que volviera a casa, pero quiso que volviera a casa como es debido. Quiso aquel ataúd y aquellas

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flores y aquel coche fúnebre, y quiso seguirlo a través de la ciudad en otro coche»—. Vamos —dijo—. Volvamos. No he visto en dos días mi mesa de despacho.

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El otoño del delta

Pronto entrarían en el delta. La sensación le era familiar; una sensación renovada cada última semana de noviembre por espacio de más de cincuenta años: la última colina, a cuyo pie empezaba la rica e intocada llanura de aluvión como empezaba el mar en la base de sus acantilados, se diluía bajo la despaciosa lluvia de noviembre tal como el propio mar se hubiera diluido. Al principio habían viajado en carros: las armas, los enseres de cama, los perros, los víveres, el whisky, la expectación de la caza; los jóvenes, que eran capaces de conducir durante toda la noche y todo el día siguiente bajo la lluvia fría, y armar el campamento en medio de la lluvia y dormir en las mantas húmedas y levantarse con el alba a la mañana siguiente para cazar. Había habido osos entonces, y se disparaba a una gama o a un cervato tan presto como a un ciervo, y en las tardes se tiraba contra los pavos salvajes con pistola para probar la pericia en la caza al acecho y la buena puntería, y se daba a los perros todo salvo las pechugas. Pero aquéllos eran tiempos ya pasados y ahora viajaban en coches, y conducían más rápido cada año, pues las carreteras eran mejores y debían ir más lejos, ya que los territorios en los que aún existía la caza se alejaban más y más año tras año, tal como la vida de él se iba acortando año tras año, hasta que a la sazón había llegado a ser el último de los que un día hicieron el viaje en carro, sin acusar el cansancio, y ahora quienes le acompañaban eran los hijos y hasta los nietos de aquellos hombres que habían manejado los carros durante veinticuatro horas bajo la lluvia y el aguanieve, tras las mulas rezumantes de vapor, y ahora le llamaban tío Ike, y él ya no decía nunca a nadie cuán cerca en verdad estaba de los setenta, pues sabía tan bien como ellos que ya nada tenía que hacer en tales expediciones, ni siquiera viajando en automóvil. Ahora, de hecho, en la primera noche de acampada, mientras yacía insomne y dolorido, entre las mantas ásperas, con la sangre sólo ligeramente caldeada por el único y suave whisky con agua que se permitía, solía decirse año tras año que aquella vez habría de ser la última. Pero acababa soportando el eventual último viaje (seguía disparando casi tan bien como solía; seguía cobrando casi tantas piezas que veía como antaño; ya no podía recordar cuántos ciervos habían caído ante su escopeta), y el violento y largo calor del verano siguiente lo hacía revivir en cierto modo. Así, llegaba de nuevo noviembre y volvía a encontrarse en el coche con los dos hijos de sus viejos

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camaradas, a quienes había enseñado no sólo a distinguir entre las huellas de un ciervo y de una gama, sino también los ruidos que hacían ambos al moverse, y miraba hacia adelante, más allá del arco brusco del limpiaparabrisas, y veía cómo la tierra se allanaba repentinamente, diluyéndose bajo la lluvia como se diluiría el propio mar, y decía: «Bien, muchachos, henos aquí otra vez». En esta ocasión, sin embargo, no tuvo tiempo de hablar. El conductor detuvo el automóvil sin previo aviso, haciéndolo patinar sobre el resbaladizo pavimento, y el viejo MacCaslin, que había estado mirando hacia la carretera desierta, dirigió una mirada penetrante, más allá del hombre que había en medio de ellos, al rostro del conductor, el rostro más joven de todos ellos: tétricamente aquilino, bello y saturnino y cruel, miraba fijamente hacia adelante con ojos sombríos a través de los humeantes limpiaparabrisas gemelos que chasqueaban una y otra vez. —No tenía intención de venir aquí esta vez —dijo. Su nombre era Boyd. Tenía poco más de cuarenta años. El coche era suyo, lo mismo que dos de los tres perros Walker que viajaban a su espalda, en la plataforma descubierta, al igual que poseía, o que gobernaba al menos a su antojo, cualquier cosa —animal, máquina, ser humano— que por una razón u otra estuviera utilizando. —Dijiste eso la semana pasada en Jefferson —dijo McCaslin—. Luego cambiaste de opinión. ¿Has vuelto a cambiar ahora? —Oh, Don también viene —dijo el tercer hombre. Su nombre era Legate. Parecía no dirigirse a nadie—. Si recorriera toda esta distancia sólo por un ciervo... Pero aquí tiene una gama. Sobre dos piernas..., cuando está de pie. De piel muy clara, además. La misma que perseguía aquellas noches, el otoño pasado, cuando decía que iba a cazar mapaches. La misma, imagino, que seguía persiguiendo cuando en enero pasado se fue de caza un mes. —Rió entre dientes, con la misma voz no dirigida a nadie, no enteramente burlona. —¿Qué? —dijo McCaslin—. ¿Qué es lo que estás diciendo? —Vamos, tío Ike —dijo Legate—, se trata de algo en lo que un hombre de su edad se supone dejó de interesarse hace veinte años. Pero McCaslin ni siquiera había dirigido la mirada a Legate; seguía mirando a Boyd, con los ojos empañados de los viejos tras las gafas, unos ojos todavía bastante penetrantes, que podían ver aún el cañón de la escopeta y lo que corría ante él tan bien como cualquiera de ellos. Entonces recordó: el año anterior, durante la etapa final en motora en dirección al lugar donde acamparían, perdieron una caja de alimentos que cayó al agua por la borda; Boyd, el segundo día de campamento, había ido a la población más cercana en busca de provisiones, y a su vuelta, tras pernoctar en ella, algo había cambiado en él: se internaba con su escopeta en los bosques cada amanecer, como los otros, pero McCaslin, al observarle, supo que no estaba cazando. —Está bien —dijo—. Llévanos a Will y a mí al refugio; allí esperaremos el camión y tú podrás volverte. —Me quedo yo también —dijo Boyd con aspereza—. También yo conseguiré mi pieza. Porque esta vez será la última. —¿Te refieres al final de la caza del ciervo, o al de la caza de la gama? —dijo Legate.

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Pero esta vez McCaslin ni siquiera prestó atención a sus palabras; siguió mirando el rostro fiero e inmóvil de Boyd. —¿Por qué? —dijo. —¿No terminará Hitler con todo ello? O Yokohama o Pelley o Smith o Jones o comoquiera que vaya a llamarse en este país. —En este país lo detendremos —dijo Legate—. Aunque se llame George Washington. —¿Y cómo? —dijo Boyd—. ¿Cantando el «Dios bendiga a América» a medianoche en los bares y llevando en la solapa banderitas de tienda barata? —Así que es eso lo que te preocupa... —dijo McCaslin—. No he notado todavía que este país se haya encontrado falto de defensores cuando los ha necesitado. Tú mismo pusiste tu grano de arena hace veinte años, y muy bien, por cierto, si es que significan algo las medallas que trajiste a casa. Este país es una pizca mayor y más fuerte que cualquier hombre o grupo de hombres, tanto de fuera como de dentro. Creo que podrá entendérselas con un empapelador austríaco, se llame como se llame. Mi padre y algunos hombres más, mejores que cualquiera de los que has nombrado, trataron una vez de dividirlo en dos con una guerra, y fracasaron. —¿Y qué te ha quedado? —dijo Boyd—. La mitad de la gente sin empleo y la mitad de las fábricas cerradas por las huelgas. Demasiado algodón y maíz y demasiados cerdos, pero sin que haya lo suficiente para que la gente se vista y coma. Demasiada falta de mantequilla e incluso de armas... —Tenemos un campamento para cazar ciervos. Si es que alguna vez llegamos... —dijo Legate—. Y eso sin mencionar a las gamas. —Es un buen momento para mencionar a las gamas —dijo McCaslin—. A las gamas y a los cervatos. La única lucha que en cualquier lugar o tiempo haya merecido algún tipo de bendición divina ha sido la emprendida por el hombre para proteger a gamas y cervatos. Si ha de llegar la hora de luchar, es algo que conviene mencionar y recordar. —¿No has descubierto en sesenta años que las mujeres y los niños son algo de lo que nunca hay escasez? —dijo Boyd. —Tal vez sea ésa la razón por la cual lo único que me preocupa ahora es que nos queden todavía diez millas de río por delante antes de que podamos acampar —dijo MacCaslin—. Así que continuemos. Siguieron adelante. Pronto avanzaban de nuevo a gran velocidad, una velocidad, habitual en Boyd, acerca de la cual no había pedido opinión a ninguno de ellos, lo mismo que no les había advertido antes, cuando detuvo el coche bruscamente. McCaslin se relajó de nuevo, y se puso a mirar, como había hecho noviembre tras noviembre durante más de cincuenta años, la tierra que había visto cambiar. Al principio habían sido sólo las viejas poblaciones diseminadas a lo largo del río y las viejas poblaciones diseminadas en la ladera de las colinas, desde las cuales los plantadores, con sus cuadrillas de esclavos primero y de jornaleros después, habían arrebatado a la selva impenetrable terrenos de acuáticos cañaverales y cipreses, gomeros y acebos y robles y fresnos, retazos de algodonales que con el tiempo se convirtieron en campos y luego en plantaciones, al igual que las sendas de los osos y los ciervos se convirtieron en carreteras y luego en autopistas, a cuyos flancos brotaron a su vez ciudades, como

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a lo largo de las orillas de los ríos Tallahatchie y Sunflower, que se unían y daban lugar al Yazoo, el Río de los Muertos de los choctaws, los cursos negros, espesos, lentos, intocados por el sol, casi sin corriente, que una vez al año dejaban de hecho de fluir y reculaban, expandiéndose, anegando la rica tierra, para descender de nuevo y retirarse, dejándola aún más rica. Aquellas cosas, en su mayoría, pertenecían al pasado. Ahora un hombre tenía que conducir doscientas millas desde Jefferson antes de encontrar espacios vírgenes donde poder cazar; la tierra se extendía abierta desde las apaciguadoras colinas del este hasta las murallas de los diques del oeste, cubierta de algodón alto como un hombre a caballo y destinado a los telares del mundo, tierra negra y rica, vasta e inmensurable, fecunda hasta los umbrales mismos de las cabañas de los negros que trabajaban y las mansiones de los blancos que las poseían, que esquilmaba la vida cazadora de un perro en un año, la vida de labor de un mulo en cinco y la de un hombre en veinte, tierra en la cual el neón de las innumerables y pequeñas poblaciones pasaba vertiginosamente a un costado y el ininterrumpido tráfico de los automóviles modelo-de-este-año discurría a gran velocidad por las anchas e impecablemente rectas autopistas, tierra en la cual, sin embargo, la sola y permanente señal de ocupación por el hombre parecían ser las enormes desmotadoras, construidas sin embargo en una semana y en cobertizos de chapa de hierro, ya que nadie, por millonario que fuera, levantaría allí para vivir más que un techado y unas paredes, con equipo de acampada en su interior, porque sabía que más o menos una vez cada diez años su casa se inundaría hasta el segundo piso, y todo lo que hubiera en ella quedaría destruido; tierra en la que no se oía ya el rugido de la pantera, sino el largo silbido de las locomotoras: trenes increíblemente largos tirados por una sola máquina, pues no había en el terreno pendientes ni otras elevaciones que las levantadas por olvidadas manos aborígenes como refugio contra las crecidas anuales, y utilizadas luego por sus sucesores indios como sepulcro de los huesos de sus padres; y todo lo que quedaba de aquel antiguo tiempo eran los nombres indios de pequeñas poblaciones, con frecuencia relacionados con el agua: Aluschaskuna, Tillatoba, Homachito, Yazoo. Para primeras horas de la tarde estaban sobre el río. En el último pueblecito con nombre indio, donde acababa el camino pavimentado, habían aguardado la llegada del otro coche y de los dos camiones, uno con los enseres de cama y las tiendas, el otro con los caballos. Luego dejaron atrás el hormigón y, alrededor de una milla después, también la grava, y avanzaron trabajosamente en caravana a través de la incesante disolución de la tarde, sobre las ruedas con cadenas, dando bandazos y chapoteando en los charcos, hasta que al poco tuvo la sensación de que el movimiento retrógrado de su memoria había cobrado una velocidad inversa a su lento avance, y que aquella tierra no se hallaba ya a unos minutos del último tramo de grava, sino años, décadas atrás, y que retrocedía más y más hacia la que había sido cuando la conoció por vez primera: el camino que seguían volvía a ser una vez más la antigua senda de osos y ciervos, los menguantes campos que iban dejando atrás volvían a ser una vez más arrancados tramo a tramo y con dolor a la meditabunda e inmemorial maraña mediante hacha y sierra y arado tirado por mulas, en lugar de los despiadados paralelogramos de una milla de anchura obra de la maquinaria para las acequias y sus presas.

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Dejaron los coches y los camiones en el embarcadero; los caballos seguirían por tierra río abajo, hasta llegar a la orilla opuesta al lugar del campamento, donde cruzarían el río a nado, y los hombres y los enseres de cama y los víveres y las tiendas y los perros ocuparían la motora. Luego, con su vieja escopeta de percusión de dos cañones —que tenía más de la mitad de los años que él tenía— entre las rodillas, contempló también las últimas e insignificantes huellas del hombre —cabañas, calveros, campos pequeños e irregulares que hacía un año habían sido selva y en los que los tallos desnudos del algodón se alzaban casi exuberantes y altos como las cañas que los precedieron, como si el hombre, para conquistar la tierra salvaje, hubiera tenido que maridar con ella sus formas de cultivo—, que se fueron alejando y desapareciendo, hasta que al fin discurrió la tierra salvaje a ambas orillas, como él la recordaba: las marañas de zarzales y cañaverales, herméticas incluso a veinte pies, el alto y formidable vuelo de los robles y gomeros y fresnos y nogales americanos que jamás resonaron bajo hacha alguna salvo la del cazador, que jamás devolvieron eco a máquina alguna salvo al latido de los viejos barcos de vapor que atravesaban aquella tierra, o a los gruñidos de las motoras de quienes —como ellos— se adentraban para habitar en ella una o dos semanas precisamente porque seguía siendo una tierra salvaje. Aún quedaban algunas espesuras vírgenes, pero para encontrarlas, había que recorrer doscientas millas desde Jefferson, mientras que en un tiempo habían sido sólo treinta. Él la había visto no tanto siendo conquistada o destruida cuanto retirándose, ya que su designio se había cumplido y su tiempo era un tiempo anticuado, retirándose hacia el sur a través de aquel territorio de forma peculiar, entre las colinas y el río, hasta que lo que había quedado de ella parecía ahora concentrado y momentáneamente detenido en una tremenda densidad de meditabunda e inescrutable impenetrabilidad en la extremidad última del cono. Llegaron al lugar donde habían montado el campamento el año anterior cuando aún faltaban dos horas para la puesta del sol. —Usted vaya bajo ese árbol, el más seco, y siéntese —le dijo Legate—. Haremos esto los jóvenes y yo. Pero él no le hizo caso. Se puso a dirigir, en impermeable, la descarga de la motora, las tiendas, el hornillo, los enseres de cama, la comida que habrían de consumir ellos y los perros hasta que hubiera carne en el campamento. Mandó a dos negros a cortar leña; había hecho ya levantar la tienda del cocinero y asentar el hornillo y encender una hoguera, y había ya una comida cocinándose; entretanto, seguían clavando las estacas de la tienda grande. Luego, al comienzo del crepúsculo, cruzó en la motora hasta donde esperaban los caballos, que reculaban y resoplaban ante la presencia del agua. Cogió los extremos de las riendas y sin otro peso en la mano y ayudado de su voz condujo a los caballos hasta el agua, y una vez dentro de ella los mantuvo junto a la motora y con sólo la cabeza por encima de la superficie, como si estuvieran suspendidos de sus frágiles y endebles manos, y la motora volvió a cruzar el río y los caballos avanzaron en hilera sobre las aguas poco profundas, trémulos y jadeantes, con los ojos inquietos a la luz del crepúsculo, y al cabo la misma mano sin peso y la voz queda volvieron a aunarse y a ascender salpicando y abriéndose paso orilla arriba. Al rato la comida estuvo lista. La última luz se había esfumado; sólo quedaba ya de ella un tenue tinte atrapado en alguna parte entre la lluvia y la superficie

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del agua. Él tenía en la mano el vaso de whisky aguado; ellos comían de pie sobre el suelo de barro, bajo la lona alquitranada. El negro más viejo, Isham, se había hecho ya la cama, el catre de hierro sólido y desvencijado, el colchón con manchas y no demasiado confortable, las ajadas y descoloridas mantas que abrigaban menos cada año. Luego, mientras los otros se acostaban y la cháchara última daba paso a los ronquidos, él acomodó su cuerpo delgado en la vieja y gastada grieta abierta entre el colchón y las mantas, vistiendo sólo su ropa interior de lana, holgada y con bolsas, con las gafas plegadas en el gastado estuche, bajo la almohada, al alcance de la mano, y se quedó boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados. Después abrió los ojos y siguió allí tendido, mirando la panza inmóvil de la lona sobre la que murmuraba la lluvia constante, sobre la que el fulgor de la estufa de chapa agonizaba lentamente y llegaría casi a extinguirse si el negro más joven, acostado sobre tablas delante de ella, no cumpliera su cometido de incorporarse y alimentarla de nuevo y volver a echarse. Habían tenido una casa en un tiempo. Hacía veinte y treinta y cuarenta años, cuando la gran ciénaga estaba a sólo treinta millas de Jefferson y el viejo mayor de Spain —que había sido el comandante del regimiento de caballería de su padre en el 61 y el 62 y el 63 y el 64, y que le había llevado a los bosques por primera vez poseía ocho o diez partes del total de su extensión. En aquel tiempo aún vivía el viejo Sam Fathers, mitad indio chickasaw, nieto de un jefe, y mitad negro, que fue quien le enseñó cómo y cuándo disparar; en un amanecer de noviembre, tal como el que habrían de vivir al día siguiente, le había conducido directamente hasta el gran ciprés, y él había sabido que el ciervo pasaría exactamente por allí, porque algo corría por las venas de Sam Fathers que corría también por las venas del ciervo, y habían permanecido apoyados contra el enorme tronco, el viejo y el chico de doce años, y nada había salvo el alba, y de pronto el ciervo estaba allí, salido de la nada con su color de humo, magnífico en su veloz avance, y Sam Fathers dijo: «Ahora. Dispara rápido y dispara despacio», y la escopeta se alzó sin prisa y hubo un estampido y él fue hasta el ciervo, que yacía intacto y conservando el ademán de su velocidad magnífica, y lo sangró con su propio cuchillo y Sam Fathers empapó sus manos en la sangre caliente y le marcó la cara con ella para siempre mientras él trataba de no temblar, humilde y orgulloso a un tiempo, aunque a sus doce años no había sabido expresarlo con palabras: «Te he matado; mi proceder no debe deshonrar tu vida, que te abandona. Mi conducta, ya para siempre, ha de traducirse en tu muerte.» Habían tenido una casa en un tiempo. Aquel techo, las dos semanas que cada otoño habían pasado bajo él, se había convertido en su hogar. Y, pese a que desde aquel tiempo hubieran vivido las dos semanas de otoño bajo tiendas y no siempre en el mismo sitio un año y el siguiente, pese a que en la actualidad sus compañeros fueran los hijos e incluso los nietos de aquellos con quienes vivió en la casa, pese a que la casa misma no existiera ya, la convicción, el sentimiento de hallarse en el hogar se había sencillamente transferido al ámbito interior de aquella lona. Poseía una casa en Jefferson, en la cual tuvo en un tiempo una mujer y unos hijos, perdidos ya, y al cuidado de ella estaba ahora la sobrina de su mujer muerta y su familia, y él se sentía cómodo en ella, pues sus deseos y necesidades eran atendidos por una sangre emparentada al menos con la sangre elegida por él de entre la tierra entera

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para amar. Pero el tiempo que pasaba en ella era a la espera de noviembre, pues aquella tienda de suelo embarrado y cama sin demasiada blandura ni abrigo era su hogar, y aquellos hombres —a algunos de ellos no los veía sino aquellas dos semanas— era más su familia que ningún otro pariente. Porque aquélla era su tierra... Se alzó la sombra del negro más joven, que hizo desaparecer del techo de la tienda el fulgor mortecino de la estufa; los leños cayeron pesadamente en ella, y al cabo el fulgor saltó a lo alto y brilló en torno a la lona. Pero la sombra del negro seguía allí, y transcurrido un momento McCaslin se incorporó sobre un codo y vio que no era el negro, sino Boyd; el viejo habló y, al volverse el otro, vio a la luz roja de la lumbre su perfil sombrío y cruel. —Nada —dijo Boyd—. Vuelve a dormirte. —Desde que lo mencionó Will Legate —dijo McCaslin—, he recordado que el pasado otoño también te era difícil dormir aquí. Sólo que entonces lo llamabas salir a cazar mapaches. ¿O era Will Legate quien lo llamaba así? Boyd no respondió. Se volvió y se metió en su cama de nuevo. McCaslin, incorporado sobre el codo, siguió mirándole hasta que la sombra se hundió y dejó de verse sobre la lona. —Así está bien —dijo—. Intenta dormir un poco. Mañana tenemos que tener carne en el campamento. Luego podrás quedarte en vela cuanto quieras. Volvió a echarse, volvió a cruzar las manos sobre el pecho y a mirar el fulgor de la estufa; la lumbre, viva y uniforme otra vez, había aceptado, asimilado la leña fresca; pronto volvería a hacerse mortecina, llevándose consigo el último eco de la súbita llamarada de pasión y desasosiego de un hombre joven. Que siga despierto un rato en la cama, pensó. Algún día yacerá inmóvil durante largo tiempo sin que siquiera lo perturbe la insatisfacción. Y el estar echado y despierto, en el paraje aquel, tendría la virtud de apaciguarlo, si es que existía algo que pudiera hacerlo, si es que existía algo capaz de apaciguar a un hombre que sólo tiene cuarenta años. La tienda, el globo de lona golpeado tenuemente por la lluvia, estaba lleno de aquello una vez más. Siguió echado boca arriba, con los ojos cerrados, respirando quieta y apaciblemente como un niño, atento a aquello: aquel silencio que no era nunca silencio sino miríada. Podía casi verlo: tremendo, prístino, tomando cuerpo y cerniéndose meditativamente sobre aquella insignificante y evanescente masa confusa de humana permanencia, de humana estancia que habría de desvanecerse en una breve y única semana, y que al cabo de una semana más quedaría definitivamente atrás, sin dejar huella alguna en la soledad intocada. Porque era su tierra, aunque jamás había poseído de ella un solo pie. Nunca había deseado poseerla, ni aun después de ver su destino último, de empezar a contemplar cómo se iba retirando año tras año ante el asalto violento de hacha y sierra y trenes madereros, y más tarde dinamita y de arados tirados por tractores, porque aquella tierra no podía tener dueño. Pertenecía a todos; sólo había que usarla bien, con humildad y orgullo. Entonces, súbitamente, supo por qué jamás había deseado poseer ni un solo pie de ella, por qué no había deseado siquiera detener aquello que la gente llama progreso. Porque, con lo que tuvo de ella, bastaba. Le pareció verse a sí mismo y a la tierra salvaje como coetáneos; le pareció que su propia etapa como cazador, como hombre de los bosques, no fue contemporánea a su primer aliento sino que le había sido

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transmitida —y asumida por él con alegría y humildad y júbilo y orgullo por aquel viejo mayor de Spain y aquel Sam Fathers que le enseñaron a cazar; y que las dos etapas se alejaban juntas, no hacia el olvido, hacia la nada, sino hacia un ámbito libre de tiempo y de espacio en donde la tierra sin árboles, deformada y retorcida hasta formar casillas matemáticas de algodón exuberante para que las gentes frenéticas de otros tiempos lo convirtieran en proyectiles con que dispararse mutuamente, volvería a hallar el holgado espacio para ambas —las sombras de los altos árboles no tocados por el hacha y los cañaverales ciegos—, donde los animales salvajes y fuertes e inmortales corrían ya para siempre seguidos de infatigables y atronadoras e inmortales jaurías, abatiéndose y alzándose cual fénix ante silenciosas escopetas. Luego vio que ya había dormido. La lámpara estaba encendida, la tienda estaba llena del movimiento de los hombres, que se levantaban del lecho y se vestían, y fuera, en la oscuridad, el negro más viejo, Isham, golpeaba con una cuchara la base de una cazuela de hojalata y gritaba: —Levántense a tomar el café de las cuatro. Levántense a tomar el café de las cuatro. También oyó a Legate: —Salid fuera y dejad dormir a tío Ike. Si le despertáis, querrá venir a apostarse con nosotros. Y él no tiene nada que hacer en el bosque esta mañana. Así que no se movió. Los oyó abandonar la tienda; escuchó los ruidos del desayuno que llegaban de la mesa dispuesta bajo la lona. Luego los oyó partir: los caballos, los perros, las últimas voces en la lejanía. Al cabo de un rato tal vez llegaría incluso a oír, a través de los bosques húmedos y desde donde el ciervo hubiere hallado abrigo nocturno, la primera resonancia, débil y clara, del primer grupo de perros, y luego se echaría a dormir de nuevo. Entonces, sin embargo, el faldón de entrada de la tienda se alzó hacia el interior y volvió a caer y algo chocó contra el pie del catre y una mano le agarró la rodilla a través de la manta y lo sacudió antes de que tuviera ocasión de abrir los ojos: Era Boyd; llevaba la escopeta en lugar del rifle. Y habló con voz rápida y áspera: —Siento tener que despertarte. Va a... —Estaba despierto —dijo McCaslin—. ¿Utilizarás ese arma hoy? —Lo único que me dijiste la noche pasada fue que necesitabas carne —dijo Boyd—. Va a... —¿Desde cuándo tienes problemas para conseguir carne con tu rifle? —Está bien —dijo el otro con aquella áspera, contenida, furiosa impaciencia. Entonces McCaslin vio en la otra mano del hombre un objeto oblongo y grueso: un sobre—. Va a venir una mujer esta mañana; quiere verme. Dale este sobre y dile que mi respuesta es no. —¿Qué? —dijo McCaslin—. ¿Una qué? —Se había medio incorporado sobre el codo cuando el otro, volviéndose ya en dirección a la entrada, le arrojó sobre el regazo el sobre, que golpeó sólido y pesado y sin ruido sobre la manta, y al punto empezó a deslizarse de la cama; McCaslin alcanzó a cogerlo y sintió a través del papel el grueso fajo de billetes—. Espera —dijo—. Espera. —El otro se detuvo y miró atrás. Se miraron fijamente: el rostro viejo, fatigado, enrojecido por el sueño, sobre el lecho desordenado, y el otro rostro más joven, oscuro y hermoso, a un tiempo airado y frío—. Will Legate tenía razón —dijo McCaslin—. Eso era lo que

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llamabas cazar mapaches. Y ahora esto —añadió, sin levantar el sobre ni señalar en dirección a él en modo alguno—. ¿Qué le prometiste que no tienes el valor de enfrentarte a ella para retractarte? —Nada —dijo Boyd—. Esto es todo. Dile que he dicho que no. Y se fue; el faldón de la entrada de la tienda se alzó y dio paso a la fugaz y débil luz y al constante murmullo de la lluvia, y luego volvió a caer mientras McCaslin seguía medio incorporado sobre el codo, con el sobre en la mano temblorosa. Más tarde le parecería que había empezado a oír aproximarse la embarcación casi inmediatamente, antes incluso de que Boyd hubiera tenido tiempo para desaparecer. Le pareció que no había transcurrido tiempo alguno: el gruñido creciente del motor, cada vez más fuerte, cada vez más cerca, hasta que cesó repentinamente, se diluyó en el chapoteo y el salpicar del agua bajo la proa a medida que la embarcación se deslizaba hacia la orilla; el negro más joven, un muchacho, levantando el faldón de entrada de la tienda, más allá de la cual, durante un instante, McCaslin vio la embarcación, un pequeño esquife con un negro en la popa, al lado del motor, que sobresalía oblicuamente de la borda; y luego la mujer, entrando, con un sombrero de hombre y un impermeable de hombre y botas de goma, llevando un bulto de mantas y de lona y con un algo más, algo intangible, un efluvio que él sabía reconocería al instante, porque ahora sabía que Isham se lo había dicho ya, se lo había advertido al enviar a la tienda al negro joven en lugar de ir él mismo —una cara joven y unos ojos oscuros, un semblante extrañamente descolorido aunque no enfermizo, no el de una mujer del campo pese a las ropas que vestía—, le miraba, mientras él, ahora sentado sobre el catre, erguido, seguía asiendo el sobre, con la ropa interior manchada y haciendo bolsas y las mantas revueltas y amontonadas en torno a sus caderas. —¿Es suyo? —dijo él—. ¡No me mientas! —Sí —dijo ella—. Él se ha ido. —Se ha ido —dijo él—. Aquí no podrás encontrarlo. Dejó esto para ti. Me dijo que te dijera que no. Le extendió el sobre. Estaba cerrado; no llevaba nada escrito. Sin embargo, él vio cómo ella lo cogía con una mano y lo rasgaba y dejaba caer el pulcro fajo de billetes atados sobre las mantas, sin mirarlo siquiera, y luego miraba en el interior vacío del sobre y finalmente lo arrugaba entre sus dedos y lo tiraba al suelo. —Sólo dinero —dijo. —¿Qué esperabas? —dijo él—. ¿Lo has conocido el tiempo suficiente o al menos con la frecuencia suficiente como para haber tenido el niño, y sin embargo, no lo has llegado a conocer hasta ese punto? —No muy a menudo —dijo ella—. No desde hace mucho. Sólo aquella semana del otoño pasado, aquí y luego, en enero, envió por mí y nos fuimos al Oeste, a Nuevo México, y vivimos allí seis semanas, y cociné para él y cuidé de sus ropas... —Pero nada de matrimonio —dijo él—. Él no te prometió nada de eso. No me mientas. No tenía por qué hacerlo. —No tenía por qué hacerlo —dijo ella—. Yo sabía lo que estaba haciendo. Lo sabía desde el principio, antes de que nos pusiéramos de acuerdo. Luego volvimos a estar de acuerdo, antes de que él dejara Nuevo México, en que aquello sería todo. Yo le creí. Debería haberle creído. No veo cómo podía haber hecho otra

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cosa que creerle. Le escribí el mes pasado para asegurarme, y la carta me fue devuelta sin abrir y ya no tuve ninguna duda. Así que ni yo sabía que iba a volver aquí hasta la semana pasada. Ayer, mientras esperaba allá, a un lado de la carretera, el coche pasó y él me vio y yo no tuve ninguna duda. —¿Entonces qué es lo que quieres? —dijo él—. ¿Qué es lo que quieres? —Sí —dijo ella. Él la miró airadamente, tenía el pelo blanco desordenado por la almohada, y los ojos, incapaces de enfocar por la falta de las gafas, borrosos, sin iris y en apariencia sin pupilas. —Te encontró una tarde en una calle sólo porque aconteció que una caja de provisiones se había caído de la barca. Y un mes después te fuiste a vivir con él, y de todo ello tuviste un niño. Entonces él se quitó el sombrero y dijo adiós y desapareció. ¿No tienes ningún pariente? —Sí. Mi tía, en Vicksburg. Me fui a vivir con ella hace dos años, cuando murió mi padre. Hasta entonces habíamos vivido en Indianápolis. Pero mi tía tenía familia y se puso a trabajar de lavandera, y yo empecé a dar clases en una escuela de Aluschaskuna... —¿Se puso a qué? —dijo él—. ¿Se puso a lavar? —Dio un brusco respingo, se echó hacia atrás sobre un brazo, con el pelo desordenado, mirando airadamente. Ahora entendía lo que la mujer había traído también consigo, lo que el viejo Isham ya le había dicho, los labios y piel pálidos y sin color, aunque no enfermizos, los ojos trágicos y clarividentes. «Quizá dentro de mil o dos mil años se haya mezclado en América ya lo hayamos olvidado, pensó. Pero que Dios se apiade de éstos». Gritó, no en voz muy alta, en tono de asombro, compasión y agravio—: ¡Eres una negra! —Sí —dijo ella. —¿Y qué esperabas viniendo aquí? —Nada. —Entonces, ¿por qué viniste? Has dicho que estabas esperando ayer en Aluschaskuna y que él te vio. —Vuelvo al norte —dijo ella—. Mi primo me trajo en su barca anteayer desde Vicksburg. Va a llevarme hasta Lelend, y allí cogeré el tren. —Pues vete —dijo él. Y gritó de nuevo con aquella voz fina, no demasiado elevada—: ¡Fuera de aquí; no puedo hacer nada por ti! ¡Nadie puede hacer nada por ti! —Ella se movió, se dirigió hacia la entrada de la tienda—. Espera —dijo él. Ella se detuvo, se volvió. Él cogió el fajo de billetes y lo deslizó hasta el pie del catre y volvió a meter la mano debajo de las mantas—. Ahí tienes. —No lo necesito —dijo ella—. Me dio dinero el invierno pasado. Por lo que pudiera pasar. Lo dejamos todo arreglado cuando quedamos de acuerdo en que aquello sería todo. —Cógelo —dijo él. Su voz empezó de nuevo a alzarse, pero volvió a bajar el tono—: Llévatelo de mi tienda. —Ella fue hasta el catre y cogió el dinero—. Muy bien —dijo él—. Vuelve al norte. Cásate con un hombre de tu propia raza. Es tu única salvación. Cásate con un negro. Eres joven, hermosa, casi blanca, encontrarás un hombre negro que verá en ti lo que tú viste en él, sea lo que fuere; un hombre que nada te pedirá, que esperará poco de ti y que obtendrá aún

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mucho menos si es desquite lo que buscas. Y luego, dentro de un año, habrás olvidado todo esto, olvidarás incluso que ha sucedido, que él ha existido. Calló; durante un instante estuvo casi a punto de dar otro respingo, pues le pareció que la mujer, sin moverse en absoluto, le estaba fulminando con sus ojos silenciosos. Pero no era así; ni siquiera se había movido; le miraba en silencio desde debajo del ala de su empapado sombrero. —Anciano —dijo—, ¿has vivido ya tanto que has llegado a olvidar todo lo que supiste o sentiste o hasta oíste acerca del amor? Y al poco se había ido; el fugaz destello de luz y la callada lluvia constante penetraron en la tienda, y el faldón de la entrada volvió a caer. De nuevo echado, tembloroso y jadeante, con las mantas apretadas contra la barbilla y las manos cruzadas sobre el pecho, oyó el chapoteo y el gruñido, el gemido creciente y luego decreciente del motor, hasta que se hubo perdido y de nuevo la tienda contuvo sólo el silencio y el sonido de la lluvia. Y el frío; sigue echado, tiritando ligera e ininterrumpidamente, rígido pese al temblor. El delta, pensó: El delta: Esta tierra, que el hombre ha librado de pantanos y ha despejado y ha hecho mudar en dos generaciones, de forma que el hombre blanco puede poseer plantaciones y viajar cada noche a Memphis, que el hombre negro puede poseer plantaciones e incluso pueblos y mantener hogares urbanos en Chicago, una tierra en la que los blancos arriendan granjas y viven como negros y los negros trabajan como aparceros y viven como animales, donde el algodón se planta y alcanza la altura de un hombre hasta en las grietas de las aceras, donde la usura y la hipoteca y la bancarrota y la riqueza desmedida, tanto china como africana o aria o judía, crecen y se multiplican juntas hasta el punto de que nadie puede al fin distinguir unas de otras, ni le importa... No es extraño que los bosques devastados que conocí en un tiempo no griten en demanda de justicia, pensó. Su venganza la llevará a cabo la misma gente que los ha destruido. El faldón de la entrada de la tienda se alzó bruscamente y volvió a caer. Él no se movió salvo para volver la cabeza y abrir los ojos. Legate, encorvado sobre la cama de Boyd, buscaba desordenada y precipitadamente en ella. —¿Qué pasa? —dijo McCaslin. —Busco el cuchillo de desollar de Don —dijo Legate—. Hemos cazado un ciervo. He venido a llevarme los caballos. Se incorporó con el cuchillo en la mano y se dirigió hacia la entrada. —¿Quién lo ha matado? —dijo McCaslin—. Fue Don —dijo. —Sí —dijo Legate alzando el faldón de la tienda. —Espera —dijo McCaslin—. ¿Qué ha sido? Legate se detuvo un instante en la entrada. No miró hacia atrás. —Sólo un ciervo, tío Ike —dijo con impaciencia—. Nada extraordinario. Y se fue; el faldón cayó a su espalda, y volvió a expulsar de la tienda la débil luz, la incesante y doliente lluvia. McCaslin se tendió de nuevo sobre el catre. —Era una gama —dijo al espacio vacío de la tienda.

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El oso

Tenía diez años. Pero aquello había empezado ya, mucho antes incluso del día en que por fin pudo escribir con dos cifras su edad y vio por primera vez el campamento donde su padre y el mayor de Spain y el viejo general Compson y los demás pasaban cada año dos semanas en noviembre y otras dos semanas en junio. Para entonces había ya heredado, sin haberlo visto nunca, el conocimiento del tremendo oso con una pata destrozada por una trampa, que se había ganado un nombre en un área de casi cien millas, una denominación tan precisa como la de un ser humano. Hacía años que llevaba oyendo aquello; la larga leyenda de graneros saqueados, de lechones y cerdos adultos e incluso terneros arrastrados en vida hasta los bosques para ser devorados, de trampas de todo tipo desbaratadas y de perros despedazados y muertos, de disparos de escopeta e incluso de rifle a quemarropa sin otro resultado que el que hubiera logrado una descarga de guisantes lanzados por un chiquillo con un tubo, una senda de pillaje y destrucción que había comenzado mucho antes de que él hubiera venido al mundo, una senda a través de la cual avanzaba, no velozmente, sino más bien con la deliberación irresistible y despiadada de una locomotora, la velluda y tremenda figura. Estaba en su conocimiento antes de llegar siquiera a verlo. Aparecía y se alzaba en sueños antes incluso de que llegara a ver los bosques intocados por el hacha donde el animal dejaba su huella deforme —velludo, enorme, de ojos enrojecidos, no malévolo, sino simplemente grande, demasiado grande para los perros que trataban de acorralarlo, para los caballos que trataban de derribarlo, para los hombres y los proyectiles que dirigían contra él, demasiado grande para la tierra misma que constituía su ámbito forzoso—. Le parecía verlo todo entero, con la adivinación absoluta de los niños, mucho antes de que llegara siquiera a poner los ojos en alguna de ambas cosas: la tierra salvaje y condenada cuyas márgenes estaban siendo constante e ínfimamente roídas por las hachas y los arados de hombres que la temían porque era salvaje, hombres que eran miríada y que carecían de nombre unos para otros en aquella tierra donde el viejo oso se había hecho ya un nombre, a través de la cual transitaba no un animal mortal, sino un anacronismo, indomable e invencible, salido de un tiempo ancestral y

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muerto, un fantasma, epítome y apoteosis de la vieja vida salvaje en la que los hombres hormigueaban y lanzaban golpes de hacha con frenesí de odio y de miedo, como pigmeos en torno a las patas de un elefante somnoliento; el viejo oso solitario, indómito y aislado, viudo, sin cachorros, liberado de la mortalidad, viejo Príamo privado de su vieja esposa y que ha sobrevivido a todos sus hijos. Cada noviembre, hasta que tuvo diez años, solía mirar el carro con los perros y la ropa de cama y las provisiones y las armas, y a su padre y a Tennie’s Jim, el negro, y a Sam Fathers, el indio, hijo de una esclava y de un jefe chickasaw, y los veía partir camino de la ciudad, de Jefferson, donde se reunirían con el mayor de Spain y los demás. Para el chico, cuando tenía siete y ocho y nueve años, la partida no iba al Gran Valle a cazar osos o ciervos, sino a su cita anual con aquel oso al que ni siquiera pretendían dar muerte. Solían volver dos semanas después, sin trofeo, sin piel ni cabeza. Y él tampoco las esperaba. Ni siquiera temía que lo trajeran en el carro. Creía que incluso después de que hubiera cumplido diez años y su padre le permitiera ir con ellos aquellas dos semanas de noviembre, no haría sino participar, junto a su padre y el mayor de Spain y el general Compson y los otros, en una más entre las representaciones históricas anuales de la furiosa inmortalidad del viejo oso. Entonces oyó a los perros. Fue en la segunda semana de su primera estancia en el campamento. Permaneció con Sam Fathers contra el viejo roble, al lado del impreciso cruce en el que, al alba, llevaban nueve días apostándose; y oyó a los perros. Antes los había oído ya en una ocasión, una mañana de la primera semana de campamento, un murmullo sin procedencia que resonaba a través de los bosques húmedos, que crecía rápidamente en intensidad hasta disociarse en ladridos diferenciados que él podía reconocer y a los que podía asignar nombres. Había levantado y montado la escopeta, como Sam le había dicho, y había permanecido de nuevo inmóvil mientras la algarabía, la carrera invisible, llegaba velozmente y pasaba y se perdía; le había parecido que podía realmente ver al ciervo, al gamo —rubio, de color de humo, alargado por la velocidad— huyendo, esfumándose, mientras los bosques y la soledad gris seguían resonando incluso después de que los gritos de los perros se hubieran perdido en la distancia. —Ahora baja los percusores —dijo él. —Sabías que no venían aquí —dijo él. —Sí —dijo Sam—. Quiero que aprendas lo que debes hacer cuando no dispares. Es después que se ha presentado y se ha perdido la oportunidad de derribar al oso o al ciervo cuando los perros y los hombres resultan muertos. —De todas formas —dijo él—, era sólo un ciervo. Luego, en la mañana décima, oyó de nuevo a los perros. Y él, antes de que Sam hablara, tal como le había enseñado, aprestó el arma —demasiado larga, demasiado pesada—. Pero esta vez no había ciervo, no había coro clamoroso de jauría a la carrera sobre un rastro libre, sino un ladrar trabajoso, una octava demasiado alto, con algo más que indecisión y abyección en él, que ni siquiera avanzaba velozmente, que se demoraba demasiado en quedar fuera del oído por completo, que, incluso entonces, dejaba en el aire, en alguna parte, aquel eco tenue, levemente histérico, abyecto, casi doliente, sin el significado de que ante él huyera una forma no vista, comedora de hierba, de color de humo, y Sam, que le había enseñado antes que nada a montar el arma y a tomar una posición desde

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donde pudiera dominar todos los ángulos, y, una vez hecho esto, a quedarse absolutamente inmóvil, se había movido hasta situarse a su lado; podía oír la respiración de Sam sobre su hombro, podía ver cómo las aletas de la nariz del viejo se curvaban al atraer el aire a los pulmones. —Ajá —dijo Sam—. Ni siquiera corre. Camina. —¡Old Ben! —dijo el chico—. Pero ¡aquí! —exclamó—. ¡Por esta zona! —Lo hace todos los años —dijo Sam—. Una vez. Acaso para ver quién está ese año en el campamento; si sabe disparar o no. Para ver si tenemos ya un perro capaz de acorralarlo y retenerlo. Ahora a ésos se los llevará hasta el río, y luego hará que vuelvan. Será mejor que también nosotros volvamos; veremos qué aspecto tienen cuando regresen al campamento. Cuando llegaron, los perros estaban ya allí; había diez, y se acurrucaban al fondo, debajo de la cocina; el chico y Sam, en cuclillas, escrutaron la oscuridad: estaban apiñados, quietos, con los ojos luminosos centelleando hacia ellos y esfumándose; no se oía sonido alguno, sólo aquel efluvio de algo más que perruno, más fuerte que los perros y que no era sólo animal, no sólo bestial, pues nada había habido aún frente a aquel abyecto y casi doliente ladrido salvo la soledad, la inmensidad salvaje, de forma que cuando el undécimo perro, una hembra, llegó a mediodía, para el chico, que miraba junto a todos los demás — incluido el viejo tío Ash, que se consideraba antes que nada cocinero— cómo Sam embadurnaba con trementina y grasa de eje de carro la oreja desgarrada y el lomo surcado de heridas, seguía siendo no una criatura viviente, sino la propia inmensidad salvaje quien, inclinándose momentáneamente sobre la tierra, había rozado ligeramente la temeridad de aquella perra. —Exactamente igual que un hombre —dijo Sam—. Igual que las personas. Posponiendo todo lo posible la necesidad de ser valiente, sabiendo todo el tiempo que tarde o temprano tendría que ser valiente al menos una vez para seguir viviendo en paz consigo misma, y sabiendo siempre de antemano lo que le iba a suceder cuando lo hiciera. Aquella tarde, él en la mula tuerta del carro, a la que no le importaba el olor de la sangre ni —según le dijeron— el olor de los osos, y Sam en la otra mula, cabalgaron durante más de tres horas a través del veloz día de invierno que se agotaba por momentos. No seguían ninguna senda, ni siquiera un rastro que él pudiera identificar, y casi repentinamente estuvieron en una región que él jamás había visto antes. Entonces supo por qué Sam le había hecho montar la mula tuerta a la que nada espantaba. La otra, la cabal, se paró en seco y trató de revolverse y desbocarse incluso después de que Sam hubiera desmontado, dando sacudidas y tirando de las riendas mientras Sam la retenía, mientras la hacía avanzar con palabras dulces —no podía arriesgarse a atarla y la conducía hacia adelante mientras el chico desmontaba de la tuerta. Luego, de pie al lado de Sam en la penumbra de la tarde moribunda, miró el tronco derribado y podrido, dañado y arañado por surcos de garras, y junto a él, sobre la tierra húmeda, vio la huella de la torcida y enorme garra de dos dedos. Supo entonces lo que había olido cuando escudriñó debajo de la cocina en dirección a los perros apiñados. Por vez primera tuvo conciencia de que el oso que poblaba los relatos oídos y surgía amenazadoramente en sus sueños desde antes de que pudiese recordar, y que, por tanto, debía de haber existido

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igualmente en los relatos oídos y en los sueños de su padre y del mayor de Spain e incluso del viejo general Compson antes de que ellos a su vez pudieran recordar, era un animal mortal, y que si ellos viajaban al campamento cada noviembre sin esperanza real de volver con aquel trofeo, no era porque no se le pudiera dar muerte, sino porque hasta el momento no tenían ninguna esperanza real de poder hacerlo. —Mañana —dijo. —Lo intentaremos mañana —dijo Sam—. No tenemos el perro todavía. —Tenemos once. Lo han perseguido esta mañana. —No se necesitará más de uno —dijo Sam—. Pero no está aquí. Tal vez no exista en ninguna parte. Hay otra posibilidad, la única, y es que tropiece por azar con alguien que tenga una escopeta. —No seré yo —dijo el chico—. Será Walter o el mayor o... —Podría ser —dijo Sam—. Tú, mañana por la mañana, mantén los ojos bien abiertos. Porque es inteligente. Por eso ha vivido tanto. Si se ve acorralado y ha de pasar por encima de alguien, te elegirá a ti. —¿Cómo? —dijo el chico—. ¿Cómo podrá saber...? —Y calló—. Quieres decir que me conoce, a mí, que nunca he estado aquí antes, que ni siquiera he tenido ocasión de descubrir si yo... —Calló de nuevo mientras miraba a Sam, a aquel viejo cuya cara nada revelaba hasta que se dibujaba en ella la sonrisa. Y dijo con humildad, sin siquiera sorpresa—: Era a mí a quien vigilaba. Supongo que no necesitaría venir sobre mí más que una vez. A la mañana siguiente dejaron el campamento tres horas antes del alba. Era demasiado lejos para llegar a pie; fueron en el carro, también los perros. De nuevo la primera luz gris de la mañana lo sorprendió en un lugar desconocido por completo; Sam lo había apostado y le había dicho que permaneciera allí, y luego se había alejado. Con aquella escopeta demasiado grande para su tamaño, que ni siquiera era suya, sino del mayor de Spain y con la que había disparado una sola vez —el primer día y contra un tocón, para aprender a gobernar el retroceso y a recargarla—, permaneció apoyado contra un gomero, al lado de un brazo pantanoso cuya agua negra y quieta reptaba sin movimiento desde un cañaveral, cruzaba un pequeño claro y se internaba de nuevo en otro muro de cañas, donde, invisible, un ave —un gran pájaro carpintero llamado «Señor-para-Dios» por los negros— hacía sonar con estrépito la corteza de una rama muerta. Era un puesto como cualquier otro, sin diferencias sustanciales respecto del que había ocupado cada mañana por espacio de diez días; un territorio nuevo para él, aunque no menos familiar que el otro, que al cabo de casi dos semanas creía conocer un poco, la misma soledad, el mismo aislamiento por el que los seres humanos habían pasado sin alterarlo lo más mínimo, sin dejar señal ni estigma alguno, cuya apariencia debía de ser exactamente igual a la del pasado, cuando el primer ascendiente de los antepasados chickasaw de Sam Fathers se internó en él y miró en torno, con garrote o hacha de piedra o arco de hueso aprestado y tenso; sólo diferente porque, de cuclillas en el borde de la cocina, había olido a los perros, acobardados y acurrucados unos contra otros debajo de ella, y había visto la oreja y el lomo desgarrados de la perra que, según dijo Sam, había tenido que ser valiente una vez a fin de vivir en paz consigo misma, y, el día

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anterior, había contemplado en la tierra, al lado del tronco destrozado, la huella de la garra viva. No oyó en absoluto a los perros. Nunca llegó a oírlos. Únicamente oyó cómo el martilleo del pájaro carpintero cesaba de pronto, y entonces supo que el oso lo estaba mirando. No llegó a verlo. No sabía si estaba frente a él o a su espalda. No se movió; sostuvo la inútil escopeta; antes no había habido ninguna señal de peligro que le llevara a montarla, y ahora ni siquiera la montó; gustó en su saliva aquel sabor malsano, como a latón, que conocía ya porque lo había olido al mirar a los perros que se apiñaban debajo de la cocina. Y, luego, se había ido. Tan bruscamente como había cesado, el martilleo seco, monótono del pájaro carpintero volvió a oírse, y al rato él llegó a creer incluso que podía oír a los perros, un murmullo, apenas un sonido siquiera, que probablemente llevaba oyendo algún tiempo antes de que llegara a advertirlo, y que se hacía audible y volvía a alejarse y a desaparecer. En ningún momento se acercaron lo más mínimo al lugar donde él estaba. Si perseguían a un oso, era a otro oso. Fue el propio Sam quien surgió del cañaveral y cruzó el brazo pantanoso seguido de la perra herida el día anterior. Iba casi pegada a sus talones, como un perro de caza; no emitía sonido alguno, y al acercarse se acurrucó contra la pierna del chico, temblando, mirando fijamente hacia las cañas. —No lo he visto —dijo él— ¡No lo vi, Sam! —Lo sé —dijo Sam—. Ha sido él quien ha mirado. Tampoco lo oíste, ¿no es cierto? —No —dijo el chico—. Yo... —Es inteligente —dijo Sam—. Demasiado inteligente. —Miró a la perra, que temblaba leve y persistentemente contra la rodilla del chico. Del lomo desgarrado rezumaron y quedaron colgando unas cuantas gotas de sangre fresca—. Demasiado grande. Todavía no hemos conseguido el perro. Pero quizá algún día. Quizá no la próxima vez. Pero algún día.

Así que tengo que verle, pensó. Tengo que mirarle. De lo contrario —tenía la sensación—, todo seguiría igual eternamente; todo habría de ir como le había ido a su padre y al mayor de Spain, que era mayor que su padre, e incluso al general Compson, que era tan viejo como para haber mandado una brigada en 1865. De lo contrario, todo seguiría así para siempre, la vez próxima y la otra, después y después y una vez más. Le parecía poder verse a sí mismo y al oso, oscuramente, ambos en el limbo del que emerge el tiempo para convertirse en tiempo; el viejo oso, absuelto de su condición mortal, y él compartiendo, participando un poco en ello, lo bastante. Y ahora sabía qué era lo que había olido en los perros apiñados y gustado en su saliva. Reconoció el miedo. Así que tendré que verle, pensó, sin temor ni esperanza. Tendré que mirarle. Fue en junio del siguiente año. Tenía entonces once años. Estaban de nuevo en el campamento, celebrando los cumpleaños del mayor de Spain y del general Compson. Si bien uno había nacido en setiembre y el otro en pleno invierno y en décadas distintas, se habían reunido para pasar dos semanas en el campamento, pescando y cazando ardillas y pavos y persiguiendo mapaches y gatos monteses por la noche con los perros. O mejor, quienes pescaban y disparaban contra las

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ardillas y perseguían a los mapaches y a los gatos salvajes eran él y Boon Hogganbeck y los negros, puesto que los cazadores experimentados, no sólo el mayor de Spain y el viejo general Compson, que se pasaban las dos semanas sentados en mecedoras ante una enorme olla de estofado tipo Brunswick, saboreándolo y revolviéndolo, mientras discutían con el viejo Ash acerca de cómo lo cocinaba Tennie’s Jim se echaba whisky de la damajuana en el cucharón de hojalata que utilizaba para beber, sino hasta el padre del chico y Walter Ewell, que eran aún bastante jóvenes, despreciaban ese tipo de actividades, y se limitaban a disparar a los pavos machos con pistola tras apostar por su buena puntería. Es decir, cazar ardillas era lo que su padre y los demás pensaban que hacía. Hasta el tercer día creyó que Sam Fathers pensaba lo mismo. Dejaba el campamento por la mañana, inmediatamente después del desayuno. Ahora tenía su propia escopeta: era un regalo de Navidad. Volvía al árbol que había al lado del brazo pantanoso donde se había apostado aquella mañana del año anterior. Y con la ayuda de la brújula que le había regalado el viejo general Compson, se desplazaba desde aquel punto. Sin saberlo siquiera, se estaba enseñando a sí mismo a ser un más-que-mediano conocedor de los bosques. El segundo día encontró incluso el tronco podrido junto al cual había visto por primera vez la huella deforme. Estaba desmenuzado casi por completo; retornaba con increíble rapidez —renuncia apasionada y casi visible— a la tierra de la que había nacido el árbol. Recorría los bosques estivales, verdes por la penumbra; más oscuros, de hecho, que en la gris disolución de noviembre, cuando, incluso al mediodía, el sol sólo alcanzaba a motear intermitentemente la tierra, nunca totalmente seca y plagada de serpientes mocasines y serpientes de agua y de cascabel, del color mismo de la moteada penumbra, de forma que él no siempre las veía antes de que se movieran; volvía al campamento cada día más tarde, y en el crepúsculo del tercer día pasó por el pequeño corral de troncos que circundaba el establo de troncos en donde Sam hacía entrar a los caballos para que pasaran la noche. —Aún no has mirado bien —dijo Sam. El chico se detuvo. Tardó unos instantes en contestar. Al cabo rompiendo a hablar impetuosa y apaciblemente, como cuando se rompe la diminuta presa que un muchacho ha levantado en un arroyo, dijo: —Está bien. Pero ¿cómo? Fui hasta el brazo pantanoso. Hasta volví a encontrar el tronco. Yo... —Creo que hiciste bien. Lo más seguro es que te haya estado vigilando. ¿No viste su huella? —Yo —dijo el chico—, yo no... Nunca pensé... —Es la escopeta —dijo Sam. Estaba de pie al lado de la cerca, inmóvil, el viejo, el indio, con su estropeado y descolorido mono y el sombrero de paja de cinco centavos deshilachado que en la raza negra había sido antaño estigma de esclavitud y ahora emblema de libertad. El campamento —el claro, la casa, el establo y el pequeño corral que el mayor de Spain, por su parte, había arrebatado parca y efímeramente a la inmensidad salvaje— se desvanecía en el crepúsculo, volviendo a la inmemorial oscuridad de los bosques. La escopeta, pensó el chico. La escopeta.

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—Ten temor —dijo Sam—. No podrás evitarlo. Pero no tengas miedo. No hay nada en los bosques que vaya a hacerte daño a menos que lo acorrales, o que huela que tienes miedo. También un oso o un ciervo ha de temer a un cobarde, lo mismo que un hombre valiente ha de temerlo. La escopeta, pensó el chico. —Tendrás que elegir —dijo Sam. El chico dejó el campamento antes del alba, mucho antes de que tío Ash despertase entre sus colchas, sobre el suelo de la cocina, y encendiese el fuego para hacer el desayuno. Llevaba tan sólo una brújula y un palo para las serpientes. Podría caminar casi una milla sin necesidad de consultar la brújula. Se sentó en un tronco, con la brújula invisible en la mano invisible, mientras los secretos sonidos de la noche, que callaban cuando se movía, volvían a escabullirse y cesaban luego para siempre; y enmudecieron los búhos para dar paso al despertar de los pájaros diurnos, y él pudo ver la brújula. Entonces avanzó rápida pero silenciosamente; sin tener conciencia de ello todavía, se estaba convirtiendo día a día en un experto conocedor de los bosques. A la salida del sol se topó con una gama y su cría; los hizo huir de su lecho, y pudo verlos de cerca, el crujido de la maleza, la corta cola blanca, la cría siguiendo a su madre a la carrera mucho más rauda de lo que él hubiera podido imaginar. Iba de caza del modo correcto, contra el viento, como Sam le había enseñado; pero eso ahora no importaba. Había dejado la escopeta en el campamento; pero eso ahora no importaba. Había dejado la escopeta en el campamento; por propia voluntad y renuncia había aceptado no un gambito, no una elección, sino un estado en el cual no sólo el hasta entonces anonimato inviolable del oso sino todas las viejas normas y equilibrio entre cazador y cazado quedaban abolidos. No tendría miedo, ni siquiera en el momento en que el miedo se apoderara de él por completo, sangre, piel, entrañas, huesos, memoria del largo tiempo que había transcurrido hasta convertirse en su memoria: todo, salvo aquella fina, clara, inextinguible, inmortal lucidez, sola diferencia entre él y aquel oso, entre él y todos los otros osos y ciervos que habría de matar en la humildad y el orgullo de su pericia y entereza, lucidez a la que había apuntado Sam el día anterior, apoyado sobre la cerca del corral a la caída del crepúsculo. Para mediodía había dejado muy atrás el pequeño brazo pantanoso, se había adentrado más que nunca en aquel territorio ajeno y nuevo. Ahora avanzaba no sólo con la ayuda de la brújula, sino también con la del viejo y pesado y grueso reloj de plata que había pertenecido a su abuelo. Cuando se detuvo al fin, lo hacía por primera vez desde que se levantó del tronco al alba, cuando pudo ver la brújula. Era ya lo bastante lejos. Había dejado el campamento hacía nueve horas; una vez transcurridas otras nueve, la oscuridad habría caído ya hacía una hora. Pero él no pensaba en ello. Pensó: De acuerdo. Sí. Pero ¿qué?, y se quedó quieto unos instantes, pequeño y extraño en la verde soledad sin techo, respondiendo a su propia pregunta antes incluso de que ésta se hubiera formulado y cesado. Eran el reloj y la brújula y el palo, los tres mecanismos sin vida mediante los cuales había repelido durante nueve horas la inmensidad salvaje. Colgó cuidadosamente el reloj y la brújula de un arbusto, apoyó el palo junto a ellos y renunció a él por completo.

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Durante las últimas tres o cuatro horas no había avanzado muy de prisa. No caminaba más rápidamente ahora, pues la distancia no habría tenido importancia ni aun en el caso de que pudiera haberlo hecho. Y trataba de recordar la posición del árbol donde había dejado la brújula; trataba de describir un círculo que volviera a llevarle a él, o al menos que se intersecase a sí mismo, pues la dirección tampoco importaba ya. Pero el árbol no estaba allí, e hizo lo que Sam le había enseñado: describió otro círculo en dirección contraria, de forma que los dos círculos hubieran de bisecarse en algún punto, pero no se cruzó con huella alguna de sus pies, y al fin encontró el árbol, pero en lugar erróneo, pues no había arbusto ni reloj ni brújula, y el árbol era otro árbol, pues a su lado había un tronco derribado, y entonces hizo lo que Sam Fathers le había dicho que debía hacerse a continuación, que era también lo último que podía hacerse. Se sentaba sobre el tronco cuando vio la huella torcida, deforme, tremenda hendidura de dos dedos, la cual, mientras el chico la miraba, se llenó de agua. Cuando alzó la vista, la inmensidad salvaje se fundió, se solidificó, el claro, el árbol que buscaba, el arbusto, y el reloj y la brújula brillaron al ser tocados por un rayo de sol. Y entonces vio al oso. No surgió, no apareció; simplemente estaba allí, inmóvil, sólido, fijado en el caliente moteado del verde mediodía sin viento no tan grande como había soñado pero tan grande como lo esperaba, aún más grande, sin dimensiones contra la moteada oscuridad, mirándole, mientras él, sentado sobre el tronco, inmóvil, le devolvía la mirada. Luego el oso se movió. No hizo ningún ruido. No se apresuró. Cruzó el calvero; por espacio de un instante entró dentro del pleno fulgor del sol; cuando llegó al otro lado se detuvo de nuevo y miró por encima de un hombro hacia él, cuya tranquila respiración aspiró y espiró el aire tres veces. Y se fue. No se internó en el bosque, en la maleza. Se esfumó, volvió a hundirse en la inmensidad salvaje, como si el chico estuviera viendo cómo un pez, una perca enorme y vieja, se sumergía y volvía a desaparecer en las oscuras profundidades del río sin mover las aletas lo más mínimo. Será el próximo año, pensó. Pero no fue el otoño siguiente, ni el siguiente ni el siguiente. Tenía entonces catorce años. Había matado ya su ciervo, y Sam Fathers le había marcado la cara con la sangre caliente, y al año siguiente mató un oso. Pero antes incluso de tal espaldarazo había llegado a ser tan diestro en los bosques como muchos adultos con la misma experiencia; a los catorce años era más experto que ellos que la mayoría de los adultos y con más práctica. No había terreno a treinta millas en torno al campamento que él no conociera, brazo pantanoso, loma, espesura, árbol o senda que sirviera de lindero. Habría podido guiar a cualquiera a cualquier punto de aquel territorio sin desviarse lo más mínimo, y guiarlo de nuevo de regreso. Conocía rastros de caza que ni siquiera Sam Fathers conocía; cuando tenía trece años descubrió el lecho de un ciervo, y sin que su padre lo supiera tomó prestado el rifle de Walter Ewell y se apostó al acecho al alba y mató al ciervo cuando el animal volvía al lecho, tal como Sam Fathers le contó que hacían los viejos antepasados chickasaw. Pero no al viejo oso, por mucho que para entonces conociera sus huellas mejor incluso que las propias, y no sólo la deforme. Podía ver cualquiera de las tres cabales y distinguirla de la de cualquier otro oso, y no sólo por el tamaño. Dentro de aquel radio de treinta millas había otros osos que dejaban huellas casi

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tan grandes, pero era algo más que eso. Si Sam Fathers había sido su mentor y los conejos y ardillas del patio trasero del hogar, su jardín de infancia, la inmensidad salvaje por la que vagaba el viejo oso era su facultad universitaria, y el propio viejo oso macho, ya tanto tiempo viudo y sin hijos como para haberse convertido en su propio progenitor no engendrado, era su alma mater. Pero no lograba verlo nunca. Podía encontrar la huella deforme siempre que quería, a quince o diez millas del campamento; a veces más cerca incluso. En el curso de aquellos tres años, mientras estaba apostado, había oído dos veces cómo los perros tropezaban con su rastro por azar; la segunda vez, al parecer, lo hostigaron: las voces altas, abyectas, casi humanas de su histeria, como aquella primera mañana de hacía dos años. Pero no el oso mismo. Y recordaba el mediodía, tres años atrás, en que allá en el calvero el oso y él se vieron fijados en el fulgor moteado y sin viento, y le parecía que aquello nunca había sucedido, que se trataba de otro sueño. Pero había sucedido. Se habían mirado el uno al otro, habían emergido ambos de la inmensidad salvaje y vieja como la tierra, sincronizados en aquel instante merced a algo más que la sangre que anima la carne y los huesos que sustentan el cuerpo; y se tocaron, y se comprometieron a algo, y afirmaron algo más duradero que la frágil urdimbre de huesos y carne que cualquier accidente podía aniquilar. Y entonces lo vio de nuevo. Debido al hecho de que no pensaba en otra cosa, había olvidado buscarlo. Estaba cazando al acecho con el rifle de Walter Ewell. Lo vio cruzar al fondo de una larga franja arrasado, un corredor barrido por un tornado, precipitarse por la maraña de troncos y ramas, más a través de ella que por encima de ella, como una locomotora, a mayor velocidad de la que él hubiera creído que pudiera alcanzar nunca, casi tan veloz como un ciervo, pues un ciervo se habría mantenido la mayor parte del tiempo en el aire, tan veloz que él no tuvo tiempo siquiera de alzar las miras del rifle, de forma que luego habría de pensar que el hecho de no haber disparado se debía a que él había estado inmóvil a su espalda y el tiro jamás habría llegado a alcanzarlo. Y entonces supo cuál había sido el fallo de aquellos tres años de fracasos. Se sentó sobre un tronco, agitándose y temblando como si en su vida hubiera visto los bosques ni ninguna de sus criaturas, preguntándose con asombro incrédulo cómo podía haber olvidado lo que Sam Fathers le había dicho, lo que el propio oso había confirmado al día siguiente, lo que ahora, al cabo de tres años, había reafirmado. Y ahora entendía lo que Sam Fathers había querido decir cuando se refirió al perro adecuado, un perro cuyo tamaño poco o nada había de importar. Así que cuando volvió solo en abril —eran las vacaciones, de forma que los hijos de los granjeros podían ayudar a plantar la tierra, y al fin su padre, después de hacerle prometer que volvería en cuatro días, había accedido a concederle su permiso—, tenía el perro. Era su propio perro, un mestizo de esos que los negros llaman «mil razas», un ratonero, no mucho mayor que una rata y con esa valentía que ha tiempo ha dejado de ser valor para convertirse en temeridad. No le llevó cuatro días. Una vez solo de nuevo, halló el rastro la primera mañana. No era caza al acecho; era una emboscada. Fijó la hora del encuentro casi como si se tratara de una cita con un ser humano. Al amanecer de la segunda mañana. Él sujetando al «mil razas», al que habían envuelto la cabeza con un

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saco, y Sam Fathers con dos de los perros sujetos por una cuerda de arado se apostaron con el viento a favor del rastro. Estaban tan cerca que el oso se volvió, sin correr siquiera, como estupefacto ante el estrépito frenético y estridente del «mil razas» recién liberado, se puso a resguardo contra el tronco de un árbol, sobre las patas traseras. Al chico le pareció que el animal se hacía más y más alto y que no iba a dejar de alzarse nunca, y hasta los dos perros parecían haber tomado del «mil razas» una suerte de desesperada y desesperante valentía, pues lo siguieron cuando avanzó hacia el oso. Entonces se dio cuenta de que el «mil razas» no iba a detenerse. Se lanzó hacia adelante, arrojó la escopeta y echó a correr. Cuando alcanzó y agarró al perrito, que se debatía frenéticamente como un torbellino, al chico le dio la impresión de hallarse literalmente debajo del oso. Pudo sentir su olor: fuerte y caliente y fétido. Se agachó torpemente, alzó la vista hacia la bestia, que se cernía sobre él desde lo alto como un aguacero, del color del trueno, muy familiar, apacible e incluso lúcidamente familiar, hasta que al fin recordó: era así como solía soñarlo. Y ya se había ido. No lo vio irse. Permaneció de rodillas, sujetando al frenético «mil razas» con ambas manos, oyendo cómo se alejaba más y más del humilde lamento de los perros, hasta que llegó Sam. Traía la escopeta. La dejó en el suelo, en silencio, al lado del chico, y se quedó allí de pie mirándole. —Le has visto ya dos veces con una escopeta en las manos —dijo—. Esta vez no podías haber fallado. El chico se levantó. Seguía sujetando al «mil razas». Incluso en brazos, lejos del suelo, el animal seguía ladrando frenéticamente, debatiéndose y tratando de escapar, como un manojo de muelles, tras el fragor cada vez más lejano de los perros. El chico peleaba un poco, pero ni se agitaba ni temblaba ya. —¡Tampoco tú! —dijo—. ¡Tú tenías la escopeta! ¡Tampoco tú! —Y no disparaste —dijo su padre—. ¿A qué distancia estabas? —No lo sé, señor —dijo él—. Tenía una gran garrapata en la pata derecha trasera. Me fijé en eso. Pero en aquel momento no tenía la escopeta. —Pero tampoco disparaste cuando la tenías —dijo su padre—. ¿Por qué? El chico no respondió. Su padre, sin esperar que lo hiciera, se levantó y cruzó la habitación; caminó sobre las pieles del oso que el chico había cazado dos años atrás y del otro oso, más grande, que él mismo había cazado antes de que su hijo naciera, y se dirigió a la librería sobre la que podía verse la cabeza del primer ciervo del chico. Era la habitación que su padre llamaba «la oficina», pues en ella tenían lugar todas las transacciones comerciales de la plantación. En ella, a lo largo de los catorce años de su vida, había oído las mejores charlas. Solía estar allí el mayor de Spain, y a veces el viejo general Compson, y también Walter Ewell y Boon Hogganbeck y Sam Fathers y Tennie’s Jim, porque también ellos eran cazadores y conocían los bosques y a sus criaturas. Él solía escuchar, no hablaba, se limitaba a atender; la inmensidad salvaje, los grandes bosques, más grandes y más viejos que cualquier documento registrado de cualquier hombre blanco lo bastante fatuo como para creen que en determinado momento había adquirido un trozo de ellos, o de cualquier indio lo bastante cruel como para pretender que un trozo de ellos le pertenecía hasta el punto de poderlo transmitir; eran de los hombres, no blancos ni negros ni rojos

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sino sólo hombres, cazadores con la voluntad y la audacia necesarias para resistir y la humildad y la pericia necesarias para sobrevivir, y los perros y los osos y los ciervos se yuxtaponían y descollaban en ellos, abocados y compelidos, bien en torno a la inmensidad salvaje o dentro de ella, a la antigua e incesante contienda decretada por las antiguas e inflexibles normas que dispensaban de toda contrición y no admitían cuartel; las voces tranquilas y meditadas y graves, destinadas a la mirada retrospectiva y a la memoria y a los exactos recuerdos, mientras el chico se sentaba en cuclillas junto al fuego llameante del hogar al igual que Tennie’s Jim, quien, en cuclillas, se movía únicamente para echar más leña al fuego y para pasar de un vaso a otro la botella. Porque la botella se hallaba siempre presente, de forma que al rato al chico le daba la impresión de que aquellos intensos momentos de corazón y cerebro y valor y astucia y rapidez se concentraban y destilaban hasta dar lugar a aquel licor de color pardo que ninguna mujer o muchacho o niño, sino sólo los cazadores bebían, y lo bebían no por la sangre que habían derramado sino por una suerte de quintaesencia de inmortal espíritu salvaje, y bebían moderadamente, incluso humildemente, no con la mezquina esperanza del pagano de adquirir por ello las virtudes de la astucia y la rapidez y la fuerza, sino como salutación hacia ellas. Volvió su padre con el libro y se sentó y lo abrió. —Escucha —dijo. Leyó en voz alta las cinco estrofas, con voz quieta y pausada; en la habitación no había lumbre, pues era ya primavera. Luego levantó la vista. El chico lo miraba. Muy bien —dijo el padre—. Escucha. —Volvió a leer, pero esta vez sólo la segunda estrofa completa, y las dos últimas líneas, y cerró el libro y lo dejó en la mesa a su lado—. «Ella no puede desaparecer, aunque tú no tengas tu dicha; tú amarás eternamente, y ella será justa» —dijo. —Está hablando de una chica —dijo el chico. —Tiene que hablar de algo —dijo su padre. Y luego dijo—: Está hablando de la verdad. La verdad no cambia. La verdad es una. Abarca todas las cosas que tocan el corazón: honor y orgullo y piedad y justicia y valor y amor. ¿Entiendes ahora? No estaba seguro. De algún modo, era más sencillo que todo eso. Había un viejo oso fiero y cruel, mas no por el mero hecho de conservar la vida, sino con el fiero orgullo de la libertad, lo bastante orgulloso de su libertad como para verla amenazada y no sentir miedo y no alarmarse siquiera; aún más, un animal que a veces parecía incluso poner aquella libertad deliberadamente en peligro a fin de saborearla, a fin de recordar a sus viejos y fuertes huesos y carne la necesidad de mantenerse flexibles y rápidos para defenderla y preservarla. Había un hombre viejo, hijo de una esclava negra y de un rey indio, heredero por un lado de la larga crónica de un pueblo que había aprendido la humildad a través del sufrimiento y la justicia, y por el otro, la crónica de un pueblo que aún más antiguo en aquella tierra que el primero, y que sin embargo había desaparecido de ella por completo, perpetuándose sólo en la solitaria fraternidad entre la sangre extraña que corría en las venas de un viejo negro y el espíritu salvaje e invencible de un viejo oso. Había un muchacho que deseaba aprender la humildad y el orgullo a fin de llegar a ser diestro y valioso en los bosques, que de pronto se vio convirtiéndose en tan diestro con tanta rapidez que temió no llegar nunca a convertirse en valioso, pues no había aprendido la humildad y el orgullo, pese a haberlo intentado, hasta un

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día en que, súbitamente asimismo, descubrió que un viejo incapaz de definir ninguna de las dos virtudes le había guiado, como de la mano, a aquel punto en el que un viejo oso y un pequeño perro mestizo le habían enseñado que, poseyendo una de las dos, se poseía ambas. Y un pequeño perro sin nombre y mestizo y con muchos padres, adulto ya pero de menos de seis libras de peso, diciéndose como para sus adentros: «No puedo ser peligroso, porque no hay nada mucho más pequeño que yo mismo; no puedo ser fiero, porque dirán que sólo es ruido; no puedo ser humilde, porque ya estoy demasiado cerca del suelo como para doblar la rodilla; no puedo ser orgulloso, porque tampoco puedo estar tan cerca de él como para saber quién proyecta una sombra, y ni siquiera sé que no voy a ir al cielo, porque han decidido que no poseo un alma inmortal. Así que lo único que puedo es ser valiente. Pero está bien. Puedo serlo, aunque sigan diciendo que sólo es ruido». Eso era todo. Era sencillo, mucho más sencillo que alguien hablando en un libro de un muchacho y una chica por la que nunca tendría que afligirse, por cuanto jamás podría acercarse más a ella ni tendría tampoco que alejarse. Él había oído hablar acerca de un oso, y un día llegó a tener la edad necesaria para seguir su rastro, y lo siguió durante cuatro años, y al fin se encontró con él con una escopeta en las manos y no disparó. Porque un pequeño perro... Pero podía haber disparado mucho antes de que el perrito recorriera las veinte yardas hasta donde le esperaba el oso, y Sam Fathers podía haber disparado en cualquier momento durante el minuto interminable en que Old Ben, sobre sus patas traseras, se erguía sobre ellos. Se detuvo. Su padre le miraba con gravedad a través de la copiosa media luz de primavera del cuarto; cuando habló, sus palabras fueron tan apacibles como la media luz; no eran palabras en alta voz, no necesitaban serlo porque iban a ser duraderas: —El valor y el honor y el orgullo —dijo— y la piedad y el amor por la justicia y por la libertad. Todo ello toca el corazón, y aquello a lo que se aferra el corazón se convierte en verdad, en aquello que alcanzamos a entender como verdad. ¿Entiendes ahora? Sam y Old Ben y Nip, pensó. Y también él mismo. Él también había actuado correctamente. Su padre lo había dicho. —Sí, señor —dijo.

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Grandes bosques

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Carrera en la mañana

Yo iba en la barca cuando lo vi. Anochecía. Acababa de dar de comer a los caballos y de bajar hasta la orilla y de desatracar la barca para cruzar el río y volver al campamento, cuando lo vi, como a la mitad de un cuarto de milla río arriba, nadando; sólo le sobresalía del agua la cabeza, y él mismo no era sino un punto en medio de la penumbra. Pero yo alcanzaba a ver aquella suerte de mecedora que llevaba encima de la cabeza, y supe que era él, que volvía al cañaveral de la confluencia del brazo pantanoso donde vivía todo el año hasta el día anterior al comienzo de la temporada, día en que, como si los guardas de caza le hubieran proporcionado un calendario, dejaba el lugar y desaparecía, nadie sabía adónde, hasta el día después del cierre de la temporada. Pero ahí estaba, volviendo un día antes de lo previsto, como si se hubiera equivocado y estuviera consultando por error un calendario del año anterior. Lo cual era funesto para él, porque el señor Ernest y yo saldríamos a caballo en su persecución en cuanto se alzase el sol al día siguiente. Así que se lo conté al señor Ernest y cenamos y di de comer a los perros, y luego ayudé al señor Ernest en la partida de póquer, de pie detrás de su silla, hasta las diez aproximadamente, cuando Roth Edmonds dijo: —¿Por qué no te vas a la cama, chico? —Y si vas a quedarte levantado —dijo Willy Legate—, ¿por qué no coges el abecedario y te pones a estudiar? Sabe todas las maldiciones que vienen en el diccionario, todas las manos de póquer de la baraja y todas las marcas de whisky de la destilería, pero es incapaz de escribir su nombre... ¿O puedes? —me dijo. —No necesito escribir mi nombre —dije yo—. Puedo acordarme de quién soy. —Tienes doce años —dijo Walter Ewell—. Ahora de hombre a hombre: ¿cuántos días te has pasado en la escuela en toda tu vida? —No tiene tiempo para ir a la escuela —dijo Willy Legate—. ¿De qué sirve que vaya a la escuela desde setiembre hasta mediados de noviembre, en que tendría que dejarla para venir aquí a estar a la escucha para Ernest? ¿Y de qué sirve volver a la escuela en enero, si apenas en once meses volverá a llegar el quince de noviembre y tendrá que empezar otra vez a decirle a Ernest por dónde han ido los perros?

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—Bien, de todos modos deja de mirarme el juego —dijo Roth Edmonds. —¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —dijo el señor Ernest. Llevaba siempre en la oreja el auricular del audífono, pero nunca traía las pilas al campamento, pues el cordón se le enganchaba en los matorrales cada vez que atravesaban un paraje frondoso. —¡Willy dice que me vaya a la cama! —grité. —¿Nunca le llamas a nadie «señor»? —dijo Willy. —Le llamo «señor» al señor Ernest —dije yo. —Está bien —dijo el señor Ernest—. Vete a la cama. No te necesito. —Gran verdad —dijo Willy—. Sordo o no sordo, puede oír un reenvite de cincuenta dólares aunque uno no mueva ni los labios. Así que me fui a la cama, y al cabo de un rato entró el señor Ernest y yo quise decirle otra vez lo grandes que parecían aquellos cuernos a media cuarta de milla río arriba. Pero hubiera tenido que gritar, y la única ocasión en la que el señor Ernest admitía que no oía era cuando, a lomos de Dan, esperaba que yo le indicara qué camino habían tomado los perros. Así que seguí acostado, y no había transcurrido ni un momento cuando Simon golpeaba ya la base del barreño con la cuchara, gritando: «¡Arriba, el café de las cuatro!», y crucé el río, esta vez en la oscuridad, con la linterna, y di de comer a Dan y al caballo de Roth Edmonds. Iba a hacer un buen día, frío y radiante; pude ver, pese a la oscuridad, la blanca escarcha sobre los matorrales y las hojas; era exactamente el tipo de día que a aquel grande y viejo hijo de perra que duerme allí en el cañaveral le gustaría para correr. Luego comimos, y luego extendimos el plano de los puestos para que tío McCaslin los adjudicara según su criterio, pues era la persona de más edad del campamento. Había estado cazando ciervos en aquellos bosques por espacio — calculo— de unos cien años, y si había alguien que supiera por dónde había de pasar un ciervo, ése era él. Quizá tratándose de un ciervo viejo y grande como aquél, que también había corrido por los bosques durante un tiempo que en la vida de un ciervo equivaldría a cien años, tío Ike y él se las arreglarían para estar en el mismo sitio a la misma hora aquella mañana, siempre, naturalmente, que el animal consiguiera mantenerse alejado de mí y del señor Ernest cuando llegara el momento. Porque el señor Ernest y yo íbamos a cazarlo. Luego yo y el señor Ernest y Roth Edmonds sacamos a los perros, y Simon sujetó a Eagle y a los demás perros adultos con la traílla, pues los más jóvenes, los cachorros, no iban a ninguna parte —de ninguna manera— hasta que se lo permitiera Eagle. Luego yo y el señor Ernest y Roth ensillamos, y el señor Ernest montó y yo le tendí la escopeta de repetición y solté la brida de Dan para que diera rienda suelta a la necesidad de dar corcovos que tenía que satisfacer cada mañana, hasta que el señor Ernest le golpeaba con el cañón de la escopeta entre las orejas. Luego el señor Ernest cargó el arma y me dio el estribo, y monté a su espalda y tomamos el camino de incendios en dirección al brazo pantanoso; los cinco perros tiraban de Simon, que iba delante con su escopeta de retrocámara y de un solo cañón colgada a la espalda de un trozo de cuerda de arado, y los cachorros se movían torpemente entre los pies de todo el mundo. Para entonces ya había luz, y el día iba a ser bueno; el este estaba ya amarillo para la salida del

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sol y nuestros alientos despedían humo en el aire frío, quieto y brillante, a la espera de que el sol se alzase y lo caldeara, y había una delgada capa de hielo en los surcos, y toda hoja y ramita y varilla e incluso los terrones congelados estaban cubiertos de escarcha, esperando poder centellear como un arco iris cuando al fin el sol saliera y cayera sobre ellos. Y al fin llegué a sentirme por dentro ligero y fuerte como un globo, lleno de aquel aire ligero y fuerte y frío, de forma que tuve la impresión de que no podía sentir siquiera el lomo del caballo sobre el que iba a horcajadas, sólo los músculos calientes y fuertes moviéndose bajo la caliente y fuerte piel, y yo sentado y erguido y sin peso alguno, de modo que cuando el viejo Eagle descubriera la pieza y la persiguiera, yo y Dan y el señor Ernest partiríamos como un pájaro, sin tocar siquiera el suelo. Era estupendo. Cuando aquel ciervo viejo y grande muriera aquel mismo día, yo sabría que no podría haber elegido otro día mejor para morir aunque hubiera aplazado el encuentro otros diez años. Y, efectivamente, en cuanto llegamos al brazo pantanoso vimos sus huellas en el barro, en el lugar por donde había salido del río la noche pasada, esparcidas en el barro blando como huellas de vaca, grandes como las de las vacas, grandes como las de las mulas, y Eagle y los otros perros arremetían ahora contra la traílla, y el señor Ernest me dijo que me bajara y ayudara a Simon a sujetarlos. Porque el señor Ernest y yo sabíamos exactamente dónde iba a estar, una pequeña isla de cañaverales situada en medio del brazo pantanoso, en donde podría estar al abrigo hasta que la gama o el pequeño ciervo que los perros ahuyentaran por azar pudiera tomar a derecha o izquierda del brazo pantanoso, llevándose a los perros lejos, de forma que él pudiera escabullirse y deslizarse brazo abajo hasta el río, y alejarse nadando, y dejar el territorio como siempre hacía el día en que la temporada comenzaba. Que era precisamente lo que nosotros pensábamos impedir que hiciera en esta ocasión. Así que dejamos a Roth sobre su montura, a fin de cortarle la retirada al ciervo y hacerlo ir hacia los hombres apostados de tío Ike en caso de que tratara de deslizarse brazo abajo, y yo y Simon, con los perros sujetos por la traílla, caminamos brazo arriba hasta que el señor Ernest, a caballo, dijo que ya era suficiente; entonces nos internamos en el bosque y subimos medio cuarto de milla aproximadamente por encima del cañaveral, pues el viento iba a ser sur aquella mañana cuando se levantase, y bajamos luego hacia el cañaveral, y el señor Ernest ordenó que soltáramos a los perros, y soltamos la traílla y el señor Ernest me volvió a ofrecer el estribo y volví a montar. El viejo Eagle se había alejado ya, pues sabía tan bien como nosotros dónde estaba escondido aquel hijo de perra, pero no armaba alboroto alguno todavía y se limitaba a avanzar bruscamente a través de las trepadoras de los pantanos seguido de los demás perros, y hasta Dan parecía saber acerca de aquel ciervo, pues empezaba a agitarse y a dar saltitos entre las trepadoras, de modo que no esperé más y me agarré al cinturón del señor Ernest antes de que llegara el momento de que el señor Ernest tuviera que espolearlo. Porque cuando nos poníamos a la carrera, persiguiendo un ciervo al galope, yo no permanecía mucho tiempo sobre el lomo de Dan, sino casi siempre en el aire, estirado hacia atrás y agarrado al cinturón del señor Ernest, de modo que Willy Legate decía que cuando íbamos a toda velocidad a través de los bosques, parecía que el señor

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Ernest llevara un mono vacío de la talla de un chico saliéndole del bolsillo trasero y ondeando al viento. Así que no fue siquiera un ataque; fue un levantamiento de la pieza. Eagle debía de haberle seguido los talones, o quizá hasta se topó con él, sorprendiéndole mientras estaba allí escondido, pensando que el hoy era el pasado mañana. Eagle se limitó a alzar la cabeza hacia atrás y a decir: «Ahí va», y nosotros llegamos a oír incluso cómo el ciervo se abría paso estrepitosamente a través de las primeras cañas. Entonces todos los demás perros empezaron a ladrar a su espalda, y Dan se agachó para saltar, pero esta vez lo retuvo la barbada, no sólo el filete, y el señor Ernest lo dejó bajar al brazo pantanoso y lo hizo bordear el cañaveral y subir por la otra orilla. Pero no tuvo que decir: «¿Por dónde?», porque yo ya estaba señalando por delante de su hombro, asiéndome aún con más fuerza al cinturón en el preciso instante en que el señor Ernest tocaba a Dan con la gran y vieja y herrumbrosa espuela del tacón izquierdo, pues cuando Dan la sentía salía de estampida como un cartucho de dinamita, derecho contra cualquier cosa que pudiera destrozar y por encima o por debajo de cualquier otra que no pudiera. Los perros se hallaban ya casi fuera del alcance del oído. Eagle debía de haber ido mirando de cerca la cola de aquel hijo de perra, hasta que al fin el hijo de perra decidió que sería mucho mejor salir de aquel paraje. Y para entonces debían de estar ya muy cerca de los puestos asignados por tío Ike, y el señor Ernest tiró de las riendas de Dan y lo retuvo, y Dan se agachaba y brincaba y temblaba como una mula a la que están entresacando el pelo de la cola, y entretanto nosotros nos mantuvimos atentos, a la espera de los disparos. Pero no llegó ninguno, y le grité al señor Ernest que sería mejor que prosiguiéramos la marcha mientras yo pudiera seguir oyendo a los perros, y él soltó a Dan, pero seguían sin llegar los disparos, y entonces supimos que la carrera había sobrepasado ya la línea de los puestos; y salimos precipitadamente de un bosquecillo, y, efectivamente, allí estaban tío Ike y Willy de pie junto a las huellas que el ciervo había dejado sobre un trozo de tierra blanda. —Logró dejarnos atrás a todos —dijo tío Ike—. No comprendo cómo pudo pasar. Alcancé a echarle una ojeada rápida. Grande como un elefante, con una cornamenta en la que se podría acunar a un ternero berreante. Se fue recto loma abajo. Será mejor que sigáis también vosotros; los del campamento de Hog Bayou puede que no lo dejen escapar. Así que volví a aferrarme al cinturón y el señor Ernest volvió a espolear a Dan. La loma se extendía directamente hacia el norte; no había en ella trepadoras ni matorrales, de forma que podíamos avanzar de prisa, y contra el viento, que se había alzado ya, lo mismo que el sol. Así que oíamos de nuevo a los perros siempre que se levantaba el viento. Ahora podíamos ganar tiempo, pero seguíamos reteniendo a Dan para que avanzara a galope medio, pues el asunto iba a ser rápido, en caso de que terminara cuando el ciervo llegara a los puestos del campamento de Hog Bayou, a ocho millas del nuestro, o iba a llevar mucho tiempo, en caso de que lograra pasar también a través de ellos. Y, efectivamente, al cabo de un rato oímos a los perros. Llevábamos a Dan al paso ahora, para que pudiera bufar un poco, y los oímos: el sonido llegaba débil, con el viento; no corrían ya, sino que rastreaban, pues el gran hijo de perra, probablemente, hacía

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un rato que había decidido poner fin a todas aquellas tonterías, y había recuperado fuerzas y había acelerado y había logrado dejar una milla atrás a los perros, hasta darse de bruces con los otros cazadores del campamento de abajo. Podía casi ver cómo se detenía tras un arbusto, escrutando hacia afuera y diciendo: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¿Es que está el maldito país entero lleno de gente esta mañana?» Y luego mirando hacia atrás sobre su hombro, en dirección adonde el viejo Eagle y los demás perros venían aullando en su persecución, mientras decidía de cuánto tiempo disponía para decidir el paso siguiente. Sólo que se libró por muy poco. Oímos los tiros; parecía una guerra. El viejo Eagle debió de llegar otra vez a un palmo de su cola, y a él no le quedó más remedio que abrirse paso por donde pudo. «Pam, pam, pam, pam», y luego «pam, pam, pam, pam». Parecía que eran tres o cuatro cazadores agrupados los que le atacaban, antes de que él tuviera tiempo siquiera para desviarse, y yo grité: «¡No! ¡No! ¡No! ¡No!», porque el ciervo era nuestro. Las judías y la avena que comía eran nuestras, y era nuestro el cañaveral donde se escondía; lo vigilábamos todos los años, y era como si lo hubiéramos criado, y ahora, al final, iba a ser muerto en nuestra propia cacería, ante nuestros propios perros, por unos extraños que seguramente tratarían luego de alejar a los perros y se lo llevarían a rastras antes de que nosotros pudiéramos siquiera conseguir un trozo de su carne. —Cállate y escucha —dijo el señor Ernest. Así lo hice, y oímos a los perros; no sólo a los otros, sino también a Eagle; no olfateaban ningún rastro y no ladraban a ninguna carne abatida, sino que corrían enconadamente y a la vista de la pieza y hasta mucho después de que el tiroteo hubiera terminado. Tuve el tiempo justo para aferrarme de nuevo al cinturón. Sí, señor, veían ya la pieza a la que perseguían. Como diría Willy Legate, si Eagle tomara un trago de whisky podría atrapar a aquel ciervo. Seguían la carrera; habían desaparecido ya cuando salimos del bosquecillo, y encontramos a aquellos tipos que habían organizado el tiroteo —eran cinco o seis— agachándose y arrastrándose de un lado para otro, registrando el terreno y los arbustos, como si estuvieran convencidos de que, si buscaban con ahínco suficiente, en los tallos y las hojas habrían de florecer manchas de sangre como moras o bayas de espino. —¿Ha habido suerte, muchachos? —dijo el señor Ernest. —Creo que le alcancé —dijo uno de ellos—. Estoy seguro. Estamos buscando manchas de sangre. —Bien, cuando den con él, toquen el cuerno y yo volveré para llevárselo a ustedes al campamento —dijo el señor Ernest. Seguimos adelante; ahora a galope tendido, pues la carrera volvía a estar casi fuera del alcance del oído; ellos avanzaban rápido también, como si no sólo el ciervo, sino también los perros hubieran cobrado nuevas fuerzas con todo aquel tiroteo y aquella excitación. Ahora nos encontrábamos en territorio extraño; nunca habíamos llegado tan lejos, pues siempre habíamos logrado matar la pieza sin necesidad de avanzar hasta tal punto; estábamos en Hog Bayou, brazo pantanoso que desembocaba en el río a más de quince millas al sur de nuestro campamento. En él había agua, además de un revoltijo de árboles caídos y troncos y demás cosas de este tipo, y el señor Ernest volvió a retener a Dan, y preguntó: «¿Por dónde?» Yo ahora apenas

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los oía allá a lo lejos, en dirección ligeramente este, como si el viejo hijo de perra hubiera descartado la idea de Vicksburg o Nueva Orleans, que al parecer tenía en un principio, y se hubiera decidido a echar una ojeada en Alabama; así que señalé una dirección y subimos por la orilla en busca de un lugar para cruzar, y tal vez lo habríamos encontrado, pero calculo que el señor Ernest determinó que no había tiempo que perder. Llegamos a un lugar en donde el brazo pantanoso se estrechaba a doce o quince pies, y el señor Ernest dijo: —Cuidado, voy a picarle. Y lo hizo. No había tenido siquiera tiempo para asir con fuerza el cinturón cuando ya estábamos en el aire, y entonces vi la vid —un sarmiento retorcido casi tan grueso como mi muñeca, que caía serpenteante y se atravesaba en la mitad misma del brazo pantanoso—, y pensé que él la había visto también, y que tenía intención de agarrarla y lanzarla hacia arriba, por encima de nuestras cabezas, y pasar por debajo de ella, y sé que Dan sí la vio, pues agachó la cabeza para no chocar contra ella. Pero el señor Ernest no llegó nunca a verla, y el sarmiento arañó el cuello de Dan y se enganchó en la perilla de la silla, y seguimos volando por el aire, y el sarmiento se tensaba más y más, de modo que algo, por alguna parte, tenía finalmente que ceder. Cedió la cincha de la silla. Se rompió y Dan siguió su trayectoria hasta que logró arañar la orilla opuesta, completamente desnudo a excepción de la brida, y yo y el señor Ernest y la silla —y el señor Ernest sentado aún en la silla, en la que iba encajada la escopeta, y yo aferrado al cinturón del señor Ernest— nos vimos suspendidos en el aire, sobre el brazo pantanoso, apresados en el sarmiento tenso de la vid, como en el vértice de las gomas tensadas de un enorme tirachinas, hasta que el sarmiento retrocedió fulminantemente y nos disparó hacia atrás y cruzamos el brazo limpiamente, yo aún aferrado al cinturón del señor Ernest y en la parte de abajo, de forma que al tomar tierra habría recibido encima de mí al señor Ernest y a la silla si no hubiera escalado velozmente la silla y el costado del señor Ernest, con lo que logré que fuera la silla la primera en tocar tierra, y luego el señor Ernest, y yo en último lugar, encima de ellos; me incorporé de un salto, y el señor Ernest seguía tendido en el suelo, y sólo podía vérsele la orla blanca de los ojos. —¡Señor Ernest! —grité, y bajé hasta la orilla y llené mi gorra de agua y subí y se la arrojé contra la cara, y él abrió los ojos y se quedó allí, sobre la silla, maldiciéndome. —Maldita sea —dijo—. ¿Por qué no seguiste a mi espalda, donde empezaste? —¡Usted era el más grande! —dije—. ¡Me hubiera aplastado! —Y qué te crees que me has hecho a mí? —dijo el señor Ernest—. La próxima vez, si no puedes quedarte donde empezaste, salta. Pero no vuelvas a subirte encima de mí nunca más. ¿Me oyes? —Sí, señor —dije. Así que entonces se levantó, maldiciendo aún y agarrándose la espalda, y bajó hasta el agua y cogió un poco en las manos y se la echó en la cara y el cuello, y volvió a coger otro poco y se la bebió, y bebí yo también, y volví a subir y recogí la silla y la escopeta, y cruzamos el brazo en unos troncos. Si al menos pudiéramos coger a Dan... No es que se hubiera puesto a recorrer las quince

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millas hasta el campamento, pues, de hacer algo, se habría ido solo a tratar de ayudar a Eagle en la caza del ciervo. Pero estaba a unas cincuenta yardas de distancia, comiendo enredaderas, así que fui y lo traje, y utilizamos los tirantes del señor Ernest y mi cinturón y la correa de cuero del cuerno del señor Ernest para atarle a Dan la silla. No parecía gran cosa, pero tal vez resistiera. —Siempre que no me dejes hacerle saltar contra otra vid sin gritarme con antelación —dijo el señor Ernest. —Sí, señor —dije yo—. Chillaré antes la próxima vez..., siempre que usted grite también un poco más rápido cuando vaya a picar espuelas la próxima vez. — Pero la nueva cincha estaba bien; sólo que al montar tendríamos que hacerlo con cuidado—. ¿Y ahora por dónde? —dije. Porque ya no oíamos nada, después de haber perdido tanto tiempo. Y, sin duda alguna, se trataba de un territorio nuevo. Había sido talado y la maleza había crecido hasta tal punto que no habríamos podido ver por encima de ella ni aun de pie sobre el lomo de Dan. Pero el señor Ernest ni siquiera respondió. Se limitó a conducir a Dan por el lugar de la orilla donde la vegetación era un poco más despejada; tan pronto como Dan y nosotros nos habituáramos a aquella cincha casera y tuviéramos algo de confianza en ella, podríamos avanzar más rápido de nuevo. Resultó que era dirección este, o así lo creí entonces, pues no presté particular atención al este al ver que el sol —no sé adónde se había ido la mañana, pero se había ido, la mañana y la escarcha— estaba ya alto. Y entonces lo oímos. No, no es cierto; lo que oímos fue disparos. Y fue entonces cuando caímos en la cuenta de lo lejos que habíamos llegado, ya que el único campamento del que habíamos oído hablar en aquella dirección era el de Hollyknowe, y tal campamento se encontraba exactamente a veintiocho millas de Van Dorn, donde acampábamos yo y el señor Ernest. Sólo los disparos, nada más; ni siquiera a los perros. Si el viejo Eagle seguía tras él y él, el ciervo, seguía con vida, el viejo Eagle estaría demasiado agotado para decir: «Ahí va.» —¡No lo pique! —grité. Pero el señor Ernest se acordó también de la cincha casera, y le aflojó sólo el filete. Y Dan oyó también los disparos, mientras se abría paso por la espesura, saltando por encima de las trepadoras y los troncos cuando podía y pasando por debajo cuando no podía. Y, efectivamente, fue como la vez anterior: dos o tres hombres agachándose y arrastrándose por los matorrales, en busca de una sangre que ya Eagle les había advertido que no había. Pero esta vez no nos detuvimos; sólo pasamos al trote. Entonces el señor Ernest hizo girar a Dan y lo enfiló directamente hacia el norte. —¡Espere! —grité—. Por allí no. Pero lo único que hizo el señor Ernest fue volver la cara por encima del hombro. Parecía cansado, y tenía una mancha de barro en donde había recibido el golpe del sarmiento que le arrancó del caballo. —¿No sabes hacia dónde se dirige? —dijo—. Ya ha cumplido su papel: ha dado a todo el mundo la oportunidad de disparar leal y abiertamente contra él y ahora se vuelve a casa, a aquel cañaveral de nuestro brazo pantanoso. Y ha de hacerlo exactamente cuando oscurezca. Y eso era lo que estaba haciendo. Seguimos adelante. Ya no tenía sentido apresurarse. No se oía sonido alguno en ninguna parte; era esa hora temprana de

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las tardes de noviembre en que nada se mueve o grita, ni siquiera los pájaros — los pájaros carpinteros y los verderones y los arrendajos—, y me pareció como si pudiera vernos a nosotros tres —yo y el señor Ernest y Dan—, y a Eagle y a los otros perros y al gran y viejo ciervo, avanzando por los bosques tranquilos en la misma dirección, encaminados hacia el mismo sitio, sin correr, sólo caminando; habíamos corrido la hermosa carrera lo mejor que sabemos, y ahora los tres, como siguiendo un acuerdo, volvíamos a casa; no todos juntos en el mismo grupo, ya que no queríamos molestarnos o tentarnos unos a otros, pues lo que los tres habíamos estado haciendo aquella mañana no era una representación teatral organizada por mera diversión, sino que era en serio, y todos, los tres, seguíamos siendo lo que antes éramos: el viejo ciervo que necesitaba correr, no porque tuviera miedo sino porque correr era lo que mejor sabía hacer y de lo que se sentía más orgulloso; Eagle y los demás perros que trataban de darle caza, no porque le odiaran o le temieran sino porque era lo que mejor sabían hacer y de lo que se sentían más orgullosos; y yo y el señor Ernest y Dan, que le perseguíamos no porque deseáramos su carne, que de todos modos sería demasiado dura, o su cabeza para colgarla en la pared, sino porque así podríamos volver a casa y trabajar duro durante once meses en la cosecha, de forma que nos ganáramos el derecho a volver de caza el próximo noviembre, los tres volviendo a casa, separados y apacibles, hasta el año siguiente, la ocasión siguiente. Entonces lo vimos por primera vez. Habíamos salido ya del terreno talado; hubiéramos podido ir a medio galope, pero todos nosotros, los tres, habíamos renunciado a ello hace tiempo. Así que íbamos al paso, y nos encontramos con los perros —los cachorros y uno de los adultos— tendidos en una pequeña hondonada húmeda, exhaustos, jadeantes, y cuando pasamos alzaron la mirada hacia nosotros. Luego llegamos a un largo claro abierto, y vimos a los otros tres perros adultos, y a unas cien yardas más adelante vimos a Eagle; iban todos caminando, sin emitir ningún sonido; y entonces, de repente, al fondo del claro, vimos al ciervo levantándose de donde había estado descansando hasta ser alcanzado por los perros, levantándose sin prisa, grande, grande como una mula, alto como una mula, y volviéndose, y vimos durante uno o dos segundos, antes de que se lo tragara la espesura, la parte inferior blanca de su cola. Pudo haber sido una señal, un adiós, una despedida. Seguíamos al paso y dejamos atrás, en el centro del claro, a los tres perros, que ahora estaban también echados; cien yardas más adelante seguía Eagle, pero no estaba echado, pues se mantenía en pie, aunque con las patas esparrancadas y la cabeza baja. Acaso esperaba sólo a que nos alejáramos de su vergüenza; sus ojos, cuando pasamos, decían claramente, como si hablara: «Lo siento, muchachos, pero esto es todo». El señor Ernest hizo detenerse a Dan. —Desmonta y mírale las patas —dijo. —No tiene nada en las patas —dije yo—. Lo que se le ha acabado es el aliento. —Salta al suelo y mírale las patas —dijo el señor Ernest. Así lo hice, y mientras estaba inclinándome sobre Eagle oí la escopeta de repetición: «Snik-clac. Snik-clac. Snik-clac». Tres veces. Sólo que entonces no pensé nada. Quizá únicamente probaba los cartuchos para asegurarse de que la escopeta iba a funcionar cuando volviéramos a verlo, o quizá para asegurarse de

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que se trataba de postas. Luego volví a montar, y seguimos adelante, siempre al paso; ligeramente hacia el oeste o hacia el norte ahora, pues cuando la contemplamos durante uno o dos segundos, antes de que se la tragara la espesura, su cola blanca estaba en línea recta con aquella hendidura del brazo pantanoso. Y además era ya avanzada la tarde. El viento había caído y el aire era cortante y el sol tocaba únicamente las copas de los árboles. Y él ahora estaba tomando también el camino más fácil, y avanzaba tan en línea recta como le era posible. Cuando veíamos sus huellas en los terrenos blandos, era que había salido a la carrera durante un rato después de descansar. Pero pronto volvía a caminar, como si supiera dónde se encontraban Eagle y los otros perros. Y entonces lo volvimos a ver. Fue la última vez. Era un paraje frondoso en donde el sol entraba por un hueco como si fuera un reflector. Sólo hizo ruido una vez; luego allí estaba ante nuestros ojos, en pie y de costado, a menos de veinte yardas, grande como una estatua y rojo como oro al sol, y el sol centelleaba en las puntas de sus cuernos —eran doce—, y daba la impresión de que tuviera doce velas encendidas y ramificadas en torno a la cabeza; allí en pie, mirándonos mientras el señor Ernest alzaba la escopeta y apuntaba al cuello, y la escopeta hizo «clic, snik-clac; clic, snik-clac; clic, snik-clac». Tres veces. Y el señor Ernest seguía apuntando con la escopeta mientras el ciervo se volvía y daba un largo salto, con la parte inferior de la cola como una llamarada de fuego, y la espesura y las sombras lo hacían desaparecer. El señor Ernest volvió a dejar lenta y suavemente la escopeta frente a él, atravesada en la silla, y dijo quieta y apaciblemente, con voz queda, como si tan sólo respirase: —Maldición. Maldición. Luego me dio un codazo y desmontamos, despacio y con cuidado a causa de la cincha que habíamos improvisado antes, y se llevó la mano al chaleco y sacó uno de los cigarros. Estaba reventado; imagino que caí sobre él cuando llegué al suelo. Lo tiró y sacó el otro, que también estaba reventado, de forma que mordió un trozo para mascar y tiró el resto. El sol se había retirado incluso de las copas de los árboles, y nada quedaba de él salvo un gran fulgor deslumbrante y rojo en el oeste. —No se preocupe —dije—. No voy a decirles que se le olvidó cargar la escopeta. Y, ya que estamos en ello, no tienen por qué saber siquiera que lo vimos. —Muy agradecido —dijo el señor Ernest. Tampoco iba a haber luna aquella noche, así que soltó la brújula del lazo de cuero que colgaba del ojal y me tendió la escopeta y puso la brújula sobre un tocón y retrocedió unos pasos para mirar. —Más o menos la dirección que llevamos —dijo. Y me cogió la escopeta y la abrió y puso un cartucho en la recámara y recogió la brújula, y yo cogí las riendas de Dan, y partimos; él iba delante con la brújula en la mano. Y al cabo de un rato era noche cerrada. El señor Ernest encendía una cerilla de cuando en cuando para mirar la brújula, hasta que brillaron las estrellas y pudimos elegir una como guía, y yo dije: —¿A qué distancia cree que estamos? Y él dijo:

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—A poco más de una caja de cerillas. Así que utilizábamos una estrella siempre que podíamos, pero no nos era posible verla continuamente a causa de lo tupido de los bosques, y a veces nos desviábamos un poco y el señor Ernest tenía que encender otra cerilla. Ahora era tarde y el tiempo era bueno, y el señor Ernest se detuvo y dijo: —Sube al caballo. —No estoy cansado —dije. —Sube al caballo —dijo—. No debemos acostumbrarlo mal. Porque el señor Ernest había sido una buena persona desde que le conocía, antes ya de aquel día de hacía dos años, cuando mamá se había fugado con el tipo del parador de Vicksburg, y al día siguiente papá tampoco vino a casa, y al tercer día el señor Ernest llegó a lomos de Dan hasta la puerta de la cabaña del río, donde nos permitía vivir para que papá trabajase su tierra y se ocupase de sus sedales, y dijo: «Baja esa escopeta y ven aquí y monta detrás de mí.» Así que subí a la silla, aunque no podía alcanzar los estribos, y el señor Ernest tomó las riendas y yo debí de dormirme, porque la siguiente cosa de que tuve conciencia fue que un ojal de mi chaqueta de leñador estaba atado a la perilla de la silla con el cordón de cuero que había soltado de la brújula, y el tiempo era bueno y era tarde y no estábamos lejos, pues Dan estaba ya oliendo el agua, el río. O quizá lo que olía fuera el cercado donde recibía su forraje, ya que desembocamos en el camino de incendios a menos de un cuarto de milla al sur del establo, y pronto pude ver el río, con la niebla blanca sobre él, blanda y quieta como algodón. Luego el campamento, el hogar y allá en la oscuridad, no lejos, lo bastante cerca como para oír cómo desmontábamos, descascarillando maíz probablemente, sin duda lo bastante cerca como para oír al señor Ernest, que tocaba el cuerno hacia el campamento para que Simon viniera a buscarnos en la barca, aquel viejo ciervo en su cañaveral del brazo pantanoso, en el hogar él también, descansando él también después de la dura carrera, despertando de cuando en cuando, soñando con perros que le perseguían, o quizá lo que lo despertaba era el alboroto que estábamos armando. El señor Ernest siguió tocando el cuerno allá en la orilla hasta que el farol de Simon avanzó balanceándose en medio de la niebla; luego bajamos hasta el atracadero, y el señor Ernest volvió a tocar, ahora espaciadamente, para guiar a Simon, y al fin volvimos a ver el farol entre la niebla, y luego Simon en la barca; sólo que, al parecer, cada vez que me sentaba y me quedaba quieto volvía yo a dormirme, pues el señor Ernest estaba sacudiéndome de nuevo para que subiéramos por la orilla hacia el oscuro campamento, y al fin sentí una cama bajo mis rodillas y caí redondo en ella. Luego era la mañana, el día siguiente; todo había terminado ya hasta el noviembre siguiente, hasta el año siguiente; podíamos volver a casa. Tío Ike y Willy y Walter y Roth y los demás habían regresado al campamento el día anterior, tan pronto como Eagle se llevó al ciervo fuera del alcance del oído y comprendieron que el animal había escapado; una vez en él, hicieron el equipaje y se prepararon para partir al día siguiente, aquella mañana, y volver a Yoknapatawpha, donde vivían, donde esperarían a que fuera otra vez noviembre y pudieran volver otra vez al campamento.

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Así que, nada más desayunar, Simon los llevó río arriba en la gran barca, hacia el lugar en donde habían dejado los coches y las camionetas, y ahora no quedaba nadie en el campamento más que yo y el señor Ernest, sentados al sol en el banco, contra la pared de la cocina; el señor Ernest fumaba un cigarro —uno entero esta vez—, ya que en esta ocasión Dan no había tenido oportunidad de lanzarlo contra la vid y de estrellarlo contra el suelo. Ni siquiera se había lavado el barro de la cara desde entonces. Pero tampoco aquello tenía nada de extraño: su cara solía tener siempre alguna mancha de barro o de grasa del tractor o una barba incipiente, porque el señor Ernest no era sólo un plantador; era un granjero, y trabajaba tan duro como cualquiera de sus peones o colonos, ésa era la razón por la que supe desde el primer momento que nos íbamos a llevar bien, que no habría de tener problemas con él ni él habría de tener problemas conmigo, desde el mismo día en que me desperté y mamá se había fugado con aquel tipo de un parador de Vicksburg sin preparar siquiera el desayuno, y de que, a la mañana siguiente, papá se hubiera ido también; era casi el anochecer del día siguiente cuando oí acercarse un caballo y cogí la escopeta, a la que había puesto ya un cartucho en la recámara la noche anterior al ver que papá no volvía a casa, y me quedé en la puerta mientras el señor Ernest llegaba en su caballo y decía: —Vamos. Tu papá tampoco va a volver. —¿Quiere decir que me ha dado a usted? —dije. —¿Qué importa eso? —dijo—. Vamos. He traído un candado para la puerta. Mandaremos la camioneta mañana a recoger lo que quieras. Así que me fui con él a su casa y todo resultó bien, muy bien; su mujer había muerto hacía unos tres años, no había ninguna mujer que nos importunase o que a media noche se fugase con un maldito tipo de un parador de Vicksburg sin esperar siquiera a hacer el desayuno. También nosotros nos iríamos aquella tarde, pero todavía no; siempre solíamos quedarnos un día más que los otros, pues tío Ike siempre dejaba la comida que sobraba, así como lo que aún quedaba de whisky casero de maíz que él consumía y de aquel whisky de la ciudad que Roth Edmonds llamaba «escocés» y que olía como si acabara de salir de un viejo cubo de pintura de tejados. Nos quedábamos sentados al sol un día más antes de volver a casa, de prepararnos para sembrar el algodón y la avena y el heno y las judías del año que entraba; y allá al otro lado del río, tras el muro de árboles donde comenzaba el gran bosque, aquel viejo ciervo se pasaría también aquel día al sol, descansando como nosotros, sin que nadie lo molestara hasta el noviembre siguiente. Así que, entre nosotros, había al menos alguien que se alegraba de que tuvieran que pasar once meses y dos semanas antes de verse obligado de nuevo a correr tan lejos y tan rápido. De modo que él se alegraba exactamente de lo mismo que nos causaba a nosotros tristeza, y entonces yo, de repente, pensé que acaso plantar y trabajar y luego cosechar avena y algodón y heno y judías no era sólo algo que yo y el señor Ernest hacíamos durante trescientos cincuenta y un días al año para llenar el tiempo hasta poder volver de nuevo a cazar, sino que era algo que debíamos hacer, y que debíamos hacer bien y rectamente durante aquellos trescientos cincuenta y un días al año, para tener derecho a volver a los grandes bosques a cazar los catorce días restantes; y que los catorce días que el viejo ciervo corría ante los perros no eran sólo algo que hacía para llenar el

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tiempo hasta los trescientos cincuenta y uno siguientes en que no tendría que hacerlo, sino que el correr y arriesgarse ante escopetas y perros era algo que debía hacer durante catorce días para tener derecho luego a no ser importunado por espacio de los trescientos cincuenta y uno restantes. Y así, la caza y la labranza no eran en absoluto dos cosas diferentes: una era el reverso de la otra. —Sí —dije—. Lo único que tenemos que hacer ahora es sembrar para el año que viene. Y noviembre no tardará en llegar. —Tú no vas a sembrar la cosecha del año que viene —dijo el señor Ernest—. Tú vas a ir a la escuela. Al principio no creí siquiera que le hubiera oído bien. —¿Qué? —dije—. ¿Yo? ¿Ir a la escuela? —Sí —dijo el señor Ernest—. Tienes que ser algo en la vida. —Ya lo hago —dije—. Lo estoy haciendo ya. Voy a llegar a ser un cazador y un granjero, como usted. —No —dijo el señor Ernest—. Eso ya no es suficiente. Hubo un tiempo en que lo único que tenía que hacer un hombre era trabajar la tierra once meses y medio, y cazar el otro medio. Pero ahora no es así. Ahora dedicarse al oficio de la labranza y al oficio de la caza no es suficiente. Uno debe dedicarse al oficio de la humanidad. —¿La humanidad? —dije yo. —Sí —dijo el señor Ernest—. Así que vas a ir a la escuela. Porque debes saber por qué. Uno puede dedicarse al oficio del campo y de la caza y puede aprender cuál es la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal, y obrar bien. Y eso, en un tiempo, bastaba: obrar bien. Pero ahora ya no basta. Uno debe saber por qué está bien y por qué está mal, y ser capaz de decírselo a la gente que nunca tuvo oportunidad de aprenderlo; enseñar a la gente a obrar bien, y no sólo porque sepan lo que está bien, sino porque hayan aprendido ya por qué está bien, porque alguien les ha mostrado, les ha dicho, les ha enseñado el porqué. Así que vas a ir a la escuela. —¡Lo que pasa es que ha estado usted escuchando a esos condenados de Will Legate y de Walter Ewell! —dije yo. —No —dijo el señor Ernest. —¡Sí! —dije yo—. No es extraño que no lograra cazar a ese ciervo ayer, con todas esas ideas de los mismos tipos que lo dejaron escapar, ¡después de que usted y yo hiciéramos correr a Dan y a los perros casi hasta reventar! ¡Porque usted ni siquiera llegó a fallar! ¡Usted nunca se olvidó de cargar la escopeta! ¡Usted la descargó a propósito! ¡Yo le oí hacerlo! —Está bien, está bien —dijo el señor Ernest—. ¿Qué es lo que preferirías tener? ¿Su cabeza y su piel ensangrentada ahí sobre el suelo de la cocina, y la mitad de su carne en la camioneta camino del condado de Yoknapatawpha, o tenerlo a él entero, con cabeza y piel y carne, allá en el cañaveral, esperando a que el noviembre que viene volvamos a perseguirlo? —Y a cazarlo —dije—. La próxima vez no vamos a andar perdiendo el tiempo con ningún Willy Legate ni Walter Ewell. —Quizá —dijo el señor Ernest. —Sí —dije yo.

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—Quizá —dijo el señor Ernest—. Es la mejor palabra que hay en nuestra lengua, la mejor de todas. Es lo que mantiene el progreso del hombre: el quizá. Los mejores días de su historia no fueron aquellos en los que decía sí de antemano; fueron aquellos en los que lo único que sabía decir era quizá. No puede decir sí hasta después, pues no sólo no lo sabe hasta entonces, sino que no quiere saberlo hasta entonces... Vete a la cocina y prepárame un ponche. Luego nos ocuparemos de la cena. —De acuerdo —dije, y me levanté—. ¿Quiere del maíz de tío Ike o de ese whisky de ciudad de Roth Edmonds? —¿Es que no puedes decir «señor» Roth o «señor» Edmonds? —dijo el señor Ernest. —Sí, señor —dije yo—. Bien, ¿cuál de ellos quiere? ¿El de maíz de tío Ike o ese mejunje de Roth Edmonds?

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La mansión

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Peón porcino

El viejo Otis Meadowfill era tan mezquino que hasta lograba ser solvente pese a lo exiguo de sus ingresos. Tenía, sin necesidad de trabajar, la renta justa para mantenerse a sí mismo y a la esclava gris de su mujer y a su hija única, y ni un solo dólar más que alguien pudiera pedirle prestado u obtener de él como contrapartida de una venta. En consecuencia, podía dedicarse plenamente a la tarea de alcanzar y mantener en nuestra ciudad la más alta e indiscutida reputación de antipatía. La hija era una chica tranquila y recatada a quien, incluso después de mirar dos veces, seguíamos considerando simple y tímida, por la sencilla razón de que así debería de haber sido la hija de tal familia. Y fue entonces cuando supimos que al finalizar los estudios secundarios había sido ella quien dijo el discurso de fin de curso de su clase, y que había obtenido las notas más altas —amén de una beca de quinientos dólares— jamás alcanzadas en la escuela. Sólo que ella no aceptó la beca. Se trataba de la donación anual de uno de nuestros banqueros en memoria de su único hijo, piloto del ejército, muerto en una de las primeras batallas del Pacífico. Cuando Essie Meadwfill ganó tal beca, fue a ver personalmente al banquero benefactor (era aquel mismo ratón tímido, con aspecto apenas capaz de mirarnos a la cara para darnos los buenos días en la calle) y le dijo que no necesitaba la beca, ya que había conseguido un empleo en la compañía telefónica, pero que quería tomar prestados los quinientos dólares, o sólo parte de ellos, y que los pagaría poco a poco de su sueldo en cuanto comenzara a trabajar. Y explicó por qué. Nosotros (al fin y al cabo sus vecinos) sabíamos que en su pequeña casa de madera de la linde de la ciudad no tenían cuarto de baño. Pero fue entonces cuando supimos que en ella se bañaban sólo en el sentido más rudimentario del término: que una vez a la semana, el sábado por la noche, en invierno o en verano, la madre calentaba agua en el hornillo y llenaba una tina de cinc puesta en el suelo y colocada en el centro de la habitación, y allí, en la misma agua, se bañaban los tres uno tras otro: primero el padre, luego la hija y por último la madre. La primera reacción del banquero fue no sólo de escándalo, sino también de ira. Iría él mismo a ver al viejo Meadowfill. No, aún mejor: mandaría a la policía, a una especie de delegación pública que pregonase la falta elemental de decencia

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del viejo cascarrabias. Para no hablar de vergüenza. Pero América —y Mississippi y Jefferson— era un país libre; un padre tenía derecho a agraviar a las mujeres de su familia siempre que lo hiciera en privado y no alzara la mano física contra ellas. No había ni que mencionar la intimidad de la chica (según contó el banquero, Essie se puso a llorar cuando llegó a aquel punto; probablemente las primeras lágrimas que había derramado desde la niñez) debía de tener. Entonces el banquero trató de que aceptase tanto la beca como el préstamo. Pero ella se negó; existía en ella al menos la propia estima de solvencia que el viejo réprobo le había transmitido. Aceptó sólo el préstamo, y obtuvo asimismo la promesa de discreción del banquero. Y no es que él contara nunca lo de la tina de agua de tercera mano; fue como si la simple instalación del baño con sus cañerías hubiera absuelto del deber de mantener quieta la lengua a los vecinos de una ciudad tan pequeña como Jefferson, donde ni los hábitos de baño podían permanecer en secreto indefinidamente. Así que la chica obtuvo su baño y su empleo. Un buen empleo; podía ya en verdad llevar bien alta la cabeza cada mañana —la chica tranquila a quien seguimos considerando pusilánime y tímida hasta aquel día del año pasado en que el recién licenciado sargento de marina de Corea iba a mostrarnos de pronto cuán equivocados estábamos—, al caminar por la calle en dirección a la plaza y la central telefónica, y cada tarde, al volver por la misma calle cargada de las compras en almacenes y tiendas de alimentación. Atrás quedaba el tiempo en que el viejo Meadowfill hacía él mismo todas las compras, regateando el precio de alimentos de desecho en sórdidas tienduchas de calles secundarias que proveían sobre todo a negros. Ahora era ella quien las hacía, no porque estuviera ganando dinero sino porque, dado que trabajaba y que sin duda iba a conservar su empleo el tiempo que deseara, el viejo Meadowfill se retiró y se hundió en una silla de ruedas (de segunda mano, naturalmente). No es que tuviera dolencia alguna; como se decía en la ciudad, era demasiado tacaño para que los gérmenes lo habitaran y pudieran vivir, para no hablar de multiplicarse. No consultó a médico alguno: simplemente esperó hasta la mañana siguiente que siguió al óbito, y fue y compró la silla a la familia de la vieja señora paralítica que la había ocupado durante años, y lo hizo antes incluso de que el entierro hubiera partido de la casa, y empujó la silla calle abajo hasta su hogar, y, después de acomodarse en ella, se retiró. Al principio no absolutamente; podíamos aún verle en su patio, gruñendo y maldiciendo a los chiquillos que solían jugar haciendo incursiones en los tristes y desatendidos árboles frutales que bordeaban su huerto, o arrojando piedras (tenía un montón de ellas en las manos) a todo perro perdido que atravesara su tierra. Pero no volvió a salir ya nunca de su finca; y al poco pareció retirarse permanentemente a la silla de ruedas, y se sentaba en ella, como si fuera una mecedora frente a la ventana, y miraba el huerto que no trabajaba ya, y los escuálidos frutales que, por tacañería o tal vez por simple obstinación, no había cuidado ni fumigado jamás lo suficiente como para poder recoger unos frutos dignos de venderse. El trabajo de Essie no era sólo un buen trabajo: cada día era mejor. Empezamos a preguntarnos por qué la chica no dejaba aquella casa, llevándose incluso a su madre consigo y liberándose ambas de aquel viejo infamante, hasta que caímos en la cuenta de que era la madre la que no quería irse. Ante ello,

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tuvimos que admitir que, moralmente, la actitud de la madre era correcta; a causa de la silla de ruedas, no le quedaba otra alternativa. Sin embargo, tío Gavin decía que se trataba de algo más. No es que su esposa lo amara todavía; era imposible que así fuera. Era simple fidelidad, virtud que con el mero hábito se había transformado en vicio, pues según el tío Gavin, todas las virtudes humanas se convierten en vicios con el hábito —no sólo las virtudes de la lealtad y el honor y la devoción y la continencia—, sino también los placeres otorgados por Dios del vino y la comida y el sexo y la excitación adrenalínica del riesgo, en que se convierte el juego por dinero. —Además —decía—, es mucho más sencillo que eso. No tienen necesidad alguna de mudarse. Todo lo que tienen que hacer es contratarle un seguro de vida y envenenarle. A nadie le importaría; ni siquiera a la compañía de seguros, una vez que el inspector viniera y se enterara de las circunstancias. En definitiva, no hicieron ninguna de ambas cosas: ni envenenarle ni mudarse. El viejo continuaba sus inútiles e infamantes días en la silla de ruedas, frente a la ventana, mientras la gris y vencida esposa le servía y era verbalmente hostigada y zaherida cuando el viejo se aburría de la vista, y la hija no sólo ganaba el dinero que lo mantenía sino que cargaba hasta casa con la bolsa de la compra. Y para qué hablar del cuarto de baño. El viejo empezó a usarlo inmediatamente, en cuanto fue instalado, y a veces tomaba dos y tres baños al día. Tras retirarse a la silla de ruedas, empero, volvió a la vieja costumbre de un baño por la semana, y los días restantes se limitaba a impulsarse y rodar hasta el interior del cuarto de baño, y allí, completamente vestido y sentado en su silla, contemplaba cómo el agua entraba en la bañera y salía por el desagüe. Entonces, aproximadamente hace un año, cualquiera que fueran los mezquinos dioses que preservaban y alimentaban tal existencia, el viejo llegó a recibir de ellos hasta un estímulo para seguir viviendo. Al finalizar la guerra, el progreso llegó también a Jefferson. El camino suburbial y apenas transitado que lindaba con la tierra de Meadowfill se convirtió en punto de confluencia de una carretera nacional, es decir, se convertiría propiamente en tal en cuanto la compañía petrolífera consiguiera persuadir al viejo Meadowfill de que vendiera el huerto, el cual, unido a una franja de la finca contigua, daría lugar al emplazamiento de la proyectada estación de servicio. El viejo se negó a vender, no por simple obstinación esta vez, sino porque legalmente no podía hacerlo. Durante los primeros días del segundo Roosevelt, Meadowfill, como es natural, se había contado entre los primeros en solicitar ayuda benéfica y había comprobado con asombro ultrajado e incrédulo que un gobierno federal burocrático y melindroso se negaba absolutamente a permitirle ser pobre y propietario al mismo tiempo. Así que fue a ver a tío Gavin, y eligió a tío Gavin entre todos los abogados de Jefferson por la sencilla razón de que él, Meadowfill, sabía que en cuestión de cinco minutos tendría a tío Gavin tan furioso que, muy probablemente, iba a negarse a cobrarle minuta alguna por redactar una escritura según la cual el viejo transfería todas sus propiedades a la niña (entonces menor legalmente). Meadowfill se equivocó únicamente en la estimación del tiempo, pues tío Gavin tardó tan sólo dos minutos en alcanzar tal grado de encendida furia que en un abrir y cerrar de ojos se encontró en el sótano de los archivos públicos, donde, al copiar la escritura original de Meadowfill para redactar la

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nueva, descubrió la cláusula condicional, según la cual, y en relación con la franja extrema del huerto del viejo Meadowfill, se transmitió a éste tan sólo tanta legitimidad del derecho sobre la misma cuanta acreditara el vendedor que le vendía el huerto. Así que, por espacio de un instante, tío Gavin pensó que el verdadero motivo de Meadowfill fuera quizá la idea ilusoria de que la ley pudiera hacer bueno para una menor aquel derecho que el propio Meadowfill jamás había podido demostrar. Pero al pensar en ello de nuevo cayó en la cuenta de que, para Meadowfill, bien podría bastar como motivo uno o dos sacos de harina gratis y una tajada de carne de la beneficencia federal. Así que al menos tío Gavin no recibió la mayor sorpresa (ahora caía en la cuenta) que la del propio viejo Meadowfill cuando apareció la otra persona que reclamaba la franja sin acreditación de propiedad. Su nombre era Snopes, si bien, en cierto modo, era otro Meadowfill, con la sola diferencia de que de hecho era soltero. Es decir, venía solo cuando llegó del campo a la ciudad, donde compró un trozo de lo que en tiempos, antes de la guerra, había sido la hacienda de una de nuestras bellas casas coloniales, una pequeña y apartada parcela, anexa a la franja en litigio de Meadowfill y que contenía por tanto la franja adicional que la compañía petrolífera quería comprar, en la cual se asentaba lo que había sido la cochera de la hacienda, que Snopes convirtió en una casita de campo acabada y con cocina. También él solía comprar en las mismas tiendas apartadas y sórdidas que Meadowfill había frecuentado, y se hacía sus propias comidas; pronto empezó a comprar y vender ganado y cerdos y mulas para arar de casta ínfima; pronto dio en prestar pequeñas sumas, garantizadas por usuarios pagarés, a negros y granjeros humildes; pronto empezó a comprar y vender pequeñas parcelas de terreno, solares de la ciudad y granjas. Podía vérsele casi a todas horas estudiando detenidamente escrituras inmobiliarias en el Palacio de Justicia. De modo que cuando la guerra y el resurgir económico y la prosperidad y más tarde la compañía petrolífera llegaron a Jefferson, nadie se sorprendió realmente (y menos aún Meadowfill, según tío Gavin) al enterarse de que la escritura de Snopes amparaba también aquella franja dudosa del huerto del viejo Meadowfill. La compañía petrolífera se negaba a comprar una sin la otra, y naturalmente exigían un solo título incontestable sobre la franja en disputa, lo que equivalía a una cesión por parte de Snopes. (Naturalmente, la compañía había acudido a Essie Meadowfill en primer lugar, pues era ella la titular del derecho sobre el terreno de Meadowfill, pero, como preveíamos, la chica había respondido: «Tendrán que hablar con papá»). Lo cual hubiera sido una mera formalidad, ya que la compañía ofrecía al viejo Meadowfill el dinero suficiente como para disputar la propiedad de la franja con Snopes y, con toda probabilidad, salir airoso; para no mencionar el hecho de que Snopes, que habría obtenido un buen beneficio de la venta de su franja, había vivido en la misma ciudad del viejo Meadowfill el tiempo suficiente como para esperar un poco más de un mísero diez por ciento, amén de que las luces financieras de Snopes no se hubieran visto ofuscadas a la vista de un porcentaje incluso más modesto; él, que el año pasado, en una subasta, había comprado una mula reventada por dos dólares y vendido treinta minutos después por dos dólares y diez centavos.

