VILAS- El poder y la politica.pdf

March 18, 2019 | Author: MaJoCis | Category: Fear, Toleration, Leviathan (Book), Politics, State (Polity)
Share Embed Donate


Short Description

Download VILAS- El poder y la politica.pdf...

Description

CARLOS MARÍA VILAS

EL PODER Y LA POLÍTICA EL CONTRAPUNTO ENTRE RAZÓN Y PASIONES

Editorial Bibios

6. Miedos y afectos

Un recurso convencional para definir el tiempo de determinadas decisiones políticas y ganar apoyo consiste en agitar los miedos de la gente. “Ninguna pasión priva de manera tan efectiva a la mente de su capacidad de actuar y de razonar, como el miedo”, miedo”, escribió Edmund Burke en A en  A Philosophical Enquiry in the Origin of Our ideas ofthe Sublime and the Beautiful (1757). Se induce el acatamiento alegando la existencia de un peligro inminente y la inevitabilidad de la ejecución sin demoras de acciones en defensa del conjunto. Se alega, o se sobreentiende, que la deliberación retarda las decisiones, favorece al enemigo e enemigo e incrementa el peligro de ser víctimas del daño, agravado éste por una inacción cómplice. Podría argumentarse, desde una perspectiva normativa, que el consenso producto del temor tiene corto alcance y no es un consenso propiamente político. Pero por chocantes que resulten los ejemplos que ofrece la historia, incluso la historia reciente, de acatamiento basado en el temor, es ésta una dimensión inherente a la relación de poder.

Miedos e incertidumbres Miedo es Miedo es la anticipación subjetiva de un mal. Siempre existe una cierta relación entre el poder político y el miedo. El reconocimiento social de una posición de poder está vinculado a la capacidad de control de quien la ejerce sobre los asuntos, las situaciones y los sujetos que provocan temor porque son peligrosos o dañinos o pueden llegar a serlo (ataques externos, delitos, plagas, epidemias, pobreza, catástrofes...). La relación de poder puede ser vista, en este sentido, como un intercambio entre protección y obediencia. Al mismo tiempo, y por su propia naturaleza, el poder que protege y defiende es para muchos una fuente de inseguridad y temor; ante todo, miedo o por [215]

216

Carlos María Vilas

lo menos aprensión o un cauteloso respeto por su capacidad para ejercer coerción sobre quienes se resisten a él o hacen caso omiso a sus mandatos, o para indagar sobre determinados aspectos de la vida de las personas, las empresas, las organizaciones sociales. No parece exagerado pensar que mucha gente se abstiene de cometer actos ilícitos, incluso de pequeña magnitud, no tanto por virtudes morales o cívicas sino simplemente por temor a ser descubierta y resultar pasible de alguna pena. El sentimiento de miedo puede ser instintivo o bien producto de una construcción intencional. Normalmente los discursos de las campañas electorales contienen advertencias y amenazas directas e indirectas respecto de los muchos males que se derivarían de la elección o reelección de tal o cual candidato, o de su derrota, si el productor del discurso se ubica del lado de quien gobierna. Debido a complejos mecanismos psicológicos, las predicciones agoreras suelen resultar más plausibles que las anticipaciones positivas o que las promesas de un futuro luminoso; lo desconocido suscita más temor que esperanza, asunto que posiblemente tiene que ver con el instinto de conservación del ser humano. Los factores que usualmente son presentados como peligrosas amenazas a la sobrevivencia de la comunidad política y a la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos son muchísimos: los delincuentes, el terrorismo, los extranjeros, los infieles, los comunistas, los judíos, los devotos del islam, los pobres, los acaparadores, la hiperinflación... El incendio del Reichstag en febrero de 1933 convenció a muchos alemanes de que no había más alternativa, para preservar el orden supuestamente amenazado por los comunistas y los judíos, que adoptar sanciones drásticas e inmediatas como el establecimiento del estado de emergencia nacional y la suspensión de las libertades civiles. El pánico anticomunista estimulado por el senador Joseph McCarthy en la década de 1950 llevó a muchos norteamericanos a tolerar importantes restricciones a los derechos civiles y a las garantías constitucionales en aras de lo que se presentó como defensa de la democracia. En nuestros días los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y el desarrollo de una política del miedo por el gobierno del entonces presidente George W. Bush permitieron a su gobierno obtener un amplio consenso para llevar a cabo acotamientos importantes a los derechos individuales y las libertades públicas. El poder mete miedo  en la gente respecto de terceros actores como una estrategia para afianzarse a sí mismo y a quienes lo ejercen, o para habilitar una mayor asignación de recursos y el avance sobre nuevos espacios en los que exigir acatamiento y legitimar su intervención. Nada mejor que una amenaza a la seguridad pública para justificar el incremento de los impuestos, la ampliación del presupuesto militar y de las agencias de seguridad y espionaje, la intervención en la vida privada de la gente, el control de sus desplazamientos, el maltrato a los prisioneros, la suspensión de las garantías constitucionales, y para estimular el incremento de las ventas de

Miedos y afectos

217

los fabricantes de armas, vehículos blindados y sofisticados mecanismos de alarma. El terrorismo consiste precisamente en esto: excitar el miedo de la población con fines políticos, demostrando que el gobierno es incompetente para garantizar la seguridad de sus ciudadanos y de esta manera erosionar su base de legitimidad. Debemos a Georges Lefebvre, el gran historiador de la Revolución Francesa, el que posiblemente sea el mejor estudio de la construcción y manipulación gubernamental de los miedos de la gente y del papel que esa manipulación desempeñó en la movilización del apoyo de las masas campesinas a la revolución: “el gran pánico” de 1789. El recientemente instalado régimen revolucionario estimuló la circulación de versiones y consiguientemente el temor de los campesinos, sobre una conspiración de la aristocracia que, apelando a hordas de bandidos y saqueadores, habría de quemar las cosechas condenando al hambre a las poblaciones rurales. Estrictamente hablando, esos miedos no fueron simples invenciones: las tropelías de los salteadores eran pan cotidiano en la Francia rural, la inseguridad era moneda corriente en las comarcas y los caminos, y la hipótesis de una reacción de los nobles contra el gobierno revolucionario y sus partidarios no resultaba descabellada; todo ello en escenarios donde la vulnerabilidad y la pobreza campesinas eran apabullantes. Fue esta conjugación de factores reales e imaginarios colectivos la que dio plausibilidad a la versión de la conspiración contrarrevolucionaria..Una “gigantesca noticia falsa” que, al generar una ola de temor masivo, detonó un vigoroso fervor revolucionario desconocido hasta entonces y, en la interpretación de Lefebvre (1974), brindó la oportunidad para que la unidad nacional se manifestara en Francia por primera vez. El miedo a la inseguridad tiene una larga tradición en la teoría política. En uno de los diálogos platónicos es identificado como uno de los impulsos que inducen a la formación de la polis ( Protágoras, 320c322d); Tucídides puso en boca de los atenienses la idea de que sus actuaciones se guiaron sobre todo, aunque no exclusivamente, por el miedo ( Historia de la guerra del Peloponeso, L. I, 75) y, de acuerdo con Aristóteles, el miedo es una de las causas de las sublevaciones y los cambios políticos ( Política, 1302b). En la metáfora de Hobbes, el Leviatán pone fin a un estado de naturaleza donde imperan “el miedo continuo y el peligro de muerte violenta” ( Leviatán, I, cap. XIII). Por el temor que suscitan el poder y la fuerza que le han sido conferidos, el Estado “está habilitado para orientar las voluntades de los hombres hacia la paz interior y la ayuda mutua contra los enemigos externos” (ídem, cap. XVII); “para quitar el miedo general y alejar las comunes miserias” (Spinoza, Tratado político, III § 6). De acuerdo con esto, el poder político surge en respuesta al miedo y se desenvuelve produciendo miedo: “Hay ciertas circunstancias, en las cuales los súbditos sienten respeto y miedo a la asociación, y sin las cuales desaparece el miedo y el respeto y, con ellos, la misma asociación [...] para que la asociación sea autónoma tiene

218

Carlos María Vilas

que mantener los motivos del miedo y del respeto; de lo contrario, deja de existir la asociación” (ídem, cap. IV §4).1 De acuerdo con Locke, en el estado de naturaleza “el hombre está en medio de miedos y peligros continuos; por tanto busca unirse a otros para la recíproca protección de sus vidas, libertades y patrimonios” (Segundo tratado, IX, 123). En términos más amplios, Engels planteó el mismo concepto: “La esencia del Estado, como la de la religión, es el miedo de la humanidad a sí misma” (Mayer, 1979). Esa íntima y dual vinculación demostraría, según Guglielmo Ferrero (1943), la naturaleza profundamente humana de la política, porque el hombre es el único ser viviente que tiene idea de la muerte “y que posee la capacidad de inventar y fabricar instrumentos para destruir la vida” (41). El poder es, en su origen, “una defensa contra los dos más grandes pavores de la humanidad: la anarquía y la guerra”; pero el hombre nunca está completamente seguro, “tiembla constantemente y se asusta a sí mismo, mientras provoca miedo a los demás”. De ahí que generalmente la producción de miedo hacia los otros se traduzca en sentimientos propios de miedo, agresividad e inseguridad. Igual que en Hobbes, el contexto existencial de Ferrero mueve su pluma e influye en su prosa: las atrocidades de un conflicto bélico mundial, las tropelías totalitarias del fascismo y el nazismo, los campos de concentración y exterminio.1 2 Otros autores señalan al miedo como sensación opresiva generalizada en el mundo de nuestros días, efecto combinado de la crisis del “Estado de bienestar” (o de sus aproximaciones desarrollistas o populistas del mundo en desarrollo) y de las características asumidas por el capitalismo contemporáneo, como altos niveles de desempleo, deterioro de la calidad y la cobertura de los servicios sociales, incremento de la delincuencia, tensiones interculturales, creciente polarización social (Castel, 2004; Wacquant, 2007; Bauman, 2007). La pérdida de eficacia de los sindicatos y otras organizaciones intermedias en los años del neoliberalismo y la agresividad de la vida cotidiana en las grandes aglomeraciones urbanas favorecerían el desarrollo de sentimientos 1. El parentesco del realismo político de Spinoza con el de Hobbes no va más allá de esta común referencia al miedo a la inseguridad como estímulo a la formación del Estado, pues mientras para éste el precio que los hombres deben pagar por poner fin a la violencia es la abdicación de sus derechos en beneficio del Estado, Spinoza demuestra que esa abdicación ni es posible ni necesaria (Tratado teológico-político,  cap. XVIII), en lo que coincide, transitando su propio camino filosófico, con su coetáneo John Locke. 2. Las reflexiones de Zbigniew Brzezinski (2007) acerca de los efectos no programados de la retórica que rodeó a la estrategia de seguridad nacional de la presidencia de George W. Bush hacen juego con el texto de Ferrero. En una nota titulada “Al estimular la cultura del miedo, Estados Unidos se volvió inseguro y paranoide”, afirma Brzezinski: “La «guerra contra el terrorismo» ha creado una cultura nacional del miedo en Estados Unidos. El uso de estas cuatro palabras como mantra nacional por parte de la administración Bush, luego del 11 de septiembre, ha tenido un impacto nefasto en la democracia estadounidense, en la psiquis de los norteamericanos y en la posición de Estados Unidos en el mundo”. Véase en el mismo sentido Gore (2007, esp. cap. 1), Robin (2009: 305 ss.).

Miedos y afectos

218

de desprotección, y de pérdida de control personal sobre la propia vida. El desmantelamiento de las regulaciones y los controles institucionales de la sociedad de masas daría paso al despliegue de un nuevo individualismo que, al mismo tiempo que expande los alcances de la iniciativa personal, amplía las fronteras de la desconfianza respecto de lo desconocido, del otro, del diferente, de fuerzas que le resultan inmanejables: la globalización, el terrorismo internacional, el frenesí de la vida urbana... La profundización de la asimetría entre quienes ejercen el poder en sus múltiples expresiones y quienes son excluidos y deben obedecerle refuerza los sentimientos de temor e inseguridad; el miedo deviene “nuevo principio de integración social” (Bengoa, 1996). Los individuos reclaman del poder político más protección, más seguridad y castigo implacable a los transgresores, y muy a menudo son estimulados en tal sentido por los medios de comunicación o por actores del poder: más coacción legal o física (por ejemplo, leyes de restricción ala inmigración o de reducción de la edad de imputabilidad penal, instalación o reinstalación de la pena de muerte y, en general, incremento en la duración y el rigor de las penas, “mano dura”, “tolerancia cero”). Son las “ciudadanías del miedo” (Rotker, 2000). El resultado es el exacerbamiento de la tendencia a la criminalización de los problemas sociales, “particularmente, aquellos problemas que, según se supone o se imagina, pueden poner en peligro la protección de una persona, de su cuerpo y de sus pertenencias” (Bauman, 2001: 61).3  De la mano de la instigación del miedo, el “Estado social de derecho” deviene Estado de seguridad pública. Investigaciones desarrolladas en varias ciudades latinoamericanas destacan que la sensación  de inseguridad y, consiguientemente, el miedo no siempre tienen una relación directa o puntual con las amenazas o los peligros que los motivan (por ejemplo, Kessler, 2009; Dammert y Anas, 2007; Zubillaga y Cisneros, 2001); con frecuencia esa sensación es incentivada por la intervención de múltiples factores, de los que el más evidente es la creciente gravitación de los medios de comunicación masiva en la formación de las imágenes y percepciones del público. 4  Las tragedias, las catástrofes, los asesinatos y otras desgracias personales venden más que las buenas noticias; la admiración, la envidia o los celos respecto de los que triunfan 3. El auge de opciones electorales de extrema derecha en varios países de Europa tras el desmantelamiento del “Estado de bienestar” o el derrumbe de los regímenes comunistas ha sido asociado al incremento de sentimientos de inseguridad provocados por el desmantelamiento de los mecanismos institucionales de bienestar social: véanse, por ejemplo, Kitschelt (2002), Bomschier (2010). 4. “Paralela a la industria del crimen y el delito se instala la industria del miedo [...] La fórmula es explosiva: un número de hechos reales estadísticos, expresados en términos cuantitativos, más la construcción y consolidación de un imaginario de violencia e inseguridad expresado en términos cualitativos, más la sensación de vulnerabilidad de la población, es igual a: represión, vigilancia, injusticia, estigmatización, discriminación, estereotipación, marginación” (Harb Muñoz, 2006:14). En sentido similar, Palidda ( 2010).

220

Carlos María Vilas

en la vida o simplemente son felices estimulan la circulación de periódicos y la audiencia de radio y televisión mucho menos que la morbosidad y la truculencia. El clamor por la inseguridad es también un excelente argumento para incrementar el presupuesto de la policía. Pero por más inflados o manipulados que sean, los miedos humanos se refieren a hechos o circunstancias reales, o por lo menos, verosímiles. El miedo a ser víctima de un asalto o un asesinato no existiría o sería mucho menor sin asaltantes y asesinos, y el miedo a perder el empleo a manos de un inmigrante se basa no sólo en un prejuicio social o racial sino en el nivel alcanzado por la tasa de desempleo en el país receptor. La manipulación que exacerba el miedo de las personas o los grupos y los lleva a reclamar más coacción hacia los otros debe tener, para ser efectiva, un mínimo de asidero en el mundo perceptible. Indagando si es mejor para el gobernante “ser amado que temido”. Ma quiavelo admitió que ambas cosas son convenientes, “pero siendo difícil que estén juntas, mucho más seguro es ser temido que ainado, en el caso que falte uno de los dos”; ello, porque “los hombres temen menos ofender a quien se hace amar que al que inspira temor” (El Príncipe, XVII). Maquiavelo fue consciente, sin embargo, de que puede resultar contraproducente tensar excesivamente la cuerda del miedo porque, cuando éste se transforma en odio, suele abrir las puertas a la confrontación y eventualmente a la eliminación dé lo que se temedetesta. 5  No hay hipótesis sólidas respecto de los mecanismos sicológicos o sociopolíticos que dan lugar a ese abrupto viraje, pero sus efectos usualmente son traumáticos. Acontecimientos masivos y violentos como los que tuvieron lugar en Rumania en diciembre 1989, Albania en 1997, Túnez y Egipto en enero y febrero de 2011, ilustran sobre el veloz e inesperado cambio de ánimo de las masas; poblaciones que durante largos períodos estuvieron sometidas a formas dictatoriales de dominación estallan y protagonizan virulentos alzamientos contra las fuerzas represivas, asaltan, saquean e incendian edificios públicos y en algunos casos provocan la caída del gobierno hasta entonces temido... y odiado. Inseguridad y miedo no predicen, por sí mismos, comportamientos políticos determinados. Así como, siguiendo los razonamientos de Hobbes y Spinoza, en los ejemplos anteriores se puso de relieve su capacidad para inducir obediencia o dar más recursos a quien ejerce el poder, en otras situaciones el miedo puede alimentar desobediencia y rebelión. Esto es particularmente así cuando el poder político es percibido como el productor o el avalador de los factores de inseguridad, o es visto como ineficaz en la provisión de seguridad. Cuando el desempeño efectivo de las agencias estatales o las políticas públicas aparecen ante los ojos de muchos como cómplices o promotoras de transformaciones regresivas en las condiciones de vida de sectores importantes de la población y en la inseguridad resul B. El periodista Luis Bruschtein (2012) recupera este argumento en el análisis de la coyuntura política argentina.

tante (represión de quienes protestan, ilegalización de sus organizaciones políticas o gremiales, evicción de campesinos o de ocupantes de terrenos fiscales o de viviendas abandonadas, etc.), pueden llegar a configurarse condiciones favorables a un cuestionamiento del poder establecido, como se vio en los ejemplos que presenté antes. Lejos de ampliar la base de sustento de la autoridad gubernamental o de reclamar de ésta mayor eficacia coactiva, la reacción apunta a una deslegitimación del gobierno e incluso del esquema social de poder en que éste se apoya, apelando a cursos de acción directa al margen y en contra de las instituciones establecidas. En éste como en el caso anterior la dirección o el sentido efectivamente asumidos por las respuestas o reacciones colectivas es el resultado final de la intervención de una variedad de elementos, entre los que destacan diversos tipos de predicadores (periodistas, agitadores, sacerdotes, activistas políticos o ideológicos...) que abogan tanto a favor de la mano dura  como de la protesta o la rebelión. La politóloga Judith Shklar, de la Universidad de Harvard, acuñó el concepto de “liberalismo del miedo” para referirse a la posibilidad de hacer del miedo a la crueldad y otras tropelías del poder una fuerza de prevención de esos males basada, precisamente, en el "miedo al miedo” que paraliza y entrega inermes a los individuos a quien ejerce sobre ellos el mal (Shklar, 1982, 1984). Apoyándose en Montaigne, filósofo y ensayista francés que vivió en medio de las guerras de religión y de poder en la Francia del siglo XVI, Shklar afirma que la finalidad de una política inspirada en la doctrina liberal debe estar orientada a la promoción de todas aquellas conductas e instituciones, estilos de vida pública y privada, que reducen la probabilidad de acciones intencionales de producción de dolor físico o espiritual y crean las condiciones necesarias para el ejercicio de la libertad individual, o contribuyen a ello. El “miedo al miedo” sería la respuesta anticipada al miedo generado para causar sumisión y privaciones, algo así como el “temor saludable” de las democracias respecto de las dictaduras mencionado por Tocqueville (La democracia en América, L. II, 4ª   parte, cap.  VII in fine).6 Los horrores, los sufrimientos infligidos a la humanidad por las guerras, la violencia, el terror estatal, son enfocadas como otras tantas fuerzas que impulsan a las sociedades a promover las prácticas y los valores opuestos: la tolerancia, el diálogo, la solidaridad, la defensa de la democracia. Lejos de paralizar, el “miedo al miedo” impulsa a los individuos a emprender ac ciones positivas conducentes a una mejor convivencia cívica, a una especie de cuidado protector de las instituciones y las prácticas qué garantizan él ejercicio de la libertad. La obra de Shklar alcanzó amplia repercusión en la filosofía política estadounidense (Rawls, 1995; Levy, 2000; Keohane, 2002; Robin, 2009, entre otros) e influyó en algunas investigaciones recientes llevadas a cabo 6. Véase también la Carta sobre la tolerancia de John Locke ( 1689).

