VILAJOSANA, Josep. El Derecho en Acción. La Dimensión Social de Las Normas Jurídicas

October 5, 2017 | Author: Luis Tacuche | Category: Existence, Behavior, Theory, Property, Institution
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Descripción: VILAJOSANA, Josep. El Derecho en Acción. La Dimensión Social de Las Normas Jurídicas...

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FILOSOFÍA Y DERECHO

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La dimensión social de las normas jurídicas

Colección Filosofía y Derecho

José Juan Moreso Mateos (dir.) Jordi Ferrer Beltrán (dir.)

EL DERECHO EN ACCIÓN La dimensión social de las normas jurídicas

JOSEP M. VILAJOSANA

EL DERECHO EN ACCIÓN La dimensión social de las normas jurídicas

Marcial Pons MADRID

|

BARCELONA

2010

|

BUENOS AIRES

La colección Filosofía y Derecho publica aquellos trabajos que han superado una evaluación anónima realizada por especialistas en la materia, con arreglo a los estándares usuales en la comunidad académica internacional. Los autores interesados en publicar en esta colección deberán enviar sus manuscritos en documento Word a la dirección de correo electrónico [email protected]. Los datos personales del autor deben ser aportados en documento aparte y el manuscrito no debe contener ninguna referencia, directa o indirecta, que permita identificar al autor. En caso de ser aceptada la publicación del original, el autor deberá adaptarlo a los criterios de la colección, los cuales se pueden encontrar, en formato PDF, en la página web www.filosofiayderecho.es

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© Josep M. Vilajosana © MARCIAL PONS EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S. A. San Sotero, 6 - 28037 MADRID ( 91 304 33 03 www.marcialpons.es ISBN: 978-84-9123-021-2

A mi hija Clàudia, por existir

ÍNDICE pág. INTRODUCCIÓN

13

CAPÍTULO I. LA EXISTENCIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS

19

1.

TIPOS DE NORMAS

19

1.1. Reglas regulativas y reglas constitutivas

20

1.2. La tipología de von Wright

24

¿CÓMO SE RELACIONAN LAS NORMAS CO N EL LENGUAJE?

29

2.1. La visión de von Wright 2.2. Algunos problemas 2.2.1. Una ambigüedad

29 30 30

2.

2.2.2. Existencia y estatus ontológico de las normas

33

3.

NORMAS JURÍDICAS Y COMPROMISO ONTOLÓGICO

34

4.

3.1. Introducción 3.2. Concepción hilética y concepción expresiva 3.3. Relevancia de la disputa ontológica PARA SEGUIR AVANZANDO

34 36 37 44

CAPÍTULO II. NORMAS MANO

JURÍDICAS

Y COMPORTAMIENTO

1. EL PRINCIPIO DE TOLERANCIA ONTOLÓGICA 1.1.

HU47 47

Una propuesta de categorización

47

1.1.1. Dependencia de entidades reales

50

10

Índice pág.

1.2.

1.1.2. Dependencia de estados intencionales

52

1.1.3. Dependencia de entidades reales y de estados intencionales

53

Ventajas

54

2. NORMAS DE CREACIÓN DELIBERADA 3. NORMAS DE CREACIÓN NO DELIBERADA 3.1. Normas inferidas 3.2. Normas ideales 3.3. Normas consuetudinarias

55 57 58 58 59

3.3.1. La costumbre como regla social 3.3.2. La costumbre como fuente del derecho

60 66

4. ALGUNAS CONCLUSIONES PROVISIONALES

71

CAPÍTULO III. EL ÉNFASIS EN LA LEGISLACIÓN

73

1. LA EXISTENCIA DEUN SISTEMA JURÍDICO 2. SOBERANO Y HÁBITO DE OBEDIENCIA

73 75

2.1. 2.2. 2.3. 2.4. 2.5. 2.6.

Soberanía y sociedad política independiente El hábito de obediencia Continuidad del derecho El soberano ilimitado Existencia de los sistemas jurídicos El principio de origen empírico

75 76 78 79 81 82

3. NORMA BÁSICA Y EFICACIA NORMATIVA

83

3.1. Norma básica y cadena de validez 3.1.1. 3.1.2. 3.1.3. 3.1.4.

Funciones de la norma básica La cadena de validez Contenido y formulación de la norma básica Validez y efcacia

3.2. Críticas a la norma básica 3.2.1. Carácter de la norma básica 3.2.2. El círculo vicioso validez-eficacia 3.3. El principio de origen normativo

83 84 86 88 89 90 90 91 93

CAPÍTULO IV. EL ÉNFASIS EN LA ADJUDICACIÓN

97

1. EL RECONOCIMIENTO DE NORMAS

97

1.1. Normas primarias y secundarias 1.2. La regla de reconocimiento

98 100

Índice

11 pág. 1.2.1. Funciones de la regla de reconocimiento 1.2.2. Existencia de la regla de reconocimiento 1.2.3. Contenido y formulación de la regla de reconocimiento

1.3. Existencia de los sistemas jurídicos

106

1.4. DOS CRÍTICAS A LA REGLA DE RECONOCIMIENTO

107

1.4.1. Carácter de la regla de reconocimiento 1.4.2. Círculo vicioso 2.

107 108

R A Z O N E S PARA LA A C C I Ó N Y EXISTENCIA DE L O S S I S T E M A S JURÍDICOS

2.1. Órganos primarios de aplicación 2.2. La tesis de las fuentes

111

111 113

3 . A M O D O DE B A L A N C E

C A P Í T U L O V . LA APLICACIÓN SOCIAL

100 102 104

115

DEL DERECHO COMO

PRÁCTICA 117

1. APLICACIÓN COMO PROCESO 2. ACCIONES COLECTIVAS 3 . ACTIVIDADES I N T E N C I O N A L E S COLECTIVAS

117 118 118

3.1. Concepción general 3.2. Aplicación del derecho como actividad intencional colectiva

118 121

4. I N T E N C I O N E S PARTICIPATIVAS SUPERPUESTAS

123

5. EL C O M P R O M I S O COMÚN Y LA NORMATIVIDAD

125

5.1. ¿Hay una única normatividad en los grupos sociales?

127

5.2. Expectativas y normatividad

129

6. LOS LÍMITES DE ESTAS POSICIONES

131

6.1. Niveles distintos de análisis 6.2. Diferencias de enfoque 6.3. La defensa de una visión convencionalista del derecho CAPÍTULOVI. CONVENCIÓN Y PRÁCTICAS DEL DERECHO

DE

131 134 135

IDENTIFICACIÓN 139

1 . C O N V E N C I Ó N Y TEORÍA D E L D E R E C H O 2 . ¿ C O N V E N C I O N A L I S M O EN QUÉ S E N T I D O ? 3 . LA T E S I S SOCIAL

139 140 145

3.1. La denotación de la palabra «derecho»

147

12

Índice pág. 3.2. La relación de dependencia entre hechos sociales y derecho

4. HECHOS SOCIALES

148 150

4 . 1 . Hecho social y hecho convencional

150

4.2. La creación de realidad social

152

5. HECHOS CONVENCIONALES Y REGLA DE RECONOCIMIENTO

153

5 . 1 . Convención 5.2. La dimensión constitutiva de las convenciones 5.3. Proposición anankástica social y regla técnica de identifcación 5.4. Identifcación y autonomía del derecho 6. ALGUNAS POSIBLES OBJECIONES

154 161 164 165 166

6.1. 6.2. 6.3. 6.4. 6.5.

La normatividad de la regla de reconocimiento Convenciones y principios Convención y desacuerdos La arbitrariedad de una regla de reconocimiento convencional La supuesta banalidad de la tesis convencionalista

167 169 173 175 177

CAPÍTULO VII. LA EFICACIA GENERAL DE LAS NORMAS DE UN SISTEMA JURÍDICO

179

1. 2. 3. 4. 5.

179 181 183 185 187

LOS CONCEPTOS DE EFICACIA COINCIDENCIAYCUMPLIMIENTO EFICACIAYAUTORIDAD EFICACIAYVALIDEZ ALGUNOS PROBLEMAS ABIERTOS 5 . 1 . ¿Son relevantes los motivos del cumplimiento? 5.2. El problema de la medición 5.3. La eficacia de las normas que no son mandatos

6. EL LUGAR DE LA EFICACIA

187 193 194 196

6 . 1 . Un breve repaso

196

6.2. Algunas sugerencias

197

CONCLUSIONES

201

BIBLIOGRAFÍA

205

INTRODUCCIÓN Una teoría del derecho debe ser, aunque sólo sea parcialmente, una teoría del derecho positivo. Con ello quiero decir simplemente que debe tener como objeto de estudio, como mínimo, las normas que tienen un origen humano. Se trata de un requisito metodológico neutral respecto a qué relaciones quepa establecer entre las normas positivas y otro tipo de normas que eventualmente puedan postularse, tales como las pertenecientes a un derecho natural; un requisito que excluye la plausibilidad de una teoría que conciba el derecho únicamente como algo ajeno a la conducta humana. Si esto es así, habrá que asumir también que explicar el carácter positivo del derecho implica especificar su estatus ontológico, es decir, el tipo específico de realidad que posee. En este sentido, uno de los resultados de asumir que la positividad del derecho constituye un dato que una teoría debe explicar es que éste posee una dimensión social. En efecto, sea cual fuere la forma de explicar la positividad del derecho, no es posible desvincular su existencia de los comportamientos de los seres humanos en sociedad. Cuando se afirma que el derecho es una cierta técnica de motivación de conductas o cuando se sostiene que su existencia y contenido se vinculan al acaecimiento de ciertos hechos llevados a cabo por las autoridades (como la promulgación y la derogación de normas) o por los destinatarios de las normas (como los actos de obediencia), se está admitiendo que el derecho es un fenómeno social. Por todo ello, se puede asumir que, al subrayar la positividad del derecho, estamos enfatizando su conexión con ciertos hechos, actitudes y acciones de seres humanos que viven en sociedad. Así, pues, una teoría del derecho satisfactoria debe poder dar cuenta de la relación entre las normas jurídicas y los hechos sociales con los que se hallan vinculadas. Hay que insistir que lo dicho vale no sólo para las teorías positivistas del derecho. El estudio de la mencionada relación es útil y necesario tam-

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JOSEP M. VILAJOSANA

bién para teóricos de otras tendencias, ya que éstos no pueden ignorar que existe algo llamado derecho positivo, sea cual fuere luego el lugar que el mismo ocupe en su concepción 1. Para que este estudio sea posible, sin embargo, se requerirá una explicación de las condiciones de existencia de las normas jurídicas y de su relación con hechos sociales. Éste será justamente el objetivo general de este trabajo. A lo largo del mismo examinaré las condiciones de existencia de las normas jurídicas, en concreto, y del derecho positivo, en general. Desde la perspectiva de la existencia de las normas jurídicas, el capítulo I va destinado a reconstruir los elementos relevantes de lo que podría ser el estado de la cuestión en esta materia. Empezaré con la exposición crítica de conocidas tipologías de normas. El hecho de que puedan existir diferentes tipos de normas tiene su reflejo a la hora de considerar sus formas distintas de relacionarse con el comportamiento humano. Esta disparidad se pone ya de relieve al estudiar la dependencia de tales normas respecto al lenguaje. Hay varias maneras en las que la existencia de una norma puede depender del lenguaje y parece que cuál sea el modo concreto estará sujeto, a su vez, a cómo se entienda la ontología de las normas, es decir, si éstas se consideran entes abstractos o concretos. Pero esta dicotomía entre lo abstracto y lo concreto suele utilizarse de tal forma que elimina de entrada ciertas maneras de entender las normas jurídicas, asociadas a intuiciones firmemente arraigadas entre los juristas, y descarta injustificadamente algunas concepciones teóricas. Así, por ejemplo, los juristas postulan relaciones lógicas entre las normas, lo que parece asociarlas a significados (abstracciones), mientras que, al mismo tiempo, entienden que las normas existen en un espacio y en un tiempo determinados (de ahí que los sistemas jurídicos sean dinámicos), lo que sugeriría que son entes concretos. Este proceder estaría vedado y habría que escoger una de las intuiciones, sacrificando la otra. Sin embargo, mi posición al respecto será que la teoría no puede estar al servicio de una ontología tan estrecha, sino que debería ser el sistema ontológico el que se ensanche para dar cobijo a más posibilidades teóricas. Una vez hecho esto, sí que tendrá sentido requerir que cada teoría asuma su compromiso ontológico, aunque teniendo siempre en cuenta que el test de corrección definitivo de una teoría es su rendimiento explicativo. Por esa razón, en el capítulo II formularé un principio de tolerancia ontológico que se concretará en el establecimiento de una categorización que entiendo útil, relevante y exhaustiva. Es útil porque, al postular que la existencia de un ente puede depender tanto de entidades reales (con coordenadas espacio1 Aunque no es frecuente, se pueden hallar autores que simpatizan con posiciones antipositivistas, pero que ello no les impide dar su versión de las condiciones de existencia del derecho positivo. Por ejemplo, es lo que hace Francesco VIOLA desde postulados hermenéuticos (cfr. VIOLA, 1990: capítulo V).

INTRODUCCIÓN

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temporales) como por estados intencionales, se muestra especialmente aplicable a las prácticas sociales, que son un compendio de ambos y están en la base de la existencia del derecho; es relevante, por cuanto con la introducción de la distinción entre dependencia histórica y constante, por un lado, y entre dependencia genérica e individual, por otro, es posible dar cuenta, entre otras cosas, del carácter dinámico que tienen las normas jurídicas y los sistemas jurídicos; es exhaustiva, por último, porque todo ente encaja en alguna de las categorías propuestas. El capítulo se cierra con un análisis de las condiciones de existencia de las normas de creación deliberada (cuya existencia depende históricamente de estados reales e intencionales) y de las normas de creación no deliberada (cuya existencia no depende históricamente de una entidad real), con especial detenimiento en este último caso en el examen de las normas consuetudinarias. A partir del capítulo III cambia la perspectiva. El estudio se centrará en las condiciones de existencia de los sistemas jurídicos, es decir, en los hechos que hacen verdaderas proposiciones del tipo «en la sociedad S existe un sistema jurídico». En los capítulos III y IV se hace un repaso a algunas de las posiciones clásicas que sobre esta cuestión se han mantenido en la tradición iusfilosófica, básicamente de corte positivista. Se pasa revista a la doctrina del soberano de AUSTIN, a la de la norma básica de KELSEN, a la visión de la regla de reconocimiento de HART y a la perspectiva de las razones para la acción de RAZ. De la reconstrucción de estas doctrinas quedarán claras algunas cuestiones. En primer lugar, que de algún modo todas ellas consideran a cierto conjunto de hechos como condición de existencia de los sistemas jurídicos. Estos hechos serían los que conformarían la eficacia general de las normas jurídicas de un sistema, asunto cuyo análisis se reserva para el último capítulo. En segundo lugar, que se produce un desplazamiento justificado desde el interés que algunos de estos teóricos han mostrado por el ámbito de la «legislación» hacia el que mostrarán otros por el de la «aplicación de normas». Esta circunstancia hace que resulte provechoso mostrar cuáles serían los hechos sociales que costituirían las prácticas de aplicación del derecho. A su análisis va destinado el capítulo V. En ese capítulo reconstruiré críticamente algunos de los intentos actuales de dar cuenta del fenómeno de la aplicación del derecho como práctica social, a través de formas distintas de concebir la actuación de los integrantes del poder judicial como una acción colectiva. Sostendré que esta perspectiva, si bien es prometedora a la hora de intentar cumplir con ese cometido, adolece de ciertos inconvenientes. El principal de ellos es achacable a un problema de enfoque, común a los teóricos del derecho que han usado conceptos elaborados por ciertos filósofos sociales para atacar la versión convencionalista de la regla de reconocimiento de HART. Básicamente, el argumento que han usado para este ataque es que la idea de convención no es un instrumento idóneo para explicar la normatividad que ellos asocian a

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JOSEP M. VILAJOSANA

aquella regla. No obstante, la tesis que voy a defender al respecto es que la normatividad de la que hablan estos autores es referida a la práctica general de aplicación de normas. Interpretada de esta forma, su perspectiva puede dar frutos positivos. Pero los hechos que fundamentan una regla de reconocimiento, según la interpretación que aquí voy a proponer, no son todos los que integran una práctica general de aplicación de normas, sino un aspecto más concreto que se vincula con las prácticas de identificación de las normas de un determinado sistema jurídico. Al estudio de los hechos que constituyen esta práctica de identificación de normas se destina el capítulo VI. En él sostendré que la existencia de una práctica unitaria de este tipo es una condición necesaria de la existencia de los sistemas jurídicos. Ésta es una tesis que, a diferencia de lo que ocurre respecto al requisito de la eficacia general de las normas, no es pacífica, debido a dos razones fundamentales. La primera, porque la existencia de una regla de reconocimiento se puede considerar innecesaria cuando no confusa entendida como condición de existencia de los sistemas jurídicos (como podrían sostener autores antipositivistas, cuyo caso emblemático es DWORKIN). La segunda, porque, aun aceptando que la presencia de la regla de reconocimiento sea un requisito indispensable en tal cometido, hay opciones muy distintas acerca de cómo caracterizarla. En mi caso, sostendré, frente a lo primero, que la existencia de una regla de reconocimiento entendida como regla social se trata de una condición necesaria de la existencia del derecho, por cuanto sin una determinada regla de reconocimiento efectivamente usada por la mayoría de los juristas de una sociedad concreta no habría forma de identificar su sistema jurídico. Respecto a lo segundo, creo que es posible defender una tesis convencionalista según la cual en toda sociedad en la que exista un sistema jurídico, existirá una regla de reconocimiento entendida como una convención de carácter constitutivo. Como he dicho, el último capítulo se destina al estudio de la eficacia de las normas, entendida como la segunda condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico. En él pondré de relieve que la eficacia no requiere la presencia de hechos convencionales, a diferencia de lo que ocurre con las prácticas de identificación del derecho, lo que fundamenta defender como aquí hago lo que llamaré un convencionalismo en sentido débil. En efecto, cabe afirmar que los hechos que son necesarios para que pueda hablarse de eficacia general de las normas de un sistema jurídico es que éstas (en concreto, los mandatos) se cumplan por parte de los destinatarios. La eficacia entendida como cumplimiento exige, a diferencia de la mera coincidencia, que los destinatarios obedezcan lo dispuesto en las normas por algún motivo que tenga que ver con su existencia. Pero, del conjunto de motivos que pueden darse para el cumplimiento (temor a la sanción, utilidad, adhesión, etc.), ninguno de ellos es necesario, aunque cada

INTRODUCCIÓN

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uno de ellos es suficiente para que quepa considerar que se da la segunda condición de existencia de un sistema jurídico. Se impone una última aclaración introductoria referida al título de este trabajo. Seguramente, el primero en usar la expresión «derecho en acción» (Law in action) fue Roscoe POUND, al contraponerla como objeto de estudio de los juristas al «derecho en los libros». De ahí, pasa a inscribirse en la tradición del realismo jurídico. Dentro de esta tradición, Alf ROSS retomará la locución para referirse al conjunto de hechos sociales que son la contrapartida de lo que él llamaba «derecho vigente». Esta idea se puede generalizar, sin comprometerse necesariamente con todos los postulados de la corriente realista, y entender que el adoptar una visión del derecho en acción supone privilegiar la idea de la existencia del derecho como práctica social, es decir, como un entramado de acciones y actitudes regulares, entre los miembros de un determinado grupo social, emblemáticamente los jueces, que constituye la base de expectativas de comportamientos futuros. El desafío está, entonces, en mostrar cómo se relacionan tales hechos con las normas jurídicas y ése es justamente el que pretende afrontar este libro.

CAPÍTULO I LA EXISTENCIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS Es aceptado comúnmente que el derecho de una sociedad está compuesto por normas. En lo que no hay acuerdo, en cambio, es en cosas tales como en qué consiste una norma, cuántos tipos de norma hay, si son entes abstractos o concretos o cuál es su relación con el lenguaje. Sin embargo, responder a estos interrogantes es indispensable para desbrozar el camino hacia un análisis de las relaciones que quepa establecer entre la existencia de las normas jurídicas y el comportamiento humano. En este capítulo prestaré atención a estas preguntas. Así, analizaré, en primer lugar, de qué tipos de normas estamos hablando; en segundo lugar, examinaré las posibilidades de relacionar las normas jurídicas con el lenguaje; dejaré para el último apartado un examen más detallado de los presupuestos ontológicos de las normas jurídicas. Todo ello me servirá para exponer brevemente lo que podríamos denominar el estado de la cuestión en relación con esta materia y preparar el terreno para la propuesta de categorías ontológicas que defenderé en el capítulo II. 1. TIPOS DE NORMAS Existen diversas maneras de dividir las normas o reglas 1. Aquí prestaré atención únicamente a dos de estas clasificaciones. La primera es la que distingue entre reglas regulativas y reglas constitutivas. Se trata de una distinción que, a pesar de algunos problemas, resultará de utilidad en este trabajo, como mostraré en el capítulo VI, al postular el papel importante que, para determinar 1

De aquí en adelante utilizaré como sinónimas las expresiones «norma» y «regla».

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JOSEP M. VILAJOSANA

las condiciones de existencia de un sistema jurídico, desempeña la regla de reconocimiento entendida como una convención constitutiva. La segunda es la conocida clasificación de normas propuesta por VON WRIGHT. La razón de su elección no estriba sólo en el hecho de que goza de gran predicamento entre los iusfilósofos, sino porque su estudio, en mayor medida que otros, brinda la ocasión para plantear cuestiones relativas a la relación de las normas con el lenguaje y con el comportamiento humano. 1.1.

Reglas regulativas y reglas constitutivas

Algunos filósofos distinguen entre reglas regulativas y reglas constitutivas 2. De acuerdo con esta distinción, las reglas regulativas gobernarían conductas previamente existentes, es decir, conductas definidas sin hacer referencia a la regla y, por ende, lógicamente independientes de ella. Los límites de velocidad constituirían un buen ejemplo de este tipo de reglas, dado que la capacidad de conducir un automóvil a 120 kilómetros por hora es independiente de cualquier regla que gobierne dicha actividad. Por el contrario, las reglas constitutivas crearían la posibilidad misma de realizar una conducta de cierto tipo. Definirían y, por tanto, constituirían actividades que de otro modo no podrían siquiera existir. Las reglas de los juegos serían un buen ejemplo de tales reglas, puesto que la misma posibilidad de ganar una mano en un juego de cartas, por ejemplo, o marcar un gol en el fútbol, es creada por reglas que definen estas actividades. La regla que establece que para poder considerar en fútbol que se ha marcado un gol el balón debe haber traspasado completamente la línea de meta, no solamente controla un proceso sino que lo define o constituye. Sin esa regla del fútbol, no sería posible un hecho tal como «marcar un gol». Ésta es una primera aproximación a la distinción entre reglas que estoy comentando y proviene de SCHAUER. A fin de obtener una definición más completa, sin embargo, habría que considerar las siguientes precisiones adicionales que realiza SEARLE 3. En conexión con la idea de que las reglas constitutivas no regulan meramente sino que crean o definen nuevas formas de conducta, SEARLE observa que las reglas constitutivas tienen carácter «casi tautológico», pues lo que la regla parece ofrecer es parte de una definición, por ejemplo, de «jaque mate». El hecho de que, por ejemplo, se logre un jaque mate en ajedrez de tal y cual manera podría tomarse bien como una regla, bien como una verdad analítica basada en el significado de «jaque mate en ajedrez». Ésta sería una de las claves para considerar que una regla es constitutiva. SEARLE considera, además, 2 La distinción fue sugerida por HART (1953), y se halla después en RAWLS, 1955 y en BLACK, 1961, pero es asociada primordialmente con la caracterización ofrecida en SEARLE, 1969. Cfr., también, SCHAUER, 1991 y, más recientemente, MORESO y VILAJOSANA, 2004: 65 y ss. 3 Cfr. SEARLE, 1969: 42-46.

LA EXISTENCIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS

21

otro criterio complementario de distinción: mientras que las reglas regulativas tienen característicamente la forma «haz X» o «si Y haz X», las reglas constitutivas, aunque a veces podrán adoptar también esta forma, algunas tendrán la forma «X cuenta como Y» o «X cuenta como Y en el contexto C». SEARLE resume en dos afirmaciones esta caracterización: i) «la creación de reglas constitutivas crea, por así decirlo, la posibilidad de nuevas formas de conducta»; y ii) «las reglas constitutivas tienen a menudo la forma: “X cuenta como Y en el contexto C”». En su intento de clarificar la primera afirmación sostiene que existe un sentido trivial en el que la creación de cualquier regla crea la posibilidad de nuevas formas de conducta (la llevada a cabo de acuerdo con las reglas), aclarando que no es éste el sentido que desea dar a su fórmula. Lo que pretende mostrar es que cuando la regla es puramente regulativa, la conducta que está de acuerdo con la regla podría recibir la misma descripción o especificación (la misma respuesta a la pregunta «¿qué hizo fulano?») exista o no la regla, con tal de que la especificación o descripción no haga referencia explícita a la regla. Por el contrario, allí donde la regla (o sistema de reglas) es constitutiva, la conducta que está de acuerdo con la regla puede recibir especificaciones o descripciones que no podría recibir si la regla no existiese. Esto último no implicaría negar que las reglas regulativas proporcionen a menudo las bases para realizar apreciaciones de conducta como, por ejemplo, «Juan fue valiente» o «Juan fue inmoral», ni que quizá esas apreciaciones no puedan realizarse a menos que estuviesen respaldadas por algunas reglas de este tipo. Pero las apreciaciones no serían ni especificaciones ni descripciones. En relación con la segunda afirmación, SEARLE aclara que no la toma como un criterio formal para distinguir entre las reglas regulativas y las reglas constitutivas. Por un lado, cualquier regla podría ser formulada bajo la formulación canónica de las reglas constitutivas, sin por ello pasar a serlo. Así, «el no llevar corbata en la cena cuenta como una conducta incorrecta de un oficial», no perdería su carácter regulativo pese a la apariencia que le da la formulación canónica de las reglas constitutivas. Ello se pondría de manifiesto si se repara en que la frase nominal «cuenta como» se usa como un término de apreciación, no de especificación. Cuando la frase que reemplaza la letra Y en la fórmula es una especificación, la regla sería, con toda probabilidad, constitutiva. Por otra parte, puesto que las reglas constitutivas aparecen en sistemas, podría darse el caso de que sea el sistema entero el que ejemplifique esta forma y no las reglas individuales dentro del sistema. Además, dentro de los sistemas, la frase que reemplaza el término Y no será en general una simple etiqueta, sino que marcaría algo que tiene consecuencias. Así, «fuera de juego» o «jaque mate» no serían meramente etiquetas para el estado de cosas especificado por el término X, sino que introducen consecuencias adicionales por medio de, por ejemplo, faltas, puntos y el hecho de ganar y perder.

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JOSEP M. VILAJOSANA

La distinción trazada por SEARLE no es valorada positivamente por todos los autores y ofrece diversos problemas 4. Uno de ellos es su afirmación de que las reglas constitutivas no sólo determinan o definen, sino que también regulan, las conductas que constituyen su objeto. No queda claro, pues, si ambos tipos de reglas han de ser consideradas o no como categorías mutuamente excluyentes. Si no lo son, las reglas constitutivas serán, a la vez, regulativas, desdibujándose con ello el criterio de distinción entre ambos tipos de reglas. Si se trata de categorías excluyentes, no se compromete el criterio de distinción propuesto, pero deberá proveerse una explicación de qué ha de entenderse en el contexto aludido por «regular» una conducta que sea compatible con el carácter excluyente de ambos tipos de reglas. Ocurre, sin embargo, que SEARLE no es muy claro al respecto. En efecto, SEARLE afirma que las reglas regulativas toman característicamente la forma de, o que pueden ser parafraseadas como, imperativos (o reglas de mandato) como, por ejemplo, «los oficiales deben llevar la corbata en la cena», mientras que la reglas constitutivas adoptarían una forma completamente distinta como, por ejemplo, «se hace un jaque mate cuando el rey es atacado de manera tal que ningún movimiento lo dejará inatacado». Observa asimismo que si nuestros paradigmas de reglas son las reglas regulativas imperativas, las reglas regulativas no imperativas probablemente nos sorprenderán como extremadamente curiosas y difícilmente las reconoceríamos como reglas en absoluto. A continuación se refiere al carácter «casi tautológico» de las reglas constitutivas y, tal como indiqué, sostiene que las reglas constitutivas constituyen a la vez que regulan una actividad. Por otra parte, SEARLE se interroga: ¿si una regla es genuina, debe haber una sanción para su violación?, ¿todas las reglas han de ser, entonces, normativas?, a lo que responde negativamente, afirmando que no todas las reglas constitutivas tienen sanciones. Después de todo, cabría preguntarse ¿qué sanción tiene la regla de que el béisbol se juega con nueve jugadores en cada equipo? A su juicio ni siquiera es fácil ver cómo podría violarse la regla de lo que constituye el jaque mate en ajedrez 5. De lo expuesto por SEARLE se desprende que la sanción no sería un elemento necesario de las normas constitutivas. Debe observarse que SEARLE no descarta la posibilidad de que una regla constitutiva establezca una sanción. Pero, por otra parte, se desprende también de lo dicho que estas reglas tampoco poseen la forma de un imperativo, es decir, no son normas de mandato (obligación o prohibición) y que parece difícil concebir que sean violadas. Estas tres 4 En RAZ, 1975: 124-128, se critica la distinción entre reglas regulativas y reglas constitutivas. Por su parte, en SCHAUER, 1991, GONZÁLEZ LAGIER, 1993 y ATRIA, 2002, se analizan distintos problemas que ofrece la distinción señalada y, si bien no se intenta arrinconarla completamente, se la relativiza de diferentes maneras. 5 Cfr. SEARLE, 1969: 43 y 50.

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características, imponer una sanción, ser imperativas, y poder ser violadas, parecen ser propias de las reglas regulativas. Ante estas consideraciones cabe entonces preguntarse de qué manera las reglas constitutivas regulan la conducta que ellas mismas constituyen. ¿Lo hacen como reglas de mandato, como normas permisivas o acaso como normas que confieren potestades? La primera alternativa no sería posible, pues de acuerdo con SEARLE las normas constitutivas no tienen forma imperativa (no son normas de mandato sino que, por el contrario, poseen una estructura muy diferente que las asemeja a los enunciados analíticos). Nada dice SEARLE respecto de si las reglas constitutivas regulan las acciones del modo como lo hacen las normas permisivas o las normas que confieren poderes, pues no se ocupa de este tipo de reglas. Por lo demás, tanto las normas permisivas como las normas que confieren potestades distan mucho de estar claramente caracterizadas y, lo que es más importante, la explicación de las últimas suele realizarse recurriendo a la noción de reglas constitutivas. Por esta razón, apelar a estas nociones para clarificar la manera en que las normas constitutivas regulan las acciones que ellas crean, no será de mucha utilidad. Éstas y otras objeciones son pertinentes. Ahora bien, parecen afectar no tanto a la distinción misma entre ambos tipos de reglas como al criterio de distinción propuesto por SEARLE para diferenciarlas. Un criterio de distinción alternativo quizá permita una caracterización más adecuada y posibilite su aplicación provechosa al ámbito jurídico. Veámoslo. Es un lugar común entre los juristas sostener que, en la estructura de la norma jurídica, cabe distinguir entre supuesto de hecho y consecuencia jurídica. El supuesto de hecho puede ser la descripción de una clase de personas (así, la clase de los mayores de dieciocho años), o la descripción de una clase de objetos (así, la clase de los ríos), o la descripción de una clase de acciones humanas (que una persona mate a otra, que una persona preste dinero a otra, etc.), o puede ser la descripción de un estado de cosas (el nacimiento de un ser humano, la ocurrencia de un terremoto, etc.). La consecuencia jurídica puede ser la calificación normativa de una acción humana como obligatoria, prohibida o permitida (así la obligación de un juez de imponer una sanción), o puede ser la atribución de una propiedad institucional a una clase de personas (por ejemplo como propietarios), objetos (por ejemplo como bienes inmuebles), acciones humanas (por ejemplo como asesinatos) o estados de cosas (así, cuando se declara al resultado de un terremoto zona catastrófica, se atribuye la propiedad de zona catastrófica a un determinado estado de cosas). Podría decirse que las reglas regulativas correlacionan un supuesto de hecho con una calificación normativa (con una acción humana considerada obligatoria, prohibida o permitida). En cambio, las reglas constitutivas atribuyen a determinado supuesto de hecho una determinada propiedad institucional.

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Si denominamos «casos genéricos» a la descripción de personas, objetos, acciones humanas o estados de cosas, presente en una norma (ya sea en el supuesto de hecho o en la consecuencia jurídica) y «soluciones normativas» a las calificaciones normativas de una determinada acción humana, entonces cabe sostener que mientras las reglas regulativas correlacionan un caso genérico con una solución normativa, las reglas constitutivas correlacionan un caso genérico con otro caso genérico. Sólo las reglas regulativas o prescripciones gobiernan el comportamiento humano, es decir, guían la conducta. Ahora bien, las reglas constitutivas contribuyen indirectamente a ello. Por ejemplo, si una norma correlaciona un caso —un supuesto de hecho— como el de tener más de dieciocho años con otro caso —la consecuencia jurídica— como el de ser mayor de edad, esta norma no guía nuestro comportamiento, únicamente adscribe una propiedad institucional (ser mayor de edad) a un hecho natural (ser mayor de dieciocho años). Ahora bien, si otra norma establece la obligación de votar en las elecciones generales (una consecuencia jurídica que es una solución normativa) a los mayores de edad, entonces la regla o norma constitutiva, contribuye de manera indirecta a identificar las obligaciones de los mayores de edad 6.

1.2.

La tipología de von Wright

VON WRIGHT, como es sabido, distingue dentro del campo de significado de la expresión «norma» tres grupos principales de significación o, lo que es lo mismo, tres tipos principales de normas que denomina respectivamente reglas determinativas, prescripciones o normas regulativas y reglas técnicas o directrices. Junto a estos tres tipos principales de normas VON WRIGHT se refiere a otros tres tipos importantes que guardan ciertas afinidades con más de uno de los tipos principales y que, en virtud de ello, califica de secundarios: las costumbres, las normas morales, y las reglas o tipos ideales. Veamos muy rápidamente cada uno de estos tipos de norma 7. a) Reglas determinativas. El prototipo de este tipo de normas estaría dado por las reglas de los juegos, con lo que parece ser bastante parecido al concepto de reglas constitutivas que acabamos de examinar, aunque hay que reconocer que este autor lo caracteriza de una manera distinta, que refleja algunas peculiaridades de su posición. 6 Una aproximación a esta caracterización puede hallarse en MORESO y VILAJOSANA, 2004: cap. III. Con todas las reservas que se quiera, el concepto de regla constitutiva se demuestra útil para dar cuenta de la creación del derecho como realidad social, tal como mostraré en el capítulo VI, al tratar la práctica de identificación de normas jurídicas como una convención de carácter constitutivo. 7 Cfr. VON WRIGHT, 1963: capítulos I, V y VII. Para un estudio muy completo de la obra de este autor remito a GONZÁLEZ LAGIER, 1995.

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En tanto actividad humana, el juego se desarrolla con arreglo a patrones fijos que pueden denominarse movimientos. En tal sentido, las reglas del juego determinan o definen esos movimientos —y de este modo también el «juego» mismo y la actividad de jugarlo—. Desde el punto de vista del juego mismo, las reglas determinan cuáles son los movimientos correctos y, desde el punto de vista de la actividad de jugar, cuáles son los movimientos permitidos. Los movimientos incorrectos le estarían prohibidos a los jugadores del juego y un movimiento que es el único movimiento correcto en una situación específica del juego sería obligatorio cuando se está jugando el juego. Las reglas de la gramática de los lenguajes naturales serían también de esta clase. En este caso, las formas fijas del discurso correcto serían análogas a los movimientos del juego. Lo correlativo a la actividad de jugar el juego sería la actividad de hablar o escribir la lengua. De una persona que no habla (o escribe) de acuerdo a las reglas de la gramática se dice que habla incorrectamente o que no habla el idioma en cuestión, según quiera seguir las reglas pero no sepa o no comprenda cómo hacerlo, o no se preocupe por seguir las reglas o consciente y consistentemente siguiera otras reglas. Idénticas consideraciones pueden hacerse respecto de las reglas de los juegos. b) Prescripciones o normas regulativas. Este tipo de normas se correspondería con las reglas regulativas que hemos visto, pero este autor precisa más su alcance, así como los elementos que las caracterizarían, procediendo así a poner directamente en relación este tipo de normas, centrales en los sistemas jurídicos, con determinados tipos de actividades humanas. Lo hace del siguiente modo. VON WRIGHT reserva el concepto de prescripciones para aquellas normas que en forma de órdenes o permisos son dados por alguien desde una posición de autoridad a otro sujeto con el fin de que éste último se comporte de una manera determinada, i. e., adopte una determinada conducta. Si una prescripción se da para que algo deba ser hecho se la denomina norma de obligación. Si se da para que algo pueda ser hecho se la denomina norma permisiva. Si se da para que algo tenga que no hacerse se la denomina norma prohibitiva. A fin de que el sujeto conozca su voluntad, la autoridad promulga la norma, y eventualmente para darle efectividad le añade una sanción, amenaza o castigo para el caso de inobservancia. Las órdenes militares, y las órdenes y permisos dados por los padres a los niños, las reglas de tránsito y algunas normas dictadas por los jueces son ejemplos de prescripciones. También lo serían buena parte de las leyes que dicta el Estado. Entendidas de esta forma, además de los tres elementos del núcleo normativo (carácter, contenido y condiciones de aplicación), las prescripciones tendrían tres componentes adicionales respecto de los restantes tipos de normas: la autoridad, el sujeto y la ocasión. Sin ser componentes, pertenecerían también de manera esencial a las prescripciones otros dos elementos: la promulgación

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y la sanción. Me referiré a continuación únicamente a estos dos últimos elementos. El agente que emite las prescripciones, es decir la autoridad, realiza lo que WRIGHT denomina promulgación. Ésta consiste, en términos generales, en hacer saber a los sujetos destinatarios, por medio del lenguaje u otros símbolos, lo que la autoridad desea que hagan o dejen de hacer. Ahora bien, aunque necesaria, para VON WRIGHT la promulgación no es suficiente por sí sola para el establecimiento de una relación normativa entre los agentes. Además de la promulgación hay, a su juicio, un segundo elemento involucrado, a saber, la sanción, definida como una amenaza de castigo, explícito o implícito, para el caso de que se desobedezca la norma. La existencia de amenaza o castigo no sería por sí sola un motivo para la obediencia. El miedo al castigo, sin embargo, sí lo sería. Cuando la amenaza de castigo comporta miedo al castigo VON WRIGHT habla de una amenaza o sanción eficaz. El miedo al castigo no necesita ser el único motivo para la obediencia de la norma. Podría considerarse incluso esencial respecto de cierto tipo de prescripciones, como por ejemplo las leyes que dicta el Estado, que haya otros motivos además del miedo para obedecerlas 8. La función de la sanción sería constituir un motivo para la obediencia de la norma en ausencia de otros motivos de obediencia y en presencia de motivos de desobediencia. Para que la sanción sea efectiva se requiere, por otra parte, una capacidad genérica de mandar por parte de la autoridad respecto del sujeto destinatario, es decir, una fuerza física superior de la primera sobre el segundo, que consiste básicamente en la posibilidad de aplicar efectivamente la sanción. VON

Además de la promulgación y la sanción, para que pueda decirse que se da la relación normativa entre autoridad normativa y sujeto destinatario que caracterizan a las prescripciones, el sujeto debe poder hacer lo que la norma ordena o permite. Su capacidad física o empírica para actuar conforme a lo prescrito sería un presupuesto para la existencia de la prescripción. En este sentido, no resulta posible decir que el sujeto destinatario ha «recibido» o «receptado» la prescripción emitida por la autoridad a menos que pueda fácticamente realizar el contenido de la prescripción. c) Reglas técnicas o directrices. En términos generales, este tipo de normas expresa una relación de los medios a emplear para alcanzar un determinado fin. Las instrucciones de uso constituirían un ejemplo paradigmático. Así, estas reglas se formulan con el propósito de que una persona que persigue determinado fin se valga de las instrucciones que indica la regla para alcanzarlo. La forma de este tipo de reglas es condicional: en su antecedente se menciona alguna cosa que se desea y en su consecuente algo que se tiene que hacer. Un ejemplo sería: «si quieres hacer la cabaña habitable, tienes que calentarla». 8 Acerca de la variedad de las motivaciones para obedecer las prescripciones y su relevancia para la eficacia general de las normas, véase infra, capítulo VII, apartado 5.1.

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Esta oración, a diferencia de la oración «para hacer la casa habitable, es preciso calentarla», no es ni descriptiva ni prescriptiva. La segunda oración, por el contrario, es puramente descriptiva y expresaría lo que VON WRIGHT denomina proposición anankástica. Con ella se afirma que la circunstancia mencionada en el consecuente es una condición necesaria de la circunstancia mencionada en el antecedente. VON WRIGHT considera un error identificar las normas técnicas con las proposiciones anankásticas, aunque existiría una conexión lógica entre ellas: cuando se afirma una regla técnica se presupondría la verdad de la proposición anankástica correspondiente. Así, cuando se da la regla técnica «si quieres hacer la cabaña habitable, tienes que calentarla» se presupondría (lógicamente) que si la cabaña no se calienta no será habitable. En mi opinión, aunque este autor se refiera sólo a la realidad natural a la hora de realizar un análisis de las reglas técnicas, nada impediría que éstas jugaran el mismo papel cuando la relación entre medios y fines se refiere a la realidad social. Por esta razón, en el capítulo VI aludiré a la idea de proposiciones anankásticas sociales 9. Allí veremos cómo es posible relacionar las reglas técnicas y las reglas constitutivas a través de la idea de convención. d) Las costumbres. Este tipo de normas podría ser concebido como hábitos de conducta para los miembros de la comunidad. En un aspecto, los hábitos constituyen cierta regularidad de la conducta y, en este sentido, muestran cierta semejanza con las regularidades de la naturaleza. La antropología social, en la medida en que estudia estas regularidades, es una ciencia descriptiva. Pero en otro aspecto, habría una diferencia «de principio» entre las regularidades de la conducta, como las costumbres, y las leyes de la naturaleza: hay un sentido en el que puede decirse que el ser humano es capaz de quebrantar la regla de la costumbre, en el que no puede decirse que el curso de la naturaleza es capaz de quebrantar las leyes causales. Esta diferencia puede caracterizarse diciendo que las primeras presentan un aspecto genuinamente normativo o prescriptivo del que carecen las segundas. Las costumbres serían como prescripciones, en el sentido de que influyen sobre la conducta, ejercen una presión normativa sobre los miembros de la comunidad que se refleja en las distintas medidas punitivas con que la comunidad reacciona ante aquellos individuos que no ajustan su comportamiento a las costumbres. Sin embargo, a diferencia de las prescripciones, las costumbres no les son dadas a los individuos por autoridad alguna. Son más bien prescripciones anónimas y no necesitan estar escritas literalmente en ninguna parte. En cierta manera, las costumbres se asemejan a las reglas determinativas, pues éstas definen, por así decir, las formas de vida que son características de cierta comunidad. Sobre una adecuada caracterización de las costumbres volveré más tarde al examinar las condiciones de existencia de las normas de creación no deliberada 10. 9 10

Véase infra, capítulo VI, apartado 5.3. Cfr. infra capítulo II, apartado 3.3.

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e) Normas morales. Las normas morales no formarían un grupo autónomo, sino que su peculiaridad reside en que mantienen complicadas afinidades conceptuales con los otros tipos principales de normas y con las nociones de bien y de mal. En este sentido, VON WRIGHT destaca que, aunque en general las normas morales no se asemejan a las reglas determinativas, algunas normas morales como la obligación de cumplir las promesas pueden presentar este aspecto: dicha obligación es inherente a la institución de hacer y aceptar promesas. Algunas normas morales pueden ser contempladas sobre el trasfondo de las costumbres de una comunidad, como por ejemplo aquellas relativas a la vida sexual. Otras normas morales muchas veces se vincularían estrechamente a prescripciones, como las leyes que dicta el Estado o las órdenes o permisos que los padres dirigen a sus hijos. Habría quienes conciben a las normas morales como prescripciones sobre la base de entender que éstas son mandamientos de Dios a las personas. Otros las concebirían como reglas técnicas bajo el supuesto de que las normas morales expresan medios para obtener ciertos fines como la felicidad del individuo o el bienestar de la comunidad (como sostiene, por ejemplo, el utilitarismo). f) Reglas o tipos ideales. Estas normas no tendrían que ver directamente con lo que debe, o puede o tiene que hacerse, i.e., no tienen que ver con la acción, sino más bien con aquello que debe, o puede o tiene que ser. Se haría referencia a este tipo de reglas cuando decimos, por ejemplo, que una persona tiene que ser generosa, sincera, justa, ecuánime, etcétera; cuando decimos que un soldado del ejército debe ser valiente, sufrido y disciplinado; cuando decimos que una maestra debe ser paciente con los niños, firme y comprensiva; o un guardia alerta, observador y resuelto. Las reglas ideales se encontrarían en estrecha relación con el concepto de bondad. Las propiedades que tiene que poseer un artesano, administrador, juez, etcétera, no son las de cada artesano, administrador o juez, sino las de un buen artesano, administrador o juez. A la persona que reúne las propiedades de un buen lo-que-sea en un grado supremo la llamamos un lo-que-sea ideal. Las reglas ideales presentarían cierta semejanza con las reglas técnicas, pues esforzarse por alcanzar el ideal se asemejaría a la persecución del fin. Sin embargo, sería un error concebir a las reglas ideales como normas que relacionan medios con fines. Pues las cualidades que hacen un buen lo-que-sea no están relacionadas con el ideal de manera causal, sino lógica. En este sentido podría decirse que las reglas o tipos ideales se asemejan a las reglas determinativas, en el sentido de que las propiedades de algo que sea bueno definen ese algo ideal. También sobre esta cuestión volveré al examinar las normas de creación no deliberada 11.

11

Cfr. infra, capítulo II, apartado 3.2.

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2.

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¿CÓMO SE RELACIONAN LAS NORMAS CON EL LENGUAJE?

2.1.

La visión de von Wright

Hay un acuerdo general respecto a que los diferentes tipos de normas pueden ser formulados en un lenguaje. Por lo que hace a su formulación en el lenguaje natural, VON WRIGHT señala que existen dos tipos de oraciones que revisten especial importancia: las oraciones formuladas en modo imperativo y aquellas que contienen verbos auxiliares deónticos como «debe», «puede» y «tiene prohibido» y sus derivados: oraciones deónticas 12. Respecto a las oraciones en modo imperativo, VON WRIGHT observa que éstas no se usan exclusivamente para formular normas y que son igualmente útiles para formular plegarias, peticiones o advertencias, las cuales no cabe equiparar a ninguno de los tipos de normas que él distingue. Del mismo modo, además del uso de oraciones deónticas para formular normas, existen otros usos de ellas igualmente comunes y típicos, como por ejemplo su utilización para expresar relaciones anankásticas o enunciados descriptivos que informan acerca de la calificación deóntica de una conducta de acuerdo a una norma. Esta circunstancia pone de relieve la diversidad de formas lingüísticas que puede asumir la formulación de normas y debería prevenir contra la tentación de basar su estudio en el análisis lógico de determinadas formas lingüísticas del discurso. Pero hay algo significativo que merece ser destacado. Si la posibilidad de formular normas en el lenguaje resulta obvia, menos obvio resulta establecer cuál es la relación entre normas y lenguaje y, en particular, si la existencia de las normas depende del lenguaje y en su caso, en qué sentido depende de él. De una manera muy general, podría decirse que las normas dependen del lenguaje por cuanto sin la existencia de comunidades humanas poseedoras de un sistema de símbolos aptos para la comunicación y la realización de las actividades que requiere la vida social, no habría normas, de la misma manera que tampoco habría utensilios, herramientas, instituciones o cualquier tipo de objeto o instrumento que presuponga la capacidad de abstracción que únicamente puede proporcionar un lenguaje. Pero no es esta dependencia general la que puede originar discrepancias. La pregunta más relevante es acerca de las posibles dependencias específicas: ¿de qué tipo de actos lingüísticos depende la existencia de las normas jurídicas? La contestación a este interrogante será distinta según el tipo de normas al que hagamos referencia. VON WRIGHT también tiene su propia respuesta. 12

Cfr. VON WRIGHT, 1963, especialmente el capítulo VI.

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Al respecto, se inclina por afirmar que la existencia de las prescripciones necesariamente presupone el uso del lenguaje, pues en este tipo de normas, la ejecución verbal (promulgación) sería necesaria para el establecimiento de la relación entre la autoridad y el sujeto. Las reglas determinativas también dependerían para su existencia del lenguaje, pero de una manera diferente a como lo hacen las prescripciones: la formulación de las reglas de un juego, por ejemplo, no constituye un acto ejecutorio del lenguaje o, por lo menos, no en el mismo sentido en que lo es el acto de dar órdenes o hacer promesas. Las reglas técnicas dependerían asimismo del lenguaje para su existencia, pues lo único que podría ser independiente del lenguaje es la relación anankástica (existente en la naturaleza) que la regla técnica puede adoptar como presupuesto, pero no la regla técnica misma 13. Las costumbres no son «dictadas» en la forma en que lo son las prescripciones ni tampoco en la forma en que lo son las reglas determinativas o técnicas. En la génesis de las costumbres, el lenguaje no desempeñaría un papel prominente o típico. Se diría que éste sería el tipo de norma menos dependiente del lenguaje, pero en realidad lo que ocurre es que lo es pero de otra manera, tal como veremos más adelante 14. De todos modos, destaquemos por ahora que para que las costumbres puedan ejercer su función «normativa», deben al menos poder ser formuladas en el lenguaje. De otro modo, parece que no podría explicarse cómo podrían regular algo cuyo contenido proposicional se desconoce. 2.2. Algunos problemas Pese a su claridad, este modo de plantear la relación ente las normas y el lenguaje presenta algunas dificultades. En primer lugar, porque la alusión a la expresión «lenguaje» en el contexto de la pregunta por la dependencia de las normas respecto del lenguaje puede resultar ambigua de una manera muy particular. En segundo lugar, porque inadvertidamente nos lleva al problema de la existencia de las normas. Abordaré ambas cuestiones por separado. 2.2.1.

Una ambigüedad

Por «lenguaje» normalmente se entiende un conjunto de signos más las reglas sintácticas y semánticas de formación. A veces, sin embargo, a fin de rea13 Esto no sucede así en el caso de las proposiciones anankásticas sociales que he mencionado anteriormente y a las que me referiré en el capítulo VI. 14 En concreto, puedo adelantar que el mantenimiento de una costumbre determinada y su posible evolución va indisolublemente unido a una práctica interpretativa de los participantes en la misma. Véase infra, capítulo II, apartado 3.1.

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lizar cierto tipo de análisis, se toma en consideración sólo a los símbolos, o a los símbolos con sus reglas de formación sintácticas, pero (en ambos casos) prescindiendo de las reglas semánticas. Otras veces, sólo se considera aquello que los símbolos lingüísticos significan, esto es, los significados expresados por los enunciados lingüísticos independientemente de ellos y de las reglas de formación sintácticas y semánticas. Cuando VON WRIGHT distingue entre formulaciones normativas y normas, al definir la primera expresión parece considerar el lenguaje prescindiendo de su aspecto semántico. Así, la formulación normativa sería «el signo o símbolo (las palabras) usadas al enunciar (formular) la norma» 15. La distinción entre formulación normativa y norma es trazada de una manera que recuerda —pero sin identificarse con ella, según aclara el autor— la clásica distinción entre oración y proposición. Considerada en estos términos, una norma parecería ser algo semejante, aunque no enteramente equiparable, a una proposición: algo así como el significado específicamente normativo que expresan las formulaciones normativas. VON WRIGHT entiende que sería engañoso equiparar las normas y sus expresiones en el lenguaje con el modelo de las dos dimensiones semánticas de sentido (o significado) y referencia, propias del discurso descriptivo. A su juicio, las normas (al menos, las prescripciones) no tienen por qué concebirse ni como la referencia ni tampoco como el sentido (significado) de la correspondiente formulación normativa. Y ello por cuanto «la semántica del discurso prescriptivo es característicamente diferente de la semántica del discurso descriptivo» y porque «no hay que pensar que las herramientas conceptuales con que se maneja este último pueden aplicarse sin más al estudio del primer tipo de discursos también» 16. Este argumento está dirigido a mostrar que la norma (expresada por la formulación normativa) no puede ser equiparada a la proposición (expresada por la oración), como consecuencia del particular significado (sentido) que expresan las formulaciones normativas y no por el rechazo a las entidades abstractas. De hecho el autor dice que la distinción entre formulación normativa y norma recuerda la distinción entre oración y proposición: la semejanza podría ser justamente que, aunque con contenidos semánticos distintos, ambas son entidades abstractas 17. Por otra parte, habla de «expresiones deónticas prescriptivamente interpretadas», entre las cuales se dan ciertas relaciones lógicas 18, lo que también parece indicar que concibe a las normas como el significado específicamente normativo que expresan las formulaciones normativas. 15 16 17 18

VON WRIGHT, 1963: 109. Ibid.: 109-110. Sigo en este punto a SUCAR, 2006: 518 y ss. Cfr. VON WRIGHT, 1963: capítulo VIII, especialmente 145-146.

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Más allá de lo anterior, VON WRIGHT se pregunta cuál es, entonces, la relación entre la formulación normativa y la norma si la segunda no es ni el sentido ni la referencia de la primera. A ello contesta diciendo que aunque no discutirá la cuestión en detalle, cuando la norma es una prescripción, su promulgación es un eslabón esencial o parte del proceso a través del cual esta norma se origina o cobra existencia. El uso de las palabras para dar prescripciones (como el de hacer promesas) sería un uso realizativo del lenguaje. Esta última observación no aclara demasiado las cosas, pues no queda determinado cuál es el status ontológico de las normas y cuál su relación específica con las formulaciones normativas. Por otra parte, deja fuera de consideración a los demás tipos de normas que no son prescripciones. Más adelante volveré sobre esta cuestión. Por el momento, me limitaré a señalar que a pesar de los problemas que deja sin resolver la distinción trazada por VON WRIGHT, lo cierto es que ésta descarta toda posibilidad de identificar la norma exclusivamente con la formulación normativa. De acuerdo con las consideraciones precedentes, quedarían al menos tres maneras de concebir las normas siguiendo la caracterización de VON WRIGHT: a) como significados normativos independientes de los signos lingüísticos (formulación o texto) que las expresan; b) como formulaciones-tipo significativas, i. e., como formulaciones o textos más su significado; c) como formulacionescaso significativas emitidas o proferidas por un sujeto en una cierta ocasión. A diferencia del pasaje anteriormente mencionado —donde de alguna manera podría interpretarse que se concibe a las normas de acuerdo a lo expresado en a)—, el siguiente párrafo de Norma y acción podría presentarse como respaldando los puntos de vista enunciados en b) o en c): El que una oración sea o no la formulación de una norma jamás puede decidirse sobre fundamentos «mórficos», es decir, en función del signo solamente. Esto sería así, aun cuando se diera el caso de que existiera una clase precisamente delimitada gramaticalmente (morfológica o sintácticamente) de expresiones lingüísticas cuya función «normal» o «propia» fuera la de enunciar normas. Pues aun en este caso sería el uso de la expresión y no su «aspecto» lo que determinaría si es la formulación de una norma u otra cosa. Cuando decimos que es el uso y no el aspecto de la expresión lo que muestra si es la formulación de una norma, estamos de hecho diciendo que la noción de norma es primaria a la noción de formulación de norma. Porque el uso a que nos referimos se define a su vez como uso para enunciar una norma. Así, pues, nos apoyamos en la noción de norma para determinar si una expresión se usa como formulación de una norma o no 19.

Independientemente de la relevancia pragmática de esta noción de uso lingüístico y de la preeminencia que en cuanto a su identificación se le adjudica a 19

VON WRIGHT, 1963: 117-118.

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la norma respecto de la formulación normativa, del pasaje citado podría advertirse una combinación entre la formulación de la norma y la norma. Por un lado, una formulación normativa por sí sola no diría nada en cuanto a si expresa una norma o, por ejemplo, un enunciado descriptivo acerca de una norma. Pero, por otro lado, e inversamente, en algún sentido general, una norma requeriría su formulación en un lenguaje. Esta mezcla entre la formulación normativa y la norma descartaría interpretar a la norma como se describe en a), esto es, como un significado normativo independiente de la formulación normativa que se usa para expresarlo. Si ello es así, quedaría por averiguar si las formulaciones que se usan para expresar normas son concebidas como formulaciones-tipo o como formulaciones-caso. Podría asumirse esta última posibilidad si la noción de uso (de la formulación) mencionada en el texto citado se entiende en el sentido de los actos (caso) de proferencia o emisión de la formulación. Ello parece concordar —al menos respecto de las prescripciones— con el hecho de que una de las condiciones de existencia de este tipo de normas es el acto verbal de promulgarlas. Estos actos también pueden ser entendidos como actos-tipo o actos-caso. En este último supuesto, para VON WRIGHT las normas —al menos las prescripciones— serían una correlación de una formulación-caso con un cierto acto verbal de promulgación-caso. En suma, y tal como sostiene SUCAR 20, si se adopta la posición a), no podrá decirse que las normas dependen para su existencia de una formulación en el lenguaje, pues las normas son concebidas como significados independientes de las expresiones lingüísticas. Por el contrario, las opciones enunciadas en b) o en c) sí indicarían una dependencia de la existencia de las normas respecto del lenguaje, entendiendo por éste un conjunto de signos más las reglas de formación sintácticas y semánticas, y siempre que a ello se sume la dimensión pragmática (promulgación). En este sentido, la consideración de las expresiones lingüísticas independientemente de sus reglas semánticas (i.e., lo que éstas significan), de acuerdo con VON WRIGHT, no sería suficiente para permitir hablar de existencia de las normas. 2.2.2.

Existencia y status ontológico de las normas

El problema de la existencia de las normas se relaciona con el status ontológico que se les atribuya. CARACCIOLO sostiene que el carácter abstracto o concreto de las normas determina sus condiciones de existencia 21. Ahora bien, como hemos visto, no resulta del todo claro si VON WRIGHT concibe las normas como significados normativos independientes de las formulaciones norma20 21

SUCAR, 2006: 519. Cfr. CARACCIOLO, 1997: 159.

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tivas que las expresan, como formulaciones-tipo significativas o como formulaciones-caso significativas, emitidas con la intención pragmática de prescribir. Sin embargo, cuando afirma que las prescripciones dependen de actos de ejecución verbales (promulgación) para su existencia, o que las reglas determinativas o las reglas técnicas dependen para su existencia de cierto tipo de formulación en el lenguaje, aunque no de actos de promulgación específicos como las prescripciones y hace, con ello, depender la existencia de las normas de hechos empíricos, tal especificación podría tornarse relevante. CARACCIOLO ha argumentado al respecto que resulta incoherente adjudicar condiciones de existencia empíricas a las normas concebidas como entidades abstractas. Puede que haya alguna incompatibilidad de este tipo en las consideraciones de VON WRIGHT. En todo caso, no debe perderse de vista que la adjudicación de condiciones empíricas de existencia a los distintos tipos de normas por parte de VON WRIGHT obedece a la definición de estos tipos de normas que él mismo ha estipulado. Así, por ejemplo, la autoridad, los sujetos destinatarios, la relación de superioridad física de la primera sobre los segundos, el que el sujeto pueda fácticamente realizar el contenido de la prescripción, la promulgación por parte de la autoridad y el acto de recepción por parte del sujeto destinatario, así como la sanción, además de los elementos que conforman el núcleo normativo, constituyen notas definitorias de «prescripción». Ello conduce a la consideración de las relaciones que quepa establecer entre el concepto de norma que se emplee y su naturaleza ontológica (si son entidades concretas o abstractas). 3.

NORMAS JURÍDICAS Y COMPROMISO ONTOLÓGICO

3.1.

Introducción

Entre juristas es usual realizar afirmaciones acerca de que una determinada norma posee cierta propiedad P, como la de ser válida, eficaz u obligatoria, entre muchas otras. También es frecuente afirmar lisa y llanamente que una determinada norma N existe. A juicio de CARACCIOLO, un marco lingüístico-conceptual como el referido «parece asumir un compromiso ontológico básico acerca de la existencia de ciertas entidades denominadas “normas”» 22. Pero ni el lenguaje ordinario ni el técnico nos ofrece una pista definitiva para saber con qué tipo de entidades (concretas o abstractas) uno se compromete cuando asume que existen ciertas entidades referidas por el término «norma». Por ello, a fin de responder a la cuestión acerca del tipo de entidades con las que se compromete quien asume la existencia de normas, únicamente cabe acudir a las afirmaciones explícitas que adoptan algunos autores. 22

CARACCIOLO, 1997: 161.

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Por poner sólo algunos ejemplos significativos de autores que se han pronunciado explícitamente al respecto, pero con posiciones muy distintas, cabe citar a ALCHOURRÓN y BULYGIN, a Karl OLIVECRONA o a HERNÁNDEZ MARÍN 23. Carlos ALCHOURRÓN y Eugenio BULYGIN afirman: En obras anteriores, especialmente en Normative Systems [...] las normas fueron tratadas como entidades abstractas, como un tipo de proposiciones con carácter prescriptivo 24.

En un sentido radicalmente distinto, que identifica a las normas con hechos, Karl OLIVECRONA expresa: La idea de una ciencia tal [normativa] se pone de manifiesto con la doctrina de que el «debe ser» de las normas denota algo real, en lugar de ser meramente una expresión imperativa, psicológicamente asociada a un esquema o patrón de conducta. En cuanto la ciencia del derecho se ocupa de los esquemas de conducta creados en las leyes o en los precedentes jurisprudenciales, tiene que ocuparse con contenidos de ideas y con acciones pasadas, es decir, con hechos 25.

HERNÁNDEZ MARÍN, por su parte, afirma que: Las entidades jurídicas, al menos en la actualidad son entidades lingüísticas (enunciados) inscritas en el papel u otro material [...] En consecuencia, las entidades jurídicas son objetos físicos, existentes en el espacio y en el tiempo, que pueden ser destruidos (quemados, por ejemplo) y dejar de existir [...] En cuanto entidades factuales, las entidades jurídicas son cognoscibles y observables a través de nuestros sentidos 26.

Estos ejemplos, y otros que podrían añadirse, son una prueba de que no es razonable descartar de entrada una teoría del derecho debido a una concepción excesivamente estrecha de las categorías ontológicas, y abonan la idea de que es mejor mantener en este punto un saludable principio de tolerancia ontológica, como el que defenderé en el siguiente capítulo. Ello, sin embargo, no es óbice para que las respectivas teorías no puedan ser controladas en función de su rendimiento explicativo y de las consecuencias más o menos intuitivas que se desprendan de las respectivas tesis ontológicas asumidas explícita o implícitamente. El caso de la visión de HERNÁNDEZ MARÍN es significactivo. Se trata de una concepción con una gran coherencia interna y con unos postulados ontológicos intachables. Si embargo, tiene que hacer frente a consecuencias muy contrarias a intuiciones muy arraigadas en los juristas, como se da emblemáticamente en el caso de la derogación 27. 23

Ejemplos que también se encuentran en SUCAR, 2006. ALCHOURRÓN y BULYGIN 1981: 127. 25 OLIVECRONA, 1939: 238. 26 HERNÁNDEZ MARÍN, 1989: 50. 27 Si las normas son entidades concretas en el sentido descrito por este autor, parece que la única forma de derogarlas sería destruirlas físicamente. Esta conclusión sería difícil de asimilar y de aceptar para un jurista. 24

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3.2.

Concepción hilética y concepción expresiva

Una de las cuestiones en las que cobra particular relevancia la consideración de la naturaleza ontológica de las normas es aquella que se plantea en relación con la determinación de los criterios para diferenciar las normas de otros tipos de enunciados. Una vez que se acepta que las normas pueden ser formuladas en un lenguaje, surge la cuestión de saber cómo es posible diferenciarlas de otros tipos de enunciados. Puesto que esta diferencia no se puede establecer a nivel sintáctico, quedan dos posibilidades: que sea en el nivel semántico o en el pragmático. ALCHOURRÓN y BULYGIN han explorado estas posibilidades y han denominado respectivamente concepción hilética y concepción expresiva a las doctrinas que defienden uno u otro punto de vista 28. Según la concepción hilética, lo que permite diferenciar las normas de otro tipo de enunciados ha de ser analizado en el nivel semántico. Las oraciones normativas, a diferencia de las oraciones descriptivas, tendrían sentido prescriptivo: ellas no indicarían que algo es de una cierta manera, sino que debe o no debe o puede ser hecho. Así, las normas serían entidades parecidas a las proposiciones, esto es, significados de ciertas expresiones, llamadas oraciones normativas. Una oración normativa sería la expresión lingüística de una norma y la norma el significado de una oración normativa, en el mismo sentido en que la proposición es considerada como el significado (sentido) de una oración descriptiva. En esta concepción, las normas son independientes del lenguaje; aunque sólo puedan ser expresadas por medio del lenguaje, su existencia no dependería de expresión lingüística alguna. Para esta concepción, pues, habría normas que no han sido formuladas en ningún lenguaje y que tal vez no serán formuladas nunca. ALCHOURRÓN y BULYGIN opinan que pocos autores sostendrían esta perspectiva, entre ellos KALINOWSKI y WEINBERGER. En cambio, la posición mayoritaria sería la de quienes sostendrían la concepción expresiva de las normas. Serían representantes de la misma teóricos del derecho como AUSTIN, KELSEN y ROSS, y filósofos morales como HARE. De acuerdo con la concepción expresiva, lo que permite diferenciar las normas de otro tipo de enunciados ha de ser analizado en el nivel pragmático. Las normas serían el resultado del uso prescriptivo del lenguaje. Una oración que expresa una misma proposición podría ser usada en diferentes ocasiones para hacer cosas distintas: para aseverar, interrogar, ordenar, conjeturar, etcétera. El resultado de estas acciones será una aserción, una pregunta, una orden o una conjetura. Sólo en el nivel pragmático surgiría la diferencia entre aserciones, preguntas, órdenes, conjeturas, etcétera. 28

Cfr. ALCHOURRÓN y BULYGIN, 1981.

