January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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CHRIS LOWNEY
Una vida heroica para cambiar el mundo Versión española de Isidro Arias Pérez
SAL T2ERRAE
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 Título original: Heroic Living © Chris Lowney, 2009 Publicado en español en virtud de un acuerdo con Loyola Press, 3441 N. Ashland Avenue Chicago, Illinois 60657, USA www.loyolapress.com Para la traducción española © Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
[email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Manuel Herrero Fernández Administrador apostólico de Santander 26-01-2015 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2422-8
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Índice Portada Créditos Nota a la presente edición Introducción: Conscientes de nuestro poderoso destino Primera parte: Diseña una nueva estrategia para los nuevos tiempos 1. Nuestro dilema Destrucción creativa y crisis de identidad El cambio me obliga a averiguar quién soy El choque de culturas me obliga a tomar nota de lo que represento La magnitud de los cambios me obliga a reflexionar sobre el porqué de mi importancia personal La complejidad me obliga a valorar atentamente cada una de las decisiones que tomo Un nuevo enfoque de las realidades del nuevo mundo 2. El camino a seguir El camino que nos falta por recorrer Entra en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola Segunda parte: Descubre el formidable sentido de tu vida 3. ¿Dónde te encuentras tú ahora? Hemos llegado muy lejos, pero ¿adónde nos dirigimos? Los buenos estrategas abordan los hechos de frente 4. ¿Adónde quieres llevarnos? Una visión que trasciende todas las fronteras Tratados como miembros de la familia real Subiendo y bajando la colina Una nueva civilización en perspectiva 5. ¿Por qué te encuentras aquí? Su propósito es ser santo Las organizaciones santas funcionan mejor Su propósito es mejorar el mundo Construir la civilización del amor 6. ¿Qué tipo de persona quieres ser? Integridad: un valor para nosotros mismos Veneración: un valor para los demás Excelencia: un valor para nuestra obra 7. ¿Qué es lo que de verdad importa? Sin coraje para vivir como debemos Un santo que asoció cabeza y corazón Tómalo como algo personal 4
Supérate a ti mismo Dirígete a tu Dios Tercera parte: Escoge sabiamente 8. Toma grandes decisiones El factor X Responsabilízate de tu vida con una actitud optimista, proactiva y abierta al mundo Retírate para avanzar aprendiendo a reflexionar Controla lo controlable concentrando tus energías donde realmente importa Libérate a ti mismo desarrollando la indiferencia Reconoce el consuelo y la desolación prestando atención a tus señales interiores Granjéate un amigo de verdad tratando con colegas sabios Hazlo una y otra vez desde distintas perspectivas Toma tus decisiones asumiendo riesgos 9. Vive en libertad ¿Qué trabajo da gloria a Dios? Nuestra primera y principal responsabilidad ¿Rayos y relámpagos? La voz que habla «dentro de mí» La zarza que ardía sin consumirse Cuarta parte: Haz que cada día sea importante 10. Trata de ser coherente Señor, estoy poniendo a un hombre en la Luna Cómo conseguir que las cosas no se hagan Centrar la atención: aprende de san Juan Berchmans Acepta la realimentación e introduce correcciones en tiempo real: aprende de Walmart Afronta los grandes retos en pequeñas dosis: aprende de «Alcohólicos Anónimos» Recuerda cada día qué es lo que te preocupa: aprende de mi vecino Sé responsable: aprende de un buen jefe 11. Reconoce tu progreso Mejorando a los estrategas del siglo XXI Tradiciones espirituales salpicadas de herramientas de ejecución Apéndice: Haz de la gratitud y el optimismo los motores de tu vida Que la gratitud te catapulte hacia delante Camina con optimismo hacia un mundo mejor Agradecimientos
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Para mamá y papá.
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Nota a la presente edición
En el libro se citan a menudo diversos libros de la Biblia y dos obras de Ignacio de Loyola, los Ejercicios Espirituales y la Autobiografía. El traductor cree oportuno hacer tres breves aclaraciones que ayudarán al lector: –
Sobre las citas bíblicas: La traducción sigue en general el texto de la llamada Biblia de Nuestro Pueblo, Mensajero, Bilbao 2009, y Biblia del Peregrino. En los pocos casos en que las diferencias con el texto inglés son de cierto interés, la traducción sigue más de cerca el texto inglés. Por ir dirigido a un público amplio, los libros bíblicos se citan por su título completo, y no por medio de siglas: p. ej., Mateo 14,10-12.
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En el texto se citan a menudo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, texto cuidado y revisado por Santiago Arzubialde, sj, Sal Terrae, Santander 2010. La edición española ha conservado el texto original de Ignacio de Loyola, con su terminología y construcción propias, que el traductor espera susciten el interés de los lectores. La forma de citarlos es siempre la misma: sigla EE, seguida de número de párrafo de la edición utilizada: p. ej., EE, n. 235.
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El peregrino. Autobiografía de San Ignacio de Loyola. Introducción, notas y comentario de Josep M.ª Rambla Blanch, sj, Mensajero-Sal Terrae, BilbaoSantander 20116. Aunque el texto original inglés transforma la tercera persona en que está redactado el original en primera persona, la traducción española conserva el texto tal como aparece en el relato autobiográfico de Ignacio. La forma de citarla es El Peregrino, seguido del número del párrafo de la edición antes citada: p.ej., El Peregrino, n. 12.
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Introducción: Conscientes de nuestro poderoso destino
Has nacido para cambiar el mundo. Conseguirás aprovechar al máximo esta oportunidad única si dominas tres habilidades vitales: 1.
Formular una meta que sea digna del resto de tu vida.
2.
Acertar en las decisiones profesionales y de relación en este mundo incierto y cambiante.
3.
Hacer que cada día de tu vida sea importante por la atención que prestas a tus pensamientos, acciones y resultados.
Mi propia e inverosímil carrera, primero como religioso jesuita y más tarde como ejecutivo de un banco de inversiones, ilustra precisamente por qué estas habilidades particulares son esenciales para que una vida sea significativa en el siglo XXI. Personalmente tuve la suerte de trabajar en tres continentes como director ejecutivo de la banca J. P. Morgan, que consiguió el ambicioso objetivo de cambiar radicalmente las líneas de negocio de la empresa y, como si ello no bastara, mejorar los resultados empresariales durante el mismo proceso de cambio. (Para que los lectores poco familiarizados con el mundo de los negocios se hagan una idea de la trascendencia de esta operación, imagínense un avión con problemas que tiene que ser reparado en pleno vuelo y estando al alcance del fuego enemigo). La vida cotidiana puede resultar igualmente estimulante mientras, como profesores, abogados y amas de casa, sepamos compaginar las tareas profesionales, el hogar y las relaciones con las sorpresas a menudo desagradables de cada día. Los más eficaces de entre nosotros dominan las habilidades que resultaron decisivas en el caso de la banca J. P. Morgan: el exacto conocimiento de las fuerzas y de las debilidades de cada uno, el control sobre la propia vida, la valentía para tomar duras decisiones y la adaptación a lo que las circunstancias exigían en cada momento. Por otra parte, la psicología moderna nos dice que los individuos sanos y felices sienten también profundamente que su vida tiene sentido, camina hacia una meta. De ahí que estas personas defiendan determinados valores, se sientan conectadas con otros individuos y grupos y trabajen en favor de causas que son más grandes que ellas mismas y que sus intereses personales. Francamente, muchos de nosotros no encontramos estas cualidades vivificantes encarnadas en nuestros lugares de trabajo. Al contrario, las 8
organizaciones se convierten a menudo en factores de estrés, lugares sin alma donde falsos gestores invocan tópicos como el respeto mutuo, al mismo tiempo que tratan a los subordinados como herramientas de las que se desentienden una vez las han utilizado. Aunque no faltan ejecutivos que en ocasiones formulan atractivas visiones sobre el futuro de sus empresas, pocos están dispuestos a sacrificarse personalmente para hacer realidad esas expectativas. Las peores organizaciones son aquellas que pagan a sus empleados pero, por estar ellas mismas en bancarrota espiritual, son incapaces de ofrecerles la alegría, la plenitud y la paz que muchos otros encuentran, por ejemplo, en sus familias y tradiciones espirituales. Muchos de nosotros buscamos en la religión o la espiritualidad lo que echamos en falta en el lugar de trabajo. Y aunque frecuentemente encontramos consuelo e inspiración en la mezquita, la iglesia o el templo, a menudo salimos de los actos religiosos sin una idea clara que nos ayude a tomar las complicadas decisiones a que necesariamente tendremos que hacer frente durante la semana laboral. A menudo las tradiciones religiosas son para los creyentes fuentes de incomparable sabiduría, pero nunca les ofrecen un enfoque claro que les sugiera cómo han de aplicar esa sabiduría en su vida cotidiana. Por inmensa que sea la riqueza contenida en las mil páginas de mi biblia, esta no es para mí una estrategia. Nuestras tradiciones espirituales ofrecen respuestas, pero al mismo tiempo nos plantean una pregunta cada vez más inquietante: ¿Cómo consigo personalmente conectar mis creencias más profundas con lo que hago durante toda la semana en el lugar de trabajo y en mi propio hogar? De esta manera, nos vemos obligados a diseñar una estrategia que abarque toda nuestra vida y sea a la vez espiritual y mundana. Sí, necesitamos tomar decisiones difíciles, conseguir que las cosas se lleven a cabo y adaptarnos a un mundo constantemente cambiante. Es justamente lo que hacen las mejores empresas. Pero, al mismo tiempo, necesitamos encontrar la paz y la plenitud derivadas de la comprensión de la grandeza a la que somos llamados como seres humanos. Mientras vivimos en la tierra, el poderoso designio de Dios nos estimula y nos plantea serias exigencias. Estamos aquí para convertirnos en seres que, una vez iluminados, miremos más allá de nuestros intereses egoístas y de nuestro propio tiempo, porque nuestro corazón y nuestro espíritu son más grandes que cualquier empleo o suma de dinero. Y transformándonos nosotros mismos en los seres que estamos llamados a ser, conseguiremos que nuestra civilización se acerque a lo que ella misma debería ser: no una humanidad pobre de espíritu y autosuficiente, sino una civilización de espíritu amplio, que ama la vida, a los otros seres humanos y al mundo. Así pues, este es un libro de autoayuda, que invita a los lectores a profundizar en el problema de su condición humana; eso sí, en él se rechaza el pensamiento convencional de los libros de autoayuda. En su mayoría, estos libros garantizan un resultado con solo leerlos. En cambio, mi libro no garantiza ningún resultado si lo único que haces es leerlo. 9
En general, este tipo de libros suelen trocear nuestras vidas en compartimentos estancos, para luego centrar su atención en algún problema concreto que ellos prometen solucionar: cómo hacerse rico, cómo encontrar pareja, cómo escoger colegio, cómo encontrar empleo... En cambio, este libro reta a quienes lo lean a transformar trabajo y hogar, creencias y acciones, cuerpo y espíritu, en un todo integrado. Mientras esos otros libros invitan al lector a planificar pasos fáciles hacia una meta, este traza una dura senda que exige una práctica de por vida. El tiempo de poner pequeños parches ha pasado, porque los parches han fracasado. Por ejemplo, somos ya demasiados los que trabajamos duramente sin que nuestros empleos apenas nos satisfagan (¡y todavía peor si nos aburren!). En otras ocasiones llevamos una vida dispersa, o sentimos que la competencia en el trabajo y las exigencias familiares nos agobian. Un mundo rápidamente cambiante nos bombardea con multitud de opciones, y con demasiada frecuencia no acertamos en las elecciones que hacemos: en nuestras amistades, carreras o estilos de vida. Nos preocupa la posibilidad de que el día de mañana nos quedemos sin trabajo, el mundo que heredarán nuestros hijos y, en un sentido más profundo, la duda que a veces nos asalta sobre el escaso interés que pueda tener nuestro duro trabajo para este gigantesco y complicado mundo. Año tras año, las encuestas informan que cada vez son más los norteamericanos que se muestran recelosos, infelices o insatisfechos. La mitad de los encuestados cree que para los integrantes de la generación actual la vida es mucho peor que para quienes vivieron hace dos generaciones, y un 60% cree que nuestros hijos vivirán en condiciones todavía peores que las nuestras1. Por no aceptar este pronóstico negativo, escribí este libro, convencido de que quienes integramos la generación actual podemos superar los problemas que hoy nos afligen, mejorar nuestra autoestima, ser mejores versiones de nosotros mismos y convencer a nuestros familiares y colegas de que también ellos pueden ser mejores versiones de sí mismos. Sé que esto es posible, porque yo mismo he sido testigo de este tipo de cambios sociales. Por las páginas de este libro desfilarán hogares familiares, chabolas de Caracas, salas de juntas empresariales y basureros de Manila, por destacar algunos ejemplos de entre las innumerables personas normales que se han convertido en mejores versiones de sí mismas tras haber encontrado un objetivo que dignificó su vida, una visión por la que merecía la pena luchar y valores dignos de ser abrazados y defendidos. También sé que la estrategia de este libro puede ser eficaz porque las prácticas fundamentales que sugiero a los lectores ya han demostrado su eficacia a lo largo de casi cinco siglos. En efecto, si el armazón estratégico del libro delata la influencia de J. P. Morgan (y de otras grandes organizaciones), la fuerza interior que lo anima procede íntegramente de Ignacio de Loyola, que en el siglo XVI fundó la Compañía de Jesús, una orden religiosa católica que desde el principio estuvo integrada por sacerdotes y 10
hermanos legos. Ignacio de Loyola fue pionero en el uso de técnicas de inestimable valor para abordar cuestiones fundamentales de la vida y trazar un itinerario en respuesta a dichas cuestiones. Intercalando sus intuiciones dentro de un sólido armazón estratégico, crearemos un enfoque extraordinariamente eficaz para abordar nuestro más importante negocio: dirigir nuestras propias vidas. Una parte importante –pero no su totalidad– del lenguaje de este libro procede de la tradición cristiana, que personalmente comparto con Ignacio de Loyola. Quiero dejar claro que, en cualquier caso, de ningún modo pido a mis lectores musulmanes, judíos, humanistas laicos y otros no cristianos que compartan necesariamente mis propias creencias religiosas. A estos lectores les pido más bien que, por favor, al avanzar en la lectura de mi libro, valoren los recursos que vivifican su propia tradición, y no me cabe la menor duda de que todos nos encontraremos recorriendo juntos la misma senda. Los ideales de este libro hunden sus raíces en una interpretación del designio humano que comparten muchas grandes tradiciones espirituales y humanísticas. De hecho, si personalmente tuviera que elegir unas palabras que resumen perfectamente el «argumento» de este libro, no recurriría a mi propia tradición cristiana, sino al budismo tibetano del Dalai Lama: «Si buscas la iluminación personal simplemente para mejorar tú mismo y tu propia posición, te equivocas; si buscas la iluminación personal para mejorar el servicio que tú puedes prestar a otros, estás en el buen camino»2.
Nuestro siglo necesita desesperadamente que muchas más personas estén dispuestas a intensificar su entrega y a vivir con la vista puesta en una poderosa meta, sepan cómo tomar sabias decisiones y consigan que ningún día pase en vano.
1. David W. Moore y Frank Newport, «People in the World Mostly Satisfied with Their Personal Lives»: Gallup News Service, 20 de junio de 1995, citado en David Whitman, The Optimism Gap: The I’m OK, They’re Not Syndrome and the Myth of American Decline, Walker and Company, New York 1998, 3. 2. Citado en Lawrence J. Lad y David Luechauer, «On the Path to Servant Leadership», en (Larry C. Spears [ed.]), Insights on Leadership: Service, Stewardship, Spirit, and Servant-leadership, John Wiley & Sons, New York 1998, 54.
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PRIMERA PARTE:
Diseña una nueva estrategia para los nuevos tiempos • Surca un mundo complejo y rápidamente cambiante • Diseña una estrategia que abarque toda tu vida
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1. Nuestro dilema Surca un mundo complejo y rápidamente cambiante
Por término medio, el hombre actual recibe más información y toma más decisiones en un solo día normal que nuestros antepasados en todo un mes. Aparentemente, nos adaptamos bien a este intenso ritmo. Sin aparente esfuerzo pasamos del teléfono tradicional al móvil, y de este al correo electrónico y a todo lo que pueda venir a continuación. Nadie se siente genéticamente impulsado a adiestrar palomas mensajeras o a volver al antiguo teléfono de disco giratorio. Sin embargo, por dentro las cosas no resultan tan sencillas. Las numerosas y en parte contradictorias exigencias de la vida diaria nos destrozan. Trabajamos horas y más horas para atender a las necesidades de nuestras familias; y, sin embargo, por irónico que parezca, a menudo terminamos pasando muy poco tiempo con ellas. Tomamos innumerables decisiones, pero lo cierto es que cada vez nos sentimos más estresados al hacerlo. Llevamos a cabo con eficacia tareas altamente especializadas en gigantescas compañías multinacionales, pero cuando volvemos a casa nos preguntamos si realmente importa nuestro trabajo. Mientras lees esta página, cuatro factores cruciales están cambiando radicalmente el panorama en el que todos nosotros estaremos obligados a vivir y trabajar. A saber: cambio, choque de culturas, escala cada vez mayor de nuestro entorno y complejidad. Estoy en condiciones de referir cómo mi antiguo empresario se las arregló para dominar con éxito el cambio y la complejidad. Pero esta historia, que nos habla de una gran empresa, es también una parábola acerca de tu vida y de la mía. Las circunstancias que han agitado el entorno de los negocios han sacudido también nuestros pequeños mundos personales. De hecho, los estremecimientos que sufrimos personalmente son a menudo peores que los que afectan a nuestros empresarios, porque en ocasiones estos se enfrentan al cambio descargando las consecuencias de este en nuestras espaldas. Estos cuatro factores no van a desaparecer, sino que, al contrario, están llamados a acelerarse. Organizaciones que en su día saborearon el éxito han reconocido que la actitud empresarial que ellas mismas mantuvieron durante años ha dejado de tener validez hoy día. Debemos comprender que tampoco para nosotros será ya válida esa misma actitud.
Destrucción creativa y crisis de identidad 13
El economista Joseph Schumpeter (1883-1950) acuñó la expresión «destrucción creativa» (creative destruction) para describir la sustitución paulatina de las actuales tecnologías por otras nuevas. Aparatos de televisión, ordenadores, teléfonos móviles y automóviles son algunas de las innumerables innovaciones del siglo XX que generaron nuevos negocios, cambiaron nuestros estilos de vida y contribuyeron a nuestra prosperidad. Pero no es nada raro que la innovación genere nuevos negocios desactivando otros. De ahí que Schumpeter prefiera hablar de destrucción más que de evolución o simple cambio. Pues bien, la destrucción creativa no ha hecho más que incrementarse desde que Schumpeter propuso esa tesis. Basta comparar el siglo XIX con el último cuarto del siglo XX. Cuando en 1879 Thomas Edison presentó por primera vez el prototipo de su bombilla eléctrica, para los fabricantes de velas y de lámparas de petróleo supuso –si se me permite hablar así– un verdadero apagón. Aunque se necesitaron varias décadas para que el tendido de cables permitiera llegar la corriente eléctrica a toda América. Los fabricantes de lámparas de petróleo tuvieron tiempo de decidir qué iniciativas empresariales tomarían en el futuro cuando sus negocios empezaron a deslizarse lentamente en la noche del anacronismo. Todavía no habían transcurrido diez años desde que Edison introdujera la bombilla eléctrica, y George Eastman presentó la primera máquina fotográfica Kodak, que durante décadas acaparó, sin apenas competencia, el sesenta por ciento del mercado global de películas. La publicidad de la compañía presentaba a niños sonrientes que nos invitaban a preservar nuestros «momentos Kodak». Pero ningún ejecutivo de la compañía sonrió cuando, con el inicio de la fotografía digital, llegó el momento de la verdad de la propia Kodak. La nueva tecnología no requería ni película ni el consiguiente procesamiento químico. De pronto Kodak vio cómo sus actividades empresariales básicas se quedaban anticuadas. Las ventas de carretes de película cayeron en picado, y Kodak se enfrentó a su extinción. Los fabricantes de velas contaron con varias décadas para superar el efecto de la electrificación (y muchos de ellos aprovecharon la oportunidad, a juzgar por la amplia gama de velas de todos los tamaños, formas y perfumes que hoy encontramos en el mercado), pero los ejecutivos de Kodak apenas dispusieron de meses para reinventar su empresa. La destrucción creativa se cobró un terrible peaje en una empresa que hace apenas dos décadas se enorgullecía de contar con 150.000 empleados, que hoy se han visto reducidos a 30.000. Un informador económico resumió la gravedad de la crisis de Kodak con estas palabras: «Ellos tuvieron la genialidad de cambiar una industria, pero su orgullo les hizo creer que con ellos se detendría la evolución» 1. Kodak resume la profundidad de los cambios que han afectado a la economía –y a la vida– en nuestros días. Durante la mayor parte de su historia los ejecutivos de Kodak tuvieron conciencia del incomparable alcance de su empresa: lideraba a escala mundial la fabricación y el procesamiento de película. En cambio, los ejecutivos actuales tienen las 14
ideas menos claras y no están seguros de la viabilidad de su empresa a largo plazo; los competidores, los usuarios e incluso las líneas básicas de producción pueden cambiar radicalmente en cuestión de pocos años. De ahí que las empresas y sus ejecutivos se vean obligados a plantearse preguntas que en otro tiempo hubieran parecido fuera de lugar: ¿Quiénes somos? ¿Qué meta tratamos de alcanzar? Mi antiguo empresario, J. P. Morgan, es otro caso paradigmático en este mismo sentido. Quienes iniciamos la formación como ejecutivos de Morgan en 1983 sabíamos que el negocio básico de que íbamos a ocuparnos eran los préstamos de dinero a grandes empresas y la inversión de sus fondos de pensiones. También sabíamos qué era lo que no íbamos a hacer: gestionar una red de sucursales dedicadas a ofrecer hipotecas y cuentas corrientes a gente «corriente» como tú y yo (personalmente tuve la suerte de ser contratado por J. P. Morgan, pero no era lo suficientemente rico como para convertirme automáticamente en cliente de su banca). Aunque durante años J. P. Morgan se hizo acreedor al título de «banco más admirado» de América, incluso quienes en 1983 entramos a formar parte de sus ejecutivos sabíamos que nuestro admirado banco de negocios estaba condenado a desparecer. El margen de los beneficios disminuía, porque cada vez era mayor la competencia entre los bancos para prestar dinero a las grandes empresas, que por otra parte contaban con otras muchas alternativas para obtener dinero barato. A menudo la imagen que se tiene de los banqueros es la de individuos aburridos, torpes y enemigos del cambio; pero incluso los individuos torpes aprenden a bailar claqué cuando el cambio resulta inevitable. Conscientes de las sombrías perspectivas que se cernían sobre su negocio fundamental, los gestores de Morgan pusieron en marcha una hábil estrategia destinada a injertar formas nuevas –y que siguieran siendo rentables– de negocio en las raíces del «viejo» Morgan. En pocas palabras, tratábamos de reinventarnos a nosotros mismos, y esto de manera continua; nuestros negocios cambiaron, y lo mismo sucedió con el elenco de estrellas y de partidarios. Morgan no podía comprometerse por tiempo indefinido con los negocios, como tampoco podía comprometerse indefinidamente con sus empleados. Tanto los negocios como los empleados tenían que «crecer o desparecer». Por miedo, algunos empleados se acomodaron, trabajaron duramente y esperaron que todo saliera bien. Otros muchos, en cambio, empezaron a tomar en serio la idea de trabajar por su cuenta, teniendo los ojos bien abiertos para las oportunidades de encontrar un empleo atractivo y decididos a no caer nunca en la cosecha periódica de despidos (o reducciones de plantilla, o reestructuraciones de empresa, o contrataciones de mano de obra no perteneciente a la empresa, o –según el ridículo eufemismo acuñado recientemente por una gran compañía norteamericana– reducciones de matrícula, o inscripciones). La banca J. P. Morgan de 1983, una empresa en la que muchos veteranos habían trabajado codo con codo durante años, se convirtió a finales de la década de 1990 15
en un lugar de trabajo transitorio para mucha gente. De los aproximadamente cincuenta ejecutivos en prácticas que se incorporaron conmigo a la compañía, ni uno solo continuaba en la empresa veinte años más tarde. No son solo los empleados los que están de paso en las organizaciones que crecen rápidamente, sino que incluso empresas enteras desaparecen por idéntico motivo. La empresa que hoy se conoce con el nombre de «J. P. Morgan Chase» es en realidad el resultado de la aglomeración apresurada de empresas durante las dos últimas décadas; sería más exacto denominarla «JPMorgan-Chase Manhattan-ManufacturersHannoverChemicalBank-BankOne-BearStearns», etcétera. He omitido algunos nombres, pero el lector sabe a qué me refiero exactamente. Los gurús de la mercadotecnia concluyeron sabiamente que J. P. Morgan Chase era el nombre más adecuado para figurar en las tarjetas de visita. Como todos sus competidores, J. P. Morgan Chase continúa siendo una obra inacabada, que probablemente absorberá nuevas empresas antes de que este libro aparezca en los escaparates de las librerías. Por de pronto, las empresas que hoy día forman parte de J. P. Morgan Chase ya eran grandes antes de fusionarse, pero ahora han constituido una compañía realmente colosal. En 1983, la banca J. P. Morgan en la que yo entré contaba con aproximadamente 20.000 empleados. Parecía increíblemente grande; en realidad, no pasaba de ser una empresa minúscula, si la comparamos con los 170.000 empleados con que cuenta hoy la gigantesca J. P. Morgan Chase. Las mayores empresas actuales pueden equipararse a ciudades de un tamaño considerable: Walmart, por ejemplo, emplea a unos dos millones de personas; es decir, supera la población de ciudades norteamericanas como Filadelfia, Detroit o Dallas2. En un pueblo pequeño es más fácil encontrar una cultura común y valores compartidos que en una ciudad cosmopolita. Por idénticas razones, la tarea de inculcar a sus empleados la manera de trabajar de J. P. Morgan resultaba más fácil cuando la empresa era pequeña, y su cultura tan evidente que todos la veíamos y, literalmente, la palpábamos. Yo trabajé en la misma sede bancaria que el ilustre J. P. Morgan Jr. lo hizo en su día; la misma lámpara monumental y barroca que brilló sobre el duro semblante del titán iluminó mi mesa de trabajo. Pero hoy día miles de contratos anuales no pueden ya encontrar iluminación cultural meditando bajo la lámpara del antiguo banquero ni comulgar con su espíritu; la histórica sede del banco de J. P. Morgan, vendida a promotores inmobiliarios, es ahora un vestíbulo de un bloque de pisos. No me mueven a relatar esta historia ni la nostalgia ni el rencor. Los gestores de J. P. Morgan comprendieron perfectamente que nuestro antiguo modelo había dejado de ser viable, y, en pequeña pero innegable medida, yo mismo contribuí a arrinconar aquellos tiempos en el baúl de los recuerdos empresariales. La empresa ha continuado prosperando, solo que haciendo negocios de otra manera. Los más directamente 16
afectados podemos recordar con cariño aquella época, cuando el mundo de los negocios parecía más pequeño, más previsible y más manejable. Pero, si hemos de sobrevivir, no podemos quedarnos de brazos cruzados, porque estas historias de destrucción creativa son otras tantas parábolas de nuestras vidas más allá de la sede histórica del banco o del hipermercado. A todos nos han zarandeado las mismas tormentas que hacen temblar a estas empresas, sea que trabajemos en la banca o en un hospital, que vivamos en una gran ciudad o en el campo, que estemos empezando nuestras carreras o nos acerquemos a la edad de la jubilación. También nosotros hemos de afrontar las cuestiones que hoy día hacen triunfar o provocan el hundimiento de grandes negocios: ¿Quiénes somos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué objetivos tratamos de alcanzar? Fenómenos como el cambio, la complejidad, el choque de culturas y el tamaño creciente nos obligan a responder a estas cuestiones fundamentales acerca de nosotros mismos. Y al responderlas sentaremos la sólida base de una estrategia duradera para nuestra vida. Durante las últimas décadas, nuestras vidas se han visto afectadas por cambios de enorme trascendencia: ¿Qué cambios –en el trabajo, en la cultura o en la tecnología– han ejercido mayor impacto en nosotros? Nuestra forma actual de vivir ¿en qué se diferencia de la vida que llevábamos hace dos décadas?
El cambio me obliga a averiguar quién soy En otro tiempo, empresas como Kodak y J. P. Morgan solían identificarse con determinados productos suyos (Kodak era un fabricante de películas y J. P. Morgan era un prestamista de dinero). Esos negocios a menudo se mantenían relativamente estables durante décadas. Hoy día, empresas y organizaciones se ven obligadas a reinventarse continuamente a sí mismas y sus respectivos negocios. En otro tiempo, también los individuos se identificaban a sí mismos con un determinado «producto», el trabajo que realizaban. De hecho, las identidades de nuestros antepasados a menudo derivaban directamente de sus oficios: en prácticamente todas las lenguas, los apellidos de las personas nos recuerdan oficios: por ejemplo, Carpenter (Carpintero) o Baker (Panadero). En señor Baker era eso, el panadero de la ciudad (oficio en el que con toda probabilidad estaban llamados a sucederle su hijo y su nieto). Sin embargo, los avances tecnológicos, la competencia empresarial y la despiadada búsqueda de productividad han conseguido desfigurar el concepto tradicional de «carrera», que el New World Dictionary de Webster define, bajo el término career, como «profesión u ocupación para la que uno se forma y a la que luego se dedica de por 17
vida». Sin tanta precisión, la Academia de la Lengua Española, en su diccionario (22ª ed.), señala, como acepción 7 de la voz carrera, «conjunto de estudios que habilitan para el ejercicio de una profesión». Para una amplia mayoría de nosotros, esta bonita idea resulta totalmente anticuada. Muy pocas personas se forman hoy día en una escuela en un oficio que luego piensen ejercer en una empresa durante toda o la mayor parte de su vida laboral. Se calcula que quienes hoy día terminan su formación en una facultad o escuela universitaria están destinados a ejercer entre siete y diez empleos distintos a lo largo de su vida laboral, y esa es su carrera. Conozco a personas que a la edad de treinta años ya han pasado por diez empresas diferentes. La mayoría de nosotros viviremos una o varias décadas más que nuestros bisabuelos y envejeceremos en un mundo increíblemente diferente de aquel en que nacimos. Muchos adultos ya han sido testigos de la llegada de las televisiones, los teléfonos móviles, los ordenadores personales y el avión a reacción. Y cualquiera que se atreva a predecir cuál será el panorama tecnológico de la segunda mitad del siglo XXI andará probablemente tan descaminado como el comisario de la Oficina de Patentes de los Estados Unidos del siglo XIX que al parecer predijo: «Todo lo que podía inventarse ya ha sido inventado» 3. Un mundo incesantemente cambiante no solo nos obliga a adaptarnos a los cambios y a ser flexibles, sino también a plantearnos algunas cuestiones fundamentales acerca de nuestra identidad. Uno de nuestros bisabuelos pudo decir: «Soy el Sr. Panadero, el panadero de la ciudad». Pero un oficio nunca ha expresado plenamente la identidad de una persona. Sin duda, esto es verdad especialmente hoy día, ya que la mayoría de nosotros estamos decididos a aceptar varios oficios y, además, a seguir disfrutando de varios años de trabajo productivo una vez hayamos concluido la vida laboral que determina la ley. No solo sería inadecuado derivar nuestra identidad principalmente de uno de los oficios que podamos ejercer; lo cierto es que, teniendo en cuenta los numerosos cambios que conlleva nuestra vida laboral, semejante deducción es hoy imposible a todas luces. Cuando las carreras eran más estables, la pregunta clave para todos era seguramente «¿Qué oficio voy a escoger?» Ahora las preguntas críticas son más profundas y, consiguientemente, más desafiantes: ¿Quién soy yo? ¿Por qué y para qué vivo en la tierra? ¿Qué clase de persona quiero ser? Durante mi vida laboral puedo ejercer varios oficios, pero, al pasar de uno a otro, o incluso de una empresa a otra, ¿qué es lo que permanece? Permanezco yo. ¿Quién es esa persona, y qué es lo que da sentido a su vida, más allá del próximo sueldo que reciba? Si no soy capaz de encontrar un sentido global y unificador a mi vida, esta termina siendo una serie de episodios aislados, inconexos, que señalan mi deriva de un empleo a otro, con relaciones de paso, y así hasta la jubilación.
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El choque de culturas me obliga a tomar nota de lo que represento Aunque las empresas y los individuos traten de sortear el cambio, surgen conflictos sobre cómo debería realizarse el trabajo y cómo habría que vivir la vida. Personalmente he tenido la suerte de haber vivido y trabajado en tres continentes, lo que me ha situado en el centro del escenario de choques culturales que, aunque a menudo fueron triviales, en ocasiones demostraron ser profundos. Los norteamericanos creíamos conocer cómo debería dirigirse un negocio: en Nueva York los encuentros internos eran reuniones espontáneas en las que cualquier modesto aprendiz de administración discutía directamente con los directores los méritos de diversas propuestas. Los encuentros con los clientes rápidamente alcanzaban el punto culminante en que nosotros proponíamos las operaciones de negocio, casi presionando a los clientes para que aceptasen nuestras condiciones. Sin embargo, cuando descendíamos de los aviones en Japón, nuestras certezas de norteamericanos se evaporaban. No sabíamos si debíamos inclinarnos reverencialmente ante nuestros colegas japoneses, o simplemente darles la mano, o ambas cosas. Nos presentábamos con prisa a los encuentros de negocios y buscábamos agresivamente acuerdos, dejando a nuestros colegas y clientes japoneses un tanto incómodos y horrorizados por el descaro y aparente insensibilidad que mostrábamos a la hora de establecer relaciones a largo plazo. La vida en esta era global nos ha sumergido en una piscina cultural maravillosamente refrescante, pero exasperadamente diversa. Hablamos muchos idiomas y comemos platos preparados en una gran variedad de cocinas. Muchos de nosotros creemos en Dios, y otros muchos no creen. Algunos no practican el sexo antes de contraer matrimonio, mientras que otros no han intercambiado más de tres correos electrónicos y ya tratan de «liarse». Mis abuelos vivieron siempre en la misma ciudad, entre vecinos y familiares que compartían su misma visión del mundo y sus valores. En cambio, yo me rozo a menudo en un solo día con tantas personas como ellos encontraron a lo largo de toda su vida. La visión del mundo compartida por los habitantes de su pequeña ciudad ha cedido el paso a la cacofonía cosmopolita de las diversas culturas religiosas, étnicas, generacionales y de otros tipos en que vivo yo inmerso. El cambio nos obligaba a preguntarnos: ¿Quién soy yo? ¿Por qué y para qué existo? La diversidad cultural añade nuevas preguntas fundamentales a una lista que no para de crecer: ¿Cómo debería comportarme y tratar a otras personas? ¿Qué valores son importantes y básicos, en los negocios y en la vida personal?
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Viviendo en una cultura homogénea y estable, las respuestas a todas esas preguntas nos llegaban a menudo del propio hogar, de la escuela y de los vecinos. Y la mayoría de nosotros dábamos esas respuestas por indudables. Ahora hemos de plantearnos las preguntas personalmente, y personalmente hemos de encontrar respuesta a cada una de ellas.
La magnitud de los cambios me obliga a reflexionar sobre el porqué de mi importancia personal Gracias a otro fenómeno típicamente moderno, hemos de hacer frente a ciertas cuestiones que marcan la trayectoria de nuestras vidas: en un mundo que se vuelve cada vez más pequeño, algunas empresas están adquiriendo dimensiones gigantescas. Los medios de comunicación modernos nos bombardean con noticias e imágenes de todo ese mundo: hoy podemos ver en tiempo real cómo en Londres tratan de salvarse los ocupantes de unos autobuses en los que han explotado las bombas colocadas por terroristas, y simultáneamente podemos enviar mensajes instantáneos a los socios de negocio que tenemos en esa ciudad para cerciorarnos de su seguridad. Sin embargo, a medida que el mundo se vuelve más pequeño, también nosotros nos sentimos a menudo más pequeños. Cada noche vemos acontecimientos de alcance mundial en lugares remotos que pueden afectar a nuestra propia seguridad y estilo de vida; sin embargo, nos sentimos impotentes para intervenir en cualquiera de esos hechos, o cambiamos al canal de comida ligera, que lo único que hace es recordarnos que nuestras monótonas vidas, de trabajo y vuelta a casa, resultan aburridas al lado de las existencias aparentemente ricas y plenas de los famosos. El gigantismo galopante del comercio moderno no hace sino acentuar nuestra impresión de ser piezas relativamente insignificantes en la maquinaria global del mundo. Mi abuelo, básicamente un granjero de pura subsistencia, pudo ver con sus ojos el efecto positivo de su trabajo. Vivió rodeado de niños a los que suministraba el alimento que les permitía crecer, y colaboró personalmente en la construcción de la casa en la que se alojaba toda la familia. También yo he ayudado a que muchas personas hayan podido alimentarse y hayan disfrutado de una vivienda. J. P. Morgan financiaba y asesoraba a cadenas de supermercados, a constructores de viviendas y a fabricantes de alimentos; nuestra empresa daba trabajo a miles de empleados, que gracias a ello podían ofrecer una vida digna a sus familias; gestionábamos fondos de pensiones que a incontables jubilados les aseguraban una vejez estable y cómoda. Mis colegas de J. P. Morgan y yo mismo ayudamos a alimentar y a alojar a un número de personas que ni mi viejo abuelo ni yo nos habríamos atrevido a imaginar. 20
Aquí radica justamente el problema: yo no podía imaginarme el alcance de mis acciones. Lo grande puede ser hermoso, por la eficacia y la pericia que se adquieren cuando muchos seres humanos se juntan para alcanzar objetivos comunes a gran escala. Pero lo grande también puede ser desmoralizador, cuando banqueros, economistas, asesores administrativos y profesionales de los recursos humanos no están seguros del sentido que puede tener nuestro trabajo. La generación de nuestros abuelos, la mayoría de los cuales fueron trabajadores por cuenta propia en pequeñas tiendas o granjas, no solo conoció a las personas a quienes alimentó, sino que a menudo interactuó directamente con ellas. Los empleados de mi generación, con frecuencia recluidos en terminales de trabajo que constituyen algo así como un mar o tupida red de cabinas donde atienden al cliente, observan números en hojas electrónicas, no a familias que disfrutan del alimento que nosotros cultivamos. De ahí que podamos sentirnos alienados –literalmente desconectados– tanto de los productos que elaboran nuestros empleados como de los seres humanos para quienes trabajamos. Por ejemplo, revisamos créditos destinados a financiar fábricas que nunca visitamos; estas fábricas producen pan, que luego se vende en incontables ciudades anónimas esparcidas por todo el continente. Sabemos que nuestro trabajo tiene que ser cualitativamente distinto, pero en ocasiones es imposible distinguir en qué consiste esa diferencia. Aunque alguien cargue heroicamente con el trabajo de dos personas –cosa que yo hice a veces–, ello no rebaja mínimamente el coste de los servicios de J. P. Morgan, ni eleva las ganancias de la empresa por acción. Es muy descorazonador. Cuando yo dejé Morgan, alguien me reemplazó, pero el negocio siguió adelante como había hecho siempre. De hecho, eran tantos los colegas que dejaban la empresa y eran sustituidos por otros que cada vez resultaba más difícil tener la sensación de comunidad en el trabajo; nos encontrábamos en los ascensores al lado de colegas casi anónimos que cada día franqueaban las puertas giratorias de la empresa, que daban acceso a los departamentos especializados dispersos por toda la red mundial de J. P. Morgan. La magnitud de los fenómenos y sus secuelas, como el empleo altamente especializado, pueden generar en nosotros sentimientos de alienación, insignificancia y aislamiento. En 1800, cuatro de cada cinco personas trabajaban por su cuenta, lo que les permitía conectar perfectamente con los destinatarios de su trabajo4. Hoy día, nuestra conexión con el trabajo es muy diferente. Por eso precisamente, la lista de cuestiones que nosotros hemos de afrontar no cesa de crecer: ¿Por qué soy importante como persona? ¿Qué es lo que da sentido a mi vida? Dicho de otro modo, las empresas de dimensiones gigantescas con frecuencia pueden ofrecer salarios, pero no sentido a la propia vida. Cada vez más, la búsqueda de sentido es una tarea que hemos de resolver cada uno por cuenta propia.
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¿Qué principios te guían a la hora de tratar con otras personas? ¿Son normas que has aprendido al hacerte mayor, en la iglesia, en tu vida profesional? ¿Qué es lo que da un sentido profundo a tu vida? ¿Por qué es importante que tú formes parte de este mundo de más de seis mil millones de habitantes?
La complejidad me obliga a valorar atentamente cada una de las decisiones que tomo Las tres tendencias que acabo de describir –cambio, choque de culturas y magnitud de los fenómenos– contribuyen, sin duda con un sinfín de otras causas, a hacer increíblemente compleja la vida contemporánea. Hoy disfrutamos de muchas más opciones de trabajo y estilos de vida que nuestros abuelos. Pero más opciones se traducen en muchas más decisiones que nos vemos obligados a tomar. Hemos de decidir si asistimos o no a la escuela, en qué escuela o colegio matricularnos, en qué queremos trabajar, dónde vamos a vivir, con quién nos casaremos, cuándo cambiar de trabajo y cuánto dinero ahorrar para cuando nos jubilemos. De hecho, algunas de esas decisiones nos veremos obligados a tomarlas en varias ocasiones a lo largo de nuestra vida laboral, antes de decidir cuándo nos jubilamos. Y eso sin mencionar otras decisiones más mundanas de nuestra vida, como el tipo de cereal que escogeremos para desayunar del centenar de marcas que nos ofrece el mercado. Alguien podría pensar que el ejercicio frecuente de la facultad decisoria nos haría especialmente avispados a la hora de elegir sabiamente. Pero la experiencia sugiere lo contrario. Así, por ejemplo, algunas investigaciones han demostrado que tanto cuando se trata de invertir en fondos de jubilación 401k como cuando hay que elegir marcas de mermelada en un supermercado, los seres humanos tienden a decidir más consciente y sabiamente cuando solo han de sopesar un número limitado de variables. Las decisiones en serie, sobre todo si esta es larga, nos desconciertan, y la complejidad que conlleva la revisión de las mismas nos intimida. De ahí que nos guiemos por nuestro instinto, imitemos las elecciones de un amigo o cantemos el Eeny Meeny Miney Mo (juego popular entre los niños de lengua inglesa, al que se parece bastante el «Pito, pito, colorito, ¿dónde vas tú tan bonito?» de los niños de lengua española). En otras palabras, el ingente número de decisiones que nos vemos obligados a tomar –juntamente con la complejidad de esas decisiones– ha erosionado nuestra capacidad de tomar decisiones en las debidas condiciones. Y a veces el Eeny Meeny Miney Mo –y su equivalente «Pito, pito, colorito»– parecen representar alternativas tan buenas como otra cualquiera, dadas las duras decisiones con las que a menudo hemos de enfrentarnos. 22
Hacemos frente a compromisos aparentemente irreconciliables, como tener que decidir (naturalmente, bajo la presión del tiempo) entre un cambio de trabajo que tal vez impulse nuestra carrera pero que podría resultar perjudicial para nuestra vida familiar. O, lo que todavía es peor, no tenemos la sensación de ejercer el adecuado control sobre las circunstancias en que cada uno podría tomar buenas decisiones, como todas esas personas –y son muchas– que se aferran a empleos que, aunque no las satisfacen personalmente, les permiten obtener ventajas que los interesados no quieren arriesgarse a perder5 .