222

Carlos María Vilas

en sociedades que atravesaron por procesos prolongados y particularmente dolorosos de guerras internas; curados de espanto por los estragos bélicos, los sobrevivientes al conflicto parecen prestar más atención a las redes de solidaridad, los niveles de participación social y política son más elevados que en los escenarios previos a los conflictos, el capital social  (ver infra) resulta más denso (Bellows y Miguel, 2006; Bellows, 2009; Blathman, 2009). Pero el liberalismo doctrinario de Shklar no le permite reconocer que no toda tolerancia practicada con cualquier adversario garantiza las mejores, o las menos malas, condiciones para la preservación de la libertad. La tolerancia de la república de Weimar dio tiempo, espacios institucionales y recursos al partido nazi para alcanzar el control del gobierno y poner fin a la tolerancia democrática y al ejercicio de la libertad. Traducido al lenguaje de la política en escenarios de desigual distribución de los recur sos de poder, las recomendaciones del “liberalismo del miedo” implican el descarte de los esfuerzos por alcanzar “lo mejor” por el miedo de terminar en “lo peor”; las consecuencias prácticas son la desmovilización, el acomodamiento a lo existente, el “no hagan olas” en él fondo el reconocimiento de una estructura de dominación en la cual “lo mejor” es adecuarse a "lo que hay”. El supuesto epistemológico de Shklar es que en el fondo todas las contradicciones, o conflictos, son transables mediante el ejercicio de la razón (un asunto ya discutido en un capítulo anterior). Proposiciones generales como las del “liberalismo del miedo” no parecen darse cuenta de la dificultad de “aterrizar” en los casos concretos a los que la política se enfrenta. Todas las grandes revoluciones, que abrieron puertas a avances sustanciales en materia de derechos, justicia, igualdad y libertad, tuvieron lugar en respuesta a la intolerancia y la iniquidad de los regímenes establecidos cada vez que éstos se vieron amenazados en su sobrevivencia por las aspiraciones de libertad de los pueblos subyugados. La generación intencional de miedo desde el poder como medio de generar obediencia alcanzó manifestaciones extremadamente perversas en los casos de terrorismo de Estado.  Las dictaduras militares latinoamericanas del último tercio del siglo XX han sido analizadas a veces como un ejemplo de regímenes oprobiosos sin otra base relevante de sustento que su capacidad para producir una “cultura del miedo” en la población a través de la violación masiva de los derechos humanos, la desaparición forzada de personas, el recurso sistemático a atroces torturas de opositores o sospechados de serlo. El miedo suscitado por estos hechos, se argumenta, habría generado un efecto de parálisis volitiva masiva, confinando a la población a la aceptación de los regímenes así impuestos. Acciones tan odiosas no sólo apuntaban a eliminar físicamente a quienes se consideraba opositores al régimen, sino también, y posiblemente sobre todo, a impactar de manera ejemplarizadora en el resto de la población (Lechner, 1990). Varios estudios señalan, además, la continuidad de los efectos de esas acciones sobre el comportamiento y

Miedos y afectos

223

las representaciones de mucha gente aun después de que los escenarios políticos e institucionales cambiaron. 7 Es cuestionable, sin embargo, reducir la eficacia de esos regímenes para mantenerse en el poder durante tanto tiempo y alcanzar una variedad de objetivos a su sola capacidad de aterrorizar a la población. Tal versión es en gran medida tributaria de la imagen vulgar del totalitarismo nazi o fascista como una fuerza todopoderosa abalanzándose violentamente sobre poblaciones desprevenidas, sometidas a los caprichos y delirios de dirigentes mentalmente insanos y al ejercicio indiscriminado del terror. Como ésta, aquella interpretación no resiste al análisis serio, porque deja de lado la consideración de los factores que contribuyeron a hacer posible el surgimiento y la instalación de esos regímenes, aunque tal análisis arroje conclusiones éticamente desagradables. El miedo existió y paralizó a muchos, pero no resulta convincente explicar solamente por el terror el apoyo que porciones significativas de la población de Alemania e Italia prestaron a ambos regímenes hasta el final, del mismo modo como no resiste al análisis el sostener que la ominosa duración de la dictadura de Augusto Pinochet o la de los generales argentinos se expliquen únicamente por la “cultura del miedo” que instalaron en sus respectivas sociedades. Hubo por supuesto una exitosa siembra de terror, pero también existe evidencia abundante y convincente del respaldo activo que esos experimentos recibieron y retuvieron a lo largo de su desempeño, de porciones importantes de la población en toda la escala social e, incluso, tolerancia o condescendencia respecto del recurso a procedimientos inhumanos. Para mucha gente ese terror era el  precio  que había que  pagar para el restablecimiento del orden; para otra, y no precisamente la menos dotada de recursos económicos o educativos, el respaldo a estos regímenes fue fuente de beneficios pecuniarios considerables. 8

7. Véase, por ejemplo, Green (1999) y Vela, SequénMónchez y Solares (2001) sobre la pervi vencia de los efectos de la violencia en sectores de la población de Guatemala con posterioridad al conflicto bélico que asoló al país durante dos décadas; Bourque y Warren (1989), Manrique (1990), Rodríguez Rabanal (1995) y Burt (2006) sobre similares efectos en el caso de Perú. 8. En septiembre 1983 las principales organizaciones empresariales de la Argentina expresaron en un extenso documento publicado en los principales diarios de Buenos Aires su apoyo al gobierno militar cuando éste ya había aceptado convocar a elecciones y en tres meses más habría de asumir el gobierno civil surgido del voto. Véanse porciones del documento y una lista parcial de organizaciones firmantes en Yofre (2007: 456). En el mismo sentido, Rogelio García Lupo (2006: 289297). Los estudios de Rosenfield y Marró (1997) y Fazio (1997) demuestran el activo involucramiento de las elites económicas chilenas en la dictadura de Pinochet y las ventajas que obtuvieron en reciprocidad a través de una variedad de políticas públicas. Sáenz de Tejada (2004) y varios autores incluidos en Carmack (1991) tratan el espinoso asunto de la cooperación de segmentos de las poblaciones dominadas con el terrorismo de Estado contra sus semejantes. Las memorias de Rudolf Hóss (2009) son perversamente instructivas respecto de la colaboración de los propios prisioneros en el mantenimiento de la disciplina y en el funcionamiento de los campos de exterminio. El politólogo francés Jacques Semelin (2007) ha explorado los factores estructurales y de oportunidad, institucionales y psicológicos,

224

Carlos María Vilas

En el plano de la política internacional, la producción de miedo fue un instrumento de mantenimiento de los equilibrios de poder durante el período de la Guerra Fría en el siglo pasado. La carrera nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y la factibilidad de la destrucción masiva recíproca, actuaron como factores de disuasión de eventuales intentos de alterar el mapa geopolítico diseñado tras la Segunda Guerra Mundial. También sirvieron para cohesionar los respectivos bloques de poder geopolítico y militar y los liderazgos de Washington y Moscú, incluyendo el virtual monopolio de la interlocución estratégica con el otro bloque.

La dimensión afectiva de la política Es innegable que la visión de un cuerpo policial antimotines o la eventualidad de pasar unos cuantos años o el resto de la vida tras las rejas para no mencionar las depravaciones represivas que lamentablemente no son infrecuentes suelen ser argumentos disuasivos de cualquier desafío o desobediencia al poder. Pero el poder político también suscita afecto: por sus acciones, por los objetivos que persigue, por los beneficios que reporta, o por la persona o personas que lo ejercen. Lo señaló Max Weber en medio de las reverberaciones de la derrota militar y la revolución social: “El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor” (Weber, 1919). Ernesto Guevara, el Che, lo expresó en prosa y praxis revolucionaria en su misiva al periodista uruguayo Carlos Quijano:  Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. (Guevara,  1965) * 9

La existencia de una dimensión afectiva como el sustrato más profundo de la relación política fue planteada inicialmente por Aristóteles, quien la identificó con la amistad (Ética nicomaquea,  1155 a, b), en cuanto tal relación se asienta en una idea o sentimiento de justicia colectiva que sólo puede realizarse en la polis; expresa una dimensión simbólica de valores, significados y fines compartidos que se traducen en acciones que conducen al bien del conjunto. Aristóteles no desconoció el sustento material de la individuales y colectivos, que intervienen en la aceptación e incluso el apoyo y la colaboración activa de grupos importantes de población con regímenes genocidas. "Quizás sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más angradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita” (Guevara, 1965). 9.

Miedos y afectos

225

polis en las relaciones de intercambio económico y en las necesidades de la defensa común frente a las amenazas externas, pero en su teoría política ni aquéllas ni éstas son suficientes para darle nacimiento. La polis no es simplemente una comunidad de lugar, de intercambio mercantil o para la defensa común, sino una organización nutrida por una identificación sustantiva con la práctica de la justicia y el desarrollo de la virtud ciudadana de sus miembros ( Política, 1280b). Es una idea similar a la de los revolucionanos franceses, que hicieron de la  fraternidad  uno de sus tres pilares emancipatorios. La amistad política no excluye el desarrollo de conflictos dentro de la comunidad, pero les impone límites en cuanto supone una afinidad sustancial entre los adversarios por su común pertenencia a la polis. La teoría política medieval abandonó la dimensión democrática de la formulación aristotélica y refirió la afectividad política a un supuesto carácter paternal del gobierno: lo mismo que un padre afectuoso debe velar por sus hijos, así también el monarca debe hacerlo por sus súbditos. Lo que en Aristóteles tenía como objeto destacar la superioridad de la polis respecto de cualquier otra modalidad de asociación ( Política, 1252a), en el Medioevo abonó el poder del señor feudal sobre vidas y patrimonios de sus súbditos, y el del monarca absoluto en los comienzos de la modernidad, así como sus pretensiones de un derecho divino a gobernar. Por reacción a sus efectos prácticos, también estimuló la elaboración de las diversas variantes del derecho al tiranicidio y a la resistencia a la opresión; el deber de justicia que los humanos tenemos unos respecto de otros nos habilita a enfrentar al mal gobierno y a procurar su reemplazo. En la Inglaterra del siglo XVIII Edmund Burke reconoció la presencia de una dimensión de afectividad constitutiva de la relación política como un aspecto de su discusión respecto de la naturaleza de la representación; sin rechazar la relevancia de los juicios racionales en el ejercicio de la política, los presentó como parte de una relación fuertemente signada, asimismo, por factores afectivos. Opuesto a la tesis del mandato imperativo porque, en su opinión, éste restringe la autonomía de acción del representante y la subordina a la voluntad o los humores mutables de sus mandantes, Burke sostuvo el principio de la representación de intereses. De acuerdo con esto, el representante no se vincula con sus representados por una relación jurídica, por su identidad sociológica o por una misma pertenencia territorial o proximidad física, sino por su capacidad para identificar los intereses en cuya promoción interviene (Burke, 1774, 1780). En tal sentido, distinguió entre la representación legal producto de la emisión del sufragio y de los marcos legales, y la “representación virtual” que puede tener lugar en su ausencia, sea porque existen grupos de población privados del derecho al voto o por otros motivos. Esta segunda modalidad define “una comunión de intereses y una simpatía en los sentimientos y los deseos de quienes actúan en nombre de cualquier categoría de gente y aquellos en cuyo nombre

226

Carlos María Vilas

actúan, aunque los representantes no hayan sido efectivamente elegidos por ellos” (Burke, “Letter to Sir Hercules Landrishe, M.P. on the subject of  the Roman Catholics of Ireland, etc.”).  Tal concepción de la representación integra la visión que Burke tenía respecto de la formación de los Estados y la organización de los regímenes políticos, a los que consideraba productos de la evolución histórica de las sociedades, de la cultura y las costumbres sedimentadas por el paso del tiempo. Una percepción que lo llevó a celebrar la independencia de las colonias de Norteamérica y a enfrentarse a la Revolución Francesa.10 Burke establece una distinción entre la relación jurídica, racional, de representación y la representación política de los intereses basada en la solidaridad y la confianza. La primera se asienta en un vínculo legal pero no predica, necesariamente, sobre su contenido; la segunda existe en virtud de una relación espiritual que se apoya en los intereses respecto de los que versa la representación. Las creencias y los valores desempeñan un papel sustantivo en la generación de la relación de confianza política, pero tal relación nunca es totalmente subjetiva: para que exista y persista debe producir resultados concretos que sean compatibles con los intereses que se afirma representar. Lo distintivo de la relación de representación, así concebida, es la dimensión afectiva que se entrelaza con la dimensión racional; ésta habilita una correcta percepción de los intereses que están en juego y cuya defensa o promoción compete al representante, pero es aquélla la que confiere consistencia e intensidad a la representación. Ese afecto se refiere a los intereses más que a los interesados, a los asuntos más que a quienes He benefician directamente de ellos, de ahí la crítica que Burke dirige al mandato imperativo, que subordina al representante a los vaivenes de la opinión de los mandantes. El ejercicio de la representación reconocido por la legislación a los partidos y a otras instituciones formales tiene lugar, para Burke, sobre la base de una representación sustantiva que le preexiste; el voto explicita y formaliza objetivamente una vinculación subjetiva, emocional, anterior a la legal. La posición de Burke choca con la concepción liberal convencional y puede prestarse a interpretaciones antojadizas tanto del concepto de representación como de la identificación de cuáles son los verdaderos intereses cuya representación se asume. Por eso agrega que, aunque muchas veces la representación virtual es mejor que la legal, ella no puede tener una vida prolongada ni segura si no se asienta en ésta; la confianza en las personas debe conjugarse con la confianza en las instituciones para que la representación de los intereses alcance mayor solidez. Los intereses a que refiere Burke son ante todo intereses económicos y comerciales de determi10. El primer capítulo de las Consideraciones sobre el gobierno representativo, de John Stuart Mill (“Hasta qué grado las formas de gobierno son materia de elección”), es una crítica de los argumentos de Burke, aunque sin nombrarlo.

Miedos y afectos

227

nadas categorías sociales. En este punto es pertinente señalar la proximidad conceptual entre su concepción de la representación virtual de intereses y la representación de las clases sociales planteada por Marx en El dieciocho  Brumario de Luis Bonaparte: lo que convierte a un individuo u organización en representante de un grupo social no es la pertenencia a ese grupo, afirma Marx; los representantes pueden estar “a un mundo de distancia” de ellos “por su cultura y su situación individual”. Son sus representantes porque “no van más allá, en cuanto a mentalidad” de donde va la clase en sistema de vida y por lo tanto “se ven teóricamente impulsados a los mismos problemas y a las mismas soluciones a que impulsa [a la clase] prácticamente, el interés material y la situación social” (Marx, 1852).11

El carisma del poder 

.... Lo relevante del planteo de Burke, a los fines de mi argumento, es su señalamiento de esa dimensión de confianza y afectividad de la que se nutre la relación política por encima de convenciones formales y de recaudos legales: un asunto que aparece y reaparece, por ejemplo, cada vez que entran en escena esos liderazgos fuertes que Weber denominó carismáticos. La dominación carismática de la sociología weberiana apunta a dar cuenta de la conducción política y del acatamiento al poder como efecto de un sentimiento afectivo que liga al líder con sus seguidores. Ese sentimiento es producto, dice Weber, del reconocimiento en la persona del dirigente de ciertos atributos extracotidianos, reconocimiento que alimenta una relación emocional usualmente intensa entre éste y sus adeptos (Weber, 1922: 193 ss.; 848 ss.). En la medida en que no es algo objetivo o un atributo que el dirigente posee, sino algo que otros reconocen en él, el carisma es impredecible. La formulación weberiana pone el acento en el carácter personalizado de la relación de dominación, pero reconoce que la afectividad que nutre la relación también se registra, en determinadas circunstancias, respecto de algunas organizaciones hacia las cuales sus integrantes prestan una 11. Existió también otro punto de contacto entre Burke y Marx (pese al desprecio que éste manifestó respecto de aquél): su preocupación por la situación de Irlanda (cuna de Burke) y el trato colonial ejercido sobre ella por el gobierno británico (a lo que Marx agregó la denuncia y el activismo en tomo a la situación miserable y la explotación de los trabajadores irlandeses en Inglaterra). La concepción de Burke de la representación política ha sido discutida por varios autores: Pitkin (1985, cap. 8); Accarino (2003: 61 ss.); Chapman (1967: 136167), entre otros. El contrapunto entre afecto y razón, entre factores particulares sólo discernibles por vía de interpretación y valoración, y procedimientos formales abstractos, destaca cierta ambigüedad en el pensamiento de Burke un hombre frecuentemente más preocupado por el efecto político de sus argumentaciones que por la sistematicidad de éstas. La elaboración de Burke acerca de la representación virtual en ocasiones fue descalificada por sus adversarios políticos, que alegaban que se trataba de una construcción retórica con el objeto de justificar sus reiteradas ausencias del distrito al que representaba en el Parlamento.

228

Carlos María Vilas

notable, disciplinada y fervorosa adhesión. La hipótesis de una rutinización del carisma alude precisamente al traspaso de las virtudes inicialmente identificadas en el dirigente a una organización que éste funda o inspira (un partido político o una congregación religiosa, por ejemplo) y a la relación de afecto y obediencia que trasciende la vida del fundador.12 Importante como es, la vertiente subjetiva no agota la relación caris mática. La creencia en las dotes personales del dirigente debe trascender al mundo de las experiencias sensibles y los efectos prácticos. El carisma es una vocatio,  un “llamado interior” que se traduce en obras; algo que la gente reconoce en el líder a través de su comportamiento exterior. Si la corroboración falta de un modo permanente “y sobre todo si la jefatura no aporta ningún bienestar a los dominados”, hay la probabilidad de que la autoridad carismática se disipe. Los “productos” que el titular del poder ofrece a sus seguidores son de la más variada naturaleza: libertad de la opresión extranjera o de un dictador, superar una catástrofe, vencer en una guerra, poner fin a las penurias económicas u otros. De la misma manera, lo que el adherente espera del dirigente o de la organización cubre un arco muy amplio de aspiraciones. El vínculo afectivo con el líder y la identificación de las masas con él pueden ser de intensidad tal que, en determinadas circunstancias, sobrevivan al dirigente y conviertan su nombre en consigna de movilización y lucha. Ese efecto puede ser relativamente independiente de las características personales del dirigente y se vincula más bien a las expectativas que la gente deposita en él. El dirigente desaparecido es convertido en símbolo e inspiración política de las acciones de sus seguidores. En abril de 1948 el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá detonó una insurrección popular que abrió una nueva, prolongada y particularmente traumática etapa en la historia contemporánea de Colombia. En Nicaragua el asesinato del periodista y dirigente conservador Pedro Joaquín Chamorro en enero 1978 provocó la primera manifestación masiva de adhesión a la insurgencia sandinista y marcó el inicio del fin de la dictadura de la familia Somoza. Pueden agregarse en este mismo sentido a figuras como Augusto Sandino, Eva Perón, Che Guevara, para sólo mencionar los casos más conocidos. La identificación con el líder más allá de su desaparición física indica la idea de un programa de acción que quedó inconcluso y la decisión de honrar la 12. Esta misma idea se encuentra presente en la sociología jurídica de Maurice Hauriou y su teoría de la institución (Hauriou, 1925). Horowitz (1964) elaboró el concepto “carisma de partido” para referirse a una variedad de organizaciones políticas activamente involucradas en los procesos de lucha anticolonial y antiimperialista en las décadas de 1950 y 1960, y a la intensa adhesión suscitada en sus partidarios, así como en los valores y virtudes que éstos reconocían en la organización y su lealtad a ella, a su programa, a sus dirigentes. Véanse también las reflexiones de Neumann (1968: 250 ss.), muy influenciadas por la experiencia nazi. Deusdad Ayala (2001) lleva a cabo una revisión amplia del modo en que la teoría social ha encarado, antes y después de Weber, este complejo asunto.

Miedos y afectos

229

voluntad del conductor muerto en el empeño, o a causa, de convertir ese programa en realidad. En su formulación idealtípica la relación carismática denota una alta intensidad emocional. La energía que alimenta esa relación no proviene del dirigente sino del grupo. Su ámbito más propicio son los momentos de grandes crisis y conmociones sociales o políticas, situaciones extraordinarias en las que los referentes institucionales de la acción social revelan ineficacia para ordenar el conjunto y preservar un sentido colectivo de unidad; escenarios que crean una oportunidad particularmente propicia para este tipo de dirigentes: los pilotos de tormenta, los salvadores de la patria, los fundadores de un Estado, los grandes profetas. Son situaciones extraordinarias en el sentido de no previsibles de acuerdo con el desarrollo esperado de los hechos. Pero no son enteramente ajenas al propio líder carismático, cuyas acciones pueden provocarlas o acentuarlas, convirtiéndolo objetivamente y de manera dual en un factor de la crisis y en un elemento de su resolución; el dirigente carismático es una respuesta a las circunstancias extraordinarias pero también puede actuar como un ingrediente e incluso un detonante o un catalizador de ellas. Luciano Cavalli (1999) menciona en este sentido el regreso de Lenin a Rusia a principios de 1917 como resultado de su acuerdo con el gobierno alemán que estaba en guerra contra el imperio zarista y el papel dirigente que rápidamente alcanzó en el Partido Bolchevique una vez en terreno, las iniciativas de Hitler desde el  pustch de Munich y al Mahatma Gandhi con acciones como el estilo de vida adoptado en Ahmadabad o la marcha al mar de Omán contra el impuesto a la sal. En el mismo sentido, podría incluirse la política laboral impulsada por el entonces coronel Perón desde la Secretaría del Trabajo o el desembarco del pequeño grupo de guerrilleros cubanos dirigido por Fidel Castro a fines de 1956: actos heroicos, transgresiones y rupturas de precedentes que abonan la adhesión de la gente.13 La atribución popular de virtudes políticas extracotidianas que cimenta la relación carismática es independiente de la posición o el “lugar” del sistema político en que el dirigente se encuentra; tampoco existe una relación relevante con lo que convencionalmente se considera  grado o nivel de des arrollo  del sistema político (por ejemplo, solidez de la matriz institucional, secularización de las prácticas políticas, etc.). Se asienta, antes bien, en la capacidad desplegada por el dirigente para intervenir exitosamente en asuntos considerados relevantes por la gente y en la creencia de ésta en la existencia de esa capacidad. La respuesta que el líder aporta a los desafíos tampoco tiene un signo ideológico predeterminado (en el sentido de las distinciones convencionales de izquierda y derecha u otras equivalentes); 13. Ronald Glassman (1975) llamó la atención, en cambio, sobre la fabricación del carisma por los modernos medios de comunicación masiva y la consiguiente construcción mediática de liderazgos supuestamente carismáticos como parte de la llamada “política espectáculo”.

230

Carlos María Vilas

éste depende más bien de la conjugación de una variedad de circunstancias, incluyendo la configuración de los escenarios sociales y políticos anteriores a la manifestación de las situaciones extraordinarias. Las masas obreras de San Petersburgo reconocieron los liderazgos de Lenin y Trotski y crearon las condiciones para que Rusia emergiera del descalabro de la guerra por la vía de la revolución bolchevique; en cambio, una porción importante de sus homólogas de Alemania vio la redención social en Hitler y el Partido Nacionalsocialista. Max Weber (1922:864) percibió en el estadounidense Theodore Roosevelt una encarnación moderna del liderazgo carismático y de sus inevitables conflictos con la política racional de la democracia representativa. Protagonista de lo que la historiografía estadounidense ha denominado “era progresista”, hombre de cuna aristocrática y gran cultura, durante su presidencia (1901 1909) combinó la política exterior del “gran garrote” hacia el Caribe y América Central con un programa doméstico de reformas sociales moderadas. Consideraba el gobierno una especie de árbitro de las fuerzas económicas en conflicto y desarrolló una actividad importante para limitar las maniobras monopólicas de las grandes corporaciones; fue un decidido partidario de la ley Sherman de regulación de los monopolios, al mismo tiempo que favoreció la secesión de Panamá respecto de Colombia y la construcción del canal; su “corolario” de 1904 a la “doctrina Monroe” previno el establecimiento de bases militares europeas en el Caribe, garantizando para Estados Unidos un derecho exclusivo de intervención en el área. El fuerte peso de su personalidad lo llevó a romper con la máquina electoral del Partido Republicano, al que pertenecía. En su intento por volver a la presidencia en 1912 recurrió al pequeño Partido Progresista, a cuyo frente se colocó y desde donde enfatizó una retórica de masas fuertemente movilizadora a partir de la exaltación del “americano común” (algo que impresionó a Weber). La primacía del factor personal se hizo evidente tras la derrota de Roosevelt: el partido virtualmente desapareció de la escena política.14

El poder de los afectos Del mismo modo como el poder suscita afectos, también se construye poder a partir de ellos. Los linajes y las redes de amistad han sido y siguen siendo una base estratégica de armado de relaciones estables de poder. El origen de la mayoría de los Estados modernos se remonta a la capacidad de algunas familias y grupos de parentesco de organizar un sistema

14. Comprensiblemente, Roosevelt goza de pésima fama en América Latina por sus tropelías imperiales en el Caribe y Centroamérica; su figura ha quedado grabada en la memoria de varias generaciones de latinoamericanos gracias al ambiguo poema “A Roosevelt”, de Rubén

Miedos y afectos

231

estable de poder político a partir de las relaciones de sangre y de afinidad, cuestión que fue tempranamente advertida por Bodin (Los seis libros,  I, 6). Las familias son el núcleo original del Estado. Al salir del ámbito del hogar, los jefes de familia se despojan de su condición de amo o señor y se vuelven iguales a los demás jefes de familia. Las pasiones humanas impiden que se forme de manera pacífica una sociedad de iguales y “arman a los hombres unos contra otros” (Spattola, 2005). En vista de esto, los jefes aceptan someterse al mando de un caudillo para coordinar sus fuerzas y alcanzar la victoria sobre sus oponentes. La ramificación de las relaciones entre los  jefes y entre éstos y sus principales subalternos a través de alianzas matrimoniales y de parentesco ficto (compadrazgo, adopciones) hizo posible la constitución de linajes y dinastías. Durante casi mil años la casa de los Capeto protagonizó directamente y a través de amplias redes familiares (Anjou, Borbón...) el poder monárquico europeo; las disputas políticas que abrieron las puertas del Estado moderno en Inglaterra se centraron en torno a las casas de Lancaster, York y Tudor; las de la Italia renacentista giraron en torno a las disputas entre los Medici, los Borgia, los Orsini, los Colonna y otras familias igualmente prominentes. Durante siglos los arreglos matrimoniales y la subsiguiente fusión de los linajes fueron un instrumento estratégico de la política europea. Los históricos conflictos entre los reinos de Castilla y Aragón se resolvieron mediante el matrimonio de las cabezas de ambas casas; la alianza entre el reino de Francia y el Imperio  AustroHúngaro fue consolidada por los esponsales entre el futuro Luis XVI y la hija del emperador Francisco I y María Teresa de Austria. El recurso a la consanguinidad y la afinidad para la construcción y el mantenimiento del poder no se limitó a las grandes dinastías reales; similares lazos eran frecuentes en la alta burocracia.15 El mundo eclesiástico no escapó a estas prácticas. El recurso al nepotismo—la dispensa de cargos, favores políticos y pecuniarios hacía los parientes fue una de las bases de sustentación del poder papal y del colegio cardenalicio de la Iglesia de Roma desde la Baja Edad Media hasta bien entrados los tiempos modernos. Enfocado a veces por los analistas desde una perspectiva moral y consiguientemente repudiado como una forma de corrupción e incluso de violencia contra los dogmas religiosos y éticos por cuya pureza y observancia los prelados debían velar, el nepotismo permitió al Papa en ejercicio contar con una burocracia políticamente 15. Wolfgang Reinhard (1996) señala, como ejemplo de una realidad más extendida, que en la Francia de Luis XIV el círculo de ministros más próximo al monarca estaba integrado por miembros de los “clanes” (sic) Colbert y Le TellierLouvois. “Por razones de seguridad esos mismos clanes estaban vinculados entre sí por relaciones de afinidad”. Por su parte, el erudito estudio de Michel Bertrand sobre la Real Hacienda de Nueva España permite apreciar la fuerte incidencia de las redes familiares, las amistades y el clientelismo en el acceso a los cargos más relevantes, las redes de linaje y afectivas que se tejían entre sus detentadores y la preservación de esos cargos dentro de las elites (Bertrand, 2011).