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Estas dos concepciones de las normas, livianamente bosquejadas, serían radicalmente diferentes e incompatibles: si las normas son concebidas como expresiones en un cierto modo pragmático, entonces no podrían ser parte del significado; si son sentidos (proposiciones), entonces son independientes de cualquier uso lingüístico o modo pragmático 29. De acuerdo con ALCHOURRÓN y BULYGIN, pues, la concepción hilética asumiría el compromiso de concebir las normas como entidades abstractas, mientras que la concepción expresiva podría evitar este compromiso concibiendo las normas como entidades concretas. Una de las características centrales de la concepción expresiva, tal como la presentan estos autores, es la asimilación de la existencia de las normas a ciertos hechos empíricos como el acto de ordenar o prescribir (piénsese en la promulgación, en la terminología de VON WRIGHT). Dicha característica de la concepción expresiva es la que permitiría rechazar que se conciba a las normas como entidades abstractas. De acuerdo a la concepción expresiva, «la existencia de la norma depende de ciertos hechos empíricos (actos de promulgación en el caso de las prescripciones); y ciertas acciones reveladoras de disposiciones en el caso de las normas consuetudinarias» 30. 3.3.

Relevancia de la disputa ontológica

Resulta conveniente, a esta altura de la exposición, poner de manifiesto cuál es la relevancia de la disputa acerca de la naturaleza ontológica de las normas y cuáles son algunos de los presupuestos que parecen subyacer a este debate. La cuestión del compromiso ontológico que se asume en relación con la naturaleza de las normas, de acuerdo con CARACCIOLO, es de la mayor importancia, pues, siguiendo en este punto a STRAWSON 31, considera que las entidades posibles sólo podrían existir de dos maneras recíprocamente excluyentes: o bien existen concreta o empíricamente, o bien existen ideal o abstractamente 32. El problema consiste, según este autor, en que suele adjudicarse simultáneamente a las normas condiciones de existencia que corresponden a concepciones ontológicas incompatibles. En su opinión, resulta incompatible, desde el punto de vista ontológico, atribuir condiciones empíricas de existencia a entidades abstractas. Así, sólo si las normas son concebidas como entidades concretas se podrían tratar legítimamente de modo empírico y atribuirles propiedades temporales y espaciales como la duración relativa a un cierto lapso de tiempo o la vigencia en un determinado territorio. Las entidades abstractas, si se acepta que existen, sólo existirían atemporalmente. A las normas concebidas 29 30 31 32

Cfr. ALCHOURRÓN y BULYGIN, 1981: 123-124. ALCHOURRÓN y BULYGIN, 1981: 129. STRAWSON, 1985. Cfr. CARACCIOLO, 1997: 161.

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como entidades abstractas, por lo tanto, no tendría sentido atribuirles propiedades empíricas como la duración o vigencia. De igual modo, sería incorrecto atribuir a las entidades concretas cualidades propias de las abstractas, como pudiera ser la capacidad de participar en relaciones lógicas. Ahora bien, como ha puesto de relieve SUCAR, 33 aquí se daría una confusión entre la cuestión de diferenciar las normas de otros tipos de enunciados y la de la naturaleza ontológica de las normas. Tal confusión proviene de asumir dos presupuestos que son discutibles. El primer presupuesto es que respecto de las entidades concretas o empíricas no cabe predicar relaciones conceptuales ni relaciones lógicas. El segundo presupuesto es que si la norma ha de ser concebida como algo distinto a, o que no se agota en, la oración que la expresa entendida como mera formulación lingüística no interpretada semánticamente o el acto pragmático asociado a la oración que la expresa (entidades concretas, i. e., objetos o hechos), entonces debe ineluctablemente ser concebida como una entidad abstracta (significado) 34. De la razonabilidad de admitir que las normas son entidades a las que cabe atribuir significado y que entre ellas pueden darse relaciones conceptuales y lógicas, sumado a la aceptación de los mencionados presupuestos, se extrae la conclusión de que las normas son entidades abstractas. Pero la aceptación de esta conclusión parece no encajar con la idea, igualmente razonable, de que las normas tienen existencia fáctica y que son susceptibles de admitir predicados empíricos como la localización en el espacio y en el tiempo, la eficacia, etcétera. Los dos presupuestos comentados, sin embargo, pueden ser relativizados y de ello depende una adecuada clarificación del problema que nos ocupa, a saber, qué tipo de compromiso ontológico respecto de la naturaleza de las normas resulta conveniente adoptar. El primer presupuesto podría ser relativizado de la siguiente manera 35. Es posible concebir a las oraciones de cualquier tipo como entidades concretas significativas, entre las cuales resulte legítimo establecer relaciones conceptuales o lógicas. En efecto, al menos no parece razonable descartar a priori, entre otras alternativas, la estrategia teórica de tratar el significado en términos de oraciones-caso significativas, de modo tal que el significado no sea explicado a través de la postulación de una entidad abstracta sino, por ejemplo, a partir del uso de las expresiones o de la conducta lingüística, y admitir que entre este tipo de oraciones es posible, sin embargo, establecer relaciones conceptuales y lógicas. El segundo presupuesto, por su parte, queda relativizado una vez que se 33

Cfr. SUCAR, 2006, al que sigo en este planteamiento. Estos presupuestos están presentes tanto en los trabajos de ALCHOURRÓN y BULYGIN como en el de CARACCIOLO que vengo comentando. 35 SUCAR, 2006: 529. 34

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percibe adecuadamente que aceptar que la norma pueda ser concebida como algo distinto a, o que no se agota en, la oración que la expresa o el acto pragmático asociado a la oración que la expresa, no implica que deba ser concebida como una entidad abstracta. Ello es así en tanto que las normas puedan entenderse del modo antes indicado, esto es, en términos de oraciones-caso significativas. Si en efecto es posible relativizar estos presupuestos, entonces puede aceptarse que la utilización de un criterio semántico o pragmático para diferenciar las normas de otro tipo de enunciados y el compromiso respecto de la naturaleza ontológica de las normas son dos cuestiones conceptualmente independientes. La primera cuestión se relaciona con la especificación de los criterios para la individualización de normas. La segunda, sería la específicamente ontológica. Y en cuanto a esta última, no tiene sentido preguntarse si las normas existen o si existen de modo abstracto o concreto. Lo único que al respecto cabría preguntarse legítimamente es, en el marco de un determinado lenguaje, si existe una determinada norma o si una determinada norma posee alguna propiedad. Esto último vendrá determinado por las características del lenguaje en cuestión 36. Asimismo, cabría preguntarse si un lenguaje que conciba las normas como entidades abstractas (o como entidades concretas) resulta suficientemente eficaz, fructífero y simple como para justificar su adopción. En definitiva, no parece que sea posible resolver la cuestión de la naturaleza ontológica de las normas con independencia de los problemas teóricos que presenta la consideración de los sistemas jurídicos. Más que preguntar por el carácter abstracto o concreto de las normas en el vacío parece más fructífero evaluar si, en el marco de la dogmática jurídica y de la teoría del derecho, «hablar» de las normas como entidades abstractas resulta más adecuado o conveniente que «hablar» de ellas como entidades concretas —o si en definitiva ambas resultan igualmente adecuadas o convenientes—. Tampoco parece posible encontrar un test crucial que permita decidir si las normas, en cuanto a su naturaleza ontológica, deben ser asumidas como entidades concretas o abstractas. Sin embargo, resulta de fundamental importancia, a fin de inclinarse por alguna de las opciones, atender al concepto de norma que se adopte (lo que necesariamente presupondrá un compromiso con entidades concretas o abstractas). Y, en este sentido, no se gana nada de entrada intentando reducir a un único modelo ontológico el complejo y variado mundo normativo 37. El compromiso ontológico que uno adquiere está en función, pues, del concepto de norma que emplee y éste a su vez es deudor del tipo de problemas que 36 37

Esta sería una manera carnapiana de afrontar la cuestión. Véase CARNAP, 1960: 205-221. Aquí me aparto de SUCAR, 2006.

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aborde. Como veremos más tarde, no es lo mismo preguntarnos acerca de las condiciones de existencia de normas de creación deliberada que de las de normas cuya creación no es deliberada. Tampoco lo es indagar acerca de las condiciones de existencia de las normas jurídicas que acerca de las condiciones de existencia del derecho, en general. ¿Deberíamos renunciar a estas valiosas distinciones porque los compromisos ontológicos que asumimos en cada caso son distintos? En vez de aceptar esta renuncia, lo que propondré en el siguiente capítulo es que seamos capaces de explicitar tales compromisos, que es tanto como decir que seamos capaces de someter a análisis las condiciones de existencia en cada caso y de ser consecuentes con ello. Ya dije en su momento que la adjudicación de condiciones empíricas de existencia a los distintos tipos de normas por parte de VON WRIGHT obedecía, entre otras cosas, al concepto que de estos tipos de normas él mismo ha estipulado. En este sentido, de acuerdo con el concepto empleado por este autor, las condiciones de existencia de una prescripción serían: la existencia de una autoridad, la existencia de un destinatario o sujeto normativo, la de un acto de promulgación por parte de la primera, la recepción por parte del segundo, la relación de superioridad física de la autoridad respecto del sujeto destinatario, que a éste último le sea posible fácticamente realizar lo que se le ordena o permite, etcétera. Lo apuntado tiene que ver, por una parte, con el tipo de relaciones que quepa establecer entre el concepto de norma que se adopte y su naturaleza ontológica; y, por otra parte, con las posibles propiedades (accesorias) que quepa atribuir a las normas. CARACCIOLO afirma en este sentido: La elección de un concepto determina una cierta ontología, i. e., el tipo de entidades que son las normas y, por consiguiente, sus condiciones de existencia. Estas condiciones son las que tienen que suministrar un criterio de verdad de los enunciados particulares. Pero inversamente, la elección de una cierta ontología no determina per se una única noción posible. Un acuerdo acerca de la naturaleza de las normas supone incluirlas en un dominio de entidades que comparten el mismo status ontológico, pero no implica todavía una idea acerca de la propiedad definitoria del conjunto compuesto por «normas» [...] 38.

Así, pues, la aceptación de un cierto tipo de ontología acerca de las normas, (aceptarlas como entidades abstractas o como entidades concretas), no determina por sí sola un único concepto de norma (o de tipos de normas), es decir, las propiedades definitorias que fijan su intensión. Ahora bien, así como parece razonable elegir la naturaleza ontológica de las normas sobre la base de lo que resulte más conveniente para una solución adecuada de problemas teóricos 38

CARACCIOLO, 1997: 159.

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propios de la teoría del derecho, la elección del concepto de norma (o de tipos de normas) debería estar fundada en idénticas consideraciones. BULYGIN ha destacado la necesidad de distinguir diferentes conceptos de existencia de las normas o, si se prefiere, diferentes sentidos que puede adquirir en el discurso de los juristas la afirmación según la cual una norma existe 39. Estos sentidos serían: a) Existencia fáctica. Un primer sentido en el que podría decirse que una norma «existe» es para aludir al hecho de que un cierto grupo social la acepta como pauta de conducta y de crítica a quienes se apartan de ella, o para aludir al hecho de que es, en términos generales, observada por los sujetos destinatarios y/o aplicada por las autoridades en caso de desobediencia. Muchas veces se dice que una norma es «eficaz» en un grupo social para hacer referencia a este concepto de existencia. Se trataría, en consecuencia, de una noción descriptiva de ciertos hechos. Además, sería relativa, tanto respecto del grupo social de referencia, como respecto de un cierto tiempo. b) Existencia como pertenencia. Se dice que una norma existe en este sentido cuando pertenece o es miembro de un cierto sistema normativo. Los juristas utilizan diferentes criterios para identificar cuándo una norma pertenece a un cierto sistema jurídico. Por ejemplo, el que establece que es parte del sistema porque ha sido promulgada y no derogada por una autoridad que cuenta con competencia para hacerlo (criterio genético o de pedigrí), o porque es una consecuencia lógica de otras normas que pertenecen al sistema (criterio de deducibilidad). Pero esos serían distintos criterios de una única noción de existencia de las normas: en cualquiera de esos casos, decir que una norma «existe» aludiría al hecho que integra un cierto conjunto. Por ello, esta noción de existencia sería descriptiva (de la relación de pertenencia a un cierto conjunto normativo) y relativa (pues obviamente una norma puede pertenecer a un conjunto y no pertenecer a otro). c) Existencia como fuerza obligatoria. Una norma tiene fuerza obligatoria cuando otra norma impone el deber de obedecerla. Siguiendo a BULYGIN, este concepto de existencia como obligatoriedad debería ser cuidadosamente deslindado del de existencia fáctica. Decir que una norma existe en sentido fáctico sería describir el hecho de que cierto grupo social la emplea como pauta para regir sus acciones. En cambio, decir que una norma existe en el sentido aquí considerado sería prescribir el deber de obedecerla. Manifestar que en Sudáfrica, vigente el apartheid, se aceptaban de hecho normas que imponían un trato diferencial entre las personas en función de su raza, no implica formular ningún juicio acerca de su obligatoriedad. Podría afirmarse, sin contradicción, la existencia de una norma semejante en sentido fáctico y, a la vez, predicar que su cumplimiento no es obligatorio. Cuando alguien dice que una norma 39

Cfr. principalmente BULYGIN, 1982 y 1987.

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existe en este sentido tampoco se limitaría a describir que cierta norma impone el deber de cumplir otra, sino que estaría prescribiendo el deber de obedecerla. Por ello, este concepto sería prescriptivo y no descriptivo. Además, sería absoluto porque no aludiría a una relación sino a un atributo. d) Existencia formal. Otro sentido que explora BULYGIN en el que cabría decir que una norma existe es el que denomina «existencia formal». Una norma existe formalmente si ha sido formulada por alguien o si es una consecuencia lógica de una norma formulada por alguien, sin adentrarse a considerar si esa persona es una autoridad competente o no. Éste sería a su juicio el concepto más elemental de existencia por su mayor abstracción respecto de los restantes. No sería, en cambio, más abarcativo, ya que ciertas normas podrían no existir en este sentido pero sí en alguno de los otros. Las normas consuetudinarias, por ejemplo, no existen en sentido formal porque no han sido formuladas por nadie, ni son consecuencia lógica de otras normas formuladas. Pero podría afirmarse que existen, ya sea porque pertenecen al sistema, porque poseen fuerza obligatoria, o porque tienen existencia fáctica. e) Existencia como aplicabilidad. También en ocasiones se dice que una norma existe en el sentido de que los jueces tiene el deber jurídico (no moral como en c) de aplicarla. Así, una norma N1 sería aplicable cuando existe otra norma N2 perteneciente al sistema jurídico Sj que impone a ciertos órganos la obligación de aplicar N1 respecto de ciertos casos. Como puede apreciarse, este sentido sería, al igual que los sentidos a, b y d, descriptivo y relativo. Es importante aclarar que el conjunto de las normas aplicables, esto es, el conjunto de las normas que los órganos de aplicación deben tomar en cuenta para justificar sus decisiones, no es extensionalmente equivalente al conjunto de las normas pertenecientes al sistema jurídico. En efecto, puede ocurrir que exista la obligación, impuesta por normas del sistema, de aplicar otras normas que no pertenecen a él, así como que no sean aplicables normas pertenecientes al mismo 40. Refiriéndose a estos distintos conceptos de existencia de las normas distinguidos por BULYGIN, CARACCIOLO señala que dado que las normas sólo pueden existir de dos maneras, a saber, abstracta o concretamente, más que nociones de «existencia» de las normas, ellos constituyen diversos conceptos de lo que hay que entender por norma, pues cada uno de ellos determina el modo en que existen las normas, si se admite que realmente existen. Es posible como trataré de mostrar, que nociones alternativas atribuyan a las normas la misma naturaleza ontológica 41.

40 41

Cfr. MORESO, 1997: 151-161. CARACCIOLO, 1997: 162.

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De esta manera, los cinco conceptos de existencia de las normas que BULYGIN distingue, esto es, «fáctica», «pertenencia», «fuerza obligatoria», «formal», y «aplicabilidad», deberían más bien ser interpretados como propiedades o relaciones que pueden predicarse de las normas y no como sentidos de su «existencia». A juicio de CARACCIOLO, como ya dije antes, dos son las formas en que las normas podrían existir: abstracta o empíricamente. Dado que no existe un único concepto de norma y como el compromiso con una cierta ontología de las normas (como entidades abstractas o concretas) tampoco permite determinar unívocamente un concepto de norma, resulta de la mayor importancia teórica elegir un concepto de norma (o de tipos de normas) que permita abordar adecuadamente los diversos problemas que debe enfrentar la teoría del derecho. Pero si se adopta un concepto de norma que incluya como propiedades definitorias aquellas que los juristas o filósofos de la moral tendrían interés en predicar contingentemente de ellas, i. e., que aceptada la existencia de la norma pueda darse o no darse la propiedad atribuida, este concepto no resultará muy útil. Ello es así toda vez que si, por ejemplo, se toma como propiedad definitoria del concepto de norma su eficacia, no tendrá sentido decir que existe una norma que no es eficaz, pues de no reunir un determinado objeto (o conjunto de objetos) la propiedad de ser eficaz no será una norma. Simplemente, desde ese punto de vista, y en atención al objeto (u objetos) considerado(s), no existirán normas, de la misma manera que decimos que no existen unicornios. Idénticas consideraciones pueden hacerse respecto de las restantes propiedades mencionadas (pertenencia, fuerza obligatoria, aplicabilidad) y otras que resulte de interés predicar de las normas por parte de los juristas, filósofos de la moral o en cualquier otro ámbito. De ahí que un criterio atendible al efecto puede ser el de adoptar el concepto de norma (o de tipos de normas) que sea el más general posible, de modo que no incluya como propiedades definitorias aquello que usualmente es materia de predicación (atribución de propiedades accesorias). En este sentido, el concepto de norma que se desprende de la definición que BULYGIN da de lo que denomina «existencia formal» parece gozar de cierta primacía. Ahora bien, hay que aplicar el principio de tolerancia ontológico que propondré en el próximo capítulo. Lo que se acaba de decir en el párrafo anterior valdría para las normas de creación deliberada, pero no así respecto a ciertas normas de creación no deliberada, como la costumbre y, en general, las reglas sociales. Por este motivo, es importante en este momento diferenciar ambos tipos de normas y explicitar sus condiciones de existencia respectivas teniendo en cuenta, como queda dicho, que mientras la caracterización de las primeras se puede llevar a cabo sin hacer referencia a la propiedad de la eficacia, en las segundas ésta es una de sus propiedades definitorias.

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4.

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PARA SEGUIR AVANZANDO

A lo largo de este capítulo he pasado revista, sin ánimo exhaustivo, a lo que podría ser considerado el estado de la cuestión acerca de la existencia de normas jurídicas. Antes de proseguir, es preciso recordar el hilo que nos ha llevado hasta aquí. El interés de la presente investigación estriba en hallar las formas en las que las normas jurídicas se pueden relacionar con las acciones llevadas a cabo por los seres humanos en sociedad. Una forma de encararla es responder a algunas preguntas. En primer lugar, ¿qué tipo de normas vamos a tomar en consideración? En segundo lugar, ¿cuál es su relación con el lenguaje? En tercer lugar, ¿de qué manera el hecho de considerar a las normas jurídicas como entes abstractos o concretos repercute en sus condiciones de existencia? Respecto a la primera demanda, examiné dos clasificaciones. La distinción entre reglas regulativas y constitutivas es relevante porque muestra el distinto papel que las mismas juegan respecto al acontecer humano. Las reglas regulativas presuponen la existencia independiente de aquello que regulan, mientras que las reglas constitutivas contribuyen a generar la realidad institucional. Esta idea resultará útil más tarde, en el capítulo VI, ya que me permitirá usarla para postular la dimensión constitutiva de la regla de reconocimiento entendida como convención y el papel determinante que la misma juega, precisamente por ser constitutiva, en la existencia de los sistemas jurídicos. El repaso a la conocida tipología de VON WRIGHT, por su parte, pone de relieve una forma compleja de entender las reglas regulativas (o prescripciones), al tiempo que arroja un cuadro muy completo de la variedad de normas que pueden resultar de una u otra manera relevantes para un estudio jurídico. En cuanto al segundo interrogante planteado, se ha visto que la existencia de las normas jurídicas no puede concebirse sin su relación con el lenguaje humano. Pero esta relación puede comprenderse de maneras distintas, según el tipo de dependencia a la que se pretenda aludir y en función de cómo se entienda aquí la referencia al «lenguaje». Respecto de la citada dependencia, se da obviamente una de carácter general, que conecta necesariamente cualquier tipo de normas con la existencia de una comunidad humana en la que se desarrolle una práctica lingüística de comunicación. Pero, además de este vínculo general, se puede indagar acerca de las específicas dependencias que se darían entre los distintos tipos de normas y el lenguaje. En este caso, los requisitos lingüísticos de las prescripciones no tienen por qué coincidir con los de las reglas determinativas o los de las reglas técnicas, por ejemplo. Del mismo modo, es una de las esferas en las que se muestra la peculiaridad de las normas consuetudinarias que, aunque no son expresamente formuladas, dependen del lenguaje de un modo peculiar ya que su

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evolución demanda prácticas interpretativas (ergo, lingüísticas), como veremos en el próximo capítulo. Por lo que hace al término «lenguaje» usado en este contexto puede hacer referencia a tres cosas distintas: a) al significado independiente de las formulaciones; b) a la formulación-tipo más un significado asociado; c) a la formulación-caso más un significado y emitida en una ocasión determinada. Escoger una u otra de estas posibilidades tiene repercusión a la hora de considerar si nos hallamos frente a normas entendidas como entes abstractos o concretos, o una combinación de ambos, lo cual lleva a tener que profundizar algo más en la ontología de las normas jurídicas. De ahí que haya que plantearse la tercera pregunta a la que hice referencia y que tiene que ver con cuestiones ontológicas. El camino recorrido en este tramo nos conduce a unas conclusiones provisionales. La distinción entre concepción hilética y concepción expresiva, aunque se suele entender que muestra una conexión necesaria con una determinada manera de entender las normas jurídicas como entes abstractos o entes concretos, respectivamente, ello no es así. Y no lo es, básicamente, por la posibilidad (que no tiene por qué ser descartada de entrada) de que las normas jurídicas (o algún subconjunto de ellas) se conciban como en c), es decir, como formulaciones-caso significativas. Por otro lado, los sentidos distintos en que cabe decir que una norma existe pueden ser considerados en realidad propiedades o relaciones de las normas, por lo que están implicados en el concepto de norma que se maneje. Para elaborar el concepto de norma que se pretenda utilizar habrá, pues, que determinar cuáles de esas propiedades o relaciones se consideran definitorias y cuáles contingentes. Una vez hecho esto, y teniendo en mente una determinada tipología de normas, será posible apreciar cuál es el compromiso ontológico que asume la correspondiente teoría. En todo caso, será la coherencia con ese compromiso y, en última instancia, el rendimiento explicativo de la teoría lo que debe servir como test de corrección de la misma. Es en esta línea por la que transitaré en el siguiente capítulo, al proponer una categorización ontológica de amplio espectro, que no se limite a la dicotomía abstracto/concreto. A su vez, la división entre normas de creación deliberada y no deliberada recogerá buena parte de los tipos de normas que hemos visto, pero desde la perspectiva específica de sus condiciones de existencia relacionadas con el comportamiento humano. El planteamiento teórico que justifica estas distinciones, por último, deberá esperar a su desarrollo a lo largo de los restantes capítulos de este trabajo.

CAPÍTULO II NORMAS JURÍDICAS Y COMPORTAMIENTO HUMANO 1. 1.1.

EL PRINCIPIO DE TOLERANCIA ONTOLÓGICA Una propuesta de categorización

De lo dicho en el capítulo anterior se desprende que estamos ante algunos callejones, aparentemente sin salida, a los que conduciría el deseo de salvaguardar conjuntamente intuiciones que tal vez no sean compatibles. El caso más claro de esta posible incompatibilidad vendría representado por la pretensión de mantener que las normas jurídicas son abstractas y, al mismo tiempo, que se les puede atribuir propiedades como el carácter dinámico que parecerían ser propias y exclusivas de entidades concretas. En efecto, estas últimas se caracterizan precisamente por existir en un espacio y en un tiempo determinado, mientras que aquéllas tendrían una existencia (si se admite que existen) al margen de las coordenadas espacio-temporales. Sin embargo, la premisa fundamental en la que descansa el argumento que conduce a la anterior conclusión es siempre una dicotomía taxativa y excluyente entre lo abstracto y lo concreto. Quien asignara propiedades dinámicas a un ente abstracto estaría sencillamente cometiendo una especie de error categorial. De ahí que únicamente quepa decidir dar cuenta del carácter dinámico del derecho aludiendo a las normas como entes concretos, pero renunciando tal vez a otras intuiciones fundamentales de los juristas, como el que puedan darse relaciones lógicas entre normas; o bien admitir que las normas son entes abstractos (significados, por ejemplo), pero debiendo renunciar entonces a la posibilidad de que existan en un momento y en un lugar determinados, y que, llegado el caso, dejen de existir.

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¿Se puede salir de este atolladero en el que hay que elegir entre preservar la intuición de la dinámica jurídica renunciando a los rasgos sistémicos del derecho, o al revés? No sé si esto se puede hacer de un modo totalmente convincente, pero de lo que sí que estoy seguro es de que los errores categoriales lo son con carácter relativo. Dicho de otra forma, lo son en función del sistema de categorías que se maneje. En el caso que nos ocupa, es posible ofrecer una visión más amplia de lo abstracto y de lo concreto, de tal manera que pueda apreciarse claramente que la referencia a un ente abstracto no tiene que ser unívoca. Con ello quiero decir que hay una sistemática ambigüedad en el uso de la palabra «abstracto» referido a una serie de entes cualesquiera. Espero que ello quede claro después de la propuesta de categorización que realizaré a continuación. Mostraré, además, que es posible postular combinaciones entre los factores de los que depende la existencia de los entes (normas, por ejemplo) que ofrece un cuadro más rico que el que nos daría la simple distinción entre lo concreto y lo abstracto, que son las categorías que han utilizado los autores que se han ocupado de las cuestiones ontológicas en el ámbito jurídico 1. En lo que sigue ofreceré un esquema posible de categorías, teniendo siempre presente cubrir el máximo de posibilidades para encajar en él hechos, propiedades, acontecimientos, objetos, etcétera, que puedan resultar de nuestro interés 2. Opto, pues, por una visión tolerante respecto a esta cuestión, ya que cualquier exclusión por anticipado de alguna de estas categorías la encuentro injustificada. A quien me amonestara blandiendo la afilada navaja de Ockham («entia non sunt multiplicanda…»), le recordaría cómo termina el dictum: «…praeter necessitatem» 3. Sólo el uso que se haga de ella es lo que confiere valor a una categorización y así habrá de juzgarse la que aquí propongo. El principio de tolerancia ontológica que acabo de enunciar no está reñido con poner algunos límites a un tipo de categorización para que sea aceptable. Puede afirmarse que un sistema de categorías ontológicas es aceptable si se dan tres condiciones: a) Cuando se puedan localizar en él categorías fundamentales y preservar distinciones centrales, es decir, cuando sea útil. b) Cuando incorpore criterios apropiados para admitir o rechazar cosas, es decir, cuando sea relevante. c) Cuando estemos seguros de que no hemos dejado inadvertidamente algo fuera y que no proponemos falsas dicotomías, es decir cuando sea exhaustivo.

1 2 3

Ya hemos visto en este sentido principalmente el trabajo de CARACCIOLO, 1997. Adaptaré para el caso lo expuesto en THOMASSON, 1997. En el mismo sentido se expresa GUASTINI, 2008.

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Una forma de construir este sistema pasa por establecer las formas en que una entidad depende o no de estados intencionales y de entidades reales 4. Ésta es una distinción relevante que puede servir de fundamento a nuestro esquema. Las categorías pueden distinguirse, entonces, por la forma en que una entidad depende o no de estados intencionales y/o de entidades espacio-temporales. Ahora bien, es importante establecer qué se entiende por dependencia. Un modo muy simple de establecer la dependencia entre dos entes cualesquiera (a y b) sería afirmar que la existencia de a depende de la existencia de b si necesariamente cuando a existe, existe b. Sin embargo, puede afinarse más en las clases de dependencia que quepa establecer entre dos entes, si tenemos en cuenta la relevancia que el factor tiempo juega en muchos de nuestros conceptos. Esta introducción daría pie a dos clases de dependencia distintas, que voy a llamar respectivamente dependencia histórica y dependencia constante: Dependencia histórica: a es dependiente históricamente de b si necesariamente, para un determinado tiempo t en el que a existe, b existe en ese momento o en algún momento anterior. Dependencia constante: a es constantemente dependiente de b si necesariamente, para cada intervalo de tiempo t-tn en el que a existe, b existe en t-tn. Dadas las definiciones anteriores, la dependencia constante implica la dependencia histórica, pero no al revés. Algunas creaciones humanas, por ejemplo, subsisten más allá de sus creadores, con lo cual la dependencia respecto de éstos es histórica, pero no constante. Además, cabe hacer una ulterior diferenciación que en algunos contextos, precisamente el jurídico, puede ser relevante. Se trata de la distinción entre una dependencia relativa a un individuo concreto (que podríamos denominar «dedependencia individual») »)) y la dependencia relativa a que exista algún miembro de una clase determinada (que llamaríamos «dependencia dependencia genérica»). »). ). Con estos mimbres estamos en condiciones de elaborar un sistema de categorías ontológicas. Para determinar de qué depende la existencia de un ente habría que establecer si depende (y qué tipo de dependencia es) de la existencia de entidades reales (localizadas en el espacio y el tiempo) o no. Pero también, respecto al mismo ente sería preciso preguntarse si depende (y qué tipo de dependencia es) de la existencia de estados intencionales o no. Esto es así porque asumimos que la existencia de una entidad puede depender de entidades reales y de estados intencionales. No obstante, en aras a simplificar la ex4 Podemos entender que algo es una entidad real sólo cuando tiene una definida localización en las coordenadas espacio-tiempo, mientras que algo es un estado intencional sólo cuando tiene una capacidad intrínseca para representar algo más allá de sí mismo (SEARLE distingue entre esta capacidad intrínseca y la derivada en SEARLE, 1983: 175-76).

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posición, trataré por separado la dependencia de entidades reales de la dependencia de estados intencionales. Aun así, los casos que podrían darse serían los siguientes 5: a) b)

Dependencia constante e individual de entidades reales. Dependencia genéricamente constante e históricamente individual de entidades reales. c) Dependencia meramente individual de entidades reales. d) Dependencia genéricamente constante, pero no individual, de entidades reales. e) Dependencia meramente genérica de entidades reales. f) Independencia de entidades reales. g) Dependencia constante e invididual de estados intencionales. h) Dependencia genéricamente constante e históricamente individual de estados intencionales. i) Dependencia genéricamente constante, pero no individual, de estados intencionales. j) Dependencia genéricamente histórica, pero no individual, de estados intencionales. k) Dependencia meramente genérica de estados intencionales. l) Independencia de estados intencionales. En lo que sigue, sin embargo, sólo enumeraré las categorías que me parecen más relevantes para poder aplicarlas después al estudio de las normas 6. 1.1.1.

Dependencia de entidades reales

En cuanto a la dependencia de entidades reales, los casos que podemos ver son los siguientes: 1)

Dependencia constante e individual de entidades reales (caso a)

En este supuesto encajarían todos los objetos que tienen una concreción espacio-temporal, por ejemplo los objetos físicos independientes (como, por ejemplo, un planeta) o, también, objetos culturales o sociales concretos (como podría ser un determinado monumento o edificio). Estos objetos dejarían de existir si las partículas físicas que los forman no existieran. La concepción de las normas jurídicas de HERNÁNDEZ MARÍN tal vez encajaría en este apartado. 5

Recuérdese que la dependencia constante implica la dependencia histórica, pero no al revés. Tiene interés por sí mismo el desarrollo de todas las potencialidades de esta categorización, pero hacerlo nos alejaría en exceso del objeto que aquí nos ocupa. Por ello, dejo para una ocasión más propicia este intento. 6

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2) Dependencia genéricamente constante e históricamente individual de entidades reales (caso b) Si pasamos de la dependencia constante a la histórica, nos damos cuenta que podemos dar cabida en nuestro esquema a ciertas entidades que pueden resultar de nuestro interés. En este caso, encontramos entidades que carecen de localización espacio-temporal (pues si la tuvieran, pertenecerían a la clase anterior) aunque su existencia ha dependido de la existencia previa de una entidad real (un hecho o acontecimiento con coordenadas espacio-temporales). Pero, para que subsista, requiere además la existencia de algo perteneciente a una clase. Pensemos en supuestos que no tendrían un fácil encaje en otro tipo de categorizaciones. Supóngase que se realiza la exposición de ciertos trabajos de un determinado fotógrafo, agrupados bajo el nombre «Barcelona-1992». La existencia de «Barcelona-1992» puede decirse que tiene un comienzo, que es dependiente de un proceso llevado a cabo en un tiempo y en un espacio determinados, como puede ser el de la luz reflejada de alguna forma en determinados objetos y la correspondiente impresión en un pedazo de negativo. En definitiva, este trabajo artístico es dependiente históricamente de ciertos procesos concretos acaecidos en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, el trabajo fotográfico en sí mismo («Barcelona-1992») no es un objeto espacio-temporal. Esto puede resultar extraño, por lo que cabe una precisión. Mientras el negativo y cada una de las copias que de él se extraigan están localizados en el tiempo y en el espacio, la obra «Barcelona-1992» no es idéntica a cualquiera de esas copias, por cuanto puede sobrevivir incluso a la destrucción de todas. Ésta es una clase de dependencia genérica: la obra «Barcelona-1992» subsiste no mientras subsista un determinado objeto y sólo aquél (lo que sería una dependencia individual), sino siempre que subsista alguna copia (aunque se haya destruido el negativo) o la posibilidad de hacerla (aunque se hayan destruido todas las copias). Hay otras entidades abstractas, cuya existencia va ligada a una fuente particular de creación, aunque su continuación depende no ya de la existencia continuada de algún individuo sino de que siga existiendo algo perteneciente a una clase (dependencia genérica). Por ejemplo, así podrían ser vistas, en alguna concepción biológica, las especies animales, ya que una especie se genera con una determinada mutación (evento acaecido en un espacio y tiempo determinados) y subsiste hasta que sobrevive el último miembro de la misma. Estamos, pues, ante una forma de combinación de eventos espacio-temporales con entidades abstractas. Y si esto es posible para supuestos ordinarios, como un trabajo fotográfico, o científicos, como la idea de especie animal, ¿por qué no podría aceptarse que una combinación de este tipo sea factible para dar cuenta de la existencia de las normas jurídicas? Una posible forma de realizar esta combinación en relación con la existencia del derecho, junto a la que se

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expone más adelante (como caso h), es la que efectuaré en el capítulo VI. Por ahora, baste decir que esta forma de encarar la cuestión permitiría dar cuenta de una idea muy extendida en la teoría del derecho contemporánea, según la cual las normas jurídicas, a pesar de ser entes «abstractos», supervienen a ciertos hechos sociales 7. 3)

Independencia de entidades reales (caso f)

Los candidatos para encajar en esta categoría incluirían cosas tales como los números, los conceptos o las propiedades, por ejemplo en una concepción como la platónica, en la medida en que son capaces de existir en ausencia de cualquier entidad real. La concepción de las normas como significado seguramente sería una buena candidata a ocupar esta posición. Lo que pretendo destacar ahora es que suele ser la única forma en la que se entiende que las normas jurídicas pueden ser entidades «abstractas», partiendo de la dicotomía taxativa entre lo abstracto y lo concreto, tal como vimos en el capítulo anterior. 1.1.3. Dependencia de estados intencionales Por lo que hace a la dependencia de estados intencionales, los casos más relevantes serían: 4) Dependencia genéricamente constante e históricamente individual de estados intencionales (caso h). Es posible imaginar entidades que no son ellas mismas estados mentales, pero cuya existencia depende de que se den ciertos estados intencionales, al tiempo que requiere el mantenimiento de ciertas formas de intencionalidad para seguir subsistiendo. Las obras de arte nos pueden servir de ejemplo, al menos en una determinada concepción de ellas. A menudo se dice que los objetos artísticos de todo tipo (pintura, escultura, música, etcétera) van necesariamente ligados a una fuente particular de creación en la que el artista tuvo una determinada intención. En este sentido, la existencia de tales obras sería dependiente históricamente e individualmente de los estados intencionales del artista que las creó. Pero también se dice frecuentemente que las obras de arte demandan, para seguir existiendo como tales, la existencia de seres humanos capaces de entenderlas y de contribuir de algún modo a la constitución de sus propiedades estéticas. Sólo con esas actitudes mentales tales obras seguirán siendo obras de arte. Si es así, 7

Remito a lo que diré en el capítulo VI, apartado 3.2.

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entonces esas obras, además de requerir el estado intencional originario del artista, precisarían de una presencia constante de estados intencionales de seres humanos (no de alguno en particular) capaces de entenderlas e interpretarlas como obras de arte, estados intencionales que contribuirían a fundar sus propiedades estéticas 8. Ésta es una idea interesante, porque, entre otras cosas, podría justificar el cambio de énfasis entre la perspectiva que toma en cuenta de manera esencial la práctica legislativa y aquella que se centra más en la práctica de adjudicación, que examinaré en los capítulos III y IV. Cuando haya que ver qué condiciones son las que permiten hablar de la existencia (continuada) de un sistema jurídico en una determinada sociedad, las normas de creación deliberada, cuya existencia sería dependiente histórica e individualmente de estados intencionales (y de las oportunas actividades), no son suficientes ya que se exige además la presencia constante de ciertas actitudes mentales por parte de sus destinatarios (no de unos individuos concretos, sino de individuos pertenecientes a una clase determinada identificada genéricamente con el nombre de «jueces» o «ciudadanos»). Es un desafío dar cuenta de estas prácticas y a ello se dedica buena parte del resto de este trabajo. 5) Dependencia genéricamente constante, pero no individual, de estados intencionales (caso i) En esta categoría tendrían cabida todas aquellas entidades cuya existencia requiere ciertos tipos de creencias y actitudes humanas, pero no de un acto de creación determinado y concreto (que presuponga un estado intencional concreto). Aquí encajarían bien normas de creación no deliberada como la costumbre, en la interpretación que de la misma daré más adelante 9. 6) Independencia de estados intencionale (caso l) Un tipo de entidades que parece buena candidata para entrar en esta categoría es el de las partículas físicas independientes, como por ejemplo los átomos tomados desde un punto de vista realista. 1.1.3.

Dependencia de entidades reales y de estados intencionales

Es importante recordar que, aunque en aras a simplificar la exposición, hemos visto cada categoría ligada a un tipo de dependencia (de entidades reales o 8 Por ceñirnos únicamente al ámbito musical, puede verse una visión parecida a la descrita en LEVISON, 1990: 82-86. 9 Véase infra, apartado 3.3.

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de estados intencionales), lo cierto es que cada una de ellas puede ser doblemente dependiente o independiente. No desarrollaré esta posibilidad en cada una de las categorías. Únicamente añadiré que ésta es una idea especialmente fructífera para dar cuenta de los hechos sociales, por cuanto, como veremos con más detenimiento a lo largo del libro y en especial en el capítulo VI, su existencia continuada depende justamente de que el grupo social relevante adopte determinadas actitudes. El ejemplo típico, al que alude SEARLE, es el de la existencia del dinero. Una determinada clase de objetos puede ser descrita como dinero en una determinada sociedad sólo si los miembros de la misma creen que es dinero, es decir, lo tratan como medio de intercambio y depositario de valor. El día que dejan de compartir esa creencia (y de tener las actitudes y prácticas asociadas a ella, como veremos a continuación) esa clase de objetos dejará de ser dinero en esa sociedad. Por ahora baste aludir a este ejemplo, puesto que me servirá en su momento para aplicarlo analógicamente a la existencia del derecho en una determinada sociedad 10. La existencia continuada del dinero exige no sólo la dependencia de estados intencionales coincidentes, como acabamos de ver, sino también de las prácticas acordes asociadas a aquellos estados intencionales (usar de hecho determinados trozos de papel como objetos depositarios de valor y como elementos de intercambio). Tales prácticas son un conjunto de acciones (junto a estados intencionales, por supuesto), y esas acciones son eventos que modifican el estado de cosas del mundo, con lo que habría que catalogarlas como entidades reales. 1.2. Ventajas Una vez vista someramente esta propuesta de sistema de categorías ontológicas, cabe preguntarse cuáles pueden ser las ventajas que un esquema como éste aportaría a nuestra comprensión del mundo, en general, y del derecho como fenómeno social, en particular. Desde una perspectiva general, el sistema propuesto tiene la ventaja de incorporar algunos matices importantes a dicotomías que suelen ser tratadas como categorías exhaustivas. Esto sucede, por ejemplo, en relación con la categoría de lo puramente mental o puramente material. Estas categorías ocupan únicamente dos de los casos posibles (los casos f y l, respectivamente). Comprobamos, en cambio, que entre ambos extremos se pueden concebir categorías que son útiles para dar cuenta de determinadas entidades que nos resultan familiares, pero cuya existencia depende de cierta combinación de elementos físicos e intencionales, como son los hechos sociales, categoría que, como he dicho, me servirá para dar cuenta de la existencia del derecho. 10

Cfr. infra, capítulo VI, apartado 4.2.

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Este esquema pone de relieve también que la dicotomía abstracto/concreto no es tan simple como parece, ya que diferentes concepciones de lo abstracto podrían localizarse en lugares distintos del esquema. Así, las entidades abstractas algunas veces se consideran independientes de cualquier entidad real (con lo que se encuadrarían en el caso f). En otras ocasiones, las entidades abstractas se caracterizan simplemente como aquellas que carecen de propiedades espacio-temporales. Pero esto puede ser interpretado al menos de dos maneras distintas. Una, en la que se entienda que esta caracterización excluye que haya tenido lugar un acontecimiento en el espacio y en el tiempo que las genere (con lo cual se elimina cualquier posibilidad de que sean entidades dependientes históricamente y de manera individual de entidades reales, pero no eliminan la posibilidad de que se dé una dependencia genérica y constante). Otra, en la que esa caracterización signifique simplemente que carecen de una localización espacio-temporal, eliminando toda dependencia (tanto individual, como genérica, tanto constante como histórica) de entidades reales. Obsérvese que sólo en esta segunda interpretación la dicotomía entre abstracto y concreto se concibe como exhaustiva. Este sistema propuesto también nos proporciona una forma fina de comparar distintas concepciones ontológicas (nominalista, realista, idealista, etc.) en términos de qué categorías están dispuestas a aceptar, pero es un aspecto que no desarrollaré. Por lo que hace al ámbito de la ontología normativa, estas categorías permiten una mayor riqueza a la hora de examinar qué clase de entidades son las normas jurídicas y, sobre todo, cuál es la relación entre ellas y el comportamiento humano. Al tomar en consideración el par entidades reales/estados intencionales podemos afinar más respecto a cuál puede ser la intervención humana en la creación y mantenimiento de las normas jurídicas y del derecho en una determinada sociedad. Al incorporar la variable temporal, introduciendo dos clases de dependencia (histórica y constante) somos sensibles a la intuición de los juristas según la cual el derecho es dinámico. Por último, si a lo anterior añadimos la distinción entre dependencia individual y genérica seremos capaces de dar cuenta de las diferencias entre normas de creación deliberada y normas de creación no deliberada, que examino a continuación. 2. NORMAS DE CREACIÓN DELIBERADA Una norma de creación deliberada es aquella cuya existencia depende históricamente de estados reales y de estados intencionales. Ciertas prácticas (que comprenden acciones y estados intencionales) por parte de ciertos individuos (legisladores, sensu lato), dan lugar a este tipo de normas. Esta categoría sería

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en algún sentido transversal respecto de algunas de las postuladas por VON WRIGHT. Tendrían cabida en ella tanto las prescripciones como las reglas determinativas (o constitutivas), siempre que hayan sido creadas expresamente (con una cierta intención) por parte de la autoridad normativa. Es posible afinar algo más en la caracterización concreta de este tipo normativo. ALCHOURRÓN y BULYGIN, ocupándose de las prescripciones, distinguen tres conceptos de norma con sus correspondientes condiciones de existencia claramente diferenciadas y que denominan respectivamente: norma comunicación, norma prescripción y norma sentido. «Norma-comunicación» haría referencia a la situación análoga a la de comunicación en la que lo comunicado no es una aserción, sino una prescripción. Por comunicación entienden un acto complejo en el cual están involucradas por lo menos dos personas: el sujeto activo (el hablante) que emite un mensaje para lo cual usa una fórmula lingüística, y el sujeto pasivo, receptor o destinatario del mensaje. Para la existencia de una comunicación serían esenciales tanto la emisión del mensaje por parte del hablante, como su recepción por parte del destinatario. «Norma-prescripción» hace alusión a lo prescrito en el acto de prescribir, realizado por un sujeto en una ocasión determinada. Para la existencia de una norma-prescripción haría falta un acto de prescribir, pero no es necesario que esta prescripción haya sido comunicada a su destinatario. Por último, «norma-sentido» alude a una abstracción, al contenido significativo de un posible acto de prescribir. Así como una proposición es un estado de cosas posible, la norma-sentido es una prescripción (obligación, prohibición, permisión) posible de un estado de cosas 11. Sin duda, tal como VON WRIGHT define las prescripciones, éstas serían normas-comunicación. Si se tomaran como «norma-prescripción» o como «norma-sentido» no habría a su juicio prescripción alguna, pues faltarían algunas de sus características definitorias: en el primer supuesto, el sujeto receptor o destinatario; en el segundo supuesto, tanto el destinatario como el sujeto emisor o autoridad. La tarea de realizar progresivos procesos de abstracción de algunas de las características definitorias que se han ejemplificado con las prescripciones, debería hacerse también, si se quiere efectuar un análisis completo, respecto de las demás clases de normas que integren la tipología asumida. Se suele entender que la cuestión relevante es si alguno de estos tres sentidos de la expresión «norma» resulta prioritario o más básico a la hora de ofrecer una explicación de las normas jurídicas o, si por el contrario, ello depende de qué tipos de normas jurídicas se trate. 11

Cfr. ALCHOURRÓN y BULYGIN, 1979: 17-20.

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En mi caso, dado que el interés primordial de este trabajo es analizar la relación de las normas jurídicas con el comportamiento humano, adquieren más relevancia las normas entendidas como comunicación o como prescripción 12. En efecto, la norma como sentido es, en la terminología que aquí he empleado, un caso claro de ente cuya existencia es independiente tanto de entidades reales como de estados intencionales. Lo cual no significa que no pueda resultar de interés en otros ámbitos y en relación con otras cuestiones. Por lo que respecta a la elección entre norma-comunicación o norma-prescripción, podría aceptarse la que hace VON WRIGHT, si no fuera porque deja fuera la posibilidad, históricamente cierta, de que la autoridad apruebe normas secretas 13. Sea como fuere, queda claro que las prescripciones (y las reglas determinativas dictadas por la autoridad) son normas de creación deliberada, cuya existencia depende de entidades reales (acciones) y estados intencionales (intenciones) de la autoridad normativa. La exigencia de comportamientos y actitudes de los destinatarios, se referirá, así, a una propiedad contingente de las mismas. Por ejemplo, esto es lo que sucedería con la propiedad de la eficacia. No ocurre así con otro tipo de normas como las consuetudinarias en las que dichas propiedad es definitoria 14. 3.

NORMAS DE CREACIÓN NO DELIBERADA

Ahora es el momento de decir algo más acerca de las normas cuya creación no reside en un acto deliberado de una autoridad, o sea, normas cuya existencia no depende históricamente de una entidad real. Dentro de esta clase encontraríamos las normas jurídicas que lo son por deducción lógica de otras (en el caso de que se acepte el criterio de deducibilidad como criterio de pertenencia de las normas a un sistema jurídico), las normas ideales y las normas consuetudinarias. Aplicando a este tipo de normas la categorización que he propuesto, podríamos decir que el hecho de que estas tres clases de normas compartan la propiedad de no ser creadas por un acto concreto y deliberado, excluye que puedan ser consideradas dentro de las entidades dependientes de modo individual (sea de entidades reales como de estados intencionales). Ahora bien, queda por ver qué otros tipos de dependencia caracterizarían sus respectivas existencias. 12 Aunque, como digo en el texto, estos autores se refieren a las normas prescriptivas, lo que afirmo me parece perfectamente extrapolable a todas las normas de creación deliberada. Así, podría hablarse no sólo de «norma-prescripción», sino también de «norma-determinación», por ejemplo. Y es que, al igual que sucede con las prescripciones, las reglas determinativas son susceptibles de ser el objeto de un proceso de comunicación entre la autoridad normativa y el sujeto normativo. 13 Esto parece ser que sucedió con algunas normas aprobadas en el periodo en que Alemania fue gobernada por Hitler. Sin ir tan lejos, se habló recientemente de normas secretas de la Unión Europea, que regirían los controles de seguridad de los aeropuertos. 14 En puridad, como veremos más adelante, más que de una propiedad definitoria de las normas consuetudinarias, hablar de la eficacia de este tipo de normas es un sinsentido.

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3.1.

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Normas inferidas

En cuanto a las normas derivadas por deducción, el establecimiento de la categoría a la que pertenecen dependerá obviamente de cómo se caracterice las entidades que son el producto de una inferencia lógica. En una interpretación muy extendida, la inferencia se da entre significados y la existencia de éstos sería independiente de cualquier evento real. Si esto es así, estas normas cabría englobarlas en la categoría de entidades independientes de entidades reales, es decir, independientes de entidades localizadas en el tiempo y en el espacio. Más discusión podría haber al respecto de si dependen para su existencia y en qué sentido de estados intencionales. Pero no voy a discutir ahora esta cuestión. 3.2.

Normas ideales

La importancia de las normas ideales para el derecho hay que buscarla principalmente en la conexión que podría darse entre este concepto y la idea de los principios jurídicos. Hay un enfoque en teoría del derecho que concibe a los principios jurídicos como normas ideales en el sentido que le da a esta expresión VON WRIGHT. Así, los principios establecerían, mediante normas constitutivas, determinadas dimensiones de los estados de cosas ideales, que el mundo debe tener para ser conforme al derecho. De forma semejante a como decimos que un automóvil ideal debe ser estable, veloz y seguro (por ejemplo), el estado de cosas ideal regulado por la Constitución española debe ser tal que produzca unas condiciones favorables para el progreso social y económico (art. 40 de la Constitución), que permita disfrutar a todos de un medio ambiente adecuado (art. 45.1 de la Constitución) y que se respete la libertad de información y el derecho a la intimidad, por ejemplo. Es obvio que estos aspectos del ideal pueden entrar en conflicto entre sí (en el caso del automóvil, la velocidad puede ir en detrimento de la seguridad; en el caso del estado de cosas promovido por la Constitución, un medio ambiente adecuado puede ir en detrimento del progreso económico y la amplitud de la libertad de información puede ir en detrimento de la intimidad personal). En este sentido, las reglas ideales han de ser complementadas por mecanismos que establezcan el grado aceptable en el que esas condiciones han de darse y eliminen los conflictos, de manera que en este caso es necesaria la ponderación. De este modo, los principios jurídicos son pautas que establecen no lo que se debe hacer, sino aquello que debe ser 15. 15 Cfr. ALEXY, 1986. Obviamente, ésta no es la única manera de concebir los principios jurídicos. Véase un elenco muy completo de tales concepciones en ATIENZA y RUIZ MANERO, 1996: cap. I. También queda claro que los principios han podido ser reconocidos expresamente, con lo cual podría entenderse que son normas de creación deliberada. Sin embargo, es frecuente pensar, al menos desde DWORKIN, que hay principios «implícitos» en los ordenamientos jurídicos, de los que parecería que no tiene sentido hablar de una creación deliberada por parte de la autoridad normativa. Los tradicionales «principios generales del derecho» de nuestro sistema de fuentes no parecen estar muy alejados de esta idea.

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Si se entiende que, además de la conexión que se acaba de explicitar entre principios y normas ideales, los principios jurídicos tienen una conexión necesaria con los valores morales 16, entonces la cuestión ontológica puede complicarse ya que hay que entrar en el espinoso tema de la metaética. Por lo que hace a las normas ideales, por tanto, la respuesta a la pregunta acerca de cuál es la categoría ontológica a la que pertenecen, tal vez se deba resolver contestando una pregunta previa, que sería cómo concebimos los valores. Sólo a título de ejemplo, una posición constructivista podría entender que se trata de entidades dependientes genéricamente de estados intencionales, mientras otros podrían opinar simplemente que se trata de entidades independientes de estados intencionales. Y no hay que descartar alguna otra combinación posible, que no voy a desarrollar aquí 17. En cambio, me detendré algo más en el examen de cuáles pueden ser las condiciones de existencia de las normas consuetudinarias. Su importancia reside no sólo en que pueden ser reconocidas como jurídicas por el sistema de fuentes respectivo, sino porque el modelo en el que pueden encajar tiene mucho que ver, cuando no se considera incluso idéntico, con el de las llamadas reglas sociales, que como veremos en el capítulo VI juegan un papel decisivo a la hora de establecer las condiciones de existencia de los sistemas jurídicos. 3.3.

Normas consuetudinarias

Como he dicho anteriormente, en el caso de las normas consuetudinarias hay que admitir en su definición una propiedad que en cambio aparece de forma contingente en las normas de creación deliberada. Esta propiedad es la eficacia, entendida como el cumplimiento de lo dispuesto en una norma. Ello es así, por cuanto, como veremos en su momento, no parece posible predicar ineficacia de una norma consuetudinaria (NC) sin caer en contradicción. Si en una determinada sociedad S, NC deja de ser «eficaz», diríamos que en la sociedad S, en el momento t (o en el intervalo que va de t1 a t2) dejó de existir NC. En cambio, no diríamos: «En el momento t, en S existe NC, pero es ineficaz». Para empezar, cabe afirmar que las normas consuetudinarias encajarían dentro de la categoría 5 (caso i) del esquema que propuse anteriormente, es decir, serían entidades cuya existencia dependería de manera constante y genérica (pero no individual) de estados intencionales. Habría que añadir a renglón seguido que también dependerán de ciertos actos físicos (comportamientos de los 16 Así es, al menos, en la versión actualmente más usada de los mismos, que es la de Ronald DWORKIN y, al menos, por lo que se refiere a lo que este autor denomina «principios principios en sentido estricto», »,, para distinguirlos de las directrices políticas (cfr. DWORKIN, 1977). 17 Véase una aproximación a esta cuestión en MORESO, 2003.

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sujetos relevantes), pero tampoco en este caso de un modo individual. Veamos un análisis algo más pormenorizado de este tipo de normas y en qué consisten tales comportamientos y estados intencionales. Suele decirse que para que exista una costumbre, en cuanto «fuente de derecho», se requiere, por un lado, la repetición continuada de un cierto comportamiento por parte de los miembros de un determinado grupo (a lo que se suele llamar elemento externo o usus) y, por otro, una actitud interna, psicológica o subjetiva, de esos mismos miembros según la cual aquel comportamiento recurrente es, en algún sentido, obligatorio (es lo que se conoce como «opinio iuris»). Es oportuno, sin embargo, hacerse dos preguntas distintas respecto a la costumbre. Una, de carácter más general, que indagaría acerca de las condiciones de existencia de toda costumbre. Otra, a la que los juristas suelen ser más propensos, que consistiría en dirimir qué rasgos serían los distintivos de la costumbre jurídica, en relación con el resto de costumbres que podríamos denominar «sociales». Parece que el orden adecuado en el que hay que plantear estas cuestiones es justamente el indicado. Así, a continuación veremos, primero, una forma plausible de entender las condiciones de existencia de las costumbres sociales, que se relaciona con el concepto de regla social, para más adelante abordar el análisis acerca de las características que pudieran diferenciar las costumbres jurídicas del resto de las costumbres sociales. 3.3.1.

La costumbre como regla social

El planteamiento tradicional de la costumbre en el ámbito jurídico presenta algunas dificultades y carencias. En concreto, es aceptado ampliamente que una costumbre está formada por la conjunción de los elementos externo (usus) e interno (opinio), que acabo de mencionar. Tampoco hay excesiva discusión acerca de la caracterización del elemento externo. En cambio, los problemas surgen a la hora de establecer en qué consiste el elemento interno y cuál puede ser su relación con el externo. Veámoslos. Por lo que hace al elemento interno, no resulta fácil precisar en qué consiste la actitud subjetiva que lo conformaría. Por si esto fuera poco, como han dicho BOBBIO y otros 18, el hecho de tomar en consideración este elemento para caracterizar la costumbre puede conducir a un dilema. Por un lado, se puede caer en un círculo vicioso al requerir como condición previa de la existencia de una norma consuetudinaria NC la creencia no errónea de que NC existe (parecería que NC tiene que existir «previamente» para que los sujetos puedan creer no erróneamente que NC existe, pero NC no puede existir si no 18

Por todos, véase BOBBIO, 1961: 432 y CELANO, 1995: 22.

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se ha dado ya dicha creencia) 19. Por otro lado, si no se quiere caer en ese argumento circular, entonces parece que hay que adoptar en este ámbito una teoría del error poco apropiada, según la cual el nacimiento de una costumbre requeriría la convicción errónea de que el comportamiento repetido es obligatorio, porque es conforme a una norma ya existente (cuando en realidad ésta no existe). Respecto a la posible relación entre los elementos externo e interno de la costumbre, surge otro dilema: al dar prioridad a cualquiera de los dos elementos, la costumbre desaparece. Si se opta por considerar prioritaria la repetición de actos, la costumbre quedaría reducida a regularidad de comportamiento y desaparecería el elemento normativo que la distingue. Sin la presencia del elemento interno, habría que concluir que podría tratarse de una costumbre el hecho de que todos nos abriguemos cuando hace frío, pues supone una conducta recurrente 20. De la mera repetición, pues, no puede surgir una norma. Si se opta, en cambio, por dar mayor relevancia al factor subjetivo, el usus acaba identificándose con la eficacia de una norma que se asume como vinculante por parte de los miembros del grupo, pero antes e independientemente del hecho de que se verifiquen los hechos conformes con esa norma 21. Por eso, parece que debe existir alguna vinculación entre ambos elementos, por ejemplo diciendo que el hecho de que exista el comportamiento recurrente es una razón para seguirlo. Esta última indicación es la que nos muestra el camino para intentar conectar la idea de costumbre y la de regla social 22. La primera idea que hay que tomar en cuenta es que cuando se da el elemento interno de la costumbre en un grupo social determinado se generan expectativas recíprocas entre los miembros del mismo 23. La presencia de reciprocidad de expectativas se puede incluir como uno de los rasgos típicos de las reglas sociales 24. Siguiendo a Bruno CELANO 25, puede darse la siguiente caracterización de la costumbre vinculada al concepto de regla social: En una situación recurrente S, subsiste una costumbre entre los miembros de un grupo G si y sólo si, dado un cierto tipo de acción A, tal que pueda ser cumplida intencionalmente, cada uno de los miembros de G 19 Como mostraré más adelante en esta sección y, sobre todo en el Capítulo VI, este tipo de círculos viciosos se pueden dejar de lado con la elaboración cuidadosa del concepto de convención, sobre todo si se tiene en cuenta su dimensión constitutiva. 20 El ejemplo es de ROSS, 1958: 92. 21 BOBBIO, 1961: 431. 22 Esta conexión ha sido puesta de relieve por distintos autores. Por ejemplo, RAZ, 1970; FINNIS, 1980 y CELANO, 1995 y 1996. 23 Véase FULLER, 1974: 102-103; GUASTINI, 1993: 258. 24 Sin embargo, no creo que de las meras expectativas puedan nacer normas (al menos en su sentido prescriptivo). De todos modos, este extremo lo discutiré más adelante, en el capítulo V, apartado 5.2. 25 CELANO, 1995: 38.

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1) 2) 3)

hace A en S; porque considera que debe hacer A en S; y concluye que debe hacer A en S, porque considera que, para cada uno de los miembros de G, valen precisamente las condiciones 1, 2 y 3.

Lo único que añadiré respecto a la exigencia de que sean todos los miembros de G los que realicen A en S, es que no debe ser tomado como un requerimiento absoluto. Que el subconjunto de los miembros de G que realizan A en S sea más o menos numeroso, dependerá de cada caso que se esté analizando. Puesto que por el momento estamos tratando de costumbres en general, no está dicho que tal exigencia deba ser uniforme en todos los supuestos. La mayor o menor amplitud del subconjunto de los cumplidores también mostrará si una costumbre está más o menos extendida dentro de G. Me concentraré a continuación en el examen de las cláusulas 2) y 3). La condición 2) se refiere al aspecto normativo de la costumbre; la condición 3) refleja una manera de entender la presencia de expectativas recíprocas que se vincula con el concepto técnico de convención. Según el esquema de CELANO, al que sigo, la noción normativa de costumbre sería un tipo de noción racional de costumbre 26. Se pueden distinguir las nociones causal y racional de costumbre, en función de cómo quepa caracterizar la relación entre los elementos interno y externo de la misma. Si el hecho de que cada uno de los miembros de G prefiera hacer A es un efecto, que tiene como causa el hecho de que los demás miembros de G hagan A, entonces estaremos frente a la noción causal. Serían ejemplos de este tipo de noción las concepciones que localizan el origen de la costumbre y su fuerza persuasiva en mecanismos psicológicos, que vendrían a ser rasgos esenciales del ser humano, tales como la fuerza del hábito o de la repetición, el actuar como un reflejo condicionado bajo la idea de refuerzo, etcétera. Si, por el contrario, la constatación del hecho de que los demás miembros de G hacen A constituye para cada uno de los miembros de G una razón para concluir que deben hacen A, entonces nos hallamos ante una noción racional. CELANO distingue dentro de esta última noción dos supuestos a los que denomina noción normativa [si el deber de que se habla en 2) es un deber normativo] y noción técnica de costumbre [si el deber en 2) se trata de un deber técnico]. Ahora me referiré sólo al primero de ellos, por considerar que es el más relevante en esta sede. Una versión de esta noción que reflejaría muchas de las concepciones tradicionales de la costumbre sería considerar que la cláusula 3) indica lo siguiente: 26

CELANO, 1995: 30.

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3’)

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Cada uno de los miembros de G concluye que tiene el deber de hacer A porque:

a)

considera que tiene el deber de hacer lo que se hace normalmente y que se ha hecho siempre en el pasado; b) considera que normalmente se hace A y que en el pasado se ha hecho siempre A. Esta forma de explicitar la justificación de la conducta para cada uno de los miembros de G pondría de relieve la presencia de una especie de norma fundamental [formulada en a)], que lo sería de un sistema normativo que fuera puramente consuetudinario 27. Por tanto, para que se dé ese elemento normativo bastará con que se cumpla con lo siguiente. Cada miembro de G considera que debe conformarse a la norma «se debe hacer lo que se hace normalmente y que se ha hecho siempre en el pasado», bajo la condición de que cada uno de los demás miembros de G considere que debe cumplir la misma norma bajo la misma condición. Otra forma de expresar lo mismo, y que puede tener ecos kelsenianos, sería afirmar que los miembros de G consideran válida una norma que impone la repetición de los comportamientos de hecho repetidos en el pasado (la acción A en S), con tal de que se hayan repetido por la misma razón. Además de lo dicho anteriormente, el postular la cláusula 3) es importante, sobre todo, porque supone la plasmación de la idea de la expectativa de reciprocidad. Entendido de esta manera, el elemento interno de la costumbre consistiría en una disposición por parte de los miembros de G a realizar A con la condición de que los demás miembros de G hagan A. Es por ello que puede afirmarse que la subsistencia de una costumbre depende de que varios individuos se conformen a una regularidad de comportamiento porque se espera que también los demás se conformen y por la misma razón. Éste es en concreto el punto que permite la conexión del análisis del concepto de costumbre con el de convención que se utiliza en la literatura propia de la interacción estratégica. Una práctica consuetudinaria, vista desde la perspectiva de la interacción estratégica, subsiste no sólo cuando cada miembro de G hace A en S porque los demás miembros de G hacen lo mismo, sino que cada uno hace A porque tiene expectativas fundadas de que los demás harán A y espera que eso suceda. Pero, además, se espera que los demás tengan también la expectativa de que todos hagan A, y así sucesivamente. Esa idea del carácter reflexivo de una convención es el que mostraría la cláusula 3) y serviría, así, para caracterizar la costumbre social, al menos en sus casos paradigmáticos y bajo la idea de conocimiento común 28. 27

Cfr. KELSEN, 1945 y 1960; ROSS, 1958: 89. CELANO es muy cuidadoso al remarcar en diversas ocasiones que lo que persigue es justamente captar un núcleo central del concepto de costumbre. Podría, pues, darse la circunstancia de que algunos supuestos 28

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Según LEWIS, se puede definir «conocimiento común» del siguiente modo: p es conocimiento común entre los miembros de un grupo G si y sólo si cada uno de ellos: 1) sabe que p; 2) sabe que cada uno de los miembros de G sabe que p; 3) sabe que cada uno de los miembros de G sabe que cada uno de los miembros de G sabe que p y así sucesivamente 29. Esta circunstancia pone de relieve que la subsistencia de una costumbre exigiría el carácter público de la misma (al menos en relación con los miembros de G). El comportamiento recurrente (usus), pues, tiene que ser repetido por todos y a la vista de todos 30. Antes dije que la forma tradicional de contemplar la posible relación entre usus y opinio llevaba a dos dilemas. Sin embargo, puede afirmarse que tales dilemas se dan por el hecho de pensar que la relación entre ambos elementos sólo puede ser unidireccional. Así, para unos será el comportamiento reiterado el que causará la opinio, mientras que para otros será la convicción de que el comportamiento es vinculante la que generará tal reiteración. No obstante, planteadas las cosas como aquí se ha hecho, se aprecia que en realidad estamos frente a un falso dilema, por cuanto, como dice CELANO: Cuando subsiste una costumbre, un conjunto de expectativas recíprocas de nivel creciente, concordante las unas con las otras, lo hace junto a un conjunto de preferencias condicionales, dependientes de tales expectativas, de manera que se produce, donde están presentes las expectativas, la repetición general y constante de una acción determinada, en conformidad con las mismas expectativas, alimentándolas, de forma que se reproduce a sí misma 31.

