Von Balthasar-el Evangelio Como Criterio y Norma de Toda Espiritualidad en La Iglesia

January 19, 2017 | Author: juancarloseberhardt | Category: N/A
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EL EVANGELIO COMO CRITERIO Y NORMA DE TODA ESPIRITUALIDAD EN LA IGLESIA HANS URS VON BALTHASAR Revista Concilium, noviembre 1965

I . NOCIÓN FILOSOFICO-RELIGIOSA DE ESPIRITUALIDAD El concepto de espiritualidad es reciente; no aparece en la tradición general filosófico-religiosa, ni en la típicamente bíblicoteológica. Por ello deberemos fijar exactamente su contenido y su alcance. Partiendo del sentir general, podemos decir —negativamente— que no hay motivo alguno para que los cristianos lo reduzcan al ámbito cristiano; por el contrario, al igual que los cristianos hablan de "espiritualidad medieval", de "espiritualidad del Carmelo", de "espiritualidad seglar", se puede hablar también, en un sentido análogo, de "espiritualidad del budismo o del sufismo". Más concreta y positivamente, podemos determinar —partiendo siempre del mismo sentir general— el contenido de este concepto como la actitud básica, práctica o existencial, propia del hombre y que es consecuencia y expresión de su visión religiosa —o, de un modo más general, ética— de la existencia: una conformación actual y habitual de su vida a partir de su visión y decisión objetiva y última. Reconocemos sin dificultad, partiendo de esta delimitación primera, que la amplitud del concepto de espiritualidad no coincide plenamente tampoco en el ámbito cristiano con el de la "teología práctica", que, siendo una ciencia objetivamente didáctica y que precede a las decisiones del individuo, deduce de la teología teorética ("dogmática") consecuencias para la vida; pero tampoco se identifica con la "teología ascética (mística)" que, de acuerdo con su denominación, aunque no siempre ni necesariamente de acuerdo con su desarrollo real, circunscribe a determinados "ejercicios" y "experiencias" la vivencia personal de las decisiones religiosas fundamentales. Antes de abordar el problema de la unidad o multiplicidad de espiritualidades cristianas, es oportuno investigar el sentido previo del término en el ámbito humano en general —donde también aparece la cuestión de la unidad y la multiplicidad—. Al mismo tiempo, la palabra espiritualidad puede orientarnos y, al menos, servirnos de introducción; este término sitúa el espíritu en el centro y en una medida tal que corresponde en absoluto a la acepción amplia de los antiguos (nous de Anaxágoras hasta Plotino), de los cristianos (gneuma-sfiritus, desde los alejandrinos hasta los Victorinos, los "espirituales", los reformadores y pietistas) y de los modernos (sobre todo Hegel: como síntesis subjetivo- objetiva del ser). Y, sin embargo, esta amplitud no necesita ser una vaguedad indeterminada, en cuanto que en esta palabra va afirmada siempre de un modo implícito una —¡al menos una!— clara decisión fundamental: que el hombre se entiende a sí mismo como espíritu y se define por el espíritu y no por la materia, ni por el cuerpo, ni por el instinto. Pero el espíritu hace patente, de un modo inequívoco aunque misterioso, la totalidad del ser, y precisamente como totalidad absoluta (porque el concepto de ser relativo sólo puede formarse situándose en un punto desde el que se abarque la relatividad; o expresado de otro modo: porque la exigencia de verdad, propia del espíritu, implica necesariamente el carácter absoluto). De este modo se nos franquean fundamentalmente las dimensiones de la espiritualidad humana. a) El hombre, que (a diferencia del mundo y del animal) se define por el espíritu, relaciona con su ser espiritual todo aquello que él puede ser (una parte del mundo, un organismo material). Por muy problemática que pueda parecerle su tensión

entre espíritu y organismo, no puede considerarse a sí mismo seriamente como un ser "bicúspide", compuesto de dos partes o mitades quizá equivalentes y con igualdad de derechos, entre (y por encima de) las cuales hay que restablecer la armonía y unidad definitivas, sino sólo como un ser único, cuyo centro se sitúa en el espíritu, que ha de constituir la armonía definitiva y responder de ella en sí al igual que en el ámbito del cuerpo. Pero ¿qué es este espíritu en mí, en su pureza y absolutez? La primera corriente de respuestas parte de la dispersión hacia la concentración, de lo caduco a lo claramente estable, de la alienación de sí mismo al arraigo en su propio centro. Se trata del paso de todo pensamiento a la teoría en cuanto búsqueda filo-sófica, existencial, de la verdad de la existencia. El itinerario de la India y de Platón, de Plotino y de Agustín, de Descartes y de Fichte. En el conocimiento elemental de un punto absoluto de referencia