Vive Agradeciendo. Ahondar en La Gratitud - JOAN CHITTISTER

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Joan Chittister, OSB

Rowan Williams

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Ahondar en la gratitud

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Introducción* DESCUBRIR LO QUE SOMOS Fe* Duda* Riqueza* Pobreza* Diferencias* Divisiones* Conflicto* Pecadores, Santos, LLEGAR A SER QUIENES SOMOS Génesis, Vida* Unidad* Alteridad* Pasado* Paz* Sufrimiento* Crisis* Éxodo°

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ADENTRARSE EN LO DESCONOCIDO Viernes, Muerte* Futuro* Oscuridad* Dios* * Escrito por Joan Chittister ° Escrito por el arzobispo Rowan Williams

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EN algún momento de mi infancia oí a alguien explicar que las personas que van al cielo se sientan ante el trono de Dios y cantan «Aleluya» el día entero. «¡Oh, no!», me quejé interiormente. En aquel momento, el cielo, por importante que siguiera siendo para mi joven persona, perdió algo de su atractivo e incluso parte de su esplendor. Posteriormente, al crecer, comprendí la importancia de lo que podría significar realmente poder cantar aleluya el día entero y todos los días de la vida. El mero pensamiento impulsaba mi mundo en una nueva dirección mucho más audaz. ¿Y si la vida estuviera destinada a ser un largo momento de aleluya? Verdaderamente, ahí residía el auténtico sentido, la auténtica esperanza de la vida. Pero ¿era eso posible? Pasaron años, sin embargo, antes de que el arzobispo Rowan Williams y yo nos pusiéramos de acuerdo para escribir un libro juntos. Ambos estamos claramente marcados por una mentalidad monástica que valora la reflexión por encima de todo lo demás que hay en el mercado de las espiritualidades. Ambos nos tomamos las ideas muy en serio. Somos conscientes de que Dios es un misterio en el que vivimos cada momento de cada día. La única cuestión es cómo. ¿Qué clase de Dios es ese Dios al que buscamos? ¿Es Dios un gigante irritado que debe ser pacificado en el transcurso de nuestra vida? ¿Es la vida una carrera de obstáculos destinada a premiar solo al perfecto, al dócil? ¿O es la condición humana un conjunto de dones envueltos en oscuridad, y la tarea vital consiste en aprender a reconocer la Bondad/Divinidad en todas sus nebulosas formas?... De una cosa estamos seguros, y es que la presencia de Dios en la vida exige contemplación consciente. Toda su riqueza, todas las manifestaciones de Dios en la vida no pueden reducirse a respuestas de catecismo. Y, sin embargo, al mismo tiempo, en el Dios que no es susceptible de simplificación se encuentran todas las respuestas que la persona necesita para vivir una vida llena de confianza en lo visible, y también para considerar realidad el don de lo invisible. Finalmente, le pregunté de manera directa: «¿Qué es verdaderamente lo que más te interesa de la vida espiritual?». Él hizo un momento de pausa y me dijo: «Veo que estoy regresando una y otra vez al significado del "aleluya"». Y nos pusimos en marcha. Nos llevó dos días de reflexión conjunta en su despacho del arzobispado en Lambeth Palace (Londres) armonizar lo que ambos decíamos con acento ligeramente distinto: la vida misma es el ejercicio de aprender a cantar aleluya aquí, y ahora, a fin de reconocer el rostro de Dios oculto en los recovecos del tiempo. Comprender el sentido del aleluya en la vida supone comprender que hay momentos que 14

no se perciben en absoluto como momentos de aleluya. Pero ¿cómo es posible decir aleluya a los aspectos de la vida que nos agobian, que desecan nuestro espíritu, que parecen merecer cualquier cosa menos alabanza? La pregunta es importante. La vida, después de todo, es una lucha, un viaje por un espacio inexplorado, un ejercicio en el que se gana y se pierde, en el que hay gozo y dolor. Ninguna vida se reduce únicamente al éxito y la satisfacción, a la seguridad y la gratificación personal. El fracaso y la decepción, la pérdida y el dolor son términos naturales de la ecuación humana. Entonces, ¿qué? ¿De qué sirve un aleluya entonces, si no es, quizá, para alimentar alguna forma de autoengaño emocionalmente insano? Pero el aleluya no es un sucedáneo de la realidad; es simplemente la conciencia de otra clase de realidad, más allá de lo inmediato, más allá de lo ilusorio, más allá de la percepción instantánea de las cosas. El aleluya, que es uno de los más antiguos himnos de la Iglesia, significa simplemente: «Toda alabanza a Aquel que es». Es el archihimno de alabanza, la expresión suprema de acción de gracias, el pináculo del triunfo, el culmen del gozo humano. Dice que Dios es Bueno, y que nosotros lo sabemos. En la Escritura hebrea, esta palabra es una invitación a la alabanza, una llamada a suscitar la alabanza en la propia persona. Es un desafío a ver en la vida más de lo que es visible en un momento determinado, y a confiar en ello. En la Escritura cristiana es una fórmula de alabanza. Y, sobre todo, es una respuesta intensamente emotiva que en la liturgia primitiva se empleaba durante todo el año, como sigue ocurriendo en la Iglesia oriental, incluso en las liturgias de difuntos. En la tradición cristiana más antigua, por tanto, nos llama a ver todo en la vida como vivificante de alguna manera, en algún aspecto, tanto si su cualidad de don es obvia como si no lo es. Todo aspecto de la vida es don y, al mismo tiempo, desafío y responsabilidad. Esa es la urdimbre y la trama del tejido que llamamos «tiempo». La delicada interacción entre ambas tiene el poder de mecernos entre la confianza más total y la desesperación más profunda. Vamos por la vida a bandazos entre la duda y la fe, la seguridad y la más nauseabunda incertidumbre, el enriquecimiento procedente de las diferencias y las divisiones procedentes del miedo. Aprender a aferrarnos a la conciencia del aleluya en todo ello es lo que nos permite atravesar la vida hasta el momento en que todo en nosotros ha llegado a su plenitud, y el único paso que nos queda por dar es la inmersión en Dios. Este libro ve el aleluya como una llamada a la reflexión, como el fundamento de la contemplación, como el «Amén» definitivo a todo cuanto es, nos cueste lo que nos cueste ahora. 15

El arzobispo Rowan Williams aborda escenas de la vida cotidiana con los ojos de un realista que cree en Dios. Yo, por mi parte, analizo algunos de los momentos definitorios que esas escenas implican y los disecciono, con el fin de descubrir qué hay por debajo de ellos que sea valioso espiritualmente hablando, y qué hay en ellos que pueda llevarnos a mayores alturas espirituales. Este libro es, por tanto, una especie de diálogo entre dos personas profundamente conscientes de la urgencia de las exigencias pastorales, pero que también tratan de comprender la relación entre lo que existe ahora y lo que está destinado a convertirse en nosotros en nuestro pequeño futuro personal. Es una visión de cada momento presente traspasada por el aleluya, una visión que acoge la complejidad de esos momentos y la somete a una visión mayor, la gran visión de la vida. A ello, aleluya. JOAN CHITTISTER

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CUANDO, el 11 de septiembre de 2001, tuvo lugar el ataque al World Trade Center de Nueva York, no fue la política mundial lo que atrajo la atención de la gente. Por irónico que parezca, fue la religión, no la política exterior de los Estados Unidos, lo que se convirtió en el tema del día. Cuando las Torres Gemelas se derrumbaron, la noción histórica del papel de la religión en el mundo moderno se derrumbó con ellas. Con tres mil personas prototípicas del país - empleados administrativos y agentes de cambio y bolsa, recepcionistas y jefes de departamento, contables y programadores informáticos, directores de oficina y ejecutivos - víctimas de la violencia más radical, el mensaje que heló la sangre en las venas al país fue el grito de los secuestradores de los aviones justo antes de que se estrellaran contra las torres: «¡Alabado sea Alá!», oyeron los investigadores gritar a los terroristas. Este fue el último sonido que se registró en la cabina del piloto, y era jubiloso y extático. ¿«Alabado sea Alá»?, se preguntó atónita la gente. ¿Qué clase de religión era aquella que consideraba la injustificable destrucción del inocente un acto de alabanza religiosa? De repente, el papel de la religión en la esfera internacional adquirió más atención en Occidente de lo que ni siquiera Dios podría haber imaginado para un tema tan privado en una sociedad tan autónoma. Orgullosos de su postura como una democracia en la que la separación de la Iglesia y el Estado es uno de los rasgos distintivos de su compromiso con la libertad religiosa, los Estados Unidos de Norteamérica descubrieron que Dios se había convertido de pronto en un asunto trascendental. No se trataba del Dios del mito cuya presencia en la vida está reservada para momentos de oración privada; se trataba, por el contrario, del Dios de las noticias duras y frías. Y las nuevas que aportaba no eran buenas. Después de todo, incluso el presidente de los Estados Unidos, en uno de sus primeros discursos a la nación después del ataque a las Torres Gemelas, llamó al atentado de diecinueve fanáticos musulmanes de cuatro países árabes «choque de civilizaciones». Las implicaciones subyacentes a tales palabras eran tan alarmantes como deprimentes. ¿Qué le había sucedido exactamente al mundo en esos quince minutos de furia?; ¿acaso el Dios de la Biblia y el Dios del Corán eran divinidades diferentes, pertenecientes a una civilización o a la otra?; ¿habían entablado las divinidades una batalla a muerte por el título de «Dios verdadero» o, al menos, de «Dios del mundo»? Y, de ser así, ¿qué implicaba ello para la fe, fuera esta del tipo que fuera? Y lo más sorprendente era que todo el asunto era noticia internacional. Los periódicos que informaban constantemente de sondas espaciales a la luna, Marte 20

y Saturno, sofisticaciones de un mundo tecnológico, se hacían todos la mis ma pregunta: ¿es la religión la respuesta o es la religión el problema? En esta situación, en nuestro tiempo, una pregunta religiosa, claramente acientífica, había surgido con asombrosa relevancia. Por primera vez para cualquiera de los habitantes del país, la religión se había convertido en un tema más atractivo que la supremacía política o internacional. Los programas informativos dedicaban más tiempo a la naturaleza del islam que el que habían dedicado nunca a los objetivos políticos de cualquier país concreto del mundo islámico, por no hablar del islam en su conjunto. La religión misma se había convertido en el enemigo desconocido; no necesariamente el extremismo religioso; no simplemente la putrefacción de la religión, como en el caso de Jim Jones y los suicidios de Jonestown en Guyana. Lo que sucedía era que la religión de cualquier índole constituía ahora un interrogante. En los Estados Unidos, nuestros propios extremistas religiosos se pusieron a hablar del Armagedón, la batalla final simbólica entre el Bien y el Mal, con una especie de regocijo. Los tele-predicadores advirtieron a la gente que estuviera preparada para «ser arrebatada» (al cielo) y que considerara que los acontecimientos, tanto del país como de Oriente Medio, eran parte del Final de los Tiempos. Más aún, por muy seguros que estuvieran de la inmediatez del mundo venidero, nuestros propios extremistas religiosos enarbolaron la enseña de un patriotismo que lo apoyaba todo, desde una invasión «preventiva» indeterminada de otra nación soberana hasta el encarcelamiento prolongado de sospechosos no acusados formalmente, las cárceles secretas y la tortura; todo ello ajeno a la historia y los ideales de una nación democrática. La viola ción de los tratados internacionales, así como la limitación de nuestra democracia constitucional, se convirtió en la norma. Cualquier inmoralidad se volvía moral para preservar el «mundo cristiano» de los atacantes musulmanes, a pesar del hecho de que nosotros nos definimos más correctamente, a lo sumo, como una nación cuya religión mayoritaria es la cristiana. Estaba claro que el chauvinismo religioso había triunfado sobre la fe. El problema, naturalmente, es que tanto el islam como el cristianismo son religiones monoteístas que tienen su origen en el mismo gran linaje de patriarcas y profetas. Ambas dicen que hay un solo Dios y que Dios es Uno. Y, sin embargo, de alguna manera parece que la religión ha conseguido eclipsar a la fe. Durante la guerra civil preguntaron a Abraham Lincoln si Dios estaba o no del lado del norte, y él respondió que lo importante no era si Dios estaba o no de nuestro lado, sino si nosotros estábamos del lado de Dios. En este caso, este tipo de unidad teológica parece haber desaparecido casi por completo de la conciencia nacional de los extremistas 21

religiosos de ambos bandos. Por el contrario, nosotros, dijéramos lo que dijéramos creer acerca de Dios, éramos simplemente dos grandes ejércitos religiosos dispuestos el uno contra el otro en las llanuras del globo como dos gigantescos equipos de fútbol. Lo que la fe nos decía que es la verdad - que Dios es amor y paz, justicia y comunidad humana, que somos responsables de nuestro comportamiento y que habrá un juicio eterno basado, no en objetivos políticos, sino en la voluntad de Dios para toda la humanidad-, la religión nos decía que solo era verdaderamente real para nuestro bando. Los clérigos enardecían a ambos bandos, prometiendo la bendición de Dios para quienes dieran su vida en nombre del Estado. Terroristas suicidas de un bando portaban escrituras prometiendo a los mártires el cielo de inmediato. Los militares del otro bando denominaban a los miles de muertos civiles «daños colaterales», puede que en el sentido de «desafortunados», pero en absoluto reprensibles moralmente hablando. La religión definía lo que estaba ocurriendo desde el punto de vista de uno u otro bando, haciendo de Dios un mero Dios tribal. Pero la fe nos dice mucho más. La fe nos dice que Dios no es los planes humanos a mayor escala. Dios - nos dice la fe - es Dios: «aquello mayor que lo cual no puede imaginarse nada», como decía un teólogo medieval. Dios, en otras palabras, no se pliega a nuestras expectativas ni a las mezquinas demandas humanas que llamamos «racionales», a la vez que actuamos de manera irracional. Dios - nos dice la fe- no es el Dios de los blancos o de los negros, de los paquistaníes o de los palestinos, de los judíos o de los católicos. Dios es el Dios de la humanidad y desea «el bien, no el mal» para todos nosotros. Sí, el atentado contra las Torres Gemelas produjo muerte a gran escala, pero no a una escala mayor que la fábrica de pesticidas inadecuadamente supervisada de Bhopal, o que los británicos en Irlanda durante la hambruna, o que los norteamericanos en Vietnam combatiendo en una tierra que no era la suya. Pero suscita un tipo de pregunta distinto. ¿Por qué - tenemos que preguntarnos - se ha convertido de repente la religión en un tema tan importante, y la fe en uno tan secundario? ¿Por qué ahora y por qué aquí? La respuesta a esta pregunta incide en el centro mismo de la vida espiritual. El hecho es que podría perfectamente ocurrir que en lo más profundo de nosotros estemos aún reemplazando la fe por algún tipo de magia. Hacemos de Dios un cuerno de la abundancia de los deseos humanos, una máquina expendedora de placeres humanos. Tratamos de persuadir con ruegos a Dios para que esté de nuestro lado, y a eso le llamamos «fe». Tratamos de engatusar a Dios para que nos salve de nosotros mismos, y a eso le llamamos «devoción». Pero estas cosas reducen a Dios a una especie de marioneta, pues apenas dejan espacio para el aleluya.

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La verdad es que la fe requiere la conciencia de que Dios existe y nos hace a todos responsables de los demás. Ser miembro activo de una tradición religiosa no nos da derecho a usar el mundo en provecho propio en nombre de Dios. No tenemos derecho a causar estragos en el resto del mundo en nombre del Dios que hemos hecho a nuestra imagen. Lo que distingue a la verdadera religión no es hacer que el resto del mundo piense y dé culto como nosotros. A lo que somos llamados es a entregarnos por el bien del resto del mundo. La tradición abrahámica, en la que Abraham se apresura a dar la bienvenida a los extranjeros a su mesa, es una de las imágenes más poderosas de la Escritura y nos llama a tener todos una tienda abierta en el desierto, por si diera la casualidad de que pasase un extranjero sin agua bajo el sol veraniego del globo. La fe es creer que Dios nos lleva a estar en sintonía con el universo, por muy diferentes que creamos ser. La fe es confianza en la bondad oculta de la vida sin exigir conocerla con certeza. La fe es creer que el Dios al que llamamos «nuestro Dios», o es el Dios de todos, o no hay posibilidad alguna de que sea Dios. La fe es confianza en la oscuridad, porque la disposición a confiar en la humanidad profunda de los demás, así como en la nuestra, puede ser el acto de fe más profundo que podemos llegar a imaginar. La fe es la disposición a ver a Dios en acción en los demás - en sus necesidades e ideas, sus esperanzas y planes-, así como en nosotros mismos. La fe es la certeza de que Dios está actuando a través de los demás, del mismo modo que está ciertamente actuando a través de nosotros por el bien de toda la humanidad. Por todas estas cosas cantamos el aleluya, pues son, sin lugar a duda, las únicas cosas que pueden salvar al globo de que lo destruyamos. La fe, la verdadera fe, la auténtica disposición a renunciar a nuestra necesidad de comprender la conducta de Dios para con la humanidad o de controlarla, es la verdadera razón del aleluya. ¿Por qué? Porque la fe no consiste en comprender la manera de actuar de Dios; no es tratar de manipular a Dios para someterlo, haciendo de él un Dios que es simplemente una deidad afable que existe para ver la vida como nosotros la vemos. La fe, de hecho, no consiste en absoluto en comprender, sino en reverenciar al Dios de todos. Y es la reverencia la que inspira un aleluya en el espíritu humano. La fe consiste en reverenciar precisamente lo que no comprendemos: el misterio de 23

la Fuerza Vital que gene ra vida para todos nosotros. La fe consiste en situarnos en un universo tan inteligente, lógico y claramente amoroso cuya existencia solo un Dios enamorado de la vida puede explicar plenamente. Cuando centramos nuestro poder fuera de nosotros, lo que es la esencia de la fe, tenemos fe en algo mayor que nuestra pequeñez. Consideramos nuestra misma falta de control como signo de la presencia de Dios en el mundo. Precisamente debido a nuestra pequeñez, podemos llegar a ver la grandeza de Dios que nos rodea y confiar en ella. Solo entonces podemos llegar verdaderamente a ver el rostro de Dios en el rostro del otro. La fe en lo que no podemos controlar ni ver ni comprender destruye el ídolo que es nuestra persona. Solo el convencimiento profundo de que no somos el todo ni el fin último del universo puede salvarnos de nosotros mismos. Es la conciencia de ser parte de algo vasto, inteligente y bien intencionado lo que da sentido a la vida y lo que nos lleva a buscar, más allá de los horizontes de nuestra pequeñez, la esperanza de que mañana, por corrompidos que podamos estar hoy, todos podremos ser mejores. La fe en Dios es el único fundamento que tenemos de la fe en nosotros mismos, en la humanidad y en la vida. Entonces podemos preocuparnos por los demás y por la intención de Dios respecto de toda vida humana e ir más allá de la forma de religión que hace de Dios una deidad local, y de la vida un juego de suma cero en el que el ganador se lo lleva todo y los perdedores se cuentan por millones. La fe es un largo aleluya cantado en una noche oscura, cuyo único fin es otra desafiante aurora más.

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LA carta que tenía en mi mano estaba escrita en un papel rosa floreado, y su tono era conmovedor. Me di cuenta de que no se trataba de un pedido ordinario, aunque se esforzase en parecerlo. No, aquella carta exhalaba vida por los cuatro costados, aunque bajo el disfraz de lo prosaico. «Deseo encargar treinta ejemplares...», comenzaba diciendo la carta. Por un momento, casi la dejé a un lado para pasarla al departamento de pedidos, convencida de que había llegado a mi despacho por error. Pero, reflexionando un poco, comprendí que la carta era simplemente demasiado larga y personal para no ser más que un formulario de pedido. Y seguí leyendo. La autora de la carta era una mujer que, según me decía, organizaba debates para las mujeres de su zona. Acudían a la iglesia, proseguía, «pero no encontraban a nadie que respondiera a sus preguntas». Temían incluso hacerlas, añadía, porque, «cuando hacían una pregunta, eran tratadas como herejes o como si hubieran perdido la fe, en especial si decían no creer que la respuesta respondiera a nada». Los círculos de lectura eran el único modo, en su opinión, de «ayudar a las mujeres a encontrar su voz». Después añadía algo que no era habitual ni siquiera en cartas de aquel tipo: «Yo no acudo a la iglesia. Me gustaría integrarme en una comunidad, pero ya no creo todas las cosas que me enseñaron, de manera que me parece más honrado permanecer al margen». Hice un momento de pausa. No cabe duda de que, en conjunto, las iglesias han sido mucho más capaces de dar respuestas que de aceptar preguntas. Las clases de catecismo y las sesiones de escuela dominical, por muy bien concebidas que hayan sido, llevan un montón de tiempo produciendo abundantes respuestas rutinarias a preguntas igualmente rutinarias. Desgraciadamente, la misma época en que la mayoría termina las clases de catecismo es aquella en la que comienza a entrar en las confusiones espirituales que constituyen la esencia de la edad adulta. Y las viejas respuestas dejan de ser pertinentes. Para las personas que seguimos haciéndonos preguntas la elección es amarga: podemos permitir que nuestra vida espiritual se quede estancada en la adolescencia, dando por supuesto que la fe tiene que ver con la aceptación de respuestas infantiles a problemas complejos, o podemos proseguir nuestras preguntas llegando hasta el centro del misterio, que va mucho más allá de la política teológica y de la documentación histórica. Podemos buscar hasta el punto en que únicamente nos preguntemos qué hacer, o podemos transformar la vida espiritual en una especie de estrategia corporativa destinada a acumular ritos a cambio del cielo. Una respuesta lleva a la sobrecogedora imposibilidad de definir a Dios; la otra reduce a Dios a una serie de ejercicios en un 26

campo de deportes teológico. El hecho es que todos los grandes modelos espirituales se han encontrado en algún momento de su vida su midos en la duda, en la oscuridad, en la certeza de la incertidumbre: Agustín, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Meister Eckhart, Juan el Bautista, Tomás, Pedro...; uno tras otro, se han preguntado y han vacilado y han creído más allá de la creencia. No cabe duda, por tanto, de que la duda es algo por lo que hay que estar agradecido, algo por lo que cantar el aleluya. A diferencia de las respuestas que presumen que Dios y la vida espiritual son de naturaleza estática, la duda nos fuerza a ir más allá de nosotros mismos en busca de la guía de un Dios cuyo rostro no siempre está en los libros. La duda nos deja abiertos a la verdad, sea cual sea y por muy difícil que resulte aceptarla. Pero, por encima de todo, la duda exige de nosotros reconfirmar que todo cuanto se nos ha hecho creer es incuestionable. Sin la duda, la vida sería simplemente una serie de presupuestos nunca puestos a prueba, nunca seguros, y no pertenecientes a nosotros, sino a otros cuya verdad hemos hecho nuestra. El problema de aceptar la verdad tal como llega a nosotros, en lugar de la verdad tal como la adivinamos por nosotros mismos, es que no es digna de que muramos por ella, y por eso no lo hacemos. Es una pátina de ideas en la que vivimos nuestra vida sin pasión, sin interés. Este tipo de fe tiene su lugar alrededor de nosotros, pero no en nosotros mismos, por lo que nos limitamos a dejarnos llevar y, a la primera grieta que se produce en el edificio, nos desentendemos; a la primera resquebrajadura en el muro del torreón, partimos en busca de ámbitos menos exigentes. La duda, por otro lado, es la madre de la convicción. Una vez que nos hemos debatido con nuestras dudas a brazo partido, forjamos un sistema de creencias más fuerte, no más débil. Sabemos que esas verdades son verdaderas, porque ahora son verdaderas para nosotros, en lugar de serlo para otros. Suprimir la duda, pues, desanimar de pensar, tratar de evitar que una persona cuestione lo incuestionable, es simplemente hacerla más susceptible a la cínica e inaceptable creencia ingenua. La duda es el comienzo de la verdadera fe. El único correctivo auténtico del descreimiento pasivo es la duda apasionada. Nuestras instituciones están llenas de personas que nunca se cuestionan si el gobierno y la Constitución son o no identificables, ni si nuestras iglesias y el Evangelio son o no compatibles. De manera que producimos patriotas antipatriotas y creyentes en la organización, es decir, personas más comprometidas con el sistema que con el seguimiento de Jesús. Y los producimos a un ritmo alarmante.

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«La vida es duda, y la fe sin la duda es solo muerte», decía Miguel de Unamuno. Pero en este caso no es el cuerpo el que está muerto, sino la mente, el espíritu. Peor aún, hay una complacencia en la fe no puesta a prueba que nos hace vulnerables a los caprichos del cambio y discípulos de mil ídolos. Si Dios sigue siendo para nosotros un venerable anciano que mora impasible en el cielo, entonces el hecho de no encontrar indicios de él en la exploración espacial puede constituir un verdadero desafío para nuestra fe. Si nunca sometemos nuestras creencias a la prueba de la verdad interior, no estamos libres de dejarnos influir por cualquier vendedor de tretas intelectuales que nos aborde en el camino. Nos convertimos en consumidores de múltiples falsedades, debido a nuestro deseo mismo de verdad. Pero la duda reduce la complacencia y nos deja abiertos a explicaciones más amplias y mejores que las míticas que damos a los niños hasta que tienen la edad suficiente para asimilar el hecho de que Dios es en realidad «espíritu puro», aunque no logremos imaginar qué es tal cosa, o cómo puede ser, o qué significa con respecto al lugar de Dios en un mundo material. La fe que demanda explicaciones y «pruebas» no es en absoluto fe, obviamente. La fe es «cosas que se esperan pero no se ven». Afortunadamente, sin embargo, todos nosotros tenemos algo de Tomás - el apóstol que no creyó que Jesús estaba entre ellos hasta que tocó sus heridas. En cada uno de nosotros hay algo del incrédulo que no creerá si no ve que lo que se afirma que es verdad contiene, de hecho, algo de verdad, por ilógica u oscura que sea. ¿Se hizo el mundo a sí mismo? Puede, pero es difícil que así fuera. ¿Puedo soportar esta enfermedad yo sola? Quizá, pero, en medio de la depresión que me provoca, algo exterior a mí me sostiene, no obstante. ¿Ha carecido de alegría mi dura vida? No por completo, y a veces, en medio de lo peor, he conocido una paz y una fuerza mayores de lo que por mí misma podría conocer. ¿He sentido alguna vez la presencia de Dios? No; de hecho, a veces he sido abrumadoramente consciente de ella. Es en el punto en que deseamos ver - porque en lo más profundo de nuestro corazón creemos lo que nuestra mente no puede explicar - donde se asienta la fe. Pero el único camino hacia esa clase de fe es la oscuridad de la duda. Hay simplemente un punto en la vida en que la razón no puede satisfacer nuestra consciencia de lo que es claramente irracional y, al mismo tiempo, claramente real, como el amor, el sacrificio personal, la confianza y el bien, porque no existen datos que expliquen estas cosas inexplicables. Entonces únicamente la duda que abre nuestro corazón a lo que no podemos comprender, únicamente la duda que nos hace perseguir rabiosamente la verdad, únicamente la duda que nos lleva más allá de la complacencia, únicamente la duda que corrige mitologías no merecedoras de fe, puede llevarnos al aire puro de la verdad espiritual. Entonces estamos preparados para ir más allá de los sentidos 28

y acceder a la mística, donde la fe nos muestra esas penetrantes verdades que el ojo no puede ver.

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ENTONAR un aleluya por la riqueza no parece, a primera vista, que pueda resultar difícil. Sin embargo, es un hecho que en la vida de una persona la riqueza puede ser una de las cosas más complicadas de manejar debidamente y de hacerle a uno sentirse realmente bien al respecto. Mi familia, por ejemplo, no era rica, pero yo no lo sabía. Teníamos todo cuanto necesitábamos para disfrutar de la vida e incluso nos quedaba lo bastante como para dar algo a los demás. Era un buen equilibrio. El equilibrio, sin embargo, puede ser justamente aquello por lo que los ricos más tienen que luchar. O, como decía el filósofo chino Hsi-Tang: «Aunque el polvo de oro es precioso, cuando se introduce en los ojos impide la visión». Lo que la riqueza amenaza con oscurecer es lo más importante que podemos ver. Los ricos pasan por la vida, por ejemplo, afrontando cuestiones de equilibrio en todos los niveles: ¿cuándo exactamente basta con «lo bastante»?; ¿y qué hacer entonces con lo que resta? ¿Cómo afronta la persona el miedo a la pérdida que puede suscitar la riqueza? ¿Cómo separar a los verdaderos amigos de quienes pululan alrededor esperando algún beneficio? ¿Cómo diferenciar a quien le gustas como persona de quien está simplemente ansioso de un poco de la gloria refleja producto del privilegio? ¿Cómo evitar que la avaricia te consuma a ti y todo tu mundo contigo, cuando tu vida está cada vez más absorta en la contemplación de tu capital o en la suma de los intereses? ¿Cómo salvarte de los excesos que el dinero proporciona y del vacío que los acompaña? Cuando lo que compras no llena el vacío que hay en tu interior, ¿adónde acudes para soportar el «shock» que te produce el ser consciente de ello? A decir verdad, no conozco la respuesta a ninguna de estas preguntas. Después de todo, nunca he tenido que debatirme con ellas. Pero he observado a personas en las que la virtud del dinero excede con mucho a las virtudes que acompañan a la pobreza, voluntaria o no. Para ellas, estas preguntas son solo secundarias respecto de los verdaderos temas que marcan la diferencia entre ser rico y ser santo. Una de mis primeras incursiones conscientes en el aleluya del dinero se produjo en una conferencia en Asia, donde la mayoría de los participantes éramos pobres y mujeres, y solo unos cuantos eran activistas bien financiados u observadores oficiales. Todos nos encontrábamos allí en calidad de analistas profesionales de los problemas de las mujeres de todo el mundo, pero en especial de las necesidades de las mujeres de los países en desarrollo. 31

Las recomendaciones se referían al habitual abanico de necesidades que mantienen a las mujeres de todas partes en una especie de sometimiento a un mundo movido por el dinero. Se pedía mayor educación para las niñas de las zonas rurales. Se consideraban casos en los que la ley misma sometía a las mujeres a una especie de esclavitud doméstica, y se apuntaba la necesidad de una legislación destinada a proporcionar igualdad legal a las mujeres de todo el mundo. Se subrayaba la correlación existente entre el número de hijos por familia y la pobreza, que es producto de la inexistencia de formación para el control de la natalidad. Se propugnaban mejores programas de atención sanitaria para las mujeres, en especial durante la gestación. Finalmente, se llamaba a la participación de las mujeres en todos los niveles del proceso político, a fin de impulsar y mantener los cambios necesarios en la vida de las mujeres. Y estuvimos todos de acuerdo en tratar de conseguir que los gobiernos de todo el mundo se tomaran en serio estos temas. Fue una conferencia provechosa, y fuimos todos muy sinceros. Pero fue lo que sucedió al margen de las sesiones lo que me dio que pensar. Una de las participantes, una keniata pastora de una iglesia presbiteriana africana, cuando le llegó el papel en el que había que apuntarse, se limitó a pasárselo a la persona que estaba a su lado en la mesa. El propósito del papel era recoger las direcciones de correo electrónico, a fin de que los contactos y las conexiones establecidos en la conferencia pudieran proseguir después de que esta terminara. Cuando le devolvieron el papel apuntando a la línea que había dejado en blanco, Rose dijo serenamente: «Donde vivo, no tengo dirección de correo electrónico. Es demasiado caro para nosotros. Y cuando puedo utilizarla, es demasiado lenta para resultar fiable». Pasó de nuevo el papel, que esta vez siguió su camino. «No puedo irme sin ver antes a Rose - me dijo una mujer cuando llevábamos las maletas al taxi-. Le prometí que le daría una cosa», añadió mientras corría hacia las escaleras del hostal. «¿Qué le diste a Rose?», le pregunté durante el viaje. «Mi tarjeta de crédito», me respondió. «¿Tu tarjeta de crédito? - dije asombrada-; ¿y por qué demonios se la has dado?», le pregunté. «Para que pueda pagar las mensualidades de su correo electrónico», me respondió tranquilamente. La respuesta era clara. El aleluya por la riqueza tiene poco o nada que ver con el dinero. Con lo que tiene que ver es con el modo de relacionarnos con el dinero, con lo que hacemos con él, con la manera de hacerlo, con las razones para hacerlo... A largo plazo, la conferencia sería muy importante para un montón de mujeres, y la tarjeta de crédito mejoraría la vida de inmediato al menos a una de ellas. Esto demostraba de manera palpable la diferencia entre hablar de hacer grandes cosas y hacer lo que se puede mientras se espera hacer más. 32

Es evidente que el propósito de la riqueza no es la seguridad. El propósito de la riqueza es una generosidad sin límites: esa clase de generosidad que habla del amor desbordante de Dios; esa clase de generosidad que reaviva la esperanza en los tiempos oscuros; esa clase de generosidad que nos recuerda que Dios está con nosotros siempre y que crea en el corazón santo una libertad de espíritu que lleva a la persona a paso ligero por el mundo, sembrando posibilidades al pasar. La única seguridad que busca la santa riqueza es fruto de la buena práctica en los negocios, que lleva a seguir haciendo el dinero suficiente para entregarlo a quienes más lo necesitan. Y puede que, sobre todo, la santa riqueza deje tras de sí esa clase de sencillez que hace de la riqueza un bien que compartir, en lugar de algo de lo que hacer ostentación. La familia más rica que yo conozco vive en un pequeño callejón sin salida en los arrabales de la ciudad, en una casa estilo rancho situada en una calle residencial. No tiene grandes verjas de hierro, ni piscina en la parte de atrás, ni avión privado en el aeropuerto. Nada, sino toda una vida de filantropía y buenas obras, tanto privadas como públicas, tanto conocidas como desconocidas, tanto pequeñas como grandes. Se trata de esa clase de riqueza amasada para hacer del mundo un lugar mejor para todos. Cantamos el aleluya a la riqueza que invierte en lo que puede ser, así como en lo que es. Esta forma de riqueza siembra hoy las esperanzas del mañana. Mi filántropa favorita es una mujer cuyo corazón es tan grande como su espíritu y cuya mente es tan rica como su cuenta bancaria, y que ha dedicado toda su vida a enseñar a sus hijos a dar lo que el trabajo duro, el privilegio y la herencia les ha dado a ellos. Esta es la forma de riqueza que hace una contribución social que sobrevive al donante. Por esta clase de riqueza cantamos todos el aleluya. No hay cabida aquí para el resentimiento o la mezquindad de espíritu. No se trata de personas cuya riqueza envidiemos, sino de personas que nos muestran que el amor no ha muerto, que Dios no es avariento, que el amor no correspondido es posible... Esas personas nos enseñan lo que Séneca ya sabía en el siglo 1: que «una gran fortuna es una gran servidum bre», porque nos pone al servicio de las necesidades del resto del mundo. Como a las mujeres del Evangelio de que habla Lucas cuando dice que «[las mujeres] le servían con sus bienes», la riqueza nos da el poder de hacer el bien. No es la cantidad de dinero de una persona lo que determina su poder real; es lo que la persona hace con el dinero lo que mide su influencia en la sociedad. Mientras la fuerza puede requerir de nosotros únicamente que hagamos algo, la riqueza puede capacitamos para hacer más de lo que somos. ¿Qué mayor aleluya puede haber en el mundo?

