Volek, Emil (1985) - Metaestructuralismo. Poética Moderna, Semiótica Narrativa y Filosofía de Las Ciencias Sociales

December 20, 2017 | Author: Patty Arancibia | Category: Science, Linguistics, Metaphysics, Semiotics, Knowledge
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Descripción: metaestructuralismo poética moderna semiotica...

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Emil Volek

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METAESTRUGTURAUSMO POÉTICA MODERNA, SEMIÓTICA, Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS,

NARRA T/VA SOCIALES

Emil Volek

' METAESTRUCTURALISMO Poética moderna, semiótica narrativa y filosofía de las ciencias sociales

EDITORIAL FUNDAMENTOS

I

A la memoria de mis padres

Cubierta: Carlos del Giudice © EmilVolek, 1985. © Derechos reservados para todos los países de habla española por Editorial Fundamentos, Caracas, 15. 28010 Madrid. Tfno. 419 96 19. ISBN: 84-245-0430-5. Depósito Legal: M-38.321-1985. Impreso en España. Printed in Spain. Impreso por Técnicas Gráficas. Las Matas 5. 28010 Madrid. Todos los derechos reservados. La reproducción de cualquier apartado de esta publicación queda totalmente prohibida, así como su almacenamiento en la memoria de ordenadores, transmisión, fotocopia y grabación por medios electrónicos o mecánicos de reproducción sin previa autorización de la editorial.

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El mundo es sólo un medio casual de nuestra impostergable misión. Emanuel Rádl Un coup de des jamáis n'abolirá le hasard. Stéphane Mallarmé «Wahrheit» ist somit nicht etwas, das da ware und das aufzufinden, zu entdecken ware, sondern etwas, das zu schaffen ist und das den Ñamen für einen Prozess abgibt... Friedrich Nietzsche

ÍNDICE

Introducción La actividad metaestructuralista: Una fenomenología postestructuralista postideológica Paradojas del Formalismo Ruso y de su herencia El lenguaje coloquial en la estructura narrativa: Hacia un modelo nomotético del discurso, de los estilos funcionales y del discurso narrativo I. Introducción II. Nivel linguo-estilístico III. Función literaria del lenguaje coloquial IV. Nivel de estructura narrativa: tipología V. Nivel de estructura narrativa: descripción Los conceptos de «fábula» y «siuzhet» en la teoría literaria moderna: Hacia la estructura de la «estructura narrativa». I. Fábula y siuzhet en el Formalismo Ruso II. Fábula y siuzhet en la crítica angloamericana. III. Fábula y siuzhet en las corrientes estructuralistas. IV. Hacia una definición estructural de fábula y siuzhet Pedro Páramo y la búsqueda de modelo universal de la historia (story, récit) Postscriptum a fábula, siuzhet e historia La carnavalización y la alegoría en El mundo alucinante de Reinaldo Arenas

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Una apertura hacia el metaestructuralismo: Apuntes a la filosofía y a la metodología de la teoría literaria y de las ciencias sociales I. Introducción II. Un marco más amplio de la teoría literaria ... III. El nivel fenoménico: La différance y la Escuela de Praga IV. Los niveles sistémicos V. El nivel nomotético Referencias bibliográficas

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INTRODUCCIÓN Los ensayos reunidos en este volumen afrontan; desde varias perspectivas, la crisis en que se encuentra la teoría literaria estructuralista y postestructuralista actual, y las ciencias sociales en general. En especial, están puestos en tela de juicio los fundamentos filosóficos y metodológicos de la poética moderna, iniciada fecundamente por el Formalismo Ruso bajo la bandera de la lingüística en la segunda década de este siglo. La crítica radical a que está sometida la poética se extiende necesariamente a la propia base de las ciencias sociales, a sus objetivos y métodos tal como fueron delimitados frente a las ciencias naturales al final del siglo pasado. Entre los dominios literarios nos concentramos en la semiótica narrativa. Lo hacemos porque ésta ha sido el campo trabajado con más consistencia desde los comienzos de la poética moderna. En los últimos veintitantos años, el estructuralismo —siguiendo los impulsos renovadores de Vladimir Propp, Claude Lévi-Strauss y Noam Chomsky— se ha dedicado casi exclusivamente a la narratología y la ha convertido en una piedra de toque de su actividad teórica y crítica. De este modo, la narratología estructuralista muestra más claramente que cualquier otro dominio de la poética tanto los considerables aciertos como también las no menos considerables limitaciones —cierto desenfoque y cierta primitivización— inherentes a sus propuestas teóricas y a los métodos específicos que elabora. Pero nos concentramos en la semiótica narrativa también porque creemos en la unidad del espacio en que operan los géneros literarios. Entre éstos, la narrativa posee la estructura más compleja y marcada y, por tanto, facilita establecer modelos de ciertos aspectos importantes de la estructura literaria como tal (por ejemplo, el «narrador», la historia narrada, el repertorio de los medios discur11

sivos, etc.). Estos modelos luego permiten «medir» los aspectos correspondientes también de los otros géneros literarios (como el drama, la lírica y el género expositivo), aunque estos aspectos se presenten en ellos, por lo general, en forma neutralizada (por ejemplo, el «narrador» en el drama; la historia en la exposición o en la lírica) o en forma menos compleja (por ejemplo, el «narradorhablante lírico, etc.). En la narrativa, en concreto, tomamos los conceptos clave propuestos o dilucidados significativamente por el Formalismo Ruso (como skaz —o sea, la narración coloquial—, o fábula y siuzhet) y por el postformalismo bajtiniano (la carnavalización), y los replanteamos radicalmente (por ejemplo, el skaz a partir de un modelo universal del discurso y del lenguaje coloquial), o seguimos sus avatares a través de toda la narratología moderna con el fin de redefinirlos dentro de una nueva semiótica narrativa (aquí, en especial, fábula y siuzhet), o examinamos su valor heurístico en una novela neovanguardista hispanoamericana, en confrontación con la discutida —y discutible— definición de la literatura —la llamada literariedad— inveterada en la poética moderna también a partir del Formalismo (así en el caso de la carnavalización). De esta manera, el volumen ofrece, entre otras cosas, una profunda revisión de los principales aportes del Formalismo Ruso y de su herencia en la poética moderna. Sin embargo, el marco referencial de nuestro trabajo rebasa decididamente el del Formalismo Ruso, lo mismo que el del estructuralismo y del postestructuralismo. Es porque el examen de los aciertos y de las deficiencias de la poética moderna nos ha llevado a la necesidad de un planteamiento más radical. Así, poco a poco ha ido emergiendo el metaestructuralismo. El metaestructuralismo, tal como lo proponemos —como una concepción metateórica sui generis de todo el dominio del quehacer literario y crítico—, aprovecha y retiene todas las conquistas fecundas del estructuralismo y del postestructuralismo. De este último, en especial, el «descentramiento» de la topología estructuralista y la crítica de la hermenéutica tradicional, reduccionista. Sin embargo, estos aportes del postestructuralismo fueron anticipados claramente ya hace medio siglo por la Escuela de Praga y, más recientemente, en lo que se refiere a la lectura o interpretación, también por la Rezeptionsaesthetik alemana, para la cual, a su vez, la Escuela de Praga fue uno de los impulsos principales. El estructuralismo praguense fue, al lado del Formalismo Ruso, otro importante punto de 12

arranque de nuestro incipiente proyecto. La construcción de modelos para los objetos complejos, dinámicos, estructurados a partir de una multiplicidad de dimensiones heterogéneas, y la nueva teoría de la lectura, ni reduccionista ni indeterminista, que asume las sucesivas recepciones de la obra como una parte integrante de su estructura semiótica, pero que busca también apoyos objetivos para establecer el potencial semántico, característico de cada obra, son los temas fundamentales abordados por los trabajos de este volumen. Incluso creemos que el éxito y la renovación de la poética y de las ciencias sociales dependen de la solución satisfactoria de estos problemas. Al comienzo de la poética moderna, la limitada lucidez de los modelos lingüísticos puso la investigación en el camino correcto; ahora, sin embargo, ya es tiempo de afrontar los temas y los tipos de objetos que quedaron desenfocados por esos modelos simplemente porque son mucho más complejos y mucho más difíciles de conceptualizar que ciertos estratos del lenguaje que sirvieron de modelo al estructuralismo (en especial, la fonología). Por la crítica de los planteamientos —de los lenguajes— del Formalismo, estructuralismo y postestructuralismo, el metaestructuralismo se propone como una especie de metateoría. A su vez, esta metateoría no es sólo crítica, sólo «negativa», sino que llega a establecer su propio marco referencial. Este marco rebasa las prácticas usuales en las ciencias sociales y las aproxima, por su modo de operación, a las ciencias naturales, sin incurrir en ninguna identificación simplificadora de ambas. La teorización desarrollada en el presente volumen encaja en las discusiones actuales suscitadas por el postestructuralismo y por las búsquedas postideológicas, y ofrece un aporte original y cuidadosamente argumentado a partir de la revisión de las principales escuelas de la poética moderna y de la filosofía de la ciencia contemporánea. El metaestructuralismo se propone, por tanto, como un tipo de fenomenología postestructuralista postideológica. Los ensayos reunidos en este volumen se originaron en diálogo con la literatura moderna (véase E. Volek, 1984), con la historia de la poética contemporánea y con la tradición de la estética europea. Los tres dominios se intersecan íntimamente y crean, en conjunto, el espacio del arte moderno y de su conceptualización teórica y filosófica. El «Formalismo Ruso» fue uno de los ensayos seminales; el boceto original constituyó la introducción a una antología, 13

todavía inédita, de dicho movimiento y formó parte de nuestra tesis de postgrado de estética (E. Volek, 1973). «El lenguaje coloquial» apareció, en inglés, en la revista Dispositio. El texto original de «fábula y siuzhet» se publicó, en alemán, en Poética y la parte limitada al Formalismo Ruso fue recogida en el volumen de conjunto Lingüística y literatura. Pedro Páramo se separó de «fábula y siuzhet» y fue reescrito como ponencia para el Congreso Internacional sobre Semiótica e Hispanismo (Madrid, junio de 1983); sin embargo, fue reelaborado aún más según nuestra reciente conferencia «From mythos to myth: Modeling the story after structuralism» (University of Stanford, febrero de 1985). «La carnavalización y la alegoría» fue publicado por la Revista Iberoamericana. Agradecemos a los editores de las revistas y de las publicaciones mencionadas el permiso para utilizar estos materiales en el presente volumen. Un libro escrito a lo largo de más de diez años entre dos continentes y cuatro países contrae, necesariamente, muchas deudas. Algunas se remontan incluso a nuestros años formativos, otras son muy recientes. Nuestros amigos, estudiantes, editores y críticos, todos han colaborado en este proyecto. A veces una invitación a escribir un artículo o a dar una conferencia, por obligar a enfocar en profundidad algún problema especial, ayudó a avanzar significativamente en la clarificación de las propuestas teóricas, difíciles de formular por ser poco tradicionales. Y este diálogo, «polígolo» más bien, que ha continuado hasta el último momento, va a desbordar, necesariamente, el marco de este libro. Nuestro trabajo fue apoyado económicamente por las becas otorgadas a través de las siguientes instituciones: la Deutsche Forschungsgemeinschaft (1976, Pedro Páramo); la Universidad Estatal de Arizona (Grant-in-Aid en 1977, Pedro Páramo); la fundación NEH (1978, para asistir a la Escuela de Crítica y Teoría de Irvine); la elaboración del manuscrito fue facilitada al hacer uso de una licencia concedida por el decano de las Artes Liberales de UEA en 1980 y por una beca que el mismo decano nos dio para el verano de 1981, y asimismo por una contribución de los fondos operacionales del vicerrector de UEA (1981). María Marracó Jordana fue nuestra ayudante de investigaciones en la primavera de 1981 y mecanografió esmeradamente una gran parte del texto. Aprovechamos también nuestro sabático (en 1982-83) para escribir y reescribir varias partes del volumen. Finalmente, nuestra Universidad proporcionó la subvención necesaria para que la publicación de este libro fuera posible. 14

No hay textos absolutos. Lo único"que deseamos para los materiales reunidos en el presente volumen es que la energía del devenir (die werdende Welt, en Nietzsche), que tratamos de aprehender e introducir en el campo conceptual de la teoría, sobrepase/sobrepese lo que estos ensayos tengan de ergon, del «tosco mundo ya creado», de un golpe de dados lanzado en el azaroso maelstróm de la Historia.

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LA ACTIVIDAD METAESTRUCTURAMSTA: UNA FENOMENOLOGÍA POSTESTRUCTURALISTA POSTIDEOLOGICA Crítica del lenguaje — trabajo preparatorio del teórico de la ciencia. (Novalis, La enciclopedia.) El propósito de nuestro trabajo es crear un marco más amplio y más adecuado para la teoría literaria. Esto significa que hemos de abordar problemas que se extienden desde la teoría de la ciencia hasta los dominios específicos de la poética, lingüística y semiótica. La actividad metaestructuralista, tal como la iremos definiendo en este ensayo, forja los instrumentos conceptuales indispensables para alcanzar este objetivo. La actividad metaestructuralista es una reacción ante la profunda crisis en que se encuentra, desde hace varios lustros, la teoría literaria moderna (1). Esta no es simplemente una «crisis del crecimiento», uno de esos períodos reflexivos en que cualquier rama del saber reposa después de una expansión explosiva, hace un balance de sus «logros y derrotas» y efectúa un reajuste de su futuro «derrotero». Atañe a los fundamentos mismos de la poética moderna, tal como fueron establecidos, en su forma ya clásica, por el Formalismo Ruso y tal como fueron retomados, desarrollados y planteados por las distintas escuelas estructuralistas hasta la actualidad. Tampoco es una crisis limitada a la poética. También la lingüística actual en todas sus corrientes (la lingüística generativa transformacional, la semántica generativa, la lingüística del texto o de los actos 17

de habla), y en realidad todo el conjunto de las ciencias sociales (aquí, más patentemente en la historiografía) se hallan en la misma crisis metodológica y filosófica. Es la crisis del pensamiento tradicional occidental.

I. LA EMERGENCIA DE LA NUEVA EPISTEME Hacia el comienzo de este siglo asoma la nueva episteme —el nuevo paradigma epistemológico—, como de un golpe, simultáneamente en varias disciplinas (2) (por ejemplo, en Gestaltpsychologie; en el psicoanálisis; en la pintura y en la música y, más tarde, en la vanguardia «histórica»; en la lingüística, en la poética y en la etnografía estructurales; en la antropología funcional). En la superficie, el nuevo paradigma rompe estrepitosamente con el contexto decimonónico. En realidad continúa e intenta llevar a cabo la ruptura con la tradición metafísica occidental, iniciada por éste. 1.1. El punto de partida, el «grado cero» de la nueva episteme, fue la visión histórica radical, positivista, de los fenómenos y del hombre. Esta historización vuelve a las raíces etimológicas de la historia: se propone conocer de nuevo, estrictamente a través de la observación y de la investigación sin prejuicios. En el proceso las esencias metafísicas —que hasta entonces parecían ser establecidas una vez para siempre, a fuerza del logos, del nous o de la divinidad, e incluso «existir» en un mundo aparte— se subvierten, se relativizan y se diluyen en el fluir heracliteo, irreversible, sin origen ni fin. Del universo estacionario, «creado», «acabado», resultativo, existente a la sombra de los omnipotentes arquetipos platónicos, el hombre entra en el mundo radicalmente histórico, en la «realidad del devenir» (Realitat des Werdens; Nietzsche, 1906, núm. 12). Frente a este brave new wbrld se problematizaron los instrumentos de que se servía la razón tradicional (logos), o sea, la lógica deductiva, la inducción abstractiva, el espacio euclidiano, etc. Las esencias, las categorías del entendimiento y las clasificaciones racionales se convirtieron en ficciones, en convenciones que, cuando más, nos permiten manejar —bien o mal— la realidad histórica polimorfa. Sin embargo, el historicismo radical no tardó en subvertir la base misma del positivismo que éste oponía a la tradición metafísica. 18

Reveló que los «hechos positivos», aparentemente objetivos, eran también hipóstasis metafísicas. «No hay hechos; todo está en flujo, inasible, en retroceso... Hay sólo interpretaciones», apunta Nietzsche (1906: núms. 604 y 481). La supuesta objetividad de los hechos se relativiza y se diluye en el caos del perspectivismo, en ej flujo infinito de la realidad, en el proceso del devenir. La negación consecuente de la tradición metafísica occidental parece desembocar ineludiblemente en el nihilismo. Esta disyuntiva fundamental que se halla ante la modernidad está analizada perspicazmente por Nietzsche en las selecciones de sus apuntes publicados postumamente (1906; 1965) (3). 1.2. El primer paso hacia la formulación de una nueva base epistemológica fue dado por el estructuralismo. Este reacciona contra el atomismo positivista, historicista, pero prosigue la lucha del positivismo contra la metafísica. En especial trata de sustraerse, con mayor o menor suerte, al sustancialismo, formalismo y esencialismo tradicionales (4). El estructuralismo parte del concepto de totalidad: ésta no es sólo más que la suma de sus partes, sino que es una entidad constituida por elementos interrelacionados. El caos de la realidad está encauzado por las totalidades ordenadas y jerarquizadas. En este planteamiento el valor mismo del elemento depende de su correlación con los otros elementos. En otras palabras, este elemento no es ni una esencia, ni una sustancia, ni una forma: es un haz de relaciones. El estructuralismo se presentó básicamente en dos modalidades, que constituyeron, a su vez, las fases de su desarrollo. El estructuralismo funcional (Gestaltpsychologie, el Formalismo Ruso, la Escuela de Praga) enfocó la configuración de los fenómenos concretos. Buscó establecer su estructura fenoménica y los reunía en conjuntos superiores («sistemas») más variados. En especial, la Escuela de Praga estudió los objetos en su polivalencia heterogénea y en sus antinomias estructurales (5). La poética funcional seguía la evolución de la lingüística, pero se servía de la misma como de un instrumento heurístico, de análisis. En cambio, el estructuralismo transformacional (el formalismo de Propp, la lingüística chomskyana, la etnología estructural de Lévi-Strauss y varios grupos estructuralistas en Francia) restringió y reorientó el enfoque: estudió los fenómenos concretos en función de la estructura profunda o del sistema subyacente de los paradigmas y de su código que los generan. No interesó la estructura poli19

valente de los «mensajes», sino el proceso de la generación de tal o cual aspecto a partir de un código generador postulado y el establecimiento de tal código. El estructuralismo transformacional se atuvo más fielmente a la obra pionera de F. de Saussure (1916). En esta fase, la lingüística fue tomada más bien como un modelo. El estructuralismo simplemente aplicó varios modelos lingüísticos (langue/parole, la fonología, el concepto generativo transformacional) a sus dominios particulares. Sin embargo, la aplicación de estos modelos a los dominios más complejos llevó a simplificaciones insostenibles. Por ejemplo, el estructuralismo se limitó a experimentar con sus métodos sólo en el material más sencillo de sus dominios particulares. E intentó justificarlo con declarar este material por «central». Buscó establecer sólo el código generador inmediato. Perdió de vista no sólo la situación de la enunciación y los contextos sociales, sino también el hecho de que un texto está generado por la intersección de múltiples códigos. Como consecuencia, desacató las tensiones entre el enunciado y los sistemas que lo generan, lo mismo que las tensiones en los propios sistemas, entre sus múltiples dimensiones. Llegó a creer que «las transformaciones ... nunca llevan más allá del sistema» (}. Piaget, 1970: 14). De este modo, la realidad polivalente, el cambio y la historia quedaron reducidos a la transformación dentro de un sistema inmutable. Sin querer, estos sistemas simplificados llenaron el lugar ocupado, en la tradición metafísica, por las esencias, los arquetipos platónicos y los paradigmas figúrales bíblicos. Así quedó subvertido, en parte, el trabajo del historicismo y del estructuralismo funcional (6). 1.3. Los resultados y el propio fundamento epistemológico del estructuralismo transformacional fueron criticados, desde el lado de la modernidad en especial, por el postestructuralismo «desconstructivista» (Jacques Derrida, la escuela de Yale y otros). Sin embargo, a las simplificaciones de aquél, éste le opone nada menos que ¡la cura del infinito! Como corriente filosófica, el «desconstructivismo» se remonta a la radical negación nietzscheana de la metafísica occidental y se propone subvertir toda huella de esta tradición que encuentre a su paso en todo tipo tipo de textos, desde la filosofía hasta la lingüística. El método concreto, que también sigue la jocosa destrucción nietzscheana de los valores tradicionales, es la carnavalización, la inversión lúdica de las jerarquías conceptuales tradicionales (Derrida, 1967) —el poner lo .negativo en lugar de lo positivo, 20

y lo subordinado, lo marginal, en lugar de lo dominante, de lo central— y la búsqueda de las contradicciones explícitas o implícitas, de las omisiones y de los «suplementos» que revelan alguna falla en el «centro» mismo de la teoría. Los resultados son, casi siempre, divertidos. Pero se hacen cada vez más previsibles. Puesto que la apariencia de «totalización» se alcanza sólo al precio de la ideologización, o sea, de la mitificación y de la mixtificación (7), que extienden un bricolage histórico de los conceptos (bricolage es un término clave de C. Lévi-Strauss, 1962) a todo un/el dominio de la realidad, la «desconstrucción» se concentra con predilección en estas fallas de la totalización ideológica y las presenta como residuos de la tradición metafísica. Hacer tal crítica es, por supuesto, muy importante. Pero ya no es suficiente agotarse en la negación. Es lo que vio lúcidamente el propio Nietzsche. Porque la mera negación lleva sólo al nihilismo. Para el proceso abierto del conocimiento científico es tan importante excavar los fósiles metafísicos como ver dónde y cómo se superan. Sin embargo, la óptica «desconstructivista» está orientada en una sola dirección. Más le parece importar la carnavalización y la inversión que la investigación de cómo algo modela mejor o peor la realidad. Asumiendo, heroicamente, la postura metafísica absoluta, que difiere la verdad al infinito, la posibilidad misma de tal investigación se niega. En cuanto crítica y continuación del estructuralismo, el postestructuralismo «desconstructivista» redescubrió la polivalencia de sus objetos de estudio. Sin embargo, para la «desconstrucción» todo se convierte en textualidad y en relación intertextual. Todos los órdenes de la realidad se ponen en el mismo nivel. La intertextualidad disuelve tanto los textos como los sistemas. Aquéllos resultan diseminados en la intertextualidad infinita. Estos ni siquiera pueden establecerse como «sistemas de diferencias» porque, supuestamente, cada diferencia es infinitamente diferida y la base para determinarla recede al infinito. Este movimiento centrífugo, de regreso al infinito, está condensado en el famoso concepto derridiano de différance (véase J. Derrida, 1968). En esta óptica, el significado de cualquier elemento es diferido infinitamente y, por tanto, resulta «indecidible». La posibilidad misma de un significado determinado está puesta en tela de juicio. Cualquier entidad —diferencia, frontera, identidad, significado— se diluye en el «vértigo» intertextual infinito. La polivalencia, la heterogeneidad de los objetos quedaron reducidas a la falla en el andamiaje totalizador de un texto, a sus anclas metafísicas 21

sumergidas bajo la corteza textual, las cuales la tiran en direcciones opuestas. En el postestructuralismo derridiano, el aspecto lúcido está ahogado por su carácter lúdico y nihilista. Nietzsche mismo fue más perspicaz que sus discípulos. Vio, proféticamente, que «el hombre moderno está entorpecido, de todos lados, por el infinito, tal como Aquiles piesligeros en la parábola de Zenón de Elea: el infinito le frena, no alcanza ni siquiera la tortuga» (1964: 243). Y apunta en otra oportunidad que «el hombre ha hecho del infinito un tipo de embriaguez» (1965, //: 390). El «vértigo del infinito» está también en las raíces de la obra genial de Borges. Tanto sus ficciones como su ensayística se anticipan notablemente a la «desconstrucción». En realidad su óptica es análoga: tal como ésta busca sólo los «fósiles» metafísicos, Borges tiende «a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso» (1973: 263). Sin embargo, con su rara lucidez, Borges supera los tímidos planteamientos de la «desconstrucción». Por ejemplo, la intertextualidad bosquejada por ésta palidece ante las posibilidades mencionadas, como de paso, en «Pierre Menard, autor del Quijote». En este pequeño «escándalo de la razón», Borges propone que no sólo comparemos un texto con todos los textos existentes tal como son, sino que barajemos lúdicamente a los autores y sus obras. Que leamos, por ejemplo, a Don Quijote como una obra de Borges, y a «Pierre Menard...» como una obra de Cervantes. El infinito primario del «desconstructivismo» se multiplicaría infinitamente. Por otra parte, Borges, si bien juega con el infinito hasta la embriaguez, no toma en serio ni este juego ni este concepto (8). Las palabras proféticas de Nietzsche acerca del peligro que acecha la modernidad parecen cumplirse en la «desconstrucción». En ésta, el nihilismo arraigado en las fuerzas motrices de la modernidad emerge con venganza. Sin embargo, también la tradición metafísica se «venga» de la «desconstrucción»: ésta aparece sólo como una ideología simétrica, sólo que de un signo contrario. Subvierte, pero no supera la tradición. La continúa como una imagen en el espejo. Es su homenaje carnavalesco. 1.4. El estructuralismo funcional formó un paralelo con la vanguardia «histórica». Como lo mostramos en otro lugar (9), no sólo conceptualizó y trasladó al dominio científico los experimentos artísticos realizados por el arte moderno, sino que se contagió por sus principios filosóficos subyacentes. Como consecuencia, la ideología 22

vanguardista se extendió, disyuntivamente, a todo arte. Esta representaba el «centro» de la actividad artística; el arte o bien se aproximaba a ese centro o, si se alejaba, «perdía» el valor artístico. Al mismo tiempo, la teoría influía sobre la praxis artística (véanse, por ejemplo, las prosas híbridas de Shklovski, especialmente su Viaje sentimental, 1923; el destacado grupo de narradores «Hermanos Sérapionov», y el grupo en torno a he], de Maiakovski). Éste trasvase directo sigue aún en las fases posteriores del estructuralismo. El estructuralismo transformacional influyó sobre la neovanguardia de los años 1960 y 1970, y el postestructuralismo «desconstructivista» conceptualiza, a su vez, el proyecto literario del grupo parisiense reunido en torno a la recién desaparecida revista Tel Qvel. Últimamente, la «desconstrucción» busca una apertura estética. En lugar de reorientar el derrotero de su investigación teórica y crítica, intenta convertir este quehacer en una actividad artística, de signo neovanguardista.

II. MAS ALLÁ DE BRICOLAGE La actividad metaestructuralista como reacción ante esta crisis, estancamiento y multiplicidad metodológica —que bordea al caos— se niega a seguir las pautas habituales. No nos interesa retocar detalles ni barajar las «categorías» ya establecidas, para llegar a las teorías tal vez un poco diferentes, tal vez un poco mejoradas, pero del mismo orden. Tampoco nos atrae el ejercicio de invertir simplemente las categorías tradicionales porque, al asentarse la polvareda levantada por el vendaval, se ve que, más allá de la útil negación, no se ha creado nada nuevo. Esta tarea la dejamos a los epígonos de toda índole, quienes ya se empeñan en perpetuar el bricolage histórico, tradicional, en sus respectivas ciencias. 2.1. Bricolage es un término clave aquí. Fue utilizado por LéviStrauss (1962) para referirse a las peculiares taxonomías producidas por el «pensamiento salvaje» y consideradas corrientemente como opuestas a los constructos teóricos de la ciencia. Según el etnólogo francés, detrás de ambos tipos de pensamiento se hallan en realidad las mismas operaciones intelectuales. Las diferencias entre ellos, que llevan a resultados aparentemente contrarios, estriban en que el bri23

coleur utiliza lo que el azar le ha puesto al alcance de la mano, o sea, los aspectos de la realidad y los conceptos heterogéneos, tal como los encuentra en la praxis social cotidiana. Como el epítome de tal actitud podría considerarse la famosa «clasificación» de los animales «citada» por Borges (1973: 142), presuntamente, de una enciclopedia china (10). En cambio, el científico (el «ingeniero») diseña y produce las «piezas» estrictamente tal como las necesita para sus clasificaciones sistemáticas. Sin embargo, ¿es una diferencia cualitativa? Derrida lo niega. En su crítica mordaz de las bases filosóficas del estructuralismo transformacional (1966) llega a reducir todo el pensamiento humano al bricolage mítico e histórico. Y en buena parte tiene razón. En ausencia de la verdad absoluta, los constructos teóricos de las ciencias, y aún más los de las ciencias sociales, se convierten en meras hipótesis circunstanciales, relativas e históricas, en eternos tanteos en la inmensidad del universo natural y humano (11). La subversión derridiana del pensamiento humano y de todo proyecto científico se justifica en el plano más general, en cuanto nos pone en alerta ante la tendencia a ideologizar, a extrapolar los conocimientos parciales a la totalidad, a convertirlos en verdades absolutas. Sin embargo, se hace disfuncional, y absurda, si se traslada a los niveles más concretos del conocimiento. Si se postula —tal como lo hacen algunos entusiastas del «desconstructivismo»— que nada es cognoscible porque todo sentido, todo significado es, en último término, indeterminado o indeterminable, y que cualquier conocimiento humano, ineluctablemente, carga con todo el lastre de la tradición onto-teológica, mítica, ideológica, occidental. El resultado de esta traslación no puede ser sino la desesperación epistemológica o la resignación del nihilismo. Pese a la turbulencia causada por esta traslación, el hombre moderno conoce incluso más de lo que alcanzan a captar sus facultades naturales y es capaz de verificar progresivamente la objetividad de esos conocimientos. Es capaz de entenderse, si no le falla el intelecto ni el carácter, incluso en el enredo de las verdades ideológicas de toda índole. Tomamos «entenderse» tanto en el sentido transitivo de comprender, críticamente, los límites de esas verdades, como en el sentido reflexivo de reconocer, autocríticamente, su propio lugar en ellas (12). Recordemos todavía otro hecho sumamente importante: no todo es barrido de la faz de la teoría por los nuevos conocimientos. Por ejemplo, el destino de la mecánica de Newton fue diferente del que tuvieron los conceptos metafísicos de éter o de 24

flogisto. La mecánica newtoniana no fue arrojada al baratillo de la Historia por el principio de la relatividad, sino que fue insertada en un nuevo marco teórico, más amplio y más matizado (véase S. Toulmin, 1960: 70), y lo mismo puede ocurrir un día con la teoría de Einstein. La diferencia entre estos destinos desiguales tampoco es simplemente aleatoria, tal como lo asume Borges, porque le conviene a sus propósitos estéticos de asombrar al lector. Por otra parte, el hombre descubre en los dominios concretos nuevas modalidades de la realidad que dan concreción o que sustituyen a los viejos conceptos metafísicos (por ejemplo, el átomo y las partículas mínimas de la materia). Así se han descubierto también nuevas posibles relaciones lógicas en varios tipos de oposiciones semióticas, como, por ejemplo, entre el miembro marcado y el no marcado de una correlación. Hagámonos un aparte para este tipo de oposición. 2.2. ¿En qué consiste la relación de lo marcado vs. lo no marcado? En el hecho de que los fenómenos no son sólo disyuntivos ni contrarios, sino que también implican unos a otros en la oposición. La oposición entre lo marcado y lo no marcado reúne en una correlación binaria una pareja o una serie de fenómenos según un rasgo común (por ejemplo, en el plano fonológico encontramos la oposición de las consonantes sonoras y sordas: b — p; d—t; g — k). Una pareja correlativa se caracteriza por la desigualdad de sus miembros: uno posee la marca de la correlación (por ejemplo, la sonoridad en b); el otro, no (p). No se puede decir que un miembro sea una simple negación del otro. O en otra forma: un miembro de la oposición señaliza cierto rasgo de la realidad, mientras que el otro no, es decir, no señaliza ni su presencia ni su ausencia. La operación de los géneros gramaticales, masculino y femenino, ilustrará este punto. Por ejemplo, «yegua» se refiere necesariamente a la «hembra del caballo», mientras «caballo» puede referirse a toda esta clase de animales sin distinción del género. Por eso diremos, «el caballo apareció en la Tierra...», y no «la yegua...», ni «el caballo y la yegua aparecieron en la Tierra...». Estas últimas serían unas maneras marcadas y redundantes. La asimetría de los miembros de la pareja correlativa tiene consecuencias importantes. En ciertas situaciones la marca de la correlación puede neutralizarse: el término marcado queda reducido al no marcado, porque éste representa la base común de los dos (en la fonología esta base común se llama archifonema). Esto no 25

podría ocurrir entre los contrarios que sean simplemente disyuntivos. Relacionado con la neutralización, aparece todavía otro importante fenómeno, la operación semiótica específica de las parejas correlativas. Cuando se quiere designar la dimensión común a los términos o cuando no importa la diferencia, se utiliza el término no marcado. Es decir, gracias a la asimetría de la pareja, el término no marcado sustituye, representa también el término marcado, pero nunca al revés. En este sentido el término no marcado es «básico». Por ejemplo, los hombres son altos y bajos, pero al referirnos a este aspecto hablamos de la «altura». En cambio, «altivez» o «bajeza» se refieren, metafóricamente, a otras cosas, semánticamente marcadas. En otras palabras: el lenguaje convierte una relación contraria (alto—bajo) en una oposición semiótica más trabada. Dentro de la categoría no marcada se crea una antinomia interior: en el sentido restringido de la palabra, la categoría no marcada se opone a la marcada (alto vs. bajo; caballo como «macho del género caballo» vs. yegua); en el sentido más amplio, puesto que se abstiene de señalizarla, es indiferente con respecto a ella, y no sólo no la excluye, sino que puede representarla (la altura; el caballo como cierta clase de animales). El término no marcado opera, pues, como en dos niveles: en uno se opone al término marcado; en otro, lo incluye. A su manera, tertium datur. El miembro no marcado representa al mismo tiempo el género y una de las especies opuestas. En otras palabras: funciona como un signo y un metasigno en uno: como el metasigno representa lo que tiene de común una pareja de contrarios, y como el signo es uno de sus términos. Este doble juego economiza los medios semánticos: en lugar de tres términos bastan dos. La oposición binaria no reúne elementos cualesquiera. Es una relación «inequívoca, reversible y necesaria» (Jakobson, 1949: 421). Su existencia se basa en las propiedades objetivas de los elementos y en su operación semántica. Es una categoría ontológica y epistemológica; de ninguna manera hay que confundirla con la génesis, con la frecuencia, ni con la axiología. Sin embargo, en sus análisis de los sistemas elementales, los estructuralistas han mostrado que, de una pareja correlativa, primero aparece el término no marcado, y sólo más tarde el marcado, como una diferenciación interior. En cambio, en las distorsiones afásicas, primero desaparece el término marcado (Jakobson, 1941). 26

Las oposiciones son un supuesto fundamental para el establecimiento de los sistemas. En la expresión de Trubetzkoy (1931: 96): Si en una lengua existieran sólo las oposiciones fonológicas disyuntivas —o sea, si cada fonema de esta lengua se encontrara en la misma oposición a todos los otros fonemas—, tal lengua no tendría ningún sistema fonológico. El establecimiento de un sistema fonológico es posible sólo porque en la realidad los fonemas particulares de cada lengua se hallan no solamente en las relaciones disyuntivas, sino también en las correlativas. De aquí entendemos por qué al «desconstructivismo», que enfoca las diferencias abstractamente, sólo como disyuntivas, los sistemas se le diluyen en el regreso infinito de la différance. El tema de las oposiciones semióticas no fue elaborado en la obra de Saussure (1916) —de aquí tal vez el despiste del «desconstructivismo», que toma esta obra pionera como la última palabra del estructuralismo—, sino en la fonología del Círculo lingüístico de Praga (1926-48; Trubetzkoy, 1931, 1939; Jakobson, 1932, 1939, 1939a, etc.; cf. E. Holenstein, 1976: 121-36). A partir de la fonología, este principio fue aplicado exitosamente a otros planos de la lengua y a otros dominios del saber y de la realidad. Incluso parece que el ordenamiento en oposiciones representa el modo operacional de nuestro conocimiento. La operación semiótica de las oposiciones concreta, a su manera, lo que en la tradición metafísica se llamaba la «relación dialéctica». Introduce en las relaciones de ciertos fenómenos una dialéctica palpable, clara y concretamente definible. 2.3. La poética moderna no puede olvidar ni minimizar el aporte multifacético del estructuralismo en sus fases funcional y transformacional. Sin embargo, hay que reexaminar también cuidadosamente su alcance y sus límites. Durante largo tiempo las ciencias sociales han buscado la inspiración para renovarse en los modelos más sencillos, como la lingüística o incluso la fonología. Nos parece que, sin prescindir de los niveles ya alcanzados —incluida la feroz «desconstrucción» de la tradición metafísica occidental y de sus «fósiles» en el pensamiento científico—, es hora de cambiar las prioridades. El análisis de la trayectoria de la poética moderna nos enseña que el nuevo adelanto de las ciencias sociales debe de 27

partir más bien de los fenómenos complejos, tales como, por ejemplo, la literatura, en la cual se refleja —con creces— todo el universo humano. Pero al emprender el nuevo camino no hemos de olvidar que ponernos esta tarea nos fue hecho posible precisamente por los aportes del estructuralismo.

III. LA ACTITUD METATEORICA 3.1. El proyecto de investigación que bosquejamos «descentra» el bricolage estructuralista y «desconstructivista» por el replanteamiento radical de los problemas y por la dirección específica que toma la actividad teórica, y rebasa los límites de la poética siempre que las implicaciones de los problemas lo exigen. Por ejemplo, el ensayo sobre el lenguaje coloquial en la estructura narrativa empieza por reexaminar los aspectos lingüísticos del tema, para desembocar en una semiótica narrativa. El arco que se tiende entre la lingüística y la semiótica define el carácter de la teoría de la literatura que elaboramos aquí. Es una teoría materialista, que conceptualiza el hecho literario en su materialidad lingüística y que estudia su utilización semiótica. Por otro lado, la literatura (y el arte) es también un fenómeno estético. En este aspecto, especialmente en el ensayo sobre el Formalismo Ruso, ponemos en tela de juicio la estética kantiana y sus implicaciones en el arte (la dinámica hacia la «pureza» que se viene acentuando desde el simbolismo y la vanguardia) y en la poética moderna. Esta reexaminación de las bases filosóficas del arte y de todo el dominio estético se enlaza en especial con el trabajo de J. Mukarovsky (1936) y con nuestro propio proyecto iniciado hace una década en nuestra tesis de estética (E. Volek, 1973). Estamos convencidos de que el marco teórico desarrollado aquí será vital para alcanzar una solución más adecuada de este problema. A su vez, la necesidad de aclararnos los métodos y los objetivos del quehacer teórico en la poética nos ha obligado a adentrarnos también en la espesura de la filosofía de la ciencia y a revisar los principios considerados, a partir de Dilthey, Windelband y Rickert (véase H. Rickert, 1921) como determinantes de las ciencias sociales. -Como postura metodológica, adoptamos una actitud consecuentemente metateórica. Exponemos, comparamos y criticamos los sistemas, los lenguajes teóricos montados en torno a algunos proble28

mas clave de la poética actual, para luego replantearlos en forma radicalmente nueva. Explícita e implícitamente, ponemos en tela de juicio a toda clase de estructuralismos, incluido el postestructuralismo «desconstructivista». 3.2. El ensayo sobre fábula y siuzhet es paradigmático para esta aproximación. Nuestro marco teórico inicial es el concepto de estructura tal como fue elaborado por la Escuela de Praga (13), porque parece corresponder mejor a los fenómenos complejos (las obras narrativas) que son nuestro objeto de análisis. Es, por tanto, más adecuado como un punto de partida para modelar el universo narrativo que la narratología estructuralista simplificante que sigue la pista abierta por V. Propp (1928) o C. Lévi-Strauss (1958; 1958a) o la simplificación del concepto de sistema instaurada por el estructuralismo francés y los marcos clasificatorios que han emanado de este último (por ejemplo, G. Genette, 1972) (14). En todos estos casos una sola dimensión o la paradigmática formalista ha eclipsado el código narrativo plural (15), o, dicho en los términos topológicos, el logos y el espacio euclidiano han reprimido a una topología salvaje (cf. M. Serres, 1981: 38). En cambio, el concepto praguense de estructura establece un puente hacia la topología matemática y puede estar iluminado provechosamente, en especial, por la topología de las «catástrofes» de Rene Thom (1975), o sea, la topología matemática que intenta modelar el surgimiento y los cambios de las estructuras. Para el teórico de las «catástrofes», o sea, de los cambios violentos e «impredictibles», la estructura no está dada a priori, no procede de un empíreo platónico. Se origina directamente del conflicto entre dos (o más) fuerzas que la engendran y la mantienen por su conflicto mismo. Esto permite desarrollar una clasificación de las formas, lo mismo que una álgebra, una combinatoria de las formas en un espacio multidimensional... Así se vislumbra la posibilidad de crear un estructuralismo dinámico... (1974: 244-45; cf. J. Petitot-Cocorda, 1981: 145). Partiendo de aquí examinamos los conceptos de fábula y siuzhet en el contexto genético del Formalismo Ruso y en las corrientes de la poética moderna hasta la actualidad. Este análisis nos permite 29

bosquejar un modelo de la estructura narrativa más exacto y más rico y establecer el funcionamiento semiótico de fábula y siuzhet en esta estructura. Finalmente, introducimos nuevos instrumentos conceptuales (la oposición entre lo marcado y lo no marcado) para describir la operación semiótica de fábula y siuzhet en el contexto funcional de la estructura narrativa todavía con una mayor precisión y para redefinir estos conceptos en el marco de una nueva semiótica narrativa. En otras palabras: examinamos el bricolage histórico acumulado en torno a fábula y siuzhet y a los conceptos semejantes, y lo reconstruimos, en términos más rigurosos y semióticamente homogéneos, dentro de un nuevo proyecto de semiótica narrativa. En el proceso no sólo se precisan los dos conceptos, sino todo el contexto funcional. Por otro lado, fábula y siuzhet, como el programa narrativo de la estructura, desembocan también en otros problemas relacionados. Por ejemplo, llevan a comprender la recepción o la lectura como una parte integrante de la estructura semántica, como la propia intencionalidad configuradora de la estructura, la cual cumple (bien o mal) el programa narrativo y organiza los valores semánticos de dicha estructura (16). Pero en especial sirven de un punto de partida de una empresa aún más ambiciosa: la búsqueda de modelo universal de la historia (story, récit).

IV. EN BUSCA DE MODELOS UNIVERSALES Sin embargo, ¿qué modelo universal? Ante todo, se nos plantea el problema del status y de la finalidad de tal modelo. La metateoría toma aquí una dirección especial, poco habitual en las ciencias sociales: se propone realizar solamente un trabajo preliminar, aunque —precisamente por eso— fundamental, porque es el de la fundación. 4.1. En primer lugar, el modelo universal, tal como lo proponemos, no quiere ser una generalización hecha a partir de algún aspecto de cierta realidad existente o conocida. Todos recordamos esas afirmaciones, categorías y taxonomías con pretensión de validez universal, con que nos bombardea la teorización corriente, pero a las cuales siempre se puede encontrar un contraejemplo o alguna 30

dificultad. Este valor «universal» se derrite como la nieve al sol. Por un lado, la abstracción —el prescindir de los «detalles», de los aspectos «secundarios» o «marginales»— no sólo empobrece la imagen de la realidad, sino que —como lo señaló ya Bergson (véase S. Toulmin, 1960: 125)— la falsifica. Por otro lado, es corriente que encontremos fenómenos que, intuitivamente, ponemos en la misma categoría, pero al examinarlos por la óptica tradicional, no podemos especificar ni un solo rasgo que les sea común a todos y que sostenga —en la lógica de la abstracción— su unidad. Este caso está ilustrado por la paradoja de los «juegos», que Wittgenstein (1953: 31) explica metafóricamente recurriendo a las «semejanzas de familia». La imposibilidad de encontrar, por vía de la abstracción, un rasgo común a todos ellos debería desmentir la unidad lógica de esta categoría. Pero, con igual derecho, se desintegraría, por ejemplo, la unidad de la «literatura», del «arte» y de «lo bello». En segundo lugar, el modelo universal, tal como lo planteamos, no quiere «subsanar» tampoco las mencionadas dificultades de la generalización por sacar del bolsillo ciertas normas obligatorias o ciertos moldes ideales, óptimos, esas salidas de emergencia del pensamiento tradicional, que luego son impuestas —con mayor o menor ferocidad procustiana— a la realidad. Porque esta última siempre queda «corta» o «larga», y así no sólo desmiente el carácter «adecuado» de las pretensiones normativistas de toda índole, sino que revela su base ideológica, su bricolage histórico relativo. 4.2. Nuestro modelo universal se plantea como una entidad de segundo grado, como un constructo creado que permite modelar más exactamente los sistemas históricos, particulares, y las estructuras de los objetos individuales. El que proponemos se establece a partir de la realidad más compleja, más rica; pero, en lugar de jerarquizar los aspectos y de prescindir de los «menos importantes» —o sea, de ideologizar por la abstracción—, construye a partir de esos aspectos todos los ejes de polaridades que operan en aquella realidad. Estos ejes se constituyen según las reglas del sistema axiomático (cf. Popper, 1968: 71-72), o sea, sistema que consiste en un número mínimo, pero exhaustivo, de las entidades independientes y no contradictorias (17). Por ejemplo, en el ensayo sobre el lenguaje coloquial, después de examinar el bricolage de las funciones del lenguaje que se han propuesto hasta ahora, establecemos cinco ejes de pola31

ridades que operan en el discurso. Los hechos lingüísticos concretos —las antiguas funciones— se sitúan entre estas polaridades según les plazca, según sus configuraciones concretas, que pueden ser infinitas. En otras palabras, las polaridades no imponen a la realidad ninguna forma de existencia, ni implican que esta realidad —sencilla o compleja— exista en forma polarizada (18), sino que se establecen como una especie de, medidas absolutas¡que son capaces de medir las dimensiones correspondientes, las características efectivas de cualquier realidad. 4.3. Sin embargo, este aspecto del modelo evita sólo una parte de la falsificación por la abstracción. Otro rasgo importante del mismo es que conceptualiza iodo un dominio complejo. Por ejemplo, cuando quisimos establecer un modelo del estilo coloquial comenzamos por reexaminar todos los llamados «estilos funcionales» del lenguaje (Havránek, 1932) y terminamos por establecer ú modelo del discurso en el plano de las funciones del lenguaje. En otras palabras, nos negamos a considerar por separado el estilo coloquial, el periodístico, el oficial, el científico o el artístico, sino que —a través del mencionado modelo universal— establecimos los ejes funcionales que operan en todos estos y otros posibles estilos del mismo orden, todos los cuales se inscriben —de tal o cual manera— en estos ejes y quedan medidos por ellos (19). En realidad llegamos a este replanteamiento radical precisamente debido a la frustración con las estilísticas tradicionales (desde la escuela franco-alemana hasta la Escuela de Praga), porque los «modelos» de los estilos particulares que ofrecen son más bien enumerativos, no son conmensurables los unos con los otros, ni son consistentes tampoco, porque los rasgos que se dan no son ni constantes ni exclusivos. La imagen que se nos presentaba se asemejaba a la situación en la física tradicional. Max Planck (1909) la resume de la siguiente manera: ... el sistema anterior de la física no constituía un cuadro único, sino una colección de cuadros; había un cuadro especial para cada clase de fenómenos naturales. Estos cuadros no dependían uno del otro; cualquiera de ellos podía quitarse sin afectar a los otros. Esto no será posible en la futura imagen física del mundo. Ningún rasgo podrá quedar aparte como inesencial; cada uno es más bien un elemento indispensable del todo y, como tal, 32

tiene un significado determinado para la naturaleza observable, y al revés, cada fenómeno físico observable encontrará y tendrá que encontrar su lugar correspondiente en el cuadro. (Citamos según E. Cassirer, 1953: 307.) Está claro que, por ejemplo, también el arduo problema de los tipos y de los géneros literarios podría enfocarse ventajosamente desde esta perspectiva, a fin de salir del infructuoso formalismo, esencialismo o normadvismo ideológicos, lo mismo que de la resignada descripción histórica. 4.4. La complejidad de los dominios enfocados en su totalidad enriquece nuestro modelo todavía por otras características. En primer lugar, el modelo está constituido por ejes o por dimensiones (planos), no sólo independientes unos de otros, sino en principio heterogéneos. Por ejemplo, en el mencionado modelo del discurso, una sola dimensión —las funciones del lenguaje— produce tres estratos diferentes (los modos de realización, los estilos funcionales y los lenguajes funcionales), pero los cuales se incluyen mutuamente y funcionan como tres redes de coordenadas que miden, desde sus perspectivas complementarias, el mismo espacio. Para poder captar y medir otros aspectos del discurso habría que añadir y reexaminar —de la misma manera— todavía otras dimensiones: por ejemplo, los actos de habla y los tipos de textos concretos. Pero incluso los ejes de polaridades que hemos establecido en un estrato de una dimensión, a saber: dialogado no autoritativo espontáneo situado estético

vs. vs. vs. vs. vs.

monologado autoritativo construido no situado no estético

no son homólogos. Lo polos no implican necesariamente uno a otro, sino que se combinan más bien libremente. Por ejemplo, el polo «dialogado» siempre está «situado», pero también el polo «monologado» puede serlo. En conjunto, los ejes y las dimensiones crean un tipo de «espacio» en el cual se inscriben los sistemas (por ejemplo, el estilo coloquial) o los fenómenos particulares (por ejemplo, un texto o un 33

enunciado coloquiales). El carácter multidimensional de este espacio y la interacción dinámica de las dimensiones —de las líneas de fuerza— aproxima nuestro modelo al espacio establecido por la topología de las «catástrofes» de R. Thom (1975), aunque nosotros llegamos a esta conceptualización de los sistemas complejos por los caminos diferentes, a través del Formalismo Ruso y la Escuela de Praga. Pero en otros aspectos —como el status, la operación y los objetivos— los dos modelos se separan radicalmente. El carácter multidimensional de este espacio produce todavía otro importante rasgo de nuestro modelo que llamamos compensación estructural. Esta no tiene nada que ver con la autorregulación de los sistemas, la cual ocurre por la interrelación de los elementos; por ejemplo, cuando un cambio fonemático pone en marcha toda una serie de desplazamientos de los fonemas, hasta que el sistema alcance un nuevo equilibrio. La compensación estructural se asemeja más bien a ciertos juegos del lenguaje; por ejemplo, cuando los niños sustituyen todas las vocales por la vocal «i»; pese a esta alteración del sistema, somos capaces de descifrar y leer este «lenguaje secreto» y su código por lo que permanece intacto en el sistema, como las consonantes y la estructura oracional y semántica. O sea, el sistema sigue funcionando y guarda su identidad pese a la sustitución parcial. En el modelo del discurso, por ejemplo, los rasgos del estilo coloquial están inscritos en los cinco ejes de polaridades más en dos estratos adicionales (los modos de realización, oral o escrito, y los lenguajes funcionales, como el standard, el lenguaje coloquial, los dialectos y las jergas). Entre los cinco ejes los más importantes son, en orden decreciente, los polos espontáneo, no autoritativo y situado. En estos ejes la marca del estilo coloquial coincide con uno de sus polos. Sin embargo, la identidad del sistema coloquial se mantendrá aun en el caso de que alguno o incluso algunos de estos rasgos «principales» queden neutralizados o hasta sustituidos por sus contrarios (como lo construido, lo autoritativo o lo no situado). La alteración de las características en unos ejes será como compensada por la permanencia intacta, o tal vez acentuada, de los rasgos definitorios en los otros ejes. Y el papel de la compensación pueden desempeñarlo también los dos estratos adicionales, lo mismo que el propio tipo general de discurso, paradigmatizado por los estilos funcionales mismos: coloquial, periodístico, oficial, científico y artístico. 4.5. El ejemplo aducido nos aclara por qué un sistema complejo no necesita de ningún rasgo fijo, constante, para conservar su 34

identidad. Y, en cambio, que puede incluir hasta rasgos de signo contrario o que pueden compartir ciertos rasgos con otros sistemas, sin confundirse con ellos. La identidad de un sistema complejo es, pues, sumamente dinámica: es funcional y contextual, y se produce en un juego de sustituciones y de compensación, que transcurre en múltiples niveles y puede tener, en su caso extremo, carácter aleatorio (20). El carácter dinámico, incluso aleatorio, del juego de sustituciones y de compensación hace que los sistemas complejos no necesiten articularse en torno a ningún centro firme, fijo, para mantener su identidad. En realidad pueden organizarse y reorganizarse en torno a cualquier punto en que se intersequen las múltiples dimensiones del dominio-espacio común. Pero junto con el «centro» metafísico desaparecen todos los otros «fósiles» de la tradición logocéntrica occidental, como «origen», «principios», «base», «supraestructura», «fundamento», «raíces», etc. Tomando como ejemplo el estilo coloquial, si el rasgo de espontaneidad queda neutralizado, el «centro» puede desplazarse hacia otro eje (por ejemplo, no autoritativo), hacia otro estrató (por ejemplo, el lenguaje de la comunicación corriente, coloquial, dotado de ciertos recursos específicos, como cierto léxico, clichés verbales, etc.) o incluso hacia la situación general del discurso y de la comunicación (coloquial vs. oficial, científica, etc.). Gracias a este juego de sustituciones y de compensación, un sistema puede evolucionar e incluso cambiar paulatinamente sin perder su identidad. Es así como un sistema se convierte en tradición y en institución. La continuidad y la discontinuidad son dos caras inseparables tanto de la permanencia como del cambio. Un sistema puede cambiar hasta el punto de ruptura (por ejemplo, las vanguardias en las artes) o un nuevo sistema puede emerger gracias a la evolución tecnológica y social (por ejemplo, el periodismo, el cine, el video). Pero incluso estos sistemas siguen inscritos en las dimensiones universales del dominio-espacio correspondiente. Cuando más, revelan algunas dimensiones que pasaban inadvertidas en los fenómenos y sistemas anteriores. La actividad metaestructuralista produce los instrumentos conceptuales para modelar y describir este dominio y para describir y explicar el movimiento —el surgimiento, la evolución y la desintegración— de los sistemas en este dominio y el movimiento de los fenómenos individuales en esos sistemas. 35

Ahora comprendemos por qué los fenómenos complejos se le escapaban a la conceptualización tradicional, que buscaba un «rasgo común», un «centro» fijo o por lo menos un «origen», un «principio» o una «base», a partir de los cuales sea posible explicarlos cómodamente. Únicamente el juego de todos los aspectos de nuestro modelo universal nos permite evitar la trampa de la falsificación por abstracción y por la visión unidimensional. El logos abandona el espacio euclidiano y empieza a explorar la selva multidimensional de la topología de la realidad. Pero este modelo en especial hace posible que esta realidad multidimensional se capte en su individualidad, dinamismo y energía, manteniendo al mismo tiempo el marco universal de la descripción y de la interrelación —y la conmensurabilidad— con otros fenómenos del mismo dominio. 4.6. Desde esta perspectiva habría que replantear los conceptos complejos como la literatura. Las últimas noticias dicen que la literatura ya no existe, que es un «concepto vacío», que se la puede estudiar sólo históricamente. ¡Pobres teóricos! ¡Se les ha perdido la literatura! Por supuesto, los «orígenes» allá en la noche de las edades están sólo abiertos a conjeturas. Los principios normativistas, ideológicos —tradicionales y modernos—, que han querido sujetarla una vez para siempre, han fracasado y vuelven a fracasar. La relación «base-supraestructura» nunca ha funcionado. En el Formalismo Ruso desapareció el «centro». El estructuralismo lingüístico y retórico ha buscado vanamente la literatura en los «procedimientos»; la ha encontrado en todos y en ninguno en especial. Si bien ha descubierto acertadamente la poesía de la gramática, la «gramática de la poesía» se le ha escapado. Pero la literatura no se ha «perdido» ni más ni menos que los otros juegos-sistemas complejos, los cuales se le escapan al pensamiento tradicional, cegado por su óptica peculiar.

V. UN SUPLEMENTO SOBRE LAS FICCIONES DEL PENSAMIENTO Y DE LA REPRESENTACIÓN 5.1. El tipo de modelo universal que proponemos es, pues, un constructo, una útil ficción teórica. A diferencia de las ficciones tradicionales (cf. Nietzsche, 1906; núms. 12; 521 y passim), asume 36

esta condición sin ambages, sin confusiones y con un propósito claro; no aspira a «crear un mundo que nos sea calculable, simplificado, comprensible, etc.»( núm. 521), como los conceptos y las categorías tradicionales, sino, todo lo contrario, a describir y a descubrir la realidad más exacta y objetivamente en su complejidad. 5.2. Consideremos en este contexto todavía otro axioma nietzscheano: «lo que puede ser ser pensado tiene que ser ciertamente una ficción» (Nietzsche, 1906; núm. 539). Si esta observación, que atañe a todo el pensamiento humano, es o no es ella misma también una ficción, es una cuestión metafísica. Nos permitiremos sólo unas conjeturas. Vamos a partir de la dialéctica del «suplemento», ejemplificada por Derrida (1967) en el concepto de escritura. Derrida desmitifica en este aspecto la tradición logocéntrica y su ideologización romántica que pesa sobre la filosofía del lenguaje desde Rousseau hasta Lévi-Strauss. Esta tradición «fonocéntrica» pone la lengua como algo primario, original, privilegiado, mientras que la escritura es para ella sólo algo secundario, derivado, que adultera e incluso corrompe el original y a sus usuarios. Sin embargo, Derrida mixtifica e ideologiza, a su vez, el problema por no especificar los niveles operacionales de su nuevo concepto de escritura. La escritura se le convierte en el género común al lenguaje y a la escritura fenoménica. Esta «escritura» es ahora lo primario, lo «original», lo privilegiado. Sin embargo, se pretende que la escritura asume esta nueva función sin dejar de ser la escritura fenoménica, lo cual enreda el problema y desenfoca todo lo que haya de aporte en este replanteamiento. Este ejemplo nos ilustra dramáticamente los límites de la jocosa negación «desconstructivista»; a Derrida más le importa la epatante inversión de las jerarquías tradicionales que el manejo matizado y cuidadoso de los conceptos. Sin embargo, la dirección que señala es correcta. Desde el punto de vista histórico, genético, es indudable que, como especie, el lenguaje precede a la escritura. El estructuralismo extendió a esta situación su teorización de los niveles elementales y declaró que el lenguaje es el término «básico», no marcado, y la escritura, aparecida más tarde, el término diferenciador, marcado, de la pareja correlativa. Sin embargo, si examinamos esta pareja desde el punto de vista semiótico y operacional, hemos de reconocer que la escritura es el término «básico», no marcado. No se ha originado, pues, desde adentro del lenguaje para constituir el término diferenciador, sino que ha aparecido como un metasigno. Por tanto, 37

la marca fonológica que lleva el lenguaje no es determinativa para ella. La escritura puede asumir las formas concretas más variadas, desde la proximidad al principio fonológico (en la escritura occidental) hasta su completa supresión (como en la escritura pictórica o jeroglífica). En todas estas modalidades, sin embargo, es capaz de sustituir —de traducir y de representar— efectivamente el lenguaje, pero no al revés. Este ejemplo nos enseña que los sistemas complejos pueden escaparse a las leyes de los sistemas elementales. Un miembro tardío puede ocupar el metanivel con respecto al primero, puede constituirse como «básico», como no marcado en la operación semiótica correlativa. Pero este descubrimiento atañe a las implicaciones de las oposiciones binarias como tales. El miembro tardío, marcado o no marcado, no es «diferente» del primero, porque participa de las mismas potencialidades que están realizadas ya, de una manera específica, en el primer miembro. Sólo que estas potencialidades comunes se realizan, en los dos términos correlativos, de una manera diferente. Por tanto, tampoco es «secundario»: no lo es ni en cuanto a ta importancia, porque actualiza las mismas potencialidades que el primero; ni en el tiempo, porque está implicado en la potencialidad común simultáneamente con el primero. Ninguno de los miembros es «original», «central», ni existe en un dominio separado. Los dos participan de las mismas potencialidades, aunque en la operación semiótica sean asimétricos y uno represente el término marcado y otro el no marcado. La escritura, replanteada radicalmente a partir de la inversión derridiana, al llevar a cabo la operación de traducción —de transformación— del lenguaje, revela, pues, las potencialidades semióticas que les son comunes a los dos y que cada cual actualiza a su manera. Por participar de las mismas operaciones diferenciales y por ser el miembro no marcado de la pareja correlativa compleja, la escritura —en sus formas más peculiares— representa el lenguaje. 5.3. Se habla de la crisis de la representación. Hay quienes inventan las «crisis» a cada paso: la crisis de la literatura y del arte, la crisis del lenguaje. Lo que está en crisis son sólo ciertas modalidades ideológicas, tradicionales y modernas, de pensar, de ver y de plantear los problemas. Hay, aparentemente, una crisis del lenguaje, porque el signo no se identifica con el referente. Pero ¿qué concepto de representación es éste, el de la identidad? Por supuesto, el signo es «otro», es un 38

«suplemento» de la realidad. Pero al mismo tiempo no es «diferente», porque los dos términos participan de las mismas potencialidades e implican uno al otro. El análisis de la ostensión, de la dimensión presentativa de los signos y de la realidad, que hacemos a partir de algunos planteamientos pioneros (Mukafbvsk/, 1943; Osolsobe', 1967, 1969), introducen una nueva dialéctica entre los aspectos malentendidos de la realidad común de los signos y de la realidad (21). Por participar de las mismas operaciones diferenciales y por ser el miembro no marcado de la pareja correlativa compleja, los signos —en sus formas más variadas— representan la realidad. Por otro lado, la exploración de nuevas maneras de representación difícilmente puede llamarse crisis, cuando más, sólo desde el punto de vista de la representación tradicional. Las ficciones del pensamiento humano vs. la realidad representan otro avatar del mismo problema. El pensamiento y la realidad no son «diferentes», sino que presentan y revelan las mismas operaciones diferenciales. Por participar de las potencialidades comunes, el pensamiento —sin salir del laberinto de sus ficciones— representa la realidad. En lo que se refiere a las modalidades concretas, cuanto más puras son estas ficciones, o sea, cuanto más son puras ficciones, meros instrumentos auxiliares, tanto más adecuadamente permiten representar —captar, medir, modelar— la realidad específica. Este planteamiento nos permite reexaminar también el arte fuera de las ideologizaciones tradicionales y modernas. El arte es también un «suplemento» de la realidad. No la puede «reflejar», porque incluso el espejo transfigura, traduce y traiciona. El arte como «reflejo», «corrupción», «creación», «enriquecimiento» o «indagación metafísica» de la realidad son ideologizaciones insostenibles. Por participar de las mismas potencialidades comunes de lo real, y por ser el miembro no marcado de la pareja correlativa, el arte representa la realidad. Los dos no son simplemente ni dominios idénticos, ni especulares, ni diferentes: son los aspectos de lo real, de lo cual tanto la realidad como el arte son dos especies particulares. Como el miembro que ocupa también el metanivel con respecto al otro, el arte —sin abandonar jamás sus laberintos— puede aproximarse a la otra especie, la realidad, y puede simular que la refleja, que la imita, o sea, que la modela según cierta perspectiva habitual, convencional. Pero también puede alejarse de ella y puede «corromperla», «crearla» o «enriquecerla», sin poder dejar de representarla. Por su operación semiótica, el arte revela más claramente que la realidad las potencialidades comunes a todo lo real. Por tanto, como 39

la creación del hombre que «suplementa» la Naturaleza se convierte en un instrumento de indagación metafísica sui generis, al lado de las ficciones del pensamiento humano y en competición con ellas. La autonomía del arte está apuntalada aquí en su carácter no específico, no marcado (este planteamiento está bosquejado en E. Volek, 1973). Es decir, el arte, según nosotros, no es autónomo por apartarse, por separarse; no es simplemente otro dominio específico de lo real, sino que todo lo real es su dominio potencial. Por su operación semiótica «específica», el arte, paradójicamente, no puede ser idéntico a ningún dominio específico de lo real, pero tampoco es «diferente». Es la paradoja con la cual batalla toda la estética desde Ion. El aspecto no marcado y su operación semiótica particular, el moverse simultáneamente sobre dos niveles lógicos, explican el fracaso de todas las ideologizaciones del arte, tanto de las tradicionales como de las modernas, que siempre trataron de encasillarlo en una tarea, en una modalidad, en un «centro», en un procedimiento o en su conjunto. Por su autonomía peculiar, el arte se puede articular libremente en toda la extensión potencial de lo real, desde la realidad hasta su ficcionalización por el pensamiento humano.

VI. EL REPLANTEAMIENTO NOMOTETICO DE LAS CIENCIAS SOCIALES La crítica metateórica de los sistemas y la falta de los instrumentos conceptuales adecuados para llevar a cabo tal empresa no sólo en la teoría literaria, sino también en las ciencias sociales, nos han llevado a la necesidad de revisar radicalmente las propias bases filosóficas y metodológicas de estas últimas. 6.1. Por el status, el modo de operación y la finalidad peculiar que toma el nivel metasistémico, universal, le llamamos algo metafórica y arbitrariamente nomotético (del griego nomos, «ley», y tithenai, «establecer»), tal como se ha acostumbrado a referirse —desde finales del siglo pasado-— a las ciencias naturales, en oposición a las ciencias sociales. Lo hacemos porque este concepto establece más claramente un paralelo con las ciencias exactas. En realidad éstas son «exactas» solamente en el sentido de que manejan 40

varios tipos de idealidades, de ficciones, elaboradas para ese fin (por ejemplo, las matemáticas, los sistemas de pesos y medidas, las leyes naturales, formuladas en distintos niveles de generalidad y de precisión). Aun si no aceptamos las tesis extremas del convencionalismo —las cuales, sin embargo, son plenamente válidas, por ejemplo, en la ciencia tan exacta como las matemáticas—, las leyes naturales, semejante a nuestro modelo universal, tampoco expresan necesariamente la forma concreta de la existencia de la realidad, sino que son ciertas construcciones absolutizantes que nos permiten medirla con la exactitud que deseamos o que podemos alcanzar. El aspecto convencional de la labor científica se manifiesta más claramente en los sistemas de pesos y medidas, que nos han acompañado como una metáfora lucero a lo largo de la elaboración del modelo universal, nomotético. El nivel nomotético, tal como lo hemos definido, es un aporte específico de la actividad metaestructuralista. Sin embarco, esta actividad se ocupa necesariamente de todos los niveles, incluidos el nivel fenoménico y el nivel sistémico (el primer metanivel), los cuales están integrados y reinterpretados en este marco teórico más amplio. Si quisiéramos definir el nivel nomotético, metafóricamente, en términos topológicos, diríamos que es la reconstrucción absoluta de cierto dominio-espacio multidimensional antes de que ocurra la «catástrofe», o sea, antes de que todas las dimensiones se intersequen en algún punto actual y que las tensiones desencadenadas y trabadas dejen emerger una estructura, una configuración, siempre particular, sea ésta del orden fenoménico o sistémico. Esta reconstrucción de las dimensiones universales y de sus tensiones virtuales no incluye sólo una paradigmática, sino también un modelado orientador, aproximativo, de las posibles «catástrofes», o sea, una red de coordenadas capaces de medir las posibles estructuras emergentes. Es sólo esta reconstrucción absoluta —universal— la que permite prever, sin intentar formalizarla, toda la combinatoria infinita de las posibles estructuras emergentes. 6.2. Hacia finales del siglo pasado culminó el largo debate en torno al carácter científico o no de las ciencias sociales. El dominio de la ciencia fue dividido según «dos direcciones lógicamente opuestas»: aun lado se pusieron las ciencias naturales; al otro, las ciencias «históricas». Aquéllas fueron definidas como «nomotéticas», o sea, como las ciencias generalizadoras, que buscan las leyes; éstas, 41

como «idiográficas», o sea, como las ciencias individualizadoras, que describen los fenómenos singulares, históricos (H. Rickert, 1921: 62-63). La separación de las ciencias históricas se proponía subsanar tanto su complejo de minusvalía frente a las ciencias naturales (desde que Schopenhauer negó el carácter de ciencia a la historiografía; véase Rickert, 1921: 62n.) como las aplicaciones, simplificantes e infructuosas, de los métodos de estas últimas a los hechos sociales. Al independizarse, las ciencias históricas adquirieron aparentemente su propia dignidad. Sin embargo, el status y los métodos que les deparó esta redefinición las dejó truncas. ¿Cómo estudiar los objetos individuales sin una visión más general? No hay que sorprenderse de que, debido a la dinámica generada por esta separación, a veces se haya llegado al absurdo de pedir —con toda seriedad— una teoría especial para cada objeto particular. En las ciencias sociales la necesidad de disponer de un marco general llevaba a asumir como tal el sistema de valores creado por la modernidad occidental (22). Este paso se justificaba —si se sentía la necesidad de hacerlo— por la aparente superioridad de estos valores, que pusieron a las sociedades occidentales a la cabeza del desarrollo mundial y prometían devolver el paraíso a la Tierra. El reverso de esta cara luminosa de la cultura occidental fue, sin embargo, la profunda crisis de sus valores tradicionales, de su fundamento ontoteológico, crisis que asomó en el Renacimiento, acrecentó con la Iluminación y estalló ya inconteniblemente hacia finales del siglo pasado. El sentimiento de superioridad y la duda de sí mismo son dos sombras que proyecta el sistema de valores occidental. Con el creciente fraccionamiento de las sociedades occidentales, ese marco se contrajo aún más: se convirtió en un ismo, en un perspectivismo particular. Las insuficiencias del fragmentado sistema occidental —o sea, su parcialidad, sus ideologías y sus mitos— se ponían de manifiesto en comparación con otros sistemas culturales, especialmente en los sistemas de las culturas ricas y refinadas, como las orientales. Es obvio que donde fue aplicada con roda la agresividad procustiana, la perspectiva occidental terminaba por distorsionar la imagen de las otras culturas o incluso creaba una imagen pro domo sua, para justificar su propio nacionalismo o imperialismo. Pero también es cierto que los mejores «orientalistas» más bien trataban de enriquecer el sistema de valores occidental, el que —desde sus raíces griegas y a causa de la creciente secularización— ha sido más abierto y más receptivo que muchas otras culturas. El tema es fascinante 42

y complejísimo (las distorsiones de la imagen del Oriente están tratadas en E. Said, 1978). Paralelamente a la crisis, tanto de la tradición como de la modernidad occidentales, acrecienta la búsqueda de inspiración y de enriquecimiento por las otras culturas, que llegan a presentarse incluso como una alternativa a la «envejecida» cultura europea (23). A partir del siglo XX, el «eurocentrismo» se ha encontrado en pleno retroceso. Sin embargo, abandonar el «eurocentrismo» —aunque sea más fácil en la prédica que en la práctica— no resuelve el problema. Aquí no nos interesa entrar en el aspecto ideológico del asunto, o sea, por ejemplo, intentar decidir qué sistema o qué aspecto es mejor que otros. Nos importa el aspecto teórico. Desde este punto de vista, ¿tal vez los otros sistemas de valores no son precisamente eso: sistemas, ideologías, mitos? Sea como sea, a partir del presente siglo el hombre europeo ha perdido la inocencia con la cual asumía, automáticamente, la universalidad, la centralidad, de su sistema cultural, de su perspectiva, de su mito. 6.3. Las innovaciones metodológicas introducidas por la lingüística estructural removieron las aguas estancadas de las ciencias sociales e incluso lograron cerrar en parte el abismo abierto entre éstas y las ciencias naturales; pero no podían salvarlo. Aun así, el hecho de. estudiar los fenómenos, ya no individualmente ni atomísticamente, sino con referencia a un sistema subyacente, a una totalidad de orden superior, y establecer modelos y reglas de operación de esos sistemas, constituyó un progreso considerable. De aquí viene el largo liderazgo de la lingüística —en todas sus metamorfosis— entre las ciencias sociales desde los años 20. 6.4. Creemos que es la actividad metaestructuralista, tal como la hemos planteado, la que da el paso decisivo. Por un lado, aún más cierra la brecha entre los dos «tipos» de ciencias. El paralelismo que se establece entre ellos, sin embargo, no equivale a su identidad. Los instrumentos conceptuales elaborados en el nivel nomotético no permiten todavía las operaciones matemáticas. No obstante, la conceptualización de cierto dominio en términos de ejes de polaridades y de modelos universales construidos a partir de los mismos introducen en las ciencias sociales conceptos equivalentes a los conceptos comparativos, los cuales —según Carnap (1966: 43

53)— son mucho más poderosos que los conceptos clasifica torios, basados en la ideologización y en el bricolage de la generalización. Por otro lado, el nivel universal, nomotético, rebasa el plano de los sistemas y de las ideologías que los sustentan, y ofrece precisamente ese marco más general en que situar y desde el cual conceptualizar tanto los sistemas como los fenómenos concretos. La actividad metaestructuralista no sólo está en consonancia con la creciente actitud postideológica de nuestra modernidad, la cual —desengañada de las modalidades ideológicas tanto tradicionales como modernas— busca una salida de la camisa de fuerza que le impone la totalización ideológica, sino que, en el planteamiento nomotético tal como lo definimos, le ofrece una plataforma más concreta y rigurosa. El marco metasistémico y la actitud postideológica no convierten la actividad metaestructuralista en ninguna fuga utópica, ilusoria, hacia afuera de la historicidad y de las ideologías, sino que permiten elaborar los instrumentos conceptuales experimentales, con los cuales luego es posible volver a los hechos históricos e ideológicos —y a su bricolage individual o sistémico— y someterlos a un examen más crítico y autocrítico. El modelo universal, nomotético, tal como lo proponemos, crea una especie de fenomenología del dominio determinado. No es una fenomenología esencialista, del tipo husserliano, la cual desemboca necesariamente en normativismo, porque la propia determinación de «lo esencial» representa ya una elección ideológica (así lo encontramos en Ingarden, en Staiger, en Kayser y en otros, incluso en la Rezeptionsaesthetik, la estética de la recepción alemana contemporánea). La nuestra es una fenomenología estructural, más bien incluso postestructuralista, por su carácter «descentrado», aleatorio, y por su enlace crítico con el postestructuralismo «desconstructivista». Esta fenomenología y la actividad metaestructuralista en su totalidad representan el planteamiento metateórico más radical que se ha dado en las ciencias sociales, sin caer ni en la tradición ni en el nihilismo, jocoso pero improductivo, de algunas corrientes intelectuales modernas. Si nuestro modelo nomotético coincide con la topología de las «catástrofes» en la concepción de los dominios complejos como un tipo de espacio multidimensional, difiere de ella por su status, por su operación y por su objetivo. Nuestro objetivo no es clasificar las formas fenoménicas, ni establecer ninguna álgebra, ninguna combinatoria de las formas, tal como se lo propone R. Thom (1974: 44

245). Nos atrevemos a decir incluso que el proyecto topológico, tal como lo ha formulado el matemático francés, es impracticable, porque -—dada la gran complejidad de los dominios modelados por la poética— aun si nos limitáramos a las combinaciones «principales» de las formas fenoménicas, su número sería astronómico. En cambio, nuestro objetivo es establecer redes de coordenadas universales, con las cuales luego medir la energía de los fenómenos singulares y de los sistemas, y a partir de los cuales describir y explicar sus formas fenoménicas infinitas en el devenir del juego semiótico.

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NOTAS

(1) La modernidad constituye el trasfondo indispensable de nuestra discusión. Sus implicaciones se abordan en E. Volek (1984). Cf. también nuestro ensayo La imaginación constructivista en la época de la destrucción de la tradición: Hacia el discurso poético lorquiano (en preparación). (2) La emergencia de la nueva episteme simultáneamente en varias disciplinas está discutida sobre el trasfondo de la ciencia occidental de los últimos siglos por M. Foucault (1966). (3) Cf. «La escritura de la modernidad», introducción a E. Volek (1984). (4) Véase el análisis de la trayectoria del Formalismo Ruso en este volumen. (5) Véase «Paradojas del Formalismo Ruso...» y «Una apertura...», 3. (la Escuela de Praga), en este volumen. (6) La discusión de las limitaciones del estructuralismo transformacional está retomada prácticamente por todos los trabajos reunidos en este volumen. (7) Véase «La escritura de la modernidad», introd. a E. Volek (1984). (8) La obra borgeana está analizada desde esta perspectiva en E. Volek (1984). (9) Véase «Paradojas del Formalismo Ruso...», en este volumen. (10) Véase «Una apertura...», 5.2.1., en este volumen. (11) Por supuesto, tal como están formuladas, las «leyes naturales» simulan la verdad absoluta y no se presentan como «hipótesis» («supongamos que el principio de la gravitación se pueda formular...»). Cf. S. Toulmin (1960). Este filósofo, a su vez, no pondría la diferencia entre el «pensamiento salvaje» y el pensamiento científico, sino dentro de este último: entre las «ciencias» descriptivas y las ciencias explanatorias (con la física y la matemática en el centro). Sin embargo, desde el punto de vista referencial, como representaciones de la realidad, estas «leyes» —como nos lo documenta la historia de la ciencia— son sólo ciertos medios convencionales, funcionales, aproximativos, para captar, medir y facilitarnos el manejo de la realidad con la precisión que se quiere o que se puede alcanzar. (12) Por lo menos, en este nivel, pues, ponemos un interrogante sobre la definición de la «situación hermenéutica», «cuyo esclarecimiento es una tarea que jamás se puede llevar a cabo completamente», dada por H. G. Gadamer (1960: 285).

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(13) Para la primera orientación y bibliografía, véase E. Volek (1979). Cf. también «Una apertura...», 3., en este volumen. (14) La crítica más detallada está retomada prácticamente por todos los ensayos reunidos en este volumen. (15) La relación entre el paradigma y el código está bosquejada en «Una apertura...», 2.2. y 4.2., en este volumen. (16) Este concepto de intencionalidad está propuesto por |. Mukafovsky (1943), quien así lleva a sus consecuencias a la estética de la recepción. Véase «Una apertura...», 3.3. y 3.5., en este volumen. (17) Véase «Una apertura...», 5.4.3., en este volumen. (18) Incluso en los sistemas elementales basados en las oposiciones, como la fonología, las oposiciones polares están en minoría; por lo general, a los fonemas marcados (por ejemplo, b, d, g) se les «oponen» los fonemas no marcados (por ejemplo, p, /, k), que no son los contrarios de los anteriores, sino que solamente carecen de la marca de la correlación, se quedan indiferentes frente al rasgo que caracteriza a los primeros como un sine qua non en comparación con éstos (por ejemplo, en los casos aducidos, la marca es la sonoridad vs. la ausencia de este rasgo). (19) Véase el Esquema 1 en «El lenguaje coloquial...», 2.5., en este volumen. (20) Por ejemplo, los errores tipográficos son en gran parte aleatorios y pueden dar un matiz de misterio a cualquier texto. Sin embargo, esta irrupción de! azar no se considera siempre como algo negativo. El valor positivo, de «procedimiento artístico», del error tipográfico fue reconocido por la vanguardia desde el futurismo (véase R. Jakobson, 1934: 229). El carácter no intencional del error tipográfico y las distorsiones locales que produce combinan con la alogicidad experimental izaum) de las obras, o sea, con su intencionalidad artística. (21) Véase «Una apertura...», 3.5.5. y 5.3.4., en este volumen. (22) Cf. la discusión de los aspectos de la modernidad occidental en E. Volek (1983). (23) El joven Nietzsche acusa a toda la modernidad occidental de la pérdida de identidad, causada por su abandono del mito, y sugiere resucitar, por lo menos, el mito nacional, porque sin el mito que la cierre y le dé unidad, la modernidad se mueve como en el vacío. Está «condenada a agotar todas las posibilidades y a nutrirse mezquinamente de todas las culturas...» (1886: 180). Nietzsche no tardó mucho en arrepentirse de su fervor nacionalista.

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PARADOJAS DEL FORMALISMO RUSO Y DE SU HERENCIA My me iarovoie, my ozimi. (V. Shklovski, La tercera fábrica, 1926: 88.) Si reflexionase sobre sus raíces, el inquieto Fausto de la teoría literaria moderna llegaría infaliblemente a la conclusión de que en el principio era ... el Formalismo Ruso. ¿Por qué es precisamente el Formalismo Ruso el que emerge, de entre la maraña de la ola analítica en las ciencias sociales que barrió al continente europeo entre las dos guerras mundiales, como principio de la regeneración actual de los estudios del arte y, en particular, de la literatura? Una de las razones es que los formalistas tomaron la obra de arte fuera de las especulaciones metafísicas o filosóficas (el rotundo rechazo de la llamada «estética desde arriba») y que empezaron a estudiarla estrictamente de manera empírica (es el muchas veces destacado pathos positivista, pero «positivista» dentro de su propio enfoque), desde su lado material y desde el aspecto «profesional» y «tecnológico productivo». «El método formal —declaraba Shklovski (1923)— es en el fondo sencillo: es una vuelta a la profesión.» Pero el asunto debe de ser un poco más complejo, porque, por ejemplo, ya antes numerosas declaraciones de los artistas (en sus «estéticas-programas», etc.) revelaron más de un «secreto de oficio» importante, sin llegar a tener, no obstante, las consecuencias semejantes. La razón del éxito formalista consiste, pues, todavía en otra cosa. Primero, en haber abrazado este punto de partida —que es en sí, obviamente, simplificante— de una manera consecuente y radical como nadie, y en excluir rotundamente todo

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cuanto no era posible esclarecer, captar exactamente, a través de este prisma. Segundo, en cambio, en haber ido desarrollando las hipótesis iniciales, rudimentarias y a veces incluso erróneas, consecuente y orgánicamente hasta llegar a la comprensión cada vez más compleja y exacta del sutil entramado de la obra de arte, y no sólo de una obra aislada, sino situada tanto dentro del proceso evolutivo de la literatura (de la «serie literaria») como en conexiones cada vez más matizadas y multiformes con las «series sociales» correlacionadas. Pero ni ello explica cabalmente el fenómeno. Creemos que la razón específica por la cual fueron precisamente los formalistas rusos los que, a partir de las mismas premisas (la crisis de la ciencia positivista del arte agudizada por la aparición del arte de vanguardia), llegaron tan lejos con respecto de otros grupos, estriba en el carácter del material en que se concentraban y en los métodos con que llevaban a cabo sus investigaciones: el lenguaje y la nueva lingüística y la semiótica. El carácter del material de la literatura, del «arte verbal», es de suma importancia aquí. El lenguaje humano es el sistema comunicativo más desarrollado. Sus elementos, niveles y modos de operación están altamente convencionalizados o, mejor dicho, regulados. Como consecuencia de este tipo de material sígnico, las relaciones entre el significante y el significado lingüísticos son las más palpables e inequívocas entre los sistemas semióticos más complejos. De aquí viene que aun los elementos menores de la obra artística verbal poseen su propio significado, relativamente estable y aislable. Los bloques constructivos elementales, las palabras, son también en su mayoría símbolos convencionales (en la terminología semiótica de Ch. S. Peirce). Aquí se origina la paradoja de que a veces uno entiende todas las palabras menos el mensaje... El lenguaje es, sin embargo, sólo un sistema constructivo primario. A partir y a través de él se establecen múltiples sistemas secundarios y terciarios, algunos más, algunos menos vinculados con el lenguaje (por ejemplo, el verso, los tipos y los géneros literarios, etc.). En cuanto a la lingüística, ya antes de la aparición del grupo formalista iban acumulándose signos de inquietud metodológica en ella. La reacción antipositivista se anunciaba más fuertemente en Alemania (K.Vossler), en Suiza (F. de Saussure, Ch. Bally), en Bohemia (el joven V. Mathesius), pero también en la propia Rusia (la escuela de Petrogrado de Baudouin de Courtenay, etc.). La nueva lingüística volvió las espaldas a los estudios históricos y fonéticos de los «nuevos gramáticos» y buscó iluminar otras dimensiones del fenómeno 50

lingüístico: el lenguaje como energeia creativa, como resorte del habla, de los estilos (los idiolectos) individuales y hasta de la cultura particular y de la cosmovisión; la estratificación estilística y funcional del lenguaje; el carácter sistémico del lenguaje, y, más tarde, hasta de su evolución; el lenguaje como una rama de la ciencia general de. los signos, etc. La indagación se movía entonces desde la semiótica y la pragmática del discurso hasta el enfoque de la lengua como un sistema inmanente y hasta el establecimiento de la semiótica como la ciencia de todos los sistemas comunicativos. Todo esto eran tanteos impresionantes, que llevaban hacia la renovación radical de la lingüística, la cual, a su vez, daba poderosos impulsos a la poética, o sea, a la teoría literaria. Prácticamente hasta nuestros días se hace sentir el motor lingüístico tras una* buena parte de la transformación ocurrida en los estudios literarios contemporáneos. Los formalistas fueron simplemente los primeros que cogieron el tren de la lingüística. De esta manera, especialmente al comienzo, la íntima colaboración con la lingüística orientada hacia nuevos rumbos (particularmente con su rama funcional, sistémica y semiótica) prestó a los formalistas un fundamento más firme para su propio desarrollo. La nueva lingüística, el pensamiento funcional y la primera semiótica son las piedras angulares del Formalismo Ruso, que marcan al mismo tiempo las etapas decisivas de su trayectoria. Partiendo, por ejemplo, de las artes plásticas no se habría podido penetrar, en ese entonces, tan profundamente en el propio tejido semántico de la obra de arte o de cierto tipo constructivo, tal como logró hacerlo, por ejemplo, luri Tynianov en El problema del lenguaje del verso (1924), que es uno de los logros más valiosos del Formalismo Ruso. Los deslindes rudimentarios de los estilos artísticos, hechos a partir de Wolfflin, si bien muchas veces contienen elementos perspicaces, testifican el caso. Así no fue casual que la regeneración metodológica de los estudios literarios naciese bajo el signo de la lingüística y precisamente a partir del material del «arte verbal». Sin embargo, sería profundamente erróneo limitar el alcance del Formalismo Ruso a la poética; ésta representaba indudablemente el foco de sus innovaciones metodológicas, pero el método formal contiene en germen la regeneración de toda la esfera de la estética; compárense los estudios penetrantes de los formalistas sobre el jazz (Brik), sobre las artes plásticas (Shklovski) y particularmente sobre la poética del cine (Eijenbaum, lakobson, Shklovski, Tynianov) (1). 5!

Por todas estas razones, el enfoque de la obra de arte que practica el método formal no coincide sino parcialmente con el examen de aquello que se comprende habitual y tradicionalmente bajo la llamada «forma» de la obra, y difiere de él ya completamente en su orientación. En consecuencia, hay sólo muy poco de común entre el Formalismo Ruso y la tradición formalista en la estética, ya sea la línea pitagórica, ya sea la experimental (Fechner) o la «formalista» (Herbart, Zimmermann, Durdík, Hostinsky) del siglo XIX. Quizá no mucho más que entre la secuencia de fonemas [bída] en castellano y en checo: allí significa «vida»; aquí, «miseria». Nadie va a dudar que entre ambos significados de este significante en dos sistemas de lenguas diferentes no haya profundas coincidencias, y habrá incluso sujetos que pongan entre ellos el signo de equivalencia. Pero al mismo tiempo está claro que se trata de dos significados diferentes, relacionados además con sus correspondientes sistemas de lenguaje. Por eso no sorprende que se nos diferencie, en diversos planos (por ejemplo, fonético y gráfico) también el significante mencionado. Es decir, hasta se desvanece la ilusión de que se trate del mismo significante. Lo que se dio era una homofonía ocasional, base de las llamadas «etimologías poéticas» o «populares». Por lo mismo es sintomático que sea precisamente en la concepción de la «forma» donde tiene lugar en los formalistas rusos un desplazamiento importantísimo. En ellos, primero, la vieja antinomia de forma como algo transparente y hasta superfluo, y de contenido (fondo) como algo separable, independiente de ella, antinomia a la que faltaba dialéctica, cedió su lugar a la concepción de la forma como «plenitud», de la forma como una especie de concreción de la forma y contenido antiguos. En una palabra, la «forma» absorbió el «contenido» y se convirtió en sinónimo de la totalidad de la obra. «Lo más notable en el método formal —declara Shklovski en su Viaje sentimental (1923)— es que considera el llamado contenido como una de las manifestaciones de la forma. La idea se opone a la idea de la misma manera que una palabra a otra o una imagen a otra.» O proponía el mismo en otro contexto (Rozanov, 1921): «La obra literaria es la forma pura; no es ni una cosa ni un material, sino una relación de materiales. ... El contenido de la obra literaria equivale a la suma de sus procedimientos estilísticos.» La «forma» en este sentido fue sustituida poco a poco por términos más exactos, como sistema o estructura. Más tarde, sin embargo, este concepto algo mecánico y sumativo de forma fue redefinido dentro del emergente marco teórico dinámico y funcional: la 52

forma, precisa Eijenbaum al defender el Formalismo ante los ataques contra su equívoco nombre («Sobre la cuestión de los "formalistas"», 1924), «es para nosotros algo que es esencial al fenómeno artístico, algo que actúa como su principio organizador». La forma en esta interpretación se aproxima al concepto de dominante constructiva (el «principio constructivo» de Tynianov) (2), fundamental para el concepto de la obra literaria y de los conjuntos superiores (los géneros literarios, la literatura, etc.) como sistemas dinámicos (estructuras). Sin embargo, ya la primera redefinición de la forma tiene profundas implicaciones para el enfoque formalista. Al identificar todo en la obra con la forma, el «contenido» no se evapora sin más. Si «todo es forma», entonces, por el viraje dialéctico, es posible decir con igual derecho que en la obra «todo es contenido». Este hecho ya fue destacado por Mukarovsky (1934a) en su reseña a la traducción checa de Sobre la teoría de la prosa de Shklovski (1929). En última instancia, pues, la redefinición formalista no significa que el contenido sea un elemento de la forma, sino que todo es forma y todo es al mismo tiempo contenido. Sin comprender esta sencilla ecuación no es posible entender en absoluto una buena parte de la dialéctica del Formalismo Ruso. De esta manera, abolida la dualidad del contenido separable de los medios expresivos, resulta que en la obra artística un objeto o un «contenido», tema, material, no existen de la misma manera que en la realidad extraartística, abstraídos de los medios expresivos, sino que están configurados, re-creados y transformados de una manera específica, en dependencia de los recursos (materiales), posibilidades y leyes de ese arte determinado. Desde esta perspectiva se hace claro que los elementos de la obra, desde los menores y «más formales» hasta los procedimientos artísticos, los principios constructivos y hasta la propia elección del material temático, adquieren una carga semántica específica; que se convierten en portadores inomisibles del significado y que todos participan de la especificidad artística. Apunta Shklovski en Rozanov (1921): También la elección del material para la obra artística se realiza según rasgos formales. Se escogen valores significativos, sensibles. Cada época tiene su índice, su lista de temas prohibidos por anticuados. Tal índice lo establece, por ejemplo, Tolstoi, al prohibir que se escriba sobre el Cáucaso romántico, sobre la luz de la luna. 53

Con la identificación del todo con la forma y luego, implícitamente, del todo con el contenido, el pensamiento formalista no ha descrito un círculo, como habría parecido, sino que se ha movido como en espiral: por un lado, se ha postulado que en la obra artística no hay nada amorfo, fuera de la configuración artística concreta; por otro, y a partir de ello, que en la obra todo es potencialmente parte de la significación. Hemos insistido en este aspecto porque, paradójicamente, este «formalismo», más allá de la cortina de humo y de confusión producida a su alrededor, abre en sus implicaciones las perspectivas de una investigación semiótica consecuente y total. Esta, por decirlo así, «proyección ideal» del Formalismo Ruso hace evidente cuan equívoco es el rótulo pegado al mismo. Los «formalistas» mismos, antes de resignarse, preferían autotitularse «especificadores», porque tal era su preocupación principal: establecer el estudio de la literatura como una disciplina independiente y específica. Igualmente equívoco es el rótulo de «método». Según palabras de Eijenbaum (1924): El reconocimiento de que el problema fundamental de la teoría literaria es la forma específica de las obras literarias y que todos los elementos con que esa forma está construida poseen funciones formales como elementos constructivos es, por supuesto, un principio y no un método. La relación entre el «principio» y el «método» está bosquejada por el mismo en «La teoría del "método formal"» (1925): El método formal, al evolucionar y ampliar el área de estudio, rebasa por completo los límites de aquello que se llama generalmente metodología, y se transforma en una ciencia autónoma, que tiene por objeto la literatura en cuanto serie específica de hechos. Dentro de los límites de esta ciencia es posible desarrollar diferentes métodos, con la única condición de que en el centro de la atención permanezca la especificidad del material estudiado. Tomar al pie de la letra los rótulos de «formalismo» y de «método» significaría sucumbir a la «realidad» de signos doblemente conven54

cionales. Por supuesto, tal imagen del Formalismo, según se burla, todavía, Eijenbaum de sus detractores, «es muy conveniente para la crítica o para la polémica, pero está extremadamente alejada de la realidad». Pero ésta es sólo una cara de la moneda. Al indagar más en el «formalismo» del Formalismo Ruso no dejamos de reparar en que la «proyección ideal», que acabamos de esbozar, es sólo un polo del fenómeno. Para no «idealizárnoslo» demasiado y evitar el error del hombre que se casa por correspondencia, hemos de captarlo en su dialéctica efectiva; hemos de establecer también el segundo polo y averiguar cuál era el Formalismo efectivamente (eventualmente, cuál «logró llegar a ser»), cuál es su aspecto histórico. Y en este polo, el rótulo, algo paradójicamente, se ajusta en alguno que otro aspecto con acierto a lo designado, porque el Formalismo no siempre avanzó lo suficientemente lejos en su camino «ideal», quedando en «viaje sentimental» sterniano, y en mucho no pasó más allá de los bosquejos y las hipótesis. Para evitar entonces visiones estériles y fáciles condenas hemos de contemplar este fenómeno en su pluridimensionalidad, en sus tensiones dialécticas; hemos de separar también la terminología y la argumentación a veces vagas, vacilantes y hasta erróneas, de lo positivo a que apuntan en sus consecuencias. Mutatis mutandis cabe aquí la declaración de Tynianov de «El hecho literario» (1924a): Aquel estéril crítico literario que ahora ridiculiza los fenómenos del futurismo temprano alcanza una victoria barata: evaluar el hecho dinámico desde el punto de vista estático es lo mismo que evaluar las cualidades de una bala de cañón fuera de la cuestión sobre su vuelo. La «bala» puede al parecer estar muy bien formada, pero no volar, es decir, no ser bala, y puede ser «desproporcionada» y «disforme», pero volar bien, es decir, ser bala. La separación por Eijenbaum de ciertos principios teóricos orientadores frente a los métodos concretos utilizados en la labor diaria nos lleva a otra paradoja: por un lado, los formalistas no dejaban de subrayar el carácter abierto de su «método» («No tuvimos ni tenemos ningún sistema o doctrina acabados», se repite como un leitmotiv en «La teoría del "método formal"»); por otro lado, lo defienden vehementemente, y hasta de manera sectaria e intolerante, ante toda posible contaminación que lo desvíe de su objetivo, o sea, 55

de «la aspiración a crear una ciencia literaria autónoma sobre la base de las cualidades específicas del material literario» (ibid.). El «método» en el método formal hay que entenderlo, pues, también con reserva, más bien en el sentido etimológico de la palabra (del griego meta hodon, «por el camino», «ir hacia, perseguir cierto objetivo»), es decir, como cierto camino, enfoque y actitud generales. Y sólo de ahí el tanteo, el proponer y el descartar los métodos concretos, entendidos como meras hipótesis de trabajo, cambiadas siempre que lo exija el nuevo material traído al foco de la atención. De ahí el carácter ostentativamente provisional y hasta despreocupado de una parte de las teorías formalistas. «Por eso —declara Eijenbaum con completa calma— no nos preocupamos de las definiciones, que tanto exigen los epígonos, ni construimos teorías generales, tan amadas por los eclécticos.» Por supuesto, esta actitud extrema no fue sino en buena medida una pose, el escandalizar vanguardista. Eijenbaum mismo apunta más adelante: «Los conceptos y principios elaborados por los formalistas ... pese a su carácter concreto, se orientaban de manera natural hacia la teoría general del arte» (ibid.). Por otra parte, esta actitud de los formalistas fue una expresión de escepticismo ante la filosofía tradicional, plagada de sistemas apriorísticos, deductivos y «acabados». En cierto momento, una mirada fresca, estimulada por el arte contemporáneo, podía descubrir aspectos originales a los que no se llegaría por una simple «deducción». La lógica ordena el material dado dentro de la perspectiva dada; no los trasciende. Sin embargo, al prolongarse indefinidamente, la ostentación provocativa del carácter provisional y tentativo del método formal podía empezar a obstaculizar el desarrollo serio, científico, de la teoría. Podía convertirse en una fácil excusa de cualquier improvisación, de la falta de profundización en los términos clave y de la ausencia de control metateórico de los conceptos manejados. «¿Por qué necesitas volverte un académico?», pregunta a lakobson con reproche el eterno adolescente Shklovski en La tercera fábrica (1926). A partir de cierto momento la nueva «ciencia» necesitaba vestirse de rigor científico. A regañadientes, los propios formalistas se convertían en académicos. Sin embargo, la apertura y la clausura del método formal tiene todavía otra cara. La aspiración de mantener su «pureza» no fue simplemente la expresión de una teología monológica, recelosa de cualquier diálogo o desafío verdaderos, sino más bien la expresión de la fe en que los fenómenos de cierta esfera de la realidad pueden explicarse sin residuos por el desarrollo interior consecuente de cier56

to enfoque, desarrollo en que los métodos concretos son examinados y modificados constantemente. Y, en efecto, los métodos concretos de los formalistas cambiaban, evolucionaban significativamente, aunque no su «método» original, su persecución de la especificidad de la literatura, que sólo se matizaba y flexibilizaba. A su vez, el camino análogo, se argumentaba, permite conmensurar los resultados, un hito importante en el afán de convertir la «ciencia de la literatura» en ciencia. Por otra parte, ciertos aspectos del objeto de investigación dejados fuera del campo visual en cierto momento no representaban sólo un sacrificio táctico, inherente en el desarrollo de todo proyecto científico, ni tampoco una simple frontera del carácter fructífero del método. Estos aspectos operaban también, en parte, como un desafío y, en consecuencia, como un motor dialéctico de la evolución del método. Por eso aparecieron varias propuestas altamente originales, que enlazaban, por ejemplo, la obra de arte con el ambiente social. Así el método formal evitaba los estereotipos de las soluciones tradicionales. Pero asimismo el plan de prioridades podía revelar también cierto prejuicio en la constitución misma del método, o sea, podía servir de índice de cierta limitación inherente en el mismo. Es un problema al que hemos de volver todavía. Frente a la consecuencia «unilateral» de los formalistas se halla la «plenitud», la aparente «sabiduría total» del eclecticismo. Sin embargo, esta plenitud tapa con dificultad abismos y fisuras en su construcción, la cual, en rigor, no es una construcción científica, sino más bien un bricolage; en el mejor de los casos, un mosaico más o menos estético y, en el peor, una croqueta en que se ha molido de todo y después de la cual, a veces, se debe proceder a un lavado del estómago. En este contexto se entienden mejor los violentos ataques de los formalistas contra los intentos eclecticistas o contra el formalismo taxonómico, contra la degeneración del método por falta de su propia dialéctica. Pero en estos intentos fallidos se refleja también la tragedia de las síntesis prematuras o forzadas (el «academicismo» de Zhirmunski; el método «formosocial» de Arvatov; la poética técnica de índole formalista y el sociologismo marxista en Medvedev, y el «sociologismo» de los propios formalistas ante la faz del estalinismo victorioso). Pero el problema tiene todavía una dimensión más profunda. La arqueología del proyecto formalista no hace sino revelar las condiciones de todo proyecto científico. Cada período histórico está circunscrito por un horizonte particular. Sólo a partir de ahí, desafian57

do el determinismo, la estadística y la lógica, y utilizando hasta el límite los elementos impartidos por el azar histórico, el proyecto científico intenta trascender el marco del bricolage histórico y alcanzar lo absoluto, la pureza de la construcción científica. El hombre, por definición, no puede ser científicamente consecuente y «omnisciente» al mismo tiempo. En el período formalista, las síntesis eran doblemente prematuras. No sólo faltaban varias condiciones específicas indispensables para el desarrollo positivo de las investigaciones en todas las direcciones, sino que el horizonte de la investigación libre se estrechaba con creciente rapidez. Lo más fructífero en el Formalismo eran las búsquedas desiguales en varias direcciones. Un fenómeno que complica aún más la evaluación del Formalismo Ruso es que en realidad no hubo un formalismo homogéneo, sino más bien tanteos, colaboración y pugnas de varios grupos e individuos. En rigor, había varias agrupaciones más o menos heterogéneas o semejantes, cada cual con su propio dinamismo evolutivo y vicisitudes históricas, y con sus éxitos y limitaciones. Aquí nos referimos en especial a dos: a Opoiaz (la Sociedad para el estudio del lenguaje poético, en torno a V. Shklovski) y al Círculo Lingüístico de Moscú (en torno a R. lakobson), que colaboraron estrechamente a lo largo de la trayectoria formalista y dejaron una herencia particularmente fecunda. Pero había otros: el grupo morfológico (en torno a M. Petrovski; V. Propp); una constelación de paraformalistas (V. Vinogradov; V. Zhirmunski), y el grupo postformalista (en torno a M. Bajtin). Pese a la iniciativa histórica del Opoiaz y del Círculo Lingüístico de Moscú, el Formalismo Ruso no tenía un «centro», sino que era un diálogo o más bien un polílogo, o a veces, una confusión babélica de principios, de métodos y de objetos predilectos de investigación, todos los cuales se autodeclaraban «formalistas» o fueron tildados así por otros. Esta situación, sin embargo, tiene un aspecto positivo: prácticamente no hay un problema de la poética, por más candente y actual que nos parezca, que no sea iluminado de tal o cual manera sugerente por el Formalismo Ruso. Los grupos formalistas llevaron a cabo también un trabajo típicamente colectivo, cuyo dinamismo estribaba en las animadas discusiones de sus miembros. Los textos impresos, por tanto, no son a veces sino huellas petrificadas, sinecdóquicas, de aquel proceso, y pueden hasta desfigurar el papel de los participantes. Este último es, por ejemplo, el caso notorio de O. Brik, cuyo papel eminente en la formación del Opoiaz resulta eclipsado injustamente. Démonos 58

cuenta, además, de que la mayoría de los formalistas pasó la trayectoria meteórica entera del movimiento entre los veinte y los treinta y cinco años de edad (!), habiendo de terminar cuando otros comienzan. Agregúese el variado temperamento personal del «coro», desde un Shklovski que «danzaba la ciencia» hasta el rigor lógico de un Eijenbaum... Y al pathos de la juventud se unía el de la época: el revolucionario, la destrucción de lo viejo y la fe apostólica en la construcción de algo nuevo y mejor, desde los cimientos mismos («La vida revolucionaria, a diferencia de la ordinaria —declaraba Eijenbaum—, es sensible y, por ende, se ha hecho arte»); el artístico, el vínculo con el futurismo y con otros grupos de vanguardia rusos, y finalmente, el pathos técnico, la metáfora de la obra de arte como máquina, con la posibilidad de desmantelar la primera como la segunda («Sabemos cómo está hecha la vida y también cómo están hechos Don Quijote y el automóvil», proclamaba Shklovski). Pero démonos cuenta también de otras circunstancias: el país azotado por la guerra civil, el trabajo científico en medio del cataclismo, los inviernos rusos sin calefacción, el hambre (véase la narración de todo ello en el extraordinario libro autobiográfico de Shklovski Viaje sentimental). Todo esto condicionaba las dimensiones históricas del Formalismo Ruso. El Formalismo se originó en íntimo contacto con el arte de vanguardia. Esta relación, sin embargo, también da tugar a equívocos. El futurismo ruso estimuló indudablemente el origen del método formal con su concepción del arte: la desconstrucción cubista del objeto; la revelación de la estructura y de la materialidad del lenguaje; el valor propio de sus elementos; la promoción del procedimiento artificioso, etc. Y se puede incluso señalar que los formalistas bebieron directamente de sus manifiestos (la semejanza llamativa no se refleja sólo en los slogans y en los objetos principales de ataques, sino hasta en el estilo). Durante toda su breve existencia, ambos movimientos marchaban mano a mano. Pero ésta es sólo una parte de la verdad. El Formalismo no fue nunca un programa del futurismo, su poética-programa. Más bien los formalistas llevaron el impulso futurista al campo de la ciencia y lo desarrollaron sistemáticamente. Se apoyaron en los hechos ofrecidos por el nuevo arte, que no cabían en las casillas de las antiguas teorías, e intentaron crear sobre esa base una teoría más adecuada a todo arte. Al elaborar ese impulso, poco a poco se emanciparon del báculo futurista. ¿En qué relación con el arte de vanguardia están 59

las investigaciones sobre la composición del siuzhet (3) o sobre el skaz (4); la revelación del fundamento fonológico del ritmo versal (R. Jakobson, 1923) o la semántica de la palabra en el verso (Iu. Tynianov, 1924), etc.? Por otra parte, el interés de los formalistas no fue absorbido tampoco por las manifestaciones artísticas más modernas, sino que se desplazaba también a la época de Pushkin y abarcaba todo el siglo XIX, y en la esfera de la prosa el material objeto de estudio va desde los fenómenos contemporáneos, como Biely, Rozanov, Pilniak, pasando por Boccaccio, Cervantes, Sterne, Dickens y Doyle, hasta los cuentos orientales. Y, finalmente, en toda la Europa Occidental aparecen, bajo la influencia del vanguardismo, opiniones aisladas asombrosamente semejantes a algunas ideas preconizadas por los formalistas rusos (por ejemplo, la lectura de un Ortega y Gasset es muy reveladora), pero en ninguna parte se llegó a las implicaciones y a la envergadura alcanzadas en Rusia. El futurismo es, pues, con respecto al Formalismo Ruso más que una piedrecita casual que pone en movimiento un alud; pero mucho menos que el cañón que predetermina por completo la dirección de la bala y el aspecto de la curva balística. La relación entre el futurismo poético y el formalismo científico hay que verla dialécticamente, en la perspectiva evolutiva. Pero hay un aspecto del problema al que hemos de volver todavía. Por lo demás, el futurismo fue sólo uno de los impulsos generadores. Otra importante fuente fue, por ejemplo, la propia práctica artística de los formalistas (el aprendizaje escultural de Shklovski, personalísimos aportes a la narrativa rusa del mismo y de Tynianov). Y a partir de su experiencia teórica y práctica los formalistas intentaban influir, al revés, sobre la práctica literaria de su tiempo: en particular sobre el grupo en torno a la revista Lef, de Maiakovski, y sobre el llamado grupo «Hermanos Serapionov», ya personalmente o mediante manuales dedicados a desarrollar la «profesión literaria» (Shklovski, Maiakovski, etc.). Al observar la fase inicial del método formal nos sorprende ante todo que fueran tesis científicamente tan modestas, si no precarias, las que llevaron a consecuencias positivas de tanto alcance... Pero seamos indulgentes: la agudizada unilateralidad ayudó a llevar a la conciencia teórica la realidad del arte contemporáneo y actuó como fermento en la renovación de los estudios literarios. Al mismo tiempo es sintomático que ya los primeros manifiestos contienen en germen casi toda la evolución ulterior: es una madurez en la inmadurez, tan característica del Formalismo. 60