232

Carlos María Vilas

confiable para la alta administración de los asuntos terrenales, así como generar o mantener vías de relacionamiento con la nobleza romana. Esa vinculación tenía normalmente un valor estratégico pues de esa nobleza provenía la mayoría de los cardenales de más fuerte gravitación política y que integraban el Colegio cardenalicio que elegía al Papa, y eran también los nobles romanos quienes comandaban la potencia políticomilitar del Estado pontificio. Las revoluciones burguesas removieron obstáculos a la expansión del capitalismo y crearon instituciones políticas abiertas a la participación de nuevos actores sociales. Junto a su exaltación de la libertad individual y la soberanía del pueblo, las nuevas clases burguesas desplegaron estrategias de construcción de poder en redes de vinculación personal homologas a las que, a través de la sangre, tejían las dinastías monárquicas y nobiliarias. El advenimiento de la sociedad industrial y de masas y la generalización de los procedimientos de la democracia representativa acotaron, pero no eliminaron, la gravitación de las redes familiares. El estudio de Lynn Hunt sobre la Revolución Francesa destacó la importancia de las relaciones de parentesco en la formación de las nuevas estructuras de poder, especialmente en las provincias; la debilidad o ausencia de organizaciones políticas, la falta de experiencia de muchos nuevos funcionarios en el manejo administrativo y político, generaron un vacío institucional que fue llenado con relativa facilidad por las redes de parentesco. De acuerdo con esta autora, “La red social más fuerte dentro de la clase política era la familia” (Hunt, 2008: 286). El vigor y al mismo tiempo la ductilidad de esos entramados permitió hacer frente airosamente a profundas transformaciones y convulsiones políticas y sociales; los lazos familiares aseguraron una continuidad “de bajo perfil” en la administración y en la política. La clase social, como unidad de pertenencia y de referenciamiento, no existe únicamente como un grupo unificado por relaciones de propiedad de activos o determinado nivel de ingresos monetarios o entrelazamiento de intereses económicos; es un entramado de relaciones de parentesco y amistad, criterios de prestigio, acceso a determinadas instituciones educativas y sociales, que generan una comunidad de percepciones, valores, intereses, hábitos, gustos y visiones del mundo, pautas de consumo y patrones de residencia que van mucho más allá de lo simplemente económico, por más que en definitiva ese entramado esté asentado en él. El propio Marx (1852) reconoció que la formación de una clase depende tanto de la situación económica como de la cultura, la conciencia y la posición social, y los estudios sobre su vida familiar muestran la importancia que él mismo asignaba a las dimensiones simbólicas y los convencionalismos de la pertenencia a una clase (por ejemplo, Kapp, 1979: 43 ss.). La permanencia de la clase a través del tiempo se sustenta en la posibilidad de transferir intergenera cionalmente los patrimonios y ese particular “capital social”, y en esto las alianzas matrimoniales siguen siendo estratégicas a pesar del auge de

Miedos y afectos

233

las sociedades por acciones y otras formas despersonalizadas de transmisión de activos, prestigios y convencionalismos (Bourdieu, 1972). El papel de las familias en la reproducción de la clase fue destacado por Schumpeter (1951), pero Simmel ya había analizado en Filosofía del dinero  la interrelación entre matrimonio, dinero y prestigio de clase. Aun en sociedades de una gran movilidad social la gente tiende a casarse con miembros de su propia clase, es decir del mismo o parecido nivel económico y educativo, referentes axiológicos, trayectorias de vida; la pertenencia familiar (lo que usualmente se conoce como “portación de apellido”) resulta un activo importante para el ingreso a posiciones de poder tanto en el ámbito empresarial como en el de la política. Harold Laski fue uno de los primeros en investigar de manera sistemática las articulaciones entre lazos de familia, pertenencia de clase y poder político. Su estudio de la composición de los gabinetes del gobierno británico durante las últimas décadas del siglo XIX y el primer cuarto del siguiente demostró que aun después de la extensión del sufragio a las clases medias urbanas (1832) y a los trabajadores urbanos especializados (1867), la mayor parte de los cargos de gobierno siguió en manos de un pequeño número de grandes propietarios pertenecientes a una reducida cantidad de familias cuyas relaciones sociales, pertenencia a la nobleza y acceso a determinadas instituciones educativas les permitía mantenerse en niveles de decisión política vedados a la mayoría de la población formalmente habilitada para ese mismo ejercicio. 16  En sentido similar ha podido hablarse en Centroamérica de una “dinastía de los conquistadores” (Stone, 1975) para indicar a un grupo de familias extensas, descendientes directas de los guerreros, burócratas y mercaderes españoles del siglo XVI, que han persistido hasta hoy como actores relevantes en el juego del poder de la región, atravesando con éxito las turbulencias del paso de la colonia a la independencia, las guerras civiles y las reformas liberales en el siglo XIX, el surgimiento de nuevas clases sociales, las transformaciones de la estructura económica e incluso las revoluciones sociales del siglo XX, merced a una notable habilidad para la adaptación y la negociación (Balmori et al.,  1990; Casaús Arzú y García Giráldez, 1996; Vilas, 1996a). Con menos notoriedad y persistencia

16. De los 69 ministros que ocuparon estos cargos entre 1885 y 1905, 40 pertenecían a la nobleza y 52 habían egresado de Oxford y Cambridge; en el período 19061916, 25 de 51 ministros pertenecían a la nobleza y 36 se habían graduado en esas dos universidades (Laski, 1917:177 220). Richard Tawney (1945), comentando este estudio, concluye: “Pasar de estas cifras a los pronósticos de cambios sociales catastróficos aventurados en 1832 y en 1867, es recibir una lección sobre la vanidad de las profecías políticas. De todas las instituciones afectadas por el advenimiento de la democracia política, el sistema tradicional de un gobierno dirigido por un pequeño corrillo de ricas familias fue la que menos cambió durante medio siglo” (9798). Gio vanni di Lampedusa narra, en su novela II Gattopardo, los esfuerzos de las viejas aristocracias para adaptarse a los nuevos tiempos apelando a las estrategias tradicionales de alianza y cooptación matrimonial con individuos de las clases burguesas en ascenso.

234

Carlos María Vilas

se registran situaciones similares en algunas sociedades sudamericanas e incluso en algunos regímenes comunistas (Pieke, 1995). Las redes familiares de poder no son inmunes a los cambios políticos y sociales que sus sociedades experimentan, pero con frecuencia han demostrado una notable capacidad de adaptación, a medida que la insti tucionalidad capitalista se desarrolla y se consolidan nuevos mecanismos y procedimientos despersonalizados de mantenimiento y transferencia intergeneracional de la riqueza y el poder político (sociedades por acciones, instrumentos financieros, fundaciones, partidos políticos). El poder de las familias notables debe coexistir, competir y eventualmente asociarse con el de nuevas “familias políticas” cuya estructuración no se basa en vínculos de consanguinidad o de afinidad sino en amistades personales, coincidentes trayectos educativos, afinidades ideológicas, ocupación de cargos burocráticos, que abonan la configuración de grupos informales relativamente estables y cohesión interna tan fuerte que avala el recurso a la analogía “familia”, y que actúan en el interior de las organizaciones formales de la política o los negocios. El resultado es la competencia y la articulación entre una  política representativa  basada en el principio “una persona un voto” y en la igualdad abstracta de los ciudadanos individualmente considerados, y una política de redes sustentada en las lealtades de la sangre, la amistad, el compañerismo.17 Existe cierta proclividad en la politología influenciada por las corrientes denominadas neoinstitucionalistas a interpretar la gravitación de las redes informales de poder en general, y en particular las redes de parentesco, como una prueba de la mala calidad institucional del sistema político o como la persistencia de ingredientes tradicionales  en sistemas modernos o  posmodernos.  Esas redes destacarían la persistencia de criterios particularistas, subjetivos y en definitiva irracionales en la toma de decisiones y en general en el ejercicio del poder y el desenvolvimiento de la gestión pública, que minarían la necesaria previsibilidad de los actos de gobierno y entorpecerían el funcionamiento de los mecanismos de fiscalización ciudadana (por ejemplo, Spiller y Tommasi, 2007; Levitsky y Murillo, 2004). En 17. Véanse por ejemplo Bourdieu (1989), Kadushin (1995) para la Francia contemporánea; sobre el caso español Robles Egea (1996), Mills (1957) y Moore (1979) sobre la “elite nacional” del poder en Estados Unidos; Zeitlin y Ratcliff (1988) sobre la gravitación de las redes do familia en la política chilena a lo largo del siglo XX; Camp (2002) en lo que toca al México de hoy. En Filipinas los lazos familiares son un ingrediente estratégico en la estructura y el funcionamiento de la política a lo largo del siglo XX y en nuestros días: Gutiérrez et al.  (1992), Rivera (1994), McCoy (1994), Conde (2009), Onishi (2010a, 2010b). Ferrari (2008) destaca el papel de las relaciones de parentesco y amistad en la construcción de poder político en la  Argentina en las primeras décadas del siglo XX; Behrend (2011) y Ortiz de Rozas (2011) estudian el asunto desde la perspectiva de los “juegos cerrados” de la política contemporánea en algunas provincias argentinas. Ante esta abrumadora evidencia, es sorprendente la posición de Gellner (1994, cap. 2), virulenta y de tonalidades racistas, contra la “política de redes” en algunas sociedades islámicas.

Miedos y afectos

235

medida mayor o menor, estas lecturas tributan a una visión idealizada del sistema político de Estados Unidos y al tipo de teoría política predominante en algunas universidades de ese país. Más allá de la desigual adecuación de esa visión con el ejercicio efectivo de la política estadounidense y de la pertinencia de tal referente para el estudio de la política en otras sociedades, el enfoque revela una reducción de lo institucional a lo institucional  formal y un desentendimiento de la dimensión de la práctica política que se refiere a los resultados que ella recoge desde la perspectiva de los fines que los actores le fijan; como corolario de esto, “lo que importa no es tanto qué se hace, sino cómo se hace” (Tommasi, 2011). Existe también una cierta circularidad en el argumento: estos sistemas políticos son de baja calidad institucional debido a la persistencia y fuerte gravitación de estas redes informales, y al mismo tiempo la preservación de estas redes informales se explica por la baja calidad institucional. No debe extrañar entonces que la receta para terminar de una vez y supuestamente para siempre con esta circularidad sea una buena y drástica terapia de shock  al estilo de las recomendadas y aplicadas en la década de 1990 de cuya implementación varios de los practicantes de estos enfoques fueron partícipes claramente encaminadas a establecer no sólo cómo hacer “las cosas”, sino qué cosas deben hacerse (por ejemplo, los análisis críticos de Tussie, 2000; Vilas, 20 00; Felder, 2005; Mendes Pereira, 2010). La amplia y va riada literatura académica sobre la persistencia de la gravitación de las redes de parentesco y amistad en la política contemporánea en sociedades con economías industrializadas y sistemas políticos democráticos y formalmente institucionalizados indica que el concepto de “calidad institucional” adoptado por la perspectiva neoinstitucionalista no sirve de mucho para entender las cosas, aunque destaca bien su funcionalidad respecto de los paradigmas de reforma del Estado impulsados por el llamado Consenso de Washington (Vilas, 2011: 7380; Portes, 2007; Figueras, 2006, entre  otros). Pero tampoco basta con asignar la existencia de esas redes a factores culturales o idiosincrásicos. La cultura o, más precisamente, determinadas prácticas y valoraciones usualmente considerados parte de una cultura tradicional, persisten en la medida en que cumplen con determinados servicios, intereses, funciones o como quiera denominárseles para las generaciones y los actores contemporáneos; en último análisis prácticamente todo puede ser explicado como un efecto d e “factores culturales”. Me parece mucho más relevante explorar la existencia de razones propiamente políticas en el sentido que he venido asignando a la política y lo político para la presencia y la eficacia de esas redes en sistemas usualmente considerados modernos. Ante todo, la permanente tensión entre lo fáctico y lo formal/legal en la construcción y el del poder. Esa tensión existe en todos los sistemas políticos y organizaciones, incluidos los de más alta calidad institucional; varía en todo caso el “espacio” y los alcances de las prácticas y estructuras informales, como también los modos en que se articulan con

236

Carlos María Vilas

las instituciones y los procedimientos formales. La profesionalización de la política, la existencia, en regímenes democráticos estables, de una especie de carrera política en ejercicio de la cual sus practicantes desempeñan cargos y funciones de variados niveles de responsabilidad e incumbencia, tanto propiamente políticos como administrativos y de gestión directa, contribuye significativamente a la formación de grupos, corrientes, camarillas, tendencias internas de los partidos, basadas en afinidades y afectos forjados en el propio ejercicio político, la participación en asambleas y otras actividades partidarias, o aportados por la condiscipularidad universitaria, la trayectoria sindical, las amistades personales o de negocios, el parentesco. 18 Más allá de toda consideración normativa, las redes y las vinculaciones, y sobre todo las lealtades así forjadas, inciden en los estilos de cumplimiento  de las funciones y los modos de desempeño de las instituciones dentro de los márgenes legales establecidos por ellas. Entre la literalidad de las normas positivas y la ilegalidad existe un amplio espacio operativo en el que priman los criterios de “oportunidad, mérito y conveniencia”, según la fórmula usual, que crean oportunidades para la intervención de los factores que acabo de mencionar. En el curso de la dinámica política y las controversias del poder, el cuestionamiento de esos criterios revela simplemente que quien lo formula habría aplicado criterios diferentes, de haber tenido la ocasión. La existencia de marcos normativos formalizados establece límites al despliegue de estas prácticas informales; con frecuencia lo que algunos actores y observadores de la política consideran mala o baja calidad institucional no es otra cosa que una práctica política llevada a los límites mismos de la institucionalidad formal. En varios países de América Latina ha contribuido a esto la crisis que asuela a varios de los partidos políticos tradicionalmente importantes, que debilita su papel de referentes objetivos de las decisiones y las prácticas políticas y de gestión, tanto en los gobiernos como en sus oposiciones. La fragmentación partidaria, las dificultades experimentadas por las organizaciones políticas establecidas para dar 18. El estudio de Bourdieu (1989) sobre la “nobleza de Estado” en la Francia contemporánea constituye una referencia insoslayable sobre este asunto, retomado años después por Duha mel (1995). Olivieri (2007) destaca, en un estudio remarcable por su sistematicidad y rigor analítico, la presencia de consideraciones basadas en la pertenencia a determinadas redes sociales en la designación de funcionarios en los más altos niveles de la conducción del Banco Central de Brasil, donde el saber convencional llevaría a pensar que priman los criterios técnicos; a juicio de la autora, el factor confianza explica la apelación a criterios informales. Recientemente Pedrosa (2011) llevó a cabo un interesante estudio de caso de la incidencia de estos factores informales en la práctica política del partido radical en la Argentina contemporánea, una colectividad política que siempre ha hecho de la institucionalidad  una de sus principales banderas doctrinarias. Un testimonio del carácter fuertemente endogámico de la politología estadounidense dedicada a estos asuntos es la ausencia de toda referencia a una bibliografía y acervo investigativo “contrafácticos”, en una ilustración de la afirmación de Bachrach y Baratz (1963) sobre el silencio y la omisión como formas de ejercicio del poder, en este caso, del poder ideológico.

Miedos y afectos

237

respuesta a los desafíos planteados por sus sociedades, la desorientación o el oportunismo de muchas dirigencias, el deterioro de los criterios objetivos de lealtad y previsibilidad derivados de la pertenencia a un partido o a una doctrina o ideología, crean o facilitan la oportunidad para el avance de estas y otras pautas particularistas en el desempeño de los cargos y la adopción de definiciones de acción. 19 Existen circunstancias en las que la probabilidad de que ciertos actores apelen a éstos recursos parece aumentar. Es el caso de los que Maquiavelo denominó “principados nuevos”, asimilables a la situación en que se encuentra el gobernante que accede a esa posición a través del voto popular, pero en el ejercicio de la conducción y la alta gestión política se encuentra con resistencias, inercias, “desganos”, ineficiencias de la cadena formal de mandos y, de los mecanismos institucionales preexistentes, sin fuerza política suficiente para modificarlos. Se apela en estos casos a las relaciones y  jerarquías informales, con las que se intenta suplir, a través de la lealtad y la disciplina propiamente políticas las limitaciones y los escollos de la institucionalidad formalizada. Cuando (todavía) no se tiene el control, y la efectividad de conducción que las instituciones formales deberían aportar, estas estructuras basadas en la amistad, el parentesco, etc., suplen ese vacío y aportan la dosis de confianza que todo ejercicio de poder requiere. Permiten acceder a información, ganar tiempo, consolidarse en espacios institucionales considerados estratégicos de acuerdo con la propia concepción de lo que debe hacerse, fortalecer el poder asignado por el voto ciudadano, llevar adelante el proyecto de gobierno, ante todo en su dimensión mínima de consolidación política y mantenimiento en las posiciones de poder institucional.20 Tanto más cuando lo que se busca es la modificación, “por derecha” o “por izquierda”, del curso previo de orientación y gestión de los asuntos públicos: reformas tributarias, transferencia de recursos entre clases y otros grupos sociales, realineamientos internacionales u otros de similar magnitud. Los estilos, programas y las políticas que se intenta transformar o descartar encarnan en prácticas y aparatos institucionales y se abroquelan en ellas; definen inercias y obstáculos que es necesario superar si se aspira a que el propio proyecto avance. En resumen, son las necesidades y las exigencias mismas del poder cuando su ejercicio consiste en algo más que la administra 19. La sorpresa ante esta aparente resurrección de estilos de hacer política, que se pensaban muertos y enterrados por efecto de la posmodernidad y las democracias de mercado del neoliberalismo, puede achacarse en cierta medida a las limitaciones de gran parte de la literatura sobre la crisis de la representación   de finales del siglo pasado que no supo extraer de los fenómenos que analizó todas las implicaciones y ulterioridades que él llevaba en su seno (por ejemplo, Dos Santos, 1992; Porras Nadales, 1996; García Guitián, 2003, entre otros). 20. En la práctica de la gestión pública es la situación que se suscita cuando el presidente o ministro, en las vísperas de finalización de su mandato, designa a sus asesores en cargos “de planta”, “llena” vacantes estratégicas, etc., con estabilidad, que su sucesor recibe como un verdadero presente griego. Pero los presentes griegos forman parte de las prácticas políticas.