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Sólo el viejo Meadowfill no estaba dispuesto a pagar un diez por ciento de tal cesión. Snopes era un hombre bastante alto, bastante delgado como resultado de haber dado en comprar restos de alimentos y de cocinárselos él mismo, con una cara y unos modales blandos y contumaces y unos ojos absolutamente inescrutables, que decía (al agente comprador de la compañía petrolífera): —De acuerdo. Cinco por ciento entonces. Y luego: —De acuerdo. ¿Y qué es lo que él ofrece entonces? Y el calificarla de blanda y afable y acomodaticia no describiría bien su voz cuando, a continuación, dijo: —Bien, un buen ciudadano no puede interferir el camino del progreso, aunque le cueste dinero. Dígale al señor Meadowfill que tiene mi cesión gratis. Esta vez el viejo Meadowfill ni siquiera se molestó en decir que no. Se limitó a quedarse allí sentado en su silla de ruedas, riéndose. Creíamos saber por qué: ya no iba a vender el terreno en modo alguno, por la sencilla razón de que una compañía de la competencia acababa de comprar la esquina opuesta; y, como en el léxico de los negocios la respuesta inmediata a un negocio iniciado con éxito es abrir otro exactamente igual lo más cerca posible y lo más pronto posible, tarde o temprano la compañía primera tendría que pagar por el terreno de Meadowfill lo que él pidiera. Pero pasó un año, y la estación de servicio rival estaba no sólo terminada sino en funcionamiento. Y entonces comprendimos lo que debíamos (incluso Snopes) haber sabido siempre: que el viejo Meadowfill no vendería jamás aquel terreno, por la sencilla razón de que alguien, cualquiera que fuera, saldría también beneficiado con la venta. Así que entonces, en cierto modo, hasta sentimos simpatía por Snopes cuando le llegó el turno de actuar, lo cual tuvo lugar poco antes de que a Essie Meadowfill le sucediera lo que habría de demostrarnos que podía ser cualquier cosa menos tímida, y que, aunque recatada podía seguir siendo tal vez el adjetivo que la definía, el otro no era tranquila sino resuelta. Una mañana, el viejo Meadowfill, después de hacer rodar su silla de ruedas hasta la ventana para pasar una larga y apacible mañana de contemplación placentera, no del terreno que no quería vender sino del contiguo, que Snopes no podía vender por culpa suya, vio un gran cerdo extraviado hozando entre los ruines melocotones esparcidos por el suelo, bajo sus ruines y abandonados árboles; y aún no había dejado de llamar a voz en grito a su mujer cuando el propio Snopes, después de adentrarse en su huerto, se las arregló para deslizar el lazo de una cuerda alrededor de una de las patas del cerdo, y medio conduciéndolo, medio a empellones logró hacerlo volver a su terreno, mientras el viejo Meadowfill, apoyado sobre la ventana abierta y sin llegar a levantarse del todo de la silla, bramaba maldiciones contra ellos hasta que ambos desaparecieron de su vista. Y a la mañana siguiente, se encontraba ya sentado a la ventana cuando vio con sus propios ojos cómo el cerdo, desde el patio de Snopes, se acercaba a trote regular y resuelto por el camino y se internaba en su huerto; aún seguía el viejo apoyado contra la ventana abierta, bramando y maldiciendo, cuando la esposa gris salió de la casa, ciñéndose un chal sobre la cabeza, y se apresuró camino abajo hacia la casa de Snopes, donde durante un buen rato estuvo golpeando la

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puerta principal, hasta que los bramidos del viejo Meadowfill, que no habían cesado ni un momento, la obligaron a volver a casa. Para entonces la mayor parte del vecindario se había congregado en el lugar, y presenciaron el desarrollo ulterior de los hechos: el viejo seguía rugiendo indiscriminadas maldiciones e instrucciones desde la ventana, mientras su esposa, sin ayuda alguna, trataba de alejar al cerdo de los melocotones caídos y de sacarlo del terreno sin cercado, y era casi mediodía cuando, inocente y asombrado y compungido, apareció el propio Snopes (saliendo de donde la vecindad sospechaba que había estado escondido) con su cuerda de lazo, y cogió al cerdo y se lo llevó a su huerto. Y a la mañana siguiente el viejo Meadowfill tenía el rifle —uno viejo y destartalado, de un solo tiro y del calibre 22—. Digamos que parecía de segunda mano sencillamente porque se hallaba en manos de Meadowfill, aunque esta vez nadie podía imaginar cuándo podía el viejo haber abandonado la silla de ruedas y la ventana (sin mencionar el cerdo de Snopes) el tiempo suficiente para localizar al chiquillo propietario del rifle y, tras regateos e intimidaciones, quitárselo de las manos. Porque (decía tío Gavin) uno no podía concebir que el viejo hubiera sido alguna vez un muchacho apasionado y orgulloso de poseer tal símbolo de nuestra valerosa y audaz tradición y herencia pionera, y que hubiera conservado el arma durante todos estos largos y secretos años, en memoria (y asimismo reproche) de aquel tiempo puro e inocente. Pero lo tenía, y también los cartuchos, no sólidas balas, sino cargados con minúsculos perdigones incapaces por completo de matar al cerdo, o de herirlo siquiera a tal distancia, y mucho menos de alejarlo de los melocotones. De donde deducimos que no quería ahuyentar al cerdo; que lo que sucedía era que en él también había prendido fatalmente ese virulento germen de contienda con uno mismo que en otra gente de su edad se manifiesta en el golf o en el croquet o en las loterías o en los anagramas. Solía precipitarse sobre su silla de ruedas hacia la ventana en cuanto terminaba el desayuno, y allí se apostaba, inmóvil, como quien tiende una emboscada, hasta que aparecía el cerdo. Entonces (tenía que ponerse en pie para hacerlo) alzaba lenta y silenciosamente la ventana, cuyas guías laterales había engrasado para que no hicieran ruido, y apuntaba y disparaba; el cerdo daba un respingo y un salto convulsivos, pero luego se olvidaba y se calmaba, para recibir acto seguido un nuevo tiro, y al final hasta sus obtusos procesos mentales relacionaban la punzada con el estampido y, tras el siguiente disparo, se volvía a casa, y no regresaba hasta la mañana siguiente; y al final hasta a los propios melocotones los relacionaba con la noción de hostilidad. El cerdo no volvió en una semana, y empezó a correr entre el vecindario la hablilla de que el viejo Meadowfill había contratado al chico que repartía los periódicos de Memphis y Jackson (el viejo Meadowfill no compraba ni un periódico, pues no estaba interesado en noticias que costaran un dólar al mes) para que hurgara en los cubos de basura y pusiera cebos en su (de Meadowfill) huerto por la noche. Nuestra expectación rebasaba ahora el mero preguntarnos lo que Snopes podría estar maquinando, pues lo lógico que se hubiera esperado de él, después del primer disparo de Meadowfill, era que atase al cerdo. O incluso que vendiera al animal, pues aún estaba a tiempo: o atarlo o venderlo, aunque probablemente ningún comprador le daría el precio de mercado al ciento por ciento por un cerdo que durante meses había estado sometido a diario bombardeo. Pero al fin

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creímos haber dado con el propósito de Snopes: su esperanza de que algún día, bien por error o equivocación o acaso simplemente llevado, arrastrado por su vicio, como el borracho o el jugador lo es por el suyo, más allá de todo freno moral o miedo a las consecuencias, él (Meadowfill) pusiera una pesada bala en aquel rifle. Tras lo cual Snopes no sólo lo demandaría por matar al cerdo; invocaría asimismo una antigua ordenanza municipal que prohibía disparar con armas de fuego dentro de los límites de la ciudad, y, merced a aquella doble amenaza, obligaría a Meadowfill a vender su huerto a la compañía petrolífera, y consiguientemente permitiría que la suya (la de Snopes) pudiera venderse también. Y entonces algo le sucedió a Essie Meadowfill. El sargento de la marina. Nunca supimos dónde o cómo o cuándo se las arregló Essie para conocerle. Essie jamás había viajado a ninguna parte, salvo ocasionalmente a Memphis, pues todo el mundo en Jefferson, tarde o temprano, pasaba una tarde en Memphis una vez al mes. Jamás había faltado un solo día a su trabajo desde que entró en la compañía, salvo durante las vacaciones anuales, que por lo que sabíamos las había pasado en casa soportando parte de la carga de la silla de ruedas. Sin embargo, lo conoció. Con los paquetes de la compra diaria, esperó en la estación hasta que el autobús de Memphis llegó y él descendió de él, y nadie en la ciudad lo había visto antes, y él llevaba los paquetes cuando caminaron por la calle, ella aquel día con una hora de retraso, pues la regularidad de su paso diario por la calle hubiera servido para poner en hora los relojes. Fue entonces cuando caímos en la cuenta de que a través de los años tímida no había sido la palabra, porque se veía a simple vista que ninguna chica podía haber florecido tanto, haberse convertido en tan turgente y tierna y femenina en tan corto período de tiempo, desde la llegada de aquel autobús de Memphis. Y nos alegramos de que tranquila tampoco fuera la palabra que se ajustaba a ella. Porque iba a necesitar decisión, lo supiera o no su sargento de marina: ambos entrando en la casa y yendo hasta la silla de ruedas, a un palmo de aquella furia, comparada con la cual el maldecir a chiquillos y arrojar piedras a los perros e incluso disparar cartuchos cargados contra el cerdo de Snopes no eran sino meros reflejos histéricos del momento, ya que aquel intruso amenazaba el sistema mismo de esclavitud a costa del cual vivía, y diciendo: —Papá, éste es McKinley Smith. Vamos a casarnos. Tal vez la tenía: salió a la calle con él cinco minutos después, y allí, a la vista de quien quisiera mirar, lo besó, quizá no era la primera vez que lo besaba, pero probablemente era la primera vez que besaba a alguien sin preocuparle (más aún, sin importarle) si era pecado o no. Tal vez la tenía él también: hijo de un colono de Arkansas, que probablemente apenas había oído hablar de Mississippi hasta que encontró a Essie Meadowfill un día, dondequiera que fuese, que, una vez que cayó en la cuenta de que, por culpa de la silla de ruedas y de la madre, ella no iba a cortar con su familia y casarse con él a pesar de todo, debería haber renunciado y vuelto a su Arkansas. O mejor, ambos la tenían, por la sencilla razón de que tenían en común todo lo demás. Estaban en verdad predestinados fatalmente, fueran o no también malhadados; no sólo creían y deseaban las mismas cosas, sino que actuaban incluso del mismo modo. Era evidente que él había decidido quedarse en Jefferson; y nosotros lo habíamos aceptado. Y como desde hacía años nuestra

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región se había visto inundada por ex soldados que seguían estudios aunque no estuvieran capacitados para ello o incluso aunque no lo desearan realmente, era lógico que él utilizara sus privilegios de ex soldado en nuestro instituto local, en donde a costa del gobierno podría ver a Essie todos los días, a la espera de que una postrera mezquindad matara al viejo Meadowfill. Pero él no sólo no abandonó la educación tan inmediata y definitivamente como lo había hecho Essie, sino que pretendía sustituirla por lo mismo que Essie. Nos lo explicó: «He sido soldado durante dos años. Lo único que aprendí fue lo siguiente: el único lugar del mundo en donde uno puede estar a salvo es un agujero privado, y preferiblemente con una tapa de hierro que pueda colocarse sobre la cabeza. Así que quiero poseer mi propio agujero. Pero ya no soy un soldado, luego puedo elegir dónde lo quiero, y hasta hacer que sea confortable. Me voy a construir una casa». Y así lo hizo. Compró una pequeña parcela. Ella la eligió; no estaba lejos de donde había vivido toda su vida. De hecho, en cuanto la casa empezó a ascender, el viejo Meadowfill podía incluso (no le quedaba otro remedio, a menos que se volviera a la cama) mirar su progreso día a día desde la ventana. Pero para entonces ya sabíamos que ella no tenía intención de huir de él ni de abandonar a su madre. Así que dimos a su actitud la significación correcta: una constante advertencia y recordatorio al viejo: no debía atreverse a cometer la equivocación de morirse. Acaso por la emoción que le procuraba su vendetta con el cerdo de Snopes —podíamos haber añadido—, sólo que aquella contienda había dejado de existir; no es que —comprendimos al fin— el viejo la hubiera abandonado al encontrar una víctima más tierna y vulnerable con la que ensañarse, sino que (y esto es lo que comprendimos al fin) era el propio cerdo quien se había rendido. O sea, Snopes. El cerdo había realizado su última incursión en uno de aquellos días en que Essie Meadowfill nos estaba sorprendiendo con el hecho de que al fin había encontrado un novio, y desde entonces no había vuelto a aparecer por el huerto del viejo. Snopes seguía siendo su dueño. Es decir, el vecindario sabía (probablemente por el olor cuando había buen viento) que el animal seguía en su patio trasero; parecía claro que Snopes se había dado al fin por vencido y había reparado la valla, o (según creíamos) había desistido de dejar la puerta entreabierta en los días que consideraba estratégicos. Aunque en realidad habíamos olvidado a Snopes y su cerdo, pues estábamos ocupados en la contemplación de la nueva contienda: una batalla de desgaste. Él —McKinley— se estaba construyendo la casa él mismo; realizaba todo el trabajo duro y pesado, con la ayuda de un carpintero profesional que le marcaba los tablones que había de serrar. Nosotros observábamos: el furioso e impotente viejo, al acecho tras la ventana en su silla de ruedas, ya sin el cerdo siquiera contra el que desahogar su ira, mientras la casa ascendía día a día. Especulábamos acerca de si conservaría o no a mano y cargado el rifle del 22, acerca de cuánto tardaría —cuánto tiempo sería capaz de aguantar— en perder los estribos y disparar uno de aquellos cartuchos de perdigones contra cualquiera de ellos, McKinley, o incluso el carpintero. Pronto la víctima sería el carpintero a menos que el viejo Meadowfill empezara a utilizar la luz de un proyector. Porque un día (era ya primavera) supimos que McKinley tenía también una mula y que había arrendado una pequeña parcela de terreno, aproximadamente a una milla

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de la ciudad, donde cultivaba algodón. La casa estaba casi terminada; faltaba tan sólo el trabajo de taller —puertas y marcos y ventanas— que únicamente un carpintero profesional podía realizar. Así que McKinley partía en su mula cada mañana al amanecer, y no volvía hasta el anochecer. Y ahora comprendíamos cuánto debió de haberse enfurecido el viejo Meadowfill: existía la posibilidad de que McKinley se hubiera descorazonado y rendido y hasta de que hubiera vendido la casa inacabada, sacando de la venta al menos el modesto beneficio derivado de la tasación de su propio trabajo, y hubiera abandonado Jefferson. Pero no era posible que hubiera vendido el algodón no recolectado, de modo que McKinley se quedaría siempre en Jefferson para mofarse y reírse de él, a quien sólo le quedaba su vida o la muerte de su rival como salida ante el desastre. Entonces volvió el cerdo. Reapareció, simplemente; probablemente una mañana, después de hacer rodar la silla de ruedas desde la mesa del desayuno a la ventana, el viejo Meadowfill, que no pensaba encarar nada salvo un interminable día más de iracunda e impotente recepción de agravios, vio allí al cerdo de nuevo, hozando en busca de los espectros de los melocotones del pasado otoño como si nunca se hubiera ausentado: no había mediado tiempo ni frustración ni angustia. Nosotros —yo, porque es aquí donde entro en escena— queríamos pensar que era eso lo que había sentido el viejo Meadowfill: el cerdo nunca había estado fuera, y consiguientemente todo lo que desde entonces había acontecido para ultrajarle había sido sólo un sueño; e incluso el disparo que había a continuación iba a ser parte del sueño; como ejecutado por un trueno. Y lo hizo inmediatamente; al parecer estábamos en lo cierto y había tenido siempre a mano el rifle cargado; algunos de los vecinos aseguraban haber oído su maligno escupir cuando aún estaban en la cama. Y (la noticia del disparo) llegó también al resto de la ciudad cuando algunos de nosotros estábamos aún desayunando. Sin embargo, como decía tío Gavin, él fue uno de los pocos que sintió realmente sus repercusiones. Era casi mediodía; se disponía a cerrar la oficina y a irse a casa a almorzar cuando oyó unos pasos que subían por la escalinata de afuera. Entonces entró Snopes, con el dinero en la mano, y fue hasta el escritorio y dejó sobre él el billete de cinco dólares, y dijo: —Buenos días, abogado. No lo entretendré. Sólo quiero un poco de consejo... por valor de unos cinco dólares. Y luego habló. Tío Gavin no había llegado a tocar siquiera el billete; se limitó a mirar el dinero y luego a Snopes, a quien en todo el tiempo que había vivido entre nosotros no se le conocía pago alguno de cinco dólares sin saber de antemano que podía vender el objeto adquirido en un plazo de veinticuatro horas y con un beneficio mínimo de veinticinco centavos. —Se trata de ese cerdo mío al que el viejo caballero, el viejo señor Meadowfill, se complace en disparar con esos pequeños perdigones. —He oído hablar de ello —dijo tío Gavin—. De acuerdo. ¿Qué es lo que quiere a cambio de sus cinco dólares? —Y se lo dijo: Snopes estaba allí de pie, al otro lado del escritorio, ni reservado ni servil, sino blando, deferente, inescrutable—. ¿Por decirle lo que usted ya sabe? ¿Que, en cuanto lo demande por herir a su cerdo, invocará en contra de usted la ley que prohíbe que el ganado ande suelto dentro de los límites de la ciudad? Y eso contando con que pueda usted probar que han existido tales heridas. Y contando con que pueda justificar

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ante el juez de paz por qué tardó tanto en demandarlo. ¿Quiere que le diga lo que usted ya sabe desde el verano pasado, cuando el viejo disparó al cerdo el primer tiro? O arregla la valla o se deshace del cerdo. —Cuesta bastante dinero alimentar a un cerdo —dijo Snopes. —Entonces cómaselo —dijo tío Gavin. —¿Un cerdo entero para una sola persona? —dijo Snopes. —Entonces véndalo —dijo tío Gavin. —Ese viejo caballero ha disparado tanto contra él que dudo que haya nadie que quiera comprarlo —dijo Snopes. —Entonces regálelo —dijo tío Gavin. Y en cuanto lo dijo se calló, porque ya era demasiado tarde. Snopes, sin inflexión alguna, dijo: —Un momento, espere. Y Snopes, aun entonces, se detuvo tan sólo el tiempo suficiente para volverse y mirar el billete que tío Gavin empujaba hacia él sobre el escritorio. —Vengo en busca de asesoramiento legal —dijo—, y debo pagar por él una minuta legal. Y se fue. Y tío Gavin pensó entonces de prisa: no ¿Por qué me habrá elegido a mí?, porque era obvio: en razón de su mediación en la escritura de Essie, tío Gavin era la única persona en Jefferson ajena a su familia con la que el viejo Meadowfill hubiera tenido algo semejante a contacto humano en casi veinte años; ni ¿Por qué tenía necesidad de notificar a un extraño, abogado o no, que planeaba regalar el cerdo?; ni siquiera: ¿Por qué me llevó a decir yo primero las palabras en cuestión, confiriéndoles así el carácter de consejo legal por el que se ha pagado?, sino, ¿Cómo, regalando el cerdo, va a obligar al viejo Meadowfill a vender su terreno? Tío Gavin siempre decía que no estaba realmente interesado en la verdad, ni tan siquiera en la justicia; que lo único que quería saber, averiguar, si la respuesta le concernía o no de algún modo; y que todos los medios encaminados a tal fin eran válidos, siempre que no se dejaran testigos hostiles ni pruebas incriminatorias. Pero yo no le creía; algunos de sus métodos eran no sólo demasiado duros, sino que llevaban demasiado tiempo; y existen cosas que uno no haría ni siquiera para averiguar algo. Pero él decía que estaba equivocado, que la curiosidad es una de esas amantes cuyos esclavos no declinan sacrificio alguno. Acaso ésta había de probar que ambos teníamos razón. El problema estribaba, decía, en que no sabía lo que buscaba; disponía de dos métodos para tres frentes, y para descubrir algo que bien pudiera no reconocer a tiempo cuando diera con ello. No podía utilizar las pesquisas verbales, pues la única persona que sabía la respuesta ya le había dicho todo lo que quería que supiese. Y no podía optar tampoco por la observación del segundo frente, pues el cerdo, al igual que Snopes, podía moverse. Con lo que quedaba tan sólo el inmóvil, la cantidad fija: el viejo Meadowfill. De modo que a la mañana siguiente, al despuntar el día, se apostó él también al acecho dentro del coche aparcado, en un punto desde el que podía ver la casa y el huerto del viejo Meadowfill, y más allá la entrada principal de la casa de Snopes, y más allá la pequeña casa nueva que McKinley Smith casi había terminado. Durante las dos horas siguientes vio a McKinley partir sobre su mula

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en dirección a su pequeño algodonal, y más tarde el propio Snopes, que salía de casa y se alejaba hacia la plaza, a cumplir con su rutina de oportunismo usurario; pronto sería hora de que Essie Meadowfill saliera para el trabajo. En cuanto lo hizo, quedaron tan sólo él en su coche y Meadowfill en su ventana, ambos (confiaba) invisibles el uno para el otro. Así que, de todos los elementos, sólo el cerdo faltaba; suponiendo que fuera el cerdo lo que él estaba esperando, lo cual ni siquiera sabía todavía, y menos aún lo que haría en caso de que —o cuando— apareciera. De forma que pensó que quizás Snopes había reconocido realmente haber llegado a un callejón sin salida, y había renunciado y regalado el cerdo; y él, tío Gavin, no había hecho sino un descubrimiento ilusorio. Y a la mañana siguiente sucedió lo mismo. Fue entonces cuando debería haber desistido. Salvo que debería haber desistido hacía dos días. Porque ya era demasiado tarde, y no es que él tuviera mucho en juego, pues ignoraba aún lo que estaba en juego, pero había invertido demasiado, aunque no fuera más que los dos días levantarse antes del alba, de permanecer sentado en un coche aparcado por espacio de dos horas sin una taza de café. Y entonces, a la tercera mañana, vio al cerdo. McKinley y su mula habían partido a la hora acostumbrada; todo tan regular y como de costumbre que él no cayó en la cuenta de que no había visto a Snopes hasta que vio salir a Essie Meadowfill camino del trabajo; fue, explicó, una sacudida, un sobresalto, como cuando uno se sorprende despertándose sin saber siquiera que estaba dormido, y se bajaba ya del coche cuando vio al cerdo. Es decir, era el cerdo y estaba haciendo exactamente lo que él esperaba que hiciera: avanzar a aquel trote rápido y resuelto hacia el huerto del viejo Meadowfill. Sólo que, al verlo por primera vez, el cerdo no se hallaba exactamente en el lugar en que debería haber estado. Se dirigía hacia donde él esperaba que se dirigiera, pero no venía exactamente de dónde él esperaba que viniera. Sin embargo, en aquel momento no prestó demasiada atención a este detalle, pues se encontraba en esa oleada inicial de aún-no-despierta, tardía alarma, y se apresuraba ya a cruzar la calle y el pequeño patio y a entrar en la casa y llegar hasta la silla de ruedas antes de que el viejo Meadowfill viera al cerdo y disparara y completara así el plan antes de que él, el tío Gavin, estuviera lo suficientemente cerca como para interpretar aquello, fuera lo que fuere, que Snopes había planeado que interpretara o no: lo uno o lo otro. Pero lo hizo. No se habría detenido a llamar a la puerta aunque hubiera tenido tiempo para ello, pues a aquella hora la señora Meadowfill estaría en la cocina fregando los cacharros del desayuno. Pero hubo tiempo más que suficiente. Llegó a la puerta y vio al viejo Meadowfill echado hacia adelante en su silla de ruedas, tras la pantalla de la rejilla de la ventana, con el pequeño rifle ya medio alzado en una mano. Pero aún no se había puesto en pie para levantar la pantalla de la ventana; permanecía sentado, mirando al cerdo a través de ella, y —según dijo tío Gavin— su cara era terrible. Todos estábamos acostumbrados a ver en ella mezquindad y ánimo de venganza e ira; eran algo habitual. Pero aquello era gozo malévolo. Allí sentado, refocilándose, ni siquiera volvió la cabeza cuando tío Gavin avanzó hacia la silla, sólo dijo: —Acérquese. Tiene un asiento de tribuna. Y entonces tío Gavin pudo oírle maldecir, no el rudo maldecir externo de la cólera o el combate, sino un quieto murmullo interno de vileza que, aunque el

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viejo Meadowfill hubiera conocido y usado alguna vez, sus cabellos grises deberían haber olvidado. Luego se levantó de la silla de ruedas. En aquel preciso instante, tío Gavin advirtió el pequeño bulto, aproximadamente del tamaño de un ladrillo envuelto en un trozo de arpillera, atado al tronco de uno de los melocotoneros, a unos cuarenta pies de la ventana. Pero no le prestó atención, y se limitó a decir: «Basta ya, señor Meadowfill; basta ya», al tiempo que el viejo, ya de pie, dejaba el rifle al lado de la ventana, agarraba los pomos de la parte inferior de la pantalla y tiraba de ella hacia arriba; la pantalla ascendió entre sus guías engrasadas y se oyó el débil, seco, maligno escupir del disparo; tío Gavin —contó— estaba de hecho mirando hacia la pantalla cuando, repentinamente, la malla metálica se deshilachó y se esfumó ante la miríada de diminutos, invisibles perdigones. Y, si bien ello es imposible, dijo que le pareció realmente oírlos silbar por el vientre y el pecho del viejo Meadowfill, que medio brincó, medio cayó de espalda sobre la silla, la cual rodó hacia atrás al recibir el cuerpo, y dejó al viejo tirado en el suelo, donde permaneció unos instantes con semblante incrédulo y creciente agravio: no dolor, sólo agravio, y en seguida trató de alcanzar el rifle y empezó a incorporarse sobre las rodillas. —¡Me han disparado! —dijo con aquella agraviada e incrédula voz. —No cabe duda —dijo tío Gavin—. Ha sido el cerdo. No trate de moverse. —¿El cerdo? ¡Maldición! —dijo el viejo Meadowfill—. ¡Ha sido ese (puntos suspensivos) de McKinley Smith!

Y fue entonces cuando me reclutó tío Gavin. Cuando llegué, sin embargo, había devuelto ya al viejo Meadowfill a su silla de ruedas; para entonces la señora Meadowfill debía de haber pasado ya a un segundo plano, pero supongo que no me percaté de su existencia mucho más de lo que antes se había percatado tío Gavin. El viejo Meadowfill aún no se había calmado en absoluto, y seguía encolerizado y enloquecido como un avispón —no estaba herido; sólo quemado, lleno de ampollas, sin apenas perdigones bajo la piel—, bramando y maldiciendo y tratando aún de alcanzar el rifle, que tío Gavin había alejado de él, pero al menos inmovilizado, bien por la fuerza moral de tío Gavin o tal vez sólo porque tío Gavin estaba de pie. Luego le contó a tío Gavin cómo Snopes, hacía dos días, le había dicho a Essie que había regalado el cerdo a McKinley, a modo de regalo para la inauguración de la casa, o tal vez hasta —confiaba Snopes— de regalo de bodas para un día no lejano. Tío Gavin tenía también el arma: una muy pulcra y casera trampa mortífera; también había sido en un tiempo un rifle barato, de un solo tiro y del calibre 22; con el cañón y la culata recortados, lo habían envuelto en el saco de pienso y atado al tronco del melocotonero; un cordel negro prácticamente invisible unía, a través de una serie de armellas, el marco de la pantalla de tela metálica con el gatillo, y la boca del cañón apuntaba al centro de la ventana, aproximadamente un pie por encima del alféizar. La señora Meadowfill estaba allí de nuevo, así que podíamos marcharnos. —Si no se hubiera puesto de pie antes de tocar la pantalla, el disparo le habría dado en plena cara —dije.

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—¿Crees que al que puso la trampa le importaba? —dijo tío Gavin—. ¿Que sólo lo asustara y lo enfureciera hasta el punto de lanzarse contra Smith con ese pequeño rifle —ahora tenía una sólida bala dentro, y el cartucho era uno grande, de rifle largo; así es como el viejo Meadowfill pretendía cazar la próxima pieza—, obligando así a Smith a que le matara; o que el tiro lo dejara ciego o lo matara allí mismo, sobre la silla de ruedas, resolviendo así todo el problema? —¿Resolviéndolo? —dije. —Era un equilibrio —dijo él—. Una especie de delicado y atenuado e insoportable equilibrio de agravios; tan delicado que el peso más liviano, por trivial que fuera, no sólo lo trastornaría sino que haría zozobrar, alteraría totalmente todas las calidades implicadas en él; todo lo reprimido dejaría de ser reprimido, todo lo no vendido dejaría de ser no vendido. —Sí —dije—. Era muy inteligente. —Peor que eso —dijo tío Gavin—. Era maligno. La gente pensaría; nadie salvo un veterano del Pacífico sería capaz de inventar una trampa con un arma de fuego, por mucho que el veterano lo negara. —Sigue siendo inteligente —dije—. Hasta Smith estaría de acuerdo. —Sí —dijo tío Gavin—. Por eso te telefoneé. También tú has sido soldado. Puede que necesite un intérprete para hablar con él. —Sólo fui mayor —dije—. Nunca tuve el rango suficiente para decirle nada a un sargento, y no digamos a un sargento de marina. Pero no fuimos [a buscar] a Smith el primero; además, debía estar en su algodonal. Y, si yo hubiera sido Snopes, tampoco en su casa habría habido nadie. Pero sí había. Abrió él mismo la puerta; llevaba un delantal y una sartén, y en la sartén había incluso un huevo frito. Pero, en cualquier caso, planear esto de antemano no debía de haber costado gran esfuerzo a alguien que había planeado aquella trampa basada en el movimiento alternativo. Tampoco en su cara había nada. —Caballeros —dijo—. Pasen. —No, gracias —dijo tío Gavin—. No tardaremos tanto. Esto es suyo, según creo. Había una mesa; tío Gavin dejó el saco de pienso encima de ella y lo sacudió de forma repentina, y el rifle mutilado se deslizó por la mesa hasta pararse. Y seguía sin haber nada en absoluto en la cara o en la voz de Snopes. —Esto es algo que ustedes los abogados llaman discutible, ¿no es cierto? —Oh, sí —dijo tío Gavin—. También todo el mundo sabe hoy de huellas dactilares, al igual que sabe de vuelos espaciales y de trampas con armas de fuego. —Sí —dijo Snopes—. ¿Me lo está dando o me lo está vendiendo? —Se lo estoy vendiendo —dijo tío Gavin—. Por la escritura, a favor de Essie Meadowfill, de esa franja de terreno de usted que la compañía petrolífera quiere comprar, y una cesión de la franja del terreno de Meadowfill que la escritura de usted ampara. Ella le pagará lo que pagó usted por la franja, más un diez por ciento de lo que la compañía petrolífera le pague por ella. Ahora, en verdad, Snopes no se movió; se quedó allí inmóvil, con el huevo frito frío en la sartén. —Muy bien —dijo tío Gavin—. En tal caso, tendré que ver si McKinley quiere comprarlo.

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Era inteligente, había que concederle eso: lo suficientemente inteligente como para saber con exactitud hasta dónde podía ir. —¿Sólo el diez por ciento? —dijo. —Usted inventó esa cifra —dijo tío Gavin. Y lo suficientemente inteligente como para saber cuándo debía abandonar. Dejó con cuidado la sartén en el suelo y envolvió el rifle mutilado en el saco de pienso. —Imagino que tendrá tiempo para pasar hoy por su oficina, ¿no es eso? — dijo. Y esta vez fue tío Gavin quien se quedó atónito por espacio de un instante. Pero se limitó a decir: —Voy allí ahora. También podíamos haber encontrado a Smith en su casa al anochecer. Pero fue tío Gavin quien no quiso esperar. No era todavía mediodía cuando, desde la cerca que había al lado de la carretera, vimos a Smith y a la mula acercarse por una larga y negra senda de tierra volteada que era como la estela inmovilizada de la vertedera del arado. Luego permaneció en pie, del otro lado de la cerca, desnudo de cintura para arriba a excepción del peto del mono, con botas de combate; y entonces recordé lo que tío Gavin había dicho aquella mañana acerca de que todo lo que estaba reprimido dejaría de estar reprimido. Tío Gavin le tendió a Smith la escritura. —Tome —dijo. Smith la leyó. —Es de Essie —dijo. —Entonces cásese con ella —dijo tío Gavin—. Podrán vender ese terreno y comprarse una granja. ¿No es lo que los dos desean? ¿No se ha traído una camisa o un jersey? Póngase lo que sea y venga a la ciudad en mi coche; Chick llevará la mula. —No —dijo Smith. Al volverse hacia la mula, se metió la escritura, o mejor, la hundió atropelladamente en su bolsillo—. La llevaré yo. Pasaré por casa primero. No voy a casarme con nadie sin afeitarme y sin corbata. Y hubo algo más, mientras esperábamos a que el pastor baptista se lavara las manos y se pusiera la chaqueta; la señora Meadowfill llevaba sombrero, el primero que le habíamos visto en toda la vida; tenía todo el aspecto de ser el primer sombrero confeccionado por el hombre. —Pero papá... —dijo la que pronto iba a ser Essie Smith. —Oh —dijo tío Gavin—. Te refieres a esa silla de ruedas. Ahora es mía. Fue el pago de la minuta legal. Te la voy a dar a ti como regalo de bodas.

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II RELATOS NO REUNIDOS

Ninfolepsia

Pronto su sombra se vio descabezada por la cortante línea de la cima de la colina; empujada ante él como si fuera una serpiente, la vio gradualmente convertirse en nada. Al final se quedó sin sombra alguna. Sus pesados e informes zapatos, grises en el camino polvoriento; su mono de trabajo; gris por el polvo: el polvo era como una bendición sobre él y sobre el día de trabajo que dejaba tras él. No recordaba la caída del trigo muerto, y sus músculos habían olvidado las estocadas y el levantamiento de horca y grano, y sus manos habían olvidado la sensación de un mango gastado de madera, suave y dulce al tacto como seda; y había olvidado el abrirse de un pajar y la suerte de danza inmortal de la paja girando en el aire a la luz del sol. Detrás quedaba un día de faena; ante él, la burda comida y el torpe sueño en cualquier ocasional casa de huéspedes. Y al día siguiente, otra vez el trabajo y otra vez su siniestra sombra rotatoria señalando el paso de un nuevo día. Pronto, breve y bruscamente, la colina llegó a su fin: la cima dejó de ser una línea cortante. Allí estaba el valle en sombras de color lila se hallaban los alimentos que comería y el sueño que lo aguardaba; acaso una chica, como música fúnebre y húmeda por el calor y vestida de algodón azul, se cruzaría en su camino fatalmente; y también él, en aquella tierra lunar, sería uno más entre los hombres jóvenes que con su sudor hacen saltar oro del trigo. Pero allá estaba la ciudad. Por encima de los muros grises había ramas de manzano un día dulces y floridas y hoy todavía verdes; los establos y las casas eran colmenas de donde habían huido las abejas de la luz del sol. Desde allí, el Palacio de Justicia era un sueño soñado por Tucídides: uno no llegaba a ver que las pálidas columnas jónicas estaban accidentalmente manchadas de tabaco. Y del taller del herrero llegaba un acompasado tañido de yunque y martillo, como una llamada a vísperas. Privado de movimiento, su cuerpo sintió la sangre, que se apaciguaba por momentos, sintió la tarde, que fluía y se iba como agua; sus ojos vieron la sombra de la aguja de la iglesia, como un prodigio en medio de aquella tierra. Miró el polvo que se derramaba de sus zapatos invertidos. Sus pies estaban veteados y mugrientos por el polvo; apaciguado, agradeció la humedad placentera y caliente de sus zapatos.

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El sol era la boca roja y descendente de un horno; su sombra, que él creía perdida, se agazapaba a sus pies como un perro que trata de esconderse. El sol estaba en los árboles, goteando de hoja en hoja; el sol era como una pequeña llama de plata que se moviera entre los árboles. Oh, era algo vivo, pensó al mirar una luz dorada entre los pinos oscuros: una pequeña llama que, habiendo perdido de algún modo su vela, anduviera buscándola. Cómo supo a aquella distancia que era una mujer o una chica, no habría podido decirlo, pero lo sabía; y durante un tiempo miró con curiosidad vacía los movimientos sin objeto de la figura. La figura se detuvo, recibió el último fulgor del rojo sol en un plano delgado y dorado que, retomando el movimiento, desapareció. En el curso de un nítido instante hubo una vieja y aguda belleza detrás de sus ojos. Luego, sus un día limpios instintos, groseros después, lo hicieron ponerse bruscamente en movimiento. Saltó una cerca ante la mirada contemplativa y fija del ganado y corrió torpemente hacia los bosques a través de un campo de maíz recolectado. Viejos y blandos surcos se deslizaban bajo sus zancadas, haciendo que sus rodillas martilleantes entrechocaran, y quebradizos tallos de maíz obstaculizaban su veloz marcha con sensual y estática indiferencia. Alcanzó los bosques después de saltar otra cerca, y se detuvo un instante y el oeste transmutó alquímicamente el plomizo polvo que lo cubría, dorando las puntas de su barba sin afeitar. Los árboles, los troncos de arces y hayas eran franjas gemelas de oro rojo y de lavanda erguidas en la tierra, y las ramas extendidas conferían al ocaso colores indecibles; eran como manos de avaro derramando a regañadientes monedas doradas de crepúsculo. Los pinos era mitad hierro, mitad bronce; esculpidos en símbolo de quietud eterna, derramaban también oro sobre la hierba rala, que lo hacía correr de árbol en árbol como fuego que se extiende, para apagarse luego en la sombra de los pinos. Sobre una rama oscilante, un pájaro lo miró brevemente, cantó y se alejó volando. Ante la verde catedral de árboles se quedó quieto unos instantes, vacío como una oveja, percibiendo cómo el día moribundo se iba del mundo como agua de una bañera o de un cuenco rajado; y oyó al día repetir lentas plegarias en la nave verde. Luego volvió a moverse hacia adelante, lentamente, como si esperara que fuera a surgir ante él un sacerdote para detenerlo y descifrar su alma. Pero nada sucedió. El día fue lentamente muriendo sin un ruido en torno a él, y la gravedad lo condujo colina abajo entre apacibles sendas de árboles. Pronto lo envolvió la sombra violeta de la colina. No había sol allí, aunque las copas de los árboles seguían siendo como la maleza bañada en oro, y los troncos de los árboles de la cima eran como una verja listada más allá de la cual la tarde se consumía lentamente. Y él se detuvo de nuevo, y sintió el miedo. Recordó fragmentos del día: los tragos de agua fresca de una jarra, mientras otro esperaba su turno, el trigo rompiéndose ante la hoja de la segadora mientras los caballos de tiro hacían fuerza contra la collera, los caballos que soñaban con avena en un establo dulce por el amoníaco y el olor de los arneses sudorosos, los mirlos que sesgaban el aire sobre el trigo como trozos de papel quemado. Pensó en el haz de músculos bajo una camisa azul mojada por el sudor, y en alguien a quien atender o con quien hablar. Siempre alguien, algún otro miembro de su

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raza, de su género. El hombre puede falsificarlo todo salvo el silencio. Y en aquel silencio reconoció el miedo. Porque había algo que ni siquiera el deseo del cuerpo de una mujer tenía en cuenta. O que, al utilizar tal instinto con el propósito de apartarlo de los caminos de la seguridad, en donde otras gentes de su género comían y dormían, lo había traicionado. «Si la encuentro, estoy a salvo», pensó, sin saber si lo que quería era la cópula o la compañía. Allí no había nada para él: las colinas, que descendían en ambos lados, que se aproximaban, que sin embargo se hallaban separadas por un pequeño arroyo. El agua discurría parda bajo alisos y sauces, sin luz, y parecía inhóspita y oscura. Como la mano del mundo, como una línea en la palma de la mano del mundo, una arruga insignificante. «¡Sin embargo podía ahogarse en ella!», pensó con terror, mientras miraba revolotear sobre ella a los mosquitos, mientras miraba los árboles calmos e indiferentes como dioses y el remoto cielo, que era como un sedoso paño mortuorio que ocultara su disolución repulsiva. Había pensado que los árboles eran una cantidad determinada de madera, pero aquéllos tan silenciosos eran más que eso. La madera había servido para hacer casas que lo protegían, la madera había alimentado el fuego que lo calentaba, le había dado calor para cocinar su comida; la madera había servido para hacer barcos que surcaban las aguas de la tierra. Pero no estos árboles. Estos lo miraban fija e impersonalmente, tomándose una venganza lenta. El ocaso era un fuego que ningún combustible había alimentado jamás; el agua emitía un murmullo en un oscuro y siniestro sueño. Ninguna embarcación surcaría estas aguas. Y sobre todo ello se cernía algún dios a cuyas compulsiones él debía responder mucho después aún de que sus más cómodas creencias se hubieran gastado como una prenda de uso diario. Y ese dios ni lo reconocía ni lo ignoraba: ese dios parecía no tener conciencia de su entidad, salvo para considerarlo un intruso en un lugar donde nada tenía que hacer. Se agachó, sintió la tierra áspera y cálida contra sus rodillas y sus palmas; y, arrodillándose, esperó una brusca y horrenda aniquilación. Nada sucedió, y abrió los ojos. Por encima de la cumbre de la colina, entre los troncos de los árboles, vio una única estrella. Fue como si allá a lo lejos hubiera visto un hombre. Era algo familiar, algo demasiado remoto para preocuparse por lo que él hiciera. Así que se levantó y, con la estrella a su espalda, empezó a caminar en dirección a la ciudad. Allí estaba el arroyo que había de cruzar. La demora al buscar un vado engendró de nuevo en él el miedo. Pero lo apartó mediante un acto de voluntad, pensando en la comida y en su esperanza de encontrar una mujer. Apartó de sí aquella sensación de inminente disgusto y cólera de un Ser a quien había ofendido. Pero seguía en torno, suspendida sobre él como unas alas niveladas. Su miedo primero había desaparecido, pero pronto se encontró a sí mismo corriendo. Había deseado convertir la carrera en paso, siquiera para probarse la firmeza de su integridad integral, pero sus piernas se negaban a detener su carrera. Allí, en el crepúsculo evasivo, había un tronco que hacía de puente en el arroyo. ¡Camina sobre él! ¡Camina sobre él!, le dijo su sentido común. Pero sus piernas le impelieron tomarlo a la carrera. La corteza podrida se escurrió bajo sus pies y se desprendió y cayó sobre el oscuro y susurrante arroyo. Fue como si él, aún en la orilla, hubiera resbalado y se

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debatiera por mantener el equilibrio mientras maldecía su cuerpo torpe. Vas a morir, dijo a su cuerpo, y volvió a sentir en torno aquella inminente Presencia, una vez que su concentración mental se vio vencida por la gravedad. Durante un fragmento detenido de tiempo sintió, a través de la vista, sin mediación del intelecto, el agua oscura a la espera, el tronco engañoso, los troncos de los árboles latiendo y respirando y las ramas como una invocación a un dios oscuro y oculto; luego los árboles y el cielo exaltado de estrellas describieron un arco ante sus ojos. En su caída estaba la muerte, y una risa triste y burlona. Murió una y otra vez, pero su cuerpo se negaba a morir. Entonces lo aprehendió el agua. Entonces lo aprehendió el agua. Pero era algo más que agua. El agua se deslizó oscuramente entre su cuerpo y el mono de trabajo y la camisa, y él sintió que su pelo se escapaba hacia atrás húmedamente. Pero sintió que un muslo sobresaltado se escurría bajo su mano como una serpiente, sintió una pierna veloz entre oscuras burbujas; y, hundiéndose ya, la punta de un pecho le raspó la espalda. En medio de una conmoción de agua agitada vio la muerte como una mujer ahogada y rutilante y a la espera, vio un cuerpo brillante y atormentado por el agua; y sus pulmones vomitaron agua y tragaron aire húmedo. Agua turbada golpeaba contra su boca, tratando de entrar en ella, y la luz del día aprisionada bajo el arroyo saltó de nuevo sobre la superficie en forma de ondas. Relucientes planos de luz incidían y quebraban la superficie, y se alejaban de él; y, pisoteando agua, sintiendo los zapatos empapados y el pesado mono de trabajo, sintiendo pegado a la cara el pelo, vio como ella, chorreando, ascendía oscilante por la orilla. Él avanzó agitando el agua, persiguiéndola. Nunca parecía alcanzar la orilla opuesta. Sus ropas, pesadamente empapadas, se pegaban a él como sirenas importunas, como mujeres; vio el agua quebrada de su empeño coronada de estrellas. Al fin se vio a la sombra de los sauces, y sintió bajo su mano la tierra húmeda y resbaladiza. Aquí y allá, raíces y ramas. Se incorporó mientras oía el agua chorreando de la ropa, mientras sentía que la ropa se volvía primero liviana y pesada luego. Sus zapatos avanzaban aplastándose blandamente y su indumentaria anodina y adherida a la piel obstaculizaba pesadamente su carrera. Podía ver cómo su cuerpo, fantasmal en el crepúsculo sin luna, ascendía por la colina. Y él corrió, maldiciendo, con el agua chorreándole del pelo, con el lamento húmedo de ropas y zapatos, maldiciendo su suerte y su destino. Creyó desenvolverse mejor sin los zapatos, y, mientras seguía mirando la apagada llama de la mujer corriendo, se los quitó y prosiguió la marcha en pos de ella. La ropa mojada le pesaba como plomo; jadeaba cuando alcanzó la cima de la colina. Y allí estaba ella, en un campo de trigo, bajo la ascendente luna llena del equinoccio de otoño, como un barco en un mar de plata. Echó a correr tras ella. El surco de su marcha hacía saltar plata en el trigo, bajo la insensible luna; plata que se alejaba de él en ondas y se apagaba y volvía a ser el oro intocado y sin brillo del grano erguido. Ella estaba ya lejos, y la perturbación de su paso por el trigo se esfumaba siempre antes de que él llegara. Más allá de la onda que el paso de la mujer levantaba en arco a ambos lados, él vio cómo su cuerpo se internaba en una franja boscosa, como la llama de una cerilla; luego ya no la vio más.

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Sin dejar de correr, cruzó el trigo dormido sobre la tierra lunar, y se adentró entre los árboles, fatigado ya. Pero ella había desaparecido, y él, en una oleada recurrente de desesperación, se echó a tierra boca abajo. «¡Pero yo la toqué!», pensó sumido en una auténtica agonía de decepción, sintiendo la tierra a través de sus ropas húmedas, sintiendo las pequeñas ramas bajo los brazos de la cara. La luna seguía ascendiendo, la luna navegaba como un barco cargado y grueso ante un alisio azul, mirándole con rotunda complacencia. Y él se retorció pensando en el cuerpo de ella bajo su cuerpo, en el oscuro bosque, en el ocaso y en el camino polvoriento, que deseó no haber dejado. ¡Pero yo la toqué!, se repitió, tratando de levantar sobre tal certeza una consumación incontrovertible. Sí, su muslo veloz y asustado y la punta de su seno; pero el recordar que ella había huido de él impulsivamente le resultaba más insufrible que nunca. No te hubiera hecho ningún daño, gimió, no te hubiera hecho daño en absoluto. Sus músculos laxos, vaciados, sintieron un rumor de trabajo pasado y de trabajo futuro, compulsiones de horca y grano. La luna lo apaciguaba, examinando detenidamente su pelo húmedo, experimentando con sombras; y él, al pensar en el día siguiente, se levantó. Aquella perturbadora Presencia se había alejado, y la oscuridad de las sombras ya sólo se mofaban de él. La luz de la luna se deslizó a lo largo de una cerca de alambre, y él supo que allí estaba el camino. Sintió cómo a su paso se agitaba el polvo, vio el maíz de plata en los campos, los árboles oscuros como tinta derramada. Pensó en cómo había sido ella cual movedizo mercurio, en cómo había huido de él cual moneda echada al aire; pero pronto se hicieron visibles las luces de la ciudad; el reloj del Palacio de Justicia y una luminosidad sugerente de calles; era, pese a su pequeñez, como una tierra encantada. Pronto quedó en el olvido la mujer, y él pensó sólo en un cuerpo relajado en una cama triste, y en el despertar y en el hambre y en el trabajo. El largo y monótono camino se extendía ante él bajo la luna. Ahora su sombra iba a su espalda, como un perro tras su amo, y más allá de ella quedaba un día de sudor y de trabajo. Y ante él esperaba el sueño y la ocasional comida y otra vez el trabajo; y acaso una chica, cual fúnebre música, vestida de calicó frente al calor. Al día siguiente su sombra siniestra volvería a describir un círculo en torno a él, pero el día siguiente quedaba aún muy lejos. La luna navegaba cada vez más alto: pronto se deslizaría por la colina del cielo, recuperando con creces la plata que hubo prestado a árbol y trigo y colina y ondulada y monótona tierra fecunda. Abajo, un establo tomó un perfil de plata de la luna, un silo se convirtió en un sueño soñado en Grecia, los manzanos lanzaron plata como fontanas gesticulantes. La ciudad, planos de luz de luna; las luces del Palacio de Justicia, fútiles ante la luna. Tras él, trabajo; ante él, trabajo; en torno, todas las viejas desesperanzas del aliento y del tiempo. Las estrellas eran como flores hechas añicos que flotaban en agua oscura y que engullían el oeste; el polvo seguía pegado a sus pies aún húmedos, y descendió lentamente por la colina.

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Frankie y Johnny

1 Lo llamaremos Frank —dijo su padre, el boxeador profesional que ni ganó jamás un combate ni fue jamás vapuleado, con firme convicción—. Se acabó para ti el hacer la calle, chiquilla. Nos casaremos, ¿eh? Pero un día, consternado, inclinó la cabeza redonda y luminosa sobre el niño gimoteante y enrojecido. —¿Una niña? —susurró con callado asombro—. ¡Diantre, una niña! ¡Qué me dices de esto! —Pero él era un caballero y un buen tipo, así que besó a la madre en la mejilla caliente—. Animo, damita. No te preocupes. La próxima vez habrá más suerte, ¿eh? Ella no le dijo, sin embargo, que no habría próxima vez; pero le sonrió débilmente bajo su pelo despeinado; y él, en el corto período de tiempo en que le fue dado conocer a su hija (se ahogaría galantemente tratando de salvar a una bañista gorda en Ocean Grove Park), llegó incluso a reconciliarse con la idea de una niña. Cuando le preguntaban el sexo de su hijo, no se sentía ya avergonzado al admitirlo: mostraba incluso un orgullo desmesurado por aquella ligera criatura de cabeza luminosa. —Es igual que yo, mi vivo retrato —decía orgullosamente a sus ocasionales conocidos. Y su último pensamiento coherente mientras luchaba contra la resaca, con el monumental y batallador peso encima de él, fue para ella. —Cristo, la vieja zorra —jadeó, mientras miraba el cielo que giraba entre enormes olas abiertas; y maldijo el tamaño de la bañista, el peso pródigo y blando que estaba dando muerte a su dura juventud. Pero no soltó a la víctima para salvarse a nado, ¡él no! El pensamiento de Frankie era más vívido que la quemazón en pulmones y garganta. «Pobre niña, va a tenerlo duro ahora», pensó entre verdes burbujas.

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Frankie, por tanto, era una chica de carácter. Al menos eso pensaba Johnny, su hombre. Cualquiera habría pensado lo mismo al ver el empuje sensual de sus andares, el angular movimiento de sierra de sus jóvenes y delgados brazos al coger del brazo a Johnny y contonear la tosca sincronía de su cuerpo joven por la calle el sábado por la noche. Los amigos de Johnny lo pensaban, en cualquier caso, pues cuando él la llevaba al baile de su club Atlético ella los dejaba boquiabiertos; mientras sonaba la música, la seguían tan de cerca que apenas le dejaban sitio para bailar. Los dejó de una pieza ya desde aquella primera noche en que, holgazaneando ellos en la esquina y riéndose y gastando bromas a las chicas que pasaban, la vieron acercarse. «Toma», dijeron, y desafiaron a Johnny a que la cortejara. Johnny, lleno de valor con su traje nuevo, aceptó de buena gana. —Hola, chiquilla —dijo, dándose un toquecito airoso en el sombrero y poniéndose a su lado. Frankie le dirigió una mirada penetrante y sombría. —Sigue tu camino, muchacho —le replicó ella sin detenerse. —Vaya, mira... —empezó a decir Johnny tranquilamente, mientras sus compañeros lanzaban grandes risotadas a su espalda. —Ahueca el ala, gandul, ¿o quieres que te rompa la cara? —le ordenó Frankie. No, Frankie no necesitaba llamar a un poli. Johnny conservó admirablemente la sangre fría. —Pégame, niña. Me gusta —le dijo, cogiéndole la mano. Frankie no lanzó la mano de esa forma tan ineficaz propia de las damas: el brazo describió un arco cabal y la palma delgada propinó una bofetada a Johnny en plena cara. Estaban frente a la entrada de una antigua taberna; las puertas de batiente lanzaban sobre ellos luces nebulosas de tabaco. —Pégame otra vez —dijo Johnny, enrojecido y correcto, y Frankie volvió a golpearlo. Un hombre salió de la taberna con paso tambaleante. —Vaya, la... —dijo—. Zúrrale a ésa de lo lindo... Enrojecida y dolorida la una y blanca la otra, las caras de Johnny y Frankie quedaron suspendidas en la sórdida calleja como dos jóvenes planetas, y él vio que Frankie arrugaba la nariz. Va a llorar, pensó Johnny aterrado, y las palabras del recién llegado le penetraron en la cabeza aún retumbante. Se volvió al hombre. —Oye, amigo, ¿a quién le estás hablando? ¿Qué es eso de hablar así delante de una dama? —dijo, y plantó la cara frente a la cara alcohólica del hombre. El otro, con el valor del alcohol, empezó: —Vaya, tú... —Johnny le golpeó, y el hombre fue a dar contra el empedrado entre maldiciones. Johnny se volvió, pero Frankie había huido calle abajo, sollozando. La alcanzó. —Venga, niña —dijo. Ella no le hizo caso. Toma, qué suerte, y transpirando ligeramente la condujo hasta el comienzo de un callejón oscuro. La rodeó con su brazo desmañado—. Oye, venga, chiquilla, está bien, no llores. —Frankie se volvió de pronto y se apretó apasionadamente contra su chaqueta. Diantre, qué suerte, pensó él, acariciándole la espalda como a un perro—. Oye, no llores, ¿vale? Nunca quise asustarte, hermanita. ¿Qué es lo que quieres que haga? — Miró en torno, atrapado. Cielos, ¡qué aprieto! ¡Y si los chicos lo sorprendían

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ahora! ¡Cielos, vaya si se iban a reír de él! Cuando uno se encuentra en aprietos, llama a un poli; pero Johnny, por razones lógicas, evitaba todo trato íntimo con polis...; ni siquiera con el viejo Ryan, que había conocido a su padre, de adulto y de chico. Diantre, ¿qué hacer? Pobre caballeroso y torpe Johnny. Entonces tuvo una inspiración—: Eh, chiquilla, anímate. Quieres irte a casa, ¿no? Dime dónde vives y te llevaré hasta allí, ¿de acuerdo? —Frankie alzó la cara empañada. Cuán grises eran sus ojos y su pelo claro bajo el barato sombrerito. Johnny sintió cuán erguido y firme era su cuerpo—. ¿Qué es lo que te preocupa, niña? Cuéntale al viejo Johnny tus problemas: él se ocupará de ellos. Oye, yo nunca quise asustarte. —No.... no se trata de ti: es aquel borracho de antes. —Oh, ¿él? —casi gritó, aliviado—. ¿No viste cómo le rompí la cara a aquel tipejo? Vaya, lo tumbé como... como... Oye, voy a volver y le parto el cuello, ¿eh? —No, no —replicó Frankie al punto—. Está bien. He sido una tonta por llorar como un crío; no suelo hacerlo por lo general. —Suspiró—. Vaya, creo que será mejor que me vaya. —Oye, lo siento. Yo... yo... —Si no has hecho nada. No eres el primero que trata de ligar conmigo. Pero yo suelo mandarlos a paseo, en seguida. Vaya, ¿qué es eso de que desaparezcamos así en plena calle? —Bueno, si no estás enfadada por lo que he hecho y por el lío en que te he metido, bueno, mira, pues eso quiere decir que eres mi chica. Oye... déjame ser tu hombre, ¿vale? Seré bueno contigo, chiquilla. Se miraron y un viento suave sopló sobre las flores y entre los árboles, y la calle no fue ya una calle ciega y mezquina y sucia. Sus labios se tocaron, y una mañana rubia se hizo en las colinas, espléndidas en el alba limpia.

2 Caminaron por un parque franqueado por oscuras fábricas; ante ellos se extendían los muelles, donde el agua lamía los pilotes; y vieron dos transbordadores, como dos áureos cisnes atrapados sin escapatoria posible y para siempre en un estéril cielo de galanteo. —Escucha, niña —dijo Johnny—. Antes de encontrarte era como si yo fuera uno de esos transbordadores, y cruzara un río oscuro, o algo así, completamente solo; cruzando y cruzando y nunca llegando a ninguna parte, y no sabiéndolo y pensando en mí todo el tiempo. Ya sabes: lleno de un montón de nombres de gentes y cosas que no se ocupan más que de sí mismas, y pensando siempre que yo era el ombligo del mundo. Y mira, atiende: «Cuando te vi caminando por la calle fue como si esos dos transbordadores, al encontrarse, se pararan en lugar de cruzarse, y se pusieran uno al lado del otro y se alejaran juntos adonde no hubiera nadie, más que ellos. Escucha niña: antes de verte yo era un tipo joven y duro (el viejo Ryan, el poli, lo dice), que no hacía nada y que no valía nada y que no se preocupaba por nada excepto por el viejo Johnny; pero cuando le partí la cara a aquel vagabundo lo hice por ti y no por mí,

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y fue como si el viento hubiera barrido un montón de basura y porquerías de la calle. »Y cuando puse el brazo alrededor de ti y tú te agarraste a mí llorando, supe que eras para mí y que yo ya no era el tipo duro que el viejo Ryan decía que era; y cuando me besaste fue como una mañana en que unos cuantos del grupo volvíamos en el tren a la ciudad; los polis del tren nos pillaron y nos hicieron bajar, y entramos en la ciudad a pie y vi el día rompiendo sobre el agua en el momento en que el agua era como azul y oscura al mismo tiempo, y los barcos estaban quietos sobre el agua y había mástiles negros a lo largo, y el cielo estaba como amarillo y dorado y azul. Y llegó un viento sobre la superficie del agua, y empezó a hacer pequeños y curiosos ruidos, como si alguien chupará algo. Fue como cuando estás en un cuarto oscuro, o en algún sitió parecido, y de repente alguien enciende las luces y eso es todo. Cuando vi tu pelo rubio y tus ojos grises fue como te estoy diciendo; fue como si el viento me hubiera pasado a través del cuerpo y hubiera pájaros cantando en alguna parte. Y entonces supe que me habías atrapado. —¡Oh, Johnny! —exclamó Frankie. Se abrazaron, sus bocas se encontraron bruscamente y quedaron pegadas en la amigable y dulce oscuridad. —¡Niña!

3 —Oye —dijo la madre de Frankie—, ¿quién es ese amigo que te has buscado? —Frankie, mirando fijamente por encima del hombro de su madre, examinó cruelmente aquella cara en el espejo. ¿Seré así cuando sea vieja?, se preguntó, y algo dentro de ella le respondió sin apasionamiento. Las manos blancas y fláccidas de la mujer hurgaron en el pelo teñido y, con creciente cólera, tiró salvajemente de él hacia abajo—. Bien, ¿es que no puedes contestar, o es que piensas que no me incumbe? ¿Qué es lo que hace? —Es... es... Trabaja en un garaje. Quiere llegar a ser piloto de carreras. ¿Por qué sentía la necesidad de defender a Johnny ante su madre; a Johnny, que se valía perfectamente por sí mismo y mandaba al diablo todo lo demás? —¿Trabaja en un garaje? ¡Y a ti, que has visto lo dura que es la vida para las mujeres, ¿no se te ocurre nada mejor que eso?! ¡Tú, joven y con un tipo que gusta a los hombres, te echas en brazos de un maldito aprendiz de coches con el mono sucio! —El dinero no lo es todo. La madre, sin hablar, miró fijamente a Frankie. Al cabo dijo: —¿El dinero no lo es todo? ¿Te quedas ahí delante, mirándome, y me dices eso? ¿Tú, que has visto qué vida tengo que llevar? ¿Dónde estarías tú hoy, si no fuese por lo que yo gano? ¿Dónde estarían todas las ropas que has usado? ¿Es que tu novio el del garaje puede comprarte vestidos? ¿Puede hacer por ti lo que yo he hecho? Dios sabe que no quiero que sigas el camino que yo he tenido que seguir,

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pero si lo llevas en la sangre y lo sigues, preferiré verte en la calle dispuesta a irte con uno detrás de otro antes de verte atada a cualquier empleaducho de tres al cuarto. Dios, qué dura vida nos ha tocado a las mujeres. —Se volvió hacia el espejo y siguió arreglándose el pelo, mientras su sentido de la afrenta encontraba consuelo en una locuaz autocompasión. Frankie contempló glacialmente su imagen reflejada en el espejo—. Cuando tu padre murió sin dejar un miserable centavo, ¿quién se paró a echarme una mano? ¿Alguna de esas damas presuntuosas y podridas de dinero que andan siempre lamentándose de las condiciones sociales? ¿Alguno de esos malditos curas de cara de hielo que no paran de hablar del castigo a los pecados y de encarrilar al pobre pecador? ¡No se notó que lo hicieran, no! Aprenderás, como yo he aprendido, que los hombres no ayudan nunca desinteresadamente a las mujeres como yo; y que siempre que tengas tratos con ellos habrás de cuidarte de ti misma, y que tendrás que procurarte una buena fachada para conseguirlos y conservarlos. Hasta el día de hoy ningún hombre ha ayudado jamás a una mujer por compasión. Y otra cosa: conseguir a un hombre no es ni la mitad del trabajo. Cualquier mujer con un poco de cabeza puede conseguir un hombre; el conservarlo es lo que me diferencia a mí de todas esas pobres chicas que ves en las calles. Hay algo, bueno o malo, que todas las mujeres hacen: tratan de quitárselo a una, lo quieran o no para ellas. »Puedes apostar lo que quieras: nunca habrá nadie que te ayude una pizca más de lo que a mí me han ayudado. Bien sabe Dios que yo no habría elegido esta vida jamás, habiéndoselo prometido a tu padre como se lo prometí. Pero él tuvo que ahogarse al intentar sacar del océano a una mujer desconocida. Las mujeres siempre hicieron lo que quisieron con tu padre: él nunca tuvo la suficiente cabeza como para dejarlas en paz o para sacar algo de sus desvelos. Pero no se trata de que yo no pudiera confiar en él: jamás hubo sobre la tierra un hombre mejor que él. ¡Pero haber muerto de ese modo, y tan pronto...! Se volvió de nuevo hacia su hija. —Ven aquí, cariño. Frankie se acercó a regañadientes y su madre la abrazó. El cuerpo de Frankie, pese a ella y movido por el rechazo, se puso tenso; al punto la madre rompió a llorar. —¡Mi propia hija se vuelve contra mí! ¡Después de todo lo que he hecho y sufrido por ella, ahora se vuelve contra mí! ¡Oh, Dios! «Oh, no seas tonta», tenía ya Frankie en la punta de la lengua, pero en lugar de decirlo, la abrazó torpemente. —Calla, mamá, no te lo tomes así: sabes que no he tenido esa intención, sabes que no. Calla, vas a estropearte el maquillaje que te has puesto con tanto cuidado. La madre se volvió otra vez al espejo y empezó a darse ligeros golpecitos, como picotazos, en la cara con un paño grasiento. —¡Dios, me pongo hecha un adefesio cuando lloro! Pero eres tan... tan fría, Frances; no sé qué hacer contigo. Te juro que deseo que tengas más oportunidades de las que yo he tenido, y cuando veo que estás cometiendo los mismos errores que yo cometí, es que... es que...

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Las lágrimas parecían de nuevo inminentes. Frankie se inclinó y abrazó a su madre por la espalda. —Venga, venga. No voy a hacer nada de lo que tenga que arrepentirme. Te lo prometo. Vamos, termina ahora de vestirte. Tienes una cita a las cuatro, ya lo sabes. La madre alzó de nuevo la cara hinchada e irritable, y volvió a rodear a Frankie con sus brazos. Esta vez su hija no la rechazó. —Quieres a mamá, ¿verdad, cariño? —Claro que sí, mamá —dijo Frankie, y se besaron—. Venga, déjame peinarte. La madre suspiró. —De acuerdo; eres mucho más rápida que yo. Oh, Frankie, me gustaría que volvieras a ser una niña. Se volvió de nuevo al tocador con sus miedos, su problema inminente y sus obstinadas incomprensiones femeninas. Los dedos de Frankie manipularon ágilmente en el pelo de su madre, y sonó el teléfono. Frankie descolgó el auricular; una voz untuosa preguntó: «¿Quién es?», y ella pensó al punto en cigarros negros. —¿Con quién quiere hablar? —Bien, bien —jovialmente—. ¡Pero si es la pequeña Frances! Bueno, ¿cómo estamos, chiquilla? Oye, ¿a que no adivinas lo que tengo en el bolsillo para una chiquilla rubia y lista? —¿Con quién quiere hablar, por favor? El tono de Frankie era glacial. Su madre, de pie junto a ella, mostraba en los ojos el brillo del recelo. —¿Quién es? —preguntó el otro. Frankie tendió el aparato en silencio y fue hasta una ventana que daba al hueco de la ventilación, atestado de alambres y lleno de un sonido polvoriento de gorriones. La voz de su madre le llegaba a retazos: —... sí... sí... Bajaré en un momen... ¿Cómo? Sí... claro... Estaré allí abajo en un momento, querido. Adiós. Volvió apresuradamente al espejo y volvió a darse golpecitos en la cara. —Dios mío, ¿es que nunca voy a aprender a no llorar antes de salir? ¡Vaya espantajo estoy hecha! ¿Dónde están mi sombrero y mis guantes? —Frankie estaba a su lado con ellos en las manos—. ¿Qué aspecto tengo, cariño? Me gustaría que pudieras venir con nosotros; un viaje tan bonito.... pero aún... ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios, hacerse vieja! Ya no me queda mucho tiempo de buen físico, cariño; por eso es por lo que estoy tan preocupada contigo. ¡Dios, vaya facha tengo! Frankie la tranquilizó, la ayudó a acomodar sus diversos efectos personales. —Estaré de vuelta el lunes —dijo la madre desde la puerta—. Hay dinero en el primer cajón, por si lo necesitas, ya sabes. Pórtate bien. Besó a su hija en la mejilla; luego, de pronto, la abrazó estrechamente. —Venga, vete ya, si no, acabarás llorando otra vez. —Frankie se libró del abrazo y empujó a su madre fuera del cuarto—. Adiós, que te diviertas. Una vez que su madre se hubo ido, Frankie levantó las persianas y, acercándose al espejo, contempló su imagen largamente; se estiró la piel de la cara, se pellizcó la carne hasta que afloró el rojo vivo y saludable.

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4 Frankie, echada en la cama, miraba el cielo lejano y oscuro que se extendía más allá de los tejados. Centenares de chicas, en todo el mundo, estarían tendidas como ella, pensando un rato en sus amantes, y luego en sus niños. Hubo un tiempo en que Frankie solía echarse en la cama y pensar en Johnny, y a veces se sentía sola lejos de él, pero ya apenas pensaba en él para nada. Oh, había amado a Johnny de verdad; pero los chicos eran unos seres tan torpes y faltos de tacto, unos seres que trataban de sincronizar los hechos crudos e ineludibles de la vida con sus propias integridades personales. Y uno no puede hacer eso. A decir verdad, Johnny llegaba a veces a aburrirla; hablaba constantemente de algo que estaba hecho y que no podía remediarse. Trataba de imbuir en ella, y en sí mismo, la creencia de que él podía plantarse como un salteador de caminos y obligar al destino a detenerse y a dejarse despojar. Diantre, a veces Johnny era peor que una película. Y la ira desconcertada de su madre había sido terrible. Como si se me hubiera ocurrido quemar un bono de la libertad, pensó Frankie. —¿Y a esto es a lo que tú llamas hacer algo de lo que no habrás de arrepentirte? —le había casi gritado—. ¿Y yo qué? ¿Qué voy a hacer cuando sea tan vieja que ya no guste a los hombres? ¿Es así como pagas todo lo que te he dado, trayéndome otra boca que alimentar? Frankie trató en vano de detener el torrente de ira de su madre: cuando llegara el momento, sería ella, su hija, quien la cuidaría. —¿Cómo? ¿Es que ese tipo puede hacerlo? ¿Es que puede pagarme todo el dinero que he gastado en ti? Pero al final hasta la ira de su madre se diluyó en lágrimas, hasta las recriminaciones empezaron a amainar en su diligente y lloroso entrar y salir con helados y tostadas y las escasas cosas que Frankie se obligaba a comer. —¿Qué pensará la gente? —gemía su madre, y Frankie replicaba con acritud que la gente no tenía que pensar nada, y que por tanto no tendría que estar siempre adivinando, lo cual era más de lo que su madre podía decir. De hecho, desde el momento mismo en que se había enterado de su estado, su madre había actuado como si se tratase de algo que Frankie pudiera o debiera remediar. —Mamá es tan horriblemente infantil, pero ha sido un encanto conmigo — suspiraba Frankie, deslizando suavemente sus dedos por su vientre joven y tratando de imaginar que sentía ya a su hijo, mientras miraba a través de la ventana el cielo lejano y oscuro. Se sentía absolutamente vieja y muy enferma del estómago; y era como si deseara que su madre no fuera tan estúpida. Como si deseara tener alguien a quien ella pudiera..., que ella... ¿Sabes, cuando has andado y andado hasta que estás casi exhausta, y sabes que podrías caminar más si fuera preciso, pero no sabes cómo hacerlo; y entonces aparece alguien y te lleva un trecho y no trata de hablar contigo, sino que se limita a llevarte adonde vas y al llegar te deja ir? Dios no; ella no creía mucho en la oración. Cuando tenía cinco años había rezado para tener una muñeca que abriera y cerrara los ojos, y no la había conseguido. —Oh, diablos —dijo—. ¡Si al menos no me sintiera tan horriblemente enferma! Eso es lo que me pone los pelos de punta.

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Pero al rato la náusea pasaba, todo pasaba al cabo de un rato. Para el año que viene todo esto estará olvidado, pensó. A menos que me meta en este lío otra vez. Hay algo que no volveré a hacer. No volveré a tener ganas de tomar tostadas y té. Frankie, en la cama, pensaba en todas las chicas del mundo que estarían tendidas con sus niños en la oscuridad. Como el centro del mundo, pensó; se preguntaba cuántos centros tendría el mundo... Si el mundo sería algo redondo con vidas de gente, como motas, sobre él; o si la vida de cada persona sería el centro de un mundo, y uno no podría ver el mundo de los demás, sólo el propio. ¡Cuán curioso debería parecerle a quienquiera que lo hubiera creado! A menos que él también fuera el centro de un mundo y no pudiera ver ningún otro, sólo el suyo. O que fuera una mota en el mundo de otro ser. Pero era más consolador pensar que era ella misma el centro del mundo. Que el mundo tenía el centro en su vientre. ¡Y así haré que siga siendo!, se dijo a sí misma, con vehemencia. No necesito a Johnny ni a mamá, no necesito la ayuda de ninguno de los dos. —Oh, Dios. Oh, Dios —gemía su madre—. ¿Qué va a ser de nosotras ahora? ¿Cómo voy a poder llevar la cabeza levantada y tratar a mis amigos con una hija embarazada en casa? ¿Qué voy a decirles? —¿Por qué tienes que decirles nada? —repetía, cansada, Frankie.— ¿Y quién va a cuidarte? ¿Quién va a darte un hogar? ¿Crees que algún hombre aceptaría también a tu mocoso? Frankie se quedó un instante mirando fijamente a su madre. —¿Sigues pensando que espero que algún pez gordo se vuelva loco por mí? ¿Sigues pensándolo, conociéndome como me deberías conocer? —Bien, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Crees que el casarte con ese tipo nos servirá de algo a ti y a mí? ¿Qué es lo que tiene? Frankie volvió hacia la pared su cara enferma. —Te lo vuelvo a repetir: no necesito que ningún hombre cuide de mí. —Entonces, santo Dios —dijo su madre con llorosa exasperación—, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Por qué lo hiciste? Frankie se volvió hacia su madre. —Vieja tonta, no lo hice para que Johnny se casara conmigo ni para sacar nada de él. No necesito que Johnny ni que nadie me mantenga, ni lo necesitaré nunca. Y si tú pudieras decir lo mismo, no te pasarías el día llorando y compadeciéndote por todo lo que has permitido que la vida te haga. Y, al reafirmar su integridad personal, fue —como Johnny dijo un día— como si hubiera estado en una habitación oscura y alguien hubiera encendido las luces. La vida parecía tan sencilla e ineludible que ella se preguntaba ahora por qué había dejado que en ocasiones las cosas la agobiaran. Y, extrañamente, pensó en el padre que apenas recordaba; en cómo levantaba la cabeza redonda y amarilla y la mecía en sus fuertes brazos mientras reía a carcajadas. Y volvió a ella una visión infantil de su padre, victorioso aunque sin vida, entre las olas verdes. En la cama de al lado, los sollozos de su madre fueron disolviéndose en el silencio y la oscuridad y la pausada respiración del sueño, y Frankie siguió tendida en la amable oscuridad, acariciándose con suavidad el vientre joven, mirando afuera, hacia un mundo oscuro, como tantos centenares de otras chicas que pensarían en sus amantes y en sus niños. Se sentía tan impersonal como la

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tierra misma; era una franja de terreno sembrado y fecundo, bajo la luna y el viento y las estrellas de las cuatro estaciones, bajo tiempos grises y soleados desde antes incluso de que el tiempo fuera computado; y que ahora dormía durante el oscuro invierno a la espera de su propia primavera, con todo el dolor y la pasión de sus ineluctables fines, hacia una belleza que no habría de rebasar los límites de la tierra.

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El sacerdote

Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que tan apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. O, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios. Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre? Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá

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de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y ha tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez. La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo. —¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo: «A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recordad: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que le supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.» Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. «¿Qué es lo que quieres?», se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún significado.

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«Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco significan las palabras.» ¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? «El hombre desea pocas cosas aquí abajo», pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene! El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo. «¿Cuántas de ellas tendrán amantes? —se preguntó—. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar.» Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en Canal Street. Chicas que iban a casa para almorzar —el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser—, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un cóctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata. «¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba? Entonces ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿O es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?» «Purificaré mi alma», se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. «Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres», exclamó. «Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya mañana!» En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones.

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Dejó Canal Street; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulado y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: «¡Mañana! ¡Mañana!» —Ave Maria, deam gratiam... torre de marfil, rosa del Líbano...

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A bordo ya del Lugre (I)

A mitad de la tarde divisamos tierra. Desde que dejamos la embocadura del río al alba y sentimos la primera agitación del mar, la cara de Pete se había ido poniendo más y más amarilla, y hacia mediodía, a veinticuatro horas de Nueva Orleans, cuando le hablábamos nos miraba airadamente con sus amarillos ojos de gato, y maldecía a Joe. Joe era su hermano; era mayor que él, de unos treinta y cinco años, y tenía unos diamantes amarillos grandes como guijarros. Pete tenía unos diecinueve años; llevaba una camisa de seda a rayas doradas y azules y un tieso sombrero de paja, y se había pasado el día en cuclillas en la proa, agarrándose el sombrero y diciéndose «Dios Santo» para sus adentros. Ni siquiera probó una gota del whisky que le había birlado a Joe. Joe no nos permitía llevar whisky, y aunque él nos hubiera dejado hacerlo, el capitán nos habría prohibido subirlo a bordo. El capitán era abstemio. Había estado en el negocio ilegal antes de que Joe lo contratara; cargaban alcohol verde en las Indias Occidentales, y antes de alcanzar las Tortugas lo tenían sazonado y envejecido y embotellado y etiquetado y embalado. El capitán solía decir que nunca había sido bebedor, pero que en caso de haberlo sido, para entonces ya estaría curado. Era un verdadero prohibicionista: creía que a nadie le debería estar permitido beber. Era de Nueva Inglaterra, y su cara era como un felpudo ajado. Así que Pete tuvo que birlarle a Joe un par de botellas, que subimos a bordo dentro de las perneras de los pantalones y el negro escondió en la cocina, y yo, entre turnos de timón, solía ir hasta la proa, donde Pete estaba en cuclillas, agarrándose el sombrero, y me tomaba un trago. De cuando en cuando la incorpórea cara del negro aparecía en babor, sin expresión alguna, como una máscara de carnaval; pasaba una taza de café, Pete se la bebía y lo más probable era que la arrojase contra la cabeza del negro en el momento en que éste la apartaba. —Ha destrozado ya dos —me contó el negro—. Sólo nos quedan cuatro. La próxima vez voy a darle el café en una lata de levadura. Pete no había desayunado, y tiró su almuerzo por la borda mientras yo comía el mío y su cara se iba poniendo más y más amarilla, y cuando alcanzamos la isla —una cicatriz de arena donde el oleaje rompía levantando espuma a lo largo del

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flanco de barlovento, empenachada de roídos pinos purpúreos sobre el oscuro mar crepuscular —sus ojos y su cara eran del mismo color. El capitán permaneció dentro. Ya al abrigo de la isla, nuestro impulso cesó y avanzamos pesadamente por las aguas tranquilas de un límpido color verde. Fortificada y sombría, la isla se extendía a estribor sin señal alguna de vida. Al otro lado del estrecho podía verse una mancha baja de tierra firme, como una nube violeta. De más allá de la isla nos llegaba el bramido y el siseo del oleaje, pero aquí, al abrigo, el agua parecía como represada en un molino, y la luz del sol penetraba en ella en haces verdes. Y entonces Pete se sintió indispuesto realmente, y se inclinó sobre la borda agarrándose el sombrero. Pronto llegó el crepúsculo. El verde claro del agua, al retirarse el sol, se oscureció. Avanzamos por la superficie mansa que se apagaba lentamente hasta adquirir un matiz de tinta violeta. Contra el cielo se alzaban los altos pinos en formación indigente y lúgubre. La mancha de tierra firme se había ya disuelto. A ras del agua, donde había estado la mancha, se alcanzaba a ver, como el ascua de un cigarrillo, una baliza. Pete seguía indispuesto. El motor aminoró la marcha. —A la proa —dijo el capitán en el timón. Yo me situó junto al ancla. —Vamos, Pete —dije—. Échame una mano. Te sentirás mejor. —Al diablo con ello —dijo Pete—. Deja que el bastardo se hunda. Así que el negro subió a cubierta y soltamos la guindaleza. El motor se paró y nuestro impulso se extinguió en un silencio violeta en cuya base susurraba el agua. —Soltadla —dijo el capitán. Echamos el ancla y la guindaleza culebreó y siseó a nuestros pies. Poco antes de que la oscuridad cayera por completo se recortaron bruscamente en el crepúsculo, a dos millas de distancia, un ala clara de agua rígida y una luz de navegación verde, y bruscamente asimismo se esfumaron. —Allí va —dijo el negro—. También ella. —¿Qué es? —Una patrullera en busca de ron. Va hacia Mobile. —Espero que se quede allí —dije yo. Sentía mi camisa, en el crepúsculo, más cálida que mi cuerpo, y sumamente seca, como una prenda de arena. Pete tampoco quiso cenar. Sentado en la proa y encogido sobre sí mismo, con una mugrienta colcha sobre los hombros, parecía un gran pájaro contrariado. Permaneció allí mientras el negro y yo situábamos el bote al costado del barco y el capitán subía con tres palas y una linterna. Entonces se negó terminantemente a meterse en el bote, y el capitán y él se maldijeron en la oscuridad, cara a cara, con feroces susurros. Pero no se avino a moverse, así que le dejamos donde estaba, acurrucado en su colcha, con el sombrero ladeado en feroz silueta sobre el informe borrón del barco, ni totalmente oculto ni totalmente expuesto contra la perspectiva del estrecho y el eco fantasmal y sin origen de la luz de las estrellas y la luna nueva. El bote avanzó en la oscuridad; salvo el cloqueo leve y borboteante del agua al manejar el negro los remos, todo era silencio. A cada golpe de remo yo sentía bajo los muslos el apagado y constante vaivén de la bancada. Serpentinas lechosas bullían a los costados, llenas de luna, con fuego hecho burbujas, en la nada que

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nos transportaba y que, de cuando en cuando, golpeaba bajo la quilla con sacudidas susurrantes, acariciadoras, como de suaves y secretas palmas. Pronto una oscuridad más atenuada invadió de soslayo la proa; el capitán se encorvaba sobre ella en actitud de vago alivio, y oíamos el salpicar rítmico del negro. La oscuridad tenue se hizo gradualmente más densa. El bote se alzó con una sacudida débil y chirriante, y se detuvo. La luna nueva se hallaba suspendida arriba, sobre las copas de los pinos. Arrastramos el bote. El capitán permaneció en pie mirando con ojos entrecerrados el horizonte. La arena era blanca, con una débil luminosidad a la luz de las estrellas. Al mirarla fijamente parecía hallarse a un palmo de la cara. Luego, al seguir con la vista fija en ella, parecía alejarse vertiginosamente hasta hacer que llegara a perderse el equilibrio mismo, y finalmente se fundía sin solución de continuidad en el cielo tachonado, que parecía tomar de la arena algo de su calidad de tenue y vertiginosa incandescencia, y contra el cual los pinos alzaban sus copas altas y melladas, melancólicas y airosas y un tanto austeras. El negro había sacado las palas del bote; el capitán, una vez se hubo orientado, cogió una de las palas. El negro y yo cogimos las otras dos y seguimos la figura oscura y borrosa del capitán y cruzamos la playa y nos internamos entre los árboles. Sobre la arena crecía un tipo de maleza áspera, dura y poseedora de la perversidad sin sentido de unos alambres herrumbrosos dejados al azar. Nos abrimos paso a través de ella; la arena, también con una suerte de perversidad burlona, se desplazaba bajo nuestros pies. El oleaje y el siseo del agua al romper surgía de la oscuridad y nos caía ininterrumpidamente sobre la cara, con la fuerte y fría respiración del propio mar, y ante nosotros, muy cerca, la alevosa oscuridad se transmutó en formas delirantes y en silencioso y tenso tumulto. Por un instante creí que el corazón iba a saltarme del pecho; el negro me hundió con fuerza los dedos en la espalda, y, a través del túnel amarillo de la linterna del capitán, vi que unas bestias cornudas e innominadas y de ojos fieros nos miraban airadas sobre sus prestas patas delanteras; luego se dieron la vuelta y se alejaron a la carrera silenciosamente, en un desaforado entrechocar de demacrados ijares y tremolantes colas. Era como una pesadilla en la que, perseguido por demonios, uno corre, sin cesar sobre una superficie movediza que no ofrece apoyo a los pies. Ahora sentía mi camisa más fría que mi cuerpo, y húmeda, y en la vertiginosa oscuridad que siguió a aquel instante fugaz mi corazón accedió a latir de nuevo. El negro me tendió una pala, y reparé en que el capitán proseguía ya la marcha. —En el nombre de Dios, ¿qué es eso? —dije. —Ganado salvaje —dijo el negro—. La isla está llena. A la luz del día se te echan encima. —Oh —dije. Avanzamos trabajosamente y alcanzamos al capitán, que se había parado sobre una duna cubierta de la áspera maleza semejante a alambres. Ordenó que nos detuviéramos mientras recorría despacio la duna e hincaba la pala aquí y allá. El negro y yo nos sentamos en cuclillas, con las palas a un lado. Yo sentía la camisa húmeda y fría contra el cuerpo. El uniforme respirar del mar nos llegaba a través de la arena, entre los pinos. —¿Qué es lo que hace ese ganado en esta isla? —susurré—. Creí que estaba deshabitado.

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—No lo sé —dijo el negro—. No tengo idea de lo que pueda buscar aquí nadie, día y noche andando por esta arena, escuchando ese viento entre los árboles. —Estaba en cuclillas a mi lado, desnudo de cintura para arriba, y la luz de las estrellas se reflejaba en la arena y centelleaba débilmente sobre su cuerpo—. Cualquiera se vuelve salvaje así. Maté un mosquito sobre el dorso de la mano. Dejé una enorme y cálida salpicadura, como una gota de lluvia. Me limpié las manos en los costados. —Son malos los mosquitos aquí —dijo el negro. Maté otro sobre el antebrazo; dos más me picaron en los tobillos al mismo tiempo, y otro en el cuello, y me bajé las mangas de la camisa y me abroché el cuello. —Sin camisa, te van a devorar —dije. —No, señor —dijo—. Los mosquitos no me molestan. Nada de la tierra puede molestarme. Tengo una medicina. —¿Sí? ¿La llevas encima? En algún punto de la oscuridad el ganado se movió; se oyeron bruscos desplazamientos y crujidos secos en la maleza. El negro se llevó la mano al abdomen y de un tirón sacó algo de su cintura: un saquito de tabaco en el que pude palpar tres objetos pequeños y duros que llevaba colgando de un cordel arrollado a las caderas. —Nada de la tierra, ¿eh? ¿Y qué me dices del agua? —No son un amuleto para el agua —dijo. Yo estaba en cuclillas, protegiéndome los tobillos; deseaba haber traído calcetines. El negro se guardó el amuleto. —¿Entonces para qué sales al mar? —No lo sé. Los hombres tienen que morir algún día. —Pero ¿no te gusta salir al mar? ¿No puedes ganar lo mismo en tierra? El ganado, en la oscuridad, se movía de cuando en cuando en la espesura. La respiración del mar atravesaba los pinos y nos llegaba ininterrumpidamente desde la negrura. —Los hombres tienen que morir algún día —dijo el negro. El capitán volvió y nos habló; nos levantamos y recogimos las palas. Nos indicó dónde cavar; se puso él mismo manos a la obra con su pala y cavamos en la duna y arrojamos a nuestra espalda la arena seca. A medida que cavábamos la arena iba borrando las marcas dejadas en ella por las palas, y en el aire emitía secretos y susurrantes suspiros, y pronto mi camisa volvió a estar mojada y cálida, y la tela se me pegaba a los hombros y los mosquitos picaban en ellos como en carne desnuda. El trabajo progresaba, sin embargo; éramos tres borrones rítmicos, como tres figuras que ejecutaran una danza ritual y extemporánea contra aquel fondo de incandescencia fantasmal, y el hondo aliento del mar agitaba arriba las incesantes copas de los pinos, hasta que el negro dio con la pala en metal: un sonido medio sordo, medio metálico que el aliento del mar recogió y llevó consigo entre los pinos hasta perderse a lo lejos. Lentamente fuimos dejando al descubierto el metal: una plancha de hierro para techar, ancha y flexible; al rato el negro y yo pudimos meter las manos bajo el borde; encorvamos la espalda y pusimos rígidas las piernas y tiramos de ella hacia arriba. La arena se desplazó, siseando secamente. Volvimos a tirar de ella.

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«¡Ajá!», gruñó a mi lado el negro, y la plancha se combó y se liberé con un único y metálico estampido, semejante a un disparo dentro de un cubo de hojalata, que también llevó consigo el aliento del mar, y la arena se deslizó por el metal combado y se hundió en el foso, bajo la plancha, con susurros que se apagaban gradualmente: Shhhhhhhhhhhh, shhhhhhhhhhhhhhhhh. El negro y yo, jadeando un poco y sudando copiosamente, nos apoyamos sobre las palas mientras el mar se deslizaba quedamente entre los pinos. El capitán apuntaló el borde de la plancha con su pala, y escarbó debajo de ella con las manos. Maté tres mosquitos más sobre mis tobillos, y deseé de nuevo haber traído calcetines. El capitán se había metido en el foso casi por completo, y nos volvió a hablar desde el seco susurrar de aquella tumba, y dejamos a un lado las palas y le ayudamos a extraer los sacos. Estaban algo húmedos, tenían adherida arena, y los arrastramos hasta la arena y el negro y yo cogimos uno bajo cada brazo y seguí al negro hacia la playa. El barco se divisaba débilmente contra la luz de las estrellas que bañaba el estrecho: una sombra entre aviesas sombras, inmóvil como una isla o como una roca. Colocamos cuidadosamente los sacos en el bote y volvimos sobre nuestros pasos. Una y otra vez fuimos y volvimos, acarreando aquellos interminables e incómodos sacos. En el mejor de los casos, eran difíciles de manejar; habrían ya supuesto una tarea exasperante sobre una base firme, pero en aquella arena que se movía bajo los pies y que exigía cuatro pasos cuando se habría precisado uno, rodeados siempre por aquellas mudas y perversas picaduras que no me estaba dado aliviar siquiera transitoriamente, la sensación de pesadilla volvía centuplicada, una sensación de esclavitud sin esperanza ante una oscura compulsión, en la que la necesidad misma de lucha era su propio escarnio. Cargamos el bote y el negro zarpó hacia el barco en la oscuridad. Empecé a hacer solo el trayecto, y los sacos seguían saliendo de la negra hondonada, en la que el capitán había desaparecido por completo. Oía moverse al ganado en la oscuridad, pero no me prestaba atención alguna. Cada vez que volvía a la playa, trataba de retener la posición de las estrellas a fin de saber si se habían desplazado, pero hasta las estrellas parecían estar fijas en lo alto, entre los mellados pinos y el constante aliento del mar en sus copas rumorosas. Pete volvió en el bote con el negro. Llevaba puesto el sombrero. Estaba hosco y poco comunicativo, pero había dejado de decir «Dios santo». El capitán salió de su agujero y lo miré, pero no dijo nada, y los sacos, con el refuerzo de dos nuevas manos, se movieron con mayor rapidez, y cuando el negro hizo su segundo viaje al barco, se quedó Pete para ayudarme. Trabajó concienzudamente, como si su meditación a bordo al dejar nosotros el barco le hubiera persuadido de la necesidad de acabar con aquel trabajo, pero habló sólo una vez: cuando nos desviamos un poco del camino y tropezamos con el ganado. —¿Qué diablos es eso? —dijo, y yo supe que en su mano había una pistola. —No es más que ganado salvaje —dije. —Dios santo —dijo Pete, y entonces, sin darse cuenta, parafraseó al negro—: No me extraña que sea salvaje. —No me extraña que sea salvaje.

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Una y otra vez fuimos a la interminable y sibilante caverna y volvimos a la playa, hasta que al fin Pete y el capitán y yo esperamos juntos en la playa a que volviera el bote. Aunque no me había percatado de su desplazamiento, Orión se hallaba ya más allá de los altos pinos, y la luna había desaparecido. Llegó el bote y volvió al barco y subimos a bordo, y en la oscura bodega que apestaba a sentina y a pescado y a cualesquiera otros avatares por los que hubiera pasado aquel lugre, arrastramos y desplazamos de un lado a otro el cargamento hasta que quedó apilado y fijado con listones a gusto del capitán. —Las tres —dijo el capitán, mirando el reloj que alumbraba con su linterna; era la primera palabra que pronunciaba desde que dejó de maldecir a Pete el día anterior—. Dormiremos hasta la salida del sol. Pete y yo nos dirigimos hacia la proa y nos echamos sobre el colchón. Oí cómo Pete se dormía, pero durante largo rato me fue imposible dormir a causa del cansancio; me llegaban, sin embargo, los ronquidos del negro en la cocina, donde dormía siguiendo la convicción cara a su raza de que sólo se debía dormir al raso en situaciones de gravísimo peligro. Me dolían los brazos y la espalda y los riñones, y siempre que cerraba los ojos me parecía de inmediato hallarme en pugna con la arena, que se movía y se movía bajo mis pies con paciente mofa, y seguir oyendo en los pinos el alto y oscuro aliento del mar. Y sobre este sonido se alzó otro, que creció en intensidad rápidamente, y levanté la cabeza y contemplé cómo la luz de navegación roja y aquella clara ala de agua que parecía poseer cierta luminosidad propia se alzaban y pasaban y se perdían, y pensé en el centauro de Conrad, mitad hombre, mitad remolcador, que cargaba río abajo, río arriba con la misma prisa miope y alerta, con determinación aunque sin destino, ajeno a todo salvo a lo que se hallara inmediatamente en su camino, para lo cual suponía una terrible y violenta amenaza. Luego aquello quedó atrás, se esfumó también el sonido, y volví a echarme y permanecí tendido mientras mis músculos se sacudían y se crispaban al eco mortecino de la pesada pugna y del rumor quedo quedo del mar en mis oídos.

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A bordo ya del Lugre (II)

Seguíamos trabajando en la bomba cuando amaneció. El negro nos trajo café, que tomamos sin detenernos. Al rato oí a Pete en cubierta. Se acercó y miró por la escotilla, con su sombrero de paja ladeado y sus ojos amarillos. Pete era hermano de Joe. Joe era el propietario del barco. Luego, Pere se fue. Un momento después oí sus tacones golpeando el casco hacia mitad del barco. El tubo de escape seguía caliente. Trabajar en torno a él era un asunto delicado. De pronto dejé de oír los tacones de Pete. Y en ese momento el negro asomó la cabeza por el mamparo de la cocina. —Barco —susurró. El capitán y yo nos agachamos y nos miramos, y en el silencio que se hizo pudimos oír el motor; un motor de verdad, no un cacharro como el nuestro. Sonaba como un aeroplano a media velocidad. El capitán susurró: —¿Qué barco? —Uno grande, de media cubierta. No veo dentro más que dos hombres. Se acerca rápido. El negro se retiró. Nos miramos mientras escuchábamos el barco. Se acercaba velozmente. Luego paró el motor, y entonces creí incluso oír el agua bajo su proa. Luego habló Pete. —¿Que si tenemos qué? Pude oír la otra voz, pero no las palabras. Pete volvió a hablar. —¿Cebo? ¿Qué tengo yo que ver con cebos? Este es un yate privado. Gloria Swanson y Tex Rickard están abajo desayunando. El motor se puso en marcha de nuevo, y luego volvió a pararse; era como si estuvieran maniobrando para situar su barco al costado del nuestro. El capitán se subió al motor y miró por la portilla. Ahora oí también las palabras. —¿Quién eres tú? ¿El almirante Dewey? Y una segunda voz, una monótona voz de Alabama, dijo: —Cállate. Sigue sentado donde estás, amigo. El capitán se bajó del motor. Inclinó hacia mí su barbado susurro.

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—¿Tiene una pistola ese bastardo? —Anoche tenía una —le susurré yo. El capitán maldijo, siempre en susurros. Nos inclinamos sobre el motor. —¿Quién más hay ahí dentro? —dijo la voz de Alabama—. Acerquémonos más, Ed. No quiero mojarme otra vez esta mañana. —¿Para qué quiere saberlo? —dijo Pete. —Tú quédate quieto ahí sentado y lo verás —dijo la primera voz. Era una voz aguda, como la de un chico de coro—. Verás tanto que pensarás que eres Houdini. —Cállate —dijo la voz de Alabama. El negro asomó la cabeza por la puerta. Habló con un susurro inmóvil, como si las palabras fueran moldeadas de silencio, sin aliento ni sonido. —Nos atraparon. ¿Qué hago? —Sube adonde puedan verte y quédate donde no estorbes —le susurró el capitán. La cabeza del negro se retiró. Oímos el siseo de sus pies descalzos sobre la escalerilla. Luego la voz de Alabama dijo: —Hay un negro. Y entonces fue como si alguien hubiera cerrado una puerta con estrépito en una casa vacía. Fue como si oyéramos cómo el eco del portazo iba recorriendo las habitaciones vacías y finalmente cesaba. Luego oímos como si alguien arañara lentamente la pared de la camareta, y algo empezó a caer despacio por la escotilla y la escalera. Caía lentamente, como si eligiera el camino entre descenso y descenso. Entonces aparté de un tirón la mano del tubo de escape. Pensé: ahora tendré que ir por la soda yo mismo. Pete empezó a maldecir. Su voz sonaba como si su dueño se hallara en equilibrio sobre un madero o una viga. —¿Por qué has hecho eso? —gritó la voz aguda. —No soporto a los malditos negros —dijo la voz monótona—. Nunca pude soportarlos. Quédate quieto ahí sentado, amigo. Acércalo más, Ed. Pete seguía maldiciendo. —Bien, ¿por qué lo has hecho? —dijo la voz aguda—. De todas formas, ¿quién te crees que eres? —Cállate, idiota. Tú quédate quieto, amigo —dijo la voz monótona—. O te saca las tripas con esta pistola. —¿Por qué no ha de moverse si quiere hacerlo? —dijo la voz aguda—. Vamos, Houdini, muévete. —Quédate quieto, amigo —dijo la voz monótona—. No va a hacerte daño si te portas bien. Déjale en paz ya, drogadicto. Venga, agarra esto. —¿A quién le estás llamando drogadicto? —dijo la voz aguda. —Está bien, está bien; a nadie. Pete seguía maldiciendo. Parecía a punto de llorar. Yo seguía pensando en la soda. Pensaba: se lo preguntaré. Cuando llegue abajo, se lo preguntaré. —Cállate, amigo —dijo la voz monótona—. Eso no suena bien. Tú date prisa con esa cuerda. No tenernos todo el día. —Llamarme a mí drogadicto... —dijo la voz aguda.

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—Cállate —dijo la voz monótona—. ¿Quieres que te rompa la cabeza con el cañón de esta escopeta? Júntalo ya. Los cascos chocaron, chirriaron; nos azotó un golpe de agua. Pete seguía maldiciendo. —¿No te da vergüenza jurar así? —dijo la voz monótona. Luego, de pronto, la voz de Pete se interrumpió; sus tacones golpearon una vez contra el suelo, y después algo chocó contra la camareta y oímos pasos sobre cubierta. —Ten cuidado —susurró el capitán. Fue hasta la escalera. Al otro lado del estrecho vi una mancha baja de tierra firme, y luego a un hombre en pie contra ella, con una escopeta. —Aquí los tenemos —dijo—. Sal de ahí. —Muy bien —dijo el capitán—. Aparte ese trasto. No voy armado. —¿Ah, no? —dijo el hombre. Se hizo a un lado. El capitán subió. La parte superior de su cuerpo dejó de verse, sus piernas seguían subiendo—. Qué pena — dijo el hombre. Gruñó, como un negro que enarbola un hacha. El capitán se lanzó hacia adelante. Sus pies resbalaron del peldaño y sus piernas cayeron hacia atrás y, sin dejar de subir, se proyectaron hacia adelante. Instantes antes de que sus pies desaparecieran, sus piernas se sacudieron a un tiempo y dejaron de subir. Me di cuenta de que yo seguía con la bomba en la mano, mientras pensaba que tal vez no teníamos ya soda y me preguntaba si sería posible cocinar sin ella. Oía cómo forzaban la escotilla de proa. El hombre volvió a mirar hacia abajo. —Sal —dijo. Empecé a subir las escaleras, di un traspié y caí sobre las rodillas; la bomba cayó con estrépito sobre los escalones. —Déjalo donde está —dijo el hombre. —Es la bomba —dije. —¿Sí? —Me levanté. El hombre tenía el pelo rojo y una larga cara también roja. Sus ojos eran de color de loza—. Bien, que me aspen si no tenemos ahí a otro boy scout. ¿Qué haces tú en este barco? —Arreglo la bomba —dije—. Se obstruyó. —Que me aspen si el asunto no se las trae; meter niños en el negocio. ¿No tienes miedo de que alguien se lo cuente a tu mamá? —¿Quiere que salga afuera? —dije. —Será mejor que te quedes donde estás. Ve a arreglar la bomba; así podrás volver a casa. Espera. Date la vuelta. —Me volví—. Supongo que no serás tan estúpido de ir armado, ¿eh? —No —dije. —Pues sigue con lo tuyo —dijo. Tantee el suelo en busca de la bomba. El se puso en cuclillas en la puerta, con la escopeta sobre las rodillas. Era un arma con los cañones recortados, como las que usan ciertas escoltas del correo. Encontré la bomba—. Así está bien —dijo—. Lo que tienes que hacer es ser sensato. Si no vas armado, lo único que te puede pasar es que te den un golpe en la cabeza. Encaje en su sitio la bomba. —Me queme bastante la mano hace un rato —dije. —¿Sí? Ponte un poco de soda y mantequilla en la quemadura. —No puedo. Habéis matado al cocinero.

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—Si? Bueno, aquí no se le había perdido nada. Donde deben estar los negros es detrás del arado. —Encajé la bomba. Oía a aquellos tipos en la bodega y en la cubierta de proa. El olor del motor empezaba a hacerme sudar un poco. Me llegaba también el olor del sitio donde había dormido el negro la noche pasada, y pude oler algo mas, como si hubieran roto algunas botellas. El hombre de la voz aguda hablaba en proa; luego vino por la cocina y metió la cabeza en la alacena. Era un latino con una gorra sucia y una camisa de seda verde sin cuello. Uno de los botones de la pechera era un brillante, y en la mano llevaba una automática. Me miro. —Qué hacemos con éste? —dijo. —Nada —dijo el otro—. Vuélvete allí y guárdate ese trasto. Encaje la bomba. —Venga, llámame drogadicto —dijo el latino—. ¿Quién te crees que eres? —Vuelve allí y guárdate ese trasto —dijo el otro. Sentí la mirada del latino en la nuca. —¿Qué piensas tú de esto? —dijo. —Nada —dije. Encaje la bomba. —¿Me has oído? —dijo el hombre de arriba—. Que te vayas y que guardes esa pistola. —El latino se fue—. Tengo casi la misma paciencia con los negros que con los malditos idiotas —dijo el hombre de la puerta. Miré la bomba. —He estado intentando ponerla al revés —dije. —¿Sí? —dijo él. Alguien dijo algo arriba, en proa. El hombre se alzo sobre las caderas y miro a través de la camareta—. Traedlo aquí —dijo. Se acercaron por cubierta, y entonces vi las piernas de Pete—. Aquí viene tu amigo; necesita ayuda —dijo el hombre de la escopeta, levantándose—. Venga, baja y procura portarte bien. —Empujo a Pete escaleras abajo. Pete no llevaba el sombrero. Tenía el pelo desordenado y había en su cara una expresión desencajada y aturdida. Bajó las escaleras como si estuviera ebrio, y tropezó contra la pared y se quedó apoyado en ella. —¿Te pusieron fuera de combate? —dije. Maldijo entre gimoteos. —No pude hacer nada. Me dejé la pistola en la chaqueta y saltaron sobre mí tan rápido... Siempre le estaba diciendo a Joe que nos iban a atrapar, tarde o temprano. Siempre le decía... —Maldijo de nuevo, como si fuera a echarse a llorar. El latino apareció a un lado del mamparo; llevaba la pistola. —Aún no has terminado —nos dijo el hombre de arriba. —Llamarme a mí drogadicto —dijo el latino. Entonces vio a Pete—. Vaya, vaya, aquí tenemos a Houdini. ¿Te apetece un poco más, Houdini? —Vete al infierno —dijo Pete, sin mirar hacia atrás. —Te dije que te guardaras esa pistola y que te fueras de aquí —dijo el hombre de arriba. —Al infierno contigo —dijo el latino—. ¿Quién te has creído que eres? ¿Te apetece un poco más, Houdini? —¿Vas a salir de ahí o quieres que baje y te saque yo? —dijo el hombre de arriba. —¿Sacar a quién? —dijo el latino. Se miraron el uno al otro airadamente.

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—Vuelve a abrir la boca —dijo el hombre de arriba —y le cuento al capitán cómo mataste a ese negro. Y al sacerdote le contaré... —¡Yo no lo hice! —gritó el latino—. ¡Yo no lo hice! —Se volvió hacia mí blandiendo la pistola—. ¡Tú lo viste! —Te estábamos mirando —dijo el otro—. Todos vimos cómo le disparabas. ¿Es que no puedes acordarte de la gente que matas, maldito idiota? El latino nos miró, primero a uno y luego a otro. Pete estaba apoyado en la pared, de espaldas al latino, que babeaba un poco, con una especie de espasmos y convulsiones en el semblante. —Yo no lo hice —susurró—. ¡Yo no lo hice! —gritó, y se echó a llorar. Con lágrimas en las mejillas, farfullo algo en italiano. Tenía la cara sucia y las lágrimas eran como huellas de caracol. Se santiguó. —No es hora de rezar ahora —dijo el hombre de arriba—. ¿Crees que Dios va ha hacer caso de lo que digas? Fuera de aquí, drogadicto cabeza de chorlito. —¿Drogadicto? —chilló el latino—. ¡Hijo... —¡Hijo... ! —dijo el otro. Dejó la escopeta a un lado y dejó caer las piernas en las escaleras. —Llámame drogadicto —dijo el latino a gritos mientras blandía la pistola. —¡Suelta eso! —dijo el otro. —Llámame drogadicto —gimió el latino. Pete lo miraba por encima del hombro. El latino bajó bruscamente la pistola y Pete apartó la cabeza para esquivarlo y el latino dirigió el arma hacia él y le disparó en la parte posterior de la cabeza. Era un pesado Colt y Pete fue a dar con violencia contra la pared. La pared lo hizo rebotar; fue como si le hubieran golpeado dos veces, y cayó de nuevo y se golpeó la cabeza contra el motor mientras el otro hombre saltaba sobre el latino. El estampido del disparo siguió en el aire y reverbero de un lado a otro entre las paredes. Era como si el recinto estuviera lleno de él, y cada vez que alguien se movía parecía sacudirlo y abatirlo, y yo olí la pólvora y un tenue tufo a quemado. —Llámame drogadicto —gritaba el latino. El otro hombre logró agarrar la pistola y arrancó la culata de la mano del latino. Este seguía con el dedo dentro del guardamonte y arqueó el cuerpo para tratar de liberarlo y continuó chillando a voz en cuello hasta que el otro le arrebató la pistola. Entonces el hombre alto lo agarró por la pechera de la camisa y lo abofeteó. Los golpes sonaron como disparos, y la cabeza del latino se vio sacudida una y otra vez de lado a lado. Luego alguien gritó algo en cubierta, y el hombre arrastró al latino hasta la puerta de la cocina y lo arrojó a través de ella. —Ahora —dijo— vete arriba. Como vuelva a verte la cara aquí, te la parto. El hombre volvió a las escaleras y asomó la cabeza. Pete yacía con la cara sobre el motor. Oí el chapoteo del agua entre los dos cascos y olí otra vez a pelo chamuscado, y me quedé allí a la espera de las náuseas. El hombre volvió. —Ahí está esa patrullera —dijo. Levantó a Pete del motor. Dejé de oler a pelo chamuscado—. Será mejor que subas, amigo —dijo el hombre—. Vamos. Subí tras él por las escaleras y salí a la brisa. Advertí que, allí donde la sentía sobre mí, mi piel sudaba. Vi a un extremo de la camareta los pies del capitán, con los dedos hacia abajo. Pero lo que me sorprendió fue que todavía fuera tan temprano. Tenía la impresión de que debía ser cuando menos mediodía, pero el

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sol aún no había remontado las copas de los pinos en la isla. A unas dos millas de la orilla vi la patrullera, que surcaba el agua sobre sus rígidas alas blancas, como la pasada noche, con su gallardete tieso como una tabla, y contemplé su paso y pensé en el centauro de Conrad, mitad hombre, mitad remolcador, que iba de un sitio para otro a la carga con la misma soledad miope y alerta. —Se dirige a Gulfport —dijo el hombre—. Hay baile esta noche, supongo... Ven, siéntate y fuma un cigarrillo. Te sentirás mejor. —Me senté en el suelo cara a la isla, apoyado en la camareta, y me ofreció un cigarrillo, pero yo volví la cabeza—. Esos malditos latinos —dijo—. Tú quédate aquí sentado. Acabaremos pronto. Apoyé la espalda y cerré los ojos, a la espera de las náuseas. La mano me escocía, pero no demasiado. Los oía ir y venir de un barco a otro. Alguien entró en el cuarto de máquinas, y volvió hacia proa con profusión de lentos y sordos ruidos. Luego el ruido cesó en la proa. Ahora oía a los hombres en el otro barco. Unos pies bordeando la camareta, pero no alcé la mirada. —Bien, Houdini —dijo el latino—. ¿Quieres un poco más? —Vete al barco —dijo el otro—. Será mejor que termines de arreglar esa bomba y te vayas de aquí —me dijo—. Hasta la vista. Los cascos chocaron, se arañaron. El gran motor se puso en movimiento. La hélice hendió el agua. Pero yo no miré. Me quedé sentado contra la camareta, y dirigí la vista hacia los pinos mellados que se recortaban como bronce mal fundido contra el cielo azul cobalto y hacia la blanqueada cicatriz de playa y el agua verde brillante. El sonido del motor me llegó durante largo rato. Pero al fin cesó por completo. Un águila marina bajó equilibrando el vuelo hasta uno de los pinos, y quedó en posición inestable sobre la copa mientras el sol brillaba sobre los lentos y envanecidos movimientos de sus alas, y yo la contemplé a espera de mentir las náuseas. El capitán llegó a popa apoyándose en la camareta. Tenía la cabeza ensangrentada. Alguien le había echado encima un cubo de agua, y la sangre le surcaba la cara como pintura delgada. Estuvo mirándome unos instantes. —¿Tienes lista la bomba? —No lo sé. Sí. La dejé lista. Bajó por las escaleras lentamente. Le oí abajo; luego volvió con una camisa y se sentó a mi lado y desgarró la camisa por la mitad. —Ayúdame con esto —dijo. Le vendé la cabeza. Luego terminamos de conectar la bomba y pusimos el motor en marcha y nos dirigimos hacia la proa. La escotilla estaba abierta. Apestaba horriblemente. No miré dentro. Subimos el ancla y el capitán maniobró e hizo que el barco enfilara el costado de la isla. La brisa refrescó gracias al movimiento; me apoyé en la camareta y dejé que soplara el sudor de mi cuerpo. —Mecánico —dijo el capitán. Volví la cabeza—. Ocúpate de los de la bodega. Fui hasta la escotilla, pero no miré dentro. Me senté y dejé caer mis piernas dentro de la escotilla; expuse mi cuerpo al viento. —Tú, mecánico —dijo el capitán. —Están bien. —Llévalos a la cocina.

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—¿No pueden quedarse aquí? —Llévalos a la cocina. Habían destrozado mucha mercancía. Sentí que pisaba vidrios rotos, así que arrastré los pies por el suelo apartando los cristales. El olor era horrible. Había un portillo en el mamparo. Pete pasó fácilmente a través de él. Pero el negro, desnudo de cintura para arriba, estaba muy ensangrentado: lo habían tirado sobre las botellas rotas y luego pisoteado; estaba, además, la propia herida, que sangró de nuevo cuando lo moví. Lo metí con dificultad por el portillo y di la vuelta al mamparo y entré en la cocina y tiré del cuerpo. Traté de deslizar mi mano hacia abajo y de agarrar sus pantalones por la cintura, pero volvió a quedar atascado y algo se rompió, y al sacar la mano me quedó en ella el cordel roto de su amuleto que según él le protegía de cualquier cosa que llegará a él por la vía acuática—, y del extremo de él quedó colgando la bolsita manchada. Pero al final conseguí hacerlo pasar por el portillo. Me escocía otra vez la mano, y de pronto nos vimos fuera del abrigo de la isla y el barco empezó a balancearse un poco, y me apoyé sobre el hornillo de petróleo incrustado de grasa y me pregunté dónde estaría la soda. No la encontré, pero vi la botella de Pete, la que se había subido a bordo en Nueva Orleans. La cogí y bebí un gran trago. Tan pronto como tragué el líquido supe que iba a marearme, pero seguí tragando. Luego dejé de beber y pensé que tal vez me sentiría mejor en cubierta, pero después dejé por completo de pensar y me apoyé sobre el hornillo y me mareé de veras. Estuve mal durante un buen rato, pero luego bebí otro trago y me sentí un poco mejor.

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Miss Zilphia Gant

I Jim Gant era un tratante de ganado. Compraba caballos y muías en tres condados vecinos, y, con la ayuda de un chico idiota y voluminoso, los conducía a través de setenta y cinco millas de campo abierto hasta los mercados de Memphis. Llevaban con ellos en el carro un equipo de acampada, ya que pasaban tan sólo bajo techo una noche en cada viaje. Tal cosa tenía lugar hacia el final del trayecto, cuando al caer la noche encontraban... la primera señal de mano humana en casi quince millas de espesura ribereña de cipreses y cañas y de agostados barrancos y de pinos que se erguían en lo que antaño fue espesura virgen... una casa irregular de troncos, con sólidas paredes y tejado roto y sin rastro alguno de cultivos... de arado o de tierra arada... en las proximidades. Ante ella solía haber entre uno y una docena de carros, y en el corral de maderos hendidos que había en las cercanías las muías piafaban y ronzaban, por lo general con parte de los arreos aún encima; en torno a todo el lugar se respiraba un aire de ruina siniestra y provisional. Gant solía encontrarse y unirse allí con otras caravanas similares a la suya, o a veces más equívocas aún, de hombres rudos, sin afeitar, con mono de trabajo, con quienes compartía toscas comidas y virulento whisky de maíz de color claro y el sueño sobre un suelo de maderos burdamente desbastados, frente al fuego de troncos y sin desprenderse de sus ropas y botas embarradas. Regentaba el lugar una mujer aún joven de ojos fríos y lengua acerada y poco común. En segundo plano, había un hombre de cierta edad, astutos y rojizos ojos porcinos y pelo y barba enmarañados que conferían una suerte de ferocidad al semblante débil que ocultaban. Solía hallarse sumido a causa del alcohol en un estado de taciturno atontamiento, aunque de cuando en cuando se les oía a él y a la mujer maldecirse mutuamente al fondo del local o al otro lado de una puerta: la mujer, con voz fría

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y flemática; el hombre, alternando el bajo retumbante con el quejumbroso tiple de un niño. Una vez vendida la partida, Gant regresaba a casa, al lugar donde vivía con su mujer y su hija. Era un villorrio que no podía siquiera considerarse pueblo; a veinte millas del ferrocarril, en un rincón remoto de un condado remoto. La señora Gant y su hija de dos años vivían solas en la pequeña casa la mayor parte del tiempo, pues Gant permanecía en el hogar aproximadamente una semana cada ocho. La señora Gant ignoraba el día y la hora en que su marido volvería. A menudo su regreso tenía lugar entre la medianoche y el alba. Un día, hacia la salida del sol, a la señora Gant la despertaron los gritos que a intervalos regulares profería alguien situado frente a la casa: «¡Oiga! ¡Oiga!» La señora Gant abrió la ventana para ver quién era y vio al idiota. —¿Sí? —dijo—. ¿Qué quieres? —Oiga —vociferó el idiota. —Deja de chillar —dijo la señora Gant—. ¿Dónde está Jim? —Jim dice que le diga que no va a volver a casa nunca más —vociferó el idiota—. El y la señora Vinson se largaron en el carro. Jim dice que le diga que no espere que vuelva. La señora Vinson era la mujer de la taberna. El idiota permaneció allí, a la primera luz del día, mientras la señora Gant se inclinaba sobre la ventana con su gorro de dormir de algodón blanco y lo maldecía con la cruda violencia de un hombre. Luego cerró de golpe la ventana. —Jim me debe un dólar y setenta y cinco centavos —gritó el idiota—. Me dijo que usted me los daría. Pero la ventana siguió cerrada y el silencio volvió a la casa; en ningún momento se había encendido luz alguna. Pero el idiota siguió allí enfrente gritando: «¡Oiga, oiga!» a la muda casa, hasta que la puerta se abrió y apareció la señora Gant en camisón y con una escopeta, y lo maldijo de nuevo. Entonces el idiota retrocedió hasta el camino y volvió a detenerse en el alba, gritando: «Oiga, oiga» a la muda casa hasta que al fin, cansado, se marchó. A la mañana siguiente, inmediatamente después de la salida del sol, la señora Gant, con su hija dormida y envuelta en una colcha, fue hasta una casa vecina y le pidió a la mujer que le cuidara a la niña. Tomó prestada una pistola de otro vecino y partió. Un carro que se dirigía a Jefferson la recogió en el camino, y así, erguida en el chirriante asiento con su barato abrigo marrón, se perdió lentamente de vista. El idiota se pasó todo aquel día contando la historia del dólar y los setenta y cinco centavos que Gant le había quitado asegurándole que su mujer se los devolvería. Para mediodía se lo había relatado por separado a todo el mundo, y tosco, locuaz y repetitivo, se ofrecía a interrumpir a los hombres reunidos en el almacén, que comentaban el incidente de la pistola, para relatarlo de nuevo. Como un viejo marino en ajado mono de trabajo, gesticulante y desgreñado, con ojos feroces y la boca un poco babeante, perseguía a todo el mundo contando la historia del dólar y los setenta y cinco centavos. —Jim me dijo que se los pidiera a ella. Dijo que ella me los daría. Cuando diez días después volvió la señora Gant, él aún seguía hablando del asunto. La señora Gant, al devolver la pistola, se limitó a dar las gracias. Ni

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siquiera la había limpiado; ni siquiera había retirado los casquillos de las dos balas que había usado..., una mujer sana, no vieja, con una cara fuerte y ancha: había sido solicitada más de una vez durante su estancia en aquellos equívocos arrabales de Memphis, donde, con certera intuición femenina y recta condena del pecado (ella, que nunca se había alejado de casa más allá de la capital del condado y que no leía revistas ni iba al cinematógrafo) buscó a Gant y a la mujer con la destreza de un hombre, la pertinacia de una Parca, la serena impenetrabilidad de una vestal de un templo profano, y luego volvió a su hija, con el semblante frío, saciado y casto. La noche de su regreso llamaron a su puerta. Era el idiota. —Jim dijo que usted me daría el dólar y... Ella lo golpeó, lo derribó de un solo golpe. El quedó en el suelo, con las manos un poco levantadas y la boca abriéndosele de agravio y horror. Antes de que él pudiera gritar, ella se agachó y lo golpeó de nuevo, lo sacudió violentamente y lo sujetó mientras le golpeaba en la cara y él chillaba roncamente. Lo alzó en vilo y lo arrojó desde el porche al suelo y entró en la casa; la niña se había despertado con los gritos. Ella se sentó, la puso en su regazo y la acunó, mientras sus tacones golpeaban el suelo fuerte y rítmicamente a cada balanceo y la aquietaba arrullándola con voz más alta y fuerte que su llanto. Tres meses después vendió la casa a buen precio y dejó el lugar, llevándose consigo un baúl desvencijado sujeto con cordeles de algodón y la escopeta y la niña arropada y dormida en una colcha. Los del lugar supieron luego que había comprado un taller de costura en Jefferson, la capital del condado.

II Contaban en la ciudad cómo ella y su hija vivieron en una sola habitación de doce pies de lado por espacio de veintitrés años. Situado al fondo de la tienda y separado de ella por un tabique, el cuarto albergaba una cama, una mesa, dos sillas y un hornillo de petróleo. La ventana de atrás daba a una parcela vacía donde los granjeros ataban a las caballerías los días de mercado y los gorriones se arremolinaban en impetuosas nubes sobre la boñiga de caballos y muías y sobre los desperdicios de la tienda de comestibles de la planta baja. Era una ventana con barrotes, y en ella, a lo largo de los siete años que transcurrieron hasta que el inspector de Sanidad del condado obligó a la señora Gant a que enviara a Zilphia a la escuela, los granjeros, al enganchar o desenganchar, veían una cara pequeña y macilenta que les miraba, o que se agarraba a los barrotes y tosía: un sonido tenue y seco, que se perdía pronto en el aire y que permitía recobrar al semblante pálido e inmóvil el aspecto de instantes antes: como de guirnalda de Navidad en una ventana olvidada. —¿Quién es? —preguntaba uno. —La chica de Gant, Jim Gant. Vivía allá por el Recodo. —Ah, Jim Gant. Oí hablar de ello. Miraban hacia la cara.

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—Bueno, supongo que la señora Gant pocos tratos querrá ya con los hombres. Miraban hacia la cara. —Pero ella no es más que una chiquilla todavía. —Calculo que la señora Gant no quiere correr riesgos. —No es ella la que se arriesga. El que se arriesga es el que tropieza con ella. —Eso es verdad, sí. Eso era antes de que la señora Gant sorprendiera un día a Zilphia y al chico en el bosque, dentro de una ajada gualdrapa de caballo. Y esto sucedió en los días en que cada mañana y a la una de la tarde se las veía juntas camino de la escuela, y cada mediodía y tarde avanzaban camino del cuarto de la ventana enrejada que daba a la parcela vacía. A la hora del recreo de la mañana la señora Gant cerraba la tienda, y para cuando sonaba la campana estaba ya en la esquina del patio de juegos, recta y erguida en su vestido informe de un negro sombrío, con un delantal de costura de hule y el regazo festoneado de agujas enhebradas. En cierto modo, un modo adusto, aún atractiva. Zilphia cruzaba el patio e iba directamente hacia ella, y ambas se sentaban sobre el remate de piedra que dominaba la calle, una al lado de la otra y sin hablar mientras los demás niños corrían a sus espaldas en desordenada algarabía, hasta que la campana volvía a sonar y Zilphia volvía a sus libros y la señora Gant a la tienda y a la costura que había dejado a un lado. Se contaba también cómo fue una cliente de la señora Gant quien hizo que Zilphia consiguiera ir a la escuela. Un día, en la tienda, la cliente le hablaba a Zilphia de la escuela. Zilphia tenía entonces nueve años. «Todos los chicos y chicas van. Te gustará.» Estaba de espaldas al cuarto. No oyó cómo cesaba el ruido de la máquina; únicamente vio que los ojos de Zilphia se quedaban de pronto vacíos y luego se llenaban de terror. La señora Gant estaba allí de pie, mirándolas. —Vete al cuarto —dijo. Zilphia... no se volvió y se retiró; pareció disolverse tras su cara pálida y obsesionante y sus aterrorizados ojos. La cliente se levantó. La señora Gant le tendía bruscamente un montón de tela en los brazos—. Fuera de aquí —dijo. La cliente retrocedió con las manos levantadas mientras el vestido a medio terminar caía desordenadamente al suelo. La señora Gant lo recogió y volvió a tendérselo; sus manos se movían con dureza en una serie de golpes reprimidos. —Fuera de mi tienda —dijo—. No vuelva nunca. La señora Gant volvió al cuarto. Zilphia, agazapada en un rincón, miraba la puerta. La señora Gant la atrajo hacia sí agarrándola de uno de sus delgados brazos. Comenzó a golpearla por todo el cuerpo con la mano abierta; Zilphia se debatía y retorcía en silencio, y su delgado brazo parecía alargarse como un tubo de goma. —¡Zorras! —dijo la señora Gant—. ¡Zorras! De pronto dejó de golpearla y se sentó en la cama y atrajo hacia sí a Zilphia. Zilphia se resistió. Empezó a llorar y a vomitar; sus iris empezaron a desplazarse entre gritos y náuseas, hasta que sus ojos quedaron en blanco. La señora Gant la llevó a la cama y llamó al médico.