Un nuevo enfoque de las realidades del nuevo mundo A lo largo de este capítulo se ha ido ampliando la lista de preguntas incómodas que hoy resultan inevitables: •
¿Quién soy yo?
•
¿Qué objetivos me propongo alcanzar en la vida?
•
¿Cómo debería comportarme y tratar a otras personas?
•
¿Qué valores son importantes y fundamentales, en los negocios y en la vida familiar?
•
¿Por qué importa mi persona?
•
¿Qué es lo que da sentido a mi vida?
En el mundo de hace veinte años, pongamos por caso, podíamos pasar por alto estas cuestiones filosóficas e ir directamente al grano, que entonces se resumía en la siguiente pregunta: ¿Dónde trabajar y vivir? Hoy día, el cambio, el choque cultural, la magnitud y la complejidad de estos fenómenos no nos permitirían seguir actuando de esa misma manera, sin duda anticuada. Antes que banqueros, sacerdotes, astronautas o cineastas, todos somos seres humanos. En este sentido, la primera y más estratégica pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué significa realmente ser un ser humano satisfecho, decidido y con éxito? Aunque no nos planteemos la cuestión de qué es lo que dota de sentido a la vida humana, podemos en cualquier caso terminar siendo expertos y teniendo éxito en formas de vida que, a una edad ya madura, descubriremos que de hecho no han sido muy significativas. Antes de preocuparnos de cómo nos ganamos hoy la vida, necesitamos comprender para qué vivimos, porque nuestra «carrera» en el ambiente de trabajo del nuevo mundo no es un empleo. Es toda nuestra vida.
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Así pues, ¿cómo vamos a responder a las grandes cuestiones? ¿Y cómo traducimos nuestras respuestas en decisiones correctas en la vida y en un comportamiento eficaz de cada día? Para ello, hemos de comprometernos con este mundo complejo y cambiante de una manera mucho más deliberada, proactiva y decidida. Hoy día necesitamos un nuevo enfoque de la cuestión de la vida. Necesitamos una estrategia.
1. Conrad De Aenlle, «History Offers Hope and Fear for Kodak»: New York Times, 17 de febrero de 2007. 2. «The World’s Largest Corporations»: Fortune 158/2 (21 de julio de 2008), 165. 3. Charles H. Duell, citado en Henry Ehrlich, The Wiley Book of Business Quotations, John Wiley & Sons, New York 1998, 190. 4. En 1800, cuatro de cada cinco personas trabajaban por cuenta propia. John W. Houck y Oliver F. Williams (eds.), Co-creation and Capitalism: John Paul II’s «Laborem exercens», University Press of America, Washington, D.C. 1983. 5. Véase, por ejemplo, la investigación de Wei Jiang y Sheena Iyengar, de la Columbia University, en Barry Schwartz, Hazel Rose Markus y Alana Conner Snibbe, «Is Freedom Just Another Word for Many Things to Buy?»: New York TimesMagazine, 26 de febrero de 2006, 15.
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2. El camino a seguir Diseña una estrategia que abarque toda tu vida
En 2001, Gerald Levin, director general del gigante Time Warner, uno de los mayores conglomerados de empresas del ámbito de la televisión por cable, el cine y la publicidad, llevó a cabo una fusión con AOL que, al aunar medios de comunicación tradicionales con los nuevos medios de Internet, actuó como un auténtico revulsivo en el mundo de los negocios. Los inversores adivinaron más tarde la jugada, pero nadie puso en tela de juicio que lo que había pretendido Levin era provocar una fuerte reacción en Time Warner. Coincidiendo con el comienzo de la fuerte expansión del comercio por Internet, los supuestos y modelos comerciales que durante mucho tiempo habían guiado la política de empresas como Time Warner experimentaron una fuerte reacción. Levin y sus colegas del equipo directivo respondieron diseñando una nueva estrategia. Paradójicamente, aunque el Sr. Levin se había preocupado de diseñar una estrategia para Time Warner, no pareció contar con ningún plan estratégico para su negocio más importante: su propia vida. Algunos años después de la citada fusión, Levin afirmó de sí mismo: «A la edad de sesenta y tres años me desperté un día y me di cuenta de que en realidad no conocía nada acerca de las cuestiones más fundamentales de la vida». Esa revelación desembocó en una resolución: «Voy a emprender un viaje. Voy a encontrarme a mí mismo» 1. ¿Moraleja de la historia? Ni las empresas en que trabajamos ni ninguno de nosotros como persona individual estamos en condiciones de improvisar la senda que nos conducirá a través de la vida. Y, desde luego, no nos va a ser posible surcar el panorama del siglo XXI con el mismo tipo de brújulas que utilizamos en el siglo XIX. Necesitamos contar con un camino que nosotros mismos nos hayamos trazado, es decir, con una estrategia. Sin ella corremos el riesgo de que, como Levin, nos despertemos un día, nos enfrentemos a las «cuestiones fundamentales» de la vida y nos preguntemos por qué hemos vivido como realmente lo hemos hecho. Aunque conceptualmente expresa una realidad directa y nada problemática, el término estrategia suena a algo muy elaborado, fantástico. La metáfora del «viaje» utilizada por Levin nos ayuda a captar la esencia de toda buena estrategia. Efectivamente, la vida es para todos nosotros un viaje que hemos de realizar. Solo los locos deambularán sin rumbo fijo por los caminos, o se desplazarán a grandes pasos en una determinada dirección sin saber exactamente hacia dónde se dirigen, o cambiarán de dirección para seguir al primer grupo de transeúntes con quienes se crucen, o se pondrán 25
en marcha sin contar con las herramientas y los recursos que van a necesitar durante el camino. Las personas sabias calculan exactamente hacia dónde desean dirigirse y reúnen las herramientas necesarias para alcanzar la meta escogida. La metáfora puede parecer excesivamente sencilla. Y sin duda, si el concepto de estrategia fuera tan sofisticado como sugiere la palabra, debería implicar un proceso mucho más complejo. En cualquier caso, Michael Porter, profesor de la Escuela de Negocios de Harvard y tal vez el especialista más destacado de América en el campo de la estrategia corporativa, define la estrategia precisamente con estas sencillas palabras: «Una combinación de los fines (objetivos) que se ha propuesto alcanzar la empresa y de los medios (políticas) que está utilizando para lograrlo» 2. En pocas palabras: calcula exactamente hasta dónde quieres llegar y reúne las herramientas y los recursos con que has de contar para llegar hasta allí.
El camino que nos falta por recorrer Así pues, para que sea buena, una estrategia debe ocuparse en primer lugar de los fines (objetivo o sentido de la vida), y después de los medios (herramientas, tácticas y recursos). Sin perder de vista el concepto de estrategia, en los próximos capítulos reflexionaremos a fondo sobre el sentido de la existencia humana, y acto seguido desarrollaremos dos herramientas esenciales para hacer realidad dicho sentido. En la segunda parte, abordaremos el problema del sentido de la existencia humana, tratando de responder a preguntas fundamentales para el hombre actual. Haremos un balance del mundo que hemos heredado (capítulo 3) y nos plantearemos el tipo de mundo que queremos ayudar a crear (capítulo 4). Trataremos de precisar cuál es el «poderoso designio» a que estamos llamados los seres humanos (capítulo 5) y discutiremos cuáles son los valores que estamos dispuestos a adoptar en el curso de nuestra existencia terrena (capítulo 6). A lo largo de este proceso daremos los primeros pasos en el establecimiento de una estrategia que sea lo suficientemente amplia y significativa como para que pueda durar toda una vida. Por otra parte, tampoco queremos olvidar el hecho de que una buena estrategia no es manipulación (capítulo 7); necesitamos que el corazón y la mente den vida a nuestra estrategia. Empezaremos la tercera parte centrando la atención en los medios que se necesitan para alcanzar un poderoso designio: aprenderemos a tomar decisiones importantes. Una cosa es comprender cuál es el designio de nuestra vida personal, y otra muy distinta decidir si ese designio vamos a vivirlo como sacerdote o como dentista, si nos vamos a casar y con quién, o qué opciones de estilo de vida hemos de hacer estando en la escuela, en la carrera o como jubilados. El designio de cada uno se hace realidad en cada
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una de las decisiones que toma, de ahí que un factor crítico en nuestra estrategia deba ser el proceso que seguimos para tomar las grandes decisiones de nuestra vida. En la cuarta parte abordaremos el tema de la ejecución o puesta en práctica de nuestras decisiones, que una vez tomadas deben cumplirse un día sí y otro también. Señalaremos algunas herramientas críticas para conseguir que las cosas se hagan y evaluar nuestro progreso de cada día; de esa manera, todos los días de nuestra vida serán importantes. Es lo que una guía muy conocida de negocios llama «ejecución: la disciplina de lograr que las cosas se hagan» 3. Descubrir una poderosa determinación... Escoger sabiamente... Hacer que cada día importe. Nuestra estrategia empezará abordando las cuestiones globales (¿cuál es la razón de la existencia de los seres humanos en la Tierra?) para descender después a temas que forman parte de nuestra vida cotidiana (¿cómo puedo ser esta tarde más eficaz que esta misma mañana en mi trabajo?). La gama de cuestiones abordadas es impresionante, ya que abarca desde las razones más profundas de mi existencia hasta cuestiones tan concretas como si yo debería ser médico, o cómo puedo trabajar hoy más eficazmente con mis pacientes. En cualquier caso, una buena estrategia debe comprender un plan global: si fraccionamos la vida –por ejemplo, separando vida laboral y vida familiar, o aquello en lo que creemos de aquello que hacemos–, a menudo nos quedamos con una serie de compartimentos que difícilmente pueden encajar y terminar formando un todo integrado. Nuestra estrategia no está llamada a ser un plan que nosotros queremos redactar, sino la forma de vida que escogemos para nosotros. No consiste en rellenar unos cuantos cuestionarios y en manipular algunas cuartillas para generar un impresionante documento que terminará lleno de polvo en una estantería. Fundamentalmente, de lo que se trata es de desarrollar habilidades –como la de tomar decisiones y mantenerse cada día al corriente de lo que sucede a nuestro alrededor– que queremos practicar el resto de nuestras vidas y mejorar con el paso del tiempo. Para nosotros, esta estrategia debe continuar siendo tan válida cuando cumplamos sesenta y tres años de edad como cuando teníamos dieciocho, e independientemente de que estemos dando los primeros pasos en una carrera o avancemos por la cuarta. Tal vez algunos lectores vean las cosas de otra manera. Están haciéndolo todo muy bien, tienen buenos empleos, están criando con éxito a sus hijos, o son felices, gozan de popularidad, brillan en la escuela, y sus perspectivas de empleo son prometedoras. Bueno, también podría haber sucedido que Gerald Levin hubiese exagerado sus logros, aunque tales éxitos, por importantes que fueran, no eran sino piezas de un rompecabezas más amplio. Encontrar un empleo bien retribuido no es exactamente lo mismo que abordar lo que Levin llamaba «cuestiones fundamentales» de la vida. Su carrera es de primer orden. Alcanzó la cima del comercio norteamericano. 27
Posteriormente, Levin abordó cuestiones que al parecer había pasado por alto a lo largo de toda su carrera. Sí, tal vez había alcanzado las metas que se había propuesto alcanzar en el mundo empresarial, pero, desde luego, no estaba seguro de haber abordado las cuestiones más importantes de su vida. El filósofo griego Aristóteles lo expresó de la siguiente manera: «Si, como los arqueros, apuntamos a una diana, tenemos más probabilidades de dar en el blanco escogido» 4. Al decir esto, Aristóteles no se refería a los objetivos a corto plazo, como conseguir un buen empleo o hacerse millonario, sino a la preocupación más fundamental de lo que supone una vida bien vivida y con una meta digna. Esa preocupación fundamental es prioritaria. Más de dos mil años más tarde, otro gran sabio advirtió que sus contemporáneos corrían peligro de olvidar la sabiduría de Aristóteles. Las palabras de Albert Einstein fueron estas: «Nuestro tiempo parece caracterizarse por la perfección de los medios [que utiliza] y la confusión acerca de los fines [que persigue]» 5 . En otras palabras, como sociedad competimos por hacernos con nuevas tecnologías, armas, aparatos y modas, sin pararnos a pensar si a la larga todas esas cosas serán buenas para nosotros. Y como individuos nos obsesionamos con la idea de obtener buenos empleos, tener pareja o hacernos ricos, sin contemplar primero nuestro fin como seres humanos, como ya había apuntado Aristóteles, o las cuestiones fundamentales de la vida, como indicó Levin. Tenemos que evitar la trampa que Einstein describió con tanta exactitud. Naturalmente, todos deseamos resolver los problemas que vivimos hoy con especial urgencia, como el hecho de casarse con una determinada persona o cómo conseguir un empleo mejor pagado. Pero nos será imposible abordar adecuadamente esas preocupaciones cotidianas hasta que no hayamos resuelto aquellas otras que pueden afectarnos a lo largo de toda nuestra vida; no podemos centrar nuestra atención en los medios y descuidar los fines. Como demuestra la historia de Levin, caemos en una trampa cuando subconscientemente empezamos a equiparar el objetivo de nuestra vida con un empleo, o con cualesquier otras actividades a las que tal vez dediquemos nuestros días. Ello demostraría que la idea que tenemos del objetivo de nuestra vida es muy pobre. No nos vendamos tan baratos a nosotros mismos: ¡somos más grandes que nuestros empleos! En los próximos capítulos reflexionaremos sobre un cierto sentido o meta de la vida humana que es lo suficientemente poderoso como para elevarnos por encima de nuestras preocupaciones cotidianas y lo suficientemente amplio como para abarcar toda la duración de nuestra existencia. De ahí que nuestra estrategia nos obligue a hurgar profundamente en las cuestiones que muchos manuales de autoayuda pasan por alto, esas mismas cuestiones que se amontonaban en el capítulo anterior: ¿Qué me propongo? ¿Qué es lo que da sentido a mi vida? ¿Cómo deberíamos tratar a los demás? Y la pregunta más engorrosa: ¿Consigo conectar mis más profundas creencias acerca del
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sentido y del objetivo de mi existencia con las decisiones que tomo cada día en la vida y en los negocios?
Entra en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola San Ignacio de Loyola fundó en el siglo XVI la Compañía –inicialmente Sociedad– de Jesús, popularmente conocida como «los jesuitas». A primera vista, su obra maestra, los Ejercicios Espirituales, no parecen tener mucho que ver con un manual de estrategia. Los ejercicios son una serie de meditaciones sobre la vida y la misión de Jesucristo. En ellos se incluyen, por ejemplo, una meditación sobre el infierno y otra para alcanzar amor, cosas que ningún gurú de los negocios esperaría encontrar en un documento de estrategia. El hecho es que, durante cerca de cinco siglos, estos ejercicios han continuado siendo uno de los instrumentos más poderosos de la humanidad para abordar las cuestiones fundamentales de la vida y encontrar la respuesta que cada uno decide dar a esas cuestiones. Uno de los más brillantes intelectuales del Renacimiento europeo dijo después de hacerlos: «Me siento lleno de energía y parezco una persona complemente nueva». Y hoy día, siglos después, miles de ejecutivos de empresa, jubilados, estudiantes de escuelas superiores, alcohólicos y otras muchas personas de todo el mundo toman parte en estos ejercicios con resultados igualmente impactantes. Una vez superada la dificultad de su arcano lenguaje, queda claro que los ejercicios de Ignacio de Loyola abordan exactamente las mismas cuestiones que hemos esbozado hasta aquí en este libro. Por ejemplo, a nosotros nos interesa desarrollar técnicas para tomar buenas decisiones, e Ignacio ofrece fascinantes enfoques que completarían el juego de herramientas al que cualquier padre u hombre de negocios echaría mano para sus tomas de decisiones. De la misma manera, si a nosotros nos preocupa el hecho de tomar bien decisiones de cada día, Ignacio sugiere un práctico proceso para conseguir eso mismo. Vinculando algunas de las intuiciones espirituales de Ignacio de Loyola con ideas modernas acerca de la estrategia crearemos algo único y singularmente eficaz: no los Ejercicios Espirituales, ni tampoco una estrategia estereotípica de los negocios, sino un enfoque de la vida que aprovecha grandes intuiciones de los primeros y de la segunda. Queremos trazarnos una pauta de vida y de trabajo que sea a la vez mundana y espiritual, que nos ayude a conectar nuestras creencias más profundas con las tareas que hacemos todo el día. En lugar de forzarnos a vivir divididos con un pensamiento compartimentado, nos liberaremos personalmente reivindicando una estrategia global de vida.
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Esta estrategia global será más fácil de diseñar que de interiorizar. Lamentablemente, nuestra cultura de la gratificación inmediata nos induce a imaginarnos las cosas de otra manera: que podemos llevar a cabo una profunda transformación personal, por ejemplo, repasando un libro de autoayuda durante un corto viaje en avión y mientras escuchamos relajadamente una selección musical en un reproductor de música personal. Todas las grandes tradiciones espirituales nos recuerdan que, si queremos obtener buenos resultados en el ámbito del cambio personal, hemos de poner algo de nuestra parte. Por ejemplo, los budistas formales dedican un importante número de horas a sus prácticas de meditación y saben que en este punto no existen los atajos. Algo parecido hacen las grandes tradiciones humanistas: los miembros de Alcohólicos Anónimos hablan a menudo de «trabajar los pasos», es decir, de la necesidad de dedicar el tiempo de reflexión requerido para procesar los doce pasos introspectivos del programa de AA. En este mismo sentido, Ignacio de Loyola advierte a quien «en todo lo posible desea aprovechar» que «tanto más se aprovechará cuanto más se apartare [temporalmente] de todos los amigos y conocidos y de toda sociedad terrena; así como mudándose de la casa donde moraba, y tomando otra casa o cámara para habitar en ella cuanto más secretamente pudiere» (EE, n. 20). Incluso en el siglo XVI, esta propuesta era radical; pero, sin duda, hoy día resulta más estimulante. Tras días de agobio sorteando verdaderas mareas de correos electrónicos, llamadas telefónicas, encuentros y distracciones, nos relajamos pegándonos nosotros mismos a teléfonos móviles, reproductores portátiles de música o a otros aparatos que nos aíslan de nuestro propio yo interior. Nos hemos vuelto cada vez más adeptos a la manipulación de mandos de vídeo a través de innumerables canales de cable y cada vez menos adeptos a sintonizar con nosotros mismos. Como personas individuales –y como cultura– estamos perdiendo el tiempo, la inclinación y la capacidad de observarnos introspectivamente. La mayor parte de las estrategias de cambio, ya sean recetas para el crecimiento personal o fórmulas para el cambio organizacional y el liderazgo, realmente no funcionan, porque no pasan de ser estériles manipulaciones o una amalgama de sugerencias prácticas y de soluciones de éxito seguro. En lugar de memorizar catálogos de sugerencias más o menos útiles, necesitamos pasar mucho tiempo a solas con nosotros mismos, enfrentarnos a hechos que nos atañen personalmente y comparar nuestra situación actual con nuestras más profundas creencias y aspiraciones acerca de la persona que nos gustaría ser y del mundo en que nos gustaría vivir. En los próximos capítulos presentaré a mis lectores el perfil de un puñado de personas que han hecho eso precisamente y han descubierto el gran sentido que tiene el desempeño de roles sociales verdaderamente ordinarios, como profesores, padres, 30
trabajadores de mantenimiento, abogados, etcétera. Ninguna de ellas es famosa, por eso precisamente es importante su testimonio. Nuestra cultura ha asociado la idea de «gran sentido» únicamente con grandes personajes que han configurado la historia y con estrellas que se pavonean en el escenario del mundo. Hemos confundido gran sentido con grandes hazañas y el heroísmo lo hemos asociado con la fama: ¿cómo pueden mi padre, jefe, profesor o hermana ser héroes si los periódicos o la televisión no lo han dicho? Recobremos el auténtico significado y la naturaleza del heroísmo. Los diccionarios no definen héroe por la amplia fama o popularidad de que goza una persona, sino por las cualidades que encarna, tales como fortaleza, valor y nobleza de espíritu. Los héroes que presentaré en los próximos capítulos responden a esta definición, pero se rebelan contra el estereotipo de «héroe celebridad». No son famosos por su nombre, pero encarnan valores como la fortaleza, el valor o la nobleza, lo que los convierte en ideales humanos dignos. Su heroísmo no se basa en victorias conseguidas ante miles de espectadores en un campo de deportes, ni en hazañas militares, sino en acciones humildes y sencillas, como cambiar un pañal, limpiar un suelo o rellenar una hoja de cálculo. Estos héroes más humildes no reclaman que los miremos con admiración, pero sí nos retan a mirarnos a nosotros mismos y a encontrar, en nuestra propia vida y trabajo, la misma poderosa determinación y el sentido que ellos demuestran poseer. ¿Podemos ver en nuestras rutinas de cada día oportunidades para hacer realidad valores intemporales? ¿Podemos creer que, aunque nos preocupe el hecho de que la próxima semana tenemos que entregar un trabajo que nos han pedido, vamos a mantenernos fieles a una visión que trasciende toda nuestra existencia? ¿Somos lo suficientemente audaces como para creer que estamos haciendo cosas extraordinarias incluso en los pequeños detalles de nuestras vidas como padres, profesores o empleados de banca? Los próximos capítulos nos invitan a articular esta visión más grande de nosotros mismos, y, sobre todo, a descubrir un punto de inflexión que pueda brindarnos el valor y la decisión de asimilar personalmente esa visión más grande de nosotros mismos. Algunos notarán que vivir de acuerdo con tan poderosa determinación va a exigirles un cambio fundamental en su actual forma de vida, o en el estilo de vida a que aspiran. Pero otros muchos –la mayoría de nosotros, sospecho– constataremos que, sin llamar la atención, hemos estado viviendo desde el principio de acuerdo con esta profunda determinación. Simplemente, no hemos sido capaces de ver la enorme importancia de lo que hacemos a lo largo del día, nos han faltado palabras para expresar debidamente los nobles valores en torno a los cuales ha girado nuestra vida, y fuerza en nuestras convicciones para identificarnos con esos valores en un mundo que puede considerarnos insensatos o ingenuos.
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El próximo capítulo señala el punto de partida del itinerario hacia una determinación más clara. Pero, antes de emprender el camino, necesitamos comprender algo básico: ¿Cuál es el punto de dónde partimos y cómo hemos llegado hasta aquí? Empezaré abordando esas cuestiones. ¿Cuáles son, en tu opinión, las cuestiones fundamentales de la vida? ¿Te las has planteado personalmente y, sobre todo, les has dado ya una respuesta? ¿Qué herramientas o tecnologías usas preferentemente cuando tienes que tomar una decisión importante, como decidir un cambio de carrera? ¿Sigues un procedimiento perfectamente definido y coherente, o en cada caso actúas de manera improvisada?
1. Laura M. Holson, «From Hollywood to Eternity»: New York Times, 20 de mayo de 2007. 2. Michael E. Porter, Competitive Strategy: Techniques for Analyzing Industries and Competitors, Free Press, New York 1980, xvi. 3. Larry Bossidy y Ram Charan, Execution: The Discipline of Getting Things Done, Crown Business, New York 2002. (Trad. esp.: El arte de la ejecución en los negocios, Punto de Lectura, Barcelona 2008). 4. Aristóteles, Nichomachean Ethics, trad. Terence Irwin, Hackett, Indianapolis 1985, 1.2. (Trad. esp.: Ética a Nicómaco, Alianza, Madrid 2004). 5. John Gardner, On Leadership, Free Press, New York 1990, 111.
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SEGUNDA PARTE:
Descubre el formidable sentido de tu vida • Evalúa el mundo que has heredado • Imagina un futuro por el que merezca la pena luchar • Formula un objetivo que dé sentido a tu vida • Abraza valores con los que desees identificarte • Que tu estrategia responda a impulsos del corazón
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3. ¿Dónde te encuentras tú ahora? Evalúa el mundo que has heredado
Los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola nos invitan a ver el mundo como Dios lo vería: «Toda la planicia o redondez de todo el mundo, llena de hombres,...en tanta diversidad, así en trajes como en gestos, unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos, otros enfermos, unos naciendo y otros muriendo» (EE, 102 y 106). ¿Qué pensaría Dios de la situación de nuestro mundo? ¿Qué piensas tú al respecto? ¿Por qué es importante este ejercicio mental? Porque mirar de frente hechos de nuestro mundo justamente ahora puede ayudarnos a ver más claramente cómo deseamos hacer avanzar nuestra civilización. ¿En qué tipo de mundo vivimos, hacia dónde se encamina y cómo hemos contribuido cada uno de nosotros al actual estado de cosas? Esas grandes cuestiones suelen quedar sin respuesta, porque otras muchas preocupaciones impiden nuestra visión. Ningún acontecimiento del mundo futuro parece ser más importante que la cuantía de mi próximo aumento de sueldo, y en el pasado ninguna injusticia me parece mayor que el dinero que esta mañana me ha timado el vendedor de café al devolverme el cambio. Para poder percibir adecuadamente nuestro mundo hemos de levantar un poco nuestra cabeza, para disponer de una perspectiva algo más amplia. De esta manera conseguimos lo que una de las primeras guías de los Ejercicios Espirituales calificó de «una visión global de todo el mundo en su variedad y aflicciones» 1. Desde nuestra humilde posición humana, es difícil formarse una visión global exacta de un mundo tan complejo, y de hecho, a lo largo de la historia, incluso algunas de las mentes más brillantes se han equivocado espectacularmente al tratar de hacerlo. Por ejemplo, durante el siglo VI, el papa Gregorio Magno se lamentaba: «El mundo se hace viejo, decrépito, y la muerte le ronda de cerca» 2. Muchos siglos más tarde, concretamente en el siglo XVIII, el igualmente pesimista sabio británico Robert Malthus pensaba que nuestro planeta había alcanzado ya entonces el número de habitantes que podía alimentar. Según sus previsiones, la humanidad estaría sometida a un ciclo espeluznante: hambrunas, plagas y la pobreza diezmarían periódicamente un planeta superpoblado, eliminando a los más débiles; después la población aumentaría de nuevo durante algún tiempo, hasta que el terrible ciclo se desencadenase de nuevo para purgar una vez más un globo sobrecargado. La población mundial ha alcanzado ya los 7.000 millones. Malthus describió una campiña inglesa en la que algunos granjeros removían una tierra escasamente regada con 34
toscos picos y azadas; nunca se imaginó que un día los agricultores pudieran disponer de tractores con aire acondicionado y guiados por satélite para cultivar grandes extensiones de tierras de labor bien regadas, en las que sembrar cultivos cada vez más resistentes para alimentar a una población cada vez más sana. Los bebés nacidos prematuramente, que en tiempos de Malthus tenían muy pocas esperanzas de sobrevivir, son hoy cuidados, en incubadoras o fuera de ellas, hasta alcanzar el desarrollo de los niños sanos; las vacunas los protegen de la polio, del sarampión y de otras enfermedades graves. Y una vez que estos niños alcanzan sus años de pleno desarrollo, caderas artificiales, corazones trasplantados y todo un arsenal de medicinas los protegen de los estragos de la vejez. Los norteamericanos disfrutamos hoy de una esperanza de vida que prácticamente duplica la de nuestros bisabuelos y de niveles de vida mucho más altos. Se han duplicado los graduados en escuelas superiores, y prácticamente todos sabemos leer y escribir. Hace ya tiempo, la mayoría de nosotros trabajaba en granjas familiares; ahora la mayoría escoge entre innumerables ocupaciones y pasatiempos. Y por si no fueran ya suficientes las opciones posibles, una economía en permanente desarrollo genera cada año profesiones completamente nuevas, gracias a las cuales nosotros, como nuestro Creador, contribuimos a que el mundo sea no solo fuente de vida y de alimento, sino también hermoso e interesante. Después de satisfacer las necesidades básicas de la vida, como tierras de labor y bueyes que tirasen del arado, Dios no descansó. Aparte de esto, Dios creó también hermosas puestas de sol, arcoíris y playas de arena. Y también nosotros, colaboradores de Dios en la creación, hemos inventado y descubierto no solo aquello que nutre y sustenta la vida, sino también lo que la hace más bella, divertida, interesante y amena. Por ejemplo, hemos creado el fútbol, el béisbol y el curling, la ópera y el jazz, la pintura al óleo, la acuarela y el grabado, la Ilíada y Harry Potter, y joyas arquitectónicas que no solo resisten los terremotos, sino que además alegran la vista. Prolongada durante los últimos milenios, la explosión de avances en el ámbito de la sanidad, la educación, la nutrición y la creación artística y de otros tipos consiguió que, en el último cuarto del siglo XX, el norteamericano medio disfrutase de una prosperidad tan increíble que incluso podía permitirse el lujo de llevar una vida más confortable que la de los más ricos magnates del siglo XIX. Pensemos, por ejemplo, en J. Pierpont Morgan, el fundador de la empresa para la que yo mismo trabajé durante años. Poseía un lujoso barco de vela, que desde luego yo nunca podré permitirme; ahora bien, en un solo año los modernos aviones de pasajeros me transportan a mí a más lugares de los que Morgan pudo visitar en toda su vida (aunque yo tenga que viajar sujeto a un asiento y mi alimentación en vuelo se reduzca a unos cuantos pretzels). Morgan compró manuscritos de gran valor y obras antiguas; pero, en cambio, no pudo ver la televisión, ni echar una ojeada a una página de Internet, ni supo qué era una foto en color. Y si mi 35
nariz fuese tan fea y abultada que echase a perder mi físico, como le sucedió al magnate Morgan, podría permitirme algo que en el siglo XIX nadie podía pagarse, por rico que uno fuese: una operación de nariz. Estos son los milagros del progreso. Andrew Carnegie, contemporáneo de Morgan, lo resumió en pocas palabras: «Los pobres disfrutan de lo que los ricos no podían permitirse antes» 3. En general, cuando «contemplo la planicia o redondez de todo el mundo», como aconseja Ignacio de Loyola, me alegro de contarme entre los miles de millones que hoy día desafían el pesimismo de Malthus. Debo agradecérselo a mis antepasados. Mi agradecimiento es también para los padres de cada generación, que cuidan y alimentan a los miles de millones de sus hijos –es decir, a nosotros–, y para los maestros que nos enseñaron a leer, y para los vecinos que nos vigilaron en los patios de recreo, y para los hombres de negocios que crearon puestos de trabajo que nos permitieron ejercitar nuestros talentos y ofrecer a nuestras familias una vida digna, y para los funcionarios públicos que han trabajado conscientemente en favor de la salud y la seguridad de nuestras comunidades. Parafraseando a Isaac Newton, nosotros disfrutamos de una vida más larga, más sana y más próspera porque vamos a hombros de gigantes. En realidad, de todo lo que tengo y me ha sido dado, estoy especialmente seguro de una cosa: no he dado las gracias en la medida y a todas las personas que se lo merecen, y probablemente tampoco tú lo has hecho. Da gracias ahora, mañana, cada mañana y cada tarde. ¡Disponemos de tantas cosas, y hemos llegado tan lejos! En los próximos capítulos, seremos invitados a tomar una poderosa determinación, a comprometernos con un importante propósito. Pero, como nos recordó el orador romano Cicerón, «la gratitud no solo es la primera de las virtudes, sino que pasa incluso por ser la madre de todo lo demás» 4. Sea cual sea la determinación que adoptemos en la vida, lo hacemos más provechosa y eficazmente si estamos henchidos de gratitud por todo lo que tenemos y por todo lo que podemos ofrecer a los demás.
Hemos llegado muy lejos, pero ¿adónde nos dirigimos? En cualquier caso, sigo teniendo dudas cuando me enfrento a hechos relacionados con la cuestión de hasta dónde hemos conseguido llegar los seres humanos. En primer lugar, ¿por qué muchos de nosotros no somos más felices? El mismo Carnegie que alababa el progreso se lamentaba: «El precio que pagamos por este saludable cambio es grande, sin duda» 5 . Actualmente, el norteamericano medio puede muy bien ser dos veces más rico que sus abuelos, pero pocos de nosotros nos atrevemos a confesar hoy día que «somos muy felices»; son cuatro veces más los que confiesan sentirse solos6. Confiamos menos los unos en los otros; menos del diez por ciento de nosotros sienten que la integridad y la 36
sinceridad del norteamericano medio mejoran, y dos terceras partes de nosotros creen que los valores morales han sufrido un proceso de deterioro en los Estados Unidos7 . Todas estas estadísticas no parecen muy optimistas porque en realidad nosotros no somos optimistas: un 66 por ciento de nosotros piensan que nuestros hijos lo tendrán más difícil que nosotros8. Los habitantes actuales del planeta Tierra somos más sanos y más ricos que en cualquier otro momento de la historia humana, pero nos sentimos vagamente insatisfechos y perseguimos algo que nos incita, pero que siempre logra esquivarnos. Cuando a los norteamericanos de prácticamente cualquier nivel de ingresos se les pregunta, por ejemplo, cuánto necesitarían cobrar anualmente para «vivir bien», su respuesta es: «el doble de lo que cobro actualmente» 9. Quien cobra 50.000 dólares al año cree que necesita cobrar 100.000 dólares para vivir bien, y quienes cobran 200.000 dólares creen que necesitan 400.000. Como antiguo empleado de banca de inversiones que ha trabajado codo con codo con la gente mejor pagada del planeta, me ha impresionado en ocasiones ver cómo algunos de estos empleados multimillonarios lloraban desconsoladamente al comprobar su sueldo. Describiendo en cierta ocasión la actitud reinante entre personajes importantes de la banca al recibir bonificaciones anuales que en ocasiones superaban lo que el promedio de sus conciudadanos ganan a lo largo de toda su vida, un colega, empleado de un banco rival, afirmó: «Se muestran o huraños o disconformes, pero nunca completamente felices» 10. Los huraños alegan que su protesta «no está motivada por el dinero», y a menudo no lo está. Se debe a lo que ellos suelen llamar respeto, o ecuanimidad, o tener en cuenta la puntuación, o reconocimiento, o disponer de poder, o ser el mejor, o ser el número uno. En cualquier caso, el dinero raramente logra comprar esas cosas, como descubren repetidamente los más ricos. Así se lo confesó a un periodista un multimillonario, fundador de una empresa de tecnología: «En este terreno hay uno que encabeza la lista, y luego todos los demás. Y yo no encabezo la lista» 11. Rabí Meir, sabio judío del siglo I de la era cristiana, acertó a resumir este dilema de algunos ricos del siglo XXI: «¿Quién es rico? Aquel que de su fortuna obtiene paz interior» 12. ¡Amén, Rabí Meir! Nuestra situación financiera es mejor, y sin embargo no estamos mejor en absoluto, ¿o lo estamos? La clase media envidia a los ricos, y estos a su vez envidian a los muy ricos. Todos perseguimos alguna cosa, y nunca nos damos por plenamente satisfechos. Lo más preocupante de todo es que, al parecer, esta persecución se prolonga desde hace ya más de dos siglos. Así describía la situación Alexis de Tocqueville a finales del XVIII: «[Los norteamericanos] prosperan casi por doquier, pero
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no son felices. En efecto, el deseo de bienestar se ha convertido en una pasión abrasadora e inquieta que no hace sino aumentar con la satisfacción» 13. Se comprende, pues, que tomemos otros caminos para satisfacer nuestras inquietas e insaciables pasiones. Nuestra forma de comer nos está llevando a la muerte; durante los últimos quince años, el porcentaje de norteamericanos obesos casi se ha duplicado14. Y estamos comiendo nuestro planeta. El tamaño medio de las viviendas ha crecido el doble en solo una generación, y para poder construirlas y amueblarlas consumimos los recursos naturales a ritmos que imposibilitan su normal sustitución15 . Después, los huecos resultantes los rellenamos con bolsas de plástico, latas de cerveza y cualquier otro tipo de basura de la que nos deshacemos después de haber satisfecho temporalmente alguno de nuestros apetitos sin fondo. El exuberante universo personal que tratamos de crear para nosotros mismos únicamente puede dejar a nuestros nietos un mundo deteriorado, cubierto de basura y excesivamente endeudado. Y lo peor de todo es que no encontramos lo que deseamos. ¿Tal vez lo buscamos en lugares inadecuados? A este conclusión llegó Alex Kuczynski, que se describió a sí misma como «adicta a la belleza», tras someterse a dieciséis operaciones de los párpados (y a otras varias intervenciones de cirugía estética) antes de reconocer personalmente que la decimoséptima intervención sería la que finalmente la acercaría a su «objetivo definitivo: la felicidad y la satisfacción» 16. La fe en el progreso ha llevado a nuestra civilización a creer que todos nuestros problemas se resolverán –quién lo iba a decir– con más progreso material. Después de todo, el producto nacional bruto y el nivel de vida han crecido inexorablemente generación tras generación. En cambio, lo que no ha crecido en esa misma proporción son la sensación de plenitud, la satisfacción, la paz y la alegría. De hecho, estas han seguido más bien un proceso de estancamiento. Los habitantes del mundo desarrollado no nos hemos vuelto personas más felices y más realizadas que hace algunas décadas. No se han cumplido nuestros deseos, pero además somos demasiado miopes para darnos cuenta de que el camino que llevamos no nos conduce en la buena dirección. Cuando conseguimos levantar nuestras cabezas a una altura suficiente para contemplar a vista de pájaro nuestra cultura, los opulentos del mundo –es decir, nosotros– empezamos a parecernos a una caravana de cocheros ansiosos que, perdidos en un camino invadido por la niebla, continuaron adelante esperando que pronto desembocarían de nuevo en una zona iluminada por el sol. Desgraciadamente, no avanzamos hacia la plenitud; más bien, nos estamos volviendo locos. Necesitamos abordar los hechos que delatan la falsa dirección en que se mueve nuestra cultura, no solo por nuestro propio bien, sino también porque nuestros queridos 38
hijos y nietos nos siguen ahora entusiasmados por el carril rápido hacia un destino que no responde a nuestros deseos. En un informe reciente del Pew Research Center, el ochenta y uno por ciento de los jóvenes comprendidos entre los 18 y los 25 años afirmaron que hacerse rico era el objetivo más importante en la vida de los chicos y las chicas de su generación, o en todo caso el segundo objetivo más importante, y un cincuenta y uno por ciento de ellos afirmaron eso mismo de hacerse famosos17 . También necesitamos abordar estos hechos porque, si en los Estados Unidos competimos duramente en nuestra búsqueda equivocada, nuestros hermanos y hermanas del mundo en vías de desarrollo no se quedan a la zaga. En cambio, los más pobres del planeta no compiten para hacerse ricos, sino que simplemente tratan de superar el hambre, la enfermedad y la pobreza extrema. Cerca de dos mil millones de estos pobres ganan penosamente un sustento miserable de menos de dos dólares al día. Esta gente no se pregunta por qué una casa más amplia o un coche más lujoso no logran hacerlos felices; lo que a ellos les preocupa es reunir como sea lo que van a comer hoy sus hijos. Personalmente he podido visitar a algunos de estos hermanos y hermanas nuestros, algunos de ellos en las afueras de Manila, en las Islas Filipinas, al pie de un enorme vertedero de basura que se extendía hasta donde alcanzaba mi vista. Unas setenta mil personas viven en y alrededor de estos sesenta y cuatro mil acres de «ciudad». (¡Aproximadamente 2.590.080 m2!). El corazón de esta «ciudad» peculiar, que poco caritativamente –aunque sin faltar a la verdad– podríamos calificar de Reino de la Basura, es una montaña de porquería en la que diariamente pululan hombres, mujeres y niños ataviados no con uniformes especiales de protección, sino con camisetas de manga corta, pantalones cortos y chancletas. Estos buscadores pagan al gobierno municipal algunos céntimos por el privilegio de recorrer en todos los sentidos la ladera de basura; las ganancias que obtienen provienen de la venta de plásticos, metales y otros objetos de valor encontrados al remover una tras otra las capas de residuos de que se han desprendido los habitantes de Manila. Los economistas partidarios del libre mercado se horrorizarían del trabajo que llevan a cabo estas personas, pero admirarían el sistema de compensación: pago de acuerdo con la productividad, de manera que quien no produce no cobra. Los tesoros del Reino de la Basura se reponen constantemente. La ciudad de Manila tiene 11 millones de habitantes, que generan ingentes cantidades de desperdicios. Cada pocos minutos llegan ruidosos camiones que descargan su basura dando lugar a un nuevo filón de búsqueda en el basurero. Intrépidos buscadores acuden en masa al lugar de la descarga, como si se zambulleran bajo una catarata. Aunque a mis ojos no son más que desechos y restos en descomposición que siempre terminan en el cubo de la basura, para ellos es una cascada de dinero. Los desechos más valiosos desaparecen inmediatamente en manos de algún buscador apenas tocan el suelo; algunos de estos buscadores del
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Reino de la Basura pagan un suplemento para poder estar al lado de los camiones en el momento de descargar. Por el vertedero se mueven también muchos niños. Más bajos y ágiles que sus padres, los pequeños se agachan para escarbar en la basura sin sufrir los dolores de columna y de espalda que con frecuencia aquejan tanto a los jardineros ricos adultos como a los pobres buscadores de desechos. En realidad, los niños perecen disfrutar del trabajo. Por otra parte, ¿qué otra cosa podrían hacer sus padres con ellos? Los recolectores de basura no pueden permitirse el lujo de pagarse niñeras o cuidadores de día. Y estos niños, bendecidos con manos diminutas, buena vista e ilimitada energía, demuestran a menudo más ingenio en la búsqueda que sus padres. La dignidad de los padres debe verse profundamente afectada, no solo por el hecho de ganarse la vida escarbando entre la basura y por arrastrar a sus hijos a este mismo negocio, sino también por tener que reconocer que los hijos son mejores buscadores –y, en este sentido, sostenes de la familia– que ellos mismos. En las inmediaciones del Reino de la Basura se levanta, de manera bastante incongruente, una casita con una piscina para niños. En ella viven dos monjas, que cada tarde cuidan a algunos de los niños que faenan en el basurero. Aunque estos niños sean unos maravillosos recogedores de basura, al final aparecen los rendimientos marginales decrecientes (como los llaman los economistas). Después de trabajar bajo el sol de Manila a temperaturas que rondan los 38º C, estos niños crecen mal alimentados y enfermizos. De ahí que, con permiso de los padres, las monjas se encarguen de ellos por las tardes, les den de comer, jueguen a diversos juegos y les enseñen a leer. ¿Y la piscina para niños? A ningún niño, tanto si vive rodeado de lujos como si escarba en el Reino de la Basura, le gusta lavarse. Pero a todos les gusta salpicar a quienes están cerca después de una calurosa mañana a pleno sol. Las hermanas utilizan la piscina para conseguir que los pequeños se bañen. Algunos de estos niños terminan asistiendo a la escuela primaria. Otros se sumarán al negocio de la familia en el Reino de la Basura. Sinceramente, este oficio permite obtener mejores ingresos que muchos otros en un país en el que escasean los empleos propiamente dichos. Tal vez esta sea la forma de vida que algunos seres humanos estén destinados a vivir, de acuerdo con el plan de Dios o de quien sea. Lo cierto es que yo volví en avión del Reino de la Basura a Nueva York, procuré quitarme la mugre de una larga excursión, dormí varias horas para superar el jet lag, y nunca hice nada sobre lo que había visto. ¿Qué podría haber hecho realmente? Enviar dinero, supongo, pero me molestan la corrupción y la ineficacia que echan a perder tantos esfuerzos humanitarios. Además, son tantas las situaciones de necesidad que piden nuestra colaboración, incluso en mi propio país, que resulta difícil saber a cuál de ellas apoyar. Me preocupa también mi propio futuro: ¿cuánto dinero puedo destinar al Reino de la Basura sin poner en peligro mi 40
seguridad a largo plazo? Después de todo, una bajada imprevista de la Bolsa o una grave enfermedad podrían disminuir drásticamente mis ahorros. La vida es complicada, resulta demasiado difícil tener en cuenta todas las variables, el rápido fluir del río de la vida cotidiana me arrastra muy pronto aguas abajo, y poco a poco el Reino de la Basura desaparece de mi vista. Durante algún tiempo, el Reino de la Basura se mantuvo vivo frente a mí, plagado de hermanas y hermanos míos empobrecidos, sin que apareciera ningún camino a su alrededor. Pero, con el paso del tiempo, el Reino de la Basura se desvaneció en la distancia y se redujo a una irregularidad apenas perceptible en el horizonte. Nuevos problemas y oportunidades vinieron a reemplazar a otras viejas preocupaciones en mi conciencia. Cuando contemplas una imagen panorámica del mundo, ¿qué es lo que te agrada? ¿Qué problemas y sufrimientos percibes?