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«AGRADEZCO al destino que me haya hecho nacer pobre - decía Anatole France-; la pobreza me ha enseñado el verdadero valor de los dones útiles para la vida». Admito que hay algo en esa postura que me fascina; pero, a decir verdad, nunca he valorado demasiado esa forma de hablar acerca de los pobres por parte de los ricos. Yo vivo en un barrio donde la pobreza - la capacidad para apenas subsistir - y la indigencia la lucha diaria por la supervivencia - están demasiado cerca y demasiado a menudo para que yo pueda distinguir la una de la otra. La pobreza voluntaria, la mía, la forma de pobreza practicada durante siglos por grupos religiosos como protesta pública contra la avaricia o como modelo de dependencia cristiana de Dios y compromiso con la justicia comunitaria, es una cosa; pero la pobreza forzosa, la forma de pobreza que, a pesar del trabajo duro, procede de la nuevas formas reemergentes de salarios y contratos laborales injustos, es otra cosa enteramente distinta. Las virtudes de la pobreza forzosa, y no digamos nada de cierta clase de aleluya por ellas, se me escapan, por tanto. Pero una vez oí una historia. Al parecer, una señora muy rica y socialmente activa fue a Bangladesh para ver cómo podía ser útil en una de las zonas del mundo más azotadas por la pobreza. Al principio, en medio de una indigencia tan absoluta, la respuesta parecía obvia. Pero con el paso del tiempo fue viendo claramente que las necesidades del país eran tan grandes y tan inmediatas que ella, la occidental, por muy rica que fuera, no sabía en absoluto por dónde empezar. Un problema social obvio era la condición de las familias, puesto que su situación rayaba en la desesperación: demasiadas mujeres tenían demasiados hijos para poder ocuparse de ellos, y demasiados hombres no tenían ni tierras ni trabajo con que alimentarlos. La vida familiar en medio de tanta tensión e indigencia se encontraba forzosamente en una situación de desastre interpersonal, al igual que económico. Pero ¿qué hacer al respecto? Decidió hablar con la gente de la zona para hacerse una idea de lo que podrían necesitar más. «¿Qué hace usted en su lugar de procedencia?», le preguntó finalmente una mujer de la localidad. «Soy terapeuta matrimonial y familiar», repuso ella. «¿Y qué es eso?», replicó la otra. «Ayudo a la gente que atraviesa momentos difíciles en su matrimonio. Tal vez fuera conveniente que hiciera eso mismo aquí...». Su interlocutora hizo un breve pausa y, finalmente, dijo frunciendo el ceño: «A mí me parece que no. Aquí no tenemos tiempo para tener problemas matrimoniales». Cuando me refirieron este episodio, recordé que en Bangladesh quienes logran comer 35

tres kilos de carne al año se consideran afortunados. En Occidente consumimos ciento dieciocho kilos de carne por persona y año y nos creemos, además, con derecho a ello. En consecuen cia, las empresas occidentales van por el mundo talando los árboles de otros países para conseguir más tierras cultivables para nosotros, lo cual significa menos tierras y cultivos para ellos. La pobreza, el gran acto de permanecer vivo en medio de la carencia, tiene, al parecer, un modo de establecer el orden de prioridades de todos los demás problemas de la vida y exige además «resiliencia». Incluso en la pobreza tiene cabida el aleluya. La pobreza es lo que puede suscitar nuestro agradecimiento por todo cuanto tenemos. Una blusa nueva no queda olvidada entre todas las demás cosas del armario. Un libro nuevo se convierte en un tesoro, no en una simple forma de distracción más. Ningún juguete nuevo, ninguna prenda nueva de vestir, ningún mueble nuevo... nos hacen valorar lo que poseemos. Una madre a quien yo conocía encontró el par de zapatos nuevos que acababa de comprar a su hija en el contenedor de la basura situado frente a su casa. «¿Qué están estos zapatos haciendo aquí? - le preguntó a su hija-; te los he comprado hace dos días...». «No me gustan - le respondió la adolescente-; ninguna de las otras chicas lleva unos zapatos como esos». Puede que solo la pobreza pueda suscitar nuestro agradecimiento por lo que tenemos, e incluso mayor agradecimiento por lo que logramos a cambio de nada. La pobreza es también un camino perfectamente conocido hacia la humildad. Conocemos nuestro lugar en el universo cuando apenas tenemos un lugar propio. Hay poco acerca de lo que alardear, y menos incluso exhibir, ante los demás. Cuando las cosas no pueden ser lo que nos defina, no tenemos más que nuestra persona: nuestra personalidad, nuestro carácter, nuestro cerebro. En nues tra pobreza, estamos ante el mundo despojados de todo, sin nada que dar ni nada por lo que ser admirados, excepto nosotros mismos. Esto hace que la persona busque en lo más profundo de sí para descubrir qué es lo que tiene de valor y que nadie podrá arrebatarle nunca. La imaginación y la inventiva están a la orden del día en un hogar pobre. Los adultos se sientan a la puerta de su casa y en las escaleras del porche y hablan a sus vecinos al pasar. Los niños juegan al golf con palos de madera y se columpian sobre unas cuerdas, en lugar de sentarse en sillones. Los pobres hablan entre sí, en lugar de vivir con reproductores de MP3 en los oídos. Aprenden a pescar y a jugar a las cartas. Organizan torneos de baloncesto en la calle, porque no hay una cancha en esa parte de la ciudad. Crean un mundo en su mente y viven en él sin ayuda de los juegos de Nintendo ni las Nikes, sin fiestas ni comidas de trabajo. «El más rico es el que se contenta con menos», decía Sócrates, y puede que tuviera 36

más razón que las agencias publicitarias que crean mercado creando deseos. Los deseos insatisfechos, necesarios o no, producen sensación de vacío en una sociedad que mide el valor más por el número de cosas que podemos perder que por la calidad de las cosas que tenemos en nuestro interior. Por encima de todo, la pobreza conlleva una visión espiritual cuya carencia puede, en último término, subyacer a la corrosión final de esta sociedad opulenta en que vivimos. La pobreza nos proporciona una visión de la vida que va más allá del despacho del contable, más allá del hartazgo de cosas de nuestra vida. La pobreza permite a la persona ver la vida en todas sus dimensiones, saborearla en toda su dulzura y reconocer todo su vacío; permite también elegir entre lo real y lo que no lo es, en una vida vivida en medio de plástico y resplandores, lo duradero y lo efímero, lo deshumanizador y lo excesivo. Y nos recuerda qué es necesario y qué es simplemente superfluo, mero capricho, puro consumir por consumir. La pobreza nos mantiene en la realidad. Yo no aplaudo la pobreza ni la recomiendo ni la justifico; tampoco minimizo las penalidades y la crueldad que conlleva. Yo no glorifico a los «bienaventurados pobres». Pero sí veo que un poco menos de voracidad y un poco más de «lo suficiente» en una sociedad saturada desde hace mucho por lo innecesario podría hacer - haría, de hecho más rico al mundo. Puede que entonces Bangladesh consumiera más carne, y los occidentales necesitásemos menos terapeutas matrimoniales y familiares. En la pobreza, Dios no es un interrogante. El Dios que oye el clamor de los pobres es lo único de lo que los pobres pueden estar realmente seguros, porque solo la bondad de Dios provee a sus necesidades cotidianas. No hay nadie más que lo haga, porque no lo hacen los gobiernos ni la industria. Solo lo hace la gracia de Dios, sea cual sea la forma en que en ese día se presente. Para los pobres, un «día bueno» y un «día malo» tienen un significado distinto que el que tienen para los privilegiados. Un día bueno es un día con lo suficiente para comer y con un lugar donde puedan dormir todos los miembros de la familia. Y un día malo es un día sin aquello que la vida exige para mantenernos sanos, no pasar frío y no irnos a la cama con hambre. Para dos tercios del mundo, la pobreza está a la orden del día. Sin embargo, como bien sabía Epicuro, «la riqueza no consiste en tener grandes posesiones, sino en tener pocas carencias». De esta clase de pobreza es de la que habla Jesús cuando dice al joven rico: «Vende todo cuanto tienes y repártelo entre los pobres...; luego, ven y sígueme». El aleluya que brota de la pobreza no consiste en no tener nada, sino que es un aleluya en agradecimiento por esa forma de pobreza que no quiere nada que no se sume a una sensación de presencia de Dios y a la gracia liberadora de «lo suficiente». Puede que seamos tan afortunados que tengamos esto, que es lo que molde nuestro corazón de un modo distinto y más vivificante. Por eso debemos todos cultivar en nosotros esa pobreza 37

que no conocemos y dolernos de las riquezas que nos impiden encontrarla.

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LAS personas somos muy gregarias. Puede que no esta sea una imagen que nos agrado, dada la asociación de ideas que conlleva, pero no deja de ser una realidad. Cuando una familia de nuestro vecindario transforma su jardín de cuidado césped en un jardín rústico, los jardines rústicos comienzan a brotar como hongos por toda la urbanización. Cuando un niño se pone unos pantalones pirata con unos bolsillos del tamaño de unas alforjas, en dos semanas todos los niños del bloque llevan esos mismos pantalones. Cuando el primer colegio de una zona empieza a usar ordenadores en clase, enseguida todos los demás hacen lo mismo. La nuestra es una sociedad imitadora. Crecemos en guetos nacionalistas llamados «vecindades étnicas» en un crisol mundial que nunca se funde realmente. Los italianos siguen comiendo comida italiana, los alemanes siguen teniendo sus festivales de la cerveza, los griegos celebran festivales religiosos, y los polacos siguen con sus liturgias en la calle. En las escuelas primarias de todas partes, los niños marginan un día a los niños de ojos azules, y otro día a las niñas rubias, sin más motivo que esos ojos azules o esos cabellos rubios que los demás no tienen. En la ciudad de la que yo provengo, en una parte vivían los protestantes, y en otra los católicos. Obviamente, de todas las cosas inaceptables para la psique humana, la noción de «diferencia» puede perfectamente contarse entre las más amenazadoras. En la vida, enseguida aprendemos la semejanza, y nos resulta muy difícil alejarnos demasiado de sus límites, por muy mayores que nos hagamos y por más que creamos haber superado esa tendencia con el paso del tiempo. La igualdad se convierte en una especie de talismán que nos da seguridad, proporcionándonos la cálida sensación de ser aceptables por los grupos con los que nos identificamos y cuya aprobación buscamos. Si no destacamos, no podemos ser criticados. Estamos seguros porque somos justamente como todos los demás. Para ser socialmente aceptables tenemos que aceptar ser socialmente invisibles. Se trata de una técnica efectiva, de una especie de enfoque camaleónico de la vida; pero ello no es ni psicológicamente maduro ni espiritualmente sano. En algún momento de nuestro camino debemos convertimos en lo que estamos destinados a ser como individuos. Somos personas puestas en la Tierra para darle algo a ella, y también para tomar algo de ella. De lo contrario, nos condenamos a vivir una vida solo parcialmente viva. Y, sobre todo, debemos permitir que los demás hagan lo mismo, 40

tanto por nuestro bien como por el suyo. Desarrollando nuestras diferencias es como prosperamos y como obtenemos el regalo de la presencia del otro. Respetando las diferencias ajenas es como crecemos. «La igualdad - decía Petrarca - es la madre del hastío; y la variedad es su cura». Debido a las diferencias que hacen de una persona más que una mera copia de otra, nos encontramos cara a cara con otro aleluya de la vida. Recuerdo que tuve que debatirme con las implicaciones de las diferencias en mi condición de niña católica estudiante de secundaria en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Al ser hija de un matrimonio mixto, ya había tenido que enfrentarme a la gran división entre católicos y protestantes, y descubrí que era algo muy endeble. Pero no se trataba tanto de una «diferencia» cuanto de una división. Para entonces, el problema de lo que significaba ser judío ya había explotado en todos los Estados Unidos. Las familias judías, muchas de ellas formadas por refugiados y todas ellas conmocionadas e inseguras después del Holocausto, se encontraron formando un pueblo dentro de otro pueblo. Aquellos judíos eran «norteamericanos», pero no miembros bienvenidos en los clubes sociales del país; es decir, que en realidad no formaban parte del mundo social gentil ni del mundo religioso cristiano ni del mundo de los negocios. Eran un pueblo aparte. Pero uno de ellos cruzó la línea: «¿Estaría dispuesta Joan a jugar con nuestra hija? fue la pregunta de aquel señor-; somos judíos, y los niños gentiles la evitan». En aquel hogar judío tuve mi primera experiencia de un universo al margen del mío. Y empecé a comprender que, por más similares que pudiéramos pensar que éramos, incluso en nuestro propio país, ciertamente éramos distintos. La única cuestión era si la «diferencia» era algo bueno o malo. En aquel «crisol» mundial nuestro, el mensaje había sido claro: teníamos que homogeneizarnos. O, mejor aún, «ellos» tenían que homogeneizarse haciéndose nosotros, que éramos la norma, el estándar, el ideal. Pero era evidente que esto no había sucedido. Yo veía, por ejemplo, a una madre encender las velas del Sabbath, y a un padre rezar las oraciones correspondientes. Mi madre y mi padre no hacían eso jamás. De donde yo provenía, eran los sacerdotes los que hacían la religión. Y en la iglesia. Aquí - aprendí-, se trataba de una gente cuyo hogar era su templo. Leí los relatos infantiles del libro de historias judías de mi amiga y conocí una parte de la Escritura que no me habían explicado en mi colegio católico. Asistí a un seder y aprendí a cantar «Dayenu: habría sido suficiente», y aprendí también a pensar de manera distinta acerca de la bondad cotidiana de Dios para con 41

nosotros. Tocaba el mezuzah de la puerta cuando entraba a su casa, y aprendí a rezar un versículo de un salmo al hacerlo. Conocí a sus amigos y fui a excursiones familiares con ellos, y aprendí que no comían pizza con jamón ni chuletas de cerdo, cosa que sí hacíamos nosotros, pero que ellos comían rosquillas y salmón ahumado, que también me gustaban. De hecho, me gustaba todo ello. Y me cambió; me hizo madurar de un modo que me llevó años comprender plenamente, pero maduré, sin duda alguna. «Cuando dos hacen lo mismo - dice Siro en sus máximas-, no es lo mismo, después de todo». Nosotros oramos, y también ellos lo hacen; nosotros celebramos festividades, y también ellos lo hacen; nosotros tenemos una herencia, y también ellos la tienen. Sí, puede que seamos muy, muy diferentes en algunos aspectos, pero también somos muy similares. ¿Qué motivos puede haber, entonces, para que la diferencia nos divida? El tiempo que pasé tan inocentemente con aquella tranquila familia judía me permitió atisbar todo otro mundo, y vi que era un mundo benigno y hermoso. Era un mundo en el que había cosas que no había en el mío; cosas que me hicieron sentir un nuevo respeto tanto por esa comunidad como por la mía propia; cosas que me proporcionaron un corazón abierto. Posteriormente, con el paso de los años, hice amigos afro-americanos que me ayudaron a comprender a Martin Luther King, y amigos rusos que me hicieron temer a nuestro furibundo anticomunismo tanto como temía al comunismo. Estaba claro que había personas a las que algunos calificaban de «malas», pero que, de hecho, no eran más que diferentes, no malas. Y esas diferencias me enriquecían. Aprendí que las diferencias sirven para ampliar nuestros horizontes, para hacernos personas más abiertas de lo que podríamos haber sido si hubiéramos seguido encerrados en nuestros ridículos guetos intelectuales. Las diferencias nos hacen pensar de manera distinta acerca del mundo. Nos obligan a hacer preguntas sobre nuestro mundo que no pueden ser respondidas a este lado de los horizontes del mundo. ¿Qué es la educación, de hecho, sino una experiencia de las diferencias que amplía nuestra perspectiva e incrementa nuestro conocimiento? Los conocimientos que se adquieren al conocer los valores de otras personas pueden remodelar los nuestros. La importancia que los árabes conceden a la familia es, para Occidente, signo de los peligrosos extremos del individualismo a ultranza. Aquí, donde el concepto de fa milla está en peligro y muy fracturado por las distancias geográficas y por la movilidad, la familia ampliada de las culturas árabes sirve para recordarnos que las conexiones personales son algo primordial. En un mundo cada vez más fragmentado, puede que la familia sea una lección que haya que volver a aprender. En una cultura de viviendas para la unidad familiar en sentido estricto y ciudades divididas, es un problema con el que debatirse, conscientes de que en el equilibrio entre independencia y familia puede encontrarse la clave de la comunidad mundial en décadas futuras. 42

El nuevo sentido del yo que procede del respeto por la visión del mundo de otras personas - en lo que respecta al dinero, los criterios morales, los sistemas sociales, la democracia... - hace que nos sintamos humildes y, al mismo tiempo, liberados. Occidente no es el centro del universo. La nuestra no es la única forma de gobierno aceptable ni el único modo de vida posible. Y no tenemos la obligación ni de imponer la una ni de evitar la otra. Las diferencias no sólo nos enseñan nuevos modos de hacer las cosas, sino que también nos impulsan a preguntarnos de nuevo qué es lo realmente importante en la vida, a qué cosas debemos realmente dar prioridad y qué son, de hecho, la felicidad, el éxito y la unidad. Las diferencias suponen un desafío a nuestras presunciones con respecto al modo en que el mundo verdaderamente se integra. El mundo norteamericano, el mundo blanco, el mundo masculino, el mundo occidental... no son más que meros fragmentos de la realidad que pretenden hacerse pasar por la realidad toda. Únicamente el respeto por el velo musulmán, la sonrisa china, la tribu africana, el campesino sudamericano... puede llevarnos más allá de nosotros mismos, más allá del imperialismo político que pretende corromper a pueblos enteros en nombre de la globalización y, en definitiva, privarnos de las riquezas de la comunidad mundial. Pero esa es la gloriosa carga del verdadero cristianismo: seguir a aquel que habló a la samaritana y a los soldados romanos permitiéndoles ser quienes eran. Es evidente que las diferencias no están hechas para ser homogeneizadas, sino para ser respetadas, valoradas y protegidas. Aleluya.

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EL problema se hizo más evidente con la elección de George W.Bush, el hombre que prometió unidad y trajo profundas divisiones no sólo a la sociedad norteamericana, sino a la política mundial en general. Reuniones de amigos que habían sido siempre una especie de manifestación pública de las ideas nacionales y de las preocupaciones políticas, de pronto, sin previo aviso, se convirtieron en campo de batalla de profundas diferencias. Personas que antes de este periodo habían examinado las políticas de la administración demócrata o republicana con objetividad crítica y distanciamiento analítico se volvieron de repente profundamente partidistas. Todo lo republicano era bueno, y todo lo demócrata era malo. O, a la inversa, todo lo demócrata era bueno, y todo lo republicano era malo. Lo peor de todo era que las diferencias no eran políticas, sino «morales». No se discutía sobre meras políticas, sino que se trataba de una discusión, de una postura, respecto de lo que era pecado o virtud, bueno o malo, libertad o totalitarismo... y, subyacente a todo ello, fundamentalismo cristiano o verdadero cristianismo, depen diendo de quién definiera qué. Dicho de otro modo: en los Estados Unidos nada ha sido lo mismo desde que un grupo de yihadistas hicieron desplomarse las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. Quiénes eran, qué pretendían y qué debería hacerse a propósito de «ellos», de nosotros, del mundo, del papel de los Estados Unidos, del cristianismo... era el tema que dominaba en todas las reuniones y en todas las instituciones del país. Nos habíamos convertido en una nación sitiada, en una sociedad tradicionalmente aislacionista con un impacto enormemente global. Las familias se dividían en dos; los amigos se encontraban en lados opuestos de la división político/moral. El resto del mundo temblaba ante las conclusiones extraídas cuando el gigante dormido se puso en pie y sus ejércitos emprendieron la batalla contra el mal, para prevalecer en el Armagedón, para salvar al mundo del «eje del mal», que en realidad era insignificante, por muy ambicioso que hubiera sido su intento. En un abrir y cerrar de ojos, en el tiempo necesario para ver cómo los escombros humeaban y se enfriaban, nos habíamos convertido en un pueblo dividido, en un planeta dividido. La famosa foto de un grupo de jóvenes desafiando a los tanques en la plaza de Tiananmen se convirtió en una metáfora de un grupo de personas en marcha hacia un enemigo invisible y otro grupo de personas, que eran de los suyos, interponiéndose en el camino. Todo ello hizo que las conversaciones entre amigos ya no fueran lo mismo, erigió barreras sociales por todas partes, dejó a la gente sola en medio de una masa que había 45

sido siempre su refugio seguro. ¿Quién podría cantar el aleluya por esa forma de desunión que sacudió a familias y amigos, instituciones y naciones, cuando diecinueve jóvenes de un mismo origen consiguieron destruir algo que otras personas de distinto origen habían visto como una especie de torres inexpugnables? ¿Qué hay en todo ello que pueda verse como un momento de aleluya? Locura, quizá; algo digno de alabanza, nunca. Hay respuestas sociales para estas preguntas. Por ejemplo, Alan Barth escribió: «Las mayorías, por supuesto, suelen estar equivocadas. Por eso siempre es peligroso el silenciamiento de las minorías. La crítica y el disenso son el antídoto indispensable para las grandes falsas ilusiones». Pero ¿qué ocurría en el nivel personal? Donde duele, donde cambian las relaciones, donde se pierde la «familiaridad» de la familia. La división y el disenso sociales son momentos de aleluya en la vida, porque hacen de todos nosotros individuos. Dejamos de ser clones sociales cuando nos preocupamos por algo lo suficiente como para tener al respecto una opinión distinta de la de quienes nos rodean. De hecho, es esta misma conciencia de las diferencias la que nos da algo con lo que contribuir a nuestro mundo. Asentir diciendo «sí» a todo, respetar las normas, pensar de acuerdo con las reglas, sin poner nunca a prueba un concepto, no hace sino perpetuarlo. De manera que hay quien nunca conduce un coche, nunca utiliza un ordenador, nunca sale de su país..., porque la sola idea de salirse de los límites de su experiencia supone una amenaza para su sensación de tener el control. Ir más allá de la zona en la que nos sentimos cómodos, más allá de nuestra experiencia, es equivalente a cruzar el umbral de la certeza. Es algo que nos hace sentirnos vulnerables y expuestos; algo que hace de nosotros una minoría en un mundo en el que, puede que por primera vez en nuestra vida, no pertenecemos a la mayoría; algo que nos sitúa en un lugar en el que ni nuestro lenguaje ni nuestros gustos ni nuestras ideas son ya moneda de curso corriente; algo que hace de nosotros los diferentes, cuyas diferencias son indicio de una posible división; algo que nos convierte en seres marginados, extranjeros, minoritarios, aislados. Es algo que hace que nuestra vida sea a la vez solitaria y estúpida. La verdad es que únicamente cuando pensamos en contra de la opinión ajena vemos lo que verdaderamente pensamos nosotros, lo que estamos dispuestos a apoyar. Son las chispas que introyecta en nosotros la mente de cuantos nos rodean las que encienden nuestra mente. Entonces es cuando llegamos a ser nuestro verdadero yo. Nos separamos y nos conectamos al mismo tiempo. En definitiva, es nuestra relación con las ideas ajenas la que determina quiénes somos realmente. Formular otra verdad, nuestra propia verdad, nuestra verdad singularmente definida, aunque no esté plenamente acabada y establecida, equivale a confirmar el valor de nuestra existencia. 46

Las diferencias de opinión, que muy frecuentemente son la línea de ruptura de las relaciones humanas, cuando las aceptamos plenamente, son las que revigorizan el pensamiento y suscitan en este la novedad. Constituyen también la base del nuevo comienzo, el inicio de las nuevas ideas, la fundamentación de un nuevo respeto por el otro. Si hay algo que supone un estímulo para una relación, suele ser el hecho de que deje de ser tediosamente predecible. Cuando todo el mundo sabe lo que vamos a decir a continuación, es cuando sabemos que hemos dejado de pensar. Entonces necesitamos renovar las viejas ideas; necesitamos repensar la vida por completo. «De dos posibilidades - le gustaba decir a mi madre-, elige siempre la tercera». Se olvida demasiado a menudo que la creatividad proviene de las diferencias. Es la capacidad de funcionar fuera de los límites, más allá de la línea de puntos, a pesar de los encajonamientos y las cadenas mentales con que hemos sido constreñidos, lo que nos pone en situación de ser arquitectos del futuro. A veces queremos que todo el mundo piense igual, cuando lo que verdaderamente necesitamos son personas que piensen de manera nueva acerca de la teología, de Dios, de la fe, de la moral, de la ciencia, de la vida... «Los pájaros de este año no anidarán en los nidos de antaño», enseña el proverbio; pero olvidamos con gran facilidad el significado que esto tiene: que la vida está destinada a seguir avanzando. Justamente cuando nos sentimos más inclinados a instalarnos, tanto intelectual como físicamente, se nos aconseja recordar que «estable» y «estático» no son sinónimos. Una cosa es avanzar con cautela de una cosa a otra, respetando lo mejor de cada una de ellas, y otra cosa muy distinta es no avanzar en absoluto. No comprendemos que es precisamente la capacidad de pensar más allá del contexto del tiempo en que vivimos lo que nos hace aptos para vivir en los tiempos futuros. Pero tememos la diferencia como si fuera la antesala de la división. No nos gusta en los demás, porque amenaza todo cuanto hemos logrado comprender y hacer hasta este momento. Si estas personas no proceden de una democracia - nos decimos-, su idea de lo que es gobernar es imperfecta. Y además, ¿cómo convencernos de que sus leyes son tan justas como las nuestras? Si mi Dios ha sido siempre un venerable anciano con barba blanca, me resistiré a admitir que es imposible que lo sea si Dios es verdaderamente espíritu puro. Esto es algo que supone demasiadas exigencias en mi vida: hace que los pronombres femeninos sean aceptables e incluso, de hecho, exigidos; hace que la idea del Dios Mago sea cuestionable; hace que los antiguos mitos y estilos sean propios de la infancia espiritual y no de la adultez moral. No nos gustan las ideas diferentes en otras personas, porque ponen en entredicho nuestra visión y nuestros valores. Necesitamos saber que no hemos pasado del terreno de lo aceptable al terreno de lo posible, aunque no sea más que porque esa desviación del 47

camino trillado tiende a separarnos de los islotes intelectuales en que vivimos. Soportar la carga de una idea nueva en una sociedad que no la desea puede hacernos llevar una vida sumamente penosa. Pero si la creatividad es hija natural de la división, la conciencia crítica es, sin duda, su única guardiana. Es relativamente fácil ser diferente; es mucho más difícil ser honesto. Unir ambas cosas - la capacidad de pensar de nuevos modos creativos y la voluntad de ser autocrítico - es la salvación eterna de cualquier sistema. Disuade del uso puro y duro del poder y estimula el crecimiento. Nos libera de la terquedad de corazón - el país soñado de un nuevo modo de pensar - para la tarea de la impasibilidad anímica, es decir, de ser capaces de sostener una idea hasta que se haya probado insostenible, no simplemente que sea considerada inaceptable. La conciencia crítica es el terreno de pruebas de las nuevas ideas, la guardiana del mañana. Ser capaz de pensar de distinta manera que quienes nos rodean y de relacionarnos amorosamente con las personas que piensan de otro modo es fundamental en la empresa humana. Pero requiere tres cosas: un corazón lo suficientemente grande como para abordar el conflicto de manera positiva, paciente y amable; un agudo sentido del destino personal, es decir, la idea de que hay algo en el horizonte que merece la pena debatir; y un espíritu lo bastante sensible como para trascender las tensiones de lo inmediato en aras de la calidad del futuro. Con el advenimiento en los años noventa del pasado siglo del neoconservadurismo, con su determinación confesa de transformar el planeta en una aldea global norteamericano, y los negocios en una empresa occidental, el mundo entero se ha visto enfrentado al momento de la verdad, a tener que optar entre la diferencia y la división. Pocas veces anteriormente ha logrado la política de una administración trazar una línea imaginaria en la arena que la gente no pudiera cruzar sin repensar todo cuanto consideraba que podía dar por sentado acerca de la vida y de cómo vivirla en nombre de Dios. Ha sido un momento de un gran desafío y de una profunda renovación personal, quizá mayor que la que ninguna iglesia haya conseguido nunca; y el desafío ha sido poner de manifiesto la relación entre la vida espiritual y la vida pública. Puede que desde la visión de Jeremías del sol brillando sobre Bagdad, así como sobre Jerusalén, no se nos haya hecho reconsiderar nuestro lugar en el mundo tan claramente. Al final, por supuesto, George W.Bush obtuvo dos victorias electorales, ambas fuertemente contestadas. A lo largo de todo este tiempo, la gente ha luchado por en contrar su propia orientación moral, titubeando entre los dos polos de una sociedad polarizada. Y ha decidido seguir enalteciendo el sistema negándose a permanecer en silencio. Ha pasado un tiempo interminable dilatando su espíritu para poder diferenciar entre la convicción genuina y la crítica encarnizada. Ha reflexionado de nuevo sobre todas sus preguntas personales y las políticas públicas. Se ha esforzado por mantener relaciones que se veían sometidas a presión por puntos de vista totalmente opuestos. Y al 48

hacer todas estas cosas, ha descubierto el verdadero significado del aleluya por las diferencias. Era un aleluya por un tiempo de pensamiento claro, de toma de decisiones morales, de resolución de conflictos y de nueva confirmación de todos los valores de la vida personal. No ha sido un tiempo perdido, sino todo lo contrario. Como decía Henry Ward Beecher: «Dios envía diez mil verdades que caen sobre nosotros como pájaros en busca de refugio; pero estamos cerrados a ellas, y por eso no nos aportan nada, sino que se posan sobre el tejado y cantan un rato, y después salen volando». Aprendemos a escuchar a los pájaros de la diferencia en el tejado de nuestro corazón. Y gracias a ello, pensamos mejor. Aleluya.