Entre los años 1914-1918 se reúne el primer equipo de los formalistas: O. Brik, L. Iakubinski, B. Kushner, le. Polivanov, V. Shklovski, los que, además del folleto Resurrección de la palabra (1914), de Shklovski, dan a la luz los dos primeros volúmenes de Publicaciones sobre la teoría del lenguaje poético (V. Shklovski et al., 1916 y 1917). El descontento de los jóvenes con el estado de la teoría e historia del arte positivistas, cuya crisis se sentía agudamente ya desde el comienzo de este siglo, se orientaba en particular contra la teoría del lenguaje poético de A. Potebnia. Esta teoría, típica de su época, concebía el lenguaje poético, a diferencia del lenguaje práctico, como el lenguaje de imágenes y entendía la imagen en el sentido de evidencia (Anschaulichkeit), o sea, como si una realidad compleja fuese vertida en algo mucho más sencillo, en esencia «transparente». Los nuevos hechos llevaban a los jóvenes adeptos de la ciencia literaria a una sucesiva revisión de esta teoría, y habiendo colocado en el centro de su atención el arte como tal, los conducían a hacerse conscientes del propio objeto de su estudio. En los otros enfoques precisamente este objeto, o sea, la obra de arte como obra artística, cedía su lugar a las consideraciones históricas, sociológicas, biográficas, etc. No podemos extrañarnos ante el entusiasmo con el cual los formalistas izaron este objeto como bandera. No en vano se autotitulaban «especificadores» y no «formalistas». La polémica airada en torno al «lenguaje transracional» (zaum) y al uso autónomo de los sonidos en la poesía, en los cuales se subrayaba el valor propio y se suprimía la función comunicativa en el sentido de evidencia, constituyó la primera piedra de toque y al mismo tiempo piedra angular de la nueva teoría del lenguaje poético. ¿Cómo definen este último los formalistas? Ellos aprovechan también la dicotomía establecida entre el lenguaje poético y el lenguaje práctico (o prosaico), pero los correlacionan nuevamente, según el espíritu de las nuevas realidades artísticas y científicas: el lenguaje poético difiere, en su planteo, del lenguaje práctico funcionalmente, en que la finalidad de la comunicación práctica se retira en aquél a segundo plano y en que los elementos dejan de ser únicamente medios y adquieren un valor propio, independiente (Iakubinski, «Sobre los sonidos del lenguaje poético», 1916). O la misma diferencia expresada de otra manera: el lenguaje poético difiere del lenguaje práctico en que su construcción es sensible (sea en el sentido acústico, articulatorio o ^semántico) (Shklovski, «Potebnia»v 1919a). La imagen está reemplazada por la función o por 61

la construcción. El interés se orienta al complejo tejido de la obra poética. Por ejemplo, Iakubinski en su artículo pionero llega a la conclusión de que «en el sistema del lenguaje poético los sonidos entran en el campo claro de la conciencia; en conexión con ello se adopta ante los mismos una actitud emocional, que a su vez establece cierta interdependencia entre el "contenido" del poema y los sonidos; en ello coparticipan también los movimientos expresivos de los órganos articulatorios». Iakubinski destaca de esa manera la motivación secundaria entre el significante y el significado que, según él, caracteriza al lenguaje poético. Ahojca bien; en esta formulación originaria se trata evidentemente de una simplificación tanto del concepto de lenguaje poético como del de lenguaje práctico. Es que aquello que debía constituir el rasgo específico del lenguaje poético es, como no dejaron de señalarlo los formalistas mismos, un fenómeno lingüístico generalmente difundido también en el lenguaje práctico (por ejemplo, las expresiones transracionales, yunque escapasen a la atención de la lingüística de entonces). Pero esta diferenciación cojeante es importante precisamente como impulso al estudio del lenguaje poético como una formación específica en toda su complejidad interior, estudio que no podía ser estimulado por la vieja teoría del lenguaje poético como un medio transparente de la evidencia. Desde los comienzos mismos el lenguaje poético está enfocado desde el punto de vista de la producción de significado, en oposición a su comprensión tradicional como una reproducción, más o menos «embellecida» y «purificada», de la realidad referencia!. Desde el primer momento la poética formalista constituía un paralelo al proyecto fenómenológico que destruía la ilusión de la identidad entre el signo y el referente (el denotatum). Una vez definido así nuevamente el lenguaje poético, siguió necesariamente el ataque frontal contra el «carácter de imagen» (obraznosf) como differentia specifica e incluso como el material mismo de la poesía. Notemos de paso que el «carácter de imagen» fue identificado, ya antes de los formalistas, con el empleo, con la presencia de imágenes poéticas en la obra literaria. Los formalistas destronaron la función de la imagen en la poesía y la degradaron a uno de los procedimientos. Así podían pasar a primer plano también los otros componentes del lenguaje poético y podían ser examinados en toda su complejidad. Cuando esto se había propugnado, nada impedía que la imagen (y especialmente la metáfora) volviese a ocupar, sobre las nuevas bases, en parte su posición inicial (la 62

metáfora y la metonimia en Zhirmunski y en fakobson) (5). Por supuesto, si consideramos la obra de arte en su totalidad como una especie de supersigno, es obvio su carácter global de imagen ¡cónica (según la tipología de Ch. S. Peirce), o sea, en el sentido de cierto modelo semiótico del mundo. De la nueva concepción del lenguaje poético, tal como la acabamos de exponer, emana todavía otra importante implicación: la especificidad del lenguaje poético no estriba en el lenguaje mismo como material de la poesía, porque este lenguaje puede ser estudiado también por la lingüística, desde su perspectiva particular, sino en su empleo, en su utilización. De aquí viene el énfasis sobre los procedimientos constructivos artísticos, eventualmente, la promoción del procedimiento (priem) como tal. En la famosa expresión de fakobson de La poesía rusa más reciente (1921): «Si los estudios literarios quieren elevarse al rango de ciencia, deben reconocer el "procedimiento" como su único "héroe".» Y en el estudio de este empleo específico del lenguaje y de este aspecto de la «forma» ven los formalistas el quid de su trabajo (el típico «de cómo está hecho»). Por supuesto, esta actitud no carece de justificación: observada desde cierto punto de vista, y precisamente desde el «tecnológico productivo», la obra de arte no puede existir objetivamente fuera de un material trabajado con ciertos procedimientos. De ahí la identificación del arte con el procedimiento en Shklovski (en «El arte como procedimiento», 1917) o, más tarde, la teoría del lenguaje poético como «la violencia organizada de la forma poética sobre el lenguaje» en Jakobson (Sobre el verso checo. 1923). Pero ya es erróneo quedarse sólo en el procedimiento, en el proceso de la «fabricación», eventualmente en el de la percepción, tal como lo postulaba Shklovski en «El arte como procedimiento»: «El arte es la manera de vivir la gestación de la cosa, y lo que está hecho no tiene importancia en el arte.» Porque la obra como un todo puede establecer relaciones multifacéticas con la realidad. La orientación inicial del método formal hacia el procedimiento, hacia el cómo, lleva a subrayar el lado formalista de su enfoque del arte, aunque, como en recompensa de ello, se revelaron aspectos de la obra literaria antes ocultos. Sólo cuando aparece la cuestión de la función concreta de tal o cual procedimiento, el interés de los formalistas se dirigirá hacia el aspecto semántico de esta problemática. Por buscar, en última instancia, la especificidad de la literatura como arte, los formalistas no se interesaban por las obras particulares sino sólo como puntos de partida hacia el establecimiento de la 63

poética teórica científica o de la teoría general del arte. Lo que se proponían estudiar no era simplemente la literatura, sino, según la definición canónica de Jakobson en La poesía rusa más reciente, la literariedad (literaturnost'), o sea, «aquello que hace de una obra determinada una obra literaria». En el foco de su atención no se colocaba la obra concreta en su totalidad, sino lo artístico, o, mejor dicho, lo que se pensó que era, sus leyes generales, estudiadas sobre la base de los materiales más diversos y convertidas en un catálogo de procedimientos. Así, al parecer paradójicamente, el arte como tal ocupaba el centro de la atención, pero no necesariamente, a fin de hacer el llamado análisis inmanente de una obra particular (6). Esta orientación del formalismo hacia la poética teórica como una especie de física o de química de la esfera del arte literario se manifestará más nítidamente en la segunda fase del método formal. A diferencia del procedimiento, los formalistas ponían menos énfasis en esclarecer el concepto de material, porque, según ellos, era algo no específico para sus objetivos y, por tanto, lo consideraban hasta como extraliterario, extraartístico, aunque no sin ciertas vacilaciones (véase, por ejemplo, el pasaje citado de Shklovski, 1921). La propia concepción del material oscilaba entre la más estrecha, o sea, estrictamente el lenguaje, y la más amplia, o sea, el lenguaje y la temática. Shklovski no se cansaba de subrayar que en la poesía la palabra «no es sombra: es cosa», destacando así su valor propio, no instrumental (en analogía con los sonidos, con el carácter del lenguaje poético y con la calidad de ser arte). Será Zhirmunski quien dedicará más espacio al material de la poesía en su ensayo programático «Tareas de la poética» (1923). Zhirmunski, apoyándose en los trabajos alemanes contemporáneos y remontándose hasta Lessing, derrotará con nuevos y más convincentes argumentos la teoría del lenguaje poético como «imagen evidente». Zhirmunski comparará el lenguaje poético ya no con la abstracción del llamado lenguaje práctico, el cual se reveló entretanto como un conglomerado de fenómenos lingüísticos heterogéneos (7), sino con el lenguaje científico, y en particular confrontará el material del lenguaje con los materiales de las artes plásticas y de la música. En La poesía rusa más reciente, Jakobson (1921) señalará la diferencia fundamental entre el lenguaje poético y el lenguaje emocional. En lo concreto, sin embargo, la oposición originaria entre el procedimiento y el material amenazaba con reintroducir en la teoría subrepticiamente la vieja oposición de forma y fondo. Hacia 1924 será Tynianov, en El problema del lenguaje del verso, quien descartará 64

definitivamente esta analogía y quien facilitará la sustitución de «forma» por «estructura». Tynianov señalará el carácter heterogéneo, polivalente, del material y el hecho de que éste se reagrupa en dependencia de la finalidad dominante con que está empleado. Por tanto, concluye, «el concepto de "material" no rebasa los límites de la forma: es también formal; es erróneo confundirlo con aspeclos extraconstructivos». Del material como algo amorfo y del procedimiento como algo aislable, independiente del material concreto, el método formal llegará al concepto de material como estructuralmente motivado. Será aquí donde se abrirá la perspectiva de un análisis funcional y semiótico de la literatura. El Formalismo se pone en el camino de superar su «formalismo». El germen de la otra línea del pensamiento formalista lo representa el principio de «vivir», de sentir la forma, como la base y el origen del arte. Shklovski destaca este principio en su temprano manifiesto Resurrección de la palabra (1914), y ya aquí lo concibe en la perspectiva evolutiva: bosqueja el camino zigzagueante que lleva del hipotético carácter poético, sensible, de las palabras en los albores de la Historia a su desgaste (automatización) ulterior; de este desgaste a la nueva reanimación de la palabra por el epíteto poético, y a su desgaste otra vez; hasta llegar finalmente a la reanimación de las palabras conseguida por los procedimientos artificiosos de los futuristas rusos. En forma más desarrollada, este bosquejo constituye el fundamento del manifiesto clave del método formal, «El arte como procedimiento» (1917). En éste Shklovski señala más claramente que la forma —en la nueva interpretación— se hace sensible a consecuencia de la aplicación de los procedimientos artísticos. Shklovski argumenta que la forma habitual, familiar, no se reexamina; en realidad ni siquiera se percibe claramente. Sólo se reconoce, se identifica como tal. Por la repetición, se ha automatizado y ha bajado a nuestro subconsciente. Para atraerla otra vez al campo de la atención hay que desfamiliarizarla, hay que sacarla de las relaciones habituales. Así se llega a otro concepto clave del Formalismo: la desfamiliarización (ostranenie). Desfamiliarizar significa reexaminar, volver a «ver», sentir algo como nuevo y, por un salto de la lógica, recibirlo como arte. Por otra parte, ya aquí se menciona también como de paso el elemento que complica todo fácil cálculo «formalista»: la dialéctica de lo intencionado y lo no intencionado, que destaca el papel activo del receptor, su capacidad de convertir en arte algo que no se ha originado como tal, y viceversa (8). Lo artístico, declara Shklovski 65

(1929: 9), «es el resultado de nuestra manera de percibir». Shklovski utiliza el término psicológico «percibir» (vospriniatie), pero apunta con el mismo también en la dirección de la recepción social. El Formalismo anticipa aquí la estética de la recepción (9). Dejando aparte el problema de lo no intencionado, quizá como un elemento demasiado complicado en los albores de la poética moderna, Shklovski se concentra en lo intencionado, en la coincidencia de las intenciones del autor y del receptor. Sólo un aspecto de lo no intencionado queda retenido: el principio del progresivo desgaste de la forma o del procedimiento en la medida en que se hacen habituales para el receptor. Esta ley psicológica universal, que va borrando la eficacia de cualquier forma y de cualquier procedimiento, se convierte en un poderoso motor de la actividad artística, porque ésta tiene que contrarrestarla, aunque sea temporalmente: la forma ya habitual hay que sustituirla por otra, desfamiliarizada; el procedimiento desgastado, por otro que sea nuevo y eficaz, en ese momento. Como los recursos del arte no son infinitos, a la sucesión de las desfamiliarizaciones se le impone el binarismo tipológico: el «péndulo de la negación dialéctica». El movimiento del arte está aprisionado por ciertas polaridades fundamentales, que no dejan de recordar las taxonomías simplificantes de Wólfflin. La imagen del artista que emerge de aquí es la de un Sísifo que escribe en la arena. Sin embargo, el contraste diacrónico se convierte también en una cualidad sincrónica, porque lo desfamiliarizado se percibe/recibe sólo sobre el trasfondo, en relación con algo ya automatizado, ya desgastado. La forma, el procedimiento y el arte quedan radicalmente historizados y relativizados. También en este punto el Formalismo anticipa la estética de la recepción. De esta manera, la evolución, el zigzagueo entre la desfamiliarización y la refamiliarización queda incorporada, dialécticamente, como un exponente y un supuesto de la recepción y, por ende, de la propia existencia del arte. Pero eso todavía no es todo. Al incluirse en la recepción de la obra algo que está fuera de la misma, se opone un nuevo obstáculo al llamado análisis inmanente. Desde este punto de vista, tal análisis es virtualmente imposible. También en este aspecto el Formalismo anticipa la estética de la recepción. Aquí hay que buscar asimismo el punto de partida del enfoque intertextual, desarrollado más tarde por Bajtin (1929) e izado como bandera por el «postestructuralismo» de los años 70. En cambio, el ciclo de la desfamiliarización y la automatización («el péndulo de negación dialéctica»), por referirse sólo a la rela66

ción mutua de las formas o de los procedimientos artísticos, aisla, cómodamente, el arte de la realidad, de los contextos extraartísticos como posibles fuentes de influencia o intervención, y apuntala el concepto.de arte y de su evolución como puramente inmanente. Esto afecta también el valor atribuido por la teoría a la obra: este valor reside únicamente en su novedad, en su capacidad para desfamiliarizar las formas habituales; se reduce al «valor evolutivo». Así el concepto algo simplificado y mecanicista de la evolución literaria se convierte, en el Formalismo Ruso, en la base de la especificidad del arte y de su recepción, y viceversa. El arte aparece como un fenómeno radicalmente histórico y relativo. Este enfoque se refleja brillantemente en el análisis del realismo hecho por Jakobson (1921a). Las «formas» y los «contenidos», las «esencias», el hecho artístico, la literatura y sus géneros, pero también las categorías aristotélicas tales como la «probabilidad» o la «necesidad» de los elementos que constituyen un mythos (10), están historizadas y relativizadas. Al lado del lenguaje —de la materialidad— y de la tecnología artística, este historicismo y relativismo radicales representan otra piedra angular de la poética moderna, porque rompen la coraza metafísica que desenfocaba la teorización tradicional y la asfixiaba por trazar, ya de antemano, cierto horizonte de la verosimilitud que predeterminaba los resultados (11). El cordón umbilical entre la desfamiliarización y el arte de Tolstoi entraña todavía otra dimensión de la misma, que encontrará su repercusión más tarde, por ejemplo, en la obra de Bertolt Brecht: es la dimensión epistemológica, orientada hacia la realidad y hacia la actitud del hombre ante ella. En Shklovski se vislumbran sólo algunas implicaciones psicológicas de este aspecto. Pero esta profunda faceta quedó eclipsada por el entusiasmo ante el procedimiento, la «fabricación» y el «desmantelamiento», y sigue esperando la «rehabilitación» de la obra como un todo, como un complejo hecho >emiótico. Aspectos de esta problemática fueron retomados, ya dentro de la Escuela de Praga, por Jakobson (1934), y en especial por Jan Mukarovsky (1940: 82; 1940b: 74). La ambigüedad del término hizo que la desfamiliarización fuese reemplazada a veces, particularmente en Jakobson, por «desautomatización» o «actualización», que se limitan a los procedimientos y quedan así más «formalizadas». Aun este bosquejo esquemático de los problemas planteados en el período «preparatorio» hace ver su importancia y en algunos aspectos incluso su carácter determinante para el camino del método formal y de la poética moderna. 67

La segunda fase del Formalismo Ruso, que podríamos delimitar aproximadamente por los años 1918-1920, se desarrolla en un clima social y espiritual radicalmente diferente. Los formalistas de Petrogrado, organizados ya en el Opoiaz, extienden su radio de acción y, mediante Brik, establecen vínculos con el Círculo Lingüístico de Moscú, establecido en 1915 por los estudiantes y presidido por Román Jakobson. De este modo conquistan un número de valiosos colaboradores: además de Jakobson, especialmente a P. Bogatyrev, B. Tomashevski y G. Vinokur. En el propio Petrogrado, al grupo inicial se adhieren S. Bernshtein, B. Eijenbaum, Iu. Tynianov, y muy cerca del Formalismo están también V. Zhirmunski y V. Vinogradov. En este período el papel principal lo desempeñan Shklovski junto con Jakobson, como «dos émbolos en un solo cilindro» (según la expresión de Shklovski, 1926: 66). Pero entre ambos grupos aparecen también las primeras tensiones creadoras y se abren hasta algunas trincheras permanentes. Les sirve de motivo la tajante definición de los principios y los objetivos de la ciencia literaria formalista, dada por Jakobcon en La poesía rusa más reciente. Según Jakobson, el objeto de la ciencia literaria no es la literatura en cuanto tal, sino la literariedad, es decir, «aquello que hace de una obra determinada una obra literaria»; la poesía es la lengua en su función estética, o sea, es una enunciación (comunicación) orientada a la expresión, y la función comunicativa se reduce en la poesía a lo mínimo; el procedimiento, es decir, el empleo específico del material verbal, ha de ser el único «héroe» de la ciencia literaria; ésta ha de inspirarse en métodos de la lingüística moderna y debe constituir una dialectología poética sui generis. Según este deslinde, toda la poesía, al ser reducida a «la lengua en su función estética», cabría bajo la jurisdicción de la lingüística... Pero esta última tesis no fue aceptada unánimemente; particularmente se le opuso el grupo de Petrogrado, y entre las dos sedes del movimiento se discutió vivamente sobre la autonomía o no de la poética respecto de la lingüística. El cañoneo con motivo de esta cuestión reveló algunas diferencias metodológicas concretas entre el grupo de Moscú y el propio Opoiaz: aquél se orientaba más bien a la descripción lingüística de la obra literaria; éste, sin desdeñar el estrato del lenguaje (véanse los primeros trabajos de Shklovski y de Eijenbaum), se interesaba mucho por el aspecto de construcción o composición y por los estratos superiores de los comunicados verbales (el siuzhet de Shklovski o de Propp, el concepto de verso de Tynianov, etc.). El grupo de Petrogrado reclamaba que «el motivo 68

poético está lejos de ser, en todos los casos, el desarrollo del lenguaje». Y en El principio melódico del verso (1922), Eijenbaum, fiel a la postulada diferenciación funcional entre el hecho lingüístico y el hecho poético, hasta intentó hacer la separación entre la lingüística y la poética: «... la poética se construye sobre la base del principio teleológico y, por tanto, parte del concepto de procedimiento; mientras que la lingüística, tal como las ciencias naturales en general, tiene que ver con la categoría de la causalidad y, por tanto, parte del concepto de fenómeno como tal». Esta separación es, por supuesto, más que dudosa. En cambio, el grupo de Moscú argumentaba que «el desarrollo histórico de las formas artísticas tiene una base sociológica», mientras que el Opoiaz insistía entonces todavía en la autonomía completa de esas formas. «El arte —declaraba Shklovski (1919a) en su celo proselitista— siempre era libre de la vida y en su color no se reflejaba nunca el color de la bandera izada sobre la fortaleza de la ciudad.» Sin embargo, también otros aspectos de las tesis jakobsonianas provocaron objeciones ya en los propios formalistas. Por ejemplo, en su variante más ambigua, la tesis «la poesía ... no es otra cosa que una enunciación orientada a la expresión» (en fin, una reformulación de la tesis del «valor propio») se ganó una gran popularidad y se repitió literalmente o con variaciones («la poesía orienta su interés a la propia obra», «orientación a la palabra, al signo»...) hasta los últimos días del Formalismo y después hasta los del estructuralismo checo, y todavía en 1960, en el ensayo donde resume sus puntos de vista desarrollados a lo largo de cuatro décadas, «Lingüística y poética», Jakobson definirá la función poética del lenguaje como la «orientación al mensaje como tal, concentración sobre el mensaje por el mensaje mismo». Pero, entre los formalistas, ya G. Vinokur, en su «Poética, lingüística, sociología» (1923), rechazaba la idea de que entre el lenguaje práctico y el lenguaje poético hubiera una «diferencia de principio» y de que la palabra, cuando adquiría la función poética, renunciaba a la función comunicativa: «En el contexto del lenguaje poético, la palabra no deja de ser palabra práctica, sino que, por decirlo así, "está servida" con "otra salsa".» Consideremos, sin embargo, la tesis de que «la poesía es la lengua en su función estética» en su interpretación más intransigente, cuando la función estética está delimitada, en cuanto a su contenido, como una orientación de algo a sí mismo, o sea, en el caso considerado, como una negación de la función comunicativa, y 69

cuando en este aspecto de la función estética se ve la especificidad del arte, de ser arte. En lo concreto, esta tesis cae en dificultades en ambas dimensiones. La mencionada delimitación del contenido de la función estética supone la orientación hacia el material sígnico, el significante, fuera de sus dimensiones significativas. El significante se queda no sólo fuera de la representación, o sea, la relación del signo con un «referente» o denotatum, sino, en principio, también fuera de la designación, o sea, la significación, el significado o designatum intralingüísticos. De este modo el material sígnico se identifica con su dimensión ostensiva, o sea, presentativa (12). La tesis jakobsoniana, la cual —traducida a la terminología de la semiótica moderna— no significa sino: «la poesía es la lengua en su función ostensiva», contiene en el predicado en realidad una contradicción. La «lengua en la función ostensiva» ya no es lengua, o sea, sistema comunicativo sígnico. Tal «lengua» es en realidad algo como el sustrato fónico-articulatorio de la lengua. Podría parecer que ello es válido para el llamado «lenguaje transracional» (zaum). Pero si consideramos este «lenguaje» de cerca, vemos que no opera con los aspectos fónicos y articulatorios cualesquiera. Incluso en este caso la definición es demasiado amplia. También eí «lenguaje transracional» utiliza el material fónico y articulatorio potencialmente significativo. Este material se extiende desde meras modificaciones de las palabras corrientes (la llamada «declinación») hasta los complejos juegos de los cubofuturistas rusos, como Jlebnikov o Kruchenyj, las jitanjáforas del cubano Mariano Brull, la destrucción del lenguaje poético tradicional en Altazor, de Huidobro, el pasaje erótico disfrazado ligeramente de glíglico en Rayuelo, de Cortázar, o la destrucción agónica y hedonista del lenguaje literario en Tres tristes tigres, de Cabrera Infante (13). Incluso estas construcciones o destrucciones se hallan, si no «a bordo», por lo menos «al borde» del significado sígnico, lo reivindican para sí o, cuando menos, intuimos alguno (y eso que dejamos de lado el significado simbólico que podía quedar limitado al autor). Es decir, incluso en este caso extremo, la definición es demasiado estrecha. Esta doble inexactitud de la definición jakobsoniana se proyecta sobre toda la supraestructura teórica del Formalismo y del estructuralismo. En un esfuerzo por evitar la contradicción, se cae en vacilaciones y en el eclecticismo, o sea, en el peor «pecado» de un estructuralista. Porque, ¿cómo fijar la dosis de la función comunicativa —deseable, necesaria, máxima o mínima— en un «enunciado estético»? (14). Aquí no basta simplemente rechazar la minimalización de la comu70

icación. No basta ponerse la cera en los oídos para esquivar la «sirena» kantiana, ese cuento de hadas de los tiempos antiguos, 0 el lado más joven de la sirena mallarmeana, que aconseja: «Exclus-en.../ Le réel parce que vil.» Sino que habría de elaborarse el fondo teórico pertinente. En el terreno de la semántica del verso lo logra luri Tynianov (1924), quien termina su análisis diciendo que «el papel constructivo del ritmo (en el verso) se manifesta no tanto en el eclipse del elemento semántico como en su brusca deformación». Pero «deformación» significa aquí «reagrupamiento» y, por tanto —como no deja de señalarlo con acierto el mismo—, «intensificación». Por otra parte, ya Vinokur plantea en su artículo (1923) que la función poética del lenguaje no se limita a las obras de arte, y resuelve la contradicción postulando que en éstas, a diferencia de los otros empleos del lenguaje, la función poética ocupa la posición dominante. Después de este breve análisis de las tesis jakobsonianas podríamos terminar la discusión con la siguiente pregunta: ¿con qué derecho quiere la lingüística reglamentar la poética, si se propone abarcar y estudiar un material que se niega a ser lengua? La situación es embarazosa. En sus radicales tesis, lakobson expresó perspicazmente lo que se halla en la «sala hechizada» del castillo construido por el arte moderno y por el Formalismo y sus seguidores hasta nuestros días. Como suele ser, es una sala que está situada en el «extremo» —en la «buhardilla»— del castillo, pero que es al mismo tiempo central. Porque alcanzar este límite está en el centro de las aspiraciones y de la dinámica del arte moderno, que arrastra tras de sí a sus teorizadores. En esta sala, por lo general «disimulada» por teorizaciones algo más «verosímiles», el arte moderno, el Formalismo, el estructuralismo y el postestructuralismo «desconstructivista» encuentran sus brujas, su verdadera identidad. Es un tema fascinante, que retomaremos al final de este ensayo, pero el cual habría que desarrollarlo en otro contexto (15). Es interesante y casi paradójico anotar que con el legado de estas tesis, que crean una especie de «corona» teórica del método formal, no batalla tanto el Formalismo Ruso como el estructuralismo checo de entreguerra y hasta las corrientes estructuralistas de los años 60 y 70. El propio Formalismo elaboraba con intensidad los problemas específicos, de los «pisos bajos», y no tuvo tiempo para una nueva síntesis de sus conocimientos; mientras que el estructuralismo checo trabajaba simultáneamente sobre los problemas concretos y generales. Pero ni el estruc71

turalismo ni el postestructuralismo de los años 60 y 70 lograron resolver satisfactoriamente la aporía en la base misma de la delimitación jakobsoniana de la literatura. Por otra parte, en la segunda fase seguían elaborándose los principios propuestos en los «pisos bajos» de la teoría: se puso el fundamento para el estudio del siuzhet como construcción artística a partir de los elementos de la fábula; se profundizó en el skaz y en el verso como fenómenos del lenguaje (véanse los trabajos de Shklovski, Eijenbaum, Brik y Tomashevski, pertinentes a esta etapa). Todo esto representaba un gran progreso en la captación de la forma entendida como plenitud, como la totalidad de la obra, pero los frutos verdaderamente importantes en esos órdenes de la investigación no los aportó sino la fase siguiente. La tercera fase podría delimitarse aproximadamente por los años 1921-1925. Una parte de los formalistas trabaja en el extranjero (Jakobson, Bogatyrev, por algún tiempo también Shklovski), aunque sin perder contacto ni aflojar la colaboración; otros empezaron a alejarse, creando una vaga constelación paraformalista (Vinogradov, Vinokur, Zhirmunski). Prosigue la investigación de la narrativa (Shklovski, Eijenbaum), y particularmente del verso, en el estudio del cual se obtienen éxitos duraderos (los trabajos de Tomashevski, 1923 y 1923a; el libro de Jakobson Sobre el verso checo, 1923, en que revela el fundamento fonológico del ritmo versal, y el mencionado estudio de Tynianov, 1924, sobre la semántica del verso, que hicieron época). En los formalistas en Rusia afloja en este período el vínculo con la lingüística, porque ésta —debido a sus limitaciones históricas y a los fuertes residuos del psicologismo— quedaba rezagada tras las exigencias y necesidades de la nueva poética. En cambio, se refuerzan los vínculos con la naciente semiótica. Así es revelador que los formalistas en Rusia abandonen la teoría del lenguaje poético, que blandían como bandera al comienzo de su campaña, y el cual, en la definición originaria, dejó de estar al día con el rápido desarrollo del método, y que a su vez se concentren en el llamado lenguaje del verso como un fenómeno mejor delimitado y captable dentro de las posibilidades de entonces. Este desplazamiento fue causado especialmente por las implicaciones de la mencionada segunda línea del pensamiento formalista, por llevar hasta sus últimas consecuencias la concepción evolutiva de la existencia del arte. El reconocimiento de la fijación histórica de cierta percepción de la forma y del procedimiento con72

duce necesariamente a darse cuenta de la relatividad histórica de su actuación artística. Esta relatividad se manifesta en la multiplicidad de funciones que la forma y el procedimiento pueden desempeñar. Por «función» entendemos aquí la relación entre la finalidad y los medios propios para alcanzarla. Esta relación es asimétrica: por un lado, cierta finalidad puede lograrse por diversos medios; por otro, el mismo medio, en conjunto con otros elementos, puede desempeñar distintas funciones, tanto a lo largo de la evolución literaria como de una obra a otra. La función en esta concepción está doblemente relativizada. De aquí derivan dos consecuencias importantes: primero, los formalistas descubren la dimensión histórica como implícita a su nivel de la poética teórica. Negándose a caer en mera poética his tórica, pero sin poder zafarse de su abrazo, empiezan a moverse en el filo entre la teoría y la historia. Segundo, está claro que del concepto de función hay corto trecho al de sistema o de estructura (16), o sea, al tipo de totalidad dentro de la cual la función opera como tal. Por «sistema» o «estructura» los formalistas no entienden ni la «composición» ni la correlación paradigmática de los elementos en un sistema (como, por ejemplo, en la langue), sino la totalidad fenoménica de la obra: la correlación, configuración y jerarquización funcional de todos los planos heterogéneos y de todos los elementos concretos en esa totalidad (17). Al darse cuenta de esta configuración más compleja de la estructura, los formalistas abandonan la concepción rudimentaria original proclamada por Shklovski (1921): la obra como la suma de los procedimientos estilísticos. Esta concepción estructural funcional abre nuevos horizontes en el estudio del arte. En rigor, se llegaron a promover, cuando menos, tres planteamientos estructurales: los de Zhirmunski (1923), de Vinogradov (1923) y de Tynianov (1922; 1924a y 1927). El verdadero legado del Formalismo Ruso lo representa la propuesta de Tynianov, la cual no es mero trasplante de la teoría Gestalt (como en Zhirmunski) ni del concepto de sistema promovido por F. de Saussure (como en Vinogradov), sino que conserva y desarrolla los logros teóricos del método formal, particularmente el concepto de dominante movediza y, por ende, de la dinámica evolutiva de la estructura. Entre los formalistas, el trabajo de Tynianov realizado en esta etapa se vincula más estrechamente con el aporte seminal de Eijenbaum. Desde este punto de vista también no nos extraña que fuese la concepción de Tynianov la que se convirtió en el armamento principal del Formalismo y la que fue desarrollada por algu73

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nos de los sucesores del método formal, como el Círculo Lingüístico de Praga y, en parte, la escuela de Tartu (luri Lotman). El concepto de dominante movediza lo tomaron los formalistas, a través de la obra de Eijenbaum, de otra importante fuente de su método, de la Filosofía del arte (1909; trad. rusa, 1911), de Broder Christiansen. Pero aquello que, en el filósofo alemán, fue una intuición feliz dentro de un sistema todavía metafísico, en los formalistas se convirtió en una de las columnas principales de su método y en el resorte dinámico de su evolución hacia el estructuralismo. En el método formal todo se dinamiza y se relativiza. Eijenbaum escribe en «Sobre los sonidos en los versos» (1920): «En el arte no se da una simple armonía pacífica de los elementos. La obra artística es una configuración complicada (slozhnyi kompleks). Es siempre el resultado de la lucha de los elementos... La abstracción específica que lo organiza y que lo domina todo, hay que diferenciarla de los elementos subordinados...» La dominante coincide, para Eijenbaum, con la «forma», y los elementos subordinados, con el «material». En una conferencia universitaria sobre la dominante, Jakobson (1935, publ. 1971) resume la significación y las implicaciones de este importante concepto de la siguiente manera: ... era uno de los conceptos clave más elaborados y productivos en la teoría del Formalismo Ruso. La dominante puede definirse como el componente central de la obra de arte; es este componente el que rige, determina y transforma los otros y el que garantiza la integridad de la estructura. La dominante especifica la obra. ... Por lo demás, la definición de la obra artística frente a otros conjuntos de valores culturales también cambia sustancialmente... una obra poética no se limita simplemente a la función estética, sino que tiene, además, muchas otras funciones. ... [la dominante] combina la conciencia de las funciones múltiples de una obra poética con la comprensión de su integridad... El concepto de dominante movediza daba flexibilidad a la teoría formalista. La estructura abandonó la rigidez de las configuraciones Gestalt y se convirtió en algo mucho más complejo y dinámico. Por tanto, adquirió la capacidad de modelar más adecuadamente las configuraciones semánticas de los objetos complejos, tales como las 74

obras literarias y su significado cambiable a lo largo de la Historia. La dominante no se identificaba a priori con ningún procedimiento. La posición dominante podía estar ocupada, si bien sólo temporalmente, por cualquier procedimiento capaz de producir la desfamiliarización. De aquí se origina la visión de la estructura como una lucha de sus elementos por la dominancia. La dominante permitió matizar también la constitución misma de esos objetos. Así, por ejemplo, los formalistas empiezan a ver que la obra literaria no tiene sólo el valor «evolutivo», producido por su capacidad inicial de desfamilarización, sino que es un conjunto de valores, aunque los valores extraliterarios (extraestéticos) sean para ellos sólo «secundarios» (Eijenbaum, 1925). Y, en cambio, que la función estética no se limita a la literatura y al arte, donde domina, sino que está presente, como una función subordinada, potencialmente en todo. De esta manera la función estética dominante aseguraba la identidad del arte como una serie de fenómenos autónomos y la integridad de la estructura artística particular, pero al mismo tiempo permitía una gran variedad de los elementos que pueden dominar o que pueden entrar en la estructura artística, y permitía también cierta continuidad, e incluso cierta volubilidad de los otros dominios de la realidad (18). En este contexto teórico se desarrolla la concepción dinámica evolutiva del género literario y después de la propia literatura (véanse en particular los trabajos de Tynianov recogidos más tarde en el volumen Arcaístas e innovadores, 1929). El planteamiento originario, simplificante, concebía la evolución literaria como un proceso rigurosamente inmanente, cuya fuerza motriz estaba en la alternancia de la singularización y de la automatización, en el reemplazo de una forma vieja por su «negación dialéctica». Sin embargo, tal «péndulo de negación» creaba la imagen de la evolución cuya única norma fuera violar la norma anterior, en la cadena infinita y repetitiva de violaciones... En primer lugar, Tynianov (1921) bosqueja algunas sutilezas de la lucha literaria entre lo «viejo» y lo «nuevo» (el uso del silencio, de la admiración y de la parodización —tema que retomará, en el contexto postestructuralista, especialmente H. Bloom, 1973, y en sus obras siguientes). Por su parte, Shklovski (1921) matiza el planteamiento originario señalando que lo «nuevo» no sigue simplemente a lo «viejo», sino que en cada época literaria coexisten varias líneas evolutivas. Estas líneas luchan por la dominancia, alternan en el «poder» y se influyen mutuamente. De esta manera el proceso evolutivo, aunque siempre dentro de la metáfora {

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del «péndulo de la negación», se enriquece de una gran variedad concreta. Tynianov (1924a), a su vez, avanza aún más y examina la naturaleza dinámica del propio hecho literario, su relatividad histórica y funcional. El movimiento no se realiza, según él, sólo dentro de la literatura, entre el centro y la periferia momentáneos, sino también entre la literatura y las series sociales vecinas (especialmente los hechos de la llamada «vida social o práctica», byt). Aquello que era ayer un hecho de la vida práctica puede ser hoy un hecho literario, y viceversa (por ejemplo, considérese el vaivén de la carta como género literario y extraliterario). De este modo resulta que la literatura carece de un «centro» metafísico, fijo, determinado una vez para siempre (sea en lo formal o en cuanto al «contenido»), y que se presenta como un oleaje, como un movimiento voluble, cuya cúspide —el centro momentáneo, la dominante funcional— se desplaza constantemente, envolviendo no sólo lo que se ha establecido históricamente, como el dominio literario, sino también los dominios limítrofes. La camisa de fuerza de la inmanencia queda entreabierta. El camino recorrido por el movimiento formalista hasta ese momento fue revisado por Eijenbaum en su artículo «Teoría del método formal» (1925) y encontró una feliz expresión en el bosquejo de síntesis de Tomashevski en su Teoría de la literatura (Poética) (1925a). En este período aparece en Petrogrado todavía otra agrupación formalista, en torno de M. Petrovski (A. Reformatski, A. Slonimski, A. Tseitlin y otros), que enfocaba la composición de la narrativa (especialmente del relato) y que se inspiraba en las corriente contemporáneas de la teoría del arte y de la literatura alemana (mediatizadas particularmente por Zhirmunski). Es a este grupo al que mejor correspondería el rótulo de «formalismo», aunque esto no disminuye de ninguna manera los resultados positivos de su trabajo. La fase final de la evolución del Formalismo en la URSS se podría delimitar por los años 1925-1929. Los nubarrones eran cada vez más densos, y el horizonte, cada vez más estrecho. Básicamente, los formalistas siguen refinando los viejos conceptos y publican volúmenes en que hacen balance de sus «logros y derrotas». Alrededor de 1927, todavía sin renunciar a las conquistas positivas del método, se acentúa el traspaso de los límites intrínsecos de la literariedad (aunque ya orientada hacia el análisis funcional y semiótico) y de la evolución inmanente hacia el enfoque «sociológico», o sea, 76

hacia la investigación de las correlaciones entre la literatura y las series sociales. Se opina, a veces, que este hecho es un corolario directo de la presión por parte de la crítica, que se tenía entonces por marxista. En este caso se interpreta como una especie de «maniobra» o de «compromiso» destinado a salvar el pellejo... Incluso Eijenbaum fue acusado, veladamente, de haber «desertado» del formalismo. Por otra parte, este último no fue nunca «puro» en el sentido de «formalismo». Y el «encabalgamiento» en el aspecto sociológico se origina, hasta cierto punto orgánicamente, del estructuralismo funcional, dinámico (véase el concepto de dominante que acabamos de discutir), al que el Formalismo llegó en su tercera fase. El primer germen de esta evolución asoma concretamente ya en el trabajo de Tynianov sobre el género de la oda (1922). Sin embargo, es indudable que la enorme presión y el monopolio de poder que iba asumiendo el sociologismo vulgar aceleró la evolución del método formal y que terminó por desvirtuarla. Primero, los formalistas intentaron plantear la dimensión social de la literatura a su manera, y como resultado «descentraron» el enfoque corriente en los estudios sociológicos. En éstos la relación entre la sociedad y el arte se entendía, y se entiende, en términos de causa y efecto. El marxismo, aún más radicalmente, lo redujo todo al efecto de la base económica. Al mismo tiempo, tanto Engels como luego Lenin condenaron la «dialéctica» metafísica, llena de «cortocircuitos», de los estudios hechos a partir de dichos principios. Los dos exigían no sólo una dialéctica concreta, basada en el conocimiento histórico detallado, sino que estaban dispuestos a conceder cierta autonomía a la «supraestructura ideológica». En el marxismo, pues, operan dos postulados contradictorios: por un lado, está la aparente «innovación» marxista, o sea, el planteamiento de causa y efecto entre la «base» y la «supraestructura»; por otro, aparece una «innovación en la innovación», un reconocimiento tardío, como a regañadientes, de cierta autonomía de la «supraestructura». Sin embargo, la rápida teologización del marxismo (con su resultante primitivización y redondeamiento metafísico, dogmático) no sólo paró la dialectización y la autocrítica del sistema, en el sentido de la dialéctica crítica concreta, sino que inmunizó la apertura «autónoma». Desde entonces la posible autonomía sólo se menciona, como de paso (en fin, hay que mostrar que se ha leído a Lenin si ya no a Engels); pero el peso del dogma recae sobre el enfoque causal. Sólo los marxistas «liberales» intentan tomar la autonomía en serio; pero, como carecen del halo de Lenin o de Engels, se con77

vierten (o son convertidos) fácilmente en herejes. Este trasfondo permite entender mejor la vana lucha de los formalistas, demasiado sutiles para su época, quienes sucumbieron pese a escudarse, prudentemente y con desafío, por los dos clásicos del marxismo (véase, por ejemplo, Eijenbaum, 1927a, o el número especial de la revista Lef, de Maiakovski, dedicado a la retórica de Lenin; véase Shklovski et al., 1924, núm. 1 [5]). Los formalistas odiaban a muerte la machaconería metafísica y seudocientífica de conceptos, de influencias, de enlaces, de causas y efectos que no era posible captar concretamente, en el hecho artístico. Por ello querían ver la correlación social del arte específicamente, dónde y cómo se manifiesta materialmente, para que se la pueda investigar con exactitud. Eijenbaum y Shklovski veían el eslabón comunicante entre la literatura y la esfera social en el llamado «ambiente socioliterario» (literaturnyi byt), es decir, en la esfera social inmediatamente contigua a la literatura: en las condiciones del funcionamiento de esta última y en los «hábitos» literarios de la época correspondiente (el público, la práctica editorial, las revistas, los derechos de autor, las maneras de la publicación, etc.). Véanse en especial «El ambiente socioliterario» (1927a), del primero, y «En defensa del método sociológico» (1927), del segundo. El planteamiento de Tynianov (1927) es más consecuente con las teorías formalistas y estructuralistas. Según él, el punto de intersección entre la literatura y el ambiente social estriba en el aspecto verbal, discursivo (rechevoi, «del lenguaje»). La «correlación entre la serie literaria y la social se realiza por la línea verbal; la literatura tiene una función verbal con respecto al ambiente social». La función verbal orienta la literatura hacia cierto aspecto de la vida social (por ejemplo, en el siglo XVIII, la orientación oratoria de la oda de Lomonosov). El aspecto verbal es, pues, el espacio de interferencia dinámica entre la literatura y los hechos sociales. Por supuesto, fueron sólo los primeros pasos hacia la integración de la literatura en un marco conceptual más amplio. Pero ya no fue posible desarrollarlos más. Pasaron los años cuando Shklovski decía, en La tercera fábrica (1926: 104), que no quería seguir la Verdad, sino investigarla (ne posledovat' a issledovat'); cuando Eijenbaum argumentaba que «la teoría literaria marxista es un sistema a construir y no a citar». Hubo que seguir... o quedar «ilegalmente reprimido» (como se dio en llamar oficialmente en los años sesenta los casos de los desaparecidos en las purgas estalinistas). En este contexto las tesis de Takobson y de Tynianov, «Los pro78

blemas del estudio de la literatura y de la lengua» (1928), en los cuales el Formalismo Ruso alcanzó en varios aspectos la meta más adelantada de su «viaje sentimental» histórico, son un canto de cisne. Se plantea en ellas la concepción estructural de la literatura y de las demás series sociales (en su terminología: históricas) tanto por dentro (las leyes específicamente estructurales inmanentes a cada sistema particular) como por fuera (la correlación de las seriessistemas en el «sistema de los sistemas»), y al mismo tiempo tanto en la sincronía como en la diacronía. La tesis de que «la historia del sistema es, a su vez, un sistema», es el primer rechazo del divorcio saussureano entre estas últimas dimensiones del fenómeno lingüístico. Según Saussure, el corte sincrónico del lenguaje se podía entender en términos de sistema, mientras que el diacrónico no. Excepcionalmente importante, y por lo general, desatendido, es el planteamiento del concepto de sistema sincrónico literario; según Takobson y Tynianov: El concepto de sistema sincrónico literario no coincide con el concepto de época cronológica ingenuamente comprendida porque a ésta la constituyen no sólo obras de arte próximas cronológicamente, sino también obras atraídas a la órbita del sistema desde literaturas extranjeras y desde épocas anteriores. No basta una catalogación indiferente de fenómenos coexisten tes; lo que importa es la significación jerárquica de éstos para la época considerada. En las tesis tiene lugar también una nueva modificación de la concepción inicial, estrictamente inmanentista, de la evolución literaria. Con esta modificación el método formal se pone en el camino que lleva de la dialéctica mecánica hacia la verdadera: La revelación de las leyes inmanentes de la historia de la literatura (o de la lengua) permite caracterizar cada sustitución concreta de los sistemas literarios (o lingüísticos), pero no permite explicar el tiempo de la evolución ni el camino que ésta elige entre varios caminos evolutivos teóricamente posibles, porque las leyes inmanentes de la evolución literaria (o lingüística) constituyen sólo una ecuación indeterminada, la que, por cierto, no admite más que un número limitado de soluciones, pero no 79

obligatoriamente una solución única. La cuestión de la elección concreta del camino o, por lo menos, de la dominante puede resolverse sólo por el análisis de la correlación entre la serie literaria con las otras series históricas. Esta correlación (el sistema de los sistemas) tiene sus leyes estructurales que deben ser investigadas. El examen de la correlación de los sistemas sin tomar en consideración las leyes inmanentes de cada sistema particular es nefasto desde el punto de vista metodológico.

