Vernant -Mito y Religión en La Grecia Antigua

April 9, 2017 | Author: Alfonso Said | Category: N/A
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texto para clase de religión griega...

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ÍNDICE Introducción Mito, ritual e imagen de los dioses La voz de los poetas Una visión monoteísta La interpretación del mito El mundo de los dioses Zeus, padre y rey Mortales e inmortales La religión cívica Los dioses y los héroes Los semidioses De los hombres a los dioses: el sacrificio Comidas de fiesta Las astucias de Prometeo Entre bestias y dioses El misticismo griego Los misterios de Eleusis Dionisos, el extraño extranjero El orfismo. En busca de la unidad perdida Huir fuera del mundo

INTRODUCCION Intentar bosquejar el cuadro de la religión griega en un breve ensayo, ¿no parece una apuesta perdida de antemano? Desde que se toma la pluma para escribir, apenas seca la tinta, surgen tantas dificultades, se plantean tantos problemas... ¿Tenemos derecho a hablar de religión en el sentido que nosotros la entendemos? El politeísmo de los griegos no tiene lugar en el «retorno de lo religioso» que, para alegrarse o para deplorarlo, hoy nos sorprende a todos. Porque se trata de una religión muerta, es cierto, pero también porque no puede ofrecer nada a las esperanzas de quienes buscan la salida de una fe íntima en una

comunidad de creyentes, en un encuadramiento religioso de la vida colectiva. Desde el paganismo hasta el mundo contemporáneo, lo que ha cambiado es el propio significado de la religión, su papel y sus funciones, su lugar en la conciencia individual y en el grupo. A.-J. Festugiére — tendremos ocasión de revisarlo más extensamente— excluye de la religión helénica todo el campo de la mitología, pese a que prescindir de él nos coloca en una posición difícil para concebir a los dioses griegos. Según ese autor, en la religión que nos ocupa el culto reemplaza a lo religioso; el culto o, mejor dicho, lo que como buen monoteísta Festugiére cree poder proyectar de su propia conciencia cristiana sobre los ritos de los antiguos. Otros eruditos llevan más lejos la exclusión. Suprimen de la piedad antigua todo aquello que le parece extraño a un espíritu religioso definido con referencia al nuestro. Así, hablando del orfismo, Comparetti afirma, en 1910, que es la única religión que merece ese nombre en el paganismo; «todo el resto, salvo los misterios, no es más que mito y culto». ¿Todo el resto? Fuera de una corriente sectaria, totalmente marginal en su aspiración de huir de lo terreno para unirse a lo divino, la religiosidad de los griegos se reduciría a mito; es decir, desde el punto de vista del autor, a fabulación poética y culto, a una serie de observancias rituales más o menos emparentadas con las prácticas mágicas de las que proceden. El historiador de la religión griega debe, entonces, navegar entre dos escollos. Debe cuidarse de «cristianizar» la religión que estudia, interpretando el pensamiento, las conductas y los sentimientos del griego que se entrega a sus prácticas piadosas en el marco de una religión cívica, superponiéndolos al modelo del creyente de hoy, que asegura su salvación personal, en esta vida y en la otra, en el seno de una Iglesia única, con potestad para dispensarle los sacramentos que hacen de él un fiel. Pero también debe guardarse de insistir en las diferencias, de que las oposiciones entre los politeísmos de las ciudades griegas y los monoteísmos de las grandes religiones del Libro le induzcan a descalificar los primeros, a retirarlos del plano religioso para relegarlos a otro ámbito, incorporándolos, como han llegado a hacerlo los partidarios de la escuela

antropológica inglesa, siguiendo a J. G. Frazer y J. E. Harrison, a un fondo de «creencias primitivas» y de prácticas «mágico-religiosas». Las religiones antiguas no son ni menos ricas espiritualmente, ni menos complejas y organizadas intelectualmente que las actuales. Son distintas. Los fenómenos religiosos tienen múltiples formas y orientaciones. La tarea del historiador es exponer lo que la religiosidad de los griegos puede tener de específico, en sus contrastes y analogías con los otros sistemas, politeístas o monoteístas, que regulan las relaciones de los hombres con el más allá. Si no hubiera analogías, no se podría hablar, refiriéndose a los griegos, de piedad e impiedad, de pureza e impureza, de temor y de respeto a los dioses, de ceremonias y de fiestas en su honor, de sacrificio, ofrenda, oración o acción de gracias. Pero las diferencias saltan a la vista. Son tan fundamentales, que incluso los actos de culto cuya persistencia parece probada, y que de una religión a otra designan conceptos equivalentes, como el sacrificio, presentan en sus procedimientos, sus finalidades y su contenido teológico divergencias tan radicales que se puede hablar, a su respecto, tanto de permanencia como de mutación y ruptura. Todo panteón, como el de los griegos, supone dioses múltiples, cada cual con funciones propias, ámbitos reservados, modos de acción particulares y patrones específicos de poder. Estos dioses que, en sus relaciones mutuas, componen una sociedad jerarquizada en la que las competencias y los privilegios son objeto de un reparto bastante estricto, se limitan y se complementan unos a otros. Estos dioses múltiples están en el mundo formando parte de él. No lo han creado por medio de un acto que, como en el caso del dios único, marca su total trascendencia respecto de una obra cuya existencia deriva y depende totalmente de él. Los dioses han nacido del mundo. La generación de aquellos a quienes los griegos rinden culto, los Olímpicos, vio la luz al mismo tiempo que el universo, diferenciándose y ordenándose, tomó su forma definitiva de cosmos organizado. Este proceso de génesis se ha operado a partir de Potencias primordiales, como el Caos y la Tierra (Gaia), de las que han salido, simultáneamente y en virtud del mismo movimiento,

el mundo, los humanos —que, habitando una parte de él, pueden contemplarlo— y los dioses, que lo presiden invisibles desde su morada celeste. Hay, pues, divinidad en el mundo, como hay mundanidad en las divinidades. Por eso el culto no podría dirigirse a un ser radicalmente extrahumano, cuya existencia no tuviera nada que ver con el orden natural en el universo físico, en la vida humana y en la existencia social. Al contrario, el culto puede dirigirse a ciertos astros, como la luna; a la aurora, la luz del sol, la noche; a una fuente, un río, un árbol; al eco de una montaña, y también a un sentimiento, una pasión (Aidos, Eros); a una noción moral o social (Diké, Eunomía). No es que se trate en cada caso de dioses propiamente dichos, pero todos manifiestan lo divino en el registro que les es propio, de la misma forma que la imagen cultual, exteriorizando la divinidad en su templo, puede ser, con razón, objeto de devoción para los fieles. En presencia de un cosmos lleno de dioses, el hombre griego no distingue lo natural y lo sobrenatural como dos ámbitos opuestos. Uno y otro están intrínsecamente ligados. Frente a ciertos aspectos del mundo, experimenta el mismo sentimiento de sacralidad que en el trato con los dioses en las ceremonias que establecen contacto con ellos. No es que se trate de una religión de la naturaleza y que los dioses griegos sean personificaciones de fuerzas o fenómenos naturales. Se trata de otra cosa. El rayo, la tempestad, las altas cumbres no son Zeus; son de Zeus. Un Zeus mucho más allá de ellas, puesto que las engloba en el seno de una Potencia que se extiende a las realidades, no físicas sino psicológicas, éticas o institucionales. Lo que hace de una Potencia una divinidad es que reúne bajo su autoridad una pluralidad de «efectos», completamente arbitrarios para nosotros, pero que el griego acepta porque ve en ellos la expresión de un mismo poder actuando en los dominios más diversos. Si el rayo y las alturas son de Zeus, se debe a que el dios se manifiesta, en el conjunto del universo, a través de todo aquello que lleva la marca de una eminente superioridad, de una supremacía. Zeus no es fuerza natural: es rey, dueño y señor de la soberanía en todos los aspectos que ésta pueda revestir.

¿Cómo alcanzar con el pensamiento a un dios único, perfecto, trascendente, inconmensurable para el espíritu limitado de los humanos? ¿En las mallas de qué red la razón puede aprisionar el infinito? Dios no es cognoscible; sólo se le puede reconocer, saber que es en lo absoluto de su ser. Entonces, para cubrir la infranqueable distancia entre Dios y el resto del mundo, son necesarios los intermediarios, los mediadores. Ha sido necesario que Dios, para darse a conocer a sus criaturas, eligiese revelarse a algunas de ellas. En una religión monoteísta, la fe hace normalmente referencia a alguna forma de revelación: desde el principio la creencia se arraiga en la esfera de lo sobrenatural. El politeísmo griego no descansa en la revelación; nada hay que fundamente, desde lo divino y por él, la apremiante verdad. La adhesión se apoya en el uso: las costumbres humanas ancestrales, los nomoi. Como la lengua, el modo de vida, los modales en la mesa, el vestido, la subsistencia, el estilo de comportamiento en privado y en público, el culto no necesita otra justificación que su existencia misma: desde los tiempos en que viene practicándose, ha pasado sus pruebas. Expresa, en efecto, la forma en que los griegos han regulado desde siempre sus relaciones con el más allá. Apartarse del culto equivaldría a dejar de ser ellos, como si perdieran el uso de su lengua. Entre lo religioso y lo social, lo doméstico y lo cívico, no hay oposición ni corte neto, no más que entre lo sobrenatural y lo natural, lo divino y lo mundano. La religión griega no constituye un sector aparte, encerrado en sus límites y que se superpondría a la vida familiar, profesional, política o de ocio sin confundirse con ella. Si podemos hablar de «religión cívica» para la Grecia arcaica y clásica, esto significa que lo religioso queda incluido en lo social y que, recíprocamente, lo social, en todos sus niveles y en la diversidad de sus aspectos, está penetrado de lado a lado por lo religioso. De ahí una doble consecuencia. En este tipo de religión el individuo no ocupa, como tal, un lugar central. No participa en el culto a título puramente personal, como criatura

singular a cargo de la salvación de su alma. Desempeña el papel que le asigna su posición social: magistrado, ciudadano, miembro de una fratría, de una tribu o de un demos, padre de familia, matrona o joven (muchacho o muchacha) en las diversas etapas de su ingreso en la vida adulta. Es una religión que consagra un orden colectivo y que integra, en el lugar que conviene, a sus diferentes componentes, pero que deja fuera de su campo las preocupaciones concernientes a la persona de cada uno, a su eventual inmortalidad, a su destino más allá de la muerte. Hasta los misterios, como los de Eleusis, en que los iniciados obtienen la promesa de una suerte mejor en el Hades, no se ocupan del alma: nada hay que evoque en ellos una reflexión sobre su naturaleza o el uso de técnicas espirituales para su purificación. Como lo observa Louis Gernet, el pensamiento de los misterios permanece lo bastante confinado como para que se perpetúe, sin grandes cambios, la concepción homérica de la psyché, fantasma de lo viviente, sombra inconsistente relegada bajo la tierra. Así pues, el fiel no establece con la divinidad una relación de persona a persona. Un dios trascendente, precisamente porque está fuera del mundo, más allá del alcance terrenal, puede encontrar en la conciencia de cada devoto, en su alma, si ésta se ha sometido a una preparación religiosa, el lugar privilegiado de un contacto y de una comunión. Los dioses griegos no son personas, son Potencias. El culto los honra en razón de la extrema superioridad de su condición. Si bien ellos pertenecen al mismo mundo que los humanos, si tienen en cierta forma el mismo origen, constituyen una raza que desconoce todas las imperfecciones que señalan a las criaturas mortales con el sello de la negatividad —debilidad, fatiga, sufrimiento, enfermedad, muerte— y no encarna lo absoluto ni el infinito, pero sí la plenitud de los valores que componen el premio de la existencia en esta tierra: belleza, fuerza, juventud eterna, eclosión permanente de la vida. Segunda consecuencia. Decir que lo político está impregnado por lo religioso es reconocer, al mismo tiempo, que la religión misma está ligada a lo político. Toda magistratura tiene un carácter sagrado, pero todo

sacerdocio depende de la autoridad pública. Si los dioses son los de la ciudad, y si no hay ciudad sin divinidades políadas velando por su salvación, dentro y fuera, es la asamblea del pueblo la que manda sobre la economía de los hiera, de las cosas sagradas, decide la organización de las fiestas, el reglamento de los santuarios, los sacrificios que deben cumplirse, los dioses nuevos que van a acogerse y los honores que les son debidos. Porque no hay ciudad sin dioses, los dioses cívicos requieren, como contrapartida, ciudades que los reconozcan, los adopten y los hagan suyos. En cierta forma, como escribe Marcel Detienne, volverse ciudadanos para ser completamente dioses. En esta introducción hemos querido prevenir al lector contra la tentación, muy natural, de asimilar el mundo religioso de los antiguos griegos al que hoy nos es familiar. Pero, al destacar los rasgos diferenciales, no podemos evitar el riesgo de forzar un poco el cuadro. Ninguna religión es simple, homogénea, unívoca. Aun en los siglos vl y v antes de nuestra era, cuando el culto cívico tal como lo hemos recordado domina el conjunto de la vida religiosa de las ciudades, no coexisten con él corrientes más o menos marginales de orientación diferente. Hace falta ir más lejos. La misma religión cívica, por más que modele los comportamientos religiosos, no puede asegurar plenamente su dominio si no es haciendo un lugar en su seno a los cultos de misterios, cuyas aspiraciones y actitudes le son en parte extrañas, e integrando, para englobarla, una experiencia religiosa como el dionisismo, cuyo espíritu es tan contrario al suyo. Religión cívica, dionisismo, misterios, orfismo: no está cerrado el debate sobre sus relaciones en el curso del período que trata nuestro estudio, ni sobre la influencia, el alcance y el significado de cada uno. Los historiadores de la religión griega que como Walter Burkert pertenecen a escuelas distintas a la mía, sostienen puntos de vista diferentes a los que yo expongo. Y entre los investigadores más próximos a mí, el acuerdo sobre lo esencial no está libre de matices o divergencias sobre ciertos puntos. La forma de ensayo que he elegido no me invitaba a recordar estas discusiones entre especialistas ni a lanzarme a una controversia erudita. Mi ambición se limitaba a proponer una clave de lectura para comprender la religión griega. Mi

maestro Louis Gernet tituló la gran obra, siempre actual, que consagró al mismo tema Le Génie grec dans la religion. En este pequeño volumen he querido hacer patente al lector lo que de buena gana llamaría el estilo religioso griego.

MITO, RITUAL E IMAGEN DE LOS DIOSES

La religión griega arcaica y clásica presenta, entre los siglos VIII y IV antes de la era cristiana, muchos rasgos característicos que es necesario recordar. Como otras culturas politeístas, es ajena a toda forma de revelación: no ha conocido ni profetas ni mesías. Ahonda sus raíces en una tradición que engloba, íntimamente mezclados con ella, todos los demás elementos constitutivos de la civilización helénica, todo aquello que da a la Grecia de las ciudades su fisonomía propia, desde la lengua, los gestos, las formas de vivir, de sentir, de pensar, hasta los sistemas de valores y las normas de vida colectiva. Esta tradición religiosa no es uniforme ni está estrictamente fijada; no tiene ningún carácter dogmático. Sin casta sacerdotal, carece de clero especializado y de Iglesia. La religión griega no conoce un libro sagrado en el que se encontrará la verdad, depositada de una vez para siempre en un texto. Tampoco implica «credo» alguno que imponga a los fieles un conjunto de creencias sobre el más allá. Si es así, ¿sobre qué descansan y cómo se expresan las convicciones íntimas de los griegos en materia religiosa? Sus certezas no se sitúan en un plano doctrinal, no generan para el devoto la obligación de adherirse en todo y al pie de la letra, bajo pena de impiedad, a un cuerpo de verdades definidas. Para que realice los ritos es suficiente dar crédito a un vasto repertorio de narraciones conocidas desde la infancia, cuyas versiones son lo bastante diversas y las variantes lo suficientemente numerosas como para dejar a cada cual un extenso margen de interpretación. En este marco y bajo esta forma toman cuerpo las creencias sobre los dioses, y se produce un consenso de opiniones seguras en

cuanto a su naturaleza, funciones y exigencias. Rechazar este fondo de creencias comunes sería lo mismo que no hablar griego, no vivir a la manera griega, dejar de ser uno mismo. Pero no por ello se ignora que existen otras lenguas y otras religiones además de las propias, y que siempre se puede caer en la incredulidad; tomar, con respecto a la religión, suficiente distancia como para entablar una libre reflexión crítica sobre ella. Y esto no les está prohibido a los griegos. LA VOZ DE LOS POETAS

Esta masa de «saberes» tradicionales, contenidos en narraciones sobre la sociedad del más allá, las familias de los dioses, la genealogía de cada uno, sus aventuras, sus conflictos y acuerdos, sus respectivos poderes, sus competencias y su modo de acción, sus prerrogativas, los honores que les son debidos, ¿cómo se conserva y se transmite en Grecia? En lo que concierne al lenguaje, de dos maneras esenciales. La primera, a través de una tradición puramente oral que se transmite en cada hogar, sobre todo a través de las mujeres: cuentos de nodrizas, fábulas de viejas abuelas —para hablar como Platón— cuyo contenido asimilan los niños desde la cuna. Estos cuentos, estos mythoi, tanto más familiares cuanto que se escuchaban relatar al mismo tiempo que se aprendía a hablar, contribuyen a dar forma al cuadro mental en el que se induce a los griegos, con toda naturalidad, a representarse lo divino, a situarlo, a pensarlo. A continuación, por la voz de los poetas el mundo de los dioses, en su distancia y su rareza, se torna presente a los humanos. A través de los relatos que las ponen en escena, las potencias del más allá asumen una forma familiar, accesible a la inteligencia. El canto de los poetas, acompañado por la música de un instrumento, no sólo se escucha en privado, en un ambiente íntimo, sino también en público, durante los banquetes, las fiestas oficiales, los grandes concursos y los juegos. La actividad literaria, que prolonga y modifica, por el

recurso a la escritura, una tradición muy antigua de poesía oral, ocupa un lugar central en la vida social y espiritual de Grecia. Para los oyentes no se trata de un simple entretenimiento personal, de un lujo reservado a una élite instruida, sino una verdadera institución que hace las veces de memoria social, de un instrumento de conservación y comunicación del saber cuyo papel es decisivo. En la poesía y por la poesía se expresan y se fijan, adoptando una forma verbal fácil de memorizar, los rasgos esenciales que, más allá de las particularidades de cada ciudad, fundan una cultura común para el conjunto de la Hélade, especialmente en lo relativo a las representaciones religiosas, ya se trate de los dioses propiamente dichos, o de demonios, héroes o muertos. Si no hubieran existido las obras de la poesía épica, lírica y dramática, podríamos hablar de cultos griegos, en plural, pero no de una religión griega. Homero y Hesíodo tuvieron un papel privilegiado en este aspecto. Sus relatos sobre los seres divinos han logrado un valor casi canónico; han funcionado como puntos de referencia tanto para los autores que los siguieron, como para el público que los escuchó o leyó. Sin duda los otros poetas no han tenido una influencia comparable. Pero mientras la ciudad permaneció viva, la actividad poética continuó desempeñando este papel de espejo, devolviendo al grupo humano su propia imagen, permitiéndole aferrarse a su dependencia con respecto a lo sagrado, definirse frente a los Inmortales, integrarse en lo que asegura a una comunidad de seres perecederos su cohesión, su duración, su permanencia a través del flujo de las generaciones sucesivas. Por tanto, al historiador de las religiones se le plantea un problema. Si la poesía toma a su cargo el conjunto de afirmaciones que un griego se cree autorizado a sostener sobre los seres divinos, su condición y sus relaciones con las criaturas mortales; si corresponde a cada poeta exponer, modificándolas a veces en alguna medida, las leyendas divinas y heroicas cuya suma constituye la enciclopedia de conocimientos concernientes al más allá de que dispone el griego, ¿habría que considerar estos relatos poéticos, estas narraciones dramatizadas, como documentos de orden religioso, o no atribuirles más que un valor puramente literario? En resumen: los mitos y la mitología, en la forma

que la civilización griega les ha dado, ¿deben adjudicarse al campo de la religión o al de la literatura? Para los eruditos del Renacimiento, como después para la gran mayoría de los investigadores del siglo XIX, la respuesta es obvia. A sus ojos, la religión griega es, en primer lugar, ese tesoro, múltiple y copioso, de historias legendarias que nos han transmitido los autores griegos, relevados luego por los latinos, y en el que el espíritu del paganismo ha permanecido lo bastante vivo como para ofrecer al lector de hoy, en un mundo cristiano, el camino más seguro de acceso a la comprensión de lo que fue el politeísmo antiguo. Además, adoptando este punto de vista, los modernos se contentan con pisarles los talones a los antiguos, con seguir el camino que éstos han trazado. En el siglo vi a. J.C., Teágenes de Regio y Hecateo inauguran una trayectoria intelectual que se perpetuará después de ellos: los mitos tradicionales no sólo son retomados, desarrollados y modificados, sino que son objeto de un examen razonado; se someten los relatos, los de Homero en particular, a una reflexión crítica en la que se les aplica un método de exégesis alegórica. En el siglo V se pondrá en marcha un trabajo que será sistemáticamente continuado desde entonces y que adopta dos direcciones esenciales. En primer lugar, la recopilación y la comparación de todas las tradiciones legendarias orales propias de una ciudad o de un santuario: éste será el empeño de los cronistas que, a la manera de los atidógrafos para Atenas, se proponen fijar por escrito la historia de una ciudad o de un pueblo, desde los orígenes más lejanos, remontándose a sus tiempos fabulosos, cuando los dioses mezclados con los hombres intervenían directamente en sus asuntos para fundar las ciudades e iniciar los linajes de las primeras dinastías reinantes. Así será posible, a partir de la época helenística, el proyecto de compilación llevado a cabo por los eruditos y que desemboca en la redacción de verdaderos repertorios mitológicos: Biblioteca del Pseudo Apolodoro; Fábulas y Astronómicas, de Higinio; libro IV de las Historias de Diodoro; Metamorfosis, de Antonio Liberal, recopilación de los Mitógrafos del Vaticano. En segundo lugar, y paralelamente a este esfuerzo que tiende a representar, resumido y siguiendo un orden sistemático, el fondo común de las leyendas griegas, se ven

aparecer ciertas vacilaciones e inquietudes, apreciables ya en los poetas, sobre el crédito que en estos relatos merecen los episodios escandalosos que parecen incompatibles con la eminente dignidad de lo divino. Pero este interrogante adquiere toda su amplitud con el desarrollo de la historia y de la filosofía. La crítica alcanza entonces al mito en general. Confrontada a la investigación del historiador y al razonamiento del filósofo, la fábula se ve privada, en tanto que fábula, de toda competencia para hablar de lo divino de una manera válida y auténtica. Así, al mismo tiempo que se dedican con mayor cuidado a catalogar y fijar su patrimonio legendario, los griegos se ven impulsados a ponerlo en entredicho, a veces radicalmente, planteando con toda claridad el problema de la verdad —o la falsedad— del mito. En este aspecto, las soluciones serán diversas: desde el rechazo, la negación pura y simple, hasta las múltiples formas de interpretación que permiten «salvar» al mito, sustituyendo la lectura banal por una hermenéutica erudita que, bajo la trama de la narración, saca a la luz una enseñanza secreta análoga, detrás del disfraz de la fábula, a las verdades fundamentales cuyo conocimiento, privilegio del sabio, abre el único camino de acceso a lo divino. Pero tanto si atesoran cuidadosamente sus mitos, como si los interpretan, los critican o los rechazan en nombre de otro tipo de conocimiento más verídico, para los antiguos es lo mismo que reconocer el papel intelectual que fue comúnmente atribuido a esos mitos, en la Grecia de las ciudades, como medio de información sobre el mundo del más allá.

UNA VISIÓN MONOTEÍSTA Sin embargo, una orientación nueva se perfila en los historiadores de la primera mitad del siglo XX. Muchos de

ellos, en sus investigaciones sobre la religión griega, se distancian de las tradiciones legendarias, que rehúsan considerar documentos de orden propiamente religioso, con valor de testimonio eficaz sobre el estado real de las creencias y acerca de los sentimientos de los fieles. Para estos investigadores, la religión reside en la organización del culto, en el calendario de las fiestas sacras, en la liturgia celebrada para cada dios en su santuario. Frente a estas prácticas rituales, que forman el auténtico mantillo donde enraízan los comportamientos religiosos, el mito hace el papel de excrecencia literaria, de pura fabulación. Fantasía siempre más o menos gratuita de los poetas, sólo podría mantener relaciones lejanas con la convicción íntima del creyente, comprometido en lo concreto de las ceremonias cultuales, en la serie de actos cotidianos que, poniéndolo en contacto directo con lo sagrado, hacen de él un hombre piadoso. En el capítulo dedicado a Grecia en la Histoire générale des religions, publicado en 1944, A.-J. Festugiére advierte al lector en estos términos: «Sin duda, poetas y escultores, obedientes a las exigencias mismas de su arte, se inclinan a representar una sociedad de dioses muy caracterizados: forma, atributos, genealogía, historia; todo queda netamente definido, pero el culto y el sentimiento popular revelan otras tendencias.» Así, desde el comienzo, se encuentra acotado el campo de lo religioso: «Para comprender bien la verdadera religión griega, olvidando, pues, la mitología de los poetas y del arte, recurrimos al culto, y a los cultos más antiguos.» ¿A qué responde este prejuicio exclusivo en favor del culto y este predominio reconocido a lo más arcaico? A dos tipos de razones muy distintas. Las primeras son de orden general y obedecen a la filosofía personal del investigador, a la idea que se hace de la religión. Las segundas responden a exigencias más técnicas: el progreso de los estudios clásicos, en particular el desarrollo de la arqueología y de la epigrafía, han abierto a los estudiosos de la Antigüedad, junto al campo mitológico, nuevas áreas de investigación que conducen a censurarlo para modificar, a veces

profundamente, el cuadro que ofrece de la religión griega la sola tradición literaria. ¿Qué hay hoy en día de estas dos razones? Sobre la primera pueden hacerse muchas observaciones. La descalificación de la mitología descansa sobre un prejuicio antiintelectual en materia religiosa. Tras la diversidad de las religiones, como, por otro lado, tras la pluralidad de dioses del politeísmo, se postula un elemento común que formaría el nudo primitivo y universal de toda experiencia religiosa. Desde luego, no podrá encontrárselo en las construcciones, siempre múltiples y variables, que el espíritu ha elaborado para tratar de representarse lo divino; entonces, se lo coloca fuera de la inteligencia, en el sentimiento de terror sagrado que el hombre experimenta cada vez que se le impone, en lo que tiene de irrecusablemente extraña, la evidencia de lo sobrenatural. Los griegos disponen de una palabra para designar esta reacción afectiva, inmediata e irracional, ante la presencia de lo sagrado: thambos, el temor reverencial. Tal sería el pedestal sobre el que se apoyarían los cultos más antiguos, las formas diversas adoptadas por el rito, respondiendo, a partir del mismo origen, a la pluralidad de circunstancias y de necesidades humanas. De análoga manera, tras la variedad de los nombres, las figuras y las funciones propias de cada divinidad, se considera que el rito pone en práctica la misma experiencia de lo «divino» en general como poder suprahumano (to kreitton). Este carácter divino indeterminado, en griego to theion o to daimonion, subyace en los dioses particulares y se diversifica en función de los deseos o los temores a los que el culto debe responder. En este entramado común de lo divino, los poetas trazaron a su vez las figuras singulares, y las animaron, imaginando para cada cual una serie de aventuras dramáticas, hasta llegar al punto que A.-J. Festugiére no duda en llamar una «novela divina». Por el contrario, para todo acto cultual no hay otro dios que aquel que se invoca. Desde el momento en que uno se dirige a él, «en él se concentra toda la fuerza divina, sólo se le considera a él. Seguramente, en teoría, no es un dios único, ya que hay otros y se sabe que los hay. Pero en la práctica, en el estado en que se halla el alma del fiel, en ese momento el dios invocado suplanta a los otros»!

El rechazo a tomar en cuenta el mito muestra así su secreto: se llega, más o menos conscientemente, al mismo punto de partida que se intentaba probar. Borrando las diferencias y las oposiciones que, en un panteón, distinguen a unos dioses de otros, se su-prime al mismo tiempo toda verdadera distancia entre los politeísmos del tipo griego y el monoteísmo cristiano que, entonces, se propone como modelo. Este achatamiento de los universos religiosos que se busca fundir en el mismo molde es incapaz de satisfacer al historiador. Su primera preocupación ¿no debe ser, al contrario, extraer los rasgos específicos que dan a cada gran religión su fisonomía propia y que hacen de ella, en su unicidad, un sistema plenamente original? Fuera del temor reverencial y del sentimiento difuso de lo divino, la religión griega se presenta como una vasta construcción simbólica, compleja y coherente, que cede un lugar al pensamiento y al sentimiento en todos los niveles y en todos los aspectos, comprendido el culto. El mito cumple un papel en este conjunto, lo mismo que las prácticas rituales y las representaciones gráficas de lo divino: mito, ritual, imagen, tales son los tres modos de expresión —verbal, gestual y gráfica— a través de los cuales se manifiesta la experiencia religiosa de los griegos. Y cada uno de esos modos constituye un lenguaje específico que, aun en asociación con los otros dos, responde a necesidades particulares y asume una función autónoma.

LA INTERPRETACIÓN DEL MITO Los trabajos de Georges Dumézil y de Claude Lévi-Strauss sobre el mito conducen a plantear de un modo muy distinto los problemas de la mitología griega: ¿qué alcance intelectual

reconocerles, qué estado asumen en la vida religiosa? Ya no es tiempo de hablar de mitos como si se tratara de la fantasía individual de un poeta, de una fabulación novelesca, libre y gratuita. Hasta en las variantes a las que se presta, un mito obedece a presiones colectivas muy estrictas. Cuando, en la época helenística, un autor corno Calímaco retoma un tema legendario para ofrecer una nueva versión, no tiene oportunidad de modificar arbitrariamente los elementos rehaciendo el argumento a su placer. Se inscribe en una tradición, y si se acomoda estrictamente a ella o se desvía en algún punto, está contenido por ella, se apoya en ella y debe referirse a ella, al menos implícitamente, si quiere que su narración sea comprendida por el público. Louis Gernet ya lo ha señalado: aun cuando parece todo inventado, el narrador trabaja en el cauce de una «imaginación legendaria» que tiene su modo de funcionamiento, sus necesidades internas y su coherencia. Sin que lo reconozca, el autor debe plegarse a las leyes de este juego de asociaciones, oposiciones y homologías que la serie de versiones anteriores establece y que constituye el armazón conceptual común a este tipo de narraciones. Para que tenga sentido, cada una de ellas debe ser releída y confrontada con las otras porque componen, reunidas, un mismo espacio semántico cuya configuración particular es como la señal característica de la tradición legendaria griega. El análisis de un mito en la totalidad de sus versiones o de un cuerpo de mitos diferentes centrados en torno a un mismo tema, debe permitir explorar este espacio mental, estructurado y ordenado. La interpretación del mito opera entonces siguiendo otros caminos y responde a otras finalidades que el estudio literario. En efecto, tiende a desentrañar, en la composición misma de la fábula, la arquitectura conceptual que se encuentra oculta, los grandes cuadros de clasificación implicados, las selecciones operadas en el desglose y la codificación de lo real, la red de relaciones que el relato establece, por sus procedimientos narrativos, entre los diversos elementos que hace intervenir en el curso de la intriga. En resumen, la mitología busca reconstituir lo que Dumézil llama una «ideología», entendida como una

concepción y una apreciación de las grandes fuerzas que, en sus relaciones mutuas y su justo equilibrio, dominan el mundo —naturaleza y sobrenaturaleza a la vez—, los hombres y la sociedad, y hacen de ellos lo que deben ser. En este sentido, el mito no se confunde con lo ritual ni se subordina a ello, pero tampoco se le opone tanto como se ha dicho. En su forma verbal es más explícito, más didáctico, más apto y dado a «teorizar». Lleva así el germen de ese «saber» cuya herencia recogerá la filosofía para hacerla objeto propio, traspasándola a otro registro de la lengua y del pensamiento. La filosofía formulará sus enunciados utilizando un vocabulario y unos conceptos despojados de toda referencia a los dioses de la religión común. El culto es menos desinteresado, está más aferrado a consideraciones de orden utilitario, pero no es menos simbólico. Una ceremonia ritual se atiene a un argumento cuyos episodios están tan estricta-mente ordenados, tan cargados de significado como las secuencias de una narración. Cada detalle de esta puesta en escena a través de la cual el fiel, en circunstancias definidas, empieza a vivir su relación con tal o cual dios, comporta una dimensión y una mirada intelectuales: implica, en efecto, cierta idea del dios, las condiciones de su acercamiento, los resultados que los diversos participantes, en función de su papel y de su condición, tienen derecho a esperar de este trato simbólico con la divinidad. La representación gráfica tiene el mismo carácter. Si bien es cierto que en la época clásica los griegos otorgaron un lugar privilegiado a la gran estatua antropomórfica del dios, han conocido también todas las formas de representación de lo divino: símbolos anicónicos, ya sean objetos naturales como un árbol o una piedra en bruto, ya productos elaborados por la mano del hombre: cerámica, postes, pilares, cetros; figuras icónicas diversas: un pequeño ídolo mal desbastado, en el que la forma del cuerpo, disimulada por los vestidos, ni siquiera es visible; figuras

monstruosas en las que lo bestial se mezcla con lo humano; una simple máscara cuyo rostro profundo, con ojos fascinantes, evoca lo divino; una estatua totalmente humana. Todas estas figuras no son equivalentes ni se adaptan de manera indistinta a todos los dioses o a todos los aspectos de un mismo dios. Cada una de ellas tiene su forma propia de traducir ciertos aspectos de lo divino, de representar al más allá, de inscribir y localizar lo sagrado en el espacio de lo terreno: un pilar o un poste clavados en el suelo no tienen la misma función ni el mismo valor simbólico que un ídolo que se desplaza ritualmente de un lugar a otro, que una imagen encerrada en un depósito secreto con las piernas encadenadas para impedirle huir, que una gran estatua cultual instalada inmóvil en un templo para mostrar la presencia permanente del dios en su casa. Cada forma de representación implica para la divinidad simbolizada una manera particular de manifestarse a los humanos y de ejercer, a través de sus imágenes, el tipo de poder sobrenatural cuyo dominio posee. Si mito, figuración y ritual operan en el mismo registro de pensamiento simbólico siguiendo diversas modalidades, se comprende que puedan asociarse para hacer de cada religión un conjunto en el que, para volver a citar a Georges Dumézil, «conceptos, imágenes y acciones se articulan y forman con sus conexiones una suerte de red en la cual toda la materia de la experiencia humana debe tomarse y distribuirse legítimamente»

EL MUNDO DE LOS DIOSES

Si mito, ritual y gráfica constituyen esta «red» de la que habla Dumézil, haría falta identificar las mallas de la trama, como lo ha hecho él, delimitar las configuraciones que la dibujan. Tal debe ser la tarea del historiador. Para el caso griego se ha revelado mucho más difícil que para las otras religiones indoeuropeas, en que el esquema de tres funciones —soberanía, guerra, fecundidad— se mantiene en lo esencial. Sirviendo de esqueleto y de base a todo el edificio, esta estructura, allí donde permanece claramente expuesta, confiere al conjunto de la construcción una unidad de la que parece estar muy desprovista la religión griega. Dicha religión presenta, en efecto, una complejidad de organización que excluye el recurso a un código de lectura único para todo el sistema. Ciertamente, un dios griego se define por el conjunto de relaciones que lo unen y lo oponen a las otras divinidades del panteón, pero las estructuras teológicas así liberadas son muy variadas y, sobre todo, de orden muy diverso para poder integrarse en el mismo esquema dominante. Según las ciudades, los santuarios, los momentos, cada dios ingresa en una red heterogénea de combinaciones con los otros. Estos reagrupamientos de dioses no obedecen a un solo modelo que tendría un valor privilegiado. No; ellos se ordenan en una pluralidad de configuraciones que no se superponen exactamente, sino que componen un cuadro con muchas entradas, con ejes múltiples, cuya lectura varía en función del punto de partida o de la perspectiva adoptada.

ZEUS, PADRE Y REY Tomemos el ejemplo de Zeus: para nosotros es tanto más

instructivo cuanto que el nombre de este dios revela claramente su origen: en él se lee el significante «brillar», la misma raíz indoeuropea que en el latín dies-deus y el védico dyeus. Como el Dyaus pita indio, como el Júpiter romano, Zeus pater, Zeus padre, continúa directamente al gran dios indo-europeo del cielo. Sin embargo, es tan manifiesta la diferencia entre la condición de este Zeus griego y la de sus correspondientes en la India y en Roma, la distancia queda tan acentuada, que se impone en este punto —hasta en la comparación de los dioses más seguramente emparentados— la comprobación de una desaparición casi completa de la tradición indoeuropea en el sistema religioso griego. Zeus no figura en ningún agrupamiento trifuncional análogo a la tríada precapitolina Júpiter-Marte-Quirino, en la cual la soberanía (Júpiter) se articula, oponiéndose a ella, a la acción guerrera (Marte) y a las funciones de fecundidad y prosperidad (Quirino). Ni se asocia tampoco, como Mitra con respecto a Varuna, en una potencia que traduce en soberanía, junto con los aspectos regulares y jurídicos, los valores de la violencia y de la magia. Ouranos, el nombre del cielo nocturno, que a veces se ha tratado de aproximar a Varuna, forma pareja en el mito con Gaia, la Tierra, no con Zeus. Como soberano, y frente a la totalidad de los otros dioses, Zeus encarna la fuerza más grande, el poder supremo: Zeus de un lado, todos los olímpicos reunidos, del otro. Una vez más, Zeus prevalece. Frente a Kronos y a los dioses Titanes, aliados contra él para disputarle el trono, Zeus representa la justicia, el reparto exacto de honores y funciones, el respeto de los privilegios que cada cual puede invocar, la atención que se les debe incluso a los más débiles. En él y por él, en su realeza, la fuerza y el orden se conjugan, reconciliados. Todos los reyes vienen de Zeus, dirá Hesíodo en el siglo vil a. J.C., no para oponer el monarca al guerrero y al campesino, sino para afirmar que no hay entre los hombres un verdadero rey que no se imponga la tarea de hacer triunfar la justicia sin violencia. De Zeus vienen los reyes, repetirá Calímaco cuatro siglos más tarde; pero este parentesco de los reyes y de la realeza con Zeus no se inscribe en un cuadro trifuncional; corona una serie de enunciados similares, relacionando en cada caso una categoría concreta de

hombres con la divinidad que la patrocina: los herreros con Hefaistos, los soldados con Ares, los cazadores con Artemisa, los cantores que se acompañan con la lira con Febo (Apolo), como los reyes con el dios rey. Cuando Zeus entra en la composición de una tríada, como la que forma con Poseidón y Hades, es para delimitar el reparto de los niveles o dominios cósmicos: el cielo a Zeus, el mar a Poseidón, el mundo subterráneo a Hades, y a los tres en común, la superficie del suelo. Cuando se asocia en pareja con una diosa, la díada así constituida traduce los aspectos diferentes del dios soberano según la divinidad femenina que lo acompaña. Conjugado con Gea o Gaia, la Tierra Madre, Zeus representa al príncipe celeste, macho y generador, cuya lluvia fecundante dará a luz, en las profundidades del suelo, a los jóvenes retoños de la vegetación. Enlazado con Hera patrocina, bajo la forma de una boda regular, productora de una descendencia legítima, la institución que, «civilizando» la unión del hombre y la mujer, sirve de fundamento a toda la organización social cuyo modelo ejemplar lo da la pareja formada por el rey y la reina. Asociado a Metis, su primera esposa, a la que engulle para asimilarla íntegramente, Zeus se identifica con la inteligencia astuta, la sutileza retorcida que necesita para conquistar y para mantener el poder, para asegurar la perennidad de su reinado y poner su trono al abrigo de las artimañas, las sorpresas y las trampas que el porvenir amenaza reservarle si no está siempre en condiciones de adivinar lo imprevisto y adelantarse a conjurar los peligros. Casándose en segundas nupcias con Temis, fija para siempre el orden de las estaciones en la naturaleza, el equilibrio de los grupos humanos en la ciudad (Horai) y el curso ineluctable de los destinos (Moirai). Se hace ley cósmica, armonía social y destino. Padre de los dioses y de los hombres, como ya lo señala La Ilíada, no porque haya engendrado o creado a todos los seres, sino porque ejerce sobre cada uno de ellos una autoridad tan absoluta como la del jefe de familia sobre sus parientes, Zeus comparte con Apolo el calificativo de Patroos, el ancestral. Al lado de Atenea Apatouria asegura, en calidad de Phratrios, la integración de los individuos en los diversos grupos que componen la comunidad cívica. En las ciudades de Jonia convierte a todos los ciudadanos en auténticos

hermanos que celebran, en el seno de sus respectivas fratrías, como si se tratara de una misma familia, las fiestas de las Apartourias, es decir, de aquellos que se reconocen hijos de un mismo padre. En Atenas, junto a Atenea Polias, Zeus es Polieus, patrón de la ciudad. Señor y garante de la vida política, hace pareja con la diosa cuya función, como poder tutelar de Atenas, es más precisa y, podríamos decir, más localizada. Atenea vela sobre su ciudad, en su condición de ciudad particular, en aquello que la distingue de los otros Estados griegos. La diosa «favorece» a Atenas acordándole, con preferencia sobre cualquier otra, el doble privilegio de la concordia interior y la victoria en el exterior. Celeste, encarnación sagaz del poder supremo, fundador del orden, garante de la justicia, señor del matrimonio, padre y antepasado, patrón de la ciudad, el cuadro de la realeza de Zeus incluye también otras dimensiones. En estrecha connivencia con Hestia, Zeus manda tanto sobre el hogar de cada vivienda —ese centro fijo que es como el ombligo donde se enraiza la casa familiar— como sobre el Hogar común de la ciudad, en el corazón de ésta, en la Hestia Koiné donde velan los magistrados pritanos. Zeus Herkeios, Zeus del recinto, encierra el territorio donde legítimamente ejerce su poder de jefe de familia; Zeus Klarios, el distribuidor que delimita y fija las fronteras, dejando a Apolo Aigieus y a Hermes el cuidado de proteger las puertas y controlar los accesos. Zeus Hikesios, Zeus Xenios, recibe al suplicante y al huésped, los introduce en la casa que les es extraña, asegura su salvaguarda acogiéndoles en el altar doméstico, aunque sin asimilarlos por completo a los miembros de la familia. Como guardián de las riquezas, Zeus Ktesios, Zeus de la posesión, vela sobre los bienes del jefe de familia. Como olímpico y celeste, Zeus se opone a Hades, mientras que, como Ktesios, erige su altar en el fondo de la bodega y toma el aspecto de una serpiente, animal ctónico por excelencia. El soberano puede así integrarse a esta parte ctónica del universo de la que son responsables sus poderes subterráneos, en contraste con Zeus, el cual, no obstante, es capaz también de expresarlos en virtud de una especie de tensión, de polaridad interna, incluso de desdoblamiento. Al Zeus celeste, que reside en lo alto del éter brillante, responde en contrapunto un Zeus Chthonios, Katachthonios, Meilichios, un Zeus de abajo, sombrío y subterráneo, presente en las profundidades de la

tierra, donde, en la proximidad de los muertos, hace madurar las riquezas o las venganzas, prontas a salir a la luz conducidas por Hermes ctónico, si él lo consiente. Cielo y tierra: Zeus se erige en vínculo entre uno y otra mediante la lluvia (Zeus Ombrios, Hyetios, Ikmaios, lluvioso y húmedo), los vientos (Zeus Ourios, Euanemos, ventoso, de buen viento), el rayo (Zeus Astrapaios, Bronton, Keraunios, fulminante, tonante). Y aún asegura de otra manera la comunicación entre lo alto y lo bajo: por los signos y los oráculos que transmiten a los mortales de esta tierra los mensajes que les envían los dioses celestes. El oráculo de Dodona, al decir de los griegos el más antiguo que ha existido entre ellos, era un oráculo de Zeus. Él estableció su santuario allí donde había crecido un gran roble que le pertenecía y que se elevaba derecho hacia el cielo como una columna impulsada a lo más alto. El rumor de las hojas, que en el aire hacía escuchar el ramaje de este árbol sagrado, brindaba a los consultantes la respuesta a las preguntas que ellos habían ido a proponer al soberano del cielo. Por lo demás, cuando Apolo daba sus oráculos en el santuario de Delfos, no hablaba tanto por sí mismo como en nombre de su padre, al que está asociado y como sometido en su función oracular. Apolo es profeta, pero profeta de Zeus; él no hace más que prestar su voz a la voluntad del Olímpico, a sus decretos, a fin de que, en el ombligo del mundo, resuene en los oídos de quien pueda entenderla la palabra del Rey y del Padre. Los diferentes calificativos de Zeus, por amplia que sea su variedad, no resultan incompatibles. Se sitúan en un mismo campo cuyas múltiples direcciones subrayan. Tomados en conjunto, dibujan los contornos de la soberanía divina tal como la concebían los griegos; jalonan las fronteras delimitando los ámbitos constitutivos; marcan los aspectos variados que puede revestir la Potencia del dios-rey, las diversas modalidades de su ejercicio, en relación más o menos estrecha, según el caso, con las otras divinidades.

MORTALES E INMORTALES

No ocurre lo mismo con el Zeus cretense, el Cretagenes, Diktaios o Idaios, adolescente cuya infancia estaba asociada a las Curetes, a sus danzas y ritos orgiásticos, al estrépito de sus armas entrechocadas. De este Zeus cuyo nacimiento se sitúa en Creta, se relata también la muerte y se muestra su tumba en la isla. Pero el Zeus griego, pese a que presenta muchas facetas, no puede tener nada en común con un dios que muere. En el Himno que consagra al dios «siempre grande y siempre rey», Calímaco rechaza firmemente, como extraña a su dios, la tradición de esas narraciones. El verdadero Zeus no ha nacido en Creta, como cuentan los cretenses, esos mentirosos. «Ellos han llegado a construirte una tumba, oh Rey; pero no, tú no mueres jamás; tú eres eternamente.» La inmortalidad, que traza entre los hombres y los dioses una frontera rigurosa, es a los ojos de los griegos un rasgo demasiado fundamental de lo divino para que el señor del Olimpo pueda ser asimilado de alguna manera a una de esas divinidades orienta-les que mueren y renacen. El andamiaje del sistema religioso indoeuropeo, al que remite el nombre de Zeus, bien pudo venirse abajo en el curso del segundo milenio, entre esos hombres que hablaban un dialecto griego, que llegaron en sucesivas oleadas para instalarse en tierras de la Hélade, y cuya presencia está comprobada en Creta, en Cnossos, a partir del fin del siglo XV a. J.C. Los contactos, los intercambios y las mezclas fueron numerosos y continuos; se tomaron préstamos del fondo religioso egeo y minoico, como se irán tomando de los cultos orientales y traco-frigios durante la expansión griega por el Mediterráneo. Más aún, entre los siglos XIV y XII, la mayor parte de los dioses reverenciados por los aqueos —cuyos nombres figuran en las tablillas en lineal B de Cnossos y de Pylos— son los mismos que se encuentran en el panteón griego clásico y que los helenos, en su conjunto, reconocen como suyos: Zeus, Poseidón, Enyalos (Ares), Paiawon (Peán=Apolo), Dionisos, Hera, Atenea, Artemisa y las Dos Reinas (Wanasso), es decir,

Deméter y Core. El mundo religioso de los invasores indoeuropeos de Grecia bien pudo modificarse y abrirse a las influencias extranjeras; asimilándolas, conservó su especificidad y, con sus mismos dioses, sus rasgos distintivos. Durante los siglos oscuros que siguen a la caída o declinación de los reinos aqueos después del siglo XII, la continuidad entre la religión micénica y la de la edad de Homero no está señalada solamente por el mantenimiento del nombre de los dioses y de los lugares de culto. La semejanza de ciertas fiestas celebradas por los jonios en ambas costas del Mediterráneo prueba que debieron celebrarse ya en el siglo XI, cuando comenzó esta primera ola de colonización en la cual Atenas, único asentamiento micénico que permaneció intacto, habría sido el punto de partida de los grupos de emigrados que se instalaron en el litoral de Asia Menor para fundar ciudades griegas. No hay que hacerse ilusiones, sin embargo, sobre esta permanencia. Tampoco el mundo de los poemas homéricos es el de los reyes micénicos, cuyas hazañas intenta evocar el aeda con una diferencia de cuatro siglos. El universo religioso de Homero no es el de esos tiempos pasados; entre una y otra época, tras las aparentes continuidades, toda una serie de cambios e innovaciones ha introducido una verdadera ruptura que el texto de la epopeya desdibuja, pero cuya amplitud puede medir la investigación arqueológica después de la lectura de las tablillas micénicas.

LA RELIGIÓN CÍVICA

Entre los siglos XI y VIII, época en que se incorporan los cambios técnicos, económicos y demográficos que condujeron a la «revolución estructural» de la que habla el arqueólogo inglés A. Snodgrass, y cuyo resultado es la ciudad Estado, el mismo sistema religioso se reorganiza profundamente en estrecha conexión con las nuevas formas de vida social que representa la ciudad, la polis. En el marco

de una religión que en adelante será esencialmente cívica, creencias y cultos, remodelados, satisfacen una doble y complementaria exigencia. Responden, en primer lugar, a las particularidades de cada grupo humano que, como ciudad ligada a un territorio definido, se coloca bajo el patronazgo de los dioses que le son propios y que le confieren su peculiar fisonomía religiosa. Toda ciudad tiene, en efecto, su o sus divinidades políadas, cuya función consiste en cimentar el cuerpo de ciudadanos para convertirlo en una auténtica comunidad; en unir en una totalidad el conjunto del espacio cívico, con su centro urbano y su chora, su zona rural; en velar, en definitiva, por la integridad del Estado —hombres y terruño— frente a las otras ciudades. Pero, en segundo lugar, también se trata de instaurar o acomodar en el plano religioso las tradiciones legendarias, los ciclos de fiestas y un panteón reconocido igualmente por toda la Hélade, a través del desarrollo de una literatura épica despojada de toda raíz local, de la construcción de grandes santuarios comunes y de la institución de los juegos y las panegirias panhelénicos. Sin pretender hacer un balance de las innovaciones religiosas que aporta la época arcaica, hace falta al menos, señalar las más importantes. Y, ante todo, la aparición del templo como construcción independiente del hábitat humano, palacio real o casa particular. Con su recinto que delimita un área sagrada (temenos) y su altar exterior, el templo constituye desde entonces un edificio separado del espacio profano. Sus dioses van a residir permanentemente en el templo por intermedio de su gran estatua cultual antropomorfa allí entronizada. Esta «casa del dios», contrariamente a los altares domésticos, a los santuarios privados, es cosa pública, bien común a todos los ciudadanos. Consagrado a la divinidad, el templo no puede pertenecer a nadie que no sea la misma ciudad, que lo ha erigido en los lugares precisos para señalar y confirmar su dominio legítimo sobre su territorio: en el centro de la ciudad, acrópolis o ágora; en las puertas de los

muros que delimitan la aglomeración urbana respecto de su periferia inmediata, esa zona del agros y de las eschatiai, de las tierras salvajes y de los confines, que separa cada ciudad griega de sus vecinas. La construcción de una red de santuarios urbanos, sub y extra urbanos, jalonando el espacio con lugares sagrados, fijando desde el centro a la periferia el recorrido de las procesiones rituales, que movilizan a fecha fija, de ida y de regreso, a toda o a parte de la población, tiende a modelar la superficie del suelo siguiendo un orden religioso. Por mediación de sus dioses políadas instalados en sus templos, la comunidad establece entre hombres y terruño una suerte de simbiosis, como si los ciudadanos fueran hijos de una tierra de la que en el origen surgieron ya como indígenas. En virtud de esta íntima ligazón con quienes la habitan, esa área se eleva al rango de «tierra de la ciudad». Así se explica la aspereza de los conflictos que, entre los siglos VIII y VI, opusieron a ciudades vecinas para apoderarse de los lugares fronterizos de culto, a veces comunes a ambos Estados. La ocupación del santuario y su incorporación cultual al centro urbano, tiene valor de posesión legítima. Cuando funda sus templos para asegurar un cimiento inquebrantable a su base territorial, la polis implanta sus raíces en el mundo divino.

LOS DIOSES Y LOS HÉROES

Otra novedad, cuya significación es en parte análoga, marcará profundamente el sistema religioso. En el curso del siglo VIII se desarrolla rápidamente la costumbre de rehabilitar las construcciones micénicas, más frecuentemente funerarias, caídas en desuso durante siglos. Rescatadas, sirven de lugar de culto para las honras fúnebres rendidas a personajes legendarios, sin relación con estos edificios

durante mucho tiempo, pero de quienes se reivindican los linajes, gene nobiliarios o grupos de cofrades. Estos antepasados míticos que, como los héroes épicos cuyos nombres llevan, pertenecen a un pasado lejano, a un tiempo distinto del presente, constituirán des-de entonces una categoría de Potencias sobrenaturales diferenciada tanto de los theoi, los dioses propiamente dichos, como de los muertos ordinarios. Más aún que el culto a los dioses, incluidos los polladas, el de los héroes tiene un valor a la vez cívico y territorial. Está asociado a un lugar preciso; por ejemplo, una tumba con la presencia subterránea de un difunto cuyos restos a veces se han ido a buscar a países lejanos para trasladarlos a ese sitio. Tumbas y cultos heroicos, a través del prestigio del personaje que se honra, cumplen para la comunidad el papel de símbolo glorioso y de talismán. Su lugar a veces se guarda en secreto, porque de ello depende la salvación del Estado. Instalados en el corazón de la ciudad, en plena ágora, otorgan entidad al recuerdo del fundador más o menos legendario de esa ciudad, héroe arquegeta o, en el caso de una colonia, ecista. Desde allí ejercen el patronazgo de los diversos componentes del cuerpo cívico: tribus, fratrías y demos. Diseminados en diversos puntos del territorio, consagran las afinidades particulares que unen a los miembros de los sectores rurales y de las aldeas, de las komai. En todos los casos su función es reunir a un grupo en torno a un culto del que tiene la exclusiva y que está estrictamente implantado en un punto preciso del suelo. La difusión del culto heroico no responde solamente a necesidades sociales nuevas que surgen con la ciudad. La adoración de los héroes tiene un significado propiamente religioso. Por su doble vertiente, la institución heroica repercute sobre el equilibrio general del sistema cultual: de un lado con el culto divino, obligatorio para todos y de carácter permanente; por el otro, con los ritos funerarios reservados al estrecho círculo de los parientes, y de duración limitada. Entre los dioses que son los beneficiarios del culto y los hombres que son sus servidores, hay para los griegos una oposición radical.

Los primeros son ajenos al tránsito hacia la muerte que define la condición de la existencia de los segundos. Los dioses son los athanatoi, los Inmortales; los hombres, los brotoi, los perecederos, condenados a las enfermedades, la vejez y la muerte. También las honras fúnebres rendidas a los muertos se sitúan en un plano distinto que los sacrificios y la devoción exigida por los dioses como su parte de honra, como privilegio que les está reservado. Las bandas de tela que adornan las tumbas, las ofrendas de pasteles al muerto, las libaciones de agua, leche, miel o vino deben ser renovadas al tercero, noveno y trigésimo días de los funerales y, luego, cada año en la fiesta de los Genesia, en el mes de Boedromion (septiembre): pero más que un acto de veneración hacia los poderes superiores, tales conmemoraciones parecen una prolongación temporal de las ceremonias fúnebres y de las prácticas de duelo. Abriendo al difunto las puertas del Hades, se trata de hacerlo desaparecer para siempre de este mundo, donde él ya no tiene lugar. Sin embargo, gracias a los diversos procedimientos de conmemoración (desde la estela, con epitafio y figura del muerto, hasta los regalos depositados en su tumba), este vacío, este no ser del muerto, puede adoptar la forma de una presencia en la memoria de los supervivientes. Presencia ambigua, es cierto, paradójica, como puede ser la de un ausente relegado al reino de las sombras y del que todo el ser, en adelante, se reduce a esta condición social de muerto que el ritual fúnebre le ha hecho adquirir, pero que está destinado a desaparecer, engullido por el olvido, a medida que se renueve el ciclo de las generaciones. LOS SEMIDIOSES

Todo lo anterior se presenta de forma distinta en el caso de los héroes. Ciertamente, ellos pertenecen a la especie humana y han conocido, por tanto, los sufrimientos y la muerte. Pero, hasta en la muerte se distinguen por una serie de rasgos de la multitud de muertos ordinarios. Han vivido en

una época que constituye para los griegos «los viejos tiempos» ya pasados, y cuyos hombres eran diferentes de los actuales: más corpulentos, más fuertes, más bellos. Cuando se parte en busca de los huesos de un héroe, se lo podrá reconocer por su estatura gigantesca. Esta raza de hombres, ahora extinguida, es aquella cuyas hazañas canta la poesía épica. Celebrados por los aedas, los nombres de los héroes, contrariamente a los de los otros muertos que se funden bajo la tierra en la masa indistinta y olvidada de los nonumnoi — los «sin nombre»—, permanecen vivos para siempre, radiantes de gloria, en la memoria de todos los griegos. La raza de los héroes constituye el pasado legendario de la Grecia de las ciudades, las raíces con las cuales enlazan las familias, los grupos, las comunidades de los helenos. Siendo hombres, estos antepasados se consideran más próximos a los dioses, menos alejados de lo divino que la humanidad presente. En esos tiempos pasados, los dioses se mezclaban de buena gana con los mortales, se invitaban a sus casas, compartían su mesa en comidas comunes, se deslizaban hasta sus lechos para unirse a ellos y engendrar hijos hermosos, cruzando así las dos razas, la perecedera y la inmortal. Los personajes heroicos, cuyos nombres han sobrevivido y cuyo culto se celebra en sus tumbas, se presentan muy a menudo como el fruto de estos encuentros amorosos entre divinidades y humanos de ambos sexos. Como dijo Hesíodo, ellos forman «la raza divina de héroes que llamamos semidioses (hemitheoi)». Si su nacimiento les otorga a veces una ascendencia divina, su muerte también los coloca más allá de la condición humana. En lugar de descender a las tinieblas del Hades, son «arrebatados», transportados por gracia divina —algunos aún en vida; la mayor parte después de su muerte— a un lugar especial, diferente: a las Islas de los Bienaventurados, donde continúan gozando, en una permanente felicidad, de una vida comparable a la de los dioses. Sin cubrir la infranqueable distancia que separa a los humanos de los dioses, la condición heroica parece abrir así la perspectiva de una elevación del mortal a una situación si no divina, al menos próxima a lo divino. Pero durante todo el período clásico, esta posibilidad queda estrictamente confinada a un estrecho sector. Queda contrarrestada, por no

decir inhibida, por el mismo sistema religioso. La piedad, como la sabiduría, ordena, en efecto, que no se pretenda igualarse a los dioses. Los preceptos de Delfos «Sabe quién eres», «Conócete a ti mismo» no tienen otro sentido. El hombre debe aceptar sus límites. La heroización se restringirá entonces, aparte las grandes figuras legendarias como Aquiles, Teseo, Orestes o Heracles, a los primeros fundadores de colonias o a los personajes que han adquirido un valor simbólico ejemplar a los ojos de una ciudad, como Lisandro en Samos o Timoleón en Siracusa. Los casos de heroización de la época clásica que conocemos son sumamente raros. Jamás con-ciernen a un personaje todavía vivo, y sí a un muerto que aparece, después, como portador de un numen, de un poder sagrado temible, sea en razón de particularidades físicas extraordinarias —estatura, fuerza, belleza—, sea por las circunstancias mismas de su muerte si ha sido herido por el rayo o ha desaparecido sin dejar rastros, o bien por fechorías atribuidas a su fantasma, al que es necesario apaciguar. Un solo ejemplo: En pleno siglo v, el pugilista Cleomedes de Astipalea, poseedor de una fuerza excepcional, mató a su adversario durante un combate. Privado del premio por decisión de los jueces, regresa a su casa ciego de furor. En una escuela, arremete contra una columna que sostiene el techo. El tejado se derrumba sobre los niños. Perseguido por la multitud que pretende lapidarlo, se esconde en el santuario de Atenea, encerrándose en un cofre. Por fin se logra forzar la tapa: el cofre está vacío. Ni rastro de Cleomedes, ni vivo ni muerto. Consultada la Pitia, recomienda instituir un culto heroico en honor de este pugilista cuya fuerza, furia, fechorías y muerte lo colocan fuera de lo común: es necesario sacrificarle «como si no se tratara de un mortal». Pero el oráculo señala su reserva proclamando, al mismo tiempo —como informa Pausanias— que Cleomedes es «el último héroe». Nadie debe llamarse a engaño. A través de los honores que se les rinden, los héroes constituyen una categoría de seres

sobrehumanos; su papel, su poder y los ámbitos en los que intervienen no interfieren los de los dioses. Se sitúan en otro plano y jamás asumen el papel de intermediarios entre tierra y cielo. Son potencias «indígenas» ligadas al punto del suelo donde tienen su morada subterránea; su eficacia se vincula a su tumba y a sus huesos. Hay héroes anónimos a los que se designa solamente por el lugar donde está su tumba, como en el caso de los héroes de Maratón. Este carácter local lleva aparejada una estricta especialización. Muchos héroes no tienen otra realidad que la estricta función a la que están destinados y que los definen por completo. En Olimpia, en torno a la pista, hay una tumba sobre la cual los concursantes ofrecían sacrificios: es la del héroe Taraxippos, terror de los caballos. De la misma forma se encuentran héroes médicos, porteros, espantamoscas, un héroe de la comida, de la haba, del azafrán y un héroe de la mezcla del agua y el vino o de la molienda del grano. Si la ciudad ha podido reagrupar en una misma categoría cultual a las figuras bien individualizadas de los héroes de antaño, cuya biografía legendaria fue fijada por la epopeya, a los contemporáneos excepcionales, a los difuntos anónimos de los que no queda más que el monumento funerario y a una especie de demonios funcionales, es porque desde sus tumbas respectivas manifiestan las mismas relaciones con las potencias subterráneas, porque comparten idéntico carácter de localización territorial y pueden ser utilizados igualmente como símbolos políticos. Instituido por la ciudad naciente, ligado al terruño que protege, a los grupos de ciudadanos que patrocina, el culto de los héroes no desembocará, en época helenística, en la divinización de personajes humanos ni en el establecimiento de un culto de los soberanos: estos fenómenos revelan una mentalidad religiosa diferente. Solidario con la ciudad, el culto a los héroes declinará al mismo tiempo que ella. Pero su advenimiento no habrá sido en vano. Por su novedad, el culto heroico condujo a un esfuerzo de categorización y definición más estrictas de las diversas potencias sobrenaturales. Hesíodo es el primero, en el siglo VII, que distingue de manera clara y nítida, como lo señalará

Plutarco, las diferentes clases de seres divinos repartidos en cuatro grupos: dioses, demonios, héroes y muertos. Retomada por los pitagóricos y por Platón, esta nomenclatura de las divinidades a las que los hombres deben veneración es lo bastante corriente, en el siglo IV, como para figurar entre las preguntas que los consultantes dirigen al oráculo de Dodona. En una de las inscripciones que se han hallado, cierto Euandros y su mujer interrogan al oráculo para saber «a cuál de los dioses, héroes o demonios» deben sacrificar y dirigir sus súplicas.

DE LOS HOMBRES A LOS DIOSES: EL SACRIFICIO

Para orientarse en la práctica cultual, el fiel debe tener, pues, en cuenta el orden jerárquico que preside la sociedad del más allá. En la cúspide, los theoi, los dioses grandes y pequeños que forman la raza de los Bienaventurados Inmortales. Son los Olímpicos, agrupados bajo la autoridad de Zeus. Se trata, por tanto, de divinidades celestes principales, aunque algunas de ellas implican aspectos ctónicos, como Poseidón y Deméter. Es cierto que hay un dios del mundo subterráneo, Hades, pero precisamente él es el único que no tiene templo ni culto. Los dioses se hacen presentes en este mundo en los espacios que les pertenecen: en primer lugar, en los templos donde residen, pero también en los lugares y los objetos que les son consagrados y que, especificados como hiera —sagrados— pueden ser objeto de prohibición: bosque (alsos), bosquecillo, fuente, cima de un monte, terreno delimitado por una cerca o por mojones (temenos), encrucijada, árbol, piedra, obelisco. El templo permanece reservado al dios como su domicilio, no sirve como lugar de culto donde los fieles se reúnen para celebrar los ritos. Esta función la ejerce el altar exterior, el bómos, un bloque cuadrangular de mampostería: en torno a él y sobre él se cumple el rito central de la religión griega, es decir, el sacrificio, la

thusia. Se trata normalmente de un sacrificio sangriento de tipo alimentario: un animal doméstico, engalanado, coronado y adornado con cintas, es conducido en procesión al son de las flautas hasta el altar y se le rocía con agua lustral. También se arroja un puñado de granos de cebada al suelo, al altar y sobre los participantes, asimismo coronados. Entonces se levanta la cabeza de la víctima y se la degüella con un golpe de machaira, una espada corta disimulada bajo los granos en el kanoun, la cesta ritual. Se recoge en un recipiente la sangre que fluye sobre el altar, y el animal es eviscerado: se le extraen las entrañas y especialmente el hígado, que se examina para saber si los dioses aceptan el sacrificio. En caso afirmativo, la víctima es descuartizada de inmediato. Los huesos largos, totalmente limpios, se colocan sobre el altar. Envueltos en grasa con plantas aromáticas, son consumidos por las llamas y, en forma de humos perfumados, se elevan en dirección al cielo, hacia los dioses. Algunos trozos, entrañas, los splachna, ensartados en espetones, se ponen a asar sobre el altar, utilizando el mismo fuego que envía a la divinidad la parte que le corresponde. Se establece así el contacto entre la Potencia sagrada destinataria del sacrificio y los ejecutantes del rito, a los cuales se reservan estas carnes asadas. El resto, puesto a hervir en calderos y dividido luego en partes iguales, se consume en el mismo lugar, se lo lleva a su casa cada uno de los participantes, o se distribuye después entre una comunidad más o menos amplia. Los trozos considerados de honor, como la lengua o la piel, corresponden al sacerdote que ha presidido la ceremonia, aunque su presencia no es indispensable. En principio, todo ciudadano, si no está mancillado por una impureza, tiene plena potestad para proceder al sacrificio. Tal es el modelo corriente sobre el cual habrá que definir el alcance religioso, despejando las implicaciones teológicas. Pero antes son indispensables algunas precisiones para matizar este cuadro. Ciertas divinidades y ciertos rituales, como los de Apolo Genetór, en Delfos, y Zeus Hypatos, en el Ática, en lugar de sacrificios sangrientos exigen ofrendas vegetales: frutas, ramos, granos, cocido (pelanos) o pasteles regados con agua,

leche, miel o aceite; se excluyen la sangre y el vino. Hay casos en que este tipo de ofrendas, casi siempre consumidas por el fuego, pero depositadas a veces sólo sobre el altar, sin ser quemadas (apura), toman un carácter de marcada oposición a la práctica habitual. Considerados como sacrificios «puros», contrariamente a los que implican la muerte de un ser vivo, sirvieron de punto de referencia a las corrientes sectarias. En su modo de vida, órficos y pitagóricos los invocarán para predicar un comportamiento ritual y una actitud con respecto a lo divino que, rechazando como impío el sacrificio sangriento, se apartarán del culto oficial y se presentarán como ajenos a la religión cívica. Por otra parte, el sacrificio sangriento comporta dos formas diferentes según se dirija a los dioses celestes y olímpicos o a los ctónicos e infernales. El idioma ya los distingue: los griegos emplean para los primeros el término thuein y para los segundos, enagizen o sphattein. La thusia, como hemos visto, tiene por centro un altar elevado, el bómos. El sacrificio ctónico no requiere un altar semejante sino uno bajo, eschara, con un orificio para que la sangre se derrame en la tierra. Normalmente se celebra de noche, sobre una zanja que abre el camino hacia el mundo infernal. El animal no se inmola con la cabeza elevada hacia lo alto, sino inclinada hacia la tierra que inundará la sangre. Una vez degollada, la víctima no es objeto de manipulación ritual alguna: ofrecida en holocausto, es íntegramente quemada sin que los celebrantes estén autorizados a tocarla y, menos aún, a comerla. En esta clase de rito, en el que la ofrenda es aniquilada para ser entregada en su totalidad al más allá, se trata menos de establecer un comercio regular de intercambio con la divinidad, en recíproca confianza, que de alejar las fuerzas siniestras, aplacar a una Potencia temible cuya aproximación exige defensa y precaución para no resultar nefasta. Se puede decir ritual de aversión más que de aproximación, de contacto. Se comprende que su empleo esté esencialmente reservado a las divinidades ctónicas e infernales, a los ritos expiatorios, a los sacrificios ofrecidos a los héroes y a los muertos en el fondo de sus tumbas.

COMIDAS DE FIES TA

En el sacrificio olímpico, la orientación hacia las divinidades celestes no se indica solamente por la luz del día, la presencia del altar y la sangre que sal-pica a lo alto tras el degüello. Un rasgo fundamental de este ritual es que, indisociablemente, se trata de una ofrenda para los dioses y una comida festiva para los hombres. Si bien el momento culminante de la acción es sin duda el instante, marcado por el grito ritual, el ololugmos, en que la vida abandona a la víctima y pasa al más allá, junto a los dioses, no es menos importante que todos los cortes del animal, cuidadosamente recogidos y tratados, se destinan a los hombres, quienes los consumen en conjunto. La inmolación misma se produce en una atmósfera de ceremonia fasta y alegre. Toda la escenificación del ritual está dirigida a borrar las huellas de la violencia y de la matanza para poner en primer plano el aspecto de pacífica solemnidad, de fiesta feliz, desde la procesión en la que el animal, con gran pompa, es conducido libremente, sin ataduras, hasta el disimulo del machete en la canasta y el temblor de la víctima rociada con agua, que se interpreta como su conformidad a la inmolación. Agregaremos que en la economía de la thusia, los procedimientos de descuartizamiento de la víctima, la cocción de los trozos, asados o hervidos, su reparto regulado en lonjas iguales, su consumo en el mismo lugar o después (agophora) no tienen menos importancia que las operaciones rituales para dar la muerte. Esta función alimentaria del rito se expresa en un vocabulario que no distingue entre sacrificio y carnicería. La palabra hiereion, que alude a un animal como víctima sacrificial, lo designa al mismo tiempo como bestia de carnicería, apta para el consumo. Los griegos sólo comían carne en ocasión de los sacrificios y conforme a las reglas sacrificiales; la thusia es, a la vez, un ceremonial religioso o una ofrenda piadosa, frecuentemente acompañada de plegarias y dirigida a los dioses, y una cocina ritualizada conforme a las normas alimentarias que los dioses exigen a los humanos, un acto de comunión social que, por el consumo de partes de una misma víctima, refuerza los lazos

que deben unir a los ciudadanos y hacerlos iguales. Pieza central del culto y elemento cuya presencia es indispensable en todos los niveles de la vida colectiva, en la familia y en el Estado, el sacrificio ilustra la estrecha vinculación de lo religioso y lo social en la Grecia de las ciudades. Su función no es alejar al sacrificante y a los participantes, durante el tiempo que dura el rito, de sus grupos familiares y cívicos, de sus actividades ordinarias, del mundo humano que les pertenece; al contrario, se propone instalarlos en el lugar y en las formas requeridas, integrarlos en la ciudad y en la existencia de esta tierra conforme al orden del mundo que los dioses presiden : religión «intramundana» en el sentido de Max Weber, religión «política» en la acepción griega del término. Lo sagrado y lo profano no forman dos categorías radicalmente opuestas y mutuamente excluyentes. Entre lo sagrado totalmente prohibido y lo sagrado plenamente utilizable, se cuenta una multiplicidad de formas y de grados. Además de las realidades consagradas a los dioses, reservadas para su uso, hay sacralidad en los objetos, los seres vivientes, los fenómenos de la naturaleza, como la hay en los actos corrientes de la vida privada —una comida, una partida de viaje, el recibimiento de un huésped—y en los más solemnes de la vida pública. Todo padre de familia asume en su casa las funciones religiosas para las cuales está calificado sin preparación especial. Cada jefe de familia es puro si no ha cometido una falta que lo manche con la deshonra. En este sentido, la pureza no debe ser adquirida u obtenida: constituye el estado normal del ciudadano. En la ciudad nunca se encuentra el límite preciso entre sacerdocio y magistratura. Hay sacerdotes que son destinados y utilizados como magistrados, y todo magistrado, en sus funciones, reviste carácter sagrado. Todo poder político para ejercitarse, toda decisión común para ser válida, exige la práctica de un sacrificio. En la guerra como en la paz —antes de librar una batalla, o de la apertura de una asamblea, o de investir de su

cargo a los magistrados—, la ejecución de un sacrificio es tan necesaria como en el curso de las grandes fiestas religiosas del calendario sagrado. Como lo recuerda justamente Marcel Detienne en La Cuisine du sacrifice en pays grec, «hasta una época tardía, una ciudad como Atenas mantiene en sus funciones a un arconte-rey, una de cuyas atribuciones principales consiste en la administración de todos los sacrificios instituidos por los antepasados, del conjunto de gestos rituales que garantizan el armonioso funcionamiento de la sociedad». Si la thusia se revela tan indispensable para asegurar validez a las prácticas sociales, es porque el fuego sacrificial, elevando hacia el cielo el humo de los perfumes, de la grasa y de los huesos, y cociendo la porción destinada a los hombres, abre entre los dioses y los participantes del rito una vía de comunicación. Inmolando una víctima, quemando sus huesos, comiendo la carne según las reglas rituales, el hombre griego instituye y mantiene con la divinidad un contacto sin el cual su existencia, abandonada a sí misma, se hundiría carente de sentido. Este contacto no es una comunión: no se come al dios, ni siquiera bajo su forma simbólica, para identificarse con él y participar de su fuerza. Se consume una víctima animal, una bestia doméstica, y se come de ella una parte diferente de la que se ofrece a los dioses. El lazo que el sacrificio griego establece subraya y confirma, en la comunicación misma, la extrema distancia que separa a mortales e inmortales. LAS ASTUCIAS DE PROMETEO Los mitos de fundación del sacrificio son muy precisos en este aspecto. Exponen a plena luz las significaciones teológicas del ritual. El Titán Prometeo, hijo de Japeto, instituyó el primer sacrificio, fijando así para siempre el modelo al cual se ciñeron los hombres para honrar a los dioses. El episodio sucedió en un tiempo en el que dioses y hombres aún no estaban separados: vivían juntos, festejando en las mismas mesas, compartiendo la misma felicidad, lejos de todos los males, ignorando los humanos, en ese entonces,

la necesidad de trabajar, las enfermedades, la vejez, las fatigas, la muerte y la especie femenina. Habiendo sido Zeus promovido a la dignidad de rey del cielo, y habiendo procedido a un justo reparto de honores y funciones entre los dioses, llega el momento en que es preciso hacer lo mismo entre dioses y hombres, y delimitar exactamente el género de vida propio de cada una de ambas razas. Prometeo es encargado de la operación. Delante de dioses y hombres reunidos, presenta, sacrifica y descuartiza un gran buey. Divide en dos partes los pedazos obtenidos. La frontera que debe separar a dioses y hombres sigue la línea divisoria entre lo que unos y otros se apropiarán del animal inmolado. El sacrificio aparece así como el acto que ha consagrado, al efectuarse por primera vez, la segregación de las condiciones divina y humana. Pero Prometeo, en rebelión contra el rey de los dioses, quiere engañarlo en beneficio de los hombres. Cada una de las dos partes preparadas por el Titán es un ardid, una trampa. La primera, disfrazada bajo un poco de apetecible grasa, no contiene más que los huesos mondos; la segunda, bajo la piel y el estómago, de aspecto repugnante, esconde todo lo que hay de comestible en el animal. A tal señor, tal honor: Zeus, en nombre de los dioses, es el primero en elegir. Ha comprendido la trampa, y si finge caer en ella es para afinar mejor su venganza. Opta, pues, por la porción exterior-mente apetitosa, la que disimula bajo una fina capa de grasa los huesos incomibles. Ésta es la razón por la cual, sobre los perfumados altares de sacrificio, los hombres queman para los dioses los huesos blancos de la víctima cuyas carnes van a repartirse. Guardan para ellos la porción que Zeus no retuvo: la de la carne. Prometeo se figuraba que, destinándola a los humanos, les reservaba la mejor parte. Pero, pese a su astucia, no sospechó que les hacía un regalo envenenado. Al comer la carne, los humanos firmarán su sentencia de muerte. Dominados por la ley del vientre, se comportarán en adelante como todos los animales que pueblan la tierra, las olas o el aire. Si sienten placer en devorar la carne de un animal al que la vida ha abandonado, si tienen una imperiosa necesidad de alimentos, es porque su hambre, jamás aplacada, siempre renovada, es la marca de una criatura cuyas fuerzas se gastan y se agotan poco a poco, que está condenada a la fatiga, al envejecimiento y a la muerte. Contentándose con el humo de los huesos, viviendo de olores y de perfumes, los dioses tes-

timonian su pertenencia a una raza cuya naturaleza es totalmente distinta de la humana. Son los Inmortales, siempre vivos, eternamente jóvenes, cuyo ser no tiene nada perecedero y que no mantienen con-tacto alguno con el ámbito de lo corruptible. Pero en su cólera, Zeus no pone límites a su venganza. Antes de hacer de tierra y de agua a la primera mujer, Pandora, que introducirá entre los hombres todas las miserias que ellos no conocían anteriormente —el nacimiento por gestación, las fatigas, el duro trabajo, las enfermedades, la vejez y la muerte— decide, para hacer pagar al Titán su parcialidad a favor de los humanos, no concederles la alegría del fuego celeste del que disponían hasta ese momento. Privados del fuego, ¿deberán los hombres devorar la carne cruda, como las bestias? Prometeo roba entonces, en el hueco de una férula, una chispa, una simiente de fuego que lleva a la tierra. A falta del estallido del rayo, los hombres dispondrán de un fuego técnico, más frágil y mortal, que será necesario conservar, preservar y nutrir, alimentándolo sin cesar para que no se extinga. Este segundo fuego, derivado, artificial en comparación con el fuego celeste, distingue a los hombres de las bestias porque cuecen el alimento, y los instala en la vida civilizada. De todos los animales, sólo los humanos comparten con los dioses la posesión del fuego. Éste es también lo que los une a lo divino al elevarse hasta el cielo desde los altares donde se enciende. Pero este fuego, celeste por su origen y su destino, es también, por su ardor devorante, perecedero como las otras criaturas vivientes sometidas a la necesidad de alimentarse. La frontera entre dioses y hombres es a la vez atravesada por el fuego sacrificial que une los unos a los otros, y subrayada por el contraste entre el fuego celeste, en manos de Zeus, y aquel que el robo de Prometeo ha puesto a disposición de los hombres. La función del fuego sacrificial consiste, por otra parte, en distinguir en la víctima la parte de los dioses, totalmente consumida, y la de los hombres, cocida lo justo como para no ser devorada cruda. Esta relación ambigua entre los hombres y los dioses en el sacrificio alimentario, se repite en una relación igualmente equívoca de los hombres con los animales. Unos y otros tienen necesidad de comer para vivir, ya sean sus alimentos vegetales o carnes, y también comparten su condición de seres perecederos. Pero

los hombres son los únicos que ingieren sus alimentos cocidos, según las reglas, y después de haber ofrecido a los dioses, para honrarlos, la vida del animal que les está dedicada, con los huesos. Si los granos de cebada, esparcidos sobre la cabeza de la víctima y sobre el altar, están asociados al sacrificio sangriento, se debe a que los cereales, alimento específicamente humano, implican el trabajo agrícola. Representan por ello, a los ojos de los griegos, el modelo de las plantas cultivadas, que a su vez simbolizan la vida civilizada, en contraste con la existencia salvaje. Triplemente cocidas (por una cocción interna que favorece la labranza, por la acción del sol y por la mano del hombre que las convierte en pan), esas plantas se asimilan a las víctimas sacrificiales, animales domésticos cuya carne debe ser ritualmente asada o hervida antes de su ingestión. En el mito prometeico, el sacrificio aparece como el resultado de la rebelión del Titán contra Zeus en el momento en que hombres y dioses deben separar y fijar su suerte respectiva. La moraleja del relato es que no se debe esperar embaucar el espíritu soberano de los dioses. Prometeo lo ha intentado, y los hombres deben pagar las consecuencias de su fracaso. Sacrificar es, pues, al conmemorar la aventura del Titán fundador del rito, aceptar la lección que de aquélla se desprende; es reconocer que a través del cumplimiento del sacrificio y de todo lo que éste ha entrañado para el hombre —el fuego prometeico, la necesidad del trabajo, la mujer y el matrimonio para tener hijos, los sufrimientos, la vejez y la muerte—, Zeus ha situado a los hombres en el lugar en que deben mantenerse: entre las bestias y los dioses. Sacrificando, el hombre se somete a la voluntad de Zeus, que ha hecho de los mortales y de los inmortales dos razas distintas y separadas. La comunicación con lo divino se instituye en el curso de una ceremonia de fiesta, de una comida que recuerda que la antigua simbiosis ha terminado: dioses y hombres ya no viven juntos, ya no comen a las mismas mesas. No se podría sacrificar siguiendo el modelo que Prometeo ha establecido y pretender, a la vez, de cualquier manera que sea, igualarse a los dioses. En el mismo rito que tiende a unir a los dioses y a los hombres, el sacrificio consagra la distancia infranqueable que en adelante los separará.

ENTRE BESTIAS Y DIOSES

Mediante el juego de normas alimentarias, el sacrificio coloca al hombre en la situación que le es propia: a la distancia justa del salvajismo de los animales que se devoran crudos unos a otros, y de la inmutable felicidad de los dioses que ignoran el hambre, la fatiga y la muerte porque se nutren de perfumes y de ambrosía. Esta preocupación por la delimitación precisa, por el reparto exacto, une estrechamente —en el ritual y en el mito— el sacrificio y la agricultura cerista. Y el maridaje que ambos definen señala la posición concreta del hombre civilizado. De la misma forma que éste, para sobrevivir, necesita consumir carne cocida de un animal doméstico sacrificado según las normas, también precisa nutrirse de sitos, de harina cocida de plantas domésticas regularmente cultivadas. Y para que se sobreviva a sí mismo, debe engendrar hijos mediante la unión con una mujer, a la que el matrimonio ha sacado de su estado salvaje para domesticarla, asignándola al hogar conyugal. En el sacrificio griego, y en razón de esta misma exigencia de equilibrio, sacrificante, víctima y dios normalmente no se confunden, pese a hallarse asociados en un mismo rito; antes bien, se mantienen a buena distancia, ni muy cerca ni muy lejos. Que esta poderosa teología, acorde con un sistema social en su forma de establecer las barreras entre el hombre y aquello que no es él, de definir sus relaciones con el aquí y el más allá de lo humano, se mida por el rasero de los procedimientos alimentarios, explica que las extravagancias dietéticas tengan una significación propiamente teológica y traduzcan profundas divergencias en la orientación religiosa de los órficos y los pitagóricos, por una parte, y en ciertas prácticas dionisíacas, por otra. El vegetarismo, la abstinencia de alimentos cárnicos, es el rechazo del sacrificio sangriento, asimilado a la muerte de un prójimo. En el otro polo, la omofagia, el diasparagmos de las bacantes, es decir, la ingestión cruda de una bestia acorralada y despedazada viva, es la inversión de los valores normales del sacrificio. Pero el sacrificio puede deformarse por arriba, nutriéndose, como los dioses, de materias enteramente puras e incluso de perfumes;

o puede subvertirse por abajo, haciendo saltar todas las distinciones, borrando las fronteras entre hombres y bestias, de manera que se instaure un estado de perfecta comunión que cabe considerar un retorno a la dulce familiaridad de todas las criaturas, propia de la edad de oro, tanto como una caída en la confusión caótica del salvajismo. En ambos casos se trata de instaurar, por ascesis individual o por frenesí colectivo, un tipo de relación con lo divino que la religión oficial excluye y prohibe a través del procedimiento del sacrificio. En ambos casos, también, por medios inversos y con implicaciones contrapuestas, la distancia normal entre el sacrificante, la víctima y la divinidad se enturbia, se difumina y desaparece. El análisis de la cocina sacrificial conduce así a distribuir, como en un cuadro, las posiciones más o menos excéntricas, más o menos integradas o marginales, que ocupan diversos tipos de sectas, de corrientes religiosas o de actitudes filosóficas, rompiendo no solamente con las normas regulares del culto, sino también con el marco institucional de la ciudad y con todo lo que ello implica concerniente a la condición del hombre cuando está ordenada social y religiosamente.

EL MISTICISMO GRIEGO

El sacrificio sangriento y el culto público no ocupan todo el campo de la piedad griega. A su lado existen corrientes y grupos, más o menos desviados y marginales, más o menos cerrados y secretos, que traducen aspiraciones religiosas diferentes. Es cierto que han sido integrados totalmente o en parte en el culto cívico, pero en otro aspecto han permanecido extraños a él. Todos han contribuido de distinta manera a abrir el camino a un «misticismo» griego caracterizado por la búsqueda de un contacto más directo e íntimo con los dioses, asociado a veces a la conquista de una inmortalidad bienaventurada, unas veces concedida después de la muerte

por favor especial de una divinidad, y otras obtenida por la observancia de una regla de vida pura, reservada a los iniciados, que les otorga el privilegio de liberar, desde la existencia terrestre, la parte divina que permanece presente en cada uno de ellos. En lo que concierne al período clásico, es necesario distinguir claramente sobre este esquema tres tipos de fenómenos religiosos. No hay manera de asimilarlos, pese a algunos puntos de contacto, difíciles de delimitar con precisión, pero que se evidencian por la semejanza de ciertos términos utilizados para designarlos: teleté, orgia, mystai, bakchoi. No son realidades religiosas del mismo orden; no tienen ni la misma condición ni la misma finalidad. En primer lugar, los misterios. Los de Eleusis, ejemplares por su prestigio y su brillo, constituyen en el Ática un conjunto cultual bien delimitado. Oficialmente reconocidos por la ciudad, se organizan bajo su control y con su tutela. Quedan, sin embargo, al margen del Estado por su carácter iniciático y secreto, por su modo de reclutamiento abierto a todos los griegos y no fundamentado en la condición social, sino en la elección personal de los individuos. Seguidamente, el dionisismo. Los cultos dionisíacos son parte de la religión cívica, y las fiestas en honor de Dionisos, con su lugar en el calendario sacro, se celebran con la misma legitimidad que cualesquiera otras. Pero, como dios de la mania, de la locura divina, por su forma de tomar posesión de sus fieles, librados a sí mismos a través del trance colectivo ritualmente practicado en sus thiases; por su irrupción repentina en este mundo bajo la forma de revelación epifánica, Dionisos introduce en el corazón mismo de la religión de la que él constituye una pieza, una experiencia de lo sobrenatural extraña y, también en ciertos aspectos, opuesta al espíritu del culto oficial. Finalmente, lo que llamamos orfismo. No se trata, en este caso, de cultos particulares ni de devoción a una divinidad singular, ni tampoco de una comunidad de creyentes organizados en secta a la manera de los pitagóricos, cualesquiera que hayan podido ser las interferencias entre las dos corrientes. El orfismo es una nebulosa en la que se encuentran, de una par-te, una tradición de libros sagrados, atribuidos a Orfeo y a Museo, que constan de teogonías, cosmogonías y antropogonías «heterodoxas»; de otra parte, a

personajes predicadores itinerantes, que preconizan una forma de vida contraria a la norma, un régimen vegetariano, y que disponen de técnicas de curación y de recetas de purificación para esta vida y de salvación para la otra. El destino del alma después de la muerte es objeto en estos medios de preocupaciones y disertaciones a las que los griegos no estaban acostumbrados. ¿Cómo se sitúa, con relación a un sistema cultual fundado sobre el acatamiento de nomoi, de reglas socialmente reconocidas por la ciudad, cada uno de estos tres grandes fenómenos religiosos?

LOS MISTERIOS DE ELEUSIS Ni por las creencias ni por las prácticas, los misterios contradicen la religión cívica. La completan y le agregan una nueva dimensión, adecuada para satisfacer las necesidades a las cuales ella no responde. Las dos diosas que patrocinan, con algunos acólitos, el ciclo eleusino, Deméter y CorePerséfona, son grandes figuras del panteón; y la narración del rapto de Core por Hades, con todas sus consecuencias, hasta la fundación de las orgia, los ritos secretos de Eleusis, es parte del fondo común de las leyendas griegas. En la serie de etapas que debía recorrer el candidato para alcanzar el último término de la iniciación —el myste debía aguardar un año para acceder al grado de epopte, desde la etapa preliminar de los Pequeños Misterios de Agra, hasta la participación renovada en los Grandes Misterios, en Eleusis—, todo el ceremonial se desarrollaba a los ojos de todos, a pleno día: en la misma Atenas, en Faleros para el baño ritual en el mar, en el camino que conduce de Atenas a Eleusis, la inmensa procesión agrupada detrás de los objetos sagrados, el clero eleusino, los magistrados de Atenas, los mystes, las delegaciones extranjeras y la multitud de espectadores. El arconte-rey, en nombre del Estado, tenía la responsabilidad de la celebración pública de los Grandes Misterios; también las familias tradicionales de los Eumólpidas y de los Kérukes, especialmente ligados a las dos diosas, eran responsables ante la ciudad, que tenía el poder de reglamentar mediante decreto el detalle de las festividades.

Solamente cuando los mystes llegaban al lugar y penetraban en el recinto del santuario, se imponía el secreto y nada debía filtrarse fuera. La prohibición era tan rigurosa como para haber sido respetada a lo largo de los siglos. Pero si los misterios han conservado su secreto, hoy se pueden tener algunos datos por seguros. No había en Eleusis ninguna enseñanza, nada que se asemejara a una doctrina esotérica. El testimonio de Aristóteles es decisivo en este punto: «Aquellos que se han iniciado no deben aprender ninguna cosa que no sea sentir sus emociones y colocarse en ciertas disposiciones.» Plutarco evoca, por su parte, el estado de alma de los iniciados, que pasan de la angustia al arrobamiento. Esta conmoción interior, de orden afectivo, se obtenía mediante las drómena, cosas actuadas y mimadas, y las deiknumena, cosas mostradas, exhibidas. Se puede suponer que tenían relación con la pasión de Deméter, el descenso de Core al mundo infernal y el destino de los muertos en el Hades. Lo cierto es que, al término de la iniciación, después de la iluminación final, el fiel tenía el sentimiento de haber sido transformado interiormente. Ligado desde entonces a las diosas por una relación personal muy estrecha, en íntima connivencia y familiaridad con ellas, se convertía en un elegido, seguro de tener en esta vida y en la otra una suerte diferente de la común. «Bienaventurados —canta el Himno a Deméter— quienes han tenido la plena visión de estos misterios. El no iniciado, el profano, no conoce semejante destino después de la muerte, al ser relegado a las Tinieblas.» Sin presentar una concepción nueva del alma, sin romper con la imagen tradicional del Hades, los misterios abrían la perspectiva de continuar bajo la tierra una existencia más feliz. Este privilegio descansa en la libre elección de individuos decididos a someterse a la iniciación y a seguir el trayecto ritual en el que cada etapa marcaba un nuevo avance hacia un estado de pureza religiosa. Pero de regreso en su casa, reincorporado a sus actividades familiares, profesionales y cívicas, nada distinguía al iniciado de lo que había sido antes, ni de quienes no habían conocido la iniciación. No presentaba signo exterior alguno, ni señal de reconocimiento y tampoco observaba la menor modificación en su género de vida. El iniciado regresa a la ciudad y se reinstala en ella para hacer lo que hace todos los días, sin que nada haya cambiado en él como no sea la convicción de haber adquirido, a través de esta experiencia

religiosa, la ventaja de pertenecer al número de los elegidos después de la muerte: en las Tinieblas ahora habrá para él luz, alegría, danzas y cantos. Estas esperanzas concernientes al más allá pudieron, ciertamente, ser asimiladas, alimentadas y desarrolladas entre las sectas que utilizaron el simbolismo de los misterios, su carácter secreto y su jerarquía de grados. Mas para la ciudad que los patrocina, para los ciudadanos, iniciados o no, nada en los misterios se opone a que la religión oficial los reivindique como una parte de ella misma. DIONISOS, EL EXTRAÑO EXTRANJERO La situación del dionisismo puede parecer, a primera vista, análoga a la de los misterios. El culto implica también los teletai y las orgia, las iniciaciones y los ritos secretos que no tienen derecho a conocer quienes no han sido instruidos como bakchoi. Pero, en Atenas, las fiestas invernales de Dionisos, OschoforIas, Dionisíacas rurales, Leneas, Antesterias y Dionisíacas urbanas, no forman como en Eleusis un conjunto ordenado y replegado en sí mismo, un círculo cerrado, sino una serie discontinua repartida en el calendario al lado de fiestas de otros dioses y que depende de las mismas normas de celebración. Todas son ceremonias oficiales de carácter plenamente cívico. Algunas entrañan un elemento de secreto y requieren un personal religioso especializado, como la boda anual de la reina, esposa del arconterey, con Dionisos, al que se une durante las Antesterias en el Boucoleion. Un colegio de catorce mujeres, las gerarai, la asisten en esta función y ejecutan en el santuario de Dionisos, en Marais, los ritos secretos. Pero lo hacen «en nombre de la ciudad» y «siguiendo las tradiciones». Es el mismo pueblo, se nos ha precisado, el que ha decretado estas prescripciones y las ha hecho depositar en lugar seguro, grabadas en una estela. La boda secreta de la reina tiene entonces un valor de reconocimiento oficial por la ciudad de la divinidad de Dionisos. Consagra la unión de la comunidad cívica con el dios, su integración en el orden religioso colectivo. Las Tíadas que cada tres años acuden al Parnaso para hacer, conjuntamente con las de Delfos, de bacantes en plena montaña, actúan también en nombre de la ciudad. No

forman un grupo segregado de iniciadas, una cofradía marginal de elegidas, una secta de extraviadas. Son un colegio femenino oficial al que la ciudad confía la responsabilidad de representar a Atenas junto a las délficas en el marco del culto rendido a Dionisos en el santuario de Apolo. No consta que hayan existido en el siglo v, en el Ática ni según parece en el resto de la Grecia continental, asociaciones dionisíacas privadas que reclutaran adeptos para celebrar en la intimidad de un grupo cerrado un culto específico o una forma de convivencia puesta bajo el patronazgo del dios, como será el caso, algunos siglos más tarde, de los lobakchoi. Cuando, hacia el siglo V, la ciudad de Magnesia del Meandro quiere organizar un culto de Dionisos, funda, después de haber consultado en Delfos, tres thiases: es decir, tres colegios femeninos oficiales colocados bajo la dirección de sacerdotisas calificadas llegadas especialmente de Tebas a este efecto. ¿En qué consiste pues, en relación con los otros dioses, la originalidad de Dionisos y de su culto? El dionisismo, contrariamente a los misterios, no se sitúa junto a la religión cívica para prolongarla; expresa el reconocimiento oficial por parte de la ciudad de una religión que, en muchos aspectos, escapa a la propia ciudad, la contradice y la supera. Instala en el centro de la vida pública comportamientos religiosos que, bajo una forma alusiva, simbólica o abierta, presenta rasgos de excentricidad. Y es que, hasta en el mundo de los dioses olímpicos en el que ha sido admitido, Dionisos encarna, según la bella fórmula de Louis Gernet, la figura de lo Otro. Su papel no consiste en confirmar y confortar, sacralizándolo, el orden humano y social. Dionisos pone en entredicho este orden; lo hace estallar revelando con su presencia otro aspecto de lo sagrado, ya no regular, estable y definido, sino extraño, inasible y desconcertante. Único dios griego dotado de un poder de maya, de magia, está más allá de todas las formas, escapa a todas las definiciones, reviste todos los aspectos sin dejarse encerrar en ninguno. A la manera de un ilusionista, juega con las apariencias, mezcla las fronteras entre lo fantástico y lo real. Ubicuo, no está nunca allí donde está, sino que se halla siempre presente a la vez aquí, en otro lado

y en ninguna parte. En cuanto aparece, las categorías tajantes, los opuestos nítidos que dan al mundo coherencia y racionalidad se difuminan, se fusionan y pasan de ser unos a ser otros: en él y por él se reúnen lo masculino y lo femenino, con los que está emparentado; el cielo y la tierra, que une cuando surge, insertando lo sobrenatural en plena naturaleza, en el mismísimo centro de los hombres; lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, el más allá y este mundo. Más aún, Dionisos anula la distancia que separa a los dioses de los hombres y a los hombres de las bestias. Cuando las Ménades de su thiase, enloquecido el espíritu, se entregan al frenesí del trance, el dios toma posesión de ellas, se instala en ellas para someterlas y guiarlas a su voluntad. En el delirio y el entusiasmo, la criatura humana encarna al dios y, además, el dios, dentro del fiel, representa al hombre. Las fronteras entre ambos se mezclan y desaparecen en una proximidad en la que el hombre se encuentra desterrado de su existencia cotidiana, de su vida ordinaria, desprendido de sí mismo, transportado a un lugar lejano. Esta contigüidad que el trance establece con lo divino se repite también en una nueva familiaridad con el salvajismo animal. Lejos de su hogar doméstico, de las aldeas y de las tierras cultivadas, se descubre a las Ménades, en los montes y en los bosques, jugar con las serpientes, amamantar a animalillos como si fueran sus crías, y también perseguirlos, atacarlos, descuartizarlos (diasparagmos) y devorarlos crudos (omophagia), asimilándose así, en su conducta alimentaria, a las bestias salvajes que, contrariamente a los hombres, consumidores de pan y de carne cocida de animales domésticos ritualmente sacrificados a los dioses, se devoran entre sí lamiéndose la sangre los unos a los otros, sin regla ni ley, sin reconocer nada salvo el hambre que los mueve. El menadismo es asunto de mujeres. En su paroxismo contiene dos aspectos opuestos. A los fieles, en comunión feliz con el dios, les aporta la alegría sobrenatural de una evasión momentánea hacia el mundo de la edad de oro,

donde todas las criaturas vivientes se encuentran fraternalmente mezcladas. Mas para aquellas mujeres y ciudades que rechazan al dios y a las que él castiga a fin de someterlas, la mania desemboca en el horror y la locura de las más atroces ignominias: un retorno al caos en un mundo sin leyes en el que las mujeres rabiosas devoran las carnes de sus propios hijos, cuyos cuerpos han destrozado con sus mismas manos, como si se tratara de animales salvajes. Dios doble, que une las dos caras en su persona, tal como lo proclama en Las Bacantes, de Eurípides, Dionisos es, a la vez, «el más terrible y el más dulce». Para que se revele benéfico, en toda su dulzura, esta Potencia del desconcierto, cuya irreprimible exuberancia y cuyo dinamismo invasor parecen amenazar el equilibrio de la religión cívica, es necesario que la ciudad acoja a Dionisos, lo reconozca como suyo y le asegure un lugar en el culto público, al lado de los otros dioses. Celebrar solemnemente con la comunidad entera las fiestas de Dionisos; organizar para las mujeres una forma de trance controlado, dominado, ritualizado, en el marco de tiases oficializadas y promovidas a instituciones públicas; desarrollar para los hombres, en la alegría del cómos, por el vino y la embriaguez, el juego y la fiesta, la mascarada y el disfraz, la experiencia de un extrañamiento del curso normal de las cosas; fundar, en fin, el teatro en cuya escena toma cuerpo y se anima la ilusión, y lo ficticio se presenta como si fuera realidad: en todos los casos se trata, integrando a Dionisos en la ciudad y en su religión, de instalar al Otro, con todos los honores, en el centro del dispositivo social. Plenitud del éxtasis, del entusiasmo, de la verdadera pasión, ciertamente, pero también bienestar del vino, de la fiesta, del teatro; placeres del amor, exaltación de la vida en lo que implica de alumbramiento y de imprevisto, alegría de las máscaras y del disfraz, felicidad de lo cotidiano; Dionisos puede aportar todo esto si los hombres y las ciudades aceptan reconocerlo. Pero en ningún caso llega para anunciar una suerte mejor en el más allá. No preconiza la huida del mundo, no predica el renunciamiento ni pretende preservar las almas con un género de vida ascético para el acceso a la inmortalidad. Actúa para hacer surgir, desde la vida de este

mundo, alrededor de nosotros y en nosotros, las múltiples figuras de lo Otro. Nos abre, en esta tierra y en el mismo marco de la ciudad, el camino de una evasión hacia una desconcertante extranjería. Dionisos nos enseña y nos fuerza a convertirnos en otro distinto del que somos de ordinario. Sin duda es esta necesidad de evasión, esta nostalgia de una unión completa con lo divino lo que, más todavía que el descenso de Dionisos al mundo infernal para buscar a su madre Semele, explica que el dios haya podido encontrarse asociado, a veces muy estrechamente, a los misterios de las dos diosas eleusinas. Cuando la esposa del arconte-rey parte a celebrar sus bodas con Dionisos, es asistida por el heraldo sagrado de Eleusis, y en las Leneas, posible-mente las fiestas áticas más antiguas dedicadas a Dionisos, el portador de la antorcha de Eleusis eleva la invocación, coreada por el público: «Iacchos, hijo de Semele.» El dios está presente en Eleusis desde el siglo V. Presencia discreta y papel menor en unos lugares donde no tiene templo ni sacerdote. Interviene en la forma de Iacchos, al que está asimilado, y cuya función es presidir la procesión de Atenas a Eleusis durante los Grandes Misterios. Iacchos es la personificación del jubiloso grito ritual, lanzado por el cortejo de las mystes, en un ambiente de esperanza y de fiesta. Y en las representaciones de un más allá del cual los fieles del dios de la manía apenas parecen preocuparse en esta época (excepción hecha, tal vez, del sur de Italia, se ha podido imaginar a Iacchos conduciendo bajo tierra el coro de iniciados, como Dionisos capitanea en el mundo la thiase de sus bacantes.

E L ORFISMO. EN BUSCA DE LA UNIDAD PERDIDA

Los problemas del orfismo son de otro orden. Esta corriente religiosa, en la diversidad de sus formas, pertenece en

esencia al helenismo tardío, en el curso del cual alcanzará mayor amplitud. Pero muchos descubrimientos recientes han venido a confirmar la opinión de los historiadores convencidos de que debía hacérsele un lugar en la religión de la época clásica. Comencemos por el primer aspecto del orfismo: una tradición de textos escritos, de libros sagrados. El papiro de Dervéni, hallado en 1962 en una tumba cerca de Salónica, prueba que circulaban en el siglo v y, sin duda, a partir del siglo teogonías que pudieron conocer los filósofos presocráticos y en las que Empédocles parece haberse inspirado en parte. Un primer rasgo del orfismo aparece así desde su origen: una forma «doctrinaria» que se opone tanto a los misterios y al dionisismo como al culto oficial, para aproximarse a la filosofía. Estas teogonías las conocemos bajo múltiples versiones, pero su orientación fundamental es la misma: toman la tradición hesiódica a contrapelo. En Hesíodo, el universo divino se organiza según un progreso lineal que conduce del desorden al orden, desde un estado original de confusión indiferenciada hasta un mundo diferenciado y jerarquizado bajo la autoridad inmutable de Zeus. En los órficos sucede a la inversa: el origen, Principio, Huevo primordial o Noche, expresa la unidad perfecta, la plenitud de una totalidad cerrada. Pero el Ser se degrada a medida que la unidad se divide y se disloca para hacer aparecer formas distintas, individuos separados. A este ciclo de dispersión debe suceder un ciclo de reintegración de las partes en la unidad del Todo. La llegada de Dionisos órfico, cuyo reino representa el retorno al Uno, la reconquista de la plenitud perdida, ocurrirá en la sexta generación. Pero Dionisos no cumple su parte solamente en una teogonía que sustituye el surgimiento progresivo de un orden diferenciado por una caída en la división seguida, y como rescatada, por una reintegración en el Todo. En la narración de su desmembramiento por los Titanes que lo devoran, de su reconstrucción a partir del corazón preservado intacto, de los Titanes fulminados por Zeus, del nacimiento de la raza humana a partir de sus cenizas —relato que nos es testimoniado en la edad helenística, pero al cual parecen aludir Píndaro, Herodoto y Platón—, el mismo Dionisos asume en su persona de dios el doble ciclo de dispersión y de reunificación, en el curso de una «pasión» que compromete directamente la vida de los hombres porque fundamenta

míticamente la desgraciada condición humana, al mismo tiempo que abre a los mortales la perspectiva de la salvación. Surgida de las cenizas de los Titanes fulminados, la raza de los hombres arrastra la herencia de la culpabilidad por haber desmembrado el cuerpo del dios. Mas, purificándose de esa falta ancestral por los ritos y el género de vida órficos, absteniéndose de toda carne para evitar la impureza del sacrificio sangriento —que la ciudad santifica pero que recuerda, para los órficos, el monstruoso festín de los Titanes—, cada hombre, habiendo conservado en sí una parcela de Dionisos, puede retornar también a la unidad perdida, reunir al dios y encontrar en el más allá una vida propia de la edad de oro. Las teogonías órficas desembocan, pues, en una antropogonía y en una soteriología que le da su verdadero sentido. En la literatura sagrada de los órficos, el aspecto doctrinal no está separado de una búsqueda de salvación. La adopción de un género de vida puro, la eliminación de toda impureza y la elección de un régimen vegetariano traducen la ambición de escapar a la suerte común, a la finitud y a la muerte, de unirse totalmente a lo divino. El rechazo del sacrificio sangriento no constituye sólo una repulsa, una desviación de la práctica corriente. El vegetarismo contradice aquello mismo que el sacrificio implica: la existencia de un foso infranqueable, entre hombres y dioses, incluso en el ritual que les permite comunicarse. La búsqueda individual de la salvación se sitúa fuera de la religión cívica. Como corriente espiritual, el orfismo se presenta ajeno y extraño a la ciudad, a sus reglas y a sus valores. Pero su influencia se deja sentir en otros ámbitos. A partir del siglo v, ciertos escritos órficos parecen vincularse a Eleusis, y cualesquiera hayan sido las diferencias —o, mejor dicho, las oposiciones— entre el Dionisos del culto oficial y el de los escritos órficos, las asimilaciones se han podido producir bastante temprano. Eurípides, en su Hipólito, evoca por boca de Teseo al joven «haciendo de bacante bajo la dirección de Orfeo», y Herodoto, recordando la prohibición de hacerse amortajar con vestimentas de lana, atribuye esta prescripción «a los cultos que se llaman órficos y báquicos». Pero estas aproximaciones no son decisivas, pues el término báquico no está reservado exclusivamente a los rituales dionisíacos. El único testimonio de una interferencia directa

entre Dionisos y los órficos, al mismo tiempo que de una dimensión escatológica de Dionisos, se sitúa al mar-gen de Grecia, en las costas del mar Negro, en la Olbia del siglo v. Se han descubierto inscripciones sobre placas de hueso en las que se pueden leer, escritas una al lado de otra, las palabras Dionysios Orphikoi, y a continuación bios thanatos bios («vida muerte vida»). Pero, como se ha hecho observar, este rompecabezas es aún más enigmático que esclarecedor y, en el estado actual de la documentación, por su carácter singular testimonia más bien el particularismo de la vida religiosa en la colonia de Olbia, con su entorno escita. HUIR FUERA DEL MUNDO De hecho, el impacto del orfismo sobre la mentalidad religiosa de los griegos durante la época clásica ha afectado esencialmente a dos ámbitos. En lo que atañe a la piedad popular, ha alimentado las inquietudes y las prácticas de los «supersticiosos» obsesionados por el temor a las impurezas y a las enfermedades. Teofrasto, en su retrato del «Supersticioso», lo muestra acudiendo cada mes, con su mujer y sus hijos, a renovar su iniciación junto a los orfeotelestes, que Platón, por su parte, describe como sacerdotes mendicantes, adivinos ambulantes que sacan dinero de su pretendida competencia en materia de purificaciones e iniciaciones (katharmoi, teletai) para los vivos y para los muertos. Estos sacerdotes marginados que, caminando de ciudad en ciudad, apoyan su ciencia de los ritos secretos y de los encantamientos sobre la autoridad de los libros de Museo y de Orfeo, son fácilmente asimilados a una cuadrilla de magos y charlatanes que explotan la credulidad pública. Pero, en otro campo más intelectual, los escritos órficos están insertos, al lado de otros, en la corriente que, modificando los marcos de la experiencia religiosa, ha influido en la orientación espiritual de los griegos. La tradición órfica, como el pitagorismo, se inscribe a este respecto en la línea de estos personajes fuera de serie, excepcionales por su prestigio y sus poderes. Desde el siglo VII, en efecto, se venía recurriendo a estos «hombres divinos» para purificar las ciudades, y a veces se les ha definido como

los representantes de un «chamanismo griego». En pleno siglo V, Empédocles testimonia la vitalidad de este modelo de mago, capaz de dirigir los vientos, de rescatar a un difunto del Hades y que ya no se presenta a sí mismo como un mortal, sino como un dios. Un rasgo distintivo de estas figuras singulares que, al lado de Epiménides y Empédocles, cuentan con misioneros inspirados, más o menos míticos, como Abaris, Aristeas y Hermótimo, es que, con su disciplina de vida, sus ejercicios espirituales de control y de concentración del aliento respiratorio, sus técnicas de ascesis y de recuerdo de sus vidas anteriores, no se colocan bajo el patronazgo de Dionisos, sino de Apolo, un Apolo Hiperbóreo, señor de la inspiración extraviada y de las purificaciones. En el trance colectivo del thiase dionisíaco, es el dios quien desciende a este mundo para tomar posesión del grupo de sus fieles, cabalgarlos, hacerlos danzar y saltar a su gusto. Los posesos no se alejan de esta tierra; aquí se vuelven otros por el poder que los habita. Por el contrario, en el caso de los «hombres divinos», por diferentes que sean, es el individuo humano quien toma la iniciativa, guía la acción y pasa al otro lado. Gracias a los poderes excepcionales que ha sabido adquirir, puede dejar su cuerpo abandonado, como en estado de sueño cataléptico, viajar libremente por el otro mundo y volver a esta tierra conservando el recuerdo de todo cuanto ha visto en el más allá. Este tipo de hombres, el modo de vida que eligen, sus técnicas de éxtasis, implicaban la presencia en ellos de un elemento sobrenatural, extraño a la vida terrestre, de un ser venido de otra parte y exiliado aquí; de un alma, psyche, que ya no será, como en Homero, una sombra sin fuerza, un reflejo inconsistente, sino un daimon, un poder emparentado con lo divino e impaciente por reencontrarlo. Poseer el control y el dominio de esta psyche, aislarla del cuerpo, concentrarla en sí misma, purificarla, liberarla, alcanzar por ella el lugar celeste del cual se experimenta nostalgia: tales pudieron ser, en esta línea, el objeto y el fin de la experiencia religiosa. Sin embargo, en tanto tiempo como la ciudad ha permanecido viva, ninguna secta, ninguna práctica cultual, ningún grupo organizado ha expresado, en estricto rigor y con todas sus consecuencias, la exigencia de salida del cuerpo, de huida del

mundo, de unión íntima y personal con la divinidad. La religión griega no ha conocido el personaje del «renunciante». Es la filosofía la que ha tomado el relevo, trasponiendo a su propio registro los temas de la ascesis, de la purificación del alma, de su inmortalidad. Para el oráculo de Delfos, «Conócete a ti mismo» significó: Sabe que tú no eres dios y no cometas la falta de pretender serlo. Para el Sócrates de Platón, que hace suya la fórmula, ésta quiere decir: Conoce al dios que, en ti, es tú mismo. Esfuérzate en asemejarte en lo posible al dios.

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