Descripción: Vida Sin Límites-clifford Goldstein...
Colección: Semillas de Esperanza Título: Vida sin limites Autor: Clifford Goldstein Traductor: Juan Fernando Sánchez Diseño y desarrollo del proyecto: Equipo de Editorial Safeliz Copyright by © Editorial Safeliz, S. L. Pradillo, 6 • Pol. Ind. La Mina E-28770 • Colmenar Viejo, Madrid (España) Tel.: [+34] 91 8 4 5 98 77 • Fax: [+34] 91 8 4 5 9 8 65
[email protected] • www.safeliz.com Diciembre 2007: I a edición ISBN: 978-84-7208-262-5 Depósito legal: M-52334-2007 Impresión: Talleres Gráficos Peñalara • E-28940 Fuenlabrada, Madrid (España) IMPRESO EN LA UNIÓN EUROPEA PRINTED IN THE EUROPEAN UNION No está permitida la reproducción total o parcial de este libro (texto, imágenes o diseño) en ningún idioma, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del 'Copyright'.
índice general
PRESENTACIÓN
7
1. El cerebro de Einstein 2. HI Principio de Clifford 3. Una cebra en la cocina . Dilema moral
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7. "Typhoid Mary" 8. El Factor Enrique YIII El Gran Conflicto 10. El Dios crucificado
53 63 77 101
11. Misteriosa acción a distancia
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12. ¿[Jamando a las puertas del cielo? I t. ¿Tú eres Jesús? 14. Asuntos de familia I '>. El fin de todo el discurso
119 147 169 189
Presentación '¡'oda la historia formulándonos las grandes preguntas y parece que nunca es suficiente... acaso porque es más común plantearlas en clave retórica que hacerlo realmente interpelados por ellas. Mucha y buena filosofía se ha hecho en torno a ellas, pero la praxis que había de contrastarla no ha evidenciado de igual modo la utilidad de la misma. Así, la historia humana se convierte en una insistente reiteración de las pregunI as por temor a darles respuesta. Se formulan una y otra vez, pero se hace ¡)iira huir de aquello a lo que inevitablemente remiten... Bueno, esto es así en general, pero hay valiosas excepciones. La presente obra de Clijford Goldstein lo acredita. Muéstralo valioso que es seguir haciéndonos esas preguntas, siempre y cuando estemos realmente dispuestos a responderlas. Y lo más grande de todo, más que las preguntas mismas, es que las respuestas existen y son esperanzadoras: la vida tiene sentido y además depende de ti que carezca de límites. En este libro revelador, Clijford Goldstein, autor de numerosas obras difundidas entre millones de personas, enfrenta las más trascendentales cuestiones de la existencia y ofrece respuestas que pueden cambiar el modo en que contemplas y vives tu vida. Con una fascinante combinación de fe y lógica, Goldstein busca la verdad en asuntos tales como el significado de la vida, nuestro origen, las leyes que nos protegen del dolor, y por qué podemos creer en un futuro digno de ser vivido. VlDA SIN LÍMITES te embarcará en un viaje más significativo y estimnlante de lo que jamás hubieras imaginado. Los
EDITORES
N O T A : M i e n t r a s no se i n d i q u e lo contrario, ia v e r s i ó n bíblica e m p l e a d a será la Reina-Valera I W 5 . O t r a s v e r s i o n e s utilizadas son: " R V 9 0 " (Reina-Valera 1990) y "BJ" (Biblia de Jerusalén).
1 El cerebro de Einstein
odos querían tener algo de Albert Einstein (una entrevista, una cita, una firma, un recuerdo..., lo que fuera), y esa obsesión por él no se extinguió ni siquiera una vez fallecido. Tan intensa era la manía por todo lo relacionado con este hombre que, eni re su muerte y su entierro, el cerebro de Einstein fue extraído de su cabeza como se saca una nuez de su cáscara. El cerebro que había dominado la física durante casi medio siglo, ahora desaparecía como una de las partículas subatómicas que tanto le fascinaran. Corrió el rumor de que alguien disecó el órgano y lo guardó en un garaje de Saskatchewan (Canadá), junto a unos palos de hockey y varios balones desinflados. La verdad, sin embargo, era que, tras efeciuarle la autopsia a Einstein en 1955 (había muerto de un aneurisma aórtico), el médico encargado de ella, el doctor Thomas Harvey, ubrió el cráneo del cadáver y extrajo el cerebro, aparentemente con fines de investigación médica. El único problema fue que el doctor se llevó el cerebro y nunca lo devolvió (al parecer, además, el oftal-
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mólogo de Einstein se apropió de sus ojos, a los cuales sacaba por ahí de cuando en cuando para exhibirlos en las fiestas). «Harvey se guardó el cerebro», escribió un periodista sobre el destino del cerebro de Einstein, «no en el hospital sino en su casa, y cuando dejó Princeton simplemente se lo llevó con él. Los años pasaron. No aparecían ni estudios ni hallazgos. Pese a ello, no se emprendió ninguna acción legal contra Harvey, ya que en los tribunales no había precedentes relativos a la recuperación de un cerebro en tales circunstancias. Y entonces Harvey desapareció de la escena... Cuando, ocasionalmente, daba una entrevista - e n periódicos locales en 1956, 1979 y 1988— siempre repetía que le quedaba aproximadamente "un año para concluir su estudio sobre el espécimen"». 1
Tras retener "el espécimen" durante cuarenta años, haciendo poco más que repartir pequeñas porciones del mismo entre unas cuantas personas selectas, el doctor Harvey -cuyo ejercicio profesional se vino abajo tras difundirse lo que había hecho (ser ladrón de cadáveres no era lo que se dice un gran paso en su carrera médica)- tomó una decisión. Ya octogenario y quizá sintiéndose culpable, optó por devolver el cerebro a la familia, que es como decir a una nieta de Einstein residente en Berkeley (California). El periodista Michael Paterniti, que tenía amistad con el doctor Harvey, se ofreció a llevarle desde la costa este hasta la nieta de Einstein, y así fue como salieron en un viaje a través del país en un Buick Skylark con el cerebro de Einstein sumergido en formaldehído y flotando en una tartera ubicada en el maletero. Paterniti escribió un libro, Transportando a Mr. Albert, en el cual relataba uno de los viajes por carretera más atípicos en la historia de Estados Unidos: un médico viejo y culpable, un periodista talentoso y, por supuesto, el cerebro de Albert Einstein chorreando en el maletero por espacio de unas tres mil millas (unos 4.800 kilómetros), lo que, como puede imaginarse, suscitaba jocosos comentarios por el camino. La escena más llamativa, sin embargo, llegó hacia el final del viaje, cuando los dos hombres conocieron a la perpleja nieta de Einstein, Evelyn. Aunque ella sabía que los hombres llegarían con el cerebro
EL CEREBRO DE EINSTEIN
I|I su famoso abuelo, no estaba en absoluto segura de lo que se esI ii i .il >.i i|ue hiciera con él. En un momento dado, Evelyn Einstein y l'iiiri n i ti estaban sentados en el asiento delantero del Skylark cuando el abrió la tapa para mostrarle el cerebro de su abuelo Albert. • I rvanto la tapa, descorro una franja de tela húmeda, y ante nosotros se desparraman unos doce fragmentos del cerebro, del tamaño de pelotas (',11, procedentes de la corteza cerebral y del lóbulo frontal», escribió Paterniti. «El olor de formaldehído nos golpea como si se tratase de una bofetada [...]. Las piezas están selladas con celoidina... porciones cerebrales de color hígado, rosáceo, ribeteadas con cera dorada. Saco algunas del i imtcnedor de plástico y le entrego unas cuantas a Evelyn. Parecen muy lihindas y pesan más o menos lo mismo que las piedrecitas de una playa».
II la y Paterniti se pasaron las piezas entre sí durante un rato más, i i monees Evelyn, que recordaba a su abuelo muy bien, alzó la visi i Itac ia Paterniti y le dijo: «¿Tanto jaleo por esto?» Un momento des|nu s, acarició otro fragmento y comentó: «Podría hacerse usted un Imilito collar con él».2 I negó, tranquila y silenciosamente, volvieron a ubicar las piezas en II (artera y cerraron la tapa sobre el cerebro de Einstein.
I .1 realidad de la materia I Vjemos de lado lo extraño de la escena (estar sentado en un coi lie con la nieta de Albert Einstein, pasándose mutuamente partes ili su cerebro como si fueran joyas robadas). En lugar de ello, consideremos el hecho de que lo que sostenían en su manos era el lu|t,u literal (y queremos decir literal) donde la física newtoniana, que II* valia tres siglos reinando, fue destronada. Dentro de esos "fragmenii i', del cerebro, del tamaño de pelotas golf", los fundamentos de la li'.ii .i nuclear habían sido formulados. En algún punto de allí mismo, en esas "porciones cerebrales de color hígado, rosáceo, ribeteH las con cera dorada", emergió la fórmula E=mc2, un concepto que > ,imbió el mundo. Esos pedazos de materia (no ya gris sino rosa) sa. ,II on a la luz las teorías de la relatividad general y especial, las cuales mostraron que el tiempo y el espacio no eran absolutos sino que
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cambian en función de la cantidad de materia implicada y la velocidad del observador. En resumen, esas fracciones de materia que aquellas personas sostenían en sus manos mientras permanecían en los asientos delanteros del Buick Skylark en una calle de Berkeley (California), habían creado algunas de las más valiosas y fascinantes ideas de la historia de la humanidad. Aunque el simbolismo de la escena presenta muchas posibilidades, una es: ¿Podría Einstein, y todo su genio, sus ideas, sus pasiones (Albert era una especie de Casanova), estar limitado a esa materia cerebral, a esos relieves y grietas compuestas de neuronas y fibra? O, incluso, ¿podría restringirse a su estructura física completa (cerebro y resto del cuerpo) ? ¿Es eso, al fin y al cabo, todo lo que Albert era? En definitiva, ¿qué somos realmente cualquiera de nosotros, seres puramente físicos, que viven por leyes físicas solamente, y que exudan emociones, ideas, arte y creatividad así como el estómago segrega ácido péptico y el hígado bilis? ¿Somos acaso cada uno de nosotros, incluyendo todo lo que hacemos, pensamos y creamos, nada más que fenómenos puramente físicos, meros movimientos de átomos, síntesis de proteínas, el enlace o la activación de la enzima adenilato ciclasa, la secuencia de las hormonas corticotropina, melanotropina y beta-lipotropina? ¿Es el asunto de con quién nos casaremos una mera cuestión de diferentes confluencias entre vectores físicos? ¿Podría, en condiciones ideales, explicarse, expresarse y predecirse todo lo referente a cada uno de nosotros —nuestros pensamientos, deseos y elecciones- del mismo modo que podemos hacerlo con los movimientos de los astros? La respuesta depende de una cuestión esencial, relativa a nuestros orígenes: ¿Cómo llegamos aquí, y por qué? Si somos producto de fuerzas puramente físicas, dentro de un universo puramente físico, sin que exista nada más aparte de materia y movimiento, y nada mayor que la materia y el movimiento, entonces, ¿cómo podríamos ser otra cosa que materia y movimiento? ¿Podría jamás el todo ser
EL CEREBRO DE EINSTEIN
algo más que la suma de sus partes? Por supuesto que no, replicaría más de uno. Así, desde este punto de vista, somos procesos físicos totalmente determinados por la actividad física previa, lo que significa que no tenemos más libre albedrío que una marioneta o un ordenador con un programa informático en marcha.
La sentencia Un joven se hallaba delante del juez, quien le acababa de sentenciar a diez años de prisión. Cuando se le preguntó si tenía algo que decir, el criminal dijo: -Sí, así es. -Adelante, pues - l e respondió el magistrado, asintiendo con la cabeza. -Señor juez -dijo el otro, aproximándose a él-, ¿cómo puede usted, en conciencia, condenarme a prisión? No es justo. El juez dejó caer sus gafas de leer hasta la punta de su nariz, bajó la vista hacia el acusado y preguntó: -¿No lo es? -¡No! -Bueno, expliqúese. -No lo es -dijo el hombre, acercándose aún más- porque desde el momento en que nací, mi familia, mis genes, mi formación, mi ambiente, mis amigos... todo me predestinó a una vida por los caminos del delito, sin elección por mi parte. Las cosas no podrían haber sido de otra manera para mí. No soy más responsable de mis actos de lo que lo es el agua por fluir corriente abajo. No tuve elección para ninguna de las cosas que hice. El juez se quedó deliberando en silencio. Tras unos momentos, se inclinó hacia delante y, mirando directamente a la cara del joven, le dijo:
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-Bueno, hijo, te voy a decir por qué voy a sentenciarte a diez años de prisión. Desde el momento en que nací, mi familia, mis genes, mi formación, mi ambiente... todo lo que me ocurrió en la vida me ha forzado, sin elección por mi parte, a condenarte a estos diez años. Luego el juez echó mano del martillo, golpeó la mesa con él, y un agente de policía se llevó al prisionero.
Robots orgánicos ¿Estamos, entonces, como ese juez y ese delincuente, tan totalmente cautivos de las fuerzas físicas que todo lo que decidimos, desde qué tomamos para desayunar hasta a quién amamos, no son realmente elecciones libres sino el resultado inevitable de lo que ocurrió antes? Por mucho que pudiera parecer otra cosa, ¿están nuestras "libres elecciones" predeterminadas como nuestro ADN? «Todo lo que pasa», escribió Arthur Schopenhauer, «desde lo más grande hasta lo más pequeño, pasa necesariamente». 3 Si asumimos este enfoque materialista de la realidad, es difícil creer algo diferente. Por otra parte, si la idea de que nuestra existencia no es sino el movimiento al azar de átomos no racionales, resulta más o menos tan acertada como la de que el amor no es nada sino secreciones hormonales, entonces nuestros orígenes deben venir de algo más grande que las leyes físicas, de algo más que movimiento y materia. Habría de haber un poder más grande que las leyes físicas y mecánicas que rigen el universo, algo que creó no sólo esas leyes sino junto con ellas nuestra libertad, nuestra creatividad y nuestra capacidad de amar, aspectos de nuestra existencia que no parecen estar definidos sólo por las leyes de la naturaleza. ¿Y quién más, o qué otro ente, podría ser ese poder sino Dios, el Creador? Cuando la Biblia dice que la humanidad fue hecha «a imagen de Dios» (Génesis 9: 6), esto podría significar que cosas tales como la libertad, la creatividad y el amor humanos son la manifestación del carácter de Dios mismo. De nuevo, si no hay un Dios que ha creado un mundo en el que existe la libre elección, un mundo en
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el que la libertad funciona en un nivel más allá de lo puramente físico, entonces es difícil vernos a nosotros mismos de otro modo que como robots orgánicos programados, con neuronas en lugar de chips de silicio. ¿Qué opción tomar? La respuesta es importante porque en ella podemos hallar sentido y propósito a nuestra existencia, si es que existe alguno en absoluto. Después de todo, sería difícil (aunque puede que no imposible) descubrir mucho sentido y propósito si no fuéramos más que materia y movimiento, seres sin control sobre nuestros pensamientos, acciones o elecciones. (Sería además deprimente, pues si sólo somos procesos puramente físicos entonces no tenemos otra opción que la de imaginarnos libres aunque realmente no lo seamos). Por otra parte, si somos seres creados por una fuerza consciente que nos ha hecho libres y nos ha dado la capacidad de tomar decisiones por nosotros mismos, nuestras vidas pueden asumir una nueva dimensión global, infinitamente más allá de meras fuerzas físicas que no pueden decidir por sí mismas más de lo que pueden las páginas de un libro seleccionar las palabras que aparecerán en él. De nuevo, ¿qué opción tomar? ¿Somos meros autómatas, o seres libres creados a la imagen de un Dios amante? La pregunta no es sino otra manera de interrogarnos: ¿Quiénes somos? ¿Qué somos? ¿Qué significan nuestras vidas? Este libro busca, entre otras cosas, examinar estas cuestiones y, con lógica, razón y cierta medida de fe, proveer algunas respuestas. Y la gran noticia es que tú no necesitas el cerebro de Einstein para entender estas respuestas.
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Referencias 1. Michael Paterniti, Driving Mr. Albert: A Trip Across America With Einstein's Brain (Nueva York: Random House, 2000), pág. 24. 2. Ibid., pág. 194. 3. Arthur Schopenhauer, Essay on the Freedom of the Will (Mineóla, N.Y., EE.UU.: Dover Publications, 2005), pág. 62.
2 El Principio de Clifford
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a mayor parte de la gente nunca ha oído acerca de Werner 1 ^ von Siemens. Muchos, sin embargo, reconocen la denominación Siemens AG. Comenzando en la década de 1840 como un pequeño taller de Berlín, que instaló la primera línea de telégrafo a l.uga distancia (alcanzaba unos 500 kilómetros) en Europa, Siemens AG rápidamente prosperó hasta convertirse, finalmente, en una de las empresas más innovadoras del mundo. Creadora de unos 8.200 inventos al año, Siemens AG es hoy una corporación que factura miles de millones de dólares. Presente en más de 190 países, la compañía emplea a unas 480.000 personas, las cuales producen toda clase de equipos electrónicos: desde teléfonos hasta ordenadores, motores, electrodomésticos y audífonos. Es más que probable que Siemens AG haya entrado en tu vida de un modo u otro. Werner von Siemens (1816-1892) fue el genio que puso en marcha la empresa. Hacia el final de su vida, en la década de 1890, ante un grupo de científicos en Berlín, este brillante inventor y em-
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presario expresaba su fe en el poder de la ciencia y el descubrimiento científico para mejorar la suerte de la humanidad. «Por tanto, caballeros», declaró, «nos mantendremos inconmovibles en nuestras creencias de que nuestra actividad investigadora e inventiva conduce a la humanidad hacia niveles más altos de cultura, ennobleciéndola y haciéndola más propensa a aspirar a unos ideales; y de que la inminente era científica reducirá sus privaciones y enfermedades, aumentará su disfrute de la vida y la hará mejor, más feliz y más contenta con su destino. Y aun cuando puede que no siempre veamos claro cuál es el camino que lleva a estas mejores condiciones, nos aferraremos sin embargo a nuestra convicción de que la luz de la verdad que estamos explorando evitará que nos extraviemos, y de que la abundancia de posibilidades que proporciona a la humanidad no puede empobrecer a ésta, sino que está destinada a elevarla hasta un nivel más alto de existencia». 1
¿Cuán precisa fue la predicción de Siemens? ¿Ha hecho la "luz de la verdad", entendida por él como la "actividad investigadora e inventiva", "mejor, más feliz y más contenta con su destino" a la humanidad? ¿Podemos nosotros, ya bien entrado el siglo XXI, compartir el gran optimismo que la ciencia suscitó entre tantas personas antes del comienzo del siglo XX? ¿Qué piensas tú? Aunque la ciencia, de muchas maneras, ha mejorado nuestra suerte, hoy nos encontramos en un siglo en el que aquélla, lejos de ofrecernos la esperanza de un futuro mejor, puede hacer que ese futuro parezca bastante aterrador. En medio de todo su entusiasmo, Herr von Siemens nunca oyó hablar de maletines atómicos, calentamiento global, invierno nuclear, bombas sucias o bioterrorismo. La ciencia es probablemente una amenaza a nuestra existencia tanto o más que un medio para hacerla mejor. «Todo nuestro progreso tecnológico, tan alabado, y toda nuestra civilización», afirmó Einstein, «podrían ser comparados con un hacha en la mano de un psicópata criminal». 2
¿Un hacha? (Él dijo eso en 1917). ¿Y qué decir de un artefacto termonuclear de veinte megatones? ¿Y un psicópata criminal? ¿Qué tal si ponemos a un fanático religioso en su lugar?
EL PRINCIPIO DE C L I F F O R D
También, para toda la esperanza que supuestamente ofrecía, la ciencia ha sido incapaz de responder las preguntas más difíciles y fundamentales sobre la vida. ¿Cuál es nuestro propósito aquí? ¿Qué razones tenemos para vivir? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Y el de la muerte? ¿Cómo podemos encontrar la felicidad? ¿Cómo deberíamos actuar? ¿Qué es moral o inmoral? ¿Qué nos reserva el futuro? La ciencia podría ser capaz de ayudar a conservar al moribundo vivo algo más de tiempo, pero no ofrece respuestas sobre por qué no debemos desconectar... Sin embargo, las respuestas están ahí, respuestas a cuestiones sobre el propósito y el sentido de nuestra existencia, sobre cómo deberíamos vivir, sobre la muerte, sobre el sufrimiento y sobre el futuro. Respuestas llenas de esperanza que nos llevan más allá de lo que podemos ver o explicarnos jamás por nosotros mismos a través de tubos de ensayo, experimentos de campo y ecuaciones matemáticas generadas por ordenador. Y no es sólo que las respuestas estén ahí. Es que, además, puedes tener buenas razones para creerlas. Cuenta una historia que en el siglo XIX el dueño de un barco estaba listo para enviar al mar su nave cargada de familias de emigrantes decididos a empezar una nueva vida en un nuevo mundo. El barco era un tanto viejo, bastante abollado, chirriante y propenso a hacer aguas. Cosa nada extraña, pues había cruzado el océano numerosas veces, capeando más de una tormenta en el Atlántico Norte. Se hallaba, y el propietario lo sabía, necesitado de reparaciones. Quizá requeriría una revisión general, al menos con el tiempo. Unos cuantos contratistas y armadores habían sugerido que la nave no estaba en condiciones de navegar, al menos no sin algunas reformas de cierto calado, pero el dueño sabía que justo ellos tenían intereses personales para decirle eso. Después de todo, eran los únicos que harían las obras de reparación en sus barcos, así que por supuesto le dirían que convenía hacer esa revisión general. Algunos de los miembros de la tripulación expresaron palabras de inquie-
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tud, pero el propietario las despachó como cháchara ociosa. Marinos sin educación... ¿qué sabrán acerca de la estructura y la ingeniería de un barco? Sin duda, el buque presentaba algunos problemas, se dijo, pero era un cacharro tan viejo como resistente, había soportado ya varias tormentas brutales antes, y él no tenía motivo real para pensar que no podría enfrentar una más. Si pudiera hacer unos cuantos viajes más con él, entonces su dueño estaría en condiciones financieras para darle un buen repaso. Ahora, simplemente, no podía permitírselo, pero es que no lo necesitaba. Cualesquiera otras dudas persistentes que pudieran quedar, él las eludía con el pensamiento de que al final la Providencia llevaría la nave adelante porque, después de todo, estaba llena de cientos de personas que buscaban, todas ellas, una vida mejor en otra parte. Sí, se dijo el propietario, sobre todo tras pronunciar unas oraciones en beneficio del barco y de los pasajeros; la cosa era segura. De pie en el puerto en una tibia mañana de primavera, contempló tranquila y felizmente cómo el buque zarpaba en pos del horizonte. «De este modo, adquirió la sincera y grata convicción de que su barco era perfectamente seguro y estaba en condiciones de navegar; contempló su salida con corazón alegre y con benévolos deseos de éxito para los emigrantes en el nuevo y extraño hogar que los esperaba; finalmente, recibió el dinero del seguro cuando la nave se hundió en medio del océano sin más historias». 3
El tema central de este relato, narrado por un filósofo británico llamado W. K. Clifford, era que la gente necesitaba razones válidas para sus creencias, y que era inmoral aferrarse a cualquier punto de vista, incluso uno correcto, basado en evidencias frágiles. Si alguien tenía la capacidad y la oportunidad de conseguir suficiente información con el fin de fraguar una creencia, entonces le incumbía a esa persona hacer justamente eso. De otro modo, ese individuo se sentiría muy culpable moralmente por mantener su creencia (al margen, de nuevo, de que fuera verdadera o falsa).
EL PRINCIPIO DE CLIFFORD
«Modifiquemos el caso un poquito», continuaba Clifford, «y supongamos que el barco no era precario después de todo; que hizo su viaje en condiciones de seguridad y muchos otros después. ¿Disminuirá eso la culpa de su propietario? Ni un ápice. Cuando una acción ya ha sido hecha, es correcta o incorrecta para siempre; ninguna eventual modificación de sus buenos o malos frutos puede alterar eso. El hombre no habría sido inocente, simplemente no habría sido descubierto. La cuestión del bien o el mal tiene que ver con el origen de su creencia, no con la sustancia de ésta; no radica en qué consistía la misma, sino en cómo llegó hasta ella; no en si resultó ser verdadera o falsa, sino en si tenía derecho a creer en la evidencia tal como se le presentaba». 4
Al final, el filósofo resumió así su posición (conocida como "Principio de Clifford"): «Siempre es incorrecto, en todas partes y para cualquier persona, creer cualquier cosa sobre la base de evidencia insuficiente». 5 Estamos de acuerdo. De ahí, Vida sin límites. No sólo expresa ciertas creencias, sino que además procura ofrecer -para cualquier persona y en todas partes— suficientes evidencias para ellas.
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Referencias 1. En Rüdiger Safranski, Martin Heidegger: Between Good and Evil (Cambridge, Mass., EE.UU.: Harvard University Press, 1998), pág. 35. 2. En Alan Lightman, A Sense of the Mysterious (Nueva York: Vintage Books, 2006), pág. 110. 3. Citado en Charles Taliaferro y Paul Griffiths (eds.) Philosophy of Religion, (Oxford: Blackwell Publishing, 2003), pág. 196. A. Ibid. 5. Ibid., pág. 199.
3 Una cebra en la cocina
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entimos que el propósito de nuestras vidas depende de algo. Pero, ¿de qué?
De cómo llegamos hasta aquí... ¿de qué otra cosa podía ser? ( lomo la encina está en la bellota, así nuestro fin está en nuestro principio. ¿Pero qué significa eso? Kxisten dos enfoques primordiales y dominantes sobre los orígenes humanos. El primero ve al universo, y todo lo que hay en él, i oino el producto de cosas puramente materiales que surgieron por ,i/,ar. Todo, desde la Galaxia de Andrómeda hasta nuestros más proIIIIKIOS anhelos, tiene un origen y una existencia material, y se compone de átomos y nada más. Todo lo que existe es lo que ciertos mai«-1¡alistas antiguos llamaron "átomos y vacío". I ,os materialistas modernos describen esta posición del siguiente modo. Hace unos quince mil millones de años una tremenda expío-
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sión produjo la materia, la energía, el tiempo y el espacio, todo a la vez, acontecimiento que llaman el Big Bang (la Gran Explosión). Los átomos creados así formaron nubes gaseosas que dieron lugar a las estrellas, y en medio de este conjunto interestelar de luz y calor unas bolas líquidas se enfriaron y endurecieron para originar los planetas, incluido el nuestro, y así surgió el tercer tipo de cuerpos esféricos. Tras miles de millones de años, los depósitos de agua se llenaron de sustancias químicas crecientemente complejas. Formas de vida sencilla emergieron a partir de una mezcla de aminoácidos y evolucionaron, a través de los eones, en seres humanos. El punto crucial es que estos procesos no tenían propósito, ni intención ni objetivos, incluido el propio Big Bang. Simplemente, ocurrieron. «Nuestro universo», comentó un científico, «no es más que una de esas cosas que ocurren de vez en cuando». 1 Si este punto de vista es correcto, entonces nuestro fin (y también nuestra vida intermedia) -todo lo que se deriva de nuestros orígenes-, es tan sombrío como ya hemos sugerido arriba. Nuestra existencia no tiene propósito. Dado que la mezcla original no tenía metas ni intención, el producto final nada contiene. Somos meramente una de esas cosas que ocurren de cuando en cuando. Como ocurre con lo que sale de una caja de sorpresas sólo porque alguien lo puso antes dentro de ella, si aquello que nos creó no tiene sentido ni propósito, entonces nada más puede salir de la caja aparte de nosotros mismos. En resumen, la visión científica prevaleciente acerca de nuestros orígenes nos deja pocas esperanzas más allá de nuestra frágil e incierta existencia aquí. Así lo expresó el principal ateo del siglo XX: «Todos los esfuerzos a lo largo de los siglos, toda la devoción, toda la inspiración, todo el brillo esplendoroso del genio humano [...], el santuario completo de los logros del hombre quedará inevitablemente sepultado bajo los escombros de un universo en ruinas». 2
Así pues, volviendo a nuestras preguntas: ¿Es esta vida, con todos sus esfuerzos, luchas y decepciones, la suma de todo lo que somos o podríamos ser? En tal caso, como colofón a nuestro a menudo
U N A CEBRA EN LA COCINA
triste y miserable peregrinaje aquí -salpicado con unas pocas líneas, párrafos o, si hay suerte, páginas de felicidad-, esta vida terminará en polvo que se destruirá a sí mismo en el Big Crunch. ¿Es éste nuestro destino? Sí, suponiendo que la visión anterior sobre nuestros orígenes sea la correcta. Por otra parte...
La hipótesis Dios Por otra parte, contamos con otro enfoque muy extendido acerca del origen, uno que abarca una perspectiva más amplia y grandiosa que los estrechos confines del enfoque materialista. Esta otra posición argumenta que todo lo creado procede de un Creador, de un Dios (o unos dioses) que trajo (trajeron) todo a la existencia. Según este punto de vista, no estamos aquí por casualidad, sino por designio, y podemos deducir algunos de esos propósitos a través de la creación, que testifica por sí misma de la existencia de Dios. Después de todo, así como una pintura implica un pintor, ¿no implica la creación un Creador? La idea de un Creador, particularmente uno amoroso, nos abre un nuevo reino global de esperanza, más allá de la desesperación fruto de la cosmovisión científica moderna, en la cual la destrucción remata un universo que carecía de propósito al inaugurarse. «Sólo Dios, en mi opinión, puede arrancarle a la muerte la última palabra», observó el escritor inglés John Polkinghorne. «Si la intuición humana de esperanza -según la cual todo será bueno, y el mundo tiene sentido en última instancia— no es un engaño vano, entonces Dios debe existir». 3
La visión materialista atea no ofrece ninguna posibilidad de futuro aparte de ésa del polvo frío a la deriva en un cosmos desgastado. Sólo la divinidad nos ofrece la posibilidad de algo más. De nuevo, nn Dios no es garantía de un buen fin, sólo la posibilidad de uno. luí contraste, la concepción científica nos garantiza solamente una muerte mucho más larga que todo lo que le precede. «No es que la
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vida sea muy corta», declara una máxima grabada en una camiseta, «es que la muerte es muy larga». Nuestra más apremiante y relevante cuestión, entonces, trata de los orígenes, pues sólo sabiendo cómo empezamos podemos encontrar las respuestas sobre nuestra vida y, aún más importante, sobre nuestro fin. Así como el color de los ojos se origina en nuestros genes, nuestros fines se engendran en nuestros principios. «Ya que nuestro destino es totalmente dependiente de la matriz que lo produjo y sostiene», comentó Huston Smith, «el interés por su naturaleza es el más sagrado interés al que prestar atención». 4
¿Qué nos produjo? ¿Qué nos sostiene? ¿Fuerzas frías y sin propósito, o una deidad de uno u otro tipo? ¿Estamos solos aquí, o existe Dios? Y si es así, ¿viene a nosotros este Dios «sólo en sombras y en sueños»,5 o podemos saber más sobre él? Como ya hemos afirmado, este libro busca hacer suyo el Principio de Clifford: "Siempre es incorrecto, en todas partes y para cualquier persona, creer cualquier cosa sobre la base de evidencia insuficiente". De las dos opciones previas, ¿cuál respeta más este principio? Supon que un día llegases a casa y encontraras una enorme cebra bebiendo en el fregadero de tu cocina. Sorprendido, le preguntas a tu cónyuge (o a quien sea con quien vivas): —¿De dónde ha salido esta cebra? - D e la nada. ¿De la nada? ¡Ridículo! ¿Por qué? Pues porque nada viene de la nada. La vieja frase latina Ex nihilo nihilfit (De la nada, nada viene) es un principio obvio y elemental, una verdad demasiado básica para siquiera debatirla. ¿Cómo podría nada surgir de la nada? Las cebras, lo mismo en la jungla que en la cocina, deben originarse a partir de algo, no de la "nada", pues "de la nada, nada viene". Sería más fácil sacar seis de tres que obtener algo, cualquier cosa, de la nada.
U N A CEBRA EN LA COCINA
Entonces, ¿qué decir de la tierra, del cielo, de las estrellas? ¿O de li, de tus zapatos, de tu madre? Es obvio que ellos, como la cebra, no pueden haber venido de la "nada", ¿no es cierto? Cualquier cosa creada, cualquier cosa que en otro tiempo no era y ahora es, sólo llegó a ser por algo distinto de sí misma, por algo previo a ella. El zapatero obviamente existió con anterioridad a tus zapatos. Ahora bien, durante muchos años la gente creyó que el universo era eterno. Siendo increado, siempre había existido. Nunca hubo un tiempo en el que no existiera. A pesar de las difíciles cuestiones filosóficas que tal posición suscitaba, eliminaba la necesidad de un Creador. El universo no tenía un Creador porque, siempre existente, no lo requería. Los científicos ahora creen, sin embargo, que el universo no es eterno sino que tuvo un principio. Sí, en algún punto del pasado, 110 existía. Stephen Hawking, quizá el más grande científico desde Einstein, escribió que «casi todo el mundo ahora cree que el universo, y el tiempo mismo, tuvo un principio en el Big Bang».6 Como tus zapatos, el universo no siempre estuvo ahí. La conclusión de que el universo tuvo un principio conduce a la pregunta obvia: si el universo tuvo un punto de partida, entonces, ¿qué o quién lo puso en movimiento? Si es absurdo creer que una cebra en tu cocina vino de la nada, aún más lo será creer que el universo, y todo lo que contiene (nosotros mismos y las cebras incluidos) vino de ahí. Así pues, antes del Big Bang, antes de que el universo fuese, algo tenía que ser ya; algo lo bastante poderoso para poner en movimiento las fuerzas que condujesen a la vida en la tierra, por no mencionar la existencia de miles de millones de galaxias y estrellas. Y aparte de Dios, ¿quién, o qué, podía ser ése? ¿Quién, o qué, podía haber creado el universo? Una vez que los científicos se pusieron de acuerdo en que el universo vino a la existencia en uno u otro momento, se vieron forzados a tratar la ineludible cuestión sobre Dios. Como Hawking con-
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cedió: «Habida cuenta de que el universo tuvo un principio, podríamos suponer que tuvo un creador».7
El argumento de la nada Ese "suponer" es correcto. Pero las implicaciones que rodean a un universo creado apuntan tan poderosamente a Dios que algunos científicos se han visto compelidos por lo obvio... a abrazar el absurdo. En vez de que Dios sea el creador del universo, sostienen que el creador fue la nada. ¿La nada? Eso es lo que algunos están diciendo. «Entra dentro de lo posible», sugirió el físico Alan Guth, «que todo pueda ser creado de la nada. Y "todo" podría incluir mucho más de lo que podemos ver [...]. Es justo decir que el universo es el colmo de la gratuidad». 8
¿Cómo es posible que "nada" cree "todo"? Por medio de las fluctuaciones cuánticas, teorizan algunos científicos. ¿Ah, sí? Las fluctuaciones cuánticas son complicados procesos físicos que, supuestamente, crearon el universo. De ser así, esa teoría es una petición de principio. ¿De dónde proceden las leyes de la física (y no digamos la energía) necesarias para producir esas fluctuaciones cuánticas? Como se burla un crítico: «Alan Guth escribe con asombro complacido que el universo surgió de "esencialmente [...] nada en absoluto": lo que pasa es que se trata de un falso vacío de "10 2 6 centímetros de diámetro" y "10 3 2 masas solares". Parecería, entonces, que "esencialmente nada" tiene tanto extensión espacial como masa. Aunque estos datos quizá le resulten a Guth poco llamativos, otras personas pueden sospechar que la nada, como la muerte, no es una cuestión de grados». 9
Otro crítico de la hipótesis "todo de la nada" resalta: «¿Cómo damos cuenta de la situación en la que una o más gigantescas fluctuaciones cuánticas pudieron ocurrir? El ateo dice que simplemente hemos de asumirlo y tratarlo como algo dado». 10
U N A CEBRA EN LA COCINA
Dejando aparte todas las complejidades y matices de las fluctuaciones cuánticas, los argumentos de los críticos están bien fundamentados. Sea lo que sea una fluctuación cuántica, ciertamente no es "nada". Tiene masa, energía y leyes físicas, y estas cosas, como la cebra en tu cocina, tuvieron que venir de alguna parte. La cuestión, otra vez, es: ¿De dónde? De las dos posiciones -que el universo fue creado por "nada", o que es el resultado de un Dios poderoso-, ¿qué parece lo más lógico y razonable? ¿Qué se ajusta mejor a la evidencia: que todo lo que existe (estrellas, nubes, personas, árboles, etc.) brotó de "nada", o que vino de un Creador? ¿Es más sensato aceptar como dados los procesos físicos necesarios para las fluctuaciones cuánticas, o reconocer un 1 )ios Creador, eternamente existente? La nada como creador es, realmente, la única opción lógica para el ateo. ¿Por qué? Porque si alguna otra cosa aparte de un Dios eterno (es decir, un Dios que siempre existió) hizo el universo, entonces esa cosa, friera lo que fuese, tuvo que ser creada por algo anterior .i ella, que a su vez tuvo que originarse a partir de algo previo... y así sucesivamente sin fin. De este modo el universo pudiera no haber tenido nunca un punto de partida. Tendría que existir, como I )ios, desde la eternidad. Pero el universo no se remonta infinitamente en el tiempo. Hubo un tiempo en el que, sencillamente, no estaba ahí. Y porque hubo un tiempo en el que el universo no existía, .ilgo obviamente tuvo que iniciarlo, ¿y qué o quién pudo ser ése, sino Dios? A menos, por supuesto, que la nada lo crease. «En el principio Dios creó los cielos y la tierra» (Génesis 1: 1 KV90). ¿O fue: «En el principio la nada creó los cielos y la tierra»? ¿( luál se ajusta mejor al Principio de Clifford?
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Referencias 1. En Dennis Richard Danielson (ed.), The Book of the Cosmos (Cambridge, Mass., EE.UU.: Perseus Publishing, 2000), päg. 482. 2. Bertrand Russell, Why I Am Nota Christian (Nueva York: Simon and Schuster, 1957), päg. 107. 3. John Polkinghorne, Belief in God in an Age of Science (New Haven, Conn., EE.UU.: Yale University Press, 1998), päg. 21. 4. Huston Smith, Beyond the Post-Modem Mind (Wheaton, 111., EE.UU.: Theosophical Publishing House, 1992), päg. 53. 5. Wallace Stevens, "Sunday Morning," The Collected Poems (Nueva York: Vintage Books, 1990), päg. 67. 6. Stephen Hawking y Roger Penrose, The Nature of Space and Time (Princeton, N J., EE.UU.: Princeton University Press, 1996), päg. 20. 7.Stephen Hawking,/! BriefHistory ofTime (Nueva York: Bantam Books, 1988), pägs. 140, 141. 8. En Danielson, päg. 483. 9. Ibid., päg. 495. 10. Ian Barbour, When Science Meets Religion (San Francisco: HarperSanFrancisco, 2000), päg. 44.
4 ¿De dónde procede todo? p I
orno venimos viendo, el modelo científico corriente sostiene la hipótesis de que vinimos a la existencia nada menos que por una azarosa combinación de materia y energía. «Con este simple argumento», escribió el zoólogo Ernst Haeckel hace muchos años, «el misterio del universo queda explicado, la Deidad anulada y se anuncia una nueva era de infinito conocimiento». 1
No tan deprisa, Ernst. Durante el siglo pasado (Haeckel murió en 1919), los científicos han hallado tal complejidad en el universo, un equilibrio tan increíble y sutilmente armonioso de fuerzas esenciales para la vida humana, que es más probable que la lluvia cayendo sobre un teclado mecanografíe La Ilíada en griego, latín y finlandés, que el mero azar produzca nuestra existencia. La casualidad explica la complejidad hallada en la naturaleza tan bien como la nada nos aclaraba la presencia de una cebra en la cocina. Confrontados con estos hechos, los científicos y pensadores se han visto obligados a crear otros modelos. Una idea reciente, que vio la luz en la revista Time, afirma que «nuestro universo podría haber sido fabricado por una raza de seres extraterrestres superinteligentes».2 Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del
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ADN, promovió una teoría diferente: inteligencias de otra galaxia enviaron naves espaciales para sembrar la tierra de vida. No nos creó Dios, sino los alienígenas. Crick no era un loco cualquiera de los que salen a diario en tu programa de radio nocturno, sino un respetado investigador científico que ganó el Premio Nobel en 1962 por su trabajo sobre el ADN. «Y así», como expresó un incrédulo escritor, «el ganador del Premio Nobel adoptó la teoría de que los alienígenas espaciales enviaron cohetes para sembrar la tierra». 3
La hipótesis de los universos múltiples Otro punto de vista, que ha sido (en cierta medida al menos) bien recibido por la comunidad científica, responde al título de "hipótesis de los universos múltiples" (o "paralelos"). Afirma que existe un gran número, quizás infinito, de universos junto al nuestro. Este, en el que vivimos y que contiene las galaxias que podemos explorar con el telescopio Hubble, es sólo uno entre miles de millones. La mayor parte de estos otros universos, sugiere la teoría, no cuentan con la armonía increíblemente fina que es precisa para que exista la vida; así que la mayoría de ellos, a diferencia del nuestro, carecen de ella. Sin embargo, y aquí está el meollo del asunto, si en vez de un universo hay miles de millones, quizá incluso una cantidad infinita, entonces la probabilidad de que uno de ellos esté lo bastante y sutilmente ajustado para la vida se vuelve menos increíble. Tantos millones y millones de universos adicionales incrementan poderosamente las posibilidades de que uno de ellos tenga las muchas y asombrosas variables necesarias para sostener la vida. Míralo así: si arrojas cinco monedas sucesivamente, ¿cuáles son las probabilidades de que las cinco veces salga cara? Ciertamente, no tan buenas como las que hay de conseguir cinco caras seguidas si lanzas diez millones de monedas una detrás de otra. Es mucho más probable que consigas, en algún punto de la serie, cinco monedas seguidas lanzando diez millones de monedas que tirando sólo cinco. Eso es lo que la hipótesis de los universos múltiples dice: cuantas más
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veces intentes algo, mayor probabilidad tienes de conseguirlo. Por eso, cuantos más universos haya por ahí fuera, mayores son las posibilidades de que uno de ellos resulte ser como este cosmos increíblemente complicado en el que vivimos.
La hipótesis de los agujeros negros Por supuesto, uno puede humildemente preguntar: "¿De dónde salieron todos esos universos, incluido el nuestro?" Bueno, los científicos también tienen algunas teorías acerca de eso. Una de ellas propone que los agujeros negros (esas misteriosas entidades cuya fuerza de gravedad es tan fuerte que no permiten que nada, ni siquiera la luz, se escape) podrían ser el motor que forma nuevos universos. De algún modo, rasgando y remodelando el tejido espacio-temporal, los agujeros negros crean nuevos universos, cuyos propios agujeros negros a su vez producen nuevos universos adicionales, y así sucesivamente y para siempre. Otra teoría, basada en la idea de una "cosmología inflacionaria", sostiene la hipótesis de que una pequeña parte del espació sufrió una enorme expansión que permite que se forme cada vez más espacio, y de esta constante expansión espacial surgen cada vez más universos. Aunque existen otras teorías científicas, tienen una cosa en común, y es que tratan de explicar el increíble diseño y complejidad del universo sin recurrir a lo que parecería la explicación más obvia: un Creador o Diseñador. Después de todo, ¿para qué necesitas a Dios cuando tienes alienígenas espaciales y agujeros negros? Pero piensa un momento: ¿Qué tiene más sentido? ¿«El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay» (Hechos 17: 24)?
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¿«Los agujeros negros, que hicieron el mundo y todas las cosas que en él hay»? (Y no te olvides tampoco del Principio de Clifford mientras lo decides).
Pelotón de ejecución de treinta hombres Otros sostienen que, dado que como humanos no podríamos existir en un universo incapaz de garantizar la increíble complejidad y el ajuste fino necesarios para producirnos, entonces no es mayor problema que nos hallemos aquí. Para empezar, el universo tuvo que crearnos a fin de que estuviéramos aquí y nos asombrásemos con sus maravillas. Sin embargo, lejos de responder a la cuestión acerca del increíble equilibrio de factores que hicieron posible la vida, ese argumento lo ignora. Es como si un prisionero encarase a un pelotón de fusilamiento de treinta soldados situados a cinco metros de distancia. Los treinta disparan, fallan y el prisionero queda libre, proclamando: «Por supuesto, tenían que fallar, de otro modo yo no estaría aquí ahora para contarlo. No hay nada extraordinario aquí». En el siglo XVIII, mucho antes de que la ciencia descubriera el grado de complejidad de la naturaleza, hecho que hoy ha causado un giro en nuestra comprensión de los orígenes, el filósofo británico David Hume desafió la idea de que la creación revela al Dios de la Escritura. Aun admitiendo, en boca de un personaje suyo implicado en un diálogo, el hecho de la complejidad y el designio en la naturaleza «hasta un grado que va más allá de lo que pueden rastrear y explicar los sentidos y facultades del ser humano» 4 (y cuando él escribía nadie había oído acerca del ADN, mucho menos se habían empezado a explorar las impresionantes complejidades de las células), Hume luchó duramente para descartar la idea de un Creador detrás de todo ello. En última instancia, sin embargo, tuvo que sostener que: «La materia puede contener originariamente dentro de sí la fuente o el origen del orden [...]; y [...] que los diversos elementos pueden disponerse, merced a una desconocida causa interna, en la más exquisita de las ordenaciones». 5
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La tesis de Hume, uno de los más imperecederos polemistas ani ¡cristianos de la historia, no deja de implicar (al igual que las hipótesis de los agujeros negros, los extraterrestres, etc.) una petición de principio. ¿Dónde obtuvo la materia la información y la capacidad con las que organizarse para alcanzar este "orden exquisito"? Es más lácil imaginar al papel y la tinta, en virtud de algo inherente a sí mismos, creando el manuscrito de la obra de Dostoyevski Crimen y ntstigo, que concebir al carbono, el agua y las proteínas organizándose en una célula; muchos menos, a los procesos que, con el tiempo, condujeron al cerebro de Einstein. ¿Cómo es que materiales inanimados (protones, electrones, moléculas, átomos e incluso sustancias químicas) emergen como algo mayor que sus partes constituyentes (por ejemplo, la vida y la conciencia humana)? Es más probable que una mujer de 50 kilos diera a luz a un bebé de 75 kilos, que el que la materia inanimada, por sí misma, y con independencia de cuánto tiempo se le conceda, llegase jamás a convertirse en la forma de vida más "sencilla", y mucho menos en la vasta variedad de seres vivos que vemos alrededor de nosotros en la tierra. Si los elementos necesarios no se encontraran ahí desde el principio, si no estuvieran en el caldo primigenio siquiera en forma potencial, entonces, ¿cómo surgieron de ahí? Puedes crear cosas interesantes con un puñado de piedras, pero no importa cuánto tiempo o cuán creativamente las agites, las machaques o las dispongas, nunca llegarán a ser un ente vivo, porque los elementos clave para ello no estaban en esas piedras desde un prineipio. Y el tiempo mismo, lejos de crear esos elementos superiores, tendería a desgastar las piedras, no a transformarlas en algo más grande de lo que ya eran. «Con mucho», señaló el filósofo Etienne Gilson, «el problema más difícil para la filosofía y para la ciencia es explicar la existencia de las voluntades humanas en el mundo sin atribuirla al primer principio, ni a una voluntad, ni a algo que, porque contiene en potencia una voluntad, es en realidad superior a ella». 6
Sólo algo mayor que una creación puede producir esa creación. Nadie se sorprende cuando un artista pinta su autorretrato. Lo im-
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posible es que el autorretrato pinte al artista. Eso sería ir de lo menos complejo a lo más complejo, ¿y cómo puede ser eso? Fuerzas mayores, más inteligentes y que trascienden a una bicicleta crearon la bicicleta. Esta requirió algo capaz de permanecer fuera de ella, de pensarla y, luego, de incorporar los materiales y procesos necesarios para formarla. ¿Qué decir, entonces, del universo y todo lo que hay en él? Sólo algo mayor que él pudo haber creado el universo, y, ¿quién, o qué, pudo ser ése sino Dios, una eterna y todopoderosa Deidad creadora, como la que aparece descrita en las Sagradas Escrituras? ¿No es mucho más razonable creer en tal Creador que en algunas de las alternativas que, con excepción del concepto de que todo procede de la nada, ni siquiera eliminan, de todos modos, la necesidad de un Creador? Y si al final, después de todo, resulta que incluso la nada debe ser algo, ¿de dónde procede ese algo, sea lo que sea, sino del Creador? En resumen, si es siempre incorrecto para todo el mundo, en cualquier parte, creer algo sobre la base de evidencia insuficiente, entonces no debe sorprendernos que millones crean en Dios. Dadas las evidencias, ¿no es de lo más irrazonable no hacerlo?
¿Quién creó a Dios? Y estos millones creen no en cualquier deidad, sino en el Dios de las Escrituras, el Dios Creador, aquél en el que «vivimos, nos movemos y somos» (Hechos 17: 28), en cuya «mano está la vida de todo viviente» (Job 12: 10 RV90), y quien ha creado «todas las cosas» (Apocalipsis 4: 11). ¿No es mucho más lógico creer en él como el origen de todo, que en alienígenas espaciales, agujeros negros, o nada? Pero, ¿quién creó a Dios? El ateo británico Bertrand Russell contó la historia de cómo, en su juventud, batalló con las cuestiones acerca de la existencia de Dios. Hasta cumplir los 18 años, dijo, había creído en Dios, pero entonces se encontró confrontado con la pregunta sobre las causas prime-
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ras. Si todo lo que vino a la existencia tuvo una causa (algo previo a ello lo creó), entonces, ¿qué existía antes que Dios? ¿Quién creó a Dios?, se había preguntado Russell. De ahí en adelante, según refirió, dejó de creer que la creación misma mostrara que Dios tenía que existir. Sin embargo, la cuestión "¿Quién creó a Dios?" es engañosa. No tiene sentido porque Dios, por definición, siempre existió (es lo mismo que preguntar "¿Por qué un círculo es redondo?"). Meditemos en ello. Sólo dos tipos de existencia son posibles: la que lúe creada (y hubo un tiempo en el que no existió) y la que siempre ha existido y, por tanto, nunca fue creada. ¿Qué otras opciones hay? El Dios de la Biblia entra en la última categoría. Por eso la Escritura lo llama el «Dios eterno» (Romanos 16: 26). Por muy difícil que resulte comprender este concepto, ¿qué otra conclusión lógica podemos extraer? En todo nuestro derredor vemos cosas que están ahí sólo porque algo más las originó. Nada viene de sí mismo. Todo lo que en otro tiempo no existió y luego llegó a existir (como tú, un caballo, un coche, una cebra en tu cocina), debió su existencia a algo distinto de sí mismo, algo previo. Sin embargo, antes o después tenemos que llegar a algo que no fue creado, que no resultase de algo que existiese previamente, que siempre estuviera ahí. ¿Y quién, o qué, podría ser eso salvo Dios? Cualquier otra cosa necesitaría que algo lo crease, y volvemos donde empezamos. Lógicamente, entonces, algo no creado, algo eterno, tiene que existir, y si no es Dios, ¿entonces qué es? ¿La nada? ¿Los agujeros negros? ¿Los extraterrestres? ¿O un eterno Dios autoexistente? El Nuevo Testamento declara sobre este Dios que «todas las cosas fueron hechas por él. Y nada de cuanto existe fue hecho sin él» (Juan 1: 3 RV90). En otras palabras, cualquier cosa que una vez no existió y luego sí, sólo llegó a existir a través de Dios, la Divinidad des-
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crita en la Santa Biblia como el único que siempre ha existido y a través de quien todo fue creado. Y él es Dios sólo porque es el Creador. «Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo en él tiene su consistencia» (Colosenses 1: 16-17 BJ). El que está antes que todas las cosas, el que creó todas las cosas, el que mantiene unidas todas las cosas... a nadie debe extrañar que sea Dios. ¿Quién más o qué otro podría ser?
En nuestro principio está nuestro final Una nave espacial procedente de la tierra viaja a un planeta que rota en torno a otra estrella, habitado por seres muy similares a los humanos. Una diferencia esencial, sin embargo, es que, a diferencia de los humanos, los residentes en este planeta viven aproximadamente un millón de años, algunos miles arriba o abajo. Los astronautas de la tierra, al mezclarse con esos amistosos habitantes, pronto perciben algo sobre ellos: lamentan el sinsentido y la extrema futilidad de sus vidas. «¿Qué puede significar todo?», se preguntan, en particular después de un funeral. «Vivimos, pongamos por caso, 999.000, un millón, un millón y pico de años... (un punto, un relámpago en medio de la eternidad), ¿y luego qué? ¿Muerte eterna, eterno olvido, eterna nada? ¿Cuál es el propósito de la vida si, al final, morimos para siempre y nada viene después?». Aunque imaginario, este breve relato destaca un asunto importante. Incluso si aceptamos la conclusión lógica de que Dios nos creó, podemos preguntar: ¿Por qué? ¿Cuál es nuestro propósito? ¿Engendrar una generación miserable tras otra hasta que, antes o después, una de ellas reviente, o se congele hasta la muerte cuando las estrellas se extingan y "concluya la era de la luz"? Si la pregunta
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sobre Dios y su existencia terminase donde empezó, no estaríamos mejor que si fuéramos meros productos del azar. ¿Qué tipo de Dios nos puso aquí, nos dio mentes capaces de contemplar la eternidad y de temblar ante la temporalidad de nuestra existencia, y luego permite que todos (sin excepción... o incluso sin posibilidad de excepción) muramos? «La grasienta huella de la muerte»7 echa a perder todo lo humano. Reducirá a todo corazón humano a un silencio idéntico al de un filete de ternera cruda, y destrozará cada neurona hasta que toda una vida llena de memoria se desintegre dentro de las barrigas de unas bacterias que, también ellas, desaparecerán.
Redentor Justo por eso el Dios de la Biblia no es sólo nuestro Creador. No nos enjauló en la mortalidad como a simples animales en un zoo, mientras la noción de inmortalidad se burla de nosotros más allá de nuestras rejas. No, él también nos ofrece vida eterna, la única cosa que puede hacer de nuestra existencia algo más que una farsa. (Vete a un cementerio alguna vez y cómete un almuerzo a la sombra de una tumba. Si lo que hay en la tierra debajo de tu mochila es tu destino eterno, ¿cómo puede no ser todo una farsa?). Aunque Dios nos creó de la tierra (ver Génesis 2: 7), él nunca se propuso volver a dejarnos ahí (no nos creó para matarnos). Se esperaba que nos alimentásemos del suelo, no que llegásemos a ser parte de él. Por eso Dios no es sólo el Creador, es también el Redentor; pues sin la redención, la naturaleza misma, al menos tal como es actualmente, opera contra nosotros. Necesitamos, por tanto, algo que trascienda la naturaleza, algo más fuerte, por encima y fuera de ella, y ese algo es Dios, nuestro Dios Redentor, a quien los cristianos adoramos y conocemos como Jesucristo. ¿Por qué los cristianos adoran a Jesús? Porque no es sólo Creador sino también Redentor. Como tal, nos ofrece esperanza más allá de la que este mundo puede ofrecer... ¿Qué es lo que éste puede ofre-
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cernos? ¿El Big Freeze (la Gran Helada)? ¿El Big Crunch (la Gran Implosión)? ¿El Big Rip (el Gran Desgarramiento)? [Distintas hipótesis sobre el fin del universo. N. del T.] ¿Eso es todo lo que podemos esperar? La Escritura proclama: "¡No! Podéis esperar más, mucho más". Y nos muestra cómo, a través de quién, y por qué podemos esperar infinitamente más. «En mi principio», escribió el poeta T. S. Eliot, «está mi final».8 Nuestro principio, lo queramos o no, estuvo en Cristo, el Creador. Y si lo elegimos, nuestro final también puede estar en Cristo el Redentor. Aunque puede que no hayamos tenido elección en nuestro principio, sí elegimos nuestro final. Y la esperanza de la fe cristiana es que aquéllos que aceptan a Cristo, no sólo como su principio (su Creador), sino también como su final (su Redentor), tienen la promesa de la redención eterna. ¿Qué es la redención, en todo caso? ¿Qué significa? ¿Ofrece algún tipo de esperanza? ¿Y por qué creemos en ella? Eso es lo que analizaremos seguidamente: la redención en Jesús como la esencia de la fe cristiana, el fundamento de toda su esperanza.
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Ucferencias 1. Ian Barbour, When Science Meets Religion (San Francisco: HarperSanFrancisco, 2000), pág. 10. 2. Michael Leonick y J. Madeleine Nash, "Cosmic Conundrum," Time, 29 noviembre 2004, pág. 58. 3. Mark Steyn, "The Twentieth-Century Darwin," Atlantic Monthly, octubre 2004, pág. 207. 4. David Hume, Diálogos sobre la religión natural (Madrid: Tecnos, 1994), pág. 76. 5. Ibíd., pág. 80. 6. Etienne Gilson, God and Philosophy (New Haven, Conn., EE.UU.: Yale University Press, 1941), pág. 22. 7. Charles Simic, Hotel Insomnia (Nueva York: Harcourt, Inc., 1992), pág. 15. 8. T. S. Eliot, "East Coker," The Complete Poems and Plays (Nueva York: Harcourt Brace and Company, 1980), pág. 123.
5 El meollo del asunto
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f ué es más difícil de imaginar, un universo finito, o infinito?
Si es infinito, el universo sigue avanzando y avanzando sin fin, a donde sea, por siempre jamás. Aunque viajes a la velocidad de la luz durante mil millones de años, no te aproximas más a sus límites que cuando empezaste... no es una idea fácil de asimilar (incluso con millones y millones de neuronas en nuestros cerebros). Pero si es finito, si el universo tiene un fin, eso suscita la cuestión: ¿Qué hay más allá de ese fin? Algunos sostienen que el universo es finito pero no tiene fin, como un círculo sobre el que uno sigue dando vueltas y más vueltas sin parar. Sin embargo, un círculo es un círculo porque es redondo, y algo redondo implica un espacio que no cubre, justo como algo limitado requiere un límite con algo más. Así que si el universo es limitado, ¿qué hay más allá de sus límites? Entretanto, cualquiera sea su tamaño y su forma, el universo se agranda continuamente. Algunos antiguos pensaban que el universo se extendía no mucho más allá de la tierra, quizá unos cuantos kilómetros a lo sumo (la antigua tradición rabínica contemplaba el trono de Dios a unos cinco kilómetros del Templo de Jerusalén).
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Hace cien años los astrónomos creían que el universo tenía un diámetro de unos cinco mil años luz. Hoy los astrónomos estiman que la parte visible del universo mide unos 27 mil millones de años luz, lo que significa que si redujésemos el universo al tamaño de la superficie de la tierra, nuestro sistema solar tendría el volumen de una pequeña bacteria. La ciencia proclama que el universo se expande, a la manera de un globo. Y eso suena bien, pero si el universo está, de hecho, agrandándose, el asunto lleva a algunas abrumadoras preguntas, entre las cuales quizá la más obvia sea: si el universo se expande, ¿hacia dónde se expande?
Las pequeñas cosas Pero no es sólo el macromundo, el cuadro global, lo que nos confunde. La otra perspectiva, la de las pequeñas cosas, enmaraña aún más nuestras mentes. La materia se compone de átomos, entidades tan pequeñas que una gota de agua contiene miles de millones de ellas. Pero el átomo mismo (un núcleo y la nube de electrones en torno a él), está tan hueco como una caverna. «Muy aproximadamente», escribió el físico John Gribbin, «la proporción es como un grano de arena en el Carnegie Hall. La sala vacía es el "átomo"; el grano de arena es el "núcleo"». 1
Pero es que además el núcleo contiene protones y neutrones, compuestos a su vez de elementos más pequeños, llamados quarks. Algunos científicos teorizan que los quarks -toda la materia, realmente- se componen de cuerdas vibratorias unidimensionales y tan pequeñas, que una cuerda es al tamaño de un protón... ¡lo que un protón es al tamaño del sistema solar! Y aún no hemos terminado. La materia, como los números, es quizás infinitamente divisible. Se sigue empequeñeciendo cada vez más, sin que haya una partícula que sea la más pequeña, al igual que los números se empequeñecen cada vez más sin llegar nunca al más pequeño.
EL MEOLLO DEL ASUNTO
El meollo del asunto En otras palabras, la existencia, en ambas direcciones, podría no acabar nunca. Hacia dentro o hacia fuera, estamos atrapados, intelectual y físicamente, no sólo por los infinitos que nos rodean, sino también por los que hay dentro de nosotros. La creación, tan grande, tan compleja, tan abismalmente superior a nuestros pensamientos, ofrece un impresionante testimonio del poder del que la creó, el ser por medio del cual «fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo en él tiene su consistencia» (Colosenses 1: 16-17 BJ). Pero, como ya hemos señalado, este Dios no es sólo el Creador, es también el Redentor. No nos puso aquí sólo para permitir que desapareciéramos para siempre en los infinitos que nos rodean. No, él nos creó para tener vida eterna. Desafortunadamente, estamos tan acostumbrados a la muerte que la contemplamos como parte del curso natural de las cosas, del mismo modo que un niño criado en un hogar donde reinan los malos tratos, asume que es natural que los padres golpeen a sus hijos. Pero la muerte es una perversión del orden previsto por Dios, y como tal será eliminada. Y en eso consiste la redención, en la extirpación de la muerte (así como del dolor, la enfermedad y el sufrimiento). Y todo eso ocurre por medio de Jesús. La Escritura dice: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: El, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Más aún, hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2: 5-8). Pon a un lado todo lo que das por supuesto acerca del cristianismo. Concéntrate, en lugar de ello, en este único punto: en su nú-
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cleo, el cristianismo enseña que el Creador del universo, el poder que hizo "todas las cosas" y en el que todo "tiene su consistencia", "se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo" y murió en una cruz. En otras palabras, ¡se sometió voluntariamente al juicio y al castigo que el propio mundo (como ya veremos) merecía! He ahí el meollo del asunto. De nuevo, la existencia de Dios, por sí sola, no es necesariamente una buena noticia. Pero, ¿y si esta Divinidad hizo suya la humanidad, y en esa humanidad soportó el castigo por todo el mal que la raza humana ha cometido? ¿Y si permitió ser ella misma castigada por todos nuestros malos actos, porque ése era el único modo de que nosotros -mentirosos, tramposos, adúlteros, calumniadores e incluso cosas peores- pudiésemos tener la esperanza de vida eterna? Piensa en las implicaciones. Piensa, primero, en que el hormigueo de nuestra piel al intuir que las cosas acabarán arreglándose está basado en la realidad, no en un cursi sentimentalismo. En que cuando alzamos la mirada hacia el cielo nocturno (esté embozado por las nubes o salpicado con la luz de las estrellas), alguien no sólo nos está devolviendo la mirada, sino que lo está haciendo con amor y preocupación. En que nuestras vidas valen mucho más de lo que este mundo jamás podría admitir. En que, no importa cuán grande sea el universo, sus límites se hallan más cerca de lo que imaginamos. En que algo grande nos aguarda, pues el Creador no habría pasado por los sufrimientos que padeció de no ser porque algo maravilloso resultaría de ello. (Jesús no murió en la cruz simplemente para proporcionar un motivo pictórico a los artistas del siglo XVI). Y finalmente, piensa en que la mayor ironía jamás conocida, la de que nos sobrevivan nuestras tumbas, finalmente será revertida. Eso, y mucho más, es lo que estaría implicado en todo este asunto. Con tanto en juego, ahora nos cabe preguntarnos: ¿Qué es la redención? ¿Por qué la necesitamos? ¿Cómo se obtiene?
EL MEOLLO DEL ASUNTO
Kcferencias I. |ohn Gribbin, The Search for Superstrings, Symmetry, and the Theory of Everything (Nueva York: Little, Brown and Company, 1998), pag. 6.
6 Dilema moral
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na niña londinense de seis años viajó a Francia por primera vez. Después de recuperar el equipaje en el aeropuerto, la familia llamó a un taxi aparcado junto a una acera. Pero la niña, horrorizada, se negó a montarse. «Mamá», gritó, «¡conducen por el lado contrario de la calle!» ¿Cuál es el lado "correcto"? Es como preguntar: ¿Cuál es más bonita, la Novena de Beethoven, o "Suicide Solution", de Ozzy Osbourne? A algunos les encanta el arte de Lucían Freud, mientras otros cuestionarán que a eso se le pueda llamar arte en absoluto. Aunque muchas culturas cocinen la mayoría de sus platos con cerdo, hay quienes creen que se contaminarían con sólo tocar uno de estos animales. Mujeres consideradas obscenamente gruesas en unas sociedades son "top modeiÍ" en otras. ¿Qué es lo relevante aquí? Pues que en ciertos contextos, la cuestión no es "correcto o incorrecto" (el bien o el mal), sino un asunto cultural, de costumbres o de preferencias personales. Pero, ¿qué hay de la moral? ¿Es tan relativa como que uno prefiera las piernas gordas a las flacas, o a Ozzy Osbourne antes que
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Beethoven? Algunos sostienen que sí. «No existen fenómenos morales», sostenía el pensador alemán Friedrich Nietzsche, «sino sólo una interpretación moral de fenómenos».1 Y aunque la afirmación tiene su lógica, no obstante contiene (como la mayoría de las afirmaciones) algún elemento discutible.
Cuestión de gustos Un ateo y un cristiano empezaron a debatir sobre moralidad. El cristiano sostenía que los valores morales vienen de Dios, y el ateo que eran creaciones puramente humanas que brotan de sentimientos personales y nada más. Por ser tales, continuó el ateo, nadie podría reivindicar de manera justificada la superioridad de una moral sobre otra. «Amable caballero», respondió el cristiano, «en algunas sociedades la gente ama a sus prójimos, mientras que en otras se los comen, basándose en ambos casos en códigos morales. ¿Usted qué prefiere?» El hecho es que sentimos que ciertas cosas no están bien, al margen de los argumentos culturales, tradicionales y preferenciales empleados para defenderlas. No estamos más justificados para considerar ciertas acciones moralmente relativas, de lo que lo estamos para equiparar el deseo de exterminar a un grupo de personas y no otro, con el deseo de comer un tipo de comida y no otra. ¿Por qué llegamos a esta conclusión? Si la moral es horizontal, surgida de la humanidad en lugar de haber sido establecida por algo externo a ella (tal como Dios), entonces, ¿qué base tiene nadie para condenar el asesinato, la tortura, el robo, el incesto... y así sucesivamente, dado que tales cosas pueden ser, en alguna cultura particular, aceptadas como morales, legales y tal vez incluso honorables? Suponte que una nación proclamase que por el bien común hay que matar a todos los niños pelirrojos de tres años, y que la inmensa mayoría de la población estuviera de acuerdo con esa ley, hasta el punto de que la incorporasen a su constitución. Aun así, la mayor parte de quienes tuviésemos noticias de ello alegaríamos que algo así
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no es justo. Pero si estamos convencidos de que no es justo al margen de cuánta gente (aunque fuera todo el mundo) esté de acuerdo c on ello, entonces debe haber una ética que trascienda la cultura, la ley y la tradición, y que exista en una esfera más allá de lo humano. ¿Y de dónde podría venir tal concepto del bien y el mal salvo de I )ios? Ciertamente, no puede haber surgido de una casual conflueni ia de moléculas y sustancias químicas, ¿verdad? De nuevo, si recordamos el Principio de Clifford ("Siempre es incorrecto, en todas partes y para cualquier persona, creer cualquier cosa sobre la base de evidencia insuficiente"), entonces asumir que la moralidad surgió fortuitamente de sustancias químicas parecería violar el principio, ¿no es cierto? Después de todo, ¿qué evidencia tenemos de que elementos químicos inanimados (carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno) pudieran, en sí mismos y por sí mismos, producir jamás una ética trascendente? Si admitimos que ha de haber una moralidad que vaya más allá de l.i cultura y la costumbre, una que no sea un producto humano (igual que no lo son las leyes que rigen los movimientos planetarios), entonces nos vemos confrontados con otras cuestiones, como: ¿Cuál es ese código de moralidad, ese código ético? y ¿cuáles son las consecuencias de violarlo?
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Referencias 1. Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal (Madrid: Alianza Editorial, 1983), pág. 99.
7 "Typhoid Mary"
J L ^ f do de lo idóneo que es el cosmos para la vida humana. < .isi se podría afirmar sin temor a equivocarnos que el universo ha '.ido hecho exclusivamente para nosotros. Es como si fuera mantenido por numerosos diales tan precariamente equilibrados que el más libero desajuste de sólo uno de ellos impediría la vida humana tal t niño la conocemos. Las leyes físicas de Dios, según parece, dejan poco margen para violarlas. Por ejemplo: «A menos que el número de electrones sea equivalente al número de proiones hasta un nivel de exactitud de una unidad entre 1037, o aún mayor, l.is fuerzas electromagnéticas del universo habrían superado de tal modo .1 las fuerzas gravitacionales, que las galaxias, las estrellas y los planetas nun( i se habrían formado. »Una unidad entre 1037 implica un equilibrio tan increíblemente sensible que es difícil de visualizar. La siguiente analogía podría ayudar: cu-
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bre todo el continente norteamericano de monedas de diez centavos hasta la Luna, a una altura de unas 239.000 millas [unos 380.000 kilómetros], [...] Luego, apila monedas de diez centavos de aquí a la Luna en mil millones de otros continentes del mismo tamaño que Norteamérica. Pinta de rojo una moneda de diez centavos y mézclala con los mil millones de montones de monedas. Venda los ojos a un amigo y pídele que elija una moneda. Las probabilidades de que elija la roja son de una entre 1037. Y éste es sólo uno de los parámetros que está tan delicadamente equilibrado como para permitir que se forme la vida». 1
Existen otros delicados equilibrios con variables incluso más exigentes que la que acabamos de ver (y proporciones tales como 1:1040 o 1:1060), relaciones que requieren una precisión muy superior que lo que la ciencia humana podría soñar conseguir jamás.
Diales morales Por mucho que estos increíbles equilibrios indiquen un diseño (y, por ende, un Diseñador), podrían sugerir también algo más. Como hemos visto, estamos (aparentemente) sumergidos en una moralidad trascendente, no de origen humano sino superior. De otro modo no estaría mal asesinar a todos los niños pelirrojos si todos coincidieran en que es lícito. Dado que sentimos que sería malo al margen de cuántos lo aprobaran, tal moralidad debe nacer de algo ajeno a nosotros. Y porque es improbable, si no imposible, que esta ética se origine en meros procesos químicos (fortuitos a ese respecto), la fuente alternativa más obvia sería Dios, una Divinidad que, así como creó el universo con leyes físicas, también lo dotó de leyes morales. Si así es, y estas leyes morales efectivamente existen, ¿qué paralelos podrían existir entre ellas y lo que vemos en la naturaleza? «Los órdenes de la naturaleza», afirmó el teólogo Paul Tillich, «son análogos al orden de la ley moral». 2 ¿Análogos? ¿De qué modo? Supon, por ejemplo, que las leyes morales de Dios fueran tan exactas, tan finamente ajustadas, como sus leyes físicas. Considera que tal moralidad trascendente fuera igual de inflexible, igual de intole-
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rante a la desviación o a su transgresión respecto a sus normas, que las constantes físicas mencionadas arriba. Una cosa es tener una ley f ísica exacta hasta 1:1060. Pero, ¿podrías imaginarte una ley moral con un margen de error igual de refinado? La Escritura enseña que es cierto lo que sentimos: que existe una ley moral trascendental que desautoriza todas las leyes humanas. Es comúnmente conocida como los Diez Mandamientos, y aunque revelada de manera espectacular a un pueblo concreto en un momento específico (la nación israelita en el monte Sinaí), estuvo en vigor mucho antes de su elocuente promulgación en el Sinaí, y es válida todavía hoy.
I ley moral de Dios Piensa acerca de ello. ¿Ha habido alguna vez un tiempo o un lugar en la tierra en el que mandatos contra cosas tales como el asesinato, el adulterio, el robo, la mentira... no estuvieran en vigor? Si los Diez Mandamientos constituyen los principios revelados de la ética de Dios para nosotros, la cual supera toda ley humana, cosiiimbre o tradición (después de todo, si Dios declara malo el adulterio, será inaceptable con independencia de cuántas leyes humanas o tradiciones digan que es correcto), entonces es difícil imaginar t|Ue no fueran siempre válidos, al menos siempre que hubiera seres humanos. Piensa en el caos físico que resultaría si Dios suspendiera sus leyes físicas. ¿Hay alguna razón, entonces, para suponer que él pudiera abrogar sus leyes morales, lo que implicaría que, al menos en lo que .1 I )ios respecta, el asesinato, el robo, la mentira... estarían bien en todas y cualesquiera circunstancias? Si los Diez Mandamientos constituyen esta ley moral, ¿cuánta • lesviación se permite respecto a ella? Si las leyes morales de Dios son ni,(logas a algunas de las leyes físicas, entonces el margen de desvia> ion tolerable sería casi inexistente.
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Por ejemplo, casi todos hemos oído el mandamiento «No matarás» (Exodo 20: 13). Suena bastante razonable, globalmente hablando. Pero, ¿cuán estrechamente debe ser seguido? Jesús dijo: «Oísteis que fue dicho a los antiguos: "No matarás", y cualquiera que mate será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio» (Mateo 5: 21-22). Lo mismo ocurre con el mandamiento sobre el adulterio. Jesús dijo: «Oísteis que fue dicho: "No cometerás adulterio". Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón» (versículos 27-28). Aunque no podemos comparar directamente el ratio "adulterio:lujuria del corazón" con el ratio 1:1060, el principio está ahí: la ley moral de Dios no permite ser violada más de lo que lo permiten las leyes físicas. ¿Dónde nos deja esto a nosotros, seres conocidos por robar de todo, desde el cubo de agua de nuestro prójimo hasta su cónyuge; seres que, como escribió el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau, pueden vivir juntos sólo «estorbándose, suplantándose, engañándose, traicionándose y destruyéndose unos a otros?».3 ¿Quedaríamos condenados, en justicia? No cabe duda alguna acerca de ello. Y por eso, justamente por eso, necesitamos redención.
"Typhoid Mary" (María la Tifoidea) En 1906 un rico banquero neoyorquino llamado Charles Henry Warren alquiló para unas cuantas semanas una residencia de vacaciones en la ciudad de Oyster Bay (Long Island, Nueva York). Al cabo de unos días, algunas de sus hijas enfermaron de las temidas fiebres tifoideas. No mucho después, las criadas, su mujer y el jardinero contrajeron el mismo mal. La mitad de la casa enfermó. Al principio pensaron que era el agua, pero una investigación ulterior mostró que su
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cocinera, una inmigrante irlandesa llamada Mary Mallon (que se había marchado a las pocas semanas de declararse el brote) era la portadora. Un investigador descubrió que los brotes de fiebres tifoideas la habían seguido dondequiera que ella trabajara, incluso aunque ella estaba, aparentemente, sana. Mary cocinaba en una casa de Mamaroneck (Nueva York), desde unas dos semanas antes de que sus residentes contrajeran las fiebres. Luego obtuvo un trabajo en una casa grande de Manhattan en ! 901, donde sus habitantes pronto adquirieron la dolencia (la lavandera murió a causa de ella). Después, se fue a cocinar para un abogado, y siete de los ocho miembros de la casa desarrollaron las fiebres (lo más irónico fue que Mary pasó meses cuidando de las personas a las que, sin querer, ella misma enfermaba). Convencido de que la inmigrante era la fuente, el investigador, George Soper, encontró a Mary trabajando en otra casa y se dirigió a ella, aunque cautelosamente. (¿Cómo reaccionarías tú si un completo extraño llegara hasta ti para acusarte de portar una bacteria mortal, aun cuando tú te sientas perfectamente bien, y luego te pidiera muestras de sangre, orina y heces?). «Tuve mi primera conversación con Mary en la cocina de su casa [...]. Fui tan diplomático como pude, pero tenía que decirle que sospechaba de que ella había contagiado a otras personas y que necesitaba muestras de su orina, heces y sangre. Mary no tardó en reaccionar a estas insinuaciones. Agarró un tenedor de trinchar y se dirigió hacia mí. Yo me fui rápidamente por el largo y estrecho vestíbulo, a través del portón de hierro... y así hasta la calle. Tuve mucha suerte para lograr escapar». 4
Cuando otros funcionarios sanitarios la visitaron, ella se negó a colaborar argumentando que, dado que estaba sana, no era posible que portase una enfermedad mortal. Después de que Mary rechazó todos los intentos de someterse voluntariamente, los funcionarios la llevaron por la fuerza a un hospital, donde los análisis confirmaron que era una "portadora sana" de las fiebres, lo que significaba que, aunque contagiada con la enfermedad, ella no tenía los síntomas.
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Las autoridades mantuvieron a la mujer recluida en un hospital de la isla North Brother, cerca del Bronx, aun cuando ninguna ley permitía al gobierno encarcelar a alguien no acusado de delito alguno. Mary, por su parte, insistió en que ella no era la portadora (¡después de todo, no estaba enferma!), sino que las autoridades la estaban persiguiendo por ser irlandesa e inmigrante. Demandó al Departamento de Salud, arguyendo que su encarcelamiento era ilegal. «No he cometido ningún crimen», dijo, «y soy tratada como un desecho social, como un criminal. Es injusto, ultrajante, incivilizado. Parece increíble que en una comunidad cristiana una mujer indefensa pueda ser tratada de esta manera». 5
Un juez, sin embargo, resolvió contra ella, y Mary pasó tres años en la isla. Luego un nuevo responsable de salud la liberó con la condición de que no trabajara con comida. Después de probar con varios extraños trabajos, Mary cambió su apellido por el de Brown y se colocó de cocinera en un hospital de Manhattan, donde, no mucho después, 25 personas contrajeron la enfermedad, y dos de ellas fallecieron. Rápidamente atrapada, acabó puesta en cuarentena en la misma isla durante los 23 años siguientes, al cabo de los cuales murió de neumonía en 1938. Una autopsia reveló que todavía era portadora activa de las fiebres tifoideas. Una sola persona, muchos efectos negativos... Compara eso con la contaminación y otros efectos del pecado, multiplícalo por los miles de millones de seres humanos que han vivido en todos los tiempos, y empezarás a comprender el problema que enfrenta la raza humana. ¿Qué pasa cuando los humanos violamos, de manera masiva, la ley moral de Dios? La Biblia tiene una respuesta, que ya hemos apuntado aquí: «Todo aquél que comete pecado, infringe también la Ley, pues el pecado
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es infracción de la Ley» (1 Juan 3: 4). De acuerdo con la Biblia, tal violación de la ley de Dios ha conducido a la humanidad cuesta abajo en pos de la calamidad y la ruina. Después de todo, si desatender las leyes físicas de Dios podría haber motivado que la vida humana ni siquiera hubiera podido iniciarse, ¿qué implicaciones tendría en esa misma vida humana, una vez iniciada, ignorar la ley moral? La Escritura nos dice: «Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Romanos 5: 12). Infringir las leyes físicas de Dios podría interrumpir nuestra existencia. Violar las leyes morales conduce al mismo fin, sólo que más lentamente. «La paga del pecado», dice la Biblia, «es muerte» (Romanos 6: 23). Aunque la muerte misma ya es lo bastante mala, el sendero hacia ella viene marcado por el dolor, la enfermedad, la pérdida, la alienación y el miedo, elementos provocadores que se burlan de nosotros a cada paso. Y, no importa lo fiera y apasionadamente que protestemos, la muerte siempre gana, por lo que cabe preguntarse: ¿Qué sentido tiene empezar a recorrer todo el camino de la vida? La muerte empezó con una cosa: el pecado, la violación de la ley moral de Dios. A menos que algo resuelva el problema del pecado, la muerte nunca tendrá solución. Y de eso es de lo que trata todo el plan de redención: Dios mismo enfrentando el problema del pecado, de ahí el dilema de la muerte. Seguramente, todos moriremos pese a ello, pero, debido a la obra de redención efectuada por Jesús, nuestra muerte es solamente un descanso temporal, un sueño, y no nuestro destino eterno como de otro modo sería. «Os digo un misterio: No todos moriremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta, porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados, pues es
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necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se vista de inmortalidad. Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: "Sorbida es la muerte en victoria". ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria? (1 Corintios 15: 51-55). «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron» (Apocalipsis 21: 4). Todos nuestros intentos de poner fin a la muerte fracasan porque tratan con ella solamente en el nivel físico (¿adonde más podríamos ir nosotros, en realidad?), y sin embargo lo físico es sólo el síntoma del problema, no la causa. La causa, como dijimos, es el pecado (violación de la ley de Dios), razón por la cual la respuesta también ha de ser hallada en ese nivel (el nivel del pecado). Y aquí es donde entra Jesucristo...
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Referencias I. Hugh Ross, The Creator and the Cosmos (Colorado Springs, Colo., EE.UU.: NavPress Publishing Group, 1995), pág. 115. I. Paul Tillich, Biblical Religion and the Search for Ultimate Reality (Chicago: University of Chicago Press, 1955), pág. 40. I.Jean-Jacques Rousseau, The Discourses and Other Early Political Writings (Cambridge, Mass., liE.UU.: Cambridge University Press, 1997), pág. 100. i. http://historyl900s.about.eom/od/1900s/a/typhoidmary.htm. 5. Ibid.
8 El Factor Enrique VIII V
> iorello Enrico LaGuardia fue juez durante los duros años i de la Gran Depresión, una época - r a r a en los Estados Unidos- en la que la gente no siempre tenía suficiente comida. Un día la policía trajo a un padre a su sala de juicios. ¿La acusación? Haber robado algo de pan. Cuando el juez LaGuardia le preguntó por qué lo hizo, el hombre, sollozando, le dijo que era para alimentar a sus niños hambrientos. LaGuardia le preguntó si entendía que había cometido un delito. El hombre, arrepentido, alzando apenas los ojos, asintió con la cabeza y dijo: «Sí, señor». Severamente, LaGuardia entonces dijo que tenía que castigarle porque «la ley no admite excepciones». El hombre asintió de nuevo con la cabeza. El juez LaGuardia metió entonces la mano en su bolsillo, sacó diez dólares y dijo: «He aquí el importe de su multa. Lo pago yo. Aunque sea culpable, no enfrentará usted el castigo». Lo que el juez LaGuardia hizo por ese hombre es lo que Jesús hizo por todos los seres humanos, sólo que la culpa del pecado no requería ni diez dólares, ni mil, ni un millón. Requería la vida del infractor. El pecado es un delito capital, porque el pecador es un
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transgresor en un universo perfectamente moral. Y aunque uno pueda quedar impresionado con la generosidad y amabilidad de LaGuardia, cabe preguntarse qué habría hecho si la ley hubiera requerido, no diez dólares, sino la muerte... ¿Cuán dispuesto habría estado entonces el juez a pagar por el delito del delincuente? Sin embargo, eso es exactamente lo que Jesús hizo por nosotros. El pagó el castigo por los pecados que nosotros hemos cometido, y ese castigo era la muerte. He aquí el plan de la redención, puro y simple: Jesús sufrió la pena por el pecado en nuestro favor, de modo que ninguno de nosotros tengamos que sufrirlo. Y él fue capaz de hacerlo porque hizo por nosotros lo que nosotros no podemos: obedecer la ley moral del universo con el tipo de perfección requerida. Por esa razón dice la Biblia: «Porque por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado delante de él» (Romanos 3: 20). «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley» (versículo 28). «El hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe de Jesucristo» (Gálatas 2: 16). «Y que por la Ley nadie se justifica ante Dios es evidente» (3: 11). Pero, ¿por qué no? ¿Por qué no podemos ser justificados por la ley? Bueno... para empezar, la ley no fue establecida para justificarnos. De hecho, nos condena, «ya que por medio de la Ley es el conocimiento del pecado» (Romanos 3: 20). La ley es al pecado lo que los rayos X son a un hueso roto. Los rayos X (ley), lejos de curar el hueso roto (pecado), simplemente lo muestran. Imagínate que tu cara se quema y sufre profundas heridas. Tú no puedes verlas a menos que te mires en un espejo. Sin embargo, mirarte en el espejo, no importa cuán a menudo, no quita de ahí las heridas. Sólo te permite verlas cada vez más claramente. El espejo te muestra solamente lo mal que pareces estar. Eso es lo que es la ley: el espejo que nos revela nuestros pecados. Es más, nos los arroja de nuevo a la cara.
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Y entonces llega la redención. Como el juez, Dios no echó por i ierra su ley moral, ni rebajó su nivel de exigencia. Así como nadie puede anular las consecuencias de violar las leyes físicas, nadie puede tampoco detener las consecuencias de violar las leyes morales. l'.n lugar de ello, a través de la vida y el ministerio de Jesús (el unico en carne humana que guardó jamás la ley perfectamente), encontramos la manera de afrontar sus requerimientos. Jesús nunca violó la ley, ni siquiera en una proporción de 1:1037, y la esencia de la fe cristiana es que Dios nos acreditará a nosotros el registro impecable de Cristo. «Puesto que somos pecadores y maivados, no podemos obedecer perfectamente la ley santa. No tenemos ninguna justicia propia para poder hacer frente a las exigencias de la ley de Dios. Pero Cristo nos preparó una vía de escape. Vivió en esta tierra en medio de pruebas y tentaciones como las que nosotros tenemos que arrostrar. Su vida, sin embargo, fue sin pecado. Murió por nosotros, y ahora ofrece quitar nuestros pecados y darnos su justicia. Por pecaminosa que haya sido vuestra vida, si os entregáis a él y lo aceptáis como vuestro Salvador, por amor a él sois declarados justos. El carácter de Cristo sustituye al vuestro, y sois aceptados por Dios como si no hubierais pecado».1
1 ,a Escritura retrata a Jesús como alguien impecable, que no violó ni una sola vez la ley de Dios. «Al que no conoció pecado, por nosi)i ros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de Dios en él» (2 Corintios 5: 21). «Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él» (1 Juan 3: 5). La Biblia dice que |esús «fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4: 15). Jesús realizó lo que nadie más ha podido, que es vivir una vida de perfecta santidad y perfecta justicia. El tenía lo HUe la Escritura llama «la justicia de Dios» (Romanos 3: 22), es dei ir, una justicia igual a la de Dios mismo, lo cual no es sorprendentr, ya que Jesús era Dios mismo con la salvedad de que, durante los iilios de su ministerio en la tierra, cubrió su divinidad bajo la humanidad (nuestra humanidad), y en ella vivió como uno de nosotros, ninque sin sucumbir a ninguna de las tentaciones en las que fácilmente caemos nosotros con pasión desenfrenada.
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La gran provisión del evangelio, la esencia del mensaje que atesoran los cristianos, es que nuestros actos pasados (incluso aquellos para los cuales no tenemos otra excusa que nuestra propia complacencia hedonista, ninguna justificación aparte de nuestras propias ansias y deseos abominables) no serán esgrimidos contra nosotros, pues, si la reclamamos, la perfecta vida de Jesús será nuestra. Su justicia, la justicia de Dios mismo, será considerada nuestra justicia, y por eso todas las cosas que hemos hecho, incluso ésas que nos oprimen el alma por la culpa, quedarán de algún modo limpiadas ante Dios, y tendremos un nuevo comienzo con él. Mientras nosotros, una y otra vez, hemos permitido que la tentación nos domine, Jesús nunca cedió, ni una sola vez, y la gran noticia es que su historial de éxitos puede sernos aplicado ante Dios. Esa es la esperanza que Jesús ofrece al mundo. Tratar de abrirnos camino por nosotros mismos hacia Dios a través de buenas obras es más o menos tan inútil como multiplicar cualquier número (20, 50, 10.000 o incluso 16 millones) por 0 en un intento de llegar a 1. Es una empresa imposible. Por eso vino Jesús, asumió nuestra carne y vivió una vida perfecta, de modo que su vida pueda sernos atribuida como si fuera nuestra. Sin esa sustitución, quedaríamos condenados por la ley moral de Dios, la ley cósmica que define lo justo y lo injusto, el bien y el mal, más allá de todas las leyes, costumbres y tradiciones humanas, y que no permite un mayor margen de desviación que la ley física que rige la proporción entre el número de electrones y el de protones.
¿Dónde está la justicia? Si el registro perfecto de Cristo puede cubrir nuestros pecados y eso nos presenta ante Dios con una perfección moral que nosotros no hemos ganado, en un estatus que no merecimos, ¿qué justicia es ésa? ¿Qué justicia hay en que los transgresores de la ley moral de Dios escapen al castigo que exige la ley divina? ¿Es buena una ley que permite que incluso los más destacados infractores reciban clemencia? ¿Y qué decir de los estragos resultantes de su pecado? Toda
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muerte, toda enfermedad, toda guerra, todo sufrimiento de los seres humanos tienen su origen en la violación de la ley de Dios, no necesariamente en el plano individual (como si los sufrimientos de cada persona fueran el resultado directo de sus propios pecados), sino en un sentido colectivo, como es el caso de aquellos hogares arrasados por un huracán provocado por el calentamiento global, o cuyas vidas han sido arruinadas por guerras que no iniciaron. «Si pudiéramos colocar toda la miseria del mundo», escribió el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, «en un platillo de la balanza, y toda la culpa del mundo en el otro, sin duda el resultado indicaría que pesan lo mismo». 2
¿La culpa y la miseria, igual de pesadas? La culpa debe de ser inconmensurable (la miseria ciertamente lo es). ¿Y no obstante, a través de Jesús, esa culpa puede ser perdonada, total y plenamente? ¿Cómo puede ser eso? ¿No exige la ley castigo, y la justicia restitución? ¿Qué pasa con la culpa, el castigo, la justicia, si la perfecta vida de Jesús se les aplica incluso a los canallas? Esó es misericordia, pero, ¿dónde está la justicia? La encontramos en la muerte de Jesús, ahí es donde está. Como Dios mismo que es, Jesús creó todo, no sólo las leyes físicas que gobiernan el universo, las morales también. Ya que fue él quien estableció la ley moral, él se mantiene a la altura (o quizá por encima) ile ella, igual que el artista que realiza una obra de arte se mantiene a la altura (o por encima) de ella también. Por tanto, al ser el único situado en esa posición, la de ser más grande que la ley, sólo Jesús podía satisfacer sus exigencias. Pero, ¿qué implica esto?
Prisión para los deudores Imagínate que estuvieras tan desesperadamente endeudado que incluso si todos tus amigos reunieran sus riquezas, no podrían ni rozar el pago de los intereses, y mucho menos del principal. Supon, ntlemás, que un amigo, salido de no sé sabe dónde, anunciase que,
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en virtud de su propia autoridad, la deuda se anula. Tal pronunciamiento, desde luego, no podría cancelar tu deuda más que una ley de la Duma rusa que decretase que la próxima luna llena debería mantenerse en el cielo para siempre a fin de proveer noches brillantes en la tundra siberiana. ¿Quién es el único que puede anular esa deuda? Por supuesto, sólo aquél al que se le debe el pago. Pero aún sigue ahí esa incómoda pregunta sobre la justicia. ¿Es justo anular una deuda? Supon que habías firmado un contrato que dice que si debes dinero, tú has de devolverlo, o asegurarte de que la deuda se liquide de un modo u otro. Quizá el contrato fuera tan sagrado que no pudiera ser violado sin cometer una gran injusticia. La deuda, por tanto, no puede ser anulada. Tiene que ser pagada. Y suponte, también, que el único que tiene dinero para pagar la deuda resulta ser el mismo a quien se le debe. Queda una sola opción, entonces, para la justicia y el pago. En vez de anular la deuda, ¡la paga el acreedor! Buscando liberarte de una deuda imposible de pagar, y siendo no obstante incapaz de anularla (al menos, sin resultar injusto), él mismo se hace cargo de ella. Se hace justicia porque la deuda no es anulada, y tú quedas libre de ella por la generosidad del que la asume por ti. Pues bien, de acuerdo con la Biblia, todos nosotros hemos violado la ley de Dios, y por eso todos tenemos una deuda con él, la cual no podemos pagar. Sólo Dios puede anular esa deuda, pues sólo a él se le debe. Pero ya que su justicia no le permite anular la deuda, ¡él mismo la paga! Aquí está, en esencia, el concepto que subyace a la muerte de Jesús en la cruz, la razón por la cual murió. Su muerte satisfizo la justicia, pues la deuda había sido pagada, y pagada por el único que podía cumplir con las exigencias de la ley. No sólo es que uno la había observado perfectamente; es que, para empezar, él mismo la había creado. «El sustituto de los transgresores de la ley», escribió el teólogo británico John Stott, «es nada menos que el propio Legislador».3
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Jesús murió «a fin de que él sea el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Romanos 3: 26). El Señor demostró justicia al no violar una verdad básica, la de que el pecado lleva a la muerte. «La paga del pecado es muerte» (Romanos 6: 23). Y, con todo, también demostró su misericordia, pues, al asumir el castigo que nosotros merecemos, nos liberó de la pena por nuestros pecados. No tenemos que enfrentar el juicio final contra nuestros pecados porque Jesús lo enfrentó por nosotros en la cruz. Sí, y la gran noticia del cristianismo es que esa provisión se nos puede aplicar a nosotros con sólo pedirla. Si reflexionas acerca de ello, ¿cómo podría ser de otro modo? No podemos ganárnosla, pues las exigencias de la ley van más allá de lo que jamás podríamos cumplir. En vez de ello, reclamamos esa justicia, no porque la merezcamos (no es así), sino porque es nuestra única esperanza. Sin ella nada tenemos. Nuestra gran necesidad es nuestro único derecho a ella, y podemos tomarla porqúe Dios nos la ha ofrecido. El cristianismo llama "gracia" al don divino de la salvación. Esta justicia, esta perfección, esta salvación llega a ser nuestra, no por nuestros esfuerzos u obediencia, sino por la fe. Es decir, lo creemos y entonces lo reclamamos para nosotros mismos. Si no podemos ganarla, entonces tenemos que aceptarla por medio de la confianza en el poder de Dios para cumplir lo que promete. La salvación es una de las pocas cosas de la realidad que llegan a ser verdaderas sólo porque creemos que es verdadera. Sí, la muerte de Cristo es real, independientemente de que la admitamos o no. Nuestra creencia no cambia ese hecho, del mismo modo que creer que la tierra no es redonda no la hace cuadrada. Lo que nuestra creencia sí cambia es la aplicación de su muerte en nuestras vidas. Cuando la creemos y la aceptamos, esa creencia y esa aceptación liacen válida la salvación para nosotros personalmente. Los cristianos llaman a esto justificación por la fe. «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley» (Romanos 3: 28). Jesús murió por nuestros pecados para que poda-
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mos tener vida eterna, pero esta vida eterna no se concede automáticamente a todo el mundo. Sólo aquéllos que la reclaman por la fe realmente la reciben. Esta gran noticia de la justificación por la fe es la esencia del mensaje del cristianismo al mundo. Todo lo demás no son sino apostillas a eso. La existencia de Dios, por sí sola, no es necesariamente una buena noticia. Pero, ¿y si este Dios tomó sobre sí mismo la humanidad, y en esa humanidad llevó el castigo por todo el mal que la humanidad ha cometido? ¿Y si permitió ser castigado él mismo por todas las malas acciones que nosotros hemos hecho? ¿Y si asumió ese castigo sobre sí mismo porque era el único modo en que nosotros -mentirosos, tramposos, adúlteros, calumniadores y aun cosas peores- pudiéramos tener la esperanza de vida eterna? ¿Y si esa esperanza nos la ofrece este Dios sólo por la fe, por la absoluta confianza en ella? Ése es el Dios de la Biblia, la Divinidad revelada en Jesucristo, quien dijo: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14: 9). No debe sorprendernos, entonces, que haya tantos que literalmente amen lo que descubren en esta enseñanza bíblica.
El Factor Enrique VIII Ni el más ruin e inverosímil guión de Hollywood podría competir con la historia de Enrique VIII (1491-1547) y sus seis esposas, las cuales tuvieron destinos diversos: Catalina de Aragón (divorciada); Ana Bolena (ejecutada); Jane Seymour (muerta al dar a luz); Ann of Cleves (divorciada); Kathryn Howard (ejecutada); Catherine Parr (se quedó viuda). ¿Por qué tuvo tantas mujeres? Enrique tuvo seis hijos con Catalina de Aragón, de los cuales todos menos uno, una niña, murieron. Con la fertilidad de Catalina menguante, si él quería ver cumplidas sus ambiciones dinásticas (i.e., tener un heredero varón), tendría que buscar otra matriz, cosa
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que hizo, optando por la de Ana Bolena. Ana, sin embargo, no estaba dispuesta a compartir la cama de Enrique a menos que él compartiese su trono, lo cual implicaba divorciarse de Catalina. Pero la ley no lo permitía. Así pues, ¿qué hizo Enrique VIII? Reescribir la ley, ¿qué otra cosa si no? Trastocó toda la estructura legal política y eclesiástica a fin de que la ley coincidiera con sus deseos. «Enrique y el Parlamento finalmente abandonaron su lealtad a Roma por medio de una inédita avalancha de legislación revolucionaria: la Ley de Ingresos para el Papa (1532), el Estatuto de Apelaciones (1533), el Acta de Supremacía (1534), la Ley de Sucesión (1534), el Acta de Traiciones (1534), y la Ley contra la Autoridad del Papa (1536)». 4
El rey inglés no se cambió a sí mismo ni modificó sus acciones para cumplir las exigencias de la ley. No, lo que hizo fue alterar los requerimientos legales para que se ajustaran a sus actos. Nada era tan sagrado en las leyes qtie no pudiera cambiarse. Eso era un reino verdadero. Consideremos tino imaginario al que llamaremos Antinomia. El rey tiene un hijo, un réprobo sin esperanzas que destroza una famosa estatua de la capital. La ley exige el castigo estricto de cinco años de cárcel, sin excepción, para su delito. ¿Qué hace el rey? Pues cambiar la ley para que ya no sea delito destrozar la estatua. Así su hijo, que debería haber sido castigado, no lo es, porque lo que hizo ya no es un delito. Ahora imagina el mismo escenario pero con una sola diferencia. Supon que la ley fuese tan sagrada que ni el rey quisiera cambiarla. Podría hacerlo, pero no lo hace. Aunque la ley exige castigo, el gobernante ama a su hijo tanto que no quiere que sufra la pena. ¿Qué hace el rey? Asume él mismo el castigo, sustituyendo al hijo para: I. Que las exigencias de la ley se cumplan y la justicia se haga. Librar al hijo de la pena judicial. Esta historia (la segunda versión) es análoga al evangelio bíblico, la voluntaria sustitución de Dios en nuestro lugar. Jesús pagó por
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nuestra violación de la ley, cumpliendo sus demandas mientras nosotros, transgresores de la ley, no recibimos castigo. La Escritura, como vimos, dice que «el pecado es infracción de la Ley» (1 Juan 3: 4), y que todo pecado lleva a la muerte. El evangelio enseña, sin embargo, que Jesús encaró esa muerte por nosotros para que no tuviéramos que experimentarla nosotros mismos. En otras palabras, él soportó el castigo por nuestra violación de la ley de Dios. ¿Qué nos dice, entonces, la muerte de Jesús sobre la ley de Dios (los Diez Mandamientos)? ¿Que sus exigencias tenían que ser atendidas? ¿No habría sido mucho más fácil si Dios hubiera hecho lo que Enrique VIII o el rey de Antinomia (primera versión) hicieron: cambiar la ley para satisfacer la postura de los transgresores en su violación de la misma? Cuando piensas acerca del coste de la cruz (Dios cargando en sí mismo los pecados y el sufrimiento y la culpa de toda la humanidad), ¿no habría sido menos costoso simplemente haber "rebajado el listón", modificando la ley divina con el fin de que los actos antes considerados transgresiones ya no lo fueran? Si es contrario a la ley pisar el césped y sin embargo todo el mundo lo hace, ¿por qué no librarnos de la ley que lo prohibe? Para Dios mismo hubiera sido mucho más fácil haber cambiado la definición del pecado y así ponerse al nivel de la presente condición humana, en vez de cargar, sobre sí mismo, el castigo por el pecado de la humanidad. No es así como Dios actuó. Él no cambió la ley para salir al encuentro de nuestra condición caída. No, en lugar de ello él cargó sobre sí mismo la parte más dura de la ley, la plena intensidad de la transgresión. Pero de nuevo preguntamos: ¿Por qué no cambiar la ley en vez de ser castigado por ella? ¿Podría ser la respuesta que Dios considerase su ley tan sagrada, tan inviolable, que no la modificaría al margen de cuál fuera el coste para él mismo? ¿Qué puede, si no, explicar la cruz en la que Dios, como el rey de Antinomia (segunda versión), sufrió el castigo por la transgresión de
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una ley que podía, si lo hubiera decidido, haber cambiado? La muerte de Jesús demuestra que, lejos de negar o abolir la ley, la cruz de Cristo revela su inmutabilidad, su eterna perpetuidad. Aun cuando (como vimos) no podemos ser salvos por la ley, eso no significa que baya sido abolida o revisada. Al contrario. Después de la cruz, ¿dejaron repentinamente de ser pecado la mentira, el asesinato, el adulterio y el robo? Si la ley define el pecado, entonces a menos que la definición haya cambiado, o a menos que el pecado ya no exista, entonces la ley de Dios debe seguir siendo válida. Hace siglos el autor satírico irlandés Jonathan Swift escribió: «Pero, ¿es que alguien sostendrá que si, por una ley del parlamento, son expulsadas de la lengua inglesa y de los diccionarios las palabras 'beber', 'timar, 'mentir , 'robar', amaneceríamos a la mañana siguiente todos temperantes, honrados, justos y amantes de la verdad? ¿Es ésta una consecuencia esperable?».5
Del mismo modo, si la ley de Dios ha sido cancelada, ¿entonces por qué mentir, asesinar y robar siguen siendo actos considerados pecaminosos o incorrectos? Si Dios cambió su ley, entonces la definición de pecado debe haberse alterado también. O si él se deshizo de su ley, entonces debe de haber hecho lo mismo con el pecado también. Si tal fuera el caso, ¿por qué el Nuevo Testamento dice cosas como: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a él mentiroso y su palabra no está en nosotros» (1 Juan 1: 9-10)? O: «Sino que cada uno es tentado, cuando de su propia pasión es atraído y seducido. Entonces la pasión, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte» (Santiago 1: 14-15). ¿De qué pecado está hablando la Escritura? ¿Cómo puede haber pecado si no hay ley divina?
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Tanto la ley como el evangelio aparecen en el Nuevo Testamento. La ley muestra lo que es el pecado, y el evangelio señala el remedio para el mismo: la muerte y la resurrección de Jesús. «No puede haber predicación de la ley sin el evangelio», declaró el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, «ni tampoco predicación del evangelio sin la ley [...]. Cualquiera que pueda ser la palabra de la iglesia al mundo, debe ser siempre tanto ley como evangelio». 6
Si Dios no abolió, ni siquiera modificó, la ley antes de que Cristo muriera en la cruz, ¿por qué hacerlo después? Habría sido como el rey de Antinomia cambiando la ley sobre daños a la estatua después de que él, el propio rey, hubiera pagado el castigo por su transgresión. ¿Por qué no cambiar o aboliría de antemano, y ahorrarse el castigo? Del mismo modo, la muerte de Cristo muestra que si la ley pudiera haber sido cambiada o abolida, eso debería haber sido antes, no después, de la cruz. Así nada muestra más la validez duradera de la ley que la muerte de Jesús, la cual aconteció precisamente porque la ley no podía ser alterada.
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Referencias 1. Ellen G. White, Elcamino a Cristo (Madrid: Safeliz, 2006), pags. 59-60. 2. Arthur Schopenhauer, The World, as Will and Idea (Londres: J. M. Dent, 1995), pag. 216. 3. John R. W. Stott, The Cross of Christ (Downers Grove, 111., EE.UU.: InterVarsity Press, 1986), pag. 159. 4. Kenneth Morgan, ed., The Oxford History of Britain (Oxford: Oxford University Press, 1984), pag. 282. 5. Jonathan Swift, A Modest Proposal and Other Satires (Amherst, N.Y., EE.UU.: Prometheus Books, 1995), pag. 205. 6. Dietrich Bonhoeffer, Ethics (Nueva York: Collier Books, 1955), pags. 357, 358.
M.J
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9 El gran conflicto
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s un tipo de familia que puede encontrarse en casi cada co* i^ munidad de vecinos estadounidense: una madre divorciada con tres hijos. Su vida transcurre en una zona suburbial; los niños, de 5, 10 y 14 años, hacen trastadas y se pasan el tiempo metiéndose en problemas. Sin apenas modelos de conducta, como criminales incipientes... nada exótico. Mary, su madre, ama a sus hijos pero les consiente mucho. El dolor producido por su reciente divorcio (ahora papá, a quien los niños echan de menos, está en México acompañado por alguien llamado Sally) sigue claramente impreso en su rostro. Nada extraordinario, al menos hasta la noche en que Elliot, el niño de 10 años, se encuentra en el jardín con un extraterrestre que viene a gorronear comida. La criatura se quedó involuntariamente en la tierra cuando su nave espacial se apresuró a abandonar el planeta. A diferencia de las espantosas y malévolas criaturas de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, este ser, a quien Elliot y sus hermanos apodan E.T., es un tipo amable, benigno y cariñoso que sim-
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plemente quiere irse a su casa. Los niños se hacen amigos suyos, estrechan lazos y le ocultan de los agentes del gobierno. Hacia el final de la historia, los niños, incluida la mamá, logran burlar al gobierno y E.T. escapa en una nave espacial. Por supuesto, es fantasía de ciencia-ficción (en este caso, la película de Steven Spielberg E. T., de 1982). ¿Y bien? Para empezar, el universo es un sitio grandísimo. Un cosmos infinito, para un solo planeta habitable y además no muy grande. Con todo, es ciertamente posible que la tierra sea el único lugar con vida; pero si así es, tal circunstancia supondría un inmenso derroche, ¿no es cierto? En efecto, y justo por eso muchos científicos creen que otras formas de vida existen más allá de la tierra. Simplemente, aún no saben cómo encontrarlas, eso es todo. Pero no significa que no lo estén intentando.
El Instituto SETI La que se conoce como "Ecuación de Drake" funciona así: primero multiplicas la tasa de formación de estrellas en nuestra galaxia por la proporción de esas estrellas que tienen planetas. Luego multiplicas el resultado por el número medio de esos planetas que pueden, potencialmente, sostener la vida. Después, ese producto lo multiplicas por la fracción de aquellos planetas que pueden realmente desarrollar la vida, y luego multiplica su resultado por la fracción de aquéllos que pueden desarrollar vida inteligente. Acto seguido, eso lo multiplicas por la proporción de aquellos planetas cuya vida inteligente está dispuesta a comunicarse con nosotros. Finalmente, ese número has de multiplicarlo por la duración estimada de la vida de tal civilización. ¿A qué viene tanto cálculo? Es para estimar cuántos planetas con vida podrían, supuestamente, comunicarse con la tierra. Efectuadas
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las cuentas, la Ecuación de Drake arroja unos 10.000 (más o menos) planetas extraterrestres comunicativos en nuestra galaxia. He ahí el ámbito en el que podemos movernos... Si 10.000, más o menos, puede ser un promedio por galaxia, y existen miles de millones de galaxias por ahí... bueno, echa cuentas. No parece probable que estemos solos en el universo. Todo lo cual tiene sentido. Por muy adecuado que sea el cosmos para la vida terrestre, ¿por qué el Dios que, según la Escritura, creó todas las cosas («Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles» [Colosenses 1: 16]), querría establecer vida sólo aquí y en ninguna otra parte? Sin duda, con todas las incomodidades de nuestro planeta (enfermedades, guerras, armas nucleares, misiles, estrellas de pop...), uno podría entender que Dios interpusiera cierto espacio entre nosotros y nuestros vecinos, pero, ¿crear el cosmos entero sólo para alojarnos a nosotros? Aunque posible, no parece razonable, eso es todo. Por este motivo los científicos, desde hace años, han estado examinando los cielos en busca de vida extraterrestre. Dejando aparte consideraciones teológicas, parece haber bastante evidencia científica para sostener la posibilidad de vida en otras partes. «Contemplo este universo, no como una "broma cósmica"», dijo un laureado con el Nobel, «sino como una entidad llena de sentido, hecha de tal modo como para engendrar vida e inteligencia, destinada a dar a luz a seres pensantes capaces de discernir la verdad, valorar la belleza, sentir el amor, anhelar la bondad, definir el mal, experimentar el misterio». 1
¿Sólo aquí en la tierra, o en otras partes también? La rama de la ciencia conocida como astrobiología procura explorar la posibilidad de vida cósmica. La NASA tiene su propio Instituto de Astrobiología, y su sitio web [su sección en español] dice: «La Astrobiología es una nueva disciplina excitante dedicada al estudio de la vida en la Tierra y en cualquier lugar del universo: su origen, evolución,
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distribución y futuro. [...] ¿Existe la vida fuera de la Tierra? ¿Qué especies potenciales sobrevivirían y se adaptarían más allá de nuestro planeta?». 2
Desde 1984, el Instituto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) ha venido explorando los cielos, buscando vida más allá de la tierra. «El propósito del Instituto», dice acerca de sí mismo, «tal como se definió entonces y sigue siendo cierto hoy, es desarrollar investigaciones científicas y proyectos educativos relevantes sobre el origen, la naturaleza, la frecuencia y la distribución de la vida en el universo [...]. Hoy el Consejo de Administración del SETI cuenta entre sus 18 miembros con dos premios Nobel, cuatro miembros de la Academia Nacional de Ciencias, un miembro de la Academia Nacional de Ingeniería [ambas estadounidenses] y varios ejecutivos o ex ejecutivos empresariales de las compañías más poderosas del país. Esta fuerte orientación científica, combinada con un extraordinario liderazgo empresarial y tecnológico, capacita a los administradores para ayudar a avanzar a la organización en el plano científico a la vez que aseguran unas bases financieras sólidas para el futuro». 3
Esto no es cosa de ovnis y fans de Star Trek. Es más bien ciencia seria que utiliza la mejor tecnología en su empeño por descubrir lo que, racionalmente, creen que podría estar ahí: la vida extraterrestre.
Extraterrestres Pues bien, mientras astrónomos y otros científicos premiados orientan hacia el cielo sofisticados radiotelescopios con la esperanza de captar un murmullo u otro sonido inteligente procedente del espacio, la Biblia no sólo habla de la existencia de vida extraterrestre sino que nos ha dado indicios fascinantes sobre cómo es. Además de la realidad de Dios mismo, la Escritura deja claro lo que la ciencia (aunque con un enfoque diferente) sospecha: la tierra no es el único lugar en la creación con vida inteligente. Todo lo contrario. Ten en cuenta que cuando la Biblia habla de "cielo" o "cielos" no siempre se refiere necesariamente al lugar donde existe Dios (aunque a veces sea así), sino al cosmos mismo; así ocurre en Génesis 15: 5, que dice: «Entonces lo llevó fuera y le dijo: "Mira ahora los cié-
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los y cuenta las estrellas, si es que las puedes contar"». O en Deuteronomio 4: 19: «No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol, la luna, las estrellas y todo el ejército del cielo, te dejes seducir, re inclines ante ellos y los sirvas, porque Jehová, tu Dios, los ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos». En éstos y en otros textos 'cielo(s)' representa al cosmos. ¿Qué dice, entonces, la Biblia sobre la vida en el universo y su interacción con nuestro planeta?
El gran conflicto Cuando el joven Isaac Newton, sentado bajo el manzano, recibió el golpe en la testa, tuvo la más asombrosa intuición: la fuerza que impulsaba la manzana sobre su cabeza, la gravedad, era la misma fuerza que mantenía a la luna en órbita alrededor de la tierra, y a la tierra orbitando alrededor del sol. Y aunque para Newton la idea de que «un cuerpo pueda actuar a distancia sobre otro a través del vacío sin la mediación de nada más» era «un absurdo tan grande que no creo que pueda jamás caer en él ningún hombre con aptitudes para las cuestiones filosóficas»,4 él sabía que la gravedad hacía justamente eso ("actuar a distancia sobre otro a través del vacío"), por inexplicable que tal fenómeno pudiera ser. El asunto resulta todavía más sorprendente: no sólo toda materia posee atracción gravitatoria, es que toda materia tiene efectos gravitatorios sobre toda la materia restante. Así, tú ejerces una influencia gravitatoria no sólo sobre tu gato sino sobre la luna, el sol e incluso sobre las estrellas lejanas. Esta influencia es, ciertamente, insignificante, pero es real. Tu existencia, literalmente, roza el cosmos entero. ¿Qué implica esto? Cuando tu misma presencia física puede provocarle siquiera un pequeño tirón a la Nebulosa del Cangrejo, entonces el universo, no importa lo grande que sea, está más estrechamente interconectado de lo que nuestra experiencia apegada a la tierra podría sugerir. Si la Biblia, por tanto, no sólo habla de la exis-
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tencia de vida en otros rincones de la creación, sino que declara que parte de esa vida está implicada con nosotros aquí, esto no debiera ser algo difícil de aceptar, habida cuenta de lo que sabemos que toda la materia del cosmos influye en el resto. Que podemos ejercer una atracción gravitatoria (por minúscula que sea) sobre otras partes del universo no prueba que seres de otras áreas del mismo puedan interactuar con la vida terrestre. Pero sí sugiere, por analogía, que la idea de la influencia de unas partes del universo sobre otras no es inverosímil. Por el contrario, es física básica. Y teología básica también. Lo que revelan los textos citados arriba es que no sólo existe vida en otras partes del cosmos, sino que algunos de sus representantes, seres conocidos como los ángeles, han venido a la tierra y están ejerciendo una influencia aquí aun cuando no podamos verles más de lo que podemos ver los millones de llamadas de teléfono móvil (celular) que surcan el aire justo delante de nuestros ojos. Aun cuando la Escritura no es muy explícita al respecto, nos revela una lucha entre el bien y el mal - l o que podríamos llamar un gran conflicto— que empezó en otra parte del cosmos pero ahora arrecia aquí. «Entonces hubo una guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón. Luchaban el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero. Fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él. [...] "Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos. ¡Ay de los moradores de la tierra y del mar!, porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo"» (Apocalipsis 12: 7-9, 12). «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes (Efesios 6: 12).
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«Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 Pedro 5: 8). La Escritura pinta una guerra que tuvo lugar en el cielo, en otra parle del cosmos, una batalla entre ángeles; y, de acuerdo con los textos, los perdedores (Satán y sus ángeles) fueron desterrados a nuesi ro mundo, donde el conflicto prosigue, sólo que ahora con nosotros en medio. Tomando pasajes como los que ya hemos visto (Apocalipsis 12: 7-12; Efesios 6: 12; 1 Pedro 5: 8), junto con los que nos muestran otros ángeles amistosos con nosotros (tales como Hechos 12: 7; Daniel 6: 22; Salmo 34: 7), podemos ver que, de acuerdo con la biblia, en la tierra estamos en medio de una batalla espiritual entre las agencias del bien y del mal. Que no podamos ver a estos seres no prueba que no estén ahí o que el conflicto no sea real, del mismo modo que el hecho de que no podamos ver la radiación electromagnética tampoco significa que no sea real.
¡Vamos, hombre! No hay duda de que muchas personas, particularmente en el secularizado Occidente, se burlan enseguida al oír hablar de ángeles, demonios y el ámbito sobrenatural. Pero eso no significa que tales seres no existan, sino sólo la poderosa influencia de la concepción científica racionalista, que limita toda la realidad a lo que podemos explicar a través de leyes naturales y cuantificables, una idea que se remonta a la Ilustración. La Biblia, en cambio, nos da una visión más amplia de la realidad, no constreñida por los estrechos límites de la ciencia y su atomística visión de la existencia. La Escritura no niega tales procesos físicos. Por el contrario, el capítulo inaugural del Génesis describe la luna y el sol como astros; es decir, no como deidades o dioses (a diferencia de las religiones paganas de su tiempo), sino como objetos físicos inanimados sometidos a las leyes básicas de la naturaleza. Lo que la Escritura no hace, sin embargo, es limitar la realidad a esas leyes naturales fundamentales. En vez de ello, apunta a Dios, quien es más grande que la naturaleza y está por encima de ella.
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De nuevo, un enfoque puramente naturalista de toda la creación resulta ilógico. Como hemos señalado ya, algo fuera de la naturaleza, más allá de la naturaleza y mayor que la naturaleza tendría que existir para que, de algún modo, la naturaleza surgiera de ello, del mismo modo que algo exterior a un cuadro, más allá del cuadro y más grande que el cuadro habría tenido que pintarlo. La Gioconda no existía en los pinceles de Leonardo ni Crimen y castigo se ocultaba en la pluma de Fiódor Dostoyevski. La Biblia apunta a seres sensibles que existen en dominios no limitados por nuestros puntos de vista científicos y racionalistas del mundo físico (puntos de vista que, por cierto, están constantemente cambiando). Pocos en el mundo occidental cuestionarían la realidad del bien y el mal aun cuando no podamos reducirla a procesos y leyes científicas, y la mayoría reconocería que está vigente una lucha entre las dos perspectivas. Muchos de esos seres (ángeles) que la Escritura nos dice que están implicados en ese conflicto, aunque su existencia proceda de otra parte del cosmos, se encuentran actualmente aquí. Algunos son amistosos, otros hostiles, pero todos están involucrados en la colosal batalla entre el bien y el mal, un conflicto que empezó en alguna otra parte del cosmos pero que ahora campea en nosotros, entre nosotros y por medio de nosotros. Y aunque no percibamos a esos seres directamente, reconocemos claramente los resultados de su interacción aquí, igual que no vemos las ondas de radio pero podemos atestiguar sus resultados (como cada vez que respondemos a una llamada telefónica, encendemos la televisión o usamos conexiones inalámbricas de Internet).
El bien contra el mal ¿Y cuáles son los resultados de esta batalla, de esta guerra cósmica entre el bien y el mal? Durante milenios la gente ha presenciado el desarrollo de esta lucha, por ocultas que estuvieran las fuerzas sobrenaturales que la animan. Muchos siglos antes de Cristo la religión zoroastriana enseñaba acerca de fuerzas sobrenaturales del bien y del mal enzarzadas en una batalla, tema este que en los primeros si-
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glos de la "era cristiana" fue recuperado por los maniqueos, quienes también creían en una guerra sobrenatural entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad. Como ya hemos indicado, uno no necesita la religión para observar la realidad de esta lucha. Friedrich Nietzsche, el más duro ateo de su tiempo, declaró: «Concluyamos. Los dos valores contrapuestos, "bueno" y "malo", "bueno" y "malvado", han mantenido una terrible guerra en la tierra durante millares de años». 5
YT. S. Eliot escribió sobre la «perpetua lucha» entre el bien y el mal.6 ¿Quién no experimenta esta batalla entre el bien y el mal incluso a nivel personal? Podemos no ser capaces de expresarla o de entenderla claramente, pero reconocemos que tiene lugar en nuestros corazones, en nuestras actividades diarias y en nuestras elecciones y tentaciones, por muy confusas que a menudo parezcan las claves y las luerzas que están detrás de todo ello. Esta lucha no es sólo algo que nos imaginamos, ni sólo resultado de la cultura y la subjetividad, por mucho que la costumbre y la i ultura intervengan. Detrás de nuestros sentidos, que nos ofrecen una escasa porción de la realidad (es como probar a aprender acerca de las complejidades de un reproductor de CD limitándote a escuchar la música que sale de ahí), crepita un vasto conflicto entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás, constantemente desarrollándose en todos los niveles de la existencia humana, desde las relaciones internav ionales hasta las luchas silenciosas que tienen lugar en las profundidades del alma humana; se trata, en todo caso, de asuntos de t onsecuencias eternas. «Sin elección por nuestra parte, existimos en un mundo en el que el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la ley y el caos, la dignidad y el deshonor, la fe y la incredulidad compiten por la supremacía. Todos los días nuestros pensamientos, acciones y decisiones nos sitúan en uno u otro lado en este gran conflicto espiritual. Por muy complicadas que parezcan estas situaciones, por confusas, borrosas y grises que resulten nuestras opciones morales, elecciones y decisiones, sólo hay dos lados, sólo dos opciones: el bien
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y el mal, la verdad y el error, lo justo y lo injusto. Como con la vida y la muerte, no hay término medio, por mucho que nos engañemos pensando que ahí es donde estamos». 7
Aun cuando uno acepte (como hacen millones) la idea de Satanás y su caída, y la de fuerzas sobrenaturales luchando aquí en la tierra, a partir de ello, sin embargo, se suscitan más preguntas, la más obvia de las cuales es: si Dios es el Creador de todas las cosas, entonces, ¿de dónde viene Satanás? Si, como muchos cristianos creen, el mal empezó en algún otro lugar del universo con Satán, entonces a su vez la pregunta es: ¿Cómo pudo el mal surgir en un universo creado y gobernado por un Dios que, como dice la Biblia, es "amor"? Buenas preguntas. Y podemos ir a la Biblia a buscar pistas para responderlas.
La caída de Lucifer «Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios. Allí estuviste, y en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado hasta que se halló en ti maldad» (Ezequiel 28: 14-15). «¡Cómo caíste del cielo, Lucero, hijo de la mañana! Derribado fuiste a tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en tu corazón: "Subiré al cielo. En lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré, en los extremos del norte; sobre las alturas de las nubes subiré y seré semejante al Altísimo"» (Isaías 14: 12-14). Estos cinco versículos revelan un depósito de conocimiento que toda la experimentación científica y la especulación filosófica nunca podrían descubrir, del mismo modo que una radiografía de un manuscrito original de Hamlet sería incapaz de desvelar el secreto del genio de Shakespeare. Durante siglos, los comentadores bíblicos han entendido que estos pasajes se refieren al ser sobrenatural conocido como Satanás y a su caída, la cual se describe en Apocalipsis 12: 7-9. Pero, de nue-
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vo, ¿cómo surgió este ser maligno? Si, como dice la Escritura, «en él [ Dios] fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él» (Colosenses 1: 16), entonces "todas las cosas" debe incluir a la «serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás» (Apocalipsis 12: 9). ¿Cómo podría ser eso? Encontramos la respuesta, en parte, en Ezequiel 28: 15; este versículo, hablando de Satanás, nos dice que «perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado hasta que se halló en ti maldad». Notemos que Satán era "perfecto" cuando un Dios perfecto lo creó. Y sin embargo la maldad finalmente apareció en él... ¿Cómo pudo ocurrir eso? Pues porque "perfecto" debe incluir la libertad moral, la capacidad de llegar a ser malo. De otro modo, ¿cómo un ser —"perfecto" en sus caminos, incluso desde su origen- podría convertirse en eso? Si era perfecto desde el principio, entonces la maldad inicialmente no estaba ahí. Vino más tarde, lo que significa que, sea lo que sea que entendamos por "perfecto", incluye el potencial de volverse malo. Pero, ¿no podía Dios haber creado un ser que no tuviera tal peligro? Sí podía, pero, ¿a qué costo para ese ser? ¿Podría entonces tal criatura, carente de opciones morales, ser "perfecta"?
Lo que Dios no puede hacer Después de años de opresión, pobreza y oscuridad forzosa bajo el régimen soviético, a la poetisa Ana Ajmatova se le permitió efectuar un recital poético en 1944 en el mayor auditorio de Moscú, el del Museo Politécnico. Al terminar, la audiencia de tres mil personas se puso de pie y le dio un aplauso atronador. Cuando le contaron lo que había ocurrido aquella noche, José Stalin replicó: «¿Quién organizó esa ovación?». Es triste que Stalin viviera en un ambiente tan falso en el que ini luso se premeditaba y programaba la espontaneidad. ¿Qué valor
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pueden tener las alabanzas si quienes las hacen están obligados a hacerlas? Imagínate a un genio científico al que llamaremos "Dr. Ralph". Obsesionado con su trabajo, nunca se casó, ni tuvo una familia ni disfrutó de estrechos lazos de amor desde su infancia. Cuando se adentra en sus últimos años de vida, experimenta el dolor de una existencia solitaria y sin amor, de modo que, siendo el genio que es, crea un robot que mira, actúa y siente igual que un ser humano. Le imprime la imagen de una bella joven y le llama Carla. Ella atiende todos sus antojos, deseos y necesidades, incluidas expresiones y manifestaciones de amor. Carla es todo lo que cualquier hombre siempre desearía, sin todos los problemas que cualquier relación implica normalmente. No obstante, por muchas veces que Carla le diga al Dr. Ralph que le ama, y por más que ella haga todo tipo de cosas para expresarle su amor, el Dr. Ralph se da cuenta de que, al fin y al cabo, eso no significa nada, pues diga lo que diga Carla, haga lo que haga, no puede ser verdadero amor, ya que él lo había programado en ella. En otras palabras, el amor tiene que ser libre o no puede ser amor. Lo que aprendió el Dr. Ralph de su creación es que el amor no puede ser forzado, ni siquiera por Dios mismo. Es más, contrariamente a algunas nociones populares sobre la omnipotencia de Dios, hay ciertas cosas que él no puede hacer. Por boba que sea la pregunta "¿Puede Dios crear una roca tan grande que él mismo no pueda levantarla?", no obstante presenta una verdad profunda: dentro de los parámetros de este universo, al menos tal como Dios los creó, existen limitaciones lógicas a lo que él puede hacer. Omnipotencia no implica la capacidad de hacer lo que es lógicamente imposible dentro de los límites y definiciones de la realidad que Dios ha creado. Por ejemplo, ¿puede él hacer que un número entero positivo sea menor que cero? No en este universo, o al menos no tal como entendemos las definiciones de "positivo", "entero", "número", "menor" y "cero". ¿Puede Dios crear a un soltero casado? No según las definiciones corrientes de "casado" y "soltero". ¿Puede crear Dios un
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círculo que esté compuesto de ángulos rectos? De nuevo no, mientras nos atengamos a los presentes conceptos de "círculo" y "ángulos rectos". Dentro de los confines de la creación, existen ciertas limitaciones lógicas y lingüísticas incluso para Dios. Esto es crucial. Conecta con la ultrametafísica del cristianismo; por ejemplo: ¿Podría Dios crear un amor forzado? ¿Puede alguien ser obligado a amar contra su voluntad? «Sin elección», escribió el teólogo Francis Schaeffer, «la palabra amor' no significa nada».8 ¿Puede el amor ser programado en alguien de un modo tal que el individuo no tenga otra elección que amar, como Carla, el robot del Dr. Ralph? Por supuesto que no. El amor, por su naturaleza y definición, ha de ser entregado libremente, o no es tal en absoluto. Ni siquiera Dios puede forzar el amor, porque en el momento en que lo hace, ya no es amor. El Señor no puede forzar el amor, al igual que no puede crear una roca tan grande que no pueda levantarla. Qué irónico: la gente alega que si "Dios es amor" (1 Juan 4: 8), ¿por qué el mal y el sufrimiento? Sin embargo precisamente porque "Dios es amor" existe el mal. No porque el amor requiera la existencia del mal (¡lejos de ello!), sino porque el amor requiere un entorno moral de libertad, y la libertad en tanto que libertad, en especial la libertad moral, requiere el potencial de hacer el mal lo mismo que el de hacer el bien. De otro modo no hay moralidad ni libertad en absoluto. Si Satanás fue creado como un ser "perfecto", entonces su perfección incluía un componente moral. Quizá la definición de "perfecto" en el universo de Dios requiere un componente moral. Pero para ser verdaderamente moral, un ser debe tener el potencial de ser inmoral. Podríamos diseñar un robot entrenado y programado para salvar gente en edificios ardientes, ayudar a las ancianas a cruzar la calle y rescatar a niños que se ahogan, pero ese robot no sería más moral que un semáforo (que impide que en un cruce los coches se choquen entre sí).
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El caso es que Satanás, un ser creado con la libertad de hacer elecciones morales, obviamente usó mal esa libertad y se extravió. ¿Qué pasó? ¿Y cómo? De nuevo buscaremos la respuesta en la Biblia. La Escritura, como ocurre a menudo, no da detalles, pero, de acuerdo con algunos de los textos que hemos visto, algo similar le ocurrió a este «querubín grande, protector» que residía «en el santo monte de Dios» (Ezequiel 28: 14), palabras que se entiende denotan una elevada posición, muy cercana al propio Dios. Satanás, en todo caso, era una criatura exaltada. Sin embargo, para este ser moral libre eso no fue suficiente. «¡Cómo caíste del cielo, Lucero, hijo de la mañana! Derribado fuiste a tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en tu corazón: "Subiré al cielo. En lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré, en los extremos del norte; sobre las alturas de las nubes subiré y seré semejante al Altísimo"» (Isaías 14: 12-14). Fuera la que fuese su posición, Lucifer quería más. Al aspirar a ser como el Altísimo, en esencia buscaba ser Dios. Sin embargo, una criatura no es Dios ni puede serlo jamás, al igual que una partida de póquer nunca podría llegar a ser un jugador de póquer. De nuevo hemos de subrayar que Dios creó seres morales en un universo moral con libertad moral. Tal libertad moral incluía las opciones de los celos, la ambición, el orgullo y el deseo de ser más que lo que nunca podemos ser. De otro modo, ¿cómo podría un ser, «perfecto [...] en todos [sus] caminos» (Ezequiel 28: 15), desear ser el Creador? Sólo si "perfección" incluía el potencial de desear jListamente eso. El poeta John Milton, en El paraíso perdido, captó la esencia del espíritu de Satán cuando le hizo proclamar: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo».9
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Y no sólo Lucifer tenía este potencial; otros seres celestiales, también. Lo sabemos porque la Escritura se refiere a otros ángeles que se aliaron con Lucifer. Al parecer, todo empeoró tanto que se declaró una guerra en el cielo (sobre la que ya hemos leído en Apocalipsis
12: 7-12).
El deseo de Satanás de tener más de lo que legítimamente era suyo condujo a su caída y a la de otros ángeles, los que se pusieron de su parte en una guerra cósmica que, aunque iniciada en otra parte del universo, actualmente se desarrolla aquí en la tierra. De hecho, este mismo sentimiento que operó contra él en un ambiente perfecto, el cielo, actuó también en una tierra perfecta. La descripción bíblica de la caída de Adán y Eva (Génesis 3) muestra de nuevo la libertad moral de todas las criaturas racionales e inteligentes de Dios, y recorre un buen trecho para explicar cómo pudo surgir el mal en un universo creado por una Divinidad omnisapiente y llena de amor.
Libertad en el Edén «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Génesis 1:1). No sólo Dios los creó: los hizo perfectos. A lo largo del proceso de la creación, Dios miraba lo que había hecho y emitía una valoración sobre ello. La Escritura lo expresa así: «Vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas» (Génesis 1:4). «A la parte seca llamó Dios "Tierra", y al conjunto de las aguas lo llamó "Mares". Y vio Dios que era bueno» (versículo 10). «Produjo, pues, la tierra hierba verde, hierba que da semilla según su naturaleza, y árbol que da fruto, cuya semilla está en él, según su especie. Y vio Dios que era bueno» (vers. 12). «Las puso Dios [las dos lumbreras: el sol y la luna] en el firmamento de los cielos para alumbrar sobre la tierra, señorear en el día
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y en la noche y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno» (vers. 17-18). «Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todo ser viviente que se mueve, que las aguas produjeron según su especie, y toda ave alada según su especie. Y vio Dios que era bueno» (vers. 21). «E hizo Dios los animales de la tierra según su especie, ganado según su especie y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno» (vers. 25). «Y vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera» (vers. 31). Y ese "todo" incluía a Adán y Eva, las dos primeras personas, a las que la Escritura describe como creadas, directa e intencionadamente, por Dios. «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (vers. 27). Un Dios perfecto hace una creación perfecta, "buena en gran manera". Además, los dos humanos eran distintos de todo lo demás en la creación, hechos "a su imagen, a imagen de Dios". Durante siglos la gente ha debatido acerca del significado de la frase "a imagen de Dios". Sea cual sea su significado, debe cuando menos indicar que los humanos están un peldaño "por encima" del resto de la creación terrestre; que hay algo superior, "mejor", único, en los seres humanos que los diferencia, por ejemplo, de las conchas marinas, de los árboles, y de «todo animal que se arrastra sobre la tierra» (vers. 25); una unicidad que resulta obvia todavía hoy. Así que Adán y Eva deben de haber salido inmaculados de las manos de su Creador. ¿Cómo iba a ser menos, tratándose de un Dios perfecto, especialmente con seres hechos a su propia imagen? En este sentido, ellos son como Lucifer, "perfecto [...] en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado". ¿Debería uno esperar menos de Adán y Eva, seres hechos "a imagen de Dios", un atributo que la Escritura nunca aplica a Lucifer, ni siquiera antes de su caída?
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Luego viene la famosa sección de la Biblia en la que Dios advierte .1 Adán sobre comer del árbol del conocimiento del bien y el mal. «Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: "De todo árbol del huerto podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás"» (Génesis 2: 16-17). Bosques enteros han sido talados para suministrar el papel usado en los comentarios sobre estos versículos. Aquí nos concentraremos en un aspecto: la libertad moral de Adán y Eva según se revela en este relato. ¿Les habría advertido Dios contra hacer algo si ellos no tuvieran la capacidad moral de elegir lo que él les dijo que no hicieran? Si él no quería que comieran de eso, al crearles podría haber programado sus cerebros para que Adán y Eva evitasen el árbol, igual que hoy estamos programados para evitar el hambre, la sed o el dolor. O bien podría haber ubicado el árbol en un entorno inaccesible para ellos. Podría haberlo puesto en la luna o en cualquier otro lugar fuera de su alcance. Quizá Dios podría haberlo hecho indeseable, repelente. Finalmente, podría no haber creado el árbol, quitando así toda posibilidad de que ellos lo probasen (no se puede comer el fruto de un árbol inexistente). Pero no hizo nada de esto, lo que implica dos datos cruciales: 1. Adán y Eva eran seres morales libres, capaces de obedecer o desobedecer a su Hacedor. Así era, específicamente, como Dios los había creado. Su capacidad para la libertad era obvia, pues, de lo contrario, ¿les hubiera advertido Dios sobre algo que eran incapaces de hacer? 2. El árbol era una prueba. ¿Por qué lo habría puesto el Señor ahí, al alcance de seres que tenían la capacidad de obedecer o desobedecer, sino con el fin de probarlos por medio de él, dándoles la oportunidad de mostrar su lealtad como criaturas morales libres? Tenemos aquí a dos seres morales, dotados de libertad de
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elección, que afrontaron una prueba de su lealtad hacia el que los creó; una prueba sobre lo que harían con su libertad. Seguidamente podemos ver cómo se desarrolla el conflicto entre Dios y Satanás, porque "la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás" aparece en el Edén, en ese entorno perfecto creado por un Dios perfecto. De acuerdo con el Génesis, Eva está cerca del árbol del que Dios les había prohibido comer cuando se presenta Satanás. «La serpiente dijo a la mujer: -¿Conque Dios os ha dicho: "No comáis de ningún árbol del huerto"? »La mujer respondió a la serpiente: -Del fruto de los árboles del huerto podemos comer, pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: "No comeréis de él, ni lo tocaréis, para que no muráis". »Entonces la serpiente dijo a la mujer: - N o moriréis. Pero Dios sabe que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal. »Al ver la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los ojos y deseable para alcanzar la sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió al igual que ella» (Génesis 3: 1-6).
El deseo de ser Dios Dos puntos más: • Primero, se observa un contraste entre lo que dicen Dios y Satanás. Dios advierte: No comáis; moriréis, mientras que Satanás declara: Comed; no moriréis. Aquí, sutilmente, alcanzamos a vislumbrar el conflicto entre Dios y Satanás, cuyo desarrollo en la tierra empieza por Eva, quien tiene que escoger entre dos voces: la de Dios, que prohibió comer del árbol, y la de la serpiente, que
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le dice que lo haga, aun cuando Eva conoce el mandato divino. (Después de todo, ella dijo expresamente: "Del fruto de los árboles del huerto podemos comer, pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: 'No comeréis de él, ni lo tocaréis, para que no muráis'"). No podía alegar ignorancia. • Segundo, y más fascinante, es cómo Satanás la manipula. "No moriréis. Pero Dios sabe que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal". (Otras versiones bíblicas traducen "Seréis como dioses", ya qtie la palabra hebrea empleada aquí para "Dios" tiene una forma plural). Satanás, en el cielo, quería ser "semejante al Altísimo". Ahora, en el Edén, tienta a Eva con el mismo anzuelo, su deseo de ser "como Dios". De manera bastante asombrosa, ella -como veremos- mordió el anzuelo, pues al parecer algo dentro de ella quería ser "como Dios". Algo de lo más irónico, pues ya era "como Dios" dado que, a diferencia de las demás criaturas recién creadas, ella y su marido habían sido hechos "a imagen de Dios". Sin embargo, como a Lucifer, no le bastaba con lo que tenía y, de acuerdo con el texto bíblico, tanto ella como su marido comieron. ¿Qué hay en la criatura, incluso en estados de perfección celestial y edénica, que trata de ser como el Creador, diciendo en su corazón: "Seré como el Altísimo"? Parece ser un problema rectirrente. «El pecado del hombre», señaló el teólogo Reinhold Niebuhr, «es que trata de hacerse igual a Dios».10 El apologista ateo Jean-Paul Sartre escribió una vez que «ser hombre implica aspirar a ser Dios. O, si se prefiere, el hombre es fundamentalmente el deseo de ser Dios».11 Susan Neiman concluye que: «Las preguntas acerca de Dios y sus propósitos, la naturaleza y el sentido de la Creación, así como la información básica para poder pensar sobre el problema del mal, están vedados. El deseo de responderlas es el deseo de
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trascender los límites de la razón humana. Y el deseo de trascender esos límites se parece sospechosamente al deseo de ser Dios». 12
El apóstol Pablo, advirtiendo sobre un poder anticristiano que surgiría después de un periodo de apostasía en la iglesia cristiana, caracterizó a esa entidad religiosa diciendo que buscaría situarse en el papel de Dios; sería un poder que prácticamente quisiera arrogarse la divinidad: «¡Nadie os engañe de ninguna manera!, pues no vendrá sin que antes venga la apostasía y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto, que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios» (2 Tesalonicenses 2: 3-4). Sean los que sean sus múltiples rostros y manifestaciones, este deseo de ser Dios se reduce a una cosa: autoridad. ¿Quién o qué es nuestra autoridad final? En el Edén el asunto era si la primera pareja humana escucharía el mandato directo de Dios u obedecería a otra autoridad, en este caso la voz de Satán. La Escritura muestra su decisión.
El meollo del asunto «Al ver la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los ojos y deseable para alcanzar la sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió al igual que ella» (Génesis 3:6). La flagrante desobediencia del mandato explícito de Dios por dos seres perfectos que no tenían excusa alguna para ella, permitió que el pecado, el mal, el sufrimiento y la muerte se infiltrasen en el mundo, envolviéndoles por entero. Piensa en la clave de lo que le pasó a nuestro mundo. Algo se torció al principio —en los fundamentos—, y así todo lo que después se desarrolló sobre esos fundamentos se torció igualmente. Si alguien empieza a construir una casa, pero los cimientos están torcidos, agrietados o inestables, el resto de la casa, todo lo que des-
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(ansa sobre los defectuosos cimientos, quedará también negativamente afectado. La geometría se crea a partir de axiomas, principios fundamentales sobre los cuales se asienta todo el sistema. Si algo corrompe esos axiomas o principios, entonces todo lo que depende de ellos se corromperá también. Cuando algo está arruinado en su misma esencia, entonces todo lo demás que surja de ahí también estará dañado. No podría ser de otro modo. Los dos primeros seres humamos, los padres de toda la especie, se corrompieron. Todos los que descendieron de ellos compartirían su condición también, igual que sólo música desafinada puede salir de un piano desafinado y roto. Cada generación posterior a Adán y Eva fue a peor, como dice la Escritura: «Vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón sólo era de continuo el mal» (Génesis 6: 5). Cuando levantas un muro, si el ángulo tiene un error, aunque sólo sea de unos grados, cerca del suelo, cuanto más lejos del suelo se alce el muro, mayor será la desviación. Lo mismo respecto a la humanidad: cuanto más lejos del Edén, de la perfección original de Adán y Eva, más degenerados llegamos a estar. Así es como la Escritura describe la situación humana no muchos siglos después de la caída: «La tierra se corrompió delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia. Y miró Dios la tierra, y vio que estaba corrompida, porque toda carne había corrompido su camino sobre la tierra. Dijo, pues, Dios a Noé: "He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos; y yo los destruiré con la tierra"» (versículos 11-13). Ninguno de los que vivimos en nuestros días vio la caída de Adán y Eva (ni la del Imperio Romano tampoco). Puesto que no estábamos allí, la transgresión de Adán y Eva es un acontecimiento que ha de sernos contado (revelado), y así ha sido: a través de la Biblia. Como no estábamos allí y no vimos lo que pasó, debemos depositar en ella nuestra confianza: nuestra fe.
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Pero, ¿quién necesita fe para ver el dolor, el sufrimiento, el mal y la muerte que laceran a nuestro planeta e impregnan hasta la misma médula de nuestra existencia? Necesitamos fe no para reconocer los resultados sino para entender las causas. ¿Cómo empezó el sufrimiento? La Escritura, en esos capítulos iniciales del Génesis, explica cómo. La humanidad, en sus comienzos, se separó de su Creador, su única fuente de vida, seguridad y paz (recuerda que el mundo era "bueno en gran manera" antes de la Caída), escogiendo en su lugar otra autoridad, y el resultado fue caos, rebelión, sufrimiento y muerte desde el principio, facetas que invaden toda la vida en todas las partes de nuestro planeta. Ningún ser viviente sobre la tierra es inmune a las consecuencias de la Caída. Por la desobediencia, nuestros primeros padres abrieron la puerta al mal. Al escoger escuchar a Satanás en vez de a Dios, invitaron a otra fuerza a entrar en sus vidas y, de paso, en las nuestras. Pedro no estaba siendo simplemente poético cuando advirtió: «Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 Pedro 5:8). Estaba apuntando a una realidad más allá de donde los sentidos y la razón pueden llevarnos. El pecado es la última fuente de todo sufrimiento, porque inevitablemente conduce al dolor, al mal y a la muerte. Estamos atrapados en una guerra en la que las fuerzas sobrenaturales del mal batallan con las fuerzas sobrenaturales del bien en nosotros y por medio de nosotros. Ese es el problema. Pero Jesucristo, gracias a lo que hizo en la cruz, es la solución.
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Referencias 1. 2. 3. 4.
En Paul Davies, "E.T. and God," Atlantic Monthly, septiembre 2003, pag. 114. http://astrobiologia.astroseti.org/about.php (agosto 2007). http://www.seti.org/site/pp.asp (noviembre 2005). En Rupert Hall, Isaac Newton: Adventurer in Thought (Cambridge, Mass., EE.UU.: Cambridge University Press, 1992), pag. 248. 5. Friedrich Nietzsche, Cenealogia de la moral (Madrid: PPP Eds., 1985), pag. 72. 6. T. S. Eliot, "The Rock," The Complete Poems and Plays, pag. 98. 7. Clifford Goldstein, The Day Evil Dies (Hagerstown, Md., EE.UU.: Review and Herald Pub. Assn., 1999), pags. 10, 11. 8. Francis Schaeffer, Genesis in Space and Time (Downers Grove, 111., EE.UU.: InterVarsity Press, 1979), pag. 72. 9. John Milton, Paradise Lost (Nueva York: W. W. Norton, 1975), pag. 16. 10. Reinhold Niebuhr, The Nature and Destiny of Man (Nueva York: Charles Scribner's Sons, 1964), vol. 1, pag. 140. 11. Jean-Paul Sartre, Existentialism and Human Emotions (Nueva York: Philosophical Library, 1957), pag. 63. 12. Susan Neiman, Evil in Modern Thought (Princeton, N.J., EE.UU.: Princeton University Press, 2002), pag. 62.
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10 El Dios crucificado
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hornton Wilder escribió una novela sobre un puente que se JL rompió, matando a cinco personas que lo cruzaban. «En el mediodía del viernes 20 de julio de 1714, el mejor puente de todo el Perú se rompía precipitando a cinco peatones al abismo. Este puente se ubicaba en la vía principal entre Lima y Cuzco, y cientos de personas pasaban por él todos los días. Había sido tejido con mimbre por los incas más de un siglo antes y a los visitantes de la ciudad siempre se les llevaba a verlo. Era una simple escala de finas tablillas que se columpiaba sobre el barranco, con pasamanos hechos de vid seca. Los caballos y los carros tenían que bajar cientos de metros y pasar sobre los estrechos torrentes en balsas, pero nadie, ni siquiera el virrey, ni aun el arzobispo de Lima, había descendido con el equipaje en vez de cruzar por el famoso puente de San Luis Rey [...]. El puente parecía estar entre las cosas que duran para siempre; era impensable que se rompiera». 1
El resto de la historia se centra en un sacerdote franciscano, el hermano Junípero, que, convencido de que nada en el universo pasa por casualidad, decidió estudiar las vidas de las cinco víctimas para mostrar la providencia y sabiduría de Dios incluso en medio de una tragedia tal.
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«Le parecía al hermano Junípero que ya era hora de que la teología ocupase su puesto entre las ciencias exactas; él llevaba tiempo tratando de ponerla ahí». 2
El hermano Junípero estaba haciendo lo que los teólogos han hecho durante siglos: tratar de mostrar la justicia y bondad de Dios a pesar del mal y el sufrimiento. Por usar las palabras de Alexander Pope, estaba buscando «vindicar los caminos de Dios ante los hombres».3 O, citando a John Milton, «afirmar la Eterna Providencia, / y justificar los caminos de Dios ante el hombre». 4 La Escritura también menciona el tema, como cuando David pide perdón al Señor «para que seas reconocido justo en tu palabra y tenido por puro en tu juicio» (Salmo 51: 4). La cuestión de la bondad de Dios en un mundo plagado de dolor y sufrimiento no deja de ser difícil. Sin embargo, existe una respuesta y se encuentra en un único lugar: la cruz (muerte de Jesús). Cualquier intento de justificar los caminos de Dios aparte de la cruz, aparte del Dios crucificado, está condenado al fracaso.
El problema del dolor ¿Qué llevamos visto hasta aquí? Primero, que Dios no tenía elección al comienzo del problema. Si quería seres que pudieran amarle, tenía que hacerlos libres, y la libertad significa la facultad de escoger el error. Sin esa capacidad no habría libertad, y la ausencia de libertad implica ausencia de amor. De modo que el amor exige libertad, y por eso para que los hombres amasen tenían que ser libres. Pero, ¿qué exige que haya seres humanos? El universo existió durante miles de millones de años sin nosotros. Nada exigía nuestra existencia, al menos no del modo en que el amor exige libertad. Lo que significa esto, entonces, es que aun cuando no hay razón lógica para que tuviéramos que existir, Dios nos creó de todos mo-
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dos, y lo hizo así sabiendo de antemano que cada uno de nosotros podría sufrir, enfermar y morir. Así es: creó a la humanidad siendo consciente de que caería y de que en tal caso el mal sería el resultado. ¿Por qué haría eso? La respuesta debe ser que, cuando todo esto termine, un bien mayor saldrá de esta horrible experiencia de pecado, sufrimiento y muerte. Si Dios está lleno de amor y es omnisciente, debe haber creado a la humanidad sabiendo que, aun cuando cayera, surgiría un bien mayor, y que en tiltima instancia se mostraría que él era justo y puro y misericordioso en sus tratos con Lucifer, el pecado, el mal y nosotros. Si las preguntas sobre el mal, la justicia y el pecado son universales (no le son ajenas a la vida inteligente más allá de nuestro planeta), entonces tenemos que creer que Dios será justificado y que su bondad, misericordia, amor y justicia serán vindicados de una manera no inmediatamente evidente para nosotros ahora (por causa de nuestra muy limitada visión de la realidad). ¿Cómo podría ser de otro modo tratándose de un Dios de amor? Esta idea de un bien mayor, de Dios siendo vindicado, conduce a la que quizá es la más inquietante de todas las cuestiones. Alguien preguntó una vez: «Si hay un bien mayor, si todos los caminos de Dios han de ser exonerados cuando llegue la gran armonía final que vindique a Dios y cuanto ha pasado en la tierra, ¿cómo podrá Dios justificar que todo se desarrolle aquí, en esta sordidez, con sangre, sudor y lágrimas humanas... mientras él está sentado en su trono en la gloria de los cielos? Cualesquiera sean las profundas cuestiones, cualesquiera sean los grandes asuntos morales resueltos en esta lucha entre el bien y el mal, por muy eficaz y permanentemente que las respuestas prometidas borren todas las dudas, erradiquen todos los absurdos y enjuguen todas las lágrimas, queda la pregunta: ¿Por qué un Dios omnipotente y omnisciente habría de estar cómodamente resguardado en alguna parte del cielo mientras, conociendo el fin desde el principio, nos contempla como a idiotas que se arrastran torpemente e ignoran lo que va a pasar incluso en el próximo segundo, y no digamos la
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conclusión de todas las cosas? ¿Por qué no podría, sea lo que fuera que quisiera hacer este Dios amante, haberlo hecho solo, en vez de con seres humanos tan triste e inextricablemente traídos hasta aquí sin elección por su parte?». 5
Buenas preguntas, con sólo una respuesta posible.
El Dios crucificado «Nunca olvidarán que Aquél cuyo poder creó los mundos innumerables y los sostiene a través de la inmensidad del espacio, el Amado de Dios, la Majestad del cielo, Aquél a quien los querubines y los serafines resplandecientes se deleitan en adorar, se humilló para levantar al hombre caído; que llevó la culpa y el oprobio del pecado, y sintió el ocultamiento del rostro de su Padre, hasta que la maldición de un mundo perdido quebrantó su corazón y le arrancó la vida en la cruz del Calvario. El hecho de que el Hacedor de todos los mundos, el Arbitro de todos los destinos, dejase su gloria y se humillase por amor al hombre, despertará eternamente la admiración y la adoración del universo».
¿Qué es lo que se describe aquí? Que Jesucristo, aun siendo el Creador del Universo (el que no sólo creó a los seres humanos, sino que les dotó de libre albedrío), vio caer sobre él toda "la maldición de un mundo perdido" una vez que colgó de la cruz. La cruz, y sólo la cruz, responde a la pregunta sobre la justicia y rectitud de Dios en el marco del sufrimiento. Cualquier teodicea que no sitúe a la cruz en el centro está condenada a empantanarse en sus propios absurdos. Sólo cuando captamos la realidad de Dios, el Creador, sufriendo de un modo que jamás ha experimentado ningún ser humano caído, podemos empezar a entender algo de su bondad en medio de un mundo perverso, un mundo en el que luchamos con lo que Virgilio llamó «las cargas de la mortalidad». Lejos de "estar cómodamente resguardado en alguna parte del cielo", nuestro Creador llegó a ser uno de nosotros y sufrió los resultados del pecado como ningún otro ser humano. Sólo cuando reconocemos esa asombrosa verdad podemos empezar a ver esperanza más allá del tufo emanado de una raza decadente que se pudre incluso antes que lo hagan sus cadáveres.
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Y, cosa fascinante, la más clara expresión del sufrimiento de Dios no aparece en el Nuevo sino en el Antiguo Testamento.
Isaías 53 «¿Quién ha creído a nuestro anuncio y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová? Subirá cual renuevo delante de él, como raíz de tierra seca. No hay hermosura en él, ni esplendor; lo veremos, mas sin atractivo alguno para que lo apreciemos»Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en sufrimiento; y como q U e escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores, ¡pero nosotros lo tuvimos por azotado, como herido y afligido por Dios! Mas él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. »Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y P o r s u s Hagas fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas J e h o v á cargó en él el pecado de todos nosotros» (Isaías 53: 1-6). El sufriente es aquí Jesús, y él es el Dios Creador, el que extendió esos miles de millones de galaxias por el cosmos, y el que las sostiene «con la palabra de su poder» (Hebreos 1 : 3 ) - Esos textos hablan de Dios, en carne humana, sufriendo lo que nadie más podría. Otras personas fueron crucificadas antes, P o r supuesto, pero la crucifixión no es el núcleo de los sufrimientos de Cristo. Ese núcleo más bien tiene que ver con la sustitución, al sufrir él por lo que otros han hecho: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores, ¡pero nosotros lo tuvimos p o r azotado, como herido y afligido por Dios! Mas él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, c a y ó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados. To