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En aquel tiempo Zilphia era delgada como una vara, y tenía una cara macilenta y alucinada y grandes ojos no del todo vencidos, e iba y volvía de la escuela en compañía de su madre y tras la máscara pequeña y trágica de su semblante. Al tercer año se negó un día a ir a la escuela. No quiso decir a su madre por qué; le avergonzaba que no le vieran nunca en la calle sin su madre. La señora Gant no le permitió dejar la escuela. En la primavera cayó enferma de nuevo: anemia y nerviosidad y soledad y auténtica desesperación. Estuvo enferma durante mucho tiempo. El médico le dijo a la señora Gant que Zilphia necesitaba compañía, jugar con niños de su edad y fuera de casa. Un día, en el período de convalecencia de Zilphia, la señora Gant llegó con una cocinita de juguete. —Ahora podrás cocinar aquí con tus amigas —dijo—. ¿No te parece mejor que ir a su casa? —Zilphia, tan blanca como la almohada, estaba en cama; sus ojos parecían borrones en papel secante—. Podéis tomar el té aquí todos los días —dijo la señora Gant—. Os haré vestidos para todas las muñecas. Zilphia empezó a llorar. Recostada sobre la almohada, lloraba, con las manos a ambos lados. La señora Gant se llevó la cocinita. Volvió a la tienda donde la había comprado e hizo que le devolvieran el dinero. Zilphia estuvo convaleciente durante mucho tiempo. Seguía teniendo repentinos accesos de llanto. Cuando dejó de guardar cama la señora Gant le preguntó a qué chicas querría visitar. Zilphia dijo tres o cuatro nombres. Aquella tarde la señora Gant cerró la tienda. Fue vista en tres puntos de la ciudad, mirando determinadas casas. Paraba a gente que pasaba. «¿Quién vive ahí?», preguntaba. Le respondían. «¿Quiénes son en la familia?» El transeúnte le miraba. Ella le miraba a su vez, cara a cara, con firmeza: una mujer fuerte, aún atractiva. «¿Tienen algún chico?» Al día siguiente dio permiso a su hija para que visitara a una de ellas. Zilphia, en determinados días y a la salida de la escuela, se iba con la chica a casa de ella y allí jugaban en el granero o, cuando hacía mal tiempo, dentro de la casa. A cierta hora la señora Gant aparecía en la puerta con su toca y su chal negro, y Zilphia volvía con ella al cuarto de los barrotes que daba a la parcela. Y tarde tras tarde... detrás del granero había un breve prado que descendía hasta una zanja de raquíticos cedros... la señora Gant se sentaba entre los cedros sobre una caja de madera, y esperaba allí desde la salida del colegio hasta la hora en que Zilphia debía dejar la casa de su amiga; entonces escondía la caja y bordeaba la calle adyacente y llegaba hasta la puerta y esperaba a que saliera Zilphia. No vigilaba el granero o, en el invierno, la casa: se sentaba tan sólo..., una mujer que a lo largo de doce años había ido adquiriendo la apariencia externa de un hombre, hasta el punto de que, a los cuarenta años, exhibía a ambos costados de la boca una tenue sombra de bigote..., en la paciencia sin límites de su educación campesina y de su fría e implacable paranoia, en tiempo templado o, con el chal estrechamente ceñido, en el frío y la lluvia. La señora Gant, en el decimotercer año de la vida de Zilphia, empezó a examinar cada mes el cuerpo de su hija. La hacía desnudarse por completo ante ella, y Zilphia se encogía de vergüenza mientras la violenta luz entraba a través de los barrotes y el gris invierno azotaba sobre la parcela. Después de uno de tales reconocimientos..., fue en la primavera..., le contó a su hija lo que su padre había

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hecho y lo que ella había hecho. Sentada en la cama mientras Zilphia se vestía rápida y medrosamente, le fue contando la historia con voz fría e inalterada, con el lenguaje de un hombre; entretanto, el delgado cuerpo de Zilphia se encogía más y más como sobre sí misma, como ante el impacto de las palabras de su madre. Luego la voz cesó. La señora Gant seguía sentada sobre la cama, erguida e inmóvil, con los ojos fríos y lunáticos, ojos vacíos como los de una estatua; y ante ella, con la boca ligeramente entreabierta, Zilphia pensó en una roca o una mole de la que violentamente saltara un torrente de pronto liberado. Vivieron entonces en una especie de armisticio. Durante días y días dormían en la misma cama y comían de la misma mesa en absoluto silencio; sentada frente a la máquina, la señora Gant solía oír los pasos de Zilphia, que cruzaban la estancia y se perdían más allá de las escaleras que daban a la calle, sin levantar siquiera la cabeza. De cuando en cuando, sin embargo, cerraba la tienda, se echaba el chal sobre los hombros y se dirigía a las calles y callejas menos frecuentadas de las lindes de la ciudad, y al rato encontraba a Zilphia, que caminaba con rapidez y sin objeto. Entonces volvían a casa juntas sin cruzar ni una palabra. Y una tarde Zilphia y el chico estaban arropados bajo la gualdrapa. En una zanja, en el bosque de las afueras de la ciudad, a un tiro de piedra de la carretera. Llevaban haciendo aquello desde hacía aproximadamente un mes; yacían debatiéndose en las mutuas, soñadoras y mesméricas ansias de la pubertad; rígidos, costado con costado, con los ojos cerrados, sin hablar siquiera. Al abrir los ojos Zilphia se encontró con la cara invertida de la señora Gant, cuyo escorzo se recortaba contra el cielo. —Levántate —dijo la señora Gant. Zilphia siguió inmóvil, mirándola—. Levántate, zorra —dijo la señora Gant. Al día siguiente, Zilphia dejó la escuela. Ocupó una silla junto a la ventana que daba a la plaza, con un delantal de costura de hule; a su lado, la máquina de la señora Gant zumbaba y zumbaba. La ventana no tenía barrotes. A través de ella fue contemplando cómo los niños con quienes había ido a la escuela empezaban a formar inevitables parejas y entraban en su campo visual y desaparecían de él, algunos para llegar hasta el pastor o hasta la iglesia; un año confeccionó el vestido blanco de la chica cuya casa había frecuentado; cuatro años más tarde, vestidos para su hija. Se pasó doce años sentada junto a la ventana.

III En la ciudad contaban el caso del pretendiente de miss Zilphia con regocijo y compasión y, aquí y allá, con inquietud. «Se aprovechará de ella», decían. «No debería permitirse. Una persona como ella, de su..., ciertamente no deberían venderle una licencia, aunque...». Miss Zilphia era una mujer pulcra, de pulcro cabello. Tenía la piel de color de apio y era un poco regordeta y de carnes blandas. Las gafas daban a su semblante un aire desconcertado y ascético, y agrandaban su iris. En cuanto tenía una aguja entre los dedos y nadie la

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observaba, sus movimientos eran seguros y diestros; pero en la calle, con el sombrero y la ropa confeccionada por su madre, tenía esa vaga e indefinida torpeza de los miopes. —Pero ciertamente usted no pensará que ella..., por supuesto, su madre está chiflada, pero Zilphia..., pobre chica. —Es una lástima. Un pintor vagabundo. Deberían protegerla. Que su madre pueda estar tan ciega yo no lo... El era un joven de pelo negro y ojos como ceniza de leña. Un día la señora Gant descubrió que llevaba dos días pintando dentro del campo visual de la ventana junto a la cual se sentaba Zilphia. Hizo que su hija se instalara en el cuarto del fondo... que era ahora un probador. Desde hacía dos años vivían en una casita de madera tan triste como la ilustración de un calendario y situada en una calle oscura... y cuando el joven hubo de entrar a pintar las paredes la señora Gant cerró la tienda y se fue a casa con Zilphia. Miss Zilphia tuvo entonces un asueto de ocho días, los primeros en doce años. Privada de su aguja, de la lenta manipulación mecánica, los ojos empezaron a dolerle y no podía dormir bien. Solía despertar de sueños en los que el pintor ejecutaba cosas monstruosas con la brocha y el bote. En el sueño el joven tenía los ojos amarillos en lugar de grises, y estaba siempre mascando, y su barbilla se desvanecía progresivamente en el borroso babeo de la masticación; una noche Zilphia se despertó al decir en voz alta: «¡Tiene barba!» De cuando en cuando soñaba únicamente con el bote y la brocha. Tenían vida propia, y ejecutaban actos de significado ritual y monstruoso. Al cabo de ocho días la señora Gant cayó enferma; la ociosidad la postró en la cama. Una noche la visitó el médico. A la mañana siguiente se levantó y se vistió y encerró a Zilphia en la casita y se fue a la ciudad. Zilphia contempló a través de la ventana la figura con chal negro de su madre, que avanzaba trabajosamente por la calle y que de vez en cuando se detenía para mantenerse erguida con ayuda de la cerca. Al cabo de una hora volvió en un coche de alquiler y cerró la puerta con llave y se llevó la llave a la cama. Por espacio de tres días y tres noches Zilphia permaneció junto a la cama donde la demacrada y hombruna mujer... (su bigote era entonces más tupido y ligeramente entrecano...) yacía rígida, con las mantas hasta la barbilla y los ojos cerrados. A Zilphia, por tanto, no le era posible asegurar nunca si su madre dormía o no. A veces lo sabía por la respiración, y entonces buscaba cuidadosamente y con lentitud infinita la llave entre las mantas. Al tercer día la encontró. Se vistió y salió de casa. El interior de la tienda estaba casi terminado, y olía fuertemente a trementina. Abrió la ventana y llevó hasta ella su vieja silla. Cuando al fin oyó sus pies en las escaleras se sorprendió cosiendo, sin recordar en absoluto qué prenda era ni el momento en que la había cogido. Sentada y con la aguja en la mano lo miró, parpadeando un poco tras las gafas; al fin él se las quitó. —Lo sabía; en cuanto no tuvieras las gafas puestas —dijo—. Te he estado buscando y buscando una y otra vez. Y cuando ella vino y yo estaba trabajando la oí en las escaleras un rato largo, un escalón cada vez y se paraba, hasta que estuvo en esa puerta, apoyándose en ella y sudando como un negro. Incluso después de desmayarse no se resignó a desmayarse. Se quedó tirada en el suelo sudando y

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sudando y contando el dinero de su bolso y diciéndome que me marchara de la ciudad para la puesta del sol. —Seguía en pie junto a la silla, con las gafas en la mano. Ella miró la orla oscura de pintura que él tenía bajo las uñas, olió su olor a trementina—. Te sacaré de esto. Esa vieja. Esa vieja terrible. Acabará matándote. Ahora sé que está loca. He oído cosas. Lo que te ha hecho. He hablado con gente. Cuando me dijeron dónde vivías pasé por la casa. Sentí que ella me miraba. Como si me estuviera mirando desde la ventana. No escondiéndose; allí de pie, mirándome y esperando. Una noche entré en el patio. Era después de medianoche. La casa estaba a oscuras y sentí que ella estaba allí, mirando hacia la oscuridad donde yo estaba y esperando. Mirándome como cuando se desmayó sin resignarse a desmayarse hasta que yo me hubiera ido de la ciudad. Tirada en el suelo, sudando, con los ojos cerrados, diciéndome que dejara el trabajo como estaba y que me fuera de la ciudad antes de que cayera la noche. Pero te sacaré de esto. Esta noche. Ahora. Que las cosas no vuelvan nunca a ser como eran. — Seguía de pie junto a ella. La oscuridad se hacía más espesa; el último torbellino de gorriones surcó la plaza y se perdió en los algarrobos que rodeaban el Palacio de Justicia—. Siempre que te miraba me ponía a pensar en el hecho de que llevaras gafas, porque solía decir que nunca desearía a una mujer que usara gafas. Entonces un día me miraste y de repente te vi sin gafas. Fue como si se hubieran esfumado, y entonces supe que, desde que te vi sin ellas, ya no me importaba que usaras o no gafas. Los casó el juez de paz en el Palacio de Justicia. Luego Zilphia empezó a flaquear. —No —dijo él—. ¿No te das cuenta? Si te echas atrás ahora, si te arriesgas a verla... —Tengo que hacerlo —dijo Zilphia. —¿Qué ha hecho ella por ti en toda su vida? ¿Qué le debes? Esa vieja terrible. ¿No entiendes? Si te arriesgas a ir... Venga, Zilphy. Ahora me perteneces a mí. Dijiste ante el juez que harías lo que yo te mandara, Zilphy. Ahora nos hemos librado de todo eso, y si volvemos... —Tengo que hacerlo. Es mi madre. Tengo que hacerlo... Entraron por la puerta y subieron por el sendero de acceso en pleno crepúsculo. Ella aminoró el paso; su mano, en la de él, estaba fría y temblaba. —¡No me dejes! —dijo—. ¡No me dejes! —Nunca te dejaré si tú no me dejas nunca. Pero no deberíamos... Vamos. Todavía estamos a tiempo. No tengo miedo por mí. Es por ti, Zilphy... Miraron hacia la casa. Vestida, con el chal negro y la toca, la señora Gant estaba en la puerta con la escopeta. —Zilphy —dijo. —No vayas —dijo él—. Zilphy. —Tú, Zilphy —dijo la señora Gant sin alzar la voz. —Zilphy —dijo él—. Si entras ahí dentro... Zilphy. Zilphia avanzó y subió las escaleras. Se movía con rigidez. Parecía haberse recogido en sí misma, derrumbado desde dentro; haber perdido altura, haberse convertido en un ser torpe. —Entra en casa —dijo la señora Gant sin volver la cabeza. Zilphia avanzó—. Adelante —dijo la señora Gant—. Cierra la puerta. —Zilphia entró y se volvió y

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empezó a cerrar la puerta. Vio a cuatro o cinco personas que miraban desde la cerca—. Ciérrala —dijo la señora Gant. Zilphia cerró la puerta con cuidado, manipulando el pomo un tanto torpemente. La casa estaba silenciosa; en el exiguo vestíbulo las sombras del crepúsculo se recortaban como una manada inmóvil de elefantes. Zilphia oía su corazón débilmente; pero no oía nada más, no oía sonido alguno al otro lado de la puerta que había cerrado ante la cara de su esposo. Una cara que nunca volvió a ver. Durante los dos días siguientes con sus noches el joven permaneció oculto, tendido y sin alimentos, en una casa deshabitada que había al otro lado de la calle. La señora Gant cerró con llave la puerta, pero en lugar de volver a acostarse se sentó en una silla, completamente vestida aunque sin su delantal de hule y sus agujas, frente a la ventana frontal y con la escopeta recortada entre las manos. Permaneció allí sentada tres días, rígida, erguida, con los ojos cerrados, sudando lentamente. Al tercer día el pintor dejó la casa deshabitada y abandonó la ciudad. La señora Gant murió aquella noche, completamente vestida y erguida en su silla.

IV Durante los seis primeros meses ella creyó que su esposo, al enterarse del suceso, volvería a buscarla. Se dio un plazo de seis meses. «Volverá antes —se decía—. Tendrá que volver antes de que transcurran, porque estoy siéndole fiel.» Una vez libre no se atrevía siquiera a analizar las razones por las cuales debía esperarle. Dejó, por tanto, la tienda a medio terminar, como él la había dejado, en señal de fidelidad. «Te he sido fiel», se decía. Llegó el día y quedó atrás. Lo vio cumplirse con quietud. «Ahora —se dijo—, se ha terminado. Gracias a Dios. Gracias a Dios.» Cayó en la cuenta de cuán terribles habían sido la espera y la creencia, la necesidad de creer. No había nada que lo mereciera. «Nada», se dijo, llorando mansamente en la oscuridad, sintiéndose tranquila y triste, como una niña en el entierro espúreo de una muñeca. «Nada». Hizo que terminaran el trabajo de pintura. Al principio el olor a trementina le resultó terrible. Con la pintura pareció borrarse el tiempo, del mismo modo que se borraron las manchas de veinticinco años en los muros. Su vida pareció alargarse como goma; creyó ver cómo sus manos se prolongaban de un tiempo a otro, mientras tomaba medidas y prendía con alfileres. Podía ya pensar con placidez, pues Zilphia Gant y su esposo, más allá del seguro ritual de sus dedos, eran como muñecos, airados y trágicos pero absolutamente muertos. La tienda marchaba bien. Antes de que el año transcurriera tomó una socia, pero siguió viviendo sola en la casa. Se subscribió a tres o cuatro periódicos, pensando que tal vez algún día venía el nombre de él impreso. Al cabo de un tiempo dio en escribir cautelosas y significativas cartas a las secciones de anuncios personales, en las que mencionaba incidentes que sólo él podía conocer. Empezó a leer todas las reseñas nupciales, y el nombre de la novia lo cambiaba por el suyo y el del novio por el de él. Luego se desnudaba y se acostaba.

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A la hora de conciliar el sueño tenía que tener mucho cuidado. Prestaba más atención al hecho de dormirse que al hecho de vestirse. Pero aun así sucumbía a veces. Entonces se quedaba tendida en la oscuridad y el macizo de jeringuillas de más allá de la ventana llenaba el silencio con su levísima sugerencia de trementina, e iniciaba una ligera agitación de lado a lado, como las olas que rompen y se encrespan. Se ponía a pensar en Cristo, y susurraba: «María lo hizo sin varón. Lo hizo». O, enardeciéndose, furiosa, con las manos apretadas a ambos lados y las mantas apartadas y balanceando los muslos abiertos, violaba una y otra vez su virginidad indeleble con algo evocado de la negrura progenitora e inmemorial: «¡Concebiré! ¡Me haré a mí misma concebir!» Una noche abrió el periódico y empezó a leer la noticia de una boda en un estado vecino. Hizo, como solía, la sustitución de nombres, y había ya vuelto la página cuando cayó en la cuenta de que estaba oliendo a trementina. Y entonces reparó en que no había habido necesidad de sustituir el nombre del esposo. Recortó la reseña. Al día siguiente fue a Memphis, donde permaneció dos días. Una semana después empezó a recibir semanalmente una carta cuyo remitente era una agencia de detectives privados. Dejó de leer los periódicos; sus subscripciones caducaron. Soñaba con el pintor todas las noches. Tenía la espalda de él ante ella; podía colegir la familiar manipulación del bote y de la brocha únicamente por sus codos. Más allá de él, en el sueño, había alguien a quien no podía ver, alguien oculto tras aquella espalda que tenía más de cabrío que de humano. Engordó aún más: una gordura fláccida en partes inadecuadas de su anatomía. Sus ojos, tras las gafas de concha, eran de un tono oliváceo y macilento y ligeramente saltones. Su socia decía que Zilphia no era excesivamente exigente en el capítulo de la higiene. La gente la llamaba miss Zilphia; su boda, aquel suceso que causó sensación durante tres días, no se mencionaba nunca. Cuando el administrador de Correos, con la llegada semanal de las cartas de Memphis, la embromaba acerca de su novio en aquella ciudad, había en ello menos insinceridad que compasión. Y un año después había menos de ambas que de cualquiera de ellas. A través de las cartas supo cómo vivían. Sabía más de cada uno de ellos que el uno del otro. Sabía cuándo se enemistaban y se sentía exultante; sabía cuándo se reconciliaban y sentía iracunda e impotente desesperación. A veces, por la noche, llegaba a ser uno de ellos, entraba alternativamente en uno y otro cuerpo, y una y otra vez experimentaba el tormento de su ubicuidad, participando en éxtasis tanto más martirizadores al ser vicarios y trascender la carne mortal. Un día, al anochecer, recibió la carta y leyó en ella que la esposa estaba encinta. A la mañana siguiente despertó a un vecino al salir corriendo y gritando de la casa en camisón. Llamaron al médico y Zilphia, al mejorar, contó que había confundido la pasta de dientes con el veneno para las ratas. El administrador de Correos contó el asunto de las cartas, y ambos hombres volvieron a mirarla con interés y compasión curiosa. «Dos veces», decían, pese a que las cartas seguían llegando. «Qué pena. Pobre chica.» Al recuperarse tenía mejor aspecto. Estaba más delgada y sus ojos se habían aclarado, y durante un tiempo durmió apaciblemente por la noche. Supo por las cartas cuándo habría de dar a luz la esposa, y el día en que entró en el hospital. Si

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bien se había recuperado por completo, ya no soñó durante un tiempo, aunque el hábito adquirido a los doce años de despertar con su propio llanto volvió y casi todas las noches, acostada en la oscuridad y el aroma de las jeringuillas, lloraba quieta y desesperadamente entre la duermevela y el sueño. ¿Cuánto habrá de durar esto?, se decía a sí misma, tendida y quieta y ocasionalmente arrasada en lágrimas de desesperación sin sobresaltos, en medio de la oscuridad y de la moribunda emanación de trementina. ¿Cuánto? Habría de durar largo tiempo. Abandonó la ciudad por espacio de tres años; luego volvió. Diez años después, empezó a soñar de nuevo. Entonces iba y venía de la escuela dos veces al día con su hija de la mano, y sus modales en la calle eran firmes y seguros, y trataba a las gentes de igual a igual, y con ojos tranquilos. Pero por la noche, a causa del viejo hábito, seguía despertándola su propio llanto; despertaba, con los ojos muy abiertos, de un sueño habitado desde hacía algún tiempo por sueños en los que aparecían hombres negros. «Algo va a sucederme», decía en alta voz a la quieta oscuridad y al aroma. Luego algo le sucedió. Y un día ya había sucedido, y a partir de entonces soñó ya raramente, y cuando lo hacía soñaba únicamente con comida.

V Al fin llegó la carta en la que le informaban del nacimiento de una niña y de la muerte de la madre. Adjuntaban un recorte de periódico. El marido había sido atropellado y muerto por un automóvil al cruzar la calle para entrar al hospital. Al día siguiente Zilphia partió. Su socia dijo que estaría fuera un año, tal vez más, a fin de restablecerse totalmente de su enfermedad. Las cartas del novio de la ciudad cesaron. Estuvo fuera tres años. Volvió de luto, con una sencilla banda dorada y una niña. La niña tenía ojos como ceniza de leña y pelo oscuro. Zilphia contó apaciblemente la historia de su segundo matrimonio y de la muerte de su esposo, y al cabo de cierto tiempo el interés languideció. Abrió de nuevo la casa, pero también convirtió en cuarto de juegos la habitación del fondo de la tienda. La ventana tenía barrotes, luego no tenía que preocuparse por la niña. «Es un cuarto bonito y agradable —decía—. Vaya, yo misma he crecido en ella.» La tienda marchaba bien. Las señoras nunca se cansaban de mimar a la pequeña Zilphia. Seguían llamándola miss Zilphia Gant. «En cierto modo no puede uno imaginarla como una esposa. Si no fuera por la criatura...» Ya no se trataba de tolerancia o compasión. Tenía mejor aspecto; el negro le sentaba bien. Volvía a estar obesa en las partes inadecuadas, pero la gente de nuestra ciudad consiente eso y más a la mujer que da cumplimiento a sus señalados fines. Tenía cuarenta y dos años. —Está gorda como una perdiz —decían las gentes de la ciudad—. Le sienta bien; le sienta bien de verdad.

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—Es natural, teniendo en cuenta lo que disfruto con la comida —decía ella, y se paraba a charlar cuando iba o venía de la escuela con la pequeña Zilphia de la mano, mientras su abrigo abierto, al agitarse al viento, dejaba al descubierto el delantal de costura de hule negro y los destellos rectos y delgados de las agujas sobre su regazo negro y el finísimo dibujo irregular del hilo.

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Ahorro

I En los comedores Militares contaban cómo MacWyrglinchbeath, mecánico de aviación de primera clase en un escuadrón de Nieuport, hoy disuelto, estuvo ausente tres semanas sin permiso oficial alguno. Le había sido concedido un permiso de una semana en Inglaterra mientras el escuadrón era equipado con aparatos de fabricación británica, y fue visto por última vez en Boulogne, donde él y sus compañeros se apearon del camión que les había transportado. Aquella noche desapareció. Tres semanas después, la hasta entonces incontrovertida presencia de un mecánico de aviación de primera clase no identificado fue detectada entre el personal de un escuadrón de bombardeo ubicado cerca de Boulogne. En la investigación subsiguiente el sargento artillero explicó cómo el hombre había aparecido entre la tripulación una mañana en la playa, donde habían tomado tierra después de una incursión aérea. El día anterior habían llegado reemplazos, y el sargento explicó que había tomado al hombre por personal de refresco; al parecer todo el mundo creyó que se trataba de uno de los mecánicos nuevos. Explicó que el hombre mostró al instante una aptitud concienzuda, y que manifestaba auténtico cariño hacia el aeroplano en cuya tripulación se incorporó y que hablaba con una lenta y peculiar voz escocesa de la cantidad de dinero que representaba aquella máquina y de lo pecaminoso que era el mandar tanto dinero al aire de una sola vez. —Pidió incluso que lo pusiéramos a volar —testificó el sargento—. Se mostró tesoneramente zalamero hasta que accedí; se ofrecía voluntario para todo tipo de tareas fuera de servicio, hasta que lo subí al avión una o dos veces. Aunque lo tuve siempre a mi lado, en las palancas. No se descubrió nada anómalo hasta el primer día de paga. Su nombre no figuraba en la lista del oficial encargado de la paga; la insistencia del hombre —

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coraje sublime o sublime desvergüenza— atrajo la atención del comandante del escuadrón hacia su persona. Pero cuando se envió por él, había desaparecido. Al día siguiente, en Boulogne, un mecánico de aviación con un pase de siete días sin utilizar, expedido hacía tres semanas por un escuadrón de reconocimiento hoy disuelto, fue arrestado al tratar de cobrar tres semanas de paga —que él afirmaba se le debían— en la oficina del propio capitán preboste en funciones. Su nombre —dijo— era MacWyrglinchbeath. Fue así como se descubrió que MacWyrglinchbeath era un desertor simultáneo de dos unidades militares. El hombre repitió la historia —por quinta vez en tres días había sido sacado de su celda por un cabo y cuatro soldados armados de fusiles con bayoneta calada—, en posición de firme y con la cabeza descubierta, ante una mesa ocupada por un general, y ante el oficial de operaciones del escuadrón de bombardeo y el sargento artillero. —Había ido hasta la playa para dormir, porque sabía que en la ciudad pedían dinero por las camas. Y allí estaba cuando aterrizaron los bombarderos. Así que me fui con ellos. —Pero ¿por qué no se fue a casa a disfrutar el permiso? —preguntó el general. —No quería gastar ese dinero en balde, señor. El general lo miró. El general tenía pequeños ojos porcinos, y su cara parecía inflada con una bomba de bicicleta. —¿Quiere decir que se pasó la semana de permiso y las otras dos sin permiso adscrito al personal de otro escuadrón? —Bien, señor —dijo MacWyrglinchbeath—, no me hacía ninguna gracia, pero me obligaron a coger esa semana de permiso. Yo no quería. Y en aquellas grandes máquinas podía conseguir paga de vuelo. El general lo miró. Rígido, inmóvil, MacWyrglinchbeath vio cómo la cara roja del general se hinchaba más y más. —¡Llévense de aquí a este hombre! —dijo el general al fin. —Media vuelta —dijo el cabo. —Tráiganme al comandante de ese escuadrón —dijo el general—. ¡Al instante! ¡Lo voy a expulsar del ejército! ¡Por los clavos de Cristo, lo voy a meter en la cárcel para el resto de su vida! —¡Media vuelta! —dijo el cabo, alzando la voz. MacWyrglinchbeath no se había movido. —Señor —dijo. El general, interrumpido, lo miró con la boca aún entreabierta. Tras el bigote, parecía un verraco en un matorral—. Señor —dijo MacWyrglinchbeath—, ¿cobraré la paga de esas tres semanas y esas siete horas y cuarenta minutos de vuelo?

Ffollansbye, que había de ser el primero en recomendarle para un nombramiento, era quien más sabía acerca de él. —Imagínate —decía— una cara parecida a una maldita nuez; de lo mismo dieciséis que cincuenta y seis años; achaparrado, con brazos casi tan largos como los de un mono, acarreando latas de gasolina por todo el aeródromo. Era de brazos tan largos que tenía que encoger los hombros y doblar los codos un poco

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para que las latas no arañasen el suelo. Cojeaba; me contó por qué. Fue poco después de que bajaran de Sterling en el 14. Se alistó en infantería; no le habían dicho que existían otros cuerpos. »Así que empezó a hacer indagaciones. ¿No te lo imaginas?, escuchando toda esa basura que les contaban a los reclutas entonces: que si los soldados rasos no duraban ni dos días después de llegar a Dover; le contaron, decía, que el enemigo mataba sólo a los ingleses e irlandeses y naturales de la Baja Escocia, pues las tierras altas de Escocia aún no les habían declarado la guerra, y cosas por el estilo. Bueno, pues él se lo tragó todo, y cuando se acostaba por la noche ponderaba tales informaciones. Al fin decidió ingresar en el cuerpo de Aviación; con la ayuda de papel y lápiz decidió que duraría más en dicho cuerpo, y que acabaría por tanto con más dinero ahorrado. Ya ves, en él jamás actuaba el valor o la cobardía; no creo que tuviera ni lo uno ni lo otro. Era simplemente como alguien que, perdido durante un tiempo en una selva, se dedica a recoger haces de leña aquí y allá ante la posibilidad de poder salir de allí algún día. »Solicitó el traslado, pero se lo denegaron. Debió de hacerlo con bastante insistencia, pues al final le explicaron que para pedir el traslado debían existir razones de más peso que la mera preferencia personal, y que motivaciones válidas serían bien la capacitación mecánica o bien una incapacidad que lo inhabilitara para el servicio en infantería. »Así que se puso a pensar en el asunto. Y al día siguiente esperó a que se vaciaran los barracones, atizó la estufa hasta ponerla al rojo vivo, se quitó la bota y la polaina y posó la planta del pie sobre la estufa. »De ahí le venía la cojera. Cuando le firmaron el traslado y apareció con su rango de mecánico de aviación de tercera clase, la gente pensé que se trataba de alguien con experiencia. »Aún lo veo, tieso y en posición de firme en la oficina de la escuadrilla; la orden encima de la mesa, y Whiteley y el sargento tratando de pronunciar su nombre. »—¿Cuál es el nombre, sargento? —dice Whiteley. »El sargento mira la orden, se frota las manos contra los muslos. »—Mac... —dice, y se atasca de nuevo. Whiteley se inclina para echar él mismo una ojeada. »—Mac... —se atasca él también; luego—; Beath. Llámele MacBeath. »—Mi nombre es MacWyrglinchbeath —dice el recién llegado. »—Señor —le apunta el sargento. »—Señor —dice el recién llegado. »—Oh —dice Whiteley—. Magillinbeath. Escríbalo, sargento. »El sargento coge la pluma, escribe “Mac” con trazo floreado, se para, traza con la pluma unos círculos concéntricos en el aire, sobre el papel, mientras el recién llegado trata de echar un vistazo a la orden que Whiteley tiene en las manos. »—Rango: mecánico de aviación de tercera —dice Whiteley—. Escríbalo, sargento. »—Muy bien, señor —dice el sargento. Los floreos ganan en ampulosidad, como una amenaza sostenida de caballería; se inclina ya muy cerca del hombro de Whiteley, empieza a sudar.

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»Whiteley alza la vista hacia él, dice: “¿Eh?”, con tono áspero. “¿Qué sucede?”, dice. »—El nombre, señor —dice el sargento—. No logro... »Whiteley deja la orden encima de la mesa; ambos la miran. »—La gente del ala nunca supo escribir —dice Whiteley en tono irritado. »—No es eso, señor —dice el sargento—. Lo que pasa es que la gente no ha aprendido a deletrear. Dígame otra vez su nombre, muchacho. »—Me llamo MacWyrglinchbeath —dice el recién llegado. »—Ah, diablos —dice Whiteley—. Ponga MacBeath y páselo al cuerpo. Continúe. »Pero el recién llegado se mantiene en sus trece, cortés pero firme. »—Me llamo MacWyrglinchbeath —dice sin calor. »Whiteley lo mira. El sargento lo mira. Whiteley coge la pluma de manos del sargento, alarga al recién llegado la hoja de registro. »—Deletréelo. —El recién llegado lo hace mientras Whiteley escribe—. Pronúncielo otra vez, ¿quiere? —dice Whiteley. El recién llegado lo hace—. Magillinbeath —dice Whiteley—. Pruebe usted, sargento. »El sargento mira la palabra. Se frota la oreja. »—Mac... wigglinbeech —dice. Luego, en tono callado—: Cielos. »Whiteley se recuesta en la silla. »—Bien —dice—. Ya está correcto. Continúe. »—¿Ya está escrito MacWyrglinchbeath, señor? —dice el recién llegado—. Así no se confundirán al pagarme. »Eso fue antes de que hiciera su primer vuelo solo. Antes de que desertase, naturalmente. Acarreaba sus latas de gasolina de un lado para otro, un poco más lento que los demás, pero siempre en la brecha si uno podía acoplarse a su ritmo. Mandaba el dinero, menos lo que se fumaba (yo le he visto la cara con que miraba a los hombres que bebían cerveza en la cantina), a casa, al vecino que le cuidaba el caballo y la vaca. »Me contó también el trato que habían hecho. Cuando el vecino y él llegaron a un acuerdo se atravesaba una situación de emergencia; los dos creían que pronto pasaría y que él volvería a casa en tres meses. Y eso fue hace un año. »—Le acabaré debiendo un montón de dinero por darle el forraje a esas dos bestias me dijo. Luego dejó de sacudir la cabeza. Se quedó completamente inmóvil unos instantes; casi se podía ver su mente funcionando al ralentí—. Bueno —dijo al fin—. No hay duda de que, con los malos tiempos que corren, las bestias también habrán subido de precio. »En aquellos días, ¿sabes?, los hunos caían sobre el aeródromo y nos disparaban mientras corríamos a meternos en los agujeros que habían cavado a tal efecto, y los hunos, arriba, nos desafiaban a que saliéramos. »Así que podíamos ver los combates desde las ventanas de los comedores; en aquel tiempo retirábamos los restos nosotros mismos. Un día se estrelló un avión a menos de doscientas yardas. Cuando llegamos allí, estaban arrastrando afuera al piloto; lo sacaron sin piernas. Quedó tendido de espaldas, mirando hacia el cielo con esa expresión tan característica, hasta que alguien le cerró los ojos. »Pero Mac, le seguían llamando Mac Beath, miraba el aparato destrozado. Caminaba alrededor de él, chascando la lengua.

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»—Tch, tch —decía—. Esto es un derroche pecaminoso. Pecaminoso. Tch, tch, tch. »Esto fue cuando era todavía mecánico de tercera. Pronto llegó a ser de segunda, y entonces enviaba un poco más de dinero a su vecino. Para entonces llevaba ya la contabilidad, con un cuaderno barato y un lápiz, y un cabo de vela para las noches. La primera página hacía de libreta bancaria; las demás eran como un barógrafo de la guerra, más estricto que una historia. »Luego pasó a ser mecánico de primera. Empezó a trabajar en su libro mayor hasta muy entrada la noche. Supongo que era debido a que, al ganar entonces al mes probablemente más de lo que había ganado en toda su vida, el dinero le causaba más preocupaciones; por fin acudió a mí para pedirme un formulario para acceder al grado de suboficial. Se lo entregué. Una semana después hubo de comprar otra vela. Me encontré con él. »—Bien, Mac —dije—. ¿Ha decidido ya ir para sargento? »Me miró, sin prisa, sin sorpresa. »—Si, señor —dijo. Como ves, aún no había oído hablar de lo que cobraban los de vuelo. Ffollansbye contó entonces su primer vuelo en solitario. —Su nueva escuadrilla era de cazas. Supongo que en cuanto vio que se trataba de monoplazas se dio cuenta de que allí no conseguiría paga de vuelo. Solicitó el traslado a bombarderos. Le fue denegado. Debió de ser en ese tiempo cuando recibió una carta del vecino en la que le informaba que la vaca había parido. Aún lo veo, leyendo la carta hasta la última palabra, dejando en suspenso todo juicio y especulación e inquietud hasta dar por finalizada la lectura, y sentándose luego, inútiles en este caso el papel y el lápiz, a sopesar la delicada e imprevista situación y las imprevisibles ramificaciones de propiedad, para decidir finalmente que las circunstancias se ocuparían de ello a su tiempo. »Un día despertó: el impulso, la necesidad le debió de llegar en aquella carta como un germen. No es que se hubiera preocupado nunca por las cosas de la guerra, pero a partir de entonces empezó a mostrar interés por los aviones y por el manejo de los mandos, y hablaba con los pilotos y les hacía preguntas sobre vuelo, y por las noches, en su litera, tamizaba y catalogaba las respuestas. Se volvió de tal manera, es decir, incansable, omnipresente, hacía tan diligente acto de presencia siempre que aparecían oficiales de estado mayor por los alrededores, que lo hicieron cabo. Supongo que si yo hubiera estado allí, habría creído que eso era lo que perseguía desde un principio. »Pero esa vez apuntaba hacia las estrellas, en sentido más que alegórico, según se vio. Un día, en mitad del almuerzo, sonó la alarma. Oficiales y soldados salieron corriendo, con las servilletas en la mano, justo a tiempo para ver un caza que avanzaba por el aeródromo, con las alas en ángulo de cuarenta y cinco grados y arrastrando prácticamente el morro. Se abatió el ala más alta y se enderezó el morro y el avión, con el vehículo de urgencias ululando a sus espaldas, salió perpendicularmente hacia el cielo, subió tal vez un centenar de pies, quedó colgado de la hélice por espacio de diez mil años, y de un golpe alzó la cola y se perdió de vista, de nuevo con las alas en ángulo de cuarenta y cinco grados. »—¿Pero qué... ? —dijo el mayor. »—¡Es el mío! —gritó el alférez—. ¡Es mi aparato!

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»—¿Quién... ? —dijo el mayor. »El vehículo de urgencias vuelve emitiendo su gemido; a unas cien millas por hora, entonces, aparece el caza, esta vez cabeza abajo. El piloto no lleva gafas ni casco; en la fugaz visión que tienen de él, ven en su cara una expresión de preocupación cautelosa y obstinada. Continúa avanzando, zozobra y el bamboleo le hace girar en redondo. Ahora avanza directamente hacia el vehículo de urgencias; el conductor salta de él y corre hacia el hangar más próximo mientras el caza persiste en su persecución alevosa. En el momento en que el conductor, con la cabeza entre los brazos, se arroja al interior del hangar, el avión enfila de nuevo hacia el cielo, vuelve a quedar suspendido de la hélice y desaparece luego de la vista, e inmediatamente después se oye un estruendo sordo. »Sacaron a Mac de los intrincados restos del aparato, intacto pero inconsciente. Al despertar se encontraba de nuevo bajo arresto.

II —Así —dijo Ffollansbye—, por segunda vez, Mac casi causa apoplejía Pero esta vez no se hallaba presente. Recluido en una prisión militar, calculaba la cuantía del déficit que habría de figurar como asiento en la hoja de pagas de vuelo de su libro mayor. Entretanto en el cuartel general y en Londres estudiaban la acumulación de documentos relativos a su caso. Finalmente decidieron, por razones de protección y a fin de anticiparse a la invención por su parte de más crímenes sin precedentes en la jurisprudencia militar, permitirle que hiciera las cosas a su modo. »Lo visitaron y le dijeron que debía ir a Inglaterra para ingresar en la escuela de aeronáutica. »—Si voy, ¿me harán pagar ese desdichado aparatito? »—No —le dijeron. »—Muy bien —dijo él—. Ya estoy listo para partir. »Volvió a Inglaterra; puso pie en el lado del Canal de donde era oriundo por primera vez en más de dos años, y se negó, como de costumbre, a aceptar un permiso para ir a casa. Tal vez se trataba del asunto de la legitimidad económica de la ternera; tal vez había calculado el mínimo más minimizado de gasto inevitable para el viaje; sabiendo, además, que fuera lo que fuese lo que descubriera al llegar a casa no le sería posible permanecer allí el tiempo suficiente para consolidar una estrategia en contra de ello. Pero tal vez no. Tal vez sólo fuese la MacWyrglinchbeath. Siete meses después, ya piloto con el grado de sargento, manejaba un pesado y anticuado Reconnaissance Experimental de un lado para otro sobre los cielos del Somme, mientras el oficial observador, localizaba el fuego artillero. Grande y de alas anchas, con un pesado motor Beardmore de cuatro cilindros, el aparato bramaba sosegadamente a espaldas y por encima de la cabeza de MacWyrglinchbeath, y constituía una tentadora víctima potencial para todo aquello dotado de una ametralladora que pudiera desplazarse a setenta millas por

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hora. Pero las horas de vuelo, sin embargo, iban sumándose lentamente en el historial aeronáutico de MacWyrglinchbeath. Él y el oficial, mientras entre vuelo y vuelo pasaban el rato al pie del viejo aparato, mantenían una larga conversación intermitente. El oficial era un artillero por instinto y un entusiasta de la radio por inclinación; sentía hacia la aviación una indesmayable antipatía. La pasión de MacWyrglinchbeath por la acumulación de horas de vuelo constituyó un enigma hasta el día en que, merced a un paciente sondeo, supo la historia del vecino y de la creciente acumulación de chelines. —¿Así que vino a la guerra a hacer dinero? —dijo. —Claro —dijo MacWyrglinchbeath—. No iba a andar perdiendo el tiempo. El oficial repitió ante sus compañeros la historia de MacWyrglinchbeath. Un día o dos después otro piloto —un oficial— entró en el hangar y encontró a MacWyrglinchbeath con la cabeza hundida en la barquilla de su aparato. —Oiga, sargento —dijo el oficial a las posaderas de MacWyrglinchbeath. MacWyrglinchbeath se echó hacia atrás hasta hacerse visible por completo y mostró por encima del hombro una cara llena de manchas. —Sí, señor. —¿Puede bajar un momento? —MacWyrglinchbeath descendió con una llave inglesa y un trozo de borra sucia—. Me ha dicho Robinson que es usted una especie de financiero —dijo el oficial. MacWyrglinchbeath dejó la llave inglesa a un lado y se limpió las manos con la borra. —Bueno, yo no diría eso. —Vamos, sargento, no lo niegue. El señor Robinson, hablando de usted... ¿Le apetece un cigarrillo? —¿Por qué no? —MacWyrglinchbeath se frotó las manos en los pantalones y cogió un cigarrillo—. Yo fumo en pipa. —Aceptó fuego. —Tengo un pequeño negocio que le puede interesar —dijo el oficial—. Cada mes, en esta fecha, usted me da a mí una libra; y yo, por cada día que vuelva a la base, le doy a usted un chelín. ¿Qué le parece,? MacWyrglinchbeath fumaba con parsimonia, sosteniendo el cigarrillo como si fuera el detonador de una carga de dinamita. —¿Y los días en que usted no vuele? —Lo mismo. También le deberé un chelín. MacWyrglinchbeath siguió fumando lentamente durante un rato. —¿Volará usted de observador en mi avión? —¿Se refiere a quién pilotará mi máquina? No, no: si vuelo con usted no necesito ninguna clase de seguro... ¿Qué le parece? MacWyrglinchbeath, con el cigarrillo en la mano sucia, reflexionaba. —Tendré que pensarlo —dijo al fin—. Se lo diré mañana por la mañana. —De acuerdo. Tómese la noche y piénselo. El oficial volvió al comedor. —¡Ya lo tengo! Mordió el anzuelo. —¿Qué pretende? —dijo el comandante—. ¿Se dedica a malgastar todo ese ingenio por una libra que sólo ganará si pierde?

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—Sólo pretendo ver cómo suda el viejo Shylock. Aunque yo gane, le devolveré el dinero. —¿Cómo? —dijo el comandante. El oficial lo miró, parpadeando lentamente—. ¿Es que existe algún acuerdo de intercambio entre este mundo y el infierno? —Mire —dijo Robinson—, ¿por qué no deja en paz a Mac? Usted no conoce a esa gente, a esos escoceses de las montañas. Se necesita entereza para vivir como viven, y no digamos para venirse sin protestar a luchar por un rey a quien probablemente siguen considerando un campesino alemán, y por una causa en la que, acabe como acabe, ellos saldrán perdiendo. Y el hombre que se pasa tres años en este lío y sigue siendo capaz de mirar hacia el futuro con cierta sensatez tiene toda mi aprobación. —¡Muy bien dicho! —gritó alguien. —Oh, tomemos un trago —dijo el oficial—. No voy a hacer daño a su escocés. A la mañana siguiente MacWyrglinchbeath pagó la libra, lenta y cuidadosamente aunque sin desgana. El oficial la aceptó con la, misma circunspección. —Empezaremos hoy —dijo MacWyrglinchbeath. —Perfecto —dijo el oficial—. Dentro de media hora. Tres días después, tras una breve conversación con Robinson, el comandante llamó aparte al cliente de MacWyrglinchbeath. —Mire, tiene que cancelar esa estúpida apuesta. Está usted trastornando a todo el escuadrón. Robinson dice que, mientras usted está a la vista, no le es posible hacer que MacBeath se mantenga en su sector el tiempo suficiente para descubrir las baterías al ver cómo hacen fuego. —No es culpa mía, señor. No pretendía comprar un perro guardián. No tenía la intención, al menos. Sólo le tomaba el pelo a Mac. —Bien, vaya a verlo mañana y pídale que le dispense del trato. Como sigamos así, se nos va a desbaratar la unidad entera. A la mañana siguiente el cliente en cuestión habló con MacWyrglinchbeath. A la tarde, Robinson habló con MacWyrglinchbeath. A la noche, después de la cena, el comandante mandó llamar a MacWyrglinchbeath. Pero MacWyrglinchbeath, aunque cortés y desapasionado, se mantuvo firme como el granito. El comandante tamborileó unos instantes sobre la mesa con los dedos. —Muy bien, sargento —dijo al fin—. Pero le ordeno que cumpla usted con su turno de servicio. Como vuelvan a dar parte de que se aparta usted de su escuadrilla, lo bajo a tierra. Puede retirarse. MacWyrglinchbeath saludó. —Muy bien, señor. A partir de entonces cumplió con sus turnos de servicio. Como vuelvan a dar parte de que se aparta usted de la cuadrilla, lo bajo a tierra. Puede retirarse. MacWyrglinchbeath saludó. —Muy bien, señor. A partir de entonces cumplió con sus turnos de servicio. De un lado para otro, una y otra vez, por encima de los débiles estampidos de los proyectiles, de los coágulos de lento humo. De cuando en cuando escrutaba el cielo a sus

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espaldas y a lo alto, pero sus ojos volvían de un lado para otro, una y otra vez, por encima de los débiles estampidos de los proyectiles, de los coágulos de lento humo. De cuando en cuando escrutaba el cielo a sus espaldas y a lo alto, pero sus ojos volvían siempre hacia el norte, donde el otro Reconnaissance Experimental no era sino una monótona mota en la lejanía. Y así día tras día, mientras el señor Robinson, con sus binoculares, se asomaba al borde de ataque de la barquilla como alguien que mira por el borde de una bañera al caérsele el jabón fuera. Pero el cliente de MacWyrglinchbeath regresaba día tras día, y día a día aumentaban los chelines, hasta que un buen día los chelines superaron a la libra, y a partir de entonces siguió creciendo el beneficio. Pasó el mes y MacWyrglinchbeath pagó la segunda libra. El beneficio se esfumó, pues, y su mirada se hizo un poco más grave e intensa al otear el norte de tanto en tanto. El señor Robinson, asomado al borde de la barquilla, iba mirando hacia abajo cuando el pesado motor a sus espaldas inició un crescendo atronador y el horizonte giró de un golpe ciento ochenta grados. El señor Robinson se irguió bruscamente y miró hacia atrás, haciendo girar a un tiempo la ametralladora. El cielo estaba despejado, y sin embargo volaban a la velocidad máxima estable del aparato. MacWyrglinchbeath miraba fijamente hacia adelante y Robinson se volvió y, guiado por las ráfagas antiaéreas, vio cómo el otro Reconnaissance Experimental se inclinaba y se precipitaba hacia abajo como un caballo viejo de patas rígidas. Los proyectiles estallaron y se abrieron sobre él, a cierta altura, y al fin Robinson divisó el Fokker, que permanecía pegado al ángulo ciego del aparato de su compañero. Hizo girar su ametralladora hacia adelante y liberó el mecanismo con una corta ráfaga. Los dos Reconnaissance Experimental se acercaban el uno al otro en ángulo recto; el primero zigzagueando justo encima del alemán pegado a su cola: los tres aparatos perdiendo altura. La primera y última noticia de la presencia del segundo avión británico le llegó al alemán en una ráfaga de la ametralladora de Robinson. El alemán ascendió casi verticalmente, entró en pérdida y estalló en llamas. MacWyrglinchbeath, al dar un violento bandazo para esquivar al alemán, vio cómo Robinson caía hacia adelante sobre el borde de la barquilla, y al mismo tiempo, a su lado, vio el humo de las balas trazadoras que surcaban un costado del fuselaje. Dio un viraje; el segundo avión alemán pasó sin vacilación y cayó violentamente sobre la cola del primer avión británico. De nuevo las balas silbaron en torno a MacWyrglinchbeath; ahora, sin embargo, venían de abajo, donde la infantería británica hacía fuego contra el alemán. Los tres aparatos, al pasar vertiginosamente sobre las líneas de contacto y las alzadas caras rosadas de la batería antiaérea se hallaban a menos de un centenar de pies del suelo. El alemán hizo caso omiso de MacWyrglinchbeath. Permaneció sobre la cola del primer avión británico, que seguía zigzagueando con lentos y aparatosos bandazos; MacWyrglinchbeath, inclinando aún más el morro del aparato y desabrochándose el cinturón, se situó directamente sobre el alemán y ligeramente a su espalda. Al parecer el alemán seguía sin advertir en absoluto su presencia, y MacWyrglinchbeath puso una pierna sobre la barquilla y salió de su puesto, situado bajo el motor, y accionó la palanca hacia adelante. El alemán desapareció por completo abajo, en el extremo de la barquilla, sobre la que yacía

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el cuerpo muerto de Robinson; inmediatamente después, MacWyrglinchbeath sintió la violenta y prolongada sacudida. Desconectó el interruptor y se encaramó desde la barquilla sobre el ala inferior, en donde no sería posible que el motor le cayera encima. «Seis chelines», dijo mientras la súbita tierra se inclinaba y precipitaba sobre él vertiginosamente.

III Se bajó del Bristol con movimientos rígidos y avanzó cojeando por la pista hacia su barraca. Su cojera era ahora muy pronunciada, como unos terribles andares de cangrejo, pues en los días fríos y húmedos de octubre sus caderas rotas, aun después de catorce meses, se volvían rígidas. Las escuadrillas habían vuelto ya a la base; las ventanas del comedor de oficiales centelleaban alegremente en el crepúsculo; avanzó cojeando, pensando en el té, en un trago, en una velada apacible en su barraca, tras la puerta cerrada. Se protegía de los jóvenes diablos del comedor de oficiales. Ahora aceptaban a niños. Los pilotos de antes, hombres maduros, estaban muertos o habían sido ascendidos y destinados a remotas oficinas del Ala, y sus puestos eran ocupados ahora por chiquillos que ni siquiera habían terminado los estudios secundarios, que carecían de sentido de la responsabilidad y desconocían lo que era el silencio. Llegó a su barraca y abrió la puerta. Se detuvo, con la mano en la puerta abierta; luego la cerró y entró en el humilde cubículo. Su ordenanza había encendido el fuego en la minúscula estufa; la habitación estaba caldeada. Dejó a un lado el casco y las gafas y se desató y quitó las botas de vuelo. Sólo entonces se acercó al camastro y se quedó allí de pie, mirando quietamente el objeto que al entrar había captado su atención. Era su guerrera de paseo. La habían planchado, pero eso no era todo. Las charreteras del Royal Flying Corps y los galones habían sido descosidos de hombros y mangas, y en cada hombrera se había fijado una estrella de alférez, y en el pecho, sobre la cinta que acreditaba su Medalla por Servicio Distinguido, estaba la insignia de las Alas. Junto a la guerrera vio su maltrecho cinturón; había sido lustrado, y sujeta a él con hebillas podía verse una bandolera nueva Y reluciente. Seguía mirando con gravedad todo aquello cuando la puerta se abrió de pronto para dar paso a una irrupción atronadora. —¡Vaya, viejo cara triste! —gritó una joven voz—. Ahora tendrá que invitar a un trago, ¿eh, chicos?

Desde las ventanas del comedor lo vieron cruzar el aeródromo en la penumbra. —Esperad —se dijeron unos a otros—. Esperad a que tenga tiempo para vestirse. Se alzó otra voz: —Dios, ¿no os gustaría ver la cara del viejo cuando abra la puerta?

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—¿Viejo? —dijo un jefe de escuadrilla que leía el periódico sentado al lado de una lámpara—. No es viejo en absoluto. Dudo mucho que haya cumplido los treinta. —¡Santo Dios! ¡Treinta! Dios, al morir me faltarán diez para ver los treinta. —¿Y a quién le importa? ¿Quién quiere vivir eternamente? —Cierra el pico. Cierra el pico. —¡Ave, Caesar! ¡Morituri...! —¡Que cierres el pico! ¡No seas repelente! —¡Dios, es verdad! ¡Qué gusto más pésimo! —¡Treinta! ¡Santo Dios! —Parece que tiene cien, con esa cara de nuez. —Dejadle en paz. Es un tipo decente. Lástima que no se lo hayan concedido antes. —Sí. Ha sido ya laureado con la Orden de Servicios Distinguidos, y con la Cruz Militar dos veces seguidas. —También tiene un historial penal bastante decente. Desertó una vez, ya sabéis. —¡No digas tonterías! —Es cierto. Y la primera vez que despegó los pies de tierra fue cuando se largó solo en un caza. Nadie le había enseñado; era mecánico de aviación entonces. Fue una especie de solo de vuelo por su cuenta. —Eh, ¿sabéis eso que cuentan, que ahorra toda la paga para la paz? La manda toda a casa. Lleva años haciendo lo mismo. —Bien, ¿y por qué no? —dijo el jefe de escuadrilla—. Si alguno de vosotros, cachorros, supierais tan sólo... —Ahogaron su voz a gritos—. ¡Fuera de aquí todo el mundo! —dijo el jefe de escuadrilla por encima de la algarada—. ¿Por qué no vais y lo traéis aquí? Salieron atropelladamente del comedor; el ruido se perdió en la oscuridad del exterior. Los tres jefes de escuadrilla seguían sentados charlando tranquilamente. —A mí también me alegra. Lo malo es que deberían haberlo hecho hace años. Ffollansbye lo recomendó una vez. Juraría que algún asno obstinado en no sentar precedente lo echó por tierra. —Es una lástima que Ffollansbye no haya vivido para verlo. —Una maldita lástima. —Sí. Pero nadie se enteró por Mac. Ffollansbye lo recomendó y luego se lo contó. Y el viejo Mac no dijo ni media palabra; siguió con sus asuntos. Y luego, cuando Ffollansbye tuvo que decirle que lo habían echado atrás, él se limitó a soltar una especie de gruñido y a darle las gracias, y siguió, como si nada hubiera sucedido. —Qué maldita lástima. —Sí. Parece que alegra pertenecer a una escuadrilla en la que hay un tipo como ése. Hace lo que tiene que hacer y te deja en paz. Sentados en el acogedor ambiente caldeado, charlaban tranquilamente de MacWyrglinchbeath. Se oyeron pasos apresurados más allá de la puerta que al abrirse descubrió las caras llenas de desconcierto de dos de los jóvenes que habían salido en busca de MacWyrglinchbeath.

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—¿Bien? —dijo alguien—. ¿Dónde está la víctima? Pero los jóvenes, desde el umbral, hacían señas al jefe más antiguo, a cuya escuadrilla pertenecía MacWyrglinchbeath. —Venga aquí, capitán —dijeron. El jefe los miró. No se levantó. —¿Qué sucede? Pero ellos se limitaron a mostrarse misteriosos y apremiantes; por fin, una vez afuera el jefe, accedieron a explicarse. —El viejo idiota no lo acepta —dijeron en tono susurrante—. ¿Puede creerlo? ¿Puede? —Veremos —dijo el jefe de escuadrilla. Del otro lado de la puerta de MacWyrglinchbeath llegaron voces indistintas de recriminación. El jefe (le escuadrilla entró en la barraca y se abrió paso entre los jóvenes que rodearon el catre. Sobre él, intocados, estaban el cinturón y la guerrera; y a un lado, sentado en la única silla, MacWyrglinchbeath. —Fuera ahora mismo —dijo el jefe de escuadrilla, conduciendo a los jóvenes hacia la puerta—. Fuera de aquí todos. Empujó al último afuera y cerró la puerta y volvió y se puso con las piernas abiertas frente a la estufa. —¿Qué son todos esos vítores, Mac? —Bueno, capitán —dijo despacio MacWyrglinchbeath—. Esos chiquillos no tienen mala intención. Yo no... —Alzó la vista—. Han desfigurado ustedes mi guerrera de paseo, y esos chiquillos piensan que me tengo que poner los galones y la bandolera e ir al comedor de oficiales. Volvió a quedarse meditabundo ante la guerrera. —De acuerdo —dijo el jefe de escuadrilla—. Es una pena que no lo hicieran hace un año. Venga, póngaselo y venga. La cena está a punto de servirse. Pero MacWyrglinchbeath no se movió. Despaciosa y pensativamente, alargó la mano y tocó la delicada curva de las alas bordadas sobre la sedosa cinta multicolor. —Esos chiquillos no lo hacen con mala idea, estoy seguro —dijo. —Estúpidos cachorros. Pero todos estamos muy contentos. Debería haber visto al mayor cuando pasó por aquí esta mañana. Parecía un niño en Nochebuena. Los muchachos se morían de impaciencia hasta que lograron sacar a escondidas la guerrera. —Sí —dijo MacWyrglinchbeath—. Tienen buena intención. No lo dudo. Pero esto hay que pensarlo. Seguía sentado, tocando lenta y suavemente las alas con su mano tosca, rugosa y picada por los cuatro años de grasa. El jefe de escuadrilla contempló la escena con sentimientos —según creyó— de comprensión. Luego se puso en movimiento. —Tiene mucha razón. Tómese la noche para pensar. Pero será mejor que se deje ver en el desayuno, o esos diablos volverán a importunarle. —Sí —dijo MacWyrglinchbeath—. Tengo que pensarlo. Había caído ya la noche. El jefe de escuadrilla avanzó hacia el comedor a grandes y bruscas zancadas, maldiciendo. Abrió la puerta y, maldiciendo aún, entró en el recinto. Los demás lo interrogaron al instante. —¿Va a venir?

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El jefe de escuadrilla maldijo una y otra vez: al Ala, a la Unidad, al estado mayor, a la guerra, al Parlamento. —¿Creéis que vendrá? ¿Qué haríais vosotros, si os hubieran dejado pudriros durante cuatro malditos años y al final os hicieran teniente de segunda como si os estuvieran concediendo la Orden de la jarretera Mac tiene orgullo, y tiene toda la razón. MacWyrglinchbeath, después de cenar, fue a ver al sargento del comedor de oficiales y habló con él. Luego fue a ver al ordenanza del comandante del escuadrón y habló con él. Luego volvió a su barraca se sentó en el catre —seguía con su cabo de vela, pese a que disponía ya de luz; su segundo lapicero estaba ya bastante gastado— e hizo sus cálculos. Calculó aproximadamente el precio del uniforme nuevo y los accesorios, y añadió cierta suma para la lavandería. Luego calculó el gasto medio mensual en el economato militar. Sumó las partidas y restó el total de la paga de alférez. Comparó el resultado con el neto de aquel mes, y se quedó allí sentado largo rato sobre el exánime aunque irrevocable testimonio de las cifras. Y luego ató su libro mayor con el cordón grasiento y se fue a la cama. A la mañana siguiente buscó al jefe de escuadrilla. —Esos chiquillos tienen buena intención, no tengo duda —dijo con apenas un levísimo tono de disculpa—. Y el mayor. Se lo agradezco a todos ustedes. Pero no puede ser, capitán. Usted lo comprenderá. —Sí —dijo el jefe de escuadrilla—. Lo entiendo. Sí. —Maldijo una vez más y en alta voz toda la estructura de la guerra—. Locos estúpidos, con sus malditas charreteras y galones. No es extraño que no puedan ganar una guerra en cuatro años. Tiene usted razón, Mac. Claro que no sirve para nada a estas alturas. Y lo siento, viejo amigo. Apretó con fuerza la desmayada y curtida mano de MacWyrglinchbeath. —Le estoy agradecido —dijo MacWyrglinchbeath—. Se lo agradezco mucho. Esto fue en octubre de 1918.

Para las dos no había ya ningún mecánico en el lugar. El aparato del comandante del escuadrón se hallaba sobre la pista; el mayor, sentado en la cabina, roncaba. El jefe de escuadrilla más antiguo y un comandante de ala y un oficial de artillería conducían a toda velocidad y de un lado para otro el coche del escuadrón mientras un cuarto hombre que pilotaba un SE5 jugaba a perseguirlos. Al parecer trataba de posar su tren de aterrizaje sobre la carrocería del vehículo; a cada fracaso del piloto los ocupantes del coche rugían, mientras el oficial de artillería agitaba una botella; cada vez que el jefe de escuadrilla lo burlaba mediante maniobras, los ocupantes volvían a rugir y se pasaban de uno a otro la botella. El comedor estaba atestado de sillas volcadas y de botellas y otros objetos lo suficientemente pequeños como para convertirse en algo arrojadizo. Bajo la mesa yacían dos hombres para quienes tres horas de paz habían sido más duras que tantos años de guerra; por encima y sobre y a través de ellos arreciaba el incesante tumulto. Finalmente alguien se subió a la mesa y se mantuvo tambaleante en ella y se puso a gritar hasta hacerse oír por sus compañeros. —¡Escuchad! ¿Dónde está el viejo Mac?

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—¡Mac! —gritaron todos—. ¿Dónde está el viejo Mac? ¡No podemos montar la juerga sin el viejo Mac! Salieron precipitadamente del recinto. El mayor, en la cabina del piloto, roncaba; el coche del escuadrón realizaba otro viraje de último segundo mientras la hélice del SE5 arrancaba la gorra de la cabeza del oficial de artillería. Los jóvenes corrieron hasta la barraca de MacWyrglinchbeath y abrieron bruscamente la puerta. MacWyrglinchbeath estaba sentado en el catre, con su libro mayor en las rodillas y el lápiz suspendido sobre la hoja. Estaba haciendo el inventario.

Con el martillo que había escondido bajo el brocal del pozo hacía cuatro años, sacó con cuidado los clavos de los marcos de puerta y ventanas y se los guardó en el bolsillo y abrió la casa. Metió el martillo y los clavos en su caja, y de otra caja sacó la falda escocesa y la sacudió para desdoblarla. Los pliegues, rígidos, se resistían a ceder, y habían sido habitados de polillas, y MacWyrglinchbeath chascó la lengua con gravedad. Luego se quitó la guerrera y los pantalones y las polainas y se puso la falda escocesa. Con los haces de leña que había almacenado hacía cuatro años encendió un exiguo fuego en el hogar y cocinó y comió su cena. Luego fumó una pipa, limpió cuidadosamente la cazoleta, sofocó el fuego y se fue a dormir. A la mañana siguiente caminó tres millas por la cañada hasta la casa del vecino. El vecino, desde el terreno inclinado que daba a su puerta, lo saludó con absoluta falta de sorpresa: —Bueno, vaya. Pensé que estarías en camino. Oí que acabó la guerra. —Sí —dijo MacWyrglinchbeath. Y, juntos al lado del vallado de maleza y roca, permanecieron en pie mirando al pequeño y peludo caballo y a las dos vacas que, al parecer sin esfuerzo, mantenían el equilibrio en la pendiente de cuarenta y cinco grados de la parcela del establo. —Te llevarás esas dos bestias —dijo el vecino. —Querrás decir esas tres bestias —dijo MacWyrglinchbeath. No se miraban. Miraban al caballo y a las vacas. —Si no te importa, me dejaste sólo dos. Miraban a los animales. —Sí —dijo MacWyrglinchbeath. Al poco se volvieron y entraron en la casita. El vecino levantó una piedra de blanquear e hizo el recuento de los giros de MacWyrglinchbeath hasta el último penique. El total coincidía exactamente con el libro mayor de este. —Te estoy agradecido —dijo MacWyrglinchbeath. —Tampoco habrás sacado nada de esa guerra, ¿me equivoco? —dijo el vecino. —No. No era esa clase de guerra —dijo MacWyrglinchbeath. —Sí —dijo el vecino—. Ningún escocés de las montañas ganó nada nunca en las guerras de los ingleses. MacWyrglinchbeath volvió a su casa. Al día siguiente caminó hasta la población que celebraba mercado, situada a doce millas de distancia. Se informó

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allí del precio en curso del ganado vacuno de dos años; consultó también un abogado y se encerró con él por espacio de una hora. Luego volvió a casa, y con lápiz y papel y la pulgada de vela calculó despacio, comprobó las cifras y se quedó meditabundo sobre el resultado. Luego apagó la vela y se fue a la cama. A la mañana siguiente caminó cañada bajo. El vecino, en el umbral inclinado, lo saludó con absoluta falta de sorpresa. —Bien, ¿qué? ¿Has venido a llevarte esas dos bestias? —Sí —dijo MacWyrglinchbeath.

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Idilio en el desierto

I —Me llevaba cuatro días hacer la ruta. Salía de Blizzard el lunes y llegaba a donde Painter hacia la caída del sol y pasaba allí la noche. Para la noche siguiente ya estaba en Ten Sleep, y luego daba la vuelta y volvía por la meseta. La tercera noche la pasaba de acampada, y para el jueves por la noche estaba de vuelta en casa. —¿No se sentía solo a veces? —dije. —Bueno, un tipo que lleva el correo del gobierno, propiedad gubernamental... Se oye hablar de esas viejas ratas del desierto que acaban completamente chiflados. Pero ¿has oído alguna vez que le haya pasado eso a un soldado? Hasta uno de West Point, un tipo de ciudad que no haya estado a más de un tiro de piedra de un centenar de personas en su vida; hasta él: déjalo salir de exploración solo durante seis meses. Porque ese tipo de West Point es como yo; no cabalga solo. Tiene a su lado al Tío Sam siempre que tenga ganas de hablar: Washington y las grandes ciudades llenas de gente, y todo lo que tiene sentido para un hombre, como lo que san Pedro y la Santa Iglesia de Roma significaban para aquellos viejos curas, cuando los obispos españoles solían atravesar la meseta en una mula, rodeados de espíritus celestiales con armas más potentes incluso que los viejos rifles Sharps, pues los pobres aborígenes alcanzados por esos tiros celestiales nunca llegaban a ver los disparos, y menos aún las armas. Así que yo llevo un rifle, y siempre hay ocasión de cazar un antílope, y una vez maté un carnero de las Rocosas sin bajarme siquiera del carruaje. —¿Era grande? —dije. —Claro que sí. Iba yo bordeando un desnivel del cañón hacia la caída de la tarde. El sol estaba justo encima de la línea de la cima, y me daba en plena cara. Así que vi a los dos carneros justo debajo del contorno. Vi los cuernos y las colas

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contra el cielo, pero no les podía ver el cuerpo debido al atardecer. Veía unos cuantos cuernos, y distinguía un par de cuartos traseros, pero por culpa del sol no estaba seguro de si estaban delante de la cima o detrás de ella. Y no tenía tiempo para acercarme. Así que tiré de las riendas y me eché la culata al hombro y disparé el primer tiro a unos dos pies detrás de los cuernos y el segundo a unos tres pies delante de los cuartos traseros, y salté del carricoche y eché a correr. —¿Cazó los dos? —dije. —No. Sólo uno. Pero tenía dos balas dentro: una detrás de la pata delantera y la otra justo debajo de la trasera. —Oh —dije. —Sí. Entre las dos balas había cinco pies. —Es una buena aventura —dije. —Era un buen carnero. Pero ¿de qué estaba hablando? Hablo tan poco que, cuando me pierdo, tengo que pararme y volver a encontrar el tema. Hablaba de lo de sentirse solo, ¿no es eso? Era difícil que pasara un invierno sin que recogiera al menos a un pasajero en el viaje de ida o en el de vuelta, aunque no fuera más que un peón de Painter, gente que llegaba a caballo a Blizzard con cuarenta dólares en el bolsillo, dejaba el caballo en Blizzard y se bajaba hasta Juárez y se gastaba hasta el último centavo para Navidad; luego volvía y a lo mejor se ofrecía a Painter como capataz de pastos, siempre que Painter fuera honrado y emprendedor y trabajara duro. Esa gente siempre volvía conmigo por Año Nuevo adonde Painter. —¿Y qué pasaba con los caballos? —dije. —¿Qué caballos? —Los que habían dejado en Blizzard. —Ah. Para entonces esos caballos pertenecían ya a Matt Lewis. Matt Lewis lleva la cuadra de caballos de alquiler. —Oh —dije. —Sí. Matt dice que no sabe lo que hacer. Dice que todavía confía en que quizá suceda con el polo en el país lo que hace un tiempo con el Mah-Jong (7). Pero ahora dice que calcula que tendrá que abrir una fábrica de cola. Pero ¿de qué estaba hablando? —Habla tan raras veces —dije—. ¿No era acerca de sentirse solo? —Ah, sí. Y luego estaban los tísicos. Era un pasajero a la semana, y eran dos semanas. —¿Venían por parejas? —No. Era el mismo. Lo subía una semana y lo dejaba allí, y a la semana siguiente lo bajaba a coger el tren del este. Supongo que el aire allá arriba en Sivgut resultaba un poco duro para los pulmones del este. —¿Sivgut? —dije. —Sí. Siv. Como uno de esos sitios donde les atiborran de comida allá en el este, en Santone y en Washington. Siv. —Oh, Siv. Sí. Sivgut. ¿Qué es?

(7) Juego chino, similar al dominó, muy popular en los EE.UU. en la década de los años veinte. (N. del T.)

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—Una casa que construimos. Una buena casa. Siguen viniendo; se bajan en Blizzard, después de pasar por Phoenix, donde existe lo que allá en el este, en Santone o Washington, llamarían un rancho de alojamiento para tísicos. Pasaban por allí y seguían hasta Blizzard; puede que un tipo de cara cansada y vestido de domingo, con los ojos cerrados y la piel de color de lija, y una esposa gorda de uno de esos condados de maíz del este, contando lo mucho que habrían querido quedarse en Phoenix, pero que habían venido a Blizzard porque no pensaban que un par de pulmones gastados del este valieran lo que les pedían en Phoenix; o puede que fuera al revés: la esposa con cara color de arena, con un par de manchas rojas en las mejillas, como si los niños se hubieran pasado un domingo de lluvia jugando con unos trozos de papel rojo y un bote, de pegamento mientras ella dormía, y ella aún dormida, pero no tanto como para no explicar cuánto creían en Phoenix que valía mantener con vida unos pulmones de Iowa. Así que construimos Sivgut para ellos. Lo hizo la Cámara de Comercio de Blizzard; eran dos literas y la manutención de una semana, ya que tardo una semana en volver allá arriba y en bajarlos a Blizzard para coger el tren de Phoenix. Es un buen campamento. Lo llamamos Sivgut por la vista. En días claros se puede ver perfectamente México adentro. ¿Le conté lo del día en que estalló la última revolución allá en México? Bien, un día, fue un martes, alrededor de las diez de la mañana, llegué arriba y encontré al tísico afuera, allí delante, mirando hacia el sur con la mano sobre los ojos a modo de pantalla. «Es una nube de polvo», dijo. «Mire.» Yo miré. «Es curioso», dije. «No puede ser un rodeo porque habría oído hablar de ello. Y no puede ser una tormenta de arena porque es demasiado grande y está quieta en un lugar.» »Emprendí la vuelta y llegué a Blizzard el jueves. Entonces me enteré de que había estallado otra revolución en México. Había estallado, según me dijeron, el martes, poco antes de la caída del sol. —Me pareció oírle que había visto el polvo a las diez de la mañana—, dije. —Cierto. Pero las cosas suceden tan rápidamente en México que empezó a levantar el polvo la noche anterior, para quitarse de en medio... —No me cuente eso —dije—. Cuénteme cosas de Sivgut. —De acuerdo. Solía llegar a Sivgut el martes por la mañana. Al principio ella me esperaba en la puerta, o fuera, ante la cabaña, mirando hacia el sendero para verme llegar. Pero después había veces en que tenía que acercarme hasta la misma puerta y detener el tiro y decir «Hola», pero la casa seguía tan vacía como el día en que la construyeron. —Una mujer —dije.— Sí. Se quedó; aun después de que él se pusiera bien y se marchara. Ella se quedó. —Le gustaría la región. —Creo que no. No creo que a ninguno de ellos le gustara. ¿Le gustaría a usted un sitio adonde habría ido únicamente para curarse de una enfermedad de la que se avergonzaba ante sus amigos? —Entiendo —dije—. El se curó antes. ¿Por qué no esperó hasta que su esposa se hubiera curado también? —Imagino que no tuvo tiempo para esperar. Imagino que pensó que había un montón de cosas que podía hacer allá en su tierra, siendo tan joven y sintiéndose como si acabara de salir de la cárcel después de mucho tiempo.

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—Razón de menos para dejar a su mujer enferma. —No sabía que ella estaba enferma. Que tenía el mal también. —¿No lo sabía? —dije. —Piense en un enfermo, joven, además, sin lazos especiales, que tenga que irse a vivir durante dos años a un lugar donde no hay un semáforo en cuatrocientas millas, donde no hay nada más que tranquilidad y sol y esas malditas estrellas mirándole a la cara toda la santa noche. No se puede esperar que preste mucha atención a alguien que jamás hizo nada más que cocinar y cortar leña y traer agua en un cubo de hojalata de una fuente que está a tres cuartos de milla para lavarle como si fuera un niño. Así que cuando se puso bien... No creo que se le pueda culpar por no darse cuenta de que también ella tenía lo suyo, en especial cuando lo que tenía no era sino un puñado de microbios de ese tipo. —No sé a lo que llamará usted lazos, entonces —dije—. Porque si el matrimonio no es un lazo... —Está usted llegando al quid de la cuestión. El matrimonio es un lazo; sólo que depende algo de con quién se esté casado. ¿Sabe cuál es mi opinión particular, después de haberlos observado durante unos diez años, una vez a la semana, los martes, y de haber llevado y traído cartas y telegramas entre ellos y el ferrocarril de vez en cuando? —¿Cuál es su opinión particular? —Es mi opinión particular, basada en pruebas y no en prejuicios; nunca fui un hombre dogmático. Que no estaban casados en absoluto. —¿Qué es lo que usted considera pruebas? —Bien, una carta dirigida a mí de un individuo del este que afirmaba ser su esposo podría considerarse prueba. ¿Qué opina? —¿Mató a ese carnero de un tiro o de dos? —dije yo. —Vaya, hombre —dijo el cartero de la comarca.

II —El hombre se bajó del tren del oeste una mañana de hace unos diez años. No tenía aspecto de tísico, quizá porque no traía más que una bolsa de viaje. Cuando vienen, normalmente, suele ser ya demasiado tarde. Normalmente el médico les ha dicho que no les queda más que un mes, o tal vez seis, Sin embargo, a veces se bajan de ese tren que va al oeste con todo menos la cocina a cuestas. He comprobado que crearse complicaciones al dejar el mundo es posiblemente el hábito más difícil de romper. Poseer cosas. Conozco tipos ahora mismo que retrasarían un tren con destino al cielo para telefonear al cocinero diciéndole que les trajera a la carrera algo, hasta el momento jamás utilizado, que habían olvidado en casa. Han podido vivir años y años con ello en su casa terrenal, incluso sin saber el sitio donde está, pero que alguien trate de hacerlos salir para el cielo sin llevárselo consigo...

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»No tenía aspecto de tísico. No parecía tan preocupado. A ellos los miras, incluso cuando están sentados en el vagón de equipajes con los ojos cerrados mientras la esposa argumenta con cualquiera que tenga a mano que los pulmones de su marido no valen lo que la gente del oeste parece creer, y están preocupados. Y están allí mismo, donde se desarrolla la charla. Y no les importa quién sepa que son ellos las partes más interesadas. Como alguien a caballo que se traga un detonador de dinamita y una afilada roca al mismo tiempo. »Pero él... Se llamaba Darrel, Darrel Howes. Quizá House. Ella le llamaba Dorry. El se bajó del tren con su única bolsa y se quedó en el andén mirándolo con desprecio, mirando con desprecio el andén, las montañas, el espacio, mirando con desprecio al Mismo Señor Dios, que mira a los hombres de esta tierra como los hombres puedan mirar a un bicho o a una hormiga. »—Nuestra estación no es gran cosa —dije—. Tendrá usted que darnos un poco más de tiempo. Hemos estado trabajando en la región unos doscientos años solamente, y aún no la tenemos terminada. »Me miró; era un tipo alto, con ropa que ni siquiera había viajado más al oeste de Santone antes de traerla allí. Era lo que quizá las revistas de cine llamarían un figurín. »—Por mí no se preocupe —dijo—. No tengo intención de mirar todo esto ni un minuto más de lo estrictamente necesario. »—Disponga de todo a su gusto —dije—. Seguro que en Washington le dirán que también le pertenece. »—Pues entonces pueden quedarse con mi parte muy pronto —dijo. Me miró—. Tienen ustedes una casa aquí. Un campamento. »Entonces entendí lo que quería decir, a qué había venido. Ni se me había ocurrido siquiera. Supongo que pensé que se trataba quizá de un viajante. Un viajante de perfumería, tal vez. »—Oh —dije—. Se refiere a Sivgut. Claro. ¿Quiere alojarse allí? »Eso era lo que quería; allí de pie, despectivo, con sus ropas del este, como un figurín de Hollywood. Y entonces supe que estaba casi muerto de miedo. Después de aquellos tres o cuatro días de tren, sin nadie con quien hablar salvo con sus propios fantasmas interiores, estaba casi muerto de miedo. »—Perfecto. Es un buen campamento —dije—. Estará bien allá arriba. Yo subo hoy mismo. Puede venir conmigo si quiere echar una ojeada. Lo traeré de vuelta el jueves por la noche. »No dijo nada. Parecía no interesarle lo más mínimo. »“Tendrás tiempo de sobra para escuchar a esos pequeños seres antes de morir, amigo mío —dije para mis adentros—. Y sin que haya nadie que te pueda evitar el escucharlos.” Pensé que era de eso de lo que se trataba. Que era sencillamente joven (algo había en él que revelaba, tan claramente como si él mismo lo dijera, que era hijo único y que su madre había enviudado antes incluso de que él empezara a tener recuerdos; en cualquier caso, podía verse que probablemente se había pasado la vida atendido por mujeres, mujeres a las que les parecía un completo figurín, y que ahora, cuando necesitaba realmente que le cuidaran, se avergonzaba de confesarles el motivo, y tenía miedo de sí mismo). No creo que supiera lo que quería hacer, o lo que haría a continuación; pensé que lo único que quería era que alguien le dijera que lo usual era hacer esto y luego

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esto otro, antes incluso de que llegara el momento de tener que decidir algo diferente. Pensé que estaba huyendo de sí mismo, que trataba de confundirse en alguna multitud o en algún medio extraño en donde pudiera perderse y no le fuera posible continuar. Ni siquiera cambié de parecer cuando me preguntó sobre la comida. »—Habrá algo en el campamento —dije—. Lo suficiente para una semana. »—Usted pasa por allí todas las semanas, ¿no es cierto? —dijo. »—Eso es. Todos los martes. Llego allí el martes por la mañana. Y el jueves por la noche estos animales del carricoche vuelven a estar en Blizzard comiendo avena. »Y estuvieron. Y estuve en Blizzard yo también, pero él se quedó arriba, en Sivgut. No se había quedado en la puerta viéndome partir. Estaba en el cañón, detrás del campamento, cortando leña, aunque sin conseguir gran cosa en su salida con el hacha. Me había dado diez dólares para que le comprara la comida semanal. »—No puede comerse diez dólares en una semana —dije—. A lo sumo serán cinco. Yo le compro la comida y me la paga cuando se la traiga. »Pero no quiso aceptar. Al marchar me llevé los cinco dólares. »No le compré la comida. Le pedí prestada una manta de piel de búfalo a Matt Lewis, porque el tiempo había cambiado aquella semana y sabía que los dos días del viaje de vuelta a la ciudad en el carruaje iban a ser para él muy fríos. Le alegró ver la piel de búfalo. Dijo que las noches se estaban poniendo bastante frías, y que se sentía contento de tener aquella manta. Así que dejé el correo a su cuidado y volví adonde Painter y discutí con Painter la cantidad de comida necesaria para que le durara hasta el martes siguiente. Y lo volví a dejar allí. Me dio otros cinco dólares. »—Estoy mejorando un poco con el hacha —me dijo Esta vez no se olvide de mi comida. »Y no me olvidé. Se la subí cada martes por espacio de dos años. Hasta que se fue. Lo veía todos los martes, en especial aquel primer invierno que casi lo mata; lo solía encontrar echado en el catre, tosiendo y escupiendo sangre, y le cocinaba un puchero de judías y le cortaba la leña que necesitaría hasta el martes siguiente, y al final llevé el telegrama hasta el ferrocarril y lo envié en su nombre. Iba dirigido a la señora tal y tal, de Nueva York; pensé que tal vez su madre había vuelto a casarse, y no tenía sentido. Decía simplemente: “Tengo dos semanas más, menos tiempo que para el adiós.” Y no había firmado. Así que firmé yo, Lucas Crump, Cartero Rural, y lo mandé. También pagué de mi bolsillo. Ella llegó al cabo de cinco días, y se marchó al cabo de diez años. —Acaba de decir dos años hace un minuto —dije. —Eso fue él. El sólo estuvo dos años. Imagino que a lo mejor aquel primer invierno mató sus microbios, lo mismo que a los gorgojos del algodón allá en el este, en Texas. De cualquier forma empezó a reponerse y a cortar él mismo la leña, así que cuando yo llegaba a las diez ella me decía que él había salido al amanecer. Y un día, en la primavera siguiente a la primavera en que ella llegó, lo vi en Blizzard. Había venido a la ciudad a pie, cuarenta millas, y había ganado unas treinta libras y parecía fuerte como un poney de las praderas. No pude estar con él más que un minuto, porque tenía prisa, No tuve idea de la prisa que tenía

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hasta que lo vi montar en el tren del este en el momento de la salida. Pensé que seguía huyendo de sí mismo. —Y cuando supo que la mujer seguía arriba, en Sivgut, ¿qué pensó? —Entonces supe que estaba huyendo de sí mismo —dijo el cartero.

III —¿Y la mujer? Ha dicho que se quedó diez años. —Eso es. Hace muy poco que se marchó. —¿Quiere decir que, después de marcharse él, se quedó otros ocho años? —Se quedó esperando su vuelta. El nunca le dijo que no iba a volver Además, ella tenía ya los microbios. Quizá fueran los mismos, que se habían mudado a unos nuevos pastos. —¿Y él no lo sabía? ¿Vivía con ella en la misma casa y no sabía que se había contagiado? —¿Cómo saberlo? ¿Usted cree que un tipo que tiene un fulminante de dinamita dentro tiene tiempo para preocuparse de si su vecino se ha tragado otro o no? Y, además, ella había abandonado a su marido y a sus dos hijos al recibir el telegrama. Así que creo que tenía la esperanza de que él iba a volver. Aquel invierno primero, cuando pensamos que iba a morir, yo solía hablar con ella. Ella era infinitamente más mañosa que él con el hacha, y a veces, cuando yo llegaba, ya no quedaba nada por hacer. Así que hablábamos. Ella era unos diez años mayor que él, y me contó cosas de su marido, que era unos diez años mayor que ella, y de sus hijos. Su marido era uno de esos arquitectos: ella me contó cómo Dorry volvió de una escuela de Arquitectura y Arte en París y entró a trabajar en el estudio de su marido. Y me imagino que él resultaría un bocado apetecible para una mujer de treinta y cinco años o quizá más, con un marido y una casa que funcionaban a la perfección sin que ella tuviera que inmiscuirse, y Dorry con sólo veinticinco años y recién llegado de los bulevares de París y con aspecto de dandy de Hollywood por añadidura. Así que calculo que no tuvo que pasar mucho tiempo para que acabaran los dos excitados de verdad, hasta el punto de pensar que no podrían vivir hasta haberle dicho a su marido y patrón que el amor era imperioso o impirioso o como se diga, y haberse ido a vivir a un cañón en medio de un escenario con fondo de armónicas y acordeones de los comparsas. »Eso habría estado bien. Habrían podido soportar la irrealidad. Era la realidad la que jamás tuvieron el coraje de negar. Él lo intentó, sin embargo. Ella me contó que no supo que estaba enfermo ni adónde se había marchado hasta que recibió el telegrama. Me contó que lo único que había hecho era mandarle una nota diciendo que se marchaba para no volver. Luego recibió el telegrama. »—Y no podía hacer otra cosa —dijo, con una camisa de franela de hombre y una chaqueta de pana. Estaba muy desmejorada, y aparentaba cinco años más. Pero no creo que él se diera cuenta—. No podía hacer otra cosa —dijo—, porque su madre había muerto el año anterior.

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»—Ah —dije yo—. No había pensado en ello. Así que como su madre no podía venir, y como él nunca tuvo ni abuela ni esposa ni hermana ni sirvienta, tuvo que venir usted. —Pero ella no me escuchaba. »Ella nunca atendía a nada salvo a él en la cama y al puchero en el hornillo. »—Ha aprendido a cocinar muy bien —le dije. »—¿Cocinar? ¿Por qué no? »Creo que no se enteraba de lo que comía, si es que comía, porque yo nunca la vi hacerlo. De cuando en cuando le hacía reparar en que había dado con un método propio para que no se le pegara la comida o para que no supiera como el cuero de una cincha vieja. Aunque imagino que las mujeres no tienen tiempo para preocuparse mucho por el sabor de la comida. Pero algunas veces, durante el invierno malo, subía y la hacía salir de la cocina y le cocinaba al enfermo lo que necesitaba. »Luego, aquel día de la primavera siguiente, lo vi en la estación cogiendo el tren. Después de aquello, ni ella ni yo volvimos a mencionarlo en absoluto. Al día siguiente subí a verla. Pero no lo mencionamos; nunca le conté que le había visto coger el tren. Saqué la comida de la semana y dije: »—Puede que mañana pase por aquí al volver. —No la miré al hablar—. No tengo nada más allá de Ten Sleep, así que puede que, de vuelta hacia Blizzard, pase por aquí. »—Creo que con lo que tengo me bastará hasta el próximo martes —dijo ella. »—Muy bien —dije—. Entonces la veré el martes. —Así que se quedó —dije. —Sí. Tenía ya los microbios. No me lo dijo durante un tiempo. A veces no la veía en dos meses. O bien la oía allá abajo, en el cañón, con el hacha, o bien me hablaba desde dentro de la casa, sin salir a la puerta, y yo dejaba los víveres en el banco y esperaba un rato. Pero ella no salía, y yo me iba. Cuando volví a verla, parecía haber envejecido veinte años. Y cuando se fue hace unos días, treinta y cinco. —Renunció a él y se marchó, ¿no es eso? —Telegrafié a su marido. Fue aproximadamente seis meses después de que Dorry se fuera. El marido llegó aquí al cabo de cinco días, lo mismo que tardó ella. Era un tipo agradable, algo viejo. Pero no venía con ánimo de crear problemas. »—Le estoy agradecido —fue lo primero que dijo. »—¿Por qué? —dije. »—Le estoy agradecido —dijo—. ¿Qué cree que es lo primero que debo hacer? »Lo discutimos. Decidimos que sería mejor que él esperase en la ciudad hasta que yo volviera. Subí. No le dije a ella que su marido estaba allí. Nunca llegué a tanto; aquélla fue la primera vez que me explayé y hablé como si existiera algo tal como el mañana. Pero nunca fui tan lejos como para decirle que su marido estaba allí. Volví a la ciudad y le conté al marido lo de la entrevista. »—Tal vez el año que viene —le dije—. Inténtelo entonces. »Ella seguía pensando que Dorry iba a volver. Como si fuera a aparecer en el próximo tren. Así que el marido se volvió a casa y yo metí el dinero en un sobre y conseguí que Many Hughes, en Correos, me ayudara a perpetrar el crimen, o

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como se llame la ofensa contra el gobierno al hacer estas cosas, con la máquina matasellos, para que pareciera todo normal, y le llevé la carta. »—Es certificada —dije—. Debe de haber una mina de oro dentro. »Y ella la cogió, con el matasellos y el número y todo falsos, y la abrió y buscó la nota de Dorry. Lo llamaba Dorry, ¿se lo dije? La única cosa de la que parecía desconfiar era lo único auténtico. »—No hay nota —dijo. »—Puede ser que tuviera prisa —dije—. Debe de estar muy ocupado para haber ganado todo ese dinero en seis meses. »A partir de entonces, solía llevarle una de estas cartas simuladas dos o tres veces al año. Yo le escribía al marido una vez a la semana para decirle cómo se encontraba su esposa, y dos o tres veces al año, cuando veía que ella iba a quedarse sin un centavo, cogía el dinero y le llevaba una de esas cartas, y ella abría el sobre y casi echaba el dinero a un lado para buscar la nota, y luego me miraba como si pensara que Manny o yo habíamos abierto el sobre para sacar la nota. Quizá creía que lo hacíamos. »No lograba hacer que comiera como es debido. Al final, hace como un año, cayó en cama, en el mismo catre y con las mismas mantas. Telegrafié a su marido, y él envió un tren especial con uno de esos especialistas del este que no le miran a uno si carece de certificado de buen linaje, y le dijimos a la mujer que era el inspector de Sanidad del condado, que hacía su ronda anual, y que los honorarios eran de un dólar; le pagó, pues, y aceptó el cambio del billete de cinco dólares que le había entregado, y el médico me miraba y yo le dije: »—Vamos, dígaselo. »—Le queda un año de vida —dijo. »—¿Un año? —dijo ella. »—Eso es —dije yo—. Un año es mucho tiempo. En cinco días se puede llegar aquí desde cualquier parte. »—Así es —dijo ella—. ¿Cree usted que debería tratar de escribirle? Podría insertar el texto en los periódicos. »—Yo no lo haría —dije—. Está muy ocupado. Si no estuviese ocupado de verdad, ¿podría acaso ganar todo el dinero que está ganando? »—Tiene razón —dijo ella. »Así que el médico volvió a Nueva York en el tren especial e informó al marido de la situación. Inmediatamente después recibí un telegrama suyo; quería haber mandado de nuevo al especialista del este, aquel médico de altos vuelos. Pero imaginaba, según decía el telegrama, que no iba a dar buen resultado, así que le dije a mi sustituto que podía hacer un buen trabajo; durante un año ganaría una vez y media mi paga. No le iba a hacer ningún daño si le hacía creer que, además de trabajar para el gobierno, trabajaría para uno de esos grandes sindicatos del este. Y cogí el petate y acampé al raso en el cañón, debajo de la cabaña. Empleamos a una mujer injun para que la atendiera. La mujer injun no hablaba lo bastante de ninguna lengua como para explicar gran cosa a la enferma; sólo que un hombre rico la había enviado para cuidarla. Y así lo hizo. Y yo acampado en el cañón al aire libre, diciéndole que estaba de vacaciones cazando carneros. Mis vacaciones duraron ocho meses. Le llevó, pues, mucho tiempo.

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»Al cabo bajé a la ciudad y telegrafié al marido. Me contestó telegráficamente que la enviara a Los Angeles en el tren del miércoles; que él viajaría en avión e iría a esperar el tren en Los Angeles. Así que bajamos con ella el miércoles. Ella estaba sobre una camilla cuando el tren entró en la estación y se detuvo y desengancharon la máquina para conducirla hasta el depósito de agua. Yacía sobre la camilla, a la espera de que la subieran al vagón de equipajes; la mujer injun y yo le habíamos dicho que el hombre rico había enviado por ella. Y entonces aparecieron ellos. —¿Ellos? —dije. —Dorry y su esposa. Olvidé contarlo. Las noticias pasan por Blizzard unas cuatro veces antes de quedarse. Pongamos que la noticia tiene lugar en Pittsburgh. De acuerdo. La dan por radio y pasa sobre nosotros para llegar a Los Angeles o a Frisco. De acuerdo. Ponen los periódicos de Los Angeles y de Frisco en el avión, y la noticia pasa sobre nosotros hacia el este ahora, hacia Phoenix. Allí ponen los periódicos en el rápido y la noticia vuelve a pasar sobre nosotros en dirección oeste, a sesenta millas por hora y a las dos de la madrugada. Y los periódicos vuelven de nuevo hacia el este en el tren de cercanías, y al fin podemos leerlos. Matt Lewis me enseñó el periódico, la noticia de la boda, el martes. »—¿Crees que se trata del mismo Darrel House? —dijo. »—¿La novia es rica? —dije. »—Es de Pittsburgh —dijo Matt. »—Entonces es él —dije. »Así que la gente se apeó de los vagones para estirar las piernas, como suele hacer. Ya conoce esos trenes Pullman. La gente ha convivido durante cuatro días. Se conocen unos a otros como si fueran de la familia: el millonario, la reina de la pantalla, la novia y el novio probablemente con arroz en el pelo todavía. Él con aspecto aún de no tener ni un día más de treinta años, con su reciente esposa pegada a él con la cara baja, y las cabezas de los demás pasajeros volviéndose cuando pasaban, las cabezas de los viejos, que recordaban su luna de miel, y las cabezas de los solteros, que pensaban quizá un puñado de los mejores pensamientos que tuvieron en toda su vida acerca de este mundo, y la novia pensando un poco también, tal vez, encogiéndose contra su marido y pegándose a él y pensando lo bastante como para imaginarse paseándose por el andén desnuda, cuando lo más probable es que no accediera al privilegio ni por once dólares ni por quince. La pareja se acercó, como el resto de los pasajeros que se acercaban y pasaban junto a la camilla y la miraban y hacían ademán como de pararse, como el dueño de una casa al encontrar en la esquina un perro muerto o un trozo de madera con forma extraña, y seguían adelante. —¿También ellos pasaron de largo? —Eso es. Se acercaron y la miraron; la novia como encogiéndose contra él y agarrándolo, con los ojos muy abiertos, y Dorry mirando a la mujer de la camilla y pasando de largo, y ella (ya no podía mover sino los ojos) volviendo la mirada para seguirles, pues había visto también el arroz sobre su pelo. Imagino que hasta ese momento quizá había estado pensando que él bajaría del tren y vendría a su encuentro. Pensó que él tendría el mismo aspecto que cuando lo vio por última vez, y pensó que ella tendría el mismo aspecto que cuando él la vio por vez

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primera. Y así, cuando le vio y vio a la novia y advirtió el arroz, lo único que pudo hacer fue mover los ojos. O tal vez no lo reconoció en absoluto. No lo sé. —Pero él —dije—, ¿él qué dijo? —Nada. No creo que me reconociera. Había mucha gente, y no llegamos a estar frente a frente. No creo siquiera que me viera. —Quiero decir cuando la vio a ella. —No la reconoció. Porque no esperaba verla allí. Imagine que ve a su propio hermano en un lugar donde no espera verlo, donde ni en sus más locos sueños imaginó jamás que pudiera estar: no lo reconocería. Y no digamos si acontece que ha envejecido cuarenta años en diez inviernos. Uno debe desconfiar de la gente para reconocerla dondequiera que la vea. Y él no desconfiaba de ella. Ese fue el problema de esa mujer. Pero no duró mucho. —¿Qué es lo que no duró mucho? —Su problema. Cuando la bajaron del tren de Los Angeles, estaba muerta. Entonces el problema pasó al marido. Y a nosotros. Estuvo en el depósito de cadáveres dos días, pues cuando el marido fue allí y la miró, no podía creer que fuera ella. Tuvimos que telegrafiarle cuatro veces para que se rindiera a la evidencia. Matt Lewis y yo pagamos los telegramas. Él estaba muy ocupado y olvidó pagarlos, imagino. —Todavía ha debido de quedarle algo del dinero que el marido le mandaba para engañarla —dije. El cartero rural estaba mascando. —Ella estaba viva cuando él mandaba el dinero —dijo—. Era diferente. Escupió con cuidado. Se pasó la manga por la boca. —¿Tiene usted algo de sangre india? —dije. —¿Sangre india? —Habla usted tan poco. Tan raras veces. —Oh, sí. Tengo algo de sangre india. Mi nombre era Toro Sentado. —¿Era? —Sí. Me mataron un día hace algún tiempo. ¿No lo leyó en los periódicos?

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La esposa de dos dólares

—¡Es que nunca ya a estar lista! Maxwell Johns se miró en el espejo. Se vio a sí mismo encendiendo un cigarrillo y lanzando la cerilla hacia atrás, por encima del hombro. La cerilla cayó sobre la chimenea y brincó, aún encendida, hacia la alfombra. —¡Qué diablos me importa si se quema todo este tugurio! —gruñó mientras a grandes zancadas iba de un lado para otro del llamativo salón de los Houston. Volvió a mirarse en el espejo: cuerpo delgado en traje de etiqueta, pelo negro y suave, cara blanca y suave. Oía a Doris Houston y su madre, en la habitación de arriba, gritarse mutuamente. —¡Oye cómo chillan! —gruñó—. Parece una batalla campal en lugar de una chica poniéndose sus trapos. ¡Oh, maldita sea! ¡Tienen la cabeza llena de borra, como el algodón que cultivamos! Una criada negra entró en la estancia y se ocupó en menudencias durante unos instantes, meneando el vasto trasero como un alto oleaje bajo aceite. Dirigió una mirada a Maxwell, se fue hacia la puerta y salió del salón. Los gritos, arriba, culminaron un crescendo. Luego él oyó unos pies apresurados, rápidos y vehementes; un tenue y alto estrépito, joven y evanescente. Un chillido final del piso superior pareció lanzar a Doris Houston dentro del salón, como una pepita que salta al exprimir una naranja. Era delgada como una libélula, con pelo de color de miel y piernas largas de chiquilla. Su pequeña cara eran retazos de mortal blanco y rojo furioso. Llevaba en el brazo un abrigo de pieles y con la otra mano se sujetaba un hombro del vestido. Del otro hombro, que se había deslizado y llevaba muy caído, pendía un tirante suelto. Doris se ajustó el vestido y masculló algo entre sus labios rojos. Una aguja brilló entre sus dientes blancos; el fino hilo ondeó en el aire al arrojar Doris el abrigo y ofrecer la espalda a Maxwell. —¡Venga, Inconsciente, cósemelo! —interpretó él sus palabras, sólo masculladas. —¡Santo Dios, si te lo cosí anteanoche! —gruñó Maxwell—. Y te lo cosí en Nochebuena, y te lo cosí...

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—¡Oh, cállate! —dijo Doris—. ¡También participaste en arrancármelo! ¡Cóselo bien esta vez; y que se quede cosido! Cosió, murmurando para sí mismo, con largas, furiosas puntadas, como cosería un chico la funda de un balón de béisbol. Cortó el hilo, jugueteó con la aguja pasándola de una mano a otra unos instantes, y luego la arrojó sin cuidado sobre la funda del asiento de una silla. Con movimiento sinuoso Doris se encajó el tirante en su sitio y recogió el abrigo. Afuera bramó un claxon. —¡Ahí están! —dijo bruscamente—. ¡Vamos! Volvieron a sonar pisadas en las escaleras; como pedazos de masa a medio cocer que cayeran de una mesa. Irrumpieron en el salón los rizos y los brillantes de la señora Houston. —¡Doris! —gritó—. ¿Adónde vas esta noche? ¡Maxwell, que no se te ocurra tener a Doris hasta las tantas como en Nochebuena! ¡Me tiene sin cuidado que sea Nochevieja! ¿Me oyes? Doris, te vuelves a casa... —¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —gritó Doris sin mirar atrás—. ¡Vámonos, Inconsciente! —¡Adentro! —rugió Walter Mitchell, que conducía el coche—. ¡Sube atrás, Doris, maldita sea! ¡Lucille, quítame de encima las piernas! ¿Cómo diablos quieres que conduzca? Cuando el coche avanzaba a gran velocidad por una carretera periférica de la ciudad, otro automóvil en el que también viajaban dos parejas se incorporó a ella desde una vía lateral. Los conductores hicieron sonar repetidamente el claxon a modo de saludo. Ambos giraron, uno al lado del otro, y tomaron la carretera recta que conducía al Country Club. Avanzaron a la carrera, rugiendo, zarandeándose —sesenta, setenta, setenta y cinco—, las ruedas juntas cubo con cubo, las exteriores en los bordes de la carretera. Tras los volantes, con mirada furiosa, dos caras casi idénticas; rasuradas, jóvenes, ceñudas. Allá adelante, a lo lejos, brillaban las puertas blancas del Country Club. —¡Reduce la marcha! —gritó Doris. —¿Que reduzca? ¡Qué diablos dices! —gruñó Mitchell, con el pie y el acelerador pegados al suelo. El otro coche se puso en cabeza; bocinazos burlones, alaridos en una jerigonza incomprensible. Mitchell maldijo en un susurro. ¡Chi-i-i-rridos! El coche que iba en cabeza tomó la curva sobre dos ruedas, brincó, se zarandeó, se inclinó violentamente hacia un costado y enfiló por la avenida de acceso a gran velocidad. Mitchell soltó bruscamente el acelerador y el coche continué rodando por la carretera oscura. A una milla del Country Club detuvo el coche, cerró el contacto y apagó las luces y sacó una petaca del bolsillo. —¡Tomemos un trago! —gruñó, ofreciendo la petaca. —No quiero pararme aquí —dijo Doris—. Quiero ir al club. —¿No quieres un trago? —preguntó Mitchell. —No, tampoco quiero un trago. Quiero ir al club. —No le hagas caso —dijo Maxwell—. Si aparece alguien, le enseño la licencia.

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Un mes antes, poco después de que Maxwell fuera expulsado de Sewanee, Mitchell había desafiado a Maxwell y a Doris a que contrajeran matrimonio. Maxwell había pedido prestados dos dólares al portero negro de la Lonja del Algodón, donde Max «trabajaba» en la oficina de su padre, y habían recorrido cien millas para comprar una licencia. Luego Doris se había echado atrás. Maxwell seguía llevando la licencia en el bolsillo, algo manchada ya por el roce y la humedad. Lucille se echó a reír a carcajadas. —¡Max, compórtate! —gritó Doris—. ¡Aparta esas manos! —Eh, dame la licencia —dijo Walter—. La pondré en el radiador. Así no tendrán ni que bajar del coche para verla. —¡No, no lo hagas! —gritó Doris. —¿Qué tienes tú que ver en esto? —dijo Walter—. Fue Max quien pagó dos dólares por ella, no tú. —¡Me da igual! ¡Lleva mi nombre escrito! —Devuélveme los dos dólares y puedes quedarte con ella —dijo Maxwell. —No tengo dos dólares. ¡Da la vuelta y llévame al club, Walter Mitchell! —Yo te daré esos dos dólares por ella, Max —dijo Walter. —De acuerdo —aceptó Maxwell, metiéndose la mano en el abrigo. Doris se echó sobre él. —¡No lo hagas! —gritó—. ¡Se lo voy a contar a papá! —¿Qué te importa? —protestó Walter—. Voy a borrar vuestros nombres para poner el de Lucille y el mío. ¡Puede que la necesitemos! —¡Me tiene sin cuidado! El mío seguirá ahí y será bigamia. —Querrás decir incesto, querida —dijo Lucille. —¡No me importa lo que sea! ¡Me voy al club! —¿Sí? —dijo Walter—. Diles que iremos dentro de un rato. Le tendió la petaca a Maxwell. Doris abrió la portezuela de golpe y saltó afuera. —¡Eh, espera! —gritó Walter—. Yo no... Oyeron los tacones altos de Doris golpeando el duro asfalto. Walter dio la vuelta con el coche. —Será mejor que te bajes y vayas con ella —le dijo a Maxwell—. Saliste de casa con ella. Llévala al club. No está lejos; apenas es una milla. —¡Mira por dónde vas! —gritó Maxwell—. ¡Viene un coche ahí detrás! Walter se hizo a un lado y encendió los faros al pasar el otro coche. —¡Es Hap White! —gritó Lucille, alargando el cuello—. Va con ese chico de Princeton, con Jornstadt, ese tan guapo por el que todas están locas. Es de Minnesota y está de visita en casa de su tía. El otro coche se detuvo junto a Doris. Se abrió la puerta. Doris subió. —¡Vaya víbora! —chilló Lucille—. Apuesto a que sabía que Jornstadt iba en el coche. Apuesto a que se citó con Hap White, que quedó en que la recogería. Walter rió entre dientes maliciosamente. —Ahí va mi chica... —tarareó. Maxwell maldijo con furia en un susurro. En el otro coche, antes de que subiera Doris, iban cinco. Doris se sentó en las rodillas de Jornstadt. Él sintió la calidez y la suavidad turgente de las piernas de

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ella. La sostenía con firmeza, atrayendo hacia sí su espalda. Doris hizo un ligero movimiento sinuoso y el brazo de él se puso tenso. Jornstadt aspiró profundamente el aire cargado con el perfume del pelo color de miel. Apretó el brazo aún más. Instantes después el coche de Mitchell bramó a un lado y los adelantó. Ocultos entre dos coches aparcados, Walter y Maxwell vieron entrar en el club a los seis ocupantes del coche de Hap White. El grupo [dejó atrás] a las chicas que rodeaban como abejas al joven alto de Princeton, cuya cabeza primorosamente peinada sobresalía por encima de todas las demás. La música ruidosa parecía una triunfante alfombra extendida a sus pies a modo de salutación, burlonamente. Walter ofreció a Maxwell su petaca casi vacía. Max se la llevó a la boca. —Sé un buen sitio para ese tipo de Princeton —dijo, secándose los labios. —¿Cuál? —La morgue —dijo Max. —¿Vas a bailar? —preguntó Walter. —¡Qué diablos! Vamos al guardarropa. Seguro que hay una partida de dados. En efecto, la había. Sobre el corro arrodillado de cabezas y hombros tensos vieron al joven de Princeton, Jornstadt, y a Hap White, un jovenzuelo gordo con cara de querubín y ademanes serviles. Estaban bebiendo; se pasaban de mano en mano un ancho vaso en el que un negro servía whisky de maíz de una botella de Coca-Cola. Hap saludó con la mano. —Eh, hola, chico —dijo, dirigiéndose a Max—. ¿Pequeños problemas familiares? —No —dijo Maxwell con tono tranquilo—. Dame un trago. Max y Walter seguían la partida de dados. Hap y Jornstadt salieron del guardarropa; la música estridente se dejó oír brevemente a través de la puerta abierta. Un rumor de monótonas voces se alzaba del corro arrodillado. —¡Once! Va medio dólar. —¡Vale! ¡Dos ases! ¿Un dólar ahora? —¡Venga, Pequeño Joe! —¡Noventa días en el calabozo! ¡Sea! La botella circulaba de mano en mano. La puerta empezó a abrirse y a cerrarse una y otra vez. El guardarropa se llenó de gente, se nubló con el humo de los cigarros. La música había cesado. De pronto estalló la algarada: el quejido ascendente de una sirena de bomberos, los estridentes pitidos de las desmotadoras de algodón diseminadas por los campos, el estampido de pistolas y rifles y las detonaciones más sordas de las escopetas. Las chicas, en el mirador, gritaban y reían entrecortado y nerviosamente. —¡Feliz Año Nuevo! —dijo Walter con malicia, Max lo miró con hosquedad, se quitó el abrigo y se desabrochó el cuello. —¡Dejadme entrar en la partida! —gruñó. Un joven alto y primorosamente peinado acababa de entrar calmosamente por la puerta. Llevaba del brazo a una muchachita grácil de pelo Color de miel. Para las tres de la madrugada Maxwell había ganado ciento cuarenta dólares y había hecho saltar la partida. Uno a uno los jugadores se habían ido levantando,

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entumecidos, como si acabaran de abandonar el sueño. La música continuaba al lado, pero el guardarropa se llenó de mangas alzadas de abrigos. Los jóvenes se ajustaban la corbata, se alisaban el ya liso charol del pelo. —¿Se acabó? —preguntó Maxwell. —Casi, maldita sea —gruñó Walter. El gordo Hap White entró sigilosamente por la puerta. A su espalda venía Jornstadt, congestionado y vacilante. —Ese tipo de Princeton sí que bebe de lo lindo —gruñó una voz detrás de Max—. Todavía le queda una botella de cuarto de primera. Hap White se abrió paso hasta ponerse al lado de Maxwell, y habló en voz baja. —Esa licencia que conseguiste, Max —dijo, vacilante. Maxwell le dirigió una mirada fría. —¿Qué licencia? Hap se pasó un pañuelo por la frente. —Ya sabes, esa licencia de matrimonio para ti y para Doris. Quere... queremos comprártela. Como no vas a necesitarla... —No la vendo. Y aunque la consiguierais no os iba a servir de nada. Los nombres están ya escritos. —Lo podemos arreglar —dijo Hap, zalamero—. Es fácil, Max. Johns... Jornstadt. ¿Comprende? Sobre el papel son muy parecidos, y nadie va a esperar que un burócrata del condado escriba tan claro como para que se le entienda. ¿Comprendes? —Sí, entiendo —dijo Maxwell tranquila, muy tranquilamente. —Doris está de acuerdo —le urgió Hap—. Mira, aquí está la nota donde lo pone. Max leyó los garabatos sin firma de la escritura infantil de Doris: «¡Déjame en paz, viejo bígamo!» Frunció el ceño torvamente. —¿Qué dices, Max? —insistió Hap. Maxwell apretó las delgadas mandíbulas hoscamente. —No, no la vendo; pero se la apuesto a Jornstadt: la licencia contra su botella. —Oh, vamos, Max —protestó Hap—. Jornstadt no juega a los dados. Es del norte. No sabe ni cómo se manejan. —A tres tiradas. Los dados más altos —dijo Max—. O lo tomas o lo dejas. Hap se acercó a pasitos rápidos a Jornstadt; susurró unas cuantas palabras. El joven de Princeton protestó; luego se pusieron de acuerdo. —De acuerdo —dijo Hap—. Aquí está la botella. Pon la licencia en el suelo, junto a ella. —¿Dónde están los dados? —preguntó Maxwell—. ¿Quién tiene unos dados? Peter, dame los tuyos. El negro puso los ojos en blanco. —Mis dados... no son..., no... —¡Cállate y dámelos! —dijo, furioso, Maxwell—. No te los vamos a estropear. ¡Venga! Peter sacó los dados del bolsillo. —Mira. Déjame que te enseñe, Jornstadt —dijo Hap White.

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Jornstadt cogió los dados torpemente. Los dejó caer en el suelo. Un cinco y un cuatro. —¡Nueve! —rió entre dientes Hap—. ¡Una buena tirada! Muy buena. Max consiguió únicamente un tres y un cuatro: siete. La primera tirada se la adjudicó Jornstadt. Max ganó la siguiente: nueve contra cinco. Recogió y agitó los dados. —¿Sigo tirando yo? —le preguntó a Jornstadt. El joven de Princeton miró inquisitivamente a Hap White. —Bien, de acuerdo —dijo Hap—. Déjale que tire el primero. ¡Clic, clic, click! Los dados cayeron de la mano de Maxwell, rodaron una y otra vez y al fin quedaron inertes. —¡Hurraaaa! —vitoreó Walter Mitchell sin alzar la voz—. ¡Dos cincos! ¡Insuperable! —¿Merece la pena que tire? —preguntó Jornstadt. —Claro; inténtalo —dijo Hap, sombrío—. Pero tienes menos posibilidades que una hembra en un club estudiantil de machos. Jornstadt agitó torpemente los dados con una y otra mano. Y los dejó caer. Apareció un cinco. El otro cubo giró vertiginosamente sobre sí mismo en una esquina por espacio de un sobrecogedor instante y al fin descansó sobre uno de sus lados. Maxwell se quedó mirando los seis puntos negros, que parpadeaban ante él como diablos de ojos moteados. —¡Uaaa! ¡Fantástico! —gritó Hap White—. ¡Un natural! (8) Jornstadt recogió los dados y miró inquisitivamente en torno. —¿Gano yo? —preguntó. —Sí, tú ganas —replicó Maxwell sin alterarse. Empezó a ajustarse el cuello. Jornstadt le alargó los dados a Peter, el negro de ojos saltones. —Gracias —le dijo. Y salió parsimoniosamente del guardarropa en compañía del jubiloso Hap White, con la licencia y la botella en el bolsillo. Había un completo silencio en el recinto cuando Maxwell se acercó al espejo y empezó a arreglarse la corbata. Uno a uno, los jóvenes iban saliendo. Maxwell se quedó solo. Miró airadamente el espejo. En el pequeño servicio que había al otro lado del tabique, oyó cómo alguien hablaba consigo mismo en un susurro. Reconoció la voz de Peter. —¡Dios! ¡Dios! —entonaba quejumbrosamente el negro—. ¡Sencillamente no podía sacar once con esos dados, porque no tienen seises! Son dados especiales. ¡No podía! ¡Pero lo ha hecho! ¡Me gustaría saber tirar los dados como él dice que no sabe! Maxwell miró el espejo; vio cómo sus labios palidecían lentamente. Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón. El negro intenso y mate de una pistola automática le lanzó un destello desde el espejo. Vaciló; se guardó la pistola en el bolsillo. —¡No quiero que me cuelguen! —susurró. Se quedó durante largo rato mirándose; la tersura de su frente se vio surcada de arrugas ante el esfuerzo inusual del intenso pensamiento. (8) Amén de jugada ganadora al obtener, como se había estipulado, la suma más alta (11 frente a 10), el 11 en primera tirada suele considerarse ganador y se denomina natural. (N. de T.)

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Peter seguía ocioso en el servicio. Maxwell pasó a grandes zancadas al otro lado del tabique. Agarró al negro por el brazo. —Pete, quiero que me consigas una cosa, y rápido —gruñó—. Escucha... —Pero, ¡señor Max, eso es brebaje de negros! —protestó el negro—. ¡No es una bebida para caballeros blancos! Está bien. ¡Ya voy! ¡Ya voy! Volvió al cabo de cinco minutos con un frasco lleno de un líquido parecido al agua. Maxwell lo cogió y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Instantes después entró Walter Mitchell con Jornstadt y Hap White. Traían la botella de Jornstadt. Maxwell sacó el frasco, desenroscó la tapa y lo levantó. —Esta es bebida de hombres —dijo—. ¡No es agua coloreada como eso! Jornstadt rió burlonamente. —No conozco nada que yo no pueda beber —declaró—. ¡Dame un trago! —Será mejor que lo dejes —le advirtió Maxwell—. Te aseguro que es para hombres. Jornstadt se congestionó vivamente. —¡Dame ese frasco! Max se lo tendió. Hap White alcanzó a oler el contenido y se quedó boquiabierto. —¡Pero si es el licor de los negros! —dijo con un chillido—. Jornstadt, tú no... El codo de Maxwell le alcanzó con rabia en la garganta. Jornstadt, con el frasco ya levantado, no advirtió el golpe. Hap graznó, tragó aire y se quedó inmóvil, temblando ligeramente bajo la torva mirada de Maxwell. Jornstadt respiraba con dificultad. —Lo que me figuraba —dijo Max mientras asentía con la cabeza—. ¡No es capaz de tomárselo! —¿Quién diablos dice que no soy capaz? —gruñó Jornstadt, y el frasco, volvió a alzarse. La orquesta interpretaba Buenas noches, novia mía cuando salieron del guardarropa. Jornstadt, con los ojos ligeramente vidriosos, se apoyaba en el brazo de Hap White. Maxwell iba detrás de ellos con una leve sonrisa en los labios. Aún conservaba la sonrisa cuando vio a Jornstadt avanzando tambaleante hacia el coche de Hap White; rodeaba a Doris con el brazo. —Vamos hacia Marley —le oyó decir a Hap White. Lucille, ya en el coche, reía nerviosamente. —¡Sígueles! —gruñó Maxwell a Walter Mitchell. Marley estaba a veintidós millas, Allí había un juez de paz. Jornstadt estaba hundido blandamente, con la cabeza sobre el pecho. La pechera de la camisa, antes impecable, estaba abierta. El cuello se le había encaramado sobre las orejas. Doris y Lucille lo sujetaban mientras el coche avanzaba dando bandazos. Doris lloriqueaba: —No quiero casarme con nadie. Quiero irme a casa. ¡Viejo bígamo borracho! —¡Tienes que ir hasta el final! —dijo Lucille—. Vuestros nombres ya están en el papel. Si no lo haces, será una falsificación. —¡Pero si dice Maxwell Jornstadt! —gimió Doris—. ¡Estaré casada con los dos! ¡Será bigamia!

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—La bigamia no es tan grave como la falsificación. ¡Nos meteremos todos en un lío! —¡No quiero! El coche se detuvo bruscamente frente a un furgón que parecía extraviado de su vía férrea. Habían abierto en él ventanas, y sobre la puerta podía leerse un letrero que rezaba: «Juez de paz» —¡No quiero casarme en un furgón! —gimoteó Doris. —Es como una iglesia —le urgió Lucille—. Sólo que no hay órganos. Un juez de paz no es un doctor en Teología, así que no puede casarte en una iglesia. La puerta del furgón se abrió y apareció un hombre panzudo y de edad algo avanzada con una linterna. Miró hacia el exterior; del pantalón, dentro del cual había arrebujado su camisa de dormir, le colgaban los tirantes. —¡Entrad! ¡Entrad! —refunfuñó. Walter Mitchell hizo avanzar el coche. Maxwell se apeó y se acercó al coche de Hap. Hap manoseaba a Jornstadt tratando de que se levantara. —Déjale en paz —gruñó Maxwell—. Coge la licencia y dámela a mí. Daré la cara por él. —¡No quiero! —gimoteó Doris. Entraron en el furgón. El juez de paz estaba de pie con un gran libro en la mano. La luz de una lámpara de aceite daba un tinte amarillo a sus caras macilentas. El juez de paz miró a Doris. —¿Qué edad tienes, hermana? —preguntó. Doris, con la mirada fija, carecía por completo de expresión. Lucille se apresuró a hablar. —Tiene dieciocho años. —Pues parece que tiene unos catorce y que debería estar acostada en casa — gruñó el juez de paz. —Ha estado cuidando a un amigo enfermo —dijo Lucille. El juez de paz miró la licencia. Lucille contuvo la respiración. —Estos nombres... —empezó el juez. Lucille encontró de nuevo las palabras. —Doris Houston y Maxwell Jornstadt —dijo. —¡Santo Dios, ni siquiera saben sus propios nombres! —exclamó el juez de paz—. Este parece que... Algo se pegó de pronto contra la palma de su mano. Maxwell estaba de pie junto a él, muy cerca. Lo que acababa de acurrucarse contra la mano del juez de paz eran los ciento cuarenta dólares que Max había ganado en la partida de dados. Las manos del juez de paz se cerraron sobre el fajo de billetes como las garras de un gato sobre un ratón. Abrió el libro. —Vamos —dijo Max a Doris al cabo de tres minutos—. De ahora en adelante me vas a obedecer ..., ¡señora Johns! Lucille gimió. Hap White lloriqueo. Jornstadt roncaba sonoramente dentro del coche, —¡Oh! —dijo Doris. La luz fría del amanecer de enero empezaba a despuntar cuando llegaron a la grande y ostentosa casa de los Houston. Frente a la puerta principal había un automóvil.

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—¡Es el Chrysler del doctor Carberry! —exclamó Maxwell—: ¿Crees que alguien... ? Doris se apeó del coche aún en marcha y echó a correr. —¡Si ha pasado algo será por tu culpa! —gimió débilmente por encima del hombro—. Vete de aquí, viejo bígamo. Maxwell entró en la casa detrás de ella. Oyó decir al doctor Carberry: —Está ya bien, señora Houston. Se la saqué; pero se ha salvado por los pelos. Doris hablaba a su madre a gritos. —¡Mamá! ¡Estoy casada, mamá! ¡Mamá! ¡Estoy casada! —¡Casada! —gritó la señora Houston—. ¡Dios mío, como si no hubiéramos tenido ya esta noche suficiente! ¡Casada! ¿Quién... Entonces vio a Maxwell. —¡Tú! —gritó, yendo hacia él y agitando sus rechonchas manos. Los brillantes de sus dedos lanzaban cegadores destellos contra los ojos de Max—. ¡Tú fuera de aquí! ¡Fuera te digo! ¡Fuera! —Estamos casa... —empezó Max—. Le comunico que... La señora Houston lo empujó hacia el recibidor, le espetó un «¡Fuera!» final y se internó de nuevo en el salón. La imponente forma de la criada negra surgió de pronto ante Max. Max retrocedió unos pasos. —La puerta principal está abierta —dijo la negra, cortante. —¿De qué está hablando? —inquirió Max—. Le digo que estamos casados de verdad. Hemos... —¿Es que no ha armado ya suficiente jaleo aquí esta noche? —dijo la negra— . Váyase. Telefonee mañana si quiere. —¿Telefonear? —farfulló Max—. Le digo que ella es mi... —¡Usted tiene la culpa de todo! —dijo la negra con mirada furibunda—. ¡Dejar la aguja clavada en la silla cuando cualquiera hubiera sabido que el niño iba a cogerla! La negra hizo avanzar sus rotundas formas. Max se encontró de pronto en el porche principal. —Aguja.... niño... —balbució atolondradamente—. ¿Qué..., qué... ? —¡No es usted capaz de hacer nada como es debido! ¡El niño se la tragó! Y le cerró la puerta en las narices. Puso en marcha el coche y se alejó de la casa lentamente. —Telefonear.... maldita sea —dijo de pronto —. Si Doris es mi... Pero no acabó de decirlo. Un coche apareció a su espalda y lo esquivó describiendo una amplia curva, Max no llegó a verlo. Estaba hurgando en su bolsillo. Consiguió al fin sacar un cigarrillo. Otro automóvil dio un violento viraje y logró sortear a Max en el último segundo. Y el conductor vio únicamente un coche grande que a las nueve de la mañana avanzaba con lentitud errática por el lado opuesto de la calzada: un joven de etiqueta iba al volante.

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La tarde de una vaca

El señor Faulkner y yo estábamos sentados bajo la morera con el primer julepe de la tarde; me explicaba lo que debía escribir al día siguiente cuando Oliver, corriendo y con los ojos desmesuradamente blancos y abiertos, apareció súbitamente a un costado del ahumadero. —¡Señor Bill! —gritó—. ¡Han prendido fuego a los pastos! —... —gritó el señor Faulkner con la presteza que muy a menudo caracteriza todos sus actos—. ¡... esos chicos al...! —dijo levantándose de un salto y refiriéndose a su propio hijo, Malcolm, y al hijo de su hermano, James, y al hijo del cocinero, Rover o Grover. Su nombre es Grover, si bien Malcolm y James (ellos y Grover tienen la misma edad y, ciertamente, han crecido no sólo contemporáneamente sino asimismo casi inextricablemente) han insistido desde que saben hablar en llamarle Rover, de forma que ahora todos los de casa, incluida su propia madre y, naturalmente, el propio niño, le llaman Rover; todos menos yo, pues mi creencia y hábito ha sido siempre llamar a las criaturas (hombres, mujeres, niños o bestias) por su legítimo nombre, lo mismo que no permito que me llame nadie con nombres incorrectos, aunque bien sé que a mis espaldas Malcolm y James (y sin duda Rover o Grover) me llaman Ernest be Toogood (9), ejemplo craso y bajo del llamado ingenio o humor al que los niños, estos dos en particular, son tan proclives. En más de una ocasión he intentado explicarles (años atrás; desistí hace ya tiempo) que mi posición en la casa no implicaba en absoluto servidumbre, pues ya hace años que vengo escribiendo las novelas y relatos cortos del señor Faulkner. Ha transcurrido, sin embargo, mucho tiempo desde que me convencí (e incluso resigné) de que ninguno de los dos sabía o se preocupaba lo más mínimo del significado del vocablo servidumbre. No creo anticiparme al decir que no sabíamos dónde podrían estar entonces los tres niños. No podía esperarse que lo supiéramos, más allá de la impresión o convicción de orden general de que se habrían escondido en el pajar del granero o del establo —y ello por experiencia previa, aunque la experiencia jamás había incluido o comprendido el incendio premeditado—. Ni creo ulteriormente violar las formales normas del orden, la unidad y el énfasis al decir que ni por un (9) Be too good: literalmente: «Sé demasiado bueno.» (N. del T.)

