Utopía y Espiritualidad - José Ignacio González Faus

April 23, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Utopía y Espiritualidad - José Ignacio González Faus...

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JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS, SJ

Utopía y espiritualidad

2 MENSAJERO

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Índice Portada Créditos Índice Prólogo Primera Parte: LA UTOPÍA COMO BUENA NOTICIA 1. Utopía y Divinidad. Jesús: ¿«El Idiota» o «Emmanuel»? ¿Utopía o «Dios-connosotros»? 1. Presupuestos históricos indispensables 1.1. La sombra de Albert Schweitzer es alargada 1.2. El legado de Albert Schweitzer 1.3. Hacia el siglo XXI 1.4. Un par de ejemplos 2. Jesús y Dios 2.1. El Dios de Jesús 2.2. De Jesús a Dios 2.3. Dios en lo humano de Jesús 3. El rechazo del Hijo y el Dios que nos hace hijos 3.1. ¿El Idiota o Emmanuel (Dios-con-nosotros)? 3.2. De la Filiación de Jesús a la filiación del hombre Transición 2. Utopía y humanidad. La cristología de los cuatro evangelios 1. La praxis misericordiosa de Dios (el Jesús de Lucas) 1.1. Anunciación de Jesús 1.2. El Magnificat 1.3. Nacimiento 1.4. El Precursor 1.5. La vida posterior de Jesús 1.6. De Jesús a nosotros 1.7. Una cristología del Espíritu 2. Un Mesías-escándalo (el Jesús de Mateo) 2.1. Genealogía y generación de Jesús 2.2. Nacimiento 2.3. El anuncio del Bautista 2.4. Las señales del Mesías 2.5. La fe en el Mesías 3. La novedad de una libertad conflictiva (el Jesús de Marcos) 3.1. Preparar el camino a la buena noticia 3.2. El camino del Señor 4

3.3. El drama de la libertad 3.4. El drama de Jesús 4. La revelación de Dios (el Jesús de Juan) 4.1. El Himno inicial 4.2. El anuncio del Precursor Balance 5. De los evangelios a la historia: Utopía y Punto Omega Apéndice: «La carne» – «de Dios» 1. Charles Péguy: «la carne» 2. José María Valverde: «de Dios» 3. Utopía y razón 1. Razón y razones 2. Razón, afectividad y sensibilidad 3. Razón y creencias 4. Razonabilidad y ultrarracionalidad de la utopía 5. Y si se trata de economía... Conclusión 4. ¿Hay lugar hoy para el «no lugar»? El anuncio cristiano en tiempos de crisis 1. La buena noticia y su precio 1.1. La paradoja del mensaje cristiano 1.2. De indoctrinación a mistagogía 2. La llamada de Jesús 2.1. Jesús 2.2. El pecado: ¡y muy en serio! 2.3. La novedad de Dios 2.4. La comunidad de fe 2.5. La praxis, motivo de credibilidad 3. Conclusión Segunda Parte: ALGUNAS «DISTOPÍAS» DE HOY 5. Meditación de dos economías. El anuncio cristiano en tiempos de crisis 1. Introducción: la riqueza como antiutopía 2. La «oikonomía» de las fuentes cristianas y la economía del mundo moderno 2.1. En los textos cristianos 2.2. En la teología 3. La economía como determinante en última instancia 3.1. ¿Riqueza o sexualidad? 3.2. «El hombre se justifica»... por el dinero 3.3. Experiencia humana básica 4. La bandera de Lucifer: búsqueda del máximo beneficio 4.1. Codicia 4.2. Honor 4.3. «Crecida soberbia» 5

5. La bandera del sumo capitán: sobriedad compartida 5.1. Experiencia espiritual 5.2. «Civilización de la pobreza» 6. Conclusión y coloquio 6. Economía y teología[*] 7. ¿Ser felices en «La peste»?[*] 1. El Dios furioso 2. El cinismo teológico 3. El mundo que irrita a Dios 4. Examen de conciencia 4.1. La propiedad 4.2. El individualismo 4.3. La ética 4.4 «Cuándo fallan los cimientos ¿qué podrá hacer el justo?» (Salmo 10) 4.5. Escalas de valores 4.6. Tareas más concretas Conclusión 8. Capitalismo, liberación, humanización[*] 1. El sistema: juicios 1.1. Un papa y un economista 1.2. El desempleo 1.3. La desigualdad 1.4. Preguntas que brotan 1.5. Objeciones a lo expuesto 2. La fuerza del sistema 2.1. Medios y fines 2.2. ¿Máxima eficacia? 2.3. El sistema 3. Eficacia e inmoralidad 3.1. Confundir el rábano con las hojas 3.2. Deslealtad 3.3. Un ejemplo de hoy 3.4. Un ejemplo de siempre 3.5. Jugando con fuego 4. Defensas del sistema 4.1. La mentira 4.2. El disfraz matemático 5. Virtudes del capitalismo 5.1. La fuerza vital 5.2. El cáncer 5.3. Cuestión de humanidad 5.4. Infelicidad 6

6. Hacia una cultura reactiva 6.1. Aclarar conceptos 6.2. Irrenunciables 7. Pronóstico 8. Conclusión 9. Perdonar y rehacer relaciones[*] 1. Introducción 2. Dar el perdón 3. Pedir perdón 4. La recepción del perdón 5. Perdón humano y perdón de Dios 6. Conclusión Apéndices 1. Perdona nuestras deudas... 2. La Antieuropa 10. ¿Violencia «de género» o violencia de sexo? 1. Tesis de estas líneas 2. Universalidad espacio-temporal de las raíces del problema 2.1. Algunos ejemplos 2.2. Posibles lecciones 3. Contenido de esas raíces 4. Conclusiones 4.1. Inspirar respeto e inspirar confianza 4.2. A nivel social 4.3. Vengan más voces Apéndice a la Segunda Parte: ¿El fascismo que viene? Tercera Parte: ALGUNOS TESTIGOS DE LA UTOPÍA 11. Teresa de Jesús: «Libertad conquistada» y «Jesucristo Liberador»[*]. Una teología sapiencial de la liberación 1. Introducción. Génesis de una imprudencia 1.1. De títulos y subtítulos 1.2. De mística y menos mística 1.3. Libertad para el amor y amor para la libertad 1.4. Nuestro itinerario 2. La experiencia teresiana de Dios: libertad y gratuidad 2.1. «Siempre buscando a Dios entre la niebla» (A. Machado) 2.2. «Intimior intimo meo et summior summo meo» (Agustín) 2.3. De la gratuidad a la libertad 3. Libertad y pobreza 3.1. Riqueza y ceguera 3.2. Riqueza e infelicidad 3.3. Excusas vanas 7

4. Liberada de la honra 4.1. Cárcel del evangelio 4.2. Liberación de los opresores 5. Libertad para amar a los pobres y optar por ellos 5.1. «Entender lo de los pobres» (Sal 40,1) 5.2. Dios hecho pobre 5.3. «Amar lo que Dios ama» 5.4. Mystica pauperum 6. Libertad para la reforma de la Iglesia 6.1. Ambientación 6.2. Actitud de Teresa 7. Conclusión Apéndice: Mística entre pucheros28 12. Liberación interior y liberación social en los Ejercicios de San Ignacio[*] 1. La liberación interior 1.1. La primera semana 1.2. Segunda semana 1.3. Tercera y cuarta semanas 1.4. La meta 2. La liberación social 3. Conclusión 13. Con Dios y sin Dios. Releyendo a Dietrich Bonhoeffer[*] 1. Introducción: otro modo de vivir una crisis epocal 2. Dos modos de vivir un mismo suceso histórico 3. Contenido de esa experiencia 4. «Cristo, Señor de los no religiosos» 4.1. ¿Qué religión? 4.2. Consecuencia importante 4.3. La afirmación del mundo 5. Significado de Jesucristo 5.1. Cristocentrismo y puesta del revés 5.2. La paradoja más reveladora 5.3. El hombre para los demás 5.4. Seguimiento 6. Confirmación: la Ética como cristología Apéndice: Bonhoeffer e Ignacio de Loyola 7. Balance: un cristianismo laico y comprometido 7.1. Modernidad y Dios 7.2. Iglesia y seguimiento 8. Conclusión: la experiencia de Bonhoeffer y la Carta a los Romanos Apéndice: De F. Nietzsche a D. Bonhoeffer 14. Gustavo Gutiérrez 8

1. Querido Gustavo 1.1. Juan y Bartolomé: dos apóstoles 1.2. «Vendrán muchos de Oriente y de Occidente» 1.3. «Creemos haber Iglesia» (B. de Las Casas) 2. «Dios mío, ¿dónde estás? No me oyes para remedio de tus pobres»4 2.1. No hay salvación sin trabajo por la liberación 2.2. De «la fuerza histórica de los pobres» a «los pobres de Jesucristo» 2.3. «Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente» 2.4. Fidelidad eclesial 15. La teología de la liberación 1. Qué es la teología de la liberación 2. España y la teología de la liberación 3. ¿Qué queda de la teología de la liberación? 3.1. Examen de conciencia 3.2. Tareas pendientes 4. Un paradigma común: Pere Casaldáliga 16. Los profetas mártires[*] 1. La distinción 2. Las consecuencias 3. El mártir como desenmascarador 4. Profetas sin nombre 5. Conclusión Cuarta Parte: LA IGLESIA, LUGAR DE LA UTOPÍA 17. Una utopía eclesial. Apuntes de eclesiología joánica[*] 1. Marco previo 2. Atisbos eclesiológicos 3. La pluralidad del Nuevo Testamento 4. «Tan real como la vida misma» 18. Cartas de san Pedro a un papa actual 1. «Te daré todos estos reinos...» 1.1. ¿Comunión eclesial o embajada diplomática? 1.2. Un Papa de los pobres 2. «Tírate de aquí abajo: te recogerán los ángeles y causarás sensación» 2.1. Desclericalizar la Iglesia y sus ministerios 2.2. Finanzas vaticanas 3. «Si representas a Dios, tienes derecho a que las piedras se te conviertan en pan» 3.1. Autoridad como servicio 3.2. Nombramiento de obispos y cardenales Posdata 19. Alegoría de las tentaciones de Pedro[*] 1. Quedarse en el Tabor 2. Pensar de Dios como el hombre religioso y no como Jesús (Mc 8,33ss) 9

3. Sacar la espada (Jn 18) 4. Servir a Dios no como Dios quiere, sino como Pedro quiere (Jn 13) 5. Creerse el mejor (Mt 26) 6. Controlar el carisma (Jn 21) 7. No hacer las reformas que Dios pide cuando le crean problemas a Pedro (Gal 2) 8. Conclusión 20. Responsables de la utopía. Preguntas a mis hermanos obispos[*] 1. ¿Poder indirecto? 2. ¿Levadura o espuma? 3. El principio Gamaliel 4. El principio Caifás 5. El principio Magdala 6. El principio Mateo 7. El principio Timoteo 8. Resumiendo Apéndice: Liturgia y sacramentos7 21. Tareas para el próximo sucesor de Pedro 22. Utopía cristiana: la fraternidad[*] 1. El cristianismo es la religión de la fraternidad 2. El evangelio es el anuncio de la incorporación de todos los seres humanos a la filiación divina de Jesús 3. De esa filiación brota el anuncio jesuánico del Reino, que es un reino de fraternidad, entendida esta no como un precepto moral más, derivado, sino como experiencia del Padre común 4. Ese anuncio de Jesús sale al encuentro y plenifica el anhelo y la sospecha humanas de una hermandad entre todos y de una unidad del género humano 5. Por tanto, el Evangelio anuncia y constituye el paso de la llamada «superstición humanitaria» a la religiosidad humanitaria y la obligación derivada de ella 6. La Iglesia solo puede anunciar al Dios de Jesús siendo un sacramento de la fraternidad (cf. LG 1,1). Esto supone, hacia dentro de ella, el mínimo indispensable de autoridad (ejercida además evangélicamente y no como los poderes de este mundo) y el máximo posible de libertad y pluralidad 7. Hacia fuera, supone una particular atención a todos los de fuera de ella, en especial a aquellos excluidos de la fraternidad humana por razones étnicas, culturales, económicas (o incluso por la propia culpa); y también una disposición al diálogo y a «vivir en medio de nuestros trabajos sintiéndonos siempre hijos de Dios y hermanos de todos los hombres»4 8. La fraternidad debe realizarse afirmando la diversidad entre los seres humanos (hasta el máximo), tolerando las diferencias (solo lo justo) y rechazando totalmente las desigualdades 9. La noción cristiana de fraternidad implica una corrección del afán humano de identidad. A la experiencia identitaria de todo cristiano pertenece un componente de 10

identidad natural (familiar, social, sexual, cultural, nacional...) y otro mayor de identidad fraterna 10. La mayor amenaza a la identidad cristiana y la mayor falsificación de la fe consiste en evacuar el «sacramento del hermano»7 en aras de un espiritualismo introvertido o de un supuesto verticalismo religioso. Contra esta falsificación son imprescindibles los testigos de la fraternidad en cada época Conclusión

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I tots, tots plens de nit, buscant la llum, buscant la pau, buscant a Déu... Però nosaltres al vent Raimon

A Médicos sin fronteras, reporteros sin fronteras, al Servicio Jesuita de Refugiados, a la HOAC, a los curas villeros… y a todos aquellos que proclaman que «se puede», aunque solo se pueda un poco. A Aylan, cuya foto sacudió al mundo como un pequeño crucifijo del siglo XXI víctima de todos los que hemos renunciado a la utopía.

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Prólogo

Al anochecer (mejor que al atardecer) de la vida, pienso que otros podrán estudiar y exponer mi pensamiento de la manera que les parezca mejor. Algunos ya han intentado hacerlo. Pero si tuviera yo que resumir toda mi teología, creo que cabría en una frase como esta: la utopía no tiene lugar en esta realidad, pero tiene una gran vigencia en ella. En este libro intentaremos ver cómo y por qué. Cuando se le concede esa vigencia, podemos llegar a construir pequeñas «eutopías»: buenos lugares donde la vida es vivible, aunque distan mucho de ser verdaderas u-topías (porque utopía significa, precisamente, no-lugar). Pero si no se da vigencia a ese no-lugar (a la utopía), entonces la existencia humana se convierte en una concatenación de dis-topías (malos lugares), que pueden ir desde Auschwitz hasta Srebrenica, pasando por la inútil ONU actual y por la Antieuropa merkeliana y sádica. Y además cometemos la imbecilidad de llamar «utopía» a pequeñas memeces egoístas que no tienen nada que ver ni con el verdadero amor ni con la verdadera libertad, la verdadera igualdad y la verdadera fraternidad, ni con la verdadera humanidad, ni con «la luz y la paz» que, según Raimon, buscamos llenos de noche, y donde el hombre no se encuentra con ninguna plenitud, sino con su propia capacidad de proyectar más en todo aquello que desea. La posmodernidad proclamó el fin de los «grandes relatos», pero, a lo que se ve, el hombre es un ser necesitado de tales grandes relatos. Y lo que ha hecho entonces es construir grandes relatos con pequeños episodios: véase, si no, cómo transmiten las radios los eventos deportivos, o véase la publicidad... Hasta que venga algún recolector de experiencias o «compilador» (Kohélet en hebreo) a decirnos aquello de «Vanidad suprema, y todo es vanidad». En estos párrafos, de formulación deliberadamente laica para que puedan servir a un no-creyente, hay, a mi modo de ver, una dosis enorme de teología cristiana. El Dios revelado en Jesucristo es, precisamente, el gran Ausente y el gran Vigente en este mundo nuestro1. No hay mejor manera de expresar la total libertad y también la total responsabilidad con que Dios entrega al hombre esta creación suya. Si los hombres decidimos matar a Dios, se dejará asesinar2; pero es posible que (también en expresión de Nietzsche) acabemos entonces nosotros convirtiéndonos en «los últimos hombres». Porque el dinero, el bíblico «becerro de oro», el mayor enemigo de Dios, acabará ocupando el lugar de la utopía y construirá lo que Francisco llama «un sistema que mata».

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Porque el dinero sí que tiene lugar en nuestro mundo, pero solo a costa de quitar lugar a los demás y a lo más humano de nosotros. Dios, en cambio, y para sorpresa nuestra, no tiene lugar, pero tiene testigos. En esos párrafos entra, a mi entender, toda la revelación de Dios en Jesucristo: el descubrimiento de que «Dios es Amor y Comunión absoluta», que el Amor no tiene otra fuerza que la de su ofrecimiento y su debilidad, y que el destino último y verdadero del ser humano está ligado a esa revelación de Dios como Aquel que busca compartir su Ser infinito con libertades finitas. Como Gran Ausente y Gran Vigente, la Utopía, que puede ser el mejor nombre del Dios-sin-Nombre, será siempre un reparo o una objeción a todo lo que los seres humanos construyamos (porque aún queda lejos de nuestras aspiraciones); y será, a la vez, un acicate ante todas nuestras decepciones: porque, aunque no sea verdad plena aquello del «yes, we can» o «sí se puede» (como han mostrado dolorosamente los hechos), seguirá siendo mucha verdad que «algo se puede». Y ese algo es lo único que en cada momento se nos pide. Todos los escritos recogidos en este volumen dan vueltas a esa sencilla intuición que acabo de exponer: unos, desde una óptica más bíblica o más teológica; otros, desde la confrontación con esta realidad dura y cruel; otros, desde el ejemplo de algunos testigos de la utopía en mil formas diversas; y otros, desde la óptica de una Iglesia que, como testigo supremo de Dios y servidora de lo que Jesús llamaba «reinado de Dios», no puede ser más que una especie de «lugar donde vige la utopía». Buena parte de ellos proceden de homenajes a colegas, muy queridos algunos, que aparecieron en esas Misceláneas que (casi) nadie lee. Ahora hemos superado ya la época de las Misceláneas, y solo nos queda la de las necrológicas, que son más fáciles y sencillas. Otra buena parte son artículos o conferencias que me han ido pidiendo, no precisamente porque sea yo muy solicitable, sino porque cada vez quedamos menos a quienes pedir... Digo esto para advertir que el libro no tiene un orden que haya que respetar en su lectura. Aunque he procurado una cierta sistematización por materias, el lector puede leer sin orden, eligiendo lo que prefiera. El autor hará mejor en callarse ya, recordando otra vez el aviso del Compilador: «el exceso de palabras también es vanidad»...

1. «Considerar cómo la Divinidad se esconde» y «considerar la llamada que hace a los suyos el Sumo Capitán» son dos expresiones, en el rancio castellano de Ignacio de Loyola, que intentan decir esto mismo. 2. En expresión de Nietzsche, quien no se limita a decir que Dios ha muerto, sino que «lo hemos matado nosotros».

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PRIMERA PARTE:

LA UTOPÍA COMO BUENA NOTICIA

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1.

Utopía y Divinidad. Jesús: ¿«El Idiota» o «Emmanuel»? ¿Utopía o «Dios-con-nosotros»?

Cuando comencé a redactar estas reflexiones, llevaban como único título: «De Jesús al Dios de Jesús». Al ir desarrollando el tema, cambié el título, porque Jesús no nos lleva a una noción previa y nuestra de Dios, ni le confesamos «Dios» de acuerdo con esa noción, sino que nos encontramos en Él con un Dios hasta cierto punto «nuevo». Hace ya muchos años, escribió Bonhoeffer en sus cartas desde la cárcel que el Dios que se revela en Jesús pone del revés lo que el hombre religioso espera de Dios. Y luego de él, muchas obras de cristología parecen haber ido redescubriendo eso mismo. Para exponer el tema intentaremos acercarnos lo más posible al «Jesús histórico», que, aunque no sea exactamente lo mismo que el Jesús real (este es el Jesús «de la historia», y aquel el Jesús «de la ciencia histórica»), es uno de los mejores acercamientos que tenemos a él. Y resulta imprescindible para ver cómo podemos llegar desde Jesús hasta Dios.

1. Presupuestos históricos indispensables Quiero comenzar evocando que hace poco se cumplieron cien años de la aparición de una de las obras más importantes en la historia de la teología y la cristología modernas. Me refiero a la Historia de la investigación sobre la vida de Jesús, de Albert Schweitzer. 1.1. La sombra de Albert Schweitzer es alargada Hago esta evocación porque hoy podríamos olvidar alguna de sus lecciones, lo cual no sería bueno. Pues ya no cabe soñar que hoy aparezca una nueva historia de la investigación sobre la vida de Jesús en el siglo XX. Ese sueño me parece físicamente imposible, dada la increíble profusión de obras sobre Jesús que pueblan este pasado siglo y que no son abarcables en su totalidad. Quizá esa imposibilidad es un signo de nuestros tiempos. Pero, en cualquier caso, me parece difícil negar que la investigación sobre Jesús debe mucho a aquel médico y premio Nobel suizo, más allá de sus intenciones, y no tanto por sus conclusiones cuanto por el movimiento que desató. 17

a) Lo que sorprendió en el libro de A. Schweitzer (AS) fue que era obra de un joven, desconocido hasta entonces; que estaba extraordinariamente bien escrito (cosa poco frecuente en libros de teología); y que demostraba unos conocimientos enormes de infinidad de obras, algunas de las cuales rozaban las mil páginas. Su conclusión más famosa ya es conocida: cada uno de los autores estudiados, creyendo que hablaba sobre el Jesús histórico, se había proyectado a sí mismo, su cultura o su pueblo en la imagen de Jesús que trazaba... Y esto ocurrió porque «los investigadores se esforzaban en transformar a aquel «fanático» (Schwärmer) en un hombre y un teólogo moderno en todos sus criterios y objetivos» 1. AS sugerirá en otro momento que los historiadores proyectaban sobre Jesús su propia teología, debido a que los teólogos no sabían qué hacer con el Jesús histórico2. Esta razón quizá ya no valdría para hoy. Y ahí puede estar uno de los significados del empeño por una «teología narrativa». Pero el peligro de seguir haciendo ese tipo de proyecciones, dado lo escasos que son los datos, sigue vivo y parece confirmar la imposibilidad de esa empresa de identificar totalmente a Jesús por medio de la investigación histórica. Esa vino a ser, pocos años después de la obra de AS, la conclusión de un liberal insigne (A. Harnack) en su tesis de habilitación: «es imposible escribir una vida de Jesús». En realidad, es imposible escribir una vida de Jesús porque las únicas fuentes que tenemos (los evangelios) no pretenden ser «vidas de Jesús», sino anuncios y testimonios de la fe de sus autores3. Además, añadirá AS en el prólogo a su segunda edición, es imposible por la naturaleza misma de la investigación histórica, la cual puede «iluminar históricamente la tradición», pero de ninguna manera puede «crear una mediación entre el pasado y el presente». Esas búsquedas ilusorias de una «mediación» entre el pasado de Jesús y nuestros presentes son las que dieron origen a las diversas imágenes del Jesús socialista, el Jesús anarquista, el Jesús maestro de ética, el Jesús no teísta, el Jesús ario, etc. Hoy hemos aprendido a no pedir a la investigación histórica más de lo que puede dar: sabemos que la crítica histórica no puede ni desmontar la fe ni llevar hasta ella. Pero esta sobriedad es la que nos ha permitido revalorizar la investigación histórica, liberándola de la necesidad de llegar a unas posturas previas, tomadas de antemano. Creyentes y no creyentes trabajan hoy con los mismos medios, que algo sirven para conocer más y mejor a Jesús, aunque no sirvan para hacer apologética de uno u otro lado, ni tampoco para que ningún investigador crea haber llegado a la última, global y definitiva palabra sobre este tema. Por eso he dicho a veces que aquí parece haberse cumplido aquello del refrán: Dios ha escrito derecho con renglones torcidos. Y si alguien no quiere ser tan providencialista, puede quedarse con la otra convicción de los científicos: científica no es la palabra de un solo individuo, sino la aceptación de toda la comunidad. 18

b) De hecho, y a pesar del impacto causado por su obra, AS no era un escéptico absoluto en materia de investigación histórica. Él tiene también su propia hipótesis, su propia solución al problema de Jesús, que expone en el largo capítulo 21 del libro: «La solución de la escatología consecuente». Con esa respuesta pretende, sobre todo, suscitar un dilema («la escatología o su negación») que le parece más importante que los otros dos dilemas que habían sacudido a la investigación del siglo XIX4. En suma, lo decisivo de Jesús, para AS, fue el anuncio de un fin del mundo inminente. Nuestro autor (que acepta la conciencia mesiánica de Jesús, explicada de un modo bastante complicado), concede gran importancia al capítulo 10 de Mateo, donde Jesús, al enviar a los discípulos, anuncia ya un fin inminente y una serie de sufrimientos que van a precederle. Esa profecía no se cumple: Jesús comprende entonces que se ha equivocado y que su misión mesiánica consiste en asumir él ese sufrimiento previo al fin, liberando de él a los suyos. De modo que, según AS, Jesús sube a Jerusalén buscando expresamente una confrontación y una condena a muerte. c) Además de eso, AS cree que lo que ha dejado Jesús no son unos textos históricos, sino todo un movimiento y una mística todavía vivos. «Para conocer a Jesús no es necesaria la tutela de los doctos», pues «Él se revelará a aquellos que le obedecen, sean o no sean sabios; se revelará en la paz, en la acción, en las luchas y sufrimientos que les tocará vivir en comunión con Él» 5 . 1.2. El legado de Albert Schweitzer Años más tarde, en el prólogo a la 2ª edición, AS reconocerá que algunos le habían acusado de que su libro era «algo más que una historia de la investigación sobre la vida de Jesús», dado que sostiene una concepción determinada. Y responderá tranquilamente que «nadie puede escribir la historia de un problema y de las soluciones que se le han buscado sin tomar una determinada posición sobre las cuestiones discutidas». a) Una empresa casi imposible Esta razón, que tiene buena parte de verdad, nos permite entender por qué, si en el siglo XX hubiera aparecido una nueva «Historia de la investigación sobre la vida de Jesús», habríamos visto de nuevo cómo todos los autores, creyendo encontrar a Jesús, se proyectaban a sí mismos o su ambiente, y cómo este es un proceder inevitable que el investigador puede tratar de reducir al mínimo siendo consciente de él, pero nunca eludirlo del todo. Solo con la ayuda de otros investigadores se compensará esa invalidez particular de cada crítico. Si esta no se da, Jesús, como ya decía el balance de AS, tras parecer acercarse a nosotros, desaparecerá y seguirá siendo «el Desconocido que dice: 19

“sígueme”», en lugar de ser una conquista del investigador. Pero si esa confrontación con los colegas se da, entonces la investigación se convierte en una de las tareas más apasionantes, porque en ella, a base de errores, se van dando pequeños pasitos hacia una pequeña pero importante verdad. b) La escatología o su negación Esto, por lo que hace al primer punto del legado de AS. Por lo que toca al segundo (su solución de la escatología consecuente), el siglo XX ha conocido un rechazo particular de esa solución: el de la escatología «presente» de C. H. Dodd: Jesús no anunció un Reino futuro, sino un Reino que «ya está aquí». Tampoco encontró Dodd un pleno acuerdo, pero sí se ha reconocido que aportaba elementos de innegable valor. Quizá haya que quedarse, pues, en esa difícil dialéctica que la teología ya había formulado antes, del «ya sí, pero todavía no». Y quizá para evitar este dilema entre el presente y el futuro, Bultmann elaboró otra solución que me voy a permitir calificar como «escatología existencial», para hacerla encajar en la clasificación anterior. Bultmann fue un profundo creyente6. Y su misma fe le creó la obsesión por comunicar, a ese «hombre moderno» que ya no cree en mitos ni en milagros ni en la historia, el mensaje de que Dios le ofrece una nueva comprensión de su existencia. Desmitificando relatos (a veces exageradamente), Bultmann se quedó con que, en el encuentro con el recuerdo de aquel Jesús, Dios llama al hombre a una decisión existencial por la autenticidad de su vida, contra la inautenticidad habitual de nuestras vidas humanas (tomando mucho de la filosofía de Heidegger a la hora de describir esa inautenticidad). Todo esto es hoy suficientemente conocido. Lo único que falta agregar es la reacción con que el propio Bultmann se fue encontrando ya en sus clases por parte de algunos discípulos: entonces, ¿para qué necesitamos a Jesús? La iglesia primera no adquirió esa «nueva comprensión de la existencia» solo con ocasión de Jesús, sino ¡por causa de Jesús! c) Nuestras recaídas Se puede decir, entonces, que la segunda mitad del siglo XX quedó marcada por un nuevo dilema que sumar a los tres anteriores y que podríamos reformular así: ¿Käsemann o Bultmann? (es decir: ¿necesitamos o no necesitamos teológicamente la figura histórica de Jesús?). La segunda mitad del siglo XX optó por una respuesta afirmativa a ese dilema, y ello dio lugar a una «nueva búsqueda» del Jesús histórico, la cual amenaza con volver a caer en un nuevo optimismo ingenuo que necesitaría, otra vez, la corrección de AS. 20

En efecto, también en el siglo XX podría hablarse del Jesús de P. Van Buren, el Jesús de Fernando Belo, el Jesús de S. G. Brandon, el Jesús de G. Vermes, el Jesús de J. D. Crossan... y así sucesivamente, siempre en nombre de la ciencia. Y es que la mera estructura mental de cada investigador (más cartesiana, más dialéctica, etc.) puede hacerle percibir contradicciones allí donde quizá no las hay; o puede hacer que dé un peso de «pruebas» y de certeza a lo que no son más que «indicios» y probabilidades; o puede hacerle proyectar sobre los textos una visión unilineal de la historia que olvida que los hechos históricos suelen ser multicausales, efecto de muchos factores, mientras que nuestra ciencia tiende a simplificarlos en una visión lineal y unicausal. Más aún, esos diversos Jesús del siglo XX podrían ordenarse a veces por modas: en los años 60, a partir de mayo del 68, en los 80... Por otro lado, esas figuras diversas tienen casi siempre su aportación válida. El evangelio de Jesús tiene un «significado secular» (Van Buren), pero esa secularidad viene de Dios; tiene una dimensión política radical, pero esa política radical es sabiduría, aún más que irritación («bienaventurados los tales...»). Con todo esto podría parecer que el siglo XX ha contradicho la tesis de Harnack, dado que uno de los libros más famosos publicados en él se vuelve a titular: «Vida de un campesino judío». No obstante, hay una importante diferencia: su autor reconoce que solo son posibles reconstrucciones hipotéticas, y que la suya es una de ellas7 . 1.3. Hacia el siglo XXI Factores de ese «nuevo optimismo» (entre otros que no comentaremos, como las aportaciones de la lingüística o de la arqueología, o el descubrimiento de textos nuevos) han sido la aparición de investigadores judíos y la entrada en escena de la exégesis sajona, norteamericana sobre todo. Y, entre sus conclusiones, quizá quepa citar la pertenencia a Jesús de esa difícil dialéctica entre presente y futuro, así como la gran relevancia del tema de los pobres y excluidos, que hoy subrayan todos los autores y que en el siglo XIX no llamó la atención de casi ninguno de aquellos sabios burgueses8. Pero vayamos con orden y digamos primero una palabra sobre esos nuevos factores de la investigación crítica. a) Investigación judía Se podría decir que la gran aportación de los investigadores judíos sobre Jesús cabe en una palabra: contexto. A la luz de ellos, muchas investigaciones del siglo XIX parecen afectadas por lo que suele decir Xavier Alegre: «un texto sin contexto se convierte en un pretexto». Jesús fue judío hasta la médula, y su mundo fue el judaísmo de su época. Ello no significa que estos autores no puedan tener también sus propias preconcepciones. Que Jesús fuese un judío marginal no será fácil de aceptar para algunos de estos autores. 21

Personalmente, no acabo de entender la obsesión de E. Sanders contra cualquier afirmación de superioridad de Jesús con respecto al judaísmo de su época9, el cual, por otro lado, era mucho más plural de lo que ha llegado a nosotros, tanto hacia fuera como hacia dentro. En cualquier caso, Jesús no dejaría de ser cien por cien judío, por el hecho de ser superior al judaísmo de su época: como tampoco deja de serlo el profeta Jeremías o cualquiera de los otros que sobresalieron por encima de sus reyes o de sus contemporáneos. Por otro lado, el enfrentamiento de Jesús con el judaísmo se dirige en realidad contra la forma en que los humanos solemos afirmar el hecho religioso y apropiarnos de la religión en general: no es una crítica al judaísmo en particular; y hoy esa misma crítica la dirigiría Jesús contra el cristianismo que dice creer en Él. b) Exégesis norteamericana Por lo que hace a la investigación norteamericana que ha dado pie a hablar de una «tercera búsqueda», es aún pronto para ver sus frutos. Tiene algo de novedad la presencia de autores católicos de gran categoría (como R. Brown, J. Meier o J. Fitzmyer) que reparan en la ausencia vergonzosa de la iglesia católica en los orígenes de este problema, así como la persecución sufrida por hombres que, como Lagrange, intentaron tímidamente asomarse a él. Creo también que el tópico «sentido práctico» norteamericano ha podido servir para compensar cierta tendencia de las universidades alemanas a construir grandes castillos en el aire. Crossan me parece luminoso en su afirmación de que la crítica histórica es neutral con respecto a la fe, y que son estúpidos los dos fundamentalismos de «a Cristo por la ciencia», o «contra Cristo a través de la ciencia» 10. c) Peligros y posibilidades Pero quizás habría que alertar contra el peligro de una nueva ingenuidad como la de los liberales del siglo XIX. Es mi convicción personal que la investigación científica nunca podrá construir más que pequeños habitáculos modestos; y que la pretensión de hacer con ella grandes rascacielos como las Torres Gemelas se expone a correr en poco tiempo el mismo destino de aquellas dos babeles. Pretender, por ejemplo, dilucidar «democráticamente» (y entre un grupo de amigos americanos) la historicidad o no historicidad de un texto implica una sorprendente falta de rigor, aunque se presente como conclusión científica. Es muy importante, en cambio, la nueva conciencia de que no solo hay una historia de los primeros fragmentos («Historia de las formas») ni de la composición del texto («Historia de la redacción»), sino además un significado global de cada texto tal como ha llegado a nosotros («lectura sincrónica»). También lo es el estudio «sociológico» de las comunidades en que han nacido los textos (en la medida en que sea posible), porque ayuda a comprender el sentido del texto. Pero dudo que esto último pueda resolver 22

problemas de historicidad... Y, además, también aquí caben las dificultades antes citadas: así, por ejemplo, entre nosotros ha tenido bastante éxito toda la obra de Theissen sobre la sociología del cristianismo primitivo. Sin embargo, un autor norteamericano (Richard Horsley) le critica porque la sociología personal de Theissen es demasiado conservadora para abordar el movimiento de Jesús. También aquí la posición del investigador se proyectaría sin querer sobre su interpretación (del movimiento) de Jesús. En cualquier caso, convendrá no olvidar nunca la importante lección que, a mi modo de ver, brota en este punto de los dos siglos de investigación crítico-histórica: la verdad va abriéndose camino a pasitos muy modestos, poco perceptibles, y gracias precisamente a los errores de muchos investigadores anteriores. Grandes vidas y estudios completos sobre Jesús siguen siendo imposibles de escribir, científicamente hablando. Pero son posibles pequeñas semblanzas: un marco mínimo, unos gestos y unos episodios pequeños pero significativos y suficientes. No es posible escribir una vida de Jesús, pero un cierto perfil de Jesús sí que podemos trazarlo hoy. Y así es como deberíamos intentar andar por el nuevo milenio. 1.4. Un par de ejemplos Aunque tengo la conciencia de no conocer ya suficientemente el momento actual, me atrevería a comentar dos rasgos que creo que pueden caracterizarlo. La existencia de algo así como consensos mínimos, que parecen científicamente innegables, y la aparición del tema de Dios en los estudios sobre Jesús. Una palabra sobre cada uno. a) Consensos mínimos Hay algunos hechos y algunos rasgos (o estilos de vida) que hoy podemos considerar como históricamente adquiridos, por cuanto reina sobre ellos un consenso casi total en la investigación histórica. Ejemplos de los segundos (rasgos que parecen indudables): que Jesús parábolas; que recorría predicando los pueblos de Galilea, evitando las grandes que creyó deber limitar su actividad a las ovejas perdidas de la casa de marginalidad de Jesús, o el hecho de que compartía la mesa con los religiosamente excluidos... Entre otros.

habló en ciudades; Israel; la social y

Ejemplos de los primeros (hechos concretos): que Jesús fue bautizado por el Bautista; que llamó discípulos y tuvo en su entorno un grupo de «Doce»; que Jesús «curó» (o realizó acciones sobre enfermos que fueron tenidas como curaciones milagrosas); que, pese a ser piadoso y observante de la Ley, desató una polémica en torno al Templo de Jerusalén y a la Ley judía y fue acusado de enemigo de ambos; que fue entregado a las autoridades judías por Judas Iscariote, «uno de los doce»; que fue crucificado en las afueras de Jerusalén por las autoridades romanas, tras haberles sido 23

entregado por las judías; que, tras su muerte, sus discípulos continuaron en un movimiento identificable, el cual no pretendía romper con el judaísmo y fue perseguido también por los jefes judíos; que Jesús derivaba su actividad de una particular experiencia de Dios como «Gratuidad que llama» (expresada por él con la palabra aramea «Abbá»), la cual implicaba una situación humana absolutamente nueva y revolucionaria (expresada por Jesús con la expresión «reinado de Dios» 11)... Parece imposible dudar de todo eso en el estado actual de la investigación histórica. Pero no es este balance el que nos interesa ahora, sino algunas consecuencias que, por modesto que sea el balance, también parecen brotar con seguridad de él y empalman con el segundo de los ejemplos citados y con todo el tema de este capítulo. b) El tema de Dios Hacia el final del siglo XX se puede notar, como coincidencia quizá significativa, la presencia de la palabra «Dios» en varias cristologías o libros sobre Jesús: «El hombre que venía de Dios»; «Jesús, el hombre que evangelizó a Dios»; «Jesús, parábola de Dios», «Jesús el evangelio de Dios», «Jesús el Profeta de Dios» (profeta del Padre, dice en este caso el original)... En alguno de esos títulos, la alusión a Dios va junto con la palabra «hombre». Es posible que estemos ante un auténtico signo de nuestra hora histórica. La investigación nos acercaría así a algo de lo más característico entre lo que tiene que ver con el hombre Jesús: las gentes que convivieron con Él creyeron, antes que nada, que allí se había producido una particular manifestación de la identidad de Dios. Lo que anunciaron es que «ha aparecido la humanidad y la benignidad de Dios» (Tito 2,11), que «La Vida se ha manifestado... y hemos palpado la palabra de la Vida» (1 Jn 1.2). Como escribe J. L. Segundo: «la manera que tiene Jesús de vivir su vida humana es lo que debemos poner como contenido de la naturaleza divina» 12. Por tanto, si la Iglesia primitiva confesó la divinidad de Jesús, no fue por la sensación de haberse encontrado con una especie de «hombre-divino» o de dios griego (esa imagen la combaten claramente algunos evangelistas, como Marcos), sino por la sensación de haber conocido verdaderamente a Dios y desde el presupuesto de que a Dios solo puede revelarlo el mismo Dios. Como escribe nítidamente R. Brown: «solo si Jesús es verdadero Dios, entonces sabemos cómo es Dios». Eso presupone también que solo si Jesús era hombre como nosotros, podremos nosotros entender ese ser de Dios que Él nos revela13. Incluso el cuarto evangelio, que es el que afirma de manera más unilateral la divinidad de Jesús, lo hace porque «quien niega al Hijo no conoce al Padre» (1 Jn 2,23). El título joánico de «Palabra de Dios», como luego diremos, no significa una palabra que nos dice un Dios ya conocido y que transmite contenidos distintos de Él, sino la palabra 24

en la que Dios se dice y se entrega. Pues Jesús no revela a Dios hablando sobre Él o dando clases de teología, sino viviendo y «practicando» a Dios. Como he escrito otras veces, la identidad cristiana no se juega solo en confesar o no a Jesús como Hijo de Dios, sino en la pregunta: ¿de qué Dios era Hijo Jesús? Hoy debemos lamentar que la inculturación griega del cristianismo perdiera ese matiz decisivo y presentara muchas veces a Jesús como una encarnación del dios de Aristóteles, que, más que a revelar a Dios, viene a otra cosa (a pagar por nuestros pecados, o lo que sea). Quizás ahora la investigación sobre la vida de Jesús podría ayudarnos a recuperar este rasgo, casi el más decisivo de todo lo que significa Jesús. Y con esto estamos en condiciones para abordar lo central de este capítulo.

2. Jesús y Dios 2.1. El Dios de Jesús En efecto: la particular experiencia de Dios como «Abbá» parece implicar en Jesús: a) Que los pobres son evangelizados, y de ellos es el Proyecto de Dios14. Aunque los altares de la Iglesia no sean casi nunca para los pobres, sino para los ricos. b) Que Dios hizo lo sagrado para el hombre, y no el hombre para lo sagrado15 . Aunque los eclesiásticos acusemos tantas veces al mundo increyente de que «ha perdido el sentido de lo sagrado». c) Que cuando ven los ciegos o andan los cojos o se curan los enfermos, «está llegando a vosotros el Reino de Dios»16. Aunque nosotros prefiramos hacer de los milagros (reales o supuestos) un argumento a favor de nosotros mismos y de la razón que tenemos, en lugar de un signo de la fuerza del Reino. d) Que «Dios quiere misericordia y no culto», y que los templos no son moradas de Dios, sino «obra de manos humanas» (pues Dios mora en la comunidad de hermanos)17 . e) Que es posible desoír la voluntad de Dios ateniéndose a las tradiciones religiosas de los mayores18. Y esto tanto en el judaísmo de ayer como en el cristianismo y las religiones de hoy. f) Que no se puede servir a Dios y al Dinero19. Aunque nosotros hayamos encontrado mil distinciones sutiles para tratar de servir a los dos.

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g) Que nosotros podemos llamar a Dios con el mismo apelativo cariñoso con que le llamaba Jesús: «Abbá», Padre20. h) Lo anterior no nos autoriza a olvidar que en Dios hay más alegría por un excluido recuperado que por 99 «oficialmente buenos» que parecen no necesitar conversión21. Aunque los hombres «religiosos» sigan creyendo que solo ellos alegran a Dios. Ni nos autoriza a olvidar que fuera del pueblo elegido hay fe mucho mayor que dentro de él. Y que, por eso, «vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob»... i) Que los hombres deben amarse y perdonarse unos a otros (incluso a los enemigos), para así «ser hijos del Padre que está en los cielos»22. Y que no se puede apelar a Dios para establecer que «nosotros» somos el bien absoluto al que todo le está permitido, y nuestros enemigos son el mal absoluto contra el que todo es lícito. j) Que el juicio de Dios sobre los hombres no pasa por lo que se le haya hecho inmediatamente a Él, sino por lo que se ha hecho al oprimido, al marginado o al excluido: al que tiene hambre, al que está enfermo o en la cárcel23. k) No hagas ostentación de tu relación con Dios, y Dios te lo premiará24. l) Y, por último, que el mismo Enviado de Dios puede clamar en algún momento de su vida: «pase de mí este cáliz» o «¿por qué me has abandonado?»25 . Pues Dios, aun en Su entrega y Su revelación, sigue siendo Misterio absoluto. Y Misterio que no es solo acogedor, sino sobrecogedor. A esos rasgos puede añadirse también, como cada vez más garantizado históricamente, el papel central que Jesús cree tener en esa visión de la realidad26. Y aunque no sea un rasgo del Nazareno, debe añadirse el balance que la comunidad creyente acabará haciendo de la vida de Jesús: que en él «Dios ha vivido nuestra misma vida». Este será un segundo rasgo hermenéutico de lo que es la divinidad de Jesús, que completa el que propusimos en el apartado 4.2: la manifestación de Dios se ha dado en su identificación solidaria con nosotros. Personalmente, me parece difícil que pueda dudarse de la historicidad de esos rasgos, incluso más allá de la autenticidad de las palabras con que los transmiten los evangelios. Y una confirmación podemos encontrarla en la plegaria que Jesús enseña: el «Padrenuestro», cuyas tres primeras peticiones (sea en la forma de que Dios glorifique Su Nombre, de que venga Su Reino o de que se cumpla Su Voluntad en esta tierra) son una petición por la realización entre nosotros de esa verdad de Dios que acabamos de describir27 . 26

Se podrá, pues, discutir una pincelada u otra, una u otra formulación; pero esa imagen de Dios que deriva de lo que hoy conocemos con suficiente seguridad de Jesús me parece garantizada. De todos modos, mi tarea no es pronunciar veredictos de historicidad, sino pasar este balance a los exegetas, para que ellos tomen postura ante él. Luego, estos contenidos materiales podrán integrarse en diversos esquemas formales que vean a Jesús como un Profeta, un Carismático ambulante, un Maestro, un «Cínico», un pretendiente mesiánico o un apocalíptico... Estas descripciones varían según los investigadores, pero eso no parece afectar a nuestro tema. La investigación histórica parece garantizar también cierta conciencia de la intolerable novedad de ese anuncio («vino nuevo en odres viejos», etc.), lo cual quizá tiene que ver con el otro dato históricamente innegable de la llamada de Jesús a algunos para un seguimiento más total y más radical28. Una llamada para «pescar hombres», en el sentido de hacerlos según el corazón de Dios. Pero de esto podemos prescindir ahora. También podrá discutirse si el conflicto que esos contenidos desataron fue con los fariseos o, más bien, con la casta sacerdotal y los saduceos29... o con ambos. Lo que sí me parece innegable es que el conflicto de Jesús fue más con el judaísmo que con los romanos; pero no porque los romanos fueran mejores, sino porque los judíos eran hombres religiosos que apelaban a Dios30. Lo que, en cualquier caso, resulta comprensible es la conflictividad que suscita una imagen de Dios como la de Jesús en un mundo como este. El «deicidio» que pesa sobre toda la humanidad no es la muerte de Jesús, sino el deseo de acabar con esa imagen de Dios. Quizá porque, como escribe Crossan, el cristianismo solo puede ser «una traición inevitable y absolutamente necesaria de la figura de Jesús, pues, de no ser así, quizá todos sus seguidores hubieran muerto en las colinas de la baja Galilea» 31. El pecado antisemita de la Iglesia se explicará entonces desde una pérdida de esa imagen jesuánica de Dios y su sustitución por el Dios de una religiosidad general, desconociendo así que Jesús no entró en conflicto simplemente «con el judaísmo», sino con la religiosidad humana. A su vez, la experiencia de «ver al Resucitado» implicaba, para los sujetos de esa experiencia, la confirmación definitiva de esa imagen divina y, por ello, la revelación de Dios. De ahí la infinidad de expresiones neotestamentarias ya aludidas, que testifican sencillamente: «hemos visto al Señor»; «han aparecido la humanidad y la Bondad de Dios»; «hemos tocado la Palabra de Vida, porque la Vida se nos ha manifestado. Y de esto damos testimonio»... 2.2. De Jesús a Dios 27

Si las cosas son como hemos intentado exponer, se sigue una consecuencia muy importante: la fe en la divinidad de Jesús no puede buscar su camino limitándose solo a escarbar en los textos para ver si encuentra declaraciones de Jesús sobre su unidad con el Padre. Sin excluir este trabajo, a la fe en la divinidad de Jesús solo se podrá llegar aceptando como divina esa praxis desconcertante. Si el Predicador se convierte en el Predicado (cuestión que tantas veces obsesionó a la investigación crítica), ello es debido a que una forma frecuente de su predicar era su mismo modo de ser. No hay, pues, una noción previa de Dios con la que Jesús declare identificarse. Hay, más bien, una cierta ruptura de nuestra idea de Dios; pero una ruptura que acabamos reconociendo como verdadera manifestación divina. Aun luego de confesada la divinidad de Jesús, sigue vigente el precepto del decálogo de que no nos hagamos nosotros imágenes de Dios: solo queda limitarse a aceptar una imagen recibida. O, usando una expresión clásica de Bultmann, la reflexión teológica podrá explicitar «una cristología implícita», pero no puede buscar una cristología ya previamente conocida. Puede que sea esta la razón por la que el Nuevo Testamento no enseña la divinidad de Jesús, sino que la confiesa. Y la confiesa en forma de títulos diversos, ninguno de los cuales agota lo confesado. Ahora mismo expondremos alguno de esos títulos. Antes debemos insinuar cuál parece haber sido el proceso hacia ellos. a) De la Pascua a Dios En ese proceso, por supuesto, el factor desencadenante es la experiencia de la Pascua. Se considera anterior a Pablo (y, por tanto, muy antiguo y cercano a las experiencias pascuales) el texto de Rom 1,4: Jesucristo, «por su Resurrección, fue constituido Hijo de Dios con un poder conforme al Espíritu de Santidad». Pero aquí voy a prescindir del tema de la Resurrección, que ya he tratado en otras partes. Podemos afirmar que el proceso que desata la Pascua, tal como se refleja en los textos considerados más antiguos del Nuevo Testamento32, es el siguiente: a la experiencia de que «resucitó y está a la derecha del Padre» sigue la confesión de que «vendrá desde Dios» 33. A esa esperanza de que vendrá se añade enseguida la comprensión de que volverá porque «ya vino desde Dios», aunque renunciando de algún modo a su condición divina (Flp 2). Y porque «había venido de Dios» es por lo que «era imposible que quedase bajo el dominio de la muerte» (Hch 2,24) o que «su carne viera la corrupción» (como le había ocurrido nada menos que a David: Hch 2,31). Al expresar este proceso, la iglesia primitiva lo va concretando en títulos como «Señor y Mesías» (Hch 2,36), Salvador (Hch 5,31) e Hijo (Hch 13,33; Rom 1,4). Esta fe de expresión balbuciente encontró una espléndida expresión y confirmación en una lectura cristológica del salmo 109 (tan presente en el N.T. y tan poco útil para nosotros). En él, los primeros creyentes en Jesús hallaron expresiones que ellos podían 28

releer ahora desde su fe en Jesús, como las de «mi Señor», «sentado a la derecha de Dios», «engendrado por Dios», «sacerdote de otro orden», y vencedor de los enemigos (que tiene claros tintes mesiánicos), todas ellas presentes en ese salmo. b) Circunloquios En esas expresiones del salmo 109 están ya en germen los títulos cristológicos posteriores, que vamos a examinar ahora rápidamente: 1. Se llama a Jesús Señor a lo largo de todo el NT. Se trata de una denominación ambigua (puede tener un sentido de apelación educada). Pero es un título que ya en el Antiguo Testamento se había aplicado a Yahvé. Y el Nuevo Testamento dice ahora de Jesús frases que el Antiguo decía de Dios. Pero este no es un título nocional: «Señor» implica una forma de vinculación total y absoluta, como solo puede tenerse con el Absoluto mismo. Aquel cuyo Señor sea Jesús y el Dios de Jesús no podrá tener una vinculación incondicional con ninguna otra realidad, ni religiosa ni laica. 2. Se llama a Jesús Mesías. Históricamente, es imposible determinar con certeza cuál fue la conciencia de Jesús sobre este título. Lo que parece innegable es que Jesús se vio confrontado con él, sea por esperanzas ambientales, por preguntas de los sacerdotes y dirigentes, por confesiones de fe de los suyos... En los evangelios hay demasiados indicios de esa presión ambiental como para que no provengan de un rasgo histórico. Pero cuando se le da este título a Jesús, no se le hace encarnar un concepto previamente conocido, pues el título aparece vinculado al sufrimiento y tácitamente emparentado con el de «Siervo de Yahvé» («el Mesías tenía que padecer»). Como efecto de la experiencia pascual, aparece además vinculado al de «Hijo de Dios vivo», por ejemplo en la confesión de Pedro en Mt 1634. Y, finalmente, aparece vinculado al de «Hijo del Hombre» (es decir, a la apocalíptica: a los sufrimientos de la historia y al juicio de Dios sobre ellos, más que a la sola liberación de Israel): cuando en el juicio se pregunta a Jesús si es el Mesías, responde hablando del «Hijo del Hombre». Muchos críticos consideran que esta última vinculación proviene del Jesús histórico, aunque haya gran oscuridad sobre la historicidad del juicio ante Caifás. 3. Se llama a Jesús Hijo de Dios. Digamos antes que la Biblia conoce dos usos diversos de las expresiones «Hijo del Hombre» (exclusiva del mundo hebreo) e «Hijo de Dios» (mucho más extendida). De ambas hay, en primer lugar, un uso general (diríamos que como nombre común), en el que la primera significa «ser humano», y la otra «elegido de Dios». 29

Hay, además, otro uso titular, casi como de nombre propio: el Hijo del Hombre (frente a un hijo de hombre o el vocativo de Ezequiel: «hijo de hombre...»); y, para el otro caso, el Hijo de Dios o, simplemente, El Hijo. Es además sorprendente que Pablo llame una vez a Jesús «el Hijo» y en un contexto referido al fin de la historia, donde, por tanto, ese título ya no se refiere al significado de Jesús para nosotros, sino a su relación con el Padre (1 Cor 15,28). Pues bien: este uso titular parece indicar unicidad tanto en la humanidad como en la filiación. Hijo único de Dios es, además, un término ideal para marcar, no ya generación ni semejanza, sino igualdad y subordinación a la vez (las metáforas hay que tomarlas por donde comparan). Es lo que luego formulará Juan con esas dos frases que parecen contradictorias: «el Padre y yo somos uno» y «el Padre es mayor que yo». «Hijo del Hombre», en cambio, no parece un título dado a Jesús por el cristianismo primero, sino una denominación ambigua con la que Jesús se designó a sí mismo, pues está prácticamente ausente del Nuevo Testamento, para reaparecer solo en los evangelios, y siempre en labios de Jesús. Y digo que se trata de una denominación ambigua porque este uso titular de la expresión «Hijo del Hombre» combina su significado elemental (en hebreo la expresión significa «ser humano») con un carácter especial, único, de la expresión, que tiene que ver con el juicio de Dios sobre (la humanidad de) la historia. 4. Juan llama a Jesús Palabra, y este uso es ahora distinto del que habían hecho los profetas de Israel: no se trata de una palabra que transmite informaciones, sino de una palabra en la que se entrega el sujeto que la pronuncia. Por eso Juan no puede menos de escribir: «la Palabra era Dios». Frase que quizá reproduce mejor que ninguna otra el proceso para la confesión de la divinidad de Jesús: si Dios se nos ha dicho, ha de ser lo más Suyo («su Unigénito») quien nos lo ha contado (Jn 1,18). 5. Se llama a Jesús «único mediador» (o, en el lenguaje de Hebreos, «único sacerdote»), donde la unicidad alude expresamente a la destrucción de todos los demás mediadores, pontífices y sacerdotes. Y esta unicidad se funda en que es a la vez hombre y Cristo35 . O «igual en todo a nosotros» y «sentado a la derecha de Dios»... como repite constantemente la carta a los Hebreos. 6. Finalmente, de manera menos titular, se aplica a Jesús la palabra «Plenitud» (plērōma), tan típica de Dios para el Nuevo Testamento. Y se nos dirá que «en él habita toda la plenitud» de la divinidad (Col 1,19). c) Balance En todos estos y otros casos, el Nuevo Testamento confiesa la divinidad de Jesús, pero se abstiene de explicarla. A lo más, señalará algunos significados práxicos que tiene esa 30

confesión. El NT pretende más afirmar el hecho que explicar el cómo. Si algo se adentró el NT en esa explicación del «cómo», fue para decirnos que la divinidad estaba en Jesús como negada a sí misma, anonadada: revestida de la imagen de siervo (Flp 2) y teniendo que aprender la aceptación (que es un rasgo constitutivo del destino humano), por más que fuera el Hijo (Heb 5,7ss). Dos textos que son quizá los principales de toda la cristología neotestamentaria. En este modo de proceder del Nuevo Testamento hay un contraste innegable con la fórmula dogmática del concilio de Calcedonia (una subsistencia y dos naturalezas). Y por eso hay que decir que la fórmula del concilio de Calcedonia vale solo en la medida en que ayuda al N.T. No en la medida en que le obstaculiza. En su época le ayudó: el concilio «quebró» también las mismas categorías que utilizaba al aplicarlas a Jesús, evitando nuestras tentaciones de afirmar un Dios a costa del hombre y un hombre al margen de Dios o a costa de Dios; y enseñándonos que en el seno de la máxima unión (que es lo que significa la unidad de hipóstasis) se da la máxima salvaguarda de la identidad y la autonomía de los participantes (eso significa la dualidad de naturalezas). Pero esas categorías ya no tienen vigencia en la filosofía actual, y hoy la fórmula del Calcedonense, más que sustentar la fe del Nuevo Testamento, la obstaculiza, pues hace de Jesús simplemente una curiosidad metafísica sin significado. Por eso hoy, ante la fórmula dogmática, debería explicar la Iglesia: no todo el que dice «una subsistencia y dos naturalezas» entrará en el Reino de Dios, sino el que cumple el significado de la divinidad de Jesús: la servicialidad y la entrega confiada; o que el Dios «hecho carne» es el fundamento absoluto de toda la solidaridad humana con lo débil. Y que el «Dios hecho carne» expresa la absoluta libertad de la que debe nacer esa solidaridad. Pero en lo que llevamos dicho hay además otro contraste innegable. Ahora no con la fórmula de Calcedonia, sino con concepciones como la de un Renan, de la que ahora mismo hablaremos, que tanto sedujo a infinitas gentes de los siglos XIX y XX y que me parece hoy una cierta parábola de nuestra Modernidad. En su Vida de Jesús, Renan presenta un Jesús humanamente tan bello que no necesita ya ser Dios. Pero ese Jesús tan bello humanamente es una ilusión inexistente. El Jesús real, el «Hijo de Dios», aun con toda su grandeza, era bastante más vulgar que el de Renan. Y el creyente piensa que también en eso se ha revelado Dios... 2.3. Dios en lo humano de Jesús Cerremos ahora el círculo entre Jesús y Dios. En los últimos tiempos hemos oído hablar de algún teólogo al que se le acusaba de negar la divinidad de Jesús. Por supuesto, negar la divinidad de Jesús queda fuera de la identidad cristiana. Pero hay otra manera de afirmar la divinidad de Jesús que queda también fuera de la identidad cristiana, y es 31

aquella que no toma en serio la kénosis (o anonadamiento) de Dios en Jesús; aquella que cree que se presentó en la tierra sin «vaciarse de su condición divina» y que, como era el Hijo, no tuvo que aprender en su sufrimiento lo que es la condición humana. Como acabamos de mostrar, el Nuevo Testamento enseña expresamente lo contrario: que Jesús se vació de su condición divina y que, aunque era el Hijo, aprendió la condición obediente del hombre en sus propios sufrimientos (cf. Flp 2,7 y Heb 5,8). Negar esto sería algo igualmente contrario a la identidad cristiana, porque sería negar la divinidad de Dios. Y esto no es un bonito juego de palabras: Jesús no es confesado solo Hijo (o Revelación plena, o Impronta, o Huella) de Dios, sino Hijo «del Dios verdadero». El mismo credo de Nicea (ya tan helenizado) hablará de «Dios verdadero de Dios verdadero». Y toda la trayectoria del Primer Testamento judío se puede unificar como una lucha por la identidad de Dios, por la verdad de Dios frente a los ídolos. Ahora bien: según todo el Nuevo Testamento los rasgos reveladores de esa identidad de Dios se manifiestan no al margen o por encima de, sino en, la humanidad de Jesús: lo que tiene aquel ser humano concreto de libertad, de misericordia, de pasión por la justicia y la igualdad entre los hombres, junto con el trágico destino de aquella vida y aquella persona concreta (y que ahora ampliaré), eso es la revelación de Dios. Con su innegable profundidad teológica, el cuarto evangelio formulará esto mismo diciendo que Jesús hace «las obras del Padre» y las que ha visto hacer al Padre; que son sus obras las que dan testimonio de Él. Y nosotros, cristianos, no podemos ser honestos sin reconocer que la institución eclesiástica muchas veces solo le ha reconocido a Jesús una humanidad «abstracta», carente de esos rasgos concretos y de aquellas «obras del Padre» que revelaban la identidad de Dios. Pero, además, los rasgos divinos se manifestaron en esa humanidad condenada como blasfema en nombre de Dios y que gritaba: «¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Esto quiere decir que hay una estructura «kenótica» en la manifestación y la entrega de Dios a los hombres. Una estructura que atraviesa toda la revelación de Dios. En sí mismo, Dios es donación y comunicación, lo cual, en la plenitud del amor, acontece sin negatividad y sin kénosis alguna36. Para crear, para que algún don de Dios no sea totalmente divino, Dios tiene que «retirarse» o «contraerse» para que pueda parecer un «afuera de Dios» y una espacialidad y temporalidad (¡que siguen estando en Dios!). Simone Weil lo formuló diciendo que Dios crea como el mar hace aparecer la tierra: retirándose. Esta es una forma de kénosis en sentido lato que se repite cuando, al encarnarse Dios en Jesús, no lo hace en una humanidad plena y consumada, sino en una humanidad histórica. Y aquel anonadamiento en sentido lato es la condición de posibilidad del anonadamiento estricto de Dios en Jesús, donde no se identifica solo con una imagen de hombre «normal», ni con la servidumbre creatural del hombre, sino con la imagen de un siervo muy concreto: el maltratado, el humillado, el ignorado y el que 32

paga los pecados de todos. Esta es la verdadera kénosis de Dios en Jesús. Y afirmar esto no es ser arriano ni negar la divinidad de Jesús37 . Quisiera mostrar todavía algunas aplicaciones de lo que acabo de decir: a lo largo del siglo XIX, en parte como consecuencia de la polémica sobre Jesús evocada al principio de este escrito, hubo una serie de hombres seducidos por esa humanidad concreta de Jesús. Desde Eça de Queiroz (en su novela La reliquia) hasta Renan (en su Vida de Jesús) proclamaron una seducción por esa humanidad de Jesús que encontraban en los evangelios. No digo que acertaran siempre: en definitiva, hicieron su camino solos y por su cuenta, en lucha contra un cristianismo oficial que parecía desconocer esos rasgos tan patentes en los evangelios. Solo afirmo, pues, que esos hombres, seducidos por lo humano de Jesús, tuvieron que afirmarlo contra un cristianismo que, en nombre de Dios, negaba esos rasgos concretos del hombre Jesús: negaba la libertad y la misericordia propia de los hijos del Padre; y negaba también la igualdad y la justicia propia de los hermanos de un mismo Padre. La conclusión que ellos sacaron es que había que negar la divinidad de Jesús para poder salvar su humanidad. Fijémonos en que esa conclusión que acabo de subrayar es la reformulación histórica de un argumento que, en los comienzos del cristianismo, se había dado varias veces a nivel metafísico y contra el cual los primeros concilios supieron abrir un camino nuevo. En el siglo XIX nos encontramos con la siguiente paradoja: un cristianismo que muchas veces (y en voces oficiales), en nombre de la divinidad, negaba la verdadera humanidad de Jesús. Y unos increyentes que afirmaban la verdadera humanidad de Jesús (¡que era precisamente el rostro de su divinidad!) negando esta divinidad. Tal paradoja solo es comprensible desde la situación histórica descrita. Pero no deja de plantearnos a nosotros, todavía hoy, la pregunta: ¿quién negaba más la divinidad de Jesús? Subrayaré primero que es la situación histórica descrita la que hace comprensible esa paradoja: esa admiración por la humanidad de Jesús en increyentes es fenómeno muy típico del siglo XIX más que del XX. Por poner un ejemplo concreto: el Jesús de Eça de Queiroz no es el mismo de Saramago: en este último, el resentimiento ha sustituido a la seducción de su compatriota y tan gran escritor como él. Se le podrá objetar (por ejemplo a Eça) que la admirable pureza que espera del cristianismo y que le lleva a negar todo valor a la Iglesia no la mantiene después en lo que constituyó el absoluto de su vida: el imperio portugués de «los últimos lusíadas», para cuyas «debilidades» tiene mucha más comprensión que para los aspectos demasiado humanos de la Iglesia. Pero esto no debe importarnos a nosotros38. Lo que sí nos importa a nosotros es que, cuando se trata de Dios, no cabe transigencia con todo aquello que, por inhumano o menos humano, lo falsifica; pero tampoco cabe en aquello que, por ser «sobrehumano», falsifica también a Jesús al negar su plena identificación con nosotros. Esto es lo que intenta enseñar el evangelio de Marcos al presentar aquella humanidad tan seductora como fracasada. Y este es el sentido del mandato de Jesús de ser «perfectos como el Padre Celestial». 33

Una vez subrayado esto, pondré un último ejemplo de lo que he querido decir en este apartado. Los que condenaron a Jesús no solo se profesaban creyentes en Dios, sino que, como ya dijimos, lo condenaron en nombre de Dios y por pecar contra Dios (por blasfemo). Para aquellos hombres, su fe en Dios no interfería para nada con el hecho de que amañasen testimonios falsos contra Jesús, corrompiesen al gobernador para obtener una condena y buscasen la condena más cruel y más injusta; en definitiva, «para no morir ellos» (como dirá irónicamente san Juan en su cap. 11). Ellos creían poder hacer todo eso creyendo en Dios y en nombre de Dios. En cambio, su fe en Dios les impedía totalmente consentir que el cuerpo de Jesús muerto quedase sin enterrar en un sábado que, además, coincidía con la pascua. De ahí la necesidad de que muriera cuanto antes para poder enterrarlo. En esta conducta se está dando una negación práctica de la divinidad de Dios que no ha sido exclusiva de las autoridades religiosas del judaísmo, sino que se ha dado igualmente en el cristianismo. De ahí que la acusación de negar la divinidad de Jesús no sea decisiva, porque puede ser que el acusado esté negando una falsa divinidad de Jesús. Y que la apelación al nombre de Dios tampoco sea decisiva, porque la identidad cristiana no se juega solo en la profesión de que Jesús era Hijo de Dios, sino en la pregunta ¿de qué Dios era Hijo Jesús? Y lo que decide esa identidad de Dios son los rasgos antes citados de lo humano concreto de Jesús: la libertad de Hijo, la Misericordia como la del Padre, la justicia entre hermanos y la igualdad de los «hijos de un mismo Padre». Debemos reconocer que esto es algo que les cuesta mucho comprender a algunas jerarquías eclesiásticas. Y esta seducción por lo humano de Jesús nos vuelve otra vez a Dios con solo recordar que aquí no hemos hablado únicamente de su vida y su figura humana, sino también de su destino histórico. Así concluiremos.

3. El rechazo del Hijo y el Dios que nos hace hijos 3.1. ¿El Idiota o Emmanuel (Dios-con-nosotros)? Predicador, sanador, revolucionario, sabio, profeta... Jesús fue, sobre todo, anunciador y mensajero de un cambio definitivo para la historia. Desde esta caracterización es posible recuperar todas las demás. Sin ella, las otras pierden contexto. Pero, como mensajero de un cambio definitivo, Jesús dejó a la historia la pregunta de si fue un simpático equivocado o si ese cambio se produjo de algún modo con Él, aunque quizá no de la manera imaginada por Él39. Ahora se comprenderá por qué en la primera página de este escrito cité una frase de A. Schweitzer en la que calificaba a Jesús de «fanático» (o iluminado). No deberíamos 34

pasar demasiado rápido por ese adjetivo, pensando que es intrascendente o exagerado. De hecho, y para poner de relieve lo que estoy diciendo, costaría poco hacer una lista de frases atribuidas a Jesús, apostillándolas con los comentarios habituales de los «bienpensantes», sociales o religiosos, de todos los tiempos. Por ejemplo: * «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas...», que provocaría enseguida el comentario de rigor: –Con esa radicalidad no hace más que daño, tanto a sí mismo como a la causa que dice defender... * «Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que sois como sepulcros blanqueados, que devoráis la hacienda de las viudas so capa de rezos...». Y el comentario de rigor: –Criticar públicamente a la autoridad con esa dureza solo puede provenir de un afán inmaduro de protagonismo. * «Ay de vosotros, que pagáis el diezmo de la menta y del comino y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia y la misericordia». Y el comentario de rigor: –No, si lo que dice no está mal; pero esas cosas han de hacerse poco a poco y sin impaciencias... * «Vosotros quebrantáis la voluntad de Dios amparándoos en vuestras tradiciones». Y el comentario de rigor: –¿Quién se cree que es para hablar así de Dios, cuando no tiene ninguna carrera de teología ni doctorado alguno en ninguna universidad romana o alemana? * «Los publicanos y las prostitutas irán delante de vosotros al Reino de los cielos». Y el comentario de rigor: –Este hombre es un blasfemo... y la policía haría bien en investigar sus conexiones con el terrorismo internacional... etc. Más allá de la historicidad literal de esas frases de Jesús, varias de las cuales responden a los criterios habituales de historicidad, y más allá de la verosimilitud de las respuestas de los bienpensantes, el residuo claramente histórico es que «esas cosas» molestaron entonces como molestan hoy. Y al que nos molesta en este sentido solemos considerarlo como un iluminado, un fanático, un loco o un «idiota». Albert Schweitzer tenía, pues, bastante razón en su adjetivo. En este contexto del rechazo, es de conocimiento común que la figura de Jesús ha sido comparada a veces con personajes de la literatura como El idiota de Dostoievski o el Nazarín de Galdós. En el caso de Dostoievski parece más injustificada esa comparación, puesto que se conservan unos apuntes del novelista ruso previos a la redacción de El idiota, y en ellos nunca dice que intentará describir una figura como la de Jesús. Afirma querer describir un hombre absolutamente bueno y ver los efectos que produce en nuestro mundo: «representar un hombre verdaderamente perfecto y bello» 40.

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Pero es precisamente esa idea de la bondad plena la que puede sugerir la comparación con Jesús. El ser «buenos del todo como el Padre Celestial» (Mt 5,48) no parece un programa para esta vida: la bondad plena acabará llevando al patíbulo o a un psiquiátrico. Aquí surgirían las posibilidades de acercamiento entre El idiota y Jesús de Nazaret, que dejan en el aire la pregunta acerca de quién puede ser un personaje así. Pues la bondad del personaje de Dostoievski, por un lado, seduce e inspira confianza y da paz a muchos; pero, por otro, inspira la tentación de aprovecharse de ella o inspira desconfianza porque no se la cree posible, y es más razonable pensar que oculta alguna intención secreta. Vistas así las cosas, sí que cabría al menos una evocación de El idiota al hablar de Jesús de Nazaret: ambos nos remiten al doble dato de que, en este mundo, la bondad plena no cabe. Y, sin embargo, es esa bondad la única que puede salvar al mundo. La bondad siempre vencida y siempre invencible, porque renace de sus muertes como la mínima semilla del grano de mostaza. Esa extraña bipolaridad de la bondad es el gran callejón sin salida de nuestra historia humana. Si ahora pasamos de Dostoievski a los evangelios, veremos que el evangelio de Marcos es el que más se aproxima a esta descripción de «El Idiota»: nadie conoce la filiación de aquel hombre que acaba tan humillado a pesar de su carácter atractivo y libre41. Ni siquiera la conocen los discípulos: la reacción de Pedro en Mc 8 ante el anuncio del fracaso de Jesús es como llamar a Jesús «idiota», y por eso provoca la respuesta tajante de Jesús, que llama «Satanás» a Pedro. De ahí la importancia que tienen en este evangelio los verbos «conocer», «ver», etc., como suelen señalar los comentaristas. Los otros evangelios van suavizando esta «idiotez»: Mateo rompe la oscuridad de vez en cuando con declaraciones como «tú eres el hijo del Dios vivo»; o haciendo que Jesús hable de «mi Padre» donde los otros sinópticos tienen una fórmula más genérica; o dándonos al comienzo el nombre de «Emmanuel». Lucas desconoce la incomprensión de los discípulos... hasta llegar a Juan, que convierte esa «idiotez» en Presencia Divina, en Palabra..., pero sin dejar de decir que es Palabra «hecha basura», y que ahí está precisamente su Gloria (1,14). Pero esto Juan tan solo lo anuncia al principio y parece olvidarlo después en su forma de narrar, invirtiendo el método marcano, pues Marcos enuncia al principio la filiación de Jesús, para «ignorarla» después, mientras que Juan anuncia al principio el anonadamiento de Dios, para ignorarlo después. Y precisamente Juan coincide con los sinópticos en declarar la acusación de blasfemia como causa de la muerte de Jesús, pero presentando ahora como blasfemias verbales lo que en aquellos eran más bien blasfemias actitudinales o implícitas: al «este hombre blasfema ¿quién puede actuar así, sino solo Dios?», de Marcos (2,7), sigue en Juan (10,33): no te apedreamos por tus obras buenas, sino porque, siendo hombre, te haces Dios. La blasfemia es muchas veces, en el mundo religioso, la traducción de lo que era la idiotez 36

(en el sentido de Dostoievski) en el mundo laico: pero El idiota molesta más, porque obra con mejor conciencia que el blasfemo. Este es, efectivamente, el dilema que parece habernos dejado el Jesús histórico: o Dios con nosotros, o un Idiota. Pero para aceptar lo primero son necesarios demasiados cambios en nuestra forma de ver y de vivir en este mundo. Juan sabe, por estos motivos, que el mundo y los suyos «no le han conocido ni recibido», pero anuncia también que a los que lo reciben y lo reconocen así se les da la posibilidad nueva de ser «hijos de Dios» (1,10-13). 3.2. De la Filiación de Jesús a la filiación del hombre El argumento antes dado de que la fe en la divinidad de Jesús nació de una experiencia de «haber conocido a Dios» era incompleto: hay que añadir que la divinidad de Jesús fue confesada también como fundamento de la filiación divina del hombre. Escribí en La Humanidad Nueva que «Jesús tiene una filiación afiliante». Decir que Jesús es el Hijo de Dios no es solo decir algo sobre Dios, sino también decir algo sobre el hombre: nuestra vocación a la filiación divina, que es un tema recurrente desde los inicios paulinos42 hasta las postrimerías joánicas43 del Nuevo Testamento. Aquí culminará la enseñanza del Jesús histórico de que podemos llamar a Dios «Abbá», como él hacía. Y aquí reaparecerá el tema del Espíritu, en analogía con su aparición en Lucas al hablar del origen divino de Jesús. La fe en la divinidad de Jesús se convierte así en Fundamento de la dignidad absoluta del hombre, de su libertad inviolable y de su responsabilidad ineludible. En este contexto, la aceptación del significado del Dios de Jesús en los doce puntos expuestos en el apartado 5 convertirá al ser humano en «locura o escándalo» (en «idiota» o «Dios con nosotros»), o bien en pura utopía, en un mundo en el que las «shoas», los holocaustos, no son un accidente fortuito, sino un componente de la forma en que el género humano ha estructurado la convivencia. Aquí cobra su pleno sentido la enseñanza del cuarto evangelio: el mundo al que viene no le conoció, y los suyos no le reciben. Pero a los que le reciben se les da la posibilidad de convertirse en «hijos de Dios», de participar en la filiación de Jesús, no por la generación humana, sino por un renacimiento desde Dios. Como ya es sabido, la concepción de la divinización del hombre como componente de la divinidad de Jesús fue el gran mérito de la cristología de los Padres griegos. Pero, prisioneros de una ontología cosista, para la cual el hacer no es más que una consecuencia del ser, acabaron concibiendo esa divinización de manera demasiado mecánica. Una ontología más personalista, para la cual el hacer es también un componente del ser, permite una visión más práxica del tema de la divinización del hombre: se trata de «recibir al que viene». Y se le recibe siguiéndolo, sin hacerse un Dios 37

a la carta o a la propia medida, estructurado según las categorías humanas del poder o del individualismo. Pero precisamente eso es lo que resulta imposible al hombre. Y quizá por eso, como dijera Crossan, el cristianismo solo puede ser una traición inevitable. Porque el vino nuevo de la fraternidad no cabe en los odres viejos, productores de exclusión y de holocaustos. Pero al menos puede quedar como vigente para nosotros el viejo consejo de Jesús al dar respuesta a una pregunta sobre quién era: «Dichoso el que no se escandalice de mí» (Mt 11,6). Quizá sea eso todo lo que podemos hacer.

*** TRA NSICIÓN Porque si todo lo dicho es solo mera locura o pura utopía, ¿por qué, entonces, la utopía no muere nunca y vuelve a renacer cuando menos lo esperábamos? ¿Por qué todo lo que se ha conseguido en la historia ha sido gracias a quienes soñaron alguna utopía, aunque se quedaran a mitad de camino, sin llegar a ella? ¿Por qué, cuando desaparecen las utopías, los hombres se embrutecen, o convierten en utopía lo que no son más que ideales ridículos? (la victoria del equipo de mi tierra, que ni siquiera es de mi tierra y está hecho a golpes de talonario). ¿Por qué eso que parece tan utópico son, por otro lado, situaciones a las que nos parece razonable aspirar?44 Este tipo de preguntas induce la sospecha, o nos hace caer en la cuenta de que, aunque «utopía» significa «sin-lugar», quizá «sin-lugar» no sea lo mismo que «irreal». De aquí nace la otra pregunta que atraviesas muchas veces la historia humana: ¿cuál es la realidad de la utopía? Estas preguntas las retomaremos al final del capítulo siguiente, en el que vamos a intentar desplegar esa locura utópica de Jesús viendo cómo los datos sobre el Jesús histórico obtenidos en este capítulo son filtrados por los diversos evangelistas, de modo que en las invitaciones a la fe en Jesucristo encontramos una variedad de notas muy humanas, diversas pero plenamente convergentes entre sí, en el acorde final de esa locura utópica del «Dios con nosotros» que Jesús llamaba «reinado de Dios».

1. Cf.

Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, München 1966, p. 625. 38

2.

Ibid., p. 525.

3. Por eso resulta difícil comprender que, si los evangelistas escriben sus textos para dar testimonio de su fe en Jesús (y no por mero afán historiográfico), autores que hoy se acercan a los evangelios crean deber concluir de ellos la imposibilidad absoluta de la fe en Jesús. Si no hubiera habido fe en Jesucristo, no se habría emprendido años después la tarea de recuperar a Jesús: sobre todo, porque Jesús no terminó con un triunfo intrahistórico (ni propio ni de los suyos), como fue, por ejemplo, el caso de los Macabeos. Por eso sospecho que solo puede llegarse a esa conclusión citada de apologética increyente desde otra concepción de los contenidos de la fe, o bien desde el presupuesto previo de que los evangelistas mienten o se engañan. Pero ¿cómo llegar científicamente hasta ese punto de partida? 4. Los cuales eran: naturaleza o sobrenaturaleza; y sinópticos o Juan. 5. Albert SCHWEITZER ,

op. cit., 622 y 630. La segunda cita es precisamente la conclusión del libro de AS.

6. Eduard SCHWEIZER (no confundir con AS) cita con afecto las palabras que Bultmann, ya nonagenario, le escribió como postdata en una postal: «Todo es gracia; nada más que gracia». Jesús, parábola de Dios, Salamanca 2001, p. 133. 7. Cf. J. D. CR OSSA N ,

Jesús. Vida de un campesino judío, Barcelona 1994. Ver p. 488.

8. La referencia de J. Meier al judío marginal es hoy cada vez más aceptada. Crossan llega a hablar del Reinado de Dios anunciado por Jesús como «un reino de indeseables». 9. Sanders, de todos modos, no es judío, en cuanto yo sé. 10. Por ejemplo: «No veo que haya contradicción alguna entre el Jesús histórico y su definición como Cristo; es decir, no se traicionó ninguna idea del original al convertir en Cristo al Jesús histórico. Otra cuestión muy distinta es que se traicionara alguna idea cuando se puso a Jesús en manos de Constantino» (op. cit. , p. 485). 11. En arameo, Malkut Yahvé, expresión típicamente judía, pero extraña también dentro del judaísmo. En el Primer Testamento bíblico sólo aparece en Sab 10,10: «la Sabiduría condujo al justo [Abel] y le mostró el Reinado de Dios». 12.

Teología abierta, Madrid 1984, III, p. 311.

13. Con palabras aún más tajantes de Brown: «si el conocimiento de Jesús fue limitado, como indican a primera vista las pruebas bíblicas... entonces se entiende que Dios nos amó hasta el extremo de someterse a nuestras más angustiosas debilidades. Un Jesús que hubiera ido por el mundo con un conocimiento ilimitado, sabiendo exactamente lo que el mañana le iba a deparar, conociendo con certeza que, a los tres días de morir, su Padre lo resucitaría, habría sido un Jesús que podría suscitar nuestra admiración, pero que estaría muy distante de nosotros» (Introducción a la cristología del N. T. , Salamanca 2001, pp. 168 y 169). 14. Cf., v. gr., Mt 11,5; Lc 6,20. 15. Cf. v. gr. Mc 2,27; Mt 12,12; Jn 5,10 y 16-18; Jn 9,16; Lc 13,15. Este es un caso clásico del llamado «pasivo hebreo», que se construye así para evitar pronunciar el nombre de Dios en el sujeto. 16. Lc 11,20; Mt 12,28. 17. Mt 9,13; 12,6-7; Mc 14,58; 1 Cor 3,16-17. 18. Mt 15,3.9.13; Mt 23,8-22; Mc 7,9

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19. Mt 6,24; Lc 16,13. 20. La distinción entre «mi Padre» y «vuestro Padre», en el lenguaje de Jesús, suscita dudas sobre su historicidad. Por eso es mejor acogerse a la manera en que Jesús nos enseña a orar diciendo «Padre», etc. Ver además Lc 15,7. 21. Mt 8,10-12; 15,28. 22. Mt 5,43-48; Mt 18,21-35. 23. Mt 25,31ss. En este caso, el hecho de estar el texto en una sola fuente (que además no es Lucas) puede arrojar dudas sobre su historicidad; pero para mí sería aún más significativo que esto no fuera una palabra directa de Jesús, sino el balance que ha hecho de su enseñanza una comunidad «judía» (de la Ley y el Templo): que el único acceso a Dios (se trata del juicio final) pasa a través de los oprimidos de la tierra. 24. Mt 6 (dicho de la oración, el ayuno y la limosna). Este es, probablemente, uno de los textos más subversivos y menos cumplidos del evangelio, dada la dinámica del hecho religioso. 25. Mc 14,36; 15,34. 26. «Beyond doubt», dice Sanders 27. Personalmente, me parece que en la primera petición hay una alusión al capítulo 36 de Ezequiel, donde Dios, al prometer el cambio del mundo a su pueblo en cautividad, razona: «no lo haré por vosotros; lo haré por mi Nombre, que es profanado» (ver también Is 48,11): profanado por un pueblo que le es infiel y por unos paganos que razonan: «el Señor abandonó a su pueblo»... Esta referencia queda oscurecida por nuestra traducción, «santificado sea Tu Nombre», que parece sugerir que son los hombres quienes han de glorificar ese Nombre. Pero el original es un «pasivo divino» que debería traducirse: Padre, santifica (o, aún mejor, glorifica) Tu Nombre. Para Jesús, este mundo injusto y cruel es un escenario donde el Nombre de Dios queda profanado. 28. Recordemos lo de «el desconocido que dice “sígueme”» con que concluía AS. 29. Personalmente, me resulta más probable esto segundo; y vale la pena notar lo poco que aparecen los fariseos en los relatos de la pasión (primeros textos que se transmiten), pese a su presencia en las páginas de los evangelios (que muchos justifican porque era el único grupo judío que había sobrevivido al año 70). Pero entonces cabe preguntar qué culpa puede tener en esa focalización unilateral sobre los fariseos una institución eclesial tan clericalizada como la nuestra: porque los fariseos ya no existen hoy, y ello facilita el pensar que las críticas de Jesús a ellos ya no nos afectan. Mientras que «sacerdotes» siguen existiendo... 30. Para que se me entienda bien: probablemente, hoy Jesús tendría también más conflictos con la Iglesia que dice seguirle que con el Imperio. Aunque aquella podría entregarle a Bush como «terrorista». 31.

Op. cit., 486.

32. Podemos prescindir aquí de si los discursos de los Hechos de los Apóstoles son históricos (muy improbable) o si responden a la primera predicación de la Iglesia (bastante probable). Lo que todos admiten es que reflejan teologías anteriores a la composición de los Hechos por Lucas. 33. Los evangelios, que son posteriores, expresan esto con la afirmación de que volverá como Hijo del Hombre y, por tanto como Juez de la historia, recogiendo quizás algunas palabras de Jesús. La iglesia primitiva, antes de los evangelios, lo expresa más bien con la plegaria Maranatha: «Ven, Señor». 34. Las diferencias entre Marcos 8 y Mateo 16 en este punto me parecen más bien fruto de un añadido del segundo, que expresa la fe de su comunidad, que de una fusión de dos tradiciones distintas (la marcana y otra), como sugieren algunos.

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35. En el sentido visto al hablar del Mesías: cf. 1 Tim 2,5. 36. Por eso me opuse ya hace tiempo al lenguaje de Urs von Balthasar, que habla de kénosis en la misma Trinidad. Cf. Actualidad Bibliográfica 17 (1972) pp. 148ss: en la vida íntima de Dios, la entrega no es anonadamiento, sino plenificación. 37. Hay que recordar, por otro lado, que el arrianismo, por lo que dice sobre la divinidad, no es una herejía cristológica, sino trinitaria. Sobre los dos sentidos de la palabra kénosis, véase lo que dije hace ya muchos años en La Humanidad Nueva. Ensayo de cristología, pp. 185-214. 38. Como no sea para comprender la advertencia que oímos a veces de que los patriotismos pueden degenerar en idolatría. Y que quizá la misma reacción agresiva contra esas advertencias ya es un indicio de esa idolatría. 39. De ahí la importancia de la Resurrección, en mi modo de concebir la cristología. 40. Ver Obras completas, Madrid 1966, vol III, 1.648-1.649. Pero conviene advertir que el mismo Dostoievski hace en estas páginas una alusión al evangelio de Juan, afirmando que la encarnación es «la aparición de lo bello». La belleza que salvará al mundo (según la conocida frase del protagonista de la novela) es, pues, la belleza del amor y de la bondad. 41. O, mejor, solo la conocen el lector, porque se le ha dicho al comienzo del evangelio, y los demonios. 42. V. gr., en Gal 4: envió Dios a Su Hijo para que nosotros recibiéramos la condición de hijos, y por eso el Espíritu clama en nosotros «Abbá», Padre. 43. Cf. 1 Jn 3,1: «nos llamamos hijos de Dios, y lo somos en efecto». Quizá la diferencia está en que Pablo insiste mucho más en que esa filiación es de todos los hombres, y Juan la considera más al interior de la comunidad, pero marcando su carácter todavía oculto: «aún no se ha manifestado lo que somos» (3,2). 44. La obra Utopía, de santo Tomás Moro, que fue la que puso en circulación el término, presenta un mundo que, en su descripción, parece la mar de razonable. La finalidad de esa presentación es compararlo con la sociedad de su tiempo, que aparece como una dis-topía (mal lugar). Esto es lo que da fuerza a la utopía, porque la historia y la sociedad humana no pueden quedar reducidas a la alternativa entre un mal-lugar y un sin-lugar, sin otra salida posible.

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2.

Utopía y humanidad. La cristología de los cuatro evangelios

Tal

como lo he formulado, el subtítulo de este capítulo es académica (pero deliberadamente) incorrecto: en los evangelios no pueden buscarse cristologías, sino solo imágenes de Jesús. Pero así como se dice que en el Jesús histórico hay ya una «cristología implícita», también cabría buscar algo semejante en cada uno de los evangelistas. No pretendo que ellos pretendieran decir expresamente lo que de ellos voy a exponer. Pero siempre que hablamos, transmitimos algo más de lo que materialmente decimos: un modo de ver, unos presupuestos implícitos, un inconsciente que con frecuencia se filtra o se entrevé a través de las palabras, una intención respecto del interlocutor... Sin hacer propiamente exégesis (sacar lo que está dentro del texto), tampoco quisiera que lo que voy a decir fuese pura «eis-égesis» (introducir lo propio en el texto). Pero sí me gustaría intentar una especie de «diégesis»: detalles o concepciones teológicas que se filtran a través del texto. Para ello intentaré valerme de aquello que es lo más exclusivo de cada evangelista: los prólogos de los diversos evangelios, o sus páginas introductorias antes de que comience la vida pública de Jesús. Ellos son como auténticas oberturas musicales de cada evangelio. Y son, además, las páginas donde cada evangelista parece haberse sentido más libre y menos ligado al material recibido: salvo la concepción virginal y el nacimiento en Belén (comunes a Mateo y a Lucas), no hay ningún dato común, fuera de la predicación del Bautista. Y, aunque lo que sugieren los prólogos se va reflejando en el relato siguiente de la vida de Jesús, ahí ya dependen los evangelistas de fuentes o tradiciones más o menos comunes y, por tanto, quizá solo pueda reflejarse en el acento más agudo o la intensidad mayor al presentar los datos compartidos, como intentaré sugerir. Veamos, pues, qué es lo que pueden filtrar esos prólogos.

1. La praxis misericordiosa de Dios (el Jesús de Lucas) El tercer evangelio es el que tiene un prólogo más largo, y por eso es bueno comenzar por él. El prólogo de Lucas consta de dos capítulos propios con relatos de anuncio y nacimiento, más un tercero de temática común a todos los evangelios: la presentación de Juan Bautista.

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Como evangelista de la misericordia, Lucas es también el evangelista de la mujer y de su dignidad. Esto se percibe ya en su prólogo: la aparición y el anuncio del ángel a Zacarías evocan la visión antigua de la mujer, cuya única razón de ser estaba en la maternidad: por eso la esterilidad era una maldición de Dios. Así aparece en Ana y otras figuras del Primer Testamento. Y cuando la mujer de Zacarías queda embarazada, da gracias a Dios «porque ha borrado mi afrenta entre los hombres» (1,25). En contra de ese modo de ver, Lucas va a poner de relieve que, por grande que sea la maternidad, el ser de la mujer no se agota en ella ni se reduce a ella: la mujer es también persona e hija de Dios como el varón. María, obsequiada con la más grande de las maternidades, no es llena de gracia por ser madre de Dios, sino porque sabe decir su «fiat» a Dios. Por eso también, cuando (en una escena que solo cuenta Lucas) una mujer alaba a María gritándole a Jesús: «dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron» (11,27), Jesús corregirá esa visión tradicional (con la que aquella misma mujer se ha identificado) poniendo la grandeza de María en la de todo ser humano: en la posibilidad de decir «sí» a Dios. Hasta llegar al dato de que en sus labios de mujer está puesto el canto más decisivo sobre Dios que contiene toda la Biblia1. Desde aquí se nos ilumina todo el resto del prólogo lucano. 1.1. Anunciación de Jesús Lucas y Mateo enseñan la concepción virginal de Jesús coincidiendo tan solo en la afirmación del hecho, pero no en los detalles narrativos. Prescindiendo del juicio que el historiador crea deber emitir sobre esa enseñanza, el teólogo puede afirmar casi con certeza que, para Lucas, la concepción virginal de Jesús tiene poco que ver con el tema sexual, que es como nos suena hoy a nosotros. Si, como enseña la Iglesia, María fue realmente concebida sin pecado original («llena de gracia»), entonces la sexualidad ya no puede tener nada que ver en su plena virginidad; y pensar lo contrario trasluce una visión de la sexualidad más platónica (o doceta) que semita: como si la materia fuera mala por sí misma, y no por la forma en que nosotros podemos usar de ella. No obstante, Lucas enseña claramente una concepción virginal de Jesús, sin que le preocupe mucho la contradicción entre afirmar que María estaba «desposada» y decir que pretendía «no conocer varón». Eso, que lo resuelva el lector como quiera. Lo que él quiere decir y deja claro es que, ante acontecimientos decisivos de su obra (creación, redención, etc.), Dios toma siempre la iniciativa: la toma solo y se deja sentir; pero pide en seguida cooperación humana, y busca esta cooperación no en lo más orgulloso, sino en lo más humilde del ser humano: para salir adelante, la iniciativa de Dios necesita el «fiat» del ser humano y, en este caso concreto, el «sí» de una mujer humillada por su

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sola condición, no el «sí» del varón orgulloso2. Este parece ser un marco importante en el pensamiento de Lucas, como veremos ahora mismo. Ese «sí» dado a Dios lleva en seguida a la salida de uno mismo. Por eso, tras el anuncio, María se pone inmediatamente en marcha y no parece pensar en su dicha o en su responsabilidad futura, etc.; piensa solo en Isabel. 1.2. El Magnificat Este doble paso («sí» a Dios y salida de uno mismo) abre un acceso a la identidad de Dios: María cantará el Magnificat y proclamará que Dios es misericordia subversiva que derriba a los poderosos y enriquece a los pobres3. Por eso «ha ido a mirar» a una muchacha desconocida de un pequeño pueblo. Aquí está la intuición central de la cristología de Lucas: que Dios es misericordia subversiva y que esa misericordia solo actúa y solo quiere actuar a través de los seres humanos, comenzando por el «sí» de una mujer. De ahí que todo el resto del evangelio será mostrar al hombre Jesús como la misericordia de Dios en acción. Pero, antes de llegar a Jesús, nos queda un par de detalles preparatorios del prólogo lucano: su nacimiento y el precursor. 1.3. Nacimiento Para la Misericordia subversiva de Dios no hay posada en este mundo. Se la encontrará más bien «fuera de la ciudad», perdida en algún establo. Y ese Dios cantado por María, que mira la humillación de los maltratados, se refleja enseguida en el detalle de que los únicos que se percatan de su presencia son precisamente un grupo de marginados sociales, con una de las profesiones juzgadas como más dignas de desprecio4. Solo a ellos se les ocurrirá acudir al establo. Y ellos harán cantar a los ángeles que la gloria de Dios está en la paz y la hermandad entre los hombres que constituyen el agrado de Dios. 1.4. El Precursor Concuerda con todo esto el dato de que Lucas es el único que, al presentar al Bautista como encarnando la profecía isaiana de quien clama por preparar en el desierto el camino del Señor, añade como contenido de ese programa el de la igualación y la facilidad5 , en las que «toda carne verá la salvación de Dios» (3, 5.6). También Lucas es el único que añade las preguntas y respuestas sobre la praxis de justicia de esa preparación (sobriedad, no extorsión, etc.: 3,12-14). Y parece como si esos contenidos hubiesen llevado a este evangelista a narrar la prisión de Juan inmediatamente a continuación, añadiendo además que fue motivada no solo por la denuncia de la unión adúltera de Herodes con 44

Herodías, sino «por todas las maldades que Herodes había realizado» (3,20): una cronología y un dato que los otros sinópticos desconocen. La predicación del precursor era ya un anuncio de la praxis de Dios. 1.5. La vida posterior de Jesús Señalemos, finalmente, algunos momentos de esa misericordia en acción en el decurso del tercer evangelio: el primero lo da Lucas ya al comienzo de la vida pública de Jesús, en el discurso en la sinagoga de Nazaret (Lc 4): «el Espíritu de Dios me ha ungido para anunciar una buena noticia a los pobres y la libertad a los cautivos»... Allí Lucas, al citar a Isaías, omite además los aspectos punitivos típicos de la predicación del Bautista: de entrada, no hay «día de la venganza de Yahvé», sino solo año de Su gracia. Otro de esos momentos son las parábolas llamadas «de misericordia», concentradas todas en un solo capítulo donde, además del contenido, es importante el contexto: Jesús habla así para justificar su mesa compartida con los excluidos (Lc 15,1). Destaquemos también la exultación de Jesús (con el mismo verbo que el Magnificat de María) y su gozo porque esa misericordia en acción no la perciben los sabios y los bien situados, sino los humildes y empequeñecidos (Lc 10,21): lo mismo que había pasado con los pastores, únicos conocedores, según Lucas, del nacimiento de Jesús. Finalmente, y quizá como fruto de lo anterior, suelen decir los exegetas que la narración de la pasión en Lucas es la que tiene un carácter «más político», por una serie de rasgos exclusivos de este evangelista: la presencia de Herodes (23,7-12), el tipo de acusaciones ante Pilato (amotina al pueblo y niega el tributo al César: 23,1ss) y el hecho de que también los soldados romanos se burlan de Jesús como «rey de los judíos» (23,37)... O, en definitiva, porque la Misericordia en acción resulta altamente subversiva en un mundo estructurado sobre la injusticia y la violencia. Pero también es Lucas el único que tiene la palabra sobre el perdón y la promesa al buen ladrón, mostrando así que la Misericordia de Dios sigue triunfante aun en medio de su derrota6. 1.6. De Jesús a nosotros Pero esa praxis subversiva de Dios se ha de prolongar en nosotros: solo en Lucas aparece la frase «haz tú lo mismo», precisamente a raíz de una acción misericordiosa (10,37). Al «fiat» de María ante el anuncio del ángel le corresponde el sí de los hombres ante la manifestación de la Misericordia de Dios. El obrar de Jesús se convierte así en llamada a hacer nosotros lo mismo, como se refleja en los comienzos del otro libro de Lucas sobre la praxis de los creyentes: un solo corazón, una sola alma, todas las cosas en común y atención a pobres y viudas, colecta de ayuda para la comunidad de Jerusalén, enemiga e inquisidora de las iglesias no judías (Hch 2; 4; 6,21). 45

1.7. Una cristología del Espíritu Todavía un pequeño apéndice importante: precisamente por este enfoque, la cristología de Lucas ha de ser necesariamente, y preferentemente, una cristología del Espíritu. Sin negar la encarnación del Logos, lo que más interesa a Lucas es ver al hombre Jesús (no solo engendrado, sino) movido por el Espíritu. Porque eso es lo que pide en nosotros el seguimiento de Jesús: si Jesús encarna la Praxis Misericordiosa de Dios, sus seguidores han de ser también cauces de esa Misericordia subversiva, y para ello han de vivir movidos por el mismo Espíritu que movió a Jesús. Apuntemos por eso que R. Haight tiene mucha razón al reivindicar una cristología del Espíritu, aunque, en mi opinión, no sabe hacerla compatible con la cristología de la encarnación y acaba prescindiendo de esta como mito o poesía. Una concepción dinámica de la encarnación (que se daba ya en san Ireneo y que J. Moingt ha intentado recuperar), no meramente estática (como la que sugieren las fórmulas dogmáticas), haría conciliables ambas cristologías7 .

2. Un Mesías-escándalo (el Jesús de Mateo) El primer capítulo de Mateo tiene dos partes: comienza por una genealogía y sigue por la generación de Jesús. En ambos encontramos escándalos o problemas. 2.1. Genealogía y generación de Jesús La genealogía de Jesús el Cristo, con que comienza Mateo su evangelio, pretende dejar muy claro que Jesús es hijo de David (incluso por el juego numérico de los tres grupos de catorce generaciones en Mt 1,178). Si Lucas remonta su genealogía hasta Adán, Mateo comienza su evangelio hablando de Jesús como «hijo de David, hijo de Abrahán» (1,1). Pero es un hijo de David impuro: en su genealogía, las cuatro únicas mujeres que aparecen son dos prostitutas, una en adulterio y otra extranjera...). Jesús no es «limpio de sangre». Con todo lo que eso significaba para un judío... y sigue significando para muchos hoy9. Jesús es el cumplimiento de las promesas, pero un cumplimiento desconcertante que mantiene con ellas una continuidad accidentada. Jesús es el Mesías, pero rechazará ese título porque es un Mesías inesperado. Mateo es el evangelista con más referencias al cumplimiento de las promesas veterotestamentarias. Pero se trata de un cumplimiento desconcertante. Mateo también testifica una concepción virginal de Jesús. Pero si en Lucas la concepción virginal quería destacar que Dios toma la iniciativa (aunque enseguida pide colaboración), Mateo prefiere destacar que, en cuanto actúa Dios, surgen problemas para 46

nosotros, y que su Mesías tampoco escapa a esta ley. Su nacimiento parece oscuro: por lo que sabemos, tras los desposorios la mujer seguía viviendo en la casa de sus padres hasta el día de la boda, aunque el futuro marido ya podía divorciase o repudiarla. El Mesías, solo con llegar, parece poner a su madre en una situación embarazosa, a la que seguirán las llamadas «dudas de José», persecución y huida a Egipto, etc. Una lectura desde nuestra lógica occidental preguntaría al evangelista por qué Dios había de procurar una situación tan embarazosa a la pareja, si al final iba a enviar a un ángel que la aclarara: ¿no podría haberlo enviado un poco antes? Pero la intención del evangelista es otra: quiere mostrar que, cuando Dios «desciende» o se hace presente, pueden surgir en nosotros las noches oscuras o los desiertos. En eso sí que Jesús es como un nuevo Moisés. 2.2. Nacimiento Además, precisamente el evangelio más judío es el que presenta a unos forasteros, paganos y magos, como únicos conocedores de que ha nacido el Mesías esperado: a los pastores se les anunciaba «un salvador», mientras que los magos aparecen preguntando directamente por el Mesías («el ungido por Dios como rey de los judíos»). Y lo que en Lucas significaban los pastores (los despreciados de dentro) lo encarnan aquí los magos (los despreciados de fuera). Despreciables por no ser judíos y por tener una de las profesiones más rechazables desde el punto de vista religioso: la magia era el mayor atentado al monoteísmo judío. Y esos extranjeros no reciben el anuncio «ex auditu», como pedía san Pablo, para propagar la fe: no reciben el anuncio de unos mensajeros de Dios, sino de una estrella; el mensajero habla, la luz solo señala; el mensajero comunica, la luz encamina; el mensajero concreta, la luz solo sugiere. Pero precisamente esos paganos son fieles a la débil indicación de la estrella y se ponen en marcha buscando aquello que los judíos ya tenían sin saberlo. Tenemos aquí una parábola que se repite hoy entre los cristianos y muchos no cristianos. 2.3. El anuncio del Bautista En la predicación de Juan, Mateo es el único que pone ya en labios del Precursor el anuncio del Reino de Dios cercano, que retomará Jesús. Pero es también el único que destaca a «fariseos y saduceos» entre los que van a bautizarse y son recriminados por Juan (los otros sinópticos hablan de gentes o de masas a secas). Otra vez se insinúa así la conflictividad entre la promesa y su realización o, mejor, su rechazo. Como escribí otra vez, el Jesús de Mateo es «el esperado que rompe las expectativas» 10. J. D. Crossan ha formulado muy bien en qué consiste esa ruptura: en la medida en que el don mesiánico por excelencia es la paz, los evangelios de la infancia contraponen una paz por medio de 47

la victoria (expectativa del judaísmo de la época) a una paz por medio de la justicia, que es la del mesianismo de Jesús. Incluso, desde lo que acabamos de ver, cabe sospechar que la frase del Bautista que Mateo y Lucas mantienen idéntica puede sonar con tonos diversos en cada evangelista: «no digáis: “somos hijos de Abrahán”, porque Dios puede sacar hijos de Abrahán hasta de las piedras»: en Lucas, esos nuevos retoños de Abrahán nacen de entre los socialmente rechazados, mientras que en Mateo vienen de entre los religiosamente condenados11. 2.4. Las señales del Mesías En las tentaciones de Jesús según Mateo, la de arrojarse del templo abajo parece aludir a una expectativa de la época según la cual el Mesías aparecería en el alero del Templo. En lugar de esa señal, Jesús responderá a las dudas del Bautista sobre si era él «el que había de venir» (el Mesías), aludiendo a que su actividad va dirigida a enfermos y pobres (Mt 11,2ss) y añadiendo que será dichoso aquel que no quede defraudado por ese modo de actuar. Finalmente, en la llamada confesión de fe de Pedro, Jesús parece alabar la fe de Pedro en Jesús como «hijo del Dios vivo», pero es muy duro con la idea mesiánica de Pedro, que no acepta un mesías crucificado. Esta corrección constante de la idea de Mesías cuaja en la aplicación a Jesús de la figura isaiana del Siervo de Yahvé: «él tomó sobre sí nuestras debilidades y curó nuestras enfermedades» (Mt 8,17; ver también 12,17ss). La idea de Mesías se ha invertido, y Jesús es efectivamente el Esperado, pero que destruye nuestras expectativas. 2.5. La fe en el Mesías Todos esos trazos del prólogo y del resto del evangelio concuerdan con el hecho de que este evangelio es el que más recrimina la falta de fe de los creyentes y más alaba la fe de gentes paganas. En efecto: Mateo es el que más veces pone en labios de Jesús la reprensión «hombres de poca fe» 12; y entre las diatribas del Maestro contra escribas y fariseos incluye el que «habéis descuidado la justicia, la misericordia y la fe» (23,23). La alabanza del Maestro a los suyos («tu fe te ha salvado») aparece mucho más en los otros sinópticos que en Mateo13, mientras que el Jesús de Mateo es el que alaba la fe de la mujer cananea14 y del centurión romano15 . En toda esta polémica, la fe que pide Jesús no se refiere a la existencia de Dios o a una dogmática teológica, sino al hecho de que el Reinado de Dios (el cambio del mundo) es posible si los hombres creen en él, así como al papel de Jesús en esa venida del Reino. Finalmente, este Mesías reconocido solo por los de fuera es el que será rechazado 48

por su pueblo; y la decisión de acabar con él que toma en el prólogo Herodes (un judío falsificado) preanuncia la que tomarán aquellos falsos judíos que acabarán crucificando al Mesías. La dura frase que pronuncia el pueblo cuando Pilato se lava las manos («su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos»: 27,25) dio pie a un falso antijudaísmo, porque la Iglesia de Constantino y Carlomagno no quiso entender que también le afectaba a ella, pues lo que rechazan los judíos es un Mesías que ejerza ese mesianismo desde la identificación con la lucha humana y no desde el poder celestial: un mesías que (como dirá luego Pablo) «nos enriquezca con su pobreza» y no con su riqueza.

3. La novedad de una libertad conflictiva (el Jesús de Marcos) 3.1. Preparar el camino a la buena noticia Marcos es el evangelista con un prólogo más corto. Y ese prólogo solo dice dos cosas: que Jesús es buena noticia (1,1) y que esa buena noticia se prepara con la presencia del precursor, que aquí no pronuncia los discursos morales de Mt y Lc ni la enseñanza del cuarto evangelio sobre el cordero de Dios: Juan Bautista es ya el cumplimiento de la profecía de Isaías sobre la voz que clama en el desierto; pero sus únicas palabras son el anuncio de que viene otro que bautizará en Espíritu Santo. Por eso Marcos añade al texto de Isaías otro de Malaquías que no tienen los demás sinópticos: «envío mi mensajero delante de tu faz que te preparará el camino». De este modo, da la sensación de que el Bautista no solamente anuncia que se prepare el camino del Señor, sino que él mismo es esa preparación al anunciar que viene Jesús. Por eso, quizá la cita posterior de Isaías podría traducirse de dos modos diferentes en cada evangelio: Marcos afirma que una voz clama en el desierto, y su clamor es la preparación del Reinado de Dios. Mientras que en Mateo y en Lucas encaja mejor la versión de que lo que clama la voz es que «en el desierto hay que preparar el camino del Señor». En este desierto de nuestra falta de misericordia humana, de nuestra falta de libertad y de nuestros falsos mesianismos religiosos. Ya no se trataría, pues, de una designación geográfica, sino del desierto de esta vida empecatada. 3.2. El camino del Señor Cuál es ese camino del Señor que convierte la vida de Jesús en buena noticia (Mc 1,1) nos lo narra el resto del relato marcano. Suele aceptarse que es un evangelio escrito en polémica con la visión pagana de los «hombres divinos» (theios anēr), que se paseaban por la tierra investidos de poderes sobrenaturales de los que disponían, lógicamente, en favor propio. Pues bien: el Jesús de Marcos no parece disfrutar de semejantes poderes: a pesar de ser un reconocido terapeuta, «no puede obrar milagros» (6, 5) en contra de la fe 49

de los suyos. Solo Marcos dice que «no pudo», en lugar de «no quiso»: como si quisiera aclarar que lo verdaderamente divino que hay en él, o el único poder que le caracteriza, es el poder de la libertad, que cuenta con nuestras libertades porque es libertad para el bien. Esa libertad para obrar el bien, aun en medio de prohibiciones religiosas (2,16; 3,4), causa asombro y seduce: por dos veces (1,22 y 27) dirá ya el primer capítulo que se admiraban de su libertad (o de su autoridad)16, que estaba más allá de los cánones habituales. Y el siguiente capítulo repite: «nunca vimos nada igual» (2,12). También es Marcos el único que, en el episodio –común a los tres– de las espigas arrancadas en sábado, pone en labios de Jesús la frase «lo sagrado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para lo sagrado» (= el sábado: 2,27), mientras que los otros se contentan con la declaración, más cristológica, de que «el Hijo del Hombre es señor del sábado». Mateo, ante sus lectores judíos, enfoca este episodio hacia un conflicto sobre el culto y el templo, añadiendo otro ejemplo de su propia cosecha, para marcar que no debe haber privilegios concedidos a «solos los sacerdotes» (12,5), mientras que Lucas destacará el detalle de que los panes de la proposición no los comió solo David, sino que «los dio a los que iban con él» (6,4). En cambio, la narración marcana deja la impresión de que nada hay tan sagrado como la auténtica libertad humana: por eso, todas las demás sacralidades establecidas por la sociedad o la religión quedan supeditadas a ella. 3.3. El drama de la libertad Pero esa libertad resultará muy pronto conflictiva (como conflictiva era también la misericordia de Lucas): en el mejor de los casos, hará que se tenga a Jesús por loco17 ; algo así como «El Idiota» de Dostoievski de que hablábamos en el capítulo anterior. Pero ya antes, a las citadas primeras reacciones de asombro seguirá una primera decisión de acabar con él (3,6), tras otra escena contigua a la de las espigas, donde Jesús proclama otra vez que «la libertad para hacer el bien» (3,4) está por encima de todos los sábados de la historia. No es de extrañar que el rechazo de esa libertad tan humana le produzca a Jesús una «ira entristecida» (3,5). Aquí residen, a la vez, la buena noticia (1,1) y la tragedia de este relato: el Jesús de Marcos, el que aparece como más libre e inclasificable, acabará siendo rechazado porque la libertad para el amor resulta siempre conflictiva para todos los órdenes establecidos, que son en buena parte «desórdenes establecidos» (E. Mounier), estructurados en torno a la propia seguridad institucional. Por eso, el Jesús de Marcos, a pesar del éxito y el asombro inicial, resulta también el más conflictivo de los cuatro evangelios. Ningún otro evangelio tiene tan claras las dos partes de su relato: una primera de éxito multitudinario y luminoso, con alguna pequeña sombra (ya muy temprana: 3,6); y una segunda parte pendiente abajo, cada vez más

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oscura, hasta el extremo de que los relatos de milagros pueblan la primera parte y casi desaparecen en la segunda. Así atisbamos el drama de la libertad humana, que es lo que el hombre más anhela, pero también lo que le resulta más difícil, porque la libertad para el amor descoloca constantemente la pretensión humana que identifica la libertad con el egoísmo, para acabar a la larga presa de esa falsa libertad18. Por eso el Gran Inquisidor de la leyenda de Dostoievski le explicaba a Jesús que el ser humano, en cuanto tiene la libertad, solo busca a quién entregarla, a cambio de algún «plato de lentejas» de seguridad, reprochándole por no haber acudido a los caminos de «espectáculo y poder», más eficaces para conquistar a los hombres. 3.4. El drama de Jesús Ese contraste entre libertad y seguridad parece reflejarse, para Marcos, en la escena de la purificación de las manos que tiene en común con Mateo, pero donde Marcos no se limita al ejemplo del Corbán, sino que añade de su propia cosecha: «y hacéis otras muchas cosas de este tipo» (7,13)19. El contraste entre las tradiciones y la voluntad de Dios es el contraste entre la seguridad y la libertad del amor. Por eso en Marcos, como hemos visto, el primer chispazo de escándalo ante Jesús (seguido de un deseo de acabar con él) tiene lugar por una curación en sábado, con la reivindicación de que también en sábado es legítimo ayudar al sufriente (3,1ss). En Lucas, en cambio, el primer brote de escándalo lo encontramos en la escena de la sinagoga de Nazaret, cuando Jesús reivindica para sí el cumplimiento de la promesa de anunciar la buena noticia a los pobres y liberar a los oprimidos, proclamando el año de gracia de Yahvé. El Jesús de Lucas no escandaliza tanto por curar en sábado cuanto por sus comidas con excluidos (15,1), mientras que el Jesús de Mateo escandaliza, sobre todo, por sus palabras críticas para con la religión judía: contra la piedad de los fariseos, contra el cumplimiento de la Ley, quebrantándola, y contra la hipocresía de los escribas y fariseos (caps. 6, 5 y 23). Quizá por este modo de enfocar, Marcos es también el que da más espacio a la expulsión de los mercaderes del Templo, que los otros evangelistas reducen a dos versículos; y también en Marcos desempeña el Templo un papel mucho más decisivo a la hora de condenar a Jesús20. Por eso también, la pasión de Marcos es la más trágica: la libertad para el bien y «para todas las gentes» no encaja en este mundo, porque el mundo no concibe más libertad que la de hacer lo que le dicta el «egoísmo regio» (o la real gana). Parecía imposible que aquel éxito esplendoroso de la primera parte de este evangelio, acabara en la tragedia estremecedora de la pasión marcana. Pero esa libertad 51

de Jesús acaba revelando a Dios, que es Libertad suprema: libertad que lleva hasta la entrega de la propia vida. Por eso al final, cuando el centurión vea cómo ha muerto Jesús, atisbará que «este hombre era realmente hijo de Dios».

4. La revelación de Dios (el Jesús de Juan) Podemos prescindir aquí de la cuestión discutida de si el cuarto evangelio conocía los tres relatos sinópticos anteriores, aunque es importante destacar que nosotros no debemos leer a Juan sin haber pasado antes por los sinópticos, que él, en cierto modo, interpreta teológicamente. Pues toda cristología «desde arriba» que no haya pasado por, y no proceda de, una cristología desde abajo, acaba siendo doceta o monofisita: una sospecha que ya suscitó este evangelio en sus orígenes. Esa interpretación se refleja en los puntos siguientes. 4.1. El Himno inicial El prólogo de Juan es el más elaborado. Podemos ahora prescindir de si el trasfondo hebreo del «logos» es la Sabiduría o la Palabra veterotestamentaria. Da la sensación de que los primeros versos cuadran mejor con la Sabiduría (que estaba en el interior de Dios y por la que se hizo todo), mientras que los últimos cuadran mejor con la Palabra (medio de comunicación del Inaccesible). Prescindiendo de eso, hay tres pinceladas a destacar en este prólogo para nuestro objetivo: a) Un cierto empalme entre principio y final: «Aquello» que es la clave de todo, la fuente de todo, la razón de todo... (1,1: llamémosle «Dios», si queremos, aunque otros le llamarán «el Tao» o «el Misterio») es, de por sí, incognoscible para nosotros; pero podemos conocerlo porque ha querido comunicársenos. Y su comunicación no es una filosofía, sino un relato: «la Comunicación de Dios nos ha contado cómo es Dios» (1,18). b) Ese relato es bien simple: la Comunicación de Dios se ha hecho miseria humana, pequeñez humana («carne» 21).Y precisamente en ese abajamiento hemos visto el resplandor de Dios (su gloria: 1,14). Juan vuelve donde Lucas: Dios es misericordia en acción, y eso es lo que revela Jesucristo. c) Pero Juan añade algo en los versos 10-13: esa revelación de Dios no la ha conocido el mundo (enseñanza de Marcos) y la han rechazado los suyos (enseñanza de Mateo [y rechazo es mucho peor que desconocimiento]). Sin embargo, la aceptación de esa manifestación cambia de raíz la condición humana, pues le da, respecto de Dios, una filiación nueva, superior a todas las experiencias humanas de filiación 52

(fundamento de la enseñanza de Lucas). Así es como podrá ser el hombre mediador de la praxis de Dios, que era también el objetivo último de Lucas. 4.2. El anuncio del Precursor Como en los sinópticos, también en el cuarto evangelio la predicación del Bautista introduce la vida de Jesús: a ella está dedicada la segunda parte del primer capítulo de este evangelio. Pero hay un rasgo que conviene destacar en la comparación con los sinópticos. Al hablar de la predicación del Bautista, Juan no usa los tópicos de los sinópticos, sino que se centra en la referencia al «cordero» de Dios (1,29). La designación de Jesús como «cordero de Dios que carga con el pecado del mundo» forma parte también de la cristología joánica, junto con el citado «hacerse carne» y «ver en ello la gloria de Dios». Pero ¿qué quiere decir con ese título el cuarto evangelio? Joachim Jeremias destacó el doble significado de la palabra aramea maleya, que puede traducirse por «cordero» y por «siervo». Cabe sospechar, entonces, que la expresión «cordero de Dios» significa propiamente «Siervo de Dios» (aludiendo a Isaías 53), lo cual haría más inteligible el genitivo «de Dios», que no se entiende cuando el sujeto es un simple cordero (¿qué puede significar que un cordero es de Dios?). También nos remite a Isaías 53 la característica de ese Siervo: cargar con el pecado de una comunidad22. De ahí las abundantes alusiones a los poemas del Siervo de Yahvé en todo el ciclo evangélico del bautismo de Jesús por Juan. Pero, en la hipótesis de que Jesús hubiese sido designado como «Siervo de Yahvé» por el Bautista, habría que explicar por qué la comunidad joánica cambió el significado de la palabra aramea, convirtiendo al Siervo en cordero (y quizás aprovechando que en Is 53,7 se dice del Siervo de Yahvé que, «como un cordero, fue llevado a la muerte»). Una razón obvia de este cambio de traducción puede ser la referencia al cordero pascual. Aunque el cuarto evangelio da a la última cena una fecha distinta de la cena pascual (apartándose en ello de los sinópticos, pero, casi seguro, con más rigor histórico), habría convertido esa cena en pascual por la designación de Jesús como cordero. El significado del cordero pascual lo conocemos por el capítulo 12 del Éxodo: las puertas de las viviendas, teñidas con la sangre de los corderos sacrificados evitaron la matanza de los judíos cuando pasó el ángel exterminador. El cuarto evangelio retoma esta simbólica modificándola significativamente: ahora no se trata de librar a un pueblo (como en el Éxodo o en Is 53), sino de liberar a todo «el mundo»: los seres humanos, por así decirlo, estamos teñidos por la sangre de Jesús, como las puertas de las casas judías en Egipto: la imagen de Dios, destrozada por el pecado, se libra de la destrucción por esa otra marca que es la sangre del Siervo de Yahvé. Por eso Jn 1,29 habla del pecado en singular (y no de los pecados): porque no se refiere a las mil transgresiones particulares, 53

sino a ese pecado implantado en todo este mundo (modernamente se ha hablado mucho de pecado «estructural») y en nuestro ego. Además, Juan utiliza un verbo griego que significa quitar, pero quitar «cargando con»: Jesús es así el auténtico «Siervo de Dios» que carga con el mal implantado en este mundo, convirtiéndose así, para nosotros, en el cordero pascual, cuya comida simbolizaba el paso –pascua– del Señor, aniquilando la opresión y liberándonos de la muerte definitiva (Ex 12,1-12). Esta visión joánica se llena de contenido si recordamos que la palabra griega pais (que traduce el siervo de Is 53) significa a la vez «siervo» e «hijo». Finalmente, en esta forma de liberar «cargando con» puede resonar también el significado de los ritos del chivo expiatorio que era enviado al demonio del desierto (Lev 16) portando simbólicamente los pecados de todo el pueblo. Y conviene destacar, con René Girard, que el gran beneficio de esa víctima expiatoria era crear la unidad entre todos los participantes en el rito: por eso el Bautista no habla aquí simplemente de quitar el pecado del pueblo, sino el pecado «del mundo». Cuando luego Juan narre una pasión que parece indolora y que más bien suena a marcha triunfal, no hay que olvidar que está dándonos el significado de lo anunciado en su prólogo (en 1,29). Es lo mismo que hace este evangelio al narrar una vida de Jesús que parece más divina que humana, porque pretende descubrirnos «la gloria» que estaba latente en el hecho de que La Palabra se hiciera «carne» (1,14).

*** BA LA NCE «Amor», «libertad» y «tierra nueva» darían nombre a los tres mayores ideales y valores de la humanidad. Los sinópticos enmarcan esas tres utopías. Pero en el seguimiento de Jesús aprendemos que el amor ha de ser misericordioso, que la libertad verdadera es la libertad para el bien, y que los paraísos terrestres o son para todos o no son paraísos. Por tanto, hemos encontrado en los sinópticos la praxis de Dios, la libertad de Dios y el «antimesianismo» de Dios: la Misericordia en acción en un mundo estructuralmente injusto; la libertad para el bien frente a unos hombres que no conciben más libertad que la de su real egoísmo; y el mesianismo de la justicia universal en un mundo que utiliza la religión y los mesianismos en provecho particular. Esos tres rasgos revelan a Dios a través del relato de Jesús y de su rechazo por nosotros.

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Ahí reside la grandeza del hombre: el drama humano y la esperanza humana. Y todos esos rasgos acaban confluyendo en los dos que enunciaba el prólogo de Juan: la escandalosa «encarnación» de la palabra y el resplandor de la Gloria en ella. El anonadamiento de Dios y su revelación en esa «kénosis». Si queremos mantener la alusión musical con que acababa el capítulo anterior, cabría decir que en toda la melodía de Dios hay un acorde de dominante (la misericordia), otro de tónica (la libertad) y otro de subdominante (la historia). Y que todas ellos confluyen en la musicalidad de la revelación Divina.

5. De los evangelios a la historia: Utopía y Punto Omega Como ya hemos dicho, amor pleno y libertad plena, junto con una comunidad plenamente realizada, son las palabras que mejor pueden expresar la utopía humana de que hablábamos en el capítulo anterior. De ellos han hablado los evangelios de Lucas, Marcos y Mateo. En esas tres palabras se atisba la máxima plenitud de lo personal junto a la máxima plenitud de lo comunitario. Quizá por eso, los seres humanos enloquecemos de gozo tantas veces en torno a ellas. Y, lo que es peor, en torno a muchas falsificaciones de ellas. Esto nos lleva a recoger la pregunta que quedó pendiente en el capítulo anterior: aunque no tenga lugar, ¿tiene alguna realidad la utopía? Una pregunta similar se le planteó desde la óptica científica a un autor antaño de moda y hoy ya enterrado, pero que convendría recuperar en esta época sin motores, pero que ha llegado a la constatación de que nuestra realidad es procesual (evolutiva) y que esa evolución no está concluida. Ante estos datos, es normal que al científico le brote una pregunta que la ciencia ya no paree poder responder: esa evolución ¿tiene alguna meta?, ¿camina hacia algún objetivo? Pues, por un lado, si la evolución no tiene meta alguna, sino que es un conjunto de azares que tanto se hacen como se deshacen, el empeño por construir y dirigir la historia queda muy privado de fundamento, y la única postura sensata parece ser la del «sálvese quien pueda». Esa es la actitud que parece dominar hoy, y quizá la fuente de muchas experiencias desoladoras de los últimos tiempos. Por otro lado, parece constatable que la evolución arroja un balance de progreso: con enorme lentitud y a través de mil intentos y mil pasos muy lentos, el universo ha ido moviéndose desde la no-vida a la vida, a la conciencia, a la historia y a eso que Teilhard de Chardin llamó la «noosfera»: al hecho de que, con el ser humano, la evolución ha cobrado conciencia de sí misma. Esta conciencia parece implicar la responsabilidad del hombre sobre la historia. Y aquí vuelve a surgir la pregunta de si esta historia tiene alguna meta. 55

Ya hemos dicho que esa pregunta no tiene respuesta científica. Pero, con esa pregunta dentro, Teilhard se encuentra con el mensaje de la Resurrección de Jesús tal como lo transmite el Nuevo Testamento: como una realidad que lleva a la historia a terminar trascendiéndose a sí misma en lo que el Nuevo Testamento llama «Dios todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28) y que, hasta llegar a esa meta, ha fecundado nuestra temporalidad mediante una presencia de «Cristo todo en todas las cosas» que hace que ya no haya judío ni griego, esclavo ni amo (Col 3,11). Este doble testimonio lleva a Teilhard a la apuesta por lo que él denomina «punto Omega»: la evolución tiene una meta, anticipada de algún modo en ella y que la dinamiza. Esa meta es Cristo: la biogénesis y la noogénesis están enfocadas hacia una «cristogénesis». Y ese punto Omega es, a la vez, atractor y colector, es decir: dinamiza y engloba. Repito que esta ya no es una afirmación científica, sino una respuesta creyente a la pregunta que se le debe abrir a la ciencia. Y lo que Teilhard decía con su vocabulario más científico lo había sugerido en un mundo muy distinto, ya en el siglo II, Ireneo de Lyon. En efecto: las dos palabras clave del sistema de Ireneo son «acostumbrarse» y «recapitulación». La primera concuerda con la visión evolucionista de Teilhard (madurar, crecer...); la segunda, con la función inclusora del Omega: totalizador y suprapersonal. Donde no se trata de un «desaparecer en el Todo», al estilo de algunas filosofías de Oriente, sino más bien de un perderse en el Todo para reencontrarse en el todo. En cualquier caso, esa es una oferta que nos es dada: sigue ante nosotros como una llamada, como una atracción, como un imán que, a la vez que atrae y mueve, atrae a seres libres y sin quitar la libertad. Ello puede dar razón de las preguntas con que cerrábamos el capítulo anterior sobre la incansable reaparición de la utopía y sobre las posibilidades creadoras de historia que tiene esa utopía que, por otro lado, no está en ninguna parte. Así vivimos los humanos, movidos por un algo que parece estar «ya», pero que «todavía no» está. La utopía puede tomar el nombre de «Dios-con-nosotros» (Emmanuel), por supuesto; pero su carácter utópico nos hará descubrirnos muchas veces como «nosotros sin Dios». Por eso, y para no dejar nunca la incomodidad de la dialéctica, vamos descubriendo (para sorpresa nuestra) que aquella triple esperanza antes vista, aquella utopía tan anhelada, acaba resultando conflictiva para nosotros. Esa conflictividad brota de que esa utopía nos va abriendo a la infinitud de Dios; y esa infinitud nos descoloca y nos juzga a la vez. Este podría ser el mensaje que sintetiza la cristología de los cuatro evangelios tomados en su conjunto. Por eso, en los testigos de la utopía que presentaremos después, en la Tercera Parte, solo podremos ver la utopía realizada a medias. Pero, de todos modos, así es como podremos contemplarla mejor: de manera que su luz nos alumbre como la luz del 56

sol cuando llega a esta tierra tan lejana de él; pero sin que nos ciegue del todo su claridad deslumbradora e insoportable. Se comprenderá también, a la luz de lo dicho, por qué eso que llaman «Lo Santo» nos asusta a la vez que nos atrae, o por qué, no hace mucho, titulé un escrito como «Miedo a Jesús»: en el fondo, ya los antiguos habían descubierto que solo se llega «per aspera ad astra» 23. Se comprende también por qué tantas veces los humanos nos engañamos a nosotros mismos en la búsqueda de aquello que decimos ser (y queremos que sea) nuestro bien. Y un último paréntesis: estas reflexiones sirven también para hacernos caer en la cuenta de nuestra pequeñez no solo en el espacio, sino también en el tiempo. Que somos una partícula, ya lo vamos aceptando a niveles individuales. Pero, a niveles colectivos, cuesta más aceptar que nuestro presente, que tan absoluto se nos antoja, es solo una fracción mínima entre los miles de millones de años que lleva funcionado y moviéndose un universo que todavía no ha llegado a su fin. La historia no acaba con nosotros, pero puede quedar bien encaminada o trágicamente torcida, según lo que ocurra en el segundo fugaz en que aparecemos en ella. Nuestra pequeñez no es una excusa para eludir nuestra responsabilidad, como esta tampoco es una excusa para sentirnos amos del mundo.

*** APÉNDICE: «LA CA RNE» – «DE DIOS» Ya que antes hemos aludido a experiencias musicales, para evocar esa inmensa armonía de la utopía, permítasenos ahora recurrir a la literatura para «ponerle letra». El mensaje es, a la vez, tan simple y tan hondo que sugiere otro pequeño comentario en forma de apéndice y que no es comentario mío, sino de dos testigos creyentes. Ha habido dos poetas católicos que fueron particularmente sensibles a uno de esos dos rasgos: la «carne» de Dios y la «divinidad» de la carne: Charles Péguy y José Mª Valverde. Dos poetas que captaron maravillosamente toda la hondura de la encarnación de Dios: el primero, acentuando fieramente la carne y su exaltación. El segundo, ciegamente asombrado por lo que ahí se revela del amor de Dios. No se trata ahora de hacer un estudio sobre ellos, que podría ser larguísimo, sino de ofrecer algunos textos que bien pueden meditarse. 1. Charles Péguy: «la carne» El poeta francés resalta lo que significa la «in-carnación» de Dios, pero ya no atendiendo a lo que eso supone de anonadamiento divino, sino a lo que implica de exaltación de 57

nuestra carne en la línea de algunos Padres de la Iglesia24: porque Dios, «desordenándose a sí mismo, trastornó el mundo» 25 , y por eso «lo Sobrenatural es también carnal», como canta un célebre verso de su Eva. a) Pero este último verso brota como consecuencia de toda una larga reflexión: «La sangre que yo un día derramara por ellos era su propia sangre y sangre de la tierra; sangre del mismo pueblo y de la raza hebrea. Las lágrimas que yo derramaba por ellos eran las mismas lágrimas y de la misma tierra y de la misma raza y los mismos hebreos. El Verbo que yo puse en forma de palabra, el amor que yo puse en forma de bondad, y este pan y este vino y mi carne y mi sangre y este reo sentado sobre un pobre banco y el desbordamiento de tanta ingratitud, la multitud ardiente que pedía mi sangre... eran los mismos llantos y era la misma raza era la misma sangre y era la misma herencia el mismo cuerpo hecho de una idéntica tierra». Por eso lo Sobrenatural es también carnal. Y por eso puede argumentar el poeta: «Señor, que de esta tierra los extrajiste un día, no te extrañes ahora de encontrarlos terrenos. Tú que les has nutrido con esta pobre tierra, no te extrañes ahora de encontrarlos perjuros y de que este origen y estos alimentos hayan hecho esta raza oscura y refractaria» 26. Se comprende entonces esta sencilla apología del compromiso temporal del cristiano, tan contraria a los espiritualismos de raíz monofisita que acusan de reduccionistas a esos cristianos: «felices los que han muerto por ciudades carnales – porque ellas son el cuerpo de la ciudad de Dios». b) Pero, además de Eva, Péguy escribió, en 1909, un Diálogo de la historia y el alma carnal que se mantuvo inédito durante más de cincuenta años. Allí reflexiona expresamente sobre Jesús: 58

«Amigo mío, si Él no hubiera tenido este cuerpo..., si se hubiera hecho ángel, si hubiera sido y se hubiera quedado puro espíritu más o menos desencarnado; en fin, si no hubiera sido un alma carnal, si no se hubiera hecho esta alma carnal como nosotros, entre nosotros..., si no hubiera sufrido esta muerte carnal, todo se vendría abajo, amigo mío; todo el sistema se derrumbaría, porque, sencillamente, no habría sido un hombre realmente hombre, hombre hasta el fondo, ignorante, inexperto; si no hubiese experimentado todo el terror y el temor del hombre, no sería hombre. Y, por tanto, no sería el hombre-Dios, Jesús, el judío Jesús»27 .

Esta carnalidad es para Péguy la condición para que el amor no se imponga, no avasalle y pueda ser aceptado «en plena y libre libertad». De modo que todo el plan creador de Dios «está trazado para que pueda haber un riesgo, un riesgo total: es preciso que el hombre escoja en plena libertad». c) Finalmente, en el comentario al poema de Víctor Hugo, Booz endormi, descubre Péguy lo que él llama una profecía «pagana» de la encarnación, porque no la mira solo desde lo eterno (como suelen hacer los cristianos), sino como «una coronación carnal y una plenitud carnal», una cumbre de toda la creación de Dios: «La encarnación no es más que un evento culminante, más que eminente supremo y límite... de toda esa misteriosa inserción de lo eterno en lo temporal, de lo espiritual en lo carnal, que es el quicio y la articulación misma, el codo y la rodilla de toda la creación del mundo y del hombre»... Y poco después: «la encarnación es una historia que le ha sucedido a la tierra: la de haber dado a luz a Dios... Es como una flor y un fruto de la tierra, como la historia (culminante, suprema, límite) que le ha acaecido a la carne y a la tierra».

Es inevitable, al leer a Péguy, que broten en la memoria las famosas expresiones de Ireneo en el siglo II sobre la «carne resplandeciente» y «olvidada de sí misma»; pero vistas, no ya desde el más allá, sino a través de sus reflejos en este más acá. No obstante, prefiero destacar –para concluir, y como único comentario– que de ahí deduce Péguy un cristianismo muy cercano al modo de ser de Jesús (y muy crítico con algunas formas del catolicismo actual), que el poeta describe poniendo en labios de Dios estas palabras: «Tampoco me gustan los beatos. Los que, como no tienen la fuerza de ser de la naturaleza, creen que son de la gracia. Los que creen que están en lo eterno porque no tienen el coraje de lo temporal. Los que, como no están con el hombre, creen que están con Dios. Los que creen que aman a Dios simplemente porque no aman a nadie»28.

¡Qué perfectas y verdaderas son las frases subrayadas, por más que se pueda abusar de ellas! 2. José María Valverde: «de Dios» De este extremeño sencillo, catedrático de estética, que sacrificó buena parte de su profesión y de su comodidad por solidaridad con los represaliados por el nacionalcatolicismo franquista29, me limito a citar algunos versos que hablan por sí solos. a) De «La palabra hecha carne» (hacia 1976) 59

«¿Es verdad eso? Siento terror a tal locura, a tan violento lenguaje a tal amor acechando detrás de este dolor que es vivir, y la cárcel que es el ser. Sé que fuera el creer renunciar a mi lengua y a mi vida pero me hiere esa palabra clara y sé que, aun antes ya de ser creída, valdría echar mil venas en su hoguera aunque un sueño tan solo resultara. ¿Y quién iba a soñar de esa manera que vuelve del revés el pensamiento y nos deja sin habla y sin aliento?» Lo mismo que inspiraría desconfianza, por la sospecha de que sea un sueño tejido por nosotros, suscita también la sospecha de que no será un sueño tan nuestro, vista la potencia y el «terror» o la violencia que implica su llamada. b) De «El Dios robado» (hacia 1970) Este poema suena como una respuesta a los dos versos con que concluye en forma de pregunta otra poesía de Pedro Casaldáliga: «el Dios de estas gentes – ¿es el nuestro?...» Y la respuesta se inclina a la negativa desde el radicalismo creyente de Valverde. En efecto, comienza evocando que «a esta vieja curtida... –y a tantos por los siglos y a tantos por las tierras– les han robado a Dios». Y más adelante sigue así: «En vano se hizo Dios un hombre, un pobre y dejó que los hombres lo mataran; en seguida, entre incienso, los de arriba repitieron: “nosotros somos grandes por la gracia de Dios, por su designio, y Dios echa al infierno al que digamos”. Los de abajo, pisados, sudorosos, siguieron sin saber de la Palabra sin llegarles la voz de Dios a darles su Cuerpo y más promesa y más derecho... Y Dios sufre aguantando por el pobre y prepara su triunfo y su venganza, y al que creía odiarle, su cariño, su banquete, su cama, su canción».

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Si Dios se revela renunciando a su poder, los hombres lo falsifican devolviéndole ese poder como fundamento de la violencia de los poderosos. El Dios Amor queda entonces reducido a una promesa para el más allá, mientras es visto como una inutilidad en el más acá. c) Y, curiosamente, para concluir, lo más encantador es que a esa experiencia auténtica de Dios ha contribuido la experiencia de la misma paternidad del poeta, como cuenta en uno de los poemas suyos que más me gustan, de la misma fecha que el anterior y que titula Paternidad: «Con niños por en medio ya no hay modo de que sienta temor de Dios, que tiemble... Con este amor abyecto que me arrastra por verles sonreír, con mi tormento si algo les duele, el vértigo pensando qué será de ellos luego, solos, torpes, y sabiendo muy bien qué disparates hizo Dios por nosotros, no hay manera de temerle. Ya sé su punto débil: es Padre, es Hijo en medio de hermanitos. ¿Cómo no he de abusar de mi confianza? Pero a ellos no les hablo de eso: un día empezarán a verlo con sus hijos» 30. Curiosamente, y la vida del poeta lo demuestra, ese Dios Amor auténtico no es un Dios «a la carta» o del que se pueda abusar en provecho propio. Acaba incluso siendo más exigente, mucho más exigente que el Dios del poder; pero también mucho más liberador y más capaz de hacernos crecer. Esta es, para mí, una de las últimas palabras de la cristología.

1. Esta reivindicación de la mujer, pasándola del mero rol biológico a la condición de persona, puede seguirse en otros momentos del tercer evangelio, como el pasaje de Marta y María. 2. Ver, en este sentido, K. BA R TH, Esbozo de dogmática, Santander 2000, pp. 112ss (sobre todo, 117). Aunque resulta tentador, no creo que la concepción virginal de Lucas tenga que ver con el mito gnóstico de la Sabiduría (Sofía) que, sin el beneplácito del Espíritu y «por la fuerza irresistible que hay en ella», produjo una forma que resultó ser monstruosa. Suele verse en este mito un pensamiento latente sobre la lucha y la armonía de sexos, pero (aunque Sofía es femenino) el Espíritu no es masculino (es neutro en griego, y femenino en hebreo). Por eso me gusta más buscar la enseñanza de ese mito en el peligro de una sabiduría cuya innegable fuerza de arrastre la lleva a prescindir del espíritu en su configuración (en la línea, por ejemplo, de la «razón instrumental» criticada como principio corruptor de nuestra Modernidad). Semejante sabiduría orgullosa acaba

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siendo infecunda o «produce monstruos», como el sueño de la razón de Goya. Mientras que (volviendo ahora a Lucas) la docilidad de María al Espíritu la lleva a dar a luz una auténtica «palabra» de Dios. 3. El Benedictus de Zacarías no hace más que reafirmar eso mismo: el tema vuelve a ser la misericordia de Dios, pero en el Benedictus se la evoca recorriendo toda la historia del pueblo humillado. En cambio, en el Magnificat se destaca más la mirada sobre la humillación personal de María, aunque contextualizándola al final en la historia de su pueblo como historia de la misericordia de Dios. 4. No hay oficio más despreciable que el de pastor, afirmaba el rabino José Ben Chorim, contemporáneo de Jesús. Por eso, al igual que las mujeres, los pastores no eran admitidos como testigos en los tribunales, porque se les consideraba «embusteros y ladrones». 5. «Rellenar barrancos, rebajar collados, enderezar lo tortuoso y allanar lo áspero» (Lc 3,5). 6. Cabe decir que la pasión de Marcos es más existencial (el duro fracaso de la libertad auténtica); la de Mateo, más judía (son los suyos los que no lo reciben); la de Lucas, más política; y la de Juan, más teológica. 7. Ver R. HA IGHT, Jesús, símbolo (vol. II, 1) Salamanca 2010.

de Dios,

Madrid 2007, y J. MOIN GT,

Dios que viene al hombre

8. Los hebreos numeraban con letras, como los romanos, no con cifras, como los árabes. Y las letras hebreas del número 14 son las mismas que las de la palabra David. 9. Me gusta en este marco citar los versos del Peribáñez de Lope de Vega: «... yo soy un hombre / aunque de villana casta / limpia de sangre y jamás /de hebrea o mora manchada». 10.

La Humanidad Nueva, p. 256

11. Ver: J. D. CR OSSA N y M. BOR G,

La primera navidad, Estella 2009.

12. 6,30 (que Lucas ha conservado también en 22,28); 8,26 (donde Lc 8,25 y Mc 4,40 conservan la acusación, pero suavizando la expresión); 14,31 y 16,8 (que ya no están en los otros sinópticos). 13. Mt 9,22; Mc 5,34 y 10,52; Lc 7,50, 8,48, 17,19 y 18,42. 14. 15,28, donde el paralelo de Mc sustituye la expresión «grande es tu fe» por esta otra más vaga: «por eso que has dicho, cúmplase lo que quieres». 15. 8,10: aquí el paralelo de Lucas conserva la misma expresión que proviene de la fuente Q. Pero Mateo parece haber acentuado la crítica a Israel añadiendo las palabras «par’oudení»: en todo Israel, o en nadie de Israel; mientras que Lc dulcifica la crítica: «ni siquiera en Israel hallé fe tan grande» (7,9). 16.

Eksousía: esa rica palabra griega que significa, a la vez, libertad y autoridad.

17. Exestḗ (está fuera de sí: 3,21) es el juicio benévolo de los suyos. Los demás lo toman simplemente por un judío infiel. Es llamativo el paralelismo entre las dos acusaciones que despierta la libertad de Jesús («blasfema» [2,7] y está loco) con lo que dirá san Pablo del mensaje cristiano: escándalo para unos y locura para otros. 18. Hasta qué punto se refleja aquí la predicación de Pablo –con quien, según muchos, trabajó Marcos– es cuestión abierta. 19. Amén de la larga explicación al comienzo de la escena sobre las costumbres judías, que puede ser debida a que Marcos se dirige a lectores no judíos, pero que, por su minuciosidad, contribuye a esa sensación de una seguridad que ata. El Corbán era el artilugio de declarar ofrenda al Templo lo que los padres necesitados podían exigir al hijo.

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20. Cf. Mt 26,60.61 y Lc 22,66, con Mc 14,57-59. 21. Un término que este evangelio suele emplear en sentido negativo: cf. 3,6; 6,64: 8,15...

The servant of the Lord, p. 82. Jeremias es también el que comenta la palabra amnos (cordero) en el Theologisches Wörterbuch zum neuem Testament.

22.

23. Frase atribuida a Séneca: a las estrellas solo se llega por caminos duros. El título antes citado es del Cuaderno 163 de Cristianisme y Justícia. 24. Recordemos el «caro cardo salutis» de Tertuliano. Y en Ireneo: «por la carne puso Dios en marcha todo este proyecto» (Adv. Haer. IV, pról. 4 y IV 20,7). 25. En El

misterio de la caridad de Juana de Arco.

26. He suprimido bastantes versos para evitar la prolijidad inacabable de este poema. 27. Dicho con todo respeto, me parece que ahí reside la herejía latente –pero muy real– de todos los que arremetieron espada en mano contra el libro de J. A. Pagola sobre Jesús. 28. Citado en J. L. MA R TÍN DESCA LZO,

Palabras cristianas, p. 98.

29. Entre ellos, J. L. Aranguren, desposeído de su cátedra de ética, ante lo cual reaccionó Valverde dimitiendo de su cátedra en Barcelona, porque, «si no hay ética, no puede haber estética». 30. En Poesías

reunidas, Barcelona 1990, pp. 253-254, 192-193, 194.

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3.

Utopía y razón

Los capítulos anteriores parece que nos obligan a reflexionar un poco sobre las relaciones entre ese anuncio cristiano de una plenitud absoluta para el ser humano (de un «eschaton») y la razón humana, que parece ser el gran absoluto o el mayor referente de la cultura moderna. Que la realización de esa utopía plena cristiana se anuncie para un más-allá de esta vida importa ahora menos, porque, según el testimonio del Nuevo Testamento, ese más-allá configura y se refleja en nuestro más-acá, llamándonos a una cierta anticipación1 que da vigencia a ese «no-lugar», pero «no-irreal». De hecho, también la razón humana se nos aparece como necesitada de plenitud, y hasta de redención en el sentido clásico. También la razón aspira a la utopía, como vamos a ver enseguida. Por un lado, Eugenio Trías acuñó una expresión feliz: «la razón fronteriza». «Fronteriza» significa mucho más que «limitada»: en el límite solo se percibe un tope final. En la frontera se percibe un más-allá, que podrá no ser accesible, pero de cuya existencia caben pocas dudas. La vinculación de nuestra razón con nuestros sentidos pone esto de relieve La misma razón apunta a un «eschaton», a una «Ultimidad total». Como ejemplos: el mundo de lo muy pequeño se nos escapa, aunque adivinamos que tiene su realidad y su lógica. La relatividad, el dato de que una partícula se modifique al ser observada, marca unos límites insuperables a la aspiración de nuestra razón. Pero, además, la Biblia habla constantemente de la ceguera de la razón humana. Suena a contradictorio. Y la contradicción no se elimina diciendo que la ceguera bíblica está referida sobre todo al corazón, porque la antropología bíblica no separa tanto razón y corazón como suele hacerlo la antropología occidental. Cuando sale de la matemática pura, nuestra razón es mucho menos universal de lo que imaginaba el joven Marx. Dos ejemplos: ahí tenemos ese lenguaje sobre la felicidad, tan típico de nuestros días: «sé feliz», «sed felices»... Hemos pasado apaciblemente, de la felicidad como objeto de un deseo, a la felicidad como imperativo, olvidando que para ser feliz en un mundo tan cruel como el nuestro no hay otro camino que cerrar los ojos, y que ese cerrar los ojos evidencia un miedo y una clara falta de autenticidad humana. Además, ese tránsito del deseo al imperativo se ha visto facilitado por otra ceguera aceptada, que consiste en reducir la felicidad al consumo. «Sed felices» significa en realidad: consumid más y más y más. Para probarlo basta con analizar un poco los lenguajes de la publicidad que hoy domina todos nuestros mapas sociales.

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Se olvida así que el consumo (salvo en algunos pocos ámbitos referidos a cosas indispensables) tiene muy poco que ver con la felicidad y que, como decía aquel cuento de nuestra infancia hoy desconocido, «el hombre feliz ¡no tenía camisa!». Simone Weil lo dijo con su contundencia habitual: «la vida tal como es no resulta soportable a los hombres más que por la mentira» 2. El otro ejemplo, más global, lo encarna el ya clásico título de Th. W. Adorno y M. Horkheimer, La dialéctica de la Ilustración, una obra que se abre con la pregunta de cómo ha podido ser que, cuando quisimos construir un mundo basado en la razón y la libertad, hayamos ido a dar en un mundo más irracional y menos libre. Reformulando esa pregunta con un juego de palabras: ¿cómo es posible que la Ilustración se haya convertido en «ilus-traición», en una traición a la luz. Ciega muchas veces y apuntando siempre a una frontera, a una plenitud: necesitada de redención y de salvación. Así aparece la razón humana, aunque la cultura moderna da la sensación de haberlo olvidado.

1. Razón y razones Estas reflexiones introductorias sobre nuestro hoy solo buscan poner de relieve que algo no funciona bien en nuestra razón, visto que puede ser manipulada de ese modo. Aquellos revolucionarios de 1789, que hacían procesiones y veneraban a la «diosa razón», no se daban cuenta de que actuaban con frecuencia en contra de la razón, aunque pretendían actuar en nombre de la Razón. Ello hizo reconocer a Habermas (en su diálogo con Ratzinger) que «hoy vuelve a encontrar eco el teorema según el cual solo la orientación... hacia un punto de referencia trascendente puede sacar del callejón sin salida a una modernidad que se siente culpable». Intentaremos, pues, poner ahora de relieve algunos rasgos de esa razón humana que la vuelven tan necesitada de una redención y de una plenitud, y tan referida a una escatología. a) Suelo decir, evocando irónicamente al Estagirita, que el ser humano no es un «animal racional» (¡ojalá!), sino un animal que racionaliza sus pulsiones. Este principio general va a ir justificándose en las tesis siguientes: b) Ello es así, en primer lugar, porque la confianza en la razón no es ella misma una opción «racional». Quiero decir que no puede justificarse desde la razón sin cometer una petición de principio. «La razón descubre que tiene su origen en otra cosa», escribía Habermas en el texto antes aludido3. Es algo de lo que enseña el clásico teorema de Fermat: que ningún sistema puede justificarse por principios

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interiores a ese sistema. Igual que si un papa no reconocido aún como infalible proclama su propia infalibilidad, esa proclamación, por hipótesis, podrá ser falsa. La razón es una de las herramientas más apreciables que tiene el animal humano; pero esta valoración en sí misma no puede ser dictada por la misma razón: no es racional, es más holística: es, simplemente, humana. Y esta limitación de nuestra razón es la que hace que luego, cuando se encuentre con ella un ser con un corazón tan enrevesado, tan enfermo y tan dominador de nuestra personalidad como es el corazón humano..., se dedicará a utilizarla en provecho propio. Aunque la proclame diosa (o quizás entonces más). c) En segundo lugar, la esperanza antes evocada del joven Marx de que la razón resulta más universal que la religión, aunque de ningún modo debe ser abandonada, se ha visto cuestionada también por la experiencia histórica posterior, que pone de relieve hasta qué punto la nuestra es una razón condicionada y limitada. El Marx maduro (a niveles sociales) y Freud (a niveles individuales) pusieron esto de relieve: la «ideología» (en sentido marxiano) y el inconsciente freudiano son, por lo general, más fuertes que la razón. Y ambos deberían contribuir a que devolvamos alguna vigencia al clásico desplante unamuniano: «un loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo menos la razón». No solo un loco: muchos criminales podrían definirse también así. d) De ahí ha nacido, lógicamente, el empeño por buscar la universalidad de la razón en niveles dialogales, en la línea de esas «comunidades ideales de diálogo» preconizadas por Apel y Habermas. Tampoco este empeño debe ser abandonado, pero sin ignorar que esas comunidades no se han dado nunca y, hoy por hoy, en nuestra sociedad superdesigual, no pueden darse. Y, sin embargo, la razón es tan grandiosa y tan respetable que la obsesión de cualquier ser humano será convencerse (y convencer a los demás) de que sus posturas y sus conductas son fruto de la razón (lo cual lleva implícita la exigencia de imponerlas a los demás). Un pensador tan racional como Adorno es de los que más han alertado contra las pretensiones «totalitarias» de la razón. Y un escritor judío escribe una obra de éxito contra la razón griega, a la que acusa de invasora, de querer apropiarse de la realidad en lugar de acercarse respetuosamente a ella, esperando que sea la realidad la que se entregue...4 Ello nos lleva a otra fuente de argumentos para explicar por qué no somos, ni de lejos, tan racionales como pretendemos.

2. Razón, afectividad y sensibilidad

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a) Todos estos problemas enunciados se agudizan si añadimos que, pese a su inmenso valor, la razón y lo cognitivo no son la totalidad del ser humano y, quizá, ni siquiera su valor supremo. Una razón fría, impoluta, desnuda de todo tipo de pasión, puede ser muy ciega ante aspectos fundamentales de la realidad: por eso últimamente se han creado tantos lenguajes que «adjetivaban» a la razón: no solo la primitiva distinción kantiana entre razón «pura» y razón práctica (aunque parecería que nada hay más deseable que una razón «purificada»). Hoy se habla también de razón emocional, razón instrumental, razón empática... Poco absoluto debe de tener aquello que necesita tantos adjetivos y tantos matices. b) Todo esto es comprensible, dado que la razón humana nunca comienza a trabajar «desde cero» o desde la nada, sino a partir de unos datos que recibe de nuestra facultad perceptiva o, como prefiero decir, de nuestra «afectabilidad» (Zubiri habló de inteligencia sentiente). Uno de los grandes problemas humanos está, para mí, en esa afectabilidad. Así como en los sentidos materiales se puede ser daltónico, miope, duro de oído, de olfato más o menos fino, o de un gusto que llamamos mejor o peor (aunque, en este caso, sin saber dónde está la norma objetiva del buen paladar), y a partir de esos datos reaccionamos y actuamos en la realidad, pues también en el campo espiritual o psíquico comenzamos a razonar del mismo modo: a partir de unas percepciones cuya objetividad simplemente presuponemos. Pero es enormemente difícil, y creo que solo parcialmente posible, llegar a la pura transparencia en esa afectabilidad a partir de la cual pensamos y razonamos. Es llamativo que una de las llamadas «bienaventuranzas» de Jesús atribuya nuestra capacidad de ver a la «limpieza de corazón». Hoy que está tan de moda el problema de la «mácula» ocular ¿no cabría apuntar desde ahí hacia una posible «mácula» en los ojos de nuestra razón? c) Por eso, cuando Tomás de Aquino reivindica la razón a través de Aristóteles, lo hace desde la convicción de que razón y fe, aunque no se identifiquen, no se oponen, y que ambas orientan al ser humano en dirección parecida. Tomás quiere decir que, si ambas están totalmente purificadas, no pueden oponerse. Pero puede objetársele a Tomás que esa visión suya solo sería válida si los seres humanos no fuésemos cada uno un «ser de necesidades», según la precisa definición de Marx. Y de necesidades muy materiales y muy inapelables a veces. El hambre aguza el ingenio, dice el refrán; pero el dinero ciega a los hombres, como ha percibido tantas veces la historia humana. El amor es ciego, dice también el refrán; pero hay multitud de situaciones en las que las que solo el amor es vidente y clarividente.

3. Razón y creencias

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a) Por estas razones, me parece que todos los afanes racionales de la Modernidad han entrado hoy en profunda crisis, aunque (como suele suceder en la evolución y luego en la historia, y como bien había visto Hegel) la razón no debe de ningún modo ser rechazada, sino reabsorbida, reintegrada en una síntesis superior5 . La crisis actual de la razón moderna se debe a la falta de un punto de partida sólido para la nueva tarea. Porque, además, ese punto de partida siempre será fruto de una apuesta (u opción) creyente; nunca de un principio matemático universal. Hace poco leía en A. Fierro (con una confianza que a mí me parece algo dieciochesca) que «la paz ha venido de la razón» 6. Y yo no quisiera renunciar nunca a ese instrumento. Pero el problema es que quienes prepararon la llamada «solución final» en tiempos del nazismo sostenían que estaban actuando «según razón». Ahí está esa afectabilidad que condiciona a nuestra razón en su mismo punto de partida. Y aunque pueda decirse que Ratzinger se obsesionó en su lucha contra el relativismo, será difícil negar que nuestra juventud postmoderna desconfía hoy tanto de las apelaciones a la razón como desconfiaba la anterior juventud moderna de las apelaciones a la fe. No pretendo que esto sea mejor ni peor: simplemente, me parece que es el ámbito en que hoy nos encontramos y el que nos plantea la ineludible pregunta humana por los puntos de partida fiables. b) «Last but not least»: a todos estos límites hay que añadir uno muy típico de nuestra razón occidental, y es que solo se acerca a la realidad de forma abstractiva y universalizando. Ello tiene, por un lado, unos resultados brillantes en su modo de funcionar. Pero, por otro, impide a la razón acercarse a lo concreto particular. Y de esto no acabamos de darnos cuenta, por más que de vez en cuando alguien nos recuerde aquello de que no hay enfermedades, sino enfermos. La filosofía escolástica ya había intuido eso cuando afirmaba que «individuum est ineffabile». Por eso estableció la distinción como elemento imprescindible del funcionamiento de nuestra razón y de toda argumentación: porque, al distinguir, vamos bajando cada vez más desde el universal abstracto a particulares más concretos, los cuales son los que suelen reclamar de nosotros eso que llamamos «fe». Y esto parece pura teoría; pero luego nos lo encontramos cada día en la práctica. Por ejemplo, asistimos con frecuencia a discusiones inútiles sobre los impuestos: sí o no; subirlos o bajarlos... Y buena parte de esa inutilidad se debe a la abstracción de la palabra «impuestos»: no son lo mismo impuestos directos que impuestos indirectos e IVAs; ni impuestos a los millonarios que a las clases medias y bajas... A partir de este modo de argumentar con una razón abstracta, se justifican cosas injustificables. Porque es evidente que los impuestos hay que subirlos y hay que bajarlos: ambas cosas. Pero lo primero, a quienes tienen de sobra en cantidades excesivas (lo cual ya no merecería el nombre de «impuestos», sino de «restitución»); lo segundo, a quienes viven al día y van

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saliendo a flote con dificultades. Las concreciones ayudan mucho a matizar las abstracciones. Pero ahora solo me interesaba destacar que en esta discusión, como en tantas otras, ambos frentes arguyen en nombre de la razón, sin darse cuenta ni de los límites de esa razón abstractiva ni de los intereses que tantas veces mueven a un presunto razonar abstracto.

4. Razonabilidad y ultrarracionalidad de la utopía Si valen los análisis insinuados aquí, no será difícil concluir que, por un lado, nuestra querida razón humana se nos aparece como remitida a un más allá: como necesitada de redención y de plenitud. Y, por otro lado, que hay algo en nosotros que es fundamental y previo al uso de nuestra razón y que reside en nuestro modo de abrirnos a las cosas: lo que Jon Sobrino suele calificar como «castidad con lo real». Esa imposible castidad vuelve a remitirnos otra vez a algún tipo de «más-allá». La utopía, enseñaba E. Galeano, «sirve para caminar», porque se va moviendo conforme avanzamos nosotros y nos obliga a seguir avanzando. Nada que objetar. Pero habría que añadir que la utopía no debería hacerse presente solo en el camino, sino también en el punto de partida y en la actitud con que nos ponemos a caminar. Porque, si no, podría suceder que no nos dirigiéramos hacia la verdadera meta humana, sino hacia ninguna parte. O hacia el desastre. Esa es la crítica que hoy suele repetirse contra nuestro progreso, ya desde Simone Weil y Walter Benjamin, y después del nazismo y la bomba atómica. En este sentido, la utopía no es solo horizonte; es también, con la expresión antes vista de Teilhard de Chardin, «punto omega»: meta que va atrayendo como el imán; norte que lleva a emprender y seguir el camino y que, a la vez, engloba y unifica la marcha de todo el universo (no solo mi marcha individual). Como es sabido, ese punto omega, personal y universal a la vez, es para el Nuevo Testamento el llamado «Cristo total»: la recapitulación de todo el universo en el Cristo Resucitado. En este sentido, es llamativa la frecuencia con que, en los dos himnos cristológicos de las llamadas cartas paulinas de la cautividad (Efesios y Colosenses), se repite la expresión «eis autón» (hacia Él), y no solo «dia autoû» (a través de Él), cuando se habla del obrar de Dios, planificador, creador, redentor y reconciliador. La razón humana puede barruntar o descubrir su tendencia hacia un Omega, preguntar por él y quedar esperando respuesta. Hasta ahí puede llegar la razón. Y ahora permítaseme una aplicación de lo que llevamos dicho.

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5. Y si se trata de economía... Si los análisis anteriores son correctos, será fácil comprender hasta qué punto las citadas deficiencias de nuestra razón tienen hoy un lugar privilegiado en su uso al servicio de la economía, que es la más irracional de todas las dimensiones de la cultura moderna, en la que una razón meramente «instrumental» trabaja al servicio de una sinrazón global. Hasta tal punto que, si antaño se hablaba de la filosofía (el campo que parece más propio de la razón) como «ancilla theologiae», hoy deberíamos hablar de nuestra cultura como «ancilla economiae». Y si antaño se alzó la voz de I. Kant gritando: «¡Atrévete a pensar!», contra la verdad oficial de la tradición, hoy hay que repetir el ¡atrévete a pensar! contra la verdad oficial del presente. Porque, de lo contrario, será muy difícil que la utopía «se mueva», como decía Galeano, y así nos haga caminar. La lucidez (hoy olvidada) del cura Don Milani, escribía a su amigo comunista: lucharé contigo sin parar hasta que llegues al poder; a partir de entonces, me tendrás en la oposición. Y a Mao se le atribuye aquel eslogan: primero habrá que hacer la revolución contra el «status quo»; luego la revolución contra la revolución. Que es como decir: la utopía, además de aliciente, ha de ser también crítica. En teología se habla del «reparo escatológico» o de la simultaneidad entre el «ya sí» y el «todavía no». Es una manera de reconocer que tanto la razón como el ser humano son utópicos: apuntan siempre a un más-allá incesante, hacia una Trascendencia que es vivida antes de ser pensada. Si se me permite una experiencia personal, para concluir, pensemos en las matemáticas, que, por su exactitud, parecen ser el campo por excelencia de la razón y de su fuerza. Hasta tal punto que los pitagóricos hicieron de los números y sus relaciones unos ingredientes de comprensión de la realidad. Por si fuera poco, las matemáticas son a veces de una belleza capaz de competir con el mejor paisaje de los poetas. Es sorprendente el placer que cabe en algo tan trivial como un «sudoku samurái» cuando descubres que, en contra de lo que parecía a primera vista, una determinada cifra solo puede estar en una determinada casilla y no en otras varías que parecían admitirla, porque, de ponerla allí, se cerrarían muchas puertas futuras que impedirían completar el relleno. Pero... a la vez, nada más terrible que la mente matemática empeñada en afrontar y resolver matemáticamente y con esa exactitud todas las dimensiones y problemas de la realidad. El lenguaje habla castizamente de «cabezas cuadradas». Porque esas gentes acaban destruyendo la realidad.

De este modo, la misma razón acaba llevándonos a su propia superación: a la utopía otra vez. Y en este sentido, una razón purificada (que no es lo mismo que razón pura) puede hacer el gran servicio de desenmascarar las mil falsas utopías que los humanos construimos desde nuestra constitución utópica o desde la llamada que nos hace la utopía. Quizá valga la pena desarrollar esto un poco más, porque creo que ayuda a percibir cómo los hombres gozamos más con la promesa de las cosas que con las cosas mismas. Hace años, se estrenó una película (La vie d’Adèle) que escandalizó por una larga escena de sexo «explícito» (adjetivo que hoy solemos utilizar para no decir simplemente «obsceno» o «pornográfico») entre dos muchachas: una lesbiana profesa y otra que buscaba su identidad sexual. La cito porque creo que lo más seductor y lo más excitante de la película no eran las escenas físicas de sexo, sino la secuencia anterior, en la que a la muchacha seductora, en una larga conversación con la amiga, se le van iluminando los ojos y se le

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va dibujando una sonrisa paciente e impaciente a la vez, conforme adivina la posibilidad, la promesa y la casi seguridad de la escena siguiente: había más felicidad en aquella cara expectante y ansiosa que en todo el placer posterior. Y esa escena previa es la que da fuerza erótica a la escena siguiente, que, sin ella, no sería más que un típico «más de lo mismo». Por supuesto, la película acaba como cabía esperar: aquella plenitud entrevista no se consigue; a la larga, van apareciendo en la relación la posesividad, los celos, las ganas de «rendir» a la otra parte... y todo eso tan nuestro que acaba destrozando a las dos protagonistas. Pongo este ejemplo para añadir a continuación que esto no sucede solo en el campo erótico, por la inacabable complejidad de nuestra sexualidad. Es en todos los campos humanos donde la promesa entrevista acaba quedando por debajo de nuestras expectativas, donde (para decirlo con la clásica imagen bíblica) la «tierra prometida» no mana, sin más, leche y miel (aunque es precisamente buscando esa tierra prometida, que no existe, como el pueblo consigue la libertad). En casi todos los campos humanos nos nace ese regodeo en lo que va a venir y sobre lo cual proyectamos más de lo que vendrá... En la fiesta de los Reyes Magos, nuestros niños disfrutan más en el momento de acercarse a ver los regalos que luego en la posesión de los mismos (de los que tantas veces se olvidan o se aburren al poco tiempo). La sonrisa feliz de aquella carita que entraba en la habitación de los regalos no vuelve a repetirse después. Y pasando de niños a adultos, cada año, hacia el 21 de diciembre, nos embuten los medios infinidad de noticias y reportajes sobre la lotería de navidad. No creo equivocarme si escribo que el momento de mayor felicidad es el del anuncio del premio que ha tocado, no los días que siguen con la posesión de ese premio. Y, de manera más pedestre: los estallidos de dicha que creemos percibir cada año porque «mi equipo» ha ganado tal liga o campeonato o ha ascendido a primera división, se convierten en preocupación y angustia en cuanto comienza la temporada siguiente, por si este año podremos volver a ganar, o se llevará la liga «el otro», o descenderemos a segunda división otra vez. No sé si es cierto lo que me dijo una vez una mujer (algo resentida quizás): de todo el matrimonio, el momento más feliz es el día de la boda, cuando te vistes de novia... No siempre será así, pero cuando no lo es, se debe a que una persona madura no se habrá dejado llevar por los vientos de la utopía.

Con esta retahíla de ejemplos solo he querido dejar claro que esos vientos existen: los humanos tenemos cierta hambre de absoluto, y eso puede llevarnos a absolutizar cualquier cosa. Ante esa promesa de las cosas, que a Agustín parecía decirle: «busca más allá de nosotras», y a Juan de Yepes le sugería «un no sé qué que quedan balbuciendo», los seres humanos se encuentran también con «un no sé qué que quedan esperando».

*** CONCLUSIÓN Pues bien: ante esa dimensión nuestra puede cobrar nueva vigencia el consejo kantiano: «atrévete a pensar», si lo entendemos como «atrévete a encarar desde una razón purificada esa dimensión utópica que nos constituye». ¿Por qué somos así? ¿Y cómo manejarnos siendo así? Tengamos en cuenta la otra gran verdad de que quienes funcionan como sabios desengañados y pesimistas de profesión nunca construyeron mucha humanidad ni mucha historia. Fueron siempre los despreciados como «utópicos» los que hicieron dar algún paso adelante a nuestra historia, aunque ese paso se quedase muy por detrás de lo anhelado. 71

Pero también, ante esa dimensión nuestra, encuentra su verdadero contexto la oferta utópica de la Buena Noticia de Jesús, que se extiende a lo personal, a lo social y a toda la historia humana. El kantiano «atrévete a pensar» se hermana así con un «atrévete a esperar».

1. Sobre la anticipación como categoría derivada del anuncio cristiano de la Resurrección, ver lo dicho en el capítulo 3 de La Humanidad Nueva. Ensayo de cristología. 2.

Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu, Paris 1962, p. 14. Hay traducción castellana en Trotta.

3. Un poco más comentado en Calidad cristiana. Identidad y crisis del cristianismo, Santander 2006. Puede ser bueno subrayar que la aporía citada empapa todas las dimensiones humanas, también la religiosa. Y hoy la encontramos en ese salvaje integrismo islámico que, creyendo actuar en nombre de Dios, actúa también, en realidad, en contra de Dios. 4. Mark A. OUA KN IN ,

Elogio de la caricia, Madrid 2006.

5. Traduzco con esas expresiones el hegeliano aufgehoben. 6.

Después de Cristo, Madrid 2013, p. 348.

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4.

¿Hay lugar hoy para el «no lugar»? El anuncio cristiano en tiempos de crisis

Sospecho

que la evangelización y la pastoral del futuro habrán de ser bastante diversificadas, al menos en esta Europa desde donde escribo, dada la enorme variedad y pluralidad de nuestro entorno. Además, habrán de tener en cuenta algunos tipos nuevos que antes casi no conocíamos y ahora son frecuentes: primero, un ateo militante y fundamentalista (a veces literalmente inquisidor), muy distinto de otros ateos discretos y casi vergonzantes de antaño; además, el hombre de buena voluntad, quizá ya ni siquiera bautizado, que se mueve ante un sinfín de ofertas de sentido presentes en su entorno y, como no sabe con cuál quedarse, va tomando diversas cosas de cada una y haciéndose su propio «deuteronomio». También hay que tener en cuenta la diversa evolución que se ha dado, por un lado, en los países teóricamente «libres» y, por otro, en los países nominalmente «socialistas». Paradójicamente, en los países donde la religión fue perseguida, la fe se ha conservado mucho más, aunque se trata de una fe en buena parte «reactiva», que no pudo ponerse al día y que cree (equivocadamente) que no debe aceptar absolutamente nada de sus perseguidores: ha quedado allí un cristianismo conservador que debe ser evangelizado también, so peligro de desaparecer precisamente al recobrar la libertad. En cambio, en los países ricos, de teórica libertad religiosa, el dios del consumo se ha impuesto y ha ido embotando las mismas preguntas humanas a las que la fe responde. Ha surgido así ese tipo de hombre que ya no es ateo ni agnóstico propiamente hablando, sino que, simplemente, «pasa»: el tema de Dios o las utopías no le interesan; la sociedad consumista lo ha narcotizado y domesticado lo suficiente como para que no solo no entienda las respuestas cristianas, sino que ni siquiera entienda la pregunta. No sé si, a la larga, este acabará siendo el interlocutor más frecuente del cristianismo europeo; pero sí creo que, a pesar de todo, también él lleva dentro la semilla del Reino; y la llamada «Nueva evangelización» habrá de ver cómo se la despierta. Tratando de decir algo válido para toda esta pluralidad, señalaré primero unos elementos de carácter más formal, y luego otros de contenidos.

1. La buena noticia y su precio 1.1. La paradoja del mensaje cristiano

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Desde el punto de vista formal, creo que cualquier agente de pastoral habrá de tener muy claro que el cristianismo es una oferta increíble de sentido, pero que pasa por una cierta renuncia a la búsqueda de sentido. Se refleja aquí la clásica dialéctica cristiana entre muerte y resurrección. Por ahí va lo antes dicho de una oferta de plenitud que pasa por la renuncia a la búsqueda de tal plenitud: anunciamos un «salvador crucificado, escándalo para los piadosos y estupidez para los sabios» (cf. 1 Cor 1). Es crucificado, ¡pero sigue siendo salvador! Esta dura ley del anuncio cristiano obliga a dos cosas: la primera, no pasar de contrabando, bajo ese escándalo de la cruz, otros escándalos que no brotan de la cruz, sino de nuestro pecado: de nuestro miedo, de nuestra pretensión de poder, de nuestro afán de seguridad, que no soporta verse amenazado, de nuestra pereza para escuchar hasta el fondo los problemas y la situación de cada persona, de cada hora, de cada pregunta... Solo Dios sabe hasta qué punto los anunciadores oficiales del Evangelio hemos caído en ese pecado que pretende justificar, con el escándalo de la cruz, nuestra falta de «parresía» (esa palabra, tan frecuente en el Nuevo Testamento, que significa aún más que «audacia»). Ese pecado que no distingue entre el «temor y temblor» de que hablaba Pablo (el temor a falsificar el evangelio) y el otro miedo a quedar cuestionados nosotros. Curiosamente, esta difícil contradicción del anuncio cristiano encuentra en nuestra constitución humana un claro «ojal» por donde puede entrar en nosotros. La mejor manera que conozco de formular esa otra contradicción nuestra es la expresiva frase de N. Berdiaeff que me gusta citar: el ser humano tiene que elegir entre libertad con sufrimiento y felicidad sin libertad1. Nuestra actual cultura occidental ha optado claramente por la felicidad, tratando de hacernos creer que ofrece una felicidad con libertad y sin dolor. Para ello ha hecho consistir esa felicidad en el consumo y, de ese modo, nos va convirtiendo en «esclavos domesticados»: siervos del consumo que se creen libres sin serlo, porque han pervertido la noción de libertad2. Esa es la opción de la facilitonería. Y se comprende, porque la otra opción, la opción por la libertad, es demasiado cara: no solo Berdiaeff (que une libertad y sufrimiento); también Dostoievski, Nietzsche, Sartre, W. Benjamin y otros grandes pensadores del pasado, advirtieron contra lo dura que es la carga de la libertad para el ser humano y lo comprensible que es la tentación de venderla por cualquier «plato de lentejas», como hizo el Esaú bíblico... Esa contradicción humana empalma perfectamente con la otra contradicción del anuncio cristiano y resuelve la antinomia de manera paradójica: es en la entrega de la 74

vida como se conquista la vida; para encontrar la felicidad hay que renunciar a buscarla; para encontrarse a sí mismo debe el hombre olvidarse de sí mismo; para encontrar el amor hay que renunciar a exigirlo. Y así sucesivamente... Pero dejando muy claro que se trata de una renuncia libremente elegida, nunca de una renuncia impuesta a la fuerza por el decálogo del dios Consumo y de su profeta el Mercado... Quizá podemos ejemplificar lo que intento decir con una anécdota de hace casi un siglo: Simone de Beauvoir cuenta en sus Memorias su primer encuentro en la Sorbona con Simone Weil, que gozaba ya de una fama de «roja» entre el alumnado, y la breve discusión que ambas mantuvieron. La futura amante de Sartre defendía que había que dar a los hombres, antes que nada, un sentido para sus vidas (demanda comprensible cuando se ha perdido la fe religiosa). Y su homónima, que tampoco era creyente entonces, sostenía que, ante todo, había que darles pan. Ambas se parapetaban en sus posturas... hasta que S. Weil le espetó: «¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre...!» La de Beauvoir reconoce que aquello la hirió. Pero lo fundamental para mis reflexiones es que la vida de S. Weil, pese a ser mucho más breve y más difícil, estuvo mucho más llena de sentido que la de su tocaya y compañera de universidad.

Generalizando, pues: todos los imperativos de felicidad que nos presenta el consumismo son imperativos de insolidaridad; y, a la larga, la insolidaridad no nos hace felices. Mientras que la aceptación consciente de que la felicidad (como la utopía) «no tiene lugar» en este mundo, tanto por la desproporción entre la ilimitación de nuestro deseo y la limitación de las ofertas para satisfacerlo como, sobre todo, porque nadie tiene derecho a ser feliz en una ciudad afectada por la peste..., esa aceptación es la que, a la larga, nos va llenando la vida de unas experiencias de sentido que son la única felicidad posible en esta tierra. 1.2. De indoctrinación a mistagogía De esa paradoja cristiana brota una segunda obligación, que es la de procurar que la pastoral no sea una mera indoctrinación, sino una mistagogía: una iniciación a la experiencia y un enseñar a vivir, teniendo por ello en cuenta que cada persona es una historia y tiene sus momentos y sus oportunidades. Parafraseando la vieja expresión de Paulo Freire, habría que decir que, en el futuro, ya no cabe una pastoral o una evangelización «bancaria» (depositar contenidos), sino que toda pastoral es también un acompañamiento. Y aquí hay que evocar también la vieja acusación al cristianismo occidental de haberse convertido en una «gnosis»: una doctrina, más que una vida. A pesar de (o quizá debido a) lo mucho que batalló el primer cristianismo contra el gnosticismo (la «salvación por el conocimiento» y no por la vida), terminó cautivo del mismo por una especie de síndrome de Estocolmo anticipado. Uno de los efectos inesperados (pero importantísimo) del pontificado de Francisco ha sido ir llevando suavemente al cristianismo de la gnosis a la vida. En relación con esto, insinúo solo (porque ya hablé de ello en otros lugares) que la pastoral del futuro necesita una inmensa, cuidadosa y acertada revolución en su lenguaje. La gran mayoría del lenguaje oficial eclesiástico ha perdido fuerza y capacidad 75

significante: en el mejor de los casos, no suele «decir» nada; en el peor, transmite una imagen deformada de muchos contenidos cristianos. Esto vale del lenguaje oral, sobre todo del de buena parte de nuestra liturgia; pero vale también de otras formas y estilos de lenguaje no verbal que pueden transmitir un modo de sentir o de abrirse a la realidad. Es muy difícil, por ejemplo, ver a unos cuantos obispos actuando juntos, con sus capisayos, sus lencerías y sus «chucherías» litúrgicas (que antaño pudieron significar algo, pero que hoy no significan nada), y pensar que aquellos hombres son nada menos que sucesores de los que el Señor Jesucristo eligió como responsables primeros de su mensaje...

2. La llamada de Jesús En cuanto a los aspectos materiales de la comunicación del cristianismo, quisiera destacar cuatro. 2.1. Jesús El primero de todos es la figura de Jesús, que constituye el mayor tesoro del cristianismo y del género humano. El cristianismo debe, por encima de todo, dar a conocer a Jesús e invitar a seguirlo. La llamada al seguimiento, por lo que tiene de riqueza humana, es válida absolutamente para todos los hombres, aunque no todos llegarán después a la fe en Jesús como el Cristo de Dios y la Revelación de Dios. Los creyentes en Jesucristo sabrán que guardan la mayor reserva de fundamento para ese seguimiento de Jesús, que debería ser válido para todos los hombres. Jesús el hombre nuevo, el de las entrañas conmovidas, el icono de una libertad plenamente humana, el debelador de los ricos, de todos los poderes religiosos y de la fundamentación religiosa de las desigualdades entre los hombres, el sanador, el judío que hizo estallar desde dentro su propio judaísmo, el anunciador de la utopía de otro mundo posible («reinado de Dios») y de una confianza inquebrantable ante la dimensión más última de lo real, el conflictivo y molesto como pocos hombres de esta historia..., el que llamaba a una forma de vida como la suya3. Y el que sentía sus entrañas conmovidas al ver a los hombres vagar «tots plens de nit», como cantaba Raimon, o «como ovejas sin pastor», en el lenguaje de Jesús; pero buscando el sentido y la dicha («la luz y la paz», en la letra de Raimon) y, en definitiva, buscando a Dios en la ventolera de este mundo4. Hacer presente a ese Hermano y Señor en la vida de los seres humanos es más importante que comunicar una serie de verdades inconexas sobre el más-allá, con cuya profesión «se compra» el cielo. Pero sigo temiendo que, en un sector importante de nuestra iglesia, se da hoy un perceptible miedo a Jesús, al que, por ello mismo, se 76

procura desleír en un «cristo» sin rostro que, pretendiendo salvar su dimensión divina, prescinde de su figura y su presencia humana, que son precisamente el rostro de aquella divinidad. Y así acaba dándole el rostro de los poderes religiosos institucionales. De esa pérdida de Jesús se sigue otro inconveniente que hoy resulta aún más grave: Jesucristo se reduce a ser solo nuestro redentor; mientras que su carácter revelador de Dios (la misión que más le atribuye el Nuevo Testamento) queda también desleído. Como si nuestros teólogos fueran tan sabios que no necesitan que nadie les revele a Dios, al que ellos ya conocen muy bien... La evangelización del futuro deberá tener muy presente que en el seguimiento de Jesús se cumple «la voluntad del Padre», mientras que diciendo «Señor, Señor» se puede ser profundamente infiel a la voluntad de Dios y quedar fuera del Reino de los cielos (Mt 7,21). Habrá de tener muy en cuenta que el proceso cristiano es «quien me ve a mí ve al Padre», no que quien crea conocer al Padre lo encontrará en Jesús. Y que, por eso, Jesucristo prefería a los que cumplen anónimamente la voluntad del Padre, frente a los que dicen explícitamente: «¡Señor, Señor!». 2.2. El pecado: ¡y muy en serio! En segundo lugar, y por raro que suene a algunos «progres» baratos, la pastoral del futuro deberá tener muy presente el pecado. Es cierto que el pecado tiene hoy muy mala prensa: en parte, por la pésima presentación que hicimos de él los cristianos, fustigando más la debilidad humana que la auténtica maldad y nuestra ceguera culpable. Y en parte, también, por el paganismo de nuestra cultura, que solo conoce la moral cuando le sirve para fustigar a los demás, pero no cuando ha de marcarse el camino a sí misma. Ahora bien, la sensación de no haber hablado bien de este tema en el pasado no puede llevarnos a pasar por alto el tremendo problema del mal. Insistir en la seriedad del pecado no significa caer en la esclavitud de la ley y en la obsesión transgresora. Mons. Romero declaró en Lovaina que «hemos aprendido lo que es el pecado». Y citando a santo Tomás puso de relieve que a Dios solo le ofende el daño que hacemos a los seres humanos (a los demás o a nosotros mismos). Y la época de Auschwitz, la de los mil pequeños holocaustos que pueblan nuestro planeta, la época de una presunta emancipación humana que ha ido «caminando sobre cadáveres» (W. Benjamin) y de ese nuevo pecado que es «la globalización de la indiferencia», no cesa de hablarnos de un daño inacabable hecho a millones de seres humanos. El hombre moderno y el postmoderno son capaces de lanzarnos la pregunta: «Ante un mundo como este, ¿qué hace Dios? ¿Mira hacia otro lado?» Pero no son capaces de soportar la respuesta cristiana a esa pregunta: «Dios nos mira a nosotros y nos encuentra mirando hacia otra parte».

77

Y, junto a la globalización de la indiferencia, también será preciso denunciar que la renuncia a la gran utopía del Reino nos lleva a absolutizar pequeñas metas como si fueran verdaderas utopías. En Jesús, lo que he llamado «gran utopía del Reino» cabe en dos palabras: misericordia y justicia. Ellas condensan todas las bienaventuranzas del discípulo (las de Mateo), y este evangelista parece retomarlas en su larga crítica a la religión oficial, cuando la acusa de «colar el mosquito y tragarse el camello» de los diezmos y demás, mientras olvida lo que constituye «el meollo de la Ley»: la justicia, la misericordia y la fe (Mt 23,23). Y Jesús todavía matiza, a la vez que marca una jerarquía de valores: «esto es lo que había que hacer, sin olvidar lo otro». Pues bien: no sería difícil hacer hoy una paráfrasis de estas palabras de Jesús, para dirigirla a muchas izquierdas que han sustituido también «la gran utopía» por pequeños diezmos de menta y comino: ¡Ay de vosotras, feministas, que ponéis todo vuestro empeño en la igualdad lingüística de géneros y descuidáis lo más importante: la esclavitud de tantas mujeres víctimas de la llamada trata de blancas; esto es lo que había que procurar, aunque sin olvidar lo otro! Y ¡ay de vosotras, izquierdas, que ponéis todo vuestro empeño en acabar con la monarquía política y parecéis haber renunciado a lo que hoy es definitivo: acabar con las monarquías económicas de multinacionales, Bancos y otros grandes poderes del capitalismo actual. Esto es lo que habría que hacer, aunque sin olvidar lo otro! Con un nuevo «¡ay de vosotros...!» para los sindicatos que han renunciado ya a cambiar el sistema; y también para muchos eclesiásticos por actitudes parecidas... La utopía, la gran utopía de que intentamos hablar, no tiene lugar, pero tiene vigencia en este mundo. Y negarle esa vigencia, so capa de objetividad y realismo, es el mayor engaño en que puede caer hoy el ser humano. El cristianismo ha tenido siempre una sensibilidad muy particular para la enorme capacidad de autoengaño que tenemos y cultivamos los hombres a la hora de hacer daño a los demás o a nosotros mismos. Además, el verdadero anuncio del pecado nunca es moralismo, porque va siempre precedido por el anuncio del perdón y la acogida de Dios. Es, sobre todo, llamada al conocimiento propio, a la lucidez sobre nosotros mismos y a la denuncia de todas las ideologías y mecanismos (¡también religiosos!) que nos facilitan ese autoengaño y nos acunan en él: hoy, sobre todo, la idolatría del Capital: de ese Mamṓn que es el gran enemigo de Dios. Retomaremos el tema del autoengaño en algún capítulo posterior. Aquí importa más destacar que hoy se nos impone también la tarea de hacer y predicar la moral «desde abajo»: mostrando la verdad y la calidad humana de todo lo que la fe cristiana considera obligatorio, sin ampararse en el fácil recurso de fundar esas obligaciones en algún mandato arbitrario de Dios. Es tarea mucho más difícil, porque requiere más diálogo, más estudio y más experiencia creyente. Y obligará a una distinción entre aquellas obligaciones que son universales y deben constituir una ética humana (o «laica»), válida 78

para todos los humanos, y otras obligaciones que el cristiano debe asumir como particularmente suyas, como precio del enorme privilegio de la fe. Porque no se puede pedir lo mismo a quien considera que cada ser humano tiene un valor absoluto incondicional por ser hijo e imagen de Dios, y a quien, por carecer de fe, considera que el ser humano no es más que «un mono que ha tenido suerte»; ni aunque estime y considere esa suerte como muy grande. El cristianismo debería ser visto por los no cristianos como «pionero de humanidad» y fecundar de este modo la historia humana. Si no, no evangelizaremos. 2.3. La novedad de Dios Desde estos dos presupuestos, la pastoral futura deberá ser consciente de aquel dicho tan lúcido del profeta y mártir D. Bonhoeffer: «el Dios que se revela en Jesucristo pone del revés todo lo que el hombre religioso espera de Dios». El cristianismo anuncia un Dios «distinto»: escandaloso muchas veces, porque es un «Dios crucificado» (condenado a muerte con la pena reservada a los terroristas, lo cual es muy escandaloso para todos los bienpensantes); y estúpido otras veces, porque es un Dios débil que no tiene más poder que el del amor. Un Dios, además, que no es soledad y preservación recelosa de su grandeza, sino donación de su ser y posesión de sí en la relación. Un Dios que, por cercano que sea, no deja de ser absolutamente misterioso y que, por insondable que sea en su misterio, no deja de ser increíblemente cercano. Un Dios que es el Dios de los pobres, que derriba a los poderosos de sus tronos y despide vacíos a los ricos. Pero que, en este mundo, no actuará nunca sino a través de nosotros, creamos en Él o no. Hoy está de moda, al abordar el problema de las religiones de la tierra y del indispensable encuentro y colaboración con ellas, sostener que Dios es lo que todas tenemos en común y lo que a todas nos une. Prefiero decir que lo que nos une es «la búsqueda» de Dios: porque, sin negar lo que hay de verdad en la afirmación citada, me parece una media verdad peligrosa, puesto que muchas veces (y parafraseando una frase de D. Reagan) Dios «no es la solución, sino el problema». «El dios de los señores es otro», viene a decir un personaje de José Mª Arguedas5 . Y hasta para aquellos que intentamos anunciarlo, Dios no será nunca una propiedad privada nuestra. El anuncio futuro de Dios deberá recuperar la encarnizada lucha del Primer Testamento contra toda idolatría, aunque nuestros ídolos de hoy sean muy distintos de los de la antigüedad. 2.4. La comunidad de fe Finalmente, la pastoral del futuro deberá tener muy en cuenta la dimensión eclesial de la fe y estudiar bien cómo alimentarla. No cabe negar que la institución eclesial ha sido a veces un escándalo y uno de los mayores obstáculos para la fe. Ello provocó muchas 79

reacciones de buscar (y cultivar) un cristianismo individualista. Pero eso desfigura seriamente al cristianismo, acentuando el individualismo unilateral impuesto por la cultura norteamericana. El ser humano es intrínsecamente comunitario, y en el binomio personacomunidad no crece un miembro a costa del otro, sino que ambos crecen simultáneamente, cuando son auténticos. Por otro lado, lo que decíamos antes sobre el Dios cristiano permite comprender que la fe en Él es también intrínsecamente comunitaria: porque no se puede creer en un Dios que es Amor y comunicación de su ser, sin que esa fe tenga una estructura comunitaria. La evangelización y la pastoral habrán de cuidar y alimentar una fe profundamente eclesial que, precisamente por eso, no dejará de ser una fe conflictiva, ante el estado actual de la institución eclesiástica. Una fe «en rebelde fidelidad», por usar un conocido título de Pere Casaldáliga. Esto no será fácil: exigirá no solo paciencia, sino también esperanza. Pero solo conseguirán cambiar la Iglesia quienes crean, como Ignacio de Loyola, que «no hay tantos grillos y cadenas en Salamanca que no esté yo dispuesto a llevar más por amor a Cristo». Con la convicción de que uno no busca otra iglesia mejor para sentirse él más cómodo en ella, sino porque cree que esa otra iglesia es la que Jesucristo se merece. Una nueva pneumatología será indispensable para esta pastoral. 2.5. La praxis, motivo de credibilidad Lo anterior fundamenta algo que J. B. Metz no se ha cansado de repetir: hoy, la teología «fundamental», o los «motivos de credibilidad» que esa teología estudia, no son solo argumentos teóricos e intelectuales (por necesarios que estos puedan ser), sino, sobre todo, conductas prácticas. La fe no la propagan pensadores, sino testigos; no la comunican argumentos, sino vidas. Dado que he dedicado toda mi vida al trabajo intelectual, espero que no se entienda lo que estoy diciendo como una minusvaloración de esa tarea, sino como una recuperación de la otra. Sigo defendiendo que «la mejor práctica es una buena teoría»; pero solo a condición de que esa buena teoría esté dispuesta a descender hasta la práctica. Ya hace años, en las horas cercanas al Vaticano II, comenzó a hablarse, no de la praxis (palabra en la que muchas mentes obtusas siguen viendo resabios marxistas), pero sí del «testimonio». La pérdida de aquella corriente discurre con cierto paralelismo junto a la pérdida de la fe en la Europa de hoy. Y quizás en ese paralelismo cronológico hay también una vinculación causa-efecto. De hecho, en la propagación primera del cristianismo intervino casi más la fe vivida de los anunciadores que la buena noticia anunciada. Y mi limitada experiencia personal me dice que casi nadie pierde la fe por puros argumentos teóricos: estos pueden provocar 80

crisis de fe; pero lo que provoca pérdidas de fe es, sobre todo, la incoherencia de tantos que se dicen «creyentes». Si esta observación ha tenido vigencia siempre, hoy tiene mucha más desde la debilidad teórica de nuestra postmodernidad, tan bombardeada de ofertas, tan insegura ante sistemas teóricos fuertes y tan perezosa a la hora de contraer compromisos. Si se me perdona la ironía, sospecho que Benedicto XVI confirmó mucho más en la fe a sus hermanos cuando presentó su dimisión que cuando combatía intelectualmente el relativismo...

3. Conclusión Quizá siguen quedando muy formales estos puntos. Pero me parece que son lo que puedo formular desde la distancia6. Se pueden resumir esos cinco puntos comentados del anuncio cristiano en el reinado de Dios (Jesús), el hombre del Reino (Pablo), la identidad de Dios (Juan) y la comunidad de hermanos iguales que constituye el nuevo pueblo de Dios (Lucas y Mateo). Me atrevo entonces a concluir con un famoso texto, escrito por D. Bonhoeffer desde la cárcel de Hitler, hace ya casi 40 años, pero que conserva intacta y virgen toda su capacidad profética, que lo hace actual para nuestros días: «Nuestra Iglesia, que durante estos años solo ha luchado por su propia subsistencia, como si esta fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar a los hombres y al mundo. Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer, y nuestra existencia de cristianos solo tendrá en la actualidad dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres. Todo el pensamiento, todas las palabras y toda la organización en el cuerpo del cristianismo han de renacer partiendo de esta oración y esta actuación cristianas» (mayo 1944).

*** Este último capítulo puede pasar como un breve paréntesis, más estrictamente confesional, tras el anterior: porque lo que interesa al mundo afecta también a la Iglesia. Volviendo ahora al tema de la utopía, que sigue siendo buena noticia aunque no tenga lugar, porque alguna vigencia sí que tiene entre nosotros, pasemos, en la parte siguiente, a ver todos los desastres que nos han ido viniendo por renunciar a esa vigencia de lo utópico: cómo la corriente se nos ha ido llevando cuando renunciamos a nadar contra corriente... Son distintos de las calamidades de hace cosa de un siglo, cuando los hombres se empeñaron en dar a la utopía no solo una vigencia, sino un lugar claro y distinto en nuestro mundo. 81

1.

El credo de Dostoievski, Barcelona 1951, p. 208.

2. Habría que analizar más despacio el lenguaje de toda nuestra publicidad, donde ya dije antaño que se ha conservado todo el léxico «religioso» que ha emigrado allí desde nuestra predicación. En todos los anuncios se da un imperativo tajante (a veces incluso pronunciado a gritos y levantando la voz), unido a la promesa de una felicidad increíble para quienes se sometan a ese imperativo. 3. Tengo que remitir a lo mucho que he escrito sobre este tema: aparte de las primeras reflexiones en La humanidad Nueva y en Acceso a Jesús, más los dos Cuadernos de «Cristianismo y justicia» (Memoria subversiva, memoria subyugante y Miedo a Jesús), considero importantes el primer capítulo de Calidad Cristiana. Identidad y crisis del cristianismo (Santander 2006) titulado «El Dios cristiano», y los capítulos 4 y 6 de Fe en Dios y construcción de la historia (Madrid 1998), titulados «Fe en Dios y pasión por el hombre» y «Carta a un amigo musulmán sobre la divinidad de Jesús». 4. «Buscant a Déu al vent del mon», en la canción de Raimon. 5. En Todas

las sangres.

6. En su primera redacción original, este texto me había sido pedido para una revista mexicana. De ahí la alusión a la distancia.

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SEGUNDA PARTE:

ALGUNAS «DISTOPÍAS» DE HOY

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5.

Meditación de dos economías. El anuncio cristiano en tiempos de crisis «Pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para de ellos me guardar... Que primero hayan de tentar de codicia de riquezas (como suele ut in pluribus) para que más fácilmente vengan a vano honor del mundo y después a crescida soberbia... y destos tres escalones induce a todos los vicios» (EE 139 y 142). «El sermón que Cristo nuestro Señor hace a todos sus siervos y amigos... de manera que sean tres escalones: el primero pobreza contra riqueza, el segundo oprobio o menosprecio contra el honor mundano, el tercero humildad contra soberbia, y destos tres escalones induzcan a todas las otras virtudes» (EE 146). «La raíz de todos los males es la pasión por el dinero» (1

Tim 6,10).

«No hay mayor calamidad que no saber cuándo es suficiente» (Tao

Te King, 46).

«La ley del cielo disminuye lo excesivo y completa lo insuficiente. La ley del hombre es diferente: toma de lo insuficiente para aportarlo a lo excesivo. ¿Quién, excepto el hombre del Tao, puede poner sus riquezas sobrantes al servicio del mundo?» (Tao Te King, 77).

1. Introducción: la riqueza como antiutopía La antigua oración del salmista cuando pide que el poder público «defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador» cobra hoy actualidad ante la acometida de los poderes económicos de la tierra para despojar a los humildes del pueblo, quebrantar a los hijos del pobre y dejar inmunes a los explotadores. Hay ahí algo muy contrario a la voluntad de Dios. En las líneas que siguen vamos a intentar acercarnos a esa desobediencia a la voluntad de Dios, ayudándonos de la meditación ignaciana de las «dos banderas». Entre esa meditación de «dos banderas» y la siguiente de los llamados «tres binarios» hay una clara diferencia y una llamativa semejanza. La diferencia está en que, en aquella, la persuasión del mal espíritu («el sermón que les hace» el «mal caudillo»...) se dirige a un grupo o colectivo1, mientras que en la meditación de los binarios el engaño del mal espíritu acontece en decisiones individuales. Ello permite hablar en las «dos banderas» del «pecado estructural», frente al pecado personal, y ayuda a comprender que la enorme capacidad de autoengaño que nos caracteriza como individuos no sería tanta si no radicase muchas veces en engaños colectivos de tipo social, cultural o económico.

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Frente a esa diferencia, la semejanza consiste en que el material que configura el engaño diabólico está hecho, en ambas meditaciones, de riqueza o dinero.

2. La «oikonomía» de las fuentes cristianas y la economía del mundo moderno Nuestra palabra «economía» viene del griego «oiko-nomía» (administración de la casa). Tal aclaración sería superflua si no fuese por la frecuencia con que ese término aparece en las fuentes de la teología cristiana. Nosotros tendemos a pensar que las cuestiones económicas no tienen nada que ver con la teología dogmática, sino, en todo caso, con la teología moral, la cual dicta normas de conducta y señala pecados a evitar (robo, fraude, etc.). Presuponemos así gratuitamente que, cuando el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia hablan de la «economía de Dios», la palabra tiene un significado totalmente ajeno y distinto del que tiene cuando nosotros hablamos de economía. Pues bien: cabe decir, apelando al rancio lenguaje ignaciano, que este sería un primer «engaño del mal caudillo», del cual hemos de procurar guardarnos. Efectivamente: la palabra «economía» significaba entonces lo mismo que hoy, como muestra el uso que hace de ella Aristóteles en La política, donde la contrapone a la crematística: esta es el arte de enriquecerse como sea, mientras que aquella es el arte de administrar bien lo que hay, tratando de acrecentarlo en lo que se pueda para poder distribuir mejor2. 2.1. En los textos cristianos Pero, dejando a Aristóteles, cuando la Carta a los Efesios (3,9) describe la misión del apóstol como «dar a conocer la economía del misterio escondido de Dios», está refiriéndose a la manera en que Dios administra o gestiona la creación y su historia3. Esa gestión de la creación, que implica su conservación y su crecimiento (como dirá luego san Ireneo), busca la unidad entre todos los hombres, derribando las barreras que los separan y aboliendo las diferencias que los hombres crean entre sí. Y la meta final de esa «economía divina» (Ef 1,10) es llegar al final de los tiempos con toda la creación recapitulada en Cristo. Para ese fin es para lo que «la economía de Dios» ha elegido a Pablo como apóstol (Col 1,25)4. Por eso Pablo define la misión de los apóstoles como «servidores de Cristo y “economistas” de los misterios de Dios» (oikónomous: 1 Cor 4,1). Pasando ahora a los Padres de la Iglesia, voy a ceñirme solo a unos pocos textos de san Ireneo: la «oikonomía» es el plan de Dios, la manera en que Dios gestiona su 85

creación y esta historia a través de Cristo. Ireneo concluye su breve exposición del cristianismo destacando que esa economía de Dios es una gestión de «descenso» y de «inclusión» (recapitulación) de todos5 . Igualmente, en la introducción al libro cuarto del Adversus haereses, nos dice que Dios gestiona toda «su economía» en favor de lo débil6. Y finalmente, en ese mismo libro, la tantas veces citada tesis –«gloria Dei vivens homo»– viene precedida de una reflexión que define a Jesús como «la economía de la gracia de Dios a favor de los hombres», aclarando que «por ellos ha llevado a cabo toda esta forma de economía» 7 . Todo ello, porque «la gloria de Dios es la vida del hombre». Se perciben así las concomitancias de la palabra con nuestra economía actual: la «oikonomía» de Dios de que hablan las fuentes cristianas y la economía nuestra no son palabras que difieran en su contenido o su significado, sino más bien en la gestión de esos contenidos: la economía de Dios es la gestión de su creación en favor de los hombres y de la debilidad humana («carne»), a través de Jesucristo. La economía de los hombres ha sido hasta hoy la gestión de la creación en favor de unos pocos y en contra de las multitudes humanas. La gloria de Dios es la vida de los hombres. La gloria del Capital es la muerte de muchos. 2.2. En la teología No deberá sorprender, entonces, que un teólogo (norteamericano, para más evidencia) escribiera hace años un importante escrito sobre «Dios y la economía del Espíritu Santo» 8, donde señala dos falsificaciones de la religiosidad que deforman... ¡la economía! Y son «el Dios sin Espíritu» y el «espíritu sin Dios». La primera degenera en una religiosidad individualista y autoritaria que acaba produciendo hombres sin Espíritu (excelente descripción de la inmensa mayoría de los hombres de las finanzas)9; la segunda degenera en una especie de autismo o egoísmo espiritual, hoy bastante de moda. Sobre este último grupo escribe que «algunos carismáticos que practican una estricta moral privada en lo que se refiere a la sexualidad, a la familia y a las relaciones personales se dejan atrapar totalmente por el animismo cuando se trata de la economía». Lo que el autor califica irónicamente de «animismo» es una crítica a los movimientos pentecostales o carismáticos que nacieron de una justa percepción de la ausencia del Espíritu en la vida de fe, pero han ido a dar en un falso espiritualismo por olvidar que, cristianamente hablando, el Espíritu procede del Padre «y del Hijo»: lo que significa, en labios del autor, que «el Espíritu Santo solo puede entenderse a través de la cruz» y de los crucificados de este mundo, recapitulados en el condenado del Gólgota. Pese a la crítica a esos espiritualismos, es importante retener la percepción justa de que el olvido del Espíritu Santo constituye el gran vacío de la tradición occidental latina y 86

católica. El Espíritu es, para nuestro autor, «Dios en su actuar económico». También en la teología europea se había definido la obra del Espíritu Santo como «una experiencia social de Dios» 10. Así estamos otra vez en esa convergencia que apuntábamos antes, entre la «oikonomía» de la Biblia o de la teología y la economía de la vida social. A partir de aquí, podemos seguir reflexionando.

3. La economía como determinante en última instancia Llama la atención la cercanía entre el texto de la carta a Timoteo que encabeza este capítulo y la conocida expresión de Marx sobre el factor económico como «determinante en última instancia». Pueden encontrarse matices diferenciadores, como que el texto del Nuevo Testamento habla de raíz de todos los males, y Marx parecía hablar de raíz de todo el pensar humano. Pero, aun así, es claro que la intención de Marx era buscar una raíz de los males de la sociedad. Y es tristemente evidente que hoy puede hablarse de la cultura como «ancilla oeconomiae» (servidora de la economía), tal como antaño se hablaba de la filosofía como «ancilla theologiae». El dominio cultural norteamericano pone esto muy de relieve, en mi modesta opinión. 3.1. ¿Riqueza o sexualidad? Desde la óptica del lenguaje dominante en el episcopado católico, debe surgir inevitablemente la pregunta de por qué las Fuentes cristianas hablan así precisamente del dinero y no del sexo: pues todo lo que preocupa a las autoridades de la Iglesia y condensa toda su moral parecen ser problemas sexuales, mucho más que económicos. Esa tendencia no parece exclusiva de hoy, aunque así lo creamos, pues ya san Agustín (pese a que su experiencia de la sexualidad era más bien negativa) protestaba contra ese modo de pensar, «como si los únicos pecados que pudieran cometerse fueran aquellos en los que se usan los genitales» 11. Es una tendencia que podría verse justificada tanto por la experiencia que recoge el refrán (la j... «no tiene enmienda») como por lo que escribí en otra ocasión: la Iglesia no ha dicho nunca que el sexo sea malo, pero sí que es «más fuerte que el hombre». Y entonces ¿no estará ahí la raíz de todos los males, como parecen pensar tantos de nuestros obispos, en oposición a las Fuentes cristianas? Creo que no, por dos razones: a) De entrada, al refrán que acabamos de citar sobre la sexualidad se le podría contraponer otro igual de popular: «entre Dios y el dinero, lo segundo es lo primero». Y ahondando un poco más en ese modo de ver que combatimos, es preciso denunciar en él un fallo original, que es una visión individualista de la ética, 87

criticada ya por el Vaticano II (cf. GS 31). Esa visión individualista da lugar a esa profecía unilateral de que la sociedad funcionará bien «si la familia funciona». Con ello se olvida que son precisamente condicionamientos e injusticias sociales (por exceso o por defecto) los que muchas veces dificultan o hacen simplemente imposible ese ideal familiar con el que sueña la institución eclesial. b) Y un segundo factor a destacar podríamos formularlo así: «el sexo no justifica al hombre; el dinero, sí». Pero esta frase requiere una explicación más extensa. A pesar de toda su vehemencia y de los muchos males que puede producir, la inmoralidad sexual tiene más de debilidad que de maldad. Al revés que el dinero, está mucho más al alcance de cualquier ser humano. Y en la sexualidad siempre hay relación con otros seres humanos concretos que pueden acabar interpelando; mientras que en el dinero se da cada vez más una relación con cifras abstractas y sin rostro12. Por otro lado, la renuncia a la sexualidad (por lo que conlleva de inevitable represión si no ha sido bien sublimada) puede convertirse en fuente de orgullo: de las monjas jansenistas de Port Royal se decía que eran «puras como ángeles y soberbias como demonios»; eso no puede decirse de los pobres. En una palabra: la sexualidad, por ambigua y peligrosa que pueda ser, no lleva a «crecida soberbia», que es la fuente de todos los males para Ignacio de Loyola, dada la insaciable necesidad humana de reconocimiento y admiración. Evocando un ejemplo típico: Don Juan no habría llegado a ser prototipo del pecador si no hubiera sido un personaje adinerado, con tiempo suficiente para dedicarse a sus conquistas. En cambio, según la explicación de las «dos banderas» ignacianas, el dinero es el que acaba llevando a esa «crecida soberbia». Y aquí es donde comienza a encajar la frase que antes hemos subrayado: el dinero justifica al hombre, mientras que para la fe cristiana «el ser humano solo se justifica por la fe». Veámoslo. 3.2. «El hombre se justifica»... por el dinero Tanto W. Benjamin, como J. M. Keynes intuyeron que el sistema capitalista sirve para satisfacer necesidades e inquietudes a las que antaño daba respuesta la religión13. Ahora bien, la necesidad más radical del ser humano es la de eso que el Nuevo Testamento llama «justificación» y que hoy aparece revestida con otros lenguajes: la necesidad del reconocimiento y la estima de los demás, la necesidad de ser «alguien», la necesidad de valer... Y esa necesidad sí que la satisface el dinero (aunque erróneamente). En este sentido, me sorprende la falta de percepción de la realidad por parte de algunas autoridades eclesiásticas cuando, al plantearse el problema del ateísmo moderno, no dan entrada a su principal razón, que ha sido la divinización del dinero a partir de la 88

Modernidad. La riqueza engendra admiración; los hombres más ricos del mundo aparecen en listas, no de delincuentes (como debería ser), sino de personas respetables14 (mientras escribo esto, un anuncio de radio exhorta a que tengas tal coche «para que a tu vecino se le caiga la baba»)... En una palabra: el dinero te hace ególatra; el sexo, por muy desordenado que pueda ser, no. San Pablo, en una de sus frecuentes enumeraciones de vicios a evitar, alude a la lujuria, a las bajas pasiones..., pero para colocar como cima de todos ellos la codicia. Y solo de ella dice que «es idolatría» (Col 3,5). Todo lo cual rima en consonante con la conocida advertencia de Jesús: «no podéis servir a Dios y al dinero», porque el dinero es justificador15 . El rico tiene «fe» en su dinero; por eso la mera visión del pobre le molesta, porque (aunque no amenace a su bolsillo) le quita esa justificación: su sola presencia le hace sentirse cuestionado. Y si, además, hay profetas que defienden al pobre, ese cuestionamiento se explicita, y no queda más solución que acabar como sea con el profeta. 3.3. Experiencia humana básica Este poder justificante del dinero, como todo lo cristiano, es perceptible, de manera menos expresa, también a niveles no religiosos, sino meramente humanos; por eso he querido citar al Tao en los textos que enmarcan este capítulo. También la sabiduría de Sófocles proclamaba que «no hay entre los hombres institución peor que el dinero, capaz de... enseñar a las gentes toda clase de maldades» 16. Y la sorna de Horacio acuñó unos versos que me gusta citar y que antaño traduje así: «me silba la gente, dicen los avaros / me silba mi pueblo, pero yo me aplaudo / y al mirar mis cofres, tranquilo en mi cuarto / en cada moneda veo mi retrato» 17 . Ese es el hombre justificado por su fortuna, como el creyente se ve justificado por la certeza del amor de Dios y no necesita nada más. Verdaderamente, es exacta la intuición de san Ignacio: desde la riqueza se llega fatalmente «a crecida soberbia, y de ahí a todos los vicios». Porque riqueza y egolatría acaban siendo lo mismo. Un ejemplo-resumen de todo lo dicho nos lo ofrece la inscripción del dólar: «in God we trust». Sea que se retraduzca como lo hace E. Dussel (in Gold we trust) o como yo mismo he parafraseado en otros lugares (in this God we trust), lo decisivo es que la expresión más decisiva de la confianza en Dios aparezca inscrita, no en el frontispicio de algún templo, sino en aquello que es la expresión más total de la riqueza.

4. La bandera de Lucifer: búsqueda del máximo beneficio

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4.1. Codicia Lo que la meditación de «dos banderas» describe como «codicia de riquezas», añadiendo en un paréntesis posterior18 que es algo muy frecuente, parece casi un pseudónimo de lo que en nuestro sistema económico se llama «búsqueda del máximo beneficio» como motor del sistema. Aludiendo también a los «engaños del mal caudillo» («sub angelo lucis»), esa codicia se reviste de una sencilla competitividad. Como he comentado otras veces, la competitividad es en sí misma una realidad positiva, pero solo como condimento o adorno de otra realidad más sustantiva. En cambio, nuestro sistema ha convertido esa competitividad en su objetivo supremo: como si, en vez de usar la sal o la pimienta para sazonar los alimentos, las convirtiéramos en único alimento. El sistema se corroe entonces a sí mismo, porque pasa de una sana emulación a la total destrucción del otro. Así nace la cadena de absorciones, de OPAs revestidas eufemísticamente de meras «uniones», y la tendencia sincategoremática al monopolio, típica de nuestro sistema económico. Es aquel «you see, we must be competitive», de la película de Michael Moore, con el que empresas que presumían de un excelente balance de beneficios justificaban su traslado a países asiáticos y la consiguiente destrucción de cientos o miles de empleos y de vidas. Así se generó la dichosa crisis económica: por la obsesión de bancos y sociedades de inversión por ganar todavía más19. Y de esa crisis no hemos salido todavía ni saldremos, por mucho que mejoren las cifras macroeconómicas: porque las crisis son el mejor medio para esa mejora. Y eso hace, como escribe Piketty, que las crisis y la creación de desigualdades sean intrínsecas a nuestro sistema20. Encontramos aquí otra vez la dinámica ególatra del dinero. 4.2. Honor Por eso, según san Ignacio, de la codicia de riquezas se pasa al «vano honor del mundo». Ese vano honor se expresa en nuestra palabra «honra», con la que santa Teresa lidia varias veces en sus escritos: con fina psicología percibe que, aunque no perdía el temor de Dios, «lo tenía mayor de la honra»; y se lamenta de que «no con honras, no con riquezas se ha de ganar lo que él [Cristo] compró con tanta sangre» 21. Otra vez encontramos aquí unidas la riqueza y la (falsa) honra. Y otra vez se adivina aquí el autoengaño latente, por cuanto la palabra «honra» parece solo una contracción de «honradez»: noble virtud que ahora se ve pervertida y travestida en vanidad. Ejemplos de ese «vano honor del mundo» los he comentado en otras partes, y me limitaré a repetirlos aquí: las grandes fortunas se han convertido en nuestro mundo en objetos de respeto y veneración, olvidando la sabia reflexión de san Juan Crisóstomo: «el muy rico es un ladrón o hijo de un ladrón». La revista Forbes publica cada año la lista de las personas más ricas del planeta; y nuestra prensa reproduce esas listas sin la más 90

mínima censura, sino comentando en tono elogioso que «ya hay más españoles entre los diez primeros», o que un determinado español ha pasado del puesto quinto al tercero, como si eso fuera un mérito, en lugar de ser una auténtica vergüenza. En este mismo sentido, permítaseme citar lo que acabo de escribir para otro lugar a propósito de la reciente noticia de que la primera fortuna de España había donado 20 millones de euros a Caritas: «Bienvenidos sean, y no dudo de que Caritas los aprovechará al máximo. Pero no estará de más recordar un par de cosas: en primer lugar, la escena evangélica en la que Jesús, viendo a los ricos echar sonoras monedas en el Templo y después a una pobre viejita que solo da dos céntimos, afirma que ella ha dado más, porque los otros dieron de lo que les sobraba, y ella ha dado de lo que necesitaba. Pues bien: ese señor tiene una fortuna calculada en 36.000 millones de euros (la tercera del mundo, según dicen). Respecto de esa cifra, 20 millones no llegan ni a la milésima parte. Y el segundo recuerdo podría ser aquella vieja copla de nuestro renacimiento: “El señor don Juan de Porres / de caridad sin igual / por amor hacia los pobres / les construyó un hospital. / Pero antes... hizo a los pobres»22.

Por tanto, lo evangélicamente loable habría sido algo así como: «doy 18.000 millones («la mitad de mis bienes») a Caritas o instituciones semejantes; y si he maltratado a alguno de mis empleados (si son ciertas las noticias que tengo sobre las condiciones de trabajo de los obreros de Zara en Brasil o en Camboya), «le devuelvo el cuádruple» (cf. Lc 19,8). Olvidar esto sería, otra vez, no saber guardarse de «los engaños del mal caudillo». 4.3. «Crecida soberbia» Finalmente, enseña san Ignacio que de ese vano honor se pasa a crecida soberbia, y de ahí «a todos los vicios»: es la lógica intrínseca a esa dinámica ególatra que ya hemos encontrado: la crecida soberbia de las mafias narcotraficantes y proxenetas, que constituyen unas de las mayores fuentes de dolor y sufrimientos causados a seres humanos en nuestros días (también una de las mayores fuentes de fortunas personales). O la totalidad de vicios del infame comercio de armas, del que los países ricos declaran no poder prescindir, poniendo así de relieve el carácter inmoral y canallesco de su desarrollo, presentado habitualmente como mérito propio. Y hoy habría que añadir la crecida soberbia que implica la progresiva destrucción de la Amazonia, que va generando un «cáncer de pulmón» en nuestro planeta y que ninguna fuerza ni consideración ni súplica humana es capaz de detener. O el repugnante vicio de la usura, más doloroso porque ahora ya no tiene el rostro personal del usurero, sino el rostro anónimo de entidades abstractas contra las que la víctima no sabe ni cómo podría reaccionar. Y en el que la Iglesia parece aquejada por esa parálisis «de 200 años» lamentada hace poco por el cardenal Martini: porque, del mismo modo que, hace siete u ocho siglos, la Iglesia no supo percibir el cambio histórico que suponía el paso de una economía de trueque y subsistencia a una economía de comercio y capitalización, y se resistió vanamente a la legitimidad del interés en el préstamo, de igual manera tampoco percibe hoy que el paso 91

de una economía productiva a una economía meramente especulativa hace que el dinero deje de ser una mera «ocasión» u oportunidad de ganancia y se convierta en verdadera «causa» que engendra riqueza. Esa presunta y falsa fecundidad del dinero pervierte todo su sentido y exige una seria reconsideración de la moralidad del interés, cuya necesidad no parece haber percibido todavía la moral católica. Este rápido repaso nos permite otra vez percibir la confluencia que hay entre la dura condena de los ricos llevada a cabo por Jesús23, las duras invectivas de los Padres de la Iglesia contra los ricos y la intuición ignaciana que sitúa el discurso del «mal caudillo» a partir de la «codicia de riquezas». Pero quizás habría que añadir que estamos ahora en un terreno que es mucho más de sensibilidad cristiana que de mera ortodoxia teológica. Por duro que resulte decirlo, debemos confesar y arrepentirnos de que aquí la Iglesia haya desobedecido el mandato paulino y se haya configurado según el modo de pensar de este mundo (Rom 12,2). Por eso, como escribía el autor antes citado, «nuestras iglesias se han convertido en una parte del mundo, pero no en un mundo transformado» 24.

5. La bandera del sumo capitán: sobriedad compartida En contraste con los desastres anteriores, suenan como ingenuas aquellas palabras de las Constituciones de san Ignacio: «amen todos la pobreza como madre» (287). Pero se trata de una ingenuidad a la que los hechos acaban dando la razón. No se trata de un amor masoquista a la privación, sino de que (como escribió también el autor de los Ejercicios) «la amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno» 25 . La pobreza es madre porque crea fraternidad, porque hermana. Y desde ese amor fraterno a todo el género humano recapitulado en Cristo, la pobreza no se abraza por una renuncia absurda a lo agradable de la creación, sino porque el amor y la hermandad con los pobres es superior a todos los demás atractivos. 5.1. Experiencia espiritual Es detalle innegable que toda experiencia verdaderamente espiritual tiene que ver con la pobreza propia y con la necesidad de los pobres. Si en algunos sectores del catolicismo eso no se percibe así, es debido a que venimos (en Occidente al menos) de una religión de cristiandad, con más apoyos de presión sociológica que de convicción personal y con muchas más dosis de aceptación teórica de verdades abstractas que de auténtica experiencia espiritual. La profecía de K. Rahner («el cristiano del siglo XXI será un místico –es decir, habrá experimentado algo– o no será cristiano») acrecienta hoy su vigencia y su verdad; y se concreta, además, del siguiente modo: «el cristiano del siglo XXI habrá hecho la experiencia del Espíritu en la llamada a la propia pobreza y ante el 92

clamor de los pobres de la tierra, o no será cristiano». Llamada y clamor que están perfectamente recogidos en la conocida frase de Nicolas Berdiaeff: «el pan es para mí un asunto material; el pan es para mi hermano una cuestión espiritual». Profundamente espiritual. Tanto que me atrevo a decir que, si la «nueva evangelización» no pasa a ser asunto de sensibilidad cristiana y se limita a ser indoctrinación teórica (o si no añade a la ortodoxia una buena dosis de «ortoestética»), fracasará rotundamente. Su gran dificultad radica entonces en que esa sensibilidad cristiana exigiría cambios sistémicos muy serios a aquellos mismos que pretenden impulsar la nueva evangelización. La tarea es enormemente difícil. Por eso san Ignacio no se limita a proponerla a la consideración del ejercitante, sino que obliga a pedir en oración insistente «que yo sea recibido debajo de su bandera... en la pobreza actual y en pasar oprobios e injurias» por más imitar a Cristo (EE 147); y propone hasta cuatro repeticiones de esta meditación con su coloquio (148). Ya el mero pedir insistentemente algo en oración condiciona nuestra afectividad y la enfoca hacia aquello que demandamos y que en este caso, y dada la actual situación de nuestro mundo, se nos concederá inevitablemente o nos pondrá en evidencia cuando no se dé. Por desgracia, en muchas antiguas predicaciones de Ejercicios se presentaba este programa ignaciano como un ideal ascético y no como una mística del seguimiento de Jesús o del «Cristo que vive en mí». En buena parte, debido al olvido occidental del Espíritu, porque, como escribe Meeks, el Espíritu «no nos libra de nuestras hambres, sino que transforma todas nuestras hambres en hambre de justicia» 26. 5.2. «Civilización de la pobreza» Es entonces cuando la meditación ignaciana de «dos banderas» abocará por sí misma al compromiso por lo que Ignacio Ellacuría llamó provocativamente una «civilización de la pobreza». Con sus mismas palabras: «Es en esta situación donde nosotros queremos contribuir a ayudar o construir con otros muchos hombres de la tierra, con otros muchos pueblos, una civilización realmente universal que entendemos no puede ser otra que la civilización del trabajo, una civilización de la pobreza que se enfrenta a la civilización de la riqueza, que está llevando al mundo a su consumación y no está llevando a los hombres a su felicidad; y en el trabajo por la construcción de esta nueva civilización nos queremos poner claramente, intencionalmente, del lado de esta causa concreta histórica mediante la cual se construye el reino de Dios»27 .

La expresión de Ellacuría es deliberadamente provocativa, como si pretendiera obligarnos a preguntar qué es lo que puede moverle a hablar de ese modo. En otros momentos he propuesto sustituirla por una civilización «de la sobriedad compartida». Pero lo que importa destacar ahora no es la pertinencia o impertinencia del lenguaje, sino que solo ahí, solo en ese tipo de civilización hay salida para este mundo; y solo ahí 93

radica la posibilidad de superar no ya la crisis actual, sino el desmonte sistemático del Estado de bienestar que ella está promoviendo, y la repetición constante, de crisis en crisis, hasta llegar al estallido del mundo por uno u otro lado.

6. Conclusión y coloquio En rápido resumen, cabe decir que: –– En nuestro planeta y nuestra historia luchan una economía divina y una economía mundana (en el sentido joánico negativo de la palabra «mundo»). La primera gira en torno al abajamiento y la inclusión; la segunda aspira al encumbramiento propio y la exclusión de los demás. –– En consonancia con la tesis rectora de todo este libro, la primera es totalmente utópica: para ella «no hay lugar» en este mundo. Pero solo si se le da vigencia, evitará nuestro mundo autodestruirse. Por ello, el cristiano solo puede estar alineado en la primera, en la medida de lo posible según sus circunstancias personales, pero nunca colaborando con la segunda. –– Esta segunda convierte al mundo en una «cátedra de fuego y humo» (EE 140), y la otra en un «lugar humilde, hermoso y gracioso» (EE 144). La segunda lleva en germen las crisis constantes, más parciales o más globales, junto con la deshumanización del planeta y la amenaza de su destrucción. Mientras que la primera es inherente al Reinado de Dios anunciado por Jesús. Desde aquí se percibe la validez de aquella otra profecía atribuida a uno de los grandes cristianos del siglo pasado (E. Mounier): «en el futuro, los hombres no se distinguirán según crean o no en Dios, sino por el lugar que ocupen frente a los pobres y las víctimas de la historia humana». La gran e irreconciliable división entre los seres humanos ya no es la división por razas, por culturas, por naciones, por religiones... ni siquiera la antigua insalvable separación entre judíos y gentiles, deshecha por Cristo, que derribó todos los muros separadores (Ef 2,14), sino que es la división entre quienes escucharán un día la bendición inesperada del «tuve hambre y me disteis de comer...» y quienes, lo supieran o no, escucharán la acusación contraria (Mt 25,31ss). No cabe cerrar estas reflexiones más que retomando otra vez el coloquio de la meditación ignaciana: «ser tenidos y estimados por locos», por comunistas, por materialistas, por «populistas» y reductores del cristianismo, por promotores de un «magisterio paralelo»... Por los días en que concluyo este escrito, permítaseme una referencia agradecida al obispo semimártir Pere Casaldáliga que encarna mucho de lo que aquí he intentado describir. Y con ella un lamento dolorido porque hoy la Iglesia oficial parece insensible ante los mártires por la justicia, como si esta no fuera la primera obra 94

de la caridad: se enternece más ante un Kolbe que ante un Romero o ante los incontables mártires latinoamericanos. Y, sin embargo, estos revelaban a Dios tanto como, o quizás aún más que, el otro28. Y en esa deficiencia nos estamos jugando hoy otra deformación de la imagen de Dios, de esas que, según el Vaticano II, han sido causa importante del ateísmo moderno (GS 19). Todo esto me parece tan decisivo que quizá valga la pena insistir un poco más en esa necesidad de poner en contacto teología y economía. A ello puede aportar algo el capítulo siguiente.

1. «Innumerables demonios» que son remitidos a todas las ciudades y a todo el mundo, «no dejando provincias, lugares, estados ni personas» (EE 141). 2. Ver capítulos 9 y 10. Aristóteles señala como ejemplos de crematística conductas frecuentes en la medicina (donde parece aludir sobre todo a la farmacéutica, dado que la cirugía no estaba entonces tan desarrollada como hoy) y en el préstamo a interés o usura, que considera la más innoble de las conductas humanas, porque se enriquece a costa de la necesidad del débil. 3. En los tres textos citados, la traducción de la Vulgata como dispensatio (en castellano, disposición) ha hecho perder a la palabra oikonomía ese sentido de gestión o administración, relegándola a una mera voluntad o proyecto inicial. Mateos y Schökel traducen mejor: «cómo se va realizando...» 4. Al revés de Efesios, cuya autoría paulina no se acepta hoy, Colosenses es vista cada vez más como una carta paulina, de la cual Efesios sería un comentario hecho por un discípulo del Apóstol. 5.

Epideixis 99 y 100: «la economía de su encarnación».

6. «Por la carne», en traducción literal y dando a esta palabra el tinte negativo que tiene en el cuarto evangelio (Adv. Haer. IV, Prol, 4). 7.

Ibid., 20, 7.

8. Cf. M. DOUGLA S MEEKS , «Gott und die Ökonomie des Heligen Geistes»: Evangelische Theologie 40 (1980), 40-58. Meeks es autor también del libro God the economist. The doctrine of God and political economy, donde ya el mismo título realiza una aproximación de las dos «economías» como la que hemos propuesto aquí. 9. Véanse como prueba los personajes que aparecen en las películas sobre la actual crisis económica, como Inside Job o Marging Call (cabría citar también El Capital, de Costa Gravas, pero allí, desgraciadamente, los personajes han dejado de ser reales para convertirse en ideas, lo que quita fuerza a la argumentación). 10. H. MÜHLEN desarrolla esa definición en El 11.

Espíritu Santo en la Iglesia (Salamanca 1974).

De Gen. Ad litt., X,13,23.

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12. Ya otra vez evoqué el comentario del payaso de H. Böll: «ni hasta cuando se hace con una prostituta resulta un acto sin significado». 13. Remito al comentario de textos que publiqué en el n. 249 de Iglesia tarde en el libro El amor en tiempos de cólera... económica.

Viva,

pp. 109-115. Recogido más

14. Berlusconi perdió apoyo popular cuando se hicieron públicos sus escándalos sexuales, pero ganó elecciones cuando era solo «el hombre más rico de Italia», pese a que tal nivel de riqueza solo puede alcanzarse robando a mansalva (aunque sea legalmente). 15. En el capítulo 1 de El amor en tiempos de cólera... económica (titulado «Jesús y el dinero», comenté cómo los evangelios y el Nuevo Testamento han conservado la palabra aramea mamṓn, que deriva de la misma raíz que el verbo creer (hemin). 16.

Antígona, 298-302.

17. Sátiras I, vv. 66-67 (hoy quizá sería mejor traducir «Banco» en vez de cuarto, y «billete» en vez de moneda). Y pocos versos más arriba: «nunca hay bastante, porque tanto tienes, tanto eres». Vale la pena ver completa toda esta sátira, llena de sabiduría y de ironía. 18. Según parece, de la mano del propio Ignacio. 19. Significativamente, la película se titulaba The

big one: algo así como «yo soy el más grande».

20.

El capital en el siglo XXI, pp. 15, 42, 43...

21.

Vida, 2,4 y Fundaciones, 10,11.

22. En el capítulo 20 del libro citado: El

amor en tiempos de cólera... económica.

23. Remito para esto al texto citado en la nota 15. 24. M. D. MEEKS ,

artículo citado, p. 43.

25. Carta a los jesuitas de Padua (1547), en Obras 26.

completas, Madrid 1963, p. 701.

Ibid., p. 58. De la importancia de esos coloquios ignacianos hablaremos más adelante, en el capítulo 13.

27. Discurso al recibir de ser asesinado.

el premio de la fundación Comín en noviembre de 1989, pocos días antes

28. Sobre esto, corregido hoy por la línea pastoral del papa Francisco, escribí un poco más detenidamente en mi comunicación al III Congreso Internacional de Teología en El Salvador, titulada ¿Martires y/o profetas?, que recogeré aquí en el capítulo 16.

96

6.

Economía y teología[*]

Ante cualquier reconocimiento hay que dar las gracias. Y la mejor manera de hacerlo es no tomarlo como agasajo, sino como estímulo: «aguijón y caricia a la vez», canta un himno litúrgico castellano. Y aplicado a este momento: reconeixement y encoratjament... Me complace, sobre todo, recibirlo del Instituto Mounier, porque su concepción del personalismo contiene una de las verdades que más necesita nuestro mundo: que la persona no es solo el individuo, sino la armonía entre lo individual y lo comunitario. Lo comunitario pertenece a la esencia de la persona tanto como lo individual, sin que lo uno pueda crecer a costa de lo otro. Eso contrasta claramente con nuestra atmósfera cultural, la cual nos hace respirar un individualismo de corte norteamericano, corruptor de esa noción de persona. Tal deformación ha llegado a reflejarse incluso en la ética: ya el Vaticano II criticaba un individualismo ético1, que hoy podría derivar incluso en un «individualismo místico». Mounier, en cambio, sostiene que el tú (y, con él, el nosotros) precede al yo o, al menos, lo acompaña. Por eso denunciaba «una tendencia permanente a la despersonalización en nuestra sociedad». Ese modo de ver le llevó a una crítica muy seria de nuestro sistema económico, radicalmente anclado en un individualismo excluyente y que él veía estructurado en torno a una triple primacía injusta: primacía de la producción sobre el hombre, primacía del dinero sobre el trabajo y primacía del provecho sobre cualquier otro móvil de la actividad económica2. Ese sistema predica impávidamente que el egoísmo es fuente de beneficios sociales. Y así acaba produciendo «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (Juan Pablo II). Mounier decía algo parecido en el texto antes citado: «el capitalismo defiende la iniciativa y libertad de unos pocos mediante el esclavizamiento de la mayoría». O, con una frase bíblica que no ha perdido actualidad: «el rico ofende y, encima, se ufana; el pobre es ofendido y, encima, pide perdón» (Eclo 13,3). En ese antipersonalismo de nuestro sistema, anidan muchas de las grandes calamidades que ensombrecen nuestro presente; quizá por eso sostiene Francisco que «nuestra economía mata» (EG 53). Ello me lleva a proponer lo que considero como gran necesidad y gran tarea para nuestro futuro: la confrontación y el diálogo entre economía y teología. Si estamos en un sistema que mata, resulta absurdo que los teólogos intenten hoy dialogar o confrontarse con Einstein, Plank o Darwin, pero ni pretendan ni sepan encararse con 97

Marx, Keynes o Walras. Y, sin embargo, como escribe con razón un economista de moda, «el asunto de la distribución de la riqueza es demasiado importante como para dejarlo en manos de los economistas» 3. Pero el sistema asesino ha sabido inmunizarse haciéndonos creer que en la economía se trata solo de unas matemáticas muy abstractas que nos imponen respeto, haciéndonos sentir analfabetos y ocultándonos que la economía es, ante todo, una antropología. De ahí ha brotado un oculto y caudaloso filón de ateísmo, como intentaré mostrar ahora con un único ejemplo. Lo cual es otra razón para el encuentro entre economía y teología. Y ese ejemplo es el siguiente: a la tradición cristiana, ya desde los Padres de la Iglesia, se le planteó repetidas veces el problema de que la mera existencia de los pobres es un argumento decisivo contra la providencia de Dios (entonces se hablaba solo de providencia: hoy se hablaría de existencia). La respuesta unánime de la tradición es que esa objeción solo valdría si no constara claramente, como expresa voluntad de Dios, que todo aquello que sobra al rico, una vez satisfechas sus necesidades de manera sobria y digna, deja de pertenecerle ipso facto y pasa a pertenecer a los pobres de la tierra. Dios, por su inaudito respeto a la libertad humana, asume el riesgo de no intervenir en esta historia repartiendo Él las riquezas que son suyas. Pero, una vez aceptado esto, debe quedar igualmente claro que la voluntad de Dios es que el ser humano haga aquello mismo que Él renuncia a hacer para no interferir con nuestra autonomía. De ahí el axioma de los Padres de la Iglesia: nadie es propietario de los bienes que posee, sino solo administrador. Un axioma que se prolonga en toda la tradición cristiana, hasta llegar a esta triple tesis de F. Ozanam: «Dios no hace a los pobres...; es la libertad humana la que hace a los pobres...; [y] calumnia a Dios quien dice que las clases sufrientes son las responsables de sus males» 4. Ahí se fundamenta un principio fontal para toda la enseñanza social de la Iglesia: que el único derecho primario en cuestiones de propiedad es el destino común de los bienes de la tierra. La propiedad privada es un derecho secundario, y solo es derecho en la medida en que sirve para la realización de ese objetivo primario, dejando de ser derecho cuando lo obstaculice5 . Es entonces moralmente intolerable, por más legal que pueda ser, que un señor Soros gane mil millones de libras en solo seis meses a base de especulación financiera: en lenguaje clásico, se trata de un grave «pecado mortal». Y si nuestra economía permite eso, hay que gritar que esa economía permite el robo a gran escala. Del mismo modo que es un pecado mortal intolerable el que, durante esta crisis, se haya dado a los bancos 75.000 millones de dinero del pueblo, la mitad de los cuales no se recuperará, y de la otra mitad solo se han recuperado unos 3.000 millones. Entretanto, los Bancos, como el personaje de aquella parábola evangélica de los dos deudores, van desahuciando a pobres 98

gentes que pensaron que el derecho a la vivienda que proclama nuestra Constitución era una verdad. Pero a esos Bancos que no pagan sus deudas nadie los desahucia: ellos mismos son su propia «plataforma antihipotecas», como expresa el dicho inglés «too big to fail» (demasiado grande para que pueda caer). ¿Cómo podemos los teólogos pretender seguir hablando de Dios si no hablamos de ese «Dios crucificado»? ¿No se vuelve diáfana ahí la célebre frase de Nietzsche: «Dios ha muerto, y lo hemos matado nosotros»? Lo extraño, y lo escandaloso, es que los cristianos no nos hayamos quedado roncos de gritar que todo eso es absolutamente intolerable. Y no importa en estos momentos si, como sostienen algunos para tranquilizarse, esa solución era «inevitable». En este caso es todavía peor: porque cuando el crimen es inevitable, es la mejor prueba de que estamos ante un sistema «que mata»; y, por tanto, es imprescindible acabar con él. ¿Por que mata? Pues porque en nuestro sistema económico la providencia divina ha sido sustituida por la presunta mano invisible de un mercado omnisciente y todopoderoso que lo arregla y lo resuelve todo. El mercado se convierte así en Dios. Pero esa mano invisible, cuando Adam Smith acuñó la expresión, era simplemente el rostro bien visible de los dos interlocutores que constituyen el verdadero mercado, y ambos se conocen y a ambos les interesa dejar contento al otro. Pero eso ya casi no existe hoy y ha sido sustituido por un enorme sistema anónimo que ya no merece el nombre de «mercado» y que encarna aquella frase latina que citaba Hobbes: «la lucha de todos contra todos». Es natural que la lucha de todos contra todos sea un sistema que mata, como decía Francisco. Un sistema que convierte en mercancía todo aquello que es sagrado y sacraliza todo lo que es mera mercancía. No vendría mal recordar que los burdeles también son mercados, porque ello nos llevaría a preguntar si eso que hoy llamamos inocentemente economía «de mercado» no es en algunos casos economía prostituida. Véanse, si no, estas palabras de un obispo católico anteriores a El Capital de Marx: «La gran mayoría de los hombres de los estados modernos está expuesta a las oscilaciones del mercado... para la supervivencia de sus familias y para resolver el problema cotidiano del pan necesario... No conozco nada más digno de acusación que ese estado de cosas... Ese es el mercado de esclavos de nuestra Europa liberal, configurado según el patrón de nuestro liberalismo ilustrado. Hemos de preguntarnos qué es lo que ha convertido el trabajo en una mercancía de mercado y qué es lo que hace bajar su precio hasta el último peldaño. Y la razón es que el salario del trabajador se determina por la oferta y la demanda. Y (como las otras mercancías) la oferta y la demanda se regulan en función de la competencia»6.

Todo ello se agudiza cuando el mercado pasa a ser, no ya de mercancías, sino también de servicios, con su «letra pequeña» en los contratos y todos los abusos de que oímos hablar cada día. Pero lo que nos importa constatar ahora es que nada de eso merece el nombre de mercado, en el sentido dialogante que le daba Adam Smith. Este sistema nuestro no es un absoluto que se autorregula a sí mismo; es un Moloch que exige sacrificios humanos. Y a la teología le toca recuperar la lucha de todo el Primer Testamento bíblico contra los falsos dioses7 . 99

Desde estos presupuestos, la economía no puede ser reducida a meras matemáticas: es, ante todo, antropología y psicología. Y a partir de antropologías muy incorrectas y poco cristianas se justifican verdaderos asesinatos estructurales8. Si se me permite parafrasear el viejo refrán: «aunque el robo se vista de matemáticas, robo se queda». Por eso, y volviendo a la pregunta que afrontó toda la tradición cristiana, en el tema de la economía nos jugamos la posibilidad de afirmar la existencia y la verdadera identidad de Dios. Como mínimo, hay que proclamar en voz bien alta que todos esos multimillonarios que pretenden ser religiosos y afirman creer en Dios (desde la derecha republicana de EE.UU. hasta muchos políticos españoles del PP) creen en realidad en un dios falso y, si no son ateos, son algo peor: idólatras. Y permítaseme rescatar otra lección de la cita de B. Maris que acabo de hacer: nuestro sistema económico ha renunciado a toda utopía: la doctrina cristiana de la propiedad, que acabo de exponer, carece para él de todo lugar y de toda vigencia. Pero, al negar vigencia a la utopía, no cae en el realismo objetivo, sino en otras quimeras: la quimera de la competencia perfecta y del mercado autorregulado de que hablaba Maris. Cuando lo que significa «Dios» ya no tiene vigencia, florecen los ídolos; cuando se niega vigencia a las utopías, aparecen las distopías. Por eso no debe resultar extraño que reivindiquemos confrontación y diálogo entre economía y teología. Ojalá nuestra Iglesia dedicara más energías a formar verdaderos economistas que conozcan no solo el «pensamiento único económico oficial» que se enseña en casi todas las escuelas, sino la totalidad de la historia y las distintas corrientes de la economía. Además, también en esto nos precede la mejor tradición cristiana: como he intentado mostrar en el capítulo anterior, la palabra «economía» está llamativamente presente en todo el Nuevo Testamento y en muchas páginas de los Padres de la Iglesia; y solo nuestra increíble capacidad para manipular el evangelio en provecho propio nos ha hecho creer que esa palabra tenía antaño otro sentido, distinto del que tiene ahora. Pero recordemos que, tanto en los textos originarios del cristianismo como hoy, la economía no significa más que administración de esta tierra y esta creación que Dios ha puesto en nuestras manos. Las diferencias, decíamos, no están en el significado de la palabra, sino en el modo de concebir esa gestión: si algún día los hombres nos cargamos este planeta, como parece cada vez más probable, la culpa será toda de nuestra economía, aunque entonces trataremos de echarle la culpa a Dios.

Tras esa rápida alusión, permítaseme ahora reforzarla con una evocación de la palabra de Jesús en los evangelios: el anuncio de Jesús que demandaba conversión no fue la mera existencia de Dios, sino la cercanía del reinado de Dios. En la conversión exigida por ese anuncio se juega el hombre su juicio definitivo. Y ese juicio se concreta en dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo y visitar al preso (tantas veces preso por haber robado bienes de esta tierra que él no tenía)... Así pues, muchas de las conductas descritas por Jesús como materia del juicio definitivo tienen un tinte claramente económico que antaño podría resolverse solo mediante donaciones y limosnas, pero que hoy, cuando el hombre ha conquistado la 100

capacidad de crear riqueza sin esperar a que se la produzca la tierra, debe resolverse mediante una creación de riqueza puesta primariamente al servicio de los pobres y no del propio lucro innecesario. Decía Voltaire que el lujo es «lo más necesario»; Lacordaire predicaba que «nada hay en el mundo que Dios haya maldecido más que el lujo» 9. He aquí dos concepciones de la economía. Por mucho, pues, que alguien pretenda haber guardado los mandamientos (sobre todo el sexto, que funciona tantas veces como taparrabos con que cubrir las desnudeces del séptimo), se le dirá claramente, aunque se entristezca: «te falta todavía una cosa: todo cuanto tienes ponlo al servicio de los pobres». Y cuando el rico siga esa llamada, actuará como hizo Zaqueo: «doy la mitad de los bienes a los pobres y devuelvo el cuádruple a todos los que haya defraudado algo». No es cosa de alargarse más, pero sí de insistir machaconamente: Ojalá, desde lo que he intentado decir, se comprenda la necesidad y la urgencia de estructurar nuestro mundo en torno a una civilización de la sobriedad compartida (o «civilización de la pobreza», como solía llamarla Ignacio Ellacuría de forma más provocativa). En esa propuesta radica la única posibilidad de salvación que tiene nuestro planeta. Y ante ella nos vemos abocados al mismo dilema que se le planteaba al pueblo de Dios en el libro bíblico del Deuteronomio: «tienes ante ti la vida y la muerte. A ti te toca elegir entre ellas». ¿Es esto muy duro? Yo diría que es el mundo en que nos ha tocado vivir y la única manera de ser honrados con lo real. Si eso nos agobia, quizás ha llegado el momento de encararnos con el evangelio sin perder esa honradez con la realidad. Porque en el evangelio están aquellas palabras: «Venid a Mí los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré». Así podemos pasar a un nuevo capítulo.

[*]. Palabras pronunciadas al recibir un «reconocimiento» del Instituto E. Mounier de Barcelona. 1. «Que nadie se conforme con una ética individualista» (GS 30). 2.

Revolución personalista y comunitaria, II, 6.

3. Th. P IKETTY ,

El capital en el siglo XXI, p. 16.

4. Ver la cita completa en mi antología Vicarios espiritualidad cristianas, p. 283.

de Cristo: los pobres en la teología y la

5. Un único ejemplo que he citado otras veces: «Todo hombre tiene derecho a encontrar en la tierra cuanto necesita. Los demás derechos, sean los que sean, incluidos los de propiedad y de comercio libre, están subordinados a ello; no deben estorbar sino facilitar su realización. Y es un grave y urgente deber

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social reconducirlos a su finalidad primera» (Pablo VI: PP 22). Lo mismo enseñan el Vaticano II y Juan Pablo II. Pero eso hoy es delictivo en el Occidente «cristiano». 6. W. F. V ON KETTELER , obispo de Mainz, cita completa en la antología Vicarios

Schriften (München 1911), vol. III, p. de Cristo: los pobres..., p. 286).

17, subrayado mío. (Ver la

7. Esa teología del mercado reclama como indispensable y sagrada la noción de «competencia perfecta». Y cuando alguien pone de relieve los destrozos de ese mercado, se responde que no son culpa suya, sino debidos a la falta de una competencia más perfecta. Pero los mismos economistas que predican eso saben que la competencia perfecta es imposible: si interviene el Estado para garantizarla, entonces la competencia ya no es perfecta, al quedar constreñida por un factor exterior. Pero cuando el Estado no interviene, «todo economista sabe que un mercado de competencia perfecta es una quimera y que la competencia tiene virtudes explosivas y destructoras» (Bernard MA R IS , Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles, p. 46). Tan explosivas que su perfección consiste en ir eliminando a todos los competidores y convertirse, poco a poco, en pez más grande para poder comerse a todos los peces chicos. 8. W. Schaüble, actual ministro alemán de finanzas, no cesa de repetir que la economía necesita confianza. Luego arguye que la austeridad genera confianza y, por eso, suscita desarrollo. El argumento no es matemático, sino psicológico. Y quien no esté ofuscado por intereses ocultos percibirá fácilmente que es de psicología barata: la austeridad en las clases bajas (a las que más se impone) genera desesperación y amenaza de violencia. En las clases medias genera el temor a que se les imponga más y el rechazo a correr más riesgos. Y en las clases altas (a las que más se debería imponer y menos se impone) genera la tentación de aprovecharse de la debilidad de los otros en beneficio propio. ¿A eso llama confianza el señor Schaüble? 9. El texto de Voltaire es un verso de Le mondain («lo superfluo... ¡tan necesario!»). El de Lacordaire, de una charla tenida en Paris en 1951 (verlo completo en Vicarios de Cristo.... p. 301).

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7.

¿Ser felices en «La peste»?[*]

Lo que intento con estas palabras introductorias lo expresa muy bien una palabra catalana que en las traducciones castellanas se me queda pobre: «engrescar». Tiene una mezcla de significados como incitar, provocar, entusiasmar, pero también atizar la disputa y hasta creo que algo así como «alborotar». Me parece que un poco de todo eso puede ser bueno para las sesiones que van a seguir, puesto que no nos reunimos para poder decir más adelante que «tal día hicimos un congreso», sino para ver de trabajar mejor ante una situación y una llamada cuyo análisis creo que compartimos todos suficientemente.

1. El Dios furioso Hacia 1988, escribía desde Sudáfrica el dominico Albert Nolan hablando del apartheid: «El pecado se hace visible en el sufrimiento... El dios del Estado sudafricano es el demonio disfrazado de Dios todopoderoso... Dios está airado, Dios está absolutamente furioso por lo que se está haciendo al pueblo de Sudáfrica hoy. Lo digo sin ninguna vacilación»1 .

¿Nos parece exagerado? Tengamos en cuenta que Nolan habla desde el desafío que supone el Evangelio, que es desde donde yo quisiera hablar. La razón por la que escribe eso la aduce él mismo en otro lugar: «Cualquier sociedad estructurada de manera que algunos de sus miembros sufran por causa de la pobreza, mientras otros tienen más de lo que necesitan, forma parte del reino de Satanás»2.

Pero, si no nos parece exagerado ese juicio de Nolan, entonces preguntémonos si ello se debe a que nosotros no participábamos en la anterior situación de Sudáfrica. Porque las palabras de Nolan van más allá de Sudáfrica y son totalmente aplicables a este mundo nuestro: nuestra sociedad está estructurada sobre un apartheid económico que sus detentadores defienden con la misma rabia y desesperación con que los blancos intentaban defender antaño la injusticia sudafricana: con la misma argumentación racista de su propia superioridad y de que lo que ellos tienen es la recompensa por su trabajo, porque «el que trabaja duro recibe el premio». Lo cual puede ser verdad en un 5% de los casos. Pero oculta la ley más general de nuestro sistema: el destino de tantos que trabajan muy duro y solo consiguen verse despedidos a los cincuenta años o morir en una patera, ante nuestra impotencia o nuestra indiferencia. Es entonces significativo que a ese refrán de origen norteamericano le haya sustituido hoy este otro que rezuma amargura y sarcasmo: «si quieres ser millonario, deja de trabajar».

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Si este mundo está estructurado de manera que unos tienen mucho más de lo que necesitan, y otros sufren más pobreza de la soportable, hay que decir con Nolan que nuestro mundo «forma parte del reino de Satanás». Ante eso, me atrevo a decir que vivimos en una situación de «Holocausto». No soy el primero que afirma tal cosa: ya es conocida la frase de G. Agamben: «el campo [de concentración] es el mundo». Y quiero recuperar esa palabra porque pensadores muy serios (como Th. Adorno y Z. Bauman) han escrito que el holocausto nazi es algo «lógico» y no un episodio imprevisto en nuestra civilización occidental; aunque aclarando que «lógico» no quiere decir «inevitable». Pero es lógico, porque estamos renunciando a las verdaderas utopías de la igualdad y la fraternidad para quedarnos con las falsas utopías de la prosperidad económica, el progreso técnico y una libertad sin hermanas. Y ya hemos dicho antes que las falsas utopías producen «dis-topías». Pues bien, si –como creo– aceptamos todos este punto de partida, ello nos sitúa ante unas tareas ineludibles para cualquier cristiano: –– qué podemos hacer para que este mundo no forme parte «del reino de Satanás», y el holocausto no se convierta entonces en algo inevitable; –– cuál es esa lógica que nos lleva a producir holocaustos con la conciencia tranquila. La palabra «lógica» la emplea Francisco en su última encíclica (175): «la misma lógica que dificulta tomar decisiones drásticas... con el objetivo de erradicar la pobreza»; –– y, derivada de ahí, cuáles son los falsos dioses (además del de la superioridad racial, que en Sudáfrica tenía una clara raíz económica) que pueden explicar no ya el actual holocausto, sino también nuestra tibieza ante él, semejante a la de tantos alemanes del tiempo de Hitler, que preferían no saber o no preguntar. Recordemos estos dos eslóganes puestos en circulación por el papa Francisco: «nuestra economía mata» y «la globalización de la indiferencia». Porque, según el Evangelio, este mundo es el objeto primario del amor de Dios. Lo cual puede explicar mejor Su ira, al verlo en manos del que el cuarto evangelio llama «príncipe de este mundo».

2. El cinismo teológico Así se comprende este otro texto: «Si la situación histórica de dependencia y dominación de dos tercios de la humanidad, con sus 30 millones anuales de muertos de hambre o desnutrición, no se convierte en el punto de partida de cualquier teología cristiana hoy, aun en países ricos y dominadores, la teología no podrá situar y concretar históricamente sus temas fundamentales. Sus preguntas no serán preguntas reales. Pasarán al lado del hombre real. Por eso... es necesario liberar a la teología de su cinismo. Porque frente a los problemas del mundo de hoy, muchos escritos de teología se reducen a un cinismo»3.

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Si se me permite una confesión personal, estas palabras supusieron una auténtica sacudida para mí, a la que no sé si he sabido responder. No tenerlas muy en cuenta sería como hablar de Dios al margen de Auschwitz. Lo que he ido aprendiendo más tarde es que no solo hay que liberar de su cinismo a la teología. También a la cultura, y a la economía, y a tantos medios de comunicación que se desentienden o justifican esa situación. Y notemos además la coincidencia en los títulos de los dos autores citados: ambos hablan de desafío: «del Evangelio» y «para los cristianos». Huelga decir que ambos desafíos unificados nos afectan a nosotros. Por eso me parece necesario echar una rápida mirada a nuestro mundo para tratar de descubrir cuáles son las situaciones y las conductas que, a pesar de tanta belleza y tanta bondad, hacen este mundo tan culpable ante Dios.

3. El mundo que irrita a Dios –– Cada tres segundos muere alguien de hambre. –– También cada tres o cuatro segundos un hombre escapa de la persecución o del hambre buscando refugio. –– Doscientos millones de niños esclavos. –– Innumerables niñas engañadas con la promesa de un trabajo y entregadas a la prostitución. Mujeres que, cuando reclaman igualdad de sueldos con los varones, son despedidas. –– Número de guerras actual: más de 13 conflictos bélicos y unos 20 de los llamados «de baja intensidad», con un balance de más de 3 millones de muertos en un mundo que se considera en paz. –– Obesos e infraalimentados. Estos dos términos contradictorios constituyen uno de los mayores desarreglos sanitarios de nuestro mundo. Y solo entre los primeros, unos lo son por exceso de comida, y otros por alimentarse de «basura» (bollería, etc.). Todo en amargo contraste con la gran cantidad de comida aprovechable que cada día va a la basura. –– 70 millones de seres humanos poseen más riqueza que los restantes 6.300 millones. –– Hay quien gana un millón de dólares por ser consejero de algún banco, y quien gana 425 euros por deslomarse trabajando al sol unas 50 horas a la semana. –– Según Intermon-Oxfam, grandes empresas multinacionales sacan de África con artimañas 40.000 millones, de modo que «la riqueza que generan los países pobres no se queda en el pueblo».

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–– Fracaso de los objetivos del milenio: se ha reducido a la mitad el número de personas que viven con menos de 1,25 dólares al día (y estamos ahora en 700 millones), que no es para presumir... Pero ni se da la enseñanza primaria universal; ni el empoderamiento de la mujer en lo que hace a cobrar lo mismo que el varón es una realidad; ni se acaba con la mortalidad infantil por dolencias previsibles y fáciles de tratar, como las diarreas; ni se mejora la salud materna ni se evitan las muertes por parto; ni se reduce la propagación del VIH; ni se consigue la sostenibilidad del medio ambiente; ni se establece eficazmente la alianza mundial para el desarrollo (con el famoso 0,7)... Simplemente, se quieren conseguir esos objetivos sin privar a los más ricos de nada superfluo. Ahí está la estupidez de los tatuajes como ejemplo de gasto absurdo de dinero, allí donde los futbolistas se nos han convertido en ejemplos de vida... –– Aunque moleste, hay que tener valor para gritar que es sencillamente inhumano el que, en plena crisis económica, se vayan 7.000 bilbaínos a Manchester, más de 20.000 barceloneses a Berlín (16 aviones), y no sé cuántos miles de sevillanos a Varsovia, solo por ver un partido de fútbol de su equipo. Que eso se nos haya convertido en una necesidad resulta escandaloso en un país que es el segundo de Europa en pobreza infantil, con 840.000 niños por debajo del umbral de la pobreza, y donde esa pobreza «dejará efectos indelebles en la salud de los niños a lo largo de su vida», según informe de la SESPAS4, mientras que la mitad de ellos podrían salir de su situación con solo mil euros por año. Lo menos que se podría decir de todos esos hinchas locos es aquello del poema del Cid: «¡Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor!». Y ante todos esos datos, y otros más de este calibre: –– Acusación de populista o marxista o de amenaza «muy preocupante» para todo aquel que intente poner eso cada día encima de la mesa humana, o que llame a poner algún remedio serio que no sean meros remiendos «electoralistas» cuando se acercan unas elecciones. Por supuesto, sé que también hay multitud de estrellas de bondad casi desconocidas en la tiniebla de esta historia. ¿Cómo no voy saberlo? He tenido la gran suerte de conocer a bastantes gentes cuyo ejemplo me ha ayudado a resistir. Por suerte, hay más de diez justos en esta Sodoma de hoy. Pero creo que eso no es una excusa para quedarnos tranquilos, sino tan solo un poco de luz que nos ayuda a movernos en la noche oscura del mundo. Porque lo innegable es que caminamos en la noche. En conclusión: este mundo es sencillamente horrible, y el género humano no tiene voluntad de arreglarlo. Por eso valen las palabras citadas de Nolan: «Dios está absolutamente furioso con este mundo»; aunque debemos completarlas con las de

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Jeremías 31,20: «por amor a mi hijo se conmueven mis entrañas», concluyendo con el teólogo japonés K. Kitamori: «el dolor de Dios es su amor triunfando sobre su ira». Permitidme ahora un paréntesis, ya que no somos solo justicia, sino también cristianismo. Sé que, ante todas esas aberraciones, algunos proclaman: «la única excusa que tiene Dios es que no existe». OK. Yo, que intento creer profundamente en Dios, no tengo inconveniente en aceptar ese argumento. Solo que, entonces, debemos reconocer que la tarea recae sobre nosotros: de lo contrario, no tenemos derecho a quejarnos. Mantiene su vigencia la pregunta del no creyente Camus: ¿tiene un hombre derecho a ser feliz en una ciudad invadida por la peste? Si la no existencia de Dios permite responder afirmativamente a esa pregunta, hacemos el peor favor posible al ateísmo. Porque, si ese ateísmo se convierte en excusa para nuestra indiferencia, entonces los que no tenemos excusa somos nosotros.

Y si ese argumento vale para los ateos, ¡cuánto más para quienes creemos en Dios! Porque las bienaventuranzas de Jesús nos permiten entrever una respuesta novedosa a la pregunta de Camus: en una ciudad invadida por «la peste» se puede ser feliz dedicándose al servicio de los apestados. Ciertamente, no existe un Dios milagrero al que reclamar intervenciones constantes para que haga Él lo que deberíamos hacer nosotros. Pero, si Dios existe y le importa este mundo, no puede sino estar profundamente indignado por su estado actual. Exige arrepentimiento y conversión a los que creemos en Él. Y avisa que, por la senda que llevamos, podemos acabar destrozándonos a nosotros mismos. ¿Exagero si digo que todo eso debe llevarnos a un serio examen de conciencia? Pues entonces vamos a intentarlo.

4. Examen de conciencia 4.1. La propiedad Se comprenderá así lo que dije hace poco ante el Instituto E. Mounier de Barcelona y que está recogido en el capítulo anterior. La doctrina cristiana sobre la propiedad privada reconoce que esta no es un derecho absoluto y sagrado, sino un simple medio para realizar el verdadero derecho primario: el destino común de los bienes de la tierra para todos los seres humanos. Creo haber mostrado en otro lugar que es a partir de Locke (1632-1704) y de su tratado sobre el gobierno civil cuando cobra vigencia la actual visión de la propiedad. Y como tantas otras secuencias de la historia, esta no deja de tener su ironía, porque, en su intención, la obra de Locke parece que iba dirigida contra la propiedad de los reyes y a favor de los ciudadanos. Pero Locke, en el fondo, era un conservador obsesionado por la seguridad, y sus reflexiones acaban sustituyendo el derecho sagrado de los reyes por el derecho sagrado y absoluto de los burgueses: Locke identifica totalmente libertad y propiedad, dando lugar así a lo que suele calificarse como el «individualismo posesivo» 5 . 107

4.2. El individualismo Ese individualismo que denunciaba Mounier como destructor de la persona, y esa destrucción de nuestro ser personas producida por el becerro de oro, cuajan en la falta de respeto al otro: el dinero, como valor supremo de nuestra cultura, es exactamente lo contrario de la atención al otro. El otro no forma parte de mi yo, sino que solo existe para que lo destruyamos o para que nos aprovechemos de él: ese es el aire polucionado que respiramos, aunque luego haya muchas personas (aún) no inficionadas y que conservan limpios los pulmones del espíritu. No sé si es por eso por lo que hemos acabado eliminando de nuestra educación, no ya la religión (que puede ser un tema más complejo) y la ciudadanía, sino que estamos intentado incluso eliminar las humanidades, porque, desde la óptica del Dinero, no sirven para nada. Así es como vamos juntando máximas competencias técnicas con estremecedora incompetencia humana. Así es como podemos encaminarnos hacia una sociedad del selfie. Y así es como podemos acabar dando la razón a Franco: «no estamos preparados para la democracia»; pero no porque seamos españoles, sino por falta de verdadera educación humana. 4.3. La ética Cuando el derecho de propiedad se pervierte, y el marco único de referencia es el dinero y el individualismo, el resultado es que comienza a gestarse una sociedad azotada por una «pertinaz sequía» ética. ¿No nos está ocurriendo algo de eso en la vida pública? Solo hay pequeñas lloviznas de ética que aparecen cuando uno habla de lo bueno que es él y de lo malos que son los otros. Fuera de eso, ni gota. Pero no porque nosotros seamos peores que los seres de otras épocas, sino porque «la bandera de la suma riqueza» (por decirlo con el clásico lenguaje de los Ejercicios ignacianos) saca lo peor de todos nosotros. Y es que con el dinero se produce un milagro parecido a aquel del agua convertida en vino, pero en sentido contrario: si no tenemos el que necesitamos, nos deshidratamos y acabamos muriendo. Cuando tenemos más del que necesitamos, el «agua» se nos convierte en «vino», y entonces nos emborrachamos, razonamos mal, nos volvemos alcohólicos, necesitamos cada vez más, atropellamos a los demás y acabamos perdiendo la razón y la sensibilidad, hasta parecernos a tantos multimillonarios aparentemente bien vestidos y bien educados, pero prácticamente huecos de humanidad. 4.4 «Cuándo fallan los cimientos ¿qué podrá hacer el justo?» (Salmo 10) Ante el panorama descrito, es normal que nos hagamos esa pregunta del salmista, no porque nos consideremos justos, sino porque nos sabemos perdonados y quisiéramos ser justos. De entrada, no querría que las reflexiones anteriores nos llevaran solo a ese título 108

irónico y provocativo (y sesgado) de Oriol Quintana: «filosofía para vivir peor». Porque, respondiendo a Albert Camus, Jesús de Nazaret enseñaba que sí hay una manera de ser feliz en la peste (la única manera válida): y llamaba felices a los que reaccionan con una actitud de «misericordia y hambre o sed de justicia» ante todas las situaciones crueles de nuestro mundo. En seguimiento del evangelio, intentaré proponer dos tipos de tareas, unas más genéricas, de carácter más bien axiológico, y otras más concretas, a enriquecer y completar por vosotros en estos días. 4.5. Escalas de valores a) Pasar de lo ético a lo místico A veces he comentado con algunos que en «Cristianisme i Justícia» tenemos una experiencia muy de agradecer: la experiencia de hasta qué punto nuestro trabajo ha sido para nosotros, y ha podido ser para algunos, un verdadero norte dador de sentido para sus vidas. Se trata de extender eso mucho más, muchísimo más, y no solo para los que forman parte de nuestro equipo. Para ello hay que insistir mucho en que la lucha contra la injusticia no es solamente una tarea ética, sino profundamente religiosa: semejante a la lucha contra la idolatría, en un mundo donde el único dios verdadero reconocido es la riqueza privada. Cuando se rechaza la utopía del reinado de Dios como algo sin lugar en este mundo, se llega a todas las aberraciones enumeradas en el apartado 3 de este capítulo. En cambio, cuando se da vigencia a ese «no lugar» de la utopía, los imperativos éticos dejan de ser imposiciones venidas desde fuera, para pasar a ser verdaderas experiencias espirituales, nacidas desde dentro. Sugiero, por eso, aprovechar el año santo de la misericordia (que inaugurará Francisco el 8 de diciembre de este año, hasta el 20 de noviembre de 2016) para intensificar una lucha por la justicia como la principal obra de la misericordia6: una lucha que intente transparentar la verdad de Dios, que ha decidido no tener en esta historia «otras manos que las nuestras» (¿Teresa de Ávila?) y que es, a la vez, rico en misericordia. ¿No ha de estar Dios profundamente indignado ante la falta de misericordia (miseri-cor: corazón vuelto a la miseria) de este mundo nuestro y ante los inmensos dolores que ella provoca? ¿No espera Dios nada más de nosotros? Quizá que comuniquemos nuestra obsesión por esa experiencia espiritual. b) Desenmascarar Hay una frase de san Ignacio que siempre me resultó muy luminosa: «engaño es grande, y de entendimientos oscurados con amor propio...» Voy a ilustrarla con dos anécdotas 109

bastante chuscas (sobre todo la primera), porque, después de todo lo que llevo dicho, también tenemos derecho a sonreír un poco. El año 1640 llegó a la ciudad de Santos (Brasil) la noticia de un breve papal que prohibía la esclavitud de los indígenas. Hoy nos puede parecer elemental, pero entonces era una herejía económica que provocó una auténtica escandalera. Alguien hizo correr la especie de que los causantes de aquel documento habían sido los jesuitas, y en poco tiempo se congregó un montón de personas ante la residencia de la Compañía, gritando desaforadamente: «¡Muerte a los jesuitas!». La cosa se puso tan seria y tan amenazadora que al superior no se le ocurrió más que ir a la iglesia, revestirse de capa pluvial, sacar la reserva del sagrario y salir así a la calle, en procesión. Cuenta el historiador que, conforme pasaba, las gentes se arrodillaban y se santiguaban, mientras seguían gritando: «¡Muerte a los jesuitas!». La anécdota, como un chiste de El Roto, pone de relieve, al exagerarlas, algunas dimensiones muy verdaderas de nuestra realidad. Hay todavía personas de las clases altas que profesan un cristianismo parecido al de aquellos esclavistas brasileños. Y, si no, recordad la dimisión de algún católico de renombre cuando Pedro Arrupe pronunció el discurso sobre educación para la justicia en la asamblea nacional de antiguos alumnos. Discurso muy bueno, pero mucho más suave y mesurado que estas palabras mías... Es tarea nuestra combatir ese cristianismo tan poco cristiano y recordar la frase de Francisco: «esta economía mata». Y vamos al acto segundo. Hace poco, en un debate electoral, do-ña Esperanza Aguirre dijo a Manuela Carmena: «yo también quiero acabar con la pobreza, lo que no quiero es, como usted, acabar con la riqueza». En esos mismos días, y por no sé qué filtración, se había hecho pública la declaración de renta de doña Esperanza, que ella tomó como un ataque «a su intimidad»7 . Desde ahí resultaba fácil percibir que esa supuesta voluntad de acabar con la pobreza sin tocar para nada la riqueza era una simple veleidad. Porque es imposible hacer eso sin repartir mucho mejor lo que hay, dado que estamos consumiendo ya más de lo que permite nuestro planeta. Y, además, porque la tarea es urgente, no es un paseo tranquilo que puede durar siglos. Recordemos la argumentación de Jesús ante una curación en día de precepto: el que lleva años sufriendo no puede esperar más (Lc 13). Por tanto, querida doña Esperanza, medite Ud., por favor: «engaño es grande y de entendimientos oscurados con amor propio...» Y busque otro argumento.

¡Qué fácil resulta entender ahora lo que escribía Simone Weil en una famosa carta a Bernanos, aunque tenga un tono rasgado!: me haría bautizar en seguida con solo que, en la puerta de todas las iglesias, hubiese un letrero que dijera: «prohibida la entrada a todos los que tengan unos ingresos superiores a una determinada cantidad». c) Suministrar valores y marcos de referencia He dicho antes que la idolatría del Capital acaba dejándonos sin otros marcos de referencia, y como, a la larga, no podemos vivir sin ellos, acabamos absolutizando pequeñas realidades secundarias (desde la forma de vacaciones a los equipos de fútbol...), a lo cual nos ayuda muchísimo la absolutización que de ellos hacen los medios y la publicidad. Pregunté otra vez si la sorprendente cantidad de europeos en la salvajada del Estado Islámico no podría obedecer a que la gente se harta de no tener causas para las que vivir, fuera del consumo: en esa falta de horizontes es fácil engatusar a la juventud, que todavía no está desflorada de ideales y necesita causas por las que vivir. El actual desinterés por la cuestión de Dios en el primer mundo (que es diferente del ateísmo o el agnosticismo de otras épocas) es fruto de la pasión por el Dinero: a los ricos les interesó Dios mientras, tácita o explícitamente, parecía suponerles un sostén de su fortuna. Freud fue genial en su descubrimiento del inconsciente, aunque creo que algunos 110

maestros de espiritualidad se le habían adelantado con otras palabras. Pero se equivocó al creer que el dominio del inconsciente lo constituye solo la sexualidad. Eso era comprensible en una sociedad victoriana y superpuritana. Pero hoy la sexualidad desmadrada ya no necesita actuar desde el inconsciente. El dinero, como peldaño hacia el máximo de poder y de reconocimiento, es el verdadero dominio del inconsciente, ante el que todos necesitaríamos un buen psicoanálisis. Eso precisamente es lo que propone san Ignacio en su meditación de «dos banderas». Y desde el dinero debe extenderse a cualquier clase de riqueza: cuando poseemos algo que los demás no tienen, no es para que nos aplaudan, nos admiren o nos envidien, sino para que lo compartamos en la medida de lo posible. Esta es la verdadera visión cristiana del hombre y la fuente del verdadero personalismo. Pondré otro ejemplo de eso que tal vez moleste, porque tiene que ver con el deporte o, mejor, con el deporte-espectáculo que empapa nuestra civilización. Por eso comenzaré formulándolo también en plan de humor: ¿sabéis cuál es hoy el nuevo «principio de Arquímedes»? «Todo club sumergido en un mar de dinero experimenta un impulso hacia arriba directamente proporcional al volumen de millones desplazado». Fijémonos bien: en esta «civilización del selfie», el deporte, tan globalizado hoy, es la única realidad capaz de crear ideales colectivos que unan a las personas. Y eso sería muy bueno si no fuese porque los éxitos deportivos dependen sobre todo del dinero invertido (en mejorar las máquinas, en fichar jugadores...). He aquí otra razón para divinizar la riqueza como la verdadera fuente de ese reconocimiento que todos necesitamos. d) «Civilización de la pobreza» Uno de los mejores logros que habíamos obtenido últimamente fue la aparición de las llamadas clases medias (aunque la denominación sea excesivamente vaga). Pero hoy estamos asistiendo a una progresiva desaparición de esas clases y a un desmonte del Estado de bienestar, so capa de asegurarlo. De ahí la necesidad de reivindicar una vez más lo que (siguiendo a I. Ellacuría) podemos llamar una civilización de la sobriedad compartida, o de una «aurea mediocritas» horaciana, aplicada ahora a los niveles de vida. Y que podemos concretar así: no pretender tener más de lo que verdaderamente necesitamos y no aparentar más de lo que somos. Ya no por razones de solidaridad humana (¡ojalá!), sino simplemente porque este mundo nuestro no puede sobrevivir sin esa civilización. Francisco lo pone de relieve en su última encíclica, que cabe resumir así: un sistema económico que «mata» a los hombres (como dijo en Evangelii gaudium) acabará matando a la tierra si no reaccionamos rápida y responsablemente; porque es un sistema que busca una civilización de la sobreabundancia no compartida. 4.6. Tareas más concretas 111

a) En primer lugar, la denuncia y publicidad: poner sobre las mesas bien surtidas del Primer mundo todo el sufrimiento de los oprimidos y «enzarzarnos» o vincularnos todas la ONGs, Centros y Entidades solidarias para dar la máxima difusión a tantas atrocidades que nuestros medios suelen silenciar o poner en un rincón con letra pequeña. «Globalizar los tábanos», como escribí otra vez, para que al menos su runrún no deje dormir a nuestras conciencias abotargadas. b) Lucha por una fiscalidad progresiva y justa (incluida la batalla contra los paraísos fiscales); un tema que solo enuncio, porque Cristianisme i Justícia está trabajando mucho en él. c) Recuperar y dar más publicidad a todo el tema del salario: tanto del llamado «salario ciudadano», o renta básica para todas las personas en situación de exclusión, como del salario justo, rasgo fundamental de la Doctrina Social de la Iglesia y del que dice Francisco que es, a la larga, la única forma de evitar estallidos de violencia (EG 192). Y ello tratando de exigir que esta meta y la anterior aparezcan en los programas de los partidos como condición «sine qua non» para que los votemos. d) Entrar más en economía y mirar de formar (o colaborar con) economistas alternativos. Lo que ya en nuestros comienzos calificábamos como la AEI (asociación de economistas de izquierdas), expresión que evoca lo más elemental y realidad que podría comenzar a funcionar denunciando al menos los fundamentalismos sectarios de las economías oficiales, que, además, niegan el pan y la sal a todas las voces alternativas. Se ha dicho muchas veces (y hoy estamos palpándolo más que nunca) que no puede haber democracia política sin democracia económica: habría, pues, que sacudir entre todos «la estaca» del sistema, a ver si cae algún día. Esto implicará que las ampliaciones de la justicia no mengüen, sino que más bien extiendan la dimensión económica que está latente y determinante en todas ellas: lo que ha ocurrido con la ecología (grito de la tierra – grito de los pobres) es extensible a otros campos: grito de la mujer – grito de los pobres, o encuentro de las religiones – encuentro de los pobres... Pero, bueno, todas estas cosas ya no me corresponden a mí e irán saliendo después. Lo que yo tenía que hacer era provocar un poco. Ojalá lo haya conseguido.

*** CONCLUSIÓN

112

Jesús de Nazaret decía: «vigila para que la luz que hay en ti no se convierta en tinieblas» (Lc 11,35). Temo que, a nivel mundial, nos esté sucediendo algo de eso. Es, por tanto, urgente regenerar la política como forma de servicio, regenerar la ciudadanía y (¡ojalá también!) la fraternidad. Porque nuestra sociedad se está convirtiendo en una «guerra de todos contra todos» que (como ya anunció el filósofo Hobbes) suele ser el preludio para que acabe surgiendo algún Leviatán. Y, como recordaba un viejo maestro de espiritualidad, es mejor arrancar los males cuando todavía son pequeñas plantitas que cuando ya se han convertido en arbustos gruesos, con tronco robusto y profundas raíces. Entonces es cuando los problemas ya no tienen solución.

[*]. Charla pronunciada en Barcelona al inaugurar un minicongreso sobre fe y justicia convocado por el Centro de estudios «Cristianisme i Justícia» en junio de 2015. 1.

Dios en Sudáfrica. El desafío del Evangelio, Santander 1989, pp. 65, 104, 120.

2.

¿Quién es este hombre? Jesús antes del cristianismo, p. 90.

3. Hugo A SSMA N N ,

Opresión, liberación: desafío a los cristianos, p. 51.

4. Sociedad española de salud pública y administración sanitaria. 5. Ver C. B. MA CP HER SON , Teoría política traducido en Trotta hace pocos años.

del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke,

6. «Justicia y misericordia no son dos conceptos contrastados entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su culmen en la plenitud del amor» (Francisco, El rostro de la misericordia, n. 20) 7. Yo diría que atacaba a su intimidad, pero no ya por la publicidad, sino por la cantidad de lo publicado. Si se hubiera tratado de la declaración de Nuria o de Ilena Budz (de quienes hablé en ¿El capital contra el siglo XXI?, pp. 92 y 95), no habría habido tal violación de intimidad...

113

8.

Capitalismo, liberación, humanización[*]

Parece claro que un ideal de humanidad realizada debe dar cabida, tanto en la reflexión como en la praxis, al problema de la estructura económica. Por dos razones: porque el espíritu nunca actúa entre nosotros negando su base material, sino conservándola a la vez que la trasciende (el ser humano, por ser espiritual, no deja de ser a la vez vegetal y animal, aunque de otro modo); y porque la constitución comunitaria del ser humano no puede prescindir de unas estructuras que posibiliten esa comunitariedad. Quizá por eso me pidieron una reflexión sobre la incidencia que puede tener el sistema capitalista en las visiones utópicas liberadoras. No sé bien si se trataba de una incidencia negativa (porque el capitalismo destroza o falsifica esas utopías liberadoras) o de una incidencia positiva, porque toda utopía liberadora ha de reaccionar contra la distopía del capitalismo. En cualquier caso, esos dos puntos serán el eje de estas reflexiones, aunque también procuraré señalar algunas aportaciones positivas del sistema capitalista a las visiones liberadoras, que estas no deberían olvidar ni desfigurar. Pues creo que el mal absoluto no existe aquí, y que todo mal suele ser la degeneración de un bien anterior que quizá conviene recuperar. Pero para hacer esos juicios debemos comenzar por una mirada a ese sistema capitalista.

1. El sistema: juicios 1.1. Un papa y un economista «Hemos examinado la economía actual y la hemos encontrado plagada de vicios gravísimos» (QA 128). No son palabras de Marx, sino de un papa; y son de hace más de setenta años. Esa misma encíclica acuñó la expresión del «imperialismo internacional del dinero» que hoy parece no sé si olvidada o nueva... Lógica tentación es preguntarse: «Pues ¿qué diría hoy?» Y a esa pregunta viene a responder una de esas frases de El Roto, tan apodícticas como sarcásticas: «¡Qué mal deben de estar las cosas, que hasta los papas hablan de injusticia!». La frase tendría menos gracia, pero más exactitud, si hubiera dicho: «¡Qué mal deben de estar las cosas, que, por mucho que los papas hablen de injusticia, los poderosos ni se enteran!»... Las palabras de Pío XI no concretaban más esos vicios. En general, la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) dice cosas fuertes, pero en plan principios (salario justo, 114

primacía del trabajo sobre el capital, sindicatos...) y sin pronunciarse sobre cómo se cumplen esos principios en nuestra sociedad. Y aunque es cierto que el papa Francisco quizá no hace más que repetir la doctrina social de la Iglesia, habría que añadir que ha procurado no solo denunciar incumplimientos, sino al sistema mismo, que es el que impide cumplir esos principios. Esto puede explicar por qué sus palabras parecen llegar mucho más a la gente. Buscando concretar más esos vicios, he aquí un texto de un economista de derechas pero con sentido común: «Los errores más llamativos de la sociedad económica en que vivimos son su fracaso en tomar las medidas necesarias para el pleno empleo y su reparto arbitrario e injusto de la riqueza y los ingresos» 1. Keynes no habla de nuestro «sistema», sino de «nuestra sociedad económica», algo más genérico pero bastante sinónimo. La pregunta importante que suscita es esta: ¿son meros errores corregibles dentro del sistema o son desautorizaciones globales de este? Vamos, pues, a examinarlos un poquito más. 1.2. El desempleo Oigamos a un historiador de la economía: «el escándalo secreto del capitalismo es que en ningún momento de la historia se ha organizado en torno a una mano de obra libre» 2. Lo sorprendente de estas palabras es que el capitalismo ha pretendido siempre estructurarse en torno a la noción de libertad (de hecho, a mí se me ha pedido hablar aquí de su incidencia en torno a los movimientos liberadores...). Pero algo deben de tener esas palabras cuando, hace bastante más de un siglo y en una de las encíclicas más conservadoras de la DSI, otro papa escribía: «Si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo a un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura porque la imponen el patrono o el empresario, eso es ciertamente soportar una violencia contra la cual reclama la justicia» (León XIII, RN 132). Y hemos de comentar como antes: si eso era en 1891 ¿qué habría que decir hoy, por ejemplo, tras nuestra anticristiana ley de reforma laboral?... 1.3. La desigualdad Si antes nos hemos encontrado con la expresión «soportar violencia», que es lo contrario a la libertad, por lo que hace al segundo defecto citado por Keynes citaré otra observación del papa Francisco que quizá puede dar razón de él: «el salario justo como base de una convivencia en paz». Y la razón de ello: porque «permite el acceso adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común» (EG 192). Si no, dice en otro momento, «será imposible erradicar la violencia... que tarde o temprano provocará su explosión» (EG 52). Cuando explote esa violencia reactiva, nosotros

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apelaremos a la moral; pero será una apelación tardía: deberíamos haber recurrido antes a ella para evitar esa situación cruel e injusta que acaba haciendo que estalle la violencia. 1.4. Preguntas que brotan Todas estas citas (pontificias o laicas) parecen reforzar la confesión de Keynes sobre los defectos del sistema. Ahora, pues, podemos volver a nuestra pregunta anterior: ¿son esos dos vicios únicamente defectos a corregir o son desautorizaciones globales del sistema? Mi opinión personal es que teóricamente podría ser aceptable «un cierto capitalismo» (moderado). Pero el sistema tiende a ser «máximo capitalismo» porque, si no, se hunde. Y el «máximo capitalismo» supone el mínimo empleo posible y las máximas diferencias sociales. Ahí están las dos lacras denunciadas por Keynes. Dicho con otras palabras: el sistema parece intrínsecamente incorregible, a menos que hubiese una gran amenaza exterior que le obligara a moderarse. La importancia de esa pregunta radica en que, cuando un sistema no puede corregir defectos tan básicos, es señal inequívoca de que se trata de un sistema irracional, inhumano e injusto. Por consiguiente, una persona éticamente responsable estará obligada a buscar cómo cambiar ese sistema por otro más justo, aunque sea a largo plazo. Precisamente por eso, Francisco, en el documento citado, reclamaba «un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos» (n. 58). A lo mejor, pues, la primera incidencia del capitalismo sobre las visiones liberadoras es obligar al ciudadano a reclamar ese cambio enérgico de actitud a sus dirigentes. Sobre todo, si estos alardean de apoyarse en el humanismo cristiano... 1.5. Objeciones a lo expuesto Pero a estas acusaciones se les suele objetar olímpicamente que «esas no son consideraciones económicas». Concedido. Pero son consideraciones humanas. Ahora bien, si un sistema excluye expresamente de su modo de proceder todo aquello que es humano y ético, está reconociendo que es un sistema inhumano e inmoral. Efectivamente: [a los economistas de hoy] «no les interesa el sufrimiento de la gente, la exclusión, los oligopolios y monopolios que Adam Smith repudiaba... Se obsesionan solo con el crecimiento. ¡Qué aberración!» 3. Por otro lado, el Nobel indio de economía Amartya Sen defiende expresamente que «la ética es un factor económico» (al menos a largo plazo); con lo cual la objeción antes aducida («esas no son consideraciones económicas»), además de ponerse en evidencia como inhumana, resulta ser económicamente falsa.

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Y es que lo que secretamente quería decir aquella objeción es, más bien, esto otro: esas no son consideraciones «individualistas». Con ello pone en evidencia el gran déficit ético de nuestro sistema egoísta: el individualismo. También Vaticano II, en su mejor documento, denunció los planteamientos individualistas como un gran defecto de nuestra ética4. Pero, por muy Nobel que sea Amartya Sen y por muy respetable que sea el Vaticano II, sus enseñanzas tienen muchas menos posibilidades de difusión que las de los beneficiarios y gestores del sistema.

2. La fuerza del sistema Nos preguntaremos entonces: ¿y cómo puede subsistir un sistema así? Y la respuesta me parece clara: simplemente, por su enorme eficacia a la hora de producir riqueza. 2.1. Medios y fines Nadie niega esa enorme eficacia, ni siquiera Marx5 . Lo que se objeta es que el sistema es tan eficaz como cruel: solo sabe producir riqueza a condición de no repartirla o de repartirla inicuamente (esa viene a ser la segunda acusación de Keynes). Juan Pablo II habló en Puebla de un sistema que produce «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres», y me parece una descripción exacta. Por tanto, si la ética entra en la economía, estaremos ante un problema de medios y fines: ¿son legítimos unos medios tan crueles para efectos tan seductores? Si aquí el fin justifica los medios, y medios tan crueles, habrá que aplicar lo mismo a los estallidos de violencia que suele provocar el sistema... 2.2. ¿Máxima eficacia? D. Schweickart sostiene no solo que el sistema es en sí mismo injusto (porque el beneficio del capital no se justifica ni por ser contribución ni por el sacrificio ni por el riesgo...)6, sino que además es menos eficaz que el sistema alternativo que él propone. Sin entrar ahora en esas comparaciones de eficiencia, que solo puede justificarlas la práctica, daré mi visión de las relaciones entre la eficacia innegable del capitalismo y su inmoralidad, cada vez más reconocida. 2.3. El sistema Antes de seguir, y para tener claro de qué hablamos, debo recordar que suele calificarse como capitalista el sistema que se asienta en estos tres pilares: –– propiedad privada de los medios de producción; 117

–– búsqueda del máximo beneficio posible por parte del capital; –– legitimidad del trabajo asalariado. En esta misma línea, Pablo VI había hablado, con llamativa precisión, de un sistema «que considera el provecho como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de la economía, y la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto sin límites ni obligaciones sociales correspondientes» (PP 26). Y añade que «ese liberalismo sin freno conduce a la dictadura». Pequeño detalle que convendría no pasar por alto. No es este el momento de desarrollar los tres pilares citados. Pero sí me parecen necesarias tres aclaraciones sobre cada uno de ellos: a) lo que se opone a la propiedad privada no es exactamente la propiedad estatal (pues el Estado es una abstracción, y el gobierno que lo dirige vuelve a ser otra entidad privada), sino propiedad común, de la que no sé si hemos sabido desarrollar formas plausibles. b) La conducta de las empresas transnacionales exigiendo, para establecerse en un país, la dispensa de todas las leyes sociales o ecológicas como condición «sine qua non», es un buen ejemplo de esa búsqueda del máximo beneficio posible, reconocida como legítima. c) La legitimidad del trabajo asalariado es muy distinta en una sociedad donde todo el mundo tuviese mínimamente cubiertas las necesidades básicas (por alguna forma de renta mínima o de salario ciudadano) que en una sociedad donde el asalariado se juega en su trabajo la supervivencia suya y de sus hijos.

3. Eficacia e inmoralidad Tras esas definiciones, podemos decir que el sistema se mueve en torno a dos focos irrenunciables: la competitividad como base de las relaciones económicas y la búsqueda del máximo beneficio dentro de esa competencia. Esta segunda es la que reclama la propiedad privada de los medios de producción, mientras que la primera tiene relación con el trabajo asalariado. 3.1. Confundir el rábano con las hojas He dicho otras veces que la competitividad puede ser muy útil en dosis moderadas, pero es nefasta si se convierte en base de las relaciones tanto humanas como económicas. La sal es indispensable en la cocina; y el evangelio es muy duro con la sal «que no sala». Pero si la sal fuese la ley suprema y la base de nuestra alimentación, nos moriríamos 118

infraalimentados y acabaríamos todos con una tensión arterial tan alta que nos impediría vivir y tensaría todas nuestras relaciones. 3.2. Deslealtad Cuando esa competencia como ley suprema de nuestras relaciones se une a la obsesión por el máximo beneficio, es fácil adivinar que acabará convirtiéndose fatalmente en una competencia totalmente desleal: la lealtad se convierte entonces en una de esas consideraciones que deben ser desechadas como «no económicas», tal como veíamos antes. Y la conducta de Estados Unidos, tanto ante regímenes democráticos latinoamericanos que podían dañar sus intereses (desde el Chile de ayer al Ecuador de hoy) como en el espionaje de sus «amigos» europeos, pone esto de relieve. En otros campos de la convivencia internacional, los Estados Unidos han podido ser generosos (en la lucha contra Hitler, por ejemplo), pero en el campo de la competencia económica siempre han sido desleales. 3.3. Un ejemplo de hoy La búsqueda de ese máximo beneficio está llevando hoy a un hecho que extraña a muchos gobiernos: que, por más facilidades que se le den al capital (rebajando salarios hasta la injusticia y dispensándolo de impuestos justos), el capital no invierte creando riqueza o empleo. Y no invierte de ese modo porque la especulación o la llamada «financiarización» suponen hoy más beneficio y menos riesgo que la inversión productiva. Esto lo entiende hoy casi todo el mundo, salvo los políticos. O quizás ellos sí lo entienden, pero no pueden hacer ni decir otra cosa, porque, como afirmó una vez L. I. Lula, ex presidente de Brasil, «yo tengo el gobierno, pero no tengo el poder». Por eso se nos permite la democracia solo en el terreno político... 3.4. Un ejemplo de siempre La defensa de ese máximo beneficio desleal lleva luego a la obsesión por las armas, que, de rebote, obliga a armarse a todos los demás países. La URSS, además de sus pecados particulares, se derrumbó porque no pudo resistir la carrera armamentista, lo cual esterilizó sus llamativos éxitos iniciales. A su vez, la carrera armamentista pone de relieve su total irracionalidad en las desorbitadas cantidades de dinero invertidas en fabricar unas armas cada vez más terribles, de las que el mayor ideal sería... no tener que usarlas nunca. Pero, a pesar de esa irracionalidad, la carrera armamentista continúa, porque hemos descubierto que la fabricación y venta de armas es una de las fuentes de mayores beneficios, aunque impida la más elemental equidad en tantos países pobres que gastan en armas lo que deberían gastar en combatir la miseria. De ese modo, la carrera 119

armamentista crece y se descontrola hasta convertirse en una de las mayores amenazas de nuestra hora. 3.5. Jugando con fuego En efecto: ya se ha alertado muchas veces contra el peligro que supondría el que, si no suprimimos del todo las armas atómicas, acaben cayendo en manos de alguno de esos grupos terroristas irracionales y salvajes que pululan por el planeta (y pululan quizá como efecto reactivo de la barbarie de nuestro sistema económico). Por desgracia, este no es un peligro quimérico: en estos momentos de confrontación cada vez mayor entre Occidente y Rusia (por el problema de Ucrania y las sanciones crecientes), ¿es de veras improbable que algún arma atómica acabe cayendo en manos del monstruoso califato islámico? ¿Qué pasaría entonces?... No quiero ni pensarlo. Pero sí querría evocar los crímenes del títere Bush junior, que, con la mentira aquella de las armas iraquíes de destrucción masiva (cuando eran los EE.UU. los que tenían ese tipo de armas en sobreabundancia), invadió Irak hasta destrozarlo y situó a Irán entre los «ejes del mal absoluto», mientras seguía pactando con dictaduras inhumanas como la de Arabia Saudí. Y lo hizo porque tanto Irak como Irán propugnaban que todo el comercio del petróleo ya no se hiciera en dólares, sino en euros o en otra moneda. Lo cual sería sin duda un duro golpe para la economía de los Estados Unidos, que, gracias al injusto privilegio del dólar, se mantienen como el país más rico y el más endeudado a la vez... De nuevo, el máximo beneficio.

4. Defensas del sistema Si los análisis anteriores son válidos, no habrán hecho más que gritar que «el rey está desnudo», según reza un conocido apólogo. Pero en la opinión común, el rey anda vestido y bien cubierto con soberbios mantos regios. Sin pretender agotarlos, citaré dos de ellos: la mentira y la apariencia científica. 4.1. La mentira La película documental «Inside Job» habla de economistas de Harvard y Columbia pagados por multinacionales o bancos de inversión para defender como científica una determinada política económica. El decano de la escuela de negocios de una de esas universidades escribió en 2004 un estudio en el que «alabó los derivados y la cadena de bursatilización diciendo que mejoraban la asignación de capital y la estabilidad financiera»... «La industria financiera ha corrompido el estudio de la economía», comenta el director de la película. Muchos de esos profesores han acabado después de

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consejeros de grandes entidades financieras (Morgan, Goldman Sachs...), elevando así a la enésima potencia su sueldo de profesores7 . Este problema no es nuevo: antaño, la ética médica trataba el problema de las llamadas dicotomías: un médico cobra por recetar un determinado producto y lo receta, prescindiendo de si es el que conviene al enfermo o no. Casos similares se dan hoy entre empresas multinacionales y los investigadores de los transgénicos. O empresas farmacéuticas e investigadores sobre posibles daños colaterales de un nuevo producto. Y últimamente se oye hablar mucho de las presiones que recibe la OMS para que adopte determinadas políticas ante pandemias reales, posibles o fingidas... El caso de la gripe A, denunciado con valentía por la benedictina Teresa Forcades, es el más conocido. Y al margen de que, en este caso concreto, tuvo razón, lo que no sabe la gente es la cantidad de bofetadas que recibió por ello8. También, hace pocos meses, un grupo de estudiantes de economía de 19 países publicó un documento en el que se quejaban de que no se les enseñaba ni se les informaba en las universidades más que sobre un único sistema económico, como si fuera el único posible, sin dar el más mínimo espacio a la pluralidad: «no es solo la economía mundial lo que está en crisis. La enseñanza de la economía también está en crisis, y esa crisis tiene consecuencias que van más allá de la universidad». Estas palabras de los estudiantes se ven confirmadas por el canadiense J. Ralston Saul en la entrevista antes citada: «todas las escuelas de economía y finanzas del mundo reproducen esta ideología hegemónica sin cuestionarse nada. Y la han pifiado. ¡Y, aun así, no rectifican!». Y añade a continuación el ejemplo de Greenspan, el todopoderoso presidente de la Reserva Federal, quien, después de haber alabado las ventajas inauditas de esta globalización, cuando estalló la crisis exclamó que no «podía comprender cómo se había producido». Pero siguió pensando exactamente como antes. Para comprender ese ejemplo imaginemos otro más casero: dos médicos discuten sobre el tratamiento de la diabetes; uno sostiene que hay que abstenerse de azúcares; el otro defiende que los azúcares y los hidratos de carbono dan fuerzas al organismo para defenderse, que las frutas forman parte de la dieta mediterránea tan alabada... Este segundo tiene a su favor el hecho de que el enfermo es un gran goloso (pero, además, tiene muchas acciones en una empresa que fabrica insulina...). Y cuando un día el enfermo tiene una hiperglucemia que casi se muere, se limita a exclamar: «¡No alcanzo a comprender cómo ha podido producirse!» Pero sigue enseñando lo mismo que antes... No estaría, pues, de más que algunas de estas «autoridades económicas» pasaran por el sofá del psicoanalista: a lo mejor caían en la cuenta de que no hablaban en nombre de la ciencia, sino en defensa propia. 4.2. El disfraz matemático 121

He dicho otras veces que la ciencia económica se apoya siempre, inevitablemente, en una «metaeconomía». Lo cual quiere decir que las matemáticas económicas se apoyan en unos presupuestos previos, al igual que la física se apoya en una meta-física: si no hubiera un principio metafísico de causalidad, no tendría sentido buscar en nuestro mundo físico las causas de las cosas. De hecho, el genio de Einstein cometió, según él, «el mayor error de su vida» por presuponer que el universo era eterno, lo cual no es un dato físico. Y Lemaître acertó por no presuponerlo. O, explicado de manera más pedestre: si yo doy a «pi» un valor diferente de 3’14, y a la velocidad de la luz un valor distinto de los trescientos mil kilómetros por segundo, por más correctos que sean los cálculos abstractos, no me servirán para medir una circunferencia ni la energía (e = mc2). También en economía, las ecuaciones funcionan a partir de unos presupuestos previos que son antropológicos. Pues bien, todos los cálculos del neoliberalismo parten del siguiente presupuesto: el hombre es un consumidor racional y libre. Pero ninguno de los tres calificativos es exacto. Por eso escribe un célebre economista norteamericano: «los economistas saben que la realidad es más complicada y que, para hacer un modelo matemático, a menudo hay que reducir el mundo a una caricatura. No hay nada malo en ello. El problema llega cuando permite a alguien (a menudo, los mismos economistas) declarar que quien ignore los dictados del mercado será castigado o que, dado que vivimos en un sistema de mercado, todo, salvo la intervención estatal, se basa en principios de justicia» 9. Esta doble forma de mentira arranca del falso presupuesto de que la economía es una ciencia exacta, como las matemáticas. Pero en realidad es una ciencia humana, como la psicología. Y las ciencias humanas no tratan con números, sino con libertades (por más manipulables que sean estas). De no ser así, no nos habrían dicho tantas veces últimamente que la economía «necesita confianza» para funcionar. Las matemáticas no necesitan confianza. Pero esta doble forma de mentira la necesita el sistema hoy más que nunca, porque la caída del Este ha desenmascarado al Oeste: el lobo capitalista ya no necesita vestirse de la caperucita de Estado de bienestar, y el sistema, sin temer ya al comunismo, puede mostrar su verdadero rostro. Mientras que antes el miedo a que la clase obrera lograra cambiar el sistema (como había ocurrido en Rusia y países satélites) había forzado al capital a ofrecer mil ventajas a la clase obrera: sindicatos, salarios justos, participación en beneficios y un mejor futuro para sus hijos... Esto es lo que se acabó en 1989.

5. Virtudes del capitalismo Ya dije al comienzo que el mal absoluto no existe y que, a veces, los grandes defectos son perversiones de virtudes iniciales. Aplicando eso al capitalismo, me gusta titular esas 122

virtudes con el acrónimo CIR: «Curro» (trabajo), Inventiva, Riesgo. Y me parece importante comentarlas para evitar que el cambio de sistema (siguiendo la observación de Paulo Freire de que el oprimido lleva introyectado al opresor como su ideal de hombre) no aspire a una vida sin trabajo, sin riesgos y con poco esfuerzo, porque entonces se degradaría tanto como el sistema que combate. 5.1. La fuerza vital Antes he aludido al elogio de Marx a la burguesía primera, y este es el momento de leerlo: «La burguesía ha creado fuerzas productivas más abundantes y grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación de continentes enteros para el cultivo, la apertura de los ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto como si salieran de la tierra... ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?» (Manifiesto del Partido Comunista). Siglo y medio después, esa enumeración podría ser aún más larga y más impresionante. Evoquemos como ejemplo la gesta de los primeros emigrantes a Norteamérica: iban decididos a trabajar, a imaginar, y dispuestos a arriesgarse para crear un mundo nuevo. Nadie habría dicho que de allí iban a salir los actuales Estados Unidos. Pero es que aquellos ideales fueron corrompidos por la obsesión del máximo beneficio. Y podemos prescindir ahora de la opinión de Max Weber, que ve en el calvinismo y en la dura doctrina de la predestinación de Calvino una explicación de esa corrupción: la seguridad de la predestinación en el más-allá (hagas lo que hagas en el más-acá) era tan dura que fue abriendo paso a la doctrina de que el éxito económico en esta vida es una señal de estar predestinado para el cielo: pues Dios no bendeciría a quien había decidido condenar. Esa explicación de M. Weber no es compartida por todos, pero eso ahora no nos interesa. Lo importante era destacar aquellas virtudes iniciales precursoras de nuestra revolución industrial. Así se comprende su atractivo. 5.2. El cáncer Pero, al lado de eso, sigamos leyendo a Marx: «masas de obreros hacinadas en la fábrica son organizadas en forma militar. Como soldados rasos de la industria, están colocados bajo la vigilancia de toda una jerarquía de oficiales y suboficiales. No son solamente esclavos de la burguesía, del Estado burgués, sino diariamente, a todas horas, esclavos de la máquina, del capataz y, sobre todo, del burgués individual patrón de la fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, odioso y exasperante cuanto mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro» (Ibid.). Este es el cáncer de todas 123

las virtudes anteriores. Y lo que lleva a esa degradación es el objetivo del máximo beneficio personal, por más que se revista de desarrollo del país o de creación de puestos de trabajo. En conclusión: el capitalismo tiene virtudes, por supuesto (ya hemos dicho que el mal absoluto no existe), y ojalá lográramos purificarlas e incorporarlas a nuestra cultura y a nuestro sistema de valores. Pero el capitalismo genera también un déficit humano al convertirnos de ciudadanos en meros consumidores. En un doble sentido: que todo, hasta lo más sagrado, se convierte en mera mercancía, y que los hombres no podemos aspirar más que a ser eso: consumidores. El consumismo (¡económicamente imprescindible en nuestro sistema!) es además la fuente de esa indiferencia que, según muchos sociólogos, es el mayor pecado de hoy en día, aún más que la maldad misma de la injusticia. Y, desde ahí, las anteriores virtudes del capitalismo están amenazadas o deformadas. 5.3. Cuestión de humanidad Así se comprende el siguiente dato, que parece una de esas ironías de la historia. En el siglo XX, un señor llamado también Marx (en la actualidad arzobispo de Múnich) publica un libro titulado también El Capital, pero que lleva un subtítulo significativo: Alegato en favor de la humanidad. Lo más destacable ahora es que el autor no es nada marxista, pero se ha sentido obligado a escribir un prólogo en forma de carta a su antepasado del siglo XIX, donde le dice que, a pesar de la enemiga que le profesa, se ha preguntado muchas veces si no tendría razón el viejo Marx en una serie de puntos. Tampoco opta su autor por ningún sistema alternativo; simplemente, enumera una serie de principios éticos indispensables en la economía y ausentes del capitalismo actual y que hacen este inaceptable para un cristiano. E inaceptable también para cualquier ser humano, porque ese es el significado del subtítulo: que nuestra economía hoy nos priva de humanidad. Como he dicho otras veces, nuestra economía divide al género humano en infrahumanos e inhumanos. De ahí la necesidad de un alegato en favor de lo humano y de la humanidad. 5.4. Infelicidad Porque la reducción de los seres humanos a meros consumidores acaba privando de finalidad a esta vida. El cuerpo, si se le educa para pasar, es capaz de pasar con poco; pero si se le educa para saciarse, no se sacia nunca. Así es como el consumismo nos vuelve infelices. Y a la larga (y por más que los capitalistas no creyentes crean que esta vida es un mero paréntesis entre dos nadas que hay que rellenar a base de «pasatiempos»), la experiencia muestra que muchos seres humanos no sabemos vivir sin una finalidad para esta vida. En este sentido, y aunque antes he criticado con dureza la barbarie de los terroristas, debo añadir que, al menos en un rasgo, son superiores a 124

nosotros: y es que viven para algo, tienen una causa a la que entregarse. Y tener una causa así es una demanda de nuestra humanidad. No me parece casual, por ello, ni el auge de los nacionalismos en estos momentos ni que las estadísticas digan que la depresión crece entre nuestras juventudes, cuando antes era una enfermedad de gente mayor, ni que muchos militantes del EI (el llamado «califato») procedan inesperadamente de países occidentales. Les ofrecemos una vida vacía, y luego nos extraña que quieran llenarla.

6. Hacia una cultura reactiva Mis reflexiones apuntan, pues, a la necesidad de crear una mentalidad y una cultura alternativas que apunten al cambio de sistema y que ahora intentaré concretar un poco más. Pero antes de eso conviene afrontar dos dificultades previas: 6.1. Aclarar conceptos a) Por supuesto, ese socialismo (o como se llame a cualquier sistema alternativo) también tendrá defectos o peligros. Hoy, por ejemplo, se acusa a las políticas sociales de fomentar la pereza... Pero los defectos (a menos que sean intrínsecos e inevitables) no son una llamada a cambiar el sistema, sino a evitarlos: lo contrario sería como eliminar los impuestos porque favorecen el fraude fiscal... b) La otra dificultad es la clásica pregunta de si el cambio ha de ser de golpe y completo o, por el contrario, progresivo. Si eliges lo primero, existe el peligro de que no pueda hacerse nunca; si lo segundo, el peligro de que no llegue a ser completo. Lo mejor son reformas que vayan en la dirección del cambio total, aunque el problema es saber cuáles. Dicho esto, queda por señalar una serie de rasgos, o algo de esa cultura reactiva que puede engendrar el capitalismo y que solemos englobar en palabras como «laborismo» o «socialismo». La primera, de origen inglés (cf. Labour Party) atiende a lo opuesto al capital, que es el trabajo; la segunda, a lo opuesto a ese individualismo que es intrínseco al capitalismo. A ellas añadiría yo la «espiritualidad», contrapuesta al materialismo (intrínseco también al capitalismo) y fácil de visibilizar en aquella frase de N. Berdiaeff tantas veces citada: «el pan para mí es un problema material; el pan para mi prójimo es un problema espiritual». Desde una convicción de la superioridad del trabajo frente al capital, iríamos a parar a un sistema económico donde el máximo beneficio quede desterrado y sustituido por un moderado beneficio. Desde una visión no individualista, iríamos a parar a lo que hoy 125

existe como «economía de comunión» 10. Mientras que, desde lo que he llamado «espiritualidad», podríamos llegar a lo que Ignacio Ellacuría calificó provocativamente como «una civilización de la pobreza», tantas veces citada en este libro. Compartiendo con él la certeza de que esa es la única salida para nuestro mundo, ya he dicho que prefiero corregir la expresión y llamarla «civilización de la sobriedad compartida». Sobriedad, porque el término «pobreza» puede sonar a «carencia», y no era ése el sentido que le daba Ellacuría (también para evitar que la practiquen solo unos cuantos, como nos han obligado a hacer para salir de la crisis económica: no era mala la austeridad, pero ha sido criminal la austeridad para los pobres y el bienestar para los ricos). Y compartida para recuperar el sentido social, comunitario, antiindividualista y anticonsumista, propios del verdadero socialismo. Desde este marco, todavía solo cultural, me atreví a esbozar otra vez, no un sistema alternativo, sino una serie de valores indispensables para una economía alternativa. Hela aquí11: 6.2. Irrenunciables a) El primer valor para una nueva economía habrá de ser la síntesis de economía y ética: que sea economía (administración de la casa humana) y no crematística (arte de enriquecerse individualmente). b) Una economía que no se enroque exclusivamente en torno al valor eficiencia, sino que busque combinar la eficiencia con el respeto a los derechos humanos más básicos. Aceptando incluso subordinar aquella a estos en algunas situaciones de conflicto entre ambos, contra todo eso que se llama «economicismo». Cuando un sistema (económico, político o religioso) necesita quebrantar derechos humanos para poder funcionar bien, ese es el mejor indicio de la perversidad del sistema. Por tanto, necesitamos también: c) Una economía capaz de respetar el derecho de todo ser humano a un trabajo digno. Cuando un empresario arguye que necesita pagar menos para sobrevivir en esa jungla de la competitividad, puede que esté mintiendo y buscando una excusa. Pero si está diciendo la verdad, entonces todavía peor, porque está reconociendo que el sistema solo puede sobrevivir pisoteando derechos humanos fundamentales. Y téngase en cuenta que estamos hablando de derecho a un trabajo «digno», no de eso que ya se ha llamado entre nosotros «trabajo basura». d) Una economía que no busque la maximización del beneficio, sino un beneficio equitativo. Se subraya la legitimidad y la necesidad de un beneficio, pero se excluye la maximización de ese beneficio, porque ello iría contra el destino común de todos los bienes de la tierra, que es su extensión a todos los seres humanos.

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e) Una economía que (como mínimo) trate por igual al Capital y al Trabajo, sin privilegiar a aquel respecto de este. En nuestro sistema actual hay una disparidad hiriente y, además, creciente. Pero al menos un cristiano debe saber que... «... La propiedad, según la doctrina social de la Iglesia, nunca se ha entendido de modo que pueda constituir un motivo de conflicto social con el trabajo... La propiedad se adquiere ante todo mediante el trabajo, para que aquella sirva a este. Lo cual se refiere de modo especial a la propiedad de los medios de producción: considerarlos aisladamente como un conjunto de propiedades separadas, con el fin de contraponerlos al trabajo en la forma de «capital», es contrario a la naturaleza misma de estos medios y de su posesión. Estos no pueden ser poseídos contra el trabajo... porque el único título legítimo para su posesión es que (en forma de propiedad privada o pública) sirvan al trabajo» (Juan Pablo II, L.E. 14).

f) Una economía que ponga el destino común de todos los bienes de la tierra por delante del derecho a la apropiación privada de esos bienes, considerando a este último únicamente como una manera de realizar el primero. Algo que nuestra sociedad no acepta (ni siquiera en sus partidos de izquierdas), pero que es un principio ético elemental: «todo hombre –escribía Pablo VI– tiene derecho a encontrar en la Tierra lo que necesita. Todos los demás derechos, sean los que sean, incluido el de propiedad, están subordinados a ello» (PP 22)12. Pero ¿quién aceptará eso hoy, sobre todo si su fortuna es enorme? En nuestra sociedad, la propiedad privada no es un medio para garantizar el destino universal de los bienes, sino para impedirlo. g) Una economía que no aspire al consumo cada vez mayor de cosas cada vez más superfluas, sino a la satisfacción universal de las necesidades verdaderas. He citado muchas veces aquel poema de Voltaire: «lo superfluo ¡tan necesario...!». Pero el consumo excesivo es injusto, ya que, si unos consumen demasiadas cosas absolutamente superfluas, otros no podrán consumir ni las más necesarias. Es inhumano porque nos va haciendo esclavos de nuestros propios caprichos e insolidarios ante el dolor de los demás. Y es irracional porque, como dijo Gandhi, «la tierra produce lo suficiente para satisfacer nuestras necesidades, pero no para saciar nuestros caprichos». Por otro lado, hoy se nos vuelve a exigir esa reducción de nuestros niveles de consumo, no ya por la crisis, sino también por el peligro de que la adicción a la energía degenere en una guerra de «sangre por petróleo», y una guerra que podría ser de alcance mundial... Con ello, como he dicho otras veces, da la sensación de que nos estamos pareciendo a un diabético que no puede comer más que dulces y azúcar y al que los médicos, por otro lado, le van dando insulina... El consumismo se nos ha inoculado hasta tal punto que no alcanzamos a imaginar cómo sería eso de una economía sin él. No obstante, van apareciendo

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iniciativas prometedoras en torno a la «soberanía alimentaria»: consumo ecológico, rechazo de transgénicos y demás. h) Una economía que esté sometida a la política, y no a la inversa. Lo contrario supone el fin de la democracia y su sustitución por lo que el alcalde aquel de la novela Don Camilo calificaba como plutocracia. Si la economía está sometida a la política, entonces podremos hablar de «democracia económica» y no de tiranía. Sabemos que, a corto plazo, las dictaduras resultan más eficaces que las democracias, y los dictadores, como Franco, suelen echar mano de este argumento. Pero, a la larga, resultan más ineficaces. Y además son más indignas humanamente (como reconocía sin querer, y bromeando, el profesor aquel de J. P. Morgan que prometía a los alumnos enseñarles a «enriquecerse como cerdos gruñones»). Esa independencia de lo económico fue uno de los grandes señuelos de nuestra Modernidad, que a corto plazo resultó deslumbrante, pero que a la larga nos ha llevado a un callejón sin salida (como le ocurrió al pueblo de Israel con la monarquía: primero un esplendor davídico, y luego, poco a poco, un desastre irreparable). i) Una economía que no considere el dinero como causa productora de riqueza, sino cono ocasión para poder producir riqueza. Cuando alguien abre su ventana para que entre la luz, no se le ocurre decir que la ventana le ha producido la iluminación; la ventana solo ha sido la ocasión que ha permitido actuar a la causa de la luz, que era el sol. Tomar en serio esta distinción rebaja mucho el valor del dinero, y por eso tendría una repercusión muy importante a la hora de medir la moralidad de algunos créditos prestatarios que se han convertido en auténticas usuras. También a la hora de acabar con esa economía puramente especulativa (o «economía de casino»), que se ha convertido en la mayor fuente de enriquecimiento, hasta el punto de abarcar el 98% del dinero que circula diariamente por el mundo13. j) Una economía que ponga eficazmente límites a todas las ganancias excesivas. Y, por tanto, que prefiera un reparto más igualitario de la riqueza que se produce, en vez de sobredimensionar esa producción para que, por la teoría del goteo (o de la copa que rebosa y permite que llegue algo también a los que están abajo), les alcance una ínfima parte a los más, mientras los menos se quedan con la mayor parte. k) Queda un elemento fundamental (aunque ahora no entraremos en él): una economía que respete la tierra, en lugar de destruirla, porque la amenaza de destrucción del planeta no es solo el símbolo más claro de la maldad de nuestro sistema, sino quizá también el peligro mayor y más inmediato que nos acecha hoy. l) Finalmente, habría que alertar sobre un factor no ya económico, sino cultural, que sirve de soporte a todos los desvalores enunciados. Me estoy refiriendo a lo que Benjamín Bastida suele calificar como «trampas del lenguaje» y que desarrolla un 128

poco más lo que dije antes de la mentira como sostén del sistema. Pongamos algunos ejemplos: 1. Es cómodo y tranquilizador hablar idílicamente del mercado y asegurar que en él se da esa «mano invisible» que lo arregla todo y armoniza intereses. Se apela para ello a Adam Smith, pero no era esa su mentalidad: el ejemplo ya clásico que él ponía cuando hablaba de la armonizadora «mano invisible» del mercado (el vendedor busca su propio beneficio precisamente a través del beneficio y la satisfacción del cliente) se refiere a un mercado de dimensiones reducidas, a nivel de encuentro y diálogo entre los intereses de personas concretas: «dame lo que necesito y te daré lo que necesitas»... Ahí podrá comentar Smith que no esperamos la comida de la benevolencia del carnicero, sino de su propio interés; y, a su vez, el vendedor busca su propio beneficio precisamente a través del beneficio y la satisfacción del cliente14. Eso suele ocurrir a nivel de encuentros personales, de modo que la famosa «mano invisible», tantas veces invocada, no es más que el rostro bien visible de las personas. En cambio, en el sistema actual de agentes de mercado impersonales, anónimos y descomunales (multinacionales, etc.) ya no puede darse ese encuentro de intereses: la oferta busca su máximo beneficio no a través del beneficio del cliente, sino a través de la extorsión sin salida o de la manipulación de la demanda. Ya no es posible aplicar aquí ese tópico de la «mano invisible» (que no era más que el encuentro de intereses a niveles de relación personal), sino que aquí vale más bien este otro texto del mismo A. Smith: en el «choque de intereses» que enfrenta a obreros y amos «la ventaja estará siempre de parte de estos, que obligarán a aquellos a someterse a sus condiciones». Y añade sabiamente que esta desventaja no se resolverá solo con leyes, pues el legislador, para allanar esas diferencias, «toma como consejeros a los amos» 15 . El anterior encuentro de intereses se ha convertido aquí en choque de intereses. Y ese choque de intereses se resuelve, para Smith, a favor de los amos...Y concluye con estas palabras que casi parecerían de Marx: «no puede existir sociedad próspera y feliz cuya mayor parte de miembros integrantes sea pobre y miserable» 16. Eso es exactamente lo que cabe aplicar a nuestro mundo globalizado y a nuestra «aldea global»: no es una sociedad próspera ni feliz, y todas las afirmaciones en ese sentido son meramente interesadas. 2. Otro ejemplo de distorsión del lenguaje y de palabras «trampa» podría ser la expresión mercado de trabajo... ¿Mercado o prostitución del trabajo? Para lo único que puede servir esa expresión es para reclamar las «reformas» del mercado de trabajo, aun cuando hemos visto repetidas veces que esas supuestas «reformas» no crean más empleo digno y justo, sino tan solo migajas de empleo y más opresión del obrero. El trabajo humano podrá ser 129

duro o difícil, pero posee una dignidad que le impide convertirse en «mercancía». Ahí se fundamenta la enseñanza de la Iglesia sobre el salario «justo» (donde no entra solo su cuantía económica, sino el que sea aceptado desde la libertad y no desde la necesidad). Recordemos otra vez el texto antes citado: «si el obrero acepta sin quererlas unas condiciones duras, obligado por la necesidad o por el miedo a un mal mayor, esto es ciertamente soportar una violencia contra la cual reclama la justicia» (RN 32). Esa misma violencia aceptada por la necesidad ¿no es la que se da tantas veces en la prostitución? 3. Tampoco debería hablarse de «competitividad» en la economía actual, sino, simplemente, de «guerra», pues la competición aspira a la mejor calidad del producto o del servicio dentro de unas reglas de juego no transgredibles, mientras que la guerra aspira a la derrota del adversario (hasta acabar absorbiéndolo o sometiéndolo al interés propio), y no tiene para ello más regla que la de la eficacia. La «sana competencia» resulta muy útil en dosis razonables: como las salsas que condimentan un alimento; pero recordemos lo antes dicho: erigida en base de las relaciones económicas, deviene tan absurda y cruel como sería alimentarse solo de sal. 4. Menos aceptable todavía es la mentira de M. Friedmann en el sentido de que con el crecimiento de la riqueza crece también la calidad moral de las personas. La experiencia muestra que eso es una gran falsedad y que tenía más razón santa Teresa cuando escribía en su Vida (38,3): «a los ricos sus hechos les tienen ciegos». Más honestos eran los Padres de la Iglesia cuando reconocían que el muy rico «es un ladrón o hijo de ladrón». 5. Otro ejemplo más reciente lo tenemos en la impavidez con que estamos llamando «reformas» lo que no son más que pasos atrás, contrarreformas y, a veces, verdaderos atracos. Otra vez nos tropezamos con el aviso de san Pablo: lo peor no es obrar mal, sino llamar «bien» a ese mal. Es también absolutamente falso que se nos diga que se están pidiendo unos esfuerzos «a la sociedad»; la realidad es que se están pidiendo muchos esfuerzos «al sector más débil» de la sociedad, pero no a toda ella. Si se quiere, y empleando un juego de palabras, lo están pasando muy mal «los botones», pero no «los Botines». 6. Finalmente, uno de los mejores economistas españoles del momento, J. M. Naredo, pone otros varios ejemplos de esa trampa de las palabras en el último libro suyo que conozco17 . Al final, desenmascaradas las bellas palabras, nuestro sistema podría parecerse al rey desnudo de la parábola ya citado. Y ello facilitaría la convicción de que hay que buscar «cómo vestirle bien». Ese desenmascaramiento del rey desnudo creo que ayuda a poner en evidencia las

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tesis neoliberales que hoy campan por sus respetos como dogmas definidos por alguna autoridad infalible. Por ejemplo: • La superioridad absoluta del mercado sobre cualquier otro modo de gestión de los recursos (sin especificar de qué mercado se trata ni si es un único modo); • Que la prosecución del interés individual es el mejor medio para llevar al interés general. • Que la mayor parte de las dificultades económicas y sociales que caracterizan ostensiblemente a las economías «de» mercado no muestran –ni provienen de– una deficiencia de los mercados, sino de trabas a la libre concurrencia puestas por las instituciones, las reglamentaciones y las cargas fiscales. (Instituciones y reglamentaciones cuya intervención reclaman ellos indignados cuando los de enfrente comienzan a actuar con la misma «libertad» que ellos); • Que las políticas macroeconómicas que pretenden sostener la actividad y el empleo, sobre todo en épocas de recesión, son inútiles o dañinas para esos fines (sin especificar de qué clase de empleo se trata); • Que la superioridad de los mecanismos de mercado no es más que el reflejo de unas leyes naturales que, por tanto, sería absurdo combatir (según eso, será mejor no combatir ni los terremotos en Japón ni los huracanes en Luisiana: porque, si matan, será por la sabiduría de la naturaleza, que busca equilibrar la población...). • Y que, en consecuencia: el bienestar de los pueblos pasa por la desreglamentación, la total liberalización de los intercambios, el retroceso del gasto público en beneficio del gasto y la actividad privada y, en una palabra, el declive del Estado en beneficio de la iniciativa individual (principio evidente con solo que se entienda por «pueblo» únicamente un 15 o un 10% de la humanidad). Así pues, el capitalismo, además de una cultura del vacío con la que justificarse, crea otra «cultura de la mentira», en la que caben todas las otras mentiras antes comentadas. Este es un factor de los que más olvidamos y de los que menos convendría olvidar, porque toda nuestra vida social (desde la política hasta la publicidad o la religión) ha quedado marcada por la mentira.

7. Pronóstico

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¿Será posible llegar un día a una civilización de la sobriedad solidaria, con una economía de comunión y una configuración política de igualdad? No lo sé, y me temo que no. Es la clásica pregunta por la utopía que atraviesa casi todas las páginas tanto de la historia humana como de este libro. Pero sí puedo testificar que, se consiga o no, vivir para eso y luchar por eso es lo que da más sentido a la vida humana y la más autentica sensación de «felicidad» 18. Pero eso solo ya me basta para entregarme a esa causa. Entre las razones por las que veo tan difícil esa otra civilización, quiero citar dos: la primera es que no la queremos nosotros, y ese logro solo será posible si lo quiere la mayoría de los humanos. Y la segunda es que, una vez conseguida, cada generación habría de reafirmar de nuevo esa elección o podría destruirla. La revolución no nacerá «confirmada en gracia» (como decían nuestros antiguos catecismos), sino expuesta al dato, innegable para un cristiano, de que todos los hombres somos pecadores. Y a la hora de concretar un poco esa pecaminosidad, permitidme volver a evocar la frase de la Primera Carta a Timoteo tantas veces citada (1 Tim 6,10): ¿Quién nos librará de esa pasión?... Sobre la primera razón (no la queremos nosotros) evocaré el libro de Susan George Otro mundo es posible si..., donde mostraba caminos muy útiles, sin duda, pero olvidaba el más importante: solo es posible otro mundo si lo queremos entre todos. Y el hecho es que no lo queremos. También cabe evocar la intuición bien certera de Marx: no es posible la revolución en un solo país (y hoy menos que entonces): esta fue una de las razones del fracaso de revoluciones como la rusa o la cubana; y, en tono menor, esa es la razón por la que países que, sin haber hecho una revolución auténtica, han dado pasos importantes de reforma construyendo eso que llamamos «Estado de bienestar», hoy se ven amenazados e invadidos por migraciones, turismos aprovechados, etc.: nos enriquecimos en parte a costa de ellos, y ahora olvidamos eso y no les permitimos venir a participar de nuestra riqueza. Añadamos los mil obstáculos que van sembrando todas las multinacionales y las farmacéuticas, que aspiran a ser los únicos beneficiarios del potencial de riqueza latente en las necesidades humanas (salud, educación, alimentación...). Son obstáculos que hoy amenazan muy seriamente lo que habíamos conquistado de Estado social. Podría aducir una tercera razón muy personal, y es mi sensación (ojalá me equivoque) de que nuestro mundo parece abocado a una hecatombe ecológica que no me parece muy lejana, vista la increíble irresponsabilidad con que los responsables de la tierra abordan hoy la amenaza ecológica (en parte por culpa nuestra, porque, si la abordaran con responsabilidad, podrían perder las próximas elecciones...). En la medida en que conozco yo la historia humana, creo que solo una vez, después del horror de la Segunda Guerra Mundial, ha abordado la humanidad su construcción con un sentido ético y responsable (y aún no del todo: ahí está la injusticia del veto en el 132

Consejo de Seguridad de la ONU, al que de ningún modo quieren renunciar sus propietarios). Y quisiera añadir que aquel horror producido por la hecatombe (primero del holocausto, y luego de la guerra 1939-1945) acabó siendo fuente de una era de prosperidad y de mayor justicia y sentido social en todo el primer mundo en los años 5070 del pasado siglo. ¿Hará falta otro infierno como aquel para que nos decidamos a construir en serio un mundo más justo y más igualitario? Porque el dilema final en que nos encontramos hoy me parece que es este: por un lado, hemos de consumir, y mucho, para que funcione nuestro sistema económico; por otro, hemos de dejar de consumir (limitándonos a la sobriedad ya comentada) si queremos salvar a la humanidad y al planeta. Hoy por hoy, no le veo salida a este dilema.

8. Conclusión Quiero terminar, por eso, haciendo una llamada y una apelación muy serias, tanto a los que me escuchan y son cristianos como a aquellos que, aunque no sean cristianos, comparten lo que cabría llamar «una sensibilidad de izquierdas»: centrada en la igualdad, la fraternidad y la justicia social que brotan de una verdadera libertad. Si todos los que tienen esa sensibilidad cristiana o humanista nos uniéramos en una entrega total a esta causa, la más noble de las que se ofrecen al ser humano, veríamos que tenemos mucho más poder del que imaginamos, evitaríamos la amarga soledad en que viven hoy muchos de los que trabajan por esa causa y, si no consiguiéramos cambiar del todo este mundo cruel, quizás evitaríamos que se fuera total y definitivamente a pique. El sistema capitalista es la antiutopía, justificada con razones de realismo y revestida después de falsas pseudoutopías. El realismo puede tener su parte de razón, y demasiadas veces son las mismas izquierdas las que refuerzan esa razón al dividirse y pelearse entre sí. Pero es vergonzoso que esa razón se utilice como arma en defensa de los intereses de los poderosos y como sostén de un sistema inmoral, irracional e inhumano. A la utopía hay que ver la forma de darle vigencia, a pesar de todo.

[*]. Charla pronunciada en Córdoba el 24 de septiembre de 2014, organizada por la Asociación «Aletheia». 1. J. M. KEY N ES , La teoría general de l’ocupació, l’interés obra de moda de T. P IKETTY (El capitalismo en el siglo capitalismo como generador necesario de grandes desigualdades.

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i el diner (Ed. 62, 1987, p. 308). La XXI) va en esa misma dirección del

2. Yann MOULIER -BOUTA N G, De l’esclavage au salariat: économie historique du salariat bridé (PUF, Paris 2006; hay traducción castellana en Akal). Subrayados míos. Tomo la cita de D. GR A EBER , En deuda. Una historia alternativa de la economía, Ariel 2012, p. 462, quien la aduce sin entrecomillar, como resumen de la tesis de todo el libro.

La Vanguardia, la globalización y la reinvención del mundo.

3. John RA LSTON SA UL en «La Contra» de

16.09.14. Ralston es autor de

El colapso de

4. «Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado de las necesidades sociales» (GS 30). Y cita entre esos descuidos «no tener reparo en soslayar los impuestos justos». 5. Ver el Manifiesto 6.

del Partido Comunista, que citaremos enseguida.

Más allá del capitalismo, capitalism.

Santander 1997, pp. 42-94. El título original de la obra era

Against

El amor en tiempos de cólera... económica,

Ed. Khaf,

7. Ver el texto de la película transcrito en 2013, pp. 270-276.

8. «La monja bulo» fue un titular que le dedicó El 9. D. GR A EBER ,

País.

op. cit., p. 150.

10. Puesta ya en juego por el grupo cristiano de los llamados Focolares, de Chiara Lubich. 11. Resumo ahora un capítulo del libro El amor en titulado «Irrenunciables para una nueva economía».

tiempos de cólera... económica (ed.

Khaf, 2013)

12. Ver también en el Vaticano II: «salta a los ojos de todos que, en nuestros tiempos, no solo se acumulan las riquezas, sino que también se acumula una descomunal y tiránica potencia económica en manos de unos pocos» (GS 69). 13. Ver Boaventura DE SOUSA SA N TOS , política, Madrid 2005, p. 356.

El milenio huérfano. Ensayos para una nueva cultura

14.

La riqueza de las naciones, Madrid 1961, p. 18.

15.

Ibid., pp. 63ss.

16.

Ibid., p. 75.

17.

Raíces económicas del deterioro ecológico, Madrid 2006.

18. Pongo la palabra entre comillas por todo lo dicho antes sobre la imposibilidad de la felicidad plena y absoluta en esta tierra.

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9.

Perdonar y rehacer relaciones[*] 1. Introducción Aunque la economía lo condiciona casi todo, no todo es economía. Lo que Jesús, en el Padrenuestro, califica como «el reinado de Dios», y que no es más que el resplandor de la inusitada paternidad-maternidad de Dios, se insinúa rápidamente en las tres peticiones de la segunda parte de esa oración: justicia económica para todos (el pan de cada día), reconciliación y paz entre todos (perdonarnos porque somos perdonados) y conversión personal (liberación del mal y de la tentación). A la primera de esas peticiones hemos aludido constantemente en los capítulos anteriores. Pero resulta imprescindible dedicar también alguna reflexión a la segunda de ellas, porque da la sensación de que vivimos una época de relaciones cada vez más difíciles, deshechas prácticamente en todos los niveles vitales (internacional, nacional, ciudadano, profesional, comunitario, familiar, sexual...)1. El aspecto que me parece más importante destacar en este amplísimo tema es la absoluta necesidad del perdón en el campo de las relaciones humanas. Un perdón que tiene un campo muy amplio y del que se puede decir que comienza ya antes de que las relaciones se hayan dañado: en la aceptación del otro. El tema de las relaciones reconciliadas es, además, absolutamente central en el mensaje cristiano y en los textos cristianos fundacionales2. Y, en mi modesta opinión, eso está intrínsecamente relacionado con la importancia mayor del tema del perdón en los textos cristianos, comparados con los de otras religiones. Ello puede ayudarnos a comprender que, en contra de lo que muchos parecen creer, el perdón, la justicia y la misericordia se encuentran íntimamente interpenetrados. De entrada, esa afirmación extraña, pues tendemos a concebir la justicia como la reparación de un «orden» de las cosas o del ser, que ha sido quebrantado por el mal o el pecado. Es una visión muy extendida, desde el clásico «ordo» de los medievales (latente en la «teoría de la satisfacción» de san Anselmo) hasta el famoso «karma» del hinduismo (que está en la base de la visión hindú de la reencarnación). De aquí brota espontáneamente la idea del castigo como justicia: el dolor infligido al malhechor rehace ese desorden implantado en el ser. El peligro de esta visión es aquello que decía irónicamente Gandhi: «ojo por ojo... y al final todos ciegos». Esa visión del «ordo» objetivo y exterior a nosotros empalma con una concepción de la ultimidad del ser como substancia (o subsistencia), lo cual, a niveles superiores de 135

ser, lleva a una concepción de la persona como «sujeto». El sujeto es lo último, y luego ese sujeto puede tener relaciones. Por eso, en el lenguaje escolástico, la relación siempre será un accidente respecto de lo fundamental de cada ser, que es la subjetividad. La gran intuición, antes comentada, del personalismo de E. Mounier es que la persona no es exactamente eso, por mucho que sea la máxima potenciación del individuo. ¿Y por qué? Pues porque Dios no es así, y el cristianismo confiesa que todo ser humano es una «imagen de Dios». En Dios, en la Tri-unidad divina, confesamos que la relación es el constitutivo de las Personas, no un accidente que les sobreviene ulteriormente. Hoy en día resulta sorprendente que, desde la moderna visión evolutiva del mundo, la ciencia parezca decirnos algo parecido. La reflexión teológica sobre la evolución (D. Edwards, Schmitz- Moorman, Polkinghorne) acaba diciéndonos que el constitutivo último del ser parece ser más bien la relación, no la substancia. La masa no es (como parece a nuestros sentidos) algo más último que la energía, o distinto de esta, y que puede poseer energía o no poseerla. Eso es lo que parece a nuestros sentidos; pero hoy, para la ciencia, masa y energía acaban confundiéndose, y la masa sería más bien algo así como «energía condensada». De modo que el universo estaría mejor descrito como una inmensa red de energía que como un gran conglomerado de masas. Esto enlaza fácilmente con que, en el ámbito personal, la relación no es algo ulterior a la persona, sino tan originario en esta como la subjetividad. De este modo, y según la frase querida a Teilhard de Chardin, en el universo material se prefigura ya «de un modo oscuramente primordial» el universo personal. Pues bien: esta cosmología no es ajena a nuestro mundo del perdón, porque, si las cosas son así, el «ordo» aquel lesionado por lo que llamamos «maldad» o «pecado» no es un universo exterior a nosotros, sino más bien una red de relaciones. Y lo que la justicia restaura no es una especie de balance financiero, con sus haberes y sus debes, sino más bien unas relaciones rotas. No un cuadro exterior, sino un universo que es tan interior como exterior. Por tanto, recomponer una relación no es eliminar a uno de los sujetos de ella (porque entonces sería la relación lo que quedaría anulado), sino, más bien, volver esa relación a su mejor calidad. Hacer justicia no es, entonces, eliminar al injusto, sino reconstruirlo y, de ese modo, recomponer la relación. Algo de eso es lo que quiere decir la Carta de Pablo a los Romanos y lo que Barth formuló magistralmente en sus comentarios a la misma: los hombres hacemos justicia destruyendo al injusto. Dios hace justicia «justificando» al impío: volviendo justo al injusto. Y es aquí donde –parafraseando al salmista– «la justicia y el perdón se encuentran». Pero también se ve entonces que ese encuentro es posible porque Dios es misericordia

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(Ex 34; 1 Jn 4) y, en su relación con esta creación, ha decidido comportarse como la fuerza del amor y no como la fuerza del poder. Todo eso quizá resulte fácil de aceptar desde un mero análisis conceptual, por muy específicamente cristiano que sea. Es, por ejemplo, lo que muestra nuestra Constitución cuando establece que el objetivo primario de las cárceles ha de ser la rehabilitación del delincuente, más que su castigo. Pero el problema es cómo puede ser llevado a la práctica o qué vigencia puede tener en un mundo como el nuestro, donde los humanos no somos Dios y nuestra misma imagen divina está «empañada por la culpa», como poetizó el gran amigo J. L. Blanco Vega. De hecho, si es cierto que hemos asignado a nuestras cárceles como objetivo primario la rehabilitación del delincuente, es todavía más cierto que ese objetivo se ha convertido en una utopía que carece prácticamente de lugar, y que la mayoría de nuestras prisiones son, por desgracia, universidades de la delincuencia. ¿Cómo podemos entonces (si es que podemos) caminar en la dirección de lo que acabamos de decir, de modo que la utopía tenga vigencia y que la identidad entre perdón y justicia sea como un horizonte o una meta, quizá nunca asequible, pero que, no obstante, marca el sentido de nuestra marcha? Además de esa pregunta fundamental, habrá que tener en cuenta que la relación no es algo exclusivamente particular o individual, entre solo dos sujetos, sino que hay toda una red de relaciones (que a veces, incluso, no por parecer anónimas dejarán de ser relación) y que nos ha hecho acuñar el término «estructuras» y expresiones como «pecado estructural», «cambio estructural», etc. De esto segundo no hablaremos aquí, pero convenía citarlo para saber que queda pendiente la necesidad de crear unas estructuras nuevas que posibiliten relaciones óptimas, con todo el cambio estructural que ello reclama. En cambio, sí conviene destacar y subrayar aquí que el tema del perdón no es algo que ahora se haya puesto de moda porque, v. gr., se habla de él a propósito del final de ETA o cosas así. El tema del perdón llega hasta lo más grande, lo más profundo y lo más serio de nuestro ser humano. Por esta razón bien sencilla: el perdón está relacionado con el mal y el sufrimiento: dos dimensiones muy serias de nuestras vidas que piden una palabra breve antes de cerrar esta Primera Parte. a) Respecto del mal, cabe decir que el peor de todos los males es el odio (lo más opuesto al amor). El odio saca lo peor de nosotros, lleva fatalmente a la venganza y provoca otras reacciones agresivas que aumentan más nuestro odio, encerrándonos así en un círculo diabólico y sin salida. b) A su vez, el sufrimiento es causado muchas veces por el odio o, al menos, por el desprecio. Pero también existe otro sufrimiento, causado por la propia culpa, que es insoportable, que engendra complejos neuróticos y que acaba llevándonos a huidas 137

hacia delante para salir de él: negando la culpa o segregando falsos mecanismos de disculpa e incurriendo así en una culpa mayor... Hay aquí otro círculo diabólico que Metz describió hace años así: «¿Qué sentirá aquel que se despierta una mañana, echa una ojeada a su vida y, al hacerlo, descubre que en la cuneta del camino de su vivir no quedan más que ruinas: ruinas de hombres a los que él mismo ha destrozado con su egoísmo? ¿Qué sentirá quien, ante tales experiencias, no empieza enseguida a segregar reflejos compulsivos para quitarles importancia? ¿No irá a dar a un abismo que tiene toda la profundidad de su desesperación o de su necesidad de perdón? ¿A quién dirigirá sus quejas cuando estas lleguen a ser algo más que un vago lamento impreciso? ¿A quién puede dirigirlas si no van en la dirección de Aquel a quien llamamos “Dios”?»3.

Aquí puede revelarse la importancia del perdón recibido: o somos seres perdonados o vivimos en la mentira. El sabernos perdonados es un impulso hacia el compromiso por cambiar esta realidad; pero un impulso que nunca nos llevará a actuar como «redentores» ni salvadores de nadie (eso es lo que ha torcido tantas empresas liberadoras), sino como más obligados, simplemente por ser más privilegiados. Esta experiencia del perdón recibido es la que (como en el Padrenuestro) nos lleva a decir unas palabras sobre el perdón otorgado: el que nosotros debemos ofrecer como consecuencia de reconocer que solo somos unos perdonados. Y, sin embargo, aquí las dificultades son hoy grandes en nuestra sociedad no cristiana y en nuestra cultura anticristiana. Por eso conviene atenderlas un poco más.

2. Dar el perdón 2.1. En primer lugar, perdonar no es ser derrotado, como algunos creen. Solo lo sería si concebimos el perdón como un desconocimiento de la gravedad de los hechos, como una rendición o una privación del placer de «contemplar el dolor del victimario como forma de compensación de la víctima». Pero perdonar no es nada de eso: es, más bien, una sanación interior y una liberación de esas cicatrices del alma que tantas víctimas arrastran siempre. Porque la aspiración del perdón no es exactamente la impunidad del otro, sino la reconstrucción de las relaciones, en el sentido antes dicho. Y de esa relación también yo formo parte. Solo quien de veras ha conseguido perdonar podrá dar testimonio cumplido de esto. 2.2. Pero, en segundo lugar, perdonar tampoco es vencer: como si sustituyéramos el placer de ver al otro sufriendo por el de verle postrado y humillado ante nosotros, pidiéndonos perdón. Tampoco es eso, sino, más bien, renunciar a una razón y a un «derecho» que se cree tener, para introducir en unas relaciones deterioradas «otra lógica» (que ya no es de odio ni de reivindicación), con la que se aspira a cambiar al otro, no precisamente a humillarle de tal modo que quede claro quién es el bueno y quién el malo. 138

Jesús no contó la parábola del pródigo presentando a un padre que argumenta desde su butaca: primero, que me pida perdón ahí, fuera de casa, y luego ya veré si lo recibo. Es más bien al revés: es el padre quien sale de casa, se adelanta al encuentro del hijo que regresa y ni siquiera le deja pronunciar su discurso de petición de perdón. Lo que busca esa otra lógica es que cambie también el perdonado. Así se evita que el odio de uno engendre odio en el otro, en un círculo diabólico sin salida, porque ya es sabido que, en las relaciones humanas, lo peor del uno suele sacar afuera lo peor del otro. Estas dos observaciones me parece que se vuelven perceptibles en el testimonio, irreprochable y admirable, de Ana Arregui (mujer del ertzaina Jon Ruiz Sagarna, asesinado por la barbarie etarra): «me juré que nunca construiría mi vida en función del resentimiento. Me di cuenta de que el odio se podía interponer entre nosotros y los demás y decidí vivir sin él». 2.3. El perdón, pues, no es una derrota ni una victoria. Demos ahora un paso adelante añadiendo una nueva reflexión: el perdón total solo pueden darlo las víctimas, hasta el punto de que una petición de perdón como la de Jesús («perdónalos, porque no saben lo que hacen») sonaría muy distinto si la oyéramos en labios de otros, pero refiriéndola a lo que le estaban haciendo a Jesús. El peligro anterior de convertir la petición de perdón en una victoria propia se agudiza cuando alguien se arroga derechos de perdonar (o de que le pidan perdón) en nombre de las víctimas. Este peligro puede ser frecuente en la política, a veces por el afán de acabar rápidamente los procesos, o porque las víctimas muchas veces «ya no están presentes», por desgracia. Y creo que late también en peticiones de la sociedad a nuestra Iglesia para que pida perdón (lo cual, por supuesto, es algo muy distinto de que la Iglesia necesita ser perdonada por bastantes páginas de su historia). Pero parece que, por detrás de esas peticiones, lo que se busca no es tanto dar el perdón, sino que me den la razón a mí... 2.4. Aparece así otra figura en la complicada red del perdón y la justicia: lo que cabría llamar «allegados», que tienen para con las víctimas unas obligaciones a las que no pueden renunciar, como la víctima renunciaba a sus derechos en la frase de Jesús antes citada, porque no son meros derechos suyos, sino auténticos deberes para con las víctimas. Esos deberes son, en primera lugar, la verdad y, en segundo lugar, un mínimo de justicia (que ahora no cabe determinar en qué puede consistir). Solo después de cumplir este deber para con las víctimas, pueden perdonar los allegados. Y esto lo hemos vivido últimamente en casos como el de las madres de la Plaza de Mayo en Argentina, el de los compañeros de los jesuitas asesinados en la UCA de El Salvador, o el caso de la Nobel de la Paz (1992) Rigoberta Menchú, cuyo padre murió cuando la policía guatemalteca incendió la embajada española, donde estaban refugiados unos 37 indígenas. 139

2.5. Y aún queda un último grupo de intervinientes en esta reflexión sobre el perdón: aquellos que no son allegados, pero se han visto implicados por alguna razón (v. gr., porque han sido testigos). Estos no parecen poder otorgar directamente el perdón; pero, precisamente porque tienen menos intereses personales en aquella causa, deben mantener viva la memoria; y hacerlo más desde la compasión que desde el afán de linchamiento, también para que no les ocurra a ellos (ni a nadie más) aquello de lo que ellos han sido testigos... Cerramos aquí este segundo apartado. Con todas estas distinciones, espero quede claro que el perdón no es lo mismo que determinadas amnistías políticas: estas pueden brotar del corazón (¡ojalá!), pero pueden también buscar impunidad o ser dadas por quienes no podían perdonar. Muchas veces aspiran a evitar parálisis, corriendo un velo sobre situaciones que pueden seguir actuando negativamente y buscando crear una situación en la que «se parta de cero», en vez de partir de una situación envenenada. Es decir, pueden ser un mal menor (a veces quizá comprensible), mientras que el perdón siempre aspira a un bien mayor.

3. Pedir perdón 3.1. Pedir perdón es estar des-hecho por el daño hecho: las palabras «arrepentimiento» y «penitencia» vienen de la misma raíz: pena. Y es de sobra sabido que la Iglesia exige la contrición para celebrar el sacramento de la penitencia (que alguien está contrito significa, etimológicamente, que está destrozado: «me pesa»). El perdón, por tanto, no se pide para aplacar al ofendido y librarse de su ira. Se pide porque hemos hecho propio el sufrimiento del otro. Esto lo distingue de las purificaciones que se buscan por haber quebrantado algún tabú y que son meramente rituales: no «me pesan». Mientras que pedir perdón es interiorizar el dolor del otro hasta el punto de que, si no se recibe ese perdón, casi no queda más salida que la desesperación por no poder convertir el sufrimiento causado en inexistente. Pero parece entonces que esa necesidad de volver a ser de nuevo aceptado tiene dos consecuencias: a) que una verdadera petición de perdón fructifica necesariamente en el propósito de enmienda (la Iglesia también percibió esto correctamente en lo referente al sacramento de la penitencia); y b) se ve así la inutilidad un tanto hipócrita de algunas falsas cortesías, como «lo lamentamos», a las que se recurre para evitar pedir el perdón, que es lo que muestra el arrepentimiento. Desgraciadamente, la izquierda abertzale vasca ha puesto esto de relieve muchas veces con sus subterfugios, que solo parecen aspirar a evitar la 140

confrontación con el dolor que han causado, como si sus asesinatos fuesen algo parecido al pisotón que pueden darte en un autobús y al que suele seguir un educado y tópico «lo siento mucho». 3.2. En segundo lugar (y en contraste con la tercera tesis del apartado anterior): el perdón pueden pedirlo también los allegados a los verdugos, que pueden haber quedado impactados por el dolor de las víctimas, aunque no lo causaran ellos. Y esta consideración nos afecta a todos, por esa misteriosa solidaridad en el mal que nos envuelve a todos los humanos (como también nos envuelve, y más, otra misteriosa solidaridad en el bien y que llamamos «comunión de los santos»)4.

4. La recepción del perdón Con lo anterior no está dicho todo, porque queda un punto muy importante: el perdón que se otorga ha de ser recibido para que fructifique. Muchas veces, la simple petición del perdón equivale ya a ese recibirlo. Pero he preferido hablar de «recibir» el perdón, en vez de simplemente pedirlo, para evitar que esta petición se convierta en una condición para otorgarlo, cosa que no es cierta, porque desfiguraría la incondicionalidad del perdón convirtiéndolo en una victoria del perdonador o en un mero formulismo. En cualquier caso, recibir el perdón, en este sentido, es saberse necesitado de él, pues uno no acepta con seriedad aquello que considera inútil. Para eso hay que haber hecho una experiencia que considero muy humana (y muy cristiana): que el perdón es lo único que capacita para cargar liberadamente con la seriedad de la culpa. Y que sin él la culpa puede oprimir tanto que no quedará más solución que negarla o desfigurarla o camuflarla ideológicamente. Para esta desfiguración de la culpa será fácil recurrir a fines (que pretenden justificar los medios) o a ideologías preferentemente de carácter patriótico (como los españoles cuando la conquista de América o los etarras actuales). En este punto, es llamativo ver con cuánta facilidad descubrimos las excusas en el discurso del otro y no las vemos en el nuestro. Y esta reflexión sobre el perdón humano concluye con la siguiente ambivalencia: –– Por un lado, tienen cierta razón los que dicen: ¿cómo voy a perdonar a quien no se reconoce culpable? (recordemos el caso Pinochet, por ejemplo). Porque no se trata de decir: «Te perdono, y tú sigues siendo verdugo y triunfante». Esto no cambiaría las relaciones, sino que perpetuaría su maldad. La «otra lógica» de que hablábamos al principio seguiría aquí totalmente infecunda, porque así no hay recepción del perdón.. –– Pero, por otro lado, la disposición a perdonar no puede depender de ese cambio del otro. Es previa a él, como veíamos en el perdón de Jesús en el calvario. La 141

disposición a perdonar es, de por sí, totalmente incondicional. El problema es que debe ser también fecunda. Lo primero evitará que el perdón sea una victoria o reivindicación propia. Pero lo segundo reclama la aceptación de ese perdón incondicionalmente otorgado. Tengo recogidas estas palabras de Marta Bergaretxe, madre del etarra Pertur: «Unos deben pedir perdón, y otros deben perdonar; por ahí tiene que llegar la reconciliación. Las madres de los presos deben pedir a sus hijos que condenen los atentados, que denuncien las muertes y los secuestros. Nada justifica una muerte, ni siquiera la sospecha de que existan torturas. Nada».

«Reconciliación» es una de las palabras que mejor indican esa reconstrucción de las relaciones de que vengo hablando. Y el Nuevo Testamento nos asigna a todos los cristianos un «ministerio de reconciliación», precisamente porque nos sabemos definitivamente reconciliados con Dios. Por eso quisiera añadir que me gustaría tener recogidas también algunas palabras de un representante de las asociaciones de víctimas que dijeran claramente: no buscamos nuestra victoria ni nuestra satisfacción en la humillación del verdugo, sino la reconstrucción de las relaciones.

5. Perdón humano y perdón de Dios Félix Novales (el antiguo miembro del GRAPO arrepentido, con quien me carteé fugazmente hace algunos años) escribió una vez (cito de memoria) que, si no hubiera Dios, algo quedará definitivamente irresuelto. Para nosotros, creyentes, esa solución definitiva que brota de Dios es la que debe expresarse en mil gestos personales y sociales, en vez de ser estos gestos un anhelo inútil de esa solución definitiva. Por ejemplo: una corriente de la teología católica ha defendido desde antiguo que el fruto del sacramento de la penitencia no era la reconciliación con Dios (que Él ofrece como el padre del pródigo, sin condiciones), sino la reconciliación con la comunidad, con la Iglesia (la llamada «pax cum ecclesia»). Esto puede tener cierta vigencia y cierta importancia precisamente cuando los demás hombres no perdonan, pues ese perdón de la comunidad capacita para tragarse el amargo sabor de la culpa5 . Eso puede explicar también la abrumadora presencia del tema del perdón en las fuentes cristianas, de que hablábamos al principio. Precisamente porque creemos que Dios es perdón incondicional que, si desea nuestro cambio, es solo por el bien nuestro y no por satisfacer un prurito suyo de autoridad, por eso mismo la Iglesia debería ser maestra en este campo. Y por eso el evangelio ha conservado la exhortación de Jesús a amar a los enemigos «para que seáis hijos del mismo Padre y para que, viendo vuestras buenas obras, los hombres alaben a Dios».... Amar a los enemigos no tiene nada que ver con entibiarse con los amigos o esconderlos. Cuando los cristianos nos definimos como «perdonados», si esto es algo más que un acto vacío de falsa humildad, significa que sabemos que la experiencia del perdón de Dios nos capacita para perdonar. Y cuando, 142

ante la petición de un político de acercar los presos de ETA al País Vasco para no crear demasiados problemas a las familias que han de visitarlos, un ministro del Interior que se profesa cristiano acusa a ese político de «estar por los verdugos y contra las víctimas», uno se escandaliza de la poca sensibilidad cristiana de esa acusación. Podrá tener otras razones más o menos válidas, más o menos publicables...; no lo sé: a fin de cuentas, la política es complicada. Pero ese latiguillo electoralista no hace más que poner de relieve la necesidad de rehacer relaciones a todos los niveles posibles.

6. Conclusión Concluiremos retomando algo formulado ya al comienzo de estas reflexiones, pero que quedó sin aclarar. Dada nuestra condición de seres «separados» y limitados, hay ya una primera necesidad de perdón que debemos ejercer en toda nuestra existencia cotidiana. Es lo que yo llamaría perdón de la alteridad: todos hemos de perdonar al «otro» por el mero hecho de ser otro. Aceptarle en su alteridad sin querer ni apropiarnos de ella ni hacerla desaparecer. Pues, si se me permite parafrasear al Segismundo de La vida es sueño, todo ser humano parece llevar dentro la pregunta «¿qué pecado cometí contra los otros naciendo?»... Hoy temo que estemos deteriorándonos en este punto, pese a la buena voluntad de años anteriores. Rebrotes racistas, nacionalistas, clasistas, a los que asistimos cotidianamente, teñidos todos de un diáfano color excluyente, creo que ponen de relieve cuánta falta, no ya de perdón, sino de aceptación, hay en nuestras relaciones humanas actuales. Comenzando por ese primer paso sencillo de la aceptación, más difícil de lo que parece. Esto implicaría una especie de inmersión (de «bautizo») para cambiar nuestra actitud instintiva ante los demás: los seres humanos, como tantas veces se ha dicho, somos capaces de lo mejor y de lo peor; todos tenemos rasgos encomiables y rasgos abominables. Pero tendemos a creer que a nosotros nos define lo bueno que tenemos y que nuestros defectos son meras excepciones (que incluso «confirman la regla» de nuestro valor). Mientras que, en cuanto tenemos el primer choque con el otro, comenzamos a pensar y argumentar que lo que define verdaderamente a ese otro son sus defectos, y si alguna virtud tiene, será algo secundario. Pongo dos ejemplos vividos últimamente. Ante la triste conducta de la UE en el problema griego, he oído en algunas izquierdas las acusaciones tópicas del «nazismo alemán», la búsqueda del «cuarto Reich»... No puedo dejar de reconocer que la actitud del ministro Schaüble ha sido cruel y prepotente, como si deseara vengar en Grecia todas las humillaciones sufridas por Alemania en la paz de Versalles, o tras la Segunda Guerra Mundial..., o las suyas personales. Pero, concedido esto, y concedido que hoy muchos 143

alemanes (no todos) aplauden esta política y desautorizan a quienes la critican, con la misma pasión con que en tiempos de Hitler aplaudían y vituperaban a los partidarios o enemigos del gobierno nazi, la verdadera pregunta no es esa, sino esta otra: ¿por qué esos alemanes han de ser más definidores de «lo alemán», de lo que son otras grandes figuras germanas como el canciller H. Schmidt, K. Adenauer, K. Rahner o D. Bonhoeffer; o como H. Flassbeck y J. Habermas (que han criticado expresamente la política de Merkel sobre Grecia); así como Gertrud von Le Fort y tantísimos otros? Si somos honestos, la respuesta será: «porque, de ese modo, nuestro inconsciente puede sentirse superior»... Y pongo un ejemplo lejano para poder pasar después a otro más nuestro: creo que, en estos momentos, las relaciones entre Catalunya y Madrid están envenenadas por el mismo falso punto de partida: se podrá ser independentista o no, por supuesto: en política todo es tan legítimo como relativo. Pero argumentarlo con que «Madrid» es el mal absoluto, y nosotros casi el bien absoluto (y viceversa, por el otro lado) es profundamente injusto y olvida una serie de riquezas que están en el otro lado y que no deberíamos perder. En el fondo, «todos somos iguales», son falsas todas las pretensiones de superioridad, y hay que volver otra vez a lo que decía san Pablo tratando de reconciliar a judíos y gentiles: «todos son pecadores y necesitan la gloria de Dios». Las relaciones humanas son uno de los mayores ámbitos de la utopía. Si no damos una seria vigencia a eso que «no tiene lugar», quizá lo lamentemos algún día. Y como el tema de Grecia me ha resultado tan particularmente doloroso, me permito añadir a este capítulo dos apéndices sobre esa cuestión6.

*** APÉNDICES 1. Perdona nuestras deudas... Cada vez parece más seguro que el Padrenuestro no reza «perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido»: ¡como si nosotros fuéramos a darle a Dios lecciones de perdón! En arameo, la misma palabra significa a la vez «culpa» y «deuda monetaria». Jesús vivió en un mundo agobiado por las deudas y, probablemente, quiso decir: «perdona nuestros pecados, que también nosotros vamos a perdonar a nuestros deudores económicos». Así lo mantiene la traducción catalana: «perdoneu les nostres culpes així com nosaltres perdonem els nostres deutors».

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Refuerza esa opinión otra parábola que narra Mateo: un deudor a quien se perdona una deuda inmensa (símbolo de nuestra culpa ante Dios) es luego incapaz de perdonar a quien le debe solo unos pocos dineros: sugiriendo que nuestros créditos económicos son una nonada ante lo que nosotros debemos a Dios. Si las cosas son así, podemos mirar nuestra historia de manera más cristiana. En 1953, Alemania, derrotada en la guerra, se hallaba en grave crisis, con una deuda que no podía pagar (38.000 millones de marcos de la época) y amenazada de bancarrota. Los principales acreedores (USA, Reino Unido, Francia, Grecia, España e Italia...), en vez de proclamar «que cada cual pague lo que debe», firmaron el Acuerdo de Londres, que concedía una quita del 62% de la deuda y un calendario de pagos para el resto. Gracias a eso y al plan Marshall, Alemania se rehizo y consiguió el «milagro alemán» (que era también milagro de sus acreedores). Cuesta comprender que hoy el gobierno alemán olvide aquella historia aún reciente. La vida da muchas vueltas: ¿qué pasaría si un día (Dios no lo quiera) Alemania volviera a encontrarse en la situación de la última posguerra? Porque, además, el problema griego no se resuelve con que «cada cual pague sus deudas» (o «pacta sunt servanda», en el latín jurídico). Cualquier jurista sabe que ese principio tiene mil matices que olvidan quienes apelan a él: deudas odiosas, deudas ilegítimas, contraídas contra el interés de la población... En todo caso, ese principio valdrá cuando el «cada cual» sea un individuo concreto. Pero cuando es un colectivo o un ente abstracto, no puede aplicarse indiscriminadamente. No vale gritar que quien debe pague, si antes no establecemos que pague quien de veras debe. Más aún: Grecia pertenece a la ONU. Según el artículo 55 de la Carta de Naciones Unidas, cada Estado tiene el deber de fomentar el pleno empleo, el aumento del nivel de vida y el desarrollo económico y social. Según el artículo 103 de esa Carta Magna, en caso de conflicto entre las obligaciones de los miembros de la ONU y las obligaciones contraídas por otros acuerdos internacionales, deben primar las primeras. ¿En qué manos estamos, pues? Si nuestros gobernantes incumplen así sus obligaciones internacionales primarias, ¿cómo se atreven a exigir que las cumplan los demás con respecto a ellos? Luego nos acusan de «no tener sentido europeo»... Quizá quienes no lo tienen son esos que acusan. Porque, a lo mejor, lo que tiene la gente es un gran sentido europeo, y por eso abomina de esta Europa tan lejana de lo mejor de ella misma. En Grecia, España, Portugal... han pagado la deuda los que menos debían personalmente y se han escapado de ella los que más debían y más tenían. Grecia tiene sus pecados, sin duda: no tan graves como los de Alemania que llevaron a la Segunda Guerra Mundial. Como tiene su pecado Goldman Sachs, entidad consejera de Grecia (y cuyo delegado para Europa era el señor Guindos), y no sabemos que tal entidad haya debido pagar nada por enseñar a estafar.

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Los pueblos (y los seres humanos) somos capaces de lo mejor y de lo peor. Nuestras historias tienen páginas admirables y páginas vergonzosas. La pasión del dinero suele sacar lo peor de nosotros. Bueno sería que Alemania recordara su pasado reciente y no volviera a sacar lo peor de sí; porque, si saca lo mejor y todo lo bueno que tiene, tendremos muchas cosas que admirar y agradecerle. Lo mejor de Alemania es, por ejemplo, que haya sido precisamente una fundación alemana (Hans Böckler) la que ha dado a conocer los siguientes datos sobre Grecia: entre 2008 y 2012, los ingresos brutos cayeron un 22,6%; los salarios, un 27,4% (34,6% los más bajos, y solo 4,8% en el 1% más alto). El decil de hogares más pobres perdió en 5 años el 86,4 de sus ingresos; y el decil más rico, solo el 17%... Que pague quien debe, pues. Quienes no somos alemanes y parece que tenemos esas ganas de «¡que paguen ellos, que también tuvimos que pagar nosotros!», o deseamos dar lecciones y sentirnos superiores, deberíamos preguntarnos si nos parecemos a un personaje de otra parábola de Jesús: el hermano del hijo pródigo, tan cumplidor él, siempre obediente a su padre, a quien recrimina porque «viene este hijo tuyo, que ha dilapidado tu fortuna con prostitutas, y matas un ternero para celebrarlo; a mí nunca me has hecho un regalo así»... El padre podría haberle dicho: «Es verdad, hijo; pero, a lo que se ve, todas esas buenas obras tuyas no te han servido para tener un corazón bueno, sino un corazón duro. ¿Y para qué quiero yo corazones duros?» Se lo podría haber dicho, pero, como también era hijo suyo, no se lo dijo. Y con ello le regaló aún más que si hubiera matado un ternero cebado. 2. La Antieuropa «Europa no habla griego, que habla gringo». Este viejo verso de J. Bergamín viene hoy como anillo al dedo. «Gringo» es la palabra que sirvió para designar lo peor de EE.UU. cuando se corrompió el primitivo e ilusionante «sueño americano», convirtiéndose en sueño imperialista. Que Europa renunciara a explicitar sus «raíces cristianas» podría ser comprensible, por respeto a la pluralidad. Lo terrible es que, con esa renuncia aparentemente laica, Europa ha abandonado sus raíces europeas. La «libertad-igualdad-fraternidad» se ha convertido en otra troika llena de «pes»: «Propiedad-Prisas-Pensamiento único». La única libertad es la que da el dinero. Ese enriquecimiento buscado cuanto antes y a toda velocidad, es lógico que aniquile toda igualdad. Y para defender esa doble meta, un pensamiento único económico que amordaza todas las diversidades, asesinando cualquier atisbo de fraternidad. El mejor ejemplo de ello es la conducta de Europa con 146

Grecia, que economistas de la talla de Vicenç Navarro califican de «terrorismo financiero». La Antieuropa. Grandes economistas del momento (Krugman, Stiglitz, Piketty o, en España, V. Navarro y Torres-López) sostienen que el problema de Grecia es más político que económico. Algo de eso sugiere este dato poco publicado: entre tantos recortes impuestos a Grecia, nunca se le pidió una reducción del gasto militar (excesivo, además, en aquel país). ¡Parecía elemental! Pero resulta que Alemania y Francia son los mayores vendedores de armas a Grecia. ¡Qué curioso...! El problema es político, no económico. Y creo que se reduce a este dilema: por un lado, Europa no quiere que Grecia salga del euro: no por razones de solidaridad, sino porque eso daría la razón a quienes criticaron, como precipitada y economicista, la creación de la moneda única antes de tiempo. Por otro lado, Europa no puede tolerar que posturas contrarias a esa política de «austeridad para los más pobres», y sin poder devaluar la propia moneda, acaben triunfando y dejen en evidencia todos estos años de dictadura financiera, donde otros gobiernos dóciles revestían su cobardía de obediencia (como en las peleas de niños en los colegios)... Este es el problema europeo: político, más que económico. Syriza no puede triunfar de ningún modo, porque eso sacaría los colores a ocho años de neoliberalismo cruel. Por tanto, es necesario desacreditarlo y humillarlo, negando incluso voz y espacio a tantos que piensan como ellos y sustituyendo toda argumentación por esos calificativos de «ligereza», «irresponsabilidad»..., tan bien sonantes como mal aplicados. Por otro lado, si Grecia sale del euro, habrá de parecer que es puramente una absurda decisión suya, contraria a la voluntad europea. De ahí la bajeza moral del señor Juncker proclamando que el referendum convocado por Syriza era para salir o quedarse en el euro. ¡Por favor...! Sin llegar a tanto, se objeta que los griegos no son capaces de decidir sobre algo tan complicado. ¡El mismo argumento que dieron los gobiernos europeos para que la constitución (o el tratado de Lisboa) no fuese votada por los pueblos, sino por los parlamentos! El mismo argumento que, a comienzos del pasado siglo, se esgrimía para oponerse al sufragio popular y al voto de la mujer: «en democracia solo pueden votar los que están capacitados». Y daba la casualidad de que esos «capacitados» eran solo los poderes económicos. Aunque luego esos tan entendidos se sorprendan al saber que EE.UU. les estaba espiando, y llamen a sus embajadores y todo. Sorpresa, ¿por qué? Se trata de algo que era una evidencia para cualquiera que sepa lo que son los actuales EE.UU., que ya no conocen socios ni amigos, sino solo lacayos de sus intereses imperialistas. Añadamos que lo expuesto es la visión de los moderados. Otros más radicales o inclinados a ver conspiraciones en todas partes sostienen (en la línea de Naomi Klein) 147

que, una vez que Grecia esté fuera del euro, los especuladores financieros comenzarán a crear problemas parecidos en Portugal, en Italia, en España... hasta que vayan saliendo del euro todos los «cerdos» (PIGS: Portugal, Italy, Greece, Spain...) y quede por fin un «euro ario» para todos los que son superiores por naturaleza. No sé si es así, pero así corre. Y «se non è vero, è ben trovato». Europa ha sabido siempre que la deuda de Grecia era impagable; más imposible resultaba entonces la imposición de pagar la deuda y, a la vez, reactivar la economía. Europa sabe también que la mayor parte de las «ayudas» dadas a Grecia no se quedaban allí, sino que eran para pagar a los bancos europeos, alemanes sobre todo. Era evidente que así nunca se resolvería el problema griego, ni aunque la economía despuntara. Quizá por eso no se permitió hacer una auditoría de la deuda, que en buena parte es ilegítima e injusta, y situarla en sus justos límites, como supo hacer Ecuador (ganándose las iras de todas las voces oficiales). Había que evitar que cundiera el ejemplo de Ecuador. Estas líneas no buscan disculpar a Grecia, que tiene también sus culpas, ya suficientemente expiadas por quienes menos culpables eran (niños, ancianos, enfermos...). Tampoco tratan de justificar todas las decisiones de Tsipras en una partida de ajedrez tan difícil y contra enemigos más fuertes. Solo intento expresar mi vergüenza por la reacción de Europa ante esa Grecia culpable, muy distinta de cuando Alemania y Francia se saltaron el techo de déficit sin que pasara nada ni se apelara a eso de que «los compromisos hay que cumplirlos». Miguel Delibes terminó su discurso de entrada en la Academia, citando una canción: «Paren la Tierra: quiero apearme». Yo quisiera decir: Paren esta Europa, que quiero bajarme. P.S. Se ve así la dificultad del próximo referendum: Grecia se parece a la mujer que solo tiene dos salidas: rendirse y entregarse, aceptando ser abusada, o negarse al abuso, abocándose a morir torturada. Conociendo la pasta humana, lo normal es que triunfe la primera hipótesis, por triste que sea.

[*]. El origen de este capítulo es una charla pronunciada en Burgos ante los miembros del «Instituto Mounier» de toda España. 1. Esta sensación me llevó a redactar el Cuaderno 174 de CiJ, Contemplativos en la relación, del que, paradójicamente, yo no quedé demasiado satisfecho, pero es uno de los textos míos que más resonancia han tenido. Lo cual permite adivinar que no se debe a mérito del autor, sino a necesidad del lector. 2. Desarrollé esto un poco más en el capítulo 7 («El cristiano ante un mundo dividido») del libro de Varios Autores: Mundo dividido, mundo globalizado, del Centro CiJ, Barcelona 2007.

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3. Ver la cita completa en Proyecto

de hermano: visión creyente del hombre, p. 387.

4. Ya hace años, me parecieron admirables las palabras del entonces lehendakari Ardanza pidiendo perdón «como vasco», tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Como lo son también las del testamento de Bartolomé de Las Casas cuando pide perdón «como español» por todas las injusticias infligidas por los españoles a los indios del Nuevo Mundo. 5. No puedo comentarla aquí, pero me gustaría remitir al lector a la novela del mexicano Javier Sicilia El reflejo de lo oscuro, ambientando con el detalle de que, si no estoy mal informado, el autor es padre de un hijo asesinado. Y aunque la novela transcurre fuera de México, creo que en ella se han procesado muchas vivencias personales. 6. El primero de ellos fue publicado en La Vanguardia, y el segundo fue enviado directamente al blog de «Religión Digital» el viernes antes del referéndum griego.

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10.

¿Violencia «de género» o violencia de sexo? «¿Vas con mujeres? No olvides el látigo». – F. Nietzsche, Así habló Zaratrusta, 109. «Un varón que tenga profundidad... no puede pensar nunca sobre la mujer más que de manera oriental: tiene que concebir a la mujer como posesión, como propiedad encerrable bajo llave, como algo predestinado a servir y que alcanza su perfección en la servidumbre». – F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, 238.

El número de mujeres asesinadas a lo bestia por sus parejas (a las que, encima, llamamos parejas «sentimentales») no decrece a pesar de las mil medidas excogitadas. No sé si esa mancha se ennegrece aún más, visto lo que dicen las encuestas sobre el porcentaje de muchachos o adolescentes que parecen «comprender» o justificar esas violencias. Ante cada uno de esos asesinatos experimento una necesidad de pedir perdón por ser varón y me siento partícipe de una culpa no personal, pero sí «genérica»: como el vasco nacionalista pero no violento, que se sentía herido por cada barbarie de ETA. Hace poco, una ministra de igualdad, Bibiana Aído, hablaba de aportar «nuestro granito de arena», rebajando así las esperanzas y las promesas de erradicación con que comenzara su ministerio. Mi granito de arena puede ser indicar que, si una medicación falla, quizá se deba a que el diagnóstico no era del todo acertado. Por lo que, aunque se pueda seguir con esas medidas pensando que aportan algo, se impone además buscar nuevos análisis y una mejora del diagnóstico. Ese reclamo es cada vez más urgente, porque la evidencia estadística va mostrando que no se trata de ese tipo de «crímenes pasionales» en los que a uno «se le calientan los cascos» de golpe o «se le cruzan los cables» de repente, sino de un odio concentrado y congelado que, en lugar de fundirse con el paso de los días, sabe esperar fríamente su momento. Hay dos factores nuevos en esta especie de barbarie civilizada: a) muchas veces, el asesino se entrega a la policía o se suicida, como si el hecho de haber matado a la mujer ya justificara su existencia; y b) hay muchos casos en que el verdugo pertenece a eso que llamamos «gente bien», que viste con elegancia, que tiene carrera y que habla educadamente. En estos casos no se llega al crimen, pero sí a una tortura sádica y continua que también merece ese nombre de «violencia de género». 150

Y, encima, nos dicen voces oficiales que más de noventa mil mujeres han sido libradas de una posible violencia de género, gracias a las medidas de protección tomadas. ¿Qué nos pasa, pues, a los hombres?

1. Tesis de estas líneas No pretendo aportar la solución; ni siquiera sé si es posible. Pero tengo la vehemente sospecha de que en este problema hay un fallo de diagnóstico (no sé si interesado), que consiste en calificarlo solo como violencia «de género». Hay que tener el valor de llamar a las cosas por su nombre, si no queremos medicar una bronquitis con paracetamol como si se tratara de un simple resfriado. Pues bien, la distinción entre sexo y género ha sido muy útil para otros campos (lenguaje, profesiones, salarios, presencia pública...), pero creo que no se aplica a los luctuosos casos que nos van golpeando ya más de una vez por semana. Mi tesis es que esas salvajadas desesperadas constituyen una violencia «de sexo». Pero esa denominación rebaja nuestra sexualidad, desde la peana intocable en que la tenemos entronizada, a la ambigüedad de tantas otras realidades terrenas. El criminal no mata a la mujer simplemente por ser cualquier mujer, sino precisamente por ser «la suya»: a la que, teóricamente, amaba. Ya he señalado la frecuencia con que, en vez de huir tras el crimen, llama él mismo a la policía o se suicida. Algo de eso es lo que quizá quiere expresar la desafortunada expresión «pareja sentimental», aunque el desenlace muestra que el asesino había sido una «pareja sin sentimientos», o con sentimientos de calidad ínfima y muy falsificable. Todos los humanos llevamos innatas una serie de violencias (bélicas, nacionales, vengativas o de cualquier otra clase) de las que solo una educación seria y preventiva puede protegernos. Esos gérmenes de violencia se despiertan en nosotros ante toda diversidad, junto con la promesa aún mayor de enriquecimiento que toda diversidad contiene. Aplicar esto a la sexualidad, hablando de violencia sexual, nos obligará a encararla con toda su enorme complejidad, sus posibilidades de perversión o su difícil necesidad de control. Pero solo sugerir esto puede ya suscitar rechazos, porque, como acabo de indicar, hoy hemos convertido la sexualidad en un ídolo de nuestra cultura al que no se le pueden encontrar peligros, como no sea el de un embarazo no deseado. Y para este ya reclamamos el aborto gratuito como un derecho. Aquí subyace ya una posible devaluación de la mujer, y por eso he querido encabezar este capítulo con textos de Nietzsche (el gran santo padre de nuestra cultura), por quien personalmente siento mucha más ternura que desprecio, y sé que su lenguaje 151

casi siempre está hecho de parcialidades deliberadamente absolutizadas para subrayarlas, que luego él redimía con su sensibilidad estética1. Pero temo que el «nietzscheanismo para el pueblo» que define nuestra cultura ha acabado por tomarlas como dogmas de fe. Esta barata valoración ambiental de la sexualidad olvida un dato antropológico muy primario en nuestra existencia humana: la diversidad nos descoloca siempre, porque es, a la vez, amenaza y promesa. Y las mayores promesas pueden constituir también las mayores amenazas, sobre todo si las tomamos como regalos fáciles y no como tareas difíciles... Dos observaciones de nuestro presente ayudarán quizás a entender lo que quiero decir: he oído comentar a algunas gentes que «antes los curas solo hablaban de sexo, mientras que ahora hablan de todo, menos de sexo»: ¡simplemente, tienen miedo! Por otro lado, hace ya bastantes años, cuando se había puesto de moda el eslogan contra la guerra de Vietnam («haz el amor y no la guerra»), encontré escrito en las paredes de unos lavabos: «haz el amor, que es una forma mucho más divertida de hacer la guerra»... ¿Hay algo significativo y digno de reflexión en esta doble variante? Para responder, quizá valga la pena remontarnos a pasados remotos, en lugar de limitarnos a evocaciones recientes. Y perdón si intento poner en mi paleta algunos colores de buen humor: es un modo de protegerme a mí mismo de una especie de conciencia dolorida.

2. Universalidad espacio-temporal de las raíces del problema 2.1. Algunos ejemplos a) En su Historia de Roma (Ab urbe condita) escribe Tito Livio una de las páginas más extrañas que he leído relacionadas con este tema: Lucrecia, esposa del rey Tarquinio, fue violada por Colatino, amigo del monarca, aprovechando una ausencia de este. Su reacción, alabada por el historiador, fue llamar al marido y al padre y suicidarse ante ellos, porque, aunque su mente estaba limpia, su cuerpo había quedado manchado por aquel «placer infame» del violador y porque no quería servir de mal ejemplo para el impudor de ninguna mujer, si seguía viva... Aunque esa historia ya me sorprendió cuando la conocí por primera vez, entonces andaba yo demasiado preocupado con los ablativos absolutos y los verbos deponentes. Leída desde el contexto actual, llama la atención que Tito Livio, retórico, erudito y serio, cuente la historia como un ejemplo de integridad moral para las mujeres de su época. Porque semejante visión moral no ha nacido en ningún universo religioso. Y, además, se remonta a una antigüedad muy remota, 152

anterior incluso a la república romana. Quizás el único dato que la une con nosotros es que esa historia está escrita... por un hombre. Y su moraleja parece ser que los hombres dictan a la mujer una norma moral que consiste en someterse plenamente a ellos. De acuerdo con esa norma, las mujeres son culpables solo por el hecho de haber sido de otro, aunque fuese a la fuerza: ¡a ver si se enteran de una vez!... b) Si ahora dejamos Roma y nos vamos al Oriente, es conocida la vieja tradición india del Sati, que obligaba a morir a la mujer que se quedaba viuda, quemándose en la pira en la que ardía el cadáver de su marido. El nombre viene de una diosa, esposa de Shiva, y hay testimonios griegos que sitúan esta práctica ya en el siglo IV antes de Cristo. La moraleja es, otra vez, que la mujer ya no podía ser de nadie más. Y quien pretenda ver ahí un canto a la fidelidad, aunque mal expresado, tenga en cuenta que, si el que quedaba viudo era el marido, no estaba obligado a esa forma de fidelidad. En todo caso, ardería... como el soldadito de Luisa Fernanda: «en los brazos de otra mujer». Los ingleses tuvieron el acierto de acabar con semejante barbaridad que esta vez sí podría tener un origen religioso, aunque no se dio en todo el hinduismo, sino solo en algunos sectores del Norte de la India. En cambio, están totalmente fuera del ámbito religioso las burradas que dicen sobre la «inferioridad natural» de la mujer el sabio Aristóteles, el talentoso Kant (a quien todas sus críticas a la razón no le fueron suficientes para caer en la cuenta de cómo se engañaba él en este punto), o el bueno de Freud, a quien todo su afán de rigor científico sobre el inconsciente y el psiquismo humano no le sirvió para caer en la cuenta de su propio machismo inconsciente... c) Si se me permite decir una barbaridad, bastante pensada, el primero que cometió violencia de género fue el poeta-músico Orfeo. El mito griego cuenta que le fue concedido sacar del inframundo a su amada Eurídice, con la condición de que durante todo el camino de salida ella iría detrás de él, y él no debía volverse a mirarla, so pena de perderla. Así fue durante buena parte del camino; pero llegó un momento en que Orfeo, tan contento por haber recobrado a su amada, no supo resistir el deseo de mirarla: volvió la vista atrás, la vio y, en aquel mismo momento, Eurídice desapareció de su vista y fue tragada por el inframundo mientras gritaba: «¡Me has perdido a mí, desgraciada, y a ti!». Virgilio, en el libro IV de sus Geórgicas, poetiza este mito y deja a Orfeo repitiendo desconsolado el nombre de su amada, que resuena como un eco en toda la naturaleza2. Se trata de un mito griego, no tiene ningún origen religioso ni moral, es una experiencia humana: Orfeo mata a Eurídice por no poder resistir el deseo de poseerla o de contemplarla. Y no es que a Orfeo se le impusiera una abstinencia perpetua: podría gozar de Eurídice, pero cuando hubieran terminado su camino y 153

fueran los dos libres. Y en cambio, por anteponer su deseo de ella a la vida de ella, se queda sin ella y la condena. El filósofo Gabriel Marcel solía decir que este mito había sido fundamental para su vida y su pensamiento3. Le enseñó a discernir entre el amor posesivo y el amor oblativo. Y le hizo comprender que el amor solo puede llegar a ser verdadero amor posesivo si antes ha sido oblativo: si ha puesto el bien de la amada por delante de su propio deseo. Entonces, pero solo entonces, cada Orfeo podrá dedicar a su Eurídice un Cantar Supremo («cantar de los cantares», según la gramática hebrea, que carece de superlativos). Pero lo de Orfeo pudo ser solo una debilidad desconsiderada. En Les liaisons dangereuses, novela de gran penetración psicológica llevada más de dos veces al cine, hay un momento en que el protagonista puede poseer a la virtuosa mujer a la que desea y persigue, porque esta ha perdido el conocimiento estando con él. Pero explica que había renunciado a poseerla así, porque lo que quiere no es solo gozar de su cuerpo, sino que ella misma se le entregue conscientemente, poniéndolo a él por delante de toda su religiosidad y todos sus principios morales; y espera hasta que lo consigue. Esta pretensión omnipotente y ególatra de la sexualidad masculina nos acerca mucho más al tema de la violencia de sexo. Pero ahora, en cambio, vamos a volver a otro texto más antiguo, antes aludido. Aquel Cantar de los Cantares bíblico a una amada «hermosa como la luna, elegida como el sol y avasalladora como un ejército bien aguerrido», es desinhibidamente erótico y está plagado de alusiones físicas4. Y, curiosamente, no es una página pagana, sino bíblica y religiosa, para sorpresa de muchos falsos puritanos. Pero, curiosamente también, a pesar de la intensidad de la pasión que canta, ocupa una parte bien pequeña en todo el texto bíblico: al revés de lo que sucede en nuestra cultura, donde lo sexual ocupa casi todo el espacio e invade y arrincona otros campos de la vida, en lugar de capacitar para ellos, perdiendo además intensidad al ganar en extensión. Sumando las lecciones de Orfeo y de la Sulamita, debemos concluir que la sexualidad tiene algo de diabólico y algo de divino: «cruel como el abismo y llamarada divina», dice el Cantar (8,6). El sexo puede tener tanto de maravilloso como de utilísimo puede tener el dinero; pero la experiencia humana enseña que, a pesar de eso (o, quizá mejor, precisamente por eso), su activación verdaderamente humana está sometida a controles que nos parecen demasiado severos. La plena libertad sexual que reclama nuestra cultura es gemela de la total liberación de impuestos que reclaman tantos millonarios norteamericanos... Porque «la pasión es tan cruel como el abismo». Y todo ello es debido a que los humanos somos, a la vez, seres separados, por un lado, y con pretensiones de absolutez o de totalidad, por otro5 . Ello hace que nuestro 154

inconsciente adivine vagamente que solo en la comunión puede hallarse la salida de nuestra contradicción. La diversidad aparece entonces, por un lado, como posible promesa de comunión, pero, por otro, como amenaza a nuestra pretensión de absolutez y confirmación de nuestro ser seres separados. Y la sexualidad es una de las experiencias más radicales de esa promesa y esa amenaza de la diversidad: así oscila entre lo divino y lo diabólico... En suma: Orfeo mató a Eurídice por no saber quererla; y nuestra sociedad hipersexualizada tampoco enseña a querer bien. Me sospecho que esto forma parte del drama de esa violencia que preferimos llamar «de género», con una de esas denominaciones «políticamente correctas» a las que tan aficionados somos. 2.2. Posibles lecciones He querido comenzar con datos del pasado para sugerir que quizá, en este punto, nos enfrentamos a algo más que un error pasajero de una época o de un lugar, y topamos con algo que está en lo más hondo de la naturaleza humana masculina, más allá de cosmovisiones, religiones y épocas históricas. Y ello sin tocar temas como el de la ablación, que no pertenece al Islam, pero que domina en todo el mundo árabe. A lo mejor, pues, si detectáramos dónde radica ese «algo», daríamos con las raíces últimas de esa vergonzosa violencia, que es mucho más que un problema de pulseras controladoras o de órdenes de alejamiento para unos pocos descerebrados: es el lado negro de la diversidad sexual, que es uno de los campos más serios de la diversidad. Y la diversidad, como antes dije, constituye la gran dificultad y la gran promesa del existir humano. ¿Qué nos pasa, pues, a los machos? En las páginas que quedan intentaré sugerir que estamos ante una perversión muy fácil de nuestra sexualidad, comparable a lo que es el «fariseísmo» en el campo religioso. Me explico un poco más: en el campo meramente moral, «fariseísmo» suele identificarse con «hipocresía». Pero esa hipocresía tiene una raíz más honda, que es religiosa: una religiosidad farisaica es aquella que adora a Dios, pero a cambio quiere disponer de Él a toda costa. De modo que el fariseo es el hombre religioso que da culto a Dios, pero no lo respeta. Podrá ser una persona aparentemente respetable y piadosa, pero su religiosidad está pervertida, porque aspira a hacerse dueño del dios al que adora. Trata a Dios como a un ídolo, y por eso, si no consigue su objetivo, se convierte a veces en el ateo o el enemigo más radical de Dios. Antes de seguir, permítaseme referir una anécdota que me ocurrió hace muchos años en Italia, cerca de Pompeya, en una gran fiesta de exaltación religiosa, y que aclara lo que acabo de decir: un señor lenguaraz, como buen napolitano, pero serio y bien vestido, viene a decirme que tiene grandes tentaciones contra la fe. Con cierto susto, desempolvo un poco mis escasos conocimientos teológicos de entonces y le digo que me explique sus dificultades. ¡Lástima que no estuviera allí Fellini, porque habría tenido una escena para una de sus clásicas películas...!: el buen señor me explica muy enfadado que, por más que lo pedía, la Virgen no le

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hacía ningún milagro, cuando se los estaba haciendo a otros muchos. ¿Es que acaso él no tenía derecho a un milagro? Pues, si no se lo hacían, «porca Madonna»... y todo lo que ustedes quieran... Dejemos ahora cómo siguió la anécdota. Lo importante es la mentalidad de aquel buen hombre: él era piadoso y hombre de Iglesia, pero a condición de poder disponer del poder de Dios para su consumo particular. A eso he llamado «fariseísmo». De ahí puede proceder la dura acusación de Jesús a los fariseos: «imponer a los demás cargas que ellos no son capaces de llevar»; que se parece a lo que acabamos de ver en Tito Livio sobre el hombre dictándole normas de moral a la mujer.

Por tanto, en la raíz de todo machismo parece haber una hipocresía de este tipo: una falsa divinización de la mujer que, a cambio, exige poder disponer totalmente de ella a gusto del devoto. Cabría aderezar esta tesis con las letras de mil corridos mexicanos encantadores, tan apasionados y melodramáticos, aunque no exentos de una chispa de ironía: por un lado, «palomita blanca, que hasta Dios te adora». Pero, por otro: «yo sé que mi cariño te hace falta, porque, quieras o no, yo soy tu dueño». Y, si no, «recuerda un poquito quién te hizo mujer»... ¡Vaya por Dios! (o «vés per on», que diría La Trinca): no se esperaba eso Simone de Beauvoir cuando escribía aquello de que no se nace, sino que se llega a ser mujer. Ni cuenta así el Génesis la creación de la mujer... Pero este no es ahora nuestro tema.

3. Contenido de esas raíces ¿De dónde nace ese fariseísmo machista que diviniza a la mujer para poder disponer totalmente de ella y, si no lo consigue, se convierte en su mayor enemigo? A mi modo de ver, hay aquí unas causas ancestrales (de siempre) y otras típicas de nuestra cultura actual. 3.1. Por un lado, la superioridad física de la mujer como fuente exclusiva de la vida. Todas las actividades humanas, aunque sea en grados diferentes, pueden llevarlas a cabo ambos sexos: hasta jugar al fútbol. La única actividad que solo puede realizar un sexo es engendrar y gestar la vida. Ello resultaba mucho menos doloroso para el macho en una época en que se desconocía el óvulo, y el varón se creía único portador de la semilla de la vida; pero resulta más humillante cuando sabemos que la mujer no solo gesta la vida, sino que también aporta algo a ella. Y resulta además angustioso para esa mentalidad ancestral masculina de perpetuarse en el hijo y «transmitir el apellido», que se refleja, por ejemplo, en la antigua ley judía del levirato6. La mujer tiene un poder que el hombre no tiene y que necesita mucho. Esto obligaba a venerarla; pero el que una mujer no diera hijos al marido era para ella el mayor oprobio y constituía una razón más que suficiente para el repudio (hoy, por suerte, la ciencia nos ha enseñado que la causa de esa esterilidad podría estar en él y no en ella). Pero, claro está: el orgullo del varón había de compensar o de comprar algo con esa veneración; de ahí la obsesión por reservar algunas actividades humanas a solo el 156

varón, típica ya en Platón y Aristóteles7 . De ahí también la urgencia de compensar esa superioridad de ella con la fuerza física, único campo en que él se siente superior y en el que la mujer, sobre todo en épocas primitivas, más puede sentir necesidad de protección. Esa pseudodivinización se percibe también en muchas prácticas de prostitución sagrada, donde las mujeres recibían un verdadero culto. Esas prácticas están en la raíz de por qué la Biblia evita dirigirse a Dios con apelativos femeninos como el de «Madre»: era en realidad una defensa del monoteísmo, que hoy ya no parece necesaria y que luego ha degenerado en mil visiones patriarcales de Dios. Pero ese tema de la prostitución sagrada empalma con el segundo punto de este apartado. 3.2. A este poder de dar la vida se añade el poder del cuerpo de la mujer sobre el varón. No sé yo cómo vive una mujer su propia corporalidad, con sus ciclos y demás; ni creo que se pueda llegar a entender a base de explicaciones teóricas. Pero sí puedo entender algunas reacciones del varón, que van desde los piropos callejeros («guapa!», o «tía buena!») hasta otros un poco más finos, como aquellos zarzueleros de «cuando Dios te echó al mundo... ¡qué faena me hizo!»; o el cursi y zalamero de «abra usted el quitasol, para que no se muera de celos el sol»..., casi siempre dirigidos a mujeres a las que nunca se ha tratado y solo se las conoce por su físico recién visto. Bien lo saben los vendedores de automóviles, que (por muy útil y necesario que pueda ser el coche) piensan que te lo venderán mejor si lo anuncian con un cuerpo femenino dentro... Por fortuna, esas reacciones no se producen en las mujeres ni aunque pase Paul Newman a su lado. Las debilidades de la mujer parecen ir por otra línea de más entidad o más vinculada al afecto que al cuerpo, como se expresa en aquella frase tópicamente femenina: «dime que me quieres, aunque sea mentira». En cambio, la mujer suele ser consciente (¡inconscientemente consciente!) de ese poder de su cuerpo, y juega con él a veces, suministrando –entre otras mil cosas– material para películas de Roger Vadim y Brigitte Bardot. Tampoco se ha dado (salvo en dimensiones reducidas) la prostitución de hombres para mujeres, mientras que, a la inversa, se habla de «el oficio más antiguo del mundo». Y, yendo a lo estrambótico, tampoco imagino a ninguna mujer tentada por aquello que cuenta burlón Luciano de Samosata acerca de un pobre señor que se quedó una noche escondido en un templo para hacer el amor con una estatua sin par de no sé qué Venus; el pobre devoto ignoraba la frase del salmista: que los ídolos, aunque sean de oro y plata, tienen manos y no palpan, o tienen piernas y no caminan (aunque, si el salmista hubiese conocido esa historia de Luciano, seguramente habría dicho que tienen piernas y no las abren). O como aquel loco del Amarcord de Fellini que, subido a un árbol, clama: «¡Voglio una donna!», mientras la familia intenta en vano bajarlo de allí, y el abuelo comenta para sí: «No, si yo ya lo comprendo, ya...» Prefiero citar estas comicidades que no los casos trágicos de abusos de chicas por sus padres, que a lo largo de mi vida se me han revelado más frecuentes de lo que 157

sospechaba cuando era un ingenuo estudiante de teología moral. Quede claro, finalmente, que no estoy hablando en estos momentos de sexualidad en general, ni de capacidad de placer, sino solo del poder del cuerpo del otro sexo sobre mi persona. Este dato puede explicar algunas aberraciones antiguas, como la doctrina del débito conyugal, que esclavizaba muchas veces a la mujer, o la forma en que se predicaba antaño una modestia femenina desligada ya de ese poder de estimulación, pero que llevaba a la mujer a un desprecio, no bien comprendido pero bien introyectado, de su propia corporalidad. Sobre estos dos datos que he llamado «ancestrales» inciden negativamente tres errores de nuestra llamada «revolución sexual». No quiero decir ahora que esta no fuera necesaria; solo pregunto si no necesitaría ser reexaminada. 3.3. El primer error fue el de confundir la atracción con el amor, en el marco de una economía que funciona en torno al consumo constante y donde el sexo acaba convirtiéndose en mero objeto de consumo. Ahora bien, es claro que el amor puede durar mucho, pero que la atracción dura poco. De ahí que el «estado» civil normal ya casi no sea la tríada antigua de soltero, casado o viudo, sino el de divorciado. Pero esto tiene menos que ver con lo que ahora nos interesa. 3.4. Otro error ha sido la total y absoluta separación entre sexualidad y reproducción. Esto ya lo anunciaba A. Huxley en aquella famosa novela del «mundo feliz», que ahora debe de cumplir su centenario, si no me equivoco. Subrayo que he dicho «total y absoluta» separación. Una cierta separación entre sexualidad y reproducción es, a mi modo de ver, un progreso innegable. Pero, como bien vio Hegel, en nuestro mundo todo progreso conserva la base material a la que supera y a la que transforma, pero no la hace desaparecer. ¿Por qué digo esto? Pues porque esa base material sigue presente en la sexualidad humana, por más que esta ya no sea exclusivamente reproductiva. La sexualidad sigue siendo una dimensión reproductiva, aunque no lo sea total y exclusivamente. Y esto da lugar a que la sexualidad del varón y de la mujer sean irremediablemente distintas. La naturaleza va a la suya: se burla de nosotros hasta cuando nosotros pretendemos burlarnos de ella. Por eso, lo que le interesa para asegurar la especie es que él siembre y ella reciba y cuide. De ahí que el varón tenga una sexualidad más «estimúlica», y la mujer más afectiva. Todo eso podrá ir reelaborándose luego, por supuesto, pero sin acabar de perder esa base. 3.5. Y por no querer reconocer esto se produjo el otro error de nuestra revolución sexual: la pretensión de que él y ella tenían una sexualidad del mismo tipo. Pretensión que está en la base de las mil decepciones y mil fracasos (y mil violencias) que revolotean en torno a la sexualidad. Nuestra revolución sexual pretendió dar lugar (topos) 158

a algo que no tiene lugar (ou-topos) entre nosotros. Y paga las consecuencias de todas las utopías falsamente proclamadas. Es fácil adivinar la rabia que produce este falso dios cuya adoración interesada no te proporciona lo que esperabas, en cuanto uno se levanta de la cama y va cayendo en la cuenta de que «la diosa» es otro simple ser humano como yo, con el que hay que convivir y que necesita paciencia y comprensión como yo, porque también tiene grandes limitaciones. Y que, si su cuerpo parece divino, su psique es simplemente humana. Esa rabia es la que da razón de muchos de los casos de la llamada «violencia de género», aunque ahora solo cabe enunciar un principio general, y luego cada caso tendrá su propia historia y sus factores particulares distintos. De esa rabia puede dar cuenta el siguiente texto estremecedor que cita Lucía Ramón y que puede sorprender más porque (de acuerdo con algo que insinué al comienzo de este capítulo) se sale de nuestro esquema de la cultura como moralizadora: el protagonista es un señor culto, universitario, brillante alumno de cursos de doctorado en psicología y ciudadano del país que se cree el primero en niveles de civilización: «Un mes después de la boda, mi marido me dejó amoratados los ojos por primera vez, [luego] me golpeó en el estómago estando yo embarazada..., me rompió la nariz porque yo quería ver a mi familia. ¿Qué esperaba Dios de mí..., que había prometido ante el altar amar y cuidar a mi esposo en lo bueno y en lo malo?»8

Prescindamos ahora de cómo afrontó su problema esa mujer, que era muy creyente. Yo puedo añadir que, por lo menos en dos ocasiones, me ha dicho una mujer: «No sabes cómo duele el que las mismas manos que te habían acariciado sean las que te golpean y maltratan». No lo sé, desde luego. Pero quizá puede intuirse, porque la caricia es siempre una sugerencia que inspira confianza, dado que suena a promesa y tiene unos acordes armónicos de gratuidad. Me imagino que es como si alguien ofreciera sonriente un caramelo a un niñito, para darle luego una bolita de arsénico o de ácido sulfúrico. Deduzco de todo ello, como he dicho en otros lugares, que la pretendida liberación sexual de la mujer se ha convertido demasiado a menudo en una masculinización de la sexualidad de la mujer, muy provechosa para los machos. Sé que algunas feministas no comparten esta tesis, pero me temo que sea por aquello tan exacto de Paulo Freire de que el oprimido, inevitablemente, lleva introyectado al opresor como su ideal humano, porque no conoce otro9. Indicio de eso me parece ser el «complejo de virgen» que hoy experimentan algunas muchachas, en el otro extremo de aquella «gloria» de la virginidad que se predicaba a las mujeres en nuestras mocedades. Ahora, ese complejo no alude a ninguna forma de virtud, sino a que, en el contexto moral de hoy, el ser virgen solo puede significar que no has logrado gustar a nadie. Creo que todo lo anterior está bien expresado en una sencilla frase de Teresa Forcades: el varón teme sobre todo la humillación; la mujer teme sobre todo la soledad. La humillación ya se insinuaba en lo antes dicho: el más fuerte físicamente resulta no ser 159

el más fuerte humanamente. Esto explica la constante vinculación de la sexualidad con el «honor» masculino, tan absurdamente presente a lo largo de la historia y fuente de tantas violencias (entre ellas, seguramente, la que estamos analizando aquí). El otro miedo, el miedo a la soledad, es el que puede explicar que tantas mujeres no denuncien o estén dispuestas a reintentar una convivencia imposible: porque para muchas mujeres parece que «más vale estar mal acompañada que sola», invirtiendo así el clásico refrán. Y la naturaleza también es aquí dura con la mujer, porque parece que, en cuanto deja de ser «estímulo» (que posibilita, por tanto, la reproducción), se la condena a la soledad. Esto me lleva a la última de las causas encontradas en este análisis. 3.6. Este punto ya no me toca desarrollarlo, porque es femenino, pero creo necesario enumerarlo para no dejar incompleta esta reflexión: a las causas hasta ahora analizadas se añade una debilidad de la mujer respecto del varón que, por lo general, no tiene tanto que ver con el atractivo físico o corporal, sino con la necesidad afectiva, con el miedo a la soledad y el reclamo de compañía: a eso parece aludir el libro del Génesis (3,16) al hablar del «castigo» de la mujer. Y eso parece dar razón de la debilidad de muchas mujeres a la hora de rebelarse contra violencias crueles del macho. Con lo cual, las cosas se complican un poco más. Cada cual tiene, pues, su fuerza y su debilidad; y, por tanto, la relación entre los sexos sería mucho más humana y más rica si, en vez de mirarla y plantearla como un encuentro de dos «poderes» (que siempre degenerará en polémicas), tuviéramos el valor de verla como un encuentro de dos «debilidades»: ahí es donde se puede dar la aceptación mutua, la reciprocidad y la complementariedad. Esa aceptación plena y mutua es algo mucho más sólido y duradero que la ventaja mutua. Pero eso nuestra cultura de hoy parece desconocerlo. Aquí se ven claras la necesidad de la ayuda y del respeto y la importancia de plantear bien los problemas. Aunque, por supuesto, estos análisis son solo aproximados, porque cada sexo posee también las características del otro (pues, si no, el entendimiento sería imposible); de modo que es en la menor proporción (y no en la ausencia) donde cuaja la diversidad varón-mujer. Como también cabe advertir que, aunque todos los hombres seamos iguales, es una igualdad que se parece mucho a la del color verde, que admite una sorprendente gama de variedades: desde el verdiblanco de la camiseta del Betis hasta la divisa verdinegra de los toros de Mariana Pineda, pasando por el verde veronés, el verde turquesa, el verde malaquita y hasta el verde botella...

4. Conclusiones 4.1. Inspirar respeto e inspirar confianza 160

Mi reflexión ha querido apuntar más hacia esa cultura nuestra oficial, que ha abaratado públicamente la sexualidad para mejor poder idolatrarla y manejarla privadamente, en un sistema económico donde todo (hasta lo más sagradamente humano) se ha convertido en mercancía. Quisiera decir a esa cultura oficial y mediática que la sexualidad debe ser tomada con seriedad y mucho cuidado: conducir un coche cargado de explosivos puede ser necesario y conveniente en ocasiones, pero no deja de ser peligroso y de reclamar un máximo de cuidado. Mi experiencia personal, y el testimonio de muchas vidas compartidas, me lleva a pensar que hay dos virtudes fundamentales que debían estar espontáneamente como a la puerta de toda relación entre hombre y mujer. Una gran cualidad de la mujer es, sencillamente, el saber hacerse respetar. Inspirar respeto es más valioso que inspirar agrado, atractivo, envidia o desatar pasiones. La mujer que sabe inspirar respeto es la que acaba recibiendo más afecto y la que saca lo mejor del varón. Pero hoy temo que eso se produce muy poco, porque muchas mujeres comienzan por no respetarse a sí mismas10. A su vez, el varón tiene que inspirar confianza; y me temo que eso se da muy poco hoy, porque el dogma dominante –dicho así, a lo bestia– es que «cuantas más tías te tires, más macho eres». También porque la confianza suele nacer del respeto que la otra parte te inspira. Y hoy la otra parte parece tan insegura por la falsa visión de la sexualidad que ha impuesto nuestra cultura, que prefiere inspirar otras pasiones, como ya he dicho. Sin estos puntos de partida previos, las relaciones nacen hoy en un ambiente culturalmente degradado. Quizá por eso son tantas las que funcionan mal y acaban estallando. Porque me temo que el dato analizado de las dos sexualidades (no solo dos sexos) diferentes es el único que no se explica en nuestras cacareadas clases de educación sexual, cuya única meta parece ser que puedas «hacerlo sin que pase nada»; mientras que de temas como el autocontrol y el respeto a lo diferente... ni pío. Eso ha llevado a muchas chavalas a entregarse corporalmente sin desearlo, creyendo que el sexo era un peaje que había que pagar para conseguir afecto: por donde hemos venido a parar en otra forma de «débito» (esta vez no conyugal, sino general)11. Que es lo que el macho persigue. 4.2. A nivel social Mirando a nuestra sociedad, creo que hay aquí algo que unifica a derechas e izquierdas en aquello mismo que las separa. La izquierda pasa por ser más liberal en lo sexual y más justa en lo económico. Y la derecha, al revés. Pero resulta que el socialismo convive en las izquierdas con un auténtico «capitalismo sexual». Y la supuesta «moralidad» de las derechas en este punto está lastrada por una auténtica «lujuria económica». La izquierda no tiene valor para reconocer lo que una mujer tan libre sexualmente como Etty 161

Hillesum dejó escrito sorprendida en su diario: «¡Es difícil estar a bien de igual manera con Dios y con la parte inferior de tu cuerpo!» 12. La derecha no tiene honradez para reconocer hasta qué punto le afectan las palabras del evangelio: «no se puede servir a Dios y al dinero, y [por eso] es imposible que un muy rico se salve». De modo que nos podemos encontrar en aquello que decía san Pablo hace casi veinte siglos, cuando quiso unir a los dos grupos más hostiles de la historia: «todos son pecadores y necesitan la fuerza de arriba» (Rom 3,23). 4.3. Vengan más voces Solo he intentado hacer una confesión de mi pecado masculino, por el que me siento en cierta complicidad genérica con tantas violencias de sexo. No vendría mal que alguna mujer hiciera alguna confesión de su óptica, tan diversa de la mía. Añado esto porque, sin esta mutua confesión propia, nunca hay entendimiento posible entre los grupos que se enfrentan, sean del tipo que sean, como decía el texto paulino que acabo de citar. Y que sirve tanto para varones y mujeres como para catalanes y madrileños, PP y PSOE, «demócratas» y terroristas, creyentes y no creyentes, «nosotros» y «ellos»... Y es una pena, porque el mismo texto bíblico añade que Cristo es nuestra paz, que ha derribado las barreras que nos separan a unos de otros para construir el único pueblo de Dios: la humanidad reconciliada que la Iglesia debe anunciar y anticipar.

*** APÉNDICE A LA SEGUNDA PA RTE: ¿EL FA SCISMO QUE V IENE? Un dicho antiguo enseñaba que, cuando nadas contra corriente, si no consigues avanzar o avanzas poco, al menos evitas que se te lleve la avalancha del agua. Mi temor al final de mis días es que esta hora histórica, tras haber renunciado a la vigencia de la utopía alegando que «no tiene lugar», está dejándose llevar corriente abajo, mientras nos engañamos llamando «utopías» a las mismas corrientes que nos despeñan. La mitad de la gente tiene muchos problemas personales y cree que bastante hace con tratar de abrirse camino en la vida. Buena parte de la otra mitad parece convencida de que (por mucho que gritemos contra ella) la corrupción atrae dinero, y el dinero genera

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crecimiento. ¿Qué pueden hacer, entonces, esas minorías admirables que viven luchando contra corriente? Doy por descontado que ese temor que acabo de confesar puede no ser más que una preocupación de viejo chocho. En mis años mozos conocí a algún anciano de esos que vaticinaban una catástrofe inminente (que él nos presentaba como «castigo de Dios»), y recuerdo cómo los jóvenes nos reíamos de él. Solo consiguió convencer a otro jesuita tan viejo como él, pero mucho más ignorante, que iba diciendo por todas partes: «Va a venir un castigo de Dios, y lo pagaremos justos por pecadores»... Con estos precedentes, uno puede quedarse tranquilo. La vida tiene incontables mecanismos de resistencia y de recuperación; aunque también es verdad que esos mecanismos actúan a través de nosotros. Por lo que, quizás, lo único que debería alarmarnos es eso que se ha llamado «globalización de la indiferencia». Porque las amenazas que nos envuelven no son irreales: el cambio climático y el calentamiento de la tierra son reconocidos hoy incluso por quienes los negaban antaño; pero nos exigen unos sacrificios tales que no estamos dispuestos a cargar con ellos. La posibilidad de que el Estado Islámico consiga armas atómicas no es irreal, y vale más no imaginar lo que podría suceder el día en que las tenga. La pendiente económica neoliberal (como ya reconocen hoy todos los economistas honestos) va agrandando las diferencias entre los habitantes del planeta, en unos momentos en que la información llega prácticamente a todas partes. Ello da lugar a inacabables corrientes migratorias en las que confluyen la enorme dificultad para resolverlas y nuestra reacción insolidaria ante ellas... De ahí la pertinencia de aquella vieja pregunta de Imanol Zubero: ¿no estaremos alegremente «bailando sobre la cubierta del Titanic»? En este contexto, me impresiona siempre la memoria de dos suicidas, testigos de una preocupación bastante parecida. Primo Levi sobrevivió al holocausto nazi, creyó que la tarea de su vida era ser testigo incansable de aquella barbarie y, en 1987, acabó suicidándose, desalentado por la poca reacción que despertaban sus palabras13. La pluma serena y objetiva de Stefan Zweig cuenta en sus memorias14 cómo vio estallar la primera y la segunda guerra mundial ante la indiferencia y la seguridad del entorno de que «aquello» no pasaría nunca... Zweig acabó suicidándose también. Y tanto Levi como Zweig acabaron perdiendo la esperanza en la humanidad. Yo no pienso perder esa esperanza. Pero la historia no se cansa de enseñar que siempre reaccionamos demasiado tarde: cuando las cosas ya no tienen remedio o solo tienen remedios dolorosísimos. De hecho, el título de este apéndice no es nuevo: tiene más de veinte años y lo volví a recoger hace diez15 , señalando que un fascismo a nivel mundial sería mucho más difícil de combatir que cuando nacía solo en dos o tres países. Apuntaba allí que el hecho de que la política esté al servicio de la economía, y no al revés (como debería ser), más la cultura del consumismo, que siempre genera miedos a 163

perder lo que se tiene, y con la desmotivación que nos envuelve, podrían ir creando una pérdida de identidad de la democracia que, al final, hasta conservaría su nombre en una situación dictatorial. Y, como en el 1984 de Orwell, terminaríamos todos «amando al Gran Hermano». Pero no se trata de hacer profecías que, por lo general, nunca se cumplen. Lo importante es avisar, una vez más, que, cuando no se da vigencia a la utopía, vamos creando distopías sin darnos cuenta. Y que los modelos que ofrece la cultura actual (deportistas, rockeros, artistas de cine, cuerpos tatuados...) no son gentes que vivieron luchando por dar vigencia a la utopía, sino beneficiarios de esas distopías. Por eso no vendrá mal presentar otro tipo de testigos y de modelos en la parte siguiente. Pasaremos así del universo del análisis y del pensamiento al mundo de la vida y de los testigos, que es mucho más excitante. Y quizá podamos sospechar que el mundo no se va a pique gracias a todos aquellos que luchan por hacerlo «utópico».

1. Por ejemplo: creo que fue Bertrand Russell quien leía así la primera de las frases citadas: «... no olvides el látigo», que ellas se encargarán de quitártelo. 2. «Euridicem toto referebant flumine ripae», según el sonoro hexámetro con que concluye. 3. En Présence et immortalité (Paris 1959). Ver simplemente el precioso artículo de Fernando LÓP EZ LUEN GOS dedicado al tema en la revista Acontecimiento 115, pp. 29-32. 4. En la traducción versificada de L. A LON SO SCHÖKEL, (p. 263):

Antología bilingüe de poesía bíblica hebrea

«Ver ese cáliz rotundo de tu ombligo / Colmado y rebosando vino; / Ver ese vientre, amontonado trigo / Cercado en un cerco de lirios. / Tus pechos son dos crías / Mellizas de gacela. / Tu cuello de marfil es una torre. / Tus ojos dos albercas de agua quieta». 5. Lo que formulado de manera laica suena como «separados y totalizadores» puede formularse de manera teológica como «creaturas e imagen de Dios». Remito al tratamiento de estos dos temas en Proyecto de hermano: visión creyente del hombre. 6. Por eso nosotros solemos malentender la frase de Jesús: «tras la resurrección no se casarán ellos ni ellas, sino que serán como los ángeles de Dios» (Mt 22,30). Por la forma de la pregunta, esa respuesta no se refiere a los aspectos unitivos de la sexualidad (que priman hoy entre nosotros), sino a los aspectos reproductivos (que eran los más importantes en el contexto histórico de Jesús): «serán como los ángeles» significa, simplemente, que no necesitarán reproducirse, porque serán eternos. 7. Y que no sé si algunos papas proyectan sobre el mismo Jesús de Nazaret, dejándole en mal lugar para convertir en palabra de Dios lo que son meras tradiciones humanas. 8.

Queremos el pan y las rosas. Emancipación de las mujeres y cristianismo, Madrid 2011, p. 72. Allí mismo (p. 142) informa la autora de que, según datos de Naciones Unidas, «el 47% de las mujeres manifiesta que su primera relación sexual fue forzada».

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9. Es algo parecido a lo que ha pasado en el campo laboral: uno puede entender y defender que las mujeres reclamen el derecho a trabajar fuera de casa. ¡Faltaría más...! Pero lo que no se entiende es que eso se reclame como una liberación, desconociendo que en el capitalismo casi todo el trabajo es una explotación, y aceptando encima un salario claramente inferior al de los hombres. O tratando de machista a Juan Pablo II simplemente porque había dicho que, si la mujer se quiere quedar en casa y se siente más realizada allí, que no se le impida eso (cf. LE 19: lo único que decía allí Wojtila es que se le haga posible, sin obstaculizar su libertad. Y sin dejarla en inferioridad ante sus compañeras; y que «el abandono obligado de tales tareas por una ganancia retribuida es incorrecto»). 10. El insulto tan típico del lenguaje machista («todas las mujeres son unas putas»), aunque es una clara pseudojustificación de la poca nobleza con que el hombre aborda la relación, ha buscado intuitivamente un gancho al que agarrarse, como suele suceder en todas las acusaciones interhumanas: «todas van deseando provocarte para luego, cuando caes en esa provocación, humillarte y no hacerte caso: una buena patada en tal sitio es lo que se merecen»; así me lo explicaba (con lenguaje más soez) un chaval que había tenido problemas por agresiones a chicas. 11. «¿Qué culpa tengo yo de tener una cosa entre las piernas?», oí decir una vez a un chaval que había forzado a una compañera de colegio a tener relaciones con él. Nadie le había dicho que él no era culpable de lo que tenía, pero sí era responsable de cómo utilizaba aquello que tenía. 12.

Una vida conmocionada. Diario de Etty Hillesum, p. 31.

13. Algunas de sus obras (como Si esto es un hombre, o Los hundidos y los deberían ser material de enseñanza obligatoria en todas las escuelas del planeta Tierra. 14.

El mundo de ayer, que lleva como subtítulo: «Memorias de un europeo».

15. Ver: Ojo

avizor, Madrid 2005, pp. 121-124.

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salvados)

creo que

TERCERA PARTE:

ALGUNOS TESTIGOS DE LA UTOPÍA

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11.

Teresa de Jesús: «Libertad conquistada» y «Jesucristo Liberador»[*]. Una teología sapiencial de la liberación 1. Introducción. Génesis de una imprudencia No creo que esta vez sea tópico comenzar con una paráfrasis de aquella pregunta tan socorrida: ¿qué hace un chico como tú en un congreso como este? No soy, ni de lejos, especialista en Teresa de Jesús. Al igual que hice en otras ocasiones con Simone Weil, solo puedo hablar de ella como aficionado, admirador o simpatizante, pero sin ninguna autoridad en el tema. Se supone, pues, que si los años me han dado algo de prudencia, no debí aceptar a lo loco el encargo que se me hizo de hablar aquí. 1.1. De títulos y subtítulos Si me decidí a aceptar la invitación (aparte de los inevitables «chantajes de la amistad», que también intervinieron), fue porque, para sorpresa mía, se me proponía genéricamente un tema como «Santa Teresa y la liberación». Si con ello los organizadores buscaban ponerme el caramelo en la boca, debo reconocer que lo consiguieron. Por otro lado, he tenido repetidas veces esta experiencia: los organizadores de un congreso están, naturalmente, atentos a encadenar bien todas las piezas del montaje: programas, títulos, horarios, esquemas... Por eso suelen tener la sensación de que, cuando te han pedido una ponencia y has aceptado, ese «sí» suele ser algo así como el «fiat» de María al ángel que ya la deja divinamente fecundada. Tanto que, en cuanto acabas de aceptar, ya te piden enseguida el título, cuando tú no sabes aún nada de lo que vas a decir, porque a mí, al menos, no me sucede como a María. Por eso, cuando, a continuación de haber aceptado esta charla, me pidieron el título, pues no se me ocurrió más que echar mano a bote pronto de dos títulos genéricos y ya tópicos tomados de autores modernos1. Pensé que ese título doble podría darme pie a hablar de la libertad interior de Teresa, fruto de su encuentro con Jesucristo, y de la liberación de los pobres, que resume un rasgo fundamental de la teología de la liberación. Luego he ido viendo que una 167

aportación fundamental de la santa de Ávila a la teología de la liberación podría ser su carácter sapiencial, que completa el tono profético de muchos teólogos sudamericanos (o asiáticos, como A. Pieris). Y no me ha quedado más remedio que añadir ese rasgo como subtítulo, cambiando al menos el subtítulo anterior2. En cualquier caso, la sugerencia que se me hizo de hablar sobre el libro de la vida y la liberación tenía además, a mi parecer, otra pincelada de sabiduría: en estos momentos, en que hay un resurgir de mil demandas diversas en pro de la experiencia mística, juntar la mística con la que hoy parece ya bandera de años anteriores (la liberación) era una empresa seductora. Por otro lado, mi simpatía por Teresa era ya antigua. En mis años de «junior» jesuita, cuando la estudié en clases de literatura, se me encendieron varios chispazos intuitivos de parentesco entre Teresa e Ignacio de Loyola. No sé si estaban realimente justificados o si eran meras proyecciones de la espiritualidad ignaciana que procuraba yo ejercitar por aquellos tiempos. Sí recuerdo que pensé aquello que suelen pensar los niños cuando simpatizan con algo: «cuando sea mayor...» Y me propuse que algún día iba a escribir un libro titulado «Ignacio de Jesús, Teresa de Loyola». Uno de tantos sueños juveniles incumplidos. Quizá la oferta que se me hizo para estar hoy aquí puede suplirlo de algún modo. Espontáneamente surgen algunas aproximaciones entre ambos: la pasión por Jesús de Nazaret, la obsesión –epocal, sin duda, en las formas, pero también de perenne sabiduría humana– por combatir todos los pruritos de honra, obsesión que Teresa suele llevar a cabo mediante su viva ironía, mientras que Ignacio obliga más duramente al ejercitante a demandar humillaciones, falsos testimonios y afrentas...3 O la enseña de la libertad (que Ignacio formula más ascéticamente como «indiferencia», pero la busca tan ardientemente como Teresa). 1.2. De mística y menos mística No sería difícil prolongar estos paralelismos4. Pero, para mi exposición hoy, voy a partir de otro rasgo común que me parece enormemente sabio, y es la percepción que ambos tienen de que hay una distancia importante entre la experiencia mística, por válida que sea, y los contenidos concretos en que nosotros la expresamos, los cuales pueden, y suelen, falsificarla. Así, cuando Ignacio habla de la «consolación sin causa», que, en su jerga, es la que más certeza de Dios aporta, porque «solo Dios nuestro Señor puede dar consolación a la ánima sin causa precedente», matiza a continuación que la persona a quien se le conceda debe discernir «el propio tiempo de la tal consolación del siguiente, en que la ánima queda caliente y favorecida»..., porque muchas veces en este segundo tiempo, «por su 168

propio discurso de habitúdines y consecuencias de los conceptos y juicios..., forma diversos propósitos y pareceres que no son dados inmediatamente de Dios nuestro Señor» 5 . Teresa, a su vez, explica con más sencillez, aunque con igual dificultad: «las potencias no lo saben después formar como allí el Señor se lo representa» (40,9). Y en otro momento formula con su lenguaje tan popular que «el entendimiento... está como espantado...: porque quiere Dios que entienda que, de aquello que Su Majestad le representa, ninguna cosa entiende» (10,1). Esta intuición de Teresa y de Ignacio no hace más que recoger algo que se ha dicho siempre: que la experiencia mística es la de «una inmediatez mediada». Con Dios no puede haber otro tipo de inmediatez. Y el problema de la mística no está en lo inmediato de la experiencia, sino en esa mediación insuprimible: la primera siempre será cierta; en la segunda pueden deslizarse deformaciones. Y es que la inmediatez de Dios en nosotros no puede dejar de afectar a todo el ser humano y a todas sus dimensiones, las cuales están inevitablemente condicionadas (relativizadas) por temperamento, cultura, historia personal... Esa afectación es lo más accesible a la mente humana, la cual tiene luego el peligro de «procesar» esa presencia de Dios a través de todos sus condicionamientos y limitaciones. Con palabras más simples: por inmediata que sea la experiencia de Dios, a la hora de formularla será siempre un intento de meter al mar en el pozalito del niño que juega en la playa (valga la imagen de origen agustiniano). O valga también el conocido refrán: «de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso»; y la sublimidad de Dios no puede menos de quedar ridícula al tratar de meterla en el pozalito de nuestro pobre lenguaje. Algo de eso sentía Juan de la Cruz, por sublime que nos suene a nosotros su poesía. Y, aún con otras palabras un poco más técnicas: Zubiri define al hombre como el ser «relativamente absoluto»; y esa relatividad no desaparece cuando el hombre experimenta más inmediatamente su propia absolutez en el Absoluto de Dios. Cabría citar de todo esto infinidad de ejemplos que van desde lo más sencillo y cotidiano hasta lo más grande. Los Apóstoles dedujeron de la experiencia del Resucitado que el fin del mundo era inminente. La experiencia era cierta, pero al tratar de formularla les engañaron «las potencias» (con el lenguaje teresiano), porque ahí intervino ya lo que Ignacio llamaba «su propio discurso de habitúdines». Otros ejemplos son domésticos o más prosaicos: recuerdo que tuve en Innsbruck un profesor holandés, en los mismos años en que la princesa Irene se había convertido al catolicismo (no recuerdo ya si para casarse con Carlos Hugo o para qué). A propósito de algunas anécdotas no muy satisfactorias ocurridas por aquel entonces, el profesor nos dijo: «es que, propiamente, Irene no se ha convertido al catolicismo: se ha convertido al Opus»... Y es que, como ha dicho muchas veces Ratzinger, y con mucha razón, lo 169

religioso nunca puede darse separado o purificado de algo cultural, como no se dan «almas» sin cuerpos: los cuerpos son diversos y variados dentro de su uniformidad y llegan a condicionar la manifestación y nuestro acercamiento a la intimidad personal. También por mis años juveniles se comentó la conversión de la novelista Carmen Laforet (cuya obra testimonio, La mujer nueva, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1956)6. Pues bien, por intensa que fuese la experiencia que llevó a la novelista hasta la fe (y hay testimonios de su fervor en los meses inmediatos), estuvo muy mediada por el catolicismo español de los años cincuenta. Ello hizo que, sin querer, una persona tan libre y tan abierta como ella se convirtiera a un cristianismo integrista que, en años posteriores, le creó mil dificultades y hubo de purificar e ilustrar como pudo7 . Por esta mediación ineludible de nuestra propia creaturidad, sucede que la experiencia mística puede ser leída por el sujeto de la misma como una «confirmación» de toda una serie de rasgos culturales del cristianismo ambiental. La experiencia que Teresa dice haber tenido del infierno pudo ser una comunicación inmediata de lo que es la trascendencia del mal y el «mysterium iniquitatis» (2 Tes 2,7); pero ella la refiere como experiencia que parece confirmar todas las ideas de su época sobre el infierno, las cuales no aceptaríamos hoy nosotros. Y, sin embargo, esos rasgos culturales no pertenecen a la experiencia mística, aunque la vehiculen. Gentes de mayor empaque intelectual que los antes citados, como García Morente o Simone Weil, hablaron de una experiencia mística en términos enormemente sobrios («Él estuvo allí», o «Cristo se hizo presente y me tomó»), que son similares a la afirmación teresiana de que «no podía dudar que estaba cabe mí» (27,3). No sabremos nunca (ni debemos intentar saberlo) cómo era Aquel que se hizo presente y cómo se posesionó de aquella muchacha. Pero hay rasgos –y cambios– en la trayectoria posterior de sus vidas que permiten sospechar que, efectivamente, «Algo» sucedió allí, aunque esos cambios sean muy distintos en uno y en otra, condicionados por sus circunstancias personales. Como distintos son los senderos por donde, en nuestro siglo XX, se orientaron la vida de Etty Hillesum y la de Maria Skobtsov, comparados con los anteriores. Distintos en medio de algunas similitudes formales. En resumen, pues: cuando hay en el sujeto una madurez y una capacidad crítica grandes y un conocimiento del peligro de falsificar su experiencia al intentar transmitirla, puede intentar tomar alguna distancia, aunque esto vuelva casi informulable e intransmisible una experiencia que todos desearíamos que nos fuese transmitida. Pero eso es muy difícil de conseguir, y creo que en nuestro contacto con los místicos quizá solo cabe aspirar a estas dos cosas: a) que esa mediatez inevitable nos asome al asombro sin fin del Misterio que llamamos «Dios», sin pretender apresarlo en formulaciones o explicaciones; y

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b) atender a la transformación posterior que la experiencia mística produce en el sujeto y que, en mi humilde opinión, es su verdadera garantía de calidad. 1.3. Libertad para el amor y amor para la libertad De la experiencia mística, por tanto, importan no sus contenidos, sino sus efectos; y estos caben en dos palabras: es una experiencia liberadora y «amorizadora» (si vale el neologismo). Quiero decir: nos da capacidad de libertad y capacidad de amar. La experiencia de Dios es, sin duda alguna, una inmensa experiencia de libertad: la persona agraciada con ella rezuma algo que permite calificarla como «liberada y liberadora». Esto segundo, porque la auténtica libertad del ser humano es la libertad del amor; y el amor es, a su vez, aquello que más libera a quienes lo reciben. En estos momentos es secundario cómo se concretan esa libertad y ese amor. Pero es indudable que Teresa fue una mujer liberada, porque, aun en momentos difíciles, se encuentra con que «la ensancha la misericordia» (de Dios: 30,9). Esa misericordia «me forzó a que me hiciese fuerza» (3,4), dirá con un juego de palabras de primera clase. Y fue una mujer cuya gran potencia afectiva, al ser liberada (que no reprimida), se convirtió en fuente de amabilidad para con los demás: que «en esto de dar contento a otros, he tenido extremo aunque a mí me hiciese pesar; tanto que en otras fuera virtud y en mí ha sido gran falta porque iba muchas veces sin discreción» (3,4)8. Pues de faltas de esas..., «dona nobis Domine». 1.4. Nuestro itinerario He dicho todo lo anterior para centrar lo que voy a añadir ahora y que es fundamental en esta presentación teresiana desde una óptica de teología de la liberación. Hace ya más de cuarenta años, oí decir a Gustavo Gutiérrez, en el Escorial, que era necesario hacer «una relectura política de san Juan de la Cruz». Algunas veces –pocas– he tenido presente ese consejo en mi discurrir teológico, aunque la formulación de Gutiérrez indique más un camino que una tarea definida. Hoy no tiene muy buena prensa la palabra «política», quizá por aquello de nuestras «habitúdines», que decía san Ignacio. Más modestamente, pues, voy a intentar hacer, en algunos de los puntos que tocaré, una lectura «social» o comunitaria de experiencias místicas que Teresa apunta en su autobiografía. Valiéndome de su esquema formal y de sus consecuencias, pero trasplantando en parte sus contenidos hacia algo que es fundamental en la tradición judeocristiana y que justifica ese trasplante: que Dios es primariamente un Dios de los pobres, y toda experiencia de Dios puede encontrarse y besarse con la experiencia mística de amor a los pobres como rostros del Crucificado.

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Por ahí discurrirá ahora mismo el primer apartado de mi exposición. Antes, para cerrar esta introducción, permítaseme una palabra rápida sobre lo que hoy significa «teología de la liberación», que es el segundo punto de referencia junto al Libro de la Vida teresiano. Para lo que ahora nos interesa (y dado que en el capítulo 15 hablaremos más de la teología de la liberación), podemos resumirla en estos tres puntos: a) que el tema de los pobres no es una mera cuestión ética, sino una experiencia cristológica: de presencia y encuentro con Jesucristo y, viéndole a Él, con el Padre; b) que la tarea fundamental del obrar cristiano es el imperativo de lo que Ellacuría llamaba construir una civilización de la pobreza (o de la sobriedad compartida), precisamente para que no haya más pobres. O, como dice Jon Sobrino, para «intentar bajar de la cruz a los crucificados»; c) que esto lleva anexa una reforma de la Iglesia, en línea con la intuición del Vaticano II: paso de «sociedad perfecta» a comunión y «sacramento de comunión» definitiva. Y paso de directora del mundo a colaboradora con él; pero colaboradora como «Iglesia de los pobres» (Juan XXIII). A estos tres puntos, presentes en Teresa, añadirá ella otro algo menos tratado en la TL, porque se daba por supuesto, pero que, a la larga, resulta peligroso no explicitar. A saber: d) que todo lo anterior implica una seria conversión personal (como el anuncio jesuánico del Reino: «el Reino está cerca, convertíos...»), que en Teresa está expresada como conquista de la libertad personal. Creo que es por este último punto por donde debemos empezar. Solo añadiré que voy a citar las palabras de Teresa modernizando por lo general su castellano («veía», en vez de «vía», etc.), aunque solo sea para evitar riñas de mi malhumorado ordenador, que, de lo contrario, me enrojece el texto a base de severos subrayados...

2. La experiencia teresiana de Dios: libertad y gratuidad Intentaré trazar, con palabras de Teresa, un itinerario que me parece bastante universalizable. Luego trataré de exponer adónde llega la reformadora por esos senderos. 2.1. «Siempre buscando a Dios entre la niebla» (A. Machado) a) Rechazo de Dios, por excesivo

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Este itinerario comienza con la dificultad de Dios. De entrada, «Dios» no es un tema fácil para ningún ser humano. Aunque se admita su existencia, la persona, tan inevitablemente aferrada a lo material y a lo inmediato, no sabrá demasiado bien qué hacer con Dios y tenderá a un cierto «deísmo», intuyendo que un dios lejano molesta menos. «Esta pena de estar mucho con quien es tan diferente de Vos» (8,5) desconcierta a Teresa y hace que el esfuerzo por buscar a Dios y orar le resulte desorbitado para su pequeño ser terrenal. Hay aquí una experiencia casi inevitable cuando se comienza a buscar a Dios: «hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acogiera de mejor gana que recogerme a tener oración» (8,7). Yo diría que, además de inevitable, es aquilatadora para discernir si se busca al Dios verdadero o a un pequeño ídolo que se adapte mejor a nuestras empequeñecidas grandes aspiraciones. b) Sospecha, por atractivo En este contexto, que incitaría más bien a dejar estar a Dios, se le presenta a Teresa una experiencia semejante a otra que pocos años antes había tenido Ignacio de Loyola y fue la primera ventana abierta a su conversión y a pensar que, a pesar de lo antes dicho, la búsqueda de Dios puede tener un sentido felicitante. Ignacio cuenta que, durante el tedioso tiempo de su enfermedad, fue cayendo en la cuenta de que, si se entretenía con «cosas mundanas», se lo pasaba muy bien, pero luego se encontraba vacío. En cambio, cuando pensaba en «cosas de Dios», luego se sentía mucho mejor9. La experiencia que describe Teresa no es tan nítida, sino más ambigua y creo que, por eso mismo, más real: su capacidad de introspección percibe que, «cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las afecciones del mundo me desasosegaban» (8,2). Ignacio lo vivió de manera que le hizo más fácil dar el paso; Teresa solo percibe que no era feliz en ninguno de los dos lados: que «ni yo gozaba de Dios ni traía contento con el mundo». Pero, también como a Ignacio, parece que la enfermedad le sirvió de luz en este desasosiego: «cuando estaba mala estaba mejor con Dios, procuraba que las personas que trataban conmigo lo estuviesen y suplicábalo al Señor» (8,3). Y poco después constata que, quizá más que los simples deseos piadosos, ayuda el esfuerzo de voluntad contra la propia pereza creatural: «después que me había hecho esta fuerza me hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que tenía deseo de rezar» (8,7). c) Iniciativa de Dios Ese esfuerzo de voluntad es útil, porque puede ayudar a percibir la iniciativa increíble de Dios. Hablando de manera antropomórfica, diríamos que el esfuerzo propio ayuda a 173

comprender lo que cabría llamar «el esfuerzo de Dios» para con los hombres: «Oh Señor mío... si no encubriérades vuestra grandeza ¿quién osara llegar tantas veces a juntar cosa tan sucia y miserable con tan gran majestad?» (38,19). Ahora ya no se trata de aquel Dios «tan diferente» del comienzo del proceso, sino que «veía que, aunque era Dios, que era hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura sujeta a muchas caídas»... (37,6). Más aún: no es solo la humanización de Dios, sino su anonadamiento, lo que desarma a Teresa y la deja sin palabras: «Vos, Señor mío, quisisteis ser... el agraviado porque yo fuese mejorada» (4,3), escribe al comienzo de su relato, pero recordando cómo ha terminado todo. El dolor del amante, tal como lo habían descrito profetas como Jeremías y Oseas (que busca y espera y no se cansa de buscar y de esperar), juega un papel decisivo para inclinar la balanza de aquella mujer hacia un cambio personal e institucional. d) El desierto Digo solo «un papel decisivo», no «una solución del problema»: Dios es a la vez epifánico y elusivo, se deja entrever y desaparece, como si quisiera dejar constancia de que desea que se le busque. Es gracia, pero, con palabras ya clásicas de D. Bonhoeffer, no es «gracia barata». La experiencia de «noche oscura», con lenguaje de aquella época, o de «silencio de Dios» (con lenguaje más de la nuestra) no es algo exclusivo de los comienzos de la trayectoria mística, sino que está presente en todos los momentos de nuestra relación con Dios: «Creo yo, Señor, que si fuera posible poderme esconder yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis, que no lo sufriérades. Mas estaisos Vos conmigo y veisme siempre; no se sufre esto, Señor mío; suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama» (38,8). Esta protesta enormemente audaz, pero con una audacia que brota de una gran confianza, pone también a la reformadora en continuidad con muchas páginas orantes de la Biblia, en el libro de Job o en muchos salmos. Y creo que la pérdida de este tipo de oración en el catolicismo actual revela, más que un respeto (que en todo caso sería un pseudo-respeto), una clara falta de familiaridad con Dios. La trayectoria que intento describir creo que tiene esos cuatro pasos: la lejanía y el acercamiento del hombre, más el acercamiento y la oscuridad de Dios. Ahora, en un segundo apartado, señalaré dos rasgos que ya no son formales, sino, en cierto modo, de contenido, y que creo que vuelven muy actuales las palabras de Teresa. 2.2. «Intimior intimo meo et summior summo meo» (Agustín)

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a) Más yo que mi yo más hondo En una época en la que Dios era vivenciado e imaginado casi únicamente como una instancia exterior (heterónoma, diríamos hoy), Teresa lo descubre como profundamente interior e íntimo. Ya desde los comienzos de la autobiografía nos encontramos con «un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él» (10,1). No puede decirse mejor en menos tiempo: a la vez en lo más hondo de mí, como dijo Agustín, pero también como el océano inmenso que me envuelve y en el que me hallo «engolfado». No es, pues, extraño que al final del libro, invocando ahora la autoridad de Agustín, volvamos a tropezarnos con que «ni en las plazas ni en los conventos ni por ninguna otra parte que le buscaba [Agustín] le hallaba como dentro de sí. Y esto es muy claro ser mejor y no es menester ir al cielo ni más lejos que a nosotros mismos» (40,6). Ni al cielo ni a los conventos, sino a lo más hondo de sí. Estas líneas son fundamentales. Y tiene gran mérito tal constatación en la tradición latina, tan olvidada del Espíritu Santo. Es cierto que era en parte una demanda epocal, ante la tremenda objetivación de Dios por parte de lo que luego se ha llamado «ontoteología». Y es inevitable evocar que ese mismo descubrimiento del Dios que está en lo más profundo y en lo mejor de mí se dio en la trayectoria de Etty Hillesum, la muchacha judía muerta en Auschwitz en 1943, cuyo diario presenté en un reciente libro10. Ahora me interesa más bien destacar que de eso mejor de nosotros mismos brotan la solidaridad y la opción por los pobres y por las víctimas, que trataremos después. Este descubrimiento contrasta bastante con la cultura que Teresa ha respirado. Los comienzos narrados de su vida dejan percibir cómo juzga toda su juventud más en plan de fuga saeculi que de consecratio mundi, por decirlo con un lenguaje ya clásico en la teología. Eso es lo que cabía esperar en un clima de cristiandad que, por otro lado y cómo puso de relieve el historiador J. Délumeau, no supuso una cristianización demasiado profunda, sino más bien sociológica. En cualquier caso, un clima muy diferente del nuestro y donde parecían evidentes cosas que hoy no lo son. b) Más distante que lo más lejano a mí Curiosamente, es en esa profundidad tan íntimamente nuestra donde mejor se percibe la gratuidad, donde entendemos que precisamente lo más nuestro resulta ser lo menos nuestro: «como ello es, que nos da Dios sin ningún merecimiento»; y precisamente por eso, brota de ahí lo mejor de nosotros, «porque si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar... Mientras más vemos [que] estamos ricos, sobre conocer que somos pobres, más aprovechamiento nos viene, y aun más verdadera humildad. Lo demás es acobardar el ánimo» (10,4). Hay en estas palabras una conciencia simultánea de ser rico y de recibir; de ella brota un despertar a amar, y de ese amor que de ahí nace 175

brota la libertad: el «desacobardar» nuestro ánimo. No sé si cabe en pocas palabras una pintura más atinada de la auténtica experiencia de Dios. De ahí brotará también el intento de la propia gratuidad para con Dios: «no plega a Vuestra Majestad que cosa de tanto precio como vuestro amor se dé a gente que os sirve solo por sus gustos» (11,13). El Dios de los consuelos está muy por encima de los consuelos de Dios, como ha enseñado muchas veces la literatura mística y no deberían olvidar los modernos buscadores de experiencias místicas, las cuales, cuando de este modo se buscan, llevarán, a lo más, a una mística de ojos cerrados, pero no a la verdadera mística cristiana, que Metz suele definir como mística «de ojos abiertos». Curiosamente, tanto en Teresa como en Juan de la Cruz hay una clara falta de aprecio (casi desprecio) de esos «dones místicos» que son lo que más solemos apreciar o apetecer nosotros: «suplicar yo me los diese, ni ternura de devoción, jamás a ello me atreví; solo le pedía me diese gracia para que no le ofendiese... Sola una vez en mi vida me acuerdo pedirle gustos estando con mucha sequedad; y como lo advertí quedé tan confusa que la misma fatiga de verme tan poco humilde me dio lo que me había atrevido a pedir» (9,9). Me gusta decir que la fe y la experiencia de Dios son un suelo, pero no siempre ni necesariamente son un consuelo. A partir de lo dicho cabe añadir, casi corrigiendo, que la experiencia de Dios en Teresa acabó siendo un suelo tan acogedor y tan firme que era capaz de relativizar todos los consuelos que de él podían brotar. 2.3. De la gratuidad a la libertad Y de este doble rasgo de la experiencia de Dios –profundidad y gratuidad– es de donde brotó la sorprendente libertad de Teresa, hecha a la vez de gratuidad y audacia. Completamos así el segundo de los puntos que habíamos anunciado: cómo procesó Teresa el esquema descrito en el primer apartado y que tiene un cierto carácter universal. El amor y pasión de Teresa por la libertad es llamativo: algunas de sus frases podrían servir de eslóganes para nuestra época, tan ansiosa de libertad y tan falsificadora de libertades: «Oh, qué sufre un alma por perder la libertad que había de tener de ser señora, y qué de tormentos padece. Yo me admiro ahora de cómo podía vivir en tanto tormento» (9,6). Para ella, «no ganar libertad de espíritu» equivale a «andar siempre atribulados» (11,17). Tan importante le parece la libertad que, a pesar de nuestra irresistible necesidad de afecto, no acepta ningún cariño que sea impuesto: «Jamás pretendí... forzar la voluntad para que me lo tuvieran» (5,5). Y a pesar de su gran afectividad, juzga sus afectos por la misma libertad que le proporcionan: «no fue afección mala, mas de demasiada afección venía a no ser buena» (5,4).

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Por eso no le queda más que alabar y agradecer a Dios la libertad recibida: «sea bendito Dios por siempre, que en un punto me dio la libertad que yo con todas cuantas diligencias había hecho muchos años había, no pude alcanzar conmigo» (24,10). Curiosamente, otra vez, la libertad se conquista, pero además, y sobre todo, cuando se la posee comprendemos que es recibida. Y entonces no cabe más que seguir pidiéndola: «Ponedme Vos el valor, pues tanto me amáis» (39,13). Finalmente, la libertad es, además, una fuente de verdad. Hay sectores eclesiásticos y pontificios que insisten hoy en que no hay libertad fuera de la verdad; pero olvidan interesadamente que una auténtica libertad abre nuestros ojos muchas veces a la verdad. Cabría desarrollar eso en un punto que no voy a tocar, porque desborda el tema de la autobiografía y porque pide un tratamiento específico: me refiero a toda la visión de su ser y de su situación como mujer. En este punto, Teresa vio mucho más que casi todo su entorno11, pero, para decirlo con palabras suyas, «no se le cayeron las alas» 12. Y hay un contraste curioso entre lo crítico de su lenguaje cuando habla de esto con Dios y la «humildad» con que se dirige a sus censores: humildad que ese contraste permite percibir, no como fingida, pero sí como teñida de una gran y paciente ironía, como si ejecutara ese «ríese entre sí» que dice en otros momentos de su autobiografía (21,10)13. En cualquier caso, y para cerrar esta segunda sección, amor y libertad se besarán en Teresa como la justicia y la paz del salmista. Estas dos determinaciones vamos a considerarlas un poco más en las dos secciones siguientes: primero analizaremos dos rasgos fundamentales de toda verdadera libertad que son, a la vez, factores de nuestras grandes esclavitudes aún hoy: son los temas del amor al dinero y el afán de honra. Después, y desde esta doble libertad, podremos comprender mejor el tema de los pobres, en el que culminará el acercamiento que estamos intentando hacer entre Teresa y la teología de la liberación.

3. Libertad y pobreza Sobre la pobreza y contra la riqueza se ha hablado mucho en la tradición bíblica y cristiana, en tonos preferentemente morales o proféticos. Esto es comprensible, porque la riqueza no es exclusivamente una cuestión personal, sino un factor decisivo en la presencia de miserables y víctimas en este mundo. Hay pobres porque hay ricos, se dice a veces generalizando. Y Juan Pablo II, en la inauguración de la Asamblea de Puebla, criticó nuestro sistema económico porque produce «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres». Desde un horizonte así se comprenden las palabras más duras de los evangelios: la imposibilidad de que un rico se salve y la imposibilidad de servir a la vez a Dios y al Dinero, al que insensiblemente se diviniza como un dios falso.

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Por todo esto, el tema de la pobreza no puede estar ausente en ninguna experiencia religiosa auténtica. Pero –como todo aquello que tiene que ver con la bondad del hombre– el tema no recibe en la tradición judeocristiana solo acentos proféticos o de denuncia, sino también sonoros acordes sapienciales. A mí me gusta recordar que Bartolomé de las Casas no fue convertido por el famoso sermón del dominico Montesinos contra los ricos de «La Española» en 1521, sino por un texto bíblico de los libros sapienciales14. Pues bien: por su contexto y su trayectoria personal, Teresa habla muy seriamente de la pobreza, pero lo hace en un tono sapiencial: de profundo conocimiento de la persona humana y sus posibilidades. Si es imposible que un rico se salve, Teresa sabe que es posible a Dios liberarnos de nuestra idolatría innata de la riqueza: «nos podemos esforzar con el favor de Dios a... no estar atados a la hacienda: que tenemos unos corazones tan apretados, que parece nos ha de faltar la tierra en queriéndonos descuidar un poco del cuerpo y dar al espíritu... Donde está tan poco medrado el espíritu... unas naderías nos dan tan gran trabajo como a otros cosas grandes y de mucho tomo. ¡Y en nuestro seso presumimos de espirituales!» (13,4). Atado, apretado, poco medrado... Es encantadora esa forma en que sabe lo que hay dentro de nosotros, por mucho que «presumamos de espirituales». Pero, además, el contexto deja claro que «dar al espíritu» no debe ser entendido como una búsqueda más sutil del propio enriquecimiento; esa sería una forma de entender más platónica que cristiana. Si lo más valioso, y lo más liberador, de nuestra dimensión espiritual es el amor, «dar al espíritu» puede –debe– ser entendido simplemente como dar a los pobres. Y esto, andando «con alegría y libertad» (13,1), a pesar de lo apretado de nuestros corazones y de nuestro constante temor en cuanto parece que puede faltarnos algo. Eso es lo que Dios, y no nosotros, puede hacer en nosotros. De esa obra de Dios brota enseguida una mirada al corazón humano en este punto, que desarrollaré en dos pasos. 3.1. Riqueza y ceguera En primer lugar, la fina percepción de todo lo que el afán de riqueza tiene de locura y ceguera, aunque pretenda justificarse desde la innegable necesidad del ser humano: a los ricos «sus hechos los tienen ciegos» (38,3). Y por esa ceguera no se dan cuenta de lo que Teresa percibe con nitidez: «son como los soldados que, por ganar el despojo y hacerse con él ricos, desean que haya guerra... Y ¿qué más perdición y qué más ceguedad, qué más desventura que tener en mucho lo que no es nada?» (34,16). «Desean que haya guerra»: hasta tal punto que en más de una ocasión se ha hablado con razón de la «lucha de clases» como una constante trágica que atraviesa la historia humana. 178

Y una guerra absurda, porque en realidad brota de tener en mucho lo que no es nada: «¿Qué es esto que se compra con estos dineros que deseamos? ¿Es cosa de precio? ¿O es cosa durable y para qué la queremos? Negro descanso se procura que tan caro cuesta; muchas veces se procura con ellos el infierno y se compra fuego perdurable y pena sin fin. ¡Oh, si todos diesen en tenerlos por tierra sin provecho, qué concertado andaría el mundo, qué sin tráfagos, con qué amistad se tratarían todos! Si faltase interese de honra y de dineros, tengo para mí se remediaría todo» (20,27). Las últimas líneas parecen un comentario a la propuesta de Ignacio Ellacuría, tantas veces evocada, de una «civilización de la pobreza» como única solución para nuestro mundo. Primero, por razones económicas: porque la tierra, como decía Gandhi, da para satisfacer las necesidades de todos pero no para satisfacer los caprichos de unos pocos. Pero también por razones profundamente humanas: porque solo ella evitará que el mundo ande tan desconcertado, y hará que ande más armonioso, menos en guerra, más «concertado». Y quiero subrayar que ya aquí junta Teresa el interés de dineros con el interés de «honra», como veremos en el apartado siguiente. 3.2. Riqueza e infelicidad En segundo lugar, esa riqueza privada y desesperadamente adquirida tampoco trae más felicidad. Cuando Teresa está viviendo en la casa de Doña Luisa de la Cerda, se sorprende –y agradece– de la mayor libertad y mayor paz que ella posee por encima de toda aquella clase social: cuando Luisa le muestra sus joyas, «ella pensó que me alegraran; yo estaba riéndome entre mí, y habiendo lástima de ver lo que estiman los hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor, y pensaba cuán imposible me sería, aunque yo conmigo misma lo quisiese procurar, tener en algo a aquellas cosas si el Señor no me quitaba la memoria de otras» (38,4)... No es una mirada acusadora ni culpabilizadora, pero sí compasiva, como cuando personas adultas sonríen ante las chucherías que tanto pueden suponer para un niño pequeño. Y es además una mirada agradecida, al constatar de cuántas molestias inútiles se ve libre ella: «estando en casa de aquella señora que he dicho, adonde había menester estar con cuidado y considerar siempre la vanidad que consigo traen todas las cosas de la vida, porque estaba muy estimada y era muy loada y ofrecíanse hartas cosas a que me pudiera bien apegar, si mirara a mí; mas miraba al que tiene verdadera vista a no me dejar de su mano» (39,7). Mirada agradecida, porque nuestra doctora comprende sus propias raíces dañadas: aunque acaba de decir que «le sería imposible tener en algo aquellas cosas», reconoce que también ella podría aficionarse o apegarse a todas esas insensateces. Todos somos de la misma pasta, y precisamente por eso puede valer más nuestra palabra en este punto. 179

Pero también, precisamente por eso, es frecuente que los ricos intenten comprar al que opta por los pobres como modo de liberarse de su interpelación. A lo largo de mis días, he conocido más de una anécdota significativa en este punto. Porque todos somos de esa misma pasta, Teresa no se hace ilusiones definitivas y sabe muy bien que nunca estaremos plenamente seguros de nosotros mismos: «determinámonos a ser pobres –y es de gran merecimiento–, mas muchas veces tornamos a tener cuidado y diligencia para que no nos falte no solo lo necesario, sino lo superfluo, y a granjear los amigos que nos lo den y ponernos en mayor cuidado –y por ventura peligro– porque no nos falte, que antes teníamos en poseer la hacienda» (11,2). «Tornamos a tener cuidado», y por eso conviene no olvidar todas las experiencias positivas que hayamos podido acumular, como la que ella misma invoca en otro momento: «andaba algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándome que estaba libre de aquello, me daba un nuevo gozo que yo me espantaba y no podía entender por dónde venía» (4,2). 3.3. Excusas vanas Y porque, a pesar de eso, «tornamos a tener cuidado», Teresa avisa contra uno de los engaños sutiles de que nos valemos para ese cuidado estúpido: me refiero a la sutil falsificación de lo que en la tradición cristiana se ha llamado ambiguamente «pobres de espíritu»: «Porque hay algunas personas que a su parecer están desasidas (y así lo publican, y había ello de ser, pues su estado lo pide y los muchos años que ha que algunas han comenzado camino de perfección); mas conoce muy bien esta alma que lo son de palabras» (21,7). Pues sí: a su parecer, están desasidas y proclaman así un desprendimiento que no es más que una sutil escapatoria verbal para poder seguir asidas a su riqueza injusta. Si los ricos que dicen ser pobres de espíritu lo fueran de verdad, estarían dispuestos a aceptar una revolución (o una política fiscal) que les desposeyera de todo aquello que es superfluo en su hacienda, tal como oí decir una vez a Díez Alegría. La prueba de que no son pobres de espíritu, aunque «lo publiquen», la ofrece el rosario de protestas y argumentaciones que tejen cuando esa revolución se produce o cuando algún gobierno se orienta levemente hacia ella. Teresa está aquí, sin saberlo, con lo mejor de la tradición cristiana, que nunca había entendido la pobreza «de» espíritu como ese desprendimiento presunto, sino más bien como el desprendimiento real al que la fuerza del Espíritu puede llevarnos15 : pobres «por» el Espíritu es como suele traducirse hoy, con más razón, la primera bienaventuranza de Mateo. Y como, aunque se lo crean, quienes se proclaman pobres «de» espíritu no suelen ser auténticos pobres «por» el Espíritu, Teresa no deja de 180

comentar irónicamente que quizá se engañen a sí mismos, pero no logran engañar a los demás: «conoce bien esta alma desde muy lejos los que lo son de palabras, o los que estas palabras han confirmado con las obras, porque tiene entendido el poco provecho que hacen los unos y el mucho los otros, y es cosa que quien tiene experiencia lo ve muy claramente» (21,7). Ser pobre de espíritu es ser pobre «con las obras». Desde esta discreta ironía se comprende perfectamente la respuesta que dio a un dominico que le presentaba mil razones teológicas para tener rentas: «le respondí que para no seguir... los consejos de Cristo con toda perfección, que no quería aprovecharme de teología, ni con sus letras en este caso me hiciese merced» (35,4). ¿Nos hemos preguntado alguna vez los profesionales de la teología cuántas veces hacemos nuestra ciencia sagrada «para no seguir los consejos de Cristo»? Hasta aquí, más o menos, lo que se puede decir sobre la pobreza material. Pero ya avisé que uno de los mayores riesgos de la riqueza material es que está íntimamente ligada con otra forma de riqueza más sutil: la del honor y el aprecio ajeno.

4. Liberada de la honra Si la libertad del dinero y la pobreza son tan importantes, es porque tienen mucho que ver con otra liberación más profunda: la de la propia necesidad de estima, aprecio y aplauso, tan aguda en todos nosotros. K. Marx ya había detectado esto con absoluta razón: en contra de lo que dicen algunos pseudoteólogos del capitalismo, el dinero no es un simple «medio inocente de cambio». Es mucho más: un medio omnipotente, porque sirve para conseguir todos los demás medios y lo que estos pretenden. Y es, sobre todo, un medio antropológicamente decisivo, porque sirve para conseguir esa estima y aplauso a que acabo de aludir. Los ricos son gente «de bien», socialmente considerada y respetada. Ocupan importantes espacios en los medios, y hasta existen programas y publicaciones dedicadas a ellos, a compararlos y glorificarlos. Un economista inglés (buen humorista, además), en un libro cuya traducción castellana reza: «Las falacias de las ciencias económicas» 16, refuta a todos sus colegas defensores del mercado absoluto, los cuales pretenden que el mero mercado equilibra muy bien la distribución de las riquezas, con el ejemplo de los coches: el consumidor (a quien se supone gratuitamente racional y libre) comprará el primer coche porque lo necesita para ir al trabajo o lo que sea. El segundo ya se lo pensará un poco más, pero quizás acabe adquiriéndolo para que también la mujer pueda desplazarse, etc. Pero el tercero verá que no lo necesita y ya dejará de comprarlo. De este modo, el mercado equilibra. Y nuestro autor responde: pues en mi barrio pasa exactamente al revés: la 181

obsesión de casi todos es poder comprarse el tercer coche para que la gente diga: «¡Hay que ver cómo vive este...!» Esa necesidad tan nuestra del aprecio ajeno florecía bien regada en la España del XVI, con el nombre casi sagrado del honor y la honra. La literatura de la época, de Cervantes a Lope de Vega, deja buen testimonio de ello. Son además conocidos los esfuerzos y chanchullos del padre de Teresa por tener una genealogía limpia, y (como diría el Peribáñez de Lope de Vega) «jamás de hebrea o mora manchada», cuando realmente no era así. Teresa debió de mamar este afán por la honra ya desde su infancia. 4.1. Cárcel del evangelio Pues bien: una primera y muy lúcida percepción de nuestra santa sobre este tema es que el afán de honra vuelve infructuosa la predicación del evangelio, aunque «tienen mucho seso los que lo predican». Pero les falta un fuego que abrase, y esto «debe ir mucho en tener en poca estima la honra [como los apóstoles] que no se les daba más perderlo todo que ganarlo todo a trueque de decir una verdad y sustentarla para gloria de Dios»... (16,7). Y añade curándose en salud: «no digo que yo soy esta, mas quisiera ser...» Y tanto quisiera serlo que no se reprime de exclamar allí mismo: «¡Oh gran libertad!». La historia de la Iglesia confirma esto en muchos momentos. Si no recuerdo mal, Teresa, que tanto debía a su censor y defensor Báñez, no pudo menos de quedarse asombrada cuando percibió ciertos afanes vanidosos de este por conseguir la cátedra de prima. Y le asombraba sobre todo nuestra falta de lucidez o de humildad para percibir cuántas veces llevamos puesto este «freno de mano»: «¿Qué detiene a quien tanto hace por Dios?», se pregunta; y la primera respuesta que se ofrece es: «¡oh: que tiene un punto de honra! Y lo peor que tiene es que no quiere entender que lo tiene»... Y es importantísimo percibirlo, porque es como tener buen oído para darse cuenta de que algo desafina y que, en música, una disonancia puede estropear toda la audición: «por poco que sea el punto de honra, es como el canto de órgano, que un punto o compás que se yerre disuena toda la música» (31,20-21). La predicación se convierte en «descafeinada» o en desafinada cuando está lastrada por este afán de reconocimiento, que es el que ha llevado muchas veces a la Iglesia a olvidarse de los pobres y acercarse a los ricos y el que, en consecuencia, ha vuelto estéril el evangelio. Y esa es nuestra pasta y el vaso de barro en el que, según Pablo, llevamos el tesoro del evangelio (2 Cor 4,7). En otra deliciosa página cuenta Teresa cómo a veces no se atrevía a preguntar algunas cosas para no mostrar su ignorancia en cosas del rezo que ya debía saber; y cómo cuando, por veneración a sus hermanas, recogía sus mantos al salir del coro, le supo muy mal que se enterasen «porque no se riesen de mí». Y continúa comparando 182

esas tonterías tan nuestras con la seriedad de la situación del mundo: «¡qué vergüenza es ver tantas maldades y contar unas arenitas que aún no las levantaba de la tierra por vuestro servicio, sino que todo iba envuelto en mil miserias!» (31,23-25). En lugar de «tantas maldades», pongamos «tantas víctimas» como pueblan hoy la tierra, y será fácil comprender lo ridículas que resultan a su lado nuestras estúpidas pretensiones de reconocimiento, si mantenemos ese contraste continuamente abierto. 4.2. Liberación de los opresores Por eso, si el «punto de honra» es tantas veces un obstáculo serio para un auténtico apostolado, lo será también, lógicamente, para una opción seria por los pobres, que es indisociable de toda la misión cristiana. Y, a la vez, esa opción seria, cuando brota de la mirada constante a esos rostros de Cristo que ellos encarnan, acaba siendo la mejor medicina para conseguir esta difícil libertad. J. Moltmann habló una vez (desde nuestro primer mundo) de la necesidad de una «liberación de los opresores» (no solo de los oprimidos). Pues bien: un factor de esa liberación sería el desvincularnos de ese «consumismo de la honra», que no solo infecta a los realmente opresores, sino también a quienes, contra ellos, intentan trabajar por la liberación de los oprimidos. Esa liberación es un auténtico don de Dios, y Teresa parece haberlo vivido así cuando, estando en casa de la gran señora Doña Luisa de la Cerda, cuenta que las mercedes del Señor «me daban tanta libertad y tanto despreciar lo que veía... que no dejaba de tratar con aquellas, tan señoras que muy a mi honra pudiera yo servirlas, con la libertad que si yo fuera su igual17 . Saqué una ganancia muy grande y decíaselo: vi que era mujer y tan sujeta a pasiones y flaquezas como yo, y en lo poco que se ha de tener el señorío y cómo mientras es mayor tienen más cuidados y trabajos y un cuidado de tener la compostura conforme a su estado, que no las deja vivir, como sin tiempo ni concierto, porque ha de andar todo conforme al estado y no a las complexiones, han de comer muchas veces los manjares más conformes a su estado que no a su gusto. Es así que de todo aborrecí el desear ser señora» (34,3-5). Y desde este aborrecimiento no puede menos de recibir irónicamente muchas pretensiones de hombres de Iglesia: «Ríese entre sí muchas veces cuando ve a personas graves de oración y religión hacer mucho caso de unos puntos de honra que esta alma tiene ya debajo de los pies. Dicen que es discreción y autoridad de su estado para más aprovechar. Sabe ella muy bien que aprovecharía más en un día que pospusiese aquella autoridad de estado por amor de Dios, que con ella en diez años» (22, 10). Apodíctico, realmente. Y aquí se insinúa el tema de la reforma de la Iglesia que encontraremos en la sección sexta. Si todos los que en ella se denominan como «poder 183

sagrado» (jerarquía) se despojaran de esa falsa dignidad religiosa para vestirse de la auténtica dignidad divina, que es la cristológica, la Iglesia sería más creíble, aunque, a lo mejor, también menos importante para los poderes de este mundo. Pero Teresa sabe de sobra que la inflación de nuestro amor propio no se arregla con el fervor de un día, aunque así nos lo parezca a veces: «parece que dejamos la honra en ser religiosos o en haber comenzado ya a tener vida espiritual... Y no nos han tocado un punto de honra cuando no se nos acuerda la hemos dado ya a Dios y nos queremos tornar a alzar con ella y tomársela –como dicen– de las manos...» (11,2). Por eso, precisamente, cuenta que no deja de mirar «a la vida de Cristo y de los santos, y paréceme que voy al revés: que ellos no iban sino por desprecio e injurias». Si hasta aquí el lenguaje puede parecer meramente ascético (y Teresa reconoce que eso le hace «andar temerosa»), sin embargo, inmediatamente supera la mera ascética, porque, por otro lado, ha tenido experiencia de que, «cuando tengo persecuciones, anda el ánima tan señora aunque el cuerpo lo siente... que entonces parece que está el alma en su reino y que lo trae todo debajo de sus pies» (31,12). Tan en su reino está el alma que entonces puede comprender y paladear fácilmente la meta de todo este itinerario de liberación, que es maximizar nuestra capacidad de amar para que llegue hasta allí adonde nosotros no iríamos espontáneamente, pero que es donde más nos espera el Señor: llegamos así al tema de los pobres, en el cual voy a intentar hacer esa transposición social de algunas experiencias místicas que Teresa refiere.

5. Libertad para amar a los pobres y optar por ellos «¡Qué gran cosa es entender un alma!» (23,17). Es conocida esta exclamación teresiana que denota, a la vez, bastantes padecimientos de incomprensión, una gran necesidad y ansia de ser entendida y cómo esa necesidad fue satisfecha algunas veces. Pues bien, nos toca ahora hacer una pequeña paráfrasis de esa frase para aplicarla al tema de los pobres, que es el central de la teología de la liberación. Pues creo que a los mejores teólogos de la liberación les ha ocurrido simplemente aquello que decía Teresa: «se imprimió en mi entendimiento que era Él» (27, 5). Ya lo dijo Lacordaire, hace casi dos siglos, comentando el salmo 40, que comienza más o menos ponderando qué gran cosa es entender a los pobres e indigentes. Y decía Lacordaire que la Escritura no habla simplemente de asistir, sino de tener conocimiento18. Es, pues, el momento de intentar, como acabo de decir, lo que en la Introducción denominé «una lectura política» (o una lectura social, si se prefiere esta palabra menos

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malsonante) de la experiencia teresiana de Dios, que hemos visto hasta ahora, con sus consecuencias de libertad y capacidad de amar. 5.1. «Entender lo de los pobres» (Sal 40,1) Nos autoriza a este intento el hecho de que los pobres son inseparables de la experiencia del Dios cristiano, porque «de ellos es el proyecto de Dios» anunciado por Jesús (Lc 6,20). Nos autoriza también la espléndida definición de Dios que da de pasada la misma Teresa: «¡Oh riqueza de los pobres!» (38,21). Quien tome en serio esta frase comprenderá la crítica o la protesta que ella había insinuado antes: «de devociones a bobas nos libre Dios» (13,16). Porque toda piedad que no intente aterrizar en esta riqueza de Dios es una piedad boba, a la que a la hora de la verdad no le valdrá decir: «Señor, predicaste en nuestras plazas y comimos en tu mesa»: porque no por eso se sentirán reconocidos por Dios (cf. Lc 13,25-28; Mt 7,21-23.) Es cierto que Teresa, también como Ignacio de Loyola, no parece haber andado muy en el torbellino de lo que fue el gran debate de su época en este tema: la conquista de América y la polémica de Bartolomé de las Casas (que es uno de mis puntales teológicos). Pero me parece igualmente cierto que la experiencia de Dios que transmite (igual que la de san Ignacio) es de tal alcance que llega sin dificultad a ese campo virgen. Y vale para este tema casi todo lo que ella dice sobre la verdad y la seguridad que comunica una experiencia auténtica de Dios; como también puede decirse de la teología de la liberación que «guarda tesoros del cielo... y deseo de repartirlos» (19,3), por muchas y fuertes que puedan ser las incomprensiones humanas. Para comenzar, me parece significativo el primer recuerdo que Teresa guarda de su padre, casi al comenzar la autobiografía: «era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos, y aun con los criados; tanta que jamás se pudo acabar que tuviese esclavos, porque los había gran piedad. Y estando una vez en casa una [esclava] –de un su hermano– la regalaba como a sus hijos: decía que de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad» (1,2). Este es, prácticamente, el primer recuerdo que refiere, y vale la pena comentarlo un momento. La piedad es una palabra devaluada hoy; pero en el castellano de la época denota esas «entrañas conmovidas» que en los evangelios caracterizan a Jesús. Tratar a un esclavo como un hijo es poner en práctica el consejo de Pablo a Filemón sobre el esclavo Onésimo: que sea para ti como un hermano «en la carne y en el Señor» (Fil 16). Y es significativo, además, que el punto último de esa piedad no sea solo la necesidad material, sino la falta de libertad de los pobres: un detalle muy típico también de la teología de la liberación, que la distinguió de todas las anteriores elucubraciones asistenciales sobre la caridad y la limosna.

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Pues bien, si, como dice Teresa poco después (1,4), ella «era la más querida de mi padre», el texto anterior parece expresar lo que heredó de él: «caridad con los pobres y piedad con los enfermos». Pobres y enfermos son los protagonistas de los evangelios y las figuras que más aparecen en ellos. La liberación de toda esclavitud es uno de los rasgos que definen la actividad de Jesús («pasó haciendo el bien y liberando...»). Es lógico pensar que estos rasgos condicionaron la visión teresiana de Jesucristo como «Liberador». Bueno será, no obstante, que antes de seguir nuestra exposición la enmarquemos en uno de esos trasplantes de significado que vamos a hacer con algunos textos suyos: «por claro que yo quiera decir... será bien oscuro para quien no tiene experiencia» (10,9): Teresa refiere esas palabras a cosas de oración; pero no creo violentarlas si las aplico a todo lo que ahora vamos a decir sobre la experiencia de los pobres, cuya vertiente mística tenemos hoy más conocida a través de Mons. Romero, de Charles de Foucauld, de la otra madre Teresa y de mil testigos más... Creo que este trasplante de significado tiene un gran fundamento en dos largos pasajes del Libro de la Vida, en los que me detendré un poquito más en los dos epígrafes siguientes. 5.2. Dios hecho pobre El primero es la centralidad que en la vida de oración concede ella a la humanidad de Jesucristo, en todo el capítulo 22. Ya en la espiritualidad medieval, el acento en la humanidad de Jesús ponía siempre «con mayúsculas», por así decir, al «Jesús pobre y humilde»; y eso fue factor importante de crítica y de renovación eclesial. Esos mismos acentos me parecen resonar en la exhortación de este capítulo 22 a que «se halle por muy rico y muy bien pagado cuando le consienta el Señor estar al pie de la cruz con san Juan...» (5). Estar al pie de la cruz es hoy estar al pie de aquello que Ignacio Ellacuría, con expresión ya famosa, definió como «el pueblo crucificado». Y de ese pueblo, de todas las víctimas de la tierra, vale hoy la pregunta que lanza Teresa: «¿no le miraremos tan fatigado y hecho pedazos, corriendo sangre, cansado por los caminos, perseguido de los que hacía tanto bien, no creído de los apóstoles...?» (perseguido o maltratado a veces por la misma Iglesia, si se me permite ser un poco duro). Pues bien, Teresa es, en este punto, muy, pero que muy tajante: «por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos». Por esta puerta de los pobres habrá de entrar nuestra madre Iglesia si quiere que Dios le muestre tesoros que ella ni sospecha. Y, para sostener su tesis, Teresa refuta falsas espiritualidades que no perciben que la obra del Espíritu en nosotros no es apartarnos de la tierra, sino espiritualizar todo lo terreno: «paréceme a mí que si tuvieran la fe, como

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la tuvieron [los Apóstoles] después que vino el Espíritu Santo de que era Dios y hombre [o de que los pobres son el rostro de Cristo] no les impidiera...» (n. 2). Refuerza luego el ejemplo de los Apóstoles con una rápida alusión a la tradición teológica: «he mirado con cuidado, después que esto he entendido, de algunos santos, grandes contemplativos, y no iban por otro camino...» (22,7). Ello le permite conceder que «esto de apartarse de lo corpóreo bueno debe ser..., pues gente tan espiritual lo dice»; pero tras esta concesión remata ella: «lo que querría dar a entender es que no ha de entrar en esta cuenta la humanidad de Cristo» (22,8), presente ante todo en sus vicarios, los pobres. Para concluir que toda otra forma de espiritualidad será, no andar con Dios, sino «andar el alma en el aire» (22,9). «Andar el alma en el aire» me sugiere una paráfrasis irónica del título del primer libro de aquel gran poeta y pobre pastor que fue Miguel Hernández: peritos «en lunas». Eso somos muchas veces los teólogos, creyéndonos, para más ironía, peritos en las cosas de Dios... 5.3. «Amar lo que Dios ama» La segunda razón que podemos aducir para esta transposición cabe en otra formulación posterior de san Vicente de Paúl: amar a Dios implica necesariamente amar aquello que Dios más ama19. Teresa formula de manera muy similar: «está todo el medio de un alma en tratar con amigos de Dios» (23,4)20. Y parece desarrollar esta idea en la parábola que se inventa de la alhaja: «pensé esta comparación: si poseyendo yo una joya o cosa que me da gran contento, ofréceme saber que la quiere una persona que yo quiero más que a mí y deseo más contentarla que mi mismo descanso, dame gran contento quedarme sin el que me daba lo que poseía, por contentar a aquella persona. Y como este contento de contentarla excede a mi mismo contento, quítase la pena de la falta que me hace la joya o lo que amo y de perder el contento que daba» (35,11). Todas las renuncias que pueda implicar la opción por los pobres desaparecen sin esfuerzo, porque se trata, como decían los Padres de la Iglesia, de contentar a aquella Persona que «ha prestado su rostro a los pobres». Pues bien, si aceptamos estos dos presupuestos tan teresianos, resulta legítimo que apliquemos al gozo de la opción por los pobres lo que la santa dice sobre la consolación cuando habla precisamente de los que «comienzan a ser siervos del amor» (11,1): «cierto que [con] una hora de las que el Señor me ha dado de gusto de Sí, después acá, me parece quedan pagadas todas las congojas que en sustentarme en la oración mucho tiempo pasé» (11,11). Sin olvidar, también aquí, la advertencia que ella da en el número siguiente (12): «ver nuestra miseria primero que nos las dé, para que no nos acaezca lo que a Lucifer».

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Efectivamente, sin esa conciencia inicial de nuestra miseria, tenemos el peligro de hacer la opción por los pobres del Reino creyéndonos salvadores, en lugar de simplemente perdonados. Y entonces pasará que «al primer airecito de persecución se pierden estas florecillas» (25,11). Entonces «no las llamo devociones», apostilla Teresa. Ni nosotros podemos llamarla «opción por los pobres». Pero, si se ha hecho en estas condiciones, cualquier teólogo de la liberación haría suyas estas palabras tan serias de la santa: «si quiere llevarla al cielo, vaya; si al infierno, no tiene pena como vaya con su Bien; si acabar del todo la vida, eso quiere; si que viva mil años, también... ya no es suya el alma de sí misma; dada está del todo al Señor» (17,2). Esa radicalidad, esa indiferencia ante cielo e infierno con tal de estar con su Señor, ese no ser suya la decisión, me recuerdan el difícil dilema y la opción de Fernando Cardenal cuando la curia romana obligó al General de los jesuitas a ponerle en la alternativa: o dejar el cargo de ministro de educación en el primer gobierno sandinista (aún prometedor) o dejar la Compañía, a la que Fernando amaba también más que a sí mismo, como demostró su trayectoria posterior. La decisión era muy difícil, y las posibilidades de errar grandes. Y Cardenal resolvió: «prefiero equivocarme con los pobres»... ¿Se equivocó? En todo caso, sería un error corregible cuando el gobierno sandinista dejó de ser lo que era y F. Cardenal pidió volver a entrar en la Compañía. Si hubo algún desacierto, pudo estar, no ya en no querer dejar el trabajo por los pobres, sino en esperar más del gobierno nicaragüense; quizá porque aquí vale también lo que la santa dice en este mismo capítulo: pese a esa unión «la imaginación queda sin control» (n. 5). En cualquier caso, y a nivel más teológico y no de imaginación histórica, lo válido de aquella decisión estuvo, para decirlo con lenguaje teresiano, en esa «suspensión de las potencias» ante esos rostros crucificados de Cristo tan bien descritos por la Asamblea episcopal de Puebla21. 5.4. Mystica pauperum Así podríamos seguir haciendo transposiciones de lo que Teresa cuenta sobre el arrobamiento místico: que es irresistible y hace perder importancia a otras cosas (de lo físico, de dar la hacienda a su hermano...): «trae tan gran contento este padecer... y aquel desierto y soledad le parece mejor que toda la compañía del mundo» (20,11 y 13). Desierto y soledad hubieron de pasar también muchos teólogos de la liberación. Como tuvieron que cargar con la misma humillación que hubo de soportar Teresa: «tiénenlos por poco humildes y que quieren enseñar a de quienes habían de aprender» (cf. 20,25). Pero ese ejemplo acaba suscitando en muchos de nosotros el mismo comentario que la santa hacía de los profetas de su tiempo: «Aláboos (Señor) porque despertáis a tantos 188

que nos despierten»... «¿Qué seríamos sin ellos entre tan grandes tempestades como ahora tiene la Iglesia?» (13,21). Así podríamos seguir, pero creo que basta con los ejemplos puestos. Sacaré de ellos tres sencillas conclusiones que pueden formularse también con las castizas palabras de Teresa: a) La opción por los pobres y la fe en el Dios de Jesucristo como «Dios de los pobres» no son meramente una cuestión ética. Como dijo Benedicto XVI en Aparecida, son una cuestión cristológica; y ello significa: una cuestión de aquello que un lejano título de Urs von Balthasar calificaba como «mística de Jesús»: una cuestión de experiencia espiritual. Por eso me permito comentar con Teresa: «Digo esto para que se entienda el gran trabajo que es no haber quien tenga experiencia en este camino espiritual [leamos: de los pobres], que a no me favorecer tanto el Señor, no sé qué fuera de mí (28,18). b) Por eso, las instancias eclesiásticas enemigas de la teología de la liberación debieron de haber pensado que, con la mejor buena voluntad, podría ocurrirles aquello que nuestra santa cuenta de sí misma: «¡Qué engaño tan grande, válgame Dios, que para querer ser buena me apartaba del bien!» (23,4). Los teólogos de la liberación han soportado mil contradicciones injustas con la misma paciencia y la misma seguridad con que Teresa decía: «levántense contra mí todos los letrados, persíganme todas las cosas criadas, atorméntenme todos los demonios, no me faltéis Vos, Señor» (25,16); han percibido lo que ella decía con tanta gracia: que los que temen al demonio son más temibles que el demonio mismo. Y al final han resultado inútiles todas las condenas teóricas que se apoyaban en versiones desfiguradas. Donde hay vida valen poco las palabras. Y en este caso creo que ha sucedido algo de lo que también le sucedió a Teresa: «cuando se quitaron muchos libros de romance que no se leyesen, yo sentí mucho... el Señor me dijo: no tengas pena, que yo te daré libro vivo» (26,6). Cuando se prohibió la TL, el Señor dijo: no tengáis pena, que yo os daré teología viva... c) Finalmente, ante las acusaciones formales y deformantes de que Dios es universal y la TL lo vuelve parcial, cabe repetir con palabras de Teresa algo que los teólogos de la liberación han dicho también de otro modo: los ricos «acuérdense de Sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que Él de perdonarme» (19,17). «Sus palabras» van constantemente en la línea de que la piedra que desechan los arquitectos se vuelve para Dios piedra angular. Y para «mirar lo que ha hecho Dios conmigo» basta con mirar a figuras como Romero, Angelelli o Gerardi, obispos y mártires de la liberación de su pueblo.

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Quedarían todavía algunos textos más a comentar, pero creo que los citados son suficientes para esa «lectura social» de la madre Teresa que me propuse hacer. Queda, no obstante, una última observación inevitable. En la actual situación de la institución eclesial (2011), todo cuanto llevamos dicho resulta incómodo. Como a aquel teólogo que aconsejaba a Teresa y que citamos al final del apartado 2, no faltarán argumentos para disuadir de esta senda estrecha. Y si se escuchan esos argumentos, todo cuanto llevamos dicho puede convertirse en conflictivo. Yo creo que algo de eso es lo que ocurrió también con la teología de la liberación y que, inconscientemente, la palabra de condena que sobre ella quiso pronunciar la Congregación de la Fe era en realidad una palabra «más en defensa propia» que una «instrucción» sobre dicha teología. Por eso no es de extrañar que, al leer a Teresa, encontremos también algún texto que abunda en este mismo sentido. Con ellos terminaré mi presentación.

6. Libertad para la reforma de la Iglesia Desde el punto de vista eclesial, a Teresa, como a nosotros, le tocó vivir «tiempos recios» (33,5). Tiempos en que la negativa anterior a una necesaria reforma de la institución eclesiástica ocasionaba sacudidas, descréditos, divisiones y rupturas. Le tocó sufrir persecución inútil y absurda, incluso luego de su muerte22. Y es significativo que quien hoy es santa y doctora de la Iglesia tuviese que morir exclamando: «¡Al fin muero hija de la Iglesia!». 6.1. Ambientación Más o menos por los tiempos en que la niña Teresa pensaba en escaparse de casa con su hermano, para ir a «tierra de moros» a morir mártires, el papa Adriano VI, tras el estallido de las tesis de Lutero, enviaba al nuncio Chieregati a la dieta de Regensburg, con instrucciones de reconocer que en la sede romana «ocurren desde hace años muchas cosas dignas de reprensión, que se ha abusado de las cosas santas... y se ha pervertido todo, y que la enfermedad se ha propagado desde la cabeza hasta los miembros». Le encargaba por eso «prometer que estamos resueltos a emplear toda diligencia para que, en primer lugar, se reforme la corte romana, de la cual quizás han nacido todos estos daños»... Y se comprometía a «ejercer el papado no por ambición de mando ni para enriquecer a nuestros parientes, sino para restituir a la esposa de Cristo la antigua hermosura... haciendo todo aquello que es propio de un buen pastor y sucesor de san Pedro».

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La curia romana se enfrentó a ese papa, considerando intolerable la supresión del nepotismo y haciendo correr el eslogan de que «Roma ya no es Roma». Por esos misterios incomprensibles de la historia, Adriano VI murió muy poco después, y sus buenas intenciones quedaron laminadas. Unos quince años más tarde, una comisión de cardenales y algunos obispos dirigieron al papa Paulo III un memorial exigiendo la reforma de la curia y señalando «como principal causa de todos los males que afligen a la iglesia la desmedida exageración de la autoridad pontificia por la adulación refinada de canonistas sin conciencia», que llevaba a que «los infieles tomen a broma nuestra religión, y el nombre de Cristo sea deshonrado» 23. Dos intentos casi desesperados y estériles de reformar la Iglesia de aquel tiempo. El resultado fue descrito así, tres siglos más tarde, por el gran eclesiólogo A. Möhler: «en la primera parte del siglo XV algunos reformadores, en el interior de la Iglesia, intentaron arrancarle los cambios necesarios. Se hizo mofa de esos intentos. Desde entonces se dieron a reformar fuera de la Iglesia» 24... Cuando Teresa escribe su vida, esa reforma fuera de la Iglesia ya está en marcha, y la ruptura de la Iglesia se ha convertido en la gran tragedia de su siglo. En su interior, la Iglesia ha comenzado ya en Trento una reforma tardía, condicionada por la necesidad de autodefensa y que quizás apuntó más a las conductas personales que a las situaciones estructurales. A pesar de ello, esa reforma encuentra unas resistencias importantes en la España teresiana. Nosotros no vivimos hoy una situación de fractura oficial en la Iglesia, pero sí una época de demandas insistentes de reformas estructurales que encuentran el mismo rechazo de la curia romana. También en una época que, como la suya, ha pasado, de una promesa eclesial similar a la que fue el llamado «erasmismo hispánico» en la primera mitad del XVI, a la involución posterior acaudillada por el inquisidor Valdés. Tres años antes de que Teresa comience a escribir su Vida, la Inquisición había apresado al arzobispo de Toledo, y entre las acusaciones se encontraba el deseo de traducir la Biblia «al romance», de modo que pudieran leerla hombres ¡y mujeres! sin estudios. Ese mismo año fueron puestos en el Índice libros de san Juan de Ávila, san Francisco de Borja y Fray Luis de Granada... No obstante, nuestras situaciones son más semejantes en lo formal que en lo material. Por eso, lo que puede enseñarnos Teresa para la libertad de la Iglesia mirará más a sus actitudes que a demandas concretas (sin negar que muchas de sus quejas sobre el tema de la mujer valdrían también para hoy). Por eso, lo que en este capítulo quisiera decir es solo que, en esta situación con tantos paralelos en nuestro «invierno eclesial», Teresa dio un ejemplo de libertad y amor a la vez.

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6.2. Actitud de Teresa a) Para comenzar, a pesar de (o quizá gracias a) su vida contemplativa, tuvo lucidez para entender la situación de la Iglesia de su tiempo: «no sé de qué nos espantamos de que haya tantos males en la Iglesia...» (7,5). Frase que, en su concisión, no solo reconoce los males –frente a todas las reacciones oficiales de presentar la situación eclesiástica casi como ideal–, sino que además los considera lógicos, dado cómo están funcionando las cosas de la Iglesia. No cree que el amor a la Iglesia haya de consistir en la adulación o en dar de ella visiones idealizadas, sino, como siempre, en la verdad. b) En su reducido ámbito personal se encuentra con que al menos dos confesores le dicen que «es demonio» todo lo que le sucede; otro le niega la absolución si no deja la reforma proyectada del Carmelo; el nuncio no sabe explicar sus afanes más que por su condición de «fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz» 25 ... No sabía este nuncio que «a un alma dejada en las manos de Dios, no se le da más que digan bien que mal, si entiende... que no tiene nada de sí» (31,16). Y, en todo este contexto, Teresa no obedece mecánicamente: busca otros pareceres. Eso podría ser leído como el gesto ambiguo de esas personas que solo hacen caso cuando se les dice lo que quieren oír (y con las que todos nos habremos encontrado más de dos veces). Pero los mismos miedos de Teresa a equivocarse refutan esa lectura. Simplemente, comprende que la autoridad también se puede equivocar y que esta es una de esas evidencias que solemos ocultar en nuestra ceguera con apelaciones interesadas al Espíritu Santo. c) De todo el dolor que implica un proceso y una situación como esta nos da un pálido atisbo una frase del final de su autobiografía, dicha casi de pasada, pero dicha dos veces: «uno de los mayores trabajos de la tierra... que es contradicción de buenos» (30,6). «Bastantes cosas había para quitarme el juicio... porque contradicción de buenos a una mujercilla ruin y flaca [¿podríamos parafrasear: «a unos teólogos del tercer mundo»?] no parece nada así dicho; y con haber pasado yo en la vida grandísimos trabajos, es este de los mayores» (28,10)26. Una constatación que podría tener cabida en el famoso escrito de H. de Lubac tras la crueldad de Roma con él27 . d) Pues bien: en medio de este dolor, la experiencia de Dios vuelve a ser fuente de libertad: el Señor «díjome que les dijese que aquello ya era tiranía» (29,6). O el otro episodio posterior, en que el Señor la encarga decir a sus críticos que no miren un solo texto de la Escritura, sino todos en conjunto: elemental lección de exégesis dada por quien no tenía una cátedra de prima... O la fuerza que implica poder proclamar: «levántense contra mí todos los letrados, persíganme todas las cosas

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criadas, atorméntenme los demonios, no me faltéis Vos, Señor que ya tengo experiencia de la ganancia que sacáis a quien solo en Vos confía» (25,17). No quiero insistir en lo ya dicho en el apartado anterior. Pero creo también que todos esos textos son aplicables a lo sucedido con la teología de la liberación, porque, en mi opinión, también les cuadran estas otras palabras de Teresa, tan sensatas como humildes: «¿qué seríamos sin ellos, entre tantas tempestades como ahora tiene la Iglesia?» (14,21). e) Y es que debajo de esas resistencias aparentemente desobedientes late una concepción de la Iglesia mucho más cercana a la Iglesia que Dios quiere, y en ella una concepción de la autoridad que ha bebido del Evangelio la diferencia entre «los príncipes de este mundo» y lo que el Señor quiere para su comunidad de discípulos: que «no sea así entre vosotros» (Lc 22,25.26). Un comentario castizo a esa frase de Lucas parecen ser estas palabras escritas ya al final del libro: Jesús «no es como los que acá tenemos por señores, que todo el señorío ponen en autoridades postizas (sigue descripción de lo postizo; y concluye): es razón tenga estas autoridades postizas, porque si no las tuviese, no le tendrían en nada; porque no sale de sí el parecer poderoso, de otros le ha de venir la autoridad» (37,6). ¿Cuánto hay en nuestra iglesia de hoy de «autoridades postizas»? Y esas palabras se concretarán poco después, a propósito de los cargos eclesiásticos, en el consejo dado a una persona que se lo pide: «rogóme una persona una vez que suplicase a Dios le diese a entender si sería servicio suyo tomar un obispado. Díjome el Señor acabando de comulgar: “cuando entendiere con toda verdad y claridad que el verdadero señorío es no poseer nada, entonces le podrá tomar”; dando a entender que ha de estar muy fuera de desearlo ni quererlo quien hubiese de tener prelacías»... (40,16). Teresa intuye que, si la Iglesia es ante todo «una comunión» y no una «sociedad perfecta» (por decirlo con terminología nuestra, derivada del Vaticano II), entonces la autoridad no puede contentarse con imponerse mundanamente y luego llamar «servicio» a su imposición, sino que ha de procurar convertirse en servicio realmente, y no solo de nombre. Una conversión que se expresa magníficamente en su modo de juzgar a profetas que pueden ser incómodos y que, además, pueden tener también sus defectos humanos. Teresa juzga de una manera que me parece buen paradigma de lo que Roma debería haber hecho con la teología de la liberación: «si no alcanzamos sus grandes efectos y determinaciones... humillémonos y no los condenemos; que con parecer que miramos su provecho nos le quitamos a nosotros y perdemos esta ocasión que el Señor pone para humillarnos y para que entendamos lo que nos falta y cuán más desasidas y llegadas a Dios deben estar estas almas que las nuestras» (39 12).

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Con la excusa de mirar su provecho nos los quitamos de encima y dejamos pasar el bien... ¡Qué magnífica advertencia para llegar a un auténtico modo de «conocer espíritus» (39,10), expresión bien cercana a lo que Ignacio de Loyola llamaba «discernir espíritus»: comprender que a Dios no le vamos a engañar aunque aleguemos que «miramos su provecho»... Lucidez, constancia, dolor, libertad, más una visión evangélica y no mundana de la Iglesia, son cinco lecciones que nos puede dejar la santa y que tienen mucha vigencia hoy. Pero este tema es inmenso y tiene hoy puntos concretos muy distintos de los de su época. Bástenos, pues, con haber detectado esa dialéctica de innegable lucidez sobre la situación eclesial y, a la vez, de una profunda fidelidad que puede merecer el adjetivo con que se describió el obispo Casaldáliga: «en rebelde fidelidad».

7. Conclusión Es de sobra conocido que Teresa describió una vez la oración como «tratar de amistad con Dios». Me gustaría que lo que he dicho aquí sea también un trato de amistad con la hermana Teresa, más que un trato de especialista o de erudito sobre ella. Por eso mismo, creo que no hacen falta demasiadas conclusiones, pues lo que he intentado decir es bien simple: que la experiencia de Dios es la mayor fuente de libertad, y que el control de garantía de esa libertad se verifica en que nos va capacitando para amar aquello que a nuestro ego le parece lo menos amable y quizá lo más distante de nosotros: los pobres y las víctimas de la tierra. Pero que para el creyente y seguidor de Jesús resulta ser el lugar donde Él nos aguarda crucificado, para resucitar con Él. Eso ha sido todo. Y por eso, creo que puedo concluir con otras palabras de la misma Teresa: «los ojos en Él, y no hayan miedo se ponga este Sol de justicia ni nos deje caminar de noche para que nos perdamos, si primero no le dejásemos a Él» (35,14).

*** APÉNDICE: MÍSTICA

ENTRE PUCHEROS28

Es conocida la frase de Teresa de Jesús: «también entre los pucheros anda el Señor» (Fundaciones 5,8). Pero la entenderemos mal si pensamos que eso le ocurría a ella sola, 194

porque debía de ser de otra pasta. Pues no: antes que santa, doctora de la Iglesia o mística, Teresa de Jesús era simplemente un ser humano de carne y hueso, como todos nosotros. Decir esto parece una perogrullada. Pero, si olvidamos esa perogrullada, todas las grandezas de Dios parecen no pertenecer a esta tierra nuestra. Y acabamos creyendo que no nos atañen a nosotros, sino a seres de otra galaxia. Por eso no es bueno leer a Teresa olvidando sus cartas: ellas tienen una espontaneidad que no podían tener sus otros escritos, expuestos al ojo escrutador de inquisidores y teólogos. En ellas se permite referirse al Nuncio como «Melquisedec», a los miembros de la Inquisición como «los ángeles», o a los calzados como «los del paño». Allí confiesa también que «a una monja descontenta yo la temo más que a muchos demonios». Cuando hacen provincial a un fraile que ha tratado mal a sus monjas, comenta con sorna: «debe ser porque tiene más cualidades que otros para hacer mártires». Y cuando ve a otro fraile muy seguro sobre la admisión de una postulanta, porque cree que «en viéndola la conocerá», le para los pies diciéndole que «no somos tan fáciles de conocer las mujeres»... Otras cartas reflejan su lucha para conseguir que no se impusieran a las monjas confesores obligados: «que yo temo más que pierdan el gran contento con que nuestro Señor las lleva...». O expresan su alegría por «que mande nuestro padre que coman carne las dos de mucha oración», pues considera que todo eso de los arrobamientos «no me parece más oración». Reconoce también que «mozas con viejas no se pueden hallar bien»; por eso dice a su querido Jerónimo Gracián que se espanta de «cómo no se cansa de mí». Pero se tranquiliza pensando que eso es una gracia que Dios le concede, para que «pueda pasar la vida que me da con tan poca salud y contento, si no es en esto». Sus complicidades afectivas con Gracián (con pseudónimos y todo) darían para análisis más detenidos. Pero al menos apuntemos que a veces se pone hasta pesada quejándose porque le escribe poco; otras veces le explica cuánto le apena que tenga dolor de muelas, «porque tengo harta experiencia de cuán sensible dolor es», y si tienes una sola dañada, «suele parecer que lo están todas»; o le pregunta «si ha caído en ponerse más ropa, que hace ya frío». Hacia el final de su vida reconocerá que ha aprendido a gobernar y que ya no es la que antes era: ahora «todo va con amor», aunque no sabe si ello se debe a que «no me hacen por qué» [no me crean problemas] o a que, por fin, «ha entendido que así se remedia mejor». Baste como conclusión que la más profunda experiencia mística no es incompatible ni con el sentido común, ni con la ironía o la lucha por lo que se cree justo, ni con un carácter enérgico o una afectividad difícil de controlar y con tendencia posesiva... En una palabra: no es incompatible con ser como somos todos. 195

Una amiga, maestra en grafología, me contó que, cuando vio por primera vez la letra de Teresa, su impresión fue de susto, porque traslucía «gran sexualidad y afán de poder». Después comprendí –me explicó– que las personas no somos nuestro carácter ni nuestras pasiones, sino lo que cada cual hace con esos materiales, y que ahí está la grandeza de nuestra libertad. De hecho, con ese temperamento, Teresa escribe en sus reglas que «la priora sea la primera en barrer», en aquella época en que tantas prioras (hijas naturales de nobles discretamente camufladas) tenían sus sirvientas que les barrían la celda mientras ellas «contemplaban». ¿Qué contemplarían?... Esto permite comprender que «los pucheros» no están solo fuera de nosotros, sino que el Señor anda también en ese complejo puchero que somos cada uno de nosotros, donde se puede cocer una humanidad de muy buen sabor. Decir que entre los pucheros anda el Señor no significa sacralizar los pucheros, sino divinizar el trabajo hecho con ellos: simplemente porque ese trabajo servirá para alimentar a otros. De hecho, Teresa se lo dice a las hermanas que han de trabajar en la cocina. Apasionada y dueña de sí, doméstica y entrañable, perseguida y de buen humor, contemplativa y activa, fue también suficientemente sabia como para entender que, si a un rico le dicen que modere su plato para que puedan comer los pobres, «sacará mil razones para no entender eso sino a su propósito»: porque a los ricos «sus hechos les tienen ciegos». Antaño tuve la paciencia de leerme todas las acusaciones que contra ella se presentaron a la Inquisición (aquel famoso Orellana que creía jugarse su salvación eterna si no la acusaba...). Hoy disfruto imaginando qué es lo que (en esa otra dimensión del más-allá) sentirá aquel acusador viendo a Teresa doctora de la Iglesia y quedando él como analfabeto teológico. Que es lo que son tantos afanes inquisitoriales, de ayer y de hoy.

[*]. Ponencia presentada en 2011, en el primer congreso preparatorio del centenario teresiano en el CITES de Ávila. 1. El primero es el del primer volumen de las memorias de H. Küng, aunque hay que reconocer que este habla de una libertad exterior que no llega a la profunda libertad interior del propio ego, que caracteriza más a la santa abulense. El segundo título es el de la primera cristología de Leonardo Boff. 2. Que decía: «Dos títulos de hoy anticipados en la vida de Teresa de Jesús». 3. Aunque Teresa también habla de «un no se nos dar nada que digan mal de nosotros, antes tener mayor contento que cuando dicen bien» (31,18). Sobre Ignacio, remito a lo que diremos en el capítulo 12. 4. Con alguna diferencia curiosa, vinculada quizás al distinto camino vital: cuando a Teresa le avisan los médicos de que las lágrimas de consuelo en la oración pueden hacer que pierda la vista, hace poco caso y comenta: «no sé qué mejor vista ni mejor salud podemos tener, que perderla por tal causa» (13,7). Ignacio, en cambio, rehuirá el don de lágrimas, porque sabe que necesita la vista para su trabajo apostólico.

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5. EE 330 y 336; subrayado mío. 6. Aclaro que una descripción de la experiencia de conversión, mejor que la que Laforet cuenta a propósito de la protagonista de esa novela, se contiene también en una carta que Carmen escribió a Elena Fortún, su gran amiga, y que fue recogida por la hija de Laforet en el precioso libro Música blanda, homenaje a su madre. 7. Ese peligro de confundir la que puede ser inmediatez de la presencia de Dios, con sus inevitables mediaciones creaturales, es aún más serio en los convertidos, precisamente porque el converso sabe que ha de dejar, tras su decisión, muchos pasos de su vida antigua; y es muy fácil en este cambio dejar cosas antiguas que seguían teniendo validez en su nueva vida y aceptar expresiones de esta que pueden ser unilaterales. 8. Todas las citas que dan solo dos cifras, sin más referencia, se refieren al capítulo y número del Libro Vida.

de la

9. Es de sobra conocido lo que escribió años después en su Autobiografía (1,2): que cuando pensaba en cosas del mundo «se deleitaba mucho, mas cuando después lo dejaba hallábase seco y descontento». Y cuando pensaba en las cosas de los santos, «no solamente se consolaba cuando estaba en aquellos tales pensamientos, mas aun después de alejado quedaba contento y alegre». Junto al detalle de que al principio no se daba cuenta de esta diferencia, «hasta que una vez se le abrieron un poco los ojos y empezó a maravillarse de esta diversidad».

Etty Hillesum. Una vida que interpela, conmocionada.

10.

Santander 2009. El diario de Etty se titula

Una vida

11. El inefable Melchor Cano, por ejemplo, consideraba que leer la Biblia «hace daño a los idiotas y a las mujeres» (en la obra citada en la nota 13, p. 100). Teresa cita a san Pedro de Alcántara, «que decía que las mujeres aprovechaban más en este camino que los hombres» y por eso recibían más mercedes (40,8). 12. «Basta

ser mujer para caérseme las alas, cuanto mas mujer y ruin» (10, 8).

13. Ver para esto: M. Rosaura GON ZÁ LEZ CA SA S , Género y relaciones, pp. 108-114. Se trata de una tesis doctoral presentada en la Gregoriana en 2006, que compara las perspectivas de Nancy J. Chodorov y Teresa de Jesús. 14. Del capítulo 34 de Ben Sira: «quitar a los pobres para ofrecer sacrificio es sacrificar a un hijo delante de su padre». 15. Para san Anselmo, son pobres de espíritu «los que no por necesidad, sino por voluntad de entrega, viven para Dios despreciando todas las cosas. Y el primer elemento de esta pobreza es la renuncia a las cosas» (Homilía 2 sobre Mateo, PL 158, 595). Para san Bernardo, los que no son pobres «por una necesidad miserable», sino «por una voluntad loable», que «significa los pobres con una finalidad y un deseo espiritual» (Sermón de todos los santos, PL 183, 456-457). Pobres de espíritu son los pobres por voluntad. Y no son los únicos ejemplos. 16. Se trata de P. OR MER OD, y el título inglés de la obra es «The

end of economics».

17. Vale la pena comparar este párrafo con la decisión de san Ignacio, tras su conversión, de «hablar a cualquier persona que fuese, por vos, teniendo esta devoción: que así hablaba Cristo y los apóstoles». Y cuando se entrevista con el arzobispo de Toledo, se dirige a él «hablándole de vos como solía a todos» (Autobiografía, 52 y 63). 18. Ver la cita en Vicarios de Cristo. cristianas, Barcelona 20154, pp. 293ss.

Los pobres en la teología y la espiritualidad 197

19. «Para Dios es un honor que entremos en sus sentimientos más íntimos, hagamos lo que Él Hizo... Pues bien, sus sentimientos más íntimos han sido preocuparse de los pobres para amarlos, consolarlos, socorrerlos y alimentarlos». Citado en A. OR CA JO y M. P ÉR EZ-FLOR ES , San Vicente de Paúl: espiritualidad y escritos, Madrid 1981, p. 539. 20. Ignacio de Loyola también expresa lo mismo: «la amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno», en «Carta a la comunidad de Padua» (Obras, BAC, 701-704). 21. «Rostros en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo: rostros de niños golpeados por la pobreza antes de nacer..., de jóvenes desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad..., de indígenas marginados en situaciones inhumanas..., de campesinos relegados y a veces privados de tierra..., de obreros mal retribuidos..., de subempleados y desempleados por las duras exigencias de crisis económicas..., de marginados y hacinados urbanos con carencia de bienes frente a la ostentación de otros sectores sociales.., de ancianos marginados por la sociedad del progreso» (nn. 2.602ss; en la edición de la BAC, p. 432). 22. Ver los textos recogidos por E. LLA MA S , Teresa de Jesús y la Inquisición española, Madrid 1972. Y por censurable que fuera la institución del Santo Oficio, hay que decir esta vez en su favor que, al menos, supo examinar bien los textos de Teresa, sin caer en esa ley de la gravedad según la cual quien es denunciado acaba siendo condenado... 23. Textos más completos en Ludwig V ON P A STOR , 6, pp. 160-161. 24.

Historia de los papas, T. IV, vol. 5, pp. 107-108; y V,

Die Einheit in der Kirche..., parágrafo 71 (Conclusión).

25. Nunca me recaté de proclamar que, objetivamente hablando y sin hacer juicios de personas, no comparto decisiones como la del querido L. Boff de abandonar el ministerio. Pero me parece aún más criticable que uno de los cardenales que más parecen haber traicionado a Cristo (puesto en evidencia por sucesos posteriores) despachara toda la cuestión diciendo que «también Jesucristo había tenido un Judas»... 26. El primer caso es testimonio de Pedro de Alcántara; el segundo, de la propia Teresa. 27.

Meditación sobre la Iglesia... Allí habla de Lubac de un dolor como el de separar la uña de la carne.

28. Publicado en La

Vanguardia el 15.10.2015, quinto centenario de su nacimiento.

198

12.

Liberación interior y liberación social en los Ejercicios de San Ignacio[*]

Los dos elementos del título que se me propuso remiten no solo a la espiritualidad, sino también a la psicología y a las ciencias sociales. Y sugieren además una armonía entre los dos: no cabe liberación interior si no hay liberación social; pero no habrá plena liberación social sin una profunda liberación interior. Por eso, voy a atreverme a presentar a san Ignacio como un precedente de Freud y de Marx, dos abanderados de cada una de estas dos liberaciones (interior y social), maestros de la sospecha y padres (junto con F. Nietzsche) del humanismo ateo de nuestra modernidad. Pero carentes ambos de esa armonía que sugiere nuestro título.

1. La liberación interior Ignacio atisba el inconsciente como una fuente de «mociones» oculta al sujeto: infinidad de veces, no obramos por los motivos que creemos, sino que nos mueven otras realidades que escapan a nuestro control y cuyo descubrimiento nos ayuda a recuperar el control y es camino para nuestra liberación interior. Freud es mucho más explícito. Pero la diferencia principal reside en que, para él, ese inconsciente está ocupado total y exclusivamente por la sexualidad. No es hora de negar aquí los mil engaños inadvertidos y las mil falsas excusas con que la sexualidad nos maneja: ya dijimos algo en el capítulo 10. No obstante, creo que hay una unilateralidad en Freud, debida a dos razones: a la enorme represión de la sexualidad en la sociedad victoriana de su época y a que los objetos que estudia Freud son siempre enfermos: víctimas de aquella hipócrita moral oficial que imponía la sociedad de su época. Hoy, cuando (no ya a niveles de conductas personales, sino al nivel de la valoración ambiental) podemos decir que la sexualidad campa por sus respetos y tiene vía libre para expresarse, quizá convendría corregir al maestro conservando su auténtico descubrimiento: la existencia en nosotros de una dimensión que, a la vez, nos mueve y escapa a nuestra conciencia. Pero para san Ignacio esa dimensión sería más bien la necesidad insaciable de reconocimiento y autoafirmación que nos habita. Quizá lo que Nietzsche calificaría como «voluntad de poder». En su lenguaje ascético y rancio, Ignacio llamará a eso «vano honor del mundo y crecida soberbia» (EE 142): esa es, a la vez, la cumbre de nuestras 199

aspiraciones y la fuente de nuestros males. Pero ahora nos importa señalar que, al hablar de ella, pide Ignacio «conocimiento de los engaños» de ese mal caudillo (EE 139). Desde aquí es posible una aproximación a Freud, en el momento en que este deja las patologías sexuales de su consulta médica: precisamente cuando habla de la religión. La religión nace, según Freud, movida por ese inconsciente impulso nuestro de poder: lo que en el niño era una ilusión infantil de omnipotencia, debida no solo a la presencia bienhechora de los padres, sino a la ilusión infantil del omnímodo poder del padre (ilusión que habrá de ir destruyéndose para alcanzar la madurez), eso es en el hombre religioso la afirmación de Dios. El título de la obra que dedica Freud a la religión (El porvenir de una ilusión) es suficientemente expresivo. Añadamos que, desde este esquema, Freud considerará también como una ilusión las tesis de Marx sobre el futuro paraíso de la humanidad. Sin embargo, no es esta la única explicación freudiana de la religión ni la que él más apreció. Si todo se explicara así, cabría esperar que la religión podría desaparecer en poco tiempo, gracias a la ciencia. Pero Freud (después de haber esperado eso) se corrige a sí mismo, porque ve en la psicología humana otro rasgo más complejo que también tiene que ver con la religión, y que es el problema de nuestra relación con el otro (donde también hay espacio para la sexualidad). El otro es siempre una amenaza, un rival, un obstáculo al amor propio: a ese afán de omnipotencia ínsito en nuestro inconsciente. De ahí la tendencia a destruir, dominar o poseer al otro. Pero la eliminación del otro acaba dejándonos una sensación de vacío, de soledad y hasta de orfandad. Así nace en nosotros el sentimiento de culpa, que es anterior a toda religiosidad y para el que Freud no encuentra más explicación que postular como hecho histórico real la afirmación de una «horda primitiva» dominada por algún guerrero más fuerte, que aprovechaba su fortaleza para quedarse con todas las mujeres de la tribu, hasta que, hartos los demás miembros del clan, deciden acabar con él. Pero he aquí que, luego de matarlo, se sienten desprotegidos, por mucha libertad que crean haber conquistado. Y eso genera en ellos la sensación de culpa. Resulta extraño que, veinte años más tarde, un hombre tan crítico y de tanto rigor científico como Freud siguiera manteniendo como histórica esa explicación1, a pesar de las críticas de todos sus colegas y de la comunidad científica. Pero él confiesa humildemente que no encuentra otra explicación. Esto nos sitúa, por fin, ante lo que ahora interesa: la ambivalencia irresoluble de nuestra afectividad. Ignacio descubre esa misma ambivalencia, inconscientemente subterránea, en todos nuestros afectos (humanos o religiosos). Un tácito amor propio es lo que nos domina y nos mueve cuando actuamos y lo que hace tan ambigua nuestra afectividad y tan difícil la convivencia2: «engaño grande y de entendimientos oscurados con amor propio», escribirá en una de sus cartas más famosas. Esa especie de oxímoron 200

del «entendimiento oscurado» me llevó en otras ocasiones a corregir a Aristóteles diciendo que el ser humano no es un «animal racional», sino un animal que «racionaliza sus pulsiones». Demasiadas veces, en efecto, lo que en realidad nos mueve (o nos motiva) no es lo que experimentamos como afecto o como ideal propulsor. Pero Ignacio cree que, desde la experiencia de Dios, es posible ir detectando esa ambivalencia de lo que él llama nuestras «mociones» (o motores de nuestros afectos) y entrar en un proceso de liberación de ella. Y aquí es donde reside el sentido de la religión o, por lo menos, de la fe cristiana: porque desde Dios, y a pesar de nuestra ambigüedad, no hay espacio para la vinculación de esa ambigüedad con el sentimiento (a veces neurosis) de culpabilidad: puede haber espacio para el arrepentimiento y hasta para una vergüenza propia; pero ambos se dan en el marco de una gratitud mucho mayor, por sabernos perdonados e incondicionalmente acogidos. Los Ejercicios quieren ser entonces un camino para esa toma de conciencia y para esa liberación interior, como ahora intentaremos ver. 1.1. La primera semana Aunque algunos comentaristas creen que la primera semana es aquella en que peor se expresa Ignacio, por estar prisionero de una teología expiatoria, jurídica y retributiva, propia de su época, no obstante se va imponiendo la visión de que lo decisivo en esta semana son dos cosas: a) Un sentimiento de liberación y un afecto de gratitud que se expresan en un «coloquio de misericordia» (61) porque el mismo Dios, en Cristo, «es venido a morir por mis pecados» (53), de modo que se llegue a una «exclamación admirative con crescido afecto» (60). Espero que el lenguaje anticuado de Ignacio no nos prive de la intensidad de esa inmensa y sorprendente sensación de libertad y de agradecimiento. Y de la necesidad de «dar gracias» por ello (71). b) Esa experiencia gozosa es la que lleva al triple coloquio, en cuya segunda petición me fijaré ahora: sentir «el desorden de mis operaciones» (63): no ya de mis actos exteriores, sino de mis movimientos internos. Antes ha hablado de «interno conocimiento», que en este momento me parece que significa, a la vez, un conocimiento «de mi interior», pero también un conocimiento «sentido» y no meramente enunciativo3. Esa experiencia desborda los estrechos límites conceptuales de que disponía Ignacio y anticipa su superación. La primera semana nos sitúa así ante una profunda experiencia de liberación interior que, para perpetuarse, demanda una penetración en los vericuetos de mi inconsciente: de ese amor propio o de esa nietzscheana voluntad de poder, que enturbian (y hasta ciegan) todas las motivaciones de mi conducta.

201

Y, sorprendentemente, hay una llamativa correspondencia entre lo que acabo de exponer y lo que vamos a encontrar en la segunda semana. 1.2. Segunda semana a) Esta semana se centra, sobre todo, en la petición constantemente repetida: un «conocimiento interno» (en este caso: enamoramiento desinteresado) de Jesús, que capacite para amarle y seguirle. La admiración, el crecido afecto y la gratitud ante la Misericordia llevan ahora a esa relación de máxima vinculación con Jesús. b) Esa relación se activa en el deseo de sumarse a su proyecto de vida: el «reinado de Dios», que Ignacio reformula con un lenguaje caballeresco: «conquistar todo el mundo, para entrar en la gloria de mi Padre» (95). Para eso son indispensables las otras dos peticiones del triple coloquio de la primera semana que habíamos dejado pendientes: el conocimiento interno de la gravedad del mal y el conocimiento del mundo (63) como contrario al Reinado de Dios. Aquí se insinúa ya una alusión a la liberación social (de que hablaremos en la segunda sección), aunque en estos momentos el objetivo ignaciano es la liberación interior. c) Y precisamente por eso, para que el ya descubierto desorden de las propias operaciones no acabe empañando la decisión del seguimiento, añade Ignacio el famoso coloquio donde se pide «injurias, oprobio y toda pobreza» (98). Dos observaciones sobre esta petición: c.1. No se trata del clásico masoquismo o dolorismo anticristiano, que ha estado tan presente en nuestra ascética, sino de enderezar nuestras torceduras internas; si se me permite la comparación, es el dolor de una fisioterapia o de una rehabilitación difícil. Y además, Ignacio pide esas humillaciones para «imitar» a Jesús y «solo que sea mayor servicio de Dios». Probablemente están aquí presentes en el inconsciente ignaciano las mil experiencias de la caballería de la época: aquellos caballeros andantes anhelaban grandes hazañas justicieras y morales... buscando su propia gloria. Ya otra vez esbocé una comparación entre el egoísmo más elemental de Sancho Panza y el egoísmo más refinado (pero igualmente egoísmo) de Don Quijote4. Ignacio, que sabía bastante de andanzas de caballeros, pudo tener esto en su horizonte al redactar este coloquio. Finalmente, Ignacio sabe ya también cuál es el posible precio (que el ejercitante desconoce aún) del seguimiento de Jesús y de la lucha por el Reino. Por eso invita a pedirlo ya ahora, para evitar sorpresas luego. c.2. En segundo lugar, lo que se pide es sencillamente pobreza y humillación. En perfecta coherencia con lo que luego explicará más en la meditación de las «dos banderas», Ignacio apunta aquí a las fuentes (tantas veces inconscientes) 202

de nuestro desorden: el dinero y toda la estima y reconocimiento que el dinero aporta. d) Pero no basta con eso. Como si quisiera Ignacio poner en práctica aquello de «a Dios rogando y con el mazo dando», dedica todo un día de esta semana a unas reflexiones cuyo objetivo es «conocimiento de los engaños» y «conocimiento de la vida verdadera» (139): me refiero a las meditaciones llamadas de «dos banderas» y «tres binarios (tipos) de hombres». La primera nos vendrá mejor para la sección siguiente, porque en ella el engaño es más bien exterior o ambiental. Pero ya aquí conviene subrayar que el proceso comienza con la «codicia de riquezas», que son las que proporcionan ese «honor» y estimación que tanto necesitamos y que acaban encadenándonos. Esto convenía destacarlo ya ahora, porque, sorprendentemente, en la reflexión siguiente, que trata del engaño individual (los llamados «binarios»), pone también un ejemplo de dinero. Siempre pensé que, al estudiar estos tipos de hombres que, ante una duda moral, reaccionan de tres maneras diferentes, habría sido más fácil y lógico haber puesto el ejemplo de alguien que tiene una relación afectiva que no sabe si es correcta o no y, en lugar de esperar a que esa duda se resuelva, va poniendo mil medios inútiles con los que tranquilizarse. Sin embargo, Ignacio pone el ejemplo de un dinero (unos «ducados») que el sujeto no sabe si le pertenecen o no. En ambos casos es el dinero la fuente decisiva del autoengaño. Y de ambas parábolas saca Ignacio, si se me permite la expresión, otra enseñanza psicoanalítica: percibir el autoengaño en otros puede ser aviso decisivo para descubrir nuestro propio inconsciente manipulador. Lo cual nos ayudará a actuar siempre con esta pregunta pacificada pero activa: ¿son estas mociones que siento lo que verdaderamente me mueve, o ellas ocultan otros motivos no concienciados y menos confesables? Es importante notar que lo que Ignacio busca con estas meditaciones y con todos los consejos posteriores, «para en alguna manera sentir y conocer las varias mociones» (313) a la hora de decidir, no es que tomemos una decisión acertada, sino una decisión limpia. El acierto puede depender de factores que no están en nuestras manos, y Dios no va a bajar para manifestárnoslos5 . Lo que importa es elegir libremente, desde la máxima libertad interior (que es lo que importa a Dios), no precisamente de elegir con fortuna. 1.3. Tercera y cuarta semanas Las dos últimas semanas buscan solo robustecer y afianzar con un doble apoyo la opción de vida tomada como resultado de las anteriores: concienciando sobre la dureza de esa decisión, pero también sobre la sobreabundancia de sentido que cabe en ella. Por eso la tercera está atravesada por la percepción de que «la divinidad se esconde». Y la siguiente por la experiencia del oficio de consolador del Resucitado6. 203

Vale la pena fijarse en la primera como forma de inculcar que no disponemos de Dios y que toda la verdad de la misericordia y la seguridad, experimentadas en la primera semana, no puede llevarnos inconscientemente a otra forma más sutil de «ilusión» freudiana: tampoco hay una omnipotencia infantil para quien se atreve a llamar a Dios Abbá, Padre. Aquí puede haber, por eso, un atisbo de comprensión ante el escándalo del mal (que siempre seguirá siendo escándalo, también para el creyente): si pudiéramos disponer de Dios haciéndole intervenir para que nos libere de las mil cruces de la vida, estaríamos en esa ilusión que Freud criticaba en la religión. Pero sabemos que estamos solos, aunque podamos sospechar confiadamente que esa soledad tiene una finalidad pedagógica. Se comprende así por qué, en tantas peticiones como hay en los Ejercicios, nunca se piden bienes concretos, sino (con mil palabras) solo luz y fuerza. Ignacio compartiría, por eso, la formulación de D. Bonhoeffer: estamos «con Dios y sin Dios». Y desde aquí se comprende otra anécdota, exterior a los Ejercicios, pero que se cuenta de Ignacio en formas diversas: cuando le hablaban elogiosamente de alguien como «persona de mucha oración», saltaba en seguida y respondía: será de mucha oración si está verdaderamente liberado de su ego. O: una persona verdaderamente liberada de su ego no necesita mucha oración7 . 1.4. La meta El objetivo de todo ese análisis del alma es la llamada «contemplación para alcanzar amor», que cierra los Ejercicios. A mi modo de ver (y aunque consta de cuatro puntos), se trata en ella de solo dos cosas. En primer lugar, superar definitivamente el problema de la autoestima liberándonos de la esclavitud del superego freudiano. No importa si tengo más o si tengo menos, porque todo lo que tengo no es mío, sino recibido, y porque me sé amado por el Amor. La autoestima es así sustituida por la gratitud. Es la última conquista de la libertad interior. Y, como consecuencia de ella, una nueva manera de mirar todas las cosas que ya no descubre en ellas posibles presas, enemigos, peligros o rivales, sino a Dios dando el ser y «trabajando». Una presencia y una llamada que cuajarán después en las conocidas fórmulas ignacianas: «a Él en todas amando y a todas en Él». Este sería el hombre interiormente liberado y libre, según Ignacio. Se trata entonces de una liberación «para amar». Y esto nos lleva al segundo punto de este estudio: la liberación social. Pero antes permítaseme destacar, aunque sea solo de pasada, la llamativa coincidencia que se da entre esta enseñanza ignaciana y la justificación por la fe, que significó la liberación para Lutero. Incluso con el mismo peligro de unilateralidad de 204

atender solo a los aspectos interiores, descuidando los sociales. Por eso, para la segunda sección, habremos de ir más allá de los Ejercicios, aunque partamos de ellos.

2. La liberación social Si antes hablábamos de Ignacio como anticipándose el descubrimiento freudiano del inconsciente, ahora podríamos comenzar diciendo que anticipa el concepto marxista de «ideología». Marx llama así a una convicción extendida en el seno de un grupo, clase o sociedad, que no es verdadera pero que actúa como defensora y justificadora de los intereses de ese grupo. La ideología viene a ser entonces como un inconsciente colectivo8. Pues bien: un detalle significativo, en la meditación de las «dos banderas», es que aquí no se presenta una reflexión sobre conductas individuales, sino un discurso dirigido a una multitud: el llamamiento del mal caudillo se dirige a «innumerables demonios» para que difundan sus engaños en una ciudad y otra y en todo el mundo (141). A esa ideología le llama Ignacio, con su léxico caballeresco, «redes y cadenas» (142) ¿Y cuál es la trayectoria de ese engaño colectivo? Pues el afán de riqueza: porque la riqueza es fuente de poder y reconocimiento. Los demás dejarán de ser «el infierno» para mí si yo soy superior a todos ellos y si ellos lo reconocen. Eso es lo que busca el dinero, e Ignacio coincide aquí plenamente con el dicho ya citado del Nuevo Testamento: «la raíz de todos los males es la pasión por el dinero» (1 Tim 6,10). Pero ahora entiende ese texto también comunitariamente: aquí se trata del dinero como medio de satisfacer la soberbia y el amor propio de un grupo9. La respuesta, por tanto, habrá de ser también grupal. Y esa respuesta del grupo no será solo de pobreza, sino que esta apunta a lo contrario de lo que apuntaba la riqueza: «deseo de oprobio y menosprecio... contra el honor mundano», para que de ahí pueda seguirse «humildad contra la soberbia» (146). Con su clásico sentido común, señala Ignacio que no se trata de provocar el menosprecio, sino de desearlo, para borrar o contrapesar el engreimiento inconsciente de todos los colectivos (revestido ideológicamente de amor a la Iglesia, amor a mi religión, amor a mi patria, etc.) y para no buscar en ese engrandecimiento colectivo una satisfacción del amor propio individual. Para producir ese deseo echa mano Ignacio del «conocimiento interno de Jesús para más amarle e imitarle», que es el meollo de la segunda semana y de todos los Ejercicios. Con el agravante de que el Cristo de Ignacio nunca es solo el «Cristo pobre» (típico de todos los movimientos pauperistas medievales), sino el Cristo pobre y «lleno de oprobios» (167) que dará lugar luego a la expresión «Cristo pobre y humilde»: el humilde 205

no monta la vida sobre la competitividad, sino que renuncia a parecer más. Como escribí otra vez, «el último sentido de la llamada pobreza-virtud es la pobreza como antipoder... La renuncia a la riqueza no es solo renuncia a “tener más que”, sino a “aparentar ser más que”, porque ante Dios todos los hombres son iguales» 10. Un ejemplo de esto (a nivel ahora no de reforma social, pero sí de reforma de la Iglesia) lo tenemos en lo que ocurrió en el concilio de Trento. Ignacio envió a los suyos con el encargo de visitar a pobres en hospitales consolándolos, y de enseñar a los niños (ocupación que en aquella época era tenida como propia de gente menos importante). Y debieron de cumplirlo de tal manera que, según Pastor, «los obispos españoles se avergonzaban de aquellos paisanos suyos tan jóvenes y pobremente vestidos» 11. Algo parecido se vislumbra en la decisión de admitir en la Compañía a candidatos que no fueran «cristianos viejos» (es decir, candidatos procedentes de familias conversas, de judíos o musulmanes). Eso era totalmente contrario a la práctica de su tiempo, porque habría sido un baldón para cualquier congregación que se preciara, en aquella España infatuada de «vano honor del mundo». En cambio, sí que pide, a la hora de aceptar candidatos, que se les examine «sirviendo a los pobres de Cristo por su amor» 12, donde son decisivas las dos expresiones subrayadas. Hay en esa frase de las Constituciones tres datos fundamentales para combatir la ideología dominante de nuestra sociedad capitalista: la experiencia de contacto directo con los pobres, el reconocerlos como pobres «de Cristo» y el amor al Cristo pobre y humilde. Veámoslos: Sin el primero, la labor social se quedará siempre en una especie de segundo binario: una tibieza que será engullida por las ideologías de cada momento, porque no ha llegado a ese «aborrecimiento» del pecado (63), propio de la petición citada de la primera semana; del pecado y de las «cosas mundanas y vanas», que mi hermano J. Rambla traduce como «el entorno social». En este sentido, los que profesan las ideologías no son necesariamente culpables: les ocurre lo que dirá más tarde Engels, al que Ignacio precede aquí: que «no se piensa lo mismo desde una cabaña que desde un palacio». Los otros dos datos (el amor a Cristo y los pobres de Cristo) nos llevan a uno de los textos más famosos de Ignacio en este campo: la Carta a los jesuitas de Padua de 1547. «La amistad con los pobres nos hace amigos del rey eterno», leemos en esa carta. Esa amistad con el rey eterno es lo que ha buscado san Ignacio en todos los Ejercicios: a ella apuntaba el «conocimiento interno» de la segunda semana. Y la pregunta de por qué la amistad con los pobres nos hace amigos de Cristo es la que da pie a la decisiva visión ignaciana en este punto. Ese modo de ver se puede estructurar en tres pasos: –– Todos «los escogidos amigos suyos» (madre, compañeros, apóstoles...) fueron siempre pobres. 206

–– Además, «principalmente por ellos fue enviado Jesucristo a la tierra». Y, finalmente... –– «... tanto los prefirió a los ricos que quiso elegir todo el santísimo colegio de entre los pobres y vivir y conversar con ellos y dejarlos por príncipes de su Iglesia13». Escogidos, preferidos y enviado por ellos. Esta no es una doctrina exclusiva de Ignacio. Se encuentra en lo mejor de toda la tradición y la teología cristianas, desde los Padres de la Iglesia hasta nuestros días. Ahí está el sermón de Bossuet «sobre la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia», cuyas frases son aún más tajantes que las citadas de Ignacio. Esto puede ayudar a responder a la pregunta de por qué tantas veces, de los Ejercicios, han salido personas con una fe y una piedad intensas, pero intimistas: no eran los Ejercicios lo que fallaba allí, sino el clima eclesial en el que se hacían. Porque los Ejercicios son solo una colección de prácticas (su título es bien significativo: algo así como «fisioterapia espiritual»). No son una catequesis, sino una iniciación espiritual. El contexto, o el marco teológico en el que deben insertarse esas prácticas, viene dado por los otros textos citados de Ignacio y de la tradición teológica. Por eso resulta comprensible (aunque es escandaloso) que en nuestros días la opción por los pobres provocara resistencias y escándalos, con el argumento (claramente ideológico en el sentido marxista) de que «Dios es un Dios de todos». Claro que lo es, pero solo desde una determinada manera. Luego quizá quepa lamentar en san Ignacio la falta de más análisis sociales, más planes de acción o denuncias a lo Bartolomé de Las Casas. Quizá cabe responder también que, como fundador, estaba demasiado absorto en su tarea de dar cuerpo a la nueva institución naciente. Pero parece innegable que, si toda la Iglesia y toda la Compañía hubiesen tomado esas palabras con la seriedad que merecen, tales análisis y proyectos habrían surgido por otro lado. Porque razones y motivos para ello no faltaban. Más bien, como concluye la carta citada, había para ello «una preciosa herencia».

3. Conclusión Todo lo expuesto siempre son procesos que están como recomenzando continuamente, aunque quizás a niveles diversos. Pero lo que debería quedar muy claro, para terminar, es que ninguna liberación personal será real sin un esfuerzo serio por la liberación social; y ninguna liberación social será posible sin un esfuerzo denodado por la liberación individual. Y, por lo que hace al hilo conductor de este libro, Ignacio de Loyola ha sido para mí una persona que supo juntar como pocas la constatación de que la utopía no

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tiene lugar en este mundo y la convicción de que, a pesar de todo, tiene vigencia. Es lo que en otro momento llamé la apuesta simultánea por la mística y la laicidad14. En la búsqueda de esa síntesis dificilísima se pueden cometer errores, por supuesto. Pero la dirección de la marcha es la correcta.

[*]. Charla pronunciada en Manresa en un curso preparatorio del aniversario de la llegada de san Ignacio a aquella ciudad. 1. Propuesta por primera vez en Totem

y tabú, de 1913.

2. Ignacio estaría aquí mucho más cercano al Freud de El malestar en la cultura (donde la presencia del otro aparece como factor de incomodidad en toda civilización) que al que expusimos antes. 3. Especialistas en los Ejercicios añaden, además, que ese «conocimiento interno» (que aparece tres veces en los Ejercicios) tiene un elemento relacional: de ahí la importancia de esa triple petición, porque tanto el desorden de mis operaciones como el del mundo tienen que ver con mis ámbitos de relación. 4.

¿Son cristianas las raíces de Europa? (Cuadernos «Aquí y Ahora») Santander 1999.

5. El ejemplo tópico y típico puede ser: decido tomar esta pareja y resulta que al cabo de un año muere de un accidente. O decido entregar un dinero a tal institución, y resulta que al cabo de poco tiempo es víctima de un atraco o de un desfalco... 6. Que otras veces he traducido con el juego de palabras «la cuarta semana ilumina la tercera, pero no la elimina». 7. La expresión que empleaba Ignacio, evidentemente, no era «liberado del ego», sino «mortificado». Pero este vocablo ha degenerado en nosotros hacia una ascética gratuita o, a lo más, hacia la idea de que, solo por privarnos de algo, le damos un gusto a Dios. Si atendemos a la etimología de la palabra «mortificación» (que tiene que ver con la muerte), es más fácil comprender que de lo que se trata es de que haya muerto ese «ego» que es, tantas veces, el señor y dominador de nuestras personas. 8. Ejemplo de esa ideología puede ser la llamada competitividad del mercado. 9. En sentido individual, la frase no es necesariamente religiosa, sino que pertenece a la mejor sabiduría humana: recordemos los textos del Tao y de Sófocles antes citados. Al leerla comunitariamente, adquiere un sentido más profético: atiende a males de tipo social y recobra así una impostación más mística o religiosa. 10. «De la pobreza a los pobres», en la obra de varios autores los pobres, Santander 1990, p. 55. 11.

Tradición ignaciana y solidaridad con

Historia de los papas, V (XII), p. 65. Las instrucciones para los que iban a Trento pueden verse en las obras completas de la BAC, pp. 619-670.

12.

Constituciones, 240.

13.

Obras completas de San Ignacio de Loyola, BAC, Madrid 1963, pp. 701-704.

14. Ver en El factor Ignacio de Loyola)».

cristiano

(Estella 1994), pp. 155ss, el capítulo «Mística y laicidad (a propósito de

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209

13.

Con Dios y sin Dios. Releyendo a Dietrich Bonhoeffer[*] 1. Introducción: otro modo de vivir una crisis epocal Últimamente han aparecido libros, o se han montado sesiones de diálogo entre creyentes y no creyentes, que solían llevar este título disyuntivo: con Dios o sin Dios. Por ilógico que parezca, el Bonhoeffer que voy a presentar sustituye esa disyuntiva por una copulativa: no «o», sino «y». La larga carta del 16 de julio de 1944, en la que hace un extenso análisis de nuestra situación cultural y espiritual, habla de vivir no solo «ante Dios, sin Dios» (que suele ser la cita habitual), sino que expresamente añade: «ante Dios y con Dios vivimos sin Dios» (RS 252)1. Esa aparente contradicción me pareció el mejor resumen de cuanto voy a decir. Por eso la elegí como título de esta charla, sustituyendo el primero que pensé: «¿Religión sin Dios o Dios sin religión?», el cual apunta también a nuestra situación espiritual hodierna, puesto que el primer miembro de ese dilema es una de las formas en que J. B. Metz describió (y denunció) antaño nuestra situación espiritual (y que luego se ha prolongado, significativamente, en «espiritualidad sin religión»). Mientras que el segundo (Dios sin religión) casi nos suena a contradictorio, porque nos parece que el contenido esencial y fundamental de la religión es la afirmación de Dios. En cualquier caso, el título actual, en su misma paradoja, sugiere ya por dónde vamos a ir, y espero que se entenderá mejor al final del capítulo. Más allá de sutilezas semánticas, quisiera hablar de «Bonhoeffer y nuestra situación actual» para proponer que el mártir alemán me parece uno de los grandes profetas de nuestro tiempo y de nuestra situación. Un gran amigo mío, eximio pesimista, añadiría que la mejor prueba de ello es que lo perdimos antes de tiempo (como a Etty Hillesum o a Simone Weil). Sin entrar ahora en esas pseudoteologías de la historia, puedo decir que la relectura de Bonhoeffer me ha confirmado en la tesis propuesta y me ha hecho percibir cómo de sus intuiciones siguen manando aguas teológicas muy vivas, para acercarnos a un mundo donde Dios ha muerto y donde puede ser que, en otro sentido, Dios esté más vivo que nunca.

2. Dos modos de vivir un mismo suceso histórico

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Con esto entramos ya en materia. Y para desarrollar tanto mis títulos como el significado de Bonhoeffer para nuestro mundo, me parece importante destacar claramente dos detalles: a) El primero es que, a diferencia de otros que han detectado los mismos o parecidos síntomas que Bonhoeffer, pero los han percibido desde la duda o desde la fe perdida, él los descubre y los analiza desde una fe cada vez más segura y desde la certeza de que Dios le guía en ese camino. En efecto: el 23 de agosto del 44, cuando lleva ya varios meses inmerso en todas sus preguntas, escribe a su interlocutor: «No te preocupes ni te inquietes nunca por mí... Estoy tan convencido de que la mano de Dios me guía que espero ser mantenido siempre en esta certeza. No dudes de que recorro con gratitud y alegría el camino por el que voy siendo conducido» (RS 275).

Algo parecido insinuaba ya en la primera carta del 30 de abril (RS 196). Dicho con terminología ignaciana: Bonhoeffer vive este proceso «en época de consolación», pese a que lo vive desde la cárcel. ¿Y cuál es el núcleo de ese proceso? Creo que responde bien a esta cuestión el título de la famosa obra que M. Gauchet publicó hacia 1985: El desencantamiento del mundo. La tesis de Gauchet es que el cristianismo es «la religión de la salida de la religión». Pues bien, quince años antes, presentando las tesis de Bonhoeffer, escribí que «el Dios de Jesucristo es precisamente el que hace posible ese mundo en el que la “hipótesis Dios” no es necesaria. En esa posibilidad consiste la vocación del hombre2». b) El segundo no hace sino concretar todavía más al anterior, y es la cercanía de algunas formulaciones de Bonhoeffer a otras nacidas desde la negación de Dios y, más en concreto, al otro gran profeta invertido que fue F. Nietzsche. Esto lo ampliaré un poco más cuando entremos en la sección cuarta de mi exposición, que es el carácter no religioso del cristianismo. Pero me parece importante destacarlo ya en esta introducción, porque da forma a todo lo que quisiera mostrar en esta charla: una misma experiencia, con rasgos indudablemente proféticos, es vivida desde la fe confiada en Dios, por un lado, y desde la negación o rebelión contra la nostalgia misma de Dios, por otro3.

3. Contenido de esa experiencia Aunque las intuiciones, las formulaciones y todo el legado que transmiten estos últimos meses de Bonhoeffer merecerían hoy ser objeto de alguna tesis doctoral o de una nueva investigación mucho más amplia y lenta, aquí, y para el breve espacio de que dispongo, me parece que todo el mensaje de Bonhoeffer cabe en estas dos tesis: 211

a) por un lado, el carácter no religioso del cristianismo y del Dios revelado por Jesús; b) por otro, que toda la crisis moderna sobre Dios es una crisis del Dios de la religión y no del Dios de Jesucristo. Aquí me ceñiré a la primera de esas dos tesis. La segunda ha sido muy estudiada (curiosamente, al margen de Bonhoeffer) por la magna obra final de J. Moingt4, y aquí solo aparecerá en algunos chispazos ocasionales. Pero, al releer ahora al mártir alemán, he caído en la cuenta de que ninguna de esas dos intuiciones que brotan de sus cartas de la cárcel es, en realidad, nueva: ambas estaban ya anunciadas en la teología anterior de Bonhoeffer. Quizá por eso, la sacudida que sufrió en la cárcel no significa para él una crisis, sino la explosión de algo que llevaba muy dentro. Pasemos, pues, a la primera de las dos tesis que acabo de enunciar. Con ello entramos, por fin, en materia.

4. «Cristo, Señor de los no religiosos» Creo, efectivamente, que las expresiones que más nos acercan a la experiencia de Bonhoeffer son las que tienen que ver con la «no-religión»; y me sospecho que, estadísticamente, son las que más veces aparecen: «cristianismo no religioso», una «interpretación no religiosa de los conceptos bíblicos»... Y, sobre todo, la pregunta que me resulta más expresiva: «¿cómo puede Cristo ser Señor de los no religiosos?». Ya en la carta del 30 de abril de 1944 (la primera de todo este proceso) hace un primer diagnóstico: «Nos encaminamos hacia una época totalmente arreligiosa. Simplemente, los hombres, tal como de hecho son, ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican de “religiosos” no ponen esto en práctica en modo alguno; sin duda, con la palabra “religioso” se refieren a algo muy distinto» (RS 197).

Pues bien: esa constatación histórica del «fin de la religión», hecha también hoy por diversos sociólogos, filósofos y hasta teólogos, es leída por muchos eclesiásticos como una apostasía5 . Y a eso es a lo que se niega Bonhoeffer: el fin de la religión no significa que el mundo se haya vuelto malo, sino que ha llegado a ser adulto. Ese mundo adulto podrá ser bueno o malo, como todos los hombres adultos; y, de hecho, Bonhoeffer es bastante duro con él6. Pero lo que hay que combatir será su maldad, no su adultez, porque, en este último caso, las iglesias se asemejarían a esas madres cuyos hijos o hijas han alcanzado la madurez, pero que, para no sentirse ellas innecesarias, siguen buscando los aspectos infantiles y necesitados de su prole. La experiencia creyente de Bonhoeffer es precisamente que Dios no es, ni quiere ser, como esas madres. Y el eclipse de Dios en 212

nuestra sociedad puede ser leído metafóricamente como la clásica crisis de la pubertad en los individuos cuando, al acercarse a la adultez, los padres, antes tan cercanos, se eclipsan, son percibidos como enemigos, y la psicología llega a hablar incluso de la «muerte del padre». Esos padres son recuperados, por lo general, cuando se accede a una mayoría de edad ya madura. Por eso, el fin de la religión suele tener en Bonhoeffer una expresión correlativa, que es «la mayoría de edad» del mundo (07.44; RS 265): el mundo mayor de edad sabe arreglárselas solo. Por eso acabo de decir que la mayoría de edad no merece calificativo de buena ni de mala (en ella se puede ser ambas cosas): es, simplemente, un hecho que es necesario aceptar. Es cierto que el cristianismo, la predicación y la teología han descansado siempre sobre una especie de de «a priori religioso» de todos los hombres7 . Pero Bonhoeffer se atreve a preguntar: ¿y si ese a priori no existiera, sino que ha sido una forma transitoria de expresión históricamente condicionada? Si la respuesta a esa pregunta es afirmativa, «todo el cristianismo precedente queda privado de su fundamento, y ya no podemos pisar tierra firme» (30.04.44; RS 197). Pero esta constatación, que supuso para tantos una despedida del cristianismo, no tiene esas consecuencias para Bonhoeffer, pese a lo serio que suena el diagnóstico de un cristianismo «sin fundamento»: porque Cristo se asienta sobre todo en un a priori «humano», no necesariamente religioso. Cristo entonces «ya no es objeto de la religión» pero sigue siendo «algo muy distinto: Señor del mundo» (30.04.44; RS 198). Y es llamativo que todo este descubrimiento parece latir ya germinalmente en unas charlas dadas en Barcelona cuando fue vicario de la parroquia protestante, en 19288, y en las que Bonhoeffer había dicho que «Cristo no fue portador de una nueva religión, sino que es el portador de Dios». Y sacaba de ahí una conclusión que escandalizaría a más de uno: «de modo que, en cuanto camino imposible de los hombres hacia Dios, la religión cristiana es igual que las otras religiones» (42). Pues bien: de este primer diagnóstico brotan las dos preguntas que lanzará luego en sus cartas desde la cárcel: ¿cómo puede Cristo ser Señor de los no religiosos? Y si puede haber (y qué es) un cristianismo arreligioso. Estas preguntas nos obligan a hacer un paréntesis tratando de precisar en qué consiste esa «arreligiosidad» 9 y qué papel desempeña Jesucristo en esta especie de revolución. 4.1. ¿Qué religión? Karl Barth pasa por ser el primero que popularizó la distinción entre religión y fe. La primera designa todo esfuerzo del hombre por alcanzar él a Dios con sus fuerzas (morales o mentales), y Barth la rechaza comparándola con la torre de Babel, que no 213

pudo llegar hasta el cielo (y que, usando términos de la Carta a los Hebreos, no pasa de ser «esbozo y sombra»). La fe, en cambio, designa la donación libre y gratuita de Dios al hombre. Esta distinción puedo compartirla; pero no el presupuesto implícito del que parece partir Barth: las religiones de la tierra estarían en el apartado «religión», mientras que solo el cristianismo entra en el apartado «fe». Ese presupuesto niega, sencillamente, toda la acción universal del Espíritu de Dios más allá del Jesús terreno, a partir de su Resurrección, como si Dios tuviera una Palabra, pero no un Espíritu. El problema fereligión (como el problema gracia-obras) desborda los límites del mero cristianismo y engloba toda reflexión sobre las relaciones del hombre con Dios. Bonhoeffer, aunque pueda haber tomado la distinción de Barth y la intuición latente en ella, no habla en el mismo sentido que el suizo. Para él lo característico de la religión es hablar «de forma metafísica e individualista» (05.05.44; RS 201). Metafísica parece oponerse aquí a vida y designaría un tipo de relación con Dios limitada al campo del «saber y la explicación». Pero Bonhoeffer insiste en que la Biblia no habla de ese modo, porque Dios no es una respuesta a las preguntas que no sabemos (o todavía no sabemos) responder. Eso sería lo que Bonhoeffer llama «el dios tapa-agujeros», o «hipótesis de trabajo», o «introducido de contrabando» 10. A su vez, el individualismo, que podría aludir al «sentimiento de dependencia» de Schleiermacher, gira sobre todo en torno a la obsesión por la salvación mía personal (hoy casi desaparecida, como confirmación de que los seres humanos ya no son tan religiosos) y se contrapone a un factor que, para nuestro autor, es tan humano como teofánico o teológico: me refiero a lo que el Nuevo Testamento suele designar con la palabra koinonía: comunión. El cristianismo tiene casi más de experiencia de comunión que de experiencia de salvación individual. Me ha parecido importante hacer esta precisión conceptual, porque quizá nosotros, en el ambiente de hoy, tenderíamos a designar con la palabra «religión» todos los aspectos organizativos o institucionales de la relación con Dios y mirar la fe como el lado personal e individual de esa relación. Bonhoeffer no pensaba así: para él, el aspecto comunitario (tanto de la fe como de la existencia humana) es muy importante: su misma decidida conversión a esta tierra como «tierra de Dios» le impidió prescindir o escaparse de los seres humanos que la pueblan. Ello repercute, por ejemplo, en que, en su teología, la noción de «Iglesia» tiene más relieve del que suele tener en los teólogos protestantes y le aproxima muchas veces a modos de ver más católicos: él mismo llegará a confesar que su viaje a Roma le supuso una especie de «tentación» o de descubrimiento de la dimensión eclesial de la fe. Pero ya antes de eso, su tesis doctoral había sido un trabajo sobre la Iglesia, enmarcado en la categoría del Credo: sanctorum communio: comunión de lo(s) santo(s). 214

En realidad, las fronteras entre los dos conceptos de religión y fe parecen oscilar según la luz que proyectemos sobre ellos; pero, de todos modos, sí es posible adivinar aquí una distinción que podemos resumir con la intuición barthiana: el esfuerzo y el don. Lo que ocurre es que Bonhoeffer, mucho más humano en este momento y menos fideísta (o, si se quiere, más católico e integrador) que Barth, tampoco rechazará totalmente el primero de esos conceptos. Más bien, encuentra un paralelismo neotestamentario que le es útil para relacionarlos. Y es lo ocurrido en las iglesias paulinas con la circuncisión. Mensaje fundamental de Pablo fue que en el cristianismo no importa nada ni circuncisión ni incircuncisión, sino un nuevo modo de ser hombre (que puede convivir con ambas). Hoy ya no podemos hacernos cargo de lo que para los judíos que pasaron al cristianismo significaba la circuncisión: para nosotros es algo sin importancia o de utilidad meramente médica, pero para aquellos hombres englobaba toda su vida y su relación con Dios, en cuanto «señal de la alianza». La circuncisión era como la firma de un contrato o pacto con Dios. Aquellos primeros cristianos habían vivido y llegado a la fe desde un «a priori circuncidante»; pero debieron liberarse de ese a priori para ser verdaderos seguidores de Jesús. Pues ahora sucede lo mismo: la relación de la fe cristiana con la religión es que, en el cristianismo, no importa ni ser religioso ni no serlo, sino ser hombre de otro modo. Y Bonhoeffer da una razón que, a mi modo de ver, resulta tan difícil de entender como profunda y exigente: «el “acto religioso” siempre tiene algo de parcial; la “fe”, en cambio, es todo un acto de vida. Jesús no llama a una nueva religión, sino a la vida» (18.07.44; RS 253). 4.2. Consecuencia importante Esta observación me parece importante para situar el análisis sociológico de Bonhoeffer. Él no pretende acabar con la religión ni vaticinar su desaparición. Sabe, además, que ante su lenguaje, «quizá totalmente arreligioso, pero liberador y redentor como el de Cristo, los hombres se espantarán» (05.44; RS 210). Setenta años después de sus profecías, hemos vuelto a ver que, en los vaivenes clásicos de la historia, la religión pasa épocas de oscurecimiento y horas de amanecer (ahora estamos quizás en una de ellas), o coexisten simultáneamente mundos religiosos y no religiosos. La religión, por tanto, no es que vaya a desaparecer (la historia humana no es tan simple): continuará en forma de olas que van y vienen. Incluso en el mismo Bonhoeffer o en gentes que nos parecen menos religiosas podemos encontrar a veces formas de piedad «religiosas». Pero lo importante, lo decisivo, es que se abre una nueva forma «no religiosa» de ser cristiano que, además, quizás es más seria y profundamente cristiana que el cristianismo «religioso». De modo que, frente a esa forma moderna de espiritualidad que Metz denunció como «religión sin Dios», Bonhoeffer nos llevaría decididamente a un «Dios sin religión» como verdadera forma cristiana de espiritualidad. 215

Hoy es más fácil afirmar todo eso; pero en los primeros años, cuando Bonhoeffer comienza a ser conocido en la década de los sesenta, el simplismo norteamericano de muchos teólogos de la muerte de Dios facilitó una lectura de Bonhoeffer como si hablara de un cristianismo sin Dios. Todo lo contrario: decir eso es no solo no haberlo entendido, sino ni siquiera haberlo leído. Y no solo eso. Ello llevó también a una falsa traducción de la célebre cita bonhoefferiana de Grotius cuando habla de «vivir en el mundo “etsi Deus non daretur”» (16.07.44; RS 252). Ese latinajo fue leído muchas veces como si dijera quasi (como si), en vez de etsi (aunque). Pero la conjunción latina etsi no significa exactamente «como si», sino más bien «aunque» (Dios no existiera). En este segundo caso, sigue en pie todo lo que Dios significa para la consistencia de las cosas, mientras que en el primero más bien desaparece esa consistencia. En aquel se intenta decir que, v. gr., la ética tiene vigencia «aunque no exista Dios» (etsi ); en el otro, por el contrario (quasi ) se sugiere que la ética puede no tener vigencia alguna: de hecho, el impío al que tanto critican los salmos procede «como si Dios no existiera», no «aunque Dios no exista».

Bonhoeffer aclara aún más esta afirmación de Dios sugiriendo, para explicar su arreligiosidad, una comparación entre Jesús y Juan Bautista: este era un hombre religioso; Jesús, en cambio, no es un «hombre religioso», sino un hombre, sin más11. Y, como Jesús, el cristiano es, simplemente, un hombre (21.07.44; RS 257). Esta me parece la aportación fundamental de Bonhoeffer, a la cual intentaremos aproximarnos en lo que queda de capítulo. Se percibe aquí que el rechazo de la religión no tiene nada que ver con una negación atea de Dios: Jesús creía profundamente en Dios, y Bonhoeffer hace su experiencia no religiosa desde una profunda fe en Dios. La religión debe ser vista, simplemente, como un posible camino (pero no el único, ni quizás el mejor) para llegar a Dios y relacionarse con Él. Con ello, el cristianismo «no religioso» nos remite simplemente a Jesús, y esta habrá de ser nuestra siguiente sección. Pero antes quisiera destacar aún otro dato que me parece significativo para aclarar el concepto de religión: ya en la primera carta de las que analizamos, Bonhoeffer hablaba de ser «cristianos “arreligiosos-mundanos”» (RS 198), entrecomillando él esa expresión. El fin de la religión implica, pues, y muy seriamente, una vuelta de la fe cristiana al mundo. 4.3. La afirmación del mundo En contraposición con Juan Bautista, el hombre religioso que parece anunciar una destrucción del mundo pecador, Jesús anuncia un cambio de nuestro mundo (el «Reino de Dios»). Esto nos ayuda a retomar lo que ya insinué en la introducción: muchas formulaciones no religiosas (¡pero muy creyentes!) de Bonhoeffer son, curiosamente, cercanas a otras de Nietzsche. Como si hubiera aquí dos experiencias muy afines: una vivida desde la fe, y otra desde su negación. Un rápido apunte antes de cerrar esta sección.

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Para Nietzsche, el cristianismo impedía vivir plenamente la vida en este mundo12. Bonhoeffer, en cambio, escribe que solo aprendemos a creer viviendo plenamente la vida de este mundo (21.07.44; RS 258). También en una de las cartas a su novia María, publicadas más tarde por ella, escribe: «nuestro matrimonio será un “sí” a la tierra como tierra de Dios». Y en junio de 1944 escribía a su amigo: «el cristiano, al revés de los creyentes en los mitos de redención, no dispone de una última escapatoria de las tareas y dificultades terrenas hacia la eternidad: ha de apurar hasta el fin su vida terrena, al igual que Cristo» (27.06.44; RS 23613). El loco nietzscheano de La gaya ciencia (1882) podría decir esto mismo, con la diferencia de que, en su obsesión por apurar hasta el fin él solo la terrenalidad, el loco se siente perdido: como caminando por una nada infinita en un planeta sin sol, con un horizonte borrado14. Mientras que Bonhoeffer comenta que «solo así el Crucificado y Resucitado está con él». En la práctica pastoral es fácil encontrar a gente piadosa que se pregunta con la mejor voluntad (o pregunta a algún acompañante) qué puede hacer por el Señor. La forma de preguntar ya parece presuponer que se trata de hacer algo fuera o al margen del mundo. En realidad, la respuesta más general y más cristiana debería ser: vivir intensamente esta vida y esta realidad, pero desde los valores evangélicos, porque «solo en la plena intramundanidad de la vida aprendemos a creer» (21.06.44; RS 258). Algo de eso es lo que hizo Jesús15 . Y de semejante propuesta vale, paradigmáticamente, el aviso del Maestro: quien quiera venir conmigo, tome su cruz y acompáñeme... Y otra vez podemos añadir: Nietzsche también optó por vivir intensamente esta vida y esta realidad, pero desde «la absoluta inconsistencia de la existencia, cuando se trata de los supremos valores reconocidos y, por añadidura, de entender que no tenemos el más mínimo derecho a establecer un más-allá o un en-sí de las cosas que sea “divino”, que sea la personificación de la moral». O, en todo caso, desde unos valores totalmente a recrear, porque «los supremos valores se devalúan: falta el fin, falta la respuesta a la pregunta “¿para qué?”» 16. Eso es lo que Nietzsche denomina «nihilismo». Bonhoeffer, en cambio, no percibe en la realidad del mundo una inconsistencia, sino una compleja multiplicidad, dispersa y disonante; pero esa multiplicidad puede encontrar en Cristo su melodía aglutinadora: el «cantus firmus» que puede convertirla en una verdadera polifonía (20 y 21.05,44; cf. RS 212-14). Resumamos, para cerrar toda esta reflexión sobre la religión: si, frente a las pretensiones postmodernas de una «religión sin Dios», Bonhoeffer intentó vivir un Dios sin religión, ello no significa en mo-do alguno una fe individualista, sino al revés: una fe profundamente comunitaria. Y significa también un «sí» a esta tierra como tierra de 217

Dios. Nos queda ahora mostrar, en la sección siguiente, cómo eso es lo que Bonhoeffer ha aprendido en Jesús de Nazaret y en el Dios revelado en él.

5. Significado de Jesucristo Ya los primeros intérpretes de Bonhoeffer, como Bethge en su monumental biografía y G. Ebeling17 , comprendieron que, en realidad, «interpretación no religiosa» es casi lo mismo que «interpretación cristológica». Lo cual nos lleva necesariamente a esta nueva sección, que intentará ponerlo más de relieve. «Jesucristo es el centro de la vida, pero no ha venido en modo alguno para resolvernos cuestiones sin solución» (29.05.44; RS 218). Ahora bien, es tan centro de la vida que «la mejor exégesis cristológica» del Cantar de los Cantares es, para Bonhoeffer, «leerlo realmente como un canto de amor terrenal» (02.06.44; RS 220). La segunda de las dos charlas antes aludidas, que dio Bonhoeffer en Barcelona con solo 22 años, se titulaba, significativamente, «Jesucristo y la esencia del cristianismo». Allí comienza denunciando que, para la mayoría de los cristianos, Cristo no significa nada definitivo que marque del todo nuestras vidas: podemos construirle una iglesia, pero nosotros seguimos «viviendo en nuestra casa» (27)18. 5.1. Cristocentrismo y puesta del revés Ante esa constatación, Bonhoeffer proclamaba que el centro de nuestras vidas «ha de conectar con la exigencia de Cristo de ser Él la revelación de Dios» (28). El artículo «la» va subrayado en el original, y ello es bien significativo, pues es posible que confesemos a Jesucristo como Dios, pero no como Su revelación única. Esta centralidad concede a Cristo, según Bonhoeffer, una importancia y una «perentoriedad absoluta». Y, por tanto, aquel que no se ha planteado seriamente la exigencia de totalidad del seguimiento de Cristo «sería mejor que no intentara mezclar sus asuntos con el cristianismo» (ibid.). Jesús como exigencia de totalidad, perentoriedad absoluta, revelación única de Dios... Sorprende esa radicalidad en un muchacho de 22 años y en una época en que la figura de Jesús parecía evaporarse con el «tsunami» de la crítica histórica. Se adivina aquí una reacción contra Bultmann, igual que antes hablábamos de una reacción contra Barth. Pero Bonhoeffer ya había comprendido que, más allá de lo que la ciencia pueda encontrar (o sospechar) de no histórico, de redaccional o hasta de influjos exteriores al cristianismo en los evangelios, estos ofrecen una sorprendente interpretación de la vida. Tan nueva que aquel joven vicario se atrevía a decir que «todos los valores tradicionales parecen hundirse y ser vueltos del revés» (36).

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En las cartas de la cárcel volveremos a encontrar esa expresión de «los valores vueltos del revés». Aquí, Bonhoeffer pone algunos ejemplos de ello: encontramos en los evangelios esa paradoja constante que queda fuera de la investigación crítica: el contraste entre «la dureza terrible de la exigencia de Jesús» y el hecho de que no se dirige «a los ascetas o héroes morales», sino más bien a «grupos de personas que no satisfacen el cumplimiento de esas exigencias: los niños y los moral y socialmente más pequeños y humildes» 19. En la historia de la humanidad, Jesús viene a ser algo así como «el descubridor de los niños» (36)20. Otro ejemplo, también de Barcelona: ya en Jesús descubrimos «una refutación profunda del culto que va ligada a su presencia humana individual y personal» (33). Me parece un buen ejemplo, porque es significativo que Mateo ponga precisamente en labios de Jesús la frase de Oseas 6 («quiero misericordia y no culto»), haciendo que Jesús esgrima esa frase ante los hombres más religiosos de su tiempo (los fariseos) y, además, de forma polémica: «andad y aprended lo que eso significa», o «si hubieseis aprendido lo que significa...» (Mt 9,13 y 12,7). Todo ello implica sencillamente, para aquel joven vicario, que «el camino religioso de los hombres hacia Dios, emprendido por ellos mismos, solo conduce al ídolo de nuestros corazones, creado según nuestras propias ideas. No hay conocimiento ni moral ni religión que nos lleve a Dios: también la religión es parte de nuestra carnalidad, como dijo Lutero» (37)21. Esa sorprendente interpretación de lo religioso proviene de «la idea radicalmente nueva de Dios que tiene Jesús» (37). Cuando luego, en las cartas de la cárcel, lance su conocida proclamación: el Dios que se revela en Jesús «es la inversión de todo lo que el hombre religioso espera de Dios» 22, estará en continuidad con aquel joven vicario de Barcelona que enseñaba que «Cristo habla exclusivamente del camino de Dios hacia los hombres, no del camino humano hacia Dios» (38), aunque podamos quizá decir que la cárcel le ayudó a sacar las últimas consecuencias de aquellas expresiones de su juventud. Confieso que, casi siempre que leo algunas de las frases citadas, me viene a la memoria la célebre y profunda «boutade» de Nietzsche: «cristiano solo ha habido uno en la historia, y ese murió crucificado» 23. Y esta afirmación tan rotunda me lleva siempre a esta otra de las cartas de Bonhoeffer: «En esta época turbulenta continuamente olvidamos la razón por la cual, de hecho, vale la pena vivir. Creemos que porque tal o cual persona viva, también tiene sentido que vivamos nosotros. Pero la realidad es esta: si se consideró que la tierra era digna de albergar al hombre Jesucristo, entonces, y solo entonces, tiene sentido que nosotros, los hombres, vivamos. Si Jesús no hubiese vivido, entonces nuestra vida –a pesar de todos los hombres que conocemos, honramos y amamos– estaría falta de sentido» (21.08.44; RS 273).

Sería bueno que nos preguntáramos si nosotros, creyentes de la secularidad, aceptaríamos tal cual este párrafo. Porque eso puede ser muy importante a la hora de 219

afrontar el mundo no religioso. 5.2. La paradoja más reveladora Pero lo que da a Jesucristo ese carácter tan decisivo no es una especie de divinidad resplandeciente, en la línea del «theios anḗr» (hombre divino) de los griegos24. Al revés, en su curso de Cristología había afirmado Bonhoeffer que en Jesús... ... Dios «entra en el mundo de tal modo que se esconde en él, en la debilidad, hasta el punto de no ser conocido como Dios-hombre. No entra con las vestiduras reales de una “forma de Dios”. La demanda que presenta como Dios-hombre debe provocar antagonismo y hostilidad. Permanece incógnito como un mendigo entre mendigos, un descastado entre descastados, desesperado entre los desesperados, muriendo entre los muertos... En su muerte no manifiesta ninguna de sus propiedades divinas. Al contrario: todo lo que vemos es un hombre dudando de Dios y acabándose. Sin embargo, de ese hombre decimos que era Dios... Lo cual significa que la forma de escándalo es la que abre el espacio de posibilidad de la fe en Cristo. La forma de humillación es la forma de Cristo para nosotros»25.

Pero en otra ocasión, también en Barcelona, ya había dicho Bonhoeffer que ese grito de abandono de Jesús significa que «la eterna voluntad del amor de Dios no abandona al hombre ni siquiera allí donde este está a punto de desesperar por el abandono de Dios» (41). Aquí deberíamos hacernos otra pregunta igual a la anterior sobre nuestra reacción ante ese párrafo. Pues, por paradójico que parezca, y aunque no se explicite tanto, este es el punto de la cristología que más duro ha de resultar para nuestra Modernidad: lo que predica el cristianismo, según aquel joven vicario alemán, es «el valor infinito de todo lo que aparentemente no tiene valor y la falta de valor de lo que parece valer mucho» (39). Luego veremos que eso no desautoriza los esfuerzos de nuestra Modernidad, sino al revés: los inmuniza. Porque conecta con esta otra expresa reacción contra el platonismo griego: «no es el cuerpo lo malo, sino la voluntad, el espíritu. Es decir: es precisamente el alma humana la que es mala y sede del mal» (39). 5.3. El hombre para los demás Como síntesis hegeliana entre los dos apartados anteriores (la centralidad y la paradoja de Jesucristo), brota de aquí la célebre definición de Jesús o el nuevo título cristológico laico que aporta Bonhoeffer: Jesús, el hombre para los demás: «¡Este ser para los demás de Jesús es la experiencia de la Trascendencia!» (julio 44; RS 26626). Tenemos aquí una definición no religiosa de la divinidad de Jesús, síntesis de los otros dos textos citados, cercana a la definición paulina de Jesús como «el hombre definitivo» (= último Adán), que deriva de algo de lo que Bonhoeffer estaba muy convencido: «el encuentro con Jesús significó la inversión de todas las valoraciones humanas» (30.06.44; RS 239). O también: «en el encuentro con Jesús se produce una inversión de toda existencia humana por el hecho de que Jesús “no existe sino para los demás”» (julio 44; RS 266). 220

Para confirmar eso estadísticamente, fijémonos en quiénes son los que en los evangelios son bendecidos y quedan bien (enfermos y excluidos sociales) y quiénes son los que se ven contradichos y desautorizados (los ricos y los poderes religiosos). Esta coincidencia estadística escapa a todo lo que suele examinar la crítica histórica. La cristología posterior ha hablado de la «pro-existencia» de Jesús (H. Schürmann, J. Sobrino) como forma de definir su divinidad desde su humanidad, y no al margen o por encima de ella, en el sentido de aquella frase feliz de L. Boff: «así de humano solo puede serlo el mismo Dios». Ello permite comprender también algo muy importante y que nos acerca a la preocupación bonhoefferiana de un «Cristo Señor de los no religiosos»: el seguimiento de Jesús es para todos los hombres, incluso para aquellos que no creen en Él como el Cristo de Dios. Porque ese seguimiento muestra el camino de lo humano, es una llamada a la humanización, puesto que en todos nosotros late algo de ese «ser para» y, tal como afirmará Mt 25, en ese ser-para nos encontramos con Dios aunque no lo sepamos. Por eso hay que afirmar que la definición de Jesús como «hombre para los demás» no es para Bonhoeffer un reduccionismo del cristianismo a una especie de mundanidad inocente, sino un título cristológico: es más bien un «estar con Dios en su pasión» (09.06.44; RS 244)27 . Por eso, «nuestra relación con Dios no es una relación “religiosa” con el ser más alto, más poderoso y mejor que podamos imaginar (lo cual no es la auténtica trascendencia), sino una vida nueva en el “ser para los demás”, en la participación en el ser de Jesús» (julio 44; RS 266). Se confirma así la revolución en la idea de Dios a partir de Jesús, tantas veces aludida por Bonhoeffer. Y se comprende, además, la importancia que tiene para Bonhoeffer lo que él llama «Diesseitigkeit» («aquendidad», si se me permite el neologismo). El cristianismo y el Dios cristiano no son un mensaje para el más-allá (aunque también), sino un mensaje para este más-acá. O, mejor: siendo un mensaje para el más acá es como son un mensaje para el más-allá: «la esperanza cristiana en la resurrección se diferencia de la esperanza mitológica por el hecho de que remite al hombre, de un modo totalmente nuevo y aún más tajante que el Antiguo Testamento, a su vida en la tierra» (27.06.44; RS 236). Ello es debido a que Cristo estructura esta realidad; lo cual implica una aceptación rotunda de la mundanidad, a la vez que el rechazo de nuestra mundanidad barata. Otra vez encontramos aquí una afirmación de tonos nietzscheanos, pero leídos muy de otra manera: «Dios –había escrito Nietzsche– es la fórmula para cualquier denigración del más-acá, para cualquier mentira del más-allá! ¡En Dios se diviniza la nada, se canoniza la voluntad del no-ser...!» 28. Bonhoeffer escribirá, al revés, que «durante estos años he aprendido cada vez más a ver y comprender la profunda intramundanidad del cristianismo» (21.07.44; RS 257), y que «solo en la plena intramundanidad 221

(Diesseitigkeit) de la vida aprendemos a creer»: porque, en Cristo, «Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios» (RS 258)29. Esa religión, que olvida este más-acá para atender solo al más-allá (lo que Nietzsche llamaba agudamente «platonismo para el pueblo»), es leída por Bonhoeffer como una huida de la Cruz. Creo que hay aquí una intelección de la cruz mucho más seria que la del mortificacionismo expiatorio católico. De ahí su obsesión por «hablar mundanamente de Dios» (30.04.44; RS 198), por hablar de Dios «no en los límites, sino en el centro; no en las debilidades, sino en la fuerza; esto es, no a la hora de la muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre» (RS 198-199); con el añadido, quizá discutible o matizable pero no rechazable sin más: «en los límites me parece mejor guardar silencio y dejar sin solución lo insoluble» (ibid.)30. 5.4. Seguimiento Desde este título cristológico se comprende por qué, en el esbozo de libro que traza en una de sus últimas cartas, Bonhoeffer intitula así la eclesiología: «La Iglesia solo es iglesia cuando existe para los demás» (julio 44; RS 267). Es muy probable que las resistencias encontradas después por el mensaje de Bonhoeffer no se debieran propiamente a su contenido, sino a las exigencias de reforma que suponía para las iglesias. Algo parecido a lo que, a mi entender, ocurrió con las resistencias encontradas por la teología de la liberación. Desde esta visión de Jesús como hombre para los demás se comprende también lo que dije al comienzo de esta sección: el seguimiento de Jesús es para todos los hombres, cristianos o no, creyentes o increyentes. Así puede Cristo ser Señor de los no religiosos (incluso de los no creyentes), y por eso Bonhoeffer hablará tranquilamente de un «cristianismo inconsciente» (27.07.44; RS 260), anticipando quizá la posterior expresión rahneriana del «cristianismo anónimo». Y, para cerrar este apartado, resulta curioso el relieve que recobra en estos contextos aquella frase medio desesperanzada con que concluía A. Schweitzer su crónica de la investigación crítica sobre la vida de Jesús a finales del siglo XIX y que citamos ya en el primer capítulo: al final, casi lo único que ha quedado es que Jesús era «el desconocido que dice: “Sígueme”». Aunque hoy podamos decir que queda algo más, este primer balance no debemos desestimarlo. Como resumen podemos decir que de semejante visión de la cristología brota esta llamativa conclusión que nuestro autor ya había atisbado también en sus charlas de Barcelona, sin percibir quizá toda la carga que podía contener: «por paradójico que parezca, el mensaje cristiano es básicamente amoral y arreligioso» (38). Aquí se ve la importancia de la cristología en toda la revolución de Bonhoeffer. ¿Por qué, entonces, no iba a poder buscar un cristianismo no religioso? 222

6. Confirmación: la Ética como cristología Bonhoeffer tenía entre manos una magna obra que debía titularse Ética y que dejó sin concluir. Su amigo y editor, E. Bethge, hubo de prepararla para ser publicada posteriormente. Pese a dicho carácter fragmentario, se percibe con facilidad que aquello no es lo que nosotros llamaríamos una «ética», sino que es propiamente una cristología o, mejor, un tratado sobre las consecuencias de la encarnación de Dios y sobre la configuración del hombre con Cristo. Quizá por eso no se cansa de repetir allí que no habla de un bien abstracto ni de un hombre abstracto, sino del hombre real y de esta realidad; y que «la razón por la que nosotros debemos vivir como hombres reales y debemos amar al hombre real que está junto a nosotros reside una vez más, exclusivamente, en la encarnación de Dios, en el insondable amor de Dios al hombre» 31. Esa encarnación es la que da lugar a «la pretensión de totalidad y exclusividad, de Cristo32». Al acercarse al hombre real, concreto, y no a principios abstractos generales, parece resonar en cada página la norma agustiniana: «ama (como Cristo) y haz lo que quieras»: porque a Cristo «no le preocupó el saber “si la máxima de una conducta se puede convertir en el principio de una legislación universal” (Kant), sino si mi conducta actual ayuda al prójimo a ser un hombre ante Dios» (E 90). Por eso, aunque algunas cosas de esa ética puedan ser matizables, porque parece muchas veces que habría sido mejor titularla «Ética desde las situaciones-límite» (la Alemania de Hitler desde la que él escribe), no deja de tener razón Ll. Duch cuando escribe que para Bonhoeffer «la única norma ética es Cristo viviente en cuanto revelación de Dios» 33. Y el punto que quiero destacar es que de aquí parece haber brotado la actitud positiva de Bonhoeffer ante el mundo no religioso, ante este mundo que (dicho a lo Nietzsche) ha matado a Dios, pero que no por eso deja de estar marcado por Dios y su gracia. Bonhoeffer intenta evitar tanto la actitud que él llama «radicalismo» (la condena del mundo) como la que califica de «componenda», porque solo sabe aceptar el mundo y la mundanidad alejando a Dios, tanto si cree en Él como si no. Frente al radicalismo moralista y frente a la componenda superficial, Bonhoeffer arguye que «Cristo no es radical» (en el sentido dicho), pero también que «Cristo no hace compromisos». En lugar de ambas posturas, está «la realidad de Dios y del hombre» (E 137), en la que «lo Último se ha hecho real»: tanto «como juicio de lo que precede al fin» cuanto «como gracia para lo que precede al fin» (E 140). Por consiguiente, tanto el mundo no religioso como el religioso están, a la vez, bajo el juicio y bajo la y gracia34. No vale la pena alargarnos más en esta sección, que requeriría mucho espacio. Solo señalaré, antes de cerrarla, que de ahí parece brotar la gran importancia que tiene para 223

Bonhoeffer el que él llama «mandamiento concreto»: Dios no se relaciona con los hombres por leyes universales, y el contacto con Él puede marcar a cada hombre un camino concreto. Lo que hay que buscar es «cuál es la voluntad de Dios; qué es lo correcto en una situación dada; qué agradaría a Dios» (E 44). Y ello me sugiere un pequeño apéndice a esta sección, dado que en el anterior capítulo hemos hablado de san Ignacio.

*** APÉNDICE: BONHOEFFER E IGNA CIO DE LOY OLA Esta visión, fundamental en la Ética de Bonhoeffer, resuena también, curiosamente, en Ignacio de Loyola, para quien también Jesucristo es absolutamente central en su visión de la vida. Pondré solo un par de ejemplos. En los Ejercicios, Ignacio insiste mucho en que el director no ha de decir al ejercitante qué es lo que este tiene que hacer: ha de procurar ponerlo en contacto con Dios, y Dios ya le comunicará su voluntad35 . También creo ver una confluencia en la importancia que da Ignacio a la laicidad y a la autonomía del mundo, como muestra aquel consejo ignaciano de confiar «como si todo dependiese solo de Dios» y trabajar «como si todo dependiese solo de mí» (sea cual sea la versión exacta de la máxima). La aquendidad de que hemos hablado como fundamental en la fe de Bonhoeffer puede tener un paralelismo perfecto en el consejo que da Ignacio a la salida de los Ejercicios: «considerar cómo Dios trabaja» (EE 236): descubrir a Dios cuando ves al médico interesarse y tratar cariñosamente al paciente; cuando ves a unos padres preocupados por educar a su hijo del mejor modo posible; cuando sientes que el amigo se interesa sinceramente por ti, o tú te interesas del mismo modo por él... Ahí es posible sentir a Dios muy presente, sin necesidad de ir a buscarlo en un templo para pedirle que intervenga en un mundo donde ya está trabajando, pero sin interferir con nosotros. Aún cabría mostrar otros puntos de coincidencia36, pero solo quisiera destacar un detalle histórico que puede hacer comprensible esta cercanía. Los Ejercicios, dejados todos los preámbulos previos, comienzan con las palabras «el hombre», mientras que la Confessio Augustana (lo que sería el credo luterano), dejando la parafernalia previa dirigida el emperador, comienza con la palabra «Dios». Pero luego resulta que los Ejercicios reposan sobre el trípode «pecado-misericordia224

Escritura», bien atractivo para cualquier luterano. Mientras que el luteranismo encarará la Modernidad naciente de forma mucho más humana y más respetuosa (a veces casi temeraria) que aquel catolicismo decimonónico que creería que Jesús era Dios, pero nunca creyó que Jesús revelaba a Dios. Las posibilidades de encuentro entre Ignacio y Bonhoeffer pueden estar latentes en esos detalles. Ello se refleja también en la importancia que dan ambos al seguimiento. Si ya he insinuado que la Ética podría haber sido intitulada mejor como «espiritualidad cristológica», esto permite entender el relieve que en toda la vida y el pensamiento bonhoefferiano tiene el seguimiento de Jesús, lo cual hace muy comprensible su pregunta sobre «cómo puede Cristo ser Señor de los no religiosos». Nada de extraño, pues, que otra de las obras más leídas de Bonhoeffer se titulara precisamente Seguimiento37 . A su vez, toda la segunda semana de los Ejercicios ignacianos está estructurada como una llamada al seguimiento, mientras que tanto los coloquios de algunas meditaciones como la tercera semana que sigue ponen de relieve que ese seguimiento tampoco es una gracia barata.

7. Balance: un cristianismo laico y comprometido ¿Qué brota de todo lo que llevamos expuesto? Pues lo que dice el título dado a esta sección: una forma «laica» de vivir la fe en Dios y en Jesucristo, totalmente volcada hacia ese mundo sufriente y a la necesidad de construirlo como «reino de Dios»; pero de un Dios que no busca el culto y las construcciones intelectuales de los hombres, sino la misericordia. Puede ser momento de destacar que algo muy parecido fue la intuición madre de la teología de la liberación, aunque esta naciera en un mundo mucho más «religioso». Por eso es paradójico que se la acusara de reduccionismo, cuando estaba más bien centrándose en la entraña del cristianismo: «estar con Dios en su pasión... y sufrir con Dios en el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios» (18.07.44; RS 253). Lo que Bonhoeffer diría hoy a muchos eclesiásticos piadosos y religiosos que anatematizaron esa teología es: «¿No habéis podido velar una hora conmigo?» (18.07.44; RS 253). Porque, curiosamente, Bonhoeffer se atreve incluso a pensar que «el mundo adulto está más sin Dios y, quizá precisamente por esta razón, está más cerca de Dios de cuanto lo estaba el mundo menor de edad» (18.07.44; RS 254). Ese misterioso contraste entre cercanía de Dios y ausencia de Dios, que solo se ilumina desde el misterio de la Cruz. Bonhoeffer no pretendió anunciar una novedad que acababa con todo lo demás; pero creo que su mensaje ha ido adquiriendo un significado muy importante para nosotros hoy. En los años posteriores a su muerte, a la vez que se han cumplido muchas de sus previsiones sobre la marcha del mundo, sigue habiendo corrientes «religiosas» que 225

buscan a Dios en la metafísica y el individualismo (en la explicación filosófica y la salvación personal). No se trata de arrumbarlas, sino de hacer sitio a las nuevas: la iglesia primera no prohibió la circuncisión, pero sí se negó a que se impusiera como único camino. Cada camino puede tener sus horas. Más aún, quizás todo encuentro personal con Dios pasa por un esquema parecido al bíblico: hay unas primeras «alianzas» (que conllevan sus promesas o sus «circuncisiones»...) hasta llegar a la alianza definitiva, que no tiene carácter de contrato, sino de don gratuito. No sé. Pero siempre me pareció un gran acierto que la Iglesia primera tampoco renegara del Primer Testamento, a pesar de la novedad del Nuevo y de lo caduco de algunas páginas de aquel. De hecho, la inculturación «religiosa» del cristianismo puede ser útil para un diálogo con otras cosmovisiones, científicas o religiosas. Pero sí creo que habría que dar un espacio más importante al mensaje de Bonhoeffer como el más específicamente cristiano. Y que la teología del futuro debería recoger mucho más ese legado de tres grandes profetas del siglo pasado, muertos prematuramente y que ellos no pudieron desarrollar: Dietrich Bonhoeffer, Simone Weil y Etty Hillesum. También creo que de esta gran visión del cristianismo se siguen dos consecuencias importantes: una afecta a nuestra visión del mundo, y otra a la Iglesia: 7.1. Modernidad y Dios Se vuelve así comprensible el drama de nuestro mundo moderno. La Modernidad nace contra Dios (en parte, por culpa de la Iglesia) y acaba experimentando que no se sostiene sin Dios, porque tiene en Él sus más hondas raíces. Pero la solución a este fracaso no puede ser en modo alguno una postmodernidad que comenzó presentándose como «modesta» y ha acabado siendo «líquida», por usar el expresivo adjetivo de Z. Bauman. La única salida a esta aporía de nuestra hora histórica es una profunda crítica a la Modernidad, pero hecha desde dentro de ella misma, como reclama más de un teólogo cristiano (Metz, por ejemplo) y como intentaron hacer los representantes de la primera generación de la Escuela de Frankfurt. No hay ahora tiempo para este tema, que da mucho de sí. Me permito simplemente remitir, como ejemplo expresivo, a la trayectoria del periodista J. Guillebaud38, quien recupera el cristianismo, no por razones metafísicas ni místicas, sino como único camino para salvar la Modernidad. Y por el lado opuesto al desencanto religioso ante la Modernidad, destacaría que la búsqueda actual de una «espiritualidad sin religión» me parece un síntoma de algo parecido. Pero, como escribí en otro lugar, es de temer que, si no ha pasado por Cristo en el sentido aquí visto, pueda ser objeto de las críticas de Feuerbach y Marx: «el hombre hace esa espiritualidad; esa espiritualidad no hace al hombre».

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Vale la pena destacar, por eso, que la revolución de Bonhoeffer de ninguna manera aboca a una especie de «cristianismo líquido», en el sentido en que Bauman habla de una «Modernidad líquida». Al revés: su cristianismo resulta bien centrado, muy sólido y con unas líneas claras de identidad. Lo que no obsta para que pueda ser un cristianismo sumamente abierto. Esta es su tarea. Y para esa tarea habría que destacar un olvido de Bonhoeffer que hoy conviene criticarle, aunque sea un olvido compartido con casi toda la tradición teológica occidental: me refiero al olvido del Espíritu Santo. La fuerza que nos permite reconocer a Dios en el mundo sin Dios es el Espíritu; el que permite que lo sólido se difunda universalmente, sin por ello liquidarse, es el Espíritu; el que nos sostiene en esa entrega a la novedad de la historia es el Espíritu «derramado sobre toda carne». Nuestro autor no negaría eso, por supuesto; pero creo que está poco explicitado en sus apuntes. Por eso se le ha acusado de un cierto «cristomonismo» que sería peligroso, porque acaba anquilosando la necesaria solidez y convirtiendo el seguimiento de Jesús en mera mímesis de un momento histórico, en lugar de ser un seguimiento creativo. Eso puede corregirse, y así, a la vez, daríamos un fundamento trinitario a toda la intuición de Bonhoeffer: por la encarnación de Cristo hemos sido engendrados como hijos de Dios; ese es nuestro origen, pero queda a nuestras espaldas: Cristo se ha ido, y caminamos sin Él. Pero caminamos con el Espíritu de Dios, que es el don de Jesucristo y acompaña nuestro presente. Ese origen crístico y ese caminar pneumatológico nos orientan y nos abren hacia el futuro del Padre: el Misterio desconocido ante quien vivimos y hacia quien nos dirigimos. De este modo, el cristiano vive sin Dios, con Dios y ante Dios: las tres delimitaciones que daba Bonhoeffer para el mundo no religioso. La Trinidad es, así, lo que convierte al cristianismo en «la religión del fin de la religión». Repito que Bonhoeffer no negaría nada de esto (pues resulta más bien una ayuda para sus tesis). Pero hoy conviene subrayarlo más, porque la pneumatología sigue siendo la gran asignatura pendiente de nuestra teología. 7.2. Iglesia y seguimiento A partir de esta crítica de olvido del Espíritu, pienso que se entiende mejor el segundo punto que quería destacar y que se refiere a la Iglesia. Ya en la primera de las cartas comentadas insinuaba Bonhoeffer la pregunta de «cómo somos ek-klesía (= los que son llamados) sin considerarnos unos privilegiados en el plan religioso, sino más bien como perteneciendo plenamente al mundo» (30.04.44; RS 198). El paso por la cristología dará también una respuesta a esa pregunta, que se encuentra en las palabras escritas por Bonhoeffer para el bautizo del primer hijo de su interlocutor: «Nuestra iglesia, que durante estos años solo ha luchado por su propia subsistencia, como si esta fuera una necesidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a

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los hombres y al mundo. Por esta razón, las palabras antiguas han de enmudecer, y nuestra existencia de cristianos solo tendrá en la actualidad dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres. Todo el pensamiento, todas las palabras y toda la organización en el campo del cristianismo han de renacer partiendo de esta oración y esta actuación cristianas» (mayo 44; RS 210).

La profunda eclesialidad de Bonhoeffer no es, pues, un entusiasmo acrítico, sino reformador. Los cristianismos religiosos tienden a ser en este punto más «fundamentalistas» y menos reformadores. La experiencia de la iglesia protestante y la militancia de Bonhoeffer en la iglesia confesante lo atestiguan. Pero este tema de la eclesiología bonhoefferiana ya no cabe aquí y merecería un estudio mucho más reposado. Aquí me limito a citar otro texto espléndido y programático para hoy: «La Iglesia ha de colaborar en las tareas profanas de la vida social humana, no dominando, sino ayudando y sirviendo. Ha de manifestar a los hombres de todas las profesiones lo que es una vida con Cristo, lo que significa “ser para los demás”» (julio-agosto 44; RS 267).

Pero, dicho esto, conviene destacar y recuperar la profunda eclesialidad del cristianismo de Bonhoeffer, que brota de su visión comunitaria de la fe. Una eclesialidad lo más universal posible: la Sanctorum communio (título de su primera obra, eclesiológica) de ningún modo se reducía para él a una «amicorum communio», como quizá nos amenaza hoy a nosotros39.

8. Conclusión: la experiencia de Bonhoeffer y la Carta a los Romanos Dado que Bonhoeffer alude en alguna ocasión a Pablo, quisiera cerrar este capítulo desarrollando unos puntos de entronque con el mensaje de la Carta a los Romanos, que me parece ser el siguiente: a) Tanto la irreligión como la religión (la inmoralidad o la moralidad) no realizan al hombre, sino que lo llevan a un callejón sin salida (cc. 1-2). La única salida para la auténtica humanización (= justificación) del ser humano es la fe en el amor que Dios le tiene (cc. 3-4) y que se ha revelado en Jesucristo (c. 5). Esta revelación traslada al ser humano a un nuevo «régimen» en el que está liberado de la ley (de la moral) y del pecado en la dimensión más honda de sí, aunque todavía no en su dimensión más superficial; por eso la vida del hombre justificado es tantas veces agónica, aunque no por ello está bajo ninguna condena (cc. 6-7), sino que cuenta con la ayuda del Espíritu para esa lucha. Y Pablo puede cerrar esta primera parte cantando: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Nada nos podrá separar del amor de Dios» (c. 8). (Sigue un largo paréntesis-digresión sobre el destino del pueblo judío ante Dios, donde el mayor crítico del judaísmo dice las mayores cosas a favor de los judíos. 228

Tras él, vuelve Pablo al desarrollo de la carta sacando, las consecuencias de la primera parte) b) Los creyentes en Jesucristo han sido trasladados a un régimen nuevo, donde solo obliga el amor, porque en él confluyen todos los mandatos válidos de la ley antigua (c. 13). Por eso los cristianos no solo han de mirar a todos como hermanos (hacia fuera), sino que (hacia dentro) han de sentirse como «miembros de un mismo cuerpo», con todas las exigencias de solidaridad, armonía y atención al sufriente que se dan en el cuerpo humano (c. 12): porque «tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor» (14,8). Esos cuatro últimos capítulos dan vueltas a estas dos ideas centrales con algunas concreciones y aplicaciones. Si nos fijamos bien, este resumen paulino tiene una gran proximidad con lo expuesto aquí de Bonhoeffer: arranca del que cabe llamar «rechazo de la religión» en los capítulos 2 y 3; y termina con una afirmación global del señorío de Jesús. Por eso me ha parecido que valía la pena concluir así.

*** APÉNDICE: DE F. NIETZSCHE A D. BONHOEFFER Entre 1884 y 1888, en Turín, Nietzsche escribe el siguiente poema, presentado como «quejas de Ariadna»: «¡No!. ¡Vuelve otra vez! ¡Con todos tus suplicios! Mis lágrimas corren hacia Ti su carrera, y para ti se enciende en mi corazón la llama postrera. ¡Oh, vuelve atrás, mi Dios desconocido, ¡dolor mío!, ¡mi última felicidad!» 40. El núcleo del mito antiguo es que Ariadna, enamorada de Teseo, ayuda a este a salir del laberinto de Creta tras matar al minotauro que devoraba hombres, y huye con él; pero luego Teseo la deja abandonada en una playa. El joven Nietzsche había aplicado este mito a la mujer de Wagner, Cósima, que de alguna manera fue una liberación para él, aunque nunca pretendió seducirla. Ahora, en este poema, parece que Teseo es el 229

mismo Dios a quien Nietzsche cree haber sacado del laberinto de la mentira (matándolo) y que luego tampoco vuelve a él. El poema me parece precioso: no sé qué calificación merecerá Nietzsche como filósofo, pero creo que como literato habría sido digno de un premio Nobel. Pero el hecho es que ese Dios no viene, quizá porque Nietzsche ya no sabía ni podía saber que no era Dios el que tenía que volver a él, sino que él debía abandonar la dirección de su carrera. Ahora comparémoslo, bien sea con el conocido poema de Bonhoeffer «Cristianos y paganos» (en RS 244), no tan bello literariamente, por mucho más conceptual, y que no citaré aquí porque es más largo. O bien con esta otra estrofa del mártir alemán escrita meses antes de ser ahorcado por los nazis, en un poema titulado «Estaciones en el camino hacia la libertad», compuesto cuando ya la anhelada libertad parecía que tampoco iba a venir, y comienza a dibujarse en su horizonte la temida e injusta realidad de la muerte: «Solo un instante rozaste feliz la libertad. Luego la entregaste a Dios para que Él la perfeccione magníficamente. Ven ya, fiesta suprema en el camino hacia la eterna libertad. Muerte: abate las molestas cadenas y murallas de nuestro cuerpo perecedero y de nuestra alma obcecada, para que al fin avizoremos lo que aquí se nos niega contemplar. Libertad: te buscamos largo tiempo en la disciplina, la acción y el sufrimiento. Al morir te reconocemos en persona en la faz de Dios». (21-07-44; RS 259). Dios identificado con la libertad, en lugar de matado para obtenerla. Y la radical y nietzscheana mundanidad de Bonhoeffer, no como puerta que cierra, sino como puerta que abre al más allá de Dios. Sin Dios y sin religión, pero ante Dios y con Dios.

[*]. Charla pronunciada en Madrid en el curso de la Fundación Santa María, dedicado a «Maestros y Testigos». 1. Citaré las cartas desde la cárcel con las siglas RS (Resistencia y Sumisión), añadiendo la fecha de la carta y la página de la edición renovada de Sígueme en 1983, aunque en algún punto me guste más la traducción de las ediciones anteriores. Por eso me permitiré algunos cambios mínimos en mis citas. Los subrayados son siempre míos, salvo indicación en contra. 2.

Presentación de D. Bonhoeffer. Recogido más tarde en La teología de cada día, (cita en 218). La obra antes citada de Gauchet fue traducida al castellano por ed. Trotta en 2005.

230

pp. 199-240

3. Me pregunto si Nietzsche suscribiría la oración del ateo compuesta por Unamuno en un soneto que concluye: «Sufro a tu costa / Dios no existente, pues si Tú existieras / existiría yo también de veras». Comparar esta oración con el poema de Nietzsche que citaremos en la conclusión de este capítulo. 4. Cf. Dios castellana.

que viene al hombre,

sobre todo en el primer volumen de los tres que componen la versión

5. «Los historiadores protestantes y católicos coinciden en considerar esta evolución como la gran deserción respecto de Dios y de Cristo» (08.06.44; RS 228). Ese ataque de la apologética que busca un lugar para la religión, bien sea «en el mundo o contra el mundo», le parecerá a Bonhoeffer «absurdo, innoble y no cristiano» (RS 229; ver también 239, del 30.06.44). 6. Para no citar algunos ataques de cólera o rabia ante determinadas reacciones de sus compañeros, véanse estas palabras dirigidas a su ahijado Dietrich Bethge (hoy violoncelista en Londres) el día de su bautizo: «Vosotros creceréis en medio de una guerra mundial que el noventa por ciento de los hombres no querían, pero por cuya causa están perdiendo, no obstante, sus bienes y su vida. Sabréis desde vuestra niñez que el mundo está regido por unos poderes contra los cuales la razón no puede hacer nada» (05.44; RS 209). Bonhoeffer cree que «el mundo debe ser comprendido mejor de lo que él mismo se comprende», pero esto no significa comprenderlo «en modo alguno de forma religiosa» (08.06.44; RS 229). Un modo de hablar que me recuerda las voces de quienes hoy repiten que la Modernidad debe ser criticada, pero solo desde dentro de ella misma, no desde fuera. 7. La expresión «a priori religioso» supongo que proviene de E. Troeltsch, a quien Bonhoeffer tuvo que conocer por razones de fama teológica y de cronología (murió en 1923) y que hacía de ella el punto de partida de su pensamiento, para insertar al cristianismo en la corriente de la historia humana. 8. Traducidas al catalán por J. Mª Jaumà y a punto de aparecer en castellano en Trotta. Las cifras entre paréntesis y sin otra referencia remiten a las páginas de esta edición catalana de las charlas de Barcelona. 9. Escribo siempre a-religioso y no i-religioso, como hace también la última edición completa de RS, aunque haya que forzar el castellano; porque la palabra irreligioso tiene entre nosotros un matiz agresivo, como antirreligioso. Mientras que, para Bonhoeffer, no se trata de ninguna hostilidad, sino de la pérdida de un a priori . Los enfados y agresividades que pueda suscitar algún escándalo dado por los cristianos son algo distinto de este problema, aunque puedan ser utilizados luego para reforzarlo. 10. RS 218, 266, 252 y 242: el 29.05, 16.07, 08.07, y julio-agosto del 44. 11. Podría añadirse aquí el texto de Oseas recogido por Jesús, que citaré en el apartado 5.1. y que es traducible como: «quiero misericordia y no religión». 12. La última encíclica pontificia a cuatro manos cita precisamente estas frases de una carta a su hermana Elizabeth (escrita en 1865): «emprender nuevos caminos con la inseguridad de quien procede autónomamente... Aquí se dividen los caminos del hombre: si quieres alcanzar la paz y seguridad en el alma, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga». Nietzsche tenía entonces 21 años, y es posible que aún hable desde una óptica cristiana. No lo sé. Lo que sí sabemos es que más tarde, hacia 1882, escribió a Ida, esposa del teólogo F. Overbeck (que fue uno de los amigos más fieles de Nietzsche, sobre todo en sus horas bajas), recomendándole que no abandonara la idea de Dios: «yo la he abandonado, quiero crear algo nuevo y no puedo ni quiero volverme atrás. Voy a perecer por causa de mis pasiones, que me arrojan de acá para allá» (citada en H. Küng, ¿Existe Dios?, p. 539). 13. Aquí cita Bonhoeffer la pregunta del abandono de Jesús en Mc 15,34. 14. Las tres imágenes pertenecen a ese magnífico discurso del loco.

231

15. El Cuaderno de CiJ Contemplativos en la relación intentaba explicar eso mismo al trasladar al campo intramundano de la relación humana algo tan referido a Dios como es la contemplación. 16.

Nachlass; Werke III, 567.

17. «Die nicht religiöse Interpretation biblischer Begriffe»: Wort

und Glaube 52 (1955) 296-360.

18. Mi propia experiencia pastoral confirma este análisis hasta la saciedad. A jóvenes encantadores, ya más o menos desligados del cristianismo, me he cansado de oírles decir frases como «mi padre era muy católico: hacía promesas y sacrificios para conseguir cosas»; o «mi madre era católica: iba muchos días a misa»... Nunca un joven me ha dicho que sus padres o abuelos eran muy católicos porque hacían de Jesucristo el centro de sus vidas. 19. Cabe añadir que esa es precisamente la paradoja de la misericordia: nada hay más exigente que ella y nada que exija menos. 20. Recuerdo haber leído, hace ya muchos años, que una de las hijas de Marx contaba que su padre les había explicado que al cristianismo habría que respetarlo siempre por todo lo que hizo por los niños. Si el dato es cierto, aquel ateo innombrable parecía conocer la historia mejor que muchos creyentes. 21. Bonhoeffer se atreve señalar como «el más grandioso de todos los intentos humanos de abrirse camino hacia la Divinidad: la Iglesia». «Y, sin embargo, el cristianismo necesita a la Iglesia» (38). Una paradoja a la que aludiremos luego. 22. 18.07.44; RS 253, ver también 21-08-44; RS 273. 23.

Anticristo, § 39.

24. Los exegetas están de acuerdo en afirmar que el primer evangelio (el de Marcos) fue escrito precisamente en polémica contra esas concepciones religiosas del theîos anḗr. 25. Wer ist und Subrayado mío.

wer war Jesus Christus,

Furchte-Verlag, Hamburg 1962, pp. 119, 113, 114-15.

26. Los signos de admiración son del mismo Bonhoeffer. 27. Bonhoeffer marcará incluso una distinción con los dioses-hombres griegos: este es «el hombre en sí mismo»; Jesús es «el hombre para los demás y, por tanto, el crucificado. El hombre que vive de la trascendencia» (julio 44; RS 266). 28.

Anticristo, 18; (Werke III, 1.178).

29. Una vez, al menos, alude Bonhoeffer a Nietzsche en un sentido que, aunque es más reducido que lo que aquí comentamos, puede ser su germen. Nuestro amigo comenta que en Nietzsche se dio «una actualización conscientemente anticristiana de la herencia griega». Y sostiene que eso «solo pudo crecer en el terreno de la Reforma alemana», dando esta razón: «la oposición de lo natural a la gracia se opone de una manera cortante a la reconciliación de naturaleza y gracia tal como se dio en la herencia romana» (Ethik, p. 97). Ello no impide que Bonhoeffer viviera muy seriamente esa oposición luterana entre naturaleza y gracia, revelada en la Cruz de Jesús. Pero la completa con la reconciliación de esa oposición en la encarnación y la resurrección. Y se opone a que esa reconciliación signifique la unidad entre «el papa y el emperador» o a que Cristo domine en su Iglesia «con la espada y no con solo la palabra». De modo que, si con el catolicismo romano quedó desfigurada la unidad de la fe, «con la Reforma quedó destruida la unidad de la fe» (ibid., 99-100). 30. He dicho «matizables» porque el mismo Bonhoeffer ofrece este matiz en otro momento: «es cierto que el peligro y la necesidad nos acercan aún más a Dios...; es cierto que en el sufrimiento se esconde nuestra

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alegría, y en la muerte nuestra vida...; Dios ha dicho “sí” y “amén” a todo ello en Jesús. Este “sí” y este “amén” son el firme suelo en que nos encontramos» (21.08.44; RS 273). Y todo esto lo escribe después de haber dicho en esa misma carta que «el Dios de Jesucristo no tiene nada que ver con lo que debería, tendría y podría hacer el Dios que nos imaginamos». Sugiero que aquí se vislumbra un acercamiento a la experiencia teofánica de Etty Hillesum. 31.

Ethik, München 1963, p.79. Lo citaré en adelante como E.

32. «Ganzheits- und Ausschliesslichkeitsanspruch Christi», E 61. 33. Prólogo a la edición castellana de Estella, p. xxvii. 34. Aquí acuña Bonhoeffer, no sé si por primera vez, la fórmula de que debemos ser «hombres ante Dios» (E 139), que parece anticipar la que luego encontramos en las cartas de vivir «sin Dios, ante Dios» (RS 252). 35. Por ejemplo: el director no debe inducir al ejercitante aplicando un principio general de que «el celibato es superior al matrimonio», sino dejar que Dios manifieste al ejercitante Su voluntad concreta. 36. Cf. Christoph ZIMMER MA N N , «Dietrich Bonhoeffer und Ignatius von Loyola»: Geist und Leben 64 (1991), 286-312. Agradezco muy de corazón a la pastora Nora Borris, de Hannover, que me puso en la pista de este artículo. Para la cuestión de la laicidad remito al breve capítulo «Mística y laicidad. A propósito de Ignacio de Loyola» en El factor cristiano, pp. 155-168. 37. La traducción castellana cambió ese título por el de El precio de la Gracia, que no era el título original, aunque refleja bien el mensaje del libro: que la llamada y el seguimiento de Cristo son una auténtica gracia, pero no una «gracia barata». Este es otro de los puntos donde Bonhoeffer aparece como un sano reformador de la Reforma, por asunción de algunos elementos católicos. Lo que sirve para destacar también su importancia ecuménica. 38. J. C. GUILLEBA UD,

Cómo he vuelto a ser cristiano, Madrid 2008.

39. Cabe aquí una rápida alusión a la vida contemplativa, que, contra lo que algunos piensan, puede entrar perfectamente en el esquema presentado, porque la Iglesia y la sociedad necesitan siempre instancias de recuerdo (en este caso, de la necesidad de la gratuidad). Pero esas instancias deben cumplir unas condiciones, porque también vale de la vida contemplativa que no se trata de decir «Señor, Señor», sino de cumplir la voluntad del Padre. La vida contemplativa debe aparecer claramente del lado de los pobres. Y debe ser, sobre todo, un modelo de comunidad y de convivencia, en un mundo donde la convivencia constituye cada vez más nuestra gran asignatura pendiente. También podría decirse algo parecido de la liturgia, que algunos considerarán incompatible con lo aquí expuesto; y, sin embargo, Bonhoeffer era claramente devoto de ella. Pero es que puede (¡debería!) darse una liturgia «no religiosa», que no se estructura tanto en torno a la noción de «culto» (dar algo a Dios), tantas veces criticada en la Biblia, cuanto en torno a la experiencia de recibir de Dios, y que, por tanto, no busca cumplir ni merecer, sino agradecer y confiar. Caben aquí las principales y más antiguas formas de la liturgia cristiana (la eucaristía y la lectio divina), aunque quizá no quepan otras, propias del barroco posterior. 40.

Werke II, 1.258s. Citado también en KÜN G, p. 541.

233

14.

Gustavo Gutiérrez «Tomasito de América Latina (con el perdón de la cansada Europa, con la segura complacencia humana de Tomás, el de Aquino)». (Pedro

Casaldáliga)

En el capítulo siguiente hablaremos más de este «padre de la teología de la liberación», de su rehabilitación, de su libro en diálogo con el cardenal Müller, prefecto de la Congregación de la fe. No obstante, quiero retomar aquí dos escritos sobre él, porque la exposición de su pensamiento resulta una de las mejores ayudas para comprender bien la teología de la liberación. Ambos fueron escritos con motivo de su ochenta cumpleaños (en 2008). El primero, para la «Miscelánea» que le dedicó el CEP de Lima; y el segundo, para la revista «Razón y Fe». Para el primero elegí la forma de carta, que me ayudaba más a expresar mis sentimientos ante Gustavo, relacionándolo con otro de los que considero maestros decisivos para mí: Bartolomé de Las Casas. El segundo es una breve sistematización, de corte más académico, que intenta dar un resumen de lo que puede ser la decisiva aportación de Gustavo a la teología: lo que llevó al obispo Casaldáliga a poetizarlo como el «Tomás de Aquino» latinoamericano.

1. Querido Gustavo Voy a hacer esta colaboración a tu homenaje en forma de carta, porque lo que más deseo que conste aquí es mi gran alegría por tu ochenta cumpleaños, por tu vida y por tu significado en el cristianismo, en la Iglesia católica y en América Latina. Hablaré, pues, intuitivamente, vitalmente y sin demasiadas preocupaciones por la seriedad bibliográfica o por el empaque científico. A fin de cuentas, te gustaba a ti decir antaño que la teología es «un acto segundo». Y nosotros quizá no estamos ya más que para «actos primos». Otros más jóvenes, espero, te pondrán armatoste conceptual, sabidurías bibliográficas, notas al pie y cosas de esas. 1.1. Juan y Bartolomé: dos apóstoles En plan, pues, de diálogo epistolar, desde la abundancia del corazón más que desde las notas y ficheros, lo que quisiera decir se visibiliza en el hecho de que en uno de tus libros, si no recuerdo mal, recoges un capítulo sobre san Juan de la Cruz y, a 234

continuación, otro sobre Bartolomé de Las Casas. Veo en estos dos nombres los dos polos de tu elipse creyente y teológica. De san Juan de la Cruz hablaste con temor a contemplativos, preguntándote quién eras tú, teólogo de la liberación «par excellence», para pontificar sobre un santo que parecía tan ajeno a los intereses y a los paisajes de quienes intentabais teologizar desde El Agustino, o desde Guachupita, o cualquiera de los calvarios del mundo moderno latinoamericano. Sin embargo, recuerdo que ya la primera vez que te oí hablar (en el Escorial, en 1972), sugerías buscar «una lectura política de san Juan de la Cruz». Guardé aquella propuesta, la he recordado a veces y, sin haberle dado cumplimiento, verás que, en una o dos ocasiones, he reescrito estrofas del santo en plural: no refiriéndolas a esa intimidad de «Dios y el alma sola», típica de la mística española, sino al género humano o a esos cristos hodiernos que son los pobres de la tierra, como enseñó la Asamblea episcopal de Puebla, y que bien podrían cantar, con tu amigo Guamán Poma: «¿Adónde te escondiste, Amado, y nos dejaste con gemido?»... Creo que tú intuyes de manera muy simple el empalme entre Juan de la Cruz y Bartolomé de Las Casas. Del de Fontiveros te quedas con su obsesión por el «solo Dios» y por todo el despojo y purificación de idolatrías que ese afán supone. La riqueza de Dios no puede alcanzarse sino desde el empobrecimiento propio. Y aquí vienen todas las nadas del santo, como camino para llegar a tenerlo todo. Y precisamente en Bartolomé de las Casas destaca esa lucha contra las mil idolatrías y falsos dioses de los conquistadores españoles, de todos esos que volvían a crucificar a Cristo e impidieron –y siguen impidiendo– ser hombres a los pobres de Dios, para ofrecer sacrificios a «su diosa muy amada de ellos: la codicia». ¿Cómo hablar de ese Dios de Juan de la Cruz a quienes están ya tan despojados y empobrecidos que ni siquiera son reconocidos como humanos? ¿Cómo hablar de Dios, no después de Auschwitz, sino en medio de tantos holocaustos actuales como el de Ayacucho, que tú viviste geográficamente más cercano? Cada vez va siendo más claro que solo encontraremos ese lenguaje si la «nada» sanjuanista, por la que hay que ir para llegar al Todo que es Dios, es para nosotros la que nos lleva hacia los que, para el mundo, no son nada. El no querer ser nadie para encontrar al que es nuestro Yo más hondo y verdadero, pasa por la identificación con todos los ninguneados de la Tierra. El título de tu libro sobre Job (Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente) lleva con una lógica interna al título del libro siguiente sobre Bartolomé de las Casas: En busca de los pobres de Jesucristo. El sanjuanista «salir tras Ti» se recompone ahora saliendo tras esos pobres de Jesucristo, para poder encontrar a Dios y hablar de Dios en este mundo concreto, y no desde la luna o desde falsos oasis excepcionales. Desde este mundo nuestro, en el que,

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como diría W. Benjamin, «el que nosotros llamamos estado de excepción resulta ser la regla para la mayoría». Seguramente, no hay otro camino para llegar al Señor Jesús que aquel que, de una u otra forma, pasa a través de sus pobres. Cuando E. Schillebeeckx eligió como lema para su discurso en tu doctorado honoris causa el que «tu método teológico es tu espiritualidad», estaba diciendo esto mismo: es una profunda experiencia espiritual, muy cristológica y muy cristiana, la que otorga a los pobres ese «privilegio hermenéutico» a la hora de la reflexión teológica. Privilegio hermenéutico que no podrá activarse sino desde la experiencia de la inmersión «anonadante» en ellos. La Cruz y las Casas, pues. Ambos con la obsesión del Dios solo. Uno luchando, para ello, contra todos los idolillos personales; y el otro, contra todos los ídolos no solo personales, sino sociales y culturales. Es importante recordar que precisamente el santo de las «nadas» dejó una fama espléndida por la ternura y delicadeza con que trataba a los enfermos. Y desde aquí puedo decir que tú no has hecho más que «politizar» aquella ternura. Así es como yo te resumiría, o trazaría una caricatura tuya, en el buen sentido de la palabra: que no reproduce todo, pero que ofrece esos trazos que permiten reconocer al personaje. Me dicen los amigos que te tratan ahora más de cerca que el libro tuyo que más sueles recomendar es Beber en su propio pozo. Déjame decir que yo recomendaría a la vez ese y En busca de los pobres de Jesucristo. Y esta síntesis es tan importante que me parece que aún puedo sugerir otro ejemplo de ella, no dentro de la teología cristiana, sino en el tema hoy tan actual del encuentro de las religiones y en el continente del futuro que es Asia, aunque algunos teólogos romanescos aún no se hayan enterado de eso. Déjame, pues, añadir otro apunte rápido a esta primera reflexión. Tu tesis de la «única historia» (que tantas sospechas despertó en los inevitables inquisidores de siempre) no solo ha influido sobre aquella mentalidad creyente escapista que concebía dos historias paralelas: una profana y otra «sagrada». También resuena esa tesis en la forma en que un teólogo japonés (Kosuke Koyama) recoge tres palabras fundamentales del budismo y, sin quitarles nada, las relee desde la fe en un Dios de la alianza preocupado por la historia humana. Entonces esas tres palabras: la «insatisfacción» (dukkha), nuestra ligereza o falta de entidad (anicca o maya) y –para el budismo– la necesidad consecuente de la destrucción de nuestro ego mediante el «desapego» de lo real (anatta) se convierten, para el Dios que mira esta historia desde la alianza, no solo en la insatisfacción y dolor del hombre, sino también en que los hombres le resultamos insatisfactorios a Dios. Y no ya por la falta de entidad de nuestra realidad, sino por nuestra falta de respuesta ante el Dios de la Alianza. De donde se sigue que los hombres nos estamos destruyendo a nosotros mismos 236

sin querer. Con ello, la supresión del deseo se convierte, para ese teólogo japonés, en una conversión de nuestro deseo. Y el desapego es más bien el paso necesario para un profundo apego a los sufrientes de esta historia y a esta historia de dolor (algo de lo que Jon Sobrino calificaría como «lo Divino de luchar por los derechos humanos»). Desde aquí escribe Koyama, con toda razón, que «las tres características fundamentales de la humanidad observadas por el Iluminado [Buda] adquieren un nuevo sentido al situarlas en el contexto de la vida del “más pequeño de todos los pueblos”, elegido por Dios». Y elegido precisamente por ser pequeño. Y comenta con razón nuestro autor que «esta situación no provoca sincretismo. Ha de ser entendida como una participación de las intuiciones de Buda en la comprensión cristiana de la historia, es decir, que “la historia se experimenta y está dirigida por el Dios de la alianza”» 1. Esta alusión al Oriente lleva a otra consideración, muy importante para mí. 1.2. «Vendrán muchos de Oriente y de Occidente» Ahora voy a salir de ti un momento para hacerte una confesión que nos lleve a pensar no solo cuál ha sido el influjo y hasta dónde ha llegado la teología de la liberación, sino también cuánta verdad es que, si logramos bajar, de veras y no superficialmente, a lo más hondo de nuestro yo y de nuestra circunstancia, nos encontramos con lo universalmente humano y cristiano. Te confieso que me llama la atención, y me encanta, constatar la inmensa cercanía entre esas intuiciones tuyas y las que resumirían la teología de un hermano mío, también muy distante de ti en la geografía, pero muy similar en la teología: me refiero a Aloys Pieris, el teólogo de Sri Lanka que ya te dedicó una vez un escrito sobre los derechos humanos y la teología de la liberación. De mil maneras, Pieris repite constantemente un par de cosas: a) Que eso que llamamos el hecho religioso, o la experiencia espiritual o mística, es en todas las religiones una experiencia de pobreza: de empobrecimiento propio como vía de purificación de nuestro yo, para buscar y acceder a Dios si Él quiere darse. b) Que el hecho cristiano, o la experiencia espiritual cristiana, añade a ese dato la figura de Jesús como aquel que encarna el compromiso de Dios con los pobres de la Tierra. La pobreza y los pobres son los dos polos de la elipse cristiana: el camino hacia la primera y la opción radical por los segundos. Así lo expresan la primera bienaventuranza de Lucas y la primera bienaventuranza de Mateo: en muchas trayectorias cristianas que conozco, los pobres de Lucas han sido el mejor camino para suscitar la pobreza mateana «de espíritu» (o, mejor traducido, por el Espíritu). Aunque sea con brocha gorda, déjame evocar algunas semejanzas importantes entre vosotros dos. Desde tu primer escrito hablaste tú no solo de los pobres, sino de la 237

«pobreza espiritual»; más tarde ha ido apareciendo en tus páginas, cada vez con más frecuencia, la idea de «gratuidad»: «la relación entre justicia y gratuidad», o que «el amor de Dios no se mueve en un universo de causas y efectos, sino en el de la libertad y la gratuidad», como dices en tu libro sobre Job. ¿Y no evoca algo de esa gratuidad la insistencia de Pieris en que nuestra actitud ante la creación y ante el mundo puede ser «instrumental» o «sacramental»? Pecado del Occidente «cristiano» es haber reducido a lo instrumental nuestra actitud frente a la realidad. De ahí brota eso que Pieris llama «un saber que asegura poder, en lugar del amor que asegura conocimiento». Ese saber que asegura poder me parece el mismo que tú asignas a «los amigos de Job» y a su teología, «que no tiene en cuenta las situaciones concretas, el sufrimiento y las esperanzas de los seres humanos», como tú dices, porque, consciente o inconscientemente, solo piensa en la defensa de sí misma o de sus propios intereses. ¡Luego en Europa nos extrañamos cuando Jon Sobrino quiere definir la teología como «intellectus amoris»! También, ya en tu primer escrito sobre Teología de la liberación planteabas y estudiabas tú las relaciones entre liberación y redención. Pieris ha aludido a ese mismo asunto más radicalmente, preguntándonos: «¿cómo puede haber algo redentor si no es al mismo tiempo liberador, y viceversa?» Tú nos lanzaste el programa de «hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente» (o incluso «en Ayacucho»). Pieris evoca la proclamación de Cristo de «haber elegido a los pobres como vicarios suyos» hablando de un Dios que comparte el fracaso de los oprimidos ante el poder de los opresores [es él quien subraya]» y que «se hace perdedor con los perdedores, con el fin de conquistar con ellos su liberación y la de sus verdugos». Y esto es precisamente lo que brota de la Palabra reveladora que es Jesús, «Dios de los esclavos y esclavo de Dios», según la estremecedora definición de nuestro amigo, tan cercana a lo que a ti tanto te gusta de Las Casas y del indio peruano F. Guamán Poma, que rezaba precisamente (y preciosamente): «Dios mío ¿dónde estás? ¿No me oyes para remedio de tus pobres? Ambos (Pieris y tú) creéis que el lugar y el modo en que se evangeliza no son en absoluto indiferentes y pueden poner en juego el anuncio de la fe: él lo dice desde Asia, y tú citas a este respecto aquella frase de Las Casas en que afirma que el mayor milagro de Dios en aquellas Indias es que sus gentes crean las cosas de la fe, viendo la conducta de los que tienen el nombre de cristianos... En definitiva, esto lleva, a la hora de hacer teología, o bien a ponerse en la perspectiva del poder (lo cual conducirá a una teología «de los amigos de Job»), o bien a ponerse en la perspectiva del pobre. Y, a la hora de evangelizar, lleva a anunciar al Dios del oro o al Dios del otro. No vale la pena seguir esta aproximación entre vosotros dos. Pe-ro, como dicen que el placer de los viejos es recordar, déjame evocar cuántas veces te tacharon de marxista y 238

qué fácil les habría sido a tus acusadores entenderte si Pieris (que no ha sufrido este tipo de acusaciones) les hubiese dado otra de sus citas, donde dice con su lucidez característica que «los regímenes comunistas asiáticos han purificado la religión y fortalecido sus raíces mediante la persecución. Pero el capitalismo la ha agostado ante nuestros ojos con su tecnocracia, al fomentar una versión fundamentalista y derechista de la religión en detrimento de su capacidad liberadora». En fin: todo eso te debemos, entre otras mil cosas más. Todo eso han producido tus primeras intuiciones de finales de los años sesenta. Y ahí, Asia y América Latina aventajan hoy a Europa en sus posibilidades cristianas, pese a que grandes jerarcas siguen empeñados en que no hay más cristianismo con futuro que el europeo, y que a él han de venir todos los demás, aunque sea imponiéndoles ese camino autoritativamente, porque el cristianismo europeo –nos dicen– es el que gira «en torno a la cuestión de la verdad». Pero olvidando la crítica que Pieris nos hace: que para nuestro cristianismo europeo «la autoridad es resultado de poseer la Verdad, más que de ser poseídos por la Verdad». Lo cual será muy griego, pero es muy poco bíblico, Luego se reirán de vosotros cuando decís aquello de que «los pobres nos evangelizan», porque saben que los pobres no tienen ninguno de esos doctorados que en Europa usamos mucho más para presumir de maestría que para servir a los que carecen de todo. Pero creo que cuanto acabo de evocar a toda velocidad confirma esa experiencia tan típica de la teología de la liberación en Asia y en América Latina. No tendría sentido entrar aquí en la discusión posterior entre Pieris y Amaladoss sobre si la opción por los pobres, en el sentido antes dicho, está o no en las demás religiones al mismo nivel estructural y epistemológico que en el cristianismo, o solo está presente a niveles asistenciales (muy necesarios, por supuesto, pero insuficientes), que a veces son también los únicos presentes en buena parte del cristianismo, porque lo meramente asistencial podemos compatibilizarlo mejor con nuestra lógica resistencia al total despojo que pedía Juan de la Cruz. No tiene ningún sentido esa discusión que lleva a estúpidas competitividades. Lo importante son los pobres de Jesucristo, más que nosotros, los que intentamos seguirle a Él optando por ellos. Por eso ampliaré esta parte de mi carta contándote una anécdota reciente: hace pocos meses, en el castillo de Javier, me contaba Denisse Ackermann, teóloga anglicana de Sudáfrica, cómo, allí donde ella va (USA o el Reino Unido), su discurso es siempre «liberation theology». Y cuando le dicen que eso está ya «démodé», se sonríe y se pregunta si es que ya no quedarán pobres en el mundo. Pero ahí siguen estando, como profetizó Jesús aludiendo no a su voluntad, sino a nuestro cinismo: «a los pobres siempre los tendréis entre vosotros», y por eso siempre habrá teología de la liberación entre nosotros 2.

Ni tú ni yo sabemos cuál será el futuro de la teología de la liberación, dado que, como profetizó el anciano Simeón, parece haber aparecido «para discernir los corazones de muchos» en el nuevo Israel. Pero eso se debe, en mi opinión, a que, con todos sus defectos y oscuridades iniciales, ha intentado ser una teología de la obediencia a Dios, frente a otra más oficial de la posesión de Dios, dicho sea esto con todo el respeto con que debe ser dicho. Y ha tratado de ser (como recomendaba Urs von Balthasar hace ya muchos años) una teología «arrodillada»; pero arrodillada no ante imágenes de oro o de piedra, sino ante las verdaderas imágenes de Dios, que son las víctimas de esta historia. Eso que hace ya más de quince siglos reprochaba san Juan Crisóstomo en una famosa 239

homilía: vestís de oro y seda las imágenes y las paredes del templo, y luego dejáis desnudo el verdadero rostro de Dios que tenéis fuera de ella... ¿Por qué seremos así? En buena parte, por creernos que Europa es la síntesis prefecta de razón y fe y por pretender imponer eso como único camino para el cristianismo, sin percibir la falta de entrañas de esa razón griega. 1.3. «Creemos haber Iglesia» (B. de Las Casas) Dichas estas dos cosas, que son para mí lo central de esta carta, no quisiera cerrarla sin evocar, a modo de apéndice, otro punto que se ha destacado poco al hablar de ti y que es para mí enormemente significativo y meritorio: me refiero a tu fidelidad eclesial en medio de los infiernos (o de los purgatorios) por los que todo un sector de la Iglesia te ha llevado. A eso alude la frase de Fray Bartolomé que intitula este apartado, que expresa la eclesialidad irrenunciable de la fe y que podría haber ido acompañada de la que pronunció Teresa de Jesús en su lecho de muerte, diciendo que al fin moría «hija de la Iglesia». Tú también llegas al final de tu carrera como fiel hijo de la Iglesia. Y este es un ejemplo imprescindible en nuestra actual situación de desesperanza eclesial, donde tanta gente opta por el camino más cómodo, y más individualista, de la ruptura. Quiero evocarte en esta carta dos anécdotas que conservo en el recuerdo desde las primeras veces que entramos en contacto, allá por los años setenta del pasado siglo. En un congreso de teología en Madrid te anduvieron asaeteando a preguntas sobre lo que harías en la hipótesis (nada irracional, por desgracia) de que la curia romana condenase la opción por los pobres. Recuerdo que te negaste rotundamente a aceptar el dilema: «me quedaré crucificado y desgarrado entre los dos, antes que asumir la confrontación entre ellos». Para quien conoce lo que ha sido tu amor a los pobres hay pocas señales más claras que esta respuesta para comprender lo que es tu amor a la Iglesia. Tú mismo dijiste otra vez en Madrid, y con una frase muy de la España de entonces, que amabas a la Iglesia con un amor «de antes de la guerra». Y, efectivamente, recuerdo cómo, en mi infancia en la posguerra española, la expresión «ser de antes de la guerra» evocaba una calidad muy superior a la que era habitual experimentar entre nosotros por aquellos días. Esa calidad querías tú que fuese la de tu amor a la Iglesia. No ese amor interesado, que hemos conocido demasiado en nuestra vidas, de quienes hicieron carrera y se vistieron de púrpura blasonando de amor a la Iglesia, a costa de los pobres o de la amistad con los dictadores, y haciendo el papel de los amigos de Job. Sino un amor gratuito, desinteresado, que miraba más a la pureza y la calidad evangélica de la Iglesia que al propio brillo y posición en ella. Gratuito y desinteresado, sí. No vale ya la pena evocar que la curia romana no se portó demasiado bien contigo (aunque todo haya terminado mejor de lo que muchos temimos, gracias al cielo). No vale la pena evocarlo, porque parece que ese modo de 240

proceder forma parte de la liturgia romana (tan sobria y atractiva antaño) y porque sé que ahí la culpa no fue solo de los monseñores vaticanos, sino de todo ese pecado mortal de la denuncia y la acusación anónima y desfigurada, tan presente en la Iglesia de la Contrarreforma como contrario al Evangelio. Pecaminosas denuncias que encuentran mucha más acogida de la que sería lógica, simplemente porque la Curia es un sistema totalitario, y es sabido que la angustia por la información es típica de todos los estados totalitarios: por eso, la inmensa mayoría de las denuncias que llegan a Roma encuentran una acogida incomprensible. Pero, bueno, conocer algo la historia ayuda a afrontar estas miserias: ya en 1559, el cardenal Caraffa escribía al embajador francés contra esos denunciantes, quejándose de «la malicia de esos beatos, la mayoría de los cuales son ellos mismos herejes, que llenan de calumnias las orejas y el cerebro de Su Santidad» 3. En esto no ha progresado demasiado el pueblo de Dios. Pero tú supiste seguir el sabio consejo de Fray Hernando de Talavera en el siglo XVI: «que, aunque digan que hemos perdido la fe, que no hemos de perder la paciencia». Gracias. En fin, todo esto importa muy poco ahora, aunque daría para una larga y despreocupada charla de sobremesa. En ella te contaría la anécdota que viví hacia el año 1967 en Tübingen, cuando asistí al curso de cristogía de J. Ratzinger. Recuerdo cómo, un día, explicando las dos corrientes cristológicas de la primera Iglesia, nos contaba eso tan sabido de que en Alejandría florece una cristología más «desde arriba», más atenta a la divinidad de Jesús, con peligros para la verdadera afirmación de su humanidad; mientras que en Antioquía se cultiva una cristología más «desde abajo», más atenta a la humanidad de Jesús, con peligro de olvidar su divinidad. Bueno: son estas cosas muy conocidas. Si las comento ahora, es porque, al llegar aquí, Ratzinger se detenía y preguntaba mirando a los alumnos: «¿Y en Roma?». Y él mismo respondía con una gota de malicia inocente: «En Roma, ya lo saben ustedes, no se hace buena teología». Con la consiguiente ovación de toda el aula... He recordado muchas veces esa anécdota cuando luego fui testigo de tus calvarios y los de otros muchos. Y hoy, conociendo mucho mejor que entonces la historia de la teología, he llegado a la conclusión de que lo malo no es hacer una teología deficiente (porque cualquier teología siempre tendrá, amén de sus límites, sus aspectos positivos, que pueden ser útiles en según qué momento). Lo malo, y lo que sigue caracterizando a buena parte de la Roma actual, es creer que aquella teología es la única posible. Y que, por tanto, todas las demás merecen ser condenadas en nombre de la fe cuando, en realidad, son condenas en nombre de la pereza teológica. Ya Pascal vería aquí la raíz de todas las herejías: no en que no digan algo de verdad, sino en la falsa dosis y la pretensión de exclusividad con que lo afirman.

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Puedo equivocarme, pero creo que te digo todo esto sin ningún resentimiento ni hostilidad en absoluto. Los años dan unos pliegues al corazón donde pueden caber muchas cosas inesperadas. Por eso creo que debemos terminar esta carta sin dar más importancia a todo eso. Vamos a tratar, simplemente, de rezar para que la curia romana (y nosotros con ella) hagamos la experiencia de Juan de la Cruz: solo Dios, no Dios «y nosotros», o Dios y sus ventajas. O la experiencia ignaciana de «amarle a Él en todas las cosas y a todas en Él». Y que se empobrezca y nos empobrezcamos. Entonces no será difícil comprender la riqueza teológica de la opción por los pobres. Y a lo mejor surgen de ahí, gracias a tu doble fidelidad, unos tiempos algo mejores para nuestra pobre y querida Iglesia. Un gran abrazo. (Marzo 2007).

2. «Dios mío, ¿dónde estás? No me oyes para remedio de tus pobres»4 Todo lo dicho en la carta anterior de manera efusiva vamos a intentar sistematizarlo aquí en cuatro tesis que pueden resumir la aportación teológica de Gustavo Gutiérrez. 2.1. No hay salvación sin trabajo por la liberación El primer rasgo es haber planteado desde el principio el problema de las relaciones entre liberación histórica y salvación ultrahistórica. Un cristianismo desfigurado había reducido la fe a una esperanza en el más allá, donde el más-acá de nuestra historia solo servía para «merecer» o comprar el billete para ese más allá. Semejante cristianismo choca con la pregunta central de Gustavo: «¿Cómo hablar de un Dios Padre a aquel que ni siquiera es hombre?»; y vuelve casi imposible la evangelización de los pobres, que es distintivo de la misión de Jesús (Mt 11,5; Lc 4,18). Además, ese cristianismo desfigura y desvaloriza la Resurrección de Jesús, cuya enseñanza es que la salvación escatológica ha de ir gestándose y anticipándose ya en esta historia. De este problema, que Gustavo planteó ya en su primera Teología de la liberación, brotó después un juego de palabras extendido en una América Latina asolada por la injusticia: «sin in-surrección no hay re-surrección». O, para decirlo con el lenguaje de este libro: sin pequeñas «eu-topías» (buenos lugares) no tendrá verdadera vigencia la u-topía. La utopía cristiana (anunciada en la Resurrección de Jesús) debe tener anticipaciones en esta historia, si de veras creemos en ella. 2.2. De «la fuerza histórica de los pobres» a «los pobres de Jesucristo» 242

La primera expresión es título de otra de las obras primerizas de Gustavo. La constatación de una fuerza histórica de los pobres podía ser un dato de la situación de aquellas horas. Pero es evidente que esa fuerza histórica se desvaneció poco después por la reacción del imperio del dios Dinero. Gustavo pasó entonces a hablar de «los pobres de Jesucristo» en el título de su espléndida obra (quizá la mejor) sobre Bartolomé de Las Casas. La fuerza teológica de los pobres compensó su pérdida de fuerza histórica. Con ello se dio relieve a otra de las tesis más decisivas de la teología de la liberación: que el problema de los pobres y la eliminación de la pobreza no es meramente un problema ético, sino que es primariamente una cuestión cristológica y, por tanto, también un asunto teologal en el que nos jugamos la verdad de Dios o la idolatría. Por eso, cuando más tarde, aprovechando la caída del Este, se lanzó la pregunta capciosa de qué queda de la teología de la liberación, el obispo Casaldáliga pudo responder sencillamente con la observación antes citada: quedan los pobres y queda el Dios de los pobres. O sea: queda todo. En este punto, quizá se estudie algún día la influencia de Guamán Poma en algunas formulaciones de Gustavo. Sospecho que el estudio valdría la pena. Yo me limito a sugerir una comparación entre dos canciones «de iglesia»: a) el himno final de la misa salvadoreña canta: «cuando el pobre crea en el pobre... construiremos la fraternidad» y «ya podremos cantar libertad», etc. b) En cambio, otra conocida canción de la época («Pequeñas aclaraciones») parte de un presupuesto similar («cuando el pobre nada tiene y aún reparte, cuando un hombre pasa sed y agua nos da...»), pero sin deducir de ahí ningún pronóstico histórico, sino un juicio teológico: no se dice que entonces construiremos nada, sino que «va Dios mismo en nuestro mismo caminar». Es una aclaración pequeña en su elementalidad, pero decisiva para un verdadero cristianismo. Con ella, otra vez, la teología y la praxis de la liberación se convierten en experiencia espiritual. Esa es la fuerza teológica de los pobres. Y ya que hemos citado a Las Casas, completemos diciendo que el gran dominico no solo es ejemplo por su defensa profética de los derechos de los oprimidos (y más si son oprimidos en nombre de Dios), sino también por su concepción de la evangelización (esta sí que verdaderamente «nueva»): porque «Cristo concedió a los apóstoles solamente la licencia y autoridad de predicar el evangelio a los que quieran oírlo; pero no la de forzar o inferir alguna molestia o desagrado a los que no quisieran escucharlo». Y, a su vez, «la Iglesia no tiene más poder en la tierra que el que tuvo Cristo». Otra vez, dos pequeñas aclaraciones de las que no sabríamos decir si son más pequeñas o más decisivas. 2.3. «Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente» Esa fuerza teológica de los pobres se despliega en el título de la obra quizás más conocida de Gustavo. Se trata de un breve comentario al libro de Job, que evoca el espléndido verso de César Vallejo («Dios mío, estoy llorando el ser que vivo»), gran 243

poeta peruano muy citado en esta obra. Gustavo pone de relieve cómo toda teología que pretenda hablar y especular sobre Dios al margen del dolor de este mundo (sobre todo del dolor injusto) se convierte en un lenguaje comparable al de los amigos de Job, «consoladores inoportunos» e intachables «ortodoxos» de un dios falso, al que creen poder defender a costa del sufrimiento de su amigo. Pero con ello no hacen más que ofender a Dios, hablar falsamente de Él y convertir su presunta ortodoxia en una blasfemia, hasta verse desautorizados por el mismo Dios al final del libro. En cambio, Job, protestando contra la injusticia que se comete contra él, es un testigo más veraz de Dios que todos los que «se acostumbran» a esa injusticia. Esa injusticia le ayudará a salir de sí y de su dolor ante el drama del sufrimiento injusto del mundo, a comprender que no hay nada que justifique el dolor injusto de un ser humano. Con delicadeza y buenas palabras, creo que pocas veces se ha dado un aviso tan serio a toda esa teología meramente académica que se está queriendo revitalizar entre nosotros a raíz de la involución eclesial y que, so capa de ortodoxia, está elaborando una idolatría o una reflexión sobre un dios falso. Y deja planteado a la Iglesia el más decisivo de todos sus problemas: el de la identidad de Dios, deformada tantas veces por los creyentes y causa (según Vaticano II) de buena parte del ateísmo moderno. «Conocer a Jesús es seguir a Jesús», han dicho con frecuencia los teólogos latinoamericanos. Y hablar de Dios implica un «practicar a Dios», según expresión de Gustavo. Job es llevado a una experiencia de gratuidad que le deja desconcertado ante su propio dolor, pero que le mueve proféticamente a trabajar contra todo el dolor del mundo. Teología y santidad se besan para Gustavo, como la justicia y la paz para el salmista. 2.4. Fidelidad eclesial Por desgracia, como no podía ser menos, Gustavo se vio denostado y perseguido por una curia romana cada vez más ciega y que pretende articular en todo el episcopado mundial una confirmación de su ceguera. No ha sido el único en nuestro hoy ni en nuestro ayer: ciñéndonos al ámbito hispanohablante, ¿habrá que evocar que santos y doctores de la Iglesia como Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Luis de Granada o el arzobispo Carranza vieron puestas en el Índice de libros prohibidos algunas de sus obras y soportaron dificultades con la Inquisición?. Cuando la Iglesia deja de ser «lugar de la utopía» (como diremos en la Cuarta Parte), deja de ser templo del Espíritu y se convierte en guardiana de una pseudoortodoxia. Pero lo que aquí merece ser destacado es la fidelidad y ejemplaridad de la reacción de Gustavo, en medio de dolores absurdos que solo él conoce. He evocado en el apartado anterior algunas anécdotas que no tendría sentido repetir aquí, pero que deben ser un buen punto de referencia para muchos que hoy han compartido su mismo destino 244

crucificado. Y buena lección histórica sobre la fecundidad del seguimiento crucificado de Jesús de Nazaret, que confirma lo que ocurrió con Lagrange, Rahner, Congar, De Lubac... y otros mártires de la teología del preconcilio Vaticano II, reivindicados luego en el concilio. Las peripecias y los vericuetos de esa fidelidad (que necesitó también la astucia de las serpientes, sin perder la sencillez de las palomas) no son para ser evocados aquí y son suficientemente conocidos. Solo una palabra de gratitud para los hijos de Santo Domingo, que salvaron para la Iglesia esta pequeña joya y permitieron a Gustavo convertirse en hermano de su querido Bartolomé de Las Casas y en uno de los grandes testigos de la utopía para nuestro siglo XXI.

1.

Teología del búfalo de agua,

Estella 2004, 177-179. Koyama aún pudo haber marcado más este encuentro si hubiese echado mano de la posterior categoría de la compasión (karuna), por la que se cuenta que Buda renunció a quedarse él solo en el nirvana, para volver a ayudar a los hombres infelices. Pero no sé yo si la compasión estará tan presente en el budismo de Tailandia, que es el que él más considera. No conozco bien las «geografías» del budismo.

2. Las frases citadas de A. P IER IS se encuentran todas en El Reino de (pp. 35, 106...) y en Liberación, inculturación y diálogo otras). 3. L. P A STOR ,

Dios para los pobres de Dios religioso (pp. 90, 104, 152, 236 y

Historia de los papas, IV, 14, p. 247 de la edición española.

4. F. GUA MÁ N P OMA , citado por Gustavo Gutiérrez en En busca de los pensamiento de Bartolomé de Las Casas, Lima 1993, p. 622.

245

pobres de Jesucristo. El

15.

La teología de la liberación

Testigos de la utopía pueden ser no solo personas aisladas, sino grupos o movimientos. En este sentido, parece necesario aludir a la teología de la liberación (TL), de la que mucha gente ha oído hablar sin saber exactamente en qué consiste. Y, además, con cierto desconcierto, porque altos dignatarios eclesiásticos (desde papas hasta la Congregación de la Fe) parecen oscilar en sus apreciaciones de manera llamativa1. En la primera parte de este capítulo me fijaré solo en su repercusión en España2. Pero me parece imposible abordarlo sin exponer, aunque sea en un par de brochazos, qué es la teología de la liberación. Porque el lector dedicado a otros menesteres no tiene obligación de saberlo y, probablemente, habrá recibido de ella una deformación interesada, más que una información objetiva.

1. Qué es la teología de la liberación Para ser lo más breve posible, voy a enumerar simplemente una serie de títulos de libros que me parecen significativos de lo que dice la TL. Helos aquí, pues, sin más añadido que el de su autor: 1. Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. 2. En busca de los pobres de Jesucristo (ambos de Gustavo Gutiérrez; el segundo es un estudio sobre la teología de Bartolomé de Las Casas). 3. Jesucristo liberador (Leonardo Boff). 4. La praxis de Jesús (Hugo Echegaray). 5. Jesús, hombre en conflicto (Carlos Bravo). 6. La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas (Jon Sobrino). 7. El principio misericordia (Jon Sobrino). 8 Liberación de la teología (Juan Luis Segundo) 9. Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología (Jon Sobrino). 10. Teología de lo político: sus mediaciones (Clodovis Boff).

246

Esta rápida ojeada a solo diez títulos pone de relieve una síntesis que cabe en cuatro puntos: 1.1. En general, si la teología pretende «hablar de Dios», no hay más que un lugar adecuado para hacerlo (o, al menos, es un lugar que nunca debe faltar cuando se habla de Dios). Ese lugar privilegiado son las víctimas inocentes de esta historia. Toda otra teología que pretenda hablar de Dios al margen del dolor de los sufrientes es una teología de la que hay que «liberarse», porque se parece a la teología de «los amigos de Job», que pretendían desentenderse del dolor del inocente y hacerle culpable de su sufrimiento, creyendo que con ello defendían a Dios. Pero que, en realidad, como dice el mismo Yahvé al final de la obra, «no han hablado rectamente de Mí, como mi siervo Job» (41,7). El punto de partida del pensar teológico no es la pregunta griega de «por qué hay ser en lugar de nada». Por válida y razonable que parezca, esta pregunta (que, antes que pregunta, debe ser objeto de una admiración agradecida) queda eclipsada por la otra pregunta de por qué el mal sobreabunda de ese modo y tiene tanto poder. Gustavo Gutiérrez explicaba que, si la pregunta del teólogo en Europa puede ser: ¿cómo hablar de Dios a un hombre autónomo que se cree casi divino?, la pregunta en América Latina es: ¿cómo explicar que Dios es Padre a aquel que casi no es hombre? Esta distinción pudo ser pedagógica en los inicios y todavía vale; pero hay que añadir que, con la globalización, las distinciones se difuminan, y el primer y el tercer mundos quedan cada vez más relacionados. 1.2. En segundo lugar, esa teología está muy vinculada a la persona y al seguimiento de Jesús. Incluso cuando se pasa del seguimiento a la fe, esa fe se expresa «desde las víctimas». La TL parece brotar de lo que dice sobre el juicio final el capítulo 25 de Mateo: todo aquello que se hace al necesitado (alimentar, visitar, vestir...) se le hace a Dios, aunque el agente ignore esa identificación. 1.3. Por eso mismo es una teología inevitablemente conflictiva. Para los poderes de este mundo y sus imperios, pero también para la misma Iglesia, porque en hacer de los pobres el centro de su reflexión sobre sí misma se juega la Iglesia el ser o no ser verdadera Iglesia de Cristo. Esta afirmación puede parecer muy radical, pero Juan Pablo II la retoma en el n. 8 de la Laborem exercens (en la fidelidad a los pobres se juega la Iglesia su fidelidad a Cristo); y también había sido anunciada por Juan XXIII en los albores del Vaticano II, cuando afirmó que el verdadero ser de la Iglesia era ser «Iglesia de los pobres». Inevitablemente, pues, la TL pone a la Iglesia ante la necesidad de una conversión y una reforma muy radicales, en las que se juega su verdad como Iglesia de Cristo. Y esto 247

fue, en el fondo, lo que más asustó a la institución eclesial3. 1.4. Añadamos a esta rápida síntesis un par de eslóganes de I. Ellacuría: «el pueblo crucificado», que realiza una especie de identificación entre el Crucificado y los pobres de la tierra (a través de la figura del Siervo en el capítulo 53 de Isaías) y que tiene mucho que ver con la radical proclamación de Pablo a los corintios mundanizados: «ante vosotros no quiero saber nada más que a Jesucristo, y este crucificado». El otro eslogan, más filosófico y de tonos zubirianos, define la misión del hombre en la historia como un «hacerse cargo de la realidad» (dimensión cognoscitiva), «encargarse de la realidad» (dimensión práxica) y «cargar con la realidad» (dimensión mística), a las que Jon Sobrino añadirá la de «ser cargados por la realidad», para subrayar el aspecto gratuito de la lucha liberadora de modo que esta no pretenda ser una tarea redentora, sino una «liberación con espíritu» (título de otra obra de Sobrino). Así se comprenderá mejor la cita de Santo Tomás tan del gusto del cardenal Müller: teología no es solo hablar de Dios, sino (sobre todo) hablar de la realidad desde Dios. Por eso Mons. Romero, tituló una carta pastoral como «la Iglesia, sacramento histórico de salvación», enriqueciendo así la definición que dio de la Iglesia el Concilio Vaticano II («sacramento de salvación») al convertirla en sacramento «histórico». Y volviendo la Iglesia de cara a la historia humana en lugar de vivir de espaldas a ella. Estas rápidas pinceladas permiten resumir el mensaje de la teología de la liberación de la siguiente forma: el verdadero encuentro con el Dios revelado en Jesucristo tiene lugar en la lucha y en el esfuerzo por transformar este mundo –siguiendo a Jesús– en un lugar de justicia, de fraternidad y de paz. O, con otra formulación menos pretenciosa de Jon Sobrino: en «bajar de la cruz a los crucificados de la Tierra». De modo que los teólogos de la liberación harían suyo el apotegma de Nicolás Berdiaeff, que responde de antemano a todas las acusaciones interesadas de materialismo o reduccionismo de la fe: «el pan, para mí, es una cuestión material; el pan, para mi hermano, es un asunto espiritual». Y ello no solo por razones ulteriores de «caridad», sino porque la historia, lejos de ser una dimensión ajena a la religiosidad y a la fe, es más bien el lugar de la revelación de Dios: «no hay dos historias» (una sagrada y otra profana), sino «una sola historia», había escrito Gustavo Gutiérrez en su primer libro, que es considerado como el que da nacimiento a la TL. 1.5. De aquí surge un último elemento de novedad: si la fe cristiana está de esa manera vuelta a la historia y a las víctimas de la historia (precisamente porque anuncia una meta de la historia: la resurrección), entonces se sigue que no solo la filosofía podrá ser instrumento de reflexión para el teólogo. También deben serlo necesariamente las ciencias sociales. En la TL no se parte de principios abstractos para, desde ellos, bajar 248

luego a la realidad; se parte de la realidad bien conocida para poder juzgarla y actuar sobre ella. Esto llevó a algunos especulativos egóticos a considerar la TL como una teología «de segunda división». Pero además, como en los momentos de gestación de la TL el catolicismo había desarrollado muy poco las ciencias sociales4, fue casi obligado el recurso a los análisis sociales (¡no a sus ideas metafísicas!) de Karl Marx, porque eran los únicos existentes o, al menos, los únicos hechos desde la óptica de los pobres. Ello suministró, a quienes no querían escuchar su interpelación, una excusa ideal para rechazar la TL, tachándola de «marxista» o de peligrosamente cercana al ateísmo. Como aquellos que buscaban defenderse de Jesús tachándolo de blasfemo. Todo esto hace de la TL un nuevo testigo de esa «vigencia de la utopía» (pese a ser utopía) que sirve de hilo conductor en todo este libro. Si en sus albores la TL pudo parecer ingenua, ya entonces decían sus representantes que ellos no hablaban de libertad, sino de «liberación», para aludir a un proceso constante (H. Assman). Y cuando la TL todavía era una niña en edad de primera comunión, L. Boff comenzó ya a hablar de teología «del cautiverio», sin abandonar por ello la palabra «liberación». Esta podría no tener lugar (u-topía), pero seguía teniendo vigencia.

2. España y la teología de la liberación La pertinencia de este título brota para mí de uno de los episodios más importantes en la historia de la teología, que tuvo lugar ya en el siglo XVI: me refiero a la disputa entre Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda sobre la conducta de los conquistadores españoles en América. En otro lugar esbocé un poco más las diferencias entre esos dos modos de hacer teología: desde el impacto de una realidad vivida evangélicamente o desde una teoría «limpia», aplicada luego a la realidad5 . Creo que ahí están los antepasados de la TL, que, en este sentido, es una teología bien tradicional. Y esa teología se extendió entre buena parte de obispos y religiosos tras los primeros años de la conquista6. Dejando ese pasado (más conocido en América Latina que en España) y volviendo a nuestros días, el nacimiento de la TL coincide con una época en la cual, en España, una generación nueva de eclesiásticos percibe con nitidez el carácter anticristiano de la dictadura franquista (pese a sus favores a la institución eclesiástica) y la obligación moral de luchar contra ella. Esa percepción se ve confirmada por el nuevo «aire cristiano» que ha hecho entrar en la Iglesia el Concilio Vaticano II; y llega pronto hasta las orillas de la misma Conferencia Episcopal, que Pablo VI está intentando renovar con el nombramiento de obispos auxiliares7 . Permítaseme, como únicos ejemplos, evocar la 249

célebre «manifestación de curas» en Barcelona (1966) que tanto escándalo causó; más la generación de curas obreros en toda España8 y la ida de religiosos a vivir en los barrios pobres, junto con la aparición de «comunidades eclesiales de base», similares a las latinoamericanas, que acompañaron a aquellos fenómenos. Esto llevaba, también en España, a intuir la necesidad del recurso a las ciencias sociales para la misión cristiana. Al principio, quizá eran solo prácticas intuitivas que buscaban una fundamentación teórica. Pero precisamente en esos momentos la Asamblea general del episcopado latinoamericano en Medellín (1968) va a suministrar unas primeras fundamentaciones teológicas aptas para esas prácticas, ya desde su grito inicial: «un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo una liberación que no les llega de ninguna parte... El episcopado... no puede quedar indiferente». Poco después, en 1971, aparece la citada obra primogénita: la Teología de la liberación, del peruano Gustavo Gutiérrez, que llevaba al menos dos años cociéndose y que es unánimemente considerada como «la primera piedra» del edificio de la TL. Estas pequeñas explosiones (o «little bangs») encuentran en España mucha más resonancia que en el resto del mundo9. No solo por la comunidad lingüística, sino por cierta analogía de situaciones. Más aún: hasta cierto punto, cabe hablar de simbiosis, más que de mera resonancia, pues varios nombres de la primera TL eran precisamente españoles (Sobrino y Ellacuría en El Salvador, Hernández Pico en Nicaragua, Víctor Codina en Bolivia, Pedro Trigo en Venezuela, o M. Munárriz en Paraguay...). Analogía o simbiosis, hay algunos eventos hispanos que merecen ser señalados en esta crónica: –– En 1972, el instituto Fe y Secularidad, de Madrid, organiza en El Escorial un Congreso de teología latinoamericana que fue como la presentación de la TL en la sociedad europea. Los asistentes encontraron una enorme solidaridad y sintonía en el público hispano, junto a una especie de recelo o temor ante lo que parecía una expectativa demasiado ingenua de un inminente cambio radical en la sociedad latinoamericana. Quizá chocaron la juventud (más audaz) de los pueblos de ultramar con la vejez (más experta) de los europeos10. –– Al año siguiente tuvo lugar en un pueblo de Cataluña la primera asamblea española de «Cristianos por el socialismo», prolongación de la celebrada en el Chile de Allende dos años antes. Y, curiosamente, fue en 1975 (año de la muerte del dictador español) cuando Leonardo Boff, como antes dijimos, habló de «teología de la liberación y del cautiverio», no sé si como alerta ante el ingenuo optimismo histórico antes mencionado.

250

–– El congreso citado de 1972 se repite veinte años después, organizado también por «Fe y Secularidad» 11. En esta segunda edición participaron mezclados teólogos españoles y latinoamericanos. Allí aparecieron temas nuevos, como la liberación de la mujer (unida a la presencia de algunas mujeres como ponentes), las críticas hechas a la TL, el desencanto occidental ya presente en España, la mediación de las ciencias sociales o la repercusión de la TL en Asia y en África. La introducción al Congreso fue una carta de G. Gutiérrez (imposibilitado de asistir), en la que declaraba que el anterior encuentro de 1972 «significó mucho para el desarrollo de la reflexión teológica que intentamos hacer», pero que «las circunstancias de España, de América Latina y de la Iglesia son hoy muy diferentes..: la brecha con los países ricos (y España es hoy uno de ellos) se ha acentuado» y, sobre todo, como dato bien novedoso: «compañeros de ruta han dado su vida hasta el extremo». Pese a ello, Gutiérrez cerraba su saludo afirmando su convicción de que «la terquedad es una virtud cristiana» y citando a Bartolomé de Las Casas: «debemos anunciar un Dios que “se huelga con los pobres”, porque de ellos tiene “la memoria muy viva y muy reciente”». Una memoria inevitablemente «subversiva», como recordó el alemán J. B. Metz. –– Entre medias de esos dos congresos, en 1979, al acabar la nueva asamblea del episcopado latinoamericano en Puebla, tuvo lugar en La Granda (Asturias) otra asamblea de teólogos españoles y latinoamericanos, organizada por la Escuela Asturiana de Estudios Hispánicos. En ella hubo más participación española que latinoamericana; apareció más el tema de la Iglesia; y al autor de este escrito se le pidió una ponencia de título significativo: «Puebla para España. Lectura prospectiva» 12. Además, hubo una clara disidencia entre un economista español, que acusaba al documento de Puebla de haber asumido «la teoría de la dependencia» (que él consideraba económicamente errónea), y el sector latinoamericano (incluido el obispo A. Quarracino). –– Junto a los datos anteriores, no creo exagerado decir que la TL favoreció la aparición en España de una serie de teólogos afines a sus tesis. En la imposibilidad de citar un catálogo completo de autores y obras, permítaseme fijarme en unos textos concretos, por razones que explicaré en seguida13. 2.1. En primer lugar, el escrito de Josep Vives El ídolo y la voz. Reflexiones sobre Dios y su justicia14: páginas diáfanas, profundas y de enorme seriedad que ponen de relieve el contraste entre un dios «fundamento del ser» y el Dios bíblico «garante de la historia». El primero puede ser el dios del deísmo o el sostén del desorden establecido, al que el 251

hombre cree poder conocer convirtiéndolo en ídolo, mientas que el Dios bíblico es el Amor desconocido, pero que llama y pone al hombre ante el dilema de oír o desoír su voz; un dios de necesidad y un Dios de gratuidad: el primero «sostiene en su trono a los poderosos y despide a los humildes» (invirtiendo el canto de María en el evangelio de Lucas), mientras que el segundo permite aquella lúcida conclusión de V. Cosmao que cita nuestro autor y que explica buena parte de la historia del cristianismo moderno: «cuando se insiste demasiado en presentar a Dios como fundamento del orden establecido, el ateísmo se convierte en condición para el cambio social» (p. 100, subrayado mío). 2.2. Bastantes años antes J. Mª Castillo había publicado un escrito ampliado luego en nuevas entregas: Sin justicia no hay eucaristía, aparentemente provocador por el título, pero contundente por la argumentación tanto bíblica como de tradición de los Padres de la Iglesia. Al margen de su interpelación para la institución eclesial, quiero citar ese escrito porque permite evocar otro tema que la TL americana ha sabido abordar, pero no así sus repercusiones hispanas: lo que suele llamarse «religiosidad popular». Dicho de manera gráfica: me habría gustado que lo que hizo el peruano Diego Irarrazával con la religiosidad popular latinoamericana tuviera su parangón en la reflexión de algunos teólogos hispanos (andaluces, sobre todo; y en ese caso poniendo como ejemplo el tema de la semana santa andaluza). O (retomando algo de lo que ya hablamos en el capítulo 11): en toda experiencia religiosa auténtica hay siempre un elemento teologal y un elemento psicológico, ambos inseparables, aunque bien distintos. Pero el segundo tiende a falsificar siempre al primero; y de ahí brota la necesidad de una constante purificación y reforma de la fe, sobre todo cuando la experiencia espiritual va quedando distante, y se vive de su recuerdo, más que de ella misma. Si –en expresión clásica de Santo Tomás– «todo lo que se recibe adquiere la forma del recipiente», esto vale mucho más cuando es Dios lo que se recibe15 . De ahí la pendiente herética en que están situados todos los conservadurismos religiosos, por más que se revistan de fidelidad. De ahí también la queja pronunciada ya por san Pablo, pero que tiene gran vigencia hoy: «eso que hacéis –donde uno pasa hambre y el otro se queda harto– ya no es celebrar la cena del Señor» (1 Cor 11,20). 2.3. En 1994 aparece la obra de Jesús Martínez-Gordo (de la que cabría llamar «segunda generación» de teólogos) titulada Dios, amor asimétrico. La obra consta de cuatro volúmenes en los que, con notable capacidad de exposición, presenta las tres dimensiones de la teología (intelectual, estética y práxica), representadas cada una por un teólogo actual: Pannenberg para la primera, Urs von Balthasar para la segunda, y Gustavo Gutiérrez para la tercera. En el cuarto volumen hace el autor su propio balance de las relaciones entre las tres dimensiones, privilegiando claramente la dimensión 252

práxica-liberadora como la más capacitada para unir las otras dos: esa asimetría o parcialidad en el amor de Dios («el Dios de los pobres», como dice la TL), con sus consecuencias en la vida cristiana, resulta clave para entender y gozar la hermosura del Dios de Jesucristo. La obra de Martínez-Gordo resulta ser así, de manera indirecta y sin pretenderlo, un espaldarazo a las tesis fundamentales de la TL; tanto más cuanto que el autor confesó haber comenzado su estudio con la predisposición de que la dimensión intelectual iba a ser la que resultaría más integradora. 2.4. A los datos anteriores cabría añadir la aportación española a las críticas hechas al documento romano de 1984 contra la teología de la liberación. Un ejemplo podrían ser estas palabras del historiador Evangelista Vilanova, inspiradas en un texto más amplio del uruguayo Juan Luis Segundo: «más allá de los posibles peligros y desviaciones de la teología de la liberación... aparece el conflicto entre una teología dualista, espiritualista, personalista, intimista e incluso esteticista y aristocrática, y una teología más encarnada, histórica, popular e integradora» 16. Estos datos conllevan la pregunta acerca de qué es lo que ha quedado en España de todo aquello. Esta cuestión es mucho más amplia y aún no ha quedado del todo resuelta. Pero tiene más sentido tratarla trasladando la pregunta a toda la TL. A esa pregunta vamos a dedicar la siguiente sección de este capítulo. De momento, y por lo que hace a España, baste con recordar, por un lado, que esa pregunta ya fue hecha en 1995 en un número de la revista Sal Terrae titulado precisamente con esa pregunta y al que volveremos después. Por el otro lado, la historia enseña que muchos muertos que se daban por bien matados, resulta que «gozan de buena salud», si vale la parodia del Tenorio: porque siempre brota algún «15-M» precisamente cuando ya nadie parecía esperarlo. O viene un papa Francisco, y tenemos la impresión de que la TL, como la niña que curó Jesús, «no estaba muerta, sino dormida», y parece haberse despertado como la bella durmiente del cuento ante el beso de algún príncipe desconocido. Y es que, como enseña sobradamente la experiencia, la historia casi nunca avanza (si es que avanza) de manera recta, sino a base de oscilaciones y bandazos. Dicho esto, vamos a abordar esa pregunta decisiva:

3. ¿Qué queda de la teología de la liberación? Esta pregunta se viene formulando desde hace tiempo con tonos algo triunfales: como si la pregunta significase que ya no queda nada y que fue una moda pasajera. Por eso

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quiero comenzar respondiendo provocativamente: queda toda ella. Y estas reflexiones, más de cuarenta años después de su aparición, intentarán dar color a esa respuesta. Tal respuesta no impide reconocer que la TL puede atravesar una crisis importante, como una pubertad en la que hay que desprenderse de muchos elementos de la vida anterior para recuperarlos después transformados en la madurez, si es que se ha sabido afrontar la crisis de la adolescencia. Valga o no valga ese ejemplo, aceptemos, como punto de partida, que la TL está en crisis. Pero no porque «era marxista, y el marxismo ha pasado». Tampoco por la caída de los regímenes del Este en el 89, sino, más bien, por la ofensiva neoliberal, con su «pensamiento único», y por la cultura individualista difundida por esa economía neoliberal. Es decir, por la misma razón por la que la izquierda está hoy en crisis en todo el mundo. Es, pues, una crisis externa no debida a ella misma, sino a ataques exteriores como los que reclamaba el tantas veces citado documento de «Santa Fe», dirigido a Reagan. Pues bien, para la pregunta que intitula este apartado sigue valiendo la vieja respuesta: quedan Dios y los pobres. Y a esa respuesta aún añadiría yo un tercer remanente que está implícito en los dos anteriores: queda la historia. Últimamente he insistido en que el encuentro con Dios en la historia aparece como aportación específica del cristianismo cuando lo comparamos con otras experiencias de Dios: en la intimidad propia (Oriente asiático) y en la naturaleza (religiones amerindias, con la Pachamama y demás). El cristianismo, por supuesto, no niega ninguna de esas dos maneras de ver, pero les añade la presencia de Dios en la historia, que funge además como criterio de validación de las otras dos. 3.1. Examen de conciencia Dicho lo anterior, hay que recordar que en los tiempos de crisis no conviene buscar las causas solo fuera de nosotros. Para superar las crisis es más útil buscar los errores propios y preguntarse qué hemos hecho mal. Y aquí conviene destacar al menos dos errores que considero innegables en la TL. a) El primero fue la expectativa inminente de un cambio histórico pleno y cercano. La liberación se convertía así en un acontecimiento histórico, más que en una dimensión teológica. Aquí sí creo que hubo un influjo negativo del marxismo y de su seguridad en la llegada de un paraíso ya al alcance de nuestras expectativas. Aquí y no en las tonterías de que se acusó a una TL supuestamente marxista (olvido de Dios, materialismo, economicismo, colectivismo...) y que solo brotaban de una ignorancia no reconocida. Ya he dicho que L. Boff intuyó algo de esta insuficiencia cuando habló muy pronto de teología de la liberación «y del cautiverio». Pero esta segunda dimensión 254

quedó olvidada, quizá por presiones ambientales de aquella hora histórica17 . La utopía, por vigente que sea, no deja de ser aquello que «no tiene lugar». b) El segundo fue el olvido de los mil problemas personales del ser humano, y en concreto del hombre latinoamericano. No se negaban: se daban simplemente por supuestos, pero sin atenderlos, esperando quizá que el inminente cambio social ayudaría a resolverlos. La atención casi total a problemas estructurales llevaba a olvidarse de mil aspectos de la liberación personal: el alcoholismo, por ejemplo; o tantos problemas afectivos, psicológicos, machistas, de abandono de la mujer... Este olvido dejó el campo abierto a las sectas norteamericanas que se han dedicado a él con la clara intención de evitar los problemas estructurales, pero también con amplias posibilidades económicas y de cercanía del pastor frente a la ausencia del cura (por la ley del celibato ministerial), que han ayudado a liberar a muchos individuos de problemas personales muy verdaderos y agudos. Reconocido esto, será bueno también poner de relieve algunos logros de la TL, aunque solo sea para desmentir las acusaciones interesadas que proclaman su muerte con indisimulada alegría. De su impacto en España ya he hablado antes. Voy a prescindir también de cómo haya podido fructificar en América Latina, aunque parece innegable que la aparición de gobiernos como los de Lula en Brasil, Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia y, en general, el auge actual de las izquierdas políticas en el subcontinente, tiene algún nexo importante con la TL. c) Prescindiendo de lo anterior, la TL avivó un cierto despertar del cristianismo en los países del norte de Europa, que ya dábamos por descristianizados. En este factor influyó también la presencia de muchos refugiados políticos de las pasadas dictaduras (v. gr., chilenos en Suecia). Y, a la vez, ha sido llamativa la presencia de pastores y pastoras de países nórdicos, por ejemplo en Centroamérica. Guardo una carta de un pastor finlandés (Sapio Taionara, ya fallecido) desde Nicaragua, que quería traducir algunos textos leídos en Centroamérica y me confesaba que el cristianismo que aparecía allí es el único que puede revitalizar la fe en su país. No sé cómo habrá continuado este fenómeno, pero el hecho es que se dio. d) Como se ha dado también, y mucho más intensamente, en el continente asiático, con la aparición de las teologías mitjung en Corea y dalit en India. Allí ha generado, además, una seria persecución de cristianos y una importante vinculación de la TL con las religiones de Oriente. En este mismo sentido, y pasando ahora al África, he contado otras veces mi encuentro en Javier, el año 2006, con una teóloga laica anglicana, de Sudáfrica, mujer venerable ya con nietos, la cual me explicaba que ella, allá donde iba o la llamaban, solo ofrecía «liberation theology»; y si le decían que eso estaba «demodé», ella insistía más en el tema para mostrar que no lo estaba. Habría que reconocer entonces que, si es que la TL ha muerto, ha muerto dando vida. Esa vida puede hacerla fecunda en otros lugares, en el caso de que la 255

América elegida fuese infiel a la llamada que supuso la TL. Eso es lo menos que podrían reconocer los que ya se apresuran a entonarle responsos. e) Finalmente, hay otra aportación ya enunciada y que retomaré después: la TL ha convertido las ciencias sociales en mediaciones auxiliares de la reflexión teológica, igual que antes lo era la filosofía, sin eliminar por ello a esta. 3.2. Tareas pendientes Ahora debemos preguntar cuáles parecen ser las tareas actuales de una TL más necesaria que nunca, pero afectada también por la crisis global que ha sacudido a nuestra economía y, desde ella, a toda nuestra cultura. Creo que han de ser, sobre todo, tareas «de escuelas», porque quizá esté pasando la época de los grandes maestros individuales. a) De la liberación a la apocalíptica En el número antes citado que dedicó la revista Sal Terrae a la misma pregunta que ahora encaramos, hablé de la necesidad de pasar de la liberación a la apocalíptica. Es decir, de expectativas inminentes de cambio a una visión de la historia hecha desde el dolor de las víctimas y desde la fe en que Dios sigue siendo el Señor de la historia. Para comprender esta tarea es necesario precisar qué es la apocalíptica: así veremos que también puede hacerse hoy con otro lenguaje (no críptico y sin alusiones numéricas), y que debe significar, además, una crítica al imperio: que hoy no será el imperio del César, sino el imperio del Dinero y la pseudoteología del mercado que lo sostiene. La introducción a ese artículo resumía todo el número de la revista18 y vale como respuesta a nuestra pregunta. Decía así: 1. Queda el método. Un modo de pensar que intenta ser transformador y no (solo) justificador... Que hace teología desde «la irrupción del pobre» y desde el privilegio hermenéutico de los pobres, hasta parafrasear así un dicho antiguo: «fuera de los pobres no hay salvación». 2. Queda Dios. Que no se reveló como «buena noticia para los intelectuales» (aunque esto pueda ser lo que se da por añadidura cuando se busca el Reino de Dios y su justicia), sino como Misericordia para los que carecen de ella. 3. Quedan los pobres y la opción por ellos... Como inmenso clamor no escuchado que provoca la experiencia del Espíritu y la comprensión de la teología como «intellectus amoris» (Jon Sobrino) También como «sacramento» de lo que es todo ser humano ante Dios: un pobre necesitado de Su ayuda. 4. Quedan los mártires. Los mártires «según Jesús» y no «según el derecho canónico», porque ni siquiera pueden vindicar para sí el título de mártires, ya 256

que no murieron por «odio a la fe», sino, muchas veces, a manos de aquellos que –como Caifás– decían defender la fe. Esta panorámica nos pide una visión teológica de la historia en tiempos de «cautiverio». Y así es como llegamos a la apocalíptica, la cual no es una profecía de calamidades estrambóticas, como algunos se imaginan. La palabra «apocalipsis» significa «revelación», no «catástrofe». Si se habla de desastres, no es como algo que ocurrirá fatalmente, sino como algo que puede ocurrir, porque la historia humana tiene una doble dimensión de promesa y de amenaza, entre las que debemos aprender a movernos. Toda la historia bíblica está marcada por esa línea: del Éxodo, como camino de liberación hasta la tierra prometida, se pasa a la destrucción de Jerusalén. Según los evangelios, el mismo Jesús comienza su andadura anunciando el Reinado de Dios y la culmina con aquellos discursos tremendistas que cierran su vida pública. Y el cristianismo naciente del Nuevo Testamento comienza con anuncios como el de que Cristo nos liberó para que vivamos en libertad, y se cierra con el libro del Apocalipsis, que ahora analizaremos un poquito más. El Apocalipsis (tan leído estos días en América Latina) está escrito en tiempos de dificultad, persecución y sensación de promesas no cumplidas. Una situación así impone dos tareas: la primera, proclamar de mil maneras que Dios sigue siendo el Señor de la historia; lo cual es una garantía de esperanza, como se ve en las visiones de los capítulos 21 y 22 sobre la ciudad futura. La segunda es una tarea de denuncia: denuncia de la Iglesia (en las 7 cartas de los primeros capítulos) y denuncia de la sociedad. Nosotros estamos hoy invitados a esas mismas tareas, pero ya no hemos de hacer la denuncia en términos crípticos, propios de situaciones de clandestinidad, porque al menos hemos conquistado cierta libertad de expresión19. Tampoco hemos de hacerla con simbolismos numéricos, porque ya no somos pitagóricos... Pero fuera de estos dos condicionamientos, creo que hoy se nos impone una seria tarea de denuncia. Denuncia ¿de qué? De la actual «Babilonia» del Capital, que solo produce ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres. O del culto al «Kyrios Money», que sustituye al antiguo Kyrios Kaisar de los romanos, y al que contraponemos nuestra única confesión: Kyrios Iesus. Este es el momento de retomar lo antes dicho sobre la mediación de las ciencias sociales en la reflexión teológica. No es que nosotros hayamos de ser economistas. ¡Ojalá pudiéramos! Pero desde D. Schweickart (Against Capitalism) hasta los Stiglitz, Krugman, Piketty, Giraud o los españoles Vicenç Navarro y J. Torres López... hay una cantidad de nombres que nos pueden ser muy útiles, al menos para perder el miedo a los falsos dogmas neoliberales disfrazados de inocentes ecuaciones, como el lobo de Caperucita, porque no se trata de discutir sus cálculos, sino los presupuestos de esos cálculos.

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En capítulos anteriores ya ha aparecido este tema, y a ellos me remito. Solo repetiré algo que vengo repitiendo últimamente: que toda economía se apoya en una «metaeconomía», en unos presupuestos antropológicos que, si no son correctos, invalidarán todos los cálculos siguientes, como se invalida una ecuación cuando las incógnitas no tienen el valor que deben tener. Y el presupuesto desde el que reflexionan los economistas neoliberales es que los seres humanos son consumidores-racionales-libres. Pues bien, los tres rasgos son inexactos: hombres y mujeres somos algo más que consumidores, y no debemos tolerar que se nos reduzca a solo eso. Además, en cuanto consumidores, no somos en absoluto ni racionales ni libres. La publicidad sabe eso mucho mejor que los teólogos del mercado. Pues bien, esas son «las siete trompetas» que hoy debemos hacer resonar y «los siete sellos» del libro que nos toca abrir. Para eso tenemos también «siete señales» (cf. Ap 8, 6, 14), hasta que desaparezca «la Bestia» y aparezca la nueva Jerusalén. Hoy en día, además, esta denuncia se hace más urgente que antaño por la gravedad de la amenaza ecológica, que quizá sea la más densa de todas las negras nubes que hay en nuestro cielo. Aquí no basta con yuxtaponer la tierra y los pobres (como quizás insinuaba el famoso título de Leonardo Boff20), sino comprender que hay una relación de causa y efecto: la tierra llora como madre por el mal trato que damos a los más pobres; ella hace suyo ese daño y vengará el dolor que hemos ido causando a sus hijos. La encíclica de Francisco vincula también el daño causado a la «hermana madre Tierra» con la irracionalidad e inmoralidad de nuestro sistema económico, del que la enfermedad de la Tierra es una simple metástasis. ¡Ojalá llegue a tiempo de curar este doble cáncer! Curiosamente, en estos momentos en que tan necesaria es una denuncia seria, radical y bien fundamentada, los sociólogos hablan de una apostasía de los intelectuales. ¿No debería la teología suplir ese ominoso silencio? Permítaseme retomar el título de uno de los libros «fundacionales» de «Cristianisme i Justícia»: El secuestro de la verdad21. Ese título aplicaba a nuestro sistema económico la frase de la Carta a los Romanos: «los hombres secuestran la verdad con su injusticia» (1,18). La injusticia de un sistema «incapaz de crear pleno empleo digno y de reducir las lacerantes diferencias entre los hombres» 22, y que solo sabe producir «ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres» (Juan Pablo II), oscurece la verdad de Dios y hace cada vez más difícil la fe cristiana en medio de ese sistema. b) Una dimensión de toda la teología En segundo lugar, y más importante, la TL ha de dejar de ser vista como un tratado más o una disciplina más de la teología, para pasar a ser un modo de enfocar (o un «objeto formal») de todos los tratados de la teología. El famoso decreto cuarto de la Congregación General 32 de la Compañía de Jesús decía que la promoción de la justicia 258

no puede ser «asunto exclusivo de unos cuantos jesuitas», sino que es «una de las dimensiones constantes de todo apostolado». Quizá por eso habló Juan Luis Segundo de una «liberación de la teología». Porque alguna vez he visto programas bienintencionados de algún Centro donde se hablaba, v. gr., de Cristología, Trinidad, Eclesiología, Teología de la liberación... Pero no se trata de eso, sino de que la cristología sea una cristología de la liberación; la eclesiología, una eclesiología de la liberación; etcétera. Porque solo eso evitará que (evocando otra vez a G. Gutiérrez) hagamos una teología «de los amigos de Job», que cree poder hablar de Dios al margen (o en contra) del sufrimiento del inocente. De un Cristo anunciador del Reino y Crucificado, revelador del Dios anonadado y Redentor de la injusticia humana, brotará entonces un tratado de Dios que será del Dios de los pobres (revelado como buena noticia para ellos y no para los filósofos, como escribió A. González hablando precisamente de la Trinidad23). Eso nos llevará a una eclesiología que sea de «la Iglesia de los pobres» y a una antropología teológica que recupere la imprescindible paridad entre individuo y comunidad en el ser humano: lo cual, a su vez, llevaría al tema jesuánico de reunir «las ovejas perdidas» de la casa de Israel, así como a la atención a lo estructural y las ciencias sociales y al tema marcusiano de las falsas necesidades... La escatología incorporará la aportación definitiva de Josep Giménez cuando unifica la «palabra última», que es palabra sobre lo Último y palabra desde los últimos. Y, finalmente, tendremos una sacramentología de los pobres. Quizás este último es el tratado que menos se ha visto afectado por la TL, pero debe serlo también: pensemos, v. gr., en un bautismo como «entrada en la Iglesia de los pobres» que suponga un abrigo para luchar no solo contra el propio «pecado original», sino contra todo el pecado social y estructural; o en una confirmación que reafirme esa pertenencia a la Iglesia de los pobres, con la opción personal que ello comporta; o en una eucaristía que recupere el valor de los gestos, más allá de la mera materia desnuda: partir el pan y pasar la copa, como símbolos ancestrales de esa doble actitud de compartir la necesidad y comunicar la alegría, que es como el testamento de Jesús, en el que el Resucitado se hace presente en la comunidad celebrante...24 Todo esto ayudaría a superar la crisis actual de los sacramentos, nacida de su impostación meramente ritualista e individualista y demasiado mágica. Queda una última alusión, en la que ya no puedo entretenerme: se ha dicho, con razón, que la TL era una forma de teología espiritual (baste recordar la frase ya citada de Schillebeeckx a Gustavo: «tu metodología es tu espiritualidad»). Pues bien, desde aquí la TL debería entrar en el actual interés por la mística, dándole veracidad y evitando que la mística buscada sea una simple huida de la realidad y de la historia. He reconocido otras veces que ese descubrimiento de la «mística» puede poner de relieve defectos de los años anteriores: un exceso de voluntarismo y unas expectativas ingenuas de triunfo inminentes, a las que ya he aludido. Pero, concedido esto, hay que recordar enseguida que nada nace en la historia exento de riesgos y de peligros, por muy 259

bueno e importante que sea. Y me parece innegable que la reciente moda mística puede acabar derivando en una especie de «autismo espiritual» que parece presuponer que en el mundo solamente existen Dios y mi propio bienestar. El teólogo alemán J. B. Metz (bien cercano a la TL) repite sin cesar que la mística cristiana es una mística «de ojos abiertos» y no de ojos cerrados. Yo mismo hablé (a los inicios de esta corriente) de la diferencia entre «la mística del éxtasis y la mística de la misericordia» 25 . Recojo aquí estas alusiones anteriores, a riesgo de ser repetitivo, porque con la mística viene dado el interés por los «testigos», que son lo único que resulta convincente en este mundo postmoderno sin casi verdades absolutas. Ahí tenemos el interés y el respeto que siguen despertando en el primer mundo figuras como mons. Romero, Ignacio Ellacuría y sus compañeros. Por eso, terminaré proponiendo una tarea importante para la América Latina de hoy: acaba de aparecer en España un libro titulado Maestros y Testigos, que recoge las charlas pronunciadas en el Colegio Mayor Chaminade, de Madrid, el curso pasado. Allí se presentan unas pocas figuras de la amplia gama de testigos con que está regado nuestro siglo XX (Juan XXIII, Dietrich Bonhoeffer, Etty Hillesum...). Creo que algo semejante es urgente hoy a nivel del subcontinente latinoamericano. Algo se ha hecho ya con mons. Romero. Pero creo que debería ampliarse, porque América Latina está sembrada de testigos y de mártires. Ahí está el libro de la argentina Clara Temporelli (Amigas fuertes de Dios) sobre mujeres mártires en América Latina.

Ojalá todo lo anterior ayude a comprender la importancia de la TL para una espiritualidad de esa utopía que, como hemos dicho tantas veces y como indica su nombre, «no tiene lugar» en este mundo, pero sigue teniendo una enorme vigencia para evitar que este mundo se desmorone. Por eso, terminaré personificando estas reflexiones en un testigo concreto que no es exactamente un «teólogo de la liberación», pero sí un maestro espiritual y un poeta de la utopía que es, a la vez, europeo y latinoamericano; y que es, finalmente, un hombre de Iglesia: tanto que es un obispo. Me refiero, naturalmente, a Pere Casaldáliga.

4. Un paradigma común: Pere Casaldáliga No necesita presentación este obispo catalán radicado desde hace unos cincuenta años en el Matto Grosso brasileño. Referente fundamental en América Latina y en España. Y también suavemente molesto para las autoridades romanas. Su teología, que él reconoce deber a los teólogos de la liberación, se formula en su poesía y se activa en su praxis. Casaldáliga ha sido el teólogo-poeta y el activista-poeta, unificando así las dimensiones teológica, mística y práxica que recorren este capítulo. En la imposibilidad de un análisis más extenso, elegiré un único ejemplo, por el tono que tiene de autoidentificación: «Si no sabéis quién soy, si os desconcierta la amalgama de amores que cultivo una flor para el Che, toda la huerta para el Dios de Jesús. Si me desvivo por bendecir una alambrada abierta... 260

Si tiento a Dios por Nicaragua alerta... Sabed: del pueblo vengo, al pueblo voy... Tenedme simplemente por cristiano si me creéis y no sabéis quién soy». Son versos de un soneto que se titula precisamente «Identidad». A destacar que, por desconcertante que parezca, esa no es más que simplemente la identidad cristiana. Cuando «toda la huerta» es para el Dios de Jesús, no hay que temer dedicar una flor de ella a las promesas de la historia (como el Che Guevara o la primera revolución nicaragüense), por más que su brillo sea fugaz como el esplendor de las flores... Esa misma dialéctica se expresa en los dos últimos tercetos del soneto siguiente, cuyo título proclama que esa es una identidad en «Éxodo»: «Al acecho del Reino diferente voy amando las cosas y la gente ciudadano de todo y extranjero. Y me llama Tu paz como un abismo mientras cruzo las sombras guerrillero del mundo, de la Iglesia y de mí mismo». La mundanidad y la trascendencia del Reinado de Dios dan razón de toda la dialéctica que sigue (ciudadano-extranjero) y de esa inclusión de la dimensión revolucionaria («guerrillera») en la transformación de la Iglesia y de sí mismo. El Reino es «diferente» (es utopía), pero hay que vivir «al acecho» de él, porque tiene vigencia para nosotros. Pero lo que más querría destacar del último terceto es la aparente ruptura de lo que sería una lógica (o una expresión) racional: si lo que cruza el cristiano son «las sombras», esperaríamos que lo que llama a cruzar esas sombras fuese «Tu luz». Y, sin embargo, Casaldáliga habla de «Tu paz», situando precisamente una experiencia mística en el origen de la llamada a esa triple guerrilla. En suma, religioso, obispo, poeta, activista, español y latinoamericano, la figura de Casaldáliga me parece el mejor símbolo del tema de todo este capítulo.

1. Basta comparar el documento del entonces cardenal Ratzinger, en 1984, con el capítulo (el IV) que le dedica el cardenal Müller (sucesor de Ratzinger al frente de la Congregación de la Fe) en el libro Del lado de los pobres, escrito además en colaboración con G. Gutiérrez. Allí Müller supera esa vaga impresión de que es una teología muy radical socialmente, con algunas infiltraciones marxistas, para mostrar que es la única manera de hacer verdaderamente teología. 2. Porque procede de un capítulo que se me pidió para el volumen La dirigido por J. A. Escudero y editado por M. Pons (Madrid 2014.

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Iglesia en la historia de España,

3. Remito al capítulo «La teología de la liberación como segunda reforma de la Iglesia» en cristiano, Estella 1994.

El factor

4. Desde la época de Carlomagno, el catolicismo tiene una especie de parálisis congénita que le hace caminar por la historia con «doscientos años de retraso» (como señaló en su entrevista-testamento el Cardenal Martini). 5. Ver

El factor cristiano, Estella 1994, pp. 194ss.

6. Remito para esto al Cuaderno de CiJ Romeros de importante investigación de E. Dussel sobre el tema.

América,

de próxima aparición, que aprovecha una

7. Porque para los titulares de diócesis gozaba Franco de un derecho de presentación al que nunca renunció, pese a los ruegos del Vaticano II. 8. No son solo España y América Latina: por esa época se está cociendo en Europa lo que luego cuajará como «mayo del 68», y aparecen eslóganes de «teología política» o «teología de la revolución». Son flores de una riada optimista marcada por detalles como el Vaticano II, la distensión Kennedy-Kruschev, la primavera de Praga y una ola de prosperidad económica. Pero de estos factores hemos de prescindir aquí. 9. Aunque, casi cuarenta años después, quizás habría que decir que la TL ha tenido un influjo más persistente en lugares como Asia, África, o incluso la Europa Nórdica, que en la misma España. 10. Las ponencias fueron recogidas en el volumen Latina, Sígueme, Salamanca 1973. 11.

Fe cristiana y cambio social en América

Cambio social y pensamiento cristiano en América Latina,

Trotta, Madrid 1993. Vale la pena destacar que se trata de una entidad («Fe y Secularidad») que, por su nombre y fundación, no parecía destinada a reflexionar sobre los temas sociales de la pobreza y las desigualdades.

12. Las ponencias fueron publicadas también por Ediciones Sígueme: Puebla. El hecho histórico y su significación teológica, 1981. Concluido ya este escrito, ha tenido lugar en octubre de 2012 un nuevo encuentro, pero esta vez en América Latina (en Unisinos, São Leopoldo, Brasil), con participación de varios teólogos españoles. En la imposibilidad de dar más detalles, citaré como resumen la frase de Jon Sobrino repetida allí (según la prensa) por Torres Queiruga y que resulta emblemática de lo allí tratado: «solo hay dos absolutos: Dios y los pobres de Cristo». 13. Prescindiendo de títulos que hablan por sí solos en su brevedad, como El Dios de los pobres, de Julio Lois, o El clamor de los excluidos, de González-Carvajal. Sí quisiera notar que, mientras la TL en América se ha centrado más en el seguimiento de Jesús («conocer a Jesús es seguirle», reza uno de sus principios), la de España parece orientarse más hacia la identidad de Dios, quizá por la convicción ambiental de muchos católicos de que la crisis de Dios en Occidente no es una crisis del Dios cristiano, sino de una idea de Dios ajena al cristianismo. 14. En la obra colectiva de Cristianisme i Justícia (CiJ) que aludiremos luego (pp. 63-128).

La justicia que brota de la fe (Rom 9,30), a la

15. Véanse dos ejemplos clamorosos de esta vinculación en la misma Biblia: la experiencia espiritual de Israel es la de una relación de «alianza» o pacto con el mismo Dios. Esa experiencia es reveladora y todavía vigente. Pero, por extraño que nos resulte hoy, el pueblo vinculó estrechamente esa experiencia tan válida con algo tan relativo y tan históricamente condicionado como la circuncisión, e hizo que los primeros judíos palestinos convertidos al cristianismo crearan unas dificultades enormes a la iglesia del Nuevo Testamento. Hoy sorprende la obstinación de aquellos judíos, pero no nos damos cuenta de que quizá le está ocurriendo lo mismo a la Iglesia Romana con el ministerio de la mujer. El otro ejemplo a citar es la experiencia de la Resurrección de Jesús: como quiera que se la explique (no es este el lugar), es una experiencia decisiva y

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fundante para el cristianismo. Pero sus testigos y propagadores la vincularon inseparablemente con otro rasgo de su cultura, en la que la palabra «resurrección» significaba, eo ipso, «fin del mundo», poniendo así a la iglesia primera ante serias dificultades cuando se fue haciendo evidente que el fin del mundo no llegaba y que la historia iba «para largo». 16.

Historia de la teología cristiana, Barcelona 1989, vol. III, pp. 994-995.

17. Me permito remitir sobre este punto a mi confrontación con la obra del gran J. P. Miranda (Marx y la Biblia), donde a la tesis del autor («la fe cristiana consiste en creer que este mundo tiene remedio») contrapuse esta otra: la fe consiste en creer que tiene sentido luchar para que este mundo tenga remedio (ver el último capítulo de La teología de cada día, Salamanca 19772). 18. Donde escribían Antonio González, P. Casaldáliga, G. Gutiérrez y J. Sobrino. 19. Aunque quizá debería añadir que no sabemos cuánto durará esto, si las reacciones norteamericanas ante los «Vatileaks» siguen por donde están comenzando a ir. 20.

Grito de la tierra, grito de los pobres.

21. El primero se titulaba La justicia que brota de la fe. En el segundo hay un largo capítulo, «Los pobres como lugar teológico», que creo que no ha perdido vigencia. 22. Ambas acusaciones no son de hoy sino que proceden de J. M. Keynes en su obra clásica sobre el empleo, el interés y el dinero. 23. Cf.

Trinidad y liberación, UCA, San Salvador 1994, p. 59.

24. En este mismo sentido quise titular mi breve esbozo de sacramentología como Símbolos (Cuadernos «Cristianisme i Justícia», 138).

antes citado. También la obra Mística y compromiso por la justicia (editada por el equipo de CiJ), más el título, ya de por sí expresivo, de Lucía Ramón: Queremos el pan y las rosas.

25. Ver el capítulo con ese título de

El factor cristiano,

de fraternidad

263

16.

Los profetas mártires[*]

Quiero comenzar con una anécdota que me ocurrió aquí, en la UCA. Hará unos veinte años, tuve de alumno a un muchacho coreano que había venido aquí con su esposa para estudiar teología. Como suele ocurrir en Corea, los dos se llamaban Kim, o sea, que no puedo dar más identificación... Tuve la sospecha de que la esposa era ya de cierta tradición cristiana, mientras que él me pareció de reciente acceso a la fe. Mantuve con él una serie de largas conversaciones en las que me preguntaba cómo entendíamos los cristianos eso de la divinidad de Jesucristo. En una de ellas, se me ocurrió preguntarle cómo había decidido venir a estudiar desde Corea... nada menos que a El Salvador. Y la respuesta le salió tan rápida como si la llevara ya preparada: «Porque esta es una iglesia que tiene mártires». Pocas historias darán cuenta más cabal de lo que puede ser el impacto del martirio, en la línea de una definición de Santo Tomás que retomaré después: «el mártir es un testigo de la perfección del amor»; de ahí su atractivo1. Jesús decía que nadie tiene más amor que quien da la vida por los que ama. Y san Pablo comenta que eso aún podría entenderse si alguien da la vida por sus más allegados: hijos, esposa, hermanos... Pero dar la vida por quienes te son lejanos, quizá desconocidos y hasta enemigos, resulta asombroso, porque implica que has extendido a todos los seres humanos el ámbito de aquellos con quienes te unen lazos de sangre. Esa es, realmente, la perfección del amor. Y esta explicación creo que nos prepara para la distinción, apuntada ya en el título, sobre dos posibles clases de mártires que llamaremos «testigos» y «profetas».

1. La distinción Podemos afirmar, efectivamente, que hay dos tipos de mártires: unos son, sencillamente, testigos y nos interpelan personalmente por su testimonio. Otros son, además, profetas e interpelan no solo a nuestra conducta personal, sino al sistema en el que vivimos. Con esta distinción no quisiera hacer ninguna comparación entre los mártires, contraviniendo aquel sabio consejo del Kempis de que no hay que hacer comparaciones entre los santos. Pero sí creo posible establecer una comparación entre nuestros modos de reaccionar ante ellos. Porque sucede que los primeros no molestan, mientras que los segundos sí lo hacen. Quizá por eso, a los mártires testigos se les canoniza enseguida, mientras que a los profetas se procura olvidarlos... aunque hayan sido mártires. 264

El P. Kolbe (que puede estar en el primer grupo) es un ejemplo admirable que nos interpela a todos y cada uno de nosotros. Mientras que el profeta Jeremías o, por poner un ejemplo más reciente, mi hermano jesuita Alfred Delp (condenado a la horca por el gobierno nazi y hoy beatificado), por mucho que interpelase, resultaba en su época una figura molesta (como lo resultaba Óscar Romero). Y de las figuras molestas pensamos que lo mejor es que desaparezcan no solo de nuestra vista, sino también de nuestra memoria. Que este olvido no se consiga puede ser uno de esos indicios de que, a pesar de tantos fracasos y tantos calvarios, Dios sigue siendo «Señor de toda la historia, que acompaña a nuestro pueblo y que vive en nuestra lucha», como canta con verdad la misa salvadoreña. Por eso, estirando un poco más la comparación, suele ocurrir también que a los mártires-testigos los matan individuos sueltos, o bien ellos mismos arrostran la muerte. A los mártires-profetas los mata el sistema a través de sus agentes anónimos. Este fue el caso de Óscar Romero, de Ignacio Ellacuría y sus compañeros, de Enrique Angelelli, de monseñor Gerardi... y de tantos anónimos delegados de la Palabra. Por eso, también, la muerte de los mártires-testigos suele ser pública, y la de los profetas se procura que sea anónima. Pero luego sucede lo contrario: a los profetas se les recupera, porque siguen siendo actuales, mientras que los otros mártires, por mucho culto que les demos, se pierden en las lejanías del pasado, porque el paso del tiempo desvirtúa su interpelación: hoy, santa Cecilia o santa Inés no pueden significar mucho para nuestras vidas, porque nos separan de ellas demasiados años, mientras que Juan Bautista o Jeremías o el P. Delp pueden significar, y siguen significando, mucho más: porque personajes como Herodes o Sedecías o Hitler, a los que ellos se enfrentaron, siguen actuando en nuestros días. No obstante, quisiera destacar que muchos de los primeros mártires cristianos, en realidad, fueron también profetas: se les mató porque molestaban al sistema. Es sabido que el imperio romano era enormemente tolerante con toda clase de religiones, nuevas o viejas. ¿Por qué, pues, persiguió a los cristianos? Simplemente, porque la confesión de Jesús como Señor entraba en competencia con la confesión de la divinidad de los emperadores, expresada en la fórmula griega Kyrios Kaisar2. Y con otro ejemplo aún más claro: el intelectual romano Celso, tratando de justificar las persecuciones contra los cristianos, escribía: «si todos hicieran como vosotros, el emperador se quedaría solo y abandonado» 3. Celso creía en el emperador y en el orden imperial. Hoy sabemos que aquel orden era más bien un desorden, y que podríamos parodiar la frase de Celso con otra expresión de E. Mounier: «si todos hicieran como vosotros, el desorden establecido se quedaría solo». Así se vuelve más claro el factor profético de muchos de aquellos martirios.

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2. Las consecuencias De aquí parece seguirse, en primer lugar, que esa fórmula clásica que busca en el odium fidei la causa del verdadero martirio es bastante imperfecta. La fe, en sí misma, no es odiada por casi nadie. Lo que puede suscitar un odio ciego es ese amor que constituye la cumbre de la verdadera fe4. Dicho con otras palabras: se odian las consecuencias de la fe, sobre todo sus consecuencias comunitarias, sociales. Monseñor Romero tenía la misma fe que sus hermanos en el episcopado. Pero estos no sacaron de ella las consecuencias que sacó Romero. Por eso no molestaban, y su fe no suscitó ningún odio. Y no los persiguieron, porque no amenazaban al sistema («sistema asesino», según le ha llamado el papa Francisco). De ahí brota otra consecuencia muy importante, y es la obligación que tenemos de procurar que los mártires-profetas no caigan en el olvido, pues esa desmemoria sería nuestra suprema colaboración con el sistema asesino que acabó con ellos. Esta tendencia a olvidarlos puede ser muy comprensible, ya que todos arrastramos el cansancio de esas luchas contra el sistema que son tan desiguales como la de David contra Goliat, que son además largas, y en ellas el sistema parece acabar triunfando demasiadas veces. Y con frecuencia, además, no podremos contar en esa fidelidad con la ayuda de la institución eclesial, a la que también le molestan los profetas. Tengamos esto en cuenta: el mártir profeta suele ser incómodo no solo para la sociedad, sino también para la institución eclesial. Por eso algunas figuras de la Iglesiainstitución pueden haber dicho aquello de «algo habrán hecho... Eran comunistas... Ellos se lo han buscado...» Pero cuando la gente piensa así, a menudo se debe a que el martirio del profeta suele dejar una mala conciencia o sensación de responsabilidad en la institución, porque adivina que quizá pudo haber hecho algo más. De hecho, la falta de protección institucional actúa como un incentivo para los verdugos: a Pedro Casaldáliga no lo han matado porque Pablo VI tuvo la valentía de identificarse con él en aquella frase famosa: «El que toque a Pedro toca también a Pablo». Esta mala conciencia que la institución puede sentir ante la muerte de los profetas tiende, quizás inconscientemente, a favorecer su olvido. De este modo deja de cumplirse la profecía de Tertuliano: «la sangre de mártires es semilla de nuevos cristianos». Por eso, y pese a las dificultades que acabo de reconocer, el deseo de olvidar y comenzar nuevamente de cero, como si ello fuera posible y nada hubiera ocurrido, merece el clásico calificativo ignaciano de ser sugestión «del mal espíritu». Y, dejando a san Ignacio, voy a citar unas palabras de Nietzsche que apuntan a lo mismo: «El olvido no es solamente una “fuerza de la inercia”, como creen los espíritus superficiales; es, más bien, un poder activo, una facultad moderadora, en el verdadero sentido de la palabra... Sin capacidad de

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olvido no puede haber ninguna felicidad, de la moral, Disertación segunda, I).

ninguna esperanza, ningún presente» (Genealogía

En ese consejo, muy vigente en la cultura de hoy, se desfigura lo que puede tener un valor terapéutico para traumas y duelos individuales, y se le prolonga convirtiéndolo en medicina también para la sacudida que nos causan los mártires-profetas. Pero los traumas individuales (como la muerte de seres queridos o las enfermedades) pertenecen a la limitación de esta vida, mientras que la interpelación de los mártires-profetas se dirige contra el pecado del mundo, que es algo muy distinto de su limitación. Al englobar a los dos en el mismo paquete, se sugiere una falsa concepción de la felicidad como insolidaridad (egoísta). Recordar siempre a los mártires puede ser triste; pero olvidarlos es una manera disimulada de pactar con el mundo que los produce. Porque es verdad eso de que «la vida sigue», pero ya no puede seguir sin su memoria. Por eso, a las palabras citadas de Nietzsche les podemos contraponer la pregunta ya comentada de Albert Camus: ¿Tiene un hombre derecho a ser feliz en una ciudad infestada por la peste? Esa es, en mi opinión, una pregunta tremendamente seria. Y creo que la única respuesta a ella reside en lo que insinuamos en el capítulo 7: que el Espíritu de Dios nos ayude a descubrir la dicha que se da precisamente en la lucha contra la peste: la felicidad de las bienaventuranzas de Mateo, que por algo son llamadas «bienaventuranzas del discipulado»; la felicidad de aquellos que, ante la situación de hambre, pobreza, llanto y persecución (cf. Lc 6,20-22) implantadas en el sistema-mundo, reaccionan con una misericordia que engendra hambre y sed de justicia (cf. Mt 5,6-7).

3. El mártir como desenmascarador El peligro de ese olvido de los mártires-profetas es que acaba siendo una justificación del desorden establecido. Acabo de citar las palabras de Francisco contra un sistema que «mata». Pero la maldad de ese sistema la pone de relieve el hecho de que no solo mata pobres víctimas inocentes, sino que está obligado a matar también a aquellos que lo desenmascaran. El mártir pasa a ser entonces no solo testigo del amor, como decía Santo Tomás, sino además testigo de la iniquidad del sistema. Tan es así que algunos sistemas más inteligentes (por muchas víctimas inocentes que produzcan) tienen un exquisito cuidado en no crear mártires-profetas, porque adivinan que eso acabaría volviéndose contra ellos. Y algo de eso creo que se adivina en estas palabras del obispo Casaldáliga: «El martirio ha venido a ser en esta iglesia de América Latina una vocación normal. También en eso nuestras iglesias se parecen a la iglesia origen de los primeros siglos. Desgraciadamente, con el martirio real de muerte que vivimos, sufrimos ese otro martirio de ver cómo significativas esferas de la iglesia de América Latina y

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universal ignoran, olvidan o silencian un hecho de la magnitud cristiana del martirio» (Vida [1981] p. 35).

Nueva,

1.256

Dos cosas creo que merecen destacarse de esa cita. La primera la comentaré en el apartado siguiente, y es que habla del martirio, no como accidente excepcional, sino como «vocación normal». La segunda es la queja por el hecho de que esferas significativas de la Iglesia «ignoren, olviden o silencien» un dato tan serio. Es fácil comprender que, consciente o inconscientemente, ese olvido se realiza, como decían los antiguos romanos, «pro domo sua»: en defensa propia. Y no deja de ser cómico que muchas de esas esferas de la Iglesia acusen a la otra iglesia martirial de ser «tonta útil» de un supuesto comunismo que ven por todas partes, sin darse cuenta de que son ellas las verdaderas tontas útiles de un sistema que llega a producir mártires como vocación normal

4. Profetas sin nombre Pasando al otro primer rasgo del martirio como «vocación normal», quiero que él me sirva en estas reflexiones para dedicarlas principalmente a tantos mártires anónimos o cuyo nombre ha quedado en el olvido...5 Todo martirio es una vocación, por supuesto. La Biblia deja claro también que el profetismo es, asimismo, una vocación que suele encontrar una gran resistencia en el que es llamado, porque adivina su propia debilidad. Pero siempre se trata de vocaciones excepcionales, precisamente por su misma dureza. En este contexto resulta bien sorprendente el hablar, como hacía Casaldáliga, de una vocación «normal». Que lo excepcional se convierta en normal significa, entonces, dos cosas que vale la pena citar: En negativo, supone una advertencia al mundo entero sobre lo que el cuarto evangelio llama «pecado del mundo» y del que Jesús es víctima. Hoy, en nuestro siglo XXI, hablaríamos de la perversidad de un sistema que puede vanagloriarse de grandes éxitos crematísticos o tecnológicos, pero apenas puede presumir de éxitos propiamente humanos. Es una advertencia hecha por iglesias cristianas al mundo entero, sea cristiano o no. En positivo, supone que en esta denostada América Latina ha habido una supererogación del amor, de aquella perfección del amor de que hablaba Tomás de Aquino6. Esto es a la vez una gracia y una responsabilidad. Como responsabilidad, debe ser cuidada con esmero. Como gracia, estamos seguros de que fructificará, aunque no podamos decir dónde ni cómo: la «comunión de lo Santo» 7 es una verdad de nuestra fe, pero no disponemos nosotros de la verificación de esa verdad, como si fuera la «señal del cielo» que le pedían los judíos a Jesús. Desde estos dos aspectos, positivo y negativo,

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se comprende mejor la razón que me dio el amigo Kim sobre por qué había elegido estudiar teología en El Salvador. Pero, además, el hecho de que una vocación tan excepcional co-mo la del profeta se haya convertido en normal en América Latina ha llevado a otro dato sorprendente en la historia del profetismo: la aparición de mártires-profetas ya casi sin nombre (algo parecido a como en el santoral católico de mi país se hablaba de «los innumerables mártires de Zaragoza»: eran tantos que es imposible conservar sus nombres). Pero la grandeza del profeta es tal que conservamos y cuidamos y repetimos su nombre (o el de su escuela): Amós, Oseas, Jeremías, Isaías... a pesar de las vicisitudes de la historia. Por eso, y para terminar, vamos por un momento a poner a mons. Romero y a Ignacio Ellacuría en segunda fila. Ellos son solo «uno más»; quizá no son los más importantes, aunque sean más conocidos: su fama sirve solo para que actúen como nombre genérico que engloba a todos esos innominados. En el holocausto nazi, aquellos cuyos nombres han quedado (Elie Wiesel, Primo Levi, Ana Frank, Etty Hillesum...) no son las únicas víctimas ni las más significativas; sirven tan solo para dar nombre a la multitud anónima de judíos víctimas de la barbarie racista y que, en cuanto multitud, ponen de relieve la inaudita maldad del sistema que los eliminó. En el caso de los mártires latinoamericanos sucede algo parecido, aunque sea en un tono menor: es necesario tenerlos presentes a todos, sin limitarnos a aquellos que, por así decir, los recubren con su nombre o les dan nombre, porque esa multitud de mártires anónimos ayuda también a poner de relieve la maldad del sistema que tuvo que producirlos y que aún sigue actuando hoy en algunos países: el sistema políticoeconómico de la «seguridad nacional», denunciado contundentemente por la Asamblea del CELAM en Puebla, para sorpresa de algunos.

5. Conclusión Y, aunque ya está dicho todo, quiero cerrar esta breve aportación con las palabras de un gran discípulo y mejor amigo, desaparecido demasiado pronto. El mexicano Javier Jiménez Limón escribió: «Todo pensamiento y también toda teología profundos han de enmudecer ante la realidad del sufrimiento, de la muerte, la cruz y el martirio. Solo si hay una base permanente de solidaridad práctica y de oración creyente, podrá decirse algo con sentido. Y esta palabra ha de iluminar la solidaridad y hacer posible la verdadera oración. Sus límites son: no ha de ser una palabra racionalista que explique el problema del sufrimiento, sino una palabra que conduzca a custodiar, y aun radicalizar, tanto el misterio negativo del mal como el misterio último de la solidaridad, que alberga y acoge en sí la esperanza mayor del futuro» (Mysterium liberationis II, 477).

Quizá lo dicho hasta aquí pueda ayudar a eso de radicalizar el misterio negativo del mal. Pero para terminar quiero fijarme más bien en las palabras que siguen: el misterio 269

último de la solidaridad que acoge una esperanza mayor. Creo que podemos decir que ese misterio es tan asombroso que puede convertir al mártir de Cristo en redentor de sus mismos verdugos: esta es la esperanza mayor. Ellacuría habló también, en este mismo sentido, del aspecto redentor de lo que él llamaba «el pueblo crucificado». No por sí solos, por supuesto, sino unidos al misterio último del amor de Cristo, de donde brota nuestra solidaridad. El mártir muere perdonando. Y su martirio hace eficaz ese perdón. El misterio de la comunión de Lo Santo que confesamos en el Credo es precisamente ese: «El amor, cuanto más propio es de cada uno, más común es a todos», como explicaba Hugo de San Víctor8. Y Alberto Magno lo completa explicando que «la comunión de los santos» viene en el Credo junto al «perdón de los pecados», porque «el pecado consiste en lo que es solo propio de cada uno» 9. Desde aquí, lo que tiene de noche oscura el recuerdo del martirio y de los mártires puede convertirse para nosotros en noche «amable más que la alborada», como experimentó Juan de la Cruz. Y servir para que este pequeño encuentro académico concluya en gozo y esperanza. Así sea.

[*]. Comunicación enviada al congreso sobre los mártires organizado en San Salvador en marzo de 2015. 1. He referido en algún otro lugar la confesión que me hizo en Madrid un muchacho salvadoreño que vino a hablar conmigo por razones de estudio: «El día que mataron a mons. Romero fue el día en que me decidí a ser religioso». 2. Me resulta ilustrador el paralelismo con el hinduismo actual: la religión que (según todos los especialistas) parece ser la más tolerante con todas las demás confesiones está desatando hoy una seria persecución contra los cristianos que no proviene de la intolerancia o el odio a su fe, sino de la postura de los cristianos ante los parias (los «dalits»), la cual molesta mucho a todas las clases altas de la India, que habían encontrado en la reencarnación un argumento para justificarse y no preocuparse de ellos. 3. Así lo cita Orígenes en su obra Contra Celso (PG 11, 1.619). Hay que lamentar que solo conozcamos esta obra por las largas citas que aduce Orígenes al responder a ella, porque también aquellos cristianos, cuando llegaron al poder, cayeron en la tentación poco cristiana de destruir todo lo que habían escrito contra ellos los paganos. 4. «Fides charitate formata», según la fórmula clásica de la teología. 5. Solo algunos ejemplos, porque no tengo todos los nombres: Octavio Ruíz y los 4 muchachos que le acompañaban, aquí, en El Salvador. José Mª Grant y varios religiosos corazonistas más, en la vecina Guatemala. O las mujeres recogidas por Clara Temporelli en su libro Amigas fuertes de Dios... 6. Para el pensamiento de Tomás sobre el martirio remito al capítulo 4 de 2006. 7. Sobre esta traducción en neutro, antes que en masculino, remito a creyente del hombre, capítulo 11.

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Calidad cristiana,

Santander

Proyecto de hermano: visión

8.

Soliloquium de arra animae c. 7 (PL 176, 958)

9.

In III Sententiarum, Dist. 24 B, art. 6.

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CUARTA PARTE:

LA IGLESIA, LUGAR DE LA UTOPÍA Hablando de manera explícitamente cristiana, deberíamos decir que la utopía es, simplemente, Dios o la Bondad Infinita, tal como se reveló en Jesucristo, es decir: – Dios no simple Creador, sino Padre de todos los seres humanos, cuya dignidad de hijos es la fuente de su libertad; – Dios que no reclama para sí otro culto que el del amor y la fraternidad entre nosotros: porque no quiere que se le diga «Señor, Señor», sino que realicemos su voluntad amorosa. – Dios que, por eso, no busca relacionarse con los hombres a través de actitudes contractuales («te doy y me das»), sino a través de la superabundancia de la bondad. De modo que la «Alianza» va dejando de ser un simple contrato o pacto político con un pueblo, para pasar a ser lo que se dice del anillo de bodas: «toma esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti». Y la relación meramente contractual con Dios (tan frecuente todavía en muchas personas creyentes) queda superada como perversión de toda la religiosidad humana. La Iglesia no es más que el espacio visible o consciente de la presencia de ese Dios ausente. Se comprende por ello que la Iglesia no debería ser en este mundo más que una señal significativa o morada de la Utopía («sacramento de comunión», la definió el Vaticano II). Eso es lo que quieren decir las fuentes cristianas cuando definen al pueblo de Dios como «templo del Espíritu»: el «no-lugar» que tiene Dios en este mundo conserva, sin embargo, una llamada y una vigencia a través de la historia humana. Esa vocación nos supera totalmente como seres humanos. Por eso no será de extrañar que la historia de la Iglesia esté poblada y plagada de infidelidades escandalosas y de llamaradas sorprendentes de utopía, como puede ser la notable cantidad de mártires cristianos de los últimos tiempos, de la que los comentados en el capítulo anterior no son más que la punta de un iceberg. Que el mundo quiera ver o que prefiera no percibir esas llamadas es otra cuestión. Lo que ahora nos ocupa es, más bien, la arquitectura de ese Templo del Espíritu. Como señal de esa utopía que llamamos «Dios», la Iglesia habrá de ser Una, igualitariamente Fraterna y comunitariamente Libre, porque así es el Dios en el que dice creer la Iglesia. Y la voluntad reformadora, puesta en acto por el obispo de Roma Francisco, encuentra aquí sus tres grandes capítulos:

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El primero se concreta en lo que solemos llamar «tarea ecuménica»: la unidad entre todas las iglesias cristianas como reparación de nuestras pecaminosas divisiones en el pasado. El segundo, el central, ser la Iglesia de los pobres y de las víctimas de esta historia que, en Jesús, se han revelado como los preferidos de Dios. Y el tercero, finalmente, la profunda reforma que necesitan todas las estructuras de la institución eclesial (lo que solemos llamar «papado» y «jerarquía») para que la Iglesia aparezca como una «comunión» (esa palabra tan querida al Nuevo Testamento) y no como una especie de monarquía religiosa absoluta. Unidad, «pauperidad», comunión; o unión de los cristianos, Iglesia de los pobres y reforma institucional. Esas son las tres utopías de la Iglesia, si quiere ser evangelizadora, es decir, anunciadora y señal de una buena noticia. Los dos primeros puntos no van a aparecer aquí. De la Iglesia de los pobres sugieren bastantes cosas las páginas anteriores, ya he hablado en otros mil sitios y es, además, un tema que hoy va abriéndose camino en la conciencia eclesial. Solo quiero añadir que en la conversión hacia esa Iglesia de los pobres es donde acabarán uniéndose las iglesias cristianas y recobrará fuerzas el ecumenismo, hoy un tanto alicaído. No en las meras disputas teóricas, que, por necesarias que puedan ser, se van resolviendo con solo precisar mejor el significado que cada cual da a las palabras (de hecho, algo de eso pudo entreverse en los acuerdos de la iglesia católica con las comunidades monofisita y nestoriana, firmados por Juan Pablo II). La parte que nos queda se dedicará, pues, sobre todo, a la reforma de esa institución y del servicio a la comunidad eclesial que llamamos «ministerio». Más concretamente, a los peldaños más altos de ese servicio eclesial, que son el papado y el episcopado. Parecerán quizá las páginas más «utópicas» de este libro, porque quizá son también las más difíciles, dado lo que es nuestra pasta humana. Pero podemos mirarlas también como sueños a lo Luther King: I had a dream...

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17.

Una utopía eclesial. Apuntes de eclesiología joánica[*]

De entrada, el tema y el título pueden resultar extraños, pues es opinión bastante común que en esa «carpeta» neotestamentaria que incluye el cuarto evangelio y las llamadas cartas de Juan hay muy poca o ninguna eclesiología explícita. Por eso debemos arrancar de algunas conclusiones de crítica histórica, hoy generalmente aceptadas y que pueden iluminar algo que, también hoy, se repite mucho: que la vida de la Iglesia debe formar parte de la teología fundamental como motivo de credibilidad.

1. Marco previo 1.1. La comunidad o comunidades en torno al cuarto evangelio constituían un movimiento nacido en la parte más oriental del imperio, independiente de lo que luego se llamaría «la gran Iglesia». No eran el único movimiento de este tipo, pues, como escribe Rafael Aguirre, en los comienzos del cristianismo «hubo grupos de discípulos de Jesús que no se vincularon a esta gran corriente que se afirma con claridad y que es muy plural y de un perfil aún relativamente impreciso» 1. Pero fueron, sin duda, el más numeroso y más importante de esos grupos desligados de la gran corriente. Así lo muestran los llamados «escritos joánicos» (cuarto evangelio y cartas). Fueron, además, un movimiento que se distinguía por un fervor y un amor muy particulares a la figura de Jesús. 1.2. Ese fervor llevó a excesos típicos de la piedad popular. Y un grupo de la comunidad, que se creía más amante del Señor, acabó poniendo en peligro la verdadera humanidad de Jesús por el afán de ensalzar su carácter divino. Contra este grupo fueron escritas las cartas de Juan, las cuales insisten en que Dios se nos ha dado en Jesús, pero «en la carne» 2 (en los aspectos frágiles y menos pretenciosos de nuestra humanidad). En esa «carne» de Jesús hemos conocido el amor y la solidaridad de Dios con nosotros; por eso amamos y veneramos al Maestro. 1.3. En paralelismo con el peligro de ese docetismo cristológico apunta también en los escritos joánicos una especie de docetismo eclesiológico: en sus textos no encontramos una sola palabra que aluda a los aspectos «carnales» –institucionales o de autoridad– de 274

aquellas iglesias. No aparecen maestros, ni supervisores, ni profetas, ni guías, ni pastores (pese al relieve dado por el cuarto evangelio a la parábola del Buen Pastor, o quizá como consecuencia de ello)... Y cuando aparecen, es para referirse a «los judíos», pero no a los cristianos. Ni siquiera aparecen a la hora de pedir que se ruegue por ellos, como hacen otros textos del Nuevo Testamento (v. gr., Heb 13,7). 1.4. Y es que la única autoridad entre aquellos seguidores de Jesús es la autoridad del discipulado. Como ha notado O. Tuñí, el discipulado es entendido de forma tan radical que constituye una verdadera unción por el Espíritu que lleva al conocimiento de la verdad y hace innecesarios a los maestros (1 Jn 2,20.27), porque se ha conocido el Amor (1 Jn 4,13.16). Por eso, la figura cumbre del cuarto evangelio es el «discípulo amado». Por eso también, la investigación histórica considera que, al menos originariamente, no hay que ver al discípulo amado como una designación del apóstol Juan. Y, probablemente, tampoco de alguna otra figura concreta, pues en este caso se habría conservado su nombre, como era la tendencia más general en los escritos del cristianismo primitivo. El discípulo amado parece ser más bien una figura arquetípica que viene a decirnos simplemente esto: que el discipulado pleno es lo que de veras ama Jesús y lo que confiere la verdadera autoridad entre aquellos que creen en Él. El discípulo amado es el que tiene más intimidad con Jesús y el que con más rapidez lo descubre en sus misteriosos ocultamientos3.

2. Atisbos eclesiológicos Con estas cuatro esquinas podemos enmarcar unas intuiciones eclesiológicas que brotan del capítulo 21 del cuarto evangelio. Como es sabido, dicho capítulo fue añadido luego de concluido el evangelio (cf. Jn 20,30-31), como fruto de la entrada de las comunidades joánicas en «la gran iglesia». La dolorosa división que surgió en aquellas comunidades por las razones cristológicas antes expuestas (y que lleva incluso a llamar «anticristos» a aquellos espiritualistas que se separaron) hizo comprender al resto de la comunidad que, así como el Mesías ha venido «en la carne», también la comunidad de sus seguidores ha de aceptar «la carne» de lo institucional. O con palabras técnicas: así como no puede haber un docetismo cristológico, tampoco cabe un docetismo eclesiológico, por los peligros que ahora mismo señalaremos. Las comunidades del discípulo amado aceptaron entonces la autoridad de Pedro; y como fruto de esa aceptación se añadió al cuarto evangelio el capítulo 21. Este capítulo está, por eso, estructurado en torno a dos figuras que son como los dos focos de una

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elipse: Pedro y el discípulo amado. Y de la relación entre ellos brotan unas intuiciones eclesiológicas fundamentales que constituyen el cuerpo de las presentes reflexiones. 2.1. La Iglesia gira en torno a dos focos: la institución y el carisma. Su figura sería más la de una elipse que la de un círculo con un único centro. El carisma es intrínseco a la Iglesia, porque el Espíritu es como el viento, que sopla donde quiere (Jn 3,8) y no donde preferiría la autoridad que lo hiciera. El carisma es la expresión de la libertad del Espíritu, que no debe ser apagado ni domesticado (1 Tes 5,19), porque es viento y es fuego; pero, precisamente así, construye la armonía entre los diversos «lenguajes» humanos (ver Hch 2,2.3.11...). El carisma es la espontaneidad del espíritu humano cuando es movido por el Espíritu del Señor. 2.2. Pero tampoco el carisma es el único centro de la Iglesia, porque entonces caeríamos en el docetismo eclesiológico y, desde él, en la división y en el olvido de los débiles4. Precisamente porque el Espíritu es, a la vez, libertad que sopla donde quiere y armonía de lo diverso, por eso mismo necesita el trabajo y el esfuerzo de la institución y de la ley, que se esfuerza en armonizar y unificar las diversidades, como también había sugerido san Pablo con la imagen del cuerpo humano (1 Cor 12ss). Hay –debe haber– una cierta subordinación del carisma a la institución, porque los carismas no se dan en beneficio propio, sino en beneficio de toda la comunidad. 2.3. Pero, establecido lo anterior, debe quedar claro en la Iglesia que el carisma es, en algún sentido, superior a la institución y, por tanto, a la autoridad: el discípulo auténtico es el primero en reconocer al Señor y le marca a Pedro lo que debe hacer (Jn 21,7). A Pedro se le confiará el ministerio de «apacentar», pero para ello se le pide que acepte «amar más» (21,15), sin pretender ser el más amado. Y se le insinúa, discreta y cariñosamente, que si no procura amar al máximo al Señor, le acecha el peligro de volver a negarlo por tres veces. Esta insinuación entristece a la autoridad (21,17), pero es la vacuna decisiva contra todos los autoritarismos que nunca debieron existir en la Iglesia de Jesucristo5 . 2.4. Como consecuencia de esto, la institución no debe pretender en modo alguno controlar el carisma o sentirse más cercana al Señor que este (21,21). La institución debe dejar tranquilo al carisma siempre que no dañe a la comunidad, respetando la libertad del Señor y ocupándose más bien de seguirle (21,22). Porque, efectivamente, una Iglesia sin carisma, o con el carisma secuestrado, sería una Iglesia enferma, tal como (en mi pobre opinión) le ocurre hoy a la Iglesia. Y tal como proclamó Pío XII en 1950, hablando de la 276

libertad de palabra y de la opinión pública en la Iglesia: una Iglesia sin dicha libertad sería una Iglesia «enferma». Y la culpa de tal enfermedad recaería sobre las autoridades de la misma tanto como sobre los fieles6. Y todavía insinúa el cuarto evangelio una razón para respetar el carisma: la institución envejece; la fuerza y la intuición iniciales se anquilosan con el tiempo, pierden libertad de movimientos y necesitan ayuda (21,18), porque la artritis del cuerpo institucional es tan normal como la artritis del cuerpo humano. Del carisma, en cambio, se nos insinúa que, si el Señor quiere que persista hasta su venida, no le cabe a la institución más que aceptarlo humildemente (Jn 21,22). Como le ocurrió a la Iglesia primera con la aparición del carismático Pablo, que no pertenecía al grupo de los Doce ni había acompañado a Jesús durante sus caminos en la tierra, tal como exigía la institución (Hch 1,21), y no tenía más título para reivindicar que el de «haber visto al Señor». Y así fue aceptado por la institución, aunque no sin problemas. Pero así se salvó la propagación del cristianismo: gracias a la iniciativa del carisma y a la humildad de la institución. 2.5. Para cerrar el círculo puede ser bueno volver a recordar que el carisma no es, en modo alguno, la espontaneidad del propio ego, por más inteligente y líder que pueda ser, sino solo la espontaneidad del Espíritu, que actúa haciéndonos discípulos, como sucedió con el «discípulo amado». Esa es la fuente de su autoridad superior, pero, precisamente por eso, su autoridad necesita ser confrontada y discernida con la prosa de lo institucional «para no correr en vano» (Gal 2,2): exactamente lo que hizo Pablo con las columnas de la Iglesia de Jerusalén, luego de que el Espíritu le derribara del caballo. Por eso se cierra esta reflexión con la precisión de que el Señor no le dijo a Pedro que el discípulo amado no moriría, sino: «si yo quiero que perdure hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?» (21,23)...

3. La pluralidad del Nuevo Testamento Hace años, E. Schillebeeckx, en su obra sobre Jesús, explicaba con agudeza que la tradición católica había cuajado unilateralmente en torno a «una cristología casi exclusivamente joánica y una eclesiología casi exclusivamente de las Pastorales». Esta extraña mezcla es inestable y explica también las frecuentes necesidades de reforma y los consiguientes clamores que han ido surgiendo a lo largo de la historia eclesiástica. El Vaticano II supuso diáfanamente el fin de esas unilateralidades, incorporando una cristología más propia de los Sinópticos y una eclesiología más típica de las primeras cartas paulinas. Estas breves chispas de eclesiología joánica me parecen, por eso, muy necesarias hoy.

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El gran problema (y el gran legado) del Nuevo Testamento es que a él pertenecen, como «palabra de Dios», tanto los escritos joánicos como las cartas pastorales. Ninguno puede eliminar al otro, y todos pueden (deben) aportar algo, aunque el Espíritu habrá de ayudarnos a discernir qué palabra (y en qué dosis) es más importante en cada situación histórica. Después de Vaticano II se ha pretendido en la Iglesia, con mejor o peor voluntad, «apagar el Espíritu» o apropiarse de él. Ello ha conducido a la crisis de credibilidad en que se encuentra hoy nuestra Iglesia y que no se reconducirá simplemente «dando coces contra el aguijón» (Hch 26,14) ni con grandes espectáculos masivos, pero momentáneos como la espuma. Como rezan algunos títulos recientes, «Otra Iglesia es posible». Y esa sería una Iglesia que se asemejara más a la que parece insinuarse en ese capítulo 21 añadido al evangelio de Juan. La pluralidad del Nuevo Testamento resulta aquí muy enriquecedora.

4. «Tan real como la vida misma» He repetido otras veces que, «cuando Dios entra en nuestra historia, no lo hace jugando con ventaja». Pues bien, un rasgo propio de nuestra historia y nuestra sociedad humanas, derivado de esa dialéctica genérica entre «el espíritu y la carne», es esa dualidad que acabamos de encontrar en los escritos joánicos entre institución y carisma, o entre autoridad y discipulado. Esa dualidad no aparece solo en el Nuevo Testamento, sino que es un rasgo casi constante en la historia humana y, más aún, en la historia judeocristiana, donde la utopía que hay que materializar supera todas las posibilidades de nuestros lugares habituales. Por citar un único ejemplo, y de los más claros, pensemos en el gran Francisco de Asís y en los problemas que dejó tras su muerte, a la hora de de concretar su carisma. Un experto en estudios franciscanos, Th. Desbonnets, publicó hace años una obra cuyo título ya es significativo: De la intuición a la institución. Para el autor «es demasiado evidente que una intuición que no encuentra su institución queda condenada a una muerte rápida» (p. 6), porque, usando el lenguaje bíblico, el Espíritu no se nos ha dado en las nubes, sino sobre la carne. Otros autores sostienen que Roma logró domesticar el espíritu franciscano, esterilizándolo en buena parte. No soy nadie para arbitrar en esa disputa, ni es este el momento de hacerlo. Lo que nos interesa son estas dos constataciones: a) que ese drama es una ley de nuestra historia: si el espíritu no se encarna, no lo poseeremos nunca; pero si se encarna, pierde vuelo y se desfigura. Si la utopía no encuentra lugar, nunca la tendremos; pero si lo encuentra, deja de ser u-topía (algo que carece de lugar).

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Y b) que ese drama no se soluciona quedándose con uno de los dos lados, sino soportando los dos. La autoridad y la institución son absolutamente indispensables, pero corren el enorme peligro de apagar el Espíritu, y por eso es deseable que esos elementos institucionales sean los menos posibles y que la autoridad se convierta, invirtiéndose en servicio. Porque, por otro lado, la negación de esos elementos institucionales acaba siendo infecunda: mantiene sus manos limpias, pero al precio de no tocar nunca la realidad. Y va a dar en aquello que la lúcida intuición hegeliana calificó como soledad del revolucionario romántico, que se niega a toda «negociación de la Idea con la realidad». He dicho otras veces que el mayor daño que se puede hacer a una causa buena es defenderla mal; y la peor manera de defenderla es pedirlo todo «aquí y ahora». Pablo tuvo que luchar contra aquellos que, pretendiendo haber resucitado ya con Jesús, pensaban que «ancho es Corinto». Lenin denunció cierto izquierdismo que no es más que una «enfermedad infantil». Y al Chile de Allende le hizo tanto daño el MIR como los EE.UU. Esta tragedia es casi inevitable, porque los seres humanos somos muy dados a aprovecharnos de la gran causa del crecimiento humano en beneficio del propio egoísmo. Y esta mentalidad no quedará superada hasta que todos nos empapemos de aquel personalismo de E. Mounier, del que hablábamos en otro capítulo. Entre el radicalismo infantil de algunas izquierdas y la parálisis senil de tantas derechas, la espiritualidad utópica ha de buscar aquello que un gran cristiano llamó «el inédito viable». Sin empeñarse en meter en una realidad aquello que no cabe en ella, hasta no conseguir más que reventarla... Pues bien: desde esta especie de crucifixión entre la «intuición» evangélica y la «institución» eclesiástica, y sin renunciar a ninguno de los dos polos, vamos a acercarnos en los capítulos siguientes a nuestra madre Iglesia, recogiendo algunas palabras viejas que pueden haber recobrado vida en la ventolera suscitada por la primavera eclesial del obispo de Roma Francisco. Como anunciamos en la introducción a esta Cuarta Parte, comenzaremos por el ministerio de Pedro. Y desde la convicción de que hoy no son fundamentaciones bíblicas o teológicas, sino conversión evangélica, lo que ese ministerio necesita, hasta llegar a parecerse a aquello que O. Clément tituló «Roma de otra manera». Y que todavía puede perfilarse un poco más: Roma a la manera de tradición más original. A soñar, pues.

[*]. Este capítulo reelabora una nota escrita para la Miscelánea dedicada al buen amigo Manolo Fraijó. 1. En su introducción a la obra de varios autores

Así empezó el cristianismo, Estella 2011, p. 37. 279

2. 1 Jn 4,2; 2 Jn 7. 3. Cf. Jn 13,23; 20,8; 21,7. 4. Los peligros de esos espiritualismos desencarnados son, por un lado, la ruptura y, por otro, la insolidaridad. Como escribe Ignacio de Antioquía en una de sus cartas, esos que niegan la venida del Señor «en la carne» no se preocupan del huérfano, ni de la viuda, ni del atribulado, ni de si los demás pasan hambre (Smirn. 6,2). ¿Y no es algo de esto lo que les ha ocurrido a muchas corrientes espiritualistas surgidas luego del Vaticano II? 5. «Entre vosotros, que no sea así» (Lc 22,26). 6.

L’Osservatore Romano, 18 de febrero de 1950. Puede verse el texto íntegro en mi obra La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. Antología comentada, Santander 1985.

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18.

Cartas de san Pedro a un papa actual La primavera eclesial que ha despertado el papa Francisco me mueve a recuperar este texto, ya antiguo, no por aquello de «rescatarlo del olvido», sino porque quizá las esperanzas hodiernas le devuelven actualidad. El texto es de 1980 y pasó varias vicisitudes hasta aparecer en un pequeño libro (Memoria de Jesús, memoria del pueblo). Su origen deja claro que no pretende suceder en ningún momento determinado (igual que las cartas de Celestino VI, de G. Papini); por eso va dirigido a «un» papa actual y no al papa actual. Simplemente, procuré res​ponder a lo que me pidieron cuando me lo encargaron: «esbozar de algún modo mi utopía de papa y del papado». Por este marco de ficción, el texto se ha dispensado de recurrir a mil argumentos históricos, que el lector encontrará admirablemente expuestos en el libro de J. M. R. Tillard, El obispo de Roma (Santander 1986). Al redactarlo, preferí el estilo epistolar, que permite la interpelación y la ironía, al darles un tono de co​municación y de familiaridad. No quisiera, pues, que se leyera como una crítica destructiva o destemplada, sino tan solo como prueba de esa verdad cien por cien evangélica de que cualquier cristiano puede escribir a cualquier papa, con tal de que lo haga como antaño se dirigía San Jerónimo al papa Dámaso: «Hablando solo al sucesor del pescador y discípulo del Crucificado; dejando de lado todas las ambiciones de la grandeza romana; yo, que no sigo a ningún primero más que a Cristo, en comunión con tu dignidad [es decir, con la sede de Pedro], porque sé que la Iglesia está edificada sobre esa piedra...» (PL 22, 35).

Mi querido sucesor: Perdona, pero ya sabes que yo era un poco bruto... Hasta el punto de que los mismos evangelios, que intentan prestigiarme como primado, no lograron disimular demasiado mi impulsividad ni mi franqueza. Ya recordarás que el decir las cosas sin trastienda, tal como las siento, me valió algún dis​gusto y hasta me costó que el Señor me llamara una vez «Sa​tanás», lo cual te confieso que me escoció. Pero ¿qué quieres que te diga? Pienso que si el Señor me quiso y se fió de mí –y gracias a eso me salvó–, tal vez sería porque no le desagradaba del todo mi rudeza y el saber que yo no tenía dobles fondos. Y la verdad es que también me molesta un poco el ver que mi franqueza, por excesiva que fuese, ha sido sustituida, en el ámbito de mis sucesores, por eso que vosotros llamáis la romanità: esa perpetua indefinición, hecha de mil trastien​das, de mil habilidades, de mil diplomacias y de mil sentidos ambiguos que el día de mañana quizá podrán interpretarse de otra manera, y que hasta requieren «especialistas en len​guaje vaticano» que sepan desentrañar sus posibles signifi​cados recónditos. ¿Qué quieres que te diga? De acuerdo en que yo habría necesitado algo más de la prudencia de las serpientes; pero creo que vosotros y vuestras curias ne​cesitáis bastante más de esa sencillez de las palomas. Y pien​so que algún ejemplo de ella sí que os dejé. 281

Te hago este preámbulo porque voy a proceder contigo con mi misma franqueza de antaño. Te voy a decir: «sí, sí y no, no», como aconsejaba el Señor. No te extrañe, pues, si el motivo de esta es quejarme, lisa y llanamente, porque no me reconozco en vosotros. Y no te lo digo en plan de reproche, porque entiendo cómo han cambiado los tiempos y lo diferente que es ser cabeza en una institución de unos cuantos miles de fíeles o serlo en una con más de mil millones. Además, tampoco soy yo quién para repro​charte nada, pues sabes que negué al Señor tres veces. Pero creo que, sin apelar a mi propio ejemplo, sí que puedo apelar al ejemplo del Señor, que bastante claro os lo transmitimos en los evangelios, esforzándonos por sistematizarlo en aquellas tres tentaciones, donde recogimos di​versas opciones-de-vida del Maestro. Desde ahí tendré que decirte, con cierta tristeza, que en lo que mejor me habéis imitado vosotros, mis sucesores, es en aquellas trágicas tres negaciones mías. Y esto no me duele por mí, sino por el Señor: tú sabes cómo le quise, aunque comprenda vuestros fallos desde los míos. Por eso, en esta carta quisiera explicarte vuestras tres negaciones petrinas, valiéndome de aquellas tres tentaciones del Maestro. Invertiré el orden de Mateo, para resultar más concreto.

1. «Te daré todos estos reinos...» Tú sabes bien que el Señor se negó a que lo proclamaran «rey» y rechazó como proveniente de Satán la idea de uti​lizar el poder político para implantar el Reino de Dios. Y, la verdad, ¿no crees que vosotros, mis sucesores, os habéis contaminado en exceso de ese poder mundano, que es inca​paz de implantar el Reino de Dios? Es cierto que yo fui a Roma porque era la capital del Imperio. Pero no fui con ánimo de llegar a ser emperador, ¡te lo juro! Mientras que mis sucesores... ¡hasta llegaron a decir que «no podían» renunciar a sus Estados, porque eran de Cristo y no suyos! Pero, en fin, vamos a dejar ahora eso que en la tierra llamáis «el pasado», para fijarnos solo en lo que constituye tu presente y vuestro futuro. 1.1. ¿Comunión eclesial o embajada diplomática? Tú eres un Jefe de Estado. No deja de parecerme extra​ño, pero..., en fin: supuesto que se trata de un Estado tan ridículamente minúsculo y sin ninguna de aquellas divisio​nes militares por las que preguntaba Stalin, acepto que esa solución del Estado Vaticano pueda haber sido la manera de crear un islote de libertad total para la administración de la Iglesia frente a las presiones de otros Estados en los que pudiera quedar ubicada. Pero luego sacáis de ahí unas conclusiones que yo no sacaría. ¿Es necesario que seas tú el Jefe de ese estado minúsculo? Tu relación con las diversas iglesias locales 282

queda absorbida por una relación con los Estados en los que esas igle​sias viven. Y así ocurre que los representantes de la comu​nidad de Roma ante las demás iglesias (los Nuncios, que decís vosotros) tienen status diplomático, tratan con Jefes de Estado a los que presentan sus credenciales, dan y asisten a recepciones de Embajada... Y no te digo que hoy hayan de viajar sin bolsa ni alforja y sin dos pares de sandalias, como el Señor nos recomendaba a nosotros; pero sí pienso que aquellas palabras del Señor significan, al menos, que no de​ben viajar ellos con pasaporte diplomático, ni tú como Jefe de Estado. Tal como están las cosas, por buenas personas que sean tus Nuncios, las iglesias locales no podrán ver en ellos presencias de «la Iglesia que destaca en el amor» (como llamaban a Roma en mis tiempos), sino que los tienen que mirar inevitablemente como intromisiones de un «poder» extranjero. Y, por si fuera poco, el Vaticano, para tener rela​ciones con muchos Estados, exige a veces que el Nuncio sea el De​cano del cuerpo diplomático. ¿En nombre de qué evangelio esgrimís esa presunción mundana? Aquí tienes un primer campo en el que puedes empezar a cambiar cosas. 1.2. Un Papa de los pobres También he sabido que vosotros andáis discutiendo acer​ca de si mi sucesor debería ser propiamente el obispo de Roma o, más bien, una especie de pastor universal. No te negaré que a mí me gusta más la primera alternativa, y ya te hablaré luego de que tanto mis primeros sucesores como yo mismo fuimos muy descentralizadores y muy poco dados a estar siempre encima de las otras iglesias; hasta el punto de que, si nos descuidamos, os dejamos sin argumentos para esto del papado (no me negarás que habría tenido gracia...). Re​conozco que las facilidades de comunicación que vosotros te​néis te dan a ti unas posibilidades que yo no tenía. Y me alegra que mis sucesores viajen y conozcan de cerca a las otras iglesias. Pero eso no impide que siga mirando con simpatía la primera alternativa del dilema. No obstante, hay un punto al menos para el que consi​dero imprescindible que tomes muy en serio tu misión de pastor universal, y es el que abre camino a tu misión de «siervo de los siervos de Dios» (el título que más le gusta al Señor de todos los tuyos) y que, traducido a vuestro mun​do, significa que debes ser radicalmente, impertinentemente, un papa de los pobres. Aquí arriba nos escandaliza ver cómo las brutales y antifraternas divisiones entre los hombres se reflejan en las iglesias, y cómo el pecado del mundo destruye en las iglesias más fraternidad y más comunión de las que crea el Evangelio del Señor. Pero esta es vuestra tierra y vuestra realidad. Y con una Iglesia así, si no te tomas muy en serio tu misión de papa de los pobres, pasará –y ya está pasando– que las iglesias ricas se comerán a las pobres, como se imponen los productos de las multinacionales, como se impone en todo el mundo la coca-cola, no porque sea la mejor bebida ni la más refrescante (te aseguro que aquí, en el cielo, nos parece horrible), sino porque es la que cuenta con más dinero para comercializarse. 283

Y si en la Iglesia ocurriera lo mismo con la forma de vi​vir la fe de las iglesias ricas, me parecería fatal. Tú ya sabes que el Señor se entendió siempre mejor y halló la mejor aco​gida entre los pobres, los publícanos o los samaritanos. Por eso tu misión de pastor universal te la has de tomar muy en serio precisamente para esto: para que esa Iglesia de Roma, cuya misión es la unidad de todos y el crear la comunidad de las comunidades, sea una Iglesia que equilibre evangélicamente la prepotencia de las iglesias ricas y haga que la comunidad de los seguidores de Jesús se distinga radicalmente de lo que Él llamaba «el mundo», pues ese mundo solo crea unidad a base de imponer una determinada particularidad, que cuenta con medios eco​nómicos para hacerse necesaria. Y aquí, entre tú y yo, ¿no es cierto que andáis aún lejos de este programa?

2. «Tírate de aquí abajo: te recogerán los ángeles y causarás sensación» En todo lo anterior, y en otras cosas que te diré, se os ha pegado bastante de religiosidad pagana. Pero el Señor dice que Él rompió también con la religiosidad judía del Antiguo Testamento y que su Iglesia ha vuelto demasiado a ella. Creo que a Él le gustaría que fueses no solo «locura para los paganos», sino también «escándalo para los judíos». 2.1. Desclericalizar la Iglesia y sus ministerios Insiste el Señor en que, si no te has de parecer al poder romano, que firmó su sentencia, tampoco te quiere asimilado al Sumo Sacerdote judío. Él creía haber terminado ya con todos los sacerdocios, y pienso que de esto también nosotros dimos algún testimonio en los escritos que os legamos. No voy a preguntarte ahora cuántos cánones tiene tu Derecho Canónico, ni si son más o menos que los preceptos del Talmud, ni si efectivamente hacen falta tantos cánones para lle​var hasta el Padre a los hombres. Yo me las compuse con muchísimos menos, aunque también es verdad que entonces no éramos tantos como sois vosotros. Pero esto lo dejamos. Lo que el Señor quería, al distin​guir los ministerios de su Iglesia del sacerdocio veterotestamentario y reservar para Él exclusivamente los títulos de «Pontífice», «sacerdote», «mediador», etc., es que no hu​biera en su Iglesia una casta que se labra un poder o una po​sición de privilegio, aprovechándose de las necesidades de los hombres (en este caso las necesidades espirituales como, por ejemplo, la necesidad de seguridad) y presentándose como «re​medio» a esas necesidades. No y no. La respuesta a esas necesidades espirituales (lo que uno de nuestros escritos lla​maba la capacidad para «llegar hasta el cielo») la tiene solo el Señor; ya os lo dijimos bien claramente. Y las mediaciones de la fe deben precisamente significar eso, pero no suplan​tarlo.

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Por otro lado, al Señor no le gusta que llevéis a la gente hasta Él aprovechándoos de su necesidad de seguridad, de tranquilidad, etc. Él ya sabía bien lo que hay en nosotros; y sabe que muchas veces solo lo buscamos movidos por esa necesidad. Y ya nos dijo en la parábola del pródigo que hasta en ese caso nos recibe con los brazos abiertos. Pero al menos querría que los ministerios que instituyó para el servicio de su Igle​sia, y que tú presides como sucesor mío, no sirvan para eso ni se asemejen a una casta que recibe su poder de esta debi​lidad de los hombres. En vuestro mundo que llamáis moderno, tenéis buenos ejemplos de lo horrorosas que son esas castas de hechi​ceros que ahora aparecen entre vosotros en formas seculares: la casta de los médicos, la de los psiquiatras, la de los tecnócratas o la de los «profesores»; y nada digamos de la de los políticos... Independientemente de que entre ellos se encuentren personas excepcionales, sin embar​go, a nivel estructural, ¡qué cotos tan cerrados, qué tonos de superioridad, qué manejos del necesitado sin contar para nada con su libertad, qué jugosos e infames beneficios a cos​ta de la necesidad de los hombres...! Te aseguro que Dios abomina de todo lo que sea similar a eso en su Iglesia, y que lo que menos habría querido de mí y de ti es que nos pare​ciésemos, ni de lejos, a aquel Gran Inquisidor de Dostoievski, aun cuando tú debas confirmar en la fe a tus hermanos, y todos debáis ayudaros unos a otros en la fe, a veces hasta con de​dicación plena a ello. Con decirte que al tal Dostoievski le han concedido aquí, en el cielo, un «plus de gloria acciden​tal» por haber escrito aquella parábola... Es mucha verdad que los ministerios, en la Iglesia que tú presides, están para mantener la cohesión de esa Iglesia y para servir a los hombres. Pero sin que esa labor cohesionadora degenere en una casta, ni ese servicio se convierta en una fuente de prestigio y de poder o de privilegios y exclu​sividades para los que la encarnan. En una palabra: el evan​gelio que te legamos exigiría hoy una sería desclericalización de la Iglesia que presides y que es infinitamente más clerical que la que yo dirigí, a pesar de que nuestra condición de «testigos privilegiados» nos exponía, a los Once y a mí, a una excesiva veneración, contra la que hubimos de luchar en más de un momento. 2.2. Finanzas vaticanas Y en este capítulo hay que hacer otra rápida alusión, por​que las gentes son así; y si yo te escribo una carta sin hablar​te de las finanzas vaticanas, me van a tachar de «vendido». La verdad es que ni yo mismo sé mucho acerca de cómo funciona eso de las finanzas vaticanas. Tampoco soy un angelista desencarnado, a pesar de estar ya en el cielo; pero es que aquí la «base material» no está suprimida, sino transformada, que para eso hizo su creación el Padre. Pero, bueno, dejándome de teorías, solo quería darte un triple consejo sobre este punto. Las finanzas vaticanas dejarán de ser motivo de escándalo si evitas a rajatabla estas tres cosas: las cuentas oscuras, las inver​siones dudosas y la hipoteca a iglesias o países ricos. No me negarás que todavía tenéis trabajo en estos tres capítulos. 285

3. «Si representas a Dios, tienes derecho a que las piedras se te conviertan en pan» 3.1. Autoridad como servicio El Maestro, que no eludió nada de la condición humana, salvo su pecado, supo siempre que un mínimo de poder o de autoridad es inevitable para que funcionen las cosas en esa tierra vuestra. Y no quiso ahorrar esa condición a su Iglesia, porque –a pesar de toda su alergia al poder terreno– el Se​ñor nunca quiso convertir su condición divina en una fuente de ventajas o privilegios. Pero Él contaba al menos con esa conversión del poder en servicio, de la que creo que os deja​mos testimonios bien claros en los evangelios, incluido el de Marcos, que procede de mi predicación, y en las cartas que llevan mi nombre. Y, bueno, ¿crees tú que la Iglesia del Señor que presi​des, y a la que Él quiere como a la niña de sus ojos, da al mundo ese testimonio de un poder invertido en servicio? Aquí arriba tenemos la impresión de que hay varios pueblos en el planeta que os aventajan en eso que vosotros llamáis «respeto a los derechos humanos» y que nosotros preferimos llamar «aceptación de la dignidad del hombre como imagen e hijo de Dios», para evitar que cada cual manipule los derechos en provecho propio, como soléis hacer los hombres. Por ejemplo; varias veces habéis recurrido a un pro​cedimiento que aquí no nos gusta nada y que consiste en pedir a las Conferencias Episcopales que envíen adhesiones al papa cuando la Curia ha dado un paso que no es acep​tado por la opinión pública. «En esto no os alabo», que diría Pablo a sus corintios. Como tampoco alabamos a esos prela​dos que, confundiendo la fidelidad con la adulación, y la obediencia con el expediente (¿es que no aprenderéis del Se​ñor ni siquiera a distinguir estas dos cosas?), se apresuran a enviar la adhesión. Explícale, pues, a tu Curia que si al​guna Conferencia Episcopal le niega una de esas adhesiones, tal vez esté dando al mundo un testimonio de libertad evan​gélica. ¿Es que tú crees que, cuando Pablo me plantó cara públicamente y me avergonzó, aquello me supo a rosas? Pues te aseguro que no: mis miedos y mi amor propio seguían siendo los mismos. Sin embargo, le escuché. Y le escuché directamente: sin valerme para mi defensa de ningún derecho procesal anticuado y sin que se me ocurriera «reducirle al estado laical» o quitarle, debido a sus críticas, eso que llamáis «missio canónica». Y déjame que te diga que quizá gracias a esa conducta mía logramos salir a flote bastante bien en aquel enorme lío de los judaizantes. 3.2. Nombramiento de obispos y cardenales Otro ejemplo de ese respeto a la dinámica interior de lo humano, sin escabullirse de ella por la vía rápida, lo podrías tomar de mí conducta ante la sucesión de Judas. Yo asumí la responsabilidad y dirigí la acción. Pero ni por asomo se me pasó la idea de nombrar yo 286

solo al sucesor de Judas, sin dar ninguna beligerancia al resto de mis compañeros, pese a que yo conocía a todos los candidatos infinitamente mejor de lo que tú puedes conocer a los mil obispos que tienes que nom​brar, para lo cual te vales de fichas e informes que te propor​cionan tus Nuncios y que, inevitablemente, dan lugar a que esos nombramientos se asimilen en exceso a las burocracias mundanas, donde funcionan «listas negras», recompensas por servicios prestados, carrerismos, caídas en desgracia o en gra​cia... La cumbre de esta desviación la constituye esa tu «cor​te» particular de los cardenales, a los que me da vergüenza oír que todavía llamáis «príncipes» de la Iglesia. Te repito que eso es convertir en pan las piedras por la vía mágica. Y te aseguro que yo nunca tuve «corte» ni puedo reconocerme en ella. Si quieres que las iglesias tengan efectivamente eso que la Biblia llama «pastores», ¿qué cosa más elemental que el que esas mismas iglesias intervengan a la hora de designar​los? Ellas son quienes conviven con ellos y saben quiénes son realmente «conductores». Y esto te traerá complicaciones, como también se las trajo al Señor el respetar a las piedras; pero también le traerá vitalidad y comunión a la Iglesia. Y para elegir a mis sucesores bastaría, por ejemplo, con los pre​sidentes de las Conferencias Episcopales. En fin, esto ten​drías que arreglarlo también, y pronto, para que la Iglesia, que no es tuya ni mía, sino del Señor, dé al mundo la imagen de una fraternidad y no la de un poder sagrado. Porque el Señor sostiene que esa imagen del «poder sa​grado» no brota de su Evangelio, sino de la religiosidad pa​gana. Y hasta afirma que nosotros reflejamos esa diferencia bastante bien en los documentos que os transmitimos, incluso cuando esos documentos sentían la necesidad de ponerse se​rios y apelar a la autoridad (¡que también nosotros tuvimos que pasar por ahí!). Te aseguro que el Señor no piensa aho​rraros la dureza de la condición humana por el hecho de que seáis suyos; ni os pide que salgáis de ella. Lo único que exige es que –como Él– pongáis signos de superación de las barreras históricas en las que cada situación palpa los límites de la condición humana. Acuérdate de que la Iglesia ha hecho eso en más de un momento: cuando la esclavitud era ineliminable, la Iglesia ordenó sacerdotes a esclavos, a pesar de los problemas jurídicos que ello le ocasionaba. Y cuando la guerra era tan inevitable que constituía una profesión, la Iglesia instituyó la tregua de Dios, que no acabó con las gue​rras, pero que era un signo intrahistóríco de que había que intentar acabar con ellas. Y ahora que vosotros habéis defi​nido a la Iglesia como «sacramento de salvación», ¿no crees que es a ti, mi sucesor, a quien incumbe sembrar la historia de esos signos intrahistóricos que apuntan a la ruptura de sus límites (sobre todo de los límites pecaminosos), yendo en esto por delante de todas las demás comunidades del planeta? Ya ves si con todo esto tienes para empezar. Luego ven​drá más. El tema de la mujer me lo guardo para una próxima carta o, quizá mejor, voy a encargar a María Magdalena

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que te la escriba ella, para que veáis que aquí no existe entre nosotros nada de esas rencillas que refiere algún evangelio apócrifo. Y no te enfades porque el Evangelio resulte así de molesto hasta para la misma Iglesia, que es su depositaría. Comprendo esa tu reacción, porque ese mismo Evangelio me trajo a mí al retortero. Pero todo está en lo que decía Pablo: no avergonzarse del Evangelio, porque, a pesar de todo, es fuerza de Dios. Y yo te aseguro que, mientras la Iglesia no se avergüence del Evangelio, será siempre –a pesar de sus pecados, sobre los que he querido advertirte– una señal im​presionante levantada entre las naciones. Tu hermano, copresbítero y primer testigo, Pedro.

*** POSDA TA Te adjunto otra carta que nos ha llegado hasta aquí y que ya no es mía, sino que iba dirigida a uno de mis sucesores, en particular a ese tal Francisco que prefiere llamarse «obispo de Roma», más que papa universal. Te la envío por dos razones: porque es posible que no te haya llegado, dado que vosotros estáis demasiado prisioneros de esa Curia que os informa y os oculta según le conviene y porque, además, aunque la carta puede ser de algún loquito, dice algo sobre lo que deberían reflexionar todas las iglesias. Aquí, en eso que vosotros llamáis vuestro «Más allá», nos carcajeamos a veces cuando vemos las cosas que vosotros creéis que nos dan culto: vuestro oro, plata, joyas, diamantes y otras sandeces que nos dedicáis a veces con buena voluntad, creyendo que somos tan tontos como vosotros. Nos carcajeamos y nos entristecemos a la vez, porque esas riquezas que no nos sirven para nada podrían servir mucho a algunos hijos de Dios necesitados, en los que pensáis demasiado poco. Por estas dos razones, te hago llegar la carta adjunta, que ya no es mía... Valeas iterum. Petrus.

Querido hermano Francisco, obispo de la iglesia que debe «presidir en el amor»: Me digo que son demasiadas las cartas que se te escriben, que no puedes leerlas todas y que nuestra tarea hoy no debería ser dictarte lo que has de hacer, sino ayudarte en lo que has propuesto. Pero hay un punto que me parece muy importante, muy olvidado, urgente y relativamente sencillo. Tiene que ver, además, con tu ilusión de «una iglesia pobre y para los pobres». Y es el que me impulsa a ponerte estas líneas. Todos hemos leído cómo David, ante el hambre ocasional de sus soldados, consideró legítimo comer los panes de la proposición, y cómo Jesús aludió a ese episodio para justificar que sus discípulos quebrantasen el reposo del día santo. Ambos episodios 288

vienen a decirnos que, ante una verdadera necesidad humana, nada hay tan sagrado que resulte intocable, si puede remediarla. No sé si tu antecesor Juan Pablo II pensaba en esos episodios cuando escribió que, «ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos de culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar esos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello» (SRS 31). Wojtila habla de obligación y, en las líneas anteriores a las citadas, señala que esa es la enseñanza y la praxis de la iglesia primitiva. Me pregunto si no hay un amplio sector eclesial que esgrime con furia determinados preceptos de la Iglesia, mientras que otros que no le gustan ni los contradice ni los discute con argumentos, sino simplemente los olvida, los mete en el congelador o los envuelve con el plástico de un silencio absoluto. Temo que eso mismo hemos hecho con la enseñanza citada de la encíclica de Juan Pablo II: en momentos tan duros y tan trágicos para tantas gentes como los actuales, no puedo menos de pensar en algunos «objetos preciosos de culto divino» de mi país: la custodia de la catedral de Toledo, las joyas de la corona de la Virgen del Pilar o de la Macarena, la Sagrada Familia de Barcelona, el llamado cáliz de la cena de Valencia (que además tiene mínimas posibilidades de ser auténtico) y otros que yo desconozco... Todos esos «adornos superfluos» ¿no deberían haber sido «enajenados» hace tiempo, para ver cómo podrían remediar el hambre y las lágrimas de tanta gente sencilla, que son los verdaderos paganos de nuestra crisis económica? ¿O la angustia de esa riada de seres humanos que recorren kilómetros a pie huyendo de una muerte muy probable y arrostrando otra muerte igual de probable, y de los que quienes más parecen ocuparse son aquellos que buscan explotarlos y aprovecharse de ellos? Todas esas riquezas eclesiásticas, que vegetan muchas veces en nuestras sacristías, protegidas por mil mecanismos de seguridad, no le dan ningún culto a Dios, por más que las saquemos en alguna procesión o en algún acto piadoso el día del Corpus o del Jueves Santo. En cambio, ponerlas al servicio de las víctimas de nuestras crisis sería un gran acto de culto divino, con tal de que no se haga alocada y precipitadamente, sino estudiando el modo de que resulten lo más eficaces posible. Temo que los católicos de mi país seamos responsables de un pecado grave en este punto, y me duele que ninguna voz autorizada de la iglesia española se haya levantado para evitarlo. Cuento con que decirte esto me puede costar más de dos bofetadas, porque herirá «sentimientos patrióticos». No deseo herirlos; pero pienso que el Reino de Dios es nuestra patria más verdadera, mucho más que todos nuestros localismos fatuos. Y esa enajenación de los objetos del culto divino pertenece al reinado de Dios; mientras que negarse a ella solo obedece a orgullos o miedos demasiado humanos.

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Sé que hay mucha gente sincera dispuesta a seguirte y ayudarte por la autoridad que te has ganado en estos meses. Y que una palabra o indicación tuya en este sentido podría ser un gran acto de culto divino válido para toda la Iglesia. Y esa palabra solo podría ser tuya, porque las resistencias a cumplir aquí la que yo creo que es voluntad de Dios son tan inmensas que cualquier otra palabra no serviría para nada. Perdóname, pues, si por ello te doy la lata...

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19.

Alegoría de las tentaciones de Pedro[*] «Por una recaída en la arbitrariedad del pensamiento humano, que no quiere percibir la gracia, sino que fantasea un secre​to triunfo del hombre, nos hemos acostumbrado a separar boni​tamente en Pedro la roca y las negaciones. Negar, niega el Pedro prepascual; roca, lo es Pedro después de Pentecostés, y así nos formamos de él una imagen extrañamente idealizada. Pero en realidad Pedro es ambas cosas a la vez: el Pedro prepascual es ya el que pronuncia la confesión de los que han permanecido fieles en medio de la apostasía de la masa... El Pedro después de Pentecostés sigue siendo, por otra parte, el que niega la libertad cristiana por temor a los judíos. Siempre a la par roca y es​c ándalo. ¿Y no ha sido fenómeno constante, a través de toda la historia de la Iglesia, que el sucesor de Pedro haya sido, a la par, petra y skandalon, roca de Dios y piedra de tropiezo?»

Así escribía en los años del Concilio el cardenal Ratzinger . Y aunque es posible que 1

hoy hayamos asimilado más esa dia​léctica petrina entre la piedra de apoyo y la piedra de tropiezo, quizá seguimos reduciendo demasiado el escándalo de Pedro a solo las negaciones de Jesús. En esta especie de meditación que sigue quisiera mostrar que no es así. Más aún: a pesar de su aparatosidad, es posible que las negaciones no sean lo más escandaloso de la conducta de Pedro. Quizá fueron solo un mal momento de debilidad, muy condicionado por el miedo y el desconcierto de aquel instante. Pero, a lo largo de la vida de Pedro, los Evangelios testifican otras tentaciones que son como más estructurales, y quizá también más importantes, porque son mucho más sutiles que la burda tentación de negar a Jesús. No son las tentaciones del Pedro «pobre fiel», sino las del Pedro «importante». Y son tantas que no me ha sido fácil recogerlas y clasificarlas todas. Por aquello de que el siete es el número perfecto, he logrado reducirlas a siete. Vamos a reflexionar sobre ellas un poco más despacio.

1. Quedarse en el Tabor Pedro era un hombre bueno. Como diría Antonio Machado, era, «en el buen sentido de la palabra, bueno». Pero era alocado y un poco contradictorio. Podía ser, a la vez, fanfarrón y cobarde. Podía ser, a la vez, tan incondicional como impositivo. Y en sus comienzos parece un hombre de esos que, ante cualquier problema serio, se figuran que «esto lo arreglo yo». En los Evangelios, el discípulo que más habla es Pedro. Quizá por eso acierta con brillantez en más de un momento, pero también es el que más veces mete la pata.

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Y una de estas reacciones ambiguas o precipitadas la encontramos en la escena de la Transfiguración. Pedro se encuentra tan cómodo allí, en su Tabor luminoso, que prefiere quedarse en la cumbre definitivamente, en lugar de bajar a la vida, donde ya no se ve la «gloria de Dios», sino a «Jesús solo» (Mc 9,8). Lo que para el narrador significaba: un hombre solo. Con la capacidad que cualquier hombre dejado a sí mismo tiene de sugerir promesas divinas, pero también de desencantar esperanzas humanas. En lugar de bajar a la arena de la vida, Pedro se ve tentado de quedarse en el Tabor, argumentando que él se contenta solo con «una tienda», un tabernáculo, una especie de «papamóvil» aislante, pero que ahora no obedecería a la necesidad práctica de desplazarse entre multitudes, sino al deseo de quedar intocado por el dolor de los hombres. Desconoce aquí Pedro que toda tienda (¡aunque fuese solo una tienda y no un palazzo!), todo tabernáculo que obedeciera a esos motivos egopiadosos o egocéntricos, ya no sería un «papa-móvil», sino un «papa-inmóvil». Pues el Señor no eligió a Pedro y le hizo subir al Tabor para que se quedara allí, sino para que volviera. Para volver a esta tierra, en la que hay padres desespe​rados e hijos endemoniados, ante los cuales los discípulos ya no sabemos qué hacer, por mucho que presumamos de discípulos del Señor o por muchas transfiguraciones que creamos haber visto... Francisco le habría dicho a Pedro aquello de que el pastor tiene que «oler a oveja». Y el «pastor supremo», pues quizá más...

2. Pensar de Dios como el hombre religioso y no como Jesús (Mc 8,33ss) Cuando Pedro, el decidido, confiesa: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29), quizá piensa que está contrayendo un gran mérito ante Dios. Y no le falta razón del todo. Prueba de ello es la respuesta de Jesús en la versión que da Mateo de este pasaje (Mt 16,17). Pero el evangelista Marcos ha querido subrayar que en ese mérito de Pedro late una tentación. Una tentación muy eclesiás​tica que el propio evangelista describe como «tener las miras de los hombres y no las de Dios» (Mc 8,33). ¡Y tener las miras de los hombres, precisamente, en lo que toca a Dios! Esta es la razón por la que (según la versión de Marcos), ante la confesión mesiánica de Pedro, «Jesús les ordenó terminantemente que a nadie dijeran eso de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hom​bre tendría que padecer y ser desechado por los pontífices y los jerarcas» (8,50). Y aquí se va a descubrir lo que había de tentación en el apa​rente celo de Pedro. Pues resulta que, en lugar de aprender la lección del Maestro, «Pedro tomó consigo a Jesús y se puso a recriminarle» (Mc 8,32). Es lo que tiene Jesús: que, sin querer, se

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vuelve signo de contradicción y obliga a que se manifieste la ver​dad de los corazones de todos los hombres (también de los piadosos). Ante esta tentación de Pedro, Jesús tiene la reacción quizá más violenta de cuantas conocemos de él por los Evangelios: «Apártate de mí, Satanás» (Mc 8,33). ¡Pobre Pedro! Él se creía tan columna de la verdad y tan roca firme y tan necesario para la causa de Dios, que con eso ya lo justificaba todo; y ahora se ve tratado de Satanás... ¡por el propio Jesús! Pero la razón de esta dura reacción de Jesús quizá se com​prende mejor a partir de la tentación siguiente.

3. Sacar la espada (Jn 18) Y es que, cuando el hombre tiene las miras de los hombres y no las de Dios, entonces, con toda su buena voluntad, nunca acepta​rá que Dios participe del fracaso del bien en este mundo. Y entonces, para evitar que fracase el bien, recurrirá incluso al mal como único medio de vencer a este. Algo de eso le pasó a Pedro cuando el prendimiento de Jesús: desen​vainó la espada y arremetió contra los esbirros. Es muy curioso que solo el cuarto Evangelio se haya atrevido a identificar a Pedro como el autor de la agresión. Los otros tres evangelistas se limi​tan a decir que fue «uno de los presentes». Tan seria era la cosa que, aunque los sinópticos nombran a Pedro en las negaciones, no se atreven a nombrarlo aquí, como si este pecado de sacar la espada fuese ante Dios aún más grave que el de negar a Jesús. Solo el «discípulo amado», que encarna el carisma y que va un poco más por su cuenta, se ha atrevido a decir quién fue el que sacó la espada, para que sepamos que era aquel de quien menos cabría esperar un gesto así: era Pedro. Y esto mismo les pasará luego a los Papas que aceptaron la Inquisición o la tortura para vencer a la herejía. Pues con eso su con​ducta ya no servirá a Dios ni aun en el caso de que humanamente triunfe, porque antes le había desfigurado tanto o más que la doctrina del hereje. ¡Tremendo misterio el de esta tentación de Pedro! Para el cristianismo, el misterio de la cruz es tan central y tan primario como el misterio de la divinidad. Y el misterio de la cruz es el misterio del rechazo de Jesús. Porque los hombres solo sabemos vencer al mal con el mal. Únicamente el Dios de Jesús –si exis​te– será capaz de vencer al mal... con el bien, y con el bien fra​casado.

4. Servir a Dios no como Dios quiere, sino como Pedro quiere 293

(Jn 13) En la escena del lavatorio de los pies, por el contrario, todos justificaríamos a Pedro. Todos le aplaudiríamos y –con él– le repetiríamos al Señor: «Pero ¿cómo? ¿Te has creído que vas a la​varme a mí los pies? ¿Es que todavía piensas que no sé dema​siado bien quién soy yo?» Tampoco Jesús se enfada aquí. Su respuesta y su aparente amenaza son solo una ironía desarmante, que Jesús puede ma​nejar con eficacia precisamente porque conoce bien el cariño de Pedro y sabe lo que Él supone para Pedro. Pero sin regañinas ni durezas, también aquí se pone de relie​ve que la aparente humildad de Pedro podía esconder una ten​tación: la de la falta de humildad para dejarse servir. Esto im​plicaría la tentación de no aceptar un Dios servicial. Y de aquí se habría llegado a no aceptar el ejemplo de la servicialidad de Dios («¿Veis lo que he hecho con vosotros? Yo, Señor y Maestro, os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis lo mismo unos con otros»: cf. Jn 13,12-15). Pedro desconocería entonces la experiencia de la gratuidad, y ello habría sido fatal para su futuro. Porque sin experiencia de gratuidad todo el bien se esteriliza como una planta sin savia. Y aquellos que estén más altos, o que crean estarlo, tendrán el peligro de dejarse arrastrar a una humildad solo ascética, solo impuesta desde fuera como ley, pero que les incapacita para de​jarse ayudar, para saber recibir también ellos. Y, al no saber re​cibir, también serán incapaces de agradecer, de sentir que tam​bién ellos son pobres y deben algo a los demás y, por tanto, que también ellos están a la altura de los demás y no tan por encima de los demás como quizá se figuraban (o se exigían, mirando la alta responsabilidad que encarnan). ¡Qué bien le habría venido al pobre Pedro conocer aquellos versos del obispo Casaldáliga!: «Por este mero hecho de ser también obispo nadie me va a pedir –así lo espero, hermanos– que deje yo de ser un hombre humano... Por este mero hecho nadie me va a pedir que ponga piedras en esta honda cavidad del pecho». ¡Esto es lo que Jesús quería decirle a Pedro con su gesto! Que nadie se lo iba a pedir. Lo que pasa es que algunos se lo piden ellos solos a sí mis​mos...

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5. Creerse el mejor (Mt 26) Lo que había de peligroso en la noble actitud de Pedro del apartado anterior quizá se pone de relieve en la versión de la cena que dan Mateo y Lucas. Allí no es que Pedro no se deje lavar los pies como los demás, sino que va mucho más lejos: «Aunque todos te abandonen, yo no lo haré» (Mt 26,33; cf. Lc 22,33). ¡Pobre Pedro, hermano! Es bonito verte tan consciente de tus responsabilidades; pero da pena ver que eso te ha vuelto tan inconsciente de tu pequeña humanidad. De tu humanidad tan chiquita como la de los otros, o más; tan capaz de ser zarandeada como el trigo, según qué vientos soplen o qué gallos canten... Por eso el Señor habrá de corregirte con una lección demasiado dura. Y el nombre nuevo de «piedra» se verá degradado hasta llamarse Juan XII, o Alejandro VI, o Pío IX, o tantos otros. Este ha sido, como decía Ratzinger, «un fenómeno constante a través de toda la historia de la Iglesia». Demasiadas veces en la historia, Pedro cambiará su nombre y, en lugar de confirmar a sus hermanos, se confirmará a sí mismo. Para ello bastará solo con que cante un poco el gallo del poder o se haga de noche en la Iglesia. Pero, a pesar de todo, «yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22,32). Y los cristianos saben que la Iglesia no se apoya propiamente en Pedro, sino en la oración de Jesús por Pedro.

6. Controlar el carisma (Jn 21) Esta nueva tentación viene cuando ya todo parecía resuelto. Es una tentación del Pedro «pospascual», que ya ha llorado amargamente, pero ha tenido la primera aparición del Resucitado. La pedagogía del Señor había tenido que ser dura: había dejado a Pedro en sus propias manos, y apareció lo que Pedro era. «Simón, Simón», le llamaba entonces el mismo Jesús que le había cambia​do el nombre (cf. Lc 22,31). Y esa suele ser muchas veces la pe​dagogía de Dios. Pero ahora Pedro ya ha sido restablecido. Es el primer testigo de la Resurrección. Ha recibido el encargo de apacentar, no sus propias ovejas, sino las del Señor. Y, sin embargo..., genio y figura hasta luego de Pascua. Pe​dro acaba de ser restablecido, acaba de recibir el encargo de apa​centar, y ya le brota la sospecha: «Señor, ¿y este qué?» (cf. Jn 21,21). Ahí está ese discípulo amado que –quizá con esa excu​sa de saberse tan querido por el Señor– se escapa como la es​puma, y no hay quien se aclare con él. Y Pedro... ¿no ama al Se​ñor más que los otros? ¿No se lo ha pedido así el mismo Señor? ¿No se le ha dicho que apaciente? Bueno, pues a ver qué pasa con ese incontrolable discípulo que se le escapa.

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Pedro no sabe aún que apacentar el carisma consiste en de​jarle ser carisma. Él cree que, para apacentar el carisma, hay que meterlo en el zapato de la institución. Y ahora resulta que el dis​cípulo amado va un poco por libre. Y, en lugar de quedarse quie​to en su sitio, como todos los demás, les va siguiendo al Señor y a él (cf. Jn 21,10). ¡Dichoso carisma entrometido, que no sabe dejar sola a la autoridad con el Señor! Pero hay que reconocer que Pedro ya ha aprendido algo. Por eso no le planta cara directamente al discípulo amado. Prefiere ver si el Señor toma cartas en el asunto. Y se porta un poco como el niño acusica que quiere hacer méritos ante el maestro. Y el Señor le da la eterna lección de siempre: «¿A ti qué te importa?» (Jn 21,22). – Pero ¿cómo que a mí que me importa, Señor? ¡Si es que yo soy la autoridad! (algo así debió de pensar Pedro). – Bueno (le diría el Señor), pues si tú eres la autoridad, «ven y sígueme» (Jn 21,22), que esa es la verdadera autoridad de mi Iglesia: la del seguimiento y no la de la persecución. Y si yo quie​ro que el carisma perdure hasta que yo vuelva, no es cosa tuya, sino mía, y que habrás de aprender a respetar. Gracias, Señor; pero esta vez, también, gracias, Pedro, por no haberte precipitado. Porque es como si el Señor aquí te hubiera estado preparando... para el encuentro con Pablo.

7. No hacer las reformas que Dios pide cuando le crean problemas a Pedro (Gal 2) Si leemos seguidos el capítulo 10 de los Hechos y Gálatas 2,11-14, veremos en seguida que Pedro es, a la vez, el agraciado con (lo que quiere decir el llamado a) la revolución y el tentado por la involución. Lo que supone el capítulo 10 de los Hechos se nos escapa hoy a nosotros, como sucede con tantos cambios en la Iglesia de Dios, que solo cuando se han hecho resultan tan obvios, y es entonces cuando uno se pregunta cómo han podido tardar tanto en hacerse. Pero es que... antes era otra cosa. Por eso irá bien ambientar un poco más esta tentación. Lo que «era antes» lo podemos atisbar por la reacción total de Pedro en Hch 10,14: «De ninguna manera, Señor, pues ja​más comí cosa profana». ¡Así pensaba Pedro, aun después de ha​ber convivido tantos años con Jesús! Aun después de haber oído las famosas palabras del Señor sobre lo que contamina o no con​tamina al hombre (cf. Mc 7,14-20). Era demasiado lo que se le pedía. También podemos atisbar lo que «era antes» por la reacción escandalizada que desata la conducta de Pedro, dócil al Señor y, por eso, históricamente audaz: «Cuando 296

Pedro subió a Jerusalén, le criticaban los judíos convertidos diciendo que había estado en casa de hombres incircuncisos y había comido con ellos» (Hch 11,2). Pues bien, a partir de este escándalo y de la magnitud his​tórica del cambio es como podemos entender la tentación de Pedro. A Pedro no le asusta el cambio en sí mismo, sino las con​secuencias que le acarrea. Por eso, «antes de que (los judíos convertidos) llegaran a Antioquía, comía con los paganos. Pero cuando llegaron, se retraía y se separó de ellos, porque tenía mie​do a los judíos» (Gal 2,12). Y lo malo es que «todos los demás del grupo de Pedro le imitaron y cayeron en aquella farsa» (Gal 2,13). Y Pablo precisa con asombro que la involución arrastró «hasta al mismo Bernabé». Nada menos que Bernabé, a quien el libro de los Hechos presenta como el primer «profeta de la Igle​sia de Antioquía» (cf. 13,1) y que en las tradiciones prelucanas figuraba probablemente por delante del mismo Pablo. Desde luego que para soportar en la Iglesia a todos los judíos irritados hay que tener una fe... ¡que ni Pedro! Por eso, esta misma tentación quizá está prefigurada de manera paradigmática o parabólica en el pasaje de la tempestad en el mar, cuando Pedro acaba hundiéndose por falta de fe, en lo mismo que había emprendido con audacia (cf. Mt 14,30). Y, para sorpresa nuestra, el Señor no le reprende diciéndole: «Pero, Si​món, ¿cómo se te ocurre meterte en estos berenjenales de andar sobre las aguas?» El Señor le dice: «Poca fe, ¿por qué titu​beaste?». En Antioquía, Pedro titubeó por el oleaje que le armaron to​dos los judíos irritados. Y Pablo fue más duro con él de lo que lo había sido el Señor en el mar. Quizá tenía que serlo, porque para Pablo estaba en juego el verdadero sentido de la ortodoxia, que él mismo califica aquí como «ortocaminar» y que puede ser una variante de nuestra ortopraxis: «Vi que no caminaban conforme a la verdad del Evangelio» (cf. Gal 2,14: orthopodousin: pies rectos, aún más que ideas precisas). Pero es una ortopraxis que el mismo Pablo hace brotar de la fe en Jesús, preguntándole a Pedro: «¿Creemos o no creemos en Jesús? Y si crees en la liber​tad del Evangelio para ti, ¿por qué no crees también para los de​más?» (cf. Gal 2,14b-16). No obstante, hay que agradecer a Pedro lo bien que supo aceptar la crítica de Pablo. Pues –conociéndole– no es exage​rado pensar que le escocería. Pero no por eso privó a Pablo del apostolado o de su cátedra, ni lo redujo al estado laical ni nada parecido. Por eso dijo con razón San Agustín que, si cristiana fue la libertad de Pablo, aún fue más cristiana la sencillez de Pedro. Y que así Pedro dio un ejemplo a la posteridad, para que todos se dejen corregir aun por los que van detrás2.

8. Conclusión

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Lo más sorprendente es que todo lo dicho está tomado de pa​sajes evangélicos. Así habla el Nuevo Testamento sobre Pedro. Ello parece significar que los textos cristianos son, entre todos los textos religiosos de la historia, los más absolutistas con respecto al «Fundador» (Jesús es el Hijo de Dios), pero los menos «papólatras» con respecto a la autoridad (Pedro es, simplemente, Simón). Una cosa deriva de la otra, y por eso lo que algunos llamaron «papolatría» no es sino un atentado a la unicidad del señorío de Jesús. Pues Pedro no es el sustituto ni el representante de ese señorío absoluto, sino su recordatorio y su primer servidor. Por eso mismo, Pedro es también para los cristianos un mis​terio: ese misterio que la mentalidad bíblica expresaba en el cam​bio de nombre. El misterio del Simón-«Piedra», que es el miste​rio de la fuerza de Dios en la debilidad humana. Es aquello que querían decir los Padres de la Iglesia cuando comparaban a esta con la luna, la cual, en sí misma, es opaca y no tiene más luz que la del sol (Cristo). Y aun esta luz resulta ser como la de la noche con respecto al día, si se la compara con la claridad de su Señor. Ol​vidar esto es caer en aquella pretensión que denunciaban las pa​labras de Ratzinger citadas al comienzo: la pretensión de olvi​darse de la Gracia y fantasear sobre un secreto triunfo del hombre. En cambio, recordar todo esto no atenta contra el amor debido a Pedro, sino que lo hace más humano y más maduro. Y nos vuelve un poco menos cruzados, que es también la manera de ser un poco más creyentes. Porque, luego de haber recorrido las tentaciones tan humanas de Pedro, y tras haber meditado un poco sobre ellas, puede uno añadir que quien no tenga esas mismas tentaciones, aun sin estar en el lugar de Pedro..., que levante la mano. Y puede uno pensar, para concluir, que, por poca y prestada que sea la luz de la luna, no tenemos otra luz en la noche. ¡Y qué diferentes son las noches de luna llena y las noches sin luna...!

[*]. También este es un texto recuperado. Hace poco, un célebre cantante se autoacusó de «plagiarse a sí mismo». Le copio la acusación y solo deseo que el autoplagio sirva para algo. El original era de 1989. 1.

Franqueza y obediencia.

Recogido en

El nuevo pueblo de Dios,

Barcelona 1969, pp. 277-295.

Párrafo citado, en 287. 2. Así lo escribía Agustín el año 405, en una carta a San Jerónimo (cf. 508-510).

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Obras completas, vol. VIII, BAC, pp.

20.

Responsables de la utopía. Preguntas a mis hermanos obispos[*]

Si la Iglesia es la morada del Espíritu, parece claro que sus responsables están sobre todo para preservar el soplo del Espíritu. Distinguiéndolo de los falsos espíritus, por supuesto. Pero también sin que ello suponga «apagar al Espíritu»: ese aviso tan serio de Pablo en su primera carta (1 Tes 5,19) y que Rahner volvió a poner de moda en un texto famoso1. Esto es lo que me mueve a escribiros esta carta. Esta mañana he rezado con el salmista: «No te exasperes, no sea que obres el mal». Y he ido comprendiendo que una buena manera de no exasperarse puede ser informarse bien. Por eso esta carta quisiera comenzarla en forma de preguntas. Y no quisiera hacer esas preguntas desde ninguna hostilidad. Me gustaría poder revestirme de la personalidad del fallecido cardenal Tarancón, hombre íntegro, pragmático, de gran honradez con la realidad y de quien sospecho que casi todos os sentiréis muy distantes, pero cuyo amor a la Iglesia creo que no podréis negar.

1. ¿Poder indirecto? Nuestra prensa hizo correr, no hace mucho, que el episcopado había presionado y negociado con el anterior ministro de educación la vuelta de la religión obligatoria y evaluada a las clases de la escuela pública. Por un lado, se nos dice eso; por otro, se nos informa de que Rajoy y Rouco no se han visto en todo este gobierno del PP (gracias a Dios, me entran ganas de decir); y como ese encuentro habría sido una baza para el primero, deduce la gente que obedece a una insatisfacción del segundo, debida a la reforma de la ley del aborto. No sé si todo eso es cierto. Pero creo firmemente que la iglesia de Dios que habita en España tiene derecho a saber la verdad exacta de esos rumores. Si no, da la sensación de que estáis buscando volver a ser un «poder fáctico», que busca intervenir en la sociedad, no desde el clamor social que brota del evangelio, sino desde una negociación de poder a poder. Si las cosas fuesen, así lo lamentaré: no solo porque me parece impropio del seguimiento de Jesús, sino porque «ya es tarde» para ese tipo de pretensiones. El único poder fáctico que domina nuestra sociedad son las multinacionales y los bancos. Personalmente (y contra algunos fundamentalismos de izquierdas), estoy convencido de que la religión debería tener una forma de presencia en la escuela. Pero 299

no como catequesis o indoctrinación, sino como información sobre el hecho religioso y su historia, que ocupan una parte muy importante de la historia y la cultura humanas. Así lo han defendido, además, grandes figuras no creyentes del mundo de la izquierda (J. Jaurés, R. Débray...)2. Pero una cosa es esa forma de presencia, y otra querer imponer la religión como catequesis y negociar en secreto con un gobierno para ello. ¿No os parece que eso contradice enseñanzas fundamentales del Vaticano II? Por ejemplo: «Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana no radican en el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos» (GS 42). ¿No habéis procurado ir vosotros a través de ese dominio exterior?... Temo que así no comunicaremos ninguna energía evangélica a la sociedad española. Y, de hecho, alguno de nuestros corruptos más eximios (como el señor Díaz Ferrán o Jordi Pujol y bastantes dirigentes políticos ahora enjuiciados) tuvieron clases de religión en la escuela. ¿A eso seguimos aspirando? ¿No creéis que habría que reexaminar y dialogar esto un poco más? También dijo el Vaticano II: «La Iglesia... no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o que las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición» (GS 76). Más claro, agua. Ante esos textos, me atrevo a preguntar: ¿cómo pediremos luego al pueblo de Dios obediencia a las enseñanzas de la Iglesia, si nosotros las desobedecemos tan descaradamente?; ¿hemos de creer que las autoridades de la Iglesia mienten (u ocultan) tanto y tan olímpicamente como los políticos? Y generalizando más: ¿no comprendéis que lo que muchos de vosotros estáis haciendo contra Francisco es lo que no queréis que los fieles hagan con vosotros? Si esta pretensión de poder indirecto, además de poco cristiana, me parece políticamente errónea, es porque creo que ha llegado la hora de que aceptemos serenamente la descristianización de España. Vosotros la entrevéis, pero pensáis que se debe exclusivamente a la maldad de los de enfrente. Un cristiano debería preguntarse antes si no se deberá (también, al menos) a los pecados propios. La iglesia española ha cometido pecados bastante serios en los últimos cien años. Y es frecuente que, en la historia, esos errores acaben pasando factura «a la larga», aunque proporcionen ventajas a corto plazo. Al deciros eso no pretendo negar los pecados de la otra parte: también me ha enseñado la historia que cuando las batallas se enconan y se endurecen, dejan de ser guerras de buenos contra malos para pasar a ser guerras de malos contra malos. Así pasó con las revoluciones socialistas, está pasando hoy con el problema catalán y ha ocurrido también en las relaciones de nuestra iglesia con la sociedad española. Recordad que en 1971, en aquella famosa Asamblea de clero y laicos, se elaboró una petición de perdón, y 300

un sector de nuestra iglesia presionó a la Curia romana para que la desautorizara... Aquellos polvos trajeron estos lodos: es un refrán que me gusta repetir cada vez más.

2. ¿Levadura o espuma? En una España culturalmente descristianizada, y aunque el número de católicos pueda parecer aún grande (debido, sobre todo, a la prolongación de la vida y no a la propagación de la fe), deberíamos reconocer todos, incluso públicamente, el fracaso del nacionalcatolicismo franquista, que solo produjo un cristianismo sociológico, «gaseoso», totalmente inerme cuando la apertura al exterior y la entrada de eso que llamamos «la modernidad» redujo el gas a sus verdaderas dimensiones. Conozco a infinidad de personas que han perdido la fe en los últimos años; creo que, en realidad, bastantes de ellas no la habían tenido nunca. Y otras que no la han dejado, es por haber vinculado su catolicismo con un orgullo patriótico hispano que nada tenía que ver con aquel. ¿No os atrevéis a pensar que esta lección de la historia (más que «castigo de Dios», como decían las gentes del Antiguo Testamento) es una oportunidad para pasar de un cristianismo de mera cantidad a un cristianismo de calidad? Por lo general, todos los jóvenes cristianos que conozco yo nos dan veinte vueltas a toda mi generación cuando teníamos su edad. Ahí hay poca espuma, pero hay una semilla, capaz de crecer por sí sola, que tiene fuerza como un grano de mostaza y que, a veces, da un auténtico testimonio y despierta preguntas en esta sociedad que ya no cree en sistemas, pero necesita cada vez más creer en personas. Vosotros no fuisteis elegidos para mantener la estructura eclesiástica de hace sesenta o setenta años, sino para anunciar el evangelio de Jesús, que, como dice Francisco, es la mejor oferta que se ha hecho al hombre a lo largo de toda la historia de la humanidad. Creo que es, pues, el momento de que alguien os grite: «¡No temáis!», pero no en el sentido en que parece que lo decía K. Wojtila el día de su elección (no temáis dar la batalla por el pasado), sino en el sentido en que lo decía Jesús: no temáis mirar al futuro.

3. El principio Gamaliel Desde que la Iglesia es Iglesia, ha habido en ella, como mínimo, dos corrientes contrapuestas. La historia muestra que la autoridad tiende siempre a favorecer aquella tendencia que le da más seguridad y es más favorable al «status quo», en contra de la otra más atrevida o más innovadora. Creo que la historia muestra también que esa medida desigual ha sido siempre equivocada.

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Si eso lo traducimos a nuestro léxico actual de derechas e izquierdas, creo que vuestra misión debería ser mantener por igual el respeto por las dos y no privilegiar a una en detrimento de la otra. Entiendo que a eso último os fuerza sobre todo la presión de la curia romana, ante la cual os podéis jugar vuestra carrera. Pero, aun así, me parece un síntoma alarmante el que aparezcan movimientos que reclaman como definición de su identidad el que también nosotros «somos iglesia». Tampoco os pido que favorezcáis más a eso que la gente llama la «izquierda eclesial», sino tan solo que no tengáis dos medidas distintas. Y, en todo caso, que procuréis fomentar un amor mutuo y una tolerancia de todos los grupos de Iglesia, semejante al ecumenismo que predicamos para con los de fuera, pero no practicamos con los de dentro. Cuando los de mi generación de jesuitas éramos jóvenes, solíamos comentar: si nombran un provincial «progre», procurará gobernar integrando a todos; si nombran un provincial conservador, gobernará solo con los de su cuerda y para los de su cuerda. Pienso que este comentario es trasladable más allá de los provinciales jesuitas de hace 40 años. Y añadiría la frase evangélica: «entre vosotros, que no sea así...» No pretendo con ello proclamar que las izquierdas estén libres de pecado. Personalmente, creo que tienen más razón que la otra parte. Pero sé muy bien todo lo que puede caber en nosotros de ingenuidad, de impaciencias estériles y, sobre todo, de aprovechar inconscientemente (o a veces no tan inconscientemente) la causa evangélica de la liberación del hombre como plataforma para la propia promoción o el propio protagonismo. Siempre que está en juego la unidad, recurro a la frase de san Pablo ante judíos y paganos: «todos son [somos] pecadores». Todos somos perdonados, y es ahí donde podríamos comenzar a reencontrarnos. Pero, sin pedir ninguna doble medida, me parece fundamental la escena de Gamaliel que refiere el libro de los Hechos, cuando las autoridades religiosas judías sentían miedo ante los cristianos y trataban de prohibirles el uso de la palabra. Gamaliel intervino simplemente para decir: no os empeñéis tanto, porque, si ese movimiento es de Dios, acabará saliendo adelante. Y si no lo es, acabará disolviéndose por sí mismo, pese a la fuerza (o pseudofuerza) que haya podido alcanzar en alguna hora histórica. Os recomendaría leer el libro Teresa de Jesús ante la Inquisición, citado en el capítulo 11, con la pregunta que allí hacíamos acerca de lo que pensarán hoy, al verla doctora de la Iglesia, todos aquellos que la tenían por hereje. Dejadme deciros, cariñosamente, que eso mismo os pasa a vosotros a veces.

4. El principio Caifás Cuentan de un arzobispo de una sede supuestamente cardenalicia que, al cabo de cierto tiempo de su nombramiento, cuando preguntabas cómo iba su episcopado, la respuesta 302

solía ser: «De momento, no hace nada; no quiere jugarse el cardenalato». No sé si esta anécdota es cierta, pero es de esas de las que los italianos dicen que «è ben trovata». Sé que vosotros podéis estar muy solos (sobre todo por la distancia respecto del pueblo, sea quien fuere el culpable de ella). Sé también que ese reconocimiento que todos los humanos necesitamos casi no podéis recibirlo más que de los miembros de la curia romana, que os tratan más como si fueran superiores vuestros que servidores vuestros. Pero entiendo que ahí se filtra muy solapadamente esa nefasta palabra, tan repetida cuando se habla del ministerio eclesial y denunciada por el cardenal Martini: «el carrerismo». Recuerdo que uno de los obispos más valientes y equilibrados que ha tenido vuestra conferencia me decía una vez, hace bastantes años: «Creo que toda mi vida seré un auxiliar crónico». Luego no fue así, pero ello se debió a una de esas carambolas imprevistas que a veces tiene la vida. Y aquí entra el principio Caifás: asegurar el propio puesto y la propia carrera a costa de lo que sea. «Vale más que muera un hombre que no que padezca el pueblo». Y el pueblo no era más que su posición privilegiada. Para eso Caifás necesita desesperadamente algún hereje al que poder condenar, y monta todo un show para poder terminar exclamando: «¡Ha blasfemado!; ¡reo es de muerte!». Cuando los pasados alborotos en torno al libro de J. A. Pagola sobre Jesús (hoy declarado libre de toda sospecha), hubo obispos que subieron de diócesis por haberse ensañado con él despiadadamente, mientras que otro se jugó el tipo intentado defenderlo. Estas cosas no deberían ocurrir. Y apuesto a que vosotros las hacéis tratando de defender la fe. Pero deberíais comprender que con esa forma de proceder dañáis esa fe a la pretendéis defender y favorecéis la supuesta herejía que queréis extirpar. Una vez me contó un colega que tenía que dar una charla en una ciudad española, de cuyo nombre no quiero acordarme. Contra toda expectativa, el mismo día de la charla aparece una nota del obispado desautorizando a aquel colega como medio hereje, «instalado en el disenso» y otras cosas así. Cuando me lo contó, me explicaba con sorna que no sabía si debía escribir a ese obispo una carta de agradecimiento porque «me llenó el local». Y pienso yo que Pagola debería girar a algunos obispos una parte de los derechos de autor que perciba por ediciones y traducciones de su libro sobre Jesús, como comisión agradecida por lo que le han ayudado a vender... No quisiera que os enfadarais por estas ironías, que solo van dirigidas a algunos de vosotros. Pero sí que comprendierais que nuestro mundo de la publicidad y los medios de comunicación es así. Y que escucharais al Maestro, que a lo mejor os repite sonriente aquellas palabras tan suyas: «¿aún no habéis entendido?». Ese mundo de los media –menos honesto de lo que él pretende, porque, en definitiva, sirve más al capital que a la verdad– nos ha de traer bastantes disgustos. También es de Jesús el mandato de ser sencillos como las palomas y, a la vez, astutos 303

como las serpientes. Cosa nada fácil, sobre todo si nos ponemos nerviosos y perdemos la paz; pero al menos podríamos recordar aquello de Teresa: «la verdad padece, mas no perece».

5. El principio Magdala Hablo de la ciudad, no de su famosa pecadora que ha llegado a ser santa María Magdalena. Magdala era una de las ciudades más ricas del entorno del lago, porque tenía una pequeña industria de salazones que servían para exportar la pesca del lago. Es significativo que, además de ese nombre arameo, tuviera otro nombre griego (Tariquea), lo cual le da un carácter cosmopolita, distinto de todos los otros poblados del lago. Ello permite sospechar que la pecadora de que habla Lucas (cap. 7) no era una prostituta por necesidad económica, sino una de las que hoy se llaman «de alto standing»: una pobre mujer que quizá solo buscaba afecto y a la que todos los ricachones del lugar solo le daban desprecio y dinero. Ese parecía ser su sino, y ello explica la sacudida de su encuentro con Jesús. En la narración de Lucas destaca, sobre todo, el contraste entre las dos posturas ante Jesús: el fariseo parece un hombre de «buena» posición que ha invitado a Jesús, pero «desde arriba»: solo para poder examinarle. Y no ha tenido con él ninguno de los detalles elementales de la cortesía judía. Lo mismo vale de todo el entorno de anfitriones, que invita a imaginar a algunos de ellos como clientes de María. Maria irrumpe en aquella casa con todo lo que tiene: lo único que tiene, que son sus cosméticos y su corazón herido. Llora en público a lágrima viva y sin vergüenza, exponiéndose a ser despedida y maltratada. Si no la han tratado así, es porque está proporcionando a los anfitriones un placer mucho mayor que el de despedirla: el del ridículo que está haciendo correr a Jesús, que parece no tener ni idea de quién es, mientras ellos lo saben muy bien. ¡Y vaya si lo saben! Los fariseos tienen otra vez una «doble medida»: una para su dignidad, y otra para la indignidad de la mujer. Y la reacción de Jesús ante esa doble medida es la que ahora quisiera comentar. ¿Conocéis la dura situación de muchos católicos que viven en una segunda unión, pero querrían cultivar su fe, quieren que los niños tomen la comunión y se encuentran con que los hijos les preguntan: «Papá, ¿y tú por qué no comulgas?» ¿O los casos de familias ya casi ancianas, rotas porque, ante la boda civil de algún hijo separado, uno de los cónyuges creía que debía casi romper con él, mientras el otro (que solía ser la otra) intuía que la misericordia es más importante que el sacrificio?... Lo que Francisco llama «oler a oveja» creo que es dejarse empapar por todo este tipo de situaciones bien frecuentes. Pero me temo mucho que vuestra situación sociológica, o vuestro paso de «pastores a administradores», os inmunice contra esos olores. El derecho canónico no debe de ser un «desodorante» contra ese tipo de olor que recomienda el hermano Francisco 304

Hace años, hablando con alguno de vosotros, le manifesté mi sorpresa y mi dolor por la falta de misericordia hacia aquellos que fracasaron en su primer matrimonio y han encontrado estabilidad en una segunda unión; evoqué la «disciplina de misericordia» de la iglesia oriental (que nuestra iglesia católica nunca ha querido condenar) y me quejé de la fría respuesta de un anterior Sínodo de obispos (no sé ya si el de 1980) al aludir a este tema, y que venía a decir: os queremos mucho, pero no queremos solucionaros nada. Mi interlocutor respondió que no se trataba de una falta de amor, sino de que esas parejas «viven en una situación de pecado estructural», y por eso hay que negarles el acceso a los sacramentos (por más que se hayan confesado y arrepentido). Y evoco esta respuesta porque hace poco apareció en la prensa este otro dato: Leonel Messi parece un buen muchacho y es un futbolista genial. Pero gana 5.000 dólares por hora; 118.000 por día; 43 millones al año. Esto es literalmente otra «situación de pecado» que comparten con él varios famosos, los cuales no tienen prohibido el acceso a los sacramentos. Es decir, que al lado de esa obsesiva preocupación por la catequesis en la escuela y por la moral matrimonial, vivimos en una criminal y anticristiana situación social que apenas ha provocado alguna tímida reacción vuestra y alguna conducta ejemplar de algún obispo en particular; pero, ni de lejos, palabras de denuncia como aquellas de Jesús, que hoy diría más o menos esto: «Tuve hambre, y despedisteis a 5.000 empleados; tuve sed, y descorchasteis una botella de Chivas 12 para celebrar los goles de Messi; estaba desnudo, y os pusisteis una casulla de seda con bordados de oro; estaba enfermo, y recortasteis la sanidad pública; en la cárcel, y fuisteis a renovar el carnet del Real Madrid...» (ver Mt 25,31ss). La pregunta ahora es, simplemente: ¿no os parece esto una doble medida como la de aquellos fariseos de la narración de Lucas? ¿Creéis de veras que la Iglesia debe tener dos medidas distintas? A lo mejor, sí debe tener esa doble medida, pero creo que en sentido inverso. Después hablaré del principio Timoteo, que consiste en aquella frase de la primera carta a él dirigida: «la raíz de todos los males es la pasión por el dinero». De todos: así de fuerte. Y da la sensación de que esto os preocupa mucho menos que el que algún divorciado vuelto a casar desee acceder a los sacramentos. Muchas veces recuerdo aquellas palabras de Simone Weil en su carta a G. Bernanos donde, tras reconocer que había encontrado la verdad en el cristianismo, añadía: a veces pienso que me haría bautizar con solo que a la puerta de las iglesias se colgase un cártel que dijera: «Prohibida la entrada a quienes tengan una fortuna superior a...» ¿Es que habéis olvidado toda la enseñanza del cristianismo primitivo y de los Padres de la Iglesia sobre la propiedad y sus límites? ¿No forma parte también ella de ese «depósito de la fe» del que os sentís guardianes? ¿Disentís de aquella queja de san Agustín que cité en el capítulo 5 y que protestaba contra aquellos que predican «como si los únicos pecados que se pudieran cometer fuesen aquellos en los que se usan los 305

genitales»?3 Pues esa es la impresión que dais, consciente o inconscientemente. Y, por eso, permitidme que siga preguntando por ahí.

6. El principio Mateo Esta vez el subtitulo no es mío sino de un grupo de economistas que dan ese nombre a la frase con que el primer evangelista concluye una de las parábolas de Jesús: «Al que tenga mucho se le dará más; al que no tenga se le quitará hasta lo que tiene» (28,29). Sin querer, hay pocas frases que definan mejor nuestro sistema económico. Y algunos hasta pretenden ver en ese principio Mateo una defensa evangélica de nuestro sistema. No importa que Jesús esté queriendo decir que al que se ha arriesgado poniendo en juego aquello que no es suyo, no para su propio beneficio sino para el del Señor, se le premiará; mientras que al que ha sido cobarde o perezoso se le castigará. No importa: ellos entienden así eso que tantas veces les oímos decir: «los pobres lo son por su culpa». Y gloria a san Mateo, que lo dejó tan claro... Pues bien: hace pocos años asistimos a la salvajada de un em- presario que duplicó el aforo de una sala de fiestas para jóvenes («Madrid-Arena»), con el resultado de una estampida y cinco muchachas muertas. Se le va a juzgar ahora y se descargarán sobre él todas las iras populares. Es comprensible. Pero yo querría decir una palabra, no sé exactamente si como defensa suya o como denuncia a la justicia que va a condenarlo. ¿Por qué? Pues porque ese buen hombre (supongámoslo así, aunque quizá sea mucho suponer) no hizo más que lo que a todos se nos enseña a hacer desde hace mucho tiempo, porque es la entraña del sistema económico que todos enaltecen por la riqueza que genera, y al que nuestra Iglesia ha acabado por adaptarse, hasta el extremo de que es un tema que no se toca en la catequesis, tanto si es dentro como fuera de la escuela. Veámoslo. Se nos enseñó que, en el campo económico (¿y por qué solo en él?) cada cual debe buscar su egoísmo y que, de esta manera, una mano invisible armoniza los egoísmos de todos. Un hermano vuestro en el episcopado (el obispo de München) acaba de denunciar que, así como en nuestra sociedad hay un «imperativo tecnológico» (lo que es técnicamente posible hay que hacerlo), se da también otro «imperativo económico» («lo que reporta beneficios no se puede impedir»)4. Pues eso hizo el propietario del «MadridArena»: buscó su máximo beneficio, como se nos dice que debemos hacer todos, sin otras consideraciones, pues la solidaridad estructural y la justicia estructural no producen más que zánganos, como decía aquella famosa fábula de las abejas, que nos ha marcado mucho más que todas las parábolas evangélicas...

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Por eso, si él debe ser juzgado por homicidio imprudente, ¿no creéis que también deberá serlo el presidente del gobierno español, portugués, italiano o griego? Por no hablar de las industrias del tabaco, que (ante las dificultades que se les pone en nuestro primer mundo) se dedican a exportar y hacer más propaganda en el tercer mundo, como si eso de que «el tabaco mata» fuese verdad solo para nosotros y no para ellos. Pero, claro, esas industrias han de buscar su máximo beneficio sea como sea, porque así va bien la economía. ¿No hacen eso mismo sin ningún escrúpulo las empresas farmacéuticas cuando procuran colocar a algunos de sus miembros en la Organización Mundial de la Salud para conseguir rebajar los índices de peligrosidad de algunos medicamentos o abreviar las fechas de caducidad con el fin de poder vender más? ¿No está haciendo eso mismo el gobierno alemán, que progresa con un comercio infame de armas a la vez que impide toda investigación sobre este punto? Y, volviendo a lo antedicho, ¿no está haciendo eso mismo nuestro gobierno? Nuestro presidente ha dado sus tijeretazos (mejor diríamos «hachazos») condenando al hambre (sí, al hambre) y a la desesperación (incluso al suicidio), no a cinco muchachas, sino a cientos de miles de españoles, pisoteándoles derechos elementales y privando al país de casi toda una generación de jóvenes bien preparados, pero obligados a emigrar. Y se ha cansado de decirnos que estaba haciendo «lo que tenía que hacer» con una seguridad imperturbable y unas vagas promesas de que un día (no sabemos bien cuándo) saldremos de la crisis. Pero sin el más mínimo respeto ni consideración hacia todos aquellos a quienes nuestra lejana salida de la crisis habrá dejado por el camino: tan poca consideración como la que tuvo aquel empresario madrileño para los muertos y heridos de sus medidas económicas, tan beneficiosas para él. Y ese mismo presidente proclama luego (cuando habla del problema catalán) que no está dispuesto a tolerar nada que produzca diferencias entre los españoles. ¡Él, que ha sido el mayor creador de diferencias de ese tipo! Pues bien: lo único que estoy intentado decir es que, si se juzga a ese empresario, también es imprescindible que la justicia siente en el banquillo a alguien como don Mariano Rajoy y su equipo económico; o bien, si ellos no son culpables, a los directores de los bancos alemanes y al del BCE (que, en mi opinión, es donde más confluyen, si no las causas de la crisis, sí al menos las dificultades y los obstáculos para salir de ella). Lo que no vale por inmoral a niveles más reducidos y personales tampoco puede valer a niveles más amplios, solo por el hecho de que su misma magnitud los vuelva más impersonales. Y nuestro episcopado, mientras por un lado parece reducir todo el cristianismo a una moral impositiva, por otro es incapaz de percibir que la última ley llamada eufemísticamente «de reforma laboral» es un auténtico pecado mortal impuesto legalmente. ¿De veras creéis que podéis tener crédito como maestros de moral con esa falta de sentido del pecado? ¿No comprendéis que así reducís la audiencia de la Iglesia a esas grandes fortunas cuya conciencia tranquilizáis, en vez de sacudir? 307

Lo comprendo: se os habrá dicho mil veces que esas cosas no os tocan a vosotros; que si la Iglesia se enemista con los gobiernos, puede tener muchas dificultades para evangelizar; y que la economía es cosa de «técnicos» (entendiendo por «técnicos» únicamente a los economistas de una línea). Y que lo que hay que hacer para que la sociedad vaya mejor es fomentar las familias cristianas. Lo entiendo. Pero dejadme discutir un poquito más esto último.

7. El principio Timoteo Ya dijimos antes que vamos a dar este nombre a la frase de 1 Tim 6,10: «raíz de todos los males es la pasión por el dinero». Si es «de todos» los males, algo tendrá de raíz en la falta de familias verdaderamente cristianas. O suscitará la sospecha de si estamos hablando de familias cristianas o de familias «bien situadas». Que no es lo mismo, ni muchísimo menos. El cardenal Rouco proclamó solemnemente el día de la Sagrada Familia que «la sociedad no puede sostenerse sin la familia cristiana». Curiosamente, yo comparto en muy buena parte esa afirmación: doy mucha importancia en la estructura social a la concepción cristiana de la familia, aunque no pueda ser ella todo el tejido de la sociedad. Esos valores de la familia cristiana (de entrega total, fidelidad a toda prueba y apertura hacia fuera) me parecen muy importantes para construir una sociedad en paz. Pero ¿no nos damos cuenta de que ese ideal de familia cristiana no puede llevarse a la práctica sin unas mínimas condiciones materiales de justicia y respeto por los derechos más primarios? ¿No percibimos que la tremenda injusticia de nuestro sistema económico hace imposible, de entrada, ese ideal de familia cristiana para millones de españoles? ¿Qué sentido tiene entonces culpabilizarles y exigirles a ellos lo que ninguno de nosotros (a pesar de nuestras convicciones y nuestra mayor formación moral) seríamos capaces de soportar si estuviéramos en su situación social? La postcomunión de la misa de los primeros días de enero pedía «que podamos tener los bienes materiales necesarios para poder dedicarnos a las cosas espirituales». Y la carta a Timoteo aduce el principio que estamos comentando como razón suficiente para que todos vivamos modestamente: contentándonos con aquello que necesitamos y sin pretender otros lujos inútiles que solo se pueden tener «a costa de otros». Pues bien: nuestro sistema es exactamente lo contrario de esa recomendación de la carta a Timoteo. Y, en ese contexto, ¿pretendemos exigir esa dedicación que exige la vida familiar a quienes viven asfixiados por la insatisfacción de elementales necesidades materiales? Porque el hecho es que, en nuestra sociedad, unos carecen sin culpa de los bienes materiales necesarios, y así es muy difícil realizar una familia cristiana. A otros, en 308

cambio, les sobran bienes materiales superfluos, y pretenden ser familia cristiana, aunque tampoco pueden serlo en esa condición. ¿Cómo es que, entonces, tantas denuncias eclesiásticas oficiales se dirigen preferentemente a personas que, en tantos casos, son más víctimas que pecadores, mientras cierran sistemáticamente la boca ante las condiciones materiales que imposibilitan esos ideales familiares? ¿No percibimos que, de este modo, el cristianismo, de entrada, limita su oferta a un sector reducido de nuestra sociedad, que es el sector más beneficiario de la injusticia social, el cual, además, cada vez va siendo menos cristiano, porque ya no necesita a la religión como soporte de su injusticia? El obispo de Roma acaba de decir cosas muy serias, precisamente en el Día Mundial de la Paz. Reconociendo que la paz está en el fondo del corazón humano (como lo está el ideal familiar), proclama que el que trabaja por la paz no es aquel que busca su máximo beneficio económico sea como sea, sino «el que busca el bien del otro, el bien total de cuerpo y alma, hoy y mañana» (y el cuerpo reclama alimentación, sanidad, salario digno, vivienda...). Y añade que, por esa razón, «son muchos los que actualmente reconocen que es necesario un modelo nuevo de desarrollo, así como una nueva visión de la economía». Proclama que «para salir de la actual crisis económica (que tiene como efecto un aumento de las desigualdades) se necesitan personas, grupos e instituciones... para aprovechar la misma crisis como ocasión de discernimiento de un nuevo modelo económico»; y que «la solicitud de muchos que trabajan por la paz se ha de dirigir también (con mayor resolución de lo que se ha hecho hasta ahora) a atender la crisis alimentaria, que es aún más grave que la financiera» 5 . Son solo unas frases entresacadas del texto; pero ¿no parece que, entre esas personas que deberían convertir la crisis económica en ocasión para discernir un nuevo modelo económico, deberían estar en primer lugar los obispos del mundo entero? Sin que valga la excusa fácil de que son cuestiones «técnicas» y sin dejarse asesorar en esas cuestiones técnicas tan solo por los economistas que defienden al gobierno, por muy católicos que digan ser. Porque no hace falta ninguna competencia técnica para percibir que en el campo de la economía se dan posturas muy divergentes, y que lo menos que se puede exigir a los responsables de un país es que escuchen a todos y dialoguen con todos, en lugar de definir dogmáticamente que las barbaridades que ellos ponen en práctica son la única y la mejor solución, pero sin añadir (claro está) que es la mejor solución para los mejor situados y la peor para los que están en los lugares más bajos y son, por ese solo detalle, los preferidos de Dios. ¿No estamos otra vez antes esa criminal «doble medida» (para ricos y pobres) que mantiene nuestra sociedad y que traduce perfectamente eso que el cuarto evangelio califica como el modo de actuar del «príncipe de este mundo» («homicida y mentiroso desde siempre»: Jn 8,44)? ¿Y no ha acabado nuestra iglesia por ser cómplice de esa 309

mentalidad, desobedeciendo el mandato de san Pablo de no adaptarse al espíritu de este mundo (Rom 12,2)? ¿Para cuándo una carta pastoral bien evangélica de todo el episcopado español sobre temas como impuestos y salarios? Si no somos capaces de hacerla, creo que tampoco podemos hablar sobre la familia cristiana. Y creo que el principio Timoteo no termina aquí. Cuando se habla de los obispos, es necesario destacar siempre que cada obispo, además de «esposo» de su diócesis (con expresión quizá un tanto cursi, pero que busca destacar una vinculación muy particular), además de eso, es miembro del colegio episcopal. Pues bien: hay una tarea importantísima que, a mi modo de ver, habría de ser misión de todo el episcopado mundial y que es uno de los mayores males que produce ese principio Timoteo de la pasión por el dinero: me estoy refiriendo al negocio de las armas. Las armas nacen, en primer lugar, desde el momento en que alguien tiene más de lo que debería y quiere defenderlo. Pero inmediatamente se percibe que las armas, además de ser una buena defensa, pueden ser también ocasión de un mejor negocio. Los países más «desarrollados» y que se creen más «civilizados» de nuestro mundo tienen en el comercio de armas una fuente muy seria de ingresos (EE.UU., Rusia, Alemania, Francia, Israel, España...). Y la existencia de un arsenal tan desaforado como peligroso (junto a la falta de una autoridad mundial verdadera) es el mayor obstáculo para resolver mil problemas como el de los refugiados, que hoy se nos echa encima sin que podamos ya solucionarlo. Otra vez, aquellos polvos han traído estos lodos. Pero entiendo que este es un problema que no toca al obispo de Roma, porque, en la medida en que debe ser fiel a su misión creadora de comunión y de unidad, no puede encararse con un país concreto. Habrá de ser el episcopado de aquel país (el episcopado norteamericano, el alemán, el español...) quien denuncie las tropelías de sus propios gobiernos. Y todos los episcopados juntos, para ir creando, poco a poco, una mentalidad y una cultura de la paz, a ver si evitamos una ya probable explosión de nuestro planeta por alguna de esas amenazas estructurales de nuestro armamentismo. Así se ofrecería, además, algo importante a casi toda la gente del primer mundo que hoy vive sin utopía: sin una tarea o una causa a la que entregar su vida (y que absolutizan por ello pequeños horizontes como el patriotismo, el deporte o las pasarelas, a veces con una entrega que a uno le recuerda las palabras del poema del Cid: «¡Qué buen vasallo si oviera buen señor!»). A todas esas gentes se les ofrecería una causa mucho más humana y más valiosa que esas, como la de la defensa de los animales y sus «derechos», que hoy nos asedian. Sin negar estas, quizá, pero sí aplicándoles otras palabras de Jesús cuando hablaba de la justicia y la misericordia: «¡Esto es lo que había que hacer!, aunque sin olvidar lo otro». Y sin dedicarnos a lo otro para poder olvidarnos de esto...

8. Resumiendo 310

Que la Iglesia busque influir a través de la creación de mentalidades «valorales» y no de presiones tácitas a los poderes políticos. Que no tenga dobles medidas: una muy estricta para la moral sexual, y otra muy laxa para la moral social; una para la moral de los ricos, y otra para la moral de los pobres. Que sus dirigentes se sumen a las voces de tantos papas que han proclamado la necesidad de un cambio radical de nuestro sistema económico como camino hacia esa justicia que es la única fuente verdadera de la paz... ¿Podemos al menos encontrarnos aquí, aunque disintamos en otras mil cosas? Me han movido a preguntarlo las siguientes reflexiones, con las que quisiera concluir. Las dobles medidas a que acabo de aludir contrastan con las críticas que se hacían a la Iglesia en los primeros siglos. Celso, el gran enemigo del cristianismo escribió sobre los cristianos: «... sus consignas son como estas: “que no se nos acerque nadie culto, nadie sabio, nadie sensible, porque consideramos malas esas cualidades. Pero que venga sin vacilar todo ignorante, todo inculto, todo estúpido, todo niño”. Puesto que ellos mismos admiten que esa es la gente digna de su Dios, muestran no ser capaces de buscar ni convencer a otros que no sean los insensatos, los infames y los estúpidos ni a quienes no sean esclavos, mujeres o niños»6.

Hoy es un honor para la Iglesia que aquellos «fundamentalistas de izquierdas» del siglo II hablaran así. Aparte de que, como suele suceder, la acusación de Celso es enormemente sesgada, porque, aunque los componentes de las primeras iglesias eran mayoritariamente esclavos y gente pobre o excluida, también había en ellas algunas personas de clase alta que cedían sus casas, se sentaban en la mesa del Señor al lado de esclavos (¡por primera vez en la historia!) y se comportaban como la Iglesia debería exigir hoy que se comporten los ricos que pretendan seguir en ella, en lugar de bendecir sus reformas asesinas. Volvemos a la confesión de Simone Weil a Bernanos: ¿para cuándo un decreto que niegue la comunión (o declare excomulgados) a todos aquellos con unos ingresos o una fortuna superior a unos cuantos cientos de miles de euros o cosa semejante? Escribo todo eso porque percibo que se está creando en nuestra sociedad una «burbuja de desesperación» semejante a la burbuja inmobiliaria de hace unos años. Entonces nadie quiso hacer caso a quienes avisaban que un día esa burbuja acabaría explotando. Ahora tampoco se hace caso a quienes avisan de que esa burbuja de desesperación puede estallar un día, con consecuencias calamitosas. Por eso me gustaría que todos releyéramos y meditáramos un texto bien breve: La Iglesia quemada, de Joan Maragall. Si el espíritu tan evangélico de aquel texto no nos interpela, entonces no pretendamos erigirnos en víctimas y en mártires si vuelven a ser quemadas otras iglesias, por muy salvaje que sea ese gesto. Si los cristianos creemos de veras que Dios es un Dios de los pobres que se ha revelado empobreciéndose y no engrandeciéndose, y que la Iglesia está llamada a ser una transparencia de ese Dios para el mundo, tanto a niveles personales como institucionales 311

y siempre desde la libertad que responde al amor y no desde la ley que menoscaba la libertad, entonces podremos decir con verdad que es más, es muchísimo más lo que nos une que lo que nos separa. Y esto nos ayudará a todos a seguir «preparando el camino del Señor en el desierto» de este mundo, como solemos pedir en el Adviento. Porque (para terminar con un salmo, igual que comencé) no debemos olvidar que hoy el gran problema de la moral no está en cómo realizan el acto sexual los matrimonios, sino en que, allí donde el salmista decía: «Sé honrado, practica la bondad y siempre tendrás una casa», la gente tiene cada vez más la convicción contraria: sé honrado, practica la bondad... y nunca tendrás casa... Esa amarga experiencia ha puesto en cuestión no solo la credibilidad de la moral eclesiástica, sino la existencia misma de Dios. Y de eso somos responsables nosotros (vosotros y yo), a quienes el Dios de Jesucristo confió su providencia.

*** APÉNDICE: LITURGIA

Y SA CRA MENTOS7

Piénsese de su texto lo que se quiera, creo que hay que dar las gracias a Pablo d’Ors por el reciente artículo en Vida Nueva donde preguntaba si habría alguien capaz de meter mano en todo el embrollo de nuestras celebraciones sacramentales, con especial alusión a la eucaristía. Sé que un obispo le contestó dolido en la misma revista, y dos cosas me llamaron la atención de su respuesta: una era la alusión velada a si Pablo d’Ors podría negar la transubstanciación (con alusiones a la Mysterium fidei de Pablo VI), lo que me dejó la duda de si el autor de la respuesta había entendido bien lo que significa la transubstanciación, porque en la presencia real eucarística se trata del cuerpo del Resucitado, no del cuerpo terrestre. Y eso cambia mucho la noción de «substancia». El otro punto que recuerdo de la respuesta era la anécdota de una turista que preguntó a un obispo, cuando este se hallaba en oración «ante el Santísimo», qué hacía allí. Y ante la respuesta del obispo de que allí estaba Dios, la muchacha se limitó a responder: «¡Pues qué Dios tan pequeño!». Aunque nuestro obispo cuenta la anécdota con cierto orgullo, me parece que la pequeñez de Dios que profesa el cristianismo tiene poco que ver con medidas materiales y mucho con su renuncia al poder por respeto a nuestra libertad y con su asunción de las condiciones más ínfimas de nuestra existencia. 312

¡Ese sí que es verdaderamente un Dios extraño y empequeñecido! Y me pregunto cuál habría sido la reacción de aquella muchacha si hubiese visto al obispo (o a cualquier otro cristiano) arrodillado ante un emigrante al que acaban de traer a la playa herido tras el naufragio de una patera... Pero si evoco este amago de polémica pacífica, no es para sumarme a ella, sino para subrayar que, en mi humilde opinión, concediendo que la pregunta de D’Ors es urgente y muy seria, habría que añadir que existe una razón sociológica que permite comprender por qué ha nacido esa pregunta. Me refiero a que, con la descristianización de más de media España, nuestros sacramentos (en concreto: bautizos, bodas y eucaristías) se han convertido en puros actos sociales carentes de casi todo contenido creyente. Esto me parece innegable, aunque luego, por la inercia de nuestro pasado, mucha gente siga acudiendo a ellos. Pero lo hacen como quien va a una fiesta pagana y no a una celebración cristiana. Este es el primer rasgo que debería desaparecer de nuestras liturgias sacramentales. Y en este sentido debo alabar a Ada Colau y alguna otra autoridad no cristiana por su negativa a asistir a la misa el día de La Mercè: no me parece esta una actitud despectiva, sino coherente y respetuosa. Y recuerdo que años ha, cuando el primer gobierno de Felipe González (en años de frecuentes atentados de ETA), comentábamos con sorna que Narcís Serra (entonces ministro de defensa) había tenido que «tragarse más misas» en sus pocos años de ministro que desde que salió del colegio... Pero dejemos la sorna, porque la cosa es seria. Dietrich Bonhoeffer habló, hace años, de la necesidad de una «disciplina del arcano». Lo hizo porque en la Alemania nazi, y con la complicidad de las iglesias protestantes (die deutsche Christen), muchas celebraciones iban dejando de ser verdaderos «Gottesdienst» (servicio de Dios, clásica palabra alemana para los actos litúrgicos) y se convertían en actos de exaltación nacionalsocialista. Esto motivó que una parte de aquella iglesia (la que se llamó «iglesia confesante») se separara de la iglesia oficial y buscara reservar los actos de fe a solo creyentes. Pues bien, algo parecido ocurre hoy con los sacramentos. Prácticamente, ya casi nadie acude a un bautizo a celebrar algo tan serio como la entrada del niño en la Iglesia y el compromiso de la comunidad de ayudarle a vivir con unos criterios ajenos a los del dinero, la prepotencia y la comodidad que rigen esta sociedad nuestra. La gran mayoría acude a una fiesta social, pagana, donde lo importante no es el compromiso por el futuro cristiano del niño, sino cosas como estrenar ropa, exhibirla y quizá murmurar de alguno de los presentes. Los padrinos no creen contraer una responsabilidad sobre la futura vida cristiana del niño, sino que son designados como un favor o acto de amistad especial por parte de los padres8.

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Con las primeras comuniones ocurre exactamente lo mismo: una gran parte de los asistentes lleva años sin pisar un templo. Ahora acuden allí con el mismo espíritu exhibicionista de quien va a una fiesta y con la idea de que el acto religioso es solo un peaje para el banquete posterior, que es la verdadera fiesta. Más que el hecho de que la criatura participe en la Cena del Señor, les importará el vestido que le han puesto sus padres, si han gastado mucho o poco en él; y quizá también si parecerá bien el regalo que ellos llevan o han hecho, y que no haría ninguna falta. Y exactamente lo mismo, pero en tono mayor, sucede con las bodas (incluso muchas de las que se llaman «por la Iglesia» y que en realidad son solo «en la iglesia»): la mayoría no acude para ser testigos de un extraño compromiso de fidelidad perenne que aspira a traducir el amor irreversible de Dios a la humanidad, sino que van a competir en elegancia y a llenar el móvil de fotos que enseñarán luego a los amigos. Pues bien, aquí tiene su razón de ser la disciplina del arcano: la asistencia a esos sacramentos debería quedar reservada solo a cristianos convencidos y comprometidos con su fe. De momento, no veo más camino que duplicar las celebraciones: que haya una fiesta social para celebrar el nacimiento del niño, su llegada al uso de razón y su compromiso con el amor. Allí pueden abundar los regalos, los fotógrafos impertinentes y los banquetes. Pero, luego de ellas, y al margen de ellas, que haya otra ceremonia minoritaria y discreta donde los padres y la pequeña comunidad creyente se comprometen con la fe futura de un bebé, o reciben por primera vez en la cena del Señor a un niño, para que aprenda a vivir en solidaridad (¡en comunión!) con todo el género humano, o se convierten en testigos agradecidos del afán de una pareja por luchar para que su amor no se rompa nunca. Aún quedan muchas cosas. Esas ceremonias creyentes también necesitarán ser remozadas para convertirse en verdaderamente significantes (sacramentales). Pero lo dicho muestra el relieve de la pregunta de Pablo d’Ors: a ver quién le mete mano a todo esto...

[*]. El original de esta carta iba dedicado a Joaquín García Roca, muy mal tratado por algunas instancias eclesiásticas y modelo de fidelidad a la institución eclesial. 1.

Escritos de teología, VII, 84ss.

2. Remito para esto al libro escrito junto con Javier V ITOR IA , Presencia pública de la Iglesia: ¿fermento de fraternidad o camisa de fuerza?, Cristianisme i Justícia, Barcelona 2009, 131-137. 3.

De Gen. ad lit., X, 13,23

4. Reinhard MA R X ,

El Capital. Un alegato a favor de la Humanidad, Madrid 2012, pp. 51 y 64.

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5. He traducido de un texto catalán, pero no creo que mi traducción difiera mucho de la oficial castellana. 6. OR ÍGEN ES ,

Contra Celso, 3,44

7. Texto escrito posteriormente a la carta, como se verá por su tema. Por eso lo añado como un apéndice, sin incorporarlo a ella. Los textos de Vida Nueva a que aludo son de la primera y última semana de julio de 2015. 8. No seguí con detalle, y quizá me equivoque al juzgarla, la historia de aquel transexual a quien la madre había designado como padrino, pero el párroco lo prohibió, y el aspirante a padrino apostató de la fe. La razón teórica aducida por el obispo parece impecable: no puede ser padrino quien se ve que no podrá ayudar al niño en la fe. Otra cosa es que eso valga necesariamente de un transexual y no de otros trans-creyentes que apadrinan a algunos bautizados. Pero la posterior apostasía del muchacho por esa negativa indica realmente que quien así reacciona no debía de tener mucha fe que cuidar y transmitir.

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21.

Tareas para el próximo sucesor de Pedro N.B. Estas líneas fueron escritas inmediatamente después de la dimisión de Benedicto XVI, sin saber aún quién iba a ser su sucesor. Leerlas casi tres años después, con todo lo que ha ocurrido en la Iglesia, no deja de tener su gracia.

En mi opinión, cuando se habla de reformas de la Iglesia, hay que distinguir, en primer lugar, entre reformas más urgentes y menos urgentes, aunque estas últimas puedan coincidir con las que más nos gustarían a nosotros. En segundo lugar, creo que hay que distinguir también entre reformas que requerirán tiempo (mucho, tal vez) y otras que parecen ser de factura inmediata, con solo que un papa lo quiera. Teniendo esto presente, esbozaré el siguiente programa. 1. La reforma más urgente en la Iglesia de hoy, aunque será una reforma lenta y constante, es que aparezca como «Iglesia de los pobres». Si Dios se reveló en Jesús como Dios de los pobres y de las víctimas de este mundo, una Iglesia que no haga visible esa revelación será siempre infiel a Jesucristo. El nuevo papa, en mi opinión, debería retomar y proponer a los poderes económicos de este mundo la enseñanza de Jesús (tan simple como inaceptable): «es imposible servir a Dios y al dinero». Al menos para alertar a tantos seres humanos que pretenden creer en Dios, pero buscan un dios compatible con el culto al Dinero que profesa nuestro mundo. Esta será una reforma constante e imposible, como he dicho, pero la Iglesia deberá tener muy claro y no olvidar nunca que (como dijo Juan Pablo II) aquí se juega su fidelidad a Cristo. 2. En segundo lugar, es muy urgente una reforma de la curia romana. Esta reforma había sido ya muy reclamada por el Vaticano II, pero la curia la bloqueó siempre. En esa infidelidad está, para mí, una de las raíces de la actual crisis de la Iglesia. La curia no es el órgano rector de la Iglesia, sino un instrumento al servicio de la autoridad eclesiástica, la cual no está constituida por la curia, sino por todo el colegio apostólico con Pedro a la cabeza. Al revés de lo dicho en el número anterior, aquí sí que serían posibles unas reformas inmediatas que, a mi modo de ver, son urgentes. Enumeraré algunas: 2.1. Los miembros de la curia deberían dejar de ser obispos, porque la existencia de obispos sin iglesia es contraria a la más originaria tradición de la Iglesia, legislada ya 316

en el canon 6 del Concilio de Calcedonia. La hipocresía de hacerlos titulares de una diócesis inexistente no hace más que poner de relieve la mala conciencia con que se desobedece aquí a la tradición. Tengo datos para afirmar que esa era la mentalidad de Benedicto XVI cuando llegó a la silla de Pedro; pero la curia se lo impidió. 2.2. Derivado de lo anterior, Roma debería devolver a las iglesias locales la participación en la elección de sus pastores, obedeciendo así también a toda una tradición que llena el primer milenio y que solo se quebró por la necesidad de impedir que los poderes civiles intervinieran en la designación de los obispos. 2.3. Y, en tercer lugar, deberían desaparecer del entorno papal todos los símbolos de poder y de dignidad mundana, que opacan la revelación de la dignidad de Dios, consistente en su anonadamiento en favor de los hombres. Habría que suprimir a los llamados «príncipes de la Iglesia», título casi blasfemo para una Iglesia que se funda en Jesús como su piedra angular. El obispo de Roma debería ser elegido (por ejemplo) por los presidentes de las diversas conferencias episcopales, añadiendo quizás un grupo de religiosos y de laicos, hombres y mujeres. Este punto puede reclamar un poco más de tiempo que los anteriores. Pero la comisión de canonistas encargarlos de darle carácter jurídico tiene tiempo para trabajar hasta el próximo cónclave. Y entre esos títulos de poder mundano ajenos a Cristo, el sucesor de Pedro debería dejar de ser un Jefe de Estado, porque eso avergonzaría a su predecesor. 3. Roma y toda la Iglesia deben sentir como una ofensa a Dios la actual separación de las iglesias cristianas en contra de la voluntad expresa del Señor. Ya no es hora de acusaciones, sino de unidad. Y aunque este es un asunto que puede llevar tiempo, el próximo papa podría tratar con las iglesias separadas para crear una especie de Sínodo ecuménico (paralelo al actual sínodo de obispos, pero menos descafeinado que este) que convocara periódicamente a todas las iglesias cristianas a tratar y discutir libremente los caminos hacia la unidad. Unidad en la que pueden caber grandes dosis de pluralidad, porque la verdadera unidad no es la uniformidad de lo único, sino la comunión de lo plural. He hablado de un sínodo promovido por Roma, pero igual podría ser convocado por el Consejo Ecuménico de las Iglesias, sumándose a él la iglesia católica. 4. Estas son las tres reformas más urgentes, a mi modo de ver. Hay otras que son las que ocupan más espacio en los medios y que tienen su importancia, pero que tal vez no sean tan urgentes. Y, en mi opinión, es importante fundamentar bien las razones que llevan a dichas reformas. De entre ellas, doy prioridad en este comentario a la que me parece más fácil y requeriría menos tiempo. Me refiero a la situación de los católicos que fallaron en su primer matrimonio y han encontrado estabilidad en una segunda unión. Urge y es 317

posible arbitrar una solución como la que las iglesias orientales llaman «disciplina de misericordia» y que la iglesia católica nunca quiso condenar (solo se limitó a enseñar que ella «no yerra» cuando no sigue ese camino). Pero si este «no errar» podría tener sentido en los tiempos de Trento, puede que ya no tenga vigencia hoy. No se trata de contradecir para nada las razones teológicas a favor de la indisolubilidad del matrimonio. Se trata, más bien, de tomar en serio aquella aguda observación de Pascal: que una verdad puede convertirse en herética cuando no deja sitio a otras verdades, igualmente parciales quizá, pero cuya parcialidad no les priva de su carácter de verdad. La Iglesia tiene razón al enseñar que el matrimonio es una señal (sacramento) del amor de Dios a la humanidad, que es un amor fidelísimo y sin vuelta atrás. Pero (dejando estar ahora la importante consideración sociológica de que muchos sedicentes católicos se casaron sin tener ninguna conciencia del significado de lo que iban a hacer) hay que recuperar la consideración tan bíblica de que ese amor divino sigue en pie, aun cuando la esposa (la humanidad) haya sido adúltera o infiel. Y que el amor de Dios está dispuesto a perdonar y reconquistar y volver a llamar a la esposa que le traicionó. En las repetidas y bellas páginas de los profetas bíblicos sobre este punto, hay un fundamento teológico para esa llamada «disciplina de misericordia» 1. 5. Sin salir de la disciplina matrimonial, la autoridad eclesiástica debería tomar conciencia de que la enseñanza de Pablo VI en la Humanae vitae no ha hallado recepción suficiente en el pueblo de Dios; y no solo en cristianos tibios, sino en parejas seriamente creyentes, en presbíteros y hasta obispos de la Iglesia. En mi humilde opinión, el nuevo papa debería convocar una nueva comisión como la que nombró Pablo VI para estudiar este punto. Es dato conocido que aquella primera comisión era partidaria en un 90% de cambiar la enseñanza de la iglesia en este punto. Fue solo el miedo a que ese cambio desacreditara al magisterio eclesiástico lo que llevó a Pablo VI a no aceptar el veredicto de la comisión. Casi cincuenta años después, cabe decir que ese miedo obstinado ha desacreditado más al magisterio eclesiástico que si hubiese tenido la humildad necesaria para cambiar. Y ha sido, además, causa de muchos abandonos de la práctica sacramental que acabaron cuajando en abandonos de la fe. 6. El tema del celibato ministerial es uno de los que ocupan más espacio en los medios, que parecen debatirse a veces en una variante del dilema de Hamlet: «to fuck or not to fuck, that’s the question». Aunque tanto en este punto como en el siguiente comparto la reivindicación que se hace, debo añadir que al tratarlo en penúltimo lugar no lo considero tan importante como los dos primeros de esta lista. Desde mi experiencia particular (que, por tanto, no será universal) debo decir que las razones que me llevan a pedir este cambio no son reivindicaciones de exigencia 318

personal, sino de atención al mayor bien de las iglesias. Toda comunidad cristiana tiene un derecho a (y un mandato de) celebrar la cena del Señor, del que no se la puede privar por el afán de mantener una disciplina eclesiástica. Si no se quiere leer la actual crisis de vocaciones como una señal del Espíritu (porque los signos de los tiempos tienen siempre su ambigüedad), hay que decir, al menos, que negar la eucaristía a millones de cristianos, por obstinación en no cambiar una ley positiva de la Iglesia, es incurrir en el duro reproche de Jesús: «quebrantáis la voluntad de Dios por acogeros a las tradiciones de vuestros mayores» (Mc 7,8). Y como los obstinados en esta postura suelen ser amigos de lecturas literalistas de la Biblia, se les puede responder con la cita clásica de uno de los documentos tardíos del Nuevo Testamento: «el obispo sea marido de una sola mujer» (1 Tim 3,7)... Dicho todo lo anterior, no tengo reparo en reconocer que esta reforma debería hacerse con suma cautela y poco a poco, dado que el terreno es resbaladizo, como todo el mundo reconoce. 7. Y adrede he reservado el último lugar (last but no least) para el tema de la mujer y su acceso al ministerio, que es otra de las reivindicaciones que ocupan todo el espacio de los medios. Que la situación de la mujer en la Iglesia de hoy es una grave ofensa estructural de Dios, me parece innegable. Esta situación debería intranquilizar la conciencia de quien sea el próximo papa. Creo, no obstante, que el tema es de cocción lenta, y su urgencia innegable no está necesariamente en el punto culminante. El próximo papa, a mi entender, debería preocuparse por dar cuanto antes a la mujer una serie de accesos que la tradición y la misma legislación eclesiástica no les niegan: diaconisas, cargos en la curia reformada, participación en la elección del obispo de Roma... La cima de esta evolución sería el ministerio femenino. Roma debería comenzar por no prohibir que se hable de él y que se estudie el problema, porque, de lo contrario, se cierran los únicos caminos por los que se abre paso la verdad. Creo recordar que ya en 1976 otra comisión de teólogos y biblistas redactó un informe para el papa sobre este punto, cuya conclusión era que no se ven objeciones en la Escritura para el acceso de la mujer al ministerio eclesial. Aunque personalmente comparto esta opinión, puedo comprender a quienes no la comparten y podrían tener aquí una auténtica objeción de conciencia. Entre ellos estarían todas las iglesias orientales, creando así una gran dificultad al ecumenismo, que es para mí un mandamiento muy serio. Por eso he propuesto otras veces, y lo recojo aquí, que quizás el sucesor de Pedro debería convocar a la Iglesia (y a todas las iglesias) a un período de oración que podría durar incluso uno o dos años, en el que en comunidades contemplativas, en las misas dominicales, en la oración personal... todos los cristianos pidieran al Señor que nos haga ver Su voluntad en este punto. Por mucho que se discuta 319

sobre la oración de petición, soy de los que creen que, cuando pedimos precisamente eso: que se cumpla Su voluntad en nosotros, manifestándonos dispuestos a aceptarla, esa oración acaba siendo escuchada, porque lo que Dios más quiere de nosotros es esa disposición para hacer su voluntad sin quitarnos nuestra libertad.

*** Huelga decir que lo aquí expuesto es solo una opinión personal. Evidentemente. Acepto también que algunos disentirán de ella, y a otros quizá les moleste o les irrite. Solo pediría que se me responda con argumentos que muestren que lo aquí dicho no obedece al evangelio. Creo haber escrito por amor a la Iglesia. A la acusación fácil de que lo dicho brota solo de una falta de amor puedo responder lo que hace ya años oí a Ratzinger y he leído después: «lo que necesita hoy la Iglesia son gentes que por amor a ella pongan en juego su futuro, y no gentes que utilizan el amor a la Iglesia como plataforma para su ascenso personal».

1. Luego de escrito este párrafo, apareció en 2014 el Cuaderno 192 de «Cristianisme i Justícia», Rehacer la vida: divorcio, acogida y comunión, que aborda el tema un poco más extensamente. Pero ha aparecido también una increíble resistencia capitaneada incluso por algunos cardenales y que se limita a repetir de memoria: «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre», pero sin precisar nunca ni qué es lo que efectivamente ha sido unido por Dios ni qué hace Dios cuando el hombre separa aquello que Él había unido...

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22.

Utopía cristiana: la fraternidad[*]

La síntesis de todo lo anterior podría ser esta: la verdadera utopía (ausente y vigente) es la fraternidad. Expondré el tema en diez tesis, de las cuales la primera y la última se reencuentran como en una inclusión bíblica. De la segunda a la quinta ofrecen la fundamentación cristológica del tema. Las dos siguientes (sexta y séptima) apuntan sus consecuencias eclesiológicas. Y las otras dos apuntan también sendas consecuencias antropológicas.

1. El cristianismo es la religión de la fraternidad Si se prefiere, y para evitar sospechas o acusaciones de reduccionismo, podríamos reformular la tesis hablando de religión de «la fraternidad vertical» (o fundamentada verticalmente). Pero esto no empaña el sentido de la tesis, que es el siguiente: cualquier otro valor (incluso el respetabilísimo valor verdad), si pasara por encima del valor fraternidad, falsificaría al cristianismo. Por eso habla el Nuevo Testamento de «realizar la verdad en el amor» (Ef 4,15). Esta tesis se fundamenta en las tres siguientes:

2. El evangelio es el anuncio de la incorporación de todos los seres humanos a la filiación divina de Jesús Se suele citar la Encarnación como verdad central del cristianismo. O, con más precisión: la Encarnación desplegada en la vida, la cruz y la Resurrección de Jesús. Pero este centro queda desenfocado si no se añade lo que dice el Vaticano II (citando a Tertuliano): que «por su encarnación, Dios se unió de alguna manera con todos los hombres» (GS 22). Quiere esto decir que la filiación divina de Jesús incluye «de alguna manera» la filiación de todos nosotros. Y que la confesión de la divinidad de Jesucristo está incompleta si esa divinidad no nos incorpora a todos nosotros. Para mostrar esa centralidad se recurre como prueba a la confesión de Pedro en Mt 16 («Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios Vivo») y al hecho de que esa confesión provoca la mayor alabanza de Jesús, que considera «inspirada por el Padre de los cielos». No hay nada que objetar aquí, pero sí es necesaria una aclaración en dos pasos que evite falsificaciones de esa identidad declarada:

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–– Como ya escribí en otra ocasión, la identidad cristiana no se juega solo en la pregunta de si Jesús es el Hijo de Dios, sino también en la pregunta de qué Dios es Hijo Jesús: no solo, pues, en la identidad de Jesús, sino también en la identidad de Dios. En el pasaje citado de san Mateo, Jesús termina calificando a Pedro de «Satanás», porque no ha pensado correctamente de Dios al confesar la divinidad de Jesús: Jesús es el Hijo del Dios que se dejará maltratar por los hombres y los perdonará antes que aplastarlos (cf. Lc 23,34) –– El Hijo del Dios Vivo significa entonces que el «Unigénito» se ha convertido en primogénito de muchos hermanos. El Dios Vivo es el que se revela en Jesús como «Abbá» de todos los hombres, y quiere incorporarlos a todos a su misma vida divina. Como expliqué en La Humanidad Nueva, Jesús tiene una divinidad divinizante y una filiación afiliante1. Por eso sorprende que el conservadurismo eclesial hoy dominante, en su idolatría de la seguridad y cayendo en el mismo pecado de Pedro, solo ponga el acento en la primera parte de la confesión del apóstol. Porque, en realidad, no se puede decir «Jesús es el Hijo de Dios» y, a la vez, tratar a muchos hombres como esa derecha los trata: como no hijos, renegados por Dios, «mal absoluto», etc. En su crítica a una religiosidad de este tipo, san Mateo (¡el mismo autor que transmite la citada confesión de Pedro!) recoge palabras de Jesús que prohíben a los creyentes utilizar designaciones que marquen y establezcan diferencias jerárquicas entre los hombres (como «padre», «señor», «maestro»), y aduce como razón de esa prohibición que «uno solo» (Dios) es vuestro Padre, maestro o Señor, «y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8). Aquí tenemos el tránsito a nuestra tercera tesis.

3. De esa filiación brota el anuncio jesuánico del Reino, que es un reino de fraternidad, entendida esta no como un precepto moral más, derivado, sino como experiencia del Padre común He repetido muchas veces que la vida y el anuncio de Jesús pueden resumirse en estas dos palabras, plenamente aceptadas como suyas por la crítica histórica: el anuncio de Dios como Abbá y de su «reinado» como inminente. De ellas, la segunda deriva de la primera: porque Dios es Padre, está ahí su «reino». En el balance que cabe hacer de los evangelios, ese Reino de Dios es una situación a la vez futura y presente (que no sé si cabría asimilar a un embarazo), pero que, en cualquier caso, coincide con lo que más tarde dirá la Primera Carta de Juan (3,1.2) sobre nuestra filiación: que ya somos hijos, pero que aún no se ha manifestado eso que somos. 322

Y ese Reino de Dios es también una situación humana. Según el salmo 145, «Dios reina» cuando se producen situaciones de libertad para los oprimidos, de pan para los hambrientos, de redención de los cautivos, de vista para los ciegos, de apoyo a los que se doblan, de acogida a los peregrinos, etc. Son pinceladas que describen una situación humana de fraternidad. La fraternidad no es, pues, un mero precepto moral junto a otros (con los que a veces podría entrar en conflicto). Es un mandamiento nuevo. Y no obsta para esa novedad el que todas las religiones tengan algún precepto de amor a los hombres. Aquí se trata de un mandamiento que recapitula y plenifica a todos los demás y que tiene un fundamento nuevo. Se trata también de un mandamiento que juzga toda la religiosidad humana: «es un mentiroso el que dice amar a Dios y no ama a su hermano» (1 Jn 4,20); y es significativo que eso lo diga el que cabría calificar como «más verticalista» de todos los bloques de escritos neotestamentarios. Finalmente, se trata de un mandamiento que llega hasta el amor a los enemigos, precisamente «para que seáis hijos de vuestro Padre» (Mt 5,44). En todo eso consiste la novedad de ese mandamiento «tan viejo». Quiero añadir una rápida observación, antes de cerrar esta tesis. En la teología sacramental se insiste demasiado poco en que, aunque los sacramentos son siete, hay dos de ellos que son fuente y raíz de todos los demás y de toda la vida cristiana (Lutero intuyó algo de esto cuando, exagerando como solía, redujo todos los sacramentos a esos dos): se trata del bautismo y la eucaristía. El primero es el sacramento de la filiación, y el segundo el sacramento de la fraternidad. De ahí brotan y ahí deben confluir todos los demás sacramentos.

4. Ese anuncio de Jesús sale al encuentro y plenifica el anhelo y la sospecha humanas de una hermandad entre todos y de una unidad del género humano Contra las dos tesis anteriores se levantan dos clases de objeciones. Unas vienen de la experiencia humana y tachan de «idealismo imposible» toda afirmación de la fraternidad universal. Otras vienen del campo científico y ponen en duda la pretendida unidad del género humano. 4.1. Respondiendo a las primeras, hay que decir que Jesús hace su anuncio y su llamada a la fraternidad desde una experiencia muy lúcida de lo que dan de sí los hombres: tan lúcida que, según el cuarto evangelio, que es el que más merecería el título de «evangelio de la fraternidad», Jesús no se fiaba de quienes se acercaban a él, porque sabía lo que hay en el hombre (Jn 2,24.25). Otro de los evangelistas pone en sus labios esta lapidaria frase: «vosotros, que sois malos...» (Mt 7,11). No se trata, pues, de un idealismo inconsciente. 323

Señalemos entre paréntesis que, en mi opinión, cristianismo y budismo, que muchos consideran totalmente antagónicos (por el carácter ateo que puede tener este segundo) coinciden en su lucidez sobre el hombre y en la misericordia hacia él. Como coinciden también en que pretenden ser oferta, en vez de imposición. Oferta, eso sí, exigente: porque, pese a su lucidez sobre el ser humano, conocen también mejor que nadie sus posibilidades positivas ocultas. Tomándole la expresión a Torres Queiruga, cabe decir, entonces, que ambos operan a modo de «mayéuticas» que no revelan desde fuera, sino que ayudan a sacar a la luz lo que está dentro del hombre: su carácter de imagen de Dios o su «naturaleza búdica». Valga esta alusión rápida para hacer ver que, cuando la realidad es tan dialéctica, no se puede argüir sobre ella esgrimiendo uno solo de sus polos. 4.2. Pero la fraternidad universal es combatida, además, desde el campo de algunas ciencias o visiones del mundo que ponen en duda esa pretendida unidad del género humano, presupuesta por la llamada a la fraternidad, y que la desautorizan como «metafísica» y «no científica». Son muy claras las diferencias: culturales, raciales, físicas, de desarrollo..., así como los odios (religiosos o no) que abonarían esta tesis. Pero otra vez la realidad es dialéctica: también son claros los rasgos y datos comunes, aunque luego los procesemos de modos muy distintos. Como son distintos los rostros humanos, pese a su coincidencia material. Si las objeciones no valen, la unidad del género humano implica el anuncio de la fraternidad universal, con el imperativo de «llegar a ser lo que somos». Y lo que somos lo titulé una vez como «proyecto de hermano» 2. El cristianismo ratifica así esa sospecha o anhelo humano de una unidad más fuerte y más seria que las diversidades. Los ratifica y les da un doble fundamento: el de un mismo Creador de todos y el de la incorporación de toda la humanidad a la encarnación de Dios en Jesús. Por el contrario, los ataques a la unidad del género humano deshacen ese imperativo al privarle de fundamento real. No hay una antropología universal ni unos derechos humanos universales. Y por eso algunos hombres (como los indios de América Latina en el siglo XVI o los negros hoy) han nacido inferiores y no pueden ser hermanos, sino, a lo sumo, «esclavos bien tratados». No quisiera con ello quitar fuerza a las experiencias humanas inmediatistas que abonarían la tesis contraria. Buenos ejemplos de ello son, dentro del mismo campo cristiano, todos aquellos «misioneros» del siglo XVI que seguían negando la comunión a los indios latinoamericanos, aun luego de la Bula de Paulo III en que los declaraba plenamente humanos y con capacidad para los sacramentos cristianos. Buen ejemplo son también los otros misioneros jesuitas del siglo XVIII que (en el marco de una impresionante empresa inculturadora en la India) daban la comunión a los parias sin 324

tocarlos ni en la mano ni en la boca, sino alargándoles la hostia depositada al borde de un pequeño palo. Estos ejemplos pueden ser indicio de la fuerza que tienen las experiencias contrarias a la fraternidad. Sin embargo, y frente a ellos, el dato cristiano fundamental confirma y garantiza la verdad de ese atisbo de la unidad y fraternidad de todos: ese anhelo y esa sospecha no son una quimera, por difíciles que puedan parecer. Salimos así al encuentro de la tesis siguiente:

5. Por tanto, el Evangelio anuncia y constituye el paso de la llamada «superstición humanitaria» a la religiosidad humanitaria y la obligación derivada de ella La «superstición humanitaria» es una expresión del filósofo J. Muguerza, a la que ya aludí en otro lugar. Si la entiendo bien, viene a expresar el esfuerzo de quien comprende que necesita una fundamentación segura para la fraternidad humana y percibe también que nuestra razón carece de ella. La razón podrá decirnos qué es o no es moralmente bueno, pero no por qué hay que hacer lo bueno. Responder que lo moralmente bueno es lo mejor para nosotros presupone una especie de «armonía preestablecida» que se revela falsa muchas veces, dada la dialéctica complejidad de lo humano: dialéctica entre cosas que son malas, pero «hacen algún bien», o entre el corto y el largo plazo, o entre unas dimensiones humanas y otras. En este contexto, no sorprende tanto el que un filósofo recomiende algo tan contrario a la razón como es una «superstición», pues la sorpresa se explica por la percepción de que sin esa «superstición» los hombres acabamos destruyéndonos en la lucha de todos contra todos, la cual acaba llevando a la necesidad del poder absoluto: al Leviatán de Hobbes. Pues bien, a esa necesidad «mal fundada» le ofrece el Evangelio una fundamentación trascendente que hace del anuncio de Jesús una «buena nueva» y convierte la mera «superstición» (o fe infundada) en religión humanitaria. Y muestra que la superstición de Muguerza no era tal, sino más bien una gran fe anónima en el Fundamento desconocido de la fraternidad. En este contexto se comprende la afirmación de que el cristianismo es la religión del hombre. Sin que obste a esa afirmación la cantidad de pésimos ejemplos que manchan su historia y que solo ponen de relieve la verdad de nuestra pasta humana y lo difícil de la empresa. Como diremos después, esa historia está también surcada de espléndidos ejemplos. Aquí evocaré uno solo: de la profunda vivencia de la fraternidad humana, y no sin ella (es decir, tras haber conseguido «besar al leproso»), pudo Francisco de Asís extender esa fraternidad a toda la creación: al hermano sol, la hermana luna, la hermana 325

tierra... hasta la hermana muerte. El cristianismo como fraternidad tiene una dimensión cósmica que no se contrapone a aquella, sino que deriva de ella. Y visto lo que dice el Evangelio, pasamos ahora, en las dos tesis siguientes, a lo que debe ser su depositaria (que no propietaria): la Iglesia.

6. La Iglesia solo puede anunciar al Dios de Jesús siendo un sacramento de la fraternidad (cf. LG 1,1). Esto supone, hacia dentro de ella, el mínimo indispensable de autoridad (ejercida además evangélicamente y no como los poderes de este mundo) y el máximo posible de libertad y pluralidad La Iglesia no puede apartarse del camino elegido por Dios ante el hombre maleado y malo (cf. Gn 6,5.6). Y este camino no ha sido el de imponerse por castigo y poder, sino... –– de parte Suya, someterse al mal del hombre: la Palabra de Dios, fundamento de la fraternidad humana, muere «fuera de las puertas» de esa ciudad antifraterna en que hemos convertido el mundo; –– y como tarea nuestra, renunciar a la vía del poder para sus seguidores y crear pequeñas comunidades-signo que sean fermento de la fraternidad y alternativa frente a la antifraternidad del mundo. Así aparece la Iglesia. En continuidad con Israel, pero dando un paso adelante, porque ahora esa «señal de fraternidad» ya no se apoya en un pueblo racial y geográficamente unido, sino en un pueblo sin más vínculos comunes que la condición humana de ser todos hijos del mismo Padre del cielo. Ambos pueblos (Israel e Iglesia) han degenerado en el cumplimiento de esta misión. Israel, en el paso de la anfictionía a la monarquía (un paso dado por afán de grandeza y envidia de los imperios). Y la Iglesia, en el paso de las primeras comunidades de Hechos, Corintios y escritos joánicos, al autoritarismo actual, que puede ser comprendido desde la condición humana y el espesor de las grandes cifras: no es lo mismo una comunidad de decenas de miembros (como las primeras) que una comunidad de mil millones. Puede ser comprendido, pero no justificado evangélicamente. Nuestra Iglesia no es fraterna, sino absolutistamente monárquica. Por eso no es sacramento de la comunión entre los hombres y con Dios (LG 1,1). Y en lugar de hermanar, uniformiza, aspirando a construir un rebaño, más que una fraternidad. Se impone aquí una rápida alusión a la autoridad, dado que se trata de una realidad muy necesaria en este mundo. Apuntemos solo que es necesario aceptarla como modo 326

de que no se desgarre la fraternidad. Pero reduciéndola al mínimo indispensable. Nunca exacerbada a máximos con la excusa ciega de que la Iglesia «no es una democracia» (forma tácita y heterodoxa de insinuar que no es una fraternidad). Y, además, convirtiéndola, a la hora de ejercitarse, en servicio a la unidad fraterna. A estos dos puntos cabe reducir la advertencia tajante de Jesús sobre los funcionamientos mundanos de la autoridad: «entre vosotros no sea así» (Lc 22,26)3. Si la Iglesia no da esa imagen fraterna o, al menos, la imagen de apostar decididamente por la fraternidad, o de obsesión por ella y empeño hacia ella, tiene poco que hacer en este mundo. Solo será entonces un refugio de fundamentalistas (o refugio de cobardes), será sacramento que no significa: sal que no sala y luz puesta bajo el celemín. Y esa es una de las causas de su pérdida de credibilidad y de autoridad en nuestro mundo. Aunque no sea la causa única y aunque haya que añadir que, por otro lado, juega también la negativa clara de nuestro mundo roto y desigual a embarcarse en la aventura de la fraternidad universal.

7. Hacia fuera, supone una particular atención a todos los de fuera de ella, en especial a aquellos excluidos de la fraternidad humana por razones étnicas, culturales, económicas (o incluso por la propia culpa); y también una disposición al diálogo y a «vivir en medio de nuestros trabajos sintiéndonos siempre hijos de Dios y hermanos de todos los hombres»4 La fraternidad que proclama el Evangelio no es la de un gueto que se cierra sobre sí mismo, sino la de los hermanados en Cristo Recapitulador de todo, en el Resucitado que llama a los hombres «mis hermanos» (Jn 20,17). No somos hermanos según la carne, sino para abrirnos hacia fuera. Por eso, el lugar natural de la Iglesia son los excluidos y nuestra predilección por ellos (de nosotros, los no excluidos). Entra aquí el doble significado que tiene en los evangelios de Lucas y Mateo la parábola de la oveja perdida: a) En Lucas, designa a los excluidos de la comunidad humana (por economía, cultura, raza, sexo...). Este vector lucano de la fraternidad es necesariamente conflictivo, como lo fue en tiempos de Jesús. Pero esa conflictividad es inevitable, dado que esos excluidos son los «vicarios de Cristo» 5 . En un mundo antifraterno, la Iglesia de la fraternidad es necesariamente la iglesia de «los pobres» (Juan XXIII). b) En Mateo, designa más bien a los excluidos de la comunidad eclesial por su situación o su falta de fe. Además de la Iglesia de los pobres, aparece aquí la Iglesia de la mano 327

tendida. Una Iglesia así buscará actuar a través de la ayuda, del testimonio frente a la confrontación y de la invitación frente a la condena. Y esta afirmación no implica que desconozcamos los peligros inherentes de contaminación con los valores «de fuera», sobre todo en situaciones límite. Así como tampoco los peligros de obstrucción. Pero hemos de preguntarnos seriamente, como ante un signo de los tiempos, qué significa el que una persona a la que Cristo se le hace presente y la lleva a la fe, sin búsqueda previa por parte de ella, se niegue a entrar en la Iglesia y crea que Dios no le pide tal entrada, porque la Iglesia «pronuncia el anatema» (Simone Weil). No quiero decir con esto que no haya que cuidar de la pureza de la fe, pero sí que ese cuidado no debe hacerse por la vía del anatema. La cual, además de haber causado mucho dolor, no ha mantenido la fidelidad al evangelio tan entera como habría sido de esperar. Y tras estas consecuencias eclesiológicas, cerramos el decálogo con unas breves consideraciones de orden más bien antropológico.

8. La fraternidad debe realizarse afirmando la diversidad entre los seres humanos (hasta el máximo), tolerando las diferencias (solo lo justo) y rechazando totalmente las desigualdades En primer lugar, esta tesis tiene un carácter elemental de aclaración de términos, para evitar esas objeciones que suelen provenir de imprecisiones terminológicas. Para que la igualdad y la fraternidad no se confundan con la uniformidad (tentación bastante católica, por otro lado) es útil distinguir entre diversidades, diferencias y desigualdades. Las diversidades se refieren a lo cualitativo, en temperamentos y psicologías, en culturas y razas, en concepciones del mundo, en modos de ser derivados de la dualidad sexual, etc. Estas deben ser respetadas al máximo, sin más límite que la garantía de la fraternidad. Las diferencias aluden más a lo cuantitativo y suelen brotar de funciones, más que de modos de ser. Estas pueden ser toleradas dentro de sus justos límites: por ejemplo, no es lo mismo el que una mujer gane menos de lo que gana un varón por el simple hecho de ser mujer, que el que un albañil (varón o mujer) gane menos de lo que gana el ministro de industria. Se trata aquí, no de modos cualitativos de ser, sino de las aportaciones a la construcción de la comunidad. Finalmente, las desigualdades son las diferencias hirientes e injustas, resultado de la exacerbación del punto anterior. Un mundo poco fraterno como el nuestro tiene a veces dificultades para aceptar la diversidad, pero no las tiene para aceptar las desigualdades, que son en él espantosas. Ingresos como los de Bill Gates, Tiger Woods, Messi o 328

Ronaldo son, sencillamente, contrarios a la fraternidad, aunque se puedan hacer distinciones debidas a los diversos méritos auténticos de cada uno. Y una última observación: estas aclaraciones pueden derivarse de una buena teología trinitaria. Desde la asunción de Aristóteles, la teología occidental confundió las diversidades con las diferencias y creyó que solo podría salvar la triunidad de Dios convirtiendo a las personas divinas en «clónicas» unas de otras: las personas en Dios –se decía– no tienen propiedades diversas, sino tan solo «apropiaciones» nominales, hechas por nosotros para poderlas distinguir. La teología oriental fue en este punto mucho más fiel al dato revelado: solo el Padre es Origen, solo el Hijo es Palabra, y solo el Espíritu es principio de interiorización. Pero los tres son coiguales y coeternos en estas diversidades.

9. La noción cristiana de fraternidad implica una corrección del afán humano de identidad. A la experiencia identitaria de todo cristiano pertenece un componente de identidad natural (familiar, social, sexual, cultural, nacional...) y otro mayor de identidad fraterna Hoy, en un mundo antifraternalmente globalizado y que, por tanto, tiene más de imperio global arrasador que de fraterna aldea global, van surgiendo como reacciones de autodefensa las búsquedas de abrigo en mundos pequeños: familiar, tribal, regional o nacional... Ante esta realidad, sin duda legítima y necesaria, puede ser bueno evocar el otro polo. Me refiero a un punto que apenas solemos comentar al hablar de los evangelios: lo poco «familiar» que era Jesús, sin ser por ello en absoluto menospreciador de la familia. La incomprensión de los suyos, que refiere Mc 3, es para la crítica histórica un pasaje con plenas garantías de autenticidad. Y a ella se suma la reacción, solo aparentemente desconcertante, cuando le dicen que los suyos están buscándolo: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Todos los que cumplen la voluntad de Dios» (cf. Mt 12,48). No hay aquí una devaluación de la familia, sino una insospechada ampliación. También sorprende lo poco «sionista» que era Jesús, sin dejar de ser profundamente judío. De hecho, él se sentía llamado únicamente «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24), y parece que la realidad le hizo salir varias veces de esas fronteras. En concreto, le preocupó más la marginación dentro de Israel que la opresión del imperio exterior, porque la primera se ejercía en nombre de Dios y se justificaba apelando a Él, mientras que la opresión romana no podía apelar a nada más que a la voluntad de poder, y por eso se desacreditaba a sí misma.

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Para no perdernos en teorías, quisiera poner un ejemplo muy de hoy: el de Nelson Mandela. No sé si fue cristiano o no, pero, si no lo fue, resulta mayor prueba de la verdad humana de lo cristiano. Mandela nunca dejó de luchar por los negros; pero nunca luchó contra los blancos, sino solo contra el sistema del apartheid. Prefirió 27 años en la cárcel a predicar el odio y devolver mal por mal. Comunicó esto a muchos miembros del CNA. Y así fue posible un cambio que no invirtió la situación, convirtiéndola en otra dictadura de la mayoría negra, que es de lo que le acusaban los blancos, para defenderse (olvidando que, por ser tan mayoritaria, la dominación negra habría sido menos irracional). Sino que fue un cambio a una situación de igualdad para todos: blancos y negros. Un cristiano es, por eso, tal como escribía en el siglo II la Carta a Diogneto, extranjero en su patria y compatriota fuera de ella6. Porque, en el primer caso, además de ser hijo de aquí o de allá, es hermano de todos. Y en el segundo caso, comparte las otras patrias desde esa identidad fraterna. De todas estas reflexiones se deduce una última tesis con la que volvemos a nuestro inicio, pero ahora más enriquecido.

10. La mayor amenaza a la identidad cristiana y la mayor falsificación de la fe consiste en evacuar el «sacramento del hermano»7 en aras de un espiritualismo introvertido o de un supuesto verticalismo religioso. Contra esta falsificación son imprescindibles los testigos de la fraternidad en cada época Considero que es un «signo de los tiempos» el que el siglo que acabamos de cerrar haya estado plagado de muchas figuras, auténticos místicos, pero de una mística, por así llamarla, «horizontal», social, fraterna o «de ojos abiertos». Así como el detalle de que la mayoría de esos testigos hayan sido mujeres. Podemos pensar en Teresa de Calcuta, para que nadie se asuste de lo dicho. Y en Etty Hillesum, que ya va siendo más conocida entre nosotros y cuyo diario apareció por fin en castellano. Pero ahora quisiera evocar dos figuras todavía poco conocidas: Maria Scobtsov y Dorothy Day. Ninguna de las dos fue la clásica niña buena que luego se mete monja. La primera acabó siendo una monja de la iglesia ortodoxa, pero antes vivió una vida semibohemia: divorciada dos veces, fue alcaldesa de su pueblo a comienzos del siglo XX y participó en la revolución rusa, pero acabó siendo expulsada de Rusia. Descubrió al Dios de Jesús en París, tomó el hábito monástico y se dedicó a atender a judíos perseguidos y rusos 330

emigrados, hasta ser detenida y morir deportada en el campo de concentración de Ravensbrück. Supuso una auténtica revolución en la concepción de la vida religiosa en la Iglesia ortodoxa, sacándola del encierro y volviéndola al centro de la vida, donde los hombres sufren8. La otra sigue un esquema muy parecido: una vida desarreglada, tentada por el ateísmo, que acaba encontrando a Dios y haciéndose católica. Hasta que un encuentro con un amigo providencial le hace conocer mejor la tradición católica y la convierte en una de las mayores activistas de la Iglesia norteamericana. Fue fundadora del Catholic Worker, un periódico y, además, una especie de acción católica obrera norteamericana (para entendernos)9. Toda esta pléyade de testigos nos enseña otra cosa que también me parece ser un signo de los tiempos: la fraternidad cristiana comienza por las víctimas; y, paradójicamente, la predilección por ellas es un componente de la universalidad de lo fraterno. Se recupera así al Dios bíblico, que es el «Dios de los pobres». Y le entristece a uno la frecuencia con que nuestra liturgia y la plegaria de la Iglesia olvidan este pequeño detalle esencial y parecen expurgar o censurar la Escritura en el tema de ricos y pobres. Resulta incomprensible que uno de los prefacios para las misas de la Virgen diga que vamos a alabar a Dios «siguiendo el canto de alabanza de María», y luego todas las alusiones a ese canto se agoten en la evocación de una misericordia genérica y nada conflictiva, que no cita para nada al Dios «que derriba del trono a los poderosos y despide vacíos a los ricos...», tal como lo cantó María. No sabe uno si tal olvido es casual o deliberado; pero es de temer que semejante alabanza tranquilice conciencias, en lugar de convertir al que la hace. En cualquier caso, ojalá estas mujeres y otras muchas personas nos sirvan como testigos en el camino de la fraternidad. Puede que los necesitemos si, como avisan algunas voces autorizadas (Amnistía Internacional, entre otros), el camino de los derechos humanos está volviéndose cada vez más amenazado e impracticable en nuestro mundo. Pues los derechos humanos son uno de los rostros de la fraternidad. Nada más.

[*]. Estas páginas fueron escritas para el libro entrañable y ejemplar que fue Julio Lois.

El grito de los excluidos,

homenaje a aquella figura

1. Santander 20009 p. 303. 2. Cf.

Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Santander, 20003.

3. Para ampliar remito a lo dicho en «La autoridad en Jesús», en Otro mundo es posible... desde Jesús, Santander 2010, capítulo 3. Y también: «La autoridad como memoria de libertad. La postura de Ignacio de Loyola ante el poder», en Memoria de Jesús, memoria del pueblo, Santander 1984, pp. 33-98.

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4. Plegaria de Tercia de los lunes. 5. Remito también a mi obra-antología Vicarios espiritualidad cristianas, Barcelona 20154.

de Cristo. Los pobres en la teología y la

6. «Toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña» (n. 64). 7. Expresión de Hans Urs hombre actual.

V ON

BA LTHA SA R , procedente, si no me equivoco, de El

problema de Dios en el

8. Ediciones Sígueme publicó una colección de textos suyos con el título «El sacramento del hermano». 9. Sal Terrae ha publicado una autobiografía suya titulada «La larga soledad», que vale la pena leer hoy, cuando tienen mucha más venta los libritos de autoestima, de esoterismo y de tranquilidad burguesa.

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Conclusión

Cuenta el chiste que una vez se le ocurrió al músico Ravel una melodía pegadiza que le gustó, y quiso anotarla en su ordenador para trabajarla más tarde. Pero, al ir a imprimirla, se le disparó la impresora (eran tiempos muy primitivos en esto de la informática), él tampoco supo frenarla, y le sacó más de veinte páginas seguidas con la misma música. Así nació el famoso «bolero de Ravel»... Cuando conté este chiste a un amigo músico, me lo desmintió tajantemente. Y me explicó que, aunque la melodía parezca repetirse, cada vez introduce pequeñas variantes en ella, en orquestación, en armonía, en la introducción y en el final de cada frase, con un espectacular cambio de tono al final. Ravel lo compuso una noche lluviosa, oyendo caer la lluvia que le iba marcando el ritmo. Me pidió que lo oyera atentamente para darme cuenta de ello. Ojalá pueda aplicarme la historia y decir que este libro ha salido como el bolero de Ravel: con una melodía machacona y conductora, pero que se va repitiendo con mil variantes que la enriquecen. En efecto: de todo lo antes expuesto parece deducirse que «espiritualidad utópica» es simplemente espiritualidad teologal. Dios es la utopía cristiana. Dios, ausente como Padre y vigente (o presente) como Espíritu. Esa es la insistente melodía de este bolero. Lo demás son matices importantes que la adornan y enriquecen: –– La utopía cristiana es Dios y la fraternidad. Ambos términos deben ser vistos casi como sinónimos, como absolutamente inseparables. –– Para el cristiano, esa «no-dualidad» entre Dios y la fraternidad está mediada por la filiación (divina) del ser humano, como «hijo en el Hijo». –– El creyente en Dios posee, por tanto, el fundamento de esa espiritualidad utópica (que le ha sido confiado para poder conservarla). –– Pero todo el que trabaja realmente por la utopía de la fraternidad, aunque no crea en Dios, cumple la voluntad de Dios. Y cumplir la voluntad de Dios es más importante que creer en Él (Mt 7,21). –– Por eso, el no-creyente tendrá también a Dios siempre que cultive de veras la fraternidad y crea en ella. Dicho trinitariamente: tendrá el Espíritu de Dios aunque no conozca al Hijo: porque se encontrará con el Hijo al trabajar por la fraternidad (Mt 15,31ss). –– La fraternidad es esa dimensión que no cabe en este mundo, parece que «no-tienelugar» en él: es utópica. No obstante, es la que tiene más vigencia en el mundo. 333

Tanta que el mundo puede jugarse su futuro en ella. –– El cristiano, por tanto, aún más que a Dios, ha de anunciar la voluntad de Dios: como Jesús, que anunció a todos sus oyentes el «reinado de Dios» (Su voluntad, que se cumple en el cielo, pero no en la tierra) y además inició a sus apóstoles en la Maternidad-Paternidad de Dios, que es el Fundamento de ese reinado. –– El mayor obstáculo que amenaza a la fraternidad en nuestro mundo, para no hablar en términos moralistas de «egoísmo», etc., parece derivar del dato de que los hombres somos, como dijo Marx, «seres de necesidades». En todos hay una necesidad avasalladora de comer, de beber, de dormir... que enfrenta a unos hombres con otros. –– Pero, si examinamos bien, la causa de ese enfrentamiento antifraterno no es en realidad la necesidad humana, sino la prolongación de esa necesidad en el deseo o en lo que Marcuse llamó «falsa necesidad»: no simplemente de comer y beber, sino de comer más, de beber más y de tener más. La humanidad solo podrá ser fraterna dominando esas falsas necesidades. –– Por eso, cuando el Nuevo Testamento define que la raíz de la antifraternidad («de todos los males») es la pasión por el dinero, no lo dice sin haber establecido antes que nuestra mayor riqueza es «la solidaridad que se contenta con lo que basta», mientras que «los que pretenden ser ricos caen en la trampa de codicias insensatas que destrozan a los hombres» (1 Tim 6,6ss). –– Este es el fundamento de esa tesis, tantas veces repetida a lo largo de estas páginas, de que nuestro mundo solo puede tener solución en una «civilización de la sobriedad compartida».

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Índice Portada Créditos Índice Prólogo Primera Parte: LA UTOPÍA COMO BUENA NOTICIA 1. Utopía y Divinidad. Jesús: ¿«El Idiota» o «Emmanuel»? ¿Utopía o «Dioscon-nosotros»? 1. Presupuestos históricos indispensables 1.1. La sombra de Albert Schweitzer es alargada 1.2. El legado de Albert Schweitzer 1.3. Hacia el siglo XXI 1.4. Un par de ejemplos 2. Jesús y Dios 2.1. El Dios de Jesús 2.2. De Jesús a Dios 2.3. Dios en lo humano de Jesús 3. El rechazo del Hijo y el Dios que nos hace hijos 3.1. ¿El Idiota o Emmanuel (Dios-con-nosotros)? 3.2. De la Filiación de Jesús a la filiación del hombre Transición 2. Utopía y humanidad. La cristología de los cuatro evangelios 1. La praxis misericordiosa de Dios (el Jesús de Lucas) 1.1. Anunciación de Jesús 1.2. El Magnificat 1.3. Nacimiento 1.4. El Precursor 1.5. La vida posterior de Jesús 1.6. De Jesús a nosotros 1.7. Una cristología del Espíritu 2. Un Mesías-escándalo (el Jesús de Mateo) 2.1. Genealogía y generación de Jesús 2.2. Nacimiento 335

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2.3. El anuncio del Bautista 2.4. Las señales del Mesías 2.5. La fe en el Mesías 3. La novedad de una libertad conflictiva (el Jesús de Marcos) 3.1. Preparar el camino a la buena noticia 3.2. El camino del Señor 3.3. El drama de la libertad 3.4. El drama de Jesús 4. La revelación de Dios (el Jesús de Juan) 4.1. El Himno inicial 4.2. El anuncio del Precursor Balance 5. De los evangelios a la historia: Utopía y Punto Omega Apéndice: «La carne» – «de Dios» 1. Charles Péguy: «la carne» 2. José María Valverde: «de Dios» 3. Utopía y razón 1. Razón y razones 2. Razón, afectividad y sensibilidad 3. Razón y creencias 4. Razonabilidad y ultrarracionalidad de la utopía 5. Y si se trata de economía... Conclusión 4. ¿Hay lugar hoy para el «no lugar»? El anuncio cristiano en tiempos de crisis 1. La buena noticia y su precio 1.1. La paradoja del mensaje cristiano 1.2. De indoctrinación a mistagogía 2. La llamada de Jesús 2.1. Jesús 2.2. El pecado: ¡y muy en serio! 2.3. La novedad de Dios 2.4. La comunidad de fe 2.5. La praxis, motivo de credibilidad 3. Conclusión

Segunda Parte: ALGUNAS «DISTOPÍAS» DE HOY 336

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5. Meditación de dos economías. El anuncio cristiano en tiempos de crisis 1. Introducción: la riqueza como antiutopía 2. La «oikonomía» de las fuentes cristianas y la economía del mundo moderno 2.1. En los textos cristianos 2.2. En la teología 3. La economía como determinante en última instancia 3.1. ¿Riqueza o sexualidad? 3.2. «El hombre se justifica»... por el dinero 3.3. Experiencia humana básica 4. La bandera de Lucifer: búsqueda del máximo beneficio 4.1. Codicia 4.2. Honor 4.3. «Crecida soberbia» 5. La bandera del sumo capitán: sobriedad compartida 5.1. Experiencia espiritual 5.2. «Civilización de la pobreza» 6. Conclusión y coloquio 6. Economía y teología[*] 7. ¿Ser felices en «La peste»?[*] 1. El Dios furioso 2. El cinismo teológico 3. El mundo que irrita a Dios 4. Examen de conciencia 4.1. La propiedad 4.2. El individualismo 4.3. La ética 4.4 «Cuándo fallan los cimientos ¿qué podrá hacer el justo?» (Salmo 10) 4.5. Escalas de valores 4.6. Tareas más concretas Conclusión 8. Capitalismo, liberación, humanización[*] 1. El sistema: juicios 1.1. Un papa y un economista 1.2. El desempleo 1.3. La desigualdad 337

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1.4. Preguntas que brotan 1.5. Objeciones a lo expuesto 2. La fuerza del sistema 2.1. Medios y fines 2.2. ¿Máxima eficacia? 2.3. El sistema 3. Eficacia e inmoralidad 3.1. Confundir el rábano con las hojas 3.2. Deslealtad 3.3. Un ejemplo de hoy 3.4. Un ejemplo de siempre 3.5. Jugando con fuego 4. Defensas del sistema 4.1. La mentira 4.2. El disfraz matemático 5. Virtudes del capitalismo 5.1. La fuerza vital 5.2. El cáncer 5.3. Cuestión de humanidad 5.4. Infelicidad 6. Hacia una cultura reactiva 6.1. Aclarar conceptos 6.2. Irrenunciables 7. Pronóstico 8. Conclusión 9. Perdonar y rehacer relaciones[*] 1. Introducción 2. Dar el perdón 3. Pedir perdón 4. La recepción del perdón 5. Perdón humano y perdón de Dios 6. Conclusión Apéndices 1. Perdona nuestras deudas... 2. La Antieuropa

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10. ¿Violencia «de género» o violencia de sexo? 1. Tesis de estas líneas 2. Universalidad espacio-temporal de las raíces del problema 2.1. Algunos ejemplos 2.2. Posibles lecciones 3. Contenido de esas raíces 4. Conclusiones 4.1. Inspirar respeto e inspirar confianza 4.2. A nivel social 4.3. Vengan más voces Apéndice a la Segunda Parte: ¿El fascismo que viene?

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Tercera Parte: ALGUNOS TESTIGOS DE LA UTOPÍA

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11. Teresa de Jesús: «Libertad conquistada» y «Jesucristo Liberador»[*]. Una teología sapiencial de la liberación 1. Introducción. Génesis de una imprudencia 1.1. De títulos y subtítulos 1.2. De mística y menos mística 1.3. Libertad para el amor y amor para la libertad 1.4. Nuestro itinerario 2. La experiencia teresiana de Dios: libertad y gratuidad 2.1. «Siempre buscando a Dios entre la niebla» (A. Machado) 2.2. «Intimior intimo meo et summior summo meo» (Agustín) 2.3. De la gratuidad a la libertad 3. Libertad y pobreza 3.1. Riqueza y ceguera 3.2. Riqueza e infelicidad 3.3. Excusas vanas 4. Liberada de la honra 4.1. Cárcel del evangelio 4.2. Liberación de los opresores 5. Libertad para amar a los pobres y optar por ellos 5.1. «Entender lo de los pobres» (Sal 40,1) 5.2. Dios hecho pobre 5.3. «Amar lo que Dios ama» 5.4. Mystica pauperum

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6. Libertad para la reforma de la Iglesia 6.1. Ambientación 6.2. Actitud de Teresa 7. Conclusión Apéndice: Mística entre pucheros28 12. Liberación interior y liberación social en los Ejercicios de San Ignacio[*] 1. La liberación interior 1.1. La primera semana 1.2. Segunda semana 1.3. Tercera y cuarta semanas 1.4. La meta 2. La liberación social 3. Conclusión 13. Con Dios y sin Dios. Releyendo a Dietrich Bonhoeffer[*] 1. Introducción: otro modo de vivir una crisis epocal 2. Dos modos de vivir un mismo suceso histórico 3. Contenido de esa experiencia 4. «Cristo, Señor de los no religiosos» 4.1. ¿Qué religión? 4.2. Consecuencia importante 4.3. La afirmación del mundo 5. Significado de Jesucristo 5.1. Cristocentrismo y puesta del revés 5.2. La paradoja más reveladora 5.3. El hombre para los demás 5.4. Seguimiento 6. Confirmación: la Ética como cristología Apéndice: Bonhoeffer e Ignacio de Loyola 7. Balance: un cristianismo laico y comprometido 7.1. Modernidad y Dios 7.2. Iglesia y seguimiento 8. Conclusión: la experiencia de Bonhoeffer y la Carta a los Romanos Apéndice: De F. Nietzsche a D. Bonhoeffer 14. Gustavo Gutiérrez 1. Querido Gustavo

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1.1. Juan y Bartolomé: dos apóstoles 1.2. «Vendrán muchos de Oriente y de Occidente» 1.3. «Creemos haber Iglesia» (B. de Las Casas) 2. «Dios mío, ¿dónde estás? No me oyes para remedio de tus pobres»4 2.1. No hay salvación sin trabajo por la liberación 2.2. De «la fuerza histórica de los pobres» a «los pobres de Jesucristo» 2.3. «Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente» 2.4. Fidelidad eclesial 15. La teología de la liberación 1. Qué es la teología de la liberación 2. España y la teología de la liberación 3. ¿Qué queda de la teología de la liberación? 3.1. Examen de conciencia 3.2. Tareas pendientes 4. Un paradigma común: Pere Casaldáliga 16. Los profetas mártires[*] 1. La distinción 2. Las consecuencias 3. El mártir como desenmascarador 4. Profetas sin nombre 5. Conclusión

Cuarta Parte: LA IGLESIA, LUGAR DE LA UTOPÍA 17. Una utopía eclesial. Apuntes de eclesiología joánica[*] 1. Marco previo 2. Atisbos eclesiológicos 3. La pluralidad del Nuevo Testamento 4. «Tan real como la vida misma» 18. Cartas de san Pedro a un papa actual 1. «Te daré todos estos reinos...» 1.1. ¿Comunión eclesial o embajada diplomática? 1.2. Un Papa de los pobres 2. «Tírate de aquí abajo: te recogerán los ángeles y causarás sensación» 2.1. Desclericalizar la Iglesia y sus ministerios 2.2. Finanzas vaticanas 3. «Si representas a Dios, tienes derecho a que las piedras se te conviertan 341

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en pan» 3.1. Autoridad como servicio 3.2. Nombramiento de obispos y cardenales Posdata Alegoría de las tentaciones de Pedro[*] 1. Quedarse en el Tabor 2. Pensar de Dios como el hombre religioso y no como Jesús (Mc 8,33ss) 3. Sacar la espada (Jn 18) 4. Servir a Dios no como Dios quiere, sino como Pedro quiere (Jn 13) 5. Creerse el mejor (Mt 26) 6. Controlar el carisma (Jn 21) 7. No hacer las reformas que Dios pide cuando le crean problemas a Pedro (Gal 2) 8. Conclusión Responsables de la utopía. Preguntas a mis hermanos obispos[*] 1. ¿Poder indirecto? 2. ¿Levadura o espuma? 3. El principio Gamaliel 4. El principio Caifás 5. El principio Magdala 6. El principio Mateo 7. El principio Timoteo 8. Resumiendo Apéndice: Liturgia y sacramentos7 Tareas para el próximo sucesor de Pedro Utopía cristiana: la fraternidad[*] 1. El cristianismo es la religión de la fraternidad 2. El evangelio es el anuncio de la incorporación de todos los seres humanos a la filiación divina de Jesús 3. De esa filiación brota el anuncio jesuánico del Reino, que es un reino de fraternidad, entendida esta no como un precepto moral más, derivado, sino como experiencia del Padre común 4. Ese anuncio de Jesús sale al encuentro y plenifica el anhelo y la sospecha humanas de una hermandad entre todos y de una unidad del género humano 5. Por tanto, el Evangelio anuncia y constituye el paso de la llamada «superstición humanitaria» a la religiosidad humanitaria y la obligación 342

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«superstición humanitaria» a la religiosidad humanitaria y la obligación derivada de ella 6. La Iglesia solo puede anunciar al Dios de Jesús siendo un sacramento de la fraternidad (cf. LG 1,1). Esto supone, hacia dentro de ella, el mínimo indispensable de autoridad (ejercida además evangélicamente y no como los poderes de este mundo) y el máximo posible de libertad y pluralidad 7. Hacia fuera, supone una particular atención a todos los de fuera de ella, en especial a aquellos excluidos de la fraternidad humana por razones étnicas, culturales, económicas (o incluso por la propia culpa); y también una disposición al diálogo y a «vivir en medio de nuestros trabajos sintiéndonos siempre hijos de Dios y hermanos de todos los hombres»4 8. La fraternidad debe realizarse afirmando la diversidad entre los seres humanos (hasta el máximo), tolerando las diferencias (solo lo justo) y rechazando totalmente las desigualdades 9. La noción cristiana de fraternidad implica una corrección del afán humano de identidad. A la experiencia identitaria de todo cristiano pertenece un componente de identidad natural (familiar, social, sexual, cultural, nacional...) y otro mayor de identidad fraterna 10. La mayor amenaza a la identidad cristiana y la mayor falsificación de la fe consiste en evacuar el «sacramento del hermano»7 en aras de un espiritualismo introvertido o de un supuesto verticalismo religioso. Contra esta falsificación son imprescindibles los testigos de la fraternidad en cada época

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