Por tanto, estaríamos en realidad no ante un sistema causal unidireccional, sino ante un proceso de retroalimentación en el que la expectativa de conformidad produce conformidad, mientras que la conformidad produce expectativas de conformidad 32. No habría, pues, un elemento de los dos que conforman la costumbre que fuera predominante. Pero no bastaría tampoco con decir sin más que ambos deben darse. Lo relevante para mostrar que no hay en realidad dilema es subrayar el tipo especial de relación que se da entre los dos. La relación, que pudieran recibir el nombre de costumbre en algún contexto determinado no obedecieran a este planteamiento general. Por ejemplo, el esquema no podría aplicarse a casos en los que se entiende que, a pesar de no darse reiteración de comportamientos, existe una costumbre. Este tipo de supuestos parece que se da en el ámbito de la práctica constitucional y del derecho internacional (cfr. PRIETO SANCHÍS, 1997: 315). 29 Sobre la idea de conocimiento común volveré en el capítulo VI. Véase su definición y uso en LEWIS, 1969: 52 y ss. y GILBERT, 1981: 87 30 CELANO, 1995: 41. 31 Ibid.: 42. 32 LEWIS, 1969: 41-42.

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por supuesto, es circular, pero eso no tiene por qué preocuparnos. Que el objeto de nuestra teoría sea circular (en el sentido, por ejemplo, de que dos fenómenos se relacionen a través de un proceso de retroalimentación) no es un problema, mientras la teoría que los explique no lo sea 33. Podemos concluir esta sección poniendo de relieve algunas de las posibles implicaciones que se seguirían de mantener el esquema indicado. En primer lugar, si la eficacia de una norma N, en relación con el grupo G, se da cuando N es obedecida por (la mayoría de) los miembros del grupo G, entonces predicar eficacia de NC (una norma consuetudinaria) resultaría un pleonasmo. Dicho de otro modo, sería una contradicción afirmar que NC existe y sostener al mismo tiempo que es ineficaz, puesto que una de las condiciones de existencia de NC será que los miembros de G cumplan con su contenido 34. En segundo lugar, un comportamiento puede ser identificado como participación en una práctica consuetudinaria únicamente bajo cierta descripción; necesariamente, tal descripción debe ser conocida por los participantes en la práctica. Si la realización de A en S es intencional, y como tal aparece en la definición anterior, entonces siguiendo a ANSCOMBE es identificable sólo bajo una cierta descripción 35. Pero, puesto que hemos dicho que se da un conocimiento común entre los miembros de G de lo que se dice en las cláusulas mencionadas, entonces la descripción bajo la cual un cierto comportamiento puede ser descrito como participación en una determinada práctica consuetudinaria debe ser la misma descripción bajo la cual cada uno de los participantes en ella comprende la acción, tanto la de uno mismo como la de los demás. De ahí se sigue que «el comportamiento consuetudinario es identificado por la descripción bajo la cual es reconocido, identificado y comprendido como tal por los miembros del grupo entre los que está vigente la costumbre» 36. Este extremo es importante, ya que permite mostrar, por un lado, cómo es posible que una costumbre pueda subsistir, pero evolucionando y cambiando algunos de sus rasgos, y, por otro, su relación con el lenguaje. Para que esto sea así, hay que entender la costumbre como una práctica social interpretativa. Esto significa que los participantes en la práctica desarrollan una actitud interpretativa hacia la misma, es decir, se pueden plantear entre ellos dudas, controversias e hipótesis distintas relativas, por ejemplo, a cuál es el contenido de NC 33 Esta idea ya la he expresado otras veces, siguiendo a LAGERSPETZ (1995:160), al hablar del concepto de convención (por ejemplo, en VILAJOSANA, 2003: 56). 34 Aquí me aparto ligeramente de lo que dice CELANO. Este autor sostiene que la eficacia de NC es condición necesaria de su validez. Por lo que digo en el texto, no me parece muy afortunado predicar eficacia de NC, ya que supone una duplicación inútil. Por otro lado, que NC sea válida (al menos en el sentido de perteneciente a un determinado sistema normativo SN) dependerá de los criterios de pertenencia de SN, no de la «eficacia» eficacia» » de NC. 35 ANSCOMBE, 1957: 84 y ss. 36 CELANO, 1995: 54.

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(qué es lo que prescribe aplicado a un caso concreto), o a si se dan los supuestos en los que se debe realizar la acción correspondiente (es decir, si estamos ante una instancia de S, en la que quepa reaccionar realizando A). Tanto el conjunto de los actos que conforman el contenido como el conjunto de las circunstancias relevantes para realizar la acción correspondiente no tienen por qué ser estáticos. Lo importante es que «mientras los miembros del grupo reconozcan y comprendan un comportamiento dado como un comportamiento subsumible bajo la descripción relevante, la práctica consuetudinaria, aun transformándose, sigue siendo la misma» 37. Por último, cabe afirmar que el elemento interno que conforma una costumbre (opinio) será la conclusión de un razonamiento práctico. El llegar a esa conclusión tiene para el participante en la práctica al menos dos ventajas: supone eliminar o disminuir muy notablemente los costes derivados de la incertidumbre y proporciona el «placer» de la coordinación. Respecto a la primera ventaja, es la que surge típicamente de la estabilidad y previsibilidad de las interacciones sociales. La costumbre sirve, en este sentido, como criterio para seleccionar, entre las propias preferencias, aquellas cuya satisfacción resulta oportuno perseguir (aunque sólo sea desde una perspectiva prudencial), ya que la presencia de NC en relación con G hace altamente probable que las expectativas que cada miembro de G tiene de que los demás realicen A en S resulten confirmadas. La segunda ventaja tiene que ver seguramente con aspectos psicológicos, que suponen que un miembro de G pueda sentir una sensación confortable o placentera haciendo A en S, por cuanto sabe que recibirá la reacción «apropiada» o «conveniente» por parte de los demás miembros de G, como una forma de armonía o concordia que comporta seguir NC 38. 3.3.2.

La costumbre como fuente de derecho

Vistas las condiciones que deberían darse para poder afirmar que en un determinado grupo social se ha generado una norma consuetudinaria, sería el momento de abordar el problema de cómo distinguir dentro de la clase de las costumbres sociales, aquellas que son jurídicas de las que no lo son. Esto es significativo históricamente para los juristas, hasta el punto de ocupar el centro de la discusión entre los teóricos del derecho que se han ocupado tradicionalmente de esta cuestión. Y lo es porque se entiende, en principio, que únicamente la costumbre jurídica podrá ser tenida en cuenta como fuente del derecho. Si esto es así, y se admite que la costumbre jurídica es un tipo de costumbre social, habrá que explicitar qué rasgos permiten diferenciarla del resto de costumbres sociales. 37

Ibid.: 55. Este factor es tomado aquí sin valoración. Es obvio, como dice CELANO, que en determinadas situaciones un exceso de armonía puede ir en detrimento de la libertad individual, como cuando decimos que alguien actúa «bajo bajo el peso de la tradición», »,, pero esto ahora no es relevante. 38

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A pesar de que se trata de una discusión que tiene antecedentes históricos ya lejanos y que, como digo, parece ser relevante para los juristas, no hay acuerdo respecto a cuáles podrían ser esos rasgos característicos, hasta el punto de que cabe dudar, como veremos, de que tales rasgos se pueden llegar a identificar. Una forma tradicional de entender la distinción entre costumbre social y costumbre jurídica sería la que sostiene AUSTIN. Para este autor, mientras no se da un reconocimiento por parte de la autoridad jurídica, a través de una ley o de una sentencia, la costumbre social no es jurídica. Por tanto, sería la voluntad del legislador o de los tribunales (y en última instancia del soberano) la que transformaría lo que hasta entonces era una norma consuetudinaria social en una fuente de derecho. Así lo expresa AUSTIN: La costumbre se transforma en derecho positivo cuando es adoptada como tal por los tribunales de justicia, y cuando las decisiones judiciales que la formalizan son impuestas por el poder del Estado. Pero antes de que sea adoptada por los tribunales y revestida con la sanción jurídica, es, simplemente, una regla de la moral positiva: una regla generalmente observada por los ciudadanos o los súbditos, pero que deriva la única fuerza que se le puede atribuir de la general desaprobación que recae sobre quienes la transgreden 39.

La justificación de esta posición se halla en la doctrina austiniana del mandato tácito. El soberano, que podría haber interferido prohibiendo los comportamientos que constituyen el elemento externo de una costumbre, al no hacerlo es como si hubiera ordenado tácitamente a sus súbditos obedecer las órdenes de los jueces que se ajustan a las costumbres preexistentes. Esta posición, como han sostenido diversos autores, tiene algunos inconvenientes. Por ejemplo, KELSEN ha puesto de relieve que del mismo modo que un juez debe constatar que se ha producido la promulgación de una ley para poder aplicarla, cuando pretenda aplicar la costumbre deberá cerciorarse de que ésta se ha producido 40. Por otro lado, HART critica la posibilidad de considerar la no interferencia del soberano como una expresión tácita del deseo de que la regla en cuestión sea obedecida. Su argumento principal estriba en recordar que en cualquier Estado moderno rara vez es posible atribuir al soberano el conocimiento respecto a esas costumbres que sería necesario para sostener que la omisión de interferir en el curso de una NC equivale a la orden de obedecerla 41. Por su parte, BOBBIO ha argumentado que si la aplicación de la norma consuetudinaria de que se trate no es simplemente facultativa, sino de obligado cumplimiento, entonces esa norma ha de estar formada con anterioridad a su 39 40 41

AUSTIN, 1873: 51-52. KELSEN, 1960: 238. HART, 1961: 60.

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aplicación 42. PRIETO SANCHÍS, en sintonía con lo anterior, insiste en que no es el juez quien inventa las normas que aplica, sino que esas normas deben de tener alguna característica para que el juez pueda o deba tomarlas en consideración a la hora de justificar sus resoluciones 43. Hay que tener en cuenta, por último, que toda teoría que defienda que la norma consuetudinaria depende en última instancia del reconocimiento judicial, cualesquiera que sean las modalidades e intensidades del cumplimiento de los requisitos externo e interno, puede tener un indeseado carácter expansivo. Las leyes también deberían recibir la confirmación judicial, ya que en caso contrario se hallarían amenazadas por el desuso, con lo cual se acabaría otorgando la importancia casi exclusiva a las decisiones de los tribunales por encima no sólo de la costumbre sino también de la ley escrita 44. Con tesis como la de AUSTIN, pues, seguimos sin saber cuál es el rasgo característicamente jurídico de una norma consuetudinaria. Alf ROSS, por su parte, avanzó en una dirección que puede parecer más prometedora. Este autor empieza enfatizando el sentido que ha jugado la costumbre como fuente de derecho en la evolución histórica de los sistemas jurídicos. En un principio, nos dice, todas las relaciones de la vida en común en una sociedad estaban igualmente sometidas a la regulación consuetudinaria. Cuando surge la diferenciación que supone la presencia de un sistema jurídico basado en la aplicación institucionalizada de la fuerza física aquellas relaciones se dividieron. A partir de ese momento, amplias esferas de la vida en la comunidad llegaron a ser objeto de regulación jurídica explícita, a través de lo que aquí he denominado normas de creación deliberada. Ahora bien, otras esferas, en las que la aplicación de sanciones institucionalizadas no se consideró necesaria o apropiada, quedaron reguladas por normas consuetudinarias, con sanciones informales como puede ser la presión social. Teniendo en mente esa trayectoria histórica, ROSS propone considerar que la costumbre jurídica es «una costumbre que rige en una esfera de la vida que está (o que llega a estar) sometida a regulación jurídica» 45. Dada la visión realista de este autor, el hecho relevante para considerar que una esfera de la vida que estaba hasta un determinado momento no regulada por el derecho pasa a estarlo es la práctica de los tribunales. Si ROSS estuviera en lo cierto, su visión ayudaría a explicar las razones que tiene el juez para tomar en consideración unas determinadas costumbres y no otras, al tiempo que explicaría por qué puede predecirse la decisión del juez de usar en sus resoluciones una determinada norma consuetudinaria por parte de quienes son los miembros del grupo social relevante o, en general, por quienes pretenden invocarla. Acorde con lo que dije 42 43 44 45

BOBBIO, 1961: 432. PRIETO SANCHÍS, 2005: 197. Cfr. MENDONCA y GUIBOURG, 2004: 51-52. ROSS, 1958: 91.

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al hablar de las condiciones de existencia de una NC social, ROSS sostiene que el elemento interno de la misma se halla ligado a la expectativa de una reacción social de desaprobación frente a quien no hace lo que se dispone en NC. Ahora bien, en el caso de una NC jurídica la expectativa sería la de que se sancionará institucionalmente al «infractor». Y una expectativa específica de este tipo se da porque los sujetos presumen que hallándose la materia que regula NC dentro de las que regula el sistema jurídico en cuestión, entonces es razonable esperar, con un cierto grado de probabilidad, que tal sanción institucionalizada se produzca (lo que vendría a indicar que NC es jurídica). Es interesante detenerse en los ejemplos que al respecto ofrece ROSS. Menciona este autor una costumbre dentro del ámbito del comercio maderero, según la cual se considera como pago al contado el que se realiza dentro de los treinta días de la fecha de la factura. Esta costumbre sería jurídica, por cuanto la cuestión referida a la oportunidad del pago está sometida a regulación jurídica. Por otro lado, la costumbre que exige ir vestido de una determinada manera en una ceremonia de graduación universitaria no sería jurídica, ya que las cuestiones relativas a la indumentaria no están normalmente regidas por el ordenamiento jurídico, pero sería una costumbre social, ya que existe en el grupo social la conciencia de que vestir de esa determinada manera es obligatorio. No obstante, a renglón seguido añade que cabe que en ámbitos más concretos se regule jurídicamente el uso de uniformes, con lo cual las costumbres que ahí se originen pasarían a tener carácter jurídico. De los ejemplos que trae a colación ROSS, sin embargo, hay uno que me parece especialmente revelador. Alude a una decisión de los tribunales noruegos a raíz de una demanda de un pequeño propietario, en la que éste alega una costumbre del lugar, según la cual los pequeños propietarios tenían derecho a quedarse la madera caída que se encontraba en tierra ajena. Y nos dice al respecto ROSS: «no se aceptó la existencia de tal costumbre; pero si se la hubiera aceptado, habría constituido un caso claro de costumbre jurídica, ya que las cuestiones relativas a la propiedad están reguladas por el derecho» 46. Esta última observación de ROSS es indicativa de las dificultades de su posición. Para apreciarlo, propongo modificar algo el ejemplo. Supóngase que el juez sostiene que el comportamiento en cuestión es una costumbre social, pero que no la va a tener en cuenta para fundamentar su decisión y, por ende, rechaza también la demanda. A la vista de este proceder del juez, perfectamente posible, ¿cuál podemos decir que es el rasgo que determina que una costumbre social sea jurídica? Si es el hecho de que los jueces la tomen en cuenta, entonces la teoría de ROSS no se diferenciaría de la de AUSTIN y no se entendería qué significa aquí que estamos ante un «caso claro». Si la decisión del juez es constitutiva del carácter jurídico de una determinada costumbre, entonces antes de su decisión no hay casos claros, ni oscuros, ni dudosos. Por el contrario, si lo 46

Ibid.: 92.

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que caracteriza como jurídica a una determinada costumbre es que regule materias que caen dentro de la esfera sometida normalmente a la regulación jurídica, parece que éste debería ser efectivamente un «caso claro», ya que resultaría un esfuerzo condenado al fracaso buscar un sistema jurídico que no regule de algún modo el derecho de propiedad, pero entonces habría que decir que el juez ha cometido una equivocación. En definitiva, o bien estamos ante un caso claro de NC jurídica porque la materia de la que se ocupa cae dentro de un ámbito típicamente jurídico (el que regula el derecho de propiedad), pero entonces el juez se ha equivocado al no tomarla en consideración (lo cual se compadece mal con la visión realista de ROSS); o bien, la decisión del juez, al ser constitutiva del carácter jurídico de NC, hace que no pueda considerarse que la norma en cuestión es jurídica, razón por la cual no puede tratarse de un caso claro de NC jurídica, sino más bien de un caso claro de NC no jurídica, dado que existiría un pronunciamiento explícito en tal sentido (y no simplemente la predicción acerca del mismo). Lo que muestran estos ejemplos, precisamente, es que no resulta fácil trazar una línea distintiva tajante entre ámbitos regulados por el derecho y ámbitos ajenos al mismo. Además, existe un problema de generalidad que afectaría a las descripciones de dichos ámbitos. Siempre es posible hacer una descripción tan general o tan concreta como se desee con el fin de incluir o excluir según convenga un caso dentro del «ámbito» correspondiente. El ejemplo de la vestimenta así lo muestra. Si la descripción del «ámbito» relevante toma una propiedad definitoria tan general como la forma de vestir, entonces el caso de la indumentaria universitaria parecería que quedaría englobado. Si, en cambio, se habla de uniformes, entonces parece que queda excluido. ¿Pero qué sucedería si nos preguntáramos acerca del ámbito «vestir en las ceremonias»? Puede suceder perfectamente que un determinado sistema jurídico regule la forma de vestir de algunas ceremonias y no de otras. Nótese que no estamos simplemente frente a un problema típico de vaguedad (que se da aquí como en cualquier planteamiento que utilice palabras de clase). La dificultad de la que hablo es previa: ¿existe un criterio de relevancia para determinar cuándo estamos frente a un ámbito de regulación propiamente jurídico? No parece ser éste el caso. El desenlace al que nos aboca todo lo anterior es que no existe una propiedad definitoria del carácter jurídico de una costumbre, que sea independiente de la toma en consideración de la misma por parte de un legislador o de un juez. En eso tendría razón AUSTIN, pero ya vimos las dificultades que presenta su planteamiento. Y a lo sumo, lo que nos queda tal vez es, a partir de las decisiones que tanto legisladores como jueces van tomando dentro de las actividades ordinarias de creación y aplicación de normas jurídicas, entrever algunos indicadores que nos permitan pronosticar con mayor o menor grado de probabilidad que una costumbre social será tenida en cuenta por los tribunales, por regular una «esfera jurídica». En este punto, la aproximación

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de ROSS puede ofrecer una pista, pero muy limitada si se acepta lo que antes dije 47. En definitiva, después de lo afirmado y aunque pueda parecer decepcionante, es difícil sustraerse a la impresión de que la distinción entre NC social y NC jurídica es una quimera. En palabras de CELANO: «A la idea de la costumbre como fuente de derecho, si es desarrollada de manera consecuente y rigurosa, le acompaña de manera muy natural la indistinción entre costumbre social y derecho» 48. 4. ALGUNAS CONCLUSIONES PROVISIONALES En este capítulo he propuesto una categorización ontológica que es útil, relevante y exhaustiva. La utilidad de la misma en nuestro caso se basa en el hecho de que podemos usarla para clasificar los distintos modos en que el comportamiento humano es determinante o no para la existencia de las normas jurídicas o del derecho en general. En este sentido, la combinación entre entidades reales y estados intencionales es fundamental, ya que las prácticas sociales son un compendio de ambos. Al mismo tiempo, con la incorporación de las variedades de dependencias histórica y constante, por un lado, y genérica e individual, por otro, podemos dar cuenta del aspecto dinámico del derecho. Hemos examinado las condiciones de existencia de las normas de creación deliberada y de creación no deliberada. Dado que el objetivo de este trabajo es el análisis de la relación entre normas jurídicas y comportamiento humano, las normas consuetudinarias han ocupado especialmente nuestra atención, viendo la posible combinación entre dependencia de entidades reales y estados intencionales a través de la idea de regla social. Hemos cubierto, de este modo, el estudio que se centra en las condiciones de existencia de las normas jurídicas. Pero el análisis no estaría completo si no nos preguntáramos, como hacen todos los teóricos del derecho, por las condiciones de existencia del derecho en general. A ello dedicaré el resto del libro.

47 En el mismo sentido, véase PRIETO SANCHÍS, 2005: 200. Moreso ha defendido en alguna ocasión que las normas consuetudinarias sean consideradas en su caso aplicables, pero no pertenecientes al sistema jurídico. Esta posición, sin embargo, seguiría teniendo problemas para determinar el carácter jurídico de la costumbre, que es lo que cuestiono en el texto, por cuanto suele entenderse que una norma es jurídica si pertenece a un sistema jurídico. Cfr. MORESO, 1997: 156-157. 48 CELANO, 1996: 107.

CAPÍTULO III EL ÉNFASIS EN LA LEGISLACIÓN 1.

LA EXISTENCIA DE UN SISTEMA JURÍDICO

En este capítulo analizaré dos concepciones iusfilosóficas clásicas, como son la de John AUSTIN y la de Hans KELSEN, reservando para el próximo capítulo las observaciones referidas a la doctrina de HART y, en menor medida, a la de RAZ. Me ceñiré exclusivamente a lo que considero indispensable para ver cómo estos autores relacionan la existencia de los sistemas jurídicos con hechos sociales. Podrá apreciarse que hay un deslizamiento entre la relevancia que los primeros otorgan a los actos relativos a la legislación y la que concederán los segundos al ámbito de la adjudicación. Por supuesto, no quiero dar la impresión de que estamos frente a una metamorfosis radical de perspectiva teórica, pero sin duda hay que coincidir que al menos se trata de un notable cambio de énfasis. Antes de iniciar el mencionado análisis, sin embargo, es importante destacar una ambigüedad que se refiere a la propia consideración del derecho como 1 sistema . Por un lado, cualquiera que sea el criterio sistemático que se admita o se proponga, el «sistema» puede ser pensado como el resultado de la actividad racional de los «científicos» o «dogmáticos» del derecho. Así, una de las principales tareas de éstos será la de presentar en forma sistemática las disposiciones que componen el derecho positivo en cuestión (obsérvese que se trata de sistematización del material jurídico y no sistematización de los enunciados de la 1 Cfr. CARACCIOLO, 1977: 42-45. No distinguiré aquí entre «sistema jurídico», «orden jurídico» (como sucesión de sistemas jurídicos) y «orden estatal» (como sucesión de órdenes jurídicos). Véase, al respecto, VILAJOSANA, 1996.

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ciencia jurídica). Puede llamarse «supuesto epistemológico» a la noción de sistema jurídico si se sostiene que solamente a través de su sistematización previa, el material jurídico puede ser comprendido por el estudioso. Lo que no debe confundirse con la exigencia dirigida a la ciencia jurídica para que organice sistemáticamente sus enunciados. De este modo, cabe distinguir tres niveles de lenguaje: el utilizado por el legislador, aquel en que se construye el modelo (donde tendría cabida el supuesto epistemológico de sistema jurídico) y el lenguaje mediante el cual se describe el modelo. La otra manera de considerar el sistema jurídico puede ser denominada «supuesto ontológico». Se trata aquí de pensar el sistema como un producto de la actividad, no ya (o no exclusivamente) del jurista sino del propio legislador, al que se le supone a estos efectos actuando racional y sistemáticamente. Por consiguiente, la función del jurista sería exponer el sistema jurídico formulado de antemano, analizar un dato previo a su investigación. No es fácil descubrir a cuál de estos dos supuestos se adhieren los teóricos del «sistema jurídico». Sin embargo, la distinción es importante, si se tiene en cuenta que ciertas afirmaciones bastante corrientes en el ámbito jurídico implican la admisión del supuesto ontológico. Una de estas afirmaciones establece que el sistema jurídico posee una existencia propia. Tal afirmación carecería de sentido si se tratara de una elaboración conceptual de la ciencia jurídica. En estos casos, «sistema jurídico» se utiliza como equivalente a «derecho», pero es habitual que el criterio a tenor del cual se afirma la existencia de ese sistema o derecho no coincida con el criterio que permite afirmar el carácter sistemático del conjunto de normas. La conclusión, entonces, parece ser que el derecho constituye un sistema por razones distintas a aquellas que fundamentan la aserción acerca de la existencia de un derecho determinado. Si ambos criterios son diferentes, nada obsta para que dada la afirmación fáctica acerca de la existencia de un derecho determinado no se siga que el mismo constituye un «sistema». La manera de salvar esa identificación consiste a menudo en postular ciertas relaciones necesarias entre los criterios sistemáticos y de existencia, lo que suele acarrear problemas teóricos. Sea como fuere, a partir de ahora tomaré en consideración la existencia de los sistemas jurídicos basándome en el supuesto ontológico. Por supuesto, el sentido de esta afirmación variará en función del significado que se asigne al término «existencia». Mi atención se centra básicamente en lo que los juristas denominan órdenes jurídicos «vigentes», dejando de lado, por ejemplo, cualquier especulación sobre órdenes jurídicos diseñados por teóricos, si no han adquirido vigencia en una comunidad ordenada políticamente. A continuación haré un repaso de algunas destacadas concepciones que tratarían esta cuestión. La conclusión a la que llegaré será que, a pesar de sus diferencias, todas ellas comparten algunos elementos, el más destacado de los

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cuales es el de vincular la existencia de los sistemas jurídicos con la eficacia general de las normas del sistema. Además, algunas de ellas (como las que veremos en el capítulo siguiente) estarían de acuerdo en exigir un requisito adicional, cual es el de que se dé una práctica común de identificación de normas. Mi propia propuesta partirá de estos dos elementos, a cuya exposición y análisis dedicaré los capítulos VI y VII. 2. SOBERANO Y HÁBITO DE OBEDIENCIA La reconstrucción de aquella parte del pensamiento de AUSTIN necesaria para lo que ahora nos ocupa, puede partir de su definición de derecho positivo. AUSTIN, después de separar la moral del derecho positivo, define a este último en función de sus componentes: las normas jurídicas. Así, según este autor, una norma jurídica (positive law) sería un mandato general emitido o establecido por alguna persona o grupo de personas, los cuales constituyen el soberano de 2 una determinada sociedad política independiente . La anterior definición permite reconstruir una noción de sistema jurídico implícita en la misma. De los elementos subrayados en la definición (mandato general, soberano y sociedad política independiente), interesan aquí especialmente los dos últimos, puesto que son los relacionados de forma más directa con el tema de la existencia de los sistemas jurídicos. Así, las condiciones de existencia de un sistema jurídico en AUSTIN aparecen a través del análisis de los conceptos de soberanía y sociedad política independiente por él empleados. 2.1.

Soberanía y sociedad política independiente

El soberano de AUSTIN se caracteriza por dos rasgos, uno positivo y otro negativo. Positivamente, será soberano aquella persona o grupo de personas que son habitualmente obedecidas por el grueso de la población. Por su parte, a la anterior condición positiva, hay que añadir una condición negativa: el soberano no tiene el hábito de obedecer a nadie. A partir de esta caracterización se pone de relieve la íntima relación que une los conceptos de soberanía y de sociedad política independiente en AUSTIN. Una sociedad será una sociedad política independiente si el grueso de su población 3 tiene el hábito de obedecer a uno y el mismo soberano . A su vez, el soberano es tal porque es obedecido habitualmente por el grueso de la población y él no tiene hábito de obedecer a otro. 2 3

Cfr., para lo que sigue, AUSTIN [1832]: especialmente, lección VI. Para el concepto de sociedad política independiente, cfr. también BENTHAM, [1776]: 54-57.

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La soberanía de AUSTIN puede caracterizarse a partir de cuatro propiedades: 1.

Suprema. Esto significa que el poder legislativo soberano no puede ser conferido por una norma jurídica y no puede ser revocado jurídicamente. 2. Ilimitada. El poder legislativo del soberano puede abarcar cualquier cuestión y no puede estar sometido a ningún deber jurídico. 3. Única. Para todo sistema jurídico hay uno y sólo un poder legislativo supremo e ilimitado. 4. Unitaria. Ese poder legislativo está en manos de una persona o un grupo de personas.

La presencia conjunta de estas propiedades a la hora de caracterizar al poder soberano tiene consecuencias relevantes para el presente trabajo. Por de pronto, mantener que el soberano es único supone que la soberanía es indivisi4 ble . Si fuera divisible, supondría que remontando el origen de las normas jurídicas de un sistema podrían hallarse varios legisladores. Y si no existe ningún legislador común para todas las normas jurídicas del sistema, no existe ningún vínculo común para todas ellas, a menos que el vínculo se encuentre en otro lugar. Del mismo modo, si el soberano fuera jurídicamente limitado, la norma que lo limitara estaría establecida por otro, con lo cual, de nuevo, no habría ningún legislador común para todas las normas jurídicas de un sistema. Además, si el soberano no fuera el único que estableciera las normas, entonces el conjunto de actos de obediencia al mismo no coincidiría con el conjunto de actos de obediencia a las normas jurídicas del sistema. Este último punto, lógicamente, afectaría al criterio de existencia del sistema, ya que habría que decidir cuál de los dos conjuntos es el relevante. Pero antes de analizar más a fondo el criterio de existencia de los sistemas juríricos propuesto por AUSTIN, es menester decir algo acerca de ciertos puntos problemáticos de su doctrina, que aluden al hábito de obediencia, a la continuidad del derecho y a la posibilidad de un soberano limitado. 2.2.

El hábito de obediencia

Como hemos visto, el hábito de obediencia es el requisito positivo que 5 AUSTIN establece respecto a los destinatarios de las normas del soberano . En relación con este requisito se pueden plantear dudas acerca de si reproduce fiel4 A diferencia de BODIN, de HOBBES y del propio AUSTIN, ha habido quien ha sostenido que la soberanía es compartida. Entre estos cabe destacar a DEWEY, 1986: 208 y ss.; LASKI, 1960. 5 Cfr. las explicaciones del hábito de obediencia recogidas en la larga nota 51 de BENTHAM [1776]: 48-51.

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mente algunos postulados asumidos por la mayoría de los juristas. Las dudas afectan, por un lado, a la continuidad de la sucesión de soberanos, y, por otro, a la persistencia de las normas mucho tiempo después de que tanto el soberano que las dictó como los sujetos que le prestaban obediencia habitual hayan dejado de existir. El problema que plantea la sucesión de soberanos en la concepción de AUSTIN ha sido puesto de manifiesto, entre otros autores, por HART. Sus críticas sobre este punto podrían quedar resumidas como sigue. Dada una sucesión legal y pacífica de soberanos (por ejemplo, entre un rey y su hijo que hereda el trono a la muerte de su padre), resulta contrario a las intuiciones de todo jurista que para calificar de soberano al hijo haya que esperar el tiempo suficiente como para comprobar que sus mandatos son obedecidos habitualmente. Además, sólo cuando se haya establecido este hábito de obediencia se podrá decir que cualquier orden posterior es ya derecho y pertenece al sistema jurídico en cuestión. Esta circunstancia indica que el esquema de AUSTIN no da cuenta de una característica de todo orden jurídico, que es el de asegurar la continuidad ininterrumpida del poder legislativo mediante reglas que sirven de puente en la transición de un legislador (soberano) a otro. Son reglas que regulan la sucesión por adelantado, determinando las condiciones que deberá tener el futuro legislador (se trate de una monarquía absoluta, o de una democracia parlamentaria). 6

Por eso, siguiendo a HART , cabe afirmar que la idea de obediencia habitual fracasa a la hora de dar razón de la continuidad en la sucesión normal de legisladores (o soberanos) de dos modos relacionados entre sí. En primer lugar, los simples hábitos de obediencia al anterior legislador (o soberano) no pueden conferir al nuevo legislador ningún derecho a suceder al anterior y a dar órdenes en su reemplazo. En segundo lugar, la obediencia habitual al anterior legislador no puede hacer por sí sola probable que las órdenes del nuevo legislador serán obedecidas. Para que en el momento de la sucesión existan aquel derecho y esta presunción tiene que haberse producido de algún modo en la sociedad, durante el reinado o mandato del anterior legislador, una práctica general más compleja que cualquier práctica que se pueda describir en términos de hábitos de obediencia, a saber: la aceptación de la regla según la cual el nuevo legislador tiene título a suceder 7. Dicho de otro modo, los hábitos de obediencia a un individuo, a diferencia de las reglas aceptadas, no son «normativos», es decir, 8 no pueden conferir derechos o autoridad a nadie , y, al mismo tiempo, no pueHART, 1961: 68-69. Para una elucidación del concepto de práctica en la obra de HART, cfr. COYLE, 2006. 8 Remito a la distinción que HART hace entre un simple hábito y una regla social y que veremos más adelante. Además, dedicaré también en su momento una atención especial al espinoso tema de la normati6 7

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den referirse por igual a una sucesión de legisladores futuros y al legislador actual, o hacer que la obediencia a aquéllos sea probable. 2.3.

Continuidad del derecho

Otro problema no resuelto satisfactoriamente por la teoría jurídica austiniana es el relativo a la continuidad del derecho. ¿Cómo explicar, dentro de los márgenes de la misma, que una ley dictada hace siglos pueda ser derecho todavía hoy? ¿Cómo es posible que el derecho creado por un legislador ya desaparecido sea todavía derecho para una sociedad de la que no puede decirse que lo obedezca habitualmente? Como dice HART, si antes la pregunta era ¿por qué es ya derecho?, ahora la cuestión es ¿por qué todavía lo es? 9

La solución que AUSTIN ofrece a esta cuestión está tomada de HOBBES , y puede recibir el nombre de tesis del «mandato tácito». Solución ésta que consiste en afirmar que, si bien es cierto que una determinada norma tuvo su origen en un acto legislativo de un soberano del pasado, su condición de derecho en el presente se debe al reconocimiento como tal por el soberano actual. Este reconocimiento no adopta una forma de orden explícita, como en el caso de las normas dictadas por los legisladores actuales, sino de una expresión tácita de la voluntad del soberano: aunque podría hacerlo, el soberano no interfiere en la aplicación por parte de los tribunales de la ley dictada hace mucho tiempo. 10

De las diversas críticas que podrían formularse contra esta tesis , será su11 ficiente mencionar aquí una de las que sostiene HART . Si se quiere ser consecuente con la teoría de las órdenes tácitas, habría que afirmar que los tribunales no aplican la ley porque sea ya derecho (puesto que sólo lo será a través de su aplicación por parte de los tribunales y la aquiescencia del soberano actual). Pero esta idea compagina mal con lo que normalmente los juristas entienden por derecho. Tanto las leyes anteriores (no derogadas) como las que dicta el legislador actual se entienden que son derecho, que tienen el mismo estatus. Y ello aun antes de que se apliquen por parte de los tri12 bunales. Como dice HART , en la tesis de que las leyes del pasado deben su actual condición de derecho a la aquiescencia del legislador actual frente a su vidad de las prácticas sociales en general, en el capítulo V, y en relación con la regla de reconocimiento, en el capítulo VI. 9 Cfr. HOBBES, 1651: 311-335). 10 Véase VILAJOSANA, 1997: 128-131. 11 Un tratamiento crítico más pormenorizado de esta tesis, aunque relativo a las normas consuetudinarias, puede verse en HART, 1961: 57 y ss. 12 A pesar de la apariencia totalmente contrapuesta entre las doctrinas de HART y de AUSTIN, hay quien ha visto enormes semejanzas entre ambos autores. Esta es la visión de KRONMAN, el cual no compartiría la opinión ampliamente difundida de que las tesis de HART son un claro avance respecto a las de AUSTIN. Para sostener tal afirmación, se basa en la primacía que en ambos autores jugarían las sanciones. Cfr. KRONMAN, 1975: 584-607.

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aplicación por los tribunales, se advierte más claramente la incapacidad de esta teoría para explicar por qué los tribunales actuales han de sostener que una ley antigua es todavía derecho y que una que fue derogada no lo es. Al establecer tal distinción, los tribunales y los juristas en general «usan como criterio una o varias reglas fundamentales acerca de qué ha de considerarse derecho, que se refieren tanto a los actos legislativos del pasado como a los de la 13 actualidad» . De nuevo, pues, la noción demasiado simple de hábito de obediencia a un soberano no resuelve esta cuestión. Se precisa tener en cuenta una regla aceptada. Tal regla, aunque tenga que existir ahora, puede en cierto modo ser intemporal en su referencia. Puede mirar no sólo hacia adelante y referirse al acto de un legislador futuro, sino también hacia atrás y referirse a los actos de un legislador pasado. 2.4.

El soberano ilimitado

Al comienzo de esta sección dije que el soberano de AUSTIN se caracteriza por dos rasgos, uno positivo y el otro negativo. Hemos visto ya la condición positiva, consistente en el hábito de obediencia del grueso de la población. Ahora hay que decir algo acerca de la condición negativa: el soberano no tiene el hábito de obedecer a nadie. A esta condición negativa se alude al afirmar que el soberano es ilimitado. Pero hay que entender bien lo que esto significa. En primer lugar, el soberano es ilimitado en el sentido de que no tiene límites a su potestad legislativa. Sólo podría haber límites a la potestad legislativa si el legislador estuviera bajo las órdenes de otro legislador a quien obedeciera habitualmente. Pero, en tal caso, el primero ya no sería soberano. Si lo es, no obedece a ningún otro legislador y, por tanto, no puede haber límites a su potestad legislativa. En segundo lugar, los límites a los que se refiere AUSTIN son límites jurídicos. El soberano puede ejercer la potestad legislativa haciendo concesiones, por ejemplo, a la opinión popular, por los motivos que sean. Pueden influir en él el temor a una revuelta popular o una cierta convicción moral. Pero estos casos, aunque de algún modo puedan ser vistos (aun por el propio legislador) como «límites», no son los que aquí interesan, no son límites jurídicos. El soberano no tiene el deber jurídico de dictar una legislación determinada. En este sentido, los tribunales, al considerar si están o no en presencia de una norma jurídica del soberano, no utilizarán argumentos referidos a la opinión popular o a la moral, a menos que exista una orden del soberano que establezca que los tribunales deben hacer eso. 13

HART, H. L. A., 1961: 81.

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Con esa caracterización del soberano AUSTIN pretende alcanzar dos objetivos: 1) Distinguir el derecho de una sociedad determinada (las órdenes generales que emite el soberano), de otras reglas, principios, etcétera, que también gobiernan la vida de sus miembros. 2) Ofrecer un criterio para saber cuándo el sistema jurídico en cuestión es independiente de cualquier otro, o, por el contrario, se halla subordinado a un sistema más amplio. Pero las tesis de AUSTIN difícilmente cumplen tales fines. A continuación 14 resumo las críticas de HART al respecto . HART cree que no sólo es posible que exista un soberano limitado legalmente, sino que es la forma más correcta de 15 entender el derecho en las sociedades modernas . Frente a la posición de AUSTIN, sostiene: 1) Las limitaciones jurídicas a la autoridad legislativa no consisten en deberes impuestos al legislador de obedecer a algún legislador superior, sino en incompetencias establecidas en reglas que lo habilitan para legislar. 2) Para saber si una norma es derecho no hay que remontarse a la norma sancionada por un legislador soberano e ilimitado. Lo que hay que demostrar es que fue creada por un legislador que estaba habilitado para legislar de acuerdo con alguna regla existente y que, o bien esta regla no contiene restricciones, o no hay ninguna que afecte a la norma en cuestión. 3) Para demostrar que se está ante un sistema jurídico independiente, no es menester demostrar que su legislador supremo es jurídicamente ilimitado o que no obedece habitualmente a otro. Hay que demostrar, simplemente, que las reglas que habilitan al legislador no confieren autoridad superior a quienes también tienen autoridad sobre otro territorio. A la inversa, el hecho de que el legislador no está sometido a tal autoridad extranjera no significa que tiene autoridad ilimitada en su territorio. 4) Hay que distinguir entre una autoridad legislativa jurídicamente ilimitada y una que, aunque limitada, es suprema en el sistema. Un determinado monarca, por ejemplo, puede ser la más alta autoridad legislativa conocida por el derecho de su comunidad, en el sentido de que cualquier otra legislación puede ser derogada por la suya, aun cuando la suya propia esté limitada por una constitución. 5) La única relevancia del hecho de que el legislador no obedezca habitualmente a otras personas, es que a veces puede servir de prueba de que su 14 Cfr. HART, 1961: 82-88. Sobre las limitaciones jurídicas al soberano, véase GARZÓN, 1983 y PÉREZ TRIVIÑO, 1998. 15 Sobre otras críticas en relación con este punto pueden verse las de RAZ, 1970: 48-53.

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autoridad legislativa no está subordinada, por medio de reglas constitucionales o legales, a la de otros. Igualmente, la única relevancia del hecho de que el legislador obedezca habitualmente a otro, es que esto puede servir para probar que, según las reglas, su autoridad para legislar está subordinada a la de otros. Por lo que se refiere a estas críticas de HART, hay que advertir, sobre todo en relación con la número 3, que su propia concepción no está exenta de problemas, como veremos más adelante. 2.5.

Existencia de los sistemas jurídicos

Ahora podemos explicitar la reconstrucción de las condiciones de existencia de un sistema jurídico, según AUSTIN. Para este autor, un sistema jurídico existe si, y sólo si: 1) Su legislador supremo es habitualmente obedecido. Esto es lo mismo que decir que las normas jurídicas del sistema son generalmente eficaces. 2)

Su legislador supremo no obedece habitualmente a nadie.

3) Su legislador supremo es superior a los destinatarios de cada una de sus normas jurídicas en relación con la sanción de cada disposición. 4) Todas las normas jurídicas del sistema son efectivamente legisladas por una persona o grupo de personas. 16

Como ha puesto de relieve RAZ , la cuarta condición se diferencia de las otras en que ésta se refiere al ejercicio de facultades y no al cumplimiento de deberes. Se trata de la condición de la creación normativa y establece algo bastante obvio: que si un pretendido sistema jurídico es considerado como un sistema jurídico existente, sus normas tienen que satisfacer las condiciones de creación de normas. Al margen de esta cuarta condición, hay que subrayar que el criterio de existencia de AUSTIN se basa no sólo en el principio de eficacia (primera condición, que parece ser compartida por todos los teóricos que veremos aquí), sino también en la independencia (segunda condición) y superioridad (tercera condición) del legislador supremo. Por lo que hace a la primera condición, se plantea el problema de la obediencia habitual, ya visto, y su relación con la eficacia de las normas jurídi17 cas . En este sentido, cabe decir que obedecer al soberano significa obedecer sus mandatos. La existencia de una norma jurídica presupone que el soberano 16 17

Cfr. RAZ, 1970: 35. Sobre el concepto de eficacia, remito a lo que diré en el capítulo VII.

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es habitualmente obedecido y, también, por tanto, que ha emitido otros mandatos, que existen otras normas jurídicas que pertenecen al mismo sistema. Por esta razón, puede afirmarse que, en el planteamiento de AUSTIN, las normas jurídicas existen necesariamente en sistemas y no aisladamente. 2.6.

El principio de origen empírico

El esquema de AUSTIN se basa en lo que podríamos denominar el principio de origen, pero éste no lo constituye una norma sino un hecho. Se trata, pues, de un principio de origen empírico. La existencia de un soberano, y más concretamente, los actos de emisión de mandatos por parte del mismo son el origen del sistema jurídico. Sin embargo, el principio de origen, sea normativo o empírico, plantea problemas. El principio de origen presupone la unidad del origen último, que es tanto como decir, en el caso de AUSTIN, la unidad de la soberanía. Pero el argumento de AUSTIN en este punto no es muy claro. Una forma de entender la unidad de la soberanía es pensar que la soberanía es unitaria tan sólo si todos los miembros presentes del cuerpo soberano participan generalmente en todo acto legislativo. En otro caso, la soberanía estaría dividida. Cuando AUSTIN dice que el soberano en los Estados federales consiste en varios gobiernos unidos formando un cuerpo compuesto, tiene por fuerza que saber que éstos no cooperan generalmente en la legislación de las mismas normas. Si esto es así, AUSTIN debería decir que varios legisladores supremos son parte de un único soberano, sólo si éste ha establecido previamente, sobre la base de otros fundamentos, que sus normas jurídicas son parte de un solo sistema jurídico. Dicho con otras palabras, es cierto que todas las normas jurídicas de un legislador supremo pertenecen al mismo sistema jurídico, pero puede suceder que haya otras normas (promulgadas por otro legislador supremo, como en el caso de los parlamentos federales) que también pertenezcan al mismo sistema jurídico. ¿Cómo puede sostenerse, entonces, que los dos legisladores supremos no son sino un solo soberano? AUSTIN probablemente diría que sólo si un legislador supremo es jurídicamente ilimitado, entonces es soberano; de otro modo, sería simplemente una parte del soberano. Pero, en este caso, ¿cómo se puede saber si las reglas que pretenden limitar a un legislador supremo son reglas jurídicas o meramente parte de la moral positiva? El único criterio dado por AUSTIN es que depende de si él es soberano. Y esto constituye claramente un 18 argumento circular . 18

Cfr. RAZ, 1970: 57 y 58.

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3. NORMA BÁSICA Y EFICACIA NORMATIVA A los efectos del presente trabajo no es necesario reconstruir todo el pensamiento de KELSEN. Bastará con hacer referencia a algunas cuestiones centrales del mismo, que ayuden a enmarcar adecuadamente su posición respecto al problema de la existencia de los sistemas jurídicos. Según KELSEN, un sistema jurídico es el conjunto de todas las normas creadas mediante el ejercicio de facultades conferidas directa o indirectamente por una norma básica. En sus propias palabras: «Todas las normas cuya validez pueda remitirse a una y misma norma fundamental, constituyen un sistema de normas, un orden normativo. La norma fundante básica es la fuente común de la validez de todas las normas pertene19 cientes a uno y el mismo orden» . De lo cual se desprende que los hechos relevantes para determinar la existencia de los sistemas jurídicos habrá que buscarlos a través del análisis del 20 concepto de norma básica y del concepto de cadena de validez .

3.1.

Norma básica y cadena de validez

Sabido es que el concepto de norma básica ocupa un lugar muy destacado en la teoría jurídica kelseniana. Salvo en sus últimos escritos en los que parece 21 incluso abandonar la idea misma de norma básica , sería difícil hallar un texto de KELSEN en el que no se insista en la importancia que tiene este concepto para su doctrina. Éste no es lugar, sin embargo, para hacer un estudio detallado de la norma básica ni dar cuenta de la multitud de interpretaciones que ha recibido. En lo que sigue tan sólo prestaré atención a las funciones, formulación y contenido de la misma, así como al papel que juega en relación con la cadena de validez. Es de esperar que el análisis de estas cuestiones permita reconstruir adecuadamente el criterio de existencia de un sistema jurídico mantenido por KELSEN y, al mismo tiempo, constituya una base suficiente para sustentar las críticas al mismo. Para la doctrina de KELSEN, la existencia de una norma básica es una necesidad epistemológica. En terminología que KELSEN toma prestada de KANT, la norma básica es un presupuesto lógico-trascendental. Para entender adecuadamente esta cuestión es preciso detenerse en las funciones que cumple dicha norma.

KELSEN, 1960: 202. La expresión «cadena de validez» no es de KELSEN, sino de RAZ, pero lo que ella denota está perfectamente reflejado en los escritos kelsenianos. VON WRIGHT ha hablado, en este sentido, de «cadena de subordinación» (cfr. VON WRIGHT, 1963: 203 y ss.). 21 Cfr. KELSEN, 1979. 19 20

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3.1.1.

Funciones de la norma básica

KELSEN introduce el concepto de norma básica porque lo considera necesario para dar cuenta de la unidad y de la normatividad que se suele asociar a los sistemas jurídicos. Lo que tienen en común distintas normas básicas no es su respectivo contenido, sino el hecho de cumplir ambas funciones. Respecto a la unidad, KELSEN afirma: «Esta norma básica es la que constituye la unidad de una multiplicidad de normas, en tanto representa el funda22 mento de la validez de todas las normas que pertenecen a ese orden» . Este punto será retomado más adelante. Por lo que hace a la normatividad, hay que empezar por establecer la distin23 ción entre lo que KELSEN llama el principio estático y el principio dinámico . Ambos principios se diferencian entre sí atendiendo al distinto fundamento de validez que presuponen. Hay que advertir que a pesar de que el término «validez» pueda tener varios sentidos (como obligatoriedad o como pertenencia a un 24 sistema jurídico) , KELSEN parece creer que son coextensivos: toda norma obligatoria pertenecería a un sistema y toda norma que pertenece a un sistema sería obligatoria. Ésta sería la explicación de por qué usa el mismo término 25 para los dos conceptos . De acuerdo con el principio estático, las normas de un determinado sistema 26 normativo son válidas por su contenido . En este sentido, la norma básica presta tanto el fundamento de validez, como el contenido de las normas inferidas de ella mediante una operación lógica. Es decir, por un lado, hace que la conducta humana determinada por las normas inferidas sea vista como debida (validez como obligatoriedad), y, por otro, las dota de contenido a través de una inferencia lógica de lo general a lo particular. Pero si se adopta la perspectiva dinámica, la norma básica ya no proporciona contenidos, puesto que no contiene otra cosa que una regla que establece cómo deben producirse las normas del sistema respaldado por ella: «Una norma pertenece al orden sustentado en semejante norma básica, en tanto ha sido producida en la manera determinada por la norma básica, y no por tener deter27 minado contenido» . Desde esta perspectiva, la norma básica únicamente 22 23

KELSEN, 1960: 202. Para un análisis detallado de esta dicotomía y de los problemas que plantea, cfr. GIANFORMAGGIO,

1991. 24 Sobre la ambigüedad del término «validez», cfr. VON WRIGHT, 1963: 200-207; ROSS, 1961: 25-26; HARRIS, 1971: 112-114; NINO, 1985: 7-28. 25 Cfr. BULYGIN, 1987: 512 y ss.; NINO, 1985: 7 y ss. 26 Sin embargo, OPALEK apunta que si KELSEN abandona la idea de que se den relaciones lógicas entre normas, y eso es lo que hace explícitamente en sus últimos escritos (véase al respecto la correspondencia entre KELSEN y KLUG en KELSEN y KLUG, 1988), difícilmente puede seguir manteniendo que el derecho sea un sistema normativo. 27 KELSEN, 1960: 204.

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provee el fundamento de validez (aunque aquí ya se mezclan los conceptos de validez como obligatoriedad, con el de validez como pertenencia a un sistema normativo). La importancia de ambos principios parece equilibrarse, por ejemplo, en los sistemas normativos religiosos. En cambio, en los sistemas normativos jurídicos el principio dinámico tiene mayor peso. Es decir, según KELSEN, una norma jurídica no es válida por tener un contenido determinado deducido lógicamente de una norma básica, sino por haber sido producida de la manera que, en último término, ésta determina. Así, la norma básica no es una norma material, entendiendo por tal aquella que, por considerarse inmediatamente evidente su contenido, se presupone como una norma suprema, a partir de la cual se derivan deductivamente normas de comportamiento humano. Más bien, consiste en el punto de partida del proceso de producción del derecho positivo. En palabras del autor: «la última hipótesis del positivismo es la norma que autoriza al primer legislador histórico. Toda la función de esta norma fundante básica es conferir una facultad jurídico creadora al acto del primer legislador y a todos 28 los otros actos que se basan en el primero» . Así, pues, las normas de un sistema jurídico tienen que ser producidas mediante un acto de imposición, son normas impuestas, positivas. La norma básica, en cambio, es presupuesta. De ahí que KELSEN afirme que se trata de un presupuesto lógico-trascendental y una necesidad epistemológica de su construcción. Para mostrar este último extremo, emplea dos argumentos que pueden conectarse respectivamente con las funciones de unidad y normatividad asignadas a la norma básica. Lo interesante de estas cuestiones en esta sede es que de ellas deriva, aunque sea de manera indirecta, las condiciones de existencia de los sistemas jurídicos propuestas por KELSEN y el papel que en ellas desempeña la norma básica. La función de unidad del orden jurídico queda reflejada en estos dos axiomas: 1) Dos normas jurídicas, una de las cuales autoriza, directa o indirectamente, la creación de la otra, pertenecen necesariamente al mismo sistema jurídico. De lo que se sigue que si una norma autoriza la creación de otra, o si ambas son autorizadas por una tercera, entonces ambas pertenecen al mismo sistema jurídico. 2) Todas las normas de un sistema jurídico están autorizadas directa o indirectamente por una norma jurídica. De lo cual se sigue que dos normas, ninguna de las cuales autorice la creación de la otra, no pertenecen al mismo sis29 tema si no existe una norma que autorice la creación de ambas . 28 29

KELSEN, 1945: 136-7. La formulación de estos postulados está tomada básicamente de RAZ. Cfr. RAZ, 1979: 158-159.

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Para los fines de la presente investigación es preciso subrayar que puesto que el criterio kelseniano de existencia de los sistemas jurídicos depende de la verdad del segundo postulado, depende también de la teoría de la norma básica. Para mostrar la necesidad lógica de una norma básica en cada orden jurídico, KELSEN emplea un argumento ligado al concepto de cadena de validez, mediante el cual se propone mostrar que únicamente la norma básica puede explicar la normatividad del derecho. 3.1.2.

La cadena de validez

El punto de partida es la separación radical entre el «ser» y el «deber ser». Las normas son creadas por actos humanos, pero los actos humanos son hechos y pertenecen al reino del «ser», mientras que las normas pertenecen al «deber ser». Esta dicotomía implica el principio de autonomía de las normas, es decir, las normas existen sólo si son autorizadas (principio dinámico) o están implicadas (principio estático) por otras normas. Y la autonomía de las normas jurídicas está asegurada por el hecho de que todas ellas constituyen eslabones de una cadena de validez. A pesar de no utilizar explícitamente la expresión, KELSEN ha desarrollado lo esencial del concepto de cadena de validez en diversos lugares. Sirva, por todas, la siguiente formulación. KELSEN empieza preguntándose por qué vale (tiene fuerza obligatoria) una norma individual (una sentencia judicial). Su respuesta es que esa norma individual fue dictada en aplicación del código penal. Y así se puede continuar: Si se preguntara por el fundamento de validez de ese código penal, se obtendría la respuesta: [...] vale por haber sido promulgado por un organismo legislativo, facultado por una norma de la constitución del Estado, a imponer normas generales. […] Si se pregunta por el fundamento de validez de las normas que regulan la producción de normas generales, […] se llegaría quizás a una constitución del Estado más antigua. […] Y así se continuaría hasta llegar por fin a una primera constitución histórica del Estado […], cuya validez no puede ser referida a una norma positiva implantada por una autoridad jurídica, […] [sino a] una 30 norma presupuesta: […] la norma fundante básica .

De esta manera, aunque cada norma es creada por actos humanos, su validez no deriva del acto sino de otra norma que autoriza su creación. Para evitar el regreso al infinito, es indispensable un último eslabón. Este último eslabón no puede ser una norma positiva, puesto que siempre podríamos preguntar acerca del fundamento de su validez. Por tanto, según KELSEN, sólo una norma 30

KELSEN, 1960: 207-208. Cfr. también KELSEN, 1945: 135.

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no positiva puede ser la norma última de un orden jurídico, ya que es la única que no presupone otra norma de la cual derive su normatividad. Esta norma no positiva es la norma básica. Cabe, pues, afirmar que una cadena de validez es un conjunto de todas aquellas normas tales que: 1) Cada una de ellas autoriza la creación de una de las otras normas del conjunto, con excepción al menos de una, la cual no autoriza la creación de ninguna norma (norma individual en la terminología kelseniana). 2) La creación de cada una de ellas está autorizada por una norma de ese conjunto, con excepción de una norma cuya creación no se encuentra autorizada por ninguna norma de la cadena (norma básica). Hay que decir algo más acerca del concepto de cadena de validez que propone KELSEN. Según esta concepción: 1) Hay al menos una norma común en dos cadenas de validez que pertenezcan al mismo sistema jurídico. 2) Existe una norma que es parte de todas las cadenas de validez de un sistema. 3) En todo sistema jurídico la norma que pertenece a todas las cadenas de validez del mismo es la norma básica, la cual supone el punto final de todas las cadenas. Por ello puede afirmarse que la idea de cadena de validez es central para la solución que da KELSEN a los problemas de normatividad y unidad del orden jurídico. Dos normas pertenecen a una misma cadena de validez si una autoriza la otra o si existe una tercera que autorice a ambas. La unidad del orden jurídico consiste en el hecho de que todas las normas jurídicas de una cadena de validez son parte del mismo sistema (aquí «validez» parece que se entiende como pertenencia). La normatividad de las normas jurídicas se encuentra asegurada por el hecho de que cada una de las normas de una cadena deriva su validez (aquí «validez» equivale a fuerza obligatoria) de otra que le precede. La norma básica, según KELSEN, es esencial para la solución de ambos problemas: proporciona el punto de partida no fáctico, fundamental para la explicación de la normatividad y ofrece un criterio para saber cuándo normas jurídicas de distintas cadenas de validez pertenecen al mismo sistema jurídico. En definitiva, la norma básica es un presupuesto gnoseológico que permite «pensar» el derecho no como la sucesión de normas aisladas, sino como un conjunto normativo unitario.

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3.1.3.

Contenido y formulación de la norma básica

Vistas las funciones que KELSEN asigna a su norma básica, hay que responder someramente a la pregunta acerca de su contenido y formulación. En relación con la determinación del contenido de la norma básica, KELSEN ha dicho lo siguiente: «el contenido de la norma básica está determinado por 31 los hechos a través de los cuales un orden es creado y aplicado» . Esto, como se verá más adelante, es fuente también de algunos problemas. Por lo pronto, si la norma básica se limita a decir «hay que comportarse como la constitución prescribe», podría pensarse que su contenido es el mismo para todos los órdenes jurídicos; en este caso, sería difícil especificar dos normas básicas «distintas» que fundamentan dos órdenes «distintos». Si, por el contrario, su contenido está determinado por los hechos propios de cada acto de creación de un sistema positivo de normas, entonces no se comprende excesi32 vamente su carácter de categoría kantiana . En todo caso, dada la ambivalencia de la norma básica, su formulación dependerá de que la misma se entienda como una norma o como una proposición acerca de una norma. En el primer caso, como se trata de la norma básica de un sistema jurídico y, según KELSEN, el sistema jurídico es aquel que estatuye actos coactivos, el enunciado que describe esa norma rezaría: «los actos coactivos deben realizarse bajo las condiciones y en la manera que estatuyen la primera constitución histórica del Estado y las normas impuestas de conformidad con ella (de forma 33 abreviada: uno debe comportarse como la constitución lo prescribe)» . Si es así, la norma básica pertenece al sistema jurídico. En el segundo caso, puede entenderse que la norma básica es una proposición acerca del sistema y no una norma del mismo. Consistiría en una regla conceptual que suministra el criterio de pertenencia de cada constitución respecto a su sistema jurídico. Pero, una vez descartada la posibilidad de que la norma básica pertenezca al sistema, la propiedad que defina el criterio genérico que permite determinar las normas independientes de una clase de sistemas normativos, puede hallarse en la eficacia. En este sentido, la formulación de la norma básica podría ser: «la constitución C pertenece al sistema S si, y sólo si, es eficaz», porque eliminada la norma básica del sistema, la eficacia no es sólo 34 condición necesaria de pertenencia de C, sino también suficiente . Llegados a este punto, y sin perjuicio de lo que veremos en el capítulo VII, es importante clarificar la relación entre validez y eficacia en la teoría kelseniana. 31 32 33 34

KELSEN, 1945: 141. La cursiva es mía. Cfr. BULYGIN, 1987. KELSEN, 1960: 208. Cfr. CARACCIOLO, 1998: 41.

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3.1.4.

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Validez y eficacia

La cadena de validez es empleada por KELSEN para mostrar la necesidad de una norma básica que cumpla la función de unidad y normatividad de un sistema jurídico. Se trata, como queda dicho, de una necesidad epistemológica. La norma básica pretende ser, en este sentido, similar a la condición lógico-transcendental kantiana de toda interpretación normativa de ciertos hechos. Pero, junto a esta formulación epistemológica del concepto de sistema, 35 KELSEN establece una versión ontológica del mismo . Las normas jurídicas «existen», esto es, son válidas en la medidas en que la ciencia del derecho se refiera a ellas mediante sus proposiciones, una vez presupuesta una norma básica. Lo cual es una consecuencia de haber adoptado la versión de KANT acerca del conocimiento. Pero esta existencia, en tanto normativa, es diferente de las conductas en que consisten la creación y aplicación de las normas, con las que, sin embargo, tendrán que estar relacionadas si las mismas van a ser relevantes 36 respecto a estas conductas. La relación entre ambas «existencias», entre la validez y la puramente fáctica de aquellos actos, viene formulada por KELSEN a través de la exigencia impuesta a la ciencia jurídica para que se presuponga una norma básica para una constitución determinada únicamente en el caso de que tal constitución sea eficaz: «Puesto que un mínimo de eficacia es una condición de la validez, la norma básica sólo se refiere a una constitución eficaz. Una constitución es eficaz si las normas creadas de acuerdo con ellas son, por lo ge37 neral, aplicadas y obedecidas» . Por consiguiente, como afirma CONTE, la validez (existencia) de la norma básica es asumida como hipótesis sólo en el caso de que el orden jurídico a que se refiere sea efectivo, lo cual significa que no puede pensarse una norma básica que no se refiera, en su propio contenido, a alguna constitución determina38 da . Puesto que «validez» y «eficacia» no significan lo mismo, la relación entre la validez de una constitución y su eficacia puede entenderse en el sentido de que esta última indica una condición necesaria pero no suficiente de validez, establecida a través de la categoría epistemológica en que consiste la norma 39 básica presupuesta . La validez de un sistema depende, entonces, de su eficacia, porque sólo en el caso de que sea eficaz cabe pensarlo como sistema, es decir, presuponer respecto a él, una norma básica. Por supuesto, todas estas obRecuérdese lo dicho al comienzo de este capítulo. En puridad, habría que decir «las relaciones», puesto que, como queda dicho, ni el concepto de validez ni el de existencia son unívocos. Cfr. BULYGIN, 1987: 508-510. 37 KELSEN, 1958: 98. 38 CONTE, 1968: 328-329. 39 El papel que juega la eficacia en KELSEN es confuso. Precisamente esta circunstancia ha posibilitado a Hughes distinguir en La teoría pura del derecho un concepto débil y otro fuerte de norma básica. Cfr. HUGHES, 1971: 699-703. 35 36

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servaciones tienen sentido si se inquiere acerca de sistemas jurídicos que han 40 adquirido alguna existencia distinta de la llamada por BULYGIN «formal» . En el último capítulo volveré críticamente sobre este tema.

3.2.

Críticas a la norma básica

De entre las críticas que tienen en el punto de mira a la norma básica y que atañen indirectamente al tema de la existencia de los sistemas jurídicos me referiré a dos. La primera tiene que ver con el carácter de la norma básica; la segunda, es relativa al círculo vicioso eficacia-validez en el que se incurre con independencia de cuál sea el carácter atribuido a la norma básica. 3.2.1.

Carácter de la norma básica

La norma básica kelseniana presenta la dificultad de la interpretación de su carácter. ¿Puede ser una norma algo que es a la vez una hipótesis del pensamiento jurídico? La confusión proviene de la consideración por parte de KELSEN de las normas y los enunciados que las describen. Tanto una norma como el enunciado que la describe pueden tener la misma formulación lingüística. Debido a lo cual, KELSEN puede afirmar que el enunciado que describe la norma básica puede formularse diciendo «los actos coactivos deben ser establecidos en la forma y bajo las condiciones previstas en la constitución eficaz e históricamente primera y en las normas creadas de conformidad con ella». Pero este enunciado no difiere en nada de la formulación de la presunta norma que, por otra parte, nadie ha creado. Si se admite su condición de enunciado de la ciencia, entonces tal «norma» es metasistemática y se refiere a las condiciones bajo las cuales una constitución determinada puede ser incluida en un determinado sistema, como fundamento del mismo. De todos modos, caben otras interpretaciones, ya que como tal enunciado metasistemático puede ser pensado como una regla de inferencia a partir de la 41 cual se admitirán las nuevas normas en el sistema ; o, también, como una definición del término validez para ser utilizado en las descripciones de la ciencia del derecho. Pero todas estas posibles interpretaciones se compadecen mal con el carácter de categoría lógico-transcendental que el mismo autor atribuye a la norma básica, necesariamente formal y única para todo el que pretendiera conocer cualquier material normativo. 40 41

Recuérdese lo dicho en el capítulo I. VERNENGO, 1960: 207 y ss.

EL ÉNFASIS EN LA LEGISLACIÓN

3.2.2.

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El círculo vicioso validez-eficacia

Esta objeción es más grave que la anterior, puesto que es independiente del carácter que se le atribuya a la norma básica (ya sea axioma normativo o enunciado metasistemático) Así pues, merece la pena dedicarle una mayor atención. Como se vio, el contenido de la norma básica tomada como base de un sistema jurídico depende especialmente de cuál sea la constitución de ese sistema. Antes de saber cuál es aquella norma básica es preciso saber cuál es la constitución efectiva. Pero esta constitución sólo es válida en la medida en que se presuponga aquella norma básica. La cuestión no varía por el hecho de admitir que la norma básica es un enunciado que determina las condiciones que justifican la inclusión de una constitución C como fundamento de un sistema S. Porque, como ya se dijo, esta condición consiste en la eficacia de la constitución C. Únicamente bajo este presupuesto, C podrá ser considerada norma válida en el sistema S. Por un lado, dado el carácter dinámico de un orden jurídico, la eficacia de una constitución depende de que los individuos calificados como órganos competentes para crear normas según esa constitución emitan normas válidas. Por consiguiente, si no se han emitido normas de acuerdo con C no hay forma de comprobar su eficacia. Por otro lado, la eficacia de C es una condición necesaria para que se presuponga respecto a ella una norma básica, a tenor de la cual será la constitución válida de S. Pero aquellos actos creadores de normas a través de los cuales se demuestra la eficacia de C sólo podrán considerarse tales en la medida que se presuponga la validez de la constitución que los autoriza. Se trata de un razonamiento circular. Así, la constitución no puede servir de fundamento de validez de las normas del sistema, porque su propia validez depende de que tales normas puedan ser consideradas válidas. Al mismo tiempo, tales normas no pueden considerarse fundamento de validez de la constitución porque sólo son válidas si la constitución lo es. Llegados a este punto, cabe preguntar qué papel juega realmente la eficacia en el esquema kelseniano. Al respecto, CARACCIOLO ha desarrollado la siguiente 42 argumentación : 42 Cfr. CARACCIOLO, 1998: 42-43. Para las cuestiones relativas a la eficacia, cfr. NAVARRO (1990), así como NAVARRO y MORESO (1991), donde se llama constitución «material» al sentido en que se toma la constitución en el texto («las normas positivas mediante las cuales se reglamenta la producción de las normas jurídicas generales», p. 54). En este artículo los autores subrayan la dificultad que plantea identificar la constitución material en KELSEN así como el problema de hallar cuál es el criterio que permite suponer el cambio en la norma básica. Sobre el concepto de eficacia, no obstante, debo remitir de nuevo al lector a lo que diré en el capítulo VII.