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momento concebimos jamás que estarían donde los hechos posteriores probaron que estaban. Pero este asunto se volverá a tocar más adelante; en aquel momento no pensábamos en los niños: como tal vez observara el propio señor Faulkner, alguien debería haber estado pensando en ellos diez o quince minutos antes, pues entonces era ya tarde. No, nuestra preocupación era llegar al pastizal, aunque sin fe alguna en poder salvar el heno, orgullo y hasta esperanza del señor Faulkner — una pulcra aunque pequeña plantación de este grano o forraje, cercada someramente para separarla de los pastos propiamente dichos y para protegerla de las ocasionales incursiones de los tres animales, cuyo lugar asignado eran los pastos, y que había sido pensada como alternativa o factor de equilibrio para el avituallamiento invernal de las tres bestias—. No teníamos esperanza de salvar el pastizal, pues era septiembre y el verano había sido seco, y sabíamos que tanto el pastizal como el resto de los pastos arderían casi con la celeridad instantánea de la pólvora o el celuloide. Es decir: yo no tenía esperanza de salvarlos, como sin duda Oliver tampoco la tenía. Desconozco los sentimientos del señor Faulkner al respecto, pues al parecer (o así he leído y oído) uno de los rasgos fundamentales del ser humano es el de negarse a reconocer la desdicha que afecte a algo que el hombre desea o posee y aprecia, hasta que la desdicha lo alcanza y lo atropella como una divinidad malévola. No sé si tal emoción entra en funcionamiento al contemplar un campo de heno, puesto que nunca he poseído ni deseado poseer ninguno. No, no era el heno lo que nos preocupaba. Eran los tres animales, los dos caballos y la vaca, y en especial la vaca, la cual, menos provista o dotada que los caballos para la velocidad, podía verse alcanzada por las llamas y tal vez asfixiada, o cuando menos chamuscada malamente, hasta el punto de quedar inhábil para su función natural durante un tiempo, y los dos caballos, aterrorizados, podían desbocarse y abalanzarse, en su propio perjuicio, contra la cerca de alambre de espino de allá lejos, o incluso volverse y precipitarse sobre las llamas mismas, fieles a una de las características más inteligentes del llamado siervo y amigo del hombre. Así, precedidos por el señor Faulkner y sin molestarnos siquiera en utilizar el pasaje bajo el arco, atravesamos el mismísimo seto y, con el señor Faulkner a la cabeza —se movía con sorprendente rapidez para ser un hombre de lo que casi podíamos llamar hábitos extremadamente sedentarios por naturaleza —corrimos por el patio y a través de los arriates del señor Faulkner y por la rosaleda, aunque debo decir que tanto Oliver como yo nos esforzamos en cierta manera por evitar las plantas; y seguimos por el huerto contiguo, en donde ni siquiera el señor Faulkner podía infligir daño alguno, pues en aquella estación del año se hallaba desnudo de materia comestible; y seguimos hacia la cerca de tablas del pastizal, por encima de la cual el señor Faulkner se lanzó con esa agilidad y velocidad y patente despreocupación por sus miembros que resultaban tan pasmosas —no sólo a causa de su natural humor letárgico, al que he hecho ya referencia, sino también a causa de la forma y figura que ordinariamente lo acompañan (al menos en el caso del señor Faulkner)—, e inmediatamente nos vimos inmersos en el humo. Pero en seguida se hizo evidente por el olor que aquel humo no provenía del heno, que sin duda había pasado de su estado erguido, aunque no verde, al holocausto y desaparición en los escasos segundos en que Oliver nos dio a gritos

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la noticia, sino del bosquecillo de cedros que había al pie del pastizal. Sin embargo, y prescindiendo del olor, el manto de humo cubría toda la escena, si bien allá adelante veíamos la movediza línea del incendio allende la cual las tres infortunadas bestias se encogerían unas contra otras o correrían presas de terror físico. O al menos eso creíamos hasta que, precedidos aún por el señor Faulkner y precipitándonos por un terreno cuyo suelo se hizo casi repentinamente enojoso a las plantas de los pies y tendía a empeorar a medida que avanzábamos, surgió impetuosamente del humo algo monstruoso y de forma salvaje. Era el caballo más grande, Stonewall, un bruto congénitamente perverso al que nadie se atrevía a acercarse salvo el señor Faulkner y Oliver, y que ni siquiera Oliver se atrevía a montar (el porqué Oliver o el señor Faulkner habrían de querer montarlo escapará siempre a mi comprensión), que se nos venía encima con evidente intención de aprovechar la ocasión para destruir a su amo y a su cuidador, incluyéndome también a mí en concepto de adehala o quizá por simple odio al género humano en su conjunto. Parece claro que cambió de parecer, empero, pues optó por desviarse y adentrarse de nuevo en el humo. El señor Faulkner y Oliver se habían parado y le habían dirigido tan sólo una mirada. —Creo que están bien —dijo Oliver—. Pero ¿dónde piensa que puede estar Beulah? —Al otro lado de ese... fuego, retrocediendo ante él y mugiendo —replicó el señor Faulkner. Estaba en lo cierto, pues casi acto seguido empezamos a oír el lúgubre lamento de la pobre criatura. A menudo he observado que, al parecer, el señor Faulkner y Oliver poseen cierta curiosa compenetración con las bestias dotadas de cuernos o de cascos, e incluso con los perros, compenetración que gozosamente admito no poseo ni entiendo. Es decir: no puedo entenderla en el señor Faulkner. En el caso de Oliver, naturalmente, puede decirse que es su ocupación, y su coqueteo (es la palabra exacta; más de una vez le he observado: inmóvil y como meditabundo, de hecho casi como un peregrino, apoyado sobre el mango de la segadora o el azadón o el rastro) con la segadora de césped y con las herramientas de jardinería, su actividad secundaria o afición. Pero el señor Faulkner... ¡un destacado miembro de la antigua y bella profesión de las letras…! Pero por otra parte, tampoco puedo entender por qué habría de desear montar a caballo, y se me ha ocurrido pensar que el señor Faulkner adquirió tal inclinación gradualmente, y tal vez a lo largo del tiempo y merced al contacto de su trasero con el animal que montaba. Nos apresuramos en dirección al sonido de los mugidos de la criatura condenada. Pensé que provenían tal vez de las mismas llamas, y que se trataba de sus últimos y agónicos lamentos —una acusación del torpe bruto al propio cielo—, pero Oliver dijo que no, que provenían de más allá de las llamas. Pero entonces se operó un cambio de lo más peculiar. No fue una intensificación del terror, lo cual hubiera sido apenas posible. La mejor descripción sería decir que los mugidos sonaban como si el animal hubiera descendido bruscamente bajo tierra. Después veríamos que así era. Creo, sin embargo, que esta vez el orden exige —y lo permitirá el elemento de intriga y de sorpresa que los propios griegos autorizaron —que la historia progrese según aconteció al narrador la secuencia de los hechos, aunque bien es verdad que la

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culminación del hecho en sí recordó al narrador el detalle o la circunstancia que le era ya familiar, y de la que el lector debería haber sido previamente informado. Así pues, seguiré adelante con el relato. Imagínesenos precipitándonos (por si el terror abismal de los gemidos de la malhadada bestia no resultara un pormenor con inventiva suficiente, disponemos de otros: a la mañana siguiente, cuando levanté uno de los zapatos que había calzado en la tarde crucial, la suela entera se había desmoronado hasta convertirse en una substancia que se asemejaba sorprendentemente a la que habríamos podido obtener arañando los tinteros de los tiempos escolares de la niñez al comenzar el curso en el otoño) por el llano estigio, con los ojos y los pulmones escociéndonos a causa del humo, a cuyo extremo se alzaba el ribete de fuego. De nuevo una salvaje y monstruosa forma se materializó ante nosotros con violento impulso; de nuevo, al parecer, con voluntad frenética y confesa de arrollarnos. Durante un hórrido momento, creí que era el caballo, Stonewall, que, después de haber pasado ante nosotros y recorrido cierta distancia (las personas lo hacen; es muy probable que le ocurra también a un animal cuyos sentidos naturales más finos se vean embotados por el humo y el terror), al recordar haberme visto o reconocido, volvía a destruirme sólo a mí. Nunca me había gustado aquel caballo. Se trataba de una emoción más fuerte aún que el mero miedo; era la repugnancia horrorizada que imagino se debe sentir hacia una serpiente pitón, y que sin duda hasta la subhumana sensibilidad del caballo había percibido y había dado en hacer recíproca. Estaba equivocado, sin embargo. Era el otro caballo más pequeño que solían montar Malcolm y James, según parece con placer, como si adolecieran en pequeña escala de la perversión embrutecida de sus respectivos padre y tío, una criatura sin rasgos peculiares, de cuerpo rechoncho, tan amable cuanto el más grande perverso, con el belfo superior caído y triste y una mirada inarticulada y absorta (aunque para mí furtiva y poco digna de confianza). También él se desvió y pasó de largo, y se esfumó instantes antes de que alcanzáramos la línea de llamas, que resultó no tan grande ni tan pavorosa como sospechábamos, aunque el humo era más denso y parecía lleno de los ya fragorosos y aterrorizados mugidos de la vaca. De hecho, el bramido del pobre animal parecía estar en todas partes: en el aire, por encima de nosotros, y debajo de la tierra. Con el señor Faulkner aún a la cabeza, saltamos la línea de llamas, e inmediatamente después el señor Faulkner desapareció. Seguía aún corriendo cuando, sencillamente, se esfumó en medio del humo ante los ojos de Oliver y los míos, como si también él hubiera sido tragado por la tierra. Y eso era lo que había sucedido. Ante la voz del señor Faulkner y el terror ruidoso de la vaca, que salían de la tierra a nuestros pies, y con la serpeante línea del incendio pegada a nuestra espalda, caí en la cuenta de lo que había sucedido, y así resolví el enigma de la desaparición del señor Faulkner y de la anterior alteración en los mugidos de la vaca. Me percaté entonces de que, confundido por el humo y por la sensación de incandescencia en las plantas de los pies, me había desorientado y no había sido capaz de darme cuenta en ningún momento de que nos acercábamos a una hondonada o barranco, cuya existencia me era de sobra conocida, pues más de una vez había mirado hacia su fondo en mis paseos vespertinos mientras el señor Faulkner montaba el caballo grande, y en cuya

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orilla o borde nos hallábamos Oliver y yo en aquel momento y en cuyo fondo el señor Faulkner y la vaca, a su vez y en orden inverso, habían caído. —¿Está herido, señor Faulkner? —grité. No trataré de reproducir la réplica del señor Faulkner, y me limitaré a manifestar que fue expresada en ese puro y antiguo sajón clásico que nuestra mejor literatura sanciona y autoriza y que, debido a las exigencias del estilo y la temática del señor Faulkner, a menudo empleo, sin llegar jamás a utilizarlo yo mismo, si bien el señor Faulkner es bastante adicto a él en su vida privada incluso y, cuando lo emplea, revela lo que podríamos llamar un estado de salud de lo más robusto, aunque en absoluto calmo. De modo que supe que no se había herido. —¿Qué hacemos ahora? —le pregunté a Oliver. —Será mejor que bajemos nosotros también a ese agujero —replicó Oliver—. ¿No siente el fuego justo en la espalda? Preocupado por el señor Faulkner, había olvidado el fuego, pero al mirar hacia atrás sentí instintivamente que Oliver tenía razón. Así que nos deslizamos o caímos por la empinada pendiente arenosa hasta el fondo de la hondonada, donde el señor Faulkner, de pie, seguía hablando, y donde la vaca estaba cómodamente instalada y a salvo, aunque presa aún de un estado de completa histeria, y desde aquel punto o santuario, vimos pasar el incendio, cuyas llamas se deshacían y centelleaban y se extinguían a lo largo del borde de la hondonada. Entonces el señor Faulkner habló: —Vete a agarrar a Dan, y trae la cuerda grande del almacén. —¿Me habla a mí? —dije yo. El señor Faulkner no respondió, así que él y yo permanecimos al lado de la vaca, que todavía no parecía darse cuenta de que el peligro había pasado, o cuyo más oculto intelecto de bruto quizá sabía que el sufrimiento y agravio y desesperación auténticos estaban aún por llegar, y vimos a Oliver subir o trepar por el declive. Estuvo fuera un buen rato, y al cabo volvió con el caballo más pequeño y dócil, al que había adornado con una parte de los arreos, y con una cuerda; y entonces comenzó la ardua tarea de sacar a la vaca de la hondonada. Se le ató a los cuernos un extremo de la cuerda, operación a la que ella se opuso violentamente desde un principio; el otro se ató al caballo. —¿Qué hago yo? —pregunté. —Empuja —dijo el señor Faulkner. —¿Por dónde empujo? —pregunté. —Me importa un... —dijo el señor Faulkner—. Empuja, sencillamente. Pero todo parecía indicar que no era posible. La criatura se resistía, acaso a los tirones de la cuerda o acaso a los gritos y alaridos de ánimo que lanzaba Oliver desde el borde superior de la hondonada o posiblemente a la fuerza motriz aplicada por el señor Faulkner (estaba rigurosamente detrás de ella, casi debajo de ella, con el hombro contra las nalgas o ijares, y juraba de lo lindo) y por mi persona. El animal intentó un valeroso esfuerzo, trepó hasta medio camino del declive, perdió pie y se deslizó hasta el fondo. Lo intentamos una vez más y fracasamos. Y de nuevo otra vez. Y entonces tuvo lugar un accidente de lo más lamentable. Esta tercera vez la cuerda se escurrió o se rompió, y el señor Faulkner y la vaca fueron lanzados violentamente contra el pie del barranco, y el señor Faulkner quedó debajo de la vaca.

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Más tarde —aquella noche, para ser exacto —recordé cómo, en el momento en que mirábamos a Oliver subir por el declive, creí recibir, como por telepatía, de la pobre criatura (una mente femenina; la única hembra entre tres hombres) no sólo su terror sino también su contenido: sabía por sagrado instinto femenino que el futuro le reservaba algo mucho peor para una hembra que el miedo a cualquier daño o sufrimiento corporal: una de esas invasiones de la intimidad femenina en la que, víctima indefensa de su cuerpo físico, ella parece verse a sí misma como blanco de algún poder magno perpetrador de ironía y de ultraje; y que ello dará lugar a amargura por el hecho de que quienes han de presenciarlo, aunque sean caballeros, nunca podrán olvidarlo y caminarán por la tierra recordándolo durante el tiempo que dure la vida de ella; sí, será aún más amargo por el hecho de que quienes han de presenciarlo son caballeros, seres de su mismo rango. Recuérdese cómo la agotada y aterrorizada y pobre criatura, durante toda una tarde, había sido la angustiada y ciega víctima de una circunstancia que no alcanzaba a comprender, había sido gobernada por un elemento que instintivamente temía, y finalmente había sido arrojada violentamente al fondo de un barranco cuya cima, sin duda, creía ya no volver a ver jamás. En un tiempo los soldados me contaron (estuve destinado en Francia como miembro de la Asociación de Jóvenes Cristianos) cómo, al entrar en combate, se instalaba a menudo dentro de ellos —prematuramente, por así decir— cierto impulso o deseo cuyo cumplimiento resultaba incontestable y, claro está, irreparable. En una palabra: el señor Faulkner, situado debajo de la vaca, recibió la total descarga de la tarde de angustia y desesperación de la pobre criatura. Ha sido mi fortuna o mi desdicha el haber llevado lo que llamamos —o podíamos llamar— una vida apacible, aunque no retirada. Y he preferido incluso adquirir mi experiencia en la lectura de lo que ha sucedido a otros, o de lo que otros hombres creen o piensan que podía lógicamente suceder a criaturas de su invención, o incluso en la invención de lo que el señor Faulkner concibe que podía suceder a ciertas y diversas criaturas que pueblan sus novelas y relatos. Sin embargo, imagino que un hombre nunca es tan viejo ni está totalmente exento de la posibilidad de tener que soportar lo que podría denominarse experiencias de prístina y singular originalidad —aunque no siempre injuriantes, naturalmente—, ante las que respondería casi invariablemente según su carácter. O mejor aún: su reacción ante ellas revelaría el auténtico carácter que durante años quizá ha logrado ocultar con éxito a las gentes, a los íntimos, a su mujer e hijos; y tal vez a sí mismo. Yo diría que fue una de tales experiencias la que hubo de soportar el señor Faulkner. En cualquier caso, sus actos en el curso de los minutos que siguieron fueron de lo más peculiares en él. La vaca —una pobre hembra sola entre tres hombres— logró levantarse trabajosamente casi de inmediato, aún histérica aunque ya no violenta, más bien temblorosa y con una suerte de humillado pasmo no convertido aún en desesperación. Pero el señor Faulkner, boca abajo en tierra, permaneció un rato sin moverse en absoluto. Luego se levantó. Dijo: «Esperad», que fue naturalmente lo que hicimos hasta recibir nuevas órdenes o instrucciones. Luego —la pobre vaca y yo, y Oliver desde el borde superior de la hondonada, al lado del caballo— vimos cómo el señor Faulkner caminaba con

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calma un trecho por el barranco y se sentaba, con los codos sobre las rodillas y la barbilla entre las manos. No era el hecho de sentarse lo que resultaba peculiar. El señor Faulkner lo hacía a menudo —continuamente, tal vez, sea una palabra más exacta—; si no dentro de la casa, en verano, repantigado en una gran silla del mirador, junto a la ventana de la biblioteca ante la que por lo general yo estaría trabajando, con los pies sobre la barandilla, leyendo historias de detectives en alguna publicación del género; en invierno en la cocina, en calcetines, con los pies dentro del horno. Era la actitud que había adoptado entonces al sentarse. Como he indicado ya, había algo casi violento en el temperamento sedentario del señor Faulkner; se quedaba inmóvil sin quedar en absoluto letárgico, por así decir. Había adoptado la actitud del pensador de Rodin, elevada a su décima potencia geométrica, pues el principal desconcierto del pensador parece apuntar a aquello que le ha dejado absorto, mientras que el señor Faulkner no podía tener duda a este respecto. Lo miramos en silencio, yo y la pobre vaca, que permanecía con la cabeza baja y sin temblar siquiera, con desesperanzada vergüenza femenina; Oliver y el caballo, desde el borde de la hondonada. Reparé entonces en que Oliver ya no tenía humo a sus espaldas. El incendio cercano se había ya extinguido, aunque sin duda el bosquecillo de cedros seguiría ardiendo sin llama hasta el equinoccio. Luego el señor Faulkner se levantó. Volvió calladamente y le hablé a Oliver con calma comparable (o aún mayor) a la más plácida que yo le hubiera oído en toda su vida. —Echa la cuerda, Jack. Oliver soltó el extremo de la cuerda que había atado al caballo y lo lanzó hacia el señor Faulkner, que lo cogió y se volvió y condujo a la vaca barranco abajo. Durante unos instantes yo le miré con un asombro sin duda compartido por Oliver; sin duda, en el instante siguiente, Oliver y yo nos habríamos mirado igualmente sorprendidos. Pero no lo hicimos: nos pusimos en movimiento. Nos movimos ciertamente a un tiempo. Oliver ni siquiera se molestó en bajar a la hondonada. Se limitó a bordear la cima mientras yo me apresuraba hasta alcanzar al señor Faulkner y a la vaca; éramos, en realidad, tres soldados que acababan de recobrarse de la amnesia del combate, del combate contra las llamas para salvar la vida de la vaca. A menudo se ha observado e incluso insistido en literatura (las novelas se han construido sobre ello, aunque ninguna de ese tipo pertenezca al señor Faulkner) en cómo el hombre, enfrentado a la catástrofe, hace cualquier cosa menos la más sencilla. Pero por propia experiencia —aunque ella esté basada casi exclusivamente en aquella tarde— mantengo la creencia de que es al encarar el peligro y el desastre cuando se hace lo más sencillo. Sólo que se trata de algo sencillamente equivocado. Caminamos por el barranco en dirección al punto donde torcía en ángulo recto y se internaba en el bosque que descendía hasta su nivel. Con el señor Faulkner y la vaca a la cabeza, doblamos el recodo y ascendimos por el bosque, y al poco llegamos a la negra desolación de los pastos, en cuya cerca Oliver, que nos estaba esperando, había abierto una brecha o agujero a través del cual pasamos. Así, el señor Faulkner delante y Oliver, que llevaba al caballo y a la vaca, y yo codo con codo, desandamos a través del desolado llano el curso de nuestra reciente y desesperada carrera en procura de auxilio, aunque viramos un poco el

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rumbo hacia la izquierda para acercarnos al establo o terreno de la cuadra. Habíamos alcanzado casi la extinta plantación de heno cuando, sin aviso previo, nos encontramos ante tres apariciones. Cuando los vimos se hallaban a menos de diez pasos de distancia, pero creo que ni el señor Faulkner ni Oliver los reconocieron siquiera. Yo sí, empero, De hecho, tuve una impresión curiosa y repentina: no era exactamente que yo hubiera vaticinado tal momento, sino más bien que había estado esperándolo durante un período de tiempo que bien podría computarse en años. Imagínese, quien quiera, verse ubicado repentinamente en un mundo en completa inversión ocular y cromática. Imagínese verse enfrentado a tres pequeños fantasmas no ya blancos sino del más puro y hondo negro. La mente, la inteligencia se niega sencillamente a creer que hayan podido esquivar su reciente crimen o fechoría en la plantación de heno poco antes del incendio y hayan escapado con vida. Pero allí estaban. Parecían carecer de cejas y pestañas y cabello; y, hasta en la propia epidermis que los cubría, eran los tres de un negro de luto idéntico, y lo único que hacía reconocible a Rover o Grover era el azul de los ojos de Malcolm y de James. Permanecieron allí mirándonos en total inmovilidad, hasta que el señor Faulkner, de nuevo con aquella quietud y gentileza depurada que, de ser cierta mi teoría de que el alma revela su color genuino al verse inmersa de pronto en una catástrofe imprevista y ultrajante, había sido durante todos aquellos años su carácter oculto y verdadero, dijo: —Id a casa. Se volvieron y desaparecieron de inmediato, pues sólo por los globos oculares los habíamos distinguido de la superficie estigia de la tierra. Tal vez los dejamos atrás o tal vez nos precedieron. Lo ignoro. Lo único que sé es que no volvimos a verlos, ya que dejamos en seguida el negro llano testigo de nuestro calvario y entramos en el terreno de la cuadra, donde el señor Faulkner se volvió y cogió el ronzal del caballo mientras Oliver conducía a la vaca a su cubículo privado e independiente, del que al poco llegó un sonido de masticación, como si, libre ya de la angustia y la vergüenza que rumiaba, la criatura meditara cual doncella — confío— aún sin compromisos amorosos. El señor Faulkner se quedó en la puerta del establo (en cuyo interior, al poco, oí cómo Stonewall, el caballo grande y perverso, de cuando en cuando piafaba o coceaba contra la pared de tablas, como si ni en el acto mismo de comer pudiera abstenerse de emitir ruidos de mofa y amenaza contra el hombre cuya comida lo alimentaba) y se quitó la ropa. Luego, a la vista de la casa y de quienquiera que se tomara o no la molestia de mirar, se enjabonó con jabón de silla de montar y se plantó ante el abrevadero, donde, Oliver le empezó a vaciar o echar cubo tras cubo de agua encima. —No te preocupes ahora por las ropas —le dijo a Oliver—. Dame un trago. —Que sean dos —dije yo; me pareció que la ocasión justificaba, sin llegar tal vez a hacerla buena, la introducción escueta de tal locución aberrante en la jerga coloquial del fugaz momento. De modo que poco después —el señor Faulkner se había puesto encima una liviana gualdrapa estival que pertenecía a Stonewall —estábamos otra vez sentados bajo la morera, con el segundo julepe de la tarde. —Bien, señor Faulkner —dije al rato—. ¿Continuamos?

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—Continuamos qué? —dijo el señor Faulkner. —Sus ideas para mañana —dije yo. El señor Faulkner guardó silencio. Se limitó a beber con aquella violencia estática que correspondía a su carácter cotidiano, y entonces supe que volvía a ser él mismo, y que el auténtico señor Faulkner que se había manifestado ante Oliver y ante mí transitoriamente en los pastos había retornado ya a su feudo inaccesible, de donde jamás nadie salvo Beulah, la vaca, le había hecho salir, y en donde jamás ya nos sería dado verlo. Así que, al cabo de un rato, dije: —Así pues, con su permiso, mañana me aventuraré en los hechos y utilizaré el material que hemos creado esta tarde nosotros mismos. —Haz como dices —dijo el señor Faulkner; cortante, según me pareció. —Sólo que —continué— insistiré en mi prerrogativa y derecho a contar el episodio con mi voz y estilo propios, no con los suyos. —¡Por... ! —dijo el señor Faulkner—. Más vale que así lo hagas.

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El señor Acarius

El señor Acarius esperó casi hasta el final de la tarde, aunque él y su médico habían sido compañeros de clase y miembros de la misma fraternidad estudiantil y seguían viéndose varias veces a la semana en casa de amigos comunes y en las barras y salones y parrillas de los mismos clubs, y sabía que lo harían pasar en seguida sin importar la hora en que acudiese a la consulta. Así pues, casi inmediatamente, vistiendo su excelente y sobrio traje de Madison Avenue, se vio de pie junto al escritorio ante el que se hallaba sentado su amigo, hundido hasta los codos en los últimos papeleos de la jornada, con un airoso foco apuntándole sobre una oreja y los demás instrumentos profesionales diseminados en torno a los blancos atributos de su sacerdocio. —Quiero emborracharme —dijo el señor Acarius. —Muy bien —dijo su médico, ocupado ahora en garabatear al pie de lo que se identificaba a simple vista como el historial de un paciente—. Concédeme diez minutos. O ¿por qué no te vas al club y me reúno allí contigo? Pero el señor Acarius no se movió. Dijo: —Ab, mírame —en tono tal que el médico alzó y separó el cuerpo del escritorio a fin de mirar al señor Acarius. —Repítelo —dijo el médico. Así lo hizo el señor Acarius—. Quiero decir en cristiano —continuó el médico. —Ayer cumplí cincuenta años —dijo el señor Acarius—. Tengo exactamente el dinero que habré de necesitar para cubrir mis necesidades y placeres hasta el día en que la bomba nos arrase. Pero cuando eso suceda, me refiero, naturalmente, a la bomba, no me habrá sucedido nada en toda mi vida. De quedar algunos restos, serán únicamente el esqueleto de mi Capehart y los marcos de mis Picassos. Porque no habrá habido nada de mí que haya dejado mancha o huella. Ello me ha contentado hasta ahora; o, mejor, me he resignado a aceptarlo. Pero ya no. Antes de abandonar la escena, de desaparecer de la memoria de unos cuantos martes y del censo de socios de algunos clubs... —Al tiempo que desaparecen los maîtres y los clubs —dijo el médico—. Dando por sentada la bomba, claro está. —Calla y escucha —dijo el señor Acarius—. Antes de que ello ocurra, quiero sentir al hombre, sentir la raza humana.

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—Búscate una amante —dijo el médico. —Lo intenté. Tal vez lo que quiero también es degradarme. —Entonces, por Dios santo, cásate —dijo el médico—. ¿Hay mejor medio que ése para experimentar toda la gama emotiva desde la buhardilla hasta el sótano: y no una vez, sino una y otra vez todos los días? Al menos eso dicen. —Sí —dijo el señor Acarius—. Eso dicen. He observado que el soltero dice siempre «Prueba el matrimonio», como si te estuviera aconsejando que probaras el hachís. Es el casado el que dice siempre «Contrae matrimonio», como si te dijera: te necesitamos. —Entonces emborráchate —dijo el médico—. Y que tu sombra nunca empequeñezca. Y confío en que hayamos llegado al fin al quid de la cuestión. ¿Qué quieres de mí? —Quiero... —dijo el señor Acarius—. No quiero únicamente... —No quieres sólo emborracharte, como en los tiempos de estudiante: despertarte al día siguiente con resaca, tomarte dos aspirinas y un vaso de zumo de tomate y todo el café solo que te quepa en el cuerpo, y a las cinco de la tarde echar un trago para aliviar la resaca, y se acabó y se olvidó el asunto hasta la próxima vez. Lo que quieres es estar tendido en la cuneta de un barrio bajo sin tener que ir al barrio bajo para hacerlo. No tienes más intención de irte a un barrio bajo que expectativa de que un barrio bajo suba en el ascensor hasta el piso veintidós de la torre Barkman. Te gustaría unirte al barrio bajo en su degradación, sólo que tú prefieres buscarte la tuya en un buen whisky escocés. De modo que no sólo existe un sentido de lo sórdido, sino también un esnobismo de lo sórdido. —De acuerdo —dijo el señor Acarius. —¿De acuerdo? —Pues sí. —Entonces aquí es donde hemos llegado —dijo el médico—. ¿Qué quieres de mí? —Estoy tratando de decirte —dijo el señor Acarius— que no soy mejor que la gente de los barrios bajos. No soy siquiera tan bueno, puesto que soy más rico. Debido al hecho de, ser más rico, no sólo no tengo nada de lo que escapar, nada que me fuerce a intentar la huida, sino que soy como una cifra más en el ábaco de la humanidad, y ni siquiera valgo lo bastante como para alterar ecuación alguna si se me hace desaparecer de ella. Pero al menos puedo estar como uno más, como un excremento de mosca en el mango de la calculadora, aunque en modo alguno pueda alterar la suma. Al menos puedo sentir, participar en la degradación física de la huida... —Una pocilga en un ático lujoso —dijo el médico. —...la rendición, el abandono ante y en el opio de la huida, sabiendo de antemano la inevitable agonía física del inevitable mañana; no haber perdido sino haber ganado angustia; tan sólo haber combinado la laceración de alma y espíritu de ayer con la resaca de mañana... —...con un mayordomo que te pone un trago cuando alcanzas tal estado, que te pone en la cama cuando alcanzas tal estado, que te trae la aspirina y el bromuro después de los tres o cuatro días o sea cuando fuere cuando te permitas absolver a quienes te trajeron a este mundo —dijo el médico.

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—No esperaba que entendieras —dijo el señor Acarius—, aunque quizá tengas razón acerca del buen escocés, ya que el del tipo de los barrios bajos es fuego en lata. El mayordomo y el ático servirán tan sólo para iniciar y enmarcar la borrachera. A partir de ahí, para nada más. Aunque el escocés sea la única degradación de la que mi alma es capaz, la angustia de mi recuperación de ella será al menos una aproximación escocesa de la del tipo que no tiene más que fuego en lata para encarar la intolerable carga de su alma. —¿De qué diablos estás hablando? —dijo el médico—. ¿Quieres decir que tienes intención de beber hasta acabar en Bellevue? —En Bellevue no —dijo el señor Acarius—. ¿No habíamos quedado en que no valgo para los barrios bajos? No, no; uno de esos sitios privados, de esos que el hombre de los barrios bajos no querrá ni podrá nunca conocer, pues en el mejor de los casos su sitio será una verja o un portal vacío, y en el peor una furgoneta de la policía que le llevará a, ¿cómo lo llaman?, chirona. En mi caso una chirona escocesa, naturalmente, puesto que es lo máximo que soy capaz de soportar. Pero habrá humanidad en ella, y habré ingresado en la humanidad. —Repite lo que has dicho —dijo el médico—. Intenta decirlo también en cristiano. —Eso es todo —dijo el señor Acarius—. La humanidad. La gente. El hombre. Me fundiré con el hombre, víctima de sus bajos apetitos y debatiéndose ahora por la liberación, por salir de tal envilecimiento. Tal vez es incluso culpa mía el que no sea capaz de nada más que del escocés, de modo que nuestra chirona será una chirona escocesa en donde por un precio módico obtengamos paz, quietud para los lacerados y desquiciados nervios, simpatía, comprensión... —¿Qué? —dijo el médico. —...y tal vez aquello de lo que mis compañeros de reclusión traten de huir (las demasiadas amantes o esposas o el demasiado dinero o las demasiadas responsabilidades o cualesquiera otras razones que fuerzan a la huida al tipo de gente que puede permitirse el pagar cincuenta dólares al día por el privilegio de huir) no merezca mencionarse junto a aquello que fuerza a quienes no pueden permitirse tales lujos, o ni el fuego en lata siquiera. Pero al menos compartiremos el hecho de haber fracasado en la huida y de saber que, en el análisis último, no existe escape posible, que uno no podrá huir jamás y que, lo quiera o no, habrá de reintegrarse al mundo y sobrellevarse a sí mismo en él y en sus laceraciones y en todas las angustias de la existencia, para así apoyarnos y confortarnos unos a otros en tal conocimiento y tal tentativa. —¿Qué? —dijo el médico—. ¿Qué dices? —Perdón, ¿cómo? —dijo el señor Acarius. —¿Crees realmente que es eso lo que vas a encontrar en tal lugar? —¿Por qué no? —Entonces perdón a ti —dijo el médico—. Continúa. —Eso es todo —dijo el señor Acarius—. Eso es lo que quiero de ti. Tú tienes que conocer varios de esos lugares. El mejor... —El mejor —dijo el médico—. Por supuesto. —Alargó la mano hacia el teléfono—. Sí, lo conozco. —¿No debería verlo antes?

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—¿Para qué? Todos son parecidos. Antes de que salgas te habrás cansado de verlo. —Creí que habías dicho que era el mejor de todos —dijo el señor Acarius. —Eso es —dijo el médico, retirando la mano del teléfono. No tardaron mucho tiempo: una dirección en una zona cara frente al parque, con aspecto de ser una cara casa de apartamentos más, no demasiado diferente de aquella en la que (o sobre la que) vivía el propio señor Acarius; las diferencias empezaban dentro, y aun así no eran muy grandes: una centralita en un pequeño vestíbulo limitado por las paredes con paneles de cristal de lo que sin duda eran las oficinas. El médico, al parecer, leyó la expresión del señor Acarius. —Oh, los borrachos —dijo el médico—. Están arriba todos. A menos que puedan caminar, los meten por la puerta trasera. Y aunque puedan entrar por su propio pie, no verán esto mucho rato, ni más de un par de veces. ¿Y bien? — Entonces el médico leyó de nuevo la expresión del señor Acarius—. De acuerdo. También veremos a Hill. Al fin y al cabo, si vas a rendir tu virginidad de amateur en materia de libertinaje, estás ciertamente en tu derecho de examinar al menos la fisonomía del supervisor del rito. El doctor Hill no era más viejo que el médico del señor Acarius. Al parecer los unía el aura o la memoria de más de un congreso en Atlantic City y Palm Beach y Beverly Hills. —Atiende, Ab —dijo el doctor Hill—. ¿No habéis elegido un sitio inadecuado? —¿Piensa el doctor Hill que la habitación que deseo tomar la utilizaría mejor o al menos la necesitaría más algún otro? —dijo el señor Acarius. —No, no —dijo el doctor Hill—. Siempre hay sitio para un dipsómano más. —Como para un adúltero —dijo el médico del señor Acarius. —Aquí no curamos eso —dijo el doctor Hill, —¿Lo curan en alguna parte? —dijo el médico del señor Acarius. —No lo sé —dijo el doctor Hill—. ¿Cuándo quiere empezar? —¿Qué tal ahora mismo? —dijo el señor Acarius. —Pero usted ha llegado aquí sobrio, y no borracho —dijo el doctor Hill—. Al menos ese trabajo lo tendrá usted que hacer fuera, pues de lo contrario los del antitrust o las leyes del libre comercio podrían causarnos problemas. —Denos cuatro días —dijo el médico del señor Acarius—. Para entonces estoy seguro de que lograremos hacerlo. Así pues, se fijaron cuatro días; el señor Acarius se dio al alcohol totalmente por primera vez desde sus días universitarios. Es decir: trató de hacerlo, pues al principio se le antojó que no progresaba en absoluto y que acabaría defraudando no sólo a su médico sino también al doctor Hill. Pero hacia el final del tercer día la razón le aconsejó que sería mejor que no intentara salir del ático; y a la tarde del cuarto día, cuando le pasó a recoger su médico, las piernas le aseguraron que sin ayuda no podrían ponerse en movimiento, ante lo cual el médico le miró con una suerte de casi admiración. —¡Cáscaras! Hasta tienes aspecto de necesitar una ambulancia. ¿Qué te parece? Entrar con los pies por delante y los dedos gordos hacia arriba, como si te hubiera recogido un coche celular de debajo mismo del puente de Brooklyn.

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—No —dijo el señor Acarius—. Pero date prisa. —¿Qué? —dijo el médico—. No puedo creer que te estés echando atrás. —No —dijo el señor Acarius—. Era esto lo que quería. —La fraternidad del sufrimiento —dijo el médico—. ¿Todos juntos allí dentro, para apoyaros y confortamos unos a otros en el conocimiento de la angustia del mundo, pues se debe ser hombre y no huir de ello? ¿Qué ha sido de todo eso? Paz y quietud para los lacerados y crispados nervios, simpatía, comprensión... —Muy bien —dijo el señor Acarius—. Lo que quiero es que te des prisa. Estoy a punto de marearme. Se apresuraron, pues: entre su criado y un ascensorista que lo recordaba bien y con ternura después de muchas Navidades, lo bajaron en el ascensor y cruzaron el vestíbulo y lo subieron al coche del médico. Luego entraron en el pequeño vestíbulo, donde el señor Acarius supo que en cualquier momento iba a sentirse indispuesto; desde la suerte de inestable abismo de su aflicción con sabor a inmunda bilis, miró hacia lo que les entorpecía el paso: cierto revuelo o conmoción ante el ascensor, cuya utilización impedían por la fuerza a una llamativa mujer, algo impúdica, como una ajada corista, con un costoso abrigo de pieles. Si alguien no hace algo en seguida, pensó el señor Acarius, ya todo me dará igual. Pero al parecer alguien hizo algo, tal vez su propio médico, aunque el señor Acarius se sentía demasiado mal para poder asegurarlo; al fin se hallaba en el interior del ascensor, y la puerta se cerraba dejando fuera la figura profusamente maquillada de la estridente mujer. —Paz y quietud —dijo el médico. —De acuerdo —volvió a decir el señor Acarius—. Pero date prisa. Lo consiguieron, empero: en la intimidad del cuarto al fin, la enfermera (él ni siquiera advirtió de dónde o cuándo había surgido) llegó incluso a colocarle a tiempo la jofaina. Luego, exhausto, quedó tendido en el lecho mientras las hábiles manos que él había imaginado le despojaban de la ropa y le deslizaban el pijama sobre piernas y brazos; no eran las manos de su médico, ni siquiera —como comprobó al abrir los ojos— las de la enfermera. Era un hombre con cara de actor y casi hermosa, en pijama y bata, de quien el señor Acarius, en una especie de vindicación apacible, supo al instante que era otro paciente. Había estado en lo cierto; no era sólo como había esperado vagamente, sino que respondía a sus expectativas más halagüeñas; allí tendido, vacío y exhausto e incluso en paz al fin, mientras contemplaba cómo el desconocido recogía la chaqueta y los pantalones y entraba apresuradamente al cuarto de baño y aparecía de nuevo con las manos vacías, para agacharse luego sobre la maleta del señor Acarius, instante en que entró la enfermera con un vasito de cierto líquido y un vaso de agua en una bandeja, —¿Qué es eso? —dijo el señor Acarius. —Para sus nervios —dijo la enfermera. —No voy a tomármelo ahora —dijo el señor Acarius—. Aún quiero sufrir un poco más. —¿Qué quiere decir? —dijo la enfermera. —El sufrimiento del hombre —dijo el desconocido—. Vamos, Goldie. Tráigale un trago. Tienen que tener algo que anotar en su historial.

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—¡No me diga! —dijo la enfermera. —Tiene usted que vigilar a Goldie —le dijo el desconocido al señor Acarius— . Es de Alabama. —Cuando no está todo el mundo vigilándole a usted —dijo la enfermera al desconocido. Echó una ojeada rápida, al parecer en busca de la ropa del señor Acarius, pues dijo con aspereza—: ¿Dónde está tu traje? —Ya lo he metido —dijo el desconocido mientras echaba los zapatos y la ropa interior y la camisa del señor Acarius dentro de la maleta y la cerraba de inmediato. A continuación cruzó en dirección a un estrecho armario que había en un rincón, metió dentro la maleta y cerró la puerta, la cual estaba provista, según pudo verse entonces, de un pequeño candado. —¿Quiere cerrarla usted misma o confía en mí? —le dijo el desconocido a la enfermera. —Espere —dijo, severa, la enfermera. Dejó la bandeja sobre la mesa y entró en el cuarto de baño—. Está bien —dijo al salir—. Ciérrelo. —El desconocido cerró el armario. La enfermera se acercó y comprobó el candado y volvió a coger la bandeja—. Cuando quiera esto, toque el timbre —le dijo al señor Acarius. En la puerta se detuvo, y le habló entonces al desconocido—. Salga de aquí —dijo—. Déjele descansar. —De acuerdo —dijo el desconocido. Luego se quedó mirando la puerta durante aproximadamente medio minuto. Al cabo se acercó a la cama—. Está detrás de la bañera. —¿Qué? —dijo el señor Acarius. —Está bien —dijo el desconocido—. Tiene que tener cuidado hasta con las buenas como Goldie. Espere y verá a la que entra a medianoche. ¡Bueno! Pero no se preocupe, todo irá bien. —Miró al señor Acarius y habló apresuradamente—. Mi nombre es Miller. Usted es paciente del doctor Cochrane, ¿no es cierto? —Sí —dijo el señor Acarius. —Entonces perfecto. Cochrane tiene tanta reputación por estos pagos que cualquier paciente suyo goza del beneficio de la duda. Judy está abajo; es la novia de Watkins. Ya ha intentado llegar hasta aquí en una ocasión. Pero ni siquiera Watkins tiene posibilidades: Goldie lo tiene absolutamente controlado en su cuarto y lo vigila como un halcón. Pero puede hacerlo usted. —¿Hacer qué? —dijo el señor Acarius. —Llame abajo y diga que Judy es su invitada, y que la manden arriba —dijo Miller, y le tendió el teléfono al señor Acarius—. Se apellida Lester. —¿Qué? —dijo el señor Acarius—. ¿Qué? —Está bien, llamaré yo en su lugar. ¿Cuál es su nombre? No lo oí bien. —Acarius —dijo el señor Acarius. —Acarius —dijo Miller. Y dijo por teléfono—: Hola, soy el señor Acarius, de la veintisiete. Haga subir a la señorita Lester, si es tan amable. Gracias. —Colgó el teléfono y cogió la bata del señor Acarius—. Ahora póngase esto y prepárese para recibirla. Nosotros nos ocuparemos de lo demás. Tenemos que hacerlo rápido, porque Goldie se va a dar cuenta en cuento oiga el ascensor. Todo se desarrolló muy rápidamente. El señor Acarius, enfundado en su bata, acababa apenas de ponerse en pie —Miller estaba casi fuera del cuarto— cuando oyó cómo se paraba el ascensor, y acto seguido un raudo y seco taconeo de mujer

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en el pasillo. Inmediatamente después el cuarto pareció llenarse de gente: la descarada, algo entrada en carnes y algo ajada mujer que había dejado gritando en el vestíbulo corría hacia él y se le echaba encima, chillando «¡Querido! ¡Querido!», mientras le pisaban los talones Miller y otro hombre en pijama y bata —más viejo, de sesenta años como mínimo, sin cara de actor, pues los congresos en Shriner's y los clubs nocturnos y los pasillos de estreno de las comedias musicales estaban llenos de ellas—, y en último lugar la enfermera y el ascensorista. El señor Acarius, horrorizado, miraba a la mujer, que ahora siseaba con rabia «¡Rápido, bastardos, rápido!» y se abría el abrigo de pieles mientras Miller y el otro hombre tiraban furiosamente de la pechera de su vestido, que al fin se abrió y dejó al descubierto sendas botellas de media pinta embutidas en los dos lóbulos del sostén. Tan súbita y violentamente como se había llenado, la habitación se vació de nuevo, aunque no por mucho tiempo. Al señor Acarius, ciertamente, le pareció todo casi simultáneo, superpuesto: el estrépito aún perceptible al fondo del pasillo, la voz del paciente más viejo aún alzada en imprecación a la enfermera o quienquiera que fuera quien finalmente le había arrebatado las dos botellas, y otra vez el taconeo, la mujer descarada entrando en el cuarto esta vez a la carrera, levantándose el vestido y la combinación por delante y llevándose la mano hacia un bulto en la mitad del cuerpo y dejando al descubierto una tercera botella —una pinta entera esta vez— adherida en la parte alta, entre las presurosas piernas, y corriendo hasta el señor Acarius y gritándole apagadamente «¡Agárrela! ¡Agárrela!», y, mientras el señor Acarius, incapaz de mover un dedo, se quedaba allí mirando, arrancándose ella misma la botella y arrojándola a una silla, a espaldas del señor Acarius, y volviéndose y alisándose el vestido sobre las caderas en el preciso instante en que entraba la enfermera, a quien le espetó altaneramente, con voz de princesa o reina: —Tenga la bondad de no volver a tocarme. Y el señor Acarius se quedó allí, aún encogido, débil y tembloroso hasta que el alboroto cesó definitivamente; seguía sin moverse cuando aproximadamente diez minutos después entró Miller, seguido del otro hombre. —Buen trabajo —dijo Miller—. ¿Dónde está? El señor Acarius hizo un débil gesto. Miller se adelantó hasta la silla que había a espaldas del señor Acarius y extrajo una botella de whisky de una pinta. —¿Vio alguna vez un sueño... caminando? —dijo el hombre más viejo. —Oh, sí —dijo Miller—. Este es Watkins. —¿Oyó alguna vez un sueño... hablando? —dijo Watkins—. El mejor escondite es este cuarto. —Cierto —dijo Miller—. Y también el geranio. —Ve a traerlo —dijo Watkins. Miller salió del cuarto. Watkins llevó la botella de pinta hasta la cama del señor Acarius y la metió al pie, bajo las mantas—. Y el sueño que camina y habla... —dijo Watkins—. ¿Es su primera estancia aquí? —Sí —susurró el señor Acarius. —Se acostumbrará... —dijo Watkins—, está aquí —dijo. Volvió Miller; traía un geranio en su maceta debajo de la bata y un periódico doblado; extendió el periódico en el suelo y sacó el geranio y la tierra nutricia de la maceta y los depositó sobre el papel, y quedó al descubierto otra botella de una pinta.

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—Esto nos coloca en una situación inmejorable —dijo Miller—. Puede que no tengamos que utilizar su traje, después de todo. —¿Mi traje? —susurró el señor Acarius. —La escalera de incendios pasa justamente junto a mi ventana —dijo Miller, envolviendo geranio y tierra en el papel de periódico—. La semana pasada Watkins se hizo con la llave el tiempo suficiente para abrir la ventana. Conservo los zapatos y la camisa, pero nos faltaban los pantalones. Ahora todo está arreglado. En caso de emergencia, uno de nosotros puede bajar por la escalera de incendios y llegarse hasta la esquina a comprar una botella. Pero por ahora no es necesario. Puede que ni siquiera tengamos que correr el riesgo de cambiar los historiales esta noche —le dijo a Watkins. —Puede que no —dijo Watkins, frotando la botella para quitar la tierra adherida a ella—. Trae un vaso del cuarto de baño. —Quizá deberíamos meter otra vez esto en la maceta —dijo Miller levantando el envoltorio. —Échalo todo en la papelera —dijo Watkins. Miller tiró el paquete del geranio difunto en la papelera del señor Acarius y dejó caer la maceta vacía encima y entró en el cuarto de baño y volvió con un vaso. Watkins había abierto la botella. Sirvió un trago en el vaso vacío y se lo bebió. —Sírvele a él también uno —dijo—. Se lo merece. —No —susurró el señor Acarius. —Será mejor que se tome un trago —dijo Miller—. No tiene muy buen aspecto. —No —susurró el señor Acarius. —¿Quiere que haga venir a Goldie con ese bromuro que le trajo antes? —No —susurró el señor Acarius. —Déjale en paz —dijo Watkins—. Esto sigue siendo América, incluso aquí dentro. No tiene que beber si no quiere. Esconde también esta otra en un buen sitio. —De acuerdo —dijo Miller. —¿Vio alguna vez un sueño... caminando? —dijo Watkins. El señor Acarius seguía encogido. Al cabo de un rato un enfermero le trajo una bandeja con la cena; el señor Acarius, sentado, se quedó mirando la comida en silencio, como si estuviera envenenada. Volvió la enfermera con la bandeja. Esta vez, además del agua, venía en ella un vasito con whisky. —Tiene que comer —le dijo—. A lo mejor esto le abre el apetito. —No —susurró el señor Acarius. —Vamos, vamos —dijo la enfermera—. Debe tratar de cooperar. —No puedo —susurró el señor Acarius. —De acuerdo —dijo la enfermera—. Pero tiene que comer un poco, o tendré que informar al doctor Hill. El señor Acarius lo intentó, pues, y acabó por comer algo; al poco vino el enfermero y se llevó la bandeja; inmediatamente después, Miller entró de prisa y sacó la botella que Watkins había escondido bajo las mantas de la cama. —Le agradecemos esto —dijo—. ¿Seguro que no quiere un trago?

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—No —susurró el señor Acarius. Luego pudo volver a encogerse, y se quedó escuchando la lenta acumulación de la claustral velada. Podía ver el pasillo al otro lado de la puerta. De cuando en cuando pasaban hombres en pijama y bata; parecía que acudían hacia otra puerta con luz, al fondo del pasillo; se estaba atando el cordón de la bata cuando oyó la voz inconfundible: «¿Vio alguna vez un sueño... caminando?»; se deslizó hacia adelante y se acercó hasta que le fue posible ver el interior de la oficina o enfermería o lo que fuera: un armario abierto, de cuya cerradura pendía una anilla con unas llaves; la enfermera, distribuyendo con medida el whisky de una botella parda sin etiqueta, sirviendo uno a uno los pequeños vasos en manos de los devotos congregados. —¿Oyó alguna vez un sueño... hablando? —dijo Watkins. —Eso está bien —le dijo Miller en tono amistoso—. Mientras se pueda conviene aprovecharse. Nos espera un largo trecho seco cuando Goldie se vaya a medianoche. Pero no era eso lo que quería el señor Acarius; una vez solo con la enfermera, así lo manifestó. —¿No le parece un poco pronto para acostarse? —dijo la enfermera. —Tengo que dormir —dijo el señor Acarius—. Lo necesito. —De acuerdo —dijo la enfermera—. Métase en la cama y yo se la llevaré. El señor Acarius se acostó; luego se tomó la cápsula y se quedó tendido, con la botella oculta y fría contra los pies; con el tiempo la botella llegaría a caldearse, o acaso con el tiempo —o incluso muy pronto— a él dejaría de importarle, aunque no veía cómo, cómo llegar jamás a conciliar el sueño otra vez; no sabía la hora que era, aunque tampoco eso le importaba: llamar a su médico, hacer que la enfermera lo llamara para que viniera a recogerlo, a sacarlo de allí y devolverlo a lugar seguro, a la cordura, mientras caía de pronto de algún lugar sin paz a otro sin paz asimismo, en el que oía un fuerte estrépito en algún punto del pasillo. Era tarde, podía percibirlo. La lámpara que había sobre la cabecera estaba apagacla, pero la que tenía al lado con pantalla estaba encendida, y entonces se oyeron pasos en el pasillo, pies que corrían. Entraron Watkins y Miller. Watkins llevaba una gabardina de mujer de color jade, de cuyo frente sobresalía o pendía un nardo con el tallo roto; llevaba también un fular carmesí arrollado a la cabeza, como la toca de una monja. Miller traía la botella parda sin etiqueta que, hacía dos horas o tres o cuantas fueran, el señor Acarius había visto a la enfermera guardar con llave en el armario, y trataba de meterla debajo de las mantas cuando entró una enfermera que el señor Acarius identificó al instante como la nueva y temida: una mujer de más edad, con quevedos torcidos, que gritaba: —¡Devuélvanmela! ¡Devuélvanmela! —Y explicó a gritos al señor Acarius—: Tenía el armario abierto y estaba bajando la botella cuando uno de ellos me quitó de golpe la cofia, y mientras trataba de recuperarla alargaron la mano por encima de mi cabeza y agarraron la botella. —Pues devuélvame usted la botella que me robó de la cisterna del retrete — dijo Miller. —La vacié —dijo la enfermera con grito triunfal.

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—No tenía derecho a hacerlo —dijo Miller—. Era mía. La compré yo, me la traje de fuera. No pertenecía en absoluto al hospital, y usted no tenía ningún derecho a echarle la mano encima. —Dejémosle decidir al doctor Hill —dijo la enfermera. Le arrebató la botella parda y salió del cuarto. —Ya lo creo que le dejaremos —dijo Miller, y salió detrás. —¿Oyó alguna vez un sueño... hablando? —dijo Watkins—. —Mueva los pies —dijo, acercándose hasta la cama del señor Acarius y sacando la botella entera. La abrió y bebió de ella; entretanto, el señor Acarius no se movió, no podía. Del pasillo seguía llegando el sonido de la indignación moral de Miller; y al rato Miller hizo nuevo acto de presencia. —No ha querido dejarme utilizar el teléfono —dijo—. Está sentada allí, sin moverse del teléfono. Tendremos que subir arriba a despertar a Hill. —Esa mujer no tiene sentido del humor —dijo Watkins—. Será mejor que acabemos también con ésta antes de que la encuentre. —Bebieron apresuradamente, pasándose de uno a otro la botella—. Ahora tendremos que conseguir más. Tendremos que quitarle la llave a la enfermera. —¿Cómo? —dijo Miller. —Poniéndole la zancadilla y cogiéndolas. —Es arriesgado. —No, a menos que se golpee la cabeza contra algo. Hay que hacerla salir antes al pasillo, allí tendremos sitio de sobra. —Vayamos primero arriba a despertar al doctor Hill —dijo Miller—. Que me aspen si voy a dejar que se vayan de rositas después de tal arbitrariedad. —Está bien —dijo Watkins, apurando al límite la botella y dejándola caer en la papelera del señor Acarius. El señor Acarius volvió a quedarse solo, si es que había dejado de estarlo alguna vez; no había tiempo para telefonear a nadie, no había nadie a quien telefonear: estaba tan aislado de cualquier posible ayuda como si se hallara en una inaccesible y olvidada meseta de dinosaurios, en donde sólo la bestia podía ser convocada para proteger a la bestia de la bestia; recordó, del grupo armado con los vasitos rituales en la enfermería, a un hombre con aspecto de camionero o hasta de boxeador profesional; podría servir de ayuda, en el supuesto de que estuviera despierto, aunque al señor Acarius le resultaba increíble que alguien pudiera seguir dormido en aquella planta; y menos aún entonces, pues en aquel momento llegó a través del techo la voz airada y estentórea del doctor Hill, y el señor Acarius siguió tendido en una suerte de aflicción casi apacible, pensando; Sí, sí, le salvaremos la vida a ella y luego saldré de aquí; no me importa cómo, no me importa adónde. Y continuó así mientras la voz del doctor Hill alcanzaba el nivel final de su crescendo, al cual siguió un ruido tenue y peculiar que el señor Acarius pudo sólo definir como un sonido suspendido, y finalmente un choque atronador. Se había levantado de la cama; la enfermera y el enfermero, a la carrera, habían mostrado el camino: una puerta en el pasillo que, una vez abierta, dejó a la vista un tramo de escaleras de hormigón, a cuyo pie yacía, sin duda, un cadáver. De hecho, parecía más que meramente muerto: parecía en paz, con los ojos cerrados y un brazo a través del pecho, de forma que la mano laxa la tenía como cerrada levemente sobre el tallo roto del nardo.

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—¡Está bien! —gritó el señor Acarius—. ¡Tiembla! ¡Confía en que lo esté! Miller le había dicho que había escondido el traje detrás de la bañera; allí estaba, hecho un ovillo. El señor Acarius no tenía más camisa que la chaqueta del pijama, ni otro calzado que las zapatillas. Tampoco tenía la menor idea de dónde estaba la habitación de Miller, con su ventana sin cerrojo que daba a la escalera de incendios. Pero no vaciló. He hecho lo que he podido, pensó. Que Dios provea en adelante. Algo hizo, sin embargo. Hubo de esperar a que el enfermero y dos pacientes llevaran a Watkins a su cuarto, con lo que quedó expedito el pasillo. Encontró la habitación de Miller sin otro esfuerzo que el de elegir y abrir de prisa una puerta. Siempre había tenido miedo a las alturas, pero antes de que lo recordara siquiera se hallaba ya en la oscura escalera de incendios, pensando con una especie de asombro en un tiempo, en un mundo en el que se tenía tiempo para sentir temor ante algo que consistía tan sólo en espacio vertical. Sabía teóricamente que las escaleras de incendios no llegan hasta el suelo, y que sea ha de saltar al vacío restante; estaba oscuro, no sabía contra qué iría a dar, pero de nuevo sin vacilación se dejó caer en la nada, y cayó sobre cenizas; hubo de pasar también una valla y luego un callejón y al cabo vio la dulce y desierta extensión del parque: sólo él, y nada más que él, entre su persona y el santuario de su casa. Luego, en el parque, avanzaba corriendo, tropezando, respirando trabajosamente, jadeando cuando un coche apareció a su lado. El coche aminoró la marcha, y una voz dijo: —¡Eh, usted! —Pero él siguió corriendo incluso después de que lo rodearan los uniformes azules y las placas; luego luchó, se debatió salvaje y violentamente hasta que lograron sujetarle mientras uno de ellos le olía el aliento—. No enciendas una cerilla cerca —dijo una voz—. Llama al coche celular. —Está bien, agente —dijo su médico, y el señor Acarius, jadeante, indefenso, lloroso incluso, vio el otro coche parado detrás del de la policía—. Soy su médico. Me telefonearon del hospital informándome de que se había escapado. Yo me haré cargo de él. Ayúdenme a subirlo a mi coche. Así lo hicieron las manos firmes y duras. El coche se puso en movimiento. —Ese hombre —dijo, llorando—. Ese terrible, terrible viejo que debería haber estado en casa contándoles a sus nietos cuentos para la hora de acostarse. —¿No sabías que los de ese coche eran policías? —dijo el médico. —No —dijo el señor Acarius, lloroso—. Sólo sabía que había gente dentro. Luego, en casa, arrodillado ante el mueble bar, sacaba con presteza no sólo lo que quedaba de whisky sino también las demás botellas: el brandy, el vermut, la ginebra, los licores: todo. Levantaba las botellas en los brazos y corría al cuarto de baño, donde las estrellaba una tras otra contra la bañera y las hacía añicos, mientras el médico lo observaba apoyado en el marco de la puerta. —Así que has entrado en la humanidad y has encontrado el sitio ocupado — dijo el médico. —Sí —dijo el señor Acarius, llorando—. A él es imposible vencerlo. Es imposible. Jamás será posible. Jamás.

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Sepultura en el Sur: luz de gas

Cuando murió el abuelo, padre dijo probablemente lo primero que se le ocurrió, porque lo que dijo fue involuntario, porque si lo hubiera pensado dos veces no lo habría dicho: —Maldita sea, ahora vamos a perder a Liddy. Liddy era la cocinera. Era una de las mejores cocineras que habíamos tenido en la vida, y había estado con nosotros desde la muerte de la abuela, hacía siete años, cuando la cocinera anterior nos dejó; y ahora nos dejaría ella también, con pesar, porque también le gustábamos. Pero así actuaban los negros: dejaban al patrón tras una muerte en la familia, como si obedecieran no a una superstición sino a un rito: el rito de su libertad: no la libertad de poder dejar de trabajar, que nadie tendría hasta varios años después, con la entrada en vigor del WPA (10), sino la libertad de cambiar de un trabajo a otro, aprovechando una muerte en la familia como el momento, el acicate para marcharse, pues sólo la muerte era lo suficientemente importante como para ejercer un derecho tan importante como el de la libertad. Pero no iba a marcharse todavía; su partida y la de Arthur (su marido) tendría lugar con dignidad proporcionada a la dignidad de la edad y posición del abuelo en la familia y la comunidad, y a la dignidad correspondiente de su sepultura. Y eso sin mencionar el hecho de que el propio Arthur estaba en aquel momento rindiendo el apogeo de su calidad de miembro de la casa, como si los siete años que llevaba trabajando para nosotros no hubieran sido sino de mera espera para el presente momento, hora, día: estaba sentado (no de pie ya: sentado), recién afeitado y con el pelo recortado aquella misma mañana, con una camisa blanca y limpia y una corbata de padre y vistiendo su librea, en una silla de la trastienda de la joyería, mientras el señor Wedlow, el joyero, grababa en la hoja de pergamino con su bella y ágil caligrafía spenceriana la noticia formal de la muerte del abuelo, y la hora de su entierro; pergamino que, unido a la bandeja de plata con lazos de cinta negra y ramilletes artificiales de siemprevivas, Arthur ( 10 ) Works Progress Administration: programa del New Deal para paliar el desempleo en los Estados Unidos tras la Gran Depresión. (N. del T.)

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llevaría de puerta en puerta (no a las de cocina ni a las traseras, sino a las puertas principales) por toda la ciudad, haciendo sonar la campana y haciendo llegar la bandeja hasta quienquiera que fuera, no ya como un sirviente que entrega una notificación formal sino como un miembro de nuestra familia que ejecuta un rito formal, pues para entonces la ciudad entera sabía que el abuelo había muerto. De forma que se trataba de un rito, y Arthur dominaba el momento, dominaba la mañana entera de hecho, pues no era ya un mero criado nuestro, ni siquiera un enviado nuestro, sino más bien un mensajero de la misma Muerte que dijera a las gentes de nuestra ciudad: «Deteneos, mortales; acordaos de Mí.» Luego Arthur estaría ocupado el resto del día; con su chaqueta de cochero y el sombrero de castor que había heredado del marido de la antecesora de Liddy en el cargo, quien a su vez los había heredado del marido de la antecesora de la antecesora de Liddy, iría con el carruaje a recibir a los parientes y allegados que empezarían a llegar en uno u otro tren. Entonces la ciudad comenzaría a rendir las breves visitas formales y rituales, en las que apenas utilizarían la palabra, y aun así sólo en murmullos y susurros. Porque el ritual prescribía que madre y padre debían sobrellevar en la intimidad el primer dolor de la pérdida, y alentarse y confortarse el uno al otro. Así que habrían de recibir a las visitas los parientes más próximos: la hermana de madre y su marido, de Memphis, ya que tía Alice, la esposa de Charles, el hermano de padre, tendría que alentar y confortar a tío Charles, suponiendo, claro está, que lograran que se quedara arriba. Y las damas de la vecindad llegarían ininterrumpidamente a la puerta de la cocina (no a la principal en este caso; a la de la cocina y a las traseras), y entrarían sin llamar con sus cocineras o sus mozos, que traían las fuentes y bandejas de comida que habían preparado para nosotros y para la afluencia de parientes, y para la cena de medianoche de los hombres, los amigos con quienes padre cazaba y jugaba al póquer, que pasarían la noche en vela junto al ataúd que habrían de traer los de la funeraria y en donde habrían de instalar el cuerpo del abuelo. Y el día siguiente también, mientras llegaban las coronas y las flores; entonces, todo el que lo deseara podía entrar en el salón de invitados a ver al abuelo, enmarcado en el raso blanco y con el uniforme gris y las tres estrellas en el cuello, recién afeitado y con un ligero toque de colorete en las mejillas. Y también el día siguiente, hasta después de nuestro almuerzo, cuando Liddy dijera a Maggie y a los demás niños: «Ahora vosotros, niños, id a jugar al prado hasta que os llame. Y tú cuida de Maggie» Porque no se había referido a mí. Yo era no sólo el mayor sino varón, la tercera generación de primogénitos varones desde el padre del abuelo; cuando le llegara la hora a padre sería yo quien diría antes de darme cuenta: Maldita sea, ahora vamos a perder a Julia o Florence o como se llamara la cocinera de entonces. Era mi deber estar allí, pues, en traje de domingo, con un brazalete de crespón; estaríamos todos, salvo madre y padre y tío Charley (tía Alice estaría, sin embargo: la gente se lo permitía porque era una buena organizadora cuando se le presentaba la ocasión; y también tío Rodney, pese a ser el hermano más joven de padre), en el cuarto del fondo, el que abuelo llamaba su despacho, adonde habían llevado la damajuana de Whisky del aparador del comedor por deferencia ante el entierro; sí, también tío Rodney, que no tenía esposa, el elegante soltero que usaba camisas de seda y loción de afeitar perfumada, el preferido de la difunta abuela y de otras muchas mujeres; el

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viajante de comercio de unos mayoristas de St. Louis, que en sus breves visitas a la ciudad traía una bocanada, un aroma, casi un deslumbramiento de esas metrópolis extranjeras que no eran para nosotros: las populosas ciudades de botones de hotel y de revistas de coristas y de ostrerías; tío Rodney, que en mi primer recuerdo estaba de pie junto al aparador con la damajuana de whisky en la mano, y que ahora la tenía en la mano también, con la única diferencia de que la mano de tía Alice estaba también encima de ella y que todos podíamos oír su furioso susurro: —¡No puedes, no debes dejar que se den cuenta de cómo hueles! A lo que respondió tío Rodney: —Está bien. Está bien. Dame un puñado de clavo de olor de la cocina. Así que aquel aroma de clavo, inseparablemente unido al del whisky y la loción de afeitar y las flores cortadas, iba a ser parte del tránsito y última estadía del abuelo en el hogar; nosotros esperábamos en el despacho mientras las damas entraban en el salón, donde estaba el ataúd, y los hombres se quedaban fuera, en el césped, recatados y silenciosos, con sombrero hasta el comienzo de la música, momento en que se descubrirían y permanecerían allí en pie, con una ligera inclinación de cabeza, al luminoso sol de la tarde temprana. Madre, entonces, estaba en el vestíbulo, de negro y con profuso velo, y padre y tío Charley de luto; y nosotros pasábamos al comedor, en donde nos habían preparado las sillas y habían abierto las hojas plegables de la puerta que daba al salón, de forma que nosotros, la familia, estaríamos en las exequias pero no en el centro de ellas, como si el abuelo, en su ataúd, hubiera de desdoblarse en dos: uno para sus descendientes por la sangre y parientes políticos, y otro para quienes fueron sus amigos y conciudadanos. Luego aquel cántico, aquel himno que ya ningún significado tenía para mí: ni canto fúnebre y lúgubre a la muerte, ni recordatorio de que el abuelo había partido y que ya nunca lo volvería a ver. Porque ya jamás llegaría a equipararse a lo que un día había significado para mí —terror, no a la muerte sino a los no muertos—. Tenía entonces cuatro años; Maggie, a mi lado, sabía apenas andar: estábamos con un grupo de niños mayores, medio escondidos en los matorrales de la esquina del patio. Yo al menos no sabía por qué, hasta que aquello pasó —la primera vez que lo vi en mi vida—: el coche fúnebre empenachado y negro, los negros y cerrados carruajes y coches de alquiler, que avanzaban a paso lento y solemne por la calle que súbitamente habría de quedar desierta, tan desierta — creí saber súbitamente— como la ciudad entera. —¿Qué? —dije—. ¿Un muerto? ¿Qué es un muerto? Y me lo explicaron. Yo ya había visto antes cosas muertas: pájaros, sapos, los cachorros que el anterior a Simon, el que estaba casado con Sarah, ahogó dentro de un saco en el abrevadero, porque dijo que la setter de raza de padre se había mezclado con un perro inadecuado, y había visto cómo él y Sarah mataban a palos, hasta dejarlas como tiras ensangrentadas e informes, a culebras que eran —ahora lo sé— inofensivas. Pero que esto mismo, esta ignominia, tuviera que sucederle también a la gente, me parecía algo que el Propio Dios no podía permitir ni dejar que continuara. Así que quienes ocupaban el coche fúnebre no podían estar muertos: tenía que ser algo parecido al sueño: una treta que empleaban con la gente las mismas fuerzas y poderes del mal que inducían a

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Sarah y a su marido a apalear a las inocuas culebras hasta convertirlas en una informe y sangrienta pulpa, o a ahogar a los cachorros; una treta que, merced a cierta broma pavorosa e inescrutable, sumía a la gente en aquel coma impotente, para acabar con la tierra apelmazado sobre el cuerpo, que se debatiría y agitaría convulsivamente y gritaría en la oscuridad sin aire, ya para siempre sin posibilidad de huida, Aquella noche, pues, fui presa de algo muy parecido a la histeria, y me aferraba a las piernas de Sarah jadeando: —¡Yo no moriré! ¡Yo no! ¡Nunca! Pero aquello pertenecía al pasado. Ahora tenía catorce años y aquel canto era cosa de mujeres, lo mismo que el sermón del pastor que venía a continuación; luego entraban los hombres, los ocho portadores del féretro, que eran los amigos con quienes padre cazaba y jugaba al póquer y hacía negocios, y los tres a título honorario, pues eran demasiado viejos para soportar carga alguna: los tres con uniforme gris también, pero de soldados rasos (dos de ellos habían estado en el viejo regimiento aquel día en que se replegaron ante McDowell para más tarde reagruparse en torno a Jackson frente a Henry House). Así que sacaron al abuelo; las mujeres se echaban un poco hacia atrás para dejarnos paso, sin mirarnos; el resto de los hombres en el soleado patio, sin mirar el féretro que pasaba ante ellos, sin mirarnos a nosotros tampoco, con la cabeza descubierta, hacían una pequeña inclinación o incluso se volvían ligeramente como si estuvieran pensativos, distraídos; se hizo un murmullo de asombro amortiguado, casi hueco, cuando los portadores —no profesionales— lograron introducir al fin el féretro en el coche fúnebre; luego, rápidamente, con una especie de celeridad decorosa, se desplazaron repetidas veces desde el coche al salón y del salón al coche, hasta que trasladaron a su interior todas las flores; luego empezaron a moverse con verdadera viveza, casi a la carrera, como si se disgregaran ya, no sólo del entierro sino también de la muerte, y doblaron la esquina hacia el carruaje que habría de llevarlos por calles secundarias hasta el cementerio, a fin de que estuvieran allí esperando cuando llegáramos nosotros; así, ningún forastero sureño que estuviera en la ciudad, al ver aquel carruaje lleno de hombres vestidos de negro y recién afeitados avanzando a trote rápido por una calle secundaria, a las tres de la tarde del miércoles, necesitaba preguntar qué había sucedido. Sí, como una procesión: el coche fúnebre, luego nuestro carruaje, con madre y padre y conmigo, luego los hermanos y hermanas con sus esposas y esposos, luego los primos carnales y los de segundo y tercer grado, alejándose más y más del coche fúnebre a medida que disminuía la relación de parentesco con el abuelo, por la calle desierta, a través de la plaza, tan vacía como en domingo, mientras mi interior se henchía de vanidad social y de orgullo al pensar en lo importante que había sido el abuelo en la ciudad. Luego por la calle vacía que conducía al cementerio, franqueada casi a cada yarda por niños que a lo largo de la cerca miraban con el mismo terror y emoción que yo guardaba en la memoria, pues recordaba el terror y el pesar con que había deseado un día vivir en la calle del cementerio para poder contemplar todos los entierros. Podíamos ya verlas, gigantescas y blancas, más altas sobre sus pedestales de mármol que la cerca oculta bajo la urdimbre de rosas y madreselvas, cerniéndose sobre los propios árboles, los magnolios y los cedros y los olmos, mirando para siempre hacia el este con sus vacíos ojos de mármol; no símbolos: no ángeles de

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misericordia o serafines alados o corderos o pastores, sino efigies de los seres reales, tal como habían sido en vida, ahora en mármol duradero, impenetrable, de dimensiones heroicas, elevándose sobre sus cenizas según la tradición implacable de nuestro fuerte, inflexible, severamente exaltado protestantismo baptista-metodista, talladas en piedra italiana por exclusivos artesanos italianos y embarcadas en un largo y costoso viaje por mar para convertirse en otros invencibles centinelas en el templo de nuestras tradiciones del Sur, las cuales, válidas tanto para banqueros y comerciantes y plantadores como para el último colono que no posee ni el arado que guía ni la mula que lo arrastra, decretaban, exigían que, por espartana que hubiera sido la vida, en la muerte la importancia de los dólares y centavos quedara abolida: acaso una abuela había tenido que partir leña para la estufa hasta el día de su muerte, pero debía entrar en la tierra envuelta en satén y caoba y asas de plata —si bien el satén y la caoba fueran sintéticos y la plata, plata alemana—, en ceremonia no dedicada en modo alguno a la muerte, ni al momento de la muerte siquiera, sino al decoro: la víctima de accidente o incluso de asesinato era representada en efigie no en el instante del tránsito, sino en el ápice de la sublimación, como si al fin en la muerte negara para siempre los pesares y desatinos de los asuntos humanos. Y la abuela también; el coche fúnebre se detuvo al fin junto al hueco fresco de la fosa; el pastor y los tres viejos de gris (con las medallas de bronce colgándoles del pecho, medallas que carecían de sentido, que no simbolizaban valor sino únicamente reencuentros, pues en aquella guerra habían sido valientes los hombres de ambos bandos, y el solo espaldarazo de distinción individual era el de plomo de los mosquetes de los pelotones de fusilamiento) esperaban al lado del foso, los viejos con escopetas, mientras los portadores retiraban las flores y el féretro del coche fúnebre; la abuela también, con su polisón y sus ampulosas mangas y el rostro que recordábamos —salvo los ojos vacíos—, ensimismada en nada mientras el ataúd se hundía en la tierra y el pastor encontraba al fin un lugar donde situarse y los primeros terrones golpeaban con ruido plácido y hondo y casi hueco la madera ya invisible y los tres viejos lanzaban andanadas discordantes y alzaban gritos discordantes y trémulos. La abuela también. Yo recordaba aquel día, seis años atrás: la familia reunida; padre y madre y Maggie y yo en el carruaje, porque el abuelo quiso montar su caballo; el cementerio, el trozo de terreno de nuestro panteón. La efigie de la abuela, entonces intocada y deslumbrante, recién sacada de la caja de embalaje, alta sobre el pedestal resplandeciente que se alzaba sobre la propia tumba; el empresario de pompas fúnebres, sombrero en mano, y los obreros negros que la habían alzado a fuerza de sudor hasta dejarla enhiesta, se apartaron a un lado para que nosotros, la familia, pudiéramos mirarla y dar nuestra aprobación. También el abuelo, después de un año de tediosa talla en Italia y del largo viaje por el Atlántico, estaría allí, junto a ella, sobre su pedestal, no como el soldado que había sido y como yo deseaba verlo, sino —siguiendo la vieja e inalterable y rigurosa tradición del apogeo apoteósico— como el abogado, el parlamentario, el orador que no había sido: en levita, con la cabeza descubierta echada hacia atrás, con un esculpido libro abierto en una mano esculpida y la otra extendida en inmemorial gesto de declamación, y entonces madre y Maggie y yo en el carruaje,

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porque padre querría hacerlo a caballo, acudiríamos al cementerio a cumplir con el privado y formal examen y ulterior aprobación. Y tres o cuatro veces al año yo volvería solo, sin saber por qué, a mirarlos, no sólo al abuelo y a la abuela sino a todos ellos, que recortarían sus siluetas enormes entre el verde exuberante del estío y el fulgor regio del otoño y la lluvia y la ruina del invierno antes de que la primavera volviera de nuevo a florecer, ya maculados y algo oscurecidos por el tiempo y el clima y la entereza, pero aún serenos, impenetrables, remotos, con la mirada en nada, no como centinelas, no defendiendo a los vivos de los muertos mediante sus toneladas de peso y su vasta masa, sino antes bien a los muertos de los vivos; protegiendo a los huesos consumidos y vacíos, a las inocuas e inermes cenizas, de la angustia y la congoja y la inhumanidad del género humano.

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III RELATOS INÉDITOS

Adolescencia

I No era natural de la región. Como le había sido impuesto por las ciegas maquinaciones del azar y de la aún más ciega Junta Escolar del condado, habría de seguir siendo hasta el fin de sus días extranjera en esta tierra de colinas de pinos y hondonadas de lluvia y de fecundas tierras ribereñas. El suyo debería haber sido un medio de decadencia levemente sentimental, de comodidad formal entre ritos de té y actividades delicadas y superfluas. Era una mujer menuda con enormes ojos oscuros, que en el galanteo físicamente crudo de Joe Bunden habría de hallar el falso romance donde encauzar los ardores de sus inhibiciones presbiterianas. Los primeros diez meses de su matrimonio —un tiempo de trabajo manual sin precedentes— no lograron destruir sus ilusiones; su vida mental, proyectada hacia adelante, hacia el esperado hijo, le ayudó a sobrellevarlos. Había anhelado que fueran gemelos, niño y niña, para poder llamarles Romeo y Julieta, pero se vio forzada a prodigar su hambriento afecto a Julieta (11) únicamente. Su marido disculpó la elección del nombre con una tolerante risotada. La paternidad pesaba sólo muy levemente sobre sus espaldas: como todos los machos de su índole consideraba la llegada ineludible de los hijos como un inevitable inconveniente más del matrimonio, como el riesgo de mojarse los pies mientras se pesca. A partir de entonces, de forma regular y sucesiva, aparecieron Cyril, que un día accedería al Cuerpo Legislativo del Estado, y Jeff Davis, que acabó colgado en Texas por el robo de un caballo, y otro varón a quien la madre, ya con el ánimo quebrado y apática en extremo, renunció a dar nombre alguno y que, por

(11) El nombre inglés es Juliet; hemos empleado su correspondiente castellano, Julieta, porque resultaría incongruente emparejar otro distinto al de Romeo. (N. del T.)

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conveniencia, atendía por Bud (12), y que llegaría a ser profesor de latín —con cierta debilidad por Catulo— en una pequeña universidad del medio oeste. El quinto y último hijo nació a los cuatro años y siete meses del día de la boda; de tal suceso, sin embargo, la madre tuvo la fortuna de no recuperarse, razón por la cual Joe Bunden, en un acceso inhabitual de contrición sentimental, puso al benjamín su propio nombre, y se casó de nuevo. La segunda señora Bunden era una arpía alta y angulosa que, cual brazo ejecutor de la justicia sin saberlo, ocasionalmente propinaba a su marido —según era sabido— vigorosas palizas con estacas de la lumbre. El primer acto oficial del nuevo régimen fue privar a Julieta de su nombre, que pasó a ser Jule a secas; a partir de aquel instante Julieta y su madrastra, en quienes latía una mutua e instintiva antipatía desde el día mismo en que se conocieron, se odiaron abiertamente. No sería sino dos años después, empero, cuando la situación se haría insoportable. A los siete años, Julieta era una chiquilla traviesa como un duende, delgada como un junco y morena como una baya, con angostos ojos negros y sin fondo, como los de un animalito, y negra melena curtida por el sol. Un marimacho que zurraba imparcialmente a sus menos despiertos hermanos y maldecía a sus padres con pasmosa fluidez. Joe Bunden, en sus periódicos arrebatos de plañidera embriaguez, se lamentaba de la desintegración de la familia e imploraba a Julieta que fuera más cordial con su madrastra. Como quiera que la brecha abierta entre las dos fuera insalvable, Joe Bunden se vio obligado, a fin de procurarse algo de paz, a enviar a Julieta a casa de la abuela. Allí todo era diferente, hasta el punto de que su protesta retadora ante el orden existente se convirtió en mera beligerancia perpleja; y, pasado un tiempo, ante la ausencia de cualquier tensión emocional, en una suerte de felicidad negativa. También allí había quehaceres en la casa y en el huerto, pero vivían juntas apaciblemente. Su abuela, que era la madre de su padre, había dejado atrás las perturbadoras ramificaciones del sexo, y consiguientemente era juiciosa; controlaba a Julieta de modo casi tan sutil que jamás había entre ellas roce alguno. Julieta poseía al fin, sin desazones, la paz e intimidad que deseaba. La casa cuyo foco tormentoso había sido no la habría reconocido. El cambio, que sobrevino en el momento crucial, la había expurgado de su orgullo ardiente y susceptible, de su belicosidad nerviosa e inquieta, del mismo modo que su vida anterior la había expurgado de todo afecto animal por los padres. La mera mención de su padre y hermanos, empero, concitaba en ella toda la incontrolada turbulencia del pasado, a la sazón latente pero tan dinámica como siempre. A los doce años seguía igual físicamente. Más alta y más serena, tal vez, pero morena y delgada y activa como un gato; sin sombrero y con un descolorido vestido de algodón, y descalza o con zapatos rotos y deformes; tímida con los extraños que pasaban ocasionalmente por la casa y desmañada e incómoda con sombrero y medias en sus raros viajes a la capital del condado. Evitaba siempre a su padre y hermanos con apasionada astucia animal. Podía trepar con mayor facilidad y rapidez que cualquier chico; y, desnuda y radiante, se pasaba horas y horas en un pozo pardo del arroyo. Al anochecer solía sentarse en el porche, con (12) Bud: tipo, chico, amigo, compadre. (N. del T.)

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las piernas colgando y oscilando sobre el borde, mientras su abuela permanecía en el umbral y llenaba el quieto crepúsculo de aroma de tabaco curado en casa.

II Tiempo feliz, con quehaceres cotidianos y orgullo en su cuerpo aún plano; tiempo de trepar y nadar y dormir. Tiempo aún más feliz, pues en su decimotercer verano encontró un compañero. Lo descubrió mientras nadaba perezosamente en el pozo. Alzó la vista al oír un ruido y allí estaba, con un mono de trabajo descolorido, mirándola desde la orilla. En una o dos ocasiones había habido desconocidos que, al oír las salpicaduras de sus zambullidas, habían apartado la maleza para verla. Mientras se limitaban a mirar en silencio se comportaba ante ellos con una beligerancia indiferente, pero en cuanto trataban de iniciar la charla dejaba el agua con inflamado odio creciente y recogía sus contadas ropas. Pero esta vez era un chico de su edad, con camiseta sin mangas y el sol en su cabeza redonda de pelo crespo, sin maleza que la ocultara, que la miraba en silencio, y ella ni se dio cuenta siquiera de que no se sentía importunada. Él siguió durante un rato sus lentos movimientos con apacible curiosidad pueblerina, sin grosería, pero el pardo y fresco centelleo del agua acabó por vencer sus reticencias. —Diantre —dijo—. ¿Puedo meterme yo también? Ella flotó perezosamente y continuó en silencio, pero él no aguardó a recibir respuesta alguna. Con contados y escuetos movimientos se desprendió de sus miserables ropas. Su piel era como papel viejo; trepó sobre una rama que sobresalía por encima del agua. —Eh —gritó con voz estridente—. Mírame. Y, retorciéndose desgarbadamente, se zambulló en el pozo en medio de salpicaduras prodigiosas. —No es así —dijo ella con calma al verlo reaparecer ruidosamente—. Fíjate cómo se hace. Y, mientras él flotaba en el agua y la miraba, ella trepó a la rama y se quedó unos instantes en equilibrio precario, con el cuerpo brillante y plano, réplica del chico, erguido. Y se zambulló. —Diantre, eso está muy bien. Déjame ver si puedo hacerlo. Durante una hora, uno tras otro, estuvieron saltando y zambulléndose. Al cabo, cansados y con un zumbido en la cabeza, se deslizaron por el riachuelo hasta llegar a un punto de agua poco profunda, y se quedaron tendidos sobre la caliente arena. Se llamaba Lee, le dijo; «vivía en una granja al otro lado del río»; permanecieron tumbados en silenciosa compañía, luego se durmieron, y despertaron hambrientos. —Vamos a coger unas ciruelas —sugirió él, y volvieron al pozo y se vistieron.

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III Fue el tiempo feliz, un tiempo tan claro y apacible que ella olvidó que no había sido así siempre; que ella y él no podrían seguir así indefinidamente, como dos animales en un estío eterno. Cogiendo bayas cuando estaban hambrientos, nadando en el cálido y brillante mediodía, pescando en la tarde monótona y apacible y tronchando la hierba cuajada de rocío al volver a casa en el crepúsculo. Lee, sorprendentemente, parecía carecer por completo de responsabilidades; no parecía apremiarle ninguna obligación, y jamás mencionó su casa o se refirió a otra vida que no fuera la que los dos llevaban juntos. Pero nada de esto le resultaba extraño a ella: su niñez le había inculcado la conciencia temprana de la eterna enemistad entre padres e hijos, y jamás había imaginado que una niñez pudiera ser diferente. Su abuela nunca había visto a Lee; hasta entonces, pues, las circunstancias se habían ajustado a sus deseos: su abuela no debía llegar a verlo nunca. Porque Julieta temía que la anciana se viera obligada a interferir de alguna forma. Así que procuraba no descuidar sus quehaceres en modo alguno, ni despertar sospechas en la vieja. Con la agudeza del niño que desde temprana edad aprende de sus conquistas prácticas, se daba cuenta de que aquella camaradería perduraría inalterada únicamente en la medida en que no fuera conocida por quienes tenían autoridad sobre su persona. No desconfiaba especialmente de su abuela; no confiaba en nadie, simplemente; ni siquiera —respecto a ella misma estaba tranquila— en la capacidad de Lee para enfrentarse con el rechazo activo de un adulto. Llegó agosto, y quedó atrás. Y septiembre. En octubre y principios de noviembre siguieron nadando y zambulléndose; pero tras las primeras heladas leves el aire se hizo sensiblemente más frío, si bien el agua seguía cálida. Entonces nadaban sólo al mediodía, y luego se tendían juntos, arropados con una vieja manta de caballería, y charlaban y dormitaban y volvían a charlar. Llegó el invierno tras las lluvias de últimos de noviembre, pero les quedaban los pardos y empapados bosques, y encendían hogueras y asaban en ellas batatas y maíz. El invierno al fin. Tiempo de amaneceres acerados y oscuros, de aquel suelo helado que le hacía encoger los dedos de los pies desnudos mientras se vestía, de fuegos por encender en la estufa fría. Luego, cuando el calor había ya nublado los cristales de la ventana en la apretada y pequeña cocina, una vez fregados los cacharros y hecha la mantequilla, pasaba por el cristal la punta del delantal y miraba hacia fuera, y lo veía esperándola: una diminuta figura en el borde pardo de la tierra ribereña que se extendía más abajo de la casa. Lee se había hecho con una vieja escopeta de un cañón y cazaban conejos en los esquilmados campos de maíz y de algodón, o se apostaban inútilmente al acecho de los patos en zonas de aguas estancadas y pantanosas. Pero el invierno pasó al fin. El invierno pasó al fin. El viento cambió en dirección sur y llegaron las lluvias; el río creció sombríamente, frío y fangoso. Y, transcurrido un tiempo, el sol; descubrieron los primeros brotes en los sauces y los primeros pájaros rojos, llameantes flechas en la maraña de zarzales. Los árboles frutales florecieron con estallidos de rosa y blanco, arracimándose como fragantes abejas en torno a las destartaladas y grises colmenas de casas y sucios almiares; y bajo los caprichosos

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cielos marmóreos contra los que se inclinaban como ebrios los delgados árboles, el viento silbaba entre los pinos mesetarios como lejanos trenes en su largo y remoto paso. El primer día de calor, Lee la aguardaba con impaciencia. Ella, golpeando descuidada e infructuosamente ante una pila oscura, no podía aguantar más. «Adentro ahora mismo», le gritó él en cuanto la vio aparecer corriendo y dejando atrás un ondeante trapo húmedo, y bajaron a la carrera hacia el arroyo mientras iban desvistiéndose. Se zambulleron ambos a un tiempo, aunque con la prisa, ella olvidó quitarse los zapatos. Se desprendió de ellos bruscamente, ante el estridente júbilo de Lee, y se quedó sin aliento al sentir el agua helada. —Oye, estás blanco otra vez —dijo ella con sorpresa mientras él se subía al árbol para lanzarse al agua de nuevo. Estaba increíblemente blanco: el bronceado del pasado verano había desaparecido de sus cuerpos durante el invierno, y ahora se sentían casi como extraños. Durante los meses fríos, ante el descenso gradual de la temperatura, ella había llevado varias prendas superpuestas, de forma que ahora parecía extremadamente delgada en comparación con su pasada corpulencia. Tenía, además, catorce años, y se hallaba por tanto en esa etapa del desarrollo tan poco airosa; frente a la simetría marfileña y suave de Lee, sus delgados brazos y hombros y sus pequeñas y huesudas caderas la hacían casi fea. El agua estaba demasiado fría, de modo que después de un par de chapuzones salieron del arroyo, tiritando, y corrieron por el bosque hasta que entraron en calor. Luego se vistieron, y Lee sacó dos sedales y una lata con una maraña de gusanos rojos. —Mañana estará más caliente —le aseguró a Julieta. No fue al día siguiente sino varias semanas después cuando al fin el agua estuvo cálida, y a medida que los días se hacían más largos iba desapareciendo de su piel aquella extraña blancura, y pronto estuvieron bronceados otra vez. Había pasado un año más.

IV Estaban echados juntos, arropados en la gualdrapa, bajo el alto y rutilante mediodía de octubre, dormitando y despertándose; el calor que generaba la conjunción de ambos cuerpos era casi excesivo para que resultara enteramente confortable. El calor, la tosquedad punzante de la manta hacían que Julieta se sintiera inquieta: se volvió y cambió de posición brazos y piernas; una y otra vez. El sol les daba en la cara en una lenta sucesión de oleadas demasiado cegadoras para que les fuera posible abrir los ojos. —Lee —dijo ella al fin. —¿Mmm...? —dijo, somnoliento. —Lee, ¿qué vas a hacer cuando seas hombre? —No voy a hacer nada. —¿Nada? ¿Cómo te las vas a arreglar sin hacer nada?

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—No lo sé. Ella se incorporó un poco sobre el codo. La desgreñada cabeza redonda de Lee estaba hundida en la arena caliente. Ella lo sacudió. —¡Lee! ¡Despierta! Los ojos de Lee, de color de la ceniza de la leña, se alarmaron en su cara oscura. Los cerró rápidamente y dobló el brazo por encima. —Oh, diantre, ¿por qué te preocupas de lo que va a pasar cuando seamos mayores? Yo no quiero hacerme mayor: prefiero seguir como ahora: nadando y cazando y pescando. ¿No es mucho mejor que ser hombre y tener que arar y cortar el maíz y el algodón? —Pero no puedes seguir como ahora siempre; tendrás que crecer y trabajar algún día. —Pues bien, esperemos a hacernos mayores para empezar a preocuparnos. Ella volvió a echarse y cerró los ojos. Brillantes puntos de sol, enloquecidos y rojos, le danzaban delante y detrás de los párpados. Pero no se sentía satisfecha: su insistencia femenina no iba a ser aplacada tan fácilmente. Se sentía vagamente turbada y triste, como el año cambiante, con una vislumbre de mortalidad y mutabilidad, de que nada salvo el propio cambio es inmutable. Voluptuosamente silenciosos, bajo el fuerte resplandor del sol, permanecieron allí echados hasta que un ruido hizo que Julieta abriera los ojos. Grotescamente invertida, sobre ellos, estaba su abuela, una figura encorvada y deforme contra el blando e inefable azul del cielo. La anciana y la muchacha se miraron fijamente, y al cabo de unos instantes, Julieta volvió a cerrar los ojos. —Levántate —dijo la anciana. Julieta abrió los ojos, se incorporó a medias y se echó hacia atrás la melena con el brazo doblado y desnudo. Lee, inmóvil y boca arriba, miró hacia la figura que permanecía de pie ante ellos con la rigidez trémula de la edad avanzada. —Así que esto es lo que ha estado sucediendo a mis espaldas, ¿no? Por eso nunca tenías tiempo ni de hacer a medias el trabajo, ¿eh? Por eso hace falta un negro para cocinar y limpiar, ¿no es cierto? —masculló y rió entre dientes—. Levántate, te lo ordeno. No se movieron. Había sucedido todo con tanta rapidez que sus cerebros embotados por el sueño se negaron a reaccionar. Se quedaron quietos, mirando aquella suerte de máscara que se agitaba en lo alto. La vieja alzó y blandió el bastón. —¡Levántate, puerca! —dijo con voz trémula y súbita de ira. Se levantaron y permanecieron codo con codo, como dos estatuas de bronce, bajo la implacable luz del sol. La cara de la vieja, vociferante y desdentada y con los ojos nublados y sombríos, se agitaba ante ellos. —Completamente desnudos, los dos. Ya me dijo tu padre que eras rebelde, pero nunca pensé que iba a encontrarte tumbada con alguien que ni siquiera he visto en mi vida. ¡Y éste no es el primero, estoy segura! ¡Tú y tus costumbres inocentes, tu afición a pescar y a vagabundear por el campo sola! ¿Ya sabes lo que has hecho? Echar por tierra tus posibilidades de conseguir un marido decente y rico: eso es lo que has hecho. La miraron sin comprender, con mudo asombro.

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—No tenéis por qué mirarme como si no entendierais nada: ¿creéis que vais a engañarme después de haberos pescado? ¿Es que no estáis bien juntitos los dos? —Se volvió de pronto a Lee—. ¿Cómo te llamas, chico? —Lee —dijo él sin alterarse. —Lee ¿qué? —Lee Hollowell. —El hijo de Lafe Hollowell, ¿eh? —Se volvió de nuevo a Julieta—. ¿No tiene gracia la cosa, enredarte con un Hollowell? Lafe: vago, inútil total, no ha dado golpe en su vida. Jamás. ¡Y a ti no se te ocurre otra cosa que tumbarte con uno de ellos! ¿Qué piensas hacer si te quedaras esperando un hijo suyo? Pegarte a mí y hacerme tu esclava, supongo. Si necesitas un hombre, será mejor que te busques uno que pueda mantenerte: Hollowell no va a hacerlo nunca. Jule saltó como un alambre tenso. —Tú..., vieja zorra —gritó desde las cenizas de su luminosa vida en compañía—. Lee, Lee —gimió con la congoja sorda de la desesperanza. La vieja alzó el bastón con mano temblorosa y golpeó a Julieta sobre los hombros. —Ponte la ropa y vete a casa. Ya me ocuparé de ti —dijo, al tiempo que Lee saltaba hacia ella y trataba de agarrar el bastón, que cayó de nuevo y le golpeó en la espalda. Tras el segundo golpe, Lee saltó fuera del alcance de la vieja. —Vete de aquí —chilló la vieja—. ¡Fuera, que Dios te maldiga! Si vuelvo a verte el pelo o el pellejo, te pegaré un tiro como a un perro. Se miraron: el desconcertado y cauteloso muchacho y la implacable anciana, terrible en su iracundia. Al cabo Lee se volvió y se vistió con rápida soltura y se alejó lanzando gritos por el bosque; y ella quedó allí, cuan gnomo trémulo, bajo la vida y quieta luz del sol y el lento ondear a la deriva de unas hojas escarlatas.

V Reservada y apasionadamente orgullosa, se consumía en su interior. Hacía el exterior, sin embargo, su comportamiento seguía siendo el mismo. La vida con su abuela, descubrió, había sido harto placentera; a raíz de su desatino, la relativa autoridad que la anciana había ejercido sobre ella se vino abajo para siempre. En adelante convivieron en un tenso armisticio: la vieja, impersonalmente quejumbrosa; Julieta, en un estado semejante al de una botella de champán que no ha sido aún descorchada. Su abuela se iba haciendo vieja y día a día, gradual e imperceptiblemente, recaía más y más trabajo sobre Julieta. Finalmente, cuando tuvo quince años, Julieta se vio haciendo casi todo el trabajo de la casa, y ocupándose asimismo del cuidado de los animales, si bien la vieja, animada por el rigor de su voluntad, dedicaba vanamente su reumático y consumido cuerpo a ciertas tareas menores. Dio en exigir la lumbre en verano y en invierno; se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en el rincón de la chimenea: una grosera máscara, con una pipa de arcilla en la mano marchita, que escupía sobre las llamas.

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—Abuela —dijo, y no por primera vez—, contrataremos a una cocinera. —No necesitamos ninguna. —Pero te estás haciendo vieja; creo que una negra te quitará mucho trabajo. —Suponiendo que yo no mueva un dedo, ¿no eres tú lo bastante fuerte como para cuidarte de las cosas? He llevado la casa estos veintidós años; yo sola. —Pero de nada sirve que nos matemos trabajando si no tenemos por qué. La anciana abrió los ojos nublados, chupó la pipa e hizo que la brasa enrojeciera. —Mira, chiquilla: no te preocupes por mí hasta que me oigas protestar. Espera a pasar lo que yo he pasado; espera a casarte y a aguantar catorce años con la tripa hinchada, y a ver a cuatro de nueve muertos y al resto desperdigados por Dios sabe dónde sin que muevan un dedo para ayudarte. ¿Te crees que cuando pasó todo, Alex ya muerto y enterrado, me iba a preocupar por un poco de trabajo y sin nadie de quien ocuparme? —Y sé que fue duro; parece que todo el mundo lo ha pasado mal en este país. Pero, abuela, creo que ahora podríamos permitirnos un poco de descanso: tú has pasado lo tuyo, y yo no tengo aún edad suficiente para enfrentarme con lo mío. —Ja —gruñó la vieja—. Estoy oyendo hablar al mismísimo Joe Bunden: pura pereza. Tú no estás contenta más que cuando corres por el bosque; ya no te queda tiempo para las faenas de la casa. ¡Una chica grande y fuerte como tú, tener miedo a un poco de trabajo duro! Cuando tenía tu edad cocinaba y me ocupaba de una familia de siete, y tú no tienes que cuidar a nadie más que a mí. Lo que te pasa es que no tienes ocupaciones suficientes, es lo malo. Chupó la pipa e inclinó la cabeza hacia las llamas que brincaban en la lumbre. —Pero, abuela... La vieja alzó bruscamente la cabeza. —Escúchame, chiquilla. Ya estoy harta de tus tejemanejes. He mandado recado a tu padre contándole lo de ese Hollowell, así que va a venir a verte: a lo mejor te lleva a casa con él. —Me tiene sin cuidado si viene o no. No me va a ver. —Bah. Lo harás si te lo mando; y te irás con él si él quiere. —No me iré con él. Lo mataré antes de que me toque. —¡Vaya, no exagera la niña! Lo que tú necesitas es un palo en las costillas, y voy a intentar que Joe te lo ponga antes de que te marches de esta casa. No voy a tener aquí a nadie que no me haga caso, que haya decidido llevarme la contraria por pura terquedad. —¿Qué es lo que he hecho, abuela, que no sea lo que me has mandado? —¿Que qué es lo que has hecho? Tengo sobre ti la misma autoridad que un fantasma; tú, que te comes mi comida día tras día. Desde que te sorprendía allí tumbada con ese paria de Hollowell me has hecho el mismo caso que si fuera tu padre, o esa mujer con quien se ha casado. —¿Sigues pensando que Lee y yo... que Lee y yo... que yo...? ¿Por eso has estado despectiva conmigo desde entonces? —y prosiguió, furiosa—: ¿Es eso lo que piensas? ¿Que él y yo...? Oh, Dios. Me gustaría que no fueses tan vieja: te machacaría esa cara de vejestoria que tienes contra el fuego. Te... te... ¡Te odio!

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La vieja se agitó en las movedizas sombras; se le cayó la pipa de la mano trémula y se agachó sobre el hogar, tratando en vano de recogerla. —No me hables así, zorra. —Buscó a tientas su bastón y se levantó—. Vieja o no vieja, todavía tengo fuerzas para darte una zurra de despedida. Alzó el bastón y abuela y nieta, durante unos instantes, se miraron con odio ante las llamas intermitentes y apacibles que brincaban alrededor. —Atrévete a tocarme con ese bastón, sólo a tocarme —susurró Julieta entre los labios secos. —¡Tocarte! El que va a darte de lo lindo cuando venga es Joe Bunden, te lo prometo. Y estoy segura de que el marido que te busque Joe también te enseñará lo que es bueno; verás cuando se entere de lo que dice la gente de ti y de ese pelagatos de Hollowell. —¿Marido? —repitió Julieta. La vieja rompió a reír a carcajadas. —Marido, lo que has oído. No he querido decírtelo hasta que estuviera todo listo, en vista de lo cabezota que eres. Pero supongo que Joe sabrá manejarte. Ya le mandé recado de que yo no podía. La gente de tu familia no te quiere en casa, así que Joe te buscó un marido, aunque sólo Dios sabe dónde ha podido encontrar a alguien que quiera cargar contigo. Pero eso es asunto de Joe, no mío; yo ya he hecho lo que he podido. —¿Marido? —repitió Julieta, embobada—. ¿Crees que tú y Joe Bunden podéis hacer que me case a la fuerza? Por mucho que te odie, antes prefiero estar muerta que volver a aquella casa; antes de casarme con nadie, os mato a ti y a Joe Bunden. ¡No podéis obligarme! La vieja blandió el bastón. —¡Cállate! —¡Tócame! —dijo Julieta en un tenso susurro. —Me desafías, ¿no es eso? —dijo la vieja con voz trémula—. ¡Pues toma, maldita! El bastón cayó sobre el pecho y el brazo de Julieta, que sintió cómo un viento helado se le cruzaba en el cerebro. Arrebató el bastón de la mano de su abuela y lo partió contra las rodillas mientras la vieja, atemorizada, se apartaba. Echó los trozos al fuego, y con voz tan liviana y seca como una cáscara de huevo repitió irreflexivamente: —Me has hecho hacerlo, me has hecho hacerlo. La cólera de la vieja se esfumó. —No me molestes, chiquilla. ¿Es que no puedes dejar que me siente junto a mi propia chimenea sin molestarme y fastidiarme? No ha habido ni un solo Bunden que no se haya propuesto molestarme y fastidiarme. ¡Tú y tu negra! Espera a que me muera: no tendrás que esperar mucho; entonces podrás llenar la casa de sirvientes. Se arrastró por el cuarto hacia la monstruosa y torva sombra de su cama, encortinada en invierno y en verano. —Si no te gusta vivir aquí, puede que tu marido te ponga una cocinera. —Rió entre dientes con perversidad; luego lanzó un gruñido mientras se movía a tientas en la oscuridad. Fuera, el cielo estaba claro; era un cuenco invertido de agua oscura inundada de estrella; el pelo húmedo se le agitó sobre la frente como ante el roce de una

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mano. Con resuelta parsimonia sacó y ensilló el viejo y único caballo, montó apoyando el pie sobre el abrevadero y tomó el camino de la ciudad, dejando el portón abierto de par en par a sus espaldas. Volvió una vez la vista hacia la casa oscura, y repitió: —Me has obligado a hacerlo —y siguió hacia adelante en medio de la oscuridad. Pronto se asentó el último torbellino de polvo alzado por los cascos del caballo, y el camino volvió a quedar vacío.

VI Julieta sobrellevó como pudo los días que siguieron. Su abuela y ella, merced a un pacto tácito, no volvieron a mencionar el último incidente; la vida discurría sin cambios, tan monótona y anodina como siempre. Julieta se sentía como alguien que ha lanzado los dados y ha de esperar una eternidad hasta que dejen de rodar. También sentía, sin embargo, una vaga apatía en relación con lo que ellos pudieran mostrar: sus reservas volitivas se habían agotado. Su terror, su miedo ante lo que había hecho se había diluido en la mansa rutina de quehaceres y en los sueños solitarios a la luz del crepúsculo. La casa estaba a oscuras; un ángulo de la cambiante y apacible luz de la lumbre señalaba la puerta del cuarto de su abuela. Al principio no vio a la anciana, pero al cabo descubrió una mano marchita que acariciaba la pipa. —¿Julieta? —le habló la abuela desde su rincón. Julieta entró; la agresividad desdeñosa se encrespaba en su interior; se quedó de pie junto al fuego. El calor le llegaba placenteramente a través de la falda, contra las piernas. La abuela se echó hacia adelante y su cara quedó suspendida como una máscara a la luz de la lumbre. Escupió. —Tu padre ha muerto —dijo. Julieta contempló la enorme y fluctuante sombra de la cama encortinada. Las pausadas bocanadas de la pipa de la vieja golpeaban blandamente sus oídos como alas de mariposa nocturna. Joe Bunden ha muerto, pensó sin emoción; era como si las palabras de la abuela siguieran suspendidas susurrándose entre sí, en la penumbra del cuarto. Al cabo se movió. —¿Ha muerto padre, abuela? —repitió. La vieja volvió a moverse, y gruñó: —¡Loco, loco! Todos los Bunden han nacido locos: aún no he conocido a ninguno, si te exceptuamos a ti, que no sea un desastre de nacimiento. Me casé con uno, pero se murió antes de hacer demasiado daño; y me dejó una granja arruinada y un montón de hijos. Y ahora Joe, después de formar una familia, los deja a todos en la miseria; a menos que esa mujer tenga más agallas de las que yo le he visto. Tampoco Lafe Hollowell era mucho mejor. Él y Joe harán una buena pareja esta noche en el infierno. —¿Qué sucedió, abuela? —se oyó a Julieta decir con voz carente de pasión. —¿Qué sucedió? Joe Bunden era un loco, y Lafe Hollowell no era mucho más cuerdo, por lo menos desde que se juntaron... Los mataron anoche los policías del

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contrabando, en la destilería de Lafe. Alguien llegó a la ciudad el miércoles por la noche, muy tarde, y le contó al diácono Harvey lo que sabía, así que los policías cayeron sobre ellos ayer por la noche. No se ha sabido quién los delató... o seguramente no lo quieren decir. La vieja inclinó la cabeza y fumó con los ojos cerrados por espacio de unos instantes. Julieta, con una suave mezcla de tristeza y de alivio indescriptible, miraba serenamente la lenta rotación de sombras. Los susurros de la vieja se materializaron en torno: —Esa mujer con la que Joe se casó, en cuanto se enteró se volvió a casa. Dios sabe lo que va a ser de tus hermanos: yo no los voy a recoger. Y el chico de Lafe, ¿cómo se llamaba? ¿Lee?, se largó y no se le ha vuelto a ver. Que se vaya con viento fresco. Las sombras se encaramaron por la pared; luego cayeron; y entretanto, las palabras de la abuela persistieron en la penumbra como telarañas. Julieta dejó el cuarto; se sentó en el suelo del porche con la espalda contra el muro y las piernas rígidas ante ella. Joe Bunden: ya no lo odiaba; pero Lee... Lo de Lee era diferente: su partida era más tangible que la muerte de cien hombres: era como si muriera ella misma. Se quedó allí sentada en la oscuridad, contemplando cómo se alejaba de ella la niñez. Recordaba con claridad dolorosa aquella primavera en que ella y Lee nadaron y pescaron y vagabundearon por vez primera, aquellos días fríos e inclementes hechos jirones de nubes sobre las hondonadas de lluvia de la tierra en barbecho. Podía casi oír los gritos de los hombres que araban la tierra fangosa, y la maraña de mirlos que se inclinaban con el viento como pedazos de papel quemado... Se levantó al fin y descendió despacio por la colina en dirección al arroyo; entonces vio una pequeña forma oscura que se acercaba a ella. ¡Lee!, pensó, y sintió que se le contraían los músculos del cuello, pero no era Lee: era demasiado pequeña. La figura, al verla, se detuvo, y luego se aproximó con cautela. —¿Jule? —dijo tímidamente la sombra. —¿Quién es? —dijo ella con sequedad. —Soy yo... Bud. Se miraron con curiosidad el uno al otro. —¿Qué haces aquí? —Me marcho. —¿Te marchas? ¿Adónde puedes ir tú? —No lo sé; a alguna parte. No puedo quedarme en casa más tiempo. —¿Por qué no puedes quedarte en casa? —Renacían en ella emociones que odiaba. —Por madre, que es... La odio. No me voy a quedar allí ni un día más. Si me quedaba antes era por padre; pero ahora..., ahora padre... está..., está... Cayó de rodillas e hizo oscilar el cuerpo como acusando la recurrencia del dolor. Julieta, en un arrebato de piedad y odiándose a sí misma, se acercó a él. Su hermano era un chiquillo sucio con un mono ajado; Julieta calculó con dificultad que debía tener unos once años. Junto a él había un bulto, envuelto en un pañuelo anudado, con un mendrugo de pan frío e indigesto y un sobado libro con ilustraciones descoloridas por el tiempo. Parecía pequeño y solo, arrodillado sobre las hojas muertas, que el vínculo común del odio acabó por acercarlos. Alzó

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la cara surcada y sucia, dijo: «Oh, Jule», se abrazó a las piernas de su hermana y hundió la cara contra sus caderas angulosas y menudas. Ella contempló cómo las caprichosas interrupciones de la luz lunar torturaban las desnudas ramas de los árboles. El viento soplaba arriba con un sonido lejano, y se deslizó por la cara de la luna una silenciosa V de gansos. La tierra estaba fría y silenciosa, y en su oscura quietud aguardaba a la primavera y al viento del sur. La luna miró a través de un claro entre nubes y ella pudo ver el pelo desgreñado de su hermano y el desvaído cuello de su camisa, y entonces las mortificantes y desusadas lágrimas le afloraron a los ojos y se deslizaron por la curva de sus mejillas. Al final ella también lloró abiertamente, porque todo parecía tan efímero y sin sentido, tan fútil; porque todo esfuerzo, todo impulso que había sentido hacia el logro de la felicidad se había visto frustrado por circunstancias ciegas, y hasta su tentativa de romper para siempre con la familia que odiaba se había venido abajo ante algo que le nacía de dentro. Ni la muerte podía servirle de consuelo, pues la muerte no era sino ese estado en el que los que se han dejado atrás quedan sumidos. Julieta, al cabo, se sacudió las lágrimas de la cara y apartó a su hermano de sí. —Levántate. Estás loco, así no puedes ir a ninguna parte; eres tan pequeño... Ven a casa a ver a la abuela. —No, no Jule; no puedo, no quiero ver a la abuela. —¿Por qué no? Tienes que hacer algo, ¿no? A menos que quieras volver a casa —añadió al fin. —¿Volver con ella? No volveré con ella nunca. —Bueno, entonces vámonos; la abuela sabrá lo que tienes que hacer. Él retrocedió otra vez. —Tengo miedo de la abuela; tengo miedo de ella. —Entonces, ¿qué es lo que vas a hacer? —Me voy, lejos, por allí —dijo, señalando hacia la capital del condado. Ella reconoció la obstinación de su hermano como algo familiar, y supo que aquel chiquillo era tan difícil de convencer como ella misma. Había algo, sin embargo, que podía hacer: lo engatusó y lo llevó hasta el portón que daba al camino, y lo hizo esperar al abrigo de un árbol. Salió al poco con un voluminoso paquete de comida y unos cuantos dólares en monedas pequeñas —sus ahorros de aquellos años—. Él lo tomó con la torpe apatía de la desesperación, y ambos caminaron juntos hasta el camino principal, donde se detuvieron y se miraron como extraños. —Adiós, Jule —dijo al fin, y la hubiera tocado otra vez, pero ella se apartó; de modo que él se volvió y echó a andar, pequeña y vana figura por el camino difuso. Lo vio alejarse hasta que fue apenas visible, luego desapareció, y una vez más, Julieta se volvió y descendió la colina. Los árboles estaban quietos, incorpóreos e inmóviles como reflejos, pues el viento había amainado; a la espera del invierno y de la muerte, como paganos indiferentes a los rumores de inmortalidad. Lejos aulló un perro sobre la tierra de octubre, y el melodioso y largo son de un cuerno vibró en torno a ella, llenando el aire como una agitación de aguas estancadas, y fue absorbido de nuevo en el silencio, y el oscuro mundo quedó inmóvil a su alrededor, apacible y levemente

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triste y bello. Cazadores de zarigüeyas, pensó, y luego, cuando el sonido hubo cesado, se preguntó si había oído algo realmente. Se preguntó oscura y vagamente cómo era posible que las cosas la hubieran inquietado alguna vez, cómo podía existir algo capaz de perturbar aquel estado de ánimo: sereno y levemente entristecido. Ella avanzaba apenas, y era como si los árboles se movieran sobre su cabeza, haciendo deslizar sus ramas más altas por unas aguas cuajadas de estrellas, aguas que se abrían ante ellas para dejarles paso y volvían a juntarse luego, sin una onda o un cambio. Allí, a sus pies, estaba el pozo: sombras, otra vez árboles inmóviles, otra vez el cielo; se sentó en el suelo y miró el agua con desesperanza suave y sensual. Aquello era el mundo, bajo sus pies y sobre su cabeza, eterno y vacío y sin límites. El cuerno volvió a sonar en torno a ella, en el agua y en el cielo y en los árboles; luego cesó despaciosamente, y del cielo y los árboles y el agua se vertió dentro de ella, dejándole en la boca un cálido sabor salado. Se echó súbitamente boca abajo y hundió la cara entre los brazos delgados, y sintió cómo la penetrante tierra chocaba a través de las ropas contra los muslos y vientre, contra los menudos y duros pechos. El último eco del cuerno se alejó inmaculadamente de ella y se deslizó por alguna colina blanda y sin límites de la quietud otoñal, como el rumor de una desesperanza lejana. Y pronto, también, dejó de oírse.

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Al Jackson

Querido Anderson: He pasado el fin de semana en una excursión en barco por el lago, y cuando remontábamos el río el piloto nos indicó por señas la morada del viejo Jackson. Los Jackson son descendientes de Old Hickory, y sólo sobrevive uno de ellos: Al Jackson. Me gustaría que pudieras conocerle: con tu interés por la gente, sería para ti una mina de oro. Sin mediar culpa por su parte, pues es muy retraído, el hombre ha tenido una vida muy agitada. Se cuenta que nadie lo vio nunca vadeando o nadando desvestido. Había algo relacionado con sus pies, según dicen, aunque nadie sabe nada a ciencia cierta. El piloto me estuvo hablando acerca de la familia. La madre de Al, a la edad de siete años, ganó el concurso de bordados de la escuela dominical, y como premio se le otorgó el privilegio de asistir a todas las ceremonias religiosas que se celebraran en su iglesia, sin la obligación de asistir igualmente a las sociales, durante un período de noventa y nueve años. A los nueve años sabía tocar el armonio que su padre había conseguido a cambio de una barca, un reloj y un caimán domesticado. Sabía coser y cocinar, e hizo que la asistencia a su iglesia se viera incrementada en un trescientos por cien merced a cierta suerte de receta secreta para el vino de la comunión, en la que utilizaba, entre otras cosas, alcohol de grano. El padre del piloto acostumbraba a ir a su iglesia; de hecho, la parroquia entera acabó por ir a ella. En el pueblo derribaron dos iglesias y utilizaron la madera para hacer nasas de pesca, y uno de los pastores de almas consiguió finalmente empleo en un transbordador. En señal de reconocimiento, la iglesia le regaló a la madre de Al una Biblia con su nombre y su flor preferida repujados en oro. El padre de Jackson ganó su mano cuando ella tenía doce años. Dicen que se sintió embelesado por su destreza con el armonio; según contó el piloto, él no tenía ningún armonio. Pero también era todo un personaje. Cuando tenía ocho años se aprendió de memoria mil versos del Nuevo Testamento, y fue víctima de un ataque que parecía ser encefalitis. El veterinario, cuando al fin se decidieron a llamarlo, les dijo que no podía ser encefalitis. Después de aquello, el viejo Jackson

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se volvió algo así como... bueno, llamémosle raro: compraba pegamento de encuadernación para comer siempre que podía, y cada vez que iba a tomar un baño se ponía la gabardina. Dormía en una cama plegable que extendía sobre el suelo, y una vez acostado la cerraba sobre sí mismo. Intentó asimismo unos agujeros perforados para que entrara el aire. Parece que a Jackson se le ocurrió finalmente la idea de criar ovejas en aquella ciénaga suya, en la creencia de que la lana crecía como cualquier otra cosa, y de que si las ovejas permanecían todo el tiempo en el agua, como árboles, el vellón habría de ser por fuerza más exuberante. Cuando se le hubieron ahogado aproximadamente una docena, las equipó con unos cinturones salvavidas hechos de caña. Y entonces descubrió que los caimanes las estaban atrapando. Uno de sus chicos mayores (debió de tener alrededor de una docena) cayó en la cuenta de que los caimanes no se atreverían a importunar a una cabra con larga cornamenta, así que el viejo cogió raíces y modeló unos cuernos de unos tres pies de largo y los ató sobre la testuz de sus ovejas. No las dotó a todas de cuernos, no fuera a ser que los caimanes descubrieran la estratagema. El viejo, según decía el piloto, contaba con perder anualmente una cantidad determinada de ovejas, pero de aquel modo lograba mantener bastante baja la tasa de mortalidad. Pronto descubrieron que las ovejas empezaban a gustar del agua, que nadaban de un lado a otro por los alrededores, y al cabo de unos seis meses constataron que no salían del agua para nada. Cuando llegó el momento de la esquila, el viejo tuvo que pedir prestada una motora a fin de perseguirlas y atraparlas, y cuando al fin pescaron una y la sacaron del agua, vieron que no tenía patas. Se le habían atrofiado y habían desaparecido por completo. Y lo mismo sucedía con todas y cada una de las que conseguían atrapar. No sólo se les habían esfumado las patas, sino que en la parte del cuerpo que había estado bajo el agua tenían escamas en lugar de lana, y la cola se les había ensanchado y aplanado hasta adoptar una forma parecida a la de los castores. Al cabo de otros seis meses, los Jackson no lograban ponerles la mano encima ni con ayuda de la motora. De su observación de los peces, las ovejas habían aprendido a bucear. Y al año Jackson las veía únicamente cuando de tanto en tanto asomaban el hocico para tomar un buche de aire. Pronto pasaron días sin que el agua se viera rota por un morro. En ocasiones sacaban algunas ovejas con ayuda de un anzuelo con cebo de maíz, pero sin rastro de lana en todo el cuerpo. El viejo Jackson —según contaba el piloto— empezó a sentirse como desalentado. Todo su capital nadando de un lado para otro bajo el agua. Temía que sus ovejas se convirtieran en caimanes antes de que pudiera atrapar siquiera algunas. Finalmente Claude, el desaforado hijo segundo que andaba siempre detrás de las mujeres, le dijo que si le entregaba la mitad de las que atrapara contantes y sonantes, él se comprometía a coger unas cuantas. Convinieron en ello, pues, y a partir de entonces, Claude se quitaba la ropa y se metía en el agua. Al principio no cogía muchas, pero de cuando en cuando acorralaba a alguna bajo un tronco y se hacía con ella. Una le mordió un día de mala manera, y Claude pensó para sí: «Sí, señor, tengo que darme prisa; estas benditas cosas serán caimanes en un año».

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Se puso manos a la obra, empezó a nadar mejor cada día y a hacerse con mayor número de presas. Pronto pudo permanecer media hora bajo el agua sin sacar la cabeza, pero en tierra su respiración ya no era tan buena, y empezó a sentir cierta extrañeza en las piernas, a la altura de las rodillas. Luego dio en quedarse en el agua día y noche, y la familia le llevaba la comida. Perdió la facultad de valerse de los brazos a partir de los codos y de las piernas a partir de las rodillas, y la última vez que alguien de la familia pudo verlo, los ojos se le habían desplazado a ambos lados de la cabeza y una cola de pez le asomaba por un extremo de la boca. Alrededor de un año después volvieron a oír hablar de él. Frente a la costa había aparecido un tiburón que se dedicaba a importunar a las bañistas rubias, en especial a las gordas. —Ése es Claude —dijo el viejo Jackson—. Siempre ha sido terrible con las rubias. Su sola fuente de ingresos, pues, se había esfumado. La familia hubo de soportar largos años de penurias, hasta que los salvó la promulgación de la Ley Seca. Espero que la historia te haya parecido tan interesante como a mí. Atentamente, WILLIAM FAULKNER Querido Anderson: Recibí tu carta a propósito de los Jackson. Me ha dejado asombrado. Lo que tenía por una historia oída al azar resulta del dominio público. Debe de tratarse de una familia harto curiosa, y me hago eco de tus palabras: ¡cómo me gustaría conocer a Al Jackson! Yo mismo he estado haciendo algunas indagaciones. Es como tamizar el agua en busca de oro: una pizca aquí, otra allí. La historia de Elenor, según parece, es todo un escándalo. Se deslizó una noche por una tubería de desagüe y se fugó con un quincallero ambulante. Imagínate el horror de esa familia —tan limpia como es de rigor en toda familia criadora de peces— al enterarse de que Perchie, como la llamaban a Elenor, se había fugado con un hombre que no sólo no sabía nadar, sino que jamás había tenido una gota de agua encima del cuerpo en toda su vida. Tanto miedo le producía el agua que en cierta ocasión, atrapado por una tormenta en medio del camino, permaneció encerrado en su carromato sin salir siquiera para dar de comer a su caballo. La tormenta duró nueve días, el caballo murió víctima de los dardos del hambre y el hombre fue hallado inconsciente, después de haberse comido un par de zapatos con elásticos que le llevaba como regalo al viejo Jackson, y de haber engullido las riendas hasta donde le fue posible sin dejar el carromato. Lo irónico del caso es que quien lo encontró y salvó fue Claude, uno de los hermanos de Elenor, que se había detenido a echar una ojeada al carromato con la esperanza de encontrar dentro a una mujer. (Claude andaba como un demonio detrás de las mujeres, como te dije anteriormente). Pero a quien quiero conocer es a Al. Todo aquel que lo conoce lo considera un ejemplar de la época más genuina de la virilidad americana, un puro nórdico. Durante la guerra siguió innumerables cursos por correspondencia para curarse la timidez y robustecer su fuerza de voluntad, a fin de pronunciar discursos de

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cuatro minutos para fomentar la compra de bonos de la Libertad y ayudar así a los muchachos del frente, y se dice que fue el primero que pensó en reescribir las obras de Goethe y Wagner y atribuir su autoría a Pershing y a Wilson. Al Jackson, como ves, ama las artes. Creo que estás equivocado en cuanto a los antepasados de Jackson. El tal Spearhead Jackson, en 1799, fue capturado por una fragata inglesa y colgado del extremo de una verga. Al parecer navegaba a favor de los alisios con un cargamento de esclavos cuando la fragata lo avistó y se aprestó a darle caza. Como era su costumbre, empezó a arrojar negros por la borda, manteniendo así a cierta distancia a los británicos, pero entonces se levantó una súbita borrasca que lo arrastró a mar abierto y lo apartó tres días de su rumbo. Sin dejar de arrojar negros por la borda, enfiló hacia las Dry Tortugas, pero al cabo se quedó sin negros y los británicos lo alcanzaron frente a la costa de Caracas, donde lo abordaron sin cuartel y barrenaron su barco. De modo que no es posible que Al Jackson descienda de esa línea. Además, Al Jackson en ningún caso podría provenir de un antepasado con tan poca consideración para con el ser humano. Aportaré otra prueba. Los Jackson que nos ocupan descienden a todas luces de Andrew Jackson. La batalla de Nueva Orleans se dirimió en una ciénaga. ¿Cómo se explica que Andrew Jackson derrotara a un ejército que lo superaba en número a menos que estuviera dotado de pies con dedos palmeados? El destacamento que se alzó con la difícil victoria estaba compuesto por dos batallones de seres acuáticos de las ciénagas de los Jackson en Florida, seres medio caballos, medio caimanes. Por otra parte, si te fijas en su estatura de Jackson Park (¿quién sino un Jackson sería capaz de montar un caballo de dos toneladas y media y conseguir que se mantuviera en equilibrio sobre sus dos patas traseras?), observarás que lleva zapatos con elásticos. Sí, he oído la historia del tiro al negro. Pero la creencia general en la región es que se trata sólo de una flagrante calumnia. Fue un hombre llamado Jack Spearman quien se dedicaba a tirotear suecos en Minnesota por una prima de un dólar. Mi versión, naturalmente, puede no ajustarse a la verdad. Pero ¿quién es el tal Sam Jackson? He oído cierta referencia a su persona, pero al mencionar su nombre a un viejo contrabandista de alcohol que parecía conocer y venerar a la familia, el tipo se calló como un muerto, y cuando insistí se puso hecho una fiera. Lo único que conseguí de él fue el comentario de que se trataba de una «maldita mentira». La mayor parte de la información al respecto la obtuve el otro día de gente que asistió al funeral de Herman Jackson. Herman, como sabrás, era un muchacho extraño que sentía pasión por la educación. Pero el bueno de Herman estaba loco por aprender a leer, y Al, que al parecer es un hombre cultivado, ayudó al chico a inventar el modo de hacer botones de perla con escamas de pescado. Herman ahorró cierto dinero, y al fin logró que lo admitieran en la universidad. Hubo de mantenerse, como es lógico, haciendo pequeños trabajos. Durante un tiempo se dedicó a clasificar pescado en el mercado, pero los botones de perla seguían siendo su principal fuente de ingresos. La gente de la casa de huéspedes se quejaba del olor, pero al ver cómo el muchacho se afanaba pegando escama con escama con cola de pescado sentía cierta lástima por él.

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Finalmente, a la edad de dieciocho años, aprendió a leer y realizó una proeza inigualada. Leyó las obras completas de sir Walter Scott en doce días y medio. Durante los dos días siguientes permaneció sumido en una suerte de estupor, hasta el punto de que no podía recordar quién era. Un condiscípulo le escribió su nombre en una tarjeta, que Herman llevaba en la mano a todas partes para mostrarla a todo aquel que le preguntara cómo se llamaba. Luego, al tercer día, empezó a sufrir convulsiones, y fue de convulsión en convulsión hasta que falleció tras varios días de espantosa agonía. Al, según dicen, se sintió terriblemente compungido, pues imaginaba que en cierto modo había sido culpa suya. La Benéfica Orden de la Carpa, asistida por la cofradía de estudiantes de su centro (la ROE), lo enterró con honores. El entierro —afirman— fue uno de los mayores que se recuerdan en los círculos de criadores de peces. Al Jackson no asistió: se sentía incapaz de soportarlo. Pero se cuenta que dijo: «Sólo espero que el país que amo, que la industria a la que he dedicado los mejores años de mi vida, muestre un reconocimiento semejante el día de mi muerte.» Si te es posible hacer que yo conozca a este hombre espléndido, por favor hazlo, y te quedaré profundamente agradecido. WM FAULKNER

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Don Giovanni

Se había casado muy joven con una chica de cara bastante vulgar a quien trataba a la sazón de seducir, y ahora, a los treinta y dos años, era viudo. El matrimonio le había arrastrado el trabajo como la sequía arrastra a los peces por los arroyos hacia las aguas caudalosas, y las cosas habían sido arduas a lo largo del tiempo en que pasó de ocupación en ocupación y de puesto en puesto hasta caer inevitable y finalmente en la sección de ropa femenina de unos grandes almacenes. Allí se sintió al fin en lo suyo (siempre se había llevado mucho mejor con las mujeres que con los hombres), y la restaurada fe en sí mismo hizo posible que ascendiera sin demasiados contratiempos a la codiciada posición de comprador al por mayor. Sabía mucho de ropa de mujer y, dado el interés que sentía por las mujeres, mantenía la creencia de que el conocimiento de las cosas que a ellas les gustaban le confería una comprensión de la psicología femenina que ningún otro hombre podía poseer. Pero jamás fue más allá de las meras especulaciones: le fue fiel a su mujer, pese a que estaba postrada en cama víctima de una invalidez. Así, cuando tenía en la mano el éxito y la vida les sonreía al fin, murió su esposa. Él se había habituado al matrimonio, se sentía apegado a su mujer, y la adaptación a la nueva situación fue una tarea lenta. Con el tiempo, empero, se acostumbró a la novedad de una libertad madura. Se había casado tan joven que la libertad era para él un campo inexplorado. Disfrutaba de la comodidad de sus habitaciones de soltero, de la rutina solitaria de los días: la vuelta a casa paseando en el crepúsculo, la detenida contemplación de la calle de los suaves cuerpos de las chicas, sabiendo que si se molestara en solicitarlas ninguna habría de decirle No. Su sola preocupación residía en que le escaseaba el pelo. Pero al cabo el celibato empezó a serle opresivo. Su amigo y presunto anfitrión de la visita inesperada, sentado en el balcón con un cigarro, lo vio doblar la esquina, bajo el farol, y con una exclamación se puso en pie de un salto y volcó la silla de un puntapié. Se metió con rapidez dentro del cuarto, apagó la lámpara de mesa y saltó sobre un sofá y fingió dormir. Caminaba airosamente, haciendo girar su liviano bastón: «Les encanta que los hombres sean osados con ellas. Veamos: ella llevará un conjunto de ropa interior negra... Al principio me portaré con indiferencia, como

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si no quisiera estar con ella, o como si no quisiera especialmente ir a bailar esta noche. Dejaré caer una observación acerca de haber acudido únicamente porque lo había prometido, ya que en rigor debería haber ido a ver a otra mujer. Les gustan los hombres que tienen más mujeres. Ella dirá “Por favor, llévame a bailar”, y yo diré “Oh, no sé si quiero bailar esta noche”, y ella dirá “¿No me llevas?” como apoyándose sobre mí —veamos—, sí, me cogerá la mano, me hablará dulcemente, bien, yo no responderé, como que no la oigo. Seguirá provocando y al final pondré un brazo alrededor de ella y le levantaré la cara en el taxi oscuro y la besaré, con frialdad y dignidad, como si me tuviera sin cuidado hacerlo o no, y diré “¿Quieres realmente ir a bailar esta noche?”, y ella dirá “Oh, no lo sé. Lo que deseo únicamente es ir por ahí... contigo”, y yo diré “No, vamos a bailar un rato.”» «Bien, bailaremos y yo le acariciaré la espalda con la mano. Ella me estará mirando, pero yo no la miraré...» Despertó de su ensueño bruscamente y cayó en la cuenta de que había dejado atrás la casa de su amigo. Volvió sobre sus pasos y alargó el cuello hacia las ventanas oscuras. —¡Morrison! —canturreó. No hubo réplica. —¡Oh, Mor... rison! Las dos ventanas estaban oscuras e inescrutables como parcas. Llamó a la puerta, retrocedió unos pasos para dar término a su aria. Junto a la puerta había otra entrada. La luz se colaba por una celosía de medio cuerpo, semejante a la puerta de un saloon; más allá de ella tecleaba con perversidad una máquina de escribir. Tocó, vacilante, en la celosía. —Hola —tronó una voz sobre el ruido de la máquina. Él meditó brevemente y volvió a llamar, ahora con más energía. —Adelante, maldita sea. ¿Cree que es un cuarto de baño? —dijo la voz, ahogando la máquina de escribir. Abrió la celosía. El hombre enorme y con camisa sin cuello que estaba sentado a la máquina alzó una cabeza leonina y lo miró con irritación. —¿Sí? —Cesó el ruido de la máquina. —Discúlpeme: busco a Morrison. —El piso de arriba —le espetó el otro, disponiendo las manos sobre la máquina—. Buenas noches. —Pero es que no contesta. ¿Sabe si está? —No. Reflexionó de nuevo, tímidamente. —Me pregunto cómo podría enterarme. Tengo prisa y... —¿Cómo diablos voy a saberlo? Suba y averígüelo, o salga ahí afuera y llámelo. —Gracias, subiré. —Bien, pues suba. —La máquina de escribir atacó un pianissimo. —¿Puedo pasar por aquí? —aventuró tibia, cortésmente. —Sí, sí. Pase por donde quiera. Pero por el amor de Dios no me moleste.