Definitivamente cae el separatismo de la literatura y queda sólo, como lo formula más tarde Jakobson (1934), la «autonomía de la función estética», o sea, la autonomía del sistema artístico. En estas tesis tiene lugar, una vez más, en la historia del método formal una íntima adhesión entre la literatura y la lingüística. Esta aparece, modestamente, en segundo lugar, pero es en realidad la última instancia del marco teórico propuesto. Sin embargo, otra vez asoman ciertas dudas de si aquí, al bosquejarse los problemas cumbres de la literatura y de su evolución, el molde lingüístico no resulta un tanto equívoco; de si, con esta identificación, no quedan «reprimidos» o desfigurados precisamente los elementos y las leyes específicas de la literatura y del arte. Pero entiéndasenos bien; como ya tantas veces en la trayectoria del método formal, se trata de que las tesis de Jakobson y de Tynianov plantean los problemas de manera tal que es más fácil ver los problemas verdaderos e intentar resolverlos más adecuadamente. Así las paradojas del Formalismo Ruso y de su legado ilustran bien las paradojas del camino recorrido, reiteradamente, por el pensamiento científico en general. Será la Escuela de Praga, y en particular uno de sus teóricos principales, Jan Mukarovsky, quienes van a continuar en el camino señalado por los propios formalistas. Porque la negación dialéctica del formalismo en el Formalismo Ruso aportada por el estructuralismo del Círculo Lingüístico de Praga ya asoma, bajo varios aspectos, en las últimas fases de aquél. En esta última fase aparece en la amplia órbita formalista todavía el grupo postformalista, en torno de M. Bajtin (P. Medvedev, V. Voloshinov). El grupo de Bajtin se proponía dos tareas íntimamente ligadas una con otra, pero que resultaron disyuntivas: primero, suplir la reflexión filosófica, el marco conceptual general que faltaba en el Formalismo, y segundo, como era el marxismo el que 80

se ofrecía obviamente como tal marco, reconciliar los dos aparentes antagonistas, el Formalismo y el marxismo. Sin embargo, el «marxismo» estaba entonces en un estado de «flujo», tanto porque varios escritos fundamentales de los «clásicos» eran hechos accesibles sólo sucesivamente (y algunos nunca) como porque la interpretación «oficial» dependía del poder momentáneo del «intérprete» en la jerarquía del Partido. La creciente monologización y teologización del marxismo no sólo descartaba el diálogo abierto con otros puntos de vista, sino que ponía en peligro a los propios «dialogantes». Es característico que los dos miembros del grupo que operaban desde el marxismo (Medvedev y Voloshinov) quedaran al fin «ilegalmente reprimidos». En consecuencia de su enfoque, el grupo de Bajtin también elaboraba una sociología sui generis. Su punto de partida fue el estudio del discurso, desde sus recursos formales (el estilo indirecto, el diálogo) hasta su proyección y sus dimensiones ideológicas. Pero la ideología era para ellos, más que un ejercicio en exorcismo partidista, simplemente un sistema semiótico, parte de la praxis social de índole dialogística y abierto a un estudio objetivo. Así a partir del estudio lingüístico o literario del discurso, el grupo de Bajtin apuntaba a sus implicaciones pragmáticas y semióticas sociales. Del lado lingüístico destaca el libro de Voloshinov Marxismo y la filosofía del lenguaje (1929); del lado literario, el de Bajtin sobre Dostoievski. Mientras los propios formalistas buscaban clarificar la literatura como un sistema y la semiótica operante dentro de ese sistema, persiguiendo especificar para la literatura el concepto de langue en la conocida dicotomía de F. de Saussure, el grupo de Bajtin, inspirándose en las implicaciones sociales y en las proyecciones ideológicas de las investigaciones hechas por la «Idealistische Neuphilologie» de K. Vossler, partía de la parole y de su pragmática y semiótica social; pero, siguiendo la dialéctica hegeliana, apuntaba en última instancia (en su «proyección ideal») a una síntesis de los dos enfoques (Voloshinov). Entre los postformalistas, Bajtin mismo estaba más cerca del Formalismo. Entre los conceptos clave con que opera, por ejemplo, el diálogo y la parodia están vinculados directamente con los trabajos de Iakubinski («Sobre el lenguaje del diálogo», 1923) y de Tynianov (Dostoievski y Gogol, 1921). Su libro Problemas de la creación de Dostoievski (1929, 2.a ed., ampliada y revisada, apareció en 1963 bajo el título Problemas de la poética de Dostoievski), fiel a la tradición formalista, parte de la obra dostoievskiana hacia 81

los problemas generales de la poética. Por un lado, desde el bosquejo de una tipología pragmática del discurso (narrativo) y desde el concepto extrapolado de diálogo se llega al concepto de «novela polifónica», según Bajtin, creada por Dostoievski, pero a partir de él típica de la novela contemporánea. Por otro lado, a través del diálogo y de la parodia, la polifonía dostoievskiana se enlaza con la tradición milenaria de la sátira menipea y de la cultura de carnaval. Sin embargo, en sus consecuencias, esta deslumbrante proyección histórica apunta a una revalorización de toda la tradición de la literatura occidental, particularmente de la novela moderna. La obra de Bajtin es un brillante complemento y desarrollo de los aciertos formalistas. Tratar de oponerla al Formalismo, como lo hace I. Kristeva en su importante introducción a la traducción francesa de este libro (Seuil, 1970), es oponerla a un «formalismo» ficticio. Otro libro formalista del mismo período que hizo época salió de la corriente «morfológica». En la Morfología del cuento (1928), V. Propp somete este género narrativo a una lectura «vertical», paradigmática, en el plano de las acciones. Al revelarse los motivos particulares como transformaciones de ciertas «funciones» estables, invariantes, en la cadena de las acciones, Propp descubre el código del género en este plano, la fábula invariante. Los textos concretos son luego ciertas concretizaciones, permutaciones, neutralizaciones y reduplicaciones de esta fábula-código (19). Es precisamente este hallazgo del invariante tras el aparente caos fenoménico de los textos lo que tendrá una enorme repercusión en los estudios de la narrativa de los años 60. Propp parece anticipar asimismo los estudios del mito hechos por C. Lévi-Strauss. Pero precisamente en comparación con el enfoque paradigmático binario de éste, inspira- ¡ do en la fonología estructural, se revelan ciertas limitaciones del i código sintagmático establecido por aquél. En su importante reseña ] a Propp, «La estructura y la forma» (1960), Lévi-Strauss somete a una justa crítica en particular el abismo insostenible existente entre el plano de las «funciones», que se ofrece al análisis «morfológico», j y el resto «amorfo», y sugiere cómo analizar consecuentemente, des- ! de su perspectiva semiótica, también las transformaciones fenomé- ' nicas, las concretizaciones de las «funciones». Sin embargo, su identificación de Propp con el Formalismo sin más ya es equívoca. Si es verdad que los formalistas no habrían podido superar a Propp en el sentido en que lo hace Lévi-Strauss, a este último, en cambio, 1 se le escapa el enfoque del elemento artístico (en el sentido «técnico»), practicado por aquéllos. El arte como tekhne es, por supues82

to, también una capa inomisible: el paso de una variante a otra puede significar el de una época a otra, de un género a otro, de lo serio a la parodia, etc. (20). Todas estas obras paraformalistas, en el amplio sentido de la palabra (desde las de un Zhirmunski o Vinogradov hasta las de Bajtin, Propp y Voloshinov) no son sino complementos y desarrollos de las ideas propugnadas por los formalistas propiamente dichos. Entre todos los «formalismos» es el Formalismo del Opoiaz y del Círculo Lingüístico de Moscú el que ofrece una plataforma capaz de evolucionar y de absorber, paso a paso, los nuevos conocimientos..., hasta el momento de llegar a proponer, como en un salto dialéctico, su propia negación (en el sentido de la Aufhebung hegeliana: el de «abolir elevando a un nivel superior»). Será en particular la Escuela de Praga la que creará las condiciones en que se vislumbre más concretamente la posibilidad y la necesidad de este salto. Sin embargo, parece estar en el destino del Formalismo y del estructuralismo el quedar interrumpido su «viaje sentimental» siempre en los albores de la madurez... Ahora bien; ya post mortem, el Formalismo aparece todavía en un texto que no sólo resume perspicazmente el núcleo de la teoría formalista del último período, sino que representa un eslabón directo entre el Formalismo y el renacimiento de los estudios «poéticos» a partir de los años 60. Se trata del ensayo de Jakobson «De qué es poesía» (1934), escrito en checo y hasta hace poco casi desconocido fuera de Checoslovaquia. En este contexto nos interesa resumir y comentar sólo una línea de este rico trabajo. Siguiendo la pista abierta por Tynianov (1924a), Jakobson señala que el contenido del concepto de poesía es lábil y está condicionado temporalmente (históricamente). La base de la poeticidad, de la «literariedad», es la función poética. Esta es, según Jakobson, un elemento sui generis que no es posible reducir mecánicamente a otros elementos. Aunque sea posible ponerlo al descubrimiento y hacerlo independiente, tal como sucede, por ejemplo, con los procedimientos artísticos en las pinturas cubistas, por lo general, este elemento no es sino una parte integrante de una estructura compleja. Pero es la parte que transforma necesariamente los demás elementos y codetermina la naturaleza de la totalidad resultante. Cuando el elemento poético adquiere, en la obra literaria, el significado decisivo, o sea, el carácter dominante, hablamos de poesía. De este modo la función poética es «llena» y, como Jakobson lo señala más tarde, su conte83

nido consiste en los elementos, en los procedimientos desautomatizados de la obra. Así otra vez la propia existencia de la obra de arte está vinculada con el ciclo de la desfamiliarización, aunque ésta quede limitada aquí a la desautomatización intrínseca de los procedimientos. Si algo es o no es arte «cuelga de un hilo»; depende de qué y cuándo algo es percibido como un procedimiento desautomatizado. ¿Pero en qué se manifiesta lo poético, la desautomatización?, se pregunta Jakobson. Se manifiesta, en primer lugar, en que la palabra se siente como palabra, que tiene su propio peso y valor. Hasta aquí la definición es sólo una variante de «la palabra cosa» de los formalistas (Shklovski, 1929) o de la «orientación a la expresión» del propio Jakobson (1921). Sin embargo, en seguida viene lo nuevo, que revela una clara huella fenomenológica en el pensamiento formalista: la palabra, prosigue Jakobson, no es un representante indiferente del objeto denominado. El signo no se funde con el objeto (con el referente). Según Jakobson, este desajuste es indispesable porque sin la contradicción no hay movimiento de los conceptos ni de los signos; la relación entre el concepto y el signo se automatiza, el acontecer se detiene, la conciencia de la realidad se extingue. Pero el significado de la poesía «para la vida» no queda en esta, por decirlo así, «higiene sígnica». Según Jakobson, lo mismo que la función poética organiza la obra poética sin saltar necesariamente a los ojos como en un cartelón, o en la pintura cubista, la obra poética tampoco excede en la suma global de los valores sociales, ni sobrepasa los demás; pero, a pesar de ello, es un organizador esencial y consciente de la ideología. En concreto, sin embargo, esta «organización de la ideología» resulta algo pobre: es precisamente la poesía, afirma Jakobson, la que asegura nuestras fórmulas de amor y de odio, de desafío y de reconciliación, de fe y de negación contra la automatización y contra la corrosión. Así, prosigue el mismo, el autorcillo de los editoriales de un periodicucho de los lunes no sabe que rumia las consignas que fueron en su día pioneras en la filosofía mundial, y la multitud de nuestros contemporáneos no tiene la menor idea de Hamsun, de Srámek o de Verlaine, pero, no obstante, ama según Hamsun, según Srámek o según Verlaine. La etnografía moderna llama a este fenómeno el valor cultural rebajado. Es indiscutible que este planteamiento, que se extiende desde la «higiene sígnica» hasta los «valores culturales rebajados», revela en especial la fina red en que el arte envuelve la vida social; pero no con menor insistencia se plantea la cuestión de si ello es todo. Sin embargo, esta pregunta ya no ha podido ser contestada por el For84

malismo Ruso. Su «viaje sentimental», tal como en el libro de Sterne, quedó interrumpido, caprichosa y bruscamente, para siempre. Después de revisar, a grandes rasgos, la trayectoria de la teoría literaria formalista, volvamos la atención, una vez más, a los principios mismos que la sustentan. Examinemos, aunque sea ligeramenle, la filosofía que le subyace —sea ya una filosofía adoptada conscientemente o sólo provisoria o implícita— y sus de/limitaciones fundamentales. En sus primeras fases, la teoría formalista revela un claro dualismo. Por un lado, florece en ella un materialismo espontáneo. Aquí desemboca en particular el interés por el aspecto material, concreto, específico, del arte literario y por la carga semántica de todos los componentes de la obra. El entusiasmo mecanicista, reduccionista, puede parecemos hoy ingenuo; pero la idea subyacente de que la obra de arte —la obra del hombre— es un objeto cognoscible, es correcta, o cuando menos orienta fecundamente la Investigación. Esta, por supuesto, siempre falla, en última instancia, pero es un fracaso fecundo. Es a partir de estos fracasos y a partir de su apoyo en lo material como el método formal conserva su contagiosa vitalidad y renace de sus cenizas, de lo material de esta Tierra. Con justicia declara Shklovski (1926: 88): «Nosotros no Bomos la siembra de la primavera, sino la del otoño (My nie iarovoie, my ozimi).» O sea, la siembra que sobrevive las borrascas del invierno para germinar con la primera luz de la primavera... Por otro lado, la teoría formalista está plagada de cierto idealismo filosófico, que proviene de la concepción inmanentista de la literatura, de la evolución literaria y de la propia naturaleza del arte, aunque incluso esta concepción descubra, en parte, aspectos válidos, que pasaron inadvertidos por la teoría tradicional. En sus últimas fases, el formalismo se pone en el camino de cerrar el abismo entre los dos aspectos de su teoría. Intenta superar el inmanentismo idealista e incorporar en su enfoque el examen de las conexiones multifacéticas que se dan entre la literatura (el arte) y los otros fenómenos sociales. Pero la respuesta a nuestra pregunta a este nivel no nos satisface todavía. Consideremos más de cerca las raíces y la parentela filosófica del método formal, particularmente en la cuestión de la naturaleza del arte. Cuando lo hacemos notamos con sorpresa que el Formalismo Ruso, que pretendía construir la teoría estética «desde abajo» y rechazaba interesarse por los problemas de la «estética filosófica», cayó, a pesar de su pretensión empiricista, en la órbita 85

trazada por la estética kantiana. Es la paradoja de quienes quieren cerrar los ojos ante el fundamento filosófico y buscan una posición puramente empírica, supuestamente no ideológica. Porque no hay hechos «como tales». Los hechos existen como tales sólo dentro de cierto marco teórico, dentro de cierto contexto interpretativo. La falacia del hecho «como tal» se origina por la coexistencia, en cada época, de un número elevado de marcos teóricos y contextos interpretativos de toda índole. El hecho «como tal» es simplemente un hecho reconocido por otra teoría o contexto. Entre los formalistas, Eijenbaum, el más filosófico de todos ellos, veía claramente esta problemática (1927): No vemos todos los hechos de una sola vez, no siempre vemos los mismos hechos y no siempre necesitamos descubrir las mismas correlaciones. No todo lo que conocemos o que podemos conocer ... se convierte de una casualidad en un hecho de significado determinado. El enorme material del pasado, almacenado en documentos y en distinto tipo de memorias, no entra en las páginas sino sólo parcialmente (y no siempre el mismo), en la medida en que la teoría justifica y hace posible incluir en el sistema, bajo determinado rasgo semántico, una parte de ese material. Fuera de la teoría no hay ni siquiera sistema histórico, porque falta el principio según el cual se seleccionen los hechos y el que les dé sentido. Sin embargo, como ya lo hemos apuntado, la teoría, la filosofía, «no interesaba», no estaba de moda con los formalistas. Para ellos, como lo postula el mismo teórico, «toda teoría es una hipótesis de trabajo, sugerida por el interés en los hechos mismos: es indispensable para delimitar y reunir en un sistema los hechos necesarios, pero nada más» (ibid.). El kantianismo del método formal es más que mera «hipótesis», limitada, consciente, asumida provisionalmente. Es más bien el lastre definitorio con que el Formalismo carga hasta sus últimos días y que deja como su herencia a la poética moderna. El kantianismo es el punto ciego en la teoría formalista, a partir del cual ésta estalla y se «desconstruye». Este resultado es doblemente interesante en el Formalismo precisamente porque su punto de partida en la estética, el mencionado filósofo alemán B. Christiansen, dirige a Kant una dura crítica. De 86

manera semejante como ocurrió con la minimalización de la función comunicativa, también aquí no basta con rechazar el kantianismo, lanto menos abrazar algún otro fósil de la estética tradicional, como el hegelianismo. Habría que elaborar un contexto teórico, filosófico, que permita superar realmente el kantianismo; superar su carácter formalista, su esencialidad, su plenitud formal, la «centralización» específica de la estética kantiana. Pero al mismo tiempo habría que conservar, aunque en una forma más dialéctica, los logros históricos de la misma, en especial la «autonomía», la peculiaridad de los hechos estéticos. Christiansen, por supuesto, no logró hacerlo. En su notable Filosofía del arte (1909) intentó crear una síntesis (cosa que nunca resulta bien) que conjugase a Kant, Hegel y Nietzsche. Los formalistas, al rechazar esta teoría en bloc por parecerles demasiado metafísica, expulsaron de su órbita en realidad sólo a Hegel, conservando sólo algunos rudimentos de la dialéctica de tipo presocrático, heraclíteo. Hagamos por lo menos un examen preliminar del kantianismo en el método formal. Los formalistas, por supuesto, no cayeron ni en el yugo de todo el sistema algo abstruso de Kant (1790) ni en su formalismo en el sentido del arraigo de la belleza en la forma. También evitaron el aspecto subjetivo del juicio del gusto. Todo lo contrario, centrándose en el «valor evolutivo» de la obra, podían señalar su carácter objetivo. Si nos atenemos a los términos kantianos, los formalistas partieron de la tercera propiedad de ese juicio, de la llamada «finalidad sin fin» de su objeto. En consecuencia, abrazaron el concepto de belleza como absoluta y no instrumental ni útil, de belleza separada de todo interés práctico, «humano». Con el arraigo en tal belleza fue garantizada al arte su autonomía (en los términos formalistas, el valor propio, la autofinalidad). A diferencia de los formalistas, Potebnia y sus seguidores marxistas coordinaban el arte o hasta lo subordinaban a la actividad cognoscitiva del hombre, en el sentido de conocimiento científico. Si contamos, además, las convenciones «realistas» decimonónicas, que imprimieron una huella indeleble en éstos, su concepto de arte quedaba fuertemente limitado. En cambio, la autonomía de los formalistas se define con respecto a la praxis cognoscitiva negativamente, o, mejor dicho, de manera más o menos ecléctica, tal como ello emana de la tesis de que «la poesía es la lengua en su función estética». En consecuencia, los formalistas conciben el arte desde la perspectiva de la «belleza pura» como su límite absoluto (cf. el final de La poesía rusa más reciente, de Jakobson). En su terminología, los avatares 87

de la «belleza pura» son el lenguaje poético, el lenguaje transracional, la literariedad, la construcción artística, la función poética (estética), etc., aunque la definición de estos conceptos sea decididamente semántica. De esta manera los formalistas soslayan las implicaciones filosóficas, éticas y epistemológicas de la llamada «belleza adherente», que fue precisamente la que Kant adjudicó al arte (aun al precio de comprometer con ello la pureza de su sistema). Sólo más tarde, dentro del marco estructural funcional y dinámico, los formalistas propusieron también su propia alternativa a la «belleza adherente», el concepto de dominante y sus implicaciones, que les permitieron dar un paso hacia la superación del sistema kantiano. En el aspecto de la teoría formalista que es análogo a la «belleza pura» se hace evidente la mediación de las ideas kantianas por la praxis artística y por los programas simbolistas (Mallarmé) y vanguardistas. Tal vez gracias a esta mediación los formalistas resultaron más radicales que el propio Kant. Esta oscilación y vacilación en el plano análogo a la belleza kantiana como base de la especificidad del arte se proyecta también sobre la reformulación formalista de otro concepto kantiano clave, el de un libre juego de las potencias cognoscitivas, de la armonía de la imaginación y del juicio en la contemplación «afinal». Este libre juego fue entendido por Kant como el elemento específicamente humano, y la contemplación «afinal», como la actividad en que puede desarrollarse precisamente la plena humanidad en la armonía de sus facultades. Esta idea kantiana fue desarrollada especialmente por Schiller y después por el joven Marx. El hecho de que, entre los formalistas, esta idea fuera recogida por Eijenbaum no fue ninguna casualidad, porque éste era un gran estudioso de Schiller. En un pasaje clave de «Literatura y cine» (1926), Eijenbaum la reformula muy perspicazmente, pero siempre dentro de la estrecha concepción formalista del arte, del juego y de la comunicación, lo que no deja de afectar la dialéctica apuntada: La naturaleza primordial del arte estriba en la necesidad de utilizar y de organizar aquellas energías del organismo humano que se excluyen de la circulación cotidiana o que actúan en ella de manera parcial, unilateral. Esta es la base biológica del arte, que le entrega a éste la fuerza de la necesidad vital que busca su satisfacción. Esta base, que es, por su esencia, lúdica y no está vinculada con un «sentido» expresado de manera determina88

da, se encarna en aquellas tendencias «transracionales» (zaumnye), «autotélicas», que se transparentan en todo arte y que constituyen su fermento orgánico. Por el aprovechamiento de este fermento, transformándolo en «expresión», el arte como fenómeno social se organiza como una «lengua» sui generis. Las mencionadas tendencias «autotélicas», a veces se ponen al descubierto y se convierten en un slogan de los artistas revolucionarios; entonces se empieza a hablar de la «poesía transracional», de la «música absoluta», etc. El constante desajuste entre la «transracionalidad» y la «lengua», tal es la dialéctica interior que rige la evolución del arte. Pero anotemos de paso que ni Potebnia y sus seguidores marxistas salen mejor, porque la propuesta de «dos caminos» que conduzcan al mismo objetivo, la verdad, propuesta que ve la autonomía del arte sólo en el proceder diferente del de la ciencia, es, en última instancia, ¡también formalista! La única defensa del marxista, si bien algo torpe, está en declarar que la forma es menos importante que el contenido. La forma, en el marxismo, es, cuando más, «adecuada». Algo paradójicamente, el Formalismo se mueve entre un ultrakantianismo y un primer intento de superar la base kantiana. Curiosamente, incluso este intento lleva a cuestas el radicalismo de aquél. Del lado de la «belleza pura» está la identificación de la función estética en el lenguaje con su dimensión ostensiva y la de los procedimientos con los elementos portadores de lo bello. Del lado de la «belleza adherente», y rebasándola ya hasta cierto punto, está el hecho de que no se trata simplemente de aspectos formales, sino estructurales. En la estructura, como se sabe, lo que era la forma se llena de contenido, se semantiza, y lo que era el contenido se formaliza, se revela como organizado de cierta manera y como parte de la organización semiótica global. En este último caso, por ejemplo, la propia elección de cierto tema opera como un elemento de la organización artística. Los procedimientos, aunque sean supuestamente los elementos generadores de lo bello, no se «adhieren» simplemente a los otros elementos, sino que operan dentro de la estructura que todos constituyen en conjunto, y que transforman este todo. Los elementos no existen uno al lado del otro, sino que se motivan estructuralmente unos a otros, se compenetran semánticamente. El concepto de dominante es aquí de capital importancia 89

pone en tela de juicio toda la concepción formalista de la «literariedad». O mejor dicho, si entendemos por ella rigurosamente «aquello que hace de una obra determinada una obra literfiria>, vemos con sorpresa que esa «literariedad» se escapa al enfoque del Formalismo y del estructuralismo hasta la fecha. En la búsqueda de la especificidad de la literatura (o del arte) en cuanto sistema, la poética formalista y estructuralista persigue vanamente su propia sombra, esquivo imán, inatrapable, que atrae hacia sí porque es el objeto del deseo, pero que luego, infaliblemente, burla el abrazo de los «enamorados» porque es la imagen proyectada por su propia constitución filosófica. Por supuesto, lo peor para la ciencia es contentarse con labrar prisiones de fantasía para sus propias proyecciones ficticias y dejarse escapar la realidad. Le cupo a Mukarovsky (1936) entreabrir, no sin vacilaciones y no sin un horror vacui, la fascinante perspectiva hacia la superación de la estética kantiana rigurosamente dentro del proyecto estructuralista. El formalismo filosófico y sus indelebles huellas que, muy a nuestro pesar, acabamos de detectar en la propia médula del Formalismo Ruso, en el planteamiento de la autonomía del arte, de su especificidad (en cambio, no nos cansemos de subrayar que la orientación a la «forma» en el sentido de construcción semántica de la obra es fructífera porque es profundamente antiformalista), suscita dudas acerca de la viabilidad de los intentos formalistas de correlacionar el arte en su concepción con los hechos sociales. Como un margen anecdótico, se suman a estas dudas más de cincuenta años de ensayos de «síntesis», de intentos de integrar el Formalismo (o el estructuralismo) en el marxismo: todos fracasaron, no logrando sino revelar el dualismo inherente de tales propuestas. Por supuesto, el culpable no es sólo el Formalismo. Pero los motivos de la esterilidad del marxismo son ya otra historia. Todo ello sugiere que son precisamente los aspectos generales de la teoría formalista del arte los que requieren una revisión radical. Sin embargo, la dialéctica mordaz de las cosas nos conduce aún más allá: suscita una duda metódica acerca de toda la teoría formalista. Pese a la admiración y fascinación por ella, hay que abrirse a una lectura crítica, desautomatizadora, dialógica. Hay que revolver cada letra, cada palabra, cada concepto «como un leño en el fuego». Hay que destrozar con cariño el Formalismo, el estructuralismo y el postestructuralismo..., pero sólo para que de sus cenizas aparezca una reencarnación más adecuada: un estructuralismo mejor, más es-

Sin embargo, este primer paso hacia la superación de la herencia kantiana es todavía insuficiente. Por ejemplo, un Jakobson y sus seguidores buscan hasta nuestros días los procedimientos particulares o los rasgos gramaticales que sean ese «fermento orgánico» que transforme siempre el agua en vino, que sean ese elemento activo que organice y transforme en arte el resto de la masa amorfa. Estos ingredientes específicos llevan a cuestas la herencia dualista del Formalismo temprano (la forma vs. el material) y hasta de la teoría preformalista, porque tienden a identificarse con los aspectos «formales» de la estructura. De esta manera el formalismo es el perenne «tigre de adentro» que acecha y amenaza al Formalismo y al estructuralismo en todas sus corrientes. A su vez, la filiación ultrakantiana está reforzada en el Formalismo por la propuesta (tanto en La poesía rusa más reciente, de Jakobson, como en «Literatura y cine», de Eijenbaum) de algo análogo a la «belleza pura» como el límite absoluto a que aparentemente tiende el arte. Por supuesto, es un postulado normativista, que limita arbitrariamente tanto el campo de las posibilidades abiertas al arte como también su modo de operación. Pero este postulado corresponde tanto a la configuración filosófica fundamental del Formalismo como al programa del arte proclamado por la vanguardia. En este sentido la influencia vanguardista fue más decisiva de lo que veíamos antes y logró delimitar el modo de operación del método formal hasta en la médula de la poética teórica. Todo esto hace más claro por qué la búsqueda de la especificidad de la literatura, de lo que caracteriza el «lenguaje poético», la «literariedad», etc., es tan elusiva para el enfoque formalista y estructuralista. Esta búsqueda de la especificidad de la literatura en cuanto sistema se mueve necesariamente en círculo: se postula la diferencia funcional, que luego se manifiesta sólo en el funcionamiento del sistema. Es así porque el enfoque aplicado sí descubre los «procedimientos» o una complicada red gramatical en el texto, o sea, su tekhne, pero no el arte en el sentido de bellas artes. Ni la presencia de un procedimiento cualquiera ni la acumulación o la densidad de los mismos sirven de garantía de que su resultado es el arte. En fin, ya Jakobson, resumiendo la última fase de la teoría formalista en «De qué es poesía», mostró convincentemente que ni el tema ni el procedimiento permiten deslindar una vez para siempre qué es y qué no es poesía. La situación es embarazosa... Por supuesto, si la presencia en el texto de cierta estructura, de cierto procedimiento, no garantiza el carácter artístico de ese texto, se

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pecífico, más cuidadosamente fundamentado y más dialéctico. Entiéndasenos bien: pese a todas sus limitaciones históricas, el Formalismo Ruso planteó los problemas de manera tal que es más fácil para nosotros ver los problemas verdaderos e intentar soluciones más adecuadas. Aunque el Formalismo tal vez no fuera más que una «enfermedad infantil» del estructuralismo, como lo llamó más tarde Jakobson, hay enfermedades infantiles sin las cuales la edad madura no sería sino una sola enfermedad crónica. Si aprovechamos el verso del poeta portugués Fernando Pessoa, el Formalismo se eleva ante nosotros como

NOTAS

Pórtico partido para o Impossível. Como tal, comparte la condición de todo proyecto científico. Pero, a diferencia de muchos otros, no es sólo un objeto de contemplación estética, preservado por la percepción de alguna rata de biblioteca, ni es tampoco sólo un almacén de futuras greguerías borgeanas, sino que conserva hasta nuestros días una increíble fecundidad para nuestro diálogo con la realidad. Todavía hoy es la puerta por la cual pasa todo mortal, aun sin notarlo, si busca realmente, abierto al diálogo, si busca saber qué es el arte y cuál es su naturaleza. Y, por ende, qué es el hombre y cuál es su naturaleza. En su gesto interrumpido por las intemperies, el Formalismo señala hacia la misión impostergable del estructuralismo.

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(1) Las contribuciones formalistas más importantes a la poética del cine fueron reunidas en el volumen de V. Shklovski et al. (1927). (2) Véase en especial Tynianov (1924 y 1924a). (3) Siuzhet es la construcción (estructuración) narrativa, actual, de la historia (story, récit, relato), y la artística, en especial. Véase «Los conceptos de fábula y siuzhet...», en este volumen. (4) Skaz es la narración personal coloquial. Este problema está replanteado radicalmente en «El lenguaje coloquial en la estructura narrativa...», en este volumen. (5) Véase «Sobre la poesía clásica y romántica», de V. Zhirmunski (1920) y «Contornos de Salvoconducto» —postfacio al libro autobiográfico de Pasternak, Ojrannaia gramota, 1931—, de Jakobson (1935a). A partir de sus estudios sobre la afasia, Jakobson establecerá los ejes metafórico y metonímico como fundamentales para el estudio del lenguaje y de su código (1956) y para el estudio del lenguaje poético (1960). (6) Entre los trabajos formalistas, más se aproxima a este tipo de análisis «De cómo está hecho El capote de Gogol», de Eijenbaum (1919), «De cómo está hecho Don Quijote» (en 1921b), «La novela parodística: Tristram Shandy, de Sterne» (1921) y parte de otros ensayos de Shklovski reunidos en 1929. (7) Este hecho fue señalado en el estudio pionero de L. Iakubinski «Sobre el lenguaje del diálogo» (1923). (8) Este tema está retomado en el importante ensayo-bosquejo de Mukarovsky'(1943). Véase también «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 3.5., en este volumen. (9) Las implicaciones de la Rezeptionsaesthetik para el estructuralismo y la semiótica están discutidas en «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 3.3., en este volumen. (10) El mythos aristotélico está replanteado en «Pedro Páramo y la búsqueda de modelo universal de la historia...», en este volumen. (11) Este tema pasa, como un hilo de Ariadne, casi por todos los ensayos de este volumen. Cf. también «La imaginación constructivista», en nuestro trabajo La imaginación constructivista en la época de la destrucción de la tradición: Hacia el discurso poético lorquiano (en preparación). (12) Véase «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 3.5.5. y 5.3.4., en este volumen.

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(13) Véase sobre este último nuestro ensayo en E. Volek (1984). (14) La misma confusión, contradicción y eclecticismo se reflejan todavía, y siempre, en R. Barthes (1973: 50-53, 83). (15) Nuestro primer intento de abordar este complicado, y delicado, problema se remonta a nuestra tesis de estética Dialéctica de la especificidad del arte: Formalismo Ruso, Estructuralismo Checo, Marxismo y la Fenomenología de las funciones (E. Volek, 1973). En realidad, la primera parte de este opúsculo fue el primer borrador de este estudio. (16) Al comienzo, los formalistas empleaban estos términos como sinónimos. (17) El significado de los términos estructura y sistema está replanteado en «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 2., en este volumen. (18) Algunas de las implicaciones del concepto de dominante serán desarrolladas más tarde por la Escuela de Praga. En especial, Mukafovsky' intentará superar, por una negación dialéctica, las limitaciones formalistas latentes de este concepto. Véase «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 3.4.2., en este volumen. (19) La fábula-código de cierto género opera sobre otro nivel que la fábula y siuzhet que corresponden a cada texto particular, a cada versión narrativa del mismo (hecha por el lector, por el crítico, etc.). La confusión de los niveles se remonta al trabajo de Todorov (1966), quien funde los conceptos formalistas de fábula y siuzhet con los conceptos de histoire y discours, tomados de la lingüística de E. Benveniste (1959), y los reinterpreta a todos, implícitamente, en el contexto de la lingüística generativa transformacional. Sin querer, Todorov logró despistar a toda la narratología estructuralista ulterior. Y unos equívocos provocan otros (véase últimamente B. Herrnstein Smith, 1980). Un intento de reexaminar la trayectoria de la narratología moderna, a partir del Formalismo Ruso, se encuentra en «Los conceptos de fábula y siuzhet...» y en «Pedro Páramo y la búsqueda de modelo universal de la historia...», en este volumen. La crítica de Herrnstein Smith está analizada en más detalle en «Postfacio a fábula, siuzhet e historia», también en este volumen. (20) Para más crítica de Propp véase «Pedro Páramo...», en este volumen.

EL LENGUAJE COLOQUIAL EN LA ESTRUCTURA NARRATIVA: HACIA UN MODELO NOMOTETICO DEL DISCURSO, DE LOS ESTILOS FUNCIONALES Y DEL DISCURSO NARRATIVO

Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros... hablo del infinito... A esa ilusoria Biografía del infinito pertenecen de alguna manera estas páginas. Su propósito es registrar ciertos avatares de la segunda paradoja de Zenón [la perpetua carrera de Aquiles y la tortuga). (Jorge Luis Borges, Avatares de la

I.

tortuga.)

INTRODUCCIÓN

El lenguaje coloquial tiene en la literatura una larga y complicada trayectoria. Recientemente, en especial a partir de los años 50, presenciamos un nuevo auge de su uso. La experimentación de las últimas décadas ha convertido también este viejo recurso en un instrumento de creación literaria muy fino, multifacético y polifuncional. En los apuntes que siguen tratamos de conceptualizar este fenómeno en términos teóricos más o menos sistemáticos, en la medida en que los ajedrecistas metacríticos sepamos adivinar las coordena94

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das del universo que nos ha correspondido o que hemos merecido. El objetivo de estas notas es intentar reconstruir tentativamente los contornos fundamentales de la compleja problemática de nuestro tema. No pensamos que las soluciones propuestas sean definitivas, ni que puedan serlo; son sólo una fase de la búsqueda de aquel límite absoluto que es la tipología nomotética. Tanto menos aspiramos a sustituir los estudios históricos literarios concretos. Por eso no ilustramos sino sólo de paso algunos aspectos de las tesis. Pese a estas limitaciones, esperamos lograr una cosa: sacar el problema del punto muerto en que lo ha dejado la estilística lingüística tradicional. Hemos escogido deliberadamente estudiar el lenguaje coloquial en la estructura narrativa. Entre todas las estructuras de géneros literarios, la estructura narrativa es la más compleja, y parece que las otras estructuras de géneros (como la dramática, la lírica y la expositiva) no son sino neutralizaciones particulares de ciertos rasgos constitutivos de aquélla. En consecuencia, sólo algunos aspectos del problema serán específicos de la estructura narrativa y los más serán aplicables a toda estructura literaria (1). Los problemas del lenguaje coloquial en la estructura narrativa fueron abordados por primera y última vez con cierta profundidad en los trabajos que los llamados «formalistas rusos» y sus seguidores dedicaron a skaz (narración personal coloquial), un fenómeno especialmente abundante en la literatura rusa clásica y moderna. Fueron en particular Boris Eijenbaum, Viktor Vinogradov y Mijail Bajtin quienes estudiaron este fenómeno con la mayor penetración y desde ángulos muy personales (2). Eijenbaum (1918, 1919, 1925a) se inspiró en la llamada «Filología Auditiva» (Ohrenphilologie, de Sieyers, Sarán, etc.) y en su enfoque de la «palabra viva»; Vinogradov (1925) partió de la naciente estilística, y Bajtin (1929), a su vez, con su enfoque de «polifonía», de «diálogo textual» y de «palabra a dos voces» u «orientación hacia la palabra ajena», anticipó los actuales estudios de «intertextualidad». Pero pese a toda la admiración, estos trabajos sirven sólo en parte para nuestros objetivos. Primero, porque las investigaciones formalistas fueron interrumpidas desde fuera hacia el final de los años 20. Y segundo, porque skaz es un fenómeno más específico del que aquí nos interesa. Es que el lenguaje coloquial en la estructura narrativa no se limita a cierta manera narrativa, y por tanto es aplicable a todos los géneros narrativos y a todos los planos de la estructura narrativa. 96

II, NIVEL LINGUO-ESTILISTICO Antes de poder situar y discutir el lenguaje coloquial en la literatura y en la estructura narrativa en particular, cabe preguntar: ¿qué es el «lenguaje coloquial»? Si bien básicamente es correcta la escueta definición que nos da la estilística lingüística tradicional (por ejemplo, «el habla tal como brota natural y espontánea en la conversación diaria»; W. Beinhauer, 1963: 9), se debe precisarla. 2.1. En el lenguaje coloquial, hablado, no se trata simplemente de una oposición entre «lo oral» vs. «lo escrito» como dos modos de realización, de «ejecución» del discurso, porque son, en principio, dos maneras alternativas de realizar todo discurso: el discurso escrito bien puede ser mera «inscripción» del discurso oral, lo mismo que éste puede ser mera «ejecución» oral de algo escrito. Nadie va a dudar de la equivalencia proposicional fundamental, en términos de comunicación verba!, entre las dos maneras de transmisión del discurso, aunque, en términos de comunicación semiótica, ellas no sean exactamente simétricas. La realización oral está generalmente acompañada por una comunicación extraverbal (situación, gestos, ademanes, etc.), la cual se pierde en mera «inscripción» (habría que «traducirla» al discurso verbal). La realización oral ilispone también necesariamente de ciertos recursos fónicos (énfasis, entonación, timbre, pausas, tempo, ritmo), que en parte pasan a la escritura en forma esquematizada (signos ortográficos, tipografía) y en parte se pierden (también habría que «traducirlos» al discurso verbal). La escritura, a su vez, tiene a su disposición una serie de elementos autónomos, que van desde el tipo de la misma (la escritura pictórica, jeroglífica, cuneiforme, silábica, alfabética, etc.) hasta la organización concreta, espacial y tipográfica (visual) del discurso (utilización semántica del espacio, caligrafía, tipos de subrayado, etc.) (3). De otro lado, sin embargo, la polaridad de «lo oral» vs. «lo escrito» se asocia con los tipos (registros) extremos de discurso: coloquial vs. libresco, originados a partir de sendas tendencias a organizar el material verbal, inherentes a los dos mecanismos de transmisión. La polaridad de «lo oral» vs. «lo escrito» está proyectada aquí sobre las propiedades del discurso. Pero esta proyección en realidad no es tan sencilla y se cruza y se matiza allí con el fenómeno de estilos funcionales, o sea, los estilos «objetivos» o intersubjetivos —a diferencia de los estilos individuales (los idiolec97

tos)—, entendidos estos conceptos tal como los iba desarrollando l¡i Escuela de Praga desde los años 30 (4). En la lingüística funciomil del Círculo (B. Havránek, 1932; 1940) se ha llegado a diferenciar, según las funciones o esferas comunicativas principales, los siguientes estilos funcionales: 1. coloquial (la esfera de la comunicación corriente); 2. técnico práctico (prakticky odborny) (la esfera de la comunicación especializada de tipo práctico como la administrativa, la jurisdiccional, la comercial, etc.); nosotros vamos a llamar este estilo oficial; 3. científico (teórico) (la esfera de la comunicación de carácter teórico); 4. poético (la esfera de la comunicación estética). Recientemente se ha agregado el quinto, el estilo publicístico (la esfera de la comunicación popularizadora vinculada con los medios de información de masas como los periódicos, la radio y la televisión; incluye los anuncios y el antiguo estilo oratorio), y se ha propuesto fundir en una categoría los estilos técnico práctico y científico (5), Estos estilos funcionales, con sus dimensiones pragmáticas (la fina lidad, las formas y las circunstancias típicas de realización; véase B. Havránek, 1940), influyen también necesariamente sobre las propiedades de los discursos particulares. Pero tampoco se acaba la cuenta con los estilos funcionales; éstos no existen en el vacío, sino que operan dentro de los que se podrían llamar lenguajes funcionales: se ha señalado inductiva mente el lenguaje standard (Schriftsprache), el lenguaje de la comu nicación corriente (Umgangssprache), los dialectos y las jergas. Los lenguajes funcionales son subeódigos de la lengua nacional; lpt¡ estilos funcionales son modos de discurso típicos. Los dos aprovechan la sinonimia (equivalencia proposicional) de los recursos léxicos y gramaticales de la lengua dada, pero la estratifican en for> ma diferente. Entre los lenguajes funcionales el standard está más diferenciado estilísticamente porque está utilizado para la mayor variedad de tareas; pero aun en los otros lenguajes funcionales encontramos brotes más o menos desarrollados de la diferenciación estilística. Estas son las coordenadas en que se sitúan, finalmente, los estilos individuales, de un hablante, de un autor, de una obra literario o hasta de una enunciación. 98

2.2. Si ahora quisiéramos establecer las características del estilo coloquial, veríamos (y la lectura de los manuales y sinopsis de la estilística nos lo corrobora) que aquí no basta la mera enumeración • le los rasgos típicos o de los procedimientos utilizados, porque así úlo se terminaría en un embrollo de la taxonomía fenoménica (idioi'.i'áfica) y en su reverso: normativismo. De un lado, la enumeración no acaba nunca, y de otro, los discursos coloquiales no se destacan necesariamente por un registro idéntico de rasgos. Y ni hablar de las i (instantes confusiones del estilo coloquial con los lenguajes funcionales. ¿Qué es lo que caracteriza entonces el estilo coloquial en el nivel del discurso? Creemos que este problema no se puede resolver i-ii el nivel fenoménico y que hay que replantearlo en el plano de la t'slructura profunda, como un nuevo punto de partida. Es sólo desde este nivel desde donde se puede establecer un modelo coloquial del discurso. Este modelo, por supuesto, no se puede basar en un aspecto iilslado, sino en un conjunto de aspectos organizados y jerarquizados en un sistema (código). Los elementos de este modelo, por lo demás, no habrá que verlos como un conjunto estático de puntos fijos, lino más bien como ejes de polaridades, entre las cuales los hechos verbales concretos, reales, pueden situarse de una manera muy variable. Finalmente, para establecer este modelo del estilo coloquial habría que tomar en consideración todos los ejes de polaridades fundamentales que operan en el discurso como tal. Es decir, aquí no •(•ría suficiente buscar separadamente un modelo coloquial, y otro 'Id estilo científico, y otro del estilo artístico, etc. Lo que hay que lntcer es tratar de establecer un modelo general del discurso, una especie de modelo nomotético, del cual todos los modelos particulures no serían sino ciertas concretizaciones tentativas promedio (6). lín esta perspectiva los estilos funcionales dejarían de ser conjuntos heterogéneos y discretos, establecidos empíricamente, y se convertirían en subsistemas correlacionados y compenetrados dentro de un lodo coherente. Los ejes de las polaridades fundamentales, que constituirían ,el modelo universal del discurso, deberían reconstruirse a partir de las lendencias básicas operantes en los estilos funcionales empíricamente identificados. Estas tendencias se basan en las funciones que diferencian los estilos particulares y sus esferas de comunicación, en las formas fundamentales del discurso (oral vs. escrita; dialogada vs. monologada) y en las circunstancias típicas del mismo (grupo vs. individuo; en privado vs. en público; carácter espontáneo vs. prepa99

rado; presencia o ausencia de la situación extraverbal, etc.). Sin embargo, estos rasgos, en principio formales o pragmáticos, hay que reinterpretarlos en términos de las propiedades semánticas del discurso (7). Por ejemplo, algunas de las funciones heterogéneas, que diferencian los estilos funcionales como configuraciones históricas ¡ concretas, se convierten en polos de los ejes semánticos que operan ! i en el modelo universal y así pierden su carácter motivado fenoménico estructural. 2.3. El proceso de transformación de los complejos fenómenos históricos, reales, en elementos universales, constructivos del nivel >! nomotético, no puede ser sino tentativo. Además de los modos de • realización (lo oral vs. lo escrito), proponemos, sin pretender dar | una lista completa, las siguientes oposiciones que caracterizan las ¡1 propiedades fundamentales del discurso: i! 1)

Carácter dialogado vs. monologado

Es la transformación nomotética de las oposiciones pragmáticas «forma de discurso dialogada vs. monologada» y «un sujeto hablante ys. dos o más sujetos». En el polo dialogado, dos o más sujetos hablantes orientan sus discursos uno a otro y alternan en función de emisor y de receptor, o sea, en dos actividades discursivas simétricas e inversas, la de encodificación y la de descodiji* cación (8). En cada participante las dos actividades están sometidas a una teleología semántica unitaria particular, potencialmente diferente de la del otro participante. La diferencia teleológica convierte el discurso en una secuencia discontinua, cuyos puntos neurálgicon son las fronteras de las réplicas; de ahí la posibilidad de bruscos «virajes semánticos» (vyznamové zvraty) de una réplica a otra (9). En términos nomotéticos, el polo dialogado está caracterizado por la orientación mutua objetiva de los discursos (réplicas) de los par ticipantes, por sus teleologías diferentes y por los «virajes semánli eos» en la construcción del discurso global; mientras que en el poli) monologado estas diferencias quedan neutralizadas (10). En este sentido el diálogo representa el aspecto marcado de la comunicación, La orientación al otro «abre» potencialmente la teleología particular, facilitando el intercambio, la comprensión y la asimilación de la información. El «acto locutivo» elemental (speech act, ]. L. Austin, 1962; f. Searle, 1969, etc.) correspondiente al diálogo serín 100

Ifl pregunta y la respuesta. La teleología «cerrada», en cambio, altera y transforma la comunicación: el diálogo se convierte en ritual o en duelo verbal o se hace redundante. Si no se da ni la orientación mutua, aparecen réplicas que «no se encuentran», monólogos Bimultáneos, o diálogos equívocos, en los que los hablantes se refieren a cosas dispares, si bien homófonas. Todos estos fenómenos pueden estar orientados hacia «un tercero» (el espectador, el lector) y crear el efecto de metacomunicación. En el polo dialogado la orientación hacia el otro participante se manifiesta en los elementos de contacto (una buena parte de los recursos fáticos; véase R. Jakobson, 1960: 355), en los elementos conativos (apelativos) (ibid.) y en la adopción de partes y hasta de frases enteras del discurso del otro (a veces sin ningún cambio gramatical). Por la teleología semántica diferente, estas citas pueden estar reevaluadas y dar lugar a «palabras a dos voces» (M. Bajtin, 1929), o sea, a elementos semánticos bicontextuales, que revelan las tensiones y el «diálogo» entre los dos contextos discursivos. Las relaciones semánticas específicas entre los contextos pueden ser muy variadas (Bajtin diferencia, por ejemplo, la estilización, la parodia, la polémica encubierta, etc.).

2)

Carácter no autoritativo vs. autoritativo

Esta es una oposición mejor que «carácter privado vs. público» 0 «no oficial vs. oficial». En las formas extremas, «no autoritativo» reviste el carácter de «lo juguetón», y «autoritativo», el de «lo serio» y hasta de «lo solemne». El tipo de actitud adoptada influye sobre el valor semántico y, en consecuencia, modal del discurso: el hablante puede asumir la actitud de autoridad ante el discurso y ante la realidad a que se refiere. Así se puede llegar hasta a establecer cierto código, vigilar su operación, modificarlo, etc.; ésta es, en efecto, una actitud (y función) metametalingual. El enunciado autoritativo tiende a ser inequívoco y a destacar la máxima seguridad posible con respecto a lo designado. El enunciado no autoritativo carece de estos rasgos y ello debilita su fuerza «ilocucionaria» (illocutionary) objetiva, aunque no necesariamente la fuerza persuasiva (perlocutionary) (términos de f. L. Austin, 1962). Esta polaridad vu a través del status pragmático mutuo de los participantes: su relación íntima o no; su relación «simétrica», «asimétrica» (complementary), etc. (véase P. Watzlawick et al., 1967: 67-71). No hay que confundir tampoco el carácter autoritativo o no autoritativo del 101

discurso con las formas gramaticales de la deferencia, que pueden reflejar en la lengua dada el status pragmático de los participantes. 3) Carácter espontáneo vs. construido «Construido» es mejor que «preparado» porque integra la función metalingual. En esta oposición la oscilación del lenguaje entre la movilidad y la estabilidad del signo lingüístico (11) está orientada una vez hacia la primera y otra vez hacia la segunda (cf. B. Havránek, 1942: 66). «Lo espontáneo» se manifesta en la elevada redundancia resultante (de ahí el carácter sencillo, relajado y hasta alterado de la construcción sintáctica), y también en el carácter aproximativo de la expresión. «Lo construido» se manifiesta en el carácter «reflexivo» del discurso, el cual se apoya en la función metalingual: la orientación hacia la sinonimia dentro del código dado, la cuidadosa elección de los términos exactos con respecto a los objetivos del discurso y la posibilidad de revisión (el texto como un «palimpsesto» sui generis) (12) permiten un alto grado de condensación (de ahí el carácter complicado, trabado y compacto de la construcción sintáctica en todos los aspectos) y de la construcción lógica y continua del discurso. Su modelo es el silogismo y la «perspectiva comunicativa oracional» (13) objetiva. En cambio, el discurso espontáneo destaca al hablante (la función emotiva según R. Jakobson, 1960: 354), progresa por asociación y es lógicamente discontinuo. Esto afecta la «perspectiva comunicativa oracional», que se hace subjetiva. En consecuencia de esta dislocación, el discurso está lleno de ripios, de interjecciones, de elementos fáticos, de pausas. El límite del discurso construido sería la pura referencialidad, el enlace lógico y la orientación al código dado. 4)

Carácter situado vs. no situado

El «origen» situado del discurso se revela por los medios de dei^ xis, por el uso de la primera y la segunda persona gramatical, por cierto empleo de los tiempos verbales, etc., o sea, por los llamados shifters (véase, por ejemplo, R. Jakobson, 1957, etc.). Sin embargo, el discurso situado se origina desde un contexto extraverbal sobreentendido y el mensaje verbal es sólo una parte de la comunicación semiótica total. De este carácter sinecdóquico deriva el carácter 102

elíptico, fragmentario y semánticamente abierto del discurso verbal. Y aún más: dentro de la comunicación semiótica total, el mensaje verbal puede ocupar un lugar secundario y hasta puede desaparecer. Los medios semióticos particulares no son sino conductores específicos de la actividad comunicativa, la cual, semejante a la situación en el teatro, «o bien pasa de uno a otro, o bien fluye a través de varios de ellos al mismo tiempo» (J. Honzl, 1940: 187). Es decir, los medios semióticos están configurados y jerarquizados siempre de una manera particular. Así el carácter situado rebasa los límites de la gramática o del ambiente material, y se extiende a los lenguajes funcionales y, a través de ellos, a todas las dimensiones sociales de los participantes que sean semióticamente relevantes. El discurso no situado neutraliza estos rasgos: el mensaje verbal es el único medio semiótico. Por tanto, es autosuficiente y crea su propio contexto, trabado por los medios anafóricos (de ahí su carácter «autocontextual» cerrado). La falta de «origen» se manifesta en el uso de la tercera persona gramatical del singular y del plural, que es, por decirlo así, «impersonal» (14). El carácter situado vs. no situado del discurso se cruza con las categorías de «enunciación» (la situación externa en que se efectúa el discurso) y de «enunciado» (el discurso propio), introducidas en el estudio del discurso por el estructuralismo francés. Estos pares de conceptos permiten delimitar mejor unos a otros. El eje de lo situado vs. lo no situado enfoca cómo la situación enunciativa está recreada o evitada (neutralizada) por los recursos gramaticales y semánticos (por ejemplo, el uso de la deixis y de la anáfora, de las personas gramaticales, de los tiempos verbales, de la semántica subjetiva) en el discurso enunciado. La determinación del lugar del discurso dentro de la comunicación semiótica total y la reconstrucción de las normas y de los valores sociales e individuales pertinentes, de los cuales depende la interpretación y la recepción del enunciado, rebasa ya el nivel del discurso, pero es una parte integral de la investigación estructural y semiótica. De esta manera, incluso un enunciado impersonal como discurso se va a personalizar como estructura y su recepción a lo largo del tiempo, porque el proceso de la recepción, en cuanto configuración semiótica de la estructura dentro y contra cierto contexto de valores sociales, abarca necesariamente, de tal o cual manera, la enunciación, o sea, el contexto semiólico total en el cual tuvo (y tiene) lugar la comunicación (véase «Una tipertura...», 3.3.1., en este volumen). 103

5) Carácter estético vs. no estético

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El aspecto estético, en tal o cual forma, es potencialmente omnipresente. En esta oposición el carácter estético significa que este aspecto domina en el discurso (15). 2.4. La lista de oposiciones y las definiciones son tentativas. Aún así es quizá interesante observar que estas oposiciones absorben también las funciones del lenguaje en el modelo comunicativo funcional definidas por R. Jakobson (1960: 353-57), sus críticos (especialmente E. Stankiewicz, 1974: 638-39, y M. A. K. Halliday, 1971) y otros. El polo dialogado contiene como sus elementos la función apelativa (conativa) y en parte la fótica. La oposición «no autoritativo vs. autoritativo» asimila la función deferencial y el aspecto metametalingual. La polaridad «lo espontáneo vs. lo construido» integra a su vez las funciones emotiva, intensificadora y enfática (para las dos últimas véase V. Mathesius, 1939a) y en parte la fática, y de otro lado, la función referencial nocional (16) y la metalingual propiamente dicha. Las funciones de Halliday (ideacional, interpersonal y textual) son en parte más heterogéneas (son descomponibles en varias polaridades) y en parte contienen los dos polos opuestos; véase, por ejemplo, la función interpersonal: su elemento expresivo (emotivo según Jakobson) pertenece al polo «espontáneo»; el cona tivo, al «dialogado»; los papeles comunicativos corresponden en parte a las oposiciones «dialogad© vs. monologado» y «no autorita tivo vs. autoritativo», y en parte, a un nivel contiguo, menos abstracto que los «estilos funcionales». Es interesante observar que algunas de las funciones mencionadas representan sólo un aspecto de alguna oposición nuestra. De ahí se hace claro cierto peligro de «sobredifc renciación», de la proliferación de las «funciones» por el infinito de las transiciones y de los aspectos en el plano fenoménico. Otras funciones resultaron ser un conjunto heterogéneo de elementos, revilando la diferenciación insuficiente. 2.5. El Esquema I nos aproxima el modelo propuesto de los estilos funcionales. La segunda parte del Esquema («Polaridades del discurso») representa el propio núcleo del modelo. Es un conjunto de «rasgos distintivos» sui generis. Semejante a la fonología estruc tural (17), las oposiciones discursivas subyacen a las estructuren* fenoménicas concretas; éstas se descomponen y se recomponen a 104

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•8 estado de desequilibrio), sin que, por tanto, estas obras parezcan inacabadas o incompletas. Por otro lado, vanamente buscaríamos estabilida ni armonía inicial en las novelas picarescas (recuérdese, por ejemplo, el comienzo de Lazarillo o de El buscón), que narran la vida entera de sus protagonistas y que comienzan con un «nacimiento humilde»; no la encontraríamos ni en alguna situación anterior que podríamos imaginar. Estas obras, en cambio, abarcan sólo la segunda mitad del modelo de Todorov (estado de desequilibrio —> restablecimiento de equilibrio, aunque sea sólo en apariencia), sin que produzcan la menor impresión de ser incompletas al comienzo. De manera semejante, el énfasis puesto en el restablecimiento de equilibrio predetermina demasiado estrechamente lo que puede constituir el cierre de la historia. Por ejemplo, El reino de este mundo (1948) o El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier, terminan en una rebeldía de los protagonistas ante las vueltas de los ciclos opresivos de la Historia. No se llega a restablecer ninguna situación equilibrada; pero ya el intento de rebeldía o la mera decisión de hacerla —presentados aquí como una «lección» sacada de la Historia— son capaces de dar el cierre a estas obras. O el ascenso social de Lazarillo está subvertido, irónicamente, por el precio (la honra) que éste tiene que pagar por alcanzarlo (O. BéliC, 1969: 39-40). ¿Es por lo menos «ideal» u «óptimo» el modelo de la historia tal como lo propone Todorov? Es ideal sólo si se prefiere una modalidad a otra; pero en tal caso, se hace una elección ideológica. En la narratología estructuralista, esta elección es más bien un resultado del interés por los géneros literarios primitivos (aunque ni siquiera aquí en su totalidad), que —equívocamente— parecen ofrecer los elementos centrales para los modelos literarios, mientras que la literatura culta o experimental parece que sólo aporta algunas complicaciones al margen de este núcleo central. Así, contra los principios metodológicos del propio estructuralismo, algo primario desde el punto de vista genético ha llegado a considerarse también 167

como central desde el punto de vista de las dimensiones y de las posibilidades universales que están a la disposición del hecho literario. En consecuencia, en lugar de estudiar estas dimensiones universales, los estructuralistas proponen como tales sólo ciertas modalidades, sólo ciertas posibilidades realizadas en sus géneros predilectos. También el modelo de Todorov representa sólo una variante de la historia, y no su base indispensable ni «ideal». En un trabajo sobre el origen de la historia (plot), Iuri Lotman (1973) diferencia dos mecanismos textuales: uno, que genera mitos, o sea, según él, textos sujetos al movimiento cíclico recurrente, que reducen el mundo a sus temas homomorfos e invariantes, y otro, que genera textos históricos, crónicas, etc., o sea, textos basados en el tiempo lineal, que recogen las anomalías, los acontecimientos fortuitos, las novedades (pp. 161-63). Según Lotman, este último constituye «el núcleo histórico de la narración con historia» (p. 163). La historia moderna, concluye el mismo, es una suerte de síntesis: «El texto con historia moderno es el fruto de interacción y de influencia recíproca de estos dos textos tipológicamente antiguos» (ibidem). Sin embargo, la diferenciación hecha por Lotman ilustra también el enredo de las clasificaciones tradicionales: así, por ejemplo, la fórmula de Lévi-Strauss, elaborada a partir de los mitos, correspondería aquí al polo antimítico.

tentes en Francia), lo mismo que eri el «postestructuralismo» filosófico, intertextual (el llamado «desconstructivismo» o «destructi* vismo» francés y americano), y que las reelabora críticamente dentro de un nuevo marco teórico más amplio. El metaestructuralismo es, pues, una de las corrientes «postestructuralistas» (o sea, aparecidas después del apogeo del estructuralismo sistémico), pero una corriente que, por definición, replantea radicalmente —dentro de un marco único y original— los aportes decisivos de todas las fases y formulaciones estructuralistas. En el nivel nomotético se construyen las dimensiones «universales» sui generis, dentro de las cuales se «inscriben», de tal o cual manera específica, los objetos sistémicos y fenoménicos. Aquí se forjan los instrumentos conceptuales que luego permiten medir —o sea, describir, situar, explicar, criticar— la realidad en toda su extensión y variabilidad, desde las dimensiones universales, pasando por su configuración en sistemas correspondientes, hasta las estructuras de los fenómenos concretos más heterogéneos. El que se propone aquí es un paso atrevido porque rebasa el marco filosófico tradicional de las ciencias sociales y, con el mismo, también la camisa de fuerza de los sistemas e ideologías. Pero, por supuesto, no lo rebasa en una fuga utópica, ilusoria, hacia fuera de la historicidad, sino sólo para volver a los mismos con más rigor, más crítica y conscientemente.

Ahora bien; todos estos autores se refieren a algún aspecto importante de la historia, pero ninguno ofrece un modelo universalmente aceptable. Intentemos bosquejarlo desde el planteamiento nomotético, tal como nosotros hemos redefinido este concepto (desde E. Volek, 1980-81). No se tratará de proponer un modelo establecido como una generalización de algún aspecto de alguna realidad existente —o sea, ni como su expresión existencial (tal es), ni normativa (tal debe ser), ni ideal (tal es mejor)—, sino de un modelo sí construido a partir de la realidad objeto más compleja, pero el cual transforma sus aspectos en una especie de medidas absolutas capaces de medir —semejante a un metro— las dimensiones efectivas de toda la realidad correspondiente. Este planteamiento es una conquista específica de la actividad que podríamos llamar metaestructuralista, o sea, actividad que enfoca las condiciones y las delimitaciones que operan en el estructuralismo fenoménico, funcional (el Formalismo Ruso, la Escuela de Praga, la Fenomenología husserliana y su continuación en la llamada Rezeptionsaesthetik), en el estructuralismo sistémico, transformacional (varios grupos exis-

Bosquejemos este nuevo modelo. ¿Cuál es la base de la historia? Sin embargo, ya esta misma inocente pregunta nos desenfoca. La tradición logocéntrica nos sorprende en ella in flagranti. La historia es sólo una parte del universo narrativo. Si bien es una modalidad específica, también otros aspectos narrativos desempeñan un papel en su constitución estructural. Nos concentraremos aquí en lo que pone la historia aparte en el universo narrativo, pero, no obstante, siempre como su parte integrante. El dominio narrativo, tal como el universo del discurso mismo, es un tipo de espacio potencial mult¡dimensional. Las historias concretas emergen ora aquí, ora ahí o allí o allí, sin ningún centro ni origen fijo. Para definir la historia tenemos que delimitar cierto espacio dinámico dentro del espacio narrativo, y no buscar las «bases» ni las «raíces» históricas ni tipológicas, de las cuales ella supuestamente «crece». La historia es el devenir de la misma (storybecoming) en cierto espacio dinámico potencial. Para entender esto tenemos que remontarnos al concepto humboldtiano de energeia, mediatizado por el concepto de «devenir» (das Werden) en la filo-

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sofía de Nietzsche (1906; 1965). El mundo en devenir (die werdende Welt) es inaccesible al conocimiento tradicional (Nietzsche mismo lo extiende al conocimiento como tal, véase 1906, núm. 520). Por eso resulta tan poco productivo aferrarse a lo existente (ergon, die geschaffene Welt). La energía, la dinámica de la creación detrás de la historia, excede los límites de cualquier conjunto de la historia, excede los límites de cualquier conjunto de las historias ya creadas o por crear, porque éstas, por más que la conjuren a aquélla, siempre terminarán en ergon. El «golpe de dados» (un coup de des) que constituye una historia concreta siempre acusará la colaboración del azar, de este prodigioso bricoleur histórico; jamás podrá alcanzar lo absoluto, jamás podrá agotar el espacio potencial en el cual emerge proteicamente. Para entender la historia tenemos que comprenderla —TO sea, aprehenderla— en su devenir. Tenemos que delimitar su espacio potencial, y las fuerzas y las funciones que operan en el mismo. Lo que pone la historia aparte es cierto tipo de acontecer (mediación entre ciertos contrarios), configurado de una manera específica y traducible a diferentes sistemas semióticos; por ejemplo, al discurso verbal. Pero incluso dentro del discurso verbal no es lo mismo la historia en la estructura narrativa que en la dramática o en la lírica. También en los géneros literarios, semejante a los sistemas semióticos distintos (por ejemplo, el cine), tiene lugar la traducción a los medios y mecanismos semióticos específicos, tal como lo veía con perspicacia ya Tynianov (1927a). En primer lugar, la configuración del acontecer consiste en darle cierto marco: la historia modelo está delimitada por dos polos que no son simplemente un comienzo y un fin cualesquiera, sino que son equivalentes en sus valores semánticos. Tipológicamente, esta equivalencia puede extenderse desde la identidad (en el universo mítico cíclico) hasta mera semejanza o antítesis (en la mediación mítica o en el universo histórico). El comienzo y el fin de la historia modelo están impuestos a la cadena potencialmente infinita de los ciclos, de la cronología o de la causalidad (vuelve la primavera y vuelve el amor, o, en cambio, las primaveras y los amores vuelven y volverán, mientras que aquel amor y aquellas golondrinas...). Estos límites, estos puntos neurálgicos de la historia, no son «naturales» (porque siempre algo antecede o sigue), pero tampoco son «arbitrarios». Oscilan en torno a la amplia equivalencia semántica tal como la hemos definido. La historia es, en este sentido, un encuadre intencional. En una versión, el comienzo busca al otro, el final, 170

como una imagen de sí mismo; en la otra versión, el comienzo se repite al final como la recurrencia cíclica de lo mismo. Dos mitos están fundidos, encuadrados, en el marco intencional de la historia. Este marco, la equivalencia del comienzo y del fin, separan la historia de los textos narrativos que marcan sea el comienzo o sólo el fin (una breve discusión de estos últimos se halla en Iu. Lotman, 1970a). Por ejemplo, el relato «Tres muertes» se desarrolla entre la muerte inminente de la dama y la «muerte» del árbol. Los segmentos narrativos marcan el «fin» (Lotman, 1970a: 203), pero, tal como se siguen uno al otro y tal como se oponen mutuamente, crean la impresión de una historia. El fin de una vida se convierte en el comienzo de la historia, el fin de otra, en su final. El marco separa la historia también de los textos que sólo tratan de un acontecimiento o incluso de un conflicto (este concepto, algo reduccionista, de la historia se halla en Iu. Lotman, 1970) (4). La historia modelo, tal como la estamos desarrollando aquí, se refiere a un acontecer (extraverbal o discursivo) que media entre los contrarios y produce un conflicto (un problema o un enigma) que se «resuelve» en la equivalencia semántica de los límites. La correlación a través de la equivalencia semántica establece entre los límites de la historia un vínculo ideológico. En vista de las recientes discusiones en la fenomenología (cf. E. Holenstein, 1976: 119-20), deberíamos hablar, en rigor, de teleonomía en lugar de teleología, y conservar este último concepto para designar las acciones intencionales de los agentes. Por la gama de las posibilidades que satisfacen la equivalencia, el comienzo no apunta a un fin único. La relación entre el comienzo y el fin no es ni estrictamente causal ni enteléquica, sino que se sitúa en la apertura entre las dos: es la búsqueda teleonómica de un complemento, de un cirre de la totalidad. Si enfocamos este problema desde el aspecto pragmático, vemos que este programa teleonómico de la historia, establecido por los mecanismos cognitivos y por la tradición literaria y cultural, produce en el lector una expectación de equivalencia entre el comienzo y el fin, que luego la historia concreta más o menos cumple (o sea, motiva) o frustra. Tanto el cumplimiento como la frustración de la expectación son elementos del juego estético. En otras palabras, la función de la equivalencia semántica es, en rigor, una parte constitutiva sólo del modelo teórico; no implica, de ninguna manera, que' la realidad narrativa se ajuste a su molde. ¿Por qué molestarnos, pues, en montar tal modelo? Lo establecemos simplemente para poder medir más exactamente las dimensiones de 171

la historia (storiness) que tiene la realidad vivencial y el discurso de cualquier tipo. La propuesta configuración de la historia modelo se refleja en el enlace interior del acontecer: la conexión cíclica, cronológica, causal y la falta de conexión objetiva están subordinadas a la orientación teleonómica de la historia. Si observamos las historias concretas vemos que hay en ellas mucha más teleonomía (por ejemplo, el motivo del encuentro) que causalidad, por muy poco rigurosamente que concibamos a esta última. A su vez, la «dosis» y el tipo de la causalidad empleada diferencian géneros, escuelas y corrientes literarias (así la novela realista vs. la novela de aventuras, con su «juego del azar», o, dentro del realismo, las obras de crítica social vs. las novelas psicológicas). La novela de aventuras pone en libertad el mecanismo teleonómico subyacente a la historia modelo. La novela «realista», en cambio, lo motiva, lo naturaliza (cf. Culler, 1975: 137-38), pero a consecuencia de las posibles motivaciones infinitas (por ejemplo, en la novela psicológica o en la «corriente de la conciencia»), lo desborda más y más y termina por subvertirlo. La historia queda eclipsada por el texto densamente trabajado y trabado, como, por ejemplo, en Ulises, de Joyce. En algunos textos del nouveau román, la motivación psíquica está sustituida por un módulo de permutaciones cibernéticas (p. ej., B. Morrissette, 1975, estudia las «fórmulas generativas», especialmente en Robbe-Grillet). Las aventuras y el realismo ceden su lugar a la «aventura» del lenguaje o de la computadora (5). En el nivel de la historia como cierta totalidad teleonómica potencial, que está en busca del cierre, cada paso crea un horizonte de expectaciones que el siguiente determina, o sea, complementa o frustra. El desarrollo del relato policial —con sus enigmas, con sus pistas falsas y acertadas— revela este proceso semiótico que subyace a la historia, el vaivén progresivo y regresivo de su marcha a tientas. Precisamente por la apertura teelonómica, que convierte la «determinación» en un complemento o en la expectación frustrada, el desarrollo de la historia no puede modelarse como un proceso de eliminar progresivamente las posibilidades abiertas al comienzo y de convertirlas al final en la necesidad, tal como lo afirman algunos teóricos (p. ej., P. Goodman, 1954: 14, o S. Chatman, 1978: 46). Ni todo es posible en el comienzo —a no ser que nos refiramos a la página en blanco— ni todo es necesario, determinado, en el final. El concepto aristotélico de «conexión necesaria o probable» de los componentes del mythos artístico no sólo está condi172

cionado por el arte mimético y por la evolución de la ideología que lo sustenta, sino que es también una ilusión producida por un texto «acabado», que ya ha escogido siempre una o unas cuantas (en el caso del texto permutativo) entre el número de opciones potenciales. En el primer caso, la opción, por estar actualizada, se presenta como si fuera la única; en el segundo, las opciones realizadas se presentan como las artísticamente relevantes. El automatismo de la lectura, el cansancio, la religión, la filología o la propiedad privada aseguran luego esta apariencia «acabada», inmutable, del texto (cf. J. L. Borges, 1932a: 106). Partiendo de la gama de equivalencias semánticas de que puede disponer el marco, la historia como mediación entre ciertos contrarios tendrá las siguientes modalidades: puede llevar al restablecimiento de la situación inicial o de una situación análoga, o al mero intento del mismo, que deja abierto el resultado; pero puede conducir también sólo de una situación a (hacia) la contraria. Si volvemos desde esta perspectiva a la propuesta de Todorov, vemos que ese modelo funde en realidad dos historias elementales simétricas e inversas: en la primera, de una situación positiva se llega al estado de desequilibrio, de carencia; en la segunda, de una situación negativa se llega al restablecimiento de equilibrio. Las dos modalidades están ejemplificadas por la novela naturalista y por la picaresca, respectivamente. La historia elemental, pues, se basa en el paso de una situación a la contraria. La historia mínima, el «grado cero» de la historia en esta dimensión, se limita a sugerir o a iniciar este paso. La historia elemental parece como si revelara los contrarios entre los cuales tiene lugar la mediación. Sin embargo, la combinación de dos historias elementales simétricas e inversas en una unidad superior también tiene su fundamento: tener algo, perderlo y volver a ganarlo, o no tener nada, ganar algo y perderlo otra vez, constituyen, por decirlo así, la totalidad de la experiencia, una vuelta completa de la «rueda de la fortuna». El marco global de esta unidad compuesta se basa en la identidad o en la analogía, o sea, en las equivalencias percibidas más fuertemente como tales. Resulta de aquí una historia más «redondeada», una totalidad sentida más fuertemente como tal porque es «circular». Pero sería ya erróneo tomarla por elemental, central o ideal. Representa simplemente una de las modalidades fundamentales de la historia modelo. Una historia particular luego puede servirse de tal o cual modalidad para lograr sus fines específicos dentro de cierto contexto cultural. 173

En los textos folklóricos la primera historia elemental (situación de equilibrio —» estado de desequilibrio) suele venir fuertemente resumida y figura como introducción a la segunda, desarrollada en detalle. Sin embargo, es perfectamente imaginable el caso contrario o el desarrollo especular de las dos. En su modelo del cuento de hadas, Propp (1928) conceptualiza el primer caso; de aquí deriva una parte de las limitaciones que tiene este modelo sincrético. La historia modelo que proponemos acomoda y explica no sólo estas historias elementales y circulares, sino también sus agrupaciones en macrohistorias o en metanarraciones. Macrohistorias son conjuntos de historias del mismo orden, que pueden configurarse como «contrarias» o como «circulares» (desde este punto de vista habría que reexaminar la clasificación propuesta por Shklovski, 1921c). Metanarraciones son conjuntos de historias de orden diferente, de historias dentro de historias, en una retrocesión —de mise en abyme— potencialmente infinita (véase Genette, 1972, aunque éste confunde las relaciones lógicas entre los niveles y designa como «metahistorias» las historias objeto de las historias enmarcadoras). La relación entre las historias de distinto orden puede ser puramente formal (como en Las mil y una noches), pero también puede ser más íntima. En los enxiemplos de luán Manuel la historia intercalada, narrada por Patronio, funciona, metafóricamente, como mediación entre las partes de la metahistoria enmarcadora, reducida a la pregunta del conde y al consejo que le da Patronio. Sin la historia intercalada, la narración en el nivel enmarcador no se sentiría como una historia. Este uso de la historia objeto en la metanarra : ción constituye, pues, todavía otra manera de crear la impresión de un desenlace o, mejor dicho, de una mediación entre los contrarios. Hasta aquí hemos considerado este aspecto de la historia en términos de la fábula; sin embargo, el siuzhet es también una parte inomisible de la historia. Al marco de la historia como fábula se le impone el propio marco narrativo, o sea, el del siuzhet, el de la estructura narrativa concreta. De la relación entre el siuzhet y la fábula (6) se desprende que ios dos marcos pueden incluso coincidir, pero también pueden diferir ampliamente. Por ejemplo, en Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, los límites de la historia del protagonista son su voluntad de poder y de dominar vs. el fracaso final y su asesinato por uno de sus hijos. La historia de su hijo Juan, que tiene lugar años después, está delimitada por la búsqueda de su padre y el encuentro de su propia muerte. El siuzhet, sin embargo, comienza con la búsqueda del padre y termina con su asesinato 174

anterior por otro hijo. En este caso, el siuzhet «descentra» las conexiones lógicas de los sucesos establecidos en la fábula. La diferencia está determinada tanto por las convenciones artísticas como por los efectos estéticos que busca lograr la narrativa. Además de ser un encuadre mítico, la historia es también un encuadre estético. Este doble marco narrativo, de fábula y de siuzhet, se impone luego también a las oposiciones semánticas binarias (en el sentido de Lévi-Strauss, 1958; 1958a: 189-98), que subyacen a la historia y que reconstruyen su «contenido latente». Estas oposiciones semánticas constituyen la matriz paradigmática, sincrónica, de la historia porque resumen los contrarios entre los cuales se mediatiza. Los marcos y la matriz operan como fuerzas dialécticamente trabadas, que pueden coincidir, reforzándose mutuamente, pero que también pueden «descentrar» una a otra. El marco figura, pues, como una supraestructura narrativa impuesta tanto a la cadena del acontecer como a la matriz de las oposiciones semánticas. Ilustremos esta situación por la ya mencionada novela Pedro Páramo. En el ciclo individual las oposiciones semánticas subyacentes a la historia podrían formularse como sigue: 1. sobrevaloración vs. 2. subestimación de las relaciones de sangre (en esta oposición se desarrolla la relación entre padres e hijos); 3. amor exagerado vs. 4. odio exagerado (en esta oposición se sitúa la relación entre amantes, esposos, dueños y sirvientes). El «mensaje» mítico es que un exceso lleva al otro y destruye la vida. En el ciclo social se ilustraría el fracaso de la Historia (el Porfiriato vs. la Revolución) en destruir o reemplazar el ciclo mítico (el paraíso vs. el infierno). La historia de Pedro Páramo se desarrolla entre el amor exagerado a Susana y la venganza del mismo contra Cómala. Como un epílogo, la venganza está desdoblada e inversa por la venganza de Cómala contra Pedro Páramo, asesinado por Abundio, símbolo de sus hijos ilegítimos, abundantes y abandonados. La historia de Abundio se mueve entre el amor exagerado a su esposa muerta y la subestimación de los vínculos de sangre. La historia de Juan parte de la sobrevaloración (la casi identificación con su madre) hacia la subestimación de los mismos (la ambigua «búsqueda» de su padre), pero concluye en «cero»; el padre ya está muerto y el propio Juan se muere; sin embargo, en la fosa común Juan termina abrazando el cadáver de Dorotea, una madre frustrada, o sea, metafóricamente, se llega otra vez a la identificación del hijo con la madre. El siuzhet «descentra» estas historias y pone como el marco global la subestimación de las relaciones de sangre, especialmente entre padres e hijos; al mismo 175

tiempo, entre el comienzo y el final hay una clara gradación (cierta ambigüedad vs. el asesinato). De este modo tanto las historias de los personajes como el siuzhet reorganizan y jerarquizan los elementos de las oposiciones semánticas subyacentes a la novela. Esta reorganización y jerarquización particular configura el simbolismo de la obra. Los elementos de las oposiciones semánticas, «descentradas» tanto en el nivel de la fábula como del siuzhet, crean un mito «secundario» —en el sentido de un sistema modelante secundario (cf., por ejemplo, Iu. Lotman, 1970)—, artístico. En Pedro Páramo es el conocido simbolismo mítico (el complejo de Edipo y cierta sombra de incesto) y el social e histórico (el fracaso de la Revolución), en los que no podemos abundar en este contexto. Dentro del modelo pluridimensional que vamos bosquejando, operan todavía los elementos mediadores, los propios portadores del acontecer: los términos y las funciones. Las funciones, tal como las definió Propp (1928), son los papeles a cumplir establecidos por el código de la historia; los términos son los agentes que los cumplen en la estructura fenoménica de la misma. La relación entre las funciones y los términos es dialéctica y asimétrica: una función puede ser ejecutada por varios términos, y un término puede ejecutar varias funciones. Recordemos en esta conexión que ni los términos coinciden con los «personajes» ni las funciones —aunque abandonemos su tácita identificación, hecha por Propp y sus seguidores, con la acción «más visible», o sea, externa, «transitiva»— agotan todos los niveles del acontecer que aparece en la estructura total de la obra. Tanto los agentes como el acontecer se extienden desde las funciones correspondientes del discurso hasta los sistemas modelantes secundarios de varios tipos y niveles de abstracción. De esta manera el discurso se establece como otro límite absoluto de la historia, como otro «grado cero» sui generis, que puede ser su punto de partida, pero también un posible punto de llegada, tal como esto sucede en ciertos experimentos neovanguardistas que reducen los elementos del universo narrativo a un juego polisémico del discurso, del texto (7). Aquí tocamos de paso otro eje importantísimo para el cabal entendimiento de la operación de la historia en correlación y dentro de las estructuras lingüísticas y literarias. La mediación tiene dos modalidades básicas. Primero, los términos y las funciones contrarios quedan vinculados metonímicamente (Jakobson, 1956). En este caso el proceso mediador se realiza por el desarrollo de cierta acción y contraacción. Segundo, pueden quedar enlazados metafóricamente (lakobson, 1956). Aquí el pro176

ceso mediador se reduce a poner ciertas acciones contrarias o diferentes como paralelas, como equivalentes; es otro «grado cero» —la forma neutralizada— de la mediación. Otra variante de la misma modalidad es el uso de la metanarración para suplir — a través de ESQUEMA 1 MODELO DE LA HISTORIA

marco de la fábula

Ejes de la lógica de la historia:

-

j.

1. metafórico marco del siuzhet

1

.





*

2. metafórico 3. metonímico vs. 4. metafórico trabazón trabazón t « • f metonímica metafórica transformación de los términos >

y de las funciones 5. metafórico 2.

3.

1

4.

1

-i

oposiciones semánticas binarias

t configuración acontecer

discurso

una historia de otro orden— la falta de mediación metonímica en la historia enmarcadora. Resumiendo nuestras consideraciones (véase Esquema I), comprobamos que la lógica de la historia opera potencialmente sobre cinco ejes, cuatro de los cuales son metafóricos (los marcos de la fábula y del siuzhet, las oposiciones semánticas binarias y la traba177

zón metafórica de los términos y de las funciones) y uno es metonímico (la trabazón metonímica de los últimos). Este modelo representa el reverso del modelo estructuralista, que, semejante a toda la tradición de los estudios narrativos, enfoca casi exclusivamente la mediación metonímica, dentro del marco «lógico» del encuadre intencional. La realidad vivencial (el «acontecer»), el discurso, la trabazón metafórica y metonímica de los agentes y de las funciones, y los encuadres mítico y estético constituyen los límites externos del espacio dentro del cual el acontecer, el discurso o la narración se convierten en historia y en el cual la historia se desarrolla o está creada por el lector. Del planteamiento nomotético, tal como lo entendemos nosotros, deriva una consecuencia importante para la práctica crítica y artística. El modelo nomotético construye ciertas dimensiones universales y los ejes correspondientes que operan en las mismas. El fenómeno concreto se configura libremente dentro de estas dimensiones y de sus ejes; aprovecha más bien unos que otros; se aproxima más bien a unas polaridades que a otras; neutraliza unos ejes y dimensiones y lo compensa por la permanencia de otros, o subvierte a algunos o incluso a todos. Sólo así comprendemos que no tiene «centro» ni «esencia» fija, sino que —en el juego de la jerarquización, neutralización, compensación y subversión— puede adquirir formas infinitas. El modelo nomotético de la historia, pues, no pretende que la realidad siga ciertas pautas; las historias y los textos concretos no necesitan identificarse con él. Este modelo se establece simplemente como un constructo intelectual destinado para medir, para diagnosticar, por todos sus aspectos, la correspondiente actividad real —sus múltiples aspectos y niveles— tal como ésta tiene lugar en los textos, y así para facilitar la descripción de las estructuras fenoménicas concretas con más objetividad. También los experimentos «aniinarrativos» contemporáneos (por ejemplo, la reducción de la historia al mínimo y el énfasis sobre las capas intermedias o incluso verbales de la acción; las lagunas dejadas abiertas en la cadena metonímica; los enlaces metafóricos implícitos puestos entre las acciones heterogéneas, tal como propone hacerlo un Huxley en el Contrapunto, o la apertura a lo potencial, o sea, a las posibilidades alternativas abiertas ante el desarrollo del acontecer, las que se bifurcan infinitamente, como en Borges) pueden ser «medidos», explicados y entendidos mejor a partir del modelo que proponemos y a partir de su modo de operación. 178

Sobre el trasfondo de este modelo se entiende mejor por qué el furor simétrico de la narratología estructuralista fue demasiado estrecho: los modelos seudouniversales que permitían sólo el cumplimiento de la expectación (el fin debía restablecer el equilibrio) y que se basaban —filosóficamente— en el vínculo existencial entre el constructo teórico y la realidad objeto (los relatos concretos debían ajustarse al modelo), en la medida en que esa realidad se les escapaba (se «desviaba»), adquirían necesariamente aspecto normativista. Nuestro modelo pluridimensional evita la primitivización de la narratología aparecida bajo la influencia de Propp, Lévi-Strauss y la gramática generativa transformacional, y revela una lógica múltiple, no sólo la «doble lógica» vista por Lévi-Strauss (1958) o por Todorov (1971), que opera potencialmente en cualquier historia. Sin embargo, el examen de esta dimensión es sólo un primer paso hacia la fenomenología —postestructuralista y postideológica— del universo narrativo investigado en todas sus dimensiones funcionales. El último objetivo de nuestro proyecto no es clasificatorio, sino el establecimiento de un «espacio» narrativo sui generis, de un número mínimo, pero al mismo tiempo exhaustivo de coordenadas que permitan medir la energía de la historia y explicar sus formas fenoménicas infinitas. Nuestro modelo es un constructo teórico; es un instrumento para medir las dimensiones de la historia (storiness) que tiene la realidad vivencial, el discurso y el universo narrativo y dramático. Pero no es un constructo, un instrumento inocente. Revela la imposición teleonómica, los encuadres (frames y frame-ups), el mito totalitario, cerrado, del retorno de lo mismo o bajo el disfraz de lo otro, operantes en la historia. Aunque este modelo, por el status particular que le hemos adjudicado, no implica que las historias concretas se identifiquen, que asuman estas imposturas, ni que tampoco tengan que hacerlo, sí revela las poderosas fuerzas modelizantes que operan en el espacio potencial de la historia. Es con la ayuda de estas fuerzas, y contra ellas, como la historia concreta lanza su desafío y su apuesta, antes de hundirse en el maelstróm de la Historia. Sería desde esta perspectiva de donde podríamos comprender mejor la crisis, cada vez más profunda, de la narrativa —de la historia— en las ciencias, en la historiografía o en el arte moderno. Pero este proceso de la desmitificación y de la desmixtificación de 179

la tradición occidental, agudizado en nuestra modernidad (véase E. Volek, 1984), queda ya fuera de los límites de este estudio. El campo en que se desenvuelve la historia se extiende desde el siuzhet —o sea, desde la historia actualmente narrada— hasta el nivel nomotético —o sea, hasta el modelo de las dimensiones universales dentro de las cuales opera la historia. Este campo puede dividirse en tres niveles operacionales: 1. nivel fenoménico, actual (el texto, el siuzhet y la fábula de la estructura narrativa particular); 2. nivel sistémico, potencial (la paradigmática de fábula y siuzhet, y el código de ciertas clases —géneros— de historias); 3. nivel nomotético, universal (el modelo de las dimensiones y de los ejes universales de la historia, dentro de los cuales se sitúan los niveles objeto, sistémico y fenoménico). Fijémonos en una diferencia fundamental de nuestro modelo nomotético frente a los modelos tradicionales. En el paso del nivel universal al fenoménico, no se trata de un desarrollo, de una transformación ampliadora ni restrictiva, que vaya de lo abstracto a lo concreto, sino de una cóncretización sistémica e histórica dentro de ciertas dimensiones al mismo tiempo universales y concretas. En otro lugar nos hemos ocupado ya de las relaciones entre los elementos del plano fenoménico (8). De manera semejante como la fábula se construye en la recepción a partir del siuzhet y al mismo tiempo se establece como su medida, también la fábula fenoménica está medida por el próximo nivel superior, y éste a su vez por el nivel nomotético. De esta manera también estos niveles están integrados implícitamente en la estructura semiótica global de cada obra narrativa. El nivel sistémico podemos diferenciarlo en dos esferas complementarias. A la primera pertenece la paradigmática del sistema. Entre los trabajos que enfocan este aspecto citemos al menos los de Propp (1928a), de Todorov (1966 y 1969), de Genette (1972) y también de Bremond (1966 y 1973). Por ejemplo, Bremond se propone elaborar toda una paradigmática de la construcción de las historias, partiendo del «mapa de las posibilidades lógicas de la historia» y del «inventario de los papeles narrativos principales» (1966: 60; 1973: 134). A la segunda pertenece el código de algún género narrativo. 180

El trabajo clásico aquí es el de Propp (1928) sobre el cuento de hadas. A partir del análisis macrosintáctico de un corpus textual determinado, Propp logró establecer la fábula «redondeada» del género. Es un estudio que hizo época; pero la narratología de los años 60, que lo abrazó como su base, no se dio cuenta de que el marco teórico proppiano es peculiarmente limitado. Si, por un lado, es ya transformacional —y en ello rebasa el planteamiento estructural funcional en que desembocó el Formalismo Ruso—, por otro lado es todavía formalista (véase en este aspecto la crítica perspicaz de C. Lévi-Strauss, 1960). Otra cadena de equívocos emana de la relación existencial puesta entre el modelo y los textos concretos: según Propp, éstos deben identificarse con la disposición funcional del modelo. En realidad un código de un sistema modelante secundario —como lo es el universo narrativo— es sólo un constructo intelectual, que puede servir para diferenciar los géneros narrativos y para «medir» los textos concretos. El código potencial no necesita realizarse ni en la forma completa ni en el orden de los elementos que presenta la fábula; ésta, a su vez, puede desdoblarse, etc. Por otra parte, como ya le hemos señalado, lo que Propp cree que es un modelo elemental, es una fusión sincrética de dos historias elementales simétricas e inversas. En el nivel nomotético, aunque sin producir resultados verdaderamente universales, se sitúan aspectos de los trabajos de LéviStrauss (1958, etc.), de A. J. Greimas (1966 y 1970: 187s.) y de Todorov (1968 y en parte 1973). Ahora bien, si existe algo como la paradigmática de la fábula, existe indudablemente también algo semejante para los siuzhets, las leyes específicas de su construcción. Es lo que estudió, a partir de la construcción del lenguaje, ya V. Shklovski (1919). Así la repetición de cierta acción, escena, etc. (como, por ejemplo, los famosos tres golpes de Rolando moribundo con su espada en un esfuerzo por romperla, descritos en tres laisses consecutivas, 170-72), no pone de manifiesto la matriz paradigmática, el sistema sincrónico de las oposiciones semánticas binarias subyacentes al mito —a no ser que se trate de repetición de toda una secuencia determinada—, sino que es resultado de la fragmentación narrativa, diacrónica, cuyo objeto es la gradación del proceso narrativo y de su actuación sobre el destinatario. Las que operan aquí son las leyes de la construcción narrativa y, en particular, las de la construcción artística. 181

Sin embargo, las dos paradigmáticas están situadas entre Escila y Caribdis de la lógica y de la retórica. Si se abstrae mucho de las estructuras concretas, se hipertrofia la lógica (véanse los trabajos de Bremond). Si se abstrae poco, se hipertrofia la retórica, que es capaz de generar términos y diferencias fenoménicas al infinito (véase, en parte, el trabajo sintético de Genette, 1972). Pero tal vez hay que incurrir en los extremos para investigar todo el campo de las posibilidades abiertas a la estructura narrativa, todos los «rincones perdidos», los cuales se revelan -de repente —dentro de un marco teórico más amplio y diferente del tradicional— como fundamentales para el establecimiento de un modelo universal de la narración.

NOTAS (1) Véase ahora «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 3., en este volumen. (2) Véase el ensayo «Los conceptos de fábula y siuzhet en la teoría literaria moderna...», en este volumen. (3) En este sentido de cierta coherencia textual, de un texto densamente trabado por un «juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades», la definición aristotélica está desplazada, desarrollada y a su vez nuevamente ideologizada en el artículo programático de Borges (1932). Véase nuestro ensayo sobre el porteño en Volek (1984). (4) El planteamiento hecho por Lotman está discutido en detalle en «Los conceptos de fábula y siuzhet...», 3.4., en este volumen. (5) Cf. «Los conceptos de fábula y siuzhet...», 3.2. y 4.2., en este volumen. (6) Véase «Los conceptos-de fábula y siuzhet...», 4.2. y 4.3., en este volumen. (7) «Los conceptos de fábula y siuzhet...», 3.2. y 4.2., en este volumen. (8) «Los conceptos de fábula y siuzhet...», 4.2., en este volumen.

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«POSTSCRIPTUM» A FÁBULA, «SIUZHET» E HISTORIA La confusión de los conceptos, de los niveles y de sus modos de operación, lo mismo que la omisión de los aspectos relevantes, son nefastos para la teoría. Esta trata de modelar el objeto en toda su riqueza y complejidad, y no imponerle moldes preestablecidos. En la poética moderna, que empezó a buscar la especificidad de su dominio en los «procedimientos poéticos» particulares, se puso de rigor no sólo utilizar la lingüística como un instrumento hermenéutico, sino también proyectar las estructuras del lenguaje sobre los objetos de la investigación. Fue un procedimiento innovador: desfamiliarizaba el gastado enfoque filológico, temático o ingenuamente referencial —«realista»— de los mismos. Sin embargo, al pasar los años, los propios formalistas rusos, quienes abrieron este rumbo, empezaron a dudar de si este proyecto era completamente viable (1). Más tarde, en los años 60, el binarismo, que fue descubierto en los albores de la lingüística estructural por Trubetzkoy y por Jakobson como la base de los sistemas fonológicos y que fue aplicado luego exitosamente a algunos planos superiores del lenguaje (2), entró en la poética moderna, a través de la antropología estructural de Lévi-Strauss, como la piedra angular de la construcción de los sistemas. Fue entonces cuando comenzó la carrera de la teorización de la que hoy tratamos de recoger los pedazos. Impulsada por los descubrimientos de Propp, de Lévi-Strauss y de la gramática generativa transformacional, la narratología se puso a la cabeza de la poética. La teoría empezó a ver en todo mera proyección de las estructuras lingüísticas y binarias. Se olvidó de que la totalidad compleja no está determinada necesariamente por 185

sus elementos y por sus bloques constructivos, sino que más bien lo es al revés. Se le escapó a veces que oponer dos cosas todavía no crea una oposición binaria, o que, aun cuando la relación binaria sí constituye la «molécula» constructiva fundamental del sistema, un sistema particular no es necesariamente binario, sino que puede ser plural (3). El reduccionismo lingüístico y la concentración del estructuralismo en los objetos primitivos de la investigación contribuyeron indudablemente a prolongar la falsa felicidad de la doctrina. Hoy esta teorización está en plena bancarrota. Pero un desenfoque tiende a producir otros. Así Barbara Herrnstein Smith (1980) parte de algunos equívocos a que da lugar la narratología estructuralista y lanza un poderoso ataque contra toda la tradición narratológica moderna, desde sus raíces en el Formalismo Ruso. Sin embargo, sin querer, no hace sino confirmar la validez de estas raíces, particularmente en el sentido en que las hemos reexaminado y replanteado nosotros (E. Volek, 1977 y 1978) y en que las vamos desarrollando en este volumen. El ataque de Herrnstein Smith revela que la metamorfosis de los conceptos formalistas perpetrada en el ensayo seminal de Todorov (1966) fue aún más profunda de lo que hemos señalado (4). En su trabajo, Todorov fundió fábula y siuzhet con histoire y discours, tomados de la lingüística de E. Benveniste (1959), y los reinterpretó, implícitamente, en el contexto generativo transformacional. Este contexto había sido introducido en la narratología estructuralista francesa por Claude Bremond (1964: 20). En esta reinterpretación fábula o histoire operan como una especie de «estructura profunda», y siuzhet o discours, como la «estructura de la superficie». De este modo no sólo desaparece el siuzhet como un nivel especial de la estructura —o sea, como la abstracción de la estructura en el nivel modelante de la historia—, y se funde con el texto; no sólo se evapora, a consecuencia de ello, la correlación específica establecida por el Formalismo entre fábula y siuzhet como dos dimensiones semióticas equivalentes y complementarias de la historia (5), sino que se problematiza el propio status de la fábula. Bajo la influencia de Propp y de la lingüística generativa transformacional, la fábula pierde el enlace con la estructura de un texto concreto —o sea, deja de ser una versión concreta de cierta historia—, y tiende a ocupar el nivel que le corresponde al código de cierta clase de textos como versiones de cierta historia genérica. Si en Todorov hay todavía cierta vacilación en torno al status de la fábula —por el empleo de los conceptos formalistas y por el contex186

to transformacional implícito—, en la teorización ulterior ya no cabe ninguna duda acerca del desplazamiento ocurrido (Greimas, 1970; van Dijk, 1971; Hendricks, 1971; Chatman, 1978). Esta concepción opera con un tipo de «historia básica», que puede transformarse en diferentes versiones de la «superficie», las cuales pueden manifestarse, a su vez, en diferentes medios semióticos (verbal, cinemático, pictórico, etc.). Curiosamente, al efectuarse este desplazamiento de la fábula en «historia básica», vuelve a abrirse un espacio para el siuzhet, el cual reaparece ahora como cierta versión de esa historia subyacente (así, por ejemplo, en Chatman, 1978: 43). Sin embargo, la implicación de la identidad entre el nivel fenoménico y el código del género —o sea, el postulado de que la versión de la «superficie» tiene los mismos elementos que la historia subyacente, sólo que organizados de manera diferente— desvirtúa la relación entre los dos niveles. Imaginémonos que alguna Academia de Lagado proponga aplicar tal identidad a las señales del tráfico: éstas podrían venir en orden diferente, pero siempre en ciclos completos. Si se quisiera emplear una señal dos veces seguidas, todas las otras señales tendrían que mediar entre esas dos instancias. Dadas estas reglas, casi proppianas, o bien se pondrían señales donde no hubiera la realidad que las demandara, o se tendrían que «saltar» ciertas realidades cuando las señales correspondientes ya estuvieran empleadas. Este sistema sería estupendo para memorizar el código, pero ya menos para regular el tráfico. La pareja de histoire (o récit, en otros teóricos) y discours, que sustituyó la de fábula y siuzhet, estableció en realidad una oposición completamente diferente: la habida entre el código de cierta clase (género) de textos y un texto particular, un enunciado derivado de aquél. A consecuencia de esta metamorfosis, y para colmo, bajo la apariencia de la continuidad con el Formalismo Ruso, no desaparece sólo el siuzhet, sino también la fábula, tal como estos conceptos fueron establecidos —pese a ciertas vacilaciones— por los formalistas. Sin embargo, la nueva oposición, entre el texto y el código de un género de textos, produce un dualismo equívoco y difícilmente conciliable, porque le faltan los eslabones intermedios (fábula y siuzhet), y también una clara diferenciación del modo de operación que caracteriza a los elementos. En nuestro planteamiento, el texto, con el siuzhet y la fábula correspondientes, pertenece al nivel fenoménico, actual; mientras que el código del género está situado, 187

necesariamente, en el nivel sistémico, potencial. Un enunciado no tiene por qué agotar el código (y en ciertos casos, como en el código lingüístico, ni siquiera sería capaz de hacerlo) ni puede presentarse en el orden del mismo, porque ese orden es sistemático y simultáneo, o sea, paradigmático. Por desconocer estas diferencias elementales y sus profundas implicaciones, en las teorías estructuralistas, la «historia básica» pretende representar también la fábula de un texto concreto, de una versión particular de una historia común a cierta clase de enunciados textuales. Además, la «historia básica» como código de cierto género sigue cargando con el formalismo de Propp y con sus limitaciones. Son, pues, este dualismo simplificante y sus equívocos los que están puestos en tela de juicio por Herrnstein Smith (1980). Esta investigadora cuestiona, en primer lugar, el propio status de la «historia básica». Si los narratólogos estructuralistas la definen como independiente de las versiones concretas —o sea, de la manifestación en la «superficie», de la expresión material y de la mediación por el narrador—, resulta ser algo inimaginable, algo imposible, lo cual existe, cuando más, tal como los arquetipos platónicos (p. 216). Luego, aduciendo el corpus de los textos sobre la Cenicienta, la autora argumenta que los textos son tan variados que ni siquiera es posible establecer la «historia básica» postulada por los estructuralistas, o sea, «aquello que todas las versiones tienen en común (ibidem). Si se descarta la «historia básica», lo que queda son sólo las versiones. Incluso nuestros resúmenes de los textos no son sino otras versiones autónomas. Como la «historia básica» es inexistente o imposible y, por tanto, dispensable, prosigue Herrnstein Smith, la narratología debería abandonar el modelo dualista y partir sólo de los textos, de las versiones concretas.

turalista terminó por imponer al universo narrativo una camisa de fuerza de una dualidad equívoca y reduccionista. Paradójicamente, Herrnstein Smith, después de criticar con justicia algunos de los errores del estructuralismo, propone, otra vez equívocamente, un marco teórico aún más reduccionista, si bien muy acorde con el sonado empiricismo sajón.

Obviamente, los equívocos de Propp (1928) y del modelo generativo transformacional han facilitado esta crítica. Pero también la han desenfocado. Porque la demolición del maridaje desigual entre el texto (la versión) y el código del género interpretado de cierta manera, no afecta ni al posible código de cierta clase de textos, ni a fábula y siuzhet como «sistemas modelantes secundarios», o sea, como mecanismos reconstructivos que modelan el significado del texto en el nivel de la historia. Pero hay que entender estos conceptos de otra manera de como fueron concebidos por la narratología estructuralista a partir de Todorov (1966). Porque, cediendo a la atracción de ciertos modelos lingüísticos en boga, la teoría estruc188

189

„ k.í

LA CARNAVALIZACION Y LA ALEGORÍA EN «EL MUNDO ALUCINANTE» DE REINALDO ARENAS

NOTAS (1) (2) (5) (4) (5)

Véase «Paradojas del Formalismo Ruso. », en este volumen. Véase «La actitud metaestructuralista...» 2.2., en este volumen. Ibídem, 3.2., 4.4. y 4.5. 3.1., en este volumen. Véase «Los conceptos de fábula y siuzhel Ibídem, 4.

... aun en las cosas más dolorosas hay una mezcla de ironía y bestialidad, que hace de toda tragedia verdadera una sucesión de calamidades grotescas, capaces de desbordar la risa... (El mundo alucinante,

T

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p. 117.)