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Una constitución es «generalmente eficaz» si existe una clase no vacía de actos de cumplimiento de sus disposiciones. Como primordialmente, estas disposiciones en KELSEN tienen la función de otorgar competencia para la promulgación de las demás normas del sistema, una constitución que establece que las normas deben ser promulgadas por los individuos A, A1, A2, … An y mediante los procedimientos P, P1, P2,...Pn, sólo puede ser considerada eficaz si los individuos A, A1, A2, … An han promulgado las normas N, N1, N2, ... Nn siguiendo los procedimientos P, P1, P2,...Pn. Lo cual significa que la proposición según la cual la constitución C es «generalmente eficaz» en el tiempo t es verdadera si han tenido lugar esos actos de promulgación en un tiempo t1. Esta proposición permite adjudicar a la constitución la propiedad P definitoria de su pertenencia al sistema S. Además, si las normas N, N1, N2, ... Nn han sido promulgadas de este modo, entonces también son válidas en S, ya que satisfacen respecto a C el criterio de pertenencia. Ello significa que las proposiciones «C es generalmente eficaz» y «N, N1, N2, ... Nn son normas válidas en S», son materialmente equivalentes, porque son verdaderas o falsas en los mismos casos. Como la constitución C pertenece a S si, y sólo si, es generalmente eficaz, se sigue que C pertenece a S si, y sólo si, las normas N, N1, N2, ... Nn pertenecen a S. De modo que el procedimiento de identificación de ambos tipos de normas o es el mismo y las normas independientes (como C) son indiscernibles de las dependientes (como N, N1, N2, ... Nn ), o bien es circular. La conclusión no se modifica si la norma básica se incluye en el sistema, porque la eficacia general es condición necesaria de pertenencia de la constitución. Entonces, si las normas se promulgan de hecho por los individuos B, B1, B2, ... Bn la condición de eficacia general indica que la constitución de S no es C, sino otra C1, que precisamente es la que otorga competencia a B, B1, B2, ... Bn, con independencia de que la sustitución constitucional haya tenido lugar por medio de una revolución por vía consuetudinaria o a fortiori a través de la forma prevista en la constitución anterior. Puesto que el mismo análisis vale para todas las normas del sistema y sus respectivos fundamentos de validez, hay que concluir, como ha dicho GUIBOURG, que la eficacia de las normas pasa 43 a ser el criterio decisivo de identificación . De la anterior argumentación se sigue una consecuencia particularmente importante para el tema de la existencia de un sistema jurídico. En efecto, si se admite el razonamiento desarrollado, hay que concluir que se disuelve la distinción entre un cambio «legal» y otro «ilegal», circunstancia ésta que resulta letal para la doctrina de KELSEN por basarse buena parte de la misma en esa distinción. Si toda constitución con un determinado contenido es «legal», si y sólo si antes es eficaz, es indiferente que la misma sea producto de una violación de una constitución anterior, que se haya creado de acuerdo con una constitución 43

Cfr. GUIBOURG, 1986: 43.

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anterior o que resulte de una derogación consuetudinaria de la constitución anterior. Por tanto, para todo conjunto de actos eficaces de creación existiría una constitución y su respectiva norma básica que los convierte en actos «legales». Pero estos actos, según KELSEN, no pueden ser legales si previamente no es válida una constitución que se refiere a ellos. Resulta claro entonces que, en definitiva, la eficacia es el único criterio de validez. En palabras de GUIBOURG, «pierde importancia el “cambio de norma fundamental” operado en caso de revolución; ya que no habiendo una norma que otorgue “validez-eficacia” a las demás, el concepto de revolución, tal 44 como lo enuncia KELSEN, se torna impensable» . La demostración del círculo vicioso validez-eficacia pone de relieve, además, que si todas las normas jurídicas tuvieran la eficacia como condición necesaria y suficiente de validez, «las normas inferiores podrían derogar las superiores sin otro requisito que su mayor eficacia; desaparecerían los niveles jerárquicos entre normas y la división de competencias entre los órganos, y la noción misma de sistema […] dejaría de ser aplicable al fenómeno jurí45 dico» . 3.3. El principio de origen normativo La crítica precedente permite cuestionar también la viabilidad del principio de origen como base en la que apoyar un criterio sólido de existencia de un sistema jurídico. Esta crítica afecta al segundo axioma del que depende la teoría kelseniana de la identidad y unidad de los órdenes jurídicos. Recuérdese que el segundo axioma establece que todas las normas jurídicas de un sistema jurídico pertenecen a una cadena de validez. Según KELSEN, la norma básica necesariamente debe pertenecer a todas las cadenas de validez, mientras que es contingente que las demás normas pertenezcan a más de una cadena. Esta idea es la que da pie a RAZ para formular una crítica adicional a KELSEN para el caso de que unas normas deban su validez a una constitución consuetudinaria, mientras que otras deriven su validez de una constitución legislada. En este caso, la norma básica uniría en una sola cadena de validez ambas constituciones mediante su autorización. Sin embargo, el expediente de recurrir a la norma básica, lejos de solucionar el problema, conduce a otra versión del mismo círculo vicioso que se ha apuntado. Si deseáramos saber si la constitución legislada y la consuetudinaria pertenecen al mismo sistema jurídico, la doctrina de KELSEN nos remitiría a la norma 44 45

Ibid.: 43. Ibid.: 37.

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básica. Si la norma básica autoriza ambas constituciones, entonces éstas pertenecen al mismo sistema jurídico. Pero recordemos que para KELSEN quien desee conocer el contenido de la norma básica deberá acudir a los hechos a través de los cuales un orden es creado y aplicado. Lo cual significa que, una vez que sabemos qué normas pertenecen a un sistema jurídico, y sólo entonces, nos encontramos en posición de descubrir mediante qué actos son creados y, de esta forma, descubrir el contenido de la norma básica del sistema. No es posible invertir el proceso y descubrir qué normas pertenecen al sistema por referencia a la norma básica. En otras palabras, KELSEN «parece que únicamente puede identificar el sistema jurídico con la ayuda de la norma básica, en tanto que ésta sólo puede ser identificada después de que la identidad del sistema haya sido esta46 blecida» . Por lo tanto, aun en el supuesto de que se pudiera llegar a establecer que dos conjuntos de normas (legisladas y consuetudinarias, por ejemplo) son eficaces en una determinada sociedad (y ya sabemos que las últimas lo son por definición), la teoría de KELSEN es incapaz de decidir si aquéllos forman o no un solo orden. Todo se hace depender de la norma básica, pero ésta no puede ser identificada antes de que se conozca la identidad del sistema jurídico. A pesar de las críticas precedentes, podría pensarse que la teoría kelseniana superaría los obstáculos si se desprendiera de la norma básica y se fundamentase solamente en el concepto de cadena de validez. El lugar de la norma básica, como último eslabón de la cadena, podría ocuparlo una suerte de «poder fundamental», dejando intacta la estructura de la cadena. Sin embargo, este cambio, como ha puesto de relieve RAZ, no ayudaría a solventar los problemas mencionados. El poder fundamental puede definirse como aquel que crea la primera constitución. La primera constitución se definiría como aquella norma jurídica o conjunto de normas jurídicas, cuya creación no fue autorizada por ninguna otra norma jurídica. Entonces, un sistema jurídico consistiría en la primera constitución y en todas las normas creadas, directa o indirectamente, mediante el ejercicio de facultades conferidas por la primera constitución. Esta versión modificada no salva los inconvenientes de la doctrina kelseniana. Los argumentos utilizados le son por entero aplicables, lo cual pone de relieve que ni el concepto de norma básica ni, en su defecto, el concepto de cadena de validez, ni ambos conjuntamente resuelven satisfactoriamente los problemas que plantea la existencia de los sistemas jurídicos. El mal de tal construcción radica en que está basada en el principio de origen. Que el origen sea una norma o un poder fundamental (en las dos posibles 46

RAZ, 1979: 166.

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versiones de KELSEN) o en los actos de un soberano (en la versión de AUSTIN) para nada sana el vicio de la construcción 47. Únicamente se puede avanzar si en vez de considerar que una norma es la primera constitución porque ha sido creada mediante el ejercicio de un poder fundamental, se piensa que lo es porque así lo reconocen los tribunales. Pero esto ya supone abandonar el principio de origen y pasar al principio de reconocimiento de HART.

47

Sobre este punto ya insistí suficientemente al analizar la doctrina de AUSTIN.

CAPÍTULO IV EL ÉNFASIS EN LA ADJUDICACIÓN 1.

EL RECONOCIMIENTO DE NORMAS

Se ha visto la relevancia que tanto AUSTIN como KELSEN otorgan al hecho de la creación de las normas para dar cuenta de la existencia de un sistema jurídico. Éste, sin embargo, es sólo uno de los posibles enfoques de la cuestión. Otra perspectiva, opuesta a la anterior, es la que subraya la importancia de los actos de órganos jurídico-aplicadores. Se trata ahora de privilegiar no ya el origen de las normas jurídicas, sino el reconocimiento o aceptación de las mismas por parte de las personas que ocupan una determinada posición dentro de la sociedad. Este enfoque, delineado en parte ya por autores como SALMOND 1 y HOLMES 2, alcanza como es notorio su formulación más acabada en HART. Al igual que en la exposición precedente, a continuación mencionaré únicamente las partes de la doctrina hartiana necesarias para reconstruir su posición relativa al problema de la existencia de los sistemas jurídicos 3. En HART, el problema citado hay que enmarcarlo en su concepto de regla de reconocimiento. Pero para entender adecuadamente este concepto, antes es preciso esbozar brevemente su concepción del derecho como unión de normas primarias y secundarias. 1

Véase SALMOND, 1893. Cfr. HOLMES, 1897. 3 Para una reconstrucción más completa del pensamiento de HART, puede verse MACCORMICK, 1981; GAVISON, 1987. Entre nosotros, cfr. PÁRAMO, 1984; para la regla de reconocimiento, en concreto, cfr. RAMOS PASCUA, 1989. 2

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1.1.

Normas primarias y secundarias

Para dar cuenta de la complejidad de un sistema jurídico, HART introduce la distinción entre reglas primarias y reglas secundarias. Un sistema jurídico, para ser tal, debe contar con ambos tipos de reglas. Las reglas primarias son normas de obligación, es decir, «prescriben que los seres humanos hagan u omitan ciertas acciones». Las reglas secundarias, por su parte, «establecen que los seres humanos pueden, haciendo o diciendo ciertas cosas, introducir nuevas reglas del tipo primario, extinguir o modificar reglas anteriores, o determinar de di4 versas maneras el efecto de ellas, o controlar su actuación» . La distinción conceptual entre ambos tipos de reglas no es excesivamente clara. HART utiliza en realidad dos criterios de distinción: 1) Por un lado, se basa en la diferenciación entre normas que imponen deberes y normas que confieren potestades. Parece que ambos tipos de normas son coextensivas con las reglas primarias y las reglas secundarias, respectivamente. Es decir, toda regla primaria impone deberes y toda regla secundaria otorga potestades. 2) Por otro lado, entiende que las reglas secundarias lo son, no porque confieran potestades, sino porque se refieren a las reglas primarias. Si éste es el criterio imperante, pueden darse reglas secundarias que sean a la vez normas que impongan deberes. Esta falta de claridad, como se verá más adelante, origina ciertas dificultades a la hora de encuadrar debidamente la regla de reconocimiento y en cuanto a su posible formulación. Por ahora, bastará con mencionarla. Las razones aducidas por HART para mostrar la necesidad de la presencia de reglas secundarias en una sociedad desarrollada son bien conocidas. El jurista británico distingue entre una estructura social simple y una desarrollada. Sólo en esta última cabe hablar con propiedad de sistema jurídico. Una estructura social simple sería aquella regulada únicamente por reglas primarias de obligación. Una sociedad de este tipo tendría una serie de carencias. Tales carencias son la falta de certeza, el carácter estático de las reglas y la insuficiencia de la presión social difusa. El remedio para cada uno de los tres defectos de esta forma más simple de estructura social, consistiría en complementar las reglas primarias con reglas secundarias. Según HART, la introducción del remedio para cada defecto podría ser considerada un paso desde el mundo prejurídico al mundo jurídico. Y los tres remedios en conjunto son suficientes para convertir el régimen de reglas primarias en algo que es indiscutiblemente un sistema jurídico. Puesto que las reglas secundarias vienen a subsa4

HART, 1961: 101.

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nar ciertos defectos que impiden hablar con propiedad de sistema jurídico, es conveniente detenerse un momento en el análisis de éstos: El carácter estático. En una sociedad regida únicamente por reglas primarias de obligación, no habría forma de adaptar deliberadamente las reglas a las circunstancias cambiantes. No se podrían eliminar las antiguas e introducir las nuevas. La posibilidad de llevar a cabo esto presupone la existencia de otras reglas, que pueden llamarse reglas de cambio. Difusa presión social. En la sociedad simple descrita, se producirían siempre discusiones sobre si una regla ha sido o no violada, que podrían llegar a eternizarse. Para dar por terminadas esas discusiones se requiere la existencia de un órgano especial con facultades para determinar de forma definitiva y con autoridad el hecho de la violación. Las reglas que conceden estas facultades son las reglas de adjudicación. La falta de certeza. Este defecto consiste en la carencia de procedimiento alguno para solucionar las posibles dudas que surjan sobre cuáles son las reglas primarias aplicables en un determinado lugar, así como su alcance. Para solucionarlo se requiere una regla que remita a algún texto o persona revestida de autoridad que zanje definitivamente la cuestión. Ésta es la misión que cumple la regla de reconocimiento. Los tres tipos de reglas secundarias establecidas por HART no están concebidas de forma totalmente independiente, sino que tienen relaciones entre sí. Por eso, antes de entrar de lleno en el análisis de la regla de reconocimiento es interesante mostrar cuál es la relación que el autor establece entre este tipo de regla secundaria y las dos restantes. Existe una conexión muy estrecha entre las reglas de cambio y las de reconocimiento. Donde existen las primeras, las últimas necesariamente incorporarán una referencia a la legislación como característica identificativa de las reglas, aunque no es menester que mencionen expresamente todos los detalles del procedimiento legislativo. Es más, si la estructura social es tan simple que la única fuente de derecho es la legislación, la regla de reconocimiento se limitará a especificar que la promulgación legislativa es el único criterio de validez. Por su parte, un sistema jurídico que tiene reglas de adjudicación tiene también una regla de reconocimiento «imperfecta». Si los tribunales están facultados para hacer afirmaciones revestidas de autoridad sobre el hecho de que una determinada regla ha sido transgredida, tales afirmaciones también estarán revestidas de autoridad acerca de cuáles son las reglas. Así, dice HART, «la regla que confiere jurisdicción es también una regla de reconocimiento que identifica a las reglas primarias a través de las decisiones de los tribunales, y estas deci5 siones se convierten en “fuente” de derecho» . Esta forma de regla de recono5

Ibid.: 121.

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cimiento es «imperfecta» dado que, a diferencia de un código legislativo, las sentencias no pueden ser formuladas en términos generales y su uso como guías que señalan cuáles son las reglas, depende de la inferencia a partir de decisiones particulares. De este modo, la certeza descansaría en la consistencia de los jueces. 1.2.

La regla de reconocimiento

Puede afirmarse que, según HART, un sistema jurídico consiste en una regla de reconocimiento más todas las normas identificadas por esa regla. Es, pues, de la máxima importancia saber en qué consiste la regla de reconocimiento, cuáles son sus funciones, los criterios de existencia de la misma, así como su formulación y contenido. 1.2.1.

Funciones de la regla de reconocimiento

En cuanto a las funciones de la regla de reconocimiento hartiana éstas son parecidas a las de la norma básica de KELSEN. Por un lado, constituye la base que permite predicar la unidad del sistema. Por otro, es el medio último de identificación de las normas de un sistema y su criterio de validez. La regla de reconocimiento de HART es concebida como una regla necesaria. Necesaria en el sentido de que todo sistema tiene una y sólo una regla de reconocimiento y también porque el conjunto de normas que no contengan una regla de este tipo no constituye un sistema jurídico. Ésta es la función de unidad reservada a dicha regla. Su presencia hace que las normas no sean un conjunto inconexo, sino que estén unificadas. Por su parte, que la regla de reconocimiento identifique todas las restantes normas del sistema es algo que no está nada claro en la exposición del autor. Así, en alguna ocasión dice que la regla de reconocimiento es «una regla para 6 la identificación incontrovertible de las reglas primarias de obligación» . Pero, en otras, parece dejar claro que su misión es la de identificar no sólo a las normas primarias, sino a todas las normas pertenecientes al mismo sistema jurídico. La regla de reconocimiento en este caso «especificará alguna característica o características cuya posesión por una regla sugerida es considerada como una 7 indicación afirmativa indiscutible de que se trata de una regla del grupo» . Lo cual viene a significar, en última instancia, que la regla de reconocimiento de un sistema jurídico constituye su criterio de validez, por cuanto «decir que una determinada regla es válida es reconocer que ella satisface todos los requisitos 6 7

Ibid.: 118. Ibid.: 117.

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establecidos en la regla de reconocimiento y, por lo tanto, que es una regla del 8 sistema» . Y eso permite mantener que «la regla de reconocimiento que suministra los criterios para determinar la validez de otras reglas del sistema es [...] una regla 9 última» . El calificativo de «última» debe entenderse ligado de nuevo al concepto de cadena de validez. Si se plantea la cuestión acerca de si una determinada norma es jurídicamente válida, para resolverla debemos usar un criterio de validez suministrado por alguna otra norma o regla. Y así seguiremos hasta llegar a una regla que, si bien proporciona criterios para la determinación de la validez de otras normas, a diferencia de éstas, no está subordinada a criterios de validez establecidos por otras reglas. En este sentido puede afirmarse que la regla de reconocimiento es «última». Además, la regla de reconocimiento debe contener un criterio de validez que sea supremo. Esto significa que, a pesar de que una regla de reconocimiento pueda contener diversos criterios, si pretende cumplir con su función de identificación incontrovertible de las normas pertenecientes a un mismo sistema, aquellos criterios deben estar jerarquizados, de tal forma que uno de ellos prevalezca en caso de conflicto. En palabras de HART: «un criterio de validez jurídica […] es supremo, si las reglas identificadas por referencia a él son reconocidas como reglas del sistema, aun cuando contradigan reglas identificadas por referencias a los otros criterios, mientras que las reglas identificadas por referencia a los últimos no son reconocidas si contradicen las reglas identifica10 das por referencia al criterio supremo» . En los razonamientos anteriores, está claro que HART utiliza el término «validez» en el sentido de pertenencia de una norma a un sistema jurídico. Aparece así una diferencia respecto a la norma básica kelseniana que es importante subrayar. HART dice: «Sólo necesitamos la palabra “validez” […] para resolver cuestiones que surgen dentro de un sistema de reglas, donde el status de una regla como miembro del sistema depende de que satisfaga ciertos criterios su11 ministrados por la regla de reconocimiento» . Por tanto, no puede plantearse una cuestión relativa a la validez de la propia regla de reconocimiento que proporciona los criterios. KELSEN, como se vio, establecía que había que dar por admitida la validez de la norma básica, la cual hacía las veces de «regla última». A la concepción kelseniana de una última regla «hipotética» o «supuesta» que «existe en la conciencia jurídica», HART opondrá una regla que existe como cuestión de hecho, es decir, existe en la medida en que es aceptada como la regla de reconocimiento del sistema. Pero esto supone ya abandonar el tema de sus funciones, para adentrarse en el de los criterios de su existencia. 8

Ibid.: 129. Ibid.: 132. 10 Ibid.: 132. 11 Ibid.: 135. 9

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1.2.2.

Existencia de la regla de reconocimiento

Las normas de un sistema existen, son válidas como pertenecientes al mismo, si satisfacen las condiciones establecidas en la regla de reconocimiento. Pero, como acabamos de decir, la existencia de la propia regla de reconocimiento no puede determinarse de la misma manera, sino que es «una cuestión 12 de hecho» . Esta circunstancia significa que la regla de reconocimiento es 13 concebida por HART como una «regla social» , cuya existencia se debe a una práctica social. HART establece el concepto de regla social contraponiéndolo al simple hábito. Hábito y regla social se asemejan en que, en ambos casos, la conducta de que se trate tiene que estar generalizada en una determinada sociedad. Esto significa que la mayor parte del grupo la repite cuando surge la ocasión. Pero entre ambos conceptos existen tres diferencias relevantes, que permiten comprobar la especificidad de las reglas sociales. Estas diferencias son las siguientes: — Para que exista un hábito basta con que se produzcan conductas convergentes dentro del grupo. Pero para poder hablar de regla social se requiere, además de esa convergencia, que las desviaciones de esas conductas sean consideradas generalmente como faltas susceptibles de crítica; es decir, que exista una presión social en favor de la conformidad. — Para que exista una regla social se requiere, además, que esa crítica se considere legítima o justificada por parte del grupo. Lo cual es compatible con la existencia de una minoría que no sólo transgrede la regla, sino que además rechaza tomarla como criterio de conducta para sí o para los demás. — El tercer rasgo que caracteriza a las reglas sociales tiene que ver con lo que HART denomina el aspecto interno de las reglas. Para que haya un hábito basta con que cada persona se comporte como los demás, sin que sea necesario tener consciencia de que el comportamiento es general, ni que se quiera inculcar el hábito o mantenerlo. En cambio, para la existencia de una regla social se precisa que por lo menos algunos vean en la conducta de que se trate una pauta o criterio general de comportamiento a ser seguido por el grupo como un todo. Así, pues, además del aspecto externo que comparte con un hábito social y que consiste en la conducta regular uniforme que un observador puede registrar, toda regla social tiene ese aspecto interno. Lo decisivo aquí no es la existencia de experiencias psicológicas comunes a los individuos que forman el grupo. Tales experiencias pueden o no darse. Lo decisivo es que haya una actitud reflexiva frente a ciertos modelos de comportamiento en tanto que pautas de conducta comunes, y que tal actitud se materialice en la forma de crítica y autocrítica, en exigencias de conformidad y en reconocimientos de que tales críticas y 12 13

Ibid.: 137. Cfr. ibid.: 69-72.

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exigencias están justificadas. De ahí que a las reglas sociales se las tenga por obligatorias. Como es sabido, la distinción entre aspectos internos y externos tiene gran importancia en la teoría hartiana. Por lo que ahora nos ocupa, esta distinción ayuda a comprender lo que son las reglas sociales y, por ende, permite entender cuáles son los criterios de existencia de toda regla de reconocimiento. Cuando HART afirma que la existencia de la regla de reconocimiento es una cuestión de hecho, quiere indicar que existe como práctica social, del mismo modo que una regla social. Esta concepción plantea, por de pronto, dos tipos de problemas. El primero, relacionado con el carácter consuetudinario de esta re14 gla. El segundo, relativo a los sujetos normativos de la misma . La formulación de HART parece dar a entender que la regla de reconocimiento se trata siempre de una regla consuetudinaria y nunca una regla legislada. Sin embargo, en algún lugar, el propio autor, apartándose de KELSEN, sostiene que «si una constitución que especifica las varias fuentes de derecho es una realidad viviente en el sentido de que los tribunales y los funcionarios del sistema efectivamente identifican el derecho con arreglo a los criterios que ella suministra, entonces la constitución es aceptada y efectivamente existe. Parece una duplicación innecesaria sugerir que hay otra regla más que dispone que la 15 constitución […] ha de ser obedecida» . La cita anterior sugiere que tampoco resulta claro distinguir entre una regla 16 de reconocimiento y una constitución cuando ésta última es consuetudinaria . Por otro lado, para HART, las condiciones de existencia de las reglas sociales son las prácticas de aquellas personas a las cuales las reglas son dirigidas. Por este motivo es de la mayor relevancia establecer quiénes son los sujetos normativos de la regla de reconocimiento. Es importante por dos razones. En primer lugar, porque esos sujetos son los destinatarios de la regla. Y en segundo lugar, porque su conducta es la relevante para saber si existe una práctica social que dé lugar a una regla de reconocimiento como regla social. La teoría de HART no es muy clara al respecto. A veces, parece dar a entender que el sujeto normativo es la población en general. Como cuando dice «dondequiera se acepte tal regla de reconocimiento, tanto los particulares como los funcionarios tienen criterios con autoridad para identificar las reglas 17 primarias de obligación» , o cuando habla de «la práctica general de los funcionarios o de los particulares», o de «la práctica de los jueces, funcionarios y 14 Recuérdese lo dicho al hablar de las normas consuetudinarias en el capítulo II, apartado 3.3. Mi posición al respecto la dejaré más clara en el capítulo VI. 15 HART, 1961: 311. 16 En este sentido, HART parece tener en mente la constitución no escrita de Gran Bretaña. Cfr. PÁRAMO, 1988. 17 HART, 1961: 125. La cursiva es mía.

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otras personas» . En otras ocasiones, en cambio, parece que los sujetos normativos sólo son los officials (autoridades públicas o funcionarios) y, muy en concreto, los tribunales. Prima, en estos casos, «la forma en que los tribunales 19 identifican lo que ha de tenerse por derecho» . Parece que hay que entender que esta última es la posición de HART. Es bastante más claro cuando establece la relevancia de la actuación de los funcionarios respecto a las reglas secundarias: «lo crucial es que haya una aceptación oficial unificada o compartida de la 20 regla de reconocimiento que contiene los criterios de validez del sistema» . Por tanto, la regla de reconocimiento para HART es una regla social, consuetudinaria en el sentido que vimos en el capítulo II, que establece una serie de pautas a los funcionarios y cuya existencia viene determinada por la aceptación 21 de aquéllas por parte de éstos . El desarrollo de esta idea, sin embargo, deberá esperar al capítulo VI. 1.2.3.

Contenido y formulación de la regla de reconocimiento

Antes de pasar a la formulación y contenido de las reglas de reconocimiento hay que decir algo acerca de a qué tipo de normas de las que establece HART pertenecen. Según el tipo de norma al que se adscriba, variará su formulación. HART únicamente indica de forma cierta que se trata de una norma secundaria, pero deja abierto el interrogante sobre si son normas de obligación o normas que confieren facultades. Esta falta de precisión ha llevado a interpretacio22 nes muy diversas . FINNIS, por ejemplo, se inclina a pensar que la regla de reconocimiento in23 cluye una serie de elementos dispares . Una de las formulaciones típicas de una regla de reconocimiento es, según el propio HART, «lo que la Reina sanciona es derecho». Atendiendo a esta formulación, la regla de reconocimiento podría entenderse compuesta por dos ingredientes. Por un lado, es una regla de cambio, puesto que califica los actos de ciertas personas en el tiempo t1 como auténticos actos legislativos válidos («acts in law»). Pero, por otro lado, es también una regla de identificación que facilita el reconocimiento del resultado de aquellos actos legislativos como normas válidas en todos los tiempos sucesivos a t1. Tampoco podría descartarse de entrada que la regla de reconocimiento sea una norma de competencia, puesto que de algún modo una regla que confiere 18 19 20 21 22 23

Ibid.: 126 y 136, respectivamente. La cursiva es mía. Ibid.: 135. Ibid.: 143. Para otros problemas relacionados con la aceptación, cfr. MACBRIDE, 1965. Cfr. en tal sentido, HACKER, 1977; MACCORMICK, 1978; RAZ, 1979. Cfr. RUIZ MANERO, 1990: 113-180. Cfr. FINNIS, 1978: 58 y nota 38.

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potestades (p. ej. potestades legislativas a un Parlamento) sirve como criterio para identificar normas. Al establecer la división entre reglas primarias y secundarias, HART dice explícitamente que las primeras imponen deberes, mientras que las segundas confieren potestades. Con lo cual, si la regla de reconocimiento es una regla secundaria, sería por definición una norma que confiere 24 potestades . Sin duda, algunos pasajes de la obra de HART pueden dar lugar a este tipo de interpretaciones, al no haberse pronunciado con claridad sobre este punto. RAZ, por su parte, mantiene una interpretación en virtud de la cual la regla de reconocimiento hay que concebirla, por un lado, como una regla secundaria, debido al hecho de presuponer la existencia de reglas primarias; pero, al mismo tiempo, debe entenderse que, a diferencia del resto de reglas secundarias, no 25 confiere potestades, sino que impone deberes . Es decir, las normas que imponen deberes serían las reglas primarias y las secundarias de reconocimiento, mientras que las que confieren potestades serían las reglas secundarias de cambio y de adjudicación. Esta interpretación es la más adecuada, según RAZ, porque es coherente con el carácter consuetudinario que las reglas de reconocimiento tienen para HART. El razonamiento de RAZ es como sigue. HART reconoce dos tipos de normas, las que imponen deberes y las que confieren potestades. Puesto que considera que las prácticas sociales que constituyen una regla consuetudinaria no pueden conferir potestades, y puesto que la regla de reconocimiento es una regla consuetudinaria, entonces debe ser interpretada 26 como una regla que impone deberes . De lo anterior se infiere cómo sería la formulación general de este tipo de reglas, según la interpretación dada por RAZ. La regla de reconocimiento sería una regla que impone deberes a los funcionarios y que rezaría así: «todos los funcionarios tienen el deber de aplicar todas las normas y sólo las que satisfagan los siguientes criterios». Cuáles sean esos criterios dependerá de qué sea lo que acepten los funcionarios en cada caso concreto. Al establecer los criterios, quedará establecido el contenido de la regla, que será, de este modo, variable y tal vez más adaptable que la formulación kelseniana de la norma básica. En definitiva, el contenido de la regla de reconocimiento, los criterios de validez en un orden jurídico determinado, es de nuevo una cuestión empírica: «Es una cuestión fáctica aunque 27 es acerca de la existencia de una regla» . Mi visión al respecto, tal como explicaré en el capítulo VI, es algo distinta, pues parte de la idea de que la regla de reconocimiento es mejor entendida 24

Cfr. HART, 1961: 101. Esta interpretación, según RAZ, concordaría con la que el propio HART le habría manifestado personalmente. Cfr. RAZ, 1970: 238. 26 RAZ, 1979: 123. 27 HART, 1961: 311. 25

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como el fruto de una práctica convencional de identificación de normas, con carácter constitutivo. 1.3.

Existencia de los sistemas jurídicos

Una vez analizadas las funciones y los criterios de existencia de la regla de reconocimiento de HART, es hora de examinar el papel determinante que ésta juega en relación con la existencia de los sistemas jurídicos. HART establece dos condiciones necesarias y conjuntamente suficientes para la existencia de un sistema jurídico: 1) Las reglas de conducta válidas según el criterio de validez último del sistema tienen que ser generalmente obedecidas. Ésta es la única condición que necesitan satisfacer los ciudadanos particulares. Esta obediencia, en principio, puede producirse por los motivos que sean. 2) Su regla de reconocimiento, que especifica los criterios de validez jurídica, y sus reglas de cambio y adjudicación, tienen que ser efectivamente aceptadas por sus funcionarios como pautas o modelos públicos y comunes de conducta oficial. Esta condición, pues, deben satisfacerla los funcionarios del sistema, los cuales tienen que ver en las reglas pautas comunes de conducta oficial y tienen que apreciar de forma crítica como errores las desviaciones propias y las ajenas. Dicho en pocas palabras, deben adoptar, en el desempeño de 28 sus cargos, un punto de vista interno respecto a las reglas secundarias . Según HART, esta división ciudadano/funcionario reflejaría el carácter complejo (reglas primarias y secundarias) de un sistema jurídico, comparado con una forma más simple de estructura social, compuesta sólo por reglas primarias. En este último caso, al no haber funcionarios, las reglas tienen que ser ampliamente aceptadas como pautas críticas para la conducta del grupo. Si el punto de vista interno no estuviera difundido ampliamente, no podría haber regla alguna. En cambio, cuando se estudia una estructura social compleja, deben separarse la cuestión de la aceptación de las reglas como pautas críticas, de la obediencia de las mismas por simples criterios de conveniencia 29. Si esto es así, podría pensarse en un caso extremo en el que el punto de vista interno se limitara al mundo oficial. En tales circunstancias, según HART, la sociedad resultante se asemejaría a una nación de borregos y, al igual que éstos, los ciudadanos podrían terminar en el matadero, «pero hay pocas razones para 30 pensar que ella no podría existir o para negarle el título de sistema jurídico» . 28 29 30

El desarrollo de estas dos condiciones será el objeto central de los capítulos VI y VII. Acerca de los posibles motivos de obediencia de las normas, véase infra, capítulo VII, apartado 5.1. HART, 1961: 146.

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A diferencia de KELSEN, el cual fundamenta su doctrina en lo que he llamado principio de origen normativo, HART lo basa en la aceptación, es decir, un hecho: Si sólo algunos jueces actuaran «por su cuenta» sobre la base de que lo que la Reina en Parlamento sanciona es derecho, y no apreciaran críticamente a aquellos colegas que no respetasen esta regla de reconocimiento, la característica unidad y continuidad del sistema jurídico habrían desaparecido. Porque ellas dependen31de la aceptación, en este punto crucial, de criterios de validez jurídica comunes .

Así, pues, lo que importa ahora no es tanto la presupuesta validez de una norma hipotética que confiera validez al conjunto, sino el hecho de la aceptación de una regla que es tal, precisamente, porque se produce esta aceptación. Esto supone un avance, pero el desarrollo de estas ideas las dejo para un momento posterior, ya que me servirán de hilo conductor de mi propia visión. De todos modos, la posición de HART no está tampoco exenta de problemas. Veamos algunos de ellos.

1.4.

Dos críticas a la regla de reconocimiento

Pueden plantearse diversas cuestiones acerca de la regla de reconocimiento hartiana. A continuación voy a referirme únicamente a las que tienen que ver con la determinación de su carácter y al posible círculo vicioso en que se incurre.

1.4.1.

Carácter de la regla de reconocimiento

Acabamos de ver las dificultades que se presentan a la hora de intentar encuadrar la regla de reconocimiento de HART dentro de su propio esquema. Para empezar, los textos del autor dan pie para pensar que tal regla funciona como una regla conceptual, ya que tendría como una de sus funciones la de establecer los requisitos a cumplir para que un conjunto de normas pertenezca a un sistema. Esta es la caracterización que de ella hace, por ejemplo, BU32 LYGIN . Pero resulta difícil conciliar esta interpretación con la afirmación de HART, según la cual la regla de reconocimiento constituye el fundamento de validez del sistema. La razón es que si se concibe como una expresión metalingüística 31

Ibid.: 144. Cfr. BULYGIN, 1991a. Para una discusión detallada de las distintas posiciones, remito de nuevo a RUIZ MANERO, 1990: 113-180. 32

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respecto de las normas, difícilmente puede ser calificada como una norma o regla de conducta. De ahí que, como vimos, surjan tesis como la de RAZ que la califican de regla que impone a los funcionarios la obligación de recurrir a sus criterios. Pero esta posición también plantea dudas, desde el momento en que HART insiste en que los órganos «usan» la regla, no la obedecen. Podría pensarse, entonces, que se trata de una regla conceptual que define la expresión «norma válida». Pero esta caracterización sigue siendo imprecisa. Si se tratara de una definición estipulativa, sería en cierto modo arbitraria, lo cual compagina mal con la propuesta de HART. Por ultimo, cabría entender que se trata de un enunciado descriptivo que se limita a indicar los criterios utilizados por los funcionarios y, como tal, podría ser verdadero o falso. En este caso, lógicamente carecería de sentido decir que constituye el fundamento del sistema. Sea cual fuere la interpretación que se adopte, la regla de reconocimiento de HART tiene en todo caso una dificultad añadida: lo costoso que resulta poder identificar los criterios adoptados por los funcionarios, debido a que puede ocurrir que no estén formulados explícitamente o, que formulándose, no sean los que realmente se han tenido en cuenta. La regla de reconocimiento, aun en el supuesto de que se considere como un enunciado descriptivo, pierde consistencia al comprobar que la verdad del mismo depende de supuestos difícilmente 33 discernibles . A esta crítica se le podría añadir también la ambigüedad de los conceptos de reconocimiento y aceptación. Volveré sobre ello, de todos modos, en el capítulo VI. 1.4.2.

Círculo vicioso

La pregunta a formular ahora es si la propuesta de HART está libre de la circularidad que caracteriza la posición de KELSEN. La respuesta debe ser negativa, al menos en su interpretación estándar. (En el capítulo VI propondré una forma de encarar esta cuestión con éxito). El razonamiento circular se produce si se insiste, por un lado, en que los criterios de validez los proporciona la regla de reconocimiento y, por otro, en que ésta forma parte del sistema. Si se afirma, por ejemplo, que ciertas normas que son aplicadas por los funcionarios de un sistema S, pertenecen a S porque satisfacen los criterios de la regla de reconocimiento de S, la pertenencia a S de tal regla sólo puede demos33

Cfr. CARACCIOLO, 1977: 78-79, y CARACCIOLO, 1994.

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trarse si proporciona los criterios a tenor de los cuales aquellas normas (efectivamente aplicadas por los funcionarios) pertenecen a S. Pero, aun admitiendo la interpretación de la regla como enunciado descriptivo metasistemático, es obvio que no puede mencionar todos los criterios de pertenencia sin circularidad. Puesto que las normas de competencia son las que hacen posible calificar a ciertos individuos como funcionarios (o, más en concreto, como jueces), y dado que únicamente cuando se sepa quiénes son funcionarios se podrá formular una regla de reconocimiento (ya que son aquéllos a través de su práctica quienes van a determinar el eventual contenido de ésta), está claro que esta regla no puede enunciar los criterios de pertenencia de las llamadas reglas de adjudicación. Salvo que se diga que las normas del sistema son las que satisfacen los criterios de la regla que resulta de la práctica de los funcionarios, que, a su vez, son funcionarios en virtud de las normas del sistema. Otros autores han intentado eludir la manifiesta circularidad del razonamiento hartiano en este punto. Merecen destacarse en tal sentido los argumentos de Neil MACCORMICK, NINO y RUIZ MANERO. MACCORMICK propone caracterizar al «juez» en términos no de reglas de adjudicación que confieren poder jurisdiccional, sino de reglas sociales de deber. Así, este autor definirá el «rol judicial» como «el rol de toda persona [o grupo] […] que por alguna razón: a) tiene el deber de juzgar sobre cualquier reclamación que se le plantee […]; b) tiene el deber de emitir su juicio refiriéndolo a estándares de conducta, cuya existencia como tales no está determinada por su propia elección o decisión presente […]; c) tiene el monopolio del uso justificado de la fuerza en una sociedad humana, en virtud de los estándares 34 prevalecientes en esa sociedad» . De este modo se rompe con la circularidad, puesto que aquí las reglas constitutivas del rol judicial no son reglas de adjudicación (de competencia) sino de deber; existen simplemente como reglas sociales, consuetudinariamente vigentes. El problema que presenta esta caracterización de «juez» es la siguiente. Puesto que los jueces y tribunales son órganos que, en la terminología empleada por RAZ, «concentran en sus manos la autoridad de pronunciar determinaciones aplicativas de carácter obligatorio», una definición normativa de juez que no incluya esta última propiedad resulta incompleta. Pues, desde el punto de vista de su status normativo, lo que caracteriza a un juez no es sólo el hecho de ser titular de deberes de los recogidos por MACCORMICK en a) y b), sino también el ser titular del poder de dictar determinaciones autoritativas. Y si esto es así, la definición de juez no puede dejar de hacer referencia a reglas que confieran el poder de dictar tales determinaciones autoritativas. 34

MACCORMICK, 1981: 113.

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NINO, por su parte, opta por una definición de juez (u órgano primario en la terminología tomada de RAZ) en términos no normativos, sino fácticos: «Para evitar este círculo vicioso parece que habría que caracterizar a los órganos primarios no como aquellos que están autorizados a declarar prohibidos o permitidos los actos de coacción, sino como los que de hecho pueden (en el sentido fáctico y no normativo de la palabra “poder”) determinar el ejercicio del mono35 polio coactivo estatal en casos particulares» . Este planteamiento se hace 36 acreedor, según RUIZ MANERO , a las mismas objeciones que el propio HART hizo a la caracterización por parte de BENTHAM y de AUSTIN del legislador en términos de obediencia habitual. Si la caracterización de «legislador» en términos de obediencia habitual no es capaz de dar cuenta de la continuidad de la potestad creadora de derecho a lo largo de una sucesión cambiante de legisladores, la caracterización de «juez» en los mismos términos (¿cómo si no habría que entender que el juez «de hecho puede determinar el ejercicio del monopolio coactivo estatal en casos particulares»?) se muestra igualmente impotente para dar cuenta de la continuidad de la autoridad jurisdiccional a lo largo de una sucesión cambiante de jueces. La obediencia habitual a los jueces anteriores no puede hacer probable que las decisiones de los nuevos jueces sean obedecidas. Para realizar una presunción en tal sentido se requiere hacer referencia a la aceptación de la regla según la cual el nuevo juez tiene título para suceder al anterior en sus competencias de decisión. Ante los problemas que surgen con estos intentos de evitar la circularidad hartiana, RUIZ MANERO propone otra caracterización teórica general de «juez» que, por un lado, contenga todas las propiedades necesarias para poder hablar de tal y, por otro, sea metasistemática, es decir, no incluya referencias a reglas que pertenecen al sistema en virtud de su concordancia con los criterios de validez jurídica aceptados por los jueces. Su propuesta se concreta en la siguiente definición de «juez»: «son jueces aquellas personas (o grupos de personas, etc.) a quienes, en virtud de reglas sociales aceptadas, se considera titulares de los deberes y poderes normativos que definen el rol de juez: el deber de decidir los casos que se presentan ante ellos, el deber de hacerlo sobre la base de estándares o reglas preexistentes [propiedades a) y b) de MACCORMICK] y el poder de 37 decidir los casos con carácter obligatorio» . Sin embargo, en este caso se habría suprimido la circularidad del argumento a costa, tal vez, de la plausibilidad de la definición de juez. BULYGIN diría que esta definición de juez no es plausible porque los juristas y la población en general identifican a los jueces no a través de sus usos sino por las normas que les 38 confieren competencia . 35

NINO, 1979: 60. RUIZ MANERO, 1991: 130-132. 37 Ibid.: 133. 38 Véase al respecto la polémica entre RUIZ MANERO y BULYGIN en la revista DOXA. Cfr. BULYGIN, 1991a y 1991b; RUIZ MANERO, 1991. 36

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En mi caso, defenderé en el capítulo VI una concepción de la regla de reconocimiento entendida como una convención constitutiva que permitirá, por un lado, alejarse de la discusión acerca de su carácter y, por otro, poner fin a este círculo vicioso sin que tengamos que abandonar totalmente las intuiciones compartidas por los juristas. 2.

RAZONES PARA LA ACCIÓN Y EXISTENCIA DE LOS SISTEMAS JURÍDICOS

A continuación expondré brevemente las ideas de RAZ en torno a la existencia de un sistema jurídico. Lo primero que hay que decir es que este autor comparte con HART las condiciones necesarias y conjuntamente suficientes a las que ya me referí, por lo que no voy a añadir nada más al respecto. El interés específico de su doctrina en este punto puede ser, en cambio, ver cómo su concepción de las normas jurídicas como un determinado tipo de razones para la acción podría aplicarse al problema de la existencia de los sistemas jurídicos. Desde esta perspectiva, entonces, podríamos decir que RAZ concibe a todo sistema jurídico como un sistema de razones para la acción (puesto que las normas jurídicas pueden definirse en tal sentido). Una razón será jurídica, según 39 RAZ, si cumple tres condiciones : 1) Si es una razón aplicada y reconocida por los órganos primarios de aplicación. 2) Estos órganos primarios están obligados a aplicarla de conformidad con sus propias prácticas y costumbres. 3) Las razones jurídicas son tales que su existencia y contenido puede ser establecidos únicamente sobre la base de hechos sociales, sin recurrir a argumentos morales. Ésta es la tesis de las fuentes. Para comprender el sentido y alcance de estas condiciones hay que decir algo acerca de los órganos primarios de aplicación y sobre la tesis de las fuentes. 2.1.

Órganos primarios de aplicación

La mayoría de los juristas teóricos está de acuerdo en que uno de los rasgos definitorios del derecho estriba en que éste constituye un sistema normativo institucionalizado. En este sentido, las instituciones a las que se suele prestar 39 Cfr. el «Postscriptum» que RAZ añade a la segunda edición de su The Concept of Legal System. Cfr. RAZ, 1970: 254-255.

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atención son las instituciones creadoras de normas (parlamentos, asambleas constituyentes, etcétera) y las instituciones aplicadoras de normas (tribunales, policía, etcétera). La tesis de RAZ al respecto es que, mientras la existencia de instituciones creadoras de normas no es un rasgo necesario de todos los órdenes jurídicos (aunque sea característico de los órdenes jurídicos modernos), la existencia de cierto tipo de instituciones aplicadoras del derecho sí lo es. Veamos, pues, cómo las caracteriza. Para empezar, según RAZ, las instituciones aplicadoras de normas son instituciones normativas, establecidas por normas y a éstas hay que acudir para resolver los problemas relativos a su identidad. Más que por las funciones que realizan, tales instituciones deben identificarse por la forma en que lo hacen. En segundo lugar, a RAZ le interesa identificar una subclase dentro de los funcionarios públicos que aplican normas. A estos efectos, los funcionarios públicos pueden dividirse en dos clases (aunque puede haber más), que recibirán el nombre de instituciones ejecutoras de normas y órganos primarios de aplicación. Las instituciones ejecutoras de normas se caracterizan por ser aquellas que aplican normas sin crear otras. Su misión es implementar físicamente las normas. Ejemplos de ellas lo constituyen las instituciones penitenciarias cuando dan cumplimiento a lo que dispone una sentencia, los funcionarios públicos a los cuales se les ordena derruir una casa contra la que se ha emitido una orden de demolición, etcétera. En estos casos se ejecuta físicamente el derecho. Según RAZ, aunque todos los órdenes jurídicos regulan el uso de la fuerza y descansan, en última instancia, en ella para asegurar el cumplimiento de sus normas, no todos necesitan tener órganos ejecutores. Puede, en efecto, que un sistema jurídico deje el cumplimiento de una sentencia a las propias partes del proceso. En estos supuestos, los particulares no están legitimados a utilizar la fuerza cuando lo deseen. Deben recabar y obtener de los tribunales la aquiescencia para ello. Un sistema de este tipo, dice RAZ, es obviamente un sistema jurídico. No tiene órganos ejecutores, pero tiene otras instituciones aplicadoras de normas que le aseguran ser considerado un sistema jurídico. RAZ llamará a estas instituciones «órganos primarios de aplicación», precisamente para destacar su importancia. Los órganos primarios se ocupan de las determinaciones (decisiones o declaraciones) dotadas de autoridad (authoritatives) de conformidad con las normas preexistentes. Los tribunales, por ejemplo, tienen facultades para pronunciar una determinación dotada de autoridad de la situación jurídica de las personas. En cambio, los particulares pueden expresar su opinión al respecto, pero sus opiniones no son obligatorias. Por eso, puede decirse que los órganos

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primarios de aplicación son «instituciones con facultades para determinar la 40 situación normativa de individuos específicos» . El propio RAZ realiza una serie de puntualizaciones a lo anterior, de las que únicamente voy a destacar la siguiente. Los sistemas jurídicos no son identificados sólo por el hecho de que contienen normas que confieren facultades para pronunciar determinaciones aplicativas de carácter obligatorio. Los sistemas jurídicos deben contener normas que confieren tales facultades a instituciones, es decir, a órganos centralizados que concentran en sus manos la autoridad de pronunciar determinaciones aplicativas de carácter obligatorio. A partir de ahí el razonamiento de RAZ le llevará a caracterizar el sistema jurídico (en contraposición a otros sistemas normativos e incluso instituciona41 lizados) a partir de tres propiedades, sobre cuyo desarrollo no voy a entrar . Así, según RAZ, los sistemas jurídicos se caracterizan por ser comprehensivos (pretenden autoridad para regular cualquier tipo de comportamiento), por pretender ser supremos (pretenden autoridad para regular el establecimiento y aplicación dentro de la comunidad a él sometida de otros sistemas institucionalizados) y por ser abiertos (contienen normas cuyo propósito es otorgar fuerza obligatoria dentro del sistema a normas que no pertenecen a él).

2.2. La tesis de las fuentes Para completar la caracterización de los sistemas jurídicos como sistemas de razones para la acción, es preciso analizar, junto a la referencia a los órganos primarios (que ayudan a explicar las dos primeras condiciones que RAZ propone para considerar que una razón es una razón jurídica), la tesis de las fuentes. Esta tesis constituye, como vimos, la tercera condición que debe cumplir una razón para ser jurídica. Las dos primeras condiciones explican que las razones jurídicas establecen la pretensión de ser autoritariamente obligatorias sobre los miembros de una sociedad. La tercera, recuérdese, consiste en sostener que las razones jurídicas son tales que su existencia y contenido puede ser establecida únicamente sobre 42 la base de hechos sociales, sin recurrir a argumentos morales . Para empezar, hay que establecer lo que entiende RAZ por «fuente» del derecho. Una norma jurídica tiene una fuente si su contenido y existencia puede ser determinado sin usar argumentos morales. Las fuentes de una norma jurídica son aquellos hechos en virtud de los cuales ésta es válida y su contenido es identificado. Este sentido de «fuente» es más amplio que el que podría denomi40 41 42

RAZ, 1979: 142. Cfr. ibid.: 150-155. Cfr. ibid.: 55-73.

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narse «formal». Según este sentido formal, las fuentes son las que establecen la validez del derecho (leyes, precedentes judiciales, etc). «Fuente», tal como lo usa RAZ, comprende también fuentes «interpretativas», es decir, todos los materiales interpretativos relevantes. Así entendida, la fuente del derecho no es nunca un acto individual aislado, como por ejemplo de legislación, sino toda 43 una gama variada de hechos . Dicho esto, se puede empezar estableciendo una distinción que es fundamental para entender el entramado teórico de RAZ en torno a la tesis de las fuentes. En el debate sobre cómo deben comportarse los miembros de una sociedad cabe distinguir entre el nivel deliberativo y el ejecutivo. En el primero se evalúa el mérito relativo de los cursos de acción alternativos. En el segundo, se excluye tal evaluación. Habiendo decidido en la etapa deliberativa qué hacer en ciertas circunstancias, lo que queda por resolver es una cuestión de memoria (recordar qué acción se decidió llevar a cabo y en qué circunstancias) y de identificación (comprobar si la presente es una acción del tipo en cuestión y si se trata de las circunstancias especificadas), así como un elemento residual de opción que es dejado como indiferente en la conclusión del estadio deliberativo. La tesis de las fuentes sostiene que la existencia de esta distinción entre etapa deliberativa y etapa ejecutiva es una condición necesaria para la existencia del derecho. El derecho existe, según esta tesis sostenida por RAZ, únicamente en sociedades en las cuales existen instituciones judiciales que reconocen tal distinción, esto es, se ven obligadas a reconocer y aplicar ciertas razones no en virtud de que ellas las hubieran aprobado, si se le hubiera confiado la cuestión en el estadio deliberativo, sino porque consideran su validez como autoritariamente establecida por costumbre, legislación o decisiones judiciales previas, de forma que la cuestión planteada en el litigio de que conocen en los tribunales, se entiende que se produce en el estadio ejecutivo. Cuando esto sucede, los tribunales no manejan argumentos morales sobre lo deseable de considerar cierto hecho (como la legislación previa) como una razón para la acción, sino que, una vez establecida la existencia del derecho relevante a través de argumentos neutrales desde el punto de vista moral, la tendrán como una razón que están obligados a aplicar. Por eso puede concluir RAZ diciendo: «Únicamente razones que obligan a los tribunales de esta manera, i. e., únicamente razones “ejecutivas”, razones cuya existencia puede ser establecida sin invocar razo44 nes morales, son razones jurídicas» . Por supuesto, se imponen algunas aclaraciones. En primer lugar, la tesis afirma que las razones jurídicas son razones de tipo ejecutivo tenidas por válidas por los tribunales, pero no se pronuncia sobre la bondad o corrección de tales razones. En segundo lugar, no se dice que todas las consideraciones que los tribunales reconocen y aplican sean hechos identificables sin recurrir a ar43 44

Cfr. ibid.: 67. RAZ, 1970: 256.

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gumentos morales. La única afirmación es que de las consideraciones que los tribunales legítimamente reconocen, solamente las que cumplen con las condiciones anteriores son consideraciones jurídicas. Los tribunales también actúan 45 y están facultados para actuar en virtud de consideraciones extra jurídicas . A diferencia de KELSEN, el cual entendía que las normas jurídicas son nor46 mas dirigidas a los tribunales , RAZ sostiene que no todas las razones jurídicas son razones para la acción de los tribunales. Las razones jurídicas se dirigen a todo tipo de agentes, aunque todas ellas tienen en común que los tribunales están obligados a reconocerlas y a derivar conclusiones apropiadas sobre la conformidad o no a ellas. Por último, hay que destacar que la tesis de las fuentes se refiere al análisis del concepto de derecho (y por ello precisamente tiene interés aquí) y no pretende aportar argumentos relativos a cuál debe ser la importancia relativa de las 47 consideraciones jurídicas y extrajurídicas en las decisiones judiciales . 3. A MODO DE BALANCE En la búsqueda de los comportamientos que pudieran resultar relevantes para determinar la existencia de los sistemas jurídicos, he pasado revista en el capítulo anterior a dos visiones del derecho, como son las de John AUSTIN y de Hans KELSEN, que ponen el énfasis en los actos de legislación. Una de las razones por la que no resultan del todo satisfactorios estos enfoques, en relación con el problema abordado, es precisamente que ambos se fundamentan en el principio de origen de las normas, sea éste empírico, como en AUSTIN, o normativo, como sucede con KELSEN. En este sentido, en el presente capítulo hemos tenido ocasión de examinar las concepciones de H. L. A. HART y de Joseph RAZ, que ponen el énfasis en los procesos de adjudicación, más que en los de la legislación. RAZ, en este punto, es muy contundente al llegar a mantener, como hemos visto, que en realidad un sistema jurídico podría prescindir de la fase legislativa, pero no así de la que compete a los órganos primarios de aplicación. HART no es tan radical al respecto, ya que parece conceder a través de las reglas de cambio un mayor papel a la legislación. Pero, a la hora de la verdad, el peso de su argumentación se desplaza, por las razones ya vistas y algunas que añadiré más tarde, a las reglas de adjudicación (y, sobre todo, a la regla de reconocimiento), que parecen remitir básicamente a actos de los jueces de un sistema jurídico. Este cambio de énfasis puede explicarse a través de la categorización que propuse en el capítu45

Cfr. RAZ, 1979: 227-261. Cfr. KELSEN, 1945: 34. 47 Para un análisis muy completo de la problemática que encierra la concepción de las normas jurídicas como razones para la acción, cfr. BAYÓN, 1991 y REDONDO, 1996. 46

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lo II; sería pasar de otorgar relevancia sólo a la dependencia histórica (y, al menos en el caso de AUSTIN, individual) a añadir el aspecto tan relevante de la dependencia de entes reales y de estados intencionales de manera constante y genérica. En la medida que este cambio de énfasis esté justificado, entonces parece necesario proceder al estudio de los actos que constituirían el proceso de aplicación del derecho, como práctica social. Por ello, en el capítulo V realizaré un esbozo de un acercamiento a un examen de este tipo, a través de la idea, bastante aceptada actualmente entre algunos teóricos del derecho, de que dicha práctica puede concebirse como un subtipo de acción colectiva, aunque con rasgos peculiares. Mostraré, sin embargo, que esta perspectiva, sin estar del todo equivocada, puede ser útil únicamente como una aproximación a esa práctica general, pero no resulta satisfactoria cuando se la confronta a una práctica social más específica, cual es la consistente en los actos de identificación del derecho de un deterrminado sistema. En el capítulo VI, en cambio, propondré una visión convencionalista de esas prácticas de identificación. Veremos entonces el papel tan relevante que éstas juegan como una de las condiciones de existencia de los sistemas jurídicos.

CAPÍTULO V LA APLICACIÓN DEL DERECHO COMO PRÁCTICA SOCIAL 1. APLICACIÓN COMO PROCESO Como es sabido, la expresión «aplicación del derecho» adolece de una típica ambigüedad proceso/producto. Con ella se puede hacer referencia al conjunto de actos que llevan a cabo determinados funcionarios, en especial jueces, consistente en resolver casos individuales a través de normas generales. Pero también puede referirse al resultado de este proceso, plasmado en una determinada resolución en la que se recogen la conclusión a la que se ha llegado, junto a las premisas que ayudan a justificarla. En la teoría del derecho suele prevalecer el estudio de la aplicación del derecho entendida como producto 1. Sin embargo, este enfoque predominante no debería hacernos creer que el examen de las acciones de aplicación de las normas jurídicas carece de interés para la teoría del derecho. Por el contrario, dada la perspectiva aquí adoptada, el análisis de la aplicación del derecho como proceso debería pasar a un primer plano. Una exploración de este tipo, en efecto, se revelará provechosa para una teoría jurídica que pretenda ser general, desde el momento que se admite que, más allá de los matices e idiosincrasias en el funcionamiento de los distintos sistemas jurídicos, todos ellos comparten elementos comunes que atañen a la estructura y al contenido de esa actividad de aplicación. En concreto, cabe dar cuenta de estos elementos comunes englobando la aplicación del derecho como proceso en el esquema más general de una práctica social en la que se desarrolla una acción colectiva. Cobra interés, por tanto, repasar algunas de las concepciones actuales que se dan de tales prácticas. 1

Véase, por ejemplo, MORESO y VILAJOSANA, 2004: capítulo VII.

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2. ACCIONES COLECTIVAS En nuestro quehacer cotidiano nos hallamos realizando acciones individuales, cuya descripción se agota haciendo referencia a nuestros movimientos físicos y a nuestra intención (un estado mental). Así, por ejemplo, puedo afirmar que estoy estudiando, describiendo la acción de sostener un libro, leer su contenido, pasar las páginas y, además, aludiendo a la intención de aprender lo que en él se dice. Sin embargo, también estamos acostumbrados a realizar acciones colectivas, en el sentido de que la descripción de ciertas acciones que realizamos sólo puede llevarse a cabo haciendo referencia a un actuar conjunto. Si juego al fútbol en un equipo y éste vence en un partido al equipo adversario, no decimos que yo he vencido, sino que nuestro equipo ha ganado, o simplemente «nosotros hemos ganado». Esta última expresión denota a las claras que la acción que realizamos no es individual, sino colectiva. Pone de relieve que se trata de un actuar conjunto, que presupone una concordancia en la intención (por ejemplo, la de contribuir cada uno de la mejor forma posible a la victoria del equipo). ¿Cómo entender, no obstante, esa intención colectiva si se trata de un estado mental? Aquí parece haber dos opciones. O bien se postula la existencia de una mente colectiva que tenga el referido estado mental, lo cual no parece muy plausible (aunque tal vez HEGEL y su idea del espíritu de las naciones podría servir como ejemplo de alguien que sostuvo algo parecido), o bien se entiende que los estados mentales únicamente se dan en cada individuo, pero entonces de alguna manera hay que relacionarlos para dar cuenta del carácter colectivo de la intención. Esta última es la opción que parece más plausible y es la escogida por todos los autores de los que me ocuparé a continuación. Veremos, sin embargo, que tras ese acuerdo inicial existen diferencias entre ellos que pueden dar lugar a modelos distintos de concebir las actividades conjuntas. Por tanto, si se pretende hacer uso de las mismas para dar cuenta de la aplicación del derecho como práctica social, tales diferencias se trasladarán a este ámbito. 3. ACTIVIDADES INTENCIONALES COLECTIVAS 3.1.

Concepción general

Entre los estudios de la acción colectiva desarrollados por los filósofos contemporáneos destaca el elaborado por Michael BRATMAN a través del concepto de actividades intencionales colectivas 2. Veremos brevemente su planteamien2

BRATMAN, 1999.

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to, para después referirnos al empleo que del mismo hace SHAPIRO en el ámbito de la teoría del derecho. Para BRATMAN, una intención es un estado mental peculiar, distinto del deseo y de la creencia, y que incorpora un compromiso característico: si un sujeto S tiene la intención de realizar la acción p, entonces se ha comprometido a realizar p. Cuando se habla, pues, de actividades intencionales colectivas hay que tener en cuenta este compromiso y que se trata de acciones que tienen un cierto nivel de cooperación (dejaré de lado las que este autor califica de totalmente cooperativas). El ejemplo del que parte BRATMAN es el de viajar juntos. El hecho de que dos personas A y B viajen juntas, por ejemplo en el AVE Barcelona-Madrid, no significa, entendido como actividad intencional colectiva, la mera coincidencia en ocupar asientos contiguos en el tren. Implica un estado mental peculiar tanto en A como en B, consistente en tener la intención de viajar juntos. Ahora bien, según este autor esta idea no debe ser entendida siempre como una intención de hacer algo de manera cooperativa, puesto que entonces se tornaría circular, como cuando se expresa en términos de intenciones (conjuntas) de realizar algo intencionalmente (de manera conjunta). Habría, en cambio, que ser capaz de caracterizar este tipo de intenciones de manera neutral, en el sentido de que no necesitan ser cooperativas (aunque puedan serlo). Viajar juntos a Madrid no tiene por qué implicar una cooperación entre A y B. Más interés puede revestir la segunda característica de las actividades intencionales colectivas tal como las entiende BRATMAN. Pensemos en el siguiente ejemplo dado por este autor. Dos sujetos, A y B, tienen la intención de pintar la casa en la que viven, pero se da la circunstancia de que A prefiere pintarla de rojo, mientras que B prefiere el azul. Imaginemos, además, que no tienen la voluntad de alcanzar ningún compromiso acerca del color. En este caso, aunque llegaran a pintar la casa con una combinación de ambos colores, la actividad que habrían llevado a cabo no sería cooperativa. Este supuesto permite darnos cuenta de que, junto al plan general de pintar la casa, compartido por A y B, existirían subplanes (que incorporarían intenciones más específicas de A y de B) en los que no se daría el acuerdo. Puede haber dos tipos de desacuerdos en relación con los subplanes. Por un lado, el desacuerdo puede ser tal que no haya forma de conseguir cumplir con ambos (en el ejemplo que hemos dado, si se pinta la casa de rojo se cumple el subplan de A, pero no el de B; si se pinta de azul, se cumple el subplan de B, pero no el de A). En otros casos, en cambio, el desacuerdo puede ser de tal tipo que permita la ejecución conjunta de ambos subplanes. Por ejemplo, si A quiere comprar la pintura en la tienda de la esquina y a B no le importa, mientras que B tiene un preferencia por comprar la pintura más cara y a A tampoco le importa. En este caso, está claro que los subplanes pueden encajar (mesh): bastará con comprar la pintura más cara en la tienda de la esquina.

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Pues bien, BRATMAN sostiene que cuando dos personas realizan una actividad intencional colectiva no sólo realizan la acción conjunta, sino que cada una de ellas entiende que el grupo realiza la acción conjunta de acuerdo con subplanes que encajen. Además, se entiende que debe darse la intención de mantener ese encaje de subplanes, de tal modo que si uno cambia de subplan en el transcurso de la actividad debe estar dispuesto a persuadir al otro de que es mejor o a negociar con él, pero no a llevarlo a la práctica de manera unilateral. Por ejemplo, si A y B coinciden en el color con el que pintarán la casa, pero A, en un determinado momento, cambia de idea (porque se da cuenta que no queda tan bien como pensaba), el pintar la casa dejaría de ser una actividad cooperativa si se dedicara a escondidas a cambiar el color. Otra característica del tipo de actividades que estamos analizando sería la de tomarse en serio el carácter de agente intencional de quienes participan en ellas. De ahí que se deba añadir a las demás condiciones el hecho de que forme parte de la intención del sujeto participante que la intención de los demás y sus subplanes sean efectivos. Cada uno de los participantes debe tener la intención de realizar la actividad conjunta de que se trate en parte debido a la intención de los demás de que realizan tal actividad y sus subplanes. Ésta es la forma de tratar a todos los participantes como agentes intencionales. Si esto es así, se sigue también que cada uno desea que su propia intención (junto con la de los demás) se haga efectiva. Por todo ello, la condición que se exigiría sería la siguiente: cada participante tiene la intención de que el grupo realice la actividad conjunta de acuerdo con (y debido a) los subplanes que encajan según las intenciones de cada uno de los participantes. BRATMAN añade a las anteriores condiciones el hecho de que se dé conocimiento común entre los participantes en la actividad. Esto implica que cada uno de ellos sepa que cada uno de ellos tiene esas intenciones, es decir, que A sabe que B sabe que A sabe (hasta el infinito) que tienen esas intenciones 3. El conjunto de las intenciones más el conocimiento común es llamado por este autor «intención compartida». Los participantes en esa actividad intencional colectiva deberán tener una intención compartida, aunque pueda ser por razones diversas (A puede querer pintar la casa por razones estéticas; B puede tener la misma intención, pero para agradar a su novia). Por último, si estamos hablando de actividades con un mínimo de cooperación relativa a los subplanes parece lógico añadir una postrera condición. Puesto que, como se ha dicho, lo anterior implica que los participantes tengan subplanes que encajen, entonces también parece razonable suponer que será necesario que cada uno de los participantes construya sus propios subplanes, como dice BRATMAN, «con una mirada puesta en el encaje con los subplanes de 3 Recuérdese lo dicho supra, en relación con el conocimiento común (capítulo II). Insistiré en ello en el siguiente capítulo al hablar de la regla de reconocimiento como convención.

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los demás» 4. Esto conduce a una responsabilidad mutua de intención y de acción. Los participantes en la actividad cooperativa serían también mutuamente responsables respecto de la actividad a llevar a cabo: A presta cuidadosamente atención a lo que hace B y eso le ayuda a hacer lo que hace, y viceversa. Ahora ya estamos en condiciones de ofrecer y entender la definición que da BRATMAN de las actividades intencionales colectivas: En relación con una determinada actividad cooperativamente neutral J, el hecho de que los participantes hagan J es una actividad intencional colectiva si y sólo si: 1) 2.a)

Los participantes hacen J. Cada uno de ellos tiene la intención de hacer J.