238

Carlos María Vilas

ción del orden de cosas existente es decir, la reproducción de las relaciones de poder preexistentes las que ayudan a explicar la intervención fáctica de estas redes y vinculaciones informales que se desempeñan, en consecuencia, como recursos y herramientas de poder en la medida en que prueban eficacia en la ampliación de la efectividad decisoria de quien las despliega.  El resultado de todo esto suele ser una compleja articulación entre lo formal y lo informal que agrega dinamismo a los procesos políticos. Por estos motivos la gravitación de las redes de afecto se registra también en los movimientos y otras expresiones de protesta social. La capacidad para articularse a redes afectivas preexistentes (de parentesco, de vecindad u otras) suele potenciar la eficacia de las acciones colectivas de oposición a las autoridades (por ejemplo, Tarrow, 1994); las redes familiares también parecen haber sido decisivas en la implantación territorial de algunas organizaciones guerrilleras tanto revolucionarias como contrarrevolucionarias, al proveerles la necesaria retaguardia apoyo logístico, información, ocultamiento, etc. (González de Cascorro, 1975). Michael Mann sostiene que existió un debilitamiento en lo que denomina “fervor de clase” de los trabajadores cuando sus raíces se trasladaron de la familia y la comunidad local hacia las relaciones laborales, a medida que el capitalismo industrial avanzaba. De acuerdo con este autor, la reacción de las clases bajas y medias habría sido más apasionada y tumultuosa “cuando la explotación afectaba a las familias, cuando se refería a hombres y mujeres conjuntamente”, y cuando la organización de la protesta “era fundamentalmente la de la calle, la aldea, el vecindario”. En tales condiciones la protesta era emocionalmente más intensa porque la injusticia en cuestiones como el aumento del precio del pan, la caída en las ventas o la subida de los impuestos o las levas militares afectaba inmediatamente no sólo al trabajador sino también a sus seres queridos. “La familia era el principal agente moral y emocional porque era el ámbito principal de socialización” (Mann, 1993: 227). La ruptura de estas “solidaridades mecánicas” de la sociología de Durkheim o “conexiones primarias” (Geertz, 1987) por el capitalismo industrial y la sociedad de masas en particular, la progresiva individuación de las relaciones sociales explicarían, según Mann, los estilos menos emocionales de la protesta obrera. La gravitación de las vinculaciones familiares en la construcción de relaciones de poder no es privativa de la política. Las relaciones provistas por el parentesco extendido probaron ser de importancia estratégica para la expansión de los negocios de larga distancia en los momentos iniciales del desarrollo global del capitalismo mercantil (Böttcher et al.,  2011), como también para las expresiones modernas del capitalismo monopólico. La investigación de Lundberg (1965) sobre este asunto en la economía estadounidense encontró que el desarrollo de las sociedades por acciones y de otras innovaciones comerciales y financieras, lejos de haber reducido el control de las mayores corporaciones por sus fundadores y parientes,

Miedos y afectos

239

lo fortaleció y permitió su preservación a través del tiempo. Estudios posteriores coinciden en demostrar que en todo el mundo las mayores corporaciones de negocios siguen siendo controladas por sus fundadores o por la familia de sus fundadores y sus herederos (Morck y Steier, 2007; Gourevitch y Shinn, 2005; La Porta et al.,  1999). La complejidad creciente de las transacciones económicas modernas, la aceleración de los procesos, la expansión de los alcances de las decisiones hacia ámbitos cada vez más amplios, la cantidad de variables intervinientes, parecen encontrar en la pervivencia de estas redes un anclaje de confianza en las trayectorias compartidas, en los referentes inmediatos comunes, que habilita una hipótesis de certidumbre en escenarios altamente imprevisibles o en coyunturas de gran volatilidad. En su estudio de la transición europea hacia la economía capitalista y el papel desempeñado en ella por factores culturales e institucionales, Karl Polanyi (1957) avanzó la tesis de una “economía del afecto”, significando con esto que las decisiones económicas están entrelazadas con condiciones sociales y elementos simbólicos y en general no económicos, en el sentido de no utilitarios. James Scott, apoyado tanto en Polanyi como en los estudios de Edward P. Thompson (1971) sobre la “economía moral de la multitud” en la Inglaterra de la revolución industrial, planteó la tesis de una “economía moral” del campesinado sujeta a una ética no utilitaria en la que consideraciones afectivas, tradicionales, u otras de similar tenor habilitan un manejo más satisfactorio de los recursos y proveen mejor a la subsistencia (Scott, 1976, y la crítica de Popkin, 1979). La cuestión de la articulación entre diferentes tipos de racionalidad (moral o afectiva y utilitaria) en ciertos ámbitos de la actividad productiva y en algunos sectores sociales ha renovado actualidad en América Latina gracias a la reactivación de las organizaciones y movimientos de pueblos precoloniales y sus demandas de reconfiguración estatal a partir de criterios comunitarios y étnicoculturales (Sousa Santos, 2010); sobre este asunto se vuelve en el capítulo siguiente. Finalmente, corresponde señalar la permanencia, a través del tiempo y en múltiples escenarios, de la alegoría de la familia para poner de relieve la intensidad de los vínculos de solidaridad entre los miembros de una organización o de un proyecto político. Hasta hace no mucho era moneda corriente en la política mexicana referirse a la “familia revolucionaria” con relación a la primera generación de dirigentes del Partido Revolucionario Institucional (PRI) surgidos de la revolución de 1910 y sus sucesores (Guerra, 1988). Del mismo modo, la idea de una vinculación de intensa afectividad emergente de intereses o prácticas compartidas y de enfrentamiento a los mismos obstáculos o adversarios está presente en varias de las primeras organizaciones sindicales que buscaron establecer lazos de solidaridad de clase incluso por encima de fronteras nacionales. Denotando una continuidad respecto de las primeras organizaciones cartistas del capitalismo manufacturero, muchas de ellas se autodenominaron hermandades,  especialmente

240

Carlos María Vilas

en el mundo anglosajón: International Brotherhood of Electrical Workers (IBEW) fundada en 1890, International Brotherhood of Teamsters (1903), Brotherhood of Timber Workers (1910), Brotherhood of Utility Workers (1935), etc. Tal caracterización no era solamente metafórica; con mucha frecuencia el puesto de trabajo se transfería de padres a hijos o a colaterales y la ampliación de la planta de personal de las firmas daba prioridad a los familiares de los trabajadores ya empleados, es decir, de los miembros de la hermandad o gremio una práctica que se mantiene en nuestros días en algunas empresas estatales e incluso de propiedad privada. Confianza política y “capital social”

Los procesos identificatorios y la producción de identidades colectivas importan a la política por varias razones. Una de ellas, y no la menos importante, es que tales procesos abonan el surgimiento de confianza  entre los miembros del conjunto social, sentimiento que se considera una Helas características fundamentales de las sociedades modernas (Luhman, 1973; Giddens, 1990). El dinero, los papeles comerciales, los títulos de crédito, los mensajes electrónicos que constituyen la savia de las transacciones económicas, son aceptados y circulan umversalmente sobre la base de la confianza que los tenedores y receptores depositan en quienes los emiten; los intercambios mercantiles y las operaciones financieras a futuro operan sobre la misma base. Aceptamos los billetes o las tarjetas de crédito aunque no conozcamos realmente a quienes nos los entregan a cambio de algo, porque confiamos en que alguien  (la autoridad monetaria, la institución emisora) honrará el valor de la transacción respectiva. Los sujetos involucrados en un contrato de compraventa confían en que todos ellos cumplirán con su respectiva parte, incluyendo la confianza en la efectividad de la sanción pública en caso de incumplimiento. Los pasajeros, que suben a un avión confían en que el aparato reúne las condiciones de alta racionalidad técnica que los folletos publicitarios o profesionales detallan, como también en que quien estará a cargo de los comandos es el piloto que la empresa de transportes ha contratado a esos efectos y que cuenta con las credenciales profesionales expedidas por la autoridad respectiva, de la que asimismo se cree que, para entregar esas credenciales, se ha regido por criterios exclusivamente técnicos. El paciente acepta el diagnóstico de su médico sin necesidad de verificar personalmente los conocimientos profesionales de éste, algo que la mayoría de los pacientes no está en condiciones de hacer. En todos estos casos, y en muchísimos otros más, las decisiones que se adoptan (contratar, invertir, viajar, someterse a un tratamiento) se asientan en una relación de confianza que supone previsibilidad en la conducta de los individuos y de las organizaciones que éstos crean y en las que se desempeñan; en cierta forma, llena el vacío que surge de la falta de

Miedos y afectos

241

información suficiente respecto de las decisiones a tomar y de sus posibles consecuencias, o de la asimetría de la información a la que acceden las distintas partes de la relación. Lo destacable de las sociedades modernas es la confianza que existe en los intercambios que se desenvuelven más allá de los conjuntos de pertenencia y referenciamiento más o menos inmediato, como la comunidad doméstica, el parentesco, la parroquia, el municipio, la aldea. Desde esta perspectiva, puede incluso sostenerse que es esta proyección allende las relaciones interpersonales inmediatas, de alta densidad, la que da origen al concepto moderno de sociedad. En un libro célebre, Ferdinand Tönnies (1887) destacó, precisamente, las características y diferencias entre uno y otro tipo de organización social. La obra se prestó a una variedad de interpretaciones, incluyendo una visión evolucionista de los procesos sociales, muy en boga en la época en que se escribió; de acuerdo con esto, habría una inevitable sustitución evolutiva del tipo “comunidad” por el tipo “sociedad”, Aquél se configura a partir de relaciones intensas y permanentes, fuertemente personalizadas, que definen los criterios de pertenencia y de reconocimiento y los límites del grupo, mientras el segundo implica relaciones segmentadas, despersonalizadas, motivadas en propósitos específicos. Como muchas obras consideradas clásicas o fundamentales, la de Tönnies fue comentada e incluso criticada por mucha más gente que la que efectivamente la ha leído, y es posible que esto haya influido mucho en la tendencia a presentarla, a mediados del siglo XX, como un criticable ejemplo de la teoría de la modernización aplicada por algunas corrientes de la sociología y la politología estadounidense a los procesos de descolonización en Asia y África; el tránsito de la comunidad a la sociedad sería la variante positivista, avant la lettre,  del pasaje de lo tradicional  a lo moderno  que constituye uno de los pilares del  political development  de las décadas de 1950 y 1960.21 Si se descartan el positivismo y el evolucionismo, es indudable que las descripciones de Tönnies del tipo comunidad resuenan fuerte en la caracterización de lo que, libre de aquellos sesgos, Pierre Bourdieu denominó, casi un siglo después, capital social  (Bourdieu 1980). De acuerdo con éste autor, capital social es el conjunto de recursos vinculados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de pertenencia a un grupo. La existencia de esa red es el producto de estrategias de “inversión social” consciente o inconscientemente orientadas hacia la reproducción de las relaciones sociales y a su transformación de relacio 21. La cuestión exige más espacio que el que es posible dedicarle aquí; lo que se suele presentar como una evolución o transición inevitable es en realidad el resultado contingente de una multiplicidad de procesos (la expansión de los mercados, el papel del poder político organizado como Estado, las políticas gubernamentales) y escenarios (las articulaciones externas del grupo, la configuración de los escenarios internacionales, etcétera).

242

Carlos María Vilas

nes contingentes en relaciones necesarias a la vez que electivas. Tales relaciones implican obligaciones duraderas experimentadas de manera subjetiva (por ejemplo, deferencia, respeto, amistad) o normativa (derechos), a través de intercambios de palabras, objetos e incluso personas que actúan como formas de comunicación que suponen el conocimiento mutuo, el reconocimiento de la pertenencia al grupo y la determinación de sus límites. Dentro del grupo las relaciones se tornan previsibles y esta previsibilidad alimenta la confianza en que todo el mundo, dentro de las fronteras del grupo, actuará según se espera de él o ella. Contrariamente a las hipótesis evolucionistas, el capital social así entendido no desaparece o se diluye en las sociedades modernas, y esto explica la permanencia del concepto en una variedad de autores e interpretaciones (por ejemplo, Coleman, 1988; Portes, 1998). En sí misma la confianza carece de fundamentos estrictamente racionales en el sentido que las ciencias sociales asignan al concepto de racionalidad; los que la razón le ofrece siempre son parciales o de valor relativo. Pero sin confianza la vida en sociedad sería prácticamente imposible; los seres humanos andaríamos a la defensiva en una existencia “solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”, como en el estado de naturaleza del Leviatán de Hobbes o en la comunidad italiana estudiada por Edward Banfield (1958). Por eso todas las sociedades procuran reducir el margen de riesgo e incertidumbre que podría debilitar la confianza, aportándole elementos objetivos y evidencias tangibles: certificaciones, auditorías, referencias cruzadas, publicidad y revalidación periódica de las credenciales (técnicas, laborales, profesionales, sanitarias...), regulaciones normativas. En escenarios caracterizados por una división social del trabajo muy desarrollada, por lo tanto, por una marcada diferenciación de roles y una gran complejidad técnica, la confianza en las instituciones sustituye la confianza en las personas. Así como el acreedor confía en que el deudor honrará su compromiso, el individuo o el grupo pueden confiar en que sus representantes y los funcionarios públicos harán lo suyo. Los pronunciamientos públicos, las plataformas electorales, los documentos programáticos y cuestiones similares ayudan a que la gente oriente sus preferencias hacia determinados candidatos y confíe en que, una vez en funciones, cumplirán con sus compromisos electorales y con los mandatos legales o constitucionales. La investigación de Robert Putnam (1993) sobre el desarrollo desigual de las instituciones políticas regionales en Italia echó luz sobre el papel que la confianza desempeña como un sustento relevante de la democracia. Putnam sostuvo que en la vig encia efectiva de las instituciones democráticas inciden, además de los factores socioeconómicos enfatizados por autores como Lipset y Dahl (por ejemplo, desarrollo industrial, urbanización), variables de tipo cultural a las que, siguiendo el funcionalismo de Coleman, englobó en la denominación de capital social:  una matriz de alta densidad de relaciones asentadas en una igualdad relativa, solidaridad entre los

Miedos y afectos

243

miembros de la comunidad y, sobre todo, confianza recíproca. 22  El capital social actuaría asimismo para acotar o relativizar la impronta egoísta de las decisiones individuales, postulada por los enfoques de la elección racional, de los que trato más adelante. En una comunidad de este tipo la confianza se basa en valores y normas compartidas, y en las expectativas de que todos los integrantes cumplan con lo que, de acuerdo con esos valores y normas, es de esperarse de ellos, a pesar de las diferencias de opinión o de enfoque que siempre existen respecto de una variedad de asuntos de incumbencia colectiva. Putnam comparó el desempeño institucional en las regiones del norte y el centro de Italia con las del sur, concluyendo que los altos registros en aquéllas obedecen al mayor desarrollo del capital social, un proceso que habría tenido progresivo desarrollo a lo largo de los siglos y que, según él, se remonta a la formación de las ciudadesestado del norte en el Renacimiento y a la instalación del absolutismo monárquico en el sur hacia la misma época. El desarrollo multisecular de un capital social y, en particular, la firmeza de la confianza en las instituciones, en los demás, en las capacidades de acción del individuo explicarían asimismo la mayor fortaleza de la democracia. Entre lo económico y lo políticoinstitucional Putnam introdujo la dimensión cultural, del mismo modo que moderó la racionalidad costobeneficio de las decisiones individuales al destacar que éstas son tributarias del plexo valorativo colectivo del que los individuos son tributarios. La tesis de Putnam alcanzó gran difusión y rápidamente pasó a integrar el bagaje teórico de las recomendaciones de política de los organismos multilaterales de crédito de activo involucramiento en las reformas neoliberales que se estaban llevando a cabo desde algunos años antes. En realidad, el interés de Putnam parece haber estado sobre todo en demostrar los sesgos y las limitaciones de la política de exportación institucional promovida por los estudios comparativos de las décadas de 1960 y 1970, que sentaron fuerte baza en las agencias de cooperación al desarrollo del gobierno de Estados Unidos y de algunos organismos financieros multilaterales. 23  Pero su estudio también brindó argumentos adicionales a quienes ponían énfasis en las virtudes de la sociedad civil y en la iniciativa de los individuos y los agrupamientos que ellos constituyen, y los inconvenientes de la injerencia de los gobiernos en la economía. Putnam destacó los modos en que los factores culturales contribuyen decisivamente a modelar las instituciones y las prácticas individuales y colectivas cuestión frecuentemente soslayada por los enfoques institu cionalistas tradicionales y por la sociología política, y q ue muchas de las 22. Putnam no parece haber conocido el trabajo seminal de Bourdieu, un nombre ausente en la lista de autores citados en su libro. 23. La tesis de Putnam influyó en las reflexiones ulteriores de algunos teóricos del neoinsti tucionalismo; compárese, por ejemplo, North (1993) y North (2005).

244

Carlos María Vilas

decisiones tomadas por los individuos son el resultado de la gravitación de esos factores, de las trayectorias históricas y de la configuración de los escenarios colectivos en los procesos cognitivos y decisorios individuales. La solidaridad basada en valores y prácticas compartidas y las expresiones de confianza recíproca favorecerían un mejor desempeño institucional y contribuirían a una más efectiva democracia. Retomó en este sentido las impresiones recogidas a principios del siglo XIX por Tocqueville, para quien la democracia estadounidense tenía sus bases más sólidas en la propensión de su población al asociacionismo voluntario y a la constitución de verdaderas “comunidades cívicas”, participativas y solidarias. Cuánto de esto fue producto de una observación objetiva de la realidad, y cuánto de la sorpresa de un joven aristócrata francés deslumbrado por las marcadas diferencias entre la Francia en la que se educó y creció y este mundo nuevo, es algo que cae más allá de nuestro asunto, aunque vale la pena señalar que reflexiones parecidas condujeron a Werner Sombart (1906), a principios del siglo xx, a explicar los obstáculos enfrentados por el socialismo en ese país. Sea como fuere, y sin desconocer la incidencia de estas cuestiones en la organización y el funcionamiento real de las instituciones políticas, la relación entre capital social/confianza y democracia no puede darse por descontada o, más bien, para que las proposiciones a su respecto tengan el sentido que usualmente se les asigna deben ser matizadas por cuestiones adicionales. Un estudio sistemático reciente, de amplia cobertura internacional, concluye reconociendo que, más allá de lo que un aparentemente sentido común puede sugerir, no se encuentra una asociación positiva entre confianza o cultura cívica e instituciones políticas que avale afirmar, con cierto fundamento empírico, la existencia de una relación causal entre confianza interpersonal o institucional y democracia, o que el capital social posea un valor relevante para la democracia (Santos y Rocha, 2011). Por su parte, Ribeiro (2011), tras constatar la pérdida de confianza en las instituciones de la democracia expresada por los ciudadanos de varios países latinoamericanos en sucesivas consultas de opinión, plantea como hipótesis que, lejos de ser inevitablemente una expresión de desencanto democrático, esas opiniones pueden ser interpretadas bien como la manifestación de una ciudadanía crítica respecto del desempeño de los regímenes democráticos en una variedad de cuestiones de relevancia para sus vidas, bien como enfoques alternativos de cómo deberían hacerse algunas o muchas cosas. Otras veces se advierte cierta tendencia a asignar al concepto de capital social características virtuosas que no resultan totalmente compatibles con la evidencia que se desprende de determinados escenarios y procesos. El asociacionismo norteamericano presenta experiencias de asambleas ciudadanas y también de organizaciones tipo Ku Klux Klan y esa misma experiencia indica que unas y otras no son excluyentes, y los lazos de solidaridad, reciprocidad y confianza que, de acuerdo con una gran variedad de estudios antropológicos y etnográficos, constituyen el gran capital social

Miedos y afectos

248

de algunas comunidades no descartan su coexistencia con aspectos más  oscuros de ese mismo capital social por ejemplo, los linchamientos y otras modalidades de asesinato tumultuario de presuntos delincuentes, o una variedad de prácticas delictivas, o bien suelen funcionar en sentidos diversos y con muy variados objetivos (Vilas 2005, 2007b). Las investigaciones llevadas a cabo en el Africa subsahariana por Bayart y sus colaboradores (1999), o las dedicadas a las mafias rusas e italianas (Várese 2001; Volkov 2002; Gambetta 2007; entre otros) demuestran que la alta densidad de interacciones, confianza y solidaridad que normalmente se identifican con el concepto de capital social pueden ser activadas, como de hecho lo han venido siendo durante mucho tiempo, para alcanzar beneficios particulares, evadir obligaciones o compromisos colectivos, dotar de más eficiencia a prácticas delictivas, captar rentas, tanto o más que como dinamizadores del desarrollo o la democracia.

7. Política y pasión

La conceptualización de la relación política como una relación de poder que suscita amores y temores, esperanzas y frustraciones, explícita la existencia en ella de una dimensión pasional: “Parcialidad, lucha y pasión constituyen el elemento del político” (Weber,1919). Las pasiones son los “orígenes internos” de los actos humanos (Hobbes), los impulsos, “el instinto... que se aloja en el corazón del hombre” (Hume, Tratado de la naturaleza humana, III, 3) y que mueven a la acción. Son componentes naturales de la psicología humana, independientes de la razón y sobre las que no tiene mucho sentido formular juicios morales. Amar, temer, odiar, apetecer, envidiar, codiciar, no son buenos ni malos; el juicio moral se dirige a las acciones que esos impulsos motivan, aunque las religiones judeocristianas han tratado de domesticar, reprimir y redimir bajo las formas de pecado, culpa y contricción algunas de las pasiones que inspiran determinadas acciones externas. Hablar de la pasión como algo vinculado a la política puede resultar una extravagancia en los tiempos que corren, cuando algunas difundidas corrientes de la teoría política más bien predican las virtudes pretendidamente democráticas del circunloquio, el aloofnes  y el  pensiero debole,  o pretenden reducir la política a un ejercicio racional de laboratorio practicado por actores despojados de cualquier tipo de involucramiento emocional. Si no por otra causa, prestar atención a las pasiones en la política tiene sentido porque el poder se construye y se ejerce con seres humanos. Se la practique “desde abajo” o “desde arriba”, la política tiene que ver con el gobierno de hombres y mujeres; por eso, durante siglos las indagaciones sobre la política y el gobierno partieron, explícita o implícitamente, de una reflexión acerca de la naturaleza humana, de los factores que inciden en ella y en sus manifestaciones externas, como también de las fuerzas internas que mueven el obrar de los individuos y sus agrupamientos. Una organización es más que la suma de los individuos que la integran [247]

248

Carlos María Vilas

y la lógica de la acción colectiva no es la simple agregación de razones y pasiones individuales, pero existe siempre un procesamiento subjetivo personal de lo orgánico y lo colectivo, de lo que estimula o disuade a cada uno a sumarse u oponerse a las convocatorias políticas o, al contrario, a “desensillar hasta que aclare”. No es ocioso recordar que, al mismo tiempo que daba a luz su Segundo tratado,  John Locke publicaba sus Ensayos sobre el entendimiento humano,  o que antes de la publicación de su obra seminal sobre la economía capitalista Adam Smith elaboró su Teoría de los sentimientos morales.  A pesar de los novedosos desarrollos de las técnicas de condicionamiento y manipulación de la opinión pública, las decisiones individuales siempre son en algún grado impredecibles o sorprendentes, porque siempre, a último momento, el sujeto puede cambiar de opinión y en lugar de tomar la decisión que se espera de él o ella, resuelve adoptar otro criterio en virtud de consideraciones que no son las que se supone deberían haber estado presentes. No pocas de las sorpresas gratas e ingratas de muchos dirigentes políticos y consultores electorales derivan de esta circunstancia.

