VAN BREEMEN Lo Que Cuenta Es El Amor
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libro de Piet Van Breemen...
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L o q u e c u e n ta e s e l a m o r
P iet v an B re em en , sj
Piet van Breemen, sj
Freiburg ¡m Breisgau
Lo que cuenta es el amor Ejercicios espirituales en la vida
Traducción castellana:
(2.' edición)
0 2000 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 E-mail: salterrae @salte rrae. es http:/Iwww.salterrae.es
Editorial SAL TERRAE Santander Piet van Breemen, si Lo que cuenta es el amor Ejercicios espirituales en la vida (2.' edición) Editorial SAL TERRAE Santander Título del original alemán: Was zdhlt, ist Uébe. Exerzitien fúr den Alltag 0 1999 by Verlag Herder,
Ramón Ibero Iglesias
Con las debidas licencias Impreso en España. Prinfed in Spain ISBN: 84-293-1331-1 Depósito Legal: BI-2887-01 Fotocomposición: Sal Terrae - Santander Impresión y encuadernación: Grafo, S.A. - Bilbao
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Indice Prólogo. 1. «¡Comparece ante mí!» . . . . . . . . . . 2. Necesito más amor del que merezco . . . 3. El nacimiento de la libertad . . . . . . . . 4. «Ni yo mismo me entiendo». Querer el bien, hacer el mal . . . . . . 5. Todos necesitamos perdón . . . . . . . . . 6. «Yo os he elegido a vosotros para que vayáis y deis fruto». La misión 7. «Os he dado ejemplo». La eucaristía . . . 8. La consideración, fundamento del amor al prójimo . . . . 9. El respeto, núcleo del amor al prójimo . . 10. «Padre, perdónalos ... » . . . . . . . . . . . 11. La cruz de la vida . . . . . . . . . . . . . 12. El Resucitado . . . . . . . . . . . . . . .
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Prólogo Muchos buscan el punto central a partir del cual el ser humano pueda realizarse de una manera auténtica y total, El acceso racional a la realidad es considerado en todo momento insuficiente. Para que la vida tenga verdaderamente sentido y alcance su plenitud, tiene que haber algo más. Algunos emplean mucho tiempo, muchas energías y también mucho dinero en esta búsqueda. A menudo no sólo no eluden las vías y las fuentes exóticas, sino que incluso se sienten fuertemente atraídos por ellas. Con frecuencia se ignora la riqueza de la espiritualidad cristiana y de su ayuda en la vida. ¿Es tal vez porque el camino espiritual del cristianismo resulta demasiado exigente, reclama la implicación de todo el ser humano y es un camino auténtico que hay que recorrer de una manera consecuente? Y, no obstante, todo aquel que busca de verdad quiere encontrar una orientación y un sentido que le sirvan para toda la vida, no sólo para el momento presente. Aunque a menudo los cristianos estan muy lejos de alcanzar sus ideales, en todo momento y en muchos lugares hay personas que, partiendo de la fe cristiana, de la visión cristiana del amor, de la misericordia, de la confianza y de la reconciliación, viven su vida de una manera auténtica y plena, como Jesús la vivió y la prometió a los hombres. Como cristiano, me duele que no consigamos percibir debidamente este tesoro vivificador como tal y que tampoco sepamos ponerlo al alcance de otros. 1 En 1998 dirigí unos ejercicios espirituales para las benedictinas de la abadía de Santa Hildegarda en Eibingen. Con este libro desearía poner a disposición de las personas implicadas en la búsqueda religiosa los temas de dichos ejercicios referentes a la vida y a la fe. Mi deseo es, de una parte, traducir en palabras salidas del corazón la profundidad y la autenticidad de la experiencia cristiana y, de otra, exponerlas de manera que ni siquiera las personas ajenas a todo lo relacionado con la Iglesia tengan la sensación de que han sido engañadas. Un encuentro en el camino: así entiendo yo este libro; nada más y nada menos. A quien se sienta familiarizado con este tipo de lecturas le ruego que acepte, a título de inventario, lo que ocasionalmente le resulte conocido, o que medite de nuevo en ello. Quien haya leído mis libros descubrirá algunas ideas contenidas en ellos, sólo que aquí las verá formuladas de otra manera. Lo que se dice en estas páginas está pensado y dicho desde la convicción de que Dios nos ama incondicionalmente tal como somos y nos estimula a ser lo que podemos ser. Quien crea que este Dios es u¡i Dios de muertos, no de vivos, hará bien en 4
pensar que está equivocado; esto es justamente lo que Jesús dijo a los saduceos (véase Marcos 12,27). Estos doce capítulos han sido escritos con la esperanza de que ayuden a muchas personas a acercarse a la fuente de la vida. PIET VAN BREEMEN, SJ Aquisgrán, Navidad de 1998
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«Comparece ante mi» DIOS BUSCA A LOS HOMBRES Si tomamos en las manos este libro, es porque buscamos a Dios. Pero él nos busca y nos ama mucho más y mucho más profundamente; de lo contrario, no existiríamos. En la carta apostólica Tertio Millenio Adveniente, redactada con motivo del paso del segundo al tercer milenio, Juan Pablo ii subraya una y otra vez: Dios busca a los hombres. Esta idea recorre su escrito como un hilo conductor. En todas las grandes religiones encontramos el leitmotiv: el hombre en busca de Dios. En cambio, en el cristianismo la búsqueda del hombre por parte de Dios adquiere una consistencia imposible de superar, pues la palabra de Dios se ha hecho hombre. Este anhelo de Dios en pos del hombre recorre toda la Biblia. En Oseas 2,16 encontramos un bello texto, un texto dirigido a Israel. Si nosotros, en cuanto cristianos, tomamos las Sagradas Escrituras como fuente de la oración, entonces es válido el principio de que lo que se dice en el Antiguo Testamento a Israel o a Judá, a Jerusalén o a Sión, también es válido hoy para nosotros. Lo puedo oír como dirigido personalmente a mí. Con ello se ensancha aún más el sentido de las Sagradas Escrituras, se hace actual. En Oseas, Dios habla a Israel y le dice: «Por eso voy a seducirla; voy a llevarla el desierto y le hablaré al corazón». «Hablarle al corazón» es justamente lo que hace un muchacho cuando se dirige a la joven de sus sueños. Imagina todas las argucias posibles e incluso algunas imposibles para atraer su atencion y conseguir su simpatía y su amor. Exactamente así se muestra ahora Dios. Nos lleva hasta el desierto y habla a nuestro corazón. Nuestro amor significa mucho para él. De manera análoga, en el Cantar de los Cantares 7,11 se nos dice: «Yo soy para mi amado, objeto de su deseo». ¡Yo soy objeto del deseo de Dios! Podríamos pasar días enteros meditando en estas palabras. Y, como queda dicho, esto es rigurosamente bíblico. «Tú, Dios anhelante en tu deseo», ha escrito Matilde de Magdeburgo. Quien comienza unos ejercicios espirituales en sentido clásico, o los llamados ejercicios espirituales en la vida ordinaria, toma una decisión en favor de Dios, pues de lo contrario no los empezaría. No obstante, en el curso de los ejercicios o de las horas de meditación se le mostrarán una vez más, aún con más profundidad y claridad, las consecuencias de esta decisión. Así pues, aquí se trata de decidirse de nuevo en favor de Dios, de dirigirse a él constantemente de nuevo, de entregarse a él. Esto proporciona sorpresas que encuentran expresion en oraciones como ésta: «Señor, me asombra tu deseo de tener mi compañía, de elegirme como interlocutor, de tener contacto conmigo. Me asombra ser objeto de tu amor. Ya había perdido la esperanza de que alguien me hablara así, y ahora me eliges y me dices que no te soy indiferente. Asombrado, me vivo a mí mismo de otra manera a causa de tu elección. Aprendo a valorarme de nuevo. Cuando me miro con tus ojos, empiezo a ver mi innegable valor». En el capítulo 34 del Éxodo se narra un singular encuentro de Moisés y Dios en el monte Sinaí. No era el primero de esta naturaleza (véase Ex 24). Llevado por la ira al ver que su pueblo adoraba al becerro de oro, Moises rompió las tablas de la alianza que había recibido de 6
Dios. Ahora bien, en Éxodo 34,1 leemos: «Yahvé dijo a Moisés ... ». Dios toma la iniciativa. No abandona a Moisés en su decepción por el comportamiento insistentemente veleidoso de su pueblo, sino que se interesa por él, lo llama. De la misma manera que, tras el pecado original, tiende la mano a Adán y le dice: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9). Cuando Adán se esconde, Dios toma de nuevo la iniciativa para establecer contacto con él; no deja que se consuma en su culpa y en su vergüenza. Así ocurre también en los ejercicios espirituales y en todas nuestras prácticas diarias: Dios toma la iniciativa. Me llama para vivir una experiencia liberadora. Aunque yo haya elegido y planificado los momentos de meditación, de oración, de silencio, él ha incidido personalmente en mi iniciativa y a través de ella. Dios me busca, desea este encuentro. LO ESENCIAL LO HACE DIOS Dios da a Moisés el encargo de tallar dos tablas de piedra, sobre las cuales escribirá las palabras que figuraban en las primeras. Aquí veo un segundo paralelismo con aquel que en su vida diaria se procura espacios y momentos para dedicárselos a Dios. Realiza preparativos y se abre hacia el interior de su vida. Pero lo importante lo hace Dios. Los ejercicios espirituales exigen que la persona se implique, pero lo esencial lo realiza Dios. Esto es muy tranquilizador, pues la fe y su práctica no son algo que exija un rendimiento y unos esfuerzos gigantescos, sino, por encima de todo, una actitud de dejar que ocurra, de estar abierto, de receptividad. Los ejercicios espirituales según Ignacio de Loyola son «el misterio de la acción de Dios en el ser humano». La más importante condición para ello es que la persona deje realmente vía libre a Dios, a fin de que pueda actuar. Estoy convencido de que si los ejercicios espirituales u otras prácticas análogas, si las oraciones y las meditaciones dan poco fruto, en la mayoría de los casos es porque la persona ha hecho demasiado. Este «dernasiado» puede producirse de dos maneras. Puede ser que yo intente, por así decirlo, fórzar una experiencia de Dios convulsivamente, casi con violencia. Entonces, realmente hago demasiado y bloqueo la acción de Dios. La otra manera de hacer demasiado, y de reducir con ello el fruto de los ejercicios espirituales, se produce cuando intento meter en ellos todo lo que considero que aún debo resolver y para lo que aún no he tenido tiempo. Ésta es, en mi opinión, una buena oportunidad; ahora, finalmente, puedo hacer lo que tenía pendiente. En primer lugar, no hay que empeñarse en lograr que el tiempo de los ejercicios espirituales sea «productivo». Semejante exigencia es una tentación. «Quien pierda su alma la encontrara», dice Jesús. 0 más exactamente: «Quien pierda su alma por mí, la encontrará». De forma análoga podríamos decir: quien consuma su tiempo por mí verá que precisamente ese tiempo va a ser el más valioso. Pero tengo que consumirlo realmente por él y resistir a la tentación de querer hacerlo productivo sea como sea. En la antigua alianza, Dios escribe en tablas de piedra. Pero ya en Jeremías 31,33 se anuncia la nueva alianza, de acuerdo con la cual Dios ya no escribe en tablas de piedra, sino en el corazón de las personas. «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días -oráculo de Yahvé-: pondré mi Ley en su interior y escribiré en sus corazones, y yo sere su Dios y ellos serán mi pueblo». Pablo recoge esta imagen en el capítulo 3 de la Segunda Carta a los Corintios, donde llama a la comunidad, y con ella también a nosotros, «carta de Cristo», « ... escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (3,3). Así pues, no tenemos que tallar y tener a punto tablas de piedra, cosa que, 7
por lo demás, sería un tanto complicado. En lugar de ello, lo que tenemos que hacer es tener a punto nuestro corazón. No obstante, esto podría ser mucho más difícil: abrir mi corazón y mantenerlo en calma para que Dios pueda escribir en él sus palabras, su mensaje. Abrir mi corazón. Orar significa siempre comparecer ante Dios con el corazón abierto y con las manos abiertas. MANOS ABIERTAS Me gusta la imagen de las manos abiertas. En el transcurso de años o de décadas, todos hemos reunido muchas cosas, tal vez con un gran esfuerzo, y ahora las tenemos en nuestras manos como una propiedad que hay que conservar. Me refiero a todas esas cosas materiales que hacen la vida un poco más agradable, cómoda y moderna. Pero a ellas hay que añadir asimismo pensamientos y opiniones, convicciones e ideas que han nacido en mí mismo, o que he tomado de otros, principios que he hecho míos; e igualmente relaciones que significan mucho para mí. También mi trabajo, mi agenda, mi calendario, mi posición y mi reputación, mi influencia y otras muchas cosas. A todas ellas me aferro con fuerza. No me desprendo de ellas sin más. Aquí nadie debe meter la mano, pues me ha costado mucho trabajo reunir lo que tengo. Pero, si ahora me pongo a orar, la mano cede. No tengo que vaciarla. Se trata más bien de abrir las manos y comparecer ante Dios con las manos abiertas, mostrárselo todo y tener un poco de paciencia, pues Dios tiene mucha paciencia. Al cabo de algún tiempo, Dios se acerca y mira todo lo que tengo; después me mira y dice: «Hombre, tienes muchas cosas». «Sí», contesto yo, «es cierto, tengo muchas cosas, probablemente muchas más de las que creo». Cuando Dios me lo dice, me doy cuenta de que es verdad, de que tengo muchas cosas, tal vez demasiadas. Entonces él me mira fijamente y me pregunta: «¿Estás de acuerdo en que te coja una cosa?». No tengas miedo, Dios es un señor y no lo toma todo. De eso puedes estar seguro. Por otra parte, sabe elegir muy bien, pues tiene una gran sensibilidad. Me pregunta: «¿Estás de acuerdo en que te coja una cosa?». La respuesta tiene que ver con la actitud básica de la oración: «¡Sí, estoy de acuerdo! Nadie más debe tocar lo mío, pero tú sí. Si quieres, puedes tomarla». Y entonces Dios la toma con mi permiso. Permanezco sentado. Al cabo de un tiempo -impreciso-, viene de nuevo junto a mí, tal vez me pongo un poco nervioso, y me pregunta: «¿Estás de acuerdo en que te regale algo?». Pues Dios no sólo quita, sino que también da. Y, una vez más, la respuesta tiene que ver con la actitud básica de la oración: «¡Sí, estoy de acuerdo!». Si falta esa actitud básica, no puedo orar, pues entonces mi relación con Dios se convierte en una especie de juego del escondite. Camino un buen trecho en dirección a él, pero, tan pronto como me acerco, retrocedo por miedo: miedo a que quiera quitarme algo. Dicho de manera más sencilla: la condición básica de la oración es mi deseo de que Dios sea Dios. Si no tengo ese deseo, ¿cómo puedo orar? La oración es entonces desde el principio una caricatura. Tagore lo dijo con toda claridad: «Mi corazón está oprimido por el peso de sus riquezas, que él no te ha dado». Aquello que me separa de Dios pesa sobre mí. Y ahora -creo- sería un error que empezaras a pensar: «Entonces, ¿me lo puede quitar todo?». No lo hagas, seguirías un camino equivocado, pues en ese supuesto podrías imaginar miles de cosas y, aun así, no darías con la que él quiere. ¡Dios es muy original, muy ingenioso! Y lo que es más importante: ésa no es la dirección en la que tienes que mirar. En otras palabras: no debo mirar mis manos y ver lo que hay en ellas. No se trata de eso. Debo mirarle y confiar en él. Si quiere tomar algo de mis manos, es siempre para mi bien. De lo contrario, 8
nunca lo haría. El me ama más que yo a mí mismo. No tengo por qué tenerle miedo. Si quieres tener miedo, tenlo de ti mismo; hay Inotivos para ello. Pero de Dios no debes tener miedo. Esta es la actitud básica de la oración: confianza en que Dios me ama, me busca, quiere mi realización. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10); esto es lo que quiere. Por consiguiente, lo que hace falta es franqueza con Dios, franqueza basada en la confianza. Agustín dice en un sermón: «La palabra de Dios es enemiga de tu voluntad hasta que se convierte en promotora de tu salvación. Mientras seas tu propio enemigo, la palabra de Dios también será enemiga tuya. Procura ser tu propio amigo, y la palabra de Dios estará en armonía contigo». No tengo por qué tener miedo. Orar significa abrirme ante Dios, estar dispuesto a que Dios penetre cada vez más en mi vida. A decir verdad, lo que acabamos de leer no es del todo exacto, pues él está siempre presente. Ruysbroek dice: «Dios es aquel que viene a ti de dentro afuera». Esto significa que Dios está más cerca de mí que yo de mí mismo. Es también más leal conmigo que yo conmigo niÍsmo. En ocasiones yo no soy leal conmigo mismo, no soy auténtico, no soy verdadero. Él es siempre leal conmigo, siempre. «Temprano, temprano despierta mi oído para escuchar, igual que los discípulos» (ls 50,4). Todos podemos escuchar como un maestro: el maestro sabe y, cuando escucha, lo hace para ver si los alumnos han comprendido lo que les ha dicho. Así escucha un maestro. Este modo de escuchar se tiene que dar, y se da de hecho, por ejemplo, en la escuela. En cambio, en la oración debo escuchar a Dios como un discípulo, o sea, como alguien que aún tiene que aprender, como alguien que aún no lo sabe todo.
MÁS QUE CARGAR PILAS Tal vez pienses: «¿Ejercicios espirituales? No están mal. Con ellos te libras de una gran cantidad de trabajo, no de todo el trabajo, pero sí de mucho. Y además puedes cargar baterías para todo un año». No me gusta la expresión «cargar baterías». Ciertamente es bueno cargar baterías para todo un año, pero no basta. Creo que Dios se merece algo más. Quien piensa así tiene una idea muy pobre de Dios. En diversas ocasiones he visto cómo alguien recibía una segunda llamada. En la historia de la espiritualidad se llama así: la segunda llamada, o la tercera, o la cuarta. En este punto no hay que ser mezquino. Pienso que el ejemplo más conocido es el de la gran Teresa de Jesús. Después de pasar diecinueve años en un convento carmelita -el convento no era ni malo ni especialmente bueno, y en él no había llevado una vida ni mala ni especialmente buena -, oyó esta segunda llamada, y nació la santa. Gertrudis de Helfta nos proporciona otro ejemplo. Puede decir el momento exacto y el lugar concreto del dormitorio en que una noche, después de completas, fue liberada de un ídolo. El ídolo era un amor más bien excesivo a la ciencia. Gertrudis abrió las manos, y el amor de Dios la embargó. En ese momento nació la santa. Puede ocurrir que una persona sea señalada por Dios y experimente una segunda o una tercera llamada. No descartes esta posibilidad. Aquel que se limita a «cargar las baterías» puede perder una preciosa oportunidad. Deus semper maior: Dios es siempre mas grande, más grande de lo que podemos imaginar. Y por grande que yo piense que es, aún lo es más. 9
ESPERAR. PACIENCIA. PERSEVERAR «Prepárate para mañana; sube temprano al monte Sinaí y aguárdame allí en la cumbre del monte» (Ex 34,2). Aguárdame allí. Tal vez orar y meditar no significa tanto buscar a Dios, pues podría entenderse en sentido demasiado activo, como esperar, despegarse, soportar la propia impotencia, resistir. Esperar a alguien es una manera muy auténtica de honrarle, tal vez más auténtica que muchas de las palabras que pronunciamos; y posiblemente también más auténtica que algunos de los regalos que hacemos. Cuando espero, persisto en mi impotencia. Pero no es fácil. Dios no se deja conquistar. Acude, sí, pero cuando quiere. De ahí sus palabras: «¡Aguárdame allí!». «Que nadie suba contigo, ni aparezca nadie en todo el monte. Que ni siquiera las ovejas o las vacas pasten en el monte». Dios quiere a Moisés totalmente para él. Es en verdad un Dios celoso, en su gran amor. «Yahvé descendió en una nube y se detuvo allí junto a él. Moisés invocó el nombre de Yahvé». Dios se da a conocen Éste es el verdadero misterio del encuentro: que en cierto modo se nos muestra. Eso es lo que podemos conseguir. Y no hay nada que pueda sustituir a la experiencia del encuentro con Dios. Los Padres del desierto comparan la oración con varios perros que persiguen a una liebre. El perro que la ha visto empieza a ladrar con todas sus fuerzas y sale corriendo detrás de ella. Otros perros oyen sus ladridos y lo siguen. Pero antes o después llega un momento en que se detienen todos los perros que han oído únicamente los ladridos. Sólo siguen corriendo los que realmente han visto la liebre. Éste es un buen símil de la oración. El que ora porque ha oído ladrar, pero no ha visto nada, no aguanta. Este relato ilustra la penosa situación de muchas, personas que buscan. Viven exclusivamente de ladridos provocados por otros ladridos, provocados a su vez por otros ladridos. A la larga, esto no es suficiente. Son personas que buscan a Dios, que buscan el sentido y la plenitud de la vida, pero sólo oyen a alguien que ha oído que alguien ha oído'... Naturalmente, yo no puedo provocar la experiencia inmediata de Dios; me tiene que ser dada. Pero si me mantengo a la espera, el Señor vendrá y se me dará a conocer. «Dime en la plenitud de tus misericordias, mi Señor y mi Dios, qué eres para mí. Di a mi alma: Soy tu salvación. Dilo, que yo lo oiga». Rezar, meditar, ejercicios espirituales, ejercicios espirituales en la vida diaria: oír la palabra de Dios para que nos llene. En hebreo se mencionan trece propiedades de Dios. De ellas, doce describen su misericordia y una su justicia. Así es nuestro Dios. «Al instante, Moisés se inclinó a tierra y se postró». Desde entonces, todos hemos aprendido a hacer que el cuerpo también participe en nuestra oración, a buscar a Dios con cuerpo y alma. En realidad, el cuerpo desempeña aquí un papel decisivo. Una espiritualidad puramente mental, distanciada, es una verdad a medias, un acto religioso a medias. MIS EE SON BENEFICIOSOS PARA OTROS Para terminar, he aquí un último versículo (10): «Él respondió: Yo voy a hacer una alianza». Aquí veo otro paralelismo con los ejercicios espirituales y prácticas afines. De una parte, Moisés tiene que aguardar, completamente solo, allí arriba y permanecer en estricta soledad y calma. De otra parte, en este monte se va a sellar la alianza. Y la alianza no tiene lugar entre Dios y Moisés, sino entre Dios y el pueblo. En la soledad del monte en el que se encuentra Moisés ocurre algo importante para todo el pueblo. Esto también es válido para los ejercicios espirituales. Los hacemos solos, en la calma, en la soledad. Pero -y esto puede ser un 10
consuelo en momentos difíciles- son beneficiosos para muchas personas. Es cierto que oro, medito y aguardo en solitario; pero el hecho de escuchar, de estar presente, de comparecer, también será beneficioso para otras personas; en primer lugar, para las que viven conmigo, pero también para otras que se hallan lejos. El fruto, el efecto y la eficacia pueden ser mucho mayores de lo que yo puedo ver. Señor, Padre nuestro, sólo tú sabes cómo nuestra vida puede alcanzar su meta. Ayúdanos en la paz de tu presencia a comprender el misterio: cómo en el encuentro contigo, cómo en tu presencia y en tu palabra algunas personas se han reconocido hechas a tu imagen y semejanza. Ayúdanosa abandonar lo que nos impide encontrarte y a dejamos aprehender por tu palabra. Ayúdanos a aceptar lo que en nosotros quiere ser un ser humano según la imagen y semejanza que tú te has hecho de nosotros'. 3. Peter KOSTER y Herman ANDRIESSEN, Sein Leben ordnen, Freiburg ¡m Brei sgau 199 1, p. 3 1. 2 Necesito más amor del que merezco Cuando leía a Júrg Splett, descubrí esta escueta frase entre otras decididamente complicadas: «Toda persona necesita más amor del que merece». Es una frase sencilla, sin regusto religioso; y, aun así, es realmente profunda. Tan pronto como la oímos, nos vienen a la memoria las imágenes de personas que la confirman, personas que necesitan más amor del que merecen. Tal vez hayas pensado en vagabundos, en ancianos recluidos en asilos, en drogadictos... Pero no necesitas salir de tu entorno para encontrar casos que confirman esta frase. En tu misma comunidad, en tu proximidad más inmediata, puedes encontrar a personas que necesitan más amor del que merecen. Si meditamos en ello, puede ser que en nosotros surja algo del espíritu que inspiró el sermón de la montaña, esa ternura que toda comunidad necesita. Pero uno también puede aplicarse la frase a sí mismo. Éste es también mi caso. Tal vez sea beneficioso que empiece a pensar que soy alguien que necesita más amor del que merece. Este enfoque es, de hecho, la base del primero. Sólo si sé amarme a mí mismo puedo dar amor a otros. Vamos a aplicamos esta frase a nosotros personalmente. Yo soy una persona que necesita más amor del que merece. La frase contiene dos ideas: en primer lugar, necesito amor; y, en segundo lugar, necesito más amor del que merezco. ¡Necesito amor! Toda persona tiene en sí muchas posibilidades, muchos talentos. La naturaleza no es mezquina o ruin a la hora de esparcir nuevos gérmenes de vida, sino, por el contrario, muy generosa. Exactamente igual ocurre con Dios: no escatima a la hora de regalar talentos a las personas, de modo que podemos decir: cada persona tiene muchos talentos; basta con que demos a la palabra «talento» un sentido suficientemente amplio. Podemos pensar, pgr ejemplo, en la inteligencia y sus múltiples facultades. Esta es ciertamente una importante forma de talento, pero hay otras muchas. También están los talentos del corazón, que a la larga son más importantes. Créeme: ¡mucho más importantes! Están también los talentos de las manos; hay personas que tienen manos de plata; lo saben 11
hacer todo. Esto también es un talento. En realidad, si damos un sentido suficientemente amplio a la palabra «talento», podemos decir: toda persona reúne en sí muchos talentos. Pero con las personas ocurre como con la naturaleza: esos talentos necesitan un clima adecuado para poder desarrollarse. Si el tiempo es frío y duro, los capullos permanecen cerrados, pues abrirse sería demasiado arriesgado. Sin embargo, cuando llega la primavera y empieza a hacer un poco de calor, se abren y exhiben una gran abundancia de flores y hojas, una gran belleza que se despliega. Exactamente lo mismo podemos ver en los seres humanos, en nosotros mismos, ¡exactamente lo mismo! Mientras la atmósfera en que vivimos es fría y abundan las heladas, no nos atrevemos a abrimos de verdad. Entonces nuestros talentos permanecen ocultos y escondidos. Un viernes por la tarde tuve que ir a un supermercado a comprar unas cosillas. Todas las cajas estaban ya cerradas, menos una. Ante ésta se había formado una cola considerable; la gente, y yo también, estaba un poco ¡inpaciente e incluso molesta porque todas las demas cajas estaban cerradas, a pesar de que aún no era la hora de cierre. Entonces vi que los que estaban en los primeros puestos de la cola sonreían. Pensé que lo hacían porque a les, llegaba el turno, y efectivamente éste era un motivo Pero cuando me tocó a mí, descubrí que además había otro. La cajera -a todas luces una señam inteligente- había recortado, de una caja de bombo^ m trozo de cartón en el que se podía leer «Hemos ~ hechos con arnw por favor, trátenos también así». y lo había colocado delante de ella. Evidentemente, los pmsentes vieron que laseñora tenía razón, lo que decía era verdad. Todos sonrieron, y ella, con su sencillo mensaje escrito en un trozo de cartón, cambió la atmósfera. Un mensaje así necesitamos constantemente. Eugen Biser, en un conocido estudio, reduce «los problemas básicos de la humanidad en el día de hoy» a tres: «exigencia excesiva, soledad y angustia». A ellos me gustaría añadir un cuarto: violencia. La violencia desempeña un papel sumamente destructivo en el mundo actual. Sin duda, podemos debatir si es o no posible incluir la violencia en los tres problemas básicos mencionados por Biser, pero yo prefiero mencionarla aparte. En cualquier caso, en un mundo en el que estos tres o cuatro problemas básicos dominan el clima general, necesitamos el mensaje de la cajera para tener una atmósfera más relajada, más distendida, más cálida. jesús dice: «La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos» (Jia 15,8). Dios espera, pues, grandes cosas de nosotros. Nuestra vida debe representar realmente algo. Tiene que dar fruto; y no un poco, sino mucho. Ésta es la idea que Dios tiene de nosotros. Así será glorificado. Luego, en el versículo siguiente, Jesús explica el secreto de este modo de dar fruto: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor». Ahí está el secreto de nuestra fertilidad: permanecer en el amor de Dios. Así floreceremos, y nuestra vida dará abundante fruto. Jesús dice: «Permaneced en mi amor», y no: pensad ocasionalmente en mí, o acercaos de vez en cuando, sino exactamente: ¡permaneced en mi amor! En mi amor debes ver tu persistencia. Entonces tu vida se desarrollará hasta convertirse en una vida en plenitud. Angelus Silesius dice en su peculiar estilo: «Ni aquí ni allí hay algo más bello que yo, pues Dios, la belleza misma, se ha prendado de mí». «Permanecer en mi amor» significa saber que, a los ojos de Dios, yo soy valiosísimo. 0, dicho con palabras del profeta Oseas, Dios me «habla al corazón», tiene un gran interés en conseguir mi amor. 12
A decir verdad, el pensamiento que Angelus Silesius expresa en su personalísimo lenguaje es mucho más antiguo. Un dicho judío recomienda: «No te tengas en poca estima, pues Dios no te tiene en poca estima». Si Dios no me tiene en poca estima, yo no tengo derecho a tenerme en poca estima, pues, si lo hago, en el fondo ofendo a Dios. Entonces no estoy en armonía con él, no pienso al unísono con él; entonces algo no cuadra. «No te tengas en poca estima, pues Dios no te tiene en poca estima». Yo necesito amor, pero -y aquí empieza lo realmente intrigante- más del que merezco. Mis propias acciones no son suficientes. Vivimos en una sociedad en la que todo está dominado por el rendimiento. Si el conjunto de mi rendimiento no es suficiente, surge un problema serio.
Yo necesito más amor del que merezco. Por lo tanto, ese más que necesito sólo me puede ser dado. Y a esto lo llamamos «misericordia». Ese «más», tal vez lo específico, lo esencial, me es dado a cambio de nada, graciosamente. Tal vez aún más determinante es que yo acepte ese «más» que se me ofrece; pues si se me da algo y no lo acepto, el anhelo y la carencia seguirán siendo mis persistentes compañeros. Sí, también hay que aceptar lo que se nos da. Sospecho que ahí, en aceptar, está el mayor escollo. ¿No hemos oído desde niños que hay más gozo en dar que en recibir? Como es sabido, los seres humanos entienden el amor de muchas y muy diferentes maneras. Está, por ejemplo, la variante romántica, marcada por el sentimiento. A otros les interesa sobre todo el amor corporal. Hay también quienes están convencidos de que el único amor verdadero es el amor al prójimo totalmente desinteresado. Algunos buscan el amor puramente sobrenatural, por lo que se mantienen lejos de las personas y miran únicamente al cielo. El amor no sólo conoce muchas interpretaciones, sino que también presenta muchas formas. Está el amor entre hombre y mujer en el matrimonio, o el amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres. También está el amor en una orden religiosa. Jean Vanier, fundador de la comunidad de El Arca, decía: «Amor es revelar a otro su propia belleza». Hacer ver a otro cuán ' bello es, eso es amor. Y para eso el otro me necesita. El solo no puede descubrirlo. Es algo que no se ve en el espejo, sino que tiene que mostrártelo otro ser humano. Vanier capta algo de la esencia del amor cuando habla de revelar a otro su propia belleza. La fe tiene que ver, más que con cualquier otra cosa, con el amor. La fe posee muchos aspectos. Tiene que ver con la psicología: mi biografía, las características que determinan mi personalidad, determinan también mi fe. La fe tiene que ver con la sociología: yo no puedo creer en solitario, sino en una comunidad, mediante el encuentro y el intercambio activo. La fe también tiene que ver con la línea de la Iglesia. Esto es lo que recogen los medios de comunicación de masas, aunque en la mayoría de los casos sólo hablan o escriben de los aspectos externos de la fe. Juan, en su Primera Carta, define el núcleo del amor: «Y nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene» (3,16). ¡Creemos en el amor que Dios nos tiene! Ése es el núcleo: el amor que Dios nos tiene, un amor absolutamente personal, no abstracto, en general, sino el amor que Dios nos tiene y que me tiene, tal como soy. No es fácil creerlo. He conocido a personas -ciertamente eran casos extremos- que me decían con rabia y con ira: «Creo que en verdad Dios ama a todos los seres humanos. ¡Pero a mí, no!». Y enseguida 13
insistían: «¡Pero a mí, no! ¡Cállese! ¡Yo soy un caso aparte! Si conociera usted la historia de mi vida, me entendería; pero eso no se lo puedo explicar ahora». ¡Pero a mí, no! Estas personas hablan así de su angustiosa situacion y de sus penas, y dicen que no pueden creer, pues la fe es siempre personal, profundamente personal. Si yo no sé que Dios me ama a mí personalmente, (aún) no me ha sido concedida la gracia de la fe, o la he perdido. Es mucho más difícil de lo que parece creer realmente, con la cabeza y con el corazón, que el ser humano es amado incondicionalmente por Dios en toda la realidad concreta de su persona. Recientemente he leído en un libro francés sobre los Salmos: la fe es «la certitude tremblante de l'arnour», que podemos traducir así: la fe es la certeza temblorosa del amor. Fe significa certeza del amor. Pero ésta es una certeza temblorosa, me hace temblar; no es en modo alguno evidente. «Tremblante Windignité, d'émotion et d*étonnement», temblorosa de indignidad, de emoción y de asombro. Tal vez esta reacción se dé en todas las personas: no es verdad, no puede ser verdad. Que Dios me ama es algo demasiado heri-noso para que sea verdad. Por eso tiemblo de indignidad, pero también tiemblo de emoción: ¡si fuera verdad ... ! Si realmente lo creo, lo acepto y lo tomo en serio, empiezo a temblar, a temblar de asombro: ¿es posible ... ? Esto es fe. Dios me ha amado en mi existencia y, a decir verdad, no sólo en el pasado, en mi nacimiento, sino que lo hace cada día y cada instante: me ama en mi existencia. Durante toda una década he estado luchando con un problema pastoral que todavía sigo sin resolver -aunque algo sí he logrado avanzar-, y ha sido en relación con lo que acabo de decir sobre esas personas que no creen o rechazan con violencia la idea de que Dios también las ama. He conocido a personas que tuvieron una juventud difícil, que en su casa recibieron poco calor, poco cariño, o que de niños tuvieron la sensación de que siempre se les exigía demasiado, que se lo tenían que ganar todo con buenas notas y buen comportamiento, pues, tan pronto como algo de esto fallaba, desaparecía inexorablemente el amor. Pero aún hay cosas peores: personas que en su infancia fueron maltratadas por sus familiares, tal vez por sus padres. A estas personas les resulta muy difícil creer en el amor de Dios. Para ellas ese amor no es algo evidente, sino que choca con un muro: no puede ser verdad, no es cierto, no concuerda con lo que he conocido en mi vida... ¿Cómo puedo llevar a estas personas la buena nueva? La solución avanza sólo paso a paso. En teología, sobre todo en la protestante (por ejemplo, la de Karl Barth y la de Dietrich Bonhoeffer), hay una corriente que insiste con fuerza en la idea de que Dios es el totalmente otro. Esta tendencia teológica tiene una larguísima tradición que se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Conocida con el nombre de teología negativa o apofática, parte del hecho de que con nuestras experiencias y nuestros conceptos los seres humanos nunca podemos hablar adecuadamente de Dios. Los místicos han demostrado una y otra vez, a través de sus vivencias, que Dios es completamente diferente. Lo dicho es válido, sobre todo, referido a su amor. Precisamente en su amor, Dios es el totalmente otro. Su amor es completamente diferente del amor humano que nosotros hemos experimentado. Para creer realmente en el amor de Dios tengo que dar un salto -digámoslo con una imagen plástica-, un salto de mi experiencia del amor humano al amor de Dios, que es algo completamente diferente. La imagen del salto en la fe es sólo eso, una imagen, por lo que también tiene sus limitaciones. Una de ellas la puedo exponer inmediatamente: la imagen del 14
salto en la fe produce la impresión de que, tan pronto como alguien da el salto, ya está al otro lado. No es así; la cosa no es tan fácil. En realidad, hay que dar el salto una y otra vez. La fe necesita este salto, pues el amor de Dios es completamente diferente. Alguien a quien le ha ido mal en su juventud, en sus experiencias con el amor o, mejor dicho, en sus carencias de amor, necesita mucha fuerza para dar ese salto. Alguien a quien le ha ido bien en la vida, que vivió una vida familiar armoniosa, que tuvo una juventud feliz, también tiene que dar ese salto. Y precisamente esta persona podría tener la tentación de no darlo y pensar: el amor de Dios es algo así como lo que teníamos en casa, sólo que más hermoso. Quien así piensa no tiene fe, entendida esta palabra en todo su sentido. Lo suyo es una ideología. Todos tienen que dar el salto. Y no sé para quién es más fácil. Seguimos con la imagen del salto: los dos trampolines -y aquí recurro defiberadamente a una simplificación polarizada- presentan díficultades totalmente propias, específicas. A uno de los saltadores la palabra «amor» no le dice apenas nada, pero al mismo tiempo desea e intuye que en la vida tiene que haber algo que proporcione una satisfacción mayor y tenga más sentido que todo lo que ha conocido hasta ahora. El otro tiene muchas cosas por las que estar agradecido, pero es impulsado a dar el salto y a no quedarse donde está. Para cada persona es una gracia el que este salto se vea coronado por el éxito, una gracia de la fe. La teología clásica siempre ha enseñado que hay virtudes --como, por ejemplo, la paciencia- que uno adquiere y que ha de ejercitar una y otra vez con esfuerzo y constancia. Pero también hay virtudes infusas, como la fe, la esperanza y el amor, que no se pueden adquirir. Son tan elevadas o tan amplias y determinantes para la vida que no tenemos fuerzas suficientes para alcanzarlas. Estas virtudes, llamadas «infusas», nos son dadas. La fe es una de ellas. No obstante, de nosotros depende el ser o no receptivos a la gracia, aceptarla, recibirla. El amor divino es diferente de todo amor humano. Esto se puede formular de muchas maneras: el amor de Dios no conoce condiciones, ni siquiera la condición de nuestra existencia, pues Dios nos amaba ya antes de que existiéramos. El amor humano está siempre condicionado; fija siempre, en mayor o menor medida, condiciones. El amor de Dios, no. Es en verdad total y radicalmente otra cosa. Dicho en otras palabras: el amor de Dios no se basa en nada. Esto tal vez suene un poco decepcionante, pues en ese caso es fácil pensar cosas como: yo creía que Dios me amaba porque trabajo desinteresadarnente, o por mi personalidad, por mis especiales cualidades... Entonces, ¿soy yo realmente el objeto de ese amor de Dios? La respuesta es claramente: «Sí, tú, en tu inconfundible unicidad, eres el objeto de ese amor incondicional, y lo eres en todo el inconcebible fervor divino». Pero tú no has suscitado ni provocado ni merecido ese amor. Ese amor es anterior a tu existencia. El amor de Dios no se basa en nada. Y hay que dar gracias a Dios de que no se base en nada. Y da gracias a Dios de que así sea, pues piensa que, si el amor de Dios se basara en algo y ese algo se desmoronara, entonces también se desmoronaría todo el edificio. Pero esto no puede ocurrir, porque el amor de Dios no se basa en nada. Ruysbroek solía decir que «el amor de Dios no tiene fundament^ en el sentido de que no tiene una base asentada y limitada en el tiempo y en el espacio. Esto significa que si profundizo en el amor de Dios, si me sumerjo en él, nunca llego al fondo, pues no lo hay. Si uno piensa profundamente en ello, caerá víctima del vértigo, pues la imaginación humana 15
siempre es limitada. Yo no puedo pensar en algo que no tiene límites. Puedo poner mentalmente un límite en un punto cualquiera y aun imaginar algo detrás del límite, pero no puedo imaginar nada si no es con un límite. El amor de Dios no tiene ni límites ni fondo o fundamento. Es toda una sorpresa: es origen absoluto. Origen primordial, origen primordial y absoluto. Esto significa también que es en sí mismo inamovible. Nada puede hacerle temblar. Es absolutamente fiel. Es lo único seguro que existe. Peter Knauer lo ha formulado a su manera con toda precisión: «El amor de Dios no se mide en nosotros, sino en él». Esto significa, una vez más, que el amor de Dios es completamente diferente. El amor humano toma siempre como medida a otro; por eso yo quiero a uno un poco más que a otro. Esto depende del otro y de mis limitadas simpatías. El amor de Dios no se mide en otro, sino en sí mismo, y no conoce lín-útes. ¿Alguien se atrevería decir: aquí empieza Dios y allí termina? Dios ama porque él es el amor. Los seres humanos decimos que alguien siente un gran amor hacia alguien; en cambio, él es amor. Ahí hay una diferencia esencial: sentir amor y ser amor. «Nosotros, como seres creados, tenemos un principio, pero el amor con el que Dios nos ha creado está en él y no tiene principio» (Juliana de Norwich). Así pues, el amor del que procedo es eterno y me abarca enteramente, con mis sombras y mis defectos. Recientemente he vuelto a leer con gran regocijo este texto: «Aunque pequemos, somos tuyos, pues reconocemos tu poder; pero no pecaremos, porque sabemos que te pertenecemos» (Sb 15,2). Aunque pequemos, su amor nos abarca totalmente. Esto es algo que produce vértigo, si pensamos seriamente en ello. Aun así, pecar es rechazar el amor de Dios. Pero cuando lo rechazo, el amor, no obstante, permanece y me permite siga viviendo. ¿Lo comprendemos? Yo puedo rechazar el amor del que procedo y, aun así, seguir viviendo. Puedo cortar la rama en la que estoy sentado y, aun así, no me caigo. ¡En la naturaleza esto es imposible! Pero en Dios es así. «Aunque pequemos, te pertenecemos». Tampoco entonces dejas que caigamos. ¡En nuestra finitud, somos amados infinitamente! El amor de Dios va a la raíz de mi existencia, más allá de toda limitación y toda finitud, independientemente de que yo sea de esta o de aquella manera. Eso no cuenta en modo alguno, pues el amor de Dios llega mucho más hondo. En ese amor debemos permanecer. Es nuestra casa, nuestro hogar, y quiere ser nuestra morada. Esto es un misterio de la fe. Ningún ser humano puede entenderlo. Pero es la revelación fundamental de la Biblia. Desearía concluir este capítulo con unas frases tomadas de un sermón navideño de Karl Rahner: «Dios dirigió a nuestro mundo su última, más profunda, más hermosa palabra, en la Palabra hecha carne. Y esta Palabra dice: te amo a ti; a ti, mundo; a ti, ser humano. Estoy aquí: estoy contigo. Soy tu vida. Soy tu tiempo. Lloro tus lágrimas. Soy tu alegría. No tengas miedo. Si no sabes cómo seguir adelante, yo estoy contigo. Estoy en tu miedo, pues lo he sufrido contigo. Estoy en tu miseria y en tu muerte, pues hoy he empezado a vivir y a morir contigo. Yo estoy en tu vida. Te prometo: tu meta es la vida. También para ti se abre la puerta»1. Señor, día tras día mantienes el mundo y lo alimentas. Y estás presente, de una manera más profunda de cuanto podemos imaginar, dondequiera que vamos. Te damos las gracias por tu 16
presencia, tan oculta y maravillosa, tan fiel y activa. Creemos en una vida a partir de ti y contigo, del mismo modo que vivimos de pan, que tenemos hambre y sed de paz, hoy y todos los días. Amén. 1.Wase K. RAHNER, Kleines Kirchenjahr München 1954, pp. 15 ss. El. nacimiento de la libertad Conocemos las palabras de Jesús: «La verdad o,, hará libres» (Jn 8,32). Estas paL~ me entusiasmaron utiando era estudiante. «La v~ os hará libres». Yo las entendí así: si sabes mucho y estudias mucho, te podrás ¡nover libremente en este mundo. Después, el estudio me enseñó que en Juan la palabra «verdad» tenía un significado diferente del que yo había pensado en un principio. En la Biblia, y también en el Nuevo Testamento, la palabra «verdad» remite siempre a la hebrea 'emet, difícil de traducir por pertenecer al léxico de otra cultura. Una imagen para ilustrar el significado de 'emet en la Biblia es la roca. Sobre una roca se puede edificar, pues la roca no cede. La roca es segura. Y en la Biblia 'emet significa también seguridad máxima. Si se traduce 'emet por «verdad», entonces se trata de una verdad existencial y no de una verdad intelectual; de una verdad, pues, sobre la que alguien puede construir su vida; de un fundamento que aguanta. Por cierto, la palabra amén tiene la misma raíz que 'emet y expresa la idea de una confirmación sólida y convencida: confianza plena en algo o refuerzo de lo que se acaba de decir. Cuando, hacia 1950, Agustín Bea, entonces rector del Biblicum de Roma y después cardenal, preparaba una nueva traducción al latín de los Salmos por encargo del papa Pío xii, sustituyó la palabra veritas (verdad), con la que hasta entonces se había traducido usualmente el término hebreo 'emet, por fidelitas (fidelidad). Él estaba convencido de que esta última palabra expresaba mejor lo que realmente dice el texto hebreo. Naturalmente, también ésta es sólo una propuesta, pues una palabra tan esencial, tan fundamental, no es fácil de traducir, toda vez que en ella resuena, además de toda una cultura, un universo religioso. 'Emet es algo así como el amor incondicional de Dios, o sea, el fundamento absoluto, el amor de Dios que nadie puede merecer, pues precede a nuestra existencia. Ya estaba aquí cuando yo aún no había llegado. Y tampoco lo puedo perder. Por mal que me porte, no lo puedo perder. Permanece durante toda la eternidad. Lo único que puedo hacer es impedirle la entrada. Esto sí lo puedo hacer. Tengo libertad para ello. Pero, aun entonces, permanece. Permanece aunque yo lo rechace. Esto es lo que quise decir en el capítulo anterior con un ejemplo: yo puedo cortar la rama en la que estoy sentado, pero, aun así, no me caigo. En Éxodo 3 les es revelado a los seres humanos el nombre de Dios por excelencia, «Yahvé». Los judíos ortodoxos nunca pronunciarán este nombre. Es demasiado sagrado. El nombre, que significa «Yo soy», o «Yo soy el que soy», también sigue siendo profundamente misterioso en su revelación. Dios revela su nombre en hebreo con cuatro letras: el tetragrámmaton. Sobre estas cuatro letras se han escrito bibliotecas enteras; una singular revelación. Como Dios mismo, su nombre sigue siendo un misterio; en él subsiste la tensión entre proximidad y lejanía. En mi opinión, es importante que Dios haga público su nombre en 17
el contexto de la liberación de los israelitas; esto significa que su nombre, «Yo soy el que soy», gene ra y asegura proximidad, dedicación, libertad. Pero al mismo tiempo es una llamada dirigida a nosotros. para que nos mostremos como imágenes vivas e interlociaores de «Yo soy», con respecto a él y a las personas que están junto a nosotros. Este nombre es una garantía para ¡iosotros y una tarea que se nos encomienda. Hay que dejar que haya también proximidad, dedicación y libertad, ...y vivir, cosa que puede ser un gran reto. En 1939 apareció el conocido libro de Erich Froini---n, Die Furcht vor der Freiheit (El miedo a la libertad). qtie en inglés se tituló Escape_from Freedom. En el prólogo, el autor decía que en realidad el libro no estaba terininado, pero que, a pesar de ello, no podía esperar más tiernpo y tenía que publicarlo. ~_s un horrible fantasina se enseñoreaba del mundo, Y su libro pretendía deseimiascararlo. Después Fromm hacía un brillante análisis de la psicología y la mentalidad del nacionalsocialismo que se podría sintetizar gráficamente en la imagen del «ciclista» como el hombre que avanza hacia arriba y se encoge hacia abajo. La libertad cristiana predica exactamente lo contrario: agacharse y mirar hacia arriba. Recomienda atención, respeto y solicitud por los pequeños, los pobres, los oprimidos: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Al mismo tiempo, esa libertad se caracteriza por una sana autoconciencia, un justificado sentimiento de autoestima, así como por la sinceridad del que está en una posición superior: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace el amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Esta libertad me es dada sin prestaciones previas, pero, aun así, no de balde. Esto significa que no adquiere sentido y no empieza a surtir efecto mientras no la ejerza. Alfred De1p escribe en los últimos meses de su vida: «La hora del encuentro con Dios es la hora en la que nace la libertad humana». Ahí, en el encuentro con Dios, nace la libertad. El tercer capítulo del Éxodo es en realidad el principio del Antiguo Testamento. Se puede decir que éste no empieza realmente con Génesis 1, sino con Exodo 3, donde se narra la salida de los israelitas de Egipto. Gracias a esta salida, la masa de esclavos sometidos a trabajos forzados durante el cautiverio en aquel país se convierte en un pueblo, y, a decir verdad, un pueblo con una impresionante experiencia divina, un encuentro con Dios que ya nunca olvidará. Después de la experiencia que significó liberarse de los egipcios con todos los prodigios que vivieron a lo largo del camino, puede decirse que, en cuanto al desarrollo de su fe en Dios, los israelitas volvieron a los primeros tiempos y descubrieron que este Dios, Yalive, el «Yo soy» que los había liberado del cautiverio, era el Dios de todo el mundo, el Creador del universo. Génesis 2, el relato del paraíso, y Génesis 3, que explica el pecado de Adán y Eva, entran en la Biblia cinco siglos después de la salida de Egipto. Y Génesis 1, la historia de la creación, dos siglos más tarde. Así pues, se retrocedió en el tiempo a partir de la experiencia del Éxodo. Todo esto está bellísima y sutilísimamente sintetizado en un versículo del profeta Isaías (44,24): «Así dice Yahvé, tu redentor, el que te formó desde el seno. Yo, Yahvé, lo he hecho todo: yo solo extendí los cielos, yo asenté la tierra sin ayuda alguna». Aquí lo tenemos. «Así dice Yahvé, tu redentor», que te ha redimido, que te ha liberado. Y dice que «te formó desde 18
el seno». No es sólo tu redentor, sino que es también tu creador; y no sólo creador tuyo, sino también creador del universo. «Yo, Yalivé, a.,.. lo he hecho todo: yo solo, ej~ los cielos, yo asenté la tierra sin ayuda alguna». La libertad forma parte de la dignidad y los derechos del ser humano. Por la libertad se lucha, se sufre, se reza y también se muere, en el presente como se hizo en el pasado y como se hará en el futuro. En el pasado, y también en la actualidad, ha habido muchas guerras de liberación. En cierto sentido, la segunda guerra mundial en su última fase fue también una guerra de liberación, pues liberó a millones de personas de la implacable tiranía del nacionalsocialismo. En muchos ámbitos de la vida (en las familias. en los conventos, en la Iglesia ... ) se llevan a cabo una y otra vez «guerras» de liberación, cuando están en juego la libertad y la dignidad del ser humano. Pero también pueden darse malentendidos y deformaciones caricaturescas en torno a qué es y qué no es libertad. Un sacerdote que estuvo muchos años en Indonesia como misionero me contó una vez que, cuando este país se liberó del dominio holandés, los habitantes de Batavia, hoy Yakarta, creyeron que ya no tenían que pagar el tranvía, pues a la sazón eran libres. Cuando comprobaron que después de la liberación también tenían que seguir pagando, sufrieron una amarga decepción. Estaban equivocados, pues habían entendido la libertad como la liberación de toda carga y toda responsabilidad compartida. También en nuestra vida particular pueden producirse una y otra vez malentendidos acerca del rango, el valor y las formas de expresión de la libertad. Si me examino a mí mismo de manera consciente y autocrítica y miro profundamente, descubro que los mayores peligros para la libertad no vienen de fuera, sino de dentro. Los peores tiranos habitan en nuestro propio corazón. Cuando tenemos la mirada clara y serena, comprobamos que muchas cosas que percibíamos en un primer momento como libertad, son en realidad no libertad, dependencia. Quien lo descubra debe saber y aceptar con paz que tendrá que luchar durante mucho tiempo para ser una persona realmente libre. Pablo dice: «Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses, de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, de¡ cual proceden todas las cosas y para el cual somos» (1 Co 8,5-6). Hay muchos dioses y señores de los que tenemos que liberarnos. Dios es ga~ante de esa libertad. Observemos: en Exodo 3, Moisés recibe un signo. «Dios dijo a Moisés: Yo estoy contigo. Yo te he enviado, y como signo de ello te serviré; cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, veneraréis a vuestro Dios en esta montafla». Venerar a Dios es un signo de libertad. Adorarlo hace libre. Romano Guardini dedica la última parte de su libro El Señor al Apocalipsis. En el capítulo 4 habla de la adoración y formula la siguiente pregunta: «¿Puede enfermar el espíritu?». Su respuesta es: «Sí, puede, según sea su relación con la verdad. Cuando alguien no se muestra sincero en su tratamiento de la verdad, el espíritu enferma». Esto es mucho peor que cuando la psique enferma. Entonces el autor sigue preguntando: «Una vez el espíritu ha caído enfermo, ¿puede sanar?». Y contesta: «Sí, puede sanar mediante la adoración, pues la adoración restablece la correcta relación con la verdad». Con la adoración el corazón se renueva en la verdad, se purifica el espíritu, se aclara la mirada. En la adoración el ser humano deja que Dios sea Dios. 19
Un himno a Cristo del siglo iv dice: «Oh médico nuestro, cura nuestra libertad. Que sea curada por ti, que sea bendecida por ti. No dejes de ayudarla, pues de ti depende su curación». Quien así reza sabe que la libertad está expuesta a graves peligros, incluso en su propio ámbito. En Éxodo 20 y en Deuteronomio 5 se formulan los diez mandamientos. Hay dos versiones. Como aprendimos en otro tiempo, empezaban con las palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha s~ del país de Egipto. No tendrás ... ». Diez mandatos que sonaban como una fórmula de suprema autoridad. Pero si miramos en la Biblia, descubrimos otra versión completamente distinta. Esto quiere decir que no hemos aprendido correctamente. Se ha producido una abreviación que, además de no ser correcta, ha hecho que todo el texto siga un curso erróneo. «Dios pronunció estas palabras: "Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, del lugar de esclavitud"». Y a continuación vienen los diez mandamientos. Así pues, el contexto está determinado una vez más por la liberación: yo te he sacado del lugar de esclavitud. Y ahora os entrego diez preceptos para el camino, a fin de que preservéis y mantengáis vuestra libertad y, gracias a ella, seáis realmente libres. Los diez mandamientos son la Carta Magna de la libertad. Proclaman a Dios como origen y garantía de nuestra libertad. Explicitan qué significa libertad, concretamente a partir de Dios, como don y tarea, como gracia y mandamiento. Tal vez sería un descubrimiento leer los diez mandamientos como directrices y vías de acceso a la libertad. Primer mandamiento. Serás libre si no equiparas nada a Dios. Él es el punto de referencia que lo decide todo en tu vida. Si dejas que Dios sea Dios, eres un ser humano libre. Si adoras a Dios, todo lo demás queda relativizado en dos sentidos: en cuanto que todo lo demás es contem 1-115V-MAD 41 plado con referencia a Dios, o sea, relativizado, y en cuanto que Dios es el absoluto, y todo lo demás es relativo. Si realmente honras y adoras a Dios como Dios, quedarán ordenadas las prioridades de tu vida. Y cuando estén ordenadas esas prioridades, podrás elegir de una manera ordenada. Entonces será una elección responsable. Cuando las prioridades están en desorden, cuando están donde no les corresponde, no se puede hacer una buena elección, pues una elección se toma siempre de acuerdo con ciertas prioridades. Cuando Dios esta por encima de todo, el ser humano es un ser libre. Segundo mandamiento. Serás libre cuando tengas confianza en el nombre de Dios: «Yo soy el que soy». En la angustia y en las estrecheces conocerás su inmensidad, en la opresión su libertad, y en la penuria su amor. «Me sacó a campo abierto. Convirtió mis tinieblas en claridad» (Sal 18,20.29). El nombre de Dios abre tu vida, rompe tus estrecheces. Y cuenta con que Dios esta presente ahora y siempre, a menudo de manera inesperada. No lo puedes captar en una imagen. No debes hacerte ninguna imagen de Dios. El que aprisione a Dios en una imagen se quedará sin el verdadero Dios, pues Dios se nos presenta una y otra vez bajo formas diferentes. Si me he hecho una imagen de Dios, ya no estoy en disposición de tener un verdadero encuentro con él.
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Tercer mandamiento. «Recuerda el día del sábado para santificarlo». Serás libre si puedes aceptar que tu trabajo, tus servicios y tus éxitos no lo son todo en la vida. No debes definirte a partir de las personas, ni a partir de sus elogios ni de sus reproches, pues llevas en ti un núcleo que es inmediato a Dios y en el que eres querido incondicionalmente por Dios mismo. En ese núcleo pue des encontrar la paz que los seres humanos no pueden darte ni arrebatarte. Vivimos en una sociedad regida por el rendimiento, y muchas personas se definen a sí mismas en función de él: yo soy igual a nú rendimiento. Así es el mundo, y. desgraciadamente, este ~ipio también desempeña un papel no exento de importancia en la Iglesia y en las órdenes religiosas. Con mi m~ento me puedo signil-icar. Gracias a mi rendimiento oy alguien. Es cierto qi¡c los cristianos decimos sienMpr1- que lo más importante en nuestra vida son las relack^ con Dios, la oración Y la fe, pero en la práctica se imponen especialmente aqU 0 11 OS que aportan un rendími~ Ellos son los buenos, lo,, respetados; ¿y quién no quícre ser respetado? De ahí ~'ieiie el que decidamos rendir mucho, incluso a costa de las relaciones con Dios, de la oración, de la fe. Y esto es precisamente lo que el mandamiento del sábado quiere impedir. Tu vida vale infinitamente más que tu rendimiento. No te definas por el rendimiento, pues si lo haces adoras a un ídolo y te destruyes. Párate a pensar de vez en cuando y convierte sencillamente en una fiesta, en un shabbat, la riqueza que se te ha dado como una gracia. El papa Juan xxiii solía decir: «Giovanni, no te des tanta importancia». Y después se iba a dormir. 1 Cuarto mandamiento. «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahvé, tu Dios, te va a dar». Serás libre si sabes agradecer los servicios de tus padres, si confías en el origen de tu vida, que no eres tú mismo; si consigues aceptarte con tu pasado y sus marcas. En mi opinión, este cuarto mandamiento reviste una importancia especial para ser libre. ¡Qué importante es que mis padres me acepten como soy! Pero también es válido, referido a mis padres que necesitan más amor del que merecen, y que, ya estén vivos o muertos, los acepto y respeto, tal como son o como eran. Mientras no lo haga, no puedo desarrollarme plenamente. Muchos se llevan mal con sus padres y les hacen reproches acerca de la educación, la atmósfera hogareña, sin pasar por alto los abusos sexuales o la violencia. Hay muchas personas a las que, sinceramente, les cuesta mucho honrar a sus padres, y no digamos amarlos, aunque sus corazones nunca desearon otra cosa. El camino de la redención y el perdón puede ser largo y doloroso. Cuando llegamos a adultos, no podemos dejar de intentar la reconciliación con los padres por amor, en busca de la paz interior y, a ser posible, también exterior. Esta paz produce simultáneamente una mayor aceptación de uno mismo y una más profunda reconciliación con la historia de la vida propia. 1 En un congreso de sacerdotes católicos y evangélicos, C.G. Jung pronunció estas preciosas palabras: «Sólo se recorre lo que se acepta». En mi opinión, son palabras valiosísimas: «Sólo se recorre lo que se acepta». Esto se 1 21
puede aplicar, por ejemplo, a la educación. Si no acepto a un hijo, no puedo educarlo, pues se cierra. Y el hijo tiene razon, toda la razón, pues su intuición le dice: esta persona es una amenaza para mí, y tengo que protegerme. También: si no acepto que estoy enfermo, ningún médico me puede curar, pues entonces me digo a mí mismo: «No estoy enfermo; esto no es más que una gripe, mañana volveré a estar bien». Cuando uno no acepta que está enfermo, los medicamentos no surten efecto, o lo hacen muy débilmente. Además, es posible que no se cure o que tarde mucho más en conseguirlo. Así ocurre con la historia de mi vida: si no la acepto realmente, no puedo encontrar la paz, la alegría; me haré una persona dura y seguiré estando escindido. Mis padres forman parte de la historia de mi vida, pues son un elemento esencial de ella. Aparecen al principio. Si las relaciones con ellos se perturban o arrastran un pesado lastre, y después recuperan su equilibrio, esto facilita la afirmación de uno mismo y libera las fuerzas de la vida propia. Por eso en la Biblia se dice con toda justicia: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahvé, tu Dios, te va a dar» (Ex 20,12). El respeto al origen tiene la promesa del futuro. Quinto mandamiento. «No matarás». Serás libre sí aceptas la vida de los demás como un don. No veas en otro un rival o un competidor al que hay que vencer, sino, por el contrario, deja que te haga partícipe de su riqueza. Aprende a percibir la presencia del otro como una gracia. Y ten presente que todo lo que es mortífero, todo lo que mata, procede de un corazón marcado por la rivalidad. La rivalidad es una amenaza para la vida. La gran Teresa de Ávila dice: «La comparación es la muerte de la vida espiritual». Y lo expresa con toda rotundidad. No dice que sea peligroso para la vida espiritual, sino que, cuando se da, ¡no hay vida espiritual! Se acabó. Puedes seguir vistiendo un hábito, pero ya no tienes vida espiritual, pues la comparación la ahoga. El que compara ya no mira a Dios, sino que está pendiente de la persona que tiene al lado, y esto le lleva a la insatisfacción y al desánimo o a la prepotencia. Ya no se asienta en el núcleo de su persona, que es lo que le per1 mite ser uno con Dios. Aw ~EL ^ ^ A A Sexto mandamiento. ¡El conocido y vilipendiado mandamiento! Serás libre cuando ames a las personas por sí mismas. ¡No las utilices como medio para tus propios fines y planes! No ligues a las personas a ti, sino media para que busquen apoyo en Dios. No te aproveches de ellas, respétalas. El respeto forma parte del núcleo del amor. Séptimo mandamiento. «No robarás». Serás libre y, exento de envidia, dejarás que las posesiones de otras personas se manifiesten plenamente si eres capaz de dar las gracias de corazón por tus facultades, tus dotes y tu ntasía creadora. El agradecimiento es una fuente de libertad. No te hace libre el tener, sino el ser desprendido una y otra vez. El agradecimiento es una manera sana y jubilosa de 22
establecer una distancia correcta con respecto a los dones. El que se aferra a algo o a alguien no es realmente agradecido. El agradecimiento hace libre. Octavo mandamiento. Serás libre si eres sincero. «La verdad te hará libre». Aquí la verdad es entendida en el sentido de veracidad. Mentir destruye la confianza, y la mentira de la vida impide tu propia felicidad. La falta de veracidad te apresa en su red de falsedades, cada vez más complicadas, y te condena a vivir detrás de una fachada que se irá haciendo cada vez más frágil. Así malgastas una cantidad enorme de energía y no encuentras la verdadera paz. En cambio, la transparencia proporciona paz y satisfacción. Noveno mandamiento. Serás libre si consigues estar satisfecho en lo profundo de tu corazón. La ambición es la manifestación de un corazón lleno de fijaciones y presiones para tener esto o aquello a toda costa, y en la mayoría de los casos también la consecuencia de una falta de agradecimiento por los favores recibidos. Décimo mandamiento. Para terminar, serás libre sí aceptas las relaciones y vinculaciones existentes. Procura no entrometerte o infiltrarte en las amistades de otros. Yo vivo siempre las experiencias de verdadero amor como un regalo. Se puede desear una amistad, pero no hacerla. Si me aferro a una amistad, la destruyo, pues convierto lo interior en exterior, el ser en tener. En Berlín, en el Katholikentag de 1980, una madre, esposa de un médico, expuso una profunda experiencia personal. «La vida de una madre es una aventura única. No pasa un día sin sorpresas. De una de esas aventuras desearía hablarles ahora; es una aventura que provocó un cambio en mi vida y en mi familia. Soy madre de cinco hijos, que ahora tienen 21, 20, 19, 15 y 9 años, y soy una madre muy feliz. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo -no muy lejano- en el que fui muy desgraciada. Me di cuenta de que no podía seguir ayudando a mis hijos en sus problemas. No nos entendíamos. Los hijos se apartaron de sus padres. La cosa llegó a tal punto que la carga psíquica afectó a mi salud. Empecé a tener dolores de corazón y me pasaba las noches sin dormir. La atmósfera de nuestra familia era sumamente tensa. Entonces yo rezaba mucho. Una vez rogué al Señor: "Señor, sólo tú puedes ayudarme. Dime qué tengo que hace”. Y recibí esta respuesta: "Devuélveme tus hijos. Te los confié para que los acompañaras en su camino durante un tiempo. Pero ahora vuelve a ponerlos en mis manos. ¿No crees que yo los puedo guiar mejor que tú?”. Y rebosante de dolor y de alegría, así lo hice. Uno tras otro, devolví a Dios todos mis hijos, con sus debilidades y sus defectos, con su encanto y su amor, con sus esperanzas y sus sueños de futuro. ¡Qué cambio se ha producido desde entonces! Ya no tengo miedo de lo que vaya a ser de mis hijos. Aunque sigan caminos que no entienda, hay algo de lo que estoy segura: están en manos de Dios. Todo saldrá bien. Otra cosa que ha cambiado es nuestra vida familiar. Padres e hijos hemos iniciado una nueva convivencia. Ahora nuestros hijos, que están estudiando, no se limitan a venir los fines de semana para que les lavemos la ropa, sino que además se alegran 23
de estar con nosotros, de las conversaciones y las experiencias comunes. Para mí es como si el Señor me hubiera vuelto a dar estos hijos. ¡Gracias!». Señor, a todo aquel que está preso en sí mismo le das tu palabra liberadora. Tú nos has creado para que seamos libres y para que seamos personas a imagen y en el espíritu de Jesucristo. Te rogamos: danos la fuerza que él tuvo; danos la grandeza que él conoció; danos la confianza que él irradió; danos la humildad con que él amó y sirvió. Haznos receptivos y libres para que vivamos contigo para este mundo, hoy y todos los días. Amén. 4 «Ni yo mismo me entiendo». Querer el bien, hacer el mal El amor que Dios nos tiene a cada uno de nosotros, tal como somos, es el contenido de nuestra fe. No podemos merecerlo. Tampoco podemos perderlo. Dura toda la eternidad. Nos hace libres. Si creemos verdaderamente en él, ya no tenemos nada que perder y somos seres libres, como Jesús lo fue. En la medida en que creamos en este amor, nos aceptaremos también a nosotros mismos. Ésta es la fuente de la auténtica libertad. Mientras alguien no se acepte a sí mismo, no puede ser libre. Sobre todo en sus relaciones. En éstas se buscará siempre a sí mismo, tratará de atar a él a otros, se aferrará a ellos, los utilizará en provecho propio; pero, aun así, siempre se sentirá decepcionado. Nuestra libertad significa también -y esto es magnífico- que aceptamos el amor de Dios, aunque igualmente podemos rechazarlo. Normalmente, en la vida no nos planteamos las cosas en estos términos. Ninguno de nosotros rechaza el amor de Dios con tanta ligereza. No nos lo jugamos todo a una carta. Jugamos con calderilla. Decimos sí al amor de Dios, por ejemplo en el bautismo, en la confirmación y en otras celebraciones importantes de nuestra trayectoria vital. Pero en cada uno de nosotros existe también otro movimiento. Y ahí está el peligro de nuestra vida: que digamos «sí» y luego, una y otra vez, «sisernos» un poco de lo que le hemos dado; que nos dejemos llevar hasta Dios, pero también nos protejamos en cierta medida de él, pues es como un «fuego devorador». Y nadie quiere abrasarse en él. Hay, pues, dos movimientos. Un movimiento hacia Dios, generalmente en pequeños pasos, que se escribe con mayúscula, se tematiza, y acerca del cual se habla mucho, sobre todo en iglesias y conventos. Y un segundo movimiento, que parte de Dios. Aunque no hablamos de él, está ahí. Sus mejores posibilidades radican precisamente en el silencio de que es objeto. Se manifiesta en compromisos ocultos, en condiciones secretas. Así es el movimiento de nuestra vida: un paso en dirección a Dios, y luego un pequeño retroceso. Los compromisos tienen un efecto corrosivo, destruyen nuestra fuerza vital. A la larga, la corrosión ataca incluso al acero y consigue que un puente se resquebraje. Así ocurre también con nuestro «sí, pero» dirigido a Dios. Los compromisos y las reservas ejercen una gran influencia, una influencia destructiva. Son tan razonables... A decir verdad, todos nuestros compromisos son absolutamente razonables. Puedo defenderlos y justificarlos, incluso demostrar su fundamento con ayuda de la razón. Aun así, en el fondo de mi corazón sé que algo no está bien. En la séptima carta del Apocalipsis, dirigida a la comunidad de Laodicea, Juan dice entre otras cosas: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora 24
bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a von-útarte de mi boca» (3,15-16). Dios dice muy claramente que no le gustan las zonas grises; que prefiere a alguien que dice no. Esto es al menos claro. La tradición espiritual y la teología hablan del mysterium iniquitatis, el misterio de la iniquidad, que se puede entender como el misterio de que yo pueda decir realmente «no» a Dios, aunque en el fondo tal vez sea aún mucho más misterioso el hecho de que yo pueda decir «no» en las cosas pequeñas, pues aquí sigue habiendo muchos puntos oscuros. Eso ya no quiero verlo, y así estoy dispuesto a trivializarlo y despacharlo con un argumento tan elegante como que es algo que pertenece a la condición humana. En el fondo, es tanto como eludir, cuando no reprirrúr, ignorar.. Romano Guardini tuvo una muerte larga y dolorosa. Su amigo Walter Dirks lo visitaba, y un día Guardini le dijo: «Voy a morir pronto. Y entonces tendré que rendir cuentas de mi vida. Lo haré lo mejor que pueda. Pero yo también quiero preguntar una cosa. Cuando llegue allí arriba, quiero preguntar por el misterio del dolor. No lo entiendo». Cuando Guardini cayó presa del dolor, dejó de entenderlo. Y, no obstante, escribió cosas maravillosas sobre él. Por eso yo me digo ahora: si Guardini no entendía nada cuando cayó presa del dolor, a nosotros nos va a ocurrir otro tanto. Mysterium iniquitatis: si contemplamos el sufrimiento y la muerte como algo oscuro, también esto es un misterio de la iniquidad. 1 Acerca del «misterio de la iniquidad» aún podemos i i hacer un comentario que, por cierto, figura en la tradición cristiana: no sólo el dolor; también la culpa es un misterio. En nuestra culpa hay una oscuridad, una especie de aturdimiento. He leído que hay insectos que mezclan un poco de narcótico, una sustancia anestesiante, con el veneno de su picadura, de modo que ésta se siente menos. Uno queda un poco aturdido, y así el veneno actúa mejor. Es posible que con el pecado ocurra algo parecido. La culpa es la muerte silenciosa del alma, si entendemos el alma como el núcleo más íntimo del ser humano, como relacion vivida con Dios. Cada uno genera su culpa personal e intransferible en el curso de su vida. Es como una cadena con muchos eslabones. La culpa nos atenaza, nos oprime, estrangula un trozo de vida, vida con Dios. Franz Kamphaus, obispo de Limburg, narra en su libro Priester aus Passion la siguiente historia hashídica: «El rabino Jizchak Meir dijo un día: "Cuando uno va a ser director, tiene que contar con todas las cosas necesarias: una escuela con aulas, mesas y sillas; y uno hará de administrador, y otro de bedel, y así sucesivamente. Entonces aparece el perverso rival y se lleva el punto más íntimo. Pero todo lo demás sigue igual, y la vida continúa su curso. Lo único que falta es el punto íntimo, el más importante". Entonces el rabino levanta la voz y dice: "¡Que Dios nos libre de ello, no debemos consentirlo! "» 1. El punto más íntimo es la relación vivida con Dios. Y, evidentemente, al obispo le preocupa mucho que lo tengamos todo en orden, pero que nos falte el punto más sensible. «El punto íntimo», afirma el obispo, «no puede ser sustituido por nada. Sólo él justifica nuestra existencia». Aquí surge la pregunta de si en ocasiones no jugamos con el punto más sensible, si no lo ponemos en peligro.
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La culpa es más opaca y menos evidente de lo que solemos pensar. La culpa es insidiosa y, como queda dicho, en cierto modo razonable. Aunque siempre se pueden decir muchas cosas sobre ella, sigue siendo un misterio, mysterium iniquitatis. Desearía comentar cuatro aspectos de este misterio. En primer lugar, desde el punto de vista de la mente humana: mi razón no comprende la culpa. Süren 1. Franz KAMPHAUS, Priester aus Passion, Freiburg im Breisgau 1995', p. 245. Kierkegaard dice: «Ningún ser humano está en condiciones, por sí mismo, de reconocer el pecado. Como él mismo está en pecado, todo su discurso sobre el pecado es, en realidad, un pecaminoso disculpar y trivializar». La esencia del pecado es la mentira, la negación y, con ella, la obnubilación de la visión interion Es mucho más fácil de lo que se piensa burlar a la conciencia y adaptarse a los manejos de lo puramente mundano. De nuevo el obispo de Limburg: «A la esencia de la culpa pertenece el hecho de que nos oculta su alcance hasta que se ha tomado una decisión erronea y ya no hay remedio. Entonces es cuando se pone de manifiesto su naturaleza destructiva». Y por eso la revelación cristiana no empieza con la experiencia individual, pues de todos modos está enturbiada y empañada, sino con la palabra de Dios, que nos lleva a enfrentarnos con nuestra vida y, a decir verdad, como un shock. En ocasiones, el ser humano necesita un shock. He aquí un ejemplo: la historia de David y Betsabé (2 Sam 11-12), que me parece impresionante. El pecado de adulterio es realmente grave. Pero lo que ocurre después es horrible. David elude su culpa e imagina mil argucias para endosar a Urías, a quien ha engañado, el hijo que él ha engendrado. Y así emplea su poder -evidentemente, el poder de un rey entonces era muy grande- para encubrir su culpa. Ordena inmediatamente que su oficial Urías regrese de permiso, naturalmente con la esperanza de que vaya junto a su esposa. Pero, cuando llega la noche, Urías se dirige al cuartel. Con esto no había contado David. Al día siguiente, le invita a un gran banquete y hace que se emborrache. ¡David, el gran salmista! Pero, incluso en su borrachera, Urías conserva la mente suficientemente clara para no ir a su casa sino de nuevo el cuartel. Al día siguiente, David vuelve a enviarle a la guerra y, concretamente, a la pri mera línea de fuego, sabedor, claro está, de que ello significará su muerte. ¡David envía deliberadamente a un hombre a la muerte! Y aún sigue sin ver que eso es pecado, pecado mortal. Entonces el profeta Natán se presenta ante David con una parábola, un precioso símil, realmente hecho a medida, y David reacciona de manera espontánea: «¡Vive Yalivé, que merece la muerte el hombre que tal hizo!». Pero sigue sin entender que ese hombre es él. Una cosa así es posible, mysterium iniquitatis. En este momento necesita un hombre como Natán que le diga: «Tú eres ese hombre». Ahora se pone nuevamente de manifiesto la grandeza de David: confiesa su pecado. De los ojos le caen como escamas, y ve su gran culpa. Sí, él es ese hombre. Pablo ha descrito lo incomprensible de la culpa en un conocido pasaje en el que dice textualmente: «No comprendo mi comportamiento. No hago lo que quiero, sino lo que detesto, pues no hago lo bueno, que quiero, sino lo malo, que no quiero. ¡Yo, hombre desdichado! ¿Quién me rescatará de este cuerpo abandonado a la muerte?» (Rm 7). Ni yo "sino me entiendo, dice Pablo entre sollozos. 26
El segundo aspecto es aún más importante. No es sólo que mi cabeza no consigue comprender la culpa, sino que mi corazón tampoco la acepta. También para él el esfuerzo que se le exige es excesivo; y como siempre que esto ocurre, procura reprimir las sombras y desviar el asunto hasta el inconsciente. De este modo, uno ya no sabe nada, y el problema está resuelto en apariencia. Esto es lo que hizo David: descargó su culpa en el subconsciente. Jesús habla de ello en un pasaje muy del agrado de los representantes de la psicología profunda: «Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras» (Jn 3,20). El mal quiere permanecer en la oscuridad. Ése es su sitio preferido, pues en la oscuridad se puede propagar. Ése es su mundo. El mal no quiere salir a la luz. Compruebo con asombro que estas ideas también están expuestas con toda claridad en los Salmos: «Pero ¿quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiarne» (19,13). Aquí se habla sencilla y claramente de una culpa de la que no soy consciente o que he reprimido, cosa que puede ocurrir perfectamente. «De las faltas ocultas límpiame». El Salmo 139 también apunta en esa dirección (versículos 23-24): «Sondéame, oh Dios, conoce mi corazón, examíname, conoce mis desvelos. Que mi camino no acabe mal, guíame por el camino eterno». Pero no sólo el Antiguo Testamento nos enseña que quien ha incurrido en una culpa tiende a reprimirla. En este sentido, el ser humano ha seguido siendo el mismo hasta llegar a nuestro tiempo. Reprime muchas de sus culpas, incluso culpas graves, las ignora, las silencia o las trivializa, las edulcora con su verborrea o las niega como tales. Los antiguos chinos ahuyentaban a los demonios haciendo mucho ruido. Estaban convencidos de que así los demonios sentían miedo y salían corriendo. Este método se sigue practicando todavía: hay personas que ahuyentan a los demonios con ruido. Pero también hay maneras más elaboradas, más sutiles, de deshacerse de los espíritus de la culpa: la verborrea encubridora y la justificación. Éste es un juego que practican sobre todo los intelectuales. Para ponerlo en práctica se necesita un vocabulario adecuado; entonces funciona a las mil maravillas. Si, por ejemplo, me he enfadado, he perdido el control de mí mismo, me he mostrado parcial o injusto, puedo disimular mi comportamiento diciendo cosas como: «Yo soy una persona muy sensible, y nadie me lo debe reprochar». Y así todo queda aparentemente arreglado. «Yo soy muy sensible». Con este argumento se consigue encubrir y tergiversar muchas cosas, de modo que todo vuelva a quedar en perfecto orden, o poco menos. Esto ocurre también en los ambientes cristianos; nosotros también conocemos este juego. Un tercer aspecto del misterio del mal es más práctico. Mi culpa o el mal que hago es una mezcla de debilidad y maldad dirigida a un fin. Estos dos componentes se dan siempre. En mi culpa hay cierta debilidad. Nadie entra o sale de su habitación y dice: «Quiero pecar. Voy a ver qué se me ocurre». La cosa no empieza de una manera tan deliberada. El pecado sigue un curso mucho más sutil, más indirecto, más como una tentativa. Y tal vez me opongo o incluso lucho contra él. Pero después, en un momento dado, cedo. Mi debilidad se impone, y esto es válido para todas las culpas. En ellas hay siempre un elemento de debilidad: en realidad yo no quería, pero, aun así, lo he hecho. El otro elemento que interviene es la maldad: la maldad, las sombras de uno mismo y cierto oscuro placer, pues en realidad la decisión de pecar la tomo yo, yo decido. Siempre tengo cierto grado de libertad. 27
Dorothee Sólle habla de un amigo suyo, un pastor evangélico de Nueva York, que atendía a los reclusos de una cárcel. Un día ingresó en ella un joven negro que había matado a su madre. Al pastor, que sin duda tenía un buen corazón, pero también un deficiente conocimiento del caso, se le vino a la mente toda suerte de disculpas: «Te has criado en Harlem, un barrio en el que abunda la violencia, y has sufrido una fuerte carencia de amor en tu juventud». Disculpas que no dejaba de repetir, hasta que el muchacho saltó y le dijo: «¡Cállate ya! Yo he matado a mi madre, y eso es grave». El pastor se quedó de piedra. ¿Qué había ocurrido? Un juego engañoso. En el fondo, lo que el pastor había dicho era: «No es culpa tuya». De este modo arrebataba los últimos gramos de dignidad al muchacho, el cual, sin embargo, demostró ser lo bastante consciente y agudo para percibir el juego con claridad y no seguirlo. Cuando se produce esta situación y se plantea la cuestión de la culpa, lo que hay que hacer no es disculparla, sino verla como lo que es, tomar en serio la dignidad y la responsabilidad de uno mismo o de la otra persona, y respetarla. Tenemos, pues, las dos componentes: debilidad y maldad. La primera significa: queremos pero no podemos. La segunda: podríamos pero no queremos. Y las dos se mezclan. Hay impotencia, pero también intención. Ciertamente, en mí está la incapacidad de ser consecuente, pero también mi propia decisión. Está -por los motivos que sea y que habría que investigar- mi incapacidad de resistir; pero, por otra parte, yo soy el único y exclusivo responsable de aquello que decido y hago. ¿Cómo abordo yo estos dos aspectos de la culpa? Es poco menos que imposible trazar la línea divisoria entre debilidad y culpa. Personalmente, considero importante tener en cuenta este detalle, pues continuamente me encuentro con personas que están poco menos que obsesionadas con el aspecto cuantitativo de su culpa. Desearían saber exactamente hasta dónde llega ésta, cosa que, sin embargo, es imposible saber con precisión, pues no es que uno pueda decir, por ejemplo: «mi debilidad llega hasta aquí», y después viene la línea divisoria a partir de la cual empieza la maldad, el espíritu destructivo, como dirían los psicólogos. En la mayoría de los casos es mucho más complicado que todo eso. Es algo así como si mezcláramos dos líquidos y después quisiéramos distinguirlos. Ahí hay también un aspecto muy importante para nuestra vida práctica. En la mayoría de los casos la culpa está estrechamente relacionada con las heridas que uno sufre, con lo que otro me hace. Pero ¿qué hago yo con mis heridas? Si no las acepto conscientemente y no me las curo, lo más probable es que termine hiriendo a otros y haciéndome culpable. Las heridas no curadas en mí llevan a la hipocresía, a la intemperancia, a la satisfacción sustitutiva de la sexualidad, a buscar refugio en la comida o la bebida, a la falta de compromiso, a la lucha por el poder y a la ambición, que son otras tantas formas erróneas de acabar con las heridas propias, cosa que, por otra parte, así no se conseguirá. ¿Quién no lo sabe? Yo he sido herido, soy víctima de una culpa real. El peligro radica en que me obceque y vea sólo la herida, hable constantemente de ella, reaccione en función de su existencia y ya no sea libre. Al hacerlo, no me doy cuenta de que prolongo el círculo vicioso, hiero a otros y me hago culpable. Así, a partir de un sentimiento victimista que está fijo en mí, me convierto en agente. Aquí la única solución es que me detenga, contemple mis heridas serenamente, sin autocompasión ni deseos de venganza, y busque la puerta que lleva al perdón. Sólo entonces puede iniciarse un nuevo proyecto. 28
En estas relaciones hay algo oscuro, algo opaco. Al menos debo saberlo y no emplear todas mis energías en determinar mi culpa en términos cuantitativos. Mucho más importante es recibir el perdón. Resulta muy difícil ayudar a personas que tienen esa obsesión. No pueden abrirse realmente al perdón, pues siguen obcecadas con la cuestión de la culpa y no están en condiciones de aceptar y asimilar el perdón de Dios. En cuarto lugar viene un aspecto que está estrechamente relacionado con el tercero: no puedo expresar pie namente en palabras mi culpa, pues esto es algo que sólo se puede conseguir en parte. Estoy seguro de que incluso después de una buena confesión, después de una buena conversación-confesión, se tiene a menudo la impresión de no haberlo dicho todo. No se puede decir todo. En otras palabras -que acaso sean un poco arriesgadas, porque pueden ser mal interpretadas, aunque ahora parto de aquí y espero que el lector lo entienda-, podríamos decir que toda confesión es también simbólica. Lo que confieso representa mucho más. También lo podemos expresar con una imagen: la culpa es como un iceberg, y, según una ley física, en éste aproximadamente el 90% está bajo el agua, invisible, y el 10% por encima del agua, visible. Algo parecido ocurre con la culpa. En ella siempre hay una punta por encima del agua, que uno puede ver y de la que es consciente; y hay también una parte, mucho mayor, debajo del agua, que no vemos, ¡gracia del inconsciente! Sigo con la imagen y la aprovecho un poco más. Hay personas que se echan al agua para inspeccionar su iceberg y tratar de levantarlo. Esto es imposible, pues lo que gano aquí lo pierdo allí. La relacion es siempre de uno a nueve. Además, aquí hace mucho frío. El agua alrededor del iceberg está a cero grados, nuevamente de acuerdo con una ley de la física. Ni Dios ni la Iglesia me exigen que me torture por conseguir una confesión total y completa. Basta con que vea y declare aquello de lo que soy consciente sin un esfuerzo excesivamente torturador. De lo contrario, se desplazará el centro de gravedad de la confesión, de modo que ya no estará en el perdón por parte de Dios, sino en mi declaración. Y ése no es el verdadero núcleo de la confesión. Si la culpa, en cuanto mayor o menor alejamiento de Dios, es tan oscura, tan misteriosa, tan opaca, tan confusa, la reacción salvadora al misterio del mal en mí -el arrepentimiento- es una gracia, y no el fruto de mi propio esfuerzo. El arrepentimiento me es regalado. Yo no puedo generarlo. El arrepentimiento que yo genero es demasiado tenso, demasiado convulsivo, y en no pocas ocasiones va acompañado del intento de justificarme ante Dios. El verdadero arrepentimiento tiene en sí todos los frutos del espíritu (véase Gal 5,22): paz, gozo, confianza, esperanza, etcétera. Si en mi arrepentimiento falta todo esto, es que lo he generado yo, y este esfuerzo me lo puedo ahorrar. El arrepentimiento es un fruto de la gracia. En la tercera lamentación se dice: «Algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar: que el amor de Yahvé no ha acabado, que no se ha agotado su ternura; mañana a mañana se renuevan: ¡grande es tu fidelidad! [ ... ] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,21-26). La verdadera contrición crece en mí si me oriento hacia Dios y no hacia mí mismo, pues hay una especie de conciencia del pecado que gira sobre sí misma; ahí está el peligro. Y eso no es bueno ni bíblico. La conciencia biblica de la culpa no es tan exacta, tan escrupulosa, tan detallista. Más bien emana del encuentro con Dios. Después de echar las redes como Jesús le había indicado, Pedro dice: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Esta conciencia de culpa en Pedro no es el resultado de haber escrutado rápidamente su conciencia 29
y haber encontrado un par de pecados, sino la resonancia de que, a través de Jesús, en él ha brillado la magnificencia de Dios. Y entonces descubre de manera intuitiva que es un pecador. De manera análoga se expresa Isaías cuando dice: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yahvé Sebaot han visto mis ojos!» (6,5). Para los cristianos, el encuentro con Jesús en la cruz es el mejor medio de conocerse a sí mismos y obtener el perdón. Si me dirijo a él, si lo contemplo, puede decirse que he dado con el mejor y más rápido medio de cobrar conciencia de mi culpa y abrirme para recibir su amor redentor. Si me siento o me arrodillo ante la cruz, ya no puedo encubrir mi culpa ni decir: «Bueno, la cosa no ha sido tan grave ... ». Además, aquí estoy a salvo de la desesperación. La cruz es lo peor que la tierra ha infligido a la tierra y al cielo. Y la cruz es asimismo lo más bello que el cielo ha dado a la tierra: amor en su expresión suprema. A la cruz debo dirigir mi mirada, pues así cobraré conciencia de mi culpa, se disiparán las represiones y quedará abierta la puerta a la gracia. Así resistiré la tentación de que no soy digno de la misericordia de Dios porque mi pecado es demasiado grande, pues tendré la certeza de que en reafidad ya ha sido perdonado. «En ti está el perdón, y de él i vivimos». Señor, tu nombre ha morado siempre en esta tierra Y, nos da la vida. Antes contenía muchos nombres _y muchos significados. Pero en la vida, en la muerte y en la resurrección de Jesucristo has revelado definitivamente quién eres. En él te encontramos a ti, que eres nuestro Padre. Él es toda tu pq1abra y toda tu promesa. Él es nuestro Redentor El nos hace realmente libres. Te rogamos que nos lleves hasta él, para que te conozcamos cada vez más, hoy y todos los días de nuestra vida. Amén. 5 Todos necesitamos perdon En el profeta Miqueas leemos: «¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado y absuelva al resto de su heredad?» (7,18-20). A Dios le gusta perdonar. Tal vez tengamos problemas con el sacramento de la penitencia: decir una y otra vez lo que hay que decir, a buen seguro que aburrirá a Dios. En realidad, este pensamiento es una proyección mediante la cual transfiero a Dios algo con lo que yo tengo un problema. Con toda seguridad, él nos conoce a nosotros, seres humanos, mejor que nosotros mismos. Para él, por así decirlo, es evidente que los seres humanos ceden una y otra vez a las mismas debilidades, caen en las mismas trampas y, por lo tanto, cada uno tiene sus temas específicos de culpa. Naturalmente, al otro lado está mi orgullo, que se siente frustrado, actúa, se defiende, se debilita: «En definitiva, eso no es ningún drama, no es tan grave. Toda persona tiene sus sombras, sus puntos débiles. Y siempre hay momentos en los que las cosas salen mal. ¿Quién no los ha tenido? Aun así, no debe sorprendemos en absoluto el sentimos frustrados». No obstante, es muy conveniente que en tales casos llamemos «mal» al mal y «oscuro» a lo oscuro, pues de lo contrario es posible que a la larga me sienta tentado de pensar: «Bueno, yo soy así ... ». 0, dicho con palabras un poco más piadosas: «Así me ha hecho
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Dios ... ». De este modo firmo una falsa paz con mi fracaso o con mi mediocridad y dejo de madurar y de crecer precisamente a partir de mis debilidades. Esto sería una gran pérdida para mí mismo, para la trayectoria de mi vida y de mi fe, pues así dejo de vivir del perdón. En el Salmo 130,4 leemos: «Pero el perdón está con tigo, para ser así ternido». El escritor espiritual Huub Oosterhuis, respaldado por dos renombrados exegetas, traduce así estas palabras: «En ti está el perdón, y de él vivimos». Estoy seguro de que Oosterhuis puede respon sabilizarse de la traducción, que personalmente conside ro muy acertada. «En ' ti está el perdón, y de él vivimos». Vivimos del perdón. Este es, en cierto modo, un alimen to sanísimo. Si nos falta el perdón durante cierto tiempo en nuestra dieta espiritual, nuestra alma enfermará, del mismo modo que el cuerpo enferma si no tomamos deter minadas vitaminas durante un considerable período de tiempo. «¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado y absuelva al resto de su heredad? No mantendrá para siempre su cólera, pues ama la misericordia; ¡volverá a compadecerse de nosotros, destruirá nuestras culpas y arrojará al fondo del mar todos nuestros pecados! Y tú mantendrás tu fidelidad a Jacob y tu amor a Abralián, como juraste a nuestros antepasados desde los días de antaño» (Mi 7,18-20). Dios no tiene que sobreponerse para perdonarnos. Por el contrario, le produce alegría. El perdón es, en cierto modo, la culminación del amor. El amor muestra su máxima profundidad en el perdón, y así crea nueva vida. Esto es válido en su sentido más real referido al amor de Dios. En el profeta Sofonías encontramos otro texto que, como cristianos, podemos tomar como dirigido personalmente a nosotros: «¡Grita alborozada, Sión, lanza clamores, Israel, celébralo alegre de todo corazón, ciudad de Jerusalén! Que Yahvé ha anulado tu sentencia, ha alejado a tu enemigo. [Aquí pienso sobre todo en los enemigos intemos y en las fuerzas oscuras que hay en mí.] ¡Yahvé, Rey de Israel, está en medio de ti, ya no temerás mal alguno!» (3,14 -15). A continuación leemos en la versión de la Biblia de Jerusalén: «Aquel día se dirá a Jerusalén: ¡No tengas miedo, Sión, no desfallezcan tus manos! Yahvé tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta. Apartaré de tu lado la desgracia, el oprobio que pesa sobre ti. Voy a condenar al exterminio a todos tus opresores; salvaré a la coja, reuniré a la descarriada, les daré fama y renombre en la tierra donde fueron humilladas. En aquel tiempo os traeré, en aquel tiempo os congregaré. Entonces os daré renombre y fama entre todos los pueblos de la tierra, cuando cambie vuestra suerte ante vuestros propios ojos, dice Yahvé» (3,16-20). Ahora es cuando realmente puedo aceptar estas palabras, esta promesa, acogerla abiertamente en mí, no con indiferencia o con una humildad excesiva, sino tal como (me) es dicha, con toda sencillez, con toda humildad: ipios se goza en mí! ¡No le privemos de ese gran gozo! «El te crea de nuevo en su amor. Él salta de júbilo como en los días de fiesta». El Dios que danza por mí. «¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado y absuelva al resto de la heredad?».
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En Baruc encontramos estas bellas palabras: «Jerusalén, quítate el vestido de luto y aflicción y vístete ya siempre con las galas de la gloria de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia divina y adorna tu cabeza con la gloria M Eterno» (5,1-2). Jesús ha descrito de manera aún más bella esta alegría del Padre. En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas expo ne tres parábolas: la de la oveja extraviada, la de la dracma perdida y la del hijo pródigo. Las tres responden al mismo concepto. Las tres giran en tomo a la alegría de quien recupera algo: la alegría del pastor, no la alegría de la oveja que ha sido encontrada; hay que pensar que ciertamente la oveja también se alegra, pero éste no es el tema de la parábola. El tema es la alegría del pastor. El Evangelio dice: «Cuando la ha encontrado, se la pone, rebosante de alegría, sobre los hombros. Y, así que llega a casa, congrega a sus amigos y vecinos y les dice: alegraos conmigo, pues he encontrado la oveja que se me había extraviado». En segundo lugar, la alegría de la mujer: Dios es comparado con una mujer sencilla que inspecciona toda la casa en busca de una dracma que ha perdido. Así, Dios busca al ser humano en todas las vicisitudes de la vida. Y, por último, la tercera parábola: la alegría del padre. Con toda seguridad, también el hijo se ha alegrado mucho, pero de ello no se dice ni palabra, pues, una vez más, no es el tema. El tema es la alegría del padre, que encuentra a su hijo. Así ocurre con Dios, nuestro Señor. Poco antes, Jesús exclama rebosante de alegría, henchido del Espíritu Santo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las he revelado a ingenuos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Mi Padre me lo ha entregado todo, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,21 -22). Exactamente eso es lo que hace aquí: revelarnos quién es el Padre, y lo hace en estas tres parábolas, donde nos revela al Padre como aquel que se alegra de recuperarnos. La alegría del padre: esta es la alegría que Jesús quiere transmitimos. «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11; véanse también 16,24 y 17,13). Jesús quiere proporcionamos una alegría completa, la alegría del perdón. Ya el significado de su nombre apunta en esa dirección, sobre todo en la explicación del evangelista Mateo. Un ángel se le aparece en sueños a José y le dice: «José, hijo de David, no temas tomar a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (1,20-21). Un detalle interesante de este pasaje es que en él Mateo rebasa el marco puramente etimológico de la palabra. «Jeshua» significa en arameo «Dios rescata» o «Dios libera», y también «Dios redime». Pero «de sus pecados» no está etimológicamente en el nombre «Jeshua»; lo añade Mateo, quien de este modo redondea su exposición. El nombre de Jesús define su identidad, y por cierto en una dirección muy concreta: «Él liberará a su pueblo de sus pecados». Ésta es, por encima de todo, la alegría que Jesús quiere transmitirnos. Y si quiere revelarnos a Dios, su Padre, es para que podamos intervenir en las relaciones que mantiene con él. Todos los que creen en él y se dejan guiar por su Espíritu son hijos de Dios: «Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido 32
un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: i Abbá, Padre! » (Rm 8,15). Así pues, podemos decir «Abbá», o sea, «Padre», como Jesús lo dijo. Éste sería nuestro ruego en el nombre de Jesús: aprender a conocer y amar al Padre de modo que, llenos de alegría, podamos decir «Abbá», «Padre bueno», superemos toda indolencia y toda autojustificación, perdamos todo temor a la proximidad de Dios y experimentemos algo de esta misericordia. La parábola del hijo pródigo -o, mejor, del padre misericordioso- ha sido definida como evangelium in evangelio, lo que es tanto como decir «esencia de la buena nueva de Jesús». Empieza describiendo la magnanimidad del padre y la culpa del hijo mas joven y sus consecuencias. «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo al padre: "Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde". Y él les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando se lo había gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pues nadie le daba nada». «La parte de la hacienda que me corresponde». De acuerdo con las leyes y los usos de la época, el hijo menor tenía derecho a ella. Pero la quiere antes de tiempo: «Padre, no quiero esperar a que mueras; la quiero ahora». Ahí está el pecado. Una autonomía que niega toda heteronomía; apoderarse de la herencia, tomarla en las manos sin ninguna consideración con el que se la da, sin ninguna consideraci0n con la fuente. Y el padre respeta la voluntad de ser libre expresada por su hijo, al que quiere, aunque en este caso hace un mal uso de esa libertad. El padre no ejerce ninguna presión para que el hijo permanezca en casa, y tampoco para que vuelva. Dios nunca obliga a nadie. Ahí está la grandeza de su poder y la inmensidad de su amor. ¿Y nosotros? Cuando la situación se hace crítica, nos imponemos sin titubear ni pensarlo dos veces. Cuando todo está en orden y de acuerdo con nuestros gustos, nos damos por satisfechos. Cuando no es así, nos apoderamos de todo y tratamos de ejercer presión. Dios no lo hace, ni siquiera en situaciones críticas. Dios respeta nuestra libertad siempre. También se describen las consecuencias de la culpa: vacío y soledad; ya no hay relaciones. Mientras el joven tuvo dinero, tuvo también muchos amigos. Pero cuando lo dilapidó, desaparecieron amigos y amigas. Entonces la necesidad le lleva hasta donde están los cerdos. Jesús describe así la abyección absoluta, pues en todo el territorio de Israel los cerdos eran tenidos por animales inmundos. Pero él cae aún más bajo: vive en peores condiciones que los cerdos, pues éstos tienen para comer, y el ya no tiene absolutamente nada con lo que calmar su hambre. Justamente cuando se encuentra en esta situación, el hijo entra en razón: «Y entrando en sí mismo, dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre ... ! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros". Y, levantándose, partió hacia su padre». En un primer momento los motivos del regreso no parecen muy nobles. El motivo es el hambre. En casa de mi padre tengo comida. Tal vez toda 33
vuelta a Dios es consecuencia del hambre. «Inquieto está nuestro corazón hasta que encuentra la paz en ti», dice Agustín. En medio de toda su miseria, el hijo deja de replegarse sobre sí mismo y se abre. «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti», en dos dimensiones: vertical y horizontal. Toda conciencia de culpa, cuando alcanza la madurez, tiene en cuenta estas dos dimensiones. La culpa tiene siempre una componente vertical y una componente horizontal. Por eso se nos dice que el joven se levanta y se dirige a casa de su padre. «Entonces se levantó y partió hacia su padre». Para que el arrepentimiento sea auténtico es necesario que yo confiese mi culpa. La falsa conciencia de culpa constituye una autofiagelación, pues se limita a girar sobre sí misma. La falsa conciencia de culpa termina por ser un monólogo, un círculo vicioso. Una conciencia de culpa auténtica y recta conduce al diálogo, se confiesa, expresa en palabras el objeto de la culpa. Creo que el ser humano tiene una necesidad atávica de expresar su culpa. Y entonces el muchacho dice todavía: «Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros». Un elemento del verdadero arrepentimiento y del primer paso adelante es que olvide mis presuntos derechos y sólo tenga presente que «En ti está el perdón, y de él vivimos». Aquel que ha experimentado así el perdón, vive de otra manera. Esto lo marca. Se comporta de otra manera en la comunidad. El que ha experimentado realmente la reconciliación ya no vive en el temor del propio prestigio y de la propia imagen, en el temor de mostrar sus flaquezas, en el temor de salir perjudicado, en el temor de perder la cara y la dignidad. Las personas que se han reconciliado viven de otra manera. Saben que con sus virtudes y sus defectos, con su dignidad y su indignidad, son conducidas por aquel que nos reconcilia con nosotros mismos. Con esta convicción, con esta experiencia, se vive de otra manera. Entonces uno ya no tiene necesidad de hundir a los que tiene a su lado para destacar. Entonces puedo dejar que los otros también destaquen, y alegrarme de que sea así. Entonces no tengo que mantener en la sombra a los que están a mi lado, sino que procuraré que los demás brillen. Entonces uno ya no tiene necesidad de seguir representando el papel de hombre fuerte o de mujer fuerte, sino que puede mostrar debilidades. Entonces cada uno no tiene que ser el prójimo de sí mismo, sino que puede descubrir al prójimo en el otro. Uno no tiene que preguntar siempre: «¿Qué saco yo de aquí?», sino que también puede preguntar: «¿Qué recibe el otro de todo esto? La propuesta es posible, funciona, si vivo del perdón, si tomo periódicamente este alimento. El hijo es valiente, se pone en camino. «Y, levantándose, partió hacia su padre». Ahora viene el punto culminante de la parábola. El padre ve al hijo desde lejos. En algunas traducciones leemos: «Y tuvo compasión de él», pero ésta es una interpretación demasiado simple. En el texto griego figura una palabra que significa: «Entonces fue arrollado por sus sentimientos. Entonces sus sentimientos cobraron una enorme fuerza. Le afectó profundamente». En el padre se alzaron los más profundos sentimientos, y corrió hacia su hijo. Un jeque oriental nunca habría hecho una cosa así. Habría permanecido sentado en su trono y habría esperado que el muchacho se acercara a él, y entonces tal vez le habría recibido con todos los honores. Aquí ocurre algo completamente diferente. El padre no se ha 34
preguntado: «¿Cómo me comporto ahora? ¿Qué condiciones establezco? ¿Dejo que se acerque a mí o lo despido?». Él sólo conoce dos cosas: la misericordia y la alegría. «¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado y absuelva al resto de la heredad?». Lo primero que ve el hijo es la inmensa alegría del padre. No esperaba una cosa así. Tal vez en su camino de vuelta a casa ha imaginado toda suerte de escenas: cómo reaccionaría el padre; y, en ese supuesto, qué debía contestar él. Pero esta posibilidad no la había considerado. Por rica que fuera su imaginación, no podía imaginar que su anciano padre iba a correr literalmente hacia él y le iba a abrazar, rebosante de alegría. ¡La alegría del padre! Ése es el núcleo de esta parábola. Esta alegría incontenible es un signo y una expresión de su amor. El padre no se habría alegrado tanto si hubiera ignorado a su hijo. En las paginas finales de su novela Der spanische Rosenstock, Werner Bergengruen escribe, de una manera un tanto brusca pero con una gran sencillez y profundidad: «Ciertamente el amor se pone a prueba en la fidelidad, pero se completa en el perdón». Esta frase, que leí hace décadas, se ha grabado profundamente en mí. La he recordado a menudo, casi siempre pensando en un matrimonio de cierta edad. Durante décadas de fidelidad, su amor ha sido puesto a prueba, y la pasión se ha convertido en amor. Pero el amor madura y culmina ahora cuando uno tiene realmente algo que perdonar al otro y lo hace. La idea se grabó profundamente en mí: el perdón como culminación del amor. Hace un par de años, se me ocurrió de repente que estas palabras también son aplicables a Dios, que lo mismo se puede decir de él. El amor de Dios es puesto a prueba en la fidelidad y también alcanza su plenitud en el perdón. En aquel momento comprendí por qué Dios se muestra tan dispuesto a perdonar. Si el perdón es la culminación del amor y Dios es amor, entonces el perdón es -dicho un tanto escuetamente- la culminación de la esencia de Dios. En otras palabras: Dios nunca es más Dios que cuando perdona. Ahí radica el gozo divino. Si nos es permitido experimentar algo de ese gozo, es para nosotros una gracia inmensa. En el «Benedictus», el panegírico de Zacarías, leemos: «[paral dar a su pueblo el conocimiento [la experiencia] de la salvación mediante el perdón de sus pecados» (Lc 1,77). Este versículo también me gusta mucho. ¡La experiencia de la salvación! No sé qué pensará espontáneamente el lector al oír estas palabras. Yo pensaría en la cima de la mística. Esto tiene que ser algo muy especial: ¡la experiencia de la salvación! Consiste en el perdón de los pecados. Aquí tiene lugar la salvación. Esto es lo que Bergengruen expresa y lo que el hijo pródigo experimenta. En el capítulo 2 decíamos: el amor de Dios no se basa en nada, no presupone nada. Esto lo puedo comprobar en el perdón: me presento no ya con las manos vacías -¡si al menos estuvieran vacías ... !-, sino con las manos llenas de restos y despojos. A pesar de ello, soy recibido y agasajado espléndidamente: con atuendo de fiesta, con zapatos, con anillo, con un banquete, con todo. Entonces puedo ver que el amor de Dios verdaderamente no se basa en nada, y así accedo al fundamento de mi vida. Dicho en otras palabras: el sacramento de la reconciliación es vivir la experiencia de ser bien recibido y ser aceptado incondicionalmente incluso allí donde no tengo nada que aportar si no es mi deslealtad y mi culpa. 35
Así puedo intuir cuán grande es el amor del padre. El padre cubre al hijo con su amor como si fuera un vestido de fiesta. En el vocabulario del padre figuran palabras como «alegría», «fiesta» e «hijo», y también «nuevamente vivo», mientras que en el vocabulario del hijo destacan palabras como «hambre» y «miseria», «algarrobas», «cerdos» y «jornaleros». El hijo es acogido ahora en el mundo del padre. «Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo querido, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1,13-14). La reconciliación -ha dicho en una carta pastoral Franz Karnphaus, obispo de Limburgsiempre ha tenido una dimensión cósmica. Yo mismo soy siempre ese fragmento del mundo inmediato que necesita perdón y paz. Y así también avanzan un poco la reconciliación y la reconstrucción del mundo entero. En mí empieza, a través de mí llega nuevamente algo más del reino de Dios, hecho de perdón, reconciliación y amor. Los jesuitas tienen a su cargo la iglesia penitencial de la ciudad de Aquisgrán, en la que se realizan muchas confesiones. En ella he podido comprobar que los fieles se toman siempre mucho tiempo para preparar su confesión y, en cambio, en la mayoría de los casos, salen rápidamente de la iglesia después de hacerla. Sin duda alguna, esto no ocurre únicamente en San Alfonso de Aquisgrán. En cualquier caso, así el sacramento no tiene posibilidad de desplegar su eficacia, pues queda claramente truncado. En realidad el tiempo que viene después de la confesión es tan importante como su preparacion, y no deberíamos dedicarle menos tiempo que a ésta. Asimilar el perdón es un proceso para el que necesito tiempo, mucho tiempo. El proceso termina cuando consigo perdonarme a mí mismo. Hasta entonces no debo abandonarlo. Después de la confesion se experimenta una doble alegría: la alegría que proporciona la liberación de la carga. Pero aún hay otra: la alegría con que Dios perdona y que yo puedo percibir en parte. Ésta fue la gran sorpresa del hijo pródigo, la alegría de su padre. Con ella no había contado. La alegría de su padre le desbordó. Experimentar algo de esta alegría es la gracia que aquí interesa, pues en ella nace nueva vida. Lo que no crece en la alegría no tiene realmente futuro. Rara vez se consigue algo duradero únicamente a base de fuerza de voluntad y programación, mientras que, por el contrario, en la ale gria crece nueva vida. Y lo que crece en alegría tiene futuro, tiene posibilidades. Dios no trivializa en absoluto nuestra culpa. Lejos de hacer la vista gorda, se la toma muy en serio, absolutamente en serio. No es posible eliminar la culpa con un simple gesto de la mano. El Dios de la alianza y la lealtad carga con el sufrimiento del desleal. La ruptura de la alianza se convierte para él en pasión de amor, en cruz. Pablo descubre aquí profundas y amplias relaciones: «Porque el amor de Dios nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos». Aquí desempeña un papel determinante la realidad bíblica de la sustitución. Al final se nos dice: «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a serjusticia de Dios en él» (véase 2 Co 5,14 -21). El pecado de los hombres se ha manifestado plenamente, por así decir, en Jesús, y de este modo se ha producido la reconciliación. El benedictino ingles Sebastian Moore nos lo ilustra con una certera imagen: el mal está presente de una manera difusa en todo este mundo, también en mí, como polvo, como gas que se infiltra en todas las cosas. Está asimismo en todo lo que hacemos, aunque es intangible como el éter. Sin embargo, cuando el Santo de los Santos aparece en este mundo, el mal 36
cristaliza. De repente, el mal, siempre tan intangible, se vuelve sólido. Cierra la mano y clava al Santo de los Santos en la cruz. El mal se desfoga en la persona de Jesús. Ésa es su muerte. La muerte de Jesús no fue esencialmente un precio que había que pagar al Padre; fue más bien que el mal se desfogó en Jesús y, de este modo, se vino abajo para siempre. Señor, Dios nuestro, también quien ha roto contigo puede volver a ti, pues ante ti no hay nada que no se pueda curan Lo único definitivo es tu amor Te pedimos que nos recuerdes tu nombre para que nos dirijamos a ti, y que seas nuestro Padre ahora y siempre. Danos la vida y tu amor, como dicha inmerecida, un día tras otro, hoy y siempre. Amén. 1 «Yo os he elegido a vosotros para que vayáis y deis fruto». La misión Sé que la etimología es un campo enmarañado en el que uno también puede extraviarse. A pesar de ello, desearía explicar etimológicamente una palabra. La palabra latina remissio ha pasado a las lenguas románicas y al inglés. En español se ha convertido en «remisión», que, de acuerdo con una de sus acepciones, significa perdón, aunque literalmente equivale a «reenvío». Y es ésta la acepción que aquí nos interesa. Cuando recibo el perdón, la remisión en el sentido de nueva misión pasa a ser la coronación de ese perdón. Gracias a ella vuelvo a tener la plena confianza de aquel que me ha perdonado y ahora me asigna una nueva misión, pues toda misión supone una gran confianza. Las palabras «apostolado» y «misión» -aquélla de origen griego, y ésta de origen latino- i i significan en este caso lo mismo, a pesar de lo cual cada una ha adquirido matices propios. «Apostolado», del verbo griego apostollein, significa enviar, mientras que «misión», palabra derivada de la latina missio, significa envío. Ambas expresan la idea que en el Antiguo Testamento viene dada con la palabra hebrea shaliah, «enviado». La misión ha desempeñado una función importante y muy hermosa en la cultura hebrea. En el capítulo 24 del Génesis se nos narra cómo Abrahán, ya anciano, envía a su mayordomo Eliezer a Aram Naharáin con el encargo de buscar una esposa para Isaac, su único hijo. En este capítulo, que a mí me parece magnífico, vemos cómo actúa Eliezer: es tal la seguridad que tiene en sí mismo que nada denuncia su condición de esclavo. Toma diez camellos de los de su señor, así como joyas de oro y plata y ropas de fiesta. Todo ello lo necesita para su misión. Después se dirige a Aram, patria de Abralián. También aquí se muestra como un hombre consciente de sí mismo y de porte distinguido, pero siempre al servicio de su señor. Ejemplo: «No nos sentaremos a la mesa hasta que el asunto esté arreglado, pues no sería del agrado de mi señor», palabras con las que Eliezer demuestra su decisión y, al mismo tiempo, su sintonía con el encargo que ha recibido de su señor. Nunca se le pasaría por la cabeza utilizar la misión en beneficio propio. Una misión es siempre asunto de 37
confianza, y Eliezer no va a abusar de esa confianza. Viaja en nombre de su señor, y esto es algo de lo que siempre es consciente. El encargo que Eliezer recibe de buscar una esposa para el hijo de su señor es un ejemplo de misión perteneciente más bien al ámbito de lo profano. Pero la «misión» también se da en el ámbito religioso. Los rabinos tienen una máxima según la cual el shaliah o enviado de alguien es como éste, su imagen viva, su alter ego. La estrecha unión entre el enviado y aquel que lo envía pertenece a la esencia misma de la misión. El núcleo de la misión es la confianza. Lo específico de una misión no radica en la distancia física. En rigor, no es imprescindible que el enviado se desplace, pues también se puede vivir la misión en la stabilitas loci o estabilidad de lugar (un elemento de la regla de los benedictinos). En inglés moderno, la palabra mission tiene también la acepción de encar go o trabajo bien realizado. Y así, «misión cumplida» (mission accomplished) significa, entre otras cosas, que se ha alcanzado el objetivo propuesto y se ha realizado una proeza. Pero este significado no está en los orígenes de la palabra, pues la misión no tiene que tener necesariamente como objeto algo extraordinario. Lo determinante es siempre la confianza. La esencia de la misión radica en la proximidad personal; se podría hablar de representación, de vicariato. El enviado representa a quien lo envía. Creo que «representación» es tal vez una palabra adecuada si no se toma en un sentido excesivamente formalista, sino preciso, activo, comprometido: hacer presente a aquel que envía. Exactamente eso es lo que hace el shaflah: hace presente a su señor. En él, en el shaliah, en el enviado, habla y actúa su señor. En el ámbito profano, lo que el shaliah negocia tiene validez legal, y el señor queda obligado a cumplirlo. Tanta confianza deposita el señor en su shaliah que le entrega un cheque en blanco: «Me someto a lo que firmes». Esa confianza está contenida en la misión. Toda misión presupone en el enviado una cualidad esencial: altruismo. Sería inconcebible que alguien enviara a una persona egoísta. Para poder representar a quien le envía, el enviado tiene que ser una persona desinteresada, con suficiente lugar en su interior para quien la envía. 0 más exactamente, la esencia de la misión, plasmada en su ejecución, es la transparencia: aquel que me envía se manifiesta a través de mí. Y hace falta una gran transparencia para que quien me envía aparezca a través de mí, para que sea percibido realmente a través de mí. Considero que en nuestra vida es la transparencia, por encima de todo, lo que convence. Es fácil hablar y hablar mucho. Con una cierta habilidad, uno puede hacer lo que quiera con la palabra. «Es que yo soy una persona sensi ble ... ». Con toda seguridad, el lector ha oído estas palabras más de una vez. Con las palabras también se pueden tergiversar las cosas. En no pocas ocasiones, los hechos son ambiguos. En nuestro comportamiento casi siempre concurren varios motivos. Pero la transparencia es unívoca. La luz brilla a través de ella. Eso es lo que necesitamos. Jesús fue un hombre totalmente transparente. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). A través de él resplandece el Padre. Egoísmo y auto-representación son y generan exactamente lo contrario de la misión y la transparencia. El egoísmo enturbia, oscurece las cosas, genera incredulidad, provoca rechazo. Existe el principio del shaflah, del que Jesús habla a menudo. Por ejemplo: «En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe, me acoge a mí; y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado» (Jn 13,20). En el enviado está presente el que lo envía. «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha», dice Jesús a sus 38
discípulos. «Y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16). Y también: «Jesús gritó y dijo: "El que cree en mí no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado"» (Jn 12,44-45). Jesús aceptó conscientemente su misión en el bautismo. Fue un acto íntimo. Intervinieron el Padre y el Hijo con el Espintu Santo. Juan el Bautista actuó de testigo. Las personas que estaban presentes no oyeron la voz del Padre, pero sí la del Bautista. Aquí, en el bautismo, Jesús se entregó enteramente al Padre y asumió su misión. Podemos partir de la idea de que Jesús, que se deja bautizar por Juan y se sumerge simbólicamente en la corriente de la vida, el agitado río Jordán, y se sabe enviado por Dios, ve con toda claridad que ahora toda su vida está en juego. «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4,18). Está en juego su vida, que entrega al Padre. Su vida pública, su pasión y su muerte son consecuencia del bautismo. En el bautismo está contenido todo. Jesús ha vivido treinta años en la oscuridad, con objeto de prepararse para este bautismo, aceptar su misión y llevarla a cabo con absoluta lealtad. ¿Cuál era el motor de su lealtad? Tomemos el testimonio de los evangelistas, la voz fidedigna de su fe: «Les dice: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra"» (Jn 4,34). De eso vive Jesús: de la voluntad del Padre. La amorosa voluntad del Padre impregna su vida. Ése es el contenido de su vida, el alimento del que vive. «Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38): palabras de absoluta transparencia. «Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él» (Jn 8,29). La unión con Dios se basa en la misión. Las jaculatorias están bien, muy bien, pero la verdadera unión con Dios está en un lugar bastante más hondo. Se consigue haciendo su amorosa voluntad desde la mañana hasta la noche, y también durante la propia noche. Así vivió Jesús la unión con el Padre. Saberse enviado significa estar unido a Dios. Al margen de la misión, al margen del saberse enviado, no es posible una unión con Dios. La misión tiene hondas raíces, raíces que llegan hasta el misterio insondable de la Santísima Trinidad. En la processio, según la cual el Hijo procede del Padre, está el origen de la misión. Y esto indica asimismo -¿quien se atreverá a escrutar el misterio divino?- que «misión» significa siempre renuncia, tarea de la autonomía; significa seguir dando vida. La renuncia pertenece al misterio de la Trinidad. El Padre, que se entrega totalmente al Hijo, y el Hijo que se confía totalmente al Padre, nos ofrecen dos ejemplos de renuncia absoluta. Dicho con otras palabras: el misterio de la Trinidad tiene que ser amor, pues sólo el amor se da íntegramente. Y eso es lo que hace Dios. Ahí está el núcleo más íntimo de la fe cristiana: Dios es amor. Al llegar la plenitud de los tiempos, la processio se convirtió en missio: el Hijo fue enviado a este mundo. También este hecho está bajo el signo de la renuncia. «Se despojó de sí mismo, tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,7-8). Cuando su vida terrena se acerca al fin, Jesús pronuncia dos veces la misma frase, una vez en forma de oración (Jn 17,18) y otra en forma de misión encomendada directamente a los discípulos: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). Con ello nos dice: esta misión, de la que vivo y para la que vivo, que constituye el contenido de mi vida, esta misión os 39
la transmito a vosotros. Ahora ya no tengo otras manos, otro corazón y otra boca que vuestras manos, vuestro corazón y vuestra boca. La idea de la misión está contenida, de manera sintética, en las palabras del apóstol Pablo: « ... ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,20). Éste es también el sentido de nuestra vida. «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). El plan de Dios desde la eternidad es participar en la esencia y la figura de Jesús. La esencia de Jesús consiste en que él es Hijo de Dios. Y, como nosotros participamos de ella, también somos hijos de Dios. Esta misión exige, pues, de nosotros una unión íntima con Cristo, como él estaba íntimamente unido con el Padre. Jesús lo ha explicado maravillosamente en la parábola de la vid y los sarmientos: él es la vid, nosotros los sarmientos. Evidentemente, si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto. Es materia inerte. La savia del sarmiento es la que hace le fructífero. La vida de Jesús es la que da fruto en mí (véase Jn 15,1-8.) Cada día tengo que asumir mi misión. Con esto quiero decir que una misión fijada de manera irrevocable constituye una contradicción. Un religioso me confesaba en cierta ocasión: «Cada día, para empezar, me tiendo en el suelo durante diez minutos con las manos abiertas hacia arriba; después ofrezco mi día al Señor y acepto lo que él me envía». Esto es una misión empezada y vivida de nuevo cada día. Vivir en la misión significa vivir en una tensión vital. Hay tensiones nocivas -entre cónyuges, entre los miembros de una familia o de una comunidad religiosa, o en la propia vida de uno mismo- que destruyen. Pero también hay tensiones vitales que estimulan la vida. Si mi brazo tiene demasiada tensión, se agarrota, y ya no puedo moverlo como quiero. Si mi brazo no tiene tensión, queda paralizado, y tampoco lo puedo mover. Esto es lo que ocurre siempre en la vida. En la misión hay una tensión vital, es decir, una tensión que estimula la vida y hace que el ser humano se mantenga flexible. Esta misión se mueve entre dos polos. Un polo confirma que estoy total y enteramente donde estoy y trabajo con toda mi persona en lo que se me encarga. No me dedico a mariposear y no sueño con otras cosas, sino que estoy aquí con toda mi persona y me empleo a fondo. El otro polo declara que en todo momento estoy dispuesto a hacer otra cosa, que en todo momen to estoy disponible. Por eso es bueno que cada mañana asuma de nuevo mi misión. Tal vez sea la misma durante veinte años, pero, de pronto, un día se me encomienda otra. Si entonces estoy dispuesto y capacitado para asumirla, quiere decirse que he permanecido en estado de vigilia y que sigo viviendo de la núsión. En cambio, quien asume una misión, se aferra a ella y ya no acepta ninguna novedad, no puede hacerlo. Se derrumbaría: «¿Y ahora, de repente, tengo que hacer otra cosa, cuando llevo veinte años haciendo esto? ¿Es que acaso no lo he hecho bien? ¿Qué es lo que ocurre? ¿Me pueden pedir una cosa así?»... No es difícil ver que ha desaparecido la tensión, que la misión se ha malogrado, que la persona implicada se ha instalado en ella. Vivir la misión sinceramente conduce a la distensión. La misión libera. El que tiene una conciencia deficiente (despersonalizada) de la misión es propenso a caer en una especie de complejo divino, pues se considera obligado a llevar el mundo sobre sus espaldas. Pretende 40
desempenar el papel de Dios Padre o de Dios Hijo o de Dios Espíritu Santo. Y, en realidad, cuando uno recibe una misión, es transportado por aquel que lo ha enviado. Hay que mantener viva la conciencia de la misión, pues puede extinguirse. El cardenal Carlo M. Martini ha mencionado cuatro motivos por los que la misión y la conciencia de la misión pueden extinguirse. Los cito escuetamente. El primero es la falta de oración. Aquí Martini matiza y distingue entre cantidad y calidad. En la oración puede darse una falta de cantidad si la persona no le dedica el tiempo requerido. También puede darse una falta de calidad si, a pesar de dedicarle el tiempo requerido, ese tiempo no tiene ni contenido ni profundidad y no representa mucho más; la oración sólo subsiste formalmente. El segundo motivo es la falta de atención en el ámbito corporal. El tercer motivo es desaprovechar la oportunidad de mejorar la formación espiritual. Martini quiere decir con ello que se desperdicia la oportunidad de integrar la formación intelectual continuada, la afectividad, la sexualidad, el trabajo y las relaciones, etcétera, en una vida total que viene de Dios y va a Dios. Y el cuarto motivo es lo que él llama «la sutil mentira de la vida». Cuando la vida deja de ser auténtica, se extingue la misión. Entonces se pierde la transparencia y, con ella, la esencia de la misiónI. Me llama la atención el que, según el evangelio de Juan, Jesús pronunciara dos frases iguales menos en una palabra. Una dice: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). Y la otra: «Como el Padre me amó, yo también os he arnado» (Jn 15,9). Evidentemente, misión y amor son intercambiables. La misión es la forma del amor. Tal vez podamos expresarlo con una imagen más certera: la misión es el cauce del amor. Una corriente de agua necesita un cauce; de lo contrario, se dispersa. Por supuesto que el cauce es una limitación (el Rhin no tiene ni un solo desvío, pues su cauce lo constriñe irresistiblemente). Pero, por otro lado, el cauce proporciona calado y energía a la corriente de agua. Si no tuviera un cauce, la corriente de agua no tendría ni fuerza ni profundidad. De forma análoga, la misión es el cauce de nuestro amor. Evidentemente, con ella queda limitado nuestro amor. Y en ocasiones esto se percibe dolorosamente. Entonces a uno le gustaría que el cauce fuera un poco más ancho. 1. Wase Carlo M. MARTINI: Tun, was Er will. Christliches Sendungsbewusstsein nach der Apostelgeschichte, Freiburg im Breisgau 1987, pp. 74-85. Pero sin cauce mi amor se disgregaría o se convertiría en una ciénaga. Estemos, pues, agradecidos a nuestra misión; y si es verdad que ésta puede estrechar aquí y allá nuestra vida, también lo es que le proporciona una mayor concentración, puesto que da a nuestra vida calado, fuerza y fecundidad. «Cumplir una misión es reposar en el movimiento de Dios»1. Dios es movimiento, Dios es dinámica, dinámica del amor, una dinámica inmensa, pues de esta dinámica emana toda la creación. Así de dinámico es nuestro Dios. Pero, al mismo tiempo, Dios es quietud, pues no persigue ninguna meta. No quiere alcanzar algo en concreto. Es el movimiento del amor. Cumplir una mision es reposar en este movimiento de Dios. Dios es movimiento, y en este movimiento yo reposo y encuentro realmente la paz. Ahí está la unión con Dios. Y, como queda dicho, ésta radica en la misión y -en mi opinión- sólo en el hecho de ser enviado. 41
Heinrich Mussinghoff, obispo de Aquisgrán, escribió, como todos los obispos, una pastoral al comienzo de la Cuaresma (1998). La pastoral empieza con la siguiente imagen: «El Jordán nace a los pies del monte Hermón, coronado de nieve, atraviesa el lago de Genesaret y desemboca en el Mar Muerto. El Mar de Genesaret está lleno de vida. Recibe agua fresca y la entrega para que continúe su curso. En él hay peces, en su orilla crecen frondosos olivos, palmeras y toda clase de flores y plantas. Aves y animales encuentran allí alimento. Todo lo contrario de lo que ocurre en el Mar Muerto. El Jordán también vierte en él sus aguas, pero éstas no tienen salida. El calor del sol hace que gran parte del agua se eva2. Barbara HALLEMLEBEN, Theologie der Sendung, Frankfurt am Main 1994. pore, y la que queda tiene tal contenido de sal que en ella no pueden vivir los peces. En las orillas apenas si crecen árboles y arbustos. Sólo se ve sal y desierto». La misma agua, en un sitio fluye y da abundante fruto; en el otro, no puede seguir su curso y se convierte en un desierto de sal, estéril, sin vida. El amor necesita un cauce para que continúe siendo un caudal y no se convierta en una cienaga o en un mar muerto. Jesús dice: «No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). Nuestro fruto debe permanecer. Y sabemos que lo único que verdaderamente permanece y cuenta es el amor. Incluso la fe y la esperanza tienen un fin, pero el amor permanece. Es el contenido de nuestra misión: que amemos, i que nuestra vida transmita amor. La misión sólo se puede vivir desde la abundancia, no desde la carencia. Ya se trate del ingreso en una orden religiosa, de la vida en comunidad o en familia, de prestar un servicio o de contraer matrimonio, la experiencia se tiene que vivir desde la abundancia, pues de lo contrario será una catástrofe. Desde la abundancia sí se puede conseguir, como en la parábola del hombre que descubre un tesoro en el campo y, lleno de alegría, lo vende todo para comprarlo (véase Mt 13,44). Él puede vender alegremente todo aquello a lo que hasta entonces había estado apegado su corazón, porque ha encontrado la abundancia. Así es el reino de Dios, dice Jesús. Si vivo en la abundancia puedo realmente desprenderme de algo, dar. Desde la abundancia puedo vivir, como cónyuge, como religiosa o como religioso, como célibe, lo que pertenece a la imitación de Jesús dentro de mi estado. Si vivo desde la carencia, porque busco compañía en
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i mi soledad o aprobación en mi actividad, no lo conseguiré. Entonces es muy fácil establecer falsos compromisos, pues no vivo en el centro, sino que me muevo constantemente en el borde. Entonces la gran pregunta que presidirá una y otra vez mi vida será: ¿Se puede conciliar esto con mi promesa matrimonial o con mis votos religiosos, o no? ¿Está dentro o fuera de los límites? Todo ello hace que la persona tenga una sensación de esterilidad e insatisfacción. Ésa no es la vida según el Evangelio, y esa vida no proporciona auténtica 42
alegría. Se trata de vivir desde el centro, desde la plenitud, como esposa, como esposo, como religiosa o como religioso, como célibe o en búsqueda. Padre eterno, tu nombre, tu sello, nos identifica. Has grabado en nosotros tu imagen y la imagen de tu Hijo y nos has dado tu Espíritu Santo. Te pertenecemos. Te pedimos que podamos ser iguales a él, de persona a persona, que nuestra vida demuestre tu existencia y refleje tu gracia, como ha hecho Jesús, nuestro hermano, al servicio de este mundo hoy y todos los dias. Amén. 7 «Os he dado ejemplo». La eucaristía En el Evangelio de Juan leemos: «Sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa ... » (13,34). En estos versículos está expresada con toda claridad la misión o, mejor aún, la conciencia de su misión que tenía Jesús. «Sabía que el Padre lo había puesto todo en sus manos - sha1¡ah- y que había salido de Dios y a Dios volvía». Su misión, tal como él nos la ha transmitido, también es fructífera; da un fruto que perdura, el fruto del amor, Esto es exactamente lo que hace Jesús. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, l). Se puede decir que la misión de Jesús alcanza su plenitud en la última Cena y en lo que la última Cena encierra. Los cristianos la celebramos en la eucaristia. En ella podemos beneficiarnos de la plenitud. Los tres Evangelios sinópticos -Marcos, Mateo y Lucas-, junto con Pablo, describen la última Cena, mientras que Juan habla, en lugar de ella, del lavatorio de los pies. Con dos ojos se puede ver más profunda y ampliamente. Así, los relatos de los Sinópticos por una parte, y el relato de Juan por otra reflejan dos puntos de vista diferentes que nos revelan algo de la profundidad de este misterio. Empecemos por Lucas, en el que leemos: «Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de sacrificar el cordero de Pascua; y [Jesús] envió a Pedro y a Juan, dicien99 do: "Id y preparadnos la Pascua para que la comamos . Ellos le dijeron: "¿Dónde quieres que la preparernosT'. Les dijo: "Cuando entréis en la ciudad, os saldrá al paso un hombre que llevará un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en que entre y decidle al dueño de la casa: 'El Maestro te dice: ¿Dónde está la sala para que pueda comer la Pascua con mis discípulosT. Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta; haced allí los preparativos". Fueron y lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua» (22,7-13). Un comienzo singular. Estoy convencido de que la intención de Lucas no es presentar a Jesús como un vidente o adivino, sino más bien expresar su actitud soberana en el infortunio. El sufrimiento y la muerte no son un destino que se abata inexorablemente sobre Jesús, sino algo que, tras larga pugna, él se declara dispuesto a aceptar. Jesús no lo rehuye. En los versículos citados aparece varias veces la palabra «preparar». Jesús se prepara. El misterio de la inmolación no le es arrancado porfiando, a la fuerza; él se entrega voluntariamente. «Y les dijo: 1 43
"Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer"», que es tanto como decir: me doy enteramente a mí mismo en esta Pascua. Y un poco más adelante añade: «Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros» (Lc 22,15.19). Siempre me ha parecido muy hermosa la palabra «se entrega», pues da un acento más definido a la acción de Jesús. Pienso incluso que «entregarse» es diferente de «darse», pues añade una diferencia cualitativa. Jesús se ha entregado. Si no se hubiera entregado, su sufrimiento no habría sido fructífero. Pensemos en las profundas palabras de C.G. Jung: «Sólo se transfórma lo que se asume». Jesús ha asumido el sufrimiento y, al hacerlo, lo ha transformado. Si no lo hubiera aceptado, si no se hubiera entregado, habría muerto -dicho sea en términos humanos- decepcionado y amargado. Para la celebración de la eucaristía es esencial que él se haya entregado. La entrega es la forma del amor divino. La Santísima Trinidad es un misterio, y la eucaristía también. El amor impuro quiere afirmarse, busca aprobación, quiere tomar posesión y retener, ciertamente en sentido físico, pero aun más en el sentido emocional de reconocimiento y poder. La posesión y el afán de imponerse son los mayores enemigos del amor auténtico, tanto en la familia y en el matrimonio como en la vida religiosa. El verdadero amor se entrega como hizo Jesús. Él se entregó y se hizo pequeño, asumió todas las vejaciones en un proceso indigno que desembocó en su sentencia de muerte. El verbo «bajar» (y sus derivados) es una palabra clave en la vida de Jesús. «El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios sino que se abajó y se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana». (Flp 2,6-7). Bajó a Nazaret con María y José y estuvo sometido a ellos. Bajó al Jordán y cargó con los pecados de los hombres. Se rebajó «haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8)... «Éste es mi cuerpo..., ésta es mi sangre ... ». La eucaristía es símbolo y presencia actual de su absoluto autodespojo: un pedacito de pan y un sorbo de vino; sería difícil imaginar algo más pequeño. La eucaristía se inscribe plenamente en la línea de la vida de Jesús: un gran misterio. Los problemas se deben resolver siempre que sea posible. Nadie debería intentar resolver los misterios, pues se perdería algo muy valioso. El ser humano está rodeado de misterios. Aquel para quien no hay misterios es un pobre hombre. La eucaristía es un gran misterio, y a partir de él se puede vivir la misión de Jesús. La eucaristía nos da una imagen típica de Jesús. Él siempre trató de ser el último. De entre los tres Sinópticos, he elegido el texto de Lucas, porque narra una escena conmovedora: «Se produjo una discusión entre los discípulos acerca de cuál de ellos era el más grande» (Lc 22,24). Una discusión que está en absoluta contradicción con la eucaristía. ¡Cómo debió de sufrir Jesús cuando, en la última Cena que él tanto había deseado, sus discípulos pusieron de manifiesto que no habían entendido absolutamente nada de la mentalidad y el espíritu de su Maestro ... ! Su banquete de despedida quedaba así malogrado. Su entrega, mancillada. Los discípulos no entienden nada, y además transmiten groseramente su mensaje: aún no hemos entendido nada de ti. Años luz les separan del mensaje de Jesús. «Se produjo una discusión entre los discípulos acerca de cuál de ellos era el más grande». Una fiesta de la que vengo alegrándome desde mucho tiempo, una fiesta que he deseado ardientemente y de la que he esperado muchas cosas: ninguno de los invitados comprende su sentido, su significado; en suma, una fiesta en solitario. ¿Has vivido alguna vez algo parecido? 44
¿Has provocado también alguna vez algo parecido? Ésta no es una historia banal, pues seamos sinceros: ¿cuántas de nuestras discusiones giran, de hecho, en torno a la cuestión de quién es el más grande? «Yo tengo más experiencia». «Yo tengo muchos más conocimientos en este tema». «Esto lo conozco yo mejor que nadie». «Las cosas son así, y no hay vuelta de hoja»... y otras muchas variantes de lo mismo. Naturalmente, todo ello es enmascarado, pues no somos tan ingenuos como para presentarnos a cara descubierta. Pero, si se examina el problema a fondo, se ve que el prurito de que yo sea más grande, más grande que el otro o que la otra, desempeña siempre un papel decisivo. Justamente eso es lo que no cuadra con la eucaristía. Está absolutamente en contradicción con ella. Así no se puede celebrar la eucaristía. Así la eucaristía muere, se extingue. No es nada fácil celebrar la eucaristía en el Espíritu de Jesús. La teología nos ha enseñado que la eucaristía es un sacramento, incluso el más grande de los siete, y que los sacramentos actúan ex opere operato, es decir, con independencia de la dignidad o la santidad de quienes los administran. Esto es verdad; sin embargo, la recepción del sacramento depende de nosotros. La acción del sacramento no es independiente del receptor. Gratia supponit naturam, la gracia presupone la naturaleza: cada persona, al igual que cada comunidad, tiene que aprender, a base de mucho dolor y mucha confusión, que los ritos, símbolos y sacramentos pueden quedar vacíos, sin efecto; que sólo conservan su fuerza y su vigencia si nuestra actitud interior responde a ellos. De lo contrario, mueren y, lo que es aún peor, producen la muerte. Esto tiene que ver con la mentira de la vida, de la que hemos hablado en el capítulo anterior. El cristiano sólo puede celebrar fructíferamente la eucaristía si procura vivirla. Si el deseo es demasiado débil, la liturgia se convierte en una rutina inocua. Jesús nos ha puesto en las manos algo infinitamente valioso: él mismo en su inmolación. Aquí tenemos que actuar con mucho recogimiento, con mucho amor. Sería una lástima que estuviéramos distraídos durante la celebración de la eucaristía. Pero hay algo aún más importante. ¿Concuerda mi estilo de vida con la celebración de la eucaristía? ¿0 celebro la eucaristía y mantengo antes, durante o después una disputa -en el corazón o en mi comportamiento exterior- sobre quién de nosotros es el más rande? Esto ya no concuerda, aquí falla algo. 9' La Ultima Cena es anunciada como un acontecimiento central, decisivo, mediante tres señales cada vez más audibles. En Lucas se dice: «Se acercaba la fiesta de los Ázimos, llamada Pascua. [ ... 1 Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de sacrificar el cordero de Pascua. [ ... ] Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles» (22,1.7.14). La fiesta, el día, la hora: en este momento nos acercamos a la gran hora en la vida de Jesús, la hora de la que él siempre ha hablado. El plato principal de este banquete es un cordero de un año, al que no se le ha quebrado ni un solo hueso. En el Antiguo Testamento se dan normas precisas para la celebración del banquete de Pascua, y tenemos que pensar que Jesús y sus~discípulos las respetaron. Acerca de estas normas, en el Exodo se dice entre otras cosas: «ni le quebraréis ningún hueso. [ ... 1 La cabeza y las piernas no deben ser separadas del tronco» (12,46.49). Además, se tenía que asar y poner en la mesa entero. Sobre la mesa estaba el cordero tal como era realmente. Era imposible no verlo. Pedro y Juan fueron enviados para prepararlo; no sólo para poner la mesa, sino también para asar el cordero de un año. Cuando los discípulos lo ven, como son judíos, recuerdan su pasado, la 45
salida de Egipto y los prodigios que acompañaron este éxodo. Cuando Jesús contempla el cordero, mira al mismo tiempo adelante, al futuro y, más concretamente, al futuro inmediato, que empieza esa misma noche. Cuando Jesús ve el cordero, sabe que a partir de entonces él es el cordero. «Como un cordero al degüello era llevado», se dice en el cuarto canto del Siervo de Dios (1s 53,7). Y en Jeremías: «¡Y yo que estaba como cordero manso lleva do al matadero! » (11, 19). Ha llejado la hora de que Jesús pase a ser el cordero pascual: «Este es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Ha llegado la hora. Toda la andadura de Jesús está bajo el signo del cordero que va a ser sacrificado. Pablo escribe: «Pues cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciais la muerte del Señor hasta que venga» (1 Co 11,26). Esto es válido para cada celebración de la eucaristía. Y también para la celebración de la Cena en la víspera del Viernes Santo. Aquí se anuncia la muerte del Señor. Cuando Jesús parte el pan, dice textualmente: «Éste es mi cuerpo». Parte su cuerpo, y con ello empieza el sufrinúento y nace el cuerpo místico (la Iglesia). Jesús es plenamente consciente de lo que hace ahora. Tal vez sus manos han temblado levemente al partir del pan. Tratemos de ser conscientes de lo que hacemos cuando celebramos la eucaristía. Tambien nosotros, al celebrar la eucaristía, debemos mirar adelante y no atrás, al pasado, pues Jesús -que murió por amor y en fidelidad a su misión- ha resucitado y viene de nuevo en toda su gloria. Lo decimos cada vez que celebramos la eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». En esta perspectiva se inscribe también el banquete celestial, en el que la eucaristía alcanza su plenitud. Así como la vida de Jesús alcanza su plenitud en la eucaristía, así también la eucaristía alcanza su plenitud en el banquete celestial. La eucaristía como testamento y legado vivo de la persistente presencia y el amor de Cristo es, por así decirlo, el documento de la nueva alianza que él fue enviado a fundar: «Éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros». El núcleo de la antigua alianza era: «Yo soy vuestro Dios, y vosotros sois mi pueblo». Esta alianza ha sido renovada muchas veces y, a decir verdad, cada vez en mayor intimidad. A menudo se la compara incluso con la intimidad del matrimonio. Dios y su pueblo están unidos como el esposo y la esposa. La nueva alianza implica la consumación y una intimidad aún mayor: «Vosotros en mí y yo en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él». Fijémonos ahora en el cuarto Evangelio, empezando por el prólogo a la gran prueba de amor de Jesús a sus discípulos: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13, l). Con este versículo, Juan nos da la clave de la eucaristía. La eucaristía es amor hasta el extremo. Es amor que se entrega totalmente. Jesús, que siempre fue el hombre para los demás, llega en esta misión hasta el extremo. Juan no transmite las palabras de la transubstanciación, la fórmula de la consagración. En lugar de ello narra cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos. Evidentemente, para Juan este acto -el que Jesús lave los pies a sus discípulos- es tan característico y esencial de la eucaristía como las palabras de la transubstanciación lo son para los Sinópticos. Estamos ante dos perspectivas del amor llevado a su expresión suprema, el amor que se da a sí mismo, que se inclina hasta el polvo de la tierra, de nuestras vidas. 46
A continuación vienen las palabras: «Sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus manos, y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Llega a Simón Pedro, y éste le dice: "Señor, ¿tú lavarme a mí los piesT'. Jesús le respondió: "Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde". Le dice Pedro: "No me lavarás los pies jarnás". Jesús le respondió: "Si no te lavo, no tienes parte comnigo". Le dice Simón Pedro: "Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza". Jesús le dice: "El que se ha bañado no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos". Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: "No estáis limpios todos". Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: "¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis 'el Maestro' y 'el Señor', y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros"» (13,3-15). Lavatorio: Jesús se despoja de sí mismo hasta el fondo del amor. Y nos exhorta a seguir su ejemplo. Lo hace desde la plenitud de su autoconciencia: «Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy» (13,13). Cuando lo hace, es plenamente consciente de que el Padre se lo ha puesto todo en las manos, de que él viene de Dios y de que se acerca la hora de volver a Dios. Despojarse de sí mismo al servicio del amor sólo se puede hacer si se tiene una sólida autoconciencia. Si falta ésta, es imposible. El verdadero desprendimiento presupone la aceptación de sí mismo y el sentimiento de autoestima. Cuando no hay aceptación de sí mismo y autoestima, el tramo correspondiente a la base del amor se hace intransitable. Considero vidrioso hablar de un tema como éste en grupo, pues existe el grave peligro de que cada uno capte precisamente lo que no va destinado a él, y con ello refuerce las deficiencias de su actitud. Formulémoslo así: en su vida, Jesús no eludió los conflictos y las confrontaciones. En este punto se mostró libre y valiente. Creo también que los enfrentamientos verbales no le quitaban el sueño. Podía debatir los conflictos con toda lealtad, cosa que no todos están en condiciones de hacer, pues hay muchos que se muestran maliciosos y groseros, coléricos y parciales, tan pronto como surge un problema. Por el contrario, Jesús seguía mostrándose como un ser soberano cuando se veía implicado en un conflicto. Era asimismo lo bastante soberano y amable como para lavar los pies de sus discípulos, como para, siendo amo, realizar labores reservadas en su tiempo a los esclavos. Cuando se habla a un grupo, existe el peligro de que las personas ambiciosas se digan: «Muy bien, hay que afrontar los conflictos. Esto lo tendré en cuenta; sí, lo tendre en cuenta». En cambio, los pusilánimes captan únicamente: «Muy bien, hay que inclinarse, arrodillarse y lavar los pies a los demás». Así, cada uno toma precisamente la parte del mensaje que no va dirigida a él. Lo que aquí tenemos que hacer es distinguir entre un carácter y otro. Las palabras por sí solas no bastan, ni siquiera las de la Biblia. Necesitamos el Espíritu Santo, para que nos guíe y nos permita comprender las palabras y su mensaje, de modo que nos acerque a Dios, pues el 47
espíritu malo es tan astuto y hábil que puede servirse incluso de la Biblia para engañamos. Dicho con otras palabras: el viejo Adán que hay en nosotros siempre se equivoca al elegir. Nada puede sustituir al Espíritu Santo. En este punto hay que subrayar que Jesús se despojó de sí mismo desde la plenitud de su autoconciencia. Se despojó de su túnica, acción que en cierto modo equivalía a desprenderse de su dignidad divina. «El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios» (Flp 2,6). Los apóstoles, sobre todo Pedro, están consternados. Aquello no encaja en sus esquemas mentales. No saben qué pensan Pedro se enoja: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús insiste: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Pero Pedro continúa: «No me lavarás los pies jamás». Jesús vuelve a insistir: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (Jn 13,6-8). No es nada fácil dejar que penetre el amor de Jesús, ni en su forma superior ni como entrega desinteresada. No es nada fácil dejar que Jesús nos ame. Algo en nosotros se opone a ello. Pero Jesús dice: si no dejas que este amor se apodere íntegramente de ti, no eres uno de mis discípulos, no participas de mi mismo Espíritu. Quiero comentar con profundo respeto cómo lava Jesús los pies a sus discípulos. Primero Pedro, que termina cediendo, pues quiere pertenecer a Jesús. Esto es lo más importante para él. Después, Jesús se acerca a los hijos del trueno, Juan y Santiago, que en cierta ocasion quisieron prender fuego a una aldea porque no les habían dado albergue en ella. Ellos son también dos hombres ambiciosos que han preguntado a espaldas de los otros: ¿no podemos ocupar los dos primeros sitios en tu reino? A lo que Jesús contestó: «No sabéis lo que pedís». Aquí podemos intuir en qué consiste el reino de Dios que Jesús nos trae y cuáles son verdaderamente las funciones honoríficas. Vemos cómo Jesús se acerca a Mateo para prestarle este servicio de esclavo. Mateo era rico y había tenido esclavos que le habían lavado los pies a menudo. Pero ahora lo hace el maestro. Y después, por encima de todo: Jesús lava los pies a Judas, que está todavía con ellos. Esto es verdaderamente inconcebible. ¿Qué debió de sentir Judas? ¿Y Jesús? El amor de Jesús es para todos. No excluye a nadie, ni siquiera al hombre que esa misma noche se propone delatarlo y entregarlo. Jesús, imagen del Padre: «Quien me ve a mí, ve al Padre». En él se puede ver cómo es Dios. Dios en cuanto anfitrión: Dios como aquel que recibe; Dios como aquel que tiene un sitio para todos y cada uno, y no para las personas de un mundo perfecto en el que no hay pecado sino para cada una de las personas de un mundo traidor al que hay que redimir. Ésta es la hospitalidad de Dios, su amor llevado al límite. Este amor se da en un contexto hecho de incomprensión, traición, hostilidad y rechazo. En un mundo así ha amado Jesús. Un amor como éste tiene que llevar a la cruz. Entonces me llega el turno a mí. Jesús me pregunta: ¿Me permites que te lave los pies? Sé que esto significa participar profundamente en todo lo suyo, en sus alegrías y en su desconsuelo, en sus victorias y en sus angustias, en su Tabor y en su Calvario, en su vida y en su muerte. ¿Estoy preparado? ¿Estoy dispuesto a llevar sus ropas? ¿Estoy dispuesto a vivir en su Espíritu? ¿Estoy dispuesto a amar como él ama? También esto pertenece a la celebración auténtica de la eucaristía. En los Sinópticos se dice: «Haced esto en memoria mía». Aquí, en Juan, leemos: «para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros». Sólo así puedo celebrar la eucaristía: 48
si le ¡mito, si hago como él hizo. Entonces yo también tengo que lavar los pies al otro, pues, de lo contrario, faltará algo, se perderá algo esencial. Tengo que lavar los pies incluso a mi «Judas»: «Haced como yo he hecho con vosotros». Mateo enumera ocho bienaventuranzas al principio de su Evangelio (5, 1 -1 l), Juan sólo dos. He aquí la primera: «Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís» (13,17). Es la bienaventuranza del amor en un contexto muy preciso, inmediatamente después del lavatorio. Después, al final de su Evangelio, aparece la bienaventuranza de la fe: «Dichosos los que no han visto y han creído» (20,29). En la eucaristía encontramos ambas cosas, fe y amor. Es un misterio de la fe y un misterio del amor, del amor hasta su consumación. En las dos tengo que crecer, una y otra vez, cada vez que celebre la eucaristía. Señor, Dios nuestro, tú no eres inaccesible y sublime. No ocupas un sitio grandioso y admirado en nuestro mundo. Has recorrido el camino de la semilla. Eres como el pan, discreto y cotidiano, nutritivo e imprescindible. Esperamos reconocerte en cada semilla, en cada trozo de pan, en todos tus seres humanos. Sí, danos nuevos ojos para ven Danos nuevas fuerzas para creer, hoy y todos los días. Amén.
8 La consideracion, fundamento del amor al prójimo Jesús dice: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16)., Lo único que cuenta y perdura es el amor. El amor es lo definitivo. De acuerdo con él será juzgada nuestra vida. El mandamiento del amor es también, exactamente, el que Jesús dio como legado en la última Cena: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,34 -35). Éste es el mandamiento de Jesús; en él resume todo el mensaje de su vida. Pablo escribe: «Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,14). Después de describir los carismas y las diferentes funciones y servicios existentes en la Iglesia, cuerpo de Cristo, el Apóstol dice: «Yo os muestro ahora otro camino, un camino que lo supera todo». Y, acto seguido, inicia la glorificación del amor (1 Co 13). Ahí encontró su vocación la pequeña Teresa de Lisieux, la nueva y más joven doctora de la Iglesia: «ser el amor en el corazón de la Iglesia». Al final de los Ejercicios espirituales, Ignacio de Loyola hace una reflexión para alcanzar amor. A este fin formula dos advertencias previas. La primera dice: «El amor consiste más en acciones que en palabras»; y tal vez piensa también: más en obras que en sentimientos. Antes de las obras viene la percepción verdadera, la atención, la consideración. Ésa es también la sabiduría de los contemplativos. Primero viene la mirada con que percibo al otro. Simone Weil penetró profundamente en esta verdad, entendiendo que la consideración es «el núcleo de la oración», «el núcleo del amor a Dios y también el núcleo del amor al prójimo». Lo que importa es tener una mirada atenta, en virtud de la cual el alma se vacíe de todo contenido 49
propio. Vaciarse de sí mismo para acoger al ser que se contempla -ya sea Dios o el prójimo- tal como es, en toda su verdad, es muy difícil, pues exige desprenderse de uno mismo. Nuestra percepción ren-úte siempre de manera espontánea a nuestro ego, y por eso está un tanto deformada. Percibir es una hermosa palabra; percibir al otro, tomarlo como realmente es, en su verdad. Éste es el primer peldaño del amor, un peldaño que no podemos pasar por alto. Sin él, todo lo demás es inalcanzable. Por lo tanto, tenemos que desprendernos de nuestros prejuicios, de nuestros modelos estereotipados, de los intereses determinados por nuestro ego, de nuestras expectativas, para percibir al prójimo tal como es, pues todas estas cosas hacen que nuestra atención sea selectiva, es decir, filtran o enturbian nuestras percepciones. Entonces no vemos al otro en su verdad, sino que le reducimos para que encaje en nuestro enfoque. Una percepción no enturbiada significa no privilegiar ningún aspecto, no rechazar nada, no condenar nada. Y también significa eliminar toda inclinación a la autoafir mación, toda curiosidad y toda crítica. Esto es algo que los contemplativos siempre supieron y que la psicología moderna ha redescubierto. Aquí podemos aprender algo de lo que hemos desdeñado en la tradición de la Iglesia cristiana. Resulta impresionante la consideración con que un buen terapeuta ve a una persona: es una visión exenta de prejuicios, basada en una valoración positiva del paciente. Posiblemente ahí radica el principal mérito de un terapeuta. Pero justamente ése no es un punto fuerte de los cristianos y los sacerdotes de hoy. En nuestros círculos somos más bien dados a aplicar esquemas de medida y valoración estereotipados. Este tema también se pone de manifiesto en el ámbito del amor: ayudar a los pobres, a los marginados, significa en primer lugar tomarlos como semejantes. Esto, a su vez, significa literalmente acercarse a ellos, no rehuirlos compasiva o vergonzosamente, sino percibir verdaderamente a cada uno de ellos individualmente, en su personalidad y su historia, únicas en cada caso, con los ojos del corazón. Dejar que él mismo diga cómo le va, escucharle, tomarle en serio... Muy a menudo abrumamos a alguien con «buenas» acciones que tal vez no son adecuadas. Pretendemos saber, como algo evidente, lo que le conviene, lo que necesita. Esto no es verdadero amor al prójimo. Ahí el ego propio mangonea y ocupa todavía un sitio demasiado decisivo. En Francisco de Asís vemos cómo se vuelve al verdadero amor, pues él volvió literalmente sobre sus pasos después de haber sentido asco y temor al pasar junto a un leproso. Lo comprendió con la emocionada mirada del corazón y, después de dar la vuelta, se acercó al leproso y lo besó. La nueva vida de Francisco de Asís empezó en el momento en que contempló al pobre como hermano. La tentación consiste en reducir al prójimo de acuerdo con los deseos propios, con las normas, pretendidamente óptimas, y con la escala de la propia valoración, es decir, valorándolo de acuerdo con las medidas del propio ego. Lo cual no es en modo alguno desprendimiento o amor, sino egocentrismo. En realidad, aquí yo, que soy el que ayuda, ocupo el centro de la situación, y el otro se convierte en objeto de mi pretendida «buena acción». Si descubro y supero esta tentación como lo que es y me acerco al prójimo en su verdadera realidad, doy asimismo un paso adelante en esa superación del yo que necesito para mi relación con Dios. Ésa es también la clave para comprender por qué Jesús equipara el segundo mandamiento con el primero. Los dos tienen como objetivo que me despoje cada vez más de mi 50
ego: a lo largo del camino del amor a Dios y del amor al prójimo. Esto es lo que Jesús quiere decir y lo que los dos mandamientos nos piden: una atención desinteresada. Teresa de Jesús decía: «Las relaciones mutuas en la comunidad son a menudo un signo más claro de la relación con Dios que las alturas de la oración mística». La santa sabía de qué hablaba, pues había experimentado las alturas de la oración mística. Y, no obstante, decía: las relaciones en la comunidad son un criterio más seguro también para la relación con Dios. En el fondo, la misma sabiduría se puede encontrar en la Primera Carta de Juan (3,17; 4,8.12). Nuestro primer acto de amor fundamental es percibir al prójimo tal como lo que es y, al hacerlo, retirarme sin negarme en mi condición de persona. Anthony de Mello narra la historia de un periodista que quiere escribir un libro sobre un gurú y, a este fin, le visita y empieza por preguntarle: «¿Es cierto, como dice la gente, que es usted un genio?». «Sí, así es», responde el maestro, que no es precisamente modesto. Pero el periodista, que no le va a la zaga, le hace inmediatamente una nueva pregunta: «¿Y qué hace que un hombre sea un genio?». A lo que el gurú contesta: «La facultad de ver». El periodista se queda estupefacto: «¿Ver qué?». A esta pregunta -o, más exactamente súplica, puesto que no está formulada como una pregunta- el gurú responde: «La mariposa en una oruga, el águila en un huevo, al santo en un egoísta». Ver todo esto hace que un hombre sea un genio, un genio del amor. Entonces tiene ojos para lo que está oculto en el prOjimo y propicia un encuentro basado en el amor. Jean Vanier nos habla de «revelar a otro su propia belleza». Jesús lo hacía maravillosamente: creaba una atmósfera en la que las personas se podían desarrollar, en la que las personas podían descubrir por si mismas o bueno que había en ellas. El obispo Klaus Hemmerle, muerto el 23 de enero de 1994, escribió en su última carta de Pascua: «Deseo para nosotros ojos de Pascua, capaces de ver en la muerte hasta la vida, en la culpa hasta el perdón, en la separación hasta la unidad, en las heridas hasta la gloria, en el ser humano hasta Dios, en Dios hasta el ser humano, en yo hasta tú». Ver, percibir, percibir desinteresadamente. Un hombre y una mujer con más de cincuenta años de matrimonio están sentados, uno al lado del otro, en el tren y apenas si tienen algo que decirse. Suben dos enamorados y se sientan justamente frente a ellos. El muchacho besa ocasionalmente a la chica. La señora de edad los mira con ojos brillantes. De repente le susurra a su mar¡do en el oído: «Eso también lo podrías hacer tú de vez en cuando ... ». Entonces el hombre contesta sobresaltado: «¿Qué dices? ¡Pero si no la conozco de nada... ¡Percepción! Ver y no ver. La escritora francesa Anne Philipe narra en la novela Le temps d'un soupir («El tiempo de un suspiro») los últimos años de su marido, que murió de cáncer. En ella dice: «Nos conocemos tanto que cualquiera de los dos puede terminar la frase que el otro ha empezado». Pero después escribe: «No obstante, el más pequeño de sus gestos tiene más misterio en sí que la sonrisa de Mona Lisa». Esto pone de manifiesto que el amor está vivo: en el plano práctico, los dos se conocen hasta el mínimo detalle. En una vida matrimonial de muchos años o en una comunidad religiosa sucede lo mismo. Cuando se vive tantos años juntos, se llega a conocer a los otros por la manera de andar. Tal vez tú también seas capaz de terminar la frase que otro ha empezado. Pero confío en que la segunda parte también sea verdad, que todavía intuimos el mis51
terio que no comprendemos, pues estoy convencido de i que, cuando ya no se intuye el misterio, tampoco se intu ye el amor. El escritor suizo Max Frisch dice en su diario (München/Zürich 19651, pp. 26ss), al hilo de uno de los diez mandamientos: «No debes hacerte ninguna imagen de Dios», pues Dios es demasiado grande para encerrarlo en una imagen. Acto seguido, Frisch da un salto y dice: «Tal vez esto también sea válido para el prójimo. Tal vez yo tampoco deba hacerme una imagen del prójimo, pues Dios es el misterio en cada ser humano». Es pecado pensar que puedo encerrar a un semejante en una imagen. Cuando me formo una imagen de otra persona, vivo sin tener en cuenta su realidad. Me relaciono con su imagen, no con la persona real. Según Max Frisch, «la opinión de que conocemos al otro es el fin del amor». Ahí radica la grandeza de Anne Philipe, para quien, a pesar de conocer muy bien a su marido, éste sigue siendo un gran misterio. Cuando falta el misterio, puede decirse que se ha acabado el amor. «Pero tal vez», dice asimismo Max Frisch, «causa y efecto actúan de una manera diferente de la que nos sentimos inclinados a suponer». No es que mi amor se extinga porque conozco muy bien al otro, lo cual sería tanto como decir: «Ahora he conocido realmente al otro y estoy decepcionado. Se me han abierto los ojos; al principio tenía una opinión muy buena de esta persona, pero poco a poco la he ido conociendo. Ahora sé cómo es, y por eso mi amor se ha enfriado». Tal conclusión responde a una inversión de la causa y el efecto. Así uno es víctima de una ilusión y elude el problema. La realidad sería: «Como nuestro amor se extingue, como se ha agotado su fuerza, el otro está acabado para mí. ¡No aguanto más!». Mi amor ha llegado a su fin y, de acuerdo con este hecho, me he formado una imagen de la otra persona. Para mí supone un esfuerzo excesivo tener una verdadera relación, día tras día, año tras año, con ella. Me resulta mucho más fácil hacerme una imagen suya. Como mi amor se ha agotado, me he formado una imagen de esa otra persona. Max Frisch continúa diciendo: «Negamos al otro la disposición a realizar nuevos cambios. Negamos al otro el derecho de todo ser vivo, que sigue siendo incomprensible, y al mismo tiempo nos sentimos heridos y decepcionados de que nuestra relación ya no sea viva». El verdadero problema es que mi amor no es suficiente y, por así decirlo, reduzco al otro a la imagen que tengo de él. En realidad, ya no lo percibo como lo que es. Los héroes están cansados y se han rendido. Éste es un peligro serio, en el matrimonio y en cualquier comunidad. Charles de Foucauld escribe: «Amar a alguien significa tener siempre esperanza en esa persona. En el momen to en que juzgamos a alguien, en que limitamos nuestra confianza en esa persona, en que la equiparamos con lo i que sabemos de ella y la sujetamos a esa base, dejamos de quererla. Ahora ella tampoco puede ser mejor o más grande. La hemos aprisionado. Tenemos que atribuir al otro todo lo bueno, tenemos que atrevemos a ser amor en un mundo que no sabe amar». Vivir así es sumamente 1 inusual en nuestro mundo. 52
La palabra «evaluacion» se puede definir como la valoración imparcial y competente de alguien o de algo. En ocasiones se nos pide una valoración así, pero a veces nuestra valoración es todo menos imparcial y competente, ya que está marcada por nuestras susceptibilidades, de modo que el enojo, los traumas, la emulación, el fanatismo, las transferencias, etcétera, determinan en gran parte nuestro juicio y nuestra reacción. Parece que a principios del siglo xx la represión era el mecanismo de defensa usual: cuando alguien no conseguía terminar con algo, lo reprimía evacuándolo hasta el subconsciente. Así desaparecía aparentemente; es decir, la persona dejaba de tener conciencia de ello. Pero en el subconsciente seguía actuando y generando toda clase de consecuencias negativas. Ahora, en las últimas décadas del siglo xx, parece que ha empezado a actuar un nuevo mecanismo de defensa. Ya no se habla de represión, sino de transferencia o de proyección. Transferencia significa: esto se lo endoso a otro. 0 dicho de manera más elegante: esto lo proyecto sobre otro; cargo mis problemas sobre otro. Es una manera mucho más agresiva de tratar las dificultades propias. Aquí ya no se trata de comportarnos con el otro de manera justa (imparcial y competente), sino de proyectar sobre él mis dificultades. Por ejemplo: cuando estoy nervioso descubro en el otro huellas de nerviosismo y me enfurezco porque está nervioso. En realidad, me enfurezco porque no consigo dominar mi nerviosismo. Ése es también el motivo de que lo combata en el otro. En él vemos lo que no soportamos en nosotros mismos, y a decir verdad de manera inconsciente. Tal vez aún me dé cuenta de que mis reacciones ya no son adecuadas, de que ya no son proporcionadas, lo que es siempre un indicio de transferencia. Cuando uno odia o quiere a alguien con excesiva intensidad, lo que le importa ya no es el otro, sino él mismo en el otro. Si el Nuevo Testamento, y sobre todo Jesús, nos prohibe en repetidas ocasiones juzgar y condenar, no se trata de valoraciones justas -imparciales y competentes-, sino de situaciones en las que emitimos juicios injustos, o sea, parciales e incompetentes. «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá (Mt 7,1-2). En Lucas se dice además: «No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados» (6,37), pero en primer lugar figura el mandato « ¡No juzguéis! ». En la Carta a los Romanos, Pablo escribe: «Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tu, ¿por qué desprecias a tu hermano? En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios» (14,10). Esto es lo que el Evangelio prohíbe siempre con el máximo rigor: que se juzgue a otros. Creo que sobre todo los religiosos y las religiosas -y yo soy uno de ellos- lo hacen con mucha facilidad, de modo que constituye algo así como una enfermedad. Los franceses lo llaman la hantise de juger, la obsesión de juzgar. Sin duda, tenemos una extensísima red de normas que llegan hasta el detalle; cuando con ellas juzgamos a los otros, actuamos contra el Evangelio. Además, con estos juicios podemos cometer errores inmensos. Si no soy suficientemente desprendido, si no percibo al otro i como el que es, sino que proyecto mis aspectos oscuros sobre él, puedo causarle un grave daño.
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En la película norteamericana Spitfire Grill se nos cuenta la historia de una mujer joven llamada Percy que sale de la cárcel, donde ha cumplido condena. En las primeras imágenes, estando todavía en su celda, recoge los últimos Posters; algunos los deja colgados, y otros se los lleva. Percy se dirige, a bordo de un autobús Greyhound, a un lejano pueblecito, donde nunca ha estado y donde es totalmente desconocida. Allí empieza una nueva vida, pues se pone a trabajar en un pequeño restaurante. Es un trabajo muy duro, que la mantiene ocupada desde la 1 mañana hasta últimas horas de la tarde, de modo que tiene poco tiempo libre y muy poca vida privada. En el restaurante trabaja también, pero sólo unas cuantas horas al día, una mujer de nombre Shelby. Percy establece contacto con ella; las dos hablan de vez en cuando y se comprenden mutuamente. Este contacto limitado pero auténtico ejerce un efecto bienhechor en Percy, pero el marido de Shelby se opone a él. No quiere que su mujer se relacione con ella, y le dice cosas como: «Después de todo, no la conocemos; ¿de dónde viene?». Al final de la película, en una dramática escena, se produce la muerte de Percy. No se sabe si se trata de un suicidio o de un desesperado intento de salvar a alguien. Durante el entierro de Perey, el marido de Shelby comparece y hace la siguiente confesión: «Me siento culpable de la muerte de Perey, pues la juzgué sin conocerla». ¿Cuántas veces hacemos nosotros lo mismo? «La juzgué sin conocerla». El hombre no conocía a Perey. No sabía nada de su vida anterior. Sólo tenía la sensación de que era más prudente apartarse de ella. Esto es injusto, en este caso fatalmente injusto. Otra historia: una mujer va a mediodía a almorzar a un autoservicio. Toma un plato de sopa y se dirige a una de esas mesas en las que se come de pie. Deja el plato y cuelga el bolso debajo de la mesa. Entonces cae en la cuenta de que ha olvidado la cuchara. Vuelve, pues, al mostrador, toma una cuchara y, de paso, una servilleta, que también ha olvidado. Regresa a su mesa y ve con gran sorpresa que un hombre se está comiendo su sopa. No es alemán, no es rubio ni tiene los ojos azules, sino moreno, quizá italiano, griego o, tal vez, turco. Al momento se pone de manifiesto que el hombre no habla alemán, por lo que la mujer no puede entenderse con él. ¡Pero se está comiendo su sopa! En un primer momento, la mujer permanece atónita, incapaz de pronunciar palabra. ¡Esto es inconcebible! Diez segundos después, la mujer está furiosa. Pero al cabo de otros diez segundos ya se ha dominado y se ha puesto a pensar: «Este hombre es realmente un desvergonzado, pero yo también». Con la cuchara en la mano, la mujer se dirige al otro lado de la mesa y empieza a comer del mismo plato. Alguien pensará que en este momento el desconocido se va a disculpar. ¡Ni mucho menos! Sigue comiendo tranquilamente y sonríe -ésta es su arrna-; sonríe y se muestra amable, pero no afectado. Y ahora viene lo más grande: le da a ella la mitad de su salchicha. Así termina la comida en común. Al final, él le da la mano, y ella, que mientras tanto se ha calmado, se la estrecha. El hombre se va, y ella se dispone a recoger su bolso, pero ha desaparecido. Desde el primer momento se lo había imaginado: este individuo es un maleante, un caradura y un ladrón; y, además, le ha robado el bolso. La mujer corre hacia la puerta, pero él ya se ha esfumado. La cosa parece realmente grave, pues en el bolso tiene el carné de conducir, dinero, la tarjeta de crédito, etcétera. 54
Todo ha desaparecido. Al cabo de un rato, la mujer repasa la escena. En la mesa contigua hay un plato de sopa. Ahora ya está fría. ¡Debajo de ella cuelga su bolso! No se le había pasado en ningún momento por la imaginación que era ella, y no él, quien se había equivocado. Sencillamente, no se le había ocurrido. Un ejemplo realmente certero: estamos tan convencidos de nuestros prejuicios que no percibimos correctamente la realidad. Señor, Dios nuestro, permíteme que sirva sin impertinencia. Permíteme que ayude a otros sin humillarlos. Haz que conozca la realidad de la tierra y todo lo que es bajo y despreciable; que me preocupe de lo que nadie se preocupa. Enséñame a esperar, a escuchar y a callar Hazme pequeño y tan pobre que también los otros me puedan ayudar Envíame por este mundo en busca de sinceridad, de amor, en busca de tu nombre, hoy y todos los días. Amén. 9 El respeto, núcleo del amor al prójimo Desearía desarrollar un poco más, desde otro punto de vista, el tema del capítulo anterior. Empezaré con una cita más extensa de Jean Vanier. Como el lector sin duda sabe, Jean Vanier era hijo del gobernador de Canadá. En la Segunda Guerra Mundial sirvió como oficial de Marina, y después fue profesor universitario de filosofía. El punto de inflexión en su vida se produjo cuando lo dejó todo para ir a vivir con dos disminuidos psíquicos. Esto le costó tiempo y exigió de él todas sus energías. Entonces ni sabía ni podía sospechar que esta experiencia iba a ser el punto de partida de un movimiento de alcance mundial. Entre sus numerosos libros hay uno titulado Jesus, the Gift of Love [«Jesús, el don del amor»], que se publicó en Nueva York en 1994. Jean Vanier tenía mucha experiencia en el trato con disminuidos psíquicos por haber convivido con ellos día y noche. Su tesis básica es: ¡todos somos disminuidos! Uno en la cabeza, otro en el corazón, un tercero en los ojos, el cuarto en la rodilla y un quinto en su psique, pero todos somos disminuidos. Vanier no quería que se dijera que en «El Arca», como se llama el movimiento fundado por él, convivían disminuidos psíquicos y personas «nori males». Ésa es la esencia de su vida. Todos somos dismi1 nuidos. Esta idea -a la vez convencimiento y vivenciaresuena en las páginas de su libro, al que pertenecen estas palabras: «De niños, todos hemos sido heridos. Nuestra primera experiencia dolorosa tuvo lugar el día en que, siendo pequeños, comprendimos que no éramos totalmente bien recibidos por nuestros padres, que éstos eran malos con nosotros, porque no respondíamos a sus planes o no hacíamos exactamente lo que ellos querían. Gritábamos y llorábamos, y esto les molestaba, pues precisamente no querían ser molestados. 0 hacíamos algo que no les parecía correcto. Entonces éramos i tan pequeños y tan vulnerables, teníamos una necesidad de amor y comprensión tan grande... Y no podíamos comprender que esta quiebra se debía a la fatiga y el vacío de nuestros padres, que precisamente entonces no podían soportar nuestros llantos, y 55
que no era culpa nuestra. Esto no lo podíamos comprender. Después tuvimos que refugiarnos en sueños, planes e imágenes desiderativas. A veces, cuando los niños se sienten heridos, se encierran en sí mismos y se encapsulan, se ocultan detrás de una muda rabia e indignación, detrás del dolor y la tristeza, se hunden en la melancolía y el abatimiento o huyen a un mundo de ensueño. Es como si un puñal atravesara un corazón sensible y vulnerable, un corazón que desea ardientemente compañía y protección. Esto genera una terrible soledad y angustia, un profundo sufrimiento interior, sentimientos de culpa y de vergüenza. Los niños perciben que han herido y decepcionado a sus padres. Ningún niño puede entender este dolor psíquico. Tampoco puede soportarlo. Aun así, los niños no pueden juzgar a sus padres, y mucho menos condenarlos, pues los necesitan imperiosamente para sobrevivir. Por este motivo reprimen su rabia y la ocultan y no cesan de hacerse reproches. Entonces saben que no se portan bien, que no merecen el cariño de sus padres, que son unos niños malos a los que nadie quiere. Nuestro amor se ve truncado y herido; nuestra capacidad de relacionarnos se ve castigada. Todos tenemos dificultades para entender a otros, para aceptarlos como son, para desear a otros que se desarrollen y tengan paz interior. Enseguida nos ponemos a enjuiciar e incluso a condenar a otros. Los apartamos de nosotros porque tenemos miedo de ellos. Nos herimos unos a otros. Intentamos mantener a los otros bajo control, utilizarlos para nuestros fines. 0 nos alejamos, huimos y nos escondemos. Desde nuestra infancia hemos ocultado profundamente este dolor en nosotros, en un mundo olvidado con sólidos cerrojos y barreras. En este mundo olvidado de las primeras heridas, del rechazo y de la confusión, es donde el hambre de amor y compañía se ve lastimada y herida. Y entonces las relaciones se hacen peligrosas, arriesgadas. Por eso nos sentimos inclinados a vivir, no en la realidad, sino en el sueño, en ideologías e ilusiones, en teorías y planes, en empresas que nos proporcionen éxito y reconocimiento. Las barreras que rodean nuestros corazones son profundas y sólidas para protegemos de otros motivos de dolor. Y así vivimos en el pasado o en el futuro, o en un mundo de ensueño»1. Todos somos una carga para nosotros mismos y también para otros. Lo imperfecto, no lo perfecto, implora nuestro amor. Teresa de Jesús, dijo una vez: «De mis enemigos es de quienes más aprendo». Naturalmente, lo que quería decir era, ante todo, que aprendía amor, pues es lo único que cuenta y permanece. Y esto lo dice alguien como Teresa de Jesus, que tiene una ilusionada, íntima y maravillosa amistad con Juan de la Cruz y el padre Gracián. En definitiva, lo que quiere decir con ello es: «De mis enemigos es de quienes más he aprendido. De ellos he aprendido el amor». 1.Jean VANmR, Jésus, the Gift of Love, New York 1994, pp. 66ss. En ocasiones puede ocurrir que se nos asigne una persona con la que resulta difícil dialogar. ¿Y qué dice Dios al respecto? Que debemos recibirlo como una gracia. «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8,28). También el hecho de que esta persona me sea confiada debe conducir al bien, debe generar algo hermoso y convertirse en una gracia. Así lo dijo la pequeña Teresa de Lisieux: Tout est gráce, «Todo es gracia». También esta persona es una 56
gracia. De nuestra convivencia -ya sea en una comunidad religiosa o en la familia- debe salir algo muy hermoso. Desgraciadamente, ni Pablo en la Carta a los Romanos ni los Evangelios dicen cómo puede ocurrir esto. Es algo que nosotros mismos tenemos que pensar o imaginar. De todos modos, tenemos un don valioso e importante: la garantía divina de que puede convertirse en algo bueno y herrnoso. Además, se nos da el encargo divino: cuida de que se convierta en una gracia. Para ello tienes que ser ingenioso, creativo, pero tienes la garantía de que Dios quiere que sea para bien. Todo ello, formulado de forma un poco más práctica, equivale a decir: cuando alguien cojea insistentemente, llegamos a la conclusión de que tiene algo en el pie o en la rodilla o en la cadera, y que por eso no puede andar normalmente. Y a partir de ese momento nos declaramos dispuestos a ayudarle; le abrimos la puerta y pensamos: lo hago gustosamente por él. Pero aquí cojea alguien psíquicamente, cosa que ocurre con cierta frecuencia. Entonces también podemos estar seguros de que algo no funciona correctamente; aquí se manifiesta una minusvalía, tal vez leve. Está ubicada en algún punto del corazón o en la psique, el alma. Para sobrevivir, can-úna a rastras por la vida. Lo curioso del caso radica en que, cuando se trata de un cojo físico, actuamos espontáneamente y le prestamos ayuda. En cambio, cuando se trata de alguien que cojea en su alma, a menudo nos mostramos duros y despiadados; tenemos poca o nula comprensión de su «tara». Esto, justamente esto, no se lo perdonamos. Recurrimos a la coacción, a la presión: el disminuido tiene que eliminar esa peculiaridad o admitir que tiene problemas psíquicos. Si lo admite, todo vuelve a estar en orden y, desde nuestra superioridad, podemos sentir compasion por el. ¡Qué inhumano! Al hombre que cojea yo no le pido que, como primera medida, me dé una explicación de su minusvalía. Lo trato con respeto, porque veo que cojea. Acepto que sea un disminuido físico. Sí, dejo que se convierta en una gracia. Ésa es también la intención de Dios. «Lo más grande que hay en la tierra es el respeto, pues es el núcleo del amor». Estas palabras las leí en un sagrario existente en Mariental, cerca de Wesel (Renania). ¿Debe ser realmente el respeto lo más grande? La frase despertó en mí ideas contrapuestas. Yo estaba entonces de vacaciones; un día, antes de mediodía, di un largo paseo en solitario por un bosque. Mientras caminaba, la frase que me resistía a aceptar me venía una y otra vez a la mente, hasta que la impaciencia triunfó y me dije a mí mismo: «Como esta frase no te parece bien, lo mejor será, sencillamente, que la olvides». Pero dos minutos después me encontraba en la misma situación, y me dije de nuevo: «Está bien, ahora puedes decir qué es para ti lo más grande en la tierra, pero una vez, no diez veces, ¡y se acabó!». y al momento contesté: «El amor es lo más grande sobre la tierra». Pero, de pronto, de mis ojos cayeron como escamas. Ahora bien, el texto dice: «Lo más grande sobre la tierra es el respeto, pues es el núcleo del amor». Lo que aqui se busca es el amor, su centro, lo que lo hace posible, lo que constituye su esencia. Curioso: uno rechaza algo y considera que no es correcto o adecuado. Pero si se piensa en ello, se descubre una perla. «Lo más grande sobre la tierra es el respeto, pues es el núcleo del amor». Estoy convencido de que si falta el respeto, falta también el amor. Puedo regalar a alguien cien marcos: si lo hago sin respeto, le insulto; si lo hago sin amor, le hiero. Esto vale 57
para el trato de unos con otros. Si falta el respeto, falta el amor. Delante de un disminuido tengo que tener respeto, ya se trate de una minusvalía física o psíquica; tanto si me molesta como si no, tengo que tener respeto a estas personas. Si no se lo tengo, no hay amor. Durante su vida pública, Jesús dijo una y otra vez que el amor al prójimo es ciertamente el segundo mandamiento, pero del mismo rango que el primero, el amor a Dios. «El dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu projimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la Ley y los Profetas» (Mt 22,37 -40). Considero que éste es un mandamiento magnífico, pero también trágico. El aspecto trágico radica en que un ser humano que se amayoco a sí mismo sólo puede amar poco a su prójimo. Esta es la medida. Desgraciadamente, no son demasiados los seres humanos que se aman mucho a sí mismos. Al igual que Jung, nosotros distinguimos entre amor propio y amor a uno mismo. Amor propio es el amor al ego; este amor apenas si está abierto a otros. En cambio, el amor a uno mismo puede transformarse en amor al prójimo. En no pocas ocasiones, cuando los padres miman a un hijo, es por falta de verdadero amor, y esto no es bueno para el niño. En el fondo, cuando las personas se miman a sí mismas, con demasiada frecuencia se trata también de una falta de amor verdadero, de amor a sí mismo, y de un exceso de amor propio. «Ama al prójimo como a ti mismo». Las personas que se quieren poco sólo pueden amar poco al projimo. Cuando el amor a sí mismo es escaso, me busco a mí mismo en las relaciones, busco autoafirmación y autoestima en el encuentro con otros. No busco tanto al otro cuanto a mí mismo en el otro. Entonces, lo que llamo «amor» es en realidad egoísmo civilizado y elegante. En el fondo, lo que importa soy yo, no el otro. Como he dicho, me parece un mandamiento tragico: «Ama al prójimo como a ti mismo». En no pocas ocasiones se fija un límite muy estrecho al amor al projimo. Aun así, se me ocurre pensar que, al final de su vida, Jesús nos abre un nuevo horizonte. Predica una cosa completamente diferente cuando dice: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,34-35). Así pues, aquí la norma del amor ya no es «ama al prójimo como a ti mismo», sino «ama al prOjimo como yo te amo». Lo cual constituye un salto gigantesco y, si pensamos un poco, un nuevo reto. Amamos unos a otros como Jesús nos amó. Entonces, ¿tengo que lavar también los pies a los otros? ¿Tengo que implorar también, cuando me sienta herido: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»? ¿Tengo que asumir las humillaciones como Jesús las asumió? Esto parece una exigencia excesiva. Sin duda, Jesús era consciente de que en este legado nos pedía algo que no podíamos cumplir con nuestras propias fuerzas: «Como yo os he amado, así debéis amaros los unos a los otros». Un amor de esta índole sólo nos puede ser dado. En el Evangelio encontramos una idea esencial que apunta en ese sentido: Dios es amor y la fuente de todo amor. Lo que tengo que hacer es abrir mi corazón para que entre el amor de Dios, y acogerlo en mí hasta quedar henchido de él. Y entonces, cuando mi corazón esté lleno de amor de Dios, rebosará y dará a otros lo que ha recibido. La 58
primera parte del caudal es el amor que Dios me tiene; la segunda parte de ese mismo caudal es mi amor al prójimo. En ambos casos es el mismo agua, que mana de la misma fuente. Aquí podemos recordar la imagen ya mencionada del obispo Mussinghoff: cuando mi corazón está cerrado, se convierte en un Mar Muerto, tan salado que ni en él ni alrededor de él puede vivir nada. Pero cuando mi corazón se abre, de modo que el amor de Dios pueda penetrar y continuar su curso, se convierte en un mar de Genesaret. Tengo que dejar que me sea dado el amor con el que amo, tengo que recibirlo de Dios, permitirle que penetre y dejar que siga su curso. Mi parte consiste en abrir cuanto pueda mi corazón. Como holandés que soy, he observado un hecho geográfico que ahora interpreto simbólicamente: el Rhin penetra en Holanda cerca de Lobit. Diez o veinte kilómetros después, se ramifica. El Waal se queda con dos tercios de sus aguas y prosigue su curso, mientras que el Rhin, ahora convertido en un río modesto y flaco, sigue en dirección oeste, después de pasar por Arriheim. Al llegar a Wijk bij Duurstede, el Rhin cambia incluso de nombre, y a partir de aquí se llama Lek. El Rhin no desemboca en el mar del Norte como Rhin, pues antes de llegar ya ha cambiado de nombre. Cuando yo era niño, pensaba que donde el Rhin cambiaba de nombre tenía que ser un sitio muy especial; pero después, cuando estuve allí, comprobé que no era así. Hay un letrero que dice: Lek. Y eso es todo. El río es exactamente el mismo, lo único que ocurre es que ha recibido otro nombre. i Un símil del amor al prójimo. El amor al prójimo es i el amor de Dios. Lo que ocurre es que en lo alto de nuesi tro corazón hay un pequeño letrero en el que aparece escrito: «amor al prójimo». Así, a partir de aquí se llama amor al prójimo. Pero es el mismo amor. Si lo veo así, con el nuevo mandamiento podré empezar a caminar. De lo contrario, me supondrá un esfuerzo excesivo. Es impo sible que yo ame al prójimo como Jesús lo ama. Esto es algo que nunca podré hacer por mí mismo. Pero si el amor me es dado, entonces sí es posible. Esto es exacta mente lo quiere decir el mandamiento de Jesús: que sea mos absolutamente transparentes, totalmente abiertos y penneables al amor de Dios, para que pueda pasar por nosotros hasta el prOjimo. En la Primera Carta a los Corintios, Pablo hace una glorificación del amor. La parte central de esta glorificación es una fenomenología del amor, con la que Pablo describe la figura y la esencia del amor, pero al mismo tiempo traza un retrato de Jesús: «La caridad es paciente, es amable; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa, no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (13,4-7). Si sustituimos la palabra «caridad» por «Jesús» entonces cuadra perfectamente: «Jesús es paciente, es amable; Jesús no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe: es decoroso, no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. 59
Todo lo soporta». Por lo tanto, haré bien si experimento el amor en la persona de Jesús, si miro hacia él y aprendo de él lo que es amar, para que en mí actuen y crezcan él y el amor, como Pablo pudo decir de sí mismo: «Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,20). Siguiendo esta línea, cada vez podremos decir con más razón: «Yo amo, pero en realidad no soy yo el que ama, sino Jesús en mí». El otro también está herido. Tú que tienes compasión de la incapacidad de nosotros dos, dame disposición para ver su necesidad y no esconder mi herida como un tesoro oscuro en torno al cual giran constantemente los pensamientos. El otro también está herido. Protégeme tú, que sabes por qué no prestamos oídos al aviso del corazón; líbrame del engaño de anotarme la herida más profunda y la menor parte de culpa, como si todo ello fuera un beneficio sobre el que tengo derecho. El otro también está herido. Y cuando busco tu proximidad, él está con nosotros, oh Señor, y quiero ver con tus ojos a ese del que la ira me aleja profundamente. Señor, cura mi maltrecha confianza. Y perdóname si no soy capaz de perdonar Imploro tu paz, que es elfin de toda enemistad Dinos, Señor.- que la paz sea con vosotros. AMén2. 2. 82-83.
Sabine NAEGELI, Die Nacht is voller Sterne, Freiburg im Breisgau 199711, pp.
10 «Padre, perdónalos ... » Ahora nuestros pensamientos se dirigen al Gólgota, al Calvario, para meditar en la primera de las siete palabras que Jesús pronunció en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En el Antiguo Testamento, el grito de los pobres pidiendo ayuda aparece varias veces como una súplica que Dios atiende: «No apartes la mirada del necesitado, ni le des ocasión de maldecirte. Porque si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación» (Sir 4,5-6). De manera análoga, en el Libro de la Alianza se dice: «No vejarás a viuda alguna ni a huérfano. Si los vejas y claman a mí, yo escucharé su clamor» (Ex 22,22). Si Dios escucha los gritos de los necesitados, ¡cuánto más escuchará los gritos de su Hijo, que se ha convertido en el pobre de los pobres! A esto hay que añadir que el grito de auxilio lanzado por Jesús es una súplica nacida del amor: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Esta súplica se refiere en primer lugar a los soldados y los sayones que ejecutan el trabajo físico de la crucifixión, Ninguno de ellos sabe a quién está clavando en la cruz. Aparte de ellos, la súplica se refiere también a quienes les han encargado el trabajo: Pilato y, antes que él, los escribas, los sacerdotes y los fariseos. Aquí ya hay que matizar bastante más: ellos saben en qué consiste el encargo que han hecho. Lo han planificado cuidadosamente, con mucha reflexión, y lo han llevado a cabo. Pero, en otro orden de cosas, también es verdad que no saben lo que hacen, pues no conocen la misión de Jesús, la persona de Jesús, su relación con el Padre, su amor. Su mente está cerrada a todo ello. Y, en tercer lugar, la súplica de Jesús se refiere a nosotros: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Si quiero conocer mejor a Jesús, 60
amarlo más y seguirlo más sinceramente, entonces tengo que mirar bien aqui, escuchar y dejar que esas palabras penetren en mi corazón. Jesús nos enseñó que debemos perdonarnos siempre unos a otros. En el sernión de la llanura dice: «Perdonad i y seréis perdonados» (Lc 6,37). Y en el padrenuestro pedimos: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». ¿Somos conscientes de lo que pedimos aquí? Pedro pregunta a Jesús: «Señor, cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"» (Mt 18,21). Esto es tanto como decir: sin limitación, siempre. A continuación, Jesús narra la parábola de un siervo que ha contraído una deuda inmensa, pues debe exactamente diez mil talentos. Como esta cantidad está por encima de las posibilidades reales de cualquier persona, cuando el siervo dice a su señor: «Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré», ambos saben que no podrá hacerlo. Entonces el señor le perdona la deuda. Sin embargo, poco después el siervo agrede a un compañero suyo a causa de una deuda mucho más pequeña que tiene con él. En mi opinion, la lección de esta parábola no es tanto una exigencia moral --como Dios te ha perdonado a ti, tú tienes que perdonar al prójimocuanto un imperativo existencial: si tienes corazón y comprendes lo que te ha ocurrido a ti, no puedes por menos que perdonar a tu semejante. Si no lo haces, no sabes lo que se te ha dado. El perdón humano significa que el que perdona ha superado su odio y su rencor. Así, su corazón se distiende, y él se siente libre. El perdón divino es completamente diferente. Con él, en Dios no cambia nada; sólo se produce el cambio en la persona que es perdonada. Esta persona se desbloquea, pierde la capa de hielo que rodea su corazón, la dureza y la pesantez. En Lucas 7 se nos narra el encuentro de Jesús con la pecadora en casa de Simón el fariseo. Aquí aparece el famoso versículo que tan arduos problemas plantea a los exegetas: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor» (7,47). Si sacamos este versículo de su contexto, dice: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor; con su amor se ha ganado el perdón». Naturalmente, esto no puede ser cierto y, además, está en abierta contradicción con la segunda mitad del mismo versículo (47b): «A quien poco se le perdona, poco amor muestra». Y no encaja en el contexto, más amplio, de esta perícopa. Contradice la parábola que Jesús acaba de contar a Simón (7,40-43) y no responde en absoluto al espíritu del Evangelio. Personalmente, creo que la solución de la aparente contradicción es sencilla, pero sutil. Supongamos que llueve ahí fuera. Alguien llega a mi casa y, como está mojado, yo le digo: «Vienes de fuera, pues estás mojado». Esto parece muy lógico, pero es exactamente al revés: «Estás mojado porque has estado fuera». La situación narrada en este texto evangélico es análoga: «Quedan perdonados sus muchos pecados por que ha mostrado mucho amor». También aquí es, en realidad, al revés: «Tú has mostrado mucho amor porque tus pecados te son perdonados». Del hecho de que la mujer haya mostrado mucho amor se sigue que sus pecados le han sido perdonados. Volvamos una vez más al visitante que llega a nuestra casa completamente empapado. Cuando lo tengo delante, digo: «Tú 61
has estado fuera, pues estás mojado». De acuerdo con mi Jogica, invierto así el orden cronológico de los hechos. El está mojado delante de mí, y a partir de aquí yo retrocedo mentalmente en el tiempo y llego a la conclusión de que él ha tenido que estar fuera poco antes. Eso es exactamente lo que ocurre i aquí: la mujer está, henchida de amor, delante de Jesús y del fariseo. Y de este gran amor podemos deducir que antes ha tenido que ocurrir algo, a saber, el perdón de los pecados. El ferviente amor es fruto del perdón que ha i conocido antes, aunque este perdón sea formulado al final de la perícopa. Nuestra culpa es perdonada -sin que lo merezcamos-, y entonces el amor se muestra libremente. No sólo la doctrina, sino también la actividad de Jesús pone de manifiesto un inagotable deseo de perdonar. Según el Evangelio de Juan (8, 10-1 l), a la mujer adúltera le dice: «"Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenadoT'. Ella respondió: "Nadie, Señor". Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más"». Recordemos a Zaqueo, a la pecadora del mencionado pasaje de Lucas 7 y al paralítico que es llevado ante Jesús descolgándolo a través del tejado. Jesús perdona una y otra vez sin titubear. El paralítico acudió para que le curara la parálisis y quedó profundamente sorprendido cuando Jesús le dijo: «Tus pecados te son perdonados». Eso no es lo que él ha pedido; y tampoco se ha disculpado ni ha mostrado arrepentimiento. Pero Jesús perdona. Jesús nos ha contado la parábola del hijo pródígo que vuelve a su padre. Él mismo ya ha vivido esa experiencia: «El que me ve a mí ve al Padre». Según palabras de Werner Bergengruen, el perdón es una profunda forma de amor: «Ciertamente el amor se prueba en la fidelidad, pero se completa en el perdón». El amor se completa en i el perdón. El perdón es también disposición para sufrir por el prójimo, de modo que el perdón propio lo sane. ¿Qué significan hoy esta doctrina y esta práctica de i Jesús para nosotros, para mí? La palabra hecha carne de Dios -de Dios que es amor- encarna su perdón. Con toda su persona y con toda su vida, especialmente en su «hora», cuando muere en la cruz, Jesús nos comunica que su perdón no tiene límites, del mismo modo que su amor no excluye a nadie. Ello significa que esta palabra tam bién es mi salvación. «En él está el perdón, y de él vivi mos nosotros». A decir verdad, aquí tendríamos que hacer una larga pausa para que esta idea calara realmente en nosotros y así penetrara profundamente y se desarro llara. El Padre ha atendido la súplica de Jesús agonizante y, de este modo, ha convertido la muerte de Jesús en fuen te del perdón de todas las culpas.
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Pero aún queda otro aspecto: ¿hay algo que yo tenga que perdonar al prójimo, aunque sea culpa suya? En nuestro mundo hay cada vez más agresividad y violencia. El perdón tiene que desviar el torrente de la violencia o, mejor aún, hacer que se extinga. En la Pascua de 1960, Dag Hammarskjijld escribió en su diario: «El perdón rompe la cadena causal». Palabras profundas del diplomático y místico sueco: el perdón rompe la cadena causal. El odio provoca y justifica la violencia, y la violencia provoca a su vez el odio. Es un círculo vicioso. El perdón lo rompe. Nuestro mundo necesita perdón. Sin perdón, el mundo carece de rostro humano y deja de ser reflejo de la creación. Perdonar no significa en modo alguno reprimir, hacer como si no hubiera ocurrido nada, tratar de olvidar porque uno quiere tener paz... Eso no es perdón, como tampoco es una solución. «Perdonar y olvidar»: así reza un dicho popular que se oye con frecuencia. A pesar de que aprecio mucho el lenguaje popular, aquí disiento. Cuando alguien sufre una grave injusticia, ésta es almacenada en la memoria, a menudo incluso en el cuerpo, y con toda seguridad en la psique. No lo puede olvidar. Le es imposible. Y tampoco sería la solución ideal. El perdón no es ese candor que lo disculpa todo, que está dispuesto a creerlo todo y a borrarlo todo. Eso no es perdón. El perdón tampoco es esa debilidad que elude el debate, que huye de la realidad, sin convencimiento y sin auténtica vinculación; debilidad que no tiene coraje para entablar una discusión. Nada de todo eso tiene que ver con el perdón. Ésas son caricaturas del perdón y, como tales, nos llevan por caminos equivocados. Ciertamente todo ser humano es más grande que su culpa, y yo no tengo derecho a reducir a nadie a su culpa. Si lo hago, cometo una grave injusticia. Entonces me hago una imagen de un semejante, concretamente la imagen de un mal bicho, de un sinvergüenza. Si esto es lo único que veo de él, me hago a mí mismo culpable, pues no adopto una postura correcta ante la culpa del otro, ya que, como acabamos de decir, toda persona es más grande que su culpa. Una última observación acerca de este tema: es muy posible que yo también tenga culpa en aquello que el otro la tiene. Aquí la voz popular vuelve a poner de manifiesto su agudeza: «Dos no riñen si uno no quiere». Resulta muy difícil proceder con justicia contra la injusticia. Sólo algunos lo consiguen. Si veo con toda claridad la culpa de otro, entonces lo inteligente es que me detenga a reflexionar un par de minutos y considere cómo he actuado yo en esa situación, o sea, si no he incurrido yo también en culpa. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con suma facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. En ese caso, uno ya sólo ve la mitad del cuadro. Puede ocurrir muy bien que uno interprete mal la acción del otro, como le ocurrió a la señora en el restau1 rante. Ella estaba convencida de que el hombre era un maleante y se había comido su sopa. ¿No puede ocurrirme también a mí algo parecido? ¿No puedo equivocarme yo también? ¿No es posible que no haya absolutamente ninguna maldad en el otro y que, en realidad, yo me haya equivocado y me obstine en mi error? Perdonar significa deshacerse de esa decepción y ese rencor a los que uno tiene derecho. Yo tengo pleno derecho a sentir rencon Ahora me desprendo de él y hago a Dios la ofrenda de mi rencor. Eso es perdón. Alguien me ha tratado de manera realmente injusta y, a pesar de 63
ello, me desprendo de mi decepción y mi humillación, que son normales y proporcionadas, y trato a quien me ha herido con más benevolencia de la que merece de acuerdo con los criterios humanos. Recordemos lo que decíamos en el capítulo 2: toda persona necesita más amor del que merece. En el perdón -que es una cuestión de magnanimidadlo que importa es hacer realidad ese «más» y dar al otro más amor del que merece. 1 ¿Por qué es tan duro perdonar? En nosotros hay algo que quiere aferrarse a la herida y al rencor justificado. Es como un tesoro oscuro, presuntamente valioso. Y yo protejo ese tesoro. El otro me ha herido. De ahí no me muevo. Ahí puedo recluirme, instalarme, encapsularme, lejos ya del alcance de los pensamientos de amor y per dón que me lanza el corazón. Doy pábulo a mi dolor y mi rencor como si fuera una manía secreta, inquietante. Pero de este modo arruino mi vida y destruyo mi felicidad. Éste es también el punto en el que muchas personas quedan atrapadas, sin poder progresar en la oración ni, en general, en la vida según el Evangelio: no son capaces de perdonar. Todo lo que ocurre son repeticiones y más repeticiones, a veces de carácter neurótico. Se comenta una historia que ocurrió hace ya más de veinte años, y se hace con fruición, como si hubiera ocurrido ayer. Veinte años alimentando y protegiendo el rencor. Todo un círculo vicioso. Uno ya ha recorrido el círculo muchas veces y lo sigue recorriendo una y otra vez, y no consigue salirse de él, pues no se atreve a dar el salto. El rencor puede deberse a un fracaso. He fracasado en algo, y entonces resulta que otro -él o ella- tiene la culpa. Si él o ella se hubiera comportado de otra manera, yo habría cosechado un éxito. ¡No se lo puedo perdonar! 0 también: el otro ha desbaratado mis planes; ahora doy pábulo a esa decepción. Asimismo: me he sentido humillado, ridiculizado; el otro tiene la culpa de que yo haya hecho el ridículo. 0 bien: me he sentido herido en mi dignidad o en mi sensibilidad; a fin de cuentas, yo soy una persona sensible... La herida se hace cada vez más grande. ¿Perdonar? ¡Eso nadie me lo puede pedir! Con el perdón, algo realmente nuevo penetra en nuestro mundo. Quien desea vivir creativamente tiene que perdonar, y entonces se abre paso algo nuevo. Sin perdón permanecemos atrapados en un círculo vicioso de interminables repeticiones o en la unidimensionalidad, lejos de Dios. Perdonar significa optar por la vida, y no perdonar significa optar por la muerte, por pequeñas muertes sin felicidad ni bendición. Perdonar puede significar la reno vación para un ser humano, para una comunidad e incluso para un pueblo. Perdonar es un acto de valentía de la a persona consciente que quiere deshacer la fascinación del i 1 mal e incluso liberar al enemigo de la esterilidad y el ais lamiento. Así el perdón abre de nuevo el futuro para mi y para el otro. No perdonar conduce a la ausencia de rela 1 ciones y a la frialdad en la vida. Doy vueltas en un frío i 1 64
círculo hecho de rencor, autocompasión y desprecio. No perdonar conduce a la no comunicación, al autoencapsulamiento. Se pierde el contacto con los semejantes y con la realidad. La justicia suprema no consiste en aniquilar, en matar al malhechor -mediante la pena de muerte-, sino en liberarlo de sus deseos destructivos y en darle la posibilidad de iniciar una relación nueva. Sólo el perdón puede abrir un futuro auténtico y generar nuevas relaciones. La violencia no puede hacerlo. El que desea la aniquilación del rival -mediante la Inquisición, las guerras, los campos de concentración, las matanzas, la pena de muerte...cierra las puertas al futuro y hace que el mundo de Dios sea inhabitable. Perdonar es un acto de libertad que no hace suya la lógica de la rivalidad. Ciertamente, esto puede llegar a ser muy duro. Pero no perdonar es igualmente duro, tal vez más aún. Un refrán chino dice: «El que busca venganza debe cavar dos fósas». La venganza, el enojo, el rencor y el odio envenenan la vida. Tener que perdonar, poder perdonar, es una obra buena y una liberación. El perdón es fruto del amor, tal como Jesús lo entiende. «La caridad [ ... 1 no toma en cuenta el mal. [ ... 1 Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13,5.7). Quien realmente quiera perdonar tiene que bajarse de su trono. De lo contrario, el perdón será una acusación al otro. Y en tal caso no hay que sorprenderse de que el otro lo rechace. Perdonar en libertad y amor requiere sinceri dad y una buena dosis de humildad. A veces, lo que impide el perdón no es la obstinación del otro, sino nuestra propia arrogancia. Perdonar -sobre todo a los padres, a los superiores, a los sacerdotes, a los obispos, etcétera- puede ser una labor interior auténtica y dura. Y, sin embargo, sólo en el perdón brota nueva vida. Además, el perdón de corazón es un largo proceso. Tengo que practicarlo constantemente. El perdón se puede representar gráficamente mediante una espiral, imagen que muy a menudo resulta acertada. Yo puedo dar vueltas en círculo hasta volverme loco y, aun así, no avanzar. Si me muevo en una espiral, a cada vuelta subo un poco. Esto es ya un progreso, aunque sea pequeño. Lo determinante, sin embargo, es que, cuando se trata de un movimiento en espiral, con cada vuelta vuelvo a pasar por el mismo punto y tengo nuevamente la misma perspectiva, que me veo obligado a aceptar. Luego doy otra vuelta, hasta que llego de nuevo a ese punto. Aquí tengo que perdonar una y otra vez. Así es la vida. Perdonar no es algo que se haga de una vez para siempre, sino que es realmente un proceso. En el capítulo 5 decíamos que la aceptación del perdón es un proceso. Ahora podemos ampliar esta idea. También perdonar es un proceso. Tengo que estar dispuesto y tener el coraje y la determinación de perdonar una y otra vez. También aquí hay varias fases: en primer lugar, tienen que madurar la voluntad básica y la disposición interior de perdonar. En una segunda fase estoy dispuesto a perdonar; lo quiero, pero sólo con la cabeza, con la fuerza de voluntad, pues el corazón no colabora. Estoy en camino, ya estoy un piso más arriba, pero aún no he llegado a la meta. Después madura la fase en la que el perdón sale del corazón, el rencor se extingue, y aparece la transparencia. Estas tres fases son obra de la gracia. A partir de las propias fuerzas, no estamos en condiciones de perdonar realmente, al menos cuando se trata de una herida profunda. El que perciba que (aún) no es capaz de perdonar debe guardarse de pensar que es responsable de ello, siempre que tenga el deseo ferviente y sincero de que madure el perdón. 65
Invito al lector a ponerse ante una cruz y escuchar una y otra vez: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Una y otra vez... Cuántos pensamientos hay en mi . corazón, Dios mío, que siembran destrucción. Siento la ira, lafrialdad, la cólera, el impulso de devolver los golpes. Lo admito todo, pero eso no me alivia. Quiero proteger a aquel que me ha herido. Quiero comprender, percibir su indigencia y recordar todo lo que tengo que agradecerle. Quiero perdonar ¿Es mi amor tan débil que no puede dejar que lo hieran? ¿Y no he herido yo también? No quiero admitir que la intransigencia ha echado raíces en mí. Dios, tú que eres rico en perdón, cúranos de nuevo y ponnos de nuevo en el camino que nos lleva a ti y de unos a otros, hoy y todos los días. Amén'. 1. 80-81.
Sabine NAEGEU, Die Nacht ist voller Sterne, Freiburg im Breisgau 199711, pp.
11 La cruz de la vida En muchas localidades cristianas es costumbre que las campanas tañan los viernes a las tres de la tarde. Recuerdan una hora sumamente trascendental en la historia de la humanidad, pues un viernes se alzó la cruz de Jesús en el Gólgota. Esta cruz ha proyectado su sombra sobre todos los tiempos antes y después de él. Se alza en medio de los tiempos. En nuestra cultura contamos los años antes y después del nacimiento de Cristo. Pero la cruz está en medio del mundo no sólo en sentido temporal, sino también espacial. Aquí convergen los caminos del mundo, ahora y siempre. El lema de los cartujos dice: Stat crux, dum volvitur orbis («La cruz está fija n-fientras el mundo gira». I-a cruz constituye el eje, el centro. Todos la ven, aunque, a decir verdad, las reacciones ante ella pueden ser muy diversas. ¿Y cuál es mi reacción espontánea cuando veo un crucifijo? Una buena pregunta que requiere una respuesta esclarecedora ¿Emito un juicio sobre su valor artístico? ¿Es ésta mi primera reacción? ¿Románico o barroco, de buen gusto o de mal gusto? ¿0 pienso en el sufrimiento y la agonía de Jesús? ¿Pienso en la crueldad de la crucifixión, la más ignominiosa de todas las formas de ejecución de la antigüedad? ¿Pienso en la entrega de Jesús? ¿En su amor? ¿Cuál es mi primer pensamiento cuando veo un crucifijo? Esto dice algo sobre mí mismo. Hay toda una gama de reacciones posibles y, a decir verdad, no sólo ante el crucifijo como imagen, sino también ante la cruz como realidad, entonces, cuando Jesús murió en ella, y ahora, cuando aparece en nuestra vida. Aquí podemos encontrar tanto un rechazo obstinado y un mutismo total como un amor ferviente a la cruz -«mi amor está crucificado»- y todo lo que esto conlleva. Desde un principio, la cruz ha estado en el punto en que las almas se separan. Uno de los ladrones implora la gracia del perdón, mientras el otro rebosa odio; la escena tiene lugar a izquierda y derecha de la cruz. Unos se mofan de Jesús y le desafían a bajar de ella. Otro, el centurión romano, declara: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt 27,54). Nosotros no nos limitamos a detenernos unos minutos junto a la cruz. Nuestra decisión es definitiva. En marzo de 1996, siete trapenses fueron asesinados cruelmente en Argelia. El obispo Pierre Claverie pronunció la oración fúnebre en los funerales de las víctimas. Meses después, este mismo obispo moría en un atentado a manos de fundamentalistas musulmanes. 66
Por lo tanto, su muerte estaba ya cerca. ¿La intuyó él? En la oración fúnebre dijo: «La escasa proximidad a la cruz tiene como consecuencia una pérdida de sustancia y energía del cristianismo. La vivacidad de la Iglesia, su fecundidad y su esperanza tienen allí, en la proximidad de la cruz, su suelo nutricio y sus raíces. ¡En ningún otro sitio! Todo lo demás es secundario, pura ilusión; es como arrojar arena a los ojos. La Iglesia se engaña a sí misma y engaña a los demás cuando actúa como si fuera un poder mundano, una organización humanitaria entre otras, o una empresa evangelizadora con espectaculares efectos y fenómenos concomitantes». La cruz es el centro de los tiempos y el centro de la Iglesia. Nuestra fecundidad emana exclusivamente de ella. «Mi amor está crucificado». Creyentes son aquellos que han reconocido en este hombre crucificado al Hijo de Dios y han encontrado y experimentado hasta el extremo su gran amor. La cruz, centro del mundo. Cirilo de Jerusalén dice: «Dios abrió sus brazos en la cruz para abrazar los límites de la tierra»: abrirse en todas las dimensiones del mundo, brazos abiertos que quieren abarcarlo todo y a todos. «En i la cruz, Dios extendió los brazos y abrazó el globo terrá queo para anunciar que vendría un pueblo que se congre garía bajo sus brazos desde la salida hasta la puesta del sol» (Lactancio). Siempre está en juego el mundo en su totalidad. En el Evangelio de Juan encontramos un pasaje realmente singular: cuando el Sanedrín decide la muerte de Jesús, Caifás, que pertenecía a él y era sumo sacerdote aquel año, dijo: «Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación». A continuación, Juan explica así estas palabras: «Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación -y no sólo por la nación, sino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,49-52). Debajo de cada crucifijo debería haber un globo terráqueo. «Y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos, hecho semejante a él en la muerte» (Flp 3,10). «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! » (Gal 6,14): palabras conmovedoras de Pablo. Pero no es fácil hablar así en la realidad de la vida, donde la cruz también puede despertar encono, ira y dolor, y entonces en ella veo también la injusticia. «Si alguien me hubiera vaticinado lo que experimento contigo, oh Dios, lo habría rechazado como un delirio. Todavía ahora, cuando la experiencia abarca toda mi persona, lo que vivo supera mi capacidad de comprensión. Camino a través del fuego y no me quemo. Llevo una pesada carga, y no me oprime. Lo que me infundía pavor ha ocurrido y, aun así, sigo viva. Estás conmigo, y puedo soportar la incertidumbre, asumir el dolor. Yo, que soy impaciente, puedo esperar confiada, desprenderme de mí y de todo lo mío. Tú luchas por mí. Como un sello, tu obra debe dejar su impronta en mi alma, de modo que ya nunca olvide lo que puedes hacer»'. Así habla alguien que ha conocido y aceptado la cruz, que ha dicho «sí». Pero muchos dicen que no y están descontentos, se hunden en la autocompasión, pierden la perspectiva, se 67
encierran en la amargura. Que Dios se haya revelado definitivamente en un crucificado es algo que, en efecto, contradice todas las expectativas humanas. Dietrich Bonhoeffer dijo: «Todas las religiones esperan un Dios poderoso». En la teología protestante, sobre todo en la escuela de Karl Barth, se establece una marca1 1 da distinción entre religión y fe. La religión es lo mas i elevado que un ser humano puede alcanzar, el ser huma no sobre las puntas de los pies. La fe, en cambio, viene de 11 Dios, es divina y, para el ser humano, inalcanzable por si misma. La fe nos es dada por Dios. Esta tradición teológica contempla un profundo fosa entre religión y fe. Cuando Bonhoeffer habla, por ejemplo, de un cristianismo sin religión, se refiere a la fe pura sin religión en el 1. Sabine NAEGELI, Die Nacht ist voller Sterne, Freiburg im Breisgau 199T1, pp. 106-107. sentido ya comentado. De acuerdo con esa misma línea, dice también, y sin duda con plena razón, que «todas las religiones esperan un Dios poderoso», un Dios que nos ayude siempre, un Dios que, a decir verdad, no nos libere de las fatigas de la vida, pero las haga más llevaderas. La fe es el mayor contraste con la religión. La religión espera un Dios poderoso. La fe nos trae un Dios crucificado, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Co 1,23). Esta fe es una gracia, una virtud infusa, que no podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas. Como los Sinópticos, también Juan formula tres anuncios de la pasión de Jesús, aunque desde una perspectiva muy personal. El segundo está contenido en el versículo 8,28: «Les dijo, pues, Jesús: "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy y que no hago nada por mi propia cuenta, sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo"». En «Yo soy» (ego eimi, en griego) resuena el nombre de i Dios, «Yahvé» («Yo soy», «Yo soy el que soy»). Esto parece una inmensa paradoja. «Si muero en la cruz como un i gusano, de modo que ya no soy ni siquiera un ser humano, entonces descubriréis en mí al Dios cuyo nombre no se debe pronunciar». Lo realmente inconcebible es que siempre haya personas que encuentren a Dios en este crucificado. En nuestro siglo, al menos dos mujeres judías sumamente inteligentes han conocido esta gracia: Simone Weil y Edith Stein. Las dos encontraron a Jesús como Dios en la cruz, precisamente en la cruz. Simone Weil escribe en una carta al padre Perin, amigo y guía espiritual suyo: «El buen puerto es para mí, como usted sabe, la cruz. Si un día no me es dado participar en la cruz de Cristo, que me sea dado al menos participar en la del buen ladrón. Exceptuado Cristo, de todos aquellos de los que se habla en el Evangelio, el buen ladrón es, con mucho, aquel al que más envidio. Haber estado al lado de Jesús durante su crucifixión y en el mismo sitio que él, me parece un privilegio mucho más 68
envidiable que sentarse a su diestra en la gloria» (carta del 16 de abril de 1942). Esto no es fanatismo. Simone Weil lo pagó con su vida. También Edith Stein descubrió o, mejor, redescubrió a Dios en Jesús crucificado. En noviembre de 1917, el filósofo de Góttingen Adolf Reinach murió en el frente de Flandes. Edith, ayudante de Edmund Husserl desde un año antes, viajó entonces de Friburgo a Góttingen para asistir al entierro y dar el pésame a la viuda, Anna Reinach. Esto último constituía para ella un difícil problema, pues, por ser atea, no se veía con animo para pronunciar palabras de consuelo realmente sinceras. Pero ocurrió justamente lo contrario. En su aflicción, la señora Reinach transmitió a Edith Stein algo del consuelo que proporciona la fe cristiana. Más tarde, cuando ya era carmelita, Edith Stein dijo acerca de esta experiencia: «Fue mi primer encuentro con la cruz y el poder divino que transmite a sus portadores. Por primera vez vi delante de mí, al alcance de la mano, la Iglesia nacida de la pasión del Redentor en su victoria sobre la muerte. Fue el momento en que se derrumbó mi incredulidad y resplandeció Cristo en el misterio de la cruz». El momento en que se derrumbó mi incredulidad.. Uno está acostumbrado a oír: «mi fe se derrumbó». Pero ella dice: «mi incredulidad se derrumbó». Después, en el Carmelo, también eligió un nombre que tenía que ver con la cruz, pues se llamó Teresa Benedicta a Cruce, o sea, bendecida por la cruz. Dos personas entre las muchas que reconocieron en este crucificado al Hijo de Dios. «Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy». Una 1 profunda respuesta a la cruz. Jesús cuelga de la cruz, excluido de la tierra, que lo repudia y a la que ya no pertenece, y excluido del cielo, al que tampoco pertenece ya, pues se ha hecho totalmente pecado: «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros» (2 Co 5,21). Oscuro misterio: ya no es un i ser humano, sino tan sólo una vil criatura. 1 1 Jesús colgado del madero; el más libre de los hombres aparece ahora completamente atado, sujeto con cla1 vos, colgado entre dolores indecibles. Todo le ha sido i 1 arrebatado: i sus ropas, lo único que poseía; su dignidad, pues cuelga desnudo de una cruz; su salud, que es aniquilada por completo en doce horas; su reputación, que ha sido destruida cuando, no hace mucho tiempo, era admirado y honrado; su credibilidad; y el Apóstol dice aún: «Maldito el que cuelga de un madero» (Gal 3,13; según Dt 21,23). Y él 69
cuelga ahí. ¡Ése es el gran triunfo de los fariseos! Las palabras del Deuteronomio son la confirmación bibli ca de su victoria; ellos se sienten vencedores; sus amigos, sus discípulos, todos lo abandonan y huyen; su madre, su último legado: Jesús nos confía la custo dia de su madre, y a su madre le confía que cuide de nosotros; su Padre; esto es tal vez lo peor; no, no tal vez, sino con toda seguridad lo peor: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Vacío absoluto, privación. La soledad de que nosotros nos quejamos es sólo una sombra de esta soledad. Jesús cuelga entre la tierra y el cielo. Inicia el tránsito: del sanador al herido; del hombre compasivo al hombre que necesita com pasión; del que grita: «¡Quien tenga sed que venga a mí y beba!», al que grita: «¡Tengo sed!»; del que anuncia la Buena Nueva a los pobres al que es pobre en sí mismo. Jesús traspasa la línea divisoria de la humanidad que separa a los que están hartos de los que están destrozados y gritan en su miseria'. En la cruz, Jesús no pertenece ni a la tierra ni al cielo; por eso tiende inmediatamente el puente entre una y otro. Todo está contra él. El mal, oscura desgracia del mundo, aprieta los puños y lo clava en la cruz. Pero precisamente aquí él es lo que los «focolari» llaman parola spiegata, la palabra plenamente explicada de] Padre, la palabra totalmente pronunciada. El lenguaje corporal es ahora muy expresivo. «La palabra se ha hecho carne». Uno puede ver lo que tiene que decir la palabra, puede oír y contemplar el mensa e de la palabra. Es un mensaje de amor. j «Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo», dice Juan al comienzo del relato de la última Cena y de toda la pasión (13, l). Esto significa que sólo contemplo la pasión con fe cristiana si percibo una y otra vez y en cada uno de sus detalles este amor hasta el extremo, amor hasta el extremo y en todo. 2.
Wase Jean VANIER, Heile, was gebrochen ist, Freiburg im Breisgau 1991', p. 66.
Desearía desarrollar esta idea en dos direcciones: la cruz me dice en primer lugar lo mucho que soy amado, lo mucho que valgo a los ojos de Dios. «En verdad, apenas habrá alguien que muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros». Y más adelante: «El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?» (Rm 5,7-8; 8,32). 70
En nuestro mundo moderno, tecnificado y frío en tantos aspectos, las personas buscan afanosamente su identidad: ¿quién soy yo? Esta pregunta genera una gran actividad. Un psicoanálisis, por ejemplo, es un proceso intensivo para averiguar quién es uno. Cursillos, seminarios y talleres de muy diversa índole sirven al mismo fin. Las estructuras básicas de la psique -los «arquetipos», como los llama C.G. Jung- pueden revelar diversos aspectos ocultos de la personalidad. Del mismo modo, el «enneagrama» puede ayudarme a comprender mejor quién soy. De la cruz de Jesús puedo aprender algo aún más esencial: lo mucho que valgo a los ojos de Dios. Si me atormentan complejos de inferioridad, puedo curarme acudiendo junto a la cruz de Jesús, pues allí se me mostrará lo mucho que valgo. Si tengo dificultades para aceptarme a mí mismo -la autoaceptación es todo un arte, junto a la cruz puedo aprender cómo se consigue, pues Dios me muestra en la persona de Jesús lo mucho que valgo y lo mucho que se me ama. En el psicoanálisis se retrocede cada vez más: hasta la juventud, hasta la infancia y, si es posible, hasta la fase prenatal, o sea, hasta antes del nacimiento. Yo creo que aún podríamos retroceder un poco más, hasta llegar al instante en que nací como pensamiento amoroso de Dios. Ahí radica el valor de mi persona. Yo he empezado a ser porque soy amado, y el amor de Dios existe desde la eternidad. Este empezar a ser porque soy amado se repite en cada instante, mientras que el amor me es dedicado íntegramente incluso en mi pecado y mi culpa. Esto me lo muestra la cruz. Ante el crucifijo puedo aprenderlo. La segunda dirección nos dice que yo no soy el único que tiene un gran valor; también el prOjimo lo tiene. «Y por tu conocimiento se pierde el débil: ¡un hermano por quien murió Cristo!» (1 Co 8,1 l). Esto es, sin duda, lo más importante que puedo decir de mi hermano y mi hermana: que Cristo murió por él o por ella. Ya sea un tipo deportivo o bien parecido, joven o viejo, haya hecho únicamente el bachillerato o tenga el título de doctor, hable muy bien o hable demasiado, no hable lo suficiente o sea tonto, lo mismo si desempeña un cargo directivo que si ocupa una posición más bien baja en la escala laboral...: todo eso se esfuma como carente de importancia en comparación con el hecho de que Jesús ama a estas personas hasta el extremo y murió por ellas en la cruz. Esto es algo que nunca debo olvidar o excluir de mi visión de las personas, pues sólo cuando una verdad tan esencial se plasma en nuestras relaciones, son éstas verdaderamente cristianas. La muerte de Jesús en la cruz ha generado entre todos nosotros una unión más íntima y profunda que las muchas diferencias que acostumbramos a hacer. En definitiva, Jesús murió para «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). La dignidad de una persona -de mi prójimo- se debe medir por la muerte de Jesús. De acuerdo con este principio, que es recogido y profundizado de nuevo en el bautismo, debemos tratarnos unos a otros. En la Carta a los Romanos (6,3), Pablo recuerda a los cristianos: «¿0 es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?». Con este sello estamos marcados. «Los que os habéis bautizado en Cristo os habéis revestido de Cristo [como si fuera un ropaje]; ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27-28). La muerte de Jesús en la cruz me enseña a aceptar al prójimo tal como es, a partir de una unión profunda e íntima basada en Dios. La muerte de Jesús en la cruz me enseña, además, lo más difícil de todo: perdonar. 71
Juan, en el capítulo 19 de su Evangelio, después de hablar de la muerte de Jesús y de la lanzada que uno de los soldados le asestó en el costado, cita al profeta Za- i i carías: «Mirarán al que traspasaron» (Zac 12, 10). Las palabras anteriores de este mismo versículo dicen: «Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración». Si miramos al que el soldado hirió con su lanza, recibiremos infinitos dones. Jesús nos da su espíritu, el espíritu del respeto y del amor, el espíritu en el que él vivió. El santo cura de Ars acostumbraba a decir que la cruz es el libro más instructivo que podemos leer. De este libro extrajo él su sabiduría, su amor y su entrega. Sin embargo, la cruz descubre su verdadera profundidad cuando uno la contempla no de manera aislada, sino en unión con toda la vida de Jesús y con su resurrección. Más aún: la fijación en la cruz, separada de lo que acontece antes y después, significa una abreviación abusiva del Evangelio y puede provocar crisis de fe. La muerte de Jesús en la cruz no es algo que llega de improviso, sino que emana, con cierta coherencia interna, de su vida pública, de sus palabras y sus actos. Él mismo, cuando habla de sus sufrimientos, emplea varias veces la expresión «debía», «tenía que»... Jesús sabía muy bien que aquello tenía que llegar. «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,3 l). A los discípulos de Emaús también les habla de esta necesidad cuando les dice: «¿No era necesario que Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?» (Lc 24,26). Jesús ve que esta idea de necesidad u obligatoriedad es anticipada por los profetas. Además, está contenida aún más claramente en los cuatro cantos del siervo de Dios, del Déutero-lsaías, en los que Jesús sin duda vio un retrato de su persona y su misión. Mateo en especial tiende un puente desde el bautismo en el Jordán hasta estos cuatro cantos, pues el último versículo de la perícopa del bautismo es una cita del primer versículo del primer canto del siervo de Dios: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo n---ú complacencia» (Mt 4,17; Is 42, 1; véase Mt 12,17-2 l). El siervo de Dios es enviado por Dios para redimir a los hombres. Entonces sufrirá mucho (véase, de manera especial, el cuarto canto: Isaías 53); pero precisamente por ello su obra también dara fruto más allá de los límites de Israel. En su bautismo Jesús se hizo solidario con nosotros, los seres humanos, en nuestro pecado, pues el bautismo de Juan era un bautismo para la conversión. Cuando Jesús decidió recibir este bautismo, eligió consciente y libremente la comunidad de destino de los seres humanos, necesitados de conversión, y se dejó contagiar el pecado humano. El tiempo de incubación de esta enfermedad duró apenas tres años. En este tiempo, aquel que no conoció el pecado se hizo pecado por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en él (véase 2 Co 5,2 l). En Jesús se vació totalmente el pecado del hombre, y así perdió sus espinas. Ésa fue su pasión. En una respuesta a Pilato resume Jesús con mucho énfasis toda su misión: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Es lo que hizo durante toda su vida: ¡dar testimonio de la verdad! También aquí «verdad» debe 72
entenderse en el sentido de seguridad y fidelidad, en el sentido de la incondicionalidad del amor divino (véase supra, capítulo 3). En nuestro mundo, tal como es, Jesús tiene el encargo y la misión de transmitir y vivir la verdad del amor de Dios. Esto es lo que Dios quiere: convencer a los hombres de ese amon En el siglo v a.C., Sófocles expuso con toda claridad en su drama Antígona lo que puede esperar alguien que quiere amar sin reservas. Creonte dice a su sobrina Antígona: «Jamás, ni aun después de muerto, sera amigo el enemigo». Antígona le contesta: «No he nacido para compartir el odio, sino el amor». A lo que Creonte responde: «Desciende, pues, abajo, si has de amar, y ámalos. A mí, mientras esté con vida, no habrá de mandarme una mujer»1. Menos de un siglo después, Platón describe la misma inexorable verdad en una escueta frase: «Un hombre que sea absolutamente justo y bueno se hará insoportable para aquellos que no quieren decidirse por el bien: tienen que odiarlo a muerte». El Padre no «quiso» que su Hijo muriera en la cruz; el Padre quería el amor de su Hijo. Quería que su Hijo encarnara la verdad del amor divino, y concretamente en nuestro mundo. Jesús es la palabra del Padre que se ha hecho carne y nos revela el misterio de Dios: «Dios es amor». Pero «el mundo no le reconoció» y «los suyos no le recibieron» (Jn 1, 10. 1 l). También esto tenia que producirse en este mundo, tal como nosotros, los seres hu3. SóFOCLES, Antígona. Edipo rey Electra, Labor, Cerdanyola 1989, pp.43-44. manos, lo hemos hecho. Cuando el rechazo se recrudeció en la pasi0n y la muerte de Jesús en la cruz, Padre e Hijo permanecieron fieles, su fidelidad resistió la prueba. Pero con ello se les abrieron los ojos a muchas personas, empezando por el centurión romano, que dijo: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39), y continuando por los muchos que con Juan pueden decir: «Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). La muerte de Jesús no sólo es esencialmente coherente con su vida, sino que también está unida inseparablemente a su resurrección. Como creyentes, sólo podemos contemplar la muerte de Jesús a la luz de la resurrección. Es lo que hacen los Evangelios ya desde la primera página. Esto es exactamente lo que llamamos «inspiración». En sentido inverso, si separamos la muerte de Jesús de su resurrección, la fe cristiana se viene abajo; entonces «vuestra fe es vana; estáis todavía en vuestros pecados» (1 Co 15,17). La resurrección es la confirmación divina de toda la andadura de Jesús sobre la tierra. En ella se pone de manifiesto la infinita fidelidad del Padre a su Hijo y al mensaje que su Hijo nos transmitió. En ella se abre la profundidad de la cruz, y ésta revela su verdadero misterio. Dios eterno, tú has revestido a un ser humano, Jesús de Nazaret, nuestro hermano, con tu propio nombre y tu poder Pero Jesús no tuvo poder en nuestro mundo. Tú le has dado el derecho de hablar Él es tu palabra. Pero no encontró quien lo escuchara. Te pedimos que nos dejes ver en él, en este hombre de dolores, a nuestro único Redentor, Dios con nosotros, hoy y todos los días. Amén. 12 El Resucitado 73
La primera aparición del Señor después de su muerte y resurrección de que hablan los Evangelios es la presenciada por María Magdalena. Esta mujer, llevada de su fidelidad, lo buscó apasionadamente y fue la primera persona que lo encontró. «Buscar y encontrar» es un tema que recorre toda la Biblia como un hilo conductor. Dicho en otras palabras tal vez más acertadas: ser buscado y encontrado, pues lo determinante no es que nosotros busquemos a Dios, sino, por encima de todo, que nos dejemos encontrar por él y nos abramos a su presencia. Citemos dos textos en representación de toda la Biblia: uno del Antiguo Testamento y otro del Nuevo. «Me buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros -oráculo de Yahvé» (Jer 29,13-14). ¡Dios asume la garantía de esta promesa! Y en el sermón de la montaña dice Jesús: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). En el Evangelio de Juan, el tema de «buscar y encontrar» desempeña un papel muy definido. La primera palabra que Jesús pronuncia en este cuarto Evangelio no es una proclamación, ni tampoco un reto, sino una pregunta, en cuyo centro aparece el ser humano en su búsqueda: «¿Qué buscáis?» (1,38). Según el Evangelio de Juan, la primera palabra de Jesús resucitado es la misma pregunta, con una leve variación: «¿A quién buscas?» (20,15). Una pregunta decisiva que nos formula el Jesús de Juan y que no es tan fácil responder. En la persona de María Magdalena el tema de «buscar y encontrar» alcanza una densidad y una concisión extraordinarias. Como mujer, se parece a la novia del Cantar de los Cantares, de donde también está tomada la lectura de su fiesta: «En mi lecho, por la noche, busqué al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad, calles y plazas, busqué al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré» (3,1-2). María Magdalena lo buscó con entrega, pasión y una fidelidad inquebrantable. Pero también hay que decir, con todo el respeto que merece esta mujer amorosa, que subestima a Jesús: aquel a quien busca es infinitamente más grande y completamente diferente del que ella imagina. Ha buscado literalmente al vivo entre los muertos, ha buscado el cadáver, cuando Cristo ya ha resucitado. Su ardiente búsqueda aún tenía que ser clarificada, corregida y, sobre todo, ampliada. Esto no debe ser un reproche, pues todos nuestros pensamientos sobre Jesucristo son inevitablemente deficientes. Él es siempre más grande de lo que pensamos. Aunque nuestra visión como seres humanos - es inevitablemente pobre, ser consciente de ello puede ser una ayuda. En nuestra vida, buscar y encontrar a Dios también es una actividad que no termina nunca, pues encontrar a Dios no significa que ya no haya que seguir buscándolo. Si yo pierdo el bolígrafo o el llavero, y lo encuentro, ya no tengo que seguir buscando. Esto es en verdad una perogrullada. Pero igualmente evidente es que buscar a Dios no termina nunca, por la sencilla razón de que Dios es siempre más grande, más amplio, más sorprendente de lo que podemos imaginar. «A fin de que se le siga buscando incluso cuando se le ha encontrado, él es infinito» (Agustín). «Busquemos al Señor de modo que lo busquemos constantemente, sin cesar» (Bernardo de Claraval). Dios quiere ser un Dios experimentado y vivido por nosotros. Por eso procura atraernos. Para que lo busquemos, para que lo encontremos, permite que lo perdamos y podamos encontrarlo; de este modo, tenemos que seguir buscándolo siempre, aunque lo hayamos encontrado. Que Dios se comunique, sin dejarse aprehender, es el gran dolor y el constante estímulo de los místicos. Si uno deja de buscarlo con todo el corazón, sin reservas, se extingue la relación íntima y viva con él. El Apocalipsis de Juan, último libro del Nuevo 74
Testamento, habla en los capítulos 2 y 3 del peligro de que perdamos nuestro primer amor, de que nos volvamos tibios. Esto no es una tentación concreta hacia algo terriblemente malo, sino un proceso insidioso, subliminal, pero también fatídico. Parece algo tan normal que uno apenas lo nota, hasta que es demasiado tarde. Pero la verdad es que esto último no es cierto: nunca es demasiado tarde, porque el amor de nuestro Dios no tiene fin. En la búsqueda de Dios hay también un persistente dolor. Agustín lo explica de manera muy sencilla en un comentario a la Primera Carta de Juan (4,6): «Si quieres llenar un recipiente y sabes cómo es de grande lo que esperas recibir, ensanchas los costados del saco, del odre o de lo que sea. Sabes qué cantidad quieres meter y te das cuenta de que el espacio de que dispones no es suficiente. Entonces lo agrandas para aumentar la capacidad. Así, Dios demora la satisfacción de un deseo para incrementarlo. Con ayuda del deseo ensancha el alma y, al ensancharla, aumenta su capacidad receptiva». El papa Gregorio Magno se refiere expresamente a María Magdalena en un comentario similar: «Aquí hay que observar la fuerza del amor que ha encendido el corazón de esta mujer, pues no abandonó el sepulcro del Señor ni siquiera cuando los discípulos se marcharon. Buscaba al que no había encontrado y lloraba mientras lo buscaba.[ ... 1 Así, ella fue la única que vio al Señor, porque se quedó para buscarlo. La perseverancia es la fuerza del bien obrar, y la voz de la verdad dice: "El que persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 10,22). María se puso a buscar y no encontraba. Siguió buscando con insistencia y encontró. Con la dilación creció el deseo y, al crecer, se apoderó de ella lo que había encontrado: el i deseo sagrado crece con la dilación. Si decrece con la dilación, no es deseo». Pero la singular relación del buscar y encontrar a Dios no encierra en sí misma únicamente dolor, sino también consuelo, pues significa que no podríamos buscar a Dios si no lo hubiéramos encontrado y no alentara en lo profundo de nuestro corazón el convencimiento de que lleva ya mucho tiempo esperándonos. De ahí sacamos la fuerza para persistir. Si ahora nos volvemos a la perícopa de Juan 20,11-18, lo hacemos con el ruego de que busquemos al Señor con todo nuestro corazón y con perseverante fidelidad, y asimismo con el deseo de encontrarlo cada vez con más frecuencia. También es útil el consejo de Ignacio de Loyola de pedir la gracia de alegramos profundamente de la gloria y el gozo de Cristo. Lo pedimos fervorosa e insistentemente, como el amigo inoportuno (Lc 11) y la viuda importuna (Le 18). Así pues, podemos pedir en el nombre de Jesús, ya que nos ha prometido tres veces seguidas que nuestro gozo será colmado (véase Jn 15,11; 16,24; 17,13). Lo que pedimos es la gracia, que nosotros no podemos darnos: es un gozo intenso que nos llena profundamente; lo cual no significa que sea un gozo súbito o repentino, puesto que puede muy bien suceder que crezca lentamente en nosotros. Y, sobre todo, pedimos el gozo de gozarnos con su gozo, gozo desinteresado que nace del amor puro. Con ello pedimos también un gozo que perdure. Pedimos, como dijo la madre Teresa, que nada llene nunca nuestro corazón de tristeza hasta el punto de olvidar el gozo del Señor resucitado. Pedimos también que este gozo sea apostólico, a fin de que podamos transmitírselo a otros de una manera más auténtica y sincera. Juan dice en su Evangelio que los dos hombres -Pedro y el otro discípulo (20,3-10)volvieron a casa, pero María Magdalena permaneció junto al sepulcro vacío. Me producen admiración la fidelidad y el amor de esta mujer, que no calcula, como no calculó la novia en el Cantar de los Cantares. En su corazón hay un deseo apasionado. Busca a su Señor con todo su corazón. Llora porque ha perdido a Jesús. ¿He llorado yo alguna vez por este motivo? 75
Después vienen tres diálogos (o dos, según se mire). El primero es claro, y tiene lugar entre la mujer y los ángeles. A la pregunta de éstos, ella contesta breve y precisa: «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto». Efectivamente, Jesús es su Señor, al que tiene que agradecérselo todo y al que se entrega sin reservas. Después de esta respuesta, María Magdalena vuelve la cabeza. Ella no busca un ángel, sino al Señor de los ángeles. El segundo diálogo lo mantiene con el presunto jardinero. «Ella no sabía que era Jesús». Esto ocurre una y otra vez en las apariciones del resucitado. Los apóstoles, los discípulos de Emaús, incluso María Magdalena, que lo ainaba ardientemente, no lo reconocieron al momento. Aquí hay un mensaje teológico: ciertamente se trata del mismo Jesús, pero él es completamente otro. «La muerte no tiene ya señorío sobre él» (Rm 6,9). Jesús vive una vida en la que la muerte ya no desempeña ningún papel. Vive de una manera completamente diferente de como vivimos nosotros, y diferente también de como él vivía antes. El jardinero se dirige a ella y le llama «mujer». María se ha quedado sin nombre. Ha perdido a aquel que le dio su nombre y su identidad. El jardinero le formula entonces dos preguntas, y así, sin que ella lo advierta, asume el papel de Dios, el cual también hace siempre preguntas: «Adán, ¿dónde estás?»; «Caín, ¿dónde está tu hermano?»; hasta «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». La primera pregunta de Jesús resucitado reabre su herida: «Mujer, ¿por que lloras?». Esta pregunta penetra profundamente en María, la conmueve en lo más profundo de su ser y la sana, pues, al hacerla, Jesús se pone en el lugar de ella y le ofrece la oportunidad de hablar sobre su dolor, de exponerlo, de compartirlo. La segunda pregunta -«¿A quién buscas?»- penetra aún más profundamente. Es la pregunta del Evangelio de Juan. Alude al deseo más profundo de María y nuestro, a la relación más profunda de ella y nuestra. La esperanza del Evangelio de Juan es que la respuesta sincera a esta pregunta sea: «a Jesús». Todo el Evangelio ha sido escrito «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20,3 l). En María esta esperanza se ve cumplida. Busca a Jesús con todo su apasionado corazón; a decir verdad, con una visión que aún hay que clarificar y ampliar. Esto es lo que dice su respuesta, en la que encuentra expresión toda su alma: «Señor, si te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré» (20,15b). Después viene el encuentro. El Resucitado pronuncia su nombre y la saca de su anonimato, de su limitación, de su oscura existencia. La llama para que acceda a la nueva realidad, la realidad que la resurrección de entre los muertos ha abierto. La llama por su nombre, y lo hace desde el otro lado de esa frontera que es la muerte. La llama como un día su Padre llamó a Israel: «No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío» (Is 43, l). Jesús llama a María como hace el Buen Pastor, que conoce a cada uno de los suyos por su nombre y los guía (Jn 10,3). La llama por su viejo nombre, un nombre inconfundible que ha pasado con él a través de la muerte y la resurrección, se ha renovado y brilla en el esplendor de la vida eterna liberada de la muerte. Jesús la llama por su nombre: «¡María!», y de este modo sella una intimidad única. «Y le daré también una piedrecita blanca y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe» (Ap 2,17; véase Is 62,2).
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Jesús sabe a quién llama. Conoce la historia de María y su pasado. Conoce su culpa y sus temores, su amor y su esperanza. La conoce plenamente, mucho mejor que ella a sí misma. Cuando Jesús pronuncia su nombre, surge una plenitud que no excluye nada, pues lo abarca todo. En esta totalidad es amada María. En este amor es acogido todo, todo encuentra su sitio. María no tiene que desechar nada, olvidar nada, reprimir nada. El amor del Resucitado no conoce límites y no fija condiciones. «Yahvé tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta» (Sofonías 3,17). Cuando María Magdalena oye que Jesús la llama por su nombre, se producen en ella una liberacion y una transformación insospechadas. Su dolor se derrite como nieve bajo los rayos del sol, sí, de manera aún más rápida y radical. María se puede abrir, se puede entregar, se siente llena de gozo. Todo esto es expresado con la palabra Rabbuni. María experimenta una conversión total y radical a la nueva vida, que está en Jesús, delante de ella, y que le es dada por él. María recibe su nombre y se recibe a sí misma como una persona completamente nueva. El encuentro de Jesús y María Magdalena es único e indescriptible. Pero, al mismo tiempo, aquí ocurre algo que está pensado para cada uno de nosotros. El Señor, tras su resurrección, se dirige así a todos nosotros y nos conduce a una nueva vida. El jesuita FranQois Varillon lo ha resumido en un sorites que dice: Cristo ha resucitado, por lo tanto está vivo, por lo tanto presente, por lo tanto activo, por lo tanto transfigurador, por lo tanto divinizador Esto es válido para cada uno de nosotros. En su resurrección, el Señor nos capacita para que participemos de su esencia y de su imagen (véase Rom 8,29). Ahora es válido con nueva intensidad: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! » (1 Jn 3, l). Todas las apariciones de Jesús resucitado desembocan en una misión. El que de verdad lo ve tiene que dar testimonio de él y difundir la semilla de la resurrección. Nadie puede guardarse para sí mismo una experiencia así. María Magdalena no es aquí una excepción. En su inmenso amor, no quiere volver a perder a aquel al que con tanto dolor y tanta fidelidad ha buscado. Pero aún tiene que aprender que la verdadera unión con Jesús no consiste en retenerlo, sino en saberse enviado, en su nombre, a los hermanos y las hermanas. Aferrarse a alguien o a algo es el gran peligro que se da en el amor. Incluso el amor más puro tiene que aprenderlo con mucho dolor: «Deja de tocarme. [ ... 1 Pero vete a n-ús hermanos y diles ... » (Jn 20,17). Jesús, que llama a María por su nombre, y de este modo la despierta a una nueva vida, le comunica ahora también su misión. Jesús le entrega el mensaje: «Subo a mi Padre y vuestro Padre» (20,17b). En estas palabras queda resumido el cumplimiento de la misión de Jesús. Él ha venido a nosotros para introducimos en el misterio en el que él vive: su ser uno con el Padre en el Espíritu Santo. Es lo más íntimo y más valioso que puede compartir con nosotros. Este misterio es el origen de todo amor, de toda vida y de toda fecundidad. En este misterio podemos sentimos como en casa. «Permaneced en mi arnor» (Jn 15,9). «Y vosotros no habéis 77
recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rom 8,15). Si el Padre de Jesús es también nuestro Padre, todos somos hermanos y hermanas. «Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Transferido a nuestro tiempo, con tantos refugiados y exiliados, con tanta xenofobia y tanta violencia implacable, éste es un mensaje y un reto sumamente actuales. «Fue María Magdalena y dijo a los discípulos ... » (Jn 20,18). Agustín, Bernardo de Claraval y otros Padres de la Iglesia gustan de llamar a María Magdalena apostolaapostolorum, «apóstola de los apóstoles», pues les transmitió la esencia de la Buena Nueva, el acto que la completaba y confirmaba. La Leyenda Dorada (ca. 1252-1260), colección de leyendas de los santos compuesta por el dominico Jacobo de Vorágine, narra con mucha fantasía y afecto cómo María Magdalena irradiaba este mensaje de Jesús a través de toda su persona. Antes de que su boca pudiera pronunciar una palabra, toda su persona transmitía el gozo de la resurrección. La Leyenda Dorada, que había gozado de una gran popularidad en la Edad Media, era uno de los dos libros que había en el castillo de Loyola cuando, en 1521, áigo, como también se llamaba Ignacio, cayó enferino y tuvo que guardar cama durante varios meses. El libro le produjo una profunda impresión, y es posible que aquí naciera su idea de pedir la gracia de disfrutar intensamente de la gloria y el gozo de Cristo. El anuncio de la resurrección de Jesús a los discípulos fue sin duda una experiencia trascendental para María Magdalena: su unión íntima con Jesús. Lo que quería alcanzar con sus propias fuerzas, permaneciendo fiel a él, le fue concedido en su misión como puro don. Jesús, que la ha enviado, está cerca de ella, muy cerca, mucho más cerca que en el sepulcro. En su misión, María Magdalena experimenta lo que Pablo dirá más tarde de sí mismo: «Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,20). En la misión está la verdadera entrega; no meramente en los sentimientos o las palabras, sino fuera, entre las personas, en la realidad de la vida diaria. En Las moradas, Teresa de Jesús describe el desarrollo de la vida espiritual mediante la oración. Para ello distingue siete fases o moradas que se asientan cada vez más profunda e íntimamente en el castillo del alma. A la luz de estas siete moradas del alma, la santa narra extensamente las experiencias de la oración y de la mística. La séptima morada corresponde a la unión mística más elevada, que es descrita igualmente en términos conmovedores. Pero entonces llega, de repente y de manera totalmente inesperada, la declaración de que aquel que accede a la séptima morada se encuentra de nuevo en la calle. Ideas análogas podemos encontrar en la mística flamenca Hadew¡jch (primera mitad del siglo xiii), que en su quinta visión intenta describir el gozo supremo de la unión con Dios, de la que dice que es «un asombro más allá de toda "ratio", que termina de repente con la orden divina: "Vuelve a tu trabajo"». Nuestra unión con Jesús se sella cuando nos confía su misión. «Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo"» (Jn 20,21 -22). Es nuestro derecho saber y alegrarnos de que en nuestra misión vive y actúa Jesús resucitado en nosotros, del mismo modo que el Padre vivió y actuó en él durante su misión en la tierra. 78
Te pedimos, Dios fidelisimo, y te admiramos porque has mostrado tu poder en Jesucristo. Lo has resucitado de entre los muertos y lo has colocado a tu diestra; él fue elevado por encima de todos los poderes y por encima de todo nombre terreno. Te pedimos que también ahora nos llenes a cuantos creemos en él de sus sentimientos; que seamos símbolos de su vida, luz y paz para todos los que te buscan, hoy y todos los días. Amén.
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