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EL mensaje, en esencia, era muy simple: «No tenemos armas de destrucción masiva dijo ante las cámaras el primer ministro iraquí-; pero no, no pueden inspeccionar nuestras instalaciones armamentistas para verlo por ustedes mismos». La gente en todo el mundo empezó a tomar partido; algunos gritaron: «¡Crucifícalos!»; otros, por razones prácticas, dijeron: «¡Ni se te ocurra tocarlos!». Los países esperaban, mientras el poder ponía el dedo en el gatillo. La vida cambiaría pronto para todo el mundo, pero ¿quién sabía cuánto? Millones de personas se manifestaron en las calles oponiéndose a la invasión de Irak. Otras tomaron las ondas elevando el nivel de decibelios de las maniobras orientadas hacia la guerra. Muchas personas intentaban aplicar una planificación paciente a lo que había brotado del ataque al World Trade Center de Nueva York como una respuesta impulsiva y brutal a personas equivocadas en un momento también equivocado. Igual número de personas, con los rostros de los diecinueve terroristas bien presentes, perdían comple tamente de vista a los miles de personas que serían el verdadero blanco de la justicia injusta que ellas exigían. El mundo sabía que miles de inocentes sufrirían en ambos bandos, no por lo que ellos mismos habían hecho, sino por lo que sus gobiernos habían hecho o dejado de hacer. El conflicto se convertiría en una conflagración, y los héroes de la destrucción, las personas que soportarían el ataque, serían los muertos anónimos. El conflicto mundial, esta oposición de enemigos que nunca se han encontrado, contrapone a inocentes con ignorantes, y todo ello en beneficio de los planes de unos terceros y a merced de la decisión de otras personas. Cuando el conflicto es a escala internacional, personas que no son las causantes del conflicto cargan con el coste del mismo, mientras que los que lo han desencadenado recogen los beneficios de dicho conflicto. La debacle es llamada «libertad», y el mundo en general prosigue su feliz camino sin ser normalmente consciente de la sangría provocada en el planeta por culpa de una venganza nacional o para obtener un beneficio personal. Cuando el conflicto tiene lugar en el plano personal, por otra parte, los resultados son los mismos, aunque ocultos, internos, inadvertidos públicamente, pero devastadores en el centro del espíritu, no obstante. En este caso, la guerra se entabla dentro de mí mismo, 51

donde el dolor es agudo, y el precio privado puede ser muy alto. El soldado forzado a partir de su casa para destruir a un pueblo que nunca ha visto se esfuerza por encontrar una razón de la carnicería. El político, informado únicamente por los documentos que alguien ha preparado para convencerle de su deber soberano de destruir, se en cuentra en conflicto preguntándose qué es lo que el patriotismo exige realmente de él: apoyar la invasión o resistirse. La joven esposa y el recién casado tienen que arreglárselas como pueden solos, cuando tenían el proyecto ilusionado de pasar juntos el resto de su vida. Los miembros de la comunidad, rechazados y marginados en su oposición a la lucha, notan cómo el terreno social se desliza bajo sus pies cuando el conflicto se introduce en ellos, convirtiéndose en una especie de cemento emocional y cerrándose sobre sí mismo sin que se hable de él ni sea resuelto. El conflicto por doquier, en todos los niveles de la sociedad, amenaza con encenagar el corazón y destruir la visión del espíritu. El conflicto perturba tanto el universo personal como el público. Y se prolonga durante años, profundamente inserto en las entrañas del espíritu humano. El Holocausto aún prosigue en la mente de quienes lo vivieron. Las guerras civiles de África han extendido sus efectos a Europa. Los veteranos del conflicto de Irak aún se despiertan por la noche gritando. Mucho después de la muerte de los maridos brutales, las esposas que han soportado sus palizas llevan aún las marcas en su psique. Aprender a tratar con el conflicto, aprender a entender los beneficios del conflicto, determina si es posible o no restaurar la paz, incluso después de la finalización de la contienda. Así pues, ¿qué puede haber en el conflicto que podamos ver con gratitud, con una chispa de aleluya? Si no queremos arriesgarnos a incurrir en esa piedad edulcorada cuya única respuesta ante el sufrimiento es que debemos aprender a «ofrecerlo», que debemos aprender a ofrecer nuestra esclavitud, nuestras heridas infectadas, nuestros hijos en peligro, nuestro corazón roto..., ¿cómo podemos entonar un aleluya por ello? Las justificaciones del conflicto son muchas, de hecho..., si estamos dispuestos a aceptar la responsabilidad de las mismas. Estar al borde del conflicto hace que todos, naciones e individuos, individuos y naciones, tengamos que reexaminar nuestras mejores creencias y nuestras más perniciosas respuestas a las mismas. ¿Qué clase de país, qué clase de persona quiero realmente ser? ¿Y es este realmente el modo de lograrlo? ¿Seré mejor o peor por no refrenar mis respuestas: las palabras ásperas, los juicios mezquinos, los comentarios despectivos, las respuestas violentas...? ¿Estoy realmente ayudando a los hijos denigrando a su padre? Por otro lado, ¿estoy realmente haciéndoles un favor para el 52

futuro no permitiéndoles saber que él nunca ha dado un céntimo para protegerlos? O, en otro terreno, ¿es que el único modo de destruir a un dictador es la destrucción del país que decimos querer salvar? El conflicto nos confronta con la piedra de toque de nuestra integridad. Requiere que revisemos constantemente el arsenal con que hacemos frente a nuestro enemigo. ¿Es la extensión de la enemistad - decir mentiras, nacionales o personales; socavar la confianza; difundir los prejuicios - la caja de herramientas de nuestro oficio? Y, de ser así, ¿cómo puede el conflicto, por más razonable que sea, resolverse en último término con al menos algo de integridad? Nuestro modo de manejar el conflicto nos confronta con nosotros mismos. Es nuestro carácter lo que el conflicto pone a prueba, no al enemigo, no al otro. La confrontación, para ser justa, santa y alcanzar el éxito, debe basarse en el respeto al otro. En el conflicto se nos hace saber que no somos los dueños del universo. Otros tienen también algo que decir al respecto. Si entramos en conflicto con el corazón abierto, logramos una cierta perspectiva de las necesidades del otro y de la arrogancia del yo, que hace partir de la base de que somos nosotros los únicos que tenemos necesidades. Después, finalmente, se nos da la oportunidad de practicar el fino arte de reducir la intensidad del conflicto, la oportunidad de descender de las elevadas cimas de la santa rectitud al punto de un problema común. El conflicto nos enseña a razonar y, al mismo tiempo, inocula en nosotros una fuerza interior que ninguna otra cosa en la tierra puede proporcionar ni confirmar de manera tan adecuada. «Las dificultades - decía William Ellery Channing - están destinadas a animarnos, no a desanimarnos. El espíritu humano se hace fuerte en el conflicto». Cuando salimos del conflicto convertidos en mejores seres humanos que cuando entramos en él, cuando nuestro enemigo sale del conflicto tal vez castigado, pero no destruido, es cuando hemos aprendido lo que el conflicto tiene que enseñar. La Escritura nos proporciona un modelo de ambas cosas. Abraham se niega a destruir Sodoma después de haberla derrotado en su campaña para liberar a su sobrino Lot de sus captores. Posteriormente, el rey de Sodoma intenta hacer un trato: «Dame las personas - dice a Abraham - y quédate con la hacienda». Pero Abraham no toma ni lo uno ni lo otro: «No dirás: "Yo he enriquecido a Abraham"». Abraham no busca la venganza y se niega a aprovecharse de su pérdida. Tiene una misión clara: libe rar a Lot; y se niega a obtener un beneficio injusto de la desgracia ajena. Esta actitud es la que prueba el sentido del conflicto, de cualquier conflicto. Es obvio que las dificultades han de renegociarse en la vida. Cuando la única resolución de un conflicto es la humillación o destrucción completa del otro, hace mucho que hemos renunciado a la justicia en favor del poder absoluto. Pero por el conflicto que lleva a la 53

justicia por ambos lados, entonemos el aleluya a pleno pulmón, porque es el comienzo del reino de Dios.

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BUENO, para empezar, somos un montón... Pero sí; probablemente resulta bastante extraño sugerir que debemos entonar un aleluya por la existencia de personas cuya vida está en contradicción con el propósito y la orientación del universo tal como su Hacedor lo quiere. Porque eso, después de todo, es el pecado. No es una especie de dramático desafío satánico en el que agitas los puños frente al relámpago. Ni siquiera es una mala conducta estimulante. Es, simplemente, estar seriamente equivocado acerca de la realidad y vivir en contra de la propia naturaleza. El pecador empedernido es el equivalente de la persona que está convencida de que se puede lograr que los trenes funcionen con café y está decidida a intentarlo, por muchas pruebas que haya en favor de opciones más normales. El pecado, por tanto, está abocado a ser, a largo plazo, profundamente frustrante y, hablando con objetividad, verdaderamente aburrido. Y sobre esta base, si el lector piensa en el demonio, que no piense en él como un heroico defensor de la libertad moral, sino como un ser trágica y patéticamente cautivo de las falsas ilusiones. Ahora bien, es claramente cierto que no hay nada por lo que dar gracias en relación con el hecho de estar equivocado. Pero cuando alguien dice que es un pecador, lo que está queriendo decir es que ha notado que algo va mal. Se ha convertido en un pecador no empedernido en la medida en que sabe que el mundo es mayor que sus errores. Puede no saber bien cómo salir de esa situación o incluso cómo decir algo claro o coherente a propósito de lo que es bueno; pero lo importante es que percibe la incongruencia entre lo que ocurre en su vida y la realidad que todo lo abarca. Lo cual significa que no ha podido acostumbrarse a mentir; y esto no es algo baladí. Decir aleluya por los pecadores es decir aleluya por el comienzo de la honradez. Casi todo conspira para hacer que estemos más familiarizados con la fantasía que con la verdad. Consideremos la inmensa energía dedicada a prometer soluciones tecnológicas a los problemas humanos y la seguridad con que siguen diciéndonos que nuestro actual modo de vida occidental es sostenible, mensaje que, de uno u otro modo, toda campaña publicitaria y toda campaña política se proponen transmitir. Sin embargo, sigue estando ahí la obstinada sospecha de que vivimos en un entorno de recursos limitados, y que la degradación de este medio ambiente es cada vez más evidente. Cada vez es mayor el número de personas conscientes de que en algún punto se da una falta de realidad, una incongruencia; en términos cristianos, están tomando conciencia de que son pecadores. Están atrapados en algo que no han elegido o que no eran conscientes de haber elegido, y perciben que es falso. Admito que no es este el sentido en que las personas religiosas han utilizado siempre el término. Pero si olvi damos por un momento los modos individualizados, y a veces trivializados, en que se ha empleado este lenguaje y nos retrotraemos al mundo de la Biblia y de las tradiciones primitivas, podremos ver con mayor claridad la importancia de 56

esta noción central de estar en conflicto con la realidad. Cuando san Pablo habla del pecado, es obvio que está pensando en un clima de pensamiento y comportamiento en el que somos incapaces de relacionarnos con Dios o con los demás si no es en medio del miedo, la rivalidad y la sospecha; un clima en el que damos por sentado que lo que es bueno para los demás probablemente es malo para nosotros. Y la tradición cristiana nos ha proporcionado una formidable herramienta para el diagnóstico con la lista de los siete «pecados capitales». Una vez más, hemos tendido a tratar estos como una reducida lista de cosas que no debemos hacer, en lugar de verlos como una especie de diagrama de la salud o de la verificación de la realidad. ¿Se caracteriza nuestro comportamiento por la arrogancia y la excesiva confianza en nosotros mismos?; ¿o por los celos, el egoísmo y el exceso de ambición?; ¿o por obsesiones acerca de nuestras necesidades físicas o por actitudes impersonales hacia el sexo?; ¿o adolece de una especie de apatía, cansancio emocional o falta de vida?... Estos, según la tradición, son los ingredientes de la vida irreal. Si te resultan familiares, y si te resultan incómodamente familiares, sé bienvenido a la compañía de los pecadores conscientes: personas irreales que aún no han perdido por completo el gusto por la realidad, que aún pueden percibir que algo no va bien. Un aleluya por los pecadores, pues, es también un aleluya por las personas que son capaces de hacerse a sí mismas preguntas incómodas. Si sabes que eres un pecador - es decir, si sabes que tu percepción de las cosas es tan sesgada que no puedes confiar en actuar sensatamente-, es mucho más probable que te sientas insatisfecho con parte de lo que se te incita a dar por supuesto acerca de ti mismo o de tu sociedad. ¿Son estas realmente las necesidades humanas más importantes?; ¿es nuestro modo de vida el que, obviamente, todo el mundo debería querer?; ¿son estos movimientos en la economía global inevitables e incuestionables?... El buen pecador (entiéndase bien a lo que me refiero) no tiene necesariamente las respuestas, pero sí tiene sumo cuidado en no desechar las preguntas como tonterías. En este sentido, el «buen pecador» vive, de hecho, en un mundo mayor, más misterioso y más atractivo que la persona que no ha abierto los ojos, por no hablar de quien, más o menos deliberadamente, se niega a abrirlos. Supongo que cuando hablamos no ya de pecado, sino de mal, a lo que instintivamente nos referimos es al desfase entre la condición de reconocer nuestra confusión y destructividad y la condición de insistir en que así es como las cosas son de hecho, o que no importa cómo sean las cosas, porque lo único que importa es lo que yo quiero. El mal no es simplemente habitar en la nube o la ciénaga de la irrealidad; es afirmar que eso es bueno o normal o que la cuestión carece de sentido. Afortunadamente, es bastante infrecuente, pero es importante ser capaz de reconocerlo. Lo vemos en personas que son incapaces, al parecer, de reconocer el daño y la humillación a otros como lo que realmente es. Es el modo de pensar del terrorista, del traficante de drogas o del torturador, pero también lo encontramos en circunstancias bastante corrien tes: en quienes no son capaces de ver cómo están socavando la vida o la 57

integridad de otros, en los matrimonios explotadores, en situaciones de acoso escolar, etcétera. La cuestión no es que entonces tengamos derecho a decir que esas personas son extremadamente malvadas y no merecen compasión. No se trata de grados de culpa, sino de grados de esclavitud a la mentira. Y por eso puede haber muchas razones por las que a un individuo no se le puede culpar totalmente. Muy raras veces encontramos a alguien que se haya desviado deliberadamente de su camino para poner el mundo moral patas arriba. Lo importante es que reconozcamos que hacemos frente a un nivel diferente de resistencia a la verdad y que no nos hacemos ilusiones acerca de lo difícil que es cambiarlo. En realidad, el buen pecador será capaz de detectar el hecho de que sus actos cotidianos prosaicos, marcados por la vagancia, la agresión o la sospecha, son el caldo de cultivo apropiado para que se desarrolle toda una atmósfera de mal. Los pequeños actos de autoengaño y egocentrismo tienen relación con las imágenes del horror: unos rostros sonrientes en torno a un prisionero humillado; unos ojos ardientes fijos en la cámara mientras es asesinado un rehén; una ciega negación de la realidad de una epidemia o una hambruna causadas por intereses políticos... Hace años, un periódico británico publicaba a diario una columna satírica que representaba habitualmente a un sociólogo estúpido y tenaz - creo que era el Dr. Heinz Kiosk-, cuyo comentario invariable y automático ante cualquier acto de vandalismo o brutalidad era: «Todos somos culpables». Podemos reconocer la superficialidad de una cierta generación de comentaristas sociales, pero en realidad no deberíamos reírnos en exceso. El pecador sabe que los grandes males del mundo no son demasiado difíciles de interpretar como extrapolaciones de un comportamiento mucho más corriente; debemos ser un poco cautos en el uso del «mal» como modo de no pensar en los actos ajenos, su significado y sus orígenes..., y puede que en su relación, distante pero muy incómoda, con modelos más familiares. De manera que el buen pecador es consciente de vivir en un mundo mayor que el que puede ver con claridad y de ser, en gran medida, esclavo de falsas percepciones. Será un tanto escéptico respecto de lo que trata de silenciar sus dudas acerca de si el mundo familiar es, después de todo, el mundo natural y obvio. Habrá notado que en su vida falta una cierta calidad de relación. Sentirá una cierta vergüenza y desagrado con respecto a sí mismo, debido a esa sensación de que algo en el modelo usual de acciones y reacciones no es libre, sino que sigue toda una planificación de impulsos, instintivos y compulsivos o habituales, que no encajan demasiado bien con el reconocimiento de lo que es posible. San Agustín ha tenido mala prensa por lo que se supone que dijo a propósito del pecado, pero al menos algo de ello me ha hecho pensar siempre que ha sido tratado injustamente. Cuando sus oponentes sostenían que todo pecado era un acto plenamente consciente de rebelión contra Dios, él replicaba que la mayoría de los pecados eran «cometidos por personas que lloraban y gemían»: personas que eran capaces de un comportamiento mejor y se sentían atrapadas. Se trata de una de las intuiciones más realistas y compasivas de la literatura cristiana primitiva. 58

Los pecadores que yo aprecio son los que observan su situación y preguntan: «¿Cómo he llegado a esto?». Ahí hay personas a las que quiero o por las que al menos siento un cierto interés; sin embargo, parece que tengo que hacerles daño. Ahí hay un plan que comenzó con unos elevados ideales y está ahora empantanado en medio de compromisos y fracasos. A no ser que elija aparentar que todo está bien, tengo que preguntar cómo es esto posible. Un pecador que ha abierto los ojos es una persona que sabe que tiene algo que aprender, que sabe, al menos en alguna medida, qué hacer con el tiempo que resta. No es fácil de comprender, y no vamos a aprender lo que deberíamos aprender con nuestros propios recursos de acuerdo con un plan ordenado (que nos llevaría de nuevo al punto de partida). Pero lo importante es ese desconcierto respecto de cómo hemos llegado aquí y a la sensación de que el mundo es mayor y más extraño que mi mente planificadora. Esto es lo que una generación anterior habría denominado «humildad». Pero, una vez más, la palabra ha sido dañada casi irreparablemente. Las imágenes que suscita en nosotros son de modos hipócritas y exagerados de rebajarnos, de permanecer pasivos frente a la injusticia o de desconfiar tanto de uno mismo que no se asume una responsabilidad adulta o el riesgo de cometer un error. Pero el cuestionamiento que he estado tratando de describir no es en absoluto pasivo y requiere la forma más difícil de responsabilidad. Esto significa que yo asumo la responsabilidad de mi integridad y sigo examinando mi relación con la verdad tanto cuando me resulta cómoda (al menos superficialmente) como cuando no. Las personas humildes pueden iniciar revoluciones. No hace mucho que murió Rosa Parks, la mujer negra que se negó a levantarse de su asiento hace muchos años en un autobús de Alabama, incidente que desenca denó la fase final y más importante del movimiento en favor de los derechos civiles. Era una persona humilde, incluso - nos atrevemos a decir - una buena pecadora. Sabía que estaba atrapada en un sistema de irrealidad, pero no por culpa o decisión suya; sabía que debía hacerse una pregunta al respecto; sabía que, de repente, había una opción acerca de si permitiría diariamente que el absurdo y la injusticia siguieran sin ser cuestionados. Y estaba demasiado cansada para discutir con sus intuiciones. Asumió su responsabilidad porque, como buena pecadora que era, sabía que, fuera lo que fuese lo que en su vida estuviera marcado por el egoísmo o la desidia, podía cambiar si lo que ella quería estaba de algún modo conectado con el mal del mundo circundante y, por tanto, había una posibilidad, una extraordinaria posibilidad, de actuar como si ese mal no tuviera la última palabra. Si podía decidir acerca de algo sobre lo que nadie esperaba que ella decidiera, ¿qué no sería posible para los demás? Lo que no sabía, ni siquiera imaginaba, era que todo ello pasara conscientemente por su cabeza; pero actuó como si el mundo fuera mayor de lo que ella o la sociedad pensaban. Esto es humildad; y humildad es también ser oído en la voz de quienes protestan por las prácticas corruptas en la industria o denuncian a cualquier institución; ser oído en la voz de las personas que dicen: «Se acabó; no se puede confiar en ninguna persona con 59

esa forma de poder que no responde ante nadie; no hay ninguna persona que tenga derecho a protegerse de ese modo». Es la voz radical que procede del hecho de saber que todos tenemos que seguir aprendiendo. Es una forma de autodesconfianza, pero no de ese tipo corrosivo que dice: «No merezco que se confíe en mí», sino más bien del tipo que dice: «Conozco mis limitaciones; ayúdame a seguir siendo honrado». Y a los demás les dice: «No os ocultéis a vosotros mismos aquello en lo que podéis convertiros si olvidáis la verdad». Una humildad así no hace el mundo tedioso y peligroso, algo que hay que evitar porque todo resulta demasiado difícil, sino que descubre un mundo que es peligroso, sí, pero que tiene que ser explorado y del que hay que aprender. Sin ese aprendizaje, nos quedaremos atrapados en una versión gris y aburrida de la realidad. La humildad debería constituir la puerta de acceso a la emoción; la emoción precisamente de ese sentido adulto del mundo que está preparado para cometer errores y reconocerlo, a fin de acceder a nuevas profundidades. El buen pecador es humilde, porque sabe cuánto de esa exploración podrá verse distorsionado por las falsedades que él se ha incorporado sin notarlo y que se han hecho habituales y cómodas. Pero sabe que la negativa a crecer y aprender supone ser condenado a lo que, a largo plazo, son riesgos peores. En medio de todo ello se encuentra soterrada la conciencia o la semiconciencia de esa relación rota de la que todo fluye, de ese elemento que hay en nosotros que hace que el miedo parezca racional y natural cuando nos miramos unos a otros y luego miramos a Dios. Y no lo superaremos realmente, por supuesto, a no ser que atisbemos lo que la relación podría ser y no es. Necesitamos que el estrecho círculo de nuestra irrealidad sea roto por algo bastante extraño. Es interesante que, para muchas personas, encontrarse frente a una verdadera obra de arte, una representación teatral, una película realmente buena o una pieza musical, sea una de las cosas que les proporcionen la clave de lo que la humildad significa; aquí, frente a este extraño acceso a otro modo de ver o de escuchar, veo que mi mundo es demasiado pequeño y que mi vida es inadecuada. No es que de repente tenga que odiarme a mí mismo ni dudar de mi valía; de hecho, puedo conseguir un sentido reforzado de mi valía debido a ello. Simplemente, sé que mi marco de referencia es situado bruscamente en perspectiva cuando es puesto a la luz de una imaginación mayor. Esto, bien pensado, es, de hecho, bastante obvio. Si nuestro mundo de sospecha y mezquindad jamás se viera perturbado, nunca tendríamos razones para pensar que no es toda la realidad. Podríamos vivir a salvo - aunque no muy felices - en nuestra versión de la realidad si la verdad no se filtrara de vez en cuando, bien a través de la vida o la obra de arte de alguien, o bien, simplemente (para muchos), de la experiencia de soledad y silencio, que es cuando no podemos evitar la sensación de que algo encaja mal con la verdad. El buen pecador, o lo que yo he llamado «el pecador no empedernido», vive en un mundo que él sabe que tiene goteras y en el que siempre está introduciéndose algún elemento desestabilizador. 60

Esto ayuda de algún modo a ver cómo Jesús, en los relatos evangélicos, marca la diferencia en el mundo que le rodea. Cuando él está presente, la gente se ve a sí misma de forma distinta. Recordemos a Pedro cuando Jesús le dice dónde puede realizar una pesca milagrosa. Pedro dice simplemente: «Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador». Una generosidad milagrosa está allí, frente a él, y de lo único que Pedro está seguro es de que ese no es el clima en el que él vive. Sólo Jesús ve con claridad que ha llegado el momento de que comience. Y lo mismo ocurre con Zaqueo, el recaudador de impuestos cuya pequeña talla le impulsa a subirse a un árbol para ver a Jesús, en la esperanza de que nadie repare en él. Cuando Jesús se detiene y se vuelve hacia él, no le dice: «Eres un pecador. Debes cambiar». No necesita hacerlo. Se limita a autoinvitarse a casa de Zaqueo, y Zaqueo dice de inmediato: «Tengo que ser distinto». Pedro y Zaqueo están viendo por primera vez un rostro auténticamente humano, un rostro no distorsionado por el miedo a Dios o a otras personas. Y eso es lo único que se necesita. Si puede haber un rostro así en el mundo, solo uno, el mundo que yo conozco es demasiado pequeño. De manera que cada vez que Pedro o Zaqueo o tú o yo decimos: «Soy un pecador», nos recordamos a nosotros mismos cómo hemos atisbado a través de Jesús el mundo real que, de lo contrario, nunca habríamos soñado. Una muy buena razón para un aleluya. Porque este reconocimiento de la propia condición de pecador conlleva la confianza de que realmente hay una salida. Desde nuestro punto de vista, es un proceso lento, lleno de frustraciones, en el que se dan dos pasos adelante y un paso atrás, en el que se presentan nuevas falsas ilusiones, etcétera. Pero lo importante es que Dios ha considerado que merece la pena irrumpir directamente para mostrarnos cuál es la escala de nuestro problema y para ofrecer una relación que nos mantenga en la verdad, por más vacilantes que nosotros estemos. Los cristianos han gastado gran cantidad de energía tratando de averiguar cómo funciona esto exactamente: saben que se fundamenta en la muerte de Jesús, el momento en que la preferencia del mundo por la irrealidad parece triunfar decisivamente, pero el momento también en que es la verdad de Dios, de hecho, la que prevalece; pero no han encontrado un modo sencillo de explicarlo. Y eso está bien. Los aleluyas vienen primero. Aleluya por la irrupción en la vida que misericordiosamente me hace saber que estoy equivocado, y que mi error se puede solucionar; y aleluya por haberse rasgado el velo y poder contemplar la panorámica.