Pasiones y virtudes La consideración de las pasiones ingresó en la teoría política en los albores do la modernidad como derivación específica de ese aspecto central de la cultura del Renacimiento que Jacob Burckhardt denominó “el despertar de la personalidad”. El hombre del Medioevo tenía conciencia de sí básicamente como parte de una categoría general de la que derivaba su identidad y hacia la que desarrollaba sentimientos de pertenencia (familia, corporación, demarcación territorial inmediata u otra). Fue en Italia donde esta mediación se diluyó por primera vez, “pues allí despierta una forma nueva y objetiva de observar y tratar al Estado y en general a las cosas de este mundo, y a su lado y con el mismo ímpetu, se levanta también lo subjetivo; de modo que el hombre se convierte en individuo provisto de un espíritu y se reconoce a sí mismo como tal” (Burckhardt, 2004:141). Si en la metáfora platónica los hombres sólo conocen por imágenes, porque ubicados en la cueva de espaldas a la salida sólo ven las sombras que la luz externa proyecta en el interior, el hombre del Renacimiento dio la espalda a la cueva y salió a caminar y a conocer el mundo exterior con sus propios ojos y por sus propios medios (expansión de horizontes geográficos y científicos, indagación del universo y de lo microscópico...) pero también a explorar el mundo físico de su corporeidad y el mundo interior de su subjetividad. Como efecto de la modificación de las condiciones de vida y el pensamiento medievales, se desarrolla un espíritu aventurero y un progresivo sentimiento de individualidad. El hombre nuevo “destrona a Dios y a la sangre” (von Martin, 1932: 19). Es el “espíritu fáustico” (Sombart, 1913), el “ansia de

Política y pasión

249

infinito”, la búsqueda de trascendencia a través de acciones gloriosas de efecto perdurable por encima de la finitud de la breve existencia humana. La búsqueda de la salvación eterna se convierte en la conquista de gloria y fama que permiten que el nombre y las obras de quien lo porta vivan más allá de la muerte. Los escenarios sociales, políticos, incluso religiosos de la Italia de esta época aparecen progresivamente poblados de individualidades notables artistas, guerreros, gobernantes, papas, cardenales, predicadores que se sacuden, por sus propias acciones y su capacidad para diferenciarse del conjunto, el manto uniformador de las categorías generales que diluían o subordinaban sus realizaciones individuales buscan, cuestionan, transgredenUn estímulo decisivo a este movimiento provino de la propia Iglesia de Roma. La separación evangélica entre lo que es de Dios y lo que le corresponde al César se erosionó en cuanto los papas no sólo eran pastores de almas y cabeza de un corpus mistieum sino también guerreros y gobernantes terrenales, y el clero, tanto en sus más altas jerarquías como en sus escalones más bajos, ponía en práctica valores y actitudes que no eran diferentes de los que motivaban las acciones de la Ciudad Terrena ni aun en sus manifestaciones de mayor desenfreno. No todos los jerarcas de la Iglesia de esos tiempos fueron perversos, mujeriegos o codiciosos. El recuerdo que aún persiste de papas dedicados con gran entusiasmo al enriquecimiento propio y de sus parientes, con pública y exitosa inclinación por las amantes jóvenes, o con más vocación por el arte militar que por la salvación de las almas, sugiere que se trata de situaciones, si no excepcionales, por lo menos por encima de lo que parece haber sido considerado normal por sus contemporáneos. Se accedía a las altas jerarquías por compra de los cargos, intrigas y favores personales mucho más que por la virtud o la piedad, o no sólo por ellas; una situación conocida de muchos y que a la postre agregaría argumentos a los reformadores de los siglos XV y XVI. El descubrimiento de la antigüedad clásica en la tardía Edad Media permitió que la vida de los hombres (y seguramente también, aunque con algo más de discreción, de las mujeres) se abriera a goces existenciales vedados o sofocados por la moral religiosa del Medioevo, y los eclesiásticos no quedaron al margen de los signos de los nuevos tiempos. Interesa destacar aquí, simplemente, que al colocarse en el mismo plano que la sociedad secular y entreverarse con ésta en la guerra, el gobierno, los negocios y los placeres, la Iglesia de Roma hizo posible el cuestionamiento de igual a igual de su poder por otros guerreros, otros gobernantes, otros acumuladores de riqueza, otros productores de ideas. La crítica y los embates a su poder temporal habrían de conducir a la crítica y a los embates a su poder espiritual y, en particular, a su pretensión de supremacía respecto del poder político. Este combate no puso fin, todavía, a las pretensiones de los monarcas de legitimar el ejercicio del poder político en un derecho divino, pero sacó del medio al papado como intermediario entre Dios y la corona, y estimuló el desarrollo de nuevas

250

Carlos María Vilas

concepciones filosóficas que abonarían, siglos después, la afirmación de la voluntad popular como única fuente legítima del poder. Thomas Hobbes dedicó al asunto el capítulo  VI del Leviatán. Ahí enumeró y describió una larga serie de pasiones humanas; de todas ellas las que se le presentan como fundamentales son la búsqueda de poder y el temor a la muerte o instinto de autoconservación; ellas son a un mismo tiempo el mayor obstáculo para la paz y la mayor fuerza para su logro. La razón, dice Hobbes, orienta esas pasiones hacia determinadas acciones: la más evidente de ellas es la celebración del convenio por el cual los individuos crean un poder superior que los saca del estado de guerra continua de unos con otros, con capacidad para hacerse obedecer por todos aun por la fuerza. El triunfo de la razón sobre la pasión es menos claro en Spinoza: los hombres actúan guiados por la pasión tanto como por la razón “y a menudo más por aquélla que por ésta”, pero lo mismo que Hobbes, afirma que es la intervención del Estado la que convierte la pasión en servidora de la razón ( Tratado político, II § 8, V § 2, VI § 1).  A fines del siglo XVIII e inicios del siguiente se pondrá énfasis en este último punto: la relevancia del Estado para encauzar las pasiones hacia fines de beneficio general. Para Montesquieu, las pasiones no son simplemente una característica de los seres humanos individualmente considerados sino la fuerza operante del conjunto de decisiones, acciones y valoraciones colectivas unificadas como  gobierno;  definen “el principio” de cada gobierno, es decir, “lo que lo hace obrar”, los hábitos, tendencias e impulsos que lo mueven ( Del espíritu de las leyes,  libro III, cap. I). El principio de la democracia es el amor por la república, “es decir la igualdad” una idea que luego desarrollará Tocqueville en su interpretación del desarrollo político estadounidense (La democracia en América,  vol. II, parte II, cap. 1). En las monarquías, donde uno sólo dispensa las distinciones y las recompensas, y el Estado suele ser confundido con ese único hombre, el principio es “el honor, es decir la ambición y la estima de dignidad”; bajo el despotismo “el principio es el miedo” (D’Alembert 1755). Las pasiones suelen ser volátiles y ello influye en la mutabilidad de los gobiernos y los regímenes políticos;1 el recurso al poder coactivo del Estado se justifica porque “Las pasiones de los hombres les impiden someterse sin coacción a los dictados de la razón y de la justicia” (Hamilton, en El Federalista, XV).2 Fue Hegel, sin embargo, quien destacó con mayor fuerza el papel de las

1. “Los deseos cambian de objeto: se deja de amar lo que se amó, no se apetece lo que se apetecía; [...] cambia hasta el sentido y el valor de las palabras; a lo que era respeto se le llama miedo, avaricia a la frugalidad. En otros tiempos las riquezas de los particulares formaban el tesoro público, ahora es el tesoro público patrimonio de los particulares” (Del espíritu de las leyes, libro III cap. III). 2. También I y III (Hamilton), V (Jay), X (Madison), lxii (Hamilton o Madison), LXV (Hamilton).

Política y

pasión

251

pasiones en el decurso de la historia. “Explicar la historia es develar las pasiones del hombre, su genio y sus fuerzas activas”, afirmó en su Filosofía de la historia universal  (II.2); “Nada grande se ha realizado en el mundo sin pasión”. La pasión es la energía, la determinación de la voluntad y de la actividad encaminada a alcanzar los fines que los hombres se fijan. Las ideas y los fines universales y abstractos, terreno en el que opera la razón, existen en el pensamiento y las intenciones de los individuos, no en la realidad externa a ellos. Lo que les da existencia son las necesidades y los impulsos humanos, sus inclinaciones y pasiones. Impulsados los individuos por fines particulares y a menudo mezquinos, sus acciones en pos de ellos ponen en movimiento fuerzas independientes de su voluntad que van más allá de esas intenciones pequeñas y convierten a quienes las ejecutan en instrumentos de necesidades y aspiraciones colectivas.3  Actúa en la historia de las sociedades, propone Hegel, la “astucia de la razón”: ella “deja actuar” a las pasiones en un terreno donde siempre pierde el de lo particular pero se alza con el resultado de esa lucha: su contribución a lo universal. Los hombres realizan con sus pasiones los fines de la razón, aunque raramente son conscientes de ello; las vinculaciones de lo particular con lo universal son usualmente independientes de la voluntad y la intención de los que así actúan. Las pasiones desatadas por la Revolución Francesa, la violencia, el sufrimiento impuesto a tanta gente son, en la concepción de Hegel, el tributo, la contribución que la razón se cobra del combate de las pasiones: el reconocimiento de derechos universales, las libertades individuales, las limitaciones al ejercicio arbitrario del poder político; sobre todo, la creación de un Estado que es el único ámbito en el que, según el mismo Hegel, tiene el hombre existencia racional. Del mismo modo, los que la historia considera grandes hombres (Alejandro, Julio César, Napoleón) son los que se proponen “fines particulares que contienen lo sustancial del espíritu universal”; los grandes hombres “han realizado su fin personal al mismo tiempo que el universal” ( Filosofía, cit.). La pasión de  Alejandro llevó la cultura helénica a los confines del mapa, independientemente de que sus intenciones fueran eminentemente la conquista territorial y la recaudación de tributos; Julio César se impuso drásticamente a quienes conspiraban contra él y al hacerlo edificó el imperio que daría a Roma proyección civilizatoria universal; las ambiciones de poder y los delirios de grandeza de Napoleón hicieron posible la difusión de los principios de libertad, fraternidad e igualdad de la Revolución Francesa y contribuyeron a poner fin a los últimos remanentes del absolutismo monárquico. “Sin duda fueron hombres de pasiones, esto es, tuvieron la pasión d e su fin y

3. Guicciardini lo planteó en pleno Renacimiento italiano: “Una de las mayores fortunas que pueden tener los hombres consiste en tener ocasión de poder demostrar que, a aquellas cosas que hacen por interés propio, han sido llevados por causa del bien público” (apud  Ornaghi y Cotellessa, 2003: 50).

252

Carlos María Vilas

pusieron todo su carácter, todo su genio y naturaleza en este fin. Lo en sí y por sí necesario aparece aquí, por tanto, en la forma de la pasión. Aquellos grandes hombres parecen seguir sólo su pasión, sólo su albedrío, pero lo que quieren es lo universal. Éste es su  pathos. La pasión ha sido justamente la energía de su yo” (ídem). Se advierte la influencia que ejerció sobre Hegel el iluminismo escocés y en particular Adam Smith o, por lo menos, el notable paralelismo entre ambas concepciones. En el fondo de su argumentación Hegel está planteando, en términos de mucho mayor alcance, algo muy parecido a lo que Smith afirmó para la vida económica: la competencia entre egoísmos e intereses económicos inmediatos, la codicia y la avidez por la ganancia, conducen al  beneficio general independientemente de la intención de los individuos (Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, libro IV, 2). “La avaricia y la ambición en los ricos, y la indolencia y el goce

de los placeres inmediatos en los pobres” son pasiones que impulsan los ataques a la propiedad (libro  V, 1), de donde concluye Smith la necesidad del Estado, cuya misión fundamental consiste en “defender al rico contra el pobre, o a quienes tienen alguna propiedad contra los que carecen de ella” (ídem). La razón desempeña en Hegel un papel semejante al de la “mano invisible” en Adam Smith.4 En la filosofía de Hegel la razón se realiza a través del mismo juego de pasiones y egoísmos que los que conducen a la soberanía del mercado. Una y otro requieren del Estado para su plena realización, y de hecho es la propia dinámica de las pasiones la que conduce al Estado como expresión y salvaguarda del mercado (Smith) o de la razón (Hegel). Ambos son expresión, en el más alto nivel intelectual, del espíritu burgués (de sus particulares y frecuentemente mezquinas pasiones) que había conducido a las revoluciones de 1688 y 1789, y que se aprestaba a lanzarse sobre el resto del mundo impulsando, a través de guerras de conquistas y de expoliación, ideas generosas de igualdad, libertad y fraternidad. Lo relevante para comprender la historia, nos dice Hegel, es captar el sentido de las acciones humanas, haciendo abstracción de sus características particulares y de los motivos subjetivos que impulsan a ellas a quien las pone en movimiento. El avance de ideas superiores de justicia, de derechos, de igualdad el  progreso de la Razón-  suele llevarse a cabo a través de acciones que, aisladamente consideradas, deberían suscitar repudio o censura, porque en 4. Albert Hirschman, un notable economista del desarrollo con poco afortunadas incursiones en el terreno de la filosofía, acepta a pie juntillas el argumento de la racionalidad de los intereses económicos como moderadores naturales  de las pasiones (Hirschman, 1977), pero soslaya el reconocimiento, por el propio Smith, del papel de las pasiones “económicas” en el desenvolvimiento del capitalismo, así como el del Estado como moderador coactivo de ellas. Puede incluso remontarse esta línea de pensamiento hasta Hobbes, para quien la libre iniciativa de todos implica la guerra de todos contra todos y de ahí deriva la necesidad de un poder supremo, producto racional de todos los contendientes, que impone orden.

Política y pasión

253

sí mismas guardan poca relación, si alguna, con los fines a los que sirven. Sin embargo, es su contribución a aquel avance el que revela su sentido más profundo y permanente. Todo esto implica una concepción de la política liberada de dependencias morales y axiológicas ajenas a ella. La cuestión ya había sido planteada por el realismo de Aristóteles al distinguir entre la ética y la virtud de la vida pública y las de la vida doméstica: “No es una misma la virtud del ciudadano y la del hombre bueno”, advierte en el tercer libro de  Política; la virtud del ciudadano debe referirse “necesariamente” al régimen político (politeia) “y han de tenerla todos”, “pero es imposible que tengan la del hombre bueno, ya que no es menester que sean hombres buenos los ciudadanos que viven en la ciudad perfecta”; un ciudadano que sea bueno “puede no poseer la virtud por la cual es bueno el hombre” ( Política, 1276b, 1277a). No importa entonces que el individuo sea moralmente bueno en general; importa sí que sea virtuoso en los asuntos referentes a la organización y el ejercicio de la política. En la recepción medieval de la teoría política aristotélica esta diferenciación fue conspicuamente soslayada y ésta es posiblemente una de las razones por las que ella fue, y todavía lo es, tenida como original de Maquiavelo a pesar de que fue compartida por muchos de sus contemporáneos (Gilbert, 1973; Pocock, 1975; McCormick, 2011). La afirmación de la autonomía ética de la política y de su específica racionalidad implica el reconocimiento de una esfera de asuntos públicos distinta de la vida privada y sujeta a valoración de acuerdo con criterios específicos. Parte integral del proceso más amplio de progresiva separación, típica del capitalismo y la modernidad occidental, entre un ámbito de asuntos domésticos y transacciones económicas y un ámbito en el que se procesan los intereses comunes, la diferenciación de la política respecto de las otras relaciones sociales, daría basamento espiritual al concepto moderno de soberanía, es decir, un poder que es supremo por su propia efectividad. No siendo posible la realización de los intereses y fines individuales más que en el ámbito de una sociabilidad políticamente organizada en una demarcación territorial, el poder que produce, asegura y ordena esa sociabilidad debe ser soberano respecto de ella como condición para el logro de los fines que ese conjunto le asigna. La soberanía política respecto de cualquier otra autoridad o poder particular o sectorial deriva de la primacía de los fines comunes a los que se orienta, creando de este modo condiciones para la realización de los fines particulares. En el plano espiritual se hizo posible el descubrimiento de una condición humana, históricamente configurada, que el individuo está habilitado para conocer por medio de su razón y a transformar por medio de la voluntad aplicada a las circunstancias de su tiempo. Entender la política, y sobre todo practicarla con perspectivas de éxito, implica asumir a la sociedad y a los asociados en su auténtica realidad, en sus grandezas y sus pequeñeces. Virtud  es la disposición práctica de la voluntad y el despliegue de las

254

Carlos María Vilas

acciones coherentes con la búsqueda del fin de la actividad respectiva; la existencia de una virtud propia del obrar político se fundamenta en la específica naturaleza de las acciones del político y de las condiciones en que las ejecuta. La virtud del político es la eficacia en la construcción de poder y en su desempeño de acuerdo con fines de valor colectivo (el bienestar general, la justicia social, el “buen vivir”...) que trascienden sus intenciones subjetivas, porque éstas sólo pueden efectivizarse contando con la colaboración del pueblo. El despliegue de esa virtud le permite reducir los márgenes de incertidumbre o indeterminación derivados de la complejidad social; en términos maquiavélicos, la virtud reduce el papel de la fortuna, que no es otra cosa que la contingencia, o el conjunto de efectos no anticipados de las acciones emprendidas por otros actores. La política es oficio y, como todo oficio, no le caben otros criterios de valoración que sus propias reglas y los efectos que genera; es arte de conducción y por lo tanto se la evalúa por la eficacia en orientar al conjunto social hacia el fin buscado. No se juzga la obra de un orfebre o la de un escultor por sus inclinaciones ideológicas o por su vida personal aunque no siempre se sucumbe a la tentación de hacerlo; a contrapelo de lo que habría podido esperarse de sus respectivas creaciones, grandes poetas, músicos o literatos resultaron ser personas bastante triviales o mezquinas en su vida privada; capturados por el fuego de su pasión creadora, sacrificaron a la realización de sus obras cualquier otro aspecto de su vida personal y la de muchas de las personas con las que se relacionaron; revolucionarios en sus propias disciplinas en ocasiones adhirieron por convicción, temor u oportunismo a causas políticas conservadoras e incluso innobles. La desarreglada vida privada (por decir lo menos) de Pablo Picasso no opaca la genialidad de su arte, ni las opiniones políticas de Mario Vargas Llosa restan mérito a su literatura. Lo mismo se aplica a la política, aunque con cierta frecuencia el oportunismo y la zalamería disimulan las mezquindades y pequeñeces de los grandes dirigentes con la relevancia de su función y sus realizaciones públicas y, a falta de mejores argumentos, sus detractores rebajan sus méritos públicos destacando rasgos poco compatibles con la moralidad convencional en su vida privada, única dimensión en la que el individuo común puede reconocerse como un igual de quien tiene a su cargo el desempeño de aquellas funciones poco comunes.5 5. Benedetto Croce destacó esta relativa desconexión entre virtudes públicas y privadas con singular claridad: “Instrumentos de necesidades vitales, poseyeron [los grandes estadistas] la voluntad y la inteligencia correspondientes en servicio del impulso que les obsesionaba, y, como suele ocurrir en todas las especificaciones, estuvieron privados o escasos de otras dotes y aun de aquellas hacia las cuales va únicamente el corazón de la humanidad [...] El defecto que en ellos se nota, entre los fulgores que solitariamente deslumbran, se calla en las llamadas idealizaciones, debido al conocido procedimiento adulatorio o al crédulo e ingenuo embellecimiento imaginativo, de donde nacen las fábulas de su magnanimidad, clemencia, generosidad, buen corazón, amabilidad y dulzura, que les maravillarían si volviesen a abrir los

Política y pasión

255

La visión religiosa del bien que engendra bien y el mal que sólo produce mal se ve contrastada con la evidencia palmaria de acciones y estilos de comportamiento moralmente censurables que reportan beneficios a quien las practica y a la comunidad, y a la inversa, acciones bellamente inspiradas que conducen al fracaso y al empeoramiento de lo existente, incluyendo la pérdida del poder por el ingenuo. Una misma persona puede ser virtuosa en términos religiosos o de moral convencional en su vida privada y al mismo tiempo desarrollar acciones políticas desastrosas para su comunidad e incluso para ella misma, y a la recíproca, individuos transgresores en su vida privada de la ética prevaleciente han probado tener desempeños políticos aceptables e incluso exitosos. Es irrelevante para la política que el dirigente o el gobernante sea buen padre de sus hijos, fiel a su pareja y moderado en el beber; el zar Nicolás II fue devoto esposo y dedicado padre de familia, pero como gobernante contribuyó activamente a la derrota de su país en la guerra 19141918, al triunfo de la revolución bolchevique y, a la postre, a la desgracia de su familia y la suya propia. Puesto que su esencia es el ejercicio del poder, la acción política siempre involucra despliegue de fuerza y coerción, y ello explica que los criterios éticos que rigen su juzgamiento no sean los mismos que se ejercitan en otras esferas de la vida. Nada de lo anterior debería ser entendido como la postulación en el gobernante o el dirigente político de una especie de naturaleza ética superior à la Nietzsche. Quien ejerce el gobierno o de otra forma conduce una organización o proceso político es “una persona común con responsabilidades poco comunes”, de acuerdo con la frase de Néstor Kirchner. Lo específico del desempeño del gobernante o el dirigente radica en esas responsabilidades, de las que ha sido cargado por sus partidarios y conciudadanos. Tampoco debe llevarse la diferenciación o especificidad de la moral política hasta dar a entender una especie de divorcio respecto de la que se postula en otros órdenes de la vida. Inevitablemente, el plexo axiológico socialmente predominante gravita en la práctica política en cuanto ésta forma parte, también de manera inevitable, de ese universo cultural. La eficacia del obrar político depende siempre, en medida sustancial, antes o después, del consenso y la cooperación del común de los mortales a partir de sus propias creencias, hábitos y convicciones, que tributan de manera importante a la cultura dominante, al mismo tiempo que la alimentan. El político virtuoso debe ser león y también zorro, afirmó Maquiavelo (El ojos al mundo, y que pronto se sentirían impulsados a agarrar codiciosamente para continuar sirviéndose de ellas como en un tiempo hicieron con otras semejantes, que les sirvieron para arrastrar al vulgo en pos de ellos. Difícilmente tendrían la serenidad, no exenta de tristeza, del primer gran duque de Toscana, Cosme, sepulturero de la antigua libertad florentina, que decía a Bernardo Segni, que alabó su bondad en cierto escrito: que así hubiera debido y querido ser como particular, pero que, como príncipe, otras cosas más importantes que ejercer tal virtud le correspondían” (Croce, 1960: 152153). En un sentido similar véase Marianne Weber (1997: 618619), sobre la difícil articulación entre moral política y moral cristiana.

256

Carlos María Vilas

 Príncipe, XVIII), conjugando la fuerza del primero con la astucia de éste de acuerdo con el tenor de las circunstancias; el engaño, que la moral religiosa condena, puede ser recurso necesario para desorientar al enemigo, actuar por sorpresa y mejor asegurar el éxito de la propia causa. Pero, contrariamente a lo que sostiene la versión vulgar del “maquiavelismo”, Maquiavelo tenía una posición equilibrada en la valoración moral de medios y fines en la acción política, y así como admitía que la necesidad puede colocar al político ante la inevitabilidad de recurrir a acciones moralmente censurables, así también reconoció las limitaciones que la moral impone a la voluntad política. 6 La visión de Maquiavelo sobre este asunto encontró eco en Francis Bacon. El disimulo y la simulación, escribió en sus Ensayos civiles y morales, ofrecen tres grandes ventajas: adormecen a la oposición y la toman por sorpresa, “porque cuando las intenciones de un hombre son publicadas es como una alarma que llama a reunirse a todos los que están en su contra”; preservan “una honesta retirada porque si uno se compromete con una declaración pública, debe triunfar o sucumbir”; “permiten descubrir las intenciones de los demás” (Bacon, 1601). En cuanto la política implica antagonismos y lucha, engañar al adversario encubriendo las propias intenciones forma parte del instrumental de la lógica de la confrontación, porque “hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”, escribió José Martí en plena guerra por la independencia de Cuba.7  Cuestión distinta ésta a la del engaño a aquellos cuya colaboración se requiere para conseguir la victoria, práctica que no es infrecuente en algunas campañas electorales de los tiempos recientes; lo primero es astucia, lo segundo defraudación. En su estudio del nepotismo medieval y renacentista Carocci (2006) destacó la aparentemente contradictoria compatibilidad entre las conductas aborrecibles y brutales de los príncipes de la Iglesia, “tan estimadas por la aristocracia del tiempo”, y “una sorprendente amplitud de conocimientos e intereses culturales”. La crueldad de los políticos renacentistas religiosos y laicos convivía con su sensibilidad por la alta cultura y la promoción de las ciencias y las artes. Pero en esto los gobernantes y los aspirantes a serlo, y los príncipes de la Iglesia, no hacían más que sumarse a lo que sin dudas

6. “Como reordenar una ciudad para la vida política supone un hombre bueno, y el volverse por la violencia príncipe de una república supone un hombre malo, se verá entonces que rarísimas veces un hombre bueno quiere hacerse príncipe por vías malas, aunque su finalidad sea buena, y que uno malo, convertido en príncipe, quiera actuar bien, y que se le ocurra usar para el bien la autoridad que ha conquistado mal” ( Discursos, I cap. XVIII). 7. “Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber [...] de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”. José Martí, carta a su amigo Manuel Mercado (18 de mayo de 1895, Campamento de Dos Ríos). Martí murió en combate al día siguiente.

