Viento Helado de Iggy
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Descripción: Ubicada un poco después de la Segunda Guerra mundial, esta historia cuenta las aventuras de una militar del...
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Viento Helado de Iggy
VIENTO HELADO de IGGY
PARTE 1
Nuremberg era una ciudad destruida, casi arrasada. Barrios enteros se veían reducidos a los esqueletos de lo que habían sido edificios, apenas reconocibles como tales. Para Sarah, aquella visión no era una novedad; desde el final de la guerra había visitado varias ciudades alemanas, y Nuremberg no se diferenciaba mucho de Bremen, Colonia o Maguncia, igualmente afectadas por los bombardeos aliados. Sin embargo, allí en Nuremberg sentía que se acercaba de alguna forma al núcleo, a la explicación de toda aquella destrucción. El juicio contra los más altos jerarcas del régimen nazi ya se venía desarrollando desde hacía varios meses, si bien a ella no la habían enviado hasta entonces a cubrirlo. Mientras su coche se desplazaba entre las destruidas manzanas de edificios, se fijó en cómo el ambiente deprimente se agudizaba por los restos de la grisácea nieve que se acumulaba junto a las aceras, fundiéndose con lentitud. El final de aquel terrible invierno se acercaba, pero el sol seguía sin calentar, y las pocas figuras humanas que se veían caminaban abrigadas y encorvadas, como ateridas por el frío o tal vez por la desolación. Al fin se aproximaron al cúbico, masivo y horroroso palacio de justicia de Nuremberg, milagrosamente salvado de las bombas. Sarah se apeó del vehículo, sonriendo a su chofer, que se había bajado para abrirle la puerta. Sacando su identificación, la mostró a los marines norteamericanos. Estos custodiaban la entrada en traje de combate, con sus fusiles automáticos en ristre, como si temieran algo. Pero no era así; en cuanto se acercó a ellos, los dos que estaban más cerca de la entrada le sonrieron, con esa expresión tan típica de los soldados hacia las mujeres, sobre todo las rubias. Sarah nunca se había tenido por 2
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particularmente fascinante: su melena rubia-rojiza era unos de sus principales atractivos, junto a sus ojos verdes. Sin embargo, su escasa talla y su figura más fuerte que estilizada, junto a su cara redonda y algo ancha, contrastaba con el tipo de mujer a la moda, impuesto por la elegancia felina de Lauren Bacall. Aunque allí, en aquella Alemania ocupada y llena de soldados, casi cualquier mujer podía considerarse una belleza, dada la atención constante que despertaba. Sarah no hizo mucho caso, limitándose a mostrar su pase de prensa de la agencia Reuters: Sarah Cosgrave, periodista, nacionalidad británica, etcétera, etcétera. Al ser su primer acceso al lugar, hubo de esperar a que se realizaran inútiles comprobaciones, mientras el más diverso personal pasaba a su lado con tan sólo un saludo hacia los soldados. Al fin se le franqueó el paso al interior del siniestro edificio. Los largos pasillos estaban llenos de soldados también, que al menos servían para indicar dónde se encontraba cada sala. Había llegado algo tarde, y la sala del juicio casi estaba llena. Los murmullos llenaban aquel cavernoso recinto; algo desorientada, Sarah dio con un asiento vacío en la tribuna de prensa, tras lo que echó una ojeada al lugar. En la sala, de alto techo, se habían dispuesto cuatro estrados, formando una especie de plaza central por la que se movían los abogados y fiscales, en torno a sus mesas, cuchicheando y mostrándose papeles y documentos. El estrado a su izquierda, vacío, sería ocupado en breve por los cuatro jueces designados por los cuatro "grandes": las tres potencias vencedoras de aquella guerra, más Francia, que había logrado colarse a última hora en aquella selecta concurrencia gracias a la habilidad del general de Gaulle y al típico oportunismo francés. Frente a ella había un estrado similar al suyo, reservado a los observadores militares. Estaba lleno, ocupado por marciales individuos que hablaban en voz baja los unos con los otros. Además, se notaba por las agrupaciones de sus uniformes, tanto como por la actitud que mostraban, que había una cierta 3
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desconfianza entre los militares de los diversos países. En particular, la nutrida delegación soviética se mantenía aparte, hoscamente reacia a confraternizar con el resto de los aliados. Sarah, en la tribuna de prensa, se hallaba con mucho en la concurrencia más bulliciosa del lugar. Después de casi cuatro meses de juicio, parecía que todo el mundo ya se conocía allí, y los periodistas estaban en pie, formando corrillos y sin duda intercambiando información y hasta chismes. Sarah, nueva en el lugar y de todas formas poco interesada en aquellas cuestiones, se mantuvo sentada y aparte. Con un esfuerzo deliberado, no exento de morbosa fascinación, obligó al fin a su cuello a volverse hacia la derecha. Allí, en el estrado más largo, y custodiados por la policía militar tras ellos, se sentaban los acusados. Sarah no pudo dejar de sorprenderse por su aspecto normal, hasta banal. Algunos de entre ellos incluso se inclinaban para cuchichear entre sí, contándose tal vez anécdotas, como sus sonrisas parecían revelar. No parecían los monstruos que había producido aquellos horrores sobre los que Sarah se había documentado, y que llevaban nombres que ya se habían convertido en la expresión del horror: Auschwitz, Treblinka, Mauthausen... Sarah sacudió la cabeza, desorientada, al tiempo que escuchaba el aviso del oficial de la sala. Se puso en pie, viendo desfilar a los jueces con sus togas, tras lo que se volvió a sentar mientras el rumor en la sala se apagaba. Sarah reanudó su inspección de los acusados mientras las formalidades iniciales de la sesión se iban cumplimentando. Probó los auriculares de la traducción simultánea, pese a que gracias a su dominio del alemán y el ruso apenas los necesitaría,
tan
sólo
para
seguir
las
intervenciones
del
fiscal
francés.
Funcionaban correctamente, de modo que se los quitó, dejándolos a un lado. Poseía una buena información en su dossier acerca de todos los acusados, y la
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había estudiado a fondo, pese a que su misión allí no tenía ninguna relación real con ellos. Aunque dada su auténtica misión, el dossier contenía también informaciones que no se habían tratado en aquella sala, ni se tratarían. En realidad, y a falta de los grandes jerarcas nazis, como Hitler, Göbbels o Himmler, ya muertos, se había intentado formar una buena representación del régimen juntando en un extremo del estrado a los más conocidos jerarcas supervivientes, como Göhring, Hess o Ribbentrop, agrupados como para darles más relieve por pura acumulación. Sin embargo, criminales mucho más siniestros, con responsabilidades mucho más directas y evidentes, se hallaban dispersos en la doble fila, en un relativo anonimato proporcionado por su menor proyección pública, como Frank, Frick o Rosenberg. Sarah contempló a estos últimos, meneando la cabeza ante su aspecto anodino. Particularmente, Hans Frank, gobernador general de Polonia en la época de los campos de exterminio, resultaba sorprendentemente vulgar, con su calva y su apariencia de funcionario de baja categoría. Sin embargo, no era aquello lo que la había traído hasta allí. Dirigió su mirada de vuelta al frente, a la tribuna de observadores militares. Su dossier contenía también una detallada descripción de quienes allí se sentaban, pues su verdadera misión los concernía a ellos. Pasó la vista por el apretado grupo de oficiales soviéticos, tan serios y concentrados, al tiempo que abría su carpeta. Repasó caras, comparándolas con las fotos de su dossier, uno a uno, concienzudamente. La información de que disponía incluía nombre, edad, graduación, historial y diversas recomendaciones realizadas por sus superiores, a las que debía ceñirse en la medida de lo posible. Siguió estudiándolos, fila tras fila, hasta que una mirada la sorprendió. Bajó su vista hasta el dossier. La foto en blanco y negro no revelaba la fuerza de aquella cara, sobre todo la intensidad de aquellos ojos azules. Ya era bastante raro encontrar a otra mujer en aquella sala, aparte de las secretarias y traductoras, y todavía más entre la delegación militar soviética, pero en aquella oficial había 5
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algo más. Seguía con una tremenda intensidad todo lo que se decía, y su mirada de hielo solía posarse sobre los acusados con una intensidad inusitada. El dossier le reveló sus datos: teniente Nadia Ivánovich Von Kahlenberg, 31 años, observadora delegada por el mando militar de Berlín. A las órdenes directas ni más ni menos que de Zhúkov, comandante de la zona de ocupación soviética y junto a Koniev héroe oficial de la batalla de Berlín. Lo primero que llamó la atención de Sarah, aparte de la intensidad de aquella mirada, fue su apellido, alemán. Y no sólo alemán, sino aparentemente aristocrático. El dossier le dio una rápida explicación: era de origen estonio, perteneciente a la minoría de origen germánico que había formado la nobleza de aquel país ahora incorporado a la U.R.S.S. Sin duda su conocimiento del alemán y de las circunstancias de la guerra junto a Zhúkov explicaban su presencia allí, aunque su presencia en el Ejército Rojo no dejaba de resultar extraña, dados sus antecedentes nacionales. Su historial, sin embargo, era particularmente anodino, con puestos de muy escasa relevancia durante la preguerra y la mayor parte de la guerra, hasta que extrañamente había sido destinada al estado mayor del general Zhúkov hacia el final del conflicto, ya durante la invasión de Alemania. Como Sarah sabía, los historiales anodinos acompañados de presencias poco explicables en lugares clave solían indicar con precisión a los agentes de inteligencia. Aquello era lo que realmente la había traído hasta allí, de modo que fijó su atención en aquella mujer en particular. Su seriedad era impresionante, sobre todo cuando se volvía hacia la tribuna de acusados; la intensidad de su mirada resultaba incluso turbadora. El resto de delegados soviéticos tampoco parecían muy distendidos, no allí en la zona de ocupación americana, desde luego, pero de vez en cuando sonreían y se daban codazos ante algún error de la traducción simultánea. No ocurría así con ella; su cara no cambiaba su expresión bajo ninguna circunstancia, sus finos labios jamás se estiraban en una sonrisa. Además, a diferencia del resto, apenas tomaba notas en su carpeta, lo cual no dejaba de ser interesante. Para no caer en el mismo revelador detalle,
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Sarah dedicó a partir de entonces algo de atención al desarrollo del proceso. Mientras tomaba superfluas anotaciones, el presidente del tribunal, el británico Lord juez Geoffrey Lawrence, anunció el receso de mediodía. Todo el mundo se puso en pie, al tiempo que los murmullos se reanudaban, comentando la sesión. Sarah contempló a quien ya había denominado como su objetivo primario. Sin hablar con nadie, había eludido los corrillos que habían formado los delegados soviéticos y abandonado la sala. Sin apresurarse, Sarah siguió a los grupos de periodistas hasta lo que resultó ser el comedor, dentro del mismo edificio de los juzgados. La sala poseía todo el ambiente de los comedores de oficiales, con la larga barra de acero tras la que se afanaban los cocineros sirviendo platos. Sarah imitó a los periodistas que la precedían y tomó una bandeja de metal, sumándose a la cola. Apenas optó por un plato de gulasch y un vino tinto, probablemente horroroso, tras lo que se plantó en medio de la sala, sosteniendo su bandeja con ambas manos y mirando a derecha e izquierda. Las diversas mesas se iban ocupando en medio del bullicio, aunque varias estaban aún vacías. Entonces vio a su objetivo, que se hallaba extrañamente solitaria, ya dando cuenta de su almuerzo. ¿Debería intentar una primera aproximación? No resultaba conveniente precipitarse, desde luego. Sin embargo, una demora tampoco serviría de mucho. Dudó, mientras un grupo de animados periodistas la adelantaban, sin hacerle caso. Entonces decidió que tanto su cobertura como periodista, como la condición de mujer de ambas, ella y su objetivo, le daría una buena excusa para una primera aproximación. Seguiría su papel como periodista femenina, necesariamente superficial según todos los estereotipos. Se acercó a la solitaria mesa de su objetivo con decisión, aunque justo antes de establecer contacto volvió a dudar. ¿La interpelaría en alemán, inglés o ruso? Su conocimiento del ruso tal vez despertase sus suspicacias. Aunque bien pensado, lo mejor era no ocultar nada; si lo hacía, posteriormente el hecho de que supiera
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hablar ruso supondría un motivo de desconfianza. Como se solía recomendar en los servicios de inteligencia: di siempre la verdad, salvo cuando suponga un problema evidente, y sobre todo si te sirve de algo. - Hola, ¿puedo sentarme aquí, por favor? - preguntó al fin en ruso, exhibiendo su mejor sonrisa de chica espontánea y banal. Su objetivo levantó la vista, con una expresión de evidente fastidio. Sin embargo, al establecer contacto visual, su cara cambió, y por un instante incluso pareció a punto de sonreír. Pero ello no ocurrió; su expresión volvió a cerrarse, aunque hizo un gesto con la mano, al tiempo que se encogía de hombros y decía, también en ruso: - ¿Por qué no? Sarah se sentó a su lado, alisándose la falda y dejando su bandeja sobre la mesa. Contempló la de su interlocutora, que ya casi había dado cuenta de su almuerzo, y empuñó su tenedor al tiempo que decía: - Me llamo Sarah, Sarah Cosgrave, y soy periodista de la agencia Reuters, acabo de llegar y no conozco a nadie. Pensé que tal vez, siendo casi las dos únicas mujeres por aquí, podríamos charlar un poco. Ella se volvió a encoger de hombros, reacia al parecer a iniciar una conversación. Sarah aprovechó para echarle un vistazo más de cerca. Había dejado su gorra de plato junto a su bandeja, revelando ahora su melena oscura, recogida tras sus orejas. Sus ojos eran todavía más impresionantes que vistos de lejos, de un azul intensísimo, fríos e implacables en aquella cara tan seria. Sarah decidió que iba a precisar de toda su insistencia para hacerla salir de su mutismo. - Me han enviado para que haga una serie de reportajes distintos, para que dé un punto de vista femenino. Y me ha sorprendido verla aquí, teniente... Calló, invitándola a presentarse de una vez. El truco la hizo dudar, pero el fin respondió: - Teniente Von Kahlenberg. Su ruso es muy bueno, señorita Cosgrave.
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Señorita, supongo. - Oh, muchas gracias, y sí, desde luego que señorita, pero llámeme Sarah, por favor. - rió ella, aprovechando la ocasión para intentar distender el ambiente, tan tenso. - Me gustaría hacerle algunas preguntas para mi reportaje, sería interesante conocer su punto de vista sobre este juicio, y de paso dar a conocer que también hay mujeres por aquí, no sólo esos estirados jueces y fiscales... Algo de interés humano tal vez... - No creo que sea una buena idea. Desde luego, no voy a concederle una entrevista, no es mi función ni mucho menos. - Tras decir esto, se echó hacia atrás en su asiento. - De todas formas, tengo mucho que hacer. Ahora, si me disculpa... Sarah levantó la vista, puesto que la teniente se había puesto en pie. En un último intento, le dijo: - Está bien, pero al menos concédame la posibilidad de charlar un rato con usted. ¿Hay algún lugar al que suelan acudir los oficiales soviéticos en Nuremberg después del trabajo? Ya de pie, la teniente pareció dudar, mirando hacia un lado y otro, como si pensase en marcharse sin más. Al fin, bajó la vista y dijo, con cara de estar ya arrepintiéndose de hacerlo: - Sí, a veces vamos a cenar a la Rauchstube. Dicho esto, dio media vuelta y se marchó, sin siquiera haberle dicho su nombre de pila, que Sarah ya sabía que era Nadia gracias a su dossier. Debería recordar no mencionárselo hasta que ella se lo dijera, para no levantar sospechas. Bueno, al menos era un primer contacto. Tal vez consiguiera algo después de todo, pensó. Con este magro éxito se concentró de nuevo en su comida, antes de que tuviera que volver a la sala de juicio para la sesión de la tarde. Nadia no apareció por la sala de juicio en toda la tarde, de modo que Sarah se limitó a reflexionar acerca de su misión. Desde luego, no era que el gobierno
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británico no estuviera en buenos términos con el soviético, sobre todo desde la llegada al poder de los laboristas del primer ministro Atlee. Sin embargo, el MI6 prefería tener todos los cabos atados, sin cerrarse ninguna puerta. A nadie se le escapaba que la alianza con los soviéticos había sido dictada por las necesidades de la guerra, y que fácilmente podía abrirse un período de confrontación, aunque de
momento
la
colaboración
era
franca.
Debía
recordar
aquello;
sus
instrucciones del servicio de espionaje exterior británico enfatizaban la necesidad de evitar provocaciones con los "amigos" soviéticos, al menos de momento. Su aproximación debería ser discreta, andando siempre sobre seguro, aunque sin olvidar su misión: abrir canales de información dentro de la NKVD, la policía secreta soviética. Tal vez la teniente Von Kahlenberg sirviera a aquel propósito, si realmente formaba parte de ella.
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PARTE 2. Autor: Ignacio La casa en la que se alojaba Sarah pertenecía a una discreta familia burguesa alemana de mediana edad. La clase de gente que había apoyado a Hitler, se dijo, aunque resultaba difícil culpar de algo a aquella amable pareja que ahora alquilaba las habitaciones de su casa para capear los malos tiempos. Sarah saludó a la señora Bauer, asegurándole que cenaría fuera, y salió a la calle. Hacía ya tiempo que la tarde había declinado, y aunque todavía era temprano, estaba oscuro como boca de lobo. El alumbrado público seguía casi totalmente inoperante, de modo que la oscuridad aumentaba la sensación de frío. Sarah se arrebujó en su largo abrigo, más grueso y cálido que elegante, y echó a andar. En primer lugar, debía realizar una tarea para la que la discreción resultaba imprescindible, razón por la que no había llamado a su coche. Las callejuelas del centro medieval estaban totalmente desiertas, y puesto que allí tampoco había tráfico, el silencio era abrumador. Aquello tenía múltiples ventajas, por supuesto: la principal, que nadie podría seguirla sin que ella se enterase. Su propio taconeo sobre el empedrado suelo ya resonaba de forma imposible de ocultar. El centro de Nuremberg se había salvado de las bombas, puesto que allí no había nada de interés para el mando aliado: ni fábricas, ni unidades militares, ni sedes del gobierno. Así, salvo por alguna bomba perdida, el centro histórico se había mantenido incólume. Sarah se dirigía, sin embargo, al lugar de impacto de una de aquellas bombas perdidas. Revientamanzanas, las llamaban los de la Royal Air Force, y no sin razón. Al llegar allí, pudo ver un solar completamente vacío, rodeado de varios edificios en ruinas. El sitio, oscuro y siniestro a más no poder, escondía en alguna parte una pequeña caja metálica, en un lugar que sólo Sarah y su contacto conocían. Revisando entre las pilas de ladrillos derruidos, Sarah la encontró con facilidad. 11
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No sin antes mirar a uno y otro lado, se inclinó sobre ella. Introdujo el pequeño papel con el mensaje cifrado, la cerró y volvió a incorporarse. De nuevo miró a su alrededor, algo nerviosa. El movimiento que había entrevisto por el rabillo del ojo, y que la había sobresaltado, se debía tan sólo a un gato, flaco y negro como la noche, que se deslizaba sigiloso por entre las ruinas. Sarah sonrió, aliviada, y se apresuró a abandonar aquel lugar. Su segundo destino sería con toda probabilidad mucho más alegre, y se hallaba también en pleno centro de la ciudad. Ambos estaban relacionados, puesto que había decidido centrarse, al menos de momento, en la teniente. El mensaje que acababa de enviar la pondría en contacto indirecto con un infiltrado en el gobierno militar de la zona de ocupación soviética. No conocía su nombre, puesto que no le hacía ninguna falta, pero sabía la clase de información que podía proporcionar. Que era bastante limitada, por cierto. Así, había pedido información adicional sobre la teniente Von Kahlenberg: cuáles habían sido sus misiones y su cometido durante su período en el estado mayor de Zhúkov. Debía conocer al máximo sus antecedentes, si quería desentrañar sus motivaciones. Para lograr lo que se proponía, iba a necesitar saber qué podría ofrecer a cambio. En unos días recibiría respuesta. Mientras pensaba en esto, sus pasos la llevaron hasta la puerta de la Rauchstube, la taberna que sería su siguiente destino aquella noche. La cálida luz y el animado rumor que salían por sus pequeñas y veladas ventanas contrastaban fuertemente con la oscura y húmeda calle. Se trataba de un semisótano, con una entrada que se hundía bajo el nivel de la calle tras un corto tramo de escaleras. Con decisión, Sarah las recorrió, empujando la pesada puerta de madera para acceder al interior. En una sala de techo bajo se veía un mostrador a un lado, con mesas abarrotadas al otro. Como su nombre indicaba, la taberna estaba llena de humo, además de toda la alegría y el ruido de las conversaciones y las risas. En efecto, parecía tomada por los rusos, puesto que sus uniformes se hallaban presentes 12
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por todas partes. La entrada de Sarah apenas interrumpió la animación, aunque al quitarse el abrigo en aquella sofocante atmósfera, varias miradas de soslayo la recorrieron de arriba a abajo. En todo caso, no era la única mujer allí presente. Los grupos en torno a las mesas estaban formados por soldados soviéticos, pero acompañados de mujeres alemanas, todas bonitas y muy arregladas. Las mesas se hallaban cubiertas de jarras de cerveza, vasitos de vodka y platos con salchichas. Las conversaciones se desarrollaban en un chapurreado alemán, punteado de sonoras exclamaciones en ruso; los soldados sin duda lo pasaban en grande allí. Sarah, recorriendo las mesas con la vista, no logró dar con la persona a la que buscaba. Se dirigió a la barra, donde una exuberante y rubia alemana, vestida con una típica blusa que dejaba los hombros desnudos y una falda acampanada la atendió. Al escuchar el apellido de Nadia, señaló con la cabeza hacia el fondo de la sala. Allí, en un rincón mal iluminado y sentada a una pequeña mesa, pudo distinguir entonces a la teniente. Se hallaba solitaria, vuelta de espaldas a la concurrencia. Sarah se dirigió hacia ella. Apoyada sobre sus codos, y con una enorme jarra de cerámica frente a ella, la teniente Von Kahlenberg no la vio hasta que se plantó delante suyo. - ¡Hola! - exclamó Sarah, dispuesta a llevar algo de la animación del local hasta la adusta soviética. - Me alegro de encontrarla. ¿Me permite... teniente...? No pareció sorprendida de encontrarla, aunque tampoco entusiasmada. Se encogió de hombros de nuevo, al tiempo que Sarah tomaba asiento frente a ella y al resto de la sala. - Puede llamarme Nadia si quiere. - respondió con reluctancia. - Está bien esto, ¿eh, Nadia? - le comentó nada más sentarse. - Tienen aquí un pequeño cuartel general ruso. ¿No les molestará que venga alguien de fuera?
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- Oh, no, - respondió Nadia, al tiempo que esbozaba algo parecido a una sonrisa, - no si es una chica joven y bonita. Sarah sonrió ante el cumplido, animada al comprobar que tal vez lograría iniciar una conversación después de todo. Oteó el interior de la jarra de la teniente: vacía. Se volvió en busca de una camarera, si bien fue Nadia la que, alzando su mano, hizo acudir a la que la había atendido antes tras la barra. - ¿Qué quiere tomar? - le preguntó Nadia con seca amabilidad mientras la camarera esperaba a un lado en silencio. - Me gustaría comer algo. ¿Usted ya ha cenado? - No, aunque no tengo demasiada hambre. Pero pida lo que guste, yo invito. Sarah agradeció el ofrecimiento con un movimiento de cabeza, aceptándolo implícitamente. - Esas salchichas tienen buen aspecto. Y tráigame también una cerveza pequeña, por favor. - se decidió Sarah, consciente de lo que los alemanes entendían por una cerveza "mediana". - A mí tráeme un vodka. Y apúntalo todo en mi cuenta - añadió Nadia dirigiéndose a la camarera. Sarah sonrió de nuevo, acomodándose sobre el duro asiento de madera. La bebida sin duda ayudaría a hacer la conversación más fluida. De momento, a falta de la información que acababa de solicitar a su contacto, lo mejor sería abrir un canal de comunicación y confianza. Eso sería mejor, mucho mejor que tratar de obtener una información para la que todavía no sabía qué preguntas debía realizar. - Como ya le dije, - empezó, - mi agencia está interesada en dar una información más humana sobre todo este asunto. El público ya está harto de toda esa 14
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sucesión de testimonios de atrocidades, términos leguleyos y demás. Por eso, al ver a una mujer entre los observadores militares, me he dicho: Sarah, ahí tienes una historia interesante. Al llegar la camarera con la bandeja, Sarah se interrumpió, haciéndose a un lado. Mantuvieron el silencio mientras el plato, los cubiertos y los vasos eran depositados sobre la vetusta mesa de roble. De inmediato, reanudó la conversación. - No es que quiera hacer un reportaje sobre usted si no lo desea, tan sólo quería ambientar lo que rodea al proceso, no se preocupe. - Hay poco que decir. - respondió Nadia, mientras Sarah empuñaba un tenedor y cazaba del plato entre ellas una de las pequeñas y especiadas salchichas típicas de la ciudad. - El mando militar de Berlín está muy interesado en el proceso, como es natural, y me ha enviado como observadora. Eso es todo. - Sí, pero, ¿una mujer? Además, ¿por qué precisamente usted? ¿Está especializada en leyes? Nadia se puso muy seria de repente. Sarah se maldijo; no debía hacer tantas preguntas si quería ganarse su confianza. Sin embargo, su interlocutora respondió con precisión. - La igualdad en el estado socialista es absoluta; es intrascendente que yo sea mujer u hombre para el desempeño de mi misión. En cuanto a mí, las razones por las que me hallo aquí no tienen nada de particular; tan sólo soy asesora de estado mayor, eso es todo. - Vaya, pues no se ven muchas mujeres entre los gobernantes soviéticos... repuso Sarah, si bien decidió de inmediato que una polémica ideológica no la llevaría a buen puerto, así que rápidamente prosiguió. - Pero dejemos eso. ¿También soltera?
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- Sí. - fue toda la respuesta que obtuvo. La teniente aprovechó para vaciar su vasito de vodka de un trago, pidiendo otro a continuación. - Lo que más me ha llamado la atención de usted es su apellido. ¿Puedo preguntarle acerca de sus orígenes? - Mmm... Bien, es sencillo. Mi familia formó parte de la aristocracia de Estonia, que como sabrá, o tal vez no, es de origen germánico aunque se remonta a la Edad Media. Cuando en 1940 Estonia fue liberada de la tiranía de su falsa democracia burguesa, gracias al Ejército Rojo, mis padres marcharon a Suecia. En cambio, yo opté por unirme a la revolución socialista, en la que ya había militado durante la época anterior, desde mi juventud, en el Partido Comunista de Estonia. Me siento orgullosa de ello; en el socialismo las diferencias nacionales también carecen de importancia. Sarah escuchó la sorprendentemente larga parrafada con mudo interés. Nada más terminar, Nadia volvió a beberse su segundo vodka de un trago y pidió otro más, con gesto desenvuelto. Su actitud no era sorprendente; el resto de oficiales y soldados presentes ya habían dado cuenta de una cantidad mucho mayor de bebida. Comprendió que replicar a su alegato no traería consecuencias agradables, de modo que quedaron calladas durante unos incómodos instantes. En esos momentos de silencio, Sarah notó otra cosa: Nadia eludía mirarla directamente a los ojos, lo había hecho en casi todo momento. Contemplaba algún punto situado justo por encima o a los lados de su cara, pero casi nunca la miraba francamente, de frente. Aquello no dejaba de ser extraño en una mujer de su aplomo. Echándose hacia atrás, Sarah dio por concluida su cena. En ese instante, y rompiendo el silencio que se había hecho entre ellas, Nadia extrajo un arrugado paquete de tabaco, recorrido por algunas palabras escritas en alfabeto cirílico, y
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extrajo un cigarrillo directamente con sus labios. Ya lo tenía entre ellos, y buscaba su encendedor, cuando la miró a ella de nuevo. - Oh, lo siento, qué poca cortesía. ¿Quiere fumar? - le preguntó, tendiéndole el paquete. Sarah debió dudar por un corto instante, porque Nadia sonrió un poco, insistiendo. - Son muy buenos, búlgaros. Nada que envidiar a su tabaco rubio americano, se lo aseguro. Muchas de las mujeres que acuden aquí lo hacen tan sólo para que los chicos se los ofrezcan. Volvió a sonreír con un extraño humor, el cigarrillo todavía
apagado
sosteniéndose en precario entre sus labios. Sarah le devolvió la sonrisa, aceptando el ofrecimiento. - Muchas gracias, lo probaré. - dijo, extrayendo un cigarrillo. Nadia sacó entonces un pequeño encendedor plateado. La llamita surgió de repente entre ellas, y se la ofreció en primer lugar, protegiéndola inútilmente con la palma de su mano izquierda. Sarah se inclinó hacia delante, y mientras extraía la primera bocanada de humo, notó el roce del dorso de aquella mano sobre su mejilla. Por un instante se miraron directamente a los ojos, desde muy cerca. Sin embargo, de repente Nadia rompió el contacto visual y se echó atrás contra el respaldo de su asiento, tan súbitamente como si hubiese recibido una bofetada. Mientras la teniente cruzaba las piernas y se repantigaba, encendiendo su propio cigarrillo y echando una gran bocanada de humo y una displicente ojeada a su alrededor, Sarah paseó también su mirada por la sala. Algunos de los soldados ya estaban algo más que medio borrachos, y se propasaban con las chicas; algunas de ellas no se acababan de resistir, e incluso había varias sentadas sobre las rodillas de los soldados. Sin embargo, la verdadera actitud de Nadia 17
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hacia ella se hallaba muy lejos del desenfado y las obvias intenciones de aquellos soldados; más bien parecía que iba del desprecio a la indiferencia, y en aquel mismo instante se situaba en lo último. Pese a lo peculiar de la situación, Sarah se obligó a reanudar la charla. Consciente de la tensa atmósfera, dirigió la conversación hacia los temas más banales, eludiendo toda polémica: la vida cotidiana en Nuremberg, los rumores que rodeaban el juicio, incluso el clima. Nadia, aparentemente desinteresada, le respondió con monosílabos, ya sin mirarla apenas, ni de frente ni de soslayo. Cuando su parloteo pareció terminar de cansar a su interlocutora, Sarah se puso en pie, algo entristecida por la falta de resultados para sus esfuerzos, se alisó la falda y preguntó: - ¿Sabe dónde está el lavabo de señoras? Nadia hizo un desganado gesto con el pulgar hacia una escalera de madera. Sin más comentarios, Sarah se dirigió hacia allí, aunque mientras lo hacía le pareció escuchar el chirrido de la silla de Nadia al levantarse esta. Creyendo que tal vez la iba a acompañar, continuó caminando sin darle mayor importancia. Para acceder a la escalera se debía entrar en una especie de pequeña habitación, oscura y oculta a las miradas desde la sala principal, hacia donde se encaminó. En ese estrecho rellano que daba a la escalera, Sarah se volvió para subir, cuando sintió un empujón en el hombro que la hizo volverse, dando con su espalda contra la pared. Nadia la encaró entonces, alta y amenazante. Estaba muy seria, y notó que sus ojos brillaban con intensidad en la penumbra. Colocándose muy cerca de ella y cerniéndose por encima suyo, sus brazos la arrinconaron contra una esquina. - Escúchame bien, - farfulló un poco, el alcohol trabando algo sus palabras, niñata. No quiero que te vuelvas a acercar a mí, ¿comprendes? - reforzó su pregunta con un nuevo empellón que la hizo dar de espaldas contra la pared, al
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tiempo que proseguía. - No quiero saber nada de ti, ni de tus estúpidas historias de interés humano. ¿Está claro? Sarah, tomada por sorpresa, asintió. No se había esperado aquello, y en un primer momento se acobardó. Sin embargo, poco a poco recuperó el dominio de sí misma. Cerró su sorprendida boca y asintió despacio de nuevo, sin pronunciar palabra. Aquello pareció bastar a la teniente, que dio una brusca media vuelta y volvió por donde había venido. Todavía extrañada, Sarah recompuso su blusa, se alisó el cabello y, tras una mirada a su alrededor, subió hasta el lavabo. A su vuelta, y tras recorrer con la mirada la sala, comprobó que Nadia se había marchado.
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La mañana siguiente resultó fría y gris. Tras la ventanilla de su coche, Sarah veía la cellisca cayendo en copos densos y líquidos, tal vez la última nevada de la temporada. A la luz indistinta del amanecer, la ciudad se veía desierta, abandonada. Sarah luchó por abandonar el estado de ánimo que el tiempo y los acontecimientos de la noche anterior le provocaban; fracasó. Era extraño que su intuición la hubiese engañado de aquella forma. Habría jurado que la teniente, pese a sus discursos, no respondía al estereotipo del fanático soviético. Tal vez no se había equivocado, pero de lo que no cabía duda era que algo había fallado. Lo primero, en una misión como aquella, era ganarse la confianza del objetivo, y había fracasado miserablemente. A su llegada al palacio de justicia, recorrió el largo pasillo tratando de concentrarse de nuevo, cosa que no acabó de conseguir. Seguía sin poder quitarse de la cabeza lo ocurrido la noche anterior. ¿En qué se había equivocado, qué había provocado aquella reacción? Precisamente cuando ya parecía que todo marchaba bien, cuando ya se llamaban por el nombre de pila y parecían a punto de tutearse... cuando en definitiva se había iniciado una cierta confianza, todo había saltado por los aires. 19
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Ya sentada en su lugar en la sala de juicios, Sarah levantó la vista. Desde su asiento contempló la tribuna opuesta, buscando aquella inconfundible mirada azul. No la vio por ningún lado. No estaba allí; Sarah volvió a bajar la vista, decepcionada.
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A lo largo de tres días, la situación se repitió: entraba en la sala, buscaba con la vista a la teniente, no la hallaba y bajaba la vista desengañada de sus esperanzas. Su orgullo profesional se resentía de aquello: era penoso que su juicio o su actuación hubiera llevado a un fracaso tan instantáneo. En cuanto al paradero de la teniente, era perfectamente posible que hubiera sido trasladada a otro destino. Podía averiguarlo, pero aquella información no le sería de gran ayuda, y podría atraer una atención indeseada sobre su persona. Por tercer día se decidió a buscar un nuevo objetivo, y de nuevo encontró un argumento para no hacerlo: con toda probabilidad, aquella noche recibiría respuesta a su consulta sobre la teniente. Lo mejor sería no cambiar de objetivo hasta que tuviera todos los datos. De cualquier forma, este tipo de misiones no convenía tomárselas con prisas. Dejaría todos los cabos sueltos bien atados antes de pasar a otro objetivo, se dijo a sí misma por enésima vez. La entrada de los jueces la sacó de su ensimismamiento, y tras sentarse de nuevo decidió revisar la delegación soviética a la búsqueda de un posible nuevo objetivo, pese a su renuencia anterior. Sin embargo, no lograba concentrarse, y al fin abandonó su carpeta y pasó a prestar algo de atención al desarrollo del proceso. En aquel instante, el fiscal soviético interrogaba al mariscal Göhring, que se limitaba a responder con monosílabos a las tremendas y encendidas parrafadas que se le dedicaban. Göhring parecía más abotargado que de costumbre, sus amplias mejillas flácidas y hundidas, su mirada extraviada. Aseguraba no saber nada de nada, parecía hastiado e incluso medio dormido. 20
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Göhring era tal vez la figura más patética de aquel juicio, como Sarah bien sabía. Sus informes incluían datos que no se tratarían en el juicio, porque no interesaban a la acusación ni tampoco a la defensa de quien tal vez fuera la figura más popular del régimen nazi. Su posición siempre había sido ambigua; para empezar, como héroe de guerra había representado un importante papel en el ascenso del partido nazi. Al fin y al cabo, Herman Göhring era el único de entre toda aquella gentuza que había sido famoso por méritos propios antes del ascenso del nazismo. Había sido el último superviviente de aquellos legendarios y románticos ases de la aviación de principios de siglo: integrado en la famosa escuadrilla del Barón Rojo, había sido de los pocos en sobrevivir a la Primera Guerra Mundial, a diferencia del propio barón Von Richthofen, finalmente derribado tras innumerables triunfos. En consecuencia, había sido hábilmente utilizado por la propaganda nazi como símbolo de su estrategia de revancha, en lo cual él había colaborado entusiastamente. Tras su ascenso al poder, Hitler lo nombró ministro del Aire, desde el que Göhring había demostrado su incomparable incompetencia. Alcohólico, adicto a la morfina, su papel real durante el régimen había sido el de simple mascarón de proa. Ahora, privado de sus numerosos vicios, languidecía a la espera de la inevitable condena. Lo más curioso de su trayectoria era un hecho que no se había mencionado allí, ni se haría: amigo de unas pocas familias judías, había logrado sacarlas del país a tiempo, de forma discreta, como bien sabían los servicios secretos. Sin embargo, aquello quedaría fuera del proceso; por una parte, demostraría que Göhring no era el monstruo que convenía que pareciera. Por otra, evidenciaría que el acusado sabía bien, desde época temprana, el terrible destino que esperaba a los judíos bajo el régimen nazi. Siguiendo las apagadas evoluciones del acabado mariscal, la mañana pasó deprisa, sin que la teniente soviética hiciera acto de presencia. El final de la sesión los puso a todos en pie para la salida de los jueces, tras lo que la concurrencia desfiló hacia la cafetería. Por el camino, algunos grupos de
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periodistas compatriotas la animaron a unirse a ellos durante el almuerzo, pero ella los rechazó. Necesitaba reflexionar. Llevó su bandeja hasta una mesa apartada, de espaldas al resto del comedor. Mientras consumía su comida sin saborearla - demonios, aquellos cocineros militares americanos eran pésimos - iba repasando mentalmente de nuevo los acontecimientos de última noche en que había visto a Nadia. Por más vueltas que le daba, no se explicaba las razones de la extraña reacción de Nadia. No la había ofendido, no había replicado ni discutido sus invectivas revolucionarias... Ahora que lo pensaba, tal vez aquello había sido una provocación para forzar una discusión que acabase como al final habían terminado. Sin embargo, aquello, suponiendo que fuese cierto, no aclaraba el porqué había querido Nadia acabar mal con ella. Sarah sacudió la cabeza, desorientada. Aquello no la llevaba a ninguna parte; el intento había fracasado y en consecuencia era asunto terminado. El informe que había solicitado, por tanto, resultaría inútil cuando llegase. Cabizbaja, trató de despejar su mente y concentrarla en la búsqueda de un nuevo objetivo, cuando vio un par de botas plantadas ante su mesa. Levantó la vista y allí estaba ella.
* * *
* * * * * *
Seria, alta, los finos labios muy apretados, la miraba con una extraña intensidad. Sólo una mano se salía de su envarada rigidez, para posarse quizás nerviosa sobre la mesa. El otro brazo se hallaba pegado a su costado, reteniendo contra su cuerpo la gorra de plato. Tras unos instantes de embarazoso silencio, fue Nadia quien lo rompió, sin moverse. - Quería presentarle mis disculpas, pese al retraso. Mi comportamiento fue inexcusable.
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Tras esto quedó quieta, como esperando una respuesta, aunque su expresión no parecía pedirla. No parecía ansiosa, sino indiferente, a menos que estuviera intentando ser inexpresiva. Sarah tardó en reaccionar, quizás demasiado. Desde luego, no había esperado aquello. Aunque tal vez sí, oculto incluso para ella misma, lo había deseado. Comprendió que podía parecer maleducada, así que cambió su expresión de sorpresa por lo que deseó que fuera una desenvuelta sonrisa, y dijo: - No tiene ninguna importancia, ya está olvidado. ¿Quiere sentarse? La teniente miró a un lado y a otro, dudando de forma clara. Al fin se sentó, envarada, negándose de forma obstinada a mirar directamente a Sarah. Esta trató de pensar con rapidez para sacar provecho de la extraña situación. Por alguna razón, la soviética había preferido dar la cuestión por cerrada tras su exabrupto. Resultaría interesante conocer sus razones; sin embargo, lo mejor sería no precipitarse y aprovechar en cambio el puente tendido. - Me alegra que me dé la oportunidad de devolverle su invitación, teniente. ¿Sabe de algún otro lugar donde podamos cenar? Ya sabe que soy nueva aquí, de modo que me haría un gran favor si me mostrase los lugares más interesantes. La suboficial la miró de reojo. Sarah creyó ver una expresión acobardada en ella, como si sus casuales palabras la hubieran afectado de alguna manera profunda. Aquello era cada vez más extraño, se dijo Sarah en silencio. La actitud de Nadia resultaba errática, incomprensible. Sin embargo, y para sus propósitos, era también muy interesante. Si lograba desentrañar las extrañas motivaciones de su objetivo, se hallaría en el camino de alcanzar el éxito en la misión que tenía encomendada. Al fin, tras una última mirada de reojo a ninguna parte, Nadia pareció tomar una decisión.
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- Sí, desde luego. Conozco un lugar más elegante que la Rauchstube. Suelen acudir oficiales de todos los ejércitos de ocupación, pero no soldados: el American Steakhouse. No se preocupe; pese a su nombre, tiene una aceptable carta francesa. Estaré encantada de... acompañarla. Sarah decidió que lo mejor sería la naturalidad. Ignorando la tensión y la extraña pausa en la respuesta de su interlocutora, aceptó con una sonrisa desenvuelta. - Estupendo, se lo agradezco. Ahora... - Sarah se puso en pie, lo cual provocó que su interlocutora hiciera súbitamente lo mismo - si no le importa, el juicio está a punto de reanudarse. ¿A las siete? - Muy bien. - fue toda la respuesta que recibió. Por alguna razón, la teniente no la acompañó, sino que quedó atrás, de pie junto a la mesa tal y como había quedado. Sarah se alejó sintiendo un cosquilleo entre sus omóplatos, como si la mirada de la mujer la siguiese fijamente a lo largo de todo el trayecto hasta la puerta.
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PARTE 3
La sesión de tarde se pasó entre las miradas que se cruzaban las dos, de la tribuna de observadores a la de periodistas. Nadia acudió a aquella sesión, dando a Sarah nuevos motivos de reflexión. Sus motivaciones se le hacían cada vez más misteriosas, casi erráticas. Sin embargo, debía haber alguna causa, tanto al incidente como a la insospechada reaparición. Podría ser algo obligado, se dijo Sarah en un primer momento. La adusta y misteriosa suboficial tal vez temía un escándalo, considerando que ella era periodista. Un titular periodístico del tipo "Oficial soviética agrede a periodista británica" podría resultar sumamente embarazoso, incluso adquirir la categoría de incidente. Para Nadia, sobre todo si era una agente camuflada del NKVD, aquello podría resultar fatal. Era muy posible que, bien por propia iniciativa, bien por orden de sus superiores, Nadia se hubiera visto obligada a evitar semejante situación ofreciendo aquellas disculpas. La actitud distante y algo forzada de la soviética en el comedor bien podía corresponderse con semejante teoría, por no hablar de su ausencia hasta entonces. Mientras contemplaba a la teniente, al otro lado de la cavernosa sala, Sarah iba sintiendo que aquella explicación se le iba deshaciendo. De alguna forma, no parecía lógica. Mientras la miraba, Sarah le sorprendió una furtiva mirada de reojo hacia ella, que la teniente rompió de inmediato. Sarah no pudo evitar una sonrisa. Aquello, fuera como fuera y acabase en éxito o no, iba a resultar muy interesante. Su misión consistía en conocer, comprender y averiguar las motivaciones más íntimas de una persona. En este caso, el reto no podía resultar más estimulante. Su objetivo era sin duda una persona sumamente interesante, contradictoria
y
hasta
enigmática.
Desentrañar
su
personalidad
y
sus
motivaciones iba a resultar todo un reto, profesional a la vez que humano. De momento, y a falta de más información, debía contentarse con las teorías. En
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realidad, tenía demasiadas, y en gran medida carecían de interés para su objetivo. Debía centrarse en averiguar cómo podía lograr lo que se proponía: que de una forma u otra, aquella supuesta agente del NKVD se aviniera a pasar información a Occidente. Todo lo demás era secundario.
* * *
* * * * * *
De vuelta en su habitación en casa de los Bauer, Sarah planificó mentalmente sus actividades para la tarde-noche. En primer lugar, debía recoger el informe solicitado a Berlín. Para ello tendría que desplazarse de forma discreta al solar abandonado del centro. Luego debería acudir a su cita con la teniente, para lo que precisaría de un coche. Mientras reflexionaba, Sarah iba vistiéndose. Teniendo en cuenta el lugar de su cita, debía ir de la forma más elegante posible. Tras dudar entre varios modelos extendidos sobre la cama, optó al fin por un conjunto de seda, color crema, con falda hasta la rodilla y blusa de manga larga, con una pequeñas hombreras. Se lo colocó ante el cuerpo, contemplándose a sí misma en el espejo de cuerpo entero del armario. Decidida al fin, se ajustó las medias, también de seda, y se vistió. Había oído hablar del American Steakhouse, y sabía que toda elegancia sería poca para aquel lugar, al que acudían los más altos mandos militares de la ciudad. Era un lugar en el que no se admitía a cualquiera, y ya resultaba interesante que una simple teniente tuviera acceso a él. Ya vestida, se contempló de nuevo en el espejo. Algo frustrada con su aspecto, no todo lo elegante que ella hubiera deseado, empuñó un cepillo y atacó su cabello. Al fin se lo arregló echándolo hacia atrás por los lados, dejando caer su corta melena por detrás. El flequillo le caería a un lado, y para terminar se colocó una
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pequeña boina verde, a juego con sus ojos e inclinada hacia un lado en un ángulo pretendidamente descuidado. Se miró de nuevo mientras se la colocaba, sonrió, decidió que no iba a lograr mucho más con lo que tenía, y se puso el largo abrigo. Por fortuna, la noche aunque fría era seca, y las estrellas relumbraban con un brillo sorprendente en el gélido firmamento. Sarah no se entretuvo mucho en contemplarlas, sino que se encaminó con decisión hacia su primer destino. De nuevo la soledad y las sombras indistintas del solar se le hicieron incómodas y preocupantes. Sarah se dio toda la prisa posible; el sonido metálico de la oculta caja, al abrirse, resonó por toda aquella soledad. Aquella noche, aunque seca, era realmente gélida, y Sarah apenas se fijó en los papeles que recogió, sino que los ocultó con rapidez dentro de su abrigo y marchó a toda prisa. Había citado a su chofer junto a la muralla, no tanto para que la trasladase hasta el restaurante como para disponer de un lugar discreto y conveniente para descifrar el mensaje que acababa de recoger. Por fortuna, el coche la esperaba, solitario aunque no demasiado discreto, en el lugar convenido. Sarah se lanzó a su interior, al tiempo que daba orden de partir de inmediato. En el asiento de atrás, Sarah encendió una luz, gracias a la cual pudo echar un primer vistazo a los papeles que había recibido. No se trataba de originales, desde luego, sino de un extenso informe en clave, a lo largo de tres páginas. Eso significaba que su solicitud había sido atendida; sólo faltaba conocer el contenido. Dio orden al chofer de dar vueltas sin rumbo, a escasa velocidad, hasta que le indicase su destino. Entretanto, provista de su pluma y sus conocimientos de las claves del MI6, se dedicó a la laboriosa tarea de descifrado. Por fortuna, su primer destino en el servicio había sido precisamente en cifrado y claves, de modo que aquello no tenía para ella la menor dificultad. Iba aplicando 27
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las fórmulas matemáticas de memoria, cambiando unas letras por otras, sin fijarse en lo que iba descifrando. Su mente se encargaba automáticamente de aquello, mientras evocaba recuerdos relacionados con aquella tarea. Recordó, como no podía ser menos, sus comienzos en el servicio secreto, durante la guerra. Sus conocimientos de idiomas, particularmente del alemán, la habían llevado hasta un trabajo al que jamás pensó en dedicarse. Al principio, su tarea no se distinguía demasiado de la que siempre creyó que sería su destino: secretaria. Sin embargo, su capacidad innata para la lógica y las matemáticas la habían impulsado rápidamente hacia arriba, hasta el mismo núcleo del trabajo de inteligencia de su tiempo: los cuarteles de Bletchey Park y la máquina Enigma. Allí había trabajado en el descifrado de los mensajes militares alemanes, gracias a la preciosa máquina robada a la Wehrmacht a costa de varias vidas. Había sido una época difícil, tensa y febril; sabían que de su trabajo dependían miles de vidas, y aquello los había llevado a todos a trabajar hasta caer extenuados, y a seguir pese a ello. Sin embargo, recordaba aquel período con cariño. Había sido un trabajo fascinante, todo un desafío, útil y hasta decisivo para el desarrollo de la guerra. Sin embargo, el fin de las hostilidades y la rendición alemana habían dejado la máquina Enigma obsoleta, y el grupo había sido dispersado. Sin medallas, como ocurría siempre en el servicio secreto, ella había sido transferida a Operaciones, y allí estaba, abandonada a sus propios recursos en una misión para la que no se sentía realmente preparada. Sin embargo, la labor de descifrado le hizo sentirse de vuelta en su elemento, segura y capacitada. Su mente dejó de divagar al ser consciente de haber terminado la tarea de descifrado: entre las líneas impresas podían leerse ya sus propios garabatos a pluma, nerviosos y movidos por el traqueteo del coche, aunque perfectamente legibles. Sus ojos recorrieron su propia letra, mientras su cerebro se sorprendía por lo que leía. Aquello era interesante, y hasta extraño. Su contacto carecía de 28
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cualquier información acerca de la carrera de Von Kahlenberg antes de su traslado al estado mayor de Zhúkov, pero conocía toda su labor allí. Aquello no era sorprendente; sabía bien que su contacto no era de alto nivel, pero que tenía acceso a determinados papeles del mando militar soviético de Berlín. Lo curioso e interesante eran las erráticas misiones que había desempeñado Von Kahlenberg. Por lo que Sarah previamente sabía, Nadia había sido una simple militante del Partido Comunista de Estonia, y tras 1940 se había alistado en el Ejército Rojo, en el que había desempeñado funciones que podían calificarse de "femeninas": intendencia, logística, traducción, todo limitado a retaguardia durante la guerra, trabajo de oficina en definitiva. Sin embargo, y como demostraban aquellos papeles, en 1944, hacia el final de la guerra, había sido repentinamente transferida el estado mayor de Zhúkov, encargado de la invasión de Alemania. Aquello ya lo sabía, lo sorprendente era que había sido enviada a aquel destino en calidad de "experta en la zona a invadir", no como simple traductora tal y como había parecido. No sólo eso, sino que en los papeles se hacía hincapié en su conocimiento de la zona de Berlín, en sus contactos con lo que pudiera quedar del Partido en Alemania – el Partido Comunista, por supuesto –, y hasta en su capacidad para obtener información de elementos corruptibles de la administración nazi. Aquello ya era bastante sorprendente. Según el anodino historial del que Sarah había dispuesto hasta entonces, Nadia no había estado jamás en Alemania, y mucho menos podía conocer la zona ni a nadie en ella. Desde luego que no hasta el punto de haber sido recomendado al mismísimo mariscal Zhúkov que "tuviera en consideración sus consejos e informaciones, tanto en lo referente a las operaciones militares como a las tareas de eliminación del régimen nazi." En el original, el documento llevaba la firma del propio Lavrentii Beria, el temible y todopoderoso ministro del Interior y jefe del NKVD, lo que daba a las recomendaciones, aunque fueran dirigidas a Zhúkov, el carácter de órdenes directas.
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Estaba claro. Sarah despejó con rapidez sus últimas dudas; la teniente Von Kahlenberg era una agente del NKVD de alto nivel, y su historial conocido, incluido el relato que ella le había contado acerca de su juventud en Estonia, pura fachada, como su propio trabajo en la agencia Reuters. Lo que ya desafiaba la capacidad de sorpresa de Sarah era la actuación concreta de Nadia hacia el final de la guerra, durante la ofensiva sobre Berlín. Aquello era no sólo interesante, sino probablemente útil. Sin embargo, decidió estudiarlo con más detenimiento con posterioridad; debía acudir a su cita, y la digestión de toda aquella información requería algo más de calma. Dobló los papeles, los metió en su bolso e indicó al fin al chofer que pusiera rumbo al American Steakhouse.
* * *
* * * * * *
El lugar era, con mucho, bastante más elegante que la Rauchstube. Su abrigo fue recogido de inmediato, tras lo cual el mâitre la condujo hasta la mesa, donde ya la esperaba Nadia. Esta iba de uniforme de nuevo; Sarah había esperado que se pondría un vestido, algo a tono con el lugar. No era así, aunque se puso en pie nada más verla, sonriendo. De hecho, la miró de arriba abajo, de manera apreciativa, antes de volver a sentarse al mismo tiempo que ella. A diferencia de anteriores ocasiones, la actitud de Nadia resultaba completamente cordial, casi en exceso. Aquello la hacía sentirse, paradójicamente, más insegura. Con una sonrisa nerviosa, tras sentarse, Sarah lanzó una mirada a su alrededor. Aquello parecía sin duda el restaurante con más estilo de la ciudad. Por aquí y allá
se
veían
uniformes,
no
en
exclusiva
aunque
predominantemente
norteamericanos. Las graduaciones que mostraban eran muy superiores a las que se exhibían en la Rauchstube. De hecho, Nadia era la única suboficial presente. Además, el ambiente era agradable, iluminado con profusión y aligerado por las suaves notas de un piano de cola. Sin embargo, la convivencia 30
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entre oficiales de los diversos ejércitos aliados daba una nota de tensión soterrada. Las miradas que se cruzaban entre las mesas ocupadas por soviéticos y americanos no eran demasiado amistosas. Tras esta inspección, Sarah centró su atención de nuevo en su acompañante, que seguía sonriendo. - Me alegro de verte, Sarah. - le dijo esta, tuteándola al fin. - Lo único que siento es que te toque invitar a ti. De hecho, si no tienes inconveniente, seré yo quien... - No. - La negativa le salió de dentro, casi sin intervención de su voluntad. De inmediato matizó, sonriendo. - No hace falta, Nadia. Gracias. Pagará la agencia, así que no es problema. Permíteme invitarte, por favor. Nadia asintió, reacia a discutir por aquello. En cambio, la volvió a mirar con detenimiento. - Estás muy elegante. - Gracias. - respondió ella, cada vez más incómoda. No se atrevía a responder con el mismo cumplido; al fin y al cabo la soviética iba de uniforme, impecable pero convencional. Un elogio al respecto podría haber sonado irónico. El silencio subsiguiente, sin duda embarazoso, fue salvado por la presencia del camarero. Nadia, tras consultar con ella, solicitó dos martinis. Al ser servidos, el silencio amenazó de nuevo, si bien fue Nadia la que lo rompió tras dar un buen trago. Tengo que disculparme de nuevo... También debo explicarme. No tengo nada contra ti, ni contra tu profesión. Fue una reacción... una... - Nadia pareció quedarse sin palabras, dudar tal vez, aunque prosiguió. - Fue algo que sólo me atañe a mí, por lo que no debió afectarte. Lo siento. Sarah decidió pasar página cuanto antes, de modo que respondió con voz despreocupada, como si no hubiera ocurrido nada de particular.
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- Oh, está bien. Olvidémoslo, por favor. Aquello pareció sellar la paz, tras lo que pidieron su cena. En su conversación con el camarero, Nadia demostró un fluido uso del alemán. Sin embargo, cuando este marchó pasó de nuevo al ruso. Estuvieron, esta vez sí, hablando fluidamente de asuntos sin importancia, la ciudad, sus lugares interesantes, todo ello para mejor información de la recién llegada que era Sarah. Con sólo parte de su mente dedicada a aquella intrascendente conversación, Sarah no pudo evitar reflexionar. Ahora que sabía que aquella mujer era en realidad una agente de alto nivel del NKVD, apenas podía ya tomársela a la ligera, pese a la conversación. De hecho, se podía decir que se sentía intimidada. De repente, aquella natural elegancia, sus movimientos medidos y felinos, resultaban amenazadores. Hasta su sonrisa tenía un matiz peligroso, y todo en ella recordaba a un leopardo, a una oscura pantera más exactamente. Sarah, nueva en aquel trabajo de campo, no se sentía a la altura de su interlocutora. Sin duda – sin la menor duda – Nadia tenía una extensa experiencia, había estado en situaciones difíciles, y hasta era probable que fuera físicamente peligrosa. Todo aquello le provocaba intensas dudas. Había oído historias sobre el NKVD y su implicación en terribles atrocidades en las purgas interiores antes de la guerra, por no hablar de su actuación durante el conflicto. Sin embargo, por lo que Sarah sabía, el NKVD se hallaba estrictamente compartimentado. Eso ocurría con todos los servicios secretos, pero muy particularmente con los soviéticos. De hecho, la agencia dedicada propiamente a espionaje y contraespionaje había sido segregada, hasta cierto punto, del propio NKVD, constituyendo el NKGB. Este, a su vez, se hallaba constituido por varios secretariados, sin coordinación apenas entre ellos. Nadia, con toda probabilidad, pertenecía al primero de ellos, el de Inteligencia, esto es, espionaje exterior, y se dedicaba por tanto a una labor muy similar a la suya. Dado el enorme grado de
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compartimentación y desinformación interna del NKVD, era perfectamente posible que desconociera por completo las actividades de otros secretariados que llevaban a cabo tareas mucho más siniestras, como Contra-inteligencia – dedicado no sólo a la detección de agentes enemigos, sino al combate contra los "enemigos interiores del pueblo" –, o el aún más temible secretariado de la Policía Política, dedicado al control de las propias filas del Partido. Sarah sacudió la cabeza. Era extraño que, precisamente ahora que Nadia actuaba de forma abiertamente amistosa, la hiciera sentirse amenazada. Se dijo que debía concentrarse en sus objetivos, descartando todo lo que pudiera distraerla de ellos. Por tanto, debía ganarse su confianza, para lo que parecía bien situada. Sin embargo, repentinamente, otra duda la asaltó. ¿Formaba toda aquella actuación parte de un propósito? ¿Pretendía Nadia simplemente congraciarse con ella, para así poder descartarla de manera amistosa, de modo que aquella impertinente periodista no volviera a importunarla? Bien, de hecho aquello no tenía importancia. En primer lugar, debía abrir un canal de comunicación, eso era todo. No tenía por qué hacerse su amiga, en absoluto.
Luego
debía
buscar
algo,
alguna
palanca
que
le
permitiera
comprometerla. Y, gracias a lo que había leído por encima en la segunda parte del informe cifrado, creía hacer descubierto aquella palanca. Tratando de eliminar los restos de su inseguridad y falta de confianza, sonrió.
* * *
* * * * * *
Al día siguiente, Nadia apareció en la sala del juicio. Tras una desagradable sesión en que algunos abogados defensores pusieron diversas trabas al procedimiento, el público desfiló de nuevo en dirección a la cafetería. En esta ocasión, Sarah optó por aceptar la oferta de un reducido grupo de compatriotas para compartir su mesa. Sus razones para ello eran puramente tácticas: no quería propiciar más acercamientos a la teniente, sino por el contrario mantener 33
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una cierta distancia. Si se la veía demasiado ansiosa por establecer una comunicación fluida, sin duda provocaría algunos recelos. Así, se dejó llevar por el buen humor de sus compañeros. Escuchó chistes, aportó las últimas novedades y cotilleos de Inglaterra y hasta se permitió un ligero flirteo con algún colega. Sin embargo, no por ello dejaba de vigilar de reojo a su objetivo. Esta, curiosamente, también se había sumado a un grupo de sus propios compatriotas, si bien estos parecían mucho más taciturnos: después de todo, se trataba de un grupo de oficiales soviéticos. Pese a este intento de ignorarse mutuamente, o tal vez precisamente por su causa, Nadia se apartó de su propio grupo ya mientras todos volvían a la sala de juicios. Adusta de nuevo, la teniente interceptó a Sarah, logrando que quedase rezagada respecto a ambos grupos. Sarah no pudo por menos que sentirse expectante mientras la soviética se le aproximaba. - Hola, - dijo, tal vez sonriendo - si no tienes otra cosa que hacer, - y en ese punto lanzó una mirada a las espaldas de los periodistas británicos que se alejaban - tal vez quieras venir un día de estos a la Rauchstube. La verdad es que suelo acudir allí casi todas las tardes, así que puedes buscarme cuando prefieras. Por cierto, ¿cómo va tu artículo? - Oh... - Sarah apenas se sentía sorprendida por aquello, aunque no sabría decir por qué. En todo caso, supondría una ayuda para sus planes, de modo que inmediatamente respondió. - Todavía estoy reuniendo material, así que supongo que me vendría bien charlar contigo un rato. - Sonrió. - Sí, creo que me pasaré esta noche. - Estupendo. Allí estaré, de cualquier modo. - dijo tan sólo Nadia, tras lo que se apresuró en pos de su grupo de oficiales, dejando a Sarah atrás.
* * *
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La información sobre las misiones de Nadia, el plan que había elaborado, todo aquello se podían poner a prueba aquella misma noche. La sorprendente receptividad de la teniente le iba a permitir realizar un sondeo previo que revelaría la capacidad de éxito de su plan, pensó Sarah. De camino, esta vez en el coche, repasó su plan. Todo se basaba en el informe de misiones de Nadia, un dato sorprendente en cualquier caso. Nadia, asignada al estado mayor como consejera experta, había desempeñado esa función durante la invasión de Alemania, como cabía esperar. Sin embargo, justo cuando los dos ejércitos soviéticos de Zhúkov y Koniev convergieron para iniciar el asalto final a la capital alemana, a Nadia le había sido repentinamente encomendado el mando de una compañía, pero no para unirse a la batalla. En cambio, le había sido asignada
la
tarea
de
liberar
el
cercano
campo
de
concentración
de
Sachsenhausen. Teniendo en cuenta que había sido enviada al estado mayor por su conocimiento del área de Berlín, resultaba extraño que hubiera abandonado su puesto justo al comienzo del asalto, cuando sus supuestos conocimientos iban a ser más necesarios. El 26 de abril había abandonado el sitio, al mando de aquella compañía, y había cumplido con su misión, de la que no había informe alguno. No había retornado a Berlín hasta el 1 de mayo, con la batalla casi finalizada. En aquello había más de una incongruencia. Desde luego, el que una experta de estado mayor fuera transferida a mando de combate era bastante peculiar, aunque se daba a veces. Sin embargo, era extraño que hubiera dedicado sus esfuerzos en una dirección distinta a la que indicaba su cualificación, y más todavía que se hubiera encaminado en una dirección distinta a la de la acción principal. Tampoco era muy normal que a una simple teniente se le diera el mando de una compañía. De hecho, al capitán al mando de aquella compañía se le había dejado claro, en el despacho de órdenes, que el mando real lo ejercería ella, pese a su inferior graduación. Aquello indicaba algunas cosas: la primera,
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que la graduación real de Nadia debía ser muy superior, probablemente dentro del NKVD, y su rango de teniente del Ejército Rojo una tapadera. Además, mostraba que tal vez la misión de Nadia era precisamente aquella liberación. No se podía olvidar que en el campo de concentración de Sachsenhausen, los nazis habían acumulado a los prisioneros políticos, y en particular a los comunistas, lo que explicaría el interés soviético en su rápida liberación. Todos aquellos datos se unían a una intuición de Sarah. Había visto la expresión de odio, las miradas envenenadas que Nadia dirigía durante el juicio a los acusados. Sarah había leído algunos informes sobre lo que se había descubierto en los campos de concentración nazis. Aquellas lecturas no eran de las que facilitaban conciliar el sueño, precisamente. Nadia, al liberar uno de aquellos campos, sin duda había visto de primera mano lo que allí había ocurrido. En consecuencia, era muy probable que tuviera sus propias razones para odiar a los nazis, razones más intensas y personales que el puro enfrentamiento ideológico. Tal vez por allí pudiera Sarah meter una cuña; su misión consistía en averiguar lo que podía ofrecer a la soviética, algo que la comprometiera, que la obligara de alguna forma, por las buenas o por las malas, a trabajar para Occidente, y tal vez dispusiera de ello. Sin embargo, Sarah no podía lanzarse a poner en práctica el plan que había concebido sin antes comprobar si su intuición era correcta; de otro modo, su propia condición de agente camuflada podría quedar comprometida. Así, lo que debía hacer, lo que planeaba para aquella noche, era averiguar la intensidad de los sentimientos de Nadia hacia los nazis en general, para saber si sobrepasaban el simple odio intelectual. Las reflexiones de Sarah fueron repentinamente interrumpidas por el chofer. - Señorita, ya hemos llegado. En efecto, el coche ya se había detenido sin que ella se diera cuenta. El cálido
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resplandor del interior de la Rauchstube iluminada tenuemente la calle desierta. Sarah dio las gracias al chofer, le avisó que volvería por su cuenta – probablemente estaría allí hasta tarde – y se despidió, apeándose con decisión hacia su objetivo.
* * *
* * * * * *
En esta ocasión, nada más entrar pudo ver de inmediato a Nadia. Seguía sentada a su mesa, en un rincón alejado, aunque en esta ocasión se había situado frente a la entrada. Se miraron nada más traspasar Sarah la puerta, y Nadia se puso en pie para recibirla. Incluso pareció sonreír mientras atravesaba el atestado local en su dirección. - Gracias. - musitó Sarah en cuanto la soviética la ayudó a quitarse el abrigo. En cuanto este quedó colgado de una percha de hierro, las dos atravesaron de nuevo la estancia en dirección a la mesa, sin decir palabra. En aquella ocasión, las dos, o tal vez fuera Sarah, atrajeron bastante atención de la concurrencia. Como era habitual, esta se componía de soldados soviéticos y chicas alemanas, que alternaban en medio de un jolgorio notable. Eso hizo más curioso el relativo silencio que se apoderó de la estancia mientras ellas dos la atravesaban. Sarah sintió sobre ella las miradas de los soldados, lascivas sin duda, aunque parecía haber algo más en aquellos ojos, un curioso regocijo. Esa sensación se hallaba matizada por otra, que hablaba de respeto, dirigido esta vez sin duda hacia Nadia, a la que pocos se atrevían a mirar directamente. Cruzar aquel corto trecho se le hizo extrañamente largo a Sarah, en medio de la extraña tensión de la que se había apoderado el ambiente. Justo cuando ya había dejado atrás las últimas mesas, Sarah se volvió, dispuesta quizás a sorprender alguna mirada posada sobre su persona, cuando se fijó en dos soldados que cuchicheaban por lo bajo. Con Nadia ya alejada de ellos, le pareció escuchar que uno mascullaba algo como "la teniente no pierde el 37
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tiempo", a lo que el otro rió, mirándola a ella descaradamente, sin duda creyendo que no sabía ruso, diciendo "siempre rubias". Nuevas risotadas acompañaron a este comentario, que sin embargo se detuvo en seco. Sarah no necesitó volverse para sentir la mirada cortante de Nadia. En efecto, de pie tras ella, había lanzado hacia los soldados una de aquellas miradas que dirigía hacia los jerarcas nazis en la sala del juicio, y el buen humor del grupito quedó cortado en seco. Poco a poco, cada cual volvió a sus asuntos y el murmullo volvió a invadir lentamente el local. Nadia le dirigió una sonrisa de compromiso y la invitó con un gesto a que tomara asiento, tras lo que ella hizo lo mismo. - Este local no es el American Steakhouse, desde luego, y tal vez no esté a tu altura, Sarah... - empezó la soviética tras posar sus codos sobre el venerable y castigado roble entre ellas. Sarah apenas pudo reprimir su risa, tanto que cortó en seco la frase de Nadia. Esta la miró frunciendo el ceño, más intrigada por su reacción que molesta por haber sido interrumpida. - Jaja, disculpa... - volvió a reír ella, apoyando una mano sobre la mesa al tiempo que se echaba un poco atrás. - Supongo que eso que has dicho se puede tomar por un cumplido. No soy una elegante señorita victoriana, sino una chica trabajadora de origen irlandés. Si mi madre te hubiera oído decir eso de que el local no está a mi altura... Jaja, no sé si se habría sentido orgullosa o te hubiera tomado por tonta... Disculpa, no he podido evitar reírme. Nadia, al principio de su explicación, pareció intrigada, pero fue ensanchando una sonrisa de comprensión, hasta que asintió. - Está bien, irlandesa o no, de todas formas eres muy elegante, además de atractiva... - dijo, mirándola directamente a los ojos por primera vez en la noche
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y echándose algo hacia delante sobre la mesa. Ante aquel cumplido algo más descarado, Sarah recordó el comentario de los soldados. Parecía que allí había algo más, algo que desbordaba una amistad casual. Sin embargo, se recordó Sarah, no estaba allí para hacer especulaciones ni alentar flirteos, por extraños que fueran. Además, no estaba acostumbrada a aquello, no sabía cómo contestar a aquella clase de cumplidos por parte de una mujer, si es que se trataba de lo que parecía y no se equivocaba de medio a medio. Las posibilidades de meter la pata en aquellas circunstancias, fuera por error o desconocimiento, eran inmensas. Lo que debía hacer era concentrarse en su objetivo, llevando la conversación por donde a ella le convenía. Poco a poco, mientras bebían y comían, Sarah fue comentando temas relacionados con el juicio. Nadia no parecía muy entusiasmada con el tema; sin embargo, parecía de buen humor y dejó que la conversación derivara por donde a Sarah le interesaba. - En este juicio, el acusado más patético me parece el mariscal Göhring, ¿no crees? - comentó Sarah, de la forma más casual que pudo, al tiempo que dejaba la enorme jarra de cerveza sobre la mesa, tras darle un buen trago. - ¿Oh? - Nadia pareció algo confundida por el comentario. - ¿Qué quieres decir? - Bueno, creo que todo el mundo sabe que apenas era una marioneta del régimen nazi, no tanto uno de sus miembros reales. Jamás estuvo en las conferencias importantes, en las que se decidió el exterminio de los judíos, ni en las que se planearon las provocaciones que llevarían a la guerra, ni... Nadia se había puesto seria. El buen humor había abandonado su rostro y se había envarado. De nuevo no la miraba, sino que su vista parecía haberse perdido en algún lugar por encima de su cabeza. - ¡En absoluto! - exclamó de repente, tanto que algunos soldados se giraron para
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mirarla de reojo. - Esa gentuza... esa gentuza debe morir. Son todos culpables... ¡Todos! Pese a que esperaba – deseaba, necesitaba – una reacción así, a Sarah le pilló algo de improviso la intensidad de Nadia. Su mirada era aquella, la que dirigía en los juicios al estrado, una mirada de acero capaz de partir en dos a quien la dirigiera. Pese a ello, Sarah decidió insistir un poco; necesitaba asegurarse de que los sentimientos de Nadia fueran profundos y reales, no una reacción obligatoria condicionada por la ideología oficial soviética. - Oh vamos, Nadia... No te voy a negar que los culpables deben ser castigados, pero... - Esa escoria debe ir al paredón. - le cortó de nuevo Nadia, con una voz más calmada aunque más venenosa. - Bastante favor les hacemos con esta pérdida de tiempo que es el juicio. - Apretó los dientes, lanzándole al fin una mirada capaz de cortar hierro. - Habría que matarlos a todos... La maldad en la voz y en la expresión de Nadia dejó a Sarah paralizada. La intensidad y autenticidad de sus sentimientos eran indudables. Tanto que quitaban el aliento. Sarah sacudió la cabeza, algo afectada por la impresionante sensación de odio que la soviética desprendía. No hacía falta ir más allá, desde luego. Aquello era todo lo que necesitaba saber. La miró a los ojos, viendo sorprendida que había algo, tal vez una lágrima, tal vez el brillo del odio, que temblaba en ellos. Algo turbada, decidió cambiar la conversación antes de que consiguiera provocar un nuevo conflicto entre ellas dos. Poco a poco lo consiguió, gracias a la bebida y el cálido ambiente que reinaba en el local. El resto de la velada fue agradable, tanto que acabó por sorprenderse de lo tarde que se había hecho. Se incorporó de su asiento. - Ha sido una velada muy agradable, Nadia, pero se
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ha hecho muy tarde... La soviética se incorporó de repente, mucho más alerta de lo que cabía esperar después de toda la bebida que había consumido. - Está bien. ¿Tienes coche? - No, lo envié de vuelta. Volveré andando, me alojo cerca de aquí, y... - No te preocupes, yo te acercaré. Sin esperar su respuesta, Nadia se dirigió hacia un teléfono público, situado sobre la pared junto a las perchas. Marcó un número, dijo apenas unas palabras y colgó. - Nadia, no hace falta... - empezó a decirle Sarah en cuanto volvió junto a ella. - No es molestia, de todas formas tenía que llamarlo. Además, hace bastante frío. - replicó, sin sonreír ni adoptar la menor pose paternalista. El coche llegó casi de inmediato, un automóvil civil, aunque conducido por un soldado. Nadia le abrió la puerta trasera y ambas entraron apresuradamente al interior, ateridas por el gélido aire nocturno. Sarah indicó la dirección de los Bauer. Durante el corto trayecto, las dos se mantuvieron en un tenso y extraño silencio. Sarah pensó que Nadia lo rompería en cualquier momento, e incluso se dedicó a especular sobre qué podría decir la adusta mujer en aquel caso. Sin embargo, esto no llegó a ocurrir, y el coche se detuvo al fin frente a la entrada de la casa de los Bauer. Nadia sonrió, como si alguna ironía hubiera pasado por su mente. Volviéndose hacia su lado en el estrecho asiento trasero, posó una mano enguantada sobre su mejilla y se inclinó hacia ella.
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- Buenas noches. - dijo tan sólo, en alemán, inclinándose entonces un poco más para besarle la mejilla. Sarah fue consciente de haber perdido el aliento por un instante. La cercanía de Nadia producía un efecto sorprendente e intenso: imponente, cálida y peligrosa, todo a la vez. Reaccionó de inmediato, sonriendo, y le dio a su vez las buenas noches. Lo hizo también en alemán, pese a que hasta entonces siempre habían hablado en ruso. Se lanzó al exterior, corriendo hacia la puerta sin volverse, pues el viento arreciaba y parecía capaz de helarla en un instante. Sólo después de traspasar la puerta escuchó el chirrido de las ruedas del coche al partir.
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PARTE 4
No tenía sentido aplazarlo más. De hecho, el mejor lugar para pasarle la información a Nadia sería el comedor de los juzgados. Allí, con testigos, no habría ocasión para que la soviética volviera a poner en evidencia su inestabilidad. Al menos, eso esperaba Sarah, mientras caminaba por el largo pasillo, sintiéndose algo más nerviosa de lo que habría deseado. El pasillo se le hizo interminable, mientras sentía latir su corazón más y más deprisa a medida que se aproximaba a su objetivo. No debo ponerme nerviosa, se iba diciendo, o al menos no debo mostrarlo. No iba a correr peligro, lo peor que podía pasar era que pusiera en evidencia su condición de espía. Lo que ya era bastante malo, se dijo. Una espía quemada difícilmente recibía misiones de campo, por razones evidentes. Sin embargo, lo que realmente la ponía nerviosa era la responsabilidad; no estaba muy segura de lo que iba a hacer, pese a sus reflexiones. Anticlímax: el comedor estaba casi totalmente vacío. Claro, el juicio aún se hallaba
en
sesión.
Había
esperado
encontrar
allí
a
Nadia,
abordarla
directamente, y... Demonios, no podía soltarle aquello por las buenas. Debía rodearlo de una conversación banal, soltarlo como un detalle más... Bien, tenía tiempo para pensar. Se sentó a una de las mesas, sin pedir nada. No tenía apetito, no después de aquel tardío y abundante desayuno... y no antes de disponer de la vida de una persona. Tan sumida en sus pensamientos se hallaba de nuevo, que la sorprendió la presencia de Nadia a su lado, de pie. - Hola. -dijo ésta tan sólo. - Hola. -le respondió, haciéndole un gesto que la invitaba a sentarse a su lado. La mujer parecía de nuevo distante, temerosa quizás. Su mirada la rehuía de nuevo, 43
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y en esta ocasión, Sarah no pudo evitar hacer lo mismo. Poco a poco fue animándose, consciente de la necesidad de aprovechar la ocasión. De forma casual, fue iniciando la línea de conversación que había planeado. Hablaron de los juicios que se rumoreaba que iban a seguir a aquel, y de los acusados de segunda fila que habrían de afrontarlos. De la manera más inocente que pudo, Sarah inició su asalto. - He investigado un poco, y tengo alguna información sobre esto. No soy -aquí sonrió con algo de orgullo.- una simple periodista de crónicas de sociedad, ¿sabes? He logrado descubrir a un criminal de guerra, que se oculta bajo un nombre supuesto. - ¿Oh? -Nadia hizo un transparente esfuerzo por no parecer demasiado interesada; aquello iba por buen camino.- ¿Quién es, alguien importante? - No, nada de eso... -Sarah intentó quitarle importancia al asunto, darle el tono más inocente que pudiera.- Es un médico, uno que trabajó en un campo de concentración.
-Sarah
sabía
que
Nadia
había
liberado
el
campo
de
Sachsenhausen; sin embargo, el MI6 no disponía de información acerca de nadie que hubiera estado allí. Se habían tenido que conformar con uno que estuvo en un campo cercano a ese.- En el de Ravensbrück. - terminó. Su última afirmación pareció tener un efecto inmediato, y devastador, sobre Nadia. Con la mirada perdida, la boca abierta, como ausente, apenas consiguió articular: - ¿En el de Ravensbrück? Sarah no se había esperado aquella reacción en Nadia. Parecía muy afectada, apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor. Tanto que decidió, tras unos instantes durante los que esperó una reacción que no se produjo, darle un
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golpecito en el hombro. - ¿Estás bien? -le preguntó. La miró entonces como si la viera por primera vez, haciendo un visible esfuerzo por reaccionar. Sacudió entonces la cabeza y se forzó con dificultad a sonreír. - Sí... sí, gracias. Todo esto es muy interesante. Veo que tienes talento de verdad para la investigación. Y, ¿quién es ese individuo? Parecía haber tragado el anzuelo. Aquella era la pregunta que esperaba. Con una cierta decepción -secretamente, había esperado que fuera más dura de pelar-, se forzó a responder, no sin desgana. - Se hace llamar Heinz-Karl Pappendorff. Y vive en Leipzig, en la zona soviética, oculto bajo esa identidad falsa. En realidad se trata del doctor Gneissenau, que cometió diversos crímenes en el campo de concentración de Ravensbrück. Estoy escribiendo un artículo para denunciar... Nadia la interrumpió entonces, poniéndose en pie. Palmeó su hombro, tras lo cual se caló inmediatamente la gorra. - Sí, ya veo. Te felicito. Escucha, tengo que marcharme. Iré a Berlín, a dar mi informe, como siempre. Volveré en unos días, espero que nos veamos entonces. Ya hablamos, ¿vale? Había mordido definitivamente el anzuelo. Sarah se estremeció al pensar en lo que iba a ocurrir... Asintió, tras lo cual Nadia se alejó sin más palabras, aunque no sin que antes Sarah pudiera ver en sus ojos la más pura expresión de odio y decisión que jamás había contemplado.
* * *
* * * * * *
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Durante los días que siguieron, Sarah apenas pudo quitarse todo el asunto de la cabeza. Durante las sesiones del juicio, a la hora de comer y pese a la animada compañía de sus compatriotas, en sus ratos libres por la tarde, jamás dejaba de pensar en lo que iba a ocurrir - o estaba ocurriendo ya - en la ciudad de Leipzig. Había leído una y otra vez el informe del doctor Gneissenau. No cabía la menor duda; no sólo había sido identificado entre distintas fotos por varias de sus víctimas supervivientes, sino que, además, se había establecido la falsedad de su identidad. Al menos por ahí, no había de qué preocuparse. No había lugar a un trágico error. Aquel individuo se había dedicado a la experimentación, probando medicamentos y venenos con varias víctimas del campo de concentración de Ravensbrück. El informe no era agradable de leer, sobre todo el apartado de los testimonios. Sin embargo, Sarah seguía preocupada por los diversos aspectos de la cuestión. Dormía poco y mal, y no lograba concentrarse en nada. Al tercer día de la ausencia de Nadia, decidió regresar andando a casa de los Bauer desde los juzgados. Un largo paseo que al menos la agotaría lo bastante como para caer rendida en la cama, lo que esperaba que le permitiría dormir mejor. El tiempo permitía
al
fin
algo
así,
con
la
primavera
perfumando
el
aire.
Sin embargo, aquel solitario paseo la forzaba a reflexionar, algo de lo que no podía huir. Una vez establecida la identidad del doctor, quedaba la moralidad de lo que ella, y en general el MI6, había hecho con su caso. Algunos criminales como Gneissenau habían sido reservados para utilizarlos de aquella manera. Deberían haber sido entregados a la justicia, desde luego, pero tampoco iban a escapar al castigo. En aquel caso concreto, sin duda Nadia se encargaría de ello, de un modo u otro. Disponer así de la vida de una persona, por muy criminal que fuese, ya resultaba como mínimo de una dudosa moralidad. Sin embargo, Sarah tampoco tenía muy claro que tentar a Nadia con la venganza fuera algo mucho mejor. En eso
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consistía la trampa que la había tendido: si, como preveía, Nadia se dejaba llevar por la venganza, dispondrían de las pruebas necesarias para poder incriminarla. Si el espionaje soviético se enteraba de que una agente suya había recibido información de Occidente, y en lugar de comunicarla a sus superiores había hecho un uso propio de ella, su situación sería como mínimo delicada. Si además quedaba implicada en un crimen, la agente en cuestión sería fácilmente chantajeable, y ante sus propios superiores por añadidura. En aquella trampa estaba a punto de caer Nadia, si es que no lo había hecho ya. Sarah sintió un escalofrío. La tarde era agradable, y sin embargo... Tal vez no estaba hecha para un trabajo como aquel. A falta del resultado final, parecía haber logrado un éxito completo en su primera misión de campo, y pese a ello se sentía fatal. Al llegar a casa de los Bauer, ojeó el correo que la dueña de la casa le había dejado en su habitación. Allí estaba, un sobre pequeño, sin remite y franqueado en Leipzig. Lo abrió con lentitud, sabiendo lo que contendría aunque sin querer leerlo. Según lo previsto, contenía tan sólo un recorte de periódico. La fecha era del día anterior, del Leipziger Tageszeitung. Incluía una foto de una casa, pequeña y con jardín. El titular era escueto pero suficiente: Asesinato sin causa aparente. Heinz-Karl Pappendorff, un ciudadano soltero y solitario, había sido asesinado en extrañas circunstancias. Los detalles no eran agradables de leer; no había sido una muerte rápida. La policía se confesaba extrañada, pues no había móvil aparente. Un desconocido - el texto lo decía así, en masculino había irrumpido de noche y había asesinado al señor Pappendorff con notable ensañamiento, sin robar nada. Desde luego, la policía de Leipzig no conocía la verdadera identidad de la víctima, por supuesto. Sentada sobre la cama, Sarah apartó el recorte y lo dejó a un lado. Sintió una ligera pero creciente arcada.
* * *
* * * * * *
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Sarah temía reencontrarse con Nadia. Eso suponiendo que volviera a aparecer por allí, se dijo mientras se apeaba del coche y dedicaba una forzada sonrisa a su chofer habitual. ¿Sabría Nadia que ella estaba al corriente del crimen que había cometido? Peor aún, ¿se lo confesaría? Ya resultaba bastante penoso el haber traicionado su confianza de ese modo como para que ella se abriera inocentemente a su precaria amistad... Pero no, no era probable. Después de todo, se trataba de una agente soviética, no de una muchachita necesitada de consuelo o amistad. Lo más probable era... Los pensamientos de Sarah se detuvieron en seco, como ella misma estuvo a punto de hacer mientras caminaba por el largo pasillo de los juzgados. Hacia ella caminaba Nadia, muy seria y a paso vivo. Sarah no pudo evitar retener el aliento mientras la mujer pasaba a su lado, apenas fijándose en ella. La había visto, de eso no cabía duda, porque en el último instante hizo un ligero movimiento de cabeza en su dirección, en la mínima expresión de un saludo. En su asiento en el estrado, no pudo hacer otra cosa que contemplar la zona de enfrente, expectante ante la llegada de Nadia. Ésta hizo acto de presencia justo en el último momento, mientras el ujier anunciaba a los jueces. El resto de la mañana se pasó entre miradas intercambiadas aunque no sostenidas a través de la sala. Sarah acabó por fijarse en el mariscal Göhring, abotargado y somnoliento como siempre. Le recordó la traición que había cometido contra Nadia, y desvió la vista. Tal vez en el comedor se verían y romperían aquella tensión que se notaba entre ambas. Para facilitar aquello, Sarah volvió a sentarse a solas, en una muda aunque evidente invitación. Pese a ello, Nadia, al entrar en la sala rodeada de parte de la delegación militar soviética, apenas le dedicó una breve aunque intensa mirada y se marchó hacia otra mesa acompañada por sus compatriotas.
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Ella, por su parte,
pasó su solitario almuerzo mirándola de reojo y
preguntándose las razones de su actitud. Parecía claro que Nadia sospechaba que ella conocía su crimen. Reflexionando, comprendió que no podía menos que ser así: al fin y al cabo, como periodista que se suponía que era, debía estar al corriente del trágico fin del doctor, objeto de su investigación periodística. Ello, justo tras la información que le había pasado, y durante su repentina ausencia. Como periodista, al menos debía sospechar. Otra cuestión que asaltó su mente entonces fue las razones del proceder de Nadia. Estaba claro que odiaba profundamente a los nazis; su trampa había dado aquello por supuesto. Sin embargo, su reacción había sido singularmente visceral e imprudente. ¿Por qué había marchado tan de repente? ¿Y por qué no había buscado alguna coartada mejor? En cambio, había marchado directamente a Leipzig a liquidar a su objetivo, sin realizar planes ni elaborar coartadas. La relación causa-efecto entre su marcha y el asesinato era diáfana... Recordó entonces su reacción cuando mencionó al doctor. Su mirada se había perdido, como si de repente hubiera estado muy lejos de su lado. Además, aquella reacción se había producido en un momento muy concreto, al mencionar algo. ¿El qué? No importa, se dijo Sarah. Lo trascendente era su misión, que parecía haber terminado. Si su objetivo -Nadia- le hubiera permitido mantener el contacto, podía haber seguido junto a ella, para mantenerla bajo observación. Si no era así, su presencia allí resultaba superflua y debería regresar a Londres. En ello estaba ya pensando cuando escuchó la sedosa voz de Nadia a su lado, casi en un susurro. - ¿Sarah? Levantó la vista, sorprendida, sólo para verla allí de pie, junto a su mesa. No la miraba a ella sino al grupo con el que había compartido la comida y que parecía esperarla a poca distancia.
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- ¿Sí? - respondió apenas. Una fugaz y azul mirada hacia ella bastó para establecer el contacto, y después apartarlo de nuevo. - ¿Vendrás esta noche a la Rauchstube? - Por supuesto. - respondió sin darse tiempo a pensar. Empezaba a reflexionar acerca de si había sido una buena idea dar aquella respuesta cuando Nadia se despidió tan discretamente como había llegado. - Me alegro, allí nos veremos.
* * *
* * * * * *
Tan ansiosa estaba de saber para qué la había citado Nadia, que llegó antes que ella. Su mesa se hallaba vacía, y tras una ligera vacilación, decidió sentarse a ella. Todavía era temprano, y apenas había algunos grupitos de soldados rusos, que se volvieron para comprobar quién tenía la osadía de ocupar la mesa "propiedad" de la teniente. Sus miradas se tornaron socarronas en cuanto al vieron; ya debían conocerla. Durante la espera, un nuevo grupo de soldados entró en el recinto, con una apariencia muy joven. Sus rostros juveniles y casi lampiños se hallaban teñidos de color por el frío exterior, aunque pronto entraron en calor con las bebidas y con la animación que traían consigo. Uno de ellos, viendo que a aquella temprana hora no había muchas chicas en el local, se dirigió hacia Sarah con una sonrisa resuelta. - Hola, guapa, ¿quieres un cigarrillo? También te puedo invitar a muchas otras cosas... -dijo en ruso, sentándose a su mesa sin esperar invitación y guiñando el
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ojo tras su última frase, como para darle un todavía más evidente cariz obsceno. Sarah iba a responderle cuando un segundo soldado, más veterano, se acercó por detrás al primero, poniéndole una mano sobre el hombro e inclinándose para susurrarle algo al oído. Éste levantó las cejas, la miró a ella y perdió su expresión alegre. Se puso en pie, forzó la reaparición de su sonrisa y le dijo, también en ruso: - Perdona, ¿eh? No pasa nada... -Tras ello se alejó, refugiándose entre el grupo de sus camaradas. Sarah todavía no había terminado de reflexionar acerca del incidente cuando vio entrar a Nadia en la sala. Se acercó a recibirla, mientras ésta se desprendía de su largo abrigo. El saludo que intercambiaron fue cálido aunque breve. La actitud de Nadia ante ella resultó más temerosa que nunca, observándola con el ceño fruncido, de lado. Sin embargo, sus palabras parecían desmentir su actitud. Estuvo alegre, preguntándole cómo habían ido las cosas por allí en su ausencia. Sarah optó por recuperar su estilo animado e insustancial, que era lo que parecía pedir la oficial de ella. Estuvieron así largo rato, charlando, incluso riendo. Nadia pareció querer compensarla contándole una serie de rumores y pequeños escándalos en torno a la convivencia en Nuremberg de americanos y soviéticos. Por lo visto, un coronel soviético algo más que alegre había llamado "gorda" y "horrorosa" a la esposa de un general americano, en la cara de éste - y de ella -, todo en medio de un jocoso incidente en pleno American Steakhouse. Sarah rió como se esperaba de ella, mientras se preguntaba por las razones del comportamiento de Nadia. Tampoco podía omitir sus propios pensamientos. La animada confianza de la soviética le resultaba dolorosa, recordándole la traición que había cometido. Temía el momento en que hubiera que chantajearla. Todo ello pese a que, evidentemente, aquella mujer no era sino una peligrosísima agente, que había
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matado con sus propias manos como mínimo a una persona. La contradicción entre estos sentimientos, y además con la hermosa y aparentemente confiada mujer que tenía a su lado le hicieron perder el hilo de sus propios pensamientos. Entonces lo comprendió: no la había citado para decirle nada, sino para averiguar si estaba al corriente del asesinato de Gneissenau, y si sospechaba de ella. Con toda probabilidad, su actitud hasta el momento no le había dado una respuesta clara. Sarah sintió un irreprimible ataque de ternura; estuvo a punto de confesárselo todo, la trampa, el chantaje, todo con tal que dejara de sufrir y preguntarse qué era lo que ella sabía. Logró reprimir esta tentación, aunque no se sintió con fuerzas para continuar con la comedia. - Nadia, hoy me tengo que ir temprano. -dijo, poniéndose repentinamente en pie. Por un instante, Nadia pareció herida, aunque su expresión cambió tan de repente que Sarah se preguntó si realmente la había visto.- Mañana tengo que viajar a Bad Öynhausen para entrevistar a unas personas del cuartel general británico para un reportaje. La mentira apenas era tal; debía entrevistarse con el máximo responsable del espionaje británico en Alemania, que efectivamente residía en el cuartel general de Bad Öynhausen. Por la mañana temprano debía coger el tren hacia allí. - Oh, está bien. -respondió con el mayor aplomo Nadia. - ¿Te acerco en mi coche a casa? - No... Aún es temprano, prefiero caminar. - ¿Seguro? No es molestia... - No, de verdad. -insistió ella, deseando que no se ofreciera a acompañarla andando. Su expresión debió traslucirlo, porque Nadia se sentó de nuevo.
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- Está bien. ¿Cuándo volverás? - Mañana mismo, aunque supongo que nos veremos pasado mañana, en la sala, ¿no? - Muy bien. - terminó con algo de sequedad la soviética. Sarah escapó del lugar, que había acabado por hacérsele asfixiante. El golpe de frío del exterior la reanimó; suspiró, relajó los tensos hombros y se encaminó hacia la casa de los Bauer.
* * *
* * * * * *
El amanecer la entibió, dentro de su solitario vagón de tren. Sarah se arrebujó en su abrigo, inclinada sobre la ventanilla. A su lado, en una cartera, se hallaba el informe que debía presentar ante sus superiores. En él se detallaba el éxito de su trampa contra Nadia, que acompañaría al otro informe del desconocido agente que había estado vigilando al doctor Gneissenau, y que aportaría las necesarias pruebas para incriminarla. Era su primera misión seria, y el éxito había sido rotundo. Por alguna razón, no sentía el menor orgullo ni alegría. De todas formas, además de presentar su informe se proponía solicitar una prolongación de la misión. Quería continuar el seguimiento de Nadia. Tenía una buena razón para ello: una vez cumplida su misión, en teoría debía dejar el expediente en manos de sus superiores, que serían los que, en su momento, decidirían cuándo y cómo se presionaba a Nadia para lograr información. Sin embargo, prefería seguir en el caso, y si se llegaba a ello, prefería ser ella misma la que chantajease a Nadia. No quería que otra persona le hiciera saber la trampa que le había tendido. Era su responsabilidad, así lo sentía y así quería que fuese. Aunque sabía que sería duro hacerlo. Si continuaba con el seguimiento de su objetivo, estaría en una posición clave 53
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para controlar todo lo que ocurriera. Haría todo lo posible para que le concedieran aquello. En su informe no había incluido la atracción que había percibido en Nadia hacia ella, y que la curiosa actitud de los soldados soviéticos le había confirmado. Sin embargo, si necesitaba algún argumento para convencer a sus superiores, siempre podía usar aquel as en la manga. Reclinó su cabeza contra el frío vidrio de la ventanilla del tren y sonrió. El MI6 siempre había sido extraordinariamente mojigato con el tema del sexo. Sin embargo, ella podría argumentar que estaba mucho mejor situada para, si llegaba el caso, hacer un "sacrificio"... Una solitaria carcajada escapó de su garganta. Era absurdo, de acuerdo. De hecho, era el plan más estúpido que había imaginado jamás. Más valía olvidarlo, y esperar que no hiciera falta recurrir a semejante idea... Aunque no fuera absurdo desde su propio punto de vista, dudaba mucho que en el mojigato y victoriano MI6 pasara un plan semejante. Más bien al contrario; lo que podía ocurrir era que se metiera en serios problemas. Suspiró, sonriendo mientras el hermoso paisaje del centro de Alemania pasaba a toda velocidad a su lado. El sol ya había animado la mañana, que prometía ser excelente.
- Hmm... Bien, bien... Sí, claro... Correcto... -El coronel Gordon-Adams mostraba una indudable tendencia al soliloquio, algo no demasiado propio en un espía, se dijo Sarah, de buen humor. Sentada frente a un modesto escritorio, en una no menos modesta y reducida oficina,
escuchaba los comentarios que el
responsable de la inteligencia británica en Alemania iba realizando sobre su informe. Lo sostenía con una mano, mientras señalaba con el dorso de la otra los puntos que le parecían mejor. Gordon-Adams no parecía un espía, ni mucho menos. Bajito, regordete, algo que no ocultaba sino que exhibía su uniforme de fajina, mostraba un canoso mostacho de puntas retorcidas como único rasgo distintivo. Parecía ciertamente satisfecho con el trabajo que Sarah había 54
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realizado, algo que tuvo benéficos efectos sobre la moral de ésta. Al fin levantó la vista del informe y la miró como si reparase por vez primera en su presencia. Dejó el informe sobre la mesa y exhibió una sonrisa de abuelete cariñoso. - Excelente, agente Cosgrave. Su trabajo ha sido encomiable, y así lo haré constar en mi comentario añadido a su informe. Tratándose del que ha sido su primer trabajo de campo... -Pareció perderse de nuevo en sus pensamientos, de los que retornó de repente.- En cuanto lo tenga redactado, usted misma podrá trasladarlo a Londres, puesto que su misión ha concluido. Se ha ganado además unas vacaciones que... - Señor, -interrumpió ella entonces, lista a saltar en aquel punto - si no le importa, quisiera hacer una petición. El coronel alzó unas pobladas cejas, pillado evidentemente por sorpresa. - ¿Oh? Bueno, adelante... -acabó por decir, con un gesto de la mano que la invitaba a proseguir. - Quisiera continuar adelante con esta misión. El objetivo debe seguir bajo vigilancia, ¿no es así? - Desde luego, pero de eso puede encargarse algún otro agente. No es una ocupación completa... - Bien, sí, es cierto, pero todavía hay muchas incógnitas acerca de esta agente, como por ejemplo su verdadero rango en el espionaje soviético. No conocemos su nivel, ni por tanto, el tipo de información que se le puede sacar, eventualmente. argumentó ella, tratando de dar a sus palabras un tono profesional y neutro. - Bien, sí, desde luego. Sin embargo, es poco probable que tenga un rango demasiado alto...
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Sarah sonrió con algo de amargura. - Sí, claro, es poco probable que una mujer tenga un nivel muy alto en el espionaje soviético, en cualquier espionaje, de hecho, -afirmó, intentando en el último momento que sus palabras no tuvieran un excesivo tono sarcástico.- pero nos conviene saber al menos su campo de actuación, para conocer no sólo la calidad sino el tipo de información que puede llegar a proporcionar el objetivo. Al coronel parecieron pasársele por alto las segundas intenciones de las palabras de Sarah, puesto que se limitó a fruncir el ceño y a sumirse en otro de sus soliloquios. - Uhmm, sí bueno... Es cierto, si bien... Por otra parte, no nos resulta imprescindible disponer... De acuerdo... -Al fin levantó la vista, centrando su atención en ella, y dijo, con mayor resolución.- Está bien, ha demostrado lo válido de su criterio, así que puede continuar con el seguimiento de su objetivo. Pero sólo mientras dure el juicio y su tapadera continúe siendo válida. - Gracias, señor. - respondió ella, pasando por alto el comentario del coronel acerca de la poca necesidad que tenían de ella en otra parte. Puesto que la entrevista parecía haber finalizado, el coronel se puso en pie, momento en el que dudó de manera evidente ante ella. Sarah no pudo evitar una sonrisa ante las dudas del coronel. ¿Cómo se despedía a una agente femenina, que además era civil? No correspondía un saludo militar, desde luego. ¿Se le daba un beso en la mejilla como a una señorita? Al fin, el coronel pareció salir de su estupefacción y extendió la mano. Sarah se puso en pie y la estrechó con decisión y firmeza, tratando de reprimir una sonrisa ante el cómico instante de perplejidad de su superior. - Hasta la vista, y felicidades por su trabajo. -ijo él. - Gracias, señor... Esto... Otra cosa...
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- ¿Sí? - Si se decide pasar a la fase de extracción de información del objetivo, ¿se me comunicará? - ¿Oh? Mmm, sí, desde luego, al menos mientras esté usted en su seguimiento, claro... -dijo mientras se retorcía una punta de su bigote.- Después el asunto quedará fuera de su competencia. - Está bien. Gracias, señor. - Muy bien, hasta la vista.
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El alto mando británico - de hecho el propio Bernard Law Montgomery - había elegido Bad Öynhausen como cuartel general precisamente por ser una pequeña y tranquila ciudad-balneario. Disponía de hoteles capaces de albergar todo el entramado de la administración de la zona británica, y además no había sido objetivo de las bombas aliadas. En consecuencia, Sarah se halló en medio de una ciudad encantadora, con toda la tarde para ella. Se encontraba de un humor excelente, y el día era soleado, fresco y muy agradable. Decidió regalarse algunos de los servicios que el lugar todavía ofrecía a los visitantes ocasionales. Inmersa en un relajante y cálido baño de sales, Sarah fue consciente de su estúpida y constante sonrisa, que sin embargo no abandonó, ni siquiera al reflexionar acerca de la persona de Gordon-Adams. El hombrecillo no era, desde luego, un militar. Su rango y empleo eran una simple tapadera, puesto que el MI6, a diferencia del NKVD, era un servicio civil. No parecía, desde luego, un soldado, aunque se destino ficticio tenía que ver con la intendencia, no con las armas. En todo caso, se apreciaba que las contradicciones entre su condición de civil y el uniforme que llevaba tendían a superarle. Sin embargo, aquello no resultaba peligroso para su tapadera: los militares ingleses siempre habían sido
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así, en absoluto marciales. Contrastaban fuertemente con los alemanes. El mariscal Keitel, juzgado en Nuremberg, era el ejemplo más evidente: se obstinaba en comparecer ante el tribunal con su vistoso uniforme, con todas sus medallas y hasta su monóculo. El resto de militares juzgados allí había renunciado a ello, en un evidente intento por parecer menos obviamente nazis, aunque seguían disponiendo de un aspecto ciertamente marcial. Y sin embargo, la guerra la habían ganado tipos como Gordon-Adams... Sarah ensanchó su sonrisa. La había ganado gente como él, y también como ella, con su trabajo con la máquina Enigma. Oh, vaya, echaba de menos aquellos tiempos, se dijo mientras se retorcía en la cálida sensualidad que le proporcionaba aquel baño. Aunque su situación actual tampoco estaba mal. Y seguiría con Nadia... El juicio todavía iba a durar varios meses. Sarah salió de la bañera, envolviéndose en una toalla y soltándose de nuevo el pelo. Sí, se cambiaría el peinado. Ya era hora de darse un pequeño lujo; se lo había ganado.
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PARTE 5
El regreso, sin las incertidumbres de la ida, fue todavía más plácido. Sarah se sentía confiada y segura de sí misma. Todo había salido razonablemente bien, y ahora se enfrentaba a una misión que se prolongaría varios meses. Era algo estimulante: desentrañar el misterio que era Nadia suponía todo un desafío. Sentada en el vagón del tren, de nuevo vacío, trató de concentrarse. Debía proceder con orden, y lo mejor sería hacer una lista de los problemas a los que se enfrentaba. Primero, las motivaciones de Nadia. Su reacción a la trampa que le había tendido parecía algo exagerada; sin duda se podrían sacar datos interesantes de su pasado resolviendo esa ecuación. Segundo, su rango y competencias dentro del espionaje soviético. Esos datos eran realmente importantes, y justificaban por sí solos la prolongación de la misión. Sin embargo, sería el más complicado de poner en claro, sin duda. Tercero y último, desentrañar la extraña actitud de Nadia hacia ella. La atracción existía, o al menos eso parecía, y sin embargo no parecía ir a ninguna parte. Nadia se comportaba de una forma tan extraña con ella, como si viese en ella algo más de lo que había... Orden, orden, se dijo. Había que tratar esa cuestión con la misma frialdad que las demás. Analizar, desentrañar, organizar. Por una parte, parecía evidente que los soldados rusos la consideraban "territorio prohibido", a causa de su relación con ella. Aquello era suficientemente curioso, se dijo sin poder evitar una sonrisa que nadie vio. Pese a ello, Nadia no parecía compartir con los soldados aquel concepto, al menos no del todo. La trataba con una cierta familiaridad distante, con un afecto contenido. Las razones de aquel comportamiento podían ser muchas, pero especular acerca de ellas no la llevaría a ningún lado. En cambio, decidió olvidar todo aquello, justo en el momento en que entrevió su 59
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propio reflejo en el vidrio de la ventanilla. Sonrió ante su imagen y su nuevo aspecto. Se había arreglado el pelo siguiendo el estilo impuesto por Veronica Lake. Era el peinado de moda, al que se había resistido hasta entonces. Era curioso cómo solía evitar las modas, hasta que empezaban a quedar obsoletas. Sólo entonces se decidía a seguirlas. En la peluquería habían hecho todo lo posible, y la verdad era que había quedado bien. El cabello echado a un lado, casi ocultando el lado derecho de su cara, se suponía que le daba un aspecto misterioso. Suspiró; ni por esas se sentía del todo en el papel de espía, y sin embargo no deseaba dedicarse a ninguna otra cosa. No era obligatorio ser coherente, se dijo sonriendo a su traslúcida imagen en el cristal.
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* * * * * *
A medida que avanzaba hacia la Rauchstube, iba sintiendo cómo su sensación de seguridad se iba desvaneciendo. En el tren todo había estado muy claro, pero ahora era evidente que había olvidado algo. No lo había olvidado; tenía que reconocer que lo había dejado de lado, pues se trataba de una decisión difícil. En el mismo momento en que empujaba la pesada puerta de la taberna, tomó una determinación. Le diría a Nadia que estaba al corriente de la muerte de Gneissenau, pero sin evidenciar que sospechaba de ella. Tendría que hacerse la tonta de nuevo. Aquello no le gustaba, pero no tenía muchas alternativas. Nada más entrar se encontró con la mirada de Nadia, que había levantado la vista nada más aparecer ella. Vio su boca formar una sorprendida "o". Había olvidado su nuevo aspecto, y no se había preguntado cómo reaccionaría la soviética. Sonrió, algo insegura, mientras Nadia se ponía en pie haciendo lo mismo. - Vaya, esto es todo un... cambio. - dijo la mujer, inclinándose hacia ella como si
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fuera a besarla. No lo hizo, sino que quedó a su lado, con una sonrisa algo sardónica. - Estás muy... diferente. Muy guapa, desde luego. Sarah sonrió en respuesta al cumplido, que no dejó de parecerle forzado. Por alguna razón, le parecía que Nadia se reía de ella, que sus ganas de parecerle más atractiva y misteriosa le resultaban transparentes. Aquello era absurdo, se dijo mientras la mujer pasaba un brazo por su espalda y la conducía hasta su asiento. No tenía sentido aplazarlo, decidió nada más sentarse. Cuanto más franca y directa fuera, más sincera parecería. - He sabido que el hombre al que investigué, el tal Gneissenau, ha sido asesinado. - dijo de sopetón, tratando de parecer inofensiva e inocente, mientras Nadia estaba tomando asiento frente a ella. La
reacción
de
la
soviética
podría
haber
resultado
cómica
en
otras
circunstancias. Se quedó a medio sentar, como paralizada, y su expresión mostró una repentina alarma. La miró con intensidad, traspasándola con aquella mirada tan característica. Por un momento, Sarah sintió una punzada de pánico. Pensó que Nadia estaría decidiendo si debía matarla o no. El instante se fue tan repentinamente como había llegado. Una vez pasado, Sarah apenas se sintió capaz de decidir si todo aquello se había debido a su imaginación o no. En todo caso, la oficial se acabó de sentar, compuso una expresión vagamente interesada y dijo tan sólo: - ¿Oh? ¿Sabes cómo ha sido? Decidió darle a todo el asunto el tono más banal posible. Le molestaba que Nadia pensase que era idiota, pero sería lo mejor. - La policía de Leipzig no se aclara, pero qué le vamos a hacer. Ha sido mala suerte. Tal vez alguna de sus víctimas le reconoció. De todas formas da igual, mi artículo saldrá adelante de todas formas, así que me da lo mismo.
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Su respuesta pareció complacer a Nadia, que esbozó una leve sonrisa. Apoyó sus codos sobre la mesa ante ella, como soporte para su barbilla, y la miró con lo que sólo se podía interpretar como interés. - Estás realmente muy guapa, Sarah. ¿Cómo te ha dado por cambiarte el peinado? El cambio de tema era forzado pero de intención evidente. No podía resultar más oportuno desde su propio punto de vista, de modo que lo aprovechó de inmediato. Debería jugar al juego de la chica superficial; aquello tranquilizaría sin duda a su interlocutora. El resto de la velada trascurrió por esos mismos senderos. Le contó su viaje, lo bonito
que
era
Bad
Öynhausen
y
todo
cuanto
podía
explicarle
sin
comprometerse. Nadia parecía sinceramente aliviada, y aquello se le contagió. En definitiva, fue una agradable tarde que derivó sin sentir hasta la noche. Las dos se habían quitado un peso de encima, y eso se hizo notar. Lo había pasado en grande, se decía Sarah mientras caminaba, sola, de vuelta a casa de los Bauer. Nadia parecía más confiada que nunca, e incluso de alguna forma más amistosa y menos atraída hacia ella. Aquello funcionaba, se dijo, cuando una ráfaga de viento en medio de la noche la sacudió con fuerza. Recordó entonces la mirada asesina de Nadia, durante aquel breve y amenazador instante, y sintió que el frío le helaba los huesos. Por fortuna, la sensación pasó tan rápido como cuando había ocurrido, y Sarah recuperó aquella sensación de calidez interior que había disfrutado hasta entonces.
* * *
* * * * * *
Los meses se fueron uno tras otro, a medida que los días se iban haciendo más largos y el frío iba desapareciendo. El juicio se aproximaba a su final, a través de sus farragosas sesiones. A lo largo de todo aquel tiempo, Sarah se vio con Nadia 62
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casi todos los días, en una rutina establecida: Se saludaban por las mañanas, a la puerta de la sala, somnolientas y taciturnas aunque sonrientes. Después se veían para la rápida y espartana comida durante el receso de mediodía. Por las tardes solían verse en la Rauchstube. Allí acostumbraban a cenar, pasando un buen rato hasta entrada la noche. Durante todo aquel tiempo, Sarah no olvidó su misión. En medio de sus conversaciones, se esforzaba por averiguar algo, lo que fuera, sobre el pasado de aquella hermética mujer. Sus intentos resultaron infructuosos. Nadia, aunque no parecía recelosa, se negaba suave aunque obstinadamente a revelar un solo detalle de su vida antes de Nuremberg. En una ocasión, ante la insistencia de Sarah, había sonreído de forma irónica y, tras un breve silencio, había dicho: - No te gustaría saber cosas de mi vida antes de la guerra, Sarah. De todas formas, eso no te afecta, o al menos eso espero. Sarah, inclinada hacia su interlocutora en el agradable ambiente de la Rauchstube, notó cómo su sonrisa se helaba en su rostro. Sintió que debía haber palidecido, porque Nadia la observaba sin perder su expresión sardónica. Todo lo contrario. La miraba como si sus azules ojos fueran capaces de ver a su través. Como si conociera todos sus secretos y estuviera jugando con ella. Sarah se había obligado a sonreír de nuevo, cambiando de tema como si aquello no hubiera tenido la menor importancia para ella. Pero por un instante creyó que había sido descubierta. Después se preguntó acerca del significado de aquellas palabras, sobre todo de la críptica segunda frase. Por más vueltas que le dio, no consiguió darle un sentido lógico. Por otra parte, aunque la compañía de Nadia resultaba estimulante, Sarah notaba que dormía cada vez peor. No era demasiado extraño; le recordaba sus propios días de trabajo durante la guerra, cuando trabajaba en Cifrado. La
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tensión era menor, desde luego. Su esgrima intelectual con Nadia, con ella tratando de hacer saltar las defensas de la soviética sin levantar sus sospechas, no alcanzaba la tensión de aquellos días en que la vida de miles de soldados dependía de su trabajo. Sin embargo, había algo que no se daba entonces: existía una fecha límite. El juicio se iba deslizando lenta pero inexorablemente hacia su final, y ella sabía muy bien que tras las sentencias ambas se separarían. Aquello pondría punto final a su relación con Nadia, y le impediría redondear su misión con un éxito total. Eso si no lograba despejar las dos incógnitas principales: el grado y competencias de la oficial soviética dentro del NKVD. En consecuencia, a medida que el verano avanzaba, dormía cada vez peor. Sin embargo, y de forma similar a lo ocurrido durante la guerra, notaba una curiosa sensación de felicidad que se sobreponía a la tensión y la fatiga. Sentía que había nacido para esto, y la animaba la excitación de la caza. Sobre todo cuando su presa era una mujer tan inteligente y complicada como Nadia. Además, y analizando detenidamente sus sentimientos, Sarah comprendió que su tensión tenía otro origen, que se acumulaba con el resto. Le preocupaba mucho que llegara el día en que tuviera que chantajear a la soviética. No deseaba de ninguna forma que aquel momento se presentase. A veces la temía; suponía que Nadia reaccionaría de forma violenta o al menos peligrosa al revelarle la trampa que le había tendido. Sin embargo, en otras ocasiones Sarah la imaginaba reaccionando de otra forma. Visualizaba su expresión de decepción, de tristeza al saber que aquella mujer en la que había confiado la había traicionado. Sarah no conseguía decidir cual de las dos posibilidades temía más. En todo caso, aquello no dependía de ella. Además, ella misma había tomado sobre sus hombros aquella carga. Lo sentía como su responsabilidad, y estaba dispuesta a afrontarla. La orden le llegaría por correo, sin previo aviso, de forma que su tensión fue creciendo a medida que avanzaba el año. Pese a ello, la alegría no la abandonaba, todo lo contrario. Aquel duro y terrible invierno, el primero tras el final de la guerra, iba quedando atrás, y los días largos y cálidos 64
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lo sustituían.
* * *
* * * * * *
Obedeciendo la imperiosa orden del ujier, Sarah se puso en pie, como el resto de la sala. No se trataba, esta vez, del final de la sesión. Con los jueces sentados, el ujier se adelantó hasta un micrófono y, con voz alta y solemne, proclamó en inglés: - Los encausados han sido acusados de cuatro delitos: primero, conspiración contra la paz mundial; segundo... Sarah sintió su corazón acelerarse. El momento definitivo, el de las sentencias, había llegado al fin. El verano se había ido ya, aunque todavía se disfrutaba de buen tiempo, y el juicio había alcanzado su final. Durante las últimas semanas, los rumores se habían desatado; había quien aseguraba que las presiones sobre el tribunal eran fuertes, y se decía que los americanos querían un veredicto clemente, para lograr la reconciliación con los alemanes. Los soviéticos, en cambio, exigían condenas ejemplares. La tensión había ido aumentando entre los dos aliados. El discurso de Churchill sobre el "telón de acero" que, según él, los soviéticos
estaban
extendiendo
a
través
de
Europa,
había
tenido
su
trascendencia. Las tensiones eran evidentes, y el desenlace del juicio no iba escapar a todo aquello. - ... y realización de una guerra ofensiva; tercero... - seguía diciendo el ujier. Sarah trató de olvidar sus pensamientos y aprensiones. El instante era histórico, y convenía prestarle atención, ya que había dispuesto del privilegio de asistir a él. - ... crímenes y atentados en contra del Derecho de Guerra; y cuarto, crímenes contra la Humanidad. Prosiguió con la lectura de ciertos considerandos, destinados sobre todo a
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justificar la creación de un tribunal tan particular como aquel. Entretanto, Sarah aprovechó para mirar a Nadia, de pie al otro lado de la sala. Su expresión de odio era casi aterradora. Habían discutido acerca de los posibles veredictos, y desde luego que exigía una condena general. No podía imaginar su reacción en caso contrario. En aquel instante, Nadia desvió su mirada del ujier, y las de ambas se cruzaron. De inmediato, su expresión se suavizó, e incluso esbozó una tenue sonrisa en su honor. Sarah se la devolvió, aunque pronto la atención de ambas fue reclamada de nuevo por la voz que llenaba la sala. - A falta de las pruebas, que quedarán consignadas en la sentencia pública, paso a la lectura de los veredictos. Hermann Göhring, condenado por 1, 2, 3 y 4, sentenciado a muerte en la horca. Joachim Von Ribbentrop, condenado por 1, 2, 3 y 4, sentenciado a muerte en la horca. Hans Frank, condenado por 3 y 4, sentenciado a muerte en la horca... La lectura prosiguió con monótona precisión. En total, 12 sentencias de muerte, 7 de prisión y tan sólo tres absoluciones. La reacción de los condenados a muerte fue variadísima, desde la indiferencia a la consternación, pasando por la indignación de unos pocos. En cambio, a Sarah le bastó una mirada a Nadia para comprender que las sentencias la habían satisfecho. En su mirada se veía todavía aquel odio, pero teñido esta vez de una cruel alegría.
* * *
* * * * * *
Aquella noche, la Rauchstube se encontraba atestada. Sarah se abrió paso entre los apretujados cuerpos de los soldados rusos, tratando de encontrar a Nadia. Al fin se abrió un claro entre el gentío, que formaba un corrillo en torno a, precisamente, Nadia. En cuanto esta la vio, le hizo un gesto con el brazo para que se acercara. Ella acudió a su lado, viendo que sobre las mesas se hallaban 66
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bandejas repletas de vasitos, muchos más de los que parecían necesarios, pese al gentío. En cuanto estuvo junto a ella, Nadia le sonrió y pasó un brazo por su hombro, atrayéndola junto a sí. Entonces se volvió hacia los soldados, de pie en torno a ella. En medio del griterío alzó la voz, imponiendo un progresivo silencio mientras exclamaba en ruso: - ¡Atención! ¡Atención, camaradas! ¡Alzad vuestros vasos! ¡Tenemos muchos brindis por delante! Tras estas palabras estalló una carcajada general, que Nadia acalló con una mirada severa. Sin embargo, su sonrisa reapareció de inmediato, y prosiguió con su discurso, no sin antes poner un vasito de vodka en la mano de Sarah además del suyo. - ¡Doce brindis! ¡Por Göhring en la horca! Las exclamaciones y risas volvieron a atronar la sala. Los vasitos fueron vaciados de un trago y estrellados contra el suelo con un terrible estruendo. Sólo Nadia lo lanzó por encima de su hombro, haciéndolo añicos contra la pared tras ella. El resto de soldados soviéticos los estamparon contra el suelo a sus pies, pues no había espacio para lanzarlos como la tradición rusa mandaba. Sarah quedó paralizada ante aquella exhibición de crueldad, el vasito intacto junto a sus labios. Nadia se había separado un poco de ella para alcanzar un nuevo vaso lleno. Sarah optó por alejarse discretamente de allí. Aquello la entristecía, no se sentía capaz de compartir aquella fiesta. Mientras atravesaba la puerta hacia la calle, escuchó la potente y alegre voz de Nadia exclamando: - ¡Once! ¡Por Keitel en la horca! El segundo estruendo de cristales rotos quedó amortiguado por la pesada puerta al cerrarse. Sarah se marchó en solitario.
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La sesión del día siguiente serviría para la lectura de las sentencias contra las organizaciones encausadas en el proceso: el gobierno del Reich, el partido nazi, etcétera. Los veredictos no tenían el menor misterio: disolución, confiscación... Nada de particular. Durante la sesión, Sarah no pudo evitar ver cómo Nadia la miraba una y otra vez. Al finalizar ésta, se sorprendió al verla frente a ella nada más salir de la sala. Puesto que se hallaba al otro extremo, debía haberse apresurado mucho, aunque se la veía relajada y sonriente. - Te eché de menos anoche. - dijo la soviética, con una leve sonrisa en su cara. - Oh... Bien, no estaba muy animada, así que preferí marcharme. - le respondió, sin saber realmente qué decir. Se sentía triste. La crueldad que había mostrado Nadia la noche anterior la decepcionaba, aunque era evidente que había otras razones para su sentimiento. La misión finalizaba, y no tenía el menor éxito que mostrar ante sus superiores. No había logrado sacar nada en claro sobre aquella mujer, y en breve la perdería de vista. - ... y te puedo ofrecer un pase. ¿Me escuchas? - estaba diciéndole Nadia. Sumida en sus propios pensamientos, apenas le había prestado atención. Le sonreía de forma algo irónica, inclinándose hacia ella con una expresión entre divertida y preocupada. - Perdona, ¿qué me decías? - le preguntó Sarah, confundida. - Las ejecuciones. Serán en apenas dos semanas. Si quieres asistir, puedo conseguirte un pase. - Oh... - No estaba muy segura de querer asistir a aquello, precisamente.
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- Vamos, será toda una oportunidad para una periodista. No todo el mundo la tendrá, te lo aseguro. - Bueno... - Sarah trató de pensar con rapidez. Si quería parecer una periodista, debía tratar de actuar como tal. Además, al menos aquello prolongaría su misión por algún tiempo más. Se decidió, tratando de sonreír y parecer agradecida. - ¡De acuerdo! Muchas gracias, Nadia. Cuenta conmigo.
* * *
* * * * * *
No supo realmente por qué había aceptado. Lo de las ejecuciones sí, desde luego. Apenas le quedaba más remedio, si quería cumplir con su tapadera. Pero aquello... Los soviéticos habían organizado otra especie de celebración la noche anterior. Durante las dos semanas anteriores, apenas había visto a Nadia. Sin embargo, ésta había reaparecido el día anterior para mostrarle los pases y para invitarla a aquella fiesta de despedida. Mientras atravesaba el oscuro callejón, notó la música que escapaba por las veladas ventanas de la Rauchstube. Por lo visto, iba a ser una celebración especial. Suspiró, y empujó la puerta. En efecto, sobre una improvisada tarima se hallaba una pequeña orquesta cíngara: violín, bandoneón... Habían retirado la mayoría de las mesas, disponiendo el resto junto a las paredes, de modo que quedaba un espacio central despejado. Nadia se hallaba cerca de la puerta, dándole la espalda. De alguna forma pareció percibirla, pues nada más entrar se dio la vuelta, con una excitada sonrisa en sus labios, y le hizo un gesto para que se acercara. - ¡Ven, ven aquí! Me alegra que hayas venido por fin. Vamos... La cogió por la mano, arrastrándola hasta el otro extremo de la sala. Allí, junto a la pared, estaba su mesa, la que habían compartido durante todos aquellos meses. Sin embargo, y para dejar sitio para el baile, sus sillas se hallaban ambas contra la pared, de cara a la sala, no una frente a otra como hasta entonces. 69
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Nadia la llevó hasta allí, sentándose ambas. - Estás más guapa que nunca, aunque se te ve pálida. - le dijo en cuanto estuvieron sentadas la una al lado de la otra. Sarah notó que su mano aún estaba retenida en la de Nadia. - Oh... Bueno, la verdad es que las ejecuciones no son lo mío. - Se forzó a sonreír. No pudo evitar echarle un vistazo a la mano que retenía la suya. Nadia la retiró entonces, aunque sin perder su expresión animada. - No te preocupes, no tiene nada de particular. Será temprano, a las 5 de la madrugada, y luego todo habrá pasado al fin. Pero ahora olvídalo y pasémoslo bien, ¿de acuerdo? Trató de sonreír en respuesta, y siguiendo la mirada de la mujer vio que, en efecto, todo el mundo lo pasaba en grande. La orquesta tocaba animadas polkas, y los soldados bailaban con energía junto a sus parejas alemanas. De nuevo, el vodka fluía como agua, y ellas mismas tenían una botella enfrente. Nadia llenó dos vasitos, y le ofreció uno. - Toma, bebe un poco. Te animará. Temió que repitiera aquellos brindis, pero en cambio Nadia sostuvo su vasito junto al suyo y dijo tan sólo: - Por nosotras. Sonrió aliviada, entrechocando el vaso, y repitió: - Por nosotras. Pasaron un rato allí, sentadas y bebiendo. Notó que el alcohol calentaba sus venas, y que el color volvía a sus mejillas. Apenas hablaron, pues la música no lo permitía, contentándose con observar a las parejas que bailaban. Sarah se preguntó, no por primera vez, por la extraña actitud de Nadia hacia ella. ¿Se sentía atraída hacia ella o no? Era la última noche que iban a pasar juntas, y sin embargo no parecía dispuesta a hacer el menor avance. ¿Esperaba acaso que
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fuera ella quien lo hiciera? Parecía absurdo... Sin embargo... Sus ensoñaciones se cortaron bruscamente cuando sintió que tiraban de su mano, forzándola a ponerse en pie. Era Nadia, que se hallaba frente a ella. Le brillaban los ojos, y sonreía de manera intensísima. - Ven, vamos a bailar. - le dijo tan sólo. - Pe... pero... Cuando quiso darse cuenta, se hallaba en pie. La orquesta ya no tocaba una de aquellas enérgicas polkas, sino un tango cíngaro, lento y sincopado. Nadia la atrajo junto a ella, pasando un brazo en torno a su cintura y agarrando su mano izquierda en su derecha. Algo mareada al ponerse en pie tan de repente, notó que la sala se llenaba de roncos vítores y agudos silbidos. La pista se despejó para ellas, y se sintió arrastrada al centro. Nadia la llevaba con firmeza, moviéndose con pasos repentinos y firmes, apretándola junto a su cuerpo. Notó que su corazón latía con fuerza, casi desbocado. Se sentía muy rara, los oídos le silbaban mientras se dejaba llevar por la música, triste y extraña, y por su pareja de baile, que la guiaba con fuerza. Sentía que las rodillas se le hacían de gelatina, aunque su pareja la sostenía a la perfección. Todo terminó tan de repente como había empezado. Tras una última y brusca vuelta, la música cesó de repente y estallaron unos insólitos aplausos. Se sintió trasportada y depositada de vuelta sobre la silla. Nadia estaba nuevamente a su lado. - Estupendo, ¿eh? - Nadia tenía las mejillas encendidas, respiraba con fuerza, y le brillaban los ojos. Seguro que tanto como a mí misma, se dijo Sarah. No supo qué responder, de modo que fue la soviética la que prosiguió. - Esta es una noche muy especial para mí. Dentro de una horas... La expresión de Nadia, sin perder su arrebato, se transformó de alguna forma en 71
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cruel y despiadada. Supo de inmediato a qué se refería, y de nuevo sintió una profunda decepción, más notable tras la excitación anterior. - ¿Por qué, Nadia? ¿Cómo puede alegrarte la muerte de nadie? Aunque sean esos... - ¿Que cómo puede? ¿Y tú qué sabrás? Mierda, Sarah, no tienes ni idea... - No puedo comprender que estés así, en una noche como ésta, Nadia. - insistió ella, sin pensar en lo que decía. Simplemente trataba de comprender su actitud, que la intrigaba y decepcionaba a la vez. - ¿Quieres saberlo? Muy bien, te lo contaré... - dijo, inclinándose hacia ella y bajando la voz, en un tono de confidencia. "Me destinaron en Alemania. Entonces yo era muy joven. Sin embargo, mis orígenes eran perfectos para aquella misión. Una alemana de Estonia... Era ideal. Podía pasar por simpatizante nazi. Las cosas estaban muy difíciles entonces. El Partido estaba casi desarticulado, y sus dirigentes en campos de concentración. Sin embargo, me asignaron un contacto en el Partido Comunista de Alemania, en lo que quedaba de él. Su misión era introducirme en Berlín, vigilar que no metiera la pata por mi desconocimiento de la Alemania nazi. En consecuencia, pasábamos mucho tiempo juntas; me alojaba en su casa. Era un cuchitril... Pero bueno... Ella era hermosísima, y valiente, idealista... Nos enamoramos. Se llamaba Anja. El trabajo era difícil, y cada vez más peligroso. Contactábamos con miembros del partido nazi, obteníamos información... Fui muy feliz con ella, más que nunca antes o después en mi vida. Sin embargo, el peligro era cada vez mayor. Cayeron algunas células, otras fueron retiradas. Yo le insistí en que abandonáramos y marcháramos a Moscú. Pero ella no quería. Ya te he dicho que era muy valiente, y era cierto, muy cierto... Además, la información que obteníamos, sobre todo la militar, era importantísima. Yo estaba cada vez más nerviosa, y sin embargo ella no perdía el ánimo. Lo pasamos muy
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bien juntas, mucho, pese a todo... Entonces pasó lo que tenía que pasar. Yo estaba fuera, con un contacto, por la noche. Al volver, de madrugada, lo vi. Se la llevaban. De alguna forma nos habían descubierto. Apenas pude ponerme a salvo. Solicité instrucciones a Moscú, y claro, me ordenaron que regresara cuanto antes. Yo no quería dejarla a su suerte, quería salvarla, rescatarla como fuera... No eran más que tonterías, desde luego. Estuvieron a punto de detenerme en varias ocasiones, y no conseguí nada. Además, en Moscú no había caído nada bien el que me negara a volver. En definitiva, al fin tuve que regresar sin haber vuelto a saber nada más de ella." En aquel momento hizo una pausa, como si hubiera quedado sin aliento. Sarah notó que sus ojos brillaban, y que la miraba con una tremenda intensidad, desde muy cerca. Uno de sus brazos se apoyaba en la pared tras ella, rodeándola aunque sin tocarla. Casi la asustó cuando reemprendió su relato; no había terminado. "En Moscú me dediqué a trabajo de retaguardia por un tiempo. Traté de conseguir noticias de Anja, pero la represión en aquella época era muy fuerte. Nadie pudo decirme nada. Fue el peor período de mi vida. Sólo la esperanza de que estuviera viva me mantenía viva a mí también. Sin embargo, no recibía el menor apoyo... Fue la época del pacto Molotov-Ribbentrop y el reparto de Polonia. Entonces llegó 1941, la traición de los nazis y la invasión alemana de la U.R.S.S. Pese al peligro y la guerra, me alegré muchísimo. Alemania volvía a ser el enemigo, y tal vez podría rescatarla algún día. Solicité ir en misión a Alemania, pero se me negó. El peligro era abrumador, desde luego. Así que me concentré en Inteligencia Militar, esperando el día de la victoria. Cuando por fin se produjo la invasión de Alemania, logré que se me destinara al estado mayor de Zhúkov. Al fin y al cabo, conocía la zona, tenía contactos... Pero mi único objetivo era dar con Anja, suponiendo que aún estuviera viva después de todo aquel tiempo. Berlín ya estaba rodeada cuando logré que Zhúkov me diera el mando de una compañía. La solicitud era lógica, pues el campo de Sachsenhausen se hallaba
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cerca, y allí estaban casi todos los prisioneros políticos, sobre todo los comunistas. Fui a liberarlo. Pero no la encontré en aquel lugar... Estaba desesperada. Sin embargo, algunos prisioneros antiguos me contaron que estuvo hacía tiempo; la recordaban. Logré sacarle información a un oficial del campo... Por lo visto, había sido transferida a Ravensbrück. ¿Has oído hablar del campo de concentración de Ravensbrück? Era un campo femenino. Por suerte se hallaba cerca. Hacia allí me fui, cada vez más desesperada, con la compañía a mi mando. Allí... Bien, era un campo de experimentación. Hacían cosas horribles a las mujeres que... No importa. La encontré. Era un saco de huesos y llagas, había muerto no hacía mucho. Desde entonces... Digamos que los nazis no me caen bien..." Sarah no supo qué decir. Las palabras no le salían por la garganta, que parecía agarrotada. Entonces, Nadia se aproximó aún más a ella, y dijo: - Y te pareces tanto a ella. El mismo pelo, los mismos ojos. Ella era algo más alta, pero tenía algo de ti, no sé... La echo tantísimo de menos, Sarah... Estupefacta, Sarah vio cómo las lágrimas comenzaban a rodar por la mejilla de la soviética. Un sollozo la atrapó, y giró la cara, como si no quisiera que la viera así. No pudo hacer otra cosa que abrazarla, atrayéndola hacia sí. Su cabeza se reclinó contra su hombro, y entonces los sollozos la atraparon en un llanto continuado. - Shh... Tranquila... Tranquila... - le susurró, sintiéndose completamente ridícula. La estrechó entre sus brazos, acariciándole el cabello. Allí estaba ella, con la terrible soviética deshecha en llanto entre sus brazos. La escena no podía resultar más absurda. Por fortuna, la gente les daba la espalda, formando una especie de pantalla de intimidad. Poco a poco, mientras trataba de tranquilizarla con frases absurdas y sin sentido, notó que la mujer se relajaba poco a poco. En ese momento, una parte cínica de su mente le dijo: "Lo has conseguido. Ya sabes todo lo que necesitabas saber sobre ella." Se despreció por aquel pensamiento, si
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bien no dejaba de ser cierto. Entonces notó que Nadia se removía en su abrazo. Levantó la vista y la miró con sus hermosos ojos enrojecidos. - Perdona. No sé qué me ha pasado. No debería... Es decir, te pareces a ella, pero esto no tiene nada que ver contigo... Yo... Sus labios se hallaban muy cerca, apenas a un par de centímetros. En ese preciso instante, la puerta de la taberna se abrió con estrépito, y entraron varios hombres de uniforme. La orquesta dejó de tocar, y se hizo poco a poco el silencio. Nadia se apartó de su lado, secándose las lágrimas, justo cuando los recién llegados se plantaban ante su mesa. Uno de ellos tomó la palabra. - ¿Teniente Von Kahlenberg? Ha ocurrido algo, se requiere su presencia en la prisión. El hombre parecía incómodo, como si supiera que su llegada era poco oportuna. Sin embargo, no desvió la vista, sino que quedó allí, firmes. - ¿Qué es lo que ocurre? - le replicó Nadia, tratando de recuperar la habitual firmeza de su voz, sin conseguirlo del todo. - El mariscal Göhring ha sido hallado muerto en su celda. - ¿Muerto? - preguntó Sarah, sin poder contenerse. Se dio cuenta de inmediato que habría sido mejor callar, cuando el oficial soviético la miró igual que si de repente un mueble hubiera hablado. - Sí, parece que ha logrado suicidarse. - respondió, aunque sin dirigirse a ella. Se requiere su presencia para la investigación, teniente. Nadia, repentinamente seria, se puso en pie. Entonces echó un vistazo hacia abajo, hacia la sorprendida Sarah. - Espérame... No, mejor no, estaré ocupada. Toma... - Le tendió una tarjeta. - Es
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tu pase. Te veré en la ejecución. Dicho esto, se marchó acompañada de los hombres que habían ido a buscarla. Sarah no tuvo tiempo ni ánimo para decir palabra.
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El patio de la prisión, a aquella hora de la mañana en que el alba apenas despuntaba, parecía desde luego el lugar adecuado para una ejecución. Sarah no había dormido desde que Nadia la dejara tan repentinamente. Sin embargo, le había dado tiempo a pasar por casa de los Bauer, darse una ducha y cambiarse de ropa. La tribuna sobre la que se hallaba, reservada a unos cuantos testigos, carecía de asientos. A su lado había un hueco, reservado, o eso supuso, a la soviética. Sin embargo, no se la veía por lado alguno. La horca, de madera, sí que se veía dispuesta, en el lado opuesto del patio. El primero de los condenados hizo acto de aparición, flanqueado por dos policías militares americanos con sus distintivos cascos blancos. Sarah se sintió sobrecogida, tanto que no vio llegar a Nadia hasta que ésta estuvo a su lado y le rozó el brazo. - ¿Todo bien? - le susurró la mujer. - Sí, bien, ¿y tú? ¿Qué ha ocurrido? - Por lo visto, alguien le pasó una cápsula de cianuro. Está muerto y bien muerto. No sabemos quién se la pudo pasar, pero seguro que tenía un cómplice. Estamos en ello. Guardaron silencio en cuanto el ujier leyó la sentencia y se cumplieron las formalidades. Todo transcurrió con sorprendente rapidez. Al final, la trampilla se abrió, se oyó como un chasquido y el condenado quedó colgando, oscilando 76
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levemente. Sarah miró de soslayo a Nadia, y le agradó comprobar que no sonreía. Se la veía seria y hasta un poco agobiada. Las ejecuciones se fueron sucediendo con rapidez, o tal vez era que el tiempo parecía transcurrir con mayor velocidad de la normal. Al final fueron nueve ejecuciones. Robert Ley se había suicidado antes del proceso, mientras que Martin Bormann había sido condenado en rebeldía. Puesto que Göhring también se había suicidado, la cosa quedó en nueve. Todo sucedió sin incidentes, salvo una última insistencia del mariscal Keitel en ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento, que no fue atendida. Cuando todo hubo pasado, Sarah se volvió hacia Nadia, aunque se encontró sin saber qué decir. Fue ella la que se inclinó, diciéndole: - Escucha, tengo que seguir con la investigación, aunque espero acabar pronto. - Mi... mi tren sale en dos horas, Nadia. - le contestó. Había hecho la reserva hacía tiempo, puesto que ya sabía que la soviética no se iba a quedar por más tiempo, si bien ahora tal vez cambiaran los planes. - Yo me marcho mañana por la mañana. No esperaba esto... Voy a estar muy ocupada. Intentaré estar en el andén. Se marchó de repente, sin una palabra o gesto más. Sarah sacudió la cabeza, desconcertada. Había esperado... ¿Qué había esperado? Daba igual. Se había quedado sola en aquel siniestro lugar, y lo mejor que podía hacer era abandonarlo.
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La estación contrastaba, en su animado ambiente, con el patio de la prisión, desde luego. Sarah había alcanzado su vagón, atravesando las nubes de vapor que exhalaban las locomotoras. Esto último contribuía a una atmósfera cálida y hasta sofocante, junto al gentío que andaba y en ocasiones corría en diferentes
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direcciones. Entre toda aquella gente, y a escasos minutos de la partida del tren, no se distinguía la inconfundible figura de la oficial soviética por parte alguna. Ya había alzado sus maletas y baúles hasta el vagón, con la ayuda de un mozo. Ahora se hallaba al pie de la escalerilla, retorciéndose nerviosa las manos. Se ponía de puntillas para atisbar por encima de la multitud, esperando verla a ella. Seguía sin aparecer. Sólo entonces la vio. Iba de uniforme, como siempre, con una gabardina gris y larga, y caminaba con pasos largos, aunque sin correr. Fue cuando, tras hacerle un gesto con una mano en alto, Nadia la vio y salió corriendo en su dirección. En cuanto estuvo a pocos pasos, sin embargo, detuvo su carrera, parándose antes de alcanzarla. - Hola, Sarah. - le dijo tan sólo. - Hola, Nadia. Me alegra que hayas podido venir... - No podía dejarte ir sin una despedida. - La tomó entonces de las manos. Como ya sabes, había una razón por la que me sentía... atraída hacia ti. Sin embargo, aquello no tenía nada que ver contigo. Es bueno para las dos que nos separemos. - Oh... - Definitivamente, Sarah no supo qué decir. Fuera como fuera, debían separarse, así que seguramente la mejor opción era despedirse de aquella forma. Ella misma se notaba incapaz de decir qué sentía por ella. Los acontecimientos de la noche anterior, aún más por no haber dormido entretanto, le resultaban difíciles de interpretar. Por fin tomó una decisión, y continuó. - Supongo que tienes razón. Sólo me gustaría decirte que... que siento lo que has pasado. Ojalá hubiera podido serte de ayuda. En aquel momento, el jefe de andén hizo sonar su silbato, seguido de su grito de "pasajeros al tren". Este partiría de inmediato. Nadia, sin prisa aparente, sonrió ante sus palabras con un leve toque de ironía en sus hermosos ojos.
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- Has sido de ayuda, te lo aseguro. - La atrajo entonces hacía sí, estrechándola entre sus brazos. - Te... te echaré mucho de menos. Cuídate, preciosa. Sarah sintió una extraña calidez, y desde muy cerca le respondió: - Tú también, Nadia. Ojalá te vaya todo muy bien. Entonces ésta se inclinó aún más hacia ella y le dio un levísimo beso en los labios. El tren ya arrancaba, pesado y lento pero a velocidad creciente, de modo que Nadia la empujó, aupándola con sorprendente fuerza hasta la escalerilla. Sarah se agarró al pasamanos evitando caer de vuelta al andén, viendo cómo se alejaba de ella. Se quedó contemplando la alta y elegante figura hasta que despareció, quieta y sin un gesto, entre el vapor del tren en marcha.
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PARTE 6
El taxi se detuvo frente a una de las casas de ladrillo, todas idénticas entre sí y apiñadas a lo largo de la calle. Esta se veía casi desierta, pues era tarde. Pocas farolas alumbraban la oscuridad creciente, aunque todo aquello era normal. Sarah se apeó del taxi, mientras el conductor dejaba sus maletas sobre la acera. Pagó y lo contempló alejarse, suspirando al comprobar que todavía le quedaba un último esfuerzo: subir sus maletas por la corta escalera que daba a la puerta de su casa. El viaje había sido largo y fatigoso, y Sarah se sentía muy cansada. Hacía mucho tiempo que no volvía por allí, y pese a ello no necesitaba encender las luces para orientarse. Aquella había sido su casa durante mucho tiempo, desde que vivía en Londres, y sentía la satisfacción de la vuelta al hogar. Un hogar algo vacío y solitario, pero confortable y ajustado a ella como un viejo guante.
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* * * * * *
A la luz de la mañana siguiente, todo resultó mucho más agradable. Cubierta con su vieja bata, Sarah se preparó su té de la mañana, aunque ya era casi mediodía. Había dormido largo rato, puesto que no la esperaban en el trabajo hasta el dentro de un día. Por suerte, la vecina había cumplido con su promesa, y no sólo le había regado las plantas, sino que hasta había limpiado el polvo de vez en cuando, como comprobó al pasar un dedo por la limpia superficie de la mesa de la cocina. Aquella casa, modesta y pequeña, era su hogar, tal vez solitario, pero perfecto para ella. Algunas veces lo había compartido, era cierto, aunque por breves períodos. Valoraba mucho su tranquilidad, su soledad incluso, y tal vez nunca se había enamorado con intensidad suficiente como para
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renunciar a todo ello. No era de extrañar, se dijo sonriendo con ironía. Había crecido en una casa no mucho más grande que aquella, en Manchester. Sin embargo, la tranquilidad que se respiraba no la había disfrutado allí en ningún momento. Era la segunda de nueve hermanos de familia de ascendencia irlandesa, y sus recuerdos de infancia y adolescencia estaban llenos de bullicio, gritos, lloros de bebés y una madre atareada y agobiada hasta lo imposible. Desde entonces, valoraba su tranquilidad por encima de cualquier otra cosa. Hasta entonces, por encima de la compañía de una pareja. Se puso en pie en un súbito arranque de energía, entrando en el cuarto de baño. Se arregló y vistió, y en breve estuvo lista para salir. Pasaría por el cuartel general después de todo. Siempre causaba buena impresión acudir antes de lo que se esperaba de ella. Al mediodía, aquel barrio del East End de Londres se veía mucho más animado. Presentaba todo el bullicio de un barrio obrero, con los trabajadores almorzando y las mujeres haciendo la compra o yendo y viniendo de sus ocupaciones. Sarah torció el gesto cuando pasó ante un solar derruido. Una bomba volante alemana había causado aquel destrozo, aunque al fin se veían andamios y trabajadores dispuestos a reparar aquello. El recuerdo de los bombardeos no fue lo único que hizo perder la sonrisa a Sarah. También lo hizo el grupo de albañiles que trabajaba allí, que se volvieron hacia ella en cuando pasó por delante, lanzando silbidos y comentarios atrevidos. Aquella actitud no era una sorpresa, desde luego, pero Sarah recordaba un tiempo no tan lejano en que aquello era distinto. Era triste, pero todo parecía haber vuelto a su cauce tras el fin de la guerra. Sarah recordaba cuando, al pasar por allí, había saludado a las cuadrillas de mujeres que durante la guerra se encargaban de reparar los peores desperfectos
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ocasionados por las bombas. Con casi todos los hombres en el ejército, las mujeres habían ocupado sus lugares en todo tipo de trabajos, por duros y "masculinos" que fuesen. Aquellas mujeres, improvisadas aunque eficaces albañiles, la habían saludado con simpatía cuando, muy temprano, caminaba hacia el trabajo y pasaba ante su andamio. Vestidas con sus monos y demás arreos de albañilería, le habían sonreído al tiempo que calentaban sus manos sobre sus tazas metálicas y sorbían su contenido, poco antes de empezar el turno de trabajo. Ahora... Nada de aquello se veía ya. En cambio, era impresionante comprobar la cantidad de mujeres embarazadas que se veían por la calle. El retorno de los soldados
había
traído
otras "consecuencias"...
Sarah
meneó
la cabeza,
decepcionada. Ella no permitiría que aquello le pasase. No se iba a dejar arrinconar de nuevo, con un agradecimiento y una paternalista palmada en la espalda por parte de las autoridades. Iba a demostrar lo que valía... Qué demonios, ya lo había hecho, y se aferraría con uñas y dientes a lo que había conseguido. Con su esfuerzo. Aquello la llevó de vuelta a su informe. La conciencia la martirizaba, recordándole lo que en él había escrito durante el largo viaje.
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* * * * * *
El traqueteo del tren no le permitía escribir bien, aunque no era más que un borrador. Lo que importaba no era la letra, desde luego, sino el contenido. Desde luego, era lo que la preocupaba, impidiéndole concentrarse tanto o más que aquel suave movimiento. Se sentía como una miserable mientras detallaba sus conclusiones con el preciso y algo pomposo lenguaje de los informes de inteligencia. La explosión de emociones que había sufrido Nadia le había revelado mucho; de hecho, todo lo 82
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que necesitaba saber para coronar su misión con un éxito completo. Sin embargo... sentía que aquello no estaba bien. Estaba traicionando una confianza, una amistad... Quizás algo más que una amistad. Nunca había pensado que distanciarse del objeto de sus investigaciones fuera a ser tan difícil. Siempre había imaginado a los agentes enemigos como seres fríos e implacables. No era que Nadia no pareciera fría e implacable la mayor parte de las veces. Pero cuando has abrazado a alguien mientras llora sobre tu hombro... Aquello no congeniaba con sus expectativas, desde luego. Luego estaba aquella despedida, aquel beso... Sarah sabía que los rusos solían saludarse de aquella forma. Además, no se podía decir que se hubiera tratado de un beso apasionado, ni mucho menos. Lo más probable es que no hubiera nada en ello. Aunque tenía que reconocer que para ella sí había significado algo. Podía recordar la escena como a cámara lenta, Nadia acercándosele despacio, sonriente, estrechándola entre sus brazos. Luego inclinando levemente la cara para acercársele más... Ella se había quedado paralizada, sin saber hasta dónde llegaría, cuando se encontró con que aquello ya había pasado, y se vio alzada hasta el vagón, confusa y desorientada. Tanto como se sentía en aquel momento. Todas aquellas reflexiones no la llevaban a ninguna parte, y con un esfuerzo consciente decidió descartarlas. Levantó la vista para ver pasar el paisaje de Alemania central. Con aquellos prados punteados de vacas, minúsculas en la distancia, era difícil hacerse a la idea de la destrucción y el horror que aquel país había vivido. Volvió a bajar la vista, para encontrarse con sus notas garrapateadas en aquella letra horrorosa. No podía escapar de ello, por más que lo quisiera. Informaría acerca de todo lo que sabía, y después... ya veríamos. Las palabras de Nadia le habían revelado que ya era agente, y no una agente cualquiera, durante la primera mitad de los años 30. Debía ser muy joven por aquel entonces, pero sin duda, tal y como ella había dicho, su origen nacional
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resultó muy útil para aquellas misiones. En consecuencia, por una pura cuestión de antigüedad, ya debía tener el grado de coronel. Además, tal y como sospechaba, se hallaba encuadrada en el servicio de espionaje exterior, como demostraba aquella trágica misión alemana. Al recordar este punto, Sarah volvió a levantar la vista de sus notas. Aquella era una historia realmente triste. Se preguntó cómo se sentiría la soviética. Ella nunca había estado enamorada hasta ese punto. La indiferencia había sido el final de todas sus relaciones hasta el momento. Suspiró. Aquellas reflexiones no la conducían a parte alguna. Aunque sí que le sugerían otro problema. ¿Debería incluir lo que sabía acerca de la homosexualidad de Nadia en su informe? En principio, aquello no tenía trascendencia, era estrictamente personal. Pero Sarah conocía bien el gusto de los analistas de inteligencia por detalles personales como aquellos, precisamente aquellos. ¿Sería otra palanca de chantaje? Parecía que su orientación era bien conocida por los soldados que la conocían. Sin embargo... Ya debía haberle sido bastante complicada para Nadia su carrera, siendo mujer, para que además tuviera que sumarle su condición de lesbiana. Sarah no se dejaba engañar por la retórica progresista soviética. Conocía bien quiénes mandaban en la U.R.S.S. Los mismos que en el resto del mundo: los hombres. Y la homosexualidad era tan mal vista a un lado como al otro de la nueva línea que ya se perfilaba a través de Europa. Sin embargo, también existía la hipocresía oficial en ambos lados, y era posible que se hiciera la vista gorda en el caso de una agente valiosa como Nadia. Todo aquello no la llevaba a ninguna conclusión. Decidió no mencionar el tema en el informe. Algo le decía que era lo mejor.
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Sus notas estaban siendo pasadas a limpio. Sin embargo, su inmediato superior 84
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la recibió para un informe oral preliminar. Al terminar su sucinto relato, Ashcroft, su jefe, se echó hacia atrás contra el respaldo de su espléndida butaca de cuero y guardó unos instantes de silencio. Sarah lo contempló sin aparentar la ansiedad que sentía por su veredicto. - Mmm... Excelente... -masculló el espigado y cincuentón jefe para el Continente del MI6.- Debo reconocer que su trabajo me ha sorprendido... gratamente. Sólo sonrió tras la última palabra, que Sarah recibió sin trasparentar el alivio que sentía. Sin embargo, no por ello dejaba de darse cuenta del matiz que encerraban sus palabras. No había esperado gran cosa de ella. - Nos ha aportado un valiosísimo recurso, en el caso de que las cosas se pongan mal con nuestros actuales "aliados" - prosiguió este, acariciándose sus pobladas patillas, en un gesto característico suyo que Sarah conocía; lo utilizaba cuando estaba desconcertado y no sabía cómo reaccionar. - ¿Puedo preguntar cuál será el destino de este expediente? - se lanzó ella, tratando de aprovechar el momento de desorientación de su interlocutor. ¿Seguiré vinculado a él? Ashcroft se volvió a rascar una patilla grisácea con un dedo largo y nudoso. Al fin respondió: - Uhm, bien... De momento quedará en reserva, puesto que, pese a todo, las relaciones con los soviéticos son buenas y no haremos nada que pueda estropearlas. Sin embargo... - En ese instante, su superior abandonó su aire desorientado y le clavó una de sus no menos conocidas miradas suspicaces. Ese asunto pasará al departamento de Análisis, y quedará archivado, agente Cosgrave. Por tanto, quedará fuera de su jurisdicción en Operaciones. Aquello era una buena noticia. Quería decir que ella seguiría en Operaciones, después de todo. Su traslado había sido provisional, y si sus logros no hubieran
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estado a la altura de lo esperado, bien podría haber sido transferida a otro lugar, donde sus funciones sin duda no habrían pasado de ser una secretaria con otro título. Sin embargo, Sarah deseaba estar al corriente de lo que ocurriera con Nadia. Por lo tanto, y pese a la suspicacia demostrada por Ashcroft, prefirió insistir. - Sí, claro, pero como conocedora y contacto de esa agente, quizás debería estar al tanto de cualquier novedad que pueda surgir... Definitivamente, su jefe parecía extrañado. Arrugó la nariz y la miró con el ceño fruncido. - No deja de tener razón. Sin embargo... ¿Hay alguna razón para este interés en particular? Sarah sintió un leve rubor, que trató de alejar con un gesto desenvuelto. No debía olvidar que Ashcroft no había sido siempre un burócrata aburrido. Había estado en la guerra de España, y trabajado en Palestina y los Balcanes como agente de campo. No se le podía menospreciar. - Oh bueno, es mi primera misión, y ya sabe, me gustaría seguir su utilidad. respondió ella con un floreo de la mano y una sonrisa. - Si he hecho un buen trabajo, tal vez lo merezca. Ashcroft sonrió, abandonando su ceño fruncido. Tal vez recordaba su primera misión y su especial interés por ella. En todo caso, se puso en pie, rodeando su mesa para dirigirse hacia ella. Sarah se puso a su vez en pie, alisando su falda. En cuanto estuvo a su lado, su jefe posó una mano sobre su hombro, y sonriendo la condujo hacia la puerta, al tiempo que le decía: - Tiene razón. Ha hecho un gran trabajo, agente Cosgrave. Se la mantendrá informada de toda novedad que se pueda producir. Además, su puesto en Operaciones pasará a ser permanente, por supuesto. La felicito, agente Cosgrave.
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Sarah estrechó con un quizás excesivo entusiasmo la mano que le tendía Ashcroft. Sentía una intensa alegría en su interior, aunque abrazar a su jefe y palmear su espalda se habría considerado sin duda excesivo, de modo que se contuvo. Se limitó a sonreír, dando unas comedidas gracias. Ya en el exterior del despacho, Ashcroft le dijo mientras se alejaba: - Y tómese unos cuantos días libres, agente Cosgrave. Se los ha ganado.
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Puesto que todavía no era la hora de salida de las fábricas, el tren se encontraba vacío. Sarah regresaba a Londres mucho más animada de lo que había ido. Aquel vetusto tren era casi tan familiar para ella como su casa. Lo había tomado todos los días para dirigirse a los cuarteles generales de Bletchey Park, desde que había ingresado en el espionaje. La vuelta a casa supuso un anticlímax; no había nadie a quien contar sus éxitos. Aunque jamás había tenido esa posibilidad, pues su trabajo no permitía las confidencias. De hecho, sospechaba que a eso se debía el fracaso de todas sus relaciones anteriores. Nunca había
podido contarle a ninguno
de sus
compañeros a qué se dedicaba realmente. Gajes del oficio; no debes compadecerte de ti misma, se dijo. Tú misma has buscado este trabajo, así que afróntalo. Pasó a la cocina, puso música clásica en la radio y se dispuso a regalarse una buena cena. Mientras estaba en ello, reflexionó acerca de sus pasadas relaciones. Ya de partida, resultaba complicado convencer a los hombres para que se mudaran a vivir allí, con ella. Luego, su doble vida complicaba la convivencia, y eso que hasta entonces no se había dedicado al espionaje exterior, con lo que eso significaba de discontinuidad, viajes y separaciones. De cualquier manera, todas sus relaciones habían sido breves y poco apasionadas. Habían 87
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concluido de forma poco traumática, con la marcha de cada uno de ellos, sin grandes dramas. Ahora estaba sola, y tampoco lo lamentaba, aunque a veces resultara... resultara triste. Pero no se iba a compadecer de sí misma, desde luego. Era todo lo que había querido ser siempre, así que se iba a animar, darse una buena cena con un buen vino, y al día siguiente ya vería. Desde luego, cumpliría la promesa que se había hecho a sí misma tiempo atrás; no permitiría que nada ni nadie la convirtiera en lo que su madre había sido, una mujer esclavizada por su familia, sus hijos y su marido, dedicada en cuerpo y alma a una familia excesiva y absorbente. No. Aquello no era para ella.
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Los meses siguientes supusieron la plena confirmación de carrera, su consolidación en definitiva. Tras sus cortas vacaciones, le fue asignado un nuevo destino, en consonancia con su trabajo en Operaciones. Abandonó su falso trabajo en la agencia Reuters, al tiempo que se le "ofrecía" uno nuevo en el Foreign Office. Esta vez no se iba a tratar de una peligrosa o exigente misión, sino de algo más estable. Tras un breve cursillo de portugués, fue asignada a la embajada británica en Lisboa, como ayudante del agregado cultural. Por supuesto, su misión no tenía nada que ver, de nuevo, con aquel trabajo. Este consistía, teóricamente, en hacer de enlace entre el agregado y las instituciones culturales inglesas, de manera que no tuvo que mudarse permanentemente a Portugal. En cambio, aquel trabajo era una perfecta tapadera para realizar frecuentes viajes entre Londres y Lisboa. Allí, en esta última ciudad, realizaba sus misiones, que consistían en mantener el entramado del MI6 en Portugal. Este había sido un país tradicionalmente aliado a Gran Bretaña, y los intereses británicos allí eran muy importantes. En consecuencia, existía desde hacía tiempo una red de informadores dentro de la dictadura portuguesa, al servicio del MI6. Su tarea la llevaba a entrevistar con frecuencia a esos individuos, obteniendo información, escuchando sus peticiones y haciendo en definitiva de 88
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enlace con ellos. No se trataba de un puesto "caliente", desde luego, pero no todo el trabajo dentro del espionaje lo era, aunque todo se podía considerar importante. Fue por tanto una época agradable e interesante, quizás no demasiado intensa, pero suponía una consolidación en su trabajo en cualquier caso. Lisboa era una hermosa ciudad, y podía disfrutar de ella en sus frecuentes visitas, durante las que se alojaba en la embajada británica. Durante aquel tiempo, además, entabló una relación con un joven y agradable funcionario del Ministerio de Cultura, al que conoció durante su trabajo-tapadera. La relación se estiró durante algunos meses, con los habituales problemas, y acabó como lo habían hecho las demás. En esta ocasión, sin embargo y para sorpresa suya, fue él quien le puso fin. En una despedida más triste que penosa, le reprochó a Sarah su falta de atención y entusiasmo, antes de marcharse. "No piensas en mí, Sarah, no ya cuando estamos separados, sino ni siquiera mientras estamos juntos", le había dicho, de forma algo enigmática. En cualquier caso, se marchó como los demás, sin dar un portazo, sin grandes reproches, sin pasión.
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Los meses se convirtieron en años, y mientras tanto Sarah no perdía de vista la situación del expediente de Nadia. Continuó paralizado durante todo aquel tiempo, sin que los jefazos del MI6 consideraran necesario activarlo para obtener información. Sin embargo, la situación se fue deteriorando en Europa. Entretanto, en los países de Europa Oriental se fueron estableciendo, unos tras otro, regímenes de tipo soviético, lo que tuvo un efecto de creciente desconfianza entre los antiguos aliados. Aquello era una consecuencia esperada, algo dado por supuesto en los acuerdos de Yalta, era cierto. El tema se debatió en algunas reuniones del MI6 a las que Sarah tuvo acceso, gracias a su nuevo puesto en Operaciones. La U.R.S.S. se había reservado el derecho a establecer un área de 89
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influencia en Europa Oriental, y eso precisamente hacía, tal y como señaló ella misma en cuanto se sintió lo bastante segura como para dar su opinión en medio de toda aquella concurrencia de jefazos de alto nivel, todos hombres por cierto. Sin embargo, la sucesión de elecciones fraudulentas y golpes de estado provocaba fricciones y desconfianzas, lo que hizo que su postura fuera perdiendo popularidad, no sólo en el MI6 sino entre la opinión pública, como los periódicos demostraban día a día. Todavía más peligroso fue el estallido de la guerra civil griega, a partir de 1947, entre monárquicos, apoyados por los angloamericanos, y comunistas. La reunión que trató aquel asunto fue de las más tormentosas que Sarah recordaba. - No podemos seguir así, antes o después se va a llegar a un enfrentamiento abierto. - había dicho el jefe de Análisis. - Además, no nos podemos permitir perder Grecia. Tras ella caería Turquía, Oriente... - remachó el joven segundo de Estrategia, defendiendo las ideas de su jefe, que temía por todo. - El conflicto, si se llega a él, estallará en Europa Central, en Alemania concretamente. Recuerden esto. Las palabras del analista experto en Europa Continental cayeron como un mazazo sobre Sarah. Probablemente tenía razón. Por primera vez en aquel tipo de reuniones, prefirió callar, puesto que su opinión se hallaba en clara minoría. No conseguiría otra cosa que ponerse a todo el mundo en contra. La reunión terminó, mientras ella seguía cavilando. Las crecientes tensiones hacían cada vez más probable que se activase el expediente de Nadia. Por lo que Sarah averiguó, esta se había mantenido en Berlín oriental, al servicio del mando militar soviético. Se hallaba en el centro del conflicto puesto que, pese a los diversos focos de tensión, era Alemania el principal teatro de las divergencias entre Este y Oeste. El año 47 fue particularmente preocupante. El futuro
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estatuto de Alemania dio lugar a agrios debates en el seno de la comisión cuatripartita, el órgano conjunto de gobierno de los aliados de la Alemania ocupada. Sarah seguía con tensión y preocupación estos acontecimientos, tanto en la prensa como, de forma reservada, en el MI6. Hasta que al fin la crisis amenazó con desatarse. En marzo del 48 los delegados soviéticos se retiraron de la comisión cuatripartita, en protesta por la decisión de británicos y americanos de unificar sus respectivas zonas de ocupación, un paso que según los soviéticos se encaminaba a la creación de una Alemania Occidental enemiga de la U.R.S.S. El conflicto había estallado, y Sarah sabía que era imposible mantenerse al margen, con Nadia como el eslabón más débil de aquella cadena.
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La situación en los cuarteles de Bletchey Park era de claro nerviosismo. Todo el mundo especulaba acerca del futuro inmediato, cual sería la próxima reacción de los soviéticos, si la guerra era inevitable, inminente. Sarah escuchó predicciones de todo tipo, ninguna de las cuales parecía realista aunque todas resultaban preocupantes. Aquel día prometía ser el colmo del nerviosismo. El día anterior se habían producido hechos inquietantes. Mientras se dejaba llevar por el tren hacia su destino, aquel viernes, Sarah leyó en el periódico las últimas noticias. La retirada soviética de la comisión cuatripartita había desembocado en el enfrentamiento. El problema se centraba en Berlín, y el día anterior el gobierno militar ruso había anunciado la suspensión de todas las comunicaciones terrestres con los sectores occidentales de la ciudad. Puesto que se hallaban rodeados de territorio soviético, aquello equivalía a un bloqueo. Un desafío en toda regla. Finalmente, una secretaria se asomó a su despacho con la noticia esperada, la que ella sabía que lo desencadenaría todo.
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- El jefe te espera en su despacho, Sarah. Ashcroft no convocaba a los agentes a menos que hubiera alguna novedad que les afectara. Mientras las misiones fueran por el camino previsto, solía dejar un amplio margen de maniobra. Siempre y cuando los informes fluyeran hacia su despacho con tranquilizadora regularidad, desde luego. Sarah sintió que la escueta frase le provocaba un inmediato aumento del ritmo de su corazón. ¿Tendría el valor de hacer lo que había planeado, en caso de que todo fuera como suponía? Bien, sea como sea habrá que ver primero, se dijo poniéndose en pie y dirigiéndose hacia el despacho de Ashcroft. Era curioso, pensó para sí misma. Sus sensaciones a medida que avanzaba por el largo pasillo le resultaban familiares... Sí, era como cuando había recorrido un pasillo similar para consultar la lista de admitidos en el servicio, cuando se presentó para aquel trabajo, hacía ya tanto tiempo. Sentía las piernas flojas, el corazón acelerado y una curiosa sensación de desplazamiento, como si las paredes fluyeran a su lado por sí mismas. Estaba nerviosa, desde luego. Se detuvo al llegar frente a la puerta en cuyo letrero ponía tan sólo "Ashcroft", tratando de serenarse. Llamó dos veces y entró, algo demasiado deprisa, pues ya estaba casi dentro cuando se oyó la voz de "adelante". Se detuvo ante la mesa, con la expectación a flor de piel. Ashcroft tampoco parecía muy tranquilo. Normalmente recibía a la gente con algo de esa flema inglesa suya, desviando su atención hacia papeles u objetos sobre su mesa. En esta ocasión, sin embargo, la miró fijamente y le indicó un asiento, lacónico a más no poder. - La supongo al corriente de la situación en Berlín. - le dijo al fin, atravesándola con la mirada. - Sus servicios son requeridos en una misión distinta y más importante; la actual queda cancelada de inmediato. - ¿Cuál es la nueva misión? - preguntó ella, incapaz de tranquilizarse.
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- Tenemos pruebas de la presencia de la agente Von Kahlenberg en Berlín. Deberá intentar contactar con ella por cualquier medio, y obtener cualquier información relevante acerca de las intenciones soviéticas. Ya sabe cómo debe lograrla. Extrañamente, aquello la serenó de inmediato. Ahí estaba, lo que había temido por tanto tiempo. Ya no cabía engañarse ni esperar. Haría lo que tenía que hacer. - Sí, por supuesto. ¿Cuándo partiré? Su rápida respuesta pareció dejar a Ashcroft sorprendido. Tal vez no esperaba una reacción tan inmediata. La miró de hito en hito, antes de responder: - El próximo lunes. Se le volverá a dar la cobertura de periodista de la agencia Reuters. Sus papeles ya estarán sobre su mesa. - dijo él, señalando hacia la puerta. - Excelente. ¿Eso es todo? - Sarah se puso en pie, lista para empezar a trabajar. Ashcroft la volvió a mirar con intensidad. Tras unos instantes de silencio, al fin dijo: - Sí. Sin embargo... Bien, no todo el mundo estaba de acuerdo en que fuera usted la más indicada para esta misión. No entraré en detalles, pero... Bueno, su pasada relación con la agente Von Kahlenberg parece tanto una ventaja como un posible inconveniente para su misión. Espero que se dé cuenta de la importancia de esta. - Desde luego. No les defraudaré. - respondió ella, sintiéndose algo asustada ante su propio aplomo. Un nuevo gesto de Ashcroft le permitió darse la vuelta, despidiéndose para salir al pasillo. Al fin, sola en medio del largo corredor, se sintió mareada y se apoyó en la pared. La guerra... Aquello podía significar la guerra. De lo que se trataba era de 93
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presionar a los soviéticos, tensionar la situación aún más. Para ello ella debería retorcerle el brazo a Nadia, lo que podía ocasionar un nuevo incidente, si todo salía mal. Y aunque saliera bien, sin duda la información que obtuviera se usaría como prueba de las intenciones agresivas de los soviéticos. Conocía demasiado bien el aire que se respiraba por el interior del servicio secreto. La máxima prioridad era asegurarse el apoyo americano en caso de guerra, para lo que tratarían de presentar la situación como todavía más complicada de lo que era. Ella les serviría si duda a aquel propósito, con la involuntaria colaboración de Nadia. Una Tercera Guerra Mundial... En el mejor de los casos, la ganarían tras varios años de lucha sin cuartel. Millones de muertos... Los americanos disponían del arma atómica, y en una guerra abierta sin duda la usarían de nuevo. Los soviéticos no la tenían, aunque se sabía que estaban en ello. Un nuevo incidente podía encender la mecha de todo aquello. Sarah recobró la compostura poco a poco. Su mirada se endureció, al tiempo que se decidía. Haría todo lo posible por evitar que eso sucediese, incluso aunque pudiera parecer (qué demonios, aunque lo fuera) una traición a su país y a su trabajo.
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Todo el mundo se había marchado ya. Las oficinas estaban desiertas, las luces apagadas. Sarah se movía sin necesitarlas, pues conocía bien los lugares por los que se andaba. El sigilo era imprescindible, y por tanto caminaba despacio... - ¡Au! - El golpe en la rodilla, el chirrido de la silla al moverse... Se paró, frotándose el punto en que se había golpeado. Maldito fuera el idiota de Análisis que había dejado aquella silla tan alejada de la mesa. Se detuvo un instante, comprobando que el silencio volvía a ser total. Al fin alcanzó el lugar que buscaba, y halló a tientas el archivador y lo abrió. Uno, dos, tres, el cuarto, eso era... Sacó lo que había ido a buscar y cerró el archivador en silencio. Tan sólo el 94
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tintineo de las llaves rompió levemente el silencio. Desde dentro era fácil, y no tuvo más que salir a la calle para sentirse a salvo. Solamente entonces se dio cuenta de lo asustada que había estado. Sin embargo ya estaba hecho, y no podía volverse atrás. Se dirigió hacia la estación de tren, para volver a casa, con una mirada decidida y obstinada en sus ojos. Había hecho lo mejor, se dijo tratando de convencerse a sí misma.
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Viento Helado de Iggy
PARTE 7
Un viento espantoso barría la desolada extensión del aeropuerto militar de Hamburgo. Sarah se alegró de haberse cortado el pelo justo antes de partir para aquella misión. En un impulso súbito, había decidido renunciar al fin a todas las modas, pasadas o presentes, y seguir un estilo propio. La decisión parecía acertada, puesto que cualquier peinado habría sido instantáneamente barrido por aquel vendaval. Sarah se arrebujó en su gabardina, al pie de la escalerilla del avión, preguntándose dónde demonios se había metido el capitán del avión que supuestamente debía recibirla. Era media tarde, aunque el cielo plomizo y cubierto ya anunciaba la noche. Sarah bajó la vista del cielo en cuanto el plateado fuselaje del B-29 se abrió en una portezuela por la que asomó un personaje con gorra de piloto. - ¿Qué hace? ¡No se quede ahí, suba! - exclamó de forma estúpida el sujeto, al tiempo que realizaba un gesto animándola a subir la escalerilla. Con la típica afabilidad norteamericana, la agarró de forma innecesaria de la mano para ayudarla a subir el último peldaño e introducirla en el interior del enorme aparato. - Capitán Tom Gardner. - se presentó, con una sonrisa de suficiencia y un marcado acento tejano, sin dejar de mascar chicle. Sarah le devolvió el saludo con mucho menos entusiasmo, tras lo cual la condujo a lo largo de la atestada panza del avión. - Llevamos un poco de todo, alimentos, medicinas, combustible... - le explicó, al tiempo que pasaban junto a montañas de fardos. - No nos queda mucho espacio, tendrá que quedarse junto a la cabina del piloto.
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Un banco metálico fue todo lo que obtuvo. El lugar era gélido y deprimente, lo que no parecía afectar al capitán Gardner. Éste abrió la puerta de la cabina, al tiempo que lanzaba un animado grito. - ¡Ok! ¡Todo en listo John! ¡Motores en marcha! Entonces se volvió hacia ella, siempre sonriente. - Muy bien señorita, despegaremos de inmediato. En menos de tres horas estaremos en Berlín. Dicho esto, le hizo un gesto con el pulgar en alto, tras lo que desapareció en el interior de la cabina del piloto. Sarah sacudió la cabeza, asombrada ante la confianza – o inconsciencia – del americano. Aquel iba a ser uno de los primeros vuelos organizados por el presidente Truman en su desafío al bloqueo de Berlín. La reacción de los soviéticos ante este contra-desafío era una incógnita. Podrían denunciar la violación del espacio aéreo de Alemania oriental y proceder al derribo de los aviones que llevaban suministros al sitiado Berlín occidental. Si eso ocurría... Bien, sería la primera en enterarse, se dijo Sarah. Aunque también sería la primera víctima de la Tercera Guerra Mundial. El aparato se puso en movimiento, sacándola de sus pensamientos. Todo el fuselaje temblaba como si fuera a saltar en pedazos; también podía morir sin necesidad de ningún ataque de cazas soviéticos... Se amarró con fuerza, procurando serenarse, al tiempo que contemplaba con desconfianza la hilera de paracaídas pulcramente alineados contra la pared. Entonces el reconvertido bombardero se detuvo. Los motores rugieron de manera ensordecedora, y Sarah se sintió aplastada contra el respaldo de su asiento. Si el fuselaje ya se había movido de manera violenta entonces, ahora parecía ir a reventar en cualquier momento. Sarah creyó que iban a estrellarse, cuando de repente el ruido y los temblores se
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serenaron algo, sin desaparecer, al tiempo que sentía que el estómago trataba de escapársele por la garganta. Simplemente, habían despegado.
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El viaje fue frío, solitario y preocupante. Viajar en uno de aquellos bombarderos era muy distinto de hacerlo en un avión comercial. Los ruidos y temblores eran inquietantes, y para Sarah anunciaban a cada momento un posible ataque soviético. En definitiva, pasó un par de horas horribles, y el aterrizaje fue aún peor. Sin embargo, los tremendos zarandeos significaban que ya llegaban y que no había habido ataque. Lo que no quería decir que no fuera a morir en un vulgar accidente, se dijo mientras
el aparato tomaba tierra de forma
absolutamente aterradora. Pero al fin se detuvo, y Sarah comprobó que había estado reteniendo el aliento desde no recordaba cuánto. Soltó un profundo suspiro y, por primera vez en horas, sonrió. El aeropuerto militar americano de Berlín se veía mucho más activo que el de Hamburgo, pese a que ya era noche cerrada. Sarah se detuvo en la puerta, oteando los alrededores. Había llovido hacía poco, pues la pista se veía de un negro reluciente bajo los amarillos focos. Camiones militares y jeeps se movían de acá para allá, sin aparente orden ni concierto, aunque componiendo una imagen de actividad frenética. En medio de aquel caos planificado, Sarah logró hacerse recoger por un jeep del ejército americano, que la sacó del aeropuerto y la desembarcó junto al hotel que tenía reservado. Las formalidades en la recepción se le hicieron tanto más largas y penosas cuanto que ya era pasada la medianoche. Las tensiones del vuelo le iban pasando factura mientras una desganada y adormilada recepcionista tomaba nota de su reserva. Al fin quedó sola en su pequeña habitación, dejándose caer sobre la cama con una intensa sensación de agotamiento. Pese a ello, se obligó a descolgar el teléfono, solicitando un número que se había 98
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aprendido de memoria. - He llegado. Adelante con todo. - dijo, sin entonación ni saludo. - Recibido. - fue la única respuesta que escuchó antes de que su interlocutor cortara la línea. Se dejó caer en la mullida cama, exhausta. Había puesto en marcha una complicada serie de mensajes que al final llegarían a Nadia, al otro lado de la cerrada línea que dividía la ciudad. Sabía que en medio de aquella cadena había una estación de radioaficionado y un agente infiltrado en Berlín oriental, aunque ni conocía los detalles ni le importaban. La cuestión era que Nadia recibiría un mensaje pidiéndole que acudiese a un punto de la línea divisoria a la noche siguiente, a las 0 horas. Dado lo inestable de la situación, no había tiempo que perder. Pese a la tensión, o tal ver por ella, Sarah sintió que los enrojecidos ojos se le cerraban...
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Berlín, de noche, era lo que parecía: una ciudad sitiada. Las casas, tanto las intactas como las destruidas, se veían muertas y sin vida. Las farolas estaban todas apagadas, para economizar el preciado combustible tanto como para no dar ventajas al "enemigo". Y desde luego, toda la anterior historia de colaboración con los soviéticos había pasado, dejando en su lugar esa ominosa palabra, "enemigo". Sarah apenas había hablado con nadie, y sin embargo ya se había empapado de esa nueva actitud. Los soldados ya no paseaban despreocupados, sino que patrullaban alerta. Pudo ver a varios de esos pelotones, y tuvo que identificarse ante ellos puesto que imperaba el toque de queda nocturno. De esta forma, se aproximó con lentitud y cautela a su destino: Checkpoint Charlie. O bien punto de control "C", en la terminología militar americana. Aquel lugar se usaba con tanta frecuencia en los contactos entre la zona americana y la soviética por una buena razón: era el único paso que salvaba un obstáculo natural, el del río Spree que atravesaba la antigua capital germánica, lo que 99
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facilitaba el control del paso. El río, lento y poco caudaloso, era cruzado por un pontón militar de hierro, con casetas a ambos lados de la ribera. Sarah se aproximó a la que exhibía una bandera con barras y estrellas, alegrándose de gozar al menos de algo de iluminación. Allí, los focos militares atravesaban la lóbrega noche como si quisieran atacar al oponente. Sin embargo, la luminosidad no era tanta, puesto que del río surgía una fría niebla que atenuaba las luces, difuminándolas. La humedad le provocó un escalofrío, tanto quizá como la palpable sensación de peligro, aún más densa que la niebla. Había pasado la mayor parte del día durmiendo, tratando de recuperarse del horroroso viaje de la noche anterior. Por otra parte, no tenía nada que hacer hasta entonces. Y el momento había llegado. Miró por enésima vez su reloj de pulsera, extrayéndolo de su cálido refugio bajo la manga de su pesado abrigo, y suspirando dio un paso adelante, identificándose de inmediato ante el firme y varonil "quién va" del soldado en la garita. Sarah apretó contra su pecho el portafolio que llevaba a aquella cita, como si su contenido pudiera protegerla o al menos darle el valor que tanto necesitaba. De cualquier forma, lo que contenía sería decisivo aquella noche, para bien o para mal. Contaba con ello para lograr sus propósitos, aunque si fracasaba, aquello sería sin duda su fin. Las formalidades en el puesto de control se prolongaron, incluyendo una llamada telefónica al "enemigo", apenas visible entre la niebla al otro lado del puente. El sargento al mando había fruncido el ceño ante su solicitud de cruzar al otro lado, algo desde luego inusual, aunque había aceptado realizar aquella consulta. Volvió a fruncir el ceño ante la respuesta que escuchó por el auricular, si bien terminó por dar una lacónica autorización para cruzar. La niebla se espesaba por momentos, convirtiendo la luz de los focos en un
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difuso brillo que apenas iluminaba. Volvió a mirar de reojo su reloj, comprobando que era exactamente la medianoche. El otro lado del puente era ya invisible en medio de aquella grisácea neblina que sorbía el calor y hasta el coraje de Sarah. Entonces, surgiendo en medio del grisor, pudo ver una figura oscura y difuminada que avanzaba desde el otro lado del puente. La forma fue concretándose en su contorno a medida que caminaba hacia ella, mostrando que llevaba un largo abrigo sobre su alta y estilizada figura. La persona se materializó casi de repente al recibir la luz directa de un foco, y así Sarah pudo ver de nuevo la luminosidad de aquellos azules ojos. La seriedad de su expresión era tremenda, cuando de repente cambió del todo. Al verla, al reconocerla, una sonrisa borró toda – no, casi toda – la dureza de aquellos rasgos. - ¿Sarah? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí? - le preguntó en alemán, no en ruso, todavía a un metro de distancia de ella. - Nadia... - Por un instante, había olvidado qué era lo que la había traído hasta aquel tétrico lugar. Entonces, de repente, fue muy consciente de lo que contenía su portafolios y de sus objetivos. - Tengo que hablarte. Es muy importante. Deberíamos ir a un lugar algo más discreto. - respondió apresuradamente en alemán también. El frío, tanto como las miradas clavadas a través de la niebla en sus respectivas espaldas, no eran las mejores circunstancias para tratar aquello. Por su parte, Nadia dudó, mirando a un lado y a otro, como si buscase un lugar mejor sin hallarlo. - Está bien. - contestó sin embargo. - Ven, sígueme. Sin más palabras, se volvió en redondo, regresando por donde había venido. Sarah se apresuró tras ella, extrañada tanto por la actitud distante de la mujer como por su extrema frialdad ante un asunto tan extraño como aquel. Le dio 101
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tiempo para ver cómo el soldado de la garita bajo la bandera roja se cuadraba ante sus galones, que observó que ya eran de coronel. Allí, ante la evidente autoridad de la soviética, las formalidades se esfumaron, y tuvo que apresurarse a seguirla hacia un lugar que le pareció por completo a oscuras. Sin embargo, en cuanto sus ojos se acostumbraron, pudo ver que tras la garita se encontraban, a un lado, una serie de barracones militares, con sus interiores apagados y negros tras sus pequeñas ventanas. Nadia se dirigió hacia la puerta de uno de ellos, que traspuso sin detenerse. En cuanto ella también la cruzó, se vio de nuevo a oscuras. Escuchó, en cambio, la voz de la mujer, firme y sorprendentemente próxima, lo que la sobresaltó. - Muy bien, esto está vacío. ¿De que se trata? Tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, tanto como a que los latidos de su corazón se calmaran. Vio entonces el interior de un largo barracón, con sendas hileras de camas a los lados de las paredes largas. Parecía un cuartel abandonado o, de más siniestro significado, un hospital de campaña todavía no utilizado. La presencia de la mujer, alta y dominante, muy cerca de ella, la obligó a considerar la pregunta que le acababa de hacer. - Lo mejor será que veas esto. Me ahorrará muchas explicaciones. - le dijo, al tiempo que abría el portafolios y le tendía una gruesa carpeta llena de documentos. Ella la miró de reojo, a ella y a la carpeta, dudando por un instante como si lo que le tendía fuera una trampa. Sin embargo, la agarró, al tiempo que encendía una luz que relumbró con calidez repentina y sorprendente. Sin sentarse, Nadia se colocó bajo la amarillenta luz de la desnuda bombilla y empezó a hojear, como sin interés, el conjunto de papeles. Sarah la contemplaba nerviosa, temiendo su
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reacción. Aquel era el expediente de Nadia en el MI6 – el original, del que no había copias – que ella misma había redactado en su mayor parte. Su lectura, aunque fuera por encima, le diría a su interlocutora mucho: lo primero, que la mujer que estaba ante ella era una espía. Además, que le había tendido una trampa en el caso del doctor del campo de concentración. Y por último, que se traía entre manos algo muy extraño, pues de otra forma no se podía explicar que le entregase voluntariamente aquel material, que contaba con el sello en rojo de "alto secreto". Tras varios minutos de incertidumbre, Nadia al fin se dignó en levantar la vista de los papeles. Se limitó, sin embargo, a mirarla a ella de reojo, con una expresión interrogativa pero sin preguntar nada. Sarah se vio obligada a romper el tenso silencio. - Sí. Yo era una agente encargada de investigarte y, a ser posible, captarte para el MI6. Para la desesperación que Sarah sentía, la soviética no cambió su mirada, que seguía siendo irónica e indirecta. Tuvo que resignarse a proseguir. - Hay una razón por la que te he traído el expediente original; para que te lo quedes y lo destruyas. Es por eso que quería hablar contigo: para demostrarte que ese expediente no debe ser un obstáculo. Tengo un plan para detener este enfrentamiento antes de que llegue a más, y para eso necesito tu colaboración leal, no obligándote a ello. Al fin logró que su interlocutora cambiara su expresión y abriera la boca. - Todo esto es muy extraño. Por una parte, podría decirte que no sé de qué me hablas, y que todo esto no va conmigo. - Entonces hizo una pausa, como para darle la oportunidad de meditar al respecto, antes de proseguir. - Sin embargo, lo mejor será hablar claro. En primer lugar, ya imaginaba que tu ofrecimiento en Nuremberg era un truco, y por tanto, que tú eras una agente del espionaje 103
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británico. La verdad es que decidí meterme de lleno en tu trampa, por mis propias razones, que tú ya conoces. Por tanto, no hay una sorpresa ahí, tan sólo la confirmación de una sospecha. Sarah apenas podía evitar un sentimiento de admiración hacia el aplomo de la soviética. Estaba en la posición más débil, y sin embargo parecía perfectamente al control. Además, no se le escapaba un detalle, como evidenció con sus siguientes palabras. - Por otra parte, todo esto podría ser otra trampa, una muy rebuscada. Tú estarías tratando de ganarte mi confianza, mientras en realidad guardas una copia del expediente. No puedo comprobar que realmente hayas violado las órdenes de tus superiores para traerme esto, como pareces insinuar. - Nadia, yo... - Su réplica fue interrumpida con una mirada cortante y una suave mano enguantada sobre su hombro. - Espera. Todo eso en el fondo no importa. Lo que realmente importa es por qué has hecho esto, y qué es lo que pretendes de mí. Cuando me lo digas, podré hacerme una idea. Sarah tomó aire, angustiada. Todo dependería de cómo fueran recibidas sus siguientes palabras. Por eso mismo, le costó decidirse a pronunciarlas, pues sabía lo que se jugaba, más incluso que su carrera o su vida. Sin embargo, al fin reunió el coraje suficiente para soltar el aliento que había retenido, en forma de palabras susurradas. - Nadia... Necesito que me creas. Sé que esto - dijo señalando la carpeta en las manos de la soviética - no me hará más creíble para ti, puesto que demuestra que una vez te traicioné. Sin embargo, he creído que podría ser la mejor manera de convencerte de mis intenciones. Puedes darte media vuelta y llevarte el expediente contigo. Si te he sido sincera, quedarás libre de todo chantaje por parte del MI6. Y si no lo fuera, no estarías ahora peor que antes. Así pues, sólo 104
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puedo apelar a tu confianza... Había estado mirándola a los ojos, tratando de acechar en ellos una reacción, una respuesta. Sin embargo, aquel azul era de hielo, impávido como una fiera al acecho. Así, acabó por bajar la vista en el momento decisivo. - ... a tu confianza para que creas en lo que te voy a decir. Creo que las dos podemos colaborar para evitar el estallido de una guerra entre la U.R.S.S. y Occidente. Las dos estamos en la situación ideal para ello, si colaboramos de buena fe. A grandes rasgos, el plan es este: nos intercambiaremos documentos falsos que demostrarán a nuestros superiores que la otra parte no quiere ir a la guerra. Las dos podemos hacerlo, por nuestros conocimientos de inteligencia y por nuestros contactos. - Sarah había levantado de nuevo la vista, deseando ver en aquellos ojos una respuesta que no llegaba. Nadia se limitaba a mirarla con intensidad, y tal vez con una expresión levemente irónica. Sería terrible si se limitaba a encogerse de hombros y a reírse de su infantil idealismo. Todo, más que todo, habría terminado. Sarah comprobó, mientras esperaba aquella decisiva respuesta, que ambas estaban muy cerca la una de la otra. Recordaba que la mujer había posado una de sus manos, cubierta con un guante de negro cuero, sobre su hombro. Ahora tenía ambas manos sobre sus hombros, sujetándola a una cortísima distancia. Incluso la sacudió levemente cuando, tras lo que parecieron siglos, le dijo: - Comprendo. Pero quiero saber por qué lo has hecho. Sarah frunció el cejo, extrañada. ¿Es que no había escuchado lo que le había dicho? Iba a repetirle todo el plan, cuando comprendió el sentido de su pregunta. Le estaba preguntando por sus razones personales para hacer todo aquello. No sabía qué responder, cuando fue sacudida de nuevo, al tiempo que la soviética insistía.
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- Dímelo. Quiero oírlo. Dime por qué te has metido en semejante lío. Sarah comprendió lo que hasta entonces se había ocultado incluso a sí misma. Viendo aquellos ojos brillantes, aquella boca entreabierta como si aguardase ansiosa su respuesta, comprendió sus propias motivaciones. No consistían sólo en salvar la paz mundial. - Porque... - se atragantó, recuperó la voz - ... porque me sentía mal por haberte traicionado de aquella forma, y más cuando supe que habías caído en mi trampa por... por las razones que lo hiciste. No quise perjudicarte y... - aquella mirada exigía la verdad, no sólo parte de ella - ... y porque te quería. Y te quiero. Las enguantadas manos que la sujetaban la atrajeron, y en un movimiento que pareció durar siglos, la entreabierta boca se acercó a la suya, parsimoniosa y lenta, hasta que ambas se encontraron. Sarah se halló al final de aquel largo beso sentada sobre uno de los camastros de la fila. Nadia forcejeaba con los botones de su blusa. Estaba intentando... Quería... Sarah comprendió que apenas podía respirar, su aliento salía pesado por su boca abierta. Aquello iba muy deprisa... Sus manos subieron hasta su blusa, donde se encontraron con las de Nadia, que seguía manoteando sobre sus pechos y aquellos endiablados botones. No sabía muy bien qué pretendía, pero al fin intentó ayudarla. Pese a ello, la torpeza de ambas aumentó su nerviosismo. Al fin, los botones saltaron en todas direcciones, mientras se oía el sonido de la tela al rasgarse. Quedaron paradas por un instante, hasta que sintió aquellas manos sobre su piel. El contacto la electrizó, y se abandonó a sí misma, dejando que Nadia terminara de desgarrar sus ropas, sintiendo una boca y lengua húmedas y ansiosas sobre su piel desnuda. No supo tampoco muy bien cómo logró Nadia deshacerse de su uniforme y botas, pero al fin sintió la piel de ella sobre la suya. Sintió cómo le separaban las piernas, y el peso de aquella mujer sobre su cuerpo. Comprendió entonces que
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había soñado con aquello, y que al fin estaba ocurriendo. Besos, caricias, delicados mordiscos se sucedieron, hasta que una cálida lengua la recorrió de arriba abajo, abajo, cuando se sintió ir... Nadia sabía lo que hacía, y lo hizo varias veces, con tanta ansia como deleite, hasta que Sarah sintió unas firmes manos sujetándola por la nuca. Éstas la condujeron hasta unos pechos que besó y mordisqueó, y luego más abajo, despacio... - Ohhh... - Sarah sabía adónde la llevaban, y comprendió lo mucho que lo deseaba cuando sintió un leve cosquilleo en la nariz. Se concentró entonces en hacerlo lo mejor posible, rodeando a la vez aquellas firmes caderas entre sus brazos...
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Después de largo rato, las dos se relajaron la una junto a la otra, despiertas aunque algo adormiladas por el calor compartido bajo la manta militar. Nadia la había atraído a su lado, y ella se había recostado contra la curva entre su cuello y pecho. Una voz algo ronca habló entonces desde una boca situada junto a su sien. - Sarah... Todo esto ha sido una locura. - dijo Nadia, en tono sin embargo afectuoso. - ¿Te refieres a...? - A todo. - la interrumpió. - Pero principalmente a tu plan. Es una locura. - No lo es. - respondió con una indignación a la que le faltaban fuerzas. Debemos intentarlo. Por favor... Sin verla, percibió una sonrisa condescendiente en la voz de Nadia.
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- Sabes que podrían fusilarnos, ¿no? - No digas eso... - Se revolvió en el abrazo, enfrentándola para mirarla a los ojos. - Sé lo que hago, Nadia. Prométeme que lo intentarás. Que lo intentaremos... La soviética torció el gesto, pero acabó por devolver la sonrisa a su rostro. - Te lo prometo.
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Su ropa estaba completamente destrozada. Nadia, que ya se había puesto su uniforme – intacto, por cierto – se rascó la cabeza al ver el desastre, y se marchó hacia el fondo de la sala, despareciendo por una puerta. Sarah la esperó con creciente inquietud, recostada sobre aquella cama de campamento y cubierta por la áspera manta. Al poco, la soviética volvió, llevando un mono de trabajo de soldado soviético, sin insignias. - Es del tamaño más pequeño que hay, aunque te quedará holgado. - le dijo, tendiéndoselo junto a unas botas de goma. La mujer no parecía en absoluto avergonzada ante lo sucedido, ni tan siquiera ante el destrozo que había causado. Sarah suspiró, poniéndose el mono de una pieza, que en efecto le quedaba muy ancho. - Bastará. - dijo Nadia al vérselo puesto. - Ahora te acompañaré hasta tu lado. Los soldados de la guardia del lado soviético no movieron ni un músculo al verla pasar con aquel aspecto. Sarah se sentía muy extraña, y no sólo por su ropa. El frío y la humedad persistían, y la noche se encaminaba a su fin aunque el alba aún no asomaba. Sintió un escalofrío que le hizo abrazarse su propio cuerpo, cuando escuchó la voz de Nadia a su lado.
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- A partir de aquí ya debes seguir tú. - le dijo, en medio del puente de metal. - ¡Nadia! - le respondió, volviéndose al tiempo que salía de su ensimismamiento. Debemos vernos de nuevo... La soviética sonrió de forma socarrona, lo que la dejó extrañada por unos instantes, hasta que comprendió lo que había pasado por su cabeza. Sintió entonces un intenso rubor en su cara. - No, no es eso... Me refería a... Bueno, si tú quieres, también... - Demonios, había conseguido ponerla nerviosa, se dijo, interrumpiéndose. En breves instantes logró recomponer sus ideas y su compostura. - Tenemos que vernos para organizar mi plan e intercambiarnos documentos. Es importante, Nadia. Ésta sonrió de nuevo, ya sin ironía en su mirada, y asintió con gravedad. - Está bien. Nos veremos aquí mañana a la misma hora. Sarah asintió, aliviada. Entonces la soviética dio media vuelta para volver por su lado. - ¡Nadia! - le gritó de nuevo. Ésta se volvió. - ¿Qué ocurre? Sarah miró a su alrededor. Seguían envueltas en una espesa niebla, y desde aquel punto central del puente no podían verse ni un puesto de control ni el otro. Se acercó por tanto a Nadia y le pasó ambos brazos en torno a su cintura, poniéndose de puntillas. Nadia respondió a su beso con pasión, estrechándola brevemente. Sin embargo, se separó de ella con rapidez y se volvió definitivamente, despareciendo sin volverse atrás entre la niebla. Mientras, los ojos de Sarah la seguían, sintiendo una honda inquietud muy dentro de sí.
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PARTE 8
El nerviosismo y la desconfianza se habían convertido en un segundo modo de vida. Sarah acostumbraba a mirar por encima de su hombro con frecuencia. Sabía que incluso el indicio de estar siendo seguida podría tener un desastroso significado. Había adaptado su ritmo de vida a aquella sospecha, certeza más bien, y dormía de día para salir, como una criatura furtiva, en cuanto anochecía. Berlín era el mejor marco para una existencia vampírica como aquella. Las calles estaban desiertas por el toque de queda, y lóbregas por la obligada oscuridad. Además, el mismo espíritu de la ciudad parecía paralizado por el temor. El sitio soviético era percibido por todos como una amenaza, y las pocas formas humanas con las que se cruzaba en su camino se movían de manera furtiva, los hombros hundidos y la cabeza gacha, escondida tras bufandas o alzados cuellos de gabardina. Sarah se encaminaba hacia su quinta cita en cinco noches con Nadia. Cada vez se veían en un lugar distinto, salvo durante las dos primeras noches. Aquello había sido impuesto por Nadia, que desconfiaba de todo. De alguna forma, conocía la manera de infiltrarse en Berlín occidental, y aprovechaba aquello para citar a Sarah en un lugar distinto cada vez. Sarah no le había preguntado; como espía que era sabía que era mejor no conocer según qué cosas, y en todo caso no más de lo necesario. Aquellas citas se habían convertido en un ritual, uno recién aprendido, en el que las formalidades se seguían con exactitud, aunque con sentimiento. Sarah contempló en la distancia la farola, la única de aquella zona del semidestruido barrio de Kreuzberg que aún funcionaba. Sin embargo, no se veía figura alguna bajo su luz. Sarah sintió que el corazón se le encogía. De repente, al acercarse al nimbo de iluminación, una forma alta y negra salió de las sombras para sumergirse en la luz, y Sarah suspiró aliviada. Tratando de no 110
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correr, se acercó a ella. - Hola. - dijo escuetamente Nadia, como siempre. - Hola. ¿Vamos? - le respondió ella, refrenando, como siempre, unos inmensos deseos de abrazarla allí mismo. Tras un sencillo asentimiento, la siguió a través de la oscuridad y las ruinas, hasta que la oscura forma fue tragada por una oscuridad mayor: un portal sin iluminar. Sin dudarlo, se metió tras ella. En la negrura aún mayor, sintió unos brazos que la estrechaban, unos labios que besaban su frente, sus sienes, su boca. Como siempre, se separaron, conteniéndose a duras penas, como un alambre tenso a punto de romperse pero aún firme. Un "click" dio paso a una luz amarilla e intolerable, que la hizo parpadear. La estancia que reveló aquella luz no merecía tal honor: un lóbrego patio de vecindad, sucio y abandonado, o eso parecía. Sin embargo, una figura encorvada se dirigió hacia ellas. Se trataba de una anciana, que las miró apenas y les susurró en alemán: "síganme". Así lo hicieron, subiendo unas escaleras de madera que crujían de forma alarmante. En breve se hallaron en el piso superior, en un pasillo sólo iluminado por la luz indirecta y grisácea de la bombilla de abajo. La anciana abrió una puerta, apartándose como invitándolas a entrar. La estancia en cuestión parecía casi acogedora, aunque sólo fuera por contraste con el resto del edificio. Parecía llena de una luz cálida y una agradable temperatura, proporcionada por un rojizo brasero. Sarah entró, mientras Nadia le susurraba algo breve y conciso a la vieja. Esta asintió, les sonrió de una manera extraña y les dijo "gute Nacht" con un cierto deje irónico, antes de desaparecer cerrando de nuevo la puerta.
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La estancia, vista desde dentro, ya no parecía tan acogedora: una desnuda bombilla, una mesa, un brasero, dos sillas y una estrecha cama de hierro, limpia al menos y bien provista de mantas. Junto a ésta, una jofaina y una jarra de descascarillado metal lacado, dejadas sobre el suelo como huérfanas de una mesilla o cómoda adecuadas. Como siempre, las dos se contemplaron en silencio, sintiendo tensarse el alambre. - ¿Todo bien? ¿No te ha seguido nadie? - le preguntó la soviética, dejando su portafolios sobre la mesa, tras lo que se quitó los guantes con una parsimonia que Sarah sabía ya que era característica suya. - No... Creo que no. - respondió ella, mirándola de reojo. Dejó su propio portafolios sobre la mesa y se sentó, provocando el chirrido de madera contra madera producido por silla y suelo. - Bien. Como siempre, y sin necesidad de mencionar el tópico "el trabajo antes que el placer", se enfrentaron las dos, manteniendo la mesa, los maletines y los documentos entre ellas, como si fueran una necesaria barrera que las contuviera. Pese a las circunstancias, el trabajo era concienzudo, y con frecuencia les llevaba largo rato. Traían informes y documentos preparados, falsificados por ellas mismas. Los intercambiaban, discutían, descartaban algunos, se encargaban otros para la próxima sesión. En esa ocasión, el debate las llevó hasta la cuestión de los límites, la más delicada de todas las que trataban. - Debéis entender - argumentó Nadia - que a Stalin lo domina el miedo. Y no un miedo cualquiera, sino un terror paranoico, constante. Si lo presionáis demasiado, puede hacer algo imprevisible.
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A Sarah no se le escapó el detalle de aquel "presionáis". Pese a la complicidad que compartían, por no hablar de la intimidad personal, Nadia seguía considerando que ambas pertenecían a bandos distintos. Sarah archivó el asunto mentalmente para posterior discusión, descartándolo de momento. Su gesto de sacudir la cabeza fue malinterpretado. - Es así, te lo aseguro. - insistió Nadia. - Tenéis la bomba, los EE.UU. han quedado intactos tras la guerra, convertidos en una máquina de producción bélica, y mientras tanto la U.R.S.S. ha quedado arrasada. Stalin teme que los americanos decidan deshacerse de todos sus enemigos de una tacada. - No lo dudaba, Nadia, - intervino al fin - pero si es así, no se entiende este desafío tan peligroso. - Su gesto con la mano hacia lo que las rodeaba no fue malentendido esta vez; no se refería a la triste habitación que las cobijaba, sino a la sitiada ciudad. - Precisamente. Teme dar muestras de debilidad. Tus "informes" deben mostrar que vais a respetar unos límites. Que en esta confrontación no queréis llegar demasiado lejos, hasta la guerra. Si no... - Está bien, de acuerdo. Por otra parte, en el MI6 tenemos algunos informes de inteligencia sobre el presidente Truman. Parece que está siendo presionado. Y mucho. Todo esto no hace más que alimentar el anticomunismo en EE.UU., y además Truman tiene que hacerse perdonar su pasado en el equipo de Roosevelt. Aquello pareció demasiado "revolucionario" a los ojos de muchos poderes fácticos... - Ajá, - asintió Nadia - así pues, tenemos que tranquilizar a Stalin y darle coartadas a Truman. - Su mirada se hizo irónica, aunque también cariñosa, y tendió una mano a través de la mesa, por encima de los desordenados papeles. ¿No crees que estamos yendo demasiado lejos? Se diría que sólo nosotras podemos salvar el mundo...
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Sarah estrechó aquella mano, sonrió también, levantando la vista de sus documentos para encontrarse con aquellos ojos en los que tan sencillo era sumergirse... Carraspeó, al tiempo que respondía. - Tenemos que hacer algo. Conocemos los riesgos, y estamos en una situación en la que podemos ayudar a evitar algo terrible. ¿No estás de acuerdo? - Sí, Sarah. No pretendía negarlo. Pero todo esto parece un tanto megalomaníaco, por no hablar de los riesgos. - Lo sé... No podría... hacer nada de esto sin tenerte a mi lado, Nadia... Yo... Como siempre, era Nadia quien tomaba la iniciativa. Sin soltarle la mano, rodeó la mesa, y la alzó tirando de ella. Los papeles quedaron olvidados; ya estaba todo hecho. En cuanto estuvo de pie, la atrajo hacia sí, la abrazó y besó. Sin saber cómo, Sarah se encontró sentada al lado de Nadia, sobre la cama, mientras era besada en labios, mejillas, sienes, cuello... Esta vez sin embargo se revolvió. Dejarse hacer era estupendo, pero ya se sentía lo bastante segura a su lado como para responder a las caricias, e incluso hacer alguna cosa imprevista. Nadia se quedó sorprendida un instante, paralizada. Entonces sonrió, una sonrisa pícara y deliciosa que Sarah sintió el deseo de besar. Con las manos de ambas entrelazadas, la empujó hacia atrás entonces, recostándose encima suyo, dominándola mientras ella se dejaba dominar. Peleó con el rígido uniforme de coronel, los dorados botones que saltaban rebeldes. La horrorosa y estandarizada ropa interior soviética fue apartada con rápidos manotazos. Sarah pensó que tal vez debería regalarle a Nadia algo de lencería, seda tal vez... Sin duda a su cuerpo le iba la seda negra, y no aquellas prendas de grueso algodón color carne, sin forma ni suavidad. No perdió mucho el tiempo con aquellos pensamientos, sin embargo. La satisfecha sonrisa de Nadia exigía algo más de ella, y se concentró en dárselo. Acarició el interior de un muslo con su propia mejilla, como una gata mimosa. Su lengua surgió como la 114
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de tal felino, dispuesta a lamer algo más que crema...
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Tras un período de tiempo indeterminado, Sarah despertó poco a poco, abrazada a un cuerpo firme, cálido y sedoso. Con los ojos aún cerrados, restregó despacio su mejilla contra lo que sin duda era un pecho. Sintió entonces cómo el brazo que le rodeaba los hombros se tensaba. - Mmmm... ¿despierta? - escuchó con la piel tanto como con los oídos. - Sí... - entreabrió los ojos, comprobando que todavía era de noche, si bien un leve resplandor grisáceo anunciaba la madrugada. Lenta y perezosamente, se incorporaron y vistieron. El brasero estaba frío y apagado, el agua con la que se salpicaron el cuerpo, helada. Recogieron sus carteras, con sus intercambiados documentos en su interior, y salieron al inhóspito exterior sin ánimo ni ganas. El cielo se veía alumbrado ya por una triste aurora, aunque las tinieblas dominaban los edificios y calles. Cerraron la puerta de la calle tras ellas, sin llegar a ver a la anciana que las recibió. Sarah contempló cómo Nadia miraba a un lado y otro, asegurándose de lo desierto de la calle. Sólo entonces se volvió hacia ella, la estrechó entre sus cálidos brazos y le dijo desde muy corta distancia: - Estaré fuera toda la semana. Tengo que ir a Moscú. Por lo visto, mis éxitos de inteligencia han despertado la curiosidad de mis superiores. Los ojos de Sarah se ensancharon, revelando sin necesidad de palabras su desconcierto, tanto como su miedo. - ¿Có... cómo no me lo has dicho antes? ¿Será peligroso? Sintió que los brazos que la rodeaban se tensaban, tal vez tratando de 115
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transmitirle confianza. La sonrisa que vio ante ella pareció querer ir en la misma dirección, hasta que se abrió para pronunciar una respuesta. - No te preocupes. Es normal. Estaré de vuelta en una semana. Nos veremos en el mismo lugar, día y hora que hoy, ¿de acuerdo? Se sintió tentada a discutir. Aquella inesperada convocatoria a Moscú la había asustado realmente. Conocía los métodos del NKVD, y cómo convocaban a aquellas personas que debían ser purgadas. Sin embargo... no había razón para aquellos temores. Sin duda Nadia tenía razón. Tantos documentos interesantes sin duda habían llamado la atención del alto mando. Era probable que en breve ella misma se encontrase ante una reacción similar por parte de sus propios superiores. Se le pedirían informes adicionales y aclaraciones, y se le ofrecería sin duda una oficiosa palmada en la espalda por su excelente trabajo... Sí, debía ser aquello. Además, ya se hacía de día, y estaban al descubierto en plena calle. No había tiempo para discutir. Comprendió que Nadia le había ocultado aquello hasta ese preciso momento para impedir una discusión. Sarah sonrió irónica al darse cuenta de aquello. - Está bien. Cuídate mucho. - Tú también. Sarah besó levemente aquellos labios y escapó del abrazo, negándose a mirar atrás. No quería provocar malos presagios con despedidas ni miradas anhelantes por encima del hombro. Sin embargo, le costó no hacerlo, hasta que dio la vuelta a la esquina y se internó en una ciudad que apenas se empezaba a desperezar.
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Seguía despertándose desorientada, buscando algo que no estaba a su lado y que en principio no sabía qué era. Sarah se restregó los ojos, sintiéndolos irritados a la vez que notando la boca pastosa. No sabía si era debido a un exceso o falta de sueño. Parecían las dos cosas a la vez. - Grrr... - medio gruñó, medio se aclaró la garganta, al tiempo que se incorporaba. Tras cinco días sola, no había logrado adaptarse de nuevo a un horario normal, ni era probable que lo hiciera ya. ¿Qué hora era? ¿Por la mañana, por la tarde? Descorrió la pesada cortina de la habitación de hotel, sólo para encontrarse con la furibunda luz del sol en sus ojos. Mediodía. Parpadeó, cegada, tanteando su camino hacia el lavabo. Como siempre, puso su mente en piloto automático para ir realizando sus rutinas higiénicas matinales, mientras el resto divagaba a su antojo. Había pasado aquellos días casi completamente encerrada, pergeñando informes ya demasiado tiempo aplazados, documentándose y proyectando falsificaciones plausibles. Aquella febril actividad no había conseguido hacer desaparecer su inquietud, en todo caso la había relegado a un lugar más profundo, donde probablemente hacía más daño. También se había negado obstinadamente a reflexionar sobre... Su mente se cerraba al llegar a aquel punto. Esta vez, sin embargo, se obligó a ir más allá. Se sentía terriblemente dependiente de Nadia, eso era evidente. No sólo por la preocupación – era natural – sino por el vacío de su ausencia. En consecuencia, debía preguntarse... ¿qué futuro tenían? Aquello no duraría siempre, de hecho estaban trabajando para que terminase, y luego... Nuevo punto de resistencia mental, aún más difícil de superar. Apenas era consciente de estar en la ducha, ya saliendo de ella y envolviéndose en una toalla mientras su mente divagaba. Un nuevo esfuerzo de concentración la llevó a dónde sus temores no querían que llegara... A menos que hicieran algo drástico, aquello terminaría con un sentido
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pero definitivo "adiós, me alegró conocerte y todo eso, pero..." El tremendo timbrazo del teléfono la sacó de aquellas poco agradables cavilaciones. Tanto que en principio le resultó bienvenido, hasta que su mente práctica recuperó el control y le lanzó una punzada de inquietud. ¿Quién podía ser? No esperaba ninguna llamada, y en sus circunstancias, las novedades y sorpresas no podían traer nada bueno. Dudó junto al teléfono durante un par de timbrazos más, hasta que lo descolgó de repente, llevándose el auricular al oído. - ¿Sí? - preguntó tan sólo. - Donald Rumsfeld al aparato, ¿con quién hablo? - Sarah Cosgrave... - suspiró ella, sintiendo que se hundía. Se trataba de un contacto del MI6. Conocía el nombre, aunque no al individuo. Ahora vendría un mensaje código. - Su reserva ha sido confirmada. Todo conforme a sus instrucciones, señorita. - Muy bien, de acuerdo. Muchas gracias. - Colgó. Suspiró de nuevo, sintiendo las rodillas flojas. Se apoyó en la mesita del teléfono, tratando de reflexionar. Después de todo, no era de extrañar, ya se lo había figurado. Como en el caso de Nadia – esperaba que fuera realmente eso en el caso de la soviética – su torrente de documentos de altísimo nivel habían llamado la atención de las altas esferas. Se interesaban por todo ello y, lo que podía ser desastroso, tal vez hubieran enviado a alguien de más alto nivel para hacerse caso del asunto, supervisándola o, lo que aún sería peor, reemplazándola. Se vistió con parsimonia, sin ganas. En una hora el tal Rumsfeld se reuniría con ella de manera discreta en el vestíbulo del hotel. Aquella cita era sumamente inquietante, y no le apetecía acudir a ella en lo más mínimo. Más que en ningún 118
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momento antes, echó de menos tener a Nadia a su lado. No para consultarla; ella se apañaba bien solita en su profesión. Lo que necesitaba de ella era su presencia, su apoyo, la seguridad que sentía estando a su lado. La misma que echaba en falta ahora.
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Mientras atravesaba el vestíbulo despacio, sin prisas ni sospechosos remoloneos, un hombre bajo se colocó a su lado. Llevaba un sombrero Borsalino calado, y se limitó a tocar el ala por todo saludo. Ella se limitó a asentir, dejándole que se colocase a su lado mientras salían a la calle. Aquel tipo, pese al sombrero, no parecía Bogart ni por el forro. Pequeño, nervioso, su mirada era tan huidiza como predicaba el tópico de los espías. Por lo que asomaba, su cabello parecía rubio, fino y sin cuerpo, sus ojos acuosos. No le dio buena espina el tal Rumsfeld. Para mayor desagrado, le pasó un brazo en torno a la cintura en cuanto salieron 119
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a la calle, como si así la cosa fuera a parecer más natural. El tipo sonrió por lo bajo, se volvió a tocar el ala del sombrero con la otra mano y la miró. - Bien, bien... - Su mirada parecía apreciativa; desde luego iba dirigida cada vez más hacia abajo. - Me alegro de conocerla, Sarah... De conocer a una leyenda reciente. Puede llamarme Don, parecerá más natural. ¿Paseamos? La frase código recibida por teléfono le indicaba que aquel sujeto era su superior y que debía ponerse a sus órdenes, pero no sabía de cuán arriba venía. No parecía joven ni viejo; en todo caso debería tratarlo con cuidado, por si acaso. Sus palabras resultaban extrañas, tan inquietantes como halagadoras, y no tenía muy claro cómo responder. Tiró por el camino de menor compromiso. - Está bien. Usted me dirá de qué se trata. - Muy bien. Pero sonría... - dijo él, mirando a su alrededor con desconfianza y volviendo a pasear junto a ella. - Como le decía, sus informes han llamado la atención. Perdone que le sea brutalmente sincero, pero nadie esperaba de usted resultados tan espectaculares. - Muy bien. - lo interrumpió ella. - ¿Hay algún problema? - No... Sí. - Su interlocutor pareció dudar. - Lo que más ha llamado la atención es la ausencia de fuente. Sus informes preliminares pasan por alto el origen de sus espectaculares logros... Sarah suspiró. Sólo la incomparable inercia y estupidez burocrática del servicio secreto inglés había impedido que alguien relacionara esos informes con Nadia. Eso, suponiendo que ese tipo le estuviera diciendo la verdad. En todo caso, si esa relación se establecía, pronto verían que el expediente de Nadia faltaba, y entonces alguien sí sumaría dos y dos. Sarah sabía que ese momento llegaría antes o después, pero para entonces esperaba... ¿Qué esperaba? Esto la llevaba al asunto que había estado eludiendo hasta entonces. ¿Qué futuro tenía con
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Nadia? ¿Adónde pretendía o podría llegar? - ¿Y bien? - Su acompañante interrumpió sus pensamientos, haciéndola parpadear desorientada. - No tiene nada de extraño, - se lanzó ella, recuperando su aplomo y pensando con rapidez. - puesto que la misión está todavía en marcha. En cuanto acabe, tendrán un informe completo. De momento, por razones de seguridad, es mejor que se divulguen los menos detalles posibles. La excusa tenía una cierta base reglamentaria. Una misión abierta permitía algunos recursos discrecionales para el agente, eludiendo incluso un control que, caso de caer en malas manos, podía suponer un riesgo para el agente. Sarah sonrió con cierta satisfacción, sintiendo que el aplomo volvía a ella. - Mmm, sí... - murmuró él, pensativo. - Sin embargo, dada la importancia de su misión y lo extraordinario de sus resultados, se ha decidido que precisará de un cierto... apoyo. El corazón de Sarah se detuvo por un instante, mientras el color abandonaba su cara. Aquello significaba... seguimiento. La iban a controlar discretamente, supuestamente para darle ayuda en caso de emergencia, pero en realidad lo que harían sería vigilarla. Aquello les llevaría directamente hasta Nadia. - Bien. - asintió, decidida a no dejarse llevar por el pánico. - Dudo que sea necesario, pero supongo que ya está decidido. - Oh, sí. - sonrió él. - Se hará discretamente, desde luego. Bien, eso es todo. Me pondré en contacto con usted por los métodos habituales si resulta necesario. Rumsfeld se detuvo y se inclinó hacia ella, sonriendo. Le dio un ligero beso en la mejilla, tras lo que se alejó un poco, contemplándola de arriba a abajo y ensanchando su sonrisa.
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- Hasta pronto, cariño. - le dijo, llevando una mano al ala del sombrero, tras lo que dio media vuelta y se alejó.
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Eran pasadas las once de la noche. Esta vez no se había puesto sus habituales faldas ni zapatos de tacón. No iba a salir por la puerta principal, desde luego. Había tenido tiempo suficiente para investigar la zona del hotel reservada a los empleados, y había encontrado lo que necesitaba. El montacargas la llevaba, lento pero discreto a aquellas horas, hasta el sótano. Una vez allí, una trampilla daba a la parte trasera del hotel, y a la calle. Conocía los métodos de los agentes que la vigilaban lo suficiente como para engañarles de manera tan sencilla. Sin embargo, aquella manera furtiva de moverse, el peligro de ser descubierta, el mirar por encima de hombro y al otro lado de las esquinas... era estimulante. Pese a la mitología del espía, pocas veces se sentía la adrenalina en las venas de aquella forma. Y cuando lo hacía, la sensación era maravillosa. Bueno, tal vez no maravillosa, pero sin duda estimulante. Sarah sonrió, su dentadura brillando en la oscuridad al tiempo que se agazapaba tras un cubo de basura. Poco más en ella podía brillar, puesto que llevaba pantalones y jersey oscuros y zapatos planos de suela de goma. Si conseguía alejarse del hotel sin que nadie la viera, podría caminar de forma razonablemente confiada. Pese a ello, ni se confió ni relajó una vez se hubo internado en la ciudad sin novedades. La sensación de peligro continuaba, y no sólo eso. También había otro miedo. Nadia había ido a Moscú, y bien podía... no volver. Ella conocía las frecuentes purgas que se sucedían en el espionaje soviético, atenazado por el carácter desconfiado y paranoico de Stalin. Además, si tenían un infiltrado en el MI6 – lo que no sería de extrañar, se dijo – tal vez supieran que su agente estaba colaborando con ella después de todo. No se hacía ilusiones sobre la sinceridad
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de Rumsfeld. Bien podría saber más de lo que le dijo, y la vigilancia que ahora eludía estar relacionada con la desaparición del informe de Nadia. El peligro de que la soviética no volviera de Moscú era muy real, desde luego. Sin embargo, su mente rechazó la idea, aunque no así su corazón. Este continuaba acelerado, y mucho, casi hasta hacerse doloroso en su alocado latir. Además, en contra de toda lógica, cuanto más se alejaba del hotel, y por tanto más segura debía sentirse, más atenazada por el miedo estaba. Una vez hubo llegado al punto de cita, prefirió quedarse algo lejos de la única farola. Considerando las circunstancias, mejor sería agazaparse en la oscuridad, no muy lejos, y observar. En cuanto Nadia llegase – si lo hacía, le dijeron sus miedos – la vería acercarse al amarillo círculo de luminosidad. Miró el reloj, orientándolo de modo que la poca luz iluminase la esfera. Había pasado un minuto desde la última vez que lo había observado. Maldición. Debía controlar su nerviosismo, o cometería errores. Aún quedaban diez minutos para la hora convenida. Toda aquella situación la había obligado a reflexionar, algo que se había estado prohibiendo inconscientemente a sí misma durante todo aquel tiempo. La pregunta clave, en la que ya había quedado encallada varias veces, era: ¿Qué futuro tenían ella y Nadia? Aquella crisis acabaría antes o después, más pronto que tarde sobre todo a causa de sus esfuerzos por resolverla. Las noticias eran buenas, la tensión se había relajado considerablemente. Aunque el bloqueo continuaba, se había establecido una especie de equilibrio, y los soviéticos toleraban el puente aéreo, como si no fuera con ellos la cosa. Así pues, era muy posible que un día u otro levantasen el inútil bloqueo, una vez que consiguieran una compensación con la que salvar la cara. Ella misma, en su cartera, llevaba documentos que podrían servir para llegar a aquel punto. Y entonces... Entonces tanto Nadia como ella ya no tendrían nada que hacer en Berlín. Cada una volvería por donde había venido, y todo acabaría entre ellas.
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¿Cómo se había enamorado de alguien con tan pocas esperanzas de compartir su vida? Era una estupidez. Sin embargo... Había una esperanza. En cuanto todo aquello acabase, le ofrecería una alternativa. Sí. Si Nadia se pasaba a Occidente, todo quedaría resuelto. Ella no parecía una fanática, ni mucho menos. Sí, era profesional, una agente seria, hasta podía resultar inquietante a veces. Pero no tenía esa resolución, esa frialdad de quien no piensa sino que se limita a actuar. Seguro que, desde su puesto, Nadia había visto las suficientes cosas negativas, y hasta terribles, del sistema soviético, tanto como para plantearse dar aquel paso. Y si se lo ofrecía ella, entonces tal vez... Levantó la cabeza, alarmada de repente. Sus meditaciones la habían sacado de la realidad durante un buen rato. Miró de nuevo el reloj. Las doce y cuarto. Tardaba. Su corazón se encogió dolorosamente. Nadia... Entonces, en la lejanía, una figura negra rasgó el velo de la niebla, arrastrando jirones de ella a su alrededor. La forma, con su abrigo largo y su gorra de plato, era inconfundible. Despreciando toda precaución, en cuanto vio brillar aquellos azules ojos bajo la luz, se lanzó en su dirección, corriendo. La sonrisa de Nadia fue lo siguiente que vio, al tiempo que ésta abría sus brazos para recibirla. Se estrelló contra ella, haciéndola tambalearse un poco en su ímpetu. - Eh, ehh... Hola, hola. - dijo la soviética, quizás algo sorprendida por su efusividad, aunque con la sonrisa pintándose en su voz. Además, Sarah sintió que la estrechaba con fuerza contra su pecho, y ella se refugió en aquel seno cálido y acogedor, que alejaba todos los temores. - Vamos, vamos, tranquila, yo también te he echado de menos. - insistió, acariciando su cabello con ternura. Sarah, pese al tono levemente cínico de la mujer, notó que el corazón contra el que apoyaba su mejilla también latía con fuerza. Aquello la hizo sentirse aún mejor. Pese a que habría deseado estar así
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por siempre, alzó la cabeza y dijo: - Sí, te he añorado, Nadia. Mucho. ¿Vamos? Ésta sólo asintió, sus fríos ojos hermosamente cálidos, y pasando un brazo en torno a sus hombros la condujo en silencio por la oscura calle.
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PARTE 9
Como de costumbre, se abrieron camino por callejuelas inmundas, mal iluminadas, siniestras incluso. Las dos se mantenían en un tenso silencio, mientras Sarah se dejaba conducir por Nadia, que había pasado un brazo en torno a sus hombros. Por lo poco que se podía ver de su cara en la oscuridad, la soviética lograba parecer a la vez preocupada, tensa y alegre, hasta juguetona en las miradas que le echaba de reojo, como si le preparase una broma. La británica, por su parte, sentía una extraña opresión, tal vez recuerdo del miedo que pasó esperando, tal vez a consecuencia de las dudas que la habían asaltado. Tras un recorrido inusualmente largo, Sarah fue guiada con firmeza aunque sin explicaciones hasta un edificio de aspecto señorial, barroco y burgués, aunque tan abandonado y triste como el resto de casas y pensiones sencillas que hasta entonces habían albergado sus furtivos encuentros. En aquella ocasión nadie salió a su encuentro, sino que Nadia sacó un manojo de llaves y abrió el gran portón de madera labrada. Entraron, pudiendo comprobar que el lugar estaba tan oscuro y abandonado como los demás. La casa, sin embargo, parecía haber sido lujosa en su tiempo, aunque ahora el polvo se acumulaba en los escalones de la señorial escalera que subieron. Sarah se revolvió en el abrazo que la guiaba, notando la tensión en su amante. - Nadia, ¿qué es lo que...? - Shh, calla, ahora lo verás. -le cortó la soviética, dejando relumbrar su sonrisa de blancos dientes en la penumbra. Abrió entonces una pesada puerta, que dejó pasar una luz oscilante aunque intensa. En cuanto sus ojos se acostumbraron a ella, Sarah vio una amplia estancia de sorprendente decoración. Esta vez no se trataba de destartaladas camas de hierro ni de mesas de madera envejecida. Era un hermoso salón,
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radiante de lujo y de recargada decoración: alfombras persas, paredes tapizadas de raso rojo, mesas y sillas y sofás tapizados en terciopelo, y en medio de la sala, una enorme bañera de mármol, redonda y rodeada de innumerables velas encendidas, que eran la única aunque intensa iluminación. Del techo, recubierto de doradas molduras, colgaba una araña de cristal, que aunque apagada relumbraba con magníficos destellos. Como se esperaba de ella, Sarah quedó boquiabierta, sorprendida por el radical cambio de ambiente que todo aquello suponía. - ¡Nadia! ¿Qué es todo esto? -preguntó, volviéndose hacia la mujer a su lado. - Lo que te mereces, por una vez y sin que sirva de precedente. -contestó la morena con la misma sonrisa, dejando caer su abrigo al suelo e inclinándose hacia ella. Sarah extendió sus brazos hasta su cuello, besando y dejándose besar. Durante un largo instante, olvidó todos sus temores y tensiones, incluso dejó de pensar a qué se debería todo aquello, y dejó que el tiempo se paralizara en torno a la boca de su amante. Después de todos sus encuentros en lugares tristes y deprimentes, aquello resultaba incluso mareante. A ello contribuía también la presencia de Nadia a su lado. Era cierto que la había añorado, y eso que tan sólo había pasado una semana. No podía dejar de pensar en lo colgada que estaba por ella; eso no era bueno, sobre todo con las incógnitas que pendían sobre su relación. La menor de ellas no era el seguimiento a la que la sometía Rumsfeld. ¿Cómo iba a despistarlo constantemente, sin que sospechara? Esas inquietudes salieron de su mente en cuanto sintió a Nadia tras ella. Le estaba subiendo el jersey, de forma que alzó los brazos para que se lo pudiera pasar por encima de la cabeza. Nadia lo hizo, aunque con lentitud, deteniéndose aquí y allá con suaves labios y expertos dedos. De repente, su sujetador se soltó, y bajó los brazos para dejárselo quitar. Pese a su creciente entusiasmo, adoraba
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dejarse hacer, abandonarse a las expertas caricias de Nadia con los ojos entrecerrados y con suaves murmullos provenientes de su garganta como única respuesta. Sintió, casi sin ver, que ahora ella se había arrodillado y le estaba bajando los ajustados pantalones, de nuevo despacio, de nuevo acariciándola donde sabía que obtendría su respuesta. Sintió desfallecer sus rodillas, y abrió los ojos, desorientada. El tiempo parecía haberse dilatado de alguna forma, y se encontró con que Nadia ya se había desnudado sola. Se apoyó en su hombro para no caer, algo decepcionada por no haber podido desvestirla ella misma. Pero la hermosa mujer se alzó entonces, sosteniéndola en sus brazos. La miró a los ojos con intensidad, y así Sarah perdió ya toda noción de sus pensamientos, tanto como de lugar y de tiempo. Fue conducida hacia la bañera, depositada en su interior con cuidado, como si fuera a romperse. El agua estaba perfecta; la sensualidad del líquido calentando suavemente su piel le arrancó un gemido. Abrió los ojos justo a tiempo para ver a Nadia entrar en la bañera también. El calor de la piel de la morena se sumó al del agua. Sarah se recostó, sintiendo aquella deliciosa boca sobre su hombro, los expertos dedos buscándola bajo el agua. Nadia se había colocado encima suyo, y parecía ajena a todo lo que no fuera darle placer. Para Sarah era ya imposible resistirse; cerró sus ojos al tiempo que, inconscientemente, se mordisqueaba un índice. Jamás había gozado, jamás la habían hecho gozar de aquella forma, pensaba mientras su cabeza se sacudía a un lado y otro, perdido el control mientras su espalda se arqueaba en espasmos incontrolables. Abrió sus ojos poco a poco, sonriente a la vez que soñolienta. Se encontró, como esperaba, con aquellos otros, tan azules, fijos en ella a corta distancia. Sin embargo, le sorprendió ver en ellos una expresión tristísima, que desapareció tan
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de repente que apenas fue consciente de haberla percibido. - Te adoro... -les musitó a aquellos ojos, al tiempo que recuperaba el sentido de la realidad. Y la realidad era muy agradable: podía sentir el tenso y firme cuerpo de la soviética muy pegado al suyo, envueltos ambos por aquella líquida calidez. Sus manos se movieron como por propia voluntad, recorriendo la suave piel. Sus maniobras hicieron a Nadia morderse el labio inferior sin perder la sonrisa, un gesto que Sarah ya le conocía. Siguió por tanto con sus caricias, más lentas aunque quizás menos expertas que las que había disfrutado. - Mmmm, sigue, cariño, sigue... -le susurró su amor con un débil ronroneo, con sus hermosos ojos muy abiertos. -Me gustas tanto... He querido dártelo todo, todo lo que deseas, por una vez... Sus caricias, cada vez más rudas, como sabía que a la soviética le gustaban, la hicieron callar. En su lugar, los murmullos felinos acariciaron sus oídos. Sarah se concentró entonces en la apabullante tarea de hacer gozar a la morena. Sus esfuerzos encontraron la recompensa de varios besos y mordiscos, hasta que sintió aquel cuerpo derrumbarse lentamente entre sus brazos. Al fin las dos se relajaron, recostándose ambas una al lado de la otra. Nadia pasó un brazo en torno a sus hombros, y por un rato quedaron en silencio, contemplando los fascinantes movimientos de las llamitas de las velas. - Hay algo que tenemos que hablar. -dijo entonces la morena de repente. Su voz, con un tono repentinamente serio, inundó el corazón de Sarah con un súbita inquietud. Incapaz por un instante de articular palabra, fue Nadia la que prosiguió tras un breve aunque intenso instante de silencio.- Tengo que reconocer que tu plan no era tan absurdo como parecía en principio. -Nadia parecía estar escogiendo con cuidado sus palabras. Sarah prefirió dejarla proseguir, expectante por dónde iría a parar.- De hecho, ha tenido un éxito impresionante. He averiguado cosas muy interesantes en mi viaje a Moscú.
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En ese punto, Sarah ya no pudo contenerse más y la interrumpió. - Qué ha ocurrido, Nadia? Me has tenido muy preocupada. Nadia sonrió con un leve deje de ironía, aunque de inmediato le acarició la mejilla. - No hay de qué preocuparse, cariño. Todo ha salido a pedir de boca. De hecho, demasiado... - Demasiado? ¿Qué quieres decir? - Pues... -la pausa se hizo evidente, tanto como el esfuerzo de la morena por encontrar las palabras.- ... que todo ha sido un éxito. Había planes... planes para provocar la guerra antes de que los americanos estuvieran preparados. Sin embargo, tus documentos han convencido al alto mando, y ya no creen que se esté preparando una agresión contra la U.R.S.S. - ¡Pero eso es estupendo! - Sí... lo es. -la mano sobre el hombro de Sarah se tensó, al tiempo que la mirada de Nadia reflejaba un incongruente dolor.- El éxito ha sido tan completo que he recibido órdenes de cerrar la operación. Se considera que de continuar podría descubrirse todo y estallar un incidente... El color abandonó las mejillas de Sarah. Su boca se abrió, aunque su cerebro no logró enviar palabras para ser pronunciadas, hasta que al fin balbuceó. - Pe... pero... Eso, ¿quiere decir que...? La expresión de Nadia reflejó una intensa pena. - Sí, eso es. Mi misión aquí ha terminado. Me han encargado que acabe mis asuntos y vuelva en dos días.
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- No puede ser... Todavía... no... -se sentía desorientada, mareada incluso. No se había esperado aquello. Su malestar era tan físico, tan intenso, que sintió una arcada de la que se recuperó apenas. Ella creía que tenía largos meses por delante para, para... Ya no sabía para qué. - Sarah, tranquilízate. -insistió la soviética, inclinándose hacia ella con aspecto serio y razonable.- Sabías que esto ocurriría antes o después. - Pero... -sintió un escozor en los ojos. Los apretó para evitar las lágrimas, consiguiéndolo apenas.- Pero no esperaba que fuese así, tan de repente. Esperaba pasar más tiempo contigo, esperaba... No sé qué esperaba... - Ha estado bien, Sarah, pero las dos sabíamos que no duraría. Sé razonable. Lo hemos pasado bien, y... La soviética se interrumpió, pues su interlocutora había dejado de prestarle atención y estaba en pie dentro de la bañera. Despacio, salió de ella, buscando desorientada algo que ponerse. Sobre un lujoso sofá encontró dos batas de seda, y se puso una sobre su húmeda piel, sin secarse antes. Se echó el mojado pelo hacia atrás, sentándose entonces con evidentes síntomas de mareo. Nadia hizo lo mismo, si bien su amante no se dignó mirarla, sino que se mantuvo sentada y cabizbaja. - Sarah... -Ésta seguía sin alzar la vista, pese a que le puso una mano sobre el hombro.- No te lo tomes así, por favor. De repente, la irlandesa alzó la vista, y su mirada transmitió un profundo resentimiento, al tiempo que preguntaba: - No ha sido para ti más que un pasatiempo? ¿Una diversión mientras cumplías con tu deber? - Sarah... No hagas un drama de esto. Sabías que ocurriría, -aquí sintió la 131
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aludida una punzada en el corazón, reconociendo la verdad.- sabías que nuestras vidas se apartarían. Ha sido muy peligroso además, y el peligro no haría otra cosa que crecer con el tiempo, de seguir así. Sobre todo ahora que hemos llamado la atención de nuestros superiores. La última frase hizo reflexionar a Sarah. ¿Sabía la soviética de su encuentro con Rumsfeld? No había planeado contárselo, y por buenas razones. Aunque el asunto confirmaba lo que ella decía; el peligro, con Rumsfeld tras ella, se haría insostenible. - Está bien, Nadia. -reconoció, mirándola con expresión derrotada.- Pero yo te quiero, pese a las circunstancias. No es algo que haya hecho a propósito, ni que pueda evitar... Y tú ahora me dices que para ti no ha significado nada... De inmediato fue interrumpida. - No. No te he dicho que no haya significado nada para mí. Ha sido maravilloso. Pero sabía que terminaría, más pronto que tarde, y me he protegido a mí misma. Sin embargo... jamás te olvidaré. Sarah sintió que las lágrimas escapaban al fin a su control, desbordando todo intento de reprimirlas. - No... no digas eso, Nadia... es tan... tan definitivo... Sintió que la abrazaban, la atraían hacia un pecho cubierto por suave seda, y allí se abandonó y lloró a gusto, al tiempo que Nadia la acariciaba. - Vamos, vamos... Despacio... -En cuanto se tranquilizó un poco, la voz de la soviética abandonó aquel murmullo relajante y se hizo un tanto inquisitiva.Esto, Sarah... ¿Es la primera vez que tú...? Con una mujer, quiero decir... La irlandesa se sorbió las lágrimas, sin abandonar el cálido refugio en que se
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hallaba. - No... Sí... Bueno, en realidad... En el colegio, era un colegio de monjas, un internado... Bien, me enamoré de mi mejor amiga. Éramos las dos muy jóvenes, y... No sé. No pasamos de besarnos, aunque cuando nos descubrieron se armó un gran escándalo. Nos separaron y no la volví a ver. Me dijeron que había confundido una amistad muy intensa con el amor, y yo... yo acabé por creérmelo. Ahora ya no estoy tan segura. - Cómo es que nunca me has contado nada de esto? - Nunca preguntaste, Nadia. Además, es algo que aparté de mi mente. Como si jamás hubiera ocurrido... Sin embargo... Ahora me siento exactamente igual que entonces, cuando me la arrebataron: como si me arrancaran algo de dentro de mí. - Cómo se llamaba? La pregunta extrañó a Sarah, aunque respondió casi al instante. - Sally... Sally O'Connally... Era irlandesa, como yo, y... Su voz se quebró de nuevo, y sintió que Nadia la llevaba hasta la amplia y lujosa cama dispuesta cerca. Se sentía muy cansada, y agradecida también en cuanto notó que la acostaban. Notó también que secaban su cuerpo con enérgicas friegas de una toalla, y en cuanto un cálido y seco cuerpo se juntó al suyo bajo las sábanas, su conciencia la abandonó, agradecida por el descanso tras tanta tensión.
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Despertó sintiéndose muy bien, cuando de repente recordó y se sintió muy mal. Seguía bajo las sábanas, aferrada a Nadia como una lapa, con desesperación. En consecuencia, su despertar provocó el de su amante, que se revolvió ligeramente 133
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entre sus brazos. El salón estaba a oscuras, cerrado y con las velas extinguidas. Nadia, mucho más rápida en despertar, saltó de la cama, escapando de su abrazo con la agilidad de una pantera. Sarah pudo entreverla apenas en la oscuridad, una presencia magnífica y desnuda que se alejaba irremediablemente. Un crujido dio paso a una lanza de intolerable luz, que le hizo llevarse sus manos a los ojos. En realidad, en cuanto se habituó al resplandor, comprendió que la luz era apenas un rayo que se filtraba a través de una persiana, a la que la soviética había dado un levísimo tirón. Sin embargo, comprendiendo su molestia, no la abrió más, sino que se volvió hacia ella. - Ya es de día, cariño. Hemos dormido mucho. Sarah no respondió, sino que a la luz de la mañana contempló aquella sala. Ya no tenía el sensual encanto de la noche anterior. Las velas se habían convertido en tristes y amorfas masas de cera, derramadas y vencidas por todas partes. Nadia, en cambio, seguía siendo lo más hermoso del mundo. Y la acababa de perder. - Me parece haber despertado de una pesadilla. -dijo, sin pensar. - Vaya, gracias. -La sonrisa de Nadia dejaba claro que estaba de broma. - Perdona, no me refería a ti. Me refería a... - Ya lo sé, -la interrumpió ella acercándosele.- y yo siento también que tenga que acabar. - Al menos, dime que te ha importado, que no ha sido un pasatiempo... -imploró, olvidando que al despertar había decidido no hacerlo.
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- Ehh, vamos... Pensé que nunca más le diría esto a nadie, pero te quiero, rubita. Sarah se acurrucó en el cobijo que sus brazos le tendían. Allí, su resolución volvió a flaquear y decidió hacer su último intento. Si no lo hacía, sabía que lo lamentaría toda la vida. Por tanto, sin alzar la vista, pues no se atrevía a mirarla a los ojos mientras le decía aquello, y con el corazón latiéndole con fuerza, dijo: - Nadia... Hay una posibilidad, si es que... Bien, tú podrías... Quiero decir, es una posibilidad que tú... Sintió cómo le sujetaba la cara con ambas manos y se la alzaba, obligándola a mirarla a los ojos. - Qué estás intentando decirme? - Pues... -Ante aquellos océanos azules que la abrasaban con su hielo comprendió que tendría que decirlo de una vez.- Que podrías pasarte a Occidente. Venirte conmigo. Yo me encargaría de todo. En el MI6 te recibirían con los brazos abiertos, desde luego. Y yo también. La expresión de Nadia era inescrutable. Fue sólo su voz al hablar lo que denotó tristeza. - Sarah, Sarah... Es imposible, y lo sabes. Aunque quisiera traicionar a mi patria, hay razones que me lo impiden, dejando aparte que un incidente así arruinaría todo nuestro trabajo y traería aún más tensión. - Cuáles razones? -protestó.- No tienes familia allí, ni... ni a nadie, ¿verdad? - Claro que no. Pero piensa, cariño... ¿Crees que soy la única lesbiana en la U.R.S.S.? En todo caso, soy una de las pocas de nosotras que ha alcanzado una situación destacada. ¿Y qué crees que significaría para todas, si yo desertara? Ya es bastante difícil ser mujer allí, para encima... En definitiva, nos toleran, pero poco más. Y las traicionaría a todas ellas, a las que conozco y a las que no, si 135
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diera ese paso. Ellas pagarían muy caro mi paso. Es imposible, amor. Sarah bajó la vista de nuevo. Jamás se le había ocurrido pensar en ello. Era cierto, sin duda. Su última esperanza se desvaneció. Qué tonta había sido. Normalmente no se le escapaban esa clase de razonamientos. Esta vez, sin embargo, su corazón había nublado su mente. - Tienes una foto de... de ella? ¿Me la enseñarías? Ni ella misma sabía por qué había hecho aquella repentina pregunta. Le había salido de dentro, de repente, sin pensar, pero quería saber si se parecía tanto a ella. El dolor en la mirada de la soviética le reveló que sabía a qué se refería. Se apartó, buscando en su abandonado uniforme del que extrajo una gastada cartera. La abrió, y de dentro de su más recóndito pliegue le mostró una fotografía. La desventurada Anja había sido, sin duda, elegante. La foto era de cuerpo entero, y no era fácil decidir si se le parecía mucho. En blanco y negro, sólo se podía decir que era muy rubia, delgada y muy hermosa. Más que ella, se dijo. Al fin, si por ella hubiera sido, jamás habrían salido de aquella lujosa habitación. Aquel lugar que, aún antes de abandonarlo, sabía que iba a añorar. Después de lavarse y vestirse, alargaron la mañana en lo posible, demorándose con un desayuno frío. Pero el momento llegó, y puesto que ya era de día, concluyeron que lo mejor era marchar separadas, como acordaron en breves susurros. Así pues, se encontró junto a la puerta en brazos de su amada. Sarah sería quien saldría primero, dejando atrás a Nadia. Sabía que debía contarle lo de Rumsfeld y la vigilancia, pero puesto que ya no se iban a volver a ver, el asunto dejaba de ser relevante. Prefirió concentrarse en sus ojos, su boca, y en los besos y susurros incoherentes que compartieron. No se juraron amor eterno, pero tampoco se dijeron adiós. Incluso reconocieron que, tal vez, ojalá, algún día, volverían a verse.
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El sol de la mañana, ya avanzada, hería sus ojos en su cauteloso camino de vuelta hacia el hotel. Todo transcurrió sin problemas, y al llegar prefirió entrar por la puerta de atrás, transitando el camino inverso al seguido hasta la calle la noche anterior. Abrió al fin la puerta de su habitación, oscura y lóbrega, aunque no vacía. Una figura sombría y menuda se encontraba sentada en silencio cerca de la puerta. - Buenos días, señorita Cosgrave. Espero que haya pasado buena noche. Controló como pudo el latido desbocado de su corazón y, extrañamente, apenas sintió sorpresa, sino más bien fastidio. - Buenos días, Rumsfeld. ¿Se puede saber qué hace en mi habitación? - Mi trabajo, Sarah, mi trabajo. Un trabajo ingrato, pero que a veces da satisfacciones. Y sorpresas. - Hoy no tengo tiempo para atenderle. Ya hablaremos mañana. - Hablaremos ahora, Sarah. Hablaremos de alguien a quien acabas de ver. Me refiero, claro, a la coronel Nadia Von Kahlenberg. Esta vez sí que se le paró el corazón. En la oscuridad, Rumsfeld debió deducir más que ver su mortal palidez, mientras él a su vez sonreía, haciendo brillar su dentadura en la penumbra mientras proseguía. - Sí, lo sé todo. ¿Desde cuándo os acostáis juntas? ¿Desde Nuremberg? Bueno, hizo un aspaviento con la mano- eso da igual. Lo importante es que quedas relevada del caso. Mañana por la mañana irás a dar explicaciones al cuartel general. Se te va a caer el pelo, monada.
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- Cómo lo ha sabido? -preguntó, estúpidamente. - No me menosprecies, Sarah. Todo el mundo lo hace, y siempre se equivocan. Me sé los mismos trucos que tú, y algunos que no conoces. Y ahora, -se levantó algo trabajosamente, prueba de haber pasado allí buena parte de la noche- me marcho. Te recomiendo que no salgas más que para ir mañana al aeropuerto. Te seguirán vigilando, como hasta ahora, desde luego. Todavía moviéndose en la penumbra apenas cruzada por tenues rayos de sol, Rumsfeld pasó por su lado y se marchó.
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PARTE 10
Las nieblas de Londres la recibieron de vuelta, y aquella fue su única bienvenida. Eso, si exceptuamos un mensaje que la esperaba, y que le fue entregado en mano por un lacónico mensajero justo al pie de la escalerilla del avión. El mensaje apenas era más expresivo que su portador, que tras un gesto hacia su gorra desapareció en la niebla como una visión. Sarah no pudo evitar un temblor en las manos mientras rasgaba con dedos nerviosos el sobre sin destinatario ni remite. Con escuetas palabras se le comunicaba que disponía de una semana de vacaciones, tras las que debía presentarse ante su superior. Ni una palabra acerca de sus éxitos en Berlín, ni tampoco sobre la vigilancia a la que la había sometido ese malparido de Rumsfeld. Nada. Bueno, al menos no la habían arrestado nada más pisar tierra. Iban a dejarla cocerse en su propia salsa, por lo visto. No se podía descartar que la fueran a expulsar, por violación del código interno de la casa. Relaciones con agente enemigo, ese era el artículo, pleno de sobreentendidos, que había infringido. Sin embargo, ese código no solía aplicarse jamás. No convenía dejar suelta y cabreada a una agente que conocía tanto del MI6. Lo normal era, o bien echar tierra sobre el asunto, o... se podían fabricar acusaciones por traición que dieran con sus huesos en la cárcel. A esa alternativa se enfrentaba. Y la iban a tener una semana pendiente de ese hilo. Aunque tal vez estén todavía decidiendo qué hacer con ella, pensó en el interior del taxi que la conducía a casa. El coche se detuvo con un siniestro crujido, y al levantar la vista comprendió que había llegado. Pagó, demasiado ensimismada para responder a la pregunta del chófer acerca de su maleta, y la recogió ella misma. Su casa se le hizo aún más vacía y oscura que nunca, mientras dejaba caer su equipaje junto a la puerta, fatigada. Apenas 139
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era media tarde, pero se sentía exhausta. No hizo sino desvestirse y acostarse, tras lo que se halló a sí misma tumbada boca arriba en la oscuridad de su dormitorio, pero incapaz de cerrar sus ojos. Estaba demasiado nerviosa como para dormir. De forma inevitable, sus pensamientos derivaron hacia Nadia. Recordó su última noche juntas, lo que tampoco hizo nada por permitirle conciliar el sueño. Nadia. ¿Se habría metido ella también en un lío semejante? ¿Dónde estaría, qué cama le daría cobijo aquella misma noche? Sacudió la cabeza. Aquellos pensamientos tampoco le iban a permitir alcanzar el sueño, y lo necesitaba. La tensión se había acumulado sobre sus hombros, y la aplastaba contra el blando colchón, como si fuera a acabar atravesándolo, hasta el suelo y más allá. De alguna forma, sus pensamientos empezaron a divagar libremente, como ocurre cuando te hallas al borde del sueño. Recordó la pregunta que Nadia le hizo, aquella que tanto le extrañó. Había querido a una mujer antes, bueno, a una niña apenas, cuando las dos eran unas chiquillas inexpertas. Sally O’Connally. Desde el terrible incidente en que las pillaron besándose a escondidas, y que había supuesto su definitiva separación, apenas había vuelto a pensar en ella. En realidad, no lo había hecho en su vida adulta, hasta que Nadia le preguntó. Habían extirpado aquel suceso, pese al tremendo trauma que aquella violenta separación supuso para la chiquilla que había sido. ¿Qué habría sido de la joven y dulce Sally? Ya en pleno duermevela, decidió que aprovecharía sus enojosas vacaciones para tratar de averiguar qué era de ella.
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Para una espía como ella, dar con el paradero de una persona de la que conocía el nombre no debía presentar el menor problema, se dijo a la mañana siguiente, 140
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ya mucho más animada. La cocina se encontraba iluminada por los rosados rayos del alba. Había dormido durante horas, puesto que se había acostado muy temprano. En consecuencia, era apenas de día, pero se sentía lista y dispuesta para lanzarse a su investigación privada. Saboreó pensativa su té, mientras decidía los pasos a dar para localizar a Sally, aún sin el apoyo del MI6. Una corta serie de llamadas la dejó a la expectativa, pendiente de una respuesta. Paseó de un lado a otro, incómoda. Su preocupación no venía de la espera, sino de esa tensión a la que la sometía el servicio secreto. Notaba el cuello rígido; había dormido mal, en tensión, incapaz de abstraerse de sus preocupaciones. Debía preparar una argumentación, una defensa ante el previsible interrogatorio. Por supuesto, su mejor defensa era la exposición de sus resultados: el éxito se defendía solo, en el espionaje tanto como en cualquier otra actividad. ¿Acaso no había logrado informes valiosísimos? Poco debía importar la forma de obtenerlos. No iba a ser la primera agente que violase la ley para cumplir con su deber, de eso había precedentes en abundancia. El problema, sin embargo, no era si había violado el código interno de moral victoriana, acostándose con una agente enemiga. El problema era que, a esas alturas, sin duda ya habrían descubierto la desaparición del expediente de Nadia. Hasta el más estúpido, y de esos había en abundancia en el MI6, sumaría dos y dos y concluiría quién era responsable de esa sustracción. Y entonces tendría algo más que justificar, sumado – multiplicado más bien – a su relación con la soviética... El timbre del teléfono la sacó de sus cavilaciones, asustándola. Había estado caminando de un lado a otro, como un tigre enjaulado, y se había detenido casi con un pie en alto. Tan ensimismada había estado que apenas era consciente de sus anteriores actos. Se forzó a salir de su parálisis y descolgó el teléfono. - Sí... Sí... Muy bien, muchas gracias. - dijo tan sólo. Como era de esperar, la búsqueda había sido sencilla. Sally vivía en Birmingham, con una dirección y un número de teléfono a su nombre. Ahora, ¿qué hacer? Si cogía el tren, llegaría allí a media tarde. Sin embargo, no parecía una buena idea presentarse así, por las 141
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buenas... Qué demonios, se dijo Sarah. Ya era hora de hacer algo impulsivo por una vez. Había sentido el impulso de saber qué había sido de ella, y lo mejor sería seguir siendo impulsiva. Había pasado mucho tiempo y sin duda sería un reencuentro agradable. Las dos eran ya adultas.
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Varias horas de tren después, y mientras caminaba por las calles de un barrio obrero de Birmingham, tan similar al suyo propio, Sarah sintió que su determinación flaqueaba. ¿Qué había ido a hacer allí? Sobre todo, ¿qué le iba a decir a Sally, después de tanto tiempo, de aquella despedida que no fue tal? Sus pasos se demoraron solos, dubitativos. Tal vez debía analizar qué impulso la había llevado hasta allí. Desde luego, la pregunta de Nadia había devuelto a Sally a su memoria, enterrada por largos años de olvido forzado por el dolor. Pero el simple hecho de recordarla no la había lanzado en su busca, no era eso. ¿Así pues? Torció el gesto, al tiempo que sus pasos se aceleraban de nuevo, decididos al fin. Demasiado autoanálisis tampoco era bueno. Iría, se saludarían como viejas amigas, y ya estaba. Aquel amor adolescente, real o no, estaba superado. Tan sólo quería saber qué había sido de ella desde aquel día, años atrás, en que las habían separado a la fuerza. Dudó de nuevo ante la puerta, una puerta estrecha que al final de una corta escalera daba a una casita encajonada entre muchas más, idénticas. Parecía un hogar modesto aunque arreglado y limpio, con macetas ante las ventanas. Sin duda la pequeña Sally había crecido, se había casado y hasta criaba un buen puñado de hermosos hijos. Hijos parecidos a ella... Sarah la recordó entonces, de cuando habían sido dos adolescentes uniformadas, controladas por las aquellas monjas severas. Sally había sido una muchacha sonrosada como una manzana, llena como ellas de jugos y vida, y también de alegría. Pese a ello, o tal vez a 142
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causa de eso mismo, también una joven soñadora, romántica y con un curioso deje de tristeza. Había sido esa combinación lo que la había atraído hacia ella. Parecía necesitar ser abrazada, tan tierna y vulnerable parecía. Y la había abrazado, y besado y dicho cosas que sólo una adolescente, inconsciente de los avatares que depara la vida, podía decir. Aquello quedaba ya muy lejos. Llamaría, saludaría y se marcharía con su conciencia tranquila. Al poco de llamar se abrió la puerta. Una mujer alta, delgada y morena se la abrió. Por un instante, Sarah quedó desconcertada. ¿Tanto había cambiado Sally? ¿Había renunciado a su magnífico cabello pelirrojo? - ¿Sí? ¿Qué desea? - le preguntó la desconocida con acento netamente escocés. Desde luego, no se trataba de ella. - Buenas tardes. Busco a Sally O'Connally, creía que era aquí... La mujer se volvió de inmediato hacia adentro, aunque sin dejar su lugar obstruyendo el paso. - ¡Sally! - exclamó. - Alguien pregunta por ti. Entonces otra mujer, más baja y vestida con unos pantalones holgados y camisa blanca con los puños sueltos se acercó por el pasillo. Tampoco le pareció ella, hasta que vio su sonrisa, todavía la misma, y su rebelde pelo rojo, ahora más corto. Ella no pareció reconocerla, sino que se quedó ante el vano de la puerta, mirándola desconcertada. Sólo tras unos instantes su sonrisa se iluminó, al tiempo que exclamaba: - ¿Sarah? ¿Sarah Cosgrave? ¿Eres tú, verdad? Sarah, mientras su interlocutora se debatía en la duda, no pudo evitar fijarse en la actitud de la otra mujer. Estaba al lado de Sally, hombro con hombro en el 143
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vano de la puerta, cerrándole el paso. En ese momento no hacía otra cosa que mirarla de reojo, con aspecto algo suspicaz. En eso se fijaba cuando, tras musitar un quedo "sí, soy yo", sintió el impacto de un fuerte y decidido abrazo. - ¡No me lo puedo creer! ¡Sarah! ¡Después de tanto tiempo! ¿De verdad eres tú? La última pregunta la hizo ya apartándose un poco de ella, mirándola a los ojos. Pese a su inicial duda, Sarah sintió cómo la alegría de Sally la embargaba, aquella contagiosa y arrolladora alegría que tan bien conocía. - Sí, yo soy, Sally... - sonrió, algo tímida todavía. - Ha sido mucho, mucho tiempo, pero he querido saber qué fue de ti, y ya ves, he tenido la osadía de venir sin avisar ni nada... - Vamos, pasa, no te quedes ahí. - la condujo entonces, pasando un brazo tras su cintura y transformando el abrazo en invitación. La otra mujer, aún en silencio, le abrió paso con renuencia. Las tres fueron hasta la cocina, un lugar cálido y acogedor aunque pequeño y modesto. Se sentaron a una pequeña mesa, salvo la tercera mujer, que sin preguntar se puso a preparar un té. - Es Chris. - dijo Sally por toda presentación. La aludida apenas hizo un gesto en dirección a ambas, como si la cosa no fuera con ella. La expresión de Sarah debió parecer interrogadora, porque añadió: - Estamos juntas. Entonces las dos mujeres intercambiaron una significativa sonrisa, que aclaró todo lo que había que aclarar. Sarah no pudo evitar una cierta sensación de sorpresa. Así que después de todo Sally, la pequeña y vulnerable Sally, no se había dejado torcer... - Me alegro de conocerte, Chris. - dijo entonces. Pese a que trataba de ser cordial, pudo captar que aquella mujer desconfiaba. ¿Le habría hablado de ella... de ellas? Probablemente. Encontrarse de repente en tu cocina a una antigua 144
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novia de tu pareja, y no a una cualquiera, sino a la primera, debía resultar inquietante... Sarah sonrió, secretamente divertida. - ¿Qué ha sido de tu vida, Sarah? - El interés de Sally la sacó de su ensimismamiento. ¿Qué decirle? ¿Que había tenido su primera experiencia con una mujer desde aquella aventura juvenil que compartieron, y que se encontraba desorientada? Un poco repentino, sin duda... - Oh bueno, me hice periodista. - Era una lástima no poder ser sincera en eso, pero no tenía más remedio que usar su tapadera. Su propia familia tampoco sabía a qué se dedicaba en realidad. - Es un buen trabajo. - ¿Y de pareja? ¿Hay alguien...? - Sally parecía querer averiguar si su compartida experiencia había sido el inicio de algo, aunque sin llegar a preguntarlo directamente. Era una buena manera de iniciar aquella conversación. Sarah sonrió, divertida e incómoda a la vez. - Aquí os dejo esto. - Chris posó con una cierta brusquedad la bandeja con el té, las tazas y el azúcar entre ellas. Se volvió hacia Sally, dándole la espalda. - Me voy al Ryan’s. Te espero. No tardes. - Muy bien, iré enseguida. - contestó Sally sin tanta sequedad. - Hasta ahora, cariño. - Hasta ahora. - respondió la otra mujer, ya marchándose sin mirar atrás. En cuanto hubo sonado la puerta de la calle al cerrarse, Sally sonrió, meneando la cabeza. - Discúlpala, por favor. Ella no es así. Pero le he hablado de ti, y... Dejó la frase inconclusa, sonriendo aún más. - Oh. - Sin saber qué responder, optó al fin por la cortesía. - No tiene importancia. Soy yo quien debe disculparse por presentarme aquí sin avisar antes. Supongo que una ex-novia de tu pareja, apareciendo de repente, puede
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poner nerviosa a cualquiera. Supongo... No he tenido mucha experiencia en... Tampoco logró concluir la frase, sintiéndose cada vez más confusa. ¿A qué había ido allí? - Ya veo. No te preocupes. Lo que pasó, pasó, y no hay razón para que te sientas incómoda. - Sally extendió su mano sobre la mesa, acercándola a la suya, pero sin tocarla, como en una muda invitación. En un impulso, Sarah agarró aquella mano, al tiempo que respondía. - No... Lo cierto es que creo que he venido para ver qué había sido de tu vida, y compararla con la mía. No hubo nadie... ninguna otra quiero decir, después de que nos separaran... hasta ahora... - Ah... - Sally estrechó con delicadeza su mano en la suya. Su expresión parecía decir que comprendía. - Cuéntamelo, si quieres. - Yo... - Maldición, apenas iba a poder darle detalles; casi todo era secreto. - Sí, he conocido a una mujer... Me he enamorado, quiero decir. Por... por razones de trabajo - eso era del todo cierto - nos hemos tenido que separar. La hecho mucho de menos, y no sé... Aquella frase también quedó inconclusa. No tenía muy claro qué quería de Sally en aquel momento. - No te preocupes. - dijo ella, mirándola con intensidad, como si viera a través suyo. - Si la quieres, si os queréis, no habrá nada que pueda interponerse. No es fácil, te lo aseguro, pero si lo quieres, lo consigues. Lo sé. Te lo aseguro. Sarah deseó fervientemente que la esperanza que le transmitía Sally tuviera alguna base. Tal vez fuera así. ¿Por qué no? Pasaron el resto de la tarde tomando el té y conversando. Sally jamás se había
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dejado vencer. Aquella chica tierna y vulnerable se había hecho dura y resistente. Independiente. Durante la guerra había trabajado en una fábrica de munición, llegando a capataz. Sabiendo que la guerra acabaría y que el destino de todas sería volver a sus hogares con sus maridos, había ahorrado y ahora era dueña del pub al que Chris había marchado, y que llevaban juntas. Sarah, por su parte, se medio inventó su carrera como periodista, con los interesantes viajes a que la conducía, su errática vida amorosa... Todo lo contrario de Sally: llevaba con Chris varios años. Se conocieron en la fábrica, al principio de la guerra. No pudo evitar comentar la confianza que Chris demostraba, dejándolas a solas. - Es fantástica. - sonrió Sally. - No te dejes engañar por su actuación de hoy. Sarah pudo leer el amor en su mirada, mientras evocaba a su pareja. Al fin, ya tarde, decidió que ya había tenido bastante. De alguna forma, había encontrado lo que fue a buscar. Sally insistió en que las acompañara en el pub, pero ella rechazó firmemente el ofrecimiento. Ya había abusado bastante de la confianza y paciencia de Chris. Se despidieron con un largo abrazo, prometiéndose mutuamente que seguirían en contacto. Ya en el vacío tren nocturno, Sarah decidió que, fuera lo que fuera, se sentía mucho mejor. Sonrió a la oscuridad, todavía sin saber qué hacer pero decidida a no dejar escapar la ocasión, si se presentaba.
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Extrañamente, la ocasión se presentó casi de inmediato, y de la manera más sorprendente e inesperada. Al día siguiente, sin dirección ni sello, encontró en su buzón una carta. Extrañada, abrió la puerta para ver si quien la había echado al buzón estaba aún por allí. Nada, la calle estaba desierta. Incapaz de superar el suspense, rasgó el inmaculado sobre asomada a la húmeda mañana. Tras echarle apenas un 147
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vistazo, y con el corazón martilleando en su pecho, volvió a meter la hoja en el sobre y entró de nuevo. Cerró la puerta tras ella y se encaminó a la cocina. Allí, sus temblorosas rodillas agradecieron que se sentara, tras lo que recomenzó la interrumpida lectura de la carta, escrita en inglés con una hermosa y estilizada caligrafía. "Cariño, te envío esto por medio de un amigo. Al final te daré algunos detalles, pese a que me temo que no podré ser demasiado explícita. Aunque al despedirnos en Berlín supuse que no íbamos a poder seguir en contacto, lo cierto es que, como ves, he encontrado la forma. Ahora mismo no querría agobiarte, pues conozco algo de tus actuales dificultades. Más adelante tendrás noticias mías más claras. Perdóname por no poder expresarme ahora con toda la claridad que mereces. Lo primero y más importante es el método por el que me he puesto en contacto contigo. Como te decía, un amigo ha depositado esto a tu alcance, desconozco exactamente por qué métodos. A este respecto, debo pedirte que no trates de averiguar su identidad ni trabes contacto con él. Tampoco podrás responder a este mensaje, me temo, pese a lo mucho que desearía leer tus letras. Tal vez pueda darte explicaciones más claras en el futuro; de momento sólo puedo pedirte que confíes en mí, como otras veces has hecho. En segundo lugar debo comentar algo de tus presentes dificultades, de las que algo sé. Sin duda debes estar pasando por difíciles momentos, y me gustaría estar a tu lado para darte mi apoyo. Me consta que tu situación profesional y tu carrera misma se halla ante un difícil momento... Aunque no conozco todos los detalles ni qué va a ocurrir, confío en que todo salga bien. Pronto sabrás a qué me refiero. Si es así, en breve tendrás noticias mías. Hasta entonces, no me queda más que despedirme de ti con un beso, Nadia". Estrechando la carta contra su pecho, Sarah lanzó un profundo suspiro. Se
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sentía superada por la sorpresa, el desconcierto, y también por la añoranza de Nadia. Desde luego, no era una sorpresa saber que había agentes soviéticos actuando en el país, pero... Todo aquello resultaba un tanto inquietante. Sobre todo, lo que se refería a aquel misterioso agente averiguando lo que a ella le ocurriese. Eso llevaba a deducir que no era un simple agregado de la embajada, sino que tenía medios, probablemente, para conocer detalles internos del MI6. Aquello sí que era inquietante. Por otra parte, ¿en qué situación estaba ella misma, colaborando con una agente del NKVD? Pretender que no surgiera un conflicto de lealtades de todo aquello era sin duda más de lo que cabía esperar. El resto de la mañana lo pasó en casa. Paseaba inquieta por el pasillo, volvía a la cocina, releía la carta una y otra vez, volvía a ponerse nerviosa sin lograr estarse quieta. A media mañana releyó por última vez la carta, se acercó al fogón y lo encendió. La carta y el sobre ardieron en la pila, dejando apenas unas negras cenizas que piadosamente se llevó el agua.
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Durante el resto de la semana apenas pudo controlar sus nervios. Cumplió con lo que Nadia le solicitara, y se abstuvo de vigilar si algún desconocido se acercaba al buzón de su puerta a depositar una carta sin franqueo. A duras penas logró ceñirse a ello; sin embargo se lanzaba todas las mañanas, muy temprano, a abrir su buzón. No recibió más cartas. A todo ello se añadía la incertidumbre provocada por aquella decisiva entrevista que la esperaba al reincorporarse al trabajo. Habría deseado poder dar una respuesta a Nadia, contarle sus inquietudes, su visita a Sally, sus dudas, sus resoluciones, cuánto la añoraba. Tampoco podía ceder a aquello. En definitiva, pasó el resto de la semana presa de los nervios, que trató de
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mitigar con largos paseos por los parques londinenses. Por su cabeza pasaban todo tipo de especulaciones: ¿A qué se debía la reserva de Nadia en su carta? ¿Cómo se había puesto en contacto? ¿Se trataría de un empleado de la embajada soviética? Pero entonces, ¿a qué tanto misterio sobre su identidad? Sarah sacudió la cabeza, incapaz de dar una respuesta a todas aquellas incógnitas. Su paseo de aquella mañana la había llevado hasta lo más profundo de Hyde Park. Allí, rodeada de enormes árboles y en completa soledad, se sentó en un banco. Su dudas no harían otra cosa que ponerla aún más nerviosa. Debía concentrarse en lo práctico, y de ello, lo más importante sin duda sería el infame de Rumsfeld. Esa rata... Sarah sintió que perdía su autocontrol al pensar en él. Sin duda habría elaborado un informe sobre sus relaciones con Nadia. ¿Qué respondería ante semejantes acusaciones? Su mejor estrategia era el éxito, sin duda. Había hecho cosas inadecuadas, de acuerdo, pero había logrado valiosísimos informes. No sería la primera agente que se acostaba con el enemigo para conseguir sus propósitos... Sarah no pudo evitar una sonrisa ante aquella imagen suya de Mata-Hari lésbica. No conseguía componer una imagen suya de taimada seductora de agentes enemigas, extrayéndoles información gracias a sus encantos... Aquello le resultaba ridículo incluso a sí misma, o tal vez sobre todo a sí misma. Difícilmente funcionaria. La idea borró la sonrisa de su rostro. El informe de Rumsfeld podría ser el final de su carrera, si no de algo peor. Definitivamente, no sabía qué hacer.
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La mañana de la entrevista con Ashcroft llegó al fin. Sarah salió de casa arreglada al máximo, tratando de causar una buena impresión. Un aspecto femenino y pulcro la haría parecer inocente e inofensiva. Iba a tener que dar
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muchas explicaciones. Primero, las acusaciones que ese cerdo de Rumsfeld sin duda habría hecho llegar en su informe. Luego, más complicado aún, la desaparición del informe de Nadia, que sin duda ya debería haber sido descubierto. Tenía algunos argumentos que aportar en el primer caso, pero el segundo era muy grave. El éxito parecía ser ahí su única coartada. Había cometido un gravísimo delito contra la seguridad, y el resultado había sido un enorme éxito para el servicio y para el país. ¿Sería suficiente? En todo caso, sentía un persistente temblor en sus rodillas, que apenas logró controlar. Esperaba que la dejaran cocerse un poco en su salsa obligándola a hacer antesala. Para su sorpresa, la secretaria del jefe para Europa la hizo pasar de inmediato a su despacho. Ashcroft, siempre con aspecto de huraño, resultó en esta ocasión prácticamente inescrutable. Sin decir palabra le señaló un asiento ante su escritorio, al tiempo que enarbolaba ante él dos carpetas, una en cada mano y ambas con el rótulo de "alto secreto". Se concentró en una, mirándola a ella por encima del papel, como a hurtadillas. Musitó un "uhmm", como indeciso, hasta que le clavó una dura mirada. - He recibido un informe sobre su actuación en su última misión un tanto... uhm... esto... - Ashcroft no conseguía, evidentemente, dar con la palabra adecuada, hasta que al fin lo logró: - "inusual". - Las comillas en torno al vocablo al fin hallado se hicieron notar en su perfecta dicción. Desde luego, Sarah no hizo el menor comentario, manteniéndose en una tensa espera. No iba a echarle una mano, no. - Uhm... - prosiguió al fin este, claramente incómodo - Conoce usted bien la política de la casa respecto a... ejem... relaciones con agentes enemigos... uh... Pese a la tensión, Sarah tuvo que reprimir una risita. Ashcroft no encontraba la manera de decirle que no estaba nada bien eso de que una agente británica se acostara con una agente soviética. Desde luego que no le iba a ayudar a decirlo.
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- Este asunto es sumamente inusual e imprevisto. - se lanzó al fin su jefe, decidido al parecer a usar un tono oficial para lidiar con aquella incómoda situación. - ¿Puede dar alguna explicación acerca de su actuación? Tampoco Ashcroft estaba dispuesto a ponérselo fácil a ella, por lo visto. No la había acusado de nada en concreto. ¿Qué debía responder? - Señor, las circunstancias de la misión dictaron mi actuación. - replicó ella al fin, tan oficial y distante como su interlocutor. No iba a negar nada. Estaba resuelta a no dar más explicaciones de las necesarias, y tampoco pediría disculpas. - Las directrices de las misiones de campo siempre han sido flexibles en torno a cuestiones de reglamento. Sí, he mantenido relaciones con una agente enemiga, - en este punto Ashcroft miró a otro lado, claramente incómodo - pero mi lealtad ha quedado demostrada. Acepto las medidas disciplinarias que se me puedan aplicar, aunque no acepto que se ponga en duda mi lealtad. Mientras decía estas palabras, Sarah no pudo evitar que imágenes de aquellas "relaciones" pasaran por su mente. Nadia... La necesitaba tanto a su lado, sobre todo ahora, dándole esa confianza y seguridad que ella siempre le aportaba... Por otra parte, no quiso recurrir a la línea de defensa de los éxitos logrados. Aquella última bala la necesitaría en cuanto Ashcroft volviera su atención hacia el segundo informe. Además, si tenía que caer, al menos caería con dignidad. - Uhmm, bueno... Ya hablaremos de eso. Ahora... - y su jefe dejó la primera carpeta sobre la mesa y volvió su vista hacia la segunda. - Ahora tengo que felicitarla con toda efusividad. Los documentos que ha aportado al expediente de la agente Von Kahlenberg son de lo mejor que he visto en mi carrera. - Sarah se sintió completamente desorientada. ¿De qué hablaba aquel hombre? Los documentos e informes que había aportado a la misión sin duda se habrían incorporado al expediente de Nadia. De hecho, eso era lo que acababa de decir él. ¿Cómo no se habían dado cuenta de la sustracción?
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- La felicito, agente Cosgrave. - estaba diciendo este, al tiempo que se ponía en pie. Sarah, tras un instante de duda, hizo lo mismo, casi tambaleándose. Le fue extendida
una
amplia mano
a
través
de
la
mesa,
que
ella
estrechó
desmayadamente. - Como sabe, - prosiguió Ashcroft, cordial y como aliviado este es habitualmente un trabajo en equipo. Pocas veces se encuentra uno resultados de esta categoría por obra de un solo agente. Enhorabuena. Desde luego, su, uhm, asunto privado será pasado por alto. Casi mareada por el extraño e imprevisto desenlace, Sarah no respondió palabra, sino que se marchó por donde había venido. Ya se encontraba atravesando la puerta cuando la voz de Ashcroft la detuvo de repente y la hizo volverse. - Ah, Cosgrave, espere. Tenga el expediente Von Kahlenberg. Sin duda lo necesitará para elaborar su informe final de misión. - Se lo tendió. - Y enhorabuena de nuevo. Sarah no pudo reprimirse el tiempo suficiente como para alcanzar su propio despacho, y ojeó nerviosamente la carpeta caminando a la vez por los pasillos. Estaba todo, todo. Bueno, casi todo. Alguien había devuelto el expediente de Nadia a su lugar, si bien con algunas correcciones menores. Aquello... aquello era increíble. Al cerrar tras de sí la puerta de su despacho, se dio cuenta del temblor en sus rodillas. El alivio, los nervios y la sorpresa la habían dejado tan exhausta que tuvo que apoyarse contra la puerta. Sonrió, aliviada, todavía sin comprender pero feliz. De alguna forma había salido con bien de aquello... Entonces, al fin su vista se posó sobre la mesa de su escritorio. Allí, un solitario sobre de tamaño y aspecto familiar llamó de inmediato su atención. No tenía sello ni remite ni nada escrito, idéntico en todo a otro que recibiera la semana anterior en su buzón.
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Viento Helado de Iggy
PARTE 11
"Sarah, mi amor," decía la carta, "espero que cuando leas esto todo haya salido bien. Debo pedirte disculpas por haberte hecho pasar tan mal rato. Pero no sabía si mis planes podrían llevarse a cabo o no. De todas formas, si esta carta llega a tus manos querrá decir que mi amigo ha tenido éxito, y que mi plan ha salido como esperaba." "Desde luego, ya habrás deducido que tenemos un infiltrado." Ya lo creo, pensó Sarah, torciendo el gesto, aunque continuó leyendo. "Es él quien me ha ayudado y ha hecho posible todo esto. Por razones que no se te escaparán, debo pedirte que ni informes sobre él ni trates de desenmascararlo por tu cuenta. Parece que aquí pueden entrar en conflicto tu conciencia y tu deber. Sin embargo, estoy segura que harás lo correcto. Nada en sus actividades te afecta, y teniendo en cuenta cómo has sabido de su existencia, bien puedes pasarlo por alto." "A causa de la necesaria discreción al respecto, será mejor que no trates de ponerte en contacto conmigo. Yo sí podré hacerlo, de esta misma forma, tantas veces como la prudencia aconseje." "Te echo tanto de menos. Tus besos y tus caricias las deseo cada día, mi amor. Ojalá podamos vernos pronto, y aunque no sea así, seguirás en mis pensamientos y deseos." "Te amo," "Nadia" La carta ardía ya en la papelera, aunque sus palabras seguían grabadas en su corazón, cuando Sarah alzó la vista. Creyó haber escuchado un ruido fuera de su
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despacho. Abrió de repente la puerta, para encontrarse con un pasillo desierto. Volvió adentro, más despacio. Aquella, la del "amigo", era la parte más inquietante de lo que Nadia le había contado. Un espía soviético infiltrado en el mismo núcleo de la contrainteligencia británica. Uno con capacidad para cambiar informes, reemplazarlos y quién sabía qué más. Uno... al menos.
* * *
* * * * * *
Las cartas de Nadia no se hicieron menos frecuentes con el tiempo, pese a lo que Sarah había supuesto. La inquietud que le provocaba aquella extraña situación aumentó, sin embargo. Sólo ella conocía una infiltración soviética en el núcleo de los servicios secretos, y nada podía hacer al respecto. La situación le provocaba dudas e insomnio, aumentados por la espera entre una carta y otra, tan deseadas. Además, el no poder responderle le ocasionaba más inquietudes. Deseaba tanto contestar a sus cartas, hacerle saber cómo le iban las cosas... Con el tiempo, decidió que era extraño que Nadia no urdiese algún método para estar al corriente de los avatares de su vida. Leyendo una de aquellas cartas lo comprendió: Nadia no necesitaba sus palabras para saber de ella. Su confidente, u otro infiltrado más, la mantenía al tanto. Comenzó a sentirse vigilada, expuesta. Sospechaba de sus compañeros de trabajo, de sus subordinados, de sus superiores. Comprendió que la infiltración era extensa, no episódica. Nadia había dispuesto de un infiltrado al instante, en el lugar y momento adecuados. Demasiada casualidad. En su trabajo no existían las casualidades, de modo que sólo cabía una conclusión: existían diversos infiltrados, a todos los niveles, y Nadia había echado mano del más conveniente. Todo aquello debería haberla animado a romper aquella turbia relación. Sin embargo... Las cartas la mantenían con vida. No se observaba en ellas la menor 155
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disminución en la pasión. Antes bien, la añoranza que trasmitían desde la lejanía se fueron intensificando con el tiempo, con los años. Parecía imposible que una mujer como Nadia pudiera mantener una relación como aquella, a distancia y platónica. Pese a todo, así parecía ser. Sarah misma lo comprendía de alguna forma, pues ella tampoco se sintió tentada a reemplazarla por una relación más cercana, con hombres ni con mujeres, pese a que alguna ocasión tuvo. Fueron precisamente aquellas ocasiones las que la convencieron; Nadia debía sentirse como ella. No le cupo la menor duda, pese al resto de dudas y recelos. Aquellos recelos se transformaron en paranoia profesional. Su desconfianza aumentó, y sin embargo su carrera subió como la espuma. Bien visto, parecía lógico; la paranoia es un valor añadido en el trabajo de espía. Además, fueron años muy activos para el servicio de espionaje exterior. Crisis como la guerra de Grecia, la de Corea, el gran shock que produjo la explosión de la primera bomba atómica soviética... En todo ello tuvo parte Sarah, y sus méritos la hicieron ascender de forma meteórica. Las dudas provocadas por su relación con Nadia quedaron sepultadas bajo un expediente lleno de éxitos y menciones honoríficas. Tan discretos los honores como siempre, pero con la solidez del trabajo bien hecho. Y llegado el momento, su relación con Nadia se convirtió en un insospechado activo para sus superiores, cuando la mayor crisis de la posguerra llenó de inquietud los pasillos del servicio secreto.
* * *
* * * * * *
El despacho de Ashcroft había mejorado mucho en todo aquel tiempo. Tres años de mejoras presupuestarias para el espionaje habían sustituido las sillas de madera por cómodas butacas tapizadas de cuero. Sarah se sentó sobre el confortable asiento, posando sus manos sobre los apoyabrazos, también en cuero, apreciado la diferencia como si la disfrutara por vez primera. Todo había mejorado, incluida su posición en el servicio. Todo, menos las posibilidades de 156
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volver a ver a Nadia. De forma casi insensible, durante aquellos frenéticos tres años un telón de acero había caído sobre Europa, tal como denunciara Churchill en el Parlamento. Un telón de acero que la había separado de Nadia. Ya sólo el helado viento del este que soplaba aquel gélido invierno las unía ahora. Y sin embargo, la vida seguía, por no mencionar a su jefe, que le estaba hablando. Sarah salió de su ensimismamiento para seguir sus palabras. - ... como sabe, la situación en Moscú es cada vez más inestable. Los informes... Ashcroft, con el paso del tiempo y el aumento de sus responsabilidades, había tendido cada vez más a los circunloquios y las obviedades. Lo que le decía era bien sabido. Hacía meses que llegaban inquietantes informes desde la U.R.S.S. sobre la salud de Stalin. En los pasillos del MI6 no se hablaba de otra cosa, mezclando los pocos informes seguros con especulaciones más o menos traídas por los pelos. Dentro del hermético régimen soviético, los movimientos sobre la sucesión se habían disparado, y las inquietudes sobre el rumbo que tomaría el archienemigo provocaban más histeria que cosa alguna. Sarah volvió a prestar atención a su jefe, pues parecía haberse centrado al fin. Sus palabras eran, ahora, muy interesantes, tanto como para sacar de golpe a Sarah de sus reflexiones. - ... así pues, se ha decidido poner en marcha cualquier operativo capaz de adelantarse a los acontecimientos, Cosgrave, y eso la implica muy en particular a usted. No he podido evitar recordar su, uhmm... "especial" relación - Sarah pudo escuchar con toda claridad las comillas - con aquella agente, uhmm, ¿cómo se llamaba...? - Nadia, - se precipitó a responder ella - Nadia Von Kahlenberg - concluyó, más despacio y tratando de no ruborizarse. - Sí, eso, Von Kahlenberg... - Ashcroft desvió la mirada, cada vez más incómodo. - Vamos a enviar a Moscú a todo aquel agente que pueda ser capaz de enterarse
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de algo, lo que sea, y uhm, por el procedimiento que sea. El gobierno quiere estar informado acerca de la salud de Stalin y los posibles sucesores, su planes, etcétera. Sarah sintió que su corazón se aceleraba. Con todos sus circunloquios, Ashcroft le estaba diciendo que iba a volver a ver a Nadia. Y que su misión sería sacarle información... Debían estar realmente desesperados en las altas esferas para enviarla a una misión semejante. Después de todo, una relación tan "especial" como la que ella tenía con Nadia se consideraba más un peligro para la seguridad que una ventaja, pensó Sarah, con su cinismo profesional puesto al máximo. Magnífico si así era, se dijo, mientras Ashcroft le explicaba los detalles. Sarah apenas podía mantenerse sentada; sus dedos tamborileaban sobre los apoyabrazos, su sonrisa mostraba sus deseos de partir cuanto antes.
* * *
* * * * * *
Los preparativos, ya de por sí precipitados, se aceleraron de repente. Sarah, al pie del avión, se sentía expuesta. Jamás se había embarcado en una misión con tan poca preparación. Normalmente, se requería una compleja trama: agentes de apoyo, cobertura, una tapadera bien preparada y aprendida... Todo aquello había saltado por los aires el día anterior. Por fin, los rumores se habían confirmado, y la muerte de Stalin se había anunciado públicamente en Moscú. Hacía ya una semana que se le daba por muerto, y sin duda así había sido, aunque el anuncio se había demorado hasta entonces. Las dudas sobre la sucesión seguían sin aclararse, sin embargo, y la misión por tanto resultaba aún más urgente. Apenas había habido tiempo para buscarle una tapadera, y se había echado mano de su antigua personalidad como periodista de la agencia Reuters. No era mala solución, sin embargo. El avión hacia Moscú estaba atestado de periodistas
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acreditados para el gran funeral de Estado. Sarah miró a la gente en torno a ella, preguntándose cuántos de todos serían verdaderos periodistas. Tenía sobre su regazo una carpeta, de aspecto inocente, pero cuyo contenido debía destruir antes de llegar a Moscú, de hecho mejor antes de la escala técnica en Berlín. Era una dispar colección de informes de inteligencia sobre la posible sucesión. Sarah ya los había leído, pero les dio un último repaso. Casi todos apuntaban a lo mismo: el candidato número uno era Lavrenti Beria. El jefe del espionaje, el jefe último de Nadia por tanto, disponía de todos los triunfos. En un régimen tan oscurantista como el soviético, sólo él disponía de la información y el poder necesarios para hacerse con el puesto. Ex-ministro del interior, vicepresidente del Consejo de Ministros, había acumulado poder a manos llenas. Las atribuciones de su servicio de inteligencia, el NKVD, le permitían arrestar a miembros del partido, procesarlos el secreto y ejecutarlos del mismo modo, cosa que se había hecho en el pasado. Su capacidad de intimidación dentro de las estructuras del poder soviético eran indudables. Todos los informes coincidían en ello. Sin embargo, en aquella carpeta había un informe que, aunque coincidía en todo ello, discrepaba en lo fundamental. Se trataba de un pequeño análisis de un agente de la CIA, obtenido gracias a la habitual colaboración con los americanos. El informe llamaba la atención acerca de una posible conjura de todos los miembros del partido atemorizados por el enorme poder acumulado por Beria. Aunque sin mucha convicción, apuntaba a la posibilidad de una gran coalición contra el todopoderoso jefe de los servicios secretos. Incluso arriesgaba la hipótesis de que esa coalición cristalizara en torno a un oscuro y desconocido exministro de agricultura, un tal Nikita Khruschev. El informe había sido descartado y sus conclusiones dadas por ridículas. Sin duda sólo por un error debido a la precipitación había sido incluido en aquella carpeta.
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La llegada a Moscú tuvo algo de festiva para el pasaje del avión. La primavera parecía haberse adelantado, y el sol brillaba alegre en un cielo despejado, aunque frío. Sarah parpadeó, embutida en su abrigo largo hasta los tobillos. Se sentía desorientada, en una misión sin objetivos claros ni plan establecido. Sin embargo, su corazón latía con fuerza. Volver a ver a Nadia, tras tanto tiempo, era una perspectiva tan alegre como inquietante. Y sin embargo, no estaba claro cómo iba a ponerse en contacto con ella. Perdió miserablemente el tiempo acreditándose para el funeral como periodista, presentándose ante su embajada, tanto en su condición de presunta periodista como ante los agentes del MI6 allí instalados. Las formalidades burocráticas tuvieron el efecto de exasperarla, llevándola a un estado de nerviosismo creciente. Parte de él, sin embargo, se debía a la perspectiva de encontrarse con Nadia, se reconoció a sí misma. Y a las dudas acerca de cómo hacerlo. Pero había algo más, se dijo.
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* * * * * *
De nuevo, el tiempo era excelente, como correspondía para un día tan señalado. Los rumores más ridículos entre la prensa occidental decían que los soviéticos podían diseñar el clima según les conviniera para la ocasión. Y el funeral de Stalin iba a ser un acontecimiento grandioso; por las calles de Moscú se vivía un inquieto y nervioso ajetreo. La Plaza Roja había sido habilitada para un desfile imponente, muestra del poderío soviético incluso – o más bien sobre todo – en aquellos momentos de inquietud. Los periodistas habían sido destinados a una inmensa gradería levantada en el extremo opuesto al muro del Kremlin. Frente a ellos, las autoridades más destacadas ocupaban el balcón de honor en la lejanía. Las especulaciones acerca de sus ocupantes provocaban un animado murmullo entre la legión de periodistas congregados a su alrededor. Todos coincidían en lo mismo: la destacada posición de Beria en aquel selecto grupo. Sarah se había provisto de unos prismáticos, decidida a aprovechar la ocasión 160
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para echar un vistazo a fondo al grupo. Pronto comenzó el impresionante desfile militar, muestrario del tremendo armamento que había acumulado la U.R.S.S. bajo Stalin. Banderas rojas con crespones negros flanqueaban toda la plaza, dándole un insólito aire festivo con su flamear al suave viento. Mientras pasaban tanques y misiles, Sarah esgrimió sus prismáticos en dirección a la muralla del Kremlin. Las autoridades se mantenían firmes y serenas, sin dejar traslucir la lucha de poderes que sin duda se mantenía. Sarah desvió su visión. En inmensas gradas alzadas bajo la muralla del Kremlin, funcionarios de segundo rango asistían al desfile, colocados como serios bombones expuestos en hileras idénticas. Militares con sus uniformes de gala se apretaban allí, sus serias miradas apuntando todas en la misma dirección. Sarah pasó la vista de sus prismáticos por aquellas hileras, impresionada por la marcialidad idéntica, casi indistinguible, de sus componentes. De repente, detuvo su barrido, su corazón acelerado. Volvió atrás su mirada, y sí, allí estaba. Seria, con su pardo uniforme cuajado de medallas y rodeada de anónimos militares, bajo la enorme gorra de plato, pudo distinguirla. Nadia... Se sintió tentada a hacerle señas con el brazo, saltando, pero se contuvo. No podría verla desde allí, y aunque así fuera, nada podría ser más ridículo en semejantes circunstancias. Sin embargo, concentró su mirada en ella a través de los prismáticos. Se la veía magnífica, su mirada de hielo clavada en algún punto ante ella, seria y marcial. Estaba situada en una gradería de alto nivel, próxima al balcón de autoridades. La profusión de medallas sobre su pecho era imponente, y su uniforme era ya de general, se dio cuenta con asombro. Aquella novedad no se la había contado en sus cartas, que solían contener pocas revelaciones sobre su carrera. Sin embargo, el ascenso podía ser reciente. De lo que no cabía duda era de su éxito e influencia en el NKVD. Sarah se preguntó, no por primera vez, cómo contactar con ella. Allí estaba, tan cerca y sin embargo tan lejos. De repente, como un solo hombre – pues hombres 161
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eran todos los que rodeaban a Nadia – la fila de militares que observaba hicieron el saludo militar. Sarah alzó su vista de los prismáticos y allí, por la Plaza Roja, sobre un armón de artillería tirado por un tanque, desfilaba el féretro. En medio de aquella escena histórica, sintiendo una repentina inquietud, sintió que una época terminaba.
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* * * * * *
Tras muchas dudas, Sarah llegó a una conclusión: puesto que había usado una tapadera bastante vieja, Nadia debía haberse enterado de su llegada. Por tanto, su única posibilidad de ponerse en contacto con ella consistía en dejarle a ella la iniciativa. Jugaba en su terreno, y sería ella la que tendría más capacidad de acción. Lo mejor que podía hacer era ponérselo fácil. En consecuencia, y pese a lo poco que le apetecía, decidió que lo mejor era dejarse ver en un lugar obvio y público, en el que su asistencia estuviera anunciada previamente. Por tanto, había aceptado la invitación a una recepción en la embajada suiza, aquella misma noche tras el funeral. Era un lugar habitual para encuentros casuales entre occidentales y soviéticos, dada la condición neutral de Suiza. Eso por no mencionar que aquellas recepciones eran un interesante acontecimiento social para el cuerpo diplomático acreditado en Moscú. Pese a lo fúnebre de los acontecimientos, la recepción iba a ser de gala, y Sarah se había resignado a vestirse para la ocasión. Se había puesto en manos de los asistentes de protocolo de la embajada británica, lo que había tenido como consecuencia el acabar embutida en un vestido de seda rosa, largo y sin mangas. Le habían arreglado el pelo hacia arriba, con los peluqueros de la embajada exasperados ante su corto cabello. Habían hecho un aceptable trabajo, se dijo Sarah, contemplándose en el barroco espejo de cuerpo entero. Joyas prestadas lucían alrededor de su cuello y en sus pendientes. Se sentía algo ridícula en aquellas ropas, con aquella incómoda falda larga que había que guiar con expertos tirones. Expertos si tenías experiencia, se dijo, torciendo la expresión. Tendría que resignarse a aquello, pensó.
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PARTE 12
El coche la dejó ante unas puertas dignas de un palacio más que de una embajada, y el interior tampoco desmerecía la comparación. Aquellos suizos rentabilizaban su neutralidad, por lo visto. La gran sala relucía de dorados, arañas de cristal y candelabros. Por lo visto, una cuidadosamente controlada relajación del luto oficial había permitido la presencia de una orquesta, situada sobre una plataforma al fondo de la sala. El lugar se hallaba semiabarrotado de elegantes hombres en esmoquin, junto a damas vestidas con tanta o mayor elegancia que la suya colgadas de sus brazos. Las joyas competían con el brillo de los dorados que enmarcaban enormes cuadros y grandes espejos barrocos. El luto se manifestaba apenas en el bajo volumen del murmullo de las conversaciones, lo suave de la música de la orquesta y en las bandas negras alrededor de los brazos izquierdos de los escasos militares soviéticos presentes. Por lo demás, el ambiente era relajado, formal y levemente animado junto a la espectacular mesa del buffet frío. El centro de la sala se hallaba curiosamente vacío, como si nadie quisiera ser el centro de atención, o se hubiera reservado para la pista de un baile que nadie quería iniciar. Sarah se dirigió discretamente hasta el lado opuesto al buffet, más descongestionado, desde donde pudo echar un amplio vistazo. No se veía a Nadia por ninguna parte. Se sintió decepcionada, pese a que se había dicho a sí misma que era improbable su presencia, después de todo. En ese instante, varios oficiales se abrieron paso a través del gentío junto a las puertas. El grupo parecía serio, y hasta intimidante, a juzgar por cómo les abrían paso los civiles. Sarah se volvió, y sí, allí, entre aquel grupo con sus altas gorras de plato con galones dorados, estaba ella. Miraba hacia los lados, como buscando a un asistente que al fin se materializó a su lado. Le entregó a éste su gorra, después se sacó lentamente los guantes y se los tendió, murmurando alguna orden. Sólo entonces alzó la vista, con la que recorrió la sala de un
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Viento Helado de Iggy
extremo a otro, como la luz de un faro. Aunque no se detuvo en ella, sí la vio, y la reconoció. Sarah logró a duras penas contenerse y no le hizo gesto alguno, aunque fue bien consciente de cómo su sonrisa se había apoderado de su propia expresión. Nadia, sin embargo, seguía seria. Por alguna razón, la orquesta se había arrancado con un vals, y al menos a Sarah le pareció que ahora tocaban más alto. Tal vez era la sangre que fluía más deprisa en sus venas. El latir de su corazón se aceleró aún más cuando Nadia, sin abandonar su expresión imperturbable, clavó en ella la vista y cruzó, recta como una flecha, la gran sala en su dirección. Sarah no pudo evitar fijarse en lo bien que le sentaba el uniforme de gala. Parecía
habérselo
entallado
a
su
medida,
otorgándole
un
aspecto
sorprendentemente femenino en un uniforme tan severo como aquel. Sus altas botas negras relucían a medida que captaban la dorada luz del centro de la sala, al ritmo de las amplias zancadas que la dirigían recto hacia ella. - ¿Quiere bailar, señorita? -le preguntó de súbito, en cuanto estuvieron frente a frente. La pregunta le resultó tan absurda que no llegó a responder. Aquello no impidió que Nadia la agarrara por el talle y la sacara al centro de la sala, vacía de gente. Sarah sintió más que vio cómo todas las miradas se clavaban en ellas dos. Nadia alzó su mano en la suya, y la llevó, girando a los compases del vals de Strauss que sonaba en sus oídos. Estaban muy juntas, pegadas, pues Nadia la mantenía firmemente agarrada de la cintura. De esta forma la hizo bailar, en exactos y acompasados pasos, de precisión militar. Sarah sentía que el corazón se le iba a salir por la boca, que si Nadia no la sujetara con tanta fuerza se derrumbaría, se derretiría sobre el pulido suelo. Pensó, como en una ráfaga, que aquella exhibición era de lo más imprudente, pero ni aún así se resistió ni impidió que la llevara. Nadia tenía sus ojos clavados
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en ella y, ahora sí, sonreía levemente. Después de lo que pareció una eternidad, y cuando los giros y las luces empezaban a marearla, Nadia la condujo hasta el buffet, donde el mundo se detuvo de repente. Pudo comprobar entonces que, siguiendo su ejemplo, algunas otras parejas se habían lanzado a la pista. Para su sorpresa, apenas nadie se fijaba ya en ellas. - Nadia... -Habría querido decirle que aquello había sido una locura. Aunque también lo mucho que la había echado de menos, el buen aspecto que tenía... Al final, todo se agolpó en su mente, de forma que nada más logró decir. - Sarah... -Nadia sonreía ahora abiertamente, mientras la miraba como si fuera uno de aquellos exquisitos platos sobre la mesa.- He sabido que habías venido a Moscú. Lo supe desde que llegaste, pero no pude ponerme en contacto contigo antes. Ha habido mucho trabajo... Pero eso no importa ahora. Ven. Confundida, la siguió. Comprobó que esta vez sí trataba de pasar desapercibida. Sus movimientos eran casuales, y apenas saludaba con una marcial inclinación de cabeza a algunos oficiales, sin comprometerse en ninguna conversación pero sin eludir a nadie de forma evidente. De alguna forma acabaron las dos en una sala pequeña y vacía. Antes de poder darse cuenta de que estaban realmente solas, Nadia ya la había rodeado con sus brazos y la estaba besando. Sarah se abandonó a aquel beso tanto como lo había hecho a la guía de sus brazos en el baile. - Nadia... -susurró de nuevo, abrazada a ella. Esta vez logró proseguir.- Al fin. Te he echado tanto de menos... -entonces recobró el sentido común y dio un vistazo alrededor. - ¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? - la abofeteó ligeramente en el hombro, simulando exasperación.- ¿Estás loca? ¡Nos ha visto todo el mundo! Nadia sonrió con tolerancia.
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- No te preocupes por eso. Ha sido un baile inocente. No será la primera vez que dos chicas bailan juntas... -su sonrisa se hizo entonces más pícara. - ¡Estás loca! -insistió ella, sin mucha convicción.- Un baile inocente... A mí no me lo pareció... Se interrumpió en cuanto Nadia comenzó a besarle el cuello. La tenía arrinconada entre la pared y una puerta entreabierta, que al menos evitaba que las vieran desde el pasillo. Durante unos instantes, apenas pudo hacer más que lanzar profundos suspiros, hasta que logró reaccionar. - Nadia... ¡Nadia! -Ella tenía ambas manos sobre sus pechos, y el escote, sin mangas ni tirantes, corría serio peligro de caer. Logró detenerla apenas con una mano ante ella.- No me destroces otra vez el vestido. -sonrió con picardía.- No sabría qué explicar en la embajada si volviera con un mono de soldado raso del Ejército Rojo otra vez... - Disculpa. -se separó, si bien todavía la sujetaba por la cintura.- No es fácil contenerse. Ha sido mucho tiempo, y además estás muy guapa. - A ti tampoco te sienta mal este uniforme. Jamás imaginé que un general soviético pudiera resultar tan atractivo... ¿Y estos galones? -preguntó, pasando una mano por los dorados de su hombro. - Muy recientes. No hubo ocasión para que te lo contara... Por cierto, debo pedirte disculpas. Seguro que todo el operativo que monté para estar en contacto contigo te ocasionó algún problema... - Oh, yo... no te preocupes. Me gustó mucho poder leer tus cartas, aunque... - Sí, me habría gustado poder leer las tuyas. Sin embargo, no podía poner en peligro a nuestros hombres allí. La espía profesional en el interior de Sarah no pudo pasar por alto aquel plural, 166
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"nuestros hombres"... Como había sospechado, había más de uno. Casi al instante se avergonzó de estar sonsacando a Nadia en aquellas circunstancias. - Lo comprendo. No tienes que darme explicaciones. -contestó. - Sí que debo, al menos hasta donde puedo darlas. No me siento orgullosa de haberte hecho vigilar... pero no podía vivir sin noticias tuyas. Te quiero. Perdóname. - No hay... -se detuvo, sonrió.- Yo también te quiero, Nadia. Te perdono. Un nuevo beso dio paso a otro abrazo que corría el peligro de descontrolarse de nuevo. Lograron separarse a duras penas. - No podemos vernos aquí. -Sarah fue muy consciente de a qué se refería Nadia con aquel eufemismo, "vernos". Sonrió. Al menos volvería a la embajada con el vestido entero, por lo que parecía.- Mañana enviaré a alguien a la embajada británica. Ahora... es mejor que nos separemos. - Está bien. -le dio un ligero beso sobre los labios.- Será mejor que volvamos a la sala. Separadas. - sonrió, alejándose de ella pese a que una fuerza parecía retenerla. Pese a todo, lo logró.
* * *
* * * * * *
Un enorme automóvil oficial se presentó, en efecto, a la mañana siguiente. Un empleado de la embajada acudió a la salita donde ella mataba el tiempo, nerviosa, para avisarla de su llegada. El joven parecía algo fuera de lugar, como si la situación se saliera de lo común. Sin duda lo hacía, pensó ella mientras bajaba al patio. Para la ocasión, se había liberado del aparatoso vestido, optando por una falda hasta la rodilla, jersey azul marino y una, esperaba ella, elegante boina gris echada de lado sobre su flequillo. Se dejó colocar sobre los hombros el 167
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imprescindible abrigo largo y salió. El coche era enorme, negro y de aspecto tan imponente como oficial. A su lado se hallaba un sargento, que se cuadró, le abrió la puerta y la saludó como si ella fuera un mariscal. Nada de todo aquello contribuyó a despejar sus nervios. El automóvil se fue alejando del centro de Moscú, aparentemente en dirección a algún lugar de su periferia. El chofer se mantenía imperturbable, hasta que al fin Sarah rompió el tenso silencio. - ¿Falta mucho, sargento? -le preguntó en ruso, incorporándose hacia delante. - Ensiguida llegarriemos, siñorrita. - masculló éste, en un chirriante inglés, al tiempo que sonreía por vez primera mientras la miraba por el retrovisor. Aquella sonrisa le hizo pensar a Sarah que el hombre sabía muy bien para qué iba a ver a Nadia. Ese pensamiento la hizo ruborizarse ligeramente, al tiempo que bajaba la vista. Decidió no preguntar nada más, mientras pensaba que, tal vez, aquel hombre había llevado a otras mujeres hacia el mismo destino. El arranque de celos que provocó aquel pensamiento la alteró aún más. Descartó aquello con un esfuerzo consciente. Tres años eran mucho tiempo, y nunca se habían prometido nada. Además, aquellas ideas no la iban a llevar a ninguna parte... El chirrido de las ruedas al detenerse el automóvil la sacó de su introspección. Habían llegado al fin. El coche se había detenido junto a un camino de grava. Este atravesaba un pequeño prado, rodeado de un denso bosque de abetos. Al final del camino se alzaba una pequeña casa de un solo piso, lo que los rusos llamaban una dacha. Tenía un aspecto elegante y discreto, adaptado al entorno. Sarah apenas la había contemplado cuando se abrió la puerta del coche. El chofer le sostenía la puerta de nuevo. Ella se apeó, algo confundida por la soledad del lugar. El hombre, muy serio, le mantuvo la puerta abierta mientras ella se apeaba, y en cuanto estuvo al frío aire exterior le realizó otro impecable saludo militar, haciendo entrechocar
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sus botas. El chasquido pareció reverberar en el quieto aire. Sarah lo contempló, pero el hombre estaba muy serio, sin el menor deje de ironía en su expresión. Viendo que su mirada interrogadora de nada servía, abrió la boca para preguntarle. En ese instante, el chofer se dio la vuelta, entró en el coche y se marchó sin más. Sarah contempló de nuevo la casa, con más interés al no haber ninguna otra cosa en qué fijarse. Era una curiosa combinación de estilos rústicos y modernos. Techo bajo de pizarra, muros de ladrillo, amplios ventanales que iban del techo al suelo. De una chimenea surgía un débil hilo de humo. Se encaminó hacia allá, siguiendo el crujiente camino de grava, sintiéndose visible y expuesta. También nerviosa, y por qué no, excitada. Apretó su bolso contra su pecho, y ya se encontraba bajo el estrecho porche cuando la puerta principal se abrió ante ella. Nadia iba vestida de forma similar a ella misma. Una falda negra, larga justo hasta debajo de las rodillas, un jersey gris de cuello alto, muy ajustado. Se la veía hermosísima. Antes de darse cuenta estaba entre sus brazos. El jersey era de cachemir, cálido y suave, y Sarah estaba apretando su mejilla contra él, mientras sentía las caricias y los besos de Nadia sobre su frente y pelo, sus fuertes brazos alrededor suyo. Ese abrazo la llevó hacia adentro, y entonces se separaron. La sala era hermosísima, en forma de L con aquellos amplios ventanales en las dos paredes largas, que daban visión a un paisaje sereno. Bajos sofás rodeaban una sencilla mesita, a cuyo alrededor había dispuestas varias alfombras de piel de pelo largo. En el eje de la L había una pequeña chimenea en la que ardía un pequeño aunque cálido fuego. - Pasa, cariño, ponte cómoda. -le dijo Nadia, en ruso.
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Sarah se extrañó un poco, pues solían hablar en inglés o alemán, aunque le respondió en el mismo idioma. - Gracias, Nadia. Esto es muy acogedor. - Quería que fuera algo especial. Y compensarte por aquellas inmundas pensiones de Berlín. -sonrió, como evocando aquellos encuentros furtivos. - Oh... sabes que no era eso lo que me importaba... -Sarah sintió que se ruborizaba un poco, a su pesar, también recordando. - Lo sé. Sin embargo, ahora... -dejó la frase colgando, mientras hacía un amplio gesto de invitación hacia la sala. Sarah se sentó sobre el sofá. Nadia, sin embargo, lo hizo a sus pies, usando el sofá como respaldo. En la mesita frente a ellas había una botella de Dom Perignon, en un cubo metálico de aspecto incongruentemente militar. Además, lo que parecía una pequeña cantidad de caviar descansaba en un lecho con más hielo, junto a una cucharita de plata. - Esto es excesivo, Nadia. -dijo Sarah, señalando hacia la mesita.- ¿Qué ha sido del igualitarismo proletario? -le preguntó, con ligera sorna. - Un día es un día. No siempre tengo la ocasión de estar contigo. -respondió ella, sin acusar la pulla ideológica. En cambio, había colocado una cucharada de caviar sobre una minúscula galletita. Tuvo que inclinarse hacia delante para aceptar su ofrecimiento, para lo cual Nadia se apoyó en sus rodillas. El intenso y salado aroma invadió el paladar de Sarah, cuando escuchó con una ligera sorpresa el golpe del tapón del champán. Le estaba ya ofreciendo una copa, tras lo que se sirvió la suya. Brindaron en silencio, devorándose con la mirada. Sarah no pudo evitar pensar que iba a ser la mejor ocasión de su vida.
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Casi sin darse cuenta, se había deslizado hasta el suelo desde el sofá, y Nadia la estaba abrazando y besando con pasión. Se separaron un instante, dispuestas a quitarse la ropa de una forma u otra. Sin embargo, Sarah logró reunir el aliento necesario para detener aquello por un instante. - Nadia, yo... -quería decirle muchas cosas, preguntas, dudas, todo lo que no había podido contarle en aquel tiempo. Nadia ya le había alzado a medias el jersey, al tiempo que recorría su vientre hacia arriba con sus labios. Sin embargo se detuvo y alzó la vista. - ¿Sí? - Olvídalo... -dijo ella, dejándose devorar por el tan aplazado deseo. La atrajo de nuevo hacia sí. Se dejó arrastrar hacia abajo, deslizándose del todo del sofá a la mullida alfombra de pieles. Alzó sus brazos cuando Nadia le hubo levantado el jersey hasta la barbilla. Tras un breve instante a oscuras, se vio liberada de él. A partir de entonces, con dedos ansiosos aunque civilizados, se fueron quitando la ropa la una a la otra. Había una mezcla de urgencia y parsimonia en sus movimientos, como si hubieran esperado mucho tiempo para aquello pero tuvieran mucho más por delante. Sarah se sorprendió un poco al comprobar la calidad de las medias de seda que Nadia llevaba. El tópico de la propaganda antisoviética de mujeres proletarias con basta ropa interior de lana saltaba así por los aires. Sarah se demoró en quitarle aquellas medias, deleitándose en aquella suavidad, que encerraba piernas firmes y poderosas. Nadia le hacía lo mismo, y pronto hubo adentrado su cara entre sus muslos. Sarah no tardó en hacer lo propio. El creciente placer que estaba recibiendo le impedía concentrarse en lo suyo. Sin embargo, hizo lo que pudo, con labios, lengua y dedos. Al fin su cara quedó atrapada entre aquellos muslos, sintiendo el roce contra sus orejas. Consiguió 171
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hacerla gozar antes, y entonces se montó encima suyo. Se abandonó a sus expertas caricias, que no tardaron en hacerle arquear la espalda, al tiempo que gemía y se agarraba con fuerza a las rodillas de su amada. Tras unos instantes de abandono, se encararon la una con la otra, aferrándose con fuerza. Se besaron largo rato, hasta que Sarah sintió una mano que le subía de la rodilla hacia arriba. Recorrió con la suya la magnífica espalda de Nadia, hasta abajo. Entonces casi la juntó con la otra mano, que había seguido el mismo camino entre los muslos. Se aferraron así la una a la otra, oscilando, navegando sobre olas que las recorrían de abajo a arriba. Al fin, Sarah echó la cabeza hacia atrás. Sintió entonces los labios de Nadia sobre su pecho, urgentes, ansiosos. Con la mano libre la atrajo hacia sí, y entonces volvió a perderse en el ansia del placer compartido. Abrió los ojos al sentir a Nadia separarle los muslos. Ella estaba tumbada, exhausta, pero Nadia se encontraba erguida de rodillas ante sus pies. Le había abierto las piernas, y se le acercaba entre ellas. - Mmmm... ¿otra vez, Nadia? -le preguntó, soñolienta y casi agotada. - Otra vez... Te he deseado demasiado tiempo, Sarah... Te necesito. Quiero verte, verte los ojos... -le respondió, seria, sus ojos brillando como nunca, urgentes, en absoluto saciados. Colocó entonces una rodilla entre sus muslos, al tiempo que los alzaba un poco, atrayéndola hacia sí. Alzó una pierna, rodeando con ella una de las suyas. La atrajo entonces con más firmeza, con fuerza. La sujetó por las caderas y empezó a mover las suyas adelante y atrás. Sarah se encontró al poco haciendo lo mismo, casi sin habérselo propuesto. Sintió que se aproximaba de nuevo, poco a poco, y cerró los ojos arqueando su espalda, en un gesto reflejo. - ¡Mírame! Quiero ver tus ojos... -escuchó de repente. Nadia seguía igual de seria, su mirada la taladraba, aunque era evidente que estaba también muy próxima al 172
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orgasmo. Sarah la contempló entonces, erguida sobre ella, intercambiando miradas intensísimas. Se sujetó a sus rodillas cuando sintió que se iba, y sólo entonces
Nadia
se
derrumbó
encima
suyo.
Se
abrazaron,
acunándose
mutuamente, derrotadas al fin. Sarah se levantó tras un largo rato gozando tan sólo de la tibieza de sus cuerpos sobre las pieles, mirando en torno suyo. Sus ropas se hallaban dispersas todo alrededor, como si hubiera sido una explosión la que se las hubiera arrancado. Nadia estaba echada de lado, medio sumergida entre las mullidas pieles. Tenía apoyado un brazo en ángulo sobre el suelo, cuya mano sujetaba su cabeza. La contemplaba directamente, con una media sonrisa. - ¿Tienes un albornoz o algo? -le preguntó Sarah. - ¿Para qué necesitas un albornoz? -la sonrisa en su cara se ensanchó, su mirada se hizo intensa y pícara. - ¡Nadia! -exclamó. Le habría lanzado algo en respuesta, pero lo único que tenía a mano era un pesado cenicero. Lo descartó, no sin considerarlo por unos instantes.- ¡Estoy desnuda! -insistió, en cambio. La obviedad no hizo mella en Nadia, desde luego. En cambio, frunció sus labios, al tiempo que giraba sus pupilas hacia arriba, en una parodia de concentración. - Mmm... ahora mismo no se me ocurre ninguna razón por la que prefiera que estés vestida en vez de desnuda, la verdad... - ¡Nadia! -repitió ella, riendo sin embargo. Al fin renunció, marchando con toda la dignidad que pudo reunir a la búsqueda de un cuarto de baño.
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No había encontrado bata ni albornoz, aunque por un rato una toalla había hecho su función. Ahora yacía junto al desperdigado conjunto de ropas. Ella había renunciado a su protección para sustituirla por la de los brazos de Nadia. Se estaba de maravilla allí, su cabeza reclinada sobre el pecho de ella, sintiendo su firme brazo en torno a su cuello, atrayéndola, cuidándola. La tibieza de su cuerpo contra el suyo se complementaba con la suavidad de la piel de algún animal que formaba la alfombra sobre la que se cobijaban. El fuego de la chimenea cerca de ellas proporcionaba el resto del calor, aunque el exterior iba pareciendo cada vez más gélido. El corto día de finales de invierno en aquellas latitudes iba tocando a su fin, despacio. Sarah trazó ociosos círculos sobre la piel del firme vientre de Nadia. Aquel parecía un excelente momento para hablar. - Seguro que traes aquí a muchas chicas. -Su corta exploración de aquella dacha le había proporcionado algunas pistas de a qué se dedicaba: una nevera limpia y vacía, una cocina apenas usada, ausencia total de fotos o recuerdos personales. - ¿Mmm? - Ahora que había alzado la vista hacia ella, pudo comprobar que Nadia había tenido los ojos cerrados. Tan sólo había abierto uno, con el que la miraba extrañada y algo somnolienta.- Oh, no... -ahora le sonrió, apretando su brazo en torno a su cuello.- No había estado aquí nunca. Es una dacha para visitantes ocasionales, no mi picadero, cariño. - ¿Seguro? Aunque no tienes que darme ninguna explicación, ¿eh? Tres años son muchos para estar sola, y tú no pareces la clase de mujer que hace voto de castidad... La repentina risa de Nadia la sacudió también a ella, estando como estaba casi encima suyo. Cuando el terremoto se calmó, Nadia respondió, todavía entre accesos de risa.
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- Bien, bien, cualquiera que me conozca mejor que tú habría dicho lo mismo, es cierto. Sin embargo... no ha habido nadie. Como dices, no tengo por qué decirte una cosa ni otra, pero así ha sido, lo creas o no. Es difícil estar con alguien cuando estás siempre pensando en otra persona... Sarah se sintió extrañamente conmovida. No se había esperado aquello. Tal vez una negativa menos convincente o profunda, algo menos... que implicara un compromiso menos fuerte. Por otra parte, se dio cuenta de que Nadia no le había hecho ninguna pregunta en ese sentido. Sin duda estaba al tanto de su vida, gracias a su misterioso colaborador. - Nadia, hay otra cosa... -no tenía muy claro cómo enfocar aquello.- Bien, yo... Bueno, la verdad es que me han enviado a sonsacarte... Ella sonrió como si hubiera estado esperando aquello, e interrumpió sus balbuceos. - ¿Ah, sí? Muy bien, adelante... sedúceme. Sonsácame todos mis secretos. Estoy a merced de tus encantos... Su actitud no era irónica, no del todo, se dijo Sarah. Juguetona, en todo caso. Así pues, decidió seguirle el juego. - Mmm, bien... -la besó en el cuello, despacio, al tiempo que murmuraba.- Exijo que me cuentes todo lo que sepas sobre la sucesión de Stalin... o dejaré de hacer esto... Sus caricias no eran como para hacer confesar a un culpable, aunque sintió que la respiración de la mujer a su lado se agitaba algo. - Mmmmm... no pares, confesaré... La verdad es que esperaba algo más misterioso... puestos a hacer que me seduzcan, creía que me sonsacarían algo más profundo. No todos los días el MI6 envía a mi cama a su agente más
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hermosa... Todo el mundo lo sabe, amor. Nuestro gran jefazo, Beria, será el sucesor. No hay vuelta de hoja. Eso lo saben hasta en los servicios secretos franceses. Puede que nombre a algún testaferro al principio, pero controla la situación. Te lo aseguro. Si es por eso, ya puedes volver a tu país... aunque no antes de acabar lo que traes entre manos, mmm... Sarah la besó entonces en los labios. Sin embargo, al apartarse de ella le habló de nuevo. - ¿Estás segura? Hay algunos indicios... nada claro, pero... hay algunos detalles que me preocupan, Nadia. - No hay duda, Sarah. Está todo atado. ¿Qué te preocupa? - No es la sucesión lo que me preocupa, Nadia. Es... bueno, las consecuencias que la sucesión pueda tener para ti. Nadia frunció el ceño por toda respuesta. Esta vez sí parecía algo confusa. - Quiero decir... lo de Beria es seguro, dices. Sin duda, al ser tu jefe máximo, eso te beneficiaría. Pero, ¿y si no ocurre como esperáis? ¿Y si Beria no...? Nadia no le permitió terminar la frase. Sonrió de nuevo, con aquella expresión de seguridad en sí misma que tan atractiva la hacía. Negó con la cabeza, pasando su cálida mano por su brazo. - No hay ninguna razón para que te preocupes, Sarah. Todo está bien.
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PARTE 13
El mismo automóvil, con el mismo chofer, tan serio y marcial como siempre, la dejó de vuelta en la embajada. Ya era noche cerrada, aunque todavía era temprano. El frío y la ausencia dejada por Nadia la habían preocupado. Aunque tal vez hubiera algo más. En su discreta habitación estuvo largo rato reflexionando, incapaz de dormir tras un día como aquel. Recordó el informe que leyera en el avión, el del agente de la CIA. Identificó entonces la fuente de su inquietud. Si no se equivocaba, el autor de aquel heterodoxo informe debía estar destacado en Moscú. Aunque, por supuesto, no sabía su nombre, sí existían procedimientos gracias a los cuales podía contactar con él. Salió de su habitación y realizó una serie de discretas gestiones entre sus compañeros de embajada. Al poco regresó, y esta vez se obligó a acostarse. Si todo iba bien, al día siguiente recibiría una contestación. Pensaba en eso, ya acostada, con los ojos muy abiertos en la oscuridad de la habitación sin ventanas. No creyó que pudiera dormir.
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Lo hizo, sin embargo. Aunque ni mucho ni bien. Nadia le había prometido que se pondría en contacto con ella de nuevo tan pronto como pudiera. Aquello no era decir nada, pero no le hizo ningún reproche. Era mejor que se concentrara en sus obligaciones. Si no se equivocaba en sus inquietudes, Nadia debería estar bien alerta y dedicada a sus propios asuntos. En la cafetería de la embajada le esperaba un sobre cerrado junto a la bandeja con su desayuno. Su corazón se aceleró al instante, pensando que serían noticias de Nadia. Lo abrió, y en cambio encontró respuesta a sus gestiones de la 177
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noche anterior. Junto a un código identificativo –el mismo que había al pie del informe del avión– un mensaje decía tan sólo: "Gorki Park, entrada, 1200, hoy" Apenas le quedaban un par de horas para llegar allí. Por fortuna ya estaba lista, pues había querido estar preparada por si llegaban noticias de Nadia. Se pertrechó con el habitual abrigo largo, el típico gorro ruso, que esperaba resultara discreto, y su bolso. Sólo con eso fue al encuentro de un agente de la CIA cuyo nombre y aspecto desconocía del todo. El taxi la dejó justo frente a la enorme entrada con columnas del parque Gorki. Echó un vistazo a un lado y otro. Había caído una ligera llovizna, y el mármol del suelo brillaba lustroso a la grisácea luz. Pese a que animados grupos de personas entraban y salían del parque, nadie parecía fijarse en ella. Miró su reloj; las doce y cinco. Cada vez más inquieta, buscó el refugio de las enormes columnas del pórtico ante la amenaza de una nueva llovizna y el ya presente viento. De entre la sombra de las columnas surgió un hombre que le salió al paso. - Cosgrave. -no preguntó, afirmó. - Hola, esto... -pese a las novelas, los espías no tenían la costumbre de llamarse por ningún número de código. - No se preocupe. Alan estará bien. -sonrió él, mostrando sus dientes. Era un hombre delgado y joven, de aspecto anodino. Le hacía quizás un aire a Frank Sinatra, sobre todo cuando sonreía. Iba vestido con lo que los americanos entendían por elegancia: un entallado traje gris y sombrero del mismo color. Llevaba un ejemplar del Pravda doblado en una mano, y un cigarrillo encendido en la otra. - Alan, de acuerdo. -a Sarah no le pasó desapercibido el hecho de que él sabía más de ella que ella de él. La había reconocido, y sabía su apellido. Ella sólo
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conocía un nombre de pila, que tal vez ni siquiera fuera el suyo auténtico, y un código que no llevaba a ninguna parte. La relación entre americanos y británicos ya no era tan equilibrada como había sido. Carraspeó, descartando estas cuestiones por irrelevantes en aquellos momentos. Era ella quien quería su información, y tendría por tanto que someterse a sus condiciones. El hombre parecía consciente de ello; se mantenía a la expectativa, sonriendo apenas, sin prisas. - He leído un informe suyo. Me gustarían algunas ampliaciones. Él asintió, como si se esperara aquello. Por un instante pareció reflexionar, entonces se puso en marcha de repente. - Vayamos a un café al aire libre. Parece un día desapacible, pero los moscovitas lo encuentran primaveral, así que no llamaremos la atención. -la tomó del brazo, al tiempo que lanzaba el cigarrillo al suelo sin fijarse en él. La condujo a través de la entrada. En efecto, el parque parecía animado. De hecho, todos los senderos estaban helados y adultos y niños se divertían patinando por ellos. A ella, en cambio, la llevó hasta un café situado apenas junto a la entrada. El día despejaba, y unos rayos de sol filtrándose a través de las nubes animaron la escena. Pese a que la había llevado del brazo muy pegado a ella, como queriendo pasar por una pareja, él no se sentó a su lado, sino enfrente suyo. Ahí sonrió otra vez y encendió un nuevo cigarrillo. - Adelante. -dijo tan sólo, con un gesto de invitación. Ella adoptó su mejor pose de seriedad profesional, con su bolso apoyado sobre sus rodillas, juntas pero no cruzadas. - Como le decía, su informe me ha llamado la atención. Sus conclusiones son 179
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muy originales. -aquello no era exactamente un elogio, sin embargo le arrancó otra de sus sonrisas de suficiencia.- Como puede que sepa, tengo un contacto en el NKVD... - Yo también tengo algunos contactos, aunque no tan espectaculares como el de usted... -interrumpió, al tiempo que la señalaba con el cigarrillo. Se había echado atrás, en una pose muy desenvuelta, las piernas cruzadas con un tobillo reposando sobre la rodilla contraria. A Sarah no le quedó claro si se había referido a la belleza o al grado militar de su "contacto", ni siquiera si su sonrisa era socarrona o de admiración profesional. - Sí, bien. -trató de no dejarse liar. Era evidente que aquel tipo estaba empleando alguna de sus técnicas para sacar información, siquiera como costumbre profesional. Decidió seguir por lo directo.- Como le decía, mi contacto es de alto nivel, y sus conclusiones son muy distintas de las suyas. ¿Cómo se lo explica? Aquello no pareció hacerle la menor mella. Adoptó un tono irritantemente pedagógico. - Su contacto está demasiado cerca de los acontecimientos como para verlos con la debida perspectiva. La situación sobrepasa de largo a lo que es el NKVD. De hecho, es una conclusión muy superficial el suponer que, puesto que goza de gran poder, el NKVD dispone de gran influencia. Cualquiera que conozca el régimen soviético por dentro sabrá que eso es sólo apariencia. No se trata de un régimen militar, sino de un partido único. La autoridad reside en la burocracia, no en el ejército o los servicios secretos. Sarah aguantó su parrafada, pese a que no le estaba contando nada nuevo. Ella también tenía sus tácticas. - Es fascinante... Creo que puede haber llegado usted a conclusiones muy acertadas, y todo ello sin que nadie más se diera cuenta de lo obvio, por lo que he leído en los demás informes de inteligencia. Es por eso que estoy tan 180
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interesada precisamente en su informe, en los detalles. Respetando las fuentes, por supuesto, -aquí Sarah hizo un gesto de complicidad, como recordando que eran camaradas- pero dejándome ver algo de la firmeza de sus conclusiones... Alan entró al trapo. Se inclinó hacia delante, en gesto de confidencia, y bajó la voz. Acto seguido le contó la mayor parte de los entresijos de sus investigaciones. Por lo visto, no le había dado coba gratuitamente. El hombre parecía brillante, capaz de desentrañar lo fundamental de la habitual maraña de información sin sentido, el verdadero mérito del espía. Sin embargo, sus conclusiones eran algo forzadas, y dejaban de lado datos importantes, que él descartaba como sin darles relevancia. Sarah comprendió por qué el método del halago había funcionado tan bien; sus conclusiones no habían gozado de mucho éxito, y él se resentía de ello. En definitiva, su tesis se basaba en un hecho: el poder de Beria, tan enorme y terrible, había generado en el interior del partido, la verdadera sede del poder, un efecto de reacción. Desde la guerra y antes, el NKVD, en su sección de policía política, disponía del poder de detener, juzgar en secreto y ejecutar, también en secreto, a cualquier miembro del partido. Aquellos poderes no eran teóricos; se habían ejercido de forma cada vez más amplia y discrecional. En un contexto de lucha por el poder, aquello era una amenaza. ¿Para quién? Para cualquiera que tuviera poder. En consecuencia, todo aquel que dispusiera de una migaja de poder en el seno del partido estaría más que dispuesto a entrar en una gran coalición anti-Beria. Esa era la coalición que Alan creía haber detectado. Aunque, todo había que decirlo, le sobraban razonamientos brillantes y le faltaban pruebas. Se despidió de él agradeciéndole su información. Él se había mostrado cada vez más animado en la exposición de sus propias teorías. Ella, en cambio, apenas podía ocultar su preocupación. La despedida fue, en consecuencia, apagada y discreta. Quedó en informarle si conocía alguna novedad que le pudiera interesar, aunque lo dudaba en su fuero interno. Tenía cosas mucho más importantes en qué pensar.
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El resto del día lo pasó en la embajada. Se sentía inquieta, y cuanto más pensaba en lo que el agente de la CIA le había contado, más se acentuaba su inquietud. Acabó paseando arriba y debajo de su reducida habitación. Lo peor era que no tenía forma de ponerse en contacto con Nadia. Debía ser ella quien lo hiciera, y en todo el día no se habían tenido noticias suyas.
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Aquella situación siguió igual a lo largo de varios días. Sarah no podía hacer otra cosa que esperar, cada vez más nerviosa. Sin duda Nadia tenía importantes cosas que hacer, y eso no era algo que contribuyera a tranquilizar a Sarah. Todo aquel tiempo lo pasó en la embajada, pues sería allí adonde la iría a buscar. Y la espera la hizo seguir reflexionando. El NKVD, el gigantesco y omnipotente servicio secreto, era el punto de apoyo, el núcleo del poder de Beria. A lo largo de los años, lo había convertido en una organización a su exclusivo servicio. Por lo tanto, si Beria caía, el NKVD sería sin duda reorganizado. Más que reorganizado. El que Beria no alcanzase el poder no sería algo que se resolviese con deportividad, precisamente. En su ascenso, Stalin había liquidado físicamente a sus oponentes. Y con ellos habían sido purgados aquellos que les apoyaban. Los procesos de Moscú en los años 30 habían tenido aquel resultado. Sarah detuvo uno de sus nerviosos paseos. ¿Por qué no se ponía Nadia en contacto con ella? ¿Estaba muy ocupada, o se debía a alguna otra razón? ¿No podía? ¿Había...? Detuvo sus razonamientos, cada vez más desbocados. Todavía no se había llegado a una solución. En tres días se produciría una reunión del Comité Central del Partido, en el curso de la cual se produciría, con toda seguridad, una decisión. Entretanto, todo eran especulaciones.
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Lo que preocupaba a Sarah no era ya la solución al conflicto, no en sí mismo. Aquello que tenía en vilo a las cancillerías de todo el mundo no era más que algo secundario para ella. Lo importante era qué consecuencias tendría para Nadia. Ella era un peón en aquella batalla secreta. Y si Beria caía, arrastraría consigo a todo el NKVD, tanto más cuanto más arriba estuvieran sus miembros. Y Nadia no parecía muy al tanto de todo, al menos si hacía caso a Alan... - Alguien pregunta por usted, señorita Cosgrave. -un ujier la sacó bruscamente de sus pensamientos. "¿Nadia?", pensó, casi dijo ella. En cambio, respondió con toda la calma que pudo reunir: - Muy bien, ahora voy. Estaba preparada, lo había estado permanentemente desde hacía tiempo. Salió de inmediato al patio de la embajada, para encontrarse con el mismo automóvil y el mismo chofer que la llevaran hasta la dacha de las afueras. No hizo pregunta alguna, tan solo asintió al saludo del sargento y pasó al interior del coche mientras él le sostenía la puerta.
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Esta vez no se habían dirigido hacia las afueras. En cambio, tras un corto trayecto por Moscú se sumergieron en un aparcamiento subterráneo. Con la habitual seriedad impersonal, el chofer le sostuvo la puerta para que saliera. Ella miró a su alrededor, y sólo pudo ver un oscuro y vacío aparcamiento. En cuanto se volvió para consultar con el chofer, comprobó de nuevo que este ya se había metido en el coche. Sin ninguna explicación, el chirrido de las ruedas se perdió en la distancia. Miró inquieta a su alrededor, y entonces surgió de las sombras una figura alta y oscura. Un breve sobresalto sacudió el corazón de Sarah, hasta que la figura se situó bajo una bombilla. Entonces su corazón se aceleró aún más, hasta que se 183
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encontró a sí misma en brazos de Nadia. - Siento no haber podido verte antes. -le dijo ella, estrechándola. Antes de que pudiera responderle, se separó y la cogió de la mano, guiándola. Tras una serie de estrechos pasadizos y una larga subida en ascensor, se detuvieron frente a una puerta. Nadia extrajo una llave y entró. Para su sorpresa, Sarah se encontró con un piso amueblado. Habría jurado que estaba en la temible sede del NKVD, la Lubianka, de donde se decía que nadie que entrase volvía a salir. En su lugar, se encontró en un piso que, esta vez sí, daba claras muestras de estar permanentemente habitado. - ¿Qué? ¿Qué te parece? -le preguntó Nadia, con una curiosa sonrisa en su rostro, una expresión algo infantil que jamás le había visto. Sarah comprendió entonces que se encontraba en su casa, el lugar donde Nadia vivía. Echó una nueva mirada a su alrededor y compuso la sonrisa que se requería para la ocasión. - Está muy bien, Nadia. Parece mucho más acogedor... En efecto, lo parecía. Lo que en la dacha había sido frialdad, allí era todo habitaciones pequeñas y atestadas. Se veían muebles, objetos diversos apilados sobre librerías y aparadores, alfombras de diverso estilo y estado de conservación, recuerdos personales... - Perdona tanto misterio. Esta vez era necesaria una cierta discreción, me temo... -le estaba diciendo, al tiempo que le quitaba el abrigo y se lo quitaba ella. Lanzó ambos sobre una silla sin fijarse demasiado, y lo mismo hizo con su gorra de plato. Venía de uniforme de nuevo, y esta vez no parecía tan impecable como siempre. De hecho, parecía algo arrugado, como si lo hubiese llevado encima mucho tiempo.
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- ¿Has tenido mucho trabajo, Nadia? -le preguntó, preocupada. - Oh, sí. -respondió, al tiempo que se aflojaba la guerrera, lanzándose agotada sobre un pequeño diván.- Son días muy ajetreados. Sarah se recostó a su lado. Cuanto antes dijera lo que había pensado, mejor. - ¿Quiénes son? -preguntó en cambio, fijándose en una foto enmarcada sobre la mesilla más cercana. En la foto se veía a una Nadia muy joven, en uniforme de teniente, rodeada de otros hombre y mujeres también de uniforme. Sin embargo, sonreían distendidos, evidenciando una intensa camaradería. - Mis compañeros de promoción. -respondió, sin dudar. - ¿Y ella? -preguntó a continuación, señalando otra foto, más grande, en que se veía a una Nadia igual de joven al lado de una chica rubia, las dos de civil y muy juntas. Al instante se arrepintió de su pregunta. No necesitó ver cómo la expresión de alegría de Nadia se derrumbaba.- Perdona. -se excusó. - No importa. -dijo ella, agarrando la foto.- Sí, es Anja... Sarah contempló al gran amor de Nadia, muerta tiempo atrás en el campo de concentración de Ravensbrück. Era realmente muy hermosa... - ¿A que te pareces a ella? -le preguntó Nadia, pasando su mano sobre la foto, como acariciándola, recuperando poco a poco su sonrisa. Evocando sin duda los momentos felices mientras relegaba a un forzado olvido los peores. Algo se parecían, aunque Sarah pensó que Anja parecía una versión más hermosa y joven de sí misma. Sin embargo, renunció a responder a esa pregunta, y en cambio acarició los cabellos de su compañera. Aquello tuvo el deseado efecto de centrar en ella la atención de Nadia, abandonando la foto. Antes de cometer una nueva torpeza, Sarah decidió
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afrontar la cuestión que la había estado obsesionando. - Nadia, creo que puedes estar en graves problemas. Deja que te haga una pregunta, una pregunta puramente teórica si quieres: ¿qué ocurriría si finalmente Beria es desplazado del poder? Pareció extrañada, y por unos instantes no respondió. Al fin lo hizo, con el argumento que Sarah temía. - Eso no puede pasar. - Pero, ¿y si pasase? - Te repito... - Nadia, por favor. Dime si es cierto o no: si Beria cayese, arrastraría consigo a medio NKVD, incluyéndote a ti. ¿No es así? - No sé de dónde has sacado semejantes ideas... - Es así, ¿verdad? ¿Estás en peligro? - ¡No! ¡Lo que dices no tiene sentido! Y aunque así fuera... Sarah acarició los hombros de Nadia, recostándose sobre ella. - Nadia... Creo que se prepara la caída de Beria. En el Comité Central se elegirá a Khruschev para el cargo de Primer Secretario. Puede que os hagan creer que es un hombre de compromiso, pero no lo es. Es la cabeza visible de una gran coalición para acabar con Beria. Puede que no de inmediato, pero ocurrirá. - Sarah, no veo adónde quieres llegar. -le dijo ella, muy seria. En realidad, parecía querer decir todo lo contrario, que sabía a qué se refería, y sus ojos le exigían toda la verdad.
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- No pretendo que me creas sin más, Nadia. -argumentó ella, desesperada. De lo que dijera a continuación podía depender la vida de su amada.- Espera hasta después de la reunión del Comité Central. Si eligen a Khruschev, aún tendremos tiempo. Te esperaré a en el avión que sale a la madrugada siguiente con rumbo a Viena. - ¿Eso es lo que pretendes? ¿Qué escape a Occidente? ¿No te he dicho ya varias veces por qué no puedo hacer eso? -su expresión era terca, aburrida incluso. Sarah se sintió mal. - Nadia, no queda más remedio. Estás en peligro. Olvídalo todo y vente... Vente conmigo, por favor. En respuesta, Nadia agitó la cabeza a un lado y otro, tras lo que la sujetó por los hombros y la obligó a mirarla de frente. - Sarah. Voy a hacerte una pregunta, y quiero que me respondas con sinceridad. ¿Abandonarías todo lo que tienes, tu carrera, tu familia, tu país, tu mundo? ¿Lo dejarías todo por mí? Piénsalo. -le preguntó, taladrándola con su mirada. - Yo... - desvió la mirada, reflexionó con desesperación. Sí, lo haría. No, no podría. ¡No!- ¡Nadia! ¡No es esa la cuestión! ¿No has escuchado lo que te he dicho? ¡Estás en peligro! Además, estoy arriesgando mi misión y los intereses de mi país al contarte esto, ¿no te das cuenta? No es ningún chantaje, ningún truco. Sí, quiero tenerte a mi lado, quiero que te vengas conmigo. Pero jamás te engañaría para conseguirlo. ¡Tienes que creerme! Vio cómo se alejaba de ella, cómo no la creía. O no quería creerla, que venía a ser lo mismo. Algo se había interpuesto entre ellas, y sintió cómo el frío llenaba aquel vacío.
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Lograron un aplazamiento, una renuncia tácita a tratar el tema de nuevo, al menos de momento. Nadia había logrado un poco de tiempo para estar junto a ella, y todavía sentían el suficiente calor de la pasión que compartían como para no desaprovecharlo. Nadia no tendría que marchar hasta la tarde del día siguiente, y se había propuesto pasar todo aquel tiempo allí, con Sarah. Esta, por su parte, se agarró a aquel tiempo juntas con una cierta desesperación, temiendo a cada instante por su amada. Vistos en retrospectiva, fueron momentos deliciosos. Nadia preparó su plato favorito, mientras Sarah intentaba ayudarla, pero ella no le dejó, sino que la expulsó de la estrecha cocina. Contemplar a la altiva espía trajinando cacerolas, con delantal y todo, habría sido todo un shock para otros, pero no para Sarah. De alguna forma, había sabido siempre que aquella dimensión hogareña estaba en Nadia. El resto del tiempo compartieron recuerdos, anécdotas, alguna confidencia y no pocos besos. Sarah comprendió que los espacios reducidos, atestados, de aquella casa, se hacían más habitables, más agradables al compartirlos. Al final del día se acostaron juntas, pretendiendo estar en medio de una vida de pareja que las dos sabían efímera. A la mañana siguiente siguieron con aquel juego, pero el paso de las horas les recordaba que aquello era sólo eso, un juego, un engaño compartido, y que pronto iba a acabar. Al fin Nadia comenzó a ponerse su uniforme. Sarah la ayudó, en un remedo de labor de esposa que no se le hizo extraño, en absoluto. Habría deseado abotonarle la camisa todos los días, inspeccionando con ojo tan crítico como satisfecho su aspecto. Al fin se encararon. - Tengo que marcharme ahora. Tú sólo tienes que bajar al subterráneo dentro de media hora. Te estarán esperando para llevarte a la embajada. -dijo Nadia, desviando la mirada.
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- Lo sé. Yo también he de marcharme... de Moscú. - ¿Tan pronto? -Nadia la miró ahora de frente, dolida. - No ahora. Pero después de la reunión del Comité Central me marcharé, Nadia. este fue el turno de Sarah de desviar la vista; no sabía cómo decirle aquello.Habrá terminado mi misión. Y si Khruschev es elegido... te esperaré junto al avión. Ya sabes cuál es. Podrás venir, lo tendré todo preparado. - Sarah. -la obligó a mirarla, agarrando su cara entre sus enguantadas manos.No puedo irme. Ni aunque tuvieras razón. No puedo, de verdad... - Nadia, por favor. Prométeme sólo una cosa. Prométeme que si ocurre lo que he dicho, al menos lo considerarás. Y que si averiguas que estás en peligro, vendrás. Sólo eso, Nadia. Jamás quise decir algo como esto, pero... hazlo por mí. Prométemelo. Pareció que no lo haría, pero al fin dijo: - Está bien. Te prometo que lo consideraré. Se besaron, junto a la puerta. Tras el beso se abrazaron, muy fuerte, como si quisieran fundirse la una en la otra. Luego, sin una palabra, Nadia se dio la vuelta y se marchó por el pasillo, sin mirar atrás.
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Viento Helado de Iggy
PARTE 14
Era muy de madrugada, el alba apenas se intuía. El mundo se hallaba inmerso en ese grisor indistinto que lo invade todo, cielo y suelo, como si todo estuviera aún por ser creado. A través de la desierta pista de aterrizaje soplaba un viento tremendo, constante, como si toda la fuerza de la naturaleza se empeñase en derribar cualquier obstáculo que se le opusiera. Sarah se hallaba al pie de la escalerilla del avión, tratando de evitar ser derribada por aquel viento. Se sujetaba la gabardina a su alrededor, al tiempo que fijaba la vista en un punto indeterminado de la lejanía. Una azafata salió por la portezuela del avión, sujetándose el sombrerito del uniforme de sus líneas aéreas para que no volara de su cabeza. - ¡Señorita! -gritó para hacerse oír desde arriba de la escalerilla. En cuanto Sarah se giró repitió:- ¡Señorita! ¡Ya no podemos esperar más! La noche anterior, se había anunciado la elección de Nikita Khruschev como Primer Secretario del PCUS. A aquellas horas, la sorpresa y la confusión todavía se extendían por todas las cancillerías y servicios de información del mundo. La elección era interpretada de las más diversas maneras, algunas realmente disparatadas. La mayoría coincidía en que Khruschev no era más que un hombre de transición, alguien colocado en el puesto pero privado de verdadero poder. Alguien que no haría nada, y que respetaría la herencia de Stalin y a todos sus correligionarios. Sarah temía, lo temía en los más hondo de su ser, que aquello también fuera un error. - ¡Debemos esperar un poco más! -respondió, cada vez más desesperada. Ahora se arrepentía de su jugada, pero... ¿qué otra cosa podía haber hecho? Tenía que forzar a Nadia a tomar una decisión, y cuanto antes, mejor. Aunque no sabía cuándo ocurriría todo, podía ser en cualquier momento. Y Nadia tenía que venir. ¡Tenía que hacerlo!
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Miró en la distancia. La aurora ya iba dando una difusa iluminación. El gris del cielo se diferenció del gris del cemento de la pista, separados por un horizonte al fin visible. Y en medio de aquella desolación... el vacío. - ¡Haga el favor, señorita! -ahora era el piloto el que se apretaba fuera de la portezuela al lado de la azafata y le gritaba.- ¡Voy a despegar! ¡Si no lo hago ahora voy a perder el plan de vuelo! ¡Si no sube ahora mismo, despegaré sin usted! Derrotada, sintiéndose incapaz de mantener viva la esperanza, Sarah subió al fin los escalones, uno a uno, demorándose tanto como pudo. Echó un último vistazo a la pista por encima de su hombro, hasta que la portezuela se cerró. Sin ver nada ni nadie tras de ella.
* Durante un tiempo, pareció que, después de todo, se había equivocado. Khruschev, como se había predicho, no hizo nada, nada visible al menos. Sin embargo, y pese a sus intentos, Sarah no logró contactar con Nadia. El NKVD, a diferencia de los servicios secretos británicos y occidentales en general, estaba formado por los más diversos departamentos, separados entre sí. El NKVD contaba con secretariados de policía política, información militar, espionaje exterior (el de Nadia), etcétera. Nada de lo que pasaba en uno se sabía en el resto. Esta compartimentación era lo que hacía que sólo la cumbre estuviera al tanto de todo. También hacía que Nadia no estuviera implicada, ni informada siquiera, de las atrocidades que cometían otros departamentos. Pero tampoco le permitiría, en esos momentos difíciles, estar al corriente de lo que ocurría justo a su lado. Sarah puso en marcha todos sus contactos, todos sus recursos, pero no consiguió
averiguar
nada.
Después, 191
las
noticias
empezaron
a
hacerse
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preocupantes de veras. Tal y como había temido, Khruschev empezó a dar muestras del programa político que lo había llevado al poder. Su discurso secreto ante el Comité Central, el que después se conoció como el primer discurso sobre la desestalinización, se filtró pronto. Esto, junto a sus proclamas de coexistencia pacífica, provocaron el entusiasmo en el servicio secreto, el gobierno, y en toda la opinión pública occidental. Parecía que, después de todo, se abría un camino a la paz mundial, después de las dudas y los temores de la sucesión. Todo el mundo estaba entusiasmado... menos Sarah. Sabía que todo aquello significaba que, tarde o temprano, habría una gran purga. Y el día llegó. La noticia también se filtró con rapidez. La detención de Beria fue repentina, inesperada, como correspondía a una jugada que tenía más que ver con un golpe de Estado que con un cambio ministerial. Según algunos rumores, la orden de detención no la llevó a la dacha de Beria un motorista, sino un tanque, que entró directamente por la puerta para realizar la detención. En días, sucesivos, Beria fue destituido de todos sus cargos, procesado en secreto y, según se dijo, ejecutado sumariamente. A esto, desde luego, siguió una reestructuración en profundidad del NKVD, de donde fueron purgados todos aquellos cargos próximos a Beria. Nadia no tenía una posición excesivamente próxima a éste, ni era un cargo de su confianza. Pero en situaciones como ésta, lo normal era que, ante la duda, cayeran juntos culpables e inocentes. Sarah seguía todos estos acontecimientos con una creciente sensación de desesperación
e
impotencia.
Hizo
todo
lo
que
pudo
para
seguir
los
acontecimientos, para saber algo de Nadia, de quien no le llegaba la menor noticia. Al fin, logró hacerse con un listado del nuevo organigrama del NKVD. De hecho, hasta su nombre había cambiado, pasando a denominarse KGB. Ni en el lugar que le correspondía, ni en ningún otro, figuraba el nombre de Nadia. Había sido destituida y quién sabía qué más.
* * *
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EPÍLOGO La perspectiva de las calles se pierde en la distancia. Los edificios, idénticos, cúbicos, grises, se suceden unos a otros sin el menor rasgo que los distinga. La red cuadriculada de calles está numerada, sin nombres, y aún así resulta difícil orientarse. Bajo un cielo azul, totalmente despejado, se mueven figuras humanas, tan grises e indistintas como el medio en que se mueven. Cada una un mundo, un universo que se mantiene aparte, moviéndose con decisión, sin fijarse en nadie más. En medio de ellas, una única figura parece perdida, dubitativa, mirando a un lado y a otro como si no supiera adónde ir. Lleva un largo abrigo, lo que no la hace distinguirse del resto, y lleva un papel en la mano que consulta brevemente de vez en cuando. Sigue caminando por las rectas calles, hasta que la marea humana que la rodea se hace menos abundante. Se acerca al extrarradio, donde los edificios acaban abruptamente, dando paso a un paisaje desolado, como si la ciudad acabase en la nada. Al ver aquel final se detiene, justo junto al último edificio idéntico. "No hay quien se aclare", piensa, consultando de nuevo su papel. Es evidente que no conoce aquella ciudad, Novosibirsk, una de tantas ciudades creadas totalmente nuevas en la U.R.S.S. para el desarrollo industrial de Siberia. Se rasca la mejilla, dudando. "Preguntaré", decide, la resolución haciéndose evidente en su rostro hasta entonces dubitativo. Se acerca a otra figura solitaria, una mujer más alta. Esta camina dándole la espalda, en su caso con decisión, como si supiera bien adónde se dirige. Lleva otro largo abrigo gris, con un pañuelo de colores chillones anudado a su cabeza. Se encorva ligeramente hacia delante, llevando el peso de dos cubos metálicos, uno en cada mano. - Disculpe, -le pregunta la mujer más baja en un ruso correcto pero evidentemente aprendido, al tiempo que le palmea la espalda para llamar su
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atención- tal vez pueda indicarme. Me dirijo al bloque 3-147... Le muestra el papel, pero se detiene de repente en su pregunta. Abre mucho los ojos, también la boca. La otra mujer se ha dado la vuelta. Ésta, más que sorprendida, parece asustada. Deja caer los cubos al suelo, que resuenan con fuerza. Da un paso hacia atrás, luego otro. Sus ojos, muy azules, se abren más y más, y parece que va a hablar, pero no lo hace, tal vez balbucea. La mujer que le ha preguntado da un paso hacia ella, todavía en silencio, extiende una mano en su dirección. Una repentina ráfaga de viento en el, hasta entonces calmado aire, le revuelve el dorado cabello. - Nadia... -dice la mujer rubia, más alegre que sorprendida.- Eres tú. Por fin... La mujer del pañuelo da un nuevo paso atrás. No sonríe como la otra, sino que parece a punto de dar la vuelta. Al fin habla. - Sarah... No... no quiero que me veas así. Déjame, por favor. Se lleva una mano al pañuelo de su cabeza, a su abrigo, gastado e informe. La mujer ante ella se le acerca más, y esta vez no hay paso atrás que mantenga la distancia entre las dos. - Nadia, -insiste- te he estado buscando todo este tiempo. He venido... he venido por ti. No tienes que preocuparte. Lo sé todo. Te quiero. El reflejo del sol en los azules ojos tiembla, oscila. Las lágrimas parecen a punto de rodar, pero no lo hacen. En cambio, la mujer más alta se lanza de repente hacia delante, y las dos se funden en un abrazo. - Sarah, Sarah... es como un sueño... - Oh Nadia... Ha sido tan difícil. Pero ahora está todo arreglado. No tienes que preocuparte.
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Se separan un poco, se miran desde muy cerca, aún abrazadas. Las lágrimas ya ruedan por las mejillas de ambas. Se miran durante unos instantes más, se besan. Los pocos transeúntes apenas se fijan en ellas, como siempre más ocupados en sus propios quehaceres. - ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo es posible...? -pregunta la morena en cuanto se separan un poco, el pañuelo de su cabeza caído ahora en torno a su cuello a causa de las caricias recibidas. - ¿Que esté aquí? -la rubia sonríe.- No lo creerás, pero... Averigüé que te habían expulsado, y después conseguí saber adónde te habían enviado... y aquí estoy, contigo. Para siempre. La morena parecía no comprender. Fruncía el ceño al tiempo que preguntaba: - ¿Qué dices? ¿No sabes adónde me han destinado? Ya no soy... no soy la mujer que conociste, Sarah. Me expulsaron, sí. Me enviaron aquí. Ahora trabajo... en una fábrica. No es un mal destino. Es una fábrica de embutidos. -dice, mirando de reojo a los cubos, olvidados junto a ella sobre la acera.- Se puede robar alguna cosa de vez en cuando... pero... - Oh Nadia, -la rubia se le había abrazado aún más al oír aquello- ya lo sabía. No importa. Lo único que me importa es estar contigo. - ¿Qué quieres decir? - Una vez me hiciste una pregunta, Nadia. La respuesta es sí. Después que conseguí averiguar dónde estabas, hice algunos arreglos. No es tan difícil como pueda parecer. Contactos, algún soborno... La cuestión es que he conseguido hacerme pasar por ciudadana soviética. En consecuencia me han adjudicado un trabajo y una vivienda provisional compartida. El trabajo es en tu fábrica... La vivienda es la tuya. La otra mujer la estaba mirando con unos ojos a punto de salírsele de las 195
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órbitas. - No es posible... Estás loca... La sonrisa que recibe entonces en respuesta muestra que sí, que lo está, por ella. Se ahorra sin embargo la frase tópica, pues sabe que no es necesaria. - Lo he hecho. Estoy decidida. Quiero compartir tu vida, ya que no puedo sacarte de aquí. Si tú quieres, claro... - Sarah... Por algún último privilegio me adjudicaron un apartamento individual. Pero es minúsculo, y el trabajo... bueno, es asqueroso. No es nada de lo que tú te mereces. - Nadia, Nadia... Lo sé todo. Nada me importa, salvo estar contigo. Lo he arreglado todo para que en Inglaterra crean que estoy trabajando infiltrada aquí. No es del todo falso, aunque... la única razón por la que estoy aquí, y por la que voy a quedarme, eres tú. Sólo si tú crees que podremos compartir ese apartamento tan pequeño, claro. -sonríe, nerviosa. - ¡Claro que sí! Es como un sueño, más que un sueño. Jamás me permití a mí misma soñar que algo así pasaría. ¿Pero cómo has podido dejarlo todo...? - Por ti. Por ti tan sólo. Un nuevo abrazo, un nuevo beso. Al separarse, se dan la mano, y a punto están de marcharse dejando los cubos abandonados tras ellas. Sonríen mirando atrás, y cada una agarra uno. Se marchan así calle abajo, perdiéndose en dirección a uno de aquellos bloques grises e idénticos.
FIN
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J7 y XWP (Traducciones al Español y demás) https://j7yxwp.wordpress.com
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