Los buenos estrategas abordan los hechos de frente Todo buen estratega empieza abordando los hechos que se refieren a nosotros mismos y al mundo de nuestro entorno. De forma rápida, este capítulo «mira toda la planicia o redondez de todo el mundo» (EE, n.102), como diría Ignacio de Loyola. La civilización que nosotros contemplamos se ha vuelto inmensamente más próspera. Pero, a pesar de su prosperidad, muchas personas no han encontrado la satisfacción y la plenitud personales que reclaman por encima de todo. Y mientras nosotros prosperamos, millones de hermanas y hermanos nuestros se arrastran por vertederos de basura en Manila, o mueren de sida en Sudáfrica, o sobreviven con 2 dólares al día, o sufren el analfabetismo con todas sus nefastas consecuencias. ¿Qué estamos dispuestos a hacer nosotros de estos hechos? En este momento asistimos al desarrollo de tres crisis: la búsqueda de realización y plenitud personales en el mundo desarrollado, la miseria de los pobres del mundo en vías de desarrollo y el incremento de la ansiedad de quienes ocupan un lugar intermedio. Las tres crisis están relacionadas, porque las tres son consecuencia de una cultura que poco a poco se va saliendo de la pista. Estamos perdiendo el camino. En sí misma, la prosperidad no es el problema. Es más bien una bendición: los norteamericanos estamos mejor educados que nuestros bisabuelos, y disfrutamos de una vida más larga y más sana que ellos. Pero sin el continuo avance de la prosperidad, los niños seguirán peleándose en el vertedero de basura de Manila todavía durante varias generaciones. 41
En cualquier caso, la prosperidad y la riqueza son solo medios para disfrutar de vidas más dignas y satisfechas; no son el objetivo final de la vida misma. Como observó Einstein, «perfección de los medios» y «confusión de los fines» describen adecuadamente nuestra edad. La prosperidad debería estar a nuestro servicio; pero, por desgracia, hoy nos hemos convertido en esclavos suyos. Cada vez trabajamos más horas a la semana, nos preocupa la posibilidad misma de quedarnos detrás de nuestros vecinos y vemos cómo los muy ricos nos adelantan cada vez más, e incluso cuando los muy ricos continúan acumulando dinero, poder, cosas y estatus, nuestra estrategia extenuante y sin perspectivas no ha conseguido que hoy seamos más felices que hace dos generaciones. A medida que la avaricia (y sus primos el orgullo y la obsesión con el yo) se apodera progresivamente de nuestra cultura, nuestro deseo de mayor prosperidad se convierte, como ya señaló Tocqueville, en una «pasión abrasadora e inquieta que no hace sino aumentar con la satisfacción» 18. Quienes constituyen la parte más baja de la escala social de la humanidad, en los vertederos de basura de Manila y en otros lugares, sufren especialmente las consecuencias de esta desorientación de la cultura, que en lugar de ponerse al servicio de quienes han mejorado las vidas de los recolectores de basura, de los sin techo, de los refugiados, de los analfabetos o de los desempleados del mundo prefiere rendir culto a los ricos y a los famosos. Nosotros somos considerados personas de éxito cuando salimos ganando en la comparación con nuestros vecinos, no cuando contribuimos a su bienestar. Como han sugerido algunos expertos, nos estamos convirtiendo en una sociedad en la que impera el principio «arréglatelas por tu cuenta» (en inglés, «You’re on your own», es decir: YOYO society). Te las arreglarás por tu cuenta, desesperado amigo que escarbas en la basura; que tengas suerte en tus luchas. También quienes se encuentran atascados en el centro sufren. Nosotros vivimos mucho más confortablemente de lo que seguramente soñaron nuestros abuelos. Pero la sociedad que te invita a «arreglártelas por tu cuenta» únicamente te proporciona un precario apoyo para que prosperes. Por ejemplo, tenemos que preocuparnos de ahorrar el dinero necesario para disfrutar de una vejez tranquila o para educar a nuestros hijos. Un vecino pierde su empleo, y sentimos un escalofrío al pensar que nuestro propio estilo de vida confortable podría venirse abajo: tras cobrar el próximo sueldo perderemos el seguro de salud, no podremos pagar los últimos recibos de una hipoteca tardía y nos amenaza la ruina financiera. Vivimos rodeados de incertidumbres, y ni el hecho de trabajar duramente o de orar asiduamente nos aportará la seguridad que imploramos. De ahí que quienes ocupamos la zona intermedia de la escala social envidiemos a veces a los ricos, lo que no hace sino agravar nuestra ansiedad con la infelicidad. O tal vez imitemos el estilo de vida codiciosa de los ricos, optando por competir con ellos en la inalcanzable y nunca finalizada carrera por acaparar más cosas. De todos modos, la mayoría de quienes ocupamos esta zona intermedia de la escala, conscientes de que algo huele a 42
podrido en una sociedad que invita a que «cada uno se las arregle por su cuenta», protegen a sus hijos de sus excesos. Así, por ejemplo, una madre, preocupada por la competitividad y el consumismo desenfrenados a que se veía expuesta diariamente su impresionable hija adolescente, confesó sus recelos: «Simplemente esperas que tu hijo no padezca anorexia psíquica» 19. Son muchos los padres que sin duda abrigan preocupaciones de este estilo, se sienten culpables o se cuestionan personalmente por no conseguir dominar las trampas agotadoras de nuestra cultura. Dejemos de cuestionarnos a nosotros mismos y decidámonos a dirigir a la humanidad por una nueva senda. Esta desorientada «civilización del sí mismo» no funciona con ninguno de nosotros, seamos ricos, pobres o algo intermedio. Cada uno de nosotros está capacitado para afrontar ese hecho, abandonar esta estrategia de vida que ha perdido el rumbo, liberarse de la confusión de medios y fines que padece nuestra cultura y tomar, nosotros y nuestras familias, una nueva dirección. Evidentemente, no estamos en condiciones de controlar el curso de las crisis políticas, y tal vez ni siquiera de decir lo que pensamos sobre el hecho de que nuestra empresa decida bajarnos los salarios la próxima semana; no podemos eliminar los densos nubarrones que se ciernen sobre el futuro de nuestra vida y nuestro trabajo en el momento actual. Pero queremos disfrutar de un mayor nivel de paz, de satisfacción y de poder de decisión cuando reclamemos el control donde ello nos sea posible, empezando con una más clara toma de conciencia de aquello que da sentido a nuestra vida. Podemos dejar de vivir de fuera adentro: es decir, vanamente preocupados por obtener una validez o satisfacción basadas en lo que poseemos, en cuál es nuestra apariencia y lo que los demás piensan de nosotros. Y en ese mismo momento, podemos empezar a vivir de dentro afuera: es decir, observando atentamente dentro de nosotros mismos para encontrar sentido y propósito a nuestra vida. En lugar de inclinarnos ante iconos culturales que proclaman que la felicidad tiene que ver con el autobombo, podemos proclamar que el sentido y la plena satisfacción surgen en definitiva de mirar por la comunidad humana en su conjunto, y no solo por nosotros mismos. Una tragedia norteamericana puede servirnos para explicar este punto. Invito a mis lectores a que recuerden el huracán Katrina, que el año 2005 asoló Nueva Orleans, golpeando sobre todo a la población más pobre del país más rico y poderoso de la tierra. Si a muchos norteamericanos les sorprendió la aparente indiferencia de su Gobierno con respecto a la población más pobre de la zona afectada, a algunos habitantes de Nueva Orleans les sorprendió algo muy distinto: la efusión de solidaridad que unió a muchas comunidades. Quienes habían perdido mucho ayudaron a quienes habían perdido más aún; quienes hubieran podido sentirse tentados de retirarse para llorar amargamente la devastación que habían sufrido encontraron, en cambio, energía positiva ayudando a sus vecinos en la reconstrucción. Un observador sacó esta conclusión tras observar a sus vecinos en acción: «Cuando piensas en lo que ha sucedido, si tu principal objetivo es ser 43
feliz, terminarás deprimiéndote en la miseria, pero si tu principal objetivo es amar, terminarás siendo feliz» 20. Esa atrevida y en apariencia poco intuitiva observación sugiere un tipo muy distinto de estrategia: si deseamos encontrar satisfacción, hemos de intentar alcanzarla no sirviéndonos exclusivamente a nosotros mismos, sino preocupándonos más de quienes nos rodean. Lo primero que captan los buenos estrategas es el lugar donde se encuentran ellos mismos, para decidir después hacia dónde quieren dirigirse. De alguna manera, en este libro hemos recogido la crónica de la actual civilización del sí mismo –del yo– y del malestar que provoca en muchos de nosotros. Dejemos atrás la civilización que nos legó el Reino de la Basura y dirijámonos, nosotros mismos y nuestros vecinos, hacia otro tipo de civilización, hacia un reino de otra clase. ¿Cómo interpretas el mundo que has heredado de tus mayores? ¿Qué señales nos indican que vamos en la dirección correcta? ¿Qué señales nos indican que hemos perdido el camino? Por pequeño que pueda parecer el papel que te han asignado, ¿cómo has tratado de configurar nuestra cultura y de dirigir nuestro mundo, para el bien y para el mal? ¿Qué tipo de civilización has estado contribuyendo a crear por tu forma de tratar a los demás, gastar el dinero, criar a los hijos o comprometerte en tu trabajo?
1. Juan Polanco [o Diego Laynez; autoría desconocida], «Spiritual Directory of the Mixed Life», en (Martin E. Palmer [ed.]), On Giving the Spiritual Exercises: The EarlyJesuit Manuscript Directories and the Official Directory of 1599, Institute of Jesuit Sources, St. Louis 1996, 43. 2. Eamon Duffy, Saints and Sinners: A History of the Popes, Yale University Press, New Haven (Connecticut) 1997, 48. 3. Andrew Carnegie, The Gospel of Wealth and Other Timely Essays (Edward Kirkland [ed.]), Belknap Press, Boston 1962, 15-16. (Trad. esp.: El evangelio de la riqueza). 4. Cicerón, Plancio Pro Plancio, trad. N. H. Watts, Loeb Classical Series, vol. 2. Harvard University Press, Cambridge 1977, 80. 5. Carnegie, Gospel of Wealth, 16. 6. Robert E. Lane, The Loss of Happiness in Market Democracies, Yale University Press, New Haven (Connecticut), 5; 19-21. 7. Véase Robert D. Putnam, Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community, Simon and Schuster, New York 2000, 25; 139-140; 467, nota 26;apéndice 1. 8. Resultados de un estudio del Hudson Institute: véase Frank I. Luntz, «Americans Talk about the American Dream», en (Lamar Alexander y Chester E. Finn Jr. [eds.]), The New Promise of American Life, Hudson
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Institute, Indianapolis 1995, 54. 9. Whitman, Optimism Gap, 35; 145, nota 22. 10. Roy C. Smith [antiguo socio de Goldman Sachs], citado en «The Chatter»: New York Times, 2 de enero de 2005. 11. Gary Rivlin, «If You Can Make It in Silicon Valley, You Can Make It... in Silicon Valley Again»: New York Times Magazine, 5 de junio de 2005. 12. Rabí Meir, Talmud, Sabbath 25b, citado en Larry Kahaner, Values, Prosperity and the Talmud: Business Lessons from the Ancient Rabbis, JohnWiley & Sons, New York 2003, 1. 13. Alexis de Tocqueville, Democracy in America (ed. J. P. Mayer; trad. George Lawrence), Harper Perennial, New York 196912 , 283. (Trad. esp.: La democracia en América, 2 vols., Alianza, Madrid 2004-2005). 14. Louis Uchitelle, «Were the Good Old Days That Good?»: New York Times, 3 de julio de 2005. 15. Juliet B. Schor, The Overworked American: The Unexpected Decline of Leisure, Basic Books, New York 109. 16. Toni Bentley, «Nip and Tuck» (reseña de Beauty Junkies, de Alex Kuczynski): New York Times, 22 de octubre de 2006. 17. Ruben Navarrete, «All Together Now, Let’s Be Rich and Famous»: Detroit Free Press, 21 de enero de 2007. 18. A. de Tocqueville, Democracy in America, 283. 19. Sara Rimer, «For Girls, It’s Be Yourself, and Be Perfect, Too»: New York Times, 1 de abril de 2007. 20. Jim McDermott, «Love and Ruins in New Orleans: An Interview with James Carter»: America, 20 de marzo de 2006, 18.
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4. ¿Adónde quieres llevarnos? Imagina un futuro por el que merezca la pena luchar
«Sueño con que un día mis cuatro hijos vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por el carácter que manifiesten..., [con que] los niños negros y las niñas negras podrán sus manos con niños blancos y niñas blancas y caminar juntos como hermanas y hermanos» 1. En los anteriores capítulos he presentado algunas instantáneas del mundo actual, incluida la dura realidad de los niños que pululan por los vertederos de basura de Manila. Este capítulo te invita a dibujar el futuro, y más concretamente un futuro por el que muchos estemos dispuestos a luchar, justamente como Luther King luchó por que llegara el día –que él nunca llegó a ver– en que niños negros y blancos pudieran «caminar juntos como hermanas y hermanos». ¿Por qué empleamos parte de nuestro tiempo en tratar de imaginar un futuro idealizado sabiendo que no viviremos lo suficiente como para experimentarlo? Séneca, filósofo romano que vivió en el siglo I de la era cristiana, lo expresó con estas palabras: «Cuando uno desconoce hacia qué puerto quiere navegar, ningún viento le es favorable» 2. Muchos siglos más tarde, John Kotter, profesor de la Escuela de Negocios de Harvard, afirmó que la primera tarea de un buen líder era «fijar la dirección: desplegar una visión del futuro, a menudo de un futuro lejano» 3. El término visión implica la acción de ver algo, y algunos coetáneos visionarios dedican el tiempo de su propia vida a ver un futuro que sea digno de invertir en él nuestro tiempo, nuestro talento y nuestras energías. Hoy necesitamos visionarios de este tipo, no soñadores cínicos y perezosos, ni hábiles asesores políticos, sino visionarios que en su vida cotidiana se empeñen en hacer realidad un futuro atractivo, para nuestros propios hijos y para todos los niños. En lugar de declararnos vencidos con el sesenta por ciento de los ciudadanos norteamericanos que están convencidos de que sus hijos tendrán una vida peor que la que ellos mismos están disfrutando, ¿por qué no aceptamos el reto de ser lo suficientemente visionarios como para luchar por algo mejor que nos sobreviva, un mundo que sea mejor para todos los niños de las próximas generaciones? Toda tradición humana y espiritual digna de nuestra lealtad es visionaria en sus aspiraciones de humanidad. El sueño de Luther King, por ejemplo, se inspira en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que proclama como verdad 46
evidente que todos los hombres hemos sido creados iguales; más profundamente aún, en las palabras de Luther King resuena la afirmación que se encuentra en el libro del Génesis de que todos los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios. De esta misma manera se comportaron otros muchos visionarios que fueron apareciendo a lo largo de la historia humana. El pensador judío medieval Maimónides se imaginó un futuro «sin hambre, sin guerras, sin envidias y sin conflictos» 4. Se inspiraba sin duda en la visión del profeta Isaías, según la cual un día «el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos... El niño jugará en la hura del áspid, la creatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo» (Isaías 11,6.8-9). De buenas a primeras, estas palabras parecen reconfortantes; en realidad deberían desconcertarnos. No deberíamos entenderlas como una abstracción poética, sino como una llamada a la acción. Describen una visión, no un espejismo, y la diferencia entre visión y espejismo a menudo reside en nuestra buena disposición a actuar. Podemos empezar reflexionando sobre una visión procedente de mi propia tradición espiritual. Me imagino lo rápida (y positivamente) que cambiaría el mundo actual si los 2.000 millones de cristianos de todas las confesiones nos propusiésemos hacer realidad esa visión y nos uniésemos a los otros miles de millones que también aspiran a gozar de una civilización más justa, pacífica y amorosa.
Una visión que trasciende todas las fronteras Un estribillo muy conocido resuena con fuerza creciente a medida que el globo terráqueo pasa de la noche del sábado al alba del domingo: «Padre nuestro que estás en el cielo...» Esta recitación plurilingüe empieza en atolones escasamente poblados del Pacífico, antes de alcanzar in crescendo las islas Filipinas, ya con una importante población cristiana. Algunas horas más tarde, elPadrenuestrose proclama en las iglesias llenas de vida y en continua expansión de África y se recita en los elegantes –aunque casi vacíos– templos de Europa, antes de encontrar su más plena expresión a través del Atlántico en los países que presumen de contar con las poblaciones más numerosas de cristianos: los Estados Unidos, Brasil y Méjico. Los cristianos evangélicos de Brasil se muestran más efusivos al rezar que los serios cuáqueros y episcopalianos de Norteamérica. Pero ello no significa que los norteamericanos sean menos piadosos, aunque su estilo sea más apagado: de ello habla elocuentemente la complicada coreografía que se escenifica en las plazas de parking de los templos católicos, que tan pronto quedan libres como se vuelven a ocupar varias veces cada domingo para que multitud de cristianos puedan asistir a servicios religiosos programados con horarios demasiado ajustados para que en ellos puedan permitirse 47
manifestaciones espontáneas del Espíritu o sermones interminables (para ser exactos, raramente las primeras, pero sí de vez en cuando los segundos). Personalmente he rezado el Padrenuestroen tantos países que me costaría trabajo recordarlos ahora de memoria, a menudo al lado de cristianos cuyas palabras apenas llegaba a entender. De todos modos, aunque las palabras me resultaban extrañas, la comprensión raramente se me escapó. El Padrenuestrofluye con una cadencia igual o muy parecida en la mayoría de las lenguas y, aunque momentáneamente me despistaban algunas voces extranjeras, yo solía conectar de nuevo con los hermanos y las hermanas que me acompañaban en el rezo gracias a las pausas que acotaban cada frase de la oración, «...en la tierra, como en el cielo». A menudo los orantes no compartíamos el mismo lenguaje, pero la solidaridad no faltaba nunca. A lo largo de mi vida me he sentido bien acogido para rezar el Padrenuestrojuntamente con cristianos de lengua tamil, japonesa y keniata, e igualmente con cristianos de confesión metodista, luterana y presbiteriana. «Padre nuestro..., venga a nosotros tu reino». Pocas frases han sido repetidas tan regularmente y en tantos sitios. En Norteamérica la repiten tanto los demócratas como los republicanos, los partidarios de los Red Sox y de los Yankees, los católicos y los pentecostales. Los hutus de Ruanda oraban por la llegada del reino de Dios, exactamente como los tutsis, sus vecinos, a los que los hutus asesinaron más tarde de forma tan salvaje. En Belfast, tanto los protestantes como los católicos recitaban el Padrenuestro en las mañanas de tantos domingos sangrientos durante las muchas décadas que se prolongó la lucha entre ambas comunidades. En Sudáfrica, los ideólogos del apartheid oraban por el reino de Dios, como muchos sudafricanos de color que no osaban –¡no les estaba permitido!– sentarse al lado de ellos en las iglesias. Millones de personas como tú y como yo orarán por la venida del reino de Dios hoy mismo, antes de tomar parte en abundantes comidas servidas en casas confortables, mientras que otros millones de personas, que también oran por la venida de ese mismo reino, no podrán saciar su hambre ni una sola vez a lo largo de este día. ¿Qué hemos de pensar los cristianos de nosotros mismos? Invocamos a un Padre común, y sin embargo no siempre tratamos a nuestros hermanos y hermanas en consecuencia. La primera carta de Juan es terminante en este punto: «Si uno dice que ama a Dios, mientras odia a su hermano, miente; pues, si no ama al hermano suyo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Juan 4,20). Juan nos dice que no vemos claramente, que carecemos de visión. De manera parecida, si los cristianos de hoy día vemos que nuestros hermanos y hermanas pasan hambre, tienen que convertirse en refugiados, viven inmersos en la pobreza o sufren todo tipo de privaciones, y nosotros no hacemos nada por remediarlo, es que nuestra visión es defectuosa. El papa Benedicto
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XVI lo dijo sin andarse con rodeos: «Cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios» 5 . Hemos perdido de vista la visión que proclama nuestra oración común: «¡Venga a nosotros tu reino!» ¿Sabemos al menos cuál es nuestra visión, o qué es lo que verdaderamente implica? Jesús se refirió a ella en ocasiones de forma enigmática (¿Quién se atrevería a censurarlo por ello? No disponía de PowerPoint, ni de asesores de comunicación que pulieran sus intervenciones). Algunos de nosotros asocian este reino con la vida después de la muerte, o con el final de los tiempos; de ahí que la mayoría de nosotros nos quedemos esperando a que eso suceda. Una persona que conozco espera con impaciencia el momento en que, por fin, no tendremos que «levantarnos para trabajar, ni tomar el metro, ni pagar impuestos: paz y tranquilidad absolutas». ¡Esa me parece también a mí una gran visión! Sin embargo, Jesús proclamó que el reino de Dios «estaba cerca»; es más, «está entre vosotros» (Marcos 1,15; Lucas 17,21). Irrumpió en la historia humana de una forma enteramente nueva con la venida de Jesús, y vendrá en su plenitud, como dice un amigo, cuando los hombres reconozcamos «que Dios está presente en cada cosa creada, y que toda la creación, sin excepción, es sagrada». O como dice otro amigo: «Sabemos que el reino de Dios ha venido cuando se ha hecho la voluntad de Dios; es decir, cuando lo que en definitiva determina nuestros pensamientos, palabras y acciones sean estos dos principios: el amor de Dios por encima de todo lo demás, por una parte, y el amor del prójimo como a uno mismo, por otra». Jesús estaría de acuerdo. Cuando el círculo próximo de sus discípulos, con ideas a menudo confusas, discutía acerca de quién era «el más grande en el reino», Jesús les explicó su visión señalando a un niño: «Quien se humille como este niño, es el más grande en el reino de Dios. Y el que acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge» (Mateo 18,1.4-5). Otro relato evangélico de este mismo incidente es más explícito: «El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos» (Marcos 9,35). En otras palabras, el reino se identifica con un niño que ha sido recibido con las brazos abiertos y al que se le han prestado todos los cuidados que ha necesitado, un mundo en el que quienes poseen poder, influencia, recursos y autoridad se esfuerzan por hacerles mejor la vida a quienes no disfrutan de nada de eso. A continuación, Jesús explica el alcance de su visión, solo que ahora lo hace por contraste: «Pero, a quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al fondo del mar» (Mateo 18,6). Lo contrario del reino de Dios es un lugar donde a los niños se les ponen tropiezos en el camino, se les «escandaliza», donde quienes poseen recursos e influencia maltratan a quienes no los poseen.
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La triste realidad es que nuestros niños son escandalizados por todo el mundo. Se calcula que en todo el mundo 640 millones de niños carecen de vivienda adecuada; 140 millones de ellos nunca han ido a la escuela; 90 millones padecen hambre endémica. Los padres de 15 millones de niños han muerto de sida6. Versiones antiguas de Proverbios 29,18 proclaman: «Sin visión, el pueblo termina muriendo», y nuestros hijos mueren porque muy pocos de entre nosotros han tomado conciencia de la visión que proclaman los dos mil millones de creyentes cristianos. Afortunadamente, muchos millones de visionarios que conviven con nosotros actúan de acuerdo con esa visión. Estas personas fortalecen a nuestros hijos contra los tropiezos que otros les ponen, y los levantan cada vez que caen. ¿Qué modalidades de visión encuentras dentro de tu propia tradición de fe, en tu familia, en el trabajo o en otras fuentes que han contribuido a modelar tu visión del mundo? ¿Están «vivas» para ti algunas de esas palabras visionarias? Y, de ser así, ¿cómo influyen en tu forma de vida?
Tratados como miembros de la familia real Mi primer contacto con la asociación Royal Family Kid’s Camps (RFKC) no fue tan fuerte como yo había previsto. Cuando los asistentes tomaron asiento para el banquete festivo que abría su congreso anual, llamaron mi atención un centro de mesa floral, una magnífica cubertería, pero... ¡ningún vaso para el vino! Nada de alcohol. No es precisamente lo que a los católicos irlandeses de Nueva York se nos ocurre pensar cuando nos invitan a una fiesta. En cualquier caso, si estos cristianos devotos –muchos de los cuales asisten al banquete en representación de diversas confesiones evangélicas– entienden la «fiesta» de manera distinta a como lo hacemos los católicos de determinadas minorías étnicas del noreste urbano, unos y otros estamos plenamente de acuerdo en lo que quiere decir Padre nuestro y en lo que debe significar el reino del Padre para los niños. Si se trata del reino del Padre, todos nosotros, incluso los hijos no deseados. formamos parte de la familia real, ¿no es así? Esa lógica es la que ha impulsado a Wayne Tesch desde 1985, cuando logró reunir algunos cientos de dólares para iniciar un pequeño campamento, de una semana de duración, para niños en régimen de acogida temporal. Desde entonces han sido 150 los campamentos organizados, en los que han participado 6.000 voluntarios, y de los que se han beneficiado miles de niños 50
abandonados. Desde aquel primer campamento, Wayne ha presentado su programa de atención a la niñez abandonada en todos los Estados Unidos, visitando sin problemas las iglesias de cualquier denominación religiosa que quiera conocer su visión del reino de Dios y quizás colaborar en su programa de acción. Así lo han hecho muchas comunidades religiosas locales, que han aceptado patrocinar un campamento anual de verano para niños en régimen de acogida temporal. Tras la indispensable formación, voluntarios adultos de edades que van desde los cuarenta hasta los setenta años se atreven a realizar tareas que creían haber dejado atrás para siempre al cumplir los veinte años: hacer de consejeros de campamento en cabinas sin aire acondicionado, eliminar mosquitos y dirigir las actividades organizadas para estos preadolescentes, desde excursiones a pie y clases de natación hasta trabajos de artesanía. Glenda Jay, de Pottsville, Arkansas, con casi dos décadas de experiencia profesional como ingeniera de calidad, encontraría probablemente infinidad de proyectos de mejora en el campamento rústico –que no miserable– donde ella y otros compañeros atienden a algunas docenas de niños pequeños cada verano. Desgraciadamente, lo que a ella más le gustaría mejorar es lo único que realmente no está al alcance de sus manos mejorar: la educación de sus jóvenes acampados. Con diez años recién cumplidos, muchos de ellos han pasado ya por dos adopciones fallidas. Algunos han pasado por la denigrante experiencia de «arrastrar sus cosas por la calle en maletas y bolsas de basura para que el asistente social pudiera conducirlos al siguiente hogar» 7 . Estos niños no tienen familiares a quienes visitar en sus vacaciones, porque no conocen a sus familiares, y estos tampoco se preocupan de saber dónde están los niños. Como dice Glenda, se trata de niños «de quienes los demás se han desentendido». Naturalmente, en algunos casos estos pequeños se encuentran mejor lejos de sus familiares. A la californiana Melinda Hahn, otra voluntaria que ejerce de asesora en el campamento, le agradaría indudablemente mejorar al padre de una niña de siete años que llamaré Felicia; antes de que Felicia pudiese beneficiarse del régimen de acogida temporal, la idea de paternidad de su progenitor consistía en mantenerla atada a una silla para que no le molestase mientras veía una película. ¿Cómo puedes ejercer una influencia positiva en un niño que ha tenido que pasar por tales experiencias? Glenda trata de conseguirlo «siendo una persona adulta cariñosa, compasiva, que está allí para ayudar a los pequeños y no para perjudicarlos». Melinda se hace eco de esta misma opinión cuando recuerda a una niña de siete años, tímida, gordita y con los pies torcidos hacia dentro –aquí la llamaré Jane– y que avanzaba penosamente entre las secoyas, asustada por la majestad del bosque y por ser la primera vez que paseaba por un lugar que no fuesen las calles de su ciudad natal. Como indicó Melinda, «yo procuraba tratar a Jane como a un miembro de la realeza y le dije que era muy guapa, una criatura de Dios», tan maravillosa en sí misma como una secoya, a pesar de sus pies torcidos hacia dentro y de que ella misma era consciente de su sobrepeso. 51
En Estados Unidos, cada año cerca de tres millones de niños sufren abusos, son abandonados o se les priva del debido cuidado. Los campamentos de la asociación RFKC atienden a algunos miles. ¿No se sienten descorazonados Wayne y sus colegas al pensar que su trabajo apenas representa algo más que algunas gotas de agua vertidas en un cubo? El interrogado responde con algunas imágenes acuáticas de su propia cosecha. Cuenta la historia de un hombre que, paseando por la playa, encuentra a un muchacho que trata de salvar las estrellas de mar que han quedado encalladas al bajar la marea y con cuidado las devuelve de nuevo al agua. «Oye, muchacho», le dice el hombre, «mira a tu alrededor. En esta playa han quedado atrapadas unas mil estrellas de mar. ¿Piensas salvarlas a todas?» A lo que el niño responde, recogiendo otra estrella de mar: «¡A todas no, pero a esta sí voy a salvarla!» 8 Al escuchar este tipo de historias, los neoyorquinos un tanto cínicos como yo tendemos a poner los ojos en blanco. Sin duda, hemos de subrayar el enorme peso que arrastran consigo los niños que han sufrido abusos, así como el incierto y atroz itinerario que han de recorrer hasta alcanzar una madurez humana plena y feliz. Con su entrega y compromiso, los voluntarios de los campamentos de RFKC pueden conseguir salvar algunas estrellas de mar durante la semana de campamento que pasan con estos niños, pero, para otros muchos, esa semana probablemente no tenga un impacto demasiado duradero. Naturalmente, Glenda, Melinda y sus colegas voluntarios están perfectamente enterados de las limitaciones de sus campamentos. Su visión no es una fantasía. Más bien, creer en su visión los fortalece, porque ello implica aceptar el reto, al parecer imposible, de hacerla realidad. Estos voluntarios personifican el espíritu que Peter Senge, investigador de temas de gestión empresarial, describe en su obra La quinta disciplina: «Las personas realmente creativas utilizan la brecha existente entre visión y realidad corriente para generar energía para el cambio» 9. Con mucha frecuencia, la energía para el cambio expresa la buena disposición para luchar: «La esperanza es algo que a estos niños les fue arrebatado a una edad muy temprana, y sin esperanza no puede haber una razón para “luchar”», dice Glenda. «Personalmente deseo ofrecer a estos niños algo por lo que luchar, aunque solo sea por el momento, lo que significa la posibilidad de volver al campamento el año que viene». Así pues, Glenda continúa luchando por los niños y animando a algunos de ellos a que luchen por sí mismos. Ella lucha para mostrarles «qué significa pertenecer a una “familia real” y formar parte del “reino de Dios”». El reino no es una estéril abstracción, sino algo por lo que luchar. Lejos de aquí, casi en el otro hemisferio, alguien más está luchando a favor del reino de Dios.
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Subiendo y bajando la colina Sor Saturnina Devia llegó por primera vez a Venezuela en 1956. Procedía de España y su odisea duró varias semanas, utilizando para trasladarse el coche, el tren, el autobús y el barco. Debió de tener la sensación de estar dirigiéndose al fin del mundo, y de alguna manera así fue. Tras llegar a Caracas, sor Saturnina, juntamente con dos hermanas de su congregación religiosa, continuó el viaje, primero en autobús, hasta donde llegaban estos medios de transporte, que era hasta donde había carreteras pavimentadas, y, a partir de allí, a pie. Caracas está situada en una hondonada coronada de exuberantes colinas, que finalmente se juntan con la cordillera de Los Andes. Las colinas ofrecen una hermosa vista, pero escalarlas resulta una tarea enrevesada. Que el lector se imagine a sor Saturnina y a sus compañeras subiendo y bajando estas colinas en 1956, cuando las monjas vestían su hábito tradicional, en un húmedo y caluroso verano y en una ciudad no muy distante del ecuador terrestre. A pesar de todo, lo hicieron: colina arriba y colina abajo, una hora de camino en cada uno de los sentidos, dos horas de caminata cada día. En aquel momento, todavía no había escuelas en los alrededores montañosos de Caracas, zona conocida con el nombre de Petare; tampoco había carreteras asfaltadas, ni agua corriente, ni otras muchas cosas que nosotros asociamos con civilización. Lo que sí había era niños, hijos de familias venezolanas pobres, y sor Saturnina reunía a unos 250 de esos niños en un cobertizo triangular, cubierto con un techo de hojalata. Les enseñaba a leer y escribir, y así continuaba hasta que solo quedaba una hora de luz solar, tiempo que necesitaba para que ella y sus colegas pudieran volver sin peligro a casa a través de campos llenos de hoyos. Cada mañana se iniciaba una vez más el ciclo: subir la colina, bajar la colina, creando el reino para algunos estudiantes cada vez. Desde la llegada de sor Saturnina han cambiado muchas cosas. Finalmente, las hermanas construyeron un pequeño convento entre aquellos a favor de los cuales trabajaban. En la actualidad sus alumnos, algunos de los niños más pobres de América Latina, no estudian en una choza al aire libre, sino en aulas limpias y bien amuebladas. Ahora a cada estudiante se le ofrece una comida caliente en la escuela, y a aquellos que están resfriados o tienen fiebre los visita el médico en la pequeña clínica que supervisa sor Saturnina. Ahora carreteras pavimentadas (aunque con baches) atraviesan Petare, de manera que ni sor Saturnina ni quienes visitan o asisten a su escuela tienen que subir a pie la colina. De todos modos, los sentimientos que sor Saturnina experimenta cada vez que recorre estas carreteras tienen que ser necesariamente muy complejos. Los campos con hoyos no suponen ya un peligro para los tobillos de nadie, entre otras razones porque finalmente no quedan ya espacios abiertos en la parte amplia de la colina. En su lugar, 53
destartaladas viviendas se amontonan precariamente una encima de otra, ya que la creciente población empobrecida de Caracas trata de aprovechar cada rincón libre de este suburbio. Cada techo recién completado de chatarra recogida en la basura se convierte en los cimientos de una nueva vivienda más destartalada aún que pronto se tambalea sobre él. Es difícil de creer que estas casas apiladas de poco más que cartones se mantengan en pie. De hecho, no siempre lo logran. Cuando caen las grandes lluvias, también lo hacen a veces las casas, arrastradas por un desprendimiento de tierras que temporalmente (si bien brutalmente) diezma la población de pobres de Petare, tras lo cual vienen otros y ocupan el lugar que ellos han dejado libre. Sor Saturnina y sus compañeras imparten ahora enseñanza a muchos más niños que en 1956, pero les resulta imposible seguir el ritmo del crecimiento de población de Petare. Y la escuela empezó a servir comidas a los alumnos principalmente porque no tuvo más remedio; los niños que en sus hogares no podían comer como es debido se desvanecían a veces en clase, lo que no ayudaba mucho al aprendizaje. Y la escuela ofrece a estos niños amor y aulas luminosas, porque algunos de ellos se encontrarán al volver a casa con una choza sin ventanas en que un solo progenitor, abrumado por los desafíos de la pobreza o acosado por problemas relacionados con el consumo de drogas, no puede o no quiere ofrecer el amor que todo hijo merece. Sor Saturnina dejó a su familia y su país natal para consumir cinco décadas de su vida en este lugar, y, de alguna manera, en Petare se han estado produciendo siempre desprendimientos de tierras desde que ella empezó a trepar por esa colina. Me pregunto cómo interpreta esta piadosa mujer todos estos hechos y cómo relaciona la realidad actual de Petare, aparentemente dejada de la mano de Dios, con la promesa del reino. La respuesta de sor Saturnina es: «El reino de Dios se hace presente [cursiva y palabras en español del autor]. Es decir, se está animando, se acerca, está aquí» El reino de Dios se está haciendo presente de forma claramente visible cada vez que ella ofrece un amor, una educación y un apoyo que capacitarán a esos niños «para vivir con la dignidad que corresponde a los hijos del reino de Dios». Para esta mujer, el reino no es aquello que Marx ridiculizó calificándolo de «opio del pueblo», una ensoñadora distracción de un presente injusto. Por el contrario, este reino es «aquello por lo que yo he estado trabajando aquí desde el día de mi llegada hasta hoy». A continuación, tal vez imaginándose a los niños a cuyo servicio está, expresa en otros términos su misión, utilizando palabras que uno no espera oír de una amable ciudadana entrada en años, con lentes de matrona y que lleva hábito de monja: «Este reino es aquello por lo que yo he estado trabajando... O mejor, es algo por lo que yo he estado luchando y peleando».
Una nueva civilización en perspectiva
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Wayne Tesch, el impulsor del movimiento RFKC, reflexionó en cierta ocasión sobre las humillaciones soportadas por los niños abandonados a quienes él tenía el privilegio de servir: «A veces parece como si todo el mal que los adultos llegamos a perpetrar finalmente descendiera en espiral al lado de algún chaval de pocos años». Tiene razón. Los niños sufren cuando los adultos les obligamos a cargar con nuestros problemas y juicios equivocados. Ellos soportan lo peor de nuestras guerras, negligencias, egoísmos o irresponsabilidades. Qué vergüenza que, generación tras generación, los adultos hagamos padecer a los niños pequeños las consecuencias de nuestras decisiones equivocadas. Como señaló Jesús al describir la antítesis de su reino, estos niños pequeños tropiezan y se escandalizan porque nosotros provocamos su caída. Los niños no deciden crecer pobres, desnutridos y analfabetos, en medio de la violencia o sin atención médica. Los niños no inician guerras, ni aprueban presupuestos nacionales, ni determinan las políticas sanitarias. Y si las chicas blancas y los chicos negros no pasean dándose la mano es simplemente porque nosotros, el mundo de las personas adultas, les hemos enseñado a no hacerlo. ¡Qué terriblemente descorazonador debe de ser para personas como Wayne Tesch, sor Saturnina y tantos otros profesores, médicos, consejeros, amantes progenitores, entrenadores, etcétera, tener la sensación de que todos sus esfuerzos por contener la despiadada marea que nos amenaza son vanos! A pesar de todo, la mayoría de los visionarios con que nos tropezamos en la vida de cada día nunca parecen sentirse descorazonados durante mucho tiempo, tal vez porque, por cada adulto que hace tropezar a un niño, hay otros muchos, en número imposible de precisar, que les echan una mano cuando caen, llevándolos a hogares donde los aman, enseñándoles a leer y garantizándoles un mundo seguro para ellos. Estas legiones de hombres de bien hacen suya la afirmación de Jesús según la cual el reino de Dios «es como un grano de mostaza, que cuando se siembra en tierra es la más pequeña de las semillas, pero, una vez sembrada, crece y se hace más alta que las demás hortalizas» (Marcos 4,31-32). De semillas diminutas crecen grandes cosas. Sor Saturnina, que en 1956 formaba parte del reducido grupo de personas que en solitario empezaban a preocuparse de los niños pobres, se cuenta ahora entre las aproximadamente cuarenta mil personas que, en dieciséis países de América Latina, enseñan cada año a leer y escribir a un millón de alumnos pobres a través de la organización tan adecuadamente denominada «Fe y Alegría». Su fundador explicaba el nombre de la organización de esta manera: «Somos mensajeros de la fe y al mismo tiempo mensajeros de la alegría. Mensajeros de la fe y maestros de la alegría... Dos poderes y dos dones de Dios que son capaces de transformar el mundo» 10.
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Ellos son mensajeros de una fe «que puede transformar el mundo». ¡Qué gran verdad! Sin embargo, con demasiada frecuencia, lo que se intenta hacer pasar por «visión» en la cultura popular o entre los políticos es hueca palabrería o jerga ensayada en un grupo de discusión. En cualquier caso, los auténticos visionarios son verdaderos creyentes. Tienen el coraje de sus convicciones, porque esos individuos tienen convicciones. Transforman a otros sencillamente porque ellos mismos han sido transformados por el poder y la seriedad de sus creencias. Y fortalecidos por estas últimas, pueden perseverar de buena gana en tentativas aparentemente imposibles de arreglar el mundo. Además, son mensajeros de una alegría que, como acabo de afirmar de la fe, también puede transformar el mundo. Por eso, qué triste que hoy día escuchemos tan raramente palabras como feliz o dichoso. Y no deja de ser irónico que, si en uno de los capítulos anteriores me referí al gran número de individuos aparentemente tristes –es decir, privados de alegría– entre la población rica de los Estados Unidos, estos compañeros de los más pobres de América Latina se describan a sí mismos como mensajeros de alegría. Es realmente admirable que estas personas puedan mostrarse alegres; como nuevos Davides, estos hombres y mujeres lanzan piedras contra los desafíos que hoy nos plantean la pobreza y el abandono, auténticos Goliats de nuestro tiempo. Son alegres porque, gracias a su visión, han sido capaces de trascenderse: trabajan por algo más grande que ellos mismos, que sus yoes y sus vidas. El naturalista americano Henry David Thoreau lo expresa de esta manera: «Si un hombre ambiciona constantemente algo, no se eleva sobre sí mismo» 11. Ellos se han elevado en virtud de la belleza y la nobleza de sus aspiraciones a la humanidad. Paradójicamente, cada vez que sor Saturnina, o Wayne Tesch, o cualquiera de sus muchos colegas consiguen levantar a un prójimo oprimido, ellos mismos son elevados en el proceso. Finalmente, son alegres y amantes de la paz– porque comprenden que no están construyendo su propio reino, sino el de Dios, que alcanzará su pleno desarrollo en el momento y de la manera que Dios decida, no cuando y como decidamos nosotros. El arzobispo Óscar Romero, asesinado por paramilitares que no estaban dispuestos a aceptar su apoyo activo a la construcción del reino en favor de los campesinos de El Salvador, afirmó en cierta ocasión: «No podemos hacerlo todo, y comprender esto nos produce una sensación de liberación. Esto nos capacita para hacer algo y para hacerlo bien. Tal vez sea incompleto, pero es un comienzo, un paso en el camino y una oportunidad para que la gracia de Dios penetre y haga el resto». La Madre Teresa, que dedicó gran parte de su vida a satisfacer las necesidades básicas de los indigentes y moribundos en las calles de Calcuta, se expresó en términos muy parecidos: «No podemos hacer grandes cosas en esta tierra. Únicamente podemos hacer pequeñas cosas con gran amor». 56
Y por eso luchan todas estas personas, como dice expresamente sor Saturnina. Eso sí: como esta última, todos ellos luchan alegremente cuando día tras día suben y bajan las colinas que son los grandes desafíos de la vida. Alegremente salvan una estrella de mar cada vez. Saben que el reino está aquí, se hace presente; es decir, está vivo haciéndose presente, y está entre nosotros en cada corazón que acoge y ama a un niño, o le enseña a leer y escribir, o lo protege de un peligro que lo amenaza. Las promesas de este reino –un lugar de paz, justicia, rectitud y alegría– son, naturalmente, para todos, y no solo para los niños. Pero los niños encarnan mejor que nadie nuestras esperanzas para el futuro. Ellos heredan el mundo que nosotros hemos creado, sea el que sea, y cuando nosotros muramos ellos llevarán adelante la civilización. Por eso, no es extraño que visionarios como Jesús, o Luther King, utilicen tan a menudo la imagen de un niño para suscitar en nosotros la visión de un futuro digno. En cierta ocasión el visionario Jesús declaró que su reino «no era de este mundo», y para los cristianos la importancia teológica del reino de Dios trasciende nuestra vida terrena. Ahora bien, sus características y valores distintivos –justicia, paz y amor– llaman a los cristianos a transformar este mundo, aunque ellos mismos estén a la espera de otro. Y miles de millones de seres humanos, representantes de otras grandes tradiciones espirituales, abogan por estos mismos valores. Todos nosotros podemos abrazar la causa común y luchar por un mundo más justo, pacífico y amante. Luchando por transformar nuestro mundo podemos llegar a sentir la satisfacción que George Bernard Shaw, escritor británico del siglo XX, describió así: «En esto radica la auténtica alegría de la vida: en el hecho de estar al servicio de un propósito que tú mismo reconoces como poderoso» 12. De acuerdo, muy pocos de nosotros recorreremos las colinas de los suburbios de las grandes ciudades de América del Sur o guiaremos en sus excursiones por la naturaleza a huérfanos que disfrutan de un campamento de verano, pero lo que sí podemos hacer todos es caminar juntos. Porque nosotros, los banqueros, abogados, padres y profesores, estamos impulsando –para bien o para mal– el desarrollo de la civilización, la cultura global de nuestro tiempo, como el diccionario define el término en cuestión. Cuando negociamos acuerdos, administramos nuestras familias, votamos para elegir presidentes, gastamos el excedente de los ahorros y realizamos otras mil acciones diarias, estamos encaminando nuestro mundo hacia la justicia y la paz, o en otra dirección. La primera tarea de un líder, como señalé al principio de este capítulo, debe consistir en «desarrollar una visión del futuro, a menudo de un futuro lejano». Convirtámonos nosotros mismos en líderes, personas que han pensado profundamente acerca del futuro y se preocupan de él lo suficiente como para luchar al lado de sor Saturnina por el prominente objetivo de crear una nueva clase de planeta, un nuevo tipo de civilización, que, como dijo en cierta ocasión uno de los últimos papas, se distinga por «la magnificencia de la virtud humana, la bondad de la gente, la prosperidad colectiva y una civilización más auténtica: la civilización del amor» 13. 57
¿En qué se diferenciaría de la realidad actual una civilización del amor, caracterizada por la «magnificencia de la virtud humana, la bondad de la gente y la prosperidad colectiva»? ¿A qué coetáneos tuyos otorgarías el calificativo de «visionarios», y por qué? ¿Cuál es tu visión? Es decir, ¿por qué futuro estás dispuesto a trabajar personalmente?