Política y pasión

era el espíritu de su tiempo. 8  En estos asuntos juegan un papel relevante las concepciones, históricamente variables, de lo que es éticamente acep table, tolerable o repudiable. Acciones que hoy nos resultan censurables no lo fueron para nuestros antepasados y la propia dinámica del conflicto puede alterar la valoración ética de las decisiones que se toman o legitimar acciones que, en otro contexto, resultarían reprochables.9 Un corolario de esta manera de presentarse la relación entre moral y política es que la ética de las acciones privadas de los individuos no es relevante para la valoración de sus acciones políticas, a menos que aquélla contamine a éstas y genere efectos perjudiciales para terceros o para el conjunto social; de acuerdo con la fórmula adoptada por la Constitución Nacional (art. 19): “Las acciones privadas de los hombres que de ningún, modo ofenden al orden y a la moral pública, ni perjudican a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”. Contrariamente a lo que plantea un aparente sentido común, una cosa puede tener poco que ver con la otra, pero muchas veces la confusión entre ambas obedece a una intencionalidad política y no sólo a la ingenuidad de las buenas conciencias o a un exigente celo por la probidad de los gobernantes. El debate respecto de la vida privada de los políticos, al que nos tienen acostumbrados los grupos más conservadores de la política estadounidense y sus epígonos locales, suele desviar la atención del público respecto del programa político del candidato o funcionario: en lugar de debatirse públicamente el programa, se hurga en la vida privada de quien lo sustenta. El asunto se presta, obviamente, a mucha hipocresía; apelar a la moral convencional de la opinión pública respecto de la vida privada del candidato o del gobernante suele ser un eficaz medio indirecto para evitar la consideración o el debate de la agenda política del supuesto trans

8. Refiriéndose a la actividad económica, Henri Pirenne (1914) describe de la siguiente manera el clima que se vivía en la misma época en los Países Bajos: “El espíritu que ahora se manifiesta en el mundo de los negocios es el mismo que anima al mundo intelectual. En una sociedad en proceso de formación, el individuo, privilegiado, da rienda suelta a su astucia. Desprecia la tradición y da rienda suelta, con sumo placer, a su albedrío. No hay más límites a la especulación, ni más cadenas para el comercio, ni más intromisión de la autoridad en las relaciones entre patronos y empleados. El más astuto gana. La competencia, hasta ahora controlada, se desenfrena. En pocos años se construyen enormes fortunas, y otras van ruidosamente a la bancarrota. La Bolsa de Amberes es una barahúnda, donde los banqueros, los marineros de altura, los corredores de Bolsa, los tratantes de valores futuros, se empujan unos a otros, y los estafadores y aventureros, para quienes todos los medios de conseguir dinero, incluso el asesinato, son aceptados” (51). 9. De acuerdo con el Center for Public Integrity, una organización no gubernamental domiciliada en la ciudad de Washington, altos funcionarios del gobierno de Estados Unidos, que incluyen al presidente, vicepresidente y varios miembros de su gabinete, difundieron intencionadamente luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001 información falsa sobre Irak y el terrorismo internacional en más de 900 ocasiones. Véanse Lewin y ReadingSmith (2008), Barstow (2008).

258

Carlos María Vilas

gresor; en vez de atender a ella se pone énfasis en los  pecados  de quien la promueve. Tratándose de una faceta de las luchas y competencias por el poder, la asignación de virtudes y perversiones corre generalmente de la mano con el lado que se ocupe en la contienda. El encubrimiento, el disimulo y el engaño no son solamente rasgos de comportamientos individuales; suelen ser parte de acciones colectivas de enfrentamiento a los poderes establecidos. En escenarios en que la relación de fuerzas se presenta adversa, es natural que quienes plantean desafíos al poder encubran sus intenciones, disimulen sus acciones, mistifiquen su verdadero sentido. Son bien conocidas las logias y otras asociaciones secretas de patriotas americanos en Cádiz, Londres y otras ciudades europeas a principios del siglo XIX y los grupos carbonarios en lucha contra la dominación extranjera en España e Italia hacia la misma época, o en nuestro tiempo el recurso inicial a la clandestinidad de muchas organizaciones revolucionarias. El disimulo y el ocultamiento responden a una estrategia de sobrevivencia: prevenir una confrontación prematura de fuerzas que podría conducir a una temprana derrota de la propia causa. Desde el punto de vista de la moral convencional, esto puede ser visto con censura, pero desde una perspectiva estrictamente política suele ser una prueba de sabiduría y virtud, un recurso para evadir la respuesta coactiva del poder establecido o la anticipación del adversario, ganar tiempo, preservar la propia organización. Por eso advirtió Max Weber (1919): “Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política”, porque “quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder”, y “El que le teme a los lobos, que no se interne en el bosque” (Lenin, 1917). Todo esto significa que la política tiene razones y herramientas propias o, como se dirá a partir del siglo xvii, que existe una razón de Estado. Esa razón no la inventaron los pensadores del Renacimiento y el Barroco; tanto Maquiavelo como sus contemporáneos explicitaron la idea  de razón de Estado a partir de las evidencias aportadas por sus lecturas de la historia y de los clásicos, y por la observación de su tiempo. De todo ello concluyeron que en todas las épocas es posible hallar en el comportamiento de quienes ejercen el poder político, o aspiran a él, muestras de esa subordinación de la moral convencional y la consiguiente supremacía de una ética política específica: la ética del poder y de la preservación de la comunidad política por encima de toda otra consideración legal o moral (Maquiavelo,  Discursos, III, cap. 41). Por su choque con la ética religiosa, tales acciones habían sido consideradas como aberraciones, vicios o descarríos que debían mantenerse en secreto porque su trascendencia conduciría a la deslegitimación de los poderosos los arcana imperii, como les llamó Tácito, es decir, los “secretos de Estado”, los secretos del poder. Ahora esos secretos son expuestos a la luz y se los afirma como componente regular de la política y ya no como

Política y pasión

259

oscuros momentos puntuales o excepcionales de un comportamiento que se rige por otro tipo de valoraciones. Es más: la exposición y la sistematización de la razón política tiene una finalidad pedagógica, ya que ilustra al político sobre las especificidades de su oficio; le aporta las enseñanzas derivadas de la experiencia para que un más exitoso desempeño en el presente le abra las puertas del futuro (la consolidación del Estado, la gloria, la instalación de una estirpe, etc.). La política pasó a ser vista como conflicto y lucha entre hombres y grupos de hombres que despliegan vocación de poder, ya no más como expresión de un conflicto entre el bien y el mal o entre la virtud y el pecado. Sumado a la separación entre razón y fe sustentada por Occam, ese cambio de percepción abrió las puertas a la afirmación de la autonomía moral de la política. Una autonomía que tiene su razón de ser en la especificidad del ejercicio del poder y que puede obligar al político a encarar situaciones y tomar decisiones que reclaman una valoración ética específica y autosustentada, es decir, enraizada en la propia racionalidad del obrar político.10 El concepto flotaba, por así decir, en el aire de los tiempos. Georges Sabine (1945:255) encuentra antecedentes de la tesis de la razón de Estado en Mar silio de Padua, uno de los intelectuales que tomó el partido del emperador Felipe IV en su disputa con el papa Bonifacio  VIII acerca de la autonomía del poder temporal en asuntos seculares; en el siglo XVII Giovanni Botero nutrirá su propia versión de la tesis con la experiencia aportada por las luchas por la centralización política en los grandes Estados territoriales. Hegel habría de presentar la misma idea en un escenario en el que los principios levantados por la Revolución Francesa debían enfrentar los embates del teologismo contrarrevolucionario: En una época se ha hablado mucho de la oposición entre moral y política y de la exigencia de que la ultima sea adecuada a la primera. Aquí sólo cabe señalar que el bienestar de un Estado tiene una  justificación totalmente diferente al bienestar del individuo, y que la sustancia ética, el Estado, tiene su existencia, es decir su derecho, inmediatamente en una existencia concreta y no en una de carácter abstracto. (Principios de filosofía del derecho, comentario al § 337) Las proyecciones del asunto son amplias. Ante todo, proyecciones de carácter institucional. La existencia en todos los Estados democráticos modernos de agencias de inteligencia que operan en una clandestinidad legalmente autorizada puede ser vista como una supervivencia, convenientemente actualizada, de la vieja concepción de la razón de Estado y de los

10. Friedrich Meinecke (1959) sigue siendo la referencia fundamental en este asunto; véase también el estudio preliminar de Manuel GarcíaPelayo (1962) a la traducción del libro clásico de Giovanni Botero.

260

Carlos María Vilas

arvana imperii.  Existe abundante evidencia, asimismo, de que en casos extremos pero no infrecuentes los gobiernos han recurrido y recurren a una variedad de acciones encubiertas, prácticas de corrupción, sobornos y otras acciones de similar índole con el fin de alcanzar determinados objetivos de política interna o internacional. Estas acciones implican a menudo la colaboración de una variedad de actores que extraen buen rédito de ese involucramiento: contratos, subsidios, acceso a información, promoción política.11  La condena moral y eventualmente institucional que muchas de estas incursiones han suscitado a través del tiempo cuando salieron a la superficie, sobre todo cuando culminaron en fracasos, ha ayudado a establecer algunas limitaciones y controles públicos a tales acciones, así como a reforzar medidas que garanticen mejor su clandestinidad. La publicidad de los actos de gobierno, la rendición de cuentas de los funcionarios, la existencia de agencias y procedimientos de control y auditoría, son algunos de los recursos institucionales de las democracias que han contribuido, con variada eficacia, a compatibilizar la inevitable necesidad del secreto de Estado con el control ciudadano de la función pública.

Pasiones, razones, intereses La política implica pasiones también en otro sentido, no menos relevante: la intensidad del involucramiento emocional de sus actores, al apasionamiento  en la toma de partido en las tensiones y los conflictos referidos al poder. Es en este sentido que debe interpretarse la advertencia de Hume de que los “juicios sosegados y fríos del entendimiento” no bastan para accionar la voluntad. En el más explícitamente político de sus textos Weber dedicó a este asunto reflexiones sugerentes. “La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una «causa» y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción”. La política “como vocación” implica siempre una imbricación, que también es tensión, entre razón y emoción. Pasión no significa simplemente vehemencia o intensidad en las acciones o en los dichos sino “ positividad, en el sentido de entrega apasionada a una «causa», al dios o al demonio que la gobierna” (Weber, 1919). Pero, al mismo tiempo que impulsado por la pasión, el político debe poseer mesura “todo en su medida y armoniosamente”, dirá Perón “capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento

11. En la década de 1980 el recurso al tráfico ilegal de armas y estupefacientes como parte del apoyo del gobierno de Estados Unidos a la contrarrevolución nicaragüense adquirió notoriedad en el llamado “Irangate” un artilugio que permitió al presidente Ronald Reagan sortear las prohibiciones impuestas por el Congreso (Scott y Marshall, 1991; Salinas, 2005; Robin, 2009). Green y Ward (2004) estudiaron una variedad de acciones estatales que en sí mismas son delictivas, como parte integral de algunas estrategias políticas.

Política y pasión

261

y la tranquilidad, es decir, para guardar distancia  con los hombres y las cosas” (ídem). “La política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa sólo puede nacer y alimentarse de la pasión, si ha de ser una actitud auténticamente humana y no un frívolo juego intelectual [...] La política se hace con la cabeza pero en modo alguno solamente con la cabeza” (ídem). Consignas de amplia y entusiasta aceptación como “Patria libre o morir”, “Patria o muerte, venceremos”, “La vida por Perón”, “Morir por la patria es vivir”, “Nunca menos” y otras de similar tenor ilustran la intensidad de los sentimientos que mucha gente pone en la participación política y avalan la concepción de la política como una relación de lucha.  Muy frecuentemente la acción política implica definiciones y comportamientos de alto contenido emocional; adhesiones fuertes a un dirigente, a una organización o a una causa que dan sentido al calificativo de militante que generalmente se asigna a quien pone de manifiesto este grado de compromiso afectivo a través de acciones, compromiso que al mismo tiempo alimenta sentimientos de intensa comunidad con quienes participan de similares convicciones (como ilustra, por ejemplo, el trato recíproco de compañero, correligionario o hermano entre quienes comparten una misma identidad política).  Admitir esta dimensión no significa negar el carácter racional de la relación política, o que las pasiones políticas no se manifiesten entrelazadas con la promoción o la defensa de determinados intereses o al servicio de éstos. “La razón se amolda a los deseos cada vez que se trata de defender determinados intereses”, advirtió Harold Laski (1950: 157); en la acción política el ser humano acepta el juicio de la razón “cuando ésta no niega algún objetivo que él esté dispuesto a alcanzar” (130). Convencidos de la  justicia o la necesidad de su causa, quienes practican la política dotan a sus convicciones de argumentos racionales; la fuerza de lo particular resulta redoblada por su articulación a lo universal. Acumulan y movilizan recursos de poder, elaboran mapas cognitivos de las relaciones de poder existentes, proyectan escenarios futuros, articulan acciones y decisiones de corto plazo con perspectivas y visiones de mayor proyección, suman voluntades, construyen alianzas y coaliciones, neutralizan o derrotan a sus antagonistas. Estos y otros aspectos de la actividad política implican adecuar los recursos de que disponen a los objetivos que intentan alcanzar. En este sentido, la racionalidad de la política no es  formalmente  distinta de la que se reconoce en cualquier otro ámbito de la vida social pública o privada. No obstante, la especificidad de los medios y los fines a los que la política refiere, y la de los asuntos que constituyen su objeto, dotan a la acción política de ingredientes y características también específicas. Toda actividad humana consiste de una adaptación de medios a fines, pero no todas las actividades humanas lo hacen de la misma manera. Las emociones, las pasiones, los afectos y las enemistades son componentes integrales de los comportamientos políticos. Esto no hace de la política una actividad

262

Carlos María Vilas

irracional, pero dota a la racionalidad, de la política de ingredientes y características particulares.12 El sustento de los juicios de razón en sentimientos y creencias, que Burke planteó con relación a la representación política, es estudiado por la antropología y la sociología como una cuestión de mucha mayor proyección: lo que algunos autores perciben como una tensión persistente entre una racionalidad formal y una racionalidad sustantiva (Mannheim, 1958) o como “fundamentos no racionales de la racionalidad” (Collins, 2009). Se afirma en esta perspectiva que una gran variedad de acciones, decisiones e instituciones racionales  que constituyen ingredientes característicos de las sociedades modernas se asientan en creencias y otras variables subjetivas que no son en sí mismas producto de juicios racionales. Se ha visto en el capítulo anterior que toda organización social, independientemente de su tamaño, supone la existencia de una identidad compartida por los individuos o grupos que la integran, identidad que es el resultado de la proximidad física o simbólica con quienes es posible identificarse por considerarlos semejantes a uno mismo. Las bases de esta identificación suelen ser múltiples (idioma, convivencia territorial, ancestros, características fisiognómicas, indumentaria, hábitos alimenticios, veneración a divinidades...); en conjunto, brindan la base para el desarrollo de una afectividad, una affectio societatis,  un sentimiento de común pertenencia a algo que en cierta manera es considerado de todos y por encima de todos. Con el advenimiento del Estadonación territorialmente referenciado, el patriotismo y el nacionalismo desplazaron o resignificaron otras formas menos inclusivas de afectividad (la localidad, el clan, la tribu) y las despersonalizaron, pero asentadas de todos modos en una notable emocionalidad estimulada con una variedad de símbolos y ritos. Max Weber (1919) destacó la existencia de una racionalidad de acuerdo con valores  que expresa la inevitable presencia en el obrar político y en la adecuación de medios a fines, de consideraciones subjetivas, pasiones y convicciones que gravitan en el sentido y las modalidades de los cursos de acción, como también en la valoración de las consecuencias y los resultados. La legitimidad de un sistema de dominación no descansa simplemente en el temor al uso o a la amenaza de uso de la coacción o en motivaciones utilitarias o intereses egoístas, sino en la creencia en la validez de ese sistema, y esto implica la presencia de consideraciones axiológicas, preferencias y emociones generadas por la propia dinámica de la lucha política. Weber admite la ineludible presencia, en el obrar político y en la adecuación de medios a fines, de consideraciones subjetivas, simpatías, pasiones y convicciones; la

12. David Redlawask (2006) presenta una amplia colección de estudios que demuestran que el razonamiento político no siempre es el resultado de decisiones “en frío”, como sugieren los enfoques de la elección racional y algunas variantes del deliberacionismo, sino de emociones y creencias que dan forma a nuestra visión e interpretación de los hechos.

Política y pasión

263

presencia de ingredientes de  fe  respecto de la superioridad de los objetivos propios en comparación con la de los competidores y contrincantes, y que gravitan decisivamente en el sentido y las modalidades de los cursos de acción. La superación de la tensión entre elementos racionales y no racionales, entre juicio y pasión, que resume en el conflicto entre una ética de la responsabilidad  que impele a hacerse cargo de las consecuencias y los resultados de la propia acción—, y una ética de la convicción —que mueve a tomar decisiones y ejecutar acciones cualesquiera sean las dificultades a enfrentar, la encuentra en la “acción racional con arreglo a valores”, vale decir, racionalidad en la adecuación de los medios y los tiempos al logro de unos fines que se asumen como “cuestión de fe” y no como derivación de una proposición científica.13 Reconocer la existencia de estos ingredientes en la acción política no implica adscribir al irracionalismo estilo Nietzsche y sus discípulos más recientes.14  Vimos antes la pirueta filosófica de Hegel cuando imputa a la astucia de la razón  los efectos civilizatorios de las pasiones de los grandes dirigentes, o el papel equivalente asignado por Adam Smith a la mano invisible  que transforma las pasiones egoístas del mercado en beneficios para todos. Antes que ellos Giambattista Vico (1725), hombre a caballo de dos épocas, tras admitir la intervención de las pasiones en la organización y desenvolvimiento de la sociedad, había imputado a la intervención de la divina providencia la mutación de ellas en factor positivo. Todos estos grandes racionalistas apelaron a esa variedad de artilugios discursivos para compatibilizar pasión y razón. A diferencia de ellos ante todo de Nietzsche, que directamente niega la razón, Weber rechaza las alegorías y propone para la política un tipo específico de racionalidad. Las emociones y las pasiones pueden ser vistas como fuerzas irracionales, pero en todo tipo de regímenes políticos, autoritarios o democráticos, existen estímulos racionales a la movilización de las emociones y las pasiones, por ejemplo, mediante la observancia de rituales, la agitación de símbolos, la manipulación de imágenes y de verbalizaciones, cuestión esta que los comunicadores y los especialistas en “marketing político” conocen muy bien. Todas las sociedades, aun las más igualitarias, han elaborado una etiqueta y un protocolo del poder político: gestualidades, sonidos, emblemas, disposición de espacios, difusión de imágenes. El ejercicio del poder siempre requiere de prácticas simbólicas que destacan la relevancia de las posiciones, cargos y funciones que les son propias y la situación especial en que se encuentran las personas que las ocupan y desempeñan; su finalidad no es otra que 13. “La causa por la cual el político lucha por el poder y lo utiliza se presenta como una cuestión de fe. Puede servir a finalidades nacionales o humanitarias, sociales y éticas o culturales [...] o rechazar por principio ese tipo de pretensiones y querer servir sólo a fines materiales de la vida cotidiana. Lo que importa es que siempre ha de existir alguna fe” (Weber, 1919). 14. Véase por ejemplo la crítica, excesiva a mi criterio, de Sampay (1973: 5054).

264

Carlos María Vilas

estimular la adhesión emocional de quienes deben acatar sus mandatos y cooperar con sus acciones. Lo racional se conjuga con lo emocional y éste deviene recurso de aquél, como se advierte, por ejemplo, en su articulación en los programas y las prácticas del sistema escolar orientados a la inculcación de ciertos valores considerados básicos para la integración de las nuevas generaciones al orden social y político: patriotismo, disciplina, organización, responsabilidad. Democracias y dictaduras, revoluciones y reacciones, monarquías y repúblicas, siempre han recurrido y recurren a la agitación de símbolos y la organización de rituales; se diferencian, en todo caso, por el tipo de símbolos que se agitan o por los rituales que los rodean recuérdese la religión cívica de Rousseau (ver capítulo 3). Lo importante del símbolo no es su coherencia con la realidad presente o pretérita sino su aceptación por el conjunto social o por una proporción significativa de él. El símbolo concentra la idea que el grupo tiene de sí; las prácticas rituales brindan una actualización de esa idea de acuerdo con las cambiantes circunstancias que el grupo enfrenta y coadyuvan a la preservación de la unidad. La legitimidad del gobierno, del régimen político, del Estado, del partido se construye y reproduce a través de estas prácticas y de los instrumentos que las sustentan materialmente: emblemas, imágenes, sonidos, objetos, indumentarias, canciones...; a través de ellas, la política deviene cultura y construye subjetividades. Los análisis que dejan de lado las dimensiones afectivas y en general emocionales de las adhesiones, los compromisos y los antagonismos políticos resultan ejercicios de salón incapaces de explicar la determinación de los actores de la política frente a las incertidumbres, los riesgos, los costos que su ejercicio impone pero también las satisfacciones y los disfrutes que proporciona. Tampoco están en condiciones de calibrar el impacto emocional de la percepción de determinadas acciones o el involucramiento en determinadas circunstancias y su contribución a la adopción de ciertos comportamientos políticos.15 Una limitación de signo inverso se pone de relieve en algunos análisis de los movimientos de protesta y de cuestionamiento al orden establecido. En su razonable interés en desvirtuar el carácter “irracional" de las acciones multitudinarias, alegado por perspectivas más conservadoras o por las voces del poder establecido, destacan con énfasis las evaluaciones “costo/beneficio” o las “ventanas de oportunidad” que estarían presentes en los “repertorios” y “ciclos” de protesta, como evidencia de la racionalidad que orienta a la contestación social (Tilly, 1978; Brand, 1990; Kriesi, 1995; Goldstone y Ti lly, 2001, entre otros). Señalan que sólo por excepción estos fenómenos son

15. Omar Cabezas (1982:11), uno de los dirigentes de la Revolución Sandinista en Nicaragua, narra el fuerte impacto emocional que le generó la percepción, de niño, de la violencia y la brutalidad de la Guardia Nacional somocista contra la población (“Esa es la primera impresión que yo tengo de la Guardia”) y la gravitación de este espectáculo en sus propias definiciones políticas ulteriores.

Política y pasión

265

puramente espontáneos porque siempre es posible advertir en ellos una evaluación de los escenarios, una consideración de las oportunidades y de las opciones disponibles, una estimación de las perspectivas de éxito, un encadenamiento de medios y fines. Sin embargo soslayan con frecuencia los ingredientes de emocionalidad que son componentes inevitables e imprescindibles de esas movilizaciones: el “ultraje moral” (Moore Jr., 1978) que impulsa a la organización y a la acción; la “política de lo extraordinario” (Kalyvas, 2008) en la que la potenciación de la movilización social rompe los canales institucionales y diseña nuevos escenarios y nuevos ámbitos de participación; los “momentos de locura” (Zollberg, 1972) cuando todo parece posible (“seamos realistas, pidamos lo imposible”, según la consigna atribuida a los estudiantes del mayo francés).  Aun en tiempos convencionalmente normales, la política es una práctica colectiva que implica, además de decisiones tomadas como fruto de alguna deliberación, una variedad de actividades en las que están presentes factores afectivos y no solamente ideológicos o racionales: convencer a los remisos, sumar partidarios, mantener las convicciones en momentos de adversidad, sobrellevar derrotas, encarar riesgos. La movilización de las emociones es un ingrediente necesario y extremadamente importante de cualquier instancia de acción colectiva y de todo proceso que involucra definiciones identitarias; ante todo, las definiciones de pertenencia y confrontación política. Ninguna organización política que se plante contra las  jerarquías establecidas del poder y la riqueza, ningún movimiento por la igualdad social o la liberación nacional, por la emancipación y el empodera miento de sujetos subalternos, triunfará “a menos que movilice las pasiones afectivas y combativas de la gente que está en el fondo de las jerarquías sociales” (Walzer, 2004: 130). Esas pasiones se presentan entrelazadas en un universo de contradicciones: el clamor de justicia y el resentimiento, la solidaridad y el odio, el altruismo y la envidia. Son, parafraseando al Weber político, “los demonios emocionales” de la acción política; sin ellos, la acción política es inconcebible. En la mayoría de los casos la intensidad emocional de la participación política mantiene relación directa con la relevancia que se asigna a los asuntos en juego y, por lo tanto, a los intereses en pugna; como la política trata siempre, de una manera o de otra, de la organización y la conducción de la sociedad, la intensidad que se pone en ella es normalmente alta. Un partido político que lucha por conquistar el poder, modificar correlaciones de fuerza política o económica, introducir cambios en la distribución de la riqueza o en el acceso a recursos, debe estar en condiciones de suscitar en su membrecía emociones y pasiones que alimenten la persistencia de su adhesión e irradien su fuerza hacia potenciales adherentes aun en situaciones adversas. Esa pasión se pone de relieve en la disponibilidad de los partidarios para encarar voluntariamente una variedad de acciones que demandan tiempo y esfuerzos que usualmente no implican retribuciones

266

Carlos María Vilas

directas y que en determinadas circunstancias exigen sacrificios y riesgos personales la dimensión épica de la acción política. En ciertas ocasiones la fuerza de las convicciones y ese vigor emocional pueden llegar a neutralizar el ingrediente de miedo respecto de las respuestas del régimen político. La desobediencia pasiva tanto como lo que en la teoría de las revoluciones se denomina dualidad de poder  el momento en que el desafío al poder establecido se traduce en el desplazamiento de las lealtades de segmentos importantes de población hacia los contendores del gobierno y en el desconocimiento persistente de los mandatos de éste ponen de relieve esa pérdida de temor al ejercicio estatal de la fuerza, sea por la configuración de un poder coactivo alternativo, como se observa en las guerras civiles o en la guerra revolucionaria, sea por explosiones masivas de ira y acción directa, por profundas convicciones filosóficas, religiosas u otras, a las que ya me referí.