2.b) Cada uno de ellos tiene la intención de hacer J de acuerdo con, y debido a, los subplanes que encajan de todos ellos 5. 3) 4) ción.

Existe un conocimiento común entre los participantes de que se da 2. 2 y 3 conducen a 1 como correspondencia mutua de intención y de ac-

3.2. Aplicación del derecho como actividad intencional colectiva El modelo de actividad colectiva propuesto por BRATMAN toma en cuenta siempre dos sujetos participantes. SHAPIRO lo ampliará, y en algún punto lo modificará, para dar cabida a actividades compartidas por grupos más extensos y entre los que se den relaciones de autoridad 6. De este modo, postulará que ese modelo ya está listo para dar cuenta de la práctica de aplicación del derecho como actividad intencional colectiva. El hecho de pasar de un análisis relativo a dos individuos a un análisis que tenga como objeto de estudio grupos muy numerosos, como sería el formado por quienes aplican el derecho, requiere alguna modificación en la definición ofrecida por BRATMAN. En primer lugar, es más realista exigir únicamente que la mayoría de los participantes (pero no necesariamente la totalidad) tenga las actitudes apropiadas. En segundo lugar, cuando nos fijamos en colectivos muy numerosos también parece poco realista postular que cada participante en la actividad conozca 4 5 6

BRATMAN, 1999: 106. Simplifico algo el enunciado de esta condición. SHAPIRO, 2002: 387. También se usa la idea de BRATMAN en COLEMAN, 2001.

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las intenciones del resto de los participantes. De ahí que SHAPIRO proponga sustituir el requisito del conocimiento común por el de la accesibilidad pública: el contenido de las intenciones relevantes de los miembros del grupo no tiene por qué ser conocido por todos, pero sí que debe ser públicamente accesible de alguna manera a todos los participantes. Por último, propone la sustitución de la condición 2.a) de BRATMAN, según la cual cada participante tiene la intención de que el grupo realice la actividad, por la idea algo menos exigente de que exista la «intención de contribuir». Según SHAPIRO, uno puede implicarse en una actividad intencional colectiva simplemente teniendo la intención de contribuir al esfuerzo del grupo, pero sin necesidad de comprometerse en el éxito de la empresa compartida. Es decir, se puede tener la intención de participar en la contribución de un proyecto colectivo pero no por ello tener la intención grupal de que tal proyecto tenga éxito 7. Pone el ejemplo de un programador informático al que se le pague por contribuir en su parcela a lanzar una nueva versión de un sistema operativo (que requiere el concurso de más personas). Este programador puede tener la intención de participar en el proyecto, pero le puede traer sin cuidado si el sistema operativo al final tiene éxito o no. Con estas modificaciones introducidas por SHAPIRO, la definición dada anteriormente quedaría así: 1)

El grupo hace J.

2.a) La mayoría de los participantes tiene la intención de contribuir a que el grupo haga J. 2.b) Cada uno de ellos tiene la intención de contribuir a que el grupo haga J de acuerdo con, y debido a, los subplanes que encajan de aquellos participantes que similarmente tienen la intención de contribuir. 3) Lo dicho en 2 es accesible públicamente a la mayoría de los participantes. 4) Las actitudes en 2 llevan a la mayoría de los participantes a contribuir a hacer J como correspondencia mutua de intención y de acción. ¿Cómo se podría usar este esquema para dar cuenta de la práctica social de la aplicación del derecho? SHAPIRO dirá que tal práctica es una subclase de la clase de las actividades intencionales colectivas, tal como acaba de ser caracterizada. Lo único que habría que añadir es que se trata de una actividad de este tipo, pero en la que los miembros se hallan unidos por relaciones de autoridad 8. 7

Esta idea la extrae SHAPIRO de KUTZ, 2000: 81-82. Una crítica a la utilización del esquema de BRATMAN para dar cuenta del derecho como fenómeno social puede verse en SMITH, 2006. 8

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4.

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INTENCIONES PARTICIPATIVAS SUPERPUESTAS

Por su parte, KUTZ empieza reconociendo que existe una amplia variedad de acciones intencionales colectivas 9. Las divergencias entre ellas pueden obedecer a distintas razones. Menciono sólo dos. Por ejemplo, cabe que sean diferentes en cuanto a su espíritu cooperativo, que puede abarcar desde viajar juntos en el AVE hasta jugar al fútbol. También pueden divergir debido a la complejidad de las tareas que implican, de la simplicidad que supone la actividad de pasear juntos hasta la complejidad de los actos involucrados en la creación de un barrio o de una ciudad. A pesar de ello, este autor cree que es posible identificar una especie de mínimo común denominador en todas las actividades intencionales colectivas. Es importante este punto, por cuanto el objetivo que se propone este autor, según sus propias palabras, constituye una estrategia «minimalista». De ahí que considere que algunos de los elementos que hemos visto como condiciones necesarias de este tipo de actividades en BRATMAN y en SHAPIRO no lo son en absoluto. Del hecho de que normalmente se hallen presentes en los casos paradigmáticos de acciones colectivas no hay que deducir que sean condiciones necesarias de las mismas. Ello ocurriría, según este autor, con la condición 2.a) de BRATMAN, así como con las ideas de correspondencia mutua o conocimiento común. No quiere decirse con ello que no se den en muchas ocasiones, sino que pueden existir actividades intencionales que no las contengan. Por eso, es útil preguntarnos si existe alguna condición que sea efectivamente necesaria, por su carácter fundamental. KUTZ opina que sí y realiza un intento por delimitarla. Su respuesta a la anterior pregunta reza como sigue: hay un caso de una actividad colectiva intencional si y sólo si, los miembros de un grupo (un conjunto de individuos) están actuando con intenciones participativas superpuestas (overlapping participatory intentions) 10. El concepto de acción participativa ya lo adelantamos al analizar el esquema de SHAPIRO. Se trata de la intención que tiene una persona de contribuir con su parte en un acto colectivo. Tiene dos componentes representacionales. Por un lado, un papel individual, que consiste en el acto que un individuo realiza como una contribución al fin colectivo; por otro lado, el fin colectivo, que consiste en el objeto de una descripción que es el producto causal de actos de diferentes individuos (como transportar un objeto pesado) o es constituido por actos de diferentes individuos (como bailar un vals). Un fin colectivo es, por tanto, un estado de cosas cuya realización depende de que varias personas actúen juntas. 9

KUTZ, 2000. Ibid.: 89, 94, 103-104. Esta idea la aplicará el autor específicamente al ámbito de la comunidad judicial en KUTZ, 2001. 10

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Esta sencilla idea de intención participativa implicaría otra: cuando los participantes en una actividad tienen este tipo de intenciones, existe una disposición favorable a que los demás conozcan esta participación. Ello es así, por cuanto parece imposible para un participante concebir su acto como un acto que contribuye a un fin colectivo y al mismo tiempo tener la intención de que su contribución nunca sea conocida. Al respecto, KUTZ dice lo siguiente: Si tengo la intención de que mi contribución a algún fin colectivo sea secreta, por ejemplo llenando a hurtadillas una urna con votos para ayudar a un candidato, entonces lo natural sería decir no que estoy llevando a cabo mi parte en el proceso de elección del candidato, sino más bien que estoy actuando como un bribón tratando de conseguir que mi candidato sea elegido 11.

Este argumento de KUTZ y el ejemplo en que se apoya no me parecen del todo convincentes. Este autor parece dar por supuesto que el hecho de actuar en secreto siempre es fruto de la «contribución» a una finalidad perversa y, por ende, inconfesable. Pensemos, sin embargo, en la cantidad de personas que pretenden participar en un fin loable como es el de intentar erradicar la pobreza del planeta y lo hacen a través de contribuciones que pueden llegar a ser importantes, pero que quieren mantener en secreto. El carácter secreto de esa contribución, ¿debe llevarnos a la conclusión de que esa labor filantrópica no constituye una acción colectiva? Se puede ir más lejos aún. ¿Por qué el hecho de que la aportación de uno a un fin colectivo sea contraria a las reglas debe ser considerado como algo ajeno a la acción colectiva? Por seguir con el ejemplo de fraude electoral, como es sabido, el pucherazo era uno de los métodos de manipulación electoral usados principalmente durante el periodo de la restauración borbónica en España para permitir la alternancia pactada previamente entre el Partido liberal y el Partido conservador, dentro del modelo de dominación política local (sobre todo en las zonas rurales y las ciudades pequeñas) conocido como caciquismo. Para llevar a cabo la manipulación, se guardaban papeletas de votación (por ejemplo en pucheros, de ahí la denominación que se popularizó), y se añadían o se sustraían de la urna electoral a conveniencia para el resultado deseado. ¿No era después de todo una acción colectiva intencional esa práctica extendida, aunque sus participantes actuaran contra las reglas y no tuvieran interés en airear sus conductas? A pesar de esta problemática, no voy a insistir más en este punto, por cuanto no me parece relevante a la hora de trasladar el esquema en cuestión a la práctica de la aplicación del derecho: en este caso sí que parece un ingrediente necesario el seguimiento de reglas. Aunque podría acabar teniendo cierta relevancia en algunos casos, si consideramos que el apartarse de las reglas seguidas 11

KUTZ, 2000: 93.

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hasta un determinado momento en el caso de las convenciones puede dar lugar en algún momento posterior y debido a su carácter constitutivo a reglas nuevas, si los demás las siguen 12. Volvamos, pues, a KUTZ. Como vimos, las acciones participativas de las que habla este autor tienen la característica ulterior de ser «superpuestas». Esta es una manera de dar cuenta del hecho de que las intenciones de los participantes deben ir referidas a la misma empresa. Existiría esta superposición cuando el fin colectivo componente de sus intenciones participativas se refiere a la misma actividad o resultado y cuando existe una intersección no vacía del conjunto de estados de cosas que satisfacen aquellos fines colectivos. Hay que tener en cuenta, además, que la superposición siempre es una cuestión de grado. Por ejemplo, uno puede ir a casa de un amigo pensando que va a disfrutar de una cena tranquila, mientras otro puede asistir creyendo que se trata de una alocada fiesta sorpresa. La intersección del contenido de las respectivas intenciones en este caso sería al menos (no sabemos si alguna coincidencia más podría añadirse) que ambos desean ir a casa de su amigo. Si esa intersección diera como resultado un conjunto vacío, entonces no existiría una intención participativa superpuesta y, por ende, carecería de sentido hablar de acción intencional colectiva. 5.

EL COMPROMISO COMÚN Y LA NORMATIVIDAD

Para Margaret GILBERT, si dos o más personas están involucradas en una actividad colectiva, entonces forman lo que esta autora denomina «el sujeto plural de una meta» 13. Por ejemplo, si dos personas pasean juntas, forman el sujeto plural de la meta consistente en pasear juntas. De una manera más técnica, cabe decir que dos o más personas constituyen un sujeto plural de una meta si y sólo si están comprometidos conjuntamente a aceptar la meta de hacer J como grupo (as a body) 14. Por otro lado, GILBERT entiende que dos o más personas se hallan involucradas en una acción colectiva de realizar J si y sólo si están comprometidas conjuntamente a aceptar la meta de hacer J como grupo y cada uno actúa de la forma apropiada para alcanzar esa meta a la luz del hecho de que cada uno está sujeto al compromiso común. Vayamos por partes. Dos o más personas pueden estar comprometidas conjuntamente como grupo a muy distintas cosas: a tomar una decisión, a planificar algo, etcétera. En el caso de las acciones colectivas, los agentes están comprometidos conjuntamente a aceptar la meta de hacer J. 12

Sobre el carácter constitutivo de las convenciones, remito al siguiente capítulo. El no haber visto la presencia necesaria de este sujeto plural en las reglas sociales es algo que GILBERT le reprocha directamente a HART. Cfr. GILBERT, 1999. 14 GILBERT, 1989, 1996 y 2002. 13

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Se trata de que los agentes unan sus fuerzas para alcanzar la meta mediante el compromiso de cada uno de ellos con los demás en una forma particular, lo cual constituye el compromiso conjunto. El compromiso común estaría constituido por las siguientes propiedades: a) Implica la participación de más de una persona, aunque no necesariamente la de todos los miembros del grupo. b) Cada participante se hace responsable frente a los demás de cualquier violación del compromiso. c) Normalmente se trata de compromisos que no son rescindibles por cada participante de manera unilateral, sino sólo por todos juntos. d) Cada participante adquiere el compromiso de promover de la mejor manera que pueda el objeto del compromiso común. e) Esos compromisos individuales son interdependientes. Con ello quiere decirse que no pueden existir con independencia de los demás. f) Los compromisos individuales dependientes surgen simultáneamente en el momento de la creación del compromiso conjunto. g) De ese compromiso conjunto nacen derechos y obligaciones entre los participantes y cabe esperar que éstos lo sepan. Es importante destacar en esta caracterización de las acciones intencionales colectivas que hace GILBERT la introducción de un elemento normativo, del que darían cuenta las propiedades b) y g). Según tales rasgos, la participación en una actividad a través de un compromiso conjunto implica no sólo expectativas respecto a lo que los demás van a hacer, sino derechos a que los demás lo hagan; además, cada uno se hace responsable frente a los demás del cumplimiento de lo exigido por esos deberes. Este elemento no aparecía en los modelos que hemos examinado hasta ahora y habrá que ver hasta dónde nos lleva. Por de pronto, parece un poco extraño entender que en todos los casos en que nos hallamos frente a una acción intencional colectiva surja el elemento normativo. Aunque tal vez es verdad que algunos de esos casos puedan explicarse mejor a través de la presencia de tal elemento. Por esa razón, se ha propuesto que el planteamiento de los autores anteriores podría servir, aunque con críticas, para dar cuenta de grupos sin «unidad normativa», mientras que la propuesta de GILBERT habría que circunscribirla a un modelo de explicación de actividades de grupos «con unidad normativa» 15. Pero, aun aceptando ese proceder, podríamos preguntarnos si los rasgos que caracterizan el compromiso conjunto (necesario en el esquema de GILBERT para poder hablar de actividades intencionales colectivas) son aceptables para dar 15

Esta es la propuesta de SÁNCHEZ BRÍGIDO, 2008.

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cuenta de la presencia del elemento normativo del que vengo hablando (sea que se dé en todos los casos, como propone GILBERT, o sólo en algunos, como prefiere considerar SÁNCHEZ BRIGIDO). Por eso, incluso habiendo realizado esta reubicación del esquema presentado por Margaret GILBERT los problemas no han terminado. Voy a referirme únicamente a dos de ellos relativos a la normatividad, por ser lo que aquí más interesa. En primer lugar, cabe pensar que, aun admitiendo que la propuesta de esta autora diera cuenta de la normatividad incorporada en esas prácticas, llegaría a explicar tal vez sólo alguna subclase de ellas. En segundo lugar, la forma de plantear el surgimiento de la normatividad en esas actividades colectivas no resulta del todo convincente: sirve para explicar a lo sumo la aparición de expectativas recíprocas, pero no de derechos y deberes tal como pretende. Veamos ambas cuestiones. 5.1. ¿Hay una única normatividad en los grupos sociales? SÁNCHEZ BRÍGIDO ha puesto de relieve que pueden existir «unidades normativas» distintas asociadas a grupos que actúan con intencionalidad colectiva. GILBERT habría dado cuenta, según este autor, únicamente de un tipo de ellas (a la que llama «unidad normativa del tipo II»), pero no del otro (que sería la «unidad normativa de tipo I»). Las actividades de grupos en los que se da una unidad normativa de tipo I se caracterizarían, además de por las notas ya presentes en cualquiera de los modelos vistos con anterioridad al de GILBERT, por estos dos rasgos nuevos: 1) Cada miembro del grupo cree que las condiciones anteriores se dan y que el estado de cosas que se pretende alcanzar es valioso en relación con individuos no participantes. 2) Cada miembro del grupo piensa que le es aplicable a todo miembro del grupo una consideración normativa que hace referencia al citado estado de cosas. Se trataría de una consideración normativa de acuerdo a la cual para quien se halle, junto a otros, en posición de alcanzar ese estado de cosas debe llevar a cabo su parte. Estas cláusulas se establecerían para captar el hecho de que cuando existe una actividad de un grupo con este tipo de unidad normativa, sus miembros se conciben a sí mismos de este modo: creen que tienen ciertos deberes qua miembros del grupo y que ello depende del hecho de creer que la actividad del grupo es valiosa en relación con otros individuos que no forman parte del mismo. Esta aproximación sería útil para dar cuenta de casos de actividades institucionales relativamente sencillas. Esa especie de autoconciencia que reflejan las

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citadas cláusulas tendría algunos presupuestos. Para empezar, los miembros del grupo creen al menos que existe un grupo que actúa y que ellos forman parte de él. También presupone esa conciencia de que la actividad del grupo tiene un valor que va más allá de los miembros del grupo. Por último, se presupone un cierto contenido. Entre otras cosas, cuando un miembro cree que tiene un deber en cuanto a miembro del grupo que actúa, cree que, como tal miembro, debe hacer ciertas cosas. Además, cree eso porque piensa que hay alguna consideración normativa general que se le aplica. Tal consideración vendría a ser aquella según la cual si uno satisface una, algunas o todas las propiedades para ser miembro del grupo, entonces uno debe hacer ciertas cosas 16. Para entender el funcionamiento de estas cláusulas habría que colocarse en la posición de los participantes en el grupo y centrarse en el contenido de las actitudes que se expresan a través de la idea de que «creen» o «se conciben a sí mismos». Según este autor, cada participante en un grupo que actúa con este tipo de normatividad vendría a decirse lo siguiente: Hay varios individuos y yo mismo; se da un estado de cosas que para que se alcance requiere que tanto yo como los demás hagamos ciertas acciones y tengamos ciertas actitudes. Tengo la intención de realizar las acciones relevantes y los otros miembros del grupo también. Ese estado de cosas es valioso en relación con otras personas que no forman parte del grupo. Dicho brevemente, formamos un grupo que actúa y cuya actividad es valiosa por lo que he dicho y soy un miembro de ese grupo, lo cual significa que satisfago una propiedad especial: estoy en una posición tal capaz de, junto a los demás miembros del grupo, alcanzar un estado de cosas valioso para otros y, puesto que existe una consideración normativa de acuerdo a la cual cada uno que satisfaga esa propiedad debe hacer su parte, entonces debo hacer mi parte 17.

Para poder apreciar las diferencias que supone este modelo normativo respecto de un modelo de actividad grupal sin unidad normativa (del que darían cuenta los esquemas propuestos por BRATMAN, SHAPIRO y KUNTZ) SÁNCHEZ BRÍGIDO pone un ejemplo. Recordemos el caso de la pareja que decide pintar una casa. En el supuesto, tal como lo expliqué en su momento, los pintores no se ven a sí mismos actuando bajo ningún deber. ¿Pero qué sucedería si suponemos que los participantes están pintando la casa, y entienden que el hecho de que la casa acabe pintada es particularmente valioso en relación con otras personas? Por ejemplo, la casa necesita ser pintada porque va a convertirse en una residencia de ancianos. Si esto es así, se daría la primera cláusula que se ha añadido a los anteriores esquemas. Pero ello no sería suficiente para el nacimiento del deber. En efecto, podría darse el caso de que, a pesar de que los miembros consideren que el estado de cosas a alcanzar es valioso para otros, ellos no se consideran bajo el deber como miembros del grupo de llevar a cabo su parte. 16 17

SÁNCHEZ BRÍGIDO, 2008: 173. Ibid.: 173-174.

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De ahí que se requiera la segunda cláusula, según la cual ellos piensen que las consideraciones normativas relevantes les son aplicables. Lo importante para nuestro objetivo, sin embargo, es preguntarnos si este esquema daría cuenta de ejemplos de actividad de aplicación del derecho poco desarrollados. SÁNCHEZ BRÍGIDO propone que en la teoría del derecho alguien que habría propuesto un modelo que encajaría bastante bien aquí es Joseph RAZ. Recordemos el planteamiento de RAZ. Según RAZ, existe un grupo de individuos la mayor parte de los cuales sigue alguna regla que requiere que ellos evalúen conductas a través de la aplicación de normas identificadas por medio de criterios contenidos en aquélla, normas que forman un sistema (por lo tanto que están relacionadas entre sí) que es abierto, comprehensivo y supremo. Con lo cual, bastaría añadir estos rasgos recién citados al esquema anterior para que encaje en la propuesta de RAZ. Así, el estado de cosas del que existiría una autoconciencia que hay que alcanzar como grupo en el caso de la actividad judicial entendida como práctica social sería aquel que se constituye cuando todos (o la mayoría) de los participantes realizan ciertas acciones. Tales acciones serían justamente las que se acaban de enumerar: intentan seguir y siguen una regla que requiere que la conducta de los miembros de la comunidad sea evaluada de acuerdo con normas que satisfagan ciertos criterios, normas que forman un sistema que es abierto, comprehensivo y supremo. Pero en este caso, no se darían las dos cláusulas de las que he hablado anteriormente, por lo cual el esquema de RAZ serviría según SÁNCHEZ BRÍGIDO para dar cuenta de sistemas más simples. En cambio, según este autor, GILBERT habría ofrecido un esquema que no serviría para los casos poco desarrollados, pero iría en la línea correcta a la hora de explicar sistemas institucionalizados más complejos. La razón de esta valoración, en último término positiva, del análisis ofrecido por esta autora radicaría en el hecho de que habría dado con un recurso para explicar la normatividad, que es propia de tales sistemas. ¿Pero es esto así? 5.2.

Expectativas y normatividad

Para que exista el compromiso común los participantes tienen que expresar mutuamente de algún modo que tienen ese compromiso. La función principal de este tipo de compromisos es la de establecer un conjunto de derechos y obligaciones entre los participantes en esas actividades compartidas que establezcan un vínculo especial entre ellos. Es importante destacar que los compromisos de los que habla GILBERT pueden ser implícitos y no necesitan ser totalmente voluntarios (GILBERT, 1993). ¿Cómo se aplicaría esta idea en contextos normativos? Veámoslo en un problema típicamente normativo que se plantean a menudo los juristas y los filó-

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sofos del derecho. Se trata del problema de la obediencia al derecho: ¿tienen los ciudadanos un deber de obediencia en relación con las normas jurídicas de su país? GILBERT postula la existencia de un deber de este tipo, a través del concepto de compromiso común. La idea es como sigue. En la mayoría de países, los gobernados se describen a sí mismos como una especie de sujeto plural; así, por ejemplo, hablan de «los españoles» o «los franceses», y se refieren a su país como «nuestro país». Este lenguaje expresaría, según GILBERT, el compromiso común de todos ellos en relación con «su» comunidad política y ayudaría a explicar su experiencia moral compartida de sentir obligaciones de obediencia y apoyo especiales respecto de su comunidad o gobierno. Esta posición resulta atractiva, ya que apunta a una idea intuitiva, como es el hecho de que efectivamente de algún modo los ciudadanos de un mismo Estado pueden tener algún tipo de conciencia de que están embarcados en un proyecto común, como lo están, por ejemplo, los integrantes de una orquesta para que las piezas que interpretan suenen lo mejor posible. Sin embargo, también es una idea que se presta a ciertas críticas. Para empezar, podría decirse que no hay que confundir que alguien sienta que tiene una obligación con el hecho de que realmente la tenga. El mero hecho de que los ciudadanos de un Estado hagan referencias continuas a «nuestro» país y tengan un vago sentimiento de deuda respecto a él, no debe llevar a la conclusión de que esos ciudadanos tienen de hecho obligaciones políticas, aunque realmente crean que las tienen. Esas creencias y sentimientos pueden estar tan mediatizados por confusiones, por ideas poco meditadas o por inducciones por parte de otros, que difícilmente podemos reconocerlos como fuentes de obligaciones. Pero, a pesar de lo anterior, un defensor de la posición que estamos analizando podría responder diciendo que es indudable que cuando alguien muestra una cierta disposición a continuar en esa empresa común, es que de hecho está consintiendo tácitamente. Pero esto no es así. El estar dispuesto a seguir en una actividad de este tipo, aun bajo condiciones de conocimiento de todas las circunstancias relevantes para que no pueda hablarse de engaño (algo que difícilmente se puede dar en nuestras sociedades), no es lo mismo que consentir y no puede tener las mismas implicaciones normativas. Alguien podría decir todavía que la obligación proviene no sólo del hecho de que uno continúa dentro de la actividad, sino por la razón de que genera expectativas en los demás, que éstos tienen derecho a ver cumplidas 18. Si con un 18 No digo que Margaret GILBERT sostenga explícitamente que a través de las expectativas se generan los mencionados derechos y obligaciones. Sin embargo, su esquema en este punto no es nada claro y ésta podría ser una posibilidad por cuanto ella misma hace referencia continua a las expectativas generadas entre los participantes. Agradezco al evaluador anónimo de esta obra que me hiciera ver que este punto no quedaba claro en una versión anterior de este trabajo.

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grupo de amigos quedamos todos los sábados por la mañana para jugar al fútbol y es una actividad continuada, puede parecer razonable que si en un determinado momento decido no ir, los demás compañeros se sientan defraudados y entiendan que yo tenía una cierta obligación, basada en lo que la propia GILBERT denomina «comprensión tácita» entre los amigos. En estos casos, efectivamente, parece razonable suponer que hay obligaciones de los participantes, pero porque se trata de actividades basadas en un contacto personal, directo y continuado entre amigos, en las cuales es de suponer que se han dado genuinas expresiones de compromiso común de seguir con el partido de fútbol semanal. Si en este ejemplo nos parece razonable que surjan obligaciones recíprocas, no es porque en él se generen simples expectativas, sino por el hecho de ser actividades con ciertas características, es decir, porque son actividades personales y directas. Tomemos, en cambio, un ejemplo en el que, aunque se generen expectativas, las relaciones entre los implicados no sean personales y directas 19. Se cuenta que KANT era tan metódico y puntual en los paseos por su ciudad que las amas de casa ponían en hora sus relojes al paso del ilustre filósofo. Al caminar cada día a la misma hora por los mismos lugares, podría decirse que efectivamente los paseos de KANT generaron una razonable expectativa entre las amas de casa de Königsberg de que ellas podrían seguir poniendo cada día sus relojes en hora. ¿Quiere decir esto que KANT, transcurrido un cierto tiempo de sus ininterrumpidos paseos, había adquirido la obligación de seguir paseando a la misma hora? ¿Se puede sostener que si un día KANT decidía no salir a pasear, además de la frustración de expectativas generada, habría incumplido una obligación respecto a sus conciudadanas? No parece razonable. Y no lo es debido a que la relación de KANT con las amas de casa de Königsberg no era la especie de relación directa y personal que, en cambio, aparecía en el anterior ejemplo. Si esto es así, entonces puede afirmarse que los esfuerzos por extender un análisis que es apropiado sólo para ciertas clases de actividades compartidas, las que son directas y personales, a un análisis que cubra las actividades compartidas que son muy impersonales e indirectas, como la de los residentes en la misma comunidad política, tienen serias dificultades para lograr su objetivo. Esto mismo sucedería si quisiéramos trasplantar el planteamiento dibujado para justificar el deber de obediencia al derecho para dar cuenta de la normatividad que regiría la práctica de aplicación del derecho. 6. LOS LÍMITES DE ESTAS POSICIONES 6.1. Niveles distintos de análisis El breve recorrido que hemos realizado por algunos de los planteamientos de filosofía general y de teoría del derecho en relación con el análisis de las ac19

El ejemplo se encuentra en SIMMONS, 1996: 258.

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ciones colectivas bastará para poner de relieve su relevancia, pero también sus límites. Por lo que hace a lo primero, parece innegable que de los planteamientos desarrollados por BRATMAN o GILBERT se pueden extraer conclusiones importantes transportables al estudio del derecho entendido como fenómeno social, tal como han hecho SHAPIRO, KUTZ y SÁNCHEZ BRÍGIDO, por citar sólo a los que he mencionado antes 20. Ahora bien, para comprobar hasta qué punto esta traslación de esquemas provinientes de la filosofía general (que no están pensados específicamente para tratar los problemas propios de la teoría del derecho) efectivamente es exitosa, es preciso introducir distintos niveles de análisis. Su examen arrojará luz sobre los límites de estos diseños teóricos. Propongo, pues, distingir tres niveles en los que puede ser relevante hablar de acciones colectivas en relación con el derecho entendido como fenómeno social: 1) El nivel más general haría referencia al derecho como un todo y se revelaría a través de la indagación de los rasgos que hacen que el derecho sea un sistema normativo institucionalizado. En efecto, como es sabido, el carácter institucional es comúnmente aceptado entre los juristas como el rasgo que permitiría diferenciar al derecho del resto de los sistemas normativos (como la moral posítiva, por ejemplo). Como vimos en el capítulo anterior, HART da cuenta del carácter institucional del derecho a través de la idea de reglas secundarias. La presencia de reglas de cambio, de adjudicación y de reconocimiento supone el tránsito de un sistema prejurídico (o cuanto menos poco evolucionado) a un sistema jurídico (o evolucionado), al permitir que sea el propio sistema de que se trate el que establezca las condiciones para que se den una creación y una aplicación de normas de acuerdo con el mismo sistema 21. Una teoría que pretenda dar cuenta del derecho como fenómeno social debería, en este nivel, ofrecer una explicación del mismo en términos de acción colectiva, que englobara las acciones relevantes de los particulares (en relación con la obediencia de las reglas primarias) y de los funcionarios, tanto de legisladores como de aplicadores de tales normas (relativas a todas las reglas secundarias) 22. Tal vez, una concepción minimalista de la acción colectiva como la propuesta por KUTZ a través de su idea de intenciones participativas superpuestas 20

Otras posiciones, por ejemplo, en TOUMELA, 2002. Podría decirse que KELSEN también tiene una alusión a lo que serían reglas de cambio y de adjudicación a través de su idea de que el derecho es un sistema normativo que, a diferencia de otros, regula su propia creación. Esto sugiere inmediatamente la presencia de instituciones que se ocupan precisamente de establecer tal regulación. 22 Un intento de aplicar la idea de acción colectiva a partir del concepto de creencia mutua de LAGENSPETZ a la actividad parlamentaria se puede hallar en AARNIO, 1998. Más adelante (en el capítulo VI) me serviré también de este concepto, pero para aplicarlo a las condiciones de existencia de una regla de reconocimiento. 21

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sería, de las que hemos visto, la única aplicable con este amplio alcance. Aunque, para ser realistas, es difícil concebir las acciones de los particulares y de los funcionarios en el mismo plano. Pero, si prescindimos de las acciones de los primeros, este esquema sería aplicable sin demasiados problemas a las prácticas presupuestas en el surgimiento de las tres reglas secundarias. Es concebible, en efecto, que tanto legisladores como aplicadores pertenecientes a un mismo sistema jurídico actúen con un fin colectivo, aunque éste deba ser expresado en términos muy generales, como por ejemplo, el mantenimiento de un determinado Estado. Puesto que un fin colectivo es un estado de cosas cuya realización depende de que varias persones actúen juntas, es fácil concluir que sin un seguimiento generalizado de las normas de cambio de un determinado sistema por parte de los legisladores y un seguimiento generalizado de las normas de adjudicación de ese sistema por parte de los aplicadores, no se podría seguir manteniendo el mismo sistema jurídico. Recordemos, además, que la idea de superposición de la que habla KUTZ exige no que todos los participantes en la acción colectiva tengan exactamente en mente los mismos medios para conseguir el fin colectivo, sino que basta con que exista una intersección no vacía del conjunto de estados de cosas que satisfacen el fin colectivo. 2) Otro nivel de análisis podría prescindir de los actos de creación para centrarse en los de aplicación. En este caso, visto de nuevo desde la perspectiva de la presencia de las reglas secundarias, el citado análisis equivaldría a centrarse en el estudio de las prácticas involucradas en el surgimiento de las reglas de adjudicación y de la regla de reconocimiento. Este paso sería consecuente con el cambio de énfasis del que hablé en los dos capítulos anteriores y de una forma muy especial con la idea de RAZ, a la que ya aludí, según la cual el componente verdaderamente imprescindible en un sistema juirídico sería la presencia de órganos de aplicación. Este debería ser en realidad el centro de la discusión de la traslación del concepto de acción colectiva al ámbito de la práctica de adjudicación, si uno atiende a lo que explícitamente dicen los teóricos del derecho que han utilizado esta estrategia y ya he discutido su posible relevancia a lo largo de este capítulo. Pero digo que debería ser, por cuanto lo que sucede en verdad es que ello se mezcla, como después se verá, con el tercer nivel de analisis al que me refiero a continuación. 3) Siguiendo con el proceso de concreción, nos encontramos con un tercer nivel de análisis, que consistiría en el examen de las prácticas sociales que dan lugar al nacimiento y mantenimiento de una regla de reconocimiento. Se trata, tal como la entenderé aquí, de un subtipo de práctica social relativa básicamente también al comportamiento de los órganos aplicadores, pero que tiene unos rasgos específicos que la hacen merecedora de un tratamiento singular, que será el que ofreceré en el próximo capítulo. En concreto, se trata de una práctica de identificación de las normas de un sistema llevada a cabo por quienes se dedican a su aplicación.

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La razón que justificaría el deslindar la tarea de la identificación del propio derecho del resto de acciones que también llevan a cabo los jueces en su más amplia tarea de aplicación del derecho es la que desarrollaré en el próximo capítulo, pero que puede ahora ser resumida del siguiente modo: se trata de aislar el componente constitutivo que tiene esa práctica. La existencia de las reglas de adjudicación, cuyo examen debería ser relevante para el análisis del citado nivel 2, requiere la existencia de una regla de reconocimiento, puesto que no pueden existir reglas de adjudicación en el vacío. Un conjunto concreto de reglas de adjudicación lo es de un concreto sistema jurídico, para cuya existencia se precisa la subsistencia de una regla de reconocimiento, es decir, una práctica de identificación normativa unitaria que se sirva de los mismos criterios. 6.2.

Diferencias de enfoque

Se dan en las discusiones de filosofía, en general, y en las de filosofía del derecho, en particular, un tipo de problemas recurrentes, producto de lo que en algún otro lugar he llamado «diferencias de enfoque» 23. No es infrecuente, en efecto, que distintos autores traten en teoría el mismo problema, cuando en realidad lo que hacen es abordarlo con un enfoque más o menos cercano que hace variar por completo el alcance de sus tesis. Es un fenómeno parecido a lo que sucede a la hora de realizar una fotografía. Utilizar un zum potente tiene como consecuencia que la instantánea se concentre en un punto muy concreto, con lo que pueden revelarse detalles muy importantes del mismo, pero a costa de perder el encaje de ese punto con los que le rodean. Por el contrario, si se utiliza un enfoque más panorámico se pueda dar cuenta cabal del entramado general del conjunto, pero sus componentes pierden nitidez. Algo parecido a lo anterior sucede en el caso que nos ocupa. Estas diferencias de enfoque tienen lugar específicamente cuando los teóricos del derecho (como es el caso de SHAPIRO o SÁNCHEZ BRÍGIDO, por ejemplo) se sirven de los esquemas planteados por filósofos como BRATMAN o GILBERT, que serían aplicables seguramente en el nivel de análisis 1 y, tal vez también, en nivel de análisis 2, para emplearlos en el nivel de análisis 3. En realidad, al no distinguir entre los niveles de análisis que he propuesto, se mezclan en la práctica, al menos, los correspondientes a los niveles 2 y 3. ¿Cuál es el resultado de este proceder? Estos autores critican la idea de práctica social, básicamente de corte convencionalista, que estaría fundamentando la existencia de una regla de reconocimiento. Pero lo hacen, identificando dicha práctica con la de la aplicación del derecho. Si lo que se dijera con ello es que la práctica social de aplicación del derecho no puede consistir simplemente en una práctica de carácter con23

Cfr. VILAJOSANA, 2007: 22.

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vencional, seguramente tendrían razón. Y sin duda el propio HART dio pábulo a tal interpretación porque en alguna ocasión trata conjuntamente, dentro del concepto de regla de reconocimiento, los niveles de análisis que aquí he deslindado como 2 y 3. Emblemáticamente, ello sucede en el «Postcript» a El concepto de derecho, cuando este autor responde a las críticas formuladas por DWORKIN y en un momento dado sostiene que la regla de reconocimiento es «una regla consuetudinaria judicial que existe sólo si es aceptada y practicada en las operaciones de identificación y aplicación del derecho» 24. Ahora bien, lo anterior no es óbice para sostener que es más fructífero, a los efectos de determinar cuáles son los actos relevantes para la existencia de un sistema jurídico, proceder a la mencionada distinción. Así, no se pueden ofrecer como contrapunto a la visión convencionalista de la regla de reconocimiento (nivel 3) concepciones que se refieren a la práctica más general de aplicación del derecho (nivel 2). Esta última práctica no agota su contenido en las tareas de identificación de las normas del propio sistema, sino que incluye otras cuestiones relevantes en el proceso tendente a resolver casos concretos con el uso justificado de normas jurídicamente aplicables, como, por ejemplo, todos los actos conducentes a la atribución de un significado determinado a los enunciados normativos, conocido como proceso interpretativo. 6.3.

La defensa de una visión convencionalista del derecho

Los anteriores errores de perspectiva se podrían explicar también de otro modo equivalente. Al respecto, se dan dos problemas que hay que distinguir, pero cuya diferenciación no es fácil por estar estrechamente relacionados. Uno de ellos, en el que se concretaría el examen relativo al nivel 2, sería el de determinar qué clases de actividades conforman las prácticas sociales de aplicación del derecho. El segundo, propio del nivel 3 de análisis, en el que se indagaría acerca de las condiciones de existencia de una regla de reconocimiento. La tesis que defiendo en este punto es que me parece igual de erróneo explicar el primero por referencia al segundo, como recorrer el camino inverso. En un caso, se toma la parte por el todo, ya que la utilización compartida de criterios para determinar cuáles son las fuentes del derecho de un determinado sistema jurídico es sólo una parte de los actos que conforman el proceso de aplicación del derecho, mientras que en el otro supuesto las características que explican el todo (la práctica judicial) se utilizan para explicar la parte (la existencia de la regla de reconocimiento). Es por ello que no tiene por qué ser incoherente sostener, por ejemplo, que una determinada concepción de la acción colectiva es idónea para explicar uno de los problemas, pero no lo es para dar cuenta del otro. En este sentido, cualquiera de las elaboraciones que hemos 24

HART, 1994: 256 (la cursiva es mía).

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examinado a lo largo de este capítulo, con las matizaciones que he hecho en algún momento, podría servir para emprender con éxito el análisis del proceso de aplicación del derecho, pero en cambio no ser adecuada para abordar la concreta problemática relativa al nacimiento y continuidad de las prácticas de identificación normativa. Por otro lado, lo que cuenta como mejor explicación de las condiciones de existencia de una regla de reconocimiento no tiene por qué servir para explicar la totalidad de los actos que conforman el proceso de aplicación normativa 25. Por mi parte, y tal como veremos en el capítulo siguiente, preferiré emprender el análisis más concreto de nivel 3 partiendo, con algunas adaptaciones, del entramado conceptual de John SEARLE 26. Hay dos razones básicas que justifican esta elección. La primera de ellas, es que este filósofo ha pensado directamente en acciones colectivas de carácter institucional, de ahí que su traslación al ámbito jurídico resulte menos forzada que otras. La segunda razón es que a través de su idea de reglas constitutivas como mecanismo de creación de la realidad social es posible un ajuste fino respecto al concepto de regla de reconocimiento como convención con dimensión constitutiva que aquí defenderé 27. Aunque insistiré más en ello, hay que destacar de entrada la importancia de este elemento constitutivo (que emerge claramente en el nivel 3, como espero mostrar, pero que resulta oscurecido frente a la normatividad de la práctica que aparece en primer plano, cuando se atiende a los ámbitos más generales, relativos a los niveles 1 y 2). Pensemos en el ejemplo de acción colectiva varias veces mencionado, consistente en pintar una casa por parte de dos individuos. La cuestión que pretendo destacar es ésta: cuando varios individuos pintan la misma casa, el hecho de que sea la misma no viene constituido por sus acciones de pintarla, sino por propiedades externas a esa práctica. En cambio, cuando tratamos de las acciones de identificación del derecho por parte de los jueces, esa práctica (junto a la eficacia general de las normas identificadas) contribuye a la creación del derecho, porque es constitutiva. Únicamente de este modo puede afirmarse con sentido que tales acciones se refieren al mismo objeto de la práctica. 25 Es curioso constatar, en este sentido, como autores como POSTEMA, que habían sido de los primeros en analizar la regla de reconocimiento de HART en términos convencionales (POSTEMA, 1982), se han refugiado más tarde en una visión convencionalista del conjunto de la práctica jurídica (POSTEMA, 2004). Mi posición, como espero dejar claro en el texto, es que lejos de abjurar del carácter convencionalista de la regla de reconocimiento, lo que procede es delimitar convenientemente las prácticas de identificación del derecho de una determinada comunidad y mostrar que, una vez se ha producido adecuadamente la focalización en este punto, entonces cobra pleno sentido decir que dichas prácticas de identificación son convencionales, pero que no tienen por qué serlo ni el conjunto de las prácticas de aplicación, ni mucho menos el de las prácticas jurídicas en general. 26 Otros autores han tomado también como punto de partida las tesis de SEARLE para aplicarlas al ámbito iusfilosófico. Entre ellos, cabe destacar a los teóricos de la llamada «Teoría Teoría institucional del derecho», »,, como MACCORMICK y WEINBERGER. Pero sus posiciones difieren notablemente de las que aquí sostengo, principalmente por cuanto su centro de atención prioritario es el problema de la normatividad, no el de la existencia de los sistemas jurídicos. Cfr., por todos sus trabajos, MACCORMICK y WEINBERGER, 1986. 27 Respecto a la creación de la realidad social, véase TOUMELA, 2003, en el que se usa también el esquema de SEARLE, pero con ciertos matices críticos.

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Tampoco me parece ajeno a un cierto desenfoque el problema que suele denominarse de la normatividad de las prácticas sociales. Ya lo he mencionado antes al hablar de las dificultades de fundar tal normatividad en las expectativas dentro de un grupo numeroso de personas y en el que no se dan relaciones directas. Pero, de nuevo, será preciso disitnguir el citado problema en función, al menos, de los tres niveles que he diferenciado. Nos daremos cuenta, entonces, que en tan espinoso tema hay en realidad preguntas muy distintas, normalmente mezcladas entre sí 28. Centrado el problema en sus justos términos, adecuado al análisis de nivel 3 que he mencionado, será posible ofrecer los fundamentos de una teoría convencionalista que permita ubicar adecuadamente la regla de reconocimiento, basada exclusivamente en una práctica de identificación de normas que tiene como resultado contribuir a la generación y mantenimiento de un determinado sistema jurídico en una determinada sociedad y con una normatividad que no vaya más allá de la propia de las convenciones. El alcanzar esta doble meta es la pretensión medular del próximo capítulo 29.

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Véase infra apartado 6.3. del capítulo VI para un tratamiento más detenido de estas cuestiones. Quede claro que no pretendo sostener que mi caracterización de la regla de reconocimiento sea la más adecuada ni a la letra ni al espíritu de lo dicho por HART, ya que mi interés principal aquí no es el de realizar un trabajo hermenéutico de los textos de este autor, sino el de tomar la idea de regla de reconocimiento que me parece más adecuada para después defender mis propias tesis. 29

CAPÍTULO VI CONVENCIÓN Y PRÀCTICAS DE IDENTIFICACIÓN DEL DERECHO 1.

CONVENCIÓN Y TEORÍA DEL DERECHO

Hay usos muy distintos de la palabra «convención» y no todos ellos son relevantes en esta sede. Por eso, también se puede hablar de convencionalismo en sentidos muy distintos que no son aquí pertinentes, aunque puedan compartir un cierto aire de familia. Podría decirse que el sentido más general en el que suele hablarse de que algo es convencional consiste en equipararlo a algo que es artificial (una creación humana) y contraponerlo a lo que es natural (cuya existencia no dependería de la intervención de los seres humanos). Este sentido tan general se puede hallar fácilmente en muchas aplicaciones del término «convención», también en la que aquí nos interesa. Ahora bien, al ser tan general, este concepto de convención resulta poco apropiado para dar cuenta de fenómenos sociales característicos como el derecho. De hecho, todos los fenómenos sociales, justamente por no ser naturales, serían en este sentido convencionales. De ahí que las convenciones de las que se suele hablar en teoría del derecho tengan que ver con hechos sociales, pero con algún rasgo adicional. Como una primera aproximación, que más adelante matizaré, se entiende que los hechos sociales están formados por una serie de conductas de los miembros de una determinada sociedad con una característica básica: se trata de acciones que se realizan teniendo en cuenta la conducta de los demás. Adicionalmente, el rasgo convencional surge cuando se puede formular con sentido y para cada comportamiento verbal y no verbal de los participantes un contrafáctico como éste: «si los demás no dijesen y no hiciesen lo que hacen yo no

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diría lo que digo o haría lo que hago». Ésta ya es una forma específica de considerar las convenciones y que no es meramente equiparable a lo que sea artificial o social. Más bien, la contraposición ahora ya no es entre lo social y lo natural, sino, dentro ya de lo social, entre lo que es reflejo de una convención (que sería lo que acabamos de ver) y lo que es fruto de una convicción. Esto último podría ser representado a través de un contrafáctico que correría paralelo al anterior: «aunque nadie dijese lo que dice o hiciese lo que hace, yo diría lo que digo o haría lo que hago» 1. La discusión actual acerca del carácter convencional del derecho tiene más bien que ver con este sentido y arranca de la toma en consideración del trabajo del filósofo David LEWIS, On Convention, en el que se trata técnicamente el concepto de convención vinculándolo a la literatura acerca de teoría de los juegos y el análisis de las decisiones estratégicas. De ahí pasó a la teoría del derecho, básicamente a través de la interpretación de la regla de reconocimiento de HART como una convención en el sentido de LEWIS. Aunque con algunas diferencias significativas entre ellos, se puede rastrear esa historia a través de los trabajos pioneros de ULLMANN-MARGALIT (1977) y de POSTEMA (1982), hasta llegar a los más recientes de LAGERSPETZ (1995), MARMOR (1996), SHAPIRO (2001) y COLEMAN (2001). Entre nosotros también se han dado pasos en esta dirección 2. 2. ¿CONVENCIONALISMO EN QUÉ SENTIDO? La vinculación del convencionalismo jurídico con la teoría del derecho ha tendido a llevarse a cabo dentro de las posiciones iuspositivistas. En concreto, la conexión se produciría en relación con la llamada tesis de las fuentes sociales, que generalmente es considerada como característica del positivismo jurídico. De hecho, para algunos autores de esta corriente, emblemáticamente para BAYÓN, «lo que realmente hace posible la existencia de versiones crucialmente diferentes de la tesis de las fuentes sociales es que su núcleo mínimo, la tesis convencionalista, puede combinarse con diferentes ontologías de los hechos sociales» 3. Para este autor, la tesis convencionalista consistiría en sostener que la existencia y contenido del derecho depende exclusivamente de hechos sociales complejos. Es interesante esta visión, por cuanto no prejuzga cuáles son los hechos sociales relevantes ni qué ontología haya que presuponer para los hechos convencionales. La formulación de estos contrafácticos la tomo de NARVÁEZ, 2004: 280. Hay que destacar los trabajos de Juan Carlos BAYÓN y de Maribel NARVÁEZ, citados a lo largo de este capítulo. También puede verse VILAJOSANA, 2003 y 2006. 3 Cfr. BAYÓN, 2001: 10. 1 2

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Respecto a qué ontología sería relevante, conviene advertir que, según BAYÓN, la aceptación del convencionalismo jurídico equivaldría a asumir que la realidad jurídica está construida por la actividad de seres humanos y consiste meramente en un conjunto de creencias compartidas y de actitudes y expectativas interdependientes. Esta tesis no niega la objetividad de los hechos convencionales, sino que únicamente rechazaría el realismo metafísico acerca del derecho, es decir, aquella visión que obligaría a postular en este campo la existencia de entidades constitutivamente independientes de las mentes humanas. Pero sucede que la objetividad de las entidades convencionales podría concebirse de más de una manera. Dicho de otro modo, una cosa sería aceptar que la existencia y el contenido del derecho dependen sólo de hechos sociales (tesis convencionalista, según BAYÓN) y otra distinta sería postular alguna tesis particular acerca de qué es lo que constituye esos hechos sociales, cuál es su particular ontología o en qué consiste su objetividad. Una primera forma de entender la ontología u objetividad de las entidades convencionales sería la que probablemente haría suya el positivismo hartiano y que, siguiendo a COLEMAN y LEITER, se denomina tesis de la objetividad mínima 4. De acuerdo con ella, sólo tendría sentido decir que existe una regla social cuando hay acuerdo explícito acerca del conjunto de aplicaciones correcta de ella. Por lo tanto, más allá del punto hasta el que se extiende ese acuerdo explícito no hay, por definición, regla compartida. Esta concepción rechazaría como carente de sentido la idea de error generalizado acerca de la extensión de una regla social, esto es, aunque un individuo podría equivocarse acerca de lo que exige una regla social, por definición no sería posible que la comunidad en su conjunto incurriera en esa clase de error. Implicaría, igualmente, que no puede haber desacuerdos genuinos acerca de lo que una regla social exige para un caso controvertido. La razón de ello es que la posibilidad de que exista controversia pondría de relieve que no hay regla compartida que poder aplicar al caso concreto. Así, de la conjunción de la tesis convencionalista (en el sentido que le da BAYÓN) con la específica ontología de los hechos sociales que asume la tesis de la objetividad mínima, resultaría que el derecho no existe más allá de las convenciones, y que tales convenciones se extienden sólo hasta donde llega el acuerdo. Ahora bien, BAYÓN argumenta que la tesis de la objetividad mínima no es satisfactoria y que, por lo tanto, la tesis convencionalista debería ser combinada con una ontología de los hechos sociales alternativa. Las deficiencias de la tesis de la objetividad mínima se pondrían de relieve con el problema del seguimiento de reglas. La idea misma de «seguir una regla» implicaría que debe ser posible distinguir entre seguir realmente una regla y meramente creer que se la sigue, lo que exigiría criterios públicos de corrección. El problema estribaría en 4

Cfr. LEITER, 1993; COLEMAN y LEITER, 1995.

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que si se afirma —como lo haría la tesis de la objetividad mínima— que el criterio público es el acuerdo acerca de qué actos de aplicación son correctos, cuando no haya acuerdo no hay convención. BAYÓN explora una vía alternativa a la tesis de la objetividad mínima que, siguiendo a Michael MOORE 5, denomina convencionalismo profundo. Sostiene que la existencia de cualquier práctica social normativa exige criterios de corrección compartidos y que una consecuencia ineludible de cualquier enfoque convencionalista sería, en tal sentido, que los criterios que la comunidad considera correctos definen sin más qué es correcto. Pero lo que sugeriría el convencionalismo profundo es que para poder afirmar que la comunidad comparte efectivamente ciertos criterios de corrección no es necesario que cada uno de sus miembros sea capaz de articular y expresar exhaustivamente dichos criterios, ni que haya acuerdo perfecto en sus aplicaciones efectivas. Para el convencionalismo profundo podría tener sentido decir que la mayoría de la comunidad se equivoca al considerar correcta (o incorrecta) cierta aplicación de una regla. Asimismo, del hecho de que se dé una disputa acerca de lo que una regla exige para un caso concreto no se seguiría que ninguno de los puntos de vista enfrentados puede ser tenido como correcto según dicha regla. En resumen, para BAYÓN, la tesis convencionalista tal como acabamos de describirla constituiría el contenido mínimo del positivismo jurídico. Puesto que la tesis convencionalista puede combinarse con diferentes ontologías de los hechos sociales, cabe que se den versiones distintas de la tesis de las fuentes sociales, o, lo que es lo mismo, diferentes maneras de explicar en qué consisten estos hechos. Esto último presupondría aceptar que son posibles distintas concepciones de la objetividad de las convenciones (tesis de la objetividad mínima y tesis del convencionalismo profundo), de las cuales BAYÓN se adscribiría a la segunda. Pero esta posición puede recibir algunas críticas. La más relevante por ahora es que en la versión de este autor la tesis de las fuentes sociales y la tesis convencionalista coinciden en su formulación, lo cual se compadece mal con el intento explícito de retrotraer la tesis de las fuentes sociales a una tesis más básica, que sería la tesis convencionalista. Como ya hice notar hace algún tiempo 6, mientras que BAYÓN define la tesis de las fuentes de este modo: «La existencia y el contenido del derecho […] es algo que depende (queriendo decir, por lo general, que depende exclusivamente) de hechos sociales complejos», cuando alude a la tesis convencionalista lo hace en términos casi idénticos a los anteriores: «...la tesis convencionalista —esto es, la idea de que la existencia y el contenido del derecho dependen sólo de hechos sociales» 7. 5 Cfr. MOORE, 1987. En un sentido distinto, que no hay que confundir con éste, ha hablado de convenciones profundas Andrei MARMOR (cfr. MARMOR, 2007). 6 VILAJOSANA, 2003: 47, nota 20. 7 BAYÓN, 2001: 37 y 48, respectivamente.

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Sin embargo, hay una manera de salvar este inconveniente. Consiste en abandonar la definición que da BAYÓN de la tesis convencionalista —la cual coincide con su formulación de la tesis de las fuentes— y caracterizarla de otro modo, de tal manera que sea posible diferenciarlas. Esto es lo que haré más adelante. De hecho, BAYÓN asume que el núcleo básico o contenido mínimo del positivismo jurídico se traduce en la afirmación de que los hechos sociales complejos de los cuales dependería exclusivamente la existencia y contenido del derecho consisten en convenciones. Esta estrategia permite eliminar el problema señalado, pues si se admite —como parece razonable hacerlo— que las convenciones o prácticas convencionales son un cierto tipo de hechos sociales, la tesis de las fuentes y la tesis convencionalista no pueden ser equivalentes. Pero este camino puede conducir a otros problemas para su entramado teórico. Bajo esta presentación, en la cual ambas tesis se conciben como diferentes, el convencionalismo, lejos de conformar el núcleo básico o el contenido mínimo del positivismo jurídico, como pretende BAYÓN, se revela, en tanto constituye una cierta forma de concebir los hechos sociales, sólo como una de las maneras en que es posible especificar la tesis de las fuentes sociales. En particular, los postulados convencionalistas se acomodan bastante bien a algunas concepciones del derecho, como por ejemplo la teoría hartiana, que intenta explicar los hechos sociales complejos de los que depende la existencia y contenido del derecho en términos de prácticas de aceptación de reglas, las cuales implican, entre otras cosas, la adopción de ciertas convenciones acerca de cómo reconocer o identificar esas reglas. La regla de reconocimiento hartiana no es sino, básicamente, una convención de esta clase, como mostraré más adelante. Pero por plausible que pueda considerarse la teoría de HART o alguna otra variante de una concepción convencionalista, debe tenerse presente que es sólo una de las teorías positivistas acerca de qué es el derecho y acerca de cuáles son los hechos sociales complejos de los que depende su existencia y contenido, pero no la única. Se encuentra en disputa con otras teorías positivistas rivales que, aunque también adoptan la tesis de las fuentes sociales, proponen especificarla de otra manera, es decir, teorías que no aceptan, por ejemplo, que los hechos sociales complejos de los cuales depende la existencia y contenido del derecho consistan en prácticas de aceptación de reglas y, en ese sentido, tampoco en convenciones acerca de su identificación; o teorías que ni siquiera aceptan que el derecho consista en un conjunto de reglas generales. Dentro del primer caso, encontraríamos doctrinas como la del soberano de AUSTIN, a la que ya aludí. En este caso, los hechos sociales relevantes para la existencia de un sistema jurídico no parecen incorporar el elemento convencional, al menos en su sentido más técnico. La insistencia de AUSTIN en la obediencia habitual hace pensar que tiene en cuenta el factor de eficacia general de las normas, pero nada parecido a una regla de reconocimiento de carácter conven-

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cional como en la que parece estar pensando HART. También para KELSEN, como vimos, el derecho consistiría en un sistema jurídico, pero los hechos sociales de los cuales depende su existencia y contenido se reducirían, en última instancia, a la eficacia general de las normas que lo forman, ya que únicamente de este modo los juristas postulan la presencia de una norma básica. Por lo que hace al segundo tipo de teorías, sólo cabe recordar que para una cierta versión extrema del realismo jurídico norteamericano, el derecho no consiste en reglas generales, ni mucho menos puede ser concebido como un orden integrado por tales reglas. Para esta corriente iusfilosófica, dicho de manera general y aproximada, el derecho consistiría en la conducta judicial, es decir, en cómo los jueces resuelven litigios en casos concretos, y su existencia y contenido dependería de los distintos factores (económicos, políticos, sociales, culturales, psicológicos, etc.) que determinan causalmente la conducta judicial. Para un realista de la escuela escandinava como Alf ROSS, por su parte, el derecho es el conjunto de normas que efectivamente operan en el espíritu del juez para fundar sus decisiones, y depende, básicamente, del hecho social de que los jueces vivan tales normas (psicológicamente) como socialmente obligatorias. Por estas razones, pues, es la tesis de las fuentes y no la tesis convencionalista la que parece presentarse como mejor candidata a ser postulada como núcleo o contenido mínimo del positivismo jurídico, o como formando parte de él, quizá junto con alguna otra tesis 8. Es la tesis de las fuentes sociales y no la tesis convencionalista lo que constituye un factor común a todas aquellas posturas representativas del denominado positivismo metodológico o conceptual. Por otra parte, una vez especificados los referidos aspectos de la tesis de las fuentes será posible encarar cuál es el status ontológico, o sea, la objetividad del derecho y de los hechos que determinan su existencia y contenido. Así, por ejemplo, la controversia entre la objetividad mínima y el convencionalismo profundo, en tanto concepciones rivales del status ontológico, supone que se ha especificado la tesis de las fuentes de acuerdo a alguna doctrina convencionalista. Tendría razón entonces SUCAR 9 cuando sostiene que de las tres cuestiones que según BAYÓN deja abiertas la tesis convencionalista, a saber: a) cuáles son los hechos sociales relevantes; b) qué clase de relación existe entre normas y hechos sociales; y c) cuál es la objetividad que poseen las entidades convencionales, en realidad únicamente la tercera es la que queda abierta. Una respuesta a la primera cuestión no sería otra cosa que la especificación de qué tipo de hechos sociales se consideran determinantes de la existencia y el contenido del derecho. La segunda cuestión, tal como se encuentra formulada, supone que ya se ha especificado la tesis de las fuentes en relación con lo que consiste el de8 9

Esta afirmación la matizaré más adelante en el apartado 3.2. de este mismo capítulo. SUCAR, 2006: 322.

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recho, concibiéndolo como normas o como conjunto de normas. Una respuesta a esta pregunta requiere establecer cuál es la naturaleza de la relación entre el derecho así concebido y los hechos sociales que se hayan considerado relevantes —mediante una especificación a la primera cuestión— para determinar su existencia y contenido. Si se entiende que tales hechos sociales consisten o están directamente vinculados con convenciones de alguna clase, habrá de especificarse cuál es la relación entre ambos, lo cual no es otra cosa que responder a una cuestión que deja abierta la tesis de las fuentes sociales. De todos modos, es importante destacar una última idea de BAYÓN, cuando indica que el rótulo «convencionalismo» puede ser usado en dos sentidos diferentes. El convencionalismo, tal como él lo ha presentado, hablaría sólo de las condiciones de existencia del derecho, afirmando que se trata de una realidad convencional, de un producto de interacciones humanas. Pero no todas las reglas convencionales serían convencionales en el mismo sentido: sólo algunas reglas convencionales —en el sentido lato que equivale a reglas sociales— serían específicamente convenciones en el sentido técnico que es familiar en teoría de juegos a partir de la obra de David LEWIS 10, esto es, como una solución a un problema de coordinación. En tal sentido, una convención puede ser vista a la vez como un hecho social y un entramado de razones para actuar, lo que ha llevado a algunos autores a sostener que la regla de reconocimiento de un sistema jurídico es una convención de esta clase, como modo de reconciliar el carácter social y la normatividad del derecho. Esta última acepción del convencionalismo sería no ya relativa a las condiciones de existencia del derecho, sino a su normatividad. En lo que sigue me referiré básicamente al primer sentido, si bien aludiré en su momento a algunos problemas que se esconden tras la pregunta acerca de la normatividad. Una de las ventajas que tiene el convencionalismo jurídico que defenderé es que resulta neutral frente a la discusión ontológica realismo-antirrealismo. 3.

LA TESIS SOCIAL

Pocas dudas caben acerca de que el derecho es un fenómeno social. Una forma de expresarlo es que, de algún modo, el derecho depende de hechos sociales. Sin embargo, en la literatura sobre la relación entre hechos sociales y derecho se puede apreciar una gran variedad terminológica y de contenido. Sólo para tomar alguna muestra representativa de la teoría del derecho contemporánea, mencionaré algunas definiciones que pretenden recoger intuiciones parecidas. 10

Cfr. LEWIS, 1969.

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Por ejemplo, RAZ habla de «la tesis de las fuentes sociales» al decir que «una teoría del derecho es aceptable sólo si su test de identificación del contenido del derecho y determinación de su existencia depende exclusivamente de hechos sobre la conducta humana susceptibles de ser descritos en términos valorativamente neutrales y aplicados sin recurrir a ningún argumento moral» 11. Por su lado, POSTEMA sostiene lo que llama «tesis social»: «el derecho es un hecho social; lo que cuenta como derecho y lo que no, es material de hecho acerca de la conducta social humana e instituciones que pueden ser descritas en términos que no impliquen ninguna evaluación de la conducta de las instituciones. Entendemos el derecho solo si lo entendemos como una clase de institución social que puede decirse que existe sólo si es realmente vigente y dirige la conducta humana en la comunidad. Toda teoría general del derecho que sea adecuada debe ofrecer una aproximación satisfactoria del derecho como fenómeno social» 12. COLEMAN ha dado el nombre de «tesis de los hechos sociales» a aquella que pretendería sostener que «siendo el derecho una práctica social normativa es hecho posible por algún conjunto de hechos sociales» 13. Por último, ZIPURSKY ha hablado de «modelo de los hechos sociales» para referirse al que sostendría quien afirmase que «una proposición jurídica es verdadera de acuerdo con ciertos hechos sociales» 14. Este elenco, por supuesto, carece de pretensión exhaustiva, pero ayuda a poner de relieve dos cosas. En primer lugar, no sólo la presencia de una nomenclatura variada, sino la diversidad de intereses cognoscitivos que están en juego. Así, mientras unos enfatizan los aspectos ontológicos, otros toman en cuenta las cuestiones epistemológicas, cuando no semánticas o metodológicas. Y todo ello, a veces, dentro de la misma definición. Así ocurre, emblemáticamente, con la formulación de la tesis social de POSTEMA, cuya primera parte contiene una tesis ontológica («el derecho es un hecho social...»), sigue con una tesis epistemológica («entendemos el derecho...») y culmina con una tesis metodológica («toda teoría general del derecho que sea adecuada debe…»). En segundo lugar, y después de todo, tal vez se dé alguna coincidencia entre ellos. Este mínimo punto en común podría ser una versión ontológica de la Tesis social (TS), sobre cuya elucidación versarán las páginas que siguen y que puede enunciarse así: (TS): La existencia del derecho depende de la existencia de determinados hechos sociales. 11 12 13 14

RAZ, 1979: 41-42 y 47. POSTEMA, 1982: 165. COLEMAN, 1982: 395. ZIPURSKY, 2001: 225.

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A su vez (TS), requiere un ulterior examen, que establezca cuál es la denotación de la palabra «derecho», cuál es la relación de dependencia que se predica y en qué consisten los hechos sociales a los que se alude 15. Después de un somero examen podremos comprobar que, incluso centrándonos en los aspectos ontológicos, pueden sostenerse versiones distintas de la Tesis social. Puesto que esta tesis se halla en el centro de la discusión contemporánea en teoría del derecho no está de más reconocerla y ver en la medida de lo posible sus implicaciones. Tanto autores pertenecientes al positivismo «excluyente» como RAZ, como autores partidarios del positivismo «incluyente» como COLEMAN han enfatizado la centralidad de la Tesis social para el positivismo, a despecho de la Tesis de la separación conceptual entre derecho y moral, que, en cambio, ha ocupado en muchas ocasiones el centro del debate 16.

3.1.

La denotación de la palabra «derecho»

En (TS), «derecho» puede hacer referencia, al menos, a una determinada norma, a un determinado sistema jurídico o a un rasgo que compartirían todos los sistemas jurídicos. Aquí me ocuparé sólo de «derecho» en esta tercera denotación general. Ahora bien, hay que tener en cuenta que en función de los hechos sociales que se consideren relevantes para predicar existencia de los sistemas jurídicos, puede suceder (y es normal que así sea) que entre sus condiciones de existencia figure la existencia específica de alguna norma o algunas normas 17, en cuyo caso sería preciso especificar antes las condiciones de existencia de la norma o normas que son, a su vez, condición de existencia del sistema jurídico. Resulta habitual, como hemos visto, sostener que entre las condiciones de existencia de un determinado sistema jurídico se encuentre la eficacia general de las normas de creación deliberada, con lo cual parece que será preciso decir algo acerca de cuándo se entenderá que existe una norma de este tipo y cuándo es eficaz. 18. Esta observación tiene implicaciones que desarrollaré más adelante. 15 La tesis social puede ser interpretada de dos maneras distintas. Una, como fundamento de enunciados jurídicos externos (en la terminología de HART); otra, como base de los enunciados jurídicos internos. Vaya por delante que lo que aquí interesa es la primera de estas dos interpretaciones, como creo poner de relieve a lo largo del texto. Para apreciar las dificultades de la segunda interpretación, véase TOH, 2008. 16 Cfr. RAZ, 1979: 38; COLEMAN, 2001: 75. 17 Esto es lo que hay que hacer, por ejemplo, respecto a la regla de reconocimiento si se postula, como hace HART, que su existencia es una condición de existencia del sistema jurídico. Retomaré esta cuestión más adelante. 18 Sobre la existencia de las normas ya me he referido en los capítulos I y II. Sobre la eficacia, remito al capítulo siguiente.

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3.2.

