Walbank, F. B. - El Mundo Helenístico
April 26, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: N/A
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F. B. Walbank - El mundo helenístico El vasto imperio terrestre que Alejandro Magno dejó a sus sucesores ...
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El vasto imperio terrestre que Alejandro Magno dejó a sus sucesores no tenía pa ralelo en la historia griega. La familia de Alejandro y sus generales crearon un nue vo tipo de monarquía y de ciudades-estado, que habrían de controlar la mayor par te del territorio comprendido entre el mar Adriático y la India Occidental, durante trescientos años. El término «helenístico» se utiliza, por lo común, para describir ese mundo, en el que el griego era la lingua franca. Este estudio examina los acontecimientos políticos del mundo helenístico desde la muerte de Alejandro hasta la incorpora ción de esos dominios al Imperio Roma no. También describe los distintos siste mas sociales y las costumbres de los pueblos bajo el poder griego, el desarrollo de la literatura, la ciencia y la tecnolo gía...; en suma, el relato absorbente y ameno de una compleja y vasta sociedad cuyas ideas y logros configuran los cimien tos de la civilización actual. F. W. Walbank, profesor emérito de la Universidad de Liverpool y miembro de la British Academy, da clases de estudios clásicos en Peterhouse (Cambridge).
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F. B. WALBANK
EL MUNDO HELENÍSTICO V ersión ca stella n a de la editorial revisad a por FRANCISCO JAVIER LOMAS
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OTROS TÍTULOS DE ESTA COLECCIÓN
Grecia arcaica. La democracia y la Grecia clásica. R om a antigua y los etruscos. La República romana.
Título original: The Hellenistic World © 1981, F. W. W albank Editor británico: W illia m C o l l i n s S o n s & C o, Ltd., Glasgow ISBN 0 00 635365
© 1985, TAURUS EDICIONES, S. A. Príncipe de Vergara, 81, 1.° - 28006 MADRID ISBN: 84-306-5505-0 Depósito Legal: M. 39.369-1985 PRINTED I N SP A IN
Para D orothy ΜΙΤΖΙ C h r isto ph er R o bin
INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA DEL MUNDO ANTIGUO
No es necesaria justificación alguna para escribir una nueva historia del mundo antiguo; los estudios modernos y los nuevos descubrimien tos han cambiado nuestro panorama en importantes aspectos y es hora ya de ofrecer los resultados al público en general; pero esta His toria del Mundo Antiguo pretende presentar algo más que una puesta al día del tema. En el estudio del pasado lejano las dificultades funda mentales son la relativa falta de pruebas y los problemas especiales que representa la interpretación de las que se poseen; esto, a su vez, hace posible y deseable la presentación ante el lector de las más im portantes pruebas así como su discusión, de modo que cada uno pue da ver por sí mismo los métodos que se han utilizado para reconstruir el pasado y pueda juzgar por sí mismo el éxito obtenido. La serie, por ende, pretende brindar un panorama general de cada uno de los períodos que considera y, a la vez, presentar en la medida de lo posible los testimonios del mismo. Integrada a la narración apa recerá una selección de documentos y su correspondiente discusión que a menudo forman la base de la misma; cuando las interpretacio nes están sujetas a controversia, se proporcionan los argumentos para que el lector los valore. Además, cada volumen posee una relación ge neral de las clases de testimonios asequibles para cada período y ter mina con sugerencias detalladas para ulteridres lecturas. Esta serie, al menos así se espera, proporcionará al lector elementos para que pue da satisfacer sus propios intereses y entusiasmos, después de haber ad quirido cierta comprensión de los límites dentro de los cuales el his toriador debe trabajar. Oswyn M u r r a y Director general de la colección
PREFACIO
Cuando se escribe sobre el m undo helenístico no resulta fá cil establecer un equilibrio entre un tratam iento cronológico de los acontecimientos políticos y la discusión de los problemas especiales, ya sea que nos ocupemos de los que son específicos de algunas regiones en particular, o bien de los que tienen im portancia para todas ellas. En este sentido, el presente libro no constituye una especie de compromiso. Por otra parte, el énfa sis está puesto en los siglos tercero y comienzos del segundo en especial, ya que las líneas fundamentales se establecieron por entonces y los mayores logros del m undo helenístico pertene cen a ese período. Tam bién he tenido presente el hecho de que la etapa tardía, desde mediados del siglo segundo en adelante, durante la cual el poder de Rom a se hizo crecientemente do m inante en todo el oriente del Mediterráneo, ya ha sido anali zada desde el punto de vista romano en otro volumen de esta misma serie. El manuscrito y las pruebas han sido leídos por Dorothy Crawford, a cuya vigilancia debo muchas correcciones; tam bién me he beneficiado de muchas sugerencias valiosas que me ha aportado, en especial en las partes concernientes al Egipto de los Ptolomeos. Oswyn M urray tam bién leyó el manuscrito y sugirió varias mejoras, por lo que le estoy agradecido. También querría expresar m i deuda con las obras publicadas por A ntho ny Long y Geoffrey Lloyd, que han sido guía m uy útil en as pectos en los que me encontraba menos cómodo. Asimismo, estoy en deuda con el Departamento de Numismática del Fitzwilliam Museum de Cambridge, por las fotografías de las mo nedas, con el M useum of Classical Archaeology de Cambridge por el resto de las fotografías; en particular quiero dar las gra cias al profesor Snodgrass, al señor T. Volk y al señor E. E. Jo11
nes. La fotografía de la inscripción de Ai K hanum se ha repro ducido con la autorización del Profesor A. Dupont-Sommer, proporcionado en nombre de la Académie des Inscriptions et Belles Lettres de París; también a él brindo mi agradecimiento más cálido. Por últim o, expreso las gracias a Miss Helen Fraser y al equipo de Fontana Paperbacks y en particular a Miss Lynn Blowers, por su ayuda en la publicación del libro. Para los lectores que deseen ver los testimonios originales, citados en el texto, he presentado una lista al final del libro, en la que se indican los lugares en que se puede hallar dicho m a terial, junto con otras lecturas, organizadas de acuerdo con los capítulos y con el interés centrado en libros y artículos escritos en inglés. Me he permitido incluir unos pocos títulos en otros idiomas, sobre todo en francés, en los casos en que no existe un equivalente inglés adecuado. A menos que se indique lo con trario, todas las fechas son antes de Cristo (AC). t
Cambridge, enero de 1980
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INTRODUCCIÓN: LAS FUENTES
I En el transcurso de más de un siglo -desde el 480 hasta el 360 A C - las ciudades-estado de Grecia m antuvieron sus rivali dades y enemistades sin ningún désafío serio del exterior. Pero desde el 359 en adelante, el creciente poder de Filipo II de M a cedonia ensombreció toda la península griega. En,el 338, en Queronea, Beocia, Filipo derrotó definitivamente a los ejérci tos de Tebas y Atenas y a través de un nuevo consejo constitui do en Corinto, impuso la paz y su propia política a la mayoría de las ciudades. Ya Filipo había puesto sus miras en Persia, la gran potencia continental al otro lado del Egeo, cuya debilidad había quedado dramáticamente descubierta sesenta años antes, cuando un cuerpo de mercenarios griegos, pagados p o r un príncipe rebelde que no consiguió imponerse y dirigidos por el ateniense Jenofonte, se abrieron camino desde Mesopotamia hasta el mar, en Trebisonda (400/399). Polibio escribiría tiem po después: Cualquiera puede comprender con facilidad las verdaderas causas y el origen de la guerra contra Persia. La primera fue la retirada de los griegos bajo el mando de Jenofonte desde las satrapías del norte en las que, aún cuando atravesaron la mayor parte del Asia, un país hostil, ningún pueblo bárbaro se aventuró a enfrentarlos. (III, 6, 10). Alentado por este hecho y por la campaña del rey espartano Agesilao, llevada a cabo en el Asia M enor poco tiem po des pués, Filipo planeó la invasión de los debilitados dominios persas del Asia M enor, en busca de dinero y nuevas tierras; aunque como pretexto alegó los daños inferidos a Grecia du13
rante las invasiones persas de comienzos del siglo quinto. Fili po no vivió lo bastante para realizar su plan. En el 336 fue ase sinado y la proyectada invasión de Persia se constituiría en una parte de la herencia de su hijo Alejandro. Alejandro reinó sólo durante trece años, pero durante ese tiem po cambió por completo la faz del m undo griego. En la época de la gran colonización, que se desarrolló entre los siglos octavo y sexto, las costas de España, las tierras del Adriático, sur de Italia y Sicilia, norte de Africa y las costas del M ar N e gro vieron el asentamiento de colonias m arítimas griegas. La nueva expansión tuvo un carácter distinto. Avanzando tierra adentro con su ejército -sólo una fuerza de 50.000 hombres en el com ienzo-, Alejandro marchó a través de Asia M enor y Pa lestina hasta Egipto, desde allí hasta M esopotamia y hacia el este, por Persia y el Asia Central hasta donde hoy se encuen tran Samarkanda, Balkh y Kabul; desde allí penetró en Punjab y, tras derrotar al rey indio Poro, hizo retom ar a sus fuerzas, en parte por m ar y en parte por tierra, hasta Babilonia, donde m u rió. El vasto imperio que dejó a sus sucesores no tuvo paralelo en la historia de Grecia. En rigor, se trataba del antiguo im pe rio persa que quedaba ahora administrado por griegos y mace donios y configuraba la escena en la que se desarrollarían los acontecimientos de la historia griega, a lo largo de los siguien tes tres siglos. Los griegos que, durante un período de unos se tenta años, tras la muerte de Alejandro se esparcieron hacia el sur y hacia el este para integrarse en las nuevas colonias o alis tarse en los ejércitos mercenarios con la esperanza de hacer fortuna, ya no se encontraron aislados dentro de las tradiciones de una ciudad-estado, sino que se hallarían viviendo en cual quiera de los diversos entornos que les ofrecían los pueblos de cualquier raza y nacionalidad. El térm ino «helenístico» -d eri vado de un vocablo griego que significa «hablar griego»- se uti liza comúnmente para describir este m undo nuevo en el que el griego era, de hecho, la lingua franca. Esa palabra posee una connotación no ya de helenismo diluido, sino más bien de un helenismo que se extiende a los no griegos, con el choque de culturas que inevitablemente implica. Existían aún, por su puesto, ciudades-estado en Grecia y en el Egeo - a menudo po derosas como R odas- y las relaciones entre las ciudades de Grecia continental y de M acedonia, aunque tensas muchas ve ces, no se veían seriamente afectadas por diferencias culturales. Pero dentro de los reinos establecidos por los sucesores de Ale jandro en Egipto y en Asia, ya sea en los ejércitos o en la admi nistración, los griegos y los macedonios ocupaban posiciones de predominio sobre los egipcios, persas, babilonios y los dis 14
tintos pueblos de Anatolia. Las relaciones que así se establecie ron eran difíciles y nada estáticas. Desde un prim er momento hubo tensiones y, en la m edida en que el aflujo de los griegos se agotó, la relación de griegos y bárbaros fue cambiando gra dualmente en diversos sentidos. El esquema de este desarrollo varió de un reino a otro. Los griegos ejercieron su influencia sobre los bárbaros y éstos sobre los griegos. Uno de los puntos de mayor interés de este período se encuentra, precisamente, en ese choque y unión posterior de las culturas. Desde finales del siglo tercero en adelante, aparece un nuevo poder en el m undo helenístico: la república romana. La forma en que Rom a se apoderó de los reinos helenísticos, uno tras otro, ya ha sido descrita y discutida en otro volumen de esta se rie (Michael Crawford, L a República Rom ana) y no será repe tida aquí, aunque el efecto acumulativo del proceso en la pri mera mitad del siglo se analiza en el capítulo 13. El énfasis fundamental, en este libro, se centrará en los propios reinos he lenísticos y en sus relaciones m utuas y con las ciudades griegas de Europa y Asia. Veremos las tendencias económicas y socia les, los desarrollos culturales en los nuevos centros establecidos en Alejandría y en Pérgamo, las fronteras en expansión (y en regresión) de este m undo nuevo, los logros científicos y las experiencias religiosas de sus pueblos. II Los testimonios sobre este período son dispares. La carrera del propio Alejandro presenta un problema documental. El re lato más im portante que se conserva sobre su expedición es el de A m ano, un senador romano de Bitinia (Asia Menor) que hablaba griego y que desarrolló su vida pública en el siglo se gundo DC. Arriano abre su Anábasis de Alejandro -el título trae a la m em oria la Anábasis de Jenofonte- con estas pala bras: En los casos en que Ptolomeo hijo de Lago y Aristóbulo hijo de Aristóbulo están de acuerdo en sus narraciones acerca de Alejandro, hijo de Filipo, registro sus afirmaciones como completamente ciertas; cuando no se muestran de acuerdo, selecciono la versión que me pare ce más adecuada y, al mismo tiempo, más digna de ser transmitida (Arriano, Anábasis, l,pref. 1). (Debemos anotar que «más adecuada» y «más digna de ser transmitida» son conceptos que no necesariamente coinciden). Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro, fue más tarde rey de Egipto; su Historia, tal vez escrita algunos años más tarde 15
en Egipto, se basaba en el Diario oficial de Alejandro y Arriano estaba en lo cierto al considerarlo como fidedigno, en gene ral. Tam bién Aristóbulo formó parte de la expedición proba blem ente como ingeniero militar. A diferencia de Ptolomeo era griego, no macedonio, y escribió por lo menos dos décadas después de la muerte de Alejandro. Hubo otros testigos presen ciales que dejaron relatos acerca de la expedición. U no fue el historiador oficial, Calístenes, sobrino del tutor de Alejandro, el famoso filósofo Aristóteles, pero su narración se interrum pe m uy pronto, por la mera razón de que se le ejecutó por trai ción en el 327. Otro fue el cretense Nearcos, quien regresó por m ar a Susa y compuso desde el Indo una descripción de la In dia y una memoria que Arriano utiliza de su viaje; más adelan te lucharía en las guerras de los sucesores de Alejandro. Onesi crito, lugarteniente de Nearcos, que fue el piloto del barco de Alejandro durante el viaje hacia Jhelum (Arriano, Indica, 18, 1) tam bién dejó una relación, pero los fragmentos conservados no perm iten valorar su calidad, que, por otra parte, no ejerció m ucha influencia. Por fin, hay que m encionar al alejandrino Clitarco quien, aunque probablemente no participó en la expe dición, escribió una historia de Alejandro en doce libros por lo menos. Existe una vasta literatura sobre estas fuentes perdidas. Es probable, si bien no seguro, que Aristóbulo, Ptolomeo y Clitarco publicaron sus obras en ese orden. Clitarco fue el más popular de los tres, especialmente en los primeros años del im perio romano, si bien un escritor selectivo como Arriano le cri tica (aunque no lo nombre) sus muchas inexactitudes (Arriano, Anábasis, VI, 11, 8). Indirectamente la historia de Clitarco proporciona un elemento para el Rom ance [Libro] de Alejan dro, que se desarrolló en versiones sucesivas desde el siglo II DC hasta la edad media, en más de treinta idiomas (testimonio asombroso de la impresión que la carrera y personalidad de Alejandro produjeron en sus sucesores inmediatos y en las ge neraciones subsiguientes). Todas estas fuentes prim arias se han perdido y nuestro co nocim iento de ellas depende de escritores posteriores que las utilizaron y así, indirectamente, las suplantaron. Aparte de Arriano, el más importante de éstos fue Diodoro Siculo, un griego que escribió una historia del m undo hacia finales del si glo I AC, quien, para Alejandro, siguió a Aristóbulo y Clitarco; además, citemos a Quinto Curcio (cuya fecha y fuentes son in ciertas), Justino, cuya obra resume la (también perdida) del his toriador galo de la época augustea, llamado Trogo Pompeyo y, en el siglo il DC, Plutarco de Queronea, el popular filósofo y biógrafo, cuya Vida de Alejandro (en paralelo con la de César) m enciona no menos de veinticuatro autoridades, si bien no sa ló
bemos de cuántas de ellas tuvo un conocimiento directo. En los tiempos de Plutarco se podía obtener una buena cantidad de material referido a Alejandro en los escritos de los rétores, de los anticuarios y de aquellos que se dedicaban al cotilleo, m uchos de los cuales hoy no son más que nombres. El valor de gran parte de esto es mínimo. Es decir que para la carrera de Alejandro no faltan las fuen tes literarias. El problem a consiste en determinar de dónde ob tenían la información, definir sus méritos y deducir sus prejui cios a favor o en contra del héroe. Para el período posterior a la muerte de Alejandro - la época helenística propiam ente di cha- el historiador se enfrenta con una situación bien distinta. Hasta que podemos comenzar a hacer uso de Polibio como fuente, desde el 264 en adelante, aún seguimos dependiendo de fuentes secundarias pero difieren de las que tratan de Alejan dro pues tras su muerte su imperio se dividió entre sus genera les y los escritores estaban por entonces comprometidos con una u otra corte. Para los primeros cincuenta años de los nue vos regímenes, nuestra mejor tradición se rem onta a un gran historiador, Jerónimo de Cardia, quien estuvo al servicio de su compatriota Eumenes, secretario de Alejandro, quien luchó con lealtad al lado de los herederos legítimos del soberano, y después sirvió, tras la muerte de Eumenes en el 316, a Antigo no I, a su hijo Dem etrio I y a su nieto, Antigono Gonatas (cf. pp. 46-55). El relato perdido de Jerónimo acerca de las Guerras de los Sucesores al menos llegaba hasta la muerte de Pirro de Epiro en el 272 y fue utilizado por Arriano para su obra sobre Acontecimientos posteriores a Alejandro, e indirec tamente por Diodoro (libros 18-20), así como por Plutarco en diversas Vidas (las de Eumenes, Pirro y Demetrio). Por desdi cha, sólo tenemos fragmentos de la obra de Diodoro a partir del libro 21, los más importantes de los cuales provienen de una colección de trozos selectos, hecha por orden del em pera dor bizantino Constantino VII, en el siglo X . Otros escritores perdidos son Filarco, que abarcaba los años 272-219 en veintiocho libros y según Polibio (que abrigaba prejuicios contra él, a causa del apoyo que había brindado a Cleomenes de Esparta, el enemigo de Acaya), escribió de una forma sensacionalista y emocional. Polibio hace un ataque vi rulento contra su relato del saco de M antinea, llevado a cabo por los aqueos en 223: En su ansiedad de despertar la piedad y atención de sus lectores, Fi larco nos proporciona el cuadro de mujeres abrazadas, con sus cabe llos revueltos y sus senos desnudos o de muchedumbres de ambos se xos, con sus niños y sus padres ancianos, llorando y lamentándose mientras son conducidos como esclavos (II, 56, 7). 17
Los métodos de Filarco no le eran peculiares, más bien re presentaban un modo de escribir corriente en la historiografía helenística. U n precursor conocido fue Duris de Samos, discí pulo de Teofrasto, que escribió una Historia, en la prim era m i tad del siglo tercero, en la que relataba acontecimientos de M a cedonia y Grecia que llegaban hasta el 280 así como una histo ria sobre Agatocles de Siracusa. Otros escritores de ese mismo siglo fueron Megástenes, quien visitó Pataliputra como emba jador de Antíoco I, y escribió acerca de su viaje un libro utili zado por escritores posteriores, y el historiador siciliano Timeo de Taurom enion (hoy Taormina), que vivió exiliado en A te nas durante unos cincuenta años y es duramente criticado por Polibio como un historiador de gabinete que jamás se tomó el trabajo de visitar los lugares sobre los que escribía o de adquirir una experiencia política esencial. Probablemente a Timeo de bamos una innovación que proporcionó un beneficio incon mensurable a la tarea del historiador y que consistía en adoptar los «años de las olimpiadas», numerados desde la institución del festival Olímpico en 776, para presentar una era en la que se pudiesen fijar los acontecimientos de todo el m undo griego (y más tarde del romano). El mismo Polibio anuncia (I, 3, 1) que «la fecha desde la que me propongo comenzar es la centésimo cuadragésima Olimpiada» (220-216) y, tras advertir a sus lectores (I, 5, 6) que comenzará sus libros introductorios desde «la prim era ocasión en que los romanos cruzaron la m ar desde Italia» (264), sigue explicando que continúa desde el final de la historia de Timeo que tuvo lugar durante la centésimo vigésimonovena Olimpiada (264-260). Era práctica habitual entre los historiadores griegos comenzar su historia allí donde la hu biera interrum pido algún antecesor. El mismo Polibio es la fuente más importante para los años 264 a 146. Su interés mayor estaba en Rom a y su objetivo con sistía en explicar «por qué medios y bajo qué clase de constitu ción, en menos de cincuenta y tres años, los romanos lograron subyugar todo el m undo habitado a su dominio único» (I, 1,5). Pero Polibio era un arcadio de Megalopolis, es decir un m iem bro de la Liga Aquea (cf. pp. 141 y ss.) y describe el crecimien to de esta confederación, y también muchos otros aconteci mientos griegos no directamente pertinentes a Roma, como la guerra entre Antíoco III de Siria y Ptolomeo IV de Egipto que finalizó con la derrota del prim ero en Rafia, en el 217. Por des dicha sólo se conservan intactos los cinco primeros libros; de los restantes treinta y cinco no quedan más que fragmentos. Polibio es un escritor sensato y equilibrado (aunque no esté li bre de prejuicios). Sin su obra nos encontraríamos infinitamen te más pobres. El historiador alemán Mommsen escribió: «Sus 18
libros son como el sol radiante sobre el campo de la historia romana; donde sus páginas se abren, la niebla... se disipa y donde se cierran se cierne un crepúsculo más irritante»; no por ello son menos valiosos, por lo común, para el especialis ta en el m undo helenístico. Poseidonio de Apam ea, que vi vió por muchos años en Rodas (desde donde pasó a Roma), y que era filósofo además de historiador, comenzó sus H isto rias (de las que sólo poseemos fragrñejntos) en el punto en que Polibio dejara la suya. Su obra abarcaba el oriente grie go y el M editerráneo occidental desde el 146 hasta Sila (m. 78) y fue continuada por los historiadores romanos Salustio, César y Tácito, y por Plutarco. Poseidonio brindó una infor m ación copiosa en especial acerca de occidente y en ciertos sentidos se convirtió en un portavoz del im perialism o rom a no. Para una relación secuencial de los sucesos -algo que no siempre está al alcance para todas las regiones ni para todos los períodos de la época helenística-, el historiador tiene que utili zar autores secundarios, entre quienes se incluyen (como para el caso de Alejandro) Diodoro, Arriano y Plutarco, y también Apiano, un griego alejandrino, que en el siglo II DC escribió una historia de Rom a trazando por separado las historias de di versos pueblos durante el tiempo en que estuvieron incorpora dos al imperio romano. Apiano, como Diodoro, utilizó a m e nudo a Polibio, aunque de ningún modo lo haga siempre de prim era mano. Entre los autores latinos, tenemos el epítome de Justino de las llamadas Historias Filípicas del galo Trogo Pompeyo (el título de esta historia «universal» indica su enfo que, independiente de la tradición patriótica romana) y, más importante que el anterior, a Tito Livio quien por fortuna u ti lizó como fuente prim aria en los asuntos orientales a Polibio. Pero la historia de Tito Livio, escrita en tiempos de Augusto, es fragmentaria, pues sólo se han conservado los libros 1 a 10 y 21 a 45, que nos llevan hasta el 168 con el final de la tercera guerra macedónica (172-168). Tanto el geógrafo Estrabón, que también escribió en tiempos de Augusto, como Pausanias, que compuso su descripción de Grecia a mediados del siglo II DC, tam bién brindan una información histórica y topográfica valio sa, en tanto que para la historia judía varios libros del Antiguo Testamento y los Apócrifos (en particular los Macabeos) son relevantes así como Josefo, que escribió sus Antigüedades j u días en época de los emperadores Flavios (69-96 DC) en Rom a (cf. infra, pp. 200 y ss.). Después, Eusebio, el obispo de Cesarea (c. 260-340 DC), escribió una crónica de la historia universal que es importante por la cronología. Esta obra fue traducida al latín y divulgada por San Jerónimo. 19
En esta rápida revisión de las fuentes fragmentarias (que pre sentan, todas, muchos problemas de exactitud y de credibili dad), tam bién se debe incluir a M emnón de Heracles Póntica, que escribió una importante historia de su ciudad natal, proba blemente en el siglo i DC, y a Polieno, cuya obra sobre estrata gemas militares la escribió un siglo después. Con la ayuda de estas y otras fuentes menores, desiguales en su alcance y con ci tas de incidentes que a menudo se hallan fuera de contexto, es posible escribir algún tipo de historia de algunos momentos de aquellos trescientos años que constituyen la época helenística. Por fortuna podemos complementarlas con otros tipos de testi monios históricos que, sin duda, generan problemas específi cos, pero que permiten comprobar las afirmaciones de los his toriadores comparándolas con los documentos más inmediatos y por lo común no literarios. Gracias al incremento regular en la cantidad de tales testimonios, la historia de este período (y de otros de la antigüedad) constantemente se reorganiza en sus detalles, a medida que la disponibilidad de nueva información induce a revisar hipótesis existentes. III Este nuevo material se divide principalmente en tres catego rías. La prim era consiste en inscripciones en piedra o en m ár mol. El m undo clásico fue proclive a inscribir información en materiales duraderos de esa clase. Para el período que nos inte resa, incluido el reinado de Alejandro, la mayoría de estas ins cripciones están escritas en griego, pero en Egipto se han halla do inscripciones en escritura jeroglífica y demótica. La famosa Piedra de Rosetta, actualmente en el Museo Británico, es un trozo de basalto negro que contiene un decreto promulgado por el Consejo de Sacerdotes de Menfis, el 27 de marzo de 196 que enumera las grandes acciones de Ptolomeo V Epífanes y los honores que proponen brindarle {OGIS, 90). La versión griega estaba seguida por una traducción al egipcio, que fue transcrita en caracteres jeroglíficos y demóticos; esto perm itiría al especialista francés Champollion, desde 1820 en adelante, comenzar el largo proceso de desciframiento de los jeroglíficos egipcios. Tam bién existen unas pocas inscripciones latinas, pero la mayoría de los documentos concernientes a las relacio nes entre Rom a y Grecia provienen de Grecia y están escritos en griego. Estos testimonios fueron reunidos por R. S. Sherk, R om an Documents from the Greek East. También existen va rias inscripciones cuneiformes procedentes de Babilonia perti nentes a la historia de los Seléucidas. 20
Las inscripciones se grababan por diversos motivos. U nas pocas se relacionan directamente con el registro de los hechos históricos, como el llamado mármol de Paros, dos fragmentos del cual se conservan y han proporcionado un relato, de autor desconocido, de las fechas desde un principio, derivadas de toda clase de registros y de historia generales, a partir de Cécrops, el primer rey de Atenas, hasta el arcontado de Astyanax de Paros y de Diogneto en Atenas (264-263) (Fragmente der griechischen Historiker, 239). Pero la mayoría se conservó por otras razones. Muchas con tienen asuntos oficiales, tales como un tratado o una ley o un acuerdo de ciudadanía recíproca (sympoliteía), o los resultados de un arbitraje; en estos casos el objetivo consiste en establecer un registro público, al alcance de todos, de las decisiones p ú blicamente adoptadas po r el soberano o por otros organismos. Para el período helenístico un grupo especial de inscripciones registra las relaciones entre ciudades griegas y los reyes; a m e nudo una carta de un rey queda inscrita por entero seguida por las decisiones tomadas de acuerdo con sus instrucciones. Algu nos ejemplos de esta clase serán considerados en el capítulo 8. Otras registran decretos promulgados por las asambleas de la ciudad para honrar a eminentes ciudadanos, de la misma o de alguna otra, por los servicios prestados: financieros, políticos y, en especial, por actuar en embajadas importantes. Tam bién hay inscripciones en edificios, en las que se registran ventas, detalles de préstamos debidos por las ciudades, peticiones de derechos de inm unidad frente a represalias (cf. pp. 133 y ss.) de los templos, las ciudades y otros organismos y registro de que fueron concedidas por los reyes y las ciudades, detalles de em bajadas cuyo fin era solicitar colaboración en el establecimien to de nuevos festivales religiosos, o la mejora de los ya estable cidos, o de la manum isión de esclavos (en la que los templos, como el de Apolo en Delfos, por lo general se hallaban com prometidos), y una relación de otras categorías, con una cosa en común para todas: la necesidad que experimentaba alguien por m antener un registro permanente. El historiador necesita una técnica especial y una experien cia para extraer una información completa de este material epigráfico. La procedencia exacta de muchas inscripciones es incierta y por lo común son fragmentarias o parcialmente ilegi bles. Por fortuna suelen estar acuñadas en un lenguaje algo este reotipado y el estudio del vocabulario y la fraseología utilizados en diversos contextos y en distintas fechas permite al experto epigrafista sugerir restauraciones plausibles para llenar lagunas 21
que se adviertan en la piedra. Sin embargo, es de vital im por tancia distinguir claramente entre lo que perdura en la piedra y lo que es más o menos convincente restauración de alguien. Para proponer esas restauraciones es esencial, por supuesto, hallarse en condiciones de fechar una inscripción, al menos aproximadamente y esto puede hacerse gracias al estudio de las formas de las letras, del contexto y del carácter de la inscrip ción, incluyendo en algunos casos los nombres de las personas que se mencionen. Pero la forma de las letras puede m antener se a lo largo de varias décadas y no siempre es posible identifi car con certeza a un individuo mencionado en una inscripción, ya que muchos nombres griegos son muy corrientes y los niños a menudo recibían el nombre de uno de sus abuelos. Por ejem plo, una serie de dieciocho decretos megáricos que mencionan a un rey Demetrio, durante largo tiempo fueron atribuidos por inercia a Demetrio I Poliorcetes, quien capturó Mégara hacia finales del siglo cuarto, hasta que en 1942 un especialista fran cés sostuvo que el Demetrio en cuestión era Demetrio II, que gobernara Macedonia desde el 239 hasta el 229. Esta hipótesis modificó de m anera sustancial nuestro conocimiento del reina do de Dem etrio II y el de su actividad en Grecia. Sin embargo, hace muy poco tiempo se ha vuelto a argum entar que la atri bución a Dem etrio I es correcta y así la historia de los dos rei nados una vez más ha sido mezclada. Aunque las inscripciones requieren especial cuidado y cono cimiento para su uso eficaz, son sin embargo las más im portan tes fuentes de nueva información. Además, gracias a su forma estereotipada no sólo es posible utilizar una para llenar lagunas de alguna otra, sino que las inscripciones que se dividen en ciertas categorías -inscripciones en edificios, manumisiones, decretos en honor de doctores, inscripciones funerarias, regis tros de asociaciones privadas y otras- pueden usarse conjunta mente para proporcionar información sobre temas tan diversos como los niveles de los precios, la condición de las ocupacio nes, la incidencia de la esclavitud o la estructura de las buro cracias reales y, como acabamos de ver, la publicación de nue vas inscripciones (o la nueva publicación más cuidada de las ya conocidas) a menudo conduce a la revisión o al abandono de teorías y supuestos establecidos. IV U na segunda categoría de documentos, importante para el es tudio de este período, consiste en papiros, principalmente pro cedentes del Medio Egipto y en particular de El Fayum, donde 22
el suelo y el clima secos han hecho que se conservaran a través de siglos trozos de papeles arrojados a la basura o aprovecha dos, por ejemplo, para rellenar las cajas de las momias de las ibises sagradas, los gatos o los cocodrilos. La información que contienen esos papiros en muchos aspectos difiere de la que proporcionan las inscripciones. Estas últimas se han conserva do porque se hicieron para que perdurasen, los primeros sólo porque fueron desechados. Asimismo, los papiros brindan una información que, por lo común, es de im portancia local. Si ig noramos los fragmentos que contienen pasajes de obras litera rias (que van desde el descubrimiento, realizado hace casi un siglo, de la Constitución de Atenas de Aristóteles hasta el más reciente de unos largos fragmentos de obras perdidas de M e nandro), en términos generales disponemos del contenido de los cestos de papeles de empleados civiles de segunda catego ría: correspondencia, peticiones y borradores de respuestas, no tificaciones, declaraciones, registros de juicios, detalles adm i nistrativos referidos al acantonamiento de las tropas, la pro mulgación de edictos y órdenes, la subasta de arriendos, con tratos y arbitrajes de pagos, las difíciles relaciones con los tem plos y anuncios públicos, como el que ofrece una recompensa por la información del paradero de un esclavo fugitivo. Los pa piros descubiertos han brindado varios hallazgos de gran im portancia, como el archivo de Zenón de Cauno, agente de Apolonio, el dioiketés o administrador civil principal en tiem pos de Ptolomeo II, que presenta una detallada pintura de los trabajos de una gran propiedad, presente del rey, donde pocas de las cosas que ocurrían eran quizá típicas de la vida de los griegos en Egipto (sobre este tema, cf. p. 97), o las denomina das Revenue Laws de Ptolomeo II -E l m onopolio aceitero de Ptolomeo Filadelfo- (cf. Select Papyri, 203) con una introduc ción de Apolonio, que contiene reglas para el control del mo nopolio real del aceite. Tam bién se conocen varias ordenanzas reales y mercedes (concesiones hechas a la población bajo la forma de amnistías, exención de pago de impuestos y otras si milares). Un ejemplo es la del año 118, en la que el rey Ptolomeo (Evergetes II) y su hermana la reina Cleopatra (II) y la reina Cleopatra (III) su esposa proclaman una amnistía para todos sus súbditos, por errores, crímenes, acusaciones, condenas y ofensas de todo tipo hasta el día 9 del mes Pharmouthi del año 52, excepto en el caso de personas culpables de asesinato premeditado o de sacrilegio (Select Papyri, 210). Estas concesiones aparecen elaboradas en otras 260 líneas. Otro papiro de Tebtunis (P. Tebt., 703) contiene instrucciones enviadas por el dioiketés a un subordinado que recientemente 23
había sido puesto en su cargo en la zona rural de Egipto (cf.
pp. 96-97). Es decir, que los papiros arrojan luz acerca de la vida cotidia na y tam bién sobre la política y las actividades oficiales. Pero es necesario utilizarlos con precaución. Dado que existen unos treinta mil papiros griegos disponibles contra sólo dos mil demóticos, está claro que las conclusiones a que pueden llevar es tarán centradas en la minoría griega, situación que sólo puede ser corregida a medida que se trabaje sobre los documentos en egipcio que aún no han sido publicados. Además, los testim o nios papirológicos conciernen más a la administración local que a la central con sede en Alejandría, donde las condiciones ambientales han impedido la conservación de los papiros. Lo que poseemos sólo se puede utilizar con fiabilidad para el lugar y el m omento al que pertenezca, ya que tenemos motivos para creer que las condiciones cambiaban considerablemente de un lugar a otro y de una década a otra. Con todo, aquí, al igual que ocurre con los epígrafes, existe un cúmulo de testimonios, en continuo, aumento, de incalculable valor para el estudio del Egipto ptolemaico y difícilmente puede hallarse esta clase de m aterial en otra parte, aunque los rollos del M ar M uerto y otros documentos similares de las cuevas del valle del Jordán han complementado las fuentes escritas, si bien para un perío do posterior al que nos ocupa. Tam bién las monedas son testimonio valioso para el histo riador. En el m undo clásico, a m enudo se acuñaban las m one das para satisfacer las necesidades de gobierno más que para facilitar el comercio (aunque, por supuesto, en últim a instancia también lo hicieran). Los tesoros de monedas ocultos durante una crisis y jamás recuperados son medios útiles para fechar y, cuando las fechas se pueden relacionar con sucesos particula res, a veces es posible poner en relación la acuñación con los hechos políticos generales. La localización de hallazgos m one tarios ofrece información acerca de las corrientes comerciales, y la relativa ausencia de monedas ptolemaicas en el extranjero ilustra el estricto monopolio ejercido por los Ptolomeos sobre quienes comerciaban con Egipto (cf. p. 95). Los tipos de m o nedas acuñadas tam bién arrojan luz acerca de la política y de diversas actitudes; así, la decisión de Alejandro de acuñar dárteos del tipo persa después de la muerte de Darío claramen te indica su pretensión al trono de Persia, en tanto que la aper tura de cecas en Sicion y en Corinto tuvo el objetivo más prác tico de financiar el reclutamiento de mercenarios. Durante cierto tiempo después de la muerte de Alejandro, sus sucesores acuñaron monedas según el mismo modelo en nombre de los reyes, o sea Filipo Arrideo y después Alejandro IV. Pero hacia 24
finales del siglo tercero comenzaron, uno a uno, a acuñar m o nedas con sus propias cabezas en el reverso, con lo que daban a conocer su rechazo a un imperio unido y su interés por esta blecer reinos independientes. Es decir, que las monedas brin dan un testimonio de las pretensiones políticas, de las ambicio nes militares y, por supuesto, de la política económica, pero requieren cierta pericia de parte del historiador para dominar los problemas técnicos que se refieren a matrices y acuñacio nes, a pesos medios y, en especial, a las fechas de emisión. De menor im portancia, pero de ninguna m anera desdeña bles, son los documentos que han aparecido en otros materiales o escritos en otras lenguas. Como ejemplos mencionaré dos. En 1954 A. J. Sachs y D. J. Wiseman publicaron una tablilla cu neiforme de Babilonia que contenía una lista de los reyes que ivinaron en los dominios seléucidas desde Alejandro Magno hasta el comienzo de la hegemonía arsácida en M esopotamia y proporcionaba nuevas fechas o confirmaba las convenidas para los reinados seléucidas hasta el 179 aproximadamente {Iraq, 1954, PP- 202-212). En segundo lugar, en 1976, J. D. Ray pu blicó un archivo de documentos escritos sobre trozos de cerá mica (óstraka), que consistía en borradores de cartas escritas por un tal Hor, un egipcio de Sebennytus, que en apoyo de sus demandas en una querella citaba su propia profecía: que A n tíoco IV, que invadía Egipto, abandonaría el país por m ar an tes del «último día del mes Payni del año 2» (30 de julio del 168) y, en un óstrakon aparte aseguraba que Antíoco había cumplido la profecía partiendo antes de aquella fecha. De esta manera, de un oscuro documento hallado dentro de un contex to muy curioso, obtenemos una fecha exacta para hecho tan importante no sólo para las relaciones seléucidas y ptolemaicas, sino para la historia del M editerráneo en general. El uso de estos testimonios no literarios, que es esencial para un conocimiento mayor de este período, depende de que el his toriador pueda disponer de ellos. Algunas de las publicaciones fundamentales en las que se reúnen inscripciones, monedas y papiros pueden encontrarse citadas en la bibliografía, pero muy pronto quedan superadas y han de ser complementadas con los artículos aparecidos en revistas periódicas y en publica ciones anuales especializadas como el prestigioso y completo Bulletin épigraphique, que aparece todos los años bajo la direc ción de J. y L. Robert en la publicación trimestral francesa R e vue des Études Grecques. Los testimonios de esta clase complementan, pero no reem plazan, el trabajo de los escritores antiguos, incluso cuando és tos son mediocres, pues sólo ellos pueden brindam os un relato de los acontecimientos que por lo común resultan esenciales 25
para establecer un marco cronológico. Pero las inscripciones y los papiros brindan una perspectiva nueva y a menudo una in formación que incita al historiador a realizar nuevas preguntas; tam bién nos perm iten atisbar el trabajo de la administración y algunas veces proporcionan la posibilidad de conocer los nom bres de los mismos burócratas. De modo ocasional perm iten que se siga a los integrantes de una familia de generación en ge neración; presentan testimonios de los movimientos sociales en una comunidad dada y con su ayuda, en ocasiones, es posible descubrir detalles acerca de la posesión de tierras, de las jerar quías sociales y de las condiciones económicas de distintos gru pos y clases. Si somos cautos y conscientes de las grandes lagu nas en nuestro conocimiento, es posible intentar una respuesta, m ucho más matizada que en el pasado, para preguntas tales como dónde descansaba el poder en esta u otra monarquía. Pero, como ya ha quedado indicado, las respuestas a estas pre guntas sólo son válidas para el tiempo y el lugar a los que se re fiere el testimonio en cuestión. El m undo helenístico era una sociedad dinámica, una sociedad que en ciertos aspectos jamás alcanzaría la estabilidad, sino que habría de avanzar en un es tado de tensión creado, por una parte, por el hecho de que el equilibrio del poder existente tan sólo era aceptado faute de m ieux y no como un camino reconocido de organizar las rela ciones internacionales; por otra parte, ese estado de tensión se originaba en las cambiantes y difíciles relaciones establecidas entre la clase dominante greco-macedonia y las poblaciones in dígenas. Desde el preciso instante en que se inició la carrera de Alejandro, el m undo helenístico se precipitó hacia la decaden cia de un modo gradual hasta que, por último, despojado de todo lo que se hallaba al este del Eufrates, resultó incorporado al Imperio romano. Cuando en el siglo iv de la era cristiana el propio imperio romano se dividió en dos partes, el m undo he lenístico aún disfrutó de una existencia fantasmal en Bizancio.