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DE hecho, las mismas personas son pecadoras. No solo en el sentido obvio de que todo santo comienza como pecador, es decir, como ser humano confuso, sino también en sentido bíblico, el sentido en que san Pablo llama «santas» a las personas a las que escribe, cuando son claramente el mismo tipo de fracasados confusos que reconocemos bastante fácilmente. Para el cristiano, ser santo no es una característica más junto a otras («era bajo, rubio, gordo y santo»), sino que tiene que ver con estar en una forma particular de relación con Dios que permite que sucedan ciertas cosas. Si la santidad fuera una característica como otras, algunas personas podrían tener más, y otras menos; y podría sentirse envidia de la santidad de otra persona («Me gustaría tener el cabello y la santidad como ella») o intentar adquirir la santidad a base de esfuerzos. La tremenda paradoja acerca de la santidad - que es la razón por la que probablemente debería dejar de escribir este capítulo de inmediato - es que, cuanto más te esfuerces y más en tensión te pongas por ella, tanto más improbable será que comprendas lo que es, por no hablar de la pro habilidad de que participes de ella. Recurriendo a una metáfora bastante manida, la santidad no es una característica de una persona en mayor medida que la luz lo es de una ventana. Sitúa la ventana en un lugar concreto, y la luz se hace patente; sitúa a una persona en un lugar concreto, y Dios se hace patente. Dios se hace patente: esta es la diferencia entre decir que alguien es realmente bueno y decir que es santo. La persona buena, ya lo sea por temperamento o a base de esfuerzo, es alguien que hace lo que está bien y resulta constructivo y sensato. Estas personas pueden tener a veces un efecto incomprensiblemente deprimente en otras: te hacen sentirte un poco peor. La persona santa, según se ha visto a lo largo de los siglos, es alguien que enriquece el mundo de los demás, que genera alegría, no mediante un gran esfuerzo para lograr que la gente se anime, sino siendo simplemente como es. Si el lector se retrotrae por un momento al capítulo anterior, puede compararla con la obra de arte: sencillamente, te dice que el mundo es mayor. De modo que, cuando pienso en personas santas, mi primer pensamiento es para quienes me han hecho ver más. A veces han sido convencionalmente santos, pero otras veces no. Algunas de las personas que abren claramente las puertas de la visión son personas con muchos defectos y con problemas o compulsiones profundamente arraigados; Martin Luther King es probablemente el ejemplo más conocido, pero recuerdo a algunas otras personas a las que he conocido personalmente y que han tenido auténticamente ese «algo más» que no parece verse anulado por debilidades de temperamento o de costumbres, ni por complicaciones sexuales, ni por proble mas con el alcohol o con cualquier otra cosa. Decir que esas personas pueden, en un importante sentido, ser santas no equivale a decir que sus debilidades o fallos no tengan importancia 63

o que no sean realmente debilidades; las personas en cuestión no querrían de ninguna manera que se dijera eso de ellas. Lo que ocurre, simplemente, es que están constante y valerosamente en un lugar en el que la luz se hace patente. Pero en cuanto a los más «convencionalmente» santos, fueron muchos los que leyeron el maravilloso libro de Tony Hendra Father Joe, cuando apareció hace un par de años, y descubrieron en él un ejemplo de santidad totalmente falto de sentimentalismo y de verborrea religiosa. Lo que el libro hace es mostrar a una persona cuya sorpresa y atención complaciente a todos cuantos conoce les hace ver que son singularmente interesantes y dignos de ser amados o, mejor, que no son «singularmente interesantes y dignos de ser amados» por el hecho de ser absolutamente especiales, sino que, simplemente por estar ahí, por ser humanos, merecen ser objeto de un interés y un amor sin reservas. Yo tuve la gran suerte de tratar al padre Joe durante muchos años, y la santidad que experimenté era simplemente la confianza de que nada sería rechazado ni dejado de lado, sino que todo sería tratado seriamente, de que lo que dijera y pensara y aquello con lo que me debatiera sería escuchado, y después, de algún modo, devuelto a mí de manera nueva. He dicho que serías tomado en serio; pero, al mismo tiempo, se te exhortaría a que no te animaras a tomarte tú mismos en serio de manera equivocada. Y cuando, en cierta ocasión, acudí a él para tratar de resolver un doloroso trauma que me había producido una gran sensación de fracaso, comencé a comprender lo que es realmente la compasión: fui escuchado con una piedad y una ternura que no me hicieron regocijarme por ser una víctima, sino que me enseñaron a verme con una ternura realista que después tenía que ser transmitida a los demás. Aleluya por esto, y aleluya en nombre de todos cuantos han aprendido de Joe. Santa es una persona que inicia una reacción en cadena de una nueva percepción del mundo, que refuerza, incluso entre quienes no creen o no pueden aún creer, la confianza en que en nosotros hay más de lo que sospechamos. Y esto no necesariamente va acompañado de un temperamento tan modesto que uno no note nunca que se halla en compañía de una persona santa. Este es un error muy común: suponer que el altruismo es lo mismo que una forma concreta de temperamento humilde o modesto. Afortunadamente, los santos se dan en una amplia variedad de temperamentos, de manera que no importa si eres depresivo o extrovertido o irritable o lo que sea. Yo he conocido a personas verdaderamente santas que eran de naturaleza modesta, hablaban poco y se negaban amablemente a verse arrastradas a la corriente habitual del diálogo social. Pero también he conocido a personas como Desmond Tutu, de quien no puede decirse que sea un modelo de modestia. Si Joe me enseñó lo que es la verdadera compasión, Desmond me dio una lección sobre las posibilidades del santo egoísmo. Hay algunas personas que disfrutan tanto por el hecho de ser como son que hacen que cuantos se encuentran cerca de ellas disfruten de ser ellos mismos; justo lo contrario del egoísmo, con el que estamos más familiarizados, que empuja a los demás a un segundo plano para que la estrella pueda estar en el centro del escenario. 64

Supongo que, debido a que yo asocio la santidad con este tipo de percepción alterada, no creo que pueda hablarse de ella como una característica de una persona, y mucho menos como una especie de bondad intensificada. Es siempre activa, al parecer, y altera lo que se siente, se piensa o se hace; y lo altera no mediante la estrategia o el esfuerzo, sino siendo ella misma, siendo una ventana. Si esta especie de visión o ternura o integridad es posible en esta vida, ¿no es posible para mí? Por eso los santos son tanto odiados como amados. El evangelio de Juan establece con pasmosa precisión el mecanismo mediante el cual la mentira se resiste a ser expuesta; la santidad hace que las cosas sean tanto peores como mejores. «Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado - dice Jesús en uno de los versículos más memorables del Evangelio-, no tendrían pecado». Su presencia ha provocado una crisis, una opción: ¿a favor o en contra de él?; ¿el nuevo mundo o el viejo? Ya no se puede ser inocente; hay que ser consciente del pecado y el perdón, o bien deliberadamente ciego. Para los cristianos, Jesús es el único agente humano que nunca bloquea la luz y cuya vida y presencia definen la santidad en cada momento. Pero los santos que se reúnen en su compañía y que tratan de permanecer fielmente en el lugar que él ocupa tienen, como hemos visto, defectos de varios tipos y son vulnerables. ¡Qué descanso, ver que tal o cual persona tiene defectos...! Puede que, después de todo, no tengamos que tomarla en serio. ¡Cuántas personas no se sentirían secretamente aliviadas cuando salió a la luz la vida privada de Martin Luther King...!; por fin podían mirarle con condescendencia o condenarlo, ya no tenían que sentirse inferiores ni pensar que debían cambiar. En diferentes grados, este tipo de alivio funciona cada vez que alguien trata de «deconstruir» a una gran figura. Incluso el fracaso puro y duro ayuda: fue un sueño precioso mientras duró, pero ahora vemos que, después de todo, no es el mundo real. No debemos sentirnos mal por posibilidades irreales. Esto me hace preguntarme en ocasiones si después del Viernes Santo los discípulos de Jesús, en medio de su dolor y su terror, no sentirían una pizca de alivio; esto me hace entender mejor por qué algunos de ellos en realidad no querían creer en la Resurrección. Santidad es lo que tiene lugar cuando alguien se ve desestabilizado por la realidad del mundo nuevo y al ver algo que es a la vez enormemente aterrador y tremendamente emocionante. El poema de Thomas Hardy acerca de la antigua tradición que dice que los animales se arrodillan en los campos y los establos a medianoche del día de Nochebuena, nos muestra a un escéptico autor cansado de la vida que quiere ir a ver, «con la esperanza de que pueda ser así». Y la esperanza persiste. La gente, al parecer, quiere leer acerca del padre Joe y de figuras similares; esperan que haya una ventana en algún sitio que descubra una visión que no sea una mera idea, sino un poderoso hecho inapelable. Sin embargo, si Thomas Hardy hubiera visto realmente a los bueyes arrodillados, ¿habría encontrado, pasada la Navidad, una buena razón para aferrarse a su melancólico agnosticismo?

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La santidad es algo que queremos y no queremos, algo que anhelamos y tememos, justamente como la Biblia explica el modo en que los seres humanos se relacionan con Dios y reaccionan ante la venida de Dios a una vida humana. Jesús expulsa a un demonio espectacularmente destructivo, y los habitantes de la aldea le piden que se vaya. Promete acogida y misericordia incondicionales, y es crucificado. En otras palabras, la santidad es un recordatorio, una vez que comenzamos a pensar sobre ello, de todo cuanto nosotros y toda nuestra historia humana hemos hecho por volvernos alérgicos a la realidad; pero nos recuerda también que nunca hemos logrado extinguir nuestro anhelo de dicha realidad. Aleluya por los santos, por las personas que están dispuestas a pagar el precio por permanecer en la luz, aunque la luz muestre sus insuficiencias y sus rarezas. En un debate sobre el cardenal Manning, el gran prelado inglés del siglo XIX, alguien objetó que se le calificara de «santo», porque sin duda era una figura manipuladora, ambiciosa y falta de escrúpulos. Pero otro experto replicó que el milagro no era que un santo pudiera ser manipulador, ambicioso, etcétera, sino que un hombre con semejante temperamento pudiera en algún sentido ser santo. El hecho innegable de que permitiera que la luz de Dios se hiciera patente a través de él para innumerables personas, en especial en su labor absolutamente desinteresada por los trabajadores más pobres del Londres victoriano, hace ciertamente que sus cualidades temperamentales menos atractivas sean muy evidentes por contraste. Pero lo importante es que en algún nivel de su ser se sintió desestabilizado por la realidad del amor y la justicia de Dios, y que esa realidad estaba sencillamente allí, en su vida, prescindiendo de las rivalidades de la política eclesiástica en que se viera envuelto. Se supone que vivimos en un clima cultural tolerante y permisivo. Pero - si el modo de obrar de los medios de comunicación populares puede servirnos de guía - también tenemos una vena fuertemente moralista y crítica; esperamos (o, en cualquier caso, pretendemos esperar) que las buenas personas sean simplemente buenas, y que las malas personas sean simplemente malas. No llevamos demasiado bien la complejidad de la vida de la gente. Las celebridades y los políticos (que ahora son una especie de celebridades) se revisten de diversas formas de mitos; se les presenta como individuos buenos, sencillos y honrados; y después se les reinventa como malvados o víctimas patéticas; y posteriormente se restaura su popularidad con el olvido de las historias vergonzosas. Resulta difícil extraer de ello la idea de una vida singular con elementos buenos y menos buenos, con errores y traiciones, vergüenza y pesar, recuperación y conocimiento personal. La vida se convierte en una sucesión de imágenes desconectadas. Y no es este un clima fácil para entender cómo podría ser un santo. Si, como hemos tratado de indicar, un santo no es simplemente una persona extraordinariamente buena, sino una persona que ha aprendido cómo vivir en un determinado lugar para que la luz se haga patente, de la mayoría de los santos deberíamos esperar que fueran caracteres un tanto variables, por no decir confusos. Si combinan la presencia y la intuición espiritual trascendente con un grado de vanidad, cobardía, autoritarismo u otros rasgos dudosos, 66

ello no invalida su intuición. No están ahí para decirnos que podemos ser tan buenos como ellos si ponemos suficiente empeño, sino que, si vamos en su compañía el tiempo suficiente, podemos conseguir percibir con ellos ese otro mundo donde el cambio tiene lugar, no mediante el esfuerzo, sino mediante la absorción de amor. Si nos retrotraemos a la Biblia, y a san Pablo en particular, podemos ver por qué la palabra «santos» aparece en ella en un sentido que no es el que cabría esperar. La gente a la que Pablo escribe no es extraordinariamente buena, sino, simplemente, gente que ha ido a vivir en la cercanía de Jesús y a respirar el mismo aire. Esto hace que sus fallos y sus traiciones sean más evidentes y pueda en ocasiones empujarles a errores más extremos. Y no los hace populares automáticamente ante quienes los rodean, ni siquiera automáticamente más capaces de llevarse bien entre sí. Lo que supone exactamente es que están despiertos y que no pueden fingir que el mundo no ha cambiado. Y se han hecho responsables de hacer visible y creíble este nuevo mundo. Espero que se entienda lo que quiero decir cuando digo que estas personas son iguales que los pecadores. Se trata de personas que ponen en entredicho lo que parece obvio en el mundo. Como los artistas, con los que tienen mucho en común, mantienen abiertas las puertas de la visión cuando todo y todos parecen querer cerrarlas. Y una vez que uno ha pisado ese territorio, sabe que tiene que comenzar de nuevo y que lo que consideraba posible se ha visto en gran medida ampliado. La Iglesia se toma mucho trabajo para declarar quién es santo en términos oficiales y quién no lo es; y supongo que tiene un gran sentido disponer de una especie de lista mínima para poder decir: «Cuando decimos "santo", nos referimos a personas como estas». Pero debemos ser conscientes de dos posibles errores. Uno consiste en pensar que, una vez que alguien ha sido inscrito en la lista oficial, es imposible adjudicarle serios errores, pecados o defectos. Los modelos inhumanos no nos sirven de ayuda; lo que necesitamos no son personas en la cima del Ser Buenos, sino personas que nos muestren la gloriosa y tur badora diferencia de Dios. Y el otro error consiste en pensar que la santidad queda restringida a la lista oficial. Bien pensado, todos tenemos listas personales; listas de personas que han hecho a Dios real. No hay ningún inconveniente en que tengamos nuestro propio calendario de conmemoración de esas personas, que pueden ser figuras públicas famosas o, simplemente, gente a la que nosotros conocemos. Y he pensado a veces que sería una buena idea para las parroquias tener ese tipo de conmemoración de personas que han abierto realmente las puertas a la comunidad local. Imaginemos la hoja informativa de la parroquia: «Esta semana: 4 de octubre, san Francisco de Asís; 5 de octubre, Thelma Russell y Pete Corcoran...». Lo cual también nos recuerda el hecho esencial de que la santidad no suele ser cuestión de gran reconocimiento público y popularidad. En la santidad hay mucho de oculto; lo que cabe esperar es que la mayoría de los santos no sean conocidos como tales más que por un número de personas relativamente escaso. Si se prefiere expresarlo en 67

términos más dramáticos, puede decirse que es una de las estrategias de más éxito que tiene Dios contra los poderes del mal: la obra de Dios pasa desapercibida. En la novela de C.S.Lewis That Hideous Strength, los diabólicos malvados son en muchos aspectos diabólicamente listos, en especial para explotar las debilidades de la gente. Lo que no consiguen en absoluto detectar es de dónde vendrá la verdadera oposición a sus planes. Los santos de este libro son esas personas en las que los malvados no reparan, o bien piensan que son demasiado insignificantes para preocuparse por ellas. Hay un pasaje sumamente irónico en el que los personajes malos tratan de identificar a quienes van a causarles problemas, y se inclinan por un hombre muy destacado en la política eclesial y que hace gran ostentación de su religión. Pero este hombre no desempeña, de hecho, ningún papel en el libro; ni siquiera tropezamos con él. El verdadero trabajo lo hacen otros. Un aleluya por los santos equivale a un aleluya por las personas que hacen verdaderamente el trabajo; el trabajo de permitir que Dios se haga patente. Un himno popular a propósito de los santos dice: «Nosotros luchamos débilmente; ellos resplandecen de gloria», lo que significa que los santos ya han llegado, y que nosotros estamos aún en camino. Pero a mí me gusta pensar que tiene también otro significado. A los ojos de Dios, las personas que resplandecen de gloria no son en absoluto las que parecen hacer más ruido trabajando, luchando y batallando. Aquellos de nosotros atrapados en este tipo de acción o de activismo debemos recordar que el verdadero trabajo probablemente lo hace alguien a quien nunca conoceremos y de quien no tendremos noticia; alguien cuya vida común y corriente refleja de tal modo a Dios ante quienes le rodean que hace posible cosas nuevas que no podemos ni soñar. Por supuesto que nosotros tenemos que seguir haciendo todo lo posible, y no podemos utilizar este convencimiento respecto del trabajo realizado al margen de nosotros como una excusa para quedarnos de brazos caídos. Pero esto nos da un sentido de la proporción y paciencia; hace que nuestros errores sean un poco más soportables; nos ayuda a ver que el modo de hacer lo que hacemos puede marcar la diferencia. En lo que respecta a la santidad, no hay una línea recta entre la causa y el efecto, sino que consiste más bien en que Dios emplea cualquier espacio que hagamos para cualquier cosa que Él tenga en mente en cualquier lugar en que pueda ser posible. Lo único que cuenta es que algunas personas sienten hasta tal punto el impacto de Dios que hacen espacio para que la vida divina se haga patente, y ellos permanecen allí donde Dios los ha encontrado, con la acción y la vida de Dios derramándose en su corazón, su mente y su cuerpo - profundamente humanos y confusos-, permitiendo que se renueve la faz de la tierra.

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ESTOY muy orgulloso de saber con precisión dónde vivió mi familia materna desde el siglo XVIII. Sigue siendo posible identificar los dos campos que poseyeron en Llanddeusant (Carmarthenshire) y la pequeña granja al otro lado de la montaña, en el valle de Swansea, donde pasaron la mayor parte del siglo XIX. De mi familia paterna conservamos la inmensa Biblia familiar en galés, con las páginas iniciales destinadas a anotar nacimientos, matrimonios y fallecimientos. Esto me dice dónde estaba mi familia en el siglo XIX y me recuerda algunas duras verdades históricas a propósito de las familias mineras de la época, pues se recogen las muertes prematuras de dos de sus ocho hermanos y la de su madre cuando mi padre tenía tan solo siete años. Y no es razonable que esté tan orgulloso, porque, en cierto sentido, conocer la historia familiar no parece obviamente útil ni significativo. Sin embargo, la gente sigue sintiéndose fascinada y hasta obsesionada por conocerla, tanto más cuanto que los modos habituales de recoger datos han caído en desuso (ya no se ven muchas Biblias familiares). Al parecer, necesitamos poder situar nuestra vida en un contexto mayor, dentro de una historia más larga, reconociendo que no podemos contar verdaderamente nuestra propia historia sin insertarla en esa perspectiva más amplia, y que hay cosas de mí mismo que no comprenderé a no ser que miré más lejos. Esto no tiene por qué ser una búsqueda de corrientes o compulsiones psicológicas profundas, ni de maldiciones ni talentos singulares familiares, sino que se resume simplemente en saber por qué mis padres fueron lo que fueron, qué cosas alentaban sus esperanzas o sus temores, qué veían por sus ventanas (literal y metafóricamente)..., a fin de poder yo ver mejor lo que me han transmitido antes de ser yo mismo consciente de ello. Algunas veces, tanto en la vida individual como en la vida de las sociedades, este proceso de repaso de la historia es una forma de autojustificación o autodefensa, un modo de justificar de una vez por todas por qué estamos donde estamos y somos quienes somos. Aquí - decimos- hay una historia de éxito, o de valor contra viento y marea, o de persecución e injusticia; tenemos que aferrarnos a lo que se consiguió con tantas dificultades, o tenemos que mantener los principios de nuestro noble linaje, o tenemos que buscar reparación por las heridas que hemos recibido... Nosotros hacemos esto, nosotros somos así, nosotros tenemos estas reivindicaciones..., debido a todo lo que ha ocurrido antes. No cabe esperar que cambiemos. Este es el modo en que las cosas han ocurrido, y no hay más que hablar. Sin embargo, desde un cierto punto de vista, por supuesto, es un enfoque bastante extraño del asunto. Cuando contamos una historia, no podemos evitar indicar los diferentes modos en que las cosas podrían haber sucedido: debemos terminar nuestro relato sor prendidos por el grado de incertidumbre de lo ocurrido, conscientes de que no tenía por qué haber sido de ese modo. Una buena historia no es el desarrollo de las pautas previstas necesariamente, sino la exposición de todos los factores diversos e inesperados que han hecho que las cosas hayan salido de 72

ese modo; y esta es la razón por la que resulta tan divertido el juego de «lo que podría haber sucedido» (¿qué habría pasado si tal o cual batalla hubiera tenido otro desenlace?; ¿qué habría ocurrido si tal o cual persona no se hubiera caído accidentalmente del caballo justo en ese momento?...); lo mismo que ocurre en nuestra vida individual (¿qué habría pasado si yo no hubiera asistido a la fiesta en que te conocí?). Necesitamos saber de dónde procedemos; y necesitamos ser conscientes de que se trata de una historia que nos mostrará en cada oportunidad que algunas cosas podrían haber sido distintas. También por esta razón, la historia puede ser un buen modo de hacernos saber cuánto depende de la oportunidad y de la elección que hagamos, lo que puede ayudarnos a tomar conciencia de manera realista de cómo las decisiones son importantes de un modo que no podemos controlar o percibir. Lo que nos dice que somos libres para incidir en el mundo de manera que marque la diferencia, pero también que no sabemos cuál será exactamente esa diferencia. Por lo tanto, es natural que la historia judía y cristiana comience firmemente en el principio. «Génesis» es una palabra griega que significa «llegar a ser», y se trata del libro que trata acerca de cómo llegamos a ser como somos. Puede decirse que la Biblia misma comienza como una Biblia familiar. Pero una de las cosas más sorprendentes del libro del Génesis es que no se trata de una historia de triunfos ancestrales, que no es un registro elaborado para justificar adónde han llegado sus autores, sino que indica que nuestra historia, como raza humana y como comunidad de amigos de Dios, es una historia de malas interpretaciones de nosotros mismos y de nuestras necesidades y deseos. En lugar de apuntar hacia una edad dorada del pasado en el hogar ancestral, la historia recoge repetidamente cómo se parte del hogar. En cuanto hay seres conscientes en el mundo, dejan su casa o, mejor, son expulsados de ella por haber tratado de conseguir algo que los seres humanos no pueden lograr: conocimiento instantáneo y una vida invulnerable. En su exilio siguen fracasando tan dramáticamente que la tierra entera es arrasada por el diluvio, y la raza humana debe empezar de nuevo. Abraham, el ancestro del pueblo de Dios, es arrancado de su hogar y enviado a realizar un largo y tortuoso viaje. Se le pide que sacrifique a su hijo, como si su familia, después de todo, no fuera a heredar lo que le había sido dado, como si todo su viaje y toda su búsqueda no hubieran sido más que un sinsentido. Y cuando sus descendientes parecen casi asentados en una tierra que pueden llamar propia, hay una imprevista emigración en masa a Egipto. Es una manera muy extraña de escribir un libro sobre comienzos o devenires, porque indica claramente que la vida del ser humano, incluso del ser humano amigo de Dios, es una vida en la que el crecimiento supone siempre ir un paso más allá de lo familiar, un paso fuera del hogar, y que el «exilio» es para nosotros un estado. Cuanto más nos retrotraemos en nuestra historia, tanto más claro resulta que, en cierto sentido, nunca estamos en nuestro hogar. O, mejor, que estar en el hogar no consis te en asentarnos en algún sitio, en un lugar más allá del cuestionamiento o el crecimiento, sino que tiene que ver con una confianza fundamental en el Dios que nos acompaña en nuestro viaje. 73

Porque el otro gran tema que recorre el Génesis es la «alianza», la promesa hecha repetidamente por Dios a Adán y Eva, Caín, Noé y Abraham y su familia: que, sucediera lo que sucediera, a pesar de haber ignorado a Dios o no haber hecho lo que Dios pedía de ellos, Él se comprometía a estar a su lado. El Génesis en su forma actual fue elaborado en un estadio de la historia de Israel en que la experiencia del exilio seguía estando viva. Una nueva generación de expertos en literatura y derecho elaboró un libro que expresaba lo que veían en el centro de la identidad del pueblo en relación con el Dios al que servían, el Dios que creían que los había llamado. Con la experiencia reciente de ruptura, ausencia y retorno aún fresca en su memoria, tenían un plan que realizar. Y de la masa de tradiciones que tenían frente a sí seleccionaron los elementos que más claramente se hacían eco de esos recuerdos recientes de vida en una cultura extraña y de las dificultades inesperadas para asentarse en un entorno que debería haber sido su «hogar» y que, sin embargo, percibían como profundamente extraño. En compañía de Dios, toda tierra supuestamente natal es extraña. Dios nunca puede ser contenido en un paisaje con el que sentirse familiarizado y cómodo, como la vista desde la ventana del dormitorio. Dios es una tierra natal cuando todo lo demás es extraño y hostil, como único factor de la situación que nunca se ve alterado por las circunstancias. Dios no tiene un antepasado ni un proceso de llegar a ser: lo único que sabemos de Dios es que ofrece ser conocido en la promesa hecha y que la libertad de Dios está siempre ahí, acompañando a quienes Él llama. Si Dios llama a Abraham de Mesopotamia (del mismo modo que llama al pueblo de Israel del exilio donde aquellos remotos ríos), Dios está también esperando en el nuevo paisaje de las nada familiares colinas de Palestina para encontrarse con Él allí. El hogar es la compañía de Dios: algo que sólo puede descubrirse a medida que se desarrolla la historia de la ruptura y el exilio. Es una perspectiva que arroja nueva luz sobre la idea de la «tierra prometida», tan significativa en el Génesis y el Éxodo. La estrecha franja de tierra que va del Golán al Neguev es el telón de fondo sobre el que se desarrollaba todo esto, un lugar al que los personajes de la historia regresan tras sus constantes vagabundeos y que es signo de la fidelidad de Dios: allí es donde siempre le encontrarán, porque ha dejado allí la huella de su «nombre», su presencia. Cuando se va desarrollando la teología de las Escrituras hebreas, la ciudad de Jerusalén y el templo se convierten en signo de la presencia y la implicación divina. Cuando el pueblo se reúna en la tierra y en el santuario, reconocerán al Dios que ha estado junto a ellos una vez más, el Dios de sus antepasados. Sin embargo, no hay una trama argumental simple que lleve al pueblo a la feliz posesión perpetua de este territorio; cuando se instalan y olvidan los requerimientos de Dios, se convierten en exiliados, espiritualmente hablando, de la compañía del Dios que ha tomado posesión de esa tierra. Tanto los cristianos como los judíos han mantenido a veces algunas creencias extrañas a 74

propósito de la tierra, como si fuera simplemente posesión de los favoritos de Dios. Pero en la Biblia la tierra es parte de una historia mayor que ella misma, una historia que advierte contra cualquier clase de triunfalismo vacío. Y nosotros ¿de dónde venimos? Según el Génesis, venimos de la decisión de un Dios que muestra una inacabable e incluso alarmante flexibilidad para permanecer cerca de nosotros, aun cuando nosotros demostramos ser incapaces de la más mínima estabilidad en el lugar que se nos ha dado para que lo ocupemos. Venimos del Jardín de Edén, la edad dorada más breve que se recuerda, donde, antes de que Adán y Eva hubieran intercambiado más de una frase, se ven atrapados en la fantasía, desgraciadamente muy fácil de reconocer, de madurar y aprender sabiduría mediante la magia, no mediante la experiencia. Venimos del arca de Noé, donde nos encontramos en un pequeño y atestado espacio en incómoda proximidad al resto de la creación y tuvimos que afrontar el hecho de ser tan vulnerables como cualquier otro habitante de este planeta. Venimos de Ur de los caldeos, un lugar bastante estable y seguro que no da cabida a la peligrosa presencia de un Dios libre, de manera que tenemos que desarraigarnos y encontrar un lugar donde podamos escuchar algo más que los tranquilizadores sonidos de una sociedad con la que estamos familiarizados. Aleluya por este extraño árbol genealógico. Nuestras tradiciones familiares, al parecer, son bastante inesperadas; son tradiciones de un modo de vida humano marcado por la búsqueda constante y los nuevos comienzos. Se trata de una tradición de confianza en el compañero invisible que hace fracasar repetidamente nuestros intentos de domesticarlo y hacer desaparecer los problemas del crecimiento como personas o como comunidades. El Gé nesis es la historia de cómo se revelan y desarrollan los propósitos de Dios, pero proporciona escaso consuelo a quien piensa que el acceso humano a esos propósitos es sencillo o incluso (la mayor parte de las veces) remotamente preciso en lo que respecta a los métodos y los tiempos de Dios. De manera que un aleluya por el Génesis es una acción de gracias por lo que hace que la Biblia sea (a pesar de tanta tergiversación por parte de creyentes y no creyentes) un enemigo tan poderoso del modo en que la gente habla acerca del destino manifiesto y de las misiones históricas aprobadas por Dios. La primera misión real de la que nos habla la Biblia es la de Abraham. Y es llamado a dos cosas: tiene que ser el antepasado del pueblo de Dios y es llamado a partir de lo que considera su hogar. Tiene que vivir de un futuro que no puede ver, lo cual es muy distinto de vivir un guion claro y realizable. La historia bíblica revela al Dios que, como dijo el filósofo, «escribe derecho con renglones torcidos». El Génesis finaliza con el pueblo elegido abandonando alegremente la Tierra Prometida; sin embargo, nosotros, en retrospectiva, sabemos que esto de alguna manera se integrará en una historia. Más tarde, el pueblo pide un rey, contra el deseo explícito de Dios; sin embargo, la realeza se convertirá en un signo más de la promesa de Dios. El rey David es elegido por Dios; pero su carrera, objeto de la saga personal más 75

larga de toda la Biblia, es como una montaña rusa de fracaso, huida, traición, peligro, recuperación precaria y frustración trágica; una historia en la que la intervención sobrenatural apenas aparece. En medio de las complejas emociones e incertidumbres humanas de este drama, es la acción de Dios la que sigue ade lante, y es la compañía de Dios la que constituye una constante segura. Nos encanta la idea de destino. Como individuos y como naciones, caminamos decididamente desempeñando el papel de agentes elegidos por Dios. Sin embargo, cuando Dios nos relata la vida de sus agentes elegidos en la Biblia, parece algo muy distinto, mucho más peligroso, o simplemente tiene mucho más el aspecto de duro trabajo ordinario humano. Porque con mucha frecuencia la Biblia se niega a secundar nuestras fantasías de éxito garantizado. Y en una época en la que la retórica religiosa desde diversas instancias - acerca de la misión de realizar el propósito de Dios en la historia es una de las cosas que más amenazan la paz y la cordura del mundo, para los judíos y para los cristianos debería ser prioritario dar testimonio del firme compromiso de la Biblia con la gran perspectiva de Dios. «¿Qué haría Dios sin mí/nosotros?» es una pregunta que siempre está al acecho detrás de nuestro entusiasmo por emprender cruzadas de diversos tipos. Y es la pregunta menos bíblica imaginable. La humanidad es «génesis», devenir; y la historia de nuestro crecimiento religioso consiste en ir convirtiéndonos en la compañía constante de un Dios que está más allá de toda «génesis», más allá de los procesos de lucha y autodefinición. De hecho, los primeros cristianos definían a Dios como «aquel que no deviene» (y se metieron en un buen lío intelectual). No complicaban su pensamiento acerca de Dios mezclándolo con la filosofía griega, sino que trataban de ser claros acerca de por qué Dios estaba siempre disponible para su pueblo en la historia bíblica; pues porque Dios estaba siempre libre, nunca estaba atrapado en las circunstancias del «devenir» de su pueblo. Nosotros podemos crecer y cambiar tan radicalmente solo porque Dios no pertenece a nuestro mundo de cambio. Nuestra relación con Dios es lo que proporciona el trasfondo sobre el que el cambio puede seguir sumándose a una historia singular. Para los amigos de Dios y para el pueblo de Dios, la unidad de nuestra vida no procede de vivir un gran guión dramático, sino de la invisible y fiel presencia de Dios junto a nosotros en toda nuestra evolución. El Génesis marca el tono de toda la Biblia, y no hacemos justicia en absoluto a nuestras Escrituras judías y cristianas si tratamos de reducirlas a historias de discernimiento infalible por parte de unos héroes irreprochables. Lo que leemos en ellas es cómo Dios, habiéndonos llamado y mostrado qué clase de Dios es aquel con el que tenemos relación, se adapta después a nuestras equivocaciones y nuestra terquedad, negándose constantemente a dejar que quedemos atrapados para siempre en las fantasías y las cárceles que nosotros mismos inventamos. En un sentido muy importante, todo el Génesis y todo el resto de la Biblia constituyen realmente una larga nota explicativa de la afirmación inicial: que el Dios de esta historia es aquel cuya decisión absolutamente libre 76

subyace al origen de todo. El inicio de todas nuestras historias (y de la historia de los planetas y de los protozoos y de los dinosaurios) es la generosidad. Nada de esto era necesario; Dios lo quiso así por un impulso amoroso. Dios quiso que la vida divina fuera compartida y tuviera su eco en el mundo. Dios quiso engendrar en el tiempo y el cambio su propia forma de vida, capaz de amor y libertad y relación. Lo que Él es lo repite en los procesos de devenir. Y por esta razón, cuando Dios se involucra en la historia de los seres humanos, hemos de saber que lo que encontramos es generosidad y fidelidad. Por lo tanto, cuando referimos la historia de nuestros orígenes, no podemos utilizarla para incrementar nuestro orgullo o nuestra satisfacción personal, ni podemos emplearla para santificar un estado de cosas pasajero. Todo nuestro valor y toda nuestra solidez provienen del deleite de Dios en todo cuanto ha hecho. El valor de cualquier cosa o persona consiste, simplemente, en que al existir manifiesta el gozo de Dios. Y sabemos que tal o cual estado de cosas pasajero tiene valor en la medida en que nos estimula en nuestro camino hacia esa vida que Dios pretende, en la que compartiremos plenamente el gozo y la libertad divinos, que son el objetivo de la creación misma. Lo que somos de manera más fundamental y auténtica es lo que nuestra relación con Dios hace de nosotros. Cuando exploramos nuestro pasado, cuando sacamos a la luz nuestros recuerdos, no debemos hacerlo para buscar alguna verdad primitiva acerca de nuestro yo aislado que revele nuestro «auténtico» yo como individuos o como sociedades, sino para enriquecer nuestro reconocimiento asombrado de un amor activo que estaba ahí antes de que ni siquiera existiéramos, antes del primer versículo de nuestra particular historia de «génesis». Nuestro aleluya por el Génesis es verdaderamente un aleluya por el silencio que precede al Génesis, el grávido y sobrecogedor silencio de la plenitud divina preparándose para crear su propio eco en la abundancia de un cambiante mundo creado.