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La relación de dependencia entre hechos sociales y derecho

Respecto a la naturaleza de las entidades a las que se alude en (TS), se pueden adoptar básicamente dos posiciones. Una, que podemos llamar reduccionista, sostendría que las normas jurídicas son hechos sociales y el derecho, por tanto, está formado por hechos sociales 19. Otra, que llamaríamos no reduccionista, en cambio, entendería que de alguna forma las normas jurídicas y, con ellas, el sistema jurídico de una determinada comunidad superviene a determinados hechos sociales sin identificarse con ellos 20. No voy a discutir más sobre esta cuestión 21. Baste decir por ahora que esta segunda posición, mayoritaria en la doctrina iusfilosófica actual, será la presupuesta en este trabajo. Está claro que esta opción supone un incremento de los entes que se está dispuesto a admitir, pero como ya dije en el capítulo II el aumentar las entidades se justifica por la utilidad que nos proporciona 22. En este caso, está más que justificado hacerlo, por cuanto supone una adaptación a la práctica lingüística de los juristas 23. Sin embargo, a los efectos de clarificar la relación de dependencia entre hechos sociales y derecho que se postula en la Tesis social no basta con acordar que el derecho superviene a determinados hechos sociales. Se requiere, además, profundizar en el análisis de esta relación. La ausencia de este mínimo análisis es fuente de varias confusiones y equívocos entre los partidarios de las distintas corrientes iusfilosóficas. En efecto, puede sostenerse que la existencia de determinados hechos sociales es o bien condición necesaria o bien condición necesaria y suficiente de la superveniencia del derecho. Si se mantiene que la existencia de hechos sociales es condición necesaria, pero no suficiente, de la superveniencia del derecho, lo que se afirma es que sin determinados comportamientos y actitudes de los seres humanos de una determinada sociedad no existiría el derecho de esa sociedad, pero que tales conduc19 Ésta es, como se sabe, la posición de OLIVECRONA, al menos en la primera edición de su famoso libro, Law as Fact. Cfr. OLIVECRONA, 1939. 20 Véase, por todos, COLEMAN, 2001. Podría decirse que ello ocurre, por ejemplo, en el sentido de las normas-prescripción. 21 En puridad, se podrían sostener dos posiciones no reduccionistas. Una, eliminativista, que consistiría en sostener que puesto que no cabe la reducción y no hay más entes que los empíricos, entonces en ningún sentido significativo se puede decir que las normas jurídicas existen; otra, emergentista, que admitiría que hay un espacio para los entes normativos. La visión de la superveniencia de las normas jurídicas que se defiende en el texto vendría a ser una versión del emergentismo. Para esta terminología, algo adaptada, véase NETA, 2004: 200. Para una posición emergentista, pero con distinto alcance del que aquí se defiende, cfr. GREENBERG, 2004. 22 En concreto, se podría explicar esta idea de que la existencia de entes «abstractos» como las normas jurídicas dependan de la existencia previa de entidades reales, como un supuesto perteneciente al caso b (dependencia genéricamente constante e históricamente individual de entidades reales), correspondiente a la categorización que vimos en el capítulo II. 23 Véase en esta línea, por ejemplo, PECZENIK y HAGE, 1999.

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tas y actitudes no son lo único que se requiere para dar lugar a los sistemas jurídicos. Se puede exigir, por ejemplo, que el contenido de las normas dictadas a partir de un determinado procedimiento no contradiga lo dispuesto en un derecho ideal o racional. Si (TS) se interpreta de esta forma, podría ser una tesis perfectamente aceptada por la mayor parte de los autores iusnaturalistas y por DWORKIN, ya que éstos no niegan que deban darse algunos hechos sociales para identificar el derecho de una determinada sociedad (¿cómo si no podríamos distinguir el derecho de la sociedad A del derecho de la sociedad B?). Lo que no aceptan estos autores es que eso sea lo único que se requiera para desarrollar tal identificación 24. No me resisto a citar en este punto las emblemáticas palabras de Alf ROSS: Sostengo que no hay ninguna razón para que un filósofo del derecho natural no admita la tesis positivista y no reconozca que un orden jurídico es un hecho social a ser descrito en términos puramente empíricos, sin referencia al concepto de validez. El iusnaturalista se ocupa de la cuestión de si un cierto orden fáctico obliga a las personas también moralmente […]. Pero antes de que pueda responderse a esta pregunta es menester saber si existe un cierto orden fáctico, y cuál es su contenido. […] Resumiendo, sostengo que un filósofo iusnaturalista, en cuanto tal, no tiene razón para negar que el derecho es un hecho social que puede ser descrito en términos puramente empíricos 25.

Por tanto, lo que aquí se dirá, tal como lo anuncié en la Introducción de este libro, debería ser de utilidad tanto para positivistas como para antipositivistas, ya que la indagación es acerca de las condiciones de existencia del derecho positivo. Parafraseando a BAYÓN, lo que aquí sostengo no es una tesis acerca del contenido mínimo del positivismo, sino más bien una tesis sobre el contenido mínimo del derecho positivo. Si se mantiene que la existencia de hechos sociales es condición necesaria y suficiente de la superveniencia del derecho, lo que se afirma es que sin determinados comportamientos y actitudes de los seres humanos de una determinada sociedad no existiría el derecho de esa sociedad y que tales conductas y actitudes son lo único que se requiere para dar lugar a los sistemas jurídicos. Ésta es seguramente la posición que identifica más claramente al positivismo jurídico y en la que no pueden estar de acuerdo ni los autores iusnaturalistas ni DWORKIN. Prescindo aquí de la división dentro del positivismo de los llamados positivismo «incluyente» y «excluyente». Para dar cuenta de esta discusión se requiere una posterior distinción entre las condiciones de existencia de los criterios de pertenencia de las normas a un determinado sistema jurídico y el conPiénsese, por poner sólo dos ejemplos significativos, en el «derecho humano» del que habla Tomás (Summa Theologica I-II, 90, y 95 a 1), o el derecho en su «etapa preinterpretativa», en palabras de DWORKIN: «First, there must be a “preinterpretative” stage in which the rules and standards taken to provide the tentative content of the practice are identified» (DWORKIN, 1986: 65-66). 25 ROSS, 1961: 19-21. 24

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tenido de esos criterios. Para el positivismo excluyente ambas cuestiones remiten necesariamente a hechos sociales; para el positivismo incluyente, los hechos sociales sólo tienen que aparecer necesariamente como condiciones de existencia de los criterios, pero no como contenido de los mismos 26. 4. 4.1.

HECHOS SOCIALES Hecho social y hecho convencional

Qué quepa entender por «hecho social» es una cuestión nada clara en la literatura filosófica general 27 y en la iusfilosófica en particular. Así, no resulta infrecuente encontrar en un mismo texto distintos usos, muchas veces sólo implícitos, de esta expresión. Por lo que ahora nos concierne, pueden distinguirse dos sentidos que podemos llamar general y particular. En sentido general, con la expresión «hechos sociales» se haría referencia a los comportamientos, actitudes y creencias de las personas que viven en sociedad. En sentido particular, se reservaría la expresión «hecho social» para una subclase de esos comportamientos, actitudes y creencias, caracterizada por la presencia, entre otros rasgos a los que después aludiré, de «creencias mutuas» 28, «intencionalidad colectiva» 29, «conocimiento común» 30 o «razones interdependientes» 31. Los dos sentidos son relevantes para la teoría del derecho, pero conviene no confundirlos. En efecto, únicamente si se emplea el sentido general cabe luego la posibilidad de decir que autores tan emblemáticos del positivismo jurídico como son AUSTIN y HART mantienen la Tesis social, puesto que entendido «hecho social» en su sentido particular, tal tesis sería sostenida por HART, pero tal vez no por AUSTIN. Es, en efecto, central a la teoría del derecho hartiana la presencia del punto de vista interno, que en mi opinión, como veremos, remite necesariamente al concepto de creencia mutua o de conocimiento común. AUSTIN, como vimos en su momento, se caracteriza por dar una explicación del fenómeno jurídico en términos de hábito de obediencia, que precisamente no requiere la presencia de tal elemento. Si esto es así, habría una buena razón para trazar la distinción entre Tesis social y Tesis convencionalista en este punto. La Tesis social (TS) haría refe26 Por tanto, tampoco entraré a discutir si la visión convencionalista del derecho es compatible o no con el positivismo incluyente. En contra de esta posibilidad, cfr. DWORKIN, 1986: 124-130; a favor, cfr. COLEMAN, 1998. 27 Para un análisis exhaustivo del concepto de hecho social, véase GILBERT, 1989. 28 En terminología, por ejemplo, de LAGERSPETZ. Cfr. LAGERSPETZ, 1995. 29 Por usar la expresión de SEARLE. Cfr. SEARLE, 1995. 30 En palabras de LEWIS. Cfr. LEWIS, 1969. 31 Cfr. HARTOGH, 2002.

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rencia a hechos sociales en general, mientras que la Tesis convencionalista sería una especificación de (TS) que se caracterizaría por aludir a hechos sociales en sentido particular a los que llamaríamos hechos convencionales, que serían así una subclase de hechos sociales 32. Concretando más, si tomamos como Universo del Discurso la clase de los hechos, éstos pueden dividirse entre hechos naturales y hechos sociales. Los primeros son aquellos cuya existencia es independiente de cualquier estado intencional (creencias, deseos, actitudes), mientras que los segundos son dependientes de estados intencionales colectivos 33. Estos últimos, a su vez, pueden dividirse entre hechos convencionales y hechos no convencionales. Los hechos convencionales se caracterizan por la presencia de un comportamiento recurrente, por creencias acerca del mismo que constituyen una razón para seguir dicho comportamiento y por un conjunto de expectativas generadas a partir del conocimiento común de estas circunstancias. Esta caracterización puede concretarse a través de las siguientes cláusulas 34: 1)

La mayoría de los miembros de un determinado grupo realiza una determinada conducta cuando se dan determinadas circunstancias. 2) La mayoría de los miembros del grupo cree que 1). 3) La creencia de que se da 1) constituye una razón para realizar esa conducta en esas circunstancias. 4) Hay un conocimiento común entre la mayoría de los miembros del grupo de lo que se dice en las anteriores cláusulas. Es decir, las conocen, conocen que los demás las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etcétera. La primera cláusula apunta a la necesidad de que se dé un comportamiento recurrente. Ello excluye, por ejemplo, que puedan darse convenciones de un solo 32

Se puede evitar así el inconveniente de la versión de BAYÓN, al que ya hice referencia. Véase, al respecto, SEARLE, 1995. Aunque SEARLE habla, citando a ANSCOMBE, de «hechos brutos» en vez de «hechos naturales», tengo mis dudas de que la definición que da el primero se corresponda con lo sostenido por la segunda. En efecto, la expresión «hecho bruto» fue utilizada en primer lugar por ANSCOMBE con la finalidad de caracterizar el estatus de hechos relativos a descripciones de más alto nivel. En este sentido, el concepto de hecho bruto es relativo y, por tanto, contextual. Un conjunto de hechos H es bruto en relación con el enunciado E cuando la verdad de E (o de la proposición expresada por E) es constituida por la presencia de aquellos hechos en un cierto contexto y bajo condiciones normales. Así, el hecho de que un sujeto S escriba unos trazos en un trozo de papel, en el contexto normativo correspondiente, es un hecho bruto en relación con el enunciado «S ha firmado un cheque». A su vez, el hecho así descrito puede pasar a ser, en un contexto determinado, un hecho bruto relativo al enunciado «S contrajo una deuda». Por tanto, en el esquema diseñado por ANSCOMBE, la diferencia entre hechos brutos y hechos no brutos es siempre relativa a un determinado contexto, mientras que la distinción elaborada por SEARLE parece ser acontextual (cfr. ANSCOMBE, 1958: 22-25). 34 Puede verse el citado texto de D. LEWIS (sus distintas definiciones de «convención», cada vez más sofisticadas, se encuentran en p. 42, p. 56 y p. 78). Prescindo aquí de la discusión concreta de estas cláusulas y de las posibles alternativas, como las de SEARLE (el cual habla de «hecho institucional»), o LAGERSPETZ (el cual habla de «creencia mutua» en vez de conocimiento común), etc. Tomo como modelo la definición de «convención» que aparece en el trabajo de Maribel NARVÁEZ. Cfr. NARVÁEZ, 2004: 312 y ss. 33

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acto, lo que en teoría de juegos serían juegos de una sola tirada. Se precisa, pues, un comportamiento regular. La segunda cláusula tiene en cuenta el carácter consciente de esa práctica regular. Con ello se descarta que el comportamiento recurrente al que se refiere la primera cláusula pueda darse de forma azarosa: cuando se da un hecho convencional, los participantes que lo generan son conscientes de que su conducta genera esta regularidad de comportamiento. La tercera cláusula es de la máxima relevancia. Es la que nos permite establecer la diferencia entre actuar por convención y actuar por convicción. Tal como ya dije al comienzo de este capítulo, para alguien que actúa por convicción, lo que hagan los demás no resulta relevante para su comportamiento, mientras que quien hace algo por convención, el hecho de que exista ese comportamiento recurrente al que se refiere la primera cláusula constituye una razón para realizar la conducta correspondiente. Es la llamada «condición de dependencia», acerca de cuyo alcance he de referirme a lo largo de este capítulo y, en especial, en el apartado 6.5. Por último, la cuarta cláusula menciona la necesidad de que se dé conocimiento común entre los participantes, al que ya he aludido hace poco y también al hablar de la existencia de las normas consuetudinarias en el capitulo II, así como al examinar los rasgos propios de las acciones colectivas en el capítulo V. 4.2.

La creación de realidad social

Así pues, los hechos sociales conforman la realidad social. Puesto que los hechos sociales se constituyen a través de estados intencionales, se puede afirmar que la realidad social depende de estados intencionales. Ahora bien, esta afirmación puede resultar extraña a primera vista. ¿Cómo puede ser que la realidad esté constituida por estados intencionales? Si esto es así, ¿no se convierte tal realidad en subjetiva y, por tanto, en radicalmente inaprensible? Contestando a la primera pregunta, hay que decir que una de las formas más comunes en la que los estados intencionales contribuyen a la creación de hechos sociales es a través de las llamadas reglas constitutivas, que, como vimos en el capítulo I, obedecen a la fórmula acuñada por SEARLE: «X cuenta como Y en el contexto C». En qué medida esto es así respecto al derecho y qué relación se da entre los hechos convencionales y las reglas constitutivas, es algo sobre lo que volveré más tarde 35. Respecto a la segunda pregunta, conviene distinguir cuidadosamente dos sentidos de la distinción entre objetivo y subjetivo. En sentido ontológico, la 35 SEARLE dice al respecto que mientras las convenciones son arbitrarias, las reglas constitutivas no lo son (al menos no lo son en el mismo sentido). Pone ejemplos relativos al ajedrez. Las reglas que definen los movimientos permitidos de las piezas son reglas constitutivas, sin ellas no existiría el ajedrez; en cambio, que el rey sea de mayor tamaño que el peón es convencional (podría ser al revés y ello no afectaría para nada al juego del ajedrez). Cfr. SEARLE: 46. Para un análisis algo distinto de la arbitrariedad en las convenciones, véase MARMOR, 1996. Volveré sobre ello en el apartado 6.4.

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realidad natural sería objetiva (su existencia es independiente de estados intencionales), mientras que la realidad social sería subjetiva (su existencia es dependiente de estados intencionales). Pero esta distinta conformación de la realidad no impide que epistemológicamente ambas puedan ser conocidas de manera objetiva (donde «objetiva» aquí significa «sin implicación valorativa»). En relación con este extremo, quisiera aclarar que nada de lo dicho prejuzga quién está en mejor posición para «conocer» el derecho. Suele haber en este sentido una propensión, proveniente de visiones hermenéuticas, a considerar que quienes se hallan en esa posición epistémica privilegiada serían los participantes (en la terminología de HART, quienes sustentan el punto de vista interno). Pero esto no es necesariamente así. También es razonable pensar en una prioridad epistémica del observador. En efecto, podría decirse que el participante, a diferencia del observador, no es capaz de entender cabalmente el fenómeno del cual forma parte, ya que no es consciente de todas las piezas que hay que encajar para comprenderlo 36. 5. HECHOS CONVENCIONALES Y REGLA DE RECONOCIMIENTO De acuerdo con (TS), la existencia de ciertos hechos sociales sería, al menos, condición necesaria de la existencia de sistemas jurídicos. Como ya vimos, no todos los teóricos del derecho han coincidido a la hora de establecer qué tipo de hechos sociales son los relevantes. Por ejemplo, en una interpretación bastante extendida, algunos teóricos realistas defenderían (TS) no convencionalista. Tampoco AUSTIN la defendería, tal como he dicho anteriormente. HART, sin embargo, sería el mejor representante de una tesis convencionalista. Según este autor, como sabemos, se requieren dos condiciones para que pueda decirse que un sistema jurídico existe: (CE1): Que exista una regla de reconocimiento que permita conocer cuáles son los criterios de pertenencia de las otras reglas del sistema. (CE2): Que las reglas identificadas a partir de la regla de reconocimiento se cumplan generalmente por el grueso de la población 37. Ambas condiciones parecen hacer referencia a tipos de hechos sociales distintos y pueden plantear problemáticas sólo parcialmente coincidentes. Mientras 36 Aunque este último enfoque tal vez no goce actualmente de demasiadas simpatías, no me parece que sea descartable sin más (cfr., por ejemplo, OPALEK, 1971: 44). En todo caso, lo que indico en el texto es que la visión que defenderé respecto a las condiciones necesarias de existencia del derecho es compatible con ambas perspectivas. 37 HART, 1961: 147. A decir verdad, HART se refiere en este punto a la existencia de todas las reglas secundarias y no sólo a la de la regla de reconocimiento. Ahora bien, si entendemos que las de adjudicación y las de cambio se identifican a partir de aquélla, bastará, en última instancia, con hacer referencia a sus condiciones de existencia para establecer las de un sistema jurídico.

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que en (CE1) los problemas girarían en torno a las condiciones de existencia de la regla de reconocimiento y parece que exigen la presencia de hechos convencionales, en (CE2) se alude a la llamada «eficacia» de las normas, y tal vez ésta pueda ser explicada aludiendo a hechos sociales no convencionales. Ésta parece ser al menos la posición de HART cuando sostiene que, a diferencia de lo que ocurre con la existencia de las reglas sociales (entre ellas la regla de reconocimiento), a la hora de determinar la eficacia de las normas legisladas no se requiere la presencia del punto de vista interno. Si esto es así, HART sostendría lo que podríamos denominar una tesis convencionalista débil, por cuanto de las dos clases de hechos que son condiciones de existencia de los sistemas jurídicos exclusivamente uno de ellos tendría carácter convencional. Quien, por el contrario, sostuviera que también la segunda condición requiere la presencia de hechos convencionales, estaría manteniendo una tesis convencionalista en sentido fuerte. Sea como fuere, a continuación me ocuparé de la primera condición, dejando el examen de la segunda para el próximo capítulo. Pero es importante no perder de vista que hasta el examen de la segunda condición no se puede emitir un juicio acerca del carácter (fuerte o débil) de la tesis convencionalista que uno pueda defender 38. En lo que sigue voy a entender la primera condición de existencia (CE1) de los sistemas jurídicos del siguiente modo: (CE1): Para todo sistema jurídico existe una convención con una dimensión constitutiva, a partir de la cual se puede establecer una regla técnica, vinculada a una proposición anankástica social, cuya función es la de identificar de manera autónoma el derecho positivo de una determinada comunidad. Vayamos por pasos y analicemos el sentido y algunas implicaciones de los elementos que aparecen en (CE1): convención, dimensión constitutiva, regla técnica asociada a una proposición anankástica social, identificación y autonomía del derecho. 5.1.

Convención

Algunas de las afirmaciones que realiza HART respecto a la regla de reconocimiento son que ésta es una regla social y que existe como una cuestión de hecho. Creo que esto puede interpretarse diciendo que la existencia de la regla de reconocimiento como regla social es un hecho convencional 39. 38 Debo insistir acerca de que el planteamiento de esas condiciones se hace con la vista puesta en toda teoría del derecho y no sólo en las de corte positivista. Los autores no positivistas seguramente añadirán otras condiciones de existencia, pero si estoy en lo cierto no pueden omitir tomar en consideración CE1 y CE2. 39 Hay que matizar que HART sostiene su llamada «teoría práctica de las reglas» en un principio como una teoría general para dar cuenta de todas las reglas sociales. Sin embargo, en el «Postscript» a The Concept

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Si esto es así, la verdad de la proposición expresada por el enunciado «en la sociedad S existe la regla de reconocimiento R» dependerá de la existencia de hechos convencionales. ¿Cuáles son esos hechos convencionales? Como es sabido, HART entiende que la regla de reconocimiento existe como una práctica normalmente coincidente de los funcionarios y las personas privadas a la hora de identificar el derecho de una determinada sociedad, cuyo contenido se manifiesta por el uso que esas personas realizan de determinados criterios de identificación 40. Ahora bien, el uso de criterios compartidos de identificación debe ir acompañado por una determinada actitud, que HART denomina «punto de vista interno». Las autoridades de una determinada sociedad, y entre ellas especialmente los jueces, se comportan de una manera que es consistente con el hecho de seguir la regla que permite identificar el derecho válido de esa sociedad. Ello se refleja en un conjunto de compromisos normativos que aprueban la conducta convergente como justificada y que condenan las desviaciones. Esta es la actitud crítico-reflexiva que HART denomina punto de vista interno. El punto de vista interno puede ser traducido en términos de hechos convencionales, de tal modo que, partiendo de lo que dijimos al definir «hecho convencional», el enunciado «en la sociedad S existe la regla de reconocimiento R» se podría analizar así: 1)

La mayoría de los juristas de la sociedad S usa los criterios C1, C2...Cn (que forman la Regla de Reconocimiento de S) cada vez que tiene que identificar el derecho de S. 2) La mayoría de los juristas de S cree que 1). 3) La creencia de que se da 1) constituye una razón para usar esos criterios en esas circunstancias. 4) Hay un conocimiento común entre la mayoría de los juristas de lo que se dice en las anteriores cláusulas. Respecto a 1) puede haber discusión sobre si el grupo relevante es el de los juristas en general o el de los jueces. El texto de HART, como ya apunté en el capítulo V, da lugar a interpretaciones diversas. En algunas ocasiones HART se refiere a acciones de identificación de autoridades («courts and officials») y de sujetos privados, mientras que en otras enfatiza el papel desempeñado por los Tribunales, casi en exclusiva. Parece, de todos modos, que tiene sentido afirmar que los sujetos relevantes en estos casos serían todos aquellos que profesionalmente necesitan identificar el derecho de una determinada sociedad (por tanto, no sólo jueces y demás auof Law, y después de las críticas recibidas por RAZ y DWORKIN, HART redimensionará el alcance de dicha teoría al circunscribirla a una subclase de reglas sociales, a las que llama «convenciones sociales», entre las que se encontraría la regla de reconocimiento (cfr. HART, 1994: 256). 40 Cfr. HART, 1961: 134.

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toridades, sino también abogados). Es difícilmente concebible el funcionamiento de una sociedad en la que hubiera una discrepancia generalizada entre el sector oficial y el «privado» a la hora de usar criterios de identificación del derecho. Pero no me voy a ocupar más de esta cuestión. Es preferible preguntarse ahora por qué es ventajoso este enfoque. Es decir, al margen de la interpretación que quepa dar a las palabras de HART, ¿qué razones justificarían el adoptar una versión convencionalista de la primera condición de existencia de los sistemas jurídicos? Creo que existen al menos dos razones para ello 41. En primer lugar, es un planteamiento necesario para evitar un regreso al infinito, y en segundo lugar es la forma más adecuada de romper con un posible círculo vicioso. El primer problema ya fue abordado por HART de forma consciente, pero no así el segundo. Es común entender que en los sistemas jurídicos unas normas autorizan la creación de otras y así sucesivamente. Este proceso debe, sin embargo, tener un final, so pena de caer en un regreso al infinito. Las propuestas de poner punto final a esta cadena normativa van, como sabemos, desde el soberano de AUSTIN, hasta la regla de reconocimiento de HART, pasando por la Grundnorm de KELSEN. HART, sin embargo, es el que planteó más claramente la cuestión y dio en este sentido el paso decisivo para su resolución 42. Como cierre del sistema se requiere una regla que confiera validez al resto de normas, pero de la cual no tenga sentido predicarla 43. Esta regla es la regla de reconocimiento. Su existencia necesariamente es una cuestión de hecho ya que no puede ser derivada de otras normas del sistema. Pero, además, se trata de un hecho convencional, debido a la necesaria coordinación que debe darse a la hora de identificar el derecho de una determinada sociedad: sin una práctica coordinada de identificación no existiría el derecho como fenómeno social. No es el derecho, lógicamente, el único fenómeno social y normativo que puede ser explicado a través del recurso convencionalista. Es de destacar que la moralidad positiva (así como las costumbres sociales, tal como vimos en su momento) también puede recibir el mismo tratamiento. Lo que diferencia el derecho de la moralidad positiva no es el componente convencional (que ambos compartirían), sino el elemento institucional (esencial en aquél, ausente en éste). Ahora bien, a diferencia de ambos, no existe elemento convencional en la 41 Existe una tercera razón: esta perspectiva posibilita concebir al derecho como un sistema normativo autónomo. Pero el examen de esta justificación lo reservo para el apartado 5.4. 42 La solución de KELSEN, según la cual la Grundnorm era una norma presupuesta, no es adecuada, por cuanto o bien genera un regreso al infinito de normas presupuestas, o bien introduce elementos de carácter sociológico, que hacen que la propuesta sea «impura» desde las propias coordenadas del autor. 43 Cfr. HART, 1961:132.

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moral crítica. La simple presencia de una creencia mutua de que P es un principio de la moral crítica, no basta para que P sea un principio de este tipo. El segundo problema es bien conocido y ya lo enuncié en el capítulo V. Expresado brevemente: si para saber cuál es el derecho de una determinada sociedad se necesita una práctica de identificación concurrente de (al menos) los funcionarios de ese sistema y si para saber quién es funcionario de ese sistema se requiere haber identificado las reglas de cambio y de adjudicación a través de la regla de reconocimiento, entonces parece que se cae en un círculo vicioso. No podríamos saber quién es funcionario sin la presencia previa de una regla de reconocimiento, pero ésta no podría existir sin la conducta de los funcionarios. Este problema hay que afrontarlo tarde o temprano porque de su elucidación depende buena parte de las respuestas a otras cuestiones. Una de estas cuestiones es la que planteó PRIETO SANCHÍS en relación con uno de mis anteriores trabajos, a raíz del uso analógico que respecto a la existencia continuada del derecho hice de la idea de SEARLE de la existencia continuada del dinero: en ambos casos se requeriría que la gente crea que algo es dinero o algo es derecho y que actúe en consecuencia. Dice Prieto al respecto: «…la analogía con el ejemplo de SEARLE sobre el dinero está bien traída. Ahora bien, los papeles (cada día más escasos) que uno lleva en la cartera ¿dejarían de ser dinero el día en que todos dejásemos de creer en que eso es dinero, o más bien dejaríamos de creer que eso es dinero cuando dejara de funcionar como tal?; el derecho y su regla de reconocimiento, ¿existen en virtud de una creencia, de manera que, desaparecida ésta, colapsaría el orden jurídico, o más bien creemos que es derecho porque funciona como tal (acaso en virtud de una voluntad antes que de una creencia) y sólo abandonaríamos esa creencia si dejara de funcionar y perdiera toda eficacia?» 44. Como digo, afrontar esta cuestión y otras, requiere abordar primero el problema de la circularidad. Lo haré a través de un ejemplo. Imaginemos que nos reunimos un grupo de filósofos del derecho y constitucionalistas y redactamos una constitución, tomando como base la actualmente vigente en España. Introducimos en ella todos los «avances» que se nos puedan ocurrir dentro de nuestras respectivas materias: una lista muy completa de derechos humanos, una distribución modélica de competencias entre autonomías y gobierno central, la supresión de órganos difícilmente justificables, la eliminación de contradicciones, lagunas, etcétera. Es posible que el producto sea técnicamente muy superior a la Constitución de 1978. Ahora bien, resulta casi absurdo preguntarnos si esa constitución modélica pasaría a ser la constitución española actualmente vigente, ni aunque tuviéramos la pretensión de que lo fuera. Imaginemos, además, que todos los participantes utilizamos los mismos criterios para iden44

PRIETO SANCHÍS, 2008: 491. Véase mi respuesta en VILAJOSANA, 2008.

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tificar esa constitución y pensamos que los demás utilizan éstos y no otros, entre otras razones porque los demás los utilizan, etc. En algún sentido, en este diseño hipotético puede existir una regla de reconocimiento que pretendiera identificar las reglas de adjudicación a través de las cuales se designarían a los jueces 45, pero lo que no existe con total seguridad es la segunda condición de existencia de los sistemas jurídicos, la eficacia general de las normas identificadas a partir de la regla de reconocimiento, ya que por hipótesis el grueso de la población no las cumple ni hay jueces que sancionen el incumplimiento. Si esto es así, aunque a través de la regla de reconocimiento mencionada se pudieran identificar «autoridades», éstas lo serían de un sistema jurídico inexistente (por carecer de eficacia). ¿Qué nos muestra este ejemplo imaginario? 46 Para empezar, el ejemplo pone de relieve que el concepto de derecho que normalmente nos interesa es aquel que nos permita identificar sistemas jurídicos existentes. Alguna razón puede haber para estudiar sistemas jurídicos inexistentes (ideales), pero éstos no suelen constituir el objeto de estudio prioritario de los juristas. Por otro lado, el ejemplo evidencia que resulta problemático hablar de «autoridades» (y de ahí las comillas), si los candidatos a serlo son permanentemente ineficaces. Es decir, parece que existe una vinculación conceptual entre el concepto de autoridad más adecuado al uso de los juristas y la eficacia de un sistema jurídico 47. Alguien a quien desobedecen sistemáticamente los miembros a los que van destinadas las normas que forman un determinado sistema jurídico (o aún más: ni siquiera toman esas normas en consideración) no parece ser un candidato idóneo a recibir el título de autoridad de ese sistema. Las anteriores observaciones tal vez permitan arrojar luz acerca del planteamiento que aquí defiendo. Hay dos modos de romper el círculo vicioso del que estoy hablando. El primero sería suponer que la autoridad jurídica no es dependiente de reglas. Esta sería la idea sugerida por NINO, y que ya mencioné en el capítulo V, consistente en caracterizar a los órganos primarios no como aquellos que están autorizados a declarar prohibidos o permitidos los actos de coacción, sino como los que de hecho pueden determinar el ejercicio del monopolio coactivo estatal en casos particulares 48. Esta primera opción, que también es la adoptada por PRIETO, presenta problemas de adaptación respecto a lo que se suele considerar «autoridad jurídica», al tiempo que no permite distinguir una autoridad jurídica de cualquiera que tenga un simple poder «de facto», como ya anticipé en su momento. 45 Digo «en algún sentido» por cuanto incluso la existencia de la regla de reconocimiento podría ser puesta en cuestión, dado lo que afirmo en el texto en relación con quiénes son los sujetos relevantes para tener en cuenta sus acciones de identificación. 46 A quien el ejemplo le parezca demasiado irreal, sugiero que lo sustituya por el del conjunto de las normas que pueda dictar un gobierno en el exilio. 47 Véase infra capítulo VII. 48 NINO, 1982: 60.

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La segunda manera de desprenderse del aspecto vicioso del argumento circular es entender la autoridad jurídica en términos de hechos convencionales 49. Así, un grupo de individuos guía su conducta a través de una cierta regla, es decir, toma la regla como dándole buenas razones para la acción. Si se da esa regla (y las reglas identificadas a través de ella son seguidas por el grueso de la población) un determinado sistema jurídico existe. Si un sistema jurídico existe, entonces esa regla que guía la conducta de nuestro inicial grupo de individuos es correctamente descrita como la regla de reconocimiento de ese sistema jurídico. Por tanto, aquellos individuos que guían su conducta a través de esa regla son propiamente entendidos como «autoridades». Son, en un sentido, autoridades en virtud de esa regla (o, mejor dicho, de reglas identificadas a través de esa regla), pero no son autoridades antes que ella (ni en sentido factual, ni lógico). Su conducta hace posible la existencia de la regla; pero es la regla la que los hace autoridades 50. De este modo, el círculo se rompe con la introducción de actitudes y creencias recíprocas. Si se quiere, éstas sí que son circulares, pero no la teoría. Aquí es donde cobra sentido la analogía con la existencia del dinero. En una determinada sociedad, algo (un objeto físico, una anotación contable, etc.) es dinero (es depositario de valor y es aceptado como instrumento de intercambio) sólo si el grueso de los miembros de esa sociedad creen que es dinero y actúan de acuerdo con esta creencia (es decir, lo toman como depositario de valor y lo utilizan habitualmente como instrumento de intercambio). Nótese que la existencia de la creencia compartida y la conducta correspondiente es una condición necesaria de la existencia del dinero, pero no tiene por qué ser suficiente. Puede establecerse una condición adicional, como puede ser que lo expida un banco o cualquier otra. Pero lo que hay que destacar ahora es que al tratarse de una condición necesaria de la existencia del dinero, de no darse aquélla, éste no existe. Así es como veo yo, mutatis mutandis, la existencia del derecho en una determinada sociedad: la existencia de una regla de reconocimiento, interpretada del modo que aquí se ha hecho, es una condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico en esa sociedad. De lo cual se sigue que si no se da la convergencia de creencias, actitudes y comportamientos que conlleva la identificación de las normas de ese sistema a través de los mismos criterios, no puede hablarse de que un determinado sistema jurídico existe. Ahora bien, ésta es únicamente una condición necesaria. Se requiere otra, que es la eficacia de las normas identificadas a través de los criterios que forman aquella regla 51. Por ejemplo, en la línea sugerida por LAGERSPETZ, 1995: 159 y ss. Así se expresa en COLEMAN, 2001: 101. Y, en parecidos términos, se pronuncia SHAPIRO, 2001: 149191. Me temo, sin embargo, que SHAPIRO ya no estaría de acuerdo con lo que afirmo en el texto, a tenor de lo que sostiene en su último libro, que está a punto de publicar, y cuyo manuscrito he podido consultar gracias a su gentileza. 51 Obviamente, como ya dije, los autores iusnaturalistas exigirán que se den más condiciones, pero, si estoy en lo cierto, no pueden rechazar tomar en consideración las que analizo en el texto. 49 50

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Después del rodeo que he dado, estamos en condiciones de tratar la interesante cuestión planteada por PRIETO acerca de si las creencias son anteriores o posteriores al funcionamiento efectivo del sistema. Para ello recordemos que los comportamientos relevantes para predicar la existencia de un sistema jurídico son de dos tipos, según se refieran a la primera condición (la existencia de la regla de reconocimiento) o a la segunda (la eficacia de las normas). Al menos en relación con la primera condición, no es comprensible entender los comportamientos separados de las creencias mutuas. Debido a esa razón, si se acepta lo que aquí sostengo, no resulta inteligible plantear la cuestión en términos de si las creencias preceden a los comportamientos o viceversa 52. Pero vayamos por partes En primer lugar, hallamos las acciones consecuentes con las creencias y actitudes acerca de los criterios de identificación de las normas del sistema usados comúnmente por quienes se dedican profesionalmente a la identificación del derecho. En concreto: la invocación por parte de los abogados en los tribunales de ciertas normas en cuanto que éstas son identificadas usando determinados criterios (que solemos equiparar a las fuentes del derecho, por decirlo brevemente); el uso de esos mismos criterios por parte de los órganos administrativos y de los tribunales a la hora de dictar sus resoluciones; el uso de esos mismos criterios de identificación entre los practicantes de la dogmática jurídica en el momento de sistematizar y analizar las normas jurídicas que someterán a estudio. Este primer tipo de actos tiene la particularidad de constituir hechos convencionales en la terminología que he empleado anteriormente. El sentido de estos comportamientos no puede ser aprehendido sin hacer referencia a las creencias de quienes lo llevan a cabo. Además, tales creencias no son independientes entre sí, sino que se hallan relacionadas, como muestra el concepto de creencia mutua. El concepto de hecho convencional intenta capturar esta idea. Los hechos convencionales serían un subtipo de hechos sociales caracterizados por la presencia de ciertos rasgos, a los que ya me referí, entre los que destaca la presencia de creencias mutuas. En este sentido, al igual que sucede con el dinero, sólo podrá ser considerado derecho de una determinada sociedad lo que ciertos agentes identifiquen como derecho de esa sociedad. ¿No será esto después de todo también circular? Sí, pero resulta explicativo, por cuanto muestra la dimensión constitutiva de la regla de reconocimiento. Del mismo modo que unos determinados trozos de papel pueden dejar de ser dinero en una sociedad en el momento en que sus usuarios dejen de creer que lo son y actúen en consecuencia (dejen de otorgarles valor y no los acepten 52 Eso ya lo puse de relieve en el capítulo II al hablar de las normas consuetudinarias y mostrar el proceso de retroalimentación que se da entre usus y opinio.

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como instrumento de intercambio, por ejemplo debido a un fenómeno de hiperinflación) y ello aunque los haya puesto en circulación el organismo competente y los avale el Estado, igualmente unas normas o el sistema jurídico en su conjunto pueden dejar de ser derecho en una determinada comunidad si los juristas en general dejan de creer que lo son y actúan en consecuencia (es decir, no se dan las cláusulas citadas y los comportamientos consecuentes con las mismas). Y esto será así, por ejemplo en el caso español, con independencia de lo que diga el Código Civil respecto a las fuentes del derecho. Creo que esto es lo que quiere sugerir HART cuando afirma que la existencia de la regla de reconocimiento es una cuestión de hecho 53. En caso de discrepancia entre lo que diga la disposición de una ley (si es que existe) en la que se establezcan formalmente las fuentes del derecho de un sistema jurídico, por un lado, y las creencias, actitudes y comportamientos de los juristas relativos al uso de los criterios de identificación que forman la regla de reconocimiento, por otro, lo que hay que tomar en cuenta a los efectos que ahora interesan es esto último, sencillamente porque tales creencias, actitudes y comportamientos (que son las condiciones de existencia de esa regla de reconocimiento) son constitutivos del derecho de la comunidad de que se trate. En segundo lugar, además de los comportamientos que son condiciones de existencia de una regla de reconocimiento, la existencia de un sistema jurídico en una determinada sociedad requiere la presencia de otro tipo de actos, que dan cuenta de la eficacia de las normas. Éstos pueden ser, en resumidas cuentas, actos de cumplimiento de las normas del sistema por parte de sus destinatarios y actos de los tribunales sancionando los incumplimientos que se den. Como ya he dicho, estos actos conforman obviamente hechos sociales, pero tal vez no tienen por qué ser convencionales 54. 5.2.

La dimensión constitutiva de las convenciones

La crítica central que HART dedica al trabajo de AUSTIN, como vimos, es que éste ofrece una imagen distorsionada del derecho, puesto que la explicación del fenómeno jurídico basada exclusivamente en hábitos de comportamiento deja fuera el elemento normativo propio de aquél. Con la introducción de la regla de reconocimiento como convención se pretende superar estos inconvenientes de la posición austiniana. Ahora bien, el desafío consiste entonces en mostrar de qué modo una práctica social puede «generar» normas sin caer por otro lado en el iusnaturalismo. 53 No quiero afirmar rotundamente que sea ésta la idea que tenga HART en mente. En realidad, como ha sido puesto de relieve en alguna ocasión, el concepto de hecho manejado por este autor no es del todo claro. Cfr. JACKSON, 1988. 54 Más adelante he de referirme a este punto y discutir la posibilidad de que, según el concepto de autoridad que se maneje, este tipo de actos den lugar también a hechos convencionales.

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Una forma prometedora de abordar esta cuestión puede partir del mencionado trabajo de David LEWIS 55. Este autor reaccionó a la objeción planteada por QUINE a considerar que el lenguaje tenga una base convencional. Como es sabido, QUINE argumenta que el lenguaje no puede estar basado en convenciones, puesto que éstas son acuerdos y está claro que no ha habido acuerdos a la hora de establecer el lenguaje en una determinada sociedad. Según LEWIS, este planteamiento está viciado de raíz, por cuanto las convenciones no son acuerdos, sino que se trata de reglas que surgen como soluciones prácticas a problemas de coordinación recurrentes. Según este autor, un típico problema de coordinación se da cuando varios agentes tienen una estructura particular de preferencias respecto a sus modelos de conducta respectivos. Esto significa que entre las diversas alternativas que se les presenta en un conjunto dado de circunstancias, cada uno tiene una preferencia más fuerte para actuar como lo harán los demás agentes, que su propia preferencia para actuar de una determinada manera. La mayoría de los problemas de coordinación se solventa fácilmente a través de simples acuerdos entre los agentes de actuar según una alternativa elegida arbitrariamente, de tal manera que se asegure la uniformidad de acción entre ellos. Sin embargo, cuando un problema de coordinación es recurrente y el acuerdo es difícil de obtener (por ejemplo, porque el número de agentes es considerablemente alto), es muy probable que surja una convención. Es por ello que puede afirmarse, contrariamente a lo sostenido por QUINE, que las convenciones aparecen como soluciones a problemas recurrentes de coordinación. Surgen, pues, no como consecuencia de un acuerdo, sino precisamente como una alternativa al mismo: justo en aquellos casos en que los acuerdos son difíciles o imposibles de obtener. Entre las ventajas que presenta este planteamiento podemos destacar dos 56. Primero, rescata y precisa la intuición de que las convenciones, en algún sentido, son arbitrarias: si una regla es una convención, debe haber al menos alguna alternativa que los agentes hubieran podido escoger. Segundo, ofrece una respuesta a la pregunta sobre la normatividad propia de las convenciones: las razones para seguir una regla que es una convención están fuertemente unidas al hecho de que otros también la siguen. No tendría sentido seguir una regla convencional si no es realmente practicada por la comunidad pertinente, ya que no serviría para resolver el problema de coordinación que está en su base. Llegados a este punto, ¿puede afirmarse que es transportable sin más el concepto de convención de LEWIS a la regla de reconocimiento, cuya existencia es condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico 57? 55 56 57

Cfr. LEWIS, 1965. En el sentido expresado por Andrei MARMOR, al que sigo en este punto. Cfr. MARMOR: 2001a: 200. Uno de los primeros en intentarlo fue POSTEMA. Cfr. POSTEMA, 1982: 165-203.

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Al respecto, quizás quepa poner en duda que la estructura típica de la regla de reconocimiento responda a la que está pensando LEWIS. Por un lado, es demasiado exigente el requerir que exista un conjunto de preferencias estructuradas ex ante de una determinada manera. Es decir, parece irreal pensar que cada juez tendría su propia preferencia (a la hora de considerar criterios de validez jurídica), pero todos tendrían una preferencia dominante de actuar como es previsible que lo hagan los demás 58. Esta idea, pues, puede ser abandonada, sin que ello suponga rechazar el papel reservado a los hechos convencionales, tal como los he tratado. Por otro lado, quizás resulte poco exigente como modelo de una práctica normativa autónoma como es el derecho. En este punto, resulta útil concentrar nuestra atención en la dimensión constitutiva de las convenciones 59. Como recordé en su momento, se pueden distinguir dos tipos de reglas: regulativas y constitutivas. Éstas últimas tienen la virtud de contribuir a la «creación» de la realidad social y obedecen a la fórmula canónica «X cuenta como Y en el contexto C». Aunque el problema de la normatividad de la regla de reconocimiento suele ser abordado desde la perspectiva de considerar tal regla como una regla regulativa 60, no es descabellado pensar que la regla de reconocimiento es una convención constitutiva en este sentido. Así, del mismo modo que lo que cuenta como dinero en una sociedad es lo que sus miembros creen que es dinero, lo que cuenta como derecho en una determinada sociedad proviene del uso de determinados criterios de identificación del derecho de esa sociedad por parte de los juristas y de las diversas creencias y expectativas generadas. Si se procede de este modo, queda más claro dónde reside el factor de autonomía del derecho como fenómeno social y uno de los sentidos de su normatividad. Ambas circunstancias tienen que ver con el carácter convencional de las prácticas jurídicas. Cada juez puede utilizar los criterios mencionados por razones muy distintas (morales, estratégicas, etc.), pero todos deben coincidir en utilizar éstos y 58 En este mismo sentido, véase COLEMAN, 2001: 95. Es de destacar que este autor ha modificado en este punto su posición, puesto que en anteriores trabajos se había alineado, junto a POSTEMA, en la traslación más mimética del esquema de LEWIS al problema que aquí nos ocupa. 59 MARMOR ha propuesto lo que llama «convenciones constitutivas» contrapuestas a «convenciones de coordinación» (cuyo modelo sería el de LEWIS cfr. MARMOR, 1996). Sin embargo, como ya he dicho en otro trabajo (VILAJOSANA, 2003) me parece que esta dicotomía no se puede plantear en términos excluyentes, puesto que pueden darse convenciones constitutivas, destinadas a resolver problemas de coordinación (como es el caso que expongo en el texto). Dado que el planteamiento que defiendo, pues, difiere en este punto del que realiza este autor, prefiero, para evitar equívocos, hablar de «dimensión constitutiva de las convenciones» (que podrían ser de coordinación) más que de «convenciones constitutivas», en el sentido de MARMOR (que implicaría que excluyen el problema de coordinación). Sobre el planteamiento de MARMOR, cfr. TUZET, 2007. 60 Y a ello dio pie, como ya destaqué en el capítulo IV, el propio HART al considerar que la regla de reconocimiento, a pesar de ser una regla secundaria, impone obligaciones. Ya aludí, al respecto, a la polémica que han mantenido RUIZ MANERO y BULYGIN en la revista Doxa.

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no otros porque los demás también utilizan éstos y no otros. Este punto es importante, por lo que debe quedar claro. Por supuesto que cada regla de reconocimiento refleja las concretas circunstancias y convicciones políticas de la sociedad de la que se trate y del momento en que se trate. Ahora bien, esto no es lo relevante en esta sede. Lo relevante es preguntarse si esas mismas convicciones por sí solas proporcionan las razones suficientes para actuar de acuerdo con la regla, aun si la regla en cuestión no es seguida por los demás. La respuesta de alguien que sostenga la Tesis Convencionalista debe ser negativa 61. Cuando el problema de la normatividad se plantea indagando acerca de si los jueces deben seguir o no una determinada regla de reconocimiento, se yerra el tiro. Está claro que esta cuestión sólo puede ser contestada acudiendo a un punto de vista moral o político, y por tanto sólo se puede resolver discutiendo a ese nivel. La existencia de una práctica social, en sí misma, por tanto, no supone una obligación ni moral ni política de comprometerse en dicha práctica. 5.3.

Proposición anankástica social y regla técnica de identificación

Si aceptamos que la existencia de una determinada regla de reconocimiento es un hecho convencional y como tal tiene una dimensión constitutiva, podemos concluir que con ella se crea una realidad social. Sin esa convención, no existirían criterios de identificación del derecho de una determinada sociedad (y, por extensión, no existiría el derecho como práctica normativa autónoma). Pero si esto es así, entonces puede decirse que un enunciado del tipo «en la sociedad S, utilizar los criterios C1, C2...Cn es condición necesaria para identificar el sistema jurídico de S» expresaría una proposición anankástica, cuyas condiciones de verdad serían las mismas condiciones de existencia de la regla de reconocimiento de S y que mencioné anteriormente 62. Hay que puntualizar que VON WRIGHT utiliza la idea de proposición anankástica para referirse a la realidad natural 63, pero creo que no hay mayor inconveniente en sostener que, si se admite que puede hablarse de una realidad social tal como ha sido aquí tratada, también sobre ella se puede establecer dicho tipo de proposiciones, que podríamos llamar «proposiciones anankásticas sociales»: su verdad vendría dada en estos casos por la presencia de hechos sociales. Si se admite este planteamiento, entonces es posible construir según tales proposiciones, las correspondientes reglas técnicas, cuya formulación canónica 61 Recuérdese el contrafáctico que se halla tras toda convención y que mencioné al comienzo de este capítulo. 62 En la misma línea, véase NARVÁEZ, 2004. 63 Cfr. VON WRIGHT, 1963: 29 y 118.

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podría ser: «Si se quiere identificar el sistema jurídico de S, utilícense los criterios C1, C2...Cn». Sólo si la proposición anankástica es verdadera, la regla técnica es útil (es decir, se consigue identificar el derecho de una determinada sociedad). De este modo se puede dar cuenta de algunas perplejidades que apunta, por ejemplo, COLEMAN. Este autor sostiene que decir que la regla de reconocimiento establece los criterios de legalidad es ambiguo, ya que puede significar simplemente que la regla marca algunas normas como derecho válido y de este modo torna al derecho determinado, o bien que además de eso, la regla juega el papel de posibilitar a los individuos que puedan identificar qué normas forman el derecho de una comunidad, de tal modo que el derecho se hace determinable. Lo primero sería una función ontológica de la regla de reconocimiento, mientras que lo segundo sería una función epistémica. Creo que es pertinente la distinción, pero no veo qué se gana atribuyendo dos funciones distintas a la regla de reconocimiento. En cambio, si tratamos el tema como hemos hecho antes, vemos claramente separadas las cuestiones: una cosa es la realidad social constituida a partir de la regla de reconocimiento (ésta sería la cuestión «ontológica»), que permite conocer las condiciones de verdad de una proposición anankástica (que hace al derecho «determinado»), y otra la regla técnica que a partir de ésta puede establecerse (lo que supone una cuestión «epistémica» y hace al derecho «determinable»). Quien quiera identificar el derecho de una determinada sociedad, no tiene más remedio que observar cuáles son los criterios de identificación que los propios miembros de la sociedad utilizan y proceder en consecuencia 64. 5.4.

Identificación y autonomía del derecho

Hemos visto hasta aquí varias cuestiones relativas a las condiciones de existencia de una regla de reconocimiento, tales como el papel que en ellas desempeña el recurso al conocimiento común o el modo en que las prácticas de identificación del derecho de una determinada sociedad contribuye a la constitución autónoma del fenómeno jurídico. Para finalizar quisiera decir algo sobre una pretendida polémica acerca de la mejor explicación de las reglas de reconocimiento. Algunos autores enfatizan el aspecto funcional 65, ya que suelen insistir en que las reglas de reconocimiento se caracterizan precisamente por tener la función de determinar los criterios de pertenencia de las normas a un determinado sistema jurídico. Estos 64 Sobre la función ontológica ya hemos dicho bastante en el texto; sobre la epistémica, véase LEITER, 2001: 360. Sin embargo, creo que este autor confunde las funciones del derecho, en general, con las de la regla de reconocimiento, en particular, en lo que constituiría una variante de «desenfoque» al que me he referido en el apartado 6 del capítulo anterior. 65 Por ejemplo, SHAPIRO, 2001: 158 y ss.

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autores subrayan el elemento de coordinación al que ya aludí. Por otro lado, están los que opinan que lo determinante a la hora de explicar tal tipo de reglas es la historia, ya que es ésta, y no la función de coordinación, la que determina cuál es la regla de reconocimiento de la sociedad en cuestión 66. Como suele suceder en muchas ocasiones, la disputa es estéril, ya que en realidad no discuten sobre lo mismo. Quienes consideran que no hay problema de coordinación que explique las distintas reglas de reconocimiento que existen en diferentes sociedades, olvidan que efectivamente sí que existe un problema de coordinación y siempre el mismo en todos los casos. El problema de coordinación que resuelve la regla de reconocimiento es el de constituir un conjunto de criterios a partir de los cuales podamos saber cuál es el derecho de una determinada sociedad. Sin esos criterios, no existiría el derecho como fenómeno social en una determinada sociedad, ni podríamos identificarlo. Ahora bien, determinar cuáles sean en cada caso esos criterios se trata, por descontado, de una cuestión que atañe a la historia institucional de esa sociedad. Todos los sistemas jurídicos requieren criterios compartidos de identificación, pero no todos tienen por qué admitir como criterio, por ejemplo, la doctrina del precedente. Admitir este concreto criterio o no dependerá de la historia. Se pone de relieve de este modo una ambigüedad de mayor calado que afecta al concepto de autonomía y que suele pasar desapercibida en los diversos tratamientos sobre esta cuestión. Está claro que la propiedad de ser autónomo es relacional. Un sujeto u objeto es autónomo respecto a algo o a alguien. En el asunto que nos ocupa, andan en juego dos posibles candidatos a ser la otra parte de la relación de autonomía del derecho. Por un lado, la autonomía del derecho se predica respecto a otros órdenes normativos (moral crítica, moral positiva), para lo cual resulta relevante la función de coordinación y la dimensión constitutiva que toda regla de reconocimiento tiene: sin ella (y sin la eficacia general de las normas del sistema, no lo olvidemos) no existe el fenómeno social llamado derecho. Por otro lado, en cambio, la autonomía de un determinado sistema jurídico se predica en relación con otro sistema jurídico (ambos con sus respectivas reglas de reconocimiento), para lo que es relevante la historia institucional y los valores políticos imperantes en cada uno de ellos 67. 6. ALGUNAS POSIBLES OBJECIONES Las teorías convencionalistas, en general, y las que conciben la regla de reconocimiento como una convención, en particular, han sido objeto de diversas críticas. Puesto que de ser exitosas, tales críticas podrían afectar negativamente Por ejemplo, MARMOR, 2001a: 213. Este último es un problema de identidad de un orden estatal desde una perspectiva sincrónica, del que me he ocupado en alguna ocasión (cfr. VILAJOSANA, 1996). He propuesto, para distinguirlo del resto de problemas de identidad de los sistemas jurídicos y por ser prioritario conceptualmente, que sea considerado el problema de la unidad de tales sistemas (cfr. VILAJOSANA, 2004 y 2009). 66 67

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a la versión convencionalista de la regla de reconocimiento que aquí he ofrecido, resulta oportuno terminar este capítulo con su examen. A continuación me ocuparé de las que me parecen las más destacadas de esas objeciones. En concreto, discutiré las siguientes: a) las que afectan a la normatividad de la regla de reconocimiento; b) las relativas al posible efecto que tiene la presencia de principios jurídicos en la existencia de la regla de reconocimiento; c) las que aluden a la repercusión que puede tener en dicha existencia el que haya discrepancias entre los juristas a la hora de identificar el derecho de una sociedad; d) las que tienen que ver con el carácter arbitrario que se predica de las convenciones; e) las que tildan de banales a las tesis convencionalistas. Espero mostrar con este análisis que ninguna de estas posiciones consigue el fin que se propone. 6.1.

La normatividad de la regla de reconocimiento

Respecto al problema de la normatividad de la regla de reconocimiento, es conveniente empezar por hacer una distinción que evitaría muchos malentendidos. Una cosa es la normatividad predicada de la regla de reconocimiento y otra cosa distinta es preguntarse acerca de la normatividad del derecho en su conjunto o del proceso de aplicación del derecho entendido como práctica social. Además, hay otra forma de enfocar la normatividad del derecho, que suele confundirse con alguna de las anteriores, y que tiene que ver con la pregunta acerca de si el derecho obliga a los jueces. Conviene aclarar que en este capítulo únicamente me he interesado por la normatividad propia de la regla de reconocimiento 68. En este caso, se trata de elucidar en qué sentido, si es que lo tiene, la práctica de identificación del derecho de una determinada comunidad debe ser considerada obligatoria para quienes realizan dicha tarea. Es importante destacar que de lo que se trata ahora es de centrarnos en esa concreta tarea de identificación, es decir, en el uso compartido de determinados criterios para saber cuál es el derecho de una sociedad determinada y no en otros problemas como el de la justificación del deber de obediencia al derecho o el de la justificación de las sanciones institucionalizadas. Pues bien, entendido de este modo el problema de la normatividad de la regla de reconocimiento, entonces hay que ver cuáles son las opciones de respuesta. Muchas veces, al hablar de normatividad de prácticas se toma como una alternativa exhaustiva y mutuamente excluyente la que considera que o bien no existe normatividad, es decir, la práctica en cuestión no es en ningún sentido comprensible de obligado cumplimiento, o bien lo es y entonces esa obligato68 Sobre la normatividad de la práctica social de aplicación del derecho recuérdese lo dicho en el apartado 5 del capítulo anterior.

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riedad sólo puede ser de carácter moral. En ocasiones, se ha interpretado el punto de vista interno de HART según esta segunda opción y no seré yo quien niegue que algún texto del mismo pueda dar pie a esta exégesis 69. Sin embargo, en mi opinión, aunque las opciones citadas son obviamente excluyentes, en cambio no son conjuntamente exhaustivas. Existe la posibilidad de hablar de normatividad en el sentido en que se habla justamente de normatividad de las convenciones 70. Ese elemento normativo presente en las convenciones consiste en lo siguiente: involucrarse en una práctica convencional supone realizar determinadas acciones al menos por la razón de que los demás también lo hacen 71. Esto puede sonar extraño, pero sólo lo es si se confunden los problemas que aquí he distinguido, es decir, si se toma esta idea como una respuesta al problema de la justificación del derecho. En efecto, esta respuesta sería absurda como contestación al problema del deber de obediencia al derecho, ya que este problema requiere inevitablemente una respuesta que se halla en el ámbito moral 72. Sin embargo, si acotamos convenientemente la cuestión y nos preguntamos acerca de las razones por las cuales unos sujetos deberían usar unos determinados criterios y no otros para identificar el derecho de una sociedad, entonces no tiene por qué considerarse desatinado que una razón sea la de que los demás también los usan. Es la misma razón que tenemos para seguir cualquier convención. Quede claro que esa no tiene por qué ser la única razón. Pero ésta debe darse para que exista la regla de reconocimiento como convención de acuerdo con la cláusula tercera del esquema anteriormente citado. Cuando existe esta regla y las normas identificadas a través de ella son eficaces, entonces existe un determinado sistema jurídico, con normas que seguramente impondrán determinadas obligaciones jurídicas a los jueces (me parece obvio que antes de la existencia de un sistema jurídico no pueden existir obligaciones jurídicas). Una vez llegados a este punto entra en juego el último problema citado que tiene que ver con la normatividad y que no hay que confundir con los anteriores. Se suele formular con esta pregunta notoriamente ambigua: ¿tienen los jueEs lo que hacen, por ejemplo, MACCORMICK y WEINBERGER, 1986: 132-133 y GARZÓN, 1993. No afirmo que sea este sentido de normatividad el que los autores convencionalistas han defendido al hablar del carácter normativo de las convenciones. En realidad, no resulta nada claro decir, como sostienen muchos de estos autores, que de las prácticas de identificación de un sistema jurídico surge la obligación de identificar de esa manera al sistema jurídico en cuestión. Lo que sostengo es que la única forma plausible de considerar normativa dicha práctica (donde «normativo» normativo» » significa simplemente «tener tener una razón para actuar») »)) es la expresada en el texto. Si alguien considera que una razón de este tipo no tiene carácter normativo, entonces no tengo mayor problema en reconocer que no hay nada normativo en la práctica de identificación del derecho de una determinada comunidad. Sobre las críticas a los intentos de establecer el carácter obligatorio de las convenciones, cfr. GREEN, 1988: 117-121; CELANO, 1985; MARMOR, 2001b: 28-29. 71 Cfr. LEWIS, 1969. Si este elemento no se diera, no se resolvería el problema de coordinación que está en la base de toda convención. 72 Cfr. VILAJOSANA, 2007: capítulo IV. 69 70

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ces la obligación de cumplir con las normas jurídicas? En caso afirmativo, ¿de qué tipo de obligación se trata? Como acabo de decir, este es un problema que sólo cabe abordar una vez que se han materializado las condiciones de existencia de un determinado sistema jurídico. Cuando esto es así, el propio sistema establecerá una norma de carácter obligatorio o bien una norma constitutiva de la que se puede inferir una regla técnica que nos indicará las condiciones para que alguien sea considerado juez en relación con ese sistema. Por ejemplo, podría interpretarse que esta última posibilidad es la que acoge nuestro sistema jurídico, a través de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuando establece que uno de los requisitos para acceder a la judicatura es la de jurar o prometer cumplir y hacer cumplir la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Lógicamente, puede suceder que alguien no quede satisfecho con esta respuesta y desee seguir indagando acerca de por qué hay que cumplir las promesas. Cuando se hace esto, se pide una respuesta que sólo puede ser moral, por la simple razón de que solemos definir a las razones morales como últimas. No cabe sorprenderse, pues, que las últimas razones sean morales, puesto que del modo en que éstas suelen entenderse o bien hay razones de otro tipo, pero entonces no son últimas o bien son razones morales. Pero todo esto nada tiene que ver con las condiciones que hacen posible la existencia del derecho. 6.2.

Convenciones y principios

DWORKIN opina que en la práctica judicial podemos hallar diversas consideraciones que a los jueces les parecen relevantes para decidir los casos que se les presentan, razón por la cual no existe ninguna regla de reconocimiento que valide todas las razones, morales y no morales, que son relevantes a la hora de tomar decisiones judiciales 73. La tesis de DWORKIN en este punto podría resumirse de este modo. El derecho de un determinado país contiene, además de reglas, principios. Los principios no se identifican sólo por su origen, sino también por su contenido. Pero el contenido de los principios tiene forzosamente un componente moral. Por tanto, si queremos identificar el derecho de un determinado país necesariamente deberemos hacer referencia a cuestiones morales, al menos a aquéllas necesarias para identificar a los principios. Pero, ¿cuál sería el criterio de existencia de un principio jurídico si no podemos relacionarlo simplemente con su origen, con actos de creación? Según DWORKIN, un principio jurídico existe si se sigue de la mejor interpretación política y moral de las decisiones legislativas y judiciales pasadas en el ámbito de que se trate. Los principios jurídicos, pues, ocuparían un espacio intermedio entre las reglas jurídicas y los principios morales. 73

Para las críticas esbozadas en este apartado y en el siguiente, véase DWORKIN, 1977 y 1986.

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Las reglas jurídicas son creadas por las instituciones pertinentes y su validez deriva del origen, es decir, de la fuente del derecho de que se trate (la legislación, la costumbre, etc.). Los principios morales son lo que son puramente por su contenido, y su validez está también relacionada únicamente con su contenido. Los principios jurídicos, por su parte, obtendrían su validez de una combinación de consideraciones basadas en fuentes y otras basadas en el contenido. Esta visión la generaliza DWORKIN llamándola «derecho como integridad» y la describe así: De acuerdo con el derecho como integridad, los enunciados jurídicos son verdaderos y aparecen en, o se siguen de, principios de justicia, equidad y principios procesales como el proceso debido, que ofrecen la mejor interpretación constructiva de la práctica jurídica de la comunidad 74. La validez de un principio jurídico deriva, entonces, de una combinación de hechos y consideraciones morales. Los hechos relevantes son los relativos a las decisiones jurídicas (tanto de legisladores como de jueces) llevadas a cabo en el pasado dentro del ámbito correspondiente. Las consideraciones morales y políticas tienen que ver con las formas en que aquellas decisiones pasadas pueden ser mejor justificadas por los principios moralmente correctos (es decir, los correspondientes a la moral crítica). Esta idea acaba insiriéndola este autor en una teoría general de la interpretación, que pretende ser el contrapunto crítico de las teorías generales del derecho de corte positivista. La teoría interpretativa del derecho de DWORKIN es ciertamente compleja y no siempre del todo clara, aunque tal vez puede ser resumida de una manera simple, a través de la reconstrucción de su argumento central. El punto neurálgico de su tesis es que el derecho tiene una profunda naturaleza interpretativa. El principal argumento constaría de dos premisas: 1) La determinación de lo que el derecho requiere en cada caso particular necesariamente incorpora un razonamiento interpretativo. Es decir, los enunciados de la forma «de acuerdo con el sistema jurídico S, x tiene el derecho/deber de hacer p», son la conclusión de algún tipo de interpretación. 2) La interpretación siempre contiene consideraciones morales. Para ser más precisos, tal vez habría que decir que la interpretación no es ni una cuestión puramente fáctica, ni una cuestión puramente valorativa, sino una mezcla inseparable de ambas. Si se admiten estas dos premisas, entonces la conclusión es la tesis de la conexión necesaria: la determinación de aquello que el derecho es depende de su adecuación a la moralidad. Sobre esta crítica de DWORKIN a la capacidad de la regla de reconocimiento para dar cuenta de la presencia en las argumentaciones judiciales de principios, hay que admitir que tiene un aspecto incontrovertible. En efecto, en las consti74

DWORKIN, 1986: 225.

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tuciones de nuestro entorno hallamos formulaciones de principios que tienen que jugar forzosamente un papel determinante en la resolución de muchos casos judiciales. A raíz de esta constatación, puesta de relieve por DWORKIN, algunos autores positivistas como el propio HART han reaccionado manteniendo que la regla de reconocimiento sí que puede dar cuenta de los principios. Éstos, y a través de ellos la moral, puede ser de obligado cumplimiento por parte de los jueces, pero sólo si la regla de reconocimiento los toma como criterios de validez. En este sentido, si un principio de claras connotaciones morales como es el de la prohibición de discriminar por razón de sexo o de raza forma parte de nuestro ordenamiento jurídico es porque forma parte de la Constitución de 1978 y a ésta se la identifica a partir de hechos sociales. La prueba es que han existido otros ordenamientos que no han contado con principios como éste. Si esto es verdad, que tales principios formen parte o no de un determinado sistema jurídico, sería una cuestión contingente, es decir, dependería justamente de lo que disponga la regla de reconocimiento. Esto nos lleva a una cuestión importante y no siempre suficientemente destacada. Recordemos que la regla de reconocimiento está formada por los criterios de pertenencia de normas o reglas (y principios, podemos añadir) al sistema jurídico. Su misión no es la de establecer en cada caso judicial cuál es la solución determinada, sino la de reconocer las fuentes del derecho, debidamente estructuradas si procede, a las que el juez puede o debe acudir para argumentar dicha solución. Si esto es cierto, podría admitirse que del conjunto total de razones válidas para tomar las decisiones judiciales, la regla de reconocimiento sólo identifique el subconjunto formado por las que están basadas en fuentes (es decir, las que se identifican por su origen). Se puede admitir que existen razones morales, políticas o económicas que son operativas para tomar algunas decisiones jurídicas, y aun así no tener por qué abandonar la idea de la regla de reconocimiento como regla social imprescindible para identificar las normas que pertenecen a un determinado sistema jurídico. Pero el anterior razonamiento todavía podría no ser definitivo. Después de todo, puede parecer que en la disputa entre quien defiende el valor explicativo del concepto de regla de reconocimiento y quien lo niega, se estarían simplemente postulando distintos conceptos de derecho. Por un lado, un concepto más centrado en dar cuenta de las instituciones, por tanto un concepto de derecho que podríamos denominar «institucional». Por otro, un concepto cuyo núcleo central está constituido por los procesos de toma de decisiones judiciales, la resolución de los casos mediatizados por la interpretación, con lo que puede hablarse de un concepto «interpretativo» de derecho. Es decir, tendríamos de nuevo un caso de diferencias en el enfoque del análisis, como el que ya vimos en su momento. En sus últimos escritos DWORKIN también entiende que pueden darse distintos conceptos de derecho (doctrinal, sociológico, taxonómico, aspiracional) 75. 75

DWORKIN, 2006: introducción y capítulo VIII.