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ALEJANDRO MAGNO (336-323)
I En el 336, cuando Alejandro sucedió a su padre Filipo II como rey de Macedonia, se encontró con un país radicalmente cambiado con respecto a lo que había sido en el m omento en que Filipo obtuviera la corona, veintitrés años antes. M acedo nia había sido hasta entonces un reino fronterizo secundario si tuado junto a la Grecia continental. Filipo la transformó en un poderoso estado m ilitar, con un ejército experimentado y con fronteras muy bien elegidas, que dominaba a Grecia a través de la Liga de Corinto (cf. p. 13) y estaba preparado para invadir el territorio persa. El nivel cultural de la población tam bién se había elevado. En un discurso que pone en su boca Arriano (Anábasis, VII, 9, 2), Alejandro describía la transformación del pueblo macedonio, llevada a cabo gracias al esfuerzo de Filipo, en los siguientes términos: Filipo os encontró como vagabundos y pobres, la mayoría de voso tros llevaba por vestidos pieles de ovejas, erais pastores de parvos ga nados en las montañas y sólo podíais oponer escasas fuerzas para de fenderos de los ilirios, los tribalios y los tracios en vuestras fronteras. Él os dio capas en lugar de pieles de oveja y os trajo desde las cimas de las montañas a las llanuras, él hizo que presentárais batalla a los bárbaros que eran vecinos vuestros, de tal modo que ahora confiáis ,en vuestro propio coraje y no en las fortificaciones. Él os convirtió en moradores de ciudades y os civilizó merced al don de leyes excelentes y buenas costumbres. Cuando se lo despoja del elemento retórico, este pasaje des cribe con exactitud la conversión de un pueblo de pastores en otro de labradores sedentarios y habitantes de ciudades, que 27
llevaban prendas confeccionadas en telares y gozaban de los beneficios de una vida ordenada. La población tam bién se ha bía multiplicado. G. T. Griffith, sobre la base del número de soldados, calculó que la política económica de Filipo originó un incremento de más del 25 % en la cantidad de hombres que podían servir en el ejército entre el 334, cuando Alejandro movilizó 27.000 macedonios para llevar a cabo su expedición contra Persia y para servir en Grecia (con unos 3.000 hombres ya destinados en Asia y quizá unos 20.000 entre viejos y jóve nes que debían defender su propia tierra), y el 323, cuando las cifras llegaron a unos 50.000 (incluyendo un margen para eventuales pérdidas mientras permanecieron en Asia). El ejército de Filipo le había proporcionado el control sobre Grecia, pero el rey no podía permitirse el riesgo de mantenerlo ocioso. A ún no había consolidado la paz cuando ya planeaba la invasión a Persia. La idea no era nueva: diez años antes el ateniense Isócrates había dirigido un discurso a Filipo instán dolo a seguir ese camino: Te aconsejaré que te conviertas en el jefe de la unidad griega y de una expedición contra los bárbaros; constituye una ventaja emplear la persuasión con los griegos y es muy útil emplear la fuerza contra los bárbaros. Esto es, poco más o menos, la esencia de todo este asunto. (Isócrates, Filipo, 10). Poco después, en el mismo discurso, Isócrates continúa di ciendo: ¿Qué opinión crees que cualquiera se hará de ti si intentas destruir el reino persa o si, en el caso de no lograrlo, tratas de anexionar todo el territorio que puedas y de apoderarte de Asia, como algunos te inci tan a hacerlo, desde Cilicia hasta Sínope, y si, asimismo, fundas ciu dades en esta región y estableces en ellas a los hombres que hoy, por que carecen hasta de lo más imprescindible, vagan sin destino y hacen daño a todos los que hallan a su paso? (Isócrates, ibid., 120). Al parecer, Filipo veía en Asia una fuente de riquezas y de nuevas tierras en las cuales asentar a las muchas personas exi liadas y desposeídas, que en esos tiempos constituían una ame naza general tanto para Grecia como para Macedonia, ya que en aquellas regiones había riquezas suficientes para contratar los como mercenarios. No podemos determinar si los límites territoriales sugeridos por Isócrates formaban parte del plan original de Filipo. Más tarde, Isócrates admitía que su opinión sólo había coincidido con las propias inclinaciones de Filipo y quizá lo que más im porta es el hecho de que tales ideas flota ban en el ambiente. Filipo, sin embargo, vio su empresa dentro 28
de un contexto más claramente macedonio que el que Isócrates vislumbrara. En el 336, cuando Filipo fue asesinado, una van guardia de 10.000 hombres ya había cruzado el Helesponto. Al acceder al trono, pues, Alejandro se encontró con una guerra persa iniciada ya a medias, pero que contaba con su aproba ción incondicional, porque gracias a ella esperaba obtener glo ria personal y tam bién fortalecer su posición frente a los ancia nos consejeros que Filipo le había dejado (era muy joven: sólo veinte años). Pasaría los dos primeros años (336-334) de su rei nado fortaleciendo las fronteras septentrionales en Tracia y en Iliria y aplastando una rebelión en Grecia. En la primavera del 334 pasó a Asia con una fuerza modesta de unos 37.000 hom bres, 5.000 de los cuales integraban la caballería. La fuerza es taba compuesta por unos 12.600 griegos (7.600 enviados por la Liga y 5.000 mercenarios), unos 7.000 procedentes de levas en tre tribus de los Balcanes, casi 2.000 soldados con armamento ligero y exploradores de caballería de Tracia y Peonía y los res tantes 15 a 16.000 eran macedonios y tesalios. Europa quedaba a cargo del general Antipater, con un ejército de 12.000 hom bres de infantería y 1.500 de caballería: casi la misma cantidad de macedonios que se llevaba Alejandro consigo (Diodoro, XVIII, 17, 3 y 5). Sus finanzas se tambaleaban y al llegar al Asia decidió vivir de lo que pudiese obtener en la campiña. El ejército de Alejandro se mostraría especialmente eficaz gracias a la equilibrada combinación de sus distintas armas. U na gran parte de la responsabilidad recaía sobre los arqueros cretenses, los macedonios provistos de arm amento ligero y so bre los tracios y agriamos equipados con jabalinas. Pero la fuerza de choque era la caballería y, en el caso de que la carga de caballería dejara indecisa la suerte del combate, la falange de infantería, 9.000 hombres con arm amento pesado, lanzas de 15 a 18 pies (entre 4,50 y 5 m), y los 3.000 hypaspistaí (solda dos provistos de grandes escudos) de los batallones reales ases tarían el golpe decisivo. El ejército marchaba acompañado por topógrafos, ingenieros, arquitectos, científicos, funcionarios de corte e historiadores. No parece que Alejandro hubiese proyec tado la operación con límites precisos desde el principio. Después de una visita romántica a Troya, obtuvo su prim era victoria junto al río Granico, cerca del Mar de M ármara; a modo de gesto, envió 300 armaduras habidas entre los despojos para que" fueran dedicadas en Atenas a la diosa Atenea en nombre de «Alejandro, hijo de Filipo, y de los griegos (con ex cepción de los espartanos) que han tomado este botín de los bárbaros que habitan el Asia» (Arriano, Anábasis, I, 16, 7). Su intención, subrayada por el hecho de om itir toda referencia a los macedonios, consistía claramente en poner énfasis en el as29
pecto «panhelénico» de la campaña. P or otra parte, hizo erigir en la localidad macedónica de Dio las estatuas de bronce de veinticinco macedonios que cayeran en el prim er encuentro con el enemigo (Arriano, Anábasis, I, 16, 4). La victoria abrió el acceso al Asia M enor occidental y en la primavera del 333 Alejandro se había apoderado de la costa oeste, la mayor parte de Caria, Licia y Pisidia y podía presionar aún más a través de Gordium (donde la tradición dice que deshizo -o cortó- el fa moso nudo gordiano, una proeza que sólo podía ser realizada por el hombre que fuera a convertirse en amo del Asia), hasta Ancira y desde allí hasta Cilicia. En el otoño del 333 se enfren tó con el propio Darío en Isso (cerca de Iskenderun) y gracias a una segunda victoria importante (Sabría su camino hasta Siria. Allí Tiro resistiría durante siete meses, pero Alejandro no sua vizó el sitio y, entre tanto, recibía propuestas de paz de Darío, cuya familia había caído en sus manos en Isso. Darío le ofreció un rescate de 10.000 talentos por su familia, la entrega de todas las tierras al oeste del Eufrates y una alianza m atrimonial (Arriano, Anábasis, II, 25, 1), pero las ambiciones de Alejan dro habían crecido para entonces y rehusó la oferta. En el in vierno del 332 toda Siria y toda Palestina se hallaban en su po der mientras se hallaba en Egipto, donde fundó una nueva ciu dad, Alejandría, antes de atravesar el desierto con el fin de con sultar el famoso oráculo de Am ón en Siwah. Al parecer, su ob jetivo estratégico en esos momentos consistía en apoderarse de todo el litoral y de esa forma proteger su base en Grecia y en M acedonia de todo posible ataque naval. Está probado que para entonces ya había adoptado una medida de importancia: había «decidido licenciar su flota por falta de dinero en aque llos días y tam bién porque advertía que sus barcos no estaban en condiciones de enfrentarse con la flota persa» (Arriano, Anábasis, I, 20, 1). Quizá tam bién desconfiaba de los griegos que tripulaban sus naves. En realidad, la muerte de M emnón, el alm irante de Darío, en el 333 había privado a la flota persa de su principal mordiente y, en tierra, un contraataque persa en Asia M enor durante el invierno 333/2 había sido derrotado. En el verano del 331 Alejandro se enfrentó una vez más con el ejército de Darío, en esta oportunidad en Gaugamela, más allá del Tigris, no muy lejos de Nínive. Esa batalla fue decisiva para toda la guerra y de nuevo triunfó Alejandro en ella; des pués de perseguir a las fuerzas en retirada a lo largo de más de cincuenta y cinco kilómetros y tras avanzar con toda rapidez, ocuparía Babilonia. Allí se apoderó del tesoro real que ascen día a 50.000 talentos de oro, y continuó avanzando hacia el in terior de Persia, donde se apoderó de Persépolis y de Pasarga da. El incendio del palacio de Jerjes en Persépolis quizá debía 30
representar el final simbólico de la guerra de venganza, la gue rra panhelénica; tal es al menos el punto de vista de Arriano {Anábasis, III, 18, 11), aunque otros escritores explican el inci dente, con m enor verosimilitud, como el resultado de la ocu rrencia de un cortesano borracho. De todas formas, «al llegar a Ecbatana, Alejandro hizo retom ar por m ar a la caballería tesalia y al resto de los aliados, entregando a cada uno, completa, la paga estipulada y agregando por su propia voluntad una suma adicional de dos m il talentos» (Arriano, Anábasis, III, 19, 5). Desde ese momento, Alejandro iba a emprender una guerra personal. Entregó el control del tesoro a Hárpalos y dejó a Parmenion, uno de los generales de Filipo, el control de las comunicaciones; de inmediato partió a marchas forzadas tras Darío. Pero el soberano persa había sido depuesto por un usur pador, Besso, y Alejandro lo hallaría herido y moribundo cerca de Shahrud. Desde ese instante ya nada lo detenía en su pre tensión de proclamarse el Gran Rey y una dedicación de armas y cráneos de toros en Lindo, probablemente en el 330, iba acompañada por una inscripción muy significativa: El rey Alejandro, tras derrotar en batalla a Darío y convertirse en señor del Asia, ofreció un sacrificio a la diosa Atenea de Lindo, de acuerdo con la profecía pronunciada durante el sacerdocio de Teógenes, hijo de Pistócrates. (Timáquidas, Fragmente der griechischen Historiker, 532 c, 38). El estilo del texto indica que las nuevas pretensiones de A le jandro eran transmitidas ahora a la misma tierra griega. El rey atravesó las montañas de Elburz y avanzó hacia Hircania, que se alza al sur del M ar Caspio; después de la pequeña desviación hacia el oeste para alcanzar la región de Amol, aceptó la rendición de los mercenarios griegos de Darío. A continuación marchó hacia el este, a través de A ria y de D rangiana; en este lugar, en Fradah concretamente, halló una excu sa para eliminar a Parmenion, que comenzaba a proporcionar le motivos de fastidio. Filotas, el hijo de Parmenion y com an dante de un cuerpo escogido de caballería, fue acusado allí de conspirar contra la vida de Alejandro; los macedonios lo juzga ron culpable y fue ejecutado. De inmediato se envió un m ensa jero secreto hacia Media, para asegurar el asesinato de Parm e nion, quizá porque... Parmenion se hubiese convertido en un peligro grave, en el caso de sobrevivir cuando su propio hijo había sido condenado a muerte, dado que Alejandro mismo y todo el ejército sustentaban una elevada estima hacia él. (Arriano, Anábasis, III, 26, 4). 31
En el invierno del 330/29, Alejandro avanzó desde Fradah a lo largo del río Helmand hasta la región de Paropamisadas, donde fundó Alejandría del Cáucaso antes de atravesar los m ontes H indu Kush en dirección al norte, hacia Bactria, tras las huellas de Besso, que había huido atravesando el río Oxos (hoy, Am u Darya). Allí Besso fue depuesto por Espitamenes, el jefe de los sogdios, y fue hecho prisionero por el general m ace donio Ptolomeo; sería azotado, m utilado y ejecutado más tarde en Ecbatana. Como el G ran Rey, Alejandro vengaba así a D a río, su predecesor, según la más rancia costumbre persa. Entre tanto, Alejandro había atravesado el río Jaxartes (hoy, Syr Darya), para atacar y derrotar a los escitas con la ayuda de catapultas, y había fundado la ciudad de Alejandría Eschate, «la más apartada», en el emplazamiento de la m oderna Leni nabad, en Tadjikistán, pero no pudo neutralizar el levanta m iento nacionalista dirigido por Espitamenes hasta el otoño del 328. El casamiento con Roxana, hija de Oxyartes, un noble sogdio, contribuyó a reconciliarlo con sus enemigos en aque llas regiones apartadas. Su perm anencia en la zona estuvo m ar cada por los incidentes que se produjeron dentro de su propio campamento, lo que indicaba un desarrollo del absolutismo real que será considerado más adelante (cf. pp. 35-36). En el verano del 327 Alejandro volvió a cruzar los montes Hindu Kush y llevó sus fuerzas, separadas en dos divisiones, por puertos distintos hacia la India; a la primavera siguiente, después de algunas proezas bélicas notables, incluida la toma de la casi inexpugnable fortaleza de la cima del Aom us (PirSar), atravesó el Indo por Attock. El señor de esa región cerca na a Jhelum y Chenab, el poderoso príncipe Taxiles, le ofreció elefantes y soldados a cambio de ayuda para enfrentarse con su rival Poros, y sobre la margen izquierda del río Hydaspes (hoy Jhelum) Alejandro obtuvo su últim a gran victoria contra P o ros, que desde entonces se convertiría en su aliado nominal. Qué supo Alejandro de la India que se tiende más allá de la re gión del Punjab es algo que desconocemos pero, si sus tropas no se le hubiesen amotinado, hubiese avanzado así más hacia el este. Con poca convicción se avino a iniciar el regreso. Junto al río Jhelum hizo construir una flota de entre ochocientos y mil navios y avanzó corriente abajo, hacia el Indo, por donde prosiguió hasta el Océano índico, luchando y masacrando a cuantos encontraba a su paso. En Patala, el punto inicial del delta, construyó muelles y un fondadero y exploró los dos bra zos del río. Por fin, en octubre del 325, se puso en camino con una parte de sus fuerzas a través de Gedrosia (hoy Beluchistán), mientras la flota, a las órdenes de Nearcos, navegaba a lo largo de la costa. Cratero, un oficial del ejército, ya había sido 32
enviado con la im pedim enta y las máquinas de sitio, los elefan tes y los enfermos y heridos, a través de Kandahr y el valle de Helmand, donde habría de reunirse con Alejandro, junto al río M inab, en Carmania. Allí, por último, las fuerzas de Alejandro volvieron a unirse después de sufrir pérdidas importantes en Gedrosia. M ientras se encontraba en la India y después de su regreso a Mesopotamia, Alejandro m antuvo una política drástica rele vando de sus funciones e incluso ejecutando a muchos de sus sátrapas. Se dice que en aquellos días Alejandro se mostraba cada vez más proclive a escuchar cualquier acusación, como si todas ellas fueran dignas de crédito, y a castigar con severidad a los que fueran convictos de cualquier pequeño error, porque consideraba que, dentro de esa misma actitud, sus subordinados podían llegar a cometer crímenes mayores. (Arriano, Anábasis, VII, 4, 3). Ha sido motivo de discusiones entre los historiadores la for m a en que debía considerarse esa campaña -u n método algo severo pero justificable para im poner disciplina entre los go bernadores dados a arbitrariedades o bien un reinado del terror sostenido por un déspota-, pero los comentarios de Arriano son por lo general favorables al rey. Los sátrapas persas de Paropamisadas, Carmania, Susiana y Persis, según se sabe, m u rieron todos y por lo menos tres generales fueron llevados de Media hasta Carmania, donde se los juzgó culpables de extor sión y fueron ejecutados. Dentro de este contexto, a su llegada a Susa Alejandro descubriría que Hárpalos, su tesorero, había huido con seis mil mercenarios y cinco m il talentos a Atenas. Tiempos después fue arrestado, pero logró escapar a Creta donde fue asesinado. La perm anencia de Alejandro en Susa quedó marcada por unas grandes festividades llevadas a cabo para celebrar la con quista del imperio persa y también para dar inicio a una nueva política; la de fundir a macedonios y persas en una raza gober nante. Alejandro, su amigo Hefestion y ochenta mil soldados tomaron mujer entre los persas y se entregaron dotes a diez mil soldados que traían compañeras nativas. Esta política conllevó diversos actos que dieron origen a un resentimiento amargo en tre los macedonios, como por ejemplo ocurrió cuando la llega da de treinta mil jóvenes asiáticos, a los que se había impartido entrenamiento m ilitar macedonio, y la incorporación de orien tales oriundos de Bactria, Sogdiana y Aracosia en el Batallón de Compañeros de la caballería. Estos y otros pasos pensados para borrar las diferencias entre conquistadores y conquistados culminaron en Opis, en el 324, cuando con excepción del 33
cuerpo de la guardia real, todos se amotinaron. Con tal motivo, Alejandro -que según dice Arriano (Anábasis, VII, 8, 3), «tenía un temperamento más agrio por entonces y dado su contacto con el servilismo oriental estaba menos dispuesto que antes con respecto a los macedonios»- hizo ejecutar a los trece cabe cillas y licenció a todos los demás. La oposición se desmembró y se sirvió un banquete descomunal para celebrar la reconcilia ción. En esa ocasión, «Alejandro pidió en una plegaria toda clase de bendiciones y en especial arm onía y entendimiento dentro del imperio entre macedonios y persas» (Arriano, A n á basis, VII, 11, 9), con lo que indicaba en forma muy clara su concepto de un dominio conjunto de los dos pueblos (aunque no compartido con otros, como algunos especialistas han pen sado). En ese mismo año, Alejandro envió dos demandas a Grecia. En prim er lugar, Nicanor de Estágira llevó a Europa un decreto que fue públicamente anunciado en Olimpia por el que se pedía a las ciudades griegas que recibieran a todos los exiliados y a sus familias (exceptuados los tebanos). En segun do lugar, y como secuela de la muerte de Hefestion en Ecbata na, se pedía que se le rindieran honores de héroe y (quizá al mismo tiempo) que se le acordara a Alejandro honores divinos. Más adelante se analizará el significado y las implicaciones de estas demandas. Durante la prim avera siguiente (323), Alejandro recibió em bajadas de distintos lugares del m undo mediterráneo en Babilo nia, mientras trazaba planes para explorar otras tierras (inclui da la región del m ar Caspio), pero de pronto, en junio, cayó enfermo tras un prolongado banquete y la consiguiente bebida: el 13 de junio m oría en Babilonia, a los treinta y tres años de edad, después de un reinado de doce años y ocho meses. II La carrera de Alejandro ha quedado esbozada en sus rasgos generales tan sólo por razones de espacio; por otra parte, esa misma carrera plantea problemas que no pueden ser analiza dos aquí. Sin embargo, ofrece un interés particular considerar hasta qué punto sus acciones prefiguran y adelantan institucio nes y actitudes características del m undo helenístico del que, en cierto sentido, fue el iniciador. El resto de este capítulo que dará dedicado a algunos de esos aspectos de la vida de Alejan dro. a) En prim er término, la actitud de Alejandro con respecto a Persia experimentó un cambio e intentó transformar su ejér cito, que había sido en su origen una fuerza macedonia y que to 34
davía ejercía los poderes residuales del pueblo macedonio, y convertirlo en una fuerza internacional cosmopolita que sólo debía lealtad a su propia persona; esto, en muchos sentidos, anticipaba el fundamento m ilitar sobre el cual descansaron las monarquías personales de la época helenística. Hacia el 323 el «Rey Alejandro» era el gobernante personal de un vasto im pe rio ganado con la espada, que poco tenía que ver con M acedo nia. Sus sucesores, asimismo, habrían de modelarse sus propios reinos con la ayuda de ejércitos comprometidos con ellos a tra vés de lazos personales. b) De igual manera, hubo un incremento en la autocracia de Alejandro, que preanunciaba la de los reyes helenísticos. Al distanciarse de M acedonia y de sus tradiciones nacionales, Ale jandro había asumido, más o menos por necesidad, un poder autocrático. El crecimiento de este últim o puede seguirse en una serie de sucesos que originaron la hostilidad del ejército y a menudo implicaron la eliminación de sus opositores. El pri mer incidente de esta clase se produjo en el 330 en Fradah, cuando la ejecución de Filotas fue utilizada como pretexto para asesinar a Parmenion. El siguiente ocurrió en Maracanda (Samarkanda) en el 328, cuando Alejandro asesinó a Negro Clito, uno de los Compañeros -e l grupo que estaba integrado por los consejeros más íntimos del rey- y oficial de caballería de mucho renombre, mediante la provocación de una riña en tre borrachos. A continuación, Alejandro reaccionaría con un despliegue teatral de remordimientos, pero el filósofo Anaxarco le persuadió de que el rey se hallaba por encima de la ley (Plutarco, Alejandro, 57, 4). A fin de que experimentara menos vergüenza por el asesinato, los macedonios declararon que Clito había recibido la muerte con justi cia. (Curcio, VIII, 2, 12). En las monarquías helenísticas (con excepción de M acedo nia) los decretos del rey por lo común tenían fuerza de ley y el monarca no podía equivocarse. El tercer incidente se produjo al año siguiente en Bactra (hoy Balkh) y fue resultado de la política por la cual Alejandro se rodeaba de persas, además de macedonios. La presencia de am bas partes en la corte trajo consigo el que surgieran dificultades inevitables, ya que los dos pueblos poseían unas tradiciones muy distintas én lo que se refería a las relaciones entre rey y súbditos. Para los macedonios, el rey era el primero entre sus pares; para los persas, era el amo y ellos eran sus esclavos y el signo exterior de ello era un acto de obediencia (proskynesis) que un macedonio o un griego sólo se avenía a realizar ante 35
una divinidad. Se discute mucho acerca del carácter exacto de la proskynesis: algunos creen que implicaba prosternarse física mente y otros aseguran que consistía sólo en enviar un beso des de una posición erguida, o bien con la cabeza gacha o bien de rodillas. Fuera como fuese, resultaba repulsiva para griegos y macedonios cuando la llevaban a cabo ante un hombre y en el 327, en Dactra, cuando Alejandro intentó que los macedonios imitaran el gesto de los persas, el griego Calístenes se negó a ha cerlo. Las versiones de lo ocurrido son dos. Según la primera, se produjo una discusión entre Anaxarco y Calístenes acerca de la propuesta de Alejandro, en la cual el segundo «incurriendo en la ira terrible de Alejandro, halló favor entre los macedonios» (Arriano, Anabasis, IV, 12, 1), y todo el plan se desmoronó. Se gún la segunda versión, Alejandro hizo servir una copa de amis tad, que cada uno de los presentes debía coger, ejecutar la pros kynesis y, por fin, recibir un beso del rey; Calístenes omitió la proskynesis y le fue negado el beso (Arriano, Anábasis, IV, 12, 3-5). Cualesquiera que hayan sido los detalles -am bas versiones pueden ser verdaderas- el incidente conllevó la destrucción de Calístenes, porque poco tiempo después fue acusado por un paje real de estar implicado en una conspiración de asesinato. Aristóbulo declara que ellos (se. los conspiradores) dijeron que Ca lístenes los había incitado a la conjura y Ptolomeo está de acuerdo con esto. Pero la mayoría de las autoridades no dicen otro tanto, sino que a causa de su disgusto hacia Calístenes,... Alejandro fácilmente pudo creer lo peor acerca de él. (Arriano, Anábasis, IV, 14, 1). Calístenes fue torturado y ejecutado; las fuentes tan sólo di sienten en los detalles. Todo el incidente tiene el olorcillo típi co de la corte de un tirano. c) Todo el autoritarismo de Alejandro se reveló a sí mismo, tal como ocurriría con el de sus sucesores, en sus relaciones con los griegos. La expedición, como la planeara Filipo, tenía su excusa en la idea de vengar las ofensas sufridas por los grie gos a manos de los persas. En un principio Alejandro se había esforzado por subrayar los aspectos panhelénicos de la guerra (cf. p. 29 para las panoplias enviadas a Atenas después de la batalla de Gránico), pero por desdicha nuestros testimonios no son lo bastante claros como para perm itim os afirmar qué posi ción acordaba Alejandro a las ciudades «liberadas» de Asia Menor. Según Arriano, ordenó que en-todas partes las oligarquías quedaran disueltas y se es tableciesen democracias, cada ciudad debía recibir otra vez sus pro pias leyes y dejaría de pagar los impuestos que habían pagado hasta entonces a los persas. {Anábasis, I, 18, 2). 36
Pero una inscripción de Priene (Tod, 185) demuestra que Alejandro interfería con am plitud en los asuntos de la ciudad y aunque los prienenses eran declarados «libres» e independien tes y fueron liberados del pago de «contribuciones» -la palabra utilizada, syntaxeis, sugiere que estos pagos deberían hacerse en adelante a Alejandro para proseguir la guerra y no ya como tributo a los persas-, no está claro qué significaba para el rey la expresión «libres e independientes». Algunos eruditos han sostenido que las 'ciudades griegas del Asia M enor se con virtieron en miembros de la Liga de Corinto. Esto parece haber sido cierto para las ciudades de las islas del Egeo, pues una ins cripción de Quíos, referida a la restauración de los exiliados por voluntad de Alejandro (tal vez en el 332), declara que «los que traicionaron a la ciudad y la entregaron a los bárbaros... y aún permanecen en ella serán deportados y juzgados ante el Consejo de los griegos» (Tod, 192); esto sugiere que Quíos per tenecía a la Liga de Corinto. Pero no existe una prueba firme para determinar si esto mismo era también verdad en el caso de las ciudades del Asia Menor. En la práctica, todas ellas tu vieron que cum plir lo que Alejandro ordenaba, como Éfeso, donde el rey restauró la democracia, pero «dio órdenes de con tribuir para el templo de Ártemis con impuestos iguales a los que habían tenido que pagar a los persas.» (Arriano, Anábasis, I, 17, 10). Sin embargo, la disposición también se aplicaba a las ciuda des de la Liga, tal como lo demuestran con toda claridad los acontecimientos del 324. Enfrentado con el problema de hom bres desarraigados en el Asia -m ercenarios sin trabajo, exilia dos políticos y colonos, quienes (como los tres mil de Bactria) habían abandonado sus nuevas colonias y deseaban regresar a Grecia-, Alejandro publicó un edicto por el que autorizaba el regreso de todos ellos. Según Diodoro (XVIII, 8, 4), establecía en ese edicto lo siguiente: «hemos escrito a Antipatro (que de tentaba el mando en Europa) acerca de este asunto, de modo que podrá usar la fuerza contra cualquier ciudad que no se muestre de acuerdo con recibir a los exiliados». Este decreto, según una inscripción procedente de Mitilene (Tod, 201), se aplicó por igual en Asia y en Europa; para asegurar el conoci miento público máximo de esa disposición, Nicanor, hijo adoptivo de Aristóteles, fue enviado a Olimpia para que leyera a los griegos reunidos con ocasión de los juegos un manifiesto por el cual «todos los exiliados retom arían a sus ciudades, con excepción de los culpables de sacrilegio y asesinato» (Diodoro, XVIII, 109, 1). U na inscripción de Samos (Syll., 312) muestra que Alejandro ya había hecho, con anterioridad, un anuncio similar ante el ejército. Aunque Diodoro dice que el decreto 37
fue recibido con beneplácito, lo cierto es que originó complica- . ciones e incluso un caos en lo que se refería a las propiedades, confiscadas y vendidas, en todas las ciudades (como lo prueban las inscripciones) y es fácil imaginar que no agradó a A ntipa tro. El hecho de que diera tal paso constituye una medida de la poca consideración de Alejandro con respecto a los derechos de las ciudades, que en esta oportunidad no fueron consulta das. En este plano, como en m ucho otros, sus acciones eran una muestra de arbitrariedad y autoritarismo. Los tradicionales derechos griegos no fueron tenidos en cuenta. d) Alejandro y, tiempo después, los reyes helenísticos refor zaron su poder autocrático con requisitorias de divinización. Por aquella misma época en que ordenó el regreso de los exi liados, Alejandro publicó otra demanda en Grecia, que encon traría una acogida variada. Según Eliano (Varia historia, II, 19), «Alejandro envió instrucciones a los griegos para que lo declararan dios» y esto mismo está probado por otras fuentes, ninguna de las cuales, sin embargo, m enciona el contexto exac to en que se envió esta demanda. No obstante, según el orador ateniense Hyperides (Discurso fúnebre, 6, 21, pronunciado en el 323), los ciudadanos de Atenas se habían visto forzados a ver sacrificios celebrados en honor de hombres, a ver que las esta tuas, los altares y los templos de los dioses eran descuidados, en tanto que los de los hombres recibían cuidados diligentes y mientras los ser vidores de esos hombres recibían honores de héroes. Es probable que se refiera a la adoración tributada a Alejan dro y a los honores heroicos que él mismo había acordado a su difunto amigo Hefestion. En la primavera del 323 Alejandro recibió en Babilonia embajadas provenientes de Grecia, cuyos integrantes iban «cubiertos de guirnaldas, a la m anera de los enviados sacros que llegaban a honrar a algún dios» (Arriano, Anábasis, VII, 23, 2). En vista de este testimonio y de muchos otros pasajes, a menudo irónicos como el informe de la moción de Damis en Esparta -«si Alejandro desea ser un dios, dejadle ser un dios» (Plutarco, Moralia, 219e)-, resulta probable que la petición haya sido enviada por el mismo tiempo en que lo fue la demanda para la restauración de los exiliados, aunque poco sea lo que pueda decirse a favor del punto de vista que sustenta T am en Alexander the Great, vol. II, pp. 370-373, al decir que «con su divinidad Alejandro pretendía proporcionar una sanción política a la segunda demanda, que ninguno de los poderes existentes le autorizaba a formular.» La petición de honores divinos parece haber sido, más bien, un paso final en la dirección en que se habían manifestado du 38
rante cierto tiempo los pensamientos de Alejandro. Su padre, Filipo, había sido honrado en Ereso de Lesbos mediante la erección de altares a Zeus Filipios (Tod, 191, 11, 5-6); también se le había erigido una estatua en el templo de Artemis en Éfeso (Arriano, Anábasis, I, 17, 11) -aunque esto no implica nece sariamente un culto- y en Egea, Macedonia, porque «gracias a la grandeza de su reinado se había situado a sí mismo junto a las doce divinidades» (Diodoro, XVI, 95, 1). Recientem ente se ha hallado una inscripción que da testim onio de la existen cia de un culto a su persona en Tasos. En cuanto a Alejandro, había sido reconocido como Faraón, y por ende como un ser divino (cf. p. 196) y a principios del 331 había visitado el oráculo de A m ón en Siwah, en el desierto libio, donde, según Calístenes: «el sacerdote dijo al rey que él, Alejandro, era el hijo de Zeus» (Estrabón, XVII, 1,43), una declaración de la que generalmente se interpreta que el sacerdote saludó a A le jandro como «hijo de Amón». Poco tiem po después, y en for m a por completo independiente, los oráculos de Dídym a y Eritrea prom ulgaron la m ism a afirmación «referida a que Alejandro descendía de Zeus» (Estrabón, ibid.). Para griegos y macedonios constituía una práctica común identificar los dio ses extranjeros con los propios y Calístenes llamó Zeus a Am ón, tal como lo habían hecho Píndaro en su him no a Am ón, en el que lo invocaba como «Amón, señor del O lim po», o en una oda pítica (4, 16) donde habla de Zeus Am ón. Que Alejandro alentaba su conexión con Zeus como hijo o (como Filipo lo había hecho) que lo identificaran con él, pue de verse en una decadracm a acuñada tiem po más tarde para celebrar su victoria sobre Poros; en la m oneda aparece A le jandro, a caballo, cargando contra Poros que va m ontado en un elefante, y en el reverso se observa u n a figura de Zeus, que lleva una extraña m ezcla de ropajes y blande el rayo en su m ano derecha, figura que tam bién ha sido identificada con la de Alejandro. U n nuevo paso en el camino hacia la deificación puede ha llarse en el proyecto, de que ya hemos hablado (cf. pp. 35-36), seguido para introducir la proskynesis en Bactra. Para dar real ce al tema, el receptivo filósofo de Abdera, Anaxarco, asegura ba que sería mucho más justo considerar dios a Alejandro que hacerlo con Dióniso o Heracles... no puede haber dudas acerca de que cuando Alejandro haya desaparecido los hombres lo honrarán como a una di vinidad; cuánto más justo sería, por lo tanto, que lo honraran en vida antes que una vez muerto, ya que para entonces los honores de nada le valdrían. (Arriano, Anábasis, IV, 10, 6-7). 39
Pero por muy atractivo que resultara para Alejandro, este * argumento cayó muy mal a los macedonios, como ya se ha vis to, y el plan de introducir la proskynesis tuvo que ser desecha do, en gran medida a causa del discurso con que se opuso Calístenes. El paso final se dio cuando se produjo la demanda del 323, como resultado de la cual varios cultos griegos dedicados a Alejandro se establecieron en Atenas, quizá en Esparta y tal vez en otros lugares. Pero poco después se producía la muerte de Alejandro y todos los cultos que se habían establecido tuvie ron corta existencia, al parecer, cuando menos en la península griega. Los cultos organizados en Asia M enor, por ejemplo el festival de la Alexandreia, del que da testimonio una inscrip ción hallada en Tasos, puede remontarse a sus campañas origi nales, llevadas a cabo en esa región entre 334 y 333, y no pare ce ser una respuesta al mensaje del 323. En este caso, el culto a menudo estuvo acompañado por el establecimiento de una nueva era (como en Priene y Mileto) y ambos hechos consti tuían una expresión espontánea de gratitud por la «liberación». Pero en la Grecia europea no necesitaban de un liberador y los cultos se instituyeron sólo como respuesta a la presión y desa parecieron casi de inmediato. La diferencia es digna de ser mencionada. La tradición asiática sirve para esclarecer el ca rácter del culto helenístico al gobernante durante los dos siglos siguientes (cf. pp. 191 y ss.). e) Por último hemos de considerar las ciudades de Alejan dro. En todas las tierras que atravesara en su m archa fundó Alejandrías, no setenta, como aseguraba Plutarco (Sobre la for tuna de Alejandro, 1), pero sí un núm ero importante, quizá una veintena en total, en particular al este del Tigris, donde hasta entonces los centros urbanos habían sido escasos. La mayor parte de esas fundaciones no son más que nombres en unas listas, nombres oficiales por lo demás, que no siempre fueron aquellos por los que serían conocidos en años posterio res. Esas ciudades debían servir a una amplia variedad de obje tivos: algunas debían defender puntos estratégicos, puertos o vados, otras vigilarían regiones más amplias; todas estas funda ciones presuponían la existencia de un territorio adecuado para m antener a los colonos y, preferentemente, una población nativa que pudiera ser obligada a realizar los trabajos agrícolas. Algunas se convertirían más tarde en centros comerciales, en tanto que otras entrarían en decadencia para perecer después. Parece seguro que la mayor parte de los colonos eran mercena rios griegos. Esto puede deducirse de cálculos basados en los movimientos de tropas registrados y se ha confirmado con al gunas observaciones que aparecen en nuestras fuentes. Para re m itim os en prim er térm ino a estas últimas, citemos a Diodoro, 40
quien informa que los griegos a los que Alejandro había insta lado en las satrapías superiores (en especial Bactria) estaban cansados del entrenamiento griego y del modo de vida griego y, tras haber sido relegados a las fronteras del reino, lo soportaron tan sólo por temor mientras Alejandro vivió con vida, pero a su muerte se rebelaron. (XVIII, 7, 1) Con exactitud se trataba de 23.000 hombres que habían ido a Oriente para hacer fortuna: su destino sería ser desarmados por los macedonios y masacrados por haber incurrido en pilla je. Esa pintura de los colonos m al dispuestos está confirmada por un discurso que Arriano atribuye al macedonio Ceno, pro nunciado cuando las tropas se am otinaron en Punjab en lugar de seguir avanzando hacia el este. Después de recordar que los tesalios de Bactria habían sido enviados de regreso a su patria, sigue diciendo: Del resto de los griegos, algunos han sido enviados a las ciudades que habéis fundado y no todos permanecen en ellas a gusto; otros, in cluidos los macedonios, que comparten vuestras fatigas y peligros, en parte han muerto en batalla, mientras que algunos a causa de las heri das recibidas, inválidos, han sido abandonados aquí y allá en todo el territorio del Asia. (Arriano, Anábasis, V, 27. 5). No disponemos de cifras concretas, pero Griffith ha calcula do (The Mercenaries o f the Hellenistic World, pp. 20 y ss.) que en el curso de su expedición Alejandro recibió como mínimo 60.000 (y más probablemente 65.000) mercenarios nuevos y que dejó tras de sí, en guarniciones o como colonos, un m íni mo de 36.000, que sumados a las cifras no registradas y a las pérdidas habidas en batalla o por enfermedad deben de haber llegado a un total que igualaría al núm ero de los nuevos reclu tas. Por último, en Babilonia, tras haber enviado de regreso a sus soldados más viejos (Diodoro, XVII, 109, 1, establece su número en diez mil), ordenó que fueran se leccionados trece mil soldados de infantería y dos mil caballos para retenerlos en Asia, porque consideraba que Asia podía ser controlada con un ejército no numeroso, ya que había distribuido guarniciones en diversos lugares y había poblado las ciudades recientemente fundadas con colonos deseosos de mantener las cosas tal como estaban. (Curcio, X, 2, 8). El levantamiento de Bactria demuestra hasta qué punto Ale jandro se había equivocado con respecto a lo que aquellos co lonos podían llegar a hacer. 41
Sin embargo, no se produjo una catástrofe total. Y aunque m uchas de las ciudades (como Bactra) deben de haber incorpo rado una gran cantidad de personas nativas, mantuvieron su organización griega y más tarde, bajo el reinado de los Seléuci das, fueron reforzadas con el establecimiento de nuevos asenta mientos. El carácter de éstos será considerado en otro m omen to (cf. pp. 191 y ss.). Aquí podemos concluir esta breve exposi ción del programa de Alejandro, que ya prefiguraba las muchas fundaciones posteriores llevadas a cabo por sus sucesores hele nísticos, no sin anotar antes que la prim era Alejandría, funda da a orillas del Nilo en la primavera del 331, y su único asenta m iento al oeste del Tigris, sobrevivió para convertirse en uno de los centros más famosos del imperio romano y, sin duda, in cluso de tiempos posteriores.
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LA FORMACIÓN DE LOS REINOS (323-301)
A su muerte, Alejandro dejaba un imperio que se extendía desde el Adriático hasta el Punjab y desde el Tadjikistán hasta Libia. Pero en muchas de esas tierras se ejercía un control muy débil y partes del norte de Asia M enor jamás llegaron a encon trarse bajo control macedonio. El que Alejandro, de haber vivi do más tiempo, pudiese haber organizado y coordinado todas esas regiones es discutible. Sin él, aun la supervivencia de todo aquello como un conjunto parecía poco posible. La historia de los siguientes veinte años -desde el 323 hasta el 301- es la his toria de la lucha entre los generales de Alejandro para tom ar para sí mismos todo lo que pudieran. Por un tiem po eso es lo único que pudo haber significado. Desde el 306 en adelante, varios de los contendientes asumieron el título de monarcas y en el 301 se produjo la derrota y muerte de Antigono en Ipso: estos hechos m arcaron dos pasos decisivos en el proceso de di solución, un proceso que puede dibujarse con detalle. El perío do que llega hasta el 301, en efecto, está bien documentado a través del sólido relato de Jerónimo, como soporte de las de más fuentes, en especial Diodoro, cuya narración se conserva intacta hasta esa época. I Entre los que estaban en Babilonia cuando Alejandro murió, los más importantes eran Perdicas, el oficial de caballería de mayor antigüedad, y probablemente, desde la muerte del favo rito de Alejandro, Hefestion, quiliarchos, una especie de «vi sir»), Meleagro, el jefe de falange de mayor antigüedad, Ptolo meo y Leonnato (ambos vinculados a la casa real), Lisímaco, 43
Aristonoo y Peucestas (que era sátrapa de Persis y de Susiana). Otros que tam bién habrían de jugar un papel de im portancia eran Seleuco, el jefe de los hupaspistas (un regimiento de guar dias de choque), Eumenes de Cardia, el secretario de Alejandro y el único griego entre los jefes macedonios, y Casandro, el hijo de Antipatro. Este último que había permanecido en Macedo nia, nombrado por Alejandro, en el cargo de regente y Crátero, que había sido enviado para reemplazarlo, ya habían llegado a Cilicia. Por fin, estaba Antigono Monopththalmos, «el Tuer to», un hombre que pertenecía a la generación anterior (como Antipatro) y que era sátrapa de Frigia. La lucha se declaró de inmediato y, bajo diversas formas, habría de durar hasta c. 270. A causa de que los contendientes, con excepción de Eumenes, eran macedonios, Macedonia habría de jugar un papel especial en el conflicto. Quizá no haya sido úna m era casualidad el he cho de que fuese la últim a región im portante del imperio en adquirir una dinastía estable. Esos veinte años que vamos ahora a considerar se dividen en dos períodos. El primero, desde el 323 al 320, representa el esfuerzo de Perdicas por proyectar un compromiso mediante el cual pudiera quedar a salvo la legitimidad mientras el mando quedaba en sus manos. Esta etapa tuvo fin con la muerte vio lenta de Perdicas. El segundo período es más prolongado; abar ca los años que median entre el 320 y el 301 y está dominado por los intentos de Antigono para poner todo el imperio, o al menos su mayor parte, bajo su control. Los detalles son com plejos. La escena se traslada de Asia a Europa y otra vez al Asia, donde Antigono es derrotado y m uerto en Ipso por una coalición de sus enemigos (301). Después de esta fecha, la lu cha continuó con Demetrio Poliorcetes, hijo de Antigono, que intentaba reavivar el imperio de su padre desde una base esta blecida en Grecia y en Macedonia, pero una coalición entre Lisímaco y un nuevo pretendiente, Pirro de Epiro, ocasionó su caída; Demetrio m oriría en cautiverio. Con Ipso se había con firmado la existencia de dinastías separadas en Egipto (Ptolo meo), Babilonia y el norte de Siria (Seleuco) y el norte de Ana tolia y Tracia (Lisímaco). Sólo el destino de la madre patria, M acedonia, permanecía incierto. Entre el 288 y el 282, Lisí maco hizo un intento al objeto de anexionarla, primero alián dose con Pirro y después solo, pero en el 282 fue derrotado por Seleuco en Corupedion, donde cayó luchando, y después de un período casi de anarquía, con invasiones galas y rápidos cam bios dinásticos, M acedonia también obtuvo, por fin, un gobier no perm anente a través de Antigono Gonatas, el hijo de Dem e trio. Las divisiones territoriales básicas del anterior imperio de 44
Alejandro quedaron fijadas desde ese momento y habrían de sobrevivir, con escasos cambios menores, a través de los dos si glos siguientes. En este capítulo, echaremos una breve m irada al curso de los acontecimientos, que desembocaron en esa divi sión de territorios y de poder, y en la disolución del imperio universal de Alejandro en un grupo de reinos rivales y en un equilibrio de poder establecido de facto (aunque jam ás recono cido en forma adecuada). La muerte de Alejandro casi provocó una guerra civil por la sucesión entre la caballería y la infantería de su ejército. Perdicas propuso esperar el nacim iento del hijo de Alejandro y R o xana y (en el caso de que fuese varón) hacerlo rey, pero la fa lange dirigida por Meleagro apoyaba a Arrideo, el bastardo subnormal de Filipo II, y gracias a Eumenes se logró un com promiso de entronizar a ambos. En su momento fueron reco nocidos como Filipo III y Alejandro IV, pero desde un princi pio ambos resultaron ser las presas en una lucha por el poder. Perdicas reunió un grupo de amigos para asignar los mandos. El ejército se mostró de acuerdo en que Antipatro debía ser general en Europa, Crátero «protector» {prosta tes) de la basileia (reino) de Arrideo, Perdicas el quiliarchos de la quiliarquía que habían comandado Hefestion (lo que implicaba asumir el mando de toda la basileia) y Meleagro, el subordinado de Perdicas. (Arriano Acontecimientos posteriores de Alejandro, Fragmente der griechischen Historiker, 156, F 1, 3). En este arreglo, la posición de Crátero dista mucho de ser clara, ya que basileia puede significar reino o dignidad real (se utilizó con el primero de estos dos significados en el paréntesis del mandato de Perdicas), y el puesto de prostates puede ser in terpretado en distintos sentidos. Además, otras fuentes brindan versiones un tanto diferentes; por ejemplo, Quinto Curcio (X, 7, 8-9) relata que Perdicas y Leonnato fueron designados guar dianes del hijo de Roxana, sin m encionar a Arrideo. En resu men, parece probable que la posición de Perdicas como qui liarchos lo ponía por encima de Crátero (que se hallaba ausen te de Babilonia) pero en todo caso Perdicas hizo asesinar poco después a Meleagro, tras lo cual los poderes de Crátero parecen haber quedado limitados a compartir Macedonia con A ntipa tro. O sea que, quizá, su puesto de prostates constituía una concesión tem poral a la falange y a Meleagro. Perdicas se hallaba así en la cumbre, aunque, como señala Arriano, «todos sospechaban de él y él de los demás» (Aconteci mientos posteriores de Alejandro, Fragmente der griechischen Historiker, 156, F 1, 5). Entre los demás, Ptolomeo recibió 45
Egipto y poco después mejoraba su posición en esa región des viando con astucia hacia esa provincia el cortejo que acompa ñaba el cuerpo embalsamado de Alejandro. Antigono recibió toda el Asia M enor occidental (incluidas la G ran Frigia, Licia y Panfilia), Lisímaco obtuvo Tracia (que fue separada de M a cedonia), Leonnato Frigia Helespontina (pero m oriría poco después) y Eumenes fue enviado para expulsar al dinasta local Ariarates de Capadocia y Paflagonia. De estos hombres, Ptolo meo, Antigono, Eumenes y Lisímaco se habrían de mostrar como los más tenaces a lo largo de las décadas siguientes y ju garían el papel más importante en el conflicto. Perdicas muy pronto fue eliminado con toda rapidez. M ientras Crátera y A n tipatro colaboraban bajo el mando del segundo para neutrali zar una rebelión griega (la llamada G uerra Lamíaca, que term i nó en un desastre irreversible para los griegos y en particular para Atenas), Perdicas se hizo con el control de los reyes y se enajenó a Antipatro dejando plantada a la hija de éste, con el fin de casar con Cleopatra, la herm ana de Alejandro. Se formó una coalición entre Antipatro, Crátera, Antigono, Lisímaco y Ptolomeo contra Perdicas y sólo el asesinato de éste en Egipto (320) impidió la guerra. La prim era etapa de la lucha había lle gado a su fin y durante una reunión encuentro que los miem bros de la coalición sostuvieron en Triparadiso, en el norte de Siria (320), Antipatro fue nombrado guardián de los reyes (por que Crátera había muerto mientras llevaba a cabo acciones contra Eumenes) y la corte fue trasladada a Macedonia. Diodo ro nos dice (XVIII, 40, 1) que «Antigono fue declarado general de Asia y reunió sus fuerzas estacionadas en los cuarteles de in vierno para derrotar a Eumenes». Ese título sugiere una divi sión del imperio con Antipatro, que era general en Europa y, además, un hombre de edad; en rigor nunca había tenido m u cho interés en el Asia. Por lo tanto, el esfuerzo por m antener el imperio en unas manos únicas ya había sufrido un revés muy serio. Macedonia, Asia y Egipto se hallaban bajo controles se parados. Aunque las dinastías que controlaban las dos prim e ras regiones habrían de cambiar posteriormente, el esquema del m undo helenístico ya comenzaba a emerger. II Los veinte años siguientes (320-301) están dominados por Antigono. Fue creencia m uy generalizada -Polibio (V, 102, 1) cita el hecho, de m anera poco apropiada, en conexión con Fili po V, con respecto al cual no es verdad- que la casa de Antigo no siempre había aspirado a un dominio universal. No pode46
mos saber con certeza qué pensaba Antigono, pero las fuentes insisten en que siempre estuvo presto a hacerse con todo el im perio. Los años que mediaron hasta el 316 constituirían un tiempo dedicado al acoso y eliminación de Eumenes, quien en el 319 se hallaba al alcance de Antigono; pero cuando éste supo que Antipatro había muerto tras nom brar regente a Polípercon, uno de los oficiales de Filipo II, hizo un trato con Eu menes y se unió a Lisímaco, Ptolomeo y Casandro (el hijo de Antipatro) en una nueva alianza contra Polípercon. Casandro, a pesar de una proclam a por la que «liberaba las ciudades de Grecia y disolvía las oligarquías establecidas por Antipatro» (Diodoro, XVIII, 55, 2), no fue capaz de obtener el apoyo de los griegos, entre quienes esa disposición fue considerada como un ejercicio de propaganda, y bien pronto las fuerzas de Casan dro estuvieron en el Pireo y en Atenas bajo el control de su protegido, el filósofo aristotélico Demetrio de Fálero. Entretan to, en Macedonia, Eurídice, la esposa de Filipo III, se declara ba a favor de Casandro. Cuando Polípercon replicó invitando a la madre de Alejandro, Olimpia, a que regresara de Epiro tra mó ésta la muerte de Filipo III y de Eurídice, pero a su vez fue juzgada y ejecutada por las fuerzas de Casandro, que invadie ron Macedonia. La casa legítima quedaba representada eritoces sólo por Alejandro IV. Muy pronto Antigono reinició la guerra contra Eumenes en toda Asia obteniendo ciertos éxitos en Asia Menor, Fenicia y Babilonia, hasta que en el 316-315 sus tropas lo traicionaron entregándolo a Antigono, que lo hizo juzgar y ejecutar. Esta victoria permitió a Antigono extender su poderío hasta el Irán, cosa que lo convirtió en el enemigo de clarado de todos los demás. En el acuerdo de Triparadiso, Babilonia quedó asignada a Se leuco. En el 315 Antigono, que una vez más había acudido a vi sitar el este y era amo y señor de todas las tierras desde el Asia M enor hasta Irán, expulsó a Seleuco, quien se refugió junto a Ptolomeo. En gran parte por instigación del refugiado, Ptolo meo, Casandro y Lisímaco presentaron un ultim átum a Antigo no, exigiendo que les entregara la mayor parte de lo que había adquirido, que devolviera Babilonia a Seleuco y que compartie ra el tesoro de Eumenes con ellos (Diodoro, XIX, 57, 1). N o se podía suponer que Antigono aceptaría y no lo hizo, sino que, por el contrarió, continuó con sus conquistas: se apoderó del sur de Siria, de Bitinia y de Caria y estableció una alianza prudente con Polípercon. Además, en Tiro publicó una proclama (314) que precipitaría una guerra de trece años con Casandro: Después de convocar a asamblea a sus soldados y a los que allí vi vían, promulgó un decreto en el que declaraba a Casandro enemigo, a 47
menos que destruyera las ciudades, recientemente fundadas, de Tesalónica y Casandreia y que liberara de su custodia al rey (o sea Alejan dro IV) y a su madre Roxana y los entregara a los macedonios y a cor to plazo se mostrara obediente a Antigono, que había sido nombrado general y había asumido el control del reino. Todos los griegos tam bién debían ser libres, no tener guarniciones en su territorio y debían autogobemarse. (eleutherous, aphrourologetous; autonomous) (Diodo ro, XIX, 61, 1-3). Pensada en su totalidad como una propaganda, esta procla ma habría de tener repercusiones de largo alcance, porque su cláusula final subrayaba un problem a ya señalado por Polípercon en el 319 y utilizado por él como un arm a contra Casandro (cf. p. 47), y más tarde volvería a tener eco en los políti cos de la era helenística hasta que, por último, los romanos lo asumieron y adaptaron a sus propios fines. Hablaremos de esto con más extensión en el capítulo 7. Aquí sólo es necesario se ñalar que el significado fue evidente de inmediato para Ptolo- meo, quien al saber de la resolución adoptada por los macedonios junto con Anti gono, referida a la libertad de los griegos, escribió él mismo una decla ración similar, con el ansia de que los griegos supieran que no estaba menos interesado que Antigono en la autonomía de ellos» (Diodoro, XIX, 62, 1). Sin embargo, para Antigono este tem a se mantuvo como un principio cardinal de su política griega para el resto de su vida y, probablemente por esta época y de acuerdo con este progra ma, promovió la fundación de la Liga de las Ciudades insulares -las Nesiotes- en el Egeo; de dicha Liga sólo tenemos conoci mientos a través de algunas inscripciones. Algunos investiga dores han atribuido la fundación de la liga a los Ptolomeos, en el 308 o incluso en una fecha tan tardía como la del 287. Pero una inscripción de la Liga (IG, XI, 4, 1034 = Durrbach, Choix, 13) registra la celebración en Délos en años altemos de los fes tivales llamados Antigoneia y Demetrieia (en años altemos) y, al parecer, a) se trataba de festivales federales y b) el Dem e trio y el Antigono al que conmemoraban son Antigono I y D e metrio I. Si esto es así, aunque más tarde haya caído bajo el do minio de los Ptolomeos, la Liga habrá tenido su origen en aquel momento como un instrumento de la política de A nti gono. La separación de Délos de Atenas representó un golpe contra la ciudad que por entonces se hallaba bajo el control de Casandro. Caria fue invadida por Casandro en el 313; como reacción, Antigono cruzó los montes Tauro, envió a varios oficiales para 48
que sembraran intrigas en el Peloponeso y él mismo em pren dió una acción contra Lisímaco en Tracia, donde éste intervino para auxiliar a Callatis y a otras ciudades pónticas que se ha bían sublevado (312). En ese mismo año, después de una fraca sada reunión con Casandro en el Helesponto (Diodoro, XIX, 75, 6), lo derrotó en Gaza. En esa circunstancia, Seleuco apro vechó la oportunidad de recuperar Babilonia con unas fuerzas proporcionadas por Ptolomeo y Antigono tuvo que abandonar la lucha en el norte para restaurar la situación en Siria. Tanto Antigono como Ptolomeo estaban en aquellos momentos pre parados para firmar la paz y así se acordó en el 311, sobre la base del status quo. Según Diodoro (XIX, 105, 1): Casandro, Ptolomeo y Lisímaco sellaron la paz con Antigono y sus cribieron un tratado, cuyos términos fijaban que Casandro sería gene ral de Europa hasta que Alejandro, el hijo de Roxana, llegara a la mayoría de edad; Lisímaco debía ser el señor en Tracia y Ptolomeo lo sería en Egipto y en las ciudades de África y de Arabia lindantes con tierra egipcia; Antigono quedaría al mando de toda el Asia y los grie gos vivirían según sus propias leyes. Pero no respetaron tales acuerdos durante mucho tiempo, sino que cada uno de ellos adujo excusas plausibles para tratar de adquirir más territorio. El tratado del 311 representaba un revés para las ambiciones de Antigono, pero en una carta a las ciudades griegas, una co pia de la cual fue hallada en Scepsis (hoy Kursunla Tepe), ha bla del acuerdo como un éxito y se refiere a la libertad de los griegos como a su interés primordial: El celo que hemos demostrado en estos asuntos será evidente, creo, para vosotros y para todos los demás habitantes de esa colonia. Tras finalizar los acuerdos con Casandro y Lisímaco... Ptolomeo nos man dó enviados solicitando que se firmara también una tregua con él y que se lo incluyera en el mismo tratado. Hemos considerado que no era cosa de poca monta deponer parte de una ambición que tantas pe nalidades y sacrificios nos ha costado, tanto más cuando hemos conse guido un acuerdo con Casandro y Lisímaco y cuando lo que quedaba por hacer era más fácil. Sin embargo, por cuanto pensamos que tras haber alcanzado un compromiso con él el problema de Polípercon po día solucionarse con mayor rapidez, pues nadie se aliaría con él por causa de nuestra vinculación [cuál sea éste es incierto] y aún más por que menos considerado que vosotros y nuestros otros aliados os veíais agobiados por el peso de la guerra y de sus penalidades, hemos pensa do que correspondía ceder y fijar una tregua también con él... Sabed, pues, que se ha concertado la paz. Hemos determinado en el acuerdo que todos los griegos habrán de jurar ayudarse mutuamente para pre servar su libertad e independencia, pensando que mientras vivamos se han de proteger tales principios con todos los cálculos humanos que sean posibles, pero que más tarde la libertad deberá permanecer ase 49
gurada para todos los griegos en forma más cierta, si tanto ellos mis- . mos como los hombres que detentan el poder están obligados por juramento.(Welles, R. C„ no. 1, 11. 24-61 = SVA, 428). En esta carta, y sin que pueda sorprendemos, Antigono no hace referencia a la derrota de Dem etrio en Gaza. El texto es interesante porque presenta un testimonio de que Polípercon todavía se hallaba activo en el Peloponeso y también muestra que Antigono (que ya tenía setenta y un años) comenzaba a considerar lo que ocurriría a su muerte. No obstante, de modo inmediato, la jura de los pactos le perm itiría apelar a la ayuda de los griegos, si en el futuro pudiera alegar una ruptura del tratado. A causa de ese acuerdo la unidad del imperio había sufrido un golpe tal vez fatal, ya que reconocía de forma implícita la existencia de cuatro poderes independientes, sin m encionar a Seleuco y a Polípercon, que fueron' excluidos de él. Poco des pués Casandro daría el paso cruel pero lógico de asesinar a Alejandro IV y a Roxana. Casandro, Lisímaco y también Antigono se veían liberados de sus temores con respecto al rey. Dado que ya no vivía ningún heredero del reino, cada uno de los que ejercían el poder sobre las ciudades o los pueblos comenzó a albergar esperanzas de mando y soberanía y de conservar el territorio que tenía a su cargo, como si se tratara de un reino ganado por la fuerza de la espada. (Diodoro, XIX, 105, 3-4). Antigono consideraba que aquella paz le daría un respiro antes del movimiento siguiente. Los acontecimientos de los diez años posteriores resultan complejos porque, a pesar de un alineamiento general en contra de Antigono, sus rivales intri gaban los unos contra los otros y hasta llegaron a establecer acuerdos temporales con el enemigo común. Existen ciertos testimonios de que el período se abrió con un fracasado intento de Antigono por recuperar las satrapías orientales pero, des pués de ser derrotado por Seleuco, llegó con él a un acuerdo entregándole Irán y dejándolo en libertad de luchar contra Chandragupta en la India. Esa lucha term inaría hacia el 303 con la secesión, llevada a cabo por Seleuco, de, por lo menos, Gándara, Aracosia oriental y Gedrosia. «Seleuco las entregó a Sandracottus (Chandragupta) en términos que perm itían los matrimonios mixtos y recibió a cambio quinientos elefantes» (Estrabón, XV, 2, 9). Esos elefantes iban a ser un notable com plem ento en la endemia bélica del m undo helenístico. Entre tanto Ptolomeo se apoderó de Chipre y tal vez por entonces es tableció una alianza con la poderosa e independiente ciudad m arítim a de Rodas. El control del Egeo era un elemento de 50
disputa entre Ptolom eo y Antigono; ambos se proclamaban guardianes de la libertad griega, pero cuando Casandro pergeñó un acuerdo de paz con Polípercon (el precio fue el asesinato de Heracles, un presunto bastardo de Alejandro al que Polípercon utilizaba para recabar apoyo), Ptolomeo y Antigono se aliaron en circunstancias que permanecen oscuras. El pacto no duró mucho. Enfrentadas con la alianza entre Casandro y Políper con, las ciudades griegas acudieron a Ptolomeo, quien invadió el Peloponeso en el 308, pero entonces -tras haber obtenido es caso apoyo concreto- estableció la paz con Casandro (aunque las guarniciones siguieron en sus bases de Corinto y de otras ciudades griegas). En el 307, mientras Casandro se hallaba en Epiro, Demetrio llegó a Atenas por mar, arrojó de allí a Dem e trio de Fálero y estableció una democracia; en el 306 Antigono lo envió contra Chipre, donde obtuvo una victoria resonante sobre el gobernador ptolemaico y más tarde sobre el mi^mo Ptolomeo. Chipre pasó ajTlasJ manos de los Antigónidas pero una ulterior secuela de esta victoria llegó a ser más significati va. Por primera vez la multitud saludó a Antigono y a Demetrio como reyes. Antigono, en consecuencia, fue coronado de inmediato por sus amigos y Demetrio recibió una diadema de su padre con una carta en la que era saludado como rey. En Egipto, por su parte, los seguidores de Ptolomeo también dieron a éste el título de rey al enterarse de aquellos extremos con el fin de no mostrarse marginados por su de rrota. Y así esa emulación implicó la misma práctica entre los demás sucesores: Lisímaco comenzó a llevar una diadema y también lo hizo Seleuco en sus entrevistas con los griegos; por cierto que ya antes ha bía tratado como rey a los bárbaros. Sin embargo, Casandro, aunque los otros se dirigieran a él como a un rey en sus cartas y peticiones, siempre escribió sus documentos tal como lo había hecho hasta en tonces.» (Plutarco, Demetrio, 18, 1-2). Antigono asumió la dignidad de rey en el 306, Ptolomeo lo hizo poco después (305-304) y Seleuco, según lo testimonian algunos textos cuneiformes, también lo hizo en el 305-304. U na tablilla con escritura cuneiforme que contiene una lista de reyes babilonios del período helenístico (cf. p. 25) comple m enta nuestra información sobre el asunto. Las líneas 6-7 (re verso) dicen: Año 7 (era Seléucida), que es (su) primer año, Seleuco (gobernó como) rey. Reinó durante 25 años. Año 31 (era Seléucida), 6 mes, Se(leuco) el rey fue muerto en tierra (de los) Khani. Este texto, además de proporcionar la fecha de la muerte de Seleuco (entre el 25 de agosto y el 24 de septiembre del 281) 51
tam bién deja en claro que el prim er año de su reinado. (305-304) era el séptimo de la era Seléucida, la que por lo tan to comenzó en el 312-311 (de hecho en octubre del 312 según el cómputo griego y en abril del 311 según el babilónico). El documento prueba que cuando Plutarco asegura que Seleuco había tratado previamente a los bárbaros como rey no dice la verdad de modo literal; tampoco hay que creer que su declara ción con respecto a Casandro signifique que éste dejara de u ti lizar el título de rey en todos los casos, ya que es denominado «Rey Casandro» en monedas y una inscripción procedente de Casandreia, que registra lo que tal vez sea la confirmación de una donación de tierras, comienza: El rey de los macedonios, Casandro, otorga a Perdicas, hijo de Ceno, la tierra de Sinaia y la de Trebisonda que fuera ocupada por su abuelo Polemócrates y su padre en tiempos del reinado de Filipo (II)... (Syll., 332). Este avenida repentina de títulos reales marcaba otro paso más en la ruptura del imperio, aunque sólo podemos especular so bre lo que cada rey pensaba que quería decir su título. No es verosímil que cada general pretendiera reclamar para sí todo el imperio, si bien esa era quizá la idea de Antigono. Como lo su giere el pasaje de Diodoro citado en la p. 50, es más probable que trataran de sacar provecho de la muerte de Alejandro IV para reclamar el título real dentro de sus respectivos territo rios, aunque no la soberanía de esos territorios. Ptolomeo ya era el rey del Egipto para la población nativa, pero él jamás se denomina a sí mismo rey de Egipto en ningún documento grie go. ¿Y de qué reino era rey Antigono, si lo era de alguno? La carrera posterior de Demetrio, quien durante varios años fue un rey sin reino, de alguna m anera quiere significar que estas monarquías se sentían como personales y no estrechamente co nectadas con las tierras en que gobernaba el rey. Constituían el reconocimiento de una pretensión basada en hechos militares gloriosos, llevados a cabo por hombres que gracias a sus esfuer zos controlaban «pueblos o ciudades». La excepción era M ace donia y en la inscripción antes citada, en la que Casandro se llama a sí mismo «rey de los macedonios», la finalidad tal vez sea reivindicar para sí una posición única, cerrada a todos sus rivales (y no la de simplemente afirmar su autoridad para dar validez a una donación de tierras dentro del reino de M acedo nia, tal como algunos han sugerido). Demetrio secundó su victoria en Chipre con el famoso ata que contra Rodas, que le valdría el título de Poliorcetes, «el que asedia» (305). Este ataque fue una provocación más contra 52
Ptolomeo, el gran amigo de Rodas. El sitio duró un año y fue muy celebrado por las máquinas de sitio que Demetrio utilizó, aunque sin éxito, para reducir la ciudad. Las acciones bélicas term inaron con un compromiso de paz (304) por el que los ra dios entregaron cien rehenes y acordaron ser «aliados de A nti gono y Demetrio, excepto en una guerra contra Ptolomeo» (Plutarco, Demetrio 22, 4). En el 304-303, Demetrio se apoderó del istmo de Corinto y@n el 302, mientras preparaba las hosti lidades contra Casandro resucitó la Liga Helénica de Filipo y Alejandro, «porque consideraba que la independencia para los griegos le había de brindar gran renombre» (Diodoro, XX, 102, 1). U na inscripción hallada en Epidauro (SVA, 446) contiene el acta constituyente de la Liga. En ella se adoptaban determi naciones para llevar a cabo reuniones regulares del Consejo y para que Antigono y Demetrio, como líderes, ejercieran un control aún más estrecho que el que había ejercido Filipo y Alejandro sobre su Liga de Corinto. La inscripción de Epidau ro es muy fragmentaria, pero la información que contiene pue de complementarse con una inscripción de Delfos en la que aparece una carta escrita por Adimanto de Lámpsaco a Dem e trio y con un decreto ateniense que honra a Adimanto (Moretti, I, 9; II, 72). Estas inscripciones demuestran que mientras se m antuvo la guerra con Casandro, Demetrio nombró personal mente a los miembros del Consejo de la Liga y tam bién que Adimanto, conocido hasta ahora en especial como un adulador del rey y un amigo de los filósofos, cumplió un papel im por tante como delegado de Demetrio ante el Consejo de la Liga y quizá presentara la moción de instituir un festival en honor de los dos reyes. Sin embargo, la Liga no estaba destinada a sobrevivir por mucho tiempo, ya que en el 301 una coalición compuesta por Casandro, Lisímaco y Seleuco (que llevó consigo sus quinien tos elefantes) hizo que los ejércitos combinados de Antigono y Demetrio (que había sido llamado por su padre desde Europa) se vieran forzados a presentar batalla en Ipso, Frigia, donde su frieron una derrota decisiva. Antigono perdió la vida y Dem e trio huyó. Cuando se repartió el botín, Lisímaco se quedó con la mayor parte del Asia Menor, hasta los montes Tauro, y Pto lomeo, que había dirigido una campaña por separado en Pales tina, se apoderó de toda la región que se extiende al sur de A ra do y Damasco, así como Cilicia y partes de Licia y Pisidia. La batalla de Ipso marcó el final de toda idea de la existencia de un único imperio y a pesar de que el reino de Lisímaco abarca ba el estrecho por ambas márgenes, Asia y Europa seguirían a partir de entonces caminos diferentes. 53
Ill Entre el 301 y el 286, Demetrio intentó restaurar su suerte en Grecia y durante cierto tiempo tuvo el mando en Macedo nia (después de la muerte de Casandro), a pesar de la presión contraria ejercida por Pirro. Pero desde el 289 en adelante su posición se deterioró. Perdería sus territorios del Egeo, la ciu dad de Atenas pasaría a Ptolomeo y fue expulsado de Macedo nia por las fuerzas combinadas de Lisímaco y Pirro. En el 285, fue hecho prisionero por Seleuco y m urió alcoholizado dos años después. Este episodio dejaba indecisa la posesión de M a cedonia. Después de la expulsión de Demetrio, Lisímaco divi dió la tierra macedónica con Pirro en prim er lugar y después, en el 285, planeó anexionársela todo. Pero le llegó el castigo: su tercera esposa, Arsínoe, lo convenció de que debía ordenar la muerte de su hijo Agatocles (para favorecer a los hijos de Arsínoe); Lisandra, viuda de Agatocles, y su hermano Ptolo meo Cerauno -se trataba del medio herm ano y la media her m ana de Arsínoe, ya que los tres eran hijos de Ptolom eo- inci taron a Seleuco para que desafiara a Lisímaco. En el 232 Se leuco invadió el Asia. M enor y a comienzos de 281, en Corupedion, Lisímaco fue derrotado y muerto. Pero al pasar a Europa, Seleuco, innecesario ya, fue asesinado por Cerauno, su aliado hasta entonces, quien se hizo con el trono de Macedonia. Dos años más tarde (279), debilitado por la derrota de Lisí maco, el país fue devastado por un ejército de bandoleros ga los, integrantes de un movimiento migratorio muy vasto. Otro grupo estableció un reino en Tracia, algunos llegaron hasta Delfos pero fueron desarticulados por los etolios y otras bandas más cruzaron en dirección al Asia M enor y se establecieron en la región que desde entonces se conocería con el nombre de Galacia. Lo que aconteció después en M acedonia permanece en la oscuridad. U na serie de reinos débiles en condiciones anárquicas se entregaron a Antigono Gonafíik,· hijo de Dem e trio, que había logrado sostener las plazas fuertes de Corinto, Calcis y Demetrias (fundación de su padre sobre el Golfo Pagaseo) y que estaba a la expectativa de aquella oportunidad. En el 276, después de obtener en Lisimaqueía una victoria muy cele brada sobre los galos, se estableció como rey ep M acedonia y Tesalia. De esta forma, la dinastía fundada por Antigono el Tuerto logró la posesión del último territorio sin dueño, la tie rra patria de Macedonia. Lisimaqueía confirmaría el resultado de Ipso. El m undo he lenístico de los estados territoriales iba adquiriendo sentido, con los Antigonidas en Macedonia, los Ptolomeos en Egipto y los Seléucidas en la zona que abarcan Siria, M esopotamia e 54
Irán. En cada m onarquía se hallaban en el trono los hijos o -e n el caso de M acedonia- los nietos de los sucesores de A le jandro (Antíoco I, Ptolomeo II y Antigono II) y el principio di nástico quedaba establecido con firmeza. Desde el punto de vista político, el imperio de Alejandro se había fragmentado, pero en muchos aspectos los nuevos reinos tenían mucho en común. Antes de considerar por separado los distintos reinos, por lo tanto, en el próxim o capítulo veremos hasta qué punto el m undo helenístico constituía un conjunto homogéneo y has ta dónde la coexistencia de griegos y macedonios con las pobla ciones indígenas creaba problemas a ambos pueblos.
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EL MUNDO HELENÍSTICO: ¿UNA CULTURA HOMOGÉNEA?
I Hacia mediados del siglo III AC, los habitantes de una ciu dad griega que se alzaba junto al emplazamiento de Ai Khanum , en la frontera septentrional de Afganistán (su nombre an tiguo es desconocido) erigieron en el gimnasio, junto al río Oxos (hoy Am u Darya), una colum na en la que estaban inscri tas unas ciento cuarenta máximas morales copiadas de una co lum na similar que se erguía en Delfos, junto al santuario de Apolo, a más de cuatro mil kilómetros de distancia. U n poema añadido a la inscripción dice: «Estas sabias palabras de hombres famosos de otros tiempos están consagradas en la mansión de la Pitonisa sacra. De allí las tomó Clearco, copiándolas con cuidado, para mantenerlas refulgentes a la distan cia, en el recinto sagrado de Cineas.» (Robert, CRAI, 1968,422). Cineas -el(ÎK)Vnbre sugiere que tal vez haya sido un tesaliodebe de haber sido el fundador de la ciudad, cuya capilla se ha llaba dentro del gimnasio, y Robert ha identificado a Clearco como el filósofo aristotélico Clearco de Soli, un hombre intere sado por Delfos y por la religión y la filosofía de los gimnosofistas indios, los magos persas y los sacerdotes judíos. Si aquel Clearco era éste, aquí tenemos nuestro prim er testimonio de que realizó un viaje al lejano oriente y que allí encontró aparta das comunidades griegasípuestas a escucharlo y, a sus instan cias, a inscribir una copia auténtica de la sabiduría de Delfos en tan griega institución de cultura y entrenamiento: el gimna sio. Inscribir máximas délficas en los gimnasios era una cos tumbre corriente. Se conocen ejemplos de Thera (IG, XII, 3, 56
1020) y Miletópolis en Misia (Syll., 1268). La lista de Ai Khanum es fragmentaria y, en realidad, sólo se conservan cinco máximas, pero otras listas comparables han permitido al epi grafista francés Louis Robert reconstruir toda la colección: una prueba asombrosa de la forma en que una inscripción, gran parte de la cual se ha perdido, puede llegar a ser restaurada con casi absoluta certeza. U n rasgo interesante de la inscripción de Ai Khanum consiste en que a pesar del aislamiento de esa ciu dad, la grafía no es una rústica muestra provincial; es de exce lente calidad y dentro de la mejor tradición del oficio de los la picidas griegos, digna del reino de Bactria, que también produ jo algunas de las monedas griegas más hermosas del período helenístico. Junto a esta inscripción, descubierta en 1966, se halló otra que contenía una dedicación hecha por dos hermanos, «Tribalo y Estratón, hijos de Estratón, a Hermes y Heracles» (Robert, CRAI, 1968, 422), los dioses protectores del gimnasio; una ex cavación posterior ha revelado toda la planta del gimnasio, que casualmente contenía un cuadrante solar de un tipo conocido, pero nunca visto hasta entonces. Tam bién se encontró un tea tro con un aforo de cinco mil espectadores y, fechado hacia el 150, un amplio centro administrativo de proporciones palacia les en el que se hallaron almacenadas vasijas griegas etiqueta das en griego, un mosaico de 5,7 m cuadrados y, lo más nota ble de todo, en lo que sin duda era la biblioteca de aquel cen tro, impresos en tierra fina que provenía de los ladrillos des compuestos de las paredes, los restos de un texto legible toda vía en parte, proveniente de un trozo de papiro no conservado hoy, que evidentemente era una página de una obra filosófica, escrita al parecer por un miembro de la escuela aristotélica (de la que el mismo Clearco era miembro). Estos hallazgos confir m an el cuadro de una ciudad en la que, a pesar de su aisla miento posterior, las tradiciones griegas seguían siendo fuertes hasta los tiempos en que fuera destruida por los nómadas de las estepas durante la segunda m itad del siglo segundo. Pero Ai Khanum no fue el prim er lugar que proporcionó un testimonio epigráfico de la presencia vigorosa de los helenos en Bactria, porque sólo unos pocos años antes dos inscripciones griegas, una con una versión en arameo del mismo texto, fue ron halladas en K andahar (véase Schlumberger, C R A I, 1964, 126-140). Dichas inscripciones contenían fragmentos de edic tos moralizantes promulgados por el reylnjauryo Asoka; ambas estaban grabadas tam bién con elegancia y en un griego exce lente, en el que se deja ver un conocimiento profundo del vo cabulario de la filosofía griega y una considerable maestría para adaptarlo con el fin de expresar los pensamientos de un 57
converso budista. Interesado por brindar sus lecciones a los que vivían en lo que por entonces formaba parte de sus domi nios, Asoka utilizó el arameo, la lengua oficial del imperio per sa y, por supuesto, el griego. Hace poco tiempo se ha hallado otra inscripción griega en Kabul y se pueden esperar otras más. Este uso del griego, en la forma popular cosmopolita deno m inada koiné, la «lengua común», es característico de toda la vasta región cubierta por las conquistas de Alejandro. Tal uso no se vio afectado por las fronteras establecidas posteriormente y sirve para unir el conjunto en un único continuum cultural. Su preponderancia no es el resultado de la m era dominación política, sino tam bién de un gran movimiento colonizador que comenzó en tiempos de Alejandro y que continuó en un to rrente vigoroso hasta poco más o menos el 250, después de lo cual se debilitó. Ai Khanum ha proporcionado un testimonio m uy claro de esto, ya que un estudio de los restos de habita ción en una am plia área en tom o a esta ciudad ha demostrado que estuvo casi despoblada en tiempos de los reyes Aqueménidas, pero con una densa población en la época helenística. II En vida de Alejandro los agentes colonizadores fueron en su m ayor parte mercenarios a los que él dejó tras de sí para defen der puntos estratégicos. Quedaban en circunstancias de vida di fíciles, careciendo de los ocios que la civilización proporciona, y ello (como hemos visto en la p. 41) provocó revueltas. Pero los descubrimientos hechos a orillas del Oxos y en Kandahar y Kabul no son el único testimonio de que hacia-mediados del siglo tercero, o antes incluso, las condiciones habían mejorado. El crecimiento del número de colonos trajo consigo el enraizam iento de la civilización griega, y Bactria no era el lugar me nos favorecido; en parte nos es posible seguir el proceso. U n decreto promulgado por la asamblea de Antioquía de Persis, que reconocía el carácter internacional del festival de Artemis leucofriene en Magnesia del M eandro, recuerda el lazo frater nal existente entre los dos pueblos, porque cuando Antíoco I (281-261) se mostró ansioso por reforzar la población de A n tioquía, los magnesios respondieron a su invitación enviando «hombres suficientes en núm ero y sobresalientes por sus méri tos para la empresa» (OGIS, 2 3 3 ,1. 18). Al cabo de una gene ración, aún se recordaba la vinculación. Como ocurriera en la gran emigración europea hacia los Estados Unidos en el siglo X IX y a comienzos del X X , muchos fueron en grupos pero otros lo hicieron de forma individual para probar fortuna en las nue 58
vas tierras. Las nuevas ciudades del este estaban habitadas por una mezcla de griegos provenientes de todas partes, una m ulti tud variopinta salida de toda clase de entornos y clases socia les, de los principales centros de la civilización, y de las áreas marginales. U na vez instalados en sus nuevas patrias, estos griegos y m a cedonios olvidaron sus muchas diferencias para convertirse en una nueva raza dominante: la idea de Alejandro acerca de una clase dirigente greco-persa jamás se concretó. Desde un co mienzo estos recién llegados formaron la minoría gobernante en las regiones en que se asentaron. Uno de los grandes proble mas del período consiste en definir y analizar las cambiantes relaciones entre esta m inoría y los pueblos cuyas tierras com partían. No siempre se trató de una relación hostil. Estrabón (XI, 14, 12) describe de qué modo Cirsilo de Fársalo y Medio de Lárisa, oficiales del ejército de Alejandro, comenzaron a es tablecer una relación cultural entre Arm enia y M edia por un lado y su nativa Tesalia por otro. La actitud de ambos era cla ramente abierta y amistosa pero lo que esperaban hacer no era comprender a esos pueblos en su propio entorno, sino probar que ellos eran de verdad un tipo de griegos. Esto mismo, como lo veremos (p. 228), es tam bién lo que algunos griegos intenta ron hacer cuando se enfrentaron con el fenómeno de Roma. De forma ocasional, en particular en los primeros tiempos, se produjo una osmosis entre las diferentes culturas. U na dedica ción de «Diodoto, hijo de Aqueo, al rey Ptolomeo Soter» (OGIS, 19) presenta un texto bilingüe, griego y egipcio demótico, y examinaremos otros testimonios similares más adelante (p. 117). Tales pruebas sugieren alguna clase de intercambio cultural, pero se trata de un fenómeno no muy corriente y su importancia no debe ser exagerada y tampoco resulta seguro utilizar el material de una región para hacer generalizaciones que se apliquen a otras. Es digno de resaltar que la inscripción de Antioquía de Persis m enciona el envío de hombres desde Magnesia, pero no el de mujeres, presumiblemente porque en contrarían mujeres al llegar, griegas o más posiblemente bárba ras. También Ai Khanum habrá tenido una parte sustancial de población no griega y quizá su número haya aumentado con el paso del tiempo. Pero parece bastante claro, dadas las actitudes que condujeron al establecimiento de los preceptos délficos, lle vado a cabo por Clearco, que a comienzos del siglo tercero, al menos los nativos bactrianos no eran admitidos al gimnasio y que, al enfrentarse con el amplio grupo de no griegos que los ro deaban, la reacción común de griegos y macedonios habrá sido la de cerrar filas y poner el énfasis en las instituciones de gobier no, la religión y la educación, es decir en su carácter de griegos. 59
Ill La helenidad se expresaba en prim er térm ino a través del gimnasio, pero existían asimismo otras instituciones qué ali m entaban la vida privada y social de los ciudadanos de las ciu dades helenísticas, tanto nuevas como viejas. Esas instituciones fueron especialmente importantes en las ciudades nuevas, con su población mixta y la carencia de tradiciones, pero también eran parte integral de la vida de las ciudades más antiguas. Las asociaciones a que nos referimos eran conocidas bajo los nom bres de éranoi, thíasoi y además con nombres especiales, como el de Poseidoniástai, que los unía con alguna divinidad en par ticular, a la que se adoraba como patrono de la asociación; el profundo sentimiento de devoción de sus miembros hacia tales asociaciones se advierte con claridad a través de los testimo nios de las inscripciones. Aquí citamos un ejemplo de Rodas, fechado en el siglo segundo: Durante el sacerdocio de Teófanes, cuando el eranistés princi pal era Menecrates hijo de Cibyratas, en el vigésimo sexto día del mes Hyacinthius, los otros eranistaí prometieron contribuciones para reparar la muralla y los monumentos derruidos por un seís mo: Menecrates, hijo de Cibyratas (se comprometió) a reparar la muralla y los monumentos con su propio dinero. La suma que se reuniera proveniente de (otras) cantidades prometidas se pondría a disposición de la sociedad... el día quinto del mes (Dion) ydus... (en este punto se interrumpe la inscripción) (Syll., 1116). Las «murallas» son las de la sede de la cofradía, los «m onu mentos» son las tumbas de los miembros difuntos, dado que es tas sociedades a menudo constituían una agrupación fraternal en la que se combinaban los banquetes y entierros. En una ciu dad como Rodas eran un elemento im portante en la vida priva da y en los nuevos centros del lejano oriente fueron un medio para lograr que se consolidaran lealtades nuevas en lo que en un prim er momento había sido, sobre todo, un m undo opaco y ex traño. Y, lo que es más, esas asociaciones fueron bastante menos exclusivas y menos puram ente «helénicas» que los gimnasios. A un cuando sus estructuras y sus procedimientos a menudo pa recen im itar los de la ciudad, eran liberales en la admisión de los miembros y no pocas veces aceptaban a griegos y a bárbaros, hombres libres y esclavos, hombres y mujeres. Asimismo brin daban la oportunidad de mezclarse, lo cual resultaba más difícil en el seno de las estructuras de las instituciones urbanas. En la vida pública los griegos y los macedonios formaban la clase gobernante. Configuraban un círculo cerrado al que los nativos sólo podían tener acceso de un modo gradual y en pe queño número y, aun en esos casos, únicam ente por el difícil 60
camino de convertirse en griegos desde el punto de vista cultu ral. La creación de esta clase gobernante fue el resultado directo de las decisiones tomadas por los ejércitos y los generales de Alejandro, quienes, tras la muerte de su jefe, rechazaron con de cisión total la política de fusión racial seguida por él y muy pronto expulsaron a todos los medos y persas de los órganos de poder. El establecimiento de las monarquías no alteró esta acti tud. Se ha estimado que incluso en el reino seléucida, que se en frentaba con los mayores problemas del conflicto cultural, des pués de dos generaciones ya no hubo más de un 2,5 % de nativos en posiciones de mando (de una lista de varios cientos de nom bres) y la mayor parte de este 2,5 % eran oficiales que mandaban unidades locales (cf. p. 114). Esto no se debía a una falta de com petencia o a una negativa a servir por parte de los orientales, como algunos han sostenido, sino a la firme determinación de griegos y macedonios de disfrutar el botín de la victoria. Por lo tanto, cuando hablamos de la unidad y de la homoge neidad de la cultura helenística, en rigor estamos hablando de esa clase greco-macedonia, una minoría en cada uno de los es tados, constituida por hombres provenientes de distintos luga res del m undo griego, quienes tenían muy variados orígenes so ciales, que podían ser convenientemente olvidados en el nuevo entorno. Aquellos inmigrantes, como hoy los americanos, m antuvieron un recuerdo vivido de los lugares de los que ellos o sus padres habían llegado, pero esos orígenes tenían poca sig nificación, más allá de lo sentimental, comparados con la reali dad de los nuevos hogares y las nuevas posiciones. Las viejas fricciones entre ciudad y ciudad, entre clase y clase, desapare cieron en el seno de la solidaridad de vida como una minoría griega en aquel nuevo medio. La importancia de estos emigra dos nacía del hecho de que los reyes helenísticos dependieron de la minoría grecomacedonia para cubrir los puestos más im portantes en sus administraciones. El papel de ese grupo selec to en el Egipto de los Ptolomeos y en el Asia seléucida lo exa minaremos más adelante, cuando consideremos con detalle ambos estados. Pero antes es conveniente echar una mirada a esas características e instituciones del m undo helenístico que m antuvieron unidos a los griegos en el entorno extranjero de Egipto y más allá de las vastas estepas asiáticas y los hicieron menos diferenciables entre sí a medida que el tiempo pasaba. IV Quizá haya que destacar desde un principio dos puntos. Pri mero, los problemas especiales que presentaba una m inoría 61
griega en un entorno extranjero no se produjeron en la Grecia continental y en Macedonia, en las ciudades del Egeo o (no más que en otras épocas) en las ciudades del oeste de Asia M e nor. Esas regiones continuaron siendo las reservas de la cultura griega, como así también de las fuerzas humanas (al menos mientras se m antuvo la ola emigratoria). Los griegos que vivían en las monarquías todavía se hallaban en contacto con el m un do de las ciudades-estado que hasta entonces proporcionaran la base de toda la civilización griega. Segundo, aunque las con quistas de Alejandro habían traído como consecuencia el es parcimiento del helenismo por el Asia central, hacia el 303 Se leuco había cedido Gandhara, Aracosia oriental y Gedrosia a Chandragupta (cf. supra, p. 50) y, por lo tanto, a continuación Bactria se independizó de los Seléucidas. Desde entonces, aun cuando la cultura griega continuó sobreviviendo en las provin cias orientales y se restableció en la India durante el siglo se gundo, políticamente el imperio seléucida llegó a tener una re lativa base mediterránea y Antioquía comenzó a ser más im portante que Seleucia del Tigris, en su carácter de principal centro seléucida. Los grecobactrianos y la ram a de ellos que es tableció un reino en la India después de la caída del imperio m auryo se apartarían cada vez más de la corriente principal de la vida helenística, en especial después de la aparición de los partos, durante los últimos decenios del siglo segundo. Parece probable que en aquellas circunstancias, y en respuesta a las amenazas de los bandidos de las estepas, se produjera una cola boración más estrecha entre los griegos y los nativos, mucho mayor que la que había existido en otros lugares. Hacia el siglo segundo los grandes centros de la cultura griega se hallaban lo calizados en el M editerráneo o en sus cercanías: Pérgamo, Ale jandría, Atenas, Antioquía; de modo que el propio M ar M edi terráneo era en sí mismo un factor que favorecía la homogenei dad de la cultura helenística ya que facilitaba el movimiento y la intercomunicación. La facilidad para viajar por las distintas regiones del m undo helenístico era a la vez causa y resultado de la civilización co m ún que los griegos compartían; los viajeros de todo tipo se movían por entonces constantemente, más que en el pasado. Quizá el grupo más visible fuera el de los mercenarios. Estos constituían una parte apreciable de cualquier ejército helenísti co y tal como lo muestra la prosopografía bosquejada por Launey (Recherches sur les armées hellénistiques, pp. 1111-1271), provenían de todas partes de Grecia, de M acedonia y de la pe nínsula Balcánica en general, del Asia M enor, de Siria, Palesti na y Arabia, del Asia Central y de la India, del norte de África y de Italia y del oeste. Entre los griegos, quizá fueran los cre 62
tenses los más conocidos; en una narración acerca de la carrera de su bisabuelo, a quien describe como un experto militar, Estrabón relata que a causa de su experiencia en los asuntos militares, fue designado (.ve. por Mitrídates Evergetes, el rey de Ponto) para enrolar mercenarios y visitó muchas veces no sólo Grecia y Tracia, sino también a los mer cenarios de Creta, esto antes que los romanos se hallaran en posesión de la isla, donde también se reclutaban las bandas de piratas, y mien tras se mantenía muy elevado el número de los soldados mercenarios cretenses. (Estrabón, X, 4, 10). Hay que señalar que para muchos hombres la piratería y el servicio mercenario eran medios de vida alternativos; tendre mos en cuenta las condiciones que alentaban esta actitud más adelante (cf. pp. 148-149). Pero, de momento, nos im portan los efectos del servicio mercenario, que m antenía grandes can tidades de personas más o menos desarraigadas en movimiento constante allí donde las guerras precisaban de sus servicios. Algunas veces se establecían, si encontraban alguna ciudad dis puesta a aum entar el núm ero reducido de sus habitantes con hombres a quienes los ciudadanos habían llegado a conocer. U na inscripción hecha tal vez en el 219 en Dyme, Acaya occi dental, ofrece una lista de cincuenta y dos nombres con esta declaración: A los siguientes se les ha concedido la ciudadanía por la ciudad, después de haber participado en la lucha durante la guerra y haber contribuido a salvar la ciudad; cada hombre fue seleccionado indivi dualmente. (S'yll., 529). Dyme se hallaba en una posición de peligro cerca de la fron tera con Elis y la guerra era, sin duda, la que se hizo contra Etolia (220-217). Es probable que los nombres sean los de los mercenarios, aunque bien podrían ser los de una guarnición macedonia, ya que uno de los nombres -D rakas- es de origen macedonio. En cualquier caso, el enrolamiento de ciudadanos -que tiene un paralelo, dos años más tarde, en Lárissa, Tesalia (Syll., 543) y bien pudo haber sido instigado por Filipo Y de Macedonia, quien sostenía una estrecha alianza con Acaya por ese tiem po- es prueba fehaciente de las mayores posibilidades a la razón existentes para una nueva vida sedentaria, y no sólo en las regiones nuevas. Como veremos, la ciudadanía era más flexible. Los mercenarios eran los más visibles pero no los únicos via jeros. En la primavera del 169, Antíoco IV de Siria invadió Egipto y las autoridades de Alejandría decidieron 63
enviar a los comisionados griegos presentes por entonces en Alejan dría para negociar la paz con Antíoco. En esos días se hallaban pre sentes dos misiones de los aqueos, una formada por Alcito de Egio, hijo de Jenofonte, y Pasíadas, que habían llegado con el fin de renoVar las relaciones de amistad, y otra misión enviada para tratar el tema.de los juegos que se celebrarían en honor de Antigono Doson. También estaba presente una embajada de Atenas, encabezada por Demárato y cuyo objetivo era un presente (es decir entregar uno a Ptolomeo o agradecerle el envío de uno) y había además dos misiones sagradas, una encabezada por Calías el pancratiasta (un tipo de lucha libre sin reglas, para tratar sobre los juegos Panatenaicos) y otra, cuyo jefe y vocero era Cleóstrato, que debía tratar acerca de los misterios. Eudemo e Icesio habían llegado desde Mileto y Apolónides y Apolonio desde Clazómenas (Polibio, XXVIII, 19, 2-5). De una forma muy casual, nos enteramos de que en ese pre ciso momento había siete embajadas o delegaciones sagradas en Alejandría. Si multiplicamos esa cifra para abarcar todos los estados griegos y los centros importantes de Grecia y del m un do helenístico en general, podremos hacemos una idea de lo que implicaban los constantes intercambios diplomáticos, que se sucedieron sin merma antes y después}que los romanos lle garan a estos escenarios. Sin embargo, desde principios del si glo segundo, las embajadas se dirigían cada vez con más fre cuencia hacia Rom a o hacia los jefes militares romanos en el campo de batalla. Dos de las embajadas que Polibio m enciona como presentes en Alejandría en el 169 estaban relacionadas con festivales. Y en la medida en que dichos festivales incluyeran la celebración de representaciones teatrales, tam bién implicaban la participa ción de actores profesionales, los llamados «artistas (technítai) de Dióniso», quienes recorrían con regularidad un circuito. Esos technítai estaban organizados en cofradías con sede en Atenas, en el Istmo de Corinto y en Teos, una ciudad que du rante un tiempo estuvo bajo el control de la dinastía Atálida de Pérgamo, y su función consistía en proporcionar los especialis tas necesarios para llevar a cabo los festivales. Oficialmente, la cofradía de Teos era una asociación religiosa. Como lo estable ce una inscripción, Cratón (es decir el recipiendario de un decreto honorífico promul gado por la cofradía) lo ha hecho todo en bien del honor y de la repu tación de Dióniso y de las Musas y de Apolo Pitio y de los otros dio ses y de los reyes y reinas y de los hermanos del Rey Eumenes. (Mi chel, Recueil, n.° 1015, II, 11-13). El poder y la influencia de la herm andad eran tales que ha bía llegado a operar casi como un estado independiente dentro 64
de la pequeña ciudad de T eos y, después de una historia agita da de disputas y a pesar de un intento de mediación realizado por Eumenes II, registrado en una extensa pero hoy fragmenta ria inscripción erigida en Pérgamo (Welles, R.C., n.° 53), los technítai se vieron obligados a huir hacia Efeso y, más tarde, fueron enviados a Myonessos por Átalo III. Estos «artistas» te nían mala reputación y se citaba un ejercicio escolar sobre el tema «¿Por qué la mayoría de los technítai de Dióniso son unos picaros?» (Aristóteles, Problemas, 956b, 11). La gente de teatro que llevaba una vida irregular era vista con desconfianza por los ciudadanos de bien, que sólo ponían los ojos en esas personas durante los días de celebración de los festivales, po r que esos actores iban de un festival a otro: de los P'pthia y Sotéría délficos, hasta los M ouseía que se celebraban en Thespias, los Herácleia de Tebas, las Dionysia de Teos, el festival de A r temis Leucofriene en Magnesia. Tal como lo hacían las ciuda des los technítai enviaban sus delegados sagrados (theoroí) a los misterios de Samotracia y tam bién celebran su propio festival. Fuera cual fuese su m oral, eran claramente una vía de inter cambio cultural entre las ciudades. Hasta ahora hemos considerado principalmente grupos orga nizados, pero tam bién muchos individuos viajaban para desa rrollar sus negocios o su profesión. Los mercaderes y su im por tancia serán analizados con detalle en los capítulos 9 y 11, pero entre los viajeros tam bién hay que incluir a filósofos, como Clearco de Soli, cuyo nombre aparecía registrado a ori llas del Oxos (cf. p. 56), y médicos, muchos de los cuales estu diaban en Cos, donde tenían asiento las asociaciones de m édi cos con el gran maestro de la medicina, Hipócrates, y su famo so templo de Asclepios, que podía responder a las peticiones de ayuda provenientes de estados amigos. U na inscripción fe chada hacia finales del siglo tercero y hallada en el Asclepieum de Cos da testimonio del agradecimiento expresado por el pue blo de Cnossos, en Creta, por el préstamo de un médico a la ciudad de Gortina. Ese texto proporciona una pintura intere sante de las condiciones en aquella turbulenta isla, donde por aquellos días, como resultado de una guerra civil (Polibio, IV, 54, 7-9), G ortina había caído bajo el control de Cnossos, su an tigua rival. Los kósmoi y la ciudad de los cnossios saludan al consejo y al pue blo de los de Cos. Cuando el pueblo de Gortina os envió una embaja da para pediros un médico y vosotros, en una muestra generosa de ce leridad les enviasteis al doctor Hermias y habiendo estallado una gue rra civil entonces en Gortina y nosotros, de acuerdo con nuestra alian za habiendo participado en la batalla tuvo lugar entre los gortinios en la ciudad, se llegó a saber que algunos de nuestros ciudadanos y otros 65
que apoyaban nuestro partido en la contienda estaban heridos y mu chos se hallaban muy enfermos a causa de sus heridas; por todo esto, Hermias, que es un hombre de valía, hizo en aquella ocasión toda cla se de esñierzos para ayudamos y salvó a muchos de ellos de un gran peligro y continuó después sin vacilaciones cumpliendo su tarea de atender las necesidades de los que acudían a él; y cuando tuvo lugar otra batalla en las cercanías de Festo y muchos fueron heridos y tam bién otros muchos enfermaron de cuidado, Hermias realizó todos los esfuerzos posibles para atenderlos y los salvó de un gran peligro y también se mostró diligente para con todos los que acudieron a él (Syll., 528). A quí se interrum pe este relato repetitivo, pero el contexto de las batallas descritas puede completarse con los datos pro porcionados acerca de esta guerra por Polibio, IV, 54-55. Otro ejemplo de una ciudad que honraba a un médico es la dona ción hecha por Ilion a M etrodoro de Anfípolis que se mencio na más adelante (cf. p. 136). Proporcionar médicos en muchas ciudades era una responsabilidad pública. En Samos, por ejem plo, la asamblea realiza en nom bram iento y en diversas ciuda des se cobraba un impuesto «médico» especial (iatrikón) para pagar los salarios del médico (cf. Syll., 437).