Racionalidad formal, racionalidad sustantiva Este enfoque de la racionalidad política choca con los intentos de aplicar al análisis del comportamiento político la racionalidad costo/beneficio propia de la economía. En términos generales es lo que se conoce como enfoque, o más ampulosamente teoría,  de la elección racional. Sus orígenes se encuentran en la filosofía utilitarista desarrollada en Inglaterra en el siglo XIX; el debate que se suscitó entre sus partidarios y quienes ponían énfasis en los enmarcamientos y los condicionamientos sociales y culturales de las decisiones individuales determinó que fuera entre los economistas donde el enfoque encontró inicial y más entusiasta acogida; después de todo, de lo que se trata es de maximizar el beneficio económico y de minimizar las pérdidas. La firme instalación de los enfoques conductistas y psicologistas en la politología estadounidense a mediados del siglo XX permitió al supuesto del utilitarismo económico sentar baza en el análisis político; a partir de la publicación del libro de Kenneth Arrow (1951), el enfoque de la elección racional se ubicó en el centro de la agenda académica de los estudios políticos. En  América Latina la mayor difusión se alcanzó en las décadas de 1980 y 1990, con el avance de las tesis convencionalmente denominadas “neoliberales” y su adopción por los organismos multilaterales de crédito y por agencias del gobierno de Estados Unidos, que alcanzaron un fuerte protagonismo en el diseño de las políticas macroeconómicas y reformas del Estado en un gran número de países “en vías de desarrollo”. La “teoría económica de la política” devino, junto con su versión suavizada en el neoinstitucionalismo, columna vertebral doctrinaria de la “nueva ciencia económica”, ilustrando una vez más la estrecha vinculación entre el poder económico y el poder de las ideas, así como su recíproca articulación con el poder político. El enfoque de la elección racional se asienta en tres pilares básicos, con-

Política y pasión

267

siderados verdades autoevidentes que por lo tanto no requieren verificación empírica. El primero es el supuesto de que la racionalidad instrumental que los individuos aplican en la vida económica también la aplican en la política y en cualquier otro ámbito o dimensión de su existencia: cuando compran un auto, alquilan una casa, van a la peluquería, contratan un seguro de vida, cometen un delito, se suicidan, eligen pareja o votan por un presidente. No se desconoce que la gravitación y las proyecciones de cada una de estas decisiones para quien la toma son diferentes, pero se insiste en que la racionalidad que conduce a todas ellas es básicamente la misma: adecuación de los medios de que se dispone al fin que se persigue, que es siempre una utilidad individual (Becker, 1976, 1987).16 El segundo es el denominado individualismo metodológico. En virtud de él, las proposiciones referidas a los agregados sociales (clases, sindicatos, partidos, Iglesias, clubes...) sólo son válidas si lo son para los individuos que integran esos agregados; no existen explicaciones científicas de los fenómenos sociales que no se expresen como proposiciones referidas a individuos. “El todo es más que la suma de las partes” es una afirmación que carece de sentido para el individualismo metodológico; lo colectivo es simplemente la suma de los individuos que le dan vida. Este supuesto metodológico es decisivo en la elección de los temas que se habrán de estudiar. El enfoque ha demostrado sentirse mucho más cómodo en el análisis de procesos de nivel micropolítico elaboración y procesamiento de decisiones individuales o de pequeños grupos que respecto de cuestiones de mayor envergadura, como constitución y cambio de regímenes políticos, procesos de construcción de poder, conflictos internacionales. Un gambito metodológico para incluir en el análisis fenómenos políticos de este tipo y en general asuntos que involucran la participación de organizaciones complejas consiste en considerar esas organizaciones como si se tratara de individuos, aceptando que el comportamiento relevante no es el de quienes integran la organización sino el de quienes la conducen; los objetivos de la organización serían en realidad los de las elites dirigentes o los representantes. Esto permite apuntar al estudio de procesos colectivos y en general más próximos a los q ue han 16. Por sus esfuerzos en demostrar que la racionalidad económica preside todas las decisiones que los individuos tomamos aun en los aspectos más alejados de la economía, Gary Becker fue galardonado con el premio Nobel de economía en 1992. En su Tratado sobre la familia sostiene la existencia de una racionalidad utilitarista en una variedad de aspectos de la vida familiar que usualmente son asociados a cuestiones afectivas, como la elección de pareja (por ejemplo, cuál es el costo de casarse con relación a los beneficios que reporta o a los costos y ganancias de mantenerse soltero es decir, cuánto cuesta mantener  una esposa frente al costo de tener que contratar a una variedad de prestadores/as de los servicios culinarios, sexuales, de aseo, etc. que una esposa desempeña de manera integrada; cuál es la relación costo/beneficio de escoger a tal o cual mujer, cuál es el valor que se busca maximizar en cada una de las elecciones posibles, etc.). No ha trascendido la opinión de la señora Becker sobre este punto, pero la tesis de su marido soslaya peligrosamente la sabia admonición del Martín Fierro:  “Es zonzo el cristiano macho / cuando el amor lo domina”.

268

Carlos María Vilas

formado parte de la agenda de los estudios políticos y sociales en todas las épocas. El “costo” usual de este artilugio consiste en que, al tratar a estos “individuos” como totalidades homogéneas, se pierde de vista la existencia y el impacto de las diferencias, los conflictos, las líneas internas que normalmente existen en esas organizaciones y que han probado ser de mucha relevancia para la comprensión de los procesos en examen. 17 El tercer sustento es el supuesto de la maximización de la ganancia individual; de acuerdo con esto, en todas las esferas en que actúan, los individuos buscan optimizar su propio beneficio. Enfocados desde la perspectiva de la elección racional, los políticos profesionales son empresarios que “ofertan” políticas para conseguir votos y así acceder al poder o mantenerse en él; del lado de la demanda están los ciudadanos que entregan su voto a quienes ofertan las políticas que ellos reclaman. La demanda de votos cuenta con sus propios empresarios: caudillos, caciques, coroneles, punteros, quienes aportan votantes potenciales a cambio de determinados beneficios para sí mismos. Por el lado de la oferta y por el de la demanda cada quien persigue su propia utilidad; en un sistema democrático representativo el voto cumple un papel análogo al del dinero en el mercado de bienes y servicios. Se afirma que conceptos como gobernabilidad y legitimidad nada tienen que ver con intereses o fines colectivos; son el producto del equilibrio de la oferta y la demanda de votos y de políticas que se genera por la agregación de decisiones individuales. Los que se presentan públicamente como interés general responden en realidad a intereses particulares. 18 17. Youssef Cohen (1994) es uno de los intentos más esforzados de sortear estas limitaciones.  Analiza la crisis de las democracias en algunos países de América Latina en las décadas de 1970 y 1980 a través de la aplicación del “dilema del prisionero”. El tratamiento de los actores complejos (partidos, gobiernos, burocracias) no le impidió identificar y estudiar la existencia de diferencias internas en cada uno de ellos y los márgenes diferenciales de opciones con que se enfrentaron. Pero en términos sustantivos cuánto agrega a lo que ya sabemos sobre este asunto, los resultados distan mucho de ser innovadores. Una ilustración del absurdo al que puede conducir la adhesión casi religiosa al enfoque es el intento de Gordon Tullock (1971) una de las figuras prominentes del rational choice—   de elaborar una teoría de las revoluciones basada en ese enfoque; el esfuerzo sólo brinda como resultado una cadena de suposiciones y especulaciones apriorísticas que le quitan seriedad y son de verificación imposible. La propuesta de Tullock no ha tenido cabida en la literatura sobre procesos revolucionarios y permanece como una curiosidad o como una ilustrada ejemplificación de los absurdos a los que pueden conducir elaboraciones apriorísticas de este tipo. 18. La bibliografía expositiva de estos enfoques es muy extensa, abrumadoramente originada en las universidades de Estados Unidos. Ayala Espino (1996) brinda una presentación amplia de la variedad de perspectivas englobadas bajo la denominación común. El denominado “marxismo analítico” que surgió como variante de izquierda en esos mismos ámbitos académicos en las décadas de 1980 y 1990 intentó aplicar a la teoría marxista el individualismo metodológico y el enfoque económico de la elección racional. Véase, por ejemplo, Roemer (1986), Wright, Levine y Sober (1992), y las críticas de Lebowitz (1990) y Roberts (1996), entre otros. El libro de Green y Shapiro (1994) señaló con abundantes argumentos las razones teóricas y metodológicas de

Política y pasión El rechazo a la existencia de lo colectivo como algo distinto de la agregación de individualidades encuentra un argumento fuerte en el principio del gobierno de la mayoría en las democracias representativas: el resultado de una elección es obviamente el producto de la suma de votos individuales. Sin embargo, este mismo argumento plantea la cuestión de cuán racional  (en los términos del enfoque rational choice)  es la decisión del votante individual de participar en la elección (en ausencia de una obligación legal y la consiguiente amenaza de sanción coactiva a quien no la cumpla), ya que el peso de tal decisión es aritméticamente irrelevante para el resultado final. Por lo tanto el votante resulta ser, al contrario de uno de los supuestos centrales de la opción racional, típicamente un ser irracional: invierte tiempo, posiblemente también recursos económicos, energías, en algo en cuyo resultado carece prácticamente de incidencia. Él/ella bien podría quedarse en casa, ahorrarse todo eso y beneficiarse del producto del esfuerzo ajeno. Más aún: en sistemas multipartidarios o   de representación proporcional, la composición efectiva del gobierno y la relación de fuerzas en el parlamento suelen ser el resultado de coaliciones y acuerdos poselectorales que reducen adicionalmente la eficacia del voto individual para decidir la integración de los elencos gubernamentales. En cambio, en sistemas de bipartidismo fuerte, como el de Estados Unidos, la propia dinámica política de negociaciones se encarga de reducir, en los hechos, las diferencias programáticas y de enfatizar las convergencias en las cuestiones más relevantes de la agenda política. Tampoco tiene sentido invertir recursos y energías en elecciones donde las opciones abiertas son tan escasas y poco relevantes la diferencia entre CocaCola y PepsiCola, según la recurrida boutade-. La conclusión que se deriva de todo esto parece obvia pero contradictoria de la premisa inicial acerca del comportamiento racional de los actores: la democracia es un sistema irracional; por eso la participación electoral es obligatoria en tantos países, porque nadie en su sano juicio dedicaría voluntariamente tiempo o dinero a una actividad sobre cuyo resultado carece de influencia. O bien, a partir de la existencia de un gran número de democracias representativas donde la emisión del voto es una obligación legal cuyo incumplimiento acarrea sanciones, la cuestión de la racionalidad o irracionalidad de la decisión de participar se desplaza desde la contribución de la acción individual a la producción de un bien colectivo el resultado electoral agregado, a un asunto diferente: el balance entre los costos de cumplir con la obligación de participar (cualquiera sea su incidencia en el resultado final) y los costos (disvalores privados) derivados de la sanción por desobedecer. Mancur Olson, posiblemente el autor que más esfuerzos realizó para la pobreza de resultados generados por este enfoque tanto en su vertiente convencional como en la de “izquierda”. Friedman (1996) reúne un conjunto de observaciones a la crítica de Green y Shapiro, así como la respuesta de éstos a aquéllas.

270

Carlos María Viles

aplicar estas ideas al ámbito de la teoría política y la gestión pública desde la perspectiva de la teoría de grupos, no niega la existencia de objetivos o intereses comunes a todos los miembros de una asociación. Afirma no obstante que, a menos que el número de individuos que la integran sea muy pequeño o que exista coerción o algún otro mecanismo para que los individuos actúen en función del interés colectivo, los individuos racionales no harán tal cosa porque en igualdad de condiciones el efecto de su acción individual es irrelevante para el resultado final. En otras palabras, aunque todos los individuos de un grupo sean racionales y autointeresados (self-interested) y ganarían si, como grupo, orientaran sus acciones hacia el objetivo común, no lo harán voluntariamente; para alcanzar ese interés común o de grupo, deberá ejercerse una coerción efectiva o potencial sobre ellos, o deberá ofrecérseles algún incentivo individual (Olson, 1971). La comprobación más explícita de este supuesto la halla Olson en el Estado, la organización política típica de la modernidad y uno de los temas recurrentes en la teoría política moderna. El Estado no puede funcionar solamente sobre la base de las contribuciones voluntarias de quienes se benefician de los bienes que provee para todos (seguridad, defensa, administración de justicia...). A pesar de la fuerza del patriotismo, del nacionalismo o de los vínculos de la cultura compartida, “ningún Estado importante en la historia moderna ha sido capaz de sostenerse a través de contribuciones voluntarias. Las contribuciones filantrópicas ni siquiera son una fuente importante de recursos en la mayoría de los países. Los impuestos, por definición pagos compulsivos, son necesarios” (1314). La razón por la que ningún Estado puede sobrevivir sobre la base de contribuciones voluntarias, explica Olson, es que la mayoría de los servicios más importantes que él provee son bienes públicos, que por lo tanto deben ser disponibles para todos si van a ser disponibles para alguno. En consecuencia, quienes no pagan el impuesto no pueden ser excluidos del consumo del bien.19 De acuerdo con este modo de ver la política, conceptos como solidaridad, altruismo, espíritu de sacrificio y similares serían simples encubrimientos semánticos de un interés egoísta fundamental. Es decir, los individuos actúan con miras a un bien colectivo si y sólo si perciben un bien privado o cuando hay que evitar un perjuicio también privado. Se ha visto en el capítulo precedente que, efectivamente, la acción política conjuga una utilidad personal de quien la promueve con un fin o utilidad general. Es propio de la acción política, especialmente a lo largo de la modernidad, obtener el consenso y la colaboración de la ciudadanía, la gente, el pueblo, o como se prefiera denominarlo, para aspirar a alcanzar determinados fines; lo que

19. La lógica formal del argumento de Olson puede tener sentido respecto de la defensa exterior pero no sobre otros bienes públicos como seguridad individual, acceso a los tribunales, atención primaria en salud o educación elemental, que en una gran cantidad de sociedades es inexistente o notoriamente limitada respecto de grandes porciones de contribuyentes.

Política y pasión

271

el rational choicer  presenta como fruto de la especulación, el oportunismo o la demagogia populachera, atañe en realidad a la naturaleza de la política como práctica de conducción. El antipoliticismo del enfoque consiste en priorizar el interés/utilidad individual por sobre el interés colectivo, y ello así porque no existen, para este enfoque, intereses colectivos sino, a lo sumo, una agregación de intereses individuales. Un antipoliticismo que no proviene necesariamente de una determinada ideología sino de la propia construcción conceptual del enfoque. La combinación de intereses individuales e intereses comunes en una misma organización sugirió a Olson la analogía con el mercado perfecta mente competitivo. Cuando el número de firmas es suficientemente grande y todas generan los mismos o pa recidos volúmenes de oferta, nadie percibirá el efecto en el precio si una firma aumenta o restringe su oferta y, por lo tanto, ninguna cambiará sus planes por eso. Similarmente, en una organización grande (el Estado, un sindicato, un partido político, un club deportivo), la pérdida de un cotizante no incrementará de manera notoria la carga de los otros cotizantes ni afectará la orientación de éstos hacia el objetivo común si el incentivo especial o la amenaza de coacción se mantiene. Estos supuestos, advierte Olson, no se cumplen en los grupos pequeños, sobre todo en los muy pequeños, a causa del control recíproco que los miembros del grupo pueden ejercer y del efecto sobre el colectivo, de la deserción individual; solamente en estos grupos es posible asumir la racionalidad de la orientación de la acción individual en función del objetivo común. Sería el caso del matrimonio, el de una partida de tenis o de una pareja de bailarines de tango: la retirada de un participante pone fin al grupo. Se desprende de lo anterior que en las grandes organizaciones la probabilidad de alcanzar los resultados beneficiosos de la racionalidad utilitaria es, en condiciones de igualdad, una función de la irracionalidad de los demás individuos, o sea, que esos individuos no escojan racionalmente y participen en la elección o en la gran organización. Si esto no es así, si todos deciden racionalmente no participar, los resultados pueden resultar perjudiciales para todos. El sálvese quien pueda,  que es uno de los modos prácticos de manifestarse el resultado de la suma de egoísmos/ racionalidades utilitaristas individuales, suele acarrear como consecuencia extraordinarias catástrofes y gigantescas desilusiones: quebrantos financieros y crisis económicas, masacres, depredación de recursos naturales y equivalentes. La “tragedia de la Puerta 12” (Buenos Aires, junio de 1968) ilustra trágicamente el resultado que puede arrojar la decisión espontánea y simultánea de miles de personas de tratar de escapar rápidamente de un lugar cerrado a través de una única puerta. La simia de decisiones egoístas (adelantarse a todos los demás, optimizar  la utilidad individual) no produjo un bien colectivo sino algo mucho peor que un resultado subóptimo: una estampida humana que condujo a la muerte de decenas de personas. Se presenta, en consecuencia, la llamada “paradoja del oportunista [free

272

Carlos María Vilas

rider]" : la racionalidad egoísta funciona para el individuo en la medida en

que no funcione en los demás. 20 Con excepción de los grupos extremadamente pequeños, una persona racional no creerá que si se retira de la organización eso repercutirá en el conjunto e impulsará a otros a hacer lo mismo es decir a actuar ellos también como  free riders-,  Olson no parece percatarse de que esta creencia no tiene sustento racional y tampoco explora las consecuencias que se generan cuando todos los individuos adoptan la misma decisión: se abstienen de votar, retiran sus depósitos de los bancos, tratan de escapar primero de un peligro. ¿Con base en qué información, indicio o evidencia asume el individuo que solamente él tomará una cierta decisión que será, en términos de la teoría, el único  free rider-?  ¿Qué tan racional es suponer que será él (o ella) la única persona en tomar esa decisión, en darse cuenta de la ventaja que le reportará o del perjuicio que ahuyentará? La respuesta a estas interrogantes y otras similares ha motivado ingeniosos juegos probabilísticos que, debe reconocerse, no han aportado resultados relevantes para mejorar nuestro conocimiento de la vida política. Por lo demás, uno de los síntomas clásicos de la estupidez humana es el creer que uno es el único inteligente y los demás un montón de tontos. Dada la falta de proporcionalidad entre la decisión individual (votar, no votar, votar por un candidato o por otro, asistir o no a una movilización o a un acto de campaña...) y el resultado agregado, la decisión racional de cada elector potencial sería no votar, puesto que la “rentabilidad” de su voto es bajísima. Ello no obstante, mucha gente ejerce el derecho al voto incluso en sistemas electorales donde la participación es optativa: se toma el trabajo de informarse sobre los temas en debate, las propuestas de los partidos y sus candidatos, se desplaza al lugar de votación, etc. O se suma a concentraciones políticas masivas siendo consciente de que su inasistencia no incidirá de manera relevante en la cantidad total de participantes. ¿Se gana algo, en el análisis político, con señalar la irracionalidad de estos individuos? ¿O no se nos estará escapando que estamos en presencia de una racionalidad diferente, propia de la acción política y por lo tanto también en este caso la teoría resulta controvertida? Los practicantes del enfoque no condicionan la orientación hacia el beneficio colectivo exclusivamente a la amenaza o el ejercicio de coerción; también hacen referencia a la existencia de algún 20. En materia de “sálvese quien pueda” financiero Mackay (1841) sigue siendo la obra clásica sobre esos pánicos, no por azar reeditada en Estados Unidos en 1932. Véase también Galbraith (1990) y Kindleberger (1991). Es llamativo que las gigantescas crisis y desfalcos generados por el frenesí especulativo en los siglos XVII y XVIII, de los que es difícil creer que no tuviera noticia, no hayan hecho mella en la inconmovible fe de Adam Smith en la racionalidad inherente a las decisiones utilitarias. La crisis desatada en Estados Unidos en octubre de 2008, rápidamente extendida al resto del mundo, ofrece un nuevo ejemplo de los frutos que es posible recoger del ejercicio irrestricto, multitudinario y desenfrenado del egoísmo utilitario, sobre todo cuando éste se convierte en doctrina de gobierno.

Política y pasión

273

incentivo individual diferente del beneficio común: distinciones honoríficas (al ciudadano ejemplar, al trabajador destacado por su productividad o su disciplina laboral, al obrero o al técnico innovador, al militante esforzado, al empresario socialmente responsable); ventajas económicas (incrementos salariales, becas de estudio, viajes, asignación de determinados bienes escasos, etc.), promoción en el empleo... Por último, hasta una palmadita en la espalda puede ser vista, desde esta perspectiva, como una recompensa personal a una contribución a lo colectivo. Como ironizó Gabriel Almond (1999): “De la misma manera que el «comodín» de la baraja puede tomar el valor de cualquier carta, así la premisa de la elección racional, según nos aseguran, puede adaptarse a cualquier acción que se le atribuya” (192; en sentido coincidente Di Telia, 1998). También puede objetarse a la teoría de la elección racional que los intereses y objetivos que se mueven en la política no es obvio ni debe asumirse apriorísticamente que sean los mismos que en otras esferas de la vida y en particular en la economía.21  Tal homologación remite a la sociología de Max Weber: siendo el Estado y la empresa de negocios creaciones racionales, esa común racionalidad homologa ambos tipos de organización con relativa independencia de los fines específicos que una y otra persiguen, y condiciona el comportamiento de quienes las integran. 22  Se trata de mía homologación que, se ha visto, el propio Weber controvierte en sus escritos propiamente políticos. Las condiciones y el modo en que diferentes personas entienden qué consideran “costos” y qué cosas estiman “beneficios” varían enormemente en función de factores múltiples. Cuando un votante de clase media apoya a un partido que propone una reforma tributaria progresiva que lo obligará a pagar un mayor impuesto a sus ingresos, ¿actúa de manera irracional o racional? Lo primero puede sostenerse de acuerdo con un criterio estrictamente pecuniario. Pero tal vez el individuo piensa que un sistema tributario progresivo contribuye a una mejor distribución de los ingresos y eso le reporta una satisfacción ideológica mayor que el costo de bolsillo. O bien le tiene sin cuidado la justicia tributaria, salvo en lo que puede aportar a una mayor estabilidad social, porque los socialdemócratas o los populistas que proponen la reforma son buenos para mantener a raya a los obreros y a los pobres sin tener que recurrir siempre a la policía. Por su lado, el esforzado militante puede estar dispuesto a afrontar sufrimientos porque su “costo” personal es menor que el “beneficio” que se expresa en la deslegitimación de un poder que se pone en evidencia como represivo,

21. Deben destacarse, sin embargo, los señalamientos de algunos economistas sobre las dificultades que experimenta el rational choice  incluso en el terreno de las decisiones referidas al mercado (por ejemplo, Simon, 1979, 1982; Arrow, 1951). 22. La metáfora schumpeteriana del político como empresario se basa en esa homologación formal (Schumpeter, 1942); de Schumpeter la tomó Downs (1957). La homología entre empresas y Estados también está presente en Hirschman (1970).