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AFUERA, hay pequeños barcos pesqueros rodeando la isla del extremo de la bahía. En la montaña que hay sobre el mar, unos perros pastores ladran azuzando a las ovejas. Los paseantes recorren el Kerry Way charlando, haciendo pausas cada uno o dos pasos para contemplar los capullos de las primeras flores. Y dentro, en la televisión, Irlanda está a punto de comenzar la temporada de rugby jugando el Torneo de las Seis Naciones contra el equipo italiano en Roma. Casi se puede sentir el estremecimiento de emoción de la isla por todo ello. Yo no estoy pescando, no sé nada de ovejas, no puedo caminar largas distancias y no puede interesarme menos la temporada de rugby, pero también estoy estremecida de emoción. Estoy viva en medio de todo ello, que tiene una carga eléctrica tan vieja como yo y tan nueva como cada amanecer. Pero la vida es más que una égloga bucólica, aunque pueda parecer lo contrario en un momento dado. Definir la vida únicamente en función de sus momentos bucólicos - objetivo de una sociedad que solo pretende su bienestar - equivale a entender muy poco de la vida. La vida exige un material más fuerte. La vida es canto fúnebre y sinfonía, lamento e himno. La noción misma de «vida» es poco clara en nuestro tiempo, porque no es una sola cosa para nadie, ni rico ni pobre, sino cosas muy distintas para las distintas personas e incluso para la misma persona en distintos momentos. Las preguntas que la vida suscita claman pidiendo respuesta, y lleva toda una vida responderlas. ¿Es la vida buena por esencia o difícil por definición?; ¿hemos de soportarla o podemos, cuando nos vemos agobiados por la tensión que provoca, abandonarla a voluntad?; ¿debemos apurarla hasta el fondo o nos está permitido rendirnos porque no podemos con ella? El hecho es que, por más bucólico que sea el aquí y ahora, no siempre será así. Las tempestades harán zozobrar los barcos. Las ovejas de todo el mundo enfermarán, los rebaños morirán, y la gente fallecerá también de hambre. Los paseantes se cansarán. El mejor de los equipos perderá. La fragilidad de la vida se dará a conocer una y otra vez. En el momento menos oportuno, en el lugar menos oportuno, para la gente menos oportuna. Mientras en Irlanda los barcos navegan sin rumbo bajo el sol, por ejemplo, en mi ciudad natal, al otro lado del mar, una anciana de ochenta y cinco años acaba de ser atropellada por un anciano de ochenta y cuatro. Ninguno de los dos vio al otro. ¿Había concluido su vida en cualquier caso?; ¿importa menos su muerte por el hecho de que 79

hayan vivido tantos años?; ¿es la edad una barrera para la vida?; ¿nos deja la vida día a día, o es solo el tiempo lo que se va, no la vida?... Nos debatimos sin cesar con las preguntas de la vida. Nos preguntamos si existe realmente tal cosa. Y después decidimos que debe de existir. Sin duda, todo cuanto vemos a nuestro alrededor - toda esta energía, todo este bien, todo este gozo... - no está ahí por nada. Y tampoco hay duda de que nuestra vida tiene una especie de sentido eterno. De lo contrario, ¿por qué la conciencia, por qué el dolor? Siempre hay otro modo de ver la vida. En todas las cosas hay siempre otro aspecto. En todo el mundo, personas que no tienen nada que ver con el comienzo de una guerra mueren en ella. Pueblos enteros están infra-alimentados, sobrecargados de trabajo, infra-asalariados y condenados a soportar unas condiciones que no pueden cambiar. ¿Dónde está la vida ahí?; ¿qué aspecto de la vida es ese?; ¿y qué hay ahí para estar agradecido cuando todas las dimensiones de la vida son tan frágiles, tan fugaces? Si el amor es temporal y no tan duradero como esperamos, ¿es absurdo amar? Si el crecimiento y los logros no son sino estadios naturales de cualquier vida, ¿por qué trabajar tan duramente para alcanzarlos? Si la vida no es sino trabajo penoso, ¿por qué molestarnos? La verdad es que todos esos elementos - buenos y malos, dolorosos y placenteros son los aspectos de aleluya de la vida. Una vez que llega el amor, el aleluya se convierte en la melodía de cada día. Una vez que logramos conocer nuestras habilidades, podemos dar las gracias tanto por los dones ajenos como por los propios. Cuando logramos reconocer que incluso el trabajo duro puede ser gozoso, satisfactorio, no hay nada que pueda exigírsenos que sea demasiado, si es que queremos hacerlo. Todas estas cosas no son más que una parte del proceso de vivir una vida de aleluya. Y todo ese vivir es lo que nos hace quienes somos y lo que somos. Es más, el carácter impredecible de la vida nos concede una y otra vez la oportunidad de hacer hoy lo que no hicimos el pasado año, o en otro lugar, o ayer... La vida, por más discontinua que sea, es un largo momento para llegar a ser lo mejor que podemos ser. Al final, llegamos a comprender que la vida no es más que el proceso de ir creciendo hacia Dios. Pero no se trata de un proceso lineal. En el mejor de los casos, está jalonado por parones y nuevos comienzos, por momentos aparentemente sin sentido y momentos que ponen a prueba la fortaleza anímica. Crecer hacia Dios no es, por tanto, el proceso de hacerse perfecto. La perfección es un ideal humano - un ideal un tanto arrogante, dicho sea de paso-, pero no es un estado humano. La perfección no nos corresponde a nosotros. 80

Por el contrario, aspirar a la perfección supone condenarnos a un fracaso que puede llevar a la depresión o a la desesperación, cosas que en ningún caso son sanas y, por otra parte, no sirven más que para distraernos del verdadero propósito de la vida. Pero la conciencia es otra cosa completamente distinta. La conciencia hace gloriosos los elementos más corrientes de la vida. La conciencia nos dice que en la vida no hay nada que carezca de sentido, que todo cuanto hacemos nos acerca cada vez más al fin de nuestro camino, sepamos o no dónde se encuentra. Entonces renunciamos a nuestras ideas de grandeza o perfección y vemos que, simplemente, el proceso de irnos haciendo plenamente humanos es más que suficiente para hacer que la vida merezca la pena. Puede que seamos hormigas en una roca en el espacio, en lugar de gigantes a horcajadas sobre los continentes, sí; pero comprendemos que somos en verdad hormigas bendecidas. Solo cuando reconocemos nuestra pequeñez podemos comenzar a confiar en la grandeza de Dios. A menudo es en los momentos más bajos de la vida - cuando el alcohol arruina nuestra existencia, o nos quedamos sin dinero, u otra persona consigue el ascenso... - cuando sentimos la Presencia y escuchamos la Voz interior diciéndonos que en nosotros hay algo más que todo eso; que tenemos lo suficiente para ser felices sin necesidad de malgastar nuestra vida aspirando a cosas vacías. Entonces, afirmándonos en lo que somos, y no en lo que tenemos, de pronto comprendemos que no hay nada que temer, porque, sencillamente, no hay nada fuera de nosotros que pueda destruir nuestra seguridad interior. El problema consiste, simplemente, en que se necesitan años para comprenderlo. Todos y cada uno de los anuncios están diseñados para decirnos lo contrario. Tardamos años en aprender a acertar en la vida, como si fuésemos cazadores al acecho. En los buenos tiempos pensamos que la vida es un signo de que hemos sido bendecidos. Estamos convencidos de que la vida es lo que logramos: todos nuestros títulos, nuestros bienes, los diplomas de nuestros hijos... La vida es una forma de lista pública de artículos - un buen trabajo, un apartamento en la playa, coches lujosos, invitaciones oficiales... que garantiza a los demás que somos quienes nosotros queremos que ellos piensen que somos. Todas esas cosas son signos en el cascarón del yo que indican mérito, competencia y valía personal; al menos así lo pensamos o, mejor, lo esperamos. Pero en lo más profundo de nuestro interior lo ponemos en duda. Si no es así, ¿por qué tenemos tanto miedo a perderlos? Sin el coche de lujo, ¿quién soy yo? Sin el magnífico despacho, ¿qué he conseguido? Sin mi gran casa y mi carretera privada, ¿qué he hecho yo en la vida? El problema es que en la vida no es fácil acertar. Pasamos por ella con la gente apropiada y, no obstante, nos sentimos vacíos. Trabajamos duro toda nuestra vida y, aunque de vez en cuando tenemos pequeñas rachas de bonanza, la fortuna nunca permanece, la bendición nunca es segura. Observamos todas las normas sociales, pero la 81

paz interior nos elude, y los logros que obtenemos son siempre más rutinarios que satisfactorios. Entonces llega el cataclismo, el momento nunca querido, nunca esperado, que nunca pensábamos que llegaría. Entonces, en medio de la situación menos querida o más temida, descubrimos que la vida es brutal e implacable, errática y descontrolada. Entonces la vida se convierte en pérdida, y tenemos que empezar de nuevo. La vida llega en forma de sorpresas y exige de nosotros que nos adaptemos y maduremos. La vida llega en el amor de aquel que nunca nos dispusimos a encontrar. La vida llega en el preciso momento en que esperamos menos, pero vivimos a tope. La vida se encuentra en los sorprendentes nichos y grietas de la vida, donde nos encontramos cara a cara con el poder del universo y la resistencia de nuestro espíritu a tratar con él. Entonces la vida se hace posibilidad creativa, no logro. Nos indica que nos renovemos de nuevo. Abre nuevas puertas y nos lleva por extraños senderos a lugares cuyo camino no conocemos, pero adonde no podemos dejar de ir. La muerte de nuestros seres queridos, la pérdida de aquello que queremos, la sorprendente aparición de un gozo que no sabíamos que podía existir para nosotros, nos muestran súbitamente la cara oculta, el otro lado, el aspecto emocionante de nuestra persona. Y maduramos de nuevos y apasionantes modos. Entonces comenzamos a hacer distinciones. La vida no es una sola cosa; es al menos tres. La vida es existencia física, con todas las limitaciones y los quehaceres que implica. La vida es desarrollo emocional, con el éxtasis y la angustia que exige. La vida es el lento y constante ciclo del crecimiento espiritual, con todas las desviaciones en que nos metemos para evitar la realidad del mismo. La vida no es un aleluya por satisfacer los criterios de un anuncio de cosmética, de un magnate financiero o de un experto sociólogo. La vida es el proceso de alcanzar la compleción emocional, psicológica y espiritualmente, es decir, la madurez, el equilibrio y la conciencia de que todas estas cosas se las debo al Dios que me acompaña todos los días en que deambulo erráticamente hasta lograr llegar al centro de ella. El rey David tuvo que perderlo todo antes de poder comprender lo que la vida esperaba de él. La reina Esther, cuando finalmente ascendió al status deseado, tuvo que renunciar a todo para ser lo que estaba destinada a ser en el mundo. Ellos y miles de personas como ellos, cuya vida cambia de rumbo radicalmente a lo largo del camino, nos muestran que el aleluya por la vida no es una apología de lo bucólico, sino la experiencia de tener que abordar las sorpresas de la vida, abrir nuestro espíritu a cosas que nunca 82

creíamos desear, y descubrir que la esencia de la vida no coincide con ninguna definición de lo que es la perfección. La vida se encuentra únicamente en la búsqueda de la misma, en la aceptación de la misma en todas sus dimensiones, en todos sus niveles. La vida reside en la conciencia de que es para siempre y de que es siempre una tarea progresiva. Todos los días. Año tras año. Entonces sabremos que la vida reside únicamente en la integridad de la misma.

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EN 1939, la nación alemana, al grito unánime de «Heil Hitler», siguió a Adolf Hitler por toda Europa, arrebatando a algunos países su independencia, asolando pueblos y ciudades, suprimiendo gobiernos, en un intento de crear una super-raza y establecer un gobierno teutónico en toda Europa. Alemania era un país unido en busca de poder, fuera cual fuese la excusa ideada posteriormente para excusarlo. En 1960, John F.Kennedy fue inducido a invadir Cuba por un equipo de asesores opuesto al gobierno de Castro, el único gobierno manifiestamente comunista en el corazón de América. Cuba es un pequeño país isleño en medio del Caribe, pobre, subdesarrollado y débil militarmente. Todos los asesores, teorizando en un despacho de Washington, estaban convencidos de que los Estados Unidos tendrían éxito. La unidad para ellos era un patriotismo agresivo incuestionable. Pero la invasión fracasó, los Estados Unidos fueron humillados, y el ataque a Bahía de Cochinos, destinado a derrocar a Fidel Castro, no sirvió más que para reafirmar el dominio de este sobre el país. En el siglo XVI, cuando Martín Lutero puso en entredicho las prácticas de la Iglesia católica en lo referente a la venta de indulgencias, el ordenamiento jerárquico de la vida espiritual y la supresión del laicado, la Iglesia cerró filas en el concilio de Trento contra los reformadores. En consecuencia, durante más de cuatrocientos años la Iglesia castigó a los reformadores, se resistió a ver sus propios errores y se negó a arrepentirse de sus propias herejías y de su arrogante forma de engañar a los ignorantes. La Iglesia se convirtió en el equivalente eclesiástico del poder político puro y duro. Y esto fue posible porque las personas se negaron a ser autocríticas, porque vendieron su alma y cedieron su fe a los poderes de su tiempo. La unidad, al parecer, puede ser algo muy peligroso. Por otro lado, en el Concilio Vaticano lI la Iglesia se unió para cuestionarse a sí misma. En lugar de dar por hecho que sus pronunciamientos, muy condicionados por los tiempos, eran eternamente verdaderos, redefinió su misión de un modo significativo para la época moderna y, al hacerlo, reformó la teología errónea respecto de la cual Martín Lutero había tratado de advertirle cuatrocientos años antes. Los gobiernos de Europa se unieron para reconstruir Alemania después de la II Guerra Mundial y devolver a esa gran nación el orgullo y la productividad, más decididos que nunca a crear una sociedad democrática en la que las personas pudieran pensar de manera distinta y, al mismo tiempo, permanecer unidas. Y también los Estados Unidos pusieron en peligro posteriormente esa forma de 85

unidad que procede de la hegemonía de los poderosos para integrar a sus comuni dades negra y blanca en lo que había sido una silenciosa, pero claramente dividida, Norteamérica. La unidad, al parecer, es más que solidaridad y más que uniformidad. La unidad, paradójicamente, es el compromiso de convertirse en un pueblo que habla con miles de voces. En lugar de un mensaje repetido por miles de voces, la unidad es un mensaje conformado por miles de mentes. La falsa unidad, incluso en la actualidad, no es un elemento infrecuente. Las figuras de autoridad fuertes tienen dos opciones: a) pueden optar por dirigir sin aceptar sugerencias, tolerar discusiones ni pedir el parecer de la población; este tipo de figuras de autoridad es el que controla al grupo con respuestas. Y b) pueden confiar totalmente en la sabiduría del grupo para reproducir lo que ya ha sido decidido. Pero si permiten las preguntas, se encuentran en otro terreno: cuestionan a otros grupos, pero no al suyo; cuestionan las nuevas preguntas, pero no las viejas respuestas. Su vida se edifica en torno a las respuestas que aglutinan al grupo alrededor de un interés común, de una sola óptica. Y ahí radica la diferencia entre unidad y uniformidad. La unidad no es control exterior; es compromiso interior obtenido de las personas una a una, hasta que lo que escuchan juntas las unas de las otras toca el corazón e impulsa el espíritu de todas ellas. La unidad no puede imponerse; eso es algo que solo se logra con la uniformidad. Pero las ideas que se imponen no duran mucho; resisten únicamente mientras cuentan con suficiente fuerza para exigirlas. Cuando se pierde el poder para imponer una norma, el grupo comienza a dividirse, a fragmentarse, a perder su energía. Entonces los miembros, o bien abandonan el grupo, o bien permanecen en él por otras razones: por tradición, por las ventajas sociales o por mera costumbre. En tiempos de gran cambio social como los actuales; en tiempos en que los fundamentos mismos de la vida se ven amenazados de colapso, como sucede hoy; en tiempos en que la naturaleza misma de la vida y la muerte, del espíritu y la materia, de la mente y el cuerpo, de la tecnología y las personas, está en cuestión, la tentación es evitar las ambigüedades del futuro exigiendo la institucionalización del pasado. Entonces las iglesias dicen a la gente lo que puede pensar, los gobiernos le dicen lo que no puede hacer, los tribunales aplican la ley, y los militares tienen el uso de las armas. Entonces se hace todo para parecer unidos de nuevo, pero nada lo está realmente. Entonces intuimos en qué consiste la verdadera unidad y cómo reconocerla, para que cuando llegue el momento de su resurrección podamos todos cantar un vigoroso aleluya en la cima de la montaña de nuestro espíritu.

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Esa forma de unidad que nace de las diferencias y que se convierte en el elemento que da cohesión al grupo posee cuatro características: libera, capacita, respalda y escucha. Un grupo verdaderamente unificado es un grupo que ha liberado a cada miembro para que sea él mismo. De hecho, el grupo verdaderamente unido sabe que toda idea, toda voz, cuenta en el proceso de formación de la idea. Sin esa colección de ideas no es posible el consenso, y el grupo se ve reducido a esa forma de conformidad que se marchita bajo el sol del mediodía. Entonces empezamos a escuchar: «Bueno, yo nunca pensé que fuera una buena idea...». Entonces sabemos que, incluso en el apogeo de su poder, por debajo de todo ello el grupo adolece de falta de corazón. Por la libertad de hacer preguntas sin represalias por parte de quienes piensan de modo contrario, entonemos un aleluya. Buscar la unidad supone que la capacitación de las personas para hablar sin miedo y sin vacilación debe ser la piedra angular del debate. Antes de que sea posible la unidad en la diversidad, deben buscarse ideas, suscitarse respuestas, definirse las dudas y respetarse las precauciones. Pero cuando esta unidad llega, entonemos un aleluya, porque entonces todos los talentos de la población se ven implicados incondicionalmente en la empresa. Para que un pueblo conozca la unidad, debe conocer también el respaldo que se siente cuando las personas que expresan una verdad distinta son respetadas por esa percepción como lo habrían sido si se hubieran mostrado de acuerdo con la mayoría. Yo solo puedo entregarme a un grupo que no solo tolera mis diferencias, sino que las busca. De ese modo, cuando finalmente se forja una decisión en el fuego de las diferencias, no cabe duda de que en tal decisión se encierra toda la pasión que el grupo es capaz de sentir. Finalmente, la unidad depende de la escucha, y no solo de comenzarla, sino también de mantenerla. No hay decisión que pueda tomarse de una vez por todas. No hay unidad que pueda ser perpetua si gira en tono a un centro en cambio. No hay nada bueno cuya permanencia como tal pueda garantizarse a lo largo del tiempo. Es muy fácil hacer un ídolo de un tiempo, un lugar, una decisión, un grupo que en el pasado estuvo unido, pero que ahora, a la luz de un día nuevo y distinto, no lo está. Entonces el tiempo comienza de nuevo. Entonces la unidad debe ser puesta a prueba y reconfigurada. La búsqueda de la unidad es un proceso sagrado. Es un momento de aleluya hecho para la eternidad, pero solidificado y vuelto a solidificar por el tiempo. La unidad de la Iglesia, que nosotros vemos con tanta nostalgia, nunca estuvo cimentada en el tiempo como a nosotros nos gusta imaginar. La unidad del Estado nunca fue más clara que cuanto sus fundadores elaboraron trabajosamente unos ideales que se 87

oponían a todos los supuestos ya conocidos y respetaban la existencia de todos los seres humanos. Había unidad cuando Pablo se enfrentó a Pedro, y este reconoció la verdad de la unidad exigida en la comunidad judeo-gentil. La unidad fue el rasgo distintivo del primer Concilio de Jerusalén y de la primera Convención Constitucional, donde ningún programa fue proclamado fuera de los límites ni ninguna preocupación fue silenciada. De la tensión de los opuestos vino una unidad que forjó una Iglesia y una nación y les dio la necesaria flexibilidad para perdurar a lo largo del tiempo. Por ello entono un aleluya.

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EL alud de propaganda política que tuvimos que soportar antes de partir para Rusia cargó el viaje de una especie de electricidad incontrolada. Rusia - todavía «la Unión Soviética», como se daba a entender de manera implícita pero muy clara - era un lugar temido y temible. Más aún, cualquier interpretación benigna de esa preocupación supondría un peligro para nosotros, según nos advertían todos. Porque todos trataban de salvarnos; todos trataban de prepararnos para lo peor. La problema radicaba en si seríamos lo bastante inteligentes como para escuchar. El mensaje del miedo provenía de todas partes. En primer lugar, llevábamos años rezando - después de cada misa, de hecho - por la «conversión de Rusia». La esencia del mensaje eclesial era lo suficientemente clara: se trataba de un país que pretendía devorarnos a todos y hacernos ateos. En segundo lugar, por si los mensajes subliminales de la Iglesia no fueran lo bastante malos, los mensajes del Estado eran incluso peores. Yo había hecho otros viajes, pero ninguno como aquel. Para incrementar nuestra precaución, casi todas las semanas recibíamos boletines del Departamento de Estado, advertencias en relación con el viaje por parte de la embajada en todos los envíos de material preparatorio y montones de anécdotas personales de portavoces gubernamentales en el sentido de que podrían ponernos micrófonos y que podríamos ser vigilados en secreto y detenidos bajo acusaciones falsas. En ningún caso debíamos separarnos del grupo. En ningún caso debíamos reunirnos con grupos privados. En ningún caso debíamos cambiar dinero a través de los cambistas clandestinos que operaban a la vista de todo el mundo en las principales calles de Moscú. Y si teníamos algún problema, del tipo que fuera, no podrían hacer nada por nosotros. El mensaje implícito era que no se trataba de una excursión turística, sino que aquello era la Realidad, el Gran Momento, el juego de Capa y Espada a gran escala. Y nosotros estábamos metidos en él, y ellos, los rusos, estaban a nuestro alrededor. El KGB. Unas gentes extrañas, severas y repugnantes para quienes la vida no significaba nada, y la nuestra menos aún. Y todo sin razón alguna. Olvidémonos de la bomba atómica. Olvidémonos del hecho de que Rusia había sido invadida nueve veces a lo largo de su historia, todas ellas después de haber firmado tratados de paz con potencias occidentales. Olvidémonos de todo, excepto de que eran unas gentes malvadas, ateas y similares a los osos, que nos comerían vivos si pudieran. Fui a Rusia con un corazón abierto, pero mirando de reojo en cada esquina. Esperaba que nada ni nadie me hiciera caer en las garras del ogro. Nuestros anfitriones rusos me ofrecieron como regalo personal unas piezas de cobre 90

hechas a mano que col gaban en la pared de su salón, porque en el transcurso de mi conversación había dicho simplemente, como muestra de cortesía, que me gustaban. En una estación de metro, un hombre, que comprendió que necesitábamos ayuda pero que no hablaba el suficiente inglés para prestárnosla claramente, cruzó Moscú en el metro con nosotros y, después de habernos dejado en la estación que buscábamos, tomó otro tren para regresar adonde nos habíamos encontrado. Un grupo de trabajadoras de una planta de tractores, vestidas con un mono de algodón y con un pañuelo en la cabeza, me rodearon. «Paz, por favor; paz, por favor decían con lágrimas en los ojos-. Dígaselo al pueblo americano, "paz, por favor"». Los fieles de una iglesia ortodoxa se agolpaban a nuestro alrededor para escuchar cómo el sacerdote nos presentaba como pacifistas de los Estados Unidos, y después me alzaron por los codos sobre la multitud, que aplaudía feliz al final de mis sencillos comentarios acerca de ellos, de nosotros y de la paz entre nuestros pueblos. Los campesinos pusieron grandes mesas toscamente fabricadas y repletas de comida, mientras los músicos tocaban y bailaban a nuestro alrededor. Todos los días, en todos los sitios que visitamos, la gente soviética normal y corriente contradecía la imagen de seres humanos feroces, impíos e incontrolables a los que debíamos temer. Aquellos eran los rusos. Aquellos eran los «otros». Pero eran, simplemente, personas. Como nosotros. Por primera vez en mi vida, empecé a entender el concepto filosófico de «alteridad», la herejía que dice que nosotros somos únicos en el mundo: los únicos bue nos, los únicos justos, los únicos generosos, los únicos amables, los únicos humanos... Pero la reducción que supone el concepto del otro como alguien malicioso, inferior e irracional conlleva la justificación de la guerra, la legitimación del prejuicio, la autorización del estereotipo y el mandato de quemar al otro desconocido en la hoguera. «¿A quién no amaríamos - decía Mary Lou Kownacki - solo con que conociéramos su historia?». Ahora hemos decidido que Rusia ya no es nuestro enemigo. Hemos desarmado nuestros misiles, hemos desactivado nuestra propaganda y hemos orientado el punto de mira hacia otros «otros», que ahora son unos blancos más probables, enemigos más soportables, adversarios políticamente más beneficiosos. Ahora vemos a los «otros» en los hombres, o en las mujeres, o en los homosexuales, o en los árabes, o en los liberales, o en los conservadores... 91

Buscamos diferencias y les llamamos «malos», en lugar de simplemente «diferentes». Pero la «alteridad» es un gran don digno de un aleluya que nos saque de nosotros mismos, llevándonos, más allá de nosotros, a lo mejor de nosotros mismos. Estar abierto al «otro» ensancha nuestra visión del mundo. El mundo no somos simplemente nosotros, sino una profusión de diferencias en concierto. Nosotros no cantamos todas las partes ni somos las estrellas del espectáculo, sino que simplemente formamos parte del elenco de extras llamado «humanidad». Cuando nos abrimos a la «alteridad», nos abrimos a aprender. Logramos saber que hay otros modos de abordar las cosas, del mismo modo que hay otras personas distintas de nosotros. Descubrimos que no hay un solo modo de hacer nada. No hay un modo perfectamente adecuado y unos cuantos modos absolutamente equivocados. Solo hay «otros» modos. Igual de efectivos, igual de inteligentes, igual de buenos. Simplemente, otros. Sumergirse en la «alteridad» puede ser, en último término, el único modo de llegar realmente a comprender lo que es verdaderamente la humanidad. Es negra y amarilla, roja y morena. E, incidentalmente, es un poco blanca, pero lo blanco está empezando a mezclarse en todas partes para ser algo distinto. La «alteridad» es lo que nos llama a ser más que nuestro yo-gueto, y eso es motivo para un aleluya como ningún otro. Cuando Jeremías tuvo la visión de la presencia de Dios suspendida sobre Babilonia, no solo sobre Jerusalén, comprendió que tenía que renunciar a lo que había pensado acerca de Israel, acerca de Dios, acerca del mundo. Hasta entonces, como buen jerosolimitano, había estado convencido de que YHWH brillaba solo sobre Jerusalén y únicamente para los judíos. Pero ahora, viendo la presencia de Dios suspendida protectoramente sobre Babilonia - el actual Irak-, comprendió que lo que tenía era un Dios más grande, un pueblo mayor y un mundo más santo de lo que él nunca había imaginado. Es al Dios de los «otros» al que rara vez llegamos a conocer, de manera que seguimos siendo huérfanos espirituales, cuyo Dios, muy a menudo, únicamente somos nosotros hablando a todo volumen. ¿Quién es el «otro»? El «otro» es cualquiera que no esté hecho a nuestra imagen y semejanza. Es cualquiera que no sea nosotros. Es aquel que no es de nuestra raza, nuestra tradición de fe, nuestra ciudadanía o nuestro idioma. Es aquel que nos muestra a nosotros ante nosotros mismos. 92

El «otro» es aquel que nos enseña que no somos el mundo entero, sino un simple fragmento del mismo en espera del «Otro», para que haga de nosotros más de lo que éramos al empezar. Aleluya.

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TRAVrs es un muchacho alto y muy bien parecido que proviene de una familia de cinco hermanos, hijos de tres padres distintos y de una sola madre, la cual mantuvo relaciones además con un par de novios. La madre trabajó duramente por sacar a todos adelante funcionando - medio despierta, medio dormida - a base de litio. La hermana se casó joven y abandonó la ciudad; los otros chicos anduvieron siempre a la deriva. Travis estuvo realizando todo tipo de trabajos ocasionales desde los ocho años, ahorrando dinero y comprándose la ropa que nadie más podía proporcionarle. Cuando era pequeño, le gustaba dibujar casas y hablaba de ser arquitecto. Al final, acabó alistándose en los marines para conseguir una formación que, de otro modo, no habría podido permitirse. Jamás volvió a pisar por su barrio. Travis es el típico producto de un barrio construido sobre sueños. La parte de la ciudad en la que yo vivo no es... bueno, digamos simplemente que no es de lujo. Es sencilla y antigua y está bastante bien conservada, dadas las circunstancias. Pero está pasada de moda, lo cual significa que nadie a quien yo conozca desea vivir en ella. No es simplemente que el barrio no tenga estilo. No, es mucho peor que eso. Mi barrio no tiene clase. La gente no es precisamente refinada, delicada ni sofisticada. Donde yo vivo, la gente lleva una existencia sumamente precaria. O tienen dos trabajos o no trabajan en absoluto. Se las arreglan para que su vida no se desintegre, pero apenas lo consiguen, y siempre a con un gran coste personal. Su dinero no produce dinero mientras duermen, porque no tienen ningún dinero extra al que sacar algún rendimiento. todo el dinero que tienen lo gastan cada día en comer, en pagar un alquiler y en comprar pañales. De hecho, siempre ha sido así. Todos los grupos que han venido a vivir alguna vez a esta parte de la ciudad se han quedado únicamente hasta que han podido trasladarse a otro lugar. Primero llegaron los alemanes y se marcharon; después, los polacos; luego, los negros; más tarde, los hispanos; finalmente, los rusos. Ahora son asiáticos los que viven aquí esperando poder marcharse. Esta gente no vino en el Mayflower. No son propensos a magnificar sus orígenes; más aún, de hecho, se pasan la vida tratando de sobrevivir a ellos. En este barrio, quienes desean una educación se las arreglan para ir saliendo de la zona bloque a bloque. Y aquellos para quienes la educación nunca ha tenido interés alguno, simplemente se hunden hasta el fondo y producen otra generación de niños con la esperanza de que la vida para ellos sea algo mejor. Mi barrio es uno de esos lugares que la gente recuerda cuando habla de su «pasado». Pero la mayoría de ellos no lo hacen. Al contrario: hacen lo imposible por trasladarse a 95

zonas residenciales de la periferia y pasar el resto de su vida tratando de olvidar de dónde proceden. Eso es lo extraño del pasado. Y eso es también lo interesante. El hecho es que el pasado nunca es realmente pasado, sino que vivimos con él cada minuto de cada día de nuestra vida. Como decía el filósofo Henri Bergson: «El presente no contiene nada más que el pasado, y lo que se encuentra en el efecto estaba ya en la causa». Vivimos nuestro pasado cada día de nuestra vida. Allí donde estemos, somos producto de nuestro origen. Pasamos el tiempo tratando de deshacer y rehacer y hacer de nuevo lo que, en el fondo, sabemos que somos realmente. El pasado nunca nos deja verdaderamente a ninguno de nosotros. Todos procedemos de algo: un hogar alcohólico, un incesto, una pobreza vergonzosa quizá... Por eso es tan importante, tanto para nuestra vida espiritual como para nuestro bienestar psicológico, que lleguemos a ser capaces de entonar un aleluya por ello. Lo cierto es que, aunque podemos cambiar de lugar de residencia, no podemos cambiar la manera en que fuimos formados. Por más difícil e incluso «antinatural» que pueda parecer a algunos la formación de Travis, a él le ha venido bien. Quienes no valoran debidamente un matrimonio y una vida familiar que proporcionan una especie de nido en el que todos los miembros del grupo son alimentados y protegidos en el hogar, puede que se estremezcan ante el pensamiento de unos niños pequeños abandonados a su suerte; pero es cierto que el pasado de Travis ha propiciado unas notables cualidades en él. Fue formado para ocuparse de sí mismo, y lo hace. Tiene una fuerza interior y una confianza en sí mismo inusuales a su edad. Ha sobrevivido estando solo y, por lo tanto, sabe que la soledad nunca le destruirá. En lo más profundo de nosotros hay un Travis que ha aprendido algo del pasado que todavía hoy sigue marcándolo. Sea cual fuere lo que aprendiéramos en el pasado, nos hace fuertes en el presente y capaces de afrontar un futuro desconocido. Sea cual sea lo que soportáramos, nos ha hecho tener aguante. Sea cual sea lo que quisiéramos, nos ha enseñado a perseguir un objetivo. Sea cual sea aquello de lo que aprendimos a prescindir, nos ha enseñado que siempre seremos capaces de privarnos de lo que sea, importante cualidad en los malos tiempos. El pasado almacena en nuestro interior una verdadera colección de modelos de los que aún seguimos extrayendo normas de vida. De mi propio pasado recuerdo a una vecina mía diabética que yacía en la cama día tras día, con las piernas perdidas hacía mucho, pero que no dejaba de sonreír mientras hacía cobertores de ganchillo para el resto de la familia. Ella permanece en mi corazón para recordarme que es posible padecer un gran sufrimiento y no dejarse amargarse por ello. 96

Recuerdo al joven sordo que vivía en mi misma calle y que me enseñó el lenguaje de los signos, porque no tenía a nadie con quien hablar; aún conservo en mi Biblia aquel alfabeto de signos, que me recuerda que nadie entra en tu vida si tú no le tiendes la mano. Recuerdo también al anciano gruñón que se sentaba en un taburete en el callejón y que increpaba a los niños que pasaban por allí, los cuales daban un amplio rodeo para evitarle, y de quien todos ellos aprendían a devolver los insultos. Todos esos fantasmas del pasado caminan conmigo, sonriéndome, haciéndome señas, advirtiéndome que es posible que me aísle en un mundo pequeño y mezquino y que lleve a otros conmigo a él si lo que quiero es vivir en un mundo reducido exclusivamente a mí misma. La verdad es que el pasado es un almacén de los recuerdos que nos han formado, moldeado y preparado para habitar unos mundos que no tienen mucho que ver con el mundo en el que crecimos. Pero el pasado es más aún que el tesoro de los ayeres que nos han marcado con su tristeza y sus privaciones, sus luchas y sus persistentes destellos de los primeros significados del amor. El pasado es todo cuanto sabemos de las posibilidades que cada cual alberga dentro de sí. El pasado deja grabada a fuego en nuestra carne la conciencia de que aquello a lo que hemos sobrevivido, hemos superado y hemos hecho anteriormente, podemos repetirlo de nuevo. La mejor prueba que tenemos contra la destrucción y la desesperación la constituyen nuestros recuerdos de haber luchado con la vida antes... y haber vencido. Esto es lo que sostiene a la joven, víctima en el pasado de un incesto, que comienza a reconocer como parte de su curación que, sea cual sea el trauma por el que ha pasado, es una superviviente. Esto es lo que acompaña al hombre que tuvo que soportar las burlas de los demás niños de la escuela por los gruesos cristales de sus gafas, para convertirse años después en el estudiante más destacado de su promoción universitaria, que sabe que ha sido liberado del control emocional de los demás. Este es el fundamento de la joven viuda que fue criada por su madre, igualmente viuda, y sabe que ella también puede hacerlo y que sus hijos no se desarrollarán peor por culpa del espectro de la desintegración familiar, porque tampoco ella lo hizo. ¿Por qué molestarse en recordar el pasado? Porque el pasado es la prueba que tenemos de que el presente es posible. «Muchos están ensalzando constantemente los tiempos pasados - decía Caleb Bingham-, porque es natural que el anciano idealice los días de su juventud; el débil, los tiempos en que era fuerte; el enfermo, los años en que gozaba de salud; y el decepcionado, las mareas vivas de sus esperanzas».