y El papel central del gimnasio en las comunidades griegas çorría parejo con una pasión muy arraigada por el atletismo y tam bién los atletas de todas las edades viajaban por el m undo griego llevando fama a sus ciudades y adquiriéndola para sí mismos, en el caso de obtener premios en los festivales interna cionales. De esto proporciona un ejemplo una inscripción de finales del siglo segundo, hallada en el emplazamiento de Cedreas, una pequeña ciudad que se encuentra bajo lo que hoy es ÍJehir Ada, en el Golfo Cerámico, al suroeste de Turquía, que por aquellos tiempos pertenecía a Rodas: La Confederación de los pueblos del Quersoneso saluda a Onasiteles, hijo de Onesístrato, vencedor por tres veces en la carrera de un es tadio, categoría de muchachos en los juegos ístmicos, en la categoría de los que aún no llevan barba en los Nemeicos y en los Asclépeia en Cos, en la categoría de hombres en los Juegos dóricos de Cnido, en los Dioscuridos y en la Heracleios, en la categoría de muchachos y de efebos en las competencias Tlapolemeias, victorioso en la carrera de un estadio y en la de dos estadios en la categoría de muchachos en los Poseidanios, en la carrera de un estadio y en la de armas en los Hera cleios y en la carrera larga en la categoría de los hombres por dos ve ces, en la carrera de la antorcha «desde el primer puesto» (?) en la ca 66
tegoría de los hombres en los grandes Halieios y por dos veces en los pequeños Halieios, dos veces en los Dioscuridos, dos veces en los Poseidanios, en la carrera de un estadio y en la carrera con armas, en la categoría de los hombres. (Syll., 1067). Este documento podría ser reproducido una y otra vez, en competiciones atléticas, en particular en los festivales conside rados «de la misma categoría que los Juegos Olímpicos (isolÿmpia), pues los vencedores eran muy honrados por el presti gio que aportaban a sus ciudades de origen. Entre los profesionales cuyas carreras los llevaban a muchas ciudades y, más aún, a las cortes reales donde la esperanza de empleo era mayor, los había ingenieros, arquitectos y profesores de todos los niveles. Músicos y poetas (también poetisas) podían ir de un lado a otro a la espera de conseguir algún patronazgo, adaptando sus versos para que se correspondieran con el lugar de las representaciones. Por ejemplo, un enviado de Teos, lla mado Menecles, mientras buscaba en Creta concesiones para su ciudad, recibió en Cnossos una felicitación por haber ofrecido frecuentes representaciones durante su perm anencia en la ciu dad, interpretando la cítara y cantando las canciones de T im o teo y de Polydo y otros poetas antiguos de una «forma que dis tingue a los hombres de buena educación» y en Prianso, ade más, ofreció un «ciclo cretense» acerca de los dioses y los héroes de la isla, colacionado de la obra de muchos poetas e historiado res. Los habitantes de Prianso le abordaron una mención espe cial por su interés por la cultura (SG D I, 5186-7). Sin duda, M e necles prestó excelentes servicios a su ciudad natal. De Lamia, una ciudad de la confederación etolia, proviene una inscripción del 218/217, que conmemora un aconteci miento venturoso: Buena fortuna. El pueblo de Lamia ha decretado: toda vez que Aristodama, hija de Amyntas de Esmima en Jonia, una poetisa épica, vino a la ciudad y ofreció varias lecturas de sus propios poemas, en los que hada mención apropiada de la nación etolia y de los antepasa dos del pueblo (se. de Lamia), demostrando ardor en su declamación, que sea un próxenos de la ciudad y una benefactora, y que la ciudada nía, el derecho a adquirir tierras y propiedades, los dprechos de apa centamiento, la inviolabilidad (asylía) y la seguridad por tierra y por mar, en tiempo de paz o en la guerra le sean concedidos a ella y a sus hijos y a su propiedad por siempre junto con todas las otras franqui cias concedidas a otros próxenoí y benefactores. A O...neos, hermano de Aristodama, y a sus hijos se les otorgarán los derechos de proxenía, ciudadanía y asylía (Syll., 532). U n próxenos era, originalmente, el representante de un esta do extranjero en otra ciudad, algo similar a un cónsul m oder 67
no, pero en la época helenística la concesión de la proxenía se había convertido en un honor formai casi siempre, aun cuándo podía tener algún uso práctico, ya que otorgaba el acceso j . los tribunales de justicia de la ciudad que había concedido la dis tinción. Consideraremos en detalle esta institución y tam bién la concesión de la asylía en el capítulo 8. O...neos (su nombre es parcialmente ilegible) había acompañado a Aristodama en su gira, dado que una mujer respetable no podía viajar de un lado a otro sola. La ausencia de toda referencia a su marido su giere que el otorgamiento de los honores a sus hijos era la fór m ula usual y que se refería a cualquier hijo que pudiera ella te ner en adelante. Por fin, para completar esta pintura del m undo de los viaje ros, debemos referimos a toda una m ultitud, que incluía jueces y árbitros (cf. p. 131) y peregrinos que m archaban a consultar los oráculos, todos los cuales viajaban entre las viejas ciudades de la Grecia y los nuevos centros ubicados en los reinos, trayendo noticias, chismes y tam bién ideas nuevas. Se dirigie ran adonde se dirigiesen, hallaban personas similares a ellos mismos, personas que hablaban el mismo tipo de griego, que vivían bajo sistemas similares de leyes privadas en ciudades proyectadas· con la misma estructura familiar como base y pro vistas con templos dedicados a los mismos dioses griegos. En particular, a través de todo el m undo helenístico, la vida se ca racterizaba por cierta homogeneidad proveniente de la existen cia de los nuevos estados monárquicos, sucesores del imperio universal de Alejandro. VI Para la Grecia clásica, con unas pocas excepciones como Es parta con su institución arcaica de dos reyes, la m onarquía era algo que pertenecía a un pasado distante o que en la actualidad sólo podía hallarse en regiones limítrofes de la Hélade, como Chipre, Epiro y Macedonia, o en tierras definidamente bárba ras como Iliria, Dardania y Tracia. Y, por supuesto, el Rey par excellence era un bárbaro: el rey de Persia. La carrera de Filipo II había llevado una vez más la m onarquía al corazón de Gre cia. Filipo no era un gobernante absolutista; era el rey nacional de los macedonios quienes, por cierto, poseían y ejercían cier tos poderes tradicionales, si bien limitados, que incluían el de recho de elegir a su rey por aclamación y el de actuar como jueces en los casos de alta traición. En la práctica estos dere chos no significaban gran cosa y su existencia misma ha sido puesta en duda por algunos especialistas. Examinaremos los 68
testimonios sobre el tem a en el capítulo siguiente. Es verdad que, en las condiciones en que se desarrolló la expedición de Alejandro, esos derechos no se podían ejercer con facilidad y el propio Alejandro se tom ó autoritario. Su gran imperio forma do por múltiples nacionalidades tan sólo m antuvo lazos débiles con la monarquía macedonia. Después de su muerte, sus suce sores en prim er lugar mostraron cierta tendencia a consultar a sus ejércitos, o la parte de ellos que les resultara accesible, en parte para cultivar las relaciones públicas y tam bién porque la misma experiencia de Alejandro había demostrado que el jefe debía m antener las tropas de su lado. Cuando los reinos estu vieron establecidos (y probablemente incluso antes que los su cesores comenzaran a asumir el título real) se produjo en la ad m inistración una fisura que era preciso llenar. El uso de la ayuda persa había sido rechazado y los sucesores, a diferencia de Alejandro, no podían apelar a la lealtad de la nobleza m ace donia, a la que sin duda ellos mismos pertenecían. Su gobierno era personal, no podía ser nacional (excepto en Macedonia) en ningún sentido porque, aun cuando dentro de sus propios rei nos los Ptolomeos y los Seléucidas asumieron los papeles de los Faraones y de los reyes de Persia y Babilonia respectiva mente, esto carecía de im portancia para los griegos en quienes ellos descansaban. Este papel dual tiene importancia en el de sarrollo de esas monarquías y la existencia de una única pobla ción indígena es lo que hace distintas las posiciones de los Pto lomeos frente a la de los Seléucidas en Antioquía o la de los Atálidas en Pérgamo. Sin embargo, dejaremos de lado estas di ferencias hasta examinar aquellos reinos con mayor detalle. Aquí nos interesan las similitudes y los aspectos comunes de la monarquía helenística, las formas y la estructura que esta insti tución desarrolló y que puede ser identificada, no sólo en las grandes monarquías, sino también en los pequeños estados anatolios, como Capadocia, Bitinia y Ponto, e incluso uno tan occidental como Siracusa, donde muchas de las características dé la m onarquía helenística se muestran en el gobierno de Hierón II, en un reinado que virtualmente sólo contaba con grie gos y después de un acceso al poder que se parecía en m ucho a la carrera típica de un tirano griego. Podemos dejar aparte los signos externos de la m onarquía, el hecho de llevar una diadema y los rituales que, aun cuando es tuvieran casi por entero ausentes durante los principios del si glo tercero, en forma gradual se harían más prominentes du rante el siglo segundo. Pero un rasgo más interesante, y en al gunos sentidos único, de la monarquía helenística es la natura leza y la composición de los grupos de ayudantes del rey, sus «Amigos». Los réyes helenísticos eran soberanos merced a una 69
conquista o a la herencia; al menos por un tiempo nadie pensa ba en casos tales como la legitimidad. Y, como hemos visto, tam poco existía un grupo al que en virtud de su posición los reyes pudieran volcarse en busca de ayuda. De modo que los soberanos elegían a sus Amigos personalmente de entre los me dios que les parecían adecuados, con poca consideración en cuanto a la clase social, el nacimiento, las riquezas o rango. El consejo del rey, que operaba en forma constante, aunque infor mal, los mandos del ejército, los funcionarios del estado, los embajadores, todos estaban elegidos entre los hombres del rey, sus Amigos. Provenían de todas partes del m undo griego, atraí dos por la esperanza de riquezas, ascensos y el ejercicio del po der. Los reyes tendieron unas redes muy amplias. Entre sus Amigos, podemos encontrar refugiados, porque éstos poseían las habilidades requeridas y muy probablemente se m anten drían leales. Pero tam bién hay artistas, escritores, filósofos, médicos y eruditos entre esos Amigos que vivían en las cortes helenísticas, actuando como consejeros, enviados y generales; tam bién en las grandes compañías modernas los científicos es pecializados en diversas disciplinas pueden llegar a term inar en la gerencia. Los testimonios contemporáneos ilustran la posición de es tos hombres dentro de los reinos; no eran meros servidores, sino partícipes del poder. U n decreto honorífico a Antíoco, promulgado por la ciudad de Ilio, que se refiere al sofocamien to de una sedición en Seleucia, Siria del norte, llevado a cabo por el rey, registra de quç forma, después de haber concebido un plan sutil y exacto, llevó a sus Amigos y a sus fuerzas a la batalla por su reino y con la ayuda de una fortuna favorable, condujo a las ciudades y al reino a su anterior situación. (OGIS, 219; cf. Holleaux, Études d’épigraphie, vol. Ill, p. 118). Más adelante, la misma inscripción registra que diez envia dos m archaron para felicitarle por su salud: «al rey, a su reina y a sus hijos, a sus Amigos y a las fuerzas armadas». La vincu lación entre los Amigos y el rey se basaba en las ventajas m u tuas y dependía de la buena fe recíproca. En el 292 cuando Lisímaco se hallaba amenazado por un ejército tracio y sus Amigos le aconsejaban con insistencia que se salvara como pudie se... Lisímaco les replicó que no sería honorable ocuparse de sí mismo abandonando a su ejército y a sus Amigos. (Diodoro, XXI, 12). Y por cierto que fue hecho prisionero (si bien más tarde fue puesto en libertad). 70
Hacia el siglo segundo la institución de los Amigos cambió de carácter. A medida que los distintos reinos se hicieron di násticos, comenzaron a difundirse las nociones de legitimidad y esto tuvo su efecto en los Amigos. La fuerza que por entonces podía ejercer un rey con sólo ser el rey se puede observar, ha cia finales del siglo tercero, en la reacción de M olón, el rebelde que se enfrentara con Antíoco III de Siria. Dice Polibio (Y, 52, 9): «Molón, pensando que un ataque frontal, y de día, contra el rey era una empresa tem eraria y difícil para un rebelde, deci dió atacar a Antíoco durante la noche.» Los temores de M olón eran totalmente justificados, porque, después de haberse visto obligado a entablar batalla durante el día, se encontró con que «el ala izquierda, tan pronto como se acercaron y estuvieron a la vista del rey sus componentes, se pasó al otro bando» (Poli bio, Y, 5 4 ,1) y M olón se suicidó. Poco tiempo más tarde, otro pretendiente, Aqueo, miembro de la casa real Seléucida, había llegado hasta Licaonia cuando sus tropas se amotinaron, «siendo la causa de su insatisfacción, tal como ahora se la ve, el hecho de que la expedición se llevaba contra su rey original y natural» (Polibio, V, 57, 6). Con este desarrollo del concepto de legitimi dad llegó también la subdivisión de los Amigos en una serie de posiciones jerárquicas, cuyos status se definían recíprocamente, vinculándose cada una de ellas más estrechamente en tom o al rey, al que se consideraba como la fuente del honor. Esta es una tendencia que se puede observar en más de una monarquía, pero sólo el rico testimonio procedente de Egipto ha permitido, hasta el momento, dibujarla con minuciosidad. En Alejandría, por ejemplo, hacia principios del siglo segundo, hallamos una serie de grados a los que se llamaba Parientes, Primeros Amigos, Jefes de la Guardia personal, Amigos, Segui dores y Guardias personales y poco tiempo después, éstos eran completados por «Los que igualan en honor a los Parientes» y «Los que igualan en honor a los primeros Amigos». Además, lo que había comenzado como un sistema genuino de recom pensas individuales por sus méritos, se convirtió en algo insti tucionalizado, de modo que los títulos se hallaban estrecha mente asociados con el desempeño de un cargo preciso dentro de la burocracia. Aún no existen testimonios adecuados que re velen si ese mismo desarrollo se produjo en el seno de la m o narquía seléucida. La similitud estructural entre las diversas monarquías facili tó que hombres de probada valía -es decir los hombres que pu dieran ofrecer las cualidades que necesitaban los reyes- pudie ran ir de un lado a otro sin dificultades y enriquecerse, de la misma forma que los hombres de un rango social menos eleva do y poseedores de talentos más corrientes podían progresar y 71
m ejorar sus fortunas m archando a una nueva colonia o enro lándose como mercenarios en uno u otro de los ejércitos reales. U n buen ejemplo de tal movilidad es el etolio Escopas, quién «tras haber fracasado en su intento de obtener un cargo... volvió sus esperanzas hacia Alejandría. Al llegar a esta ciudad, además del pro vecho que sacó de la mano de obra existente en el campo, que había sido puesta a su disposición, el rey le asignó personalmente una paga diaria de diez minas, en tanto que todos los que servían a sus órdenes, en cualquier clase de funciones, recibían una mina cada uno.» (Poli bio, XIII, 2, 1 y 3). Escopas era un oficial mercenario pero al cabo de tres años lo encontramos al mando del ejército de Ptolomeo V durante la cam paña que habría de culm inar en la batalla de Panio. Para los griegos de aquel entonces existía un m undo, en el que era fácil moverse, y que ofrecía posiciones privilegiadas y grandes riquezas para quien estuviera preparado para aprove char la oportunidad. Pero fuera de la clase dominante grecomacedonia ya no existía un m undo único. La m ultitud de pue blos distintos del Asia y del Egipto, que se hallaron sometidos a estos amos griegos, poseía, cada uno de ellos, su propia histo ria cultural y esa experiencia distinta fue la que creó los pro blemas que emergen cuando se consideran más de cerca las monarquías por separado. Diferentes idiomas, diferentes reli giones, diferentes tradiciones sociales, diferentes sistemas de posesión de la tierra, diferentes actitudes hacia el rey y el esta do separaban a lös pueblos de cada reino. En los tres capítulos siguientes examinaremos algunas de esas diferencias y veremos cómo reaccionaban ante ellas, en los distintos estados, los do minadores macedonios.
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MACEDONIA Y GRECIA
I U na parte im portante del m undo helenístico quedó libre del choque de culturas que caracteriza las monarquías orientales. Tal fue la patria de Filipo II y Alejandro, el reino de Macedo nia, que desde el 276 hasta su disolución a m ano de R om a en el 168, estuvo gobernado por la dinastía Antigónida. Como ya hemos visto en el capítulo 3, M acedonia fue la últim a de las tres grandes áreas en establecer una sucesión dinástica regular. Desde el 316 hasta su muerte en el 297, fue controlada por Ca sandro, que utilizó el título de rey desde el 305, aproximada mente (cf. p. 52) pero en el transcurso de las siguientes dos dé cadas, el país quedó desgarrado por las rivalidades surgidas en tre Demetrio, Pirro, Lisímaco, Seleuco y Ptolomeo Cerauno, quienes intentaban apoderarse de Macedonia y retenerla para sí; la estabilidad volvería tan sólo con la llegada de Antigono Gonatas, en el 276, y la muerte de Pirro, ocurrida unos pocos años más tarde. Por ser hijo de Demetrio Poliorcetes, Antigono II Gonatas pertenecía a una familia que durante más tiempo que cualquier otra había reclamado su derecho a la totalidad del imperio de Alejandro. Cuando Antigono se convirtió en rey de Macedonia, esa reclamación ya carecía de significado, pero en otro aspecto su posición era m uy distinta de la que m antenían sus rivales en Egipto y en Siria. Como ya hemos señalado (cf. pp. 68-69), en M acedonia la monarquía era una institución nacional. Por razones tradicio nales, los reyes macedonios habían de respetar ciertos derechos consuetudinarios del pueblo. La experiencia de su padre y de su abuelo (y la suya propia, en adelante) hubo de haber acos tumbrado a Antigono II a una m onarquía personal, tal como el 73
m undo helenístico había enseñado a entenderla. Pero en M a cedonia estaba obligado a tomar en consideración las actitudes nacionales. Resulta bastante difícil discernir hasta qué punto estas actitudes tenían su contrapartida en una genuina partici pación del poder. Una inscripción que registra las cuentas del Consejo Anfictiónico, responsable de la administración de D el fos, en el otoño del 325 (Bousquet, M élanges D aux, pp. 21 y ss.) establece que los delegados macedonios (hieromnémones) son designados por Alejandro, pero el pago de 10.000 estateras fue hecho por «los macedonios» y Diodoro (XVI, 7 1 ,2 ) relata que cuando Filipo II derrotó a los tracios en el 343-342 «los obligó a pagar diezmos a los macedonios». Pero es difícil pen sar en un tesoro macedonio «nacional» separado, distinto del controlado por el rey y del que no se podía disponer para efec tuar los pagos a la Anfíctionía, y quizá aquí los macedonios sean mencionados tan sólo porque los otros miembros de la Anfíctionía eran pueblos enteros. De m anera similar, la refe rencia de Diodoro a los macedonios podría ser una variante verbal que careciera de significado específico. Por otra parte, existen sin duda ocasiones en las que «los macedonios» son distinguidos de su rey. Justino (XXIV, 5, 14) nos narra que después de la muerte de Antipatro, hijo de Casandro, en el 279, cierto Sostenes, «uno de los jefes de los m a cedonios», tuvo éxito al rechazar ataques enemigos pero, «cuando fue saludado rey por el ejército, obligó a los soldados a jurarle fidelidad no como rey, sino como general». Este pasa je es un testimonio de que el ejército (probablemente represen tando al pueblo) por lo común prestaba un juram ento al nuevo rey. No está registrada la forma que revestía ese juram ento. Sin embargo, sabemos por Plutarco (Pirro, 5, 2) -quien tal vez siga aquí a Jerónim o- que en el reino vecino de los molosos, en el Epiro, era costumbre que los reyes, tras sacrificar a Zeus Areio en Passaron... intercambiaran solemnes juramentos con los epirotas: los reyes jura ban gobernar de acuerdo con las leyes y el pueblo se comprometía a mantener el reino de acuerdo con las leyes. Es muy probable que el juram ento macedonio tuviera una forma similar, pero carecemos de una certeza absoluta al res pecto. Ni tampoco poseemos idea alguna acerca de la frecuen cia con que los macedonios eran convocados a asamblea. A co mienzos del reinado de Filipo, cuando la moral se hallaba baja, «el soberano reunió a los macedonios en una serie de asam bleas y gracias a su brillante oratoria les infundió valor» (Dio doro, XVI, 3 ,1 ), pero esto puede haber sido excepcional y tal 74
vez sea significativo el hecho de no se haya encontrado todavía ninguna inscripción que contenga algún decreto dictado por una asamblea nacional macedonia. Existen algunos testimonios que sugieren que el pueblo macedonio, o el ejército (porque en un estado como el de los molosos o el de los macedonios resulta muy difícil distinguir uno de otro), poseía un derecho tradicional por el que, a la muerte del soberano, elegía (y no simplemente aclamaba) a un sucesor. Filipo II, por ejemplo, «subió al trono compelido por el pue blo» (Justino, VII, 5, 10) y después de la muerte de Alejandro, hijo de Casandro, en el 294, los macedonios... a causa de su odio contra Antipatro (otro hijo de Casandro) que era un matricida, y deseosos de un hombre mejor, pro clamaron a Demetrio rey de los macedonios y de inmediato lo hicie ron regresar a Macedonia (desde Lárisa, donde tuvieron lugar estos acontecimientos) (Plutarco, Demetrio, 37, 1-2). En rigor, los testimonios acerca de este derecho popular son bastante escasos. En el caso de Demetrio, los «macedonios» eran simplemente aquellas divisiones del ejército macedonio que habían acompañado a Alejandro hasta Tesalia y no sabe mos qué significado legal poseía esta aclamación: de su valor práctico para Demetrio no había duda, por supuesto. D el mis mo modo, el papel activo de las fuerzas macedonias, en Babi lonia inmediatamente después de la muerte de Alejandro Mag no y en todas partes durante los primeros años de sus suceso res, no resulta sorprendente, dadas las condiciones irregulares. El papel activo que representaron los ejércitos en estos tiempos podría ser la consecuencia de la indisciplina de las tropas o bien de los cálculos de posibilidades realizados por los distintos jefes militares, quienes como es natural deseaban m antener la buena voluntad de sus fuerzas; esto no implica necesariamente que los poderes populares macedonios tradicionales fueran ejercidos. El otro derecho atribuido al pueblo macedonio es el de juz gar los casos de alta traición. El principal testimonio reside en una afirmación general de Quinto Curcio acerca de la naturale za de los juicios por traición en Macedonia, introducida (VI, 8, 25) en el contexto de las acciones de Alejandro contra Filotas, que había sido acusado de alta traición. Una antigua costumbre de los macedonios otorgaba al ejército la investigación de los casos criminales (inquirebat exercitus) -en tiem pos de paz ésa era una función del pueblo- y el poder (potestas) del rey no contaba para nada a menos que su influencia (auctoritas) hu biera pesado ya antes. 75
El valor de este pasaje se puede poner en duda en parte, porque las palabras potestas y auctoritas tienen el sabor de los tiempos inmediatamente anteriores a aquellos en que Q. Cur d o escribía, ya que ambas aparecen en un pasaje central de las R es gestae divi Augusti (los logros del divino Augusto), transcritos en una inscripción poco después de la muerte de Augusto, en el 14 de la era actual, y son conceptos que adqui rieron im portancia a comienzos del principado. Por lo tanto, bien pueden haber sido introducidas en forma anacrónica en el relato de Curcio sobre los poderes de los reyes macedo nios tres siglos atrás. Sin embargo, el pasaje parece querer de cir que el ejército llevaba a cabo el juicio - porque inquisitio designa una investigación legal- y que el rey no establecía un veredicto merced a su poder de soberano, sino que podía ejer cer una influencia en dicho veredicto merced a su prestigio, o quizá con sus intervenciones durante la vista. El problema se ha visto complicado en forma innecesaria por la generalizada adopción de una enmienda del texto en ese pasaje, con la que el sentido pasa a ser que «el rey investigaba casos criminales y el ejército emitía el juicio ( ‘inquirebat «rex, iudicabat» exerci tu s)». Esta enmienda se apoya en un pasaje posterior (Quinto Curcio, VI, 9, 34), en el que Alejandro dice a Filotas: «Los macedonios están a punto de emitir el veredicto acerca de ti», y se funda tam bién en el hecho de que en su discurso Filotas se dirige al ejército como si tratara con sus jueces. Pero en realidad, Alejandro y sus compañeros son los que adoptan, y no el ejército, la decisión final, tras haber despedido al ejér cito. Por lo tanto, dado que el pasaje contiene esas contra dicciones, es preferible no alterar el texto de Curcio VI, 8, 25. Tal como se presenta, el pasaje ofrece un buen testim o nio de que el pueblo (o el ejército) ejercía tradicionalm ente u n poder en los juicios por traición y estos derechos popula res judiciales, junto con los derechos -m enos claros- ejerci dos al final de un reinado, al parecer colocan al rey de M a cedonia en una base distinta de la que tenían en otras partes sus rivales. N o obstante, en la práctica, estos derechos eran poco atendi dos. De acuerdo con Plutarco (Emilio Paulo, 8, 2), cuando se produjo la muerte de Demetrio II en el 229, los macedonios influyentes, temerosos de la anarquía que podría re sultar (del hecho de que el hijo del soberano muerto, Filipo, no era más que un niño), apelaron a Antigono, un primo del rey muerto y lo hicieron casar con la madre de Filipo, para nombrarlo primero regen te y general y después, al comprobar que su gobierno era moderado y eficaz para el bienestar de todos, otorgarle el título de rey. 76
Este relato, que no hace referencia a ninguna clase de asam blea popular, atribuye la decisión a «los macedonios influyen tes» y se puede inferir que, aun en los casos en que se convoca ra una asamblea, lo que realmente contaba era la decisión de aquellos macedonios influyentes. Es decir que los derechos populares eran, en Macedonia, algo residual. Solamente los macedonios influyentes represen taban un elemento dentro del estado que no tenía paralelo en Siria o en Egipto, donde los Amigos del rey, como hemos visto (cf. pp. 69 y ss.), eran elegidos por el monarca en todos los lu gares del mundo helenístico y perm anecían unidos a él tan sólo por lazos personales (al menos durante el siglo tercero). Este tipo de cortesano y administrador no era desconocido en la corte de los Antigónidas, ni tampoco antes, en la corte de F ili po II, pero en todos los tiempos, los soberanos de M acedonia tenían que tom ar en consideración a cierta nobleza nativa cuya lealtad podía resultar crucial para la seguridad y la prosperidad del reino. Además, los macedonios sobreviven como un elemento den tro del estado, por m uy endebles y en desuso que estuvieran sus derechos. En un tratado bastante fragmentario, concluido por Antigono III Doson con la ciudad cretense de Eleuthem a (S V A , 501), el pueblo aparentem ente se compromete a no esta blecer ninguna alianza que vaya en contra de «la que firmó Antigono y los macedonios» y una dedicación de Délos erigida después de la victoria de Antigono III sobre Esparta en el 222, dice: «El rey Antigono hijo del rey Demetrio y [los macedo nios] y los aliados (dedican los despojos de) la batalla de Sellasia a Apolo» (Syll., 518). En esta inscripción, los aliados son los miembros de la Confederación Helénica establecida por Doson (cf. p. 89); y aunque la palabra «macedonios» no es visi ble en la piedra, se trata de restauración segura, que está con firmada por el texto de un tratado concluido entre el jefe carta ginés Aníbal y Filipo V y registrado por Polibio (VII, 9, 1), quien se refiere a los embajadores plenipotenciarios enviados ante Aníbal por «el Rey Filipo, hijo de Demetrio, en represen tación de sí y de los macedonios y los aliados», y continúa m encionando a los tres como partes del tratado. Los macedo nios también aparecen denominados como koinón, palabra griega que posee un amplio campo semántico pero que funda mentalmente significa «bien común» o «estado» o también «autoridad pública» e incluso (y muy frecuente en este perío do) «confederación». U na dedicación hallada en Délos inscrita en un pórtico del siglo tercero erigido por Filipo a comienzos de su reinado dice: «El koinón de los macedonios en honor del Rey Filipo, hijo del Rey Demetrio, por su mérito y su buena 77
voluntad para con ellos». (Syll., 575). Este koinón tiene un paralelo en el reino moloso, donde una inscripción de Dodona, fechada ha cia el 370-368, cuando era rey Neoptólemos, registra una ciudada nía concedida por «el koinón de los molosos» (Hammond, Epirus, pp. 530-531). Pero, a juzgar por nuestros testimonios, el koinón macedonio tenía mucho menos poder que el de los molosos y una vez en el trono, los Antigónidas reinaron de modo autocrático y con pocas limitaciones, aparte de la necesidad de conservar para sí la buena voluntad del pueblo y de la nobleza. En este sentido, los testimonios son inequívocos. Los trata dos macedonios en general estaban hechos sólo en nombre del rey. La presencia de los macedonios en aquellos concluidos con Eleuthem a y con Aníbal es excepcional y puede conectar se con una referencia a los aliados griegos, que aparecen en el tratado púnico y es probable que haya sido restaurada en el de la ciudad cretense. En ningún pasaje del historiador contem poráneo Polibio se advierten indicios de que los Antigónidas hayan prestado atención a alguna autoridad colegiada. Sin duda, los macedonios empleaban siempre una franqueza tradi cional al dirigirse a su rey. Polibio (V, 27, 8) subraya ese hecho en su relato acerca de la forma abierta en que un cueipo de tro pas macedonias exigía que su jefe, que se hallaba bajo arresto, no fuera juzgado por el rey durante la ausencia de esas tropas. Además, a diferencia de las ciudades del país y de muchas de fuera del mismo, las macedonias jamás convirtieron a su rey en objeto de un culto al gobernante. Pero, a pesar de todo esto, en cuanto a finalidades prácticas, los Antigónidas eran el estado. II Tam bién en otros aspectos M acedonia creció de un modo cada vez más similar al de otros estados helenísticos, aun a pe sar de la base nacional de la m onarquía y del hecho de que tan to el rey como el pueblo pertenecieran a la misma estirpe. Los Amigos del rey, por ejemplo, eran elegidos fuera y dentro del reino. Cuando el joven Filipo V quiso afirmar su independen cia, uno de sus primeros actos fue el de liberarse del grupo de macedonios que había heredado, como Amigos, de Antigono Doson (Apeles, Megaleas, Leoncio, Crinon y Ptolomeo). Des pués de esto, muchos extranjeros ocuparon un lugar prom inen te en sus consejos; hombres como Arato de Sición, Demetrio de Faros, Heráclides de Tarento, Cicliadas el Aqueo y Braquiles el Beocio, a quien ya Antigono Doson había incorporado al servicio de Macedonia, cuando lo puso al frente de Esparta, en el 222 (Polibio, XX, 5, 12). Tam bién sabemos, en particular de 78
los tiempos de Filipo V cuando Polibio resulta útil como fuen te, de muchos cargos típicos característicos de las cortes hele nísticas, como el de Secretario de Estado, Capitán de la G uar dia, el Tesorero y los integrantes del Cuerpo de Guardia (un grupo de oficiales empleado por el rey para cum plir deberes confidenciales). La Macedonia de los Antigónidas alcanzó un alto grado de urbanización que la acercaría al nivel cultural de la Grecia meridional. Bajo los reinados de Filipo y de Alejandro las tie rras altas fueron divididas en cantones gobernados por sus pro pios príncipes y, si no contamos las colonias griegas asentadas en la costa, como Anfípolis y Pidna, había muy pocas ciudades en la baja M acedonia y la mayoría de ellas eran apenas algo más que ciudades-mercado. En tiempos de Filipo, las colonias griegas habían sido incorporadas al reino y existen testimonios de que algunos de los griegos eminentes que integraban los gru pos asesores de Alejandro y que servían en su flota habían reci bido tierras dentro del territorio de Anfípolis y, de esa manera, habían adquirido la ciudadanía macedonia. Bajo el gobierno de los sucesores, las ciudades se multiplicaron. En el 316 Casan dro fundó dos ciudades importantes, Casandreia de Palene (Diodoro, XIX, 52, 2) y Tesalónica, un caso de sinecismo de varios pueblos en el fondo del Golfo Termaico (Estrabón, VII, 330, fragmentos 21, 24). Ambas ciudades tenían num erosa p o blación griega y quizá constituya un signo del creciente sentido de la unidad y de la conciencia nacional el hecho de que, du rante este período, los hombres de todas las ciudades de M ace donia, fuera cual fuese su origen, se hayan considerado a sí mismos como macedonios. Desde un punto de vista formal, las ciudades poseían las estructuras y las instituciones de los esta dos democráticos griegos. Cuatro inscripciones procedentes de Cos, que registran decretos promulgados por Filipos, Casan dreia, Pella y Anfípolis (SEG, XII, 1955, 373-374), y que otor gan inviolabilidad (asylía) al tem plo de Asclepios en el 242, proporcionan información acerca de la forma en que estaban organizadas. Casandreia tenía un consejo (boulé) y Tesalónica u n consejo y una asamblea (ekklesia). Tam bién hay testim o nios de la existencia de una asamblea en Filipos y en Anfípolis y parece muy posible que todas esas ciudades, incluidas las más antiguas de M acedonia como Pella y Egas, poseyeran am bas instituciones. Como las ciudades de otras regiones, estaban divididas en tribus y en demos y se mencionan generales, guar dianes de la ley, tesoreros, arcontes y sacerdotes en distintas ciudades. Otras inscripciones, asimismo, dejan ver que las ciu dades de M acedonia cultivaban activamente un intercambio de embajadas y otorgamiento honorífico de derechos de proxenía 79
(cf. pp. 67-68) con todos los centros urbanos del m undo griego, como si se tratara, en el caso de aquéllas, de ciudades-estado independientes. Pero, en la realidad, se hallaban m uy clara mente bajo el control completo del rey. U na carta escrita por Filipo V a Andrónico, su representante en Tesalónica, indica que las autoridades municipales no podrán disponer de los re cursos del templo de Serapis sin permiso del gobernador real (epistátes) y de los jueces (IG, X, 2, 1 n.° 3). Esos Epístatai es taban apostados en las principales ciudades de M acedonia y de otras regiones bajo el control del rey y disponían de la asisten cia de funcionarios oficiales como Harpalo en Beroea, a quien Demetrio II escribió una carta en el 248-247, mientras aún era príncipe: Demetrio saluda a Harpalo. Los sacerdotes de Heracles me dicen que algunos de los bienes del dios han sido incorporados a los de la ciudad. Mira que sean devueltos al dios. Ojalá disfrutes de prosperi dad. (Syll., 459). Estos funcionarios se aseguraban que todas las decisiones de im portancia tuvieran el consentimiento real. Pero dentro de esas limitaciones, las ciudades poseían una autonom ía local y controlaban sus propios recursos, además de hallarse en condi ciones de otorgar la propia ciudadanía local a macedonios oriundos de otras ciudades. No es fácil realizar una estimación definida acerca de la prosperidad económica macedonia en el siglo tercero. Se había producido un progreso considerable bajo Filipo II quien, como hemos visto (cf. pp. 27-28), transformó a los habitantes de las montañas, antes pastores vestidos de pieles, en agricultores ci vilizados y moradores de ciudades y no sólo estimuló un creci m iento de la población nativa, sino que tam bién reforzó el nú mero de habitantes con escitas, tracios e ilirios. Tam bién recu peró nuevas tierras para la agricultura mediante el control de las inundaciones, el desecamiento de pantanos y la desforesta ción. Este programa había sido financiado mediante la adquisi ción y el desarrollo de las minas de plata del Pangeo, cerca de Anfxpolis, de Filipos y Damastio cerca del lago Ócrida; y la ri queza mineral obtenida de esta fuente sirvió también para pa gar los costosos desarrollos militares esenciales para los planes expansionistas de Filipo y para la .expedición persa. Esta expe dición en sí fue costosa para M acedonia en hombres y en dine ro y, a pesar de que unos pocos regresaron enriquecidos, du rante los cincuenta años siguientes a la muerte de Alejandro la emigración hacia las nuevas ciudades del oriente debe haber provocado tensiones en la prosperidad macedonia, tal como 80
deben haberlo hecho las constantes guerras. La acuñación de monedas de plata, abundante y de buena ley, llevada a cabo por orden de Antigono Gonatas, sin embargo, se ha tomado como testimonio de que su reinado fue próspero y el hecho de que este soberano haya adoptado una política naval hostil a Egipto debe indicar también que poseía algunos recursos. Pero desde mediados del siglo tercero los testimonios son escasos. Algo más se sabe acerca de las condiciones existentes bajo Filipo V (221-179) y Perseo (179-168), ya que además del rela to (fragmentario) de Polibio y del de Tito Livio, derivado del primero, varias inscripciones arrojan luz sobre los asuntos eco nómicos macedonios. U n programa m ilitar activo y una políti ca de patronazgo hacia los centros religiosos principales y se cundarios en el exterior fueron los métodos para asegurarse la igualdad de posición con respecto a rivales más ricos de otros reinos, pero ambos métodos resultaron ser una carga pesada para el tesoro de Filipo Y. La derrota que le infligieron los ro manos en la Segunda guerra macedónica (200-197) lo obligó a pagar una indemnización de 1.000 talentos y poco después de eso el monarca dio comienzo a una política cuyo objetivo era incrementar sus recursos. No sólo aumentó los recursos del reino mediante impuestos sobre la producción agrícola y mediante imposiciones a la importación y a la exportación; además de eso, reinició el trabajo en las antiguas mi nas que habían sido abandonadas y abrió nuevas obras en muchos lu gares. Por otra parte, con el fin de llevar una vez más al pueblo a su antiguo nivel después de las pérdidas sufridas durante el desastre de la guerra, no sólo trató de asegurar un crecimiento de la población nati va, insistiendo en que todos debían engendrar y criar niños, sino que también introdujo una gran cantidad de tracios en Macedonia. El pe ríodo considerable de sosiego en la actividad bélica le permitió dedi car toda su atención al acrecentamiento de los recursos de su reino. (Tito Livio, XXXIX, 24, 2-4). La similitud con los métodos de Filipo II es asombrosa y probablemente deliberada. Filipo V también acuñó grandes cantidades de monedas y por primera vez en la historia de la dinastía hubo acuñaciones en cecas regionales y en varias ciu dades de Macedonia. Poseemos ejemplares de monedas de bronce emitidas con el nombre de los macedonios, los botieos y dos pueblos peonios de las fronteras septentrionales, y tam bién monedas de Anfípolis, Tesalónica, Afito, Apolonia de Migdonis y Pella. No existen testimonios de que estuvieran destinadas a reclutar tropas; la designación local las inutilizaba para esos fines. U na m oneda bien acuñada podía favorecer el comercio y los distritos y ciudades locales quizá hayan pagado 81
por el privilegio de realizar la acuñación. Veinte años más tar de, en el 169-168, Antíoco IV de Siria tam bién alentó de una m anera similar la acuñación m unicipal dentro de su reino. Se ha sugerido, y resulta verosímil, que su finalidad era hacer de las ciudades «participantes activas en la regeneración interna de su reino» (Morkholm, Antiochus IV , p. 130). Quizá el obje tivo de Filipo fuera similar, si bien en este caso las acuñaciones locales no fueron acompañadas por ninguna clase de debilita m iento del poder centralizado de la monarquía. Los esfuerzos de Filipo por aum entar sus recursos fueron continuados por su hijo Perseo, que siguió acumulando rique zas. Tito Livio, siguiendo a Polibio, registra unas acusaciones formuladas por Eumenes de Pérgamo, enemigo de Perseo; ante el Senado romano denunció, en vísperas de la Tercera guerra macedónica, que la fuente de esas riquezas las hacía un tanto sospechosas. Tenía almacenada una provisión de granos para diez años para 30.000 soldados de infantería y 5.000 de caballería, de modo que po día permanecer independiente de su propia tierra y de los campos del enemigo en materia de avituallamiento. Poseía por entonces una can tidad de dinero bastante para la paga de 10.000 mercenarios durante el mismo período de tiempo, además de sus fuerzas macedonias, apar te del producto anual que recibía de las minas reales. Una cantidad de armas suficientes para ejércitos incluso tres veces mayores había sido almacenada en sus arsenales. Y también la juventud de Tracia se ha llaba bajo su control... para el caso de que el abastecimiento de Mace donia llegara a escasear. (Tito Livio, XLII, 12, 8-10). Quizá más específico sea señalar que los ejércitos que Perseo llevó al campo de batalla en la guerra contra Rom a (172-168) demuestran con su número que desde el 197 las tropas nacio nales habían aumentado en nueve m il hombres. El desarrollo de la urbanización en M acedonia bajo el m an do de sus reyes desde Filipo II hasta Perseo avanzó más allá de lo que se había supuesto en otros tiempos y las excavaciones han demostrado que Demetrias, en Tesalia, un centro que per maneciera bajo control macedonio durante la mayor parte de este período, se convirtió en un puerto cosmopolita grande y floreciente, entre los años 200 y 150. Tesalia, mientras estuvo bajo su poder, siempre fue considerada por los monarcas mace donios como una parte de sus propios reinos y Demetrias, fun dada por Demetrio I en el 293, fue ciudad predilecta de los Antigónidas; excavaciones recientes han llevado a la identifica ción de su palacio. Pero muchos macedonios todavía vivían en el campo, como agricultores independientes o asalariados que cultivaban las tierras del rey o de los nobles. N o poseemos in 82
formación acerca de la condición política de los trabajadores importados desde Escitia, Iliria y Dardania y los testimonios existentes sugieren que, aparte de algunos esclavos domésticos en las ciudades, la esclavitud no se hallaba muy desarrollada en Macedonia. El campo jamás llegó a alcanzar el nivel de riqueza que se puede encontrar en Egipto y en algunos otros estados helenísti cos. Plutarco (Emilio Paulo, 28, 3) registra que, después de la victoria romana de Pidna en el 168, los macedonios «hubieron de pagar a los romanos cien talentos (de plata) como tributo, una suma que representaba menos de la mitad de lo que ellos estaban acostumbrados a pagar a los reyes». Si, a pesar de to dos los esfuerzos de Filipo y de Perseo por aum entar la pro ductividad de Macedonia, los impuestos sobre sus tierras sólo proporcionaban algo más de 200 talentos de plata al año, esta mos hablando de unas tierras con recursos muy modestos. En el 196, los romanos, que tenían buena idea de lo que podían pagar, impusieron una indemnización de 1.000 talentos. En el 188, Antíoco se enfrentó con la exigencia de pagar 15.000 ta lentos (además de los 3.000 ya entregados). La diferencia revela en cierta forma la riqueza relativa de los dos estados. III Su situación geográfica aseguraba a M acedonia una relación más directa y estrecha con la Grecia continental que la que te nían algunos otros estados helenísticos y esto por la simple ra zón de que M acedonia era esencial para la seguridad griega. En una conferencia habida en el 198, durante la Segunda Guerra Macedónica, F lam in g o declaraba que sin duda formaba parte del interés de los griegos que el territorio macedonio fuera dominado, pero no que fuera destruido. Porque en ese caso, Grecia experimentaría muy pronto la violencia carente de leyes de los tracios y de los galos, como ya había ocurrido en más de una ocasión. (Polibio, XVIII, 37, 8-9). Al librar una serie de guerras contra los ilirios, los dárdanos y los tracios, M acedonia protegía en forma indirecta a los grie gos y cuando los romanos, en el 148, se apoderaron de M ace donia y la convirtieron en provincia, le asignaron ese mismo papel. En cualquier afirmación acerca del papel de Macedonia dentro del m undo helenístico, es preciso recordar que nuestras fuentes, por ser griegas o estar basadas en autores griegos, como es natural ponen el énfasis en la política macedonia para con 83
Grecia; no obstante, M acedonia era de todos modos una poten cia balcánica para la cual las fronteras septentrionales, occi dentales y nororientales siempre fueron de vital im portancia y para la que sus fuertes defensas y las periódicas expediciones punitivas más allá de sus fronteras constituían una política fun damental. Se debe recordar que Lisímaco en una ocasión fue prisionero de los tracios (cf. p. 70), que Ptolomeo Cerauno cayó en batalla contra los galos, que las muertes de Demetrio II y de Antigono Doson, ambas, se hallaban asociadas con las guerras dardanias y que los romanos reclutaron una fuerza dárdana de apoyo para su guerra contra Filipo. Si, empero, los macedonios constituían un baluarte esencial para el norte de Grecia, los Antigónidas consideraban el control de la misma Grecia esencial para su propia seguridad y dado que jam ás intentaron trasladar ese control al campo estricto de la con quista, (como en efecto lo hicieron en Tesalia), se debe deducir que el objetivo macedonio consistía en mantener la tierra griega libre de todo otro poder-Ptolom eo, Pirro, los etolios (cf. pp. 140 y ss.), Pérgamo- que llegara a representar una amenaza para M a cedonia. Además, estaba el peso del precedente. Filipo II había impuesto su hegemonía sobre Grecia y Demetrio había ocupado muchas plazas fiiertes. Probablemente era cuestión de honor que Antigono Gonatás hiciese otro tanto. Desde el tiempo de Filipo II en adelante, M acedonia fue tem a de pasiones ideológicas exaltadas en Grecia. En un dis curso pronunciado en Esparta en el 210, el etolio Cleneas, re clamando la colaboración espartana para la alianza romana contra Macedonia, comenzó su alocución, según Polibio IX, 28, 1, con el conocido tópico: «Hombres de Esparta, estoy conI vencido de que ninguno se atreverá a negar que la esclavitud de Grecia debe su origen a los reyes de Macedonia.» Y prosi gue con la enumeración detallada de los ultrajes que Filipo, Alejandro y sus sucesores del siglo tercero habían infligido a las ciudades griegas. Esta oratoria se integraba dentro de la tra dición de Demóstenes, que había motejado a los políticos de Arcadia, Mesenia, Argos, Tesalia y Beocia de traidores por haber colaborado con Filipo: una acusación que provocaría una respuesta tajante de Polibio (XVIII, 14, 6), en cuya opi nión aquellos hombres al inducir a Filipo a penetrar en el Peloponeso y humillar a los lacedemonios, en primer término permitieron que todos los habitantes del Peloponeso respiraran con libertad y también alimentaran pensa mientos de libertad y más tarde, al recuperar el territorio y las ciu dades de las que los lacedemonios en sus épocas de prosperidad ha bían privado a los mesemos, megalopolitanos, tegeos y argivos, sin lu gar a dudas aumentaron el poderío de sus pueblos nativos. 84
Estas observaciones demuestran con claridad que la relación con Macedonia era un tema tan embarazoso en los siglos ter cero y segundo como lo había sido en el cuarto. La política macedonia de controlar Grecia se alzaba contra la pasión grie ga por la libertad y la independencia. N o obstante, algunos estados, como los del Peloponeso, se habían aprovechado de la conexión macedonia y aún se hallaban dispuestos a colaborar con el rey macedonio en contra de sus vecinos.
IV Se puede observar un esquema general en los intentos reali zados, a lo largo de un siglo y medio, por los reyes de M ace donia para llevar a cabo y m antener un control fírme sobre Grecia. El método más usual era el de establecer guarniciones en puntos estratégicos de Grecia. Este método se alternaba -o en algunos casos se com plem entaba- con declaraciones sobre la independencia griega y, con Antigono III, mediante el es tablecimiento de una organización de estados griegos según las líneas trazadas para la Liga de Corinto instaurada por Fili po II (cf. p. 13). De todos estos recursos, el primero por lo co m ún no era más que una frase vacía. El segundo, como lo vere mos (cf. p. 89), estaba pensado para alinear a los griegos dentro de la política macedonia y, a largo plazo, se m ostraría desastro so para la Hélade. A su muerte, Antipatro dejó como regente de M acedonia a Polípercon (cf. p. 47), quien en el 319 llamó a consejo a sus Amigos; en esta ocasión y con el fin de enfrentar la amenaza que representaba Casandro, el hijo de Antipatro, decidió liberar las ciudades de Grecia y disolver las oligarquías establecidas allí por Antipatro. Por este camino lograrían debilitar con gran facili dad a Casandro y lograr para sí gran renombre y muchas notables alianzas (Diodoro, XVIII, 55, 2). U na vez enarbolada, la consigna de la «libertad griega» con tinuó siendo agitada como un tem a de propaganda para obte ner el apoyo griego. Cuatro años más tarde, generalizada para atraerse a todos los griegos, fue incorporada en el ultim átum enviado a Casandro por Antigono el Tuerto (cf. p. 47): «todos los griegos debían ser libres, no tener guarniciones en su terri torio y debían autogobemarse» (Diodoro, XIX, 61,3); y, de he cho, esta habría de seguir siendo la política establecida por A n tigono. A estos efectos, se incluyó una cláusula en el tratado de paz del 311 (Diodoro, XIX, 105, 1). 85
Por desdicha, ya fueran concretadas en la realidad o se m an tuvieran en el estado de meras palabras (que eso fueron en ge neral), la libertad y la independencia no proporcionaron el control sobre Grecia y en el 304-303 Antigono y su hijo Dem e trio trataron de revivir la Liga de Corinto, organizada por Fili po II, como un método de conducir a los griegos contra Casan dro. Esta interesante empresa, sin embargo, no perduró des pués de la muerte de Antigono, ocurrida en Ipso en el 301, y durante los siguientes veinticinco años tanto Grecia como M a cedonia fueron campo de batalla para varios jefes militares que anhelaban apoderarse de la patria de Alejandro. En el 276, Antigono Gonatas, hijo de Demetrio, puso fin al caos apode rándose del trono de Macedonia, pero su rival, Pirro de Epiro, llevó a cabo un intento final por derrocarlo en el 272, inva diendo para ello el Peloponeso; en tal ocasión, dijo a los emba jadores 'espartanos «que había llegado para liberar las ciudades que se hallaban sujetas a Antigono» (Plutarco, Pirro, 26, 7). Antigono y Demetrio no habían puesto todas sus esperanzas en la Liga de Corinto. Tam bién m antuvieron la ciudad de Acrocorinto firmemente guarnecida y cuando Antigono Gona tas se convirtió en rey de Macedonia, m antuvo esta fortaleza como un eslabón vital en su sistema de control sobre Grecia. Los mismos griegos no guardaban ilusiones acerca del signifi cado de esa guarnición. En el invierno del 198-197, los emba jadores griegos enviados a Rom a con la esperanza de asegurar que Filipo Y fuera expulsado por completo de Grecia se preocuparon todos por hacer comprender al Senado que hasta tan to Calcis, Corinto y Demetrias permanecieran en las manos de los macedonios era imposible para los griegos alimentar cualquier pensa miento de libertad. Porque, dijeron, la expresión de Filipo V al decir de esos lugares que eran ios grilletes de Grecia’ constituía nada menos que la verdad, ya que ni los peloponesios podían respirar libremente con una guarnición real establecida en Corinto, ni tampoco podían los locrios, beodos y focídios experimentar ningún tipo de confianza, mientras Filipo ocupara Calcis y el resto de Eubea, ni mucho menos podrían gozar de la libertad los tesalios o los magnesios durante él tiempo en que los macedonios controlaran la ciudad de Demetrias.» (Polibio, XVIII, 11,4-7). Con la ayuda de estas guarniciones, durante muchos años apoyadas por tropas establecidas en Atenas y en el Pireo, A nti gono Gonatas aspiraba asegurarse Grecia meridional. Hubo una corriente de oposición muy pronunciada y en el 268-267 las intrigas de Ptolomeo II rindieron su fruto al estallar en Gre cia una rebelión contra Macedonia, conocida como la Guerra Cremonídea, por el nombre del ateniense Cremónides, quien 86
organizó una alianza entre Atenas y Esparta y los aliados de Esparta en el Peloponeso y en Creta. Los motivos de Ptolomeo no están claros, pero la explicación más aceptable de su inicia tiva es que la decisión de Antigono de construir una flota pare cía una amenaza para su propia supremacía marítima, gracias a la cual resultaba ser Ptolomeo el amo de las costas del Asia M enor y de las islas del Egeo. El éxito de Cremónides en la or ganización de la alianza anti-macedonia está registrado en una inscripción ateniense fechada en el 268, parte de la cual dice: Con el fin de que los griegos, que están todos unánimes contra quie nes recientemente han actuado con injusticia y cometido ultrajes con tra las ciudades (es decir Antigono), puedan mantener el entusiasmo en la lucha común con el Rey Ptolomeo y entre sí y puedan en el fu turo mantener a salvo sus ciudades gracias a la unanimidad, con bue na fortuna, el pueblo decreta que existirá amistad y alianza entre los atenienses, los lacedemonios y los reyes de los lacedemonios, los eleos, los aqueos y los tegeos, los mantineos, los orcomenios, los figalenses, los çafieos y los cretenses, quienes están en alianza con los lacedemo nios y Areos [el rey] y el resto de los aliados, válido para todos los tiempos, como lo han hecho ver los embajadores. (Syll., 434-435, lí neas 32 y ss. = SVA, 476). Pocos detalles'se conservan de la guerra en sí. Las monedas egipcias de Ptolomeo II halladas excepcionalmente (cf. arriba, p. 26) en el Ática y algunas fortalezas contemporáneas en suelo ático, probablemente indiquen cierta ayuda ptolemaica, pero esto ha resultado insuficiente. La guerra term inó en desastre para los griegos y en el 261 Atenas se vio obligada a rendirse. Areos de Esparta perdió la vida en combate cerca de Corinto y en el lapso de unos diez años el control de Antigono sobre G re cia no tendría rivales. Como gobernador de Corinto, Crátero, su medio hermano, fue en rigor un virrey independiente pero, tras su muerte, su hijo Alejandro -que lo sucedió en el mandó se rebeló contra Antigono. Esto constituyó un duro golpe para el poderío macedonio y, a pesar de que en el 245 Antigono re cuperó Corinto, gracias a una tram pa tendida en contra de la viuda de Alejandro, la volvería a perder dos años más tarde, a manos del jefe aqueo Arato (243). Veinte años tendrían que transcurrir antes que la posición macedonia en Grecia meridio nal pudiera ser restaurada. Es posible que Antigono haya patrocinado un sistema de ti ranías en el Peloponeso, durante los años inmediatamente pos teriores a la rebelión de Alejandro, si bien no todas las tiranías están fechadas y al menos algunas de ellas, como la que ejercie ra la familia de Arístipos en Argos, tal vez pertenezcan a una época anterior. Pero Antigono era recordado como sostenedor 87
de tiranos. En su discurso de Esparta (cf. p. 84), Cleneas pre guntaba a su audiencia espartana: ¿Quién desconoce las acciones de Casandro, Demetrio y Antigono Gonatas, tan recientes todas ellas que cualquier referencia es super flua? Algunos de ellos introdujeron guarniciones en las ciudades y otros implantaron tiranías, de modo que no ha dejado ciudad alguna con el derecho de llamarse a sí misma libre. (Polibio, IX, 29, 5-6). En otro pasaje (II, 41, 10), Polibio se queja de que Gonatas «ha impuesto más tiranías en Grecia que cualquier otro rey.» Tras haber perdido Corinto, Antigono (y después de él su hijo Dem etrio II) no estaba en condiciones de proteger a los ti ranos frente a una campaña concertada por el aqueo Arato. U no a uno, aquellos fueron vencidos y sus ciudades se incorpo raron a la Liga Aquea, que desde comienzos del siglo tercero se convirtió en una entidad tan poderosa en el Peloponeso como lo era la Liga Etolia en la Grecia central. Ambas instituciones serán examinadas en el capítulo 8 (cf. pp. 140-144). Aliadas desde el 239 en adelante, las dos presentaron un obstáculo se rio para la ambición macedonia bajo el poder de Demetrio II (239-229) y cuando este m onarca m urió en el 229, dejando un hijo de ocho años de edad, Filipo, como heredero, Macedonia se vio sumergida en un problema grave. Los macedonios in fluyentes eligieron a cierto Antigono (conocido bajo el apodo de Doson), prim o de Demetrio, como regente y poco más tarde como rey (cf. p. 76). Durante su reinado se produjo un cambio nunca visto antes en los destinos macedonios. En un principio la situación se presentaba oscura: los dardanios habían invadi do las fronteras septentrionales, los etolios se habían apoderado de gran parte de Tesalia, más al sur Beocia había vacilado en su lealtad, Atenas había comprado su libertad al jefe de la guarnición macedonia y los tiranos de Argos, Hermión y Fliunte habían renunciado a sus poderes y se habían unido a Acaya. Pero estos éxitos aqueos coincidieron con la llegada al poder, en Esparta, de un rey joven y fuerte, Cleomenes III, que intentó unir un programa de revolución social con una política de expansión espartana. U na campaña de pocos años tuvo por resultado una confusión profunda para Acaya y Arato se vio obligado a realizar un viraje sensacional, que hubiera sido imposible para cualquier griego, pero que era ver gonzoso en grado superlativo para él y harto indigno de su carrera de soldado y de político: Arato invitó a Antigono a visitar Grecia y llenó el Peloponeso de macedonios, a los que él mismo había arrojado del Peloponeso cuando, en sus tiempos juveniles, había liberado Acrocorinto del poder de aquellos. (Plutarco, Cleomenes, 16, 3).
Arato se hallaba en un apuro, pero su miedo a una revolu ción social -en Acaya se tem ía m ucho aun cuando innecesaria mente que, en el caso de resultar vencedor, Cleomenes llevara a cabo una redistribución de la tierra y estableciese una cance lación de las deudas (cf. pp. 156 y ss.)- y su tem or de ser arro jado por Cleomenes de su posición de predominio, sustentada durante más de veinte años, lo llevaron a elegir a Macedonia antes que Esparta. Hacia el 224 Antigono se había apoderado ya de la ciudad de Corinto. En esta ocasión el poder macedonio habría de descansar so bre una base nueva, una alianza que abarcaba organizaciones federales bajo la hegemonía del rey de Macedonia, que bien pronto dejaría de ser Antigono (muerto en el 221) para pasar a ser el joven Filipo, hijo de Demetrio, a quien Antigono había dejado abierta la sucesión. La nueva alianza significó un retor no a las políticas de Filipo II y de Antigono I, con la excepción de que las nuevas unidades ya no eran ciudades-estado sino confederaciones; este cambio refleja un énfasis distinto en la forma política de Grecia, como lo consideraremos en el capítu lo 8. Los nuevos miembros de la nueva Symm achía eran los aqueos, los macedonios, los tesalios, los epirotas, los acamienses, los beocios y los focídeos. El Consejo de la Symm achía po día ser convocado por el presidente y estaba encargado de la responsabilidad de la paz y de la guerra y los asuntos referentes a los abastecimientos y la admisión de miembros. Sin embargo, no había un tesoro y las decisiones debían ser ratificadas por los estados miembros, de donde se derivó una debilidad funda mental, que impediría que este cuerpo llegara a desarrollar una fuerza independiente propia. Desde un comienzo, la Sym m a chía constituyó un compromiso entre el ideal griego de libertad y el objetivo macedonio de lograr un control; cuando menos, esto equivalía a renunciar a la utilización del sistema de tira nos instaurado por Gonatas. La Symm achía rodeaba Etolia· y en primer término fue utili zada para llevar adelante una guerra poco convincente contra la Liga Etolia (220-217). Pero más tarde se convertiría en el medio fatal de arrastrar a los aqueos y a otros aliados griegos a una guerra devastadora con Roma, provocada por las ambicio nes del joven Filipo. En esta guerra, Etolia se puso del lado de Rom a y el estallido de una segunda guerra entre ésta y Mace donia en el 200 supuso un gran esfuerzo para la alianza que ha bía dejado de proporcionar cualquier clase de ventajas a los griegos. En el 198 los aqueos votaron unirse a Rom a y la derro ta de Filipo en Cinoscéfalos (197) tuvo por resultado su confi namiento dentro de las antiguas fronteras de Macedonia. En los Juegos ístmicos del 196 estos sucesos fueron rematados por 89
un pronunciam iento teatral, que demostraba con cuánta rapi dez habían aprendido los romanos a aprovecharse de la antigua consigna propagandística de la libertad griega. El Senado romano y el procónsul Tito Quinctio, después de haber derrotado al Rey Filipo y a los macedonios, dejaron en libertad y sin guarnición, además de no someterlos al pago de ningún tributo y de permitir que se gobernaran por sus propias leyes locales, a los siguien tes pueblos: los corintios, los focídeos, locrios, eubeos, ftióticos, aqueos, magnesios, tesalios y perrabienses. (Polibio, XVIII, 46, 5). Todos los pueblos mencionados habían estado bajo el con trol macedonio; algunos, como los tesalios, desde los tiempos de Filipo II. D urante la guerra rom ana contra Antíoco III de Siria (192-189), Filipo luchó junto a Rom a y recuperó algunos territorios en las fronteras de Tesalia, incluida Demetrias; pero en una serie de fatales adversidades los romanos se los arreba taron gradualmente y la hostilidad de Rom a hacia el sucesor Perseo (179-168), culm inaría en la Tercera guerra macedónica, y en el fin del remado de los Antigónidas. Entre el 168 y el 150 M acedonia sobrevivió bajo la forma de cuatro repúblicas inde pendientes tributarias, más tarde, tras una rebelión dirigida por un pretendiente llamado Andrisco, que pretendía ser hijo de Perseo, habría de ser convertida en una provincia romana. Tam poco para Grecia la declaración del Istmo significó la apertura de un período de independencia gloriosa, sino una li bertad restringida, comprometida por la necesidad de rem itir todos los problemas serios a Rom a (cf. pp. 210 y ss.). La guerra con Antíoco y Etolia trajo consigo nuevas decisiones y más co misiones romanas. Por fin, en el 146, la rebelión de la Liga Aquea term inó en la destrucción de Corinto, la disolución de la Liga y el sometimiento de muchos estados al control del go bernador de Macedonia. Sin embargo, el significado cabal del dominio romano en Grecia y en el m undo helenístico en gene ral es una cuestión aparte, que hemos de considerar en el últi mo capítulo.
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EL EGIPTO PTOLEMAICO
I Cuando se sortearon las provincias, en Babilonia, después de la muerte de Alejandro, Ptolomeo, hijo de Lago, fue elegido para gobernar Egipto y Libia y las tierras de los árabes que se hallaban contiguas al Egipto; y Cleome nes, que había sido nombrado gobernador de esa satrapía por Alejan dro, quedó subordinado a Ptolomeo. (Arriano, Acontecimientos des pués de Alejandro, Fragmente der griechischen Historiker, 156 F 1, 5) Pero en m uy poco tiempo Ptolomeo se desembarazó de Cleomenes, «considerándolo leal a Perdicas y no a él» (Pausa nias, I, 6, 3). Instalado en su base egipcia, Ptolomeo fue desde un principio un obstáculo formidable para todo el que deseara volver a unir el imperio de Alejandro. Pero sus propios objeti vos y los de sus sucesores no están nada claros. Parece cierto que Ptolomeo I no tuvo ambiciones personales de conquistar todo el imperio. Pero, en tal caso, ¿cuál era la finalidad de sus adquisiciones de ultramar? El problema queda planteado en un pasaje de Polibio (Y, 34, 2 y ss,), que describe la situación a la que llegó Ptolomeo IV Filopator en el 221. El nuevo rey, dice Polibio, se mostraba poco interesado en el gobierno y resultaba difícil acceder a él; trató con negligencia total y con indiferencia a quienes estaban encargados de llevar los asuntos fuera de Egipto, a los que los reyes anteriores habían prestado una atención mayor que la que les merecía el gobierno del propio Egipto. En consecuencia, siempre se habían ha llado en condiciones de mantener el respeto de los reyes de Siria, tan to por mar como por tierra, adueñándose de Celesiria y de Chipre; 91
también habían ejercido presión sobre los dinastas del Asia Menor, y otro tanto en las islas, ya que poseían las ciudades principales, las for talezas y los fondeaderos a todo lo largo de la costa, desde Panfilia hasta el Helesponto y en las cercanías de Lisimaquia; en tanto que, por el hecho de dominar Aeno, Maronea y otras ciudades incluso más lejanas, ejercían una supervisión en los asuntos de Tracia y de Mace donia. Poseedores de un brazo tan largo y unas vallas tan extensas y alejadas de estados clientes (dinastías), los reyes egipcios jamás tuvie ron temor por sus dominios y por este motivo siempre prestaron, na turalmente, una atención seria a los asuntos exteriores. Ptolomeo se había apoderado de Celesiria en el 319, después de la conferencia de Triparadiso (cf. p. 49), pero muy pronto perdió la parte septentrional a favor de Eumenes. Poco después de la muerte de Eumenes, toda la región pasó a las manos de Antigono. Después de Ipso (301), Ptolom eo se apoderó de la m itad meridional de la provincia y se negó a devolverla a Se leuco; éste estaba políticamente en deuda con Ptolomeo, de modo que no insistió en sus reclamaciones en aquel momento. Pero Celesiria siguió siendo un problema para ambos reinos y constituyó una de las razones importantes para las cinco gue rras libradas entre los Ptolomeos y los Seléucidas en el trans curso del siglo tercero, hasta que en el 200, después de su vic toria de Panio, Antíoco III se convirtió en señor de Siria y de Fenicia. Ptolomeo I llevó a cabo contactos con Chipre desde muy tem prano, se apoderó de la isla poco más tarde y, en el 310, nom bró a su hermano M enelao jefe m ilitar de la isla. Después de Ipso la perdería por un tiempo, durante el cual la dominó Demetrio, pero la habría de recuperar en forma permanente en el 294. Probablemente hacia el 310 estableció una alianza con Rodas, una ciudad que «obtuvo la m ayor parte de sus ingresos de los mercaderes que navegaban hacia Egipto; en términos ge nerales, la ciudad se sostenía gracias a aquel reino» (Diodoro, XX, 81, 4), una afirmación confirmada en parte por la gran cantidad de ánforas rodias estampilladas encontradas en Ale jandría. U n poco más tarde, probablemente entre el 291 y el 287, Ptolomeo asumió el patronazgo de la Liga de las Islas, or ganizada en sus orígenes por Antigono (cf. p. 48). De modo que la decisión de Ptolomeo de controlar áreas importantes fuera de Egipto está clara desde una fecha tem prana, y como lo indica Polibio, tam bién se apoderó de diversas posesiones cos teras en el Asia Menor. Pero Polibio tam bién afirma que di chas posesiones aseguraron -y , tal como lo deja implícito en sus textos, tenían por objetivo asegurar- que los Ptolomeos hasta los tiempos de Ptolomeo III Evergetes «jamás abrigaran temores por sus dominios egipcios». Para Polibio, por lo tanto, 92
la política ptolemaica estaba concebida en términos defensivos. Este punto de vista ha de ser considerado con seriedad, aun cuando quizá simplifique en exceso e incluso distorsione algu nos hechos. Polibio creía no sólo que Ptolomeo IV descuidaba los asuntos externos -u n juicio discutible- sino también que cuando Filipo y Antíoco se aliaron contra Egipto poco después de la muerte de Ptolomeo IV, ocurrida en el 204, el propio Egipto iba a formar parte de lo que Filipo obtuviera en el re parto del botín. (Cf. Polibio, III, 2, 8: «Filipo ponía sus manos sobre Egipto, Caria y Samos». Algunos especialistas han en mendado el texto sin ninguna justificación para leer «el Egeo» en lugar de «Egipto»). Y por cierto que critica a Filipo porque después de ganar la batalla de Lade contra los rodios en el 201, aunque «le era muy posible ir por m ar hasta Alejandría» (Poli bio, XVI, 10, 1), no lo hizo. En sus tiempos juveniles de políti co, Polibio había visto Egipto invadido por Antíoco IV y esto puede haber influenciado sus juicios. De todas formas, parece considerar que la política exterior de los Ptolomeos estaba pen sada, en primer térm ino y directamente, para evitar ataques contra Egipto. Tales ataques podrían provenir en especial de Siria y la ocupación de Celesiria y Chipre sin duda servía como m uro de contención ante las agresiones originadas en esa zona. Pero también se ha argumentado que el control ptolemaico del Egeo tenía por finalidad lim itar la influencia macedonia en Grecia. Sin duda, existía un aspecto antimacedonio en la polí tica exterior ptolemaica, tal como queda manifiesto en la G ue rra Cremonídea (cf. pp. 86-87), que fuera instigada y financia da por Ptolomeo II. Pero esa guerra parece haber sido una res puesta al hecho de que Antigono creara una flota y se podría pensar que lo que los Ptolomeos tem ían era una expansión Antigónida en el Asia M enor, más que el control macedonio so bre Grecia, aun cuando como un medio de seguridad y como una amenaza siempre estuvieran preparados para apoyar a los agitadores políticos griegos, como Arato de Sición o, por cierto tiempo, Cleomenes III de Esparta. La acción ptolemaica contra M acedonia en Grecia, de hecho, casi siempre se m antuvo den tro de un nivel no excesivamente elevado. De modo que se diría que Siria representaba la amenaza principal. Pero la defensa de Egipto frente a los Seléucidas no se habría de concretar tan sólo estableciendo un estado-tapón bajo soberanía ptolemaica. Tam bién requería un ejército bien equipado y una buena flota y para ambos faltaban en Egipto las materias primas más esenciales: metal, madera, resina, di nero y m ano de obra adecuada. M ano de obra significaba, por supuesto, griegos, macedonios y anatolios y sólo si había dine ro por medio se podía pensar en atraerlos. Había un poco de 93
oro en Nubia, pero en conjunto las otras materias primas tam bién tendrían que ser importadas, como así tam bién muchas de las cosas necesarias para m antener el nivel de vida civilizada que un gobernante helenístico exigía, como por ejemplo lana, tintura de púrpura, mármol, buenos vinos, caballos. De modo que debemos considerar que el control de Celesiria, Chipre, las costas del Asia M enor y las islas del Egeo servía para más pro pósitos, al proporcionar muchas de las cosas que faltaban en el valle del Nilo y en su Delta. Los productos de las posesiones ptolemaicas de ultram ar po dían llegar a Alejandría como tributo. Pero las mercancías pro venientes de cualquier otro lugar y la contratación de tropas exigían dinero. Ptolomeo I heredó una buena cantidad (8.000 talentos) de Cleomenes (Diodoro, XVIII, 14, 1) quien había ex plotado Egipto intensivamente; pero para la defensa continua de Egipto y la ocupación m ilitar de Cirene, que Ptolomeo se había apropiado en lugar de incorporarla a Egipto (como Tesa lia era propiedad de los reyes de Macedonia), como así tam bién para la protección de las otras posesiones ultramarinas, era esencial una fuente ininterrum pida de recursos. Para obte ner esos dineros se planificaron algunos de los rasgos más ca racterísticos del régimen ptolemaico en Egipto, si bien, una vez establecido, el sistema tendía a perpetuarse a sí mismo. Por lo tanto, parece probable que en su forma original este régimen se rem ontara a los tiempos de Ptolomeo I, aunque el sistema completo se desarrolló y perfeccionó bajo el reinado de Ptolo meo II (y quizá gracias a las actividades de su canciller [dioiketés] Apolonio). Desde los tiempos de ese reinado comenzamos a disponer de detalles completos.