El mundo alucinante (1969; en adelante, EMA) (1), del joven escritor cubano Reinaldo Arenas (1943), es una obra particularmente interesante para el análisis literario. Por un lado, contiene un arriesgado experimento artístico, uno de los más radicales en la narrativa hispanoamericana actual, experimento que ostenta la autonomía de la creación literaria y que pone en tela de juicio los mecanismos de base que sostenían el mundo narrativo de la novela realista. Por otro lado, al jugar con varios contextos históricos extraliterarios (para el protagonista, el célebre dominico mexicano Fray Servando Teresa de Mier, la época de la Revolución Francesa y de la Independencia americana; para el autor y para el lector, además, la Revolución cubana), esta obra se sale constantemente de la vacua «literariedad» postulada para las letras por el formalismo y estructuralismo de raíz kantiana (2). Así no sorprende que la crítica más incisiva haya enfocado EMA precisamente desde la una o desde la otra vertiente. Sin embargo, como lo ha hecho, además, a partir de ciertas relaciones intertextuales (a partir de algunas propuestas de Borges; de las Memorias de Fray Servando, o del con191

texto histórico de la Revolución cubana), esta crítica ha dejado algo obliterada la situación tal como se ve desde la propia textualidad de la obra, desde su propia estructura artística (3). Hacia el potencial semántico de la estructura En este trabajo nos proponemos bosquejar algunos mecanismos semióticos operantes en la obra y su estructuración en conjunto, y también queremos señalar algunos límites del experimento artístico realizado en la misma. Sin embargo, detengámonos antes brevemente en las premisas metodológicas de nuestro enfoque. Al analizar la estructuración de los elementos, más que una «interpretación» en el sentido tradicional, reduccionista, tenemos en la mente un intento de describir el potencial semántico de la estructura, por lo menos en sus características principales. El potencial semántico, en contraste con algunas teorizaciones del llamado «postestructuralismo» francés y estadounidense, no es para nosotros un juego indeterminado del significado, sino que es un juego dentro de ciertas restricciones. En primer lugar, es el contexto semántico, textual, de la obra y los mecanismos de su trabazón que operan sobre el eje «el elemento vs. la totalidad»: por un lado, son los mecanismos gramatical, paragramatical y textual; por otro, es el despliegue del contexto, la sucesión actual de los elementos, independientemente de su integración en las totalidades particulares de cualquier nivel, o sea, lo que Jan Mukafovsky llamó la «acumulación semántica», la cual corre a través de los mecanismos anteriores (4). Segundo, es el contexto genético, o sea, las obras de un autor, escuela, período, género, etc. (5). Y, tercero, son los contextos históricos y culturales evocados. Por otra parte, como somos contemporáneos del autor, no necesitamos separar específicamente el marco referencial, histórico y cultural, del lector. Como se sabe, este marco puede coincidir o no con los contextos evocados por la obra y, en el caso negativo, puede «abrir» nuevamente el juego del significado en la estructura. Sin embargo, cada apertura impone a este juego necesariamente sus propios límites históricos (6). En otras palabras, el juego semántico no transcurre nunca en el vacío, sino siempre dentro de ciertas coordenadas, aunque algunas de ellas cambian debido al desplazamiento del marco referencial del lector. De esta manera la llamada «recepción» o «concretización», que parecía ser «posterior» a la estructura semántica, se convierte en una dimensión de la estructura misma, 192

o sea, de la actividad semántica que tiene lugar en ella. Entonces, contrario a como se lo figuraba la hermenéutica y la fenomenología tradicional, resulta que la obra no tiene ninguna «esencia» semántica inmutable; ninguna estructura fija una vez para siempre que las lecturas particulares sólo distorsionen de tal o cual manera, sino que su juego semántico se dibuja y se deshace sin cesar, aunque siempre dentro de una red de contextos particulares. El chachachá narrativo EMA se abre con un «pre-texto», con una carta dirigida a Servando. Aunque no está firmada, el contexto no deja ninguna duda de que es el autor quien se dirige a su protagonista. El autor cuenta en ella cómo lo descubrió y cómo reunió los datos de su vida, hasta darse cuenta un día de que «tú y yo somos la misma persona» (página 9). A partir de esa identificación, metafórica y alegórica, revisó luego las vicisitudes biográficas e históricas del fraile. Sólo sus memorias, dice, «aparecen en este libro, no como citas de un texto extraño, sino como parte fundamental del mismo» (ibid.). Por supuesto, estas revelaciones no dejan de problematizar la historicidad del personaje; sin embargo, el final patético de la carta parece afirmarla inequívocamente: (en este libro) Estás, querido Servando, como lo que eres: una de las figuras más importantes (y desgraciadamente casi desconocida) de la historia literaria y política de América. Un hombre formidable. Y eso es suficiente para que algunos consideren que esta novela debe ser censurada (p. 10).

La carta se sitúa en un metanivel con respecto al texto de la novela. En la función de metatexto es parte del juego literario global. No es simplemente «la interpretación del autor», la inapelable determinación del significado que el texto lleve como un cabestro. Opera más bien como cierta expectativa producida en el lector con la cual el texto luego juega. En el presente caso es la expectación de la seriedad, de la fidelidad histórica y del mimetismo artístico. Sin embargo, el texto de la novela no podría chocar más violentamente con esta disposición. El primer capítulo lo revela en forma paradigmática: 193

Venimos del corojal. No venimos del corojal. Yo y las dos Josefas venimos del corojal. Vengo solo del corojal y ya casi se está haciendo de noche. Aquí se hace de noche antes de que amanezca. En todo Monterrey pasa así: se levanta uno y cuando viene a ver ya está oscureciendo. Por eso es mejor no levantarse. Pero ahora yo vengo del corojal y ya es de día (p. 11). Un poco más adelante se nos dice: Ni arrancó las matas de corojos que por otra parte nunca han existido. Ni vio a sus hermanas, pues aún no habían nacido. Ni presenció las necedades de las manos cortadas... Inventos. Inventos... (pp. 16-17). En EMA nos topamos con una situación narrativa insólita: encontramos tres capítulos número uno, narrados en tres voces diferentes. Estas voces están desplegadas paradigmáticamente: yo, tú, él, y además de contener contradicciones internas, alternadamente se desmienten y afirman entre sí. Como si el autor no pudiera decidirse acerca de la voz más adecuada o acerca de cierta correlación entre lo narrado y la voz (por ejemplo, a la manera de La muerte de Artemio Cruz). Como por si acaso, deja recorrer el mismo trecho de la fábula tres veces seguidas, en tres claves narrativas y retóricas diferentes. Estas variantes oscilan entre ser meras variaciones, meras permutaciones de los elementos, y versiones distintas o hasta contradictorias de los presuntos hechos de la fábula. Uno esperaría que sería la narración en tercera persona la que ofrecería la base «objetiva», de «verosimilitud», para que el lector pudiera «soñar» de ahí el mundo narrado, y establecer el grado de confianza de las voces personales, subjetivas (yo, tú). Así comienza, efectivamente, el tercer capítulo uno. Sin embargo, después de «Inventos. Inventos...» (página 17), el foco se desplaza a la conciencia del personaje y ahí se atrinchera a lo largo de la obra (con algunas breves salidas más bien lúdicas, como en pp. 134-35). Tenemos ante nosotros, pues, versiones y diversiones equivalentes, igualmente poco fiables, llenas de una imaginación paranoica, contradictoria; un texto que se repliega, paródicamente,, sobre sí mismo. Un verdaero «chachachá» epistemológico y narrativo. De esta manera las versiones contradictorias coexisten, si bien 194

en pugna una con otra, en el extraño espacio que ha abierto la narración de EMA, y contribuyen poderosamente a la creación del mundo narrativo anunciado por el título. Sin embargo, este mundo no se abre al universo potencial, a la infinidad de las alternativas narrativas posibles, tal como lo propone un Borges en «El jardín de senderos que se bifurcan» o tal como lo practica un Robbe-Grillet, por ejemplo, en el guión de la película L'Année derniére á Marienbad. Se asemeja más bien a la narración «poligonal», en donde un fenómeno está visto desde varias perspectivas subjetivas, que se disputan el significado «verdadero» (postulado como existente o como no existente) del mismo; con tal que, a diferencia de las obras clásicas de este tipo (7), el foco en EMA «baila» constantemente. Donde se podría aplicar el concepto borgeano tal vez con mayor derecho es en las contradicciones aparecidas dentro de las voces particulares; si bien aun aquí el vaivén de las afirmaciones y negaciones está motivado por la imaginación febril del personaje, que las voces narrativas reflejan o revelan (como en la cita de las páginas 16-17) desde sus perspectivas específicas. El paradigma desplegado en los tres capítulos número uno se sintagmatiza y se narrativiza en los siguientes. Por ejemplo, ya los tres capítulos dos son mucho menos simples variaciones y desplazan el énfasis hacia la progresión narrativa (desde Monterrey hasta la ciudad de México). Esto no significa que el experimento se vaya anulando. El factor fundamental es aquí el dinamismo semántico de la estructura, la mencionada acumulación semántica contextual: una vez que la estructura está puesta en cierto movimiento, éste sigue actuando sobre la acumulación semántica en el proceso de la lectura, y bastan sólo ciertos toques para reafirmar su vigencia. La multiplicación de algunos capítulos, el movimiento giratorio de las voces, la variación y la contradicción narrativa niegan la posibilidad de establecer algún «mundo representado» objetivo, independiente, «existente» tras el medio del texto. Tal «mundo» aparece aquí sólo en función de este último, el cual lo construye y destruye en el libre juego de la imaginación. Ya estos juegos narrativos anuncian la desrealización del proyecto literario propuesto en el metatexto, desrealización que se caracteriza por la alucinación, lo grotesco, el absurdo y la parodia. Estos rasgos imprimen al juego literario de Arenas un distinto sabor carnavalesco, tal como este fenómeno fue analizado en los trabajos ya clásicos de Mijail Bajtin (1929; 1965; 1972). 195

El carnaval en EMA Hay todavía otros rasgos que vinculan la obra con los géneros literarios carnavalescos, y en particular con la sátira menipea. Toda la novela está como bajo el signo de la transmutación. Por ejemplo, varios episodios parodian la aparición de la Virgen de Guadalupe, disputada en el famoso sermón del fraile que desencadena su interminable persecución. Los personajes se transforman proteicamente, cambian de sexo, se desdoblan (por ejemplo, Servando podría encontrarse consigo mismo en la alegórica tierra de los buscadores, página 91) o se convierten en uno (como los dos frailes especulares, p. 63). También el texto sufre sus metamorfosis: en algunos lugares pasa de la prosa al verso rimado y al revés, pero conservando las rimas paródicas. Ocasionalmente aparecen juegos de palabras (fraile/fraude, p. 59; nobleza rancia/olor de pieles viejas, p. 164); repeticiones redundantes, paródicas (como, por ejemplo, los títulos de los capítulos múltiples), o el juego paronomásico, que en un lugar (páginas 51-52) sintetiza la paranoia persecutoria total de un estado policial totalitario. Incluso el tiempo baila el chachachá: sus fases se superponen, condensan e intercambian. Aparecen múltiples anacronismos, que subvierten no sólo el tiempo histórico, sino también el tiempo como tal, como transcurso lineal, irreversible, metonímico (por ejemplo, la madre de Servando, un rato viva y otro muerta; las hermanas todavía no nacidas). El propio tiempo biográfico del fraile está reestructurado por la ficción. Y en la visión alegórica final cambia el tiempo histórico, pero la realidad observada siempre queda la misma: la opresión y la manipulación de las masas. Aun cuando Servando se lanza al futuro, no encuentra sino las hogueras de otras inquisiciones y de otras cazas de brujas. Curiosamente, entre las llamas, alguien cuenta su vida (p. 214). Es una velada autorreferencia al autor, particularmente si se tiene en cuenta el final del metatexto: «Y eso es suficiente para que algunos consideren que esta novela debe ser censurada» (p. 10). Bajo el signo de carnaval se hallan también algunos elementos de carácter naturalista frivolo y erótico (por ejemplo, la visión de las tres tierras del amor, dignas de El Bosco; las metamorfosis del falo, etc.), y, en fin, toda la imaginación del personaje —febril, paranoica, oximórica, transfigurativa—, comunicada a través de varios disfraces narrativos y retóricos. Resulta de aquí una fabulación 196

grotesca, absurda, llena de humor negro, en la cual catástrofes, sucesos y muertes pasan como entre marionetas. El juego de las voces narrativas es particularmente fascinante y tiene importantes implicaciones para el estrato carnavalesco. Hagámonos un aparte y examinemos en detalle el «chachachá» narrativo y epistemológico de su rotación y metamorfosis. La carnavalización del proceso narrativo Analicemos las voces en el orden de su intervención. La primera en aparecer es la voz del hablante en el metatexto, en la carta dirigida al protagonista. Es el primer hablante en primera persona de la obra (yoi). Resulta ser el autor intrínseco, «textualizado», convertido en uno de los actores de la urdimbre textual. El autor trata a su personaje en la forma familiar, de «tú», y, además, pone entre los dos un signo de identidad metafórica y alegórica: «tú y yo somos la misma persona» (p. 9). Examinemos ahora la propia parte novelesca de EMA. Los segmentos narrados en primera persona pertenecen al protagonista. Así emerge el segundo hablante en primera persona iyoi) de la obra. Entre el momento de la enunciación y el tiempo én que tiene lugar el enunciado media un lapso indeterminado; sólo a veces los dos tiempos coinciden y el pasado queda actualizado. En la terminología de Genette (1972: 256), este narrador sería designado como «homodiegético», por referirnos la historia en que participa como personaje, y oscilaría entre las categorías de «extradiegético» e «intradiegético», según los momentos de la enunciación y del enunciado se separan o coinciden. ¿Cuál es el origen, el hablante de la narración llevada en segunda persona? ¿Lo es el protagonista mismo u otro hablante? En el primer segmento narrado en esta forma (en el segundo capítulo uno) la enunciación y el enunciado se funden, y parece que el protagonista es el destinatario de su propio discurso pensado (de manera semejante a un soliloquio). En el segundo segmento (el tercer capítulo dos) las dos instancias discursivas se separan y media entre ellas un lapso indeterminado. Es en el tercer segmento (al final del capítulo tres) donde aparecen varios elementos que permiten resolver el problema: asoma el «yo» de la enunciación, y resulta claro que este hablante se distancia del protagonista y que sabe más que él. La combinación de estos elementos da lugar a varios juegos. Por 197

ejemplo, la distancia se manifiesta en las apostrofes al personaje («oh, gran fraile», «mi fraile», «oh fraile»). En un lugar el hablante castiga, paródicamente, al protagonista como a una marioneta: «Eh, fraile, deja algo para las nuevas generaciones y sigue tus andanzas, Upa, fraile, ¡Anda!, fraile. ¡Zas!, fraile», etc. (p. 170). En algunos pasajes se dan todos los elementos juntos; por ejemplo, en el tercer capítulo siete o en el capítulo diez. Este último es particularmente interesante. El hablante no sólo está claramente separado del personaje («Qué podría hacer por ti que ya tú no hayas hecho o imaginado hacer», p. 55), sino que incluso quiere abandonarlo en su calabozo («Te he de dejar solo en este lugar donde no sabría qué hacer, ni en qué pensar ni siquiera cómo escapar», ibid.). Este nuevo hablante se convierte en el tercer origen del discurso narrativo. Así emerge el tercer «yo» (yo)) de la obra. Tras el relato en «segunda persona» se esconde, de hecho, otro narrador en primera persona. En la terminología de Genette (1972: 256), este narrador sería «heterodiegético», por referirnos la historia en que no participa como personaje, y oscilaría entre «extradiegético» e «intradiegético». Por este último rasgo se aproxima al narrador-protagonista (VO2); pero, por dirigirse al mismo en forma de «tú», se asemeja al hablante del metatexto, al autor intrínseco (yoi). Y del mismo modo que se pone el signo de identidad entre el autor y el protagonista, también el tercer narrador se les hace semejante y media entre los dos. El parecer se centra en torno a las inquietudes literarias, que caracterizan a sus sujetos y los llevan a formular preguntas incómodas acerca de sus respectivos ambientes sociales (páginas 9 y 29-31). En el pasaje ya citado, donde el hablante amenaza con abandonar al protagonista, aquél desiste de su intención precisamente en conexión con la fiebre de escribir («Escribe. Escribe. Escribe... Pero ya no puedo seguir contigo. Debe ser por eso que no quisiera dejarte», p. 56). En otro lugar, durante la visita a la bruja, el hablante se identifica implícitamente con el personaje de tal modo que hasta lo sustituye a ratos (p. 97): los dos alternan en la misma función narrativa (en el sentido de Propp, 1928) (8). Otro caso de sustitución ocurre durante la estancia en Pamplona (p. 105). De esta manera los tres hablantes personales están claramente separados uno de otro como instancias narrativas, pero están íntimamente enlazados por la identificación, transformación y semejanza. Hasta ahora hemos observado cierta constelación y cierto juego de las personas, de las máscaras narrativas tras algunas instancias discursivas de la enunciación y del enunciado. Los datos de la pers-

pectiva y de la voz narrativa completarán el cuadro. En los segmentos narrados aparentemente en «segunda persona» la perspectiva del narrador, omnisciente, asoma sólo en algunos pasajes en que éste ostenta su superioridad, hasta en forma burlesca, sobre el personaje (páginas 42, 55, 170). En el resto, la narración adopta la perspectiva propia del protagonista. Es éste un equivalente personal de lo que se ha dado en llamar, en las taxonomías tradicionales, la «omnisciencia selectiva» (9). Este desplazamiento del enfoque —a saber, de la omnisciencia a la omnisciencia selectiva— tiene su correlato también en la voz narrativa, en sus características lingüísticas y semánticas. El discurso narrativo está lleno de rasgos que provienen del discurso del personaje (véase el análisis de estos rasgos en L. Dolezel, 1960; 1973: 20-40). Destaca entre ellos la semántica subjetiva, producida por la imaginación febril de Servando. Sin embargo, el discurso no llega a establecerse como una representación de la corriente de la conciencia del protagonista. Constituye más bien una modalidad mixta: en el discurso de base, del narrador, están dispersos los elementos del universo discursivo del personaje; éste participa de este modo en el acto narrativo (10). Por estos rasgos funcionales, lingüísticos y semánticos, la narración en «segunda persona» se asemeja íntimamente al discurso del narrador-protagonista. Los dos difieren sólo por la situación retórica que constituye el marco del discurso (11): en el primer caso tenemos a un narrador heterodiegético —o sea, diferente del personaje— y este narrador se dirige a este último en forma de «tú» (yoi-tú); en el segundo caso el narrador es homodiegético, o sea, es el mismo personaje quien cuenta su historia (yoryo). Finalmente, llegamos a los segmentos narrados en «tercera persona». En EMA, ésta sigue el modelo de la «segunda persona». Por ejemplo, como ya lo hemos mencionado, en el primer segmento narrado en esta forma (en el tercer capítulo uno) la perspectiva narrativa, omnisciente, se separa del personaje; pero, de repente, abraza su enfoque y, en principio, se atiene a él a lo largo de la obra. Este desplazamiento —a saber, de la omnisciencia a la omnisciencia selectiva— se manifiesta también en la voz narrativa, que se llena de rasgos característicos del discurso del personaje. Destaca otra vez la semántica subjetiva del mismo. Como resultado vuelve a aparecer un discurso mixto; el personaje introduce su perspectiva y su voz en el discurso impersonal, en «tercera persona», y así subjetiviza la narración. En otras palabras: mientras que el origen primario del discurso está borrado deliberadamente del enunciado (es

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Oh, Pamplona, ciudad amurallada, agobiada, pero indestructible... Dios y el Rey..., oigan esas voces, que me llaman. Pero el fraile parece animado por el grito de los alguaciles, y de un salto cruza por una ventana... Oh, Pamplona, dentro de ti todo está tan en retiro y todo es tan repetido que estas repeticiones se han convertido en leyes inalterables... Oh, Pamplona, ¿no son estos motivos más que reveladores para afirmar que Fray Servando es el mismo Demonio, caído sabrá Dios en qué momento sobre esta tierra de paz para despertar nuevos aspavientos y oraciones? (pp. 106-07; los subrayados son nuestros).

decir, formalmente no habla un narrador personal), el discurso absorbe elementos del origen secundario, del personaje. Sin embargo, la narración en «tercera persona» guarda también una sorpresa. Si la leemos con cuidado, encontramos en ella, dispersos esporádicamente, elementos retóricos personales, que señalan hacia un narrador dramatizado (W. C. Booth, 1961: 152) tras el discurso: «empezamos» (p. 16); «estamos en Pascuas» (p. 39); «Nuestro fraile» (p. 69); «Hablemos ahora» (p. 148). En vista de ello la presunta narración en «tercera persona» hay que revalorizarla, en último término, como una variante despersonalizada de la narración en primera persona. Pero el origen de esta narración en EMA no es el «yo» del narrador-protagonista, sino el «yo» del mismo rango que el del narrador en «segunda persona». Podría decirse que, por la identidad de su origen y por las semejanzas en cuanto a la perspectiva y a la voz, las narraciones en «segunda» y en «tercera persona» no son sino dos variantes retóricas del discurso del mismo hablante, o sea, del tercer narrador personal (VO3). Entre las dos la narración en «segunda persona» es más «retórica», más enfática, y es más dramática por el «diálogo» que se establece entre el narrador y el personaje. Por otra parte, hay también una profunda semejanza entre estas variantes y la narración —en primera persona— por el narradorprotagonista. Es un parecido tanto de orden lingüístico y semántico (por los elementos que vienen del discurso del personaje) como uno de orden ontológico y funcional (porque los narradores oscilan entre el nivel «extradiegético» e «intradiegético», según los momentos de la enunciación y del enunciado se separan o coinciden). Así en el espacio carnavalesco que ha abierto el texto novelístico bailan su «chachachá» tres voces narrativas que son dos, que son, en principio, una. Hay un pasaje donde las tres voces aparecen juntas y crean un discurso narrativo verdaderamente alucinante:

Este pasaje trae a la mente el denso cuento de Cortázar «Las babas del diablo». Los dos textos son semejantes por llevar al límite las posibilidades semióticas del discurso narrativo. Pero la función del juego narrativo es diferente en ellos: en Cortázar este juego dramatiza la lucha, agónica, por dar con la verdad, y aún más, por expresarla adecuadamente; en Arenas se trata de un libre juego de tipo carnavalesco. El citado pasaje ilustra bien el «trabajo textual» en EMA. Debido al desarrollo contextual entendemos, por ejemplo, la segunda apostrofe a Pamplona, primero, como perteneciente al narrador heterodiegético (VO3); pero, al seguir leyendo, nos damos cuenta de que forma parte del discurso del personaje (VO2), y así reinterpretamos su origen. Por eso vacilamos cuando la apostrofe vuelve a aparecer y esperamos hasta que el contexto ulterior aclare su origen discursivo. El proceso semiótico, que tiene lugar dentro del desarrollo contextual, siempre es un vaivén interpretativo, progresivo y regresivo. La totalidad contextual no nos está entregada de un golpe, sino en el proceso del devenir: a partir de los elementos ya dados tratamos de adivinar el contorno final (por supuesto, «final» sólo en cierta lectura, en cierta concretización intencional por el lector), y a partir de cada elemento nuevo, añadido a la cadena acumulativa, reinterpretamos los valores semánticos de los elementos antecedentes. Lo que caracteriza a EMA es que este vaivén está potenciado hasta el delirio por las ambigüedades intencionales del texto. En concreto, tenemos en este pasaje otro ejemplo de la intersección y de la sustitución entre el narrador heterodiegético y el protagonista. Metamorfosis y más metamorfosis.

Y así sucedió que paseándose por cerca de la muralla fue descubierto nuestro fraile por el malvado León... Y he aquí que toda una cuadrilla de alguaciles te persigue ya desde muy cerca. Y he aquí que huyes por toda la calle y un nuevo escuadrón te sale al paso. Oh, Pamplona, ciudad medieval... Los alguaciles ... traen armaduras que armonizan con la ciudad. — ¡En nombre de Dios y del Rey, detente, fraile!

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Pero prosigamos. Como ya se ha señalado en parte, las tres variantes están vinculadas también, como por un cordón umbilical, con el hablante del metatexto (el yoi). Todos éstos son, pues, los disfraces carnavalescos que asume el autor en la obra: es el autor intrínseco, que moldea a su imagen al protagonista histórico (p. 9); toma el aspecto de uno de los narradores dramatizados de la novela (el VO3), el cual se identifica otra vez con el protagonista y lo sustituye a ratos; emerge bajo el disfraz del escritor y del poeta alegórico de la tierra de los buscadores (pp. 91-94), y es indudablemente también el personaje anónimo, cercado de las llamas de una nueva Inquisición, quien asoma en la visión futurista de Servando (p. 214) y se enlaza con el final de la carta al mismo, donde se hace referencia a las censuras de la novela por los sacerdotes de la nueva ortodoxia. Pero aparece todavía otro hablante y otro juego: el destinatario, el lector. En un lugar éste incluso irrumpe impacientemente en la narración de Servando y reclama el tipo de narración «realista»: «Déjese de fanfarrias, y cuente las cosas tal como sucedieron» (página 173). La lectura atenta de la narración del protagonista revela además algunas señales (en forma de «Ud.») de la orientación hacia uno o varios destinatarios: «Mire usted» (p. 13); «oigan» (p. 106); «¿Y creerán ustedes que...?» (p. 179). La obra, ¿incluye tal vez, sinecdóticamente, también el coro de sus futuros censores? El análisis que acabamos de hacer revela que las voces narrativas, alternadas y metamorfoseadas una en otra a lo largo de la obra, son, en principio, disfraces de la misma voz, En último análisis, son máscaras retóricas intercambiables, las cuales ocultan y revelan al mismo tiempo, en un juego muy barroco, la profunda homología de los discursos, de los enunciados narrativos. En este sentido, pues, entre las voces no tiene lugar una dialogización verdadera y radical, que es —según Bajtin (1972: 184-89)— uno de los rasgos fundamentales de la cultura del carnaval (12), sino sólo una dialogización aparente —retórica y formal—, la cual adquiere, polla repetición y por la permutación de las voces, un matiz de jarsa. De esta manera las posibilidades ofrecidas por la carnavalización quedan algo simplificadas. Sin embargo, la redundancia paródica de las voces puede asumir también valores alegóricos: por ejemplo, en las sociedades «monológicas» el mensaje uniforme carareado por todos los medios de «información» y en todos los niveles del discurso público, se convierte en la realidad; la sustituye. Al mismo tiempo, como todas las voces narrativas son igualmente poco fia202

bles, se produce una impresión de vacuidad: en consecuencia, el carnaval se desplaza hacia el absurdo; el «diálogo» se matiza de redundancia paródica y de incomunicación absurdista. La ambigüedad de la risa carnavalesca Por otra parte, la fantasía carnavalesca tiene también la cara seria. El «doble filo» es, según Bajtin (1972: 281), la característica fundamental de la risa carnavalesca. Como ya hemos dicho, entre los géneros carnavalescos EMA se aproxima más a la sátira menipea. Esta crea, según el mismo teórico (pp. 193-95), situaciones exclusivas, en donde pone a prueba las ideas políticas radicales y examina las posturas límites. De esta manera su propio contenido es la revelación de las aventuras de cierta idea o de la verdad en el mundo. La situación exclusiva se constituye a partir de la transformación imaginativa de la realidad, por la fusión del mundo de la experiencia con la libre invención (p. 182). De aquí viene la paradoja, prosigue Bajtin (pp. 192-93) de que los protagonistas suelen ser personajes históricos o legendarios, pero que no hay otro género literario donde la invención y la fantasía tengan más libertad. De aquí proviene también la ambivalencia del tiempo y espacio carnavalesco: éstos aparecen como separados del tiempo y espacio histórico concreto, se presentan como autónomos y siguiendo sus propias leyes (p. 303); pero a la vez están vinculados con la más ardiente actualidad (página 181). En la sátira menipea, apunta Bajtin (p. 193), «la fantasía más desenfrenada y la idea filosófica existen en una unidad orgánica y artística indisoluble». En EMA, un novelista cubano, escribiendo desde la Revolución, carnavaliza la vida y las Memorias de Fray Servando, contemporáneo de la Revolución Francesa y copartícipe de la Independencia americana. En el metatexto, la relación entre los dos se hace explícita («tú y yo somos la misma persona»). A partir de esta identificación alegórica la novela establece un doble marco referencial, dos contextos históricos y culturales entre los cuales se desarrolla. Sin embargo, esta dimensión seria, mimética, es constantemente subvertida por la carnavalización. Resulta de aquí una fuerte polarización semántica: por un lado, ciertas realidades históricas se establecen como marcos referenciales; por otro lado, la realidad referencial está radicalmente transformada por el libre juego de la imaginación. Por ejemplo, la propia vida de Servando no está sólo ficcionalizada, 203

a la manera de las novelas biográficas realistas, sino que está en gran parte inventada por el autor. El Fray Servando de EMA es una creación de Arenas, aunque sea a partir de la realidad referencial (en particular la recogida en las Memorias del fraile) y conservando ciertas posturas ideológicas del personaje real (en particular el criollismo, el americanismo y el desengaño del mundo político). La introducción de las contradicciones desrealiza llamativamente al personaje; pero la fabulación persecutoria sólo complementa, intensifica y condensa la situación tal como la presentan las Memorias. Es precisamente por la mezcla de la Historia y de la libre invención por lo que se crea una situación exclusiva, extrema, la cual se convierte en una imagen alegórica, hiperbólica, de nuestro mundo común y corriente. Extrañamente, la fantasía no invade sólo los hechos biográficos, sino también algunas citas y casi citas de las Memorias: están llenas de pequeñas alteraciones y de absurdos errores, que serían huellas del trabajo febril y descuidado del autor, si no hubiera hasta alguna cita apócrifa (p. 113), la cual entonces sirve de guiño al lector y de subrayado del valor intencionado de esas fechorías literarias (13). De esta manera también las citas participan del doble juego semántico: por un lado, desrealizan la poca «realidad» incluida directamente en la obra; por otro lado, sin embargo, ostentan precisamente el presunto carácter histórico de la misma, sirviéndose tal vez de una hoja de parra para protegerse de la ira de los nuevos cesares. En lo que se refiere a la Revolución cubana, las alusiones a ella están diseminadas a lo largo de toda la obra desde el comienzo mismo. Estas alusiones son en gran parte implícitas y sólo algunas se hacen más explícitas, particularmente aquéllas acumuladas hacia el final. La situación contemporánea y varios hechos específicos de la misma están como disueltos y disfrazados de los de otros tiempos y lugares, sean ya reales o ficticios, pero permanecen «legibles» en interacción —a través del lector— con el contexto histórico y cultural extratextual. En efecto, la propia textualidad de EMA está orientada hacia un tipo de «diálogo» —encubierto, polémico, furioso, paródico, pero también cariñoso— con la Revolución.

La dialogización de la textualidad En realidad la textualidad de cualquier obra literaria siempre está relacionada con algún contexto extratextual, nunca es autosu204

ficiente; la aspiración a la autosuficiencia representa sólo uno de los límites del proyecto literario propuesto por la modernidad, límite jamás alcanzado ni alcanzable. Sin embargo, el grado y el carácter de la conexión con el extratexto varían. Lo importante es ver aquí lo que esta relación produce y significa dentro de la propia textualidad de la obra. EMA se aproxima al caso de diálogo con el extratexto que Bajtin (1972: 333-37) estudia bajo la «polémica encubierta». En EMA la polémica doblemente encubierta (por el juego de la alusión implícita y por el disfraz carnavalesco) transforma su textualidad: la dinamiza y la dialectiza. Como consecuencia, el discurso se llena de palabras o pasajes «a dos voces» (14), que median entre el contexto semántico de la obra y los contextos extratextuales. De esta manera la mencionada polarización semántica se interioriza. Otro posible equívoco sería asumir que el vínculo del juego semántico con cierto contexto extratextual significa que el lector de otro contexto cultural no puede leer adecuadamente la obra. Pero ¿qué es una lectura «adecuada»? El concepto corriente de esta última como un redescubrimiento por el lector de cierta «esencia» semántica inmutable, puesta en el texto por el autor, es falso y tiene que ser sustituido por un concepto más dinámico y más dialéctico. Por supuesto, en un «diálogo» con el contexto semántico de la obra a partir de un nuevo contexto extratextual, la concretización por ese lector desplazará ciertos aspectos del juego semántico: neutralizará algunos elementos y transformará otros; por ejemplo, algunas alusiones locales se entenderán en un plano más general (así, en lugar de la «Revolución Francesa» o «cubana», se leerá simplemente «revolución») o quedarán aproximadas a algún hecho análogo del nuevo contexto; otras alusiones perderán la dimensión alegórica particular y adquirirán carácter de un juego gratuito de la fantasía; en cambio, algún juego de este tipo puede actualizarse sorprendentemente... Pero este desplazamiento es en realidad inevitable y es parte de la «vida» de la obra. El texto que quiere trascender su momento histórico tiene que abrirse a otras lecturas y tiene que poner a prueba su potencial semántico. A su vez, es a través de éste —o sea, a través del código potencial de la obra— (15) como las aperturas y los cambios quedan internalizados. Así el lector de otro país, de otra lengua o de otro tiempo «reescribe» la obra al leerla sobre el trasfondo de un nuevo contexto. Esta es, en fin, la base racional del delicioso disparate borgeano «Pierre Menard, autor del Quijote»: un libro que está leído en un nuevo contexto y que está 205

transformado y enriquecido por el mismo. Pertenece a la filología y a la historia literaria reconstruir el significado de la obra en el contexto original; pero éste es sólo un momento de la historia infinitamente abierta de la obra. La «lectura adecuada» es entonces una lectura dentro de ciertos contextos de la concretización, adecuada al potencial semántico (al código potencial) de la obra, y una lectura aún «más adecuada» es una polarización crítica de las lectu ras adecuadas e inadecuadas de primer orden (16). La Revolución carnavalizada Como ya hemos dicho, las alusiones a la Revolución asoman en todos los escenarios y bajo todos los posibles disfraces; pero desaparecen también en el instante, como en un juego de manos mágico. De esta manera la alegoría apuntada está lejos de la tradicional, firme, desarrollada sucesivamente en sus aspectos constitutivos. Esta es, en cambio, fragmentaria, altamente voluble, y está subvertida por la carnavalización.. Pero en esta forma es casi omnipresente. Veamos algunos ejemplos. En el meta texto se hace una referencia a la hostilidad de la Revolución ante la religión (p. 9). La descripción absurdista de «cómo marchaban las cosas en el Virreinato» (página 24) alude a los resultados caóticos de la propuesta grandiosa transformación del país. Pero también ridiculiza el mimetismo servil de la «corte» (el diente de la Virreina). La tácita comparación de la Revolución con la Iglesia asoma en varios contextos: el Arzobispo maldiciendo en voz baja, casi como Fidel, para «calentarse» antes de sus discursos (p. 37); las consecuencias del sermón recuerdan ominosamente las campañas políticas contra los disidentes (pp. 39-40); el monótono monolitismo del régimen se refleja en la siguiente observación: «El paisaje siempre es muy árido en estos lugares donde obispos, arzobispos y virreyes tienen el mando, que es como si lo tuviera el mismo Satanás» (p. 44); el abismo entre la prédica y la práctica alude a la corrupción del régimen (pp. 76-77); la frase «Rousseau (esa nueva y manual biblia)» (p. 130) no deja de traer a la mente otras tantas «biblias» modernas. La Revolución Francesa se convierte en un pretexto más explícito para ventilar cierto desengaño con los resultados de la cubana (página 60; 131), incluso en una clara polémica con El siglo de las luces, de Carpentier: Servando, quien todavía no ha vivido la revolución en su propio pellejo, se hace eco del grito de Sofía: « ¡Que 206

suceda! ¡Que suceda algo! » (p. 60), y el fraile francés le responde: «Eso lo dice porque todavía no le ha pasado nada trascendente que lo conmueva de veras...» Sin embargo, la expresión de desengaño está considerablemente debilitada por un sentimentalismo y por un moralismo absolutista, que es, en sus consecuencias, nihilista (¿acaso se puede ser feliz por completo?, p. 131; ¿acaso los enemigos de la Revolución son mejores?, p. 132). Otra referencia al desengaño se refleja en las amargas conclusiones que el fraile saca de la vida política, a saber, que cambiar de gobernante significa sólo cambiar de tiranía y que «todo es fraude en el mundo político» (p. 136). Por otra parte, las «veladas de llanto» (pp. 127-28) parodian el pasatiempo de los «gusanos» y de quienes añoran los tiempos pasados. O la descripción absurdista del minucioso encadenamiento del fraile bien expresa la paranoia del régimen policial, para el cual la vigilancia y el dominio de la sociedad siempre dejan algo que desear (pp. 147-55). Otra alusión es más explícita: al pasar el Golfo de México, los marineros «lanzan por la borda al habanero Infante, que iba en calidad de literato y periodista, pues en medio de la tormenta se mantenía alejado, componiendo un soneto al mar...» (pp. 172-73). Este lugar condensa dos sucesos polémicos de la época: la controversia en torno a Tres tristes tigres (1967), de Guillermo Cabrera Infante, y el primer «caso Padilla» (1968) (17); la cita alude al tema central del volumen Fuera del juego (premiado en 1968 por UNEAC), de Heberto Padilla, al poeta «anacrónico», que «no entra en el juego» de la revolución alienada. Más adelante, «México» logra la independencia... Pero es sólo para que se establezca un nuevo sátrapa (p. 185). Las cárceles obtienen nuevos nombres innocuos («El Patio de los Naranjos», p. 189), pero sin cambiar de contenido y sin que el régimen mismo sea menos opresivo. La característica de los principios morales de Iturbide, o mejor dicho, su ausencia (p. 188) es otro pasaje «a dos voces». Hacia el final, la proyección alegórica se acumula en torno a la presidencia de Guadalupe Victoria y se hace más explícita. Por ejemplo, se produce un hechizamiento «casi» completo por la personalidad del señor Presidente; al mismo tiempo, este título se repite tanto que no deja de traer a la mente cierta famosa novela de Miguel Ángel Asturias. Más adelante viene un curioso eco de la rechazada sophia de Carpentier cuando se declara: «Hay que decir algo antes que lleguemos a enloquecer. Algo, lo que sea. Hay que romper este encantamiento engañoso» (p. 209). Es el último resorte 207

en la situación cuando la sociedad está reducida a un rebaño de individuos incomunicados por la impuesta monologización de la vida pública. Las vicisitudes de los poetas en la corte (pp. 195 y ss.) recuerdan la vida diaria de los escritores, liberados de las presiones del mercado, pero puestos a la merced del Estado y de su inquisición ideológica. Como en una buena utopía, las funciones del arte están reducidas a una: a glorificar. Pero también la adulación es sólo «casi» completa (p. 196), y ello es un motivo de seria preocupación del señor Presidente. La alusión se hace más explícita cuando se menciona a un viejo poeta que escribe una gran apología titulada «El Saco de las Lozas» (p. 198) y cuando se enumeran los rasgos del estilo de Carpentier, parodiados ya en Tres tristes tigres. Asoma también un «José de Lezamis ... predicando con su voz de muchacho resentido», sin que nadie le escuchara (p. 201), quien está «devuelto» al siglo XIX por una larga nota histórica al pie de la página. Pero, semejante a Carpentier, Lezama Lima está presente en EMA todavía de otras maneras: su Paradiso (1966) se transparenta tras la visión alegórica de las «tres tierras de amor» (cap. 14); también se cita (en p. 221) La expresión americana (1957), que dedica algunas páginas a Servando, y así fue uno de los puntos de partida de la obra de Arenas. Pero podría haber todavía más: en un breve pasaje, al evaluar la fuerza expresiva del fraile, Lezama lo compara con Heredia y con Martí (18); curiosamente, es con Heredia con quien Servando sostiene su última conversación, en la cual los dos meditan sobre el arte y sobre la Historia del hombre; ciertamente este «arúspice» (p. 219) (19) aprisionado en el palacio presidencial se asemeja mucho al destino del mártir cubano, invocado por todos los regímenes en el poder, pero igualmente desobedecido por todos. Otro pasaje «a dos voces» se da cuando Servando resume la situación bajo la aparente «democracia»: la necesidad de servir, de seguir obedientemente la línea política del momento, sin la menor crítica; el extremo peligro de luchar por la verdadera libertad; el reduccionismo ideológico impuesto; la hipocresía; la pretensión de estar en el paraíso donde todo ya es perfecto (p. 207). La mención de las «prostitutas rehabilitadas» hace explícita la proyección alegórica de este lugar. Pero otra vez todas estas objeciones están debilitadas por el absolutismo nihilista: ¿acaso existe tal paraíso? Aun esta breve y selectiva enumeración hace evidente la persistencia, la continuidad y la variabilidad de la «polémica encubierta» con la realidad y la máscara de la Revolución. Al mismo tiempo, la 208

lectura de los ejemplos en sus lugares concretos revela la proteica subversión de la alegoría por el juego carnavalesco. EMA no es un panfleto; es una libre transformación de los contextos históricos y culturales por el supremo acto de fabulación literaria. También es una crítica decididamente desde adentro y está orientada hacia llevar a cabo la revolución comenzada, llevarla hacia la verdadera independencia del país y hacia la plena liberación del hombre; no hacia la simple retracción de la Revolución. Por otra parte, la crítica trasciende la Revolución cubana y se hace universal (sobre este punto hemos de volver más adelante). El oficio de escritor Otro aspecto sumamente importante del estrato alegórico es la dramatización del oficio de escritor y de las fuerzas oscuras que conjura. EMA está poblada de escritores: el autor; Servando; el poeta; Orlando; los poetas en la corte; Cabrera Infante-Padilla; Carpentier; Lezama Lima; Heredia. El alegórico poeta de la tierra de los eternos buscadores represerita su esencia: perseguir vanamente la Sombra de la gran obra maestra, la bella ilusión de lo absoluto, de lo eterno; rastreándola infatigablemente en la realidad y en el lenguaje. Ese poeta es el hombre más desgraciado de todos, «pues bien él sabe que su empresa trasciende el límite de lo humano» (página 93). Obviamente, la obra se refiere al proyecto literario romántico, agudizado dentro de la modernidad por el simbolismo y por la vanguardia. Sin embargo, la seriedad de este enunciado está subvertida por el contexto circundante: la «tierra de los que buscan» se asemeja llamativamente a la Gran Academia de Lagado (20), que es una despiadada sátira de la ciencia y de los grandiosos proyectos utópicos de la humanidad basados en ella (21). Sea dicho de paso que la mencionada transformación de la «sociedad virreinal» (p. 24) se parece mucho también a los resultados obtenidos por los insignes académicos. Sea como sea, incluso los parodiados y degradados poetas de la corte participan de la misma esencia alegórica. Asoma aquí, tal como en el aspecto anterior, el concepto de Gran Teatro del Mundo, que engloba a todos y a todo, a pesar de la voluntad o de la falsa conciencia de algunos participantes. Así todos los escritores de la obra, incluso el autor, no son sino diferentes disfraces carnavalescos de la misma búsqueda absoluta y, por tanto, fracasada. Por otra parte, este aspecto adquiere todavía otra posible dimen209

sión semántica, que opera como desde el «negativo» de la imagen o desde la subconsciencia: toda la novela, todos los infinitos contratiempos que sufre el protagonista, sin liberarse nunca, se convierten también en un símbolo de la búsqueda literaria, en un símbolo casi onírico del oficio de escritor, de la ininterrumpida lucha con sus demonios, con la realidad, con el lenguaje, por la expresión absoluta, nunca lograda. De esta manera la alegoría literaria de la «tierra de los buscadores» engloba simbólicamente toda la obra. Otras texturas alegóricas El estrato alegórico todavía no se ha acabado. Pero ahora pasamos a aspectos más y más explícitos y menos subvertidos. Las prisiones y las fugas llevan al protagonista por varios países americanos y europeos. En todos ellos (aunque sean tan distintos como el México colonial, España, la Francia de la Revolución, los Estados Unidos ya independientes), Servando encuentra infaliblemente la misma imagen: la pobreza y alguna forma de persecución. De esta manera, por encima de la alegoría actual de la Revolución cubana, EMA se convierte en una alegoría del mundo, que tematiza la infamia universal de la Historia del hombre. La búsqueda de justicia, de un mundo más justo, se identifica implícitamente con la búsqueda de la utopía y con sus versiones históricas fallidas. A su vez, la búsqueda de la utopía es uno de los temas centrales de las sátiras menipeas (Bajtin, 1972: 199). Sin embargo, el mundo que recorre el protagonista resulta ser más bien una distopía: es una magna prisión, disfrazada de formas diferentes, pero sin escape. Las prisiones sociales y las sociedades prisiones son sólo una parte de ese gran teatro alegórico. La Naturaleza, la Tierra (p. 18; 202) y la vida misma (p. 105) se presentan como las últimas prisiones metafísicas. Es verdad que en algún lugar se plantea un objetivo positivo: la verdadera revolución (p. 188). Pero dentro del planteamiento de la obra, aun encontrada la verdadera liberación, ese hecho «¿no sería más espantoso que la búsqueda?» (p. 95). O sea, ¿no sería la última, la consumada prisión? De esta manera toda la dimensión social, toda la crítica social se pierde en la tramoya absolutista, metafísica, en sus consecuencias nihilistas, del Gran Teatro del Mundo diseñado por el autor. A través de la alegoría el carnaval se desplaza otra vez hacia el absurdo. Pero hay todavía otros elementos que subvierten la crítica social: las cárceles reales están puestas al 210

mismo nivel que las imaginarias o las metafísicas; la persecución por el arzobispo, por sus esbirros o por el nuevo sátrapa está igualada con la persecución amorosa por parte del padre Terencio, de Raquel la judía o de la ambigua Orlando, protagonista de la novela epónima de Virginia Woolf, pero la cual conserva en EMA un vestigio desconcertante de su antigua masculinidad. Al revés de lo que pasaba antes, aquí, a través del carnaval, la dimensión social se diluye en el absurdo. Dentro de la propia alegoría del mundo se establecen todavía dos capas especiales: hacia la mitad, la visita de las «tres tierras de amor» y de la «tierra de los buscadores» (cap. 14), y hacia el final, la visión totalizadora de la Historia (cap. 34). En la primera, de la alegorización y de la actualización del mundo histórico se da un salto a la alegoría pura. La descripción de los amores hetero y homosexuales parece ser guiada por la fantasía de El Bosco y por el razonamiento desplegado en el Paradiso lezamiano. A su vez, la «tierra de los buscadores» se presenta como la clave alegórica de la obra: prefigura tanto el destino histórico del protagonista como las búsquedas utópicas, literaria y social, que su vida ejemplifica. La utopía, la Historia y la literatura no son sino disfraces carnavalescos de la misma figura alegórica. En la visión final, el mundo alegorizado y actualizado se transforma en una alegoría moral. El viaje espacial se hace temporal: Servando se desplaza ahora mágicamente al pasado, al mismo comienzo del erónos cósmico; luego, al porvenir, encontrando siempre la misma imagen, la misma insatisfacción. El simbolismo asciende aquí al nivel anagógico (22). Sin embargo, la «revelación» que esta parte ofrece no es sino una reiteración, en forma más explícita y menos subvertida, de lo que el lector ya sabe por lo menos desde la mitad del libro. Otro problema de EMA es que, hacia el final, parece como si la imaginación carnavalesca cediera el lugar al «mensaje». La novela abraza la biografía; asoma más claramente el Servando de los documentos, y aparecen largas citas (pp. 175-76; 190-92), de contenido más bien ideológico, alegorizado y actualizado por el contexto extratextual. Al efectuar este cambio de objetivo el personaje carnavalesco se transforma, como por un arte de magia, en un campeón de la libertad y de la independencia americana. Sin embargo, después de las muestras de su desenfrenada fabulación, es absurdo leer, por ejemplo, la declaración de Servando de que no quiere «obtener ningún éxito si no es a través de la razón» (p. 187). Tardíamente, la 211

novela intenta enlazarse con el proyecto anunciado en el metatexto. Pero a este afán se le opone todo el peso de la acumulación semántica contextual. La situación se asemeja a la pugna entre la crítica social y el andamiaje absurdo y metafísico del Teatro del Mundo. Como resultado, sufre tanto el juego como el intento serio. Los dos filos de la risa carnavalesca se divorcian y andan por separado. Este resultado infructuoso revela claramente la existencia de una lógica autónoma y consistente que tiene toda obra de arte, lógica basada en la acumulación semántica y en la motivación estructural (en la interrelación de todos los elementos de cierta estructura fenoménica). Paradójicamente, el Servando de las Memorias sí tiene la capacidad quijotesca, la ambigüedad de la locura y de la cordura que es propia del protagonista de la gran novela cervantina (23). Sin embargo, en una obra caracterizada ya por cierto juego semántico, no es lícito —sin menoscabo del valor— sacar al final de! bolsillo a un Servando «cuerdo», con pretensiones serias, como deus ex machina.

Conclusiones La alegoría que comienza en EMA como cierta mediación entre el juego carnavalesco, por un lado, y el proyecto anunciado por el metatexto y los contextos históricos referenciales, por otro, termina por imponerse y por adaptar los otros elementos a su imagen. En el proceso se hace demasiado obvia y redundante. Las contradicciones de las primeras transformaciones son funcionales porque forman parte del juego carnavalesco; la última metamorfosis intentada es contraproducente porque la estructura bizqueante no resuelve de manera satisfactoria la ruptura entre los objetivos artísticos a que apunta. A nuestro parecer, si la obra fracasa, no es por su orientación hacia los contextos extratextuales ni por la subversión carnavalesca por un mensaje directo y, por lo demás, redundante, cuyo vehículo es la gastada alegoría tradicional. La falla principal de la novela no está entonces en que sea lúdica, sino en que no lo es más. EMA, pese a sus páginas brillantes, resulta ser una obra neovanguardista a medio hacer.

NOTAS (1) La obra ganó la «Primera mención» en el concurso de la UNEAC en 1968, año crucial desde más de un punto de vista para la Revolución y la cultura cubanas, y se publicó el año siguiente en México (México: Editorial Diógenes, 1969). Las referencias se harán a la segunda edición (reimpresión), de 1973. La primera novela de Arenas fue Celestino antes del alba (La Habana: UNEAC, 1967); su versión definitiva apareció bajo el título Cantando en el pozo (Barcelona: Argos Vergara, 1982). Más reciente es El palacio de las blanquísimas mofetas (Caracas: Monte Avila, 1980). Arenas publicó también dos volúmenes de cuentos: Con los ojos cerrados (Montevideo: Arca, 1972) y Termina el desfile (Barcelona: Seix Barral, 1981). El central (Barcelona: Seix Barral, 1981) es un montaje de textos breves en prosa y en verso, que constituyen un testimonio sobre el trabajo forzado en una plantación cañera en la Cuba castrista. Su última obra hasta el momento es la novela Otra vez el mar (Barcelona: Argos Vergara, 1982). (2) Últimamente, Roland Barthes (1973: 50-53 y 83). Cf. «Paradojas del Formalismo Ruso...», en este volumen. (3) A partir de Borges, Alicia Borinsky, «Re-escribir y escribir: Arenas, Menard, Borges, Cervantes, Fray Servando», Revista Iberoamericana, números 92-93 (1975), 605-16 (basándose en «Pisrre Menard, autor del Quijote»). Y el comentario de Emir Rodríguez Monegal, «The labyrinthine world of Reinaldo Arenas», Latín American Lilerary Review, 8, 16 (1980), 126-31 (a su vez, basándose en «El jardín de senderos que se bifurcan»). A partir de Memorias y otros documentos del fraile, Rene Jara, «Aspectos de la intertextualidad en El mundo alucinante», Texto Crítico, núm. 13 (1979), 219-35. Y a partir de la Revolución, Seymoür Mentón, en su Prose Fiction of the Cuban Revolution, Austin: Univ. of Texas Press, 1975, pp. 100-04. Desde este contexto también Julio Ortega, «El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas», en su Relato de la Utopía: Notas sobre la narrativa cubana de la Revolución, Barcelona: La Gaya Ciencia, 1973, pp. 217-26. (4) Véase Mukafovsky' (1940: 113-21; trad. 46-55). El concepto está explicado más detalladamente en «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 3.5.6., en este volumen. (5) Este concepto está desarrollado, sobre el trasfondo de la intertex-

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tualidad, en nuestro estudio monográfico La imaginación constructivista en la época de la destrucción de la tradición: Hacia el discurso poético lorquiano (en preparación). (6) Dentro de la Escuela de Praga, el concepto de apertura histórica, a que está sometido el significado de la obra artística, fue desarrollado en particular por Félix VodiCka (1941 y 1942). Véase su discusión y desplazamiento del concepto de «concretización» (propuesto originalmente por el fenomenólogo polaco Román Ingarden, 1931) en (1942: 371-84). Cf. también «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 3.3.1., en este volumen. (7) Véanse, por ejemplo, las conocidas novelas de William Faulkner, As I Lay Dying o The Sound and the Fury. (8) Sin embargo, la situación discursiva está complicada además por la introducción del discurso de la bruja en el estilo directo libre (o sea, el discurso del personaje sin ninguna demarcación formal) y sin ningún verbum dicendi (para el concepto de estilo directo libre, véase L. Dolezel, 1973: 42n). (9) Por ejemplo, Norman Friedman (1955: 1177-78). Sería la «focalización interna fija», según la terminología de Genette (1972: 206). (10) Dolezel (1973: 50-55) llama este tipo de discurso mixto «discurso representado difuso», pero lo elabora sólo para la narración en «tercera persona». La función narrativa de este tipo de discurso está especificada de la manera siguiente: «A certain character... takes over the primary functions of narrator, presenting, in the framework of the thrid-person form, a subjective point of view, a personal semantic aspect and attitude and sometimes even a highly idiosyncratic style» (pp. 53-54). En nuestro caso, el marco narrativo lo constituye la narración en «segunda persona». (11) Véase «El lenguaje coloquial en la estructura narrativa...», 4.4., en este volumen. (12) Bajtin extrapola los rasgos dialógicos del discurso a situaciones comunicativas enteras y a la ideología misma, y de aquí obtiene, por ejemplo, la base de la llamada «novela polifónica», término que cubre, según este teórico, toda la novela contemporánea a partir de Dostoievski. El eje dialógico vs. monológico del discurso está bosquejado en «El lenguaje coloquial...», 2.3., en este volumen. (13) En una entrevista reciente, el autor afirma que al escribir la novela no tenía a su disposición el segundo tomo de las Memorias. Véase Rita Virginia Molinero, «Donde no hay furia y desgarro, no hay literatura: Entrevista con Reinaldo Arenas», Quimera: Revista de Literatura, núm. 17 (1982), 20. Sin embargo, esto no explica plausiblemente el manejo de las citas «reales», que son demasiado exactas como para estar inventadas. (14) Dvugolosoie slovo (M. Bajtin, 1972: 340-41). (15) Véase «Una apertura hacia el metaestructuralismo...», 4.2., en este volumen. (16) Véase «"Canción de jinete", de Federico García Lorca, como estructura lírica», en La imaginación constructivista en la época de la destrucción de la tradición. (17) Véase S. Mentón, op. cit., pp. 134-40. Los documentos de todo el «caso Padilla» están recogidos en Lourdes Casal, El caso Padilla: Literatura y revolución en Cuba, Miami: Universal, 1972.