1. Martin Luther King, «I have a dream», 28 de agosto de 1963. Texto en James Melvin Washington (ed.), A Testament of Hope: The Essential Writings of Martin Luther King, Jr., Harper & Row, San Francisco 1986, 219. (Texto completo en español del discurso «(Yo) tengo un sueño» en Internet). 2. Lucio Anneo Séneca, citado en Henry Ehrlich, The Wiley Book of Business Quotations, John Wiley & Sons, New York 1998, 190. 3. John P. Kotter, Leading Change, Harvard Business School Press, Cambridge (Massachusetts) 1996, 26. (Trad. esp.: Al frente del cambio, Empresa Activa, Barcelona 2007). 4. Moisés Maimónides, Mishneh Torah, (Philip Birnbaum [ed.]), Hebrew Publishing, New York 1967, 329. 5. Benedicto XVI, Deus caritas est /Dios es amor, n. 16, San Pablo, Madrid 20086 , p. 42. 6. Unicef, «State of the World’s Children Report for 2005», http:// www.unicef. org/sowc05/english/index.html. 7. Sara Rimer, «The High School Kinship of Cristal and Queen»: New York Times, 24 de junio de 2007. 8. Loren Eiseley, The Star Thrower, Harcourt, New York 1979. 9. Peter Senge, The Fifth Discipline: The Art and Practice of the Learning Organization, Doubleday, New York 2006, 142. (Trad. esp.: La quinta disciplina, Granica, Barcelona 2004). 10. J. M. Vélaz, La pedagogía de la alegría, Federación Internacional de «Fe y Alegría», documento # 79-01, noviembre 1979. 11. Carta de Henry David Thoreau a Harrison Blake, Worcester, 27 de marzo de 1848, en F. B. Sanborn (ed.), The Writings of Henry David Thoreau 6, Houghton Mifflin, New York 1906, 160-164 (carta); 163 (cita). 12. Lewis Casson, Introducción a Man and Superman: A Comedy and a Philosophy, de George Bernard Shaw, The Heritage Press, New York 1962, xxv. 13. Pablo VI, «Si quieres la paz, defiende la vida», mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1977, http://www.vatican.va/holy_ father/paul_vi/messages/peace/documents/hf_pvi_mes_19761208_x world-dayfor-peace_sp.html.
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5. ¿Por qué te encuentras aquí? Formula un objetivo que dé sentido a tu vida
Andrew Muras se sintió empujado en diferentes direcciones: «Durante años me había preguntado si mi papel en el mundo era intentar y hacer grandes cosas en el trabajo, o tener una buena familia, o ser un buen padre, proveedor y esposo. ¿Para qué estaba yo aquí y qué importancia podía tener lo que yo hiciera?» ¿Por qué estoy aquí? Si no tenemos respuesta para tan abrumadora pregunta, vamos a la deriva por la vida, que se convierte en una sucesión de episodios no muy sólidamente vinculados. Estamos en la tierra para ejercer un buen oficio tras haber pasado por la escuela, después para ganar el dinero que nos permita comprar una casa, después para evitar el aburrimiento en el trabajo y la ansiedad de que no ganamos lo suficiente para alcanzar una jubilación confortable. Al llegar a la edad de la jubilación, nos preguntamos qué vamos a hacer con el resto de nuestras vidas. En el peor de los casos, podemos echar una mirada retrospectiva a nuestra vida laboral, preguntarnos qué era lo que le daba sentido y concluir con el sombrío Macbeth que la vida era «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada» 1. ¿Por qué estoy aquí? Si reflexiono sobre esta pregunta y le doy una buena respuesta, la vida se convierte en un cuento lleno de sentido y que significa mucho. Concebimos un propósito unificador que vincula estrechamente las diferentes actividades de la vida, conecta nuestras más profundas creencias con lo que hacemos a lo largo de la semana y devuelve su sentido al trabajo. Articulamos un rol en la tierra que nos transforma de soñadores en visionarios. Es decir, nosotros no simplemente deseamos un mundo mejor, una civilización del amor o el reino; no contentos con eso, nos sentimos llamados a colaborar para que esa visión se haga realidad. Aspiramos a transformar el mundo, pero somos lo suficientemente humildes como para empezar transformando nuestros propios corazones, y lo hacemos comprometiéndonos con un propósito digno, encomiable. Empecemos visitando a dos personajes que han encontrado su propósito. Aunque sus antecedentes, formas de vida y profesiones difícilmente podrían ser más diferentes, ambos lideran nuestra civilización en la misma dirección, e implícitamente nos invitan a unirnos a ellos.
Su propósito es ser santo 59
La mayoría de los padres que a su condición de trabajadores unen el hecho de ser personas conscientes pueden identificarse con las luchas de las que nos habla Andrew Muras al comienzo de este capítulo: las exigencias contrapuestas del trabajo, la familia, la religión y la comunidad les afectan muy negativamente. Los padres transportan a sus hijos a las escuelas y los entrenamientos, se trasladan ellos mismos fuera de la ciudad donde residen para realizar viajes de negocios, y durante los escasos momentos que les quedan libres se ofrecen como voluntarios para colaborar en acontecimientos de la iglesia o de la comunidad. Hacen muchas cosas y a veces tienen la sensación de no hacer especialmente bien ninguna de ellas, e incluso ocasionalmente pierden la pista que deben seguir en el proceso. Incontables matrimonios fracasan porque los miembros de la pareja empiezan a ir cada uno por su lado, cuando lo que necesitan en esas circunstancias es trabajar más codo con codo. Andrew se siente orgulloso de un matrimonio que ha iniciado su segunda década feliz, un logro extraordinario, teniendo en cuenta que su celosa patrona le ha exigido horas de atención diaria, frecuentes viajes fuera de la ciudad y estar localizable por teléfono móvil las veinticuatro horas de los siete días de la semana. ¿Su patrona? Andrew trabaja en una empresa aeroespacial puntera, de carácter multinacional. Ha tenido que aceptar duras exigencias, aunque por otra parte ha disfrutado trabajando para una gran empresa industrial de alto nivel tecnológico y en constante y rápida evolución. Además de suponer un reto para su capacidad intelectual, esto le había permitido ganarse un buen sueldo. Sin embargo, Andrew comprendió que sus malabarismos no podrían prolongarse mucho tiempo si la familia iba a contar con un nuevo miembro necesitado de atención y cariño: su primer retoño, que en este caso fue una niña. Tras un breve y angustioso periodo de deliberación, de oración y una vez hechas las cuentas, Andrew hizo lo que pocos se habrían atrevido a hacer: dejó el carril rápido de adelantamiento corporativo recortando el equivalente de cuatro días de trabajo semanales. Esta decisión demuestra su valor. Muchos de nosotros nos hemos planteado cambios de vida de este mismo estilo cuando nuestro salario y la trayectoria de nuestra carrera estaban en su punto culminante, simplemente para plantarnos: «¡Yo no, y todavía no!» De todos modos, aunque la dura decisión de Andrew de intercambiar sueldo por tiempo dedicado a la familia consiguió equilibrar más claramente su vida y reflejó mejor sus prioridades, se trató simplemente de una versión mejorada y más razonable de la misma vida fragmentada que había vivido hasta entonces. Seguía con sus malabarismos, pero con el paso del tiempo empezó a sentir sus creencias religiosas como otro baile más en este acto circense, otra tarea que debía encasillarse en un ya apretado programa. Faltó poco para que tomase en consideración la conveniencia de centrar la atención en su exigente carrera mientras fuese joven y dejar la piedad para más tarde: «Pensé que tal vez yo necesitaba esperar hasta la jubilación para un auténtico desarrollo espiritual». La 60
verdad es que rápidamente dejó de lado este proyecto mal perfilado de secuenciar carrera y espiritualidad, como si esta última no fuese sino una afición que uno elige cuando la obra real de su vida ya ha sido llevada a cabo. «No puede ser eso lo que Dios quiere», se dijo Andrew. Así pues, buscó otras soluciones. Por ejemplo, algunos cristianos lucen brazaletes deportivos con las letras WWJD –What Would Jesus Do? («¿Qué haría Jesús?»)–, que les invitan a preguntarse a sí mismos cuando meditan sobre las grandes decisiones. Sin embargo, esta técnica, eficaz para muchas personas, no le convenció a Andrew. «El problema es que en realidad no sé personalmente qué haría Jesús. Él nunca tuvo que tratar con cuotas de mercado y políticas de la empresa, o decidir entre una opción de beneficios y un plan 401(k)». Así pues, ¿qué podría hacer Andrew para integrar trabajo, familia y espiritualidad en su vida? Finalmente, comprendió que la senda hacia una mayor plenitud y felicidad no pasaba por una simple reprogramación de la propia vida, sino que exigía repensar radicalmente cómo encajar la espiritualidad, la vida y el trabajo en la vida de cada persona. Para él, la solución estaba en el sentido finalista que da unidad a su existencia, incluso sintiendo que en la vida de cada día un sinfín de exigencias le empujan a uno en múltiples direcciones. ¿Cuál era más concretamente su solución? Ser santo. ¿Ser santo? Estas palabras parecen enunciar un propósito de vida adecuado para monjes recluidos en sus monasterios, no para el vicepresidente de una empresa puntera en la industria aeroespacial. Me estresa el esfuerzo por alcanzar el objetivo de ventas de este mes; mi hija está enferma y tengo que trasladarla a la escuela; los ahorros para mi jubilación han descendido debido a la bajada de los valores que cotizan en la bolsa. ¿Y me vienes con eso de que tengo que ser santo? Exactamente. Y si aclaramos qué significa en realidad el término santidad, comprenderemos por qué esta solución es eficaz para Andrew. Por otra parte, el síntoma de Andrew es también el nuestro: una vida que se desintegra porque discurre en muchas direcciones. Necesitamos integrarnos nosotros mismos de nuevo encontrando un sentido o propósito que nos haga sentir como un todo. De hecho, esto es justamente lo que significa integrar, cuya raíz latina significa «todo», «entero». Pero ¿qué tiene que ver exactamente santidad con integridad o totalidad? Hace ya muchos siglos, nuestros predecesores medievales ya intuyeron la relación de ambos conceptos; la raíz inglesa antigua del término holy («santo») significaba «todo», «entero» o «feliz». Los santos son personas íntegras, porque consiguen que toda su vida gire en torno a un objetivo o propósito unificador. Este objetivo o propósito no es un nuevo empleo o carrera, sino una nueva forma de pensar y de vivir. Más concretamente, los santos han ordenado su vida en torno a creencias y valores espirituales que ellos consideran de vital importancia. Su integridad se pone de manifiesto en el enfoque 61
coherente que adoptan con respecto tanto a las cosas como a las personas: sus acciones están de acuerdo con sus palabras, ellos tratan a los subordinados de la misma manera que a los jefes y –aunque nadie los observe– son modelo de un conjunto invariable de virtudes. Todas estas razones nos permiten afirmar que los santos poseen integridad, otro término relacionado con la santidad. También el rabino Lawrence Kushner nos ayuda a comprender la estrecha relación existente entre santidad y vida íntegra. Kushner define la santidad como «ser consciente de que estás en presencia de Dios» 2. La mayoría de nosotros somos conscientes de la presencia de Dios cuando nos reunimos en la mezquita, la sinagoga o la iglesia. Después nos volvemos a casa y (en cierto sentido) Dios desaparece. Recaemos una vez más en el pensamiento desmotivador y en la vida escindida en la que el trabajo es el trabajo, la religión es la religión y raramente sucede que ambos colisionen. Pero lo que dice el rabino es algo muy diferente: la santidad es conciencia de la presencia permanente de Dios. Dios está presente después de haber abandonado nosotros el templo o iglesia: en el encuentro para discutir las cuotas de mercado, en el dilema ético que nuestro equipo trata de solucionar o en la admiración que suscita en nosotros un análisis intelectualmente riguroso y bien expuesto. Dios está presente incluso en la humanidad de ese pesado colega que tan locuaz se muestra en la reunión. El profeta Isaías proclama: «¡Santo, santo, santo es el Señor...!, toda la tierra está llena de su gloria» (Isaías 6,3). El profeta afirma que toda la tierra está llena, no solo las iglesias, o las sugerentes puestas de sol, o la gente que me cae bien, o la religión que yo mismo practico. Dios es una presencia unificadora en todos los momentos y de todos los aspectos de mi agobiada vida, y el hecho de volverme yo consciente de la presencia de Dios es el hilo que puede atar las actividades más dispares de cada día haciendo que mi vida sea íntegra. El rabino Kushner extrae qué implica tratar de vivir de esta manera: «¿Qué principio general más adecuado podría existir que el que Dios nos diga que todos, incluidos nosotros mismos, debemos actuar de tal manera que unos a otros nos recordemos la presencia de Dios?» 3 Ignacio de Loyola estaba de acuerdo con la forma de ver el mundo del rabino Kushner, ya que Ignacio enseñó a los jesuitas a «encontrar a Dios en todas las cosas». Y uno de sus hijos espirituales, el paleontólogo y místico jesuita Pierre Teilhard de Chardin, deduce de esas palabras una senda que nos permite llenar cada una de nuestras acciones de sentido y de admiración o asombro. Escribió Teilhard: «Dios... no se halla lejos de nosotros, fuera de la esfera tangible, sino que nos espera a cada instante en la acción, en la obra del momento. En cierto sentido, se halla en la punta de mi pluma, de mi pico, de mi pincel, de mi aguja; de mi corazón, de mi pensamiento» 4. Dios nos espera en el problema intelectualmente desafiante sobre el que estamos trabajando, en la oportunidad de apoyar a un colega en lugar de darle una puñalada por la 62
espalda, en cada negociación que emprendemos, en nuestra reacción a las decepciones, en la mujer que necesita un asiento en nuestros desplazamientos diarios en tren de casa al trabajo y de vuelta a casa, en la esposa a la que besamos al llegar, en los sucios pañales que cambiamos y en la ayuda que prestamos en casa antes de irnos a descansar cada noche. Anteriormente, Andrew había intentado coordinar tareas y obligaciones que no parecían tener mucho que ver unas con otras; ahora, todas ellas se han convertido en dimensiones de una tarea más grande: ser santo encontrando la presencia de Dios en todo lo que hace. Así pues, el trabajo no lo distrae ni desvía del propósito de su vida; fundamentalmente, forma parte del itinerario que le conduce hacia una mayor santidad; el trabajo es su manera personal de desarrollar los talentos que Dios le ha dado, de transformar el mundo en un lugar mejor y de encontrar a Dios presente en colegas y clientes. Dice Andrew: «Personalmente, no puedo separar mi vida de trabajo –al que dedico la mayor parte de las horas que paso despierto– de mi crecimiento espiritual. Al contrario, el trabajo –y lo que hago durante esas horas– continúa [siendo] un elemento esencial de mi personalidad actual y de aquello en lo que me estoy convirtiendo con el paso del tiempo». Como cristiano, Andrew mira como es natural a Jesús como modelo de santidad en el trabajo. Después de todo, según la tradición, Jesús dedicó muchos más años a la carpintería que a la predicación pública del reino de Dios, y podemos dar por sentado que el tiempo que dedicó a ejercer un oficio «normal» no fue un tiempo perdido. Tal como lo ve Andrew, el trabajo de Jesús, como artesano, sanador o maestro, en último término «estaba centrado en los demás, más que en sí mismo, preocupado por abandonar el egocentrismo y los apegos personales para preocuparse por y de los demás». Ser santo, como Andrew ha visto finalmente, es ser «para» otros, en casa, en el trabajo y en su comunidad.
Las organizaciones santas funcionan mejor Resulta que el propósito de Andrew de ser un profesional santo puede contribuir a convertirlo en un profesional más eficaz. Tal es la conclusión, escasamente previsible e incluso llamativa, que se desprende de una investigación de John Kotter y James Heskett, profesores de Gestión de la Escuela de Negocios de Harvard. Sin duda, estos profesores no se imaginaron nunca que lo que ellos investigaban fuera... ¡la santidad en el lugar de trabajo! La palabra santo, como me gustaría decir en este caso, no aparece ni una sola vez en su estudio. No obstante, ambos tienen mucho que decir sobre el valor de ser –o existir–para otros.
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En Cultura de empresa y rentabilidad, publicada por primera vez en 1992, John Kotter y James Heskett investigaron las características culturales que distinguen a las empresas con altos índices de rendimiento de aquellas otras más débiles. En las grandes empresas, los gestores centran su atención en servir lo mejor posible a los clientes, se preocupan de que los miembros de los equipos sean más eficaces y productivos y procuran que los resultados financieros satisfagan a los propietarios de las acciones de la empresa. En otras palabras, estos gestores altamente eficientes piensan en otros en su día a día en la empresa: clientes, subalternos y accionistas. Como diría Andrew, estas personas tienen conciencia de ser para otros. Por el contrario, la investigación mostró que los gestores de empresas malas se preocupan sobre todo de ellos mismos. Estos gestores intrigan para ponerse al frente de la manada a expensas de sus compañeros, utilizan a sus subalternos para aparecer ellos mismos como buenas personas y abusan de los clientes y los accionistas para meter algunos céntimos más en sus propios bolsillos. Los investigadores de Harvard resumieron los resultados de su trabajo con estas palabras: «Si los gestores de las empresas de bajo rendimiento no tienen una elevada valoración de sus clientes, accionistas o empleados, ¿de qué se preocupan en realidad? Cuando les preguntamos, nuestros entrevistados respondieron en la mayoría de los casos: “¡De sí mismos!”» 5 Más recientemente, el investigador Jim Collins ha evocado estos mismos temas en su superventas Empresas que sobresalen, libro publicado en 1995. En él habla de los líderes del «nivel 5», que ocupan el lugar más alto en la escala del liderazgo organizacional de alta calidad, por ser «personas ambiciosas principalmente en favor de la causa, de la organización y de la obra, y no en favor de sí mismos» 6. De todos modos, el auténtico desafío, que ni Collins ni otros teóricos de la gestión abordan, es cómo conseguir que nosotros mismos nos volvamos personas que se preocupan más de la causa que de nosotros mismos. Resulta especialmente difícil difundir esa actitud en las empresas del sector privado, donde la codicia y la ambición personal pueden reinar a sus anchas, hasta el punto de que toda la organización deja de estar al servicio de una gran causa que trasciende los intereses egoístas de sus gestores, para preocuparse sobre todo de incrementar la paga, el poder y el estatus de estos últimos. Sinceramente, las empresas no pueden infundir en su personal un sentido finalista que vaya más allá de los intereses de cada empleado; esta es una actitud que la gente lleva consigo al trabajo o no la lleva. Y la mayoría de quienes llevan esa actitud al trabajo la fundamentan, como en el caso de Andrew, en sus más profundas creencias acerca de cómo debe uno vivir, trabajar y tratar a los demás. De ahí que la implicación clara de la investigación sobre la gestión de Kotter y Heskett es, por irónico que ello pueda parecer,
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que nuestras empresas laicas mejorarán su productividad contratando a líderes que manifiesten un profundo sentido finalista espiritual que los trascienda a ellos mismos. Empezamos describiendo el dilema que planteaba a Andrew Muras su vida escindida: «Durante años me había preguntado si mi papel en el mundo era el de intentar y hacer grandes cosas en el trabajo, o tener una buena familia, o ser un buen padre, proveedor y esposo. ¿Para qué estaba yo aquí, y qué importancia podía tener lo que yo hiciera?» En último término, su pregunta giraba en torno al sentido de la vida, y su respuesta –«Estoy en el mundo para ser santo»–, ha traído la calma a su vida y ha henchido cada uno de sus ademanes de un significado potencial, tanto en casa como en el trabajo. ¿En qué medida sientes que tu vida está escindida o, por el contrario, integrada? Si una definición de santidad es «conciencia de la presencia de Dios», ¿puedes recordar tres momentos en los que, durante el día de ayer, hayas sentido la presencia de Dios en tu trabajo, en tus problemas, pensamientos o conversaciones?
Su propósito es mejorar el mundo El comercio raramente descansa en la calle 138 del distrito metropolitano del Bronx Sur, de Nueva York. Los vendedores intentan hacer negocio en plena calle, los clientes andan a la caza de gangas, el pordiosero ocasional pide calderilla y los conductores maniobran para conseguir una de las escasas plazas de parking mientras todo el vecindario se desplaza de prisa de un escaparate a otro al ritmo de merengue que suena. Algunos clientes arrastran bolsas cargadas con gangas que acaban de adquirir en los llamados $0.99stores (aproximadamente «Tiendas de todo a un dólar, o menos»); algunas madres llevan a sus hijos en cochecitos de bebé; los repartidores se afanan por mantener en equilibrio las pizzas que transportan mientras avanzan zigzagueando entre la multitud; y una mujer de voz suave, llamada Nanette Schorr, tira de una maleta de mano, con ruedas, de las que permiten llevar consigo las compañías aéreas, llena de documentos judiciales y complicados historiales. Tú y yo podemos hojear esas páginas y únicamente encontraremos un abstruso lenguaje legal que da como resultado un embrollo monumental; en cambio, Nanette encuentra historias de lucha humana que ponen al descubierto un propósito capaz de dar sentido a la vida. Esta mujer representa a progenitores sin recursos económicos que han sido separados de sus hijos por orden judicial. Un observador externo diría que se dedica a realizar trabajos legales; pero, según la propia interesada, ella dedica su tiempo «a ayudar a que padres e hijos encuentren la oportunidad de expresar su amor y cuidado recíprocos de la forma más plena». 65
La mayoría de nosotros nos sentimos afortunados si nuestro trabajo nos capacita para desarrollar y expresar nuestros talentos e intereses. Las personas como Nanette y Andrew Muras son más afortunadas. Su trabajo ayuda también a dar una respuesta a la pregunta crucial: ¿Cuál es el propósito que da sentido a mi vida en el mundo? Según los psicólogos, la mayoría de nosotros generalmente no empezamos a hacernos este tipo de preguntas hasta bien entrados en la edad adulta. Recordemos que el mismo Andrew Muras no se planteó estas preguntas ni les dio una respuesta hasta que las exigencias contrapuestas del trabajo y de la familia le obligaron a hacerlo. En el caso de Nanette, las semillas del propósito fueron sembradas en su niñez por unos progenitores que le inculcaron la idea de que las personas no estamos en la tierra para aislarnos de los sufrimientos y de las imperfecciones del mundo, sino para corregir sus injusticias. Su padre era rabino y consideraba que el compromiso con la justicia era un rasgo fundamental de la fe judía; por ejemplo, el libro del Levítico nos ordena: «No daréis sentencias injustas... Juzga con justicia a tu prójimo» (19,15). Ese ideal abstracto –crear un mundo más justo– encontró una expresión concreta en los defensores de los derechos civiles, en las activistas del movimiento feminista y en otros activistas sociales que Nanette estudió, o con quienes colaboró durante sus años de estudiante. Finalmente, Nanette encontró su propia manera de luchar por la justicia. Como abogada y directora de los Servicios Legales de Nueva York, representa a víctimas de la violencia doméstica, a inquilinos pobres sobre los que pesa una orden de desalojo o a padres que se han visto privados del cuidado de sus hijos por organismos gubernamentales. El trabajo de Nanette expresa un ideal sencillo, pero profundo, extraído de la tradición espiritual judía, según el cual los seres humanos estamos en la tierra para tikkun olam, expresión hebrea que significa «para reparar –o mejorar, o perfeccionar– el mundo». Según la Biblia, el día séptimo, cuando Dios concluyó la obra de la creación, en el mundo reinaba un orden perfecto, del cual nos hemos ido alejando cada vez más los seres humanos. La palabra hebrea tikkun debió de resonar constantemente en los oídos de la joven Nanette, ya que forma parte de la oración Aleinu, que se recita como conclusión de la mayor parte de los oficios que celebra la comunidad en la sinagoga. En el caso de Nanette, la oración desembocó finalmente en un propósito firme de reparar el mundo donde más lo necesita. El teólogo jesuita Jim Keenan describe la misericordia como «la buena disposición a intervenir en el caos de otros en respuesta a sus necesidades» 7 . Si eso es cierto, Nanette se cuenta entre las personas más misericordiosas que viven entre nosotros, ya que ha sido escogida para penetrar la más caótica de las vidas. En palabras sencillas, Nanette trabaja con personas a las que la sociedad rechaza con frecuencia. Algunos de sus 66
clientes no solo han perdido la custodia de sus hijos, sino que además, como ella misma dice, «están cargados de deudas, no tienen trabajo y han de hacer frente a diversas exigencias, algunas conflictivas y que no se resolverán a su debido tiempo». Algunos habían cometido el error de mantener peligrosas relaciones con toxicómanos, que no solo no fueron una ayuda para sus hijos jóvenes, sino que incluso aumentaron sus problemas. Otros, sorprendidos por una grave enfermedad o por haberse quedado sin trabajo, habían visto cómo su situación empeoraba rápidamente a medida que sus retrasos en los pagos del alquiler y el incumplimiento de las prescripciones médicas daban lugar a avisos de desahucio y al empeoramiento de la salud. Finalmente, estaba el caso de las madres adolescentes, que se veían obligadas a enfrentarse a responsabilidades propias de adultos sin haber terminado la escuela secundaria, sin empleo y sin las habilidades necesarias para ejercer de madres. Independientemente de cuáles hayan sido sus antecedentes, quienes se presentan en la oficina de Nanette se sienten solos, aislados e inútiles. Ella lo explica así: «Estigmatizados como personas que han descuidado o sido incapaces de cuidar debidamente a sus propios hijos». De ahí que su primera tarea no sea construir un historial de cada individuo, sino reconstruir el sentido de la dignidad de su cliente. Para conseguir este objetivo, no echa mano de las citaciones del caso que ha almacenado en su cabeza de abogada, sino de un dicho que recuerda de Rabí Hillel, sabio judío del siglo I: «No te atrevas a emitir un juicio sobre tu prójimo mientras no te hayas puesto en su lugar». Dados estos pasos previos, Nanette puede llegar a «admirar y respetar la gran fortaleza, perseverancia y compasión de estas personas a la hora de abordar situaciones tan increíblemente difíciles». Estas personas necesitan toda la fortaleza que sean capaces de reunir. Por razones fáciles de comprender, ningún juez o funcionario público responsable se arriesga a colocar a un niño en un entorno familiar que pueda resultarle dañino, incluso en casos en que los niños han sido apartados de un progenitor porque la información disponible sobre el caso era mala o por haberse producido un malentendido. A menudo, los casos se alargan durante un año o más de comparecencias ante el tribunal, peticiones, negociaciones con los organismos públicos e inscripción del cliente en programas para toxicómanos o en clases para aprender a ser padres. También Nanette necesita perseverancia y fortaleza, porque, mientras ella trata de ayudar esmeradamente a sus clientes, puede suceder que estos se estén dañando a sí mismos: «Trabajamos tan duro, y nuestros clientes nos defraudan. No acuden a las citas, se saltan las fechas del tribunal, se muestran indignados en los lugares equivocados, incluso a veces contra nosotros; desconfían de nosotros». De ahí que Nanette reconozca que su trabajo y el de sus colegas «puede, al menos temporalmente, dejarnos con el ánimo por los suelos, desautorizados, amargados y decepcionados».
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Todo esto nos lleva a plantear una pregunta básica y hasta cierto punto insolente: «¡Caramba, Nanette, los abogados listos encuentran seguramente otras formas más fáciles de llenarse los bolsillos! ¿Por qué te tomas tantas molestias?» Ella se toma molestias con el fin de mejorar el mundo, y lo hace cada vez que guía a una madre joven, injustamente separada de sus hijos, a través del desconcertante laberinto burocrático que desemboca en la reunificación familiar. El objetivo de reparar el mundo está presente también en su iniciativa de animar a otras mujeres decididas por medio de sesiones de asesoramiento que pueden durar varios meses, programas sobre toxicomanía y clases que preparan a los futuros padres para cuidar responsablemente al hijo. Naturalmente, no todas las historias terminan tan exitosamente. En ocasiones el esfuerzo de Nanette por reparar el mundo resulta absolutamente dramático. Por ejemplo, cuando apoya y representa a progenitores que, a fin de cuentas, deben tomar la penosa decisión de entregar a sus hijos para que sean adoptados por otras parejas. En esos casos, trata de dejar claro con su acción que incluso quienes no pueden atender como es debido a sus hijos son seres humanos dignos. Nadie es tan malo como la peor cosa que nosotros hemos hecho nunca, o, de hecho, tan malo como las cosas malas que nosotros mismos no podemos dejar de hacer. Nosotros somos valiosos no por las acciones que hemos llevado a cabo, ni porque nos las arreglamos bien; somos valiosos simplemente porque existimos. Cada uno de nosotros, sea cual sea nuestra forma de ganarnos la vida, podemos reparar el mundo; lo haremos si tratamos a cada uno con idéntica dignidad, ya sea que él o ella posea un banco, trabaje como cajero que atiende en la ventanilla o sea tan pobre que ni siquiera pueda abrir una cuenta allí. Comportándonos de esa manera, nuestros encuentros de cada día en el taxi, en los supermercados o en las salas de prensa se transformarán; habiendo dejado de ser simples oportunidades de conseguir algo que deseamos, todas esas situaciones se convertirán en expresiones de un propósito espiritual que unifica nuestra vida y la llena de sentido. De vez en cuando, Nanette se encuentra con alguna madre a la que ha ayudado y que ahora va acompañada de su hijo. Tal vez paseen juntos dándose la mano, o estén de compras en una de esas calles del Bronx Sur, o hayan hecho un descanso para comer algo en una pizzería. La visión, poco o nada llamativa para nosotros, es de gran trascendencia para Nanette y la antigua cliente que la saluda. Ambas saben perfectamente que la vida no siempre presenta una cara tan risueña, y ambas han terminado apreciando este sencillo placer –madre e hijo paseando de la mano– que nosotros apenas valoramos. En momentos como este, a Nanette le viene a la memoria que su tarea no consiste en defender a clientes que se ven abocados a soportar terribles contratiempos. En realidad, ella se ve a sí misma como «una defensora del derecho a amar, ayudando a padres e
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hijos a encontrar la oportunidad de expresar de la mejor forma posible el amor y la atención que tienen los unos por los otros». Y cada vez que un padre y un hijo «expresan el amor y el cuidado que tienen el uno por el otro», dondequiera que esto pueda suceder, nuestro mundo se ha vuelto un poco más perfecto.
Construir la civilización del amor Pretendemos desarrollar una estrategia para la vida que pueda transformarnos a nosotros y a nuestro mundo. Los primeros pasos en ese proceso nos llevaron a plantearnos la pregunta acerca de dónde estamos y hacia dónde queremos ir. El paso siguiente consistió en comprender cuál es el objetivo último de cada uno de nosotros en el mundo. Tras analizar el mundo que habían heredado, tanto Nanette Schorr como Andrew Muras decidieron guiarlo en una nueva dirección. Andrew comprendió que, en último término, él estaba en la tierra para ser santo. Nanette Schorr, por su parte, actúa convencida de estar aquí para mejorar –o, como ella prefiere decir, para «reparar»– el mundo. ¿Y tú? En el siglo XVI, Ignacio de Loyola abrió sus Ejercicios Espirituales afirmando que «el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios». Ignacio no justifica esta afirmación, porque no lo necesitaba. Sus lectores, educados en un cristianismo europeo relativamente homogéneo, habrían escuchado afirmaciones de ese estilo desde su más tierna infancia; se tomasen o no a pecho estas palabras acerca del sentido último de la vida humana, sus oyentes las habrían considerado evidentes. Pero en un siglo cambiante y culturalmente complejo, prácticamente nada puede darse por sentado, ni siquiera el hecho de si los seres humos tenemos o no algún sentido último. Y la verdad es que raramente reflexionamos acerca de una cuestión tan decisiva; simplemente, seguimos adelante con nuestras agobiadas vidas. De ahí que vivamos en una cultura del «como si». Algunos hombres persiguen la riqueza «como si» su objetivo último en la vida fuera el de reunir dinero. Y otros viven «como si» la razón de su existencia fuera la búsqueda de sexo, pasarlo bien, evitar el aburrimiento o simplemente presentarse cada día al trabajo y volver a casa. Como traté de demostrar en un capítulo anterior, ese estilo de vida no funciona, ni para cada uno de nosotros individualmente ni para nuestra civilización; de ahí que sea imprescindible que los seres humanos dejemos de vivir «como si» y abracemos una vida llena de sentido. El simple hecho de que tengamos una profesión, o de que asistamos a clase, o de que nos relacionemos con los hijos y con nuestra pareja, no garantiza que 69
nuestra vida esté dotada de sentido último. Un objetivo último digno debe ser lo suficientemente poderoso como para elevarnos por encima de nuestras pequeñas preocupaciones de cada día, y lo suficientemente grande como para abarcar toda nuestra vida, en su doble sentido, mientras dure –es decir, hasta la muerte– y en todos sus múltiples aspectos; el sentido último de mi vida no se identifica sin más «con mi profesión», por ejemplo, de banquero, enfermera o padre, por dignos que todos estos roles sociales puedan ser. No te estoy invitando a adoptar el objetivo último de Andrew, ni el de Nanette, ni siquiera el de san Ignacio de Loyola. Cada uno de nosotros ha de encontrar el sentido de su vida y poder expresarlo con palabras que resuenen en nuestros corazones. Andrew y Nanette rastrearon sus más profundas creencias acerca de la persona humana para formular sus propósitos. Igualmente debemos ahondar en nuestros corazones y nuestras creencias espirituales para encontrar, como hicieron Andrew y Nanette, qué es lo que da sentido a nuestra vida: un nexo entre nuestras creencias espirituales y el trabajo que llevamos a cabo, una senda que de nuevo pueda integrar nuestras vidas y una forma de dotar a nuestro trabajo de un significado más grande. ¿Cuál es el objetivo, el propósito que te atrae poderosamente? ¿Qué escritos, creencias o experiencias inspiran tus convicciones acerca del sentido de la vida humana? ¿Qué legado deseas dejar a la posteridad? ¿Qué contribución deseas hacer a nuestra civilización a lo largo de tu vida?
1. William Shakespeare, Macbeth, acto 5, escena 5. (Trad. esp.: J. M. Valverde, Tragedias de William Shakespeare, RBA, Barcelona 1994). 2. Lawrence Kushner y David Mamet, Five Cities of Refuge: Weekly Reflections on Genesis, Exodus, Leviticus, Numbers, and Deuteronomy, SchockenBooks, New York 2003, 93. 3. Kushner y Mamet, Five Cities of Refuge, 93. 4. Pierre Teilhard de Chardin, Himno del Universo, trad. de F. Pérez, Taurus, Madrid 1967, 84. 5. John P. Kotter y James L. Heskett, Corporate Culture and Performance, Free Press, New York 1992, 50. (Trad. esp., Cultura de empresa y rentabilidad, Díaz de Santos, Madrid 1995). 6. Jim Collins, Good to Great and the Social Sectors: A Monograph to Accompany «Good to Great», Jim Collins, Boulder (Colorado) 2005, 34. 7. James F. Keenan, The Works of Mercy: The Heart of Catholicism, Rowman & Littlefield, New York 2005, xiii.
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6. ¿Qué tipo de persona quieres ser? Abraza valores con los que desees identificarte
Un reciente candidato presidencial se retiró de la carrera hacia la Casa Blanca tras una serie de fracasos en las tempranas elecciones primarias de su estado. Como buitres, los expertos sobrevolaron durante varios días su moribunda campaña y finalmente se lanzaron de pronto en picado sobre su cadáver. Un comentarista señaló que algunos habían considerado a este hombre «el candidato perfecto»; presentaba una hoja de servicios prácticamente sin tacha, en la que alardeaba de sus notables logros a lo largo de una larga, eminente y variada carrera. ¿Qué había fallado? Los candidatos presidenciales vencedores suelen mostrarse tan irresistibles que, en palabras del experto, poseen «la habilidad de cambiar la mentalidad de la gente». Pero este candidato «nunca consiguió ese objetivo, porque él mismo nunca dejó de cambiar su propia mente». ¡Vaya! La campaña se había venido abajo porque el candidato en cuestión «había sido demasiadas cosas para demasiada gente durante demasiado tiempo» 1. La mayoría de los expertos se hicieron eco de este análisis, si bien es verdad que algunos dieron a conocer su opinión de una forma más caritativa. En resumidas cuentas, los votantes no estaban del todo seguros de que este candidato conociese realmente quién era él y qué posturas defendía. Se presentaba a sí mismo como un cierto tipo de persona, pero los votantes se preguntaban si dos años después de la fecha de la elección continuaría siendo esa misma persona. Dicho de otro modo, se preguntaban si el candidato tenía un núcleo auténtico. Las críticas tal vez no fueran del todo justas. Una campaña política es un asunto feo en el que los detectives privados encuentran debilidades del tamaño de una topera en el contrincante y exageran la suciedad hasta que una montaña de dudas cubre la mente de los votantes. En cualquier caso, el punto de vista fundamental de los expertos es indiscutible: conoce quién eres y qué valores estás dispuesto a defender. Si esperas acceder a un puesto tan importante como la presidencia, obtener un privilegio tan valioso como la confianza de un amigo o llegar a poseer una cualidad tan crucial como un alto grado de autoestima, debes estar dispuesto a luchar por ello a largo plazo. Esta anécdota ilustra también qué es lo que abarca –y qué no– el núcleo de un estilo de vida auténtico en nuestros días. Una de las críticas hechas al candidato fue que, al parecer, había cambiado de ideas. En cambio, los votantes no mostraron preocupación alguna por el hecho de que también hubiese cambiado de carrera y de residencia varias 72
veces siendo ya adulto. Este detalle demuestra el profundo cambio que ha experimentado el mundo durante los últimos veinte años. A comienzos de la década de 1980, por ejemplo, algunos colegas de J. P. Morgan y yo mismo probablemente habríamos mirado con cierta desconfianza a un candidato de edad adulta que hubiese trabajado ya en dos o tres empresas distintas: ¿qué era lo que fallaba? ¿Se trataba de un empleado poco eficaz del que habían querido desembarazarse sus anteriores empleadores? ¿Se trataba tal vez de una mujer frívola que no era del todo de fiar? Sin embargo, a mediados de la década de 1990 nuestra mentalidad había dado un giro de 180 grados en este terreno: cambiar de trabajo se había convertido en algo tan normal que a veces dudábamos de los candidatos de mediana edad que solo hubiesen trabajado para una empresa. Pero, bueno, ¿por qué no se ha buscado nuevas oportunidades hasta ahora? ¡Tal vez no sea un candidato capaz de adaptarse a otro trabajo, o no posea la ambición requerida para lo que nosotros le vamos a pedir! ¡Tal vez sea una mujer a la que no le gusta cambiar y le cueste adaptarse a un negocio como el nuestro en rápida expansión! Hoy día nos hemos acostumbrado a un mundo que cambia. La mayoría de nosotros cambiará de trabajo, e incluso de carrera, más de una vez a lo largo de su vida laboral. Hoy puedes estar soltero, más tarde casarte y más adelante volver a vivir de nuevo por tu cuenta. Durante los primeros años de tu vida adulta tal vez solo te responsabilices de ti mismo, más tarde quizás te encargues de criar a tus hijos y finalmente seas atendido por esos mismos hijos durante tu vejez. Esta situación suscita algunas preguntas: ¿Quién eres tú y qué pretendes? ¿Hay algo que perdure a través de todos esos cambios? En este libro he tratado de sentar una base que sea capaz de resistir el cambio, e incluso he señalado a grandes rasgos la visión del mundo que te gustaría ayudar a crear, así como tu firme propósito de contribuir a que ese mundo se haga realidad un día. En cualquier caso, ese propósito tendrás que vivirlo desempeñando diversos roles y trabajando en diversos trabajos. La pregunta clave que tal vez tengas que plantearte un día podría ser: ¿Qué trabajo quiero desarrollar? Pero la pregunta clave que habrás de plantearte a lo largo de toda tu vida es otra: ¿Qué clase de persona quiero ser? La respuesta a esta pregunta la tienes en los valores que defiendas. Son tus valores los que en definitiva te dicen (a ti y a los demás) quién eres tú y qué es lo que te preocupa como persona. En medio de los avatares y sorpresas de tu vida, seguirás siendo la misma persona mientras no cambien tus valores. Ya sea que concurras en la carrera hacia la Casa Blanca o que te mires en el espejo de tu cuarto de baño, tus valores son el núcleo de tu personalidad. La mayoría de nosotros estamos familiarizados con valores esenciales, o con los valores que declaran reconocer las empresas en que trabajamos, y muchos pensamos que 73
en realidad tales declaraciones sobre los valores son pura palabrería. Las organizaciones conocen la teoría, pero no predican con el ejemplo. Considere el lector un informe de Business Week de 2002, según el cual solo un cuatro por ciento de los inversores profesionales se mostraban «muy confiados» en los datos aportados por «las empresas sobre las cantidades exactas de dinero que habían ganado» 2. Todas las organizaciones alardean de integridad, pero, según parece, nosotros no creemos que realmente posean esa virtud. He indagado entre algunos amigos, y todos ellos compartían el amplio escepticismo del público sobre esta cuestión. Un teniente del ejército me contó de un comandante que había facilitado a las tropas una placa suplementaria de identificación en la que se enumeraban los valores del Ejército. Pero –continuó el amigo– «ese fue el principio y el fin de su liderazgo basado en los valores; la placa en cuestión dio la impresión de ser demasiado rebuscada y careció de credibilidad». Un banquero de inversiones con amplia experiencia resumió así la cuestión: «Si la gente bosteza cuando oye hablar [de misiones y valores] es porque la mayor parte de las empresas no son realistas ni sinceras en lo que a valores y propósito se refiere». O, como dijo también ese mismo banquero: «Por valores nucleares se entiende aquello en lo que creemos profundamente, no aquello en lo que deberíamos creer». Así es realmente. Necesitamos líderes que no se contenten con repetir lugares comunes, sino que hagan lo que dicen. Con razón apunta el banquero citado hace un momento que, por lo que a los valores se refiere, las verdaderas consignas son autenticidad y puesta enpráctica, y cada una de estas palabras representa un desafío peculiar. La autenticidad es el primer banco de prueba de los valores y del propósito que yo defiendo. Si digo que estoy en la tierra para mejorar –es decir, «reparar»– el mundo, o para ser santo, ¿realmente quiero decir lo que literalmente significan esas palabras? ¿Consiguen estas ideas que yo viva y trabaje de diferente manera, o no pasan de ser un eslogan vacío que, en último término, solo sirve para dar una apariencia de brillantez al informe anual de la empresa? ¿Puedo afirmar que estoy en la tierra por una razón, o simplemente voy a la deriva, procurando asirme a cualquier cosa que parezca responder a una de mis necesidades a corto plazo o a una moda pasajera? Si la autenticidad del propósito es el primer banco de prueba, poner en práctica ese propósito es el segundo e igualmente abrumador reto que todos tenemos delante. Y es que, cuanto más elevado sea nuestro propósito, más vamos a tener que poner a prueba nuestra imaginación para encontrar formas sencillas de demostrar ese propósito en nuestro estilo de vida. Tal vez me sienta con fuerzas suficientes para comprometerme a construir una civilización del amor, pero ¿puedo vivir ese propósito de extraordinaria resonancia a través de las rutinas de mi vida diaria, como ir cada día al trabajo, responder 74
a los correos electrónicos en la oficina, mantener limpia la casa, controlar el recurso al talonario de cheques y hacer las tareas domésticas? Nuestros valores son la respuesta; gracias a ellos, estamos en condiciones de poner en práctica nuestro propósito a lo largo del día y todos los días. Las tres historias que contaré en seguida nos mostrarán los valores en acción en tres circunstancias muy distintas. La espeluznante crisis de un negocio abordada por el ejecutivo de una gran empresa nos permite hablar de integridad, un valor para nosotros mismos. El administrador de un centro hospitalario aboga por la veneración, un valor para los demás. Y el profesor de una escuela secundaria encarna la excelencia, un valor para nuestra obra.
Integridad: un valor para nosotros mismos Dave Collins hizo toda su carrera profesional con Johnson & Johnson (J&J), el gigante norteamericano de la industria del cuidado de la salud, con asociaciones poco menos que icónicas con la niñez: polvos para bebés, champú para niños «No Más Lágrimas» y tiritas «Band-Aid». Desde luego, no sería muy bueno para el negocio de una empresa que basa directamente su reputación en la garantía de seguridad que ofrecen sus productos para nuestros hijos que se demostrara que esos productos han matado a algunas personas. Dave Collins y otros ejecutivos de J&J tuvieron que enfrentarse a esa terrible perspectiva una mañana del octubre de 1982, cuando un periodista de Chicago pidió a la empresa que comentase ciertas informaciones que afirmaban que alguien había muerto después de tomar Tylenol, uno de sus productos estrella, que ella vendía para combatir el dolor. Más tarde se comprobó que siete personas habían muerto después de ingerir cápsulas de Tylenol que contenían dosis mortales de cianuro; el autor de la adulteración del medicamento, un saboteador perturbado, colocó de nuevo los frascos con las cápsulas venenosas en las estanterías del almacén, frascos que finalmente serían adquiridos por clientes habituales del analgésico en cuestión. Las historias relacionadas con este crimen fueron a la vez horrorosas y conmovedoras. Una muchacha se despertó con dolores de garganta; sus padres le ofrecieron una cápsula de Tylenol y poco después encontraron a su hija moribunda en el suelo del cuarto de baño. Otra de las víctimas fue un varón de veintisiete años. Sus familiares acudieron apenados a la casa del difunto para darse apoyo y consuelo mutuos; estaban desconcertados porque el joven disfrutaba de buena salud y se desconocían totalmente las causas de su repentina muerte. Por una de esas extrañas vueltas que da la vida, dos de los afligidos familiares trataron de aliviar el dolor de cabeza que les provocaba la tensión y echaron mano del frasco de Tylenol que
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aparecía entre la reserva de medicinas del difunto, del mismo frasco contaminado. También ellos murieron. Pero todos estos hechos solo se aclararían días más tarde, cuando los empleados de la empresa, los jueces de instrucción y los funcionarios de sanidad reconstruyeron los informes provenientes de la ciudad de Chicago y de su poblada área metropolitana, donde se había producido la primera muerte. En un principio, Dave Collins, al supervisar la sección encargada de fabricar Tylenol, únicamente disponía de un incompleto boletín de noticias y se planteaba algunas preguntas relativas a la vida y la muerte: ¿Estaba provocando el Tylenol la muerte de algunas personas que lo usaban como analgésico? ¿Cómo se había producido este problema? ¿Qué dimensiones había adquirido? ¿Qué medidas había que tomar en relación con estos hechos? Un equipo de crisis trató de recopilar los hechos e inmediatamente ordenó la retirada del Tylenol de los almacenes del área de Chicago. Casi inmediatamente descubrieron que el Tylenol adulterado había sido fabricado en cuatro ocasiones diferentes y en dos fábricas distintas, de lo que dedujeron que parecía imposible que la tragedia se hubiera producido por errores en el proceso de fabricación o por un acto de sabotaje interno de la empresa. Lo más probable era que el producto hubiese sido manipulado cuando ya se encontraba en las estanterías del depósito de Chicago. En el espacio de aproximadamente veinticuatro horas, los agotados representantes de la empresa sintieron que podían controlar la crisis: por lo visto, el problema se limitaba a Chicago y había sido frenado gracias a la retirada masiva del producto. Prepararon un encuentro con los funcionarios de la Food and Drug Administration (FDA) para explorar las ramificaciones que pudiera tener este problema en el ámbito de la industria: docenas de marcas de medicamentos que utilizaban presentaciones parecidas llenaban las estanterías de los almacenes. El hecho de que se hubiese producido un acto de sabotaje hasta entonces inimaginable obligaba a la industria sanitaria y farmacológica a introducir envases de los medicamentos completamente nuevos y a prueba de manipulación. Pero antes de que se convocase ese encuentro con vistas al futuro, los representantes de J&J tuvieron noticias de otro nuevo informe sobre Tylenol adulterado en el área de la bahía de San Francisco. En este caso el informe parecía dudoso. (De hecho, se comprobó muy pronto que se trataba de un intento de estafa fraudulenta). En cualquier caso, los ejecutivos de la empresa no conocían este detalle cuando se juntaron para evaluar la necesidad de otra retirada de crisis, esta vez en la Costa Oeste. Desde entonces, su decisión se ha convertido en un estudio típico de caso en los manuales de ética de los negocios. Los ejecutivos de J&J no esperaron a investigar la nueva y dudosa reclamación de adulteración, ni tampoco retiraron el Tylenol del área de la bahía de San Francisco. Lo que hicieron fue retirar los 30 millones de frascos de Tylenol que se encontraban dispuestos para la venta en los almacenes de todo el territorio de los Estados Unidos. 76
Comí un día con Dave Collins para enterarme de cómo habían procedido los ejecutivos de J&J para tomar una de las decisiones más trascendentales en la historia de la empresa. Me llamaba la atención el hecho de que hubiesen debatido las compensaciones a los afectados antes de decidir a cuánto iba a ascender después la retirada más costosa jamás realizada en la historia de las empresas. De hecho, Dave no necesitó el tiempo que duró la comida para decírmelo; apenas me había dado tiempo para beber un poco de agua y ya había él terminado de contarme las deliberaciones. Sus palabras textuales fueron: «Bien, nosotros teníamos nuestro credo, y, por tanto, realmente no había otra opción». Y esto fue todo. Dave se refería a la declaración de valores corporativos de J&J, el credo de la empresa, que empieza: «Creemos que nuestra primera responsabilidad es para con los médicos, las enfermeras y los pacientes, para con las madres y los padres y para con todas las personas que utilizan nuestros productos y servicios. Para responder a sus necesidades, todo lo que nosotros hacemos debe ser de alta calidad». Así pues, una mañana de octubre, cuando los hechos todavía eran difíciles de precisar, un puñado de exhaustos ejecutivos se pusieron de acuerdo en que la retirada de Tylenol de todo el territorio de los Estados Unidos era la forma adecuada –es decir, «de alta calidad»– de dar cumplimiento a la primera responsabilidad de su credo para con sus clientes. Así de simple. Nada de rotafolios, ni de análisis financiero de lo que costaría la retirada, ni de evaluación de las posibles consecuencias negativas para otros productos de J&J. Simplemente, una corta pausa para recordar aquello en lo que creían, seguida de una rápida decisión. Sin duda, algunos ejecutivos pensaron que lo que estaban haciendo en aquel momento no era retirar del mercado el producto más vendido de su empresa, sino despedirse de él para siempre. En opinión de Dave, el trabajo previo que permitió tomar esta decisión se había llevado a cabo algunos años antes, cuando James Burke, que acababa de ser elegido director de J&J, organizó a nivel mundial una serie de encuentros con los máximos gestores de la empresa para tratar del «desafío del credo». Dave explicó que «el credo los había acompañado durante décadas, y Jim deseaba comprobar si todavía seguía teniendo vigencia en los tiempos modernos. Él no deseaba que se convirtiese en una serie de tópicos vacíos de sentido. Si no podíamos seguir teniéndolo en cuenta, porque las condiciones del negocio habían cambiado, él estaba dispuesto a cambiarlo. Pero, si optábamos por mantenerlo, quería que fuese porque los gestores sabían a qué se comprometían y habían decidido que querían trabajar de acuerdo con lo que en él se decía». De esta manera, los miembros del equipo tuvieron la oportunidad de discutir el credo y, a continuación, de cambiarlo, desecharlo o renovar su compromiso con él. Al convocar esos encuentros, el director de J&J había hecho del credo una cuestión personal: a partir de entonces, ningún gestor vería en el credo de la empresa un enunciado de valores abstractos. Al contrario, cada gestor tenía que decidir si hacía suyos esos valores o no. Anteriormente, un banquero de inversiones nos ha recordado: «Por 77
valores nucleares se entiende aquello en lo que creemos profundamente, no aquello en lo que deberíamos creer». A los gestores de J&J se les presentó la oportunidad de decidir en qué creían, y decidieron que creían en su credo. Posteriormente, el encuentro que planteó el desafío definitivo del credo se produjo aquella mañana de octubre, cuando los miembros del equipo directivo de J&J tuvieron que decidir si ellos mismos creían realmente en aquellos valores. Las empresas no creen en cosas; solo los seres humanos creen. De hecho, el término latino credo significa «yo creo», y los valores de J&J –como, por otra parte, los de cualquier organización– solo son significativos si quienes van a trabajar cada día los aceptan personalmente. Los individuos no reciben sus valores del trabajo; son ellos más bien quienes los llevan consigo al trabajo. Por eso, en último término, la historia del Tylenol no gira en torno a una gran empresa; en realidad, es una tragedia que nos habla de integridad personal, de fidelidad a los valores que adoptamos, aunque haya que pagar un alto precio por ello. El término valor (value) se usa en muchos sentidos, de entre los cuales yo destacaría estos dos: la «cantidad de dinero» que estamos dispuestos a pagar por una cosa, y algo que es «deseable o digno de estima por sí mismo» 3. Si James Burke, Dave Collins y sus colegas hubieran deseado poner un precio a su integridad, habrían buscado alguna manera de aplacar al público en general y más concretamente a los funcionarios de la FDA para no tener que recurrir a la drástica retirada del producto a nivel nacional. Después de todo, solo afloraron unas cuantas cápsulas adulteradas en una sola zona de la nación: llevar a cabo la retirada masiva vino a costar unos 100 millones de dólares, y eso sin contar los 650 millones que perdieron los inversores de J&J en la Bolsa cuando se hizo público el asunto. Afortunadamente, los directivos de J&J no se entretuvieron en llevar a cabo ese tipo de cálculos. Es decir, no valoraron su integridad en razón de la cantidad de dinero que iba a costarles el asunto. Más bien, actuaron convencidos de que su integridad era digna de estima por sí misma. No estaba en venta. Las personas débiles venden sus valores cuando ello les resulta cómodo o conveniente. En cambio, las personas íntegras se aferran a sus valores incluso cuando esto las hace impopulares o les plantea cierta dificultad. La raíz latina del término valor –virtue, en inglés– significa «ser fuerte». Las personas íntegras son fuertes de por sí, y consecuentemente nos refuerzan a quienes vivimos en su entorno. Por esa razón, las personas íntegras son también valientes, por cierto otra palabra que comparte la misma raíz latina con el término valor. Por encima de todo, la integridad es un valor para nosotros mismos. Recuerda que la raíz latina de esa palabra significa «totalidad»: íntegro es sinónimo de entero, total. Nuestra integridad es lo que nos hace ser la misma persona en el trabajo y en casa, 78
individuos que no decimos una cosa y la contraria. Y de la misma manera que nuestra palabra significa hoy lo mismo que significó ayer, también nosotros vemos la misma cara en el espejo cada mañana y podemos estar orgullosos de la persona que estamos mirando. Lo más probable es que ninguno de nosotros esté orgulloso de sí mismo si sacrificamos nuestra integridad personal, aunque, en el caso de hacerlo, sacrificamos una parte de nosotros mismos, y al día siguiente lo que contemplamos en el espejo es una persona disminuida.
Veneración: un valor para los demás Si das la bienvenida a los recién nacidos cuando vienen a este mundo y acompañas a los ancianos en el momento de su muerte, sabes cómo deben tratarse los seres humanos entre sí durante los valiosos momentos de que podemos disfrutar entre el nacimiento y la muerte: con veneración. Esa fe es la que guía a las aproximadamente 70.000 personas –entre enfermeras, administradores, médicos y otros voluntarios– que forman parte de Catholic Health Initiatives, un intrépido capítulo del siglo XX de una intrépida historia del siglo XIX. Intrépida no es seguramente la primera palabra que yo habría escogido para referirme a Maryanna Coyle, una mujer refinada y de suave voz que únicamente habría alcanzado los cinco pies de altura si hubiese calzado tacones altos (cosa que sor Maryanna Coyle no solía hacer). En realidad, tampoco es el calificativo de intrépidas el que nos viene a la mente cuando miramos las amarillentas fotos de las predecesoras de sor Maryanna, las cuales, cubiertas con su toca, contribuyeron a configurar la frontera norteamericana. Hoy día estamos familiarizados con los personajes típicos de la expansión americana hacia el oeste: buscadores de oro o de petróleo, constructores del ferrocarril, granjeros e individuos desarraigados que iban de acá para allá en busca de fortuna, para mejorar la suerte de su familia o escapar de la justicia de sus países de origen. En cambio, nos resultan menos familiares otros personajes que seguían la estela de los pioneros; dentro de este último grupo merecen destacarse las numerosas monjas que ofrecieron los primeros servicios organizados y profesionales en el ámbito de la salud y la educación en incontables ciudades fronterizas. Abundan las historias que muestran la intrepidez de estas monjas. Un buscador de oro borracho escupió en cierta ocasión a la madre Joseph, de las Hermanas de la Providencia, cuando esta le pidió una limosna para la construcción de orfanatos y clínicas a lo largo de la costa noroeste del Pacífico. A lo que la monja respondió: «¡De acuerdo! ¡Esto ha sido para mí; ahora deme algo para estos niños!» Cuando se trataba de recoger dinero, ella y otras monjas pioneras demostraron lo duras que podían llegar a ser. La tradición franciscana, por ejemplo, recuerda con orgullo a un grupo de monjas que 79
fueron enviadas a abrir un hospital con un presupuesto de dos dólares. Ese hospital sigue en pie, así como otra docena de hospitales de parecidas características fundados por la misma congregación religiosa. Que el lector perdone la insistencia, pero estas duras mujeres conseguían que dos dólares diesen para mucho. Enfrentadas a desafíos muy diferentes, sus sucesoras demostraron poseer idéntica riqueza de recursos durante el último cuarto del siglo XIX. El desarrollo de la industria sanitaria amenazaba con diezmar el mosaico de pequeños hospitales que habían fundado anteriores generaciones de monjas. Gigantescas cadenas de hospitales con ánimo de lucro trataban de engullir los hospitales independientes. Por el contrario, la mayor parte de las órdenes religiosas católicas dirigían sistemas más pequeños de hospitales, pero que no disfrutaban del poder económico ni de otras ventajas, exclusivas de las grandes cadenas hospitalarias. De ahí que los sistemas hospitalarios fundados y dirigidos por monjas se enfrentasen a la ruina económica, y las economías de escala no eran su único problema. En efecto, el número de religiosas había caído en picado: a mediados de la década de 1960 en los Estados Unidos había aproximadamente 180.000 monjas; hoy son apenas 70.0004. Sor Maryanna y sus colegas laicos se enfrentaban a un sombrío futuro, dado que su influencia espiritual sobre los sistemas hospitalarios disminuía lenta pero ininterrumpidamente, de manera que, de no cambiar las cosas, desembocarían en la quiebra. Para sobrevivir, pusieron en marcha una iniciativa que otros no se hubieran atrevido a sugerir: unir diversos sistemas hospitalarios independientes patrocinados por varias órdenes religiosas hasta formar una red sanitaria que pudiera prosperar a largo plazo y mantener su identidad espiritual. Cualquiera puede imaginarse la complejidad inherente a esta propuesta, que implica aislar y volver a organizar de otra manera estructuras legales, plataformas tecnológicas y políticas de recursos humanos. Fusionar dos empresas de cierta importancia es exasperadamente difícil; la dificultad aumenta proporcionalmente si esa operación se lleva a cabo con cinco empresas. Por fortuna, en lugar de banqueros de inversión y de ejecutivos de empresas con un puro en la boca, sentados a las mesas del congreso aparecían franciscanos, hermanas de la Caridad, hermanas de Nuestra Señora de la Merced, otras monjas y colegas seglares tratando de llevar a cabo la más complicada fusión de la industria sanitaria que puedas imaginar. Cualquiera que haya preparado una fusión (o simplemente haya sobrevivido a alguna) sabe que el espíritu de equipo y el objetivo compartido pueden echarse a perder cuando se pretende alcanzar demasiado rápidamente un acuerdo. Todos esperan que el conglomerado resultante de la fusión sea más fuerte desde el punto de vista financiero. Pero a veces el precio que hay que pagar es el sentimiento de alma de una empresa, y del «Me siento orgulloso de trabajar aquí» se pasa a «Se trata simplemente de un empleo».
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Incluso unas cuantas monjas corren peligro de perder sus almas –perdón por la expresión– en la carrera por alcanzar con éxito una gran fusión, y de hecho este asunto preocupaba a sor Maryanna cuando ella y sus colegas asistían a otro de los incontables encuentros para revisar algunos detalles de la fusión. Un grupo de trabajo estaba presentando al público el borrador de la declaración de valores de la nueva organización, el tipo de cosas que los equipos de gestión cansados suelen aprobar con un movimiento de cabeza antes de pasar a tratar asuntos «más importantes», es decir, asuntos financieros. La declaración del borrador no suscitó controversia alguna; el respeto encabezaba el conjunto de valores que se proponían. Y, naturalmente, el respeto era el primer valor que mencionaba la lista. ¿Qué otra cosa cabía esperar de un sistema hospitalario dirigido por monjas? Bueno, al parecer, algo más que respeto. Sor Maryanna interrumpió el acto y pidió a sus colegas que recordasen por qué estaban ellas en el negocio del cuidado de la salud. Las monjas del siglo XIX, muchas de ellas inmigrantes, no habían dejado patria y familia para ir a trabajar a una dura y violenta frontera porque simplemente respetasen a las personas a las que iban a servir. Algo más fuerte las impulsaba: la veneración. Y de esa manera, desde aquella tarde, una de las más amplias redes hospitalarias del mundo ha defendido la «veneración: profundo respeto y admiración ante toda la creación..., nuestras relaciones con otros y nuestro itinerario hacia Dios». El diccionario de la RAE dice que venerar es «respetar en sumo grado a alguien por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a algo por lo que representa o recuerda» 5 . Cualquiera que haya tenido a un recién nacido en sus brazos o haya dado la mano a un familiar moribundo conoce por experiencia ese sentimiento de veneración. Es relativamente fácil imaginar cómo consigue la veneración ser un estímulo para médicos y enfermeras, pero cabría preguntarse cómo pueden, por ejemplo, los abogados y el personal de cocina de los hospitales relacionar este valor altamente espiritual con sus ocupaciones preponderantemente mundanas. Personalmente he sabido y de hecho he podido encontrar veneración en la sala de partos, pero ¿qué decir de una oficina? La red hospitalaria habló de veneración, pero ¿cómo podría esa institución (o, en realidad, cada uno de nosotros) practicar la veneración en las actividades de cada día? Bueno, a practicar aquello de lo que habla nuestra boca podemos aprender recorriendo el suelo del vestíbulo del hospital que Charles Bynum limpia y pule cada día en el Memorial Health Care System de Chattanooga, Tennessee (Estados Unidos). En un capítulo anterior hemos conocido a sor Saturnina, la monja que cada día subía y bajaba unas colinas de Caracas (Venezuela). En este capítulo te presento a Charles Bynum, que, al nivel del suelo, guía meticulosamente su máquina de pulir, formando graciosos arcos, arriba y abajo a lo largo del suelo del vestíbulo.
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Un día, mientras realizaba otra tarea de limpieza, oyó por casualidad cómo una visitante del hospital le decía a su esposo que los suelos del vestíbulo «tienen un brillo que uno puede verse perfectamente en ellos. Yo puedo ver la planta de mis pies cuando paseo por ellos, y esto me recuerda a Cristo caminando sobre el agua». Más tarde la mujer felicitó al jefe de Bynum, jefe que a su vez comunicó la noticia al subordinado. Charles Bynum resumió así el hecho: «Me alegra prestar un servicio que afecta a vidas cuando saco brillo a los suelos». Muchos de nosotros dudamos a veces que nuestro trabajo llegue a afectar las vidas de otras personas. Sin embargo, «precisamente» sacando brillo al suelo, Charles Bynum consiguió liberar a alguien, al menos temporalmente, de la ansiedad y el estrés que le producía su propia enfermedad, o la de un ser querido. Imagina qué sucedería si todos nosotros trabajásemos de manera que, al vernos, nuestros clientes y colegas tuviesen la sensación de caminar sobre el agua. Imagina qué pasaría si todos nosotros limpiásemos suelos y hojas de cálculo y culitos de los niños y disputas legales de manera que los demás tuviesen una sensación tan especial como la que tuvo esa mujer. Seguramente veneración sea el término adecuado para expresar ese «respeto en sumo grado –en inglés se añaden, además del respeto, el amor y el asombro o temor reverencial– a alguien por su santidad, dignidad o grandes virtudes». En el libro del Génesis, Dios dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (1,26). Charles Bynum saca brillo a los suelos que limpia porque cree que todos nosotros hemos sido creados a imagen de Dios.
Excelencia: un valor para nuestra obra La veneración de Charles Bynum hacia los demás se pone de manifiesto en la excelencia de su trabajo, y en este sentido anticipa nuestro tercer valor: la integridad nos la debemos a nosotros mismos; la veneración, a los demás, y la excelencia, a todo lo que hacemos. Como dice el Eclesiastés: «Todo lo que esté a tu alcance hazlo con empeño» (9,10). Steve Duffy personificó esta actitud. Duffy dedicó cincuenta y seis años de su vida a enseñar a estudiantes de escuela secundaria. Tal vez no sea un récord, pero no debe de faltar mucho para ello. Me encontré por primera vez con él en 1972; era mi primer año de escuela secundaria y su vigesimoséptimo año como profesor. Como apocados adolescentes de catorce años que éramos, mirábamos a este hombre ya entrado en años, canoso y ligeramente inclinado de hombros, como los israelitas debieron de contemplar la figura de sus impresionantes (e inoportunos) profetas. Parecía no quedarle mucho tiempo de vida, y ninguno de nosotros se habría atrevido a apostar que todavía disfrutaría de treinta años de vida, y mucho menos de treinta años de enseñanza.
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Aunque no llegamos a hacer apuestas sobre el tiempo de vida que le quedaba, lo cierto es que hicimos cantidad de apuestas. Duffy era un consumado estafador en favor de las buenas causas; merodeaba a menudo por la cafetería de la escuela, induciendo a los crédulos adolescentes de catorce años a desembolsar una moneda de diez centavos cada uno para su quiniela semanal de fútbol profesional (el ganador de la semana se llevaba la mitad de lo recaudado, y Duffy utilizaba el resto para proyectos de desarrollo en comunidades del mundo en vías de desarrollo). Si no había chavales a los que atraer para apostar al fútbol, Duffy se embarcaba en otras dudosas actividades extraescolares, como recorrer vagones del metro en busca de carteles publicitarios que pudiesen animar una clase de latín o de religión. Cuando encontraba un cartel apropiado, supongo que lo robaba. (Él aseguraba que pedía el correspondiente permiso a las autoridades, pero no estoy seguro de que se tomase esa molestia. En aquel momento no era raro que alguien disparase contra otra persona en el metro de Nueva York. Así pues, ¿quién iba a arrestar a un anciano con alzacuellos clerical por birlar cartel publicitario?) Duffy había enseñado latín durante varias décadas, pero más de cincuenta años repitiendo invariablemente las conjugaciones latinas no eran suficientes para apaciguar las ganas que ese hombre tenía de darlas a conocer; después del horario regular de clases dedicaba varias horas extraescolares a explicar pacientemente a los alumnos que no hubieran entendido las conjugaciones y las declinaciones que él había explicado en clase algunos miles de veces durante su larga carrera. También enseñaba Religión, invitando a sus asustados alumnos de primero, ya al principio del curso, a escuchar una espantosamente mala interpretación de una canción de la ópera Porgy and Bess: «Las cosas que probablemente leáis en la Biblia no son necesariamente así». Resultaba chocante escuchar estas palabras en boca de un sacerdote, pero así era como Duffy enseñaba a los alumnos de primer curso de la escuela secundaria que los textos bíblicos no siempre han de entenderse al pie de la letra, sino que a menudo deben ser interpretados, porque los autores inspirados usaron a veces formas como la poesía y el cuento para transmitir su mensaje revelado6. Las ideas que Duffy enseñaba eran sofisticadas, pero sus clases de religión parecían fáciles. Repartía entre los alumnos unas hojas cuidadosamente impresas que resumían los puntos clave de cada lección. Incluso los alumnos que no dominaban el latín podían recuperar su autoestima con una A en Religión. De hecho, para los alumnos del último año, Duffy parecía demasiado fácil. Aunque siempre fue muy querido, sus travesuras parecían más adecuadas para los novatos de secundaria que para nosotros, los sofisticados alumnos de dieciocho años. Años más tarde, estudiando un texto de nivel superior sobre el Antiguo Testamento en el último tramo de la universidad, comprendí quién había sido –y quién no– sofisticado anteriormente, en la escuela secundaria. La sensación de déjà vu me 83
acompañó, capítulo tras capítulo, hasta que finalmente pude consultar los apuntes mimeografiados de Duffy que me dejó un amigo que, por alguna razón, había conservado sus anotaciones de la clase de Religión de la escuela secundaria. Los paralelismos eran inconfundibles. Los apuntes mimeografiados de Duffy se basaban en ese mismo texto. En la escuela secundaria Duffy había enseñado teología a chicos de catorce años y había conseguido que el contenido de sus lecciones pareciese fácil. Podemos pensar que las estrellas del deporte son ejemplos de excelencia humana, aunque en realidad su «excelencia» proviene de la superabundancia de dones naturales: independientemente de que tú y yo trabajemos duramente, nunca conseguiremos lanzar los balones a una velocidad de 156 kilómetros por hora, ni realizar un gran mate de baloncesto. Pero todos podemos destacar como lo hizo Duffy. Marcar el ritmo que han de seguir los estudiantes en el estudio de las páginas de su libro de texto es algo bastante bueno; en cambio, recorrer los vagones del metro buscando imaginativamente algo que pueda hacer saltar la chispa de una intuición mayor y más interesante tiene que ver con la excelencia. Dejarte llevar por tu talento docente natural (Dios sabe que Duffy lo tuvo en abundancia) es bastante bueno; en cambio, desarrollar y limar tus talentos naturales durante cinco décadas tiene que ver con la excelencia. De esta manera expresó san Agustín el espíritu de excelencia que tan evidentemente impulsó a Duffy: «Quiero sugerirte un medio que te permitirá alabar a Dios a lo largo de toda la jornada, si así lo deseas. Cualquier cosa que hagas, hazla bien, y de esa manera has alabado a Dios» 7 . La tradición musulmana expresa esta misma idea de una forma más resumida: Dios «ama que alguien de vosotros haga algo de la manera más excelente» 8. Los partidarios de la excelencia humana no solo desarrollan su propio talento, sino también el talento de las personas con quienes están en contacto. El compromiso de Duffy con la excelencia generaba su aparentemente absurda fe en que los chicos de primero de secundaria podían comprender la teología de nivel universitario siempre que se les presentara adecuadamente. De hecho, la comprendíamos, porque su excelencia personal conseguía que también nosotros nos elevásemos por encima de nosotros mismos. El verbo latino excellere tiene el sentido de «elevarse», «levantarse», «sobresalir» o «destacar». Y eso es precisamente la excelencia: elevarse por encima de nosotros mismos, y elevar también a aquellos que nos rodean, aprovechando al máximo nuestros talentos y dotes personales. En un corto ensayo escrito poco antes de su muerte, Duffy hablaba de la actitud que él mismo había procurado adoptar con respecto a sus alumnos de secundaria: «Me veo a mí mismo irradiando a Cristo a mis estudiantes en todo momento... Hago esto por el interés, el amor y el respeto que les tengo... Lo hago mostrándome amistoso siempre que trato con ellos...[Me imagino a Jesús] caminando con sus compañeros,
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permaneciendo con ellos las veinticuatro hora del día e influyendo siempre en ellos por la manera de tratarlos» 9. Este ensayo fue la última lección que Duffy nos dio, y tiene que ver con la asimilación y la transmisión de valores. Él no escribió «Leo que Jesús nos dijo que fuésemos compasivos, y por eso también yo les digo a los alumnos que sean compasivos». Más bien, Duffy se imaginaba siguiendo de cerca a Jesús, veía cómo era el trato de Jesús con sus colegas las veinticuatro horas del día, y quiso que su propia vida estuviese de acuerdo con la de Jesús. Duffy veía cómo Jesús «permanecía con [sus colegas] las veinticuatro horas del día e influyendo siempre en ellos por la manera de tratarlos». Siguiendo el ejemplo de Jesús, también Duffy dedicó su vida a influir positivamente, durante toda la jornada y todos los días, en los compañeros de viaje a quienes enseñó, con quienes vivió y cerca de los cuales trabajó. Duffy (y el resto de las personas de quienes he hablado en este capítulo) encontraron formas de expresar profundamente una serie de valores espirituales a través de su trabajo mundano como profesores, enfermeras y directivos de empresas. Si queremos que la estrategia que preside nuestra vida tenga éxito, es vital que también nosotros hagamos lo mismo. Después de todo, el trabajo es una experiencia humana generalizada: aunque solo el 60 por ciento de los adultos realiza trabajos remunerados, todos trabajamos: hacemos las tareas domésticas, cuidamos de nuestros hijos, preparamos comidas, arreglamos jardines y nos ofrecemos como voluntarios para colaborar con las Iglesias y otras organizaciones cívicas. El trabajo se lleva la porción más grande de nuestra vida despierta, que a menudo se convierte en una porción abrumadora si tenemos en cuenta el tiempo empleado en ir al trabajo y volver a casa. Nuestra estrategia no tendrá éxito si somos incapaces de conectar lo que para nosotros tiene una importancia definitiva y última con lo que hacemos cada día; inevitablemente se apoderará de nosotros el sentimiento de que nuestras vidas están partidas. Cada una de las tradiciones religiosas y espirituales presenta una visión peculiar de por qué los seres humanos están en la tierra y de cómo deben vivir y tratarse los unos a los otros. Y cada tradición procura que sus adeptos conviertan esa visión en un elemento central de sus vidas. Para alcanzar ese objetivo, Duffy centró su vida y su trabajo en valores humanos que, para él, tenían profundas raíces religiosas. Profesionalmente, se dedicó a enseñar latín a alumnos de escuela secundaria, a los que camelaba para que participasen en una especie de quinielas caritativas, y se preocupaba de mejorar sus habilidades pedagógicas. Pero, en un plano más profundo, en todas esas actividades se aferraba a sus creencias espirituales y recordaba constantemente a Jesús viajando con sus compañeros, permaneciendo a su lado las veinticuatro horas de cada día y procurando influir siempre en ellos.
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Surge aquí una pregunta: Jesús encarnaba muchos valores valiosos y, como es de todos bien sabido, en su Sermón del Monte exaltó a los mansos, los misericordiosos y los pacificadores. ¿Por qué, sin embargo, en este capítulo solo se ha hablado de integridad, veneración y excelencia? Si lo pensamos bien, una lista estándar de valores humanos, como sería la que defendía por ejemplo, el gran Aristóteles, ¿no debería incluir también ideales como la justicia, el coraje, la sabiduría y la moderación? Bueno, en realidad lo que importa por encima de todo no es la lista, la presenten Aristóteles, Confucio, Ignacio de Loyola o Jesús. Lo que importa es quién quieres ser y cómo deseas vivir. Y al plantearte estas preguntas, ten en cuenta tus convicciones de fe más profundas, pero luego consulta también a tu propio corazón y decide qué clase de persona deseas ser. De una u otra forma, tu itinerario por este planeta será breve: ¿cómo quieres que sea el trato que piensas darte a ti mismo, a tu trabajo y a aquellos con quienes te encontrarás a lo largo del camino? Si a ti mismo te tratas con integridad, buscas la excelencia en tu trabajo y veneras a aquellos con quienes te encuentres, doy por sentado que terminarás manifestando otros muchos valores de los que tanto Jesús como Aristóteles estarían orgullosos. Duffy se dio cuenta de otra cosa que finalmente también comprenden otros grandes líderes: tu declaración más elocuente de valores es tu ejemplo. Tus valores personales, eclesiales, familiares u organizacionales no son aquello que tú declaras verbalmente, o imprimes en un folleto, sino tu forma de tratar a las personas, tu forma de dirigir encuentros, las personas a quienes contratas, tu forma de tratar al hijo que quiere jugar cuando vuelves agotado a casa, las molestas que te tomas para apoyar a tus amigos y tu forma de reaccionar en muchas situaciones de cada día que, en conjunto, expresan tu elocuente (o insignificante) declaración de valores. Mahatma Gandhi afirmó en cierta ocasión: «Sé tú el cambio que deseas ver en el mundo». ¿Cuáles son algunas de las cualidades de las personas que más admiras? Si algunas personas te observasen durante una semana normal de tu vida, ¿qué valores dirían ellas que encarnas? ¿Qué rasgos de tu personalidad deseas que hereden tus hijos? ¿Con qué valores deseas identificarte?
1. Bruce Reed, «The Has-Been: Notes from the Political Sidelines»: Slate.com, 7 de febrero de 2008. 2. Emily Thornton, «Big Guns Aim for Change»: Business Week, 24 de junio de 2002, 39. 3. Webster, New World Dictionary, Second College Edition, cf. «value».
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4. Charlie LeDuff, «For 56 Years, Battling Evils of Hollywood with Prayers»: New York Times, 28 de agosto de 2006. 5. Diccionario de la lengua española, Madrid 200122 , cf. «venerar». 6. Para que nadie piense que el padre Duffy era un caballo de Troya en la ciudadela de la enseñanza ortodoxa, presentaré en su defensa nada menos que el testimonio del papa Pío XII, representante máximo de la ortodoxia. Los puntos de vista del padre Duffy coincidían básicamente con la enseñanza que Pío XII había proclamado en la encíclica de 1943 Divino afflante Spiritu, especialmente nn. 31-38. 7. San Agustín, http://gigibeads.net/prayerbeads/saints/augustinehippo.html. 8. Enseñanza de Mahoma citada por Jamal A. Badawi, «Islamic Teaching and Business», en (Oliver F. Williams [ed.]), Business, Religion and Spirituality: A New Synthesis, University of Notre Dame Press, Notre Dame 2003, 149. 9. Steven V. Duffy, en Regis Alumni News, New York, Spring 2005, 14.
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7. ¿Qué es lo que de verdad importa? Que tu estrategia responda a impulsos del corazón
Ahora hemos de hacer frente a una dura verdad: ni siquiera la mejor estrategia es eficaz si no se persigue apasionada y comprometidamente. En otras palabras, nuestra estrategia solo cobrará plena vigencia si en ella ponemos nuestro corazón. Así, por ejemplo, en la historia del Tylenol fuimos testigos de la aplicación de una estrategia inspirada en el corazón, cuando la dirección de la empresa tuvo el valor de seguir una política que ponía el bienestar de los clientes por encima de los márgenes de beneficios empresariales. Por el contrario, vemos una devastadora carencia de corazón en la paradoja de tantos cristianos que profesan su fe en un Padre común y, sin embargo, masacran salvajemente, esclavizan, marginan o se despreocupan de sus hermanos y hermanas. Gandhi nos anima a comprometernos de corazón con este asunto, que será el centro de interés de este capítulo: «Encarna tú el cambio que deseas ver en el mundo». Hablar del corazón de nuestra estrategia puede parecer una tontería romántica en un libro que pretende decir cómo tomar decisiones importantes y ser eficaz en un mundo tan complejo como el actual. Sin embargo, tanto en el ámbito de los negocios como en el de los esfuerzos personales para vivir bien, pocos retos son tan grandes como el fardo de problemas que implica el intento de «meter tu corazón dentro de tu estrategia». Algunos comentaristas de gran prestigio sobre la América empresarial nos ayudarán a enmarcar el problema, e Ignacio de Loyola nos ayudará a resolverlo.
Sin coraje para vivir como debemos Si las buenas ideas o los planes brillantes garantizasen el éxito, cantidad de empresas desaparecidas seguirían todavía activas. Anualmente miles de empresas se declaran en bancarrota, y muchas decenas de miles de individuos tienen que recortar drásticamente sus aspiraciones personales. En muchos casos, estas empresas e individuos fallidos poseían todas las habilidades necesarias para triunfar. Es más, a menudo estos sabían qué era lo que tenían que alcanzar, pero, con todas sus ideas correctas –lo que podríamos llamar la parte de la estrategia correspondiente a la «cabeza»– presumieron de estrategias desorbitadas. Sabían qué era lo que deseaban alcanzar y hacía dónde querían ir, pero carecieron del coraje y del compromiso necesarios para caminar en esa dirección.
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En un provocativo artículo publicado en 1955, John Kotter, profesor de la famosa Escuela de Negocios de Harvard, reflexionaba sobre las causas del fracaso de tantos esfuerzos de transformación. Le intrigaba y le preocupaba el hecho de que tales esfuerzos por sanear empresas enfermas –o convertir en grandes las de tamaño medio– nunca parecían funcionar. ¿A qué se debía esto? Después de todo, los equipos de gestión inteligente trabajaban a menudo durante meses sobre planes empresariales de cambio de rumbo, analizaban con perspicacia el entorno del negocio y creaban estrategias a prueba de balas. Pero, a pesar de una planificación impecable, nunca se producían los anhelados cambios radicales de rumbo, ni el salto de un rendimiento mediocre a un nivel de excelencia. Kotter prescribía diversos remedios para los equipos de gestión y otros especialistas del cambio de rumbo, pero, no obstante sus sugerencias y los buenos consejos de otros, los esfuerzos por cambiar radicalmente de rumbo siguen fracasando con demasiada frecuencia: la Harvard Business Review volvió a publicar ese mismo artículo, al pie de la letra, una década más tarde1. De ahí que los gurús de los negocios busquen ahora explicaciones más profundamente arraigadas. Se fijan menos en las técnicas y las tácticas y consideran mucho más de cerca las actitudes y las creencias de los implicados en el proceso. Esto explica que, por ejemplo, la Harvard Business Review se haya preocupado últimamente no solo de aspectos prácticos del cambio como las financias y la gestión, sino también de cuestiones como «el coraje como destreza» y «descubrir tu auténtico liderazgo», por citar simplemente dos títulos de artículos recientes2. En el mismo sentido, Peter Senge, otro comentarista de la gestión ampliamente consultado, afirma en su obra La quinta disciplina: «El auténtico compromiso sigue siendo raro en las organizaciones actuales. Según nuestra experiencia, el 90% de las veces, lo que se hace pasar por compromiso es simplemente sumisión» 3. Demasiada gente vive maquinalmente, sin verdadera pasión o profundo interés por su trabajo. Estos respetados comentaristas diagnostican síntomas que apuntan a una enfermedad ampliamente difundida. En el ámbito de la política y de los negocios, o en nuestras instituciones religiosas –tanto a nivel profesional como en nuestras vidas personales–, solo con coraje y fuerza de voluntad superaremos los fastidiosos problemas que la vida nos plantea. En este terreno, las grandes ideas y las estrategias ambiciosas no son suficientes; necesitamos poseer también un gran corazón y tener grandeza de alma. Por ejemplo, un antiguo ayudante presidencial describió la profunda desilusión que le produjo el hecho de trabajar en una Casa Blanca que, aunque presumía de elevados ideales, carecía de espíritu para tratar de alcanzarlos: «La misma pasión por los pobres que yo escuché en primer lugar [de boca del presidente] estaba en su voz y en sus ojos. Pero se trataba de una pasión por hablar de la compasión, no por luchar a favor de la compasión» 4. El antiguo presidente Bill Clinton diagnosticó más crudamente todavía el factor que muchos echan en falta: «La mayoría de nosotros carecemos del coraje 89
necesario para vivir como debemos» 5 . De forma especialmente conmovedora, Nelson Mandela, luchador por la igualdad de derechos civiles y más tarde presidente de Sudáfrica, comentó en cierta ocasión qué era lo que más le había hecho sufrir durante los largos años de cruel detención que había vivido en la dura cárcel de la isla de Robben: «Mi mayor enemigo no fueron las personas que me encarcelaron o me mantuvieron en prisión. Fui yo mismo. Me daba miedo ser quien soy». Este libro ha estado sugiriendo a sus lectores una estrategia, y observar más de cerca la historia de este término nos ayuda a comprender el elemento vital que la estrategia aporta a nuestra vida. La palabra estrategia combina dos antiguas raíces griegas: stratos («ejército») y agein («conducir»). Así pues, originalmente estrategia se refería a lo que alguien hacía para guiar con éxito un ejército. Por ejemplo, un general no puede guiar bien al ejército sin desarrollar y comunicar una misión, como tampoco nosotros podemos guiar bien nuestras vidas sin tener igualmente claro el objetivo que perseguimos. Ahora bien, si es cierto que la buena estrategia puede empezar por utilizar nuestras cabezas para formular una misión que realmente merezca la pena, su culminación pasa necesariamente por nuestros corazones, porque no puede carecer de cualidades como el compromiso, la inspiración, la constancia, la autenticidad y el coraje. El liderazgo no consiste simplemente en saber qué persona deseamos ser, sino también en encontrar el coraje para llegar a convertirnos en esa persona, ya sea que lideremos nuestro país, nuestra empresa o la propia familia. Trazar una estrategia requiere una buena cabeza, pero hacer que esa estrategia funcione exige un gran corazón. Los avispados comentaristas citados al comienzo de este capítulo han diagnosticado con precisión la falta de coraje que cada vez más a menudo atenaza los esfuerzos por transformar nuestras vidas, empresas o países; por desgracia, esos mismos expertos han estado menos acertados a la hora de sugerir soluciones. Realmente no han explicado cómo dotarnos a nosotros mismos de grandeza de corazón y de alma. Ciertas cualidades del corazón han sido siempre ingredientes básicos de una vida vivida con éxito; no se trata de un problema particular de nuestro tiempo, aunque en estos momentos se haya hecho más agudo. Y no es precisamente hacia un contemporáneo hacia quien, ahora, nos volvemos en busca de ayuda para nuestros corazones y mentes, sino hacia un hombre del siglo XVI, Ignacio de Loyola, cuyos escritos –especialmente el relato autobiográfico titulado El Peregrino y los Ejercicios Espirituales– han señalado una senda hacia una vida valiente y generosa.
Un santo que asoció cabeza y corazón
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Ignacio de Loyola nació en 1491 en la región vasca de España. Si los campesinos medievales habían adoptado con resignación su mísera condición social, los miembros de la pequeña nobleza como Ignacio lucharon incansablemente para conquistar nuevos derechos. Un corto periodo de aprendizaje a la edad de catorce años amplió su red social, perfeccionó sus prácticas cortesanas, pulió sus habilidades militares y –de hacer caso a lo que sugieren sus biógrafos– lo capacitó para correr tras las mujeres. Aproximadamente una década más tarde, mientras defendía una fortaleza en la ciudad de Pamplona, la llegada de los invasores franceses representó para él su primera gran oportunidad de gloria militar. Ignacio luchó valientemente, pero sufrió una ignominiosa derrota. Una bala de cañón enemiga le hizo polvo una pierna, lo que le acarreó el fin de su carrera militar. Fue transportado en camilla hasta su casa, a unos cuantos kilómetros de distancia, a través de irregulares senderos. Su complicada fractura no se cerró correctamente, sino que le dejó una pierna más corta y una fea protuberancia. Cirujanos ortopédicos de la época trataron de eliminar a hachazos el hueso que sobresalía (imagine el lector la eficacia de la anestesia medieval). Loyola sobrevivió, lo que indica que el resultado de la bárbara intervención quirúrgica a que había sido sometido fue superior al promedio. Pero, a partir de entonces, cojeó ligeramente durante toda su vida; su pierna visiblemente deformada era algo más corta que la otra. En la autobiografía describe su convalecencia, un momento de su vida en que abundaron todo tipo de vanas ensoñaciones, que con el tiempo dieron paso a otras ensoñaciones con más sentido. Los sueños de gloria caballeresca disminuyeron cuando empezaron a apoderarse de él los sueños de servicio religioso. Ignacio describió así la aparición de su nueva identidad en El Peregrino: «Y la mayor consolación que recebía era mirar el cielo y las estrellas, lo cual hacía muchas veces y por mucho espacio, porque con aquello sentía en sí un muy grande esfuerzo para servir a nuestro Señor» 6. Ese poderoso impulso lo incitó a emprender, prácticamente al azar, una piadosa peregrinación a Tierra Santa. Antes de embarcar en Barcelona, se detuvo durante algún tiempo en la ciudad catalana de Manresa, donde las experiencias místicas de que disfrutó Ignacio fueron tan fuertes que intensificaron al máximo sus convicciones religiosas y su devoción. Así lo confesó más tarde en su autobiografía: «Coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola» 7 . El compromiso religioso de Ignacio de Loyola era ya en ese momento absolutamente firme e intenso, pero iba a necesitar toda la fortaleza interna que fuera capaz de reunir para superar los casi continuos reveses que tendría que soportar durante los años que siguieron a su conversión: encarcelamientos, enfermedades, impulsos
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suicidas, serias dudas sobre sí mismo y meses enteros invertidos en el vano sueño de vivir en Tierra Santa. Sin un céntimo y prácticamente sin rumbo después de verse obligado a salir de Tierra Santa, Ignacio de Loyola recuerda: «Siempre vino consigo pensando qué haría, y al fin se inclinaba más a estudiar algún tiempo para poder ayudar a las ánimas» 8. A la edad de treinta y cuatro años no tuvo más remedio que constatar que no estaba lo suficientemente bien instruido como para ayudar a las almas, tal como él aspiraba. Tras pasar por un periodo de búsqueda, finalmente empezaba a percibir con cierta claridad un objetivo que le permitiría trasladar sus creencias espirituales al mundo real: Estoy en la tierra «para ayudar a las almas». El antiguo comandante militar se preparó para luchar por ese nuevo objetivo desde un humilde escalón inferior: asistiendo a una escuela de gramática, en principio destinada a niños, para poder completar su escaso conocimiento del latín. La mayoría de los biógrafos nos narran lo que podríamos llamar los triunfos de Ignacio. Aprendió gramática elemental (y muchas más cosas) y finalmente estudió en la institución académica más prestigiosa de la Europa medieval, la Universidad de París. Allí trabó amistad con Francisco Javier y otros colegas que fueron ordenados sacerdotes y juntos fundaron, en 1540, la que todavía hoy continúa siendo la orden religiosa plenamente integrada más grande del mundo: la Compañía de Jesús, popularmente conocida como los Jesuitas, actualmente presente en más de cien países. Durante los primeros años de su historia, los Jesuitas ayudaron a desarrollar el calendario moderno y el alfabeto vietnamita, participaron en las negociaciones para establecer la frontera entre Rusia y China y fundaron São Paulo (Brasil), hoy día una de las ciudades más grandes del mundo. De todos modos, más que las historias de éxitos corporativos de los jesuitas, aquí tratamos de comprender la transformación personal de Ignacio de Loyola y lo que ella podría enseñarnos hoy día sobre cómo encontrar el coraje y el compromiso necesarios para convertirnos en inspirados líderes de nuestras propias vidas. Sin duda, en Ignacio encontramos todo el coraje y la voluntad que cualquiera de nosotros necesitaría para vencer sus propios desafíos. Él se abrió paso con decisión a pesar de las decepciones y los contratiempos. Tras recibir en la guerra la herida que acabó con sus aspiraciones militares, se retiró para rehacer su vida y, una vez recuperadas las fuerzas, emprendió un viaje de descubrimiento personal de varios meses de duración por distintos países. Ya en plena madurez, cuando sus pares nobles podían estar disfrutando de su mayor grado de influencia y prestigio, Ignacio se tragó su orgullo para reestructurar sus habilidades en una clase elemental de gramática. Aunque algunos funcionarios eclesiásticos lo encarcelaron y acosaron injustamente, Ignacio perseveró en el servicio a su Iglesia. En edad ya avanzada, cuando sus colegas civiles estaban a punto 92
de concluir sus años más productivos, él tomó la decisión empresarial de iniciar la aventura de los Jesuitas con una larga serie de predicciones en contra. ¿Cómo encontraremos los demás esas mismas cualidades de coraje, perseverancia y fuerza de voluntad? Analizando la vida de Ignacio a la luz de estudios recientes sobre el liderazgo, podemos dar con una serie de pistas interesantes. Por ejemplo, sus pautas de vida parecen reivindicar lo que los profesores Warren Bennis y Robert Thomas constataron tras entrevistar a numerosos líderes del mundo de los negocios y del sector público, a saber, que muchos «habían sufrido experiencias intensas y a menudo traumáticas que los transformaron... Las habilidades requeridas para vencer la adversidad y salir más fuertes y más comprometidos que nunca son las mismas que hacen extraordinarios a algunos líderes» 9. Parecidas fueron las conclusiones que sacó Jim Collins acerca de algunos de los líderes más destacados presentados en su obra Empresas que sobresalen, al observar que una crisis personal o alguna «experiencia vital significativa... podía haber provocado o favorecido su maduración» 10. Abraham Zaleznik, psicólogo emérito de Harvard, nos ayudó a comprender por qué. En cierta ocasión escribió: «Los líderes son individuos “nacidos dos veces” que soportan importantes acontecimientos que provocan en ellos una sensación de alejamiento, o tal vez de extrañamiento, de sus entornos habituales. Como reacción, estos individuos se vuelven hacia su interior con el fin de presentarse de nuevo ante los demás con una sensación de identidad creada, más bien que heredada» 11. Esto es exactamente lo que hizo Ignacio de Loyola. No es difícil de imaginar la crisis de identidad que debió de sufrir el machista y presumido Ignacio de Loyola al encontrarse a sí mismo transformado de la noche a la mañana en una criatura deforme y coja: con toda seguridad, esta experiencia representó una profunda agresión contra su sentido heredado de identidad. O, más gráficamente, recordemos el caso de Robert Dole, otro soldado herido convertido en líder, que más tarde fue senador de los Estados Unidos y candidato presidencial del Partido Republicano para las elecciones de 1996. Durante la Segunda Guerra Mundial, en una batalla el cuerpo de Dole había sido acribillado por ráfagas de ametralladora cuando conducía un pelotón a lo alto de una colina para atacar una trinchera enemiga bien defendida. Años más tarde recordaba las semanas siguientes a aquella experiencia trágica: «Los días buenos, yo podía mover un poco un dedo o un brazo; los días malos, simplemente me esforzaba por mover algo. Me sentía aprisionado en mi cuerpo helado. Todavía no podía controlar mi vejiga o mis entrañas» 12. Los nombres de Ignacio de Loyola y de Bob Dole tal vez nunca habían sido citados juntos hasta ahora, pero, a pesar de los siglos que los separan y de las diferentes profesiones que ejercieron, ambos nos enseñan la misma lección: el itinerario hacia una conciencia nueva o reforzada de uno mismo implica a menudo el abandono de la conciencia que teníamos anteriormente acerca de quiénes somos, por qué importamos 93
como personas y cuál es el eje en torno al cual giran nuestras vidas. El herido Bob Dole, que no podía controlar su vejiga y tenía que confiar en que las enfermeras le pusiesen bien el pañal, seguramente comprendió que él no era ya el hombre que en otro tiempo había pensado ser. Muchas personas no se recuperan nunca de esa penosa toma de conciencia, sea cual sea la causa que la ha provocado: herida corporal, bancarrota, fracaso escolar, ruptura familiar, haber sido alcanzado por un disparo, u otro de los cientos de traumas capaces de aplastar al yo. En cualquier caso, para otros muchos la destrucción de su sentido del yo preludia la resurrección personal, si se puede hablar así, que es la segunda parte de la dinámica observada por Zaleznik. Es decir, la crisis echa por tierra el sentido heredado del yo, pero, paralelamente, incita a dar el paso hacia un nuevo sentido, creado y vigorizador de identidad. Así es como el maduro Bob Dole recordaba su propio momento de transformación –su aceptación del nuevo sentido de su vida– durante su convalecencia: «Estuve a punto de morir tres veces, enfrentándome a la muerte y la vida para abordar este tema. ¿Por qué seguía yo vivo? Tal vez había un sentido más grande para mi vida. O tal vez había algo más que yo estuviese llamado a hacer» 13. Hay un significado más amplio, para la vida de cada uno de nosotros. En los capítulos anteriores a este, aceptamos el reto de formular ese significado más amplio: nuestra poderosa determinación a favor de un mundo mejor, y nuestra clara visión del mismo. Por desgracia, la sola lectura de este libro no será suficiente para que en lo más profundo de nosotros prendan el coraje y el compromiso necesarios para tomarnos en serio la búsqueda de este sentido redescubierto de la vida en medio de las distracciones, aflicciones, desánimos y momentos difíciles de que está llena nuestra vida de cada día. De hecho, historias como las de Ignacio de Loyola y Bob Dole pueden hacernos sentir que, tras conocerlas, estamos más alejados de una solución que antes de tener noticias de ellas. Las crisis personales pueden ser un crisol del liderazgo, como efectivamente lo fueron tanto para Dole como para Ignacio. Pero ¿qué hemos de hacer el resto? ¿Esperar a que se presente una crisis? No podemos contar con vivir los traumas como si de una guerra se tratase. Es más, no deberíamos desear un trauma ni para los demás ni para nosotros mismos. Después de todo, la historia de Ignacio de Loyola no es lo que alguien tildaría de una «iniciativa estratégica»; lo que él vivió fue una experiencia de conversión. Con frecuencia, el término conversión tiene un sentido intimidatorio, que muchos tienden a asociar con una decisión intelectual de adoptar cierto credo religioso, como en esta frase: «Fulano se ha convertido al catolicismo». Pero la conversión implica una transformación más rica, más profunda y más global: la raíz latina de la palabra sugiere un «cambio» –o «giro»– decisivo de una forma de vida a otra. Incluya o no un cambio de creencias religiosas, conversión puede describir cualquier decisión que implique abandonar 94
adicciones o conductas autodestructivas, la autoindulgencia, la degeneración moral, la desesperación o el miedo; y en sentido positivo, este giro debe implicar una orientación hacia una vida más claramente dotada de sentido y caracterizada por una visión más dinámica y esperanzada del futuro. Para tener éxito en nuestras estrategias, cada uno de nosotros hemos de hacer ese giro. A menos que nos transformemos como personas, no lograremos reunir la fuerza de voluntad y el coraje necesarios para responder a las exigencias de una auténtica gran visión. De todos modos, ese giro es en parte un misterio; en realidad, no sabemos exactamente cómo podemos transformar a otros, o a nosotros mismos, en personas profundamente valientes y voluntariosas, de la misma manera que no logramos comprender por qué algunos individuos superan las crisis gracias a su capacidad de adaptación a las circunstancias –eso que muchos llaman hoy «resiliencia»–, mientras que otros se ven aplastados por ellas. No podemos fabricar conversiones, ni aclarar completamente el misterio que se esconde tras la actitud de grandeza de corazón que transforma la estrategia en realidad. De todos modos, tanto en la sabiduría espiritual de Ignacio de Loyola como en la investigación contemporánea encontramos tres acciones distintas que pueden contribuir a que nuestros corazones sean más generosos y audaces. •
Tómalo como algo personal.
•
Supérate a ti mismo.
•
Dirígete a tu Dios.
¿Conoces a personas cuya vida y sentido de compromiso parezcan haber sido transformados con ocasión de una crisis o experiencia difícil? ¿Qué pasó, y qué crees tú que sucedió en el interior de esas personas? A lo largo de tu vida, ¿has tenido que enfrentarte personalmente a tragedias, contratiempos, retos o grandes alegrías? ¿Qué significaron esas experiencias para ti?
Tómalo como algo personal La herida que un soldado recibe en combate no es una abstracción; es intensa y demoledora. No es una crisis; es mi crisis. Nuestras estrategias no funcionarán a menos que nosotros nos involucremos intensa y personalmente en ellas, como sin duda hicieron Ignacio de Loyola y Bob Dole en sus respectivas experiencias transformadoras.
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Trabajé personalmente en más de un comité de gestión con el encargo de encontrar las palabras adecuadas para abordar los puntos delicados de la estrategia de un departamento u organización. Pulimos nuestro producto, distribuimos planes estratégicos bien articulados y pronto terminamos preguntándonos por qué nuestros subordinados no lo comprendían o adoptaban la nueva dirección. Después de todo, nosotros mismos nos habíamos enardecido con esas ideas. ¿Por qué al resto de los compañeros no les sucedía lo mismo? Bien, nosotros actuábamos como si la clave para poner en marcha nuestros equipos y subalternos fueran una pieza decisiva de lógica o una frase elegantemente construida. Pero, en realidad, lo que a nosotros nos había enardecido era el proceso de pensar detenidamente la estrategia, discutir sobre ella, seleccionar cuidadosamente su enunciado y estar orgullosos del resultado de nuestro trabajo. Nos lo tomábamos como algo personal. Las palabras, las ideas y las estrategias serán significativas no porque estén elegantemente escogidas y redactadas, sino porque nosotros terminamos creyendo en ellas profundamente. Ignacio de Loyola comprendió esta distinción. Por una parte, sus Ejercicios Espirituales se abren con una clara afirmación sobre el sentido de la vida humana: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios» (EE, n. 23). Pero, de las aproximadamente cien páginas de los Ejercicios, solo unos pocos párrafos desarrollan esa afirmación sobre el sentido de la vida. Evidentemente, Ignacio está menos interesado en impartir enseñanzas acerca de ese tema que en provocarnos para que interioricemos el sentido en cuestión. En cierta ocasión el teólogo jesuita Walter Burghardt explicó: «Los Ejercicios no son ante todo una empresa intelectual; de principio a fin, son una experiencia. Ignacio me pide caminar con el Jesús de Nazaret, hablar con el Jesús de Jerusalén» 14. De ahí que, consecuentemente, los Ejercicios no toleren espectadores fortuitos ni lectores desinteresados. Ignacio empuja a los participantes a que se coloquen en el centro de prácticamente cada una de las meditaciones. Recuerde el lector cómo empezamos a calcular nuestra estrategia en este libro: hicimos un balance del mundo que habíamos heredado, incluyendo la injusticia de los niños pequeños rebuscando entre las basuras de Manila. Pero nosotros mismos no nos paseamos entre las basuras; observamos el fenómeno desde una distancia de seguridad. Tal vez achacamos algunas de esas miserias a la ineptitud de los gobiernos locales, o a las repercusiones de una economía en rápido proceso de globalización. También los Ejercicios empiezan haciendo un balance del mundo que nos rodea, solo que Ignacio de Loyola no permite responsabilizar de los sufrimientos y de los pecados del mundo a nadie distinto de nosotros. Es más, los ejercitantes deben sopesar cómo han contribuido ellos mismos, para bien o para mal, a que el mundo se encuentre en la situación en que hoy está. Ignacio nos aconseja: «Aquí será demandar vergüenza y
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confusión de mí mismo, viendo... cuántas veces yo merecía ser condenado para siempre por mis tantos pecados» (EE, n. 48). ¡Esto sí que es tomarse las cosas personalmente! Ahora bien, la vergüenza es preludio de reacciones igualmente intensas de asombro y de temor reverencial de que, sean cuales sean nuestras insuficiencias, nosotros seguimos estando aquí. Ignacio nos invita a «prorrumpir en una exclamación de asombro y a emocionarnos» porque seguimos siendo seres vivos. Y no solo disfrutamos de vida, sino que además somos criaturas vivas agraciadas y privilegiadas; más adelante, en otro ejercicio Ignacio nos recomienda que valoremos debidamente el milagro de nuestra humanidad: el ejercitante debe «mirar cómo Dios habita en las criaturas..., en los hombres dando entender, y así en mí dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender...; asimismo haciéndome templo de mí, seyendo criado a la similitud y imagen de su divina majestad» (EE, n. 235). El increíble milagro de que tú estés aquí a pesar de todo, e incluso de que seas una persona dotada de dignidad y talento, te llevará invariablemente a concluir que debes estar aquí por alguna razón. Cuando reflexiones sobre tu vida y su sentido, y sobre tus valores, tómatelo como algo personal. No se trata de un juego mental: tu vida está dotada de un significado más importante. Eres único, y tus acciones tienen consecuencias para el mundo.
Supérate a ti mismo Ahora el proceso se complica. Hablar aquí de significado más grande quiere decir necesariamente algo más grande que nosotros mismos, y no podemos hablar convincentemente de un significado más grande que nosotros sin dejar de desprendernos de la obsesión de nuestro yo. No podremos imaginarnos realistamente el futuro si no somos capaces de ver más allá de nuestras narices. La verdadera sentencia que sirve de apertura al conocido libro del pastor evangélico Rick Warren, Una vida con propósito, afirma sencillamente: «No se trata de ti» 15 . O como diríamos los neoyorquinos: Supérate a ti mismo. No seremos capaces de perseguir apasionada y tenazmente un gran propósito a no ser que el asunto nos interese profundamente, lo tomemos como una tarea personal y nos impliquemos plenamente en lo que estamos haciendo. Pero, cuando nos implicamos de todo corazón en la búsqueda de un propósito, a veces nos convertimos nosotros mismos en el objetivo buscado: yo hice esto, yo conseguí esto, yo estoy salvando el mundo, los demás deben apoyar mi visión del problema. Cualquiera que haya trabajado con colegas ambiciosos en una gran empresa ha tenido esta experiencia. En cualquier caso, la mayoría de nosotros ha vivido y trabajado también cerca de grandes líderes – entre los que habría que incluir a grandes esposos o esposas, a grandes progenitores, 97
sacerdotes y profesores– que consiguieron salvaguardar ambas condiciones, interesarse profundamente por el asunto y olvidarse de ellos mismos. En Empresas que sobresalen, Jim Collins encuentra precisamente estas cualidades en líderes que parecen ser «un compendio de dualidades: modestos y testarudos, humildes y audaces». O, como el mismo Collins los describe más adelante, «una mezcla paradójica de humildad personal y de voluntad profesional» 16.
Dirígete a tu Dios Para ser sincero, personalmente no sé cómo se puede vivir esa paradoja de cualidades: modesto y testarudo, humilde y audaz. Tampoco comprendo cómo se produce la conversión, ese giro profundo y vigorizador de algo que es autodestructivo a algo que se presenta como dador de vida. Algunos, como Ignacio de Loyola, parecen pasar por encima de ellos mismos y recuperar una vida nueva después de verse personalmente hechos trizas. Otros parecen alcanzar ese nuevo estado en momentos absolutamente especiales de gracia: ante la muerte de una persona amada, al presenciar el nacimiento de un hijo, con ocasión de experimentar la belleza natural de una forma muy intensa o al experimentar con esa misma intensidad la repugnancia que le produce el hecho de ver el mundo natural destruido y los seres humanos reducidos a la miseria. Una persona a la que yo apenas conocía me explicó en cierta ocasión cómo se había producido este giro radical en su propia vida. De edad ya adulta, una tarde asistió a un servicio religioso de curación en el que una comunidad oraba por sus miembros enfermos y ancianos, entre los que se encontraban sus progenitores. De forma completamente inesperada, se encontró con que su atención oscilaba, saltando como una pelota de pingpong de los numerosos ancianos débiles a sus graves preocupaciones personales como padre, sostén de su familia y, aparentemente, persona con fama de camorrista. Aquella noche se arrodilló al lado de su cama y oró. Me dijo: «No había realizado ese gesto durante años. Para mí, orar al acostarme era algo que hacías cuando eras niño pequeño. No sé por qué lo hice. El servicio de curación de alguna manera había dado al traste con mi equilibrio».Toda su oración había consistido en estas palabras: «Dios, no sé. Hago cantidad de cosas malas, y no creo que pueda dejar de hacerlas». No especificó cuáles eran esas cosas malas, pero su nariz daba la impresión de haber sido maltratada en una o dos ocasiones, y sus fuertes antebrazos y manos me convencieron de que probablemente era lo mejor que había podido recibir de los numerosos altercados de borracho que él mismo había provocado durante años. Me dijo que, desde la mañana siguiente al día en que había rezado al acostarse, «su deseo de hacer esas cosas malas había empezado a desaparecer poco a poco». No pudo explicarme exactamente ni qué ni cómo había sucedido todo. Tampoco yo pude explicárselo a él, ni referirme a su 98
experiencia. Yo –y, sospecho, muchos lectores– jamás he experimentado un momento tan inequívocamente transformador. En cualquier caso, seguimos avanzando. Recuerdo un momento vivido durante una peregrinación a pie de varias semanas de duración por España. Al final de un largo día de camino, unos veinticuatro miembros del grupo de peregrinos nos reunimos en una perdida iglesia rural. Estábamos sudorosos, sucios y desaliñados. Algunos de los excursionistas eran cristianos devotos, otros buscaban un sentido espiritual para su vida, y finalmente había algunos que en realidad no sabían qué buscaban en aquella gira o incluso en sus vidas. El sacerdote leyó una oración al uso por la seguridad de los peregrinos, luego cerró su libro de oraciones e improvisó: «Sé que habéis sufrido el calor del día y que estáis cansados. Pero continuad adelante. Si buscáis paz, encontraréis paz. Si buscáis a Dios, Dios os encontrará a vosotros». Los presentes valoramos la esperanzadora promesa del sacerdote, porque, francamente, la mayor parte de nosotros no nos sentíamos mejor, ni mucho menos transformados, por haber caminado un día tras otro durante el implacable verano de España. La mayoría nos sentíamos sofocados de calor y cansados. Sin embargo, seguimos caminando hacia nuestro objetivo, de manera parecida a como otros muchos perseveran noblemente a pesar del escaso apoyo que reciben y de las difíciles circunstancias que tienen que afrontar. Sus vidas no han sido transformadas dramáticamente por la furia de una crisis, ni por la bendición de una gran alegría experimentada por sorpresa, ni por el duro fardo de una pena imprevista. Sin embargo, yo veo pruebas evidentes de corazones renovados en la vida de muchas personas que tal vez no se sientan completamente transformadas mientras forcejean por seguir adelante. Estoy pensando, por ejemplo, en la madre soltera que durante el día se agota limpiando habitaciones de hoteles por un pobre salario y que luego vuelve a casa y de alguna manera encuentra la energía necesaria para tratar paciente y cariñosamente a sus hijos. Conozco a un profesor –por cierto, muy mal pagado– que a menudo y generosamente escarba en sus bolsillos para comprar provisiones que su escuela no puede ofrecer. He sido testigo de cómo en muchas ocasiones los dependientes de las tiendas tratan con verdadero respeto a clientes altaneros que se dirigen a ellos con una voz más áspera que la que suelen emplear para hablar a sus mascotas. Me he encontrado con mujeres cuyas familias viven con menos de dos dólares al día, en suburbios donde las drogas, la falta de higiene y la violencia son el pan nuestro de cada día, a pesar de lo cual ellas se preocupan de la educación de sus hijos con la misma perseverancia y orgullo que las madres de los distritos escolares más ricos de América. Pienso en tantas personas que perseveran en su generosa dedicación a empleos, causas, familias y amigos, aunque no siempre se vean justamente recompensadas, ni puedan ver claramente los resultados, o sean pasadas por alto, u otros se aprovechen de ellas, o nadie las estimule. Pienso, por ejemplo, en la Madre Teresa de Calcuta, que 99
perseveró en su entrega, aunque durante muchos meses sintió como si «dentro de mí reinara una terrible oscuridad, como si todo estuviese muerto. Esto fue así más o menos desde cuando empecé “la obra”» de cuidar a los indigentes y moribundos de Calcuta17 . Las personas más valientes de todas tal vez sean aquellas que simplemente se las arreglan para seguir adelante, a pesar de que ellas mismas no se sienten muy fuertes ni, desde luego, transformadas. ¿Cómo encuentran la fuerza necesaria para comportarse de esta manera? «Sé audaz, y poderosas fuerzas acudirán en tu ayuda», aconsejaba un pastor del siglo XIX. Y seguramente se ha de ser una persona audaz para seguir intentando alcanzar la santidad cuando uno se encuentra solo, tentado y disperso, o para mostrarse reverente hacia otros aunque estos te traten con desprecio, o para creer que el mundo puede ser mejor para tus hijos aunque estos estén siendo educados en un infierno, o para seguir comprometido con la excelencia en el trabajo cuando nadie te lo reconoce. Por mi parte, creo que, de alguna manera, cuando estos héroes de cada día forcejean en medio de difíciles y a menudo injustas circunstancias, vienen en su ayuda poderosas fuerzas, incluso cuando nosotros, sus hermanos y hermanas, no les echamos una mano. ¿Cuáles son esas poderosas fuerzas? Todos nosotros profesamos diferentes creencias acerca de la naturaleza de este universo, de la fuente del sentido último y de la posibilidad de comunicarnos con Dios, con un poder excelso o como prefieran llamarlo cada una de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Casualmente, también yo creo, como el sacerdote de la iglesia perdida antes citado, que «si buscáis a Dios, Dios os encontrará a vosotros». Ignacio de Loyola o la Madre Teresa habrían creído igualmente que, incluso cuando buscamos, o, más aún, cuando mayoritariamente nos sentimos perdidos, Dios de alguna manera sale a nuestro encuentro, lo sintamos o no cerca de nosotros. Ignacio creía (como yo mismo) que, cuando nos proponemos alcanzar un objetivo encomiable que trasciende nuestras escasas fuerzas, accedemos a una fuente de sentido, fortaleza, paz y valentía que nos supera. Terminamos comprendiendo, en un momento de gracia, que estamos llamados a algo grande, a algo que no solo no podemos hacer por nuestras propias fuerzas, sino que no hemos de hacer por nuestras solas fuerzas. De ahí que en los Ejercicios Espirituales Ignacio invite repetidamente a los ejercitantes a dirigirse a Jesús «como un amigo habla a otro o un siervo a su señor: cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas» (EE, n. 54). Soy consciente de que hablar de conversión y transformación puede parecer fuera de lugar en una estrategia diseñada para hacer frente al asunto mundano de gestionar nuestras vidas y carreras. Pero también sé que ninguna estrategia, tanto personal como corporativa, que sea realmente ambiciosa tendrá éxito sin valentía y fuerza de voluntad. Y quienes piensen que la valentía y la fuerza de voluntad surgirán como fruto de una lista
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de control, de un manual o de un seminario, o se engañan a sí mismos o pretenden vendernos una solución mágica a los demás. En nuestras salas de juntas o parlamentos, a menudo excesivamente asépticos, nos negamos a reconocer que los grandes propósitos y los valores profundos son realidades fundamentalmente espirituales, tanto si hablamos del mundo de los negocios como de la iglesia, del hogar o de la política. No puedo enumerar el valor de la reverencia como enumero mis propiedades; ni puedo demostrar la convicción de que todos somos iguales como puedo demostrar una fórmula matemática; ni puedo palpar la integridad como puedo palpar un coche recién comprado; ni, al final de la vida, quiero medir mi contribución a crear una civilización del amor como puedo medir el incremento de mis cuentas bancarias. Una gran visión, un gran propósito y grandes valores son realidades trascendentes, intangibles y espirituales. Y, en definitiva, la valentía y la fuerza de voluntad para perseguir de verdad esos fines espirituales solo las encontraremos cuando también nosotros seamos espirituales; es decir, cuando nos sintamos conectados con los demás y con nuestro mundo de una manera real y no simplemente teórica, cuando creamos que el ser humano es algo más de lo que ven nuestros ojos, cuando nosotros mismos nos sintamos llamados a alcanzar un objetivo más elevado, cuando a nosotros mismos nos experimentemos en comunión con un poder más grande que nosotros mismos, y cuando nos convenzamos de que realmente este mundo tiene un sentido más alto e importante, del que nosotros mismos formamos parte. La senda que conduce al coraje, al corazón de toda gran estrategia, finaliza con una conclusión de la que yo dudo, aunque no pueda probarla: si careces de espiritualidad, nunca encontrarás los medios interiores para permanecer comprometido hasta la médula con un propósito trascendente. Ser santo, o mejorar el mundo, o construir una civilización del amor, son otras tantas frases que pueden formar parte de una página, incluso frases hechas, sin asomo de originalidad, para algunas personas. Para otras personas, son una razón para vivir y para luchar, una senda conducente a la paz y al sentido. ¿Qué es lo que hace que meras palabras se conviertan en un gran propósito? Tómalo como algo personal. Supérate a ti mismo. Dirígete a tu Dios. Dirígete al Dios de tu vida y pregúntale «como un amigo habla a otro... cuándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas» (EE, n. 54). Sé que estás acalorado y cansado, pero sigue adelante. Si buscas a Dios, Dios te encontrará. ¿Cómo y dónde encuentras la fuerza para perseverar en circunstancias difíciles o frente a objetivos ambiciosos? «Sé audaz, y poderosas fuerzas acudirán en tu ayuda»: ¿Cómo reaccionas a este enunciado y cómo lo interpretas? 101
1. John P. Kotter, «Leading Change: Why Transformation Efforts Fail»: Harvard Business Review 73/2 (marzoabril1995), 59-67. 2. Cf. Kathleen K. Reardon, «Courage as a Skill»: Harvard Business Review 85/1 (enero de 2007), 58-64; Bill George, Peter Sims, Andrew N. McLean y Diana Mayer, «Discovering Your Authentic Leadership»: Harvard BusinessReview 85/2 (febrero de 2007), 129-138. 3. Senge, The Fifth Discipline, 202. (Trad. esp.: La quinta disciplina, Granica, 1994). 4. David Kuo, citado en Peter Steinfels, «The Disillusionment of a Young White House Evangelical»: New York Times, 26 de octubre de 2006. 5. Bill Clinton, comentarios con ocasión del funeral de Coretta Scott King, el 7 de febrero de 2006. Vídeo con las observaciones del presidente Clinton en: http://www.youtube .com/watch?v=XNc9Iu K0hNc. 6. El Peregrino. Autobiografía de San Ignacio de Loyola, Introducción, notas y comentario por Josep M.ª Rambla Blanch, sj, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 20116 , n. 11. 7. Ibid., n. 30. 8. Ibid., n. 50. 9. Chris Argyris, Warren Bennis y Robert Thomas, «Crucibles of Leadership»: Harvard Business Review on Developing Leaders, Harvard Business School Press, Boston 2004, 151-152. 10. Collins, Good to Great, 36. (Trad. esp.: Empresas que sobresalen, Ediciones Gestión, 2006). 11. Abraham Zaleznik, The Managerial Mystique: Restoring Leadership in Business, Harper & Row, New York 1989, 5. 12. Bob Dole, One Soldier’s Story: A Memoir, HarperCollins, New York 2005, 175. 13. Ibid., 264. 14. Walter J. Burghardt, sj, «Nourishing Head and Heart»: America, 20 de marzo de 2006, 14. 15. Rick Warren, The Purpose-Driven Live: What on Earth Am I Here For?, Zondervan, GrandRapids 2002, 17. (Trad. esp.: Una vida con propósito, Editorial Vida Universal, 2011). 16. Collins, Good to Great, 22; 39. 17. Madre Teresa, Come Be My Light: The Private Writings of the «Saint of Calcutta», ed. de Brian Kolodiejchuk, Doubleday, New York 2007, 149. (Trad. esp., Ven, sé mi luz: Las cartas privadas de la Santa de Calcuta, Planeta, Barcelona 2008).
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TERCERA PARTE:
Escoge sabiamente • Aprende a utilizar la cabeza y el corazón • Escucha la vocecita silenciosa interior
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8. Toma grandes decisiones Aprende a utilizar la cabeza y el corazón a impulsos del corazón
Los líderes ponen sólidos cimientos: son conscientes de su propósito, tienen una visión ambiciosa del futuro y defienden valores que no están en venta. Es esencial que este fundamento central perdure en el tiempo, porque pocas otras cosas de nuestro entorno lo harán. Toda persona, familia u organización eficaz termina aprendiendo la siguiente lección: crea un núcleo duradero, pero debes estar dispuesto a cambiar todo lo demás. Dos profesores de Stanford descubrieron esta misma lección al investigar las características que distinguían las grandes empresas de las empresas mediocres en Estados Unidos. Las mejores empresas consideran no negociables algunos aspectos esenciales de su organización, tales como una serie de valores o una misión que no están dispuestas a sacrificar o a comprometer. Al mismo tiempo, sin embargo, estas empresas no paran de evolucionar y crecer. Recordemos la historia de una institución bancaria como J. P. Morgan, que renovaba sus líneas de negocios casi continuamente. Puestos a destacar lo mejor, nosotros combinábamos el inalterable estilo de negocios de Morgan y una tendencia incansable a mejorar tratando de innovar y de responder a las cambiantes condiciones del negocio. O, como sugirieron los aludidos investigadores de Stanford en su superventas Built to Last (Creadas para durar): «Preservar el núcleo y estimular el progreso» 1. El sermón que predicaban los investigadores de Stanford era igualmente aplicable al negocio de nuestras vidas: identifica los elementos nucleares innegociables de tus empresas y luego cultiva la libertad estratégica para cambiar todo lo demás, cuando las circunstancias lo requieran. Si no tienes principios nucleares, fracasarás. Si no puedes comprometerte con un mundo cambiante, fracasarás. Las empresas y los individuos que triunfan aprenden a hacer bien ambas cosas. Ahora bien, si hemos de aprender a hacer bien ciertas cosas, ha llegado el momento de que nuestra atención se desplace hacia otros asuntos: de la construcción de una base duradera pasaremos al desafío de tomar buenas decisiones en un mundo rápidamente cambiante. En los anteriores capítulos he invitado a mis lectores a articular un propósito y una visión perdurables, convencido de que esto les ayudará a sobrevivir, aunque a lo largo de su vida laboral se vean obligados a pasar por una docena de empleos. Los próximos capítulos abordan el problema de cómo podemos mejorar nuestra toma de 104
decisiones: al escoger empleo, al contraer matrimonio, al optar por un determinado estilo de vida, o siempre que nos enfrentemos a otros dilemas. Innumerables libros de autoayuda prometen entrenarnos para tomar todas esas decisiones, aunque sea al precio de dividir nuestra vida en compartimentos estancos. Así, por ejemplo, terminamos comprando un libro que nos ayuda a escoger carrera y otro para decidir sobre el tema de nuestras relaciones. Cada uno de estos libros nos ayuda en un tipo de decisiones, pero ninguno de ellos nos provee de un conjunto general de habilidades que sean relevantes para todo tipo de decisiones, que es exactamente lo que necesitamos: un conjunto de herramientas y habilidades para la toma de decisiones del que podamos echar mano independientemente de cuál sea el dilema que tengamos que resolver. De esta manera, en lugar de mirar fuera de nosotros mismos en busca de respuestas –por ejemplo, en las estanterías de una librería– siempre que nos enfrentemos a una decisión importante, aprenderemos a mirar dentro de nosotros mismos con una confianza cada vez mayor. Tomando buenas decisiones, encarnaremos mejor la sabia máxima del cardenal Newman: «Vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo» 2. Piensa en la inacabable sucesión de decisiones que has de tomar a lo largo de tu vida: •
Estoy a punto de graduarme en la escuela secundaria: ¿debería encontrar un empleo como contable, matricularme en la facultad de Derecho o trabajar como voluntario durante un año?
•
He cumplido cuarenta años: me pagan bien donde trabajo actualmente, pero me aburro; mi carrera tal vez haya tocado techo y se haya estabilizado: ¿debería continuar moviéndome, o me quedo como estoy? ¿Debería buscar un trabajo menos remunerativo, pero más satisfactorio?
•
He empezado a hablar de matrimonio con alguien con quien estoy saliendo. Me había imaginado que «conocería a la persona que me estaba destinada», pero en la vida real las decisiones no son nunca tan claras como en los cuentos de hadas.
•
Soy presidente de XYZ Corp. y preparo una fusión que incrementaría significativamente las ganancias, pero entraña numerosos despidos. He tomado duras decisiones de negocios, pero me cuesta mucho decidir si concertar este acuerdo.
•
Durante los pasados treinta años he estado deseando jugar más al golf; ahora me he jubilado y me aterra la idea de que el golf es lo único que tengo que hacer. ¿Cómo consigo que el resto de mi vida sea provechosa?
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Ahora mismo, millones de norteamericanos se enfrentan a este tipo de dilemas, y cada uno de nosotros lucha regularmente cuerpo a cuerpo con decisiones parecidas a estas. Probablemente, los adultos jóvenes de hoy día tendrán que llevar a cabo media docena –o más– de cambios de empleo a lo largo de su vida, y paralelamente habrán de decidir sobre relaciones, finanzas, jubilación, vivienda y mil cosas más. En el mundo desarrollado, nadie puede prosperar sin aprender a manejar un ordenador o los cajeros automáticos de los bancos; pero tampoco será posible que alguien prospere sin poseer una sólida tecnología en lo que a tomar decisiones personales se refiere3. Sin contar con el hecho de que, si hiciéramos caso a ciertas estadísticas, seríamos muchos los que con frecuencia tomamos decisiones equivocadas. Por ejemplo, se nos informa de que, cada año, más del veinte por ciento de los trabajadores estamos buscando cómo cambiar de trabajo. A veces se debe a que nuestras carreras han alcanzado una meseta, o a que las condiciones del mercado nos obligan a huir de una industria en decadencia. Pero muchas personas simplemente han comprendido que ni su trabajo actual ni el tipo de carrera que siguen son los que mejor responden a sus cualidades y temperamento. No somos más eficaces cuando se trata de decisiones que tienen que ver con nuestras relaciones más importantes: casi la mitad de los matrimonios norteamericanos terminan en divorcio. Y peor aún que la de los matrimonios es la suerte que corren las fusiones corporativas: los acuerdos de fusión «dejan de producir los resultados deseados cerca del setenta y cinco por ciento de las veces», según afirma R. Luecke, de la Escuela de Negocios de Harvard, en su obra Toma de decisiones para conseguir mejores resultados4. Sabemos que los malos resultados no siempre indican malas decisiones. Los buenos matrimonios exigen que el trabajo, el sacrificio, el compromiso y el apoyo mutuo de los esposos duren de por vida. Los matrimonios se desmoronan por las razones más diversas, y desde luego no siempre porque la decisión de casarse fuese equivocada, sino porque un miembro de la pareja, o ambos, han dejado de trabajar a favor del matrimonio. Los contrayentes pueden haber decidido bien (tema de este capítulo), pero dejaron de vivir día a día lo decidido al elegirse mutuamente (tema del siguiente capítulo). Naturalmente, no todas las decisiones nos frustran. Probablemente, nosotros nos enfrentamos cada semana a más decisiones que nuestros antepasados en todo un año, y de hecho la mayoría de ellas las tomamos bien. Escogemos entre diversos operadores de telefonía móvil, decidimos comprar nuestra crema de cacahuete favorita o simplemente la marca que tenemos más a mano, y decidimos cómo emplear nuestro tiempo libre. Pregúntame cuál de los dos préstamos hipotecarios que te han ofrecido va a salirte más barato, y si tengo a mano una calculadora de bolsillo te daré en seguida una respuesta clara.
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Pero no podemos resolver la mayor parte de las decisiones que afectan a nuestra vida pulsando las teclas de una calculadora. La elección clara entre dos ofertas de préstamo hipotecario puede producirse tras la desgarradora decisión de aceptar un traslado al que prácticamente te obliga la empresa y la consiguiente necesidad de reubicar a tu familia. Personalmente sufro cuando tengo que tomar decisiones que afectan a la carrera de mi esposa, o a mis propias alternativas de empleo si me niego a aceptar el traslado, por el impacto que estos hechos puedan tener en mis hijos todavía muy jóvenes, y en el caso de que desee vivir alejado de familiares y amigos. No siempre podemos controlar fácilmente la vertiginosa espiral mental de hechos, valores y deseos que influyen en la decisión. De ahí que a menudo terminemos escogiendo a la buena de Dios, o cedamos a la presión de personas que, aunque extrañas al caso, nos marcan la pauta. Podemos compartimentar nuestras decisiones, por ejemplo centrando la atención únicamente en las perspectivas de empleo, como si nuestra vida laboral no afectase a nuestra vida familiar. Algunos prestan excesiva atención a sus sentimientos, lo que les lleva a tomar decisiones irracionales, cargadas de emotividad. Otros únicamente se sienten a gusto con realidades tangibles que puedan medir o contar, de manera que ignoran su voz interior (más adelante discutiré qué significa esa voz interior y si podemos confiar en ella). Lo que necesitamos es un método riguroso de toma de decisiones que tenga en cuenta tanto los hechos puros y duros –es decir, el mundo de lo tangible– como los sentimientos, valores y creencias religiosas –es decir, el mundo de lo intangible–. Más que compartimentar nuestras decisiones, lo que necesitamos es que algunas de ellas afecten a toda nuestra vida e incluyan estrategias vitales globales. Necesitamos decidir sabiamente. Eso significa que utilizaremos tanto nuestra cabeza, para evaluar nuestros talentos, circunstancias, oportunidades y creencias, como nuestro corazón y nuestro espíritu, para que las decisiones que tomemos sean libres y nos traigan paz y no penas y sufrimientos.
El factor X Hacer que nuestro corazón y nuestro espíritu intervengan en las decisiones de mediana o capital importancia para nuestra vida tal vez les suene a algunos a algo así como la tabla del espiritismo. En cualquier caso, hace tiempo que los investigadores han demostrado que la toma de decisiones es un arte, y no una estéril ciencia que nos enseña a ordenar unos cuantos hechos. Incluso en el mundo de los negocios, siempre tan realista y a ras de suelo, la ya citada guía esencial de la Escuela de Negocios de Harvard, titulada Toma de decisiones para conseguir mejores resultados, nos recuerda que «la investigación señala
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que el cuarenta y cinco por ciento de los ejecutivos se apoya en su intuición, y no en los hechos, a la hora de dirigir sus negocios» 5 . Algunos de esos ejecutivos toman decisiones horribles; en cambio, otros toman decisiones cautivadoras apoyándose en una habilidad que Alden Hayashi describió hace ya algunos años en la Harvard Business Review: «Estamos de acuerdo en que, cuanto más alto trepan los individuos en la escala corporativa, con mayor urgencia necesitan todos ellos instintos comerciales bien entrenados. En otras palabras, la intuición es uno de los factores X que distinguen a los hombres de los muchachos» 6. Considere el lector, por ejemplo, el caso del jefe ejecutivo de McDonald’s que consiguió mejorar sustancialmente la productividad de la cadena de restaurantes. Cuando The Wall Street Journal preguntó qué metodología había utilizado la empresa para analizar la larga lista de gestores en alza y escoger a los líderes emergentes, el jefe ejecutivo respondió: «Es una metodología en parte estructural», por medio de programas de formación y herramientas de exploración y selección, y «en parte visceral» 7 . Y aquí es justamente donde se plantea el problema. Sabemos que el buen juicio es crucial en las decisiones que tienen que ver con los negocios, las relaciones y las carreras. Pero no logramos entender cómo actúa el buen juicio y por qué algunas personas lo tienen y otras no: por qué, por ejemplo, algunos individuos aciertan a elegir la pareja adecuada, mientras que otros pasan de una relación desastrosa a otra. Ni siquiera podemos ponerle un nombre a la habilidad de la que estamos hablando: en el artículo citado, Hayashi la denomina «factor X», pero el jefe ejecutivo de una sofisticada empresa multinacional la denomina «vísceras». En pocas palabras, no comprendemos realmente esta habilidad, no podemos ponerle nombre, no sabemos cómo adquirirla y, como resultado, realmente desconocemos qué valor tiene. Sin embargo, la diferencia entre felicidad y pobreza extrema reside a menudo en la habilidad para decidir bien, ya sea sopesando empleos o parejas matrimoniales, resolviendo dilemas éticos o decidiendo si hablar o mantenerse callado en un momento delicado. Nuestros antepasados parecieron haber comprendido mejor la enorme importancia que podía tener el buen juicio durante la vida de una persona; de ahí que ellos apreciasen la sabiduría más profundamente que lo hace la cultura actual. Ofrezco a la consideración de mis lectores este elocuente pasaje procedente de uno de los libros del Antiguo Testamento, concretamente de Proverbios 3,13-15.18-19: «Dichoso el hombre que alcanza sabiduría, el hombre que adquiere comprensión: es mejor mercancía que la plata, produce más rentas que el oro. Es más valiosa que los corales, no se le compara joya alguna. 108
... Es árbol de vida para los que la agarran, son dichosos los que la retienen. El Señor cimentó la tierra con sabiduría y estableció el cielo con comprensión». Este pasaje está en abierta contradicción con nuestra época; su autor proclama que la sabiduría y la inteligencia son más preciosas que la plata, el oro y las joyas. En cambio, la cultura de nuestro tiempo aboga en general por la mentalidad opuesta: ¡yo me preocuparía poco de la sabiduría, mientras mis manos puedan tocar el oro y la plata! Por desgracia, sabemos adónde nos ha llevado esa actitud: la búsqueda frenética de dinero, cosas, fama y poder ha enriquecido a muchas personas, pero, evidentemente, no las ha hecho más felices ni más sabias que sus abuelos, de recursos más modestos. La raíz de la palabra wisdom (sabiduría) contiene las ideas de «ver» y de «conocer». Las imágenes son aquí apropiadas. La búsqueda ampliamente aceptada en la cultura moderna de la riqueza y la fama como contenido y finalidad de la vida no solo es de corto alcance, sino también ignorante. No vemos que seguimos una senda equivocada. No tenemos conciencia de que el dinero y las cosas que nuestra cultura nos empuja a alcanzar no podrán satisfacer la necesidad de sentido profundo que experimentamos los seres humanos. Carecemos de sabiduría. Pero podemos adquirirla. El punto realmente admirable de la anterior cita de Proverbios es la reivindicación de que nosotros, simples seres humanos, podemos manifestar las mismas formidables sabiduría y comprensión por medio de las cuales Dios cimentó la tierra y estableció los cielos. La sabiduría no es un misterioso factor X con el que hayan nacido algunos y que otros nunca llegarán a conocer. La verdad es que cada uno de nosotros puede hacerse más sabio de lo que nosotros somos hoy. Sin lugar a dudas, la sabiduría continuará siendo siempre de alguna manera un don y un misterio; tratándose de tortitas o pasteles seguramente podrás encontrar recetas casi infalibles, pero nada podrá garantizarte que tus decisiones son infaliblemente sabias. Un antiguo sabio de Israel lo expresó de esta manera: «La sabiduría mora en el interior del hombre inteligente, pero no se la conoce entre los necios» (Proverbios 14,33). El primer paso para alcanzar sabiduría es desearla de todo corazón. El necio no desea la sabiduría porque no reconoce su valor. El único valor que llama su atención es el que atribuye a hechos palpables como estos: ascender un nuevo escalón en la escala corporativa, poseer una casa más grande, disponer de un tercer coche, estar casado con una mujer atractiva, aparecer en televisión o ser la persona más rica del barrio. Por definición, el necio no percibe que la sabiduría es más hermosa y deseable que cualquiera de estas fantasías humanas. El primer paso por la senda de la sabiduría lo damos simplemente deseándola de corazón.
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Como sucede siempre que deseamos algo, más tarde calculamos cómo podremos obtenerlo. El título de una de las obras de Baltasar Gracián, jesuita español del siglo XVII, es ilustrativo: Oráculo manual y arte de prudencia, que los lectores de habla inglesa pueden leer con el título de The Art of Worldly Wisdom (literalmente «El arte de la sabiduría mundana»). La sabiduría que nosotros buscamos no es ni una ciencia exacta ni un vago sentimiento visceral, sino un arte. Y como es habitual tratándose de las artes, la sabiduría tratamos de conseguirla aprendiendo una serie de prácticas, que luego aplicamos coherente y pacientemente; con el tiempo y la práctica, mejoramos. Como también sugiere el título de la obra de Gracián, la sabiduría que nosotros buscamos es de base espiritual, pero también es mundana. La sabiduría nos vuelve personas íntegras que, aunque son espirituales, están plenamente inmersas en el mundo. Por haber perdido de vista las características mundanas de la sabiduría, hoy día casi hemos dejado de utilizar esa palabra. Durante los diecisiete años que trabajé en el negocio intelectualmente exigente de la banca de inversiones, no recuerdo haber oído nunca la palabra sabiduría. Con toda naturalidad asociamos la sabiduría con etéreas cavilaciones filosóficas que surgen en nuestra mente cuando miramos hacia atrás una vida desde el mirador de la vejez. La sabiduría puede ser agradable de adquirir y reconfortante en la vejez, pero para los negocios de la vida cotidiana es en gran parte irrelevante. Cuando entrevistamos a posibles candidatos para contratarlos en nuestras empresas, muy pocas veces nos preguntamos a nosotros mismos: ¿será esta persona capaz de tomar decisiones sabias? Nuestras preocupaciones giran más bien en torno a las habilidades técnicas del candidato, porque deseamos remover el factor humano emocional, que consideramos poco fiable, en favor de una toma de decisiones objetiva, cuantitativa. Pero, a juzgar por nuestros deprimentes historiales, a estas alturas hemos de reconocer que nuestra obsesión por los números y las realidades mensurables únicamente nos ofrece un análisis extraordinariamente sofisticado, ¡como base de una toma de decisiones fundamentalmente estúpidas! Así pues, necesitamos poner de nuevo en su sitio el factor humano a la hora de tomar decisiones, cultivando el arte de una sabiduría mundana. Cuando el jesuita Baltasar Gracián decidió el título antes aludido, no hizo sino seguir el ejemplo de su padre espiritual, Ignacio de Loyola, cuyas intuiciones acerca del buen juicio guiarán el arte de la sabiduría que trataré de exponer en las páginas siguientes. Las intuiciones de Ignacio suenan a auténticas hoy día, casi cinco siglos después de que el fundador de la Compañía de Jesús las pusiera por escrito, porque nacieron como fruto de una experiencia de vida real, a menudo dolorosa. Ignacio de Loyola no vivía encerrado en una torre de marfil desde donde dibujaba árboles de decisión, análisis «qué pasa si» y otras tecnologías de decisión (cuya utilidad nadie pone en tela de juicio). Ignacio perfeccionó su enfoque de la toma de decisiones en parte abordando los mismos dilemas
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que nos preocupan a todos nosotros. Después de todo, ¿quién no ha pasado por una o más de las siguientes situaciones conflictivas?: Mi corazón estaba preparado para iniciar la senda de una carrera profesional, pero un amargo contratiempo echó por tierra mis planes. (Recuerda cómo Ignacio de Loyola, que aspiraba a ser soldado y cortesano, vio truncada su carrera militar por la misma bala de cañón que destrozó su pierna). Tengo una vaga idea de lo que deseo hacer en la vida, pero me falta un plan claro para conseguirlo. Personalmente, mis creencias espirituales son profundas, pero no sé cómo conectarlas con un trabajo en el mundo real. (Recuerda cómo, después de su conversión, Ignacio de Loyola ardía en deseos de imitar a los grandes santos sirviendo a Dios, pero se sentía incapaz de traducir ese sueño en un plan viable de vida). •
Sé que puedo contribuir con mi granito de arena a mejorar el mundo, pero no confío en mí mismo, porque mis dotes naturales son escasas; no tengo interés por contribuir a que las cosas mejoren en el mundo moderno. (Piensa en cómo se encontró Ignacio de Loyola en la Universidad de París: bajo, parcialmente calvo, cojo, varios años mayor que sus compañeros de clase, y difícilmente el más experto y más elegante de la clase).
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Mis condiciones de vida cambian, para bien o para mal, y comprendo que debo seguir adaptando mis planes de vida para responder a dichos cambios. (Recuerda cómo Ignacio de Loyola fue expulsado de Tierra Santa y tuvo que improvisar un nuevo plan de vida. Más tarde llegó a París y tuvo la suerte de encontrar un pequeño grupo de estudiantes extraordinariamente dotados y con una mentalidad parecida a la suya: él y ellos tuvieron que preguntarse cómo podían transformar esta feliz circunstancia en una oportunidad concreta).
Ignacio de Loyola dio con callejones sin salida, cometió errores, se vio sorprendido por las circunstancias y en ocasiones no supo qué hacer. ¿Te resulta familiar? De todas esas amargas experiencias se esforzó por sacar provecho para sus propias decisiones personales. Ahora bien –y esto fue lo más decisivo–, una vez combinadas con la gracia divina, sus experiencias y reflexión le brindaron la oportunidad de crear una metodología para la toma de decisiones que constituye el núcleo de sus Ejercicios Espirituales. Algunas de las prácticas que estos proponen se hacen eco de lo que las tradiciones de sabiduría han subrayado durante siglos; otras ideas, radicales en su tiempo, se han visto confirmadas por la investigación reciente; otras, finalmente, continúan siendo intuiciones exclusivas de Ignacio de Loyola sobre la buena toma de decisiones. Nosotros aprovechamos sus ejercicios (y los complementamos con algunas buenas prácticas modernas) para destacar siete habilidades y actitudes que nos harán personas más sabias, capaces de aunar cabeza, corazón y espíritu para tomar decisiones de gran calidad: •
Responsabilízate de tu vida. 111
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Retírate para avanzar.
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Controla lo controlable.
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Libérate a ti mismo.
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Reconoce el consuelo y la desolación.
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Granjéate un amigo (de verdad).
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Hazlo una y otra vez.
Responsabilízate de tu vida con una actitud optimista, proactiva y abierta al mundo A menudo las personas que destacan por la excelencia de las decisiones que toman han encontrado la respuesta antes de que alguien les plantee las preguntas. En otras palabras, estos individuos han llevado a cabo el trabajo de fundamentación descrito en los anteriores capítulos, y llegado el momento se enfrentan sin rodeos a las decisiones que tanto desconciertan a quienes no están preparados. Recuerda, por ejemplo, cómo los ejecutivos de Johnson & Johnson decidieron la retirada del Tylenol en todos los Estados Unidos antes incluso de evaluar el coste financiero o las consecuencias de la operación en el terreno de las relaciones públicas. No fueron temerarios; simplemente, valoraron la integridad de su empresa e intuitivamente comprendieron, como señaló Dave Collins, que «realmente no les quedaba otra solución» que retirar el Tylenol. Por desgracia, no es raro que cuando los individuos toman decisiones importantes se encuentren poco o nada preparados para ello. No saben realmente quiénes son, de parte de quiénes están o hacía dónde se dirigen. De ahí que sus reflexiones se diluyan en una cansina e imprecisa discusión general, porque son incapaces de evaluar los aspectos verdaderamente relevantes de la decisión que tienen delante. La decisión correcta entre dos oportunidades de empleo –uno mejor pagado y el otro más satisfactorio– puede depender en gran parte de los propios valores y sentido de la vida de quien toma la decisión, pero cuando el proceso decisorio ya está en marcha no suele ser el mejor momento para averiguar exactamente cuáles son esos valores y sentido de la vida. Por otra parte, además de los valores y del sentido de la vida, en las buenas decisiones intervienen otros factores. En las buenas decisiones que afectan a nuestra vida intervienen también las circunstancias, los intereses, los talentos y los recursos de cada uno. Y todas estas cosas varían de una persona a otra, y además cambian a menudo en la vida. Por ejemplo, Nanette Schorr sería incapaz de realizar su trabajo habitual en los servicios legales de una gran ciudad si no hubiese aprobado el examen de acceso al puesto, ni hubiese aprendido a negociar, o no fuese competente para redactar 112
instrucciones legales, de la misma manera que a mí me sería imposible jugar como lanzador en un equipo de béisbol si la velocidad a que yo lanzo la pelota está muy lejos de las marcas que ya tiene registradas ese equipo. Cuando a los niños o a los jóvenes les recordamos que también ellos pueden aspirar a ser presidentes, o cuando animamos a los alumnos de secundaria a que escojan la carrera que realmente les gusta, les inculcamos dosis positivas de ambición y optimismo. Pero también hemos de inculcarles un enfoque estratégico de la vida. Y recuerdo que la estrategia no se preocupa solo de lo que podríamos llamar los fines que pretendemos alcanzar, sino también de los recursos con que contamos para conseguirlo. En cualquier caso, mi profundo deseo de ser presidente –o profesor, abogado, jugador de béisbol, etcétera– debe ir acompañado siempre de la pregunta sincera acerca de la rectitud de mi deseo (mis propios intereses), de si poseo o no las habilidades necesarias (mis talentos), de si dispongo del dinero y de otros apoyos que lo hagan factible (recursos) y de si libremente puedo comprometerme a perseguir mi sueño (circunstancias). Por otra parte, los talentos, los intereses, los recursos y las circunstancias de cada persona son diferentes, y la situación de cada uno varía con el paso del tiempo. Una persona soltera puede optar libremente por alternativas que no están al alcance de un padre de cuatro hijos; a su vez, el padre puede proponerse diferentes alternativas después de haber criado y educado a esos hijos. Además, en todas las buenas decisiones resulta clave la preparación previa de que dispone quien ha de tomarlas: contar con el fundamento de un claro sentido de la vida y de los valores y con un inventario completo de nuestros intereses y circunstancias actuales. Con este inventario acerca de nosotros mismos estamos preparados para tomar decisiones difíciles; es más, a veces este autoconocimiento puede hacer incluso que esas decisiones difíciles parezcan fáciles. Una amiga soltera –la llamaré Marta– decidió adoptar un niño recién nacido. Esta decisión trastocó de pronto su economía, su tiempo libre, su estilo de vida, los tipos de empleos a que podría aspirar en adelante y otras muchas cosas. Cuando le pregunté cómo había llegado a tomar semejante decisión, Marta me contestó: «Durante una conversación, un amigo me preguntó si había pensado alguna vez adoptar a un niño, y pensé: “¡Mira, esa es una buena idea!”; y casi inmediatamente puse manos a la obra». ¿Lo es? ¿Una de las mujeres más inteligentes que conozco se había embarcado alegremente en una trascendental decisión que cambiaría su vida como resultado del comentario casual de un amigo? El proceso de adopción fue, por supuesto, complicado, de manera que la primera iniciativa de Marta fue puesta a prueba y confirmada por el simple paso del tiempo, las trabas legales que tuvo que aclarar, las crisis que dificultaron la tramitación y la importante cantidad de dinero que la interesada tuvo que abonar. Pero, al reflexionar más detenidamente sobre el caso, comprendí por qué a Marta le había resultado fácil aquella decisión: porque se había preparado con tiempo para tomarla. Marta conocía cuáles eran sus intereses y circunstancias. Su deseo de cuidar a 113
un niño no había calado de pronto en su cabeza la mañana en que su amigo le había hecho aquella pregunta. «Siempre he amado a los niños y, de haber tenido una vida diferente, no me habría conformado con este único [hijo adoptado]». Durante mucho tiempo había colaborado con organizaciones benéficas dedicadas a la educación de niños. Desde luego, criar a un hijo no es simplemente cuestión de deseo; se han de tener en cuenta también las circunstancias y los recursos. Y Marta pensó que sus obligaciones laborales no supondrían un obstáculo para la atención que necesitaría dedicar al niño. Por otra parte, era perfectamente consciente de su situación financiera y durante toda su vida laboral había procurado administrar cuidadosamente su dinero para poder asumir los gastos inherentes a la educación de un hijo. Su charla con un amigo le había ofrecido la oportunidad de expresar un deseo largamente acariciado. Como ella misma precisó, «probablemente yo estaba mentalmente preparada... Estoy convencida de que buena parte del “trabajo” de tomar la decisión se había llevado a cabo subconscientemente». Si ella no hubiera comprendido bien cuáles eran sus circunstancias y recursos, fácilmente habría cometido un error. Si Dave Collins y Nanette Schorr nos enseñan cómo al ahondar en el conocimiento del sentido de la vida y de los valores duraderos nos preparamos para tomar las decisiones importantes, el ejemplo de Marta nos muestra que también hemos de rastrear ciertos aspectos especialmente variables de nuestra existencia, como son las circunstancias, los talentos, los intereses y los recursos de cada momento. Todos estos aspectos han de tenerse en cuenta al tomar las decisiones importantes, y quienes los conocen de antemano están en condiciones de tomar sus decisiones con mayor confianza en sí mismos. En cualquier caso, no se trata simplemente de que uno conozca el sentido de su vida y los talentos que posee, sino sobre todo de que manifieste una actitud abierta y de amor al mundo a la hora de vivir ese sentido y de utilizar esos talentos. Recuerde el lector la parábola evangélica (Mateo 25,14-30) sobre los siervos a quienes su señor entregó algunos «talentos» –es decir, una cierta cantidad de dinero– para que los hiciesen fructificar mientras el señor estaba de viaje. Uno de los siervos, temeroso de perder el talento que había recibido, lo escondió bajo tierra; más tarde su señor lo tachó de malo y haragán por no haber invertido productivamente su talento. Por el contrario, el siervo bueno y fiel complació al señor invirtiendo sus cinco talentos para ganar otros cinco. Jesús no ofrecía asesoramiento en materia de inversiones; trataba de ilustrar dos actitudes con respecto al mundo y a los propios talentos. El siervo malo se inclina temerosamente; en un mundo en que cabe la posibilidad de errar al tomar una decisión, este siervo opta por no tomar ninguna decisión. Pero, cuando renunciamos a decidir cómo vamos a utilizar nuestros talentos, de hecho tomamos una decisión importante: al no hacer fructificar ni utilizar nuestro talento, optamos por malgastarlo. En cambio, el 114
siervo bueno ve un mundo de posibilidades y actúa movido por una actitud esperanzada y amante del mundo. Y duplica sus talentos, porque los utiliza en su totalidad. Al ahorrar dinero durante sus primeros años de vida laboral, mi amiga Marta no sabía que terminaría adoptando un niño, pero con su actitud ahorradora estaba creando las oportunidades del mañana. Cuando la conversación con el amigo le brindó la oportunidad, Marta no la dejó escapar. En lugar de esperar lo que la vida pudiera ofrecerle, ella echó mano de sus recursos, imaginación y determinación para crear una oportunidad de criar a un niño. Aunque muchos de nosotros carezcamos probablemente de recursos financieros, poseemos mucho más de lo que imaginamos: inteligencia, tiempo, educación, amigos, una familia, personas cercanas a nosotros en situación de necesidad, y otras cosas. Conozco a un jubilado que en su día dirigió un sistema hospitalario; evidentemente, no maneja ya las riendas del poder como lo hacía cuando era un ejecutivo de prestigio. Ahora aprovecha su tiempo libre –un «talento» del que antes no podía disfrutar– para llevar a cabo, de forma aleatoria, pequeños gestos de amabilidad, como detenerse un momento en sus tempranos paseos matutinos invernales para acercar a la entrada misma de las viviendas de los vecinos los periódicos del día que los repartidores acaban de dejar al borde de la calle. Todos nosotros poseemos más talentos de los que imaginamos, y más oportunidades de utilizarlos de las que solemos tener en cuenta. Bastaría comparar nuestras vidas con las de los oyentes de Jesús. En tiempo de Cristo un «talento» representaba una considerable cantidad de dinero, de manera que muy pocos de sus oyentes podrían haber aspirado a adquirir tanta riqueza durante su corta y penosa vida, que a menudo no sobrepasaba los cuarenta años. Hoy día vivimos en un mundo transformado y poseemos talentos inimaginables para los contemporáneos de Jesús. Los ciudadanos de los países desarrollados vivimos cómodamente instalados en casas más seguras y confortables, dotadas de una serie de aparatos tecnológicos que incrementan la productividad. Bibliotecas, televisores y ordenadores ponen a nuestro alcance la sabiduría que la humanidad ha acumulado a lo largo de los siglos. La mayoría de nosotros vivirá probablemente varias décadas más que nuestros antepasados. Gracias a los seguros, a los sistemas de seguridad social y a los avances médicos, podemos ser más productivos y estables en nuestra vejez. ¿Qué haremos para continuar desarrollando y utilizando la salud, el conocimiento, la longevidad, las redes sociales, el tiempo y los ahorros, entre otros incontables recursos de que gozamos nosotros (y de los que carecían los oyentes de Jesús)? ¿Enterraremos estos talentos, como el siervo malo de la parábola de Jesús, o los invertiremos productivamente, como el siervo bueno y fiel? Sean cuales sean nuestros talentos, se aplica aquí un dicho que no por repetido es menos verdadero: «Tu talento es un don que Dios te hace, pero lo que tú hagas con él es el don que tú haces a Dios». Estas palabras contienen una invitación profundamente 115
estratégica a evaluar nuestros muchos dones y talentos, a disfrutarlos, a desarrollarlos y a encontrar formas de desplegarlos en las cambiantes circunstancias de la vida. No se trata únicamente del don que como hombres ofrecemos a Dios, sino también del don que nos ofrecemos a nosotros mismos, porque, como afirma el desaparecido psicólogo Abraham Maslow, «si te propones ser menos de lo que serías capaz de ser, no serás feliz». Los estrategas menos exitosos esperan pasivamente a que las cosas ocurran; en cambio, los estrategas más exitosos hacen que las cosas ocurran. Los primeros dejan que los acontecimientos fortuitos gobiernen su futuro; los últimos manejan su destino y determinan su futuro. Señala diez talentos –recursos, oportunidades, redes, dones y habilidades– en los que solo piensas de vez en cuando. ¿Qué talentos estás utilizando mejor? ¿Cuáles no has utilizado? ¿En qué aspectos has mostrado una actitud pasiva en tu vida? ¿Cómo manifiestas una actitud esperanzada y abierta al mundo para aprovechar todas las oportunidades que se te presenten?
Retírate para avanzar aprendiendo a reflexionar En cierta ocasión, Tom Glavine, ya muy conocido como lanzador estelar del béisbol, tuvo que decidir si continuaba con el famoso e idolatrado equipo de los Mets, de Nueva York, o lo abandonaba para aceptar la oferta de trabajo más cerca de su hogar familiar que le había hecho el temido equipo de los Braves, de Atlanta. (¡No es que a mí me importase!) Un periodista que informaba de la decisión del jugador observó que, cuando Glavine lanza, «tiene que tomar cientos de decisiones cada vez que accede al montículo de lanzador, muchas en una fracción de segundo». En cambio, para decidir si permanecería en Nueva York o se trasladaría a Atlanta, «Glavine necesitó cada segundo de las seis semanas que se concedió a sí mismo para tomar una decisión» 8. ¿Y qué? Todo el mundo sabe que decidir lanzar una bola con efecto no es lo mismo que decidir trasladar la residencia de la propia familia. Ahora bien, la historia de Glavine viene a reforzar la idea sencilla, pero a menudo pasada por alto, según la cual los seres humanos necesitamos adoptar diferentes actitudes a la hora de tomar decisiones de acuerdo con las distintas clases de decisión que estén en juego. Si bien es cierto que en ocasiones intuimos claramente cuál es la decisión correcta (como cuando Glavine ejecuta sus lanzamientos de pelota), otros tipos de decisiones –por ejemplo, sobre cambios de empleo, carreras, elección de pareja, etcétera– requerirán considerable reflexión. 116
En su superventas Blink, traducido al español con el titulo de Inteligencia intuitiva, Malcolm Gladwell describió el perfil de algunos profesionales que están en condiciones de hacer valoraciones precisas en un abrir y cerrar de ojos9. Así, por ejemplo, es frecuente el caso de jefes militares que, en el campo de batalla y a partir de retazos dispersos de información contradictoria, consiguen formarse en fracciones de segundo juicios tácticos asombrosamente fundados. De manera parecida, lanzadores de béisbol como Glavine aprenden a tomar decisiones acertadas en fracciones de tiempo extraordinariamente reducidas. Por desgracia, nuestra atropellada cultura, obsesionada como está por la gratificación inmediata, nos está obligando a trazar apresuradamente nuestro camino por medio de decisiones que podrían beneficiarse de una mirada más distanciada. Nos abrimos paso a través de dudas que no conseguimos aclarar. Más que sabiduría potencial, construimos dudas que son expresión de nuestra debilidad. Muchos entornos laborales premian las actitudes arrogantes extremas. Un colega mío solía describir a un gestor machista de este estilo, de mayor categoría en la empresa, con estas palabras: «Si para la hora del almuerzo no ha tenido la posibilidad de tomar un par de decisiones importantes sobre el terreno, tiene la sensación de estar perdiendo el día». En cualquier caso, las personas capaces de tomar decisiones inteligentes saben que no todos los asuntos pueden solventarse por la vía rápida. Yo mismo trabajé en estrecha colaboración con agentes de cambio de divisas y bonos que se ganaban la vida tomando decisiones en fracciones de segundo, pero reconocían que algunas determinaciones requerían un enfoque muy diferente. Periódicamente se alejaban del torbellino del mercado para poder evaluar su situación en el mundo más allá de su parqué de operaciones, para analizar si ellos mismos utilizaban a fondo sus fuerzas, determinar si estaban perdiendo nuevas oportunidades de negocio y explorar nuevas direcciones estratégicas. Los centros de congresos corporativos ofrecen sus servicios a grupos de gestión que tratan de evitar las distracciones y el ajetreo de la vida cotidiana de la empresa para llevar a cabo eso que a menudo se llama un «retiro estratégico». Sin tener conciencia de ello, estos «pistoleros en retiro» siguen el sabio consejo de Ignacio de Loyola, que en los Ejercicios Espirituales recomendaba «apartarse de todos los amigos y conocidos y de toda solicitud terrena, así como mudarse de la casa donde moraba, y tomar otra casa o camera para habitar en ella cuando más secretamente pudiere» (EE, n. 20). Por irónico que parezca, estas empresas de intereses tan decididamente mundanos han terminado adoptando una práctica que las personas de mentalidad espiritual han abandonado en buena medida. De vez en cuando, también las personas con creencias religiosas llevan a cabo retiros espirituales anuales (en los ambientes religiosos era esta una práctica habitual mucho antes de que las empresas laicas decidieran aprovecharse de 117
la idea o adoptar el vocabulario). En la actualidad, los centros de retiro corporativo están a la orden del día, mientras que la práctica de los retiros espirituales personales, que estuvo a punto de desaparecer, parece que poco a poco se recupera. En pocas palabras, los seres humanos necesitamos retirarnos de vez en cuando para luego seguir adelante, aunque nuestra cultura del parpadeo tal vez haya conseguido que perdamos de vista este hecho. Probablemente, muchos de nosotros no tendríamos dificultad alguna para relacionarnos de forma inmediata a través de un teléfono móvil, pero no nos resultaría tan fácil comunicar telefónicamente aquellos sentimientos, pensamientos y emociones de los que solo con el tiempo y una estricta atención llegamos a ser plenamente conscientes. Sí, hoy podemos descubrir sin excesivo esfuerzo innumerables plazas vacantes acudiendo a las páginas que Internet dedica a la búsqueda de empleo, pero ningún motor de búsqueda puede revisar nuestras necesidades, intereses y deseos. Todos saldríamos ganando si aprendiésemos a gestionar el negocio de nuestras vidas como hacen los equipos inteligentes al abordar sus propios asuntos: retirarnos cada cierto tiempo, pero de forma regular –tanto si se vislumbra una decisión importante que nos afecte personalmente como si no–, para recordar cuáles son el sentido último, la visión, los talentos y las circunstancias de nuestra vida. Como mínimo, encontraremos el silencio y la tranquilidad que necesitamos para escuchar nuestros propios pensamientos, la perspectiva para mirar más allá del caos de nuestra vida cotidiana y la oportunidad de centrar nuestra atención en objetivos a largo plazo, sin estar siempre pendientes de crisis momentáneas. Por otra parte, las personas espirituales obtienen otra serie de beneficios vitales de esos momentos de retiro: la perspectiva de que el mundo es más grande que nuestros intereses personales y la reconfortante toma de conciencia de que no estamos solos en el universo.
Controla lo controlable concentrando tus energías donde realmente importa Con la adopción, mi amiga Marta se ofreció a sí misma la oportunidad de criar a un niño. Siempre que descubrimos oportunidades de expresar nuestro sentido de la vida y nuestra visión en las circunstancias de la vida real, controlamos lo controlable. Seguramente, otras muchas personas estaban dispuestas a adoptar a un hijo, pero carecían de los recursos financieros necesarios para hacer efectiva la adopción, y en este sentido también se puede decir que controlamos lo controlable cuando buenamente comprendemos (y aceptamos) aquello que no podemos hacer, gestionar, cambiar, o controlar. Las personas sanas saben cuál es la diferencia. Estos individuos concentran su energía y esfuerzo donde pueden ejercer influencia y control, y no se obsesionan con 118
cosas que no pueden controlar. Esa mentalidad, además de preservar la salud mental, representa una digna y agradecida aceptación del hecho de que el mundo no gira en torno de nosotros. Este mundo no es nuestro, sino de Dios, y buena parte de él –para ser sinceros, una parte importante que nos afecta– queda fuera de nuestro control. La vida del jesuita Walter Ciszek (1904-1983) encarna esta sabiduría. Cuando yo era joven profeso jesuita, el padre Ciszek y un servidor coincidimos durante algún tiempo para la hora de la cena en la misma gran comunidad jesuita. Este anciano tranquilo, que apenas se hacía notar, me daba a mí por el pecho y parecía irrelevante desde todos los puntos de vista convencionales. Muchos de nosotros evitábamos regularmente su compañía a la hora de cenar y preferíamos sentarnos al lado de otros colegas más divertidos y animados. Ahora su recuerdo me hace sonreír. La causa de beatificación del padre Ciszek sigue adelante en la complicada maquinaria vaticana. Tal vez algún día tenga que explicar a mis amigos que yo conviví con un santo y le presté escasa atención. ¡Sospecho que esto nos dice algo alentador sobre la naturaleza modesta de los verdaderos santos y algo desalentador sobre mí mismo! Aunque mis compañeros y yo prestábamos escasa atención al padre Ciszek, todos conocíamos la extraordinaria historia de su vida, narrada en sus dos obras: He Leadeth Me (Él me guía) y With God in Russia (Con Dios en Rusia). Enviado a Rusia siendo un joven sacerdote, durante la Segunda Guerra Mundial el padre Ciszek fue acusado de espiar para el Vaticano, lo que le supuso una condena de dos décadas de castigo en los gulags soviéticos y en remotos campos de trabajo. Ciszek pasó días enteros en una minúscula celda de aproximadamente «siete por doce pies, con mugrientas pareces de piedra y un ventanuco en lo alto de uno de sus muros. En su interior reinaba siempre la oscuridad». Y eso no era lo peor: esa celda de siete por doce acogía a doce reclusos: «Por la noche, nos acurrucábamos todos juntos para dormir en los bancos toscamente tallados. Si durante el sueño alguien se giraba, fácilmente podía despertar a todo el grupo» 10. Durante todos esos años Ciszek supo lo que eran días sin ninguna otra perspectiva que el próximo interrogatorio o la próxima escasa comida. A las privaciones físicas había que añadir la frustración de que los acontecimientos no se desarrollasen de acuerdo con los planes del prisionero. Él había ido a Rusia para hacer cosas. ¡Qué increíblemente desmoralizador debió de ser para él el hecho de permanecer recluido en una prisión y tener que aceptar la realidad de no poder hacer nada, y así un día tras otro! Así, según nos cuenta el mismo Ciszek, hasta que se produjo una epifanía personal. «La voluntad de Dios no estaba escondida en algún lugar recóndito, “fuera de aquí”... Las situaciones [en las que me encontraba] eran su voluntad para mí. Lo que [Dios] quería era que yo aceptase estas situaciones como venidas de sus manos, que dejase de 119
oponer resistencia y me pusiese enteramente a su disposición» 11. A Ciszek solo le quedaban dos opciones: o lamentar permanentemente algo que él mismo no podía controlar, o cumplir su propósito en el pequeño rincón del mundo que él podía controlar, su celda. En su celda de prisionero y en su campo de trabajo, rezando y ocasionalmente interactuando con sus carceleros y compañeros de cárcel, el padre Ciszek encarna conmovedoramente una consigna muy conocida en la vida de los jesuitas: Age quod agis!, «¡Concentra tu atención en lo que estás haciendo!» Tendemos a obsesionarnos con lo que desearíamos hacer, o con lo que podríamos estar haciendo en lugar de las aburridas tareas que de hecho realizamos, o con lo que nos gustaría estar haciendo pero que hace otra persona, o con lo que podríamos haber estado haciendo si hubiésemos tenido un poco más de suerte. Tales obsesiones nos impiden prestar atención a las oportunidades reales que la vida nos ofrece. Si prestamos atención a lo que hacemos, descubriremos la oportunidad que en cada caso está a nuestro alcance, aunque (o tal vez especialmente) todo lo que podamos hacer sea permanecer sentados en la celda de una cárcel, orar, cultivar los buenos pensamientos y tratar a nuestros carceleros con educación y amabilidad. No podemos encontrar la paz ni actuar con verdadera eficacia sin haber aprendido la lección que tanto le costó asimilar al padre Ciszek, porque las sucesivas fases de nuestra vida se presentan rodeadas de nuevas circunstancias, que cambian lo que en cada caso está y lo que no está bajo nuestro control. Mientras somos jóvenes, quizás dispongamos de mucha energía, de tiempo y de libertad, pero de escasos recursos financieros. En la edad madura, tal vez tengamos familias jóvenes a nuestro cargo, con hijos a quienes criar y amar, pero con menos libertad para aceptar otras obligaciones y oportunidades. A menudo la jubilación nos permite disponer de nuevo de más tiempo libre. Nuestro reto, como el del padre Ciszek, consiste en aceptar de buena gana aquello que no podemos controlar y en hacer todo aquello que podamos de lo que está bajo nuestro control, sin perder nunca de vista nuestra determinación y visión a lo largo del camino. Al final de la vida, tal vez solo haya una decisión que podamos controlar: la de morir con dignidad. Mi padre contaba cincuenta y cinco años cuando se le declaró un cáncer que en nueve meses lo condujo a la muerte. Un varón que había emigrado de una isla sin recursos económicos para mejorar su propia vida y que siempre había trabajado y sostenido con éxito a la familia se vio de pronto obligado a contar con la familia para bañarse, afeitarse y alimentarse personalmente. Su última decisión estratégica importante: o morir con dignidad, o convertirse en un motivo de resentimiento contra la injusticia de la vida. Decidió bien.
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Seguramente, mi padre no había oído hablar nunca de «controlar lo controlable», aunque intuitivamente lo entendía. Algo parecido podría afirmarse también del padre Ciszek y de los jesuitas que le precedieron. La esencia de este principio parece haber sido incorporada a su forma de trabajar y a su espiritualidad. Considere el lector el caso de un entusiasta jesuita del siglo XVI que en Asia se vio sorprendido por una repentina tempestad mientras se desplazaba en su pequeña barca de una remota avanzadilla de misión a otra. En esta situación, le gritó en las orejas a su joven y asustado compañero: «¡Ora a Dios, marinero, pero rema hasta alcanzar la costa!» En sus palabras resonaba un famoso dicho atribuido a Ignacio de Loyola: «Trabaja como si todo dependiese de ti; confía como si todo dependiese de Dios» 12. Diego Laínez, sucesor de Ignacio como general de los jesuitas, lo expresó más claramente: «Aunque es verdad que Dios podría hablar por la boca de un asno, esto sería considerado un milagro. Pero cuando esperamos milagros, estamos tentando a Dios. Este sería, por ejemplo, el caso de un individuo que actúa sin ningún tipo de criterio razonable, pero que no obstante espera salir siempre bien parado simplemente porque así se lo pide a Dios» 13. Cuando alguien trata de controlar los aspectos controlables de su existencia, debe ser ingenioso y hacer todo lo que esté a su alcance para responsabilizarse de su vida. Al mismo tiempo, debe aceptar humildemente y con dignidad el hecho de que el mundo es de Dios. Los individuos egoístas presumen arrogantemente de controlar todo lo que les rodea, incluso a las personas que tienen la desdicha de interactuar con ellos en el trabajo o en casa. En cambio, los sabios hacen suyo el punto de vista de la Oración de la serenidad, a menudo asociada con Alcohólicos Anónimos: «Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para reconocer la diferencia» 14. La serenidad es esencial, por ejemplo, cuando dependemos obligatoriamente de un trabajo insatisfactorio y agotador, porque solo así podremos disponer de servicios sanitarios y de los recursos financieros necesarios para mantener a nuestra familia. A su vez, el valor es esencial si tenemos alternativas, ya sea de mejorar nuestras condiciones de trabajo o de cambiar de empleo. A veces es posible, o incluso imperativo, tomar iniciativas audaces; en otras ocasiones, la mejor decisión (y la única) estratégicamente aconsejable es aprovechar al máximo la oportunidad que tenemos delante. Concédenos, Señor, la sabiduría para reconocer si hemos de actuar con serenidad o con valor (generalmente habrá de ser con una y otro a la vez). Necesitamos esta sabiduría cuando están en juego nuestras circunstancias personales. Por ejemplo, no podemos aventurarnos a retroceder en el tiempo para eliminar la injusticia que en su día nos ocasionó nuestra pareja infiel o un gestor poco escrupuloso. En estos casos, la única forma de ejercer el control es dejar que 121
desaparezcan la cólera y el dolor largamente alimentados que sigamos albergando en nuestro corazón como fruto de tan desagradables episodios. O, aunque ame profundamente a mi hijo adulto drogadicto, lo único que puedo hacer es todo lo que esté a mi alcance para sacarlo de ese infierno. Las personas valientes hacen todo lo posible por controlar lo controlable, pero aceptan sabia y serenamente aquello que no pueden cambiar. Los demás tendemos a distraernos, tratando de doblegar el mundo a nuestra voluntad, como si pudiéramos permanecer de pie en la playa y resistir la marea. Concédenos esta sabiduría, Señor. Naturalmente, incluso el santo padre Ciszek necesitó tiempo (y muchas horas de reclusión solitaria forzada) para alcanzar su ecuanimidad; de igual manera, para que esta virtud se desarrolle en nuestras frenéticas vidas actuales necesita tiempo y práctica. ¿Cómo puedes retirarte para seguir adelante? ¿Qué necesitarías en cuestión de tiempo, horario y recursos para reflexionar sobre tu vida? ¿Quién podría ayudarte a organizar esta práctica? ¿Cómo reaccionas ante factores que escapan totalmente a tu control? ¿Qué, o quién, puede ayudarte a descifrar cuándo has de aceptar la situación y mantenerte sereno o, por el contrario, cambiar y mostrarte valiente?
Libérate a ti mismo desarrollando la indiferencia Siempre que tengamos que tomar una decisión importante, Ignacio de Loyola nos recuerda que hemos de procurar «hallarnos indiferentes, sin afección alguna desordenada» (EE, n. 179). Una o dos anécdotas nos ayudarán a comprender su pensamiento y por qué la indiferencia y las afecciones desordenadas son conceptos decisivos para todo tipo de decisiones. En cierta ocasión, un periodista económico trataba de ahondar en las razones del curioso fenómeno de que muchos acuerdos de fusión empresarial nunca tuviesen en cuenta a los accionistas. Un día vemos a dos sonrientes directores generales que se estrechan las manos al anunciar la fusión de sus empresas; algunos años más tarde esos mismos personajes hacen gestos de negar con la cabeza, mientras los inversores levantan amenazadoramente los puños porque una vez más ellos han perdido otra ocasión de importantes ganancias. Seguramente, la fusión había merecido multitud de titulares en primeras páginas, pero retrospectivamente no había constituido un negocio en toda regla. El informador económico se preguntaba por qué se producen esos fracasos. Después de todo, los más brillantes y mejor pagados abogados, banqueros y directores 122
empresariales del planeta elaboran esos acuerdos. ¿Cómo es posible que se equivoquen tan a menudo? El periodista había consultado a economistas y a profesores de escuelas de negocios, y, sorprendentemente, había obtenido el tipo de respuestas que podría haberle ofrecido Ignacio de Loyola: muchos acuerdos mal estipulados pueden achacarse a avaricia, soberbia o egoísmo. Las personas entrevistadas apuntaron que a veces los directores recibían cuantiosas primas financieras por concluir un acuerdo importante, y que por lo tanto la avaricia podía enturbiar sutilmente las apreciaciones de un ejecutivo sobre la conveniencia o no de llevar hasta el final un determinado acuerdo de fusión. Otros sostenían que, aunque muchos directores de empresa saben que gran parte de los acuerdos nunca tienen resultados satisfactorios, ellos, no obstante, están absolutamente convencidos de que el suyo será la excepción: el orgullo les hace creer que su capacidad para llevar a cabo una fusión complicada supera con mucho la de cualquier otro director. La exaltación del yo es prima hermana del orgullo; de ahí que otros economistas sugiriesen que a algunos directores generales les encanta la idea de firmar acuerdos simplemente porque les resulta formidable ver su retrato en los periódicos después de concluir con éxito una gran transacción. A decir verdad, ningún director general decide conscientemente negociar acuerdos absurdos para ver cómo aparece su nombre en los periódicos, o para recoger una prima descomunal (bueno, prácticamente ningún director general). En realidad, la avaricia y el orgullo se inoculan en nosotros de una forma mucho más sutil. Ignacio de Loyola comparaba la avaricia, el orgullo y otros vicios parecidos que debilitan al ser humano a falsos amantes –adúlteros– que desean permanecer ocultos. De la misma manera que un adúltero tendrá más éxito cuando consiga pasar inadvertido por el entorno en que se mueve, el orgullo afecta de la manera más insidiosa nuestra conducta cuando nosotros no somos plenamente conscientes de que ese vicio se ha infiltrado en nuestras motivaciones. Tenemos la sensación de que nos limitamos a analizar objetivamente los hechos, pero en lo más profundo de nosotros mismos estamos predispuestos a optar por un resultado u otro, como el director general que está decidido a llevar a cabo un gran acuerdo tan decididamente que tira para delante sin sopesar como es debido las razones que tendría para detener el proceso. Lo contrario también sucede cuando no nos decidimos a seguir una nueva dirección, o llevar a cabo un cambio necesario, porque estamos apegados al statu quo. Por ejemplo, los ciudadanos norteamericanos confían a sus senadores y a otros líderes democráticamente elegidos la tarea de formular sabias respuestas a los desafíos siempre cambiantes a que debe hacer frente el país, desde los nuevos tratados de seguridad hasta las oportunidades derivadas de la nueva tecnología. Sin embargo, incluso a medida que surgen nuevas amenazas y oportunidades, los funcionarios elegidos se aferran a veces a las viejas soluciones. Tom Daschle, que en su día actuó como líder de la mayoría del 123
Senado, lamentaba que, «cuanto más tiempo pasas aquí [en Washington y en el Senado]», más susceptibles te vuelves de acomodarte a «una mentalidad según la cual si actuamos de esta manera antes, de esta misma manera deberíamos actuar de nuevo» 15 . Esos senadores, como los directores generales de tantas empresas, creen sin duda que están sopesando objetivamente los hechos, pero sus valoraciones pueden estar condicionadas por su apego al cargo, a su propio partido, por el miedo a lo desconocido o por el miedo a que alguien asocie su reputación con algunas ideas nuevas que finalmente sean rechazadas por la sociedad. Más que las fusiones de empresas o la formulación de la política nacional, a la mayoría de nosotros nos preocupan otros asuntos que forman parte de nuestra vida cotidiana. Nos cuesta decidir a qué distancia del hogar estamos dispuestos a dejar que vaya a estudiar nuestra hija, dudamos si es el momento de comprar una casa más grande o qué podemos hacer cuando surgen problemas en el matrimonio. En cualquier caso, nuestros apegos –los falsos amantes– se interponen también en este tipo de decisiones. Como los directores generales que actúan a impulsos de la avaricia y el orgullo toman decisiones empresariales imprudentes, también nosotros nos dejamos llevar por esos mismos demonios a la hora de comprar casas o coches que no podemos permitirnos, y de ese modo nos sobrecargamos con ruinosas deudas. O, exactamente igual que sucede con los senadores a los que he aludido en un párrafo anterior, nuestros apegos pueden impedirnos tomar decisiones y hacer elecciones. George Simon, un destacado terapeuta familiar y escritor, me explicaba en una charla que mantuve con él: «A menudo, el mayor problema a que se enfrentan las parejas que pasan por mi consulta es que están “apegados a sus apegos”; es decir, algo no funciona en su relación, pero los miembros de la pareja no están dispuestos a hacer los cambios necesarios ni a tomar las decisiones imprescindibles para mejorar sus vidas y relaciones». Las parejas pueden contratar a George por la ira, la infelicidad y el dolor que experimentan en su matrimonio. Ellas desean que él las ayude a hacer desaparecer esos síntomas; pero no están dispuestas a cambiar su forma de pensar y de relacionarse entre sí. A veces puede parecer que los miembros de estas parejas preferirían seguir lamentado su situación, más que cambiarla. Se han acostumbrado a la situación que ellos mismos han creado. Están apegados a ella. Tal vez les resulte insatisfactoria, pero les parece más segura que arriesgarse a lo desconocido. George me habló de Bob y de Betty (no será necesario decir que respetó escrupulosamente la confidencialidad de los datos, cambiando el nombre de uno y otra y muchos otros detalles). En su primera sesión de terapia, Betty explicó: «Bob no pone nada de su parte en casa. No escucha. Se olvida. Cuando necesito que me ayude a atender a los hijos, está viendo la televisión y bebiéndose una cerveza, despreocupado de lo que pasa a su alrededor». Bob estuvo más o menos de acuerdo con la versión que 124
Betty había dado de los hechos, y dijo que Betty era «la esposa perfecta», «el fundamento» de su familia. Tal como se expresó la pareja, el papel de George era ayudar a arreglar a Bob. ¿Estaba este tal vez algo deprimido, por ejemplo, y necesitaba medicación? Pero la historia no cuadraba del todo. En el trabajo, Bob dirigía equipos de profesionales de la contabilidad, negociaba con sofisticados clientes y seguía con probada competencia la pista de numerosos detalles financieros. George señaló el enigma. «Me gustaría que ambos discutieseis algo que a mí me ha intrigado: Bob sale cada mañana de casa y en la oficina se comporta como un consumado profesional. ¿Es de vuelta a casa después del trabajo cuando se convierte en una persona descuidada y a veces hasta en un niño recalcitrante?» George me comentó: «A veces las parejas desembocan en una situación en la que, de manera casi inconsciente, cada uno empieza a ver al otro desempeñando un rol un tanto rígido. Su relación mutua se vuelve inflexible, casi como si su vida familiar fuese una comedia en la que cada miembro del grupo sigue al pie de la letra su guion». Como terapeuta sospechaba que, si bien es cierto que Bob y Betty habían empezado cayendo en esas pautas de pensamiento acerca del otro y de la relación mutua entre ellos, ambos habían quedado finalmente atrapados en ese círculo vicioso. Betty se sentía satisfecha de ser una competente ama de casa. Bob se acostumbró a que en casa nada dependiera de él; esto seguramente no le habría sentado bien a él, por lo que poco a poco se fue sintiendo cada vez menos comprometido con los asuntos de la familia, e incluso empezó a beber un poco más. Una o dos veces se olvidó del cumpleaños de su esposa, y esas bofetadas en la autovaloración de Betty hicieron que esta se aferrase con más fuerza aún a la gestión doméstica, que le permitía recuperar cierta autoestima. Betty se veía a sí misma como la organizadora y a Bob como una persona poco digna de confianza. Bob veía a Betty como una mujer dominante, y desconectaba de ella. Y de esa manera ambos entraron en la espiral de una relación de pareja menos feliz cada día. Eso sí, Bob y Betty compartían la actitud de negarse a aceptar cualquier cambio saludable. Las reacciones de ambos no hicieron sino acrecentar cada vez más sus conductas rutinarias. Irónicamente, su sistema funcionaba (aunque disfuncionalmente). Sus roles se complementaban el uno al otro; con el tiempo, ambos terminaron apegados a su enfermiza manera de relacionarse entre sí. Ahora bien, a la larga sus roles eran insatisfactorios. Bob se sentía frustrado por verse marginado en su propia casa, y cuando Betty mencionó los dos cumpleaños olvidados, George se dio cuenta de que, en el fondo, la llamada esposa perfecta se sentía sola, deprimida y menospreciada. Ambos eran infelices, pero uno y otra se negaban a reconocer el conflicto, porque tenían miedo de arriesgarse a ponerlo todo patas arriba, mirarse mutuamente a la cara y sustituir su forma actual de relacionarse en la familia por roles nuevos para cada uno de ellos. 125
Por este motivo, George escribió de nuevo su guion; a Bob le pidió que se encargase cada día de llevar la casa durante un corto tiempo. Dos semanas más tarde, se puso en evidencia en su despacho una pareja evidentemente infeliz. Bob había cumplido su papel, pero Betty lo acusaba precisamente de haber fingido para impresionar al terapeuta; esta observación enfadó a Bob, que sintió que sus esfuerzos no habían sido valorados. ¿Un experimento fallido? George no lo veía así: «Mi tarea consistía en ayudar a ambos miembros de la pareja a descubrir juntos cómo él podría hacer que ella se sintiese querida, y cómo ella podría hacer que él se sintiese necesario». Y al redefinir sus roles en el hogar, «yo estaba tratando de darles un empujón para que –contra lo que eran sus inclinaciones– empezaran a relacionarse entre ellos de una forma diferente». De hecho, cuando se reanudó la sesión, Betty admitió, no sin cierto sonrojo, que Bob se había esforzado en serio por cambiar y que ella no había reconocido el cambio como es debido. Y en lugar de saludar ese reconocimiento con un encogimiento de hombros traducible por «lo que tú digas», Bob confesó que comprendía la reticencia de su mujer a confiar en él. Pero Bob continuó: «A mí, ese cambio me resultaba difícil; necesito tu apoyo si voy a tener que realizar este trabajo durante mucho tiempo». Este no era ya el mismo viejo argumento de la pareja, como si lo leyeran en el guión. Poco a poco empezaban a relacionarse mutuamente de diferente manera, como compañeros e incluso como amigos de confianza, como personas tridimensionales que poseen múltiples habilidades y múltiples necesidades. Algunos lectores se preguntarán tal vez qué tiene que ver la historia de Bob y Betty con la toma de decisiones importantes, que es el tema principal de este capítulo. Después de todo, Bob y Betty no estaban decidiendo si divorciarse o no, ni su historia es una fábula moral que hable, por ejemplo, de un joven Bob obsesionado que decida iniciar una relación adúltera que termine destruyendo su matrimonio. No obstante, la historia de esta pareja gira básicamente en torno a una decisión. Es como si, cada día que entre ellos se prolongaba la relación en proceso de degeneración que los unía, a Bob y a Betty se les plantease la pregunta «¿Os gustaría disfrutar de una relación más sana, más dinámica y más satisfactoria?», y durante mucho tiempo su respuesta fuera siempre: «¡No, gracias! ¡Queremos seguir adelante con nuestra frustrante relación actual!» Todos corremos el peligro de incurrir en estas mismas decisiones autodestructivas (a menudo encubiertas) cuando vivimos apegados a percepciones poco sanas de nosotros mismos o de nuestros familiares, colegas y amigos, o cuando nos aferramos a nuestro presente insatisfactorio en lugar de arriesgarnos a buscar un futuro mejor. Imagina un padre al que alguien le pregunta: «¿Te gustaría ayudar a tu hija adolescente a convertirse en una mujer adulta, sana e independiente, permitiendo que 126
gradualmente y de forma responsable disfrute de ese mayor grado de independencia que necesitará?» Personalmente me cuesta imaginarme a un padre amoroso que respondiese: «¡No, gracias! Pienso aferrarme a mi rol de padre como cuidador obsesivo, porque sigo pensando que mi hija es una niña pequeña y, además, yo mismo he crecido sin conseguir vencer nunca el miedo a convertirme en el guardián de un nido vacío dentro de diez años». O imagina a un adulto maduro ante la pregunta: «¿Te gustaría disfrutar de nuevo de una relación feliz y confiada?» No me imagino que alguien pudiese responder: «No, creo que nunca más volveré a confiar en una relación así. Preferiría permanecer para siempre amargado y alimentar mi resentimiento por haber sido traicionado por un amigo hace cinco años». Tampoco me imagino que, si se le preguntase si estaba dispuesto a rendir al máximo en el trabajo, alguien pudiera contestar: «Mire usted, estoy tan acostumbrado a desconfiar de mí mismo que continuaré optando por no arriesgarme a decir lo que pienso en un encuentro o a presentar mi candidatura para empleos que me permitirían utilizar mejor mis talentos». Y, finalmente, cuesta imaginar que haya padres que, si alguien les pregunta si desean capacitar a sus hijos para que de adultos mantengan relaciones sanas, se atrevan a contestar: «De ninguna manera. Mi marido y yo realmente no deseamos dejar de repetir una y otra vez el viejo argumento, aunque ello incremente notablemente las probabilidades de que nuestros propios hijos terminen adoptando de adultos nuestras pautas disfuncionales de relación». Quienes hoy día se ven enredados en casos de esta naturaleza (y miles como ellos) no se ven a sí mismos en la obligación de tomar decisiones: no es como quien está pensando en casarse, o pretende cambiar de empleo, o se propone hacer una compra importante. Y, sin embargo, esas personas se enfrentan a una decisión incluso más importante, de carácter global: ¿Estás dispuesto a seguir la mejor versión posible por lo que a tu vida, negocios y relaciones se refiere, o prefieres conformarte con una vida de privaciones, agotadora y autodestructiva? La decisión depende de que estemos dispuestos a hacer frente y luchar a brazo partido con todo tipo de afectos y apegos insanos que puedan retenernos. Cuando nos vemos obligados a tomar una decisión que afecta de manera significativa a nuestras vidas, seres queridos y aspectos importantes de nuestra profesión o desarrollo personal, la solución es liberarnos de los afectos y apegos que puedan empujarnos en la dirección equivocada o impedirnos avanzar en la dirección correcta. A veces nos dejamos arrastrar por el virus de querer algo a toda costa, incondicionalmente: así aspiraba yo a presidir la empresa, o a ganarme el afecto de una persona atractiva, o a ser rico, o a ser reconocido como persona importante, o a poseer la mejor casa, o a tener 127
una vida más excitante. De hecho, a veces nos engañamos a nosotros mismos pensando que el objeto de nuestros deseos y afectos (el empleo, el coche, la pareja, la casa) debe ser adecuado para nosotros precisamente porque lo deseamos tan desesperadamente. En ocasiones, nuestros deseos son, de hecho, buenos indicadores del lugar a donde debemos ir o de la dirección que nos conviene tomar (como explicaré en las páginas que siguen). Sin embargo, en otras ocasiones sucede todo lo contrario. Lo que yo deseo tan desesperadamente puede servir para hacer desaparecer un hormigueo del yo, pero eso no me ayudará a alcanzar el propósito que da sentido a mi vida; incluso puede alejarme de perseguir ese propósito. La avaricia, el orgullo y otra larga serie de instintos enervantes pueden arraigar profundamente en nosotros y ser tanto más perniciosos, porque no somos plenamente conscientes de lo profundamente que pueden haber afectado a nuestro pensamiento. A esto precisamente se refería Ignacio de Loyola cuando hablaba del apego a afectos desordenados que pueden socavar nuestros juicios y valoraciones. O, como hemos visto en el caso de Bob y Betty, a veces nos apegamos a nuestras propias adhesiones. Nos acostumbramos al statu quo, nos mostramos temerosos frente a lo desconocido, no esperamos evitar los conflictos y no estamos dispuestos a asumir riesgos. En tales casos, nuestros afectos no nos empujan en la dirección equivocada; nos ponen grilletes y nos retienen. Y así, a la hora de decidirnos y cambiar, nos echamos atrás. Carecemos de confianza en nosotros mismos para perseguir la gran promoción, de buena disposición para dejar que nuestros hijos se acostumbren a vivir sus propias vidas, o de franqueza para apoyar a nuestra esposa cuando su vida toma una dirección nueva. En todos estos casos, el virus que le lleva a uno a querer algo desesperadamente se manifiesta como «¡Yo quería que todo quedase como estaba!» Desgraciadamente, no podemos contar con que George Simon se mantenga a nuestro lado para que nos ayude a corregir los apegos que podrían empañar nuestro juicio. Tenemos que crear nuestros propios momentos de autoexamen durante la vida, pero especialmente antes de tomar decisiones importantes. Detente un momento, mira dentro de ti mismo, trata de identificar todos los motivos que intervienen y ponlos a la luz clarificadora del día para corregir aquellos malsanos que pueden empujarte a tomar una decisión equivocada. Al hacerte consciente de tus apegos desordenados, les arrebatas buena parte del poder que estos tienen de afectar negativamente a tu razonamiento. Como dijo gráficamente Ignacio de Loyola, nuestros apegos pueden ser una especie de amantes ilícitos: tienen poder mientras nadie los detecta, pero, una vez descubiertos, a menudo se vuelven cobardes y se esfuman. El objetivo es lograr el equilibrio que nos libera para escoger la senda más sana para nuestras vidas, nuestro trabajo y nuestras familias. Cuando el director de una empresa se sienta para analizar una propuesta de fusión, necesita sentirse libre, tanto para firmar el acuerdo como para dar marcha atrás tranquilamente. El director firmará el acuerdo por buenas razones, pero no tiene que dejarse arrastras a firmar un mal acuerdo por malas 128
razones. Esto es lo que Ignacio de Loyola llama actitud de indiferencia, palabra complicada que puede dar lugar a confusiones. Ignacio no dice que alguien sea indiferente en el sentido de que no tenga que preocuparse de escoger un camino o el otro, porque todos tenemos que preocuparnos apasionadamente de tomar decisiones fundadas en asuntos como la carrera, el matrimonio, el dinero y el estilo de vida. Pero, precisamente porque este es un asunto que nos preocupa mucho, necesitamos abordar cada decisión con plena libertad y franqueza estratégicas, dispuestos a seguir la mejor trayectoria, cualquiera que ella sea. Una meditación de los Ejercicios Espirituales explica este concepto. Ignacio te pide que te imagines que has heredado una ingente suma de dinero. ¿Qué harías con ese dinero? Ignacio te aconseja que empieces liberándote a ti mismo, para poder seguir después las alternativas que más te convengan, «más ansí le quiere quitar que también no le tiene afección a tener la cosa adquisita o no la tener» (EE, n. 155). Solo entonces estarás preparado para tomar una decisión fundada, guiado por tu sentido de propósito y misión, y no influido por alguna afección desordenada o un objetivo con escasa visión de futuro.
Reconoce el consuelo y la desolación prestando atención a tus señales interiores La historia de Javier Moso ilustra otro de los principios de Ignacio de Loyola para decidir sabiamente: aprender a interpretar el consuelo y la desolación. Javier vive en una parte del mundo en la que muchos varones llevan este nombre, que recuerda el lugar de nacimiento y más especialmente la persona de san Francisco Javier, cofundador de los jesuitas: en una provincia de España, llamada Navarra, en la que se conserva el castillo de la familia del santo en medio de un paisaje de suaves y pintorescas colinas. Al morir su padre, no hace muchos años, Javier dejó de ejercer la abogacía para atender a su madre, una mujer de edad y achacosa. Teniendo en cuenta que la cultura contemporánea asocia estrechamente condición social con carrera, la suya parece una decisión que provoca extrañeza. En las reuniones sociales, «soy abogado» suscita más señales de aprobación con la cabeza que, por ejemplo, «estoy en casa cuidando a mi madre». Desgraciadamente, entre los profesionales del mundo de los negocios se ha convertido en un juego que, cuando el director anuncia «Pienso dimitir del cargo para dedicar más tiempo a la familia», todos pensamos: «Le han despedido y de momento no tiene otro trabajo». Me preguntaba si Javier se sentía incómodo en los encuentros casuales con colegas de la carrera, o si estaba resentido con las circunstancias que lo habían obligado a cambiar el rumbo de su vida. Me respondió simplemente: «Soy feliz haciendo lo que 129
hago; mi madre es feliz conmigo». No hablaba de una felicidad superficial, sino de una satisfacción profunda, que le hacía sentir que estaba haciendo lo correcto. Javier disfrutaba seguramente de lo que Ignacio de Loyola llamaba «consolación». Este asociaba la consolación con una o más de las siguientes experiencias o dones del buen espíritu: «ánimo y fuerzas, consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud». Por otra parte, la consolación comporta a menudo confianza interior para seguir adelante cuando uno ha decidido tomar una senda difícil o impopular (pero digna). Según Ignacio de Loyola, la consolación «facilita y quita todos los impedimentos, para que en el bien obrar proceda adelante» (EE, n. 315). Tal vez Javier se sienta feliz porque experimenta exactamente esa amalgama de sentimientos. Aunque al renunciar al salario y a la condición social ligada al ejercicio de la abogacía está nadando contra la corriente cultural, siente que está nadando fácilmente y a gusto. Es consciente de las contrapartidas que ha supuesto su elección, pero esas contrapartidas no representan una carga difícil de llevar para su corazón. No está resentido por ello, sino que se siente feliz y en paz. La mayoría de la gente ha experimentado ese mismo sentimiento de paz interior después de sufrir lo indecible tras haber tomado la angustiosa decisión de cambiar de trabajo, poner fin a una relación o aceptar un revés personal. En un determinado momento, dejamos de buscar vías de escape de nuestro dilema, recobramos la tranquilidad y aceptamos lo que había que hacer. Echamos a andar con la misma seguridad y consuelo que sentía Javier. Podemos afirmar de nosotros mismos que, finalmente, estamos en paz con nuestra decisión. Ignacio diría que seguramente estamos disfrutando de una consolación que confirma que seguimos la senda correcta. La mayoría de nosotros hemos experimentado también el sentimiento opuesto de angustia y ansiedad persistentes mientras rumiábamos la idea de tomar una decisión importante. Ignacio habla aquí de experiencia de «desolación»: «Escuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones» (EE, n. 317). Nuestro instinto nos lleva a hacer algo que pueda liberarnos de estos sentimientos. Si me siento inquieto y agitado mientras reflexiono sobre la conveniencia de romper una relación, simplemente dejo de pensar en ese problema. O tiro para delante y rompo la relación para acabar de una vez con esa situación que me resulta tan desagradable. O recurro a la bebida para anestesiar temporalmente la inquietud que me corroe. Ninguna de estas respuestas es correcta cuando hemos de hacer frente a la desolación. Ignacio de Loyola aconseja justamente lo contrario: tratar la desolación como una señal temprana que nos advierte de que en nuestra forma de procesar la decisión hay algo que falla, aunque tal vez el cerebro no haya descifrado todavía dónde radica el error y por qué. La desolación puede indicarnos que estamos a punto de tomar una decisión 130
imprudente, o de aceptar un compromiso inadecuado, por lo que quienes van a tomar la decisión necesitan echar el freno al primer tufillo de desolación y analizar cuidadosamente el proceso mental que han seguido hasta ese momento. Dice Ignacio de Loyola: «En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación» (EE, n. 318). En otras palabras, no tires para delante a pesar de la desolación; retrocede un poco para estudiar, pensar y meditar más a fondo la decisión propuesta. Siguiendo las pautas de consolación y desolación descubrimos pistas decisivas que transforman sensaciones que en otras circunstancias no pasarían de ser vagos sentimientos en datos que señalan el camino hacia las buenas decisiones. Confusión, agitación interior, malestar y ansiedad son todos ellos estados que indican desolación, y, si es posible, debemos seguir explorando el terreno y no tomar decisiones mientras estamos en pleno proceso de esclarecimiento. Por el contrario, tranquilidad o quietud, confianza, esperanza e inspiración son todos ellos estados que indican consolación, una señal de que nuestro pensamiento parece encontrarse en el buen camino. Ahora bien, Javier experimentaba la consolación cuando ya estaba viviendo como él había escogido, y lo que en realidad buscamos nosotros son herramientas que podamos utilizar durante el proceso preparatorio de la decisión. Después de todo, no podemos poner a prueba el matrimonio durante algunas semanas y luego decidir si quedarnos o no, dependiendo de si lo encontramos consolador. De todos modos, podemos llevar a cabo un ensayo imaginativo. No os limitéis a fantasear sobre la luna de miel (¡algo que todos hacemos de buena gana!); imaginaos también recogiendo los calcetines que él se niega a poner en el cesto, y cuidándola a ella durante una enfermedad, o luchando juntos con las finanzas cuando él pierde repentinamente un empleo que os permitía llevar un alto nivel de vida, o compartiendo la alegría de criar juntos a los hijos a costa del sueño. Prestad mucha atención a los sentimientos que van apareciendo durante el ejercicio imaginativo, especialmente a todo aquello que pueda catalogarse como consolación o desolación. Después, imaginaos la vida sin casaros con esa persona, y, también en este caso, conservad vuestras antenas emocionales bien sintonizadas con la consolación o la desolación. Por ejemplo, podéis sentir con un nivel de calidad constante la paz interior y la confianza de la consolación no solo cuando os imagináis viviendo con la persona amada en la riqueza y en la salud, sino también cuando os imagináis compartiendo con ella la pobreza o la enfermedad inesperadas. Para Ignacio de Loyola, estos sentimientos coherentes de consolación representarían una señal muy poderosa que indicaría que el pensamiento de esa persona puede estar en el buen camino. Puede ser difícil percibir incluso los propios movimientos interiores, y mucho más ofrecer una interpretación fidedigna de los mismos. Algunos de nosotros estamos tan 131
poco enterados de lo que sucede en nuestro interior que solo cuando ya han pasado las cosas nos damos cuenta de los sentimientos que cada día embargan nuestro corazón. En cierta ocasión oí que alguien a quien se le había preguntado si en alguna ocasión había tenido una experiencia extracorporal respondió: «¿Experiencia extracorporal? ¡Vaya, estoy trabajando duro precisamente para tener una experiencia en mi propio cuerpo!». Esta es otra de las razones por las que Ignacio de Loyola aconseja que nos retiremos algún tiempo a un entorno tranquilo mientras reflexionamos sobre los cambios que está exigiendo nuestra vida: podemos sintonizar mejor con las experiencias de consolación o de desolación apartándonos del ruido ambiental de la vida cotidiana. En cualquier caso, por claras que puedan parecer las señales emocionales, Ignacio de Loyola nos recuerda que en el delicado arte de descifrar esas señales abundan los escollos. Las calculadoras de bolsillo dan respuestas correctas de una vez para siempre. Ahora bien, interpretar las experiencias de consolación y desolación es algo más complicado, y lo último que Ignacio nos sugeriría, con respecto al matrimonio o a cualquier otra decisión importante, es que nos fiemos exclusivamente de la propia voz interior. En toda buena decisión intervienen cabeza, corazón y espíritu, y el mejor indicador de una decisión fundamentada es el hecho de que cabeza, corazón y espíritu se pongan de acuerdo para dar una respuesta común. Es decir, cuando una decisión que se prevé próxima parezca racional y se corresponda con la percepción que el interesado tenga del sentido de su vida y de los valores, y genere sentimientos de consolación, estamos probablemente en el buen camino. Esa convergencia no siempre se produce. Muchas decisiones son complicadas. De hecho, nuestras mociones interiores, la lógica y los valores raramente se alinean completamente. A menudo nos atormentan sentimientos opuestos: puedo sentir gran paz mientras me imagino criando a un hijo con mi esposa potencial y, en cambio, llenarme de ansiedad cuando me imagino envejeciendo a su lado. Nuestra cabeza tira de nosotros en una dirección, mientras que nuestro corazón parece tirar en sentido contrario. O, lo que todavía es peor, a veces malinterpretamos apegos desordenados como una experiencia de consolación: puedo entusiasmarme imaginando que he seducido a una mujer casada, o que me he enriquecido apoderándome de fondos públicos, o he soñado despierto con el prestigio que ganaría pasando por encima de los derechos de otros colegas y candidatos para conseguir un puesto importante en la empresa o en la administración. Ignacio de Loyola nos advierte que no malinterpretemos nunca una satisfacción degradante como una experiencia de consolación propiamente dicha, que únicamente nos anima a luchar por objetivos dignos. No obstante, incluso los sentimientos positivos con respecto a objetivos dignos pueden llevarnos por mal camino de vez en cuando. Un padre, un sacerdote o un oficinista de buen corazón pueden estudiar nuevas oportunidades de servir y apoyar a la familia, a los feligreses o a los colegas. El sacerdote puede experimentar una sensación 132
repentina de consolación al imaginarse cómo un nuevo programa para adultos jóvenes respondería a una necesidad vital de su comunidad, y cómo él economizaría algunos gastos de la parroquia asumiendo tareas que ahora realiza un contable externo, y cómo un programa ampliado de servicios litúrgicos sería beneficioso para la vida espiritual de la parroquia. El sacerdote interpreta su entusiasmo en favor de estas dignas iniciativas como una señal consoladora que lo invita a cargar él mismo con todas ellas. Al cabo de seis meses el sacerdote estaba agotado, se mostraba malhumorado con sus parroquianos, y no había conseguido poner debidamente en práctica ni uno solo de sus planes. Por una parte, nuestra voz interior es una fuente inestimable de datos para decisiones de gran calidad. Y la tecnología espiritual de Ignacio de Loyola de leer las experiencias, tanto de consolación como de desolación, es una poderosa metodología para interpretar nuestra voz interior. Por otra parte, es necesario que utilicemos nuestra cabeza y nuestro corazón y que, al hacerlo, mantengamos la brújula de nuestra vida en consonancia con nuestro propósito último como seres humanos. Y porque puede ser tan difícil pasar revista y ordenar ideas y sentimientos opuestos, Ignacio de Loyola nos aconseja que encontremos buena compañía para este proceso. Piensa en una decisión importante que hayas de tomar durante los próximos años. ¿Qué apegos podrían reducir tu capacidad de tomar una decisión fundada? ¿Puedes recordar un momento de consolación durante un proceso reciente de toma de decisión, por ejemplo, una sensación de paz interior tras llegar a una dura decisión, o un sentimiento de valor que te animase a cargar sin miedo con las consecuencias de una difícil decisión? Piensa en una ocasión en la que algún apego desordenado te haya empujado a tomar una decisión poco inteligente. ¿Hasta qué punto eras consciente de tu apego durante el proceso de decisión?
Granjéate un amigo de verdad tratando con colegas sabios Cuando trabajaba para la banca J. P. Morgan, me preguntaron si estaba dispuesto a dejar Nueva York para trabajar en Japón. Pensé que podría ser una fascinante experiencia cultural: mi nuevo trabajo supondría un reto personal, y yo adquiriría destrezas que encajaban con mis intereses a largo plazo. Por todas estas razones, me inclinaba a aceptar el ofrecimiento de la empresa. Sin embargo, el trabajo administrativo que me esperaba en Japón sería menos cotizado en los engreídos y machistas ambientes de nuestra industria que el puesto en un 133
banco de inversiones al que iba a renunciar. Y en una industria en la que prima absolutamente el interés económico, no era un asunto de poca monta el hecho de que pudiera disminuir mi trayectoria de ganancias a largo plazo; es decir, eso me sacaba definitivamente de la pista más rápida para acceder a las bonificaciones más cuantiosas. Le expliqué estos inconvenientes a un colega, diciéndole que personalmente me inclinaba a aceptar el trabajo en Japón. Sin dudarlo un momento, el colega me contestó: «¿Por qué... harías eso?» Él conocía cuál era la respuesta correcta, pero ¡para su propia vida! Desgraciadamente, su consejo reflejaba tan nítidamente sus propias prioridades – por encima de todo, el sueldo– que no tenía para nada en cuenta las mías. Era un gran amigo (y un gran empleado de banco de inversiones), pero un pésimo consejero a la hora de ayudarme a tomar una decisión importante. Muy diferente fue la actitud de otro amigo al que en ocasiones he consultado acerca de decisiones inminentes. A mis dilemas de «por una parte y por otra parte», este responde invariablemente con una pregunta muy directa: «Bueno, ¿qué opción piensas que te hará más feliz?» No se refiere, evidentemente, a la felicidad que ofrece un cucurucho de helado de nata, sino a esa felicidad más profunda –consolación– que Javier Moso encontró cuidando a su anciana madre. El estilo de mi amigo encaja con la descripción que hace Ignacio de Loyola del director espiritual ideal, el cual «no debe mover ... a un estado o modo de vivir más que a otro... De manera que... no se decante ni se incline a la una parte ni a la otra; ... estando en medio como un peso» [es decir, como el fiel de una balanza en equilibrio] (EE, n. 15). Los buenos entrenadores en la toma de decisiones no interponen sus prioridades y sentimientos, sino que te ayudan a tomar conciencia más clara de las tuyas. Todos hemos consultado alguna vez a amigos que han intentado inclinarnos a favor de una u otra solución para nuestras vidas, como mi bienintencionado amigote que no podía imaginar que alguien aceptase un trabajo que no incrementase automáticamente sus ingresos potenciales. No podemos tomar decisiones que destaquen por su excelente calidad sin que personalmente tomemos conciencia de los apegos desordenados que empañarían nuestro juicio, y este mismo principio es aplicable a nuestros amigos, padres y consejeros. Ninguna de esas personas podrá comportarse como el fiel de una balanza en equilibrio sin conocer sus propias predisposiciones y apegos. De lo contrario, en lugar de escucharnos desapasionadamente, inclinarán inconscientemente la balanza en un sentido o en otro. Estos mismos principios son aplicables tanto en escenarios individuales como en el caso de que un grupo tome decisiones en favor de sus familias, organizaciones o departamentos de negocios. En numerosas ocasiones me reuní con colegas de la banca J. 134
P. Morgan para decidir cómo distribuir las bonificaciones, o qué líneas de negocio desarrollar, o cómo economizar en una situación de crisis de mercado. Al final, todas esas variadas deliberaciones se reducían a un objetivo básico común: decidir qué sería lo mejor para la empresa y sus accionistas. A menudo, todos tendemos a dejar de lado intereses y sesgos personales para centrar nuestra atención exclusivamente en esa preocupación por la empresa. En otros casos, sin embargo, las deliberaciones terminaban convirtiéndose en auténticas sesiones de lucha darwinista. En lugar de buscar desapasionadamente la mejor salida para nuestra empresa, cada uno se atrincheraba para defender su propio equipo, departamento o interés personal. Los colegas duros y sin pelos en la lengua intimidaban a aquellos otros que, aunque tuvieran buenas ideas, carecían de la habilidad necesaria para defenderlas en el debate. Los colegas políticamente débiles no se atrevían a ir en contra de aquellos otros políticamente bien relacionados. Y no faltaban quienes metían mucho ruido, pero siempre en defensa de sus propios intereses. A veces, estos encuentros reunían a las personas más inteligentes con las que yo había trabajado, pero las decisiones que en ellos se tomaban no siempre eran las más sabias. ¿Por qué no? Muchos de nosotros no comprendíamos la sabiduría de Ignacio de Loyola, según la cual los buenos amigos, los buenos miembros de una familia o los buenos equipos empresariales deben revisar sus apegos desordenados antes de traspasar la puerta de la sala de juntas, para iniciar cada deliberación como el fiel de una balanza en equilibrio, libres para sopesar los datos objetivamente y dispuestos a ofrecer asesoramiento verdaderamente desinteresado. Otras tradiciones espirituales han desarrollado prácticas que reflejan esta misma riqueza de sabiduría. Los cuáqueros, por ejemplo, pueden convocar un «comité de transparencia» en el que un miembro de la comunidad explica una decisión personal inminente a un pequeño grupo de colegas. El autor Parker Palmer afirma haberse servido de un comité de este tipo, que le ayudó a valorar una oferta para convertirse en presidente de un colegio. Sus colegas le escucharon sin ánimo de juzgarlo y no le dijeron si pensaban que realmente debía dar ese paso o no. Eso sí, le plantearon algunas preguntas malintencionadas que ayudaron a Palmar a escudriñar sus motivos y procesos de pensamiento. En un determinado momento, Palmer no tuvo más remedio que reconocer que lo que más le interesaba de aquel cargo era «el hecho de ver mi foto en el periódico con la palabra Presidente debajo». Tras este penoso reconocimiento, «era obvio, incluso para mí», continúa Palmer, «que mi deseo de ser presidente tenía mucho más que ver con mi ego» que con un profundo deseo de contribuir a mejorar el mundo con el desempeño de aquel cargo. El comité de transparencia cumplió su objetivo ayudando a Palmer a aclarar su pensamiento, a tomar conciencia de sus apegos desordenados y a erradicar un razonamiento chapucero16.
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Ya sea como directores espirituales, como padres, jefes o miembros de un comité de transparencia al estilo de los cuáqueros, los buenos asesores y maestros comprenden que lo que está en juego es tu itinerario, no el suyo, y que su función consiste en ayudar a que tú lo recorras hasta el final. La perspectiva de una persona independiente es inestimable cuando manejamos hechos, sentimientos y pensamientos opuestos que afloran mientras nos preparamos para culminar un proceso de toma de decisiones complicadas. Los amigos pueden percibir aspectos que nosotros hemos pasado por alto, obligarnos a hacer frente a verdades que nos empeñamos en negar o expresar nuestros sentimientos en un lenguaje que finalmente se plasme en una nueva pauta resultante de pensamiento. Por estas razones, Ignacio de Loyola aconsejaba a sus seguidores que consultaran regularmente con un director espiritual; esta indicación la siguieron incluso aquellos miembros de la Compañía de Jesús que terminaron siendo reconocidos como santos. ¿Quién está en condiciones de aconsejar bien a un santo? Estrictamente hablando, los mejores consejeros no destacan necesariamente por ser más santos que nosotros, sino porque son capaces de escuchar, porque comprenden sus propios apegos desordenados y desentrañan los nuestros, hablan con franqueza y, en lugar de manipularnos, dejan que cada uno de nosotros vivamos nuestras propias vidas. Los tutores y maestros que poseen esas habilidades resultan inestimables, sean grandes santos o grandes pecadores. Quiero mencionar otro rasgo decisivo característico de los tutores de estilo ignaciano. Una antigua guía o directorio de los Ejercicios Espirituales afirma que los buenos directores «nunca deberían manifestar la más pequeña señal de desánimo o enojo, sino animar y fortalecer al [ejercitante] para que persevere» 17 . A menudo es perseverancia lo que se necesita cuando se han de tomar complicadas decisiones que implican muchos pros y contras. ¿Puedes mencionar situaciones en que las malas decisiones comerciales de tu empresa hayan sido consecuencia directa de cómo presentaron tus colegas el orden del día que sería discutido? ¿Puedes mencionar casos concretos de tu propia experiencia en que el consejo que recibiste estaba condicionado por el orden del día del debate? ¿Conoces a alguien que en tu opinión pueda ejercer de sabio tutor, director espiritual o entrenador de toma de decisiones? ¿Qué rasgos son característicos de su forma de ayudarte en el proceso de toma de decisión?
Hazlo una y otra vez desde distintas perspectivas
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Cualquier proceso de toma de decisiones que aproveche nuestras emociones puede parecernos tan horrible y poco fiable como consultar a un vidente sobre nuestro próximo cambio en la trayectoria profesional. El mismo Ignacio de Loyola, defensor inequívoco de la voz interior, era consciente de que los sentimientos podían despistar o ser malinterpretados; por este motivo, deberíamos comprobar de nuevo con la cabeza lo que al corazón le parece correcto: «Después... mirar dónde más la razón se inclina, y así, según la mayor moción racional, y no moción alguna sensual, se debe hacer deliberación sobre la cosa propósita» (EE, n. 182). En cualquier caso, tampoco nuestras cabezas son herramientas perfectas. Y, por lo tanto, conviene plantear la misma cuestión de diferentes maneras, porque cada perspectiva arroja nueva luz y nos encamina hacia la decisión correcta. Antes de trabajar en la banca de inversiones, me gustaba leer e informarme acerca de los grandes acuerdos de fusión y me preguntaba qué caja negra les decía a los banqueros que una empresa valía, por ejemplo, 89 dólares por acción (¿por qué no 90 u 88 dólares?). Bueno, en realidad no hay ninguna caja negra mágica; por lo general, los especialistas en compras fijan un precio de venta, y para establecer su valor recurren a diversos métodos de evaluación que generan un abanico de respuestas posibles (100 dólares la acción en un caso, y 75, 90 u 87 dólares, en otros). Todos los métodos son racionales, pero ninguno de ellos ofrece una respuesta definitiva. En último término, los banqueros hacen una valoración personal y, para aumentar su confianza en el juicio que han emitido, analizan y exploran desde múltiples perspectivas el problema que tratan de evaluar. Este era también el punto de vista de Ignacio de Loyola sobre nuestras decisiones personales. Decidiremos con mayor sabiduría y confianza en nosotros mismos si analizamos cuidadosamente los dilemas desde varias perspectivas. A menudo, cuando no podemos tomar fácilmente una decisión acerca de un asunto personal, continuamos dándole vueltas al problema, siguiendo exactamente el mismo proceso de pensamiento. Es como golpearse la cabeza contra un muro: nos dolerá, sin que apenas nos ofrezca nueva luz sobre el tema. Por el contrario, Ignacio sugiere analizar la misma cuestión utilizando diversos enfoques, como los tres siguientes. Valora los pros y los contras: «Considerar, raciocinando, cuántos cómodos y provechos se me siguen... y, por el contrario, considerar asimismo los incómodos y peligros» (EE, n. 181). Cuando tengas que escoger necesariamente entre dos alternativas, anota los pros y los contras que percibes en cada una de ellas. Por sí solo, este simple ejercicio de disciplina mental hace a veces que una decisión engorrosa resulte fácil. Si empezamos analizando racionalmente una decisión inminente, los pros y los contras pueden generar un confuso remolino en nuestra mente, pero, una vez trasladados al papel y organizados en dos columnas, los pros pueden acumularse de manera tan desproporcionada en un lado de la cuartilla que la decisión correcta no ofrezca la menor duda. Independientemente de que con este método parezca obtenerse una respuesta 137
clara, el estilo ignaciano de la toma de decisiones aconseja analizar después esa misma decisión desde otra perspectiva muy distinta. Imagínate que asesoras a otra persona que comparte tu dilema: «La segunda regla, mirar a un hombre que nunca he visto ni conocido». ¿Qué consejo le darías a esa persona, «para mayor perfección de su ánima» (EE, n. 185)? ¡A menudo resulta más fácil aconsejar a otros que a uno mismo! La mayoría de nosotros nos hemos sentido apenados de alguna manera al ver cómo amigos nuestros han terminado atrapados en relaciones infelices o en empleos sin salida. Y nos preguntamos por qué lo que a nosotros nos resulta tan claro les está vedado a ellos. A decir verdad, nosotros solemos conocer por qué ellos no ven la necesidad de cambiar, porque también nosotros hemos pasado por situaciones como la suya: empeñados en negar las cosas, presos en la rutina, temerosos del cambio, o sin la suficiente perspectiva para ver lo que a una distancia objetiva parece obvio. De ahí que también nosotros mejoremos la perspectiva sobre nuestras propias decisiones si nos imaginamos tratando de aconsejar a un amigo que se encuentra en semejante situación. Ignacio de Loyola nos propone todavía otro ejercicio imaginativo. Imagínate cómo verías esta situación desde tu lecho de muerte y qué decisión desearías entonces haber tomado: en tercer lugar, «considerar, como si [yo] estuviese en el artículo de la muerte, la forma y medida que entonces querría haber tenido en el modo de la presente elección» (EE, n. 186). Cualquiera que se sienta atormentado por los remordimientos persistentes que le provoca una antigua decisión comprenderá por qué puede ser eficaz este turbador ejercicio mental. Nadie desea rememorar su vida y provocarse remordimientos, especialmente si esa rememoración se