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En definitiva, pues, el pasado es un aleluya por gracias entonces ignoradas y ahora llenas de sentido. «Aunque vosotros pensasteis hacerme daño - dice José a sus hermanos, que, por rivalizar con él por el amor de su padre, lo vendieron para que fuera esclavo en Egipto-, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso. Así que no temáis; yo os mantendré a vosotros y a vuestros hijos». Cada momento de la vida es un momento de aleluya por el pasado. Y una de las mayores gracias en la vida es ser consciente de ello.

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AúN puedo verlos a todos como si fuera ayer. Tres antiguas imágenes se agolpan en mi mente, confunden mis pensamientos y conmocionan mi espíritu cuando trato de explicar lo que significa hablar de la paz, estar agradecido por la paz, ser pacífico. La primera es la de unos soldados norteamericanos avanzando por el campus de la State University de Kent disparando con armas automáticas a la multitud de estudiantes que estaban protestando pacíficamente contra el reclutamiento forzoso durante la guerra de Vietnam. La segunda es la de otro grupo de estudiantes sentados muy juntos para darse fuerzas mutuamente en la plaza de Tiananmen, en el centro de Pekín. Cantando, entonando eslóganes, negándose a moverse, eran implacables en su petición de cambio social y económico. Día tras día, miles de ellos se sentaban allí, en la sede del gobierno, desafiando a este a que se atreviera, en aras del «mantenimiento del orden», a masacrar a una multitud tan enorme de jóvenes y líderes intelectuales desarmados. La tercera imagen es la de un solo joven chino que, alzándose en medio de los manifestantes de la plaza de Tiananmen, se puso frente a un tanque en movimiento y cuyas órdenes consistían en dejar la plaza limpia de cualesquiera individuos que se atrevieran a permanecer en ella una vez que se les había ordenado despejarla. El joven se mantuvo en pie, con la cabeza inclinada, los hombros rectos y los pies firmemente plantados en el pavimento. Era un chico desarmado contra un tanque chino. De repente, el tanque dejó de moverse. Las imágenes eran pasmosas y se difundieron por todos los países del mundo, cada uno de los cuales padecía sus propias opresiones internas y tenía sus propias mayorías impotentes con las que lidiar. Las escenas, pese a ser diferentes en cuanto a culturas y contextos, suscitaban millones de cuestiones, pero a todas ellas, en último término, subyacía un único tema: ¿Cuál era la fuerza del poder frente a la resistencia pacífica? En los Estados Unidos, la escena de los disparos en la universidad de Kent sobrecogió a la nación. Casi de inmediato, el talante del país comenzó a cambiar. Su apoyo a la guerra empezó a erosionarse. Su aceptación de la entrega de sus hijos a las fauces de la maquinaria de guerra llegó a su fin. En China, una nación comenzó a atisbar su invencible capacidad de enfrentarse al poder con poder, si quería llegar alguna vez a clarificar las posturas. Después de todo, entrar sin armas en un conflicto puede implicar una muerte cierta. Pero, por otro lado, no 100

hay armamento que garantice la supervivencia cuando todos estamos usándolo. Nunca había sido más claro el poder del espíritu que en la confrontación entre el tanque y el joven. Todo el poder del mundo no habría podido hacer moverse al joven, ni destruir su fortaleza de espíritu, ni quebrar su resolución. Tampoco habría podido hacer que el conductor del tanque cometiera un acto de barbarie pública en nombre del orden público. «La paz tiene sus victorias - decía Milton-, no menos renombradas que las de la guerra». En otras palabras, todas las armas del mundo no sirven, en último término, para nada. Tan poderosa es la presencia de la paz. Los ancianos cuentan la historia de un jefe guerrero cuya crueldad le precedía de pueblo en pueblo. La gente estaba aterrorizada por sus torturas y su alegría asesina. Allá donde iba, se encontraba con que los pueblos habían quedado vacíos mucho antes de su entrada triunfal. En el último pueblo en el que entró, los pucheros aún humeaban, las brasas todavía estaban calientes, y acababan de ponerse las mesas cuando se produjo su llegada. «Ya veo - dijo burlón el jefe guerrero a su ayudante - que todo el mundo se ha ido». Su ayudante hizo un momento de pausa. «Bueno, en realidad no todo el mundo. Un anciano monje se niega a irse». El jefe rugió encolerizado: «¡Que lo traigan a mi presencia inmediatamente!». Cuando pusieron al anciano monje ante el comandante, este bramó para que todos lo oyeran: «¿Sabes quien soy yo? Yo soy quien puede atravesarte con una espada sin parpadear». El anciano monje miró tranquilamente al comandante y respondió: «¿Y tú sabes quién soy yo? Yo soy quien puede dejar que me atravieses con una espada sin parpadear». El compromiso con la paz, el ser pacífico, el pacifismo, brota de un pozo muy profundo, que es una fuen te más allá de las corrupciones de la ambición o el orgullo y que trasciende la adicción al poder o el culto a la personalidad. La ambición se desvanece ante el pacifismo. La persona pacífica conoce la gracia de contentarse con ser quien es. Ni títulos ni cargos son necesarios para asegurarle su valía; por tanto, nadie ni nada puede amenazarla. La serenidad y la satisfacción que sentimos en nuestro interior no pueden ser e modo alguno vencidas por nada exterior a nosotros. Por consiguiente, no hay razón para aferrarse a ellas. 101

También el orgullo, la necesidad de desplazar a otras personas, de atraer más atención, de consumir más luz de la habitación que los otros, de recordar al mundo constantemente nuestra superioridad... se desvanece ante el pacifismo. El único espacio que busco es el espacio para ser yo mismo y sentirme así cómodo con la vida. Una vez que la paz llega a una persona, la necesidad de poder desaparece, simplemente, y queda reducida a polvo en nuestro interior. Somos suficiente para nosotros. No hay razón para eliminar al otro, no hay necesidad de asegurarse de que no hay ninguna cabeza más alta que la nuestra. Toda la necesidad de guerras, ya sean públicas o personales, se evapora. No hay nada lo bastante valioso para arriesgar la pérdida de la paz o la muerte del otro. Entonemos, pues, un aleluya por la llegada de la paz, por la muerte de la ambición, por la desaparición del orgullo, porque todo ello nos capacita para ser felices siendo quienes somos y teniendo lo que tenemos. ¿Y cómo llega la paz? Es sencillo. Aceptando como suficiente quiénes somos y qué es lo que tenemos. Reco nociendo y respetando quién es el otro y qué es lo que tiene como suyo. Encontrando dentro de nosotros «la perla de gran valor», la cosa más valiosa que hay en la vida, la sensación de la presencia de Dios, que nos ama y nos acompaña por más que nos apremie la vida. «En la moderación, no en la satisfacción de los deseos - decía Reginald Heber - radica la paz». Entonces descubrimos que hemos cambiado. Nos hemos hecho pacíficos. Hemos logrado comprender al fin lo que todos necesitamos. Comenzamos a ver que nuestro papel en la vida consiste únicamente en difundir la paz que poseemos. Entonces empezamos a practicar el nivel más elevado de humanidad, que no se limita a hacer el bien, sino que, sobre todo, no hace daño. Comprendemos que el mero hacer el bien puede ser una táctica política. Los periodos electorales abundan en promesas de hacer el bien que no son más que una especie de soborno social. No hacer daño, sin embargo, requiere verdadero interés, genuina compasión, auténtica comprensión de que el resplandor ajeno no disminuye el propio. Entonces mi vida empieza a brillar incluso más. Cuando Jacob puso toda su riqueza, toda su casa, todos sus rebaños y a sí mismo al servicio de su hermano Esaú, a quien había perjudicado, llegó la paz. Pero para entonces también Esaú había cambiado, había renunciado al orgullo y la ambición, la codicia y la necesidad de poder, y no tenía necesidad alguna de estas cosas. Aleluya.

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LA historia es encantadora, pero tiene también un cierto tono patético. Nos lleva a confrontar en nuestro interior dos distintos tipos de sufrimiento. El primero es producto de circunstancias que escapan a nuestro control. Nuestra casa se quema, por ejemplo. O nuestra empresa se traslada, y el trabajo que tanto nos satisfacía desaparece con ella. O los ahorros que pensábamos que siempre estarían ahí tenemos que gastarlos en médicos. Sea cual sea la naturaleza del trauma, nos encontramos en situaciones en las que no podemos hacer más que vivirlas, soportarlas, sobrevivir a ellas. Pero al menos no nos culpamos a nosotros mismos. En este tipo de sufrimiento se nos arrebata algo que ya sabíamos que podía desaparecer, pero que nunca pensamos realmente que acabaría desapareciendo. La casa ha pertenecido siempre a nuestra familia. La empresa llevaba aquí desde. Y no derrocho el dinero. Este tipo de sufrimiento puede que cambie nuestra vida, pero no nos come vivos desde nuestro interior, llenos de ira y de culpabilidad. El segundo tipo de sufrimiento, sin embargo, proviene de cosas que hacemos nosotros, cosas que son factura nuestra y que nos persiguen durante años. Estos son los sufrimientos que desgarran nuestro interior. La historia del sufrimiento es una mezcla de ambos tipos. Ishaq Levin y Zebulon Simentov, según informaron los periódicos, eran los dos últimos judíos de Afganistán. El informe decía que la comunidad judía de Afganistán había llegado a tener cuarenta mil miembros después de que «los judíos persas huyeran de la conversión forzosa en el vecino Irán». Pero la cifra fue descendiendo a lo largo de los años. Después de la creación del Estado de Israel en 1948, la mayoría de los judíos que aún permanecían en el país emigraron a Israel, y el resto lo hizo después de la invasión soviética de Afganistán en 1979. Finalmente, solo Ishaq y Zebulon siguieron viviendo bajo el represivo gobierno talibán, morando en extremos opuestos de la sinagoga, porque eran enemigos mortales que nunca se dirigían la palabra, sino que se culpaban mutuamente de todo: del modo en que los trataban los talibanes e incluso de la entrega de la última Torá al régimen. Fue un tiempo terrible. En lugar de vivir apoyándose mutuamente en un sistema tan opresivo, vivían desconfiando el uno del otro. Finalmente, unos meses antes de la invasión de Afganistán por los Estados Unidos, 104

Levin, preocupado por su muerte inminente, dijo que «rogaba a Simentov que no fuera su enemigo». Le preocupaba que, si la enemistad continuaba, no hubiera nadie que pudiera enterrarle según las tradiciones de su religión. Ishaq Levin murió en enero de 2005, a los ochenta años de edad. Simentov tenía cuarenta y cinco, y era en ese momento el único judío que quedaba en Afganistán. Sin nadie de quien aprender la tradición; sin nadie a quien transmitírsela. Al final, la familia Simentov en Israel transmitió la noticia de la muerte de Ishaq a la familia Levin en Israel y, como resultado, Levin tuvo un gran funeral de Estado en el Monte de los Olivos en Jerusalén. Patético, se considere como se considere. Una vida patética. Una manera de morir patética: anónima y sin que nadie le quisiera. No obstante, la historia es una llamada al resto de nosotros a hacer un alto y considerar cómo abordamos los sufrimientos que causamos y qué hay en ellos que exija de nosotros un aleluya por los tiempos difíciles. El sufrimiento nos llama claramente a la conversión, a ese cambio de actitud que ablanda nuestro corazón para el otro y abre nuestros brazos a la vida en todas sus formas. En los jardines de Derrynane House, en la península de Iveraigh en Irlanda, un gran y añoso árbol, en el pasado el más alto del bosque, yace en un claro, gris, con las raíces al aire y las ramas desnudas como varas. Pero lo extraño es que en la copa del viejo Goliat ha echado fuertes raíces un nuevo brote de musgo y ajuga. El árbol, a todos los efectos prácticos, vive de nuevo, pero de modo distinto. La conversión de una forma de árbol a otra es la imagen misma de lo que significa convertirse de corazón, ser distinto después de haber muerto a una cosa y haberse convertido en otra igual de fuerte y hermosa, pero diferente. Nos ponemos a hacernos nuevas preguntas acerca de la vida cuando abordamos el sufrimiento. Consideramos todo cuanto estamos haciendo y nos preguntamos: «¿Merece la pena?». ¿Merece esto mi tiempo en una vida que cada vez es más corta? ¿Merece mi energía, mi esfuerzo? ¿Merece lo que dejo de hacer mientras estoy haciendo esto?... La pregunta nos lleva a centrarnos en cosas más dignas que el status, la propiedad o los contactos sociales. Nos lleva a centrarnos en nuestro crecimiento constante y nuestra sabiduría. Como hemos aprendido de Ishaq Levin, el sufrimiento nos facilita el proceso de mirar la realidad en la debida perspectiva. Una cosa es vivir en Afganistán bajo los talibanes, y otra muy diferente es ser nosotros mismos los talibanes que nos oprimen. Los rencores que quitan el aire a nuestro espíritu, los resentimientos que alzan barreras, 105

la competencia mezquina, las heridas tan antiguas que no podemos recordar dónde o cuándo comenzaron...; todo ello resulta distinto cuando se está frente a la muerte. Entonces nos parece insignificante, vulgar, inútil... y nos avergüenza. ¿Realmente hemos gastado nuestra vida en cosas de este tipo...? Cuando hemos sufrido lo suficiente como para no preocuparnos de si las heridas de la vida se han curado, sino únicamente de que ya no nos condicionen, por fin hemos aprendido a vivir. ¿Qué puede ser más digno de un aleluya que esto? El capítulo 7 del Libro Segundo de los Reyes nos proporciona un sombrío modelo de la cárcel en que nuestros sufrimientos autocreados nos arroja. Cuatro leprosos se sientan a las puertas de la ciudad, víctimas del sitio ara meo de Samaría. Ha sido un tiempo sombrío y amargo. La ciudad se muere de hambre y está desmoralizada. Los nobles comen las cabezas de los asnos; los pobres se comen a sus propios hijos. La situación es espantosa, y los leprosos lo saben. «Si vamos al campamento enemigo y no nos aceptan - razonan-, puede que nos maten. Pero si nos quedamos aquí, moriremos sin lugar a dudas». De modo que dejan las puertas de la ciudad y se aventuran en la oscuridad; pasan las colinas para ir a un campamento y unas gentes - un lugar y una situación - que les son totalmente ajenos. Pero, según nos dice la Escritura, cuando llegaron, los arameos, pensando que estaban siendo perseguidos por una banda de mercenarios, habían partido del campamento, abandonando todos sus tesoros y dejando las mesas puestas. Liberados de repente del espectro de la muerte y saciados de sabrosa comida en un mundo muerto de hambre, los leprosos se ven libres y a punto de empezar una vida totalmente nueva. Aleluya por los sufrimientos que nos llevan más allá de nuestro pequeño yo infradesarrollado.

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EN Colorado, un joven escalador salió a hacer lo que mejor hacía y más le gustaba. De hecho, a pesar de su juventud, era un célebre deportista, un profesional de la supervivencia en la montaña. Pero aquel día, el joven, que nunca había afrontado nada catastrófico en su vida, que nunca había experimentado en la montaña nada que no pudiera resolver, se deslizó por el muro de roca que estaba escalando y se vio atrapado en un corrimiento de grandes rocas. Un brazo le quedó libre, pero el otro estaba atrapado entre masas de granito que pesaban toneladas. Tres días después, los equipos de rescate aún no lo habían encontrado. Ahora el tiempo se había convertido en un enemigo, en un peligro tan grande como el propio cañón rocoso. La desesperación se estaba apoderando de su mente. Si no podía hacer algo para liberarse y salir de aquel lugar, la sed y el hambre le asaltarían antes de que el grupo de rescate llegara a encontrarlo. Puede que no saliera nunca de aquella grieta en la que había caído. Era su última oportunidad, y lo sabía. Así que hizo lo único posible para cambiar su situación. Se rompió la muñeca con una piedra, se amputó con su cuchillo la mano atrapada y después, debilitado por el hambre y la pérdida de sangre, emprendió la salida del mismo cañón en el que había entrado días antes. Meses después, con una prótesis en la mano y un equipo de escalada especial, el joven regresó al cañón y escaló el mismo precipicio, esta vez con una sola mano. Puede que la parte más interesante de la historia sea que no regresó al mismo lugar, a la misma ascensión, al peligro, para hacer una demostración machista de su fuerza y su valor, sino que regresó adonde estuvo a punto de morir, para celebrar su agradecimiento por la vida. Yo vi el vídeo de su ascensión con esa forma de sobrecogimiento que se reserva para lo increíble. A primera vista, pensé, parece una historia inusual. Pero después comprendí lo erróneo que era en realidad ese análisis. La crisis no es inusual para ninguno de nosotros. Al contrario. Aunque esta situación es particularmente dramática, el hecho es que es mucho más normal de lo que probablemente pensamos. Todo el mundo cae en una grieta a lo largo del camino de la vida. Y, como el joven escalador luchando por su vida, todo el mundo tiene que amputarse algo para sobrevivir. En definitiva, lo importante no es la caída. Lo importante, y lo más difícil, es tener que renunciar a alguna parte del yo para sobrevivir a la caída. Pero la crisis siempre exige un precio; esa es su naturaleza. 108

La crisis tiene lugar cuando lo ordinario gira de pronto cambiando de dirección, desestabilizando lo que dábamos por hecho y separándonos de lo predecible, lo regular, lo esperado; de los aspectos comunes y corrientes de la vida. La crisis es lo que nos sorprende en el mediodía de nuestra vida y nos deja en una cegadora invisibilidad. Nadie sabe que estamos bamboleándonos en una grieta. Nadie acude en nuestra ayuda. Entre nosotros y el colapso no hay nada más que nuestra persona. A veces la crisis llega en forma de pérdida económica - inversiones que no han salido bien, facturas inesperadas - que cambia nuestro modo de vida o nuestra sensación de seguridad. A veces llega en términos de reputación pública - libertades que nos hemos tomado con los impuestos o la relación que nunca debimos mantener- que compromete el aspecto público de las cosas. A veces llega en forma de un divorcio o una pérdida de empleo que no vimos llegar, pero que nos deja sin un lugar al que considerar nuestro hogar, sin nadie a quien llamar «cariño mío», sin nada que pueda considerarse un éxito. Entonces nos encontramos en el desierto de la intransigencia, afrontando la muerte emocional y desesperados por encontrar una salida. Toda nuestra vida ha cambiado, dejándonos anhelantes. ¿Dónde está Dios entonces? ¿Dónde está Dios aquí? ¿Cómo puede alguien encontrar aquí algo por lo que entonar honradamente un aleluya? Pero, de hecho, hay grandes momentos de aleluya que celebrar en un tiempo de crisis, y son distintos de los aleluyas que descubrimos en tiempos de oscuridad o de sufrimiento. La oscuridad es un tiempo de confusión. Nos encontramos anhelantes de claridad, de dirección. El sufrimiento es un tiempo de resistencia. Pone a prueba nuestra capacidad de limitarnos a soportar lo que no es modificable. La crisis, sin embargo, marca los puntos de erupción en la vida. Es la confluencia de lo normal y el cataclismo, el lugar de la vida donde el cambio llega vengativo. La crisis, por tanto, es una prueba para las partes más profundas del yo. Mide lo que hay en nosotros que está verdaderamente lleno de vida. Descubre en nosotros la parte de nuestra persona que, por mucho que deseemos poder morir, simplemente se niega a hacerlo. Esta opción por la vida frente a la muerte es algo muy saludable. La crisis no tiene que ver con clarificar el momento o soportarlo; la crisis requiere solución. La crisis consiste en acción, en negociación de los puntos de inflexión del camino. 109

El momento del aleluya en la crisis llega cuando, finalmente, caemos en la cuenta de que la vida no consiste en una sola cosa, sino en muchas. Tiene que ver con aspectos de nosotros que aún no hemos reconocido, sí, pero también con aspectos del yo que se supone han de desaparecer si queremos vivir la vida de un modo que jamás habíamos creído posible. Como consecuencia de la crisis, comprendemos que, si queremos ser felices, no hay un solo modo de configurar la vida. De hecho, la felicidad llega cuando al fin estoy haciendo lo que desde un principio estaba destinado a hacer. A veces, solo cuando nos falta nuestra base de sustentación somos libres para cortar la relación, dejar el trabajo, renunciar al papel público y, simplemente, comenzar de nuevo. Pero de manera distinta. «Las crisis refinan la vida - dice Allan K.Chalmers-. En ellas descubres lo que eres». La crisis nos confronta con una reserva de nueva fuerza, con esos aspectos de nosotros que nunca antes habían sido sometidos a prueba, con la persona que no tiene que hacer lo predecible y lo que se espera de ella: casarse con la persona adecuada, trabajar en el banco de la familia, comprar un apartamento... Pero la crisis cambia también nuestra vida entera. Cosas que parecían una especie de segunda naturaleza nuestra tenemos ahora que apartarlas, amputarlas de nuestra psique, divorciarlas de nuestras expectativas. Es un momento de nueva vida. Claro está que hay quien se colapsa en tiempos de crisis. También hay quien, simplemente, parte en otra dirección con los mismos talentos y encuentra vida más allá de los límites de su yo previo, que es más yo que nunca. Hay quien se colapsa primero y encuentra después en sí mismo la voluntad de vivir de nuevo, aunque de manera más libre que antes de comenzar. El obispo Westcott decía: «Cuando nos despertamos o cuando nos dormimos, nos hacemos más fuertes o más débiles, y al final alguna crisis nos muestra en qué nos hemos convertido». David hace frente a Goliat y se convierte en el Goliat que hay dentro de él. Todos debemos entonar un aleluya por la oportunidad de hacer esto mismo.

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SI el Génesis nos muestra con qué clase de Dios tenemos que vérnoslas, el Éxodo lo aclara en un fragmento de historia muy concreto, la historia que hizo del pueblo de Dios no solo una unidad étnica, sino una comunidad que se distingue por el equilibrio y la equidad en sus relaciones. El Éxodo es una historia de esclavos liberados, pero es también, fundamentalmente, una historia acerca de lo que sucede cuando la gente trata de aprender a vivir con su libertad. Y una de las cosas que nos dice, como los comentaristas han observado desde muy pronto, es lo reticente que es el pueblo a aceptar la libertad cuando le es concedida. En la historia del Éxodo, Moisés tiene que luchar no sólo contra el faraón de Egipto, sino contra los propios israelitas, que sospechan de él cuando aparece y le echan la culpa del empeoramiento de sus condiciones por la reacción de un sistema vengativo ante la amenaza contra su seguridad. Y cuando ya han partido de Egipto, hay nostalgia por las comodidades perdidas. Los israelitas no quieren confiar en el inquietante Dios invisible que les ha sacado del modo de vida con el que estaban familiarizados y tratan de sustituirlo por un ídolo. Suele decirse que la mejor herramienta para el opresor es la mente del oprimido. Si puedes convencer a alguien de que su sometimiento no solo es normal, sino que coincide con el verdadero interés de todo el mundo, es probable que estés muy a salvo. A lo largo de la historia, tanto los esclavos como los amos han estado dispuestos a dar por sentado que la relación amo-esclavo es la situación «por defecto» de los seres humanos. Un grupo de personas asume con naturalidad y normalidad absoluta la responsabilidad de definir lo que otro grupo puede hacer, pensar y decir, incluso de sí mismo. Para acabar con ello se precisa una idea muy clara de que no hay ningún poder en la tierra que tenga derecho a definir lo que un grupo de seres humanos puede ser o pensar, porque - como vimos al reflexionar acerca del Génesis- esto únicamente puede hacerlo Dios. Pero, un momento: ¿no equivale esto a elevar el problema a un nivel superior? Si a los seres humanos no pueden decirles quiénes son otros seres humanos, ¿por qué exactamente es mejor que sea Dios quien te diga quién eres, en lugar de que te lo digan otras personas? ¿Qué hay de buena noticia en haber sido liberado de la esclavitud humana para caer en otro tipo de esclavitud? En líneas generales, este ha sido el modo en que la modernidad occidental ha leído la historia relatada por judíos y cristianos. La obediencia a Dios es otra forma de imposición. La verdadera liberación no llegará mientras Dios no haya sido también destronado. Esto tiene una cierta plausibilidad, pero solo si hemos olvidado qué clase de Dios exactamente era el que encontramos en el Génesis. Porque este Dios no es un individuo más tratando de hacer realidad sus planes, es decir, defendiendo sus intereses. Es la vida que lo anima todo. La verdadera historia del Éxodo comienza cuando Dios dice a Moisés 112

desde la zarza ardiente: «Yo soy el que soy». No necesita negociar, defender, discutir, controlar. De manera que, cuando decimos que solo en relación con Él somos nosotros mismos, no estamos adscribiendo a Dios las «libertades» de un tirano. Es más como decir: «Si quieres nadar, debes empezar por entender el mar». Este es el medio en que te mueves. La naturaleza del amor que nos hace y nos sustenta configura de manera natural nuestras posibilidades; si no seguimos el ritmo del océano divino, no aprenderemos a nadar; estaremos luchando contra la vida misma, contra las condiciones mismas que nos sostienen. El verdadero pecado es verdaderamente un duro trabajo que requiere una enorme capacidad de ir contra la propia naturaleza (es por esto por lo que dije anteriormente que Agustín tenía razón al decir que casi todo pecado conlleva una sensación de fracaso y frustración). La verdadera libertad es la libertad del nadador en el agua o del intérprete atrapado por la música; una libertad para encontrar fuerza y gozo al responder al ritmo de lo que hay allí realmente. Por eso, cuando Dios libera a su pueblo, no es para conducirlo a una especie de vago paraíso de consumo sin fin, sino para esa forma de respuesta a la realidad. La verdad nos hará libres, dice Jesús en el cuarto evangelio, porque seremos despojados de todas esas fantasías acerca de nosotros y del mundo que nos ciegan para percibir lo que podemos y lo que no podemos hacer (recuérdese lo que se dijo en un capítulo anterior acerca del pecado como mera falsa ilusión, como un obsesivo convencimiento de poder hacer que el mun do se rija por unas normas distintas). Y esto tiene sentido en cuanto al modo en que está estructurado el Éxodo. Al gran acontecimiento liberador le sigue un periodo duro y exigente en el que los esclavos liberados tienen que acostumbrarse a un nuevo clima y a un nuevo paisaje. Y mientras lo hacen, se ven confrontados con su responsabilidad: no solo pueden y deben responder acerca de quiénes son, sino que además tienen que responder los unos por los otros. Para eso se les da la ley. «La libertad significa responsabilidad»; cuando oímos esto, nos suena un tanto deprimente, como si la libertad se viera restringida en algún aspecto. Pero el otorgamiento de la ley en el Libro del Éxodo no es una medida de emergencia para impedir que los israelitas se vayan de las manos, sino que para eso es la libertad. Ahora pueden, por fin, ser aquello que Dios les ha destinado a ser; pueden ser creativos. Pueden crear juntos un modo de vivir; pueden configurar mutuamente su vida, no en función de las imposiciones de la esclavitud, sino creando las condiciones en las que otros pueden gozar de la misma libertad. El Éxodo recoge una extraordinaria historia de crecimiento en madurez. Al principio, los esclavos liberados son como niños exasperantes en el asiento trasero del coche: «¿Cuándo llegamos?». «¿No hay nada mejor que comer?». «¿Por qué no nos vamos a casa?»... Y Dios los trata como a seres capaces de convertirse en verdaderos adultos capaces de asumir su responsabilidad mutua. Les da la ley para que todos y cada uno de ellos puedan depender de los demás en cuanto a su seguridad y desarrollo, sin ansiedad ni temor. En la Escritura judía, la justicia es algo mucho más interesante que el significado que 113

solemos darle a la pa labra. Nosotros tendemos a reducirla a la posibilidad de que las personas obtengan lo que les es debido. Pero en el contexto bíblico se refiere a todo un clima de salud social, a una forma de vida conjunta que se basa en la confianza y la refuerza. «Hacer justicia», en el lenguaje de la Biblia, es algo más que reconocer a la gente sus derechos; es vivir y actuar de tal modo que se haga visible el apasionado interés de Dios por cada persona y la implicación en su bienestar. La ley es una especie de sacramento, un signo activo de quién y qué es Dios. Por eso en la Escritura judía, en especial en los Salmos, se nos exhorta a dar las gracias por la ley, no porque se nos hayan hecho horribles advertencias acerca de las consecuencias de obrar mal (aunque tampoco esto hay que ignorarlo), sino, mucho más, porque tenemos la oportunidad de vivir con el mayor sentido posible: nuestras decisiones, nuestras políticas y nuestras relaciones pueden hablar de Dios. El ser humano concebido por el Éxodo es una persona que ha comenzado a ver que el hecho de estar en compañía de Dios como una persona libre le otorga la capacidad de liberar a los demás para ese mismo servicio creativo. En lugar de vivir en una incómoda tregua entre intereses opuestos, esta persona sabe que lo más real y vivificante para todos nosotros es una vida en la que alimentemos mutuamente nuestro gozo y nuestra responsabilidad, nuestra capacidad de relacionarnos con Dios y entre nosotros sanamente. En este planteamiento, los Diez Mandamientos no son algo pensado a posteriori, sino una imagen integral de la libertad. Comprensiblemente, comienzan haciéndonos pensar en nuestra relación con Dios. No permitas que nada se interponga entre ti y el Dios vivo; no trates de sustituir al Dios vivo por obje tos e imágenes que creas poder manejar o controlar cómodamente; no trates de usar a Dios para tus propios propósitos, como si te hubiera dado unas palabras mágicas para manipular el mundo. Asegúrate de pasar cada semana con Dios un tiempo libre de las presiones de los negocios o los problemas. Y después se nos dice que nos orientemos hacia nuestros semejantes. ¿Qué se les debe a quienes nos han dado la vida? Sé agradecido y demuéstraselo. ¿Qué se les debe a quienes buscan la misma libertad que nosotros? No pienses nunca que las personas son prescindibles. Cumple las promesas que has hecho y respeta las promesas ajenas en el mundo de las relaciones humanas. Recuerda que la seguridad que buscas es lo que todos quieren, y no invadas el terreno ajeno. Di la verdad a propósito de ti mismo y de los demás. No pienses que lo que hace seguro y feliz a algún otro es justamente lo que tú necesitas para estar seguro y feliz simplemente con arrebatárselo. Una sociedad madura sería así, afirma el Éxodo. A esto equivale la responsabilidad. No perder de vista la radical alteridad de Dios es una profunda preocupación; y otra preocupación igualmente profunda es que deberíamos tanto reconocer lo que todo el mundo desea como ver la necesidad de respeto mutuo, que cada cual descubre de modo diverso. En cierto sentido, buscamos lo mismo. Pero lo que salva a esto de la ansiedad competitiva es el método constructivo, consistente en unas vidas que se entrelazan y en 114

la que nos servimos unos a otros. En los últimos doscientos años hemos hecho cosas muy extrañas con la noción de libertad. La hemos identificado con el derecho a acumular posesiones ilimitadas; con el derecho a un placer y una gratificación sin restric ciones; con el máximo nivel de decisión individual en todo, desde los automóviles, pasando por la atención sanitaria, hasta los compañeros sexuales. En semejante entorno cultural, la visión del Éxodo debe causarnos sobresalto, porque nos dice que, en lo que respecta a los seres humanos, hay cosas que no son negociables, simplemente porque dichos seres humanos están implicados en una conversación con Dios, con independencia de cualesquiera otras relaciones, y su vida (nadadores en el mar de nuevo) se halla sustentada por un elemento poderoso, sutil e inagotable que determina lo que pueden hacer y ser, no restrictivamente, pero sí pura y simplemente de hecho. Y cuando reconocemos que tal o cual estrategia simplemente no encaja con lo que es humano a ojos de Dios, no tratamos de limitar una libertad abstracta, sino tan solo de recordarnos a nosotros mismos que podemos ser únicamente lo que podemos ser. La libertad de abandonar a los hijos, de olvidar la fidelidad en las relaciones (desde el sexo hasta el cumplimiento de las promesas), de abusar del medio ambiente con impunidad, de esclavizar o torturar..., no puede conciliarse con la justicia en sentido bíblico, y por eso, desde la perspectiva del Éxodo, estas libertades no pueden ser libertades reales. Son parte de la esclavitud de la fantasía. Del mismo modo que en el caso del Génesis, la buena nueva es que, dado que Dios es inalterablemente como es, hay cosas de nuestro mundo y de nosotros mismos que ningún poder hostil u opresor podrá nunca destruir, por mucho que lo intente. La aparente inflexibilidad del Dios justo que otorga la ley es, de hecho, la garantía más profunda de una dignidad humana que es indestructible. Un aleluya por el Éxodo es una acción de gracias por es ta conexión entre la absoluta coherencia de Dios y el don que Dios nos hace de formar una sociedad que refleja en términos humanos algo de esa fiabilidad divina. Y si comenzamos preguntándonos por el grado de fiabilidad que demuestran nuestras sociedades actuales, podremos encontrarnos con algunas respuestas bastante sobrias. Las repetidas declaraciones de maximización de la libertad en diversos contextos han sido normalmente una excusa para alejarlas un poco más de un orden social digno de confianza. Cuando nos disponemos entusiásticamente a exportar nuestras libertades a otras sociedades, merece la pena que nos preguntemos al menos si hemos entendido la libertad bíblica y su compromiso sin concesiones con la vida, la seguridad y la creatividad del otro, el prójimo. Todo ello nos ayuda a ver por qué la oferta de libertad en términos del Éxodo no le llega invariablemente al esclavo como buena nueva, como tampoco al amo. Ser libre en esos términos es aceptar una tarea, no ser liberado de todo trabajo; es aceptar la obra de Dios, admitir nadar siguiendo sus corrientes. Como nos muestra el Génesis, el amor de Dios es infinitamente flexible y encuentra siempre caminos a través de los espinosos matorrales de nuestros fallos y nuestros giros erróneos. El Éxodo nos muestra el otro 115

aspecto: un amor inflexible en cuanto a que no puede ser o dar menos de lo que es, no puede, por tanto, contentarse con que nos sintamos cómodos aceptando nuestras definiciones de lo que nos hace felices o nos proporciona seguridad. Esto resulta duro en una cultura supuestamente relajada. Pero también arroja alguna luz sobre el aspecto más oscuro del relato del Éxodo. El Éxodo se celebra en la Pascua; y no podemos olvidar lo que significa «Pascua». Los israelitas se salvaron cuando el ángel de la muerte sacrificó a todos los primogénitos de Egipto, como preludio de la liberación de los esclavos. No podemos dejar el Éxodo sin dedicar algún pensamiento a esta estremecedora narración. ¿Es el Dios que hemos conocido en el Génesis, el Dios que dará la ley y la justicia en el Éxodo, un Dios que puede ser considerado responsable de la muerte de hombres, mujeres y niños inocentes debido a su raza, como el relato parece dar a entender? Nadie puede saber qué recuerdo o tradición subyace a esta historia, pero yo creo que nos equivocamos al suponer que revela la existencia en Dios de un elemento arbitrario y sanguinario. Los expertos han reconocido siempre el problema. Y en la medida en que hay una solución, está conectada con esa idea de la inflexibilidad divina, que no siempre resulta fácil ni es bienvenida. Hemos visto anteriormente cómo la llegada del amor sin reservas causa terror a algunos. Como Dios no puede ser menos de lo que Dios es, no hay manera de que Dios pueda hacer las cosas más fáciles ni para el esclavo ni para el amo. Y si tu vida y tu identidad están ligadas a la posesión de esclavos, ¿qué otra cosa, sino muerte, puede significar la llegada de un Dios liberador...? De manera oscura, el pasaje del ángel de la muerte nos hace saber que la liberación tiene un precio. En lo que respecta al amo, experimenta la pérdida de lo que posee como el peor ataque posible a su identidad. Pero lo importante es que la justicia de Dios también es para él. En la medida en que es amo de esclavos, no es libre. Una vez más, san Agustín capta el meollo de la cuestión: el espíritu del tirano - dice san Agustín - se ve destruido por su tiranía tanto como el cuerpo de aquellos a los que ti raniza. El tirano es liberado mediante cualquier cosa que le impida ser tirano. Esto retorcerá su mismo ser; pero la inflexibilidad de Dios no puede hacerlo más fácil. Y como el esclavo está frecuentemente aferrado a la seguridad de la esclavitud, también sentirá un retorcimiento de su espíritu, una especie de muerte. La oscuridad de la noche de la Pascua consiste en que tanto el opresor como el oprimido tienen que vivir lo que son en compañía del Dios liberador. Dios no puede ser menos de lo que es; y por eso en compañía suya hay ese momento de ruptura y terror y muerte para todo cuanto no puede vivir en proximidad a Dios, que es gran parte de lo que damos por sentado en nuestra vida. La nueva creación, a diferencia de la primera, no accede al ser sin esto. El Génesis se opone firmemente a todos los mitos de creación del mundo antiguo: un creador divino luchando contra el caos en una especie de drama cósmico. El drama está aquí, en el Éxodo; como la creación se ha perdido y alienado tan profundamente de sí misma, su 116

restauración llega con convulsiones y dolor. El acto mismo de creación no es una batalla mítica, ni siquiera un nacimiento mítico, sino que la liberación exige este tipo de lenguaje. Para cambiar, para situarnos en una nueva relación con Dios y con los demás, para que se implante la justicia, no es posible evitar pagar un precio. Puede que vacilemos antes de entonar un aleluya fácil en este punto. No podemos alabar a Dios por la muerte de inocentes. Hay un antiguo relato rabínico que habla de unos ángeles que muestran su regocijo ante Dios cuando los egipcios se ahogan en el Mar Rojo, y Dios los reprende: «Mis hijos egipcios yacen muertos, ¿y vosotros cantáis y bailáis?». ¿Podemos alabar a Dios por la muer te en nosotros mismos, por la muerte del espíritu de esclavitud, por la muerte tanto del esclavo como del amo en nuestro corazón? Deberíamos ser capaces de hacerlo. Pero el relato parece decir que no es nuestro sufrimiento valeroso el que triunfa. Y somos víctimas de toda clase de falsas ilusiones si nos permitimos alguna grandilocuencia al respecto. Tal vez sepamos que el espíritu de esclavitud es llevado a la muerte en nosotros, o quizá confiemos en que así sea; pero no ha sido nuestra iniciativa la que ha puesto esto en marcha. Nosotros no estamos equipados para soportar mucha realidad, como dice el poeta. Por lo tanto, cuando la libertad y la verdad vienen a este mundo, ¿por qué el contacto con ellas no destruye dicho mundo? Nadie puede ver a Dios y seguir viviendo, dice el Éxodo. Si el ángel de la presencia divina mata los objetos más queridos para el amo, ¿por qué no también a los esclavos, a los amigos así como a los enemigos, dado que Dios no puede ser menos que Dios? El Éxodo nos ha proporcionado base para entonar aleluyas a propósito de esta afirmación de la libertad de Dios cuando es compartida con nosotros. ¿Prepara también el terreno para otro aleluya más profundo y difícil a propósito de cómo se soporta, de hecho, el precio de la libertad...?

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UNA de las indudables ventajas del mundo de la tradición judeo-cristiana es el fin de semana. Muchas culturas han dividido el tiempo en porciones de siete días (modo muy conveniente de dividir el mes lunar), pero solo nuestra tradición ha establecido días de descanso de esta manera. Y gracias a las raíces duales de la civilización occidental, tanto el sábado como el domingo pueden contarse como días de descanso: el Sabbath judío y el día cristiano del Señor. No es de extrañar, pues, que el viernes suscite una sensación especial. Los profesores temen y anhelan la tarde del viernes; si son inteligentes y quieren evitar problemas, no organizan nada demasiado exigente para los niños. Las empresas declaran el viernes un día en el que se puede vestir de manera informal. La gente lleva camisetas con el mensaje «Gracias a Dios, es viernes» (o alguna otra versión más contundente de la misma idea). El viernes es el tiempo de ir desacelerando, de prepararse para relajarse; la semana se está acabando. Los cristianos pueden perfectamente tener sentimientos encontrados al respecto. El viernes conmemora la an gustia y la muerte de Cristo en la cruz; históricamente, es un día de ayuno - la disciplina tradicional que mucha gente (no solo los católicos) recuerda vagamente es que se supone que los viernes se come pescado-. Las normas semanales del culto litúrgico siempre proponen para el viernes un tema relacionado con la muerte de Cristo. No es precisamente un tema relajante sobre el que reflexionar, ni un día que haya que saludar con un suspiro de alivio. Pero hay algo en común entre el viernes de la cultura popular y todo cuanto rodea al Viernes Santo. Las personas que suelen asistir a los Oficios del Viernes Santo en la iglesia reconocerán el sentimiento que queda al final de la larga liturgia. Al igual que ocurre con el duelo humano normal, hay un punto de simple agotamiento. Se han derramado lágrimas, se han hecho llamadas, se han tomado las disposiciones debidas; ¿qué hacer ahora? No parece muy oportuno sentarse frente a la televisión, pero ¿qué otra cosa se puede hacer? El mundo está vacío y gris, nada parece merecer la pena, y yo no puedo encontrar energía para nada nuevo. Por eso, al final de los Oficios del Viernes Santo queda siempre un sentimiento mudo, que a veces se expresa en la forma de finalizar la liturgia; en los ritos católicos y anglicanos para ese día, se indica que se deje la ceremonia sin final: ni procesiones ni himno de conclusión. El templo está desprovisto de decoración, y uno sale de él en una especie de atmósfera «gris», cansado y un tanto insensibilizado. Hace años, un anciano sacerdote, hombre muy austero e inquietantemente perceptivo, me preguntó qué hacía yo cuando terminaba de predicar la «Devoción a las Tres Horas» (de la agonía de Jesús), uno de los ejercicios más agotadores que tiene que 121

realizar el clero. Yo carraspeé ligeramente, y él acudió en mi rescate diciéndome que lo que él solía hacer era ir al cine. Fue un alivio escuchar a alguien confesarlo; cuando ya se ha dicho cuanto había que decir en el Viernes Santo, cuando te has sentado y tratado de centrarte en la cruz durante largo tiempo, no tiene sentido pretender seguir siendo «religioso». Simplemente, hay que afrontar el cansancio y el vacío y relajarse. No se trata de la cómoda gratificación de los deseos del final de la semana laboral, sino del reconocimiento de que ha llegado el momento en que ya no puedes ni intentarlo, y únicamente tienes que dejarte llevar y dejar de luchar. No es que en Viernes Santo haya que hacer heroicos esfuerzos de piedad y sacrificio personal. Es, sencillamente, que la enorme magnitud de lo que ha sido realizado y recordado agota tus posibilidades de hablar y de sentir. Es, simplemente, algo demasiado grande. A veces los expertos en teología han comentado que las grandes Pasiones de Bach finalizan sin decir nada acerca de la esperanza de la Resurrección; sus coros finales tienen que ver con el descanso, el sueño y el crepúsculo. Pero los expertos en teología no siempre comprenden que no se puede apresurar la Resurrección. Tiene que haber ese tiempo muerto en el que la realidad de la pérdida, la seriedad de la historia que se ha estado reactualizando, pueda comprenderse plenamente. Yo estoy siempre agradecido por ese súbito desplome en Viernes Santo que me permite vivir un tiempo en un limbo emocional. La mayor lucha de la historia del mundo ha concluido, y lo único que puedo pensar o decir al respecto será inadecuado ante esa realidad. Está bien, dice Dios, yo no pido que expreses tus emociones a base de alaridos; siéntate tranquilo y respira profundamente durante un rato. Todo ha sido hecho; se han tomado las disposiciones debidas. A los cristianos nunca les ha resultado fácil encontrar las palabras debidas para el Viernes Santo. A veces han tratado de avivar las emociones de un modo irreal o manipulador. Y las teorías que hemos elaborado para ayudarnos a dar sentido al acontecimiento se han venido abajo normalmente, debido a su inútil complejidad. Lo único que necesitamos saber es que, como dice uno de los himnos más sencillos y preferidos para ese día, «fue por nosotros / por quienes fue clavado y sufrió», y que, en palabras de otro himno, «un amor tan asombroso, tan divino / pide mi alma, mi vida, toda mi persona». ¿Qué podemos decir? Este acontecimiento es para nosotros un don de tal magnitud e importancia que no hay nada comparable. Anteriormente reflexionábamos sobre cómo soporta la humanidad el precio de conocer a Dios; ¿cómo pueden los humanos encontrar a Dios y seguir viviendo? El Viernes Santo es parte de la respuesta, la extrañísima respuesta, que la fe cristiana da a esa pregunta. Dios ha formado una vida humana que está en completa armonía con él, que manifiesta completamente quién es Dios; en esa vida no hay barrera alguna de miedo o de ignorancia entre la mente humana y el amor eterno que la sustenta y la llena. Es una vida que puede estar ante Dios sin ese terror a la aniquilación que ensombrece nuestros intentos de acercarnos a nuestro Hacedor. Y a las vidas que son atraídas a la compañía de esa vida sin sombras se les hace partícipes de la confianza y la intimidad que allí se 122

encuentra. Es un comienzo, pero no es la totalidad, porque todo eso puede ser verdad sin el Viernes Santo. Por lo tanto, decimos más. Como hemos visto, la santidad de Jesús pone de manifiesto la intensa pecaminosidad de los seres humanos. Por mucho que queramos sentirnos cómodos con ese amor, también lo tememos y tratamos de alejarlo. Nos hacemos más vulnerables que nunca a la temible extrañeza de la perfección de Dios. En el lenguaje tradicional de la Iglesia, ponemos nuestra pecaminosidad a plena luz cuando tratamos de aniquilar a Jesús, de expulsarlo del mundo que ha desestabilizado y amenazado al poner en práctica el amor divino. Le empujamos a la oscuridad, el dolor, el infierno que nosotros (acertadamente) tememos cuando nos aproximamos a Dios o cuando Dios se aproxima a nosotros. Con una taquigrafía difícil de leer, decimos que él sufre lo que nosotros tememos y merecemos sufrir. Y por ser quien es, la vida de Dios en carne y hueso, su humanidad emerge de esa intacta y activa oscuridad infernal, aun proclamando y haciendo real el amor que encarna. Ha afrontado el precio de la liberación y pagado las consecuencias de la rebelión humana. Como ser humano, ha entrado en el fuego de la presencia de Dios y ha sobrevivido. Como ser divino, ha entrado en el fuego de la violencia y la mentira humanas y ha sobrevivido. El Viernes Santo, esos dos fuegos se encuentran de manera indistinguible en la cruz: parece como si la humanidad pecadora estuviera siendo devorada, destruida por la santidad de Dios, y como si la divinidad amante estuviera siendo aniquilada por la violencia de la humanidad. Pero cuando el fuego se apaga, y reaparece el mundo gris, empezamos a ver que ya no queda nada en el universo que pueda llevar más lejos el encuentro entre Dios y la humanidad. Los extremos se han encontrado. Y el mundo sigue ahí; y nosotros seguimos ahí, confusos, conmocionados y sin saber qué decir. En ese momento, cuando Jesús muere y es bajado de la cruz, no sabemos qué seguirá a continuación. Como los primeros discípulos de Jesús, podemos tener la sensación de no saber aún qué ha sucedido. Y puede que con nuestra mente nunca lo sepamos del todo. Acabo de hacer al lector un relato condensado y probablemente confuso de lo que podría decirse, o de una de las muchas cosas que podrían decirse, pero sé muy bien que me siento descontenta por lo que no se dice ni puede decirse. Doy gracias, pues, por poder detenerme en viernes a reflexionar un poco; algo ha concluido, he sido testigo de algo que sin duda tendrá un enorme impacto, pero por ahora no importa que las palabras no broten. Aleluya por este momento en que puedo descansar y esperar, sin expectativas, que ocurra lo que tenga que ocurrir. T.S.Elliot, en su Four Quartets, habla del punto en que tienes que «esperar sin esperanza / porque esperarías algo equivocado». Puede que, más que ninguna otra cosa, estas palabras expresen ese extraño momento de limbo en Viernes Santo. Y, por supuesto, en el relato evangélico y en el mundo judío, lo que sucede a 123

continuación es el Sabbath. No es solo que después de la muerte de Jesús nadie sepa qué hacer; es que, de todas formas, no hay nada que pueda hacerse mientras todo el mundo se prepara para el día de descanso y celebración. Una vez más, percibimos el eco del actual fin de semana, pero con unas asociaciones más ricas. El aletargamiento y el agotamiento de ese espacio de duelo del viernes es recogido por el día en que recordamos el descanso de Dios, a Dios mirando y complaciéndose en la obra que ha realizado. El Sabbath no es para el judaísmo un intermedio en una vida atareada, sino un invitado bienvenido, una oportunidad de compartir la visión del mundo que tiene Dios; permanece tranquilo, deja de trabajar para justificar tu existencia, y serás libre para ver que lo que Dios ha hecho es bueno. En el contexto del Viernes Santo, es una invitación a mirar el drama concluido del encuentro de Dios con el mal y la esclavitud humanos y decir - tengamos o no idea de cómo se desarrolla todo-: «así sea»; es bueno, y yo lo acepto, por mucho que me cuestione y desconcierte. ¿Qué pensaban los amigos de Jesús y su madre mientras encendían las velas del Sabbath? No sabemos si en aquella época - como iban a hacer y siguen haciendo los judíos posteriores - ya hablaban del Sabbath como de una novia llegando a la casa en toda su belleza y esplendor. Puede que lo sintieran como amargamente irónico y que, por lo tanto, fuera imposible celebrarlo; pero puede también que hubiera momentos en que sintieran que ese tiempo de calma les había sido concedido para analizar los horrores de aquel día y empezar a ver un poco con los ojos de Dios, a ver algo concluido, como Jesús mismo había gritado en la cruz. No aún, en ningún sentido facilón, una historia positiva; no aún una historia en la que pudiera pensarse sin angustia, culpabilidad e ira; sino el final de una vida cuya integridad nunca había vacilado, una vida en la que Dios había seguido haciéndose presente. Y ahora está el Sabbath para comprenderlo plenamente. Aleluya por el viernes, y aleluya también por el Sabbath. El viernes por la noche, cuando empieza el Sabbath, para los judíos observantes sigue siendo el punto culminante de la semana, y aquellos de nosotros que somos lo bastante afortunados como para compartir una cena de Sabbath con amigos judíos sabemos qué momento tan extraordinario es. Cuando se dicen las oraciones, las imágenes se agolpan: creación y éxodo y el templo y los días del Mesías y el prometido regreso al lugar santo; como si lo único importante de ser judío fuera reunirse. La llegada del Sabbath dice a la gente que el tiempo de Dios ha llegado, que así es como pasa Dios el tiempo con su pueblo, partiendo el pan y compartiendo la alegría. Pensemos de nuevo en los amigos de Jesús en aquella víspera del Sabbath. Recordarían la noche anterior - hacía ya siglos, debía de parecerles-, cuando Jesús había partido el pan y prometido compartir la copa con ellos cuando bebieran la nueva cosecha en el reino de Dios. Cuando entraron en el tiempo de Dios en aquella noche de viernes, ¿fueron acaso capaces de recibirlo como un don que agradecer silenciosamente junto con todos los acontecimientos de la crucifixión? Por lo general, no me gusta especular acerca de lo que los personajes de los 124

evangelios «podrían» o «deberían» haber sentido, pero en este caso es difícil no hacerlo. Los discípulos no podrían no haber llevado a aquel Sabbath una carga casi inimaginable de imágenes, recuerdos, palabras y sentimientos, y me resulta imposible no suponer que Dios utilizó aquel Sabbath para preparar de algún modo lo que les aguardaba el domingo. Hay tiempo para el sentimiento de duelo; hay tiempo para sentarse sumidos en la confusión; hay tiempo también, simplemente, para Dios. El domingo, cuando llegue, supondrá un fuerte «shock». Pero puede que algo comenzara a germinar en aquel silencio. La verdad es que no fue un fin de semana común y corriente. Un aleluya por el viernes es bastante distinto de «Gracias a Dios, es viernes». No es que ahora nos quedemos al margen del pensamiento y la acción serios durante un par de días, sino que Dios está concediéndonos espacio para el mayor trabajo de todos: la entrada en la novedad que llega con la Resurrección. Es este un tiempo de sanación, no solo un tiempo para que el motor permanezca inactivo sin ningún propósito. Sin embargo, debemos procurar no mirar el fin de semana del mundo con superioridad. Lo último que deberíamos hacer es hostigar a unas personas sobrecargadas de trabajo tratando de hacerles sentirse mal por querer relajarse. Lo que yo creo que deberíamos tratar de comunicar son dos cosas. Una es, simplemente, que nuestro tiempo de ocio es un don, pero un don que puede emplearse no solo para estar completamente pasivo, sino para que germinen ideas, conocimientos y sentimientos, para que el mundo se haga más profundo al mirarlo. Y parte del mundo que miramos es la historia que contiene el relato de Jesús y de su muerte. Por lo tanto, una segunda cuestión es si en nuestros momentos más desahogados podemos volver los ojos a esa historia inolvidable y perturbadora de vez en cuando y preguntarnos qué hay en ella que hace que tantas personas la vean como un punto decisivo, como el eje en torno al cual gira la historia humana. El espacio y el silencio son las condiciones del cambio y la maduración de nuestra mente. Todos sabemos de qué manera tan extraña se reordenan los problemas por sí mismos cuando no pensamos en ellos, cómo los nombres que hemos olvidado surgen súbitamente de nuestro inconsciente aunque hayamos luchado durante siglos por recuperarlos con nuestros esfuerzos de recuerdo activo. Se nos concede un respiro, un tiempo en el que no tene mos que dejar nuestra impronta y alcanzar el éxito, para que el mundo entero pueda reordenarse lentamente por sí mismo en torno a nosotros. De manera que este puente entre el viernes y el Sabbath es un momento no solo de cansancio y desorientación, sino también de fertilidad, de creatividad. Si podemos volver (prometo que por última vez) a los discípulos en aquel primer Viernes Santo, tal vez podamos imaginarlos sentados aparte en sus diversas clases de silencio - el terrible dolor de María por el hijo de sus entrañas; la incrédula desesperación de Pedro ante su traición; la mente del discípulo amado reflexionando de un modo casi soñador entre las imágenes y los ecos de las veinticuatro horas anteriores... - y dejarlos estar. La fertilidad es también cuestión de soledad, de dejarse espacio mutuamente. 125

Gracias a Dios, es viernes. La semana laboral ha terminado. Nuestra semana laboral, para que tengamos un Sabbath para acoger y celebrar, un tiempo que es solo el tiempo de Dios; y también la semana laboral de Dios, los días de la creación, que han llegado a una pausa cuando el trabajo de la nueva creación ha terminado. Dado lo sucedido en la cruz, dado ese apasionante misterio que tanto nos esforzamos por comprender, ha llegado el momento de que Dios y la humanidad puedan sentarse juntos, aun sin saber perfectamente cómo hablarse, según parece, pero sí permaneciendo en el mismo espacio. Algo con lo que no estamos familiarizados, pero que no es propiamente aterrador (como podría haber sido). Cuando nos sentimos impotentes e incapaces de expresarnos acerca de cómo es Dios o de lo que está haciendo, esto puede ser enormemente positivo, un modo de recordarnos que el centro del lenguaje de la fe no so mos nosotros ni nuestros pensamientos y sentimientos, sino Dios. El don del viernes es, a su manera, un recuerdo de los dones del Génesis y el Éxodo: la visión de un Dios infinitamente más allá de lo que nosotros podemos comprender o captar, que es lo que es y quien es en libertad y gozo. Si nos sentamos silenciosos y agotados a los pies de la cruz, puede que deseando poder decir o pensar algo apropiadamente devoto, algo que encaje con la ocasión, podemos escuchar a Dios diciendo: «Yo soy el que soy; y por eso no encontráis palabras ni tú ni ningún ser creado». Y recordando la historia de liberación que comienza con esas palabras en el Éxodo, podemos alzar nuestra cabeza y nuestro corazón y gritar, desde esas cansadas y afónicas gargantas, un aleluya por el viernes, por su oscuridad y sus promesas ocultas.

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LA muerte, el espectro que nos acecha cada mañana ocultándose en los recovecos del día, quedándose justo en los límites del momento presente, ha sido una constante compañera en mi vida. Primero fue mi padre, una figura desconocida para una niña de tres años, pero que, por esa misma razón, en adelante habría de estar presente prácticamente en cada día de mi existencia. Gracias a él, la muerte, la noción de que las cosas mueren, se van, nos dejan a pesar de su interés por nosotros o de nuestro interés por ellas, se convirtió en parte de la trama de mi vida. Las sucesivas pérdidas después de aquella tuvieron más que ver con la rutina: abuelos ancianos, tíos enfermos y tías agotadas decaían y se desvanecían, lo cual era triste pero comprensible. Se trataba de muertes que entraban dentro del orden natural de las cosas, en el que las personas mueren en orden para que otras personas ocupen su espacio. Entonces sucedieron dos cosas. Primeramente, una niña con la que yo iba en autobús al colegio se puso un día frente a él y resultó arrollada. Recuerdo a sus padres con el rostro ceniciento, conmocionados, inclinándose sobre su cuerpo como fantasmas. Pero recuerdo, sobre todo, el tamaño del féretro. Era demasiado pequeño, pensé yo, para contener algo tan grande como la muerte. En segundo lugar, recuerdo la muerte repentina de un gran amigo que salió despedido del asiento trasero de un coche en medio de la niebla, y pasaron horas hasta que encontraron su cuerpo, perdido entre el cielo y la tierra. Era verdad, ahora ya lo sabía: la vida, que es labrada con grandes dificultades y que adquiere forma lentamente, puede cambiar en un instante. Nada es seguro; nada es permanente; la soledad está a la vuelta de la esquina. Pero ¿por qué? ¿Por qué hay que dar gracias a Dios en casos como estos, en que nada parece seguir el modelo proyectado: sin un padre que acompañe tu crecimiento, sin una familia cuando te vas haciendo mayor, sin amigos como fieles compañeros cuando exploras el mundo que te rodea...? ¿Cómo asumir las muertes y las pérdidas que no podemos explicar? Cuando las viejas imágenes del «Dios de los cielos» dan finalmente paso a una noción más adulta, ¿qué queda? ¿Cómo es posible decir «gracias», «aleluya», «que Dios sea alabado»... por esto? La clase de muerte que vemos como el final de todo no existe, en realidad. Simplemente, nosotros pensamos que sí existe; o, mejor, tememos que exista. ¿Qué me sucederá a mí, gime nuestro corazón bajo el ritmo de la vida cotidiana, si él muere, o si 128

me la arrebatan, o si esto finaliza, o si aquello desaparece? ¿Qué quedará de mí? ¿Cómo podré sobrevivir? ¿Cómo lograré seguir adelante? La muerte, por supuesto, puede ser lo que desencadene la desesperación. Pero la muerte es también la respuesta a dicha desesperación. Una vez que hemos conocido la muerte cercana y personal, la desesperación apenas puede afectarnos de nuevo. La muerte nos enseña que la vida solo finaliza cuando finaliza. El hecho es que nosotros seguimos adelante después de la muerte de los que nos rodean: los soldados que están a nuestro lado en el campo de batalla caen a diestro y siniestro; los amigos mueren en el mismo accidente de coche, que apenas nos afecta debido a ese impacto; miembros de nuestra familia afectados por enfermedades familiares fallecen...; pero nosotros aquí seguimos. Despertamos a una aurora vacía, por un lado, y a una nueva invitación a la vida, por otro. La muerte es un momento de aleluya de inmensas proporciones. Gracias a Dios por las vidas que han existido comprendemos ahora con terrible claridad-, pero gracias a Dios también por nuestra propia nueva vida. Por sombría que sea ahora mismo, y aunque no sea querida, no obstante está aquí. La muerte es un giro que no imaginábamos en un camino, pero el camino sigue siempre en el mismo sitio: llevando a la vida al resto de mi persona. La muerte conlleva pérdidas que son, de hecho, otra forma de ganancia. Ahora debo elegir si rendirme a la muerte del espíritu o asumir mi renacimiento. Las personas cuyo primer amor muere viven para amar de nuevo. A las personas para quienes la muerte ha sido el final de una forma de vida se les concede la oportunidad de conocer otra. Las personas que atesoran cada momento, cada céntimo, cada fragmento de rutina estable y segura, aprenden que sin tener nada sigue siendo posible tener todo cuanto merece la pena tener: la conciencia de lo bello, el amor por el bien, un nuevo sentido de lo que es auténtico en la vida. Está claro que la pérdida no es el único aspecto de la muerte. En la muerte hay también una novedad que alabar. El cambio es la faceta de la muerte que conlleva el desafío a ser más. El cambio suscita un aleluya por la reserva de energía oculta que únicamente brota en el punto en que lo único que sé de mí es mi absoluta debilidad. Para aquellos a quienes la idea misma de la muerte nos paraliza, la muerte nos catapulta también a una órbita de transiciones. Debemos empezar por hablar con gente nueva, ir a lugares nuevos, cambiar las direcciones y los números de teléfono. Nos vemos forzados a ir más allá de nosotros, abiertos a los elementos, confrontados con otro rostro de Dios en otros lugares y otras personas. Somos llevados por alas de ángeles a los que no reconocíamos antes de que el vacío nos tragara y tuviéramos que encontrar otros caminos. 129

A diferencia de los planes y las estrategias, los objetivos y los pasos a lo largo del camino, el cambio simplemente nos lleva a lugares a los que nunca habíamos planeado ir, a fin de mostrarnos otros aspectos de la vida que nos hemos perdido por encerrarnos en un huevo de Fabergé diseñado por nosotros mismos. El cambio nos enseña que la vida es el ejercicio de fusionarse con la eternidad. No es un proceso de control que hemos de ingeniar sin tener presente más que la seguridad. El cambio nos arroja al universo abiertos, en una especie de vertiginosa caída libre que nos enseña a tener fe, que ejercita nuestra confianza. Digamos aleluya a los cambios que nos liberan de lo predecible. Hay una perspectiva que proviene de la pérdida y el cambio, de la muerte y las postrimerías, que no puede conseguirse de otro modo. La muerte cambia la panorámica tanto del presente como del futuro. Nos permite, a veces por primera vez en la vida, ver cosas que muchas veces no vemos: el valor del tiempo, la riqueza de la diversión, el bálsamo que es la charla, la rareza que es la intimidad, y la mesura de aquello con lo que basta. La muerte tiene algo que ver con nuestro modo de medir la importancia en los días venideros. De pronto, cuando lo realmente básico en nuestra vida desaparece, todo cuanto pensábamos que era realmente importante disminuye de tamaño, ocupa su lugar entre la rutina y la monotonía, entre las cosas desmesuradas y distorsionadas de la vida. En la muerte, vemos que el trabajo y el dinero, el barrio y el nuevo coche, el ascenso y el título empiezan súbitamente a palidecer. Ponemos las cosas en la debida perspectiva y empezamos a ver más claramente. A veces, solo en la oscuridad podemos empezar a ver la luz. Entonces, desde el punto de vista de la muerte, con un conjunto de pesas y medidas más verdadero y exacto, podemos comenzar a sopesar nuestros juicios, nuestros valores, nuestras decisiones... Iniciamos el proceso de revisión que conllevan estas preguntas: ¿cuál es el sentido de mi vida?; ¿en qué creo?; ¿qué me gustaría haber hecho?; ¿qué dirección tomaré ahora y qué aspectos de mi antiguo yo me llevaré conmigo cuando lo haga?... Entonces empiezo a estar preparado para mi propia muerte. Entonces decido, frente al ser amado perdido, qué clase de persona quiero ser yo en el momento en que todos los momentos finalicen. Uno de las principales manifestaciones de plenitud que aparecen en la Escritura es cuando, después de tantos años de separación, Jacob ve a su hijo José en Egipto. En un arrebato de emoción, Jacob pone de manifiesto en qué ha consistido realmente toda su vida. La Escritura dice que Jacob se limita a decir: «Ahora que sé que tú vives, puedo morir». La muerte nos hace preguntarnos a todos por el sentido de nuestra vida: éxito, status, seguridad...; o asegurar un mundo mejor a los demás. La muerte nos pregunta qué queremos que sea de nuestra vida antes de nuestra muerte. ¿Cuál - pregunta la muerte - será el aleluya de nuestra vida?

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Entonces llega el crecimiento, el don final de la muerte. Nos damos cuenta de que somos distintos de como éramos antes de que la muerte nos confrontara con nuestras limitaciones, nos empujara hacia nuevas posibilidades, diera un nuevo aspecto a la vida y a todos sus pequeños elementos y nos hiciera elegir de nuevo lo duradero por encima de lo efímero. Entonces el aleluya de la muerte se convierte en el aleluya por el crecimiento, para ser todo cuanto estábamos destinados a ser. Por lo tanto, aleluya por la pérdida prematura de mi joven padre. Sin esa muerte, mi vida nunca habría evolucionado como lo ha hecho. Aleluya por la muerte de una compañera de colegio. Sin esa muerte, tal vez no habría comprendido tan joven que la vida no es para siempre. Un aleluya por la muerte de un amigo cuya energía y fuerza es todavía hoy una luz en mi camino, congelada en el tiempo, sin desánimo, siempre alentándome. Gracias a todos ellos he encontrado cosas nuevas donde pensaba que ya nunca habría nada. He tenido la oportunidad de ver la vida de nuevo. He empezado a pensar con mayor cuidado en lo que de veras importa y lo que no. He crecido más allá de mis limitaciones yendo hacia un mundo mucho mayor que mi persona. He logrado comprender, creo yo, lo que Jean Paul Richter pretende decir con estos versos: «Invierno, que arrancas las hojas que nos rodean / permitiéndonos ver las distantes regiones que antes ocultaban». Así es.

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RECUERDO perfectamente las conversaciones. Hablaban de un tiempo y una vida aún no vividos. Pero hablaban también de un tiempo de esperanza, de recordar de nuevo que la vida presiona hasta un punto inadvertido en el que está destinada a ser más plena y más satisfactoria. En todos los casos, el pensamiento del futuro era suficiente tanto para detener el pensamiento como para desencadenarlo. El futuro, al parecer, es el imán inadvertido de la vida, ante el cual todos permanecemos impotentes. «Si George Bush es reelegido - decía una mujer-, no sé cómo voy a poder permanecer en este país. No sé lo que haré». Para aquella mujer al menos, aquel era el futuro no deseado en su aspecto más sombrío. El presente era frustrante; el futuro desconocido era preocupante. Para aquella mujer estaban en juego los conceptos de sociedad, de gobierno y de ciudadanía. Para ella, el futuro exigía determinar si temas tan trascendentales como lo político, lo social y lo global son la verdadera esencia de la vida. Y si lo son, ¿qué exige el futuro cuando los pierdes? ¿Nos quedamos simplemente donde estamos y ve mos lo que sucederá al respecto o debemos hacer cambios ahora para guardarnos de los días venideros? «Voy a presentarme de nuevo a las oposiciones - decía un joven-. Si esta vez no apruebo, mi vida habrá terminado». Allí estaba el temido futuro, con toda su desolación y desesperación. Para aquel joven, la vida era un embudo que llevaba a un único lugar. El futuro radicaba para él en decidir si lo que quería hacer con su vida era también factible de algún otro modo. «Voy a ir a la facultad de Teología - decía una mujer-. No sé si conseguiré una parroquia, pero quiero intentarlo. Después, que sea lo que Dios quiera». Había allí un futuro inseguro, pero brillante y lleno de sentido. El futuro para aquella mujer consistía en su disposición a adentrarse en él de inmediato y con el corazón lleno. Para ella el futuro no estaba definido ni grabado en piedra, sino que era únicamente una serie de posibilidades. El futuro significaba la libertad de explorar la vida con todos sus numerosos puntos de partida y desviaciones a lo largo del camino, hasta que todo junto se convirtiera finalmente en la vida que pretendía llevar. La reconocería cuando llegase a ella. «No estoy en el lugar debido y soy consciente de ello - decía un hombre-, pero no sé dónde quiero realmente estar». Allí estaba el futuro grisáceo y escasamente acogedor. El futuro para aquel hombre implicaba mirar en su propio interior en busca de algún interés y algún talento que le llevase a él. El futuro, en este caso, tenía que ver con poner orden en todos sus pasados intentos de encontrar un hogar en el universo, con la vista 133

suficiente para descubrir qué era lo que faltaba aún. Claramente, el futuro es muchas cosas a la vez. Es la vasija en la que vertemos todas nuestras esperanzas y temores. «Cuando todo lo demás está perdido - dice Christian Bovee-, el futuro aún permanece». El problema es que el futuro es una panacea para unos y una amenaza para otros. Es en el filo del futuro donde caminamos por un precipicio hacia los brazos de Dios. El desafío espiritual del futuro reside en ser capaz de aceptarlo antes de conocerlo. Pero aceptar el futuro antes de saber en qué consiste es uno de los problemas centrales de la vida. En lugar de abrazar lo desconocido, vamos a bandazos de un miedo a otro. Día a día, intentando adentrarnos suavemente en el futuro que queremos para nosotros, tendemos a hacer dos cosas: escapar del presente o petrificarlo. De manera que vamos a zarpazos día a día, tratando de preservar tal cosa y de evitar tal otra, decididos a satisfacer nuestra necesidad de controlar el mañana y llenos de incertidumbre a lo largo del camino. Entonces empezamos a ver lo que el futuro exige realmente de nosotros. Y comprendemos que no son los detalles del tiempo, el lugar y la posición a la que el futuro finalmente nos lleve lo que realmente importa. No; lo que cuenta no es lo que haya de suceder con nosotros en el futuro, sino que son las actitudes con que vamos hacia él lo que marca la diferencia entre un futuro pleno y un futuro frustrante. Después de todo, Charles Colson pasó por una condena de cárcel y salió de ella para vivir un futuro completamente distinto del que cabía imaginar, y le fue estupendamente. Christopher Reeves, Superman, quedó paralizado de resultas de un accidente, luchó contra la depresión durante dos años y, antes de haberla superado, consiguió ser más eficaz y mejor conocido y a estar más implicado socialmente que antes del accidente, que todo el mundo estaba convencido de que había destruido su vida. Un amigo mío perdió a su mujer, debido a una hepatitis, tres días después de llevarla al hospital. Se quedó con cinco hijos, el mayor de los cuales tenía doce años, y después ha pasado por cinco operaciones de cerebro. ¿Es feliz? Él dice que sí. Como dijo John Lennon, «la vida es lo que te sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes». La función del futuro debe consistir, por tanto, no meramente en alcanzar los objetivos y sueños del presente, sino en mantenernos en crecimiento más allá de nuestros pequeños planes del presente. El futuro, por ser el factor desconocido de toda vida, nos llama a vivir siempre con un valor nuevo. El filósofo Alfred North Whitehead, en su gran análisis de la historia humana, decía acerca de la civilización en general: «Todos los siglos son peligrosos. Debe reconocerse que hay un grado de inestabilidad que no concuerda con la 134

civilización. Pero, en conjunto, las grandes épocas han sido épocas inestables». Es claro lo que Whitehead quería decir: sin un mínimo de orden y predicción, la empresa del desarrollo humano e institucional sería imposible. Sin embargo, en conjunto, las grandes épocas han sido aquellas en que las viejas rutinas e ideas, las previsiones organizativas y los imperativos morales se han venido abajo, y lo apenas imaginable por la última generación se convierte en lugar común para la nueva. Entonces, una vida que no hemos conocido nunca irrumpe a través de las viejas fronteras de la mente, y el mundo se renueva una vez más. Es precisamente en esas épocas inestables de nuestra vida cuando nosotros hacemos también eclosión. Esas épocas nos traen grandes cambios, sacan grandeza de nosotros, exigen de nosotros la santa audacia de creer que, después de habernos debatido con el pasado, estamos listos para el futuro. Sé que soy capaz de manejar el hoy. El mañana puede pedir de mí algo que anteriormente nunca me he visto llamado a dar. No estoy preparado para ello; me limito a estar ahí. Pero cada nuevo día que afronto es un ejercicio más de un valor que yo ignoraba que pudiera tener. Cuando la pregunta espiritual intenta descubrir cuál es el propósito de un futuro desconocido y por qué no somos capaces de ver lo que nos espera y prepararnos para ello, la respuesta debe ser que solo la disposición a afrontar el futuro puede llamarnos a materializar una parte de nosotros mismos que aún no habíamos caído en la cuenta de que necesitábamos hacer realidad. El futuro es lo que hace que una persona alcance su plena talla, cuando es tan fácil encerrarse en el envoltorio protector de lo que uno siempre ha sido y tratar de eludir aquello que la vida nos exige hacer: criar al niño sin ayuda, comprender que somos algo más que nuestro cuerpo físico y adaptarse a los tiempos, lugares, personas y amenazas nuevos para nuestra psique y nuestra misma alma. En todo esto, el futuro es la única prueba segura de fe que tendremos nunca. Fe es la voluntad de creer que, por más oscuro que sea el presente, el futuro de Dios solo nos traerá el bien. Para un musulmán encarcelado en Guantánamo, es el desafío a creer que, en último término, Dios le sostendrá y le justificará. Para un joven soldado norteamericano en Irak, es el desafío a tener el valor de no convertirse en lo que la guerra crea - locura, mezquindad e inhumanidad-, sean cuales sean los temores y las presiones. Para los supervivientes, es el desafío a creer que Dios nos resucitará a todos los que estamos en este valle de lágrimas para vivir de nuevo. Pero esto requiere que el futuro entregue su don: la disposición a hacer cualquier esfuerzo que el futuro requiera. Porque es la disposición a hacer cualquier esfuerzo que 135

se precise para hacer el futuro íntegro y santo lo que constituye el antídoto de la depresión proveniente del miedo, la falta de control y la incertidumbre. Solo el futuro nos confronta con la opción entre la vida y la muerte, entre vivir la vida en plenitud y enroscarse en posición fetal y decir: «Abandono». El futuro es la llamada al desierto de la vida que todos debemos atravesar antes de que ese desierto pueda florecer en nosotros. Un aleluya por el futuro es un aleluya por el valor, la fe y el esfuerzo que se precisan para extraer de nosotros cada gota de carácter, cada gramo de fe, cada tembloroso «sí» que hemos dicho al Dios de las sorpresas. Lo que Juan el Bautista trajo a este mundo era un aleluya por el futuro. Frente a la total confusión y la absoluta incertidumbre acerca de quién era Jesús, Juan el Bautista siguió exponiendo su verdad e indicando a los demás lo que él, en su corazón, sabía que había nacido para proclamar. El resto se lo dejó a Dios. Cantar un aleluya por el futuro es el modo de abrazar lo inminente y dejárselo a Dios al mismo tiempo. Mientras tanto, Henry Ward Beecher nos asegura que en la vida solo hay una tarea verdadera: «No importa lo que se cierna amenazadoramente sobre ti en adelante; si puedes comer hoy, disfrutar del sol hoy, divertirte con los amigos hoy, disfruta y bendice a Dios por ello. No mires atrás buscando felicidad ni sueñes con ella en el futuro. Solo estás seguro del hoy; no dejes que nadie te engañe al respecto».

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EN algún lugar a lo largo del camino, la mujer que yo adoraba se esfumó. Yo era su luz, su alegría, su mejor compañía, su confidente, su única hija. Mi madre y yo éramos más hermanas, más amigas, que madre e hija. Ella me lo contaba todo. Yo solo le mentí una vez. Cuando mi padrastro no quiso dejarme empezar a salir con chicos, les dije a los dos que iba a ver una película con unas amigas, y después me encontré con el chico en cuestión en otro lugar. Mi madre se lo figuró, no obstante, y, en lugar de perder la confianza en mí, hizo saber a mi padrastro en términos inequívocos que insistir en absolutos antinaturales era justamente lo que «haría de mí una mentirosa». Después de ello, la norma fue que los chicos vinieran a casa primero - antes de empezar a salir con ellos - para someterse a la «inspección» correspondiente. Y mi madre y yo volvimos a decirnos la verdad. Acerca de los chicos, de la vida y de todo. Yo esperaba que tuviéramos largos y felices años por delante para estar juntas. De hecho, yo planeaba lo que íbamos a hacer en esos años. Cuando mi padrastro murió, dejándola viuda relativamente joven, yo estaba segura de que iríamos a muchos sitios juntas y lo celebraríamos todo juntas y trabajaríamos juntas en los proyectos de los que yo me ocupaba. Pero, poco a poco, la relación empezó a deteriorarse. Mi madre se volvió irritable, gruñona y quisquillosa. No hacía las cosas que aseguraba que iba a hacer. Yo iba a buscar su lista de la compra, y aún no la había hecho. Me las arreglaba para sacar tiempo para acompañarla al banco, y cuando llegábamos ella no llevaba el talonario. Empezó a quejarse de todo: de los sitios a los que la llevaba el Día de la Madre, de las cosas que yo hacía, de la gente que me gustaba... Y un día empezó a acusarme de llamarla por teléfono y colgar cuando ella contestaba. Empecé a evitar ir a su casa. Ahora éramos unas extrañas. Era una mujer a la que yo no conocía. Fue años antes de que comenzaran a llamarlo «mal de Alzheimer». Para entonces, yo estaba enfurecida. Después me invadió el sentimiento de culpa. Vivió veintiocho años con la enfermedad, y yo también. Fue un largo tiempo de oscuridad, pero, como comprendí posteriormente, no fue un tiempo perdido. Incluso, como logré descubrir más tarde, hubo en ese tiempo razones para entonar aleluyas. 138

La oscuridad es ese periodo de la vida en el que nada parece ocurrir como cabía esperar. Descarrilamos en nuestro trayecto hacia nuestros sueños, no solo por cosas que no preveíamos, sino por cosas que simplemente no podíamos haber imaginado. Cuando vemos venir los problemas, eso no es la oscuridad; es lo inevitable, claro como el día, seguro como el mañana. Lo que podemos ver venir es simplemente un problema que hay que resolver. Lo que no podemos ver venir un «shock» que hay que afrontar. Es desorientación. El mundo se desplaza sobre su eje arrastrándonos consigo, con todas nuestras esperanzas, nuestras expectativas, nuestras certezas... La oscuridad nos consume y nos envuelve. También hace que revisemos la vida. Lo que en otro tiempo dábamos por sentado, la oscuridad nos hace repensarlo, reevaluarlo, renunciar a ello... El valor de un tiempo oscuro radica en que insiste en que nos renovemos, incluso para nosotros mismos. Yo ya no era la hija querida de una madre adorable. Estaba sola en el mundo, abandonada por nada que yo pudiera imaginar. Haciendo lo que siempre había hecho, siendo lo que siempre había sido, ¿había hecho algo mal? Pero ¿quién sabía qué o por qué o cómo repararlo? Había llegado el momento de encontrar dentro de mí los recursos que en otro tiempo el aparentemente inalterable refugio de la maternidad me había proporcionado. Empecé a redefinirme, a sentir la fuerza procedente del conocimiento de que te basta contigo misma. La oscuridad es el tiempo de un nuevo comienzo. Nos vemos forzados a determinar un nuevo modo de estar en el mundo. Es un tiempo aterrador, pero también liberador. Nos proporciona la oportunidad de tomar nuevas decisiones acerca de la vida, de las relaciones, de nuestros sueños, de nuestros planes... Nos dice que el mundo viejo ha pasado y que el nuevo es hechura nuestra. En un mundo atareado, pocas veces podemos concedernos el lujo de revisar dónde estamos. Nos limitamos a levantarnos cada mañana y seguir adelante. Ayer se convierte en hoy y en cada día sucesivo. Ahora, cuando todas las decisiones y las relaciones del pasado están en flujo continuo, se nos pide que las revisemos todas ellas. ¿Cómo las abordaremos la próxima vez? ¿Qué preguntas haremos a cada una de ellas? ¿Cómo determinaremos qué hacer con cada una de ellas?... Es un tiempo muy espiritual. Es un tiempo que nos desafía a recrearnos en imagen del Espíritu, que nos llama a ser todo cuanto podemos ser. La oscuridad que nos impide transformarnos es el seno mismo de una nueva vida. Hay otra dimensión de la oscuridad que rara vez se presenta en otro momento de la vida. Es la cuestión de la elección. En la oscuridad olvidamos que tenemos realmente dos opciones: podemos seguir como hasta ahora o podemos proseguir de manera distinta. Yo podría haberme derrumbado con la pérdida de mi madre tal como yo la conocía. El 139

sentimiento era real. La situación era verdadera. ¿Cómo podía considerar a mi madre simplemente muerta? Después de todo, no había muerto. Y, al parecer, de repente - no poco a poco-, había empezado a odiarme a mí y todo cuanto yo hacía. ¿Cómo podía simplemente olvidarla y seguir adelante? Pero lo hice. Sí, algo le había sucedido a nuestra relación. Sí, la echaba profundamente en falta. No, yo no podía mejorar la situación. Por lo tanto, no había nada que yo pudiera hacer, excepto cortar los lazos emocionales, y seguir adelante y estar al quite al mismo tiempo. Y así lo hice. Fue años antes de que hubiera una palabra Alzheimer - para la situación, pero para entonces ya era demasiado tarde. Yo estaba sola. Nos habíamos distanciado. Mi madre ya no me reconocía. ¿Obraría yo ahora de manera distinta, en una época en que hay mucha información que describe la enfermedad y sus posibles efectos? Naturalmente que sí. Pero ahora ya no es oscuridad; es una enfermedad. En el periodo en que yo me enfrenté a la situación, era la pérdida de una relación, la perniciosa erosión de una relación que yo quería y no podía mantener. El mensaje en la oscuridad no llega inmediatamente. Su significado no llegó hasta unos años antes del entierro final de un espíritu que había muerto muchos años antes. Sucumbir a la oscuridad, dejar de confiar en la luz que llega cuando ese periodo ha terminado, supone, por tanto, dejar de confiar en los continuos nuevos amaneceres de la vida. Pero si podemos aprender a confiar en la oscuridad, a comprender que en la vida se suceden los inicios y los estancamientos, la celebración del pasado, la aceptación del presente, el convencimiento de que el futuro será bueno..., entonces podremos comprender que las partes oscuras no son sino momentos de clausura, como las flores por la noche, hasta que el sol brille una vez más. La oscuridad señala un punto de cambio en la vida. Es Lot llorando en Sodoma por tener que marcharse, mientras Dios le tiene preparado todo un mundo nuevo. La oscuridad merece gratitud. Es el momento de aleluya en el que aprendemos que no todo crecimiento tiene lugar bajo la luz del sol. Entonces comprendemos que Dios está en acción en nuestra vida incluso cuando creemos que no ocurre nada en absoluto. Mi madre murió en mis brazos en mi monasterio, en paz, feliz, bien cuidada y protegida. Y yo me sentí lista para afrontar el mundo por mí misma, sin madre, sin comunidad, sin nada si era necesario, porque ya había aprendido cómo estar sola. Aleluya.

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DESPUÉS de semanas de bombardeo incesante sobre Londres por parte de la fuerza aérea alemana durante la II Guerra Mundial, surgió una anécdota que, aunque sin duda apócrifa, refleja con claridad lo que se siente siendo una persona sola en el universo. «Y querido Dios - finalizó el niño su letanía de peticiones nocturnas-, por favor, cuida de ti mismo, porque, si algo te sucediera, estaríamos todos perdidos». La noción de la presencia de Dios en la vida es mística. No basa su autenticidad en ecuaciones matemáticas, análisis en tubos de ensayo o proposiciones lógicas, muchas de las cuales pueden hacer tanto por probar la existencia de Dios como su inexistencia. De hecho, las proposiciones teológicas, a la hora de probar que Dios es varón, por ejemplo, y que la tierra es el centro del universo, han incurrido notoriamente en el error. En este terreno es mejor utilizar el instinto espiritual que fundamentarse en la inteligencia humana para autentificar una proposición respecto de la divinidad. La cuestión se plantea una y otra vez: si Dios existe, ha de ser bueno. Pero ¿cómo puede un Dios bueno per mitir tanto sufrimiento y no hacer nada para impedirlo? Si Dios no puede impedirlo - prosigue la argumentación-, entonces no puede ser Dios. Y si Dios puede impedirlo pero no lo hace, entonces no puede ser bueno. Cuando el tsunami indonesio de diciembre de 2004 arrojó un muro de agua de más de nueve metros de altura contra once países en quince minutos, arrasando pueblos enteros y ahogando a más de doscientas mil personas, el asunto invadió por entero los medios de comunicación. La preocupación al respecto suscitó una especie de «tsunami teológico». Todos los periódicos y revistas, de un extremo al otro, del mundo publicaron artículos que pretendían resolver la cuestión. Se trataba de publicaciones - recordémoslo - que informaban regularmente de los viajes espaciales a la luna, Marte y Saturno. Se trataba de periodistas que habían visto la aniquilación de Hiroshima y Nagasaki por una pequeña bomba atómica. Eran periódicos de grandes ciudades cuyas redacciones eran alimentadas al nanosegundo por ordenadores de todo el mundo. Eran sofisticados en un mundo tecnológico haciéndose todos las mismas preguntas: ¿dónde estaba Dios?; ¿por qué había permitido Dios aquella destrucción de inocentes?; ¿cómo podía un Dios bueno mirar sin intervenir y permitir que sucediera una cosa así?... Desde el terremoto de Lisboa de 1755 y la pérdida de una ciudad llena de inocentes, no había habido tal cantidad de debates acerca de Dios a propósito de un desastre natural. Entonces, al filo de la Ilustración y de su creciente conciencia de que causas 143

naturales provocan sucesos naturales, la cuestión de la función de Dios en el un¡ verso se hizo central. El Dios de los actos mágicos y los títeres humanos, como los filósofos coincidieron con el tiempo en decir, había muerto. Desde entonces ha habido periódicamente terremotos que han acabado con la vida de miles de personas en todas partes, pero muy pocos, si es que ha habido alguno, han cuestionado esos sucesos. Los huracanes arrasaban pueblos enteros, y nadie se sumía en paroxismos de duda, horror o desesperación. Sin embargo, ahora la cuestión de la bondad de Dios, si los periódicos eran en alguna medida un indicativo del interés popular genuino, había emergido de nuevo con ánimo de venganza. Pero la pregunta era errónea. La pregunta no es: ¿dónde estaba Dios en medio de tal desastre? Dios estaba exactamente donde estaba cuando los amigos de Job, ante el colapso de su salud, su riqueza y su reputación, pedían a Job que preguntara también cómo es que el bueno sufre y Dios no hace nada al respecto. Obviamente, Dios, la fuerza vital que hay detrás de toda vida, permitía que esa vida, tanto humana como natural, prosiguiera tal como había sido hecha, de manera natural, sin injerencias. Era así de sencillo. No, la cuestión no es cómo puede Dios permitir tal cosa. La cuestión es: ¿por qué alabar a un Dios así?; ¿por qué cantar aleluya al Dios de los tsunamis y los terremotos, de la guerra y la muerte, del sufrimiento y el dolor?; ¿por qué? La respuesta es casi demasiado obvia. Es la conciencia espiritual de que después de hacer el mundo, después de darle todo cuanto necesita para seguir adelante, des pués de haberle llevado a una situación de abundancia, posibilidad y dinamismo, Dios nos lo dejó para que nosotros lo acabásemos. Dios nos lo dejó para que fuéramos la misericordia y la justicia, la caridad y la solicitud, la integridad y el compromiso; todo lo necesario para hacer que la bondad de Dios se imponga sobre el resto. El místico conoce tanto la verdad de todo ello como el precio que cuesta. A nosotros nos corresponde introyectar la mentalidad de Dios, necesaria para enfrentar la bondad de Dios con el mal del mundo que vemos a nuestro alrededor. Nos corresponde a nosotros sacar resurrección del sufrimiento y aportar creatividad a lo que aún no se ha desarrollado. Nosotros contaminamos nuestros cielos, profanamos nuestras aguas, experimentamos con explosiones nucleares en los mares del Sur, y después no nos preocupamos de instalar sistemas de detección de la actividad sísmica en una zona cuyos procesos naturales hemos violado nosotros mismos. 144

Al mismo tiempo, no dudamos de nuestro derecho a ocasionar destrucción humana y desastres, eso que llamamos «política», «seguridad militar», «política exterior», «justicia»... o libre voluntad. Entonces no queremos que Dios interfiera por el otro lado. Queremos que Dios interfiera únicamente en nombre de nuestra conveniencia, de nuestra política, de nuestras definiciones de lo que está bien. Y lo calificamos de «asalto a nuestra fe» cuando ello no sucede. Lo que no podemos controlar, ver o comprender destruye el ídolo que es nuestra persona. Entonces nos debatimos con la santa duda. Puede que debamos empezar a dudar que podamos hacer lo que queramos con el planeta y salir impunes. Investigadores australianos nos han dicho en un número reciente de Geology que el Gran Desierto australiano, en la actualidad dos tercios inhabitables del continente, sigue estando así hoy debido a la quema practicada por sus habitantes hace cincuenta años. Debemos empezar a dudar que podemos seguir destruyendo la naturaleza tal como la conocemos - las selvas, la capa de ozono, los Grandes Lagos, la pesca oceánica y las tierras cultivables - impunemente. De lo contrario, cuando suba el nivel de los océanos y desaparezcan las islas y se erosionen las costas y desaparezcan las aguas frescas, ¿nos absolveremos a nosotros mismos de la responsabilidad de ser plenamente humanos preguntando de nuevo dónde está Dios en todo esto? Ahora que la naturaleza nos ha arrasado una vez más, puede que, finalmente, provoque en nosotros el aleluya de la responsabilidad. Puede que empecemos a asumir la responsabilidad, no ya de controlar los desastres naturales, sino de no provocarlos. Puede que aprendamos a respetarlos, a hacerles frente, a limitar sus efectos y a rescatar a sus víctimas. Entonces pondremos sensores en el Océano índico, a fin de poder detectar la actividad sísmica. Cuidaremos de que los pobres tengan para vivir algo más que casas de bambú en la playa. Y construiremos los centros de atención necesarios para ocuparse de quienes no perciban las señales o se pierdan en el agua. Entonces las playas de los pobres serán tan fuertes como las playas de los ricos, que sobreviven huracán tras huracán con pérdidas económicas, pero con pocas pérdidas de vidas. Entonces sabremos que el aleluya que cantamos al Dios de la creación es como el de los israelitas alabando a Dios por haberles dado la ley. Y caeremos en la cuenta también de que es el hecho mismo de que este buen Dios nos permita responder al mal lo que saca lo mejor de nosotros. Aleluya al Dios que exige de nosotros que de nuestro barro hagamos mármol, a fin de sacar todo cuanto podemos ser del aliento de la Nada.

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Índice Introducción* Fe* Duda* Riqueza* Pobreza* Diferencias* Divisiones* Conflicto* Pecadores, Santos, Génesis, Vida* Unidad* Alteridad* Pasado* Paz* Sufrimiento* Crisis* Éxodo° Viernes, Muerte* Futuro* Oscuridad* Dios*

12 18 24 29 33 38 43 49 54 61 70 77 83 88 93 98 102 106 110 119 126 131 136 140

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