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(18) (osé Lezama Lima, Obras completas, México: Aguilar, 1977,11,332. (19) «... un arúspice consultivo», op. cit., pp. 333. (20) )onathan Swift, Gulliver's Travels, III, caps. IV-VI. (21) Un pasaje de Gulliver's Travels (Nueva York: Bantam Books, 1962) es particularmente elocuente: «The only inconvenience is, that none of these projects are yet brought to perfection; and in the mean time the whole country lies miserably waste, the houses in ruins, and the people without food or clothes. By all which, instead of being discouraged, they are fifty times more violently bent upon prosecuting their schemes...» (p. 175). (22) Véase Northrop Frye (1971, 119 ss.). (23) Esta ambigüedad en la narrativa de Cervantes fue analizada desde el punto de vista formal —incisivamente, pero con las características simplificaciones-- por el joven Viktor Shklovski (1929: 91-101).

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UNA APERTURA HACIA EL METAESTRUCTURALISMO: APUNTES A LA FILOSOFÍA Y A LA METODOLOGÍA DE LA TEORÍA LITERARIA Y DE LAS CIENCIAS SOCIALES Now, there is an urgent need for experiment irt criticism of a new kind, which will consist largely in a logical and dialectical study of the terms used. [...] In literary criticism we are constantly using terms which we cannot define, and defining other things by them. We are constantly using terms which have an intensión and an extensión which do not quite fit: theoretically they ought to be made to fit; but if they cannot, then sorae other way must be found of dealing with them so that we may know at every moment what we jiiean. (T. S. Eliot, Experiment in Criticism, 1929.) I. INTRODUCCIÓN En los últimos años se ha hecho un tópico quejarse de que la moderna teoría literaria y la crítica están otra vez en crisis. Por otro lado, se afirma que vivimos en una época de la crítica, de la conciencia crítica. A nuestro modo de ver, las dos cosas no se excluyen, sino que más bien se refuerzan: la percepción de los límites de 217

la teorización actual lleva a la sensación de la crisis, y ésta provoca, a su vez, nuevas teorizaciones. Mientras esta expansión sea posible, dentro de nuestro horizonte histórico, la conciencia y la autoconciencia críticas ganarán terreno. Si la teoría literaria y la crítica están en crisis, no es simplemente por haber abandonado las sendas tradicionales, trilladas y deficientes; ni por buscar necesariamente a tientas las nuevas aperturas, a veces con excesivo celo, ingenuidad y confianza en varias «fórmulas mágicas», sino porque las propias hipótesis de base y los instrumentos conceptuales fundamentales de esa búsqueda son en gran parte inadecuados o francamente erróneos. Las raíces de estas fallas son múltiples. La lingüística, la fuente más importante de las teorizaciones modernas, es todavía fragmentaria y ofrece pautas heterogéneas a seguir, cubriendo siempre sólo aspectos del lenguaje. Si las teorías corrientes no explican ni el lenguaje en su totalidad, ¿cómo quieren hacerlo con respecto a las realidades más complejas? La semiótica, otro recurrente modelo, es aún embrionaria y está plagada de «enfermedades infantiles» (véase, si ya no otra cosa, los sendos prejuicios y limitaciones de la «semiología» saussureana y de la «semiótica» peirceana). La estética, base de la diferenciación y de la reflexión más general sobre el arte y la literatura, es anticuada, sea ya la de raíz kantiana o hegeliana. Y reina también alguna confusión elemental en la propia teoría de la ciencia, confusión acerca del status, los métodos y el poder explana torio de las ciencias sociales ¿ El objetivo de nuestro trabajo, de que este libro no ofrece sino unos cuantos primeros pasos, es enfocar, «airear» y, donde sea posible, tratar de remediar por lo menos algunas de las deficiencias mencionadas de la teoría literaria moderna. Tal objetivo requiere una actitud decididamente metateórica. Pero esta actitud hay que adoptarla con todas las consecuencias. No sería suficiente sólo comparar los conceptos y las hipótesis propuestas por los teóricos y por las escuelas más variadas; ni tampoco promover sólo otros aspectos de los problemas que los acostumbrados, aspectos que ocupen los cuadrados todavía «vacíos» en algún tablero ajedrecístico, subyacente, como su límite metafísico, a las teorizaciones corrientes; porque no sería sino moverse en el mismo nivel del gran baratillo del bricolage histórico. Considérese, a título de ejemplo, el concepto de «estructura» que es clave de las teorizaciones actuales. Ya a primera vista es obvio que sus definiciones discrepan considerablemente. En el plano fenoménico, la situación 218

se parece mucho a una «comedia de errores». La mera comparación de las definiciones, aunque ilustrativa del caos metodológico que reina, no nos dirá mucho más de que su significado fluctúa irreconciliablemente, a no ser que contemos con un marco referencial más amplio, un marco que nos permita establecer más adecuadamente las cualidades, la operación y las relaciones mutuas de las realidades heterogéneas denominadas por el mismo término.

II. UN MARCO MAS AMPLIO PARA LA TEORÍA LITERARIA 2.1. Esete marco no nos está dado, ni lo será, por la gracia de Dios; hay que construirlo, con los falibles recursos humanos. Hay que construirlo rebasando, en primer lugar, el estructuralismo sistémico, que se ha establecido como la última frontera alcanzada hasta nuestros días por la poderosa corriente del pensamiento estructural. Esta nueva dimensión «metasistémica» del estructuralismo la llamamos, un tanto arbitrariamente, nomotética. Mientras que los sistemas son parciales, discretos y motivados, el nivel nomotético, «metasistémico», reconstruye las dimensiones universales que les son subyacentes, y establece el marco referencial que es instrumental para la investigación de la operación de los fenómenos en todos los niveles del dominio determinado. Es luego este marco global el que nos salva del relativismo o del eclecticismo, que de otra manera parecerían inevitables y hasta deseables. Las dimensiones apuntadas por el nivel nomotético no son completamente nuevas; aparecen en parte ya en el estructuralismo sistémico, donde coexisten confundiéndose con su próximo nivel objeto. La clara separación lógica y funcional es, por supuesto, provechosa a ambos niveles: ambos pueden articularse en su especificidad y correlación. Al mismo tiempo, el establecimiento del nivel nomotético, como el último eslabón del modelo teórico, transforma la configuración teórica de todos los niveles objeto. De esta manera la actitud metateórica consecuente termina por establecer un m,arco más amplio y más adecuado para la teoría literaria. 2.2. Bosquejemos este marco, por lo menos en forma preliminar, porque cada aspecto del mismo necesita una elaboración teórica específica. Nuestro punto de partida será el texto, aunque con el 219

Así, por ejemplo, el caos en torno al concepto de la estructura se explica por el uso corriente que lo emplea indistintamente en toda la extensión del marco referencial. Por un lado, alguna justificación de ello está en cierto significado básico que es común a todos sus avatares: en todos los casos, la «estructura» se refiere a la interrelación y jerarquización de los componentes en tas totalidades que son más que la mera suma de sus partes (vs. los agregados; J. Piaget, 1968: 5). Por otro lado, está claro que tanto las dimensiones como los niveles especifican esta «base común» de una manera siempre particular. En la dimensión analítica (a), la estructura se refiere a la configuración de los elementos o a aspectos parciales; en la sintética (b), a totalidades más complejas, constituidas a partir de aquéllos (por ejemplo, la estructura lingüística del texto vs. la estructura fenoménica, semiótica, de que aquélla es parte). Los niveles también se diferencian, porque cada uno introduce rasgos estructurales específicos, los cuales, en consecuencia, transforman y particularizan la operación de las realidades pertinentes denotadas por el término. Por este motivo, por ejemplo, lo que designamos como «estructura fenoménica» en el nivel objeto lo llamamos «código» en los niveles sistémicos, y «modelo» en el nivel nomotético. De este modo el marco referencial nos pone en el camino de desenredar el embrollo de la «estructura» y de dirigir nuestra atención a los significados específicos que este concepto adquiere en cada campo operacional. Es sólo así como «podemos saber en cada momento qué queremos decir» al emplear el término.

mismo derecho podría serlo cualquier objeto físico o un complejo constructo mental (por ejemplo, cierta teoría, etc.). Del texto, desplegado en el espacio o en el habla, podemos salir hacia dos direcciones: digamos, horizontalmente, hacia el sistema (o los sistemas) con que el texto se vincula como su caso (instance, event) particular y hacia el subyacente nivel metasistémico; digamos, verticalmente, hacia la estructura intencional del significado establecida en la concretización por cierto destinatario (observador, lector u oyente). La dimensión vertical (despliegue vs. síntesis) se proyecta sobre todos los niveles ulteriores. Así obtenemos cuatro niveles bipartitos (véase el Esquema I): 1) el primer nivel objeto, el fenoménico (el texto

ESQUEMA I Nivel fenoménico

Niveles sistémicos

Nivel nomotético

Despliegue (a)

texto (objeto)

paradigmas del texto

paradigmas del sistema (de los sistemas)

tipologías nomotéticas

Síntesis (b)

estructura fenoménica

código de la estructura fenoménica

código del sistema (de los sistemas)

modelos nomotéticos

2.3. En conjunto, los niveles y sus dimensiones polares son parte del metalenguaje de la teoría y constituyen una red de coordenadas, progresiva, consistente y completa, a través de la cual es posible enfocar cualquier objeto en la totalidad de sus niveles e implicaciones. El objeto no se sitúa simplemente en el «primer cuadrado de arriba», sino que se extiende por toda la red, adquiriendo nuevos y nuevos rasgos diferenciales. O sea, recurriendo a la fraseología derrideana, esta red hace evidente que el objeto no está simplemente «presente», en el sentido fenoménico, actual, sino que en él operan en el acto cognoscitivo también niveles aparentemente alejados, «ausentes». Sin embargo, por la misma dialéctica de los niveles sería ya poco sensato negar la dimensión de presencia que cada objeto tiene. Con otras palabras, la mera presencia material es ininteligible. Pero sin ella en alguna forma, ¿cómo tendría lugar el acto cognoscitivo, el almacenamiento de la información, la comu-

vs. la estructura fenoménica); 2) el primer metanivel, del sistema del objeto (el despliegue paradigmático del texto vs. el código de la estructura fenoménica); 3) el propio nivel sistémico (el despliegue paradigmático del sistema o de los sistemas vs. el código del sistema o de los sistemas); 4) el último metanivel, el nomotético (las tipologías nomotéticas vs. los modelos nomotéticos). Los niveles son específicos y autónomos (desde el nivel fenoménico, actual, pasando por el sistémico propio, potencial, hasta el nomotético, universal, subyacente a los anteriores), pero al mismo tiempo están correlacionados en una cadena ascendente de sucesivos objetos y metaniveles, y de mediación. Las dimensiones verticales de los niveles son como dos enfoques polarmente opuestos sobre la materia de los mismos: uno, analítico, y otro, sintético.

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ífck

nicación, etc.? El acto cognoscitivo es más bien un «diálogo» abierto entre la ostensión (o sea, la presencia sensorial de la cosa enfocada como potencialmente significativa) y las coordenadas sistémicas y nomotéticas en que el objeto se proyecta, siempre incompleta e inadecuadamente. De manera semejante, la comunicación es también un «diálogo» entre la ostensión y la representación, sostenido en todas las dimensiones del fenómeno sígnico (véase más en 3.3.5.). Como hemos dicho, la red de coordenadas puede aplicarse a un objeto cualquiera, hasta a tales como el concepto de «estructura» en cierta teoría o en cierto teórico, o el concepto de la magnitud de la abstracción como «sistema de la literatura», etc. Estos conceptos también están «desplegados» en textos concretos, tienen su dimensión de estructura fenoménica, disponen de sus implicaciones sistémicas y se relacionan de tal o cual manera con el nivel nomotético pertinente al dominio particular.

III. EL NIVEL FENOMÉNICO: LA «DIFFÉRANCE» Y LA ESCUELA DE PRAGA Volvamos al constructo del metalenguaje teórico, a la bosquejada red de coordenadas cognoscitivas, y repasemos los niveles y sus dimensiones polares. 3.1. En el primer nivel nos interesará en particular el polo sintético. Es el resultado cognoscitivo que aparece en la percepción del objeto por un intérprete. De la misma manera que se anticipó en el objeto, este resultado no se sitúa tampoco simplemente en el «primer cuadrado de abajo», sino que se extiende por toda la red. Se da en un «diálogo» con la presencia material del objeto, y también los niveles sistémicos y nomotéticos aportan a la síntesis cognoscitiva muchos rasgos diferenciales, porque no se percibe sólo «lo presente», sino también «lo ausente» que de alguna manera lo completa. Este planteo hace claro lo falaz que es el concepto del llamado «enfoque inmanente», cuando éste significa «enfoque del texto sin más». Esta falacia fue denunciada ya por el Formalismo Ruso, donde la refutación se apoya en el concepto de «trasfondo» como parte integrante de la percepción de cualquier obra. Dentro de la semió222

tica soviética, Iuri Lotman (1970) propone internalizar el «trasfondo», sustituyéndolo por el concepto de «procedimiento negativo». Pero ambos términos representan sólo un aspecto del problema que aquí bosquejamos. 3.1.1. El concepto de «desbordamiento diferencial» del objeto, del signo y de los procesos cognoscitivos, la apertura de los mismos a toda la propuesta red diferencial, es paralelo al concepto derrideano de différance (véase J. Derrida, 1968; 1972: esp. 37-41). «Différance» juega con el doble significado de la palabra «retrasar» y «ser diferente», y lo condensa en uno, en «el diferir la diferencia», la especificidad, la significación. Derrida aquí parte de Saussure (1916); pero como ve sólo el aspecto negativo del sistema, sólo el juego de las «diferencias diferidas» queda encerrado en el vértigo de retroceso infinito. De esta manera no sólo está liquidada, correctamente, la base de un «último significado» del objeto, absoluto, trascendente (semejante al an sich kantiano), que tanto se empeñaba en establecer la hermenéutica tradicional, sino que desaparece también la posibilidad de cualquier significado. El agnosticismo y el nonsense son los resultados consecuentes de esta operación. Esta lectura vertiginosa, borgeana, signo de un asombroso diletantismo lingüístico, lleva a Saussure ad absurdum. Sin embargo, el sistema lingüístico es necesariamente un conjunto limitado de elementos o de paradigmas, capaces de producir un infinito de lexemas y de mensajes. Los elementos están correlacionados y jerarquizados en ciertas totalidades —subsistemas—, donde el juego diferencial no transcurre in abstracto, en el vacío, sino que se apoya en el aspecto positivo, material, presente, de los mismos. La estructuración positiva, limitada, concéntrica, y la infinita différance, centrífuga, operan en cada sistema como dos fuerzas polarmente opuestas que lo dinamizan y que constituyen la base de su equilibrio frágil, inestable —particularmente en los sistemas complejos, como el lingüístico. El propio Saussure parece rebasar el concepto de la lengua como sistema puramente diferencial, negativo, relacional: Pero decir que en la lengua todo es negativo sólo es verdad en cuanto al significante y al significado tomados aparte: en cuanto consideramos el signo en su totalidad, nos hallamos ante una cosa positiva en su orden. Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos 223

el que más se aproxima a lo que aquí llamamos la estructura fenoménica. Por tanto, al bosquejar ésta nos apoyaremos críticamente en la sutil e intrigante tradición de la Escuela de Praga, que, además, ha anticipado también las aperturas inherentes en ese concepto. En el polo sintético del nivel fenoménico es útil diferenciar, según la complejidad del objeto, entre Gestalí y la estructura propia (cf. }. Mukarovsky, 1945). La primera corresponde a los objetos sencillos, estáticos y, en general, sensorialmente perceptibles; es un todo cerrado y acabado; la segunda, a los objetos complejos, en particular los sígnicos, y constituidos por elementos heterogéneos; es un todo dinámico, dialéctico y abierto. Las fuentes de este dinamismo son múltiples. Entre las internas, por ejemplo, la complejidad y la heterogeneidad pueden producir contradicciones y tensiones; si hay más elementos potencialmente dominantes, las correlaciones estructurales y la jerarquización de los mismos se hacen más lábiles; también la estructura fenoménica se desarrolla en el tiempo, en el proceso semiótico de la «acumulación semántica contextual» (Mukarovsky', 1940: 113-21), el cual puede variar a lo largo de la obra. La definición de la estructura que da Jan Mukafovsky resume bien los rasgos de la estructura fenoménica:

combinados con una serie de diferencias de ideas; pero este enfrentamienlo de cierto número de signos acústicos con otros tantos cortes hechos en la masa del pensamiento engendra un sistema de valores, y este sistema es lo que constituye el lazo efectivo entre los elementos fónicos y psíquicos en el interior de cada signo. Aunque el significante y el significado, tomados cada uno aparte, sean puramente negativos y diferenciales, su combinación es un hecho positivo; hasta es la única especie de hechos que comporta la lengua... (1916: 166; tr. 203-04). En su uso, al sincretismo inherente, positivo, del signo lingüístico se adhieren otras dimensiones y lo codeterminan: el contexto textual y extratextual; la realidad referencial, interrogada e interpretada por el signo, la cual, a su vez, «dialoga» con éste; las normas sociales, históricas, discursivas, etc. En la comunicación todos estos aspectos se intersecan de tal o cual manera, aprisionan entre sí y moldean el significado, y así, en efecto, la hacen posible. Y, en fin, de eso se trata: de la posibilidad de la comunicación y no de un simple vértigo de algún plano lingüístico absolutizado y proyectado sobre la totalidad. Pero el vértigo diferencial y cierta labilidad significativa son partes integrantes, inquietantes, renovadoras, de «la vida» del signo, del objeto y de la comunicación. Nosotros, en cambio, dejando la perspectiva metafísica derrideana a los inmortales borgeanos, vemos el «desbordamiento diferencial» más bien como un círculo hermenéutico, siempre abierto y reabierto, siempre «dialógico», pero potencialmente más y más exacto, dentro de ciertos límites funcionales. Si estamos de acuerdo con Karl Popper, quien nos advierte que «toda información científica tiene que permanecer como tentativa para siempre» y que «el viejo ideal científico de epistSmé —o sea, del conocimiento absolutamente cierto y demostrable— se ha revelado como un ídolo (falacia)» (1968: 280), ya no abrazamos la skepsis derrideana, la cual no estimula sino una vuelta sempiterna al llanto del Eclesiastés. Pero es un problema vinculado íntimamente con nuestra modernidad postkantiana y postnietzscheana, que no tiene una fácil solución y al que hemos de volver constantemente.

Por la estructura puede tomarse sólo aquel conjunto de componentes cuyo equilibrio interior se rompe y se restablece sin cesar y cuya unidad nos aparece por consiguiente como un conjunto de contradicciones dialécticas. Lo que perdura es sólo la identidad de la estructura a lo largo del tiempo, mientras que la configuración interior de la estructura, las correlaciones de sus componentes, cambian continuamente. En sus relaciones mutuas, los componentes particulares ce esfuerzan constantemente por imponerse unos a otros; cada uno trata de hacerse valer en detrimento de los otros. Con otras palabras, la jerarquía, la subordinación y el predominio mutuos de los componentes (lo que no es otra cosa que la manifestación de la unidad interior de la obra) se hallan en un estado de reagrupamiento constante. Aquellos componentes que se colocan temporalmente en el primer plano adquieren una importancia decisiva para el sentido global de la estructura artística, el cual cambia constantemente a consecuencia de ese reagrupamiento (1946: 109). Así es posible decir que también la estructura de la obra

3.2. Entre los conceptos de estructura propuestos por la poética contemporánea, el desarrollado por el estructuralismo de Praga (organizado en el Círculo Lingüístico de Praga, 1926-1948) (1), es

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itlíL.

individual es un acontecer, un proceso, y no un todo estático, exactamente delimitado (1945: 92). 3.3. El dinamismo de la estructura fenoménica, por supuesto, no aparece por sí solo, en el vacío, sino que está actualizado, desencadenado, en el proceso y en los contextos de la percepción por un intérprete. 3.3.1. A diferencia del enfoque fenomenológico, que parte del estudio de la interacción entre el texto y el lector en su individualidad psicológica (véase, por ejemplo, el concepto de concretización en R. Ingarden, 1931 y 1937) y sólo después, poniéndola «entre paréntesis», trata de llegar a la «esencia óntica» de la obra literaria, la Escuela de Praga, apoyándose en la lingüística y en la semiótica, profundizaba en la dimensión semiótica de los contextos sociales y artísticos, y de ahí en las dimensiones semióticas sociales de la percepción estructurante. Como los contextos sociales cambian, la estructura de la obra «está abierta» desde afuera; con tal que este «afuera» es parte integrante de «adentro», es parte de la estructuración cognoscitiva. En el estructuralismo de Praga, la obra de arte, o cualquier fenómeno, están percibidos sobre el trasfondo de las normas y valores sociales y culturales vigentes en el momento determinado; por consiguiente, la estructura semiótica socialmente relevante del objeto (de manera semejante a la relación entre parole y langue, si se la concibiera más dialécticamente que en F. de Saussure) se origina sólo en la interacción, en el juego mutuo del objeto y las normas. Así se hace obvio que en la dimensión del significado no existe ninguna «esencia» separable de este juego históricamente relativo. El énfasis sobre las normas sociales vigentes como uno de los polos de la percepción estructurante, lo mismo que su enfoque semiótico consecuente, salva a los praguenses tanto del dilema fenomenológico (del subjetivismo psicológico complementado y como compensado por un tipo de normativismo) como del agnosticismo epistemológico o la resignación de los estructuralistas franceses (el «sentido vacío» o el diferir infinitamente el significado). En comparación con este último caso los contextos sociales, con su horizonte histórico concreto, abren y cierran, paradójicamente al mismo tiempo, la estructura fenoménica y el juego del significado en ella. De esta manera el concepto complejo, semiótico y dinámico de la estructura y sus implicaciones sociales llevan a la Escuela de 226

Praga hacia la apertura de la estructura fenoménica a los componentes «externos», «ausentes», hacia el «desbordamiento diferencial». En primer lugar, los praguenses indagaron en las ya mencionadas normas y valores sociales y artísticos como parte activa de la estructuración de la obra (en nuestro Esquema, el nivel 3b). Sus puntos de vista, en polémica con la fenomenología ingardeniana, están expuestos con más claridad en los trabajos de Félix VodiCka (1941 y 1942). 3.3.2. Sin embargo, ya esta apertura, lo mismo que todo el enfoque de la moderna Rezeptionsaesthetik, fueron criticados por Rene Wellek (1973: 516), quien les reprocha no proponer otra cosa que el viejo relativismo histórico, porque entonces «la obra ... no tiene ninguna estructura permanente ni un valor propio». ¿Es una consecuencia inevitable del «desbordamiento diferencial»? Por otra parte, Wellek, sabiamente, no ofrece ninguna alternativa. Las obras artísticas existen en una compleja interacción social, y lo único que se puede hacer es buscar cuántos apoyos objetivos haya sobre cualquier nivel de esta interacción. Pero también otro aspecto de la misma apertura invita a la crítica. En el rapto por el modelo lingüístico, los praguenses a veces llegaron al extremo de identificar la estructura de la obra individual con el código del sistema literario del momento, con lo que llamaron, por ejemplo, «la tradición artística viva» (Mukafbvsky, 1945: 91-93) o «la estructura de la tradición literaria artística» (Vodiclca, 1942: 198). De la afirmación: «Las relaciones mutuas de los componentes en la estructura artística están determinadas en gran medida por lo que le ha precedido, por la tradición artística viva» (Mukafbvsky, 1945: 91), se salta, sorpresivamente, a la siguiente: La tradición artística viva es entonces una realidad social, de manera semejante como, por ejemplo, el lenguaje, el derecho, etc. Y esta realidad ... cambia, evoluciona constantemente y perdura continuamente. Es la estructura artística en el propio sentido de la palabra; las estructuras de las obras artísticas individuales son sólo momentos particulares, a veces efímeros, de esta evolución; las obras artísticas materiales son luego las realizaciones de estos momentos particulares, realizaciones que bajo la influencia del nuevo desarrollo de la estructura artística pueden adquirir sentidos completa227

mente diferentes de los que tenían originalmente (páginas 92-93). No se trata de ningún lapso casual. Ya en los comienzos de su concepción estructural, Mukarovsky (1934: 85) quería situar el significado de la obra, semejante al signo lingüístico, en la conciencia de la colectividad. Tal «significado» sería definido «por lo que tienen en común los estados subjetivos de la conciencia evocados ... en los miembros de cierta colectividad» (ibid.). Por supuesto, el nivel de «supersigno» (del texto y de su estructura fenoménica) se identifica aquí equívocamente con el de un signo elemental, como si los dos niveles operaran de la misma manera (cf. también la crítica de P. Steiner, 1978: XXXII). Así la estructura fenoménica individual se identificaría con el código del sistema. Fue ya R. Wellek (1935: 442-43; 1949: 150) quien criticó el reduccionismo a que llevan las implicaciones de este desplazamiento de la estructura. Por ejemplo, si buscáramos la estructura o el significado aun de la obra como Don Quijote en lo que de la novela está «en común» en la conciencia de los hispanohablantes, no cabe duda de que encontraríamos bien poco. Este lapso en la teoría se debe a cierto reducccionismo lingüístico, que acecha en la Escuela de Praga, el cual asoma aquí abiertamente y convierte la apertura en una contradicción irresuelta. Un teórico derrideano se lanzaría aquí inmediatamente a buscar algunas raíces metafísicas, necesarias, de este error (por ejemplo, alguna necesidad de convertir la «ausencia» en «presencia»); nosotros preferimos agotar primero las falibilidades humanas empíricas y creemos que con un error de analogía basta. 3.4. El concepto de «gesto semántico» nos lleva a otras aperturas de la estructura fenoménica en la Escuela de Praga. 3.4.1. Mukarovsky no se ha contentado con lo que llamamos aquí la estructura fenoménica, o sea, «aquella unificación que no está surgiendo sino sucesivamente en la lectura a partir del diseño compositivo» (1938: 239), sino que ha percibido el corte sincrónico, sistémico, de la misma: ... aquel gesto no especificado en cuanto al contenido (y en este sentido —si se quiere— formal), a partir del cual el poeta escogía los elementos de su obra y los unificaba en una unidad significativa. Al hablar de la unidad, 228

no tenemos en la mente aquella unificación que no está surgiendo sino sucesivamente en la lectura a partir del diseño compositivo, sino la unidad del principio constructivo dinámico, la cual se aplica en cualquier segmento de la obra, por pequeño que sea, y consiste en la sistematización única y unificadora de los componentes (Ibid.). En otro contexto Mukarovsky subraya el aspecto semántico peculiar de este concepto: ...así es posible determinar el «gesto semántico», «formal», y a pesar de ello concreto, a partir del cual la obra es organizada como una unidad dinámica desde los elementos más sencillos hasta el contorno más general. A pesar de su aparente carácter «formal», el gesto semántico es algo completamente diferente que la forma entendida como el «manto» exterior de la obra; es un hecho semántico, es una intención semántica, si bien cualitativamente indeterminada (1940: 120). En un trabajo posterior, MukaFovsky (1943) elabora el problema desde otro lado: desde la intención organizadora del significado en la obra (a todo este problema hemos de volver más adelante), y desarrolla la idea de la «intención semántica» en el sentido dinámico de la «energía semántica» (p. 93) de la obra. La definición del concepto entonces oscila entre «el principio constructivo dinámico» y la «intención semántica ... indeterminada» o la «energía semántica» de la obra; pero vacila también su objeto, que puede ser una obra, toda la obra de un poeta, etc. Sin embargo, pese a estas limitaciones y algunos brillantes análisis ejemplares (Mukarovsky, 1938; 1938a; 1939; 1939a), el concepto de «gesto semántico» se quedó poco claro y como tal fue criticado más tarde por el propio Mukarovsky (1958). Por otro lado, argumenta Milán JankoviC (1970: 24-25), el cambio de la estructura fenoménica, en conexión con los contextos de la concretización, no sólo transforma también el «gesto semántico», sino que, en sus consecuencias, pone en tela de juicio la existencia misma, autónoma, en la obra de la realidad designada por este término. Estas vacilaciones y problemas de la existencia misma del concepto sugieren que habrá que repensarlo sobre otras bases. 229

3.4.2. La sutil transformación introducida en la teoría estructural por el «gesto semántico» resalta en comparación con el concepto que anteriormente ocupaba su lugar, la llamada «dominante» de la obra, que era «uno de los conceptos clave más elaborados y productivos en la teoría del Formalismo Ruso» (R. Jakobson, 1935: 82). La dominante se definía como el componente o procedimiento central de la obra, componente que no sólo predomina entre los otros, sino que los transforma en cierta nueva totalidad estructurada. La dominante así posee un doble carácter: es algo concreto, «lleno», formal; pero es también algo inmaterial por ser el mayor soporte de la Gestaltqualitát, de la integridad, de la especificidad de la estructura. De esta manera en la estructura aparece una separación entre los elementos estructurantes, dominantes, o sea, formativos, y el resto amorfo, dominado y transformado. La situación se asemeja a aquélla criticada en Vladimir Propp (1928) por Claude Lévi-Strauss (1960). El «gesto semántico» elimina el «centro» formal y disuelve la dualidad en un solo principio inmaterial y formalmente «vacío», mejor dicho, en cierta energía semántica, desvinculada de los componentes y procedimientos concretos, pero que, en cambio, impregna toda la estructura (como la energía semántica generadora del significado). En consecuencia, el formalismo retórico cede lugar a la investigación de la energía semántica del texto. 3.4.3. El concepto de «gesto semántico» abre la estructura fenoménica al próximo metanivel, al de su código. Al tratar de ese nivel habremos de recoger la problemática planteada aquí. Todavía dentro de la Escuela de Praga, este concepto fue importante en dos aspectos. En primer lugar, es una nueva base y justificación del viejo postulado formalista y estructuralista (cf. V. Shklovski, 1919) de la homología (M. Bunge, 1973: 114-15) de los planos estructurales. En concreto, es la homología entre el nivel del lenguaje y lo que se dio en llamar más tarde como los «sistemas modelantes secundarios» (este último concepto fue elaborado —a partir de las propuestas en C. Lévi-Strauss, 1958, y en R. Barthes, 1964— en particular por la semiótica soviética; véase Iu. Lotman, 1970; 16 ss., etc.). En las palabras del propio Mukarovsky: Para la poética, la homogeneidad de la construcción semántica de la oración con la construcción de las unidades semánticas superiores, y hasta con la del texto entero, es una hipótesis de trabajo muy importante. Crea 230

el puente entre el análisis lingüístico y la investigación de la construcción semántica total del texto. ... la investigación moderna ha demostrado convincentemente que aun el tema, particularmente el poético, está en una conexión bilateral, mutua con el lenguaje... Entonces el tema no se escapa tampoco al análisis lingüístico, cuya tarea y dominio del trabajo es toda la estructura de la obra literaria. El enfoque lingüístico significa aquí la orientación metodológica y no la limitación del objeto del estudio científico (1940: 120-21). Este pasaje ilustra claramente la lucha tiel estructuralismo praguense por trascender el ya mencionado reduccionismo lingüístico, que le amenaza latentemente desde adentro. En cambio, este reduccionismo fue abrazado como fundamento teórico en una buena parte de las investigaciones estructuralistas desde los años 60. No sólo la hipótesis de homología se ha hecho unilateral (proyectándose simplemente ciertas propiedades del lenguaje sobre los hipotéticos sistemas secundarios), sino que el propio fenómeno lingüístico se ha reducido a las propiedades gramaticales. Por supuesto, no cabe ninguna duda de que la «poesía de la gramática» tiene un lugar importante en los análisis semióticos (véase, por ejemplo, la brillante serie de los trabajos de Román Jakobson, 1960; 1961a, etc.; 1980; reunidos en 1971b y 1973) (2); pero la mencionada doble reducción del enfoque estructural compromete seriamente el desarrollo del método en su totalidad: lo convierte en una innocua retórica. 3.4.4. En segundo lugar, el «gesto semántico», al encerrar en sí la clave de la estructura artística individual, se convierte en un puente que media entre la especificidad de la obra artística y ¡as realidades extraliterarias, de su propia especificidad, con las que aquélla está conectada, tales como la personalidad del poeta, la sociedad y otras esferas de la cultura (Mukafovsky, 1940: 120). La obra se abre a otras realidades fenoménicas, sin confundirse con ellas; las dos realidades no se relacionan, no se comparan simplemente a través de sus elementos aislados, separados de sus correlaciones estructurales constitutivas (esa apertura del «elemento» a la totalidad estructurada), sino que se correlacionan a través de sendas estructuras, «condensadas» en sendos «gestos semánticos». Es también a través de los «gestos semánticos» como las realidades y sus sistemas se agrupan y reagrupan en la escala ascendente que 231

termina por englobar la cultura entera de la sociedad particular como una «estructura de las estructuras», sin que ninguna totalidad, de cualquier orden, pierda su antonomía y especificidad. 3.4.5. Sin embargo, el «gesto semántico» invita aún a otra apertura, que no deja de afectar tampoco la definición clásica de la estructura (fenoménica) misma. Si confrontamos el «gesto semántico» —o sea, la supuesta «unidad del principio constructivo dinámico, la cual se aplica en cualquier segmento de la obra, por pequeño que sea», etc.— con las estructuras artísticas modernas, vemos que el postulado de la homogeneidad estricta tanto del «gesto» como, a través de él, de la estructura fenoménica es dogmático y está en contradicción con la nueva realidad. A diferencia de la estructura clásica, homogénea y cerrada, la estructura moderna, siguiendo en parte los modelos medievales y barrocos, se constituye más bien como «abierta» (cf. U. Eco, 1962) y a veces también como heterogénea. Por ejemplo, las obras como Altazor (1931), del chileno Vicente Huidobro, o Tres tristes tigres (1967), del cubano Guillermo Cabrera Infante, mezclan trozos o series textuales heterogéneas, que giran en torno a sus propios focos estructurantes, y abandonan las «abrazaderas» tradicionales como ripios innecesarios, obstáculos a la creatividad del lector. ¿Se desintegra la estructura? Es lo que sugieren algunos críticos apocalípticos modernos (cf. O. Sus, 1968). «Se acaba», cuelga peligrosamente sobre la modernidad literaria como la espada de Damocles pintada en una hoja de papel. La estructura fenoménica literaria, por ser modelo de un objeto complejo, no puede ser simplemente unidimensional. Su integridad se apoya en una red estratificada y plural de correlaciones. Si se relaja o destruye la unidad de cierto plano o de ciertas relaciones, otros componentes pueden ser suficientes para mantener la unidad, y hasta puede aparecer algún tipo especial de compensación estructural por las aperturas. La estructura de la «estructura fenoménica» entonces habría que representársela por un modelo pluridimensional, cuyos componentes están en correlaciones dinámicas y dialécticas. De esta manera si la estructura retrocede en la superficie es sólo para restablecerse en otro nivel. La estructura se abre a su propio mise en abyme (término de A. Gide), que lleva en potencia. La metaestructuración juega con la polarización metafórica de las partes heterogéneas dentro de cierta totalidad. Al despegar los ojos del aparente caos de la superficie, por lo general no se tarda en percibir cierto orden en el plano superior del juego literario. Pero 232

este orden es más complicado, más tenso, menos «acabado» y, en consecuencia, más resistente a la percepción unificadora. Sin embargo, «lo imperfecto» (lo inacabado) no sólo puede tener su propia gracia (cf. F. Nietzsche, 1887: 93-94), sino que puede estar integrado también en los resortes más profundos de la modernidad (3). Por supuesto, la apertura de la estructura fenoménica a su mise en abyme de la organización artística estratificada no deja de afectar el «gesto semántico» que le es pertinente. 3.5. La estructura fenoménica se abre también al «diálogo» con el texto. 3.5.1. Algunos aspectos de esta apertura están bosquejados en uno de los ensayos más intrigantes de Mukafovsky (1943). En él Mukafovsky parece como si volviera sobre sus pasos y los del método entero y como si tratara de reintegrar algunos «márgenes» iniciales a sus teorizaciones «centrales» de la fase culminante (los primeros seis o siete años de los cuarenta). Ya en el primer trabajo (1928) que le consagró como uno de los principales teóricos literarios del Círculo Lingüístico de Praga, un brillante análisis estructural de uno de los más famosos poemas románticos checos, Mukafovsky hace la siguiente observación: ... para darnos cuenta de cierto tipo de organización estética del material lingüístico basta que el esquema, según el cual se realiza la organización, sea sólo apuntado. La realización consecuente del esquema llevaría incluso a la automatización de la organización y a la destrucción de su efectividad estética (p. 93). Siguiendo los trabajos de los formalistas rusos (por ejemplo, sobre el metro y el ritmo en el verso, o sobre la dominante), Mukarovsky se da cuenta de que en la obra de arte no operan esquemas, abstracciones formales, etc., sino sólo tendencias, a las que el material u otras tendencias oponen resistencia. El mencionado ensayo (1943) intenta conceptualizar esta dialéctica sobre una nueva base, ya semiótica. El punto de partida es aquí el «gesto semántico». Se percibe que la intención, la energía semántica estructurante, choca con la resistencia de los aspectos de la obra que no se dejan englobar por ella. 233

Aquí hemos de hacer un paréntesis sobre la nueva delimitación de la «intencionalidad». Tradicionalmente, la intención se vinculaba con el sujeto autorial. El estructuralismo, que buscaba apoyos más objetivos para el estudio de las obras literarias, empezó por desplazar el enfoque sobre las mismas. Sin embargo, pronto se hizo claro que tal enfoque era ilusorio: las obras no existen en el vacío, ni se leen a sí mismas, sino que su propia constitución sígnica las convierte en un hecho social; la recepción aparece como constitutiva de su propia existencia como hechos semióticos. De esta manera la intención del «gesto semántico» se entendía forzosamente como originada en interacción entre la obra y el receptor. Pero también el receptor se desindividualizaba, convirtiéndose más bien en la dimensión social, semiótica, de la recepción (cf. p. 95). Es por esta mediación y en este contexto como Mukafovsky propone desplazar el concepto de intencionalidad de la génesis a la recepción. Argumenta que es el receptor, y no el autor, quien «adopta ante la obra una actitud no turbada por ninguna consideración práctica» (p. 93), o sea, según la tradición kantiana, la única actitud adecuada ante lo bello y el arte. Las motivaciones individuales del autor, que por lo demás en su totalidad siempre se nos escapan, no sólo dejan de ser la única determinante del significado, sino que se convierten en una traba, en algo contraproducente, que tropieza con el afán de ver la dimensión semiótica objetiva de la obra. Con el propuesto desplazamiento, la intencionalidad se objetiviza, se semantiza y pierde su carácter psicológico. Se convierte en una denominación de la unidad contextual (interna y externa) del significado de la obra. Es con esto en la mente como no nos chocará leer que ... la intencionalidad, vista desde la perspectiva del receptor, aparece como la tendencia hacia la unificación semántica de la obra, porque sólo una obra que posee un sentido unificado aparece como un signo. Todo aquello que opone resistencia en la obra a esta unificación, que altera su unidad semántica, está percibido por el receptor como no intencionado. En la percepción ... el receptor vacila constantemente entre la sensación de intencionalidad y de no intencionalidad; con otras palabras, la obra le resulta ser signo (a saber, un signo autotélico, sin una relación inequívoca con la realidad) y cosa al mismo tiempo. Al decir que es cosa queremos sugerir 234

que la obra, por todo aquello que está en ella de lo no intencional, de lo no unificado semánticamente, aparece al espectador como semejante a un hecho natural... (páginas 97-98). La base objetiva de lo no intencional es «la imposibilidad de unificar semánticamente cierto componente con la totalidad de la estructura de la obra» (p. 103). Cuando el receptor no puede reunir los componentes contradictorios en una síntesis, en lugar de constituir una contradicción interna, uno de los opuestos se queda fuera de la estructura (p. 100). Sin embargo, la no intencionalidad, el componente excluido de la estructura, no es simplemente el resto amorfo, inerte, sin ninguna significación, sino que obtiene cierto valor semántico por tender a convertirse en intencionalidad. Lo no intencional, semejante a un hecho natural, se plantea ante el receptor como Un interrogante, y es sólo cuando nos aproximamos a tal realidad con el esfuerzo por concebirla como un signo de un sentido unificado (o sea, semánticamente unificado), como podemos sentir la no intencionalidad como una fuerza activa (p. 107). Y concluye Mukarovsky el viraje dialéctico: La no intencionalidad es entonces un fenómeno concomitante de la intencionalidad; incluso se podría decir que, en efecto, es cierto tipo de intencionalidad, porque la impresión de lo no intencional surge en el receptor donde y cuando su esfuerzo por el entendimiento semánticamente unificado de la obra ... fracasa (Ib.). Las dos están entonces dialécticamente trabadas y unidas por el empeño común de la unificación semántica. En otras palabras: los dos conceptos, semantizados por Mukafovsky, operan dentro de la intencionalidad fenomenológica como sus polaridades. Pero la estructura en Mukarovsky está en movimiento. Por la relación dialéctica con la intencionalidad, y de ésta con los contextos de concretización, la no intencionalidad no es tampoco una magnitud constante. El receptor la percibe, por supuesto, siempre como condicionada, como objetivamente dada en la construcción de la obra. Sin embargo, esta predeterminación no es inequívoca ni inmutable: al evolucionar el enfoque, a la estructura pueden ser integrados los componentes que ante» parecían no intencionales y, en cambio, como no intencionales pueden aparecer los componentes antes integrados o que no atraían ninguna atención específica (pági235

ñas 102-03). Surge ante nosotros otra fascinante dimensión dialéctica de la estructura fenoménica: la no intencionalidad como cierto margen de la estructura, que la interroga, que la pone en movimiento y, en sus consecuencias, la subvierte. 3.5.2. En la perspectiva histórica, la variabilidad de la relación entre la intencionalidad y la no intencionalidad no se manifiesta sólo dentro de las obras particulares, sino también en la propia evaluación de su lugar e importancia para el arte en general. Mukarovsky se refiere a esta dimensión sólo de paso (p. 107). Detengámonos en ella. La estructura clásica evita tanto las contradicciones internas como, aún más, las externas; lo no intencional irrita y está interpretado como signo de falla, artística y estética. En cambio, la estructura moderna no sólo se deleita con las contradicciones y tensiones, sino que —y ésta es su innovación con respecto de sus antecedentes medievales, barrocos, románticos y hasta simbolistas-— introduce lo no intencional en su propio centro (el dada, el surrealismo). Una jugada de dados y el azar, símbolos, en Mallarmé, de la limitación, de la relatividad de todo arte, de todo esfuerzo humano, y la creación espacial, que dramatizaba este naufragio en el «maelstróm» saturniano, histórico, se convierten en un procedimiento técnico. En comparación con el arte tradicional, el arte moderno ostenta la imperfección, la disformidad y la casualidad. El desenvolvimiento de la obra revela a veces los estratos y las fases.de su propia creación, se presenta como una especie de arqueología de su creación, que dramatiza el proceso artístico, la materialidad de la obra y sus códigos (4). Lo no intencional, por supuesto, sigue irritando, pero sólo a los partidarios del arte tradicional. Los artistas modernos, en cambio, abrazan las consecuencias antiartísticas y antiestéticas como positivas, positivas precisamente porque irritan, precisamente porque representan la negación y la destrucción del arte tradicional. ¿Tal vez se desintegra el arte como tal? Así sucedería si lo no intencional no introdujera asimismo un aspecto positivo propio: si no abriera nuevos horizontes al arte y si no lo llevara a nuevos límites (véase, por ejemplo, la ya mencionada metaestructuración). En el proceso se reevalúa la realidad, lo bello, el arte y sus conexiones. Aparece una «nueva belleza» (cf. el clásico ensayo del mismo título de F. X. Salda, 1903) y un nuevo arte. Sucesivamente, aun a los partidarios del arte moderno les parece que «ya no se puede más», que ya se ha alcanzado el límite absoluto. Pero, no; el límite es motivado y, en consecuencia, está infinitamente abierto. 236

3.5.3. Pero ciñámonos a Mukarovsky todavía por algún momento. La problemática que éste intenta conceptualizar es en parte bastante vieja: el concepto tradicional de unitas multiplex, o las nociones formalistas de dominante y de contradicciones dialécticas. Sin embargo, la solución propuesta es original y an ti tradicional: dinámica y consecuentemente desformalizada. Al entender la intencionalidad y la no intencionalidad como dos fuerzas semánticas dialécticamente trabadas, Mukarovsky puede proponer un tipo de análisis semiótico que «no es sinónimo con el análisis formal» (p. 108). Lo no intencional como margen y subversión de la estructura fenoménica, intencional y determinada, como una de las fuerzas que inician su dinamización, reestructuración e indeterminación, revela la obra como un almacén inagotable de significado potencial. Es una de las implicaciones del nivel fenoménico que habremos de recoger al tratar el próximo metanivel. 3.5.4. Por otra parte, el bosquejo de Mukarovsky tampoco carece de problemas. Encontramos en él varias reducciones y confusiones, que embrollan el planteo pionero de la problemática. Por ejemplo, la oposición de la intencionalidad vs. la no intencionalidad se reduce al nivel de la habida entre el signo (la obra-signo) y la cosa (la obra-cosa) y, además, se confunde con las reacciones psíquicas del receptor ante la obra, con la distancia (la obra se percibe como una obra de arte, o sea, como un signo) vs. la identificación (la obra se percibe como si fuera la realidad). Sin embargo, de la propia exposición está claro que, por ejemplo, como no intencionales pueden percibirse pasajes enteros de las obras, cuya mediatización sígnica no se borra por el hecho de no encontrar cabida en la estructura intencional. Y, en cambio, e! arte moderno ofrece casos contrarios (por ejemplo, en el constructivismo, surrealismo, etc., los objetos reales incluidos intencionadamente en las pinturas, sin convertirse, por tanto, en signos). De manera semejante ocurre con la distancia y la identificación con respecto del «arte» y*la «realidad». De ahí que suene como paradójica la afirmación de Mukarovsky que sea a través de lo no intencional, de lo no sígnico, como la obra entra en íntimo contacto con todo el universo privado, consciente y subconsciente, del receptor, y que modifica su actitud personal ante la realidad (p. 98 y passim), o sea, a través de lo que éste deja fuera de la unificación semántica, a través de lo que no entiende o que, irritado, rechaza. 237

3.5.5. Pero también la propia oposición entre la obra-signo y la obra-cosa reduce la problemática. Mukarovsky percibe con perspicacia que las cosas, su presencia material, no están fuera del dominio, de los signos, del lenguaje, sino que son parte integrante de la comunicación, aunque sea sólo como su límite, pero que es, a su vez, omnipresente (véase el desarrollo de las ideas de Mukarovsky en este sentido por I. Osolsobe, 1967 y 1969). Inspirándose en la «definición ostensiva», propuesta en la lógica por Ludwig Wittgenstein (1953 y 1958) y Bertrand Russell (1948) (donde se refiere al caso marginal, desde el punto de vista de la lógica, de definir la cosa simplemente por señalarla, por presentarla), Osolsobe llama ostensión a esta dimensión de la cosa. Como ya hemos dicho al comienzo de este ensayo, la mera presencia material sería ininteligible o sería semánticamente indiferente. Es a través de la ostensión, o sea, por el enfoque comunicativo, dentro de la intencionalidad fenomenológica, como la cosa se convierte en un almacén de significados potenciales, inagotables. Sin convertirse en signo, la cosa comunica a través de la ostensión. Sin embargo, también el signo, el vehículo fundamental de la comunicación, está relacionado con la ostensión. Sin ella, sin la presencia potencial de las cosas, los signos no sólo serían ininteligibles (véase la irónica y autoirónica metáfora borgeana de Averroes que quería «imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro» y del propio escritor que quiere imaginar a Averroes...; J. L. Borges, 1975: 101), sino que serían indefinibles. Esta última conclusión emana consecuentemente de la revelación saussureana de que «en la lengua no hay sino diferencias» (Saussure, 1916: 166). Así, por ejemplo, la vaca de que un Wittgenstein opinaba todavía que «corresponde al público decidir qué es o qué no es» (S. Toulmin, 1960: 51), se evapora en el infinito diferir de la différance. Es lógico imaginarse a un savant derrideano tomar el Diccionario de la Real Academia y buscar la vaca en lo que no es a, aaronita, ab, aba, abab ... hasta zumbí, zurugia, zuzón, viéndola en todas las letras idénticas o semejantes y oyéndola mugir, como en zurugia, disfrazada de león. Pero todavía hay más: la ostensión penetra en el propio signo como una de sus polaridades básicas, semióticas. El signo está inscrito necesariamente en algún material y este sustrato material excede tanto las diferencias ideales en que el signo se basa (por ejemplo, fonemas, «letremas») como la dimensión representativa. Este «exceso» es también potencialmente semiótico y hasta puede intentar 238

extenderse a toda la dimensión semiótica del signo. Por ejemplo, a partir del futurismo y del dadaísmo encontramos en el arte repetidos intentos de neutralizar o hasta de destruir el polo de la representación en el signo, tal como en el «lenguaje transracional» (zaum) de los futuristas rusos, en las «jitanjáforas» del cubano Mariano Brull, en el «glíglico» cortazariano o en los juegos verbales de Altazor o de Tres tristes tigres. En todos estos casos el signo revela su cara de cosa, pero sin dejar de comunicar. El «signo ostensivo», como límite de tales empeños, sin embargo, ya dejaría de ser signo y pasaría a ser cosa entre otras cosas. Las cosas y los signos se traban más íntimamente de lo que se haya sospechado. La ostensión es un componente inseparable de toda comunicación, no sólo porque redefine la cosa y la comunicación, sino también por el propio signo. En éste es el eslabón que falta en sus tipologías. A través de la ostensión, el signo se abre a un doble «diálogo»: con Su propia materialidad y con el aspecto comunicativo de las cosas. En consecuencia, también la semiótica se dialectiza: no sólo los signos se confrontan con las cosas, sino que lo mismo pasa tanto en aquéllos como en éstas. 3.5.6. La segunda limitación del planteo de Mukarovsky está en enfocar la intencionalidad vs. la no intencionalidad sólo en términos elementales del signo vs. la cosa. El texto literario, sin embargo, no es simplemente una cosa, sino un objeto ya sígnico, creado a partir del lenguaje humano como el sistema comunicativo más desarrollado y diferenciado. Pero el texto es también un signo más complejo, de otro orden que un signo elemental, e introduce en el juego sus propias particularidades. En su aspecto material (en la selección de ciertos signos y en su ordenación en cierta secuencia) el texto es actual y compacto. En su aspecto semiótico, sin embargo, el texto es sólo potencial y de significación dispersa en varias direcciones. Sigiendo la diferenciación hecha a partir de Gottlob Frege (1892), podemos decir que el carácter potencial no implica la falta completa del significado (Bedeutung), sino sólo la del sentido (Sinn). Este no se establece sino en el proceso y dentro de los contextos de la concretización, del esfuerzo por la unificación semántica. Sin embargo, el nivel del texto participa activamente en este proceso. Cada lector ha experimentado alguna vez aquella situación embarazosa cuando entiende las palabras o las frases aisladas, pero no el sentido de conjunto. Esta desfamiliarización (ostranenie) feno239

i

menológica revela la existencia del primer nivel del significado, fundamental, en un texto. Como ya hemos dicho, es porque los elementos de que éste se compone ya están dotados de un significado independiente, si bien polivalente, determinado en toda su extensión por el código lingüístico (a veces establecido con ayuda de la crítica filológica, que «remienda» los lugares «rotos»), y están organizados en contextos enunciativos. Al mismo tiempo, estos elementos no están organizados sólo en contextos gramaticales, sino también «metafóricos» (Jakobson, 1960) o «paragramaticales» (J. Kristeva, 1969: 113-46). En segundo lugar, la propia secuencia de los elementos es significativa. En lo que Mukarovsky (1940) llamó la «acumulación semántica», contextual, las unidades semánticas que constituyen el contexto son percibidas en la sucesión continua, actual, independientemente de su conexión sintáctica, de subordinación, etc. Al mismo tiempo, estas unidades son percibidas sobre el trasfondo de todas las precedentes, a partir del momento determinado en el despliegue del texto. Mukarovsky ilustra este proceso por el siguiente esquema: a— b— c— d— e—f a

b

c

d

e

a

b

c

d

a

b

e a

b a

La serie horizontal de las letras representa la secuencia de las unidades semánticas dentro del contexto. Las columnas verticales expresan el proceso de la acumulación semántica: al percibir la unidad b, ya está en nuestra conciencia la unidad a, y así sucesivamente. En consecuencia, al cerrarse el contexto (f), todas las unidades semánticas están acumuladas en la mente del lector según el orden en que han aparecido (Mukarovsky, 1940: 117; tr. 51; cf. T. Veltrusky", 1980-81: 126). De esta manera el texto predetermina ciertos aspectos del sentido contextual y es uno de los apoyos y puntos de control objetivos del significado concretizado en la estructura fenoménica. Por otra 240

parte, el carácter potencial, polivalente, del texto no está agotado ni por la concretización sobre el trasfondo de los códigos literarios y sociales, que determinan aspectos del significado y crean una especie de expectación general ante la totalidad semántica en construcción, ni por el proceso de estructuración sensu stricto, o sea, por la cristalización del significado en torno de ciertos ejes constituidos a partir de las consistencias semánticas (cf. las investigaciones fenomenológicas de W. Iser, 1974; 1976) que se establecen en el proceso de la acumulación semántica. En este sentido el texto resiste, en grado diferente, tanto a la estructura fenoménica como a los códigos, en un juego de cumplir y de frustrar las expectativas creadas ante el mismo. Entre el texto la estructura fenoménica y los códigos pertinentes no hay simplemente una «correspondencia armoniosa», tanto menos una identificación, sino más bien un «diálogo», una tensión, un desajuste, una relación dialéctica. El texto es una de las fuentes del significado potencial inagotable de la obra. Esta no puede sino concretizarse y determinarse constantemente, delimitando, en consecuencia, siempre nuevamente también el campo de su polisemia potencial, pero sin agotarlo nunca, sin definirlo nunca de una vez por todas. 3.6. Ahora bien; nos hemos extendido en el análisis de las implicaciones que tiene el concepto de estructura con que opera la Escuela de Praga, porque es uno de los puntos de partida más importantes de nuestro camino. Hemos visto que las consecuencias dinámicas, dialécticas, de su planteo no sólo producen varias aperturas, sino que subvierten ese concepto tal como fue definido corrientemente (o sea, como «la identidad de la estructura», Mukarovsky, 1946: 109). La dialéctica del «desbordamiento diferencial» está presente, a veces incluso explícitamente, en las teorizaciones del estructuralismo praguense, pero no está conceptualizada consecuentemente. Aun así, sus propuestas teóricas ponen en tela de juicio las matrices tradicionales, moldeadas sobre la hermenéutica clásica, y anticipan notablemente aspectos de la problemática promovida por el «postestructuralismo» francés. Además, por el rigor, especificidad y carácter incisivo de su pensamiento, la Escuela de Praga parece ofrecer una base más segura para el desarrollo de los estudios literarios, fuera del formalismo, fuera de la mera retórica y también fuera de los tanteos desorientados (y desorientadores) del «desconstructivismo» derrideano. 241

IV. LOS NIVELES SISTEMICOS El rasgo distintivo de las investigaciones estructuralistas a partir de los sesenta es la concentración casi exclusiva sobre los problemas planteados por la dimensión sistémica (por lo que para nosotros son dos niveles de abstracción y de operación separados). En esta órbita se inscribe en particular el trabajo de las agrupaciones estructuralistas activas en Francia. La actividad estructuralista de los franceses parte en especial de dos modelos: de la obra del lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure (1916) y del etnólogo Claude LéviStrauss (1958). La sombra proyectada por Saussure, el magnus parens del estructuralismo actual, es asombrosa. Mientras que en otras latitudes se rigen más bien por el aforismo enunciado por A. N. Whitehead, de que «la ciencia que vacila en olvidarse de sus fundadores está perdida», en Francia la obra de Saussure sigue vigente: no sólo se la toma en serio, sino al pie de la letra; no sólo se la acepta como formulación de un programa de investigaciones, sino hasta como enunciado de verdades incontrovertibles. De ahí la persistencia, hasta nuestros días, de aspectos refutados hace décadas (véanse, por ejemplo, las tesis de Jakobson y Tynianov, 1928) y su confusión con el estructuralismo como tal. 4.1. Los objetivos del estructuralismo sistémico fueron formulados en el manifiesto programático de Roland Barthes (1963). Según éste, lo nuevo en su enfoque es «un pensamiento (o una «poética») que busca menos asignar el sentido pleno a los objetos descubiertos que saber cómo el sentido es posible, a qué precio y según cuáles pautas» (p. 218). De acuerdo con ello, Todorov delimitará las tareas de la poética: La obra literaria misma no es el objeto de la poética: aquello que ésta cuestiona son las propiedades de ese discurso particular que es el discurso literario. ... De ahí que esta ciencia ya no se ocupe de la literatura real, sino de la literatura posible, con otras palabras: de aquella propiedad abstracta que constituye la singularidad del hecho literario, la íiterariedad (1973: 19-20). Si, en fin, toda actividad intelectual descompone y recompone los objetos para hacerlos inteligibles, la «actividad estructuralista», 242

como la llama Barthes, tiene rasgos específicos: no los recompone en sus estructuras fenoménicas (o sea, en la interrelación de los elementos que se establece en el despliegue de la estructura y en el esfuerzo por la unificación semántica, sintética), sino en el despliegue paradigmático y en su código (sistema). Los objetos literarios se revelan no como conjuntos de elementos únicos, cuya unicidad mínima está determinada por su lugar en la acumulación semántica contextual, sino como una serie de paradigmas (o sea, clases de función sistémica análoga) reunidos en un sistema (cuyo núcleo es la relación binaria). La noción de paradigma podría servir de bandera de este tipo de enfoque estructural (Barthes, 1963: 216) y los trabajos de Lévi-Strauss (1958: 1958a), de un modelo global indiscutible. Sin embargo, este enfoque presenta problemas. Por ejemplo, la investigación de las categorías semánticas subyacentes en las obras, practicada por Lévi-Strauss, puede parecer suficiente tal vez en el estudio de los géneros primitivos, como el mito, conservados a veces en forma fragmentaria o en recuentos de segunda mano. En las obras literarias, en cambio, la reducción producida por este enfoque sería intolerable, porque excepto las mencionadas categorías semánticas se dejan de lado todos los otros mecanismos primarios y secundarios, lo mismo que sus interrelaciones. Y eso que pasamos por alto el aspecto literario como tal, porque, como nadie sabe qué es esa «Íiterariedad» propuesta por Jakobson hace más de medio siglo (1921), esta deficiencia no se echa tanto de menos. El énfasis exclusivo puesto por el estructuralismo francés sobre la investigación paradigmática y sistémica se refleja también en el desplazamiento del concepto de «estructura». Este se convierte en sinónimo del sistema, de los códigos sistémicos. La «estructura» entonces adquiere nuevos rasgos: «Como primera aproximación podríamos decir que la estructura es un sistema de transformaciones» (J. Piaget, 1968: 5). Piaget se aventura a decir incluso que «todas las estructuras conocidas ... son, sin excepción, sistemas de transformación» (p. 11). Pero también los otros rasgos del concepto que se destacan: la totalidad y la autorregulación (p. 5), que caracterizan la dimensión sintética de cualquier nivel, se llenan de un contenido específico, pertinente al nivel de sistema. Todo este planteo exclusivo del estructuralismo francés, establecido dentro y a partir del sistema, conduce a innecesarias distorsiones tanto en la teoría como en la práctica. Al enfocarse el objeto como mero resultado del sistema de transformaciones, al adjudicarse toda iniciativa semántica sólo al sistema, se llega a la conclu243

sión cómoda de que «las transformaciones inherentes en una estructura nunca llevan más allá del sistema, sino que siempre generan elementos que le pertenecen y que conservan sus leyes» (Piaget, 1968: 14). El cambio, la historia, la propia realidad polivalente, o sea, el objeto que se quería hacer inteligible, se quedan ante la verja del coto que se ha reservado para sus cazas el estructuralismo sistémico. Todo muy lindo y ordenado, como en un círculo: el enfoque procustiano «confirma» uno de los aspectos más flacos de las teorizaciones saussureanas (la oposición y la exclusión mutua de la sincronía, sistémica, y la diacronía, asistémica), y a su vez deriva de ahí su ilusoria «verosimilitud». 4.2. Entre los niveles y dimensiones sistémicos nos interesará en particular el código de la estructura fenoménica. Será por su posición estratégica como mediador entre el texto, la estructura fenoménica y los paradigmas y los códigos de los sistemas. El corte sistémico es, por supuesto, también parte de la estructura fenoménica; pero su fenomenología es diferente: las relaciones sistémicas se van construyendo tentativamente en el proceso, abierto hasta el final, del desenvolvimiento de la estructura. Mientras que en cuanto código de la estructura (2b) es un resultado de la reconstrucción de las correlaciones estructurales, es un modelo esquematizado, crítico, de cierta estructura fenoménica, tanto en su dimensión «sincrónica» como «diacrónica» (el despliegue de la totalidad). En este sentido el código, en las dos dimensiones, es el corte sistémico actual de cierta estructura fenoménica. Sin embargo, al cambiar los contextos de la concretización y, con ellos, la estructura fenoménica, cambia necesariamente también el código actual. ¿Es ésta la única dimensión posible del código? Si así fuera, miraríamos los cambios del código y de la estructura sólo desde afuera, atomísticamente, desde la iniciativa exterior de los códigos superiores (3b). ¿Hay en la estructura fenoménica y en su código algo que se «pliega» más fácilmente al cambio que lo otro, o incluso algo que parece «invitar» el cambio de la estructuración? Ese «algo» no puede situarse sin más al nivel del texto ni al de la estructura fenoménica, siempre concreta, pero al mismo tiempo pertenece al nivel de sentido contextual de la obra. El concepto de código puede ayudarnos si enfocamos no sólo su- lado actual (como código de una estructura fenoménica determinada), sino también su aspecto potencial, como la «dispersión», como la oscilación de las concretizaciones sociales particulares permitida por el código (5). 244

El código en este sentido potencial, al registrar un cambio actual tras otro, se «repliega» sobre sí mismo e «interioriza» los cambios: al establecerse en el nivel de la interacción social se convierte en una medida de las oscilaciones de las estructuras fenoménicas. En esta dimensión potencial el código es el resultado de una reconstrucción metacrítica. Las consecuencias de este concepto potencial del código para el estudio práctico de las obras literarias son enormes y liberadoras, porque convierten el comentario de texto en una operación metacrítica. El objetivo de tal comentario no será «interpretar», en el sentido tradicional, hermenéutico, reduccionista, de la palabra, sino describir el potencial semiótico de la obra. Esta operación, por supuesto, no es «libre», sjno que tiene su propio rigor. Las oscilaciones de las estructuras fenoménicas registradas por el código permiten establecer en las obras ciertos «puntos neurálgicos», lugares particularmente lábiles, propensos a cambios de interpretación. De esta manera se hace posible describir más adecuadamente la construcción semiótica de una obra particular, sin relativizarla ni reducirla excesivamente. El código en su dimensión potencial constituye así otro punto de apoyo importante para el estudio objetivo de las obras literarias. Sin embargo, el establecimiento de tal código es un proceso abierto: nuevos cambios de los códigos artísticos y sociales (3b) producen nuevas estructuras fenoménicas y pueden revelar también otros «puntos neurálgicos» de la construcción semántica. Es en este sentido de cierta «plenitud» potencial como el código media entre el texto, en principio inmutable, la estructura fenoménica, siempre diferente, y los cambiables códigos artísticos y sociales, y que es al mismo tiempo el producto de esa mediación. Si aplicamos a la situación expuesta el concepto de «gesto se- , mántico», uno de los más intrigantes propuestos por la Escuela de/( Praga, vemos que, aparte de referirse al corte sistémico de la estruc/ tura fenoménica, en su otra significación apunta precisamente a )ás dimensiones del código potencial y que es en esta oscilación entre los dos niveles donde obtiene el significado que lleva en potencia. Es uno de los méritos del propuesto marco referencial que sea posible captar con más exactitud aún conceptos tan esquivos como lo ; son el «gesto semántico» o la «estructura». / 245

V. EL NIVEL NOMOTÉTICO 5.1. El nivel nomotético es la propia base de la actitud metateórica, metaestructuralista. Esta crea aquí los instrumentos conceptuales que le permiten realizar su misión, a saber: reconstruir las dimensiones universales subyacentes en los objetos, en sus estructuras fenoménicas y en sus sistemas; establecer a partir de ellas los marcos referenciales universales, o sea, los campos de operación y sus dimensiones, e investigar la operación de los fenómenos en todos los niveles del dominio determinado y en su interacción. La actividad nomotética en este sentido no equivale a la significación corriente que tiene el término, o sea, a la «búsqueda de leyes» (a partir de la diferenciación propuesta por Windelband entre las ciencias naturales, nomotéticas, y la historia, idiográfica, orientada hacia lo único y lo específico; H. Rickert, 1921: 62), sino que es a la vez preliminar y más fundamental, porque es fundadora: el enfoque nomotético es el que crea las condiciones y los instrumentos para tal búsqueda. En este sentido lleva a las últimas consecuencias las directrices del estructuralismo sistémico (el postulado de estudiar las condiciones del significado); pero al situarlas en una teoría más amplia las transforma radicalmente. Alcanzar esas últimas consecuencias supone realizar una operación específica, un viraje radical en nuestro concepto consuetudinario de la relación entre los instrumentos intelectuales y la realidad objeto, viraje que atañe en sus consecuencias al propio status, configuración y función de esos instrumentos conceptuales. 5.2. El enfoque nomotético trata de subsanar dos deficiencias, dos límites del pensamiento tradicional en las ciencias sociales. \

5.2.1. El primer problema es el siguiente: ¿Cómo captar conV ceptualmente, en términos sistemáticos, la realidad, la cual es contij nua y al mismo tiempo infinitamente heterogénea y variable? Las I generalizaciones empíricas se proponen crear islas conceptuales firmes en torno a las cuales se organizaría la mar de la realidad. Las establecen abstrayendo de la multiplicidad fenoménica de los objetos, agrupándolos en ciertos conjuntos según cierto denominador i común, categoría, clase. Es simplemente una continuación de las í clasificaciones ad hoc, corrientes en el lenguaje y en la vida social \ (cf. S. Toulmin, 1960: 50 y 145). No sólo la generalidad de tales

generalizaciones está limitada al número de los casos concretos tomados en consideración; no sólo la abstracción ascendente deja de lado más y más dimensiones concretas y específicas, vaciando el contenido (la intensión) de los conceptos, sino que es ilusorio su propio carácter de representación de la realidad. Esta se escapa a las clasificaciones tanto por el lado de la continuidad como por el de la heterogeneidad. La primera borra los límites firmes de los conceptos, y en sus consecuencias las islas se diluyen en la mar. Bajo la sombra de la postulada comunidad, la segunda convierte las categorías en la mesa de disección surrealista donde se «encuentran» las cosas más dispares sólo por haberse ensartado en algún minúsculo hilo común que comparten por encima de todo el resto que las separa. Además, con tal de que nos atengamos a cierto mínimum lógico (como no contradecirse), «al definir un concepto de clase, podemos especificar cualesquiera condiciones que nos gusten» (Carnap, 1966: 57-58). Por consiguiente, también la famosa clasificación de animales que ofrece Borges (1973: 142), pretendiendo haberla sacado de una enciclopedia china, es una hija legítima de nuestro proceder tradicional: ... los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. Es sólo la acumulación y la mutua confrontación de las «categorías» lo que produce un efecto grotesco y que pone en tela de juicio no sólo la totalidad resultante, sino también las bases mismas de la clasificación (cf. M. Foucault, 1966: XV-XIX). Otra consecuencia de la generalización empírica, siempre limitada, siempre ad hoc, o sea, siempre motivada, es que no sólo produce términos sobre todos los posibles niveles de la abstracción, sino que estos términos, conceptos, sistemas, son inconmensurables con los otros incluso de su propio nivel. Esta situación está iluminada por la aporía a que llega Wittgenstein (1953: 31-35) en su búsqueda del significado de «juego»: «... estos fenómenos [los juegos] no tienen nada en común que nos obligara a utilizar la misma palabra para todos ellos, pero están emparentados uno con otro de 247

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muchas maneras diferentes» (p. 31). O sea, ¿cómo definir el concepto de «juego», si los juegos en su totalidad no tienen ni un solo rasgo que les sea común a todos ellos sin excepción; pero si es obvio también que están entretejidos por múltiples relaciones, concentradas y dispersas ad hocl Wittgenstein compara esta situación con las «semejanzas de familia», donde las semejanzas entre los miembros de una familia: la estatura, lase facciones, el color de los ojos, la manera de andar, el temperamento, etc., se extienden de unos a otros y se cruzan de la misma manera (p. 32). El procedimiento tradicional de concentrarse en el hilo común, abstrayendo del resto, proceder ya de por sí problemático, aquí fracasa por completo. Y eso que en el caso de juego o de la familia el conjunto está convenientemente delimitado; la realidad, en cambio, no lleva rótulos ni límites puestos.

conceptuales no aspiran a otra universalidad que aquella de que gozan las unidades del sistema métrico decimal. El metro, el kilogramo, el centígrado, etc., son universales en el sentido de que con ellos se puede cubrir (medir) todo el continuum de la realidad pertinente. Al mismo tiempo, su status y su relación con ésta son peculiares: corresponden necesariamente a cierta cualidad de lo real, pero están establecidos a partir de ciertas convenciones y observando ciertas estructuras lógicas (Carnap, 1966: 68). La realidad como tal no necesita corresponder a ciertos valores. El barómetro no prescribe al tiempo, el metro no exige que la realidad se ajuste sólo a ciertas dimensiones. Simplemente, el hecho cualquiera se mide contra un continuum homogéneamente dividido y artificialmente establecido, mantenido y vigilado (cf. el Buró Internacional de Pesas y Medidas en Sévres, Francia).

5.2.2. La otra deficiencia que el planteo nomotético trata de remediar también podría formularse como una pregunta: ¿Cómo describir objetivamente un sistema cualquiera, sin situarse necesariamente en el mismo o en otro sistema? La solución tradicional consistía en conceder, aun inconscientemente, un status privilegiado, «central», «original», a uno entre los sistemas en principio equipolentes e inconmensurables. Por supuesto, este camino no lleva sino a distorsiones. Sin embargo, la mera desintegración del «eurocentrismo» y la puesta en el foco de la atención de otros sistemas culturales no resuelven tampoco la aporía teórica.

5.3.2. Los instrumentos nomotéticos, universales, que proponemos crear para la teoría literaria se modelan metafóricamente, según las unidades métricas, con la excepción de que no alcanzan el nivel de conceptos cuantitativos, sino «sólo» el de comparativos. Aún así, estos conceptos son, según Carnap, «mucho más poderosos que los clasificatorios, aunque todavía no sea posible hacer las mediciones cuantitativas» (p. 53). Aunque sólo comparativos, estos instrumentos introducirán mucha más precisión en el enfoque de los objetos verbales de todo nivel. La introducirán no sólo por establecer continuos rigurosos contra los cuales la realidad verbal puede medirse en toda su variabilidad concreta, sino también por distanciarse de ella, por no identificarse con ella, tal como un metro no se confunde con la realidad ni decimos que existe en ella en forma «mixta». Los instrumentos conceptuales universales «existirán» precisamente como instrumentos de medición; ni más ni menos. A diferencia de las empíricas las llamaremos generalizaciones teóricas. Estas parten necesariamente de las cualidades de la realidad verbal, pero se establecen" como un tipo de realidad paralela y, evitando la trampa de la abstracción, convierten todas las cualidades pertinentes en los continuos o en las totalidades lógicamente configuradas. Estas no pretenden ni «obligan» a la realidad a que exista de esa manera, sino que constituyen marcos referenciales capaces de medir toda la posible variabilidad de la misma. Otra diferencia entre nuestros instrumentos nomotéticos y las unidades métricas está en que éstas representan sólo secciones sinecdóquicas del continuum pertinente (la cinta métrica infinita sería

5.3. La actividad nomotética adopta ante estos problemas una actitud más radical. Propone desconstruir los objetos, las estructuras fenoménicas y los sistemas, y reconstruirlos a partir de un nivel subyacente más profundo o, mejor dicho, a partir de un nivel aún más general, aún más amplio. 5.3.1. Este nivel «metasistémico» no puede ser sino universal. Pero la universalidad que aspiramos alcanzar para la teoría literaria, y tal vez aún para las ciencias sociales, tiene su peculiaridad. Dentro de la misión específica que le hemos delimitado, no se trata de formular las leyes ontológicas de la realidad (como en las ciencias naturales), ni de establecer normas a cumplir (como en el derecho, en la ética, etc.), sino de crear instrumentos conceptuales universales para estudiar, con su ayuda, las leyes, las regularidades o hasta la unicidad de las estructuras concretas. Estos instrumentos 248

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impráctica), mientras que aquéllos, para establecerse como medidas, necesitan llevar todos los continuos a cuestas. 5.3.3. El concepto de continuum, caracterizado por bordes, por polaridades, bien marcados y dividido homogéneamente por dentro, o el de las totalidades más complejas, pero lógicamente estructuradas, son de capital importancia. Sobre su trasfondo se revela claramente por qué fallan los instrumentos con pretensión de universalidad propuestos hasta ahora, tales como las matrices lógicas, el modelo fonológico de Román Jakobson (tanto los rasgos distintivos como el triángulo fonológico; véase Jakobson, 1939; 1939a; 1956a; 1968, etc., reunidos en 1971) o el modelo retórico de Hayden White (1978), no basados en continuos, sino en disyunciones exclusivas. En un continuum, las polaridades «existen» al mismo tiempo y el hecho individual se sitúa entre ellas donde le plazca. En una disyuntiva exclusiva, o se es A o non A: tertium non datur. Estos modelos, aunque muy abstractos y sistémicos, no se proponen medir, sino representar una manera de la existencia de la realidad. En ellos no sólo las polaridades se excluyen, sino que lo real tiene que identificarse con una de ellas. Si «traducimos» esta operación a nuestro «sistema», sería como si dijéramos: «o se mide un metro o no». No cabe ninguna duda de que ello enuncia algo válido sobre la realidad, pero, obviamente, tal uso del metro distaría mucho de su propósito y de sus potencias. Pese a su abstracción formal y carácter sistémico, el modo de operación de estos modelos los conecta firmemente con el nivel de la generalización empírica, como su límite y a la vez formulación más clara de su principio subyacente. Pero aun en el caso de que se quiera manejarlos como instrumentos nomotéticos, en particular los dos primeros modelos no serían «centrales», sino que representarían cierta reducción del modelo fundamental, basado en los continuos, y su utilidad sería consecuentemente limitada. No obstante, los planteos de Jakobson o de White están más cerca de lo que estamos bosquejando bajo el nivel nomotético. El concepto de «tipo ideal» propuesto por Max Weber (1904) oscila en torno de un escalón más bajo de la abstracción. El «tipo ideal» no sistematiza cierto campo operacional, como aquéllos, sino que intenta reconstruir un elemento o un complejo particular operante en cierto sistema, tal como aparecería, hipotéticamente, si no existiera la mutua compenetración y motivación de todos los elementos y complejos dentro del sistema. Aparece un tipo de constructo 250

mental (Gedankenbild), una idealización utópica (p. 191; tr, 396), de que la realidad luego más o menos dista. El constructo mismo es de dudosa objetividad. Recordemos una anécdota que nos abreviará largas explicaciones. El fallecido profesor Zdenék Vancura se complacía en recordar cómo, de estudiante, vino por primera vez a las clases sobre el medioevo dictadas por dos famosos profesores de antaño; uno comenzaba más o menos como sigue: «El medioevo, el tiempo de los santos y del fervor religioso, cuando todo el interés del hombre se dirigía a los cielos...», y el otro: «El medioevo, el tiempo cuando los frailes y las monjas fornicaban rompiendo las ataduras del hábito...». En consecuencia, se especializó en lingüística. Lo que se propone bajo el «tipo ideal» no es entonces sino otra variante de la abtracción ad hoc atomizante e individualmente motivada. En cambio, el «tipo ideal» se aproxima a lo nomotético por su propuesto modo operacional, que, según Weber, debe ser puramente lógico, heurístico (p. 192). Sin embargo, en la práctica, por las connotaciones con el ideal, axiológico y normativo, la dimensión «lógica» tiende a borrarse y el «tipo ideal», utópico, a convertirse en una parte de la realidad, tanto en el sentido de un ideal efectivo, vigente (p. 199; tr. 403s.), como en el normativo (p. 195ss.; tr. 400ss.). En la amplia zona entre los «tipos ideales» y las propuestas sistémicas de Jakobson y de White se sitúan los planteos más variados de lo que podríamos llamar tipologías taxonómicas (véase el recuento en C. Hempel, 1952; para la lingüística, J. Greenberg, 1974). Es sólo el nivel nomotético el que corta decididamente el vínculo existencial, el cordón umbilical con la realidad; pero lo hace únicamente a fin de poder medirla más exactamente y en toda su variabilidad. 5.3.4. Dejaremos de lado los continuos, que son obvios, y nos concentraremos en el otro tipo de instrumentos nomotéticos, las totalidades lógicamente estructuradas de cierta manera. Vamos a partir de la clasificación de los signos propuesta por Charles Sanders Peirce (1931-58). Esta también ilustrará los límites de las taxonomías tradicionalmente basadas en la generalización empírica, o sea, en la categorización de las cualidades de los objetos reales y en la combinación más o menos variable de las categorías en ciertas clases «firmes» de objetos. Porque, primero, a estas clases se les escapan todas las «transiciones», las cuales exigen que se postulen «subclases» o «clases mixtas», cada vez más finas y complicadas, 251

pero nunca suficientes. Segundo, cada nueva categoría que se establece, y éste es también un proceso abierto, requiere lógicamente que se la combine con las otras en todas las constelaciones posibles, de manera que el número resultante de clases crece en proporción geométrica. Así Peirce comenzó con tres dicotomías, obteniendo, por su combinación, diez clases de signos (en realidad hay 27 posibilidades lógicas de la combinación), y terminó con diez tricotomías y sesenta y seis clases (el número de todas las combinaciones lógicas sería astronómico): un resultado del furor combinatorio digno de las mayores empresas escolásticas. Nos limitaremos a considerar la tricotomía que el mismo consideraba como fundamental (2.275) (6), que clasifica los signos en iconos, índices y símbolos. La relación existencial de estas categorías con los objetos reales, estructuras fenoménicas polivalentes, tiene sus consecuencias en la vacilación del contenido que se les adjudica a las clases particulares. Por ejemplo, una parte de índices, según Peirce, resulta ser un tipo de iconos (2.248). En el icono mismo, la oscilación va desde la «semejanza» hasta «una parte común» entre el signo y el referente (el objeto designado) (2.254). La «parte común», sin embargo, establece una relación existencial, por definición indicial. El icono también se le encabalga a Peirce en lo que en otro lugar (3.5.5.) hemos llamado la ostensión. Porque si de ciertas formulaciones (2.247; 2.555 ó 2.314; cf. A. W. Burks, 1949: 675) se desprende que, por ejemplo, todo caso de palabra «negro» impresa en tinta negra sería «icónico», ello se debe a una confusión de los niveles del signo con su dimensión representativa. La relación entre la palabra «negro» y el color negro es simbólica; pero el color es parte de la dimensión ostentiva de la realización concreta (token) del signo como tipo (type). De ahí la confusión de algunos intérpretes que definen la relación icónica como sinecdóquica: «en términos retóricos, el icono es una sinécdoque más bien que una metáfora; ¿es posible decir que la mancha negra se asemeja al color negro?» (T. Todorov y O. Ducrot, 1972: 115). Por la motivación particular del sistema peirceano, el icono en realidad llena subrepticiamente el vacío abierto por la ausencia de la dimensión ostensiva. Por otra parte, ni los índices ni los iconos existen en pura forma, fuera de la dependencia y mediación por el nivel simbólico. El propio Peirce lo reconoce («cualquier imagen material es en gran medida convencional», 2.276; cf. 2.306 para el índice), pero no lo conceptualiza (véase Burks, 1949, para más crítica, aunque no siempre acertada). Por supuesto, si habláramos 252

del icono como más bien un «símbolo icónico», del índice como «símbolo indicial», aparecería la necesidad de postular algo como «símbolo simbólico»... El embrollo de la generalización empírica tradicional estaría otra vez puesto de relieve. La clasificación de Peirce no sólo hay que completarla con la dimensión ostensiva, sino que, aún más importante, es preciso elevarla al nivel nomotético y redefinirla como una totalidad coherente, consistente en un número mínimo, si bien exhaustivo, de diferencias fundamentales. Así según las relaciones comunicativas fundamentales que operan en el signo, en la realidad y entre los dos (la presentación vs. la representación) podríamos diferenciar: 1)

2)

3) 4)

la relación ostensiva: la presentación, la presencia y la identidad intencionales (en el sentido fenomenológico).; debido al «desbordamiento diferencial» (véase 3.1.1.), la «presencia» —de la realidad o del signo— es, por supuesto, sólo parcial, sinecdóquica; por tanto, está abierta a la totalidad ausente, la busca y la crea en un diálogo múltiple con toda la red diferencial; en el proceso, la identidad ontológica se transforma en una identidad «lógica», convencional, cultural o científica; pese a esta limitación de la presencia, no se puede olvidarla —tal como lo hace el «desconstructivismo» derrideano, empeñado en desarraigar sus implicaciones en el pensamiento logocéntrico occidental—, ni tampoco, junto con ella, su dimensión semiótica, es decir, lo que nosotros hemos llamado la ostensión; la indicial: la conexión existencial entre el signo y el referente, su asociación por contigüidad en el contexto comunicativo (por ejemplo, anáfora en el contexto verbal; deixis, «definición por ostensión» de la lógica, en el verbal/extraverbal), o sea, lo que podríamos llamar con Jakobson (1956) la relación metonímica; la icónica: la relación de semejanza entre el signo y el referente, o sea, lo que Jakobson (1956) llama la relación metafórica; la simbólica: la relación entre el signo y el referente establecida sólo por la convención, sea por alguna regla o por costumbre; es la propia dimensión «arbitraria», no motivada, del signo (Saussure, 1916: 100-01).

Vemos que esta tipología también representa cierto continuum, pero éste no está dividido homogéneamente, cuantitativamente, sino cua253

litativamente, aunque dentro de cierta secuencia serial coherente y completa, que va desde la relación más estrecha (la de la identidad ontológica) hasta la más amplia (la no motivada, existente sólo en función de cierto código: la identidad convencional). En realidad, el marco referencial global de este estudio (2.2.) es otro ejemplo de tal totalidad. La tipología nomotética que acabamos de bosquejar es una red de coordenadas. El objeto no se sitúa simplemente en una de ellas, sino que está medido por todas. Así éste se analiza y reconstruye en toda la variedad de las relaciones que operan en su estructura fenoménica particular. Y es sólo según las relaciones dominantes como podríamos hablar si nos interesa de los símbolos, iconos, índices o de la ostensión. Lo que importa no es llegar a alguna clasificación estática de los fenómenos de la realidad, sino estabecer instrumentos para examinar las dimensiones específicas operantes en los objetos como estructuras (fenoménicas o sistémicas). La clara separación del nivel nomotético es instrumental para poder alcanzarlo y para salir definitivamente del embrollo y de la distorsión clasificatorias. 5.4. Ahora bien, ¿cómo llegar de los objetos individuales y de sus sistemas a las tipologías y modelos nomotéticos? 5.4.1. Si comparamos los continuos y los sistemas vemos que en éstos un continuum está desintegrado selectivamente en fragmentos, los cuales, a su vez, están correlacionados entre sí y con los de los otros continuos en una totalidad autorregulativa, que se halla en un estado de equilibrio dinámico, siempre alterado y siempre restablecido, si bien no en forma idéntica. Y algo análogo pasa entre el sistema y la estructura fenoménica. Para llegar a las tipologías nomotéticas hemos de desconstruir los sistemas y las estructuras fenoménicas en elementos y construir a partir de ellos tentativamente los continuos correspondientes. Decimos «construir» y no «reconstruir» porque éstos son siempre un constructo, una generalización teórica, que no existe como tal en la realidad verbal, tanto menos como su «origen». Son un instrumento epistemológico, creado deliberadamente a fin de poder estudiar el funcionamiento y la constitución de lo real. 5.4.2. Los continuos aislados podrían cumplir sólo en parte esta misión. Hemos de convertirlos en instrumentos más sutiles. En primer lugar, se agrupan en ciertos campos operacionales; éstos son 254

las tipologías nomotéticas en el propio sentido de la palabra, y las tipologías son, a su vez, la base de los modelos nomotéticos. Como los distintos objetos y sistemas ponen de relieve ciertos elementos y «encubren» otros, es a través de los objetos más variados y hasta opuestos como llegamos más fácilmente a la meta. Este aspecto ilustra bien la diferencia entre el estructuralismo sistémico y el metaestructuralismo: mientras que aquél busca los universales, con escaso éxito, en lo que haya de común entre los sistemas del mismo tipo, nosotros buscamos construir los universales a través de lo aparentemente más apartado y opuesto entre los mismos. Nuestra hipótesis de base es que todos los ejes pertinentes operan en todos los sistemas; pero que en cada cual están jerarquizados y formalizados de manera diferente. Un buen ejemplo para ilustrar lo que tenemos en la mente nos lo ofrece lakobson (1923: 45-47) en su análisis rítmico del verso checo. En este trabajo llega a diferenciar tres categorías de los hechos lingüísticos que coparticipan en la creación del ritmo: 1) la base fonológica del ritmo (o sea, los rasgos fundamentales, que constituyen la base métrica del ritmo); 2) los elementos extragramaticales concomitantes (o sea, aquéllos rasgos extrafonológicos que en la lengua dada acompañan necesariamente a los rasgos fundamentales), y 3) los elementos fonológicos autónomos (o sea, los rasgos extramétricos, pero de base fonológica, que pueden matizar en forma muy variable el efecto de los rasgos fundamentales). Por ejemplo, para seguir con el caso examinado por lakobson, en checo, el acento tiene el valor fonológico; siempre cae sobre la primera sílaba de la palabra o de la frase proclítica, de manera que el límite verbal inicial acompaña al acento; sin embargo, también la cantidad silábica es muy frecuente y tiene valor fonológico (dal, «dio»/dál, «adelante»). Partiendo de estos datos fonológicos, el verso métrico checo como un minisistema de la estructura literaria puede consistir potencialmente en dos subsistemas alternativos: por un lado, en el verso que somete a la norma el número de los acentos dinámicos y de las sílabas métricas, en el cual la cantidad silábica desempeña el papel de elemento fonológico autónomo; por otro lado, en el verso que somete a la norma sólo la cantidad, en el cual el acento dinámico desempeña el papel de elemento fonológico autónomo. Esta posibilidad luego explica por qué el principio silabotónico, que nos parece ser el principio constructivo «natural» del verso métrico checo moderno, tenía que ser propugnado en una «contienda» literaria —al comienzo del Renacimiento Nacional en el siglo XIX— contra 255

el principio cuantitativo, respaldado por el prestigio de la poesía clásica antigua. Sin embargo, pese a la «derrota» del principio cuantitativo, la cantidad no desaparece sin más del verso silabotónico, sino que, partiendo de su base fonológica autónoma, asume en este último las funciones motivadas más variables. El elemento autónomo, subordinado, puede utilizarse sólo ocasionalmente, para surtir efectos semánticos específicos, pero también puede emplearse sistemáticamente para reforzar o para debilitar el elemento dominante. De esta manera vemos también que los dos subsistemas de verso métrico no están herméticamente separados uno del otro, sino que en ellos operan los mismos elementos —dados por la realidad lingüística subyacente—; sólo que estos elementos están ordenados y jerarquizados de una manera diferente. En el verso silabotónico español a partir de Garcilaso es el límite verbal el que desempeña la función de fai or matizador extramétrico (7). De aquí viene la importancia estética de la sinalefa en este verso (véase D. Alonso, 1966: 76-77). Ya esta breve discusión ha mostrado claramente que si nos limitamos a describir solos los elementos dominantes, que constituyen la norma de los sistemas —tal como lo practica el estructuralismo francés—, se llega a desfigurar el funcionamiento real de los mismos, sus tensiones internas y sus dimensiones potenciales, o sea, la dinámica histórica concreta del sistema. A su vez, esta perspectiva vierte una nueva luz sobre el ya mencionado problema "del «gesto semántico», que impregna toda la totalidad, y la «dominante», que se refiere sólo a los elementos normativos del sistema (cf. 3.4.2.). 5.4.3. De ahí se hace claro que el nivel nomotético no puede ser alcanzado por el enfoque de los objetos o sistemas por separado. Porque hay que recoger todos los ejes de polaridades fundamentales de cierto campo operacional. Estos ejes se constituyen según las exigencias de un sistema teórico axiomatizado: deben ser no contradictorios, independientes, suficientes y necesarios (Popper, 1968: 71-72). El último postulado, sin embargo, nos pone ante la aporía de Wittgenstein (5.2.1.): lo que es necesario en un sistema no lo es inevitablemente en otro. Pero aquí, partiendo de la hipótesis de que «todos los ejes pertinentes operan en todos los sistemas», ya vamos a empezar a desenredar el embrollo fenoménico postulando que para el nivel nomotético se «califica» no sólo todo eje que es necesario por lo menos en un sistema (por ejemplo, h función 256

I \ i ; l: \ í

estética en el arte), sino también aquel que representa alguna posibilidad lógica fundamental dentro de cierto campo operacional. Las lenguas del mundo, la historia literaria y hasta la obra de un escritor son un enorme laboratorio de permutación cibernética; sin embargo, el teórico tiene que reservarse el derecho de completar alguno que otro rasgó que la realidad empírica ha dejado sólo en bosquejo. Por tanto, es imprescindible tomar en consideración toda la extensión de la experiencia empírica acumulada en el campo pertinente como potencialmente de igual importancia para el nivel nomotético. De ahí se reevalúa radicalmente el status teórico de los casos que aparecen como «marginales», «mixtos», «extremos», etc., desde el punto de vista de las clasificaciones tradicionales. Lo que parece estar en el «límite» de un sistema o hasta «destruirlo» no es a veces sino una apertura del mismo a las posibilidades ofrecidas por el continuum subyacente. Estos casos entonces pueden revelar, dramatizar, las dimensiones fundamentales que operan aun en los hechos más corrientes, donde están como «encubiertos» por los rasgos «dominantes». De ahí el peligro de limitarse a los fenómenos «elementales», «fundamentales», tomados erróneamente por «centrales», porque éstos pueden ser sólo absolutizaciones unilaterales de la gama potencial; el valor «universal» de los modelos construidos sobre tal base puede ser bastante problemático. De esta manera toda experiencia nueva, no implicada todavía por las generalizaciones teóricas existentes, lleva necesariamente a enriquecer, a reformular y a reestructurar las mismas. 5.4.4. La desconstrucción nomotética no empieza necesariamente del cero. Pero si queremos aprovechar el trabajo acumulado por la tradición, hemos de realizar sobre el mismo una operación metacrítica. No es lícito sólo barajar las categorías, las clases y las tipologías taxonómicas; lo que es preciso hacer es transformarlas consecuentemente. Algunos de los viejos elementos se disolverán en los continuos; nuevos aparecerán por la generalización teórica; pero aun aquellos que aparentemente «se quedan» se modificarán profundamente, si ya no en el sentido formal entonces en el operacional. Además, hay que reinterpretarlos todos en un lenguaje homogéneo (por ejemplo, la clasificación de Peirce, en términos de tipos de relaciones; los estilos lingüísticos funcionales, en términos semánticos, etc.) (8). Es de esta manera como se rebasa la motivación heterogénea de los elementos. El planteo universal y la homo257

geneización metacrítica son la base de la conmensurabilidad de los resultados obtenidos por los instrumentos epistemológicos así construidos. 5.4.5. Los modelos nomotéticos son más complicados que las tipologías. No son sólo un despliegue de los ejes fundamentales en cierto campo operacional, sino que son un conjunto de sistemas teóricos, inscritos en los continuos de aquéllos. No son reconstrucciones ni mapas de la realidad objeto. Son redes de coordenadas puestas en los continuos, son instrumentos esquematizados, uniformados (standardized), y sólo a partir de ellos se «mide» y se reconstruye la realidad de cualquier nivel. Su esquematización es de otro tipo que la de la reducción abstractiva, la cual suprime el detalle, lo variable. Es la de un metro, uniforme, artificial, pero que no abstrae del detalle, sino que es capaz de medirlo con la precisión que se exige en cada caso particular. Los sistemas teóricos se inscriben en todos los ejes de polaridades de las tipologías pertinentes. De esta manera son conmensurables unos con otros, dentro de un marco global común a todos. Sin embargo, la mera descripción —los lugares teóricamente adjudicados en los ejes de los continuos— no agota el problema. Los sistemas no se dan en forma «desplegada», sino que son totalidades autorregulativas. En la totalidad, los elementos están correlacionados y jerarquizados de cierta manera. Cada sistema tiene entonces un foco constructivo, en torno del cual se agrupan, en escala descendente, las otras dimensiones (9). El hecho de conmensurabilidad no agota tampoco las relaciones de los sistemas. Su correlación es dinámica y se mueve en la gama que va desde el paralelismo hasta la competición y la pugna. Los sistemas pueden abrirse uno a otro y compenetrarse. Se produce una gama de posibles sustituciones. Particularmente, las dimensiones jerárquicamente de menos importancia son más «vulnerables» a la sustitución, desde la neutralización hasta el reemplazo por su opuesto. ¿Se desintegra el sistema? Aquí entra en el juego la autorregulación del sistema: las dimensiones sustituidas pueden ser compensadas de varias maneras por las restantes; así el sistema «cierra» la apertura (cf. 3.4.5.) (10). Es la última consecuencia sacada de la configuración particular de los sistemas y de su correlación. El modelo nomotético, así entendido, no presenta sistemas teóricos estáticos, impermeables, sino que es su conceptualización dinámica, es un espacio abierto y cerrado de correlaciones, sustituciones y compensaciones. 258

5.4.6. Creemos que es tal modelo, dinámico, abierto y universal, el que es capaz de resolver tanto el enigma de la realidad como el rompecabezas de Wittgenstein: aquél, en el sentido de que no buscamos ninguna clave metafísica del universo ni queremos descubrir el hipotético secreto de la cosa en sí, de la cosa sin y antes del hombre (este quehacer lo dejamos a los místicos, y a los poetas), sino que simplemente medimos y analizamos lo que por algún motivo nos importa medir y analizar; éste, por el replanteamiento del status, métodos y objetivos de la teorización en el orden de la realidad social de carácter semiótico. El modelo nomotético evita el caos, el reduccionismo y el normativismo corrientes en el pensamiento teórico basado en las generalizaciones empíricas. Por ejemplo, no nos interesa enumerar todos los elementos que alguna vez pueden o podrían ser parte del diálogo. Ni tomamos unos cuantos diálogos, tratando de «destilar» alguna cualidad que les sea común. Ni, cansados, irritados o investidos de autoridad por cualquier otro motivo, le prescibimos tampoco cómo debe ser («un buen diálogo debe...»). Sino que estudiamos qué dimensiones operan en el discurso como tal (11). Y sólo a partir de ellas, a partir de su transformación en el modelo nomotético, «medimos», analizamos y «diagnosticamos» los fenómenos concretos. Medir, en este contexto, no significa sólo determinar cierta cualidad en la escala absoluta creada para tal fin, sino revelar también las relaciones funcionales, actuales y potenciales, en los objetos y entre ellos, dentro de un marcó referencial coherente. 5.5. La tarea inmediata del metaestructuralismo literario, del que este bosquejo es sólo un primer paso programático, es construir el nivel «metasistémico» para todos los campos operacionales constitutivos de su dominio. Pero su misión está en ocuparse necesariamente de todo el dominio y de todos sus niveles y dimensiones, que redefine más exactamente desde su perspectiva universal y peculiar. El marco referencial global, que elabora es, por un lado, un instrumento epistemológico especialmente creado y, por otro, representa la estratificación óntica y funcional de las realidades operantes en dicho dominio. El hecho particular, gracias a esta doble proyección, no se sitúa simplemente en algún «cuadrado», sino que, por la correlación serial en todas las dimensiones y por el desbordamiento diferencial, es medido, situado y diagnosticado por todos. De esta nueva apertura emanan nuevas tareas y desafíos ante la teoría literaria; a nuestro modo de ver: primero, hay que construir 259

los instrumentos nomotéticos correspondientes a los mecanismos específicos operantes en la estructura literaria; segundo, a partir de este paso habrá que repensar algunos problemas filosóficos fundamentales que atañen al arte y a la literatura; finalmente, creemos que sólo entonces será posible enfrentar la configuración especifica del campo operacional global llamado literatura. NOTAS (1) Para la primera orientación y bibliografía, véase E. Volek (1979). (2) Estos trabajos están recogidos ahora en Jakobson (1979). (3) Véase, en especial, el ensayo sobre la poesía de Vicente Aleixandre en E. Volek (1984). Cf. también nuestro trabajo sobre la novela neovanguardista MorZata (Conejillos de Indias; 1970), del escritor checo Ludvík Vaculík (E. Volek y B. Volek, 1983). (4) Véanse en especial los ensayos sobre las ficciones de Borges y sobre Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, en E. Volek (1984). Cf. también E. Volek y B. Volek (1983). (5) La potencia del código no se refiere aquí a la posibilidad de generar un sinfín de mensajes (la cual caracteriza la operación del nivel 3b), sino a la determinación del significado de un mensaje dado —dado como estructura textual— por su código particular, y a la determinación de este último por el significado de aquél en el proceso dialéctico y dialógico de la concretización. Este uso de la potencialidad enlaza nuestro ensayo, sorprendentemente, con el trabajo pionero de Vilém Mathesius (1911) sobre el carácter potencial de los fenómenos lingüísticos, un texto fundamental de la «prehistoria» de la Escuela de Praga y de la lingüística estructural, en donde el joven estudioso establecía —paralelamente a Saussure— algunos principios teóricos del enfoque sincrónico. Sin embargo, la potencia del código, tal como empleamos este concepto en el presente marco teórico, se aparta tanto de Mathesius (quien entendía por potencialidad la oscilación sincrónica de los fenómenos lingüísticos actuales, reales) como —aún más— de la tradición, en donde (a partir de la Metafísica aristotélica, caps. V y IX) entraña la idea de «predeterminación». (6) Las referencias siguen la costumbre de los estudios peirceanos: el primer número se refiere al volumen de sus obras (1931-58); el número siguiente, al párrafo correspondiente. (7) Véase, por ejemplo, la función rítmica de «Córdoba» en el poema «Canción de jinete» en nuestra monografía La imaginación constructivista en la época de la destrucción de la tradición: Hacia el discurso poético lorquiano (en preparación). (8) Véase «El lenguaje coloquial...», 2.2., en este volumen. (9) Véase, por ejemplo, el modelo del estilo coloquial en «El lenguaje coloquial...», 2.7., en este volumen. (10) Cf. la discusión del relato «Le Retour», de Maupassant, en «Los conceptos de fábula y siúzhet...», 3.1.1., en este volumen. (11) Véase «El lenguaje coloquial...», 2.3., en este volumen.

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colección ¿Altólí Lm serie CRITICA

Los ensayos reunidos en este volumen afrontan desde varias perspectivas la crisis en que se encuentra la teoría literaria estrücturalista y postestructuralista actual y las ciencias sociales en general. En especial, están puestos en tela de juicio los fundamentos filosóficos y metodológicos de la poética moderna, iniciada por el formalismo ruso bajo la bandera de la lingüística en la segunda década de este siglo. El autor pone el acento sobre la semiótica narrativa por considerar que ha sido el campo trabajado con más consistencia desde la poética moderna por el formalismo ruso y el postformalismo bajtiniano. Pero el marco referencial de este trabajo rebasa decididamente la crítica de los movimientos anteriores para llegar a una propuesta más radical: el metaestructuralismo, planteado como una metateoría que establece su propio marco referencial rebasando las prácticas usuales en las ciencias sociales, y acercándose por su modo de operar al de las ciencias naturales. La teorización que se desarrolla en este volumen encaja con las discusiones actuales suscitadas por el postestructuralismo y por las búsquedas postideológicas y se apoya en las discusiones de la filosofía contemporánea. El metaestructuralismo se propone así como un tipo de fenomenología postestructuralista postideológica.

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