274

Carlos María Vilas

en su efecto en el aumento en el reclutamiento de partidarios, en lo que contribuirá a promoverlo a posiciones políticas de relevancia en su propia organización, etc. No basta, por lo tanto, apelar a la muletilla del “costo beneficio” o de la maximización de utilidades. La formación y la modificación de las lealtades, los antagonismos y las convicciones políticas obedecen a una variedad de factores; el cálculo económico es sólo uno de ellos y a veces ni siquiera el más relevante.23 El enfoque de la elección racional se desentiende del escabroso asunto de cómo los individuos definen sus prioridades y practican sus elecciones. En el terreno de la economía deja de lado, por lo tanto, el condicionamiento de la voluntad de los consumidores por la propia oferta, por los mecanismos publicitarios, por el acceso a recursos monetarios, etc., y ésta es, obviamente, una muy seria falencia. Es éste un lujo que el análisis político no puede permitirse, porque la formación de las voluntades políticas es un elemento esencial para la comprensión de los objetos que estudia. El supuesto de la libertad de elección del consumidor en un mercado competitivo resulta extravagante, para decir lo menos, en muchos aspectos cruciales de la dinámica política. Los escenarios en que se desenvuelve la vida de los individuos condicionan el abanico de opciones políticas disponibles, y en no pocos casos dotan al concepto de “elección” de significados muy particulares y más bien simbólicos. ¿Cuáles fueron, por ejemplo, las opciones abiertas a los campesinos del altiplano peruano en la década de 1980, obligados a colaborar con las guerrillas de Sendero Luminoso y arriesgarse a caer víctimas de la represión miliar, o bien a colaborar con el ejército y arriesgarse a las represalias de Sendero Luminoso? ¿Cuáles fueron los grados de libertad con que eligieron? Desde una perspectiva formal, Hobbes puede tener razón cuando afirma que una elección hecha bajo amenaza de muerte es libre en sentido estricto, pero la mayoría de los sistemas legales contemporáneos niegan reconocimiento y validez a ese tipo de opciones. Se puede argumentar que en estos casos y otros similares la teoría no se aplica, porque son situaciones excepcionales o extremas, pero se espera de una teoría que se presenta como de validez general que brinde respuesta, o hipótesis de respuesta, a las interrogantes que la realidad le formula.24 Hay de por medio en esto un juego semántico en torno al significado que 23. Sin perjuicio de las muchas y contundentes críticas que se le han dirigido, puede reconocerse al enfoque de opción racional una especie de bonus track teórico, posiblemente no buscado por sus practicantes. Al afirmar la naturaleza egoísta del comportamiento humano en política, superaron por la vía de la lógica formal la dicotomía esquizofrénica del liberalismo que afirma el egoísmo de los individuos en el mercado y la dedicación de esos mismos individuos al interés general cuando actúan en política. “No hay tal”, nos dicen los rational choicers: el individuo es utilitarista en todos los órdenes de la vida. 24. Emily Hauptmann (1996) desarrolló una muy incisiva crítica a la ambigüedad y la ligereza con que el concepto “elección” es presentado y utilizado por la mayoría de los autores enrolados en estos enfoques.

Política y pasión

275

los practicantes de la elección racional asignan al vocablo económico cuando refieren al análisis económico de la política o del derecho. Karl Polanyi, que era economista, historiador y antropólogo, llamó la atención respecto del uso del término con dos significados diferentes en las ciencias sociales. El significado sustantivo de “económico” deriva, dice Polanyi, de la dependencia de los individuos, para su subsistencia, de la naturaleza y de sus seme jantes; refiere a los intercambios con el medio ambiente natural y social, encaminados a ese fin. Es, por ejemplo, el significado que se encuentra en las obras de Marx y en general en los economistas clásicos. Existe también un significado formal, referido a cualquier conducta que descansa en un análisis instrumental de la relación mediosfines, es decir, en un análisis de los costos involucrados en la consecución de cualquier objetivo. Los dos significados de “económico”, el sustantivo y el formal, no tienen nada en común. El último procede de la lógica, el primero de la realidad. (Polanyi, 1976)

Polanyi tiene razón, pero omitió señalar que ese análisis lógico formal se ubica dentro de la matriz teórica de una particular concepción sustantiva de la economía la de la teoría neoclásica y es tributario por lo tanto de los supuestos que ésta asume. Uno de esos supuestos es el del igual acceso a información por todos quienes toman decisiones en mercados competitivos. Esto no es así, claro está; en las sociedades de mercado el acceso a información requiere disponibilidad de recursos económicos, de tiempo y formación intelectual o de apoyo técnico para procesarla e, incluso, no de manera infrecuente acceso a ciertas posiciones de poder; condiciones todas que se encuentran desigualmente distribuidas. Ello sin contar que algunos actores están en mejores condiciones que otros para adelantarse en el acceso a información relevante, ocultarla, administrarla, etc., lo que agrega asimetrías específicas. Además, en la política real muchas decisiones se toman a partir de desafíos o estímulos no programados o en un marco de aceleración de los tiempos que acota las posibilidades para una valoración adecuada de opciones, alternativas y resultados, o bien la cantidad de actores, intereses y otros aspectos involucrados son tantos que resulta imposible reducirlas a ejercicios de laboratorio. Debe agregarse que muchas veces varias son las opciones racionales   que se presentan en la vida real en una situación dada. Cuando a fines de 2005 el gobierno del presidente Néstor Kirchner decidió saldar en su totalidad el endeudamiento ante el FMI (incluyendo las cuotas no vencidas), la crítica inmediata argumentó que se estaban asignando reservas monetarias a pagos no exigibles y que se estaba cortando la relación con un organismo financiero que, con todo, presta dinero a tasas menores que las del mercado; es decir, una opción claramente irracional. Al contrario, el gobierno y quienes apoyaron la decisión señalaron que tal medida ponía fin a las presiones

276

Carlos María Vilas

financieras y políticas del organismo, que en el pasado habían impuesto a los gobiernos la adopción de políticas económicas y financieras de efectos desastrosos (como la crisis de 2001 había puesto en evidencia); se agregaba que la reactivación económica y la mayor eficacia de la recaudación tributaria permitirían recuperar reservas en el corto plazo. Más aún, se señaló que la decisión permitiría definir acciones de política con mayor grado de libertad tanto en asuntos internos como en las relaciones internacionales, puesto que históricamente el FMI había actuado como instrumento de presión y agencia de representación de los sectores del poder económico más concentrado y más articulado a instancias extranacionales de decisión. En consecuencia, se habría tratado, desde la perspectiva del gobierno, de una opción racional tanto en términos estrictamente económicos como políticos. Habría existido una tercera opción racional a medio camino entre pagar y no pagar: pagar estrictamente la deuda vencida, de modo de sacarse de encima las presiones más gravosas del FMI pero mantener una relación fluida con un organismo cuyo aval era exigido por el Club de París para regularizar su propia relación con la Argentina. Resulta claro que si varias opciones aparecen como racionales en los términos de la teoría, la decisión por una u otra no se toma en ese nivel sino en uno que se ubica en un plano superior a todas. La opción  depende de consideraciones políticas respecto de las cuales la cuestión específica resulta subordinada; en el ejemplo mencionado la valoración de qué se gana o se deja de ganar en una u otra decisión surge de consideraciones de poder y de determinadas concepciones acerca del bienestar general, el desarrollo u otras. En último análisis, todo depende de “quién está usando la razón, la racionalidad, la lógica y la neutralidad emocional para hacer qué a quién” (Wolf, 2001: 43). Es interesante destacar que el propio Adam Smith reconoció el peso de una variedad de factores ideológicos, incluyendo convencionalismos sociales, en la decisión y el modo de individuos y gobiernos de perseguir sus intereses. Así, explicó la resistencia a desprenderse de las colonias americanas, económicamente no rentables, por razones de “orgullo nacional” (La riqueza de las naciones, IV, cap. II, parte I), de la misma manera en que, también a su juicio, la persistencia de la institución del mayorazgo que, para asegurar el enriquecimiento del hijo mayor, “empobrece a todos los demás hijos”, no tenía otra razón de ser que sostener el orgullo y la tradición del linaje, o la persistencia del consumo dispendioso y el gasto económicamente improductivo que conducía a la ruina a más de una familia de la nobleza terrateniente, carente de otra racionalidad que la satisfacción de una “pueril vanidad” (ídem, L.  V, cap. I parte III). En general, la vanidad y la ostentación parecen haber sido, en la percepción de Smith, un ingrediente central en la racionalidad de los grandes terratenientes, que prestó importantes servicios al desarrollo económico capitalista (por ejemplo, L. I cap. I; L. III cap. IV; L. IV cap. I, etc.), asunto al que Werner Sombart (1912) dedicó una investigación acuciosa.

Política y pasión

277

La dedicación excluyente al momento de la decisión y la ambigüedad con que ésta es tratada ponen de relieve las dificultades del enfoque para analizar todo lo que precede a ese momento, la variedad de ingredientes afectivos, socioculturales, contextuales que concurren a darle forma y, en particular, las relaciones y situaciones de poder siempre presentes en la configuración de las preferencias individuales y en el arco disponible de elecciones y esto vale también para las decisiones económicas. En el fondo, el conservadurismo de estos enfoques deriva de este último elemento: al dejar de lado las relaciones de poder presentes en la conformación de todo momento decisorio, suponen el poder como algo dado; adoptan como punto de partida metodológico la premisa fundamental de todo actor individual o colectivo instalado en posiciones de poder: el poder no se cuestiona, queda fuera de la indagación. De acuerdo con el dictum  neoliberal atribuido a Margaret Thatcher: no hay alternativas. Y si las alternativas no existen y el poder no se indaga, la política queda inevitablemente reducida a una gestión, coactivamente protegida, de recursos limitados. El modo en que las preferencias individuales se gestan y expresan en la vida política difiere marcadamente de lo que ocurre en el mercado y en general en la economía. La política, ya se ha visto, es un asunto de fines y no solamente de medios; quienes la practican suelen hacerlo en función de preferencias y lealtades adquiridas en tiempos lejanos (usualmente la adolescencia y como efecto de influencias familiares, de amistades, de autoridades religiosas, etc.); no existe en la política un instrumento que permita medir la magnitud de la satisfacción generada por la decisión tomada, como ocurre con el dinero en la economía. En ésta lo que se gana o se pierde es mensurable directa o indirectamente por su expresión monetaria, pero las cosas son más complejas en la política. ¿Cómo maximiza su ganancia (o pérdida) individual el votante cuyo candidato a presidente, gobernador, senador, etc., resulta triunfador (o derrotado)? ¿Cómo se determina el valor o la utilidad individual que el sujeto busca maximizar con su decisión electoral? ¿Qué efecto de  feedback genera el “mercado político” para los que votaron por los candidatos que fueron derrotados, equivalente al que ofrece el mercado de las transacciones económicas? Además, hay muchas decisiones políticas que los individuos adoptan por hábito (“yo siempre voté por tal o cual partido”, “en mi familia siempre hemos sido peronistas o radicales, o socialistas”, etc.); las identificaciones políticas pueden basarse en afinidades de grupo (políticoideológico, religioso, familiar, regional...). En materia de política electoral es bien conocida la importancia que tiene, en la elección de por quién sufragar, la persona del candidato. La adhesión a un partido o a un programa o ideología suelen ser menos relevantes, o no más relevantes, en la decisión electoral, que la confianza o las expectativas depositadas en el candidato (Aarts, Blais y Schmitt, 20ll).25 25. Las conclusiones de estos autores se basan en el estudio sistemático de nueve países con

278

Carlos María Vilas

La síntesis de todo esto resulta ser que, dada la complejidad de las cuestiones sometidas a decisión, de su lejanía respecto de la cotidianeidad de los sujetos y la falta de familiaridad con ellos, o de los fundamentos afectivos de sus preferencias, la información de que usualmente disponen y ponen en  juego las personas, o el conocimiento que buscan sobre estos asuntos, dista mucho de ser la óptima. Schumpeter llamó a esto “regreso al pensamiento primitivo”; con menos arrogancia, Downs (1957) lo denominó “ignorancia racional”; expresado de manera directa, ambos quieren decir que normalmente la gente no se preocupa mucho por aquellas cuestiones que no considera tengan mucha gravitación en sus propios asuntos. En consecuencia, o bien en el terreno de la política, caracterizado por la complejidad de los asuntos en disputa, los individuos actúan irracionalmente y la teoría de la elección racional resulta controvertida por los hechos, o actúan de acuerdo con una racionalidad que no es la del mercado y la teoría también resulta falsa. Más aún: cualquier conjunto coherente de valores puede ser objeto de maximización; a menos que el analista especifique qué se está tratando de maximizar, todas las opciones son racionales por definición y la teoría carece de especificidad o relevancia. Los agrupamientos humanos pueden ser vistos simplemente como agregados de individuos o como algo más. Los momentos más significativos de la vida política corresponden a los de la acción colectiva, a las ocasiones en que la suma de individuos que integran el conjunto dan nacimiento a una entidad colectiva diferente, mayor, de más amplias proyecciones y eficacia que la suma de individualidades que la integran. Hay un texto de Marx que, me parece, ofrece una buena ilustración de este razonamiento. De acuerdo con un conocido pasaje de su estudio del régimen de Luis Bonaparte, los campesinos parcelarios franceses eran para Marx un ejemplo de lo primero; constituían “la gran masa de la nación francesa por la simple suma de unidades del mismo nombre, al mismo modo como, por ejemplo, las papas de una bolsa forman una bolsa de papas”; integraban una “clase en sí”, una suma de individuos que compartían determinadas características económicas, lingüísticas u otras, es decir, un conjunto estadístico. Sólo cuando esa suma de individuos adquiere conciencia de su ubicación en las estructuras de poder y se oponen “de un modo hostil” a otros agregados de individuos el todo deviene efectivamente más que la suma de sus partes: deviene clase  para sí   (Marx, 1852). Ese  plus se alcanza por la participación colectiva, como fuerza unitaria, en la lucha política. La suma de individualidades se funde en una entidad colectiva cohesionada por una unidad de propósito. Se puede estar de acuerdo o no con la relevancia que Marx asignaba a las clases como sujetos de la acción colectiva, o con la metáfora con la que describe a los campesinos franceses; me interesa destacar aquí siderados “democracias estables” o “robustas”: Alemania, Australia, Canadá, España, Estados Unidos, Gran Bretaña, Holanda, Noruega y Suecia.

Política y pasión

279

su señalamiento acerca de la potenciación de los elementos que constituyen esa entidad colectiva (clase, movimiento, partido, coalición...) por efecto de su constitución misma y que impiden su reducción o desagregación en las individualidades que agrupa. Hace muchos años el filósofo conductista Abraham Kaplan (1964) llamó la atención sobre los riesgos que conlleva la pretensión de dar valor absoluto a los instrumentos metodológicos y analíticos por encima de las características y especificidades de los objetos de estudio. “Si usted le regala un martillo a un niño, todo en la casa necesita ser martillado”; lo mismo ocurre con los métodos y las técnicas de análisis e investigación. Sin embargo, las críticas al enfoque de la elección racional, que ponen el acento en los ingredientes culturales, de contexto, no racionales en la formación de las actitudes y comportamientos políticos, no deberían caer en los mismos excesos que objetan. La vida política es lo suficientemente rica y compleja como para ofrecer situaciones en las que los individuos actúan movidos por intereses utilitarios y situaciones de evidente solidaridad, altruismo y convicción, e individuos que van de una a otra o las conjugan de múltiples maneras; electores, intendentes, legisladores, concejales, gobernadores, que orientan sus acciones hacia objetivos de progreso, desarrollo o bienestar colectivo comoquiera los entiendan, y también los hay que “votan con el bolsillo” o tratan de mantenerse en sus cargos o ascender a otros por finalidades que poco o nada tienen que ver con el interés general o de la mayoría. Se les escapa a los rational choicers  que, aun en estos casos, la búsqueda de utilidades personales debe realizarse, como correctamente señaló Herman Heller, por los senderos de la política; ésta siempre plantea una dimensión pública, tanto por la proyección de las decisiones individuales como por su gravitación en la generación, sostenimiento o la erosión de la colaboración colectiva.

Fe y escepticismo La consideración de estos asuntos tiene sentido porque en el centro de toda teoría política existe siempre de manera más o menos elaborada una antropología filosófica, una concepción o, por lo menos, una idea fundacional de qué es y cómo es el ser humano, de las motivaciones que inspiran sus acciones, de los factores que oinducen a la bondad o a la maldad, al egoísmo o al altruismo, a tolerar situaciones oprobiosas o a rebelarse contra ellas por eso dice Aristóteles que “es menester que el político posea algún saber de las cosas del alma” (Ética nicomaquea, 1102a), que sea un conocedor del elemento humano con el que elaborará su obra. El advenimiento del positivismo científico y de la sociedad de masas abrió las puertas para pasar de las especulaciones sobre los impulsos y las motivaciones de los individuos a los de los comportamientos colectivos; de

280

Carlos María Vilas

las disquisiciones sobre el alma se pasó a la llamada “psicología de las muchedumbres”. Por su lado, la aplicación de conceptos y técnicas psicoanalíticas favorecieron, a partir de la obra pionera de Harold Lasswell ( Psicopatolo gía y política,  1930), el desarrollo de una nueva rama de la disciplina: la “psicología política”. No es ésta, sin embargo, una exclusividad de la teoría política. Desde la economía política clásica hasta sus más recientes versiones neoliberales, todas las variantes más aceptadas de la teoría económica tienen como supuesto antropológico el egoísmo utilitario del individuo. La diferencia sustancial entre la teoría política y la teoría económica radica en que mientras ésta asume como verdad incuestionable ese egoísmo y lo proyecta a todas las dimensiones de la conducta humana, la teoría política mantiene la cuestión humildemente abierta al debate. De una u otra manera, y no siempre en forma consciente, ese debate gira en torno a si el individuo es esencialmente bueno pero pervertido por factores ajenos a él, esencialmente malo y de ahí la necesidad de vigilarlo de cerca para moderar los efectos de esa supuesta naturaleza, o un poco de cada cosa.26  En general, las concepciones que afirman la bondad inherente del espíritu humano, su capacidad innata para discernir entre el bien y el mal y para preferir aquél a éste, así como la afirmación de su aptitud para identificar racionalmente sus verdaderos intereses y actuar en consecuencia, están asociadas a concepciones restrictivas del gobierno, con competencias, recursos y responsabilidades limitadas. Todo lo que los individuos necesitan de la política y el gobierno para desarrollar su innata propensión a la cooperación y la solidaridad es la eliminación de los factores sociales que conspiran contra ello. Las manifestaciones de esta concepción son múltiples; se la encuentra en las utopías anarquistas y socialistas radicales, con sus críticas al sistema de propiedad privada y el capitalismo que embrutecen y hacen al hombre mezquino y egoísta (y el corolario lógico de la periclitación del Estado una vez suprimidas las estructuras sociales de explotación y la consiguiente “sustitución del gobierno de los hombres por la administración de las cosas”), como también en las variantes más radicales de la “teología de la liberación”. Irónicamente, la remoción de esos factores nefastos suele demandar intensos despliegues de poder y, en consecuencia, gobiernos fuertes y muy activos; una incoherencia que usualmente se intenta saldar con el argumento de la transitoriedad de los momentos de exacerbación autoritaria. En cambio, hay mucho espacio y mucha demanda para un gobierno activo, dotado de los consiguientes recursos, si se piensa en el ser

26. “A quien dispone una república y ordena leyes en ella le resulta necesario presuponer que todos los hombres son malos, y que siempre usarán la malignidad de sus almas cada vez que tienen libre ocasión de hacerlo” (Maquiavelo,  Discursos, I cap. III). Pero más adelante relativiza el juicio: “Rarísimas veces los hombres saben ser del todo malos o del todo buenos” (id. cap. XXVII; véase también Hegel,  Principios,  § 18). O, como alguna vez expresó socarronamente Perón, “Todos los hombres son buenos pero, si se los vigila, son mejores...”.

Política y pasión

281

humano como una criatura básicamente díscola, oportunista, perversa o egoísta, a cuyas propensiones naturales es necesario poner coto en aras de una satisfactoria convivencia. No únicamente como coacción represiva, sino inducciones firmemente persuasivas a través de la pedagogía política de qué cosas convienen y qué cosas no convienen a los individuos y a la sociedad en que se desenvuelven. El filósofo conservador Michael Oakshott (1998) enfocó la relación entre política y antropología filosófica identificando dos grandes estilos de hacer política: la  política de la fe  y la  política del escepticismo.  La primera entiende que el mejoramiento de la naturaleza humana es posible y el gobierno debe colaborar activamente en él, organizando y controlando las acciones de los individuos y grupos a fin de que alcancen el pleno ejercicio de sus facultades y potencialidades, o por lo menos, condiciones de vida que hagan posible esa plenitud. La política de la fe explicita una firme confianza en que esto se puede conseguir en la medida en que el gobierno se fije esa meta y desarrolle una actividad que, por su propio cometido, es “incesante y prolífica”. Llevada a sus extremos, la política de la fe conduce, según Oakshott, a una alta valoración del gobierno que habrá de colocarlo moralmente por encima de cualquier otra actividad; en términos jurídicos, favorecería una especie de inmunidad de facto del gobernante respecto de las restricciones y limitaciones del Estado de derecho, basada precisamente en la excepcionalidad de los asuntos sometidos a decisión soberna. La política del escepticismo, al contrario, alberga serias dudas de que exista algo como la perfección humana o, por lo menos, que ésta sea alcanzable mediante la intervención del gobierno. Este existe no porque sea bueno sino porque es necesario para acotar los conflictos humanos y en todo caso prevenir que las cosas empeoren. La política del escepticismo desconfía por principio del gobierno y por eso restringe sus intervenciones al mínimo necesario para asegurar la convivencia. No trata de mejorar a los individuos sino de preservar dinámicamente el orden social a través de un sistema de normas, obligaciones recíprocas y sistemas de reparación de perjuicios. Implica, en consecuencia, una concepción restrictiva del gobierno. Puede resultar tentador identificar la política de la fe con la de los reformadores y revolucionarios sociales, y la política del escepticismo con el laissez faire del liberalismo. La descripción que hace Oakshott de la política de la fe trae a la mente el indudable voluntarismo de algunos experimentos como “el gran salto adelante” del comunismo chino, la “zafra de los diez millones” en Cuba o la fantasía de “ahorrar etapas” y pasar del tribalismo africano y sus economías de subsistencia al socialismo, y sus respectivas desafortunadas ulterioridades; concepciones signadas por una asignación casi exclusiva de racionalidad a las burocracias públicas, a los grandes proyectos de ingeniería social y modernización acelerada que no se hacen cargo del desfase de ritmos, tiempos y percepciones que usualmente existe entre los tecnócratas y el común de la gente, o de las restricciones que

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF