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November 27, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Festín grotesco Edogawa Rampo Traducción del japonés de Daniel Aguilar y Juan José Pulido
Festín Grotesco Título original: Imomushi 芋虫, Kagami-jigoku 鏡地獄, Ningen isu 人間椅子, Hitodenashi no koi 人でなしの恋, Oshi-e to tabi suru otoko 押絵と旅する男, Odoru Issonboshi 踊る一寸 法師 Año de publicación: 1924-1929 Traducción: Daniel Aguilar, 2016; Juan José Pulido, 2010. Ilustración de portada: Suehiro Maruo
Ronin Ediciones es un proyecto editorial sin ánimos de lucro. No busca la expansión capital, sino la proliferación cultural de ciertas obras de literatura japonesa cuyos valores monetarios tornan inaccesible su disposición a los lectores más humildes de nuestras tierras. Obra digitalizada con fines pedagógicos, contemplativos y espirituales. Lamentamos incidir -miserablemente- en el estipendio del daimio editorial.
Índice La oruga El infierno de los espejos La butaca humana Un amor inhumano El hombre que viaja con un cuadro en relieve Pulgarcito baila
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Tokiko se despidió, salió del edificio principal y mientras oscurecía atravesó el amplio jardín, descuidado por completo y cubierto de maleza, camino de la pequeña casa donde vivía con su marido. Durante el trayecto recordó las convencionales palabras de elogio con las que, una vez más, le había regalado al oído el general de división, dueño de aquella propiedad. Tenía una sensación en cierto modo extraña, y en la boca seguía notando un regusto amargo parecido al de la berenjena asada, sabor que, por otra parte, detestaba con todas sus fuerzas. —La lealtad y los méritos del teniente Sunaga son, no cabe duda, el orgullo de nuestro ejército —había afirmado—. El viejo general mantenía la absurda actitud de honrar con su antiguo rango al militar lisiado que aquella mujer tenía como marido. —En lo que a usted respecta, sin embargo, su constante fidelidad la ha tenido alejada de los placeres y deseos de los que antes disfrutaba. Durante tres largos años ha sacrificado todo por ese pobre inválido, sin dejar escapar ni un solo suspiro de queja. Usted siempre ha defendido que así está obligada a comportarse la esposa de un soldado, y tiene toda la razón. Pero en ocasiones no puedo evitar la idea de que se trata de un destino cruel para una mujer, sobre to8
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do para una mujer tan atractiva y encantadora como usted, además de tan joven. Es realmente admirable. Con toda franqueza, creo que esta es una de las historias más conmovedoras de nuestro tiempo. La única duda es cuánto durará. Recuerde que todavía tiene usted un largo futuro por delante. Por el bien de su marido, espero que nunca cambie. Al viejo general de división Washio le agradaba contar las maravillas del incapacitado teniente Sunaga (quien en otro tiempo había formado parte de su estado mayor y ahora residía como invitado en su propiedad) y de su esposa; y tanto le gustaba que se había convertido en un tópico a la hora de conversar con ella cada vez que la veía. Pero a Tokiko le resultaba muy desagradable y trataba de evitar al general en la medida de lo posible. De cuando en cuando, siempre que el tedio en la convivencia con su silencioso e inválido marido se hacía insoportable, buscaba la compañía de la esposa y la hija del general, casi siempre después de haberse asegurado de que este se hallaba ausente. Tenía la secreta sensación de que su excepcional espíritu de sacrificio y su fidelidad bien merecían las generosas alabanzas del anciano, y al principio aquello halagaba su vanidad. Pero en esos primeros días todo el asunto poseía el brillo de la novedad. Después siguió siendo divertido, en cierto modo, cuidar de alguien tan completamente indefenso como su marido. Aquella autocomplacencia, no obstante, poco a poco había ido transformándose en aburrimiento, y más adelante en miedo. Ahora se estremecía cuando recibía tan elevados elogios. Se imaginaba señalada por un dedo acusador mientras sentía que una voz sarcás9
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tica y chirriante le decía al oído: «¡Bajo el manto de la fidelidad escondes una vida de pecado y de traición!». Día tras día, los cambios que de forma inconsciente se iban produciendo en su forma de pensar la sorprendían incluso a ella. De hecho, reflexionaba con frecuencia acerca de la volatilidad de los sentimientos humanos. Al principio no había sido más que una fiel y sumisa esposa que nada sabía del mundo, ingenua y tímida en extremo. Pero ahora, a pesar de que en apariencia no había sufrido casi ningún cambio, en su corazón albergaba horribles pasiones, pasiones surgidas de la visión constante de su marido inválido y digno de lástima; tal era su grado de invalidez que esta palabra resultaba del todo inadecuada para describir el estado de quien, en otro tiempo, se condujera con tanto orgullo y tan noble porte. Como si de un animal salvaje se tratara, o como si se hallara poseída por el diablo, ¡había empezado a sentir un insano deseo de satisfacer su lujuria! Sí, ¡hasta tal punto había cambiado! Se preguntaba de dónde procedía aquel desesperado impulso. ¿Podría atribuirse al misterioso hechizo ejercido por aquel trozo de carne? Porque, a decir verdad, eso era su marido: ¡un trozo de carne! ¿O, por el contrario, era obra de algún extraño poder sobrenatural imposible de definir? Cuando el general Washio se dirigía a ella, Tokiko no podía evitar ese inexplicable sentimiento de culpa. Además, cada vez era más consciente de que aumentaba sin cesar el tamaño de su propio cuerpo.
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—La situación es alarmante —se repetía una y otra vez—. ¿Por qué no dejo de engordar como una perezosa sin cerebro? Sin embargo, la palidez de su rostro mostraba un acusado contraste con la evolución de su cuerpo, y muchas veces tenía la sensación de que el general lo observaba de forma dudosa mientras le dedicaba los habituales elogios. Quizá esa era la razón por la que detestaba a aquel hombre. Vivían en un barrio remoto, y la distancia que separaba la casa principal de la casita de la pareja era más o menos la equivalente a una manzana. Entre las dos viviendas había un terreno cubierto de hierba sin camino alguno para atravesarlo: una zona en la que era frecuente encontrarse con serpientes que susurraban escondidas en los matorrales. Además, si quien por allí anduviese daba un paso en falso, en seguida corría el riesgo de caer a un viejo pozo abandonado oculto entre la maleza. Un remedo de cercado muy poco uniforme rodeaba la enorme mansión y ante ella se extendían los campos. Desde la oscuridad donde se encontraba, Tokiko veía la sobria vivienda de dos plantas, su morada, que por la parte de atrás daba a un extremo del bosquecillo de un santuario budista. En el cielo dos estrellas parecían brillar un poco más que las otras. La habitación en la que yacía su marido no tenía luz. No podía, como era natural, encender la lámpara, de ahí que el «trozo de carne» estuviera, con toda seguridad, parpadeando impotente, recostado en su silla, o resbalando del asiento para caer en las esteras sumido en la penumbra. 11
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¡Qué lástima! Cuando pensaba en ello, unos escalofríos de rabia, de amargura y de pena parecían recorrerle la espalda. Al entrar en la casa, se dio cuenta de que la puerta de la habitación de arriba estaba entreabierta, como si de una amplia y negra boca se tratase, y percibió el familiar soniquete de los golpes sobre las esteras. —Oh, ya está otra vez —lamentó para sus adentros, y de pronto sintió tanta lástima por él que sus ojos se llenaron de lágrimas. Aquellos ruidos significaban que su marido incapacitado estaba tumbado de espaldas, llamando con impaciencia a su única compañía mediante los golpes que daba con la cabeza en las esteras, en lugar de las palmadas que cualquier esposo japonés hubiera utilizado. —Ya voy. Debes de tener hambre. —Hablaba en voz baja según su costumbre, aunque sabía que nadie podía oírla. Luego subió la escalera, similar a una de mano, que conducía a la pequeña habitación de la segunda planta. Aquella estancia tenía una alcoba con una lámpara de estilo antiguo en un rincón. Junto a ella había una caja de cerillas, pero él era incapaz de encender la luz con ellas. La mujer le habló con el tono de una madre dirigiéndose a su hijo: —Te he hecho esperar demasiado tiempo, ¿verdad? Lo siento mucho. Después añadió:
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—Aguarda solo un instante. No puedo hacer nada con esta oscuridad. Voy a encender la lámpara. Aunque no dejaba de hablar entre dientes, sabía que su marido no la oía en absoluto. Encendió la luz y llevó la lámpara a una mesa situada en otro rincón de la habitación. Delante de la mesa había una silla baja con un cojín de muselina estampado sujeto a ella. Estaba vacía, y su último ocupante se hallaba ahora tendido en el suelo cubierto de esteras: una extraña y horrible criatura. Iba vestido (aunque «envuelto» sería el término más apropiado) con viejas ropas de seda. Sí, allí estaba «aquello», un paquete viviente, envuelto en un quimono de seda, semejante a un envío que alguien hubiera abandonado sin más, ¡un fardo verdaderamente extraño! Por uno de los lados del paquete sobresalía la cabeza de un hombre que no dejaba de golpear sobre las esteras como si fuese un insecto o algún insólito mecanismo automático. Al golpear, el enorme bulto se desplazaba poco a poco… de un modo similar al de un gusano arrastrándose. —No deberías ponerte tan nervioso. ¿Qué es lo que quieres? ¿Esto? Hizo un gesto que significaba comer. —¿No? ¿Esto, entonces? Probó con otras señas, pero su marido mudo negaba con la cabeza una y otra vez sin dejar de dar sus desesperados golpes en las esteras del suelo. Se había hecho ya tanto daño con las astillas de una concha que la cabeza más bien parecía una masa 13
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informe. Había que acercarse mucho a él para reconocer en su rostro rasgos que en otro tiempo fueron los de un ser humano. El oído izquierdo había desaparecido por completo, y en su lugar no había más que un pequeño hueco negro. Sufría un pronunciado tic a lo largo de la mejilla izquierda, desde la boca hasta el ojo, mientras que una fea cicatriz también surcaba la sien derecha hasta la parte superior de la cabeza. Tenía el cuello hundido, como si hubieran extraído la carne que lo protegía, y la nariz y la boca nada conservaban de su forma original. Sin embargo, en medio de aquel monstruoso rostro aún permanecía dos ojos redondos y brillantes como los de un niño inocente, unos ojos que contrastaban de forma muy acusada con la fealdad que los rodeaban. En aquellos momentos refulgían de irritación. —¡Ah! Me quieres decir algo, ¿no es así? Espera un momento. Cogió un cuaderno y un lapicero del cajón de la mesa, colocó el lápiz en la boca deforme y sostuvo el cuaderno ante ella. Su marido no podía ni hablar ni sujetar nada para escribir, ya que, además de carecer de órganos vocales, también había perdido los brazos y las piernas. —¿Cansado de mí? Aquellas palabras fueron las que garabateó con su boca el inválido. —¡Ja, ja, ja! Otra vez estás celoso, ¿verdad? —se reía ella—. No seas tonto.
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Pero el lisiado volvió a dar impacientes cabezazos contra el suelo. Tokiko comprendió lo que quería y de nuevo situó el cuaderno ante la punta del lápiz sujeto entre los dientes de su marido. Una vez más, el lápiz se movió inseguro y escribió: «¿Dónde fuiste?». En cuanto lo leyó, Tokiko arrancó el lapicero de la boca del hombre con un gesto brusco y escribió: «A la casa de Washio», y colocó la respuesta casi pegada a los ojos de su esposo. Cuando él hubo leído el seco mensaje, ella añadió: «¡Deberías saberlo! ¿A qué otro sitio voy a ir?». El inválido pidió otra vez el cuaderno y escribió: «¿Tres horas?». Ella sintió un nuevo arrebato de comprensión. «No sabía que hubiera tardado tanto», escribió como respuesta. «Lo siento». Dio rienda suelta al sentimiento de lástima que la invadía, y se inclinó e hizo gestos con la mano mientras hablaba: —No volveré a ir. Nunca más volveré. Lo prometo. El teniente Sunaga, o más bien «el fardo», aún se hallaba lejos de parecer satisfecho, pero quizá se había cansado de escribir con la boca, porque tenía la cabeza apoyada sin fuerza en el suelo y ya no se movía. Transcurridos unos instantes, le dedicó a su mujer una mirada dura con la que sus grandes ojos dieron a entender todos sus sentimientos. Tokiko solo conocía un medio para tranquilizar a su marido. Como las palabras y las disculpas no servían de nada, siempre que se producían esas extrañas 15
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«disputas de enamorados» ella recurría a aquel expeditivo método. Se inclinó de repente sobre su esposo y cubrió de besos la retorcida boca. Los ojos del hombre no tardaron en mostrar una mirada de gran satisfacción y profundo placer, y después dibujó una desagradable sonrisa. Ella seguía besándolo, con los ojos cerrados para olvidar su fealdad, y, de manera gradual, fue apareciendo el deseo de burlarse de aquel pobre inválido que se encontraba en un estado de tan absoluta indefensión. El lisiado a quien besaban con tal pasión sufrió tremendas contorsiones al verse incapaz de respirar y su rostro se deformó en una mueca extravagante. Como siempre sucedía, aquella visión excitó a Tokiko de una forma extraña. El caso del teniente Sunaga había supuesto una importante conmoción en el mundo médico. Le amputaron los brazos y las piernas y su rostro fue reconstruido con habilidad por los cirujanos. La prensa, por su parte, también le dio una gran publicidad al caso, y un periódico llegó incluso a hablar de él como «el patético muñeco roto cuyos preciados miembros fueron cruelmente arrancados por los caprichosos dioses de la guerra». El teniente Sunaga era, si cabe, aún más digno de lástima, ya que, a pesar de haber sufrido una cuádruple amputación, poseía un torso muy desarrollado. Quizá debido a su magnífico apetito (comer era su única diversión), Sunaga había llegado a tener un vientre brillante y prominente. Lo cierto es que aquel hombre parecía una enorme oruga amarilla. 16
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Le habían amputado los brazos y las piernas de tal manera que ni siquiera le quedaban los muñones, sino únicamente cuatro bultos de carne que señalaban el lugar que antes ocuparan los cuatro miembros. Solía tumbarse sobre su abultado vientre y, sirviéndose de esos bultos, lograba impulsarse y dar vueltas sobre sí mismo: una peonza de carne y hueso. Unos instantes después, Tokiko comenzó a desnudarlo. Él no ofreció resistencia y se limitó a mirar expectante los ojos de su mujer, entrecerrados de un modo extraño, unos ojos similares a los de un animal que vigila a su presa. Tokiko comprendía muy bien lo que su impedido esposo quería decirle con su apasionada mirada. El teniente Sunaga había perdido toda capacidad sensorial, excepto las referidas a la vista, la sensibilidad física y el gusto. Nunca había mostrado demasiado interés por los libros y, además, la explosión de la que fue víctima le provocó una impresión tan grande que dañó sus facultades mentales. Por consiguiente, ahora había desaparecido incluso su escasa afición a la lectura y los placeres físicos constituían su única diversión. En lo que a Tokiko se refiere, y a pesar de que era de naturaleza tímida, siempre había albergado una extraña inclinación a abusar de los débiles. Además, la contemplación de la agonía de aquel pobre inválido despertó muchos de sus instintos ocultos. Aún inclinada sobre él, siguió dedicándole sus aberrantes caricias, provocando en el inválido una excitación que lo llevaba cada vez más cerca del éxtasis… 17
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Tokiko lanzó un grito y se despertó. Había tenido una terrible pesadilla y estaba sentada en medio de un sudor frío. La lámpara de la mesilla se hallaba ennegrecida por el humo y la mecha se había consumido por completo. El interior de la habitación, el techo, las paredes…, todo parecía estirarse como si fuera de goma y luego contraerse hasta alcanzar formas inverosímiles. Junto a ella, el rostro de su marido poseía un brillante tono anaranjado. Recordó que él no podía haber oído su grito de ninguna manera, pero se dio cuenta, con inquietud, de que su esposo tenía la mirada fija en el techo y los ojos abiertos de par en par. Miró el reloj de la mesa y vio que era algo más de la una. Una vez despierta del todo, trató de borrar los horribles pensamientos procedentes de la pesadilla que había invadido su mente, pero cuanto más intentaba olvidarlos, más persistentes se hacían las imágenes. Al principio tuvo la sensación de que la bruma se alzaba ante sus ojos y, cuando esta se hubo disipado, pudo ver con gran nitidez un enorme trozo de carne que flotaba en el aire y daba vueltas y más vueltas como una peonza. De repente surgió el cuerpo de una mujer gorda y repulsiva que parecía venir de ninguna parte, y las dos figuras se fundieron en un apasionado abrazo. Esta increíble escena erótica trajo a la memoria de Tokiko la ilustración de una postal donde se representaba un pasaje del Infierno de Dante; pero, a pesar de todo, mientras su mente divagaba, el desagradable y repulsivo abrazo de la pareja pareció excitar todas sus pasiones reprimidas y paralizar sus ner18
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vios. Se preguntó, presa de un escalofrío, si acaso no sería una pervertida. Apretó los brazos en torno a su pecho y dejó escapar un grito desgarrador. Luego miró con atención a su marido, como un chico que estuviera viendo una muñeca rota. Él seguía con la vista fija en el mismo punto del techo sin prestarle la menor atención a su mujer. —Otra vez está pensando —dedujo. Era extraño, incluso en los mejores momentos, contemplar a un hombre que solo podía comunicarse con los ojos, allí tumbado, la vista fija siempre en un solo punto, y todavía era peor cuando, como ahora, eso sucedía en plena noche. Claro que su mente estaba dañada, pensó ella, pero un hombre con una incapacidad tan grande sin duda vive en un mundo totalmente distinto a cualquiera de los que yo pueda conocer jamás. Y se preguntaba si se trataría de un mundo placentero. O quizá fuera un infierno… Cerró de nuevo los ojos durante un instante y trató de dormir, pero le fue imposible. Tenía la sensación de que, girando a su alrededor, había llamas que producían un inmenso estruendo y terminó por angustiarse. Algo después, de forma caprichosa, volvieron a aparecer y desaparecer diversas ilusiones y alucinaciones. Entremezclados con ellas venían los múltiples acontecimientos que hacía tres años habían transformado una vida normal en aquella existencia miserable… Al recibir la noticia de que su marido había resultado herido y regresaba a Japón, sintió un alivio indescriptible porque al menos había salvado la vida. Las 19
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esposas de sus colegas oficiales incluso envidiaron su «buena suerte». Al poco tiempo los periódicos se hicieron eco de los brillantes servicios prestados por su marido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había sufrido heridas muy graves, pero jamás pensó ni por un instante que le habían provocado una incapacidad tan notable. Tampoco olvidaría nunca la primera vez que le permitieron visitar a su esposo en el hospital militar. Tenía el rostro cubierto de vendas y no se le veían más que los ojos, unos ojos que la miraban como se mira el vado. Recordaba que había llorado llena de amargura al enterarse de que las heridas y la impresión sufridas le habían dejado sordomudo. Poco se imaginaba, no obstante, los horribles descubrimientos que aún la aguardaban. El jefe del equipo médico, con gesto digno y tratando de mostrar su profunda compasión, retiró las blancas sábanas con mucho cuidado. —¡Sea valiente! —fueron sus palabras. Ella quiso coger las manos de su marido…, pero no pudo hallar los brazos. Después vio que tampoco tenía piernas; era como un fantasma en una pesadilla. Bajo las sábanas solo yacía el tronco de su cuerpo, vendado de un modo grotesco que lo asemejaba a una momia. Intentó hablar, luego gritar, pero de su garganta no salió un solo sonido. También ella había perdido momentáneamente el habla. ¡Dios! ¿Aquello era todo lo que quedaba del marido al que tanto había amado? 20
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Había dejado de ser un hombre para convertirse en un simple busto de escayola. El jefe médico y las enfermeras la llevaron a otra sala, y entonces fue cuando se vino abajo del todo, estallando en un inconsolable llanto sin importarle la presencia de toda aquella gente. Se dejó caer sobre una silla, hundió la cabeza entre los brazos y lloró hasta quedarse sin lágrimas. —Ha sido un auténtico milagro —oyó decir al médico—. Otro en su lugar no hubiera sobrevivido. Por supuesto, todo se debe a la maravillosa habilidad como cirujano del coronel Kitamura: es un verdadero genio con el bisturí. No hay otro igual en ningún hospital militar del mundo. De ese modo trataba el médico de consolar a Tokiko. Por todos lados se repetía la palabra «milagro», pero ella no sabía si alegrarse o lamentarse. Pasó medio año como si fuera un sueño. El «cadáver viviente» del teniente Sunaga fue finalmente escoltado hasta su casa por su comandante y sus camaradas de armas, y se vio abrumado por las atenciones que le dedicaba todo el mundo. A lo largo de los días que siguieron, Tokiko cuidó de él con enorme ternura y en medio de un mar de lágrimas. Familiares, vecinos y amigos, todos ellos la animaban a sacrificarse cada vez más, le repetían sin cesar su concepto del «honor» y de la «virtud». La exigua pensión de su marido apenas daba para la manutención de ambos, de ahí que cuando el general de división Washio, antiguo jefe de Sunaga en el frente, tuvo el detalle de ofrecerles de forma desinteresada la casa de campo que poseía dentro de su propiedad, ellos 21
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aceptaron agradecidos. A partir de entonces, la vida cotidiana se convirtió en una rutina, pero eso también dio lugar a una exasperante soledad. La causa principal era, por supuesto, la tranquilidad que los rodeaba. Otra de las razones era que la gente dejó de interesarse por la historia del héroe de guerra lisiado y la esposa consciente de su deber. El asunto perdió interés y su lugar en primera plana de la actualidad lo ocuparon nuevas personalidades y nuevos acontecimientos. Los familiares de su marido rara vez se pasaban por allí. En lo que a ella se refería, sus padres habían muerto, mientras que a todas sus hermanas y hermanos les traía sin cuidado su desgracia. La consecuencia era que el pobre soldado inválido y su fiel esposa vivían solos en una solitaria casa de campo, aislados por completo del mundo exterior. De todos modos, incluso aquella situación habría sido más soportable si uno de ellos no hubiera sido un muñeco de barro. Al principio, el teniente Sunaga se hallaba bastante desconcertado. Aunque tenía conciencia de su trágica situación, su gradual retorno a un estado de salud normal trajo consigo los remordimientos, la melancolía y la más completa desesperación. Toda comunicación entre Tokiko y su marido se realizaba mediante la palabra escrita. Los primeros vocablos que él escribió fueron «periódico» y «condecoración». Con el primero daba a entender que deseaba ver los recortes donde se hablaba de sus gloriosas hazañas; y con «condecoración» pedía que le mostraran la Orden de la Cometa de Oro, la más alta distinción militar de Japón, que le habían concedido. Se tra22
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taba de los primeros objetos que el general de división Washio le había puesto ante los ojos tras recuperar la conciencia en el hospital, y se acordaba de ellos. Desde ese momento, el inválido escribió con frecuencia las mismas palabras para realizar su petición, y en todas y cada una de esas ocasiones Tokiko le enseñaba la medalla y las noticias, y él las contemplaba durante bastante tiempo. Tokiko veía en cierto modo absurdo que su marido leyera una y otra vez los mismos periódicos, pero al mismo tiempo se sentía bien al comprobar que los ojos de su cónyuge albergaban una mirada de profunda satisfacción. Solía sostener ante él los recortes y la condecoración hasta que las manos se le quedaban casi dormidas. Con el paso del tiempo, el teniente Sunaga terminó por hartarse de la palabra «honor». Durante una temporada no volvió a solicitar las reliquias de sus hechos de guerra. En su lugar pedía cada vez más comida, ya que, a pesar de la deformidad que sufría, su apetito iba en aumento. De hecho, se sentía tan ávido de comida como cualquier paciente que estuviera convaleciente de algún desorden de tipo alimenticio. Si Tokiko no accedía a su petición de inmediato, él daba rienda suelta a su ira arrastrándose como un loco sobre las esteras. Al principio Tokiko sintió un vago temor por aquel comportamiento tan brusco, pero con el tiempo fue acostumbrándose a los extraños caprichos de su marido. Al hallarse ambos encerrados por completo en la solitaria casa de campo, si uno de ellos no hubiera decidido comprometerse, la vida habría resultado insoportable. De ese modo, como dos animales enjaula23
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dos en un zoo, siguieron adelante con su solitaria existencia. En consecuencia, se mire como se mire, lo lógico era que Tokiko terminara considerando a su marido como un gran juguete con el que se podía disfrutar a voluntad. Asimismo, la gula de su impedido esposo había contagiado su propio carácter hasta el punto de convertirla en una persona avariciosa en extremo. Solo parecía existir un único consuelo para su amarga «carrera» como niñera de un inválido. La realidad era que aquella desgraciada y extraña cosa que no solo era incapaz de hablar o de oír, sino que ni siquiera podía moverse por sí misma, de ningún modo estaba hecha de madera o de barro: estaba viva y era real, y poseía todas y cada una de las emociones e instintos humanos; para ella se trataba de una fuente inagotable de fascinación. Y además estaban aquellos ojos redondos, su único órgano de expresión, que hablaban a veces tan llenos de tristeza y otras con tanta ira: eso también ejercía sobre ella una extraña atracción. Era digna de lástima la incapacidad de aquel hombre para enjugar las lágrimas que sus ojos aún derramaban. Y, por supuesto, cuando se enfadaba, solo podía amenazar a su mujer sumiéndose en arrebatos histéricos fuera de lo común. Tales accesos de rabia solían hacer su aparición siempre que recordaba que jamás volvería a sucumbir, por su propia iniciativa, ante la abrumadora tentación que nunca abandonaba sus entrañas. Entretanto, Tokiko también se las arreglaba para encontrar otra fuente de placer atormentando cuando le venía en gana a aquella indefensa criatura. ¿Cruel? 24
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¡Sí! Pero divertido… ¡Muy divertido!… Todo lo acontecido a lo largo de los últimos tres años tenía su vívido reflejo en el interior de los cerrados párpados de Tokiko, como si de la proyección de una linterna mágica se tratase: los recuerdos fragmentados que tomaban cuerpo en su mente y se disipaban uno tras otro. Aquel fenómeno se daba siempre que algo no funcionaba bien en su cuerpo. En esas ocasiones, sobre todo durante sus períodos mensuales de indisposición física, se ensañaba de forma cruel con el pobre lisiado. La brutalidad de sus acciones había ido aumentando cada vez más a medida que pasaba el tiempo. Ella era consciente, desde luego, de la naturaleza criminal de su comportamiento, pero las bestiales fuerzas procedentes de sus entrañas escapaban por completo a su control. De pronto notó que el dormitorio se estaba quedando a oscuras, que otra pesadilla se acercaba a ella. Pero esta vez decidió verla con los ojos abiertos. Aquella idea le dio miedo, y se aceleró el ritmo de los latidos de su corazón. Logró tranquilizarse y se convenció de que era una persona propensa a imaginar cosas. La mecha de la lámpara de la mesilla se había consumido y la luz comenzó a parpadear. Saltó de la cama y tiró de la mecha para sacarla un poco más. La habitación se iluminó de inmediato, pero la luz de la lámpara se hallaba envuelta en una bruma de color naranja, y eso hizo crecer su inquietud. Tokiko volvió a contemplar el rostro de su marido con aquella misma iluminación, y se asustó al ver que sus ojos seguían clavados en el mismo punto del techo. ¡No se habían movido siquiera un milímetro! 25
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Se preguntaba, con un escalofrío, en qué podría estar pensando su esposo. A pesar de sentir un enorme desasosiego, lo que la dominaba de verdad era el odio hacia la actitud de aquel hombre. Y una vez más ese odio despertó en ella todos sus deseos innatos de atormentarlo…, de hacerle sufrir. De repente, sin aviso alguno, se lanzó sobre el lecho de su marido, lo cogió por los hombros con sus grandes manos y comenzó a zarandearlo llena de furia. Desconcertado por aquella súbita violencia, el inválido empezó a temblar. Se mordió los labios y dedicó una feroz mirada a su esposa. —¿Te has enfadado? ¿Por qué me miras así? —preguntó Tokiko con tono sarcástico—. No te sirve de nada enfadarte, ¡ya lo sabes! Estás por completo a mi merced. Sunaga no era capaz de responder, pero las palabras que hubiera podido pronunciar salían a la luz por medio de su penetrante mirada. —¡Tienes unos ojos de loco! —gritó Tokiko—. ¡Deja de mirarme así! Presa de un inesperado arrebato, clavó los dedos con fuerza en los ojos del hombre en medio de terribles chillidos. —¡Ahora intenta mirarme si puedes! El inválido se defendió de forma desesperada retorciendo el torso sin cesar, y al final su intenso sufrimiento le dio la fuerza necesaria para elevar el tronco y derribar de un golpe a su mujer, que cayó de espaldas. 26
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Tokiko recuperó el equilibrio enseguida y se dio la vuelta para reanudar la agresión. Pero se detuvo de pronto… ¡Qué horror! La sangre manaba a borbotones de los ojos de su esposo; su rostro, deformado por el dolor, había adquirido la palidez de un pulpo hervido. El miedo dejó paralizada a Tokiko. Había privado cruelmente a su marido de la única ventana que poseía para comunicarse con el mundo exterior. ¿Qué le quedaba ahora? Nada, nada en absoluto…, excepto un montón de carne con aspecto cadavérico en medio de la más completa oscuridad. Bajó las escaleras con paso inseguro y, tambaleándose, se aventuró descalza en la negrura de la noche. Atravesó la puerta trasera del jardín, llegó corriendo hasta el camino del pueblo a toda velocidad, como perseguida por espectros en una pesadilla: muy deprisa, pero sin que apenas se notara el movimiento. Por fin llegó a su destino: la solitaria casa de un médico de la zona. Tras oír el histérico relato de la mujer, el doctor la acompañó a su hogar. Su marido seguía debatiéndose de un modo violento en el dormitorio, víctima de una tortura infernal. El médico había oído hablar muchas veces de aquel hombre sin miembros, pero nunca lo había visto; la impresión que le provocó la horrible vista del inválido fue tan intensa que se quedó sin palabras. Le administró una inyección para aliviar el dolor, vendó los cegados ojos y luego salió de allí como alma que lleva el diablo, sin pedir siquiera una explicación acerca del «accidente». Cuando cesaron los esfuerzos del teniente Sunaga ya había amanecido. Tokiko le acariciaba el pecho lle27
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na de ternura, y, hecha un mar de lágrimas, imploraba: —Perdóname, amor mío. Por favor, perdóname. El trozo de carne se hallaba abatido por la fiebre, tenía el rostro enrojecido y el corazón le latía muy deprisa. Tokiko no abandonó el lecho de su paciente en todo el día, ni siquiera para comer. No hacía más que ponerle paños húmedos en la cabeza; y, en los intervalos de tiempo entre uno y otro, escribía sin parar “Perdóname” con los dedos sobre el pecho de su marido. Había perdido la noción del tiempo. Por la noche remitió algo la fiebre, y la respiración del enfermo pareció recobrar su ritmo habitual. Tokiko conjeturó que también habría recuperado la conciencia, por eso volvió a escribir en su pecho «Perdóname». El trozo de carne, no obstante, no hizo el menor intento por responder. A pesar de haber perdido la visión, aún le hubiera sido posible contestar mediante algún tipo de señal, bien moviendo la cabeza, bien sonriendo. Pero su expresión facial no se alteró. Ella sabía, por el sonido de la respiración, que no estaba dormido, aunque le resultaba imposible decir si también había perdido la capacidad de comprender el mensaje trazado sobre su pecho, o si en realidad aquel silencio estaba provocado por la ira. Tokiko no dejaba de contemplarlo y era incapaz de controlar los temblores que le ocasionaba el terror. Aquella «cosa» que yacía ante ella era, no cabía duda, una criatura viva. Tenía pulmones, estómago y corazón. Sin embargo, no veía, no oía, no hablaba, y carecía de brazos y piernas. Su mundo era un insondable 28
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pozo de silencio perpetuo y de oscuridad sin límites. ¿Quién era capaz de imaginar un mundo así? ¿Con qué se podrían comparar las sensaciones de un hombre que viviera en aquel abismo? Seguro que ansiaba poder gritar para pedir ayuda con todas sus fuerzas…, ver formas, por borrosas que fueran…, oír voces, aunque se tratase del más tímido de los susurros…, aferrarse…, asirse a algo… De pronto Tokiko rompió a llorar presa del remordimiento por el irreparable crimen que había cometido. Con el corazón desgarrado por el miedo y por el dolor, dejó a su marido allí y corrió en busca de los Washio en la casa principal: deseaba ver un rostro humano…, cualquier rostro que no fuese deforme. El anciano general escuchó muy preocupado la larga confesión de la mujer, en ocasiones incoherente a causa de los ataques de llanto, y una vez finalizada quedó tan atónito que no pudo articular palabra. Unos instantes después dijo que visitaría al teniente de inmediato. Como ya había oscurecido, al anciano le prepararon un farol. Tokiko y él atravesaron lenta y pesadamente el terreno cubierto de hierba por el que se iba a la casa de campo: los dos caminaban en silencio, absortos en sus propios pensamientos. Cuando por fin llegaron a la malaventurada habitación, el viejo miró dentro y luego exclamó: —¡Aquí no hay nadie! ¿Adónde ha ido? Tokiko, sin embargo, no se alarmó. —Debe de estar en su cama —apuntó.