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Le dio las gracias en un susurro y pasó nuevamente junto al hombre grande y frenético. La habitación entera trepidaba ante las pesadas manos del hombre, y la máquina de escribir brincaba y alborotaba como un ser enloquecido. Subió unas escaleras oscuras; su amigo le oyó tropezar y gruñó: «Te mataré por esto», dijo, maldiciendo al desprevenido y estentóreo mecanógrafo del piso de abajo. La puerta se abrió y el visitante siseó «¡Morrison!» hacia el interior del cuarto oscuro. Morrison maldijo de nuevo para su coleto. Al moverse gimió el sofá, y dijo: —Espere a que encienda la luz. Me romperá todo lo que tengo si se pone a andar a ciegas en la oscuridad. El visitante suspiró con alivio. —Bien, bien. Había casi desistido de verle y me marchaba ya cuando ese hombre de ahí abajo me dejó amablemente pasar por su cuarto. La mano de Morrison encendió la luz. —Oh, estaba usted dormido, ¿no es cierto? Lamento tanto haberlo importunado. Pero es que quiero su consejo. Depositó el sombrero y el bastón sobre una mesa, derribando al tiempo un jarrón con flores. Con pasmosa agilidad agarró el jarrón antes de que se estrellara contra el suelo, pero no antes de que su contenido salpicara copiosamente. Volvió a poner en su sitio el jarrón, y acto seguido empezó a secarse rápidamente las mangas y la pechera del traje con un pañuelo. —Ah, diablos —profirió, exasperado—. ¡Acabo de recoger el traje de la planchadora! El anfitrión contempló el incidente con reprimido y vengativo regocijo, y le ofreció una silla. —Qué pena —le compadeció insinceramente—. Pero ella no lo notará: probablemente estará interesada por usted. Él alzó la vista, halagado aunque un tanto dubitativo respecto al tono de su amigo. Se pasó las palmas de las manos por el pelo ralo. —¿Usted cree? Pero atienda —continuó con rápido optimismo—. Ya he descubierto dónde fallé antes. Osadía e indiferencia: eso es lo que hasta ahora he pasado por alto. Escuche —dijo con entusiasmo—: esta noche tendré éxito. Pero quiero su consejo. El otro volvió a rezongar y se reclinó en el sofá. El visitante continuó: —Bien, actuaré como si otra mujer me hubiera telefoneado, como si saliera con ella sólo porque lo había prometido: para empezar, ponerla celosa, ¿comprende? Bien, actuaré como si me tuviera sin cuidado ir a bailar, y cuando me lo pida suplicante, la besaré, con toda indiferencia, ¿me sigue? —Sí —susurró su amigo, bostezando. —Así que nos iremos al baile y bailaremos y la acariciaré un poco, pero sin mirarla, como si estuviera pensando en otra persona. Ella se sentirá intrigada, y dirá «¿En qué piensas con tanta intensidad?», y yo diré «Por qué quiere saberlo?», y ella me rogará que se lo diga, bailando todo el tiempo muy pegada a mí, y yo diré «Prefiero decirte lo que tú estás pensando», y ella dirá «¿Qué?» al instante, y

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yo diré «Estás pensando en mí». Bueno, ¿qué le parece? ¿Qué cree que dirá entonces? —Probablemente le dirá que es usted un engreído. La cara del visitante se eclipsó. —¿Cree que lo hará? —No lo sé. Pero pronto lo averiguará. —No, no creo que me diga eso. Imagino que pensará que sé mucho de mujeres. —Se quedó sumido en honda meditación, y al cabo rompió de nuevo a hablar—: Si lo hace, yo diré: «Tal vez sea así. Pero estoy cansado de este sitio. Vámonos.» Ella querrá quedarse, pero me mantendré firme. Luego seré osado: la llevaré directamente a mi casa, y cuando vea lo osado que soy, se entregará a mí. Les gustan los hombres osados. ¿Qué le parece? —Muy bien, siempre que ella actúe como usted espera. Aunque sería una buena idea si le esbozara un poco el guión, así no se equivocaría. —Me está tomando el pelo. Pero ¿no cree de veras que el plan es consistente? —Sin resquicios. Ha pensado en todos los detalles, ¿no es cierto? —Así es. Es la única manera de ganar las batallas, ya lo sabe. Napoleón nos lo ha enseñado. —Napoleón también dijo algo sobre la artillería más pesada —comentó su amigo malévolamente. Él sonrió con complacencia. —Yo soy como soy —dijo en voz muy baja... —Especialmente cuando no ha sido usada en algún tiempo —continuó su anfitrión. Él adoptó entonces un aire de bestia herida, y su anfitrión prosiguió rápidamente—: Pero ¿va a poner en práctica su plan esta noche, o me habla en caso hipotético? Él miró su reloj con consternación. —Santo cielo, debo apresurarme. —Se puso en pie de un salto—. Gracias por aconsejarme. Creo de veras que tengo en las manos el sistema para este tipo de mujeres, ¿no lo cree así? —Claro —concedió su amigo. Él se detuvo en la puerta y volvió apresuradamente a estrechar la mano de su amigo. —Deséeme suerte —dijo por encima del hombro al partir. La puerta se cerró a sus espaldas y sus pasos resonaron en las escaleras. Luego se oyó la puerta de la calle. El anfitrión, desde el balcón, lo vio alejarse. Volvió al sofá y se recostó de nuevo en él, riendo. Se levantó, apagó la luz y se quedó allí echado, riéndose entre dientes. Abajo, el mecanógrafo, atronador e incansable, seguía sobre la máquina. Unas tres horas más tarde. La máquina de escribir seguía brincando sobre la mesa. —¡Morrison! El mecanógrafo sintió una vaga molestia, como alguien que supiera que tratan de despertarle de un sueño placentero, y que supiera asimismo que al ofrecer resistencia el sueño se vendría abajo. —¡Oh, Mor... risooooon!

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El mecanógrafo volvió a concentrarse, consciente de que la cálida y apacible noche del exterior de su cuarto había sido despojada de quietud. Aporreó aún más fuerte el teclado para exorcizar aquel fastidio, pero le llegó la tímida llamada desde la celosía. —¡Maldita sea! —dijo, dándose por vencido—. ¡Entre! —bramó, y alzó la vista—. Dios mío, ¿de dónde sale usted? Le dejé a usted hace unos diez minutos, ¿no es eso? —Miró la cara del visitante y su tono cambió—. ¿Qué le sucede, amigo? ¿Está enfermo? El visitante permanecía allí, parpadeando ante la luz; luego entró con paso vacilante y se dejó caer pesadamente en una silla. —Peor que eso —dijo, abatido. El hombre grande giró pesadamente sobre sí mismo para encarar al visitante. —¿Necesita un médico o algo? El visitante hundió la cara entre las manos. —No, ningún médico puede ayudarme. —Bien, ¿Qué le pasa? —insistió el otro con creciente exasperación—. Estoy ocupado. ¿Qué es lo que quiere? El visitante aspiró profundamente y alzó los ojos. —Necesito hablar con alguien, simplemente. —Levantó un semblante afligido hasta la mirada dura y penetrante del otro—. Me ha sucedido algo terrible esta noche. —Bueno, suéltelo, pues. Pero de prisa. El visitante suspiró y se enjugó blanda y torpemente la cara con el pañuelo. —Bien, tal como dije, actué con indiferencia, dije que no quería bailar esta noche. Y ella dijo «Eh, venga: ¿te piensas que he venido a pasarme toda la noche sentada en un banco del parque?», y entonces le pasé el brazo alrededor... —¿Alrededor de quién? —Alrededor de ella. Y cuando intenté besarla ella me puso... —¿Dónde era eso? —En un taxi. Me puso el codo bajo la barbilla y me empujó contra mi rincón, y dijo: «¿Vamos a bailar o no? Si no vamos a bailar, dilo, y me bajo. Conozco a un tipo que me llevará a bailar y...» —Por Dios santo, amigo, ¿qué desvarío es este que me cuenta? —Lo de esa chica con la que he salido esta noche. Así que nos fuimos a bailar y la estaba acariciando como tenía pensado y ella dijo «Ya está bien, hermano, no tengo lumbago»: Al rato empezó a mirar continuamente hacia atrás por encima del hombro, y alargaba el cuello para mirar también por encima del mío, y perdía el paso y decía «Perdona», así que le dije «¿En qué piensas?», y ella dijo «¿Eh?», y yo le dije «Puedo decirte en qué estás pensando», y ella dijo «¿Quién yo? ¿Lo que estaba pensando yo?», y seguía mirando y meneando la cabeza de un lado para otro. Entonces vi que estaba como sonriendo, y dije «Estás pensando en mí», y ella dijo «Oh, ¿sí?» —Santo Dios —susurró el otro, mirándole. —Sí. De modo que le dije, siguiendo el plan, «Estoy cansado de este sitio. Vámonos.» Ella no quería irse, pero me mantuve firme y al fin dijo «De acuerdo. Tú baja y coge un taxi; yo me arreglo en seguida y bajo.»

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»Me debería haber dado cuenta entonces de que algo iba mal, pero no lo hice. Bien, bajé rápidamente y paré un taxi. Le di al taxista diez dólares para que nos llevara a las afueras, campo adentro, donde no hubiera mucho tráfico, y para que se parara y fingiera que tenía que volver a pie un trecho de la carretera en busca de algo, y esperara allí hasta que yo tocara la bocina. »Así que esperé y esperé y ella no bajaba, y al final le dije al taxista que no se marchara, que iría a buscarla arriba, y subí corriendo las escaleras. No la vi en la antesala, así que volví a la pista de baile. Permaneció unos instantes en blando y silencioso desaliento. —¿Y bien? —le instó el otro. El visitante suspiró. —Creo que voy a renunciar, lo juro: nada jamás que tenga que ver con las mujeres. Cuando entré en la pista miré por todos lados y finalmente la vi. Estaba bailando con otro hombre, uno grande como usted. No sabía qué pensar. Determiné que era un amigo con quien bailaba hasta que yo subiera a buscarla, pues habría entendido mal lo que le dije: que la esperaba en la calle. Pero era ella quien me había dicho que esperara en la calle. Y eso me confundía. »Me quedé en la puerta hasta que logré que nuestras miradas se encontraran, y entonces le hice señas. Ella hizo una especie de gesto hacia mí, como si quisiera que esperara a que acabara la pieza, así que esperé allí. Pero cuando acabó la música se fueron los dos a una mesa, y él llamó al camarero y pidió algo. ¡Y ella no volvió a mirarme siquiera! »Entonces empecé a enfurecerme. Me acerqué a ellos. Como no quería que ni ellos ni nadie se dieran cuenta de que estaba furioso, me incliné un poco ante ellos, y ella me miró y dijo “¡Vaya, vaya! Aquí tenemos de vuelta a Herbie. Creí que me habías dejado, así que este amable caballero se ha ofrecido a acompañarme a casa”. “Ten por seguro que lo haré”, dijo el tipo grande, mirándome con ojos como platos. “¿Quién es éste?” “Bueno, un amiguito mío”, dijo ella. “Pues bien, ya es hora de que los chiquillos como él estén en casa acostados.” »Me miró con dureza, y yo le miré a él y dije “Vamos, señorita Steinbauer, nos espera el taxi”. Y él dijo “Herb, ¿no querrás robarme la chica, no?”. Yo le dije que ella estaba conmigo, y se lo dije muy digno, ¿sabe usted?, y ella dijo “Lárgate. Tú estás cansado de bailar; yo no. Así que me voy a quedar un rato.” »Y estaba como sonriendo: me di cuenta de que me estaban ridiculizando. Y entonces él se echó a reír a pleno pulmón, como un caballo. “Lárgate, hermano”, me dijo. “Te ha dado calabazas. Vuelve mañana”. Bien, cuando vi su cara gorda y roja, llena de dientes, sentí ganas de pegarle. Pero luego pensé que se iba a armar un buen lío y que mi nombre saldría en los periódicos, así que le lancé una mirada a la chica y me di media vuelta y me marché. Naturalmente todo el mundo había visto y oído el incidente; y un camarero, al pasar yo hacia la salida, dijo: “Mala suerte, amigo, pero ellas son así”. Y encima el taxista se marchó con mis diez dólares. El hombre grande le miró con admiración. —¡Dios, mira tu obra maestra! ¡Balzac, la desesperación! ¡Heme aquí perdiendo mi vida, intentando hacer que la gente viva merced a la palabra escrita!

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—Su cara se congestionó súbitamente—. ¡Fuera de aquí, maldita sea! —bramó—. ¡Me pone usted malo! El visitante se levantó y se quedó de pie, sumido en un blando abatimiento. —Pero ¿qué voy a hacer? —¿Hacer? ¿Hacer? Váyase a un burdel si quiere una chica. O, si tiene miedo de que llegue alguien y se la quite, búsquese una en la calle y tráigala aquí, si le apetece. Pero en el nombre de Dios: no vuelva a hablarme en su vida. Trato de escribir una novela, y usted ha dañado ya mi ego irreversiblemente. El hombre grande le cogió del brazo, empujó la puerta con el pie y, con amabilidad pero sin dilación, lo hizo salir a la calle. El visitante, con la celosía cerrada a sus espaldas, permaneció allí unos instantes escuchando el frenesí de la máquina de escribir, contemplando planos de sombras, dejando que la noche lo apaciguara. Un gato apareció furtivamente y lo miró; luego cruzó como un rayo sucio al otro lado de la calle. Él lo siguió con una lenta tristeza en la mirada, con envidia. El amor era tan sencillo para los gatos; en gran medida no era sino ruido: el éxito no importaba demasiado. Suspiró, y se alejó dejando a sus espaldas el estentóreo teclear de la máquina de escribir. Su recatado paso lo alejó de las calles sumidas en la oscuridad; siguió andando, maravillándose de sentirse tan desesperado internamente y sin embargo ser el mismo externamente. Me pregunto si se me nota, pensó. Es porque me estoy haciendo viejo por lo que las mujeres no se sienten atraídas por mí. Pero el hombre de esta noche tenía más o menos mi edad. Es algo que no tengo: algo que no tendré jamás. Pero el pensamiento le resultaba insoportable. No, es algo que soy capaz de hacer, de decir, pero que aún no he descubierto. Al entrar en la calle tranquila donde vivía vio a una pareja en un umbral oscuro, abrazándose. Se apresuró. Una vez en su cuarto, se quitó lentamente la chaqueta y el chaleco y se situó frente al espejo y se examinó lacara. Su pelo era más escaso día a día (ni siquiera consigo conservar el pelo, pensó amargamente), y su semblante delataba sus treinta años. No era gordo, pero la piel de debajo de la barbilla empezaba a colgarle, fláccida y fofa. Suspiró y terminó de desvestirse. Se sentó en una silla, metió los pies en una palangana de agua caliente y empezó a masticar lentamente una tableta digestiva. El calor del agua le ascendía por el cuerpo delgado y lo aliviaba, el cáustico sabor de la pastilla que masticaba lentamente le sirvió de lenitivo a su miseria. «Veamos —reflexionó mientras movía rítmicamente las mandíbulas y analizaba la noche pasada—. ¿Cuándo me he equivocado? El plan era bueno: el propio Morrison lo admitió. Piensa». Sus mandíbulas dejaron de masticar y sus ojos se posaron en una fotografía que había sobre la pared de enfrente. «¿Por qué nunca actúan como uno ha calculado? Uno puede prever toda contingencia, pero ellas siempre actuarán de modo diferente. He sido demasiado delicado con ellas: no debería darles nunca la oportunidad de ponerme en ridículo. Ése ha sido mi error una y otra vez: invitarles a cenar o a un espectáculo en seguida. El asunto es ser osado con ellas, traerlas aquí inmediatamente, dominarlas desde el principio. Dios, ése es el asunto.» Se secó los pies apresuradamente, se puso las zapatillas y fue hasta el teléfono.

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«Ése es el asunto, exactamente», susurró para sí lleno de exultación, y en su oído estaba ya la somnolienta voz de Morrison. —¿Morrison? Lamento molestarle, pero al fin me he dado cuenta. —Se oyó en la línea un sonido ahogado e inarticulado, pero él prosiguió sin dilación—: Un error que he cometido esta noche me ha abierto los ojos. El problema reside en que no he sido lo bastante osado: tenía miedo a ser demasiado osado y asustarlas. Atienda: la traeré aquí inmediatamente: seré duro y cruel, brutal si es necesario, hasta que me suplique que la ame. ¿Qué le parece...? ¡Sí! ¿Morrison...? Hubo entonces un lapso subrayado por un zumbido lejano, y luego una voz de mujer dijo: —Di que sí, chicarrón; trátalas con mano dura. Y se oyó un clic: en la mano sostenía gutapercha inerte, y la gutapercha inerte era una O rotunda que le miraba con fijeza a la boca.

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Peter

Era primavera en una calle asfaltada, entre muros, y allí estaba Peter, sentado en un poste, moviendo las piernas cortas dentro del pantalón corto de sarga, golpeando rítmicamente con los talones sobre el peldaño de madera. A su espalda, un callejón espacioso y arqueado, en el que uno se adentraba como quien se adentra en el sueño, retrocedía entre paredes de un inefable azul celeste y desembocaba otra vez en la luz y en un patio destartalado y sucio y algo verde e infernal contra un muro lejano. —Hola —dice Peter con desenvoltura por encima del golpear de sus tacones, por encima de la estridencia sincopada de una gramola en la que han confinado los negros toda la desesperación atormentada de los negros. La cara de Peter es redonda como una taza de leche con una nube de café. — Mi hermano es blanco —observa Peter locuaz, con su traje de marinero—. ¿Vais a dibujar más? —nos pregunta, y un viejo amigo se para ante nosotros. Es decir, un viejo amigo de Peter. Su cara plana de mogol es tan amarilla como la de Peter, y dice: —¿Qué tal, Peter? ¿Te estás portando bien hoy? ¿Está mamá en casa? —Sí. Está arriba hablando con un hombre. —¿Y tu papá está? —No —replica Peter—. No tengo padre, pero tengo un hermano. Es blanco. Como tú —añade dirigiéndose a Spratling. A Peter le gusta Spratling. —Tú también eres bastante blanco. ¿No te parece que eres lo bastante blanco? —pregunto yo. —No lo sé. Mi hermano es pequeño. Cuando sea tan grande como yo supongo que no será tan blanco. —Peter —interrumpe el chino—. Tú mamá está hablando con un hombre. Vete y dile que ya ha hablado lo suficiente. ¿Se lo dirás? Eres un buen chico. —Oh, vete a decírselo tú. A ella no le importa. Dice que puede quitárselos de encima en un abrir y cerrar de ojos. A veces dice que no les deja ni quitarse el sombrero. Me figuro que nunca sabe cuándo puede aparecer por casa Pico de Águila. El chino, con semblante ávido de sexo, miró a través del callejón de inefable azul hacia donde el sol era como agua dorada entre paredes.

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—¿Pico de Águila? —repetí yo. —Sí, eso es. Es el que duerme con mamá. Trabaja en el muelle 5. Puede manejar más carga que nadie en el muelle 5. —¿Te gusta Pico de Águila? —Claro; está bien. Me trae dulces. El otro jamás me trajo dulces. —¿Nunca? —No. Nunca traía nada. Así que mamá lo largó. El chino entró en el callejón. Vimos cómo su figura oscura alcanzaba un nimbo de sol y torcía y desaparecía. —Pico de Águila está bien. Nos gusta Pico de Águila —añadió, y a nuestro lado pasó Hércules, de un bronce oscuro—. Hola, Baptis —dijo Peter. —Hola, chicarrón —replicó el negro—. ¿Qué tal? —preguntó. El brillo saltó brevemente, describió un arco hacia abajo y Peter se abalanzó sobre una moneda de cinco centavos. El hombre bajó por la calle y desapareció tras una esquina. La primavera, zaherida por madera y piedra, inundó el aire, llenó la atmósfera misma, insidiosa e inquietante, y Peter dijo: —Es un buen tipo. Siempre hace lo mismo. Tienes que tratarles así, dice mamá. Y así lo hacemos. Peter, con su cara redonda y amarilla como un centavo nuevo, reflexionó unos instantes. ¿Qué es lo que ve?, me pregunté, pensando en él como en una moneda fortuita acuñada entre las desesperaciones desligadas aunque semejantes de dos razas. —Oye —dijo al fin—, ¿sabes hacer bailar una peonza? En esa casa vive un chico que la hace bailar y luego la coge con la cuerda. —¿Tú no tienes peonza? —pregunté. —Sí. Baptis me regaló una, pero no he tenido tiempo para aprender a manejarla. —¿No has tenido tiempo? —Bueno, verás. Tengo que estar aquí y decirle a la gente cuándo mamá está ocupada hablando con alguien. Y luego están las otras. Tengo que mirar también por ellas. —¿A qué te refieres? —No lo sé. A mirar por ellas, simplemente. Son muy buena gente. Baptis dice que tenemos las chicas más guapas de la ciudad. Pero oye, ¿no vas a dibujar hoy? —Sí, voy a dibujar vuestra escalera. ¿Te apetece acompañarnos? —¿Por qué no? —le dijo Peter a Spratling—. Podré verlas igual. Pero tú no vas a subir al cuarto de mamá, ¿verdad? —No, no. Voy a dibujar el callejón. ¿Por qué lo preguntas? —Bueno, ahora está ocupada hablando con ese chino que acaba de subir. No le gusta que la molesten mientras está hablando con alguien. —Entonces no la molestaré. Dibujaré sólo la escalera.—Bueno, creo que no habrá ningún problema. Entramos: era como sumergirse en un mar dulce y azul. —¿Puedo mirar? —preguntó Peter. —Claro que puedes. A propósito, ¿te gustaría que te dibujara? Peter: No lo sé. ¿Puedes dibujarme?

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Spratling: Eso espero. Peter: Pero, oye, no puedes ponerme en un cuadro, ¿o sí? Una voz: Espera a que ese aire frío te coja en tu BVD. Spratling: Por supuesto que puedo, si tú quieres. La gramola inició de nuevo su son atormentado y sincopado. Oscuros árboles, estrellas sobre un agua ignota; todas las desesperanzas del tiempo y del aliento. Una voz: ¡Nina! Otra voz: Rompe los muelles, si es que puedes. Peter: Ésa es Euphrosy; es la más sensata de todas estas chicas, según dice mamá. Unas escaleras de color salmón que ascendían abombadas, tan placenteras como el vientre de una mujer. Negros que nos rozaban al pasar: negras y morenas y amarillas caras que se retorcían ante la inminencia de la satisfacción física. Nos dejaban atrás —Peter en la desazón de la timidez y Spratling extendiendo el papel y eligiendo un carboncillo—, y pasaban a nuestro lado otros negros que salían, despacio, con la satisfacción del apetito y (lo que es peor) la inminencia ineludible del trabajo, y todos tenían una palabra para Peter, que posaba crispado hasta el punto de ser una atormentada caricatura de sí mismo. Una voz: ¡Abrázame, niña! Una voz: Maldita puta, te voy a cortar el cuello. Una voz: Y el corazón se te derrite por las penas que has padecido. Estrepitosos pasos en las escaleras, ropa lavada ondeando al aire leve. Negros que llegaban, congestionados y taciturnos por el sexo; negros que partían, lánguidos y saciados. Bajó el chino. —¿Qué tal, Peter? Guapo chico —dijo, y se marchó. Pero Peter no reparó en él. Spratling: Apóyate en la pared, Peter. ¡No te muevas tanto! Quédate quieto como si Dios te estuviera mirando. Peter: ¿Así? —Su oscuro traje de marinero adoptó una forma imposible contra el azul de la pared tranquila. Su cuerpo joven era imposible y terrible. Spratling: Oh, diablos. De todos modos, no podrá quedarse así. —Venga, dibuja —le aconsejé, pero se había puesto ya manos a la obra. —Si quieres moverte, Peter —dijo—, adelante, muévete. Pero para Peter era ya una cuestión de honor el no moverse. Spratling dibujaba, mirándoles con los ojos entrecerrados; y supe que Peter estaba a punto de llorar. La luz del sol era inmaculada como una virgen: las ropas tendidas eran

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planos de luz y una cuerda del tendedero recibió al dorado mediodía como a un danzarín sobre la cuerda floja. Voz: Niña, calienta mi piel como un traje de presidiario dorado. Haz que redoblen los tambores. Redoblan los tambores por ti, niña. Una voz: Gané trescientos anoche en una partida de dados. Una voz: Venga, grandón, acaba. No puedo quedarme aquí echada todo el día. Una voz: Todo lo que he hecho, lo he hecho por ti. Cuando estás triste, estoy triste; cuando te ríes, río. Una voz: ¡Oh, Cristo, no lo hagas! ¡No quise decir eso! ¡No lo hagas! Peter (llorando): Me duele el brazo. Spratling: Bueno, muévete. Peter: No puedo. No seguirías dibujándome. Una voz: Maldita puta. Peter (cambiando de postura, pensando que Spratling no se dará cuenta): Ése es Joe Lee. Siempre está zurrando a Imogene. Joe Lee es malo. Yo: ¿Malo? Peter: Claro. Ha matado a tres. Pero es demasiado listo para ellos. No logran cogerlo con las manos en la masa. Mamá siempre le pregunta a Imogene cómo es que sigue con él, pero Imogene no lo sabe. Así son las mujeres, dice mamá. Pasos en la escalera; aparece la madre de Peter, lánguida como un pétalo de magnolia manoseado. Tiene la tez tan clara como la de Peter; una mujer dice al pasar: —Ajá, sabía que tendrías líos. Te advertí que sería mejor para ti que tu madre no te pillara aquí. —Muy bien. Espérate a que Imogene me sacuda como te sacudió a ti cuando te pilló con Joe Lee en tu cuarto la semana pasada. Entonces hablaremos. Te tiró de los pelos, claro que sí. —Deberías darle duro, Mable —dijo la mujer, y pasó de largo. —Peter —dijo su madre. —Me está dibujando, mamá. Te dibujará a ti también, si te quedas quieta. La mujer se acercó, lánguida como una azucena marchita, y miró el boceto. —Bah —dijo—. Ven conmigo —le dijo a Peter. Peter se echó a llorar. —Pero si me está dibujando —dijo. —¿No te advertí que no rondaras por aquí abajo? —Pero es que me está dibujando... Con el brazo doblado sobre la cara, desde algún caudal maduro de vanidad masculina, lloraba al ver su vida temporalmente perturbada por una mujer. Pero ella le cogió por el brazo y le hizo subir por las escaleras color salmón. En el recodo de la escalera se detuvo como una lánguida y maltrecha azucena, y con sus ojos oscuros, llenos de la desesperanza de una raza sometida y una sangre diezmada y al cabo estéril, salvo en el conocimiento de las ancestrales pesadumbres de blancos y negros, lo mismo que un perro ve y oye cosas que

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nosotros no vemos ni oímos, nos miró por espacio de un instante. Luego desapareció, y pronto dejó de oírse el llanto de Peter. Mientras Spratling finalizaba el boceto, vi cómo el mediodía se convertía en tarde, cómo la luz del sol cambiaba de plata a oro (si me quedara dormido y despertara al cabo de un rato, creo que sabría distinguir la tarde de la mañana por el color de la luz del sol), pese al arte y al vicio y a todo lo que da lugar a un mundo; y oía las frases truncadas de una raza que responde con presteza a las compulsiones de la carne y parte luego, liberada temporalmente del cuerpo, hacia el sudor y el trabajo y el cántico; abocada fatalmente a acudir de nuevo a la satisfacción temporal del apetito; satisfacción efímera, que no puede durar. El mundo: muerte y desesperación, hambre y sueño. Hambre que exigirá su tributo al cuerpo hasta que la vida se canse de tal servidumbre. Spratling acabó el boceto, y a través del callejón de inefable azul, tan apacible como el sueño, salimos fuera. Era primavera en una calle asfaltada, entre muros, y allí estaba Peter, en una ventana, sin acordarse ya de su congoja, diciendo: —Cuando volváis, la próxima vez, apuesto a que sabré hacer bailar la peonza.

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Claro de luna

La casa de su tío, al acercarse a ella por detrás, aparecía vacante y sin luz bajo la luna de agosto, porque sus tíos habían salido hacía dos días a pasar sus vacaciones estivales. Cruzó el ángulo del camino, apresurada y furtivamente a un tiempo, con el whisky de maíz agitándose con apagado borboteo en la botella, bajo su camisa. Al otro lado del césped (lo veía por encima de la silueta baja del tejado, como punteado sobre el cielo, sólido y pesado y sin profundidad) había un magnolio, y sobre él, probablemente sobre la rama más alta, cantaba un sinsonte, muy próximo a la luna, y él entraba rápida y solapadamente por la puerta y se internaba en las sombras de los árboles. Ahora no podría ser visto mientras avanzaba de prisa por el césped moteado y cuajado de rocío, sobre sus suelas de goma, y alcanzaba el santuario del mirador, cercado de enredaderas y negro como tinta. Temía menos a cualquier posible y fortuito viandante que a un vecino que pudiera estar mirando desde alguna ventana oblicua o incluso desde otro porche umbroso; una mujer, una mujer de edad que, en representación de la totalidad de la clase y casta de las madres, de los progenitores, se erigiera en su enemigo mortal por puro instinto reflejo. Pero alcanzó el mirador sin ser visto. Ahora ya nadie conseguiría verlo; ahora empezaba a creer, por vez primera desde que recibió la nota, en su buena suerte. Había una fatalidad en todo aquello; la casa vacía, el hecho de haber llegado al mirador sin ser visto. Era como si al ganar aquel abrigo sin que lo descubrieran hubiera oficiado de augur, hubiera sangrado el ave, y ello significara suerte, fortuna: ese instante en que el deseo y la circunstancia coinciden. Era como si no sólo coincidieran, como si la circunstancia no sólo autorizara el deseo, sino que lo forzara de modo ineludible: pensaba que, si fracasaba ahora, si aquello no tenía lugar esa noche, si algo acontecía en aquel momento capaz de traicionarlo y de frustrarlo, él se vería automáticamente dispensado de todo vasallaje para con cualquier comportamiento, mandato e incluso aliento. Había una puertaventana que daba al interior oscuro de la casa; estaba cerrada. Sacó del bolsillo la hoja rota del cuchillo de cocina, fruto y símbolo de la espera interminable de aquella tarde, la licuación de sus entrañas, convertidas una y otra vez en agua salada mientras esperaba la llegada de la noche, del instante de templar la carne muda y esclavizada con los vivos y dulces fuegos de

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la esperanza. Mientras se apoyaba en la puertaventana y trataba de introducir la hoja en la rendija, bajo el pestillo, temblando ya, sentía la botella dentro de la camisa, entre la tela y la carne. Antes, al colocársela allí dentro, había estado fría, pesada y fría entre la camisa y la piel; la carne se había encogido ante ella. Pero ahora estaba caliente, ahora no la sentía siquiera porque otra vez, con el solo pensamiento sus entrañas volvían a licuarse, a hacerse líquidas como el alcohol de la botella: su epidermis sólo un recipiente muerto, como el vidrio pegado a ella. La botella era un frasco medicinal de media pinta, vaciado y enjuagado y lleno de whisky de maíz del barril que su padre creía oculto en el desván. Encorvado en el caluroso y mal ventilado desván, bajo el techo bajo caldeado por el sol, con los ojos escocidos y todo su ser asqueado, retrocediendo ante el acre olor del whisky al trasegarlo torpemente al frasco de boca angosta, había pensado en que debería haber sido champaña. Naturalmente, debería haber tenido un largo y delicado dos plazas y un traje de etiqueta y el océano Pacífico allende los eucaliptos (tenían un coche, su padre tenía un traje de etiqueta, pero las posibilidades de conseguir el uno eran tan escasas como las de conseguir el otro, y lo había olvidado todo acerca del océano y los árboles, y ni siquiera había sabido ni pretendido descubrir el nombre de cualquiera de ambos), pero en cualquier caso debería haber sido champaña, que en su vida había probado: tampoco, empero, había probado el whisky sino una vez, y no le había gustado. Pero no había sitio alguno donde conseguir el champaña; al pensar en el whisky, en aquel ardiente licor casero al que se veía limitado, pensó, con una suerte de desesperación, en las angustias de esa duda de uno mismo, de ese sentimiento de que no merecemos tanto cuando, sin previo aviso, nos llega a las manos el deseo de nuestro corazón (o de nuestro cuerpo): Puede que ahora vaya a perderlo sólo porque no he tenido tiempo de trabajar y hacerme rico. Pero aquello había sido a primeras horas de la tarde. Así hubo de ser mientras su madre echaba la siesta, antes de que su padre hubiera tenido tiempo de llegar a casa de la tienda. A partir de entonces estuvo libre para leer la nota una y cien veces. Era mucho mejor que cualquier cosa que jamás hubiera visto en la pantalla: Querido mío. Perdona a mi guardián es viejo y no se da cuenta de que soy tuya. Haz que Skeet me pida salir con él esta noche y nos encontraremos en alguna parte y seré tuya esta noche aunque mañana no sea adiós pero hasta siempre. Destruye esta nota. S. No la destruyó. Aún la llevaba consigo en el bolsillo trasero abotonado, y bien podría servir asimismo de alimento a aquel vampiro que se nutría de la ignominia y del ultraje. Le habría gustado que el señor Burchett le leyera. Mientras manipulaba y hurgaba con la hoja del cuchillo debajo del pestillo, imaginaba que, si no fuera por Susan, no dudaría en enviar la nota por correo al día siguiente al señor Burchett. Imaginaba al señor Burchett recibiendo la nota; al leer cómo Susan se refería a él no como a un «tío» sino como a un «guardián», caería en la cuenta de su error irreparable al creer que se enfrentaba a niños a quienes castigar. Porque era eso: la ignominia, el ultraje, no el daño en sí. Sabía perfectamente que el señor y la señora Burchett no le tenían en mucha estima,

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pero tampoco él tenía un alto concepto de ellos. De hecho, sólo reparaba en su existencia cuando se cruzaban en su camino, en el suyo y en el de Susan, y aun entonces sólo pensaba en ellos tal como pensaría en sus propios padres: como en el natural y perturbador añadido a su existencia, el obstáculo inexplicable a sus deseos. Él y Susan estaban echados en una hamaca en el lado oscuro del jardín del señor Burchett. Susan había dicho: «Tengo que estar en casa para las diez y media», y había oído sonar las diez y trataban de calcular cuándo se agotarían los treinta minutos restantes. (Él llevaba su reloj, pero eso se explicará más adelante). Pero habían perdido tiempo —él, cuando menos— en algún lugar de aquella oscuridad estival perfumada por el aroma joven y dulce de la invisible carne femenina, en algún lugar entre los labios de ella y el tímido manoseo, rechazado a medias, de las manos de él, de modo que la primera noticia de la situación le llegó a él en forma de un traumático y terrorífico golpe en el trasero, que partió de debajo de la malla de la hamaca y lo lanzó fuera de ella y lo hizo caer sobre manos y rodillas en tierra, desde donde al mirar hacia arriba airadamente vio al hombre hecho una furia, con el pelo desgreñado y un anticuado camisón hasta la rodilla y una linterna, agachándose ya ágilmente para pasar por debajo de la cuerda de la hamaca. El señor Burchett le propinó una nueva patada antes de que pudiera levantarse, pues se había pisado el cordón desanudado de un zapato; sin embargo, con el primer grito de Susan aún resonando en sus oídos, logró dejar fácilmente atrás al agresor antes de las primeras diez yardas. Era la ignominia, el amargo escarnio. No tenía pistola, ni siquiera tenía una estaca, pensó. Ni llegó a decir nada. Se limitó a darme patadas como a un perro callejero que hubiera subido al mirador y se hubiera orinado en él. Durante las diez horas de sufrimiento atroz que siguieron pensó sólo en la venganza. Pero la única venganza que lograba visualizar era la de sí mismo dando de puntapiés al señor Burchett, y sabía que para hacerlo sin ayuda habría de esperar como mínimo diez años. La única persona a quien podía pedir ayuda era a Skeet, aunque sabía antes incluso de pensar en ello que tal petición resultaría vana. Trató de exorcizar, mediante operaciones matemáticas, no exactamente al señor Burchett, sino el ultraje. Tendido en la cama, (tenía la impresión de que entre él y la cama se hallaba aquel pie de carne y hueso, inevitable y ultrajante, como el símbolo de una maldición, como si estuviera ligado a su trasero para siempre, al modo de albatros del Viejo Marino, por mucho que cambiara de postura), sumaba por escrito su edad y la de Skeet, 16 más 16: 32, y el señor Burchett tenía como mínimo cuarenta. Luego sumó su peso y el de Skeet, en libras, y el resultado le pareció más satisfactorio. Pero aún quedaba la incógnita del propio Skeet. O mejor, el dato conocido, pues —se preguntó a sí mismo— supón que Skeet viene y te dice: Quiero que me ayudes a dar de puntapiés al doctor West o al señor Hovis. Y sabía que se habría negado. Más tarde recibió la nota, y todo aquello se esfumó. Se evaporó: el señor Burchett, los puntapiés, la ignominia, todo quedaba exorcizado [por] un trozo de rosa y fragante papel barato sobre el que se habían garabateado pródigos trazos de tinta color púrpura. Agachado ante la puertaventana oscura, manipulando con la hoja rota en el pestillo, pensaba únicamente —con la misma desesperación una vez más— en lo difícil que era en verdad la seducción. Porque también él era virgen. Skeet y la mayoría de los otros bajaban a veces por la noche a la hondonada del Negro, e

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intentaban hacer que fuera con ellos, pero él no había accedido nunca. No sabía por qué; no había ido nunca, sencillamente. Y ahora, probablemente, era ya demasiado tarde. Era como el cazador que al fin tropieza súbitamente con la pieza, y entonces cae en la cuenta de que jamás aprendió a cargar el arma; ni siquiera la otra noche, cuando estuvo tendido con Susan en la hamaca, confuso y ofuscado por aquella ineptitud suya blanco de fácil rechazo, había pensado mucho en ello. Pero ahora sí. Tal vez debería haber practicado antes con negras, pensó. El pestillo cedió; la oscura puertaventana se abrió hacia el interior; la casa, vacía y clausurada y secreta, parecía hablar en susurros de un millar de actitudes de amor. Porque su tío y su tía eran jóvenes aún. Su padre y su madre, por supuesto, eran viejos. Enérgicamente (y sin dificultad) se negó a imaginarlos juntos en el lecho. Pero sus tíos eran diferentes, eran jóvenes, amén de que los lazos que los unían a él no eran tan próximos. Si al menos consiguiera que entrara aquí conmigo, pensó. Aquí han yacido ya el uno con el otro, acaso hace tan sólo dos noches, antes de partir. Cerró la puertaventana de forma que pudiera abrirse luego con un empujón leve, y una vez más avanzó rápida y sigilosamente por el patio y cruzó el sendero y torció y bajó por él con aire despreocupado, sin ocultarse ya, hasta el cruce con la calle, donde se detuvo y permaneció bajo la corroída sombra de los robles de agosto. El sinsonte seguía cantando en el magnolio; no había dejado de hacerlo en ningún momento; en cada mirador, a derecha e izquierda de la calle, podían adivinarse mecedoras y borrosas y susurrantes formas. No tuvo que esperar mucho. —Hola, cara de caballo —dijo Skeet—. ¿Dónde la tienes? —¿Dónde tengo qué? —Ya sabes. Skeet le tocó la camisa, agarró la botella por encima de la tela con una mano y con la otra trató de abrirle los botones. Él apartó de un golpe la mano de Skeet. —¡Vete! —dijo—. Primero vete a buscarla. —Eso no es lo que dijiste —dijo Skeet—. No voy a llevar los asuntos de nadie con el estómago seco. Desanduvieron, pues, el sendero y entraron en el patio de la casa de su tío y dieron un rodeo hasta el magnolio, a cuyo pie había una boca de riego; el sinsonte seguía cantando en la copa. —Dámela —dijo Skeet. Le pasó a Skeet la botella. —Bebe con tiento —dijo—. Voy a necesitarla. Skeet se llevó la botella a la boca. Al poco él se agachó, y vio la cabeza roma de Skeet y la botella inclinada recortadas contra el cielo; luego se levantó y le quitó la botella de las manos. —¡Ten cuidado! —gritó—. ¿No te he dicho que voy a necesitarla? Vete a buscarla; ya llegas tarde. —Está bien —dijo Skeet. Se levantó de la boca de riego, del hueco del agua tibia estancada, con sabor a herrumbre, y caminó por el césped en dirección a la calle. —Date prisa —le urgió cuando le vio alejarse.

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—¿Qué crees que voy a hacer? —dijo Skeet sin volverse—. ¿Sentarme y darle a la lengua con el viejo Burchett? Yo también tengo un culo; también a mí puede soltarme una patada. Volvió a quedarse esperando a la tupida sombra del magnolio. Ya no le debería resultar difícil hacerlo, pues había tenido la tarde entera para practicar, para habituarse a la espera. Pero ahora se le antojaba más enojoso: allí de pie, al abrigo de la sombra, bajo el pájaro de plata indiferente e incansable. La botella, de nuevo oculta bajo la camisa, le producía ahora una sensación de auténtico calor, pues su carne, su ser se había vuelto repentinamente frío; una suspensión semejante al agua, de atónita y ensoñadora incredulidad: le resultaba difícil creer que era en verdad él quien esperaba allí a la chica, con aquella puertaventana a la espalda tan hábilmente dispuesta. Maquinalmente levantó el brazo para mirar el reloj de pulsera, pero sabía que aunque el tiempo hubiera importado no habría podido verlo; el reloj que su madre le había regalado el verano pasado, cuando aprobó los exámenes de su primer año con los boy scout. La esfera —tenía en ella el emblema de los scout— había sido entonces luminosa, pero un día lo olvidó y se metió en el agua con el reloj en la muñeca. Aún seguía funcionando bien de vez en cuando, pero ahora la oscuridad le impedía ver tanto la esfera como las manecillas. Eso es todo lo que quiero, pensó. Lo único que quiero es seducirla. Hasta me casaría con ella luego, aunque no sea del tipo de hombre que se casa. Luego la oyó —la alta y dulce risa atolondrada y sin sentido, como un relincho, que hacía que sus entrañas se volvieran agua—, vio el vestido claro, el cuerpo delgado como un junco; venía con Skeet por el césped, en dirección al magnolio. —Muy bien, cara de pez —dijo Skeet—. ¿Dónde la tienes? —Te lo tomaste ya. —Me dijiste que me darías un trago cuando la trajera. —No, no es cierto. Te dije que esperaras a traerla para tomarte el trago que te prometí esta tarde. Pero no esperaste. —No es así. Esta tarde te dije que si me dabas un trago iría a buscarla, y tú dijiste que muy bien, y esta misma noche me has dicho que me darías un trago cuando te la trajera; aquí está, pues, ¿y el trago? Skeet intentó agarrar de nuevo la botella; de nuevo él le apartó la mano de la camisa bruscamente. —Está bien —dijo Skeet—. Si no me das un trago no me voy. Así que él volvió a ponerse en cuclillas, volvió a ver la botella inclinada y el perfil romo y engullidor de Skeet recortados contra el cielo; y de nuevo le arrebató la botella, esta vez con auténtica ira. —¿Quieres bebértela entera? —clamó, con un hilo de voz exasperado y silbante. —Claro —dijo Skeet—. ¿Por qué no? Ella no quiere. Y a ti no te gusta. —Ya basta —dijo él, temblando—. Es mía, ¿no es cierto? ¿No es mía?¿Qué? —Está bien, está bien, no te enfades. —Los miró—. ¿Venís a la ciudad? —No. —Vaya, le he dicho a tía Etta que iba a ir al cine —dijo Susan. —No —volvió a decir él—. No vamos a la ciudad. Vete ya. Vete. Skeet siguió mirándolos unos instantes más.

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—De acuerdo —dijo al cabo. Y lo vieron alejarse por el césped. —Creo que será mejor que vayamos al cine —dijo ella—. Le he dicho a tía Etta que iba a ir, y alguien puede... Él se volvió hacia ella; estaba temblando; al tocarla sintió sus manos extrañas y torpes. —Susan —dijo—. Susan... La abrazó; tenía las manos entumecidas: no fueron, por tanto, sus manos las que le hicieron darse cuenta de que ella estaba tensa y un poco echada hacia atrás, mirándole con curiosidad. —¿Qué te pasa esta noche? —dijo ella. —Nada —dijo él. La soltó y trató de que cogiera la botella—. Toma —dijo—. Allí, en la boca de riego, tienes aguas; puedes beber directamente... —No quiero —dijo ella—. No me gusta. —Por favor, Susan —dijo él—. Por favor. Volvió a abrazarla; estaba echada hacia atrás e inmóvil, con el cuerpo arqueado y tenso; luego cogió la botella. Durante un instante él pensó que iba a beber: una caliente y viva oleada de triunfo henchió todo su ser. Luego oyó el débil sonido sordo del frasco al golpear contra la tierra, e instantes después estaba abrazándola; el cuerpo familiar y delgado como un junco, la boca, los frescos y tranquilos besos carentes de lujuria de la adolescencia, ante los que sucumbió como solía, y se dejó llevar flotando sin esfuerzo a unas aguas frescas y oscuras que olían a primavera; momentáneamente entregado, como rapado por Dalida, aunque no por mucho tiempo; tal vez fuera la voz de ella, tal vez lo que dijo: —Venga, vamos al cine. —No. Al cine no. Y sintió cómo se quedaba quieta, atónita por completo. —¿Es que no me vas a llevar? —No —dijo él. Estaba gateando en busca de la botella. Pero debía darse prisa de nuevo y no logró encontrarla en seguida; no importaba. Se levantó. Le temblaba el brazo que había puesto en torno a ella; tuvo la repentina convicción de que entonces, en el último momento, podía perderla a causa de su temblor y embotamiento. —Oh —dijo ella—. ¡Me estás haciendo daño! —Está bien —dijo él—. Vamos. —¿Adónde? —Ahí —dijo él—. Allí cerca. La condujo hacia los escalones, hacia el mirador oscuro. Ella se resistía, le tiraba incluso del brazo y de los dedos, pero él no lo advertía porque tenía el brazo insensible. Siguió adelante, tropezando un poco en los escalones, medio arrastrándola, diciendo: —Me sentía morir, y entonces recibí tu nota. Creí que tendría que morirme y entonces llegó la nota —y luego algo más hondo, incluso mudo—: ¡Susan! ¡Susan! ¡Susan! ¡Susan! En un ángulo del porche había una tumbona de columpio. Ella intentó detenerse allí; imaginaba sin duda que aquél era el punto de destino. Cuando vio la tumbona dejó incluso de resistirse, y cuando vio que él pasaba de largo lo

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siguió dócilmente, como en actitud pasiva no ya fruto de la sorpresa sino de la viva curiosidad al ver que la conducía hasta la puertaventana y empujaba las hojas hacia dentro. Entonces se detuvo y empezó a forcejear. —No —dijo—. No. No. No. No. —Sí. Están fuera. Será sólo... —dijo él, forcejeando a su vez, arrastrándola hacia la puertaventana. Entonces ella empezó a llorar: un gemido fuerte de conmocionado asombro, como un niño a quien han golpeado. —¡Calla! —exclamó él—. ¡Dios, calla! —Ella, con la espalda contra la pared, junto a la puertaventana, gemía con la ruidosa inconsciencia de los niños—. ¡Por favor, Susan! —dijo él—. ¡Deja de berrear! ¡Nos van a oír! ¡Silencio! La agarró y trató de taparle la boca con la mano. —¡Quítame tus sucias manos de encima! —gritó ella debatiéndose. —Está bien, está bien. La abrazó. La apartó de la puertaventana y la condujo hasta la tumbona y la hizo sentarse en ella, sin dejar de abrazarla. —¡Calla, calla! ¡Dios, calla! —¡Déjame en paz! —gimió ella—. ¡Quieto! —Pero ya no gritaba; seguía llorando con aquel enorme abandono, sin debatirse ya, sin forcejear con él, que la abrazaba y trataba de que no alzara la voz. —No pretendía nada —dijo él—. Era sólo lo que decía tu nota. Pensé que... —¡Yo no dije nada! —gimió ella—. ¡Yo no dije nada! —De acuerdo, de acuerdo —dijo él. La abrazó. La abrazó torpemente; al poco cayó en la cuenta de que se estaba aferrando a él. Se sentía como una masa de madera; un soporte corpóreo del que han huido la sensación, la percepción, la sensibilidad junto con los dulces y desbocados fuegos de la esperanza. Pensó, con apacible asombro: No le habría hecho ningún daño. Lo único que quería era seducir a alguien. —Me asustaste tanto —dijo ella, aferrándose a él. —Sí, de acuerdo. Lo siento. Jamás pretendí asustarte. Ahora chssssss... —Quizá quiera mañana por la noche. Pero me has asustado tanto. —De acuerdo, de acuerdo. La abrazó. Ya no sentía nada en absoluto; ni pesar, ni desesperación, ni siquiera sorpresa. Pensaba en Skeet y en él en el campo, tendidos allá en una colina bajo la luna, con la botella entre ambos, sin hablar siquiera.

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El pez gordo

Cuando Don Reeves trabajaba en el Sentinel solía pasarse seis noches a la semana jugando a las damas en la comisaría de policía. La séptima noche jugaban al póquer. Él me contó la historia:

Martin está sentado en la silla. Govelli sobre el escritorio, con el muslo en el borde, el sombrero puesto y los pulgares en el chaleco; el cigarrillo en el labio inferior, brinca de arriba abajo mientras le cuenta a Martin que Popeye se ha saltado una luz roja con un coche lleno de whisky, y que por poco atropella a un peatón. Ellos —los mirones, los otros peatones— obligaron al coche a ir hasta el bordillo, asistidos por el peso absolutamente encolerizado de unas virtudes cívicas puestas a prueba hasta la saciedad, y personificadas por sufridos y vulnerables seres de carne y hueso, y retuvieron allí a Popeye, las mujeres chillando y vociferando y el peatón, sobre el estribo, agitando un puño insignificante ante la cara de Popeye; y entonces Popeye sacó una pistola: un hombre menudo de cara mortecina y pelo y ojos mortecinos y negros y pequeña y delicada nariz ganchuda, sin barbilla, encogido y gruñendo detrás de la automática pulida y azul. Era un tipo pequeño y de aspecto mortecino, con apretado traje negro de actor de vaudeville de hace veinte años, y feroz voz de falsete, como de niño de coro, que era considerado todo un personaje en los círculos sociales y profesionales en que se movía. Tengo entendido que dejó más de un corazón palpitante entre la hermandad femenina que florece en la noche de DeSoto Street cuando se largó de estos parajes. No había nada que pudiera hacer con su dinero salvo regalarlo, ya ve. Ésa es la tragedia americana: tenemos que regalar tanto de nuestro dinero, y no hay nadie a quien regalarlo salvo a los poetas y a los pintores. Pero si se lo diéramos a ellos probablemente dejarían de ser poetas y pintores. Y aquella pequeña y plana y omnipresente pistola había hecho que más de una glándula masculina funcionara más de la cuenta, y que al menos una se parara por completo: y también el corazón, en este caso. Pero el principal motivo de interés y admiración entre ellos residía en el hecho de que cada verano viajaba a Pensacola a visitar a su anciana madre, a quien contaba que trabajaba en la recepción de un hotel. ¿No ha notado que la gente cuya vida es

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equívoca, por no decir caótica, se conmueve siempre ante las virtudes del hogar? Vaya al burdel o al presidio si quiere escuchar esas canciones sobre hijo mío y mamá. Así que el poli hubo de copar con todo —el coche lleno de alcohol, el ofendido e histérico peatón, Popeye y la pistola—, amén de una creciente nube de opinión pública ruidosa como una bandada de mirlos, en la que figuraban por azar dos periodistas. Tal vez la presencia de aquellos dos periodistas fue lo que influyó en Martin. No pudo haber sido la mera presencia del alcohol en el coche, ni el hecho de que Popeye se dirigiera a la casa de Martin con el cargamento cuando se saltó el semáforo; los propios polis se habrían ocupado de eso, pues conocían de vista a Popeye mejor incluso que a Martin. No habían pasado ni diez días desde que Martin sacó a Popeye de un apuro parecido, y no había duda de que los polis hicieron desaparecer de escena el coche en cuanto llegaron a la comisaría. Tuvo que ser la presencia de aquellos dos periodistas, de aquellos símbolos de la vox populi que ni siquiera este Volstead-Napoleón (13), este pequeño cabo de cabinas electorales, se atrevía a vejar ni ofender más allá de cierto punto. Así que está sentado en la única silla que hay detrás del escritorio. —Tengo buena cabeza —dice—. Tengo buena cabeza. ¿Cuántas veces le he dicho que no permita llevar pistola a esa pequeña y maldita rata? ¿Han olvidado ya usted y él el asunto del año pasado? Eso fue cuando metieron a Popeye en la cárcel sin fianza por aquel asesinato. Lo cogieron con las manos en la masa; un trabajo a sangre fría donde los haya, aunque con ello Popeye hubiera prestado un servicio a la comunidad (como el propio Martin dijo cuando se enteró: «Si ahora se le ocurre cumplir aún más y se suicida, les pongo a los dos un monumento»). Pero, en cualquier caso, allí lo tenían, tumbado en la cárcel con aquella extraña —a lo mejor todos los drogadictos están locos—, extraña convicción de la propia invulnerabilidad. Tenía cierto código —lo mismo que tenía cierto código en el vestir: trajes ceñidos y negros— limitado pero positivo. Solía drogarse y lanzar largas diatribas contra el tráfico de bebidas alcohólicas, y utilizaba la pistola a manera de énfasis. No quería —o no podía— beber, y odiaba el alcohol más que un diácono baptista. Como casi todo el mundo podrá imaginar, ni siquiera tuvo la precaución, habitual en los niños, de ocultar o mitigar su acción o su participación en ella. Ni afirmaba ni negaba, ni siquiera hablaba de ello ni leía lo que decían de él los periódicos. Lo único que hacía era pasarse todo el santo día tumbado de espaldas en la celda, diciendo a todo el mundo que iba a verlo —los abogados que Govelli contrató para salvarle el pellejo, los periodistas, quienquiera que fuera que lo primero que iba a hacer cuando saliera era cargarse al carcelero que le había llamado drogadicto; y lo decía en un tono como si hablara de un partido de béisbol, si es que había visto alguno en su vida. Lo único que supe que le pasaba era ser arrestado por los polis de tráfico con el coche lleno de alcohol de Govelli e ir a Pensacola a ver a su madre; el abogado, en el juicio, recalcó mucho ese punto. Era inteligente el abogado aquel. El juicio empezó dilucidando si iba o no realmente a Pensacola, y si tenía en verdad una madre en tal lugar. Pero el testigo (13) Andrew Volstead: padre de la ley seca norteamericana (N. del T.)

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que presentaron puede que fuera su madre, después de todo. Hubo de tener una alguna vez, ese hombre pequeño, frío, quieto, silencioso, con aspecto de tener tinta en las venas, o al menos algo de frío y fúnebre. —Tengo buena cabeza —dice Martin—. La tengo, es indudable. Govelli sigue sentado e inmóvil sobre los pulgares enganchados como garfios, y el humo del cigarrillo le sube en espiral y lentamente por la cara, y pasa por la limpia cicatriz sesgada que le cruza una comisura de la boca como un hilo blanco. —Nunca llegaron a cargarle el muerto —dice con hosquedad. —¿Y por qué no? Porque yo les impedí que lo hicieran. No fue usted, no fue él. Fui yo quien lo hice. —Claro —dice Govelli—. Y lo hizo por nada. Sólo porque tiene usted un gran corazón. Yo pago por ello, sé lo que debo hacer. Se miran; el humo del cigarrillo asciende en espiral y lentamente por la cara de Govelli; desde que lo encendió no ha movido el cigarrillo de los labios. —¿Me está amenazando? —dice Martin. —No le estoy amenazando —dice Govelli—. Se lo estoy diciendo. Martin tamborilea sobre el escritorio. No mira a Govelli; no mira nada: es un hombre grueso, de estatura mediana, sentado tras el escritorio con la inmovilidad dinámica de una locomotora parada, cuyos dedos reflexionan con lentos golpecitos sobre el escritorio. —Pequeña y maldita rata —dice—. Si al menos se emborrachara. Uno puede prever cómo actuará un bebedor. Pero un maldito drogadicto... —Cierto —dice Govelli—. Si en esta ciudad se puede comprar cocaína es por su culpa. Fue él quien les permitió venderla. Martin sigue sin mirarle; sus dedos siguen meditabundos sobre el escritorio. —Una maldita rata. ¿Por qué no se deshace usted de todos esos latinos y drogadictos y contrata a jóvenes americanos decentes en quienes se pueda confiar...? No hace ni diez días que hice que lo pusieran en libertad y se pone a esgrimir una pistola en la calle, ante las propias narices de una multitud. Tengo aún buena cabeza; que me cuelguen si no es cierto. Tamborileó sobre el escritorio mientras miraba a través de la habitación y más allá de la ventana, por encima de los altos edificios: su ciudad. Porque había levantado parte de ella, adjudicando los contratos por un precio, cobrando el porcentaje normal, pero insistiendo siempre en que los contratos fueran buenos, en que el trabajo fuera bueno —nuestras virtudes son por lo general subproducto de nuestros vicios, ya sabe; ésa es la razón por la que conviene tener todo tipo de egoístas en el aparato circulatorio del cuerpo cívico—, y lo controlaba todo desde aquella oficina inhóspita, aquel barato escritorio amarillo y aquella silla acharolada. Era su ciudad, y aquellos que no estaban contentos no eran nada. No eran sino los eternos optimistas, señores feudales de cuartos alquilados y trabajillos ruinosos de taburete o mostrador, que esperan esa mística pleamar de humanidades airadas que nunca llega. Al cabo de unos instantes, mientras Govelli lo miraba, se movió. Acercó el teléfono que había sobre el escritorio y dio un número. Alguien respondió al otro lado de la línea. —Tienen a Popeye en la comisaría —dijo en el micrófono—. Ocúpese de ello... Popeye; sí. Y avíseme de inmediato. —Apartó el teléfono y miró a Govelli—.

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Ya le dije antes que era la última vez. Y lo digo en serio. Si vuelve a meterse en líos otra vez, tendrá usted que deshacerse de él. Y si le encuentran encima una pistola, lo voy a mandar al presidio yo mismo. ¿Entiende? —Oh, se lo diré —dijo Govelli—. Ya le he dicho que no tiene ninguna necesidad de llevar esa pistola. Pero éste es un país libre. Si quiere llevar pistola, es cosa suya. —Dígale que la haré mía. Ahora baje y hágase cargo del coche y mándeme la mercancía a casa, y luego dígaselo. Hablo en serio. —Y usted dígale a esos astrosos polis que lo dejen en paz —dijo Govelli—. No habrá problemas con él si le dejan a su aire. Govelli se ha marchado y él sigue sentado en la silla, inmóvil, con esa inmovilidad de la gente del campo ante la que la paciencia es sólo una palabra sin sentido. Había nacido y crecido en una granja del Mississippi. Colonos, ya sabe: la familia entera descalza nueve meses al año. Él mismo me contó que un día su padre le mandó a la casa grande, la casa del señor, del patrón, con un recado. Fue hasta la puerta principal, descalzo, con su mono remendado; nunca había estado allí antes; puede que no supiera que no debía llamar a la puerta principal, pues para él una casa no era sino donde se guardan los jergones de colchas y la harina de maíz para resguardarlos de la lluvia (él decía dea lluvia). Y puede que el patrón no lo conociera de vista; tenía probablemente el mismo aspecto que docenas de chicos de sus tierras y que centenares de las propiedades colindantes. El patrón, fuera como fuese, salió él mismo a la puerta. Así, de pronto, el chico miró hacia arriba y allí estaba, a unos palmos y por vez primera, el ser que para él simbolizaba el estilo fácil y placentero de vida sobre la tierra: ociosidad, un caballo para cabalgar el día entero, zapatos durante todo el año. E imagíneselo cuando el patrón habló: —No vuelvas a llamar a mi puerta principal en toda tu vida. Cuando vengas aquí, das la vuelta hasta la puerta de la cocina y le dices a uno de los negros lo que quieres. Así fue, ya ve. En la puerta, detrás del señor, había un criado negro, con los globos de los ojos blancos en la penumbra; entre los negros y la gente de Martin y la afín a su clase, que aunque miraban a los republicanos y católicos —sin haber visto, probablemente, ninguno nunca— con cierta dosis de aquel horror místico con que los campesinos europeos del siglo XV hubieron de mirar —según les fue enseñado— a los demócratas y protestantes, existía una antipatía inmediata y categórica, a un tiempo bíblica, política y económica: las tres exigencias; la dura tierra incesante fragmentada en espacios dispersos por trechos de demagogia y de histeria religioso-neurótica que conformaban y constreñían sus míseras vidas. Una justificación mística de la necesidad de sentirse superior a alguien en algo, ya ve. No entregó el recado. Se volvió y bajó por el camino de acceso, mientras sentía también los dientes del negro en la penumbra del vestíbulo, más allá del hombro del patrón, y mantenía la espalda derecha hasta perderse de vista. Luego echó a correr. Corrió por el camino y se internó en el bosque y se ocultó allí todo el día, tendido boca abajo en una zanja. Me contó que de cuando en cuando se arrastraba hasta la orilla del campo y veía a su padre y a sus dos hermanas

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mayores y a su hermano trabajando, cortando algodón, y me confesó que era como si los estuviera viendo por primera vez en la vida. Pero no regreso a casa hasta la noche. No sé qué les dijo a los suyos, lo que sucedió; a lo mejor nada. A lo mejor el recado no tenía importancia —no puedo imaginar que aquella gente tuviera algo importante que comunicar con palabras—, o es posible que lo enviaran otra vez. Esa gente, además, reacciona ante la desobediencia o la falta de seriedad únicamente cuando ésta se traduce en pérdida de trabajo o de dinero. Salvo en el caso de que aquel día lo necesitaran en el campo, probablemente ni se dieron cuenta de su ausencia. Nunca volvió a acercarse al patrón. Solía verlo de lejos, a caballo, y más tarde empezó a observarlo: la forma de montar, sus gestos y amaneramientos, el modo de hablar. Me contó que a veces se escondía y hablaba solo: utilizaba los gestos y el tono del patrón y se dirigía a su propia sombra, proyectada sobre la pared del establo o el terraplén de una zanja: «No vuelvas a llamar a mi puerta principal en tu vida. Vas a la puerta de la cocina y se lo dices a un negro. No vuelvas a llamar a esta puerta en tu vida», con su pobre pronunciación plebeya, que distorsionaba las palabras, subrayada por la imitación de los gestos de aquel hombre holgazán y arrogante que, inadvertidamente, había dado un golpe mortal a aquello que personificaba y sintetizaba y que era lo único que le permitía respirar. Creo, aunque no me lo haya contado, que se escabullía del campo, del surco y del azadón abandonado y se escondía cerca del portón de la casa grande y esperaba a que el señor pasara. Lo único que me dijo es que no odiaba en absoluto a aquel hombre, ni siquiera aquel día en la puerta, con el negro riéndose a su espalda. Y que la razón por la que se escondía para mirarlo y admirarlo era que su gente creía que debía odiarlo, y que él sabía que no podía. Luego se casó, y fue padre y propietario de una tienda en la encrucijada. El proceso debió ser para él algo semejante a la escueta afirmación siguiente: de pronto se vio mayor y casado y propietario de una tienda desde la que se veía a lo lejos la casa grande. No creo que recordase el proceso de haber crecido y conseguido la tienda mucho mejor que el camino, el sendero que había de atravesar para llegar al portón y agazaparse a tiempo en la maleza. Lo había cumplido del mismo modo. El paso real del tiempo, la atenuación se habían condensado en un instante olvidado; su cuerpo extraño —ese vehículo en el que viajamos de una estación desconocida a otra como en un tren, sin advertir cuándo la máquina cambia o cuándo deja un vagón aquí y engancha otro más adelante, sin recibir más que un pitido nuevo y extraño— se había metamorfoseado e inventaba para él nuevos y pequeños deseos y compulsiones que obedecer o mimar, conquistados o rendidos o sobornados por el pequeño cambio dejado por su incesante sueño cuando se apostaba entre los matorrales ante el portón, a la espera de ver pasar a aquel hombre que desconocía su nombre y su cara y el implacable propósito que él —el hombre— había levantado sobre esa parte femenina de todo niño donde la ambición yace fecunda y expectante. Era, pues, un comerciante; ocupaba un escalón por encima de su padre y hermanos, que seguían hipnotizados y pegados a la tierra ingrata e ineluctable. No sabía ni leer ni escribir; vendía a crédito bobinas de hilo y latas de rapé y bielas de pulidora y rejas de arado, y lo llevaba todo en la cabeza durante la

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jornada y lo recitaba sin equivocarse en un centavo mientras su mujer lo apuntaba en el libro de caja sobre la mesa de la cocina después de la cena. Existía otra característica de la que se sentía un tanto avergonzado y un tanto orgulloso: su naturaleza de hombre, su Yo, y el sueño en conflicto. Brotaba de su relato como una pintura, como un cuadro. El patrón era ya un anciano, había retornado ya calladamente a sus vicios impotentes. Seguía cabalgando aún un poco por sus tierras, pero la mayor parte del tiempo la pasaba tendido en calcetines sobre una hamaca del patio, entre árboles, el hombre que siempre había podido llevar zapatos todo el día, todo el año. Martin me lo contó: «Eso era lo que tenía decidido —me dijo—. Hubo un tiempo en que pensaba que si llegaba a poder llevar zapatos todo el tiempo... ya sabe. Y luego descubrí que quería más. Quería remediar definitivamente tal carencia y poder llevar zapatos continuamente y situarme en una posición en la que si quisiera podría poseer cincuenta pares y llegar incluso a no desear llevar ninguno.» Y cuando me decía esto estaba sentado en la silla giratoria, detrás del escritorio, en calcetines, con los pies apoyados en un cajón abierto. Pero volvamos al escenario de los hechos. Es de noche; una lámpara de aceite arde sobre una caja puesta de pie en el suelo de la angosta despensa; es la despensa de la tienda, y se halla atestada de barriles y cajas sin abrir, y en la pared cuelgan de unos clavos rollos de cuerda nueva y repuestos de arneses; los dos hombres —el anciano con el bigote manchado y blanco y los ojos que ya no ven bien y las manos vacilantes de venas azules, y el joven, el campesino en su primera madurez, de semblante frío y con el viejo hábito de la deferencia y la emulación y acaso del afecto (se ha de amar u odiar aquello que se imita) y seguramente un poco de admiración respetuosa— cara a cara, a cada lado de la caja, sobre la que están las cartas (utilizan clavos forjados como fichas); un vaso y una cuchara en la mano del viejo, y la jarra de whisky en el suelo, bajo la sombra de la caja. —Tengo tres reinas —dice el patrón, extendiendo las cartas en una trémula y triunfante hilera—. ¡Supera eso, voto a bríos! —Muy bien, señor —dice el otro—. Me tenía engañado otra vez. —Eso pensaba. Voto a bríos, vosotros los jóvenes confiáis siempre en la suerte... El otro extiende sus cartas. Tiene las manos nudosas, deformadas por el arado; maneja las cartas con cierta lentitud que a primera vista parece rigidez y torpeza, de forma que a nadie se le ocurriría volver a mirarlas: y menos a un hombre cuyos ojos están no sólo nublados por la edad sino también un poco ofuscados por el alcohol. Pero dudo de que aquel joven dependiera tan sólo del alcohol, de que utilizara el alcohol con tal propósito. Sospecho que estaba absolutamente seguro de sí mismo, que se había tomado sus lentas y pacientes precauciones, del mismo modo que habría salido a practicar con el hacha antes de acometer la tala de una vega de cipreses para vender luego leña. —Creo que sigo teniéndola —dice. El patrón ha hecho ademán de alcanzar los clavos. Y ahora se inclina hacia adelante. Lo hace lentamente; sus trémulas manos están suspendidas sobre los clavos. Se echa hacia adelante, mira hacia el otro extremo de la caja, sus

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movimientos se hacen más lentos por momentos. Es como si supiera lo que va a ver. Es como si todo el gesto careciera de convicción, como cuando uno trata de asir dinero en un sueño y sabe que no está despierto. —Acércalas —dice—. Maldita sea, ¿quieres que las vea desde aquí? —El otro las acerca hacia el anciano: son las siguientes: 2, 3, 4, 5, 6. El patrón las mira. Su respiración es pesada. Vuelve a sentarse, coge con mano trémula un cigarro mordido y frío del borde de la caja y chupa, y cigarro y boca tiemblan al contacto; entretanto el otro lo mira, inmóvil, con la cara un poco inclinada, sin ademán aún de coger los clavos. El patrón maldice, chupa el cigarro—. Ponme un ponche — dice. Así es como empezó. Vendió la tienda, y con mujer e hija se vino a esta población, a la ciudad. Y llegó aquí exactamente en el momento apropiado; tres años después de la victoria americana. De otro modo, a lo máximo que había podido aspirar es a tener otra tienda, y quizá retirarse a los sesenta. Pero ahora, con sólo cuarenta y ocho años (hay una cierta ironía que domina los actos de los potentados. Es como si detrás de la silla de cualquier mesa a la que se sienten se recortaran inclinadas y prosélitas sombras, y cada una de ellas hiciera el gesto familiar e inmemorial de la fortuna y la buena suerte, y cuyo grito triunfal a cada golpe afortunado rugiera, aunque estentóreamente, por debajo de su propia exultación; hasta que un día el poderoso se vuelve aterrorizado ante el rugido sardónico), a los cuarenta y ocho años era millonario. Vivía con su hija, de dieciocho años; su esposa llevaba ya diez años bajo un cenotafio de mármol que había costado veinte mil dólares y estaba situado entre los apellidos prominentes en el sector más viejo del más viejo cementerio: había comprado la parcela en una subasta por quiebra. Padre e hija vivían en cuatro o cinco acres de terreno, en una casita de estilo español; era nuestra zona residencial más nueva. Su hija lo traía cada mañana en un dos plazas color limón que alcanzaba las cuarenta y cinco millas por hora a lo largo de la avenida, y llegaban a los saludos de los guardias de tráfico y la inhóspita oficina, donde se sentaría en calcetines y leería en el Sentinel, con fría e ilusoria expectación, la lista anual de debutantes en el baile de los Chickasaw Guards que tenía lugar cada diciembre. La casita española era reciente. El primer año vivieron en habitaciones alquiladas, y el segundo se mudaron —exigencias compulsivas de su pasado campesino— a la casa mayor y más cercana al centro, a los tranvías y el tráfico y los anuncios luminosos que pudo encontrar. Su esposa seguía insistiendo en hacer las labores de la casa. Seguía deseando volver al campo o, en última instancia, comprar una de esas casitas pulcras y escuetas, rodeadas de diminutos céspedes y huertos y con gallineros asépticos, que se hallan en las carreteras nada más salir de la ciudad. Pero él empezaba ya a afirmarse en un marco de casa de ladrillo con columnas en un amplio y levemente sórdido césped de magnolias; reconocía ya a primera vista los apellidos ilustres —Sandeman, Blount, Heustace— en los periódicos y en la guía telefónica. Compró la casa, pagó tres veces su precio; y ello mató a su mujer. No el pago de un precio excesivo por la casa, sino el ver cómo aquel hombre, que hasta entonces había dominado toda circunstancia, se hacía el encontradizo con los vecinos con aquella paciente casualidad con que solía esconderse en la maleza cerca del portón de la casa grande, y entablaba una

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especie de armisticio de seto con los hombres, mientras sus esposas permanecían frías y entraban y salían por sus avenidas de acceso en sus limusinas un tanto anticuadas sin dirigir la mirada al otro lado del boj o la alheña divisorios. De modo que ella murió, y él contrató a un matrimonio —italianos— para que se hiciera cargo de la casa. No negros todavía, dése cuenta. Aún no estaba preparado para ellos. Tenía la casa, la apariencia externa y la forma, pero todavía no estaba seguro de sí mismo, todavía no estaba preparado para afirmar en la vida práctica su convicción de superioridad; no quería arriesgar aún aquello que había sido una vez su salvación. Todavía no había aprendido que el hombre es circunstancia. La casita de estilo español vino cinco años después. Regaló prácticamente la mansión —para entonces empezaba a aprender— y mandó construir la nueva casa: un esplendor de estuco con patios y terrazas y hierro forjado, semejante a la sublimación última de una gasolinera. Acaso sintió que allí él y ellos —el campesino sin pasado y los negros sin futuro— tendrían al fin un improvisado comienzo nacido de la pura paradoja. La casa estaba atendida por una legión de negros: demasiados, más de los que podía llegar a necesitar en ocasión alguna. No lograba hacer que le gustaran; no lograba sentirse a gusto con ellos: el murmullo triste y constante y suave de sus voces que le llegaba desde la cocina, siempre en la frontera de la risa, le hacía volver pese a sí mismo, que seguía utilizando el dialecto plebeyo y aspirando su rapé barato sin ningún escrúpulo íntimo en presencia de políticos urbanos y jueces y contratistas, aquel día en que, sin dejar de sentir los dientes y los ojos del negro en la penumbra del vestíbulo, bajó con la espalda erguida por el camino de acceso a la casa grande y se alejó de su infancia para siempre, flanqueado por las dos voces: la que decía «No puedes correr», y la que decía «No puedes llorar». —Así que me quedé con Tony y su mujer para que se encargaran de los negros —me contó—, para que los mantuvieran ocupados. Es posible que creyera lo que decía. Es posible que ni siquiera se hubiera aventurado a confesarle la monstruosa forma de su ambición, de su delirio. No se la había confesado a su hija, ciertamente, cuando viajaban a la ciudad cada mañana; eso fue tan sólo hasta que ella tuvo dieciséis años; en el curso del año siguiente uno de los criados negros tomó a su cargo el llevarlo a la ciudad, pues la chica se pasaba la mayor parte de la noche bailando y paseando en coche y no se levantaba hasta las diez o las once de la mañana. —¿Con quién estuviste anoche? —le preguntaba él, y ella, que en sus dieciséis años había aprendido más del mundo que él en cuarenta y ocho; de aquel mundo divorciado de toda realidad y necesidad, mencionaba los apellidos que él deseaba oír: Sandeman, Heustace y Blount. Y a veces era verdad; y también que había encontrado a su acompañante en un baile. Sólo que olvidaba mencionar en qué baile, en qué lugar: el pabellón al aire libre en West End Gardens, al que acudían los sábados por la noche los vástagos de los Blount y los Sandeman y los Heustace, con botellas de alcohol de Govelli, para conseguir estenógrafas y dependientas. Yo mismo la he visto allí, una criatura delgada que vestía con exageración pese a los dos meses que pasó en aquel convento de Washington. El propio Martin la llevó a Washington, con la lista de escogidas direcciones entresacadas del Sentinel: «Señorita fulana de tal, hija de fulano de

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tal, Sandeman Place, residencia de vacaciones.» Me agrada imaginarlos juntos en ese viaje de treinta y seis horas (probablemente, y a pesar del poder de él y de la pequeña dosis de sofisticación urbana de ella, derivada de la adulación de los dependientes en las tiendas, su primera experiencia en un coche Pullman) viendo cómo se desplegaba el mundo más allá de la ventanilla del compartimento con esa emoción inolvidable de los primeros viajes, esa atenuación de uno mismo, ese aislamiento y escisión que tiene lugar cuando asimilamos por primera vez la incontrovertible realidad de la redondez de la tierra, mientras gradual pero indefectiblemente nuestro espíritu desciende hasta gatear de nuevo en tierra para aferrarse a lo cercano, una vez postrado por la ruptura de su armisticio con el horror del espacio. Probablemente no hablaron ni una sola vez de lo que iba viendo: los nuevos paisajes, las montañas que se alzaban remotas y profundas como lo incognoscible último en que la empequeñecida afirmación del campesino con los labios llenos de rapé y las direcciones anotadas a lápiz, y la campesina de cabellos con ese matiz inconfundible de gastada soga hecha de fibra vegetal del mar: emblema y alcurnia del campesino sudista blanco y pobre. Y no hay que olvidar su cara, su pequeña cara pintada. Se volvía más y más silenciosa por momentos. Aquí, en casa, también ella había estado a la altura de toda circunstancia, pero en Washington era como si el mero recorrido de aquella distancia, de su vuelta momentánea al medio rural, la hubiera despojado de todos aquellos años de desvelos. Disfruto imaginándolos de implacable gira por las direcciones en un coche alquilado; ella silenciosa, vigilante, insinuándosele ya en la pequeña y plana y viva cara el inicio de ese algo oscuro e inarticulado y hondo que uno advierte en la cara de los perros, menos afortunada y más irremediablemente campesina que él, que tenía cierta confianza en sí mismo por mera limitación al no ser consciente de su condición, ya que las mujeres reaccionan con más presteza. Él era quien hablaba; aguardaban en las apacibles, vagamente claustrales salas de espera mientras las hermanas y las madres superioras (había elegido un convento católico: tenía todos los delirios de un Napoleón, ya ve; también él era capaz de remontarse, ocasional e inconscientemente, por encima de las ancestrales voces que moldean a un hombre) entraban con placidez sibilante, con su toca y sus semblantes serenos y ajenos a este mundo. Y la dejó allí: una figura pequeña y desgarbada y delgada, con lágrimas en las mejillas y los ojos mudos y alucinados. —¿Es que no quieres quedarte en un sitio donde puedes conocer a las chicas? —dijo él—. Podrás hacer amigas y así volveréis todas juntas en el mismo coche y a tiempo para el baile. Se refería al baile de los Chickasaw Guards. Pero ya le hablaré de ello. De modo que la dejó allí y se volvió a casa con la misma ropa con que había salido de ella, pero con una nueva lata de rapé. Me contó ese detalle: se le había acabado la lata de rapé y empleó una noche en ir hasta Virginia a comprar otra. Me enseñó la lata; la sujetaba en una mano. —Cuesta cinco centavos más —dijo—, y no se puede comparar de ningún modo con las nuestras. Bajo ningún concepto. Vaya, si cuando tenía la tienda le vendo a un tipo una de estas latas, me echan de la región. —Estaba sentado, en

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calcetines, con el Sentinel abierto en la página de sociedad, donde ya se empezaba a rumorear acerca del baile de los Chickasaw. Los Chickasaw Guards y su baile anual eran instituciones. El grupo se organizó en 1861, y el primer baile tuvo lugar el mismo año: ellos —los Blount y los Sandeman y los Heustace— vistieron sus uniformes nuevos al son de los instrumentos de cuerda; sus mochilas yacían apiladas en la antesala; a medianoche el tren de la tropa partió para Virginia. Cuatro años después volvieron dieciocho de ellos, con las rosas marchitas de aquella noche aún prendidas en sus guerreras ajadas. Durante los quince años siguientes el grupo fue predominantemente político; llegó a ser prácticamente una sociedad secreta cuyos miembros se hallaban diseminados por el Sur, proscritos por el gobierno federal, hasta que el régimen de los politicastros del Norte acabó con la gallina de los huevos de oro. Entonces se convirtió en social, aun cuando conservara su estructura militar como unidad de la National Guard. Así pues, se había convertido en dos organizaciones distintas, con una esquemática jerarquía de oficiales del ejército —un coronel, un mayor, un capitán y un alférez— a quienes por deferencia se les permitía asistir a su principal manifestación anual: el baile de diciembre en el que tenía lugar la presentación de las debutantes. La auténtica jerarquía era social, prácticamente hereditaria, y asignaba a sus oficiales nombramientos de una distinguida e invertida casta militar con impasible inobservancia de los usos militares. En otras palabras: cualquiera que lo deseara podía ser coronel, pero el título de cabo abanderado confería a su titular un aura de honor semejante a la de Lancelot, una pureza de motivaciones como la de Galahad, la alcurnia de Man o’War (14). El grupo participó en la guerra europea, y los Sandeman y los Blount y los Heustace militaron en sus filas, al igual que el cabo abanderado. El actual cabo abanderado era el doctor Blount. Soltero, de unos cuarenta años, desempeñaba el cargo desde hacía doce años —llevaba ya treinta y cinco en manos de su familia— cuando Martin fue a visitarlo dos semanas después de haber dejado a su hija en el colegio de Washington. Esto no me lo contó Martin. No es que le hubiera importado admitir una derrota momentánea, sino que sabía de antemano que iba a ser derrotado esta primera vez, quizá porque por primera vez en su vida se veía obligado a salir a comprar algo en lugar de venderlo sin moverse de la silla de su despacho. No había nadie a quien pudiera pedir ayuda, ya ve. Sabía que sus jueces y comisarios y gente de tal índole no tenían peso alguno en este caso, pese a sus cuellos de lino. Tampoco habría dudado en utilizarlos a tal fin si hubiera sido posible, pues, como Napoleón, también no habría vacilado en hacer que sus quimeras sirvieran a sus fines prácticos, o viceversa si usted quiere. Y así es como un hombre adquiere conocimientos prácticos haciendo que sus fines prácticos sirvan a sus quimeras. Pues el hacer que los hechos materiales sirvan a sus fines prácticos únicamente adquiere hábito. Así que fue a ver al doctor Blount, al presidente hereditario. Al doctor Blount le había correspondido también una suerte de concesión hereditaria para el ejercicio médico entre las viejas damas, algo así como una asesoría legar (14) Man o’War: legendario caballo de carreras norteamericano. (N. del T.)

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heredada, un asunto de consultas relativas a la dieta y a diversas indisposiciones distinguidas que tenía lugar a la cabecera de las pacientes, con la añadidura quizá de un café o una copa de vino servido por un mayordomo negro que le llamaba señor Harrison y le preguntaba por la salud de su madre. Tenía un consultorio, sin embargo, y él y Martin se hallaban ahora cara a cara a cada lado del escritorio —el doctor con su cara delgada y su pelo escaso y su interrogativa mirada tras los quevedos a caballo de su nariz delgada, y el visitante con su traje barato sin planchar y cierta dosis de aquella torpeza, de aquel conocimiento previo de la derrota, mudo y alerta, que su hija había paseado por Washington aquel día. Al cabo de unos instantes el doctor Blount dijo: —¿Sí? ¿Quería usted verme? —Imagino que usted no sabe quién soy —dijo Martin, y en sus palabras no había interrogación ni desaprobación ni apremio: eran tan sólo una afirmación, un hecho que a ninguno de ambos interesaba. —No puedo decir que sí. ¿Quería usted...? —Mi nombre es Martin. —Blount lo miró—. Dal Martin. —Blount lo miró, alzando un tanto las cejas. Luego sus ojos, mientras Martin observaba su cara, quedaron vacíos. —Ah —dijo Blount—. Ahora recuerdo el nombre. Usted es... constructor, ¿no es eso? Recuerdo haber visto su nombre en el periódico en relación con el asfaltado de la avenida Beauregard. Pero no pertenezco a la comisión municipal; me temo... —Su semblante se despejó—. Ah, comprendo. Viene a verme con motivo de la propuesta de nuevo blasón para los Chickasaw Guards. Pero yo... —No es eso —dijo Martin. Blount calló; había arqueado levemente las cejas. —¿Entonces qué... ? Y Martin se lo dijo. Sospecho que lo expuso llanamente, en una única y escueta frase. Y sospecho que durante unos instantes el corazón de Martin se henchió dentro del pecho, y que las sombras inclinadas a su espalda se inclinaron sobre él aún más en una honda aspiración de gozo, pues el doctor permaneció sentado ante su escritorio con absoluta placidez. —¿Cuál es su linaje familiar, señor Martin? —dijo el doctor Blount. Martin le habló de su familia y de su hija, y Blount escuchaba con ese interés frío, con ese conocimiento del universo femenino que Martin no poseía ni jamás poseería, y que había adivinado a primera vista sus ilusiones en relación con la chica. —Ah —dijo Blount—. No dudo que su hija sea en todo punto merecedora del alto lugar al que obviamente está destinada. —Se levantó—. ¿Es eso todo lo que quería de mí? Martin no se levantó. Miraba a Blount. —Hablo de dinero en efectivo —dijo—. No le estoy ofreciendo un talón. —¿Lo lleva encima? —Si —dijo Martin. —Buenos días, señor —dijo Blount. Martin no se movió. —Doblo la cantidad —dijo.

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—Dije buenos días, señor —dijo Blount. Se miraron. Martin no se movió. Blount pulsó el zumbador que había sobre el escritorio; Martin siguió su mano con los ojos. —Supongo que sabrá que puedo causarle problemas —dijo. Blount cruzó el despacho y abrió la puerta: el secretario esperaba en el umbral. —Este caballero desea irse —dijo. Pero Martin no se dio por vencido. Lo imagino sentado en su oficina, en calcetines, con los pies sobre un cajón abierto y avanzando despacio el labio inferior, pues Martin pensaba que todo hombre es susceptible de sucumbir ante sus apetitos. —Fue el dinero —dijo—. ¿De qué diablos le sirve el dinero a un tipo como él? Ahora bien, ¿de qué se tratará en su caso? No lo descubrió hasta el año siguiente. Su hija había vuelto a casa al cabo de dos meses de estancia en Washington; faltaba una semana para el baile. La recibió en la estación. Ella se bajó del tren llorando y allí de pie, en las cocheras, siguió llorando sobre el abrigo de su padre, que le daba golpecitos torpes en la espalda. —Venga, venga —decía él—. Venga. No importa. Da lo mismo. Puedes quedarte en casa si lo prefieres. La chica tenía mejor aspecto; la pena, la nostalgia, la postración la habían refinado; la postración, ese miedo innato a las ciudades que el campesino sólo pierde cuando, gracias a las mayores posibilidades, obtiene de una ciudad concreta una existencia más bucólica que la conocida anteriormente, que la que su carne y sus huesos conocían antes de llegar a ser su carne y sus huesos. Al principio Martin pensó que eran otras chicas del convento las que habían hecho infeliz a su hija. —Dios —dijo—. Dios, ya les enseñaremos. Que me cuelguen si no. La madre superiora le decía en su carta que la chica se había sentido mal, y así lo dejaba traslucir la propia chica. Pero tenía mucho mejor aspecto. Era como si por primera vez en su vida hubiera encarado algo de lo que no pudiera ocultarse tras la pequeña máscara de pintura y polvos costosos, con espúreos nombres franceses, aplicados al estilo de una camarera de restaurante de estación de servicio prendada de Hollywood; tras los pequeños amaneramientos urbanos y toda esa intensa e incesante preocupación de la mujer por las seguras trivialidades a las cuales —con esa vieja agudeza femenina vivida desde más antiguo y mucho más práctico que cualquier inventado dogma masculino— se aferran. Pero aquello no duró mucho. Pronto se la volvió a ver con el semblante vivo y descontento visitando breve y sucesivamente esos clubs nocturnos de espúreo aire neoyorquino —Chinese Gardens, Gold Slippers, Night Boats—; con todo, el rasgo más dominante en su semblante era su expresión de incredulidad, de duda: su sangre campesina era incapaz aún de aceptar cabalmente la realidad de las cuentas sin límite de gastos en los establecimientos de ropa interior o pieles o automóviles, mientras explicaba a su padre que sus acompañantes eran Blount o Sandeman.

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Él nunca vio a tales galanes. Estaba demasiado ocupado; había descubierto qué era lo que podía hacer claudicar a aquel maldito tipo a quien el dinero no le importaba en absoluto. Pero en cualquier caso no le habría preocupado quiénes eran los acompañantes de su hija, con tal de que no fueran parias, gente como Popeye y los drogadictos y los indios a quienes utilizaba, «lo mismo que utilizaría una mula o un arado. Pero no con parias. Que no te vea con parias», le decía. Era su única prohibición. Estaba muy ocupado; fue el invierno siguiente, había transcurrido un año desde su primera entrevista con el doctor Blount; sentado en su oficina, con los pies sobre un cajón, pensaba en él cuando de pronto lo descubrió. Aquel hombre, naturalmente, no actuaría movido por propio interés de lucro; y entonces lo descubrió: iría a verle y le ofrecería donar las nuevas armas de los Chickasaw Guards si incluía el nombre de su hija en la lista anual del baile. Ya no abrigaba ningún temor a ser rechazado. Se puso en camino inmediatamente, a pie, sin prisa. Era como si el asunto se hubiera ya zanjado, como si se tratara de dos cartas, la pregunta y la respuesta, echadas al mismo tiempo en el buzón. No pensó en el otro hombre hasta que entró en el edificio. Me gusta imaginarlo —alguien en quien nadie se fijaría dos veces— caminando a grandes pasos por la calle y entrando en el edificio y deteniéndose a media zancada ante la iluminación repentina que inundó su cara; una convicción, mientras las sombras invisibles que se inclinaban a su espalda alzaban las manos en señal de triunfo. Prosiguió luego —nadie habría advertido aquel instante— y subió hasta el piso décimo y entró en el despacho del que una vez fue expulsado y se encaró con el hombre que le ordenó salir entonces e hizo su oferta desnuda con una única frase: «Ponga a mi hija en la lista y construiré una galería de arte y la bautizaré con el nombre de su abuelo muerto en 1864 cuando peleaba en la unidad de caballería de Forrest.» Y también me agrada imaginar al doctor Blount. ¿No le imagina usted diciéndose a sí mismo: «Es por la ciudad, por los ciudadanos; no sacaré nada con ello, ni una pizca más que cualquier inquilino de una casa de vecinos»? Pero el hecho mismo de que tuviera que hacerse tal consideración era un indicio. Tal vez se debió en parte a que no podía contar la verdad de aquel asunto, aunque tampoco podía dejar que la ciudad creyera una mentira; tal vez en ocasiones pensaba que todo había sido un sueño, que había soñado las palabras irrevocables; tal vez, de cuando en cuando en aquel verano, había logrado persuadirse de que lo había soñado, diciéndose: ¿Cómo habría podido decir que sí? ¿Cómo habría sido capaz? Él tenía en sí la médula, ¿entiende?, la sangre vieja, el viejo sentido del honor muerto en el resto de América, pues sólo en el Sur lo mantenía vivo un puñado de viejas damas que consistieron en el 65, pero que nunca se rindieron. Así que una noche, el día en que el asunto se hizo irrevocable, en que sobre el emplazamiento previsto el letrero metálico descubrió la leyenda recién inscrita: ...Galería de arte a la memoria de Blount. Arquitectos: Windham y Healy..., acudió a una de las damas, una mujer que desde hacía quince años venía consultándole casi hasta el hecho de levantar una ventana. Ellas tenían también en sí la médula, ¿entiende? Y no es que ella le aconsejara hacer lo que hizo; probablemente se rió de él con un tanto de simpatía y un tanto de desprecio, y tal

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vez fue eso lo que él no pudo soportar; aquella misma noche fue a ver a Martin. Había envejecido diez años —contaba Martin—, y allí de pie, pues no quiso sentarse, expresó también sin ambages el motivo de su visita: —Debo pedirle que me permita retractarme y me libere de nuestro acuerdo. —¿Quiere decir que...? —dijo Martin. —Sí. Absolutamente. Por ambas partes. —Ya se ha firmado el contrato y el terreno está listo para la excavación —dijo Martin. Blount hizo un breve gesto. —Lo sé —dijo. Del bolsillo interior sacó un fajo de papeles—. Son bonos por valor de cincuenta mil dólares; es todo lo que tengo. —Se acercó y los dejó sobre la mesa, al alcance de Martin—. Si no fuera suficiente, tal vez acepte un pagaré por la diferencia que estime conveniente. Martin no miró los bonos. —No —dijo. Blount permanecía al lado de la mesa, con la cabeza baja. —No creo que me haya expresado con claridad. Quiero decir... —¿Quiere decir que, acceda yo o no, va a quitar el nombre de mi hija de la lista del baile? —Blount no respondió. Siguió junto a la mesa—. No puede hacerlo. Si lo hiciera, yo tendría que explicarlo todo al contratista, y quizá a los periódicos. No había pensado usted en ello, ¿verdad? —Sí —dijo Blount—. Sí, había pensado en ello. —Entonces no veo que podamos hacer algo al respecto. ¿Y usted? —No —dijo Blount. Había cogido algo de la mesa, pero volvió a dejarlo y se volvió y se dirigió a la puerta. Miró a su alrededor—. Muy acogedor todo esto — dijo. —A nosotros nos gusta —dijo Martin. Blount siguió hacia la puerta mientras Martin lo observaba—. Olvida sus bonos —dijo. Blount se dio la vuelta y se acercó y recogió los bonos y se los volvió a guardar con cuidado en el bolsillo. —Me gustaría poder exponerle con claridad mi situación —dijo—. Pero si pudiera hacerlo, usted no sería usted y ya no haría falta. Y yo no sería yo y nada tendría importancia. Salió de la habitación, y el mayordomo negro —que sabía bien quién era— cerró la puerta a su espalda, y Martin siguió sentado, en calcetines, en la caverna de un salón anegado por las mudas y exultantes risas ahogadas de sus sombras. Lo encontré sentado así a la mañana siguiente, cuando entré en su oficina. —Vaya noticia la de esta mañana —dije. —¿Qué noticia? —dijo él—. Aún no he leído los periódicos. —¿Qué? ¿Que no ha oído que el doctor Blount se suicidó anoche? —¿El doctor Blount? Vaya, que me cuelguen. Así que perdió ese dinero, ¿no? —¿Qué dinero? No puede perder ningún dinero; su fortuna la administra un abogado. —Entonces, ¿por qué se mató? —dijo Martin. —Eso es lo que se preguntan cien mil personas desde las ocho de esta mañana. —Vaya, que me cuelguen —dijo Martin—. Pobre, maldito estúpido.

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Su mente no alcanzaba a ver la relación, ya ve. Con su innato y descarado recelo de todas las mujeres, incluida la de su propia familia, no podía concebir que a hombre alguno le preocupase la presencia de una mujer más o menos en alguna parte, y en cuanto al honor personal... Pero él tenía el propio. O puede que se limitara a cumplir su parte del trato. Fuera como fuese, los trabajos de construcción de la galería de arte continuaron; para noviembre, cuando el Sentinel publicó la lista de debutantes de aquel año, en la que figuraba el nombre de su hija, el sereno contorno del ático del edificio, cuyo exterior se hallaba ya terminado, se recortaba contra el marchito follaje del parque. Así, hacía dos semanas que había leído el nombre de su hija en el lugar en que su convicción, su quimera lo había impreso diez años atrás, y se hallaba ahora sentado en la única silla de su escritorio, inmóvil, tal como Govelli lo había dejado, cuando sonó el teléfono. Sin cambiar de posición extendió la mano y lo acercó hasta él y lo descolgó. Era Govelli. —Sí... ¿Está ya fuera? ¿Y el coche también...? Mándelo a mi casa y luego dígale lo que dije. —Colgó el teléfono. «Malditos latinos», se dijo. «Tengo buena cabeza». Miró el teléfono sin moverse. «Todavía la tengo», se dijo. «Que me cuelguen si no.» Abrió un cajón y sacó la lata de rapé, idéntica a la que podría encontrarse en diez mil monos de trabajo en un radio de diez millas en torno a la ciudad, y la destapó y echó sobre la tapa una cuidadosa y exigua cantidad y la puso dentro del labio inferior proyectado hacia fuera y volvió a cerrar la lata, con el labio ligeramente abultado de forma idéntica a la de otros miles cuyos dueños se sentaban en carcomidos porches de perdidas tiendas rurales por toda la región. Y seguí sentado cuando el policía de paisano entró en la oficina con el parte de la detención, la denuncia. —Ha sido uno de los novatos —dijo el policía—. Debería saber lo que no debe hacer. Le he dicho a Hickey, a quienes había que despedir. —De su chaqueta de sarga desaliñada y con brillos sacó un grasiento billetero; buscó en él la denuncia y la puso sobre el escritorio—. El maldito imbécil siguió en sus trece y escribió la multa e hizo la detención, pues la chica no quería cogerla. Se la trajo a la comisaría, a pesar de que la chica no dejaba de repetirle quién era. Hickey saltó sobre él hecho una fiera. Pero la denuncia estaba hecha, y aún rondaban por la comisaría aquellos dos periodistas que entraron con Popeye, sin olvidar todas esas malditas mujeres que denuncian a gritos la corrupción y todo eso. Martin miró la denuncia; no la tocó. Aquello era lo único de su hija que le producía irritación. Odiaba la torpeza, ya ve, pues a la torpeza sigue siempre la publicidad, aunque se trate únicamente de no respetar una luz roja. Pero de cuando en cuando la chica solía hacerlo, y yo supongo que aquel policía de tráfico era el único tipo en la ciudad que no conocía el dos plazas amarillo. Él nunca se cansaba de repetirle a su hija que las leyes insignificantes son las únicas que no pueden transgredirse impunemente. No con esas palabras, naturalmente. Probablemente le dedicaba sermones sobre la observancia de la ley que no habrían desentonado en los boletines de la escuela dominical. Pero ella seguía haciéndolo. No demasiado a menudo, pero lo suficiente para él, que, una vez alcanzada la cota de ambición, seguramente no podía entender por qué ella

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necesitaba hacer algo distinto a vegetar hasta que llegara y pasara aquel día de diciembre. Así que se quedó meditando sobre el papel de la denuncia mientras el policía apoyaba el muslo en el borde del escritorio, como había hecho Govelli, y se quitaba el sombrero hongo y sacaba de la copa un cigarro mediado y lo encendía. Desde el despertar del Sur, hace unos veinticinco años, nuestras ciudades han estado imitando a Chicago y Nueva York. Y lo hemos conseguido; mejor aún de lo que pensábamos. Pero estamos ciegos; no nos damos cuenta de que uno sólo puede imitar los vicios del modelo, de que la virtud es accidental incluso en quienes los practican. Pero respecto a nuestra corrupción sigue habiendo una especie de torpeza amable, una especie de caótica y exasperante inocencia, y mientras seguía allí sentado probablemente pensaba en la cantidad de tiempo que tenía que dedicar a que la corrupción funcionase sin contratiempos; entonces ambos oyeron los rápidos tacones en el pasillo y alzaron la vista en el momento en que se abría la puerta y entraba su hija. El policía se dejó caer en el escritorio y se quitó el cigarro de la boca y se levantó el sombrero. —Buenos días, señorita Wrennie —dijo. La chica lo miró fugazmente, una sola vez, con mirada combativa, vigilante, y se acercó hasta el escritorio y lo rodeó y se detuvo junto a su padre. Martin cogió la denuncia. —Bien —dijo—. Eso es todo. Puede decirle a Hickey que yo me ocuparé de ello. —Se lo diré —dijo el policía—. Si de nosotros dependiera únicamente, la damita podría saltarse todas las luces: rojas, verdes, azules o violetas. Pero ya sabe cómo se ponen esos progresistas cuando tienen ocasión de chillar. Como digo siempre, si las mujeres fueran capaces de quedarse en casa, que es el sitio que les corresponde, encontrarían multitud de ocupaciones que les impedirían hacer diabluras. Pero ya sabe cómo son, y ahora empiezan también los periódicos. —Sí. Me ocuparé del asunto. Muchas gracias. El policía salió. Martin volvió a dejar la denuncia sobre el escritorio y se recostó en la silla. —Ya te dije —dijo— que no iba a consentirlo. ¿Por qué tienes que seguir haciéndolo? Te da tiempo de sobra a pararte ante los semáforos. La chica permanecía en pie junto a la silla. —Cambió cuando ya estaba en medio del paso de peatones. Yo... —Él la miraba—. Tenía prisa... —Él podía leer en su mente, sabía de antemano sus palabras; ella buscaba con premura qué decir tras su pequeña máscara, pintada, tras sus ojos veloces como ratones. —¿Adónde ibas tan de prisa? —Yo... nosotros... Había un almuerzo en Gayoso. Llegábamos tarde. —¿Llegabais? —Sí. Jerry Sandeman y yo. —Jerry Sandeman está en Birmingham. Lo he leído en el periódico. —Volvió anoche —hablaba con la voz débil, rápida y seca del niño que miente—. El almuerzo era en su honor. Él la miró a través de esa ceguera, de esa estupidez hija del éxito. —¿Vino a verte a propósito del baile?

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—¿El baile? —Lo miró a través de un abismo de algo muy semejante a la desesperación; acosada, inmóvil, como un animal acorralado que ha agotado todos sus recursos—. ¡No quiero ir a ese baile! —exclamó con voz delgada y débil—. ¡No quiero! —Vamos, vamos —dijo él. Volvió a mirar la denuncia—. Esos semáforos... Te lo digo por tu bien. Supón que atropellaras a alguien. Supón que estuvieras andando, que fueras de compras y alguien se saltara un semáforo y te atropellara. Debes tener en cuenta que en las leyes hay cosas buenas además de malas. Si te paras a pensarlo, verás que su acción es doble. —De acuerdo. Tendré cuidado. No volveré a hacerlo. —Procura no hacerlo, pues. Ella se inclinó y lo besó en la mejilla. Él no se movió. La vio cruzar la oficina con su vivo vestido, con las llamativas cuentas del collar, golpeando el suelo con sus frágiles tacones. La puerta se cerró ruidosamente a su espalda. Él se limpió la mejilla con el pañuelo y examinó detenidamente la tenue mancha escarlata sobre el lino. Luego rompió la denuncia por la mitad y tiró los trozos en la escupidera. Media hora después seguía allí sentado, inmóvil; sólo su labio inferior se movía lentamente hacia adelante; sonó el teléfono. Era Govelli otra vez. —¿Qué? —dijo Martin—. Si se trata de nuevo de ese maldito drogadicto... —Espere —dijo Govelli—. Es un lío gordo. Un mal asunto. Ha atropellado a una mujer. Iba hacia su casa con la mercancía para usted, y la mujer estaba en plena calle con el poli que le estaba ayudando a cambiar una rueda, y la atrapó entre dos coches. El poli que la ayudaba lo detuvo allí mismo. —Martin, con el auricular en la mano, maldecía una y otra vez mientras la débil voz proseguía—: Está grave... la ambulancia... si logran llegar hasta él y habla... —Quédese allí con él —dijo Martin—. No le deje abrir la boca. Colgó; fue apresuradamente hasta la caja fuerte y la abrió y sacó otro teléfono. No tuvo que dar ningún número. —Uno de los muchachos de Govelli acaba de atropellar a una mujer en la calle. Está en la comisaría. Hágalo salir de la ciudad inmediatamente. Durante un instante se oyó un zumbido en la línea. Luego la voz dijo: —No será fácil esta vez. Los periódicos están ya... —¿Quién prefiere que se le eche encima, los periódicos o yo? Volvió a hacerse un breve silencio. —De acuerdo. Lo arreglaré. Colgó, pero no dejó el teléfono. Permaneció ante la caja fuerte abierta, con el teléfono en la mano, inmóvil a excepción del lento movimiento del mentón, por espacio de casi veinte minutos. Al cabo sonó el teléfono. —Arreglado —dijo la voz—. Lo sacaron de la ciudad antes de que pudiera hablar. —Perfecto. ¿Qué me dice de la mujer? —Está en el Charity Hospital. Le informaré en cuanto reciba el parte médico. —Perfecto. Metió el teléfono en la caja fuerte y la cerró. Luego volvió a abrirla y sacó una botella de whisky y un vaso. Mientras se servía el whisky recordó las dos cajas que Popeye debía haber entregado en su casa y que ahora estaría dentro del coche en la comisaría. «Malditos latinos», dijo. Bebió y volvió al escritorio y alargó la mano

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hacia el teléfono, que sonó antes de que llegara a cogerlo. Siguió sonando durante largo rato, y él esperó con la mano suspendida sobre él mientras con el labio inferior se frotaba lentamente las encías. Al cabo el teléfono dejó de sonar, y se llevó el auricular al oído. Era el Charity Hospital, para comunicarle que la chica había muerto sin recobrar el conocimiento, y que...

—¿La chica? —dije yo. —Sí, la que Popeye atropelló —dijo Don. Me miró—. ¿No se lo dije? Era su hija.

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Una historia prosaica

I Sentado tras el pulcro y desnudo escritorio, el doctor Blount miró al visitante. Vio a un hombre ancho, grueso, un poco calvo, con cara gris e impasible y ojos turbios, que vestía un traje barato de sarga sin planchar y una corbata anudada con descuido, y llevaba en la mano un sombrero manchado de fieltro negro. —¿Quería usted verme? —dijo Blount. —Usted es el doctor Blount —dijo el visitante. —Sí —dijo Blount. Miró al hombre, con semblante interrogante y asombrado. Echó una ojeada rápida a ambos lados, como quien busca un arma o una vía de escape—. ¿No desea sentarse? El visitante con el sombrero en la mano tomó la silla única y de respaldo recto que había más allá del escritorio. Se miraron el uno al otro. El doctor Blount volvió a hacer aquel rápido y brusco movimiento lateral con la cabeza. —Supongo que usted no sabe quién soy —dijo el visitante. —No —dijo Blount. Rígido y erguido en su silla, observaba al visitante—. ¿No puedo...? —Mi nombre es Martin. —Blount no hizo gesto alguno; seguía mirando al visitante—. Dal Martin. —Oh —dijo Blount—. Ahora recuerdo ese nombre. De verlo en los periódicos. Usted es el político. Pero me temo que ha perdido el tiempo acudiendo a mí. Ya no practico la medicina general. Tendrá que... —No estoy enfermo —dijo el visitante. Miró a Blount; grueso e inmóvil, desbordaba la silla estrecha y dura sobre la que estaba sentado—. No he venido por eso. Creo que sé más de usted que usted de mí. —¿Para qué ha venido? El visitante no dejó de mirarle, y sin embargo, por vez primera, el doctor Blount se acomodó en la silla con más naturalidad, aunque siguió mirando a aquel hombre con curiosidad vigilante. —¿Qué desea de mí?

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—Usted es el presidente —pronunció la palabra con acento campesino— de los soldados de Nonconnah... —Oh, los Guardias. Sí. Tengo ese cargo. —Miró al visitante; sus ojos se estrecharon, quedaron vacíos a causa de la reflexión—. Sí, ahora recuerdo. Usted tuvo algo que ver con el asfaltado de Beauregard Avenue. Y viene a verme en relación con nuestra armería. Tendré que desilusionarle: nosotros... —No es eso —dijo Martin. —¿No? —Ambos se miraron. El visitante habló con voz despaciosa, uniforme, cotidiana, con cara impasible y sin dejar de mirar a Blount. —Tengo dinero. Supongo que lo sabe. No es ningún secreto. Tengo una hija. Es una buena chica. Pero mi esposa murió y no tenemos parientes en Memphis, ninguna mujer que cuide de ella. Que decida por ella a quién debe conocer y a quién no debe conocer; una mujer lo podría hacer. Porque quiero que ella salga adelante. Le estoy dando una base mejor de la que yo tuve, y quiero que sus hijos la tengan aún mejor. Así que debo hacer todo lo que pueda. —¿Sí? —dijo Blount. No es que adoptara un ademán rígido exactamente, pero poco a poco empezó a inquietarse en la silla mientras seguía mirando al hombre que tenía frente a él al otro lado de la mesa. El visitante hablaba sin prisa, sin énfasis. —Es bastante popular. Sale todas las noches; va a bailes del West End y de esas salas de las afueras de la ciudad. Pero no es eso lo que quiero para ella. —¿Qué es lo que quiere para ella? —Los Nonconnah... —... los Guardias. —... los Guardias de Nonconnah dan un baile anual en invierno. Donde van las chicas, las dibu... dibu... —Debutantes —dijo Blount. —Debutantes. Sí. Así las llamó mi hija; sus fotos salen en los periódicos. Sus familias han vivido desde hace mucho tiempo en Memphis, tienen calles con sus nombres. Y luego están los hombres. Los muchachos y los jóvenes. Es una buena chica, aunque yo no lleve en Memphis los años que ella tiene y no haya ninguna avenida que se llame Martin... por ahora. Pero vive en una casa tan elegante como la de cualquiera de ellos. Y puedo construir una avenida que lleve el nombre de Martin. —Ah —dijo Blount. —Sí. Puedo hacer lo que quiera en esta ciudad. —Ah —dijo Blount. —No fanfarroneo. Se lo digo, simplemente. Puede preguntar en Memphis. —No lo dudo —dijo Blount—. Empiezo a recordar más cosas sobre usted. Uno de sus monumentos está cerca de mi casa. —¿Uno de mis monumentos? —Una calle. Se construyó hace tres años y no duró más que uno. Así que tuvieron que levantarla y volverla a construir. —Oh —dijo Martin—. Wyatt Street. Esos timadores. Les di su merecido. Acabé con ellos. —Acepte mis felicitaciones por su espíritu cívico. ¿Y ahora quiere...?

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Se miraron. Ninguno de ellos lo dijo; ninguno dijo las palabras. Fue Martin quien apartó la mirada. —Es una buena chica —dijo con voz lenta y sin inflexiones—. Tan buena como cualquiera de ellas. No le avergonzará. Ni a usted ni a nadie de los asistentes. Yo me encargaré de ello. —Usted es tan experto y tan profeta con las hijas como con los contratos de pavimentación, ¿no es cierto? —Yo me encargaré de ello. Tendrá mi promesa. Mi palabra. Blount se levantó con un movimiento rápido. Permaneció muy erguido tras el escritorio; era un hombre menudo, no tan alto como el otro. —No dudo de que podrá situar a su hija en una posición mucho más alta que la que le conseguirían mis pobres influencias —dijo—. Una posición a la que está obviamente llamada, aunque no fuera más que por ser su hija. ¿Era eso únicamente lo que quería de mí? Martin no se había levantado. —Puede que haya pensado que se trata de un cheque —dijo—. Que tendría que pasar por el banco. Se trata de dinero en efectivo. —¿Lo trae consigo? —Sí. —Buenos días, señor —dijo Blount. Martin no se movió. —Ponga usted la cifra. Y la doblaré. —Buenos días, señor —dijo Blount. Afuera, en el pasillo, el visitante se puso con lentitud el sombrero. Permaneció allí unos instantes, inmóvil. Movió despacio la boca, como si masticara algo. «Ha sido el dinero —dijo al cabo—. ¿Qué necesidad de dinero puede tener un condenado tipo como éste? Pero tiene que haber algo. Nadie puede decirme que un hombre de carne y hueso...»

II En el cruce de Madison Avenue con Main Street, donde los tranvías enfilan colina abajo retumbando y crujiendo al tañido de las campanillas que advierten y consuman el cambio de la luz roja a la verde, Memphis es casi una ciudad. Main Street, sin embargo, tanto a derecha como a izquierda, es la ciudad rural a gran escala; las calles podrían haber sido trasplantadas sin cambio alguno del interior de Arkansas o Mississippi: las mismas zonas de aparcamiento con aire de abandono y cuidadosamente pintadas con franjas desvaídas y arañadas por los neumáticos, los mismos escaparates sórdidos llenos de botas de trabajo y tejidos oxford lustrosos y bermejos y ropa interior con etiquetas de saldo, los mismos optimistas y llamativos anuncios de rebajas pintados en ajados y domésticos banderines ondeantes. En el cruce de Main con Madison, sin embargo, donde cuatro altos edificios dividían en cuatro sus flancos y formaban un túnel vertical en donde el diapasón

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del tráfico resonaba como en el fondo de un pozo, transcurre la vida inquieta y el movimiento de las ciudades; el precipitado y resuelto ir de un lado para otro, como si los componentes atómicos fueran arrojados como nieve dentro de unos límites dados, la prisa hacia cualquiera de las vías de escape y la desaparición como nieve, que al instante se reemplaza y no se echa en falta. Allí siempre hay gente que no está de paso. Unos son mendigos con cuencos de hojalata y lapiceros; otros, charlatanes con juguetes que danzan sobre el pavimento o con panaceas; otros, taquimecanógrafas y empleados y colegiales con pantalones bombachos que esperan el tranvía; otros, ganchos de timbas clandestinas de dados y póquer y de burdeles; otros, visitantes de Arkansas y Mississippi que pasan el día en la ciudad, o banqueros y abogados y esposas e hijas de banqueros y abogados que viven en las espléndidas casas de Peabody y Belvedere y Sandeman Park Place, y que esperan a sus maridos o sus coches particulares. Al pasar tres veces por la esquina, quienquiera que uno sea, verá a alguien conocido y será mirado por otros cincuenta que sentirán interés por el hecho de su paso; así que cada tarde, al dejar el despacho, que estaba en esa manzana, el doctor Blount se detenía en la puerta del edificio, y si era invierno se cubría el cuello y la parte inferior de la cara con la bufanda de seda y se anudaba los botones del abrigo, y decía: «Ahora a pasar este martirio», y se adentraba en la calle como quien se mete en una bañera de agua fría. Había en el edificio una salida trasera, pero nunca la utilizaba. Solía pararse en la puerta principal, y luego entraba en la incesante multitud y caminaba por la calle en dirección a Madison y torcía hacia el río, hacia el aparcamiento al aire libre donde dejaba el coche, y su paso era algo más rápido hasta que llegaba al coche y abría la portezuela y se montaba y la cerraba tras él. Entonces solía darse cuenta de que había estado sudando. «Es porque no me conocen —se decía—. Sólo conocen mi apariencia; lo que odio ser, no lo que soy.» No miraba ni a izquierda ni a derecha. La gente de la esquina: granjeros de Arkansas y Mississippi con camisas de lana o algodón y sin corbata; empleados, mecánicos, taquimecanógrafas con relucientes piernas de rayón y carmín comprado en Woolwarth’s, veía a un hombre delgado y menudo y atildado, y confundía aquella cara ansiosa, enfermiza por los nervios y la inseguridad, con la de algún próspero propietario de sala de fiestas de las afueras o algún agente de venta o comerciante de algodón; o, en cualquier caso, lo confundía con alguien que tenía dinero en el banco y que dormía bien por las noches en una buena cama, cálida o fresca según su deseo, y en una habitación apenas turbada por el ruido de la ciudad. Aquella gente no podía saber que hacía tanto tiempo que él se había enseñado a sentir, a través de la chaqueta ceñida, el impacto de unos ojos que muy probablemente ni siquiera se fijaban en su paso con curiosidad o conjetura o burla, que ahora llevaba tal impacto sobre sí mismo como partículas de pimienta sobre un trozo de carne cruda, hasta que la portezuela de su cupé se cerraba tras él. En el coche se sentía mejor. Volvería en él hasta la esquina, donde tal vez esperara a que sonara la brusca, estentórea campanilla y tuviera lugar el cambio de luces, y miraría a las gentes no como a individuos, pensamientos, inflexiones, ojos. Entonces no eran sino parte de la escena: las lámparas globulares que descendían en curva y se alejaban a lo largo del asfalto que se empequeñecía gradualmente, como la doble vuelta de un collar de perlas en el

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pecho oscuro y angosto de una mujer; los edificios, los letreros, el ruido: Memphis, el lugar donde había nacido en la misma casa donde antes que él había nacido su abuelo. Tenía cuarenta años. Nunca se había casado. Vivía con su abuela, una inválida de noventa años, y con una hermana soltera de su padre. Era hijo único. Su madre había muerto al darle a luz. Su padre, que aún vivía, era un hombre brusco y ruidoso, un hombre práctico, un humilde y próspero médico que gustaba de levantarse a las tres o cuatro de la madrugada para visitar a emigrantes griegos e italianos de los arrabales de la ciudad. Cuando Blount era niño, su padre a veces le provocaba y le hacía hablar y le tendía una celada que le hacía caer en una de esas exposiciones de uno mismo, en una de esas revelaciones inocuas, traiciones de la dignidad que tan trágicas son para los niños. Él salía entonces corriendo de la habitación, seguido del estrepitoso grito de su padre, y subía las escaleras y se escondía en un armario para la ropa blanca. Temblaba, se sentía desfallecer; transpiraba y se atormentaba de impotente congoja, pero nunca lloraba. Se encogía en la oscuridad con los ojos muy abiertos, con los oídos receptivos a lo preternatural —aunque no supiera a qué—, sintiendo el sudor contra las ropas, sintiendo su cuerpo frío bajo el sudor, pero sin dejar de sudar. Pensaba en la cena, en que tenía que bajar a sentarse a la mesa, y su estómago se enroscaba y se crispaba como un puño, aunque quizá instantes antes de que su padre hubiera logrado que se traicionase a sí mismo había tenido hambre. A medida que se acercaba el momento en que había de sonar la campana para la cena, le parecía que transcurrían años, sufría los tormentos de la indecisión, pues el sudor hacía que sus glándulas trabajaran más, y gustaba la saliva y se sentía hambriento. Se deslizaba en el comedor antes de que la comida estuviera servida, y cuando los otros entraban él estaba sentado en su puesto, inmóvil, con la cabeza baja, como si esperase no un golpe, sino un cubo de agua sobre la cabeza sin previo aviso. Entretanto su tía había hablado con su padre, que no volvía a importunarle. Allí, sentado en su puesto, se veía comer sin tregua y sentía una especie de horror. Entonces sabía que cuando se acostara quedaría dormido en seguida, y que al cabo de treinta minutos se despertaría como si un reloj hubiera sonado en su interior, y que se sentiría angustiosamente enfermo. Y al saberlo, mientras estaba sentado en la biblioteca después de la cena viendo a su padre leer el periódico y coser a su tía, sufría un acceso de llanto inexplicable para todos ellos —incluido él mismo— salvo para su tía, que creía entender. «No se encuentra bien desde hace unos días», decía, y le daba una medicina que él no necesitaba y lo acostaba ella misma, y él se quedaba dormido casi inmediatamente, y se despertaba media hora después y se sentía angustiosamente mal hasta que la naturaleza lo liberaba a un tiempo de cena y medicina. Cuando creció y se convirtió primero en estudiante de medicina y luego en médico, de cuando en cuando seguía viéndose, con el mismo horror y desesperación, arrastrado por las circunstancias a situaciones en que traicionaba su sentido de la idoneidad, aunque ya no necesitaba del armario de la ropa blanca, pues había aprendido a reprimir los ulteriores deseos de comer en exceso. Sin embargo, en tales ocasiones seguía despertando treinta minutos después con náuseas, sudoroso aunque vacío e interiormente frío. Entonces solía pensar que iba a morir, y se incorporaba en la cama, con el pelo despeinado y la cara pálida y

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absorta, con los sentidos tensos como si la piel del semblante se hallara sintonizada con el acto de escuchar, y se tomaba el pulso y la temperatura con el termómetro que llevaba en un tubo con un prendedor para el bolsillo como el de las plumas estilográficas. Había heredado la clientela de su padre, que al cabo de quince años se había convertido en cuatro o cinco viejas damas a quienes visitaba rutinariamente por sus afecciones de gota e indolencia, ya que tenía una posición acaudalada por derecho propio, si bien su abuela y su tía percibían rentas e intereses de la fortuna familiar. Sin embargo, tenía también consulta en la ciudad, la cual, sin él saberlo, constituía el equivalente del armario de la ropa blanca de su infancia; y al detenerse ante la puerta misma del inmueble para tomar aquel hondo aliento mental antes de adentrarse en la calle, y su «Ahora a pasar este martirio» eran la contrapartida de la vieja y miserable y angustiosa indecisión que debía vencer cuando se encogía en el oscuro armario de la espera de la campana de la cena en los días de su niñez. Las relaciones con sus pacientes difícilmente podían considerarse contactos con la escena contemporánea, con cualquier escena viviente. El sufrimiento que padecían nacía de algo que ningún médico puede aliviar o curar: tenía su origen en el tiempo y en la carne. Vivían en altivos, sólidos dormitorios de aire enrarecido en donde agotaban la hora de la visita médica hablando de su mocedad, de sus padres y primogénitos en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil; y Blount, con la cara serena aunque ansiosa aún y un tanto difusa, hablaba de las historias de aquel tiempo que le había relatado su abuela, como si él mismo las hubiera presenciado. Cuando era más joven hubo un tiempo, durante un breve intervalo, en que fue consciente de que aún no había renunciado a los armarios de la ropa blanca. «También yo soy una vieja —se decía—. Confundieron los cuerpos y me pusieron en uno equivocado, y demasiado tarde.» Ésa fue la razón por la que, cuando estuvo en Francia el personal hospitalario de una base, decidió deliberadamente entablar una pelea con un hombre de más envergadura, y corrió el albur temblando de aprensión pero no de miedo, y sin ninguna pericia ni esperanza, y fue vapuleado seriamente. Pero el triunfo, el fulgor, ni siquiera llegó a convertirse en sueño duradero. «Tampoco lo habría conseguido si yo lo hubiera vapuleado», se dijo. Al día siguiente se sintió avergonzado de su ojo negro, de los dientes que le faltaban. Solicitó —y lo consiguió— el traslado a otro hospital, donde explicó que había sido atacado por un paciente conmocionado por los bombardeos. Regresó a casa y a lo largo de los diez años siguientes vio reducirse su clientela a cuatro o cinco viejas damas que se morían lenta y quejumbrosamente en enormes, feas, ricas casas situadas en calles con nombres evocadores de generales confederados y de batallas: Forrest Avenue, Chickamauga y Shiloh Place, que pasaban las largas tardes protegidas del estrépito y la furia del exterior por viciados y rancios muros. «Es porque me gusta el olor —se decía—. Me gusta el olor de la carne vieja de mujer.» El único contacto con el escenario que habitaba era la presidencia de los Guardias de Nonconnah. Ocupaba el cargo desde hacía doce años; cada diciembre dirigía el baile en el que eran presentadas las debutantes de la temporada, y aunque allí no se encontraba olor a carne vieja de mujer, aunque él

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aún no lo sabía, tal cargo —la importancia menor y espúrea de elegir la música y los decoradores y los proveedores y de aprobar las listas de las debutantes— no era sino otro armario de ropa blanca. Los Guardias fueron organizados en 1859 por cincuenta y un hombres jóvenes de la ciudad, todos ellos solteros. El batallón eligió oficiales y recibió un estatuto de Guardia Nacional, y el mayor del mismo fue el abuelo del doctor Blount. Dieron un baile aquel año y en los dos diciembres sucesivos. En 1861 dieciséis de ellos regresaron a casa. La organización fue prohibida por el gobierno federal, y los dieciséis miembros se diseminaron por el Sur a la cabeza de bandas que actuaban de noche, aterrorizando e intimidando a los negros, unas veces con razón y otras sin ella. Cuando los últimos politicastros del Norte fueron expulsados y los oficiales de justicia y representantes negros que habían regido los gobiernos de los estados desde la guerra fueron enviados de nuevo a los campos de algodón, los Guardias se reorganizaron y volvieron a recibir su estatuto y celebraron un nuevo baile, y lo siguieron haciendo desde entonces cada diciembre. Su status había sido restaurado; poseían un esquemático escalafón de oficiales regulares del ejército, con una jerarquía interna de oficiales sociales electivos, cuya más alta graduación recaía en el cabo abanderado, cargo que ostentaba el doctor Blount al haber sido elegido para el mismo en un café de París en 1918.

III Cuando su cupé descendía por la colina desde Main Street y dejaba atrás el tráfico para internarse en Union Street, donde la congestión cesaba y se convertía en rápidas líneas paralelas sin más semáforos ni campanillas, su ánimo se serenaba. El sudor desaparecía; sentía un fresco vacío entre su cuerpo y su ropa. Sentía su cuerpo firme, como si el movimiento lo aislara, lo moldeara de nuevo, y el hombre fuera otra vez hombre, y avanzara velozmente en una oculta, cerrada cabina de cristal a lo largo del suave y silbante asfalto. Entonces empezaba a mirar en torno, hacia adelante, y nombraba las calles antes de llegar a ellas: nombres evocadores de viejas batallas perdidas, de hombres —le gustaba creer, pensar en ellos— que habitaban en algún walhalla de los invictos, que galopaban con largas cabelleras ondeantes blandiendo el sable para siempre sobre sus infatigables monturas: Beauregard, Maltby, Van Dorn; luego Forrest Park, con un airoso hombre de piedra sobre un airoso caballo de piedra, Forrest, un hombre sin educación, un soldado como Goethe era poeta, cuya táctica para ganar batallas residía en llegar lo más lejos posible con el mayor número de hombres, y a cuyas órdenes murió el abuelo del doctor Blount. Al pasar por una calle aminoró la marcha; uno de los lados estaba ya derruido, y a lo largo de él había trozos de tela roja clavados fláccidamente a estacas, y hacia la mitad de ella trabajaban con picos y palas negros e italianos. «Un monumento —se dijo—. Pero no más duradero que el latón, gracias a Dios.»

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IV La estancia era un dormitorio, un dormitorio grande y cuadrado atestado de pesado mobiliario. Una anciana estaba recostada en un hondo sillón delante del fuego, arropada con mantas. Blount, en una silla recta que había a su lado, inclinado hacia adelante, hablaba: —Fue la primera vez que lo vi en mi vida, allí sentado en mi despacho, ofreciéndome dinero por permitir que su hija participara en el baile. Llevaba encima el dinero. En metálico. Pero yo no le había visto en mi vida. Había oído hablar de él, por supuesto; y más que nunca en años de elecciones, cuando todos esos clubs femeninos de ustedes proponen programas reformistas para expulsar de la ciudad al sumo sacerdote de la corrupción. Pero no sabía nada de él. Ni siquiera sabía que no era de la región. Quizá si lo llego a saber, mi orgullo cívico... Ya sabe, si nos han de robar, que lo hagan nuestros propios ladrones. —¿Es de otra región? —dijo la mujer. —Vino de allá de Mississippi. Tenía una tienda de comestibles, y quizá también una estación de servicio, al principio en las afueras. Vivía encima de la tienda, con su mujer e hija; y eso no fue hace tanto tiempo como uno podía pensar, teniendo en cuenta dónde vive ahora. Su casa es espléndida. Es más grande que el antiguo Morro Castle de Saint Louis Fair. Sólo en el tejado debe de tener ocho o diez acres de teja roja. —¿Cómo sabe todo eso? —Todo el mundo ve su casa. No puedes evitarlo. Puedes verla casi de tan lejos como ves Sears & Roebuck’s. —Me refiero acerca de él. —la anciana miraba a Blount. —Me informé. Pregunté. ¿Cree que voy a permitir que alguien trate de sobornarme sin averiguar todo lo posible acerca de él? —¿Para saber si el soborno es bueno o no? Blount se interrumpió en mitad de la frase. Miró a la mujer. —¿Usted...? Santo Dios. Yo... ¿Me está tomando el pelo, como dicen ahora los niños? Supongo que pueden sobornarme para que me traicione a mí mismo; supongo que le puede pasar a todo hombre, a todo hombre moderno. Que todos tengan su precio. Pero no traicionar a la gente que ha depositado su confianza en mí. —Eligiéndole director de un club de baile —dijo la mujer. La boca de Blount había adoptado ya la forma de la réplica, de la refutación. Al cabo la cerró. —Tonterías —dijo—. ¿Por qué discuto con usted? Usted no puede entender. Es sólo una mujer. No puede entender cómo siente un hombre en relación con cosas sin valor, cosas que no tienen ni el valor de un dólar. Si esto tuviera un precio en curso, un valor en moneda, la creería al instante. Por supuesto que a ellos no les importaría; a las otras chicas, a los invitados. Las chicas no la conocerían y los hombres no bailarían con ella. Se lo pasaría francamente mal. Lo sabemos. Ella no nos concierne. —¿Quién le concierne? —No lo sé. Eso es lo que pasa. No sé lo que debo hacer. —No tenía por qué ver de nuevo a ese hombre.

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—¿Cómo se enteró...? —La miró, con la mandíbula caída, con la cara delgada, enfermiza, intensa. Cerró la mandíbula—. Sí. Envié por él. Le escribí una nota. Volvió, con el mismo traje. Me ofreció construir una nueva armería para los Guardias. Hablamos. Me habló de sí mismo... —¿Y aceptó usted la armería? —No. Sabe que no. No sería capaz de venderle a los Guardias, pues una vez que él los hubiera comprado ya no tendrían valor, ya no serían los Guardias. Es como si pudiera venderle Forrest Park, por ejemplo, o lo que significa Van Dorn Avenue. Así que hablamos. Nació y creció en una plantación de Mississippi. Aparceros, ya sabe: descalzos, la familia entera, nueve meses al año. Era el más pequeño de seis hermanos, y vivían en una cabaña de una sola habitación y tejado a una sola agua. A veces de cerca, pero normalmente de lejos, solía ver al patrón sobre un caballo de silla, cabalgando por sus tierras, entre sus arrendatarios, llamándolos por sus nombres de pila, y ellos llamándole «señor». Y desde la carretera que pasaba ante la casa grande, él (solía escabullirse de la cabaña cuando su familia estaba en los campos) solía ver al patrón echado en una hamaca, bajo los árboles, a las dos y tres y cuatro de la tarde, mientras su padre y madre y hermanas y hermanos estaban entre brillantes hileras de algodón, con sus sudados trajes de guinga y sus sombreros de paja, como objetos salvados del cubo de la basura. »Un día su padre le mandó a la casa grande con un recado. Y él llamó a la puerta principal. Abrió un negro, uno de los pocos de esa región, de ese vecindario; un miembro de una raza odiada por los suyos desde la cuna, odiada por desconfianza y celos económicos y, en ese caso, envidia; pues su gente hacía trabajos que los negros rechazarían, comían alimentos que los negros de la casa grande habrían despreciado. El negro obstruyó la puerta con su cuerpo, y así estaban cuando el propio patrón se acercó por el vestíbulo y miró al chico vestido con mono ajado: “No vuelvas a la puerta principal”, dijo. “Cuando hayas de volver, ve a la puerta trasera. No vuelvas a llamar a mi puerta principal”. Y el negro, a su espalda, dentro de la casa, sonreía. Él, Martin, me contó que cuando bajaba por el camino de acceso, sin entregar el recado, podía sentir en la espalda los ojos blancos del negro, y el rechinar de sus dientes al reírse. »No volvió a casa. Se escondió en los matorrales. Estaba hambriento y sediento, pero permaneció escondido todo el día, boca abajo en una zanja. Cuando llegó la tarde se arrastró hacia la orilla del bosque, desde donde podía ver a su padre y a su hermano y a sus dos hermanas mayores trabajando en el campo. Volvió a casa después del anochecer. Nunca volvió a hablar con el patrón. Hasta que fue adulto no volvió a verlo sino de lejos, cabalgando sobre su yegua de silla por los campos. Pero lo observaba; miraba cómo montaba y cómo llevaba el sombrero y cómo hablaba; a veces se escondía y se hablaba a sí mismo utilizando los gestos del patrón, y contemplaba su propia sombra recortada sobre la pared del establo o el talud de la zanja: “No vuelvas a llamar a mi puerta principal”. Se juró entonces que algún día él también sería rico, y que tendría un caballo sobre el que cabalgar, ensillado y desensillado por negros, y una hamaca en la que echarse en las horas calurosas, sin zapatos. Nunca había tenido un par de zapatos, así que la situación comparativa sería llevar zapatos todo el tiempo, en invierno y en verano, y la superlativa, poseerlos y no llevarlos siquiera.

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»Luego se hizo adulto. Tenía esposa y una hija; tenía una tienda rural en la vecindad. Su esposa sabía leer, pero él no había tenido oportunidad de aprender. De modo que retenía en la memoria las operaciones a crédito que hacía en la jornada —las bobinas de hilo, los centavos de manteca o de grasa para ejes de carro o de queroseno— y las recitaba en la mesa, después de la cena, mientras su mujer las anotaba en el libro de cuentas. Nunca cometió un error, pues no podía permitírselo. »Por las noches él y el patrón solían jugar al póquer en la tienda. Lo hacían a la luz de una lámpara, y sobre una mesa improvisada, y utilizaban clavos forjados como fichas; solía tener una jarra de whisky de maíz, un vaso, una cuchara y un tazón agrietado con azúcar. Sin embargo él no bebía; hoy es el día en que aún no conoce su sabor, según me ha dicho. El patrón era ya viejo, con un blanco bigote manchado de tabaco y manos temblorosas y ojos que no veían bien ni siquiera durante el día. No podía ser muy difícil, por tanto, hacerle trampas. En cualquier caso, apostaban una y otra vez y con diversa fortuna con los clavos. “Tengo tres reinas”, decía el patrón, y alargaba la mano para coger los clavos. “Supera eso, voto a bríos”. Entonces el otro extendía las cartas sobre la mesa; el patrón se inclinaba hacia adelante tratando de ver las cartas, con las manos detenidas sobre los clavos. “Una escalera”, decía el otro. “He tenido suerte otra vez”. El patrón juraba; cogía un cigarro frío con su mano trémula y se ponía a chupar. “Ponme otro ponche”, decía. “Y da cartas”. »El hombre se vino a Memphis. Al principio tenía una tienda de comestibles; vendía a negros y latinos en las afueras de la ciudad. Su mujer e hija vivían en dos habitaciones, encima de la tienda, y en la parte trasera tenían un huerto. A la mujer le gustaba aquello. Pero cuando él se hizo rico y se vino al centro urbano y se hizo más rico aún, a ella ya no le gustaba. Vivían muy cerca del centro, podían ver los letreros luminosos desde las ventanas del piso superior, y él ganaba dinero a manos llenas cada vez que había elecciones, pero ya no tenían ningún huerto. Eso fue lo que la mató: no el dinero, sino el hecho de no tener huerto y de que hubiera un criado negro en la casa. Así que murió y él la enterró en una parcela privada; el cenotafio costó doce mil dólares, según me dijo. Pero pudo permitírselo, me dijo. Podía haberse gastado en él cincuenta mil, dijo. “Ah”, dije yo. “Tenía usted ciertos contratos de pavimentación”. “La gente necesita caminar”, me dijo. “Y votar también”, dije yo. “Exacto”, dijo él. Me dijo que tiene ochocientos diez votos que puede depositar en cualquier urna como si se tratara de cáscaras de cacahuete. »Luego supe de la chica, de la hija. Me contó que la chica conocía a un montón de jóvenes que van al baile de los Guardias; los había conocido en bailes del West End y en salas de fiestas de las afueras. Ella misma se lo contó, salía casi todas las noches a uno de esos bailes con Harrison Coates o con los hijos de Sandeman o con el de Heustace, no me acuerdo de su nombre. Tenía su propio coche, así que salía de casa sola y se reunía con su acompañante en el baile, según le contó a su padre. Y él lo creía; incluso creía que eran bailes de sociedad. “Pero ella vale tanto como puedan valer ellos”, dijo. “Aunque no vayan a buscarla a casa, como hacían los muchachos de mi tiempo. Puede que no lo sepan. Pero no hay nada de lo que se tengan que avergonzar. Ella vale tanto como cualquiera de ellos.”

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»Me encontré en la calle con Harrison Coates; me refiero a Harrison hijo, al que expulsaron de Sewanees el año pasado. “He oído hablar de esos bailes de Grotto”, le dije. Me miró. “Ella se refiere a ellos como si fueran bailes de etiqueta”, dije. “Eso le dijo a su padre que eran. Dijo que tú y los hijos de Sandeman ibais a esos bailes”. »—¿Quién lo dijo? —dijo él. »—Así que es cierto —dije. Le dije el nombre de ella. »—Oh —dijo él. »—Así que la conoces. »—Ya sabe; nos tomamos una noche libre y nos fuimos al baile. Y puede que a la salida nos lleváramos una o dos chicas. »—Sin preguntar cómo se llamaban —dije—. ¿Así la conociste? »—¿Conocer a quién? —dijo. Volví a decirle el nombre—. ¿No será ese Martin? »—El mismo —dije—. Pero no diré nada. »—Me estaba preguntando dónde la conoció usted —dijo—. Dios, pensé que... —Se detuvo. »—¿Pensaste qué? —se limitó a mirarme—. ¿Cómo es ella? —dije. »—Mucha media y mucha pintura. Como la mayoría de ellas. Hack Sandeman fue el que la conoció primero. No sé dónde. Nunca se lo pregunté. Se refiere usted a esa que lleva un dos plazas color limón, ¿no es eso? »—La misma. No hay otro coche igual en la ciudad. »—Claro —dijo—. Dios, pensé que... —Volvió a callar. »—¿Qué? ¿Pensaste qué? »—Bueno, iba de tiros largos, con una especie de vestido con brillantes y todas esas baratijas. Cuando me acerqué a conocerla, noté que había algo en ella, algo como... —Me miró. »—¿Agresividad? —dije. »—No sé nada de ella. Jamás la había visto antes. Puede que sea una buena chica, no tengo ni idea. Claro: ella... »—No quise decir nada con lo de la agresividad —dije—. Me refería a que quizá te miraba como con atención, con cautela; como si tratara de averiguar quién eras. »—Oh —dijo—. Claro. Así que pensé... »—¿Qué? »—Con aquel coche y lo demás. Pensamos que a lo mejor era la chica de alguien. Que el coche era de algún tipo, quizá, y que ella se había tomado la noche libre y que en cualquier momento podía aparecer él en busca de ella y del coche. De Manuel Street o de Toccopola; de por aquella zona. »—Oh —dije—. ¿Pensasteis eso? »—No sabíamos que se tratase de esa Martin. Nunca presté demasiada atención al nombre, porque pensé que sería falso. Ella solía decirnos que nos encontráramos en tal sitio, y nosotros íbamos, y ella aparecía en el coche amarillo y nos subíamos, quizá mirando hacia atrás todo el tiempo; ya sabe, por si él aparecía. »—Sí —dije yo.

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»Pero ya Martin me había dicho lo buena chica que era, y sé que lo es. Sé que no es más que una chica de campo, mucho más perdida que él, porque al menos él cree saber adónde quiere llegar. Ella no ha tenido madre, ¿comprende? Lo único que quiere es tener medias de seda y conducir ese coche amarillo y saltarse a toda velocidad las luces rojas, mientras los policías se tocan la gorra a su paso. Pero eso a él no le satisface. La llevó a Washington y la metió en un colegio. Incluso era la primera vez que cualquiera de ellos montaba en un coche Pullman. Llevaba allí tres semanas cuando él (se había vuelto a casa) recibió una carta de la madre superiora. La chica se había pasado llorando todo el tiempo desde la tarde en que él subió a un taxi y la dejó allí; cuando fue a recibirla a la estación, ella se bajó, llorando aún, recién maquillada sobre los surcos de las lágrimas. Había perdido quince libras, me contó él. »Y ahora el baile de los Guardias. Es posible que él la haya querido preparar desde siempre para ese acontecimiento. Y ella iría, aun sin desearlo; ella tendría más sensatez que él: no le harían ningún caso, y se habría acabado todo el asunto. El baile, quiero decir, y el deseo de él de que ella acudiera de grado o por fuerza, y por su propio bien, según él cree. Pero él no puede entenderlo. Nunca lo entendería, ni siquiera al día siguiente, cuando ella y Memphis y todos los demás estuvieran en contra de él. Se limitaría a pensar que su propia sangre lo había traicionado; que ella no era el hombre que su padre era, simplemente. ¿Qué piensa de todo esto? —Nada —dijo la mujer. Tenía los ojos cerrados, la cabeza recostada sobre la almohada—. Lo había oído antes. Es la misma historia de la misma mosca y la misma melaza. —¿Cree usted que sería capaz de hacerlo? ¿Qué lo haré? La mujer no dijo nada. Podría muy bien haber estado dormida.

V Aquello tuvo lugar a comienzos de la primavera. Dos meses después, una mañana clara de mayo, al salir del ascensor en su planta, el doctor Blount vio — informe y paciente y astroso, en silueta contra los brillantes ventanales del fondo del pasillo— a un hombre que esperaba a la puerta de su despacho. Entraron, y de nuevo se enfrentaron uno a cada lado del pulcro y desnudo escritorio. —Tiene usted una calle con el nombre de su abuelo —dijo Martin—. Usted no querrá eso. Hay algunos que tienen parques con su apellido; y no es que lo merezcan más, sino que sucede que tienen más dinero. Yo puedo encargarme de ello. —Llevaba la misma corbata, el mismo traje barato y astroso, el mismo sombrero con manchas en la mano, y hablaba con la misma voz uniforme y sin inflexiones del campesino—. Y haré más que eso. Haré por usted lo que los que dicen merecerle a usted y a su abuelo no han hecho. Me refiero al que murió con Forrest. A mi abuelo también lo mataron. Nunca supimos a qué ejército perteneció ni adónde fue. Simplemente salió un día y nunca volvió; puede que simplemente estuviera cansado de estar en su hogar. Pero la gente de mi clase no

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importa. Había mucha; siempre la hubo y siempre la habrá. Es la de su clase, la que tiene los nombres que las calles y los parques necesitan. —Mientras hablaba miraba continuamente a Blount, a la delgada, enfermiza, imprevisible cara que, tras los quevedos, tenía frente a él al otro lado del escritorio—. No existe una galería de arte como es debido en Memphis, y no la habrá a menos que yo la construya. Ponga el nombre de mi hija en esa lista, y yo levantaré una galería de arte en Sandeman Park y la bautizaré con el nombre de su abuelo, del que fue muerto con Forrest.

VI En el parque, ante la hondonada de la excavación, por encima de los enormes y anárquicos montones de tierra, se alzaba sólido en el aire, erguido y con letras rojas sobre fondo blanco, el ancho letrero: Galería de Arte en Memoria de Blount-Windham & Healy, Arquitectos. Pasaba ante él todos los días, pero nunca se detenía. Solía entrar en el parque, y veía el cartel asomarse súbitamente en el cielo, por encima del verde recodo recortado de los cuidados setos que coronaban una loma, y seguía velozmente hacia adelante. «No es para mí —se decía a sí mismo, solo en su rauda y aislada cabina de cristal, pasando al lado y dejando atrás el cartel—. Es para los ciudadanos, para la ciudad. Yo no sacaré nada de ello; ni una pizca más que cualquier inquilino de cualquier casa de vecindad de Beale o de Gayoso Street, que cualquier ciudadano de a pie». Y seguía hacia adelante. Las visitas médicas eran breves. Se sentaba en las sillas de respaldo y esperaba a que las damas gotosas y postradas se enteraran de la verdad, del mismo modo que en los días de su niñez esperaba dentro del oscuro armario el sonido de la campana que anunciaba la cena. Luego volvía a casa, aún inmune, y cenaba con su abuela y su tía, que asimismo lo ignoraban. «Es un bonito detalle de la ciudad —decía la tía—. Aunque debo decir que un poco tardío. —Y lo miraba con ojos penetrantes, curiosos, con la afinidad instintiva para el mal de las mujeres—. Pero qué diantre puedes haber hecho, qué les habrán dicho...» —Nada —dijo él, sobre su plato—. Lo han hecho por voluntad propia. —¿Quieres decir que no sabías nada hasta que empezaron los trabajos de excavación? —No sabía nada —dijo él. Después de la cena solía salir de nuevo; avanzaba en su coche en soledad por el asfalto sombrío y reluciente y se internaba de nuevo en el parque umbroso, y pasaba ante el súbito y ahora ilegible cartel enhiesto, y se decía a sí mismo: «¿Cómo he podido decir que sí? ¿Cómo he podido?» Un día, hacia el final de la tarde, detuvo el coche ante la gran casa donde vivía la mujer enferma. Subió al mismo dormitorio y la encontró en el mismo sillón, arropada con la misma manta, aunque la fría chimenea estaba llena de papel verde estriado.

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—He estado preguntándome qué es lo que ha sido de usted últimamente — dijo la mujer. Él se lo dijo, inclinado hacia adelante sobre la dura silla de respaldo, con voz quieta. Ella miraba su cara a la luz mortecina—. No creía que fuera usted tan rico —dijo—. Y no creía que la ciudad... —Sí —dijo Blount—. Él tiene razón. Todo hombre tiene su precio. Y es porque él tiene razón. En el tener razón hay algo que es mejor que ser valeroso o incluso honorable. —Así parece —dijo la mujer. —Los otros. Tienen parques con su nombre, y esto y lo otro. Porque tuvieron dinero, en metálico, en el momento preciso. No importa cómo lo consiguieron. Porque en aquellos tiempos no había muchas formas respetables de hacer dinero en este país; el asunto es haberlo tenido. Haberlo tenido, ¿comprende? Si mi abuelo o su padre hubieran hecho hace sesenta años lo que yo he hecho, estaría bien hecho. ¿Comprende? —Pero no lo hicieron —dijo la mujer—. Pero eso no importa. No importa. —No —dijo Blount—. Está hecho. Está ya todo hecho. Pero todavía no hay hecho demasiado. Tengo, mi abuela y yo tenemos lo bastante como para correr con los gastos del trabajo realizado, para pagar al constructor por los perjuicios causados. Para dejar las cosas como están. Dejar también el cartel: un monumento. —Entonces hágalo —dijo la mujer. —¿Se refiere a que rompa el trato? —Limítese a quitar el nombre de la chica de la lista. Eso es todo lo que tiene usted que hacer. Deje que él construya la galería. Cuando menos le debe eso a la ciudad. Es con el dinero de la ciudad con el que la está construyendo, con el que están excavando el hoyo; ¿es que no se da usted cuenta? —No —dijo Blount—. Ella había estado mirándole. Ahora recostó la cabeza sobre la almohada; de nuevo tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormida. —Ustedes los hombres —dijo—. Pobres y necios hombres. —Sí —dijo Blount—. Nosotros los pobres y necios hombres. Pero somos sólo hombres. Si la ciudad le permite robar, yo también soy responsable en cierto modo. Pero esto no tiene nada que ver con la ciudad. Durante un tiempo he estado engañado. Creí que era la ciudad la que sacaría algo en limpio de esto, no yo. Pero el ser íntimo del hombre no puede engañarse a sí mismo siempre. El ser de un hombre, quiero decir. Tal vez las mujeres sean diferentes. Pero somos sólo hombres; no lo podemos evitar. Así que ¿qué debo hacer? —Ya se lo he dicho. Borre su nombre de esa lista. O déjelo. Después de todo, ¿qué importa? Suponga que hubiera un centenar de chicas como ella en ese baile... ¿Importaría algo? —Sí. A ella no le gustará. Lo sentirá. Para él será terrible. —¿Para él? —¿No acaba de decir que nosotros los hombres somos unos pobres necios? —Vaya a verlo —dijo la mujer. —¿A romper el trato? —Hombres... —dijo la mujer. Tenía la cabeza apoyada sobre la almohada y los ojos cerrados. Sus manos gruesas, blandas, hinchadas y con anillos descansaban sobre los brazos del sillón—. Ustedes los pobres y necios hombres.

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VII La casa de Martin estaba situada en una nueva zona residencial, sobre una loma. Era de estilo español; grande, con patios y balcones, se alzaba majestuosa en el crepúsculo. Cuando llegó Blount, el dos plazas amarillo estaba estacionado bajo la marquesina de la cochera. Lo recibió un negro en mangas de camisa, que al abrir la puerta lo miró con una especie de insolente brusquedad. —Deseo ver al señor Martin —dijo Blount. —Está cenando —dijo el negro sin soltar la puerta—. ¿Para qué quiere verlo? —Apártese —dijo Blount. Empujó la puerta y entró—. Dígale al señor Martin que el doctor Blount desea verlo. —¿El doctor qué? —Blount. —El vestíbulo era opulento, opresivo, frío. A la izquierda había una habitación iluminada—. ¿Puedo entrar ahí? —dijo Blount. —¿Qué es lo que quiere del señor Martin? —dijo el negro. Blount se detuvo y retrocedió. —Dígale que es el doctor Blount —dijo. El negro era joven, de color pardo, con la cara picada de viruela—. Adelante. —dijo Blount. El negro dejó de mirarlo. Recorrió el vestíbulo en dirección a un corredor también iluminado. Blount entró en un enorme salón, con vigas en el techo, que parecía el escaparate de una tienda de muebles. Había alfombras con apariencia de no haber sido pisadas nunca; muebles y lámparas que parecían haber sido enviadas a prueba aquella misma mañana; sin vida, rígidos, costosos. Entró Martin; llevaba el mismo traje barato de sarga; estaba en calcetines. No se estrecharon la mano. Ni siquiera se sentaron. Blount se mantuvo de pie junto a una mesa con objetos que parecían asimismo tomados en préstamo o robados de un escaparate. —Debo pedirle que me permita echarme atrás en nuestro trato —dijo. —Quiere romperlo —dijo Martin. —Sí —dijo Blount. —El contrato está firmado; ya han empezado las obras —dijo Martin. Seguramente lo habrá visto. —Sí —dijo Blount. Se llevó la mano al pecho. Del otro lado de la puerta llegó un rápido golpeteo de tacones duros y frágiles. La chica cruzó el umbral hablando. —Voy a... Se interrumpió al ver a Blount. Era una chica delgada, de pelo color de estopa peinado de forma retorcida en torno a una máscara pequeña y escandalosamente pintada, con los ojos a un tiempo desafiantes e inseguros; agresivos. Su vestido era demasiado rojo y demasiado largo, su boca demasiado roja, sus tacones demasiado altos. Llevaba pendientes y, sobre el brazo, una capa de piel blanca, pese a que era todavía agosto. —Éste es el doctor Blount —dijo Martin. Ella no reaccionó, no hizo ademán alguno; por espacio de un instante posó la mirada en él, rápida, agresiva, velada, y continuó. «Me voy», dijo, y se dirigió a la puerta, y sus tacones frágiles y duros y rápidos golpearon el duro piso. Blount oyó en la puerta principal la voz del negro picado de viruela. «¿Adónde vas esta noche?» Y la puerta se cerró. Momentos después oyó el coche, el dos plazas

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amarillo. Pasó con un zumbido frente a las ventanas en segunda, a gran velocidad. Blount sacó del bolsillo interior de la chaqueta un fajo de papeles gofrados. —Aquí tengo bonos por valor de cincuenta mil —dijo. Los dejó sobre la mesa. Martin no se había movido; estaba inmóvil sobre la cara alfombra, en calcetines—. Tal vez quiera aceptar un pagaré por el resto que usted estime. —¿Por qué no borra el nombre de la lista, simplemente? —dijo Martin—. Nadie podrá probarle nada. —Podría hipotecar la casa a su nombre —dijo Blount—. La propietaria legal es mi abuela, pero estoy seguro... —No —dijo Martin—. Está tirando su dinero. Quite el nombre de la lista. Puede hacerlo. Nadie se enterará. No le pueden probar nada. No con su palabra contra la mía. Blount cogió de la mesa un pisapapeles de jade tallado. Lo examinó y volvió a ponerlo sobre la mesa y permaneció allí inmóvil unos instantes, mirando hacia su mano. Se movió en dirección a la puerta con un aire vago, como si se hubiera percatado de pronto de su propio movimiento. Su cara estaba tensa, imprecisa, aunque serena. —Tienen una bonita casa —dijo. —A nosotros nos gusta —dijo Martin; estaba inmóvil, astroso, en calcetines grises, mirándole. El sombrero de Blount seguía en la silla donde lo había puesto—. Se olvida usted de algo —dijo Martin—. Sus bonos. —Blount volvió hasta la mesa y cogió los bonos. Los guardó cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta, con la cabeza baja. Luego se dirigió de nuevo hacia la puerta. —Bien —dijo—. Si hubiera conseguido algo con mi visita, usted no sería usted. O yo no sería yo, y en ese caso no tendría importancia. Se hallaba ya a medio camino de su coche cuando lo alcanzó el negro picado de viruela. —Aquí tiene su sombrero —dijo el negro—. Lo olvidó.

VIII En la esquina de Main Street y Madison Avenue, al día siguiente, la gente, los granjeros de Mississippi y de Arkansas, los empleados y mecanógrafas, leyeron los gruesos titulares: SUICIDIO DE UN PATRICIO Destacado ciudadano de Memphis se suicida de un tiro en un garaje. Vástago de una vieja familia de Memphis se quita la vida; deja una abuela y una tía soltera... El doctor Gavin Blount... miembro de una antigua familia... destacó en la vida social de la ciudad; era presidente de los Guardias de Nonconnah, la más alta organización social... de familia acomodada... no pueden dar razón para...

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La noticia causó sensación durante tres días; hablaron de ella los ganchos de las casas de juego y de los burdeles, las mecanógrafas y los empleados, los banqueros y abogados y sus esposas que vivían en las magníficas casas de Sandeman y Blount Avenue; luego se disipó, fue desplazada por una elección del Estado u otra cosa. Era agosto. En noviembre llegó el sobre al número de la casa de Martin: la cartulina gofrada, el timbre heráldico: Los Guardias de Nonconnah. 2 de diciembre de 1930. Diez de la noche y en letra pulcra de empleado: La señorita Laverne Martin y acompañante. Como el doctor Blount había dicho, no fue muy agradable para ella. Volvió a casa antes de medianoche, con un vestido negro de corte tal vez elegante en exceso, sofisticado, y encontró a su padre en calcetines, con los pies apoyados sobre la repisa de la chimenea, leyendo la última edición de un diario en la que aparecía, además de la lista de los nombres, una borrosa fotografía tomada con flash de las debutantes. Entró llorando, corriendo sobre sus tacones duros y frágiles. Él la sentó sobre sus rodillas, y ella seguía llorando con apasionada humillación; él le acarició la espalda. «Vamos, vamos», le dijo acariciándole la espalda, que temblaba con sacudidas bruscas bajo el vestido nuevo, el sofisticado y costoso encaje negro que durante dos horas había sido dejado a un lado por los vestidos blancos y de color pastel de las chicas de las viejas casas de Sandeman y Belvedere, como si hubiera vestido a un espectro, y que sería visto tal vez un par de veces más, deslumbrante y llamativo y provocador, en los bailes de los Grotto y los Pete’s Place diseminados por los arrabales y los barrios extremos de la ciudad. «Vamos, vamos. Qué estúpido. Maldito estúpido. Podíamos haber hecho cosas en esta ciudad, él y yo juntos».

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Un regreso

I El día en que debía llegar el carruaje, el chico negro esperaba desde el alba sentado al lado del mulo atado de orejas caídas, tiritando sobre el fuego que ardía sin llama bajo la lluvia de diciembre, junto al camino de Mississippi, con un ramo tan grande como una escoba de jardín envuelto en un capote de hule, y tal vez cien yardas más arriba estaba el propio Charles Gordon sobre su caballo, al abrigo de un árbol desnudo bajo la lluvia, mirando al chico y el camino. Entonces se avistaría el carruaje embarrado y Gordon vería cómo el ramo era entregado y entonces saldría a caballo con la cabeza descubierta bajo la lluvia, y desde la silla, ante la ventanilla del carruaje, haría una pequeña reverencia con la cabeza, por encima de la mano veloz y suave, de los ojos dulces sobre la masa de rosas rojas. Esto tenía lugar en 1861, la tercera vez que Lewis Randolph llegaba desde Mississippi en el carruaje embarrado cuyo piso iba tapizado por ladrillos calientes que un criado retiraba cada ciertas millas y recalentaba en un fuego de leña de pino traída a tal efecto; en las dos primeras ocasiones la habían acompañado su madre y su padre a recibir el ramo de Gordon en el serpenteante camino y a entrar por la noche en el Cuartel de los Guardias de Nonconnah del brazo de Gordon y bailar allí danzas como el chotis y el reel y acaso el nuevo vals, mientras la bandera de las barras y las estrellas colgaba desplegada de la galería de los músicos negros que tocaban violines y triángulos. Pero esta vez, este diciembre de 1861, sólo la acompañaba su madre, pues su padre se había quedado en Mississippi organizando una compañía de infantería, y la bandera que colgaba del estrado de los músicos era la nueva, la cruz de San Andrés con las estrellas, tan nueva y extraña como el gris sin tacha que los jóvenes llevaban ahora en lugar del viejo azul. El batallón había sido organizado para ir a México; todos eran jóvenes y solteros; se dejaba de pertenecer a él automáticamente al contraer matrimonio.

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Era una unidad de la Guardia Nacional, pero en ella había también una jerarquía de oficiales sociales electivos y hereditarios, y el presidente del Comité, en Tennessee del oeste y en el norte de Mississippi al menos, era superior a cualquier mayor o capitán, a Washington, a los Estados Unidos y a todo. Sin embargo, se formó demasiado tarde para combatir en México, de modo que su primer despliegue de fuerza tuvo lugar no en equipo de campaña en una polvorienta llanura de Texas, sino en el azul y oro del uniforme de gala en el salón de baile de un hotel de Memphis, poco antes de Navidad, mientras del balcón de los músicos colgaba la bandera de los Estados Unidos, y siguió repitiéndose año tras año, al poco tiempo en su propio cuartel, y pronto las jovencitas del norte de Mississippi y del oeste de Tennessee eran presentadas formalmente en sociedad en esos bailes, y una invitación (o convocatoria) a ellos resultaba una impronta social no menos irrevocable que una de Saint James o el Vaticano. Pero en el 61 los hombres llevaban uniforme gris en lugar de azul y donde antes ondeaba la vieja bandera ahora ondeaba la nueva y había un tren militar esperando en la estación para partir hacia el Este a medianoche. Lewis Randolph habría de contar lo de ese baile a su solo oyente, quien en cierto sentido no había llegado a estar presente en él tan sólo por veinticuatro horas. Se lo habría de contar más de una vez, aunque la primera vez que el oyente recordaría haberlo oído fue cuando tenía aproximadamente unos seis años: los jóvenes (eran ciento cuatro) de prístino gris bajo la nueva bandera, las guerreras grises y los vestidos de miriñaque girando y evolucionando mientras la lluvia, que a la llegada del crepúsculo se había convertido en nieve, susurraba y emitía un murmullo en los altos ventanales; cómo a las once y media se paró la música a una señal de Gavin Blount, que era a un tiempo presidente del Comité y mayor del batallón, y se despejó la pista de baile, la amplia pista bajo las severas y marciales arañas del techo, el batallón formado enfrente, bajo la bandera por encima de la cual atisbaban las caras de los músicos negros, las chicas con sus miriñaques y sus flores al otro lado de la estancia, los invitados: damas de compañía, madres y tías y padres y tíos, jóvenes que no pertenecían a los Guardias, en sillas doradas a lo largo de las paredes. Ella, a su oyente de seis años, le dirigió incluso palabra por palabra el discurso que había pronunciado Gavin Blount apoyado con soltura sobre el sable y frente al batallón gris; ella (Lewis Randolph)de pie en el centro de la cocina en la casa de Mississippi que empezaba ya a derrumbarse sobre sus cabezas, con un vestido de calicó y sombrero para el sol, apoyada sobre el cañón de mosquete yanqui que utilizaban para atizar el fuego, del mismo modo que Gavin Blount se había apoyado sobre el sable. Y mientras ella hablaba, al chiquillo de seis años le parecía poder ver la escena, le parecía que no era la voz de su madre sino la de aquel joven que había ya muerto cuando el pequeño oyente nació; las palabras llenas de pomposidad y coraje e ignorancia de aquel hombre que muy probablemente había visto cómo disparaban contra su propio cuerpo y había oído la bala, pero que aún no había visto la guerra: «Muchos de vosotros se han ido ya. No me dirijo a ellos. Muchos de vosotros han hecho ya sus planes para ir. Tampoco me dirijo a ellos. Pero hay algunos de vosotros que podrían ir e irán, sólo que piensan que se habrá acabado antes de poder participar en una batalla, antes de ver un faldón de guerrera yanqui. Es a ellos a quienes hablo». El oyente podía verlos: la fila rígida y gris bajo la nueva

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bandera y los blancos ojos de los negros de la galería, el hombre del fajín carmesí y del descuidado sable que le servía de apoyo, aquel hombre que dentro de siete meses estaría muerto, las jóvenes con sus faldas extendidas como un puñado de mariposas, las sillas alineadas bajo los altos ventanales donde susurraba la nieve. «Todos habéis oído hablar de Virginia desde lo de Bull Run. Pero no habéis visto tal estado. De Washington, de Nueva York. Pero no los habéis visto». Entonces sacó de su guerrera el papel sellado y lacrado y lo abrió y lo leyó en alta voz: ...facultado por el presidente de los Estados Confederados de América... Entonces gritaron; las mujeres también. Gritaron estentóreamente. Posiblemente algunos de ellos no habían visto un uniforme gris hasta entonces, pero probablemente ninguno de ellos había escuchado jamás aquel grito; la primera vez que llegaba a sus oídos salía de sus propias gargantas, no inventado por nadie individual sino nacido simultáneamente de una raza, inventado (si es que era inventado) no por el hombre sino por su destino fatal. Y el grito sobrevivió incluso a tal destino. El oyente, el chiquillo de seis años, creció y se hizo adulto y despertaba confianza y era digno de ella, y triunfó y llegó a ocupar en el tejido económico y social de su entorno escogido una posición más elevada que la mayoría. Cuando tenía cuarenta y cinco años realizó un viaje de negocios a Nueva York, donde conoció al padre del hombre que había ido a ver, un viejo que había estado en el 62 en el Cuerpo de Shields en Valley. El viejo conocía el grito, lo recordaba. «A veces lo vuelvo incluso a oír —le dijo al sureño—. Incluso después de cincuenta años. Y me despierto sudando». Y hubo otro a quien el chico conoció en su juventud, un hombre llamado Mullen que había estado en la unidad de caballería de Forrest, que se estableció en el oeste y cuando en una ocasión volvió de visita contó de un muchacho que bajó a caballo por una calle de Kansas en el 78 gritando «¡Yaaaiiihhh! ¡Yaaaiiihhh!», y disparando con su pistola a través de las puertas al interior de la taberna, hasta que un alguacil, apostado tras un montón de basura, lo alcanzó con un disparo de su escopeta de cañones recortados y cargada con postas y lo derribó del caballo, y la gente rodeó al muchacho que se desangraba mortalmente en el suelo y Mullen dijo: «Hijo, ¿dónde lo hizo tu padre?», y el muchacho dijo: «Dondequiera que hubiera yanquis, como yo. ¡Yaaaiiihhh!» Así fue como el oyente lo oyó: a otra señal de Blount la música volvió a sonar y las chicas, en fila india tras la pareja de Blount, pasaron a lo largo del batallón formado, besando a los hombres uno a uno, y entre ellas estaba Lewis Randolph, que besó a ciento cuatro hombres, es decir a ciento tres, pues a Charles Gordon le entregó una rosa roja del ramo que había recibido de él y el beso que la acompañó, según oiría el chico de un testigo presencial treinta años más tarde, no fue el roce veloz de unos labios que ríen o como el roce de un pie alado sobre un guijarro de un vado. Y cuando el tren militar partió ella estaba dentro, había sido alzada por el lado que no podía verse, mientras en el andén las caras de las otras chicas, enmarcadas en los vuelos semejantes a pétalos de las faldas, parecían flotar como flores cortadas en un arroyo oscuro, mientras su madre, a una milla de distancia, la esperaba en el cuartel charlando plácidamente de frivolidades. Así que ella viajó a Nashville en un vagón lleno de soldados, con la capa de Charles Gordon sobre su vestido de baile, y fueron casados por un soldado (que resultó ser un pastor) en medio de un batallón que esperaba para subir al tren, sobre el

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andén bloqueado por la nieve, con un regimiento entero como testigo mientras los cables telegráficos que se enroscaban arriba, tapizados de hielo, crujían y susurraban con la enojada orden que su madre enviaba a todas las estaciones entre Memphis y Bristol; contrajo matrimonio con el vestido de baile y la capa de oficial en medio de la nieve, sin un cabello desordenado a pesar de que no había dormido en treinta horas, en el corro de caras juveniles de quienes jamás habían oído una bala y sin embargo estaban convencidos, todos ellos, de que iban a morir. Cuatro horas después el tren militar siguió su camino y quince horas después ella estaba de vuelta en Memphis, con una carta de Gordon, escrita en el reverso de un menú del restaurante de la estación lleno de manchas, dirigida a la madre, la cual ya no estaba frenética, sino sólo sombría y fríamente ofendida. —¿Casada? —gritó la madre—. ¿Casada? —¡Sí! ¡Y además voy a tener un niño! —¡Tonterías! ¡Tonterías! —¡Es cierto! ¡Es cierto! Lo he intentado con todas mis fuerzas. Volvieron a casa, a Mississippi. Era una gran casa cuadrada situada a veinticinco millas de cualquier ciudad. Tenía un parque, arriates, una rosaleda. Durante aquel invierno las dos mujeres hicieron calcetines y bufandas de punto y confeccionaron camisas y prepararon botiquines de urgencia para los soldados de la compañía, que crecía constantemente, y bordaron sus colores, y las chicas negras de las cabañas cosieron y plancharon la brillante seda fragmentaria. El terreno abierto, el establo estaban llenos de caballos y mulos desconocidos, y las praderas y el parque salpicados de tiendas y plagados de desechos; desde la habitación alta donde trabajaban, las dos mujeres oían durante todo el día las pesadas botas en el vestíbulo y las altas voces en torno a la ponchera en el comedor, mientras el aguanieve y la escarcha que se fundía del invierno que partía inundaban las huellas de los pesados tacones entre las rosas rotas y marchitas. Al anochecer solía haber una hoguera y oratoria, con el fulgor del fuego rojo y fiero sobre los sucesivos oradores, con las cabezas inmóviles de los esclavos en silueta a lo largo de la cerca, entre el fuego y el pórtico, donde las mujeres negras y blancas, la señora hija y la esclava, se arrebujaban en sus chales y escuchaban las voces pomposas y sonoras y sin sentido que se alzaban sobre los gestos de una pantomima ruda e insustancial. La compañía partió al fin. La charla, las botas en el vestíbulo se esfumaron, y al cabo de cierto tiempo también la basura y los desechos; los céspedes heridos sanaron gradualmente con las lluvias de la primavera, y quedaron sólo los marchitos arriates y los setos de boj, la casa apacible de nuevo, con sólo las dos mujeres y los negros de las cabañas, y sus voces, el mesurado son de los golpes de hacha y el olor del humo de leña que llegaban plácidamente a través de los largos crepúsculos de la primavera. Empezó de nuevo la vieja y nada original, la monótona historia. No era nada nuevo. Era sólo una de tantas y tantas repeticiones que tendrían lugar en el Sur aquel año y los dos años siguientes, no de sufrimiento real aún, sino sencillamente aquel infortunio atenuado, aquella incesante demanda de aguante sin esperanza o incluso sin desesperación —esa atroz repetición que es la tragedia de la Tragedia, como si la Tragedia tuviera una fe infantil en la eficacia de la trama simplemente porque la trama funcionó una vez— un sistema económico que había sobrevivido a su lugar en el tiempo, una

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tierra vacía de hombres que la abandonaron cabalgando no para entablar una lucha contra un enemigo mortal, como ellos creían, sino para despedazarse contra una fuerza a la que no podían hacer frente, pues no se hallaban dotados ni por inclinación ni por herencia, y en la que aquellos a quienes atacaban y contraatacaban no eran tanto vencedores cuanto —como ellos— víctimas; armados con convicciones y creencias anticuadas, de hace mil años, salieron al galope tras la enseña de un día y desaparecieron, no en el humo de la batalla sino allende el irrevocable telón de una era, de una época en la que, incorpóreos e inmolados, podían batirse para siempre contra ningún enemigo y sin dolor ni herida en campos elíseos bajo un sol detenido; tras ellos se apagaba el proscenio y las candilejas. Algunos de ellos volvieron para cerciorarse, pero eran sombras aturdidas y perplejas e impotentes que volvían arrastrándose a la oscurecida escena en donde la vieja historia había sido representada hasta la saciedad: una mujer o unas mujeres que tras la partida de las fuertes pisadas y las banderas y las trompetas, miraron en torno y se encontraron solas en remotas casas diseminadas por una tierra escasamente poblada cuya inmensa mayoría de habitantes era de raza oscura e, incluso en circunstancias normales, imprevisible, medio infantil, medio salvaje, una tierra, un modo de vida que mantener mediante manos educadas sólo para labores de aguja y cuyo mantenimiento no ofrecía sino una sola certeza: que al año siguiente habría aún menos alimentos y seguridad que en el año en curso, una tierra a la que las noticias de lejanas batallas llegarían como momentáneos y mudos relámpagos, irreales y oníricas, traídas verbalmente meses después de que los cadáveres hubieran empezado a pudrirse (muertos sin nombre, pues las noticias no decían si se trataba o no de un padre o hermano o marido o hijo); luego el comienzo y aumento de rumores de violencia y pillaje, cada día más cercanos, y la mujer o las mujeres sentadas en habitaciones oscuras, a la espera de que los negros se recogieran en las cabañas por la noche a fin de enterrar sigilosamente un poco de plata en el jardín o el bosquecillo con manos ya no tan suaves), sin saber ni siquiera entonces qué oídos podrían escuchar desde qué sombras. Luego la vigilancia y la espera, la infatigable y mezquina lucha por la existencia, por el sustento: orillas de acequias y de bosques rastreadas en busca de hierbas y bellotas para preservar la vida en cuerpos a los que se había negado incluso la situación límite del hambre, a los que se había negado no la vida sino simplemente la esperanza, como si el único fin del desastre fuera clínico: únicamente comprobar cuánto podían soportar la voluntad y la carne. Ellas —las dos mujeres— pasaron por ello. Cuando la casa recobró la calma empezaron a preparar las cosas para el niño que habría de llegar en el otoño. Es decir, la mujer de más edad, pues la hija supervisaba la siembra para la cosecha anual, el algodón y el forraje. La madre, en la habitación alta donde habían confeccionado las banderas, planchaba y hacía delicadas labores de aguja y empleaba multitud de cintas con la ayuda de una negra, mientras la hija seguía a caballo a los arados hasta el campo, hasta que la madre le prohibió hacerlo, y entonces iba en un pequeño coche de caballos y pasaba por los huecos que abrían los mozos derribando tramos de cerca, y se sentaba en el coche y contemplaba la recolección del algodón en los brillantes y calurosos días de septiembre, como su padre había hecho, una cosecha que fue desmotada y enviada a la capital del condado para su venta, y que se esfumó, desapareció allí,

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sin que ellas supieran en qué dirección y sin que tuvieran tiempo para averiguarlo, pues en la última semana de septiembre nació el niño, un chico al que dieron el apellido Randolph; hubo una comadrona negra, pero no médico, y una semana después llegó a caballo desde su casa, situada a diez millas, un vecino, un hombre demasiado viejo para combatir: —Ha habido una gran batalla más allá de Corinth. Han matado al general Johnston, y ellos están ya en Memphis. Será mejor que vengan a quedarse con nosotros. Al menos habrá un hombre en la casa. —Gracias —dijo la madre—. El señor Randolph (había intervenido en aquella batalla con Gavin Blount y no había vuelto de ella, aunque el cuerpo de Blount fue hallado más tarde) esperará encontrarnos aquí cuando vuelva. Las lluvias equinocciales empezaron aquel mismo día. Para la caída de la noche hizo ya frío, y la hija se despertó de pronto en la noche avanzada, sabiendo que su madre no estaba en la casa y sabiendo asimismo dónde estaría. La niñera negra de su hijo estaba dormida en un catre en el vestíbulo, pero ella no la llamó; se levantó de la cama, arropó con cuidado al niño y se agarró a un barrote de la cama hasta que las oleadas de debilidad y la sensación de vértigo cesaron. Entonces, con los pesados zapatos de su padre que utilizaba en los campos y un chal ceñido a la cabeza y hombros y apoyándose en la barandilla de las escaleras, bajó y se adentró en la misma lluvia, en el fuerte e incesante y negro viento lleno de partículas de lluvia helada que la sostenía de hecho, que la mantenía erguida al inclinarse en él, y avanzó sujetando con fuerza el ondeante chal, sin hacer ruido alguno hasta que llegó al bosquecillo, e incluso entonces habló sin alzar la voz, aunque apremiante y perentoriamente: «¡Madre! ¡Madre!», y la madre, en algún lugar a sus pies, le replicó con calma, con un punto de irritación incluso: —Con cuidado. No vayas a caerte tú también. Es la pierna. No me puedo mover. La hija podía ver un tanto ahora, como si las batientes partículas de lluvia fueran débilmente incandescentes, conservaran en cada gota algo del pasado día y lo diseminaran en torno, el pesado baúl que la mujer había arrastrado allí desde la casa con la sola ayuda de sus manos (la hija nunca supo cómo), el hoyo que había cavado y en el que había caído. —¿Cuánto tiempo llevas aquí? —exclamó la hija, volviendo ya hacia la casa, corriendo, mientras la madre la llamaba con su voz áspera y fría, prohibiéndole que avisara a los negros, repitiendo: «La plata. La plata», y la hija llamando hacia la casa, aún sin alzar la voz, sólo apremiante y perentoriamente. Al poco aparecieron la niñera y dos negros. Sacaron a la mujer de la fosa. —Joanna me ayudará a entrar en la casa —dijo la mujer—. Tú quédate y asegúrate de que Will y Awce entierran el baúl. Pero tuvieron que llevarla los dos negros, aunque no fue sino a la mañana siguiente cuando supieron con certeza que se había roto la cadera. Y, pese a la llegada de un médico aquel día, la madre murió tres noches después de neumonía, sin siquiera decir cómo había conseguido llevar hasta allí el pesado baúl ni cuánto tiempo había permanecido en aquel hoyo que había ido llenándose de lluvia lentamente. Así que la enterraron, y borraron cuidadosamente las huellas sobre la tierra del baúl; y de nuevo en el coche de caballos, con el niño arropado en una manta junto a ella, la hija supervisó la

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construcción de un corral oculto para los cerdos en la parte más honda de la ribera del río, y la recolección y almacenamiento del maíz. Ahora tendrían alimento, pero poco más, pues el algodón, el dinero de la cosecha, se había esfumado. En una hilera de heterogéneas y cuidadosamente etiquetadas botellas y frascos, sobre el escritorio de su padre, estaban las semillas recogidas en el huerto en el verano; en la primavera próxima supervisaría su siembra, y con los zapatos masculinos y ya con unos pantalones de su padre, en el coche de caballos y con el niño a su lado (su hijo había de ser destetado, había de aprender a andar y a hablar en aquel coche; comía y dormía en él, sobre el regazo de su madre, y sentía contra el costado la forma dura de la Derringer que ella llevaba en el bolsillo), vio el maíz sembrado y luego recolectado. En el curso de aquel año recibió dos cartas. La primera contenía la escritura temblorosa de un anciano (al principio ni siquiera reconoció la escritura de su padre) sobre el papel barato y manchado, dentro de un sobre manchado, dirigida a su madre desde la prisión de Rock Island. La escritura de la segunda la conocía. Era fuerte y desordenada y airosa, la misma que se había traído de Nashville en el menú manchado. Contaba que había sido herido, aunque no gravemente; el párrafo dedicado a su estancia en el hospital de Richmond tenía un tono casi luculano. Había sido trasladado al Departamento del Oeste; estaba pasando un solo día con sus padres, y acto seguido se uniría a la unidad de caballería de Van Dorn en una expedición (no citaba el destino) cuya conclusión le situaría a un día a caballo de aquel hijo que no había visto nunca y al cual presentaba sus respetos. Pero nunca llegó a casa. Una noche entró en Holly Springs dando alaridos tras la larga y ondeante cabellera de Van Dorn, y al día siguiente su cuerpo fue identificado gracias a una carta de su esposa por un viejo que le había disparado desde la puerta de la cocina, al parecer cuando lo sorprendió forzando el gallinero.

II El oyente —el hombre de sesenta y nueve años, el banquero sagaz y de éxito en quien la gente confiaba, que un día había sido aquel niño de cuatro o cinco años que usaba hasta apurarla al límite la última ropa que su madre le había hecho de los trajes que había dejado en casa su abuelo (había un viejo perro setter que desde cachorro había crecido sobre una alfombra junto a la cama del abuelo, el cual, ya ciego, seguía al niño en los monótonos días de su solitaria infancia (no se sentía solo simplemente porque jamás había aprendido cómo podría ser el anverso de la soledad en pos de las ropas)— recordaba todo aquello. Pero no fue por su madre por quien lo supo, sino por los tres negros que quedaban de los más de cuarenta que habían sido, y el hecho —incluso a los seis años— no le sorprendía, pues sin ser consciente de ello ya había aprendido que la gente no habla de lo que realmente le causa sufrimiento; no tiene necesidad de hacerlo; que quien habla de sufrimiento no ha sufrido todavía, que quien habla de orgullo no se siente orgulloso. Así, le parecía que ante los ojos de su madre el desastre todo, la catástrofe en la que su vida se había desplomado sobre su

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cabeza, tal como la gran casa cuadrada hacía gradualmente, se había quintaesenciado para siempre en la imagen de aquel joven con fajín carmesí que se apoyaba sobre el sable, bajo la cruda luz de fulgor marcial de aquella noche de diciembre de 1861, a quien ella, una mujer delgada (una forma también, una vasija llena de la destilación de todos sus pensamientos y acciones, los apetitos y desatinos, el valor, la cobardía, la vanidad y el orgullo y la vergüenza), madurada antes de tiempo, con un descolorido vestido de calicó y un sombrero para el sol, devolvía la vida al decir, apoyada sobre el cañón de un mosquete yanqui en la vacía cocina de la casa hundida: —¿Quién quiere escupir en el río Potomac antes del Domingo de Resurrección? Él recordaba esto sentado en su despacho (el privado, la habitación pequeña que insistía en conservar en el ático del edificio del banco, adonde se retiraba en las blandas horas del final de la tarde y en donde se sentaba a fumar y a contemplar la puesta de sol al otro lado del río), y recordaba cosas que habían sucedido antes de que comenzaran los recuerdos, y que él sabía no eran memoria sino cosas oídas, aunque oídas y vueltas a oír tan a menudo y tanto que hacía mucho tiempo que había dejado de tratar de precisar dónde lo oído acababa y dónde empezaba el recuerdo. También él tenía entonces un oyente, un hombre de la mitad de su edad que, diez o doce años atrás, había irrumpido sin anunciarse en la pequeña y remota y desnuda habitación, diciendo: «Usted es su hijo. Usted es el hijo de Lewis Randolph.» Era un hombre de cara inteligente y enfermiza que al instante le produjo a Gordon la impresión de no poseer más vida, de no existir en otra parte, de no ser en el agonizante y apacible fin de la tarde de un anciano sino como el escritorio desnudo, las dos sillas, las lentas y familiares mutaciones de sombras estacionales del rotante zodíaco, solsticio y equinoccio; una cara enfermiza que no parecía un armazón para la vista ni una máscara para el pensamiento, sino sólo el continente de una actitud de voraz escucha, y que empleaba el órgano del habla tan sólo para repetir: «Otra vez. Cuéntemelo otra vez. ¿Cómo era ella? ¿Qué es lo que hizo? ¿Qué es lo que dijo?» Y él —Gordon no podía decírselo. Ni siquiera podía describirla. Ella había sido demasiado constante; él no había conocido nada diferente, la había visto siempre en términos de él mismo, y cuando trataba de contarlo lo hacía únicamente en términos de él mismo: de estar echado y arropado en la colcha, luego de estar sentado en el pescante del coche, luego de jugar en la tierra al lado del coche mientras su madre —con el vestido de calicó cuyo bolsillo colgaba por el peso de la Derringer, que después de sus pechos era uno de los primeros objetos de su memoria; las terminaciones nerviosas de su carne eran tan constantemente conscientes de aquella dura y compacta forma como su estómago de infante lo era de los pechos bajo el calicó—, apoyada con los brazos cruzados sobre el madero superior de la cerca, miraba al negro que araba el campo. «Y además araba rápido —dijo—. Mientras ella estaba allí.» Y la propia Derringer: pero no recordaba este episodio pese a que había estado allí, en la cocina, al principio dormido en aquella cuna construida con una caja de madera, al lado del hornillo, luego incorporado a ella, despierto aunque sin emitir sonido alguno, contemplando con los redondos ojos de la infancia la escena que tenía lugar ante

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él, la mujer con el descolorido calicó volviéndose ante el hornillo, el hombre de azul entrando en la cocina, el azul estrépito metálico de carabinas y bayonetas y sables; no sabía siquiera, no podía recordar si realmente oyó o no el disparo de la Derringer; lo único que creía recordar era que la cocina volvía a estar vacía y que de pronto él se agarraba a las rodillas de ella, y las manos fuertes sobre él, y quizá el olor de la pólvora en el aire o quizá no, y acaso una de las negras gritando, pues lo único que de verdad creía recordar era la cara bajo el sombrero descolorido, e incluso era simplemente la misma cara que miraba arar al negro o que inclinaba sobre el puntal del cañón del mosquete, de modo que lo único que sabía con certeza era que a partir de aquel día la Derringer desapareció, y que ya nunca volvió a sentir la forma dura contra su carne cuando ella lo tomaba en brazos: y el oyente dijo: «¿Así que llegaron y la encontraron sola? ¿Y qué es lo que hizo? Trate de recordar.» —No lo sé. Creo que no hicieron nada. No teníamos nada que nos pudieran robar, y no quemaron la casa. Supongo que no hicieron nada. —¿Pero ella? ¿Qué hizo ella? —No lo sé. Ni siquiera los negros me querían decir lo que había sucedido. Puede que ni ellos lo supieran. «Pregúntaselo a ella, que te lo cuente ella misma cuando tengas edad suficiente para oírlo», me dijeron. —Pero no tenía usted la edad suficiente —exclamó el oyente con una suerte de júbilo, de exultación—. Por mucho que hubiera nacido usted de ella. —Puede que no —dijo Gordon. —Sí —dijo el oyente, ya calmado, con la enfermiza cara inteligente ya desprovista incluso de su expresión de escucha—. Lo mató. Lo enterró, ocultó el cuerpo. Y lo hizo sola. No quería ninguna ayuda. El enterrar a un yanqui no debía de resultar proeza alguna para la hija de una mujer que cavó sola un foso para enterrar un baúl de plata en la oscuridad. Sí, no quiso decírselo ni a usted. Y usted no era lo bastante hombre aún para preguntar, por mucho que fuera hijo suyo. Él no preguntó y pasó el tiempo y un día adquirió la facultad del recuerdo; y esto lo sabía, lo vio; estaba allí al año siguiente de la Rendición, cuando su abuelo volvió a casa desde la prisión de Rock Island. Llegó a pie, en andrajos. No tenía pelo ni dientes, y no quería hablar ni una palabra. No quería comer en la mesa, y se llevaba su plato de la cocina y se escondía con él como una bestia; no se quitaba la ropa para acostarse y no dormía en la cama de su habitación, sino que lo hacía en el suelo, junto a ella, como su viejo perro había hecho, y su hija y los negros tenían que limpiar el piso en torno a él de huesos roídos y de desperdicios, como si se tratara de un perro o de un recién nacido. Nunca habló de la prisión; nadie sabía siquiera si sabía o no que la guerra había terminado; y así hasta que la negra Joanna, una mañana, se acercó a la hija en la cocina y dijo: —El amo se ha ido. —¿Se ha ido? —dijo la hija—. ¿Quieres decir...? —No. No está muerto. Sólo que se ha marchado. Awce lo ha estado buscando desde el alba. Pero nadie lo ha visto. Nunca volvieron a verlo. Rastrearon en aljibes y en pozos e incluso en el río. Buscaron y preguntaron por toda la región. Pero había desaparecido, sin dejar rastro salvo los huesos del día anterior en aquel cuarto que había sido el suyo,

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dejando incluso las ropas que colgaron en el ropero desde que fueran ajadas por el niño, hacía tanto tiempo, incluso el viejo setter ciego muerto hacía tanto tiempo. Así que no preguntó acerca del yanqui; para aquel niño de cinco años la llegada y partida del andrajoso y mudo anciano no fue sino la venida e ida de un desconocido, de algo en realidad menos que humano, que no había causado huella ni dejado rastro; si bien hacía ya cierto tiempo que el anciano había entrado en su herencia y había sido fiador de la memoria, no podía recordar si llegó a preguntar siquiera a la negra qué había sido de aquel anciano que vivió en la casa durante aquel breve mes del estío. Aquélla fue la última invasión; a continuación vendría el éxodo, y sería él quien lo encabezaría. Pues estaba creciendo; no de prisa pero continuadamente. Nunca llegaría a ser tan alto como su padre, no a causa de la pequeñez de su madre sino de la escasez de alimento en el tiempo de la lactancia, que hizo que la leche de la madre careciera de la calidad necesaria para dar al niño los grandes huesos que le habrían correspondido por derecho. Pero a partir de aquel período ya no padeció de desnutrición; las dos mujeres, la blanca y la negra, se las arreglaban para procurarle alimentos, de forma que el niño, aunque corto de estatura, prometía llegar a ser una persona sana y bien formada, un chico fuerte y robusto que a los quince años relevaba en el arado al negro, que era ya demasiado viejo, del tiempo del abuelo. Las cartas iban y venían, y en el verano de la desaparición del abuelo recibieron la primera de los padres de su padre desde Memphis. Las escribía invariablemente la abuela; de escritura delicada, de patas de mosca, sobre fino y descolorido papel de carta que seguía oliendo al espliego del cajón en el que habían permanecido escondidas sin duda desde 1862, empezaban: «El señor Gordon dice», o «El señor Gordon me pide que escriba.» Sin embargo no eran frías, eran sólo aturdidas, exentas aún de cabal entendimiento —seguían diciendo «el pequeño Charles» al referirse al chico—, estaban escritas en otro tiempo, en otra época, y aventuraban tímidamente: «Nos gustaría verle, veros a los dos. Pero como el señor Gordon y yo somos viejos y no viajamos... habida cuenta de que al parecer ahora puede desplazarse la gente sin peligro... en la esperanza de que vendréis a vernos, de que vendréis a vivir con nosotros...» Tal vez su madre contestó a tales misivas; él no lo sabía. Había estado demasiado ocupado. A los ocho y nueve años sabía ordeñar, sentado en el establo sobre un pequeño banco réplica del taburete de su madre (ella ordeñaba, recogía el heno con la horca y limpiaba los establos como un hombre, pero ni cocinaba ni barría), y a los doce y catorce años fijaba los radios de las ruedas de los carros y herraba a las caballerías, y por la noche ambos se sentaban uno a cada lado del hogar, en la cocina, él con una astilla lisa de roble blanco y un palo carbonizado y afilado, la mujer delgada del descolorido calicó, que no había cambiado un ápice, con el ajado abecedario o la tabla de multiplicar, mirándole por encima de ellos de modo idéntico a como miraba arar al negro por encima de la cerca. Así, hasta que a los dieciséis años llegó la primera carta dirigida a él, sus abuelos de Memphis significaron para él aún menos que aquel hombre a quien al menos había podido seguir silenciosamente por las escaleras y mirar a través de la puerta y ver cómo se encogía de cara a una esquina del cuarto sobre su plato de comida, como una bestia: nada, menos que nada; la llegada cada seis meses de unos sobres delicados

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y descoloridos en los que se leía las patas de mosca de una dirección que parecía no escrita liviana y temblorosamente, sino desvaída en un largo viaje hasta llegar a la destartalada casa de Mississippi, llegada allí casi por accidente, como la caída casi inadvertida de la última hoja de un año moribundo. Al fin llegó un sobre dirigido a él. Su madre se lo tendió sin decir una palabra. Él leyó la carta a solas; dos noches después, mientras estaban sentados el uno frente al otro en el hogar, dijo: «Me voy a Memphis», y se quedó sentado de modo idéntico a como un caballo que sabe que no llegará a refugio encara el último tramo de quietud antes de la tormenta. Pero la tormenta no llegó. Su madre no dejó siquiera de hacer punto; fue de nuevo su propia voz la que se alzó: —Tengo derecho. Es mi abuelo. Quiero... —¿He dicho que no lo tienes? —Voy a hacerme rico. Voy a ser tan rico como cualquier politicastro del Norte. Así podré... —Iba a decir Así podré hacer más por ti, pero cayó en la cuenta de que ella jamás permitiría que nadie hiciera por ella más de lo que ella misma era capaz de hacer, ni siquiera él—. ¡No pienses que quiero ir sólo porque son ricos y no tienen parientes! —¿Y por qué no, si lo deseas? Es tu abuelo, como has dicho. Y rico. ¿Por qué no habrías de vestir finos paños y pasearte sobre un caballo de raza todo el día si así lo deseas? ¿Cuándo quieres partir? Era el momento de que él dijera De acuerdo. No me iré. Si tú has sido capaz de ocuparte de nosotros dos todo este tiempo, también yo seré capaz de hacerlo a partir de ahora. Pero no lo dijo. Porque ella creía que se marchaba por los caballos de raza y los paños finos, y era ya demasiado tarde; habrían de pasar aún algunos años antes de que, sentado en su pequeño y desnudo despacho de las tardes, mientras el humo de un buen cigarro se alzaba apacible y casi inmóvil en torno a su cabeza, se dijera a sí mismo con jocosa admiración: «¡Dios! Creo incluso que ella misma falsificó aquella carta!» Así que no dijo nada, y al cabo de unos instantes ella dejó de mirarle y habló a la negra por encima del hombro, y él advirtió que su madre ni siquiera había dejado en ningún momento de hacer punto. —Baja el baúl del ático, Joanna. Y dile a Awce que tenga el carro enganchado para el alba. No le acompañó a la estación. Ni siquiera le dio un beso de despedida; se quedó en la puerta de la cocina en aquel alba de finales de otoño, la delgada mujer del calicó descolorido, no tanto de mediana edad cuanto sin edad y casi sin sexo, que años atrás había cancelado en sus noches y para siempre la juventud y la feminidad, como quien viste la túnica de la confirmación de una virgen, y que avanzaba insensible a través del tiempo como la proa de una nave por el agua, ya no marcada permanentemente por los mares sucesivos. El ferrocarril estaba a veinticinco millas de la casa. Él poseía un traje, cuatro camisas de confección casera, un par de sábanas y dos toallas hechas de sacos de harina, un cepillo de dientes de caucho negro y un pedazo de jabón casero en una lata, diez dólares de plata y la carta con la dirección de sus abuelos cosida en la cara interior del cinturón. Nunca había visto un tren, hasta que subió al furgón con el baúl de cuero. Hubo de viajar en él durante dieciséis horas sin disponer siquiera de agua. Al cabo, cuando el coche se detuvo por última vez, no se bajó de inmediato.

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Descosió del cinturón el papel con la dirección de su abuelo y lo dobló cuidadosamente y empezó a romperlo de lado a lado una y otra vez mientras miraba cómo los fragmentos caían revoloteando sobre la carbonilla del suelo, hasta que le fue imposible asirlo con los dedos. Le escribiré, pensó. Lo primero que haré será escribirle y contárselo. Luego pensó: No. No lo haré, maldita sea. Si quiere creer eso de mí, que lo crea. Su primer trabajo fue en una prensa de algodón; cargaba y descargaba las balas de los vapores y de los vagones de mercancías. Trabajaba hombro con hombro con negros; el jefe de la cuadrilla era negro. Escribía a casa una vez al mes, sin contar nada salvo que estaba bien. Si ella quiere imaginarme cabalgando en levita a lomos de ese caballo, allá ella, pensaba. Un día lo llamaron en alta voz por su nombre, y él alzó la vista y vio a un hombre de edad con camisa de lino y un buen traje, que se apoyaba en un bastón, trémulo, y decía con voz temblorosa: —Charles. Charles. —Mi nombre es Randolph —dijo él. —Sí, sí, claro —dijo su abuelo—. ¿Por qué no...? No nos habríamos enterado si tu madre no hubiera... la única carta que hemos recibido de ella en un año... —¿Madre? Pero si ella no sabía... ¿Quiere decir que sabía que yo no vivía con ustedes? —Sí. Lo único que sabía era que estabas en Memphis, trabajando. Y no nos habríamos enterado... no habríamos... Ella lo sabía, pensó en una oleada de orgullo, de reivindicación: Ha sabido siempre que yo no iba a hacerlo. Lo ha sabido todo el tiempo. Él trató de explicarlo el siguiente domingo; una alta y sólida casa oscura de ladrillo, entre magnolios, una mujer de negro, pequeña y regordeta, con manos suaves y mínimas y trémulas e ineptas y ojos azules y aturdidos, el salón de pesadas contraventanas, el retrato, la fogosa y apuesta cara bajo la vieja bandera drapeada y el sable, sobre la repisa de la chimenea; trató de explicarlo. —No necesitas trabajar, trabajar con las manos entre negros —dijo el abuelo—. La facultad. La universidad, una posición que te aguarda en la oficina. —Miró el sereno y obstinado semblante—. ¿Es porque tengo a un yanqui como socio? También él perdió a su hijo. Por eso vino al Sur: vino en su busca. Al menos nuestros hijos murieron en su hogar. —No, señor. No es eso. Es porque quiero... ella querría... —pero no valía la pena decirlo, jamás valdría la pena decírselo a un extraño, ni siquiera al padre de su padre. Así que dijo—: Pretendo hacerme rico. Y en mi opinión el único dinero que vale cien centavos por dólar es el dinero que gana uno por sí mismo. Y en el Sur el algodón es dinero. Y pienso que el único medio de aprender el negocio del algodón es estar donde uno pueda tocarlo, cogerlo. Intentar —añadió con aquel humor sardónico que trascendía su edad— coger un extremo de él al menos. —¿Pero vendrá aquí a vivir? Eso sí puedes hacerlo. —¿Me dejarán pagar mi alojamiento? —Y al cabo dijo—: No, señor. Tengo que hacerlo a mi manera. De la manera en que yo... en que ella... Vendré todos los domingos. A partir de aquel día visitó a sus abuelos los domingos y los miércoles por la noche, de forma que empezó a ir a la iglesia dos veces a la semana. Sólo una vez

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en su vida había ido a la iglesia; a una iglesia para negros con Joanna, un domingo por la tarde a una ceremonia de bautismo. Se había escabullido; es decir, no le había dicho a su madre a dónde iba. No es que pensase que su madre fuera a oponerse demasiado, o que fuera a prohibírselo. Era únicamente que, aun cuando aceptaban a Dios como una fuerza en el mundo respecto de la cual no tenían nada en favor ni en contra, como el buen o mal tiempo, y con la cual, como con el tiempo, habían llegado mucho tiempo atrás a un acuerdo básico de vivir y dejar vivir, ellos no iban a la iglesia, y ello principalmente y sin duda porque no había iglesia para blancos en los alrededores, y porque su madre aún no había aprendido a condensar el trabajo de una semana en seis días, tal como los hombres habían aprendido. Pero ahora él iba a la iglesia; lo hacía con los ojos bien abiertos; incluso a los dieciséis y diecisiete años se decía a sí mismo con aquel humor sardónico e impasible: Imagino que cuando se entere lo considerará también una farsa. Así que se lo contó por carta él mismo, y al cabo de cierto tiempo recibió el acuse de recibo de su carta, pero sin referencia alguna al asunto de la iglesia; de hecho, recibía de ella muy pocas cartas de cualquier tipo: garabatos en trozos de papel, una escritura violenta y masculina que acababa siempre con una expresión formal de agradecimiento (en tercera persona) a los abuelos; cuando al final de los primeros doce meses él le escribió diciéndole que había ahorrado doscientos dólares y que se proponía traerla a vivir a Memphis, no recibió respuesta alguna. Y viajó a casa, también en un furgón aunque esta vez llevaba doscientos dólares en un viejo cinturón monedero que había comprado en una casa de empeños. El carro lo esperaba; las mismas mulas, el mismo negro viejo con la misma ropa con remiendos; era como si hubiera permanecido allí desde aquel día hacía un año en que él se bajó del carro para coger el tren; encontró a su madre en el establo, con la horca del estiércol. Se negó a acompañarlo a Memphis, y durante un rato no quiso aceptar siquiera los doscientos dólares. —Tómalos —dijo él—. No los necesito. Ni siquiera los quiero. He conseguido un empleo mejor. Voy a hacerme rico —proclamó con jactancia: la ensoñación fanfarrona en alta voz (tenía diecisiete años)—. Pronto empezaré a arreglar la casa. Podrás tener también un coche de caballos —y calló al advertir la mirada fría y fija en él, no en su cara; su boca—: No te preocupes —dijo—. No es sólo dinero lo que deseo, lo que quiero. Imagino que a estas alturas ya lo sabes. Y creo que sí lo sabe, pensó, porque ella cogió el dinero y lo metió sin contarlo en el bolsillo de su descolorido vestido; desde el carro él miró hacia atrás una vez y la vio de pie con dos cubos en la puerta del establo. Su nuevo empleo era el de cobrador de un corredor de algodón. Ahora enviaba dinero a casa mensualmente, y esperaba sin éxito el acuse de recibo. De hecho ella dejó de escribirle por completo, pese a que él ya no siempre la visitaba al transcurrir los doce meses y a que los meses se convertían en años divididos tan sólo por los jamones curados en casa que ella enviaba por Navidad y Acción de Gracias y él comía en compañía de sus abuelos. «No me gusta escribir cartas» —le escribió—. «Y tú ahora estás perfectamente, y deberías saber que yo estoy bien. Siempre lo he estado.» Siempre lo ha estado y siempre lo estará, pensó él. Sólo que ahora estoy descubriendo cuán poco parece haber pensado en mí antes. Así que esta vez esperó hasta haber ahorrado mil doscientos dólares. Y viajó a casa, llegó a aquella

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casa que se consumía y la vio en el crepúsculo saliendo del establo con los dos cubos, esta vez llenos, como si al igual que con el carro no hubiera pasado el tiempo desde que la viera la última vez tres años atrás. En aquella ocasión no le dejó siquiera hacer nada en la casa. «Awce la apuntalará antes de que llegue a derrumbarse», le dijo. Pero aceptó los mil doscientos dólares, sin comentario alguno como de costumbre, aunque esta vez sin protestas. Y ahora el tiempo empezó a fluir de prisa para él, como sucede con los jóvenes guiados por una sola idea. Pronto fue un empleado en la oficina del corredor, y en seis años su socio; ahora tenía una auténtica cuenta corriente, una suma demasiado grande para llevarla consigo en un cinturón monedero, y se había casado; a veces se detenía con una suerte de asombro, no sin aliento sino como un fuerte caballo que se para unos instantes para respirar, y pensaba Tengo treinta años. Tengo cuarenta, y no era capaz de recordar cuándo, en qué verano, la había visto por última vez, había llevado a sus hijos para que la abuela los mirara, pues en las ocasiones que lo hizo todo había sido intercambiable e idéntico: los mismos dos cubos de leche llenos o vacíos, la misma mujer delgada y erguida y sin edad cuyo encanecimiento del pelo no hacía sino reafirmar su impermeabilidad ante el tiempo, el mismo sombrero para el sol y el mismo vestido descoloridos; sólo el estampado del calicó era diferente, como si el cambio de vestido constituyera la variación única; luego, un día, Tengo cincuenta años y ella sesenta y nueve, en su limusina semejante a un coche fúnebre, ya presidente de aquel banco en donde hiciera su primer ingreso y millonario por derecho propio —hacía veinte años que se había convertido en heredero de su abuelo: había declinado el legado y lo había dedicado a una fundación que daba hogar a ancianas sin hijos—, viajó hasta Mississippi siguiendo la línea férrea sobre la que el viejo furgón se deslizó un día, y tomó después el camino un día interminable bajo el voluntarioso y lento carro y llegó hasta la casa que Awce (muerto hacía mucho tiempo y reemplazado entonces por un chico de catorce años que era ya un hombre ahora, y que también araba con rapidez cuando la mujer blanca lo vigilaba desde la cerca) había apuntalado. Pero ella se negaba a ir a vivir a Memphis. —Estoy bien, te lo aseguro —dijo—. ¿No nos arreglamos Joanna y yo durante años? Pues creo que yo y Lissy —la hija de Joanna y Awce; su nombre era Melissandre, aunque probablemente nadie salvo el hijo lo recordaba— podemos hacer lo mismo. —Pero no tienes por qué ordeñar —dijo él. Y ella no respondió en absoluto a esto—. Imagino que tampoco me prometerás escribir más a menudo, ¿no es cierto? —Y ella no quiso prometerlo, así que él se detuvo en una tienda que había en una encrucijada situada a unas cuantas millas, cuyo propietario accedió a desplazarse hasta la casa una vez a la semana y enviarle una reseña de cada visita; el hombre así lo hizo, y cinco meses después él recibió una carta comunicándole que su madre estaba enferma, y viajó a casa y por primera vez en la vida la vio en la cama, con la cara fría e indómita de siempre aunque un tanto agraviada por el tropiezo de su carne. —No estoy enferma —dijo ella—. Podría levantarme ahora mismo si quisiera.

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—Lo sé —dijo él—. Vas a levantarte. Vas a venir a Memphis. Esta vez no te lo pido. Te lo ordeno. No te preocupes por tus cosas. Volveré mañana a recogerlas. Hasta me llevaré la vaca conmigo en el coche. Tal vez fuera porque estaba acostada e indefensa y lo sabía. Pues al cabo de un instante dijo: —Quiero que venga Lissy también. Alcánzame la caja que hay encima de la chimenea. Era una caja de zapatos de cartón; había estado allí encima por espacio de treinta años —según él recordaba—, y contenía hasta el último centavo, en los billetes originales con sus dobleces originales, del dinero que le había enviado o entregado personalmente. Y entonces, como le contó a su oyente, Gordon cayó en la cuenta de que ella jamás había montado en automóvil. En un automóvil en movimiento cuando menos, pues había estado sentada unos instantes en el primero que su hijo trajo a casa en el pasado; había dejado en el suelo los dos cubos de leche y se había montado en él con el sombrero y el vestido descoloridos y había permanecido sentada unos segundos y había gruñido hoscamente una vez y se había apeado, pese a que el chófer negro le había obsequiado a la negra Lissy con un paseo hasta la carretera principal. Pero ahora montó sin vacilación; se negó a que su hijo la llevara en brazos, caminó hasta el coche y se quedó de pie junto a él mientras la excitada y casi histérica negra sacaba los pocos bultos y bolsas que había preparado apresuradamente. Luego él la ayudó a subir al coche y cerró la portezuela y pensó que el clic que hizo la portezuela era el final, del mismo modo que la libertad del detenido finaliza con el clic de las esposas, pero estaba equivocado. También contó aquel episodio: era de noche, el coche avanzaba ahora sobre una carretera pavimentada y se veía ya el fulgor de la ciudad allá adelante; él iba sentado al lado de la pequeña y erguida figura arropada con el chal que asía con fuerza una cesta que llevaba encima de las piernas, y pensaba con asombro que nunca en su vida la había visto acostada o incluso sentada durante tanto tiempo, cuando de pronto ella se inclinó hacia adelante y dijo con voz débil y cortante: «Pare. Pare», y hasta su chófer negro la obedeció, tal como Awce hizo y su sucesor hacía, y el coche aminoró la marcha y chirriaron los frenos mientras ella miraba hacia afuera también y vio lo que al parecer ella miraba, una casita pulcra y mínima entre pulcros arbustos en una pequeña y cuidada parcela. —Un bonito lugar, ¿verdad? —concedió él—. Sigue, Lucius. —No —dijo ella—. No voy a seguir adelante. Quiero quedarme aquí. —¿En esa casa? Tiene dueño. No podemos quedarnos en ella. —Entonces cómprala y haz que se marchen, si es que eres rico como dices. Y lo contó también: se quedaron allí sentados en el coche parado y lleno de la ruidosa consternación de la negra, que veía cómo la perspectiva de Memphis se iba esfumando poco a poco de su vida. Pero su madre fue inflexible. Se negó incluso a ir a esperar en Memphis. —Volvamos a Holly Springs —dijo—. Llévame a casa de la señora Gillman. Me quedaré allí. Puedes comprar la casita mañana y venir luego a buscarme. —¿Me prometes no volverte a casa? —No voy a prometer nada. Tú compra esa casa. Porque yo no voy más lejos.

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Así que volvieron y la llevó a Holly Springs, a casa de la vieja amiga con quien había ido al colegio en la mocedad, sabiendo que no se quedaría allí, como en efecto no hizo; hizo él, pues, un último viaje a Mississippi y la sacó una vez más de la vieja casa con la negra y la acomodó en la nueva, donde había ya instalado a la vaca y a las gallinas, y la dejó allí. Ella se negó a pisar la ciudad, aunque ahora él podía visitarla todos los domingos por la noche; la veía allí de pie en los crepúsculos estivales, con el desvaído vestido de guinga y los sombreros para el sol, en medio de una arremolinada nube de gallinas, alzando y sujetando el dobladillo del delantal con una mano y con la otra ejecutando el gesto inmemorial del sembrador de semillas. Una tarde, al cabo de cierto tiempo, estaba él sentado en el cuartito desnudo que llamaba su despacho cuando se abrió la puerta de pronto y se vio encarando el rostro enfermo del hombre que le hablaba a gritos: —¡Es su madre! ¡Lewis Randolph es su madre! —gritaba—. Me llamo Gavin Blount, igual que él. Soy su sobrino nieto —gritaba—. ¿No lo sabía? Él y Charles Gordon estaban enamorados de ella. Los dos le propusieron matrimonio el mismo día: cortaron una baraja de cartas para ver quién lo hacía primero, y ganó Gavin Blount. Pero ella le ofreció la rosa a Charles Gordon.

III Por las tardes, desde la ventana de aquel despacho, Gordon miraba el Battery Park y veía a Blount sentado en un banco, frente al río. Gavin Blount estaba siempre solo, sentado con un abrigo en invierno y ropa ligera de lino en verano, entre los viejos cañones clavados y las placas de bronce, y a veces solía permanecer allí una hora, incluso bajo la lluvia. Hacía mucho tiempo que había conocido a Blount, y aunque habían transcurrido ya doce años seguía mirándolo con tolerancia y cierto afecto y un punto de desdén. Pues para él —el hombre cuerdo y equilibrado con mente enérgica y sana— la vida que Blount llevaba no era una vida adecuada a un hombre. Ni siquiera convenía a una mujer. Merced a su indesmayable esfuerzo, Blount, que era médico y había heredado de su padre una clientela, había logrado reducir ésta al mínimo absoluto; los casos que actualmente entraban en su consulta lo hacían entre las cubiertas de las revistas médicas, los pacientes que cruzaban el umbral de su puerta se sintetizaban en él mismo. Estaba enfermo. No físicamente, sino con una morbosidad de nacimiento. Vivía con dos tías solteras en una pesada y sólida casa bien conservada, construida de ladrillo y sin elegancia en una calle enclavada en una zona que cincuenta años atrás había sido uno de los distritos selectos y residenciales de la ciudad, y que ahora era un amasijo de garajes y establecimientos de fontanería y ruinosas casas de huéspedes a cuya espalda se extendía una zona de viviendas de negros, y bajaba a la ciudad cada mañana, tal como hacía Gordon, aunque no a despacho alguno (había días en que ni siquiera pisaba el consultorio en cuya puerta aún figuraba el nombre de su padre) sino a pasarse el día en el club de los

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Guardias de Nonconnah, y la tarde en el Battery, junto al río, sentado entre los viejos cañones clavados y los ostentosos bajorrelieves, y al menos una vez a la semana sentado durante diez minutos o una hora en aquel cuarto situado a gran altura, cuyo ocupante y propietario había llegado a pensar que el visitante, fuera de allí, carecía de existencia. —Debería casarse —le dijo en cierta ocasión Gordon—. Eso es lo que le pasa a usted. ¿Cuántos años tiene? —Cuarenta y uno —dijo Blount—. Admitiendo por un instante que me pase algo, ¿sabe por qué no me he casado? Porque nací tarde. Desde 1865 todas las damas están muertas. No quedan ya más mujeres. Además, si me casase tendría que renunciar a la presidencia de los Guardias. Y ello, los Guardias de Nonconnah, constituía en Blount, según Gordon, tanto su enfermedad como su sanatorio. Era presidente del Comité desde hacía diecisiete años, y había heredado el cargo de un hombre llamado Sandeman que a su vez lo había heredado de un hombre llamado Heustace que a su vez lo había heredado en el campo de Shiloh del primer Gavin Blount. Tal era la enfermedad... Un hombre aún joven que se había apartado con firmeza del mundo de los vivos a fin de existir en un tiempo pasado e irrevocable, cuya sola relación con el mundo de los vivos estribaba en sopesar y descartar nombres propuestos de jovencitas anónimas ansiosas por asistir a un baile, y en hacerlo de acuerdo a una escala de valores postulada por desinteresados muertos; un hombre cuyo mecanismo vital permanecía tan prístino e inmóvil e intocado como el día en que le fue dado, igual que un casco no botado que se pudre quieta y lentamente sobre las anguilas en el astillero, un hombre que se pasaba la vida sentado en soledad entre unos cuantos cañones mudos y herrumbrosos y unas placas de bronce tapizadas de verdín, y que de cuando en cuando se sentaba al otro lado de la mesa de un hombre que le doblaba en edad, y decía: «Cuéntamelo otra vez. Cuando ella se apoyaba en el cañón de mosquete y le contaba todo aquello. Vuélvamelo a contar. Es posible que haya partes que usted olvidó antes». De modo que él volvía a contarlo: cómo las chicas formaban una fila e iban besando a los miembros del batallón uno por uno, cómo los negros volvían a tocar el violín, aunque su madre afirmaba que nadie podía oírlos, y cómo él le había dicho en una ocasión (tenía quince años y se le antojaba que había escuchado la historia un considerable número de veces): «¿Cómo sabes que nadie podía oírlos?», pero su madre se había negado a explicarlo en aquel momento, y se había quedado apoyada en el cañón del mosquete mirándole airadamente, con la boca aún abierta para seguir hablando bajo el sombrero que llevaba tanto dentro como fuera de la casa, prenda que en su opinión —según le contó a Blount— su madre se ponía cada mañana antes incluso de los zapatos y las enaguas. «Apuesto a que cuando llegaste a Charley Gordon la gente ni siquiera era capaz de ver los codos de los negros en movimiento», le había dicho a su madre. —Lo que usted quiere decir es que la gente no necesitaba escuchar —dijo Blount—. Lo que usted quiere decir es que entonces uno podía oír: «Aparta la mirada, aparta la mirada», sin necesidad de estar escuchando. Hay gente que todavía puede oírlo, incluso después de setenta años —añadió—. Que no es capaz de oír otra cosa.

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—Pero uno no puede vivir en el hoy y en el pasado al mismo tiempo —dijo Gordon. —Puede morir intentándolo. —Quiere decir que usted morirá intentándolo. —De acuerdo. ¿Y qué más da si es así? ¿A quién perjudicaré con ello? Aquella fue la primera vez que Gordon le dijo que debería casarse, y volvió a repetirlo la tarde en que Blount irrumpió con su asombrosa petición y en un estado aún más histérico que cuando doce años atrás había irrumpido gritando: «Usted es su hijo, usted es el hijo de Lewis Randolph». Él, la cara enferma y desencajada e inteligente, el médico que se pasaba la vida sopesando los nombres de las candidatas a un baile anual como si fuera el cabeza de un nuevo y aún precario gobierno revolucionario que elige su gabinete, sus ministros. —Así que debo arrastrarla; a una mujer que tiene casi noventa años; sacarla a viva fuerza de donde esté cómoda y contenta y hacerla ir a un baile con un montón de mozalbetes danzarines. —Pero ¿es que no comprende? Ella asistió al primero. Es decir, al primer baile auténtico, al primero que significó algo, cuando los Guardias nacieron de verdad, cuando cantaban Dixie bajo aquella bandera que la mayoría de ellos no había visto antes y ella besó a ciento cuatro hombres y entregó a Charles Gordon la rosa. ¿No lo entiende? —Pero ¿por qué madre? Tiene que haber alguna mujer aún viva en Memphis que estuviera también allí aquella noche. —No —dijo Blount—. Ella es la última. Y aunque hubiera otras vivas, ella seguiría siendo la última. No fue ninguna de las otras la que partió en aquel tren de tropa aquella noche, con una capa de oficial confederado sobre el vestido de baile con miriñaque y la flor aún en el pelo, para casarse en la nieve con la cabeza descubierta y ante un cuadro de soldados, como en un consejo de guerra, y pasar luego cuatro horas con el marido que jamás volvería a ver. Y ahora asistiría al úl... éste, y entraría en el salón de baile de mi brazo, lo mismo que hace setenta años entró del brazo de Charles Gordon. —Ha empezado a decir «el último». ¿Se refiere al último que va usted a presidir, o al último que tiene intención de asistir? Tenía entendido que sólo la muerte o el matrimonio pueden relevarle de la presidencia. —Con el paso del tiempo no me hago más joven. —¿Para el matrimonio o para la muerte? Blount no contestó. Al parecer tampoco estaba escuchando; aquella cara inteligente y trágica, enferma y absorta, tenía la vista baja. De pronto se alzó, miró al otro cara a cara, y Gordon supo que aquel hombre estaba más enfermo de lo que él mismo o cualquiera pudiera sospechar. —Me dice usted que me case —dijo Blount—. No puedo casarme. Ella no me aceptaría. —¿Quién no le aceptaría? —Lewis Randolph. Blount dejó el cuarto y Gordon se quedó sentado, también absorto. Pero no había nada enfermizo en él; un hombre robusto y enérgico, triunfador encanecido y juicioso, sentado con atuendo sobrio de paño fino y enormes e inmaculados y anticuados puños, con un costoso cigarro consumiéndose en la

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mano de uñas recortadas, una mano suave y lisa ahora pero que no había olvidado la forma del mango del arado, que se sacude, que despierta súbitamente y dice en voz alta: —Bien, maldita sea. Que me cuelguen si no lo hago. Así, dos días después su secretaria telefoneó a casa de Blount: no había transcurrido una hora cuando Blount se presentó en el despacho de Gordon. —Bien, la convencí —dijo Gordon—. Va a venir. Pero no al baile. Creo que sería demasiado para ella. Digamos una cena en mi casa con unos cuantos invitados. Vendrán Henry Heustace y su esposa. Madre es apenas veinte años mayor que ellos. Del baile hablaremos más adelante. Pero Blount tampoco le escuchaba ahora. —La convenció —dijo—. Lewis Randolph en el baile de los Guardias de Nonconnah. Charley Gordon, y ahora Gavin Blount. ¿Cómo lo ha hecho? —¿Cómo cree usted que lo he hecho? ¿Cuál es el único medio seguro de hacer que cualquier mujer, doncella o esposa o viuda, vaya a cualquier parte? Le dije que había un soltero muy buen partido que quería casarse con ella. Y así, tres semanas después, sentado entre sus invitados sobre la fina mantelería y el cristal y la plata y las flores de su cargado comedor, pensó tal vez Gavin Blount no la haya visto en su vida, pero, Santo Dios, yo es la primera vez que la veo en una mesa con mantelería de auténtico hilo y más de un plato y cuchillo y tenedor y copas y jarras, la figura delgada y erguida, con cabello de un blanco perfecto y un chal y un vestido de seda de un negro absolutamente impecable que aún mostraba las arrugas y aún olía a la tenue y acre casca en la que había permanecido doblado y guardado, que llegaba a Memphis al fin —sólo había viajado durante unos cuantos meses cuando tenía menos de veinte años—, que llegaba una vez más en el agonizante crepúsculo y entraba en aquella casa que jamás había visto, con ojos fríos y penetrantes e incólumes que miraron un instante el ramo de rosas rojas que el criado y no el oferente le ofrecía, mientras el oferente espiaba el vestíbulo desde la habitación que Gordon llamaba despacho siguiendo la vieja costumbre, y exclamaba: «No puede ser ella —dijo—. Espere. Quiero sentarme frente a ella. Así podré mirarla y contemplarla.» Y el hijo dijo: —¿Contemplar qué? ¿Cómo se embrolla con ese montón de cuchillos y cucharas de nuevo diseño? Y el otro dijo: —¿Embrollarse? ¿Lewis Randolph? ¿Cree usted que la mujer que llevó aquella Derringer en el bolsillo del delantal durante tres años, hasta que llegó el momento de usarla, es capaz de alterarse o aturdirse ante los postulados surgidos después? Y no lo era. El hijo observó cómo Heustace se adelantaba al mayordomo para apartar la silla de su madre, y vio cómo ella se detenía por espacio de un instante y miraba los juegos de plata con mirada rápida y comprensiva de mujer de campo, y eso fue todo. Así, él supo entonces que no debía haberse preocupado por ella en absoluto, y se dijo con su viejo humor que más le valía que ella no supiera que se había preocupado. Porque, como Blount habría podido decir, y de hecho dijo su hijo —el hijo de Gordon—, ella se había erigido ya en el centro de atención, no sólo respecto a Heustace, el único invitado de los presentes que se

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acercaba a la generación de ella, sino igualmente respecto a la pareja de la edad de Gordon y a la joven acompañante de su hijo y al joven acompañante de su hija, para no hablar de la cara suspendida frente a ella sobre un florero, como una luna afligida y apagada a punto de ocultarse más allá de un seto, de forma que Gordon dejó de mirar a su madre y empezó a mirar a Blount; vio cómo su madre levantaba una cuchara con sopa y pensó No le va a gustar y lo va a decir en voz alta, y luego empezó a mirar a Blount, y pensó Él es quien necesita que se preocupen por él, pensó. Sí. Qué aspecto más lamentable; está más enfermo de lo que nadie se imagina. Así que también a él le cogió desprevenido; no era, como cayó en la cuenta más tarde, que en realidad hubiera esperado que la velada trascurriera sin incidentes, sino que todo empezó con rapidez, antes incluso de que se sentaran a la mesa. Estaba mirando a Blount, consciente de que Heustace le estaba hablando a su madre de los días de la guerra en Memphis, con los yanquis en la ciudad, que Heustace recordaba; oía a Heustace decir: «La situación en el campo era diferente, naturalmente», cuando vio a Blount moverse un poco, apartar hacia atrás la silla, con la enferma cara lunar inclinada hacia adelante sobre la sopa intocada, y empezar a hablar con una intensidad rápida y curiosa; y entonces Gordon supo de pronto lo que se avecinaba tan nítidamente como si lo hubiera leído en la mente de Blount; vio cómo las caras de los otros se inclinaban hacia adelante, hacia el brusco silencio, como si la intensidad de Blount les hubiera contagiado también a ellos de alguna manera. —El problema reside —dijo Blounten que nunca conseguimos mantener a nuestros yanquis en la proporción correcta. Fuimos como un cocinero con demasiada materia prima. Si al menos hubiéramos logrado mantenerlos en la proporción de diez o doce frente a uno de los nuestros, podríamos haber lidiado una guerra como es debido. Pero cuando no jugaban limpio, cuando los que excedían de tal número dieron en merodear por la región, por los lugares donde tan sólo quedaban mujeres y niños, o acaso una mujer sola con un niño, y un puñado de negros asustados... —La madre miraba a Blount. Acababa de morder un trozo de pan y masticaba, con el pan aún levantado, como mastica la gente sin dientes, y entonces dejó de masticar y observó a Blount exactamente como acostumbraba a observar al negro que araba más allá de la cerca—. La mitad de ellos merodeando por las puertas traseras de casas del interior de la región, mientras todos los hombres estaban fuera luchando contra el otro medio millón de ellos, hombres que salieron de buena fe, que creían que las mujeres y los niños se hallarían a salvo incluso de los yanquis... —La madre volvió a masticar, dos veces; Gordon vio los rápidos movimientos de mandíbula antes de que su madre dejase de masticar de nuevo y mirase, a ambos lados de la mesa, las caras de los otros, que se inclinaban hacia adelante con idéntica expresión de intenso asombro; una mirada rápida y fría, unos ojos fríos que no se detenían más en la cara de su hijo que en la de cualquiera de los comensales. La mujer, luego, puso las manos sobre la mesa y empezó a retirar hacia atrás la silla. —Vamos, madre —dijo Gordon—. Vamos, madre. Pero su madre no se estaba levantando; era como si simplemente hubiera echado hacia atrás la silla para hacerse espacio y comenzar a hablar; la retiró con brusquedad y se inclinó, con las manos —una de las cuales aún sujetaba el pan mordido— sobre el borde de la mesa, mirando al hombre que se sentaba frente a

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ella en actitud idéntica, y su voz, aunque no apresurada, fue tan fría y eficaz como lo había sido antes su mirada; y su hijo, a la espera de que su cuerpo obedeciera y pudiera moverse también, pensó Cómo pretender evitarlo, cuando ha esperado setenta años para contárselo a alguien. —Yo sólo vi a cinco de ellos —dijo—. Joanna decía que había más afuera, frente a la casa, sin desmontar. Pero yo nunca los vi. Eran sólo cinco y vinieron andando hasta la puerta de la cocina. Llegaron y entraron. Entraron directamente en mi cocina, sin llamar siquiera. Joanna acababa de llegar por el vestíbulo diciendo a gritos que todo el patio principal estaba lleno de yanquis, y yo me estaba dando la vuelta del hornillo en donde había estado calentando leche para él... —No se movió, ni siquiera indicó a Gordon con un movimiento de ojos o de cabeza—. Y acababa de decir «Calla, deja de gritar y levanta el niño del suelo», cuando esos cinco vagabundos entraron en mi cocina sin quitarse siquiera el sombrero... Y Gordon seguía sin poder moverse. Siguió sentado también, rodeado de semblantes asombrados entre los cuales, por encima del jarrón de flores, se inclinaban la una hacia la otra las caras de su madre y de Blount; la una fría, articulada bajo el cabello blanco; la otra semejante a algo costoso y frágil a punto de caer de la repisa de la chimenea o de un estante sobre el piso de piedra, y cuya voz brotaba de ella en un suspiro apasionado y tenue: —Sí. Sí. Continúe. Y entonces, ¿qué? —El cazo de leche hirviendo estaba así, sobre el hornillo. Lo levanté, así exactamente... —Entonces se movió; ella y Blount se levantaron a un tiempo, como dos marionetas movidas por un mismo hilo. Se encararon durante un segundo, un instante, inmóviles como dos muñecas en un escaparate navideño, por encima del brillante fulgor de la mesa, sobre un fondo de caras asombradas e incrédulas. Entonces ella alzó el bol de la sopa y lo lanzó contra la cabeza de Blount, y luego, mirándole a la cara, con el cuchillo de la mantequilla en la mano y apuntando a Blount como si esgrimiera una pequeña pistola, repitió la frase con la que había ordenado a los soldados que salieran fuera de la casa, una frase digna de ser usada entre compadres de un buque de vapor, la cual —Gordon pensó— ni siquiera ella sabía que sabía hasta el momento, setenta años atrás, en que llegó a necesitarla. Más tarde, cuando el tumulto de vítores y gritos hubo cesado, Gordon pudo de algún modo reconstruir la escena: los dos, ambos pequeños y rígidos y echados hacia atrás, mirándose frente a frente, la una con el pequeño y reluciente cuchillo dirigido con firmeza hacia el vientre de Blount, el otro con el rostro y la pechera salpicados de sopa, y la cabeza erguida y el semblante enfermo exaltado como el de un soldado a quien le están condecorando, y en torno a ellos el rugido, el tumulto de vítores y voces. Cuando al fin Gordon logró alcanzarla, la halló sentada en una silla de la sala, trémula aunque erguida y rígida aún. —Llama a Lucius —dijo—. Quiero irme a casa. —Pero si ha sido magnífico —dijo él—. ¿Es que no les oyes? Aún siguen. Ni siquiera oíste más ruido la noche aquella en que asististe al baile. —Me voy a casa —dijo ella. Se levantó—. Llama a Lucius. Quiero salir por la puerta de atrás.

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Así que la llevó a la habitación que él llamaba su despacho, y esperaron a que llegara el coche. —¿Es por esas palabras que olvidaste y que has usado? —dijo él—. Hoy día no son nada. Las encuentras en todos los libros. Algunas de ellas, quiero decir. —No —dijo ella—. Pero quiero irme a casa. Así que la dejó dentro del coche y volvió al despacho. Encontró en él a Blount, sentado apaciblemente en una silla, con una servilleta húmeda y manchada en una mano. —Le haré traer una camisa limpia —dijo Gordon. —No —dijo Blount—. No se preocupe. —No va ir así al baile, ¿no es cierto? Blount no respondió. Había una caneca sobre la mesa. Gordon quitó el tapón y sirvió la bebida sola en un vaso y lo acercó a Blount. Pero Blount no hizo ningún gesto para cogerlo. —Ahora sé por qué dejó usted de sentir aquella Derringer —dijo Blount—. No fue por el hecho de que no hubiera ya necesidad de ella, puesto que ellos podían volver, otra cuadrilla de ellos. Tal vez lo hicieron. Usted no se habría enterado. Fue porque ella descubrió que no era digna de protegerse con una bala, una bala limpia que Charles Gordon habría aprobado, al descubrir que podía ser sorprendida y obligada involuntariamente a usar un lenguaje que ni ella misma sabía que sabía, que Charles Gordon ignoraba que sabía, y que yanquis y negros le habían oído emplear. —A continuación miró a Gordon—. Déme su pistola. — Gordon lo miró—. Vamos, Ran. Puedo ir a casa y coger una. Usted lo sabe. Gordon siguió mirándole unos instantes más. Luego, apacible, inmediatamente, dijo: —De acuerdo. Aquí la tiene. Sacó del escritorio la pistola y se la entregó a Blount. Y sin embargo, cuando el otro se hubo ido, la mente de Gordon empezó a dudar un tanto; él, un hombre cuya profesión era juzgar caracteres, prever la progresión de las acciones humanas, que venía haciéndolo desde hacía tanto tiempo que a veces podía parecer juicios precipitados y no lo eran, un hombre con absoluta fe en sus juicios, y no sólo porque éstos hubiera demostrado invariablemente ser correctos. Sin embargo, en esta ocasión sentía ciertas dudas aprensivas, si bien admitió para sí mismo en seguida que no eran motivadas tanto por su afecto por Blount cuanto por su orgullo respecto a su juicio. Empero, equivocado o acertado, ya estaba hecho, de modo que se sentó a fumar plácidamente; por fin oyó llegar el coche, y al poco entró Lucius, el negro. —Espero una misiva —dijo Gordon—. No creo que llegue hasta mañana por la mañana, aunque es posible que llegue esta noche. Pero cuando llegue, súbemela en seguida. —Sí, señor —dijo el negro—. ¿Aunque esté usted dormido? —Sí —dijo Gordon—. Esté dormido o no. Y tan pronto como llegue. No llegó hasta la mañana, sin embargo. Es decir, no le llegó a las manos hasta que apareció sobre la bandeja de su primer café de la mañana, aunque al ver que se trataba de un paquete en lugar de un sobre no esperó siquiera respuesta a su pregunta de por qué no había sido despertado la pasada noche a su llegada, sino

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que se limitó a sacar la nota y a devolver al negro el objeto envuelto en papel de periódico. —Pon esto en el escritorio —dijo. Así, lo que sintió fue alivio, una emoción semejante a la que cualquier mujer podría sentir, y no la reivindicación del buen juicio de un hombre, de un banquero (Me estoy haciendo viejo, pensó), y como penitencia, y para fortalecimiento de su alma, ni siquiera leyó la nota hasta que hubo apurado su café. Estaba escrita a lápiz, sobre el reverso de un prospecto manchado que anunciaba una cadena de tiendas de alimentación. Al parecer ha vuelto usted a tener razón, si es que el oír que tiene razón puede aún procurarle satisfacción. Una vez dije que ella y las gentes como ella son capaces de resistir y que nosotros no, de forma que ése es el problema que nos aqueja y usted dijo Quizá y yo estaba equivocado, lo cual ambos esperábamos. Pero usted también estaba equivocado porque yo puedo resistir porque ¿por qué no habría de hacerlo?, porque Gavin Blount lo venció al fin. Puede que fuera a Charles Gordon a quien ella le dio la rosa, pero, ¡Dios!, fue a Gavin Blount a quien arrojó encima la sopa.

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Un hombre peligroso

Las mujeres saben cosas que nosotros no sabemos, que aún no hemos aprendido, que acaso no aprendamos nunca, supongo. Quizá es que el hombre lo tiene todo, lo que cree que está bien y lo que cree que está mal y lo que cree que debería suceder y lo que cree que no debería suceder y no puede suceder, claramente adjetivado y catalogado y acomodado a ciertos patrones. Al señor Bowman lo calificábamos de hombre peligroso, pues reaccionaba de forma propia y absolutamente masculina, en la que se aunaban cierto credo simple y masculino con una especie de presteza violenta, sin aprensiones ni remordimientos. Una mañana, Zack Stowers entró en la oficina del expreso pistola en mano. Un viajante de comercio había insultado a su mujer; había ido en su busca, pero cuando lo encontró, el hombre saltaba ya al autobús que lo conduciría desde el hotel a la estación. —¿Eh? —dijo el señor Bowman (es un poco sordo) inclinándose sobre la ventanilla enrejada y haciendo pantalla con la mano en el oído. Stowers lo repitió agitando la pistola. El viajante estaba con un amigo; era muy posible que Stowers necesitara ayuda. —Por supuesto —dijo al instante el señor Bowman. Sacó de la caja la pistola propiedad de la compañía y se la metió en el bolsillo y se detuvo un instante en la puerta trasera para decir a su mujer—: Voy un momento a la estación. Salió rodeando la mampara y sin coger siquiera la chaqueta siguió a Stowers, que tenía el coche en la calle. Subieron y partieron hacia la estación a galope tendido, mientras la gente se volvía en la calle para mirarlos. Eran dos. —Allí están —dijo Stowers—. ¿Ve a aquel alto del sombrero verde y al otro bajo con dos bolsas? —¿Se refiere al tipo escurrido que lleva la chaqueta en el brazo? —dijo el señor Bowman, inclinándose un poco hacia adelante mientras galopaban por la ancha plaza situada frente a la estación. Hablaba con voz calma, tensa, impersonal, como si estuvieran levantando un largo poste o una escalera. —No, no —dijo Stowers, con las riendas y el látigo y la pistola amontonados en las manos—. Aquel tipo alto de sombrero verde que se da la vuelta ahora mismo y mira hacia aquí.

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—Ah, sí —dijo el señor Bowman—. Ya lo tengo. Ahora que nos ha mirado, ¿va a dispararle ya? —No, no. Usted vigílemelos. Primero quiero hablar con él. —Mejor que le dispare ahora —dijo el señor Bowman—. Ha echado una mirada hacia aquí. —No, no; usted espere, ya se lo he dicho. —De acuerdo —dijo el señor Bowman—. Pero ahora no sería por la espalda: nos está mirando. Se bajaron del coche, no se entretuvieron en atar el tiro. El viajante gordo también se había dado la vuelta y, sin soltar las dos bolsas, los miraba acercarse con una especie de horror solemne. Llevaba el sombrero echado hacia atrás; con sus ojos redondos y su boca redonda se asemejaba a la fotografía de un chiquillo pequeño y gordo con un gorro de marinero. Echó una ojeada por encima del hombro; ahora él y su compañero estaban tan aislados como si fueran los dos únicos seres de la tierra. —¿Cuál de ellos quiere? —dijo el señor Bowman, sacando la pistola y observando a los dos viajantes como un perro no particularmente hambriento contemplaría dos cuartos de carne de vaca aderezada. —Espere, hombre, maldita sea —dijo Stowers—. Vigílelos, nada más. —¿Eh? —dijo el señor Bowman, haciendo pantalla en el oído con la mano de la pistola. Stowes dejó a un lado la pistola y empezó a quitarse la chaqueta. —¿Qué sucede, amigo? —dijo el viajante alto. —Va a pelearse a puñetazos, ¿no? —dijo el señor Bowman. —Oiga, amigo —dijo el viajante alto. Miraba por encima del hombro—. Oigan, amigos, les pido que... —Déjemelo a mí —dijo el señor Bowman—. Usted apúnteles para que no se escapen. —No —dijo Stowers, tirando la chaqueta al suelo—. Es cosa mía. —Me pegaré con los dos —dijo el señor Bowman—. Con los dos al mismo tiempo. —No —dijo Stowers entre dientes, mirando con furia al viajante alto. —Eh, amigos —dijo al viajante alto, mirando rápidamente a su alrededor, sin atreverse a apartar la mirada de Stowers durante mucho tiempo—. Les pido que... Stowers lo golpeó; para hacerlo hubo de alzarse literalmente del suelo, y a continuación ambos hombres se enzarzaron. El señor Bowman se apartó y fue hasta el viajante gordo, que seguía con las bolsas. —Es un error —dijo el viajante gordo—. Se lo juro por Dios. Le juro por Dios que no le ha hecho nada a su mujer. Ni siquiera la conoce. Y aunque la conociera, no hay en el mundo quien respete más que él a una mujer. —¿Quiere pelear también? —dijo el señor Bowman. —Se lo juro, se lo juro por Dios, señor. —Venga. Dejaré la pistola en el suelo, entre los dos. Venga. Llegó el tren; retumbó y pasó por delante, chirriando. El viajante alto miró por encima del hombro, volvió a enzarzarse con Stowers, se volvió de nuevo y escapó de un salto.

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Stowers saltó tras él, pero luego giró sobre sí mismo y volvió corriendo y cogió su pistola, y en aquel momento lo sujetaron dos mirones, mientras él se debatía y maldecía. —Vamos, vamos —decían—. Vamos, vamos. Cuando el tren hubo partido, el señor Bowman y Stowers volvieron al coche; Stowers se daba golpecitos en la boca y escupía. —Maldita sea —dijo—. He estado como obnubilado por un momento. Estaba tan furioso... El tipo no hacía más que decir que no era el que buscaba. —No se preocupe —dijo el señor Bowman—. El tipo peleó estupendamente. El mío era otra cosa. Bowman es el agente de la compañía, un hombre de complexión fuerte, sin edad definida. Cara rubicunda, nariz un tanto ganchuda, tuerce un poco los fogosos ojos de avellana y tiene un pelo escaso y fino y rojizo y vigoroso, y lo que en un hombre más cuidadoso o consciente de su aspecto recibiría el nombre de una calva. Camina casi de puntillas, con paso ligero y medido, como un boxeador que sufre de rigidez en las articulaciones, y su ropa siempre es un poco demasiado corta o demasiado ceñida y demasiado chillona, de un modo descuidado e inocente. Aparenta tener unos treinta y ocho años, aunque tiene un sobrino ya mayor, casado y padre; un chico que —según dicen el señor y la señora Bowman— es el sobrino del señor Bowman. Mi tía, sin embargo, dice que es un hijo adoptivo que sacaron del orfelinato. El chico creció en la apretada y pequeña casa en que viven los Bowman, y fue a la escuela y trabajó en la oficina del expreso los sábados cuando tuvo edad suficiente, y se hizo un hombre y dejó la casa para casarse. Ahora los Bowman tienen dos perros fox terrier, dos bestias gordas e insolentes y de mal carácter, con ojos rojos y coléricos, que van con ellos en el coche los domingos y siguen al señor Bowman a todas partes durante la semana, tanto en la oficina como en la calle, y gruñen y lanzan mordiscos malévolos a las manos de quienes intentan acariciarlos. Gruñen e intentan morder también al señor Bowman, pero a la señora Bowman no le gruñen. No es que la eviten exactamente, pero la miran con cierto respeto, insolente pero atento, y se quedan en la oficina únicamente cuando el señor Bowman está en ella. Minnie Maude, que vive en la casa de huéspedes de la señora Wiggins, en la acera de enfrente, me contó que un día los Bowman, tuvieron una pelea terrible porque el señor Bowman, como hacía frío, quería bañar a los perros en la cocina. Me contó que la cocinera de la señora Bowman le contó a la cocinera de la señora Wiggins que, después de aquello, la señora Bowman ni siquiera le dejaba tener a los perros en la cocina por la noche, y que el señor Bowman, después de acostarse, se deslizaba a la cocina y les dejaba entrar, y le daba a la cocinera un dólar a la semana para que los sacara al llegar por la mañana y limpiara para que no se notara nada. El señor Bowman es el agente del expreso, pero la señora Bowman es la oficina misma, la Compañía, por lo que a nosotros se refiere. Está en ella todo el día, con un limpio delantal de cuerpo entero y negros guantes altos de alpaca, una mujer de cara plana, que mira de frente y tiene una ancha sonrisa llena de dientes de oro y una exuberancia de rizos de un cobre virulento que uno sabe que no puede ser auténtico. De pecho generoso, ancha de caderas, corta de piernas;

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incansable, de una simpatía brusca y viva, tiene el aspecto de una guapa y próspera lavandera. Y más que nunca en domingo, cuando se viste de seda floreada y con un sombrero rojo de ala ancha y salen al campo en el coche con los perros y vuelven cargados de eucalipto o de cornejo y zumaque, con los que decora su pequeña y oscura casa tan transitoriamente frecuentada. —Cortas demasiado —dice el señor Bowman. Ella no responde; está de espaldas a él, con los brazos levantados, y el vestido tenso sobre los firmes hombros y brazos, sobre los anchos muslos. Luego van a la cocina; los perros, en los talones del señor Bowman, miran cautelosamente a la señora Bowman; el señor Bowman saca de la alacena una jarra de galón de whisky blanco, y ambos lo beben solo en vasos gruesos, a partes iguales. —Estará marchito en dos días, de todas formas —dice él—. Si la gente cortara tanto como tú, dentro de cincuenta años no quedaría nada. —¿Y qué más da? —dice ella—. ¿Piensas estar aquí entonces? Yo no. A la mañana siguiente, la señora Bowman le espera ya en el coche y toca el claxon con impaciencia, y él entretanto riega las ramas con torpeza, derramando agua por todas partes; por la noche, a la vuelta de la oficina, él repite la operación. —Vas a ahogarlas; se morirán con tanta agua —dice ella. —No son más que porquerías, de todas formas —dice él. —Entonces, tíralas. No quiero tener toda la casa salpicada de agua. A la mañana siguiente salen tarde y tienen prisa y él no se detiene para regarlas; por la noche vuelven tarde. Al día siguiente, de todos modos, es ya tarde. Pero él las riega igualmente. A la noche, cuando vuelven, ven que la cocinera las ha tirado. Y la cocinera tiene que acompañar al señor Bowman al patio trasero, donde las puso, para que él vea que están marchitas y muertas. —Es un desastre, cómo se llevan —contaba la cocinera—. Siempre peleando por los perros, y si no son los perros es otra vez el cuarto del señor Joe. Ella quiere cambiarlo para poder tener un dormitorio cada uno, y él grita y maldice de forma escandalosa cada vez que ella lo menciona. Y los dos sentados en mi cocina, bebiendo esa jarra y maldiciéndose como hombres. Pero ella no se arredra. Le hace llevarse a los perros al garaje para bañarlos hasta en los días más fríos. La oficina del expreso era una sinecura. Al principio tenía la oficina en un villorrio. Una noche, solo en la oficina, verificaba los últimos detalles para cerrar cuando oyó un ruido y se volvió y se vio frente a la boca de una pistola. —Manos arriba —dijo el bandido. En el acto mismo de alzar las manos echó una rápida mirada a su alrededor; la mano derecha, al elevarse, alzó consigo la pesada caja de metal, y aprovechando el mismo movimiento la arrojó a la cara del bandido, y acto seguido saltó hacia la pistola que hacía fuego. Tendidos en el suelo, jadeando y forcejeando en silencio, peleó hasta que le arrebató al bandido la pistola, y le dio muerte con ella. El sujeto tenía antecedentes penales y ofrecían por él una recompensa de cinco mil dólares. Él, con los cinco mil dólares, se compró una casa; la compañía le ofreció la cómoda oficina que ahora regenta. En los primeros tiempos de su llegada a nuestra ciudad regentaba también un restaurante en la estación, a cuyo cargo estuvo la esposa hasta un buen día en que cierto problema con un maquinista de locomotora se decidió a vender el

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negocio y a llevarse a su mujer para que lo ayudara en la oficina. No es que desconfiase de ella: se trataba meramente de su puñado de firmes y simples convicciones de humana conducta. Tampoco es que la amara menos o confiara menos en ella, o que odiara particularmente al maquinista, si bien durante un año a partir de entonces el maquinista, cada vez que llegaba a nuestra estación, se deslizaba hasta el puesto del fogonero y se agazapaba detrás de la caldera. Pronto la esposa se hizo cargo de la oficina; él se limitó al trabajo externo, al transporte y similares, con los dos perros a su lado en el camión, recibiendo a los trenes primero y último, sin abrigo incluso en los días más crudos. Un hombre activo, aunque no locuaz; un hombre sanguíneo, tanto como para ser insensible al frío, tanto como para que la vehemencia misma de su deseo de descendencia se consumiera tal vez y esterilizara la semilla, según ese hondo designio de la naturaleza de frustrar a quienes tratan de forzarla más allá de sus designios, pues él sin duda habría intentado hacer que su hijo fuera más Bowman que él mismo, o lo habría matado en el empeño. Así, no está en la oficina casi nunca, como lo atestigua la ausencia de los perros. Sin embargo, y a pesar del tiempo libre de que dispone, nunca lo habíamos visto holgazaneando y charlando con los ociosos de la plaza. Hasta hace poco. Las mujeres saben cosas que nosotros no sabemos. Minnie Maude tiene veintidós años; masca chicle en la taquilla del teatro Rex, en la acera de enfrente de la oficina del expreso. —Vosotros esperad —dice—. Hoy está tardando un poco, pero esperad y veréis. Así que esperamos, y al rato el coche se detiene y él se apea. Su nombre es Wall. Vende pólizas de seguros o algo así. Es un hombrecillo atildado con cara hermosa de aire afeminado y desolado, como la cara de una atractiva mujer de capitán de barco, ese tipo de ojos fríos. Vemos cómo entra en la oficina del expreso. —Santo Dios —dijo—. El tipo está... —¿Ves a los perros por alguna parte? —dice Minnie Maude. La miró—. Está entregando el expreso del número 24. ¿Te crees que el otro no lo sabe? —Santo Dios —dijo de nuevo. El esbelto dedo de Minnie Maude aprieta blandamente el color fresa de sus labios; entre sus pequeños dientes asoman las blandas y diminutas estrías de su chicle meditabundo, remoto, más viejo que el tiempo o que el pecado. —Las mujeres grandes que tienen que bregar continuamente con su aspecto siempre eligen a esos hombrecillos agresivos. Y, pensando en ello, recordé que en una ocasión Wall me había enseñado una libreta manoseada —su registro de yeguas, según dijo— que contenía tal vez un centenar de nombres femeninos, con sus teléfonos respectivos, cuyas direcciones abarcaban todo el norte del Mississippi y se adentraban hasta Memphis. ¡Cómo era posible que osara desafiar a aquel hombre por aquella mujer que podía ser su madre o cuando menos su tía! Pero ésa es una de las cosas que las mujeres saben y que nosotros jamás sabremos, ni siquiera Wall, pese a su libreta llena de nombres.

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Pero es de admirar su valor, su convicción de invulnerabilidad, y Minnie Maude, viendo mis ojos aún incrédulos, dice: —Hace dos fines de semana estuvieron en Mottson, y se registraron como marido y mujer. Y yo digo: —Calla. ¿Quieres provocar una muerte? Ella me mira. —¿La muerte de quién? —Si sueltas esa información a cada uno que pasa, como a mí, ¿no te das cuenta de que el señor Bowman acabará enterándose? Si han podido ocultarlo durante este tiempo, cosa que además no entiendo cómo... Ella me está mirando, pero sus ojos ya no son remotos; hay en ellos esa curiosa, cansina tolerancia con que ellas a veces miran a los niños. —No te engañes a ti mismo, querido —dice. —¿Qué quieres decir? —dijo. Pero supongo que no lo sabe. Supongo que, sabiendo tantas cosas inmediatas e importantes, no necesitan saber más. Así que me marché. Lleva camisas de colores; todas las tardes toma café en la cafetería, con los hombres de la ciudad que entran y salen; afuera, más allá de la puerta, los dos perros se encogen, vigilantes y coléricos, y arremeten y lanzan mordiscos a los chiquillos que los importunan. Cuando él sale se pegan a sus talones, y vuelven a detenerse cuando entra en la tienda a comprar una revista; luego, con la revista enrollada bajo el brazo y las manos en los bolsillos y la chaqueta abierta sobre la camisa y corbata chillona, el señor Bowman se va a casa. Un día me las ingenié para hacer que pareciera casual y lo paré en la calle. Estaba lloviendo, pero su sola concesión ante tal circunstancia había sido abotonar el botón superior de su chaqueta, bajo la cual sobresalía un extremo de la revista que acababa de comprar. —Magnífico día para leer —dije. —¿Eh? —dijo, haciéndose pantalla en el oído y mirándome fija y afablemente con sus ojos apopléticos. —Su revista —dije, tocándola con un dedo—. ¿Ha leído a Balzac? —¿Qué es eso? ¿Una revista de cine? Creo que no la conozco. —Es una persona —dije—. Un escritor. —¿Qué escribe? —Escribió una historia muy buena sobre un banquero llamado Nucingen. —No me fijo en los nombres —dijo. Sacó la revista e hizo ademán de abrirla. Era el The Ladie’s Home Journal (15). —Dudo que venga alguna este mes —dije—. Además, se le va a mojar. De modo que volvió a guardarla bajo la chaqueta y siguió caminando con los perros en los talones. Yo seguí hasta la esquina y lo vi pasar ante su oficina, en la otra acera, sin apresurar ni aminorar el paso, con la cabeza sesgada bajo la lluvia. Al poco rato lo vi cruzar la calle y entrar en su pequeño y estrecho patio y mantener la puerta abierta para que lo adelantaran los perros. —Baña a esos perros todos los días —contaba la cocinera.

(15) Cierta revista femenina del hogar. (N. del T.)

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Para agarrarlos se hizo con un par de guantes de manga alta. Pone la tina en medio de la cocina y se quita los guantes, y los perros dándole tajos en las manos como una navaja de afeitar, y él maldiciéndolos de manera escandalosa. Pero los baña allí mismo, por mucho que muerdan, y ella no dice ni pío. Luego él saca esa revista y se sienta allí, en mi cocina, estorbando mientras intento hacer la cena, leyendo cómo criar bien a los hijos y preguntándome si sé cocinar esto o lo otro siempre que encuentra una foto que enseñarme. A mí, que llevo cuarenta años cocinando para gente blanca mejor que él. Si no le gusta mi forma de cocinar, mejor que se busque a otra.

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Evangeline

I No había visto a Don hacía siete años y no había tenido noticias de él hacía seis y medio cuando recibí el telegrama a cobro revertido: TENGO FANTASMA PARA TI —¿PUEDES VENIR A ATRAPARLO— PARTO ESTA SEMANA. Y pensé al instante: «¿Para qué diablos quiero yo un fantasma?», y releí el telegrama y el nombre del lugar desde donde había sido enviado —un pueblo de Mississippi tan pequeño, que el nombre bastaba como dirección a una persona que hubiera de quedarse en él solo hasta finales de semana—, y pensé: «¿Qué diablos estará haciendo allí?» Lo supe al día siguiente. Don es arquitecto por vocación y pintor por afición. Pasaba sus dos semanas de vacaciones sentado tras un caballete por los campos, bosquejando pórticos y casas coloniales y cabañas y cabezas de negros, negros de las colinas, distintos de los de las llanuras y las ciudades. Mientras cenábamos en el hotel aquella noche me contó lo del fantasma. La casa estaba a unas seis millas del pueblo, y llevaba deshabitada cuarenta años. —Parece ser que el tipo, que se llamaba Sutpen... —El coronel Sutpen —dije. —Eso no está bien —dijo Don. —Lo sé —dije. Por favor, sigue. —Parece que descubrió la tierra o se la cambió a los indios por una linterna mágica o la ganó al blackjack o algo por el estilo. El caso es que, esto debió ser hacia el 40 o el 50, se trajo un arquitecto extranjero y se hizo construir una casa y la rodeó de un parque y de jardines (aún pueden verse las viejas sendas y macizos, bordeados de ladrillo), que habrían de ser el marco adecuado para su alhaja solitaria... —Una hija llamada... —Espera —dijo Don—. Oye, mira; yo... —Llamada Azalea —dije. —Quise decir Syringa —dije. —Ahora uno a cero a mi favor —dijo Don—. Se llamaba Judith.

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—Eso es lo que quise decir: Judith. —De acuerdo. Cuéntalo tú, entonces. —Continúa —dije—. Me portaré bien.

II Al parecer tenía un hijo y una hija, y también una esposa. Era un hombre rubicundo, corpulento, un tanto fanfarrón, que gustaba de ir a la iglesia al galope los domingos. La última vez que fue lo hizo también muy rápido, dentro de un ataúd casero y con su uniforme de confederado, su sable y sus guantes bordados. Eso fue en el 70. Desde el final de la guerra, cinco años atrás, había vivido en aquella casa en decadencia con la sola compañía de su hija, que era viuda sin haber llegado a ser esposa, como suele decirse. Para entonces ya no les quedaba ganado alguno, a excepción de dos caballos de tiro lisiados por el esparaván y un par de mulas de dos años, las cuales jamás conocieron el arnés doble hasta el día en que las engancharon al carro ligero para llevar al coronel a la capilla episcopaliana de la ciudad. Pues bien, las mulas se desbocaron y volcaron el carro y arrojaron al coronel, con sable y penacho y todo lo demás, a la cuneta; de allí lo recogieron para devolverlo a casa donde la propia Judith ofició la ceremonia por el muerto y lo enterró en el bosquecillo de cedros donde descansaban ya su madre y su marido. El carácter de Judith, ya para entonces, se había hecho más sólido, según contaron a Don las negras. —Ya imaginas cómo debieron vivir las mujeres, las chicas, en aquellos días. A resguardo. No ociosas, tal vez, con aquellos negros a quienes cuidar y todo eso. Pero tampoco incubando futuras agentes inmobiliarias con presión alta o caudillos femeninos del comercio. Pero ella y su madre cuidaron del lugar mientras los hombres estaban en la guerra, y Judith, después de la muerte de su madre en el 63, siguió sola en la casa. Quizá la mantuvo incólume el esperar el regreso de su esposo. Sabía que él volvería, ya ves. Las negras me han contado que eso jamás la preocupó lo más mínimo. Que tenía el cuarto de él preparado para su vuelta, lo mismo que los de su padre y su hermano: cambiaba las sábanas todas las semanas, hasta que no le quedó sino un solo juego para cada cama, pues el resto hubo de destinarlo a la confección de vendajes. Desde entonces no pudo cambiarlas. »Y luego acabó la guerra y recibió una carta de su esposo, su nombre era Charles Bon, de Nueva Orleans, escrita tras la rendición. No experimentó sorpresa, alegría, nada. “Sabía que resultaría bien”, le dijo a la vieja negra, a la de más edad, a la bisabuela, a aquella que llevaba también el nombre de Sutpen. “Ya pronto volverán a casa” “¿Volverán?”, dijo la negra. “¿Se refiere a él y al amo Henry? ¿Que los dos van a volver a vivir bajo el mismo techo después de todo lo que pasó?” Y Judith dijo: “Oh, aquello. Sólo eran niños entonces. Y ahora Charles Bon es mi marido. ¿Lo has olvidado?” Y (estaban limpiando la habitación) Judith

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dijo: “Lo han superado ya. ¿No crees que la guerra habrá sido capaz de lograrlo?” Y la negra dijo: “Depende de qué sea lo que la guerra tendría que lograr superar”. —¿Qué es lo que se supone que la guerra tenía que superar? —Ahí está —dijo Don—. Las negras que me lo contaron no parecían saberlo. O tal vez les tenía sin cuidado. Tal vez se trataba simplemente de algo que había sucedido hacía mucho tiempo. O quizá se deba a que los negros son más sabios que los blancos y no se preocupan del porqué uno hace las cosas, sino sólo de lo que uno hace, y no demasiado en cualquier caso. Eso fue lo que me contaron. No ella, la de más edad, la que también se llamaba Sutpen. No llegué nunca a hablar con ella. Sólo la he visto, sentada en una silla junto a la puerta de la cabaña, y parecía que muy bien podría haber tenido nueve años cuando nació Dios. Es bastante más blanca que negra; una auténtica emperatriz, tal vez porque es blanca. Los otros, el resto de ellos, de sus descendientes, se oscurecen de generación en generación, como los peldaños de una escalera. Viven en una cabaña, a una media milla de la casa, dos cuartos y un hueco abierto llenos de hijas y de nietas y de bisnietas, todas mujeres. Ni un solo varón mayor de once años. Ella se sienta estratégicamente, para poder ver la casa grande, y se pasa allí todo el santo día, fumando en pipa, con los pies desnudos enroscados en los barrotes de la silla, como un mono, mientras las otras trabajan. Y ay de la que se permita un alto en el trabajo para descansar un minuto. Se le oye a una milla de distancia, aunque no parece mayor que una de esas «muñecas de todos los países» de tamaño casi natural que venden en la feria benéfica de la iglesia. Y no se mueve más que para quitarse la pipa de la boca: «¡Tú, Sibey!», o «¡Tú, Abum!», o «¡Tú, Rose!». Eso es todo lo que tiene que decir. »Pero me hablaron las otras; la abuela, la hija de la vieja, me habló de lo que había visto cuando niña o de lo que había oído contar a su madre. Me contó que la vieja solía hablar por los codos, y contar las historias una y cien veces, hasta hace unos cuarenta años. Entonces dejó de hablar, de contar historias, y la hija me dijo que a veces la vieja se enfurecía y decía que tal cosa y tal otra fuera de la cabaña. Pero la hija me dijo que, antes de eso, había oído tantas veces esas historias que ahora nunca podía recordar si alguna cosa la había visto o simplemente la había oído contar. »He ido allí varias veces, y me han hablado de los viejos tiempos, antes de la guerra, de los violines y del salón iluminado y de los finos caballos y carruajes en la avenida de entrada, de los jóvenes que recorrían treinta y cuarenta y cincuenta millas para cortejar a Judith. Uno de ellos, sin embargo, venía incluso de más lejos: Charles Bon. Él y el hermano de Judith tenían la misma edad. Se habían conocido en la facultad... —En la Universidad de Virginia —dije—. Bayard la acercó mil millas. El regurgitar periódico del honor altivo de las tierras salvajes. —Te equivocas —dijo Don—. Era en la Universidad de Mississippi. Formaban parte de la décima promoción que iba a graduarse desde su fundación; casi socios fundadores, se diría. —No sabía que en Mississippi hubiera diez que fueran a la universidad entonces. —... se diría. No estaba lejos de la casa de Henry (Henry tenía un par de caballos de silla y un mozo de cuadra y un perro, descendiente de la pareja de

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pastores que el coronel Sutpen se había traído de Alemania: los primeros perros policías que se vieron en Mississippi, y tal vez en América), y más o menos una vez al mes cabalgaba durante la noche y pasaba el domingo en casa. Un fin de semana vino con él Charles Bon. Charles probablemente le había oído hablar de Judith. Es posible que Henry tuviera una fotografía de su hermana o puede que hubiera fanfarroneado un poco a costa de ella. Y puede que Charles se hiciera invitar por Henry a su casa sin que Henry cayera en la cuenta de que lo había hecho. A medida que Charles fue dando a conocer su carácter (o éste se hizo más patente con el desarrollo de los acontecimientos, podíamos decir), se empezó a tener la impresión de que podía ser de ese tipo de personas. Y digamos que Henry por su parte, daba la impresión de ser del otro. »Bien, veamos. Los dos jóvenes cabalgaban hacia el pórtico colonial, y Judith está apoyada contra la columna con un vestido blanco... —... con una rosa roja en su pelo oscuro... —Bien. Pon una rosa. Pero la chica era rubia. Y los dos mirándose, ella y Charles. Ella había salido fuera de casa en ocasiones, naturalmente. Pero a otras casas semejantes a la suya, donde las vidas no eran diferentes a la que ella conocía; patriarcales y harto generosas, pero al fin y al cabo provincianas. Y allí estaba Charles, joven... «y guapo» —dijimos al unísono—. «Empatados», —dijo Don—, y de Nueva Orleans, prototipo de lo que hoy sería, a lo sumo, un archiduque de los Balcanes. Y en especial después de aquella visita. Las negras me contaron que, a partir de entonces, el criado negro de Charles llegaba todos los martes antes del mediodía, después de cabalgar la noche entera, con un ramo de flores y una carta, y dormía un rato en el granero y emprendía luego el viaje de vuelta. —¿Utilizaba Judith la misma columna siempre, o cambiaba, pongamos, dos veces por semana? —¿Columna? —Para apoyarse. Cuando miraba hacia el camino. —Ah —dijo Don—. No mientras estuvieron en la guerra, su padre y su hermano y Charles. Le pregunté a la negra qué hacían las dos mujeres mientras vivían allí solas. «No hicieron nunca nada. Sólo esconder la plata en el jardín trasero, y comer lo que podían encontrar.» ¿No es estupendo? Tan sencillo. La guerra es mucho más sencilla de lo que la gente cree. Sólo enterrar la plata, y comer lo que se pueda conseguir. —Oh, la guerra —dije—. Creo que ésta debería contar sólo como una: ¿Salvó Charles la vida de Henry o salvó Henry la vida de Charles? —Son dos a cero a mi favor —dijo Don—. No se vieron el uno al otro durante la guerra, sino cuando terminó. Y aquí está el meollo de la cuestión. Tenemos a Henry y a Charles, cercanos el uno al otro casi como un matrimonio compartiendo el cuarto de la universidad, pasando las vacaciones y festividades bajo el techo de la casa de Henry, donde Charles era tratado como un hijo por los padres, y reconocido como el caballo ganador de los pretendientes de Judith; incluso lo reconocía así la propia Judith al cabo de cierto tiempo. Tal vez vencido su pudor de doncella. O abandonado su disimulo de doncella, más bien... —Sí. Más bien.

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—Sí. El caso es que decayeron las visitas de los caballos de silla y las rápidas calesas, y el segundo verano (Charles era huérfano, con un tutor en Nueva Orleans, nunca he llegado a saber por qué Charles hubo de ir a estudiar tan lejos, al norte de Mississippi), cuando Charles decidió que tal vez convenía dejar que su tutor lo viera en carne y hueso, y viajó a casa, se llevó consigo la fotografía de Judith, en un estuche metálico que se cerraba como un libro y con una llave, y dejó tras de sí un anillo. »Y Henry se fue con él, a pasar a su vez el verano como huésped de Charles. Iban a permanecer allí todo el verano, pero Henry volvió a casa a las tres semanas. Ellas, las negras, no sabían lo que había sucedido. Sabían únicamente que Henry estuvo fuera tres semanas en lugar de tres meses, y que trató de hacer que Judith le devolviera a Charles el anillo. —Y así Judith languideció y murió, y ahí tenemos a tu fantasma no correspondido. —No hizo tal cosa. Se negó a devolver el anillo, y desafió a Henry a explicar qué es lo que había de malo en Charles, y Henry no quiso decirlo. Entonces los padres intentaron hacer hablar a Henry, pero Henry se negó igualmente. Así que la cosa debió de resultar harto enojosa, al menos para Henry. Pero el compromiso no se había anunciado todavía; quizá los padres decidieron visitar a Charles para ver si podía esperarse una explicación entre ambos, pues, fuera el asunto el que fuera, Henry no lo contaría. Parece que Henry era también de ese tipo de personas. »Llegó el otoño y Henry volvió a la universidad. Al igual que Charles. Judith escribía a Charles y recibía las cartas de respuesta, pero quizá todos esperaban que Henry lo traería a pasar un fin de semana, como anteriormente solía. Esperaron mucho tiempo; el mozo de Henry contó que ya no compartían el cuarto y que cuando se cruzaban en el campus no se hablaban. Y tampoco Judith, en casa, le hablaba a su hermano. Henry debió de pasarlo mal; debió de apurar la medida colmada de lo que, fuera lo que fuese, se negaba a contar. »Judith debió de llorar a veces entonces, pues esto acontecía antes de que, en palabras de las negras, cambiara su carácter. Así que tal vez los padres insistieron una y otra vez ante Henry, pero Henry se negaba a hablar. Y así, el día de Acción de Gracias le dijeron que Charles vendría a pasar las Navidades. Entonces, Henry y su padre se encerraron y tuvieron un altercado. Me contaron, sin embargo, que pudieron oírles a través de la puerta: “Entonces el que no estaré aquí seré yo”, decía el coronel. “Y ofrecerá a Charles y a su hermana una explicación satisfactoria de su conducta”. Algo así, imagino. »Henry y Charles lo explicaron de este modo; se celebra un baile en Nochebuena, y el coronel Sutpen anuncia los esponsales, el compromiso que de todos modos todo el mundo conocía. Y a la mañana siguiente, hacia el alba, un negro despierta al coronel, el cual baja a la carrera con la camisa de dormir metida en los pantalones y los tirantes colgando, y salta sobre la mula sin silla (fue el primer animal con que se topó el negro en el redil) y baja hasta los pastos del fondo, donde en aquel instante Henry y Charles se apuntan el uno al otro con pistolas. El coronel no ha hecho sino llegar cuando he aquí que aparece Judith, en camisón y con un chal, sobre un poney sin silla. ¿Y qué no le diría a Henry? Sin llanto, aunque no fue sino después de la guerra cuando dejó de llorar para

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siempre, con el cambio de carácter y todo lo demás. “Di lo que ha hecho”, le dice a Henry. “Acúsale a la cara”. Pero Henry sigue negándose a hablar. Entonces Charles dice que quizá sería mejor dejar el campo libre, pero el coronel no se lo permite. Así que media hora después Henry sale a caballo de la casa, sin desayunar y sin decir siquiera adiós a su madre, y no lo volvieron a ver hasta después de tres años. El perro policía, al principio, aulló lo suyo; no permitía que nadie lo tocara ni le diera de comer. Se metió en la casa, entró en el cuarto de Henry y durante dos días no permitió que nadie entrara en el recinto. »Henry estuvo fuera tres años. En el segundo año después de aquella Navidad, Charles se licenció y volvió a su casa. Tras la partida de Henry las visitas de Charles quedaron, digamos, en suspenso de mutuo acuerdo. Una especie de período de prueba. Él y Judith se habían visto de cuando en cuando, y ella seguía llevando el anillo, y cuando él se licenció y volvió a casa la boda quedó fijada para aquel mismo día del año siguiente, todos se preparaban para luchar en Bull Run. Aquella primavera llegó Henry, de uniforme. Él y Judith se saludaron: “Buenos días, Henry”. “Buenos días, Judith”. Pero eso fue todo, más o menos. No se mencionó entre ellos el nombre de Charles Bon; tal vez era mención suficiente el anillo en la mano de Judith. Luego, unos tres días después de la llegada de Henry, salió del pueblo un negro con una carta de Charles Bon, que se había alojado, digamos discretamente, en el hotel, en el hotel de aquí. »No sé a qué se debió. Tal vez el padre de Henry convenció a éste, o tal vez fue Judith. O tal vez se debió simplemente a que los dos jóvenes caballeros partían hacia la batalla; creo haberte dicho ya que Henry era ese tipo de persona. Sea como fuere, Henry cabalgó hasta el pueblo. No se estrecharon la mano. Pero al rato Henry y Charles volvieron juntos. Y aquella misma tarde Judith y Charles contrajeron matrimonio. Y Charles y Henry, aquella noche partieron juntos hacia Tennessee, a unirse al ejército que se enfrentaba a Sherman. Y no volvieron en cuatro años. »Esperaban estar en Washington para el 4 de julio de aquel primer año, y de vuelta a casa a tiempo para el almacenamiento del maíz y el algodón. Pero no estaban en Washington el 4 de julio, de modo que a finales del verano el coronel arrojó al suelo el periódico y partió a lomos de su caballo y reunió a los primeros trescientos hombres que encontró, chusma y patricios y gentes de todo tipo, y les dijo que eran un regimiento y se asignó a sí mismo el grado de coronel y se fue con ellos a Tennessee. Entonces las dos mujeres se quedaron solas en la casa, para “enterrar la plata y comer lo que podían conseguir”. Sin apoyarse ya sobre columnas mirando hacia el camino; y sin llorar tampoco. Fue entonces cuando el carácter de Judith empezó a cambiar. Pero no cambió por completo hasta una noche, tres años después. »Pero al parecer la vieja dama no lograba encontrar lo suficiente para vivir. Tal vez era una pésima buscadora. El caso es que murió, y el coronel no pudo llegar a casa a tiempo, y Judith la enterró, y el coronel llegó al fin y trató de persuadir a Judith para que se fuera a vivir al pueblo, pero Judith dijo que se quedaba en casa, y el coronel se volvió a la guerra, para lo cual no tuvo que ir muy lejos. Y Judith permaneció en la casa, cuidando de los negros y de las cosechas que aún quedaban, manteniendo los cuartos frescos y preparados para cuando volvieran los tres hombres, cambiando la ropa blanca cada semana mientras hubo

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ropa blanca con que mudar las camas. No se quedaba en el porche mirando hacia el camino. El procurarse el sustento había llegado a ser para entonces algo tan natural que le acaparaba todo el tiempo. Tampoco se sentía preocupada. Tenía las cartas mensuales de Charles para sus noches; sabía, además, que de todas formas volvería indemne. Lo único que ella debía hacer era estar preparada y esperar. Y para aquel tiempo estaba ya habituada a la espera. »No estaba preocupada. Uno ha de estar expectante, para preocuparse. Pero ella ni siquiera lo estuvo cuando, casi tan pronto como supo de la rendición y recibió la carta de Charles diciendo que la guerra había terminado y que se encontraba a salvo, uno de los negros entró precipitadamente en la casa una mañana, diciendo: “Señorita, señorita”. Ella estaba en el vestíbulo, de pie, cuando Henry subió al porche y se acercó hasta la puerta. Y siguió allí, con su vestido blanco (puedes seguir imaginando la rosa, si quieres); siguió allí; acaso tenía la mano un poco levantada, como cuando alguien te amenaza con un palo, aunque se trate de una broma. »—¿Sí? —dice—. ¿Sí? »—He traído a Charles a casa —dice Henry. Ella le mira; la luz en la cara de ella, pero no en la de él. Quizá son sus ojos los que hablan por ella, porque Henry, sin gesto alguno de cabeza, dice—: Está ahí afuera. En el carro. »—Oh —dice ella, con absoluta calma, mirándole, sin moverse siquiera—. ¿Le ha... le ha resultado duro el viaje? »—No, para él no ha sido duro. »—Oh —dice ella—. Sí. Sí. Claro. Ha debido haber un último... un último disparo, para que la guerra pudiera terminar. Sí, lo había olvidado. —Luego se mueve, sosegada y resueltamente—. Te estoy agradecida. Gracias. —Luego llama a los negros, que hablan en susurros en torno a la puerta principal y miran hacia el vestíbulo. Los llama por sus nombres, serena y quietamente—: Traed al señor Charles a la casa. »Lo subieron hasta el cuarto que ella había mantenido a punto durante cuatro años; lo tendieron, con botas y todo lo demás, en la cama fresca; a él, que había muerto por el último disparo de la guerra. Judith subió tras ellos las escaleras, con el semblante quieto, sereno, frío. Entró en el cuarto, mandó fuera a los negros y cerró con llave la puerta. A la mañana siguiente, cuando salió del cuarto, su semblante seguía exactamente igual que cuando entró. Y a la mañana siguiente Henry había partido. Salió a caballo en la noche, y nadie que conoció su cara lo volvió a ver jamás. —¿Y cuál de ellos es el fantasma? —dije. Don me miró. —Ya no llevas la cuenta de los santos, ¿verdad? —No —dije—. Ya no llevo la cuenta. —No sé quién es el fantasma. El coronel volvió a casa y murió en el 70, y Judith lo enterró junto a su madre y a su esposo, y la negra, la abuela (no la de más edad, la que también se llama Sutpen), que era ya mayorcita entonces, me contó que, quince años después, sucedió algo más en aquella gran casa en decadencia. Me contó que Judith vivía en ella sola, atareada siempre por la casa con un viejo vestido que sólo el populacho osaría usar, criando pollos que le ocupaban desde antes del alba hasta después del anochecer. Lo contó según lo

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recordaba; se despertó un amanecer sobre su camastro de la cabaña y vio a su madre, vestida, encorvada sobre el hogar, avivando el fuego. Su madre le dijo que se levantara y se vistiera; y me contó cómo subieron hasta la casa a la luz del alba. Me dijo que ya sabía lo que había sucedido, antes incluso de llegar a la casa y encontrar a una mujer y dos hombres negros de otra familia que vivía a tres millas; estaban los tres en el vestíbulo, y ponían los ojos en blanco en la penumbra. Me contó cómo, a lo largo de todo el día, la casa parecía susurrar: «Chssssss. La señorita Judith. La señorita Judith. Chssssss.» »Me contó que, entre recado y recado, se agazapaba en el vestíbulo, escuchando a los negros que se movían arriba, que se movían en torno a la fosa. Estaba ya cavada; la húmeda y fresca tierra levantada y apilada en terrones que se iban secando lentamente a medida que ascendía el sol. Y me contó el lento arrastrar de pies que bajaban las escaleras (estaba escondida entonces en un lavabo situado bajo las escaleras); oía las pisadas lentas que se movían arriba, que salían por la puerta y cesaban. Pero ni siquiera entonces salió de su escondite. Era avanzada la tarde cuando salió y se encontró encerrada en la casa vacía. Trataba de salir de la casa cuando oyó el sonido, arriba, y empezó a gritar y correr de un lado para otro. Dijo que no sabía lo que quería hacer. Dijo que corrió sin parar por el oscuro vestíbulo, hasta que tropezó con algo cerca de la escalera y cayó al suelo, gritando, y que entonces, mientras yacía de espaldas debajo del hueco de la escalera, gritando, vio en el aire, sobre su cara, una cabeza invertida. Lo primero que recordaba después de esto, contó, era que despertaba en la cabaña y era de noche, y que su madre estaba en pie junto a ella. »—Lo soñaste —dijo la madre—. Lo de esa casa pertenece a esa casa. Lo soñaste, ¿me oyes, negra? —Y así los negros de los alrededores se han hecho con un fantasma de carne y hueso —dije—. Sostienen que Judith no está muerta, ¿no? —Te olvidas de la tumba —dijo Don—. Puedes verla allí, junto a las otras tres. —De acuerdo —dije—. Además están aquellos negros que la vieron muerta. —Ah —dijo Don—. Nadie más que la vieja vio a Judith muerta. La amortajó ella misma. No permitió que nadie entrara hasta que el cadáver estuvo dentro del ataúd cerrado. Pero aún hay más. Más que un asunto de negros. —Me miró—. También de blancos. Es una buena casa, lo sigue siendo. El interior está en buen estado. Desde hace cuarenta años cualquiera podía haberse quedado con ella en cualquier momento pagando los impuestos. Pero aún hay algo más. —Me miró—. Hay un perro. —¿Y qué? —Es un perro policía. De la misma raza que los que el coronel Sutpen se había traído de Europa y que el que Henry tenía en la universidad... —... y que lleva cuarenta años en la casa esperando a que vuelva Henry. Eso nos pone empatados otra vez. Así que si me compras el billete de vuelta, te perdono lo del telegrama. —No me refiero al mismo perro. El perro de Henry aulló por la casa durante un tiempo cuando su amo partió aquella noche; luego murió, y su hijo ya era viejo cuando el entierro de Judith. De poco lo echa a perder. Tuvieron que apartarlo con palos de la tumba, pues quería escarbar en ella. Era el último de la estirpe, y

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se quedó allí, rondando por la casa, aullando. No permitía que nadie se acercara a la casa. La gente solía verlo cazando por el bosque, demacrado como un lobo, y de cuando en cuando aullaba durante largo rato en la noche. Pero ya era viejo entonces, al cabo de un tiempo no podía alejarse mucho de la casa, e imagino que había mucha gente esperando que se muriera para subir a echar una ojeada a la mansión. Así, un día un hombre blanco encontró al perro muerto en una zanja (había bajado en busca de comida y no había tenido fuerzas para salir de ella), y pensó: «Ésta es la mía.» Había llegado casi al porche cuando a un costado de la casa apareció un perro policía. Quizá el hombre se quedó mirándolo unos instantes con una especie de hórrido y ultrajado asombro, y al cabo decidió que no era un fantasma y trepó a un árbol. Permaneció allí arriba tres horas, gritando; llegó al fin la vieja negra y retiró al perro y le dijo al hombre que se marchara y no volviera. —Está muy bien —dije—. Me gusta esa pincelada del fantasma del perro. Apuesto a que el fantasma de Sutpen tiene también un caballo. ¿Y no te han hablado por casualidad del fantasma de una damajuana? —Aquel perro no era un fantasma. Pregúntale al tipo aquel. Porque ese perro también murió. Y otro perro ocupó su lugar. La gente veía cómo, uno tras otro, los perros envejecían y morían, y, tan pronto como encontraban a uno muerto, a un costado de la casa aparecía otro cargando fogoso y a la carrera contra los intrusos, como si alguien con una varita mágica u otro artilugio hubiera golpeado la piedra angular del edificio. Y yo he visto al actual. No es un fantasma. —Un perro —dije—. Una casa encantada que produce perros policía como ciruelas en los arbustos. —Nos miramos—. Y la más vieja de las negras logró que se retirara. Y lleva también el nombre de Sutpen. ¿Quién crees que vive en la casa? —¿Y tú quién crees que vive? —Judith no. La enterraron. —Enterraron algo. —Pero ¿por qué iba a querer ella que la gente pensase que había muerto si no era así? —Ésa es la razón por la que te llamé. Eres tú quien debe descubrirlo. —¿Cómo? —Ve y mira. Sube hasta la casa y entra y grita: «¡Hola! ¿Hay alguien dentro?» Así es como lo hacen en la región. —Oh, ¿sí? —Claro. Así mismo. Es muy fácil. —Oh, sí. —Claro —dijo Don—. A los perros les gustas, y no crees en aparecidos. Tú mismo lo dijiste. Así que hice lo que Don me dijo. Fui y entré en la casa. Y yo tenía razón y Don tenía razón. Aquel perro era un perro de carne y hueso y aquel fantasma era un fantasma de carne y hueso. Había vivido en la casa por espacio de cuarenta años, y la vieja negra lo había alimentado, y nadie había advertido su existencia.

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III Mientras estaba en oscuridad, en medio de una maraña de frondosos árboles de Júpiter, bajo una ventana con los postigos echados, pensaba: «Sólo tengo que entrar en la casa. Entonces ella me oirá, y llamará. Dirá “¿Eres tú?”, y llamará a la vieja negra por su nombre. Y así me enteraré también del nombre de la vieja». Eso es lo que pensaba mientras estaba allí de pie junto a la casa oscura, en la oscuridad, escuchando cómo el trote del perro se alejaba más y más hacia el riachuelo que corría entre los pastos. Permanecía, pues, en medio de la tupida vegetación del viejo jardín, al lado del amenazador y desconchado muro de la casa, pensando en el trivial asunto del nombre de la vieja. Más allá del jardín, más allá de los pastos, divisé una luz en la cabaña donde aquella tarde había visto a la vieja negra, que fumaba sentada en una silla atada con alambres, al lado de la puerta. —Usted se llama también Sutpen —dije. Ella se quitó la pipa de la boca. —¿Y su nombre cuál es? Se lo dije. Me miró mientras fumaba. Era increíblemente vieja: una mujer pequeña, con una miríada de arrugas en la cara color de café claro y tan inmóvil y fría como el granito. Sus rasgos no eran negroides; sus facciones eran demasiado frías, demasiado implacables, y de pronto pensé: «Es sangre india. En parte india y en parte Sutpen, espíritu y carne. No es extraño que a Judith le haya bastado con ella estos cuarenta años.» Inmóvil como el granito, tan fría como el granito. Llevaba un pulcro vestido de calicó y un delantal. Tenía la mano vendada con un trapo blanco y limpio. Y los pies desnudos. Le dije a qué me dedicaba, mi profesión, y ella avivaba la pipa y me miraba con ojos carentes por completo de blanco, como una máscara en la que las cuencas hubieran sido groseramente abiertas y los ojos olvidados. —¿Un qué? —dijo. —Un escritor. Alguien que escribe cosas para los periódicos y similares. Gruñó. —Conozco a esa gente. —Gruñó de nuevo en torno a la boquilla de la pipa, sin dejar de chupar, hablando en forma de humo, moldeando las palabras en humo para que los ojos las oyeran—. Conozco a esa gente. No es usted el primer periodista con quien hemos tenido tratos. —¿No? ¿Cuándo...? Siguió chupando, sin mirarme. —Aunque no demasiados tratos. No, por lo menos, desde que el amo Henry fue a la ciudad y lo azotó y lo sacó a latigazos de su oficina, hasta la calle, enroscándolo con el látigo como a un perro. —Siguió fumando, con la pipa en una mano no mayor que la mano de una muñeca—. ¿Así que por escribir en los periódicos cree que tiene licencia para venir a entrometerse en la casa del coronel Sutpen? —Ya no es la casa del coronel Sutpen. Ahora pertenece al Estado. A todo el mundo. —¿Por qué razón?

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—Porque hace cuarenta años que no se han pagado los impuestos. ¿Sabe lo que son los impuestos? Siguió fumando. No me miraba. Pero resultaba difícil precisar qué es lo que estaba mirando. Al cabo supe lo que estaba mirando. Extendió el brazo; con la boquilla de la pipa apuntó hacia la casa, hacia los pastos. —Mire allí —dijo—. Mire lo que sube por el pasto. Era el perro. Grande como un ternero: grande, salvaje, solitario sin conciencia de su condición de solitario, como la casa misma. —Él no pertenece a ningún Estado. Vaya y compruébelo. —Oh, el perro. Puedo burlar al perro. —¿Cómo lo hará? —Puedo hacerlo. Volvió a fumar. —Vuelva a sus ocupaciones, joven caballero blanco. Apártese de lo que no le concierne. —Puedo burlar a ese perro. Pero si usted me contara lo que quiero saber, no tendría que hacerlo. —Primero acérquese al perro. Luego veremos si le cuento o no. —¿Es un reto? —Usted burle al perro. —De acuerdo —dije—. Lo haré. Me volví y fui hasta el camino. Sentía su mirada. No miré hacia atrás. Subí por el camino. Y entonces me llamó; su voz era fuerte y —como había dicho Don— podía llegar a una milla de distancia sin alzarla por completo. Me volví. Seguía sentada en la silla, pequeña como una gran muñeca, y agitaba el brazo, la pipa, en dirección a mí. —¡Váyase de aquí y no vuelva! —gritó—. Siga su camino y váyase. Pensaba en todo esto mientras permanecía al lado de la casa, oyendo al perro. Burlarlo había sido fácil: cuestión de encontrar el riachuelo, y de una tajada de carne de vaca cruda doblada sobre medio bote lleno de pimienta. Y allí estaba, a punto de consumar el allanamiento con fractura, pensando en la banalidad del nombre de una negra vieja. Estaba un tanto nervioso; no era demasiado viejo para aquello. No tan viejo, salvo en la medida en que el umbral de la aventura bien pudiera privarme de mi sano juicio, pues ni siquiera me había pasado por la imaginación el hecho de que alguien que había vivido escondido en una casa durante cuarenta años, que tan sólo sale por la noche a respirar aire fresco y cuya presencia es sólo conocida por otro ser humano y un perro, al escuchar un ruido en la casa, no necesitaría gritar: «¿Eres tú?» Así que cuando me encontré al fin en el oscuro vestíbulo, al pie de las escaleras en donde cuarenta años atrás una muchacha negra, tendida de espaldas en el suelo y gritando, había visto sobre ella, en el aire, la cara invertida, y seguí sin oír ruido alguno ni voz que dijera «¿Eres tú?», me sentí casi al borde de la exasperación. Era así de joven. Permanecí allí un rato, hasta que caí en la cuenta de que me dolían los globos de los ojos, pensando: «¿Qué voy a hacer ahora? El fantasma estará dormido. De modo que no voy a despertarla.» Entonces oí el ruido. Era en algún lugar de la parte trasera de la casa, en la planta baja. Y me sentí enardecido, reivindicado. Me imaginé hablando con Don,

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y diciéndole: «¡Te lo dije! Te lo dije desde el principio.» Quizá me había hipnotizado a mí mismo y me hallaba aún en el reflujo de tal estado, pues imagino que el intelecto había reconocido ya aquel ruido: el de una llave que entraba dificultosamente en una cerradura agarrotada; alguien estaba entrando en la casa por la puerta trasera, de forma lógicamente humana y con una llave lógica. Y supongo que el intelecto sabía quién era quien entraba, pues recordaba que el fragor del perro que corría hacia el arroyuelo tenía por fuerza que haber llegado también a la cabaña. Sea como fuere, seguí allí envuelto en la negrura de pez, y la oí entrar en el vestíbulo desde atrás, moviéndose sin prisa aunque con seguridad, como se movería un pez ciego entre las rocas ciegas de un pozo ciego de una cueva. Y entonces habló, sosegadamente, no en alta voz, aunque tampoco en voz baja: —Así que burló usted al perro. —Sí —susurré. Ella siguió andando, invisible. —Se lo advertí —dijo—. Le advertí que no se entrometiera en lo que no le concierne. ¿Qué les han hecho a usted y a los otros? —Chsss... —susurré—. Si ella no me ha oído aún, a lo mejor puedo salir de la casa. Puede que no llegue a saber... —Él no va a oírle. Aunque lo oyera, a él le tendría sin cuidado. —¿Él? —dije. —¿Salir de casa? —dijo ella. Siguió avanzando—. Ha ido usted muy lejos. Le advertí que no lo hiciera, pero usted tuvo que hacerlo. Ahora es demasiado tarde para retirarse. —¿Él? —dije—. ¿Él? —Pasó a mi lado sin tocarme. Oí cómo empezaba a subir las escaleras. Me volví hacia el sonido, como si pudiera verla—. ¿Qué quiere que haga? Ella no se detuvo. —¿Hacer? Ya ha hecho demasiado. Le advertí que no lo hiciera. Pero su joven cabeza es dura como la de una mula. Venga conmigo. —No. Yo... —Venga conmigo. Tuvo su oportunidad y la desaprovechó. Ahora adelante. Subimos las escaleras. Ella iba delante, segura e invisible. Y me apoyaba en la barandilla, tanteaba el camino, me dolían los globos de los ojos; de pronto tropecé con ella, que se había detenido, y permanecí inmóvil. —Ya hemos llegado arriba —dijo—. Aquí ya no podrá tropezar con nada. La seguí de nuevo, volví a avanzar tras el blando sonido de sus pies desnudos. Toqué una pared y oí el chasquido de una puerta y sentí que se entreabría hacia dentro, y nos golpeó una vaharada de aire viciado y fétido y cálido como el de un horno: un olor de carne vieja, un aposento cerrado. Y me llegó el olor de algo más. De algo que no identifiqué en aquel momento sino luego, cuando ella cerró la puerta y encendió una cerilla y la acercó a una vela colocada verticalmente sobre un plato de porcelana. Vi cómo la vela se encendía, y me pregunté quietamente, en aquel instante en suspensión del raciocinio, cómo era posible que llegara a arder, a cobrar vida en aquella estancia muerta, en aquel aire de tumba. Luego miré el cuarto, la cama, y avancé y me situé junto a la cama, rodeado de aquel olor a carne rancia y sin lavar y a muerte que al principio no

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supe identificar. La mujer llevó la vela hasta la cama y la puso sobre la mesa. Sobre ésta había otro objeto, una caja plana de metal. «Vaya, la fotografía — pensé—. La fotografía de Judith que Charles Bon llevó a la guerra y se trajo consigo al volver». Entonces miré al hombre que yacía en la cama —la cabeza consumida, pálida, como una calavera, rodeada de largo y despeinado cabello del mismo color marfileño y de una barba que le llegaba casi hasta la cintura—, con una camisa de dormir sucia y amarillenta, sobre sucias y amarillentas sábanas. Tenía la boca abierta, y respiraba a través de ella lenta, apacible, débilmente, sin agitar apenas la barba. Sus párpados, cerrados, eran tan finos que parecían trozos de papel de seda humedecido pegados sobre la córnea. Miré a la mujer. Se había acercado. Nuestras sombras, a la espalda, se cernían encogidas en lo alto de la pared desconchada y de un color como de pescado. —Dios mío —dije—. ¿Quién es? Y ella habló sin agitación alguna, sin movimiento visible de su boca, con aquella voz ni alzada ni apagada: —Es Henry Sutpen —dijo.

IV Estábamos de nuevo abajo, en la cocina oscura. De pie, uno frente a otro. —Y va a morir —dije—. ¿Cuánto tiempo lleva así? —Como una semana. Solía pasear por la noche con el perro. Pero hace aproximadamente una semana me desperté de noche y oí aullar al perro y me vestí y subí hasta aquí y lo encontré tumbado en el jardín, y el perro estaba junto a él, aullando. Y lo metí en la casa y lo acosté en esa cama y no se ha movido desde entonces. —¿Lo acostó? ¿Quiere decir que lo metió en casa y subió con él las escaleras usted sola? —Metí a Judith en el ataúd yo sola. Él ya no pesa nada ahora. Y también voy a meterlo en su ataúd yo sola. —Dios sabe que va a ser muy pronto —dije—. ¿Por qué no avisa a un médico? Gruñó; oí su voz no más arriba de mi cintura. —Él es el cuarto que va a morir en esta casa sin necesidad de médicos. Me arreglé con los otros tres. Calculo que podré arreglarme también con éste. Y entonces, allí en la oscura cocina, empezó a contarme, mientras Henry Sutpen moría apaciblemente arriba, en aquel sucio aposento, ignorado por los hombres, incluido él mismo. —Tenía que apartarlo de mi mente. Llevo ya mucho tiempo soportando esta carga, y ahora voy a soltarla. Escuché de nuevo la historia de Henry y Charles Bon, que fueron como hermanos hasta aquel segundo verano en que Henry fue invitado por Charles a su casa. Y cómo Henry, que debía estar fuera tres meses, volvió a casa a las tres semanas, pues había descubierto Aquello.

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—¿Descubierto qué? —dije. La cocina estaba oscura. La única ventana era un pálido cuadrado en la oscuridad estival que se alzaba sobre la tupida maraña del jardín. Afuera, algo se movía bajo la ventana, algo de grandes y blandas patas; entonces el perro ladró una vez. Luego volvió a ladrar, ahora desatadamente. Pensé con calma: «Ya no me queda carne ni pimienta. Estoy dentro de la casa y no puedo salir.» La vieja se movió; se dibujó la silueta de su torso en la ventana. —Calla —dijo. El perro calló unos instantes; luego, cuando la mujer se apartó de la ventana, volvió a ladrar con ladrido frenético, hondo, salvaje, retumbante. Fui hasta la ventana. —Calla —dije, sin alzar la voz—. Calla, muchacho. Quieto. Calló; el ruido débil, blando y voluminoso de sus patas cedió y cesó. Me volví. La mujer era invisible otra vez. —¿Qué sucedió en Nueva Orleans? —dije. No respondió de inmediato. Estaba absolutamente silenciosa; ni siquiera la oía respirar. Luego, del silencio sin aliento, me llegó su voz. —Charles Bon tenía ya esposa. —Oh —dije—. Tenía ya esposa. Entiendo. Así que... Y habló, no exactamente con más rapidez. No sabría cómo expresarlo. Era como si un tren que se desliza por el raíl, no a gran velocidad, y sin embargo un pasajero descarrila: algo así sucedió al contarme cómo Henry le brindó a Charles una oportunidad. Oportunidad para qué, para hacer qué: nunca quedó bien claro. No pudo ser para conseguir el divorcio; la vieja me contó que las ulteriores acciones de Henry mostraban que no pudo conocer la existencia de un matrimonio real entre ambos hasta mucho después, acaso en tiempo bélico o acaso al final mismo de la guerra. Al parecer, en el asunto de Nueva Orleans existía algo —al menos para Henry— aún más ignominioso de lo que pudiera haberlo sido el asunto del divorcio. Pero ella no quiso decirme de qué se trataba. —No necesita saberlo —dijo—. Ya no tiene importancia. Judith está muerta y Charles Bon está muerto y pienso que también ella está ya muerta en Nueva Orleans, pese a sus vestidos de encaje y a sus sinuosos abanicos y a los negros a su servicio; pero imagino que allí las cosas son diferentes. Imagino que Henry se lo dijo así en su momento a Charles Bon. Y ahora Henry pronto dejará de estar entre los vivos, así que ya no importa. —¿Cree que Henry morirá esta noche? Su voz llegó desde la oscuridad, apenas desde la altura de mi cintura: —Si el Señor así lo quiere. Henry, pues, le dio a Charles Bon una oportunidad. Y Charles Bon no la tomó. —¿Por qué no les dijo Henry a Judith y a su padre de qué se trataba? —dije— . Si para él era razón de peso suficiente, también habría de serlo para ellos. —¿Iba Henry a decir a los de su sangre, a menos que no hubiera más remedio que decírselo, lo que no voy a decirle yo a usted, un extraño? ¿No le estoy precisamente contando cómo Henry intentó otros medios antes? ¿Y cómo Charles Bon le mintió? —¿Le mintió?

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—Charles Bon le mintió a Henry Sutpen. Henry le dijo a Charles Bon que aquellas cosas no se daban entre los Sutpen, y Charles Bon le mintió a Henry. ¿Cree que si Charles Bon no le hubiera mentido a Henry, le habría permitido Henry que se casara con su hermana? Charles Bon le mintió a Henry antes de aquella mañana de Navidad. Y luego volvió a mentirle después de aquella mañana de Navidad; de otra forma, Henry nunca hubiera permitido que Charles Bon se casara con Judith. —¿Cómo le mintió? —¿No le acabo de decir que Henry descubrió aquello en Nueva Orleans? Lo más probable es que Charles Bon le llevara a Henry a verla, mostrándole así los usos de Nueva Orleans, y que Henry le dijera a Charles Bon: «Eso no se da entre los Sutpen.» Pero yo seguía sin entenderlo. Si Henry no sabía que estaban casados, su actitud le hace parecer como bastante mojigato. Pero quizá hoy día no podamos ya entender a la gente de aquel tiempo. Quizá por ello sus actos, transmitidos tanto por escrito como oralmente, tengan para nosotros cierta calidad grandilocuente aunque valerosa, galante aunque un tanto absurda. Pero tampoco era eso. Había algo más que la mera relación entre Charles y aquella mujer; algo que la vieja no me había dicho y que, como me había anunciado, no me diría, y que yo sabía que no lo haría a causa de cierto sentido del honor o del orgullo; y pensé con calma: «Ahora ya nunca lo sabré. Y sin eso, la historia entera carece de sentido; así que estoy perdiendo el tiempo.» Pero, en cualquier caso, había un punto que iba haciéndose más claro, de forma que cuando la vieja me hubo contado cómo Henry y Charles se fueron a la guerra al parecer en buena concordia, y cómo Judith, con su anillo de boda de una hora, se había hecho cargo de la hacienda y enterrado a su madre y conservado la casa lista para la vuelta de su marido, y cómo supieron del final de la guerra y que Charles Bon estaba a salvo, y cómo dos días después Henry trajo el cuerpo de Charles en el carro, sin vida, muerto por el último disparo de la guerra, dije: —¿El último disparo disparado por quién? Ella no contestó de inmediato. Estaba absolutamente inmóvil. Se me antojó que podía verla: inmóvil, con la cabeza un poco baja, aquella cara estática, inmutable, fría, implacable, contenida. —Me pregunto cómo averiguó Henry que Charles y la mujer estaban casados —dije. Tampoco respondió a esta pregunta. Y luego volvió a hablar, con voz uniforme y fría, de cuando Henry trajo a Charles a casa y lo subieron al cuarto que Judith le tenía preparado, y de cómo ella mandó afuera a todo el mundo y cerró la puerta con llave, encerrándose con su marido muerto y la fotografía. Cómo ella —la negra, que se pasó la noche en una silla en el vestíbulo principal— oyó una vez aquella noche un golpeteo arriba, en el cuarto, y cómo, cuando Judith salió de él a la mañana siguiente, tenía el semblante idéntico a cuando cerró la puerta a su espalda. —Luego me llamó y fui y entré y metimos el cuerpo en el ataúd, y cogí la caja de la fotografía de encima de la mesa y dije: «¿Quiere que la metamos dentro, señorita?», y ella dijo: «No la dejaré ahí dentro», y vi cómo cogía el atizador y

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golpeaba la cerradura de la caja cerrada hasta el punto de que no pudiera abrirse nunca. »Lo enterramos aquel mismo día. Al día siguiente llevé la carta a la ciudad para ponerla en el tren... —¿Para quién era la carta? —No lo sabía. No sé leer. Lo único que sabía era que iba destinada a Nueva Orleans, porque conocía los trazos que significaban Nueva Orleans, pues solía llevar al correo las cartas que ella le escribía a Charles Bon antes de la guerra, antes de que se casaran. —A Nueva Orleans —dije—. ¿Cómo supo Judith dónde vivía la mujer? —Y luego dije—: ¿Había...? En la carta había dinero. —Entonces no. Entonces no teníamos dinero. Nunca tuvimos dinero para mandar hasta más tarde, cuando el coronel volvió a casa y murió y lo enterramos, y Judith compró pollos para criar, para vender las gallinas y los huevos. Entonces pudo enviar dinero en las cartas. —¿Y la mujer aceptó el dinero? ¿Lo aceptó? La vieja lanzó un gruñido. —Lo aceptó. —Siguió hablando con voz tan fría y monótona como aceite que fluye—: Y entonces, un día, Judith dijo: «Vamos a preparar la habitación del señor Charles.» «¿Prepararla con qué?», dije yo. «Haremos lo que podamos», dijo ella. Así que preparamos el cuarto, y al cabo de una semana el carro fue a la ciudad a esperar el tren, y volvió con aquella mujer de Nueva Orleans. Venía lleno de baúles, y ella llevaba aquel abanico y aquel paraguas de mosquitera sobre la cabeza, y la acompañaba una mujer negra, y no le gustó una pizca lo del carro. «No estoy acostumbrada a ir en carros», dijo. Y Judith la esperaba en el porche con un viejo vestido, y ella bajándose del carro con todos aquellos baúles y la mujer negra y el chico... —¿El chico? —El hijo de ella y de Charles Bon. Tenía unos nueve años. Y tan pronto como la vi lo comprendí, y tan pronto como Judith la vio también lo comprendió. —¿Comprender qué? —dije—. Pero ¿qué es lo que pasaba con esa mujer? —Usted oirá lo que yo le diga. Lo que no le diga no va a oírlo. —Hablaba con calma, invisible, fría—. No se quedó mucho tiempo. Nunca le gustó esto. No había nada que hacer ni nadie a quien ver. No se levantaba hasta el almuerzo. Entonces bajaba y se sentaba en el porche con uno de esos vestidos que traía en los baúles, y se abanicaba y bostezaba, mientras Judith, con un viejo vestido no mejor que los míos, trabajaba en la parte trasera de la casa desde el alba. »No se quedó mucho tiempo. Únicamente, creo, hasta que hubo usado uno por uno y una vez todos los vestidos de los baúles. Solía decirle a Judith cómo debía llevar la casa, y que debía tener más negros para no tener que molestarse ella misma con las gallinas, y tocaba el piano. Pero tampoco esto la satisfacía, porque no estaba bien afinado. El primer día fue a la tumba de Charles Bon, con aquel abanico y aquel paraguas incapaz de proteger a nadie de la lluvia, y volvió llorando con un pañuelo de encaje y se echó en la cama y la negra le frotaba la cabeza con una medicina. Pero a la hora de la cena bajó con otro vestido y dijo que no entendía como Judith soportaba este lugar y tocó el piano y volvió a llorar, hablándole a Judith de Charles Bon como si Judith no lo hubiera visto en su vida.

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—¿Quiere decir que no sabía que Judith y Charles también se habían casado? No respondió. Sentí que me miraba con una suerte de frío desdén. Siguió hablando: —Al principio lloró mucho por Charles Bon. Solía vestirse de tiros largos por la tarde, y se iba a pasear hasta el terreno de las tumbas, con el paraguas y el abanico, y el chico y la negra iban detrás con frascos de sales y una almohadilla, para que pudiera sentarse al lado de la tumba, y de vez en cuando lloraba por Charles en la casa y se echaba casi encima de Judith, y Judith allí sentada, tan tiesa como el coronel y con la misma cara que cuando salió del cuarto de Charles Bon aquella mañana, y al final ella dejaba de llorar y se ponía polvos en la cara y tocaba el piano y le contaba a Judith lo que hacían en Nueva Orleans para divertirse, y le decía que debía vender esta vieja hacienda e irse a vivir a Nueva Orleans. »Y un día se marchó, sentada en el carro con uno de esos vestidos también como de mosquitera, y con el paraguas, y lloró un rato en el pañuelo, y luego lo agitó hacia Judith, que estaba de pie en el porche con su viejo vestido, y por fin el carro se perdió de vista. Entonces Judith me miró y dijo: “Raby, estoy cansada. Estoy horriblemente cansada”. »Y yo también estoy cansada. He llevado esto dentro mucho tiempo. Pero entonces teníamos que cuidar de las gallinas para poder mandar el dinero en la carta de cada mes... —¿Y seguía aceptando el dinero? ¿Incluso después de venir y ver la situación, seguía aceptándolo? ¿Y Judith, después de haber visto también, seguía enviándolo? La vieja respondió inmediata y bruscamente, sin alzar el tono: —¿Quién es usted para poner en tela de juicio el proceder de un Sutpen? —Lo siento. ¿Cuándo volvió a casa Henry? —Un día, nada más marcharse la mujer, llevé dos cartas al tren. Una de ellas llevaba escrito Henry Sutpen. Lo sé porque también conozco los trazos de ese nombre. —Ah, Judith sabía dónde estaba Henry. Y le escribió después de ver a la mujer. ¿Por qué esperó hasta entonces para hacerlo? —¿No le he dicho que Judith lo comprendió en cuanto vio a aquella mujer, lo mismo que lo comprendí yo al verla? —Pero no me ha dicho qué es lo que comprendió. ¿Qué es lo que sucede con esa mujer? ¿No lo entiende? Si no me cuenta ese punto, la historia carece de sentido. —Bastante sentido tiene ya el que yo haya puesto a tres personas en su tumba. ¿Qué más sentido quiere usted? —Está bien —dije—. Y entonces Henry vino a casa. —No en seguida. Un día, aproximadamente un año después de la visita de la mujer, Judith me dio otra carta con el nombre de Henry Sutpen. Con el sobre y todo en orden, lista para mandarla en el tren. «Ya sabrás cuándo enviarla», dijo Judith. Y yo le dije que cuando llegara el momento lo sabría. Y el momento llegó y Judith me dijo: «Creo que puedes enviarla ya.» Y yo le dije: «La he mandando hace tres días.»

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»Y cuatro noches después Henry llegó a caballo y fuimos hasta la cama de Judith y Judith dijo: “Henry. Henry, estoy cansada. Estoy tan cansada, Henry”. Y no necesitamos médico ni predicador ninguno, y ahora no voy a necesitar tampoco ni médico ni predicador. —Y Henry ha estado aquí cuarenta años, escondido en la casa. Dios mío. —Cuarenta años más de lo que cualquiera de los demás vivió en ella. Era un hombre joven entonces, y cuando uno tras otro los perros se hacían viejos, él partía por la noche y estaba fuera dos días y volvía también de noche y traía un perro idéntico a los otros. Pero ahora ya no es joven, y la última vez fui yo misma a buscar un perro nuevo. Pero ya no va a necesitar más perros. Yo tampoco soy ya joven, y me iré también pronto. Porque yo, como Judith, también estoy cansada. La cocina estaba apacible, silenciosa, en total oscuridad afuera, la medianoche estival estaba llena de insectos. En alguna parte cantó un sinsonte. —¿Por qué ha hecho todo esto por Henry Sutpen? ¿No tenía usted su propia vida que vivir, su propia familia que criar? Habló, y su voz no me llegaba a la cintura, una voz serena y uniforme: —Henry Sutpen es mi hermano.

V Estábamos de pie en la cocina oscura. —Así pues, no vivirá hasta mañana. Y nadie más que usted en la casa. —Antes de él, me he bastado a mí misma con tres de ellos. —Quizá sea mejor que me quede yo también. Por si acaso... Su voz me llegó llana, inmediata: —¿Por si acaso qué? —No contesté. No oía su respiración en absoluto—. Me he bastado con mucho con tres de ellos. No necesito ayuda. Ahora ya tiene la información. Váyase de aquí y escriba su artículo en el periódico. —Puedo no escribir ni una letra. —Apuesto a que, si Henry Sutpen estuviera en su sano juicio y aún tuviera su fuerza, no lo haría. Si yo subiera arriba y le dijera: «Henry Sutpen, ahí hay un hombre que va a escribir en los periódicos sobre ti y tu padre y tu hermana», ¿qué piensa que él haría? —No lo sé. ¿Qué haría? —No importa. Ahora usted ya ha oído la historia. Váyase de aquí. Deje morir en paz a Henry Sutpen. Eso es todo lo que puede hacer por él. —Tal vez eso es lo que haría: únicamente decirme: «Déjeme morir en paz.» —Eso es lo que estoy haciendo al fin y al cabo. Váyase de aquí. Así que eso es lo que hice. Ella llamó al perro a la ventana de la cocina, y oí cómo le hablaba suavemente mientras yo me deslizaba afuera por la puerta principal y bajaba por el camino de entrada. Temí que el perro apareciera por una esquina de la casa y me persiguiera y me obligara a subirme a un árbol, pero no lo hizo. Tal vez fue eso lo que me decidió. O quizá fuera simplemente ese mecanismo que el hombre emplea para justificar el entrometerse en los asuntos

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humanos. Sea como fuere, me detuve en donde la puerta de hierro herrumbrosa y ya sin goznes que daba paso al camino, y me quedé allí un rato, en la apacible e innumerable medianoche del estío rural. La lámpara de la cabaña estaba ya apagada, y la propia casa era invisible más allá del camino de entrada abovedado por los cedros, que la ocultaban alzando su tupida maraña sobre el cielo. Nada se oía salvo a los insectos de cadencia argentina entre las hierbas, y al estúpido sinsonte. Así que volví a enfilar el camino de entrada hacia la casa. Temí de nuevo que el perro apareciera por una esquina de la casa, ladrando. «Y entonces ella sabrá que no he jugado limpio —pensé—. Se dará cuenta de que le he mentido como Charles Bon mintió a Henry Sutpen». Pero el perro no apareció. No hasta después de que hubiera tenido tiempo de sentarme un rato en el escalón superior del porche, con la espalda apoyada en una columna. Y entonces allí estaba: surgió sin ruido, sobre la tierra al pie de la escalinata, vago y amenazador, y me miraba. No hice ruido alguno, no me moví. Al rato se alejó, tan silencioso como había venido. Su sombra ejecutó un lento movimiento evanescente y desapareció. La quietud era perfecta. Había un tenue y constante gemido en lo alto de los cedros, y oía a los insectos y al sinsonte. Pronto fueron dos los sinsontes: se respondían el uno al otro, formaban coro, elevaban el tono gradualmente. Pronto los gimientes cedros, los insectos y los pájaros fueron el único y apacible sonido alojado dentro del cráneo en monótona miniatura, como si la tierra entera hubiera sido contraída y reducida al tamaño de una pelota de béisbol, en la que unas formas, difuminadas, entraran y salieran, emergieran desvaneciéndose y se desvanecieran emergiendo: —¿Y fuiste muerto por el último disparo de la guerra? —Así fui muerto. Sí. —¿Quién disparó el último disparo de la guerra? »Fue ése último disparo que disparaste en la guerra, Henry? —Disparé un último disparo en la guerra, sí. —Contabas con la guerra, y la guerra también te traicionó, ¿fue eso? »¿Fue eso, Henry? »¿Qué es lo que pasaba con esa mujer, Henry? Había algo que para ti era aún peor que el matrimonio. ¿El niño? Pero Raby dijo que el niño tenía nueve años después de que el coronel muriera en el setenta, de modo que debió nacer después del matrimonio de Charles y Judith. ¿Fue en eso en lo que te mintió Charles Bon? »¿Qué es lo que Judith comprendió y Raby comprendió tan pronto vieron a la mujer? —Sí. —Sí ¿qué? —Sí. —Oh. Y has vivido aquí escondido durante cuarenta años. —He vivido aquí cuarenta años. —¿Estabas en paz? —Estaba cansado. —Es lo mismo, ¿no es cierto? Tanto para ti como para Raby. —Lo mismo. Lo mismo que yo. También estoy cansada.

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—¿Por qué ha hecho todo esto por Henry Sutpen? —Era mi hermano.

VI Todo ello estalló como una caja de cerillas. Desperté con el hondo y salvaje atronar de los ladridos del perro sobre mi cabeza; sorteé al perro dando traspiés y corrí escalones abajo sin haber despertado por completo, o tal vez sin haber despertado en absoluto. Recuerdo las delgadas y melodiosas voces de los negros, que llegaban de lejos, de la cabaña más allá de los pastos, y entonces, medio dormido aún, me volví y vi la fachada de la casa iluminada por el fuego, los huecos hasta entonces ciegos de las ventanas, de forma que todo el frontis de la casa parecía inclinarse sobre mí, alto y alevoso, con salvaje y furiosa exaltación. El perro se lanzaba aullando contra la puerta principal cerrada; luego saltó del porche y corrió en dirección a la parte trasera de la casa. Corrí tras él; también yo estaba gritando. La cocina había desaparecido ya, y toda la trasera de la casa estaba en llamas, al igual que el tejado; las livianas tablillas, ha tanto tiempo secas, saltaban en el aire y ascendían en remolino como trozos de papel en llamas, consumiéndose en dirección al cenit como estrellas fugaces invertidas. Volví corriendo y sin dejar de gritar hacia la fachada de la casa. El perro me adelantó, ladrando ensordecedora y frenéticamente; mientras miraba las figuras de las mujeres negras que subían a la carrera por los pastos deslumbrados por el fuego, oí cómo el perro se arrojaba una y otra vez contra la puerta principal. Se acercaron las negras, las negras de las tres generaciones, con los ojos en blanco, con las abiertas bocas cavernosas y rosadas. —¡Están ahí dentro! ¡Os digo que están dentro! —decía yo a gritos—. Ella prendió fuego a la casa y están los dos ahí dentro. Me dijo que Henry Sutpen no viviría hasta mañana, pero yo no... Apenas podía oírme a mí mismo en medio del fragor, y durante cierto tiempo no logré oír en absoluto a las negras. Sólo veía sus bocas abiertas, sus ojos fijos y orlados de blanco. Entonces el fragor alcanzó ese punto en que se escapa al oído y se alza mudo y veloz hasta perderse, y me fue posible oír a las negras. Emitían un gemido largo, concertado, violento, acompasado, cuyo tono variaba armónicamente desde el tiple de las niñas hasta la voz de soprano de la mujer más vieja, hija de la mujer que estaba dentro de la casa en llamas; tal vez lo habían ensayado durante años, a la espera de aquel momento irrevocable y fuera del tiempo. Y entonces vimos en la casa a la mujer. Estábamos al pie del muro, mirando cómo las tablillas se desconchaban y derretían, haciendo desaparecer ventana tras ventana, y vimos a la vieja negra arriba, en una ventana. Surgió en medio del fuego y se apoyó un instante en la ventana, con las manos sobre el ardiente antepecho, no más grande que una muñeca y tan impenetrable como una efigie de bronce, serena, dinámica, meditabunda, en primer término del holocausto. Luego la casa entera pareció

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desplomarse, doblarse sobre sí misma, derretirse; el perro volvió a pasar, aunque esta vez sin aullar. Se situó frente a nosotros, y luego se volvió y se internó de un salto en la rugiente disolución de la casa, sin emitir sonido alguno, sin un grito. Creo haber dicho ya que el ruido había sobrepasado el límite del agraviado y ahíto oído. Permanecíamos allí, viendo cómo la casa se disolvía y licuaba y precipitaba hacia lo alto en mudo y furioso fuego escarlata, lamiendo y brincando entre las ardientes y salvajes ramas de los cedros, de suerte que ellos también, ardiendo y derritiéndose, se agitaban violentamente en remolino contra el cielo débilmente estrellado del estío.

VII Poco antes del alba empezó a llover. La lluvia llegó de prisa, sin relámpago ni trueno, y azotó con fuerza durante toda la mañana, lanceando las ruinas, de forma que sobre las lúgubres y aún enhiestas chimeneas y la madera carbonizada flotaba un grueso palio desplegado de vapor. Pero al cabo de cierto tiempo el vapor se dispersó y pudimos caminar entre las vigas y restos de tablas. Nos movíamos con cautela, sin embargo; las negras con prendas inclasificables para protegerse de la lluvia, en silencio ya, sin entonar cántico alguno, salvo la mujer más vieja, la abuela, que cantaba monótonamente un himno mientras iba de un lado para otro, deteniéndose de cuando en cuando para recoger algo del suelo. Fue ella quien encontró la fotografía de la caja de metal, la fotografía de Judith que había poseído Charles Bon. —Me la llevaré —dije. Me miró. Era un punto más oscura que su madre. Pero en su cara seguía, débilmente, la raza india; y seguía también la sangre de los Sutpen. —No creo que a mamá le gustara eso. Era muy particular en cuanto a lo que pertenecía a los Sutpen. —Hablé con ella anoche. Me contó la historia, me lo contó todo. No creo que haya problema. —Me miraba, observaba mi cara—. Te la compraré, entonces. —No puedo vender lo que no es mío. —Déjame mirarla, entonces. Te la devolveré. Hablé con ella anoche. No será nada incorrecto. Me la entregó. La caja se había fundido un tanto; la cerradura que Judith había cerrado a golpes para siempre se había reducido a una fina línea a lo largo de la juntura: podría abrirse tal vez con la hoja de un cuchillo. Pero fue precisa un hacha. La fotografía estaba intacta. Miré la cara y pensé tranquilamente, estúpidamente (somnoliento, empapado y sin haber desayunado, estaba un poco alelado); pensé tranquilamente: «Vaya, creía que era rubia. Me habían dicho que Judith era rubia...» Entonces desperté, volví a la vida. Miré con calma aquel rostro: suave, oval, sin mácula; la boca carnosa, llena, un tanto fláccida, los ojos ardientes, somnolientos, sigilosos, el pelo de tinta con su casi imperceptible aunque inequívoca tiesura: el sello trágico e indeleble de la sangre negra. La

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dedicatoria era en francés: A mon mari. Toujours. 12 Août 1860 (16). Y volví a mirar serenamente aquella malhadada y apasionada cara, con su calidad intensa y saciadora de pétalo de magnolia —la cara que inintencionadamente había destruido tres vidas—, y entendí entonces por qué el tutor de Charles Bon le había enviado a estudiar tan lejos, al norte de Mississippi, y qué era lo que para Henry Sutpen, fruto de generaciones, nacido ya con lo que era y lo que creía y lo que pensaba, era peor que el matrimonio y agravaba la bigamia hasta el punto de que la pistola era no sólo justificable sino inevitable. —Eso es todo lo que hay dentro —dijo la negra. Sacó la mano de debajo del abrigo militar caqui, cuajado y manchado de barro, que llevaba sobre los hombros. Cogió la fotografía. Posó la vista sobre ella una sola vez antes de guardarla: una mirada vacía o sombría, no sabría decirlo. No sabría decir tampoco si la mujer había visto anteriormente aquella cara o aquella fotografía, o si ni siquiera era consciente de no haber visto nunca ninguna de las dos—. Creo que será mejor que me quede yo con ella.

(16) A mi marido. Siempre. 12 de agosto de 1860.

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Retrato de Elmer

1 Elmer bebe cerveza en la terraza del Dome, con Angelo a su lado. A su lado también, pegada a la pierna, tiene una carpeta. Bastante nueva y bastante plana. Así, sentado entre los artistas, contempla el Boulevard Montparnasse y parece mirar a través del edificio de enfrente, gris y de tejado violeta y embutido con suficiencia en azulejo contra el cielo oscurecido, y dirige la mirada a París y a Francia y hacia la fría y agitada monotonía del propio Atlántico, de suerte que en aquel momento crepuscular y nostálgico contempla solitario y retrospectivamente aquel escenario tejano adonde la penosa y desinteresada ambición de su madre les había arrastrado implacable y finalmente a su resignado y estático padre y a él mismo, aún joven entonces y desgarbado y rubio, único de los hijos que vivía en el hogar, pensando en la Circunstancia como si se tratase de una entidad infatigable y estanca como el Departamento de Correos, tomando a la gente aquí y allá utilizándola o no, oscuramente, dejándola o no con diferida e impersonal eficiencia. Hace un comentario acerca de ello. Angelo aguarda su deleite con infatigable y atenta cortesía, como siempre, con ese espíritu de laissez-faire que rige su relación, y reivindica el mismo privilegio y replica en italiano. A Elmer esto le suena como si Angelo le estuviera haciendo la corte, y mientras el otoño y el crepúsculo ascienden gravemente en Montparnasse, Elmer está sentado, envuelto cálidamente por palabras que para él carecen por completo de sentido, y acaricia la cerveza cálida y mira a las chicas, de una excitante y normalizada uniformidad indumentaria y acompañadas de hombres con y sin barbas, y baja suave y tranquilamente la mano y toca fugazmente la carpeta, preguntándose quiénes son entre los hombres los pintores, y a continuación quiénes son los buenos pintores, mientras piensa Hodge, el artista. Hodge, el artista. El otoño y el crepúsculo ascienden gravemente en Montparnasse.

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Angelo, con su chaleco excesivo flanqueando en V el sucio y calidoscópico abultamiento de la corbata, ante una bebida violácea y poco densa, continúa formando los períodos de su discurso con pleno y exquisito olvido del hecho de que Elmer no sabe una palabra de italiano. Sus palabras, sin sentido alguno, parecen poseer un significado estético, apasionado e impersonal, de modo que al fin Elmer deja de pensar Hodge, el artista, y vuelve a mirar a Angelo con el viejo desaliento desvalido, y piensa: ¿Cómo interrumpir con su crudeza americana el inagotable flujo de amistad cortés y protectora de su amigo? Porque Angelo, con tacto afable que en opinión de Elmer ningún americano sería capaz de alcanzar jamás, ha establecido entre ellos una relación que ha ido mucho más allá y muy por encima de cualquier grosero asunto de dinero; y se ha instalado él mismo en la vida de Elmer con la sedosa afabilidad de un príncipe en una urbe de bárbaros. Y ahora, ¿qué hacer?, se pregunta Elmer. No puede seguir mucho tiempo más con Angelo mariposeando en torno a él. Allí, en París, él pronto empezará a conocer gente; pronto entrará en un estudio (de nuevo su mano toca ligera y fugazmente el cartapacio que tiene contra la pierna), cuando haya tenido el tiempo suficiente para aclimatarse y haya aprendido un poco más de francés, y piensa con rapidez. Sí. Sí. Eso es. Cuando haya aprendido un poco más de francés, de forma que pueda elegir el mejor y enseñar en él mi trabajo, pues ha de ser el mejor. Sí. Sí. Eso es. Además, podría tropezar con Myrtle en la calle cualquier día. Y ella sabría que Angelo y él eran inseparables y que debía depender de Angelo hasta para el acto mismo de comer. Ahora que ya están lejos de Venecia, del calabozo del Palazzo Ducale, no lamenta su encarcelamiento, pues tales cosas —la vida a lo vivo— son las que hacen al artista. Pero lamenta haber estado en la cárcel con Angelo, y a veces se sorprende a sí mismo lamentando, con ingratitud que —sabe— jamás será capaz de albergar Angelo, que Angelo haya logrado salir de ella. Y entonces súbita, esperanzadoramente piensa, de nuevo con secreta vergüenza: Quizá, después de todo, sería lo mejor. Myrtle sabrá cómo deshacerse de Angelo; y de lo que no hay duda es de que la señora Monson sabrá de sobra cómo hacerlo. La voz de Angelo concluye un suave período en su discurso. Pero ahora Elmer ni siquiera se pregunta qué es lo que está diciendo Angelo; vuelve a contemplar más allá del amasijo de frágiles mesas y de las apretadas hileras de cabezas y hombros, que beben a dos sexos y a cinco lenguas, la al parecer interminable multitud que por allí transita, y mira a las jovencitas blancas y suaves y cautelosas y estúpidas, de turbadores cuerpos que él debe suponer virginales, preguntándose por qué ciertas chicas le eligen a uno y otras no. Hubo un tiempo en que creyó que uno puede seducirlas; ahora no está tan seguro. Ahora cree que son ellas las que le eligen a uno cuando coincide que se encuentran en el estado de ánimo adecuado y coincide que uno se halla a mano. Pero sin duda se supone que uno aprende de la experiencia (en el sentido de infelicidades reales que uno padece comparadas con infelicidades posibles que no le alcanzan), si no el modo de alcanzar lo que desea, al menos la razón por la cual no lo ha alcanzado. Pero ¿quién quiere experiencia cuando puede obtener cualquier tipo de sucedáneo? Al diablo con la experiencia, piensa Elmer, ya que toda realidad es insoportable. Y quiero lo que pienso que quiero cuando pienso que lo quiero, al igual que todos los hombres. No una fórmula para el estoicismo,

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un antídoto contra los deseos frustrados. El otoño y el crepúsculo ascienden gravemente en Montparnasse. Angelo, abstraído y locuaz, sin turbación alguna, continúa hablando mientras sostiene con cuidado en una mano su bebida oscura y poco densa. Lleva el pelo peinado hacia atrás, liso y lustroso; la cara afeitada y azul, como la de un pirata. A ambos lados de la nariz breve y respingona, sus ojos, separados y marrones, son enternecedores y tristes como los de un perro de raza óptima. Su traje, después de seis semanas, está razonablemente pulcro y nuevo, al igual que los zapatos con remate de paño, y sigue conservando su bastón. Es uno de esos bastones delgados y nudosos de bambú que se conservan palpable y positivamente nuevos hasta el momento de su pérdida o de la muerte de su dueño, pero el traje, salvo por el hecho de que Angelo aún no ha dormido con él puesto, es idéntico al que desechó en Venecia a instancias de Elmer. Es un mosaico de cuadros grises y castaños, que parece hallarse en un estado de constante y benigna explosión por todo Angelo, al cual despoja de toda forma, y que está dotado de los suficientes botones de ámbar como para convertir en un ser a prueba de balas a su dueño, salvo en caso de que se disparase contra él a quemarropa. Angelo sigue formando sus períodos verbales, delicada y plenamente absorto, y manosea cuidadosamente su bebida violácea. No se ha limpiado las uñas de las manos desde que dejaron Venecia.

2 Conoció a Myrtle en Houston, Texas, donde él tenía ya un hijo bastardo. Aquello había sido un nebuloso fuego breve y dulce, pero Myrtle, arrogante en su juventud y riqueza, era para él como una estrella: inaccesible pese a su opulencia rosada y curva. Él no quería saber que aquellas suaves y turbadoras caderas, al cabo de cierto tiempo, se volverían gruesas, pesadas, carentes casi de gracia; aquella nariz recta era una pizca demasiado corta; los inefables ojos azules un punto demasiado cándidos; la frente baja, pura y ancha un punto demasiado baja y ancha bajo el bruñido cabello del color de la melaza. La conoció en un baile, en un acto semipúblico en honor de los soldados que partían, en 1917. Apoyado contra la pared, posición que había mantenido durante toda la velada, la veía pasar en medio de un fulgor de botas y espuelas nuevas, de soberbias charreteras sin deslucir, sin desgastarse aún por los saludos; y él, con su frac alquilado y su lesión en la espalda, soñaba. Era ya un veterano de guerra, aunque lisiado y sin un centavo, mientras el padre de Myrtle era conocido incluso en Texas por sus pozos de petróleo. La conoció antes de que finalizara la velada; ella le miró de frente con aquellos ojos grandes y celestes, vírgenes de todo pensamiento; y le dijo: «¿Es usted de Houston?», y: «¿De veras?», con la suave boca un tanto abierta para mostrar interés, y luego una bocamanga con galones la hizo desaparecer de su vista. También conoció a la señora Monson, con la que hizo excelentes migas.

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Era una mujer brusca de ojos fríos, que parecía mirarle a él y a los que bailaban y aun al mundo allende Texas con perspicacia breve y sardónica. La vio sólo una vez; luego, en 1921, cinco años después de que Elmer hubiera vuelto de su vana y frustrada tentativa bélica, el señor Monson y Myrtle viajaron a Europa para que Myrtle estudiara, para que se acabara de pulir, pues dos años en Virginia y uno en la universidad del estado de Texas no habían sido suficientes. Así que ella partió, y dejó a Elmer con el recuerdo de su vestido color limón, de su boca roja y húmeda y un poco abierta para mostrar interés, de sus grandes e inefables ojos bajo la pura melaza de su pelo cuando le fue presentada al fin; pues de pronto él, con una suerte de horror, había oído que alguien decía por su boca: «¿Quiere casarse conmigo?», y se había quedado mirando con estremecido horror cómo los ojos de ella se dilataban y se encontraban con los suyos, pues no quería creer que no hay mujer que se ofenda cuando se solicita su cuerpo. «Lo digo en serio», dijo, y entonces la bocamanga con galones se la apartó de la vista. Lo digo en serio, clamó en silencio para sí mismo, viendo cómo aquel cuerpo de piernas cortas y color limón, diseminaba su aura de inminente obesidad, y se alejaba entre el fulgor de los cinturones y las botas hacia la música, ahora ya marcial, que él no podía seguir a causa de su espalda. Lo digo en serio todavía, clama en silencio, agarrando su cerveza entre los platillos apilados de Montparnasse, después de leer en el “Herald” que la señora Monson y Myrtle están viviendo en París, sin preguntarse dónde está el señor Monson desde entonces, sin pretender saber que el señor Monson sigue en América, dedicado a pozos de petróleo aún más numerosos y a cierta Gloria, que canta y baila en un club nocturno de Nueva Orleans con una prenda de seda única y oscura que, ceñida en torno a los amables muslos y al indelicado trasero, confiere a las pesadas y blancas piernas un aire increíblemente inocuo, como de carne de vaca exangüe. A lo mejor, piensa con una oleada de triunfo y exultación casi insufribles, ellas me han visto también en los periódicos, y puede que hasta en el francés: Le millionair americain Odge, qui arrive d’etre peinteur, parce-qu’il croit que seulment en France faut-il d’artiste rever et travailler tranquil; en Amerique tout gagne seulment (17).

3 Cuando tenía cinco años, en Johnson City, Tennessee, se quemó la casa en que vivían temporalmente. «Antes de que te haya dado tiempo a mudarnos otra vez», le dijo su padre a su madre con humor sarcástico. Y Elmer, que había odiado siempre el que le vieran desnudo, cuyo pudor se veía en cierto modo vejado incluso en presencia de sus hermanos, había sido arrebatado físicamente del sueño y llevado, precipitadamente y desnudo y a través de un acre fragor, (17) Con deficiente ortografía y peor sintaxis, Elmer imagina el francés del suelto periodístico cuya traducción benevolente podría ser como sigue: El millonario americano Odge, que acaba de convertirse en pintor, pues cree que en Francia sólo es preciso que el alma del artista suene y trabaje tranquila; en América todo granjea únicamente. (N. del T.)

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hasta un loco mundo carmesí donde, paradójicamente, la temperatura era cercana a los cero grados; allí estuvo de pie, levantando alternativamente los pies desnudos del suelo helado e inclemente, mientras uno de sus costados se retorcía mortificado, con los oídos llenos de un griterío atronador y sin sentido, y la nariz llena del olor del calor y de los desconocidos, aferrado a una de las delgadas piernas de su madre. Aún hoy recuerda la cara de su madre sobre él, contra un torrencial penacho de chispas semejante a un bárbaro velo; recuerda que pensó entonces: «¿Es ésta mi madre, esta cara amarga y rígida?» ¿Qué había sido de aquella amorosa y quejumbrosa criatura que un día conoció? Y su padre, saltando sobre una de sus enjutas piernas mientras trataba de ponerse el pantalón; recuerda que hasta la pierna velluda de su padre parecía haberse incendiado bajo la camisa de dormir. Sus dos hermanos, codo con codo, berreaban allí cerca, y de las semicerradas cuencas de sus ojos brotaban lágrimas que surcaban sus caras sucias y se esfumaban, y el aullido escarlata llenaba sus bocas abiertas; sólo Jo no lloraba, Jo, con quien él dormía, ante quien no le importaba estar desnudo. Sólo ella se mantenía furiosamente erguida, mirando el fuego con su flaco y oscuro desafío, ridiculizando a sus gimientes hermanos con su sola y desabrida y arrogante fealdad. Pero —según recuerda— su hermana no estaba fea aquella noche: el violento carmesí le confería una belleza amarga semejante a la de la salamandra mitológica. Y él hubiera ido a estar con ella, pero su madre le asía con fuerza contra su pierna, envolviéndolo contra ella con un pliegue del camisón cubriendo su desnudez. Se acurrucó, pues, contra la delgada pierna, y miró inmóvil cómo los vociferantes voluntarios arrojaban al exterior desde la casa los escasos objetos que durante tantos años su familia había arrastrado sobre la faz del continente americano: la silla baja en la que su madre se mecía con vehemencia mientras él, arrodillado, apoyaba la cabeza en su regazo; la caja de metal, con la palabra Pan en panes de oro rotos y combados, en la que desde que podía recordar guardaba un ala de pájaro seca, hoy casi sin nombre, un hueso de melocotón tallado en forma de canasta, una manoseada ilustración de Juana de Arco a la que, con tedioso cuidado y mordiéndose la lengua, había añadido un bigote añil y una perilla (los ingleses la habían hecho mártir, los franceses santa, y a Hodge, el artista, le quedó hacer de ella un varón), y una colección de colillas de cigarro de largura diversa. Los voluntarios sacaban las cosas una por una de las ventanas de arriba y las deslizaban por el muro de ladrillo. Su hermana no estaba fea aquella noche. Después de aquello, después de que desapareciera un día entre dos de las incontables mudanzas que desde entonces hizo su familia, y de que de los hijos quedara tan sólo él —el niño— en casa, después de verla una vez más en cierta ocasión y no verla nunca más, al recordarla volvía a verla siempre de pie, erguida como un joven árbol delgado y feo, aspirando hasta el sonido mismo de aquel caos y delirante sueño por las ensanchadas ventanas de la nariz, que palpitaban como las de una altiva yegua. Fue en Jonesboro, Arkansas, donde Jo les dejó. Los dos chicos, antes de esto, se había negado al gambito de la blanda inactividad del padre y la energía malhumorada de la madre. El segundo, un patán lerdo con espinillas en la cara, los dejó en París, Tennessee, por un empleo en un negocio de caballos de alquiler, cuyo dueño tenía un rostro pesado y cruel y una nariz curtida por el alcohol y una

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leontina de veintidós onzas. Y el mayor, un muchacho menudo y tranquilo con la cara de la madre, pero sin su frustración invencible, partió en Memphis para Saint Louis. Jo les dejó en Jonesboro, y al poco tiempo Elmer y sus padres se mudaron otra vez. Pero antes, por correo postal, les llegó de forma anónima («Es de Jo», dijo la madre. «Lo sé», dijo Elmer) una caja de pinturas: acuarelas baratas y un pincel chocante, que sobresalía airoso y erizado de un tubo de celuloide en el que el mango de madera jamás lograba quedar fijo. Los colores mismos eran no sólo chocantes: eran de una durabilidad al parecer insensible a todo elemento conocido; salvo el azul. El azul compensaba todos los demás, y parecía poseer una energía dinámica que la mera presencia del agua liberaba, como la presencia de la primavera libera en la tierra la simiente escondida. Sofocante, prodigioso, era tan virulento como la viruela, y teñía todo aquello que tocaba con la apasionada ubicuidad de una plaga desatada. Aprendió a tiempo, sin embargo, a refrenarlo, y extendía sobre el suelo su cuerpo ya para entonces desgarbado y pintaba, en papel de envolver cuando podía o en papel de periódico, azules gentes y casas y locomotoras. Pero tras dos mudanzas más el azul se había agotado; su vacío disco de madera alzaba hacia él la mirada entre los dos discos lustrosos, que para entonces habían adquirido un similar color pardo, como el de los ojos de una caballa muerta que mira con reproche fijo y azulado. Pero pronto acabó el curso, y Elmer, con catorce años y en cuarto grado, había vuelto a suspender. A diferencia de sus hermanos y hermana, le gustaba ir a la escuela. No por el saber, ni siquiera por la información: simplemente ir a la escuela. Era siempre torpe con los libros, e inevitablemente acababa alimentando una delicada y asexuada pasión por la maestra. Pero aquel año fue cautivado y apartado de tal fidelidad por uno de los chicos, una bestezuela para él tan bella como un dios, y de la misma crueldad. A lo largo de todo el curso idolatró al chico desde lejos: una ciega y eterna adoración a la que el propio chico puso término un día al abalanzarse de pronto sobre Elmer en el patio y derribarlo violentamente al suelo. Sin motivo conocido por ninguno de los dos. Elmer se levantó sin rencor, se lavó el rasponazo del codo y, emocionalmente libre de nuevo, huyó de tal libertad como de una maldición y transfirió su devoción ovina una vez más a la maestra. La maestra tenía una cara gruesa y gris, como de masa espesa; emanaba ese olor inconfundible a carne femenina virgen y de edad mediana. Vivía en una pequeña casa de madera que olía como olía ella, con un pequeño jardín trasero en el que nunca florecieron bien las flores, ni siquiera las resistentes y cenicientas zinnias de octubre. Elmer solía esperarla a la salida de la escuela las tardes en que ella se quedaba con los alumnos que no habían cumplido bien con los deberes cotidianos, y la acompañaba a casa. Porque la maestra le guardaba el papel de envolver que él empleaba para pintar. Y pronto ambos, la entrecana y poco elegante solterona y el corpulento chico rubio que tenía casi el cuerpo de un hombre, eran tema de comentario y especulación en la ciudad. Elmer no lo sabía. Tal vez ella tampoco lo sabía, pero un día dejó de pronto de volver a casa por las calles principales, y tomó el camino más corto en compañía de Elmer, que caminaba pesadamente a su lado. Actuó así en dos ocasiones. Luego le dijo que

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no volviera a esperarla. Elmer se quedó asombrado: eso fue todo. Se marchó y pintó, estirado en el suelo sobre el estómago. Se quedó sin papel de envolver antes de que terminara la semana. A la mañana siguiente fue a casa de la maestra, como había hecho hasta entonces. La puerta estaba cerrada. Llamó, pero no obtuvo respuesta. Aguardó ante la puerta hasta que, cuatro o cinco manzanas más allá, oyó la campana de la escuela. Tuvo que correr. No vio a la maestra, al marcharse él, salía de casa y se apresuraba también hacia la campana aún sonora de la escuela por una calle paralela, con su pesada cara de masa y sus borrosos ojos tras las gafas. Luego llegó la primavera. Aquel día, cuando los alumnos salían en fila de clase a mediodía, la maestra le paró y le dijo que fuera a su casa después de la cena, pues tenía que darle más papel para pintar. Él hacía mucho que había olvidado que en un tiempo el calado lento y rubio de su vida interior había sido marcado y fijado en un placer sencillo, hasta que ella le pidió que no volviera a hacerlo: acompañarla a casa por la tarde e ir a esperarla a su casa por la mañana para acompañarla a la escuela. Al olvidar, la había perdonado, perrunamente: siempre con aquella capacidad de perdonar y, con la misma facilidad, de olvidar luego; la miraba, pero no veía sus ojos, no podía ver su corazón. —Sí, señorita —dijo—. Iré. Había oscurecido ya cuando llegó a la casa y llamó a la puerta; en el cielo, por encima de los enrojecidos arces de hojas dentadas, titilaban las estrellas; en alguna parte de aquella alta negrura había un sonido solitario de gansos rumbo al norte. La maestra abrió la puerta apenas él hubo llamado. —Entra —dijo, precediéndole hasta una habitación iluminada; Elmer permaneció de pie en ella, con la gorra en las manos; su cuerpo, demasiado crecido para su edad, descansaba alternativamente sobre una y otra pierna. A su espalda, la sombra de su voluminosa figura se recortaba contra la pared, enorme e inquietante. La maestra le quitó la gorra de las manos y la dejó sobre la mesa, en la que había un mantel de papel con flecos y una bandeja con una tetera y un pan partido—. Ceno aquí —dijo—. Siéntate, Elmer. —Sí, señorita —dijo él. Ella llevaba la blusa blanca y la falda oscura con la que siempre la veía, con las que tal vez también la imaginaba en sueños. Se sentó tímidamente sobre el borde de una silla. —La primavera ya está ahí esta noche —dijo ella—. ¿No la has olido? La vio empujar a un lado la bandeja y coger un trozo de pan que había estado escondido a la sombra baja de la bandeja. —Sí, señorita —dijo—. He oído volar a unos gansos. —Empezó a transpirar un poco; la habitación estaba cálida, cargada, fragante. —Sí, pronto estará aquí la primavera —dijo ella. Él seguía sin ver sus ojos, pues al parecer ella miraba ahora la mano que sostenía el pan. Dentro del vivo campo de luz de la lámpara con tulipa, la mano se contraía y expandía como un pulmón sin envoltura corporal; al poco Elmer empezó a ver cómo aparecían en ella, entre los dedos, migas—. Y habrá pasado otro año. ¿Te alegrarás? —¿Cómo, señorita? —dijo él. Tenía bastante calor, se sentía incómodo; pensó en la alta y clara y estridente negrura de afuera. Ella se levantó de pronto; casi arrojó el ya informe puñado de masa sobre la bandeja. —Quieres el papel, ¿no es eso? —dijo.

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—Sí, señorita —dijo Elmer. Pronto estaré afuera, se dijo. Se levantó también, y ambos se miraron; entonces él vio sus ojos; las paredes parecían abatirse lentamente sobre él, apelmazando contra él el aire cálido y fragante. Ahora estaba sudando. Se pasó la mano por la frente. Pero aún no podía moverse. Ella dio un paso hacia él; él vio sus ojos. —Elmer —dijo, y se acercó otro paso. Ahora reía, como si su gruesa cara se hubiera retorcido y fijado en aquella doliente y trágica mueca, y Elmer, incapaz aún de moverse, pareció alzar pesadamente la mirada por la falda negra e informe, por la blusa blanca, abrochada al cuello por un prendedor de falso lapislázuli, y al fin sus ojos se encontraron. Él también sonrió entonces, y ambos permanecieron frente a frente, llenando la estancia con la blancura de los dientes. Luego ella posó su mano sobre él. Y entonces él huyó. Siguió corriendo afuera, con el ruido de la mesa que se estrellaba contra el suelo aún en los oídos. Corrió, sintiendo cómo el sudor se evaporaba de su cuerpo, aspirando violenta y profundamente el aire de la calle. Oh, y tu pequeño universo blanco como una muchacha: Montparnasse y Raspail, musicales en su agitación: sutiles e incesantes fugas de muslos bajo la luna creciente de la muerte: Elmer, de quince años, con una taza de té sin asa, desciende por las escaleras, atraviesa un césped ralo, una puerta; cruza una calle, atraviesa un césped tupido, asciende por las escaleras entre arbustos en flor, llama a una puerta de tela metálica, cortésmente pero sin apocamiento. Velma es su nombre, está sola en casa, tiene dieciséis años, llenos y turgentes y suaves y rosados. Elmer entra con la taza de té y atraviesa la quietud oscura entre destellos de caoba artificial, consciente de algo remoto y hormigueante y de turgencias suaves y rosadas y de un tenue atisbo de caderas cubiertas que día a día van formándose, y continúa caminando y entra en la despensa. Ayuda a bajar el tarro de azúcar —está dentro de un cazo de agua para preservarlo de las hormigas—, pero ve únicamente, en blanca cascada de azúcar, pequeños dientes blancos sobre los cuales la boca carnosa y blanda y el rojo no acaban nunca de cerrarse por completo, y el cuerpo rollizo que abulta la ropa cara y manchada en la penumbra aromática de la despensa. Manos de azúcar que se rozan en la siseante penumbra se juntan esquivándose, se esquivan pero no se apartan; abultamientos como gazapos bajo seda manchada suavemente tensa; cascada siseante e incesante de azúcar volcada ahora en el suelo: un juego. El azúcar susurra su blanqueada cascada por el vidriado precipicio de la taza desbordada, y ella huye chillando, y Elmer la persigue pesadamente, gustando algo cálido y espeso y salado en la garganta. Llega a la puerta de la cocina: ella ha desaparecido; pero al mirar con embobado asombro hacia el corral ve un revuelo de faldas que se esfuma, y corre por el patio y entra en la caverna fuertemente olorosa del establo. No logra verla. Elmer se queda en pie, desconcertado, tratando de calmarse, en medio de la tierra pisoteada e impregnada de estiércol; sigue allí, en desorientada incertidumbre, tratando de calmarse, en impotente desesperación que crece lentamente ante la pérdida irreparable de algo que no ha alcanzado

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jamás, pensando: Así que nunca lo dijo en serio. Creo que se está riendo de mí. Creo que será mejor que recoja el azúcar desparramada antes de que la señora Merridew llegue a casa. Se vuelve y echa a andar hacia la puerta. Al hacerlo oye un débil sonido sobre su cabeza y se detiene. Siente una oleada de triunfo y miedo que hace que su corazón se pare unos instantes. Al cabo es capaz de moverse hacia la escalera vertical que sube hasta el pajar. Acre olor de cuero sudado, de amoníaco y de bestias y de polvo seco, fuerte y cáustico; de quietud y soledad, de triunfo y miedo y cambio. Sube por la escalera tosca, gusta de nuevo algo cálido y espeso y salado, oye su corazón pesado y rápido, siente el peso de su cuerpo, que oscila de un hombro a otro, hacia arriba, y ve amarillos haces sesgados de cavernoso sol reticular que gira en doradas motas. Sube el último peldaño y la encuentra en el heno, un poco asustada y sin aliento. En las ansias de la pubertad, ese conflicto oscuro y suave, semejante a una música oída y olvidada o a aromas o cosas recordados, aunque no olidos ni vistos nunca, esa mezcla de pavor y anhelo, Elmer empezó a dibujar conscientemente gentes: no eran ya líneas con total libertad para asumir la significación que ellas mismas eligieran, sino hombres y mujeres; intentaba dibujarlos haciendo que se ajustaran a cierta forma vaga, hoy en algún lugar de su mente, y trataba de infundirles lo que creía entender por esplendor y prosperidad. Más tarde, la forma albergada en su mente dejó de ser vaga, se hizo concreta y viva: una chica de virginidad inexpugnable ante el tiempo o la circunstancia; de pelo oscuro, pequeña y orgullosa, que le arrojaba huesos con furia como si fuera un perro, que le arrojaba monedas como si fuera un mendigo leproso al lado de una puerta polvorienta.

4 Cuando fue a la guerra dejó a su madre y a su padre en Houston. Pero a su vuelta encontró a otra gente en la casa, como de costumbre. Fue a ver al agente inmobiliario. El agente, un hombre aún joven, despierto y atareado y calvo, miró el bastón amarillo de hospital de Elmer en apenada pausa, visiblemente empeñado en dar vueltas en la cabeza al apellido Hodge. Al poco tocó un timbre y entró una bonita y vivaz judía que olía a agua de colonia y no a jabón, y encontró la carta que [ellos] le habían dejado. El agente le ofreció un cigarrillo a Elmer, y explicó que la guerra le mantenía demasiado ocupado para fumar cigarros. Nuestra guerra, decía. Habló de Europa, brevemente, preguntó a Elmer unas cuantas cosas, del mismo modo que un comerciante de ropa podría preguntar a un misionero que volviera de África, se respondió a sí mismo y, en reciprocidad, manifestó a Elmer ciertos hechos: que la guerra era mala y que era copropietario de unas tierras cercanas a Fort Worth, donde el gobierno británico había instalado un campo de entrenamiento para aviadores. Pero Elmer consiguió al fin leer la carta y se fue a ver a los suyos.

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A su padre le había gustado Houston. Su madre, sin embargo, quiso mudarse de nuevo, y Elmer, sentado en el tren diurno entre olores de cacahuete y de niños húmedos, acariciando el bastón amarillo cuyo mango curvo había perdido el barniz hacía tanto tiempo, recordaba y pensaba en aquel hombre, en aquel Job, y sentía una piedad atemperada por el íntimo y desleal alivio de que al menos él no sería ya arrastrado por la faz de la tierra al primer impulso sin rumbo que pudiera mover a su progenitora. Desde el privilegiado punto de referencia de la ausencia, de lo que podría denominarse casi su destete, se preguntaba cuándo abdicaría ella: y ello también (compensando su reciente e íntima deslealtad) atemperado por una brusca y fiera oleada de ternura ante el amargo e indómito optimismo de su madre. Pues él, una vez que sus padres no le necesitaban y por tanto nada esperaban ya que hiciera, volvería a vivir a Houston. Viviría en Houston y se dedicaría a la pintura. Vio a su padre primero, sentado en el pequeño porche principal. De antemano sabía exactamente cómo sería la casa. Su padre no había cambiado: impasible, afable, resignado; la edad no había hecho mella en él —jamás la hizo— , en su aguda y angélica cara, en su pelo desordenado y vigoroso. Elmer percibió en él, sin embargo, algo más, algo que su padre había adquirido durante su ausencia: una suerte de alegría suficiente aunque no enfática. Y entonces (sentado también en el porche, de donde su padre no se había levantado, en otra de aquellas sillas barnizadas de amarillo que podían comprarse en cualquier parte por unos dólares), sin emoción alguna, oyó cómo la voz alegre de su padre le contaba que su madre, aquella apasionada e indómita mujer, había muerto. Y mientras su padre enumeraba detalles, con encomio deleitado casi, él contempló la casa de madera, pintada de castaño y levantada en un patio pequeño y polvoriento, sin césped y sin árboles, que evocaba la larga serie de casas exactamente iguales que, extendiéndose ante él como una calle sin fin, se adentraba en aquel tiempo en que solía despertar en la oscuridad al lado de Jo, quien con su áspera y fiera mano en el pelo de su hermano, y la voz, fiera también en la noche, le decía: «Elly, cuando quieras hacer algo, hazlo, ¿me oyes? No dejes que nadie te lo impida», y en aquel otro tiempo en que existía ya pero no podía recordar. Permaneció sentado en la silla barnizada de amarillo, mientras su padre hablaba y hablaba, mientras el crepúsculo llegaba a través de doscientas millas sin obstáculos y llenaba la casa en la que la malhumorada presencia de su madre parecía persistir aún como un aroma, como si no hubiera tenido tiempo para dormir siquiera, por no hablar de morir. No iba a quedarse a cenar, y su padre, con auténtico alivio, según creyó ver Elmer, le explicó cómo llegar al cementerio. —Me arreglaré perfectamente —dijo Elmer. —Sí —dijo su padre, sinceramente de acuerdo—. Te las arreglarás perfectamente. A la gente le gusta ayudar a los soldados. Éste no es en absoluto lugar para un hombre joven. Si yo fuera joven, como tú... —La insinuación de un mundo fecundo, a la espera de ser conquistado con total y pródiga paciencia, se esfumó finalmente, y Elmer se levantó pensando si acaso había estado presente su madre, aquella mujer que se negó siempre a creer que parte alguna de su carne o de su sangre pudiera en modo alguno subsistir satisfactoriamente fuera del radio de su solicitud malhumorada. «Oh, me arreglaré», repitió Elmer, esta vez

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dirigiéndose al delgado espíritu de ella que aún flotaba en la casa que al fin la había vencido, y al instante casi oyó cómo ella replicaba, con una especie de ánimo triunfal: «Eso era lo que opinaba tu hermana», olvidando que jamás habían recibido noticia alguna de Jo, y que, que ellos supieran, podía ser lo mismo Gloria Swanson que la esposa de J. P. Morgan. No le habló a su padre acerca de Myrtle. Su padre no habría comentado nada en absoluto, y aquel vivo espíritu de la energía de su madre habría dicho que Myrtle no era lo bastante buena para él. Tal vez tenga razón, pensó con calma, apoyado en el bastón al lado de la tumba, que parecía participar también de la temporalidad rígida e inquieta de su madre, del mismo modo que el atuendo asume las características de quien lo lleva. A la cabecera de la tumba había una pequeña y escueta lápida de inequívoco mármol, coronada por una rolliza paloma de piedra de tamaño natural. Y sobre todo ello, sobre la colina sin árboles, se extendía un inmensurable crepúsculo en el que las estrellas pendían con la impersonalidad de los locos, y a través del cual Adán y Eva, prematuros muertos del Génesis, tal vez seguían buscando aquel cielo del que habían oído hablar. Elmer cerró los ojos y gustó la tristeza, la pérdida, la soledad sentimental del tiempo consciente. Pero no por mucho tiempo: veía ya contra sus párpados el cuerpo de tronco esbelto de Myrtle, con su vestido color limón, su húmeda y roca boca semiabierta, sus ojos que se abrían inefablemente bajo la bruñida melaza del pelo, y pensaba Dinero dinero dinero. Bueno, ahora puedo pintar, pensó, hundiendo el bastón en la quieta y blanda tierra. Un nombre. Tal vez la fama. Hodge, el pintor.

5 Angelo es uno de esos jóvenes, uno de los integrantes de esa gran masa sumergida, de esa clase vigorosa aunque reprimida y domeñada hasta el presente que —según se afirma— ha sido profundamente afectada por la guerra. Pero Angelo no ha sido afectado profundamente por la guerra. Durante la guerra ha realizado cosas que en tiempo de paz la policía, el gobierno, todos aquellos que por nacimiento o posición hubieran sido capaces de prevalecer sobre él, habrían impedido. La guerra es mala, naturalmente, pero también lo es el tráfico, y el hecho de que deba pagarse el vino que uno bebe, y el hecho de que, si consintieran en yacer con uno todas las mujeres que uno puede imaginar, no bastaran los asignados setenta años de una vida. En cuanto a la posibilidad de resultar herido, no existe austríaco ni turco ni incluso carabiniere que vaya a dispararle con un fusil, y en lo que se refiere a la cuestión del territorio, ni la ha examinado nunca ni tiene deseos de hacerlo. Ahora bien, en lo que toca a la mujer... Contempla el flujo en apariencia infinito de mujeres y jovencitas con deleite callado y pueril, y expresa su gozo y aprobación sorbiendo el aire bruscamente a través de los labios fruncidos. Al otro lado de la mesa estrecha está sentado su compañero y protector: el incomprensible americano, con su predilección por cierto líquido que para Angelo es algo así como el que se extrae

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con una bomba de las entrañas de los barcos, a quien lleva dos meses viendo vivir, moverse, respirar en algún estático, infantil, furioso, meditabundo universo allende todo hecho y toda carne; por espacio de unos instantes, sin ser visto, Angelo lo observa con reflexión que es casi desprecio. Pero pronto vuelve a estar inmerso en su propio y constante sonido de aprobación y gozo, y el otoño, entretanto, asciende en Montparnasse, impregna el tráfico de Montparnasse y Raspail, importuna los senos y los muslos de jovencitas que se mueven armoniosamente en el reluciente crepúsculo de espliego, entre viejos muros, bajo un cielo que es como un paciente anestesiado que agoniza tras una intervención quirúrgica.

Elmer tiene un hijo bastardo en Houston. Todo sucedió con rapidez. Tenía dieciocho años, era rubio y desgarbado, de pelo rizado. Solían ir al cine, pongamos dos veces a la semana, pues ella (su nombre es Ethel) era una chica con éxito; salía con varios hombres y hablaba de ellos con él. Así que él aceptó un papel secundario antes de que se le ofreciera, como si ésa fuera la situación por él deseada, y se cogían de la mano en el ronroneo cálido de la media luz, y ella le decía que el actor de la pantalla se parecía o no se parecía a sus amistades masculinas. —Tú no eres como los demás hombres —le decía—. Contigo es diferente: no necesito estar siempre... —le decía, con aquel vestido de raso negro de mala calidad que a ella tanto le gustaba, mirándole con aquellos ojos en los que había algo fijo e inquisitivo y absolutamente fingidor—. Porque eres tan joven en comparación conmigo, ¿entiendes? Casi dos años. Como un hermano. ¿Comprendes lo que digo? —Sí —decía Elmer, inmóvil y anegado en la secreta intimidad de sus manos estrechadas, que sudaban ligeramente. A Elmer le gustaba aquello. Le gustaba estar sentado en la discreta oscuridad, mirando las ineludibles exigencias de conducta humana instauradas y decretadas por expatriados fabricantes de botones y pantalones de Brooklyn, y transponer a Ethel a cada beso y abrazo del celuloide, sin saber que ella hacía lo mismo por mucho que él sintiera la mano laxa de ella enardecerse barométricamente dentro de la suya. Le gustaba también besarla, en lo que él creía momentos robados entre la subida al porche y la apertura de la puerta, y de nuevo cuando cesaban los ruidos arriba y hasta que empezaba a ponerse nerviosa por la luz de la lámpara de mesa. Luego fueron al cine cuatro días consecutivos, y la quinta noche no salieron. La familia de Ethel iba a salir y ella no quería dejar la casa completamente vacía. Elmer era partidario de empezar a besarse en seguida, pero ella le hizo sentarse al otro lado de la mesa y, frente a frente, le explicó el tipo de hombre con quien se casaría algún día; dijo que se casaría sólo porque sus padres esperaban que lo hiciera, y que jamás se entregaría a un hombre salvo por deber para con el marido que ellos le eligieran, que sería sin duda viejo y rico: que por tanto nunca perdería el amor, puesto que jamás lo habría tenido. Que Elmer era la clase de hombre que, al no tener ella hermanos, siempre había deseado conocer, pues podía contarle cosas que ni siquiera con su madre se atrevía a discutir.

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Y así, durante las semanas que siguieron, Elmer vivió en una empalagosa maraña de joven carne femenina, húmedamente ávida y al parecer insaciable (cuando se henchía ardientemente junto a él, Elmer, con ese desapego visual del hombre que sufre aniquilación temporal o permanente, pensaba en un globo pobremente inflado con un dedo hundido en él), si bien al principio nada aconteció. Pero después aconteció mucho. «Demasiado», habría de decirle ella con los brazos extendidos y rodeando su nuca con las manos enlazadas, mientras le miraba a la cara con intensidad oscura y fingidora. —Casémonos entonces —dijo Elmer, hipnotizado por envolventes y subrepticios muslos y pechos. —Sí —dijo ella. Su voz era desapegada, tranquila, un tanto resignada; Elmer pensó Ni siquiera me está mirando—. Me voy a casar con Grover. —Era la primera vez que oía hablar de Grover. No estoy huyendo, se dijo Elmer a sí mismo, sentado en el furgón negro como la pez mientras los ejes sin ballestas chirriaban y golpeaban bajo su cuerpo; es porque no imaginé que pudiera sentirme tan mal. El tren se dirigía al norte, pues podía recorrerse más distancia hacia el norte que hacia el sur. Y en su mente había también algo que transcendía la sorpresa y el dolor, y que él se negaba a pensar siquiera que fuera alivio; lo que se decía a sí mismo era lo siguiente: Tal vez en el norte, donde las cosas son diferentes, pueda empezar a pintar. Tal vez con la pintura pueda olvidar que o imaginé que pudiera sentirme tan mal. Por otra parte, tal vez no había hecho sino llegar tardíamente al punto en que su hermana y hermanos habían ido rompiendo, uno tras otro, el encantamiento de progreso que su madre había ceñido en torno a ellos como la cuerda que se arrolla a una peonza. Conoció Oklahoma; trabajó en los trigales de Missouri; durante dos días mendigó pan en Kansas City. En Navidad estuvo en Chicago: día tras día erguido y totalmente dormido frente a cuadros de galerías en las que no se exigía el pago de una entrada; noche tras noche sentado en estaciones de ferrocarril, hasta que los empleados despertaban a todos los durmientes; quienes carecían de billete habrían de caminar por las calles azotadas por el vendaval, rumbo a otra estación en la que la historia volvería a repetirse. De cuando en cuando comía. En enero estuvo en un campo maderero de Michigan. Pese a su corpulencia, trabajó en el estruendoso cobertizo empañado de vapor del cocinero, que olía siempre de forma soporífera a comida y a lana húmeda, fregando las panzas de pucheros de aluminio que en la monótona somnolencia de las largas mañanas le recordaban el vacío disco de madera que había contenido el azul en la caja de pinturas de su infancia. Para la noche había siempre papel basto en abundancia. Utilizó carbón vegetal hasta que descubrió una caja de jabón en polvo azul. Con ella y con posos de café y con un frasco de tinta roja propiedad del cocinero, empezó a trabajar en color. Pronto los taladores y los conductores de camiones y los aserradores descubrieron que era capaz de reproducir caras sobre el papel. Los dibujó uno a uno, por encargo, una vez descrito el tipo de atuendo —traje de etiqueta, traje hípico de cuadros, chaquetón cruzado de gruesa lana— con el que deseaban ser retratados; tras posar pacientemente hasta que Elmer daba por terminado su

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trabajo, se enfrascaban con sus compañeros en serios y profanos debates estéticos. A principios de febrero había crecido dos pulgadas y había ganado en corpulencia; su cuerpo era ya el cuerpo pura sangre de un joven de diecinueve años; sentados en el humeante barracón, los hombres charlaban acerca de Elmer con la impersonalidad de cirujanos o jinetes de carreras. Aunque reacios aún, pronto se relajarían los rígidos músculos de la nieve. Grandes masas de nieve se desprenderían muda y pesadamente de las ramas de piceas y cicutas, y las ramas saltarían oscuramente libres de la nieve desprendida; de lo alto y azul pronto los gritos de los gansos llegarían a la deriva como hojas que caen, salvajes, fantásticos y tristes. En sus charlas sobre el sexo, que se hacían más y más frecuentes por la noche en torno a la estufa del barracón, los hombres comentaban el cuerpo de Elmer en relación con las mujeres. Una noche, llevado por un vago deseo de crearse una reputación y de dar por terminado formalmente su aprendizaje como hombre, Elmer les contó el episodio de Ethel en Houston. Los hombres le escucharon, escupiendo con gravedad sobre el siseante hornillo naranja. Cuando hubo terminado, se miraron unos a otros con fatigada tolerancia. Al cabo uno de ellos dijo con benevolencia: —No te preocupes, muchacho. Conseguir una es más difícil de lo que piensas. Luego llegó marzo. La armadía estaba ya en el río, y en el barracón, sobre la última comida, los hombres se miraban unos a otros —tal vez no volverían a verse las caras nunca más—, mientras Elmer y el cocinero se movían entre la mesa y el hornillo. El cocinero era el inmediato superior de Elmer, y zar del campamento. A Elmer le recordaba a alguien, lo mimaba y acosaba y maldecía con bárbara amabilidad: Elmer acabó por temerlo, en una suerte de hipnotismo estático, y dejaba que el cocinero rigiera sus actos, aunque no con placer sino con resignación. Fuerte y enjuto, el cocinero era hombre fogoso e irascible; cuando los hombres llegaban tarde a las comidas, se apoderaba de él una ira casi homicida. Lo trataban con rudeza y con prudencia, y lo hacían callar a fuerza de gritarle todos juntos cuando les maldecía, pero nadie se atrevía a desafiarle. Él, por su parte, mantenía la cocina limpia y los alimentaba bien y les remendaba la ropa; cuando alguien resultaba herido lo cuidaba con un frenesí diestro y solícito, y lo maldecía a él y a varias generaciones de sus antepasados y descendientes. Cuando acabaron de comer, el cocinero le preguntó a Elmer por sus intenciones futuras. Elmer no había pensado en ello; se le antojó de pronto que su destino le era devuelto, arrojado en brazos como un recién nacido en la sala de espera de una estación de tren. El cocinero cerró de un puntapié la puerta del hornillo. —Vámonos a esa maldita guerra. ¿Qué dices? En efecto, a Elmer le recordaba a alguien, y en especial cuando fue a verle la noche en que Elmer y su batallón partían en tren para Halifax. Se sentó en la litera de Elmer y maldijo la guerra, al gobierno canadiense, a los cuerpos, brigadas, batallones y pelotones de las Fuerzas Expedicionarias Canadienses, a él mismo y a Elmer en el pasado, presente y porvenir, pues le habían hecho cabo y cocinero.

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—Así que yo no voy —dijo—. Creo que nunca iré. De modo que tendrás que portarte lo mejor que puedas tú solo. Lo puedes hacer. Dios, no tienes por qué imitar a ninguno de esos bastardos, ni a canadienses ni a ingleses. Eres tan bueno como el mejor, aunque no lleves galones en la manga ni malditas bellotas de oficial en las hombreras. Eres tan bueno como el mejor y muchísimo mejor que la mayoría, no lo olvides. Mira, toma esto. Y no lo pierdas. Era una lata de tabaco. Contenía agujas de todos los tamaños, hilo, unas tijeras cortas, un rollo de cinta adhesiva y una docena de esos objetos que los ingleses, con agudeza, llaman «letras francesas» y los franceses, como la misma agudeza, «letras inglesas» (18). Y se fue, sin dejar de maldecir. Elmer no volvió a verlo jamás. La vida militar en tierra había sido una mera cuestión de desfilar aquí y allá con la compañía, de mantener limpios los botones de la guerrera y la insignia de la gorra y el fusil, y de no olvidar a quién debía saludarse. Pero una vez a bordo, donde el espacio era restringido, recibían instrucción sobre combate. Aprendían el manejo de las granadas de mano, por las que Elmer sentía un gran temor. Había logrado reconciliarse con el fusil —se apuntaba y apretaba el gatillo con resultados inmediatos—, pero no con este objeto, al que había de someter primero a una operación infinitesimal, y luego retener en la mano mientras se contaba hasta tres en silencio, a la espera de arrojarlo. Se dijo a sí mismo que, llegado el momento, tiraría de la espoleta y arrojaría la granada al instante, pero el fornido sargento mayor, de ojos como canicas de cristal y con una condecoración en el pecho, les contó que los alemanes tenían la costumbre de agarrar la granada en el aire y devolverla como si fuera una pelota de béisbol. —No —dijo el sargento mayor, haciendo pasear sus ojos muertos por las caras serias de los soldados—. Contad hasta tres, así. Hizo algo a la granada en milésimas de segundo, mientras los soldados le miraban con quieta y horrorizada fascinación; luego tiró de la espoleta e hizo que la granada brincase ligeramente en su mano. —Así, ¿lo veis? Entonces alguien le dio un codazo a Elmer. Elmer dejó de tragar la sal caliente y cogió la bomba de mano y se quedó examinándola con curiosidad silenciosa y aterrada. Era oval, con la altiva superficie quebrada como la de una piña, obtusa y sólida: un tacto agradable, una solidez compacta casi sensual para la palma de la mano. La voz del sargento mayor, desde cierta distancia, dijo ásperamente. —Venga. Hazlo como te he enseñado. —Sí, señor —dijo la voz de Elmer mientras sus ojos miraban sus manos, aquellas manos familiares que ya no podía controlar y que jugaban con ella y la acariciaban. Luego sus manos simiescas hicieron algo en milésimas de segundo y se quedaron inmóviles, blandamente satisfechas, y Elmer, durante unos instantes absolutamente en blanco y absolutamente intemporales, miró el objeto que tenía sobre la palma. —¡Arrójala, maldito bastardo! —gritó el hombre de al lado antes de morir. Elmer, a la espera, se miraba fijamente la mano; entonces ésta se decidió a (18) French letter (letra francesa): en lenguaje popular, condón. (N. del T.)

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obedecerle y se abrió hacia atrás en abanico. Pero tropezó con un candelero antes de alcanzar el ápice del arco, y Elmer vio que la cara del hombre que tenía a su lado era como una máscara suspendida a la altura de su hombro, carente en absoluto de expresión, y vio el objeto oval y obtuso alzarse en el aire entre ellos y expandirse hasta alcanzar una dimensión monstruosa, como la de un obsceno coco. Y entonces su cuerpo le ordenó volver la espalda y echarse a tierra. Cuán verdes, pensó mientras sentía sus heridas. Más tarde, en los meses en que yació boca abajo, mientras su espalda sanaba y mujeres jóvenes y viejas miraban su cuerpo desnudo con sorprendente falta de interés, recordaba el asombroso verdor de las orillas del Mersey. Eso era casi todo lo que tenía que pensar. Aquella gente ni siquiera sabía dónde estaba Texas, y al parecer la consideraban una ciudad de la Columbia británica, a juzgar por lo que le decían amablemente con su hablar a trompicones y recortado. En un catre vecino yacía un joven de su edad, un aviador con la espalda rota y los pies quemados, que se pasaba la mayor parte del tiempo delirando. Matar gente es tan difícil como conseguirla, pensó Elmer; pensó Esto es la guerra: blancas filas de camas en un recinto semejante a un túnel blanco, enfermeras de gris, amables pero indiferentes, luego una silla de ruedas entre otras sillas de ruedas, y de cuando en cuando mujeres tenientes de capas azules con galones; pensó Pero cuán verdes, porque ahora había calma, pues el aviador ya no estaba. Si había muerto o no, no lo sabía ni le importaba. Le parecieron más verdes que nunca cuando las volvió a ver desde cubierta, mientras el barco avanzaba hacia el mar con la corriente. Y con Inglaterra a la espalda al fin, las sentía retrospectivamente aún más verdes, de una quietud inmaculada que ninguna guerra podría perturbar jamás. Mientras navegaban por la zona del canal y se adentraban de nuevo en el Atlántico gris, se durmió y se despertó, y de cuando en cuando se tocaba la cabeza, allí donde las almohadas sin cuento le habían hecho perder pelo, y se preguntaba si le volvería a crecer algún día. Otra vez era marzo. Hacía once meses que no pensaba en la pintura. Antes de haber recorrido medio océano era ya abril; a un día de Terranova supieron por un radiograma que América había entrado en guerra. La picazón en la espalda era mayor que el dolor. Gastó en Nueva York parte de sus pagas atrasadas. No sólo visitó galerías públicas y semipúblicas, sino que merced a la gentileza de una mujer gorda y con buen aspecto todavía, pasó tardes en galerías y residencias privadas. Su protectora, voluntaria en la cantina militar, había sido en un tiempo suave y turgente y rosada, pero desde hacía mucho tiempo no era sino la esposa de un asesor del gobierno en Washington, con un sueldo anual y simbólico de un dólar, pero con una renta de cincuenta mil dólares. Había conocido a Elmer en la cantina de la estación, y, compadecida de su pelo residual y apolillado, antaño rizado, lo trató con amabilidad exquisita. Luego Elmer viajó al Sur. Con su cojera y su bastón amarillo permaneció en Nueva Orleans en un paréntesis sin objeto. A ninguna parte había de ir, a ninguna parte deseaba ir; existía, no vivía, en una inercia voluptuosa, y se mofaba de todo ánimo activo y toda prisa: graves y contaminados crepúsculos, blandos y opresivos como humo sobre la ciudad, suspendidos sobre el callado y eterno río y sobre los muelles, por donde

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caminaba aspirando el olor de la tierra rica y de fecundidad vertiginosa; azúcar y fruta, resina y oscuridad y calor, como el suspiro de una oscura y apasionada mujer que ya no es joven. Un día, en Canal Street, le cortó el paso una aglomeración de personas. En el centro del gentío, de pie sobre una silla, un hombre ronco y rechoncho y sudoroso y próspero lanzaba una arenga en pro de los Bonos de la Libertad, en demanda callejera de dinero, como un mendigo. Y súbitamente, entre las cabezas apiñadas, vio una menuda y tensa figura, tan fieramente erguida como siempre, que miraba al orador y al auditorio con fiera repugnancia. —¡Jo! —gritó Elmer—. ¡Jo! el dinero que ganamos, por el que trabajamos y sudamos, a fin de que nuestros hijos no tengan que enfrentarse a lo que nosotros ahora capaces de ganar este dinero? Por la protección que este país, esta nación americana que está mostrando a las viejas civilizaciones moribundas la libertad ella recurre a vosotros, ¿qué diréis La muchedumbre bullía en una lenta histeria, y Elmer embistió con su cuerpo lisiado, tratando de abrirse paso hacia donde divisaba aún el equilibrio fiero de su pequeño sombrero. —Por amor de Dios —dijo alguien: un jovencito con gorra de campaña nueva y el caqui de su reciente alistamiento aún con el planchado intacto—. ¿A qué vienen esas prisas? Los muchachos que están allí terminarla antes de que otros deban morir deber de civilización para sellar para siempre —A lo mejor quiere alistarse —gritó otro, un orondo judío con un billete nuevo de mil dólares en la mano—. Esta guerra… En Lituania yo ya he visto, Oh Dios —gritó en la cara de Elmer. —Discúlpeme. Discúlpeme —salmodiaba Elmer, tratando de abrirse paso, tratando de no perder de vista el inconfundible porte de aquella cabeza. —Vaya, pues lleva una dirección equivocada —dijo el soldado, impidiendo el paso—. La oficina de reclutamiento está por aquella parte, amigo. —Elmer divisó de nuevo el sombrero por encima del hombro del soldado, pero volvió a perderlo de vista. el precio que debemos pagar por haber llegado a ser la nación más grande la Palabra de Dios en la Biblia misma La multitud se encrespó otra vez; embistieron a codazos contra los filamentos de fuego que habitaban en su espina dorsal. —¡Esta guerra! —volvió a gritarle el judío—. Esos muchachos a quienes están matando ya, oh Dios. Va a ser algo serio: en Lituania he visto... —Cuidado —dijo con presteza una tercera voz—. Es cojo. ¿No veis el bastón? —Sí, claro —dijo el soldado—. Todos se agarran a las muletas cuando tocan a formar. —Disculpen. Disculpen —entonó Elmer en medio de las risas. El sombrero negro no se hallaba ya a la vista. Elmer sudaba, se esforzaba por abrirse paso, y su espinazo, que había cobrado vida, parecía invadido por hormigas furiosas. El orador advirtió la conmoción. Vio al soldado, vio la cara descompuesta y tensa de Elmer; hizo una pausa y se enjugó el pescuezo.

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—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Quiere alistarse? Venga aquí, hermano. Hagan sitio, amigos; dejen que se acerque. —Elmer trató de resistirse ante las manos que lo tocaban, ante el gentío que le abría paso y empezaba a empujarle hacia adelante. —Sólo quiero pasar —dijo. Pero las manos lo impulsaban hacia el frente. Miró por encima del hombro, y pensó Creo que voy a vomitar; pensó Ya voy. Pero, por el amor de Dios, no me vuelvan a tocar la espalda. El sombrero negro había desaparecido. Elmer empezó a forcejear; al final su espalda rebasó el límite y Elmer perdió toda sensibilidad—. ¡Suéltenme, malditos! —dijo, con el semblante blanco—. Yo ya he estado en... Pero ya el orador se inclinaba y le cogía la mano; otras manos lo alzaron y empujaron sobre la plataforma, mientras el hombre sudoroso, una vez más, se volvía hacia la multitud y decía: —Amigos, mirad a este hombre. Algunos de nosotros, la mayoría de nosotros somos jóvenes y estamos sanos y fuertes: nosotros podemos ir. Pero mirad a este joven: es tullido, y sin embargo, quiere desafiar a la bestia de la intolerancia y de la sangre. Vedlo: con su bastón, cojeando. ¿Habrá de decirse de nosotros, sanos de miembros y de cuerpo, que tenemos menos coraje y menos amor a nuestro país que este muchacho? Y aquellos de nosotros que sean viejos y no aptos, aquellos de nosotros que no puedan ir... —No, no —dijo Elmer, sacudiendo la mano que el otro retenía—. Yo sólo quiero pasar: yo ya he estado en... —... hombres, mujeres, hagamos todos lo que este muchacho, lisiado en el esplendor mismo de la juventud, haría. Y si nosotros no podemos ir, que cada uno de nosotros diga He mandado a un hombre al frente; aunque nosotros seamos viejos o no aptos, que cada uno de nosotros diga He mandado a un soldado a preservar la herencia americana que nuestros padres crearon para nosotros con su propio sufrimiento y preservaron para nosotros con su propia sangre. Que yo haya hecho lo que está en mi mano para que esta herencia pueda legarse sin tacha a mis hijos, a los hijos de mis hijos, aún no nacidos... —La ronca e inspirada voz prosiguió su alocución, arrastrando a orador y auditorio hacia las alturas en una inmolación de palabras, un holocausto sin fuego, una conflagración sin luz ni sonido y que no habría de dejar cenizas. Elmer trató de vislumbrar de nuevo el pequeño sombrero, la fiera cara desdeñosa, pero en vano. Había desaparecido, y el auditorio, arrebatado una vez más por la elocuencia del orador, pronto olvidó al lisiado. Pero ella se había ido, tan totalmente como una llama extinguida. Con enfermiza desesperación Elmer se preguntaba si ella habría visto todo aquello, sin reconocerlo y sin comprender. El gentío le dejó entonces pasar. no permitáis que la Bestia alemana piense que nosotros, vosotros y yo, nos negamos, no pudimos, no nos atrevimos, mientras nuestros muchachos, nuestros hijos lidian la batalla justa, derramando su sangre y sufriendo y muriendo para barrer para siempre del mundo Se pasó el bastón a la palma habituada a él, ya curtida. Vio de nuevo al judío, que seguía tratando de entregar su billete de mil dólares; oyó amainar a su espalda la voz ronca e incesante, apasionada y fatua y sincera. Y empezó a dolerle otra vez la espalda.

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6 Musicales en su agitación, Montparnasse y Raspail: la noche, desmayada, se disuelve: un delgado olor a heliotropo se hace visible: con luces que salpican amarillo y verde y rojo. Angelo atrae al fin la atención de Elmer y con el pulgar señala, en una mesa vecina, unos ojos abatidos de atractivo sobrio y pasivo, y una sonrisa dorada que corona una estola de piel de mala calidad. Angelo continúa dando codazos a Elmer, emite su rico sonido a través de los labios fruncidos: la adusta mira a Elmer en actitud de invitación estoica, la otra siembra sus dientes orlados de oro para Elmer antes de que Elmer retire velozmente la mirada. Pero Angelo le sigue haciendo muecas y asiente con rápidos movimientos de cabeza, pero Elmer es testarudo, y Angelo se echa hacia atrás en su silla con una indescriptible genuflexión de fatigado y profundo disgusto. —Hace seis semanas —dice en italiano— te llevaron al calabozo político de Venecia, donde yo ya estaba, y te quitaron el cinturón y los cordones de los zapatos. Tú no sabías por qué. Dos días después, me saqué yo mismo de la cárcel y fui a ver a vuestro cónsul, que a su vez te sacó a ti. Tampoco entonces supiste cómo ni por qué. Y ahora llevamos veintitrés días en París. En París, óyeme. ¿Y qué es lo que hacemos? Sentarnos en los cafés, comer, sentarnos en los cafés; y nos vamos a dormir. Eso es lo que hemos hecho, si quitamos los siete días de aquella semana que pasamos en el bosque de Meudon, y que empleaste en pintar un cuadro de tres árboles y un detalle poco importante de un río poco importante; parece que tampoco de esto saber el porqué, porque no has hecho nada con ello, porque en estos trece días no se lo has enseñado a nadie y no has hecho más que llevarlo en esa cosa que tienes junto a la pierna, de un café a otro, y sentarte encima de ello como si fuera un huevo y tú la gallina. ¿Es que piensas empollarlo y sacar otros de él, eh? ¿O es que esperas a que el tiempo lo convierta en la obra de un maestro clásico? Y esto en París. En París, óyeme. Lo mismo nos valdría estar en el cielo. O incluso en América, donde no hay más que trabajo y dinero. Musicales en su agitación y sus luces y sonidos, con taxis flatulentos, pálidos y vaporosos en el reluciente crepúsculo. Elmer vuelve a mirar: las dos mujeres se han levantado y se marchan ya sorteando las apiñadas mesas sin dirigir hacia atrás ni una mirada; Angelo vuelve a emitir su soniquete de exasperación, explosivo aunque resignado. Pero musicales en su agitación femenina, Montparnasse y Raspail: pronto Angelo, una vez olvidado su amigo y protector ante la carne expuesta, expresa su deleite y aprobación a través de los labios fruncidos, y deja que su protector, solitario y meditabundo, atraviese con la mirada el gris edificio que hay enfrente y contemple aquella colina de Texas donde permaneció en pie junto a la tumba de su madre, y piense en Myrtle Monson y el dinero y en Hodge, el pintor. Alguien murió y dejó al viejo Hodge dos mil dólares. El viejo, se podría decir que a manera casi de venganza, se compró una casa. Estaba situada en una pequeña población en donde —como decía Hodge en humorística paráfrasis— había más vacas y menos leche y más ríos y menos agua, y donde se podía ver más lejos y ver menos, que en cualquier otro lugar bajo el sol. La señora Hodge, haciendo una pausa en su actividad acerba e incesante, se quedó mirando a su

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marido —sedentario, claudicante, tan inevitable y fatal como una enfermedad— con asombro, y al cabo con franca conmoción. —Pensaba que estabas buscando una casa de tu gusto —le dijo Hodge. Y ella miró en torno las habitaciones idénticas, la carpintería (marcos de puertas, ventanas pintadas de un blanco delgado y reciente en el que tan sólo resaltaban las huellas de unas manos que se mudaron tiempo atrás para dejar las mismas huellas en otras casas idénticas diseminadas por la tierra), las paredes empapeladas de un práctico color tostado que absorbía la luz como una esponja y en el que se apreciaban sólo manchas ínfimas. —Lo has hecho por mezquindad —dijo ella con amargura, e inmediatamente se puso a deshacer las maletas, por última vez. —Vaya, ¿no has deseado siempre una casa propia en la que educar a tus hijos? —dijo Hodge. La señora Hodge se quedó inmóvil, con una colcha plegada en las manos, y miró la habitación que sus dos hijos mayores probablemente nunca verían, y de la que Jo habría huido apenas verla; y ahora Elmer, el benjamín, en una guerra extranjera. No pudo ser la naturaleza ni el tiempo ni el espacio; no en el caso de ella, que era insensible al diluvio y al fuego y al tiempo y a la distancia, que no se doblegaba ante contratos de arrendamiento que le exigían alquilar las casas durante un año como mínimo. Debió de ser el acto de la posesión, el echar raíces, lo que quebró su espíritu como se quiebra el de un pájaro enjaulado. Fuera lo que fuere, intentó cultivar dondiegos de día en el porche de madera festoneado de greca, pero al cabo se dio por vencida. Hodge la enterró en una colina mínima y sin árboles, donde los vientos sin obstáculos pudieran recordar la idea de distancia a la difunta cuando ésta sintiere el anhelo inevitable de mudarse una vez más, pese a estar muerta, y donde el tiempo y el espacio pudieran mofarse de su incapacidad para resucitar y levantarse y ponerse en movimiento. Y escribió a Elmer, que yacía boca abajo dentro de un molde de escayola en un hospital británico, soportando el dolor del espinazo y sintiendo que su carne escayolada —que también podía oler— se hacía cálidamente fluida, como un velo de saliva, y en la carta le decía que su madre había muerto y que él (Hodge) estaba como de costumbre. Añadía que había comprado una casa, pero olvidaba decir dónde. Más tarde, y con una especie de macabra solicitud, envió la carta devuelta a Elmer tres meses después de que Elmer lo visitara brevemente aquella tarde y se volviera a Houston. Tras la muerte de su esposa, Hodge cocinaba (era un buen cocinero, mejor de lo que su esposa lo había sido nunca) y hacía con dejadez las tareas de la casa, y después de la cena se sentaba en el porche y cortaba el tabaco necesario para la pipa del día siguiente, y suspiraba. E inmediatamente aquel suspiro se le antojaba algo muy similar al alivio, y entonces se reprendía en pronta actitud de respeto por los muertos. Y al poco ya no estaba tan seguro de lo que significaba aquel suspiro. Imaginaba el menguante futuro, esos años en los que no tendría ya que ir a ninguna parte —salvo cuando le viniera en gana—, y experimentaba un ligero malestar. ¿Habría adquirido él también de aquel infatigable optimismo el instinto del movimiento, el prurito del desplazamiento físico? ¿Le había despojado ella, al morir, de toda aptitud para la vida apacible? Jamás iba a la iglesia, pero era hondamente religioso, e imaginaba con detenida e inquieta alarma el día en que

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él también dejara este mundo y se encontrara a su esposa esperándole, con las maletas hechas y de nuevo lista para partir. Y un día, cuando se disipó todo aquello y decidió que, puesto que no podía evitarlo, era mejor dejar que se hiciera la Voluntad del Cielo —no sólo era lo mejor, de todas formas, sino lo único que podía hacerse—, llegaron tres hombres que calzaban botas y, ante su alarmado y afligido asombro, abrieron un pozo de petróleo en el patio de las gallinas, tan cerca que podía escupir en él desde la puerta de la cocina. Así que debía mudarse de nuevo, pues de lo contrario sería literalmente barrido del condado. Pero esta vez se limitó a mudar la casa misma: la cambió de orientación de forma que podía sentarse en el porche y contemplar, con estático asombro y —a decir verdad— consternación, la afanosa actividad que tenía lugar en su antiguo patio de gallinas. Había facilitado a uno de los hombres con botas la dirección de Elmer en Houston, y le había pedido que la próxima vez que fuera a Houston buscara a Elmer y le contara todo aquello. Así que lo único que tenía que hacer ya era sentarse en el porche principal y esperar y meditar en la naturaleza imprevisible de la circunstancia. Por ejemplo, la circunstancia había permitido que se quedara una noche sin cerillas; así, en lugar de cortar en hebras el trozo entero de tabaco, se reservó lo suficiente para mascar hasta que al día siguiente alguien llegara con cerillas. Sentado, pues, en el porche de la primera cosa mayor que una cama plegable que había poseído en su vida, con su tribulación más reciente alzando afuera su esqueleto de escalera enrejada contra el fúnebre cielo, mascó tabaco y escupió en la oscuridad inmaculada. Como no había mascado hacía dos años, se sintió un tanto incómodo al principio. Pero pronto fue capaz de escupir el jugo de tabaco con siseo delgado y cobrizo, arqueándolo por encima del porche y sobre el paralelogramo de contrariada tierra en donde alguien había intentado que creciera algo alguna vez.

El médico de Nueva Orleans envió a Elmer a Nueva York. Allí el paciente permaneció dos años mientras reparaban su columna, y un año más recuperándose, boca abajo de nuevo, con la imagen de un cuerpo de piernas cortas y vestido color limón en el fondo de la memoria; una imagen que retrocedía, pero ya no velozmente, pues él, aunque tendido boca abajo y bajo pesas, se movía ahora con rapidez. Antes de partir, sin embargo, realizó una breve visita a Texas. Su padre no había cambiado, no había envejecido: lo encontró resignado y tan complacidamente filosófico como siempre, al pie del nuevo revés que los hados le habían deparado. El solo cambio que apreció en el medio familiar fue la presencia de una cocinera, una mujer delgada y amarilla y ya no joven que acogió a Elmer con una mezcla de seguridad y alarma; en cierto momento, e inadvertidamente, Elmer entró en el dormitorio de su padre y descubrió que en la cama, sin hacer aún al mediodía, habían dormido claramente dos personas. Pero no tenía intención —ni deseos— de interferir en modo alguno; había vuelto ya los ojos hacia el este; pensaba ya: esperaba, deseaba haber cruzado ya el frío e inquieto y gris Atlántico, y estar pensando Ahora tengo el dinero. Y ahora la fama. Y luego Myrtle. Así, lleva tres semanas en París. Todavía no se ha integrado en ningún grupo de estudiantes; ni ha visitado el Louvre, pues desconoce dónde está pese a haber

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atravesado la Place de la Concorde varias veces en taxi con Angelo. Angelo, con su instinto para el brillo y el ruido, descubrió de pronto la Exposición (19), y llevó a su protector a visitarla. Pero Elmer no considera que estas cosas sean pintura. Sin embargo curioseó, la visitó de extremo a extremo, aunque diciéndose con rápida lealtad: Myrtle no vendría aquí; la señora Monson será quien la traiga, quien la obligue a venir. No le cabe la menor duda de que están en París. Lleva en Europa el tiempo suficiente para saber que donde se ha de buscar a un americano en Europa es en París; que cuando está en otra parte, es sólo para pasar el fin de semana. Cuando llegó a París conocía únicamente dos palabras de francés: las aprendió en el libro que compró en la tienda donde compró las pinturas. (Fue en Nueva York. «Quiero las mejores pinturas que tenga», le dijo a la joven empleada, que vestía un guardapolvo de pintor. «Esta caja tiene veinte tubos y cuatro pinceles, y esta otra treinta tubos y seis pinceles. Tenemos una con sesenta tubos, si lo desea», dijo ella. «Quiero las mejores», dijo Elmer. «¿Quiere decir que quiere el juego con más tubos y pinceles?», dijo ella. «Quiero las mejores», dijo Elmer. Así, en tal punto muerto, se quedaron mirándose el uno al otro hasta que se acercó el dueño de la tienda, que vestía igualmente un guardapolvo de pintor. Bajó la caja de los sesenta tubos —por la que, dicho sea de paso, la aduana francesa en Ventimiglia le hizo pagar a Elmer los derechos de importación con que se agrava al comerciante— y dijo: «Por supuesto que quiere lo mejor. ¿Es que no lo ve con sólo mirarle? Escuche usted, hágame caso. Ésta es la que usted quiere, hágame caso. Cuántos cuadros puede pintar con diez tubos, ¿eh?» «No lo sé —dijo Elmer—. Pero quiero las mejores.» «Pues claro que sí —dijo el propietario—. La que le permita pintar más cuadros. Vamos, dígame, cuántos cuadros puede pintar con diez tubos; yo le diré los que puede pintar con sesenta.» «Me la llevo», dijo Elmer). Las dos palabras eran rive gauche. Se las dirigió en la Gare de Lyon al taxista, quien respondió: «Cierto, Monsieur», y miró a Elmer con viva atención hasta que Angelo le habló en una lengua bastarda, en la que Elmer oyó millionair americain sin entender entonces su sentido. «Ah», dijo el taxista. Lanzó primero la maleta de Elmer y luego a Angelo al interior del coche, donde ya estaba acomodado Elmer, y los condujo al hotel Leutetia. Así que esto es París, pensó Elmer, rumbo al enloquecido e indistinguible bamboleo de casas y calles, a cafés con toldos y urinarios con carteles, a otros vehículos a pedal o automóviles conducidos por unos locos, mientras iba en el taxi echado un poco hacia adelante, agarrado al asiento, con una expresión de inquietud inmóvil en la cara. La inquietud seguía aún en su semblante cuando el coche se detuvo en el hotel. Y se acrecentó apreciablemente cuando entró y miró a su alrededor: empezaba a sentir auténtico desasosiego. Esto no está bien, pensó. Pero ya era tarde; Angelo había emitido ya una vez su sonido fruncido de placer y aprobación, y le habló en su lengua bastarda a un hombre con uniforme de mariscal de campo, quien a su vez bramó con severidad: «Encore un millionaire americain» (20). Era demasiado tarde; cinco hombres con y sin uniforme lo obligaban, con firmeza aunque amablemente, a (19) Exposición Universal de las Artes Decorativas e Industriales Modernas (París, 1925). (N. del T.) (20) Otro millonario americano. (N. del T.)

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firmar una declaración en relación con su existencia, y Elmer pensaba Lo que yo quería era una buhardilla; pensaba, con una especie de desesperanza humorística. Parece que lo que en realidad quiero es la pobreza. Pero se evadió pronto, para sorpresa, asombro y, finalmente, resignación fatalista y encogida de hombros de Angelo. Pues dio en vagar por los alrededores, con el libro en el que había aprendido las palabras rive gauche en la mano, mirando las ventanas de las buhardillas bajo los tejados emplomados y volviendo a mirar el libro, con desvalido desaliento que —sabía— pronto se convertiría en desesperación y luego en resignación ante los galones dorados, las fúnebres levitas, las apiladas alfombras y las discretas luces que lo oprimían por obra del destino y de Angelo, como si su irrevocable horóscopo hubiera sido fijado y cerrado a su espalda con el estrépito metálico de aquella puerta con barrotes del Palazzo Ducale en Venecia. Ni siquiera había abierto la caja de pinturas. En la aduana le había exigido el pago de los derechos de importación con que se grava al comerciante; bien podía, pues, asumir la personalidad mercantil que los franceses le habían asignado y vender ahora las pinturas. Un día, mientras vagaba, entró en la Rue Servandoni. Se limitaba a pasar por ella, con cierta esperanza aún, cuando miró a través de una puerta abierta y vio un patio. Aun en el momento fatal se vio diciéndose a sí mismo Es solamente otro hotel. Se vivirá casi igual, con la única diferencia de que aquí con un poco más de tedio y exigencia y de fastidio y mezquindad. Pero ya era tarde una vez más; la había visto. De pie, con las manos en las caderas y un vestido chillón, reprendía a un hombre obeso que empuñaba inmóvil una fregona; era una mujer delgada de cuarenta años o más, fuerte y enjuta, de cara asolada e incansable; por espacio de un instante Elmer fue su propio padre en Texas, a ocho mil millas de distancia, y ni siquiera supo que estaba pensando Debería haber sabido que ella no iba a quedarse muerta, y ni siquiera pensó, con perspicacia omnisciente Ni siquiera necesitaré el libro. Y no necesitó el libro. Ella le escribió en un papel el precio de las habitaciones; habría podido poner la tarifa que le hubiera venido en gana. La que le hubiera venido en gana, se decía Elmer, alojado de nuevo, estático, desalentado, y liberado, mientras ella le reprende por sus ropas sucias, mientras las examina y las compone y hurga furiosamente entre sus cosas y limpia su habitación furiosamente (Angelo vive en el piso de arriba), mientras le hunde en la boca palabras y frases francesas y le obliga a repetirlas. Tal vez pueda escaparme alguna noche, se decía Elmer. Tal vez pueda escapar cuando duerma, y consiga encontrar un ático al otro lado de la ciudad; pero sabe que no lo hará, sabe que ya se ha dado por vencido, que se ha rendido ante ella; que, como cuando se es juzgado por un crimen, no hay quien escape a la misma fatalidad dos veces. Así que pronto (al día siguiente fue a la oficina de la American Express y dejó su nueva dirección) su mente no hizo otra cosa que repetir «París». París. El Louvre, Cluny, El Salón, además de la ciudad misma: la misma silueta contra el cielo, el mismo empedrado, las mismas estatuas de mármol de aire amable y muslos aptos para la procreación; toda esa alegre y sofisticada y despiadada ciudad moribunda a la que Cèzanne se vio arrastrado de cuando en cuando como una vaca reacia, en la que Manet y Monet se debatieron por crear puntos de color y delineación; en la que Matisse y Picasso aún pintaban: al día siguiente él se

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integraría en un grupo de estudiantes. Aquella noche, por vez primera, abrió la caja de pinturas. Al mirarlas, sin embargo, volvió a quedarse inmóvil. Los tubos descansaban en apretadas hileras inmaculadas, obtusos, sólidos, como torpedos, latentes. Hay tantas cosas en ellos, pensó. En ellos está todo. Pueden hacer cualquier cosa; pensaba en Hals y en Rembrandt; en todos los altos e inmortales gigantes del pasado; y volvió la cabeza de pronto, como si ellos estuvieran en el cuarto, atestándolo, haciéndolo parecer tan pequeño como un gallinero, y lo miraban a él, Elmer; de modo que volvió a cerrar la caja con quieto y espantado desaliento. Todavía no, se dijo. Todavía no soy digno. Pero puedo valer. Valdré. Quiero valer, y sufrir si es necesario. Al día siguiente compró acuarelas y papel (por primera vez desde que llegó a Europa no se sintió apocado ni indefenso al tratar con comerciantes extranjeros en las tiendas) y se fue a Meudon con Angelo. No sabía adónde iba; vio una colina azul y se la señaló al taxista. Permanecieron allí siete días, el tiempo que tardó en dar por finalizado su paisaje. Rompió tres antes de sentirse satisfecho; mientras sentía calambres en los músculos y se ofuscaban sus ojos por el cansancio, se decía a sí mismo. Quiero que sea duro, quiero que sea cruel, que saque cada vez algo de mí. No quiero sentirme nunca totalmente satisfecho con ninguno de ellos, de forma que tenga que seguir pintando siempre. Así, cuando volvió a la Rue Sevandoni con el cuadro terminado dentro del nuevo cartapacio, en la primera noche en que volvió a mirar a los altos espectros que lo esperaban, se siguió sintiendo humilde pero ya no sintió espanto. Ahora ya tengo algo que mostrarle, piensa, acariciando su cerveza entibiada, mientras el sonido fruncido de Angelo se ha hecho continuo a su lado. Ahora, cuando haya averiguado quién es el mejor maestro de París, cuando vaya a él y le diga: Enséñame a pintar, no iré con las manos vacías; y piensa Y luego la fama. Y luego Myrtle, mientras el crepúsculo se alza en Montparnasse gravemente, bajo la estación que cambia, que se resiste a hacerlo como una joven novia ante el viejo cuerpo flaco de la muerte. Y es entonces cuando siente el primer lento e implacable despertar de sus entrañas.

7 El sonido fruncido de Angelo se ha hecho continuo: una abierta y amable cortesía, hasta que ve que su protector se ha levantado, con el cartapacio bajo el brazo. —Comemos, ¿eh? —dice Angelo, que en tres semanas ha aprendido algo de francés y de inglés, mientras que Elmer no es capaz siquiera de preguntar dónde está el Louvre o el Salón. Luego señala la cerveza de Elmer—. ¿No terminas? —Tengo que irme —dice Elmer, y en su cara se advierte la expresión de ensimismamiento e introversión de los dispépticos: como si estuvieran prestando oído a sus tripas, que es exactamente lo que Elmer está haciendo. Se está ya retirando. Al instante aparece el camarero; Elmer, aún con esa expresión ensimismada —no exactamente preocupada—, pero con movimientos que no

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dan lugar a tiempos muertos, entrega al camarero un billete y sigue su camino; es Angelo quien retiene al camarero y recoge el cambio y deja una propina europea, que el camarero arrebata con desdén mientras dice algo en francés a Angelo; como réplica, y en vista de que su protector se aleja —a paso un poco más rápido que de ordinario—, Angelo se limita a demorarse lo suficiente como para invertir su sonido de aprobación y expeler el aire a través de los labios fruncidos en lugar de aspirarlo. Y ahora, musical también en su agitación, Michel (21), pero es en la plaza de L’Observatoire donde Angelo alcanza a su protector, aunque ha de seguir apretando el paso para no quedarse atrás. Angelo mira en torno, con su ceja única levantada. —¿No a comer ahora? —dice. —No —dice Elmer—. Al hotel. —¿Hotel? —dice Angelo—. Primero comer, ¿eh? —No —dice Elmer. Su tono es irritado, aunque no aún acosado, no aún desesperado—. El hotel. Tengo que estar a solas. —¿A solas? —dice Angelo. —Excusado —dice Elmer. —Ah —dice Angelo—. Excusado. Alza la vista hacia la preocupada, a un tiempo vigilante y ensimismada cara de su protector; agarra a Elmer por el codo y echa a correr. Corren varias zancadas antes de que Elmer logre desasirse de un tirón; su semblante muestra ahora franca alarma. —Cierto —dice Angelo en italiano—. En tu situación, correr no es lo que se necesita. Lo olvidé. Con cuidado y despacito, pero no demasiado despacio. Coraggio (22) —dice—, en seguida llegamos. —Y al poco se divisa la cabina telefónica—. Voilá (23) —dice Angelo. Vuelve a coger del brazo a su protector, aunque ahora ya no corre; Elmer vuelve a liberar su brazo, y se aparta; Angelo vuelve a señalar la cabina telefónica, con su caja única en lo alto del cráneo, y sus ojos se ablandan, inquisitivos, preocupados; vuelve a invertir su sonido de aprobación y apunta con el pulgar la cabina telefónica. —¡No! —dice Elmer. Su voz es ahora desesperada pero firme—. ¡El hotel! En el Jardín, por donde Elmer camina con largas y atormentadas zancadas, con Angelo a su lado al trote, el crepúsculo es gris y no emite silbido alguno entre los árboles; la gente, en el largo tapiz que se disuelve, se dirige ya hacia las puertas. En el crepúsculo teñido de otoño pasan presurosos ante las figuras esculpidas, pasan ante las de bronce, cuyos destellos callados y meditabundos son solemnes y ya informes; ambos van casi a la carrera: pasan ante el Verlaine de piedra, ante Chopin, ese hombre enfermo y femenino semejante a nieve que se descompone bajo una luna muerta; la luna de la muerte está ya arriba, grata y afable y gélida como una alcahueta. Elmer entra en la Rue Vaugirard, apresurándose con el cuidado asolado de quien lleva dinamita; es Angelo quien lo retiene hasta que se produce un hueco en el tráfico.

(21) Boulevard Saint-Michel (N. del T.) (22) En italiano en el original: Ánimo. (N. del T) (23) En francés en el original: Ahí está. (N. del T)

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Luego ha llegado a la Rue Servandoni. Corre por la pendiente empedrada. Ya no piensa Qué pensará de mí la gente. Es como si la vida, la volición, todo fuera meciéndose oscuro e invisible en su zona pélvica, y al cabo sólo le resta la inteligencia suficiente para saber que ha llegado a su puerta. Allí, sin sombrero, está saliendo su patrona. —Ah, señor Hodge —dice—. En este mismo momento le estaba buscando. Tiene visita. Las millonarias americanas Monson le esperan en su alcoba. —Sí —dice Elmer, esquivándola para entrar corriendo, sin conciencia siquiera de que le está hablando en inglés—. Un minuto y estaré... —Se detiene; la mira penetrantemente con el semblante asolado y sumido en la desesperanza—. ¿Mosong? —dice—. ¿Mosong? —Y luego—: ¡Monson! ¡Monson! —Aprieta con fuerza el cartapacio y lanza una mirada salvaje hacia su ventana, y vuelve a mirar a su patrona, que le mira con asombro—. ¡Reténgalas ahí! —le grita con ferocidad—. ¿Me oye? ¡Reténgalas ahí! No deje que se marchen. En un minuto estaré... —Pero ya se ha dado la vuelta y corre hacia el otro lado del patio. Sin dejar de correr, con el cartapacio bajo el brazo, sube por las oscuras escaleras mientras su pensamiento, en alguna parte de su desesperada mente, piensa sin crispación Estará ocupado. Sé que estará ocupado y piensa con absoluta desesperación que va a perder a Myrtle dos veces por culpa de su cuerpo: la primera a causa de su espalda, que le impedía bailar, y ahora a causa de sus tripas, que permitirán que Myrtle piense que está huyendo. Pero el excusado está vacío; un suspiro de alivio es eco del suspiro de los pantalones al deslizarse por sus piernas, y piensa Gracias a Dios. Gracias a Dios. Myrtle. Myrtle. Luego también esto se esfuma; se le antoja ver su vida, boca arriba ante la vida secreta y ciega e implacable de sus propias entrañas, cual inmolación que clama Aquí estoy. Aquí estoy como el Samuel de la Antigüedad. Y luego sus entrañas lo liberan. Vuelve a despertar y tiende la mano hacia el huevo del papel, y se queda absolutamente inmóvil mientras el tiempo parece pasar vertiginoso ante él con un sonido semejante casi al de un proyectil. Gira sobre sí mismo; mira el hueco vacío, y entorno está el viento oscuro que silba burlón como si fuera el viento que ha vaciado el hueco. Elmer no ríe; también sus tripas se han vaciado apremiadas por la urgencia. Se da unas palmadas en el bolsillo del pecho; se queda inmóvil de nuevo, con el brazo cruzado sobre el pecho; como si estuviera saludando; luego, con terrible urgencia, se busca en todos los bolsillos saca dos trozos rotos de carboncillo, un reloj de dólar, unas cuantas monedas, la llave de su cuarto, la lata de tabaco (ya plateada y suavizada por el tiempo) con las agujas e hilo y demás útiles que hace diez años le regaló en Canadá el cocinero. Y eso es todo. Y sus manos dejan de buscar. Animadas momentáneamente de vida y exigencia propias y furiosas, mueren; y él sigue sentado y durante unos instantes mira con calma el cartapacio que tiene al lado, en el suelo: y de nuevo, como cuando las miró acariciar la granada de mano a bordo del buque de transporte de tropas en 1916, las ve coger el cartapacio y abrirlo y sacar la acuarela del paisaje. Pero es sólo un instante, porque el apremio vuelve a descender sobre él y ya no mira en absoluto sus manos, y piensa Myrtle. Myrtle. Myrtle.

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Y ya la hora, el momento, ha llegado. En el interior del Jardín, más allá de la oscuridad y del lento gentío que camina hacia las puertas, el bugle oculto comienza. De la oscuridad secreta llegan las graves notas de latón; alcanzan a la gente, dejan atrás a los policías con gorra de las puertas, se extienden por la ciudad y mueren donde la noche, bajo la creciente y exangüe luna, se ha encontrado a sí misma. Mas dentro del crepúsculo formal de los árboles el bugle sigue sonando acompasado y arrogante y triste.

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Con cautela y diligencia

1 El general, flanqueado por su ayudante de campo y el coronel del aeródromo y su ayudante y varias esposas y otras mujeres más, en pie y erguido en el sol ventoso, leyó en voz alta el papel cuyo contenido conocían ya desde el día anterior: —... en fecha a determinar de marzo de 1918, el escuadrón partirá inmediatamente, sobre las armas y con cautela y diligencia, hacia el destino que en adelante denominaremos cero. Luego dobló el papel y miró al auditorio; los tres comandantes de escuadrilla en posición de firmes; a su espalda, los jóvenes reclutados en los dispersos rincones del imperio (incluido Sartoris, natural de Mississippi, que no había sido británico desde hacía ciento cuarenta y dos años); y detrás de ellos, la hilera de aviones en reposo, apagados y sin brillo a la intermitente luz del sol, a través de la cual seguía llegando la voz del general, que volvía a contar la trillada historia: Waterloo y los campos de deporte de Eton, y este lugar que es Inglaterra para siempre. Luego la voz, en franca vuelta atrás, retrocedió a través de un largo limbo lleno de caballos —Fontenoy y Azincourt y Crécy y el Príncipe negro—, y Sartoris, por la comisura de su boca rígida, susurró a su vecino: «¿De qué negro habla? Habla de Jack Johnson» (24). Pero al fin el general dio por terminado también esto. Los miró de frente; un hombre viejo, sin duda amable, ciertamente en modo alguno tan marcial y espléndido como su ayudante de campo, capitán de la Guardia Montada, todo sangre y acero, con la cinta roja en la gorra y el distintivo de rango en el cuello y el brazalete y los rizos y espiras de la bruñida cadena de aire lapidario en hombros y axilas, de donde aquella antigua cota de malla de Crécy y Azincourt (24) El Príncipe negro: Eduardo, príncipe de Gales (1330-1376). Jack Johnson: primer boxeador de raza negra que ganó el título mundial de los pesos pesados. (N. del T.)

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había sido arrancada por los fuertes y constantes vientos de los largos años transcurridos, quedando tan sólo aquel delgado vestigio. —Adiós y buena suerte, y denles una buena tunda —dijo el general. Recibió el saludo de los comandantes de escuadrilla. Los tres comandantes de escuadrilla se volvieron. Britt, el más antiguo, con su Cruz Militar y su Estrella de Mons y su Cruz de Vuelo Distinguida y su cinta de Gallipoli (sobre el bolsillo izquierdo, su guerrera resultaba aún más abigarrada que la del capitán de la Guardia Montada), dejó vagar sus ojos duros por las caras del escuadrón, y habló como era natural en él: con esa voz fría y precisa como el bisturí de un cirujano, que jamás dejaba de llegar a aquellos oídos a los que iba destinada, aunque jamás iba más lejos; ahora, en efecto, no llegó hasta el general situado a sus espaldas: —Por el amor de Dios, tratad de mantener la formación hasta que lleguemos al Canal. Tratad al menos de parecer algo a ojos de los contribuyentes mientras estamos sobre Inglaterra. Si alguien se pierde y aterriza detrás de las líneas enemigas, ¿qué deberá hacer? —Quemar el cacharro —dijo alguien. —Si tiene tiempo; no importa demasiado. Pero si os estrelláis más aquí de nuestras líneas, en Francia o incluso en Inglaterra, ¿qué es lo mejor que podéis hacer, santo Dios? Respondió esta vez una docena de voces. —Coger el reloj. —Exacto —dijo Britt—. Vámonos. La banda, que estaba tocando, fue pronto ahogada por el ruido de los motores. Los aviones despegaron y ascendieron a mil pies y las escuadrillas formaron niveles escalonados de vuelo. Britt iba a la cabeza de la escuadrilla B, en la que Sartoris era el número tres. Britt los hizo volver y sobrevolaron el aeródromo en un ligero picado. Dejaron atrás, a poca altura, un revoloteo de pañuelos femeninos; Sartoris veía el constante subir y bajar del brazo del tambor y los cambiantes centelleos de latón entre las trompas, como si el sonido que emitían fuera primero hacerse visible y luego audible. Pero no fue así; los motores volvieron a retumbar y los aviones ascendieron y se alejaron hacia el sudeste. Era un soporífero y nebuloso día de principios de la primavera. A cinco mil pies la verdeante Inglaterra se deslizaba abajo despacio, pulcra y acolchada, y los aviones cambiaban de posición ligera constantemente, elevándose y descendiendo dentro de la cerrada formación, dentro de su propio y fuerte zumbido. En un abrir y cerrar de ojos —según le pareció a Sartoris— tuvieron bajo sus pies el reflejo plano y sin brillo del Canal, y más allá el banco nuboso de la tierra de Francia. Exactamente debajo de ellos había un aeródromo. Britt estaba haciéndoles señas. Iba a ejecutar un rizo en formación: saludo y adiós al hogar; a alguno, como es natural se le podría haber ocurrido rivalizar por diversión un rato, pues nada urgente acontecía en Francia, sólo una penetración alemana en el derrumbado Quinto Ejército, mientras el general Haig, de espaldas contra el muro, creía firmemente en la justicia y santidad de su causa. Estaban realizando el rizo; estaban en el ápice del rizo, invertidos. Arriba, a la derecha, había un Camel que se dirigía directamente hacia Sartoris, a unos diez pies de distancia; sería uno de la escuadrilla A cuya posición debía mantenerse justo a su espalda. Había perdido altitud, pensó Sartoris; había salido del rizo sin saberlo.

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Pero no era cierto; el Camel de Britt se hallaba donde debía estar, frente a su ala derecha. Manipuló el timón para apartarse hacia afuera y empujó hacia adelante la palanca de mando. Ahora, sin duda, entraría en pérdida. Así sucedió, en efecto, y descendía ya en barrena; de un modo u otro, había esquivado al otro Camel, cuya estela sintió al pasar a través de ella. Cerró el gas y detuvo la barrena y volvió a abrir de golpe el gas, y ascendió atemorizado y colérico. El escuadrón estaba debajo de él ahora, y el hueco entre Britt y Atkinson en el número cinco, donde él debería estar, seguía escrupulosamente intacto. Entonces Britt se separó y empezó a ascender. «De acuerdo —dijo Sartoris—. Si eso es lo que quieres». Si al menos hubiera sido el propio Britt quien arremetió contra él... Ignoraba quién había sido; no había tenido tiempo de leer la letra o el número. Estaba demasiado cerca, pensó, para ver algo del tamaño de una letra o un número. Tendría que mirar de frente y desde una distancia de cinco pulgadas; tendría que encontrar el aparato que tuviera una espiga retorcida en uno de los cubos de las ruedas o algo por el estilo. Picó hacia Britt, que se apartó bruscamente. Se desvió él también, a fin de encaramarse sobre la cola de Britt. Pero no logró situar a Britt dentro de su Aldis, porque Britt era demasiado bueno para competir con él; Sartoris no necesitó siquiera mirar atrás para saber que tenía a Britt en la cola. Ejecutaron dos rizos uno en la estela del otro, como si ambos se movieran unidos por un cable. Probablemente ha estado atrás, pegado a las correas de mis gafas, durante todos estos giros, pensó Sartoris. El altímetro no había reflejado en ningún momento la altitud exacta, pero marcaba unos siete mil pies cuando, en el ápice del tercer rizo, Sartoris entró deliberadamente en pérdida, e, inmediatamente antes de bajar en barrena, vio a Britt pasar ante él acometiendo ya una vuelta de Immelman. Siguió en barrena — según su apreciación— unos mil pies, e inició el picado; con el motor a toda potencia siguió en picado, y al cabo ascendió en vertiginosa vertical, y prosiguió su ascenso incluso después de que el Camel empezara a vibrar y a dar señales de haber llegado al límite de su impulso. Abajo, a dos mil pies del aparato, el escuadrón completaba otro círculo a velocidad de crucero; uno de los otros dos comandantes de escuadrilla —bien Sibleigh o Tate— había ocupado el lugar de Britt. A quinientos pies debajo de Sartoris, Britt describía también un círculo y, mirando hacia arriba, movía el brazo hacia abajo con violencia. «Con mucho gusto», dijo Sartoris. Bajó el morro del Camel hasta alcanzar la vertical. Cuando dejó atrás a Britt, descendía a ciento sesenta millas; cuando bajó en picado junto al morro de Tate o de Sibleigh o de quienquiera que fuera entonces en cabeza, había alcanzado la velocidad terminal; el motor hacía un ruido endemoniado; si el Camel superaba aquel instante sin quebrarse, dispondría de la velocidad suficiente como para volver a ascender verticalmente dos mil pies, y tal vez rizar en torno al escuadrón una o dos veces. Y entonces el manómetro reventó. Salió del picado; había puesto en funcionamiento la bomba manual, pero no sucedió nada; cambió la válvula al tanque de gravedad, pero tampoco entonces sucedió nada, y la hélice continuó aleteando pesadamente por propia inercia. Se encontraba a menos de dos mil pies, y recordó el aeródromo situado en algún lugar debajo de ellos cuando Britt decidió realizar los rizos. Lo divisó a menos de dos millas. Pero el viento soplaba en dirección contraria, por lo que, en medio de

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un silencio poblado sólo por el silbido de los cables, dio la espalda al aeródromo. Entonces oyó a Britt, que se acercaba por detrás; al verlo pasar le indicó por señas que su motor se había averiado. Pero había encontrado un campo, una superficie oblonga en la que crecía el grano; flanqueada a ambos lados por setos vivos, a un extremo había un bosquecillo, y al otro un muro bajo de piedra. Y el lugar se hallaba a favor del viento. Britt volvió a pasar a su lado y agitó el puño. «No fui yo —dijo Sartoris—. Venga a ver el manómetro y la válvula si no me cree.» Realizó el último giro, con viento contrario; entraría por encima del muro. El campo era aceptable; cualquiera que tuviera cuarenta horas de vuelo en Camel podría aterrizar en él, pero ni siquiera Sibleigh, el mejor piloto de Camel que había visto en su vida, sería capaz de sacarlo de allí después. Estaba aproximándose correctamente, sobrepasando exactamente lo bastante. Coleó un poco, siguió sobrepasando lo bastante como para disponer de la altura y velocidad adicionales en caso de necesidad; apagó el motor y dio un ligero golpe de timón, alzando levísimamente el morro, haciendo descender ya la cola al pasar por encima del muro y bajándola luego aún más hacia la maraña verde. Estaba consiguiendo un aterrizaje espléndido. Estaba realizando el mejor aterrizaje de su vida. Lo había conseguido; tenía la palanca pegada al estómago; estaba en tierra. Alcanzaba ya el cierre del cinturón de seguridad cuando el Camel rodó, fue a caer en la hondonada húmeda —que él ni siquiera había visto— y tras un lento descenso quedó en tierra sobre el morro. En pie junto al aparato, se restañaba la sangre de la nariz —la culata de una de las ametralladoras lo había golpeado al caer en la hondonada cuando Britt pasó de nuevo como un trueno, agitó el puño y se alejó velozmente brincando por encima de los setos en dirección al aeródromo. El aeródromo no estaba tan lejos como había imaginado; aún no había acabado el cigarrillo cuando una motocicleta con sidecar irrumpió a través del seto y se acercó hasta él. Eran un soldado raso y un cabo. —No debería estar fumando, señor —dijo el cabo—. Va contra las ordenanzas el fumar cerca de un aparato estrellado. —No me he estrellado —dijo Sartoris—. Lo único que he hecho ha sido destrozar la hélice. —Se ha estrellado, señor —dijo el cabo. —Bien, ya me aparto —dijo Sartoris—. Ustedes dos lo atestiguarán: el reloj seguía ahí cuando han venido a hacerse cargo de todo esto. —De acuerdo, señor —dijo el cabo. Sartoris subió al sidecar. En el camino se cruzaron con el camión que conducía al equipo encargado de desmontar y conducir el Camel al aeródromo. El soldado condujo a Sartoris al oficial de servicio. En la oficina había un capitán con un parche negro en un ojo y un brazalete azul de oficial pendiente de destino, y un comandante con la insignia de observador. —¿Herido? —dijo el comandante. —Me sangró un poco la nariz —dijo Sartoris. —¿Qué sucedió? —El manómetro reventó, señor. —¿Cambió al dispositivo de gravedad? —Sí, señor —dijo Sartoris—. Probablemente su cabo habrá comprobado la posición de la válvula.

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—Sin duda —dijo el comandante. Ya podría haber venido usted mismo a echar una ojeada, pensó Sartoris. Me habría gustado verle haciendo ese aterrizaje—. Su gente ha seguido hacia adelante. No veo que pueda usted hacer otra cosa que informar a Pool. ¿Se le ocurre algo más? —No, señor —dijo Sartoris. —Llame a Pool, Henry —dijo el comandante. El ayudante habló unos instantes por teléfono. Luego lo hizo el comandante. Sartoris esperaba. Con el calor de la habitación, empezaba a sentir cierto picor dentro del mono—. Quieren hablar con usted —dijo el comandante. Sartoris cogió el teléfono. Era la voz de un coronel, tal vez la de un general, aunque pensó al instante que aquella voz sabía demasiado bien de qué estaba hablando como para ser la de un general: —¿Y bien? ¿Qué sucedió? —El manómetro reventó, señor. —Supongo que se le reventó mientras picaba —dijo la voz. —Sí, señor —dijo Sartoris, mirando por la ventana y rascándose, pues el chaleco de punto que llevaba debajo de la camisa empezaba a picarle de verdad. —¿Qué? —dijo la voz. —¿Señor? —Le preguntaba si picó deliberadamente hasta que hizo saltar su mano... —Oh, no, señor. Creí que me preguntaba si cambié la gravedad. —¡Por supuesto que lo hizo! —dijo la voz—. No he conocido nunca a ningún piloto con el motor averiado que no haya hecho lo que tenía que hacer, incluido el encaramarse sobre el ala y poner en marcha la hélice. Preséntese en su aeródromo esta noche. Luego, por la mañana, vaya a Brooklands. Le tendrán otro Camel preparado. Tómelo y prosiga... —con cautela y diligencia, pensó Sartoris. Pero la voz no dijo eso; dijo—: ...sin destrozar más manómetros y alcance a su escuadrón. ¿Cree que será capaz de encontrarlo? —Preguntaré en el camino —dijo Sartoris. —¿Qué hará qué? Pero eso fue todo; la comunicación se había interrumpido, y aquel número — si Sartoris, basado en su conocimiento de los sistemas telefónicos militares, no se equivocaba— tardaría en tener línea de nuevo media hora como mínimo, y para entonces él estaría ya camino de Londres. Así, pronto se encontró en el tren militar que partía diariamente de Dover con soldados de permiso; un militar sin destino entre militares sin destino, aunque no mutilado todavía. Pero cuando llegó a Londres decidió no presentarse en el aeródromo. Era un militar sin destino permanente; oficialmente estaba en Francia y físicamente en Inglaterra, luego no existía en absoluto; decidió conservar aquella suerte de anonimato. Aunque nada desagradable fuera a ocurrirle en el aeródromo, conocía y respetaba la capacidad de fecundidad infinitas no tanto de la propia y compleja jerarquía militar cuanto de algún ocioso miembro del personal encargado a quien se despierta bruscamente mientras dormita. Ciertamente él, Sartoris, se vería obligado a presentarse en la Comandancia de Transporte de la zona sur de Inglaterra y del Canal. Podía imaginar la escena: él, que desde el mediodía del día anterior no había existido en Inglaterra, pese al hecho de seguir ocupando un lugar en el espacio, se vería súbitamente en medio del disciplinado murmullo de funcionarios y suboficiales y

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alféreces y, finalmente, capitanes que no sólo no habían oído hablar de él en su vida, sino que no tendrían el mínimo deseo de hacerlo, que simplemente se exasperarían ante tal interrupción en su afanosa y apacible tarea de autenticar formularios, que simplemente se enfurecerían ante su paciente y pasiva exigencia. De modo que dejó su equipo de vuelo en el Royal Automobile Club y, extranjero y libre y ofuscado casi, permaneció en el bordillo de aquel Londres, de aquella Inglaterra de aquella primavera de 1918 —las mujeres, los soldados, las mujeres de los cuerpos auxiliares del ejército y del destacamento de ayuda voluntaria, las mujeres con uniforme de cobradoras de autobuses y tranvías, las mujeres con el nuevo uniforme del viejo comercio, del viejo e infamado comercio que florece siempre en tiempo de guerra, pues los hombres que se emparejan precipitadamente saben que la muerte probablemente los hará cornudos de todas formas; los carteles: INGLATERRA AGUARDA, los letreros: DERROTAD A LOS ALEMANES CON BOVRIL, los partes: SE MANTIENEN LAS LÍNEAS DELANTE DE AMIENS, LOS VIEJOS CAMPOS DE BATALLA DEL SOMME—, y deambuló en medio de todo aquello, él, el extranjero surgido de la curiosidad y dispuesto a arriesgar su vida en las guerras de sus mayores, y que ni siquiera era consciente de que estaba presenciando el perseverante corazón de una nación que padecía uno de sus períodos más negros. Cuando llegó a Brooklands, a la mañana siguiente, estaba lloviendo. El Camel estaba preparado, aunque no habían sido montadas las ametralladoras. Trataron, por otra parte, de disuadirle con razones lógicas y sensatas: —Sobre el Canal hará un tiempo de perros. Usted es un voluntario sin destino fijo; ¿por qué no lo deja y se va a la ciudad hasta mañana? Pero Sartoris se negó a hacerlo. —Llevo ya un día de retraso; además ayer eché a perder un aparato. Britt estaba ya de mal talante. Y se va a poner furioso de verdad si no estoy allí para la comida. Le habían preparado mapas en los que habían trazado la ruta hasta el escuadrón (se hallaba exactamente en Amiens), con indicación de los aeródromos en los que podía repostar. Ni siquiera había presentado documento alguno que le facultara para hacerse cargo del Camel, pero sabía de antemano que allí habría de tratar con gentes que lo eran todo menos soldados profesionales bien aviadores auténticos o bien personas que, pese a los tres años y medio últimos, seguían siendo civiles por inclinación y conducta y pensamiento, gentes interesadas tan sólo en desenvolverse lo mejor posible en la contienda. Firmó, pues, el recibo, y le ayudaron a arrancar el aparato. En cuanto abrió la válvula de admisión creyó oír que alguien gritaba, pero se hallaba ya en movimiento. Siguió avanzando y despegó. Cuando pudo volver la mirada hacia la pista vio que le hacían señas con los brazos, y al pasar tras su segunda vuelta vio que habían desplegado sobre el suelo el símbolo de aterrizaje. Pero si algo malo le ocurría al aparato no habría sido necesario ningún letrero para hacer que descendiera, y si el fallo residía en la falta de una rueda, o algo similar que hiciera necesario un aterrizaje forzoso, daba lo mismo hacerlo en Francia que allá abajo. Además, no había nada defectuoso en aquel Camel; lo hizo oscilar y jugueteó con él un rato; era un buen Camel, aunque tal vez un tanto liviano de cola para su gusto (siempre lo eran, pues la fábrica o quien fuera los armaba de ese modo; a él le gustaban esos aviones que, nada más

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liberar de la más mínima presión a la palanca, subían cual ascensores de urgencia. Pero aquello podría subsanarse cuando llegara al escuadrón). Y se manejaba como una pluma. Tomó tierra sobre la pista e hizo rodar el aparato hasta el final de la pista secundaria, donde, con la ayuda del viento de costado en aquel punto, dio el giro de tres cuartos; patinó un poco, no obstante, aunque sólo a causa del barro, y hubo que despegar de nuevo para no entrar en colisión con el vallado exterior. Ascendió a mil pies y tomó el rumbo. Y allí estaba el nimbo; se mantuvo debajo de él y avanzó de tramo en tramo de lluvia. Esta, aunque no era torrencial, no cesaba en ningún momento, de forma que, una vez asentada la brújula y después de haber manipulado los mandos y ajustado el funcionamiento del motor, Sartoris se acurrucó en la cabina hasta que su cabeza quedó por debajo del parabrisas, fuera de la lluvia. Pero al poco la lluvia empezó a amainar. A su izquierda vio el destello plano donde el estuario del Támesis comenzaba a abrirse; vio que se hallaba fuera de rumbo, demasiado hacia el este, de modo que corrigió su curso y continuó hacia adelante; luego, súbitamente y sin previo aviso, se adentró a toda velocidad en una zona húmeda sin visibilidad alguna. Inclinó el morro hacia abajo; el movimiento no lo dictó el cerebro sino la mano. El aeroplano había desaparecido; podía ver tan sólo el borde del parabrisas, el panel de mandos, la moldura de la cabina. La brújula se agitaba de un lado a otro. Cuando trató de hacer que se estabilizara, la brújula empezó a oscilar violentamente —noventa grados o más—, y el aparato, pese a estar acelerado a fondo, perdía velocidad. Durante unos segundos la palanca de mando se vio desprovista por completo de presión, y se produjo una terrible vibración; aquella bestia iba a entrar en barrena, y se encontraba a menos de mil pies. Salió de la nube por la base y atravesó retazos de veloces nubes ligeras y lluvia torrencial. Cuando recuperó el aliento y el corazón volvió a latirle en el pecho, avanzaba ya directamente hacia el este a ciento cuarenta millas por hora y a menos de quinientos pies sobre la vertiginosa tierra. Una vez en calma la agitación de la brújula, y retomado el rumbo, no vio ante él el destello ni reflejo alguno de agua. Vio, en lugar de ello, el borde fijo y estático de Inglaterra, solidificado en un firme muro de lluvia sesgada hacia el este. Abajo había una ciudad; quizá era Dover o quizá Folkstone. Sobre un cabo se alzaba un faro; podía tratarse, a su juicio, de cualquier punto situado entre el Lizard y los Downs. Sin duda habría aeródromos del sistema costero defensivo, pero si aterrizaba en uno de ellos tendría una vez más que desistir de la posibilidad de recurso, y sucumbir sin esperanza ante las rígidas y bruñidas hojas de roble y los metálicos distintivos escarlata en el momento mismo en que tocara el suelo el tren de aterrizaje. Además, todo marchaba bien ahora; tenía ante él una visibilidad de casi una milla; lo único que debía hacer era mantenerse fuera de las nubes, las cuales, mientras siguieran arrojando lluvia sobre la tierra, se mantendrían como mínimo a quinientos pies, apuntaladas por las miríadas de lanzas de la propia lluvia. Así que no buscó ningún aeródromo. Con el doce de la brújula bisecado exactamente por la línea de fe, avanzó sobre el bastión escarpado y granítico del terreno; a ciento veinte millas por hora y descendió hasta unos cincuenta pies de la superficie del agua, y se deslizó hacia abajo en la cabina hasta que su cabeza quedó por debajo del parabrisas, guarecida de la lluvia. El Canal, en su punto más

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estrecho, tenía veintiséis millas; aun en el caso de encontrarse exactamente en ese punto, lo cual no era probable, dispondría cuando menos de diez minutos antes de tener que preocuparse por el acantilado u otro accidente cualquiera que le aguardara de frente al comenzar Francia. De modo que seguía avanzando, con la cabeza baja en la cabina, con un ojo en el reloj de pulsera y el otro vigilando el agua, entre el hombro izquierdo y el borde de la cabina, a fin de mantener su altitud y seguir su rumbo según la dirección del flujo de las olas, cuando —no habían transcurrido aún seis minutos; se encontraba, pues, a medio camino más o menos— el aire y la lluvia empezaron a rugir atronadoramente. No era delante de él, era en todas partes: arriba, abajo, dentro de él. Respiraba y surcaba tal bramido, al igual que antes respiraba y surcaba el aire. Alzó la vista. Exactamente ante él, a unos veinticinco pies, había una enorme bandera brasileña. Estaba pintada en el costado de un barco tan largo a sus ojos como una manzana de casas, y más alto que cualquier acantilado. Ya me he estrellado, pensó. Hizo tres cosas al tiempo: aceleró al máximo y tiró hacia él de la palanca y cerró los ojos. El Camel subió como un halcón ante el costado del barco, como una gaviota ante la cara de un acantilado. ¿Por qué no me estrello?, pensó. Abrió los ojos. El Camel estaba suspendido de la hélice, inmóvil. Frente a él se alzaba el mástil de la nave, coronado por una torre de vigía con capota de lona desde la cual dos caras, asomadas e inmovilizadas en mudos gritos, le miraban fijamente. Más tarde recordaría que, incluso en aquel instante, pensó No son caras sudamericanas; son caras inglesas. Pero no hubo movimiento alguno; de hecho ambos, el aeroplano y la torre, se hallaban suspendidos en la nada anegada de lluvia tan solitarios y apacibles como nidos de la pasada temporada de cría. Tengo la hélice y las ruedas por encima de él, pensó Sartoris. Si ahora pudiera alzar también la cola. Pero si trataba de utilizar el timón, entraría en pérdida y caería en barrena. Pero he entrado ya en pérdida, pensó. Cruzó los mandos, hincó hacia abajo un ala y apretó hasta el fondo el timón de dirección contraria. Se había enderezado; la torre de vigía quedó arriba y se alejó. La banda del puente pasó vertiginosamente a su lado; sobre él había también una cara inglesa que gritaba mudamente. Había un bote salvavidas en sus pescantes; pasó por encima de él o entre él y el barco —no lo sabía—, pero no había chocado contra nada todavía. Entonces supo que había pasado por debajo de un estay. Volaba de costado sobre el foso de la cubierta de popa; un ventilador cabalgaba ahora en el ángulo entre sus alas y el fuselaje del aeroplano, aunque aún no había sentido choque alguno, y dos marineros corrían enloquecidos hacia una puerta de popa. Paró el contacto. Si no me estrello en seguida se me acabará el barco y saldré al océano, pensó. El segundo marinero se arrojó hacia el hueco de la puerta, que quedó abierta a sus espaldas. Sartoris vio que el Camel, al parecer, tenía intención de seguirle. Fuera como fuese, esta vez eran dos las culatas de ametralladora que tenía que esquivar; y supón —se dijo— que me hubieran dado un Camel para vuelo nocturno, con cohetes de señales en las alas; o supón que hubiera llevado bombas. Cuando cesó el estruendo de la colisión —metales que entrechocaban, tejidos que se desgarraban, palos que se partían—, Sartoris, que sangraba por la nariz de nuevo, se encontró sentado sobre la cubierta, junto a un agujero mellado (el ventilador había desaparecido por completo; Sartoris no llegó siquiera a verlo)

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del que brotaba un soplo de aceite caliente y un apagado jadeo de motores. Entonces se oyó una voz áspera y agria, de pescador de trainera de Liverpool: —¡La que se va a armar! ¿No sabe que le pueden encerrar lo que queda de guerra por aterrizar en territorio neutral?

2 Estaba de pie al lado del contramaestre de Liverpool, inclinándose para apartar de sí el flujo de sangre y buscando a tientas el pañuelo que el día anterior había guardado en la pernera del mono, mientras otra fuerte y enfurecida voz atronaba por un megáfono desde el puente: —¡Sáquenlo del barco! ¡Arrójenlo por la borda! ¡Vamos! Y una segunda voz más serena dijo, razonablemente: —Flotará. —¡Calle! ¡Sáquenlo de este barco! ¡Saquen hachas y háganlo astillas y tírenlo por la borda! —Eh —dijo Sartoris—. Tengo que coger el reloj. —¡Y agarren a ese hombre! —bramó el megáfono—. ¡Atícenle en la cabeza si es necesario! Ahora tenía a otro individuo junto al otro codo. Luego se vio avanzando rápidamente hacia la puerta de popa que el Camel había intentado utilizar. —Esperen —dijo—. Tengo que recoger ese reloj... Estaba atravesando el umbral de aquella puerta. Y oía ya a su espalda el ruido de las hachas; al mirar atrás, vio a dos hombres que corrían hacia la borda con el conjunto de cola del Camel. Lo llevaban bruscamente por un largo corredor iluminado al fondo por una débil y única bombilla. El suelo le transmitía un tacto no sólo frío sino grasiento; fue entonces cuando Sartoris descubrió que llevaba en la mano la bota derecha, aún abrochada, y que tanto el calcetín de lana como el de seda habían desaparecido. Los hombres se detuvieron e hicieron que él también se detuviera; el contramaestre abrió una puerta. Al otro lado, el cuarto estaba iluminado por otra débil y sórdida bombilla; recordaba el barco de ganado en el que había venido a Europa hacía un año a alistarse: lo recordaba lo bastante como para saber que se trataba del camarote del tercer piloto o del tercer mecánico. —Eh —dijo—. Oigan... Una mano cayó sobre su espalda. De modo casi impersonal, lo impelió hacia dentro. Sartoris tropezó contra el umbral, recuperó el equilibrio y, cuando se volvía, la puerta se cerró de golpe ante su cara. Cuando agarraba el tirador oyó el ruido del cerrojo. —Maldita sea, soy un oficial del Flying Corps —dijo—. No pueden... Pero no había duda de que aún estaba un tanto histérico: gritaba a una puerta cerrada con llave, y decía que no podían hacer algo que ya habían hecho. Pero habrían de atestiguar en su favor: él había intentado coger el reloj del aparato.

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Se limpió la nariz con cuidado en el lavabo. No había espejo, pero podía sentirla al tacto; si volvía a estrellarse iba a necesitar un periscopio para caminar. Luego se quitó la otra bota, se quitó el calcetín de lana y se lo puso en el pie izquierdo —así tenía ya un calcetín en cada pie—, se puso las botas y fue hasta la litera y se acostó, y se quedó escuchando la vibración y la cadencia débiles de los motores, mirando el tenue balanceo de las ropas que colgaban de las perchas del mamparo, entre las que no había mangas con galones ni botones con insignias. Ahora Britt estaría realmente furioso. Tendré que volver a Brooklands, pensó Sartoris, y conseguir otro Camel. Lo cual significaba que no existía esperanza alguna de unirse al escuadrón hasta el día siguiente. El reloj que llevaba en la muñeca derecha seguía funcionando, pero la caja y el cristal y las tres manecillas habían desaparecido, se habían esfumado en ese extraño limbo de accidentes donde desaparecían zapatos y calcetines y amuletos y gafas y a veces hasta corbatas y tirantes; no sabía la hora que era. Pero habían sido las doce y cuatro minutos un instante antes de que alzara la vista y viera ante él la bandera pintada, y aunque llegara a Brooklands a tiempo para salir aquella misma tarde, probablemente se negarían a entregarle otro Camel en cuestión, sino explicar también, para empezar, cómo se había hecho con él sin seguir los requisitos de rigor. Si es que llegaba a tierra aquella noche, si es que volvía incluso a poner los pies en Inglaterra. No había identificado la bandera contra la que casi se estrella, pero había en ella demasiado verde y amarillo como para pertenecer a un país que no fuera de América del Sur, si bien los hombres que lo habían sacado del Camel y arrojado en aquel camarote, sin detenerse siquiera a comprobar si estaba herido, eran ingleses. Había, al parecer, algo poco claro en aquel barco; su punto de destino podía ser cualquiera, Escandinavia o incluso Rusia. Sobre la litera había un ojo de buey con sólidas rejas, y el cristal estaba pintado con una gruesa capa de pintura negra. Al menos si tuviera un destornillador o un punzón para romper hielo o cualquier otra herramienta lo bastante larga como para llegar hasta el cristal y romperlo, probablemente vería tierra. Sería Francia (no es que la idea le hiciera muy feliz; aun cuando el barco se detuviera y lo llevaran a la costa de Francia, lo máximo que podía esperar era llegar hasta el escuadrón después del anochecer, y a pie); el barco se dirigía al este y él había caído sobre el lado derecho de cubierta; el Camel había enfilado hacia abajo su voluntarioso e invencible morro a fin de iniciar una barrena hacia la derecha, y él seguía en la parte derecha del barco. Sabía incluso cómo sería la tierra: se alzaría al fin sobre la palpitante desolación del océano, tal como la había visto después de quince días en el barco de ganado, al alba, la alta y súbita silueta de una forma perpendicular envuelta en bruma, erguida sobre un yermo lateral e inestable que miraba el mar violento y gris y que un vigía, al pasar junto a la borda del centro del barco —donde él estaba— camino del relevo, le había dicho que era Bishop’s Rock... Diez horas después, despertó parpadeando ante el ojo fiero de una linterna eléctrica. La débil bombilla del techo estaba apagada; las ropas colgaban ahora inmóviles, pero sus sombras se desplazaban al moverse la linterna. Esta vez los dos hombres se acercaron hasta colocarse a ambos lados con tal inflexible y sincronizada precisión, que Sartoris no necesitó las polainas blancas ni los fusiles para saber que eran soldados de infantería de marina.

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—Vamos a ver, cocinero —dijo una voz detrás de la linterna, y Sartoris la reconoció también: la voz compuesta del contramaestre jefe, el cual se encontraría a tres o cuatro años del retiro honorable, y cuyo solo superior con uniforme o sin él era aquel de igual edad y rango en el buque insignia de la flota de guerra. —¿Quién de ustedes está al mando? —dijo Sartoris—. Soy un oficial. Si estoy arrestado, debe... —Hop —dijo la voz detrás de la linterna. Volvieron por el sombrío corredor, ahora vacío de cualquier murmullo o vibración que indicara movimiento. Doblaron una esquina. La linterna se apagó a espaldas de Sartoris y volvieron a torcer. Sartoris se encontró ante un negro y fuerte viento, ya sin lluvia pero mucho más frío, bajo unas nubes ligeras y bajas que pasaban velozmente. Empezó a ver el entorno poco a poco; era la cubierta sobre la que había caído. Tres sombras esperaban. —¿Todo bien, contramaestre? —dijo una nueva voz, la voz de un oficial. —Todo bien, señor —dijo la voz de la linterna. Sartoris, entonces, vio la forma y el ángulo de la gorra del oficial. —Oiga —dijo. —Perfecto, entonces —dijo la voz nueva. Cruzaron la cubierta. Había una escala de cuerda al otro lado de la borda; bien podría haber descendido por el costado de hierro, negro y ciego, hasta el mismo mar del Norte. Pero algo con vida humana se alzó hacia Sartoris y se hundió y volvió a alzarse debajo de él; lo tocaron unas manos, y una voz dijo: «Soltadlo», y se encontró dentro de la lancha. Sentado en una bancada entre los dos infantes de marina, y el oscuro chapoteo unísono de los remos, era consciente del fuerte flujo del negro mar, de las negras profundidades del fuerte mar, del cual le separaba tan sólo el espesor de una delgada plataforma de madera. Y entonces vio otra escala, otro negro costado de hierro que, después del primero, parecía tan bajo que uno creería poder tocar la borda con sólo ponerse en pie sobre la lancha. Pero era más alto que todo eso. Luego se encontró en otra oscura y atestada cubierta. Había una forma que él no sabía aún que era un tubo lanzatorpedos, una pieza que no sabía que era un cañón de boca de fuego biselada, y cuatro chimeneas inclinadas absolutamente desproporcionadas con el casco, el cual cobró vida y se movió con violencia bajo sus pies. Escoró; parecía agazaparse para lanzarse luego hacia adelante a toda máquina, en medio del bramido del agua, de forma tal que ni los aviones mismos serían capaces de emular. Vio tal velocidad sólo una vez. Seguía el oficial. Estaban subiendo; el fuerte y negro viento le golpeó de pronto; había una figura inmóvil, voluminosa por la ropa, con unos prismáticos; luego, más allá de la mampara de lona del puente, vio la estrecha y veloz proa entre dos enormes y burbujeantes alas de agua blanca. Luego cesó el viento. Pasó una luz mortecina bajo la cual los radios de un timón de caoba se desplazaban ligeramente. Se cerró una puerta a su espalda y, al otro lado de una mesa sobre la que descansaba una carta de navegación extendida e iluminada directamente por una luz apantallada, distinguió al poco a un hombre con chaqueta de cuero que le miraba. El hombre no despegó los labios. Sentado

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ante su mesa, miraba a Sartoris, y al cabo, sin movimiento alguno, dejó de hacerlo. —Por aquí —dijo el oficial. Avanzaron por un pequeño pasillo, rumoroso por la velocidad del barco y tan angosto como una tumba intensamente iluminada. —¿A qué venía eso? —dijo Sartoris. —A nada —dijo el oficial—. Quería simplemente mirarle. La cámara de oficiales era oblonga; la pintura, de color de acero. Había una mesa larga y poco más. Cuando entraron, el contramaestre dijo: «Hop», y los dos infantes de marina se cuadraron, y una vez más se colocaron a ambos lados de Sartoris con la precisión de un metrónomo. Ahora eran seis guardiamarinas quienes se cuadraban; con su sencillo y monótono atuendo azul, parecían seis muchachos cualquiera de cualquier equipo deportivo de enseñanza media de América; seis elegidos, conforme a algún criterio de inverosímiles excelencias, entre la totalidad juvenil de la nación. —Maldita sea —dijo el oficial—. Os dije que os fuerais al cuerno. Salieron, desaparecieron, se esfumaron. El oficial se desabotonó el chaquetón azul marino y se soltó la bufanda. Su cara aparentaba quizá unos treinta años, y era hosca y fría. Una cicatriz fruncida, como un relámpago sin ruido, surcaba de arriba abajo uno de sus lados. Entonces Sartoris vio bajo el chaquetón del oficial, indistinta entre las demás y de color tan parecido al de la guerrera que apenas descollaba, la cinta de la Cruz Victoria. —¿Qué es lo que dice ser? —dijo el oficial. —Subteniente de Flying Corps —dijo Sartoris—. ¿Lo ve? —Se abrió el mono de vuelo y mostró la insignia de las alas. El oficial la miró un instante sin el mínimo interés. —No es difícil de conseguir —dijo. —¿No? —dijo Sartoris—. Me llevó ocho meses. Que yo sepa nadie la ha conseguido en menos tiempo. —¿Por qué estaba usted en aquel barco? —Me estrellé contra él. —Ya lo sé. ¿Por qué? —No lo vi. Tenía la cabeza metida dentro por la lluvia. Cuando el barco me lanzó el pitido sólo me dio tiempo a tirar hacia arriba. Entré en pérdida. ¿Esperaban que me tirase al agua? —No sabría decirlo —dijo el oficial—. ¿Hacia dónde iba? —Intentaba reunirme con mi escuadrón —dijo Sartoris—. ¿Hacia dónde cree que podía ir yendo por ahí, por donde estaba el barco? —No sabría decirlo —dijo el oficial—. ¿Ha comido algo? —No he comido desde el desayuno. —Que el camarero le sirva lo que haya —dijo el oficial. —Hop —dijo el contramaestre. Su nuevo cuarto era aún más pequeño que el anterior; el infante de marina, en pie en el interior, al lado de la puerta, con el fusil en posición de descanso y la cabeza a sólo cuatro pulgadas del techo, parecía llenarlo, reducirlo al tamaño de una casa de muñecas. A Sartoris, durante un instante, el cuarto se le antojó muy parecido al anterior. Había también una litera empotrada, aunque con mantas

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limpias, y un lavabo. Pero no había ningún ojo de buey, ni siquiera pintado de negro. Las paredes no tenían abertura alguna: había vuelto a entrar no sólo en el sonido de la velocidad sino también en el del agua. Le daba la impresión de que si ponía la mano contra la pared sentiría cómo el casco de acero temblaba con el constante y largo bramido del agua que se desplazaba velozmente al otro lado. El camarero entró con un tazón de té fuerte y caliente y amargo, y algo de fiambre y de pan. Una vez hubo comido, Sartoris quiso fumar un cigarrillo; normalmente los tenía en el bolsillo de la pernera, donde había guardado el pañuelo ensangrentado el día anterior, pero también habían desaparecido. De modo que se echó en la limpia litera, bajo la luz intensa de la única bombilla, a dos pies del percutor del fusil del centinela, y escuchó el borboteo y el fragor del agua que corría al otro lado de la pared de acero, hasta que al rato tuvo la sensación de que la fragilidad intacta del casco dependía únicamente de su velocidad para no quebrarse, como en el caso de los aeroplanos, y que si en algún momento reducía la velocidad sería aplastado hacia el centro por el mismo peso del agua sobre la que pretendía detenerse. No sabía adónde iba. Había creído saberlo el día anterior y se había equivocado. Pero jamás había oído hablar de ningún destructor que navegara por el Támesis hasta el mismo Londres. Y había dormido como mínimo diez horas el día anterior, antes de que lo despertara la linterna, de modo que debía de llevar algún tiempo ya en el mar del Norte; y trató, sin éxito, de recordar algunos puertos de la costa este. En cualquier caso, además, debían de encontrarse probablemente bastante arriba, hacia el estuario del Forth; tal vez era allí adonde se dirigían. Lo cual significaba que lo más probable era que no podría volver a Brooklands a hacerse cargo de otro Camel hasta dos días después; cuando llegara al escuadrón, lo más seguro era que Britt lo hiciera fusilar. La Cruz Victoria, pensó, sintiendo el atronador empuje del casco. Pero uno ha de ser inglés de nacimiento para conseguirla, o para conseguir la Cruz Militar a Britt, que en su opinión era la que le seguía en importancia. Pero algo si voy a conseguir, pensó. Sí. Iba a conseguirlo el 5 de julio siguiente. Pero para conseguir lo que iba a conseguir no tenía sino que haber nacido. A lo mejor puedo jugar con alguien a los dados y ganarle una Cruz de Hierro (25), pensó. Esta vez no le zarandearon para que despertara. Era un teniente con el brazalete de capitán preboste. El barco estaba inmóvil ahora; no había borboteo ni bramido del agua, y cuando cruzó la cubierta entre dos policías militares del ejército de tierra armados, no había lancha, no había negro océano. El barco estaba anclado junto a un muelle de piedra, y bajo el albor de la mañana se veía un puerto, y en torno una ciudad oscura. Pero no era Londres. —Esto no es Londres —dijo. —Difícilmente —dijo el teniente. Así que estaba en algún lugar del estuario del Forth, como había previsto. Tal vez en Edimburgo, pues parecía una ciudad importante..., si es que Edimburgo llegaba hasta el agua. Podría, pues, llegar a Londres aquella misma noche. Podría, pues, pasarse el día siguiente explicando la historia del viejo Camel y haciendo lo necesario para conseguir uno nuevo. Podría reunirse con su escuadrón dentro de dos días. Al final del muelle había un centinela. Se hizo venir al suboficial de (25) Condecoración militar alemana. (N. del T.)

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guardia antes de permitirles el paso; Sartoris ignoraba por qué, puesto que el teniente y sus dos hombres había pasado ya una vez, y lo que seguramente deseaban tanto unos como otros era que pasaran y siguieran su camino. En sólo dos días, sin embargo, había olvidado la vida en tierra, había olvidado el viejo y rancio olor de la gorra del coronel del aeródromo. Pero quizá en dos días estaría en Francia; Britt y Tate y Sibleigh solían decir que, una vez cerca realmente de la guerra, uno se ve libre de todo eso. Avanzaban en automóvil por las calles oscuras y desiertas; al poco entraron en un patio en donde otros coches y correos militares en motocicleta iban y venían ante una gran casa iluminada en su interior. Puede que no fuera exactamente lo que él habría esperado de un patio de Edimburgo, pero no era ninguna estación de tren, ni siquiera una escocesa, y él había estado en Turnberry y en Ayr. Entonces cayó en la cuenta de que también había esperado aquello; estaba dentro, en una enorme y disciplinada habitación llena de correos y mensajeros y cabos escribientes y telefonistas: atareados, apacibles, despidiendo la vieja e invencible pestilencia. En vista de la atención que le prestaban, lo mismo le habría valido que hubiera estado tratando de encontrar a alguien que le proporcionara otro aeroplano. —Por favor —dijo—. Llevo... —Se le antojaba una semana; era increíble que el escuadrón hubiera salido para Francia hacía sólo dos días— dos días de retraso; debo unirme a mi escuadrón. Quizá sea mejor que telefoneen... —Dio el nombre del coronel del aeródromo de donde había partido el escuadrón. —Ya se ocuparán de ello —dijo el teniente. —¿Quiénes? —dijo Sartoris. —Ellos —dijo el teniente—. Si es que quieren hablar con él. Comparado con los otros dos, su nuevo cuarto parecía un campo de aviación. Se echó también sobre aquel catre de hierro, quitándose el gorro —instantes antes de desconectar el motor del Camel, se había echado las gafas hacia arriba, sobre la cabeza—, ya que permanecería allí algún tiempo a la espera de que lo llamaran; deseó entonces no haber dormido tanto desde el mediodía del día anterior. Al rato le trajeron el desayuno. Era un desayuno aceptable, pero olía igualmente a la vieja maldición del correaje de Sam Browne (26) en maridaje con la máquina de escribir, y, puesto que estaba en Escocia, le habría gustado tomar un desayuno autóctono. No le habría importado, en tal caso, que se hubieran quedado con lo sólido. Bien, probablemente dentro de dos días, cuando llegara a Francia, podría tomarse ese trago. Así que se quedó tendido en el catre, mientras el reloj sin manecillas de su muñeca derecha proseguía su tictac. Ahora llevo aquí dos horas, pensó. Ahora llevo aquí cuatro horas, pensó. Y luego resultó que había estado seis horas, pues al fin llegó un cabo a la puerta y le ofreció un cigarrillo y le dijo que eran las once menos doce minutos. Dejó, pues, de esperar, pues jamás enviarían por él. Nunca conseguiría llegar a Francia. Lo había intentado una vez, y estaba en Escocia. La próxima vez estaría en algún lugar de los países bálticos o de Escandinavia, y la tercera en Rusia o en Islandia. Llegaría a ser una leyenda para todas las fuerzas armadas aliadas; se vio

(26) Sam Browne belt: cinturón de correas del uniforme de los oficiales británicos. (N. del T.)

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a sí mismo ya viejo, con la cara desencajada y una larga barba blanca, gateando acantilado arriba en algún lugar entre Brest y Ostende, cincuenta o sesenta años después, gritando el número de un escuadrón disuelto y olvidado, clamando: «¿Dónde está la guerra? ¿Dónde está? ¿Dónde está...?» El centinela y el teniente que ya conocía estaban en la puerta. Sartoris se levantó del catre. —¿Están dispuestos a recibirme? —dijo. —Sí —dijo el teniente. Sartoris se acercó hacia la puerta—. ¿No coge su gorro? —dijo el teniente. —¿No voy a volver? —dijo Sartoris. —No lo sé. ¿Usted quiere volver? Sartoris volvió y cogió el gorro. Luego los tres caminaban por un largo pasillo. Luego Sartoris y el teniente subían unas escaleras. Había otro corredor por donde los correos iban y venían. Luego el teniente se fue; un hombre, de pie y a contraluz, le estaba mirando. Era Britt. —¿Qué está haciendo en Escocia? —dijo Sartoris. —Por todos los diablos —dijo Britt—. Póngase su maldito gorro y vámonos de aquí.

3 —Estoy en Francia —dijo Sartoris. Estaban en el patio; las motocicletas de los correos se precipitaban ruidosamente de un lado para otro. Había un coche —con aspecto de pertenecer a un jefe de escuadrilla— y un sidecar de motocicleta esperando; el chófer era un mecánico de aviación. —Está usted en Francia —dijo Britt—. Este lugar se llama Boulogne. ¿Cuántos años tiene? —Cumpliré veintiún años el mes que viene —dijo Sartoris—. Si es que logro salvarme de la cárcel el tiempo que falta. —Realmente debería escribir sus memorias. Si espera a tener los treinta, le habrán sucedido tantas cosas que no podrá acordarse de ellas. Elige probablemente el único barco en aguas europeas que de verdad no desea ser visto, y aterriza en él con un avión... —No eran sudamericanos —dijo Sartoris—. La bandera era sudamericana, no sé de qué país, pero ellos eran ingleses. Me sacaron a rastras del Camel, sin pararse siquiera para ver si estaba herido, y me arrojaron... —¿Y quién le ordenó ir de aquí para allá por el Canal observando barcos? —Pero había algo muy raro... —Pues claro que sí —dijo Britt—. Por eso le encerraron inmediatamente y llamaron para que alguien fuera a buscarle. Muy probablemente pensaron que era usted un espía alemán, o peor aún, de La Haya. De todos modos, ese barco no le incumbe; les incumbe a ellos, a los encargados de la guerra en Londres o donde sea. Se supone que ni siquiera ha visto ningún barco; lo he prometido de su parte.

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Hay cantidad de asuntos en esta guerra —y en las otras también, imagino— que se supone que ni los alféreces ni los capitanes deben ver. —De acuerdo —dijo Sartoris—. ¿Qué es lo que yo hice, entonces? —Luego lo sacaron de allí en un destructor. No en un barco vulgar; uno de los barcos de guerra de Su Majestad (el que no fuera un acorazado de primera clase no tiene importancia) es apartado de su misión de patrulla submarina y desviado a doscientas millas a toda máquina y por la noche para interceptarlo a usted y subirlo a bordo, como si se tratara del primer señor de la guerra, y traerlo a tierra. ¿No cree que el episodio es digno de figurar en su libro? —No vale lo suficiente como para ser arrestado por ello. Ahora Britt miraba a Sartoris, que alzó la vista y se encontró con los ojos fríos de su jefe. —No le arrestaron por eso —dijo. Ambos se estaban mirando—. Le ordenaron unirse a su escuadrón hace tres días. Y todavía no lo ha hecho. Transcurrió un instante, y Sartoris dijo: —Así que pensaron que tenía miedo. Y usted también lo pensó. —¿Y qué habría pensado usted? Le envían a Francia la primera vez; usted sale pero ni siquiera llega al Canal. Se separa de la formación sin razón alguna... —¡Alguien de la escuadrilla A se venía derecho hacia mí en aquel rizo! ¡Estuve tan cerca de él que pude ver una clavija torcida en uno de los cubos! —... sin razón alguna y asciende a ocho mil pies y pico hasta que revienta el manómetro, y luego, habiendo un aeródromo de media milla a menos de una milla, acaba con el morro hincado en tierra en un campo de grano, tan minúsculo que ni siquiera Sibleigh sería capaz de hacer que despegara de él un Camel. Y luego desaparece. Recibe la orden de presentarse en cierto sitio. Pero usted no se presenta. No se tiene noticia de usted hasta el día siguiente, cuando aparece de pronto en Brooklands, donde tenían órdenes de tenerle preparado un aparato. Y se lo entregan, a pesar de que usted no tiene aún autorización para llevárselo. Y despega justo antes de que llegue el mensaje que ordena retenerlo. Desplegan la señal de que aterrice, pero usted no se da por enterado. Luego el aeroplano y usted desaparecen. Es evidente que se dirige al encuentro de su escuadrón en Francia; debía tardar una hora y media como máximo. Pero no. Desaparece; y a la tarde el capitán de aquel barco radiotelegrafía frenéticamente que usted, al parecer deliberadamente, se ha estrellado contra lo que sin duda tomó por una nave neutral, lo que automáticamente significa prisión hasta el final de la guerra, como sin duda sabía. —No vi el barco —dijo Sartoris—. Sólo tuve tiempo para tirar hacia arriba y entrar en pérdida. Se trataba de caer contra el barco o contra el agua. Yo... —Ya no importa —dijo Britt—. Ahora lo entiendo, porque no hay quien trate de hacer aterrizar voluntariamente un Camel en una cubierta de acero de sesenta pies y en medio del canal. Todo está olvidado ya. Usted no ha visto ningún barco; nadie tiene por qué saber dónde ha estado; se estrelló, sencillamente, y esta mañana llegó a Boulogne y se reunió conmigo. —¿Qué es lo que quiere que haga ahora? —El sidecar es para usted. Le llevaré a Candas. Atkinson se reunirá allí con usted. Le mostrará el camino hasta el escuadrón. Usted y él recibirán dos nuevos

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Camel. El que le entreguen será el suyo. Así que esta vez haga las cosas como es debido, ¿eh? —No se preocupe —dijo Sartoris. Subió al sidecar. Le habría gustado ver un poco Francia, al menos las zonas alejadas de las líneas. Así que pensaron que tenía miedo, pensó. Atkinson le esperaba en el aparcamiento del aeródromo. —¿Dónde has...? —dijo. —No te preocupes por eso —dijo Sartoris. Los Camel estaban preparados. Atkinson lo miró pestañeando. —Nos han guardado la comida —dijo—. Vamos. —No quiero comer. Vete tú y come —dijo Sartoris. Así que pensaron que tenía miedo, pensó. Atkinson lo miró pestañeando. —Entonces no comeré yo tampoco —dijo—. Tomaremos algo en el comedor de oficiales. Los mecánicos arrancaron los motores y los Camel despegaron. Sartoris tuvo la sensación de que no había visto un avión en un mes, pero recordaba bien su funcionamiento. Nunca olvidaría cómo volar; aun en el caso de que tuviera miedo. Despegó describiendo una brusca curva ascendente. El Camel tenía la cola aún más ligera que el de Brooklands, y más fuerza. Se hallaba ya a cierta altura antes casi de que Atkinson hubiera despegado. Viró y alcanzó a Atkinson y situó un ala entre el ala y el conjunto de cola de Atkinson, ante lo cual Atkinson volvió la cabeza bruscamente y gritó con franca alarma. Le dirigió frenéticas señas para que se apartara, y al fin logró zafarse; Sartoris tiró de la palanca y ascendió, y luego se acercó a Atkinson por la espalda, viendo cómo Atkinson, asustado, volvía la vista hacia él por encima de uno y otro hombro; lidió un combate aéreo con Atkinson —es decir, lo importunó durante un rato, pues, lo único que hacía Atkinson era gesticular hacia él con frenética iracundia—, picando hacia él, alejándose en vuelo vertical, volviendo a picar, avanzando a toda velocidad hasta ganar la distancia suficiente como para virar y dirigirse hacia él de frente; cuando llegó y situó un ala en el hueco entre el ala y el conjunto de cola de Atkinson, éste no hizo sino agitar el puño hacia Sartoris. Pero siguió volviendo la cabeza a un lado y a otro para vigilar la punta del ala de Sartoris, hasta que al poco Sartoris vio que su compañero se desviaba hacia la derecha más y más, de forma que pronto enfilaría hacia donde debía estar París. Por otra parte, a Sartoris le estaba siendo difícil contener su aparato, que se resistía a quedarse en aquel punto; cuando redujo la velocidad lo suficiente, la vibración se hizo tan intensa que incluso no pudo ya leer la brújula. Así que se apartó y dejó al motor en libertad, con lo cual empezó al instante a dejar atrás a Atkinson. Pero sabía la situación aproximada del aeródromo; además, Atkinson observaba cómo se alejaba sin dar muestras de inquietud. Al parecer, pues, iba en la dirección correcta. Encontraría, en cualquier caso, algún aeródromo. Y poco importaba si elegía otro que no fuera el de destino, pues quien tiene miedo no es realmente responsable. Además, divisó lo que sin duda era la iglesia de Amiens, que se alzaba sobre el llano; vio los umbrales del valle del Somme, con sus múltiples afluentes, y luego la carretera increíblemente recta que conducía a Roye. Y entonces vio el aeródromo; era un aeródromo perfecto, pues a su lado corría una vía férrea. Miró hacia atrás. A tres o cuatro millas, sin forzar la

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velocidad, se acercaba Atkinson, de modo que debía de tratarse del aeródromo correcto, y cuando vio el tren que avanzaba paralelo al aeródromo a toda máquina —a bastante más velocidad que la de un hombre caminando—, supo que no se había equivocado. Había sin duda un cable telefónico a lo largo de la pista, aunque probablemente bastaría el tren, pues o bien aterrizaba con viento de costado o bien entraba por encima del tren, ya que, si se cruzaba de brazos a esperar que el tren pasara, se quedaría sin combustible; el Camel sólo tenía una autonomía de tres horas, aun con el combustible adicional del depósito de gravedad. Pero tenía miedo; al parecer era incapaz de seguir recordando esto o de olvidarlo o de cosa alguna; tal vez también tenía miedo de los trenes; ciertamente tenía miedo de Francia, de modo que no podía esperarse que aterrizara sobre su suelo, se esperaba, naturalmente, que aterrizara sobre la pista, ante la puerta del comedor. Así que, a toda velocidad y con el viento de costado, pasó a unos diez pies del tren en movimiento, como si pretendiera aterrizar sobre él, y ladeó hacia el viento hasta enfilar directamente al comedor, y cuando creyó tener la velocidad precisa para aterrizar y rodar hasta el comedor, desconectó el motor y dejó que se estabilizara el aparato. La velocidad, en todo caso, era un punto excesiva; Sartoris, entonces, intentó uno de aquellos aterrizajes por deslizamiento de ala que solía realizar Sibleigh, y que una vez iniciados han de consumarse porque no hay tiempo para cambiar de parecer; hizo resbalar al Camel hasta que estuvo en situación de tomar tierra e iniciar la rodadura, y entonces enderezó y bajó la cola, y volvió a bajar la cola un poco más. Sólo que, una fracción de segundo antes, supo que no la había bajado lo bastante. Rebotó. El comedor parecía estar más cerca de lo que lo había estado el barco, aunque no daba la impresión de ser tan grande. Pero tendría que remontar y pasar por encima de él. Lanzó la mano contra el acelerador, pero en lugar del acelerador golpeó la válvula de mezcla. El motor dejó oír una explosión y se paró. El Camel volvió a rebotar y fue a caer sobre la cola. El comedor estaba más lejos de lo que había imaginado; la gente que lo observaba desde allí no parecía ya estar de pie sobre el ala más baja de su avión. Era un aeródromo muy grande; le pareció andar un largo rato; iba inclinado, apartando de sí la sangre de la nariz (seguía sin pañuelo); al llegar tropezó casi con un ordenanza que salía a la puerta con la toalla húmeda. Britt lo estaba mirando. —¿Se siente bien ya? —dijo Britt. —Ha sido sólo la nariz —dijo Sartoris—. Usted pensará que a estas alturas tendría ya que haberse acostumbrado a los siniestros. —Todavía es joven —dijo Britt—. Déle tiempo... Escuche —dijo—: en cierto modo no estamos de acuerdo. No creo que su punto de vista al respecto sea el acertado. Su adiestramiento y el traerlo aquí le costó al gobierno el equivalente a tres aviones enemigos. Y ya ha estrellado tres de los nuestros antes de ver siquiera la línea de combate. ¿No lo entiende? Tendrá que derribar a seis alemanes antes de empezar siquiera a contar. Apareció el ordenanza: traía algo más para Sartoris. Unas gafas de vuelo. Entonces Sartoris cayó en la cuenta de que las suyas, que llevaba sobre la frente, sólo tenían la montura. Britt le cogió las gafas al ordenanza y se las tendió a Sartoris.

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—¿Para qué es esto? —dijo. —Son unas gafas —dijo Britt—. Las necesita para volar. Va a ir a Candas a recoger un Camel. Y mire: vuelva y estréllelo, si puede, antes del té. Sartoris cogió las gafas. —¿Le daría lo mismo antes de la cena? —dijo—. Éste puede que se incendie. Sería más bonito después del anochecer. —No, antes del té —dijo Britt—. El general Ludendorff deberá estar ya aquí para entonces con su Cruz de Hierro. Está sólo un poco más allá de Amiens en este momento.

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Nieve

—Padre —dijo el niño—, ¿cómo era Europa antes de que toda la gente de allá empezara a odiar y a temer a los alemanes? El hombre no respondió. Estaba sentado tras el periódico abierto; se le veían sólo las manos y las mangas caqui con galones y las piernas enfundadas en la tela clara de gabardina del pantalón sin vueltas y los pies dentro de los zapatos militares con cordones. En aquel domingo de Pearl Harbor él era un arquitecto bien situado, marido y padre, y no había cumplido aún los cuarenta años. Y al día siguiente exhumó los viejos expedientes de la escuela militar de su juventud, y ahora era un alférez de ingenieros que, tras un curso de refresco y a la espera de un servicio activo cuyo destino aún no conocía, disfrutaba de un permiso de tres días. No respondió al niño. El periódico no vaciló siquiera en sus manos mientras miraba aquello; no era ni un titular ni una columna en una página interior; era sólo una nota: El gobernador nazi de Czodnia, asesinado por su compañera; y debajo de ella, las dos borrosas telefotos: la fría, satisfecha, bella cara prusiana que jamás había visto, que ni deseaba ni podría ver ya, y la cara de la mujer que había visto una vez y que tampoco deseaba volver a ver jamás; una cara algo más vieja que entonces, cuando la había visto quince años atrás, una cara no campesina ya, cualquier cosa menos una cara campesina, ahora que las montañas y el apacible valle que la habían conformado habían sido borrados de ella para siempre por los cuatro o cinco años de triunfal pompa de poder y destrucción y sufrimiento humano y sangre; y al pie de ellas, las tres líneas de tipografía dentro del pulcro recuadro semejante a una esquela mortuoria: Se informa desde Belgrado que el gobernador alemán de Czodnia, general von Ploeckner, fue muerto a puñaladas la semana pasada por una mujer francesa que había sido su compañera durante varios años. —Sólo que no era francesa —dijo el hombre—. Era suiza. —¿Eh? —dijo el niño—. ¿Qué has dicho, padre? Cuando bordeamos la estribación volvimos a ver el sol. Más allá del curvo terraplén de nieve sucia alzado por los quitanieves, el valle entero se extendía a nuestros pies llenos de sol; una apacible y silenciosa capa dorada, tan quieta como la represa de un molino, que encerraba en suspensión la nieve sombreada

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de violeta del lecho del valle, y que en el último y lento y mortecino momento del atardecer tocaba la aguja de la iglesia y las chimeneas más altas y las faldas mismas de las montañas, que se alzaban y ascendían con rigidez muda de roca hacia el azafranado y rosado y lila de las altas nieves que jamás conocerían el deshielo, pese a que en el valle ya fuera primavera y en París ya hubieran florecido los castaños. Entonces vimos el entierro. Don se había parado en el sucio terraplén caído y miraba hacia el valle a través de los gemelos, del Zeiss incompleto que había comprado por cincuenta liras en una casa de empeños de Milán. Tenía sólo una lente, pero —como decía Don— había costado sólo dos dólares y cuarenta y tantos centavos, y un Zeiss sin ninguna lente valía ese dinero; lo valdría también un autógrafo de Zeiss en dos botes de tomate. Pero en su día debió de ser la mejor lente que Zeiss hizo en su vida, pues ahora, durante el tiempo que uno podía soportar el mirar a través de ella sin el soporte visual del otro ojo, uno sentía que el globo se le salía del cráneo como una canica de acero hacia un imán. Pero pronto aprendimos a cambiar la lente de ojo cada pocos segundos y dividir así el esfuerzo; y eso es lo que Don estaba haciendo, apoyado sobre el sucio terraplén, con las piernas abiertas, como un oficial tras el parapeto del puente de su barco. Don era de California. Tenía una figura semejante a la de un silo, y casi su tamaño. —Adoro la nieve —dijo, cambiando la lente de ojo—. Allí no la tenemos más que en Hollywood. Mañana, cuando nos vayamos de Suiza, llenaré de nieve el otro hueco de los gemelos para recordarte. —Un poco de nieve les podía venir bien a esos gemelos, de todas formas — dije yo. —O un trozo de bistec —dijo él. Entonces caí en la cuenta de que no se había cambiado la lente en cinco o seis segundos, que se convirtieron luego en ocho y luego en diez; yo sentía que mi propio globo del ojo era arrastrado hasta el insoportable instante previo al súbito brote de ardientes y ciegas lágrimas. Al cabo Don bajó los gemelos y volvió la cabeza y el ojo lagrimeante, y se inclinó un poco hacia adelante, como si le sangrara la nariz, mientras las lágrimas le surcaban la mejilla. —A quién llevan es a un hombre —dijo. —¿Quiénes llevan a un hombre? —dije yo. Ahora era yo quien tenía los gemelos, y pude experimentar la misma sensación: el globo del ojo que miraba no sólo se salía de mi cráneo, sino que arrastraba detrás al otro globo, que pasaba a través de la nariz para llenar la cuenca vacía de su compañero. Me cambié la lente de un ojo una y otra vez. Pero ya los había visto: se deslizaban negros y diminutos por el fondo del valle, en dirección al pueblo, y sus sombras largas se arrastraban ante ellos sobre la nieve; primero un punto, luego dos series de puntos unidas por aquello que portaban, luego otro punto y luego otros dos más, en fila india; el de detrás de los hombres que portaban el cuerpo vestía también faldas. —El que va a la cabeza es un cura —dijo Don—. Dame los gemelos. Nos turnamos en la observación, pero en ningún momento vimos nada detrás de ellos más que el amasijo de rocas de la base de las montañas, de donde habían surgido: ni una casa ni una choza de donde hubieran podido sacar el

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cuerpo; sólo el amasijo rocoso de la base y el clamor mudo del barranco, al que ni siquiera el hielo podría aferrarse y cuya pared ascendía hasta un punto en donde la sombra de la cornisa era tan insignificante como un hilo. Entonces vi que el surco que hacían en la nieve no se extendía sólo a su espalda sino también hacia el frente. Le tendí los gemelos a Don y me sequé la cara con el pañuelo. —Fueron a buscarle y ahora vuelven —dijo Don—. Se despeñó. —A lo mejor es un sendero. Un camino. Don cogió los gemelos y se pasó la correa por encima de la cabeza. El hombre de la casa de empeños no había encontrado ningún estuche que sirviera. Tal vez había vendido el que correspondía a Zeiss por cincuenta liras. —Se despeñó —dijo Don—. ¿No quieres seguir mirando? —Ya es suficiente —dije—. Vamos. ¿No ves el sol? Porque el sol se había puesto. Había dejado el valle mientras estábamos allí; ahora sólo descansaba en las nieves altas, rosadas y sin consistencia como nubes contra un cielo que cambiaba ya de verde a violeta. Seguimos adelante; el camino serpeaba y zigzagueaba a nuestros pies, abismándose en la oscuridad. En el pueblo se veían ahora luces, trémulas y parpadeantes como luces que fluctuaran sobre el agua, o bajo el agua, y de pronto se acabó la nieve. La habíamos dejado atrás, habíamos emergido de ella; súbitamente hizo más frío, como si en el fulgor de la nieve hubiera habido cierta calidez y ahora no hubiera ya nada sino el crepúsculo y el frío. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, el propio pueblo se había inclinado hacia un lado, y volví a pensar que en aquel país no existía ni un pie cuadrado llano de verdad; los pueblos de los valles, incluso, no eran llanos sino vistos desde arriba. Acaso toda la tierra parecía llana mientras uno caía hacia ella; acaso uno no podría soportar mirarla o acaso no podría hacer sino mirarla. —¿Te sigue gustando la nieve? —dije—. Quizá sea mejor que llenemos el hueco con nieve antes de que se nos acabe. —Quizá yo no quiera hacerlo por ahora —dijo Don. Don iba delante; siempre era el más rápido en el descenso. Llegó, pues, el primero al valle; tal como había cesado la nieve cesaron las montañas, que se convirtieron en el valle, y el valle, a su vez y casi de inmediato, se convirtió en el pueblo, y el camino en una calle empedrada que volvía a ascender. También allí llegó el primero Don. —Ahora están en la iglesia —dijo—. Algunos de ellos. Seguro que uno o dos. Al menos uno. Entonces lo vi yo también: el pequeño y severo cubo de piedra con su aguja, que por su aspecto bien podría datar de tiempos de los reyes lombardos, la luz de las velas cayendo hacia el exterior a través de la puerta abierta, y la gente — hombres y mujeres, e incluso algún niño— congregada ante ella; el grupo me trajo a la memoria aquel otro que vi una vez esperando ante el muro ciego de una pequeña cárcel de Alabama donde iba a tener lugar un ahorcamiento. Los clavos de nuestras botas golpearon el empedrado como cascos de caballos de tiro; sin alterar siquiera el ritmo de sus zancadas, Don se dirigía hacia la iglesia. —Espera —dije—. Se despeñó. ¿Y qué? Vamos. Tengo hambre. Vamos a cenar.

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—A lo mejor no se cayó —dijo Don—. A lo mejor lo empujó un amigo. A lo mejor saltó por una apuesta. Hemos venido a Europa para observar las costumbres. Un entierro como éste no lo has visto ni siquiera en Alabama. —De acuerdo —dije—. Supón que el hombre... Pero estábamos ya demasiado cerca; uno no podía asegurar, al menos en los lugares de Europa que habíamos visitado, qué lengua hablaba exactamente una persona o cuáles eran las que no hablaba. Así que nos dirigimos a lo que al parecer era una iglesia vacía, pues toda la gente que alcanzábamos a ver estaba fuera de ella. Al acercarnos se volvieron y nos observaron en silencio. —Messieurs —dijo Don. Mesdames. —Messieurs —dijo uno de ellos al cabo de un instante. Era un hombre cincuentón y de aire quisquilloso, un cartero, según creí reconocer al punto; también había habido un cartero con su valija de cuero aquel día, ante la cárcel de Alabama. Las caras de los otros seguían volviéndose, observándonos, pero al poco, cuando nos detuvimos entre ellos para mirar también al interior de la iglesia, dejaron de mirarnos. La iglesia era un cubículo de piedra no mayor que la garita de un centinela; la blanda y fría luz de las velas, que bañaba lo alto del recinto y se extinguía en torno a la agonía de yeso de un crucifijo de tamaño natural, parecía consolidar el frío glacial que nos asaltó cuando dejamos la nieve; además de las velas, el ataúd y la mujer arrodillada a un lado —ni el sombrero ni el abrigo de piel habían sido comprados en ninguna ciudad suiza— y el cura, atareado en algo al fondo, con aire idéntico al de una atareada y absorta ama de casa, y el otro hombre, un campesino —con la impronta de las montañas, si bien era posible que no la hubiera adquirido llevando y trayendo ganado de los pastos al alba y al crepúsculo—, de pie en un banco cercano al pasillo, hacia el centro de la iglesia. Entonces, mientras mirábamos hacia el interior, el cura cruzó por detrás del ataúd y se detuvo bajo el crucifijo —su sotana se agitaba y se oía un sonido sibilante, como si el débil y frío fulgor de las velas hubiera llegado a ser audible— e hizo una genuflexión, una reverencia muy semejante a las que se enseña a las niñas, y desapareció en alguna parte del fondo o de un costado, y el otro hombre dejó el banco y se acercó por el pasillo hacia nosotros. Y yo no vi movimiento alguno —lo sentí tan sólo—, pero cuando el hombre llegó a la puerta y salió, fuera quedaban únicamente tres personas: Don y yo y el pequeño cartero. El hombre que salía se agachó y cogió un piolet, que tenía fijadas a él cinco o seis clavijas de escalada, y pasó ante nosotros sin mirarnos y se alejó. El cartero seguía allí únicamente porque Don lo tenía sujeto por el brazo; recordé entonces que, antes de dejar París, alguien nos advirtió que uno puede decir cualquier cosa a un europeo, pero no debe jamás poner la mano sobre su persona; aquel hombre era sin duda un funcionario estatal, y lo que estaba haciendo Don era lo mismo que importunar a un policía o a un jefe de estación. Yo no veía a los demás, pero los podía sentir vigilándonos desde la oscuridad mientras Don retenía al cartero como a un chiquillo sorprendido robando manzanas, frente a la puerta abierta de la iglesia en la que la mujer del sombrero parisiense y el abrigo de pieles seguía arrodillada con la frente contra el féretro, como si estuviese dormida. El francés de Don era aceptable. No siempre expresaba lo que él quería, pero nunca nadie había dejado de entenderle.

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—Ese muerto —dijo—. ¿Se cayó? ¿Se estrelló contra el pie de la montaña? —Sí, señor —dijo el cartero. —Y la mujer que lo llora, la dama de París, ¿es su esposa? —Sí, señor. —El cartero tiró del brazo que retenía Don. —Entiendo —dijo Don—. Un extranjero. Un cliente de las escaladas. Un francés rico. O un milord inglés que viste a su mujer en París. Ahora el cartero forcejeaba. —¡No! ¡No francés! ¡No inglés! ¡De este pueblo! ¡Basta, monsieur! ¡Basta ya...! Pero Don lo retenía. —No el guía que salió de la iglesia y cogió el piolet con las baratijas de metal. El otro. El que se ha quedado. El marido que está muerto en la caja. Pero para mí era ya demasiado rápido. El cartero había liberado ya su brazo, y durante los instantes que siguieron el propio Don se quedó allí inmóvil, como un silo contra el que lanzan agua con una manguera o incluso grava menuda a través de un tubo, hasta que el cartero cesó al fin y alzó un brazo y se alejó, y allí quedó Don pestañeando en dirección a mí, con el Zeiss incompleto colgándole del pecho como un juguete. —De este pueblo —dijo—. Su marido. Y el sombrero parisiense, y apuesto a que el abrigo costó treinta o cuarenta mil francos. —Eso también lo he oído yo —dije—. ¿Qué es lo que ha dicho cuando se ha soltado la lengua? —Que los dos eran guías: el que ha salido de la iglesia y ha cogido el piolet, y el que está en el ataúd. Y los tres son del pueblo, sí, también la del sombrero parisiense y el abrigo de pieles. Y ella y el que está en el ataúd estaban casados, y un día, el otoño pasado, los cuatro escalaron... —¿Quiénes son los cuatro? —dije yo. —Sí —dijo Don—. También a mí me gustaría saberlo. El caso es que subieron a la montaña; generalmente no se oye hablar de guías profesionales que se despeñan, pero éste, de una forma u otra, se despeñó, y entonces era ya tarde para recoger el cuerpo, y había que esperar hasta el deshielo en primavera, y llegó el deshielo y ayer volvió la esposa, y esta tarde lo han traído al pueblo, así que la mujer ya puede marcharse, pero como no hay tren hasta mañana por la mañana, ¿qué te parece si nos valemos de la mujer para satisfacer nuestra curiosidad, o, mejor aún, nos ocupamos de nuestros asuntos y buenas noches, messieurs? —¿Volvió de dónde? —dije—. ¿Marcharse adónde? —Sí —dijo Don—. Eso me pregunto yo. Vamos a buscar el hostal. No podía estar sino en una dirección, pues sólo había una calle y estábamos en ella. Y al poco lo vimos; nuestros clavos resonaban en el agua helada. Pero en él estaba la primavera: esa vívida novedad de la primavera, que hacía que las lámparas de las ventanas dispersas —que ascendían escalonadamente sobre las invisibles gradas de las pendientes— parpadearan y temblaran con centelleo más intenso que el que les confería la distancia. La puerta estaba a un nivel dos escalones más bajo que la calle. Don la abrió y entramos en el recinto limpio y cálido y luminoso y bajo, con su estufa y sus mesas y bancos de madera, con esa mujer que hace punto siempre en su pequeño rincón, al fondo de la barra ocupada por montañeses que vuelven la cabeza a un tiempo cuando entramos.

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—Gruss Gott, messieur (27) —dijo Don. —Eso sólo se dice en Austria —dije yo. Pero (de nuevo después de una décima de segundo) una voz dijo: —Gruss Gott. —Ya ves que no —dijo Don. Dejamos nuestras mochilas y nos sentamos a una mesa. La mujer, que hacía punto con presteza mientras inclinaba la rubia cabeza ondulada sobre su labor, se dirigió a nosotros sin alzar siquiera la mirada: —Messieurs? —Deux Biéres, Madame —dijo Don. —Brune au blonde, Messieurs? —Blonde, Madame. Y también desearíamos pasar aquí la noche. —Bon, Messieurs (28). Y la cerveza llegó, rubia como el oro y en jarras de cristal fabricadas probablemente en Pittsburgh o en Akron o en Indianápolis, antes casi de que la pidiéramos, como si hubieran sabido que tarde o temprano vendríamos y la hubieran tenido preparada. El camarero llevaba un esmoquin sobre el delantal, tal vez el primer esmoquin de la geografía exterior al Palacio de la Paz de Lausana. Tenía unos cuantos dientes cariados y una atractiva y consumida cara de mozo de cuadra, y en los diez segundos siguientes descubrimos que no sólo hablaba mejor inglés que nosotros sino incluso, cuando olvidaba esforzarse, mejor norteamericano. —Ese muerto —dijo Don en francés—, ese hombre del pueblo que cayó... —Así que ustedes son los que han tratado de sonsacar a Papá Grignon —dijo el camarero. —¿A quién? —dijo Don. —Al alcalde, allá en la iglesia. —Yo creía que era el cartero —dije. El camarero ni siquiera me miró. —Ustedes echan de menos la espada y el carro de estiércol —dijo—. Se creen que están en Hollywood. Esto es Suiza. Tampoco miraba las mochilas. No tenía necesidad de hacerlo. Podía haber hablado todo un párrafo o una página y no haber dicho tanto. —Sí —dijo Don—. Adelante. Nos gusta. El hombre que cayó. —Muy bien —dijo el camarero—. ¿Y qué? —Un guía —dijo Don—. Con una esposa que lleva un sombrero parisiense y un abrigo de pieles de cuarenta mil francos. Y que estaba allí arriba con ellos mientras él se despeñó. Puede que yo haya oído hablar de guías que se caen, pero nunca de ninguno que se lleve a la mujer con él a una excursión profesional, a una escalada con una cliente que paga. Porque el alcalde dice que había cuatro personas, y uno de ellos era otro guía... (27) Saludo utilizado en Austria y en el sur de Alemania: Buenos días. (N. del T.) (28) —¿Señores? —Dos cervezas, señora. —¿Negras o rubias, señores? —Rubias, señora... —Bien, señores. (N. del T.)

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—De acuerdo —dijo el camarero—. Brix y su mujer y Emil Hiller y el cliente. Era el día que habían fijado Brix y su mujer para casarse, el otoño pasado, después de la temporada, cuando ya Brix había sacado toda la pasta posible en la temporada de escalada y ya no quedaba nada por delante más que la vida de casado que llevaría en el invierno. Pero la noche anterior a la boda Brix recibe un telegrama del cliente que le anuncia que el cliente está ya en Zurich y que espera que lo vaya a recibir a la mañana siguiente. Así que Brix aplaza la boda y va con Hiller a la estación a esperar al tren, y el cliente se apea con los ocho o diez mil francos de trastos de montañismo que Brix e Hiller le ayudaron a comprar en los cinco años pasados, y aquella misma tarde suben a los Bernardines y al día siguiente... —¿La novia? —dijo Don. —La llevaron con ellos. Se habían casado aquella mañana, como Brix tenía planeado. Cuando recibió el telegrama, Brix aplazó la boda para subir con Hiller y el cliente adonde el cliente quisiera, y bajar luego y acompañarlo hasta el tren pero lo primero que oyó el cliente cuando se bajó del tren fue lo de la boda, así que tomó las riendas del asunto y... —Espere —dijo Don—. Espere. —Tenía la pasta —dijo el camarero, que ya no se movía en absoluto. Ni siquiera limpiaba la mesa que no necesitaba limpieza alguna, como podíamos haber supuesto que haría. Se limitó a seguir allí, junto a la mesa—. El pez gordo. Brix y Hiller lo habían estado llevando los últimos cuatro o cinco años a las escaladas fáciles de los alrededores; venía cuando le quedaba tiempo libre entre uno y otro negocio de esos de dos millones de coronas o francos o liras. No es que no fuera capaz de escalar uno más difícil. Era mayor que ustedes, pero no mucho. Lo que sucede es que no quería. Escalaba para pasar el rato, a lo mejor para que el periódico de la ciudad donde vivía publicara su fotografía. Y uno no hace montañismo para pasar el rato. Uno saca de donde sea el tiempo libre y lo emplea y se gasta en la escalada quizá hasta el dinero que debería gastar su mujer en el dentista. Y allí estaba la pasta, la pasta extra, y Brix posiblemente veía ya tan cerca el matrimonio que se daba cuenta de que en adelante no iba a andar, como él diría, sobrado de dinero. Así que el pez gordo tomó las riendas y se celebró la boda, y fue el propio pez gordo quien llevó la novia al altar y firmó en el registro... —¿No tenía ella parientes? —dijo Don. —La hija de la hermanastra de su madre y su marido —dijo el camarero—. Vivía con ellos, pero no es fácil que la medio prima carnal de uno se case con un hombre cuyo patrón no sólo tiene pasta, sino que es generoso con ella siempre que pueda imponer el modo de gastarla. Así que el pez gordo firmó el primero en el registro, y el cura bendijo también la escalada, que era hasta el monasterio de los cistercienses, donde el pez gordo invitaría a la cena de bodas; al día siguiente volvería y cogería el tren de Milán para hacerse con algún otro negocio, pues hasta un niño podía hacer solo aquella escalada si el tiempo no se ponía en contra. Así que subieron al monasterio aquella tarde y el pez gordo dio la cena de bodas, y a la mañana siguiente estaban sobre el glacis que Brix no tenía intención de pisar, pero algo les fue mal, tal vez el tiempo, siempre suele decirse que es el tiempo, y quizá debieron quedarse refugiados en el monasterio, pero estaba el tren del pez gordo, y no todo el mundo quiere dedicar su vida a subir y bajar tipos

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de las montañas, ni tiene intención de hacerlo en el futuro, y quizá Brix debió dejar a su mujer en el monasterio, pero no todo el mundo quiere casarse ni tiene intención de hacerlo alguna vez. Sea como fuere, el pez gordo está en aquel momento donde Brix no debería haber permitido que estuviera, haciendo lo que Brix y Hiller deberían haber sabido que haría, y resbala de la cornisa y se lleva con él a la señora Brix, y entre los dos se llevan detrás a Brix, y ahí los tenemos: Hiller afianzado en la cornisa con un extremo de la cuerda, y la señora Brix y luego el pez gordo y luego Brix al otro extremo, colgando sobre la cara de hielo. Pero el pez gordo, al menos, suelta su piolet, en el momento justo para no darle a Brix, lo cual es una suerte pues está en un saliente que Brix no puede alcanzar con su piolet y nadie ha sido capaz de subir a tres personas que se balancean en el extremo de una cuerda, al menos no por estos pagos, y naturalmente Brix no va a pedir al tipo que paga la excursión que corte la cuerda para que Hiller pueda subir a la mujer del guía, que ha ido con ellos gratis y que además no tenía por qué haber ido. Así que Brix corta la cuerda entre él y el pez gordo, y entonces Hiller sube a los dos que quedan perfectamente, y a la tarde siguiente la señora Brix y el pez gordo se marchan en el tren y al cabo de un tiempo la nieve... —Espere —dijo Don—. ¿La novia? ¿La viuda? —Esperaron veinticuatro horas. El pez gordo se quedó un día entero. Hiller, aquella tarde, volvió con ellos al monasterio para bajar por el camino a la mañana siguiente; Hiller y uno de los frailes fueron aquella noche al glacis en busca de Brix. Pero había demasiada nieve, así que bajó al pueblo a buscar ayuda (también esto corrió a cargo del pez gordo. Ofrecía un buen pellizco por encontrar a Brix), y cuando amaneció, Hiller y los otros intentaron llegar partiendo desde abajo. Pero había demasiada nieve; sólo se deshelaría en primavera, de modo que al final Hiller comprendió que tendrían que esperar. Y al cabo de un tiempo la nieve... —Pero sus parientes —dijo Don—. Usted dijo que ella tenía unos parientes. La... —... hija de la hermanastra de su madre y su marido. Tal vez el cura sabía. Estaba en la estación cuando ellos partieron en el tren. Puede que la medio prima carnal y su marido lo dejasen en manos del cura. O puede que fuera otra vez el dinero. O es posible que la señora Brix no pudiera oír al cura, simplemente. No parecía capaz de ver ni oír gran cosa aquella tarde, cuando subió al tren. —¿Nada? —dijo Don—. ¿Nada en absoluto? —Bueno, podía andar —dijo el camarero—. ¿Qué quieren comer? ¿El ragoût o huevos con jamón? —Pero ha vuelto —dijo Don—. Al menos ha vuelto. —Sí. Anoche en el tren. El deshielo empezó el mes pasado, y la semana pasada Hiller le envió un telegrama al pez gordo diciéndole que creía que era el momento, así que ella llegó en el tren de la medianoche pasada y dejó la bolsa en consigna y esperó en la estación hasta que al amanecer apareció Hiller; fueron y encontraron a Brix y lo trajeron al pueblo; y si ella tiene frío esta noche allá en la iglesia, puede volver a la estación y sentarse a esperar el tren de mañana. ¿Qué quiere comer? —Pero su gente —dijo Don—. La... —¿Qué quieren comer? —dijo el camarero.

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—A lo mejor se han casado —dijo Don. —¿Qué quiere comer? —dijo el camarero. —A lo mejor ahora ella lo ama —dijo Don. —Muy bien. ¿Qué quieren comer? —Habla usted muy bien el inglés de los Estados Unidos —dijo Don. —Viví allí. En Chicago. Dieciséis años. ¿Qué quieren comer? —A lo mejor él fue bueno con ella —dijo Don—. Por mucho que fuera italiano, un extranjero... —Era alemán —dijo el camarero—. A la gente de este país no le gustan los alemanes. ¿Qué quieren comer? —El ragoût —dijo Don. Apuramos la comida, siempre buena en Europa o en cualquier otro lugar donde se hable francés; subimos las pulcras escaleras y entramos en el pequeño y limpio cuarto, situado bajo la empinada pendiente de los aleros, y nos acostamos entre las limpias y heladas sábanas, que emanaban de sí mismas un olor de nieve. El sol salió luego al otro lado de las montañas que ahora teníamos enfrente, alargándose oblicuamente en el valle para luego acortarse; no arrastraba ante él la sombra de las montañas, sino que la borraba del mismo modo que la marea creciente engulle la playa; después, cuando dejamos el hostal, el valle estaba lleno de sol. Y volví a pensar que aquel país, incluso cuando era llano, lo era en diferentes niveles, pues cuando mirábamos hacia el verdadero valle desde lo que habíamos tomado por el valle, de nuevo en medio de la nieve, entre los arrugados terraplenes de nieve que los quitanieves habían alzado a ambos lados, dando lugar a un canal que encauzaba no sólo los relucientes raíles sino la luz viva y el sol hacía el negro orificio del túnel, que a su vez pronto se vería desbordado, como la montaña misma que horadaba se disolvería en violenta luz. Entramos en la cantina. —Gruss Gott, messieurs —dijo Don. Y de nuevo respondió una voz: —Gruss Gott. Y bebimos aquella cerveza tan rubia como la mañana en las jarras de cristal. En América, beberla antes del mediodía, aun en un día caluroso, era algo tan insólito como desvainar un barreño de guisantes en la iglesia, y sin embargo habíamos desayunado con ella a lo largo y ancho del Tirol. Luego llegó el tren y Don dijo: —Gruss Gott, messieurs. Y como siempre alguien respondió, y salimos al vivo e insufrible resplandor de la nieve, y caminamos por el andén a lo largo del tren, hacia nuestro coche de tercera clase, y nos volvimos y miramos hacia atrás y, a excepción de la nieve y el sol, todo era idéntico a la noche pasada: las apacibles caras de los campesinos de las montañas, ahora no tantas como la noche pasada y todas de varones; gentes que bien podían estar allí del mismo modo que las gentes de las pequeñas poblaciones de América esperan la llegada de los trenes directos; y el guía llamado Hiller, el que la noche pasada había salido de la iglesia, estaba ahora ante la escalerilla de un coche de primera clase, junto a la mujer del sombrero parisiense y el abrigo de pieles y la cara aún campesina, pues habrían de transcurrir más de seis meses para que se borraran de ella las montañas y el valle

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y el pueblo y las fiestas de la primavera en el ejido —si es que en el pueblo existía un terreno comunal y las gentes de Suiza organizaban fiestas de la primavera— y las vacas conducidas a los altos pastos y luego de nuevo al pueblo y ordeñadas para fabricar queso y chocolate con leche, o fuera lo que fuese lo que las chicas suizas hacían. Entonces oímos las escuálidas y frenéticas y tristes bocinas, y la mujer sacó algo de su bolso y se lo dio al hombre que estaba junto a ella y subió al tren, y subimos también nosotros cuando el tren ya se movía; ganaba velocidad al dejar atrás al hombre —que se movía y lanzó al aire la centelleante moneda—, al deslizarse entre los taludes convulsos por los quitanieves, y marchaba aún más veloz al irrumpir en la negrura del túnel, que tras la nieve era como un latigazo en plenos ojos, y de la negrura irrumpía luego en la violenta luz y era como un segundo latigazo, y avanzaba más de prisa, dando bandazos y balanceándose en las curvas y volviendo a irrumpir del resplandor a la negrura y de la negrura al resplandor, mientras a ambos lados, incesantemente, los picos, en gradación de tonos pasteles a partir de aquel fulgor insufrible, se movían con la tremenda deliberación de mastodónticos rumiantes celestes, bajo la mañana ascendente y hacia el fuego del mediodía, y luego, llegado y superado ya el mediodía, hacia un último y mortecino terreno en declive de la Côte d’Or, la empinada pendiente de un continente que se inclina hacia la somnolienta neblina donde se encuentra París, y el último pico blanco pasó lentamente ante nuestra ventana y quedó atrás. —Me alegro —dije yo. —Sí —dijo Don—. No quiero ya más nieve. No quiero volver a ver nieve en mucho tiempo.

—Era exactamente igual —dijo el hombre—. La gente de Europa lleva odiando y temiendo a los alemanes tanto tiempo que ya nadie recuerda cómo eran antes.

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Notas

Abreviaturas DCPA Dorothy Commins Private Archive. ESPL Essays, Speeches & Public Letters by William Faulkner, ed. James B. Meriwether, New York, Random House, 1965. NOS William Faulkner: New Orleans Sketches, ed. Carvel Collins, New York, Random House, 1968. FCVA William Faulkner Collections, Biblioteca de la Universidad de Virginia. JFSA Jill Faulkner Summers Private Archive. NYPL New York Public Library, Astor, Lenox, and Tilden Foundations. ROUM Rowan Oak Papers, Biblioteca de la Universidad de Mississippi. EMBOSCADA Esta historia apareció en The Saturday Evening Post (29 de septiembre, 1934) en calidad de primera de una serie. En la página 22 aparece entre corchetes un párrafo del original que se omitió en el Post y que Faulkner tampoco incorporó a la historia cuando volvió a escribirla para hacer de ella el primer capítulo de su novela Los invictos. Había otros trece párrafos del original que tampoco aparecieron en el Post, pero todos ellos son breves y poco importantes para la forma o el contenido de la historia. Depositario: ROUM. RETIRADA Esta historia apareció en The Saturday Evening Post (13 de octubre, 1934). Se hicieron algunos cambios menores del original para su publicación en la revista. Cuando Faulkner la revisó para convertirla en el segundo capítulo de Los invictos, dio mayor amplitud a la parte cómica de las estratagemas de la Nana para proteger el baúl de la plata y escribió una media docena de páginas importantes sobre tío Buck y tío Buddy McCaslin que prefiguraban su tratamiento de estos personajes en Desciende, Moisés. También restituyó las dos

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últimas líneas de la historia (eliminadas en la versión del Post), que aparecen aquí entre corchetes. Depositario: ROUM. INCURSIÓN Esta historia se publicó en The Saturday Evening Post (3 de noviembre, 1934). Las diferencias entre esta versión y el original fueron mínimas. Cuando Faulkner revisó la historia para convertirla en el tercer capítulo de Los invictos, alargó en dos días las correrías de la Nana y amplió el material de la destrucción del ferrocarril, incluyendo un pasaje de siete páginas que describía un enfrentamiento entre locomotoras Federales y Confederadas que sirviera de contraste a las terribles realidades de la guerra que Ringo y Bayard habrían de experimentar más tarde. Depositario: ROUM. ESCARAMUZA EN SARTORIS El 4 de octubre de 1934, Faulkner envió una historia llamada «Drusilla» a The Saturday Evening Post. Pero el Post no la compró, y Coldman, el agente de Faulkner, la vendió a Scribner’s Magazine, donde apareció en abril de 1935, sin ninguna alteración, bajo el nuevo título de «Escaramuza en Sartoris». Cuando Faulkner la revisó para transformarla en el sexto capítulo de Los invictos, eliminó material que proporcionaba información necesaria a los lectores de Scribner’s, pero que ya había sido tratado en «Incursión». También el tiempo transcurrido desde «Incursión» de dos años a dieciocho meses. Despositario: ROUM. LOS INVICTOS Esta historia apareció en The Saturday Evening Post (14 de noviembre, 1936). A finales de la primavera de 1937, Faulkner la revisó e introdujo material nuevo, aunque no hay diferencias importantes entre el texto de la revista y el libro. Se le dio el nuevo título de «Riposte in Tertio», y el título original se usó para dar nombre al nuevo libro. Depositario: ROUM. VENDÉE Cuando esta historia se envió a The Saturday Evening Post, en septiembre de 1934, al editor le gustó, pero pidió a Faulkner que hiciera algunos cambios. Éste accedió y además volvió a escribir cuidadosamente algunos pasajes, en total más de mil palabras. Al revisar la historia para convertirla en el capítulo quinto de Los invictos Faulkner amplió el material sobre la persecución de Grumby, su matanza y la colocación de la mano cortada en la tumba de Rosa Millard. Depositario: ROUM.

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LOCO POR UN CABALLO A finales del invierno de 1935 Faulkner escribió un manuscrito de diez páginas con este título. No llegó a ponerse de acuerdo con el Post respecto de esta historia, y finalmente la publicó Scribner’s Magazine en agosto de 1936. En el invierno de 1938-39, cuando Faulkner estaba trabajando en su novela El villorrio, revisó la historia y la incorporó a la segunda parte del capítulo segundo del libro primero «Flem». Depositario: FCVA. LAGARTOS EN EL PATIO DE JAMSHIYD Por las notas de Faulkner sabemos que envió esta historia al Post en mayo de 1930. Su correspondencia con el Post nos revela que envió dos versiones, y a los editores les gustó más la primera que la segunda, que finalmente aceptaron en agosto de 1930. Finalmente la historia se publicó en febrero de 1932. Fue probablemente en el invierno de 1938-39 cuando Faulkner empezó a usar elementos de la historia en su novela El villorrio. Depositarios: JFSA. ROUM. EL PERRO Faulkner envió esta historia al Post el 17 de noviembre de 1930. Se la rechazaron, igual que Scribner’s y The American Mercury hicieron después. El 8 de mayo de 1931 la aceptó Harper’s y la publicó en agosto del mismo año. En 1934 se incluyó en Doctor Martino and Others Stories. A finales del invierno de 1938-39, Faulkner la interpoló en su novela El villorrio. CABALLOS MANCHADOS Faulkner escribió seis versiones de esta historia con títulos distintos, hasta que finalmente se publicó en Scribner’s con el título «Caballos manchados», en julio de 1931. En septiembre de 1939 la volvió a narrar como parte del cuarto libro de El villorrio. Depositarios: NYPL. FCVA. ROUM. JFSA. LION Probablemente Faulkner escribió esta historia a finales del invierno o principios de la primavera de 1935. Intentó venderla a por lo menos una de las revistas semanales de mayor circulación, pero finalmente la compró Harper’s y la publicó en diciembre de 1935. En septiembre de 1941 usó gran parte de ella en «El oso», que se había de convertir en la quinta parte de la novela Desciende, Moisés. GENTE DE ANTAÑO Después de haber sido rechazada por siete publicaciones semanales, esta historia publicada por Harper’s en septiembre de 1940. Cuando Faulkner la revisó en el verano de 1941 para incluirla en Desciende, Moisés, la amplió en unas mil palabras, y realizó cambios notables, necesarios para la integración del material

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en la saga de las relaciones entre familias blancas y negras que formaba la base de esta novela. Depositario: FCVA. CUESTIÓN DE LEYES Probablemente Faulkner completó esta historia a finales de 1939. El 31 de enero de 1940 la compró Collier’s, que la publicó en junio del mismo año. En la primavera de 1941, Faulkner estaba trabajando en Desciende, Moisés y utilizó la historia en el capítulo primero de «El fuego y el hogar», aunque con bastantes variaciones. NO SIEMPRE ES ORO El 19 de febrero de 1940 H. Ober, agente de Faulkner, recibía de éste el original mecanografiado de esta historia. Antes de que The American Mercury lo comprara, el 16 de septiembre, fue rechazado por otras cinco publicaciones. Se publicó en noviembre. En el verano de 1941 Faulkner la usó al escribir el capítulo segundo de «El fuego y el hogar». BUFÓN NEGRO H. Ober recibió de Faulkner un mecanografiado de veinticuatro páginas de esta historia el 18 de marzo de 1940. Intentó sin éxito darlo a cuatro publicaciones diferentes antes de venderlo a Harper’s el 9 de agosto. Se publicó en octubre de 1940. Cuando Faulkner utilizó la historia en la tercera parte de Desciende, Moisés, se limitó a añadir algunas frases y modificar la distribución de los párrafos de la versión de la revista. Depositario: FCVA. DESCIENDE, MOISÉS Faulkner escribió esta historia en julio de 1940. El 17 de septiembre lo compró Collier’s y apareció en enero de 1941. Dos pasajes del original que no aparecieron en la revista y que Faulkner no incluyó en Desciende, Moisés, están aquí entre corchetes. A finales de agosto de 1941, Faulkner envió a Random House la versión que quería usar como última parte de Desciende, Moisés. Los cambios que realizó fueron de carácter menor, y menos numerosos que los que había realizado en cualquiera de las otras historias que pasaron a formar parte de esta novela. EL OTOÑO DEL DELTA El 16 de diciembre de 1940 H. Ober recibió un original mecanografiado de dieciocho páginas de esta historia. Seis publicaciones la rechazaron antes de que Story la comprara el 2 de diciembre de 1941, y la publicara en junio de 1942. Al volverla a escribir para convertirla en la sexta parte de Desciende, Moisés, Faulkner introdujo varios cambios cruciales.

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EL OSO En julio de 1941 Faulkner empezó a trabajar en una novela corta, que se había de convertir en la quinta y más larga parte de Desciende, Moisés. En el intervalo que medió entre la entrega de las dos primeras partes y la de la tercera, Faulkner se dedicó a refundir parte de este material para crear una historia, con el mismo título de la novela, que esperaba aliviara sus perennes problemas financieros. El Post la aceptó una vez revisada, a petición suya, y la publicó en mayo de 1942. CARRERA EN LA MAÑANA Faulkner llevó a Ober esta historia el 21 de septiembre de 1954. La había escrito para The Saturday Evening Post que la compró dos días después y la publicó en marzo de 1955. A comienzos de 1955 Randon House decidió publicar una colección de las historias de caza de Faulkner. Después de añadir a ésta una docena de líneas nuevas, se convirtió en la cuarta y última del libro titulado Grandes bosques. Depositario: DCPA. PEÓN PORCINO Puede que Faulkner escribiera esta historia en octubre de 1954. El 13 de marzo de 1955 Ober la recibió y la envió a Life. El 29 de enero Life la rechazó, y Collier’s también lo hizo dos semanas después. Quedó en los archivos de Ober hasta que Faulkner la reclamó para revisarla y convertirla en parte de La mansión (1959). Volvió a escribirla y la amplió haciendo numerosos cambios. Depositario: FCVA. NINFOLEPSIA El 10 de marzo de 1922 Faulkner publicó una pieza corta titulada «La colina» en The Mississippian, periódico estudiantil de la Universidad de Mississippi, donde había publicado dos años antes un poema titulado «L’aprés-midi d’un faune». Ninfolepsia, que parece datar de principios de 1925, durante el primer o segundo mes de su estancia en Nueva Orleans, combina elementos de esas dos obras anteriores. Depositario: NPL. FRANKIE Y JONNY El 4 de enero de 1925 Faulkner salió para Nueva Orleans con la intención de pasar a Europa y vivir de su literatura. Sin embargo su estancia se prolongó seis meses mientras escribía y publicaba su trabajo en Times-Picayune de Nueva Orleans y en una revista nueva con sede allí llamada The Double Dealer. En esta última hizo su primera aparición con una obra titulada «Nueva Orleans» y que constaba de once piezas cortas, la tercera de las cuales era Frankie y Johnny. Depositario: FCVA.

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EL SACERDOTE Durante su estancia en Nueva Orleans, Faulkner trabajó en lo que esperaba fuera una serie de historias y piezas cortas para el dominical de Times-Picayune. «El Sacerdote» fue la número cinco, pero se la rechazaron por miedo a ofender a algunos lectores del periódico. Faulkner utilizó elementos de la historia así como el título en un segmento de «New Orleans» para The Double Dealer. Depositario: NYPL. A BORDO YA DEL LUGRE (I y II) En muchas ocasiones Faulkner habló de su trabajo como contrabandista de licores durante su estancia en Nueva Orleans en 1925. El hermano de Faulkner, Jack, pensaba que su experiencia de contrabando no había sido muy intensa. Sea como fuere, le dio material para su literatura. Faulkner dijo en una ocasión a F. L. Gwynn que había destruido dos novelas. Estas dos historias puede que constituyan todo lo que pudo salvar de una de aquellas novelas. Depositario: ROUM. MISS ZILPHIA GANT A mediados de diciembre de 1928 Faulkner envió esta historia a Scribner’s Magazine por segunda vez. Por segunda vez la rechazaron igual que hizo después The American Mercury. En marzo de 1930 la compró The Soutwest Review, que al encontrarla demasiado larga, la vendió a su vez al Club del Libro de Texas que hizo una edición especial de 300 copias publicada el 27 de junio de 1932. Depositario: FCVA. AHORRO Esta historia apareció en The Saturday Evening Post en septiembre de 1930. Era la tercera historia de Faulkner que aparecía en una revista nacional, y fue seleccionada para incluirla en el anuario de Henry Memorial Award Prize Stories. Como tratamiento predominantemente cómico de actividades bélicas aéreas en la Gran Guerra, ofrece un contraste con sus historias trágicas sobre el mismo tema como «Ad Astra» o «All the Dead Pilots». Depositario: FCVA. IDILIO EN EL DESIERTO Presentada sin éxito a un total de siete revistas entre 1930 y 1931, esta historia fue publicada en edición limitada de 400 copias por Random House, el 10 de diciembre de 1931. Faulkner volvió a usar la situación de una mujer que abandona a su marido y dos hijos para huir al Oeste con una amante en The Wild Palms. Depositario: FCVA.

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LA ESPOSA DE DOS DÓLARES En primavera-verano de 1935, Faulkner, presionado por dificultades financieras, volvió a escribir esta historia para enviarla a un concurso de relatos cortos patrocinado por College Life con un premio de 500 dólares. La aceptaron y la publicaron en enero de 1936, pero no ganó ningún premio en el concurso. La presente es la última versión de una historia que bien en su totalidad bien en parte Faulkner ya había escrito anteriormente con distintos títulos. Depositarios: FCVA. ROUM. LA TARDE DE UNA VACA La primera noticia que tenemos de esta historia data de junio de 1937, en que Faulkner la leyó a un grupo de invitados suyos después de la comida diciendo que la había escrito un muchacho de mucho talento llamado Ernest V. Trueblood. El único que pareció apreciar la broma fue su traductor francés, Maurice Coindreau. Cuando durante la segunda guerra mundial las autoridades alemanas prohibieron la publicación de libros americanos en la Francia ocupada, Faulkner aprobó la publicación en Argel de la traducción de Coindreau de «La tarde de una vaca», en 1943. A principios de 1947 pidieron la historia para publicarla en un número especial de Furioso, y Faulkner accedió. Así pues, la historia apareció por fin en inglés, firmada por Ernest V. Trueblood, en el verano de 1947, una década después de que fuera escrita. Depositario: DCPA. EL SEÑOR ACARIUS Faulkner entregó esta historia, con el título de «Weekend Revisited», a Harold Ober en febrero de 1953. Éste la envió a The New Yorker que la rechazó, lo mismo que hicieron después Collier’s Esquire. Faulkner seguía teniendo confianza en ella pero no viviría para verla publicada. Finalmente apareció en su mercado favorito para piezas cortas, The Saturday Evening Post, en octubre de 1965. Depositarios: JESA. DCPA. SEPULTURA EN EL SUR: LUZ DE GAS El amigo de Faulkner Anthony West le envió una fotografía de un umbrío cementerio tomada por Walker Evans, en la que había en primer término media docena de esculturas de mármol de tamaño natural. Poco después, a mediados de septiembre de 1954, West y Faulkner se encontraron en las oficinas de Harper’s Bazaar en Nueva York. Al comentar Faulkner que la foto era magnífica, West, esperando conseguir algo para Bazaar, le preguntó si quería escribir acerca de ella. Aunque no se comprometió a nada, se puso a trabajar en ello poco después. Acabó la pieza antes de finalizar el mes y la envió a West. Harper’s Bazaar la publicó en diciembre de 1954. Depositario: DCPA.

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ADOLESCENCIA Faulkner dijo que había escrito «Adolescencia» a comienzos de 1920. La historia contiene imágenes que recuerdan algunos poemas tempranos de Faulkner, pero también prefigura parte de su ficción posterior, sobre todo por lo que respecta a los personajes, especialmente la esposa de Joe Bunden y su hija Juliet, así como la particular relación de ésta con Lee Hollowell, cargada de erotismo subyacente, que sugiere la de Donald Mahon y Emmy en Soldier’s Pay y la de Harry Wilbourne y Charlotte Rittenmeyer en The Wild Palms. Depositario: FCVA. AL JACKSON A finales del invierno de 1925 Faulkner consolidó su amistad con Sherwood Anderson. Los dos disfrutaban no sólo contándose historias, sino que también intercambiaban cartas que eran ejercicios conscientes en el arte del cuento inverosímil. Cuando Anderson leyó la primera carta le sugirió a Faulkner que volviera a escribir. Cuando lo hizo, Anderson escribió una respuesta que ampliaba la historia. Faulkner replicó con la segunda carta. Más tarde utilizó algo de este material en su novela Mosquitoes. Depositario: The Newberry Library. DON GIOVANNI Esta historia iba aparentemente destinada, como algunas otras que Faulkner escribió en Nueva Orleans en la primera mitad de 1925, al Times-Picayune de Nueva Orleans. Aunque la historia nunca se publicó, Faulkner, como es característico en él, rescató partes de ella para usarlas en quizá tres novelas: Mosquitoes, El villorrio y Pylon. Depositario: NYPL. PETER En marzo de 1925, tras el traslado de Faulkner al apartamento de William Spratling, Faulkner a veces acompañaba a éste, joven arquitecto y profesor en la Universidad de Tulane, en las expediciones que hacía por diferentes partes de la ciudad para dibujar. Aunque el original no lleva el nombre de Faulkner, es con certeza obra suya. Es difícil fecharlo en la secuencia de sketches que escribió durante la primera mitad de 1925. Al igual que «El Sacerdote» esta historia contiene elementos que habrían ofendido a los lectores del Times-Picayune. La historia con esta forma era probablemente sólo un borrador y quizás en parte experimental, con sus cambios repentinos de diálogo a diálogo dramatizado y viceversa. Depositario: NYPL. CLARO DE LUNA Según Faulkner, la primera versión de este relato fue escrita en 1919 o 1920 o 1921 y fue el primer relato corto que escribió. El original de dieciséis páginas que sobrevive de esta versión es incompleto.

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La presente versión de «Claro de Luna» proviene de un original de catorce páginas mucho más cercano al estilo maduro de Faulkner que la versión de dieciséis páginas mencionada. Depositario: FCVA. EL PEZ GORDO Como «Snow» y «Evangeline», este relato emplea un narrador en primera persona y un confidente llamado Don que comparte la función narrativa. Probablemente Don se basaba en William Spratling, con quién Faulkner viajó a Europa en 1925. «El pez gordo» fue ofrecido a The American Mercury con fecha anterior al 23 de enero de 1930, y a otras cuatro revistas después que ésta lo rechazara. El estilo sugiere que fue escrito después de las historias de Nueva Orleans, pero antes de obras más maduras de finales de los veinte como Sartoris. Elementos de este relato aparecerían después en varias obras posteriores. Depositario: FCVA. UNA HISTORIA PROSAICA Esta repetición de «El pez gordo» fue enviada a The Saturday Evening Post el 14 de noviembre de 1930, pero no tuvo más éxito que el relato anterior. Quizá el aspecto más interesante del relato para el estudioso de Faulkner es la oportunidad que ofrece, al compararlo con «El pez gordo», de observar a Faulkner haciendo lo que hacía tan a menudo y tan incansablemente: cambiar su punto de vista narrativo (aquí incluso el final) en su búsqueda del modo más efectivo de contar una historia. Depositarios: JFSA. ROUM. UN REGRESO El 7 de noviembre de 1930, Faulkner envió un relato llamado «Rosa del Líbano» a The Saturday Evening Post, que lo rechazó. Intentó dos veces más venderlo al año siguiente, pero sin éxito. Después Faulkner trabajó de nuevo el material y volvió a contar la historia de «Un regreso». El agente de Faulkner, Ober, lo recibió el 13 de octubre de 1938. Intentó venderlo sin éxito, y recomendó a Faulkner que lo volviera a escribir. Lo hiciera o no lo hiciera el caso es que el relato nunca se publicó. Depositarios: JFSA. ROUM. UN HOMBRE PELIGROSO Este relato fue enviado el 6 de febrero de 1930 a The American Mercury, que lo rechazó. Había habido anteriormente varios tratamientos del material, completos e incompletos. Parece que la historia se originó con Estelle Faulkner. Esta versión, con el énfasis sobre Mr. Bowman, puede que esté relacionada con los recuerdos que Faulkner guardaba de su padre, que también era conocido por su temperamento violento y por la facilidad con que usaba sus puños y, en caso necesario, la pistola que llevaba. Depositarios: JSPA. ROUM.

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EVANGELINE Faulkner había mencionado a su amigo William Spratling y lo había usado como modelo para un personaje en algunos de sus sketches de Nueva Orleans. Después de su viaje juntos a Europa, lo utilizó como base para el personaje de Don que aparece en tres relatos. En «Evangeline» vuelve a usar el narrador en primera persona y el personaje de Don, y lo envía en julio de 1931 a The Saturday Evening Post, que lo rechaza, y acto seguido a The Woman’s Home Companion, que también lo rechaza. Depositarios: ROUM. JFSA. RETRATO DE ELMER El año 1925 en París Faulkner dedicó gran parte de su tiempo a una novela titulada Elmer, pero cuando ya tenía 31.000 palabras, en octubre o noviembre probablemente, la dejó. Era ligeramente autobiográfica, escrita en un estilo experimental y con algunos pasajes cargados de simbolismo freudiano. No todo el trabajo se perdió, pues usó elementos de ella en Mosquitoes, The Wild Palms y El villorrio. Tampoco abandonó sus esfuerzos para rescatar la idea original; existen tres fragmentos que son claros intentos de relato corto con el mismo tema: «Dolor creciente», «Elmer y Myrtle» y «Retrato de Elmer Hodge». «Retrato de Elmer» data de mediados de los años treinta. Depositario: ROUM. FCVA. CON CAUTELA Y DILIGENCIA Faulkner hizo un uso extensivo de su breve experiencia con la RAF. Él dijo que la presente historia fue comenzada en 1932, pero en 1939 seguía sin venderse. Existe una versión incompleta de cuarenta y siete páginas que tiene elementos en común con un guión cinematográfico titulado «Historia de fantasmas» que Faulkner escribió para Howard Hawks. La presente versión es fruto de la revisión de cuarenta y siete páginas, y pese a los juiciosos recortes que Faulkner hizo, y pese a que la dividió en dos partes por considerar que era demasiado larga para las revistas normales, en abril de 1940 se la rechazaron por considerar que estaba «demasiado al día». Depositarios: FCVA. Patrimonio de Howard Hawks. JFSA. NIEVE Harold Ober recibió una versión de veintiuna páginas de esta historia el 17 de febrero de 1942. Al día siguiente cuando escribió a Faulkner para decirle que Harper’s había rechazado «Gambito de caballo», le dijo también que tanto ésta como «Nieve» tendrían muchas más posibilidades de venta si Faulkner las simplificara. Faulkner respondió que podía simplificar «Nieve», aunque no le parecía demasiado oscura. El 22 de julio Ober recibía otra versión de dieciocho páginas. Pero la revisión no sirvió de nada. Ober no pudo venderla y la historia aparece aquí por primera vez. Depositarios: FCVA. JFSA.

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ÍNDICE

Introducción, 6 I. RELATOS UTILIZADOS EN OBRAS POSTERIORES, 8 Los invictos, 9 Emboscada, 10 Retirada, 22 Incursión, 39 Escaramuza en Sartoris, 56 Los invictos, 69 Vendée, 88 El villorrio, 105 Loco por un caballo, 106 Lagartos en el patio de Jamshyd, 120 El perro, 135 Caballos manchados, 146 Desciende, Moisés, 162 Lion, 163 Gente de antaño, 177 Cuestión de leyes, 187 No siempre es oro, 198 Bufón en negro, 209 Desciende, Moisés, 223 El otoño del delta, 233 El oso, 244 Grandes bosques, 256 Carrera en la mañana, 257 La mansión, 270 Peón porcino, 271

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II. RELATOS NO REUNIDOS, 285 Ninfolepsia, 286 Frankie y Johnny, 291 El sacerdote, 300 A bordo ya del Lugre (I), 304 A bordo ya del Lugre (II), 310 Miss Zilphia Gant, 317 Ahorro, 329 Idilio en el desierto, 344 La esposa de dos dólares, 355 La tarde de una vaca, 364 El señor Acarius, 373 Sepultura en el Sur: luz de gas, 384 III. RELATOS INÉDITOS, 390 Adolescencia, 391 Al Jackson, 404 Don Giovanni, 409 Peter, 417 Claro de luna, 422 El pez gordo, 429 Una historia prosaica, 447 Un regreso, 464 Un hombre peligroso, 487 Evangeline, 494 Retrato de Elmer, 516 Con cautela y diligencia, 543 Nieve, 562 Notas, 572

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[Solapa de la cubierta]: La primera explicación totalizadora de la obra de William Faulkner (New Albany, 1897 - Mississippi, 1962) fue la propuesta por el crítico norteamericano Malcolm Cowley. Este advirtió que los libros del ciclo de Yoknapatawpha —ese territorio mítico que se va configurando a través de quince novelas y más de cincuenta relatos— era parte de un solo patrón vivo, y que esa totalidad constituía el verdadero logro artístico del escritor sureño. Así pues, cada novela o cuento revelarían más de lo que intrínsecamente expresan. Pero ese patrón constituye, además, una alegoría total del Sur norteamericano, de su grandeza moral pero también de la corrupción de sus fundadores, de la guerra y del derrumbe, y del castigo por el pecado del esclavismo. Se sabe que Faulkner fue inventando este universo de modo parcial y antojadizo, como ideas surgidas de una misma concepción preexistente, naturalista y trágica a la vez, a cuya gestación el Sur habría servido de vehículo para expresar «las viejas verdades del corazón: el amor, el honor, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio». En este sentido la publicación, en 1950, de sus Relatos reunidos fue recibida como un paso decisivo en el conocimiento de su obra. Pero Faulkner, siempre esquivo a la hora de explicarse, había escrito muchos relatos más. Algunos de ellos fueron publicados en revistas o periódicos, como parte de su siempre ardua búsqueda de la estabilidad económica; otros, bocetos que posteriormente serían desarrollados, pasaron a engrosar libros como Los invictos o Desciende Moisés; algunos más, en fin, son geniales borradores que .arrojan luz sobre un corpus narrativo proteico, [Solapa de la contracubierta]: recurrente e inagotable. En este volumen se encuentran traducidos cuarenta y cinco de esos relatos, entre ellos el esencial Caballos manchados o el bellísimo El oso, que derivaría en uno de los experimentos más audaces de Faulkner, verdadero muestrario de ese Sur de corroídos proyectos de grandeza y, a la vez, exhibición de una variedad de registros literarios sin parangón en la novelística de nuestro siglo.

[Contracubierta]:

A lo largo de su vida William Faulkner fue escribiendo numerosos relatos que, nunca publicados en volúmenes, quedaron en publicaciones periodísticas o acabaron integrándose en sus novelas mayores. Estos cuentos, ahora compilados por primera vez, son con frecuencia mojones esenciales de su polifónico universo narrativo. Como ramificaciones de un árbol en crecimiento, revelan que el Sur norteamericano era para el escritor pretexto y piedra angular de una concepción totalizadora, naturalista y trágica a la vez, cuya expresión más universal es el mítico condado de Yoknapatawpha.

Narradores de Hoy, 88 BRUGUERA

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