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Este sistema puede ser descrito como un experimento en gran escala en el campo del centralismo burocrático y del m ercanti lismo, en cuanto apuntaba a la acumulación de metales precio sos, a través del control del comercio, y a la subordinación de la economía al poder del estado. Esta política está formulada con toda claridad en una carta que data del 258, escrita por Deme trio, quien era evidentemente el responsable de la ceca de Ale jandría, a Apolonio, el dioiketés de Ptolomeo II. Esta carta, des pués de las fórmulas preliminares habituales, dice: Estoy controlando los trabajos, tal como me has escrito que lo haga, y he recibido 57.000 piezas de oro que he acuñado y remitido. Ten dríamos que haber recibido varias veces esa cantidad, pero, como ya 94
te he escrito en otra ocasión anterior, los extranjeros que llegan aquí por mar, los mercaderes, los intermediarios y otros traen tanto su mo neda local de metales puros como las pentadracmas de oro (trichrysá) para que sean acuñadas para ellos, de acuerdo con el decreto que nos ordena recibir y devolver, pero dado que Filaretos no me permite aceptar, al no saber a quien podemos acudir en este tema, nos vemos obligados a no aceptar. La carta prosigue diciendo que los hombres se quejan de que su oro permanezca sin uso, ya que no puede ser cambiado «ni enviado al país para com prar mercancías». Tam bién «todos los residentes en la ciudad (se. Alejandría)» estaban imposibilita dos de cam bial su oro pero, por encima de todo, los ingresos se veían afectados. Porque, dice Demetrio, creo que es una ventaja que la mayor cantidad de oro que sea posi ble se importe desde el exterior y la moneda del rey es siempre buena y nueva sin que ningún gasto recaiga sobre él (P. Cairo Zen., 59021 = Select Papyri, n° 409). Gracias a esta carta tenemos noticia de una medida adopta da por Ptolomeo II tiem po después del 285, como parte de una serie general de ordenanzas reguladoras de los impuestos en Egipto, para eliminar toda m oneda extranjera del reino y para obligar a los mercaderes foráneos a cambiar su moneda al lle gar a Egipto. A cambio, recibían las nuevas monedas ptolemaicas acuñadas sobre una base más ligera que la que se utilizaba en el resto del m undo helenístico y muy similar, aunque no idéntica, al llamado patrón fenicio, que estaba en uso en Cirene. No es seguro el motivo por el cual Ptolomeo I, poco des pués del 300, había adoptado esa base más ligera. Algunos creen que quería lograr que fuese válida en ciertas zonas ex tranjeras de comercio, en tanto que otros relacionan el hecho con un cambio en el valor relativo del oro y la plata (el valor del oro había ido declinando en el transcurso de las décadas iniciales del siglo tercero). Pero quizá sea más adecuado consi derar la medida como un paso hacia la creación en Egipto y en sus posesiones de un sistema monetario cerrado del cual que daba excluida la circulación de monedas extranjeras. Si esto es así, la reglamentación de Ptolomeo II a la que se refiere D em e trio en su carta refuerza ese concepto otorgándole la im pronta de ley. Es interesante comprobar que el sistema m onetario ce rrado de los Ptolomeos fue copiado un siglo más tarde por los Atálidas de Pérgamo, cuyos ástóforos (monedas denominadas así por la caja sagrada, cista, que se reproducía en ellas) fueron utilizados tam bién como una moneda de curso legal excluyente. 95
Las observaciones de Demetrio acerca de lo deseable que re sultaba acum ular oro ilustran el pensamiento mercantilista existente detrás de la política económica de Ptolomeo II. Dicha política estuvo respaldada por un control intensivo de produc ción a través de todo el reino, con el propósito de aum entar al m áximo las riquezas que entraban en las arcas de Ptolomeo. El prim er requisito consistía en una burocracia eficiente y, en este sentido, los Ptolomeos pudieron basarse en el sistema faraóni co, que dividía el país en unos cuarenta nomos, subdivididos en tópoi (zonas) y en kóm ai (aldeas) -p ara utilizar los nombres griegos- bajo el mando de nomarcas, toparcas y komarcas. So bre esta base, los Ptolomeos injertaron un sistema más comple jo, con tropas establecidas en todo el país bajo el m ando de ge nerales (strategoí) y un servicio fiscal más elaborado a cargo de los oikonómoi. Con el transcurso del tiempo aumentó el poder detentado por los strategoí, en especial durante el siglo segun do, cuando sus otros deberes se m ultiplicaron, hasta el punto de que sus funciones puram ente militares fueron asumidas por oficiales distintos, con autoridad sobre varios nomos; a estos funcionarios se les dio el nombre de epistrategoí. Dado que la atención de Ptolomeo se hallaba concentrada en la obtención de riquezas, su funcionario principal en el reino era el dioiketés, el ministro de finanzas en Alejandría, cuya autoridad cre cería en forma gradual para llegar a proyectarse en cada una de las ramas de los asuntos de estado. Como hemos visto (cf. p. 23), el poderoso dioiketés de Ptolomeo, Apolonio, que ejerció sus funciones desde el 260 hasta c. 246, y Zenón, su agente a cargo de una gran propiedad concedida a Apolonio por Ptolo meo en el nomo arsinoita en lo que hoy es El Fayum, m antu vieron una correspondencia que constituye una de nuestras principales fuentes de información acerca del funcionamientp del sistema administrativo en esos tiempos. Sin embargo, al echar una mirada al voluminoso material conservado en este archivo, el historiador debe recordar que tal vez esté conside rando el testimonio de un experimento en cierto modo de corta duración, más que un sistema que perduró hasta las épocas fi nales de los Ptolomeos. Con esta precaución en mente, pode mos utilizar los papiros de Zenón para aclarar un sistema ad ministrativo elaborado de una m anera notable. Bajo las órdenes del dioiketés se hallaban los oikonómoi, a quienes correspondía la desagradecida tarea de cobrar las ren tas y los impuestos a la población y al mismo tiempo evitar que los labriegos se desanimaran (como ocurría algunas veces), hasta el punto de abandonar sus tierras y emigrar. U na copia de las instrucciones enviadas en el siglo tercero probablemente por un dioiketés a un oikonómos -bien puede tratarse de una 96
usual exhortación enviada a cada oikonómos cuando éste se hacía cargo de sus funciones- da una idea acerca de la tarea de estos funcionarios: En tus giras de inspección, mientras vayas de un lugar a otro, trata de animar a todos y de infundirles aliento; y esto lo harás no sólo ha blando con ellos, sino que si alguno se queja de los escribas de la aldea o de los komarcas con respecto a cualquier cosa relacionada con el trabajo de labranza, deberás examinar el caso y en la medida de lo po sible poner fin a esas situaciones... Has de considerar éste como uno de tus deberes más indispensables: ver que el nomo esté sembrado con el tipo de cosechas establecidos en la planificación. Y si alguno estu viera en un apuro a causa del pago de sus alquileres o bien sin ningún recurso, no dejarás pasar esa circunstancia sin una investigación. (.P. Tebt., 703 = Select Papyri, n° 204). La carta de la que se han tomado estos párrafos proporciona un panoram a amplio' acerca de las diferentes formas de explo tación oficial a la que estaban sujetos los bien regimentados fellahin. Sugiere métodos que debe emplear el oikonómos para asegurar que ninguna fuente de ingresos escape de su ojo oficial -p o r ejemplo, habrá de aprovechar el período de las inunda ciones del Nilo, cuando el ganado tenía que concentrarse for zosamente en terrenos altos, para llevar a cabo un registro de su cantidad, para el pago de impuestos. N o se puede evitar un sentimiento de simpatía no sólo hacia los labriegos, sino tam bién hacia el oikonómos, que tenía que m antener la buena vo luntad de aquellos, mientras procedía a quitarles parte del pan de la boca. Los impuestos y los alquileres eran m uy variados por su ín dole y contemplaban toda posible fuente de ingresos. Los co nocemos merced a una am plia veriedad de papiros que contie nen órdenes de pago, recibos, contratos, ofertas y otros docu mentos relacionados con la vida cotidiana fiscal o económica. U n ejemplo típico de esta clase para el pago de la renta, escrito quizá por un jefe m ilitar en el 244-243, dice: A Achoapis. Con respecto a la posesión de Alcetas, uno de los pri sioneros provenientes de Asia en la región de Psenarpsenesis, quien ha vuelto a ser empleado por la Corona después de la siembra del cuarto año, Apolonio, el depositario de los contratos, nos ha presentado un contrato del que dice que fue hecho por Alcetas con Heliodoro, el cul tivador de la finca, por un alquiler fijo de 30 artabae* de trigo y que ambos firmaron el documento habitual de compromiso de que la finca había sido entregada por esa cantidad. Por lo tanto, haz que de la ren ta antes mencionada llegue la parte correspondiente a la Corona. (P. Petrie, 104 = Select Papyri, n.° 392). * L a arlaba es u n a m edida egipcia para áridos, equivalente a unos 56 decí m etros cúbicos.
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En este caso, son varios los puntos que requieren una aclara ción; y para ello tendremos que considerar el sistema de arren damiento de tierras en Egipto. Ptolomeo consideraba el conjunto de la tierra de Egipto, sin im portar cómo estuviese asignada u ocupada, como una pose sión personal. Después de la reunión de los enemigos de Perdi cas en Triparadiso, en el 320, como hemos visto (cf. p. 46), se produjo una redistribución de las satrapías por parte de A nti patro quien, según registra Diodoro, asignó a Ptolomeo la satrapía que había tenido a su cargo hasta enton ces, porque era imposible cambiar eso, toda vez que se lo veía en po sesión de Egipto como si se tratara de una tierra ganada por la fuerza y fruto de su propia valentía. (XVIII, 39, 5). Sin embargo, sólo una porción de la tierra de Egipto estaba cultivada directamente como «tierra de la corona». G ran parte de ella estaba en posesión de los poderosos templos indígenas, cuyos sacerdotes eran lo más similar que existía a una nobleza nativa. En teoría, la tierra de los templos se consideraba tam bién propiedad del rey y los reyes tom aron medidas para con trolar el cultivo y llevarse las cosechas y ganancias, tan sólo perm itiendo que revertiese a los templos lo imprescindible. Pero en este aspecto solamente tuvieron un éxito parcial y a medida que el poder de la m onarquía se debilitaba en el siglo segundo los sacerdotes lograron increm entar la superficie de las tierras del templo y la influencia que ellos mismos ejercían. ' Dignos de señalar son tam bién los enormes e impresionantes templos levantados, por ejemplo, en Denderah, K am ak, Edfu, y Kom Ombo, durante el período ptolemaico. Las tierra retenidas en manos del rey eran trabajadas por la briegos de la corona, a los que se asignaban parcelas, casi siem pre en arriendos de duración breve. Entre estas gentes desarro llaba sus funciones el oikonómos local, nutriendo solícitamen te sus capacidades para pagar los impuestos, y en esa tarea con taba con la ayuda de muchos funcionarios subalternos, egip cios ellos mismos: se trataba de algunos guardias, el jefe y el es criba de la aldea (mencionados en la carta citada). Estos hom bres que se hallaban en los niveles administrativos más bajos eran necesariamente egipcios, ya que tenían que tratar directa m ente con la población nativa y en su propia lengua. La semi lla de los cereales’era suministrada por la corona, pero su equi valente debía ser devuelto tras la cosecha y, como hemos visto, lo que sembraban los labriegos estaba determinado por el go bierno central y registrado en planificaciones de siembra. Otras tierras eran transferidas a modo de regalo a los templos o a in98
dividuos privados como Apolonio, el dioiketés, cuya propie dad de casi 2.800 hectáreas en El Fayum ya ha sido m enciona da, o también se adjudicaban por sorteo a soldados reservistas conocidos bajo la denominación de kleroúchoi (o algunas ve ces, después del 217, como kátoikoi). Con el fin de gobernar el Egipto de manera segura frente a todos los rivales, los Ptolomeos necesitaban fuerzas militares y existe un caudal muy grande de testimonios que indican un gran aflujo de extranjeros, de todas las nacionalidades, durante los primeros cincuenta años del control ptolemaico. Los Ptolo meos apoyaron esta tendencia. Después de la batalla de Gaza (312), por ejemplo, «Ptolomeo envió prisioneros a Egipto con instrucciones de que habían de ser distribuidos entre los no mos» (Diodoro, XIX, 85, 3-4). Aquellos hombres eran más de ocho mil. Para entender las necesidades de esos inmigrantes se introdujo la im portante categoría de «tierras de cleruquía». Unas parcelas de tierra, cuya extensión variaba entre una y media y veintiocho hectáreas aproximadamente y que se halla ban esparcidas por todo el país, fueron asignadas a los reservis ta, a quienes se impuso el doble deber de cultivar la tierra y servir en el ejército cuando se los llamara para ello. Estos hom bres perm itieron que el rey ahorrase una gran cantidad de di nero, que habría sido necesario si hubiese empleado mercena rios en su lugar. En algunas ocasiones, los kleroúchoi arrenda ban sus parcelas a un labriego, que o bien ocupaba una parte de ellas (si eran demasiado grandes para que las cultivase una persona sola) o bien se hacía cargo de todo el terreno cuando era llamado a filas. En la carta a Achoapis (cf. p. 97), Alcetas, un prisionero de guerra quizá aprisionado durante la Guerra Laodicea contra los Seléucidas (246-241), se había convertido en soldado del ejército de Ptolomeo III, había adquirido un kléros (lote) y lo había arrendado a un tal Heliodoro. Tras ha berse producido algunos problemas con las autoridades, la par cela de Alcetas había sido confiscada por el gobierno, que in vestigó acerca del contrato de arriendo y ordenó que la renta (que se debía pagar en trigo, no en metálico) fuera a las arcas de la corona. Originalmente los lotes eran personales pero ha cia mediados del siglo tercero un papiro proveniente del nomo Arsinoita m enciona un cleruco «al cual pertenece la tierra, como tam bién a sus descendientes» (P. Lille, 4), y en una am nistía concedida en el 118 por Ptolomeo II Evergetes, su esposa y su ex esposa, vemos que ellos han decretado que todos los recipiendarios de concesiones de tie rras y los arrendatarios de tierras del templo y otras tierras en aphései (o sea cedida por el gobierno), tanto los que hayan invadido tierras de 99
la corona como todos los demás que ocupan una superficie mayor que su propio lote, si entregan todo el sobrante y declaran espontánea mente y pagan un año de arriendo, habrán de ser liberados de toda responsabilidad para el período que llega hasta el año 51° y tendrán la posesión legal de la tierra (P. Tebt., 5, 11. 36-43 = Corp. Ord. Ptol., n-° 53). Este documento demuestra que en esos tiempos la tierra de cleruquías comenzaba a adquirir un carácter similar al de la propiedad privada. Ya cultivaran o no sus propias parcelas, los ciérneos no siempre vivían en sus kléroi. Como soldados reser vistas, podían ser llamados a filas de tiempo en tiempo. Tam bién tenemos noticias de soldados a los que se asignaban vi viendas, por lo común a expensas de los nativos egipcios. Estas medidas provocaron muchos resentimientos; pero surgirían más aún cuando hacia finales del siglo segundo, los egipcios comenzaron a ser asentados como kleroúchoi en las tierras y, como ocurrió en algunos casos, en Kerkeosiris, El Fayum, de salojaron a los arrendatarios griegos de los kléroi más extensos. Como los labriegos de la corona, los kleroúchoi tam bién se hallaban sometidos a los distintos impuestos que contribuían a engrosar los beneficios reales. Tenemos noticia de impuestos sobre la lana y el lino; de un derecho de sucesión (que se debía pagar a la muerte); de un impuesto del 5 % sobre las rentas de las casas; de un impuesto del 10 % sobre las ventas y del 2 % sobre las ventas al por m enor de otro impuesto del 33 y 1/3 % sobre las ganancias de las palomas (en Kerkeosiris dicho im puesto estaba destinado al dios Soknebtunis); de una tasa del 33 y 1/3 % sobre los viñedos, huertos y jardines, junto con 1/6 del producto de las viñas pagadero en especie y el de los huer tos y jardines pagadero en metálico (este último impuesto, co nocido bajo el nombre de apómoira, fue destinado a m antener el culto postumo de Arsínoe Filadelfa, esposa de Ptolomeo II, P. Rev. Laws, col. 37, 15-18); de un impuesto sobre el ganado y los esclavos; de un impuesto de capitación y de otro de dere chos de aduana locales. El impuesto sobre los cereales (a dife rencia del que se cobraba sobre el vino, olivas y otros produc tos agrícolas) se pagaba en especie y los labriegos de la corona que debían pagar el arriendo de sus tierras a menudo tenían que entregar, en concepto de renta y de impuestos, más del 50 % de sus cosechas. Lo que quedara, después que el labriego y su familia apartasen lo necesario para su sustento, sería vendi do o (más corrientemente) intercambiado por artículos de pri m era necesidad. Es probable que los campesinos dependientes de la corona operaran sobre todo dentro de una economía de trueque, sin demasiado uso de la moneda. La situación del kleroúchos era algo más desahogado) ya que no se le exigía pagar 100
una renta demasiado alta, puesto que una parte de esa obliga ción venía a ser cumplida bajo la forma del servicio militar. — N o todos los productos podían ser vendidos porque, además de esos impuestos obligatorios y gravosos, los Ptolomeos im pu sieron diversos monopolios. U n ejemplo notable lo suminis tran las cosechas de los productos oleíferos: sésamo, aceite de castor, semillas de lino, alazor o falso azafrán y calabaza re donda; las reglamentaciones referidas a estas cosechas están contenidas en un código del 259 conocido bajo la denomina ción de Leyes de Rentas de Ptolomeo II, (cf. p. 23) (P. Rev. Laws, columnas 38-56 = Select Papyri, n.° 203). Este docu mento presenta al gobierno ejerciendo un control completo so bre la industria aceitera en todas sus etapas, desde la planta ción hasta la venta al por m enor del aceite según precios fijos, después que el producto hubiera sido manufacturado en facto rías del estado, supervisadas por las autoridades locales. Por supuesto, que no faltaron intentos para burlar estas leyes. U n papiro del 114 aclara las medidas adoptadas, algunas veces con riesgo personal, para enfrentarse con el contrabando. Apolodoro, que había sido contratado para vender aceite al por menor y cobrar los impuestos relacionados con este producto en Kerkeosiris, escribe a Menches, el escriba de la aldea, describiendo la for ma en que, después de haber sabido que había un contrabando de aceite en la casa de Sisois, se había dirigido a esa casa acompaña do por el agente del oikonómos «en vista de que tú y los otros fun cionarios no estabais dispuestos a acompañarme», después de lo cual Sisois y su mujer acometieron contra Apolodoro y lo arro jaron fuera. Más tarde, cuando intentó arrestar a Sisois, toda una pandilla de amigos de éste rechazó a Apolodoro y a sus ayudan tes, les propinó una paliza y llegó a herir a la mujer de Apolodo ro en la mano derecha. Apolodoro presenta una reclamación de pérdidas por el valor de diez talentos de cobre con respecto a su contrato, dinero que intenta obtener de los funcionarios corres pondientes. Sin embargo, no hay noticias de una compensación por daños (P. Tebt., 39 = Select Papyri, n.° 276). Las minas, las canteras, la producción de sal y la extracción de nitratos y alumbre (utilizado para abatanar) también consti tuían monopolios. Pero en muchos otros campos de la econo mía hallamos un control estricto que poco falta para que sea un monopolio -p o r ejemplo en la producción de lino, papiro y cerveza (la bebida nacional de Egipto)- o el uso de licencias o arrendamientos combinados con impuestos, como es el caso de los apicultores, criadores de cerdos, pescadores y la mayor par te de los mercaderes. Quizá sea exacto afirmar que ningún as pecto de la agricultura o de la producción en el Egipto de los Ptolomeos escapaba a la atención del gobierno de una u otra 101
forma y que una combinación de elevados impuestos sobre la m ayor parte de los géneros imaginables y los precios fijos ase guraba que los beneficios reales fuesen a parar al tesoro de los Ptolomeos. Hemos de añadir que este sistema se aplicaba del mismo modo y por las mismas razones a las posesiones ptolemaicas del exterior. El Estado era lo prim ero y este orden de prioridad se inculcaba en la ideología oficial. «Nadie» -escribe el dioiketés a su oikónom os- «tiene el derecho de hacer lo que quiera, pues todo está reglamentado para lograr lo mejor» (P. Tebt., 703, líneas 230-232). El sistema ptolemaico ha sido caracterizado como una eco nom ía altamente planificada, lo cual puede inducir a error. En muchos ámbitos, los Ptolomeos simplemente se aprovecharon de lo que encontraron, añadiendo a ello las medidas que exigía la existencia de una nueva clase gobernante constituida por griegos y macedonios, incluidos los kleroúchoi. A menudo los detalles están sujetos a compromisos locales y se advierte un grado m uy alto de incompetencia. Como sistema de explota ción era rudo y muchas veces resultaba ilógico, dominado como estaba por la preocupación de evitar las estafas más que por la de asegurar los resultados más eficientes. Pero tal vez su debilidad mayor haya sido su concentración unilateral en la obtención de la mayor riqueza posible para los Ptolomeos y su desinterés -con excepción de las buenas palabras, como las que el dioiketés escribe a su oikonóm os- por el bienestar de todos los habitantes nativos de Egipto. Como es natural, el sistema hallaba resistencias. U na parte del interés del egipcio se centraba en subrayar con énfasis sus apuros y en exagerar su incapacidad para el pago. A menudo los funcionarios se enfrentaban con quejas exasperantes, como las que están ejemplificadas en la siguiente carta, escrita a me diados del siglo tercero por Haretontes, un cocinero de lentejas de Filadelfia, y destinada a Filiscos, quizá el oikonómos de Crocodilópolis: Entrego la cantidad establecida en 35 artabae (de lentejas tostadas) por mes y hago todo lo que puedo para pagar la tasa mensual, de modo que no tengas quejas contra mí. Ahora la gente del pueblo tues ta calabazas. Por este motivo nadie me compra lentejas en estos tiem pos. Te ruego y te suplico, pues, si lo crees adecuado, que se me otor gue un plazo mayor, tal como lo han hecho en Crocodilópolis, para pagar el impuesto al rey. Porque cada mañana ellos se sientan junto a mis lentejas y venden sus pipas y no me dan la oportunidad de vender mis lentejas. (P. S. /., 402, = Select Papyri, n.° 266). Los funcionarios subalternos se veían abrumados por esas que jas y zalamerías, pero su tarea consistía en recaudar el dinero. 102
Ill El nuevo elemento introducido en Egipto en la época de Alejandro y después bajo el gobierno de los primeros Ptolo meos era, como hemos visto, una clase grecomacedónica go bernante. Los soldados reservistas se hallaban muy esparcidos en el medio rural porque los Ptolomeos, a diferencia de los Se léucidas, no fomentaron la creación de ciudades y Egipto po seía pocas. Sin duda que existía Alejandría, una aglomeración cosmopolita, el corazón de la administración ptolem aica,'con una población numerosa de griegos, macedonios, judíos y nati vos egipcios. En esta ciudad se alzaban el palacio real y los m i nisterios, pero comparada con el Alto Egipto y El Fayum, no ha revelado casi nada al excavador y la hum edad del suelo ha destruido casi todos los papiros. A causa de un cambio del ni vel del mar, buena parte de la ciudad antigua se halla en la ac tualidad bajo el agua. Desde un principio los Ptolomeos trata ron de m antener a los campesinos egipcios lejos de la ciudad, pero fue en vano, como podemos apreciar en la descripción que hace Polibio de la población alejandrina durante la segun da m itad del siglo segundo: Está habitada por tres tipos de gentes; en primer lugar los nativos egipcios, un grupo voluble, difícil de controlar; le siguen los mercena rios, un conjunto numeroso, altanero y poco cultivado, ya que existe una práctica antigua allí, por la que se mantiene una fuerza extranjera la cual, debido a la debilidad de los reyes ha aprendido a mandar más que a obedecer: por último se hallan los propios alejandrinos, unas gentes que tampoco se encuentran auténticamente civilizadas por las mismas razones, pero que aun así resulta superior a los mercenarios [o bien a las otras dos categorías] porque aunque están mezclados, pro vienen de una estirpe griega y no han olvidado las costumbres griegas. (XXXIV, 14, 1-5). Es decir que Alejandría configuraba un caso especial. Jamás se pensó que fuera una parte enteramente egipcia y su nombre oficial en los tiempos romanos fue Alejandría de Egipto. Sin embargo, dado su carácter de centro cultural más importante del m undo helenístico será nuestro foco de atención más ade lante (capítulo 10). Además de Alejandría tam bién se erguía Naucratis, un antiguo asentamiento griego y un mercado a tra vés del cual en el transcurso de varios cientos de años el go bierno faraónico había regulado el comercio con el m undo griego. Por otra parte, estaba Ptolem aida en el Alto Egipto, la única fundación ptolemaica, llevada a cabo por Ptolomeo I. Está bien claro que las tradiciones del reino tan centralizado de Egipto y las inclinaciones de la dinastía ptolemaica iban en 103
contra de la fundación de centros locales, incluso de autono mía limitada, que es en lo que inevitablemente se habían de convertir las ciudades. U na burocracia centralizada constituía la mejor garantía para un control oficial completo. IV A un antes de Alejandro, griegos y egipcios habían tenido que adaptarse los unos a los otros en el valle del Nilo, pero sólo con la conquista macedonia el problema de las dos cultu ras se convertiría en un hecho central para ambos pueblos. D u rante los reinados de los primeros Ptolomeos, existen pocos testimonios de hostilidad profunda entre ambos pueblos. Los egipcios conservaban sus propias leyes y administración de jus ticia y en el siglo segundo se crearon tribunales específicos para entender en las disputas surgidas entre egipcios y griegos, y jue ces reales (chrematistaí) ejercían sus funciones sobre ambos pueblos. Pero poseemos una serie de decretos reales (prostágmata) con fuerza de ley, datados en los tiempos de Ptolomeo II, que se aplicaban por igual a griegos y egipcios. Algunos de estos -así como otros docum entos- revelan un desarrollo in quietante: la tendencia del poder administratrivo a inmiscuirse en el campo judicial, como cuando, por ejemplo, en una carta dirigida a su dioiketés Apolonio, en el 259, Ptolomeo II envía instrucciones para que ya que ciertos abogados ... están aceptando casos fiscales en perjuicio de los ingresos, debes dar órdenes para que aquellos que hayan actua do como tales paguen a la Corona el depósito del diez por ciento du plicado y prohibir que en el futuro se presenten como abogados en cualquier caso. (P. Amherst, 33 = Select Papyri, n.° 273). Queda claro que las autoridades no debían ser molestadas por demandantes con acceso a apoyo legal. Los egipcios se hallaban en desventaja, en la medida en que la nueva clase dirigente estaba integrada por completo por los recién llegados. El estamento superior del servicio civil, los sacerdocios griegos, los clerucos, los poseedores de tierras otor gadas por los reyes, los griegos de Alejandría y de las otras ciu dades y, naturalm ente, los Amigos del rey formaban una casta única, de la que estaban excluidos aun los nativos egipcios más ricos. La clase sacerdotal egipcia, que puede haberse m anteni do en términos de igualdad con los recién llegados (dado que los templos eran antiguos, ricos y poderosos) no estuvo en con diciones de resistir la presión que el rey ejerció con el objetivo 104
de incorporarla, desde el punto de vista económico, en su siste ma general. Sus fuentes de riqueza se vieron limitadas por en tonces a lo que era necesario para el mantenimiento de los templos. Esto era una realidad, al menos en el siglo tercero. Tiempo después, como ya lo veremos, la situación de los sacer dotes mejoraría. Sin embargo, el contacto entre los dos pueblos fue mucho más estrecho en las zonas rurales. En ese ambiente las friccio nes y la hostilidad surgen a la superficie en los papiros y, con ellas, aparece el resentimiento racial. En los papiros de Zenón nos encontramos con un conductor de camellos, probablemen te un árabe, que se queja de que no se le haya pagado con regu laridad y atribuye esto al hecho de que «yo soy un bárbaro» y «no sé comportarme como un griego» (hellenízen) (P. Col. Zen, 66, líneas 19, 21). Poco tiempo más tarde, durante el rei nado de Ptolomeo III, un sacerdote egipcio de elevada posición comprometido en un pleito referido a un kleroûchos acantona do a sus expensas -e l viejo agravio- se queja de que éste «me desprecia porque soy egipcio» (P. Yale, 46, col. I, línea 13). Pero algunas veces la situación era inversa. Cierto Ptolomeo, hijo de Glaucias, un macedonio, que vive en el complejo del templo de Serapis en Menfis, se queja en diversas ocasiones (en el 163, 161 y en el 158) de que es perseguido porque es griego (¡y no macedonio!) ( U PZ, 7, 8, 15) pero esto acontecía poco después de la rebelión de Dionisio Petosarapis cuando los sen timientos se hallaban tensos y, por otra parte, bien puede ha ber existido una hostilidad personal hacia este hombre. Por lo tanto, sería poco consistente extraer conclusiones generales de unos pocos pasajes de esta naturaleza. U n papiro de Zenón (P. Cairo Zen., 59610) habla de la dificultad para hacer trabajar juntos a egipcios y extranjeros; pero en términos generales, al parecer, los dos pueblos gozaron de un modus vivendi razona blemente satisfactorio. Sin duda alguna, los egipcios eran inferiores desde el punto de vista económico y ocupaban los puestos más bajos en la es cala social, porque es probable que no hubiera en el país un número relevante de esclavos. Los esclavos jugaban su papel en la vida doméstica de Alejandría, como en cualquier otra ciudad griega, y sabemos de la existencia en Menfis de una te jeduría perteneciente a Apolonio, el ya mencionado dioiketés de Ptolomeo II, que pudo haber empleado mano de obra escla va (P. Cairo Zen., 59142), pero la existencia de un campesino nom inalm ente libre, y el hecho de que todos los tipos de traba jo m anual fueran ejecutados por hombres libres, no deja lugar para los esclavos fuera de las ciudades (excepto ocasionalmente en las minas). La suerte de los labriegos de la corona a menudo 105
era desesperada pero poseían un remedio tradicional -protestar huyendo, por lo común en grupos (anachóresis era el término técnico para denominar esta institución bien establecida)- y la existencia de templos con derecho de asilo alentaba a quienes quisieran apelar a la huida. Por ejemplo, en el verano del 256, Panacestor, el administrador del dioiketés Apolonio y predece sor de Zenón en su finca obtenida como regalo, tiene que infor m ar que los labriegos de la finca han rechazado los términos del contrato que les fuera propuesto y que se han refugiado en un tem plo (P. S. /., 502). Para lograr que volvieran al trabajo se vio obligado Panacestor a cambiar el método de gravámen. Al parecer, el propio Panacestor tuvo que cubrir el déficit. Pleitos de este tipo, sociales en sus orígenes, tendían a mostrar un aspecto racial tan sólo porque los funcionarios, en las cate gorías superiores al menos, eran griegos y los labriegos y otros trabajadores egipcios. Esto mismo se aplica a las quejas por alojamientos, que hallan expresión frecuente en los papiros. Así, en un documento de mediados del siglo tercero, Ptolomeo II escribe a un subordinado: Acerca del alojamiento de los soldados, hemos sabido que se em plea una violencia indebida, ya que no reciben sus albergues de los oikonómoi, sino que ellos mismos irrumpen en las casas y tras arrojar fuera a los habitantes, las ocupan por la fuerza. Por lo tanto, has de dar órdenes para que esto no se haga en el futuro. (P. Hal, I, líneas 166-171 = Select Papyri, n.° 207). El m onarca prosigue explicando los procedimientos correc tos que deben observarse, insistiendo en que se restauren los alojamientos después de su evacuación y estableciendo una prohibición absoluta a todo acantonamiento en Arsinoe: si los soldados hubieran de ir allá, tendrían que construirse sus pro pias chozas. En términos generales, los griegos se mantuvieron apartados de los egipcios. Desde luego que hubo excepciones. Algunos ejemplos de matrimonios mixtos entre los griegos más pobres, de quienes sabemos muy poco, están testimoniados desde el 256 en adelante. La dedicación de una capilla a la diosa egip cia Thoeris en El Fayum, hecha a favor de Ptolomeo III y Be renice «por Eirene y Theoxena, hijas de Demetrio, cirenaicas, cuya madre era Thasis, quien tam bién tiene los nombres egip cios de Nephersuchus y Thaues» (Wilcken, Chrestomathie, 51, líneas 8-12), indica la parte egipcia de un matrim onio mixto entre un griego y una egipcia. Los dobles nombres que a m enu do se han hallado entre los egipcios que están «subiendo», ya se trate de arrendatarios de kléroi o de hombres que esperan 106
pasar por griegos o bien obtener el reconocimiento de los grie gos con los que se pongan en contacto; esto ocurría con M enches, el escriba de la aldea de Kerkeosiris, que tam bién se lla maba Asclepiades (P. Tebt., 164), o con M arón hijo de D ioni sio, un kátoikos, que antes había recibido el nombre de Nektsaphthis hijo de Petosiris (P. Tebt., 61 a). El texto de una lápi da, recientemente publicado {Bull. Inst, franç. arch, or., 12 (1972) 138-167, n.° 16), de un magnesio llamado Dífilo, hijo de Thearos, representa la m omia del hombre muerto en un corte jo fúnebre, atendida por varias figuras sobrenaturales, una de ellas con cabeza de chacal. La inscripción está hecha con una mezcla de griego y escritura jeroglífica y también hay una ins cripción secundaria demótica. Pero esta lápida, probablemente de principios del siglo tercero, es sin duda alguna excepcional y puede pertenecer a una familia establecida en Egipto antes de la época de Alejandro. El habitual retraimiento griego se refor zaba con el gusto por el gimnasio (cf. pp. 56 y ss.), que no sólo constituía el centro de su educación, donde durante la adoles cencia estudiaban literatura griega, retórica y matemáticas, a la vez que recibían entrenam iento físico, sino que también era el foco de su vida social y cultural. Existían gimnasios en Alejan dría y en las capitales de los nomos e incluso en las zonas rura les. Sus alumni, «los del gimnasio» como se los denominaba, formaban organizaciones dedicadas a apoyar la institución y el estilo de vida griego, que servían de clubes para quienes se ha bían educado en ellos a la m anera griega, aunque era creciente la admisión de los «griegos por educación» (los de doble nom bre). Por desdicha, la relación exacta entre los alum ni de los gimnasios y los grupos étnicos conocidos bajo la denominación de politeúmata está mal documentada en el período ptolemaico. Sin embargo, se sabe que los griegos esparcidos en Egipto formaban esos politeúm ata, como lo hicieron otros grupos ét nicos entre los mercenarios. U n caso especial es el del políteuma de los judíos establecido en Alejandría y bajo el poder de su propio etnarca; acerca de esta institución, cf. capítulo 12. V Hasta aquí hemos considerado las condiciones en Egipto so bre todo durante los primeros cien años del gobierno de los Ptolomeos. Pero hacia finales del siglo tercero se produjo un cambio en las posiciones relativas de los dos pueblos. Al hablar del período que siguió a la victoria de Ptolomeo IV sobre el rey Seléucida Antíoco III en Rafia (217), Polibio (V, 107, 1-3) nos dice: 107
el rey, al armar a los egipcios para su guerra contra Antíoco, dio un paso que habría de representar un gran servicio para la época, pero que constituiría un error con vistas al futuro. Porque esos hombres, muy enorgullecidos por su victoria en Rafia, ya no estuvieron dispues to a obedecer órdenes, sino que comenzaron a buscar un caudillo que se pusiera a la cabeza, pensando que ellos se hallaban en condiciones de mantenerse como un poder independiente, un intento en el que no tardarían en tener éxito. La situación es más complicada que la que sugiere Polibio en este pasaje. La creciente influencia del elemento egipcio, que sin ninguna duda se produjo después del 217, se debió a algo más que a la arrogancia de los 20.000 soldados nativos que por prim era vez habían sido incluidos en la falange. El en rolamiento de estos hombres estuvo motivado, hasta cierto punto, por apremios financieros; esto aparece indicado, de to das formas, por el deterioro de la m oneda durante el reinado de Ptolomeo III (246-221). Pero Ptolomeo IV tam bién pudo haber hallado necesario compensar, con ese enrolamiento, la deser ción de varios de sus capitanes mercenarios. Después de la gue rra, las dificultades financieras aum entaron como resultado del coste de la propia guerra y a su vez generaron una presión fi nanciera creciente y una tam bién creciente resistencia ante esta presión por parte de los labriegos. Para movilizar la nación con fines defensivos, Ptolomeo IV, además, se había visto forzado a hacer concesiones a los sacerdotes, que a continuación presio naron para obtener nuevas ventajas. En una inscripción griega, demótica y jeroglífica, que registra el decreto del sínodo de sacerdotes reunido en Menfis (noviembre del 217) para cele brar la victoria (la llamada estela de Pithom), no soló'se otorga a Ptolomeo IV los títulos completos de Faraón, sino que esto es cierto para las versiones griega y egipcia. Por consiguiente la inclusión de estos títulos es normal y así se puede ver en la fa mosa inscripción de Rosetta (OGIS, 90) fechada en el 196, que celebraba la coronación de Ptolomeo V, llevada a cabo en el otoño del 197 (cf. p. 20). Este crecimiento de la influencia y de la confianza egipcias coincidió con una guerra civil prolongada, en la que el· Alto Egipto se separó y desde el 207 hasta el 186 fue gobernado por faraones independientes de origen nubio, y con el comienzo de un bandolerismo casi endémico en el Bajo Egipto, incluido el Delta. Estos signos de debilidad en el gobierno, o incluso de colapso, en parte se pueden deber al sentimiento nacionalista, pero en prim era instancia reflejan un desencanto social cre ciente que adopta las formas nacionalistas simplemente porque la clase explotadora está configurada por griegos. Dado que la afluencia de inmigrantes griegos y macedonios se había deteni 108
do largo tiempo atrás, el rey y su corte se sintieron debilitados y, por lo tanto, se vieron en la situación de hacer repetidas concesiones a los templos y de publicar amnistías (eufemísticamente denominadas «beneficios» [philánthropa]) a favor de los campesinos. Pero estas mismas concesiones redujeron la capa cidad de obtener el dinero necesario para el futuro, cosa que debilitó más todavía al gobierno y así llegaría a establecerse un verdadero círculo vicioso. Las concesiones fiscales no descartaron, y sin duda no po dían hacerlo, la reanudación de las presiones, pero el esquema general comenzó a favorecer a los egipcios, ricos y pobres. Las parcelas que se entregaban por sorteo comenzaron a estar al al cance de los soldados egipcios (máchimoi). Los hombres de ori gen no griego comenzaron a encontrar un camino de acceso a la burocracia, en particular si adquirían una educación griega. U n ejemplo de esto es Paos, que era «uno de los Primeros Amigos» y jefe m ilitar en la Tebaida, bajo el reinado de Evergetes II (170-163, 145-11.6). Los griegos y los hombres de ante cedentes y base griegos se fueron plegando a la adoración de las divinidades egipcias, a las que a menudo identificaron con los dioses de Grecia. Por ejemplo, una dedicación de finales del si glo segundo, a favor de Ptolomeo VIII Evergetes II y Cleopatra y sus hijos, de la isla de Dionisio (Setis) en la Catarata (mod. Essehel), hecha por Herodes hijo de Demofón de Berenice, jefe del cuerpo de guardia y general, y una asociación de soldados fieles al culto de la casa real, está dirigida a Cnoubis que es también Ammón, Satet que es también Hera, Anuket que es asimismo Hestia, Petempamentes que también es Dióniso, Petensetis que también es Cronos, Petensenis que tembién es Hermes, los grandes dioses y los otros poderes que se cuidan de la catarata (OGIS, 130). Todos los dioses nombrados son divinidades locales que ne cesitaban ser aplacadas, en especial porque algunos miembros de la asociación eran egipcios. Tam bién hubo un aumento ge neral en las relaciones entre grupos étnicos y en los m atrim o nios mixtos, aunque a medida que se llega a las clases más altas de la escala social el contacto es menor. Según Plutarco (Anto nio, 27), Cleopatra VII fue la prim era de su casa en aprender la lengua nativa, pero era una mujer excepcional, ya que hablaba no menos de nueve lenguas.
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VI La dedicación de Herodes plantea el problema de la religión, que sin duda constituía un aspecto im portante de la relación entre los griegos y los egipcios. Los inmigrantes griegos, como era natural, llevaron consigo sus dioses propios, pero desde un comienzo los Ptolomeos tuvieron el cuidado de prestar aten ción a las divinidades tradicionales de Egipto (aunque ello no les impidió arrebatar las tierras a los templos y tratar de abatir el poder de la clase sacerdotal). De todo el panteón griego, Dionisio recibió honores especiales por parte de Ptolomeo IV (cf. p. 191). Pero existen dos desarrollos que deben sus orígenes a los Ptolomeos en especial: el culto de la casa real y la adora ción de un nuevo dios, Serapis. El culto dinástico puede remontarse hasta el intento de Ale jandro, que pretendiera asegurar su deificación, aunque por cierto existen precedentes anteriores para la adoración de gran des hombres en Grecia y es posible que Alejandría poseyera un culto de Alejandro, en su carácter de fundador de la ciudad, des de una fecha muy temprana. Pero la evolución del culto dinásti co de los Ptolomeos, cuyos comienzos se han de buscar en los tiempos de Ptolomeo I, hay que considerarla dentro del contex to general del culto al gobernante, una institución común a la mayoría de los reinos helenísticos. Su desarrollo y significado quedará para un análisis específico en el capítulo 12. La otra innovación religiosa de la que es responsable Ptolo meo I fue el culto de Serapis. En la actualidad, se conservan di versos relatos contradictorios acerca del origen de este culto, pero lo más probable es que haya surgido de un culto practica do en Menfis, donde el toro sagrado, Apis, fuera identificado tras su muerte con Osiris y adorado como Osor-Hapi (forma helenizada en Oserapis: U P Z ,\). Serapis de Alejandría fue otra versión del Osor-Hapi de Menfis; y de acuerdo con Plutarco {Sobre Isis y Osiris, 28), el sacerdote ateniense Timoteo ÿ el sacerdote egipcio helenizado M anetón (que escribiera una his toria de Egipto en griego) aconsejaron a Ptolomeo I para que instituyera el nuevo culto. El objetivo, probablemente, consis tía en proporcionar a la población griega, y en especial a la de Alejandría, una nueva deidad como patrona, si bien los testi monios más antiguos de un culto de Serapis como un dios es pecífico alejandrino datan del imperio romano. Serapis jamás fue popular entre los egipcios, pero su culto tendría un éxito insospechado en el extranjero: apareció en Délos con un sacer dote egipcio antes de finales del siglo tercero (IG, XI, 4, 1299) y a continuación se expandió con rapidez entre los griegos y más tarde en el m undo romano. Serapis estaba asociado con el 110
m undo subterráneo, pero tam bién tuvo algunos de los atribu tos de una divinidad de la salud. VII El Egipto de los Ptolomeos fue la últim a monarquía helenís tica que cayó ante Rom a, pero mucho antes que Octaviano se apoderara de la tierra, arrebatándosela a Cleopatra y a Antonio en el 30, la situación se había vuelto anárquica. Los papiros presentan un cuadro de corrupción extendida y de una pobla ción hostil por completo ante la burocracia y proclive a apelar a la huida, para evadir las crecientes exigencias que le hacían los funcionarios reales. Los reyes habían perdido todo control real sobre éstos. En su esperanza de m antener la buena volun tad, concedieron una serie de amnistías (philánthropa) como la que otorgara Evergetes II en el 118 (cf. p. 99); la últim a que se conoce es una que data de c. 60 en la que se establecen conce siones para los kleroúchoi de caballería (kátoikoi) del nomo Heracleopolitano (Corp. ord. Ptol., n° 71) y se confirma la po sesión hereditaria de sus parcelas y el derecho del pariente más cercano a heredar, en el caso de que el propietario original m u riera sin hacer testamento. El poder perdido por la Corona ha bía caído en manos de los sacerdotes y en las de ciertos indivi duos influyentes cuya habilidad para ofrecer protección (sképe) a los fugitivos y a otros que se hallaran en apuros parece antici par las condiciones de la decadencia del imperio romano, me dio milenio más tarde. Para este colapso del poder ptolemaico existen varias causas, algunas de las cuales ya han sido exami nadas, pero a éstas han de sumarse: la desastrosa política ex tranjera, la pérdida de los mercados extranjeros, el despilfarro ocasionado por los disturbios internos y las guerras civiles, el gobierno incompetente, la corrupción burocrática y la depre ciación de la moneda. Al considerar el conjunto de esta histo ria lastimera es difícil no hacerse eco del juicio de E. Will acer ca del Egipto ptolemaico, que habría caído como víctima de su propia riqueza, empleada al servicio de unos intereses que ja más fueron los suyos.
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LOS SELÉUCIDAS Y EL ESTE
I En Egipto, los Ptolomeos y un grupo selecto griego se en frentaban a una población nativa que contaba con una clase sacerdotal poderosa y con tradiciones nacionales que se rem on taban a cuatro milenios. El país era un todo compacto que se asentaba en el valle del Nilo y en el Delta. Las tierras que con figuraban el reino rival de los Seléucidas eran, en casi todos los sentidos, un dominio que contrastaba con aquella nación. En prim er lugar, su área de expansión fluctuó con violencia entre el 312, cuando Seleuco se apoderó de Babilonia (cf. p. 49), y el 129, cuando las pérdidas que siguieron a la muerte de Antíoco VII dejaron a los jefes de la dinastía una pequeña región en el norte de Siria. Hacia el 303 el lejano Oriente fue sumado a los dominios de Seleuco (pero se perdió la India) y en los veinte años siguientes este monarca y su sucesor Antíoco I se hicieron con la mayor parte de Siria, M esopotamia y el Asia Menor. Pero desde mediados del siglo tercero, Bactria se separó y el poder de los partos aumentó, con el resultado de que todo lo que se hallaba al oriente de una línea que iba desde el extremo este del M ar Caspio hasta el fondo del Golfo Pérsico fue perdi do. Las campañas orientales de Antíoco III, llevadas a cabo en tre el 210 y el 205, que dejaron una impresión profunda en las tierras griegas (y que le valieron el título de «el Grande»), no tendrían ningún efecto duradero en el lejano oriente, si bien consiguieron refirmar el poder de los Seléucidas en el territorio de Media. En el Asia M enor el poder Seléucida veríase gravemente afectado cuando Seleuco II (246-226) se vio envuelto en. una guerra con su hermano Antíoco Hierax a quien había nom bra 112
do jefe en Sardes; Hierax apeló a la ayuda de los gálatas (cf. p. 54), con resultados desastrosos. Las condiciones caóticas que se siguieron fueron aprovechadas por Átalo I, que había heredado el principado de Pérgamo de su tío Fileteros, un eunuco, m e dio paflagonio, que se había independizado en el reinado de Antíoco I. Átalo consiguió un gran prestigio merced a la derro ta que infligió a los gálatas y en el siglo segundo, después de al gunas vicisitudes, los Atálidas, en particular a través de su anti gua alianza con Roma, se convirtieron en una fuerza de im por tancia dentro de Asia Menor, sacando provecho de la posición debilitada de los Seléucidas: Antíoco III, después de apoderarse de Celesiria en el 200, perdería en el 188 la mayor parte de Asia Menor, tras lo cual el poder Seléucida se diluyó en forma paulatina, en gran parte merced al surgimiento del pueblo ju dío bajo el poder de los Macabeos (cf. pp. 202-204). Se puede argumentar, sin duda, que el peso del poder de los Seléucidas se concretó en tiempos del fundador de la dinastía, Seleuco I. La segunda característica de este reino es la variedad de sus pueblos y sus culturas. Babilonia poseía una antigua civiliza ción, comparable a la de Egipto, pero había poco en común entre las ciudades griegas del Ásia M enor occidental y los pue blos iraníes de las satrapías orientales o entre los árabes de la Palestina meridional y los nuevos asentamientos de Bactria. Cualquiera que fuese la unidad que poseía el reino Seléucida, el rey debía imponerse en ella con la ayuda de la burocracia y el ejército. Antioquía del Orontes, en el norte de Siria, era no minalmente la capital, correspondiente a Alejandría. Pero Sar des del Hermo en Lidia y Seleucia del Tigris complementaban a Antioquía como centros administrativos importantes, que compartían la responsabilidad de este vasto y extendido reino. En particular, el gobernador de Seleucia también debía m ante ner su vigilancia sobre las satrapías septentrionales de Media, Susiana, Partía y regiones aún más orientales, mientras esas zo nas se hallaran todavía bajo el control seléucida. Tal como los Ptolomeos, los Seléucidas consideraban sus posesiones como territorios ganados por la fuerza. Este princi pio quedaba enunciado con claridad por Antíoco III en una conferencia con los romanos, celebrada en la ciudad de Lisimaqueia en el año 196. Al preguntársele por qué había entrado en Tracia respondió, según nos lo relata Polibio, que había cruzado hacia Europa con su ejército con el objetivo de re cuperar el Quersoneso y las ciudades de Tracia, porque él poseía so bre esos lugares títulos de soberanía mejores que los de cualquier otro. Originalmente esas regiones formaban parte del reino de Lisímaco, pero cuando Seleuco fue a la guerra contra ese príncipe y lo venció, 113
todo el reino de Lisímaco pasó a poder de Seleuco por derecho de conquista... En el presente, él (Antíoco) volvía a tomar posesión de esos territorios por derecho, tanto como por fuerza. (XVIII, 50, 3-6). T al como lo hicieron los Ptolomeos y otros reyes helenísti cos, los Seléucidas gobernaban con la ayuda de sus Amigos y un grupo selecto greco -m acedonio muy apartado de la pobla ción nativa a la que dominaban. U n análisis de la composición de esta clase dominante revela el hecho de que los sirios, ju díos, persas y otros iraníes están completamente excluidos du rante el transcurso de unas dos generaciones, e incluso después, como ya hemos visto (cf. p. 61), nunca llegan a más del 2,5 % del total; esta cifra se ha obtenido de una muestra de varios cientos de nombres (cf. Habicht, Vierteljahrschrift, 1958, pp. 5 y ss.). Los pocos nombres que aparecen corresponden a jefes de cuerpos de tropas nativas. U na excepción que en la práctica confirma la regla es la de Aníbal, el jefe cartaginés exiliado, que era miembro del consejo de guerra de Antíoco III, durante el conflicto con Roma, pero su posición era anóm ala y las rela ciones no se m antenían dentro de la fluidez. El hecho de apelar con exclusividad a griegos y macedonios indica claramente cuál era la idea de Seleuco acerca de la for ma en que esperaba llevar la cohesión a sus heterogéneos do minios. Al rechazar a los persas como copartícipes en el go bierno quizá comulgaba con el sentimiento general de sus Amigos y de sus soldados. La política de Alejandro de autori dad conjunta (cf. p. 35) jam ás había sido popular en las filas de su ejército. Los últimos Seléucidas se volvieron más exclusivos; Antíoco I era hijo de Seleuco y de su esposa bactriana Apama, pero no se realizaron matrimonios dinásticos posteriores con iraníes. Y, tal como lo ha señalado Momigliano (Alien W is dom, pp. 137 y ss.), el m undo seléucida mostraba una indife rencia profunda ante los iraníes, que quizá haya contribuido a la facilidad con que los partos se anexionaron todo el Irán has ta el Eufrates, antes que el siglo segundo tocara a su fin. Enfrentados con una variedad de culturas indígenas, los Se léucidas prefirieron fundam entar su poder en lo que les era fa miliar: la civilización de Grecia y Macedonia. Para ello había que atraer y asentar inmigrantes en las tierras de Asia y los Se léucidas impulsaron ese movimiento otorgando tierras y fun dando ciudades en una región donde las tradiciones sociales y el sistema económico eran muy distintos de los de Grecia y también de los de Macedonia. Es peligroso generalizar a partir de circunstancias que pueden variar mucho de una región a otra, pero un núm ero elevado de inscripciones nos proporcio na un atisbo de las condiciones en las que vivían los labriegos 114
de Asia y acerca de los lotes de tierras que los sucesivos sobera nos entregaron a sus Amigos y a otros recipendiaríos. Algunos de esos textos datan del siglo tercero, cuando Antigono domi naba el Asia Menor, pero no hay motivos para pensar que Se leuco aportó algún cambio sustancial al sistema que encontró en tiempos de Antigono. Los testimonios provenientes del çeino de Pérgamo tam bién puede utilizarse, sin demasiado riesgo de error, para el caso de los territorios seléucidas. U na inscripción hallada en Sardes y de fecha incierta descri be con detalle una propiedad otorgada por el propio Antigono a un tal Mnesímaco: Estos son los puntos de que consta la propiedad, a saber: las aldeas conocidas por los nombres siguientes: Tobalmoura, una aldea de la llanura sardia sobre la colina de líos y, como pertenecientes a ella otras aldeas como la de Tandos, como se la suele llamar, y Combdilipia; los derechos que dichas aldeas deben pagar a la quiliarquía de Pytheos... son 50 estáteras de oro al año. (A continuación, sigue una lista de otras aldeas y de sus obligaciones fiscales). De todas las aldeas y las parcelas (kléroi) y de los solares para vivienda pertenecientes a ellas, y de los laoí con todas sus propiedades y pertenencias, y de las vasijas de vino y de los derechos pagados en dinero o en trabajo y de los ingresos de otras clases ofrecidos por las aldeas, y más todavía aparte de estas, cuando la división se llevó a cabo, Pytheos y Adrasto recibieron como propiedad aparte una finca en Tbalmoura (¡sic!); y aparte de la finca, están las casas de los laoí y los oiketaí, y dos jardi nes... y en Periasasostra solares de viviendas... y jardines... como así también los oiketaí que habitan en ese lugar (Buckler and Robinson, Sardis, VII, 1, n.° 1). Esta propiedad (oíkos) contiene cinco aldeas, varios lotes de terreno (kléroi), una finca y varios jardines, junto con sus la briegos; tam bién hay una referencia a los esclavos (oiketaí), probablemente supervisores. Pero ¿cuáles son las obligaciones mencionadas en esta inscripción, evidentemente como un testi monio del valor de la propiedad? El punto de vista habitual afirma que representan el pago que Mnesímaco, beneficiario, tendría que hacer al gobierno (a través de distintos quiliarcas, ya que la propiedad está extendida en distintas zonas que caen bajo diversas jurisdicciones); él debería obtener esas sumas (y todo lo más que le fuera posible) de los arrendatarios, es decir de los ocupantes de los kléroi y de los laoí (campesinos) que vi vían en las aldeas. Pero el erudito francés P. Briant (Actes du Colloque, 1971, pp. 93-133) ha sostenido que los laoí conti nuaban pagando sus obligaciones directamente a los quiliarcas, quienes entregaban el dinero a Mnesímaco. Según tal punto de vista, este último es el beneficiario no de las tierras (con sus 115
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pobladores), sino tan sólo de los ingresos que se derivan de ellas, y los laoí siguen siendo labriegos del monarca. Existen, sin duda, ejemplos de labriegos reales que continua ban viviendo en aldeas que habían sido asignadas a súbditos in dividuales. Uno de estos casos está citado en una inscripción que registra tres cartas a Meleagro, el gobernador (strategos) de la Frigia Helespóntica, enviadas por Antíoco I (c. 275) acer ca de lotes de tierras otorgados a Aristodícides de Assos «por que como Amigo nuestro ha prestado servicios con toda su buena voluntad y entusiasmo». La prim era de esas cartas con tiene una comunicación a Meleagro: si los labriegos de la corona de la región en que se alza Petra quieren vivir en Petra para estar protegidos, hemos ordenado a Aristodícides que les permita hacerlo (Welles, R. C., n.° 11, líneas 22-25). Pero esta carta indica tan sólo que los laoí que vivían en tie rras cercanas a Petra, que seguía perteneciendo al rey después de haber sido transferida a Aristodícides, normalmente residían en ese lugar y debían seguir haciéndolo. El texto no nos dice nada acerca de la situación de los laoí que vivían en la tierra adjudicada de modo específico a Aristodícides y, por lo tanto, no vale de mucho para dilucidar la situación de los laoí de la propiedad de Mnesímaco. Las inscripciones proporcionan cierta cantidad de informa ción acerca de la situación de los laoí en Asia M enor y en Pa lestina; pero no poseemos testimonios sobre las regiones que se extienden hacia el este de aquellas. Los labriegos vivían en al deas, quizá bajo el control de un komarca (aunque esta situa ción sólo cuenta con un testimonio de principios del siglo cuarto, en Jenofonte, y más tarde en los tiempos romanos. Si, tal como se ha sugerido en forma razonable, la llamada «econom ía satrápica», esbozada en el pseudo Aristóteles, Oikonómíká, II, 1, se basaba en la del Asia M enor a comienzos del si glo tercero, los laoí pagaban allí , un diezmo, en tanto que en Celesiria, al parecer, pagaban un impuesto fijo. U na inscrip ción importante que se refiere a la situación de los laoí provie ne del templo de Apolo en Dídyma y contiene una carta fecha da en el 254-253 enviada por Antíoco II a Metrófanes, proba blemente gobernador de la satrapía del Helesponto. En esa car ta Antíoco informa: Hemos vendido a Laodice [su anterior esposa] Pannu Kome y la casa solariega (báris) y las tierras que pertenecen a la aldea, limitada por las tierras de Zelia y por la de Cízico y por el camino antiguo que se extendía por encima de Pannu Kome, pero que había· sido arado por los labriegos de la vecindad con el fin de tomar ese lugar para 116
ellos -la actual Pannu Kome fue establecida tiempo después- y cuan tos caseríos (tópoi) pueda haber en esa tierra, y los laoí que vivan allí con sus casas y todas sus propiedades y con los ingresos del quincua gésimo noveno año, a un precio de treinta talentos de plata -y de igual manera todas las personas que, siendo laoí se hayan trasladado de esta aldea a otros tópoi- en términos tales que ella no tendrá que pagar im puestos al tesoro y que tendrá el derecho de unir su tierra a cualquier ciudad que quiera. (Welles, R. C„ n.° 18, líneas 1-14). Esta transacción, que era muy favorable para Laodice, y que tal vez representa un arreglo de divorcio, incluía con toda cla ridad a los laoí, quienes evidentemente iban junto con la aldea, incluso en el caso de que se hubieran mudado a otro lugar. No se sugiere que esa m udanza fuera ilegal, como en los casos de anachóresis que hallamos en el Egipto ptolemaico, y queda claro que al trasladarse no rompían los lazos con su lugar de origen ni se liberaban de las obligaciones que esa relación lle vaba consigo. Por otra parte, esta inscripción no ofrece apoyo para el punto de vista que sostiene que sólo las ganancias se transferían por m andato del rey, ya que el texto se inicia, sin dejar espacio para ambigüedades, con la palabra «hemos ven dido a Laodice» y están incluidos en la venta los mismos laoí y no sólo los impuestos que ellos pagaban. Por lo tanto, esta ins cripción se levanta en contra de la opinión de que Mnesímaco no se hallaba en posesión de su propiedad, sino sólo de los in gresos que ésta producía. La carta de Antíoco a Metrófanes además nos informa que Laodice puede unir su nueva propiedad a cualquier ciudad que quiera. Existe una previsión similar en la primera carta de An tigono I a Meleagro (cf. p. 116), que establece que la tierra asig nada a Aristodícides (la situación exacta de la segunda pieza queda librada a la decisión del propio Meleagro) debe ser uni da al territorio de Ilium o de Scepsis y una carta posterior, en viada por Meleagro a Ilium, indica que el beneficiario optaba por la primera. U nida a la carta que se refiere a la propiedad de Laodice, ésta sugiere que era usual que los beneficiarios de las propiedades fueran requeridos a vincularse a las ciudades. Pero sería temerario deducir que toda la tierra de propiedad in dividual debía estar necesariamente vinculada a una ciudad. U na inscripción hallada no lejos de Beth Shean (Escitópolis), en Israel, demuestra que Ptolomeo, el primer gobernador se léucida de Celesiria y Fenicia después que éstas fueran tom a das por Antíoco III en el 200, era propietario de varias aldeas, «algunas como propiedad privada, algunas por posesión here ditaria y algunas que tú (es decir Antíoco III) ordenaste que me fueran asignadas» (Y. H. Landau, Israeli Exploration Journal, 1966, pp. 54-70). En el texto de la inscripción no se sugiere 117
que alguna de esas aldeas se hallara anexionada al territorio de alguna ciudad, por ejemplo Escitópolis. P or supuesto que es posible que la situación en Palestina fuera distinta de la que im peraba en el Asia Menor. No se sabe si, cuando una propie dad quedaba vinculada a una ciudad (como en el caso de la propiedad de Laodice o de la que fuera otorgada a Aristodícides), esa anexión implicaba algún cambio en la situación ju rí dica de los laoí. U na gran variedad de modelos y de situaciones manifiestan las inscripciones y, sin duda, a lo largo de las déca das muchas aldeas adquirieron en forma gradual una existencia corporativa. U na inscripción recientemente publicada presenta a los laoí de dos aldeas reunidos en una asamblea y en el m o m ento de aprobar un decreto (en el 267); ésta no es sino una de las muchas formas posibles del desarrollo que, como M. W oerrle, quien ha publicado esta inscripción (Chiron, 5, 1975, pp. 58-87), observa, en últim a instancia iría a desembocar en la fundación de una ciudad. Además de los lotes de tierras adjudicados a algunos indivi duos, existen testimonios de parcelas adjudicadas a los tem plos. En el Asia M enor hubo muchas propiedades antiguas de los templos, con tierras, laoí del templo, sumo sacerdote here ditario y a menudo tam bién eunucos y prostitutas del templo. El libro XII de Estrabón proporciona una lista de los más im portantes, con sus tabúes y sus características principales. U na inscripción proveniente de fcaro (la isla de Failaka, frente a las costas de Kuwait, en el fondo del Golfo Pérsico), donde existía un tem plo de Ártemis (probablemente una diosa verdadera mente semítica), muestra al rey llevando a cabo un sinoicismo cambiando de lugar el templo y, en términos generales, com portándose como si la tierra del templo fuera de pertenencia propia del monarca (SEG, XX, 1964, 411). Pero en otras oca siones la tierra del rey era transferida a un templo. Por ejem plo, una inscripción hallada en la puerta norte del recinto de dicado a Zeus (Ba’al) en Betocaece cerca de Apamea, en Siria septentrional, y fechada en tiempos del Imperio romano, in cluye una carta enviada por un Antíoco (no se sabe con exacti tud cuál de ellos) y en la que se asigna al templo la aldea de Betocaece, que antes había pertenecido a un tal Demetrio pro bablemente un macedonio, «con todas sus propiedades y pose siones», una frase que probablemente también abarque a los laoí (Welles, R. C., n° 70). No sabemos si esta tierra, incluida la aldea, había pertenecido en épocas anteriores al templo (esta es la opinión del especialista alemán H. Kreissig) y había sido otorgada a Demetrio; si era así, es probable que tras la muerte de Dem etrio hubiera vuelto a la corona. En ese texto parece que ha sido otorgada al templo con posesión total. Existe cierto 118
grado de ambigüedad con respecto a la propiedad últim a de las tierras de un templo, pero es muy probable que, tal como en Egipto (cf. p. 118), los derechos de los templos se hayan for talecido con el transcurso del tiempo. II La presencia de una «falange de macedonios» de 16.000 hombres en la batalla de Magnesia en el 189 (Apiano, Syriaca, 32, 1) implica la presencia en el reino seléucida de una tropa regular «macedonia», si bien no sabemos con certeza si el ori gen étnico de todos los soldados era macedonio. La revista de por lo menos 20.000 «macedonios» en la gran exhibición m on tada de Dafne, en el 166, por Antíoco IV (Polibio, XXX, 25, 5) proporciona un testimonio poco convincente, ya que en tales ocasiones las cantidades podían engrosarse con tropas orienta les, inadecuadas para situarlas en la línea de batalla. Lo más verosímil es que esos macedonios estuvieran establecidos en tierras dentro de asentamientos militares conocidos bajo la de nominación de katoikíai. Algunos pueden haber sido asenta dos individualmente, como los kleroúchoi egipcios, y los kléroi de tierras otorgados a Mnesímaco (cf. p. 116) pueden haber te nido este carácter; si esto es verdad, resulta evidente que el rey había conservado la propiedad de las tierras, ya que estaban in cluidas en el dominio de Mnesímaco. Se han hallado asenta mientos de clerucos en el reino de Pérgamo; una inscripción fragmentaria (Welles, R. C., n.° 51), de fecha incierta, se refiere a la superficie y carácter hereditario de los klêroi y los datos disponibles señalan que los soldados que los recibían a menudo eran agrupados en asentamientos a los que se llamaba katoi kíai, como en tiempos de los Seléucidas. U n conjunto de tres documentos provenientes de Esm im a registra complicadas ne gociaciones con Magnesia del Sipylos que terminaron con el otorgamiento de la ciudadanía esmimita primero a los kátoikoi seléucidas (probablemente simples soldados en este caso) aloja dos en Magnesia y en las cercanías de la ciudad, a campo abierto y con la posterior extensión del acuerdo a fin de admitir un gru po de kátoikoi, incluida una tropa de persas, que anteriormente habían acampado en Magnesia, pero que en este momento se hallaban en una fortaleza cercana denominada Palaemagnesia (OGIS, 229). El tercero de estos documentos, con relación al grupo acampado en Palaemagnesia, establece que se ha decretado que ellos habrán de ser ciudadanos y poseerán to dos los derechos que poseen otros ciudadanos; los dos lotes (kléroi) 119
que el salvador divino Antíoco (I) les ha otorgado, y sobre los cuales ha escrito Alejandro (tal vez un Amigo de Antíoco I), quedarán libres de diezmo y la tierra que poseyeran quienes anteriormente eran kátoikoi en Magnesia quedarán incluidas dentro de los límites de nuestra ciudad, quedarán exentos los tres lotes y se mantendrá en presente in munidad impositiva (líneas 100-102). Los kátoikoi de Palaemagnesia son ocupantes de los kléroi que sin ninguna duda habían sido asignados a ellos mismos como grupo, no como individuos, y la presencia de los persas indica que tales asentamientos no estaban restringido a griegos y macedonios. Sin duda que, a medida que transcurría el tiem po, esta disposición se habría hecho impracticable. En una car ta dirigida a su comandante Zeuxis, citada por Josefo, Antíoco III escribe: Tras haber tenido noticias de una sedición en Lidia y en Frigia, he pensado que este asunto exige un cuidado especial; después de tomar consejo con mis Amigos acerca de las medidas necesarias, he decidido trasladar 2.000 familias judías con sus efectos desde Mesopotamia y Babilonia hasta las fortalezas y los lugares más importantes. (Josefo, Antigüedades judías, XII, 3,4). Antíoco III prosigue proporcionando instrucciones acerca de la asignación de lotes de tierras para construir casas y para el cultivo, sobre la distribución de semillas de cereales y la inm u nidad impositiva, por diez años, de los cultivos a punto de ser cosechados. Sea genuina o no, esta carta brinda un relato con vincente de cómo podía establecerse una katoikía militar. Estos asentamientos militares cumplían una finalidad triple. A diferencia de los de Alejandro, estaban constituidos princi palmente por soldados en activo y no por veteranos. Por lo tanto, proporcionaban una reserva m ilitar de hombres entrena dos con quienes el rey podía contar en el caso de producirse una guerra. En tiempos de paz actuaban como guarniciones que m antenían el orden y defendían posiciones vulnerables contra una posible invasión y también llevaban a cabo sus ta reas de paisanos, en especial el cultivo de la tierra. Sin embar go, no todas las katoikiai anatolias eran asentamientos m ilita res. Existen registros de varias docenas de katoikiai civiles, m uchos de cuyos miembros,· si no la mayoría de ellos, prove nían de la población indígena y se hallaban en condiciones de ser llamados a filas, si surgía la necesidad, como los kátoikoi militares. Por desdicha en muchos casos no es posible saber con certeza de qué clase de katoikía se trata. Las katoikiai identificables como militares se encuentran sobre todo en Asia M enor occidental, tanto en el territorio seleúcida como en el 120
de Pérgamo. Los Atálidas establecieron a no pocos m ercena rios de esta forma, incluidos algunos galos. En el 218, Átalo, alarmado al observar el comportamiento poco colaborador de sus mercenarios gálatas, prometió que en ese momento los devolvería al lugar de donde habían partido (es decir a Europa) y les entregaría unas tierras adecuadas para una katoikía y que tiempo después se preocuparía por atender, en la medida de sus posibilidades, todas aquellas demandas razonables que ellos le presentaran. (Polibio, V, 78, 5). En su organización, sobre todo si se poseían en común los kléroi, las katoikiai se asemejaban mucho a las aldeas, que constituían las unidades primordiales de la estructura social y de la producción en todo el ámbito de la campiña anatolia. Las aldeas, por supuesto, estaban habitadas por campesinos, laoí, que pagaban sus impuestos en especie al propietario de las tie rras; por lo común estaban obligados a permanecer en la aldea, pero la posibilidad de que se les perm itiera trasladarse a otros sitios ha sido discutida antes (cf. p. 117). Algunas aldeas se al zaban en las tierras de una ciudad, en cuyo caso existía la posi bilidad (pero de ningún modo la certidumbre) de una mejora de la condición de los habitantes (tal como ocurriera con los kátoikoi en Palaemagnesia). Otras, establecidas más al este, formaban el núcleo de una posesión del templo o estaban si tuadas en tierras que pertenecían a un templo. En muchos as pectos las katoikiai se acercaban a lo que era una aldea pero, en particular cuando estaban habitadas por macedonios, po dían tener la esperanza de ser promovidas a la condición de ciudad. Si tal cosa ocurría, implicaba el establecimiento de una nueva estructura administrativa y muchas ventajas especiales que debemos considerar a continuación. III La fundación de una cadena de ciudades griegas nuevas, que se extendía sobre todo el ámbito de sus dominios, desde Bactria y Sogdiana en el lejano oriente, es el logro más asombroso de la dinastía Seléucida. A diferencia de las antiguas ciudades de Grecia y del Asia M enor occidental, por lo común estaban tra zadas según un esquema ortogonal, teniendo en cuenta, no obstante, la topografía del emplazamiento; un buen ejemplo nos lo brinda Priene que se volvió a fundar hacia el 350 y fue trazada de acuerdo con esas líneas. Las ciudades mejor organi zadas de todas éstas ofrecían también un nivel elevado de co 121
modidades. U na extensa inscripción proveniente de Pérgamo, la capital de los Atálidas, establece con detalle los deberes de los astynómoi, magistrados responsables del estado de las ca lles, del abastecimiento de agua y de los servicios públicos, con la lista de las multas que se aplicaban por contravención de las reglamentaciones (OGIS, 483). La mayor parte de este trabajo de colonización fue llevada a cabo durante el reinado de los tres primeros monarcas Seléuci das, Seleuco I (312-281), Antíoco I (281-261) y Antíoco II (261-246). Algunas fundaciones realizadas en el oriente perte necen a Antíoco IV (175-164), aunque no fueron tantas como a m enudo se ha creído. En realidad, la mayor parte de los deta lles de la colonización no están registrados. La im portancia del elemento griego y en especial del macedonio, no obstante, pue de deducirse de los nombres de los asentamientos, muchos de ellos tomados de regiones y ciudades de M acedonia y de G re cia septentrional. En el norte de Siria, por ejemplo, región que Seleuco I eligió para convertirla en el corazón de su reino, ha llamos zonas llamadas Pieria y Cyrrhestice, junto con ciudades denominadas Europus, Beroea, Edessa, Cyrrhus, Perinthus, M aronea, Apollonia; en Palestina, D ium y Pella; en M esopota mia, Anthemusia, Ichnae y Aenus; en Media, Europus (nom bre alternativo de Rhagae); en Persis, Tanagra y M aitona (si efectivamente se trata del mismo nombre que el de Methone); en Bactria o Sogdiana, Thera, Rhoetea y quizá Argos; y en la costa árabe del Golfo Pérsico, Arethusa, Lárissa y Calcis. La existencia de estos nombres algunas veces se ha tomado como prueba para demostrar que los Seléucidas trataron en forma deliberada de crear un reino «macedonio», pero esa conclusión resulta un tanto arriesgada. Muchos de esos nombres pueden ser la elección espontánea de soldados ansiosos de recordarse a sí mismos su patria, como ha ocurrido con innumerables luga res en América del Norte. El objetivo de la dinastía puede ver se con mayor claridad en los nombres dinásticos aplicados a las fundaciones más importantes y, además, a muchas otras. En prim er término, se hallan las cuatro grandes ciudades del norte de Siria: Antioquía, la capital, que seguiría creciendo hasta los tiempos de Antíoco IV y fue famosa por su parque de Dafne; Seleucia en Pieria, el puerto; Laodicea del M ar y A pa mea sobre el Orontes medio, un gran centro m ilitar en el que los Seléucidas m antenían su caballería y sus elefantes. La fun dación más antigua hecha por Seleuco ¡fue Seleucia del Tigris, en Babilonia; esta ciudad sirvió de centro administrativo y de influencia greco-macedonia para toda Mesopotamia. Además de estas fundaciones principales, un sinnúmero de nombres dinásticos tomados de los monarcas Seléucidas y de sus rei122
nas están registrados en todas las zonas del reino. En Siria, por ejemplo, está Laodicea del Líbano y Antioquía de Cyrrhestice; una Apam ea controlaba el paso del Eufrates en Zeugma y en M esopotamia septentrional se alzaba AntioquíaNisibis en Migdonia y Antioquía-Edessa (su nombre nativo era Orrhoe) en el recodo del Eufrates. Más hacia el este, muchas ciudades antiguas tom aron una apariencia griega y un nombre dinástico. Susa fue rebautizada Seleucia del Eulaeus y más tar de, en tiempos de Antíoco IV, Babilonia fue fundada nueva mente (como lo sabemos gracias a una inscripción del 167-166 [OGIS, 253] proveniente de esa ciudad, en la que se llam a al monarca «salvador del Asia y fundador y benefactor de la ciu dad»). Hubo muchas otras fundaciones dinásticas, algunas de ellas meros nombres en la actualidad: Seleucia en Susiana, Se leucia del M ar Eritreo (es decir el Golfo Pérsico), Apam ea en Mesene, Antioquía en Persis (moderna Bushire) y muchas Alejandrías que constituían una segunda fundación, como así tam bién Antioquías. Asia M enor tuvo una Laodicea la Incendiada, una Apamea-Celaenae, Seleucia del Calycadnus, Laodicea so bre el Lycus y muchas más. Tomadas en conjunto, indican con gran claridad la determinación de los Seléucidas interesados en subrayar el carácter personal de su gobierno y el papel del soberano y su familia como la influencia unificadora dentro del reino. Y a tuvieran nombres macedonios o dinásticos, estas ciuda des diferían muchísimo en carácter. Debemos distinguir entre las antiguas ciudades griegas de la costa egea, como Esm im a y Efeso, fundaciones nuevas como Seleucia del Tigris, ciudades nativas que adquirieron nombres dinásticos como Jerusalén re bautizada Antioquía (2 Macabeos, 4, 9; cf., acerca de esto, pp. 202-204), y ciudades nativas que son helenizadas por completo para convertirse en centros administrativos con funcionarios y una guarnición. El alcance de la influencia griega o macedo nia en la fundación original variaba en mucho de una ciudad a otra. U na inscripción datada en el siglo segundo (Roussel, S y ria, 1942-3, pp. 21-32) demuestra que en Laodicea del M ar existían magistrados conocidos como Peligánes. El vocablo Peligan se relaciona con una palabra que se la encuentra en el Epiro y en Macedonia, que significa «viejo» (Estrabón, VIII, 329, frag. 2), y esto sugiere un fuerte elemento balcánico en la población original de Laodicea. Las mismas conclusiones pue den extraerse para Seleucia del Tigris, ya que la palabra Adeigánes que aparece en un pasaje de Polibio (V, 54, 10) para nom brar a los magistrados de esa ciudad, puede ser corregida ahora con seguridad por la forma Peligánes. Sin embargo, es posible que ambas ciudades hayan tenido habitantes orientales 123
también, como ocurría con Apam ea en el Asia Menor; de -acuerdo con Estrabón, «Antíoco (I) Soter hizo que los habitan tes de Celaenae se trasladaran a la actual Apamea, la ciudad que denominó así por el nombre de su madre, Apama» (XII, 8, 15). Algunas ciudades fueron fundadas o reforzadas con colo nos enviados, a petición del rey, desde una de las antiguas ciu dades griegas; un ejemplo de ello es Antioquía de Persis que re cibió colonos de Magnesia del M eandro (cf. p. 62). Pero, como hemos visto, Esm im a otorgó su ciudadanía a un cuerpo de tro pas persas de Palaemagnesia (cf. pp. 119-120) y Estratonicea de Caria contenía a algunos demos carios. Ser una ciudad implicaba la posesión de formas organizati vas normales en Grecia: tribus, un consejo, magistrados, un te rritorio (por lo común dividido en demos), un código de leyes y algunas regulaciones financieras. En general, se necesitaba una m uralla para la defensa y era común que hubiera una asamblea, aunque no siempre se la encuentre. La base econó mica casi siempre era la agricultura, ya fuera practicada por los ciudadanos o por un campesinado sometido a servidumbre, pero al parecer se produjo cierto aum ento en el comercio y en la industria en las ciudades orientales, si bien más que nada se trató de un crecimiento en cantidad más que de algo funda m entalmente nuevo en su carácter (cf. capítulo 9). En los asun tos exteriores, las ciudades de las que poseemos registros segu ros se comportaban como si fueran estados soberanos, prom ul gaban decretos e intercambiaban enviados con otros estados y ciudades, y muy a menudo se ha sostenido que, de todas for mas, las ciudades más antiguas de las costas del Egeo fueron de hecho genuinamente independientes. Sin embargo, esta es una hipótesis nada firme. Alejandro, tal como hemos visto (cf. p. 37), podía declarar que Priene era «libre e independiente» aun cuando interfería con am plitud en sus asuntos y recibía de ella «contribuciones»; y Antigono I en Tiro (cf. pp. 47-48), en el '314, declaraba que todos los griegos debían ser «libres, no tener guarniciones en su territorio y debían autogobemarse» y tiem po más tarde, en su carta a Escepsis proclamaba que asegurar esa situación era su preocupación principal en los tiempos de paz del 311 (cf. p. 49), si bien no experimentaba turbación al guna cuando quería ignorar la declaración, en los casos en que así conviniera a sus propósitos. Por ejemplo, intervino en Cu mas para establecer una corte de justicia (O G IS, 7) y envió ins trucciones detalladas a Teos (c. 303) regulando un sinoiscismo entre Teos y Lébedos (Welles, R .C ., n.os 3 y 4) que, como po demos ver por las referencias a las demoras en las cartas, era im popular en ambas ciudades. Y a antes nos enteramos por Estrabón de que «los escepsienses fueron incorporados a Alejan 124
dría (Troas) por Antigono; después fueron liberados por Lisímaco y volvieron a su propio hogar» (XIII, 1, 52). Es probable que Lisímaco haya intervenido de forma similar para desbara tar el sinoicismo de Teos y Lébedos. Sin embargo, actos arbitrarios de esta clase no impidieron que Antigono, y tras él los Seléucidas, reiteraran su pretensión de ser liberadores. A tal pretensión los mismos griegos apela ron una y otra vez de un modo que no era artificial. Por ejem plo, según un decreto promulgado algún tiempo después de marzo del 268, la Liga Jonia envió embajadores a Antíoco I, quienes debían exhortarlo «a ejercer toda clase de cuidados so bre las ciudades jonias, para que en el futuro éstas fueran libres y democráticas y fueran gobernadas con firmeza de acuerdo con sus leyes ancestrales» (O G IS, 222, líneas 15-16). En una inscripción recogida en el templo de Apolo en Dídyma {OGIS, 226) hay una referencia a Hipómaco de Atenas «quien devol vió la libertad y la democracia de parte del Rey Antíoco (II) el Divino» y en la inscripción que se refiere al acuerdo entre Es m im a y los kátoikoi, establecidos en Palaemagnesia (cf. pp. 119-120), está estipulado que Seleuco II «había asegurado la independencia y la democracia para el pueblo (de Esmima)» (aunque parece bastante seguro que las complicadas negociacio nes con Magnesia y Palaemagnesia se habían emprendido bajo las órdenes de ese monarca). El acuerdo concluido con los dis tintos kátoikoi también implica juramentos para mantener «la independencia y la democracia» de Esmima (OGIS, 229, líneas v 67 y ss.). Del mismo modo un decreto de Delfos (OGIS, 228) alaba a Seleuco II por declarar que Esm im a era «sacra y libre de represalias» (ásylos, inviolable) y «libre y exenta del pago de tributos». U n decreto de la Anfictionía Délfica, que data de fi nales del siglo tercero (OGIS, 234), elogia a Antíoco III «por preservar la democracia y la paz para el pueblo de Antioquía» (es decir de los chrysaorienses, un nombre nuevo para A laban da de Caria). Los ejemplos pueden multiplicarse con facilidad. Pero lo difícil está en determinar cuál es el significado de «li bertad», «democracia» e «independencia» en estos diversos contextos, porque hasta cierto punto las palabras son intercam biables, de modo tal que en ciertos decretos la palabra «demo cracia» parece ser equivalente de «libre». Pero «libertad» es bastante menos de lo que hubiera sido en los siglos cuarto o quinto. En su carta a Meleagro (cf. p. 116), Antíoco I se refiere a «ciudades en su territorio y dentro de su alianza», lo cual im plica una distinción entre éstas y otras ciudades. Pero las ciu dades «dentro de la alianza» -el término «alianza» tam bién era favorito de los A tálidas- tenían que acordar su política a la del rey y una libertad que era «concedida» m al podría ser vista 125
como una libertad genuina. Por ejemplo, Antíoco II, en una carta dirigida a Eritrea (c. 260), señala: Os enviamos una palabra de elogio por vuestro agradecimiento en todo, porque en general seguís este camino como política vuestra... Dado que Tarsinon, Pites y Bottas (o sea los embajadores) han demos trado que en tiempos de Alejandro y Antigono vuestra ciudad era in dependiente y estaba exenta del pago de impuestos... os garantizamos la exención no sólo de otros impuestos sino también de las contribu ciones al fondo gálata (es decir un impuesto especial para contribuir al coste de la guerra o la defensa ante los gálatas) (Welles, R. C. n.° 15, líneas 14-15,21-23,27-28), La concesión de quedar libres de impuestos y de guarnicio nes es algo distinto de las concesiones de «libertad e indepen dencia» o de «independencia y democracia», pero en ausencia de la prim era se tom a difícil determinar lo que puedan haber significado las segundas. Porque, de hecho, el pago de un tribu to real era lo que normalmente correspondía a todas las ciuda des que no estuvieran exentas de él en forma específica. Tiem po más tarde, esto proporcionó un precedente para los roma nos cuando siguieron tras las huellas de los monarcas helenísti cos. U n derecho muy importante, que en el pasado era indica tivo de la libertad genuina de las ciudades, permanece ausente: el derecho de acuñar moneda; y cuando bajo el poder de A n tíoco IV (y en M acedonia bajo el de Filipo V) aparece una acu ñación m unicipal, se trata de algo nuevo, que sugiere una de susada actitud hacia las ciudades. Pero, tal como lo señala E. W ill (Le M onde grec et l’orient, vol. II* p. 458), aunque existen trazas de un movimiento hacia una nueva definición de las re laciones entre los Seléucidas y las ciudades, basada en el libera lismo de los monarcas y en la buena voluntad m utua, tendría que transcurrir el tiempo antes que esto llegara a concretarse. Básicamente, a lo largo de la historia de la dinastía Seléucida -y no menos en el caso de otras casas reales-, las relaciones con las ciudades se basaban en el poder relativo más que en la ley. No es necesario señalar que las nuevas ciudades del este ja más fueron independientes y sólo en el 109, cuando la dinastía Seléucida estaba desesperadamente reducida en poder y en te rritorio, aparece el único ejemplo que se conserva de una con cesión de libertad a una de esas ciudades, en una carta de A n tíoco VIII o IX a Ptolomeo IX, referida a Seleucia, en Pieria. La cláusula más im portante para este tem a dice: El pueblo de Seleucia en Pieria, la ciudad sacra y ásylos (inviolable) desde antiguo ha apoyado a vuestro padre y a través de los años ha 126
mantenido con firmeza su buena voluntad hacia él... Ahora, ansiosos por recompensarlos en forma adecuada con el primer (y mayor) bene ficio, hemos decidido que sea libre por todos los tiempos (Welles, R. C., n.° 71, líneas 4-6, 11-13). (El título de «sacra y ásylos» aparece en monedas seléucidas de finales del siglo segundo). Sin embargo, en lo fundamental, las ciudades nuevas y las antiguas se hallaban en la misma si tuación; variaban simplemente por los diferentes grados de so metimiento. En el mejor de los casos, una ciudad carecía de guarnición m ilitar y estaba exenta de impuestos; en el peor, te nía una guarnición real en su ciudadela y un gobernador real (epistátes), cuyos deberes eran en prim er térm ino militares, pero a menudo incluían poderes judiciales (como en el caso de Cleón, el representante de los Atálidas en Egina: OGIS, 329), y sin duda otros poderes de acuerdo con el lugar y las circunstan cias. En el capítulo 8 examinaremos de qué modo respondie ron las ciudades a estas cargas y presiones. IV Las ciudades nuevas fueron base e instrumento de heleniza ción, de expansión de la cultura, las instituciones e ideas y la lengua griegas hasta zonas tan lejanas como Afghanistán y la India. Como hemos visto, variaban mucho en su origen (hay que recordar que las fundaciones genuinas datan sobre todo de los comienzos del siglo tercero, antes que la afluencia de hom bres de M acedonia y Grecia comenzara a agostarse) y también en su magnitud. Según nos dice Polibio (V, 70, 5), Antíoco III se sintió seguro después de tom ar posesión de Filoteria (sobre el lago de Galilea) y de Escitópolis (Beth Shean) «ya que el te rritorio sometido a ellas bien podía abastecer de comida a todo su ejército». Otras, como Aspendo, eran muy pequeñas. T am poco estaban distribuidas de modo uniforme en el territorio se léucida. Asia M enor y Siria septentrional recibieron la mayor parte de los colonos, pero tam bién más hacia el oriente los hay en gran número, en particular en Bactria y, por esta razón, el helenismo perduró más allá de la época en que los Seléucidas perdieron su control político, hacia mediados del siglo III. La historia política de los griegos en Bactria y en la India nos llega en un relato oscuro que se basa (en su mayor parte) en fuentes de segunda m ano y en algunas monedas excepcionales (que han sido utilizadas para apoyar ciertas hipótesis tem era rias). No obstante, parece que poco antes del 250 Diodoto, probablemente el sátrapa de Bactria, se rebeló contra los Seléu127
eidas con el fin de establecer un reino independiente y que poco después los partos se apoderaron de la región situada al este del M ar Caspio y cuando Seleuco II intentó recuperar la provincia lo derrotaron y afirmaron la independencia de Par tía. En Bactria, Diodoto y su hijo hom ónim o reinaron durante un tiempo considerable; pero cuando Antíoco III invadió el le jano oriente, encontró en el trono de Bactria a cierto Eutidemo, que posiblemente había matado y suplantado a Diodoto II. Eutidemo y su hijo Demetrio extendieron y consolidaron el territorio bactriano frente a la amenaza de los partos y los m o narcas que se sucedieron cruzarían el H indu Kush y establece rían un reino griego en Paropamisadas y en Gandhara. Hubo griegos gobernando en la India hasta bien entrado el siglo pri mero. A la larga, esta fascinante avanzada del m undo helenísti co fue arrasada por tres pueblos bárbaros: los sacas (los Sai de algunos registros chinos), los escito-partos (o Pahlava) y los Yuëh-Chih. Las inscripciones Asoka y las excavaciones de Ai K hanum (cf. pp. 56-58) vienen a demostrar que todavía hay m ucho por saber acerca de estos griegos orientales, todo ello oculto en el suelo de Asia central y del norte de la India. Pero aunque m antuvieron sin duda su cultura helénica, esos con quistadores quedaron muy pronto aislados del cuerpo principal del m undo helenístico que, como hemos visto ya (cf. pp. 61-63), se convertiría, por ende, en un m undo de base más m e diterránea aún. La gran proeza del reino Seléucida consiste en la helenización de la costa siria y de gran parte del Asia M e nor; una proeza que m antendría sus resultados hasta la llegada del Islam y, en algunas regiones, hasta más tarde inclusive.
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CONTACTOS ENTRE CIUDADES Y ESTADOS FEDERALES
En el m undo helenístico, la mayoría de los griegos vivían aún en ciudades. Pero la ciudad misma había cambiado y las nuevas monarquías a menudo influyeron para que el papel de los centros urbanos fuese precario. La derrota que Macedonia infligió a Atenas y Tebas en Queronea (338) había demostrado la debilidad de la ciudad-estadó cuando se enfrentaba con un ejército profesional poderoso y con un monarca capaz. Los re cursos de las monarquías empequeñecieron a los de las ciuda des; sólo una ciudad tan excepcional como Rodas, en su isla, podía abrigar la esperanza de seguir una política independiente e incluso Rodas se hallaba estrechamente comprometida con los Ptolomeos. Para la mayoría de las ciudades, la independen cia política estaba lim itada por el poder de los reyes vecinos. El tan apreciado derecho de dirimir las disputas con el rival pro pio yendo a la guerra era menos atractivo cuando podía aca rrear la intervención de un rey, con pérdida de prestigio o, lo que era peor aún, de libertad. Además de la amenaza que cons tituían los reinos, la vida se hallaba a merced de una buena do sis de violencia más o menos institucional, bajo la forma de re presalias por injurias reales o presuntas, crímenes y piratería. De ahí que las ciudades trataran de negociar, con frecuencia creciente, para establecer acuerdos entre sí y con los reyes, a fin de asegurarse la protección frente a aquellas formas varia das de violencia. Estos acuerdos representaban una mengua de la libertad, pero la alternativa era peor. Los reyes podían ser objeto de algunas formas de presión; por ejemplo, las declara ciones de concesión de la libertad a ciudades situadas en sus dominios, realizadas a modo de gesto político (cf. pp. 125 y ss.), a menudo podían ser explotadas para obtener ventajas ge nuinas. El tipo de actividad política a que conducía esto era 129
bien distinto del que existiera en los días en que la polis griega era realmente independiente. Pero los griegos se adaptaron y no tardarían en hallar nuevos campos dentro de los cuales pu dieran ejercer su patriotismo y su ambición. De modo que por muchas razones, que iban desde la bús queda de una seguridad mayor hasta la creación de nuevos va lores cívicos, las ciudades del m undo helenístico se vieron obli gadas a cambiar el esquema de la vida pública. Pasó a emplear se más tiempo en actividades que no eran nuevas, por cierto -individualm ente en su mayoría pueden parangonarse con las que se practicaban en los siglos quinto y cuarto-, pero que ad quirieron una significación mayor en la nueva atmósfera. U na proporción cada vez más grande de las energías políticas de los hombres se invertían, en esos momentos, en intercambios for males de diversa índole que perm itieron a los ciudadanos ricos un gasto de dinero y de esfuerzo a favor de la ciudad, como por ejemplo la intervención en funciones de embajadores pagándo se sus propios gastos o la actividad a modo de benefactores ge nerosos. U na figura sobresaliente de esta clase de patrono es la de Protogenes, cuya lista de regalos a la ciudad empobrecida de Olbia, en la desembocadura del H ÿpanis (Bug), en el sur de Rusia, hacia finales del siglo tercero, ocupa casi doscientas lí neas de una inscripción que hoy se halla en Leningrado (Syll., 495). Pero muchas otras ciudades estaban en deuda con bene factores locales, que proporcionaban dinero para pagar el trigo en tiempos de hambrunas, emprendían obras caritativas, ayu daban a pagar la construcción de edificios públicos y ejercían su influencia junto a los reyes a favor de su propia ciudad. Esto ocurría tanto en las nuevas fundaciones realizadas dentro de las monarquías como en las antiguas ciudades-estado «inde pendientes». Todos por igual dedicaban buena parte de su tiempo y sus esfuerzos a enviar y recibir embajadas con motivo de los festivales religiosos, asegurar el reconocimiento de la in violabilidad (asylía), pedir u otorgar privilegios y ciudadanía, resolver problemas judiciales y arbitrar en contenciosos fronte rizos. Algunos de los decretos como respuesta a toda esta actividad eran puramente formales, pero muchos se relacionaban con au ténticas e importantes cuestiones, como la propiedad de la tierra y la demarcación de fronteras. Para hacer pública la decisión, se acostumbraba a grabarla en un pilar ya fuera dentro de la ciudad en cuestión o bien en algún santuario público, como los de Olim pia o Delfos; reuniendo las inscripciones que se conservan y com parándolas con las observaciones de los autores contemporáneos, es posible elaborar una pintura de esa sociedad en la que estos in tercambios múltiples jugaban un papel tan vital. 130
I Evitar las guerras innecesarias y mitigar las penurias que se derivaran de ellas, si se producían, eran dos objetivos prim or diales de la política de la ciudad; para lograrlos las ciudades apelaban con frecuencia a la ayuda de los reyes, o incluso esa ayuda les era impuesta ya que bien podía un rey considerar que una guerra que él mismo no había proyectado acarrearía dificultades o sería inoportuna. Las inscripciones revelan un crecimiento sustancial en el uso del arbitraje, llevado a cabo por una tercera parte invitada o por uno de los reyes. La m ayo ría de las disputas continuaban siendo en tom o a la posesión de las tierras fronterizas entre dos ciudades. Un ejemplo típico es el litigio entre Corinto y Epidauro, ambas ciudades m iem bros de la Liga Aquea (cf. p. 142 y ss.), acerca de la propiedad del promontorio del Cabo Espireo en el Golfo de Sarónica. En algún momento entre el 242-241 y el 238-237, la decisión so bre el tema fue delegada a otro miembro constituyente de la Liga, Megara, que se halla al otro lado del golfo, frente al terri torio en disputa; sus disposiciones fueron depositadas en el Tem plo de Asclepios, en Epidauro, ya que los habitantes de esta ciudad, a quienes había favorecido la decisión, tenían cla ro interés en darla a conocer. La inscripción dice: Los megarenses decidieron lo que sigue para los epidaurenses y los corintios con respecto a la tierra que reclamaban y que interesaba a Sellanys y a Espireo enviando un tribunal de 151 hombres, de acuer do con el decreto de los aqueos. Cuando los jueces llegaron al territo rio en litigio y decidieron que la tierra pertenecía a los epidaurenses, los corintios discutieron la delimitación por lo cual los megarenses enviaron por segunda vez a treinta y un hombres elegidos de entre los jueces para definir las fronteras de acuerdo con el decreto de los aqueos; y estos hombres llegaron al territorio y lo delimitaron así (si gue una definición completa de los confines) (Syll., 471). Tal tipo de decisiones no siempre fueron duraderas donde la tierra era escasa o los sentimientos eran fuertes. Por ejemplo, hacia el 140 los milesios mediaron en una disputa entre Mesenia y Esparta acerca del territorio que se denominaba Denthaliado, sobre las estribaciones occidentales del M onte Taigeto (Syll., 683). Por otro testimonio, sabemos que esta decisión ter m inaría por no ser más que un capítulo de un largo contencio so que se extendió por lo menos desde el 338, cuando Filipo II había asignado la tierra a los mesenios, hasta una decisión si m ilar adoptada por el em perador romano Tiberio en el 25 de la era actual (Tácito, Anuales, IV, 43). En el arbitraje del 140 «se constituyó un tribunal de entre las gentes del pueblo (de 131
Mileto), el más amplio que perm itía la ley, integrado por seis cientos jueces» (Syll.., 683, líneas 68-69). La gran cantidad de personas en este arbitraje y en el megarense, con sus ciento cincuenta y un jueces, presumiblemente pretendiera m i nim izar el riesgo de corrupción. Pero no había una regla fija acerca de la cantidad de miembros, porque en otro arbitraje en el que eran partes interesadas Epidauro y, esta vez, Hermión, los jueces milesios, quienes al parecer se hallaban en el Peloponeso para atender otros negocios, sólo fueron seis en total (Moretti, I, n.° 43). Los jueces extranjeros no eran llamados exclusivamente para intervenir en disputas surgidas entre una y otra ciudad. M u chas de éstas, por diversas razones, hacían que sus asuntos le gales internos se m antuvieran en un estado de confusión, de modo que a menudo existía un cúmulo de casos sin atender en los tribunales. Polibio (XX, 6, 1) refiere que en el 192 «los asuntos públicos de Beocia habían llegado a tal estado de de sorden que en el transcurso de casi veinticinco años la justicia, tanto civil como criminal, había dejado de ser administrada allí». A menudo, en tales circunstancias (aunque no en esta ocasión), una ciudad amiga, o una o dos ciudades mediando conjuntamente podían ser invitadas a enviar una pequeña co misión para decidir en los casos más importantes. Cuando esas ciudades se hallaban dentro de los dominios o bajo el control de un monarca, por lo común éste era invitado al mismo tiem po. Por ejemplo, un grupo de jueces de Cos fue enviado para entender en algunos casos en Naxos «de acuerdo con las ins trucciones del Rey Ptolomeo (I)». Entre ellos estaba Bacchon, el nesiarca (jefe principal) de la Liga de las Islas, a la que ha brían pertenecido Cos y Naxos. (O G IS, 43). Estas comisiones hacen suponer la existencia de hombres con un conocimiento legal amplio, capaces de dom inar y aplicar las leyes de ciuda des que no fuesen la suya propia; quizá tam bién sugieran una tendencia a la m utua aproximación de los sistemas legales de las diferentes ciudades. Porque, aun cuando muchas veces estos hombres tan sólo recurrían a la conciliación, hubo muchas ocasiones que requerían una decisión judicial, basada en la equidad o en la rigurosa aplicación de la ley y la actividad de esas comisiones contribuyó a confrontar los sistemas legales de las distintas ciudades y a crear algo similar a un derecho co m ún griego. Por cierto que, aun cuando cada ciudad poseía su código propio, Teofrasto en su libro De los contratos fue capaz de elaborar una teoría de ventas de general aplicación. Por otra parte, entre una ciudad y otra existían notables diferencias en cuestiones como legislación sobre las herencias o sanciones contra los deudores. Por lo tanto surgían dificultades, pero al 132
gunas ciudades como Rodas y Priene adquirieron reputación por la pericia e imparcialidad de sus árbitros, de cuyos servi cios había gran demanda. Los arbitrajes disminuyeron las probabilidades de guerra en tre vecinos. Pero las guerras no constituían las únicas perturba ciones a que se hallaban sujetas las ciudades. U na práctica que podía interrum pir las relaciones pacíficas, y resultar desastrosa para ciudadanos inocentes, consistía en el ejercicio de la sÿle: el uso legítimo de la represalia por parte de la ciudad A contra cualquier ciudadano de la ciudad B, de uno de cuyos miembros se decía que había dado origen a alguna injuria. En el período helenístico se produce un crecimiento notable en el número de intentos felices realizados por las ciudades para ser declaradas ásylos, es decir inmunes al ejercicio de la sÿle, la represalia. En rigor, ésta era una extensión de un privilegio anteriormente acordado a los templos y a menudo es solicitado después que un dios o una diosa hubiera hecho una aparición (epipháneia), o hubiera dado a conocer un oráculo, en el que indicaba que quería que el territorio de la ciudad (y no sólo el templo de la misma) fuera declarado «sacro e inmune a la sÿle» (hierá y ásylos). Si se podía obtener el apoyo de un monarca, tanto me jor. Esto sucede en una de las más antiguas peticiones de invio labilidad para una ciudad entera, la de Esmima, en la que -probablem ente en el 246- Seleuco II «escribió a los reyes, di nastas, ciudades y pueblos instándolos a reconocer que el tem plo de Afrodita Estratónica era inviolable (áyslos) y que nues tra ciudad era sacra y ásylos» (O G IS, 229, líneas 11-12). Una inscripción recientemente descubierta demuestra que los inten tos realizados por Teos en el 204-203 para lograr la inmunidad acordada debían no poco al apoyo de Antíoco III, quien tras asumir el control de la ciudad hasta entonces en manos de Pérgamo, inició el movimiento presentándose ante la asamblea y declarando personalmente que nues tra ciudad y territorio son sacros, ásyloi y libres de tributo, además prometió que seríamos liberados por él de las otras contribuciones que habíamos pagado al Rey Átalo. (P. Herrmann, Anadolu, 1967, p. 13, líneas 17-20). Esta petición teense de inmunidad frente a las represalias, asytía, estaba dirigida en particular a las ciudades de Etolia y Creta, renombradas por su práctica de la piratería y, por ende, un peligro manifiesto para cualquier ciudad marítima. Poca duda cabe de que las peticiones de asytía realizadas en Creta y en Etolia se referían no tanto a la restricción del ejercicio de la sÿle legítima, sino más bien a la limitación de la piratería y 133
más adelante en el transcurso del siglo segundo (probablemente hacia el 160), una segunda serie de inscripciones procedentes de Teos demuestra que los teenses se dirigieron una vez más a las ciudades de Creta, para solicitar la «renovación» de las con cesiones de asylía (que evidentemente se habían convertido en letra m uerta y para asegurar alguna clase de procedimiento a través del otorgamiento de la isopoliteía, nom inalm ente un in tercambio potencial de ciudadanía pero en esta circunstancia un medio de acceder a los tribunales de la ciudad cretense, donde las agresiones de piratería podrían ser castigadas (o al menos así era de esperar). (Acerca de la isopoliteía, cf. infra, pp. 137 y ss.). La petición teense del 204-203 no era usual si no venía acom pañada de alguna epifanía divina, o de algún oráculo, o con la asylía de un templo. Todos estos elementos se constatan en una de las tentativas mejor registradas para asegurar la in violabilidad ante un ataque: el que llevó a cabo en el 207-206 la ciudad de Magnesia del M eandro, en su propio beneficio y en el de su tem plo de Ártemis Leucofriene. U n fragmento de una historia sagrada de Magnesia, grabada en el m uro de un pórtico de la ciudad, describe las epifanías de Apolo y de Á rte mis Leucofriene, la últim a acontecida en el 221-220. A conti nuación fue consultado Apolo en Delfos, donde un oráculo de claró «que era mejor y más deseable que quienes reverenciaban a Apolo Pítico y a Ártemis Leucofriene considerasen a la ciu dad y al territorio de Magnesia del M eandro como sacro y ásylos» (S y l l 557, líneas 7-10). Catorce años más tarde - la demo ra puede explicarse de diversas formas-, en el 207-206, según sabemos por una serie de inscripciones en respuesta a las em bajadas magnesias, muchas ciudades, pueblos y reyes otorgaron su reconocimiento, junto con el de los juegos que se celebraban en honor de Ártemis cada cuatro años. Fueron declarados del mismo rango que los juegos píticos de Delfos y que fueran stephanítai, es decir «coronados», o sea juegos en los que, como símbolo de prestigio que otorgan, los vencedores a veces recibían coronas de ramas en lugar de premios en metálico, aunque en este caso se les otorgaban esas coronas además del dinero. Sin embargo, de los reyes cuyas respuestas se han con servado, sólo Ptolomeo IV concede la asylía pedida, en tanto que Antíoco III, Filipo V (casi con certeza) y Átalo I no hacen referencia al tema. Parece como si estos monarcas mantuviesen abierta la posibilidad de anexionarse Magnesia, si se les presen tase ocasión adecuada, en cuyo caso la previa concesión de asylía hubiera sido un serio contratiempo. El festival de Ártemis Leucofriene fue sólo uno de los m u chos que se establecieron por estos tiempos. En el capítulo 4 ya 134
hemos visto por encima algunos de los frecuentados por los technítai de Dioniso establecidos en Teos, así como otros festi vales (cf. pp. 66-67), en los que Onasiteles de Cedreas obtuvo premios. Entre la muerte de Alejandro y la derrota que los romanos infligieron a Antíoco III en el 189, otros cinco festiva les anuales de menor importancia, incluido el de Ártemis Leucofriene, fueron convertidos en celebraciones cuadrienales con guirnaldas como premio. En el 248 los technítai, concentrados en el Istmo y en Nemea, reconocieron los M useia de Thespias como un festival «coronado» (Syll, 457) y (según sabemos por la respuesta ateniense a los enviados de Thespias, de igual ran go que los juegos Píticos. En el 276 los etolios habían celebra do su victoria sobre los galos, que estaban atacando Delfos, es tableciendo un festival délfico denominado Sotéria. Probable mente en el 246 lo convirtieron en cuadrienal y «en la parte musical equivalente a los juegos Píticos y en las partes atlética y ecuestre equivalente a los juegos Ñemeos en sus agrupaciones por edad y en los premios» (Syll., 402, líneas 15-16, Quíos; cf. Syll., 408, líneas 16-18, Atenas). El cambio en la forma y en el prestigio de este festival tuvo la finalidad política de señalar, dentro de todo el m undo griego, el control etolio del santuario panhelénico de Delfos. Los festivales de Cos y de Mileto fue ron transformados de un modo similar. En tales casos, a m enu do existía un motivo económico, pues un festival ennoblecido podría atraer a muchos visitantes a las pruebas. Los monarcas también valoraban las ventajas políticas y el prestigio prove niente del establecimiento de festivales especiales; un ejemplo notable de la actividad real en este sentido son los Ptolomaieía, inaugurados en el 280-279 por Ptolomeo II en honor de su pa dre, muerto tres años antes. En un decreto de ese mismo año la Liga de las Islas, controlada desde Alejandría, reconoció que el nuevo festival igualaba en prestigio a los Juegos Olímpicos (Syll, 390). Otro festival real de importancia fue la Nikeforía de Pérgamo, un festival «coronado» con «la parte musical del mismo rango que la de los juegos Píticos, las partes atlética y ecuestre equivalentes a las de los juegos Olímpicos» (Syll, 629, 1, 9) y hubo incontables Rom aía en honor de Roma, estableci dos desde el 189 en adelante. Estos festivales ofrecían a los par ticipantes la oportunidad de ganar gloria para sí y para sus ciu dades y, al reunir gran núm ero de personas en un medio pacífi co, contribuyeron a la ruptura del antiguo sentimiento de ex clusividad de la ciudad-estado. Otro rasgo de la vida helenística, que tenía por resultado bo rrar las líneas de separación entre una y otra comunidad, fue la costumbre creciente de otorgar derechos de ciudadanía, proxenía y asylía a personas de otros estados; algunas veces estas 135
concesiones se otorgaban a ciudades o pueblos enteros. Un ejemplo ya citado es el otorgamiento de la proxenía en Lamia (cf. p. 67) a Aristodama de Esm im a y a su hermano, en reco nocim iento por su talento poético. En los orígenes de esta ins titución, un próxenos recibía este honor de otra ciudad y carga ba con el deber de velar por los intereses de los habitantes de esa ciudad que visitaran aquella en que residía el próxenos. La proxenía se hallaba estrechamente relacionada con la antigua institución de la hospitalidad. Implicaba lazos y obligaciones personales y por lo general era hereditaria. Pero ya hacia el si glo cuarto encontramos concesiones de proxenía en reconoci m iento de servicios prestados como cuando, por ejemplo, en el 386 los atenienses promulgaron un decreto a favor de Fanocrito de Fanio y de sus descendientes, del siguiente tenor: ya que informó a los generales acerca de los barcos que navegaban y que, si los generales lo hubieran escuchado, los trirremes enemigos ha brían sido capturados, por estos servicios que se le otorgue la proxenía y la condición de benefactor. (Syll., 137). Poco puede haber complacido este decreto a los jefes m ilita res en cuestión, sin duda alguna. Más tarde, hacia el siglo ter cero, la concesión de la proxenía se hizo más frecuente y a me nudo relacionada con otros honores, incluido el otorgamiento de la ciudadanía que, en rigor, no resultaba coherente con el concepto original de próxenos. La ciudad de Ilium, por ejem plo, honra a un médico, M etrodoro de Anfípolis, por sus servi cios al Rey Antíoco (probablemente Antíoco I) después que éste recibiera una herida en la garganta. M etrodoro es declara do próxenos y benefactor de Ilium, pero además se le concede la «ciudadanía, el derecho de adquirir tierras en Uium (una va liosa concesión) y el de acceder al consejo y al pueblo el prim e ro después del sacrificio» (O G IS, 220, líneas 14-19). U na ins cripción fechada c. 266, proveniente de Histiea en Eubea, enu mera los nombres de treinta y un próxenoí de distintas ciuda des, de quienes se sabe que m antuvieron relaciones comercia les estrechas con Histiea (Syll., 492). Es poco probable que se esperase que todos esos hombres cumplieran con los deberes tradicionales de los próxenoí; esas concesiones debían ser sig nos de buena voluntad pensados para facilitar las relaciones en el futuro. Después de otorgar en tan am plia escala los derechos de proxenía, no quedaba más que un paso muy pequeño para declarar a grupos enteros o comunidades completas próxenoí. Por ejemplo, 266 mercenarios, muchos de ellos bárbaros oriundos de Misia, que servían en un cuerpo de tropas envia das por Átalo I de Pérgamo, recibieron la proxenía del pueblo 136
focídeo de Lilaea en el 208 y, al mismo tiempo, se les concedió la asylía, la ciudadanía y la condición de benefactores (Fouilles de Delphes, III, 4, 132-135). Estos hombres eran de distintas nacionalidades pero hacia finales del siglo tercero la com uni dad molosa de los aterargos renueva la amistad y la proxenía con los habitantes de Pérgamo y sus descendientes «para siem pre» (SEG , XV, 1957, 411). Esta concesión establece un lazo estrecho y duradero entre dos comunidades vecinas. En algu nos casos la proxenía, como la isopoliteía (cf. p. 134), tenía la virtualidad de perm itir al recipiendario acceder a las cortes de justicia de la ciudad que confería el derecho, pero las crecientes concesiones de proxenía estaban pensadas simplemente para honrar a quien las recibiera y asociadas con otros privilegios específicos. Hemos señalado la asylía, la situación de benefactor, el ac ceso al consejo y al pueblo, y el derecho de adquirir tierras. Otras concesiones similares asociadas con éstas son la exención de impuestos (atéleia), el derecho de pagar los mismos impues tos que los ciudadanos (isotéleia), la libertad para entrar y salir de la ciudad y para im portar y exportar bienes, privilegios le gales ante los tribunales, acceso a la tierra comunal, el derecho de cortar madera, un lugar de honor en los juegos y el derecho de cenar en el salón de comidas públicas de la ciudad durante las visitas. Concesiones de derechos matrimoniales son raras (pero en la práctica los matrimonios entre personas de distinta ciudadanía parecen haber sido bastante corrientes, aun sin la concesión de tal derecho). El efecto total de todos estos privile gios era consolidar en cada ciudad un amplio grupo de extran jeros que gozaban de una variedad de derechos compartidos con los ciudadanos. Entre tales derechos, hemos señalado la ciudadanía, que sin duda tenía más peso que el resto. Muchas ciudades que sufrían un despoblamiento echaron m ano de tales concesiones para volver a completar sus cuerpos de ciudadanos (cf. p. 137). A menudo el impulso provenía de un rey. Lárisa, por ejemplo, en el norte de Tesalia, una ciudad estratégicamente situada en re lación con la frontera meridional de Macedonia, recibió en el 217 y en el 215 dos cartas enviadas por Filipo V, instándole a que adoptase nuevos ciudadanos. En la segunda de aquellas cartas, Filipo revela su interés por los romanos en aquellos tiempos (muy pronto estaría en guerra con ellos). Es bueno que tantos como sea posible compartan la ciudadanía, de modo que la ciudad sea fuerte y que los campos no se hallen, como en la actualidad, vergonzosamente despoblados. Creo que ninguno de vo sotros negará esto; y se puede observar que otros también buscan ciu 137
dadanos, incluidas también las autoridades de Roma, quienes admiten a la ciudadanía aun a los esclavos, una vez que los han manumitido, y les otorgan participación en las funciones publicas; y de esta forma no sólo han engrandecido su propia ciudad, sino que también han envia do colonias a casi setenta lugares. (Syll., 543). La exactitud de la información de Filipo no iguala su inte rés: los esclavos manumitidos no podían desempeñar funciones públicas en Rom a y el núm ero de las colonias está considera blem ente exagerado. U n ejemplo similar de enrolamiento de ciudadanos que data poco más o menos del mismo período, como hemos visto antes (cf. p. 63), proviene de Dyme, en Acaya, que aceptó como ciudadanos a cincuenta y dos solda dos, probablemente mercenarios. En casos como éstos, la ciudadanía se otorgaba por razones internas, pero muchas concesiones adquirieron la forma de iso politeía, que tenía una finalidad bien distinta, ya que implicaba conferir una ciudadanía potencial, que se convertía en realidad sólo si quien la recibía se radicaba en la ciudad que había he cho la concesión. Este tipo de otorgamiento está definido con claridad en un decreto conjunto de los pueblos de Tem no y de Pérgamo, que data de los tiempos de Lisímaco o de Filetero, el antepasado de los Atálidas, a comienzos del siglo tercero, cuyo texto dice así: Resuelto por el pueblo de Temno y de Pérgamo... que los temnitas gozarán de la ciudadanía en Pérgamo y los pergamenses en Temno y que compartirán todos los derechos compartidos por los otros ciuda danos y que los temnitas tendrán el derecho de poseer tierra y vivien da en Pérgamo y los pergamenses en Temno» (OGIS, 265), donde, sin embargo, el «derecho de voto» en la otra ciudad es una restauración de una laguna en el texto que debe ser rechazada (véase Robert, Opera minora selecta, vol. I, pp. 204-209). A menudo los detalles de tales intercambios de ciudadanía se explicaban con prolijidad. U na inscripción que registra tal acuerdo entre Mileto y Heraclea del Latmos, fechada hacia el 180, alcanza una extensión de 125 líneas bastante largas (Syll., 633). Las concesiones de isopoliteía algunas veces están destinadas a individuos, y otras se conferían por un estado a otro, como cuando en el 200 los atenienses, como m uestra de gratitud por la ayuda naval recibida, «votaron la isopoliteía para todos los rodios» (Polibio, XVI, 26, 9). Pero tam bién encontramos con cesiones de isopoliteía junto con franquicias económicas, y el motivo que se descubre detrás de ese otorgamiento parece ha ber sido comercial más que político en muchas ocasiones. En 138
otros casos, como hemos visto (cf. pp. 133-134), la isopoliteía podía ser un medio para perm itir que ciudadanos de una ciu dad a la que se había concedido la asylía tuvieran acceso a los tribunales de la ciudad que otorgaba la isopaliteía y esto es ver dad sobre todo en las concesiones realizadas por las ciudades de Creta, dado que es poco probable que muchos griegos de otros lugares hayan querido cambiar su ciudadanía por la de alguna ciudad de esa isla envuelta en disturbios. U n nuevo paso para la unión de las ciudades se da cuando dos comunidades se suman por completo para constituir un es tado único, creando así lo que se describe como sympoliteía. U n ejemplo es el de las dos ciudades focídeas de Estiris y Medeón en algún momento del siglo segundo, de lo que una ins cripción registra. Los estirienses y los medeonios se han convertido en miembros de un estado, con sus edificios sagrados, ciudad, tierras, puertos y todas las cosas libres (de hipotecas), en estos términos: los medeonios serán todos estirienses con iguales y similares derechos, y compartirán la asamblea y la elección de magistrados con la ciudad de los estirienses y los que hayan alcanzado la edad establecida juzgarán en todos los casos legales en la ciudad. (Syll., 647). La inscripción continúa con los fondos destinados a un «cuidador de los ritos sagrados» que debe ser elegido entre los medeonios para cuidarse de los ritos religiosos de esa ciudad (ya que no se podía perm itir que un sinecismo con Estiris in terfiriera en ellos) y que debía contar como uno de los magis trados de la ciudad unida al recibir la remuneración apropia da. Por fin se establecen disposiciones para que nadie que haya ejercido una magistratura o sacerdocio en Medeón pue da perder inmunidad alguna para la liturgias (es decir los nombramientos públicos para funciones específicas que de bían ser financiadas por la persona elegida), que de ese modo las acrecentaban. En este período se produjeron muchos casos de sympoliteía·, algunos de ellos reunían varias ciudades (como cuando Lisímaco transfirió los habitantes de Colofón y Lébedos a Éfeso: P au sanias, I, 9). El hecho cruel consistía en que los pueblos peque ños resultaban demasiado vulnerables; sin embargo, esa clase de uniones no siempre eran duraderas. U n a comisión para de lim itar los términos de la nueva ciudad formada por la unión de los dos pueblos etolios de M elitea y Perea, en la Acaya Ftiótica, establece que «si los pereos abandonan la unión, al dejarla tendrán que m antener un delegado» (Syll., 546b, líneas 16-18), un pasaje que casualmente proporciona un testimonio de que 139
las ciudades enviaban representantes al consejo de la federa ción etolia en proporción a su magnitud. II La misma federación etolia constituye un ejemplo de una forma im portante de sympoliteía, cuya fuerza e influencia cre ciera en la Grecia continental en el transcurso de los siglos ter cero y segundo. El federalismo, esto es, la fusión de un grupo de ciudades en una organización más amplia, a favor de la cual habían de renunciar algunos, que no todos, de sus derechos in dependientes, con el objetivo de fortalecerse, constituía un de sarrollo razonable y, bien se podría decir, evidente, dentro de u n m undo en el que amplias m onarquías territoriales habían empequeñecido a las ciudades y en el que las desventajas de la exclusividad de las antiguas ciudades-estado ya habían comen zado a dejarse ver. Sin embargo, de hecho los estados federales más importantes surgieron en prim er térm ino en' aquellas re giones de Grecia en las que la ciudad-estado aún no había po dido echar raíces fuertes, ni desarrollar una tradicional historia independiente e incluso hegemónica. Los dos más influyentes se hallaban en Etolia y en Acaya. Hacia el siglo quinto, Etolia era todavía un estado tribal, pero hacia el 367 una inscripción ateniense (Tod, 137) muestra a la asamblea que examina un quebrantam iento de «las leyes comunes de los helenos» lleva do a cabo por Triconio, que había arrestado a los embajadores atenienses enviados para anunciar la tregua sagrada por los Grandes Misterios Eleusinos, al koinón (comunidad) de los etolios (que ya había aceptado dicha tregua). Quizá sea perti nente señalar que la referencia más antigua que conservamos acerca de la confederación etolia se halle relacionada con un quebrantam iento de una convención generalmente aceptada, ya que a lo largo de su historia los etolios eran célebres por su falta de respeto a las leyes y por su piratería. La Liga Etolia constaba de una asamblea formada por todos los hombres en edad militar, que se reunía dos veces al año, en primavera y en otoño. Su magistrado principal, anualm ente elegido, era el Ge neral y tam bién había un consejo (boulé o synédrion), que al parecer entendía en los asuntos de gobierno durante el tiempo intermedio entre las reuniones de la asamblea, pero que no es taba asociado a las decisiones de ésta según la tradición griega corriente. Este consejo, compuesto por representantes de las ciudades, elegidos en proporción a su población (cf. pp. 139-140), llegaba a un núm ero de varios cientos de hombres. Los asuntos cotidianos eran llevados por un pequeño comité 140
del consejo, los apókletoi, algo más de treinta en total, que se reunían bajo la presidencia del general, pero los temas vitales de la política exterior eran decididos por la asamblea. Los etolios se afanaban por explotar el gran prestigio que ha bían ganado por salvar Delfos de manos de los galos en el 279 (cf. p. 135) y, a continuación de ello, extendieron su federación a lo largo de Grecia central. A medida que los etolios controla ban más y más pueblos, éstos podían ejercer su derecho de voto en el Consejo Anfictiónico que controlaba Delfos, u n he cho que permite seguir y fechar las etapas de la expansión eto lia. Los ciudadanos de estos pueblos y ciudades eran incorpo rados a Etolia como miembros de pleno derecho o bien se les concedía la isopoliteía (cf. pp. 138-139). La isopoliteía se utili zaba también para establecer una relación más estrecha con es tados distantes como Quíos (SE G , II, 1925, 258, combinado con SEG, XVIII, 1962, 245), Vaxos en Creta (Insc. Creí., II, Vaxos, n.° 18 [= SV A , 585] y 19) o Lisimaqueía, Cios y Calcedón (aunque Polibio, XVIII, 3, 11, usa la palabra sympoliteía, probablemente en un sentido general, no técnico). Por esta cla se de expansión los etolios se convirtieron en una potencia de cierta envergadura a la que el rey de M acedonia tuvo que to m ar en serio. Tiem po después se convertirían en aliados de Rom a contra Filipo V con consecuencias siniestras para Gre cia. Más importante aún para la historia de Macedonia y de la Grecia continental resultó la Liga Aquea. Desde tiempos anti guos, las ciudades del pueblo aqueo sobre la costa septentrional del Peloponeso habían disfrutado de cierto tipo de asociación federal, pero bajo el poder de Alejandro y de sus sucesores esa asociación quedó deshecha. En el 280 las ciudades de Dyme, Patras, Tritea y Faras se reunieron en una nueva federación que tiempo después recibiría en su seno a Egio, Bura, Cerineia, Leontio, Egira, Palene y quizá más tarde a Oleno (aun cuando en tiempos en que Polibio escribía, en el siglo segundo, Oleno, como Helice, ya no existían). En el 251 un joven sicionense llamado Arato expulsó al tirano local y llevó a la doria Sición a la Liga Aquea y en el 243 se apoderó de Corinto, defendida por Antigono Gonatas (cf. p. 87). Entre los años 243 y 228, merced al éxito de la política agresiva que Arato siguió contra ellos, la mayoría de los estados del Istmo, Arcadia y Argos se convirtieron en miembros federales. Pero la aparición de Cleo menes III en Esparta fue una amenaza para la continuidad de la Liga y en el invierno del 225-224 se adoptó la decisión de apelar a la ayuda de Antigono III. Los antecedentes políticos de este viraje ya han sido examinados (cf. pp. 89-90) y más ade lante analizaremos el movimiento revolucionario en Esparta, 141
que impulsó a Arato a dar ese paso (cf. pp. 156 y ss.). El resul tado fue que desde el 224 hasta el 199 Acaya, después de alzar se hasta el poder sobre todo gracias a una política de oposición a Macedonia, se encontró estrechamente unida al rey como m iembro de una alianza de estados federales, establecida por Antigono y durante cierto tiem po activa en los días de su suce sor, Filipo V (cf. p. 90). Su carácter de miembro de esta organi zación más amplia llevó a Acaya a un choque con Rom a en el transcurso de la Prim era guerra macedonia (215-205) y cuando estalló la Segunda guerra macedonia en el 200, Acaya hubo de aliarse forzosamente a Roma. Como «aliada» rom ana le estaba perm itido expandirse hasta ocupar todo el Peloponeso, pero Esparta jamás se resignó a ser miembro de la Liga y, por últi mo, una disputa con Esparta originó un ultim átum romano en el 147-146, una guerra breve y ruinosa y la disolución de la Liga. La historia de Acaya ilustra tanto las ventajas que la fe deración podía aportar como las limitaciones que experimen taba una federación, incluso tan fuerte como la aquea, al en frentarse con la monarquía m acedonia y más aún con Roma. El historiador Polibio, nacido en Megalopolis, Arcadia, cre ció como ciudadano de Acaya y desempeñó un papel activo como hombre de estado a su servicio. Su enumeración de los méritos de este estado federal, aunque esté teñida de prejuicios favorables, ilustra los ideales que hasta cierto punto sustenta ban los hombres que administraban aquella Liga. En el pasado muchos intentaron unificar el Peloponeso en una polí tica única de interés común, pero nadie fue capaz de lograrlo, porque cada uno luchaba no por la causa de la libertad general, sino para su propio poderío. Pero en mis tiempos este objetivo se ha superado y concretado hasta el punto de que el Peloponeso no sólo constituye una comunidad aliada y amistosa, sino que además tiene las mismas leyes, pesos, medida y moneda, como también los mismos magistra dos, miembros del consejo y jueces, y casi todo el Peloponeso no pue de constituir una única ciudad tan sólo por el hecho de que sus habi tantes no poseen un único refugio amurallado. (II, 37, 9-11). Esto es un poco exagerado. Las diversas ciudades conserva ron sus propias leyes además de las de la federación y las m o nedas fueron las de las distintas ciudades hasta comienzos del siglo segundo, cuando hacia el 190 aparecieron por primera vez las monedas federales. Sin embargo, la Liga poseía un solo general (después del 255), diez demiourgoí y varios otros m a gistrados como el jefe de la caballería, el secretario, un subgeneral y un almirante. Tam bién existía una asamblea, cuyo papel y composición ha sido tema de controversias prolongadas. El testimonio no es 142
claro por completo, pero en opinión de este autor, durante el transcurso de los siglos tercero y segundo hasta el 146, una asamblea general abierta a todos los ciudadanos varones adul tos se reunía cuatro veces al año, en sesiones conocidas bajo el nombre de synodoï para tratar los asuntos corrientes. En estas sesiones se hallaban presentes el consejo (boulé), que estaba abierto a hombres de treinta o más años de edad, y los magis trados. Pero, de todas maneras, en el siglo segundo, las leyes es tablecieron que las cuestiones de guerra o de alianza y la recep ción de los mensajes provenientes del Senado romano deberían ser tratadas por una asamblea especial, que por lo común, pero no invariablemente, se hallaba abierta también a la asistencia de toda la población masculina adulta, pero en la cual la vota ción, tal vez, se hacía por ciudades. Esta norma, pensada para asegurar que ciertos asuntos quedaran reservados a sesiones es pecialmente preparadas, probablemente fue introducida cuan do la aparición de los romanos en la escena hizo que la política extranjera se convirtiese en un tem a más delicado, y proporcio na un buen ejemplo del modo en que la presencia de los rom a nos cambió los principios y tam bién la práctica de gobierno dentro de los estados griegos. Durante bastante más de cien años la Liga Aquea desempe ñó un papel de im portancia en la política griega. Polibio se pregunta el motivo de este éxito y responde a tal pregunta en términos idealistas: Está claro que no podemos decir que se trate del resultado del azar, porque sería una explicación pobre. Debemos buscar alguna razón, porque todo acontecimiento, probable o improbable, tiene que tener una razón; y en este caso consiste más o menos en lo siguiente: no se puede encontrar un sistema político y un principio más favorable a la igualdad, la libertad de palabra y, en resumen, la democracia genuina que el que existe entre los aqueos. Este sistema ha encontrado a mu chos de los peloponesios prestos a unirse a él voluntariamente y mu chos han sido ganados a través de la persuasión y del razonamiento; por su parte, los que en el momento apropiado se vieron compelidos por la fuerza a unirse cambiaron con rapidez su actitud y también se acomodaron, ya que al no reservar privilegios a los miembros origina les y al situar a todos los nuevos miembros en un mismo nivel, la Liga alcanzó con rapidez el objetivo que se había impuesto, con la ayuda de dos factores poderosos, la igualdad y la humanidad. Esto es lo que debemos considerar inicio y causa de la prosperidad actual del Peloponeso. (II, 38, 5-9). El tono confiado y optimista de este pasaje -escrito, sin n in guna duda, antes de los desastres del 146- ignora la real debili dad de la Liga. En el plano político puede haber sido democrá tica, en la medida en que las decisiones vitales se adoptaban a 143
través de una asamblea abierta a todos los varones adultos. Pero al parecer sus funcionarios provenían de un grupo muy pequeño de familias residentes en unas pocas ciudades, y su colapso antes del ataque de Cleomenes, que forzaría a Arato a reintroducir a los macedonios en el Peloponeso, refleja una de bilidad fundamental para la que Plutarco alega las siguientes causas: Se habían producido agitaciones entre los aqueos y sus ciudades es taban ansiosas de entrar en rebeldía, el pueblo ansiaba las distribucio nes de tierras y la cancelación de las deudas y los conductores de la re beldía se mostraban insatisfechos con Arato y algunos de ellos estaban furiosos con él por haber introducido a los Macedonios en el Pelopo neso. (Cleomenes, 17, 5). De la prim era de estas causas hablaremos en el capítulo 9. Pero la oposición de la clase alta a la política macedonia de A rato sugiere que muchos hubieran preferido unirse a Esparta. Por lo tanto, difícilmente podemos resistimos a concluir que la Liga Aquea no había obtenido, hasta el límite que señala Poli bio, la lealtad de las ciudades incorporadas por la fuerza. Sin embargo, a pesar de estas debilidades, en el m undo de m onarquías los estados federales de Acaya y Etolia ejemplifi can la continua capacidad de los griegos para responder a un nuevo desafío político con soluciones nuevas. De modo que nos vemos obligados a preguntamos si, en el caso de haber transcurrido otro siglo sin Rom a, el federalismo no podría ha ber desarrollado aspectos nuevos y fructíferos, porque aun cuando se hizo uso de la fuerza (y esto lo admite Polibio), estas federaciones fueron una respuesta interna de los mismos grie gos y, en consecuencia, poseen un carácter bien distinto del que tenían las ligas impuestas en Grecia por Filipo II, Antigo no I, Demetrio Poliorcetes y Antigono Doson. El federalismo ofrecía la posibilidad de trascender los límites de tam año y de relativa debilidad de las ciudades-estado por separado; pero ha bía pasado el tiempo.
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1. Este relieve del T em plo de A m on-R a en Lúxor, A lto Egipto, representa a A lejandro M agno (a la izquierda), tocado con la doble corona del A lto y Bajo Egipto, m ientras hace ofrendas al dios (a la derecha). El relieve dem uestra hasta qué punto los sacerdotes im ponían el estilo egipcio en las representaciones de las dinastías extranjeras.
2. La inscripción de Ai K hanum , que contiene los versos traducidos en la p. 56 y las cinco m áxim as délficas que se conservan. R eproducida con a u to ri zación de la A cadém ie des Inscriptions et Belles Lettres, Paris.
3. Algunos de los primeros monarcas helenísticos. Estas monedas, de la colección del Fitzwilliam M u seum, Cambridge, han sido reproducidas con autorización de su Departamento de Monedas y M edallas.
4. La V ictoria alada de Sam otracia, escultura del siglo ni, actualm ente en e! Louvre (Paris), que quizá celebrara la victoria naval obtenida p o r A ntigono II G onatas frente a P tolom eo Filadelfo, ante las costas de Cos.
5. La Piedra de R osetta, una gran placa de basalto negro, actualm ente en el British M useum , contiene una inscripción bilingüe en griego y en egipcio, esta últim a en versiones dem ótica y jeroglifica. Esta inscripción registra un decreto de los sacerdotes del A lto y Bajo Egipto, reunidos en Menfis el 27 de m arzo de 196, en el noveno año de Ptolom eo V Epífanes, para ho n rar al rey con un festival Set y celebrar su acceso al trono en el 204 y su visita a M enfis en n o viem bre de 197. El descubrim iento de la piedra, en 1799, perm itió que el eru dito francés C ham pollion descifrara los jeroglíficos egipcios.
6. Esta estatua de un galo moribundo es una copia de una figura de bronce dedicada por Átalo I en el templo de Atenea, en la ciudade· la de Pérgamo, y formaba parte de un monumento erigido para celebrar la victoria de Atalo sobre los gálatas.
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