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Parecería razonable entonces pensar que depende de los intereses cognoscitivos que uno tenga el que elija uno u otro concepto. Sin embargo, sorprendentemente, este autor sigue considerando que el concepto que él emplea (un concepto interpretativo y que entiende al derecho como integridad) es superior al resto. ¿Será después de todo una disputa casi meramente verbal? Seguramente algo de eso hay, pero ahora es preciso destacar una cuestión en la que el planteamiento de DWORKIN tiene un déficit respecto a quienes sostienen la necesidad de que todo sistema jurídico tenga su regla de reconocimiento. El argumento que lo muestra es el siguiente. Recuérdese que la regla de reconocimiento como regla social juega un papel decisivo no sólo para identificar el derecho, sino para establecer su autonomía frente a otros órdenes normativos, que también se dan en una misma sociedad, como podrían ser la moral social o los usos sociales. La dificultad de establecer esta distinción estriba en que todos ellos son fenómenos normativos que se originan en prácticas sociales. El concepto de regla de reconocimiento ofrece un intento de establecer esta distinción, otorgando a la conducta e intenciones de un determinando conjunto de personas un papel decisivo en la constitución de la práctica jurídica. Por su lado, el esquema de DWORKIN reside en última instancia en la práctica jurídica de una determinada sociedad. Pero el carácter jurídico de esa práctica es dado por descontado en el planteamiento de este autor. Recordemos que, para el derecho como integridad, los enunciados jurídicos son verdaderos y aparecen en, o se siguen de, principios de justicia, equidad y principios procesales como el proceso debido, que ofrecen la mejor interpretación constructiva de la práctica jurídica de la comunidad. ¿Pero cómo identifica DWORKIN esas prácticas jurídicas de entre todas las prácticas sociales que se dan en una determinada comunidad? Pueden pensarse dos posibilidades. En ambas, tenemos que partir de una premisa indudable: si una práctica es jurídica, entonces alguna relación tendrá con el derecho de esa comunidad. Una posibilidad sería aplicar la definición de derecho que el propio DWORKIN da. Pero si hacemos esto, el argumento se vuelve circular. Para saber cuándo una práctica es jurídica debemos acudir a los elementos que nos permiten identificar el derecho de una determinada sociedad. Pero resulta que entre estos elementos se halla la referencia a la práctica jurídica que teníamos que identificar. La otra posibilidad es hallar criterios independientes para saber cuándo una práctica es jurídica. Pero esto es justamente lo que proporciona la regla de reconocimiento a la que DWORKIN no quiere acudir. Tal vez las deficiencias que detecto en las tesis dworkinianas y las virtudes del esquema que defiendo quedarán más claras con un ejemplo. Imaginemos que alguien desea identificar el contenido del derecho romano en un determinado periodo histórico (por ejemplo, el relativo a la época del emperador Augusto). La pregunta es: ¿qué pasos debe seguir? Más aún: ¿qué pasos siguen todos los romanistas cuando proceden a tal identificación? ¿Acaso toman como referen-

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cia un derecho parecido a la mejor interpretación posible de las instituciones romanas, teniendo en cuenta los principios de justicia relativos a la moral crítica? Me parece que no. Lo que hacen es intentar comprobar, a través de los procedimientos empíricos pertinentes, cuáles eran los criterios que los propios usuarios del derecho de la época en cuestión usaban para identificarlo (y cerciorarse de que el sistema en su conjunto era eficaz). Por tanto, frente a la disyuntiva entre identificar el derecho tomando en cuenta los criterios de identificación efectivamente usados por (al menos) los funcionarios de un sistema jurídico e identificarlo a partir de la interpretación de instituciones jurídicas (¿cómo sabríamos que lo son?) bajo su mejor luz, parece que es más razonable hacer lo que hacen todos los romanistas. Pero si esto es así para el caso de la identificación del derecho romano, ¿por qué debería ser distinto a la hora de identificar el derecho de cualquier otro periodo histórico y de cualquier latitud? 6.3.

Convención y desacuerdos

Según DWORKIN, existiría una profunda controversia entre juristas y entre jueces acerca de cómo habría que decidir jurídicamente determinados casos. La presencia de esta controversia llevaría a la conclusión de que el derecho no puede residir en un consenso oficial como el que parece seguirse de la existencia de una regla de reconocimiento. Al respecto podríamos hacernos dos preguntas: ¿existe de hecho esta controversia generalizada? En caso de que existiera, ¿es del tipo necesario para poner en cuestión la existencia de una regla de reconocimiento como regla social? No es descabellado responder negativamente a ambos interrogantes. Respecto a la primera pregunta, resulta indudable que existen controversias entre juristas, en general, y entre jueces en particular, acerca de cómo decidir los casos judiciales. El hecho mismo de que existan procedimientos judiciales en los que al menos dos partes pueden aportar argumentos en favor de sus respectivas posiciones, y ambas pueden con sentido invocar razones jurídicas para que el fallo les sea propicio, es un indicador de que esa controversia es indisociable de la práctica jurídica. Ahora bien, ¿hasta dónde llega esta controversia? ¿Puede decirse sin más que la presencia de estas disputas respecto a los casos judiciales suponen que todo el derecho es controvertido? ¿Qué sucede con la multitud de decisiones jurídicas que se toman al margen del procedimiento judicial, como son los contratos que no se impugnan, las leyes que se cumplen, etcétera? Seguramente, los casos que se podrían plantear en los tribunales y que en cambio no se plantean son muchísimos más que los que llegan a ellos. Además, del hecho de que existan dos partes dispuestas a defender dos posiciones contrarias en todo proceso no cabe inferir que el caso judicial sea ne-

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cesariamente controvertido para los jueces. Las razones por las que las partes litigan no siempre son las mismas. A veces se presentan demandas y recursos sabiendo positivamente que se van a perder (porque, por ejemplo, existe una jurisprudencia consolidada y el argumento que esgrime el abogado ya ha sido rechazado en otras ocasiones similares), simplemente porque se pretende alargar la decisión del conflicto, bien sea para negociar una decisión extrajudicial, o simplemente para ganar tiempo. Por tanto, la controversia es una cuestión de grado y existe una parte importantísima de derecho legislado y derecho contractual, que da lugar a pocas dudas y que guía razonablemente la vida social fuera de las cortes de justicia. Por lo que hace a la segunda cuestión, hay que recordar que no toda controversia que se produce en sede judicial es relevante para poner en cuestión la existencia de una regla de reconocimiento. Muchas de estas controversias son acerca de la atribución de significado a determinadas formulaciones normativas y pueden resolverse apelando a consensos más o menos establecidos dentro de la comunidad jurídica (con alegación de argumentos que no necesariamente aludan a principios ni tengan forzosamente un componente moral). Las únicas controversias que serían relevantes para la crítica que aquí estoy analizando serían las que afecten a los criterios de validez jurídica (que forman una concreta regla de reconocimiento). ¿Pero de veras se dan tales controversias profundas en las prácticas de interpretación y aplicación del derecho que conocemos? Tomemos a modo de ejemplo una posible formulación simplificada de la regla de reconocimiento del sistema jurídico español. Ésta podría rezar más o menos como sigue: «Se considerarán derecho español válido la Constitución de 1978 y todas las normas aceptadas por ella o creadas de acuerdo con los procedimientos que establece, sin que hayan sido derogadas». Esta idea, en el ámbito de la aplicación del derecho, se concretaría en una serie de criterios ordenados jerárquicamente, en lo que se conocen como fuentes del derecho. Un ejemplo de fuentes del derecho sería éste: se aplicará a los casos a enjuiciar, en primer lugar, la constitución; en su defecto, las leyes en sentido amplio (con sus propias jerarquías: ley en sentido técnico, reglamentos, etc.); a falta de éstas, serán de aplicación las normas consuetudinarias; cuando la aplicación de éstas no sea posible, se aplicarán los principio generales del derecho. Ahora preguntémonos: ¿hay jueces que aplican las normas consuetudinarias por encima de las leyes?; ¿hay discrepancia acerca de que las leyes están subordinadas a la constitución? Planteemos la cuestión de una manera más general: ¿es concebible el funcionamiento normal (es decir, continuado y estable) de un sistema jurídico con una discusión permanente y profunda de tales criterios? Si se produjera de verdad esa discusión permanente y profunda respecto a los criterios de validez jurídica, estaríamos frente a supuestos patológicos de sistemas jurídicos (como alguna vez los llamó HART), y no serían precisamente

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casos paradigmáticos, que es lo que se exigiría para que la crítica de DWORKIN fuera plausible. Sencillamente, no podría funcionar durante demasiado tiempo un sistema en el que los criterios de validez jurídica estuvieran puestos en cuestión de manera profunda y permanente. Imaginemos que durante un cierto tiempo, en una determinada sociedad S, los jueces aplican de manera general las normas que emanan del parlamento elegido democráticamente. En un determinado momento, un grupo de personas se hace con el control del poder y empiezan a emitir normas destinadas a toda la población de S y con la pretensión de que los jueces las apliquen. Puede ser que durante un cierto periodo de tiempo los jueces se hallen divididos acerca de si deben aplicar o no las normas emanadas de ese comité revolucionario (éste sería el caso patológico, que en muchas ocasiones va acompañado de una guerra civil). Pero pasada esa etapa convulsa, pueden suceder dos cosas: que los jueces apliquen generalmente las normas que emanan del parlamento o bien las del comité revolucionario. En este último supuesto, se habrá producido un cambio de la regla de reconocimiento de la sociedad S. Pero lo cierto es que resulta contraintuitivo pensar que la situación que he descrito como patológica es la normal, pero es la que parece describir DWORKIN. Ello no quiere decir que no puedan existir discrepancias sobre el alcance de algunos criterios de validez que forman la regla de reconocimiento. Lo único que sostengo es que no pueden ser profundas y generalizadas, que sería lo que requeriría el argumento de DWORKIN para que la conclusión del mismo se siguiera efectivamente de sus premisas. Tampoco significa que no puedan haber casos dudosos relativos a si una determinada norma forma parte de un determinado sistema jurídico o si es aplicable. A esto último habría que añadir tan sólo lo que ya dije al hablar de la existencia de las costumbres como prácticas interpretativas. Teniendo en cuenta lo que sostiene ANSCOMBE 76, lo importante es que mientras los miembros del grupo reconozcan y comprendan un comportamiento dado como un comportamiento subsumible bajo la descripción relevante, la práctica de identificación de normas jurídicas, aun transformándose, sigue siendo la misma. 6.4.

La arbitrariedad de una regla de reconocimiento convencional

Una crítica posible a la visión convencionalista de la regla de reconocimiento es que para que ésta se pueda considerar una convención, habría que admitir que es arbitraria, puesto que el rasgo de la arbitrariedad sería definitorio de las convenciones. Pero si hiciéramos esto, estaríamos obviando la importancia que desde el punto de vista social y político tendría la regla de reconocimiento. CELANO la ha expresado en estos términos: 76

ANSCOMBE, 1957: 84 y ss.

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La idea de que la regla de reconocimiento sea arbitraria parece precipitada, casi irrisoria. La regla de reconocimiento especifica los criterios de identificación de aquello que constituye el derecho válido. Esta no es una cuestión asimilable a la decisión de si se debe conducir por la derecha o por la izquierda (un paradigma del problema de coordinación). La regla de reconocimiento es el resultado de conflictos políticos, institucionales, ideológicos; de revoluciones y golpes de Estado […]. Que ciertos criterios de validez son efectivamente aceptados y usados es un hecho histórico […]. Se trata de un hecho que invoca valores y principios en conflicto. No es plausible la hipótesis según la cual […] consiste en algo arbitrario 77.

Este ataque parece a primera vista muy plausible. ¿Cómo vamos a tildar de arbitraria la decisión de los sujetos a la hora de identificar el derecho de su comunidad cuando en ello parecen estar en juego cuestiones valorativas tan importantes? Sin embargo, antes de sucumbir al aparente encanto de esta crítica no está de más empezar por preguntarnos qué se entiende por «arbitrario» en sede convencionalista 78. Se impone empezar recordando que la arbitrariedad de las convenciones no es igual a indiferencia 79. Si una persona ha vivido veinte años en Londres y después traslada su residencia a Barcelona, no le resulta indiferente conducir por la izquierda de la calzada o por la derecha. Está acostumbrada a conducir por la izquierda y preferiría seguir haciéndolo (por lo tanto, no le resulta indiferente la elección). Pero, justamente porque se da un problema de coordinación y existe ya una convención establecida en Barcelona de conducir por la derecha, esa persona tiene una razón para seguir la pauta de sus nuevos conciudadanos, a pesar de que claramente le resultaría más cómodo seguir con la práctica a la que estaba acostumbrada. El rasgo de la arbitrariedad de las convenciones, pues, se manifiesta no en la posible indiferencia con la que cada participante pueda afrontar las prácticas sociales relevantes, sino en el hecho de que exista más de una opción que resuelva el problema de coordinación que está en la base. Pero, más allá de lo anterior, en esta línea crítica que comento hay una confusión entre lo que concierne a la existencia de un sistema jurídico y lo que tiene que ver con su identidad. Podría decirse que todos los elementos que están presentes en la cita transcrita de CELANO son importantes, pero no para la existencia de un sistema jurídico, sino para su identidad. El utilizar unos u otros de esos elementos daría lugar a la identificación de distintos sistemas jurídicos, pero no afectan a su existencia. Es decir, que el conjunto de criterios de identificación efectivamente usados por la población relevante sea A (por ejemplo, definitorios de un régimen político democrático) o sea B (propios de un régi77 CELANO, 2003: 351. En términos parecidos se expresa, por ejemplo, SHAPIRO en el manuscrito de su último libro al que ya hice referencia. 78 Para el concepto de arbritario, véase MARMOR, 2006. 79 Cfr. LEWIS, 1968: 76-80.

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men político autoritario) es relevante respecto a la identidad del sistema, pero que sea uno u otro no afecta para nada a su existencia (igual de «existentes» son los regímenes democráticos que los autoritarios, si se cumplen las condiciones requeridas) 80. Lo único que muestra esta situación es que hay opciones distintas, y eso es lo fundamental para concluir que se da el rasgo de la arbitrariedad, en el sentido que aquí interesa. Por supuesto, valorativamente podemos preferir que el tipo de sistema jurídico existente pertenezca a la clase A y no a la clase B y eso es lo que nos molesta cuando calificamos tal elección de arbitraria. Pero el sentido de arbitrario que es relevante en relación con la existencia de la regla de reconocimiento (y, por tanto, de la existencia de los sistemas jurídicos) es que quienes se dedican profesionalmente a identificar el sistema jurídico utilicen los mismos criterios, teniendo la posibilidad de que éstos sean propios de un régimen democrático o de uno autoritario, incluyan los precedentes o no, establezcan un tipo de jerarquía normativa u otro, etcétera. 6.5. La supuesta banalidad de la tesis convencionalista Una última crítica que voy a comentar es la que sostiene el carácter banal de la tesis convencionalista aplicada a la regla de reconocimiento. En concreto, esta crítica se refiere a la llamada condición de dependencia, entendida de este modo: en el caso de una convención, el hecho de que los demás se conformen porque los otros lo hacen es una de las razones por las que cada uno se conforma. Ésta es justamente una de las condiciones que destaqué al hablar de la existencia de una regla de reconocimiento como hecho convencional. Pues bien, por ejemplo, Bruno CELANO afirma que el exigir esta condición puede resultar verosímil, pero banal. Sus palabras son: Se trata de una tesis empírica según la cual, en el caso de la regla de reconocimiento, cada uno de los funcionarios (cualesquiera que sean las razones por las que está convencido de que la regla debe seguirse, o por las que la sigue) piensa que no tendría mucho sentido atenerse a la regla, a menos que lo hiciesen todos (o casi todos) los demás. Lo cual es verosímil, pero banal 81.

En mi caso, estoy de acuerdo con que la tesis es verosímil y razonable (por eso la defiendo), pero no estoy seguro de comprender cuál sería en este punto el elemento negativo que incorporaría el rasgo de la banalidad. El propio CELANO da una pista acerca de qué sería una tesis banal. Se trataría de una tesis poco informativa, teóricamente no interesante y filosóficamente poco iluminadora 82. ¿Pero es esto así? 80 Respecto a la identidad de los órdenes jurídicos y su vinculación justamente con estas cuestiones valorativas me permito remitir a VILAJOSANA, 1997. 81 CELANO, 2003: 353. 82 Si interpretamos a sensu contrario lo que se dice en CELANO, 2003: 347.

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Concentrémonos primero en el aspecto positivo de la tesis, que CELANO admite. La tesis es verosímil y razonable. Bien, si esto es así, ¿cómo hay que interpretar que muchos autores la discutan? ¿Por qué, como hemos visto, DWORKIN dedica un gran esfuerzo a intentar mostrar que no es posible una regla de reconocimiento convencional? Si fuera una tesis banal, parecería que cualquier persona razonable (y no seré yo quien diga que DWORKIN no lo es) la admitiría, aunque a renglón seguido añadiera que no aporta nada nuevo. Ya he dicho antes lo que pienso de esta condición de dependencia. Si nos centramos en el alcance concreto que aquí he dado a la regla de reonocimiento, hay que recordar que su existencia depende de las prácticas de identificación de un determinado sistema jurídico que se llevan a cabo en una determinada sociedad. Es el uso de criterios de identificación de un determinado sistema jurídico lo que está en juego (y no otra cosa) cuando se habla de dichas prácticas. Pero tales criterios deben ser los mismos si es que se pretende identificar el mismo sistema jurídico. Y si esto es así, se requiere de los participantes que tengan en cuenta los criterios usados por los demás. En esto consiste, como ya dije en su momento, el problema de coordinación que está en la base de la necesidad de que (al menos) los funcionarios usen los mismos criterios para identificar su sistema jurídico. Tal vez, lo que se quiera decir con el término «banal» es que el fenómeno es circular. Pero eso, como ya comenté en su momento, lejos de preocuparnos nos da la pista para producir una explicación filosóficamente atractiva de cómo a través de reglas constitutivas se puede generar realidad social, como sucede con la existencia del dinero y como, en mi opinión, acaece con la existencia del derecho 83. A pesar de lo que acabo de decir, se podría obviar que haya alternativas como la que ofrece DWORKIN y que la explicación de fenómenos circulares como se propone aquí no sea filosóficamente satisfactoria, pero entonces todavía quedaría en pie saber en qué consiste una explicación filosófica no banal. Y aquí es donde uno tiene la tentación de sostener, con WITTGENSTEIN, que toda tesis filosófica es, en algún sentido, poco informativa. Lo que hacemos al filosofar es, a lo sumo, algo parecido a modificar la posición de los libros en una estantería. Al respecto, no está de más poner fin al capítulo recordando las concretas palabras de este autor: Algunos de los mayores logros en filosofía sólo podrían compararse con el hecho de coger algunos libros que parecían tener que estar juntos y colocarlos sobre estantes diferentes, no siendo definitivo sobre sus posiciones más que el hecho de que ya no están uno al lado del otro. El observador que no conoce la dificultad de la tarea es fácil que piense en tal caso que no se ha conseguido nada en absoluto 84. 83 El propio CELANO ha admitido este extremo en relación con su visión de las normas consuetudinarias como reglas sociales, tal como vimos en el capítulo II. 84 WITTGENSTEIN, 1958: 75-76. Obviamente, CELANO no estaría entre quienes desconocen esa dificultad, dada su más que probada competencia filosófica.

CAPÍTULO VII LA EFICACIA GENERAL DE LAS NORMAS DE UN SISTEMA JURÍDICO 1.

LOS CONCEPTOS DE EFICACIA

Como dije en el capítulo anterior, la eficacia general de las normas es una condición necesaria de la existencia de los sistemas jurídicos. Sobre esta afirmación será difícil encontrar voces discrepantes, como puse de relieve a lo largo de los capítulos III y IV. Ahora bien, lo que ya no está tan claro es que los teóricos del derecho coincidan en cuáles son los hechos que hay que tomar en consideración para afirmar que se da tal eficacia general. Cabe reconocer de entrada que los juristas se refieren a la expresión «eficacia de las normas» en diversos contextos y con más de un sentido. En concreto, hay quien la usa de tal forma que difícilmente se puede distinguir del concepto de validez. Eso ocurre cuando se habla de la eficacia normativa como una especie de capacidad de las normas para generar efectos jurídicos. En última instancia, este sentido de eficacia, que Vincenzo FERRARI ha denominado jurídiconormativo 1, termina diluyéndose en el de validez, por cuanto los efectos jurídicos que produce la norma «eficaz» los produce por el mero hecho del cumplimiento de los requisitos que el propio sistema jurídico contempla para su creación. Este sentido no interesa aquí. Si lo traigo a colación es sólo para poner de manifiesto la ambigüedad que suele acarrear el uso de la palabra «eficacia» y explicitar que el aspecto del que pretende dar cuenta queda perfectamente reflejado con el concepto de validez (bien sea como pertenencia, bien sea como obligatoriedad). 1

FERRARI, 1989: 159.

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Por otro lado, encontramos el sentido de eficacia que FERRARI llama «sociológico». Éste se refiere no ya a que la norma se haya creado a través de los actos que dispone el sistema jurídico de que se trate, sino a algún tipo de adecuación o correspondencia entre lo que dispone la norma y los actos que realizan sus destinatarios. A continuación me ocuparé exclusivamente del análisis de este sentido de eficacia de las normas jurídicas. Siguiendo a Liborio HIERRO 2, podemos empezar hablando de un concepto muy general de eficacia en sentido sociológico que se podría llamar de correspondencia 3 o de mera conformidad 4. Para ver si una norma es eficaz en este sentido habría que comprobar simplemente si la acción que prescribe es realizada por sus destinatarios. Dentro de esta idea tan general, cabe hablar de dos subclases de eficacia como correspondencia. Por un lado, aquella que se daría cuando los destinatarios hacen lo que dispone la norma sin que la hayan tenido en cuenta, o incluso ignorando su existencia. En este caso, los destinatarios realizan lo prescrito por la norma por cualquier motivo menos por el hecho de que la norma exista, por lo que podría decirse que estamos ante una eficacia por coincidencia. Por otro lado, cabe que los destinatarios realicen lo que la norma obliga justamente debido a que la norma existe. En estas circunstancias, la existencia de la norma ha constituido un motivo o razón para que se lleve a cabo lo que en ella se dice. Se hablaría, entonces, de eficacia como cumplimiento. Como digo, la eficacia como correspondencia es la clase general. Tanto la eficacia como coincidencia, como la eficacia como cumplimiento son tipos de eficacia como correspondencia. La ventaja de usar la eficacia como coincidencia es la aparente facilidad con la que podríamos constatar su presencia. Bastaría con ver que la conducta del sujeto normativo coincide con lo dispuesto por la autoridad para llegar a la conclusión de que la norma o conjunto de normas de que se trate es eficaz. Pero el carácter tan amplio y sencillo de esta forma de ver la eficacia precisamente le resta enteros a la hora de su rendimiento explicativo. Además, por lo que ahora interesa, no parece muy sensato sostener que lo único relevante a los efectos de tomar en consideración la eficacia de las normas juridicas como condición de existencia de un sistema jurídico sea la mera correspondencia entre la conducta de los destinatarios y lo dispuesto por las normas. La eficacia que puede resultar de interés en este tema es la que demanda un estado intencional por parte de los individuos que conforman el sujeto normativo, estado mental que consistiría, al menos, en la conciencia de que tales normas existen, por ejemplo, como normas-prescripción 5. 2 3 4 5

HIERRO, 2003: 75. Según terminología de NAVARRO, 1990: 16. Cfr. SUMNER, 1990: 63. Recuérdese lo dicho al respecto en el capítulo I.

LA EFICACIA GENERAL DE LAS NORMAS DE UN SISTEMA JURÍDICO

2.

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COINCIDENCIA Y CUMPLIMIENTO

Por lo que acabo de decir, la eficacia de una norma o de un sistema de normas depende de la obediencia que reciba por parte de los destinatarios. Ahora bien, ¿se requiere que todos los destinatarios y en toda circunstancia cumplan una norma para considerar que ésta es eficaz? Y en el caso de la eficacia de un sistema jurídico, ¿exigiremos que se cumplan todas las normas en todo momento por parte de todos los destinatarios? Esta exigencia parece excesiva, por cuanto llevaría a tener que aceptar que jamás ha habido un sistema jurídico eficaz, lo cual es contrario a nuestras intuiciones más arraigadas. Además, nos pone sobre la pista de que el concepto de eficacia es gradual. Una norma puede ser más o menos eficaz, en función del grado de cumplimiento que obtenga, es decir, de la amplitud del conjunto de personas que la obedezcan en relación con el conjunto de los destinatarios y de la cantidad de actos de obediencia que genere. Aunque normalmente la forma de determinar el grado de obediencia es fijar la atención en los actos de desobediencia. A mayor número de actos de desobediencia, en principio, le correspondería un menor grado de eficacia. Así, a partir de ahora, por simplicidad, me referiré sólo al término «eficacia» donde debería decir «un cierto grado de eficacia». Queda claro, pues, que la eficacia de las normas requiere una cierta relación entre las normas y las conductas de sus destinatarios. Ahora bien, se puede estar hablando de eficacia con sentidos muy distintos en función de qué tipo de conducta sea la que se exige de los destinatarios, como hemos visto, y también en función de qué clase de destinatarios se tome como parte de esa relación. Respecto a la primera cuestión, se puede decir que una norma tiene eficacia cuando los destinatarios cumplen lo que en ella se dispone. Si es una norma que obliga a realizar p, será eficaz si los destinatarios realizan p. Si es una norma que prohíbe hacer p, será eficaz si los destinatarios se abstienen de realizar p. Y si es una norma que permite hacer p, será eficaz cuando alguien en alguna ocasión hace p 6. Pero, dicho esto, surge una duda. Para hablar de eficacia de una norma como condición de existencia de los sistemas jurídicos, ¿se requiere la simple coincidencia del comportamiento respecto a lo dispuesto en ella o se exigirá el cumplimiento? 7. En relación con la segunda cuestión, los destinatarios de las normas pueden ser los ciudadanos (o un subconjunto de ellos) o algunos órganos aplicadores (simplificando: los jueces). Hay quien ha construido una teoría general del de6 Por ahora, me voy a ocupar únicamente de la eficacia de los mandatos (de las prescripciones o normas regulativas, que consisten en una obligación o en una prohibición). En el apartado 5.3. diré algo respecto a si tiene sentido o no predicar eficacia de las normas permisivas (prescripciones que no son mandatos) y de las constitutivas (que no son prescripciones). 7 Cfr. NAVARRO, 1990, donde se habla de eficacia normativa y de eficacia causal, conceptos parecidos, pero no exactamente equivalentes a la coincidencia y al cumplimiento, respectivamente.

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recho en la que todas las normas se entienden dirigidas a las autoridades indicándoles las condiciones en las que deben imponer una sanción 8. Pero parece poco iluminadora la idea de que las normas que penalizan el asesinato van destinadas a los jueces y no digamos las que autorizan la realización de contratos. Por eso, si seguimos manteniendo que las normas se dirigen en primera instancia a los ciudadanos, y en caso de incumplimiento, los jueces deben aplicar la sanción, se presenta el problema de determinar a qué actos de cumplimiento nos estamos refiriendo con el concepto de eficacia, al de los ciudadanos o al de los jueces. Si nos decantamos por considerar que el ámbito privilegiado debe ser el de los actos de aplicación de los jueces, se puede producir la paradoja de que aquellas normas que más eficacia podrían tener desde la perspectiva de la conducta de los ciudadanos (porque, imaginemos, no se incumplen nunca), no habría ni siquiera la posibilidad de que pudieran ser eficaces desde la perspectiva de los jueces, por cuanto éstos no tendrían posibilidad de aplicar una sola sanción 9. Esto parece extraño. Por esa razón, al hablar de eficacia, tal vez resulte más plausible exigir una cierta combinación de la conducta de ambos colectivos, como el propio KELSEN sugiere. Así, podría decirse que una norma N es eficaz si y sólo si es cumplida generalmente por los ciudadanos y, en aquellos casos de incumplimiento, generalmente los jueces aplican la sanción correspondiente 10. Analizadas muy brevemente estas dos cuestiones (qué relevancia tienen los motivos del cumplimiento para determinar la eficacia y cuál es el conjunto de destinatarios que debemos tener en cuenta), es el momento de plantearse dos preguntas pertinentes. Cuando se dice que una condición de la existencia de un sistema jurídico es que las reglas identificadas a partir de la regla de reconocimiento se cumplan generalmente por el grueso de la población, ¿este cumplimiento se refiere a la eficacia como coincidencia o a la eficacia como cumplimiento? Y, cualquiera que sea el tipo de eficacia, ¿ésta se exige respecto de los ciudadanos, de los jueces o de ambos? En realidad, se puede responder a estos interrogantes de manera distinta según el grado de exigencia que se pretenda tener. Los supuestos que se podrían dar serían, ordenados de menor a mayor exigencia: a) Eficacia como coincidencia respecto de ciudadanos y jueces. b) Eficacia como coincidencia en relación con los jueces y eficacia como cumplimiento respecto a los ciudadanos. c) Eficacia como coincidencia respecto a los ciudadanos y eficacia como cumplimiento respecto a los jueces. 8

KELSEN, 1960. Esto es parecido a la que podría denominarse la paradoja de la vigencia que se encuentra en ROSS, 1958: 35. 10 KELSEN, 1960: 219-224. 9

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d)

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Eficacia como cumplimiento tanto para los ciudadanos como para los jueces.

En principio, no se puede descartar ninguna de estas posibilidades. Lo único de lo que hay que ser conscientes es que el tipo de sociedad que se obtiene en cada uno de estos supuestos es bien distinto. Pero ello no significa que no se pueda predicar la existencia de un sistema jurídico basándose en cualquiera de ellos. De todos modos, algunos son más plausibles que otros, como veremos en el siguiente apartado.

3. EFICACIA Y AUTORIDAD En el supuesto a) se dibuja un cuadro en el que los ciudadanos y los jueces obedecen en general lo dispuesto en las normas del sistema por motivos que no tienen que ver con el hecho de que la autoridad lo haya ordenado. En el caso de los ciudadanos, esta circunstancia es concebible tal vez en casos de una sociedad muy cohesionada en la que las convenciones o los valores morales que comparten los gobernados coinciden plenamente con lo dispuesto por las normas jurídicas. En estos casos, por hipótesis, la conducta de los gobernados coincide mayoritariamente con lo dispuesto en las normas jurídicas, pero la llevan a cabo por razones convencionales o por razones morales, o por ambas a la vez 11. Esto implica que, aunque no existieran las normas jurídicas en cuestión, los gobernados se seguirían comportando igual. Pensemos en normas tales como la prohibición del homicidio. Seguramente muchas personas cumplen con esa prohibición por razones morales, ya que en estos supuestos el contenido de ambos tipos de normas (aquello que se prohíbe) coincide. Si este esquema se pudiera generalizar, entonces existiría una base para considerar que es posible una sociedad de este tipo, aunque habría que admitir que las normas jurídicas serían redundantes respecto a las normas morales, y, por tanto, superfluas. ¿Qué sucedería en este caso con los jueces? ¿Tiene sentido que la aplicación del derecho la hagan sin estar motivados por lo que ha dispuesto la autoridad normativa? Lo primero que habría que decir es que si se acepta que pueda existir la cohesión de los gobernados de la que acabo de hablar, entonces los casos de incumplimiento serían puramente testimoniales con lo que parecería no tener excesiva relevancia que los jueces actuaran motivados por las normas jurídicas, aunque esta posibilidad no deja de resultar chocante. 11 Cumplir por razones morales es lo que HIERRO denomina eficacia como adhesión a la cual me referiré más adelante. En cuanto a las razones convencionales, consistirían en hacer p, porque los demás hacen p. Acerca de su ubicación en el entramado motivacional, también realizaré después algunas observaciones (véase infra, apartado 5.1).

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Esta extrañeza se pone más claramente de relieve en el supuesto b). Esta combinación, en la que se exige que los gobernados no sólo realicen lo dispuesto en las normas jurídicas sino que actúen motivados por ellas, mientras a los jueces se les exige únicamente la mera coincidencia, sería el prototipo de una sociedad cínica. Pero esta consecuencia, por sí sola, no tiene por qué llevarnos a la conclusión de que no pueda existir. Los supuestos c) y d) parecen ser más realistas. Pero que nos parezca que coinciden con lo que de hecho en muchos sistemas jurídicos se da, no es un argumento irrefutable para negar la posibilidad de a) y b). Ahora bien, después de todo, tal vez sí que pueda desarrollarse un argumento que lleve a pensar que conceptualmente no es posible una sociedad con un sistema jurídico cuyas normas no tengan una eficacia como obediencia. Podemos denominarlo el argumento de la autoridad y entronca con ideas defendidas por RAZ 12. La segunda condición de existencia de los sistemas jurídicos nos viene a decir que sólo es posible hablar de la existencia de un sistema jurídico si existe una autoridad normativa efectiva. La autoridad efectiva puede que no sea legítima en el sentido de no estar moralmente justificada. Sin embargo, mantiene una relación especial con la autoridad justificada: es lo que toda autoridad efectiva pretende ser. Entonces, ¿en qué consiste una autoridad normativa? Se puede decir que una autoridad normativa es una clase de autoridad práctica, es decir, una autoridad acerca de las acciones que los individuos deben realizar. Para nuestros fines, cuando alguien pretende autoridad es que pretende tener derecho a ser obedecido. La autoridad jurídica se ve a sí misma teniendo derecho a regular conductas a través de normas en una determinada comunidad, con un correlativo deber de obediencia por parte de sus destinatarios. Aunque hay mucho que discutir acerca de si existe o no ese deber de obediencia 13, aquí es pertinente anticipar que cuando en este contexto se habla del deber de obedecer las normas que emanan de la autoridad no se trata únicamente de hacer lo que ellas dicen, sino de hacerlo porque la autoridad lo ha ordenado. Las razones que nos ofrecen las normas jurídicas deben ser tratadas como vinculantes con independencia de su contenido. Si esto es así, entonces parecería que la existencia de un sistema jurídico exige una autoridad efectiva y ésta a su vez exige la obediencia generalizada de sus normas porque las ha emitido la autoridad, que es tanto como decir que se exige la eficacia como cumplimiento. Si se acepta esta concepción de la auto12 RAZ, 1986. Podría decirse que seguramente, y a tenor de la reconstrucción que hice de la doctrina hartiana en el capítulo IV, HART se inclinaría por la alternativa c), puesto que el punto de vista interno lo exige únicamente de las autoridades y no de los ciudadanos particulares. Más adelante me referiré de nuevo a este extremo. Sobre la concepción de la autoridad de RAZ, véase RÓDENAS, 1996: capítulo V. 13 Cfr. VILAJOSANA, 2007: capítulo IV.

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ridad de RAZ (la cual no es compartida por todos los filósofos del derecho), entonces habría una fuerte razón (una razón conceptual) para optar por el supuesto d) y rechazar los restantes, ya que la autoridad normativa se supone que lo es tanto para los gobernados como para los jueces, que deben aplicar sus normas 14. 4.

EFICACIA Y VALIDEZ

Entre iusfilósofos es usual discutir acerca de la relación que guardaría la eficacia de una norma respecto a su validez y qué implicación tendría dicha relación respecto a la existencia de normas. Hay que decir que esta discusión puede resultar muy confusa, en parte debido a que se entrecruzan en ella distintos conceptos de validez, de eficacia y de existencia. Se impone, pues, una clarificación conceptual. En lo que sigue entenderé que una norma es válida en relación con un determinado sistema jurídico si y sólo si cumple con alguno de los criterios que forman la regla de reconocimiento del mismo. En este sentido, utilizo el término validez como sinónimo de pertenencia a un determinado sistema jurídico, sin incluir la llamada fuerza obligatoria. Por su parte, una norma es eficaz si y sólo si es obedecida de manera general por sus destinatarios y, en caso de incumplimiento, es aplicada la correspondiente sanción por parte de los jueces. Prescindo en este punto de la distinción entre cumplimiento y obediencia, tomando simplemente la eficacia como correspondencia entre las acciones y lo dispuesto por las normas. No he de referirme tampoco a la existencia de una determinada norma jurídica, por cuanto este concepto muchas veces se reconduce a cualquiera de los dos anteriores. En cambio, seguiré conservando el concepto de existencia de un sistema jurídico definido por las dos condiciones ya conocidas (existencia de la regla de reconocimiento y eficacia general de sus normas). Ahora ya podemos preguntarnos qué relación guarda la eficacia de una norma con su validez. ¿Es la eficacia una condición necesaria de la pertenencia de una norma al sistema? Esta pregunta sólo puede contestarse aludiendo a los criterios de pertenencia que incorpore la regla de reconocimiento del sistema jurídico de que se trate. Si uno de los criterios que forman parte de esa concreta regla de reconocimiento es que las normas para ser válidas deban ser eficaces (en rigor, alcanzar algún grado de eficacia), entonces la eficacia sería una condición de pertenencia. Pero entiéndase que ello es puramente contingente. KELSEN ha establecido que la desuetudo (la falta de eficacia continuada de una norma) hace que ésta pierda su validez. Esto puede tener algún sentido si se 14

Véase infra, apartado 5.3.

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trata la validez como fuerza obligatoria, como hace KELSEN, pero no si se trata como sinónimo de pertenencia. Si es esto último, cuál sea el mecanismo por el que deje de ser válida una norma deberá buscarse de nuevo en la concreta regla de reconocimiento. Por tanto, la eficacia de una determinada norma en relación con un determinado sistema jurídico no es una condición necesaria de su validez, salvo que así se establezca en la regla de reconocimiento. Pero si esto es así, ¿significa que la eficacia de las normas no juega ningún papel, o en todo caso sólo lo juega contingentemente, en relación con la validez normativa? Por de pronto hay que decir que juega un papel indirecto. Que una norma sea jurídica significa que pertenece a un determinado sistema jurídico. Quien afirma que una norma es válida (en el sentido de validez como pertenencia), usa una determinada regla de reconocimiento que constituye el fundamento último de validez de las normas que pertenecen a ese sistema. Por eso, una de las condiciones necesarias para que exista un sistema jurídico es que su regla de reconocimiento exista como regla social (con las implicaciones que ya vimos en su momento). Pero se usa una regla de reconocimiento habitualmente para establecer la validez de normas que tienen una incidencia en la sociedad en la que se trate (no las que puedan establecer por ejemplo un grupo de estudiantes en un ejercicio práctico en clase). Ésta es una buena razón para considerar que la eficacia de las normas en general sea, como sabemos, una condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico y que coincidan en ello los teóricos del derecho más relevantes, tal como hemos visto a lo largo de este trabajo. Por último, otra razón para considerar que la eficacia general de las normas de un sistema es relevante en relación con la validez de sus normas es de carácter epistemológico. La eficacia general de las normas de un sistema sirve para delimitar el objeto de estudio de los juristas en general o de la llamada ciencia jurídica, en particular. Si un jurista sostiene, por ejemplo, que está prohibido circular por autopista a una velocidad superior a 120 km/h y otro lo niega, ¿quién tiene razón? La verdad de afirmaciones de este tipo depende de la pertenencia de una norma a un sistema. Pero si el que sostiene esta afirmación lo hiciera en relación con un sistema normativo determinado, mientras que quien la niega lo hiciera con respecto a otro, no podría darse una discusión genuina entre ellos. De hecho, en estas circunstancias ambas afirmaciones podrían ser verdaderas, ya que no habría contraposición entre ellas. Para que sea posible una genuina discusión en torno a este tipo de proposiciones jurídicas (que aluden a la existencia de normas válidas), ambas deben referirse al mismo sistema normativo. La manera más satisfactoria de resolver este problema es asumir que hay un sistema normativo al que, debido a la presencia de ciertas propiedades, se considera privilegiado conceptualmente frente a otros sistemas posibles. Entonces, la eficacia de las normas aparece como un criterio idóneo para seleccionar un siste-

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ma jurídico y asegurar de este modo la objetividad del conocimiento jurídico y con ella el sentido de este tipo de discusiones. Vista la cuestión desde esta perspectiva, la eficacia no sería exactamente una condición necesaria de la validez de las normas sino un presupuesto que comparten los juristas en su tarea de descripción y sistematización de normas válidas. Podría decirse que el objeto de conocimiento de los juristas, sobre todo de los cultivadores de la ciencia jurídica o dogmática, es un sistema normativo que en general es obedecido y aplicado en una determinada comunidad. En esta idea se fundamenta, como vimos en el capítulo III, la noción de norma básica o Grundnorm de KELSEN 15. La norma básica de un determinado sistema jurídico es la condición de posibilidad del conocimiento jurídico. Con ella se presupone que hay autoridades capaces de ordenar válidamente desde el punto de vista jurídico determinados comportamientos. Y sólo con la asunción de que existen autoridades podemos distinguir el comportamiento propio de un Estado del que tendría una banda de ladrones. Por esa razón, los juristas privilegian el sistema normativo que es en general eficaz. Esto implica, entre otras cosas, que si un determinado sistema S1 deja de ser eficaz (deja de tener un cierto grado de eficacia) en un momento determinado (o en un lapso de tiempo), por ejemplo tras un proceso revolucionario, y son las normas de S2 las que son generalmente obedecidas y aplicadas, entonces los juristas cambiarán sus presupuestos, es decir, se producirá un cambio de norma básica, con lo que los juristas considerarán que su objeto de estudio también ha variado, centrándose a partir de entonces en el estudio de las normas de S2. 5. ALGUNOS PROBLEMAS ABIERTOS El anterior análisis, relativo al papel que la eficacia general de las normas tiene en la existencia de un sistema jurídico, no cancela ni mucho menos todas las cuestiones que uno pueda plantearse al respecto. A continuación aludiré tan sólo a tres de estos asuntos, que no tienen una fácil solución: la eventual relevancia de los motivos del cumplimiento de las normas, la complicación que supone la medición de la eficacia y el problema específico relativo a la eficacia de las normas que no son mandatos. 5.1.

¿Son relevantes los motivos del cumplimiento?

Si dejamos de lado la posibilidad de exigir simplemente la coincidencia entre la conducta de los sujetos normativos y lo prescrito por la autoridad normativa, y asumimos que la eficacia que interesa a efectos de la existencia de un 15

KELSEN, 1960: 208-213.

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sistema jurídico es el cumplimiento (de los jueces y/o de los ciudadanos) 16, queda en pie todavía si ese cumplimiento debe hacerse por algún motivo especial o no. HIERRO ha sostenido que los posibles motivos de obediencia a las normas jurídicas serían cinco: por temor a la sanción, por utilidad, por respeto al orden jurídico, por respeto a la autoridad y por adhesión 17. Comentaré muy brevemente estos distintos motivos. Una de las preguntas que podremos intentar responder a través de este comentario es si juega algún papel un motivo, que no parece coincidir completamente con ninguno de los mencionados, y que sería el de obedecer por razones convencionales. Es especialmente relevante este último motivo en esta sede, por cuanto, como dije en el anterior capítulo, podríamos concordar que alguien sostiene una teoría convencionalista en sentido fuerte si considera que no sólo la existencia de la regla de reconocimiento (la primera condición de existencia de los sistemas jurídicos) se funda en hechos convencionales, sino que también se basa en ellos la eficacia general de las normas (la segunda condición de existencia de los sistemas jurídicos). El cumplimiento por temor a la sanción es el que se suele considerar más afín a la tarea motivadora del derecho. Es emblemática, en este sentido, la conocida posición de Hans KELSEN, al elevar a rasgo definitorio del derecho, entendido como técnica social de motivación, la amenaza de sanción 18. Como es sabido, que el derecho emplee una técnica de motivación indirecta, a través de la amenaza de sanción para el caso de incumplimiento de sus normas, es lo que caracteriza a los sistemas jurídicos frente a otros sistemas normativos, como la moral crítica, que serían técnicas de motivación directa. (Simplificando, uno cumple con la moral crítica simplemente porque es su deber, no por temor a la sanción). La cuestión, entonces, es si este primer tipo de eficacia como cumplimiento es la relevante para lo que aquí interesa. No faltarían argumentos para defender esta posición. Al fin y al cabo, ¿para qué amenazar con sancionar el incumplimiento si uno no creyera que dicha amenaza motivará la acción? 19. Ahora bien, del hecho de que sin lugar a dudas en algunos casos el temor a la sanción motive el cumplimiento, no se puede inferir que sea el único motivo que lo haga, ni aún (lo que aquí más nos interesa) que sea el único motivo relacionado con la existencia de un sistema jurídico 20. Y ello, al menos por dos razones. La primera razón, porque hay normas 16 Voy a tratar indistintamente cumplimiento (relativo a conductas de los ciudadanos) y aplicación (relativo a la conducta de los jueces). Sobre la eficacia como aplicación, véase HIERRO, 2003: 239 y ss. 17 HIERRO, 2003: 74. 18 KELSEN, 1945: 22. 19 HIERRO relaciona esta perspectiva no sólo con KELSEN, sino también con Max WEBER y con la teoría de la elección racional, ya que evidentemente el establecimiento de una sanción supone, generalmente, un coste que el sujeto racional no puede obviar. Como muy bien pone de relieve este autor, sin embargo, dicha teoría dista mucho de ser ideológicamente neutral (cfr. HIERRO, 2003: 100 y ss.). 20 En el mismo sentido, véase, por ejemplo, VON WRIGHT, 1963: 139.

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en los ordenamientos jurídicos que podría decirse que, en algún sentido, motivan el comportamiento de los destinatarios hacia su cumplimiento, pero no establecen sanciones (éste sería el caso de las normas permisivas, acerca de las cuales diré algo más adelante). La segunda razón, porque existen otras formas plausibles en las que la existencia de las normas jurídicas pueden motivar el cumplimiento del derecho, como las que veremos seguidamente. Una segunda motivación para cumplir lo dispuesto en las normas jurídicas es la de obedecerlas por la utilidad que nos prestan. El cumplimiento de las normas jurídicas, en ocasiones, puede ahorrar los quebraderos de cabeza inherentes a la toma de ciertas decisiones, así como evitar costes de negociación. En estos casos, el cumplimiento puede consistir perfectamente en acciones mecánicas o imitativas, pero no irracionales. Sería, como dice HIERRO, una actitud propia de un utilitarista de reglas en segundo grado: asumiríamos, inconscientemente quizás, una regla según la cual en la mayor parte de las situaciones cotidianas es útil seguir una regla vigente 21. Ante la cuestión, sin embargo, de si el cumplimiento por ese motivo es lo que hay que exigir en relación con el tema que estamos tratando, parece que la respuesta no se puede alejar mucho de la dada respecto al motivo anterior. Su ausencia no privaría al sistema de existencia, pero su presencia no impide la coexistencia con los demás motivos. En este punto podría encajar tal vez el cumplimiento por coordinación, propio de lo que podríamos denominar razones convencionales. Como vimos en el capítulo anterior, las convenciones en sentido técnico surgen para resolver problemas de coordinación y en este sentido nos aportan utilidad. Visto desde esta perspectiva, el hecho de que los demás cumplan con lo dispuesto en una norma jurídica es una razón para cumplirla (que, por supuesto, podría decaer en nuestro balance de razones, por ejemplo, por ser contraria a una razón moral), ya que refuerza las recíprocas expectativas del cumplimiento 22. Su posible alcance lo veremos algo más adelante, cuando lo relacionemos con el argumento de la autoridad. Un tercer motivo para cumplir con las normas jurídicas es por respeto al sistema jurídico. Éste sería un estímulo que se relaciona con la interiorización que se da en todos los participantes en un proceso de socialización. Por ello se afirma que, en realidad, es la motivación más extendida de cumplimiento, mientras no nos hallemos frente a circunstancias excepcionales. Estas circunstancias serían básicamente dos: que las normas jurídicas en cuestión entraran en conflicto con nuestros intereses o que fueran contrarias a nuestros valores morales. En ambos casos, ese motivo tan extendido de cumplimiento podría 21 HIERRO, 2003: 109. GEIGER, como recuerda Liborio HIERRO, ha hablado de la costumbre (racional) de seguir las normas vigentes (cfr. GEIGER, 1982: 143). 22 Ya he tratado suficientemente este extremo, tanto al caracterizar las normas consuetudinarias como reglas sociales convencionales, en el capítulo II, como al hablar de la dimensión constitutiva de la práctica de identificación de normas, en el capítulo VI.

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ceder y dar lugar al incumplimiento. Ahí entraría en juego de nuevo el motivo de cumplimiento por temor a la sanción y, como dice HIERRO, probablemente jugaría un papel distinto en ambos casos de conflicto. Si el conflicto es entre el autointerés y el respeto al ordenamiento jurídico, la sanción jurídica tendría un efecto disuasorio mayor que si el conflicto se produce entre este último y los propios valores morales 23. A veces se alude a la existencia de la autoridad como otro motivo para cumplir con las normas jurídicas. Al respecto, podría decirse lo siguiente. En el caso de que se considere como autoridad sencillamente la que ostenta el monopolio de la fuerza física en una determinada sociedad (un concepto de autoridad, en suma, desprovisto de cualquier referecia a aspectos de legitimación o de legitimidad), entonces este motivo se equipararía al anterior. Si, por el contrario, se piensa en la autoridad legítima, en el sentido de que los ciudadanos creen en general en su legitimidad, entonces podría decirse que, aunque pueda parecer paradójico, la legitimación (la creencia en la legitimidad moral de los gobernantes) no es ni condición necesaria ni suficiente del cumplimiento de las normas de un sistema jurídico, como ya dije anteriormente 24. No es condición necesaria, porque se puede dar el cumplimiento por uno o más de los restantes motivos que estamos analizando; no es condición suficiente, puesto que, a pesar de que alguien crea que la autoridad es legítima, puede incumplir una norma concreta, bien porque lesiona sus intereses, bien porque la considera inmoral, bien por ambas razones. Sin embargo, no hay que confundir lo anterior con otra pregunta, que es la relativa a si la creencia en la legitimidad es condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico. Ante esta cuestión cabe decir lo mismo que frente a los demás motivos de cumplimiento. No parece que deba darse necesariamente, pero también es plausible considerar que un conjunto más o menos extenso de los destinatarios de las normas las cumplirán por ese motivo. Llegados a este punto es el momento de indagar si la eficacia como condición de existencia de los sistemas jurídicos implica necesariamente una alusión a hechos convencionales y determinar así si es acertado sostener una teoría convencionalista en sentido fuerte. No es éste el caso. Si admitimos, como parece razonable, que pueden cumplirse las normas jurídicas por los distintos motivos que estamos examinando, y no sólo por uno de ellos, entonces no parece que la existencia de hechos convencionales (concretado en cumplir las normas porque los demás lo hacen) sea una condición necesaria de la eficacia general de las normas. Tal vez pueda ser considerada, en cambio, una condición suficiente. Lo sería si se entiende que bastaría con que los ciudadanos y las autoridades cumplieran las normas por razones puramente convencionales para considerar que se da la segunda condición de existencia de un sistema jurídico. No 23 24

HIERRO, 2003: 120. En este punto coinciden, por ejemplo, HIERRO, 2003: 122 y REDONDO y NAVARRO, 1991: 232.

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está claro en estas circunstancias si la vinculación conceptual, acerca de la cual hablé en el apartado 3, podría hacerse a través de este tipo de razones, aunque algunas de ellas son precisamente muy parecidas a las que trata RAZ al hablar de su concepto de autoridad. Hay aquí, pues, teniendo en mente el argumento de la autoridad al que aludí en su momento, dos cuestiones diversas a las que hay que dar contestación. En primer lugar, es preciso establecer si la eficacia relevante en esta sede es la coincidencia o el cumplimiento. La respuesta a este interrogante es clara: para quien sostenga la vinculación conceptual entre autoridad y obediencia, no puede bastar con la mera coincidencia entre las acciones de los destinatarios de las normas y lo dispuesto en éstas. Recordemos que, según el mencionado argumento, la autoridad es tal no debido a que los destinatarios conociendo las normas hacen lo dispuesto en ellas, sino debido a un motivo especial: lo hacen porque provienen de la autoridad. De ahí que lo que exige el argumento de la autoridad es una eficacia como cumplimiento. En segundo lugar, una vez centrados en el ámbito de la eficacia como cumplimiento, cabe preguntar si existe un motivo privilegiado de entre los que estamos viendo. En este punto, parece que sostener el argumento de la autoridad implica defender que el motivo de obediencia que no puede dejar de darse (ya que se aceptaría que la vinculación entre autoridad y obediencia es conceptual) es justamente uno que estaría a caballo entre el segundo y el tercero de los motivos que recoge HIERRO, mientras que los demás, serían puramente contingentes 25. En todo caso, no parece que sea necesario que la motivación sea convencional, en el sentido de que los destinatarios cumplan lo dispuesto por las normas porque los demás lo hacen. Si esto es así, sería más sensato mantener un convencionalismo débil, que admita que los hechos convencionales únicamente se requieren en relación con la primera condición de existencia de un sistema jurídico. El último motivo para obedecer las normas jurídicas sería el de la adhesión a lo dispuesto en ellas. En este caso, se obedecería una norma porque su contenido coincide con nuestros valores morales. Esta circunstancia, de generalizarse, podría conducir, como dije anteriormente, a la paradoja de la superfluidad del derecho 26, pero aquí lo que interesa ahora es preguntarnos acerca de si esa adhesión constituye un requisito necesario para la existencia de un sistema jurídico. 25 Está claro que no hay por qué llegar a esta conclusión, si uno pone en duda la razonabilidad del concepto de autoridad que proviene de RAZ. Véase, en este sentido, mi posición crítica en VILAJOSANA, 2007: capítulo IV. 26 Como es sabido, NINO alude a esta paradoja en contextos de justificación (véase NINO, 1994: 131), pero HIERRO la extiende también a ámbitos relativos a la motivación de conductas, que es en el que aquí nos estamos moviendo (HIERRO, 2003: 125).

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La respuesta ya clásica a este interrogante es la de HART, que distingue entre la condición que se exigiría a los ciudadanos particulares y la que se pediría a los funcionarios. Sobre la aplicación del derecho como práctica social y la existencia de la regla de reconocimiento ya me he extendido sobradamente en capítulos anteriores. Veamos someramente la exigencia de la eficacia de las normas en relación con las conductas de obediencia de los ciudadanos. Coincido con HIERRO en que en esta cuestión HART es más claro que en la otra. Lo que nos dice HART es que en una «sociedad saludable» los ciudadanos aceptarán realmente las normas como pautas de conducta reconociendo la obligación de obedecerlas. Esto nos indica, primero, que es deseable que sea así, puesto que constituiría un indicio de buena salud. En este punto, a pesar de la mencionada «claridad», no interpreto lo mismo que HIERRO, el cual equipara «sociedad saludable» a «sociedad normal». Me parece que el adjetivo «saludable» incorpora un juicio de valor del que carece la expresión «normal», que haría referencia a una cuestión estadística, para cuya determinación se requeriría un estudio empírico. Además, al decir que ese rasgo es propio de sociedades saludables (signifique esto lo que signifique), HART da a entender, a contrario sensu, que existen otras sociedades (las no saludables) que no gozarían de la adhesión generalizada por parte de sus ciudadanos y a pesar de esta circunstancia tendrían un sistema jurídico eficaz. Y, por último, ello es corroborado explícitamente por el autor cuando afirma que cada uno de los ciudadanos puede obedecer «por su cuenta y por cualquier motivo». Lo que hay que extraer de todo ello es que la obediencia por adhesión de los ciudadanos particulares no es tampoco condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico. Como conclusión de lo dicho en este apartado puede afirmarse lo siguiente: 1) En principio, ninguno de los motivos que hemos examinado hay que considerarlo privilegiado a la hora de fundamentar la existencia de un sistema jurídico, aunque uno o más de ellos deben darse en mayor o menor medida, ya que dicha existencia requiere, por las razones que hemos visto, cumplimiento de normas, y no sólo coincidencia. Esta circunstancia se puede expresar de este modo: ninguno de los motivos examinados es condición necesaria de la exitencia de un sistema jurídico, pero sí que lo es la disyunción inclusiva de todos ellos. 2) Si se acepta el argumento de la autoridad, entonces los motivos que estarían entre el segundo y el tercero de los mencionados sí que serían condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico, pues las normas se cumplirían porque lo ha dispuesto así la autoridad. Las demás motivaciones serían, así, contingentes. 3) Otro motivo que no se corresponde exactamente con los expuestos por HIERRO sería el de actuar movido por razones convencionales. Sin embargo, no

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parece que esta motivación sea necesaria, por los argumentos que hemos visto, con lo cual parece razonable defender un convencionalismo débil. 5.2.

El problema de la medición

Una de las dificultades que presenta la eficacia en general y la eficacia como cumplimiento, en particular, es la de cómo realizar su medición. Los teóricos del derecho que se han ocupado de la cuestión acaban aludiendo, tal como he hecho aquí también, a que se cumplan las normas de manera general, lo cual obviamente no es muy preciso 27. A pesar de ello, es seguramente lo único de lo que podemos disponer, como veremos. Ha habido intentos de profundizar en la medición, como el de Pablo NAVARRO 28, pero siempre chocan con los mismos obstáculos. HIERRO ha utilizado algún ejemplo significativo para poner de relieve la inutilidad de tales esfuerzos. Si la característica de la generalidad se interpreta como la mitad más uno de los sujetos y de las ocasiones de cumplimiento, se pueden llegar a coclusiones contraintuitivas. Y si no es esa la interpretación, habrá que proponer algún otro tipo de mayoría, cuya justificación no será fácil 29. Veamos el ejemplo del saludo militar que pone HIERRO para mostrar que la idea de la mayoría simple no funciona. Imaginemos un cuartel militar de 100 soldados y 20 oficiales y una norma que impone la obligación a los soldados de saludar de la forma debida cada vez que se encuentran con alguno de sus jefes. Supongamos, además, que tales encuentros entre soldados y jefes se producen 100 veces al día. Se podría decir que si todos los soldados saludan en la forma debida en todas las ocasiones se habrán producido 10.000 saludos en la forma debida. En este caso, la norma sería absolutament eficaz, porque la conducta requerida se realiza el 100 por 100 de las ocasiones en que debe realizarse. Así, el índice de eficacia sería el resultado del número de conductas conformes, dividido por el número de sujetos y multiplicado por el número de ocasiones. En el ejemplo citado, sería 10.000 / 100 x 100 = 1. Ahora imaginemos que 80 soldados cumplen con lo dispuesto en la norma en 80 de cada 100 ocasiones y que 20 soldados saludan en la forma debida en 30 de cada 100 ocasiones. El índice de eficacia en este caso sería: (80 x 80) + (20 x 30) / (100 x 100) = 0,7. 27 Aunque con matices distintos, este mismo planteamiento puede hallarse en AUSTIN (1832: 195, 202), KELSEN (1960: 224), HART (1961: 129) y VON WRIGHT (1963: 139). 28 NAVARRO, 1990: 23, 71-72. 29 No es éste el único problema que plantea la medición de la eficacia. Si se entiende que no todas las normas valen lo mismo a estos efectos, entonces para saber qué es lo que hay que medir, primero es preciso saber qué conjunto de normas son más relevantes y ello no es tan sencillo (cfr. INGRAM, 1988).

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Como dice HIERRO, «el índice no resulta muy bajo, aunque sospecho que cualquier militar profesional afirmaría que la disciplina está muy relajada en ese cuartel» 30. Si a este mismo ejemplo, le aplicamos la idea de que basta el 51 por 100 de cumplimiento para que la norma sea eficaz, el resultado todavía es más desolador. Supondría que 51 de los 100 soldados cumple con la norma en 51 ocasiones de las 100 posibles. El índice de eficacia que se obtiene en este caso es de sólo el 0,26 (51 x 51 / 100 x 100). Como remacha HIERRO, «esta vez no sólo los militares profesionales, sino cualquier observador sensato afirmaría que la disciplina es inexistente en el cuartel» 31. La conclusión no puede ser otra que la que extrae este autor: «no hay criterio de carácter general que permita una medida común del cumplimiento de las normas jurídicas que pueda resultar significativa» 32. Sólo quedará espacio para formulaciones más o menos vagas, aunque pueden resultar suficientes en relación con determinadas cuestiones como la que aquí nos ocupa, y algunas sugerencias que es posible seguir, como veremos al final de este capítulo. 5.3.

La eficacia de las normas que no son mandatos

Lo dicho hasta ahora sería aplicable a las normas prescriptivas o regulativas, y dentro de ellas tan sólo a las normas de obligación y de prohibición (que suelen denominarse mandatos). Quedaría por dilucidar si se puede hablar de eficacia, y en caso afirmativo en qué sentido, en relación con las normas permisivas (que suelen entenderse que junto a los mandatos completan la clase de las prescripciones) y de las normas constitutivas. Por lo que hace a estas últimas, no parece que tenga mucho sentido predicar su eficacia, al menos si se habla de eficacia como cumplimiento. En efecto, las normas constitutivas, al relacionar dos casos genéricos, no persigue, al menos directamente, dirigir la conducta de los sujetos normativos. La pretensión, en general, de este tipo de normas es la de dotar de instrumentos a los destinatarios para que puedan a través de sus propios actos contribuir, si lo desean, a que un determinado estado de cosas institucional tenga lugar. Esto debería quedar claro después de las continuas referencias que aquí se han hecho no sólo directamente a las reglas constitutivas (capítulo I), sino también a la dimensión constitutiva de las convenciones (en el capítulo VI) o al sinsentido que supone predicar eficacia de las normas consuetudinarias, entendidas como reglas sociales (en el capítulo II). Ahora bien, hay quien considera que no es tan descabellado predicar eficacia de estas normas, por lo que tal vez sea oportuno añadir algo más. 30 31 32

HIERRO, 2003: 78-79. Ibid.: 136. Ibid.: 137.

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En un interesante trabajo, a caballo entre la teoría del derecho y la dogmática civilista, DELGADO ECHEVARRÍA ha afrontado el problema de la eficacia de las normas que no son mandatos. De una manera general, este autor sostiene que «una norma de permiso, una norma de competencia o una norma constitutiva es ineficaz si los demás sujetos impiden la acción permitida o las consecuencias de la situación adquirida y los tribunales no sancionan esta conducta» 33. Como el propio autor indica, esta definición tiene sentido si la permisión (o la norma constitutiva) va acompañada del deber de otros sujetos de no impedir lo que se permite (o el estado de cosas que se desea alcanzar). Pero, si esto es así, parece claro que de lo que se habla es de la eficacia (como cumplimiento) de los mandatos que acompañan a las normas que no lo son, pero no de la eficacia (como cumplimiento) de éstas. El mismo ejemplo que ofrece DELGADO ECHEVARRÍA llevaría a esta conclusión. La norma constitutiva que atribuye la mayoría de edad a quien cumple 18 años —nos dice— en términos de eficacia se podría analizar así: «es eficaz si en la mayor parte de los casos los mayores de dieciocho años son tratados como mayores de edad». Pero este ejemplo lo que muestra precisamente es que la eficacia que está en juego aquí es la de las normas de deber que acompañan a la norma constituiva. Lo cierto es que, aunque se acepte la eficacia de aquéllas, este hecho no tranforma en eficaz a esta última. Cosa muy distinta sería si habláramos en estos casos de la eficacia como éxito, por utilizar la terminología de HIERRO, es decir, un concepto de eficacia relativo a si las normas sirven instrumentalmente para alcanzar el estado de cosas que la autoridad normativa propone 34. En este caso, podrían entenderse afirmaciones como las anteriores. O, incluso, alguna que realiza el propio HIERRO en el sentido de sostener, por ejemplo, que una determinada regulación del matrimonio tendría poca eficacia, si nadie hiciera uso de las normas constitutivas que regulan esa institución. Ahora bien, si efectivamente nos parece que esto es así, no es porque no se dé una eficacia como cumplimiento (según la propia definición del autor), sino porque la regulación de la institución matrimonial no se muestra exitosa, ya que presumimos que la autoridad normativa deseaba promover una determinada forma de convivencia en pareja, a la que tilda de matrimonio. Como él mismo nos recuerda, en esa hipotética sociedad quien no se ajustara a las reglas constitutivas del matrinomio no contraería matrimonio; en cambio, quien sí lo hiciera, contraería matrimonio. No hay una tercera opción, con lo que por definición, la eficacia (al menos como correspondencia) sería siempre igual a 1: nunca se puede dar un incumplimiento 35. Parece, pues, que cuando se defiende la posibilidad e incluso la oportunidad de hablar de la eficacia de las normas constitutivas se incurre en alguno de estos 33 34 35

DELGADO ECHEVARRÍA, 2006: 199. HIERRO, 2003: 160 y ss. Ibid.: 82.

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dos errores: o bien se está hablando de la eficacia como cumplimiento de mandatos que están relacionados con el estado de cosas que se puede conseguir a través de aquellas normas, o bien se hace referencia a la eficacia de las normas constitutivas, pero en este caso se trata de la eficacia como éxito. ¿Sucede lo mismo con las normas permisivas? En principio, diría que no hay diferencias significativas con respecto al análisis anterior. Cuando se habla de eficacia como cumplimiento, las normas permisivas parecen tener la eficacia garantizada. Si entendemos una norma permisiva como sinónimo de norma facultativa, entonces nos hallamos en realidad frente a dos permisiones, ya que «Facultativo p» es por definición equivalente a la conjunción entre «Permitido p» y «Permitido no p». Como ha puesto de relieve Navarro, no tiene sentido predicar eficacia de las permisiones así entendidas, puesto que haga lo que haga el sujeto normativo (y, por razones lógicas, sólo puede hacer o bien p o bien no p) cumplirá con lo dispuesto en la norma facultativa (de nuevo, la eficacia sería siempre igual a 1) 36. No obstante, al igual que sucede con las normas constitutivas, nos quedará el recurso de hablar de la eficacia de las normas permisivas como éxito, pero este sentido de eficacia, con ser muy relevante para otras cuestiones 37, no lo es como condición de existencia de los sistemas jurídicos. 6. EL LUGAR DE LA EFICACIA 6.1.

Un breve repaso

Para autores como KELSEN y AUSTIN, el criterio de existencia de un sistema jurídico se puede formular así: un sistema jurídico existe si, y sólo si, alcanza un mínimo de eficacia. En KELSEN, la eficacia de un sistema está en función de la eficacia de sus normas, pero nada dice acerca de esta conexión ni de cómo hay que determinar el grado de eficacia. Recuérdese, sobre este punto, sus propias palabras: «... bajo la noción de eficacia de una norma jurídica […] no ha de entenderse únicamente el hecho de que esa norma sea aplicada por órganos jurídicos y, en especial, por los tribunales […], sino también el hecho de que esa norma sea aca38 tada por los sujetos sometidos al orden jurídico» . KELSEN, pues, distingue dos modos en los que una norma jurídica puede ser eficaz: por medio de su aplicación y a través del acatamiento de su contenido. Por su parte, sabemos que AUSTIN mantiene que un sistema jurídico existe si, y sólo si, 1) su legislador supremo es obedecido; 2) su legislador supremo 36

NAVARRO, 1990: 56. Por ejemplo, parece prometedora la distinción entre permiso como tolerancia, permiso incentivado y simple permiso que puede encontrarse en DELGADO ECHEVARRÍA, 2006: 204-205. 38 KELSEN, 1960: 25. Recuérdese, además, lo dicho en supra, capítulo III, apartado 3.1.4. 37

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no obedece habitualmente a nadie; 3) su legislador supremo es superior a los sujetos jurídicos en relación con toda norma jurídica. Esta tercera condición no 39 se halla en KELSEN y realmente es irrelevante . Para AUSTIN, obedecer las normas siempre es obedecer al legislador, con lo cual no da cuenta de los casos en que, desaparecido el legislador soberano, los ciudadanos siguen obedeciendo las normas que aquél creó. Además, al hacer depender la existencia de un sistema de la obediencia a un legislador y al negar la existencia de normas jurídicas que se apliquen al legislador supremo, AUSTIN se ve forzado a asumir que todo cambio de soberano significa un cambio de sistema jurídico, aunque esta conclusión no esté explícitamente formulada por el autor. KELSEN, en cambio, se deshace del soberano. Cabe interpretar que, según él, cada caso de obediencia al derecho es relevante para la existencia del sistema jurídico. De esta manera un cambio de legislador supremo no afecta, por sí mismo, la continua existencia del sistema jurídico. Sólo se produce el nacimiento de un nuevo sistema jurídico si el cambio de legislador supremo es inconstitucional. De esta manera, reemplazando la obediencia personal al soberano por la obediencia a las normas jurídicas y a la aplicación de sanciones, KELSEN está en condiciones de mejorar el criterio de AUSTIN respecto a la existencia de un sistema jurídico. Pero hay que recordar que ambos criterios tienen en común el hecho de hacer de la eficacia de un sistema jurídico la única condición de su existencia. Por su parte, RAZ sigue la estela de BENTHAM y de HART, poniendo en duda que el principio de eficacia, por sí solo, pueda funcionar como criterio de existencia de un sistema jurídico. Es interesante su visión en este punto, más que por sostener tesis sustantivas (que no es el caso), por las sugerencias que propone, cuya relación y breve comentario nos permitirá cerrar este capítulo. 6.2. Algunas sugerencias Su punto de vista puede resumirse en seis tesis o recomendaciones, de las cuales las tres primeras y la primera mitad de la cuarta están tomadas de 40 41 BENTHAM y las tres últimas se pueden encontrar en HART : 1) Evitar simplificar en exceso el recuento de las normas que hay que tomar en consideración. Ningún método de contabilidad tiene mucho sentido, como sabemos. RAZ pone algunos ejemplos, que se podrían añadir a las dificultades de medición 39 40 41

Cfr. RAZ, 1970: 122-123. Cfr. BENTHAM [1776]. Cfr. HART, 1961: 140-146.

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que vimos en su momento: ¿Cómo deben contarse los casos de desobediencia? ¿Cómo debe contarse el número de oportunidades de obedecer al derecho? ¿Cuántas oportunidades de no cometer un homicidio tiene una persona durante un año? Y aunque se lograra establecer un método de contabilidad apropiado, que alguien deje de matar quinientas veces, cometa homicidio en una, y deje de pagar en tres ocasiones el impuesto sobre la renta, ¿eleva el porcentaje de eficacia? Si es así, ¿en cuánto? 2) Atribuir diferente peso a diferentes ilícitos. Parece que no todas las violaciones de normas jurídicas deben tener el mismo peso en relación con la existencia de un sistema jurídico. No es lo mismo el homicidio del Jefe del Estado que el homicidio de un particular. 3) Tomar en cuenta circunstancias e intenciones jurídicamente irrelevantes. Conectado con lo anterior, parece que la intención que se persigue al desobedecer una norma también tiene relevancia. Compárese, por ejemplo, el efecto que puede tener el no pagar impuestos como un acto de desobediencia civil y el mismo ilícito cometido por un evasor ordinario. 4) Tomar en consideración el conocimiento del derecho y su influencia en el comportamiento de los individuos. No está claro que la mera conformidad con una norma jurídica deba ser equiparada con la obediencia que implica al menos algún conocimiento del derecho, o, incluso, con la obediencia que implica que su existencia afecta las decisiones de la persona acerca de cómo debe comportarse 42. 5) Tomar en cuenta también el uso de facultades y no sólo el cumplimiento de deberes. La eficacia se suele referir a normas que establecen el cumplimiento de deberes. Pero, ¿qué ocurre con las normas que confieren facultades?, ¿no hay que tomarlas en cuenta en relación a la existencia de un orden jurídico? Piénsese en los países en los que votar es un derecho (no una obligación jurídica), una abstención masiva en las elecciones parlamentarias de estos países ¿hay que considerarla menos relevante que un mitin público ilegal? Ya hice referencia a este punto en el apartado 5.4. Allí vimos que cuando se habla de la relevancia de la eficacia de las normas permisivas o bien se trata más bien de la eficacia, como cumplimiento, de mandatos relacionados con ellas o de eficacia de las normas facultativas, pero en este caso en el sentido de eficacia como éxito. El ejemplo que proporciona RAZ pienso que tendría cabida en esa segunda opción. 6) Atribuir mayor importancia a las normas constitucionales. 42

Cuestión ésta sobre la que ya me he extendido lo suficiente en el apartado 5.3.

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Según RAZ, el sistema jurídico existente no es siempre aquel al cual se le presta un mayor grado de obediencia. Pueden haber casos muy dudosos (como el ejemplo que él pone sobre Rhodesia en 1968). Este caso puede ser interpretado como uno de equilibrio en eficacia entre el viejo orden y el nuevo. Puede suceder que muchas normas penales creadas a partir de 1968 no fueran obedecidas, con lo cual se inclinaría la balanza a favor del orden anterior como el realmente existente. Sin embargo, la eficacia de una sola norma constitucional de gran importancia que sustituyó a la anterior, según RAZ, puede determinar 43 que era el orden posterior a 1968 el existente en Rhodesia . Ésta me parece una idea importante, que afecta tanto a la existencia como a la identidad de un sistema jurídico 44. A las anteriores consideraciones añade RAZ un conjunto de sugerencias que, más que solucionar el problema de la existencia de los sistemas jurídicos, permite delimitar distintos problemas relativos a este tema y apuntar alguna vía de tránsito para abordarlos. Me limitaré a exponerlos como colofón de este capítulo. Según RAZ, deben distinguirse dos cuestiones: 1)

¿Existe un sistema jurídico en cierta sociedad?

2) Asumiendo que así sea, ¿cuál es? La primera cuestión puede ser interpretada, a su vez, de dos maneras: a) Dado que S es un sistema normativo que existe en cierta sociedad, ¿es S un sistema jurídico? b) ¿Alguna descripción completa de un sistema jurídico describe un sistema jurídico que existe en una sociedad dada? Sobre a), ya vimos en el capítulo IV la solución que propone RAZ. Ahora veamos, sobre todo, su planteamiento respecto de b). Las cuestiones a) y b) requieren, cada una de ellas, un conjunto de pruebas distinto. Para a), se trata del conjunto de pruebas al que RAZ llama «preliminar». Aquí todas las normas jurídicas del sistema son relevantes, aunque no hay razón para pensar que todas lo sean de igual modo. Habrá que tomar en consideración tanto la obediencia al derecho privado, como al público. Al tomar en consideración el uso que se hace de las facultades jurídicas no es relevante toda Cfr. RAZ, 1970: 243-245. En consonancia con ello, en otro lugar he desarrollado la propuesta de pensar que la identidad de los órdenes jurídicos está en función de un criterio material, que tendría que ver en última instancia con la eficacia de normas, principios y estructuras de autoridad de carácter político (VILAJOSANA, 1997: Segunda Parte). Hay quien ha defendido también que la determinación del grado de eficacia del derecho de una sociedad requiere un criterio de relevancia que vaya más allá de los aspectos formales y que integre consideraciones sociales y políticas, pero manteniendo que no puede establecerse un criterio general: cada sociedad tendría, así, su propio criterio (INGRAM, 1983: 501-502). 43 44

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oportunidad que no es aprovechada para ejercerlas, sino únicamente aquellas en las cuales se podría esperar su uso, por representar, por ejemplo, una ventaja manifiesta para la persona involucrada. Así pues, la prueba preliminar es una prueba de la eficacia general (en un sentido muy lato) de los sistemas jurídicos Muchos sistemas pueden pasar esta prueba y ser considerados eficaces en una sociedad. En estos casos puede ser necesario usar el segundo conjunto de pruebas que permitan hallar cuál de los sistemas eficaces existe en la sociedad. La razón es que, como ya dijimos, el hecho de que uno de dos sistemas jurídicos sea más eficaz que otros (porque supera la prueba preliminar) no es suficiente para saber si el sistema existe. Para ello se requiere otro conjunto de pruebas al que RAZ llama «de exclusión». El procedimiento a seguir es el siguiente. Antes de aplicar la prueba, hay que determinar que los dos sistemas jurídicos en consideración son realmente mutuamente excluyentes. En una misma sociedad, como dice RAZ, pueden coexistir dos sistemas jurídicos, como por ejemplo el estatal y el religioso, que, a pesar de que en algunos casos entren en colisión, son perfectamente compatibles. Pero, ¿cómo se sabe que dos sistemas jurídicos son compatibles? Ello depende, ante todo, de las formas de organizaciones sociales de las cuales ellos son parte (por ejemplo, una tribu, un Estado, una religión, etc.). En general, cada organización social de cierto tipo es incompatible con las otras organizaciones del mismo tipo, pero puede coexistir con la de otros tipos (los Estados son compatibles con religiones, pero no con otros Estados). En segundo lugar, la compatibilidad de los sistemas jurídicos depende del grado en que entren en conflicto (ciertas religiones pueden proscribir el reconocimiento de cualquier autoridad no religiosa, por ejemplo). Una vez se llega a la conclusión de que ambos sistemas son incompatibles, corresponde a la prueba de exclusión determinar cuál de ellos existe en esa sociedad. Según RAZ, esta prueba atribuye especial importancia a las actitudes y acciones de los individuos hacia el Estado o hacia cualquier otra forma de organización social de la cual el sistema jurídico en cuestión es una parte integral. Es aquí donde cobrarían relevancia las intenciones de los individuos al violar ciertos deberes, al ejercitar o abstenerse de ejercitar facultades jurídicas. También tiene especial importancia para la prueba de exclusión la eficacia de las normas constitucionales, es decir, el funcionamiento de órganos aplicadores del derecho y órganos creadores del derecho importantes, y la eficacia de otras normas jurídicas que posean carácter político. Esto, además, varía de un sistema jurídico a otro. RAZ concluye: «un sistema jurídico existe siempre en cierto momento o durante un cierto periodo. Tiene que recordarse, sin embargo, que la prueba de eficacia y exclusión producen resultados únicamente si son aplica45 dos durante un cierto periodo mínimo de tiempo» . 45

RAZ, 1979: 248.

CONCLUSIONES El objetivo de la presente investigación era hallar las formas en las que las normas jurídicas se pueden relacionar con las acciones llevadas a cabo por los seres humanos en sociedad. En el capítulo I inicié el recorrido que debía llevarnos a cumplir con este objetivo a través del análisis de posibles tipos de normas jurídicas, de cuáles son sus relaciones con el lenguaje y de si hay que considerarlas como entes abstractos o concretos. Respecto a la primera cuestión, recordé dos clasificaciones. Por un lado, la distinción entre reglas regulativas y constitutivas. Esta diferenciación es relevante, porque muestra un distinto papel que las mismas juegan respecto al acontecer humano. Las reglas regulativas presuponen la existencia independiente de aquello que regulan, mientras que las reglas constitutivas contribuyen a generar la realidad institucional. Por otro lado, vimos la tipología de VON WRIGHT, que es útil por ser muy completa y por mostrar una forma compleja de concebir las reglas regulativas o prescripciones. Respecto a la relación entre normas jurídicas y lenguaje, he destacado que puede entenderse de maneras distintas, según el tipo de dependencia a la que se pretenda aludir (general o específicas) y en función de cómo se conciba aquí la referencia al «lenguaje». El optar por una u otra de las distintas posibilidades tiene repercusiones a la hora de considerar si nos hallamos ante normas entendidas como entes abstractos o concretos, o una combinación de ambos. En este sentido, suele verse la distinción entre concepción hilética y concepción expresiva asociada a compromisos ontológicos determinados: con normas entendidas como entes abstractos, la primera, como entes concretos, la segunda. Sin embargo, no hay razones para descartar de entrada concepciones de las normas jurídicas que no descansarían en esta dicotomía excluyente (por ejemplo, tratándolas como formulación-caso emitidas en un momento determinado). Por otro lado, se suele hablar de maneras distintas en que se puede decir que una norma existe (fáctica, como pertenencia, como fuerza obligatoria, for-

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mal, y como aplicabilidad) cuando en realidad se trata de propiedades o relaciones que se pueden predicar de las normas. Ello muestra que lo relevante es el concepto de norma que se use. Será a través de ese concepto que se establezcan cuáles de esas propiedades o relaciones se consideran definitorias y cuáles contingentes. Una vez hecho esto, y teniendo en mente una determinada tipología de normas, será posible apreciar cuál es el compromiso ontológico que asume la correspondiente teoría. He defendido que la coherencia con ese compromiso y, en última instancia, el rendimiento explicativo de la teoría es lo que debe servir como test de su corrección. En el capítulo II he propuesto una categorización ontológica que permite clasificar los distintos modos en que el comportamiento humano es determinante para la existencia de las normas jurídicas o del derecho en general. En este sentido, la combinación entre entidades reales y estados intencionales es fundamental, ya que las prácticas sociales son un compendio de ambos. Al mismo tiempo, con la incorporación de las variedades de dependencias histórica y constante, por un lado, y genérica e individual, por otro, podemos dar cuenta del aspecto dinámico del derecho. He examinado las condiciones de existencia de las normas de creación deliberada y de creación no deliberada. Dado que el objetivo de este trabajo es el análisis de la relación entre normas jurídicas y comportamiento humano, las normas consuetudinarias han ocupado especialmente nuestra atención, viendo la posible combinación entre dependencia de entidades reales y estados intencionales a través de la idea de regla social. Cumplimos, así, con el estudio que se centra en las normas jurídicas. Pero para completar el análisis, se requería prestar atención a la existencia de los sistemas jurídicos, que es lo que he hecho a partir del capítulo III. En el capítulo III he pasado revista a dos visiones del derecho, como son las de John AUSTIN y de Hans KELSEN, que ponen el énfasis en los actos de legislación. He mostrado que una de las razones por las que no resultan del todo satisfactorios estos enfoques, en relación con el problema abordado, es precisamente que ambos se fundamentan en el principio de origen de las normas, sea éste empírico, como en AUSTIN, o normativo, como sucede con KELSEN. En este sentido, en el capítulo IV hemos tenido ocasión de examinar las concepciones de H. L. A. HART y de Joseph RAZ, que ponen el énfasis en los procesos de adjudicación, más que en los de la legislación. No dejé de observar, sobre todo en el caso de la doctrina de HART y en especial de su concepción de la regla de reconocimiento, la presencia de algunos problemas que han llevado a una diversidad considerable de interpretaciones al respecto. De todos modos, el cambio de énfasis está justificado. Por ello, en el capítulo V he realizado un breve recorrido por lo que han sostenido algunos autores que conciben la práctica de aplicación de normas jurídicas como un subtipo de acción colectiva. Esta perspectiva, sin embargo, puede ser útil únicamente como una aproximación a esa práctica general, pero no resulta satisfactoria

CONCLUSIONES

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cuando se confronta a una práctica social más específica, como la consistente en los actos de identificación del derecho de una determinada sociedad. Para mostrarlo, he propuesto distinguir tres niveles en los que puede ser relevante hablar de acciones colectivas en la práctica social jurídica. En primer lugar, el que haría referencia al derecho como un todo, a los rasgos que hacen que el derecho sea un sistema normativo institucionalizado. Una teoría que pretenda explicar el derecho como fenómeno social debería, en este nivel, ofrecer una explicación del mismo en términos de acción colectiva, que englobara las acciones relevantes de los particulares (en relación con la obediencia de las reglas primarias) y de los funcionarios, tanto de legisladores como de aplicadores de tales normas (relativas a todas las reglas secundarias). En segundo lugar, el que equivaldría a centrarse en el estudio de las prácticas involucradas en el surgimiento de las reglas de adjudicación y de la regla de reconocimiento. Este paso sería consecuente con el cambio de énfasis del que hablé en los capítulos III y IV. Éste debería ser en realidad el centro de la discusión de la traslación del concepto de acción colectiva al ámbito de la práctica de adjudicación. Por último, el que consistiría en el examen de las prácticas sociales que dan lugar al nacimiento y mantenimiento de una regla de reconocimiento. Se trata de un subtipo de práctica social relativa básicamente también al comportamiento de los órganos aplicadores, pero que tiene unos rasgos específicos que la hacen merecedora de un tratamiento singular. En concreto, se trata de una práctica de identificación de las normas de un sistema llevada a cabo por quienes se dedican a su aplicación y así lo he defendido en el capítulo VI. Con la distinción entre los tres niveles que acabo de recordar se consigue apreciar las diferencias de enfoque que se hallan presentes en el tratamiento de estas cuestiones. Ciertos autores, que critican la visión convencionalista de la práctica social que da lugar a la regla de reconocimiento, emparejan dicha práctica con la de la aplicación del derecho. He admitido al respecto que si con ello pretenden sostener que la práctica social de aplicación del derecho no puede consistir simplemente en una práctica de carácter convencional, seguramente tienen razón. No obstante, es más fructífero, a los efectos de determinar cuáles son los actos relevantes para la existencia de un sistema jurídico, proceder a la distinción entre niveles que he realizado. Así, no se pueden ofrecer como contrapunto a la visión convencionalista de la regla de reconocimiento (correspondiente al nivel 3) concepciones que se refieren a la práctica más general de aplicación del derecho (que tienen que ver con el nivel 2). Esta última no agota su contenido en las prácticas de identificación de las normas del propio sistema, sino que incluye además (cuando menos) las prácticas de interpretación de las normas que, por el uso de algún criterio, se considera que forman parte del sistema. Una vez centrado el problema en el nivel 3, es posible ofrecer los fundamentos de una teoría convencionalista que permita entender la regla de reconoci-

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miento basada exclusivamente en una práctica de identificación de normas que tiene como resultado contribuir a la generación y mantenimiento de un determinado sistema jurídico en una determinada sociedad y con una normatividad que no vaya más allá de la propia de las convenciones. Eso es lo que he desarrollado en el capítulo VI. A lo largo del mismo he aportado tres razones por las que considero que la existencia de una regla de reconocimiento como aquí la he concebido es una condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico: introduce una explicación no circular de un fenómeno circular, permite romper con el regreso al infinito del que no escapa, por ejemplo, la teoría de la norma básica de KELSEN, y muestra la mejor manera de entender la autonomía del derecho. Además de la existencia de una regla de reconocimiento como convención con dimensión constitutiva, la existencia de un sistema jurídico requiere la eficacia general de las normas identificadas a través de esa regla. En el último capítulo hemos visto que hay buenas razones para considerar que la eficacia de la que aquí se habla tiene que ser la eficacia como cumplimiento tanto de los ciudadanos como de los aplicadores, es decir, aquella que no se agota con la mera coincidencia entre los dispuesto por una norma y la conducta llevada a cabo por sus destinatarios, sino que exige que dicha conducta se realice teniendo en cuenta la existencia de la norma en cuestión. Ello, sin embargo, deja abierta la puerta a una serie de interrogantes a los que no es fácil dar una respuesta definitiva. Sólo recordaré ahora el que tiene que ver con la relevancia de los motivos del cumplimiento. He sostenido que ninguno de los motivos examinados (temor a la sanción, utilidad, respeto al orden jurídico, respeto a la autoridad y por adhesión) es condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico, pero sí que lo es la disyunción inclusiva de todos ellos. Ello sería así, salvo que se acepte un concepto fuerte de autoridad como el sostenido por RAZ, en cuyo caso el obedecer porque la autoridad así lo ha dispuesto pasaría a ser una condición necesaría de la existencia de un sistema jurídico. En todo caso, no sería una condición necesaria el obedecer por razones convencionales, con lo que el convencionalismo que aquí he sostenido lo es en sentido débil: los hechos convencionales resultan imprescindibles únicamente en la primera condición de existencia de los sistemas jurídicos. Me gustaría terminar con una afirmación que resumiría buena parte de lo que he sostenido aquí: el derecho de una determinada sociedad es, en parte, lo que los juristas (en especial, los jueces) creen que es. Esta aseveración puede parecer provocativa, pero por dos razones contrapuestas: porque se la considere paradójica o porque se la tenga por una notoria obviedad. Como respuesta para quien la considere paradójica, únicamente podría repetir lo que ya he escrito en este libro. Para quienes entiendan que no es más que una obviedad, les recordaría las sabias palabras de WITTGENSTEIN: «En filosofía, la dificultad estriba en no decir más de lo que sabemos» 1. 1

WITTGENSTEIN, 1958: 76.

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FILOSOFÍA Y DERECHO TÍTULOS PUBLICADOS Wittgenstein y la teoría del derecho Una senda para el convencionalismo jurídico María Isabel Narváez En la teoría del derecho, como en tantos otros ámbitos, es frecuente la utilización de la filosofía de L. Wittgenstein para dar apoyo a las tesis que se defienden. No obstante, los apoyos así pretendidos no pueden ser brindados por una concepción de la actividad filosófica basada en los conceptos de terapia y gramática filosófica. En el caso del positivismo jurídico, y en concreto en el caso de la tesis de las fuentes sociales que éste defiende, el uso de la filosofía del segundo Wittgenstein sólo puede presentar al iuspositivismo como una concepción sobre el derecho y no como una teoría. Las expresiones con las que se presenta la tesis de las fuentes sociales funcionan como enunciados filosóficos y, por tanto, no son expresiones generales verdaderas en el seno de una teoría. Sin embargo, suponen un compromiso con la defensa de cierto tipo de conocimiento de los hechos sociales que el positivismo jurídico no puede desatender. Las reglas en juego Un examen filosófico de la toma de decisiones basada en reglas, en el derecho y en la vida cotidiana Frederick Schauer El uso de reglas para orientar nuestras acciones parece, al menos a primera vista, sujeto a un problema fundamental: el de la justificación racional del seguimiento de reglas. Cualquier regla destaca como relevantes ciertas circunstancias para calificar normativamente una acción como obligatoria, prohibida o permitida («deténgase frente a un semáforo en rojo»). Pero, al hacerlo, necesariamente soslaya la relevancia de otras muchas circunstancias (¿debo detenerme frente a un semáforo en rojo si estoy llevando a mi esposa al hospital para dar a luz?). Y en cierto sentido, parecería que la evaluación de lo que debemos hacer en determinada situación requiere tomar en cuenta todo posible factor que pudiese tener incidencia en la determinación de nuestras obligaciones, esto es, debe atenderse al espectro completo de razones en juego. Pero si las reglas se interpretan y aplican como si fuesen completamente «transparentes» respecto de nuestra evaluación del resultado que ofrece el balance de todas las razones en juego en cada caso, esto es, si en cada situación de posible discordancia entre lo que expresa la regla y el balance completo de razones normativas en juego ha de estarse al resultado de este último, las reglas como tales resultarían herramientas inútiles. Así, el uso de reglas para la resolución de problemas prácticos parece conducir al siguiente dilema: o aceptamos la orientación que nos ofrecen las reglas, lo cual resultaría en última instancia una forma de descalificación por anticipado de la posible relevancia de ciertos factores en la dilucidación de lo que se debe hacer y, consiguientemente, una forma de irracionalidad, o dejamos de lado la guía que ofrecen las reglas y nos concentramos en lo particular de cada situación para decidir cómo actuar de conformidad con el plexo completo de razones en juego, con lo que las reglas se tornan irrelevantes. El intentar ofrecer una respuesta a esta tensión entre irracionalidad e irrelevancia en lo que respecta al seguimiento de reglas constituye el tema central de Las reglas en juego, la obra de Frederick Schauer cuya versión en español presentamos aquí. Frederick Schauer es actualmente profesor de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y uno de los principales referentes de la teoría jurídica contemporánea del mundo anglosajón. El presente libro es, sin lugar a dudas, una de sus contribuciones más importantes en el área de la filosofía del derecho, pues no sólo ofrece un examen de la toma de decisiones basada en reglas, sino que, en su derrotero teórico, explora con claridad, originalidad y profundidad cuestiones tales como la idea de razones para la acción, la noción de autoridad, así como las discusiones relativas al concepto de derecho y su normatividad. Los hechos en el derecho Bases argumentales de la prueba (3.ª ed.) Marina Gascón Abellán El juicio sobre los hechos ha pertenecido durante mucho tiempo, sea al ámbito de cuestiones jurídicas no problemáticas, sea a una «zona de penumbra» donde reina el arbitrio judicial. Prueba de ello es la inclinación forense a atribuir a la decisión probatoria una naturaleza demostrativa o a considerar pura y simplemente que está basada en una íntima e intransferible convicción, en una especie de quid inefable, de corazonada no exteriorizable ni controlable. Incluso la teoría de la argumentación jurídica —que tan importante desarrollo ha experimentado en los últimos años— se ha centrado en los problemas de interpretación de las normas, pero ha dedicado una escasa atención a la prueba. Este libro pretende ser una contribución al análisis de esa parte tantas veces olvidada del razonamiento judicial, teniendo en cuenta los esquemas propios de la epistemología general.

El estudio resalta dos rasgos esenciales del conocimiento judicial de hechos que influyen en la calidad del resultado alcanzado: su naturaleza inductiva y su carácter institucionalizado. El primero pone de manifiesto que los resultados probatorios no son infalibles sino (sólo) probables. El segundo, que la prueba se desarrolla en un marco institucional de reglas (procesales) que sustituyen los criterios propios de la libre adquisición de conocimiento por otros autorizados jurídicamente; lo que, con frecuencia, contribuye también a rebajar la calidad del conocimiento alcanzado. De todo ello derivan importantes consecuencias para un modelo judicial de prueba; si la prueba no produce resultados infalibles, han de introducirse todas las garantías posibles para lograr una mayor fiabilidad en la declaración de los mismos, y en su caso, facilitar su eventual revisión. Todo lo cual desemboca, frente a lo que había sido la tradición, en una nueva exigencia de motivación. Neutralidad y justicia En torno al liberalismo político de John Rawls Hugo Omar Seleme El presente libro aborda uno de los temas más controvertidos de la filosofía política contemporánea: la neutralidad del Estado liberal. John Rawls ha sido quien con más lucidez, a partir de la aparición de su A Theory of Justice, ha procurado elaborar una concepción de justicia que satisfaga el ideal liberal de neutralidad. A través del análisis de su obra y de las modificaciones que éste le introdujo para subsanar algunas falencias —lo que culminó en la publicación de Political Liberalism— se muestra qué exigencias trae aparejadas el compromiso con el ideal liberal de neutralidad y se defiende la posición de que la concepción de justicia rawlsiana las satisface Introducción a la teoría del derecho José Juan Moreso y Josep Maria Vilajosana Este libro pretende ofrecer las herramientas conceptuales necesarias para adentrarse en el conocimiento del complejo mundo jurídico. Su planteamiento es general, ya que se ocupa de lo que tienen en común los distintos sistemas jurídicos, así como de los problemas y conceptos compartidos por todas las ramas del derecho. Se trata de un texto que puede usarse como manual de la asignatura «Teoría del Derecho» de la licenciatura en Derecho. Pero, además, al tener carácter introductorio, no requiere conocimientos previos, por lo que resultará de utilidad también a quien, al margen de la carrera jurídica, desee afrontar por primera vez y con rigor el estudio del derecho. La odisea constitucional Constitución, teoría y método Daniel Mendonca y Ricardo A. Guibourg La filosofía del derecho —en especial la de base analítica— ha intentado abrir el camino para una reconstrucción más racional del pensamiento jurídico, que restablezca el vínculo entre filosofía y método, así como entre teoría y práctica. Por esto, el método jurídico es un problema central de la filosofía del derecho, al punto que una parte importante de la filosofía jurídica está destinada a explicitar y clarificar los presupuestos de la ciencia del derecho. Esa tarea requiere preguntas claras y respuestas coherentes entre sí acerca de cuestiones verdaderamente complejas. Varias de esas cuestiones corresponden, desde luego, a un enfoque general de la filosofía del derecho. Aunque el tema de esta obra se circunscribe más específicamente a los aspectos constitucionales, intenta dar cuenta de las relaciones entre esos aspectos y las bases teóricas que puedan servirles de marco, explicación y —acaso— fuente de justificación. Las lagunas en el derecho Una controversia sobre el derecho y la función judicial Atria, Bulygin, Moreso, Navarro, Rodríguez, Ruiz Manero Este libro está dedicado al análisis conceptual de la cuestión de las lagunas en el Derecho. A partir de este análisis se erige un paisaje conceptual de gran riqueza y variedad, donde se analizan con detalle algunas de las más importantes cuestiones de la teoría jurídica actual. No podía ser menos dado que el libro se origina en la crítica que Fernando Atria realizó, en su excelente obra On Law and Legal Reasoning, a las tesis sobre las lagunas desarrolladas por Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin en Normative Systems. Este último libro ha significado una constante fuente de inspiración para muchos iusfilósofos desde su ya lejana publicación hace más de treinta años. Por esta razón no es de extrañar que en la presente obra, aparte de tres trabajos de Fernando Atria y otros dos de Eugenio Bulygin, se cuente con los ensayos de Pablo Navarro, Jorge Rodríguez, Juan Ruiz Manero y un ensayo a modo de epílogo de José Juan Moreso, autores que se hallan —sin ninguna duda— entre los que mejor conocen las tesis y los entresijos de Normative Systems. Aunque el libro versa sobre las lagunas, lo que está en el trasfondo de la discusión es la plausibilidad del positivismo jurídico como teoría explicativa del derecho. La tesis de Atria podría formularse así: la tesis técnica de las lagunas, defendida por algunos iuspositivistas como Eugenio Bulygin, es únicamente un disfraz de su tesis filosófica, la tesis de la discreción judicial. Y Atria trata de desmontar la tesis de las

lagunas con el objeto de dejar desnuda, y por ello carente de justificación, la tesis de la discreción judicial. Bulygin junto con Navarro y Rodríguez tratan de defender dicha tesis, clarificando su alcance con rigor y destreza. Ruiz Manero ofrece algunos argumentos originales para apuntalar algunas de las conclusiones de Atria. El estudio de Moreso, en cambio, pretende hacer compatible una determinada manera de comprender el análisis de las lagunas de Bulygin, de Navarro y de Rodríguez con algunas de las tesis centrales de Atria y Ruiz Manero. La obra interesará principalmente a los teóricos y filósofos del Derecho, pero también será de interés a los juristas de las diversas disciplinas, puesto que el tema está tratado desde el punto de vista de las consecuencias que tiene para la aplicación del derecho por parte de los jueces y Tribunales. Prueba y verdad en el derecho (2.ª ed.) Jordi Ferrer Beltrán Prueba y verdad en el derecho aborda uno de los problemas centrales para la aplicación del derecho. En efecto, el problema de la prueba a medio camino entre la dogmática procesal y la teoría del derecho, es uno de los grandes ámbitos de estudio que merecen una mayor atención a los efectos de comprender el funcionamiento del proceso judicial y desarrollar una adecuada doctrina de la justificación de las resoluciones judiciales. Para ello, resulta de especial relevancia el análisis de la relación entre las nociones de prueba y verdad. Esa relación ha sido motivo de grandes discusiones en la doctrina procesal y también en la jurisprudencia. En este libro se encuentra una revisión crítica de buena parte de esas elaboraciones doctrinales y se sostiene una concepción garantista de la justificación de las resoluciones judiciales que no exige la verdad de un enunciado para que éste pueda ser considerado como probado. En cambio, se defiende la tesis de que el objetivo de la prueba en el derecho es, y no puede ser de otro modo, la averiguación de la verdad. Por todo ello, este libro tiene especial interés para todo aquel que esté involucrado práctica o teóricamente en el proceso de aplicación del derecho. Normas y sistemas normativos Eugenio Bulygin y Daniel Mendonca De acuerdo con una concepción muy difundida entre los juristas y los filósofos, el derecho es concebido como un conjunto de normas. El concepto de norma jurídica ocupa, por tal motivo, un lugar central en la ciencia y en la filosofía del derecho. Aunque los autores no siempre están de acuerdo acerca de cómo caracterizar esas normas ni acerca de cómo explicar el rasgo de juridicidad que se les atribuye, coinciden en que el concepto de norma constituye una base adecuada para la caracterización y descripción del derecho. Este estudio está dedicado, precisamente, a analizar la relación de pertenencia de normas a sistemas jurídicos y a mostrar algunas de las consecuencias que se siguen de ella. A partir de una caracterización general de las normas y de una exposición resumida de los rasgos fundamentales de la lógica de las normas, se consideran en detalle los criterios de pertenencia de normas a sistemas jurídicos, así como las principales derivaciones de la noción de pertenencia sugerida, sobre todo en función de las nociones conexas de existencia, aplicabilidad y obligatoriedad. Las obligaciones básicas de los jueces Rafael Hernández Marín La actividad judicial puede ser descompuesta en tres tareas fundamentales, que corresponden a otras tantas obligaciones que el derecho impone a los jueces: decidir los casos litigiosos, decidirlos conforme al derecho y motivar sus decisiones. Sobre dichas obligaciones versa el presente libro. Durante las últimas décadas, los filósofos del derecho han centrado su interés exclusivamente en la motivación de las decisiones judiciales. Sin embargo, motivar una decisión judicial consiste en justificar que la decisión es conforme al derecho. Por ello, el análisis de la obligación de motivar una decisión, el análisis de la obligación de justificar que una decisión es conforme a derecho, presupone que previamente ha quedado determinado qué es una decisión judicial conforme al derecho, un tema hasta ahora ignorado en gran medida. La obligación de dictar decisiones que sean conformes al derecho presenta dos aspectos: la obligación de dictar decisiones que sean materialmente conformes al derecho y la obligación de dictar decisiones que sean procesalmente conformes al derecho. La primera de ellas es, desde el punto de vista teórico, la más interesante. Una decisión materialmente conforme al derecho es una decisión que tiene el contenido que según el derecho debe tener. Y, desde el punto de vista de su contenido, lo que el derecho exige a las decisiones judiciales es que éstas digan el derecho. En esto consiste la obligación jurisdiccional. Y la noción clave para el análisis de la obligación jurisdiccional es la de aplicar el derecho. Esta noción, a su vez, se basa en la noción de aplicar un enunciado jurídico. De ahí que el núcleo de la presente obra sea su capíitulo segundo, dedicado precisamente a la aplicación de los enunciados jurídicos.

Derecho y desacuerdos Jeremy Waldron Es uno de los libros más importantes en la discusión contemporánea sobre el constitucionalismo y la democracia y el papel del poder judicial en la protección de los derechos fundamentales. Ha contribuido de manera decisiva a poner en cuestión algunas de las ideas más asentadas del constitucionalismo y ha hecho de Waldron uno de los autores fundamentales en estas cuestiones. Poniendo el acento en la existencia inevitable de amplios y generalizados desacuerdos sociales sobre la justicia, sobre los derechos y sobre los propios procedimientos e instituciones políticas, Waldron presenta una teoría profundamente democrática de la autoridad y de la legitimidad políticas, y lo hace a partir del estudio de la significación de los Parlamentos actuales y de la teoría de la legislación. Todo ello supone una contribución, en opinión de su autor, no sólo a la filosofía política, sino también a la jurídica, que no puede ser sino considerada decisiva. Coherencia y sistema jurídico Juan Manuel Pérez Bermejo Los juristas gustan hoy de invocar el término «coherencia»: es común exigir que los razonamientos jurídicos sean «coherentes», y justificar un argumento si se halla «en coherencia» con el resto de argumentos jurídicos válidos. La coherencia es una forma de justificar nuestros juicios sobre el derecho en función de sus relaciones de apoyo con el resto de elementos del orden jurídico. Ahora bien, si la coherencia pone su mirada en las relaciones de ordenación y estructura del conjunto de normas jurídicas, ésta implica un punto de vista particular o una concepción específica del sistema jurídico. Este libro examina qué novedades aporta el valor de la coherencia a nuestra percepción del sistema jurídico. En él se sostiene que los cambios que ha experimentado la práctica jurídica durante el siglo XX —fundamentalmente la irradiación de los principios constitucionales en el resto del ordenamiento y la importancia que la ponderación de principios ha cobrado en la práctica jurisprudencial— han puesto de relieve que la concepción o el modelo de sistema jurídico tradicionalmente defendido en la teoría jurídica es inadecuado. Sin embargo, una teoría del sistema que examine éste desde el valor de la coherencia es capaz de describir adecuadamente sus principales rasgos, tales como su estructura compleja, su movilidad y su solidaridad interna. Finalmente, el libro explora las respuestas que el modelo coherentista propone para solucionar problemas clásicos de la teoría del sistema jurídico, fundamentalmente los de lagunas, antinomias, identidad o cambio de sistema. Teoría del derecho: ambición y límites Brian Bix La teoría jurídica contemporánea enfrenta importantes retos acerca de la naturaleza del derecho y del enfoque más apropiado para explicar este fenómeno social. Brian Bix es uno de los autores que mejor ha comprendido la íntima relación entre esos problemas y su conexión con la naturaleza del análisis conceptual. En este libro, Bix aborda no sólo desafíos metodológicos sino que también enfrenta problemas tradicionales de la filosofía jurídica tales como la verdad en el derecho, la existencia de respuestas correctas, la interpretación del derecho, la polémica entre positivismo y antipositivismo, etcétera. Sus investigaciones muestran con claridad y originalidad el modo en que la filosofía analítica del derecho se conecta con una amplia gama de cuestiones filosóficas tradicionales como el objetivismo moral, el seguimiento de reglas, o el naturalismo en epistemología. Por esta razón, este libro nos permite comprender mejor la vitalidad de las discusiones filosóficas contemporáneas en el ámbito de la teoría del derecho y nos enfrenta con nuevas soluciones a problemas centrales de la filosofía contemporánea. La república deliberativa Una teoría de la democracia José Luis Martí Este libro aborda el análisis detallado y riguroso de la que se ha convertido en la teoría de la democracia más importante de los últimos veinte años en el escenario internacional. Lo que algunos han dado en llamar «el giro deliberativo», y que cuanto menos puede ser descrito como una renovación profunda del pensamiento democrático, se ha materializado en centenares de aportaciones teóricas a los diferentes foros académicos en el mundo, con predominio de los ámbitos anglosajones. En esta obra se sintetizan las claves del modelo de la democracia deliberativa, en especial de su versión republicana, y se sientan las primeras bases del diseño institucional de dicho modelo. Por ello, éste es un libro dirigido tanto a los filósofos (políticos o del derecho), como a los científicos (los juristas, los politólogos); tanto a los gobernantes con sensibilidad hacia las nuevas ideas democráticas, como a los ciudadanos comprometidos y con interés por la res publica. Una discusión sobre la teoría del derecho Joseph Raz, Robert Alexy y Eugenio Bulygin Una de las cuestiones más discutidas recientemente en el ámbito de la filosofía del derecho es la relativa al status mismo de la teoría del derecho: ¿cuál es el objeto de dicha teoría? ¿Cuándo es la teoría

exitosa? Se admite, en líneas generales, que la tarea de la teoría está estrechamente ligada a realizar un análisis del concepto de derecho, y que el éxito de la teoría depende, al menos en parte, de que dicho análisis sea fructífero. No hay acuerdo, sin embargo, acerca de cómo debe entenderse el análisis conceptual, o de cuándo es fructífero. En «¿Puede haber una teoría del derecho» —el trabajo principal de este libro— Joseph Raz se ocupa de estas cuestiones, y su postura es rebatida en dos ensayos de Robert Alexy y Eugenio Bulygin, que tienen visiones diferentes sobre el particular. Joseph Raz ofrece, finalmente, una contrarréplica. El libro resultará de interés, no sólo para filósofos del derecho, sino también para aquellos que estén preocupados, en el ámbito de la filosofía en general, por la relación entre el análisis filosófico y el análisis conceptual. El libro contiene además un estudio preliminar que, a través de un repaso de las distintas perspectivas sobre la relación entre análisis filosófico y análisis conceptual, busca poner al alcance del lector las herramientas teóricas necesarias para abordar la discusión. Juez y democracia Una teoría de la práctica constitucional norteamericana Lawrence G. Sager En la mayoría de las democracias constitucionales, los jueces han asumido un importante papel como garantes de los derechos individuales reconocidos en la Constitución. En nombre de la Constitución como norma suprema, los jueces pueden llegar a inaplicar o invalidar las leyes aprobadas por las asambleas elegidas por el pueblo. ¿Qué razones pueden darse para justificar esta intervención judicial? Esta pregunta ha sido objeto de apasionados debates en los Estados Unidos a lo largo de su historia, y sigue siendo motivo de controversia en la actualidad, tanto en el plano político como en el académico. En esta obra, el profesor Lawrence Sager ofrece una interesante teoría para dar una respuesta adecuada a la cuestión. Frente a quienes sostienen que los jueces deberían limitarse a seguir las instrucciones que el poder constituyente haya expresado de manera clara y específica, Sager da buenas razones para justificar que los jueces tengan atribuido un espacio de actuación más amplio. El proceso judicial está diseñado de tal manera que los tribunales se encuentran en buena posición para interpretar y salvaguardar los principios abstractos de moralidad política incorporados en el texto constitucional. Frente a quienes, por su parte, consideran que los jueces, al controlar las leyes, deberían proteger únicamente las condiciones que hacen posible el gobierno democrático, Sager entiende que también los valores sustantivos externos al proceso democrático deben ser objeto de protección. Y frente a quienes estiman que el control de constitucionalidad de las leyes supone una quiebra del principio democrático, Sager da interesantes razones para sostener que, por el contrario, la existencia de tal control supone un enriquecimiento de la democracia: el proceso judicial satisface la pretensión de igualdad deliberativa. La aspiración más inmediata del autor es ofrecer una interpretación atractiva de la práctica constitucional de un determinado país: los Estados Unidos. Pero las tesis y argumentos que desarrolla tienen un alcance más universal. Este denso y profundo libro es una de las aportaciones más importantes de los últimos tiempos al debate siempre abierto acerca de las posibilidades y límites de la justicia constitucional. Positivismo jurídico incluyente Wilfrid J. Waluchow En Positivismo jurídico incluyente, Waluchow elabora un sofisticado argumento para mostrar cómo la validez de las normas jurídicas puede depender de consideraciones morales. El argumento tiene en cuenta las concepciones iuspositivistas clásicas en la teoría anglosajona, como las de J. Bentham y J. Austin en el siglo XIX y las de H. L. A. Hart y J. Raz en el siglo XX. El libro puede contemplarse como una concepción de la naturaleza del derecho de los actuales ordenamientos jurídicos constitucionales que trata de delimitar un espacio conceptual entre aquellos que, como los iuspositivistas, consideran que la identificación del derecho necesariamente excluye las consideraciones morales y aquellos que, como los iusnaturalistas o Ronald Dworkin, sostienen que la identificación del derecho necesariamente incluye las consideraciones morales. Un diálogo con la teoría del derecho de Eugenio Bulygin José Juan Moreso y M.ª Cristina Redondo (eds.) Eugenio Bulygin ha contribuido de manera fundamental a la teoría del derecho contemporánea. Con seguridad, ha sido uno de los autores que más ha insistido en la necesidad de una renovación metodológica que permitiese a los juristas emplear herramientas formales idóneas y sofisticadas en la identificación y solución de los problemas de la ciencia jurídica. Este libro es un ejemplo particularmente brillante de la agenda de discusión de la teoría del derecho contemporánea y de la influencia que ha tenido en ella Eugenio Bulygin. La estructura del volumen ofrece un formato de discusión ágil, que combina el gran interés académico que atesora con un estilo de fácil lectura, a la vez que se ofrece un panorama muy amplio de los problemas que enfrenta la teoría del derecho actual.

Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación normativa David Martínez Zorrilla En la práctica jurídica contemporánea es usual que muchas discusiones giren en torno a elementos tales como «derechos fundamentales», «bienes constitucionalmente protegidos», «valores superiores» y otros aspectos sustantivos, normalmente de rango constitucional. Asimismo, la distinción entre «principios» y «reglas», o conceptos como el de «ponderación», han pasado en las últimas décadas a formar parte del bagaje teórico básico de los juristas. Sin embargo, parece que faltaba todavía un tratamiento teórico suficientemente satisfactorio de los conflictos entre principios y de la ponderación como mecanismo para su resolución, al menos desde la perspectiva del positivismo jurídico metodológico. Incluso algunos autores habían puesto en duda la capacidad del positivismo jurídico para dar cuenta de estos fenómenos de forma adecuada, lo que constituiría una razón de peso para abandonar esta perspectiva. Lejos de suscribir este punto de vista, el autor ofrece en el libro un análisis riguroso de los conflictos entre principios constitucionales, de la ponderación y de la posibilidad de obtener una única respuesta correcta en todo caso, y muestra cómo desde el positivismo jurídico y la filosofía analítica puede darse perfecta cuenta de estas cuestiones, señalando además cómo algunas afirmaciones ampliamente compartidas sobre los principios y la ponderación deben ser abandonadas o cuanto menos matizadas, y que en esencia las situaciones de conflicto entre principios son muy similares, tanto en su estructura como en su modo de resolución, a las antinomias entre reglas. El derecho como razón pública Owen Fiss Este libro reúne algunos de los principales ensayos publicados en las últimas décadas por el profesor Owen Fiss. Este catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale ha sido una de las voces más influyentes en los debates que se han desarrollado en los Estados Unidos acerca del papel del poder judicial en un Estado constitucional. A lo largo de estas páginas, se examinan, entre otras cuestiones, los fundamentos políticos y sociales de la función jurisdiccional, el concepto y garantía de la independencia judicial, los peligros que supone la burocratización de la justicia, las técnicas de protección de los derechos a través de las «acciones de clase», las posibilidades y límites de la objetividad en la interpretación jurídica, y la defensa del liberalismo igualitario frente al embate del análisis económico del derecho. Para ilustrar sus propuestas, el autor se refiere a algunos de los casos más importantes y controvertidos que ha tenido que resolver el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, desde Brown v. Board of Education hasta Bush v. Gore. Estos brillantes ensayos mantienen un cuidadoso equilibrio entre ambición teórica y sensibilidad por los problemas prácticos, lo que hace muy atractiva su lectura. La justicia con toga Ronald Dworkin ¿Qué relación poseen las convicciones morales de un juez con sus juicios acerca de qué es el derecho? Juristas, sociólogos, filósofos, políticos y jueces ofrecen distintas respuestas a esta pregunta. Algunos creen que están plenamente vinculados mientras que otros insisten en que no tienen ninguna relación. En su nuevo libro, Ronald Dworkin muestra que esta cuestión es mucho más compleja de lo que solemos suponer. Argumenta que debemos explorar esta problemática desde diferentes dimensiones, la semántica, la iusfilosófica y la doctrinal, en las que el derecho y la moral están sin duda interconectados. Este autor reformula y completa su ya ampliamente conocida perspectiva sobre estas conexiones, ofreciendo nuevos argumentos y desarrollando algunas de sus ideas anteriores en torno a la importancia básica de los principios morales en la interpretación jurídica y constitucional. Dworkin ofrece también una profunda revisión y evaluación crítica de las posiciones más influyentes que presentan una alternativa a su concepción, examinando detalladamente las aportaciones de juristas y filósofos eminentes de nuestra época como Isaiah Berlin, John Rawls, Herbert Hart, Joseph Raz, Richard Posner, Cass Sunstein, Antonin Scalia o Jules Coleman. El libro va desgranando los argumentos que permiten concluir que el pragmatismo ofrece una teoría vacía del derecho, que el pluralismo valorativo refleja de modo inadecuado la naturaleza de los conceptos morales, que el originalismo constitucional presenta una visión empobrecedora del rol de una constitución en una sociedad democrática y que el positivismo jurídico contemporáneo está basado en una teoría errónea del significado y en una visión desacertada de la naturaleza de la autoridad. Esta nueva colección de ensayos de Ronald Dworkin constituye un modelo de razonamiento jurídico lúcido, racional y apasionado que contribuirá, sin lugar a dudas, a que podamos progresar en el tema crucial de qué papel desempeña la justicia en el derecho. La valoración racional de la prueba Jordi Ferrer Beltrán El lector encontrará en este libro la continuación del discurso iniciado en Prueba y verdad en el derecho (Marcial Pons, 2002 y 2005). Allí se abordó el problema de la prueba desde un punto de vista conceptual: ¿qué significa decir que una hipótesis sobre los hechos está probada? ¿Cuál es la relación entre la prueba y la verdad de una hipótesis? Ahora, en cambio, se presenta el esbozo de una teoría sobre la valora-

ción de la prueba. La pregunta relevante en este libro es, más bien, ¿bajo qué condiciones podemos considerar racionalmente que una hipótesis sobre los hechos está probada? Para ello, el autor aborda, entre otros, los problemas vinculados con los distintos momentos de la actividad probatoria en el proceso judicial, analizando las reglas de relevancia y admisibilidad de la prueba, las diversas teorías de la probabilidad aplicadas al razonamiento probatorio judicial, la metodología de la corroboración de hipótesis y el problema de la formulación de estándares de prueba que permitan un posterior control sobre su correcta aplicación. Identificación y justificación del derecho Josep M. Vilajosana Este libro supone una notable contribución a la reflexión clara, ordenada y coherente acerca de algunos de los problemas más relevantes de la filosofía del derecho. La primera parte gira en torno a los problemas de identificación del derecho, concretados en las siguientes preguntas: ¿Cuándo existe el derecho en una determinada sociedad? ¿Está el derecho relacionado con la moral? ¿Está el derecho determinado? La segunda parte versa acerca de los problemas de justificación tanto de la obediencia al derecho como de la imposición de penas y la imposición jurídica de la moral. El tratamiento de estas cuestiones se hace no con una vocación exhaustiva, sino selectiva. No importa tanto la reconstrucción completa de las doctrinas de los autores más importantes, sino la exposición crítica de los principales argumentos esgrimidos a la hora de abordar los citados problemas. A través de la comprensión de tales argumentos se pretende que el lector pueda formarse su propia opinión acerca de estas cuestiones. Estas razones hacen que este texto sea especialmente recomendable como manual de filosofía del derecho. Habermas: Lenguaje, Razón y Verdad Los fundamentos del cognitivismo en Jürgen Habermas Pere Fabra Este libro versa sobre los fundamentos filosófico-lingüísticos que subyacen a la teoría de la racionalidad y, correlativamente, a la teoría de la verdad y la teoría moral desarrolladas por Jürgen Habermas. Después de analizar los motivos que llevaron al sociólogo alemán a desarrollar un programa claramente filosófico de fundamentación lingüística, el libro se introduce en este núcleo lingüístico —la pragmática formal y la teoría del significado a ella asociada— a fin de valorar si resulta lo suficientemente sólido para sustentar la compleja construcción teórica habermasiana, cuyo objetivo último —desde la disputa del positivismo hasta Facticidad y Validez— estriba precisamente en la defensa de una posición claramente cognitivista en relación con las cuestiones prácticas (moral, derecho y política). Con la pragmática formal Habermas pretendía contribuir a la formulación de una teoría de la acción comunicativa y una teoría de la racionalidad. Debía servir de fundamento de una teoría social crítica y abrir el camino para desarrollar una concepción de la moral, del derecho y de la democracia en términos de teoría del discurso. Esta obra recorre la estructura y supuestos de este planteamiento filosófico-lingüístico y muestra cómo la tensión que atraviesa la teoría del significado de Habermas resuena también necesariamente en su teoría de las pretensiones de validez y, en concreto, en la supuesta analogía entre la verdad y la corrección normativa que se halla en la base de su defensa del cognitivismo. A partir de la relectura de algunos de los conceptos fundamentales de la teoría de la acción comunicativa y su integración con elementos de la pragmática normativa propuesta por Robert Brandom y otras aportaciones de la filosofía del lenguaje contemporáneas, el libro plantea una posible reformulación del esquema habermasiano que debería permitir continuar defendiendo el proyecto cognitivista desde unas bases filosóficas más sólidas. Normas y justificación Una investigación lógica Hugo R. Zuleta La comprensión de los razonamientos jurídicos exige un análisis adecuado de la estructura lógica de los enunciados normativos. Para ello, es necesario traducirlos a un lenguaje formalizado. El autor comienza por exponer algunos criterios orientadores para afrontar esa tarea, destacando el papel central que desempeña generalmente la consideración de las condiciones de verdad de los enunciados involucrados. Esto lo lleva a cuestionar la posibilidad de establecer la forma lógica de los enunciados que expresan normas, a menos que se admita, contrariamente a la opinión más común entre los filósofos, que es posible atribuirles valores de verdad. Además, encuentra que la atribución de valores de verdad es también necesaria para justificar una genuina lógica de normas. Define las condiciones de verdad de las normas mediante una semántica de mundos posibles, y muestra la utilidad de ese enfoque para analizar algunas conocidas paradojas. Sobre esa base confronta dos concepciones de las normas condicionales, las llamadas «concepción puente» y «concepción insular», según la denominación introducida por Alchourrón. El autor defiende la segunda, entre otras razones,

porque la considera más adecuada para dar cuenta del papel que desempeñan las descripciones en los enunciados normativos. A partir de su rechazo de la concepción puente, cuestiona la difundida tesis según la cual la justificación de una sentencia judicial requiere que el contenido de la decisión sea una consecuencia deductiva de ciertas premisas normativas y fácticas. Una metateoría del positivismo jurídico Roberto M. Jiménez Cano La cuestión sobre el estatuto teórico y metodológico del positivismo jurídico es una de las discusiones centrales en la filosofía del derecho contemporánea. En efecto, no sólo quienes comparten las perspectivas iuspositivistas, sino también aquellos otros que las rechazan, encuentran en sus postulados metateóricos un fecundo campo de análisis y debate. Este libro identifica el positivismo jurídico con un modo general y descriptivo de hacer teoría del derecho. Desde este punto de partida se abordan las cuestiones relativas al objetivo, caracteres y herramientas propias de esta escuela de pensamiento jurídico, aconsejando y justificando las transformaciones oportunas. Sin olvidar, por su parte, la exposición y discusión de las actuales versiones en pugna del positivismo jurídico: incluyente y excluyente. Filósofos y teóricos del derecho encontrarán en este libro un lugar desde el cual discutir las metas, instrumentos y tesis del positivismo jurídico y, en su caso, adherirse a ellas. Concepciones del derecho y de la verdad jurídica Germán Sucar La comprensión de la naturaleza de la verdad jurídica es, sin duda, uno de los desafíos capitales que debe enfrentar el pensamiento jurídico. Ella constituye, en efecto, el horizonte de proyección tanto de la práctica como de la teoría jurídica. No obstante, no se cuenta todavía con una formulación satisfactoria de este conjunto de interrogantes. En el presente libro, Germán Sucar se propone avanzar sobre el tópico sosteniendo que todo intento serio de respuesta exige una indagación acerca de las diferentes teorías sobre la naturaleza del derecho, así como de la distinción de ciertos niveles de análisis. De esta suerte, se examinan críticamente distintas concepciones del derecho en sus diversas variantes, y se defiende una versión del positivismo que contesta las más importantes objeciones que le han sido dirigidas y que permite explicar adecuadamente las numerosas cuestiones involucradas en la elucidación de la verdad jurídica. En el contexto de esta discusión se abordan con precisión y originalidad temas de la mayor actualidad para la teoría del derecho, como la naturaleza y alcance de las tesis que definen el positivismo jurídico, su eventual compromiso con el antirrealismo, la interpretación del derecho, las dificultades que generan su identificación y aplicación, la indeterminación y la derrotabilidad de las normas y su impacto en la determinación de los valores de verdad de los enunciados jurídicos, así como el juego de las nociones de aplicabilidad y pertenencia en el marco de la reconstrucción sistemática del material normativo. El análisis se ve enriquecido, asimismo, por los desarrollos de la filosofía contemporánea en el dominio de la ontología, la semántica y las teorías de la verdad (como el realismo metafísico, el escepticismo semántico, la vaguedad o las concepciones deflacionaria y substantivas de la verdad), de los que el autor se vale para defender sus tesis. Uno de los méritos principales de esta obra es el haber logrado articular esa vasta multiplicidad de cuestiones en una exposición sistemática. Este libro, lúcido y de exposición clara, contribuirá con toda certeza a una mejor intelección de las perplejidades que suscita la complejidad de la práctica y la teoría jurídica actual. La (i)legitimidad democrática del control judicial de las leyes Sebastián Linares En el desarrollo de la democracia inevitablemente surgen dilemas constitucionales acerca de quién debe tener la última palabra institucional en el proceso político de toma de decisiones, y de acuerdo con qué criterios. Dentro de estos dilemas entra en juego el lugar que deben ocupar los jueces en las estructuras de decisión política desde la justicia constitucional. El libro representa, pues, un ensayo que intenta abordar el problema de la autoridad final en una democracia, y para ello navega entre los diversos dilemas morales, normativos e institucionales que presenta el control judicial de las leyes en las democracias modernas. En este sentido, el libro nos alerta de los peligros de sobredimensionar el papel político de los jueces en detrimento del principio democrático, y lo hace a partir de un rico diálogo interdisciplinario entre la ciencia política, la teoría política, la filosofía del derecho y el derecho constitucional. Según el autor, el problema de la autoridad final en una democracia debe resolverse apelando a argumentos generales, relacionados con la igualdad, dignidad y autonomía de las personas y con el valor epistémico de los procedimientos de toma de decisiones. Luego de hacer un repaso minucioso del debate sobre los fundamentos del control judicial de las leyes, y decantarse por la corriente que defiende la supremacía del Poder Legislativo, el autor explora distintos modelos débiles de justicia constitucional, en los cuales la autoridad final recae en el Congreso, y propone un diseño alternativo con miras a promover el diálogo entre ramas de gobierno.

El concepto y la naturaleza del derecho Robert Alexy La explicación de la naturaleza del derecho y la consecuente configuración de su concepto ha sido desde la antigüedad un problema central de la filosofía del derecho. Al responder a este problema, la filosofía del derecho se ocupa en su ámbito de estudio del interrogante fundamental de la ontología, es decir, de qué es aquello que existe y cuáles son sus propiedades. Este libro contiene la traducción al castellano de tres ensayos de Robert Alexy, que representan su pensamiento más actual sobre la respuesta apropiada para esta pregunta ontológica fundamental en el ámbito de lo jurídico: ¿Qué es el derecho? En estos ensayos, Alexy clarifica y desarrolla con mayor detalle las tesis más emblemáticas de su teoría del derecho, algunas de las cuales ya habían sido plasmadas en su conocida obra El concepto y la validez del derecho. Asimismo, Alexy sitúa su teoría en el marco de la discusión actual sobre el concepto de derecho. De esta manera, dialoga con las conocidas tesis del positivismo excluyente e incluyente, resalta las diferencias existentes entre estas concepciones y su visión del no-positivismo e intenta demostrar por qué esta última ofrece mayores posibilidades de corrección teórica y práctica. Finalmente, Alexy también ofrece una caracterización de la filosofía del derecho y explica cuáles son las propiedades que mejor la definen como rama de la filosofía que reflexiona sobre el fenómeno jurídico. La prueba Michele Taruffo Este libro es, fundamentalmente, la voz «prueba» de una enciclopedia. Aunque ésta es la primera publicación del texto, los cinco capítulos del libro tienen la forma, la pretensión y la finalidad originaria de ser una voz de enciclopedia. El lector encontrará sin duda un panorama extraordinariamente rico de los problemas del derecho probatorio, una perspectiva comparatista de esos problemas poco común en la literatura en castellano, así como indicaciones bibliográficas abundantes y, a la vez, cuidadosamente seleccionadas. Además, se han incorporado al libro cinco apéndices que son traducción de sendos artículos del autor, algunos de ellos inéditos en castellano, acerca de problemas probatorios específicos. Michele Taruffo publicó en 2002 un libro titulado Sui confini. Nada más cerca de la forma de estudiar y de los temas de interés del autor que lo que indica ese título. Taruffo goza de trabajar en los dominios de las fronteras intelectuales, allá donde son necesarias amplias dosis de cultura jurídica y filosófica para abordar problemas multifacéticos. Y el de la prueba lo es, sin ninguna duda. Por eso, éste es un libro muy útil para quien quiera adentrarse en los vericuetos del derecho probatorio, tanto desde una perspectiva estrictamente procesal como desde la filosofía del derecho, tanto desde la dogmática nacional como desde los estudios de derecho comparado. Una teoría de la justicia constitucional basada en el Common Law Un árbol vivo W. J. Waluchow El constitucionalismo democrático es la manifestación institucional más conocida y difundida de una concepción de la justicia que tiene en la existencia de derechos individuales básicos uno de sus ejes centrales. Así y todo, cuando la Constitución es promulgada o concebida rígidamente, y los órganos encargados de su aplicación y control son menos representativos que el Parlamento —pero cuentan sin embargo con la última palabra sobre el contenido y alcance de aquellos derechos fundamentales—, el ideal democrático se resiente. Frente a otros muchos argumentos esgrimidos en defensa del modelo para sortear dicha «objeción contramayoritaria», Waluchow apuesta por la concepción de los textos constitucionales y de las declaraciones de derechos como «árboles vivos» (susceptibles de la adaptación a las nuevas circunstancias) y de su aplicación al estilo del common law, contribuyendo con ello a un debate central en el derecho constitucional y la filosofía del derecho de las últimas décadas, y del que en esta misma colección hay ya referentes cruciales. La Constitución: modelo para armar José Juan Moreso En este libro están recogidos algunos de los ensayos que el autor ha escrito en los últimos diez años, la mayoría de ellos ya publicados. Se trata de un primer intento de articulación de unos prolegómenos o preliminares a una teoría de la Constitución, es decir, de un enfoque de algunos de sus fundamentos filosóficos. Estos fundamentos proceden de diversos lugares: de la teoría jurídica por supuesto, pero también de la filosofía del lenguaje, de la filosofía social, de la filosofía moral y de la filosofía política. En este sentido, el debate actual sobre algunas cuestiones constitucionales es realmente apasionante porque reclama un espacio en donde todas estas disciplinas se entrecruzan. El libro se divide en tres partes: la primera dedicada al trasfondo de la Constitución, la segunda a la teoría del derecho adecuada para esta época de constitucionalismo y la tercera que versa sobre la aplicación judicial de la Constitución. El primer ensayo, de carácter general, trata de mostrar los vínculos que entrelazan estas tres partes.

Emociones, responsabilidad y derecho Daniel González Lagier ¿Deben los jueces ser neutrales hasta el punto de no dejarse llevar por sus emociones? ¿Está justificado disminuir la pena a la madre que mata al violador de su hija de pocos años porque comprendemos su emoción? ¿Se justifica incrementar la pena a aquellos que actúan con motivaciones emocionales socialmente reprobables (como el racismo o el machismo)? ¿Puede la reeducación emocional ser un buen instrumento para prevenir la violencia y determinados delitos? Todos estos temas muestran la importancia de las emociones para el derecho; sin embargo, son muy escasas las aproximaciones que se han hecho a la noción de emoción desde el ámbito de la teoría del derecho. Este libro trata de ofrecer una introducción a la teoría de las emociones que permita la discusión sobre su papel en el derecho. Para ello, se ocupa de presentar un concepto de emoción que dé cuenta tanto de sus aspectos fenomenológicos (la sensación asociada a las emociones) como cognitivos (su contenido), lo que le sirve de base para plantear temas como la conexión entre las emociones y las acciones, la racionalidad de las emociones, su posibilidad de control y lo que podríamos llamar nuestra «responsabilidad emocional». La diversidad de lo bueno G. H. von Wright Este libro es, en opinión de su autor, el más personal y mejor fundamentado de sus trabajos. En él propone, frente a la tradición que sostiene la autonomía conceptual de la moral, que los conceptos de bondad o corrección moral deben ser estudiados en relación con una red de conceptos que se refieren «al hombre como un todo», como, por ejemplo, los de felicidad, salud y —el más importante— bienestar. Desde esta perspectiva, el autor construye una concepción teleológica de la moral como «una función de cómo la conducta de un individuo afecta al bienestar de sus compañeros humanos». En el camino, el libro analiza diferentes tipos de «bondad» (como la bondad instrumental, la bondad técnica, la bondad médica, la bondad utilitaria, la bondad hedónica) y conceptos como el de deber, bien del hombre o virtud. En definitiva, es la búsqueda de una posición moral original en diálogo con la de autores como Aristóteles, Kant y Moore.

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