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Se dirigió a la cama casi en tinieblas, pero la halló vacía. —¡No! —gritó—. ¡No…, no está aquí! —No puede haber salido —reflexionó el general—. Tenemos que buscar en el interior de la casa. Tras mirar hasta en el último rincón de la vivienda y no encontrar nada, el general Washio no tuvo más remedio que admitir que su antiguo subordinado, en efecto, no estaba allí. De repente, Tokiko descubrió unas letras garabateadas en una de las paredes de papel. —¡Mire! —exclamó ella con gesto de sorpresa, señalando aquel mensaje escrito—. ¿Qué es eso? Ambos se agacharon para ver mejor. Tras pasar un rato tratando de descifrar unos trazos casi ilegibles, ella dio con la solución. «Te perdono», era lo que decía el texto. De los ojos de Tokiko brotaron las lágrimas al instante y comenzó a sentirse mareada. Era evidente que su marido se las había arreglado para arrastrar su cuerpo mutilado por la habitación, se había hecho con un lapicero de la mesa baja utilizando la boca y, con un esfuerzo enorme, había conseguido escribir el lacónico mensaje, y después… Tokiko reaccionó de pronto, dispuesta a actuar. —¡Rápido! —gritó palideciendo—. ¡Puede que esté tratando de suicidarse! Hicieron levantarse a todos los que habitaban en la casa de los Washio, y poco después los criados salieron al campo con faroles para iniciar la búsqueda. Miraron por todas partes, pisoteando la maleza entre la 30
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casa principal y la pequeña casa de campo. Tokiko seguía ansiosa al viejo Washio y la débil luz del farol que éste sostenía. Mientras caminaba, la frase «Te perdono» acudía una y otra vez a su mente; estaba claro que se trataba de la respuesta de su marido al mensaje que ella había dibujado en su pecho. No dejaba de dar vueltas al significado de aquellas palabras hasta que se dio cuenta de que también querían decir «Voy a morir. Pero no sufras, ¡porque te he perdonado!». ¡Se había portado como una bruja sin corazón! Era capaz de imaginar con gran nitidez a su marido cayendo escaleras abajo y arrastrándose en la oscuridad, y creyó que el dolor y el remordimiento la terminarían asfixiando. Después de andar un buen rato, la golpeó un pensamiento horrible. Se volvió hacia el general y aventuró: —Por aquí había un pozo, ¿no es así? —Así es —respondió él con aire serio, comprendiendo de inmediato lo que ella quería decir. Los dos echaron a andar a toda prisa en una nueva dirección. —El pozo debería estar por aquí, creo —señaló el anciano por fin, como hablando para sus adentros. Luego alzó el farol para conseguir la máxima iluminación posible. En ese preciso instante, Tokiko fue alcanzada por una extraña intuición. Se detuvo por completo. Aguzó los oídos y oyó un débil susurro, como el que hace una serpiente arrastrándose entre la hierba. 31
La oruga
Tanto ella como el anciano dirigieron la vista hacia aquel sonido, y casi de modo simultáneo los dos se vieron paralizados por el terror. En medio de aquella luz tan tenue, había algo que se retorcía con lentitud por la espesa maleza. De pronto, aquello alzó la cabeza y se arrastró hacia delante restregando por el suelo unas protuberancias semejantes a excrecencias situadas en las cuatro esquinas de su cuerpo. Avanzaba con sigilo centímetro a centímetro. Un poco después, la erguida cabeza desapareció de repente en el suelo llevándose al cuerpo tras ella. Unos segundos más tarde oyeron el apagado sonido de algo que caía al agua muy por debajo del nivel del suelo, como si de las entrañas de la tierra se tratase. Tokiko y el general lograron reunir por fin el coraje suficiente para dar un paso adelante…, y allí, oculto entre la hierba, hallaron el viejo pozo con su enorme boca negra abierta. Aunque parezca extraño, durante aquellos instantes que habían quedado al margen del tiempo, la imagen que relampagueó una vez más en la mente de Tokiko fue la de una oruga: una criatura abotargada que se arrastraba despacio por la rama muerta de un árbol seco en una noche oscura… avanzando paso a paso hasta el final de la rama y entonces, de pronto, se precipitaba…, caía…, caía a la insondable oscuridad que aguardaba debajo.
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El infierno de los espejos
Kan Tanuma es uno de los amigos más extraños que he tenido nunca. Desde el principio sospeché que sufría algún tipo de desequilibrio mental. Hay quien lo consideraría poco más que un excéntrico, pero yo estoy convencido de que se trataba de un lunático. Sea como fuere, tenía una obsesión, una pasión por todo lo que pudiera reflejar una imagen, así como por cualquier clase de lente. Incluso cuando no era más que un niño, los únicos juguetes con los que se divertía eran faroles mágicos, celescopios, cristales de aumento, caleidoscopios, prismas y objetos similares. Puede que esta extraña obsesión de Tanuma fuera hereditaria, ya que a su bisabuelo Moribe también se le conocía la misma afición. Prueba de ello es la colección de objetos (artículos de cristal y celescopios primitivos, además de libros antiguos sobre cernas afines) que el tal Moribe había obtenido de los primeros mercaderes holandeses llegados a Nagasaki. Sus descendientes los fueron heredando hasta que terminaron en manos del último de ellos, mi amigo Tanuma. Aunque los episodios relacionados con la obsesión de Tanuma por espejos y lentes en su infancia son casi infinitos, los que recuerdo con más nitidez tuvieron lugar en el último tramo de su estancia en el instituto, cuando se sumió por completo en el estudio de la física, sobre todo de la óptica. 36
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Un día, mientras estábamos en clase (Tanuma y yo éramos compañeros de curso en el mismo colegio), el profesor pasó entre los alumnos un espejo cóncavo y nos invitó a todos a observar los reflejos de nuestras caras en él. Cuando me tocó a mí retrocedí horrorizado, ya que los numerosos granos purulentos de mi rostro, aumentados varias veces por aquel objeto, eran idénticos a los cráteres de la luna vistos a través del telescopio gigante de un observatorio astronómico. Quizá sea el momento de decir que siempre había sido sensible en extremo acerca de la gran cantidad de granos que tenía en la cara, tanto que la impresión que sufrí en aquella ocasión me provocó auténtica fobia a mirarme en ese tipo de espejos cóncavos. En una ocasión, poco después del incidente mencionado, fui de visita a una exposición de ciencias, pero en cuanto descubrí a lo lejos la presencia de un inmenso espejo cóncavo di media vuelta y me alejé presa del pánico. Tanuma, por el contrario, tuvo una reacción opuesta a la ocasionada por mi acusada sensibilidad, y en cuanto vio el espejo cóncavo que llevaron a clase dejó escapar un agudo chillido de alegría. —Maravilloso…, maravilloso —gritó entre las carcajadas del resto de los estudiantes. Sin embargo, para Tanuma no era ninguna broma, más bien se trataba de un asunto muy serio. A partir de entonces creció tanto su afición por los espejos cóncavos que no dejaba de comprar todo tipo de materiales útiles para sus fines: alambre, cartón, espejos y objetos por el estilo. Con ellos comenzó a construir, como si fuera un niño travieso, diversas cajas mágicas infernales para las que se sirvió de los muchos libros 37
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que había ido adquiriendo, todos ellos dedicados al arte de la magia científica. Tras acabar el instituto, Tanuma no mostró ninguna intención de continuar con su carrera académica. En su lugar, con el dinero que le proporcionaban unos padres generosos y poco exigentes, construyó un pequeño laboratorio en un rincón de su jardín. Y dedicó todo su tiempo y sus esfuerzos a aquella obsesión por los instrumentos ópticos. Terminó aislándose del todo en su extraño laboratorio, y yo era el único amigo que le visitaba de vez en cuando, ya que los demás lo habían dejado de lado a causa de su creciente excentricidad. Cada una de mis visitas me hacía preocuparme más y más con respecto a su anormal forma de actuar, y es que me parecía evidente que su enfermedad iba de mal en peor. Por aquella época murieron sus padres y recibió una magnífica herencia. Al verse libre de cualquier tipo de supervisión, y con fondos de sobra para satisfacer hasta el último de sus caprichos, su irresponsabilidad fue en aumento. Al mismo tiempo, como ya tenía veinte años, comenzó a mostrar un acusado interés por el sexo opuesto. Esta inclinación se mezcló con la mórbida obsesión por la óptica, y ambas se constituyeron en una poderosa fuerza que lo dominó por completo. Lo primero que hizo con su herencia fue construir un pequeño observatorio que equipó con un celescopio astronómico para explorar los misterios de los planetas. Como su vivienda se hallaba situada en un lugar pronunciado, se trataba de un lugar idóneo para aquella finalidad. Pero a él no le bastaba con una ocu38
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pación tan inocua. No tardó en dirigir el celescopio hacia la tierra y enfocar con su lente las casas de los alrededores. Ni los cercados ni otras barreras eran un obstáculo para él, ya que el observatorio estaba en un punto muy elevado. Los ocupantes de los hogares circundantes, que no tenían la más mínima sospecha de que los ojos curiosos de Tanuma los espiaban a través de un celescopio, hacían su vida sin preocupación alguna y dejaban las puertas correderas de papel abiertas de par en par. La consecuencia fue que la exploración secreta de la vida privada de los vecinos proporcionó a Tanuma un placer hasta entonces desconocido. Una noche tuvo el detalle de invitarme para que echase un vistazo, pero lo que vi me hizo enrojecer de vergüenza y me negué a volver a participar en esa actividad. Poco después instaló un tipo especial de periscopio, que le proporcionaba una completa vista de las habitaciones de sus numerosas sirvientas mientras él estaba sentado en el laboratorio. Ignorantes de este hecho, las criadas se comportaban con poca libertad en sus dependencias privadas. Uno de los episodios de aquellos días, que aún no he logrado alejar de mi pensamiento, tuvo como protagonistas a los insectos. Tanuma empezó a estudiarlos con un pequeño microscopio y disfrutaba como un niño observando tanto sus peleas como sus apareamientos. Tuve la desgracia de presenciar una terrible escena: la de una pulga aplastada. Fue una visión realmente cruenta, ya que, aumentada mil veces, parecía un enorme jabalí debatiéndose en un charco de sangre. 39
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Más adelante fui a visitar a Tanuma una tarde y llamé a la puerta del laboratorio, pero no respondió. Por lo tanto, como era mi costumbre, entré sin darle mayor importancia. El interior estaba totalmente a oscuras porque unas cortinas negras cubrían las ventanas. Y entonces, de pronto, en el inmenso muro que había delante de mí apareció un objeto indescriptible y borroso, de un tamaño tan monstruoso que ocupaba todo el espacio. Fue tal el susto que me quedé paralizado. Poco a poco la «cosa» de la pared fue adquiriendo un aspecto más definido. La primera forma que se pudo percibir fue la de un pantano repleto de maleza oscura. Debajo había dos enormes ojos del tamaño de tinas de lavar, con unas pupilas de color marrón que centelleaban de un modo horrible, mientras que por los lados fluían diversos ríos de sangre sobre una blanca meseta. Luego había dos grandes cuevas de las que parecían surgir los enmarañados extremos de grandes escobas. Se trataba, por supuesto, de los pelos que crecían en las cavidades de una nariz gigantesca. Después venían dos gruesos labios, similares a voluminosos cojines de color carmesí; y se movían sin cesar, dejando a la vista dos filas de dientes blancos cuyas proporciones se hallaban próximas a las de las tejas de la cubierta de una casa. Era la imagen de un rostro humano. Tuve la vaga sensación de que, a pesar de su grotesco tamaño, era capaz de reconocer los rasgos que lo conformaban. En ese preciso instante oí que alguien me hablaba: —¡No tengas miedo! ¡Soy yo! 40
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La voz me produjo un nuevo sobresalto, ya que los abultados labios se movían al mismo tiempo que surgían las palabras, y los ojos daban la sensación de sonreír. De repente, sin previo aviso, la habitación se llenó de luz y la visión de la pared se desvaneció. Casi de modo simultáneo apareció Tanuma desde detrás de una cortina en la parte trasera de la estancia. Se acercó a mí con una sonrisa maliciosa y, preso de un orgullo infantil, exclamó: —¿Acaso no ha sido un magnífico espectáculo? Mientras yo seguía inmóvil e incapaz de hablar, estupefacto aún, me explicó que lo que acababa de ver era la imagen de su propia cara proyectada sobre la pared gracias a un estereopticón que había diseñado especialmente para el rostro humano. Unas semanas después inició un nuevo experimento. En esta ocasión construyó una pequeña habitación dentro del laboratorio y revistió el interior de espejos. Las cuatro paredes, así como el suelo y el techo, eran espejos. Por lo tanto, cualquiera que entrase allí se vería enfrentado con los reflejos de todas y cada una de las porciones de su cuerpo; y, como los seis espejos se reflejaban unos a otros, las imágenes se multiplicaban y se volvían a multiplicar ad infinitum. Tanuma nunca llegó a explicar qué se proponía al instalar aquella sala. Pero sí recuerdo que una vez me invitó a entrar en ella. Lo rechacé de plano, ya que me aterrorizaba solo pensarlo. Sin embargo, según los sirvientes de Tanuma, este solía introducirse en la «cámara de los espejos» con Kimiko, su criada favorita, una exuberante chica de dieciocho años, con el objeto de gozar de los 41
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placeres ocultos de la región de los espejos. Los criados también me dijeron que, en otros momentos, entraba solo en la cámara y permanecía allí durante muchos minutos, con frecuencia incluso una hora. En una ocasión estuvo tanto tiempo dentro que los sirvientes llegaron a asustarse. Uno de ellos reunió el valor suficiente y llamó a la puerta. Tanuma salió dando un salto, desnudo por completo, y, sin ofrecer una sola explicación, desapareció en su propio dormitorio. Llegados a este punto, sería necesario mencionar que la salud de Tanuma se deterioraba con gran rapidez. Por otro lado, su obsesión con respecto a los instrumentos ópticos crecía sin cesar. No dejaba de colocar cada vez más espejos de todas las formas y descripciones posibles (cóncavos, convexos, estriados, prismáticos) así como modelos híbridos que daban lugar a proyecciones absolutamente distorsionadas. Al final, no obstante, alcanzó un punto en que ya no le fue posible hallar ninguna satisfacción a no ser que él mismo fabricara sus propios espejos. De ahí que instalara una planta de tratamiento de vidrio en su amplio jardín, y allí, con la ayuda de un selecto equipo de técnicos y operarios, comenzó a producir todo tipo de espejos fantásticos. No había ningún familiar que pudiera frenar aquella disparatada labor, y los copiosos salarios que pagaba a sus criados le aseguraban una completa obediencia. Llegué a la conclusión de que era yo quien tenía la obligación de convencerle para que dejara de derrochar una fortuna que menguaba a toda velocidad. Pero Tanuma no me escuchó. 42
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A pesar de todo, yo estaba decidido a seguir vigilándolo porque temía que perdiera la razón por completo, y por consiguiente lo visitaba con gran frecuencia. Y en cada una de las ocasiones en que lo hice pude comprobar que había fabricado un ejemplo aún más insensato que el anterior para su orgía de espejos. Una de las cosas que hizo fue cubrir una pared entera del laboratorio con un espejo gigante. Luego abrió cinco agujeros en él; después se dedicó a sacar los brazos, las piernas y la cabeza por los agujeros desde detrás del espejo, creando así la asombrosa ilusión de un cuerpo carente de tronco que flotaba en el espacio. En otras ocasiones hallaba el laboratorio en un estado de completo desorden, debido a la variedad de espejos con formas y tamaños fantásticos que allí se amontonaban (estriados, cóncavos y convexos sobre todo), y a él lo veía bailando en medio de aquel caos, totalmente desnudo, como si de un primitivo oficiante de ritos paganos o de un hechicero se tratase. Siempre que contemplaba aquellas escenas sentía escalofríos, ya que el reflejo de su cuerpo desnudo haciendo desbocadas piruetas se distorsionaba y serpenteaba dando lugar a mil variantes distintas. Unas veces se veía una cabeza doble con unos labios hinchados de proporciones inmensas; otras, su vientre se abultaba y se elevaba para, acto seguido, volver a quedar plano; hacía girar los brazos hasta que estos se multiplicaban como los de las antiguas estatuas budistas chinas. El caso es que, en esos momentos, el laboratorio se transformaba en un purgatorio de fenómenos asombrosos. A continuación instaló un caleidoscopio gigante que parecía ocupar la totalidad del laboratorio. Un 43
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motor lo hacía girar, y con cada rotación del inmenso cilindro los colosales modelos de flores de su interior cambiaban de forma y de color (rojo, rosa, púrpura, verde, bermellón, negro), al igual que las flores del sueño de un adicto al opio. Y el propio Tanuma entraba a rastras en el cilindro y dentro bailaba como un demente entre las flores, con su cuerpo totalmente desnudo y sus miembros multiplicándose como los pétalos hasta que daba la impresión de que formaba parte del mundo floral del caleidoscopio. Tampoco terminó ahí su locura: todo lo contrario. Sus fantásticas creaciones eran cada vez más numerosas y cada una de ellas superaba las proporciones de la anterior. Más o menos hasta entonces yo había creído que aún seguía relativamente cuerdo; pero al final tuve que admitir que había perdido la cabeza por completo. Y muy poco después llegó el terrible y trágico clímax de esta historia. Una mañana me despertó de repente un mensajero procedente de la casa de Tanuma. —¡Ha ocurrido algo terrible! ¡La Srta. Kimiko quiere que venga usted inmediatamente! —gritó el mensajero, blanco como una hoja de papel de arroz. —¿Qué sucede? —pregunté mientras me vestía a toda prisa. —Aún no lo sabemos —exclamó el criado—. Pero, por el amor de Dios, ¡venga conmigo ahora mismo! Traté de obtener más información del sirviente, pero se expresaba de un modo tan incoherente que me di por vencido y fui lo más rápido que pude al laboratorio de Tanuma. 44
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Al entrar en aquel inquietante lugar, la primera persona a la que vi fue a Kimiko, la atractiva camarera que Tanuma había convertido en su amante. Junto a ella había varias criadas más, todas ellas apiñadas y observando llenas de horror el gran objeto esférico que descansaba en el centro de la sala. La esfera era más o menos el doble de grande que los balones que suelen montar los payasos del circo para hacer equilibrios. El exterior estaba completamente cubierto con un patio blanco. Lo terrorífico era que aquella esfera no dejaba de rodar lenta e inopinadamente, como si estuviese viva. Lo peor, sin embargo, era el extraño eco que surgía del interior del balón, un sonido similar a la risa, una risa que parecía salir de la garganta de una criatura de otro mundo. —¿Qué…? ¿Qué ocurre? ¿Se puede saber qué está pasando? —pregunté al atónito grupo. —No…, no lo sabemos —respondió una de las criadas con aire ausente—. Creemos que nuestro patrón está ahí dentro. Pero no podemos hacer nada. Hemos llamado varias veces y no hay respuesta, salvo esa misteriosa risa que usted está oyendo ahora. Tras escuchar estas palabras, me acerqué a la esfera con cuidado para tratar de descubrir cómo salían aquellos sonidos de ella. No tardé en hallar varios orificios de ventilación. Miré por uno de los pequeños agujeros hacia el interior, pero no pude ver nada con claridad porque me lo impidió una brillante y cegadora luz. Sin embargo, de algo estaba seguro: ¡allí había una criatura encerrada! —¡Tanuma! ¡Tanuma! —grité varias veces, pegando la boca al agujero. Pero lo único que oí fue otra vez 45
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aquella extraña risotada. No sabía qué hacer y, por unos instantes, me quedé mirando dubitativo el movimiento de la bola. Entonces, de pronto, vi las finas líneas que delimitaban un plano en la lisa superficie exterior. Me di cuenta de inmediato de que se trataba de la puerta por la que se accedía al interior de la esfera. —Pero, si es una puerta, ¿dónde está el tirador para abrir? —me pregunté. Examiné la puerta con atención y encontré un pequeño agujero que, con toda seguridad, había servido para alguna clase de manilla. Al ver aquello me asaltó un terrible pensamiento. —Es bastante posible —pensé— que el tirador se haya salido de forma accidental y que, por tanto, quienquiera que esté en el interior haya quedado atrapado en la esfera. En ese caso, esa persona debe de haber pasado toda la noche dentro sin poder salir. Busqué por el suelo del laboratorio y enseguida hallé una manilla con forma de T. Intenté introducirla en el hueco que había visto, pero no lo logré, ya que la barra estaba rota. No conseguía entender por qué demonios el hombre que estaba en el interior (si es que de un hombre se trataba) no gritaba pidiendo ayuda en lugar de reírse sin parar. —Quizá —recordé de pronto con miedo—, Tanuma está ahí dentro y se ha vuelto loco de atar. Decidí al instante que solo había una solución. Me dirigí a toda prisa al taller de cristal, cogí un martillo grande y volví al laboratorio sin perder un segundo. Apunté cuidadosamente y, con todas mis fuerzas, gol46
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peé aquel globo con el martillo. Di una y otra vez en el extraño objeto hasta que terminó siendo poco más que un amasijo de gruesos fragmentos de vidrio. El hombre que salió arrastrándose de los escombros no era otro que Tanuma. Pero estaba casi irreconocible debido a la transformación que había sufrido. Tenía el rostro flácido y descolorido, sus ojos vagaban sin rumbo fijo, el pelo era una pura maraña, la boca la mantenía abierta y la saliva le caía en delgados y espumosos chorros. Toda su expresión hacía pensar en un maníaco desquiciado por completo. Incluso Kimiko retrocedió con horror tras ver aquella monstruosidad de hombre. No hace falta decir que Tanuma se había vuelto totalmente loco. —Pero ¿cómo ha llegado a ocurrir esto? —me pregunté—. ¿Acaso estar encerrado dentro de esa esfera de cristal es motivo suficiente para que haya perdido la cabeza? Además, lo primero que habría que saber es por qué la ha construido. Aunque pregunté a los criados que seguían apiñados cerca de mí, no fui capaz de sacar nada en claro, porque todos juraban que no sabían siquiera de la existencia de aquel globo. Tanuma, sin dejar de sonreír, comenzó a moverse por la estancia como si no tuviera la más mínima idea de dónde se hallaba. Kimiko se recuperó del susto inicial haciendo un gran esfuerzo y, entre lágrimas, empezó a darle tironcitos en las mangas. En ese preciso instante se presentó el ingeniero jefe del taller para iniciar la jornada de trabajo. Hice caso omiso de su desconcierto por lo que estaba viendo y empecé a lanzarle preguntas sin cesar. 47
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Aquel hombre estaba tan perplejo que apenas si era capaz de responder tartamudeando. Pero esto es lo que me dijo: Hace ya bastante tiempo que Tanuma le había encargado que construyera aquella esfera de cristal. Tenía un grosor de más de un centímetro y un diámetro aproximado de un metro veinte. Para hacer del interior un espejo de una sola pieza, Tanuma ordenó a los obreros y a los ingenieros que cubrieran de azogue el exterior del globo; después colocaron por encima varias capas de patio de algodón. El diseño del interior permitía la existencia de pequeñas cavidades dispersas que actuaban como receptáculos para unas bombillas empotradas. También había una puerta de entrada para un hombre de envergadura normal. Ingenieros y operarios desconocían por completo el propósito de aquel objeto, pero las órdenes eran las órdenes y, por tanto, habían llevado a cabo la tarea encomendada. Por fin, la noche anterior quedó terminado el globo, con el añadido de un cable eléctrico de gran longitud ajustado de forma precisa a un enchufe que se hallaba en la cubierta, y lo llevaron al laboratorio tomando todas las precauciones posibles. Conectaron el cable a un enchufe situado en la pared y se marcharon, dejando a Tanuma a solas con la esfera. Lo que sucedió después, por supuesto, lo ignoraban. Tras escuchar el relato del ingeniero jefe, le pedí que saliera. Luego dejé a Tanuma al cuidado de los criados, que lo llevaron a su casa propiamente dicha, y me quedé solo en el laboratorio con la vista fija en los fragmentos de cristal desperdigados por la sala, tra tando desesperadamente de resolver el misterio de to48
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do aquel asunto. Así permanecí durante bastante tiempo, reflexionando acerca del enigma. Al final llegué a la conclusión de que Tanuma, una vez agotadas todas las ideas nuevas con respecto a sus obsesiones ópticas, había decidido construir un globo de cristal completamente cubierto por un espejo para introducirse en él y contemplar su propio reflejo. ¿Por qué iba a volverse loco un hombre al entrar en un globo de cristal revestido por un espejo? ¿Qué demonios había visto allí? Mientras por la cabeza se me pasaban estas ideas, tenía la sensación de que me habían clavado en la espina dorsal una espada de hielo. ¿Perdió la cabeza al verse a sí mismo reflejado por un espejo absolutamente esférico? ¿O su cordura fue desapareciendo poco a poco tras descubrir de pronto que se hallaba atrapado dentro de su horrible y redondo ataúd de vidrio…, junto con «aquel» reflejo? ¿Qué había visto?, me volví a preguntar. Tenía que ser algo que escapaba por completo a la imaginación humana. Nadie, casi con toda seguridad, se había encerrado antes dentro de los confines de una esfera forrada con un espejo. Ni siquiera un experto físico podría haber adivinado con exactitud qué tipo de visión se crearía en el interior de aquella esfera. Lo más probable es que se tratase de algo tan impensable que quedara totalmente al margen de nuestro mundo. Aquel reflejo, fuese cual fuese su apariencia, debió de ser tan extraño y terrorífico al ocupar todo el campo de visión de Tanuma, que cualquier mortal sometido a él se hubiera vuelto loco. 49
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Lo único que conocemos es el reflejo producido por un espejo cóncavo, que a su vez no es más que la sección de una esfera. El enorme aumento a que da lugar es de una naturaleza monstruosa. Pero ¿quién puede imaginar lo que llegaría a ver alguien rodeado por una sucesión completa de espejos cóncavos? Mi desventurado amigo, no cabe duda, había intentado explorar las regiones de lo desconocido, violando así tabúes sagrados y provocando la ira de los dioses. Al tratar de penetrar en los secretos dominios del conocimiento prohibido, con su extraña obsesión por los fenómenos ópticos, se había destruido a sí mismo.
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Yoshiko vio a su marido partir hacia su puesto de trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores poco después de las diez. Ya que una vez más disponía de su propio tiempo con entera libertad, se encerró en el estudio que compartía con su esposo para retomar el relato que tenía intención de remitir al número especial de verano de la revista K. Era una autora versátil de gran talento literario y de estilo fluido y sencillo. Incluso la popularidad de su marido como diplomático se veía eclipsada por la suya como escritora. Los lectores la abrumaban a diario con cartas que elogiaban sus obras. De hecho, aquella misma mañana, en cuanto se hubo sentado ante el escritorio, echó una rápida ojeada a las numerosas misivas que habían llegado con el correo matinal. El contenido de todas seguía las mismas pautas sin excepción, pero, acuciada por un profundo sentido del respeto típicamente femenino, ella siempre leía cada una de ellas sin importarle que fueran o no interesantes. En primer lugar se dedicó a las cartas más breves, que no le llevaron mucho tiempo. Por último se encontró con una que consistía en un voluminoso montón de páginas con apariencia de manuscrito. A pesar de que nadie le había avisado de un envío de esa índole, lo cierto es que no le resultaba extraño que escrito54
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res aficionados le enviaran sus relatos solicitando su apreciada opinión. En la mayoría de los casos se trataba de tentativas largas y absurdas que no incitaban más que al bostezo. No obstante, abrió el sobre que tenía en la mano y sacó las numerosas hojas de apretada escritura que contenía. Tal y como había intuido, se trataba de un manuscrito que, por otra parte, estaba cuidadosamente dispuesto. Sin embargo, por alguna razón desconocida, no llevaba título ni firma. Comenzaba de forma brusca: «Querida señora:…» Reflexionó durante unos instantes. Quizá no fuese más que una carta, después de todo. Sin darse cuenta, sus ojos leyeron dos o tres líneas a toda velocidad y luego, poco a poco, se vio sumida en una narración extrañamente truculenta. Su curiosidad se disparó y, espoleada por un magnetismo desconocido, continuó leyendo: »Querida señora: le ruego que me disculpe por enviarle una carta, siendo un completo extraño para usted. Lo que estoy a punto de escribirle, señora, le causará una impresión sin límites. Sin embargo, estoy decidido a presentarle una confesión (la mía) y a describir con todo detalle el terrible crimen que he cometido. »Durante muchos meses me he escondido de las luces de la civilización, escondido, por así decirlo, como si fuera el mismo diablo. No existe nadie en el mundo que esté al tanto de mis acciones. No obstante, hace poco tiempo que en mi mente se produjo una extraña 55
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transformación y ya no podía guardar el secreto por más tiempo. ¡Tenía que confesar! »Estoy seguro de que todo lo que he escrito hasta el momento no habrá suscitado más que su perplejidad. A pesar de todo, le ruego que siga adelante y tenga la bondad de leer mi relato hasta el final, ya que, de hacerlo, comprenderá totalmente las tribulaciones de mi mente y el motivo por el que la he elegido a usted en particular para realizar esta confesión. »Lo cierto es que no sé por dónde empezar, porque los hechos de los que pretendo ocuparme son de una naturaleza realmente fuera de lo común. Para ser sincero, no tengo palabras, y es que las palabras humanas parecen del todo inadecuadas a la hora de afrontar la totalidad de los detalles. En cualquier caso, trataré de exponer los acontecimientos en orden cronológico, tal y como sucedieron. »En primer lugar, permítame decirle que mi fealdad es difícil de describir. Por favor, no olvide esta circunstancia; en caso contrario, temo que cuando usted tenga a bien concederme, si es que llega a hacerlo, mi última petición, la de verme, bien pudiera ser víctima de una fuerte impresión y sentirse horrorizada ante mi rostro (sobre todo después de tantos meses de existencia bajo unas condiciones nada saludables). Sin embargo, ¡le suplico que me crea cuando afirmo que, a pesar de la extrema fealdad de mi cara, mi corazón siempre ha albergado la llama de una pasión desbordante y pura! »En segundo lugar, permítame decirle que soy un humilde trabajador. De haber nacido en una familia adinerada, quizá hubiera tenido la posibilidad de ali56
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viar mediante el dinero la tortura que la fealdad ha procurado a mi alma. O puede que, si la naturaleza me hubiese dotado de talento artístico, el consuelo de la música o la poesía me hubiera permitido olvidar mi desagradable rostro. Pero, al no recibir la bendición de tales dones, y siendo la desgraciada criatura que soy, no tuve más remedio que convertirme en un humilde ebanista. Y terminé especializándome en la elaboración de diversas clases de sillas. »En este campo logré un éxito bastante notable, hasta tal punto que tenía suma de poder satisfacer cualquier tipo de petición por difícil que fuese. Por este motivo me convertí en un privilegiado dentro del mundillo de la ebanistería, alguien que solo aceptaba encargos de sillas de lujo, complicadas solicitudes para realizar grabados únicos, nuevos diseños de respaldos y apoyabrazos, extravagantes rellenos para los cojines y los asientos: todo ello de una naturaleza tal que requería la intervención de manos expertas, así como de un proceso y un estudio previo repletos de paciencia; en definitiva, una labor que no se hallaba al alcance de cualquier artesano aficionado. »La recompensa a todas mis penas, sin embargo, radicaba en el puro placer de la creatividad. Quizá usted me considere un fanfarrón cuando lea estas palabras, pero creía disfrutar del mismo tipo de emoción que siente un verdadero artista al llevar a cabo una obra maestra. »En cuanto terminaba una silla, tenía la costumbre de sentarme en ella para comprobar la sensación que producía, y, a pesar de la deprimente vida que llevamos los de mi humilde profesión, en esos momen57
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tos experimentaba una emoción indescriptible. Dejaba volar la imaginación y solía pensar en la gente que se acurrucaría en la silla, sin duda aristócratas que vivían en residencias palaciegas con exquisitas pinturas de incalculable valor en las paredes, fastuosas arañas de cristal colgadas de sus techos, caras alfombras en el suelo, etc.; y una silla en particular, que yo imaginaba situada ante una mesa de caoba, me traía la visión de flores occidentales que perfumaban el aire con un dulce y fragante aroma. Envuelto en estas extrañas visiones, llegué a sentir que yo también pertenecía a aquellos escenarios, y era infinito mi placer al verme como un personaje de gran influencia social. »No dejaban de asaltarme pensamientos tan absurdos como los anteriores. Imagine, señora, la patética figura en que me convertía al sentarme cómodamente en una lujosa silla, que yo mismo había construido, y fingir que tenía en los brazos a la chica de mis sueños. Sin embargo, como siempre sucedía, la ruidosa cháchara de las vulgares mujeres del barrio y los histéricos lloriqueos, balbuceos y lamentos de sus hijos no tardaban en disipar todos mis bellos sueños; una vez más, la sombría realidad alzaba su fea cabeza ante mis ojos. »De vuelta a la tierra, me veía a mí mismo otra vez como una criatura miserable, ¡un gusano que se arrastraba desvalido! Y en lo que respecta a mi amada, aquella mujer angelical, ella también se desvanecía como la bruma. ¡Me maldecía por mi estupidez! Y es que ni las desastradas mujeres que criaban a sus hijos en la calle se dignaban a dedicarme una mirada. Cada vez que terminaba una nueva silla me sentía preso de la más absoluta desesperación. Y con el 58
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transcurrir de los meses me iba ahogando en la persistencia de mi desgracia. »Un día me pidieron que hiciera una gran butaca tapizada en cuero, un tipo de butaca que jamás se me había pasado por la imaginación, para un hotel extranjero de Yokohama. En realidad habían pensado traerlo de fuera del país, pero gracias al poder de convicción de mi patrón, que admiraba mi pericia como sillero, me lo encargaron a mí. »Para estar a la altura de mi reputación como artesano de alto nivel, me dediqué en cuerpo y alma a mi nuevo trabajo. Poco a poco me fui hallando tan concentrado en esta labor que en ocasiones me olvidaba de comer y de dormir. La verdad es que no sería una exageración afirmar que aquel trabajo se convirtió en toda mi vida: cada fibra de la madera que utilizaba parecía unida a mi alma y a mi corazón. »Cuando por fin estuvo terminada la butaca, experimenté una satisfacción desconocida hasta entonces, ya que, con toda franqueza, creía que había llevado a cabo una obra que estaba muy por encima del resto de mis creaciones. Como siempre hacía, dejé caer el peso de mi cuerpo sobre las cuatro patas que sujetaban la butaca, no sin antes haberla llevado hasta un lugar soleado del porche del taller. ¡Qué comodidad! ¡Qué inmenso lujo! Ni demasiado duro ni demasiado blando, los muelles parecían ajustarse al cojín con una precisión asombrosa. Y en cuanto al cuero, ¡qué tacto tan agradable poseía! Aquella butaca no solo sustentaba a la persona que se sentaba en ella, sino que también parecía abrazarla y arrullarla. Y eso no era todo: también percibí el perfecto ángulo de inclina59
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ción del respaldo, el delicado volumen de los apoyabrazos, la perfecta simetría de cada una de las partes que lo componían. Ningún otro objeto podría expresar con mayor elocuencia el significado de la palabra «comodidad». »Dejé que mi cuerpo se hundiera en la butaca y, mientras acariciaba los dos apoyabrazos con ambas manos, lancé un suspiro de placer y de auténtica satisfacción. »Una vez más pasé a ser un juguete en manos de la imaginación y en mi mente comenzaron a surgir extrañas fantasías. La escena que se presentó ante mis ojos era tan vívida que por un instante me pregunté si acaso no me estaría volviendo loco. Mientras me hallaba en aquel estado mental, me asaltó una extraña idea. No me cabe duda de que fue el mismo demonio quien me la susurró. A pesar de tratarse de mi siniestro pensamiento, me atrajo con un magnetismo tan poderoso que me resultó imposible resistirme. »Es evidente que al principio la idea se vio fortalecida por mi secreto anhelo de quedarme con la butaca. Sin embargo, consciente de que aquello no podía ser, deseé acto seguido acompañar a aquel mueble fuera cual fuera su destino. A medida que iba dando forma a tan fantástica ocurrencia, mi mente caía de modo gradual, aunque firme, en la trampa de una tentación casi terrorífica. Imagínese, señora… ¡Lo cierto es que tomé la decisión de poner en práctica aquel horrible plan sin preocuparme de sus consecuencias! »Me apresuré a destruir la butaca y después la reconstruí de acuerdo con mis extraños propósitos. Al ser de gran tamaño, con el asiento cubierto hasta el 60
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nivel del suelo, y con un respaldo y unos apoyabrazos también notables, no tardé en idear una cavidad lo bastante grande para acomodar a un hombre sin riesgo de que se notara su presencia. Ni que decir tiene que mi labor se veía obstaculizada por la enorme estructura de madera y por los muelles del interior, pero gracias a mi habitual talento artesanal remodelé la butaca para que las rodillas pudieran ir debajo del asiento, mientras que el torso y la cabeza quedarían en el respaldo. Si alguien se sentaba de esa forma en el hueco, podía permanecer perfectamente oculto. »Como este tipo de habilidad me resultaba tan natural, me permití añadir ciertos detalles para completar mi obra: mejoré la acústica con el objeto de captar ruidos del exterior y, por supuesto, hice en el cuero una mirilla que pasaba totalmente inadvertida. Además incorporé una zona de provisiones en la que puse varias cajas de galletas y una botella de agua. Para las otras necesidades de la naturaleza también coloqué una gran bolsa de goma y, tras acabar de acondicionarlo con las modificaciones mencionadas y algunas otras, el interior de la butaca se había convertido en un lugar bastante habitable, aunque no recomendable para más de dos o tres días seguidos. »Una vez finalizada aquella labor tan poco habitual, me desnudé de cintura para arriba y me enterré en la butaca. ¡Trate de imaginar la extraña sensación que me invadió, señora! Lo cierto es que tenía la impresión de haberme enterrado en una tumba solitaria. Tras reflexionar durante unos momentos, llegué a la conclusión de que realmente se trataba de una tumba. En cuanto me vi dentro de la butaca me sumí en 61
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una completa oscuridad, ¡y había dejado de existir para el resto de los mortales! »En aquel momento llegó un mensajero enviado por el comprador para llevarse la butaca en una carretilla de gran tamaño. Mi aprendiz, la única persona que vivía conmigo, no tenía la menor idea de lo que había sucedido. Lo vi hablar con el mensajero. »Al cargar la butaca en la carretilla, uno de los operarios exclamó: —¡Dios mío! ¡Cómo pesa este sillón! ¡Al menos una tonelada! »Al oír aquellas palabras el corazón me dio un brinco. A pesar de todo no llegaron a sospechar, ya que era evidente que se trataba de una butaca extraordinariamente pesada, y poco después sentí la vibración causada por el traqueteo de la carretilla en su recorrido callejero. No es necesario decir que mi preocupación era constante, pero al final, aquella misma tarde, la butaca en la que me había escondido fue depositada con un ruido sordo en el suelo de una dependencia del hotel. Más tarde descubrí que no era una sala cualquiera, sino el vestíbulo. »A estas alturas ya habrá adivinado usted hace tiempo que la razón principal que me impulsó a embarcarme en esta descabellada empresa era la de abandonar mi escondrijo de la butaca en cuanto no hubiese moros en la costa, luego merodear por el hotel y ponerme a robar. ¿Quién podría pensar que había, un hombre escondido en una butaca? Cual sombra fugaz, podría desvalijar cada una de las habitaciones a mis anchas, y cuando sonase la alarma me hallaría sano y salvo en el interior de mi santuario, conteniendo el aliento y 62
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contemplando las ridículas payasadas de la gente que me buscaba. »Quizá haya oído usted hablar del cangrejo ermitaño que suele encontrarse en zonas rocosas de la costa. Tiene forma de gran araña y se arrastra sigiloso hasta que, tan pronto como oye la cercanía de unos pasos, se retira a toda velocidad al interior de una concha vacía, un lugar desde donde dirige su mirada furtiva a los alrededores mientras deja medio expuestas las horripilantes y peludas patas. Yo era como aquel insólito monstruo-cangrejo. Pero, en lugar de una concha, gozaba de una protección mejor: una butaca capaz de ocultarme de un modo mucho más eficaz. »Como puede usted imaginar, mi plan era tan novedoso y original, tan completamente inesperado, que nadie tuvo la posibilidad de preverlo. En consecuencia, mi aventura resultó un éxito total. Al tercer día de mi llegada al hotel me di cuenta de que ya era dueño de un cuantioso botín. »Imagine la emoción y el entusiasmo que me provocaba robar todo lo que me viniese en gana, por no mencionar lo que me divertía al observar a la gente corriendo como loca de un lado a otro a escasos centímetros de mis narices, gritando «¡El ladrón se fue por ahí!», y «¡Se fue por allí!». No dispongo de tiempo para escribir todas mis experiencias con detalle. Mejor permítame continuar con la narración para hablarle de una fuente de inusitada diversión que tuve la oportunidad de descubrir y que resultó mucho más relevante: en realidad, lo que estoy a punto de relatar es el tema principal de esta carta.
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»Antes, sin embargo, debo pedirle que regrese al momento en que colocaron la butaca (y a mí) en el vestíbulo del hotel. En cuanto lo dejaron allí, todos los empleados se fueron turnando para probarlo. Pasada la novedad, abandonaron aquel lugar y reinó un absoluto silencio. No obstante, yo no logré reunir el valor suficiente para salir de mi santuario, ya que comencé a imaginar toda clase de peligros. Mantuve los oídos alerta durante un tiempo que me pareció un siglo. Poco después percibí que se acercaban unos pasos firmes, sin duda alguna procedentes del pasillo. Seguramente aquellos pies siguieron su camino sobre una gruesa alfombra, ya que el sonido se desvaneció por completo. »Instantes más tarde se apoderó de mis oídos el ruido que hacía un hombre con la respiración agitada. Antes de que pudiera adivinar lo que iba a suceder, cayó sobre mis rodillas un cuerpo grande y pesado, como el de un europeo, y tuve la sensación de que rebotaba dos o tres veces hasta que terminó por acomodarse del todo. Solo lo separaba de mis rodillas una fina capa de cuero y eso provocaba que casi sintiera el calor de su cuerpo. Sus hombros anchos y musculosos se apoyaron de lleno contra mi pecho mientras que sus macizos brazos se situaban directamente sobre los míos. Podía imaginarme a aquel individuo fumándose un puro, porque hasta mis fosas nasales llegaba flotando el intenso olor. »Intente usted, señora, ponerse en la insólita posición en que me encontraba, y piense un momento en lo absolutamente anormal de la situación. En lo que a mí se refiere, sin embargo, estaba por completo aterrorizado, tanto que me agazapé en mi oscuro escondite 64
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como petrificado, y un sudor frío me caía de las axilas. »Después de aquel individuo vinieron varias personas a «sentarse en mis rodillas» ese mismo día, como si hubieran aguardado su turno con paciencia. Ninguno, no obstante, sospechó siquiera durante un fugaz instante que el mullido «cojín» en el que se sentaban era en realidad carne humana por cuyas venas circulaba la sangre …, carne humana confinada en un extraño mundo de oscuridad. »¿Qué tenía aquel místico agujero que tanto me fascinaba? Me sentía en cierto modo como un animal viviendo en un mundo totalmente nuevo. Y en cuanto a quienes vivían en el mundo exterior, solo era capaz de identificarlos como gente que producía ruidos muy raros, respiraba intensamente, hablaba, hacía crujir sus ropas y poseía unos cuerpos blandos y redondeados. »Poco a poco comencé a distinguir a quienes se sentaban gracias al tacto más que a la vista. Los gordos parecían medusas, mientras que los muy delgados me daban la sensación de tener encima un esqueleto. Había otros rasgos distintivos, tales como la curvatura de la espina dorsal, la amplitud de los omóplatos, la longitud de los brazos y el grosor de los muslos, además del contorno de los traseros. Quizá suene extraño, pero no miento en absoluto si digo que, a pesar de que todas las personas parezcan similares, existen incontables matices susceptibles de percibirse únicamente mediante el tacto de sus cuerpos. De hecho hay las mismas diferencias que en el caso de las huellas dactilares o los contornos faciales. Ni que decir tiene que esta teoría se aplica también a los cuerpos femeninos. 65
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»Lo habitual es clasificar a las mujeres en dos grandes categorías: las feas y las guapas. Sin embargo, en mi oscuro y limitado mundo del interior de la butaca, los méritos o deméritos faciales eran un elemento secundario que se veía superado por las significativas cualidades que transmitía el tacto de la carne, el sonido de la voz, el olor corporal. (Señora, espero que no se sienta usted ofendida por el descaro con el que me expreso en algunas ocasiones). »Y de ese modo, para continuar con mi relato, apareció una chica (la primera que jamás había tenido sentada encima de mí) que encendió en mi corazón la llama de un amor apasionado. A juzgar solo por su voz, se trataba de una europea. En aquel momento, aunque en la sala no había nadie más, la felicidad debía de inundar su corazón, ya que al entrar con caminar ligero en la habitación iba cantando. »No tardé en darme cuenta de que se había detenido ante mi butaca y, sin previo aviso, se echó a reír de repente. Acto seguido oí que agitaba los brazos como un pez debatiéndose en una red, y luego se sentó… ¡sobre mí! Durante unos treinta minutos continuó cantando, moviendo el cuerpo y los pies al ritmo de la melodía. »El curso que tomaban los acontecimientos me resultaba bastante insólito, ya que siempre me había mantenido apartado de los individuos del sexo opuesto a causa de la fealdad de mi rostro. Ahora era consciente de que me hallaba en la misma sala que una chica europea a quien nunca había visto, con mi piel tocando prácticamente la suya a través de una fina capa de cuero. 66
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»Ella, que no sabía de mi presencia allí, siguió actuando con total libertad, haciendo lo que le apetecía. En el interior de la butaca yo me imaginaba abrazándola, besando su níveo cuello … Ojala hubiera podido quitar esa capa de cuero de en medio… »Después de esta experiencia en cierto modo ilícita, aunque más que agradable, olvidé por completo la intención inicial de dedicarme a robar. En su lugar tuve la sensación de precipitarme a toda velocidad en un nuevo remolino de placer enloquecedor. »Tras una larga reflexión, me dije a mí mismo: —Quizá mi destino sea disfrutar de esta clase de existencia. »La verdad se fue cerniendo sobre mí de forma gradual. Para quienes eran tan feos y repulsivos como yo, lo más inteligente era vivir la vida en el interior de una butaca. En ese extraño y oscuro mundo tenía la posibilidad de oír y tocar a todo tipo de criaturas deseables. »¡El amor en una butaca! Esta idea puede parecer sin duda demasiado fantasiosa. Solo quien lo ha experimentado de verdad puede dar fe de las emociones y los placeres que proporciona. Es evidente que se trata de un tipo de amor poco habitual, restringido a los sentidos del tacto, el oído y el olfato, un amor que arde en un mundo de oscuridad. »Lo crea o no, muchos de los acontecimientos que se producen en ese mundo son imposibles de comprender del todo. Al principio no pretendía nada más que perpetrar una serie de robos y después huir. Ahora, por el contrario, me había llegado a sentir tan unido a mis «dependencias» que incorporé ciertas me67
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joras que permitieran una existencia permanente en ellas. »En mis merodeos nocturnos siempre tomaba las máximas precauciones, vigilaba cada paso que daba, apenas hacía ruido. El riesgo de ser descubierto era mínimo. Cuando recuerdo, sin embargo, que me pasé varios meses dentro de una butaca sin que notaran mi presencia ni una sola vez, hasta yo mismo me siento sorprendido. »Durante la mayor parte del día me quedaba dentro de la butaca, sentado como un contorsionista, con los brazos flexionados y las rodillas dobladas. La consecuencia fue que llegué a sentir una especie de parálisis en el cuerpo. Además, como no podía ponerme recto en ningún momento, mis músculos perdían flexibilidad y se agarrotaban, y poco a poco empecé a arrastrarme para ir al baño en lugar de hacerlo caminando. ¡Qué estupidez! Ni siquiera ante todos esos sufrimientos logré convencerme de abandonar aquella locura y alejarme de aquel extraño mundo de placeres sensuales. »Aunque muchos de los huéspedes del hotel permanecían en este durante un mes, o incluso dos, y lo convertían en su lugar de residencia temporal, había una constante afluencia de clientes nuevos, y lo mismo sucedía con los que se marchaban. De ahí que no pudiera disfrutar de ningún amor duradero. Incluso hoy, al pensar en todas mis «aventuras amorosas», no recuerdo más que el tacto cálido de la carne. »Algunas mujeres poseían cuerpos firmes como los de los ponys; otras parecían tener cuerpos viscosos como los de las serpientes; y los de algunas otras estaban 68
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compuestos solo por grasa, lo que les confería la elástica viveza de una pelota de goma. También hay que mencionar las escasas excepciones de quienes parecían tener cuerpos hechos solo de puro músculo, como artísticas estatuas griegas. Pero, al margen de los diversos tipos o las distintas clases, cada uno de ellos poseía un encanto magnético que lo distinguía de los demás, y yo cambiaba sin cesar el objeto de mis pasiones. »Sirva como ejemplo que una vez vino a Japón una bailarina de renombre internacional, y dio la casualidad de que se alojó en ese mismo hotel. Aunque se sentó en mi butaca en una sola ocasión, el contacto de su carne tersa y mullida con la mía me proporcionó una emoción desconocida hasta entonces. Tan sublime fue aquella sensación que me condujo a un estado de exaltación absoluta. La experiencia, más que estimular mis instintos carnales, hizo que me imaginara como un artista de gran talento tocado por la varita mágica de un hada. »Extraños e inquietantes episodios se fueron sucediendo con gran rapidez. Pero las limitaciones de espacio me impiden realizar una detallada descripción de cada uno de los casos. Bastará con que presente un esquema general de los acontecimientos. »Un día, varios meses después de mi llegada al hotel, se produjo un giro inesperado en lo que a mi destino respecta. Por algún motivo, el propietario del hotel se vio obligado a partir hacia su país y, como resultado, la dirección del hotel pasó a manos japonesas. »Este cambio de propiedad dio lugar a una nueva política en la gestión, que marcó como objetivo una 69
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reducción drástica de gastos, así como la eliminación de los muebles lujosos y la adopción de otras medidas encaminadas al aumento de los beneficios económicos. Una de las primeras consecuencias de esta nueva política fue que los administradores sacaron a subasta todos los objetos extravagantes del hotel. En la lista se incluyó mi butaca. »Al tener noticia de estos hechos sentí una inmediata decepción. Pero no tardó en aparecer en mi interior una voz que me aconsejaba regresar al mundo exterior, el mundo normal, y disfrutar de la considerable suma que había logrado mediante el robo. Era consciente, por supuesto, de que no tendría que volver a mi humilde vida de artesano, ya que lo cierto es que me había convertido en un hombre relativamente rico. La idea de mi nuevo lugar en el seno de la sociedad me hizo superar la desilusión por verme obligado a dejar el hotel, al menos en apariencia. Además, tras una profunda reflexión acerca de todos los placeres obtenidos allí, tuve que admitir que las «aventuras amorosas», aunque muchas, se habían producido con mujeres extranjeras, y que en cierto modo siempre había echado algo de menos. »Llegado a ese punto, me di perfecta cuenta de que, como japonés, lo que de verdad anhelaba era una amante de mi propio mundo. Mientras mi mente daba una vuelta tras otra a aquellos pensamientos, la butaca (conmigo aún dentro) fue enviada a una tienda de muebles para una subasta. Quizá esta vez me decía a mí mismo, compre el sillón un japonés y acabe en una casa japonesa. Crucé los dedos y decidí ser paciente y seguir viviendo en la butaca un poco más de tiempo. 70
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»Aunque tuve que sufrir lo mío durante los dos o tres días que la butaca estuvo en la tienda de muebles, al final salió pronto a la venta y no tardaron en comprarla. Esto fue posible, por fortuna, gracias a la excelente factura derivada de su proceso de fabricación: aunque ya no era nueva todavía poseía un «porte digno». »El comprador era un alto dignatario que vivía en Tokio. En el trayecto de la tienda a la residencia palaciega de aquel hombre, los botes y los traqueteos del vehículo casi acabaron conmigo. Apreté los dientes y lo soporté con valentía, ya que me sentía reconfortado por la idea de que al fin me había comprado un japonés. »Ya en su casa, me colocaron en un espacioso estudio de estilo occidental. Había algo en aquella estancia que me procuró la más grande de las satisfacciones, ya que al parecer la butaca la iba a utilizar sobre todo la joven y atractiva esposa del comprador. »A lo largo de todo un mes tuve la oportunidad de estar junto a esa mujer de modo constante, unido a ella como si fuésemos uno, por así decirlo. A excepción de las horas destinadas a comer y a dormir, su tierno cuerpo estaba siempre sobre mis rodillas por la sencilla razón de que ella se hallaba dedicada en cuerpo y alma a su labor intelectual. »¡No se imagina usted cuánto amaba a aquella dama! Era la primera mujer japonesa con la que yo establecía un contacto tan estrecho, y, por si fuera poco, poseía un cuerpo maravillosamente atractivo. ¡La veía como la respuesta a todas mis plegarias! En comparación, mis otras «aventuras» con las diversas muje71
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res del hotel no parecían sino flirteos infantiles y nada más. »El loco amor que yo sentía hacia aquella intelectual dama quedaba probado por el hecho de que en todo momento anhelaba tenerla entre mis brazos. Cuando se marchaba, aunque fuera por un instante, esperaba su regreso como un Romeo enloquecido por el amor y añorando a su Julieta. Nunca antes había experimentado tales sensaciones. »Poco a poco fui sintiendo la necesidad de transmitirle mis sentimientos… de algún modo. En vano traté de llevar a cabo mi propósito, pero siempre me encontraba con un muro totalmente plano que me cerraba el camino, ya que mi indefensión era absoluta. ¡Oh, cómo ansiaba que ella me correspondiera! Sí, quizá piense usted que está leyendo la confesión de un loco, y es que estaba loco…, ¡locamente enamorado de ella! »Pero ¿de qué forma podría llamar su atención? Si me daba a conocer, la impresión de una noticia así la llevaría a avisar a su marido y a los criados de inmediato. Y eso, por supuesto, resultaría desastroso para mí, porque el descubrimiento no solo me acarrearía el deshonor, sino un severo castigo por los delitos que había cometido. »Entonces decidí que debía seguir un camino diferente, esto es, hacer todo lo posible porque se sintiera cada vez más cómoda y de ese modo suscitar en ella un amor natural por… ¡la butaca! Dado que se trataba de una verdadera artista, tenía cierta confianza en que su inherente inclinación hacia la belleza la guiaría en la dirección que yo deseaba. Y en lo que a mí respecta, buscaba la pura satisfacción derivada de su amor por 72
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un objeto material, ya que así me consolaría al creer que sus refinados sentimientos afectivos por una simple butaca serían lo bastante intensos como para alcanzar a la criatura que habitaba en su interior …, ¡y esa criatura era yo! »Me esforcé todo lo que pude para que se sintiera mejor cada vez que acomodaba su cuerpo en la butaca. Siempre que se sentía fatigada, tras llevar mucho tiempo sentada sobre mi humilde persona en la misma postura, yo cambiaba muy despacio la posición de las rodillas y la abrazaba de forma más cálida para que sus sensaciones fuesen cada vez más gratas. Y si se estaba quedando dormida, también movía las rodillas, siempre con gran lentitud, para mecerla y facilitarle un sueño más profundo. »En cierta manera quizá milagrosa (¿o no era más que mi imaginación?) aquella dama ya parecía sentir por la butaca un amor intenso, y es que cada vez que se sentaba se comportaba como un niño sumido en el abrazo de su madre, o como una chica rodeada por los brazos de su amante. Y cuando cambiaba de postura en la butaca, yo tenía la impresión de que disfrutaba de un regocijo cercano al sentimiento amoroso. »Terminé por pensar que si llegara a mirarme una sola vez, aunque solo fuera un breve y fugaz instante, podría morir en medio del placer más absoluto. »Estoy seguro, señora, de que a estas alturas habrá adivinado usted quién es el objeto de mi loca pasión. Para no andarme con rodeos, ¡lo cierto es que se trata de usted, señora! Desde que su marido me trajo de aquella tienda de muebles he sufrido unos dolores insoportables a causa del desmedido amor y el anhe73
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lo que siento por usted. No soy más que un gusano…, una criatura repugnante. »Solo deseo realizar una petición. ¿Aceptaría usted conocerme, verme una sola vez, solo una? No le pediré nada más. Ya sé que no merezco su simpatía, porque no he sido más que un villano a lo largo de toda mi vida, indigno siquiera de tocar la planta de sus pies. Pero si accede a este ruego, aunque no sea más que por compasión, mi gratitud será eterna. »Anoche salí a escondidas de su residencia para escribir esta confesión, ya que, aun alejándome del peligro, no reuní el valor suficiente de mostrarme ante usted cara a cara y sin aviso o preparación previos. »Mientras lee esta carta, estaré vagando por los alrededores de su casa con el corazón en un puño. Si decide usted satisfacer mi demanda, haga el favor de colocar un pañuelo en la maceta de flores que hay en el alféizar de su ventana. Ante esa señal, yo abriré la puerta y entraré como un humilde visitante… Así terminaba la carta. Incluso antes de acabar de leer las muchas páginas de que constaba la misiva, una premonición con cierto aire de malignidad había hecho que Yoshiko se pusiera mortalmente pálida. Se incorporó de forma inconsciente y huyó inmediatamente del estudio, de aquella butaca en la que había estado sentada y que se había convertido en su santuario dentro de una de las estancias de la casa. Su primera intención había sido la de no seguir leyendo y hacer trizas el espeluznante mensaje; pero, por alguna extraña razón, había continuado, y había ido dejando las hojas de apretada escritura encima de 74
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una mesilla. Ahora que había terminado, su premonición se reveló cierta. Aquella butaca en la que había estado sentada día tras día…, ¿realmente tenía un hombre en su interior? Si así era, ¡qué experiencia tan horrible había sufrido sin saberlo! Sintió un escalofrío de repente, como si por la espalda le hubieran echado un vaso de agua helada, y los temblores que vinieron a continuación parecían no tener fin. Se quedó con la vista fija en el vacío, como si estuviera en trance. ¿Debía examinar la butaca? Sin embargo, ¿cómo reunir las fuerzas suficientes para afrontar tan horrible prueba? Aunque ahora el sillón se hallase vacío, ¿qué ocurriría con la suciedad que aún quedara allí, como la comida y otros objetos de los que el inquilino hubiera tenido necesidad? —Señora, una carta para usted. Miró sobresaltada y vio a la criada en el umbral de la puerta con un sobre en la mano. Aturdida, Yoshiko cogió el sobre y logró ahogar un grito. ¡Qué horror! ¡Se trataba de otro mensaje del mismo hombre! De nuevo había escrito su nombre con aquella letra tan familiar. Dudó durante un largo instante si abrirla o no. Al final se armó de valor, rompió el lacre y sacó las hojas con sus trémulas manos. Esta segunda comunicación era breve y concisa, y contenía otra impresionante sorpresa: »Disculpe mi osadía al enviarle un nuevo mensaje. En primer lugar debo decirle que no soy más que uno de sus fervientes admiradores. El manuscrito que le he hecho llegar aparte no estaba inspirado más que 75
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por la imaginación y por el hecho de que yo sabía que usted había comprado esa butaca hacía poco tiempo. Es un ejemplo de mis humildes tentativas en lo que a la narrativa de ficción se refiere. Si tuviera la amabilidad de darme su opinión, le estaría enormemente agradecido. »Fueron motivos personales los que me indujeron a enviar el texto antes que esta carta de aclaración, y doy por hecho que ya lo ha leído. ¿Qué le ha parecido? Si cree que se trata de un relato más o menos divertido o entretenido, pensaré que todos mis esfuerzos literarios no han sido en vano. »A pesar de que se lo oculté de modo deliberado, pretendo que mi historia lleve por título «La butaca humana». »Reciba mi más afectuoso saludo y mis mejores deseos para el futuro. Atentamente…
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Un Amor inhumano
I ¿Ha oído usted hablar de Kadono? Se trata de mi anterior esposo, que falleció hace ya más de diez años. A pesar de todo el tiempo que ha transcurrido, cada vez que pronuncio ese nombre, Kadono, me parece como si hablase de alguien que no guardase ninguna relación conmigo y, en cuanto a aquel incidente, no sabría definirlo claramente, pero llega a producirme la sensación de si no habrá sido todo más que un sueño. ¿Qué destino me llevaría a casarme con alguien de la familia Kadono? No hace falta decir que, antes de prometernos, no existió entre nosotros nada tan indecente como una relación por gusto, sino que fue un intermediario quien convenció a mi madre, y ella a su vez quien me contó la propuesta, por lo que ¿cómo una chica ingenua e inocente como yo hubiera podido rechazarla? Como no podía ser de otra manera, hice una reverencia poniendo la frente casi sobre el tatami1 y asentí sin remedio ante lo que me decían.
1 El suelo de las viviendas japonesas está cubierto por los “tatami”; espesas y rígidas esteras confeccionadas con paja de arroz. Miden, aproximadamente, un metro por dos y sobre ella, el que mora y el visitante, van descalzos ya que los zapatos se dejan en la entrada.
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Sin embargo, al pensar que el iba a convertirse en mi esposo, como al fin y al cabo se trata de una ciudad pequeña y conocía de vista su rostro, aunque la familia de él gozaba de gran reputación, no podía ignorar que se rumoreaban cosas como que al parecer era una persona de carácter difícil. Tratándose de un hombre tan guapo, bueno a lo mejor ya lo sabe, pero ese hombre llamado Kadono era realmente un joven extremadamente agraciado, y no crea que lo digo por vanagloriarme; pero en fin, quizá debido en parte a su constitución enfermiza, el caso es que por muy guapo que fuera, de alguna manera presentaba una apariencia sombría, y su palidez, hasta el punto de dar la impresión de ser transparente, resaltaba todavía más su aspecto de caballero de la nobleza, por lo que más allá de su belleza, realmente producía una impresión fortísima. Me pasaba el día sufriendo sin un motivo real, pensando que puesto que se trataba de una persona de tal belleza, seguro que al margen de mí, tendría relación con alguna joven preciosa y que, aun cuando no fuera así, ¿cómo iba a querer de por vida a una mofletuda como yo? Por eso, estaba siempre pendiente de los chismorreos sobre sus amistades o sus criadas. Pasado un tiempo de esta manera, probando a realizar un compendio de todo lo escuchado, me encontraba con que mientras que por una parte no existía ni el más mínimo rastro de un comportamiento licencioso, que era una de mis preocupaciones, en lo que se refiere a su carácter difícil comprendí que no se trataba en absoluto de una persona normal.
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Un amor inhumano
En pocas palabras, podríamos decir que era lo que se llama un tipo raro. Contaba con muy pocas amistades y la mayor parte de estas eran personas con tendencia a no salir de casa. Pero lo más preocupante eran las habladurías acerca de que no le gustaban las mujeres. Si solo se tratara de rumores fundamentados en que no se le conocían salidas con motivo de tales entretenimientos, no resultaría preocupante, pero por lo visto realmente no sentía ninguna atracción por las mujeres y por lo que respecta a prometerse conmigo, se trató originalmente de una idea de sus padres y, por lo que me habían contado, la persona que hizo de intermediario, más que conmigo, donde tuvo muchísimas dificultades fue en convencerle a él de nuestro matrimonio. A decir verdad, no es que hubiera escuchado historias definitivas al respecto, sino que a partir de un comentario que se le escapó a alguien, quizá debido a la sensibilidad propia de una chica que está a punto de casarse, me convencí a mí misma de que así era. No, no, hasta que no me vi casada y no me sucedió aquel incidente, me tranquilizaba pensando que no se trataba más que de una idea con la que me había autosugestionado y buscaba explicarme todo de la manera que me resultase más conveniente. En este aspecto, hubo también algo de vanidad por mi parte, ¿verdad? Cuando recuerdo mis sentimientos de chica inocente de aquel entonces, y aunque esté mal que sea yo quien lo diga, me parece que era tan adorablemente ingenua… Mientras que por una parte me asaltaban dichos temores, por otra acudía al establecimiento de kimonos del barrio vecino para elegir distintas telas, que luego cosíamos entre todos los de la casa, y pre82
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paraba todo tipo de accesorios y otras pequeñas cosas que me serían necesarias. Luego llegaron los tradicionales regalos que enviaba el novio con motivo de los esponsales y las palabras de felicitación de las amigas, y también las de envidia. Me acostumbré a que, cada vez que me encontraba con una conocida, me tomara el pelo y, a la vez, eso me producía una alegría tal que casi me avergonzaba. En casa se respiraba un aire tan desbordante de alegría, que mantenía extasiada a esa chica de diecinueve años que era yo entonces. Algo que hay que tener en cuenta es que, por muy extravagante que él fuera, o por muy difícil carácter que tuviera, me sentía por completo fascinada ante esa apariencia de caballero distinguido que he mencionado antes. Además, pensaba cosas como que precisamente ese tipo de personas eran de sentimiento generoso y delicado, y que alguien así me protegería y volcaría todo su amor únicamente en mí, tratándome con cariño. ¡Hasta qué punto llegaba mi ingenuidad! También probé a ver las cosas de esa manera. Esa ceremonia de boda para la que al principio contaba ensimismada los días que faltaban doblando los dedos, como si fuera algo todavía muy lejano, se fue acercando y, cuanto más se acercaba, mis dulces ensoñaciones iban cambiando a unos temores mucho más realistas. Cuando por fin llegó el día de la celebración, se formó toda una hilera de comitiva ante el portón principal de la casa. Una vez más, no lo digo por presumir, pero para un barrio como el nuestro, se trataba de una hilera de gente realmente llamativa, formada por una cantidad de personas nada usual. Al subir
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al rikisha2 que iba ensartado en esa fila de gente, supongo que mis emociones eran las mismas que experimentaría cualquier otra joven en una situación así, y me sentía a punto de desmayarme, como si me viera transportada a otro mundo. Era exactamente igual que una oveja que llevasen al matadero. No se trataba sólo de un pánico psicológico, sino también sentía como si me clavaran agujas por todo el cuerpo entero, una sensación que no puedo explicar bien…
II Sin saber muy bien lo que estaba pasando, como si me hallara perdida en un sueño, finalizó la ceremonia de boda y los dos primeros días transcurrieron dentro de una confusión tal que no recuerdo siquiera si dormí o no. Los pasé conociendo cosas como qué tipo de personas eran mis suegros, cuántos empleados de servicio había, saludando y siendo saludada, haciendo las presentaciones aquí y allá. Luego, de vuelta a casa, con mi rikisha corriendo detrás del de mi esposo, mientras contemplaba su figura de espaldas dudaba de si aquello era un sueño o realidad… Uy, perdone usted, no hago más que hablar de estas cosas y lo más importante de la historia se ha quedado arrinconado, ¿verdad? Entonces, cuando comenzó a remitir todo el desorden propio de las celebraciones de boda, como dice el refrán «Es más fácil dar a luz que preocuparse por 2 Rikisha o jinrikisha es el cochecito de dos ruedas tirado por un corredor.
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ello», me encontré con que Kadono no solo no era el tipo tan extravagante que se rumoreaba, sino que era mucho más amable que el promedio de la gente y que en su trato, también conmigo, era afectuoso. Al experimentar ese alivio, la tensión cercana al sufrimiento que había padecido los últimos días se deshizo por completo, y pasé a pensar: ¿Pero entonces, resulta que la vida era algo tan feliz? Además, tanto mi suegro como mi suegra eran dos personas tan buenas que me hicieron considerar como superfluos todos los consejos que me había dado mi madre al respecto antes de casarme, y como encima Kadono era hijo único, no había tampoco que preocuparse de la complicada relación con las cuñadas, por lo que llegué a pensar que el papel de una mujer que ingresa como esposa en hogar ajeno era algo tan carente de dificultades que casi resultaba decepcionante. En cuanto a la buena planta de Kadono… No, no, no es lo que usted cree. Esto es algo que también forma parte del relato. Entonces, una vez que comenzó la convivencia con él, a diferencia de la visión que una tenía desde la distancia, por primera vez en mi vida alguien se convirtió en la única persona que importaba, aunque bueno, supongo que dirán que eso es lo normal. Pero, según avanzaban los días, sus modos y su porte varonil me parecían más y más sobresalientes, incluso sin parangón. No, no me refiero a que su rostro fuera bello, ni a ninguna cosa de ese estilo. Qué extraño es eso que llamamos el amor… Lo que diferenciaba a Kadono del común de los mortales quizá no llegara al punto de 85
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clasificarle como una persona rara, pero se podría definir como una especie de estado depresivo que a menudo le daba la apariencia de estar sumido en meditaciones, volviéndole taciturno. Por lo que respecta a la delicada belleza de su rostro, era un joven que, como se dice ahora, parecía transparente, lo cual confería un atractivo indescriptible que suponía un auténtico tormento para una chica de diecinueve años. Realmente el mundo me cambió por completo. Si los diecinueve años que pasé bajo los cuidados de mis padres los consideramos como el mundo real, el tiempo que transcurrió tras mis esponsales, que desgraciadamente solo duró medio año, fue idéntico al de un mundo de ensueño, donde me sentí como personaje de los cuentos de cabecera. Por decirlo de una manera un poco exagerada, era como el joven Urashima Taro3 en el Palacio del Dragón, que pasaba los días gozando de los favores de la princesa Oto. A pesar de que se dice que es muy duro ingresar en una nueva familia como esposa, en mi caso fue completamente al revés. Bueno, no, más bien puede que resulte más exacto decir que, antes de llegar a esa fase de penurias, sobrevino aquella terrible ruptura. Sobre cómo transcurrió mi vida durante aquel medio año, tan solo puedo decir que fue un tiempo muy feliz y además se me han olvidado los detalles concre3 Reconocida fábula japonesa que narra la historia de un joven pescador, Urashima Taro, quien salva a una tortuga de unos niños y que resultó ser nada más ni nada menos que la hija de Ryujin, el señor dragón del mar. Como agradecimiento, la princesa Oto lleva a Urashima al Palacio del Dragón; tras su despedida, la princesa le ofrece una caja que no debe abrir bajo ningún concepto. Urashima desacata esta advertencia y, al hacerlo, le produce un súbito envejecimiento.
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tos, que por otra parte tampoco guardan relación con esta historia y no suponen más que banales recuerdos que parecerían jactanciosos, por lo que los dejaré aparte, pero basta decir que el cariño que me demostró Kadono era de un calibre que difícilmente podrían igualar ni los esposos fuertemente enamorados de su mujer que hay en este mundo. Por supuesto que ante eso, únicamente podía sentir una profunda gratitud y, como se dice, me hallaba embriagada, sin que quedase en mí lugar alguno para la sospecha. Pero, pensándolo a posteriori, el que Kadono me demostrara su afecto de esa manera tan intensa en realidad encerraba un motivo realmente espantoso. De ningún modo estoy diciendo que el motivo de nuestra ruptura fuese el que me demostrase demasiado cariño. Simplemente, aquel hombre estaba esforzándose de todo corazón por ser cariñoso conmigo. Y eso de modo alguno lo hacía con la intención de engañarme, por lo que sucedió que cuanto más se esforzaba él, más daba yo por cierto su cariño, confiando por completo, y desde lo más profundo de mi ser me entregaba a él en cuerpo y alma, aferrándome a su persona. Entonces, ¿por qué aquel hombre realizaba aquel esfuerzo? En cuanto a ese tipo de cosas, se trata de algo de lo que me di cuenta mucho, mucho tiempo después, pero bajo aquella actitud yacía un motivo realmente horroroso.
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III Empecé a darme cuenta de que había algo raro justo a los seis meses de la ceremonia de boda. Pensándolo ahora, seguro que lo que sucedió es que en aquella época las energías que Kadono empleaba en sus esfuerzos por quererme se estaban empezando a agotar de una manera lastimosa. Aprovechando esa debilidad, una atracción diferente le estaba arrastrando a empujones hacia sí. Una chica tan joven como yo no podía conocer en qué consistía el amor de los hombres. Durante mucho tiempo estuve convencida de que era algo totalmente seguro que una manera de amar como la de Kadono superaba la de cualquier hombre, que se trataba de algo que nadie podría igualar. Sin embargo, incluso alguien como yo, que hasta ese punto había creído en el amor de Kadono, no pudo permanecer más tiempo sin que poco a poco terminase por empezar a sentir que en su composición se mezclaban moléculas de falsedad. Su apasionamiento de cada noche en el lecho nupcial no pasaba de ser meramente formal, mientras que en el fondo de su corazón perseguía algo muy lejano, y sentí que en él existía un vacío anormalmente frío. En el fondo de esa mirada con la que me acariciaba amoroso, unos ojos diferentes y fríos clavaban la vista en algo lejano. Esa voz suya que me susurraba palabras de amor, sonaba como hueca, y llegaba a parecerme una voz grabada que emitiese algún tipo de máquina programada para aquello. 88
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Pero, con todo, en aquel entonces no llegué hasta el punto de pensar que su cariño podría ser una impostura total desde el primer momento. A lo más que alcanzaba era a sospechar que se trataba de una muestra de que el amor de aquel hombre estaba comenzando a apartarse de mí para dirigirse hacia alguna otra persona. na de las carácterísticas de la sospecha es que, U una vez que aparecen los indicios que la originan, se expande a una velocidad vertiginosa, justo como las nubes que preceden a la llovizna del anochecer, por lo que todos y cada uno de los movimientos de mi marido, hasta los detalles más nimios, se convertían en motivos de sospecha que se aglomeraban dentro de mi corazón. En el reverso de las palabras que pronunció aquella vez, seguro que se oculta ese otro significado. ¿Adónde iría ese día que se ausentó? Eso y aquello que pasó entonces. Como se suele decir, una vez puestos a sospechar, ya no existen límites, y sentía como si de pronto desapareciera el suelo bajo mis pies y en su lugar se abriera una enorme caverna oscura que me fuese a arrastrar hacia un infierno de extensión desconocida. Sin embargo, a pesar de todas mis suspicacias, no conseguí obtener ninguna prueba que constituyese algo tangible para superar la fase de la simple sospecha. Aunque haya dicho que Kadono salía de casa, se trataba de salidas muy breves, cuyo destino por lo general conocía. Discretamente, probé a examinar también su diario y sus cartas, e incluso las fotografías que guardaba, pero no encontré nada que me permitiese verificar su estado de ánimo. 89
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¿No sería que ese frívolo corazón mío de jovencita estaba cultivando sospechas sin fundamento y que sentía necesidad de sufrir en vano? Varias veces intenté rectificar reflexionando de esta manera, pero una vez que la sospecha echa raíces, no hay modo de despejarla. Más aún porque cada vez que volvía a tener ante mí la figura de aquel hombre que, como si se hubiera olvidado incluso de mi existencia, permanecía con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos, me repetía: «Es indudable que tiene que haber algo, seguro, seguro, no puede existir otra explicación. Entonces, ¿acaso no se trataría de aquello?». Y es que, como he referido antes, debido a que Kadono era de un carácter extremadamente depresivo, tenía una tendencia natural a recluirse para reflexionar, y pasaba mucho tiempo a solas encerrado en una habitación dedicado a la lectura. Pero es que, además, decía que en la biblioteca de la casa se distraía, por lo que en su lugar subía al segundo piso del almacén de adobe4 que hay edificado en la parte trasera del jardín, y como, gracias a sus antepasados, allí se apilaban muchos libros antiguos que habían pasado de generación en generación, en aquel umbrío lugar, a veces incluso de noche, encender una antigua lámpara con pantalla de papel y pasar el tiempo a solas enfrascado en aquellos libros era para aquel hombre un agradable pasatiempo con el que disfrutaba desde sus años más jóvenes. Desde que yo llegué a esa casa, como si se hubiera 4 En japonés, kura. Se trata de una edificación separada de la casa principal, normalmente de adobe o de piedra, donde se guardan los objetos preciosos de la casa para protegerlos de los incendios, aunque la tendencia de los tiempos lo llevó a convertirse en una especie de trastero.
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olvidado de ello, había dejado incluso de acercarse al almacén, pero en el tiempo del que estoy hablando, comenzó otra vez a penetrar con frecuencia en su interior. ¿No existiría aquí algún motivo oculto? De pronto, pasé a fijar mi atención en ese punto.
IV Enfrascarse en la lectura dentro del segundo piso de un almacén de adobe puede considerarse una excentricidad, pero no constituye algo especialmente reprobable ni tampoco encierra nada sospechoso. Eso es lo que en principio pensaría cualquiera pero, por otra parte, si se vuelve a pensar en ello, en mi situación mi propósito era poner la mayor atención posible y vigilar todos y cada uno de los movimientos de Kadono, y puesto que había revisado todas sus pertenencias sin encontrar nada extraño, entonces ¿a qué podria deberse ese cariño hueco, esa mirada extraviada y el aspecto absorto que mostraba cuando se olvidaba hasta de mi propia existencia? Ya no me quedaba otro remedio que sospechar del segundo piso del almacén. Por añadidura, resultaba extraño que aquel hombre fuese siempre al almacén ya entrada la noche, a veces incluso acechando la respiración que yo exhalaba acostada junto a él, para luego deslizarse sigilosamente fuera del lecho. Cuando pensaba que habría ido a satisfacer sus necesidades y que regresaría pronto, me encontraba con que pasaba mucho tiempo antes de que volviese. Y si probaba a salir al repecho de la habitación, vislumbraba una tenue luz filtrándose por el ventanuco del almacén. No sé las veces que me 91
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sentí golpeada por una sensación indescriptiblemente aterradora. En cuanto al almacén, en los primeros días de mi vida como esposa en la casa, únicamente me lo habían enseñado de pasada en una rápida visita y, aparte de eso, con motivo del cambio de estación, había entrado solo una o dos veces para guardar cosas, por lo que aun cuando Kadono se encerrase allí durante unas horas, no podía pensar que realmente en su interior se hallase oculto nada que le hiciera tratarme con frialdad, así que nunca había probado a seguirle hasta allí. Por tanto, hasta entonces solo el segundo piso de aquel almacén de adobe había escapado a mi vigilancia, pero, dada la situación, tenía que dirigir mis sospechas hacia allí. Cuando me casé era mediados de primavera y cuando empecé a abrazar las sospechas hacia mi esposo era justo la época de otoño en que la luna se ve más hermosa. Curiosamente, todavía hoy recuerdo que al contemplar por detrás a Kadono, agazapado en el repecho que bordeaba la casa, sumido en sus pensamientos mientras, bañado por la luz de la luna, miraba fijamente durante largo tiempo hacia el almacén, por algún motivo sentía como si algo golpeara mi pecho; y esa impresión constituyó el detonante de mis sospechas. A partir de entonces, esas sospechas fueron profundizándose y, finalmente, aunque me resultaba vergonzoso, cuando terminé por seguir los pasos de Kadono y llegué a entrar en el almacén de adobe, ya nos encontrábamos a finales del otoño.
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¡Qué relación tan pasajera fue la nuestra! Ese profundo cariño de mi esposo, que me había hecho sentir tan embelesada (aunque, como he dicho antes, de ningún modo se trataba de un cariño auténtico), se enfrió en apenas medio año y a partir de entonces, como Urashima Taro que abrió la caja mágica, por primera vez en mi vida me despertaba bruscamente de mi mundo de ensueños para encontrar ante mis ojos que me esperaba un infierno sin límites formado por espantosas sospechas y celos, y que abría su enorme boca. Pero, al principio, no tenía una idea clara de que en el interior del almacén hubiera algo sospechoso, sino que, torturada por las dudas, rezaba por que al atisbar la solitaria figura de mi esposo se disipara cuanto antes mi incertidumbre y que de alguna manera encontrase allí algo que consiguiera tranquilizarme. Pero, por otra parte, aunque me aterraba comportarme como un ladrón, una vez que ya había tomado la decisión, no podía echarme atrás quedándome con la preocupación, así que una noche en la que ya se sentía frío, y en la que el canto de los insectos de otoño que hasta hace poco inundaba el jardín ya había remitido, yendo vestida solo con un sencillo kimono de invierno, proyecté espiar a mi esposo introduciéndome a escondidas en aquel segundo piso introduciéndome a escondidas en aquel segundo piso del almacén. Era una noche particularmente oscura, y mientras caminaba con mis sandalias de madera hacia el almacén, levanté la mirada hacia el cielo. La vista de las estrellas era hermosa, pero sentía que estaban anormalmente lejos y esa impresión acentuaba la soledad de la noche. 93
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A esas horas, en el edificio principal del recinto, tanto los padres como el personal de servicio se encontraban ya acostados desde hace tiempo. Como se trataba de un vasto caserón de provincias, aunque todavía eran las diez de la noche, se hallaba sumido en una calma absoluta, sin que se oyera un ruido, por lo que en mi recorrido hasta el almacén en la oscuridad a través de la maleza pasé miedo. Además, aun los días que no llovía, el camino presentaba una superficie húmeda, por lo que entre la maleza vivían sapos de gran tamaño que emitían de tanto en tanto un croar desagradable. Una vez soportado todo esto y llegado por fin hasta el almacén, allí me encontré con la misma oscuridad; y un tenue aroma a alcanfor mezclado con el frío olor a moho carácterístico de los almacenes me envolvió todo el cuerpo, causándome un escalofrío. Si no fuera porque en el interior de su corazón ardía el fuego de los celos, ¿cómo iba una chica de diecinueve años a actuar de una forma semejante? Realmente no hay nada tan temible como el amor, ¿no es cierto? Moviéndome a tientas en el interior, me aproximé a las escaleras que llevaban al segundo piso, y desde allí comprendí el motivo de la oscuridad reinante, pues la trampilla que había al terminar los escalones se hallaba completamente cerrada. Conteniendo el aliento, fui subiendo escalón tras escalón poniendo cuidado en no hacer ruido, y por fin conseguí llegar arriba del todo, donde probé a empujar sigilosamente la trampilla. Sin embargo, ¿acaso Kadono no había tenido la precaución de cerrar desde arriba, impidiendo que se abriera? Si se trataba solo de leer libros, no existiría la necesidad de llegar hasta el punto de echar el cerrojo, 94
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por lo que incluso ese pequeño detalle se convertía en un nuevo elemento de preocupación. ¿Qué podía hacer? ¿Sería mejor golpear la trampilla y pedir que me abriese? No, no, a estas horas de la noche, si hiciera algo semejante, ¿no pondría al descubierto mi corazón suspicaz y en adelante se mostraría todavía más frío conmigo? Pero ya no me veía capaz de continuar soportando esta situación interminable como si fuera una serpiente a la que están torturando antes de matarla definitivamente. ¿No sería mejor decidirse de una vez y pedir que me abrieran la trampilla para, aprovechando que nos hallábamos alejados de la casa, poner ante los ojos de mi esposo todas mis sospechas con objeto de escuchar sus verdaderos sentimientos? Dándole vueltas a este tipo de pensamientos, dudaba ahí agazapazada bajo la trampilla cuando justo en ese momento sucedió algo realmente espantoso.
V ¿Por qué se me ocurriría aquella noche algo como penetrar en el interior del almacén de adobe? A pesar de que, si se aplicaba el más mero sentido común, resultaba evidente que a altas horas de la noche en el segundo piso del almacén no podía estar ocurriendo nada, el hecho de haber terminado acudiendo allí empujada por el estúpido demonio de la sospecha, ¿no se debería a la existencia de algún tipo de reacción emocional que la lógica no puede explicar? ¿Sería eso que vulgarmente se llama presentimiento? En este mundo, de vez en cuando suceden cosas sorprendentes im95
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posibles de juzgar mediante el sentido común. En aquel momento, proveniente del segundo piso del almacén, escuché cómo se filtraban unas voces que cuchicheaban, y no solo eso, sino que se trataba de las voces de un hombre y una mujer. Ni que decir tiene que la voz masculina era la de Kadono, pero ¿quién diablos podía ser su contraparte femenina? Al ver que mis disparatadas sospechas se aparecían como una realidad tan obvia, una chica como yo que todavía no estaba acostumbrada a las vicisitudes de este mundo, se quedó anonadada ante el golpe; y más que enfurecerme, me aterroricé. Dominada por el espanto y una tristeza inigualable en este mundo, a duras penas conseguí contener las ganas de echarme a llorar y comencé a temblar como si me fuese a dar un ataque de nervios; pero aun en esa condición, lo cierto es que no podía dejar de prestar atención para intentar escuchar la conversación que se mantenía arriba. —Si continuamos con estos encuentros secretos, siento que causaremos un dolor imperdonable a tu pobre esposa. Era una débil voz de mujer, que hablaba tan bajo que apenas resultaba audible, pero supliendo con la imaginación las partes que no pude escuchar, por fin conseguí comprender sus palabras. A juzgar por el tono de la voz, la mujer debía de ser unos tres o cuatro años mayor que yo, pero, a diferencia de mí, que soy regordeta, me pareció que sin duda tendría un porte esbelto, como esas mujeres que salen en las novelas del señor Kyoka Izumi5, y tan bella como un sueño. 5 Kyoka Izumi (1873-1939) fue un destacado escritor japonés considerado
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—No creas que no me siento igual —replicó la voz de Kadono—. Pero, como te digo siempre, me esfuerzo lo más posible por amar a Kyoko; aunque, tristemente, lo cierto es que no lo consigo. Desde muy joven he intimado tanto contigo que, por mucho que intente cambiar, por mucho que lo intento, no puedo apartarme de ti. No tengo palabras para disculparme ante Kyoko, pero por mucho que pienso «Perdóname, perdóname», no puedo evitar venir como hoy todas las noches para ver tu rostro. Por favor, intenta comprender la angustia de mi corazón. La voz de Kadono era firme, y pronunciaba las frases de una manera extrañamente formal, que resonaba en mi corazón como si se me clavase. —Qué feliz soy… Que una persona tan hermosa como tú deje desatendida a esa magnífica esposa que tiene y piense de esa manera en mí… Realmente, qué mujer tan afortunada soy. Soy muy feliz… A continuación, ese oído mío ya tan afinado, pudo captar un tenue sonido como si la mujer hubiera recostado su cabeza sobre las rodillas de Kadono. Luego vinieron unos sonidos tan aborrecibles como el roce de telas de seda e incluso el de un beso. Bueno, pruebe usted a imaginarse la situación. Y cuáles eran mis sentimientos en ese momento. Si hubiera tenido la edad que tengo ahora, habría entrado allí aunque fuera rompiendo a golpes la trampilla, sin importarme lo que pasara para, una vez dentro, desgranar ante ellos todos y cada uno de mis reproches; pero al fin y al cabo en aquel entonces no era más que como el gran exponente de la “novela gótica” nipona.
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una chiquilla y carecía del valor suficiente para ello. Conteniendo con el extremo la tristeza que me afloraba a los ojos con el extremo de la manga de mi kimono, en mi turbación no me decidía a abandonar el lugar y continué allí sintiendo como si me muriera. Pasado un tiempo, con un sobresalto escuché el ruido de un golpe suave y luego unos pasos en el suelo de madera sobre mí de alguien que se estaba aproximando hacia la trampilla. Como también para mí resultaría muy vergonzoso que nos encontrásemos en aquel momento allí cara a cara, bajé los escalones a toda prisa y salí afuera del almacén, escondiéndome sigilosamente en las proximidades. Con los ojos ardiendo de rencor, decidí fijarme bien en el rostro de esa maldita mujer, con intención de no olvidarlo. Se oyó el traqueteo de la trampilla al abrirse y al momento se filtró la luz desde la abertura. Sin que hubiera equivocación posible, el que descendía con sigilo por los escalones con la vieja lámpara en una mano era mi esposo, pero por más que esperaba ver a continuación a aquella tipa mientras la maldecía en mi interior, Kadono cerró la enorme puerta del almacén sonoramente y, pasando por delante de donde yo me hallaba escondida, se alejó por el jardín haciendo resonar sus sandalias de madera, sin indicio alguno de que la mujer fuese también a salir. Puesto que se trataba de uno de esos clásicos almacenes construidos para guardar cosas valiosas, solo tenía una puerta y, aunque había ventanas, todas estaban cubiertas por una rejilla metálica, por lo que no podía existir ninguna otra salida. Por eso, que a pesar de esperar tanto tiempo no hubiese la menor señal 98
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de que la puerta fuese a abrirse, resultaba algo demasiado extraño. Para empezar, Kadono no podía haberse marchado dejando abandonada de esa manera a una mujer a la que tenía tanto aprecio, entonces, ¿no se trataría todo de un plan tramado durante mucho tiempo, durante el cual hubieran preparado un pasadizo secreto en algún punto del almacén? Al pensar en eso, ante mis ojos flotó la imaginaria visión de una mujer enloquecida de amor, que dominada por el único pensamiento de encontrarse con el hombre que amaba, olvidaba su miedo de arrastrarse tanteando por las tinieblas del pasadizo, por lo que me aterrorizó continuar allí sola en la oscuridad. Además, como me preocupaba que mi esposo sospechara al encontrarse con que yo no estaba, decidí que en cualquier caso por esa noche me volvería ya a casa.
VI Desde entonces, no sé las veces que me introduje secretamente en el almacén sumido en la oscuridad de la noche. Luego, ya en el interior, hasta qué llegaba mi sufrimiento al estar allí escuchando las palabras de amor que mi esposo y esa mujer se intercambiaban… En cada una de estas veces, me dediqué con todo mi afán a intentar ver como fuese a esa mujer; pero, al igual que en la primera noche, el único que salía del almacén era mi esposo Kadono, y nunca llegué siquiera a vislumbrar figura de mujer alguna. En cierta ocasión llevé conmigo unas cerillas y, tan pronto como me aseguré de que mi esposo ya había salido del almacén, subí con sigilo al segundo piso y, a 99
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la luz de las cerillas, probé a examinar el lugar, pero, a pesar de que no podía haberle dado tiempo a esconderse, no encontré ni sombra de una mujer. En otra ocasión, aprovechando una ausencia de mi esposo, me introduje secretamente en el almacén durante el día y lo recorrí inspeccionando todos los rincones por si encontraba la entrada a algún tipo de pasadizo o por si, por un casual, una de las rejillas metálicas de las ventanas estuviera rota. Examiné todas las posibilidades, pero no encontré un solo lugar por el que ni siquiera un ratón pudiera salir del almacén. ¿Acaso no resultaba incomprensible? Después de realizar todas esas comprobaciones, más que la tristeza o el despecho, se apoderó de mí un inevitable estremecimiento ante lo indeciblemente siniestro del asunto. Y a la noche siguiente, como era de esperar, aquella mujer que no se sabía por dónde entraba, volvía a dejar oír su seductora voz de siempre susurrando palabras de amor a mi esposo una y otra vez, para luego volver a desaparecer como un espectro hacia no se sabe dónde. ¿No se trataría de algún espíritu viviente6 que mantenía hechizado a Kadono? ¿No es cierto que Kadono, depresivo por naturaleza y de un carácter distinto al de la mayoría de la gente que hacía pensar en una serpiente, resultaba por tanto propenso a ser poseído por alguna entidad extraña como los espíritus vivientes? (Y quizá puede que también por eso mismo yo a mi 6 En japonés, ikiryo. Se trata del espíritu de alguien que sufre por alguna afrenta (incluyendo las amorosas) y que abandona el cuerpo físico para aparecerse ante el objeto de sus tormentos, a veces con intención vengativa.
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vez me sintiera hechizada por él). Pensando en estas cosas, terminé incluso por ver al propio Kadono como una especie de criatura diabólica, experimentando un sentimiento imposible de calificar. ¿No sería mejor tomar de una vez la determinación de volver a mi hogar natal y allí contarlo todo? ¿O hablar de este asunto con los padres de Kadono? Dado lo terrorífico y siniestro de la situación, estuve incontables veces a punto de tomar una decisión en este sentido. Sin embargo, si planteaba imprudentemente un asunto como este, propio de una historia sobrenatural tan intangible como una nube, posiblemente no me creerían una palabra y se reirían de mí, por lo que no podía permitir que encima cayese la vergüenza sobre mí, y mi corazón de jovencita tuvo que encontrar la fuerza suficiente para resistir uno o dos días más y alargar la decisión. Pensándolo ahora, ya desde aquel entonces era una mujer que no se daba por vencida fácilmente, ¿verdad? Entonces, cierta noche sucedió lo siguiente. De pronto, caí en la cuenta de algo extraño. Se trataba de que al finalizar una de esas citas secretas de siempre entre ambos en el segundo piso del almacén, unos instantes antes de que Kadono dispusiera a descender, sentí un suave golpe, como si se cerrara una tapa y, a continuación, un sonido metálico que recordaba al de echar un cerrojo. Pensándolo bien, aunque se trataba de sonidos muy tenues, me dio la sensación de que los había escuchado también las otras noches. Los únicos objetos del segundo piso del almacén capaces de producir un sonido semejante eran unos cuantos arcones de madera que se guardaban allí. En101
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tonces, ¿aquella mujer se escondía en el interior de uno de esos arcones? Si se tratara de una persona viva, tendría necesidad de comer y, para empezar, no tenía lógica que alguien pudiera permanecer durante tanto tiempo dentro de un arcón que resultaría asfixiante; pero, por algún motivo, concluí que no cabía equivocación posible en que esa era la realidad. Al darme cuenta de aquello, no podía permanecer inactiva por más tiempo. No me quedaría satisfecha hasta que de alguna manera consiguiera robar la llave del arcón, abrir la tapa y ver el rostro de esa mujerzuela que hablaba con mi esposo. Y bueno, llegado el caso, aunque tuviera que ponerme a morder y arañar, no me dejaría vencer por esa mujer de ninguna manera. Como si diera ya por sentado que la mujer se hallaría oculta dentro del arcón, esperé a que amaneciera mientras rechinaba los dientes. Al día siguiente me resultó inesperadamente fácil sustraer la llave, extrayéndola del cofrecillo donde la guardaba Kadono. En aquella ocasión me hallaba por completo ofuscada pero, aun así, para una chica de diecinueve años suponía una tarea que le sobrepasaba. Hasta entonces llevaba ya varias noches seguidas sin dormir bien, y además de la creciente palidez de mi rostro, había adelgazado considerablemente. Como afortunadamente dormía en una habitación bastante alejada de mis suegros, y mi esposo se hallaba absorto en sí mismo, pude pasar ese medio mes sin que nadie sospechase de mí. Pues bien, ya conseguida la llave, ¿cómo podría definir mis sentimientos al entrar de tapadillo en aquel almacén de adobe que incluso durante el día perma102
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necía en una semipenumbra y olía a tierra húmeda? Visto ahora, me sorprendo de que pudiera hacer algo semejante y todavía hoy me parece extraordinario. Por cierto que, no recuerdo si fue antes de robar la llave o mientras subía los escalones hacia el segundo piso del almacén, pero en ese atribulado espíritu mío donde se arremolinaban confusos los sentimientos, surgió de pronto una estrafalaria idea. Se trata de algo que no tiene mayor importancia, pero ya de paso se los contaré también. Consiste en que sospeché si aquella voz que llevaba escuchando durante varios días, por un casual no sería la del propio Kadono, que la modulaba para hablar con un tono diferente, y en realidad se encontraba solo. Parecía por completo como una superchería montada para engañar a la gente pero, en realidad, bien podría tratarse de, por ejemplo, un recurso para escribir una novela; o de que para actuar en una obra de teatro, en ese segundo piso del almacén donde nadie le escuchaba, estuviera practicando discretamente los diálogos. Entonces, llegué a sospechar una explicación tan absurda como que en el interior del arcón, en lugar de algo como una mujer, a lo mejor lo que había oculto eran los ropajes para disfrazarse en la obra de teatro. Ji,ji, ji. Desde luego que la vanidad se me había subido a la cabeza. Me hallaba tan confundida, hasta tal punto llegaba el trastorno en mi interior, que me imaginaba este tipo de explicaciones a la medida de mi conveniencia. Y es que si se piensa en el sentido de aquellos murmullos amorosos, ¿cómo iba a existir en este mundo la persona que emplease de manera tan estúpida aquel tono de voz? 103
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VII Debido a que los Kadono eran una de las conocidas familias de más abolengo del barrio, en el segundo piso del almacén se alineaban todo tipo de objetos antiguos heredados de generación en generación, lo cual le daba por completo el aspecto de la tienda de un anticuario. Junto a tres de sus cuatro paredes se alineaban, como he dicho, grandes arcones recubiertos de un esmalte rojo bermellón, y la pared restante quedaba tapada por cinco o seis librerías de estilo antiguo muy altas, encima de las cuales se amontonaban cubiertos de polvo una serie de libros que no cabían en las estanterías, de portada amarillenta y con el lomo semicarcomido por los insectos. En las estanterías había cajas vetustas para guardar rollos ilustrados, un antiguo baúl de viaje para llevar entre dos, con el escudo familiar a gran tamaño, cestos de mimbre, cerámicas de estilo desfasado y, mezclado con todo ello y resultando particularmente llamativo, los utensilios para pintarse los dientes de negro, incluyendo un gran cuenco y un barreño para el tinte, todos ellos enrojecidos por el paso de los años pero con los escudos de familia y los motivos ornamentales en oro bien visibles. Pero lo más siniestro era, justo en la entrada de las escaleras, dos armaduras decorativas dentro de sus marcos de madera, sentadas como si estuvieran vivas, una de ellas austera, del estilo llamado «cordones negros», y la otra, creo que se llama «estilo escarlata»7, 7 Diferentes estilos dentro de las armaduras de samurái. Las partes de
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ambas renegridas y con los cordones rotos en varios lugares, pero en su día debían de haber sido resplandecientes como el fuego y con un aspecto imponente. Ambas tenían también el casco y hasta esa horrible máscara de hierro que cubre desde la nariz hasta la barbilla. En el interior del almacén, que incluso durante el día resultaba lóbrego, si uno miraba fijamente durante un tiempo estas armaduras, parecía como si de un momento a otro el guantelete y la espinillera fuesen a moverse para levantarse y agarrar la enorme lanza que había colgada justo encima, con lo que daban ganas de soltar un grito y darse a la fuga. A través de las rejillas metálicas, por las pequeñas ventanas penetraba la suave luz del otoño, pero se trataba de ventanas tan pequeñas que en el interior del almacén, sobre todo en las esquinas, reinaba una oscuridad como la de la noche y solo los elementos decorativos en oro o los objetos de metal relucían amenazadores y cortantes, como los ojos de una criatura diabólica. Dentro de un lugar así, si una se imaginaba la presencia de un espíritu viviente, ¿cómo podría soportarlo siendo solo una mujer? El que finalmente pudiera vencer ese miedo, ese horror, y, de todas maneras, consiguiese abrir los arcones, se debió sin duda a la poderosa fuerza de ese granuja que es el amor. Mientras abría una por una la tapa de los arcones, pensando que mi idea era absurda, pero a la vez con un presentimiento desagradable, sentía cómo mi metal se unían unas con otras mediante accesorios de cuero o cordones. La denominación aquí utilizada se refiere al color de los cordones usados.
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cuerpo se empapaba en un sudor frío y una angustia que parecía a punto de cortar mi respiración. Sin embargo, al levantar la tapa y echar un ojo al interior sintiéndome como si estuviera ante un ataúd, metí la cabeza con decisión y, tal y como me esperaba, o quizá en contra de lo que me esperaba, allí no había más que trajes anticuados, ropa de cama, hermosas cajas para guardar cartas y similares, sin que encontrase nada sospechoso. Pero entonces, ¿qué significaría aquel sonido que escuchaba siempre de una tapadera cerrándose seguido del chasquido de un cerrojo? Pensando en lo extraño que resultaba todo, mis ojos se posaron de repente en una serie de cajas de madera clara sin pintar que había apiladas en el último de los arcones que abrí, en cuya tapa, utilizando el elegante estilo de escritura de las familias de tradición guerrera, estaban escritos nombres como «la princesa», «los cinco músicos» o «los tres borrachines». Se trataba de cajas que contenían las tradicionales figuritas que se exhiben como adorno en la fiesta de las muñecas de comienzo de marzo. Cuál no sería mi tranquilidad al comprobar que no había nada horrible por ninguna parte. Por tanto, aun en esa situación, llevada de mi curiosidad femenina, de pronto me entraron ganas de probar a abrir todas esas cajas. Sacándolas de sus cajas una por una, vi que esta era la de la princesa, aquella la del Ministro del Cerezo y esa otra la del Ministro del Mandarino y así, mientras las iba mirando, junto con el olor a alcanfor que impregnaba todo, se mezclaba una sensación de antigüedad, un sentimiento de nostalgia que, unido al detallismo en la piel de esos muñecos propio de la época en que se fabricaron, antes de que me diese cuenta, 106
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me transportaron a un mundo de ensueño. De esta manera, permanecí durante un tiempo arrobada con los muñecos, hasta que de pronto caí en la cuenta de que en uno de los extremos del interior de un arcón había una caja rectangular de madera clara sin pintar y de casi un metro de largo que, a diferencia del resto, estaba colocada como si se tratase de algo muy valioso. En su cara anterior, en el mismo estilo de caligrafía que las otras, estaba escrito «dispensa»8. Preguntándome qué podría ser, la saqué con cuidado y, al abrirla y ver lo que había en su interior, me vi golpeada por una impresión tan fuerte que, inconscientemente, aparté la vista. Y en ese mismo instante, supongo que debe de ser estas situaciones lo que llaman conocimiento instintivo, las dudas que abrigaba desde hace varios días se resolvieron totalmente.
VIII Si les digo que lo que me sobresaltó hasta ese punto era solo una muñeca, seguro que con toda probabilidad se reirían de mí diciendo «pues vaya». Pero eso es porque ustedes no conocen los muñecos auténticos, esas obras de arte que los maestros artesanos de antaño fabricaron poniendo en ello todas sus energías. ¿Por casualidad no se han encontrado nunca en el rincón de algún museo frente a uno de esos antiguos mu8 «Dispensa» era una etiqueta que se colocaba en las cajas con los regalos recibidos por parte de personajes importantes, como los señores feudales o la corte imperial.
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ñecos y haber sentido un escalofrío indescriptible ante su extremado realismo? ¿No se han sorprendido ante el fascinante atractivo ultraterreno, como de un sueño, que tienen en el caso de que se trate de la figura de una chica o un chico jóvenes? Me pregunto si conocen ustedes el inquietante aire enigmático de los muñecos que antiguamente traían como regalo desde la corte de Kyoto… O también, en los remotos tiempos en que estaba en todo su esplendor el amor homosexual entre samuráis, el hecho extraño de que los lascivos más sofisticados de entonces encargaban muñecos a imagen y semejanza de sus chicos favoritos y se pasaban día y noche acariciándolos. Pero no. Sin necesidad de referirse a tiempos tan remotos, si por ejemplo ustedes conocieran las extrañas leyendas que se cuentan de los muñecos joruri del bunraku9 o los muñecos vivientes10 creados por ese genio de nuestros días que es Kamehachi Yasumoto, creo que comprendería perfectamente mi sentimiento de sorpresa cuando en aquella ocasión vi esa única muñeca. Se trata de algo que supe más tarde, cuando pregunté discretamente sobre el particular al padre de Kadono, pero aquella muñeca que encontré dentro del arcón era una dádiva del señor feudal, fabricada en la Era Ansei11 por un maestro de muñecos llama9 Bunraku es el teatro tradicional de muñecos animados por varios técnicos. Joruri son los libretos de dichas representaciones. 10 Ikiningyo significa literalmente «muñeco vivo». Se trata de muñecos de porcelana de gran realismo. 11 La Era Ansei abarcó de 1854 a 1860.
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do Tachiki. Suelen conocerse por el nombre de «muñecos de Kyoto», pero al parecer su nombre correcto es «muñecos ukiyo»12, y su altura alcanza aproximadamente un metro, lo que viene a ser la estatura de un niño de unos diez años. Sus pies y sus manos tienen gran detallismo, su cabeza está peinada al antiguo estilo Shimada y van vestidos con kimonos teñidos al modo clásico, decorados con motivos de gran tamaño. Esto también es algo que escuché más adelante, pero dicha apariencia correspondía al estilo del artista de muñecos Tachiki y, a pesar de tratarse de una obra tan antigua, esa figura de muchacha, curiosamente, tenía un rostro muy de nuestros tiempos. Sus labios, gruesos y de un rojo muy intenso, daban la impresión de estar expectantes, y en ambas comisuras las mejillas le formaban unos carrillos con un escalón. Sus abiertos ojos de párpado doble parecían transmitir un mensaje y, sobre ellos, las espesas cejas sonreían con magnanimidad. Pero además, lo más extraordinario de todo era el atractivo que producían sus delicadas orejas, apenas teñidas de un poco de color, que daban la sensación de ser de algodón rojo envuelto en una tela de seda blanca. Ese rostro tan resplandeciente y rebosante de deseo carnal había perdido algo de color debido al tiempo transcurrido, por lo que, a excepción de los labios, presentaba una extraña palidez. Su suave piel daba la impresión de estar cubierta de sudor, quizá por la su12 Ukiyo es la palabra para denominar el mundo cotidiano y fugaz de la gente corriente. Son famosos los dibujos ukiyo-e, que representaban imágenes del día a día de los japoneses.
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ciedad de las manos que la habían tocado, todo lo cual le confería un aspecto todavía más seductor, más provocativo. Al contemplar esa muñeca en el oscuro interior del almacén de adobe impregnado de olor a alcanfor, mi cuerpo comenzó a temblar del sobresalto, ante el extraordinario realismo de su acabado, que producía la impresión de que de un momento a otro sus labios se iban a entreabrir y esos bien formados pechos iban a moverse al ritmo de la respiración. En menuda situación me encontraba… Mi esposo estaba enamorado de una fría muñeca sin vida. Al comprobar el misterioso atractivo de esta muñeca, ya no había ninguna otra explicación posible para el enigma. El carácter misántropo de mi esposo, los susurros amorosos en el almacén, el sonido de la tapa del arcón al cerrarse, la mujer que no mostraba su figura… A juzgar por la suma de todos estos elementos, no cabía sino concluir que la mujer de aquellos encuentros en realidad era esta muñeca. Con posterioridad, añadiendo a todo esto los comentarios que escuché de otras personas, pude figurarme que Kadono, con una extraña predisposición innata al carácter soñador, antes de enamorarse de mujer alguna, descubrió por casualidad la muñeca en el interior del arcón, y su alma quedó atrapada por su fuerte poder de fascinación. Desde un primer momento, aquel hombre no había ido nunca el almacén para algo como leer libros. Según escuché de cierta persona, desde los tiempos antiguos no eran pocos los casos en que un ser humano se enamoraba de un muñeco o de una imagen bu110
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dista. Por desgracia, mi esposo era uno de esos hombres y, para mayor desgracia todavía, por casualidad en la casa de alguien como él se guardaba uno de esos rarísimos muñecos fabricados por un maestro en la materia. Un amor inhumano, un amor diferente a los de este mundo. Aquel que experimenta un amor semejante, siente hormiguear su alma con un placer extraño, imposible de saborear con un ser vivo, como si viviera dentro de un sueño o de un cuento de cabecera y, sin embargo, al mismo tiempo se retuerce en un sufrimiento continuo, provocado por los remordimientos de su culpa y manotea intentando escapar como sea de ese infierno. Que Kadono se casara conmigo y se obsesionase en poner todos sus esfuerzos para amarme, ¿no sería todo nada más que las huellas de ese sufrimiento? Viéndolo de esa manera, se explica el significado de aquellos susurros amorosos de «Me siento culpable hacia Kyoko», etc, etc. Tampoco queda resquicio de duda acerca de que mi esposo utilizaba un tono de mujer para poner voz a esa muñeca. Aah… ¿bajo qué desgraciado signo habrá nacido una mujer como yo?
IX Pues bien, la confesión sobre mi culpa en realidad se refiere al espantoso suceso que aconteció después. Me imagino que después de escuchar mi larga y aburrida perorata pensarán con fastidio «Pero cómo, ¿todavía no se termina?», sin embargo, no deben ustedes preocuparse. Finalizaré en muy poco tiempo mi expli111
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cación sobre los puntos esenciales de lo que ocurrió. No se asusten, pero lo que quiero decir con eso de «espantoso suceso» es que, en realidad, esta mujer que ustedes ven aquí cometió un delito de asesinato. El por qué un criminal semejante puede continuar su vida tranquilamente sin sufrir condena alguna es porque ese asesinato no lo cometí yo directamente con mis propias manos. Podríamos decir que se trató de un crimen indirecto, por lo que aun cuando en aquel entonces hubiera confesado todo, no constituiría suficiente delito como para ser penalizada. Aun así, a pesar de que legalmente hablando no existiera delito, resulta meridianamente claro que fui la culpable de haber conducido a ese hombre hacia la muerte. Se trata de algo que mi superficial corazón de jovencita, asustado por lo sucedido, me impidió atravesarme a confesar; y cuanto más lo pienso más lo lamento. Desde entonces hasta hoy no he podido dormir tranquila ni una sola noche. Esta confesión de ahora, en cierto modo, es mi única manera de expiar el crimen cometido hacia mi marido. De cualquier manera, lo cierto es que en aquellos días mis ojos se hallaban cegados por el amor. Al saber que mi rival de amores, increíblemente, no era una mujer viva sino solo una fría muñeca, por mucho que se tratase de una obra maestra, sentí una rabia incontenible al verme sustituida por esa inanimada figura de barro, y más fuerte aun que mi despecho fue el desprecio que sentí por la deplorable vileza en que había caído el corazón de mi esposo. Entonces pensé que si no existiera semejante muñeca, no sucedería algo como esto y terminé incluso por odiar al mismísi112
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mo Tachiki. «¡Pues qué! Entonces, pase lo que pase voy a machacar la provocadora jeta de esa asquerosa muñeca y arrancarle sus brazos y piernas. De esa manera, Kadono no podrá llegar hasta el punto de amar a una mujer inexistente». Pensando en eso, no quedaba un momento que perder, así que tras verificar por si acaso esa misma noche una vez más el encuentro amoroso secreto entre mi esposo y la muñeca, a la mañana siguiente subí al segundo piso del almacén y de una vez despedacé la figura en cachitos, machacándola a conciencia hasta el punto de que ojos, nariz y boca quedaron irreconocibles. Con esto, si ahora prestaba atención a la actitud de mi esposo, sabría si mi suposición resultaba acertada o no, aunque de ningún modo podía estar equivocada. Así, justo como si fuera el cadáver de un hombre atropellado, la muñeca quedó con la cabeza, el tronco y los miembros por separado, y viendo que la figura de ayer se convertía en ese horrible cascarón como un esqueleto, por fin mi corazón se sintió aliviado.
X A la noche, desconocedor de los acontecimientos, Kadono espió como de costumbre mi respiración para ver si me hallaba dormida y, tomando la vieja lámpara de papel, se perdió en la oscuridad que circundaba la casa. Ni que decir tiene que se apresuraba hacia su encuentro secreto con la muñeca. Por mi parte, mientras aparentaba estar dormida, contemplé quedamente esa figura suya de espaldas, que se alejaba con cier113
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to regusto de satisfacción pero, a la vez también con algo de tristeza, experimentando una extraña mezcla de emociones. ¿Cuál sería la reacción de aquel hombre cuando descubriera el cadáver de la figura? Avergonzado por su amor anormal, ¿recogería en silencio los restos de la muñeca y se desharía de ellos aparentando que no había pasado nada? O por el contrario, ¿montaría en cólera buscando al culpable y, en su furia, me golpearía o gritaría enloquecido? Qué feliz sería si así fuese… Y es que si Kadono se enfadaba, eso supondría una señal de que aquel hombre no estaba realmente enamorado de la muñeca. Expectante, aguzando el oído, me mantenía atenta a los sonidos que pudieran provenir desde el interior del almacén de adobe. Sin embargo, ¿cuánto duraría mi espera? Por más que aguardaba, mi esposo no volvía. ¿Por qué no regresaba ese hombre a pesar de que una vez vista la muñeca rota, ya no debería tener motivo alguno para continuar en el almacén y, además, ya había pasado un tiempo similar al de otras veces? ¿No sería que, en realidad, su compañera no era la muñeca sino una mujer de carne y hueso? Al pensar en eso, no conseguía tranquilizarme y, sin poder aguantar más, me levanté del lecho y, tomando otra de las antiguas lámparas de papel, corrí a oscuras entre la maleza hacia el almacén. Según veía al subir los peldaños del almacén, en esta ocasión la trampilla de siempre permanecía abierta; y al parecer la vieja lámpara de papel continuaba encendida en el segundo piso, ya que su luz rojiza se filtraba por el agujero iluminado hasta el comienzo de 114
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la escalera. Con el corazón agitado por un presentimiento, subí por la escalera a toda prisa mientras gritaba «esposo mío» u, a la luz de la lámpara, pude entrever que por desgracia mi funesto presagio había dado en el blanco. Allí yacían uno doblado sobre el otro los cadáveres de mi esposo y la muñeca, en medio del mar de sangre que cubría el suelo de madera y, junto a ambos, sorbiendo la sangre, se hallaba tirada la valiosa katana que había pasado de generación en generación. Un suicidio por amor entre un hombre y un montón de barro. A mis ojos, no solo no resultaba ridículo, sino que presentaba una solemnidad tan indecible que mi corazón quedó sobrecogido e incapaz de emitir voz o lágrima alguna, no pude sino permanecer allí de pie inmóvil. Pude ver cómo de un trozo de los labios de esa muñeca que yo había despezado, como si fuera la propia figura quien sangrara, se extendía un hilo de sangre que goteaba sobre el brazo con el que mi esposo abrazaba los restos de la cabeza. Y, en su agonía, la muñeca mostraba una siniestra sonrisa.
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Si es que esta historia no ha sido un sueño mío o una alucinación debida a una locura transitoria, entonces no hay duda de que quien estaba loco era aquel hombre que viajaba con un cuadro en relieve13. Sin embargo, al igual que a veces los sueños nos permiten entrever fugazmente un mundo diferente al nuestro, o los locos pueden ver y escuchar cosas que nosotros somos incapaces de percibir, creo que este suceso me permitió durante unos instantes atisbar de manera inesperada un fragmento de un mundo diferente que yace fuera de nuestro campo de visión, como si estuviera mirando a través del inexplicable mecanismo de una lente atmosférica. Era un día cálido, cubierto de tenues nubes, en una época imprecisa. Me hallaba en el camino de vuelta desde Uotsu, a dónde había viajado con la intención de ver un espejismo14. Cuando relato esta historia, de vez en cuando alguno de mis amigos más íntimos lo 13 Se trata de un tipo de collage, formado a base de figuras de diversos materiales que se adhieren sobre la pintura de fondo. Por otra parte, al propietario de este cuadro, en este cuento se le denomina como «el anciano», cuando, a la luz de lo narrado, no debía llegar a los sesenta años, pero hay que tener en cuenta que, para las personas de aquella época, alguien de esa edad se consideraba ya viejo. 14 La localidad costera de Uotsu, en la prefectura de Toyama, todavía es hoy famosa por la relativa frecuencia con que se ven espejismos.
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refutada con un «pero si tú nunca has estado en Uotsu, ¿no es así?». Y cada vez que me dicen esto, soy incapaz de precisar cuándo viajé a Uotsu o de encontrar ninguna prueba al respecto. ¿Realmente no habrá sido todo un sueño? Sin embargo, jamás había tenido hasta entonces un sueño de tan denso colorido. Las imágenes de los sueños, al igual que las del cine15, carecen completamente de color, mientras que el panorama del interior de aquel vagón de tren, con ese impresionante cuadro en relieve como motivo central, donde predominaban los colores púrpura y escarlata, como los ojos de una serpiente, se había grabado a fuego en mi memoria. ¿Podría existir un sueño que fuera como una película coloreada? En aquella época, vi por primera vez lo que llaman un espejismo. Yo, que me imaginaba algo así como aquellos antiguos dibujos con el hermoso Palacio del Dragón16 flotando sobre una concha de almeja, cuando vi el auténtico espejismo me sorprendí tanto que me provocó una sensación cercana al horror y gruesos goterones de sudor. Destacándose como una multitud de insectos hormigueando, junto a la hilera de pinos de la playa de Uotsu se arremolinaba un grupo de gente que, conteniendo la respiración, contemplaba todo el campo de visión que ofrecían el cielo y la superficie del mar. No he visto en ninguna otra ocasión un mar tan tranquilo y enmudecido como aquel. Para mí, que tenía la idea 15 En aquel tiempo no existía todavía el cine en color. 16 El Palacio del Dragón es la morada submarina de la protagonista del cuento de Urashima, el pescador.
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de que el Mar del Japón era extremadamente agreste, supuso algo por completo inesperado. Se trataba de un mar grisáceo, sin una sola ola, similar a un pantano que se extendiera hasta unos confines invisibles, ilimitados. Y, a diferencia de los mares del océano Pacífico, carecía de una línea de horizonte clara, confundiéndose el gris del cielo con el del agua, lo cual causaba la impresión de hallarse dentro de una cúpula de espesa niebla de grosor desconocido. Pero, en lugar del cielo, la mitad superior de esta niebla, inesperadamente, correspondía al mar y, con aspecto intangible, como el de un espectro, se desplazaba allí el gran velamen de un barco. El espejismo se reflejaba en el cielo como si se hubiesen dejado caer unas gotas de tinta china sobre una película lechosa y, a continuación, se fueran extendiendo lenta pero inexorablemente sobre la superficie de manera natural hasta formar sobre el vasto cielo una escena de cine proyectándose a tamaño gigante. Los bosques de la lejana Península de Noto, por el efecto de la discrepante lente atmosférica, se veían como negruzcos insectos que estuvieran bajo la desenfocada lente de un microscopio, borrosos pero a la vez aumentados hasta un tamaño absurdo, cubriendo las cabezas de los espectadores. Aquello se parecía a una oscura nube de forma extraña; pero, en el caso de una nube negra, se puede precisar con exactitud su posición, mientras que en el de un espejismo, enigmáticamente, a aquel que lo ve le resulta muy difícil determinar a qué distancia se encuentra. A veces parecía un ogro gigante situado sobre el horizonte de un mar lejano; en otras ocasiones la impresión era como de una niebla de extraña forma a pocos metros de distan121
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cia y a punto de abalanzarse sobre uno; e incluso hubo momentos en que la sensación era como si sobre la superficie de la córnea del espectador solo flotara un punto suelto con apariencia de grumo nuboso. Esta imprecisión acerca de su distancia a nosotros es lo que confiere a la visión de los espejismos una inquietante sensación de enloquecimiento mayor de lo que me imaginaba. Mientras daba la impresión de permanecer fijo en el mismo lugar, el espejismo iba cambiando de una forma a otra por completo diferente sin que pudiese precisarse el momento concreto. Unos gigantescos triángulos negros de contornos difusos que se apilaban para formar una torre que se deshacía al instante, una forma alargada que se desplazaba veloz en horizontal como un tren, luego se dividía a su vez en otras sombras menores que se alineaban como las copas de una fila de cipreses17 y así sucesivamente. Si la fuerza mágica de los espejismos es capaz de enloquecer al ser humano, entonces probablemente es que yo mismo no pude escapar del influjo de dicho hechizo, por lo menos hasta el tiempo en que permanecí dentro del vagón de vuelta a casa. Lo que puedo decir con toda seguridad es que durante las casi dos horas que permanecí en pie contemplando aquel enigmático cielo y en el tiempo que pasé desde que en ese atardecer partí de Uotsu hasta que finalizó mi no17 Para ser exactos, en el texto japonés se dice arabiya sugi que literalmente, sería cryptomeria arábiga. El sugi (cryptomeria) es un árbol típicamente japonés, por lo que es probable que con la denominación arábiga quiera referirse a lo que se llama cedro del Líbano. En cualquier caso, la cryptomeria y el cedro son árboles diferentes.
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che en el tren, me encontraba en un estado de ánimo totalmente distinto al ordinario. Me pregunto si no se trataría de un tipo de locura temporal que, al igual que la de un maníaco que asalta a la gente por las calles, invadió mi espíritu furtivamente durante ese tiempo. Serían cerca de las seis de la tarde cuando tomé el tren en la estación de Uotsu con destino a Ueno18. No sé si se trataría de una extraña casualidad o si era algo habitual en los trenes de aquella región, pero el caso es que el vagón de segunda clase donde viajaba se hallaba tan vacío como la nave de una iglesia y, aparte de mí, solo había un pasajero, que había subido anteriormente, acurrucado sobre el asiento del lateral opuesto al mío. Con el repicar del monótono ruido de la maquinaria, el tren parecía correr sin fin por la solitaria línea de costa, bordeando abruptos acantilados y playas de arena. En la lejanía de ese mar similar a un pantano y envuelto en neblina, se distinguía aun tenuemente el rojo oscuro del anochecer. Un blanco velamen que parecía anormalmente grande se deslizaba por aquella superficie como salido de un sueño. Puesto que era un día de calor húmedo, en el que no soplaba nada de viento, la brisa que debido a nuestro avance penetraba por alguna de las escasas ventanas abiertas del tren era tan liviana como un fantasma. Atravesamos cantidad de túneles cortos y a los lados se alineaban los postes de los protectores de nieve, por lo que tanto el mar como el vasto y grisáceo cielo que cruzaban ante 18 La estación de Ueno, situada un poco más al norte de la estación central de Tokyo, era el principal punto de salida y llegada para los trenes de largo recorrido hacia el norte y el este del país.
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nuestros ojos daban la impresión de estar divididos en franjas verticales. Cuando pasábamos junto a los acantilados de Oyashirazu, la oscuridad alcanzó un punto en que la luz del vagón y el resplandor del cielo resultaban similares. Justo en ese momento, aquel único pasajero con el que compartía vagón se levantó y comenzó a desatar el gran envoltorio de raso negro que tenía colocado sobre el asiento acolchado. Luego, comenzó a envolver en él el equipaje plano de unos ochenta centímetros de alto que hasta entonces había dejado apoyado de cara a la ventana. Aquella escena me produjo una vaga impresión de extrañeza. Aquel objeto plano, que probablemente fuera un marco, parecía encerrar un significado especial en su cara anterior, y por eso estaba colocado en vertical, mirando hacia la ventana. No podía sino pensarse que ese objeto inicialmente ya se hallaba envuelto en la tela y que había sido sacado a propósito para colocarlo de esta manera frente a la ventana. Y, además, según pude entrever mientras el hombre lo envolvía de nuevo, el cuadro que había pintado en la cara anterior de ese marco poseía un colorido extrañamente vívido, hasta el punto de que, en cierto modo, no parecía propio de este mundo. Entonces, decidí examinar con más detenimiento al propietario de aquel estrafalario objeto. Y, para mi sorpresa, me encontré con que el hombre resultaba todavía más anormal que su equipaje. Presentaba una apariencia muy anticuada, tal que alguien así solo podemos verlo hoy en esas descoloridas fotografías de nuestros padres cuando éramos jóvenes. Vestía cha124
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queta negra, de hombros desgastados y cuello estrecho pero, a alguien como él, alto y con piernas largas, le quedaba extrañamente bien, e incluso parecía conferirle gran elegancia. Dejando aparte lo demacrado de sus facciones y un brillo en sus ojos mayor de lo normal, su cuerpo se hallaba bien proporcionado y la impresión general era la de un hombre de buen porte. Además, debido a esa lustrosa cabellera negra con la raya pulcramente delineada, a primera vista daba la impresión de tener unos cuarenta años, aunque si luego se fijaba uno con más detalle en las numerosas arrugas que surcaban su rostro, el cálculo podía corregirse de golpe hasta echarle unos sesenta años. Cuando advertí el contraste entre esos negros cabellos y el rostro cruzado de arrugas en horizontal y vertical, me llevé un sobresalto tan grande que me causó una sensación de profunda inquietud. Al terminar de envolver cuidadosamente su carga, el hombre volvió de improviso su rostro hacia mí, y como justo en ese momento también yo tenía puesta toda mi atención en observarle a él, nuestras miradas se encontraron sin poder evitarlo. Entonces, como si estuviera algo avergonzado, dejó entrever una leve sonrisa en la comisura de sus labios. En un acto reflejo, devolví el saludo con una ligera inclinación de cabeza. A continuación, mientras pasaban ante nuestros ojos dos o tres estaciones pequeñas, sentados cada uno en nuestro extremo, nos cruzábamos de tanto en tanto la mirada, desviándola de nuevo con incomodidad inmediatamente después. El interior ya se encontraba completamente a oscuras. Aunque uno pegara 125
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su cara al cristal de la ventana para echar una ojeada, la única iluminación que podía vislumbrarse en ocasiones eran las lejanas lamparillas de los barcos de pesca que flotaban dispersos en altamar. Encerrado en aquel paisaje de oscuridad sin límites, el alargado interior de nuestro vagón conformaba un universo aparte donde se repetía incesante el monótono traqueteo. Se diría que el mundo entero, junto con todos sus seres vivos, había desaparecido sin dejar rastro para dejarnos únicamente a nosotros dos en el interior de aquel vagón tenuemente iluminado. En nuestro vagón de segunda clase no subió un solo pasajero en ninguna de las estaciones en que paramos, y tampoco pasó ni una sola vez el revisor o el chico de los recados. Pensándolo ahora, también esa circunstancia resulta algo extremadamente insólito. Poco a poco, aquel hombre que lo mismo podía tener cuarenta años que sesenta y que lucía un aire de prestidigitador occidental, fue infundiéndome cada vez más miedo. El miedo, cuando no puede confundirse con otra sensación, es algo que se va extendiendo sin límites por el interior de uno hasta llegar a ocuparlo todo. Cuando terminé por sentir el pánico hasta en el último de los poros de mi piel, sin poder contenerme más, me puse súbitamente en pie y caminé con decisión hacia el hombre que estaba sentado en el lado opuesto. Precisamente porque me atemorizaba, su presencia me resultaba molesta, y por eso me aproximé a él. Dejándome caer silenciosamente sobre el mullido asiento frente a él, y sintiéndome yo mismo como una criatura extraña, estreché mis párpados y contuve el 126
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aliento para mirar fijamente aquel pálido rostro surcado de arrugas que, visto de cerca, resultaba aún más inusual. Desde que me levanté de mi asiento, el hombre me estuvo invitando con la mirada a acercarme; al quedarme yo mirándole fijamente, reaccionó con actitud de haber estado esperando ese momento, y con un movimiento de su barbilla, señaló el objeto plano que había envuelto antes. Luego, sin mayor preámbulo, y como si fueran las palabras más naturales del mundo para esa situación, dijo: —¿Se trata de esto? Su tono de voz transmitía una naturalidad que, por el contrario, me sobresaltó. —Quiere usted ver esto, ¿verdad? —volvió a repetir en vista de que yo permanecía callado. —¿Me lo enseñaría usted? —respondí impulsivamente dejándome llevar por la actitud de mi interlocutor, a pesar de que de ningún modo había sido el deseo de ver aquel equipaje lo que me había llevado a levantarme de mi asiento. —Con mucho gusto se lo mostraré. Llevaba un tiempo pensando que a usted le gustaría verlo. Que se acercaría hasta aquí para verlo. Tras estas palabras, el hombre, o mejor dicho el anciano, deshizo cuidadosamente con sus largos dedos el nudo que ataba el envoltorio de tela, y colocó aquel marco de pie contra la ventana, esta vez con su cara anterior vuelta hacia mi. Nada más echar un vistazo a aquella superficie, cerré los ojos en un acto reflejo. Todavía hoy no puedo 127
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explicarme el motivo por el que lo hice. Solo sé que sentí que algo irresistible me impulsaba a hacerlo y que permanecí así unos segundos. Cuando volví a abrir los ojos, ante mí había algo tan extraordinario como jamás había visto hasta entonces. Pero, en realidad, carezco de palabras para explicar claramente en qué consistía su carácter extraordinario. El cuadro consistía en un fondo como el de las casas señoriales que aparecen en el teatro kabuki19, dentro del cual, representadas mediante una perspectiva exagerada, había compartimentadas una serie de habitaciones con suelo de tatami20 verdoso y unos techos cuadriculados con motivos en relieve, formando un panorama que parecía extenderse hacia el fondo hasta donde se perdía la vista. El color predominante era un añil chillón, del que se usaba para los ukiyo-e21 o para los carteles de los espectáculos. A la izquierda, en primer plano, había pintada en color negro una tosca ventana de estilo medieval y delante de ella y en el mismo color negro, una mesa escritorio en una posición de ángulo imposible. El paisaje de fondo, si di19 Forma de teatro japonés tradicional que se caracteriza por su drama estilizado y el uso de maquillajes elaborados en los actores. Se traduce, generalmente, como “el arte de cantar y bailar”. 20 El suelo de las viviendas japonesas está cubierto por los tatami; espesas y rígidas esteras confeccionadas con paja de arroz. Miden, aproximadamente, un metro por dos y sobre ella, el que mora y el visitante, van descalzos ya que los zapatos se dejan en la entrada. 21 Los ukiyo-e (“pinturas del mundo flotante”) son grabados realizados mediante xilografía que datan del siglo XVII en el Japón, cuyo gran artificie fue Hishikawa Moronobu (quién trabajó, en un principio, con un solo color).
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go que se parecía al que aparece en las tablillas de los templos donde se escriben los deseos, creo será fácil de imaginar. En ese fondo, se destacaban en relieve dos figuras humanas de unos treinta centímetros de altura. Cuando resalto que aparecían en relieve es porque solamente aquellas dos personas estaban realizadas mediante la técnica de pegar imágenes talladas sobre un cuadro. Una era un anciano vestido con un traje negro occidental de terciopelo y estilo anticuado, sentado con aire cohibido y, asombrosamente, no solo su rostro y el aspecto de sus cabellos, sino que incluso su manera de vestir era idéntica a la del portador del cuadro. La otra era una hermosa joven de unos diecisiete o dieciocho años de buena presencia, con el antiguo peinado similar a una cascada típico de las chicas solteras y vestida con un kimono de mangas largas en tonos escarlata ceñido por un obi22 de raso negro y que, en una peculiar pose a la vez avergonzada y provocativa, se reclinaba amorosa contra las rodillas del anciano. En pocas palabras, una imagen que recordaba a las escenas amorosas del kabuki. El contraste entre el anciano vestido a la manera occidental y su joven amante, obviamente confería una impresión de anormalidad, pero cuando hablo de percibir algo «extraordinario», no me refiero a eso. A diferencia del tosco fondo, uno no podía sino asombrarse ante el detallismo de la técnica de las imágenes incrustadas. Los rostros parecían hechos de blanca seda, con unos altibajos de gran realismo y re22 El obi es una faja ancha de tela fuerte que se lleva sobre el kimono y que se ata a la espalda de distintas formas.
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flejaban hasta las más mínimas hendiduras; los cabellos de la chica, recogidos como si fueran los de un ser humano, parecían auténticos e insertados uno a uno; en la cabeza del anciano, nuevamente, no podía sino pensarse que se habían utilizado canas auténticas para entremezclaras cuidadosamente entre la cabellera, y su traje dejaba ver incluso las costuras y unos botones tan diminutos como bolitas de espuma. La redondez de los pechos de la chica y las incitantes curvas de sus muslos, la forma en que pendía la tela de sus rojas mangas o el color de la piel que dejaban entrever, así como esas uñitas como conchas que lucían sus dedos… Uno se imaginaba que, en caso de inspeccionar el cuadro con una lupa, probablemente pudieran descubrirse incluso los poros y el vello de la piel. Hasta entonces, los únicos ejemplos que conocía de retratos en relieve eran aquellos en forma de raqueta que representaban a actores de teatro, cuya técnica revelaba un gran detallismo, pero en el caso de este cuadro con los personajes en relieve que tenía ahora ante mis ojos, no existía ni punto de comparación en su extremado refinamiento. Probablemente se debía a la mano de un renombrado maestro en la materia. Sin embargo, tampoco era eso el punto que yo califico de «extraordinario». El marco en sí parecía muy viejo y la pintura de fondo aparecía desconchada en algunas partes. El kimono de la chica y el fieltro de la chaqueta del viejo se hallaban descoloridos a más no poder pero, a pesar de la pérdida de color, por algún motivo inexplicable conservaban su viveza y, a los ojos del espectador se hallaban tan llenos de vida que no cabía sino decir que se trataba de algo extraordinario. Sin embar130
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go, tampoco es eso a lo que me refiero cuando hablo de «extraordinario». Aquella sensación, por decirlo de alguna manera, consistía en que las dos figuras incrustadas en el cuadro estaban vivas. En el teatro de muñecos del bunraku, a lo largo de la representación del día, sucede una sola vez, o como mucho dos, que durante apenas un instante, el muñeco animado por las manos del maestro cobra auténtica vida como si hubiera recibido en ese momento el soplo divino. Pues bien, el aspecto de las figuras de este cuadro en relieve era como si esos muñecos que habían cobrado vida durante un instante hubieran sido clavados al momento en una tabla sin estarles permitido dejar escapar esa vida, permaneciendo allí vivos para la eternidad. Quizá estimulado al ver la sorpresa que delataba mi rostro, con un tono de voz que mostraba delectación, el viejo exclamó casi gritando: —¡Ah, creo que a lo mejor usted sabrá comprenderme! Mientras decía esto, abrió cuidadosamente con una llave la cajita de cuero negro que llevaba colgada del hombro y extrajo unos prismáticos que a continuación extendió hacia mí. —Tenga. Pruebe a mirar con estos anteojos. No, no, desde ahí sería demasiado cerca. Disculpe la impertinencia, pero es mejor que se aleje un poco más. Sí, eso es, justo ahí está bien. Realmente, se trataba de una petición anormal, pero me hallaba preso de una ilimitada curiosidad por lo que, tal y como decía el anciano, me puse en pie y 131
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me alejé cinco o seis pasos del cuadro. Con objeto de que yo pudiese verlo bien, el hombre sujetó el marco con ambas manos y lo colocó de manera que le diese bien la luz. Pensándolo ahora, no hay duda de que se trataba de una extraña escena, propia de locos. Los anteojos en cuestión debían de ser una de esas mercancías llegadas antaño por barco desde el extranjero hace veinte o treinta años, como las que veíamos a menudo de pequeños en los escaparates de las ópticas y que consistían en unos prismáticos gemelos de forma extraña. Se hallaban tan desgastados por el roce de las manos, que el cuero negro que los recubría presentaba claros en algunas partes, dejando ver la parte metálica interior, por lo cual conjuntaba muy bien con el traje occidental de su propietario en su condición de objeto anticuado que retrotraía con nostalgia a otras épocas. Ante lo inusual del objeto, di vueltas en mis manos a aquellos binoculares y entonces, cuando terminé por llevármelos a los ojos con ambas manos con objeto de mirar por ellos, sucedió algo inesperado. De improviso, realmente de improviso, el viejo lanzó un grito similar a un gemido que casi me hizo soltar los prismáticos que estuvieron a punto de caerse. —¡Eso no, eso no! Los tiene usted del revés. No debe usted mirar en sentido contrario. No haga eso de ninguna manera. El viejo había empalidecido y, con los ojos muy abiertos, agitaba la mano continuamente en gesto negativo. Me resultaba incomprensible por qué adoptaba aquella actitud tan anormal, ni por qué era algo tan terrible que uno mirase por los prismáticos en el sen132
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tido contrario. —Ah, ya veo. ¿Así que estaban del revés? Como me hallaba con la atención centrada en mirar por aquellos binoculares no me preocupé demasiado por la sospechosa expresión de su rostro y, poniendo los prismáticos en el sentido correcto, me los llevé deprisa a los ojos para mirar el cuadro en relieve a su través. Según iba ajustando el foco, los dos campos circulares de visión se fueron solapando hasta formar uno solo y apareció una imagen difusa similar a un arcoíris que poco a poco fue aclarando sus perfiles. Mi visión quedó completamente ocupada por la parte superior del cuerpo de la chica de pecho para arriba a un tamaño sorprendentemente grande, como si el mundo entero fuera aquella imagen. Una aparición similar ni la había visto hasta entonces ni la he vuelto a ver después, por lo que explicársela a los lectores me supone una tarea harto difícil pero, intentando recordar una sensación similar, creo que podría poner como ejemplo la imagen que en cierto momento produce una buceadora tras lanzarse al mar desde su barca. No se me ocurre ninguna otra manera de calificarlo. Cuando se halla en lo más profundo del mar, el desnudo cuerpo de la pescadora de perlas, debido a las complejas perturbaciones del agua azul, ve convertida su figura de manera antinatural en un haz de algas que se escurre retorciéndose y con sus contornos borrosos, casi como un espectro blanquecino. Luego, esa forma, según va ascendiendo hacia la superficie, debido a que el azul del agua va perdiendo progresivamente su coloración, va definiendo de ma133
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nera cada vez más clara sus contornos hasta que en el instante en que su cuerpo irrumpe abruptamente en el exterior, como si nos despertásemos de pronto, el blanco espectro del fondo del agua muestra de pronto su auténtica condición de ser humano. Justo de la misma manera, la chica del cuadro en relieve apareció ante mis ojos al mirar por los prismáticos, exactamente igual que una joven de tamaño real que estuviese viva y a punto de moverse. Al otro lado de las lentes de estos anticuados prismáticos del siglo XIX se extendía un mundo por completo diferente, imposible de imaginar por nosotros, en el que aquella chica de pelo recogido y aquel hombre canoso con el traje occidental pasado de moda llevaban a cabo su fantástica vida. Me sentía como si estuviera escudriñando a hurtadillas algo que no debía, o quizá sea mejor definirlo como que sentía que mi visión se debía a las artes de un ilusionista. En cualquier caso, me causaba una sensación rara pero, a la vez, una atracción irresistible hacia ese inexplicable mundo. Realmente, no es que la chica estuviera moviéndose, pero la impresión general que producía todo su cuerpo cambiaba por completo de cuando lo había mirado con los ojos desnudos, puesto que ahora se hallaba mucho más lleno de vida, y ese rostro antes de un pálido casi azulado presentaba en cambio un leve tinte rosado. Incluso se diría que los movimientos de su pecho se transmitían desde la carne a través del tejido de su vestimenta, dando la impresión de una exuberante vitalidad juvenil (de hecho, hasta podía escuchar los latidos de su corazón). 134
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Después de inspeccionar con deleite a través de los binoculares todos los recovecos del cuerpo de ella, dirigí las lentes hacia ese hombre feliz de pelo canoso sobre el cual comenzaba a recostarse la amorosa chica. Por lo que respecta a este anciano, también él parecía vivo dentro del mundo que encerraban aquellos binoculares pero, mientras que por una parte pasaba la mano por detrás de los hombros de la chica con aspecto de felicidad, por otra, extrañamente, su rostro cubierto por cientos de arrugas visto con el aumento que proporcionaban las lentes, dejaba sospechar las huellas de un gran sufrimiento. Sin duda influía el hecho de que, gracias a las lentes, veía el rostro del anciano a un tamaño anormal, como si estuviera a un palmo de distancia y abalanzándose sobre mí pero, cuanto más lo contemplaba, más me parecía la suya una expresión anormal donde se mezclaban la angustia y el espanto, hasta el punto de que me produjo un escalofrío de terror. Al ver aquello, me sentí como si me estuviera retorciendo en mitad de una pesadilla, por lo que, cuando noté que no podía soportar más tiempo seguir mirando por aquellos anteojos, aparté la vista sin poder evitarlo y paseé la mirada en círculos en derredor mío. Pude comprobar que, como era de esperar, me hallaba en un solitario tren nocturno, con el anciano y el cuadro en la misma posición que antes. La negrura al otro lado del cristal de la ventana y el monótono traqueteo de las ruegas permanecían también invariables. Me sentí como si me acabara de despertar mi pesadilla.
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—Tiene usted cara de estar muy sorprendido, ¿verdad? El anciano pronunció estas palabras mientras me miraba fijamente y, tras colocar el cuadro en vertical en su posición original junto a la ventana, tomó asiento y me invitó con un ademán a ocupar el asiento frente a él. —Creo que a mi cabeza le pasa algo. Me siento como atolondrado —contesté para intentar disimular mi confusión. Entonces, el anciano encorvó su cuerpo para acercar su rostro hacia mí y, poniendo sobre las piernas sus manos de largos dedos, que movía nerviosamente como haciendo una señal, susurró en voz muy baja: —¿Lo ha visto usted? Estaban vivos, ¿verdad? Luego, con aires de haber revelado algo de gran importancia, se inclinó todavía más hacia mí y, abriendo mucho sus brillantes ojos, me contempló como si quisiera taladrarme con la mirada y, a continuación, dijo lo siguiente: —¿No le gustaría a usted conocer lo que les sucedió a esos dos? Pensé si no habría oído mal lo que me estaba diciendo el anciano por culpa del traqueteo de las ruedas y el balanceo del tren. —¿Qué quiere decir con eso de «lo que les sucedió»? —Pues… su vida, lo que les sucedió —volvió a decir el anciano en voz baja—. En especial, la historia de la vida del anciano del pelo canoso. —¿Quiere usted decir, desde que era joven? 136
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También yo aquella noche, por algún motivo, hacía preguntas en un tono extrañamente fuera de lo habitual. —Así es. Es una historia de cuando «eso» tenía veinticinco años. —Sí, por supuesto. Tengo mucho interés en escucharlo. Animé al anciano a contar su historia del modo más natural del mundo, como si se tratase de la vida de una persona corriente que estuviera viva. Ante ello, las arrugas del rostro del viejo se curvaron expresando una gran alegría y tras decir: «Ah, tal y como pensaba, escuchará usted mi relato, ¿verdad?», procedió a contar la siguiente historia, extraña como no hay otra en este mundo. —Puesto que se trató de un suceso de gran importancia en mi vida, ni que decir tiene que lo recuerdo muy bien. Fue en la tarde del veintisiete de abril de 1895 cuando mi hermano mayor (al decir esto, señaló al anciano del cuadro) se convirtió en «eso». En aquel tiempo, tanto mi hermano mayor como yo todavía vivíamos en una habitación colectiva, sin responsabilidades en el negocio familiar. La casa se hallaba en el barrio número tres de Nihonbashi-doori, y nuestro padre llevaba un comercio de kimonos. Era justo la época en que acababan de inaugurar el junikai de Asakusa. Así que mi hermano iba tan contento casi todos los días a subir a lo alto de aquel Ryounkaku23. Y 23 Nihonbashi es el centro neurálgico de la capital y el punto de origen de todas las carreteras donde hoy se encuentra la Bolsa, un poco al nordeste de la estación central de Tokyo. Junikai (literalmente, «doce pisos») era el nombre popular del Ryonkaku (literalmente, «pabellón
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es que mi hermano poseía una inusual pasión por todo lo nuevo, en especial si procedía del extranjero. Por ejemplo, es el caso también de estas lentes de aumento, que mi hermano decía que pertenecieron al capitán de un barco extranjero y que descubrió en el escaparate de una tienda de artilugios estrafalarios del barrio chino. Creo recordar que dijo que había pagado por ellos una cantidad bastante elevada para la época. Cada vez que el anciano decía «mi hermano», miraba al otro anciano del cuadro en relieve o le señalaba, como si se tratase por completo de alguien que estuviera sentado allí. Sin duda, en su cabeza se mezclaban y confundían el auténtico hermano de sus recuerdos y el hombre de pelo canoso del cuadro, y hablaba como si este estuviera vivo y escuchando sus palabras, por lo que su actitud era la que correspondería a quien tiene sentado a su lado una tercera persona. Sin embargo, curiosamente, en ningún momento sentí la más mínima extrañeza ante ello. En un instante, ambos nos habíamos situado por encima de las leyes de la naturaleza. Era como si viviésemos en un mundo aparte que en algún momento se hubiera separado del nuestro. —¿Llegó a subir usted alguna vez al junikai? Ah, ya veo que no. Es una lástima. Me pregunto qué clase de hechicero construiría semejante fenómeno tan increíble. Era realmente una obra estrafalaria. Según se dice, el diseño de la parte externa se debía a un arquique añora las nubes»), la más alta edificación del país a finales del siglo XIX, luego destruida por el terremoto de 1923. Incluía unos grandes almacenes y fue diseñado por un arquitecto inglés, aunque Rampo erróneamente le atribuye nacionalidad italiana.
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tecto italiano llamado Burton. Bueno, pruebe usted a pensar en ello. En aquellos tiempos, las atracciones típicas del parque de Asakusa eran cosas como la caseta del hombre araña, los bailes de chicas con sables, los acróbatas subidos a una pelota, los malabaristas de las peonzas estilo Gensui y los teatrillos de lentes24. Y es que, como mucho, lo más raro que había era una reproducción a escala del monte Fuji o aquella atracción llamada «el laberinto», con una estructura similar a un bosque. Y entonces, ¡cuál no sería la sorpresa cuando en semejante lugar se alzó una alta torre que alargaba hacia el cielo su cuello de rojo ladrillo! Dicen que su altura era de unos cincuenta y cinco metros y que ocupaba lo que media manzana de casas. La cúspide de su figura octogonal terminaba en un pico como el del sombrero de los chinos. Si uno subía a un lugar un poco elevado, desde cualquier parte de Tokio se podía distinguir aquel fantasmón rojizo. »Como acabo de contarle, sucedió en la primavera de 1895, muy poco después de que mi hermano mayor consiguiera los prismáticos. Algo extraño le sucedió entonces. Nuestro padre pensaba si este engorroso hijo mayor no se habría vuelto loco, y se hallaba terriblemente preocupado y yo, como ya supondrá, soy una persona que siempre ha sentido un gran cariño por su hermano, por lo que me invadía una inquietud casi insoportable ante el anormal comportamiento que mostraba. Y es que apenas comía, no hablaba casi 24 Se trataba de pequeñas representaciones teatrales o escenas sueltas, a veces a base de dibujos, que el espectador veía a través de un juego de lentes trucadas dispuestas a lo largo de un panel semicircular de manera similar a los peepshow. Su nombre en japonés es Nozoki Karakuri.
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nada con el resto de los habitantes de la casa y, cuando se encontraba en la misma, pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en una habitación, sin otra actividad que enfrascarse en sus pensamientos. Adelgazaba a ojos vista y su rostro cobró ese tono grisáceo propio de los enfermos de pulmón y, en él solo destacaban los ojos que se movían inquietos de un lado para otro. No es que de por sí gozara de buen color pero, a partir de entonces, su palidez se extremó y destacaba aún más, por lo que su visión causaba lástima. En cambio, a pesar de todo eso, cual persona que tuviera que ir a trabajar, todos los días sin falta salía de casa hacia el mediodía para ir a alguna parte y no volvía hasta el atardecer, casi tambaleándose de puro cansancio. »Por mucho que le preguntásemos a dónde había ido, no contestaba lo más mínimo. Preocupada, nuestra madre probó una y otra vez a cambiar la táctica con que se dirigía a mi hermano con objeto de averiguar lo que callaba, pero no nos reveló absolutamente nada. Aquella situación se prolongó durante casi un mes. »La preocupación llegó a tales extremos que un día, para averiguar a dónde demonios iba mi hermano mayor, decidí ir tras sus pasos en secreto. Y es que mi madre me lo pidió también así. Hacía justo un tiempo como hoy, con una desagradable atmósfera apagada y opresiva; y también en ese día, pasada la hora del mediodía, mi hermano, vistiendo el para aquella época llamativo traje de fieltro negro que se había hecho confeccionar según una idea propia y llevando colgados del hombro los prismáticos, encaminaba su delgada y larguirucha figura hacia la parada del tranvía de caballos Nihonbashi-doori. Así que, sin que mi her140
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mano se diera cuenta, fui tras sus pasos. ¿Me sigue usted? Entonces, mi hermano se puso en la cola que esperaba el tranvía en dirección a Ueno, y luego se subió a bordo. A diferencia de los trenes actuales, no cabía la posibilidad de subirse al vehículo siguiente para poder seguirle, puesto que los tranvías eran muy pocos. Como no quedaba otro remedio, decidí emplear el dinero que había recibido de mi madre para mis gastos y me permití el lujo de subir a un jinrikisha25. Tratándose de un buen corredor, no tiene nada de particular seguir a un tranvía sin perderlo de vista. »Cuando mi hermano se bajó del tranvía, yo hice lo propio del jinrikisha, y continué paso a paso tras él. Y, ¿acaso no era el templo de Kannon de Asakusa adonde terminamos llegando de esta manera? Mi hermano cruzó por el corredor de puestos de venta y luego pasó por delante de la puerta del edificio principal del templo para adentrarse a continuación por su parte trasera, abriéndose camino entre las oleadas de gente. Finalmente, para mi sorpresa, al llegar ante el junikai del que he hablado antes, cruzó el portón de piedra, pagó el billete y su figura desapareció dentro de la torre tras meterse por la entrada sobre la que pendía el letrero de «Ryounkaku». Ya que ni en sueños podía habérseme ocurrido que el lugar al que acudía mi hermano mayor a diario fuera este, me quedé completamente atónito. En aquel entonces todavía no había cumplido los veinte años, por lo que, dada mi mentalidad infantil, me dio por pensar algo tan extravagante como que acaso mi hermano se encontraría hechi25 Vehículo ligero de dos ruedas que se desplaza por tracción humana. El término es traducido al inglés como rickshaw.
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zado por los espíritus de este junikai. »Solamente había subido una vez al junikai, cuando me llevó mi padre, y puesto que desde entonces no había vuelto; volver a entrar me infundía cierto temor pero, ya que mi hermano subía allí, no me quedó más remedio que ir detrás, dejando más o menos un piso de distancia entre ambos mientras ascendía los poco iluminados peldaños de piedra. Tampoco es que las ventanas fuesen grandes, y como las paredes de ladrillo eran gruesas, el frescor reinante en la escalera resultaba comparable al de una bodega. Además, como estábamos en los tiempos de la guerra sinojaponesa, a lo largo de las paredes se alineaban representaciones de sus batallas en cuadros al óleo, lo cual entonces suponía una rareza. Los soldados japoneses lanzándose a la carga con sus terribles rostros aullando como lobos y un soldado chino que intentaba contener con ambas manos el chorro de sangre que brotaba del costado donde se había clavado la bayoneta, mientras se retorcía con los labios ya amoratados, o aquel otro cuadro donde la cabeza recién cercenada de un chino con su coleta volaba por los aires como un globo, y toda otra serie de escenas a cual más sanguinolenta y realista relucían de tanto en tanto al recibir los tenues rayos de luz que penetraban por las ventanas. A lo largo de todo ese espacio, como si se tratase de la concha de un caracol, los tétricos escalones de piedra continuaban subiendo hacia arriba de manera interminable. Realmente todo ello me provocaba una sensación de lo más extraña. »La cúspide, de forma octogonal, era un simple corredor sin paredes, rodeado por una barandilla, conformando un mirador que permitía contemplar el pai142
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saje circundante y, al llegar allí, de pronto se topaba uno con la repentina claridad del día, tanto más sorprendente cuanto que uno acababa de salir de un largo camino en penumbra. Las nubes se veían tan bajas que parecían quedar al alcance de la mano, y allá donde llegaba la vista yacían los apretujados tejados de Tokio en confuso desorden, con la base de cañones de Daiba en la zona de Shinagawa semejante a una de esas piedras decorativas que se usan en los bonsái. Conteniendo el vértigo que estaba a punto de asaltarme, miré hacia abajo. El templo de Kannon se veía diminuto, las casetas de la feria parecían de juguete, y de las personas que caminaban por allí solo se distinguían la cabeza y las piernas. »En este corredor de la azotea había un grupito de unos diez visitantes, susurrando en voz baja con rostros muy serios mientras miraban hacia el mar frente al distrito de Shinagawa. En cambio, mi hermano permanecía solo y apartado de ellos, con los binoculares ante los ojos y recorriendo con la vista todo el recinto del templo de Asakusa. Aun sabiendo que se trataba de mi propio hermano, al mirar esa imagen por la espalda, con el contraste entre la figura de mi hermano vestida con el traje negro de fieltro destacándose sobre el fondo de ominosas nubes blancuzcas, me pareció un personaje extraído de algún óleo occidental, ya que además no se veía el remolino de gente que bullía abajo. Producía una impresión de magnificencia, hasta el punto que causaba reparo dirigirle la palabra. »Pero, recordando lo que me había encargado mi madre, tampoco podía quedarme allí parado, así que, acercándome a él por la espalda, le dirigí la voz: 143
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»—Hermano, ¿qué es lo que estás mirando? »Mi hermano dio un respingo y se volvió hacia mí. Su rostro expresaba incomodidad, pero no dijo ninguna palabra. »Alegrándome porque no hubiese nadie cerca de nosotros allí en lo alto de la torre, volví a insistir a mi hermano: »—Nuestro padre y nuestra madre están terriblemente preocupados por el comportamiento que tienes últimamente. Nos parecían extrañas tus salidas diarias y no podíamos imaginar a dónde te dirigías, pero era aquí ¿verdad? Por favor, explícame el motivo por el que vienes. Aunque sea, cuéntamelo solo a mí, ya que siempre nos hemos llevado tan bien. »Se resistía a contar nada, pero después de mucho insistir en mis ruegos, parece que mi hermano terminó por darse por vencido y al fin me reveló aquel secreto que con tanto celo se guardaba desde hacía un mes. Sin embargo, el motivo de esa tormentosa angustia de mi hermano resultó de una naturaleza realmente estrambótica. Según decía, cuando hacía cosa de un mes subió al junikai, dirigió estos binoculares hacia el recinto del templo de Kannon y, paseando la vista por allí, entre la aglomeración de gente, descubrió durante unos segundos el rostro de una chica. Esa chica era indescriptiblemente bella, tanto que no parecía una criatura de este mundo; y mi hermano, que por lo general se mostraba indiferente hacia las mujeres, me contó que solamente ante esa joven que había vislumbrado a través de las lentes de aumento sintió una turbación tal en su corazón, que le entró un escalofrío. 144
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»En aquel momento solo pudo echar un rápido vistazo, pues de la sorpresa estuvieron a punto de caérsele los prismáticos y, cuando quiso enfocarlos otra vez, aunque al parecer hizo lo posible por dirigirlos hacia el mismo lugar y buscó concienzudamente, fue incapaz de conseguir que el rostro de la chica apareciese al otro lado de los lentes. Hay que tener en cuenta que, aunque con esos lentes de aumento la figura pareciese estar cerca, en realidad podía hallarse a una gran distancia y, con la enorme cantidad de gente que había, el hecho de que la hubiera visto una vez no significa que pudiese encontrarla de nuevo. »Lo que sucedió desde entonces es que mi hermano mayor fue incapaz de olvidar a la hermosa chica que había visto y, puesto que era una persona muy tímida, comenzó a sufrir el mal de amores propio de la gente de otros tiempos. Puede que a los jóvenes de ahora les resulte algo irrisorio, pero la gente en aquellos tiempos era mucho más candorosa y uno se enamoraba con facilidad de una mujer solo con que se le cruzase por delante, con lo que era una época en que no eran pocos los hombres que sufrían por ese tipo de amor. Ni que decir tiene que mi hermano era de ese tipo, así que dejó de comer como es debido y, arrastrando su debilitado cuerpo un día tras otro con la regularidad del que va a trabajar, se dirigía al templo de Kannon para, con un triste y vano deseo, subir al junikai y, desde allí, escudriñar los prismáticos en derredor en busca de la chica. Y es que el amor está lleno de misterios, ¿verdad? »Tras su confesión, mi hermano comenzó otra vez a mirar por los binoculares como poseído por la fiebre, ante lo cual me invadió un profundo sentimiento 145
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de compasión hacia él. Era una búsqueda fútil, cuya esperanza se reducía a una entre mil, pero no me sentía con ánimos de decirle “Deja ya eso”, así que, clavado en mi sitio con la mirada fija en su figura vuelta de espaldas, me encontraba conteniendo las lágrimas. Y entonces, en ese momento… ¡Ah, todavía hoy no puedo olvidar aquella hermosa y embrujadora escena! Se trata de un suceso de hace treinta y cinco o treinta y seis años, pero, cuando cierro los ojos de esta manera, aquella imagen propia de un sueño flota ante mí con todo su colorido y realismo de entonces. »Como le he contado antes, allí de pie detrás de mi hermano todo lo que podía vislumbrar era ese cielo de aspecto borroso sobre cuyos cúmulos de nubes se recortaba la esbelta figura vestida con traje occidental de mi hermano, como si se tratara de un cuadro. Cuando se movía, uno podía confundirse y creer que su cuerpo estaba flotando entre los cúmulos de nubes. De pronto, como si estuvieran lanzando fuegos artificiales, en ese blancuzco cielo comenzaron a elevarse suavemente incontables círculos de color rojo, azul o violeta, purgando entre sí por ser los primeros en alcanzar el firmamento. Dicho así, no podrá usted hacerse una idea, pero parecía realmente como un cuadro, un presagio de algo que me produjo una sensación fantasmagórica difícil de describir. Me apresuré a mirar hacia abajo con objeto de comprender el fenómeno y vi que, por algún motivo, la tienda de globos había soltado a un tiempo una cierta cantidad de ellos. Tiene usted que tener en cuenta que en aquel entonces los globos de goma eran todavía algo muy poco visto por lo que, incluso cuando uno los identificase como tales, producían una sensación de extra146
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ñeza. »Es curioso, pero aunque el incidente no guardase una relación causal, justo en ese momento mi hermano pareció alterarse enormemente, y su pálido rostro enrojeció de golpe. Con la respiración agitada, se volvió al instante hacia mí, me tomó de pronto de la mano y me arrastró tras él mientras decía: “Venga, vamos. Hay que darse prisa o no llegaremos a tiempo”. Mientras me veía arrastrado escalones abajo, pregunté qué sucedía. Por lo visto, había logrado localizar a la chica que descubrió hacía un tiempo, sentada ahora en una sala con suelo de tatami por lo que, si nos apresurábamos, todavía podríamos encontrarla allí. »El lugar que había localizado mi hermano caía por la parte trasera del templo de Kannon, con un gran pino como punto de referencia y, según él, allí deberíamos encontrar un gran salón. Pero, una vez que llegamos los dos a dicha zona, por mucho que buscamos, el gran pino sí que estaba, pero en sus cercanías no vimos nada similar a una casa y nos sentimos como si un zorro nos hubiera hechizado para tomarnos el pelo. Pensé si mi hermano no estaría desvariando, pero el abatimiento que mostraba era tal que me causó lástima y, por seguirle la corriente, probé a preguntar en los pequeños establecimientos de té26 de alrededor, pero en ninguna parte encontré ni rastro de semejante chica. »Mientras andábamos buscando, me fui separando sin darme cuenta de mi hermano; y, después de reco26 En japonés, kakechaya. Se trata de modestos establecimientos cuyo interior está separado de los viandantes mediante el sencillo procedimiento de dejar caer una fina persiana de mimbre a la entrada.
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rrer todos aquellos establecimientos de té, volví al lugar donde se erguía el alto pino del que habíamos partido hacía un rato, y me fijé en que, no muy lejos, entre las diversas atracciones y puestecillos, había un espectáculo de teatrillo de lentes al aire libre, con el feriante al lado golpeando su corto látigo sobre una mesita para atraer a la concurrencia. ¿Y acaso no estaba allí mi hermano inclinado sobre una de las lentes mirando completamente absorto? »—Hermano, ¿qué estás haciendo ahí? —le pregunté, e incluso le di unos golpecitos en el hombro, ante lo cual se sobresaltó y se giró hacia mí. »Todavía hoy no puedo olvidar la expresión de mi hermano en ese momento. ¿Cómo lo describiría? Se diría que era como si estuviese soñando, con todos los músculos de su cara flácidos y una mirada como perdida en algún punto lejano. También la voz con que se dirigió a mí sonaba extrañamente hueca al decir: »—¿Sabes? La chica que estamos buscando está ahí dentro. »Puesto que así decía mi hermano, me apresuré a pagar el precio del espectáculo y, al probar a mirar por aquellos lentes, vi que se trataba de una escena de la popular obra O-Shichi, la chica de la tienda de verduras. Era justo la escena de la sala de lectura del templo de Kichijoji, en el momento en que O-Shichi se reclinaba sobre Kichiza. Jamás olvidaré la manera en que el matrimonio de feriantes, con voz cascada y al ritmo del golpe del látigo, cantaba aquellas estrofas de “Sentada con las rodillas muy juntas, hablando solo con los ojos”. ¡Ah, todavía resuena hoy en mis oídos de manera extraña aquel canturreo de “Sentada con 148
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las rodillas muy juntas, hablando solo con los ojos!” »Los personajes de la escena estaban tallados en relieve sobre el cuadro, y sin duda debían ser obra de un auténtico maestro de la especialidad. El rostro de O-Shichi era precioso y lleno de vida. Incluso a mis ojos parecía estar viva, por lo que no me resultó imposible comprender por qué mi hermano decía lo que decía: »—Aunque sepa que esa chica es algo fabricado para un cuadro en relieve, me resulta imposible renunciar a ella. Me apena mucho, pero no puedo darla por perdida. Tan siquiera por una sola vez, me gustaría convertirme en el hombre de ese cuadro en relieve y, al igual que Kichiza, hablar con esa chica. »Permanecía de pie, ensimismado, sin moverse de aquel lugar. »Me dí cuenta de que esta atracción de feria, con objeto de que penetrasen los rayos de luz, tenía una abertura en el techo, por lo que debió ser que, desde el junikai, en un ángulo de visión oblicuo, mi hermano había podido captar la escena. »Era la hora del atardecer, por lo que ya quedaba poca gente por los alrededores, y delante de esta atracción apenas se veían dos o tres niños con peinado de tazón que pululaban como resistiéndome a marcharse. El tiempo nublado que había dominado durante el día dio paso con el atardecer a un cielo tan oscuro y ominoso, que en cualquier momento podía empezar a llover, un tiempo tan desagradable que infundía una sensación enloquecedora. Luego, en mis oídos resonó algo similar a un lejano redoble de tambores. Con la mirada perdida en algún punto lejano, mi herma149
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no mayor permanecía allí de pie, como en trance. Me pareció que transcurrió cerca de una hora de esa manera. »Ya era completamente de noche cuando, a lo lejos, comenzó a brillar el anuncio luminoso de gas de los acróbatas. Entonces mi hermano, como si acabara de despertarse, me agarró de pronto por el brazo y dijo: »—Oye, se me ha ocurrido una gran idea. Te lo pido porfavor. ¿Podrías sostener estos binoculares en sentido contrario ponerte los lentes sobre los ojos y enfocarlos hacia mí de esa manera? »Ante tan extraña petición, le pregunté el motivo y me respondió: »—¿Qué más da? Hazme caso y prueba a hacer lo que te digo. »Insistía mucho, pero lo cierto es que nunca tuve mucho aprecio por el mundo de las lentes. Ya fueran catalejos o microscopios, el que objetos que se encontraban a gran distancia me saltasen a los ojos o que insectos diminutos se apareciesen con el tamaño de bestias y todo ese tipo de efectos cuasi sobrenaturales, me producía una sensación inquietante. En cuanto a las lentes que con tanto celo custodiaba mi hermano, apenas las había utilizado y, precisamente por eso, me parecían todavía más un ingenio diabólico. Encima, a esas horas de la noche en que ya apenas se distinguía el rostro de las personas y en aquella solitaria parte trasera del templo de Kannon, poner del revés los anteojos para enfocar con ellos el rostro de mi hermano sonaba a cosa de locos y, además, harto siniestra. Pero ya que mi hermano insistía tanto, no me quedaba más remedio que hacer lo que decía, y observar a tra150
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vés de las lentes. Puesto que se enfocaba las lentes en sentido contrario, la figura de mi hermano que se hallaba a unos cinco o seis metros se veía con un tamaño de unos sesenta centímetros y, dentro de su pequeñez, se destacaba nítidamente, como si flotase en la oscuridad. No se veía ninguna otra imagen, y únicamente la menguada figura de mi hermano vestida con traje occidental permanecía erguida en el centro de las lentes. Pensé si mi hermano no estaría alejándose poco a poco de mí porque, según miraba, su figura iba reduciéndose cada vez más, hasta cobrar el aspecto de un muñeco de juguete de unos treinta centímetros de altura. A continuación, pareció elevarse en el aire y, antes de que me diese cuenta, se fundió con la oscuridad. »Me asusté terriblemente, y aunque pensará usted que a mis años resulta impropio hablar así, lo cierto es que me entró un escalofrío tal, que me traspasó los huesos, por lo que aparté mi mirada de las lentes y comencé a gritar llamando a mi hermano, corriendo en la dirección en que le vi por última vez. Sin poder explicármelo, fui incapaz de encontrarlo por mucho que busqué. Resultaba imposible que anduviera muy lejos, dado el escaso tiempo transcurrido, pero a pesar de que pregunté por todos los lugares, nadie supo decirme acerca de él. De este modo, por increíble que suene, la figura de mi hermano desapareció de este mundo. A partir de entonces, siento un miedo especial hacia toda clase de lentes de aumento. En particular, hacia estas, que pertenecieron al capitán de barco de no se sabe qué país. Estos binoculares que fueron propiedad de un extranjero me desagradaban de manera especial y, no puedo decir acerca de otros lentes, pero 151
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en el caso de estos si que creo firmemente que, cualquiera que sea el motivo, no se debe mirar por ellas en dirección contraria, ya que ello conllevaría una desgracia. Ahora comprenderá por qué antes, cuando usted las sostuvo en sentido contrario me apresuré a detenerle. »Sin embargo, cuando cansado de buscar largo tiempo volví al lugar donde estaba el espectáculo de los lentes de antes, caí en la cuenta de algo. ¿No sería que mi hermano, llevado de su desmedido amor por la chica del cuadro, había utilizado la capacidad mágica de los lentes para reducir su cuerpo al tamaño de ella, y penetrar secretamente en el mundo de aquel cuadro en relieve? Entonces, aprovechando que el feriante todavía no había terminado de cerrar la instalación, le pedí que me dejase ver otra vez la escena del templo de Kichijoji y allí, tal y como sospechaba, mi hermano se hallaba formando parte del cuadro en relieve. A la luz de la pequeña candela pude ver que, en lugar de Kichiza, mi hermano, con expresión feliz, abrazaba a O-Shichi. »Pero no solo no sentí la menor tristeza ante ello sino que, además, al ver la felicidad de mi hermano por haber alcanzado su deseo, me alegré tanto que estuve a punto de llorar. Le prometí al feriante que, sin importar lo caro que fuese, compraría sin falta ese cuadro y, por extraño que resulte, el hombre no parecía haberse percatado de que en lugar del humilde Kichiza, quien se hallaba ahora ahí sentado era mi hermano vestido a la occidental. »Me volví a casa volando y, cuando le conté a mi madre todos los detalles, tanto ella como luego mi pa152
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dre no creyeron una palabra, y se echaron a reír espetando: »—Pero hombre, ¿qué estás diciendo? ¿Es que te has vuelto loco? ¿No ves que eso no tiene ningún sentido? Ja, ja, ja. Entonces el anciano interrumpió su narración y se echó a reír como si estuviera contando algo ridículo. Y, aunque resultase extraño, a mí me terminó pareciéndome algo igual de absurdo y me reí también con él. —Mis padres estaban convencidos de que una persona no podía convertirse en algo como un cuadro en relieve. Pero la prueba de que así era es que mi hermano desapareció por completo de la faz de este mundo y jamás volvió a vérsele. Aún así, ellos siguieron diciendo cosas como que debía haberse escapado de casa e imaginando explicaciones equivocadas. ¿No es absurdo? En definitiva, sin importarme lo que me dijeran, pedí dinero a mi madre y por fin conseguí comprar aquel cuadro al feriante. Luego, llevando el cuadro, viajé por la zona de Hakone y Kamakura, y es que quería que mi hermano pudiese ir en viaje de luna de miel. Cuando viajo en tren como ahora, siempre me viene a la memoria aquel incidente. Y, como he hecho hoy, pongo el cuadro de pie frente a la ventana para mostrar el paisaje a mi hermano y su enamorada. ¡Qué feliz debe ser mi hermano! Y la chica ante un amor tan sincero y profundo, ¿cómo iba a sentirse a disgusto? Como una auténtica pareja de recién casados, con las mejillas un poco coloradas por la vergüenza y rozando el uno la piel del otro, sumidos en su intimidad, deben estar murmurándose frases de amor sin descanso. 153
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»Pasado un tiempo, mi padre cerró el negocio de Tokio y se retiró a su tierra natal en Toyama y, debido a eso, yo también vine y ahora vivo aquí. Han pasado ya más de treinta años desde entonces, así que pensé que estaría bien mostrarle el Tokio actual a mi hermano después de tanto tiempo, y por eso me encuentro ahora viajando con él de esta manera. »Sin embargo, lo triste es que la chica, por mucho que digamos que está viva, no deja de ser en su origen algo que fue fabricado, por lo que no envejece. En cambio mi hermano, aun cuando se haya convertido en parte del cuadro en relieve, su condición no es más que un cambio de forma hecho a la fuerza, pero como no deja de ser una persona con un período de vida limitado, envejece como todos nosotros. Mírelo usted. Ese hermano mío que era entonces un guapo joven de veinticinco años, tiene ahora todo el pelo canoso y el rostro cruzado por feas arrugas. Debe ser algo muy triste para él. Su chica permanece joven y hermosa para siempre, mientras que solo él va envejeciendo y marchitándose sin remedio. Es algo espantoso. Por eso su rostro está triste. Desde hace unos años cambió esa expresión dolorosa. »Cuando pienso en ello, siento una profunda pena por él. El anciano miró con tristeza al hombre del cuadro en relieve y, finalmente, como si acabase de caer en la cuenta de algo, volvió a hablar. —Vaya, parece que le he contado una historia demasiado larga. Pero creo que me ha comprendido usted, ¿no? No dirá que estoy loco como han hecho los otros, ¿verdad? ¡Ah, entonces es que ha merecido la 154
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pena contar mi historia! Hermano, seguro que ustedes estarán cansados Creo que habrán sentido un poco de vergüenza porque delante de un extraño haya relatado lo que les sucedió. Bueno, ya va siendo hora de dejarles descansar un poco. Diciendo esto, envolvió el marco del cuadro en relieve con la tela que traía al efecto. En ese instante, quizá se debiera a mi imaginación, pero me pareció ver que el rostro de los muñecos del cuadro se movió un poco y, con un aire un tanto avergonzado, hicieron una leve mueca de saludo hacia mí sonriendo con la comisura de los labios. Después, el anciano se sumió en un completo silencio, y lo mismo hice yo. Al igual que antes, el tren continuaba avanzando en la oscuridad con su sordo y monótono traqueteo. Transcurrieron unos diez minutos de esta manera. El sonido de las ruedas del tren se ralentizó y al otro lado de los ventanales centellearon dos o tres luces antes de que la locomotora se detuviera en la pequeña estación de un pueblo de montaña. En el andén se veía un único empleado de estación, de pie junto a la salida. —Bueno, yo me bajo antes que usted, porque voy a pasar la noche en casa de unos parientes que viven aquí, antes de proseguir mi viaje. Llevando el envoltorio del cuadro consigo, el anciano se puso en pie y, tras despedirse de mí con esas palabras, Salió al andén. Por el cristal de la ventana pude ver cómo su esbelta figura (que era clavada a la del anciano del cuadro en relieve) se acercaba a la sencilla valla de madera de la salida y entregaba su billete 155
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al encargado, perdiéndose luego en la oscuridad de la noche como si se fundiera con ella.
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—¡Eh, Roku! ¿Estás en Babia o qué? Ven aquí tú también y tómate una copa con nosotros. El hombre habló con una voz extrañamente amable, de pie ante el destapado barril de sake27 y con su desnuda piel cubierta tan solo por un calzón de raso púrpura con ribetes de hilo dorado. Su tono parecía sugerir una intención oculta, por lo que los hombres y mujeres de la troupe que hasta entonces se hallaban distraídos con el sake, volvieron todos a una su mirada hacia Roku. Apoyado en una columna de madera en un extremo alejado, desde donde contemplaba el festín de sus compañeros, Roku sonrió como de costumbre, torciendo la boca de manera exagerada y poniendo cara de buena persona. —No, yo no puedo tomar alcohol. Al oír sus palabras, los equilibristas, que ya estaban un poco borrachos, se rieron a carcajadas, con aspecto de divertirse mucho. Por todo el interior de la tienda de lona resonaban mezcladas las fuertes risotadas de los hombres junto con las más agudas de las mujeres. —Ya sabíamos que eras abstemio sin necesidad de que tú nos lo dijeras. Pero hoy es un día especial, ¿no? 27 El sake es una bebida alcohólica tradicional de Japón preparada de una infusión hecha a partir del arroz conocida como nihonshu.
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Estamos celebrando el gran éxito de nuestra función de hoy. Que seas un tipo deforme no es razón suficiente para que no nos hagas compañía. El hombre del calzón púrpura volvía a insistir con voz suave. Tenía los labios gruesos y oscuros, y a su robusto cuerpo aparentaba unos cuarenta años. —No, yo no puedo tomar alcohol. El pulgarcito volvió a contestar con su sonrisa habitual. Era como un monstruo con el cuerpo del tamaño de un chico de once o doce años al que hubieran pegado la cara de un hombre de treinta. La parte superior de la cabeza era ancha como la de Fukusuke28 y por su rostro de forma de cebolleta cruzaban profundas arrugas que ofrecían el aspecto de una araña con las patas extendidas. Sus ojos grandes y saltones, su redonda nariz y esa boca enorme que cuando sonreía parecía que le iba a llegar hasta las orejas, junto con el descuidado bigotillo que lucía, terminaban de completar la falta de armonía de su aspecto. Tan solo los labios anormalmente rojos ponían algo de color en su pálido semblante. —Oye, Roku. No te negarás a beber si te lo sirvo yo, ¿verdad? Con una voz rebosante de confianza en sí misma y sonriendo levemente, ahora intervenía Hana, la bella equilibrista, con la tez colorada por el alcohol. 28 Término ya en desuso por ofensivo, en aquellos tiempos se llamaba «pulgarcito» a los enanos que tenían su medio de vida habitual como atracción de ferias y circos. En cuanto a Fukusuke, se trata de un muñeco habitual también en los dibujos animados, de frente muy ancha. El aspecto general de la cabeza era como una calabaza de peregrino con la parte estrecha abajo.
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También yo había oído hablar de esta Hana, que gozaba de gran popularidad en todo el pueblo. El pulgarcito, al verse bajo la intensa mirada de Hana, dudó un poco. Durante unos instantes apareció una extraña expresión en su rostro. ¿Luciría así un monstruo avergonzado? Sin embargo, tras unos momentos de nerviosa vacilación, terminó por repetir lo mismo que antes. —No, yo no puedo tomar alcohol. Su faz continuaba sonriendo, pero en esta ocasión la voz sonaba como si se hubiera atragantado. —Vamos, no digas esas cosas y tómate una copita. Sin hacer caso, el hombre del calzón púrpura se adelantó unos pasos y tomó al pulgarcito de la mano. —Ya está. Así no podrás escaparte. Diciendo esto, intentó arrastrarle dando enérgicos tirones de la mano. Roku el enano, de una manera inapropiada para un bufón tan hábil como él, comenzó a dar chillidos grotescos de vergüenza, como si fuera una chica de dieciocho años, mientras se agarraba al poste de madera, resistiéndose con todas sus fuerzas. —¡Suéltame! Te digo que me sueltes… Como el hombre del calzón púrpura continuaba tirando de él, el poste de madera comenzó a temblar, con lo que la tienda entera se agitó como azotada por el viento, y las lámparas de acetileno oscilaron como un columpio. Aun sin motivo concreto, sentí un escalofrío. Tuve la impresión de que aquella escena con el pulgarcito agarrándose tenaz al poste de madera mientras 162
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el hombre del calzón púrpura intentaba obstinado arrancarle de allí, era el preludio de algo siniestro. —Hana, deja en paz al enano y cántanos algo. Tú, la instrumentista, ¿verdad que es buena idea? Descubrí que justo a mi lado tenía al prestidigitador de elegante bigote, que insistía a Hana con una voz extrañamente rasposa. La mujer de mediana edad, que parecía ser la nueva encargada de los acompañamientos musicales, y que también se hallaba ebria, soltó una risita procaz y se apuntó a esa idea. —Anda, cante, señorita Hana. Vamos a montar un poco de juerga. —¡Gran idea! Yo me encargo de traer el instrumental para la charanga. El joven acróbata, vestido también solo con un calzón se levantó de pronto y pasando junto a ese pulgarcito y Calzón púrpura que continuaban con su forcejeo, se apresuró hasta el camerino que se habían construido formando un segundo piso a base de ensamblar maderos. Sin esperar la llegada de los instrumentos musicales, mientras golpeaba el borde del barril de sake, el prestidigitador del bigote comenzó a entonar desafinadamente la típica canción de festejos original de la tierra de Owari. Dos o tres chicas equilibristas le hicieron compañía cantando con tono paródico. En ese tipo de situaciones, Roku el enano siempre terminaba convirtiéndose en el blanco de las bromas pesadas. Como si estuvieran animándole a participar, uno tras otro se sucedían los cantos de celebración, interpretados con voces toscas. 163
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Aquellos que en un principio estaban hablando o bromeando entre sí, poco a poco fueron siendo arrastrados por el ritmo de las canciones y finalmente, todos terminaron cantando a coro. Antes de que uno se pudiera dar cuenta, de pronto ya se había formado una orquesta con los instrumentos que debió traer el acróbata, el shamisen, el taiko, el gong y las tabletas de madera29. La estrambótica sinfonía que ensordecía los oídos hacía temblar la tienda, y en los intermedios entre tema y tema, sonaban alaridos, risotadas y aplausos estremecedores. Embriagados por el alcohol, hombres y mujeres formaban un alboroto propio de dementes. Inmersos en todo ese estruendo, el pulgarcito y Calzón púrpura todavía seguían con su pelea. Roku ya había soltado el poste y, riéndose como un macaco, corría por todos los rincones intentando escapar. En esa carrera, el enano mostraba mucha más agilidad. El hombretón del calzón púrpura al verse burlado por un disminuido como el pulgarcito, iba montando progresivamente en cólera, y lanzaba imprecaciones amenazadoras mientras se afanaba en la persecución. —¡Maldito pequeñajo! Luego no vengas con gimoteos. —Con permiso, con permiso. El pulgarcito de rostro de treinta años corría con todas sus fuerzas como si fuera un pequeño de diez.
29 El shamisen es un instrumento de cuerda similar a un banjo; el taiko es el tambor típico japonés: y las tabletas de madera se utilizan en las representaciones teatrales como las del kabuki para chocarlas entre sí o contra el suelo, provocando un claqueteo característico.
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Hasta tal punto le aterrorizaba que Calzón Púrpura le atrapase y le metiese la cabeza en el barril de sake. Extrañamente, aquel panorama me recordaba la escena del asesinato de Carmen del teatro. José y Carmen persiguiéndose mientras resuenan el estruendo y la música de la plaza de toros. No sé qué fue lo que produjo la asociación de imágenes, pero quizá se tratase del colorido de la vestimenta. El pulgarcito llevaba puesto el rojo atuendo propio del bufón, y esa era la figura que perseguía el hombre semidesnudo de calzón púrpura, con el acompañamiento musical del shamisen, los platillos y los tacos de madera animando la escena junto con el desafinado canto. —¡Ajá, por fin te tengo, maldito! Finalmente Calzón Púrpura alzaba su grito de victoria. El pobre Roku, con el semblante pálido, temblaba atrapado entre las fuertes manazas. —Apártense, apártense. Sosteniendo sobre su cabeza a ese pulgarcito que se retorcía, se aproximó hacia aquí. Todos dejaron de cantar y contemplaron la escena. Podía escucharse la respiración jadeante de ambos. Antes de que nadie pudiese reaccionar, el pulgarcito había sido puesto patas arriba y pendía con la cabeza sumergida en el barril de sake. Roku agitaba sus bracitos en el vacío con desesperación. El sake salpicaba en derredor del barril a causa del forcejeo. Un hombre con calzón de franjas verticales blancas y rojas y toda otra serie de hombres y mujeres semidesnudos cruzaban los brazos o se abrazaban las rodillas riéndose a carcajadas mientras contemplaban la 165
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escena. Nadie mostraba la menor intención de detener este juego cruel. Tras haber sido atiborrado de sake, finalmente el pulgarcito fue arrojado al suelo, donde quedó caído de costado. Hecho un ovillo, estornudaba sin parar y le entraban arcadas como si padeciese la tos ferina. Expulsaba un líquido amarillento por la boca, la nariz y los oídos. Tras un rato estornudando y escupiendo, el pulgarcito quedó allí tumbado como si estuviera muerto. Hana, con las piernas desnudas, comenzó a bailar saltando encima de él, balanceándose a horcajadas de tanto en tanto con sus prietos miembros por encima de su cuerpo. Mientras, proseguía el atronador estruendo de aplausos, chillidos y repiqueteo de las tabletas de percusión. Ya no quedaba allí una sola persona en su sano juicio. Todos y cada uno de ellos gritaban como presos de la locura. Hana, siguiendo el rápido ritmo de la canción festiva, continuaba su salvaje danza de estilo gitano. Roku el enano pudo por fin abrir los ojos. Su inquietante rostro estaba enrojecido como el de un macaco. Con los hombros subiendo y bajando al respirar, intentó ponerse en pie tambaleante. Y justo en ese momento se precipitó hacia su rostro el carnoso trasero de Hana, exhausta de tanto bailar. Ya fuera a propósito o por causalidad, la chica se cayó de trasero sobre la cara del pulgarcito. Roku, aplastado y boca arriba, gimió dolorosamente, retorciéndose bajo las posaderas de Hana. Hana, totalmente borracha, comenzó a trotar sobre el rostro 166
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de Roku como si estuviera montando a caballo. Ajustándose a la cadencia del shamisen, y gritando «¡Vamos, vamos!», se iba abofeteando las mejillas de Roku. Los espectadores acompañaban la escena con sus risotadas. Resonó un sonoro aplauso. Justo en esos momentos, Roku se encontraba aplastado bajo la enorme masa de carne que apenas le permitía respirar, y que le mantenía en medio de un sufrimiento similar al de un agonizante. Un rato después, ese pulgarcito al que por fin habían perdonado se levantó con su estúpida sonrisa de siempre y, como si estuviera disfrutando de la broma, se limitó a decir farfullando. —Qué brutos son. De pronto, el joven funambulista se puso en pie de un brinco y alzó la voz. —¡Eh! ¿Qué les parece si jugamos al lanzamiento de pelota? Todos parecían comprender perfectamente lo que significaba «lanzamiento de pelota». —Buena idea, adelante —contestó uno de los acróbatas. —No, no, ya está bien. No lo martiricen tanto. El prestidigitador del bigotillo intervino como si no pudiese aguantar más la escena. Era el único que todavía estaba correctamente vestido, con su chaqueta de franela y su corbata roja. —¡Venga, venga! ¡Lanzamiento de pelota! Sin hacer caso de las palabras del prestidigitador, el joven de antes se acercó al pulgarcito. —Hey, Roku. Prepárate, que empezamos. 167
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Casi antes de terminar de hablar, el joven enderezó al pulgarcito entre sus brazos y le empujó el entrecejo con la palma de la mano. El pulgarcito, debido al impulso del empujón, dio una vuelta en redondo tal y como si fuera una pelota, tambaleándose hacia atrás. Entonces, otro joven que se había aproximado a él, le recogió y, agarrando al lisiado por los hombros, le hizo girar hacia sí, propinándole a su vez un empujón en la frente. El pobre pulgarcito, volviendo a girar como una peonza, regresó hasta donde estaba el primero de los hombres. De esta manera continuó el cruel y extraño juego de pelota entre los dos jóvenes. Sin poder precisar cuándo empezó, la letra de la canción que ahora entonaban todos a coro era aquella popular melodía de las geishas de Izumo. Entre las tabletas de percusión y el shamisen, la canción sonaba a todo trapo. El disminuido, totalmente mareado, continuaba desempeñando su extraño papel con la sonrisa imperturbable que le era habitual. —Basta ya de ese juego tan estúpido. En vez de eso, ¿por qué no hacemos una exhibición de las habilidades de cada uno? —vociferó uno que ya se había cansado de martirizar al enano. En respuesta, sonaron unos alaridos incoherentes junto con unos aplausos de regocijo. —Pero no valen las habilidades de siempre. Tiene que ser algo que cada uno no haya mostrado hasta ahora. ¿Comprendido? El hombre del calzón púrpura hablaba a gritos, con tono imperativo. —Pues como telonero, que empiece Roku. 168
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Alguien se apuntó a la idea con la intención maliciosa. Al instante resonó un coro de aplausos. Roku, agotado y a punto de desplomarse, recibió la agresiva propuesta con una sonrisa insondable. En esta situación más propia para el lloro, su inquietante rostro sonreía. La bella equilibrista Hana, con el rostro colorado por el alcohol, se puso en pie tambaleándose y gritó: —¡Eh, pequeñín! Creo que tú podrías hacer el gran número de magia del bigotes. Una pulgada de prueba, luego otras cinco pulgadas, y ya tenemos la tortura de la bella joven. ¿Qué tal? ¿Verdad que estaría bien? Vamos, prueba. —Je, je, je. El grotesco enano soltó una risita mientras contemplaba el rostro de Hana. Debido al sake que le habían obligado a beber, sus ojos tenían un extraño aspecto vidrioso. —Oye, pequeñín. ¿Estás enamorado de mí, no? Así que si te lo pido yo, harás cualquier cosa, ¿verdad? Voy a meterme en esa caja por ti. ¿Aun así no te convence? —¡Hey, hey! ¡El pulgarcito seductor! De nuevo los atronadores aplausos y risas. El enano y Hana. El gran truco mágico de la belleza torturada. Esta extraordinaria combinación causó un gran regocijo entre la embriagada concurrencia. Con un ruido de pasos atropellados comenzaron a disponer los aparatos necesarios para el vistoso espectáculo de magia. En la parte frontal del escenario y también a izquierda y derecha colgaron unas cortinas negras. En el suelo extendieron una alfombrilla también negra. 169
Pulgarcito Baila
A continuación, trajeron una mesa sobre la que colocaron una caja alargada de madera similar a un ataúd. —¡Venga, venga, que empiece! El shamisen, el gong y las tabletas comenzaron a tocar el tema que acompañaba siempre a ese número de magia. Arropados por esa melodía, Hana y el enano al que ella había forzado a participar aparecieron en el centro de la escena. Hana vestía únicamente una ajustada prenda color carne, mientras que Roku llevaba puesto el holgado traje rojo propio del bufón y, para no variar, en su enorme boca dibujaba la sonrisa de siempre. —A ver, que diga las palabras de presentación. ¡La presentación! —Vaya aprieto, no sé… A pesar de mascullar de esta manera, el pulgarcito consiguió reunir fuerzas para empezar a hablar tal como lo pedían. —Atención, ahora vamos a ofrecer ante los ojos de todos ustedes un espectáculo de magia extraordinario como no hay otro: la belleza torturada. Esta muchacha que está a mi lado va a meterse en la caja que ven aquí y a continuación introduciré poco a poco catorce katanas por todos y cada uno de los lados, con lo que tendremos a la belleza trinchada como en un asador. Peeero… solamente con eso no nos quedaríamos satisfechos. Por eso, después de haberla atormentado con las escapadas, cortaré la cabeza de esta chica de un tajo y la mostraré ante todos ustedes colocándola sobre esta mesa. Eso es. —¡Brillante, brillante! 170
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¡Es igualito! — Entre el barullo de los rabiosos aplausos podían distinguirse gritos de este tipo, sin que pudiera discernirse con claridad si se trataba de verdaderos elogios o de pullas sarcásticas. Aquel pulgarcito que no parecía sino un imbécil, no dejaba de ser un profesional del espectáculo, por lo que a la hora de salir a escena, sabía hablar como tal. Ni en el tono de la voz ni en las palabras empleadas había la menor diferencia con la perorata del prestidigitador de bigote. Finalmente, la equilibrista Hana hizo una reverencia poniendo con gracia las palmas sobre su pecho e introdujo su elástico cuerpo en ese cajón como un ataúd, en cuyo interior se ocultó. El pulgarcito le puso la tapa y echó el gran cerrojo. Un manojo de katanas fue arrojado junto al cajón. Roku tomó una a una y las clavó en el suelo en línea para probar que eran auténticas. A continuación, las fue introduciendo por las aberturas laterales que tenía el cajón a izquierda y derecha. Con cada espada que introducía, surgía del interior del cajón un espantoso alarido. Ese alarido que a diario estremecía a los espectadores del truco. —¡Aaah! ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Qué es esto? ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Este tipo realmente quiere matarme! ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! —Ja, ja, ja. —¡Brillante! ¡Brillante! —¡Es idéntico! 171
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Los espectadores mostraban un gran regocijo, y vociferaban o daban palmadas con entusiasmo. Una, dos, tres katanas. El número de los filos que penetraban en el cajón iban en aumento. —Por fin te llevas tu merecido, puta —continuó declamando el pulgarcito con teatralidad—. Siempre tomándome por tonto. ¿Sientes ahora el ardor de un disminuido? ¿Lo notas? ¿Lo notas? —¡Aaah! ¡Socorro! ¡Ayúdenme! Luego, ese cajón ensartado cual bloque de tofu puesto a la brasa, comenzó a traquetear como si estuviera vivo. Los espectadores se encontraban absortos ante el realismo del espectáculo. De nuevo resonó un coro de aplausos atronador. Entonces, llegó el momento en que se clavó la última de las katanas, la número catorce. Los gritos de Hana ya se habían transformado en unos gemidos tan débiles como los de alguien herido de muerte. Ya solo eran jadeos incapaces de formar palabra alguna. Y finalmente hasta dicho sonido se esfumó, al tiempo que el cajón paró en seco su movimiento. El pulgarcito, respiraba jadeante, con los hombros subiendo y bajando, mientras mantenía su mirada clavada en el cajón. Su frente se hallaba perlada de sudor, como si la hubiera sumergido en el agua. Permaneció inmóvil en esa posición durante largo, largo tiempo. Los espectadores se sumieron en una extraña quietud. Lo único que rompía el silencio de tumba era la agitada respiración de los presentes debida al alcohol. 172
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Pasado un tiempo, Roku empuñó ceremoniosamente el espadón que tenía preparado. Era una espada curva y mellada, de estilo chino, con una hoja muy ancha. Al igual que antes, la clavó primero en el suelo y, tras mostrar que su filo cortaba perfectamente, descorrió el cerrojo del cajón y abrió la tapa. A continuación, hendiendo el filo en cuestión en su interior, produjo un sonido como si realmente estuviera cortando la cabeza de una persona. Luego, con ademán de haber terminado la decapitación, arrojó el espadón y, con un movimiento rápido, pareció esconder algo bajo sus mangas. Se acercó veloz a la mesa dispuesta al efecto justo al lado y, con un ruido sordo, colocó el objeto sobre ella. Cuando apartó el brazo que lo cubría, apareció la pálida cabeza de Hana. Por la sección del corte, brotaba con gran verismo un borbotón de roja sangre. Nadie podía creer que aquello fuera algo como la tintura roja que utilizaban en los espectáculos. Sentí que algo frío ascendía por mi espalda hasta llegar a lo más alto de mi cabeza. Sabía que bajo esa mesa se hallaban dos espejos dispuestos en ángulo recto y que, detrás de ellos, se ocultaba el cuerpo de Hana, que había llegado hasta allí reptando por el pasadizo secreto. No se trataba de un truco fuera de lo corriente. Sin embargo, por algún motivo no conseguía evitar un espantoso presentimiento. ¿Se debería a que en lugar del apacible prestidigitador de costumbre estaba allí aquel minusválido de semblante siniestro? El pulgarcito estaba de pie con los brazos en cruz, con su vestido rojo de bufón destacando sobre el fon173
Pulgarcito Baila
do de color negro. A sus pies yacía el ensangrentado espadón. De cara a los espectadores, la mueca de su boca dibujaba de oreja a oreja una risa silenciosa. Pero, ¿qué sería aquel leve ruido que se escuchaba? ¿No sería el rechinar de los blancos dientes que mostraba aquella deformidad humana? Los espectadores continuaban todavía guardando silencio. Como si estuvieran presenciando algo aterrador, se miraban unos a otros furtivamente para espiar la reacción del contrario. Finalmente, aquel hombre de calzón púrpura se puso en pie. Luego, enfilando hacia la mesa, avanzó dos o tres pasos. Al parecer ya no podía aguantar más tiempo inmóvil. —Jo, jo, jo. De pronto, se escuchó una alegre carcajada de mujer. —Chiquitín, tú sí que sabes ponerle realismo. Jo, jo, jo. Ni que decir tiene que se trataba de la voz de Hana. La pálida cabeza de la chica, colocada sobre la mesa, se estaba riendo. El pulgarcito, de nuevo, ocultó la cabeza con las mangas de su traje y luego, en un rápido trotecillo, se alejó para desaparecer detrás de los negros cortinajes. Todo lo que quedó allí fue la mesa trucada. Los espectadores, sorprendidos ante la extremada pericia que había demostrado el enano en su actuación, permanecieron unos momentos incapaces de otra cosa que exhalar un suspiro. Incluso el mismísimo prestidigitador clavaba la vista en el escenario sin poder pronunciar palabra. Pasado un tiempo, resonó por toda la carpa un clamor incontenible. 174
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—¡A mantearle! ¡A mantearle!30 Alguien lanzó la idea y al momento toda la troupe se movió al unísono para abalanzarse detrás de los cortinajes. El grupo de borrachos tropezaba unos con otros, cayéndose desordenadamente por el suelo. Uno de ellos consiguió levantarse y avanzó de nuevo a trompicones. Unos cuantos quedaron olvidados en derredor del ya vacío tonel de sake, tumbados inmóviles como atunes en el mercado de pescado. —¡Eh! ¡Roku! ¡Roku! Alguien estaba vociferando detrás de las negras cortinas. —¡Roku! ¡No hay por qué esconderse! ¡Sal de una vez! —gritó otro más. —¿Hana? ¿Dónde estás, querida? —preguntó una voz de mujer. Tampoco obtuvo respuestas. Me asaltó un terror indescriptible. ¿Sería realmente la voz de Hana lo que habíamos escuchado antes? ¿No habría bloqueado ese imprevisible malformado el mecanismo del fondo del cajón y matado realmente a la chica tras someterla a la tortura de ir clavando una espada tras otra? Y aquella voz, ¿no sería la voz de una muerta? ¿Acaso no sería que esos obtusos acróbatas desconocían el mágico arte de la ventriloquía? Sí, aquella extraordinaria técnica de magia según la cual, manteniendo la boca cerrada, se hacía brotar la 30 El traductor a empleado este término para referirse a la acción de agarrar a una persona entre muchas y lanzarla repetidas veces al aire, como muestra de reconocimiento por una tarea meritoria o mera celebración (lo que en España se conoce como “Manteo”).
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boca desde el interior del vientre para hacer hablar a los muertos. ¿Quién podría afirmar que el monstruoso enano no hubiera aprendido a dominar dicha técnica? De pronto, me di cuenta de que el interior de la carpa se estaba llenando de una tenue humareda. Parecía algo extraño que pudiera deberse tan solo al humo del tabaco de los artistas. Con un sobresalto, me apresuré hacia uno de los extremos del escenario. Tal y como me temía, unas rojas lenguas de fuego lamían ya los bajos de la tienda. El fuego parecía haber formado un círculo que rodeaba toda la carpa. Con un gran esfuerzo conseguí pasar por debajo de la lona y atravesar el aro de fuego para salir descampado. Sobre la amplia llanura se derramaba la blanca luz de la Luna. Poniendo todo el empeño en ello, conseguí que mis piernas me llevasen a toda velocidad hasta la casa más próxima. Al girarme hacia atrás vi que más de una tercera parte de la carpa se hallaba envuelta por las llamas. Por supuesto que el fuego se extendía ya por los postes de madera y por las tablas que formaban los bancos de los espectadores. —Jua, jua, jua. No sé qué gracia podía tener la situación, pero procedente del interior de la llamarada escuché la lejana risa histérica y enloquecida de los artistas. ¿De quién se trataría? En lo alto de una loma cercana a la carpa, una sombra como la de un niño estaba bailoteando con la luna de fondo. Mientras se contorsionaba enloquecido, de su mano colgaba algo redondo, parecido a una sandía, balanceándose como una 176
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lamparilla. Paralizado por el espanto, permanecí allí clavado mirando la extraordinaria sombra negra. La figura humana alzó con las dos manos el objeto redondo y lo llevó hasta su boca. Luego, mientras pataleaba, comenzó a besar aquella especie de sandía. Sin dejar de bailar, apartaba el objeto de sus labios y lo volvía a acercar para besarlo de nuevo, así y otra vez, como si se estuviera divirtiendo enormemente. Como si fuera una cascada de agua, la luz de la luna resaltaba la silueta del baile del ogro en forma de un relieve de color negro. Incluso podía distinguirse claramente cómo del objeto redondo que se balanceaba en la mano del hombre y de los labios del mismo, caían espesas gotas negras de un denso líquido negruzco.
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Recuperado de: Edogawa Rampo, La mirada perversa (1º Edición), Edogawa Rampo, Relatos japoneses de misterio e imaginación (2º Edición) Satori Ediciones (España). Ediciones Jaguar (España), ISBN 978-84-94781-0-6 ISBN 978-8496423541 Para más información: www.satoriediciones.com www.edicionesjaguar.com
En gran parte de Latinoamérica leer es un privilegio. Actúamos sin reconocimiento, como un ronin harapiento, que busca acercar a quiénes no pueden costear el placer efímero de la literatura, aún sabiendo que la muerte está a la vuelta de cada esquina.
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