para con todo lo demás en el propio espíritu; en la voluntad elemental de orientar todo hacia este punto absoluto, la espiritualidad es, en primer término, "eros" o "camino hacia el interior", o "anamnesis" o "elpís". O bien doctrina de la muerte, en cuanto que todo aquello que no es el punto absoluto del espíritu es relativizado, en consecuencia, de un modo inexorable. b) Pero no basta la mera referencia de todas las cosas al espíritu en mí. El espíritu quiere ser "realizado". A partir de un punto formal de referencia, pretende llegar a ser totalidad de contenido en todo lo relativo. Sólo así la "relación al absoluto" se convierte en "decisión". Mientras Platón señala en el Menón el punto formal de referencia, y en el Banquete el eros hacia éste, en la República caracteriza la estructuración de la realidad según el esquema espiritual de las "virtudes cardinales", a partir del espíritu tanto individual como social. Sólo en esta decisión se hace patente que el señorío del espíritu (tal como piensan los sofistas y los tiranos en el primer libro de la República) no es arbitrariedad ni interés, sino objetividad justa y servicio desinteresado a la realidad. Solamente así se moraliza (ethizesthai: Aristóteles) la esfera de la naturaleza y el cuerpo; sólo en un servicio cada vez más intenso al mundo, en el paso por esa objetivación, se amplía el espíritu subjetivo hacia su carácter propio de espíritu absoluto (Hegel); solamente en la obediencia a la ley, siempre superior, del ser se escucha el espíritu a sí mismo (Heidegger); sólo en cuanto "deja ser" al absoluto en sí como "idea" inalcanzable, configura él la realidad (Kant). En este segundo momento, la "doctrina de la muerte" del "eros" no es negada, sino introducida en el mundo, para que el "morir" pueda ser tomado en seno. Sin el mundo como "material de obligación" (Fichte), el espíritu seguiría siendo sólo un sueño y no llegaría a ser por la "acción" él mismo. c) Todo ello alcanza solamente su perfección cuando el que actúa no toma como norma su anhelo por lo absoluto (eros), pues este anhelo es como tal todavía subjetivo, sino cuando deja que sea el absoluto el que disponga como espíritu normativo; y ello no sólo como un principio formal en mi espíritu concreto (Aristóteles, Kant), sino como la razón concreta absoluta (logos), frente a la cual mi razón, limitada en cuanto tal, es todavía formal y abstracta, convirtiéndose únicamente en concreta cuando "deja ser" y dominar, "deja acontecer" en sí misma a la verdad absoluta. Esta es, después de la espiritualidad del eros (Platón y sus seguidores), después de la espiritualidad de la acción objetiva (Aristóteles y su escuela), la espiritualidad de la Stoa (y sus afínes: desde la apatheia. del Zen, de la India y de los Padres de la Iglesia, hasta la impasibilidad de la mística alemana, la indiferencia de Ignacio y el "amour pur" de Fénelon). No es, pues, extraño que, para Pascal, Epicteto significase la perfección del antiguo pensamiento existencial. La existencia bajo el juicio permanente del Logos (tal como intenta vivirlo, por ejemplo, Marco Aurelio) fue, no sólo "desterrada" —bajo un punto de vista platónico— hacia un "lugar de las ideas" divino, y no sólo "enajenada" —bajo el punto de vista aristotélico— hacia el mundo real del trabajo, sino que es superada cada instante y juzgada, como en el momento de la muerte,

por la espada de la justicia inexorable del Logos absoluto, frente al cual el supremo esfuerzo humano se reduce a dejar que se realice en mi razón la razón absoluta. No se considere esta afirmación como una anticipación, históricamente injustificada, de lo "cristiano" en lo "pagano", sino como la implicación objetiva de aquella realidad que descansa (con necesidad lógica) en el reconocimiento fundamental de un principio absoluto del espíritu en toda espiritualidad humana seria. 2. CARACTERÍSTICAS DE UNA ESPIRITUALIDAD HUMANA GENERAL Es importante estudiar en su unidad la conexión de estas tres formas de espiritualidad humana. Cada aspecto nuevo emerge del precedente y está preparado y siempre a punto para ser reintegrado de nuevo en lo precedente, por mucho que la acentuación concreta tienda a absolutizarse en "direcciones" y "escuelas" determinadas. Por ello es superficial y "escolar" el tildar a aquellas filosofías que se esfuerzan por la reconciliación de las diversas tendencias (por ejemplo, el platonismo, el anstotehsmo, el estoicismo) con la etiqueta despectiva de "sincretismo". Lo concreto o "syn-creto" constituye más bien el terreno común base de toda filosofía y espiritualidad: es esta realidad común la que pretendemos estudiar un poco más detalladamente. a) Partiendo de la espiritualidad del eros (Platón), del desiderium (Agustín), del amor-appetitm (Tomás), el espíritu se nos muestra sobre todo como trascendencia, de tal modo que participa en la absoluticidad por aquella tendencia suya que consiste en salir de sí mismo hacia el absoluto. Esta trascendencia se refleja en el segundo aspecto como relación a las cosas, servicio altruista, y en el tercer aspecto como un dejar que se realice en mí la razón absoluta. En cuanto que esta trascendencia-hacia (filosofía) constituye la "esencia" (logos) propia del alma espiritual (psyche), no puede existir junto a la filosofía ninguna instancia de rango igual propia de una psicología cerrada que reivindique el captar, restituir y reflejar la tendencia del espíritu fuera-de-sí (como en C. G. Jung, entre otros), a partir del punto de situación del espíritu. Sin embargo, considerado de un modo más profundo, no puede tener éxito el "análisis de la propia hondura", caractcnsnco de la filosofía india y platónica, pues no existe en absoluto una "meta de llegada" para el "camino hacia el interior"; tal "meta de llegada" limitaría y anularía la trascendencia, suprimiendo el eros-desiderium. El platonismo tardío (Plotino y Gregorio de Nisa) calificó por esto al espíritu (noas) como la anhelante tendencia esencial hacia el absoluto (Hen). Toda reflexión que pretendiese manejar normativamente —como "psicología"— aquella tendencia, la anularía, y con ello se anularía también a sí misma (el problema de Bergson). Lo mismo hace toda 'mística" en cuanto que, partiendo de la experiencia psíquica, impone una norma a la tendencia del eros. Tal norma haría superflua e imposible la apertura a una segunda forma de espiritualidad —la autorreahzación del espíritu a través de la actuación en el mundo—, lo cual aparece claro en muchos sistemas místicos tanto dentro como fuera del ámbito cristiano. b) Partiendo de la espiritualidad de la acción (Aristóteles), hay que afirmar, por tanto, que ésta es muy importante, aún más, indispensable para el eros absoluto, y que el eros encuentra, por consiguiente, en el ámbito del mundo su campo de acción, de acreditación, instrucción y purificación. Este ámbito encierra necesariamente para el hombre un doble sentido: es eros del yo para con el tú, tanto en el plano sexual como en el suprasexual (amistad) y es eros como dedicación a lo comunitario (pueblo, estado, humanidad) y a la obra común del género humano (cultura, técnica, progreso). Este desdoblamiento descansa en la naturaleza del hombre, que en su cuerpo es persona individual y, al mismo tiempo, en cuanto espíritu, se halla abierto a lo universal y comprometido con ello. Ya se subraye la primera relación (Feuerbach, Buber), o la segunda (Marx), o ambas (Fichte), en todo caso el hombre —en virtud de la estructura de su eros, que tiende

a la realización real del espíritu— es impulsado hacia los otros hombres y hacia la actuación en el mundo, sin que por ello este eros pueda jamás reducirse a la comunidad humana y a la actuación en el mundo. De este modo se sitúa también en el centro de la politeia el mito de la caverna y la parábola del sol del bien. c) Partiendo de la espiritualidad de la pasividad, de la apatheia (Stoa), se abre todo un abismo de problemas acerca de la espiritualidad humana: ¿en qué relación se halla el espíritu humano con el espíritu absoluto? Mientras es propio del platonismo una especie de teísmo ingenuo que comporta y encierra, como punto de partida y como meta, el impulso trascendente del espíritu, y mientras el aristotelismo incluye una especie de ingenuo ateísmo —en el sentido de que la provisionalidad de la dedicación ética al mundo, en la relación personal y en la cultura, desplaza hacia un momento posterior el problema de Dios—, el estoicismo, en cambio, se encuentra inevitablemente ante el problema de quién será el portador de la razón absoluta: Dios o el hombre mismo, es decir, ante la cuestión de si la espiritualidad es en definitiva un monólogo (panteísta) o un diálogo y una oración. Sería un monólogo también en el caso de que la tensión entre razón universal (cósmica) y razón individual fuese considerada como una tensión entre el homo nooumenon y el homo phaenomenon. Sería, por el contrario, un diálogo si la Stoa (por ejemplo, en la oración de Cleantes) se interpretase seriamente a sí misma como orientada hacia la antigua religión mítica. En este último caso se convertiría la espiritualidad de la Stoa en una especie de recapitulación de todas las espiritualidades humanas, en cuanto que daría cabida en sí misma a la tensión del eros platónico y a la dedicación aristotélica al mundo. Sin embargo, aun entonces estas tres formas principales siguen siendo relativamente autónomas, es decir, no son plenamente reductibles las unas a las otras, manifestando así el carácter no absoluto del ser humano o, expresado de otro modo, su trascendencia constitutiva, ya sea respecto a Dios, ya respecto al mundo, de manera que la "perfección" humana jamás puede coincidir con la razón y la verdad absolutas, a no ser en aquella disponibilidad y permeabilidad abierta e indiferente que permite actuar a lo divino según la preminencia que le corresponde sobre el hombre y sobre el mundo. El hombre, influenciado por el pecado original, puede absolutizarlo todo, incluso esta característica de la indiferencia creada, equiparándola a la superioridad divina sobre toda diferencia (coincidentia offositorum), es decir, identificando lo máximo no divino con lo supremo divino (Heráclito, Giordano Bruno, Schelling). Sin embargo, las estructuras de la finitud en sí mismas se expresan en el lenguaje de la relatividad con fuerza suficiente, de tal modo que ninguna de estas estructuras puede oponer una exigencia absoluta a la revelación de Dios que acaece. Por muy legítima que pueda y deba ser, pues, la noción preliminar de la espiritualidad, su contenido no pone barrera alguna ni "condición indispensable" a la revelación bíblica. 3. LA ESPIRITUALIDAD DE LA BIBLIA Y DE JESUCRISTO En la Biblia es establecida y fijada por Dios una determinación —que no había sido tomada antes, o lo había sido falsamente— respecto a las relaciones entre Dios y el mundo. En su palabra soberana Dios elige y promete, exige, reprueba, realiza. De este modo, las tres formas naturales de espiritualidad entran al servicio del Antiguo Testamento: el eros es despojado de todas sus características propias, acusado de no haber respondido en modo alguno —en cuanto "espera en Dios"— a la esperanza en el Dios verdadero; en la "alianza" su contenido se convierte en la fidelidad exigida. El hombre no necesita entonces prestar oídos a sí mismo, a la voz de su anhelo, sino a la palabra de Dios. Y la acción se convierte, más allá de toda autorrealización del hombre, en obediencia a la ley y al precepto que prescriben una voluntad de Dios realísima y que ha de ser cumplida en la comunidad humana, en la nación y en el mundo. La pasividad, finalmente, se convierte ante la palabra conductora de Dios, en la fe que lo acepta todo, en la paciencia que todo lo

aguanta, hasta el oscuro sufrimiento de Israel como siervo de Yahvé. De este modo, partiendo de su unicidad, la palabra de Dios —sola— aglutina estrechamente y hasta una total circumincesión, las tres espiritualidades si bien podemos también distinguir aquí una espiritualidad preferentemente "profética", otra más bien "legal" y una tercera más bien "de pasión". Pero la dirección inicial del Antiguo Testamento por medio de la palabra de Dios es sólo un ensayo cara a Jesucristo; un ensayo en el sentido de que su humanidad típica y ejemplar debe —y puede también al mismo tiempo— ser concebida y entendida claramente como palabra divina, libre y soberana, de la que no se puede disponer. En Cristo —por ser hombre— se destacan nuevamente las espiritualidades humanas, pero con mayor fuerza que en el Antiguo Testamento. Por ser persona, en cambio, en la que en definitiva se revela una persona divina, estas espiritualidades humanas se ponen íntegramente al servicio de la manifestación de la vida intratrinitaria divina. Todo el alfabeto de la naturaleza humana concreta e histórica se ofrece para servir de medio de expresión a un locutor divino. Si partimos de la naturaleza humana de Cristo en cuanto es además (por medio de María y la tradición popular) compendio del hombre del Antiguo Testamento, Cristo —realizando con su impulso de oración la teoría del eros platónico así como la fidelidad véterotestamentaria a la alianza— constituye la perfecta ascensión hacia el Padre, viviendo de la visión de éste (anamnesis y elpís), dependiendo en la oración y en el amor de sus designios e instrucciones, relativizando todas las cosas a partir de él y en dirección a él. Es además, al cumplir la praxis y arete aristotélicas, así como el precepto y la ley del Antiguo Testamento hasta la última tilde, el que está disponible en cuerpo y alma para la obra de Dios en el mundo y por cuya entrega absoluta Dios podrá llevar a cabo su acción salvadora. El es, por último, al cumplir la impasibilidad estoica y la entrega sin resistencia propia del siervo de Yahvé en el Antiguo Testamento, el que se halla dispuesto para todo padecer y sufrir y por medio del cual se transparenta y transluce la propia naturaleza de Dios, su amor y su elección. Si en Jesús todo ello es único, si sólo él es el Hijo y el revelador del Padre, es claro, sin embargo, que la periección de las espiritualidades humanas no es en modo alguno indiferente, sino, por el contrario, condición indispensable para la estructura de la revelación de Cristo. No obstante, aquéllas lo son como servidoras, de un modo material, mientras la forma total procede de la misión confiada por el Padre. Pues no es el amor, como tal, de Jesús al Padre la palabra, sino que, por el contrario, Jesús y su amor son la palabra pronunciada por el Padre, palabra entregada al mundo en el Espíritu Santo. Ni tampoco constituye la disponibilidad de Jesús para la acción absoluta como tal la obra de redención del mundo, antes al contrario Dios se ha preparado esta disponibilidad para realizar en ella de un modo efectivo la disposición divina de redención. De igual modo, la indiferencia, como tal, de Jesús para con la pasión y en la pasión no es la gracia del Espíritu, si bien esta gracia no quiso fluir a todo el mundo a través de otro canal que no fuese aquella perfecta apertura a priori para con toda voluntad graciosa de Dios (incluido el abandono por parte de Dios en la cruz y el descendimiento a los infiernos). La actitud de Jesús, en cuanto constituye el sustrato único de la revelación del Dios trino, se cierne, inimitable, sobre toda otra actitud humana. Pero, en cuanto que la misma actitud está integrada por actitudes fundamentales puramente humanas, la imitación es (por la gracia) a la vez una posibilidad y un deber, pero imitación y seguimiento no sólo de lejos, entre aquel que hizo todo de un modo sobreabundante por nosotros y unos rezagados que, por serlo, no hacen en definitiva nada necesario, si es que hacen algo; sino seguimiento, de tal modo que estos discípulos sean incluidos en la obra original, por la gracia, y ocupen el puesto a ellos reservado. La inclusión de las espiritualidades humanas en el esquema de la revelación de la Trinidad amorosa divina comporta una fundamentación nueva a partir de un origen inasequible para ellas. El eros-desiderium ("platónico") —en cuanto preferencia

absoluta respecto a Dios frente a todo lo mundano— se convierte en la expresión del mismo amor trinitario: porque el Hijo ama al Padre en el Espíritu de tal modo que lo prefiere, a él y a su voluntad amorosa, por encima de todo lo demás. Este nuevo amor repercute inmediatamente en la praxis-arete ("aristotélica"), puesto que, para el Hijo, el rostro del Padre (como creador y amante de cada hombre concreto) se refleja en cada persona humana, realizando así su obra de redención del mundo en el espíritu del mismo amor de Dios. Finalmente, la acción — trascendiendo su propia esfera— se continúa de un modo inmediato en la máxima disponibilidad ("estoica") para el sufrimiento; pero, en todo caso, dejando que aparezca el amor, siempre mayor, al mundo, del Dios trino. De aquí se deduce algo decisivo para los cristianos: que en adelante las espiritualidades humanas (y sobre todo las cristianas) son inseparables del sentido último que han recibido en el esquema de la revelación de Cristo. No existe ya un concepto supremo, abstracto, respecto a las formas diversas de espiritualidad (aunque previamente hubiese podido darse un concepto análogo, del todo imperfecto), sino que su concepto único y concreto es Jesucristo, el cual les confiere, desde la unidad de su amor trinitario, su exclusivo sentido aceptable. Antes hemos constatado que las espiritualidades humanas, en su mutua irreductibilidad, manifiestan el carácter de seres relativos, y por ello de criaturas. Esta afirmación no es aquí revocada, aunque sí superada en el sentido de que la unidad de la revelación divina es la que reduce la multiplicidad de las actitudes humanas a aquella unidad dinámica, de manera que ésta (como la unidad de la escala musical o de la gama de colores) puede llegar a convertirse en el medio dinámico para la manifestación del único amor infinito de Dios. Y no cabe duda de que a la unidad dinámica de todas las espiritualidades humanas en Cristo le corresponde la denominación de obediencia amorosa (que se resuelve en obediencia de misión, de actuación y de pasión). En este centro cristológico encuentran su común unidad todas las espiritualidades cristianas posibles y, por ello, a través de la fe como centro, han de ser reducidas sin esfuerzo las unas a las otras. Constituyen, en efecto, diversas formas de la única misión de Cristo (que es su absoluta obediencia por amor), las cuales se resuelven en la multiplicidad de gracias de misión y de funciones de que él dispone. 4. LA NORMA DE LA COMUNICACIÓN DE LA ESPIRITUALIDAD DE JESÚS Si, partiendo de la realidad suprema de las espiritualidades unificadas en Jesús, volvemos nuestra mirada hacia su multiplicidad en la Iglesia y en la humanidad, se deduce lógicamente de lo ya expuesto la siguiente norma: la espiritualidad del Evangelio no realiza —como si fuese solamente un aspecto parcial de una totalidad más amplia— "síntesis" alguna con ninguna otra realidad. No se trata, por tanto, de reducir a una síntesis, por ejemplo, la espiritualidad del Evangelio con la espiritualidad del "progreso cultural" o de la "era técnica", síntesis cuyo inventor y cuyo punto de convergencia debería ser concretamente este "hombre del siglo xx". Desde una perspectiva cristiana, el punto de síntesis entre Dios y el mundo y la integración concreta del mundo en Dios descansa siempre en Cristo. Esto es, como toda afirmación del Evangelio, una "palabra dura". Para hacerla comprensible, hemos de insertarla de nuevo en el contexto existencial del mismo Evangelio. Si éste fuese una filosofía de la religión o una ética abstracta para cualquiera, aquella dureza sería injustificada. Pero la configuración intrínseca del Evangelio exige que el hombre siga a Jesús de manera que, en una decisión definitiva, se lo juegue todo a una sola carta, abandonando todo juego posterior. "Abandonarlo todo", sin volver la vista atrás, sin poner como condición una "síntesis" entre Jesús y la despedida de los de casa, entre Jesús y el entierro del propio padre, entre Jesús y cualquier otra realidad. "Tomar sobre sí su cruz", es decir, preferir de un modo absoluto la voluntad de Dios a cualquier otro plan, propensión y afecto: al padre, la madre la mujer y los hijos, la casa, los campos, etc. La exclusión de toda síntesis es la medida, el canon. Cuando uno comprende

esto y 1° cumple, siendo —por su respuesta positiva— no sólo "llamado", sino también "elegido", entonces su vida será "canónica" en sentido cristiano. Y lo será en virtud de la indivisibilidad de su respuesta positiva (o de su fe existencial) y de su existencia; canonizado o no por la Iglesia, será un cristiano según los cánones, un "santo". Los santos son la norma para todos los demás; ellos juzgarán al mundo ahora y, sobre todo, en el juicio final (i Cor., 6,is). Ellos son (en cuanto que llevan en sí la forma Christi) el analogatum -princeps conforme al cual, como perfecta ratio l, tiene lugar la explicación de los demás analogados. La existencia de los santos "disculpa" la existencia de los demás, que transigen. Este es el único camino posible para llegar a un concepto universal (análogo) del ser cristiano. Pero el analogatum princeps, en virtud de una decisión cristiana definitiva y última, se convierte en norma, por lo cual ésta no puede consistir primariamente en el hecho, neutro de por sí, de estar bautizado con el bautismo sacramental (cuyos aspectos negativos destacan aquí claramente, sobre todo en lo que se refiere al bautismo inconsciente de los niños; es significativo el hecho de que el Nuevo Testamento no habla de éste). Lo menos que podemos afirmar aquí es que todo compromiso bautismal no ratificado libre y plenamente en la edad adulta por parte de cada cristiano constituye un enigma, indescifrable para el mismo sujeto y totalmente escandaloso y falto de autenticidad para los demás. Sólo en el caso de tales fenómenos marginales de la cristiandad se habla —al parecer con buena fe— de la función de una "síntesis" entre Cristo y el mundo, entre la existencia cristiana y la mundana. Son santos aquellos que viven de la fe, es decir, de la forma de la obediencia amorosa de Jesucristo y en su seguimiento, en cualquier estamento de la Iglesia en que militen, en cualquier edad —cultural o técnica— en que vivan o en que trabajen. Es del todo ilusorio el inventar un nuevo canon o tipo de santidad que fuese de algún modo u-p to date, es decir, "de síntesis". Esta misma realidad aparece también por el hecho de que la verdadera "publicidad" para los presuntos santos canónicos (y por ello canonizabas por la Iglesia) suele ser manejada inmediatamente por el Espíritu Santo, al paso que la "publicidad" emprendida sólo por la Iglesia (a través de la canonización) cae a menudo, y cada vez con mayor frecuencia, en el vacío. Es verdad que existen variaciones en la forma exterior de renuncia total para entrar en la perfecta obediencia amorosa del Hijo, pero la realidad misma es intangible y supratemporal, de igual modo que el acto vital de Cristo es de todos los tiempos hasta el fin del mundo. 5. ANALOGÍA FIDEI Cristo resucitado es quien, desde los cielos, distribuye los ministerios, los carismas, las funciones (Ef., 4,95) "a medida de la fe dispensada" 2, por encima de la cual no conviene sentir, porque Cristo constituye aquella realidad más amplia a la que todos nosotros estamos incorporados como miembros suyos en mutua relación "con dones diferentes, según la gracia que nos fue dada... según la medida de la fe" 3. Esta diferente medida, dispuesta por el mismo Cristo (Rom., 12,35), es el único origen teológico de la multiplicidad de espiritualidades. En otro lugar he estudiado más extensamente4 esta analogía en el seno de la Iglesia; por ello bastarán aquí algunas reflexiones. Nada hay en la Iglesia que sea un principio abstracto; todo lo eme es valedero universalmente está basado en personas concretas o, mejor aún, en misiones determinadas confiadas a personas concretas (las "columnas de la Iglesia"). El Espíritu Santo manifiesta su fuerza unificadora en la multiplicidad de las lenguas (Act., 2), en la "diversidad de los carismas" (1 Cor., 12, 4) que, precisamente por su multiplicidad dentro de una relación recíproca, revelan claramente la riqueza de su unidad vivificante sirviendo de ocasión al mutuo servicio del amor para la edificación del cuerpo de Cristo (Ef., 4,16). El carisma fundamental se halla aún en un estado previo a la diferenciación, y es el carisma de la Iglesia misma como la "esposa sin mancha ni arruga", preparada por

Cristo, realizada como arquetipo en María, madre y esposa inmaculada en cuanto persona particular elegida y como tal "universalizada" y hecha "maleable" por la fuerza del Espíritu y convertida así en el principio de toda eclesialidad 5. Por tanto, la espiritualidad mariana, en su verdadero sentido, es idéntica a la espiritualidad de la Iglesia en el estadio previo a su diferenciación en carismas particulares, y precisamente por ello confiere, como "espiritualidad de las espiritualidades", el espíritu umversalmente válido y fundamental propio de todos los carismas particulares. La espiritualidad mariana, con su "ecce ancilla", no es otra cosa que la correspondencia "femenina" al "fíat voluntas" masculino del nuevo Adán: pura trascendencia, pura disponibilidad, pura indiferencia dentro de la plenitud "canónica" de la conformidad. En la historia de la infancia de Jesús del Evangelio de san Lucas —estilizada teológicamente— aparece "formalmente" el significado "material" de esta renuncia y entrega de sí mismo. Todas estas perícopas son esencialmente episodios mariológicos: espíritu de renuncia corporal ("virginidad") en relación con la encarnación (Le, 1, 26-38), espíritu de renuncia a todos los bienes ("pobreza") de cara al nacimiento (Le, 2, 1-20), espíritu de renuncia a toda disposición de sí mismo ("obediencia") para someterse plenamente a la ley del Señor (Le, 2, 21-40): son las modalidades del amor que renuncia y, por ello, redime, las cuales, mucho antes de que constituyan —como "consejos"— un estado especial de la Iglesia, representan el espíritu general eclesial- mariano del amor (conformado según Cristo). De este modo la espiritualidad propia del estado de los consejos evangélicos es también, y de inmediato, la espiritualidad de la Iglesia universa] en su misterio escondido de esposa; la espiritualidad del estado matrimonial (como imagen del modelo) se halla sujeta a este mismo espíritu (E£., 5, 31-33), del que participan los casados por medio del sacramento y que luego tienen que realizar; la espiritualidad del ministerio sagrado ha de nutrirse, en su esencia más profunda, del mismo espíritu mañano de disponibilidad y de renuncia sin que, para su perfección plena, apenas exijan ambas espiritualidades —fuera de la situación humana variable— un nuevo contenido carismático. Ciertamente existen carismas particulares. Pablo hace el recuento de algunos (Rom., 12, 6-8; 1 Cor., 12, 8-10), pero para reducirlos al concepto de servicio y poco después —más profundamente— al concepto de amor. Estos carismas poseen una esencia propia, suficiente para despertar —contemplados desde fuera— una posible envidia entre los miembros; mas, por otra parte, son lo suficientemente transparentes al precepto del amor del Señor para que aparezcan inmediatamente como expresión perfectamente válida del mismo amor. Dicen, pues, relación a Cristo no como diferencias específicas respecto a un concepto genérico —que prescinde de éstas—, sino como expresiones fecundas, siempre nuevas, de la totalidad concreta; no exclusivamente como funciones individuales —concebibles por la razón— en una comunidad o corporación natural (tal como lo insinúa la metáfora paulina del cuerpo), sino, además, como una donación graciosa de la gracia de Cristo a cada persona particular agraciada. En las misiones principales del Nuevo Testamento aparece claramente aue no existe ningún sistema de carismas deducible a priori: Pedro y Juan, Pablo y Santiago, pero también Marta y María de Betania, la Magdalena, los evangelistas, los demás Apóstoles de perfil menos acusado, todos ellos inician ulteriores maneras de ser del cristianismo que ciertamente se hallan en mutua armonía, pero sin que podamos constituir con ellas una unidad cerrada. Algo parecido puede decirse de los principales carismas de la historia de la Iglesia, sobre todo de los fundadores de las más eminentes familias religiosas, de las que proceden —y siguen actuando— espiritualidades de acusado perfil; pero también de los doctores de la Iglesia y de otras personalidades de la misma que —como un Agustín, un Tomás, un Juan de la Cruz o una Teresita de Jesús— marcan en la cristiandad una impronta que trasciende a su tiempo. En estos y parecidos casos todo se centra —si se los entiende dentro de la intención del Espíritu Santo— en contemplar, a través de un nuevo ventanal abierto, el centro del Evangelio; cuanto

más inmediata y profundamente sea proyectada nuestra mirada hacia aquel centro, tanto más genuina y eclesial será la espiritualidad. Ningún mensajero que lo sea verdaderamente ha creído ni intentado jamás proclamar, con el mensaje a él confiado, una espiritualidad nueva y singular. Por ello son sospechosos de antemano, y seguramente estériles, los intentos —ya individuales, ya de grupo o de ciertos estamentos— de crear para sí mismos una espiritualidad propia estructurándola hasta en sus mínimos detalles. Aquellos grupos cuyos carismas típicos no han sido regalo del Espíritu deben estar agradecidos de poder llevar, en el anonimato global de la ancilla-Ecclesia, la existencia, igualmente anónima, del servicio en caridad. El introducir cambios en el equilibrio de las funciones eclesiásticas es misión principalmente del Espíritu Santo: sólo él conoce cómo hay que desplazar el acento en el kayros de cada situación, de manera que las demás no sufran por ello detrimento. Allí donde los hombres intentan modificar el equilibrio por sí mismos, yerran el golpe casi necesariamente, y su obra se caracteriza a ciencia cierta por el resentimiento con que delimitan sus nuevas aspiraciones frente a las demás. El que lucha por una revalorización del matrimonio, raras veces lo hará sin dejar caer sombras sobre la virginidad evangélica; quien combate por la vida activa de los laicos, raras veces lo hará sin herir indirectamente la vida religiosa, sobre todo contemplativa. Y no obstante, ¿quién puede afirmar que no le sería necesaria a nuestro tiempo una mayor intensidad de vida contemplativa y de penitencia seria? ¿Quién no ve que una espiritualidad de la tecnología y del progresismo no es tal espiritualidad mientras no se halle totalmente protegida y respaldada por las actitudes fundamentales —arriba reseñadas— del Evangelio? Al llegar aquí somos remitidos al principio, hacia aquello que podría denominarse espiritualidad del hombre en cuanto tal, pero que origina diversas formas fundamentales en una apertura que no se puede cerrar ya. La actitud activista ("aristotélica") tendente al conocimiento y al dominio de la naturaleza constituía solamente una de las tres actitudes que pertenecen —las tres— de modo inamisible a la conducta religiosa del hombre. Absolutizar la actitud activista significaría un empobrecimiento del hombre, sobre todo porque en tal actitud se halla siempre latente el ateísmo. Todas las espiritualidades humanas son superadas en la actitud definitiva de Cristo, de manera que para los cristianos —también para los actuales— el problema no consiste en el modo de reducir a una síntesis la espiritualidad humana y la cristiana, sino en el modo de dominar, partiendo del espíritu de Cristo, su propia situación humana. La crítica normativa del Evangelio a las espiritualidades humanas —y a fortiori a las eclesiásticas— no se realiza desde fuera, sino desde dentro. La relación de todas las cosas a la idea divina (en el eros platónico), la objetivación del hombre subjetivo, instintivo, por medio del conocimiento y el compromiso objetivo (en la praxis y hexis aristotélicas), la indiferencia del logos absoluto frente a todas las resistencias de la razón finita (en la apatheia estoica) se resuelven desde dentro en la actitud amorosa de Jesús para con el Padre en el Espíritu SanDe este modo, el servicio anónimo al mundo por parte del hombre moderno —si es cristiano— sólo necesita introducirse más profundamente en el definitivo altruismo de Jesús, siervo de Dios y de los hombres, para conseguir en unión con él la libertad definitiva. --------------------------------------------------1. S. Tomás, De Verítate, 1, 2c. 2 kxáoxm... ájiépiasv ¡xéxpov xíaxítoq, (Rom., 12,3). 3 xaxá T7¡v ávaXo-ftav xf¡Q itíaxetüt; (Rom., 12,6). 4 H. Urs vori Balthasar, Spiritualitat, en Skizzen zur Theologie I: Verbum Caro, Einsiedeln 1960-1961 (traducción española: Ensayos teológicos I, págs. 269-290, Ediciones Cristiandad, Madrid 1964). 5 Cfr. ídem, Wer ist die Kircbe?, en Skizzen der Tbeologie II: Sponsa Verbi, Einsiedeln 1960-1961 (traducción española: Ensayos teológicos II, págs. 175-238, Ediciones Cristiandad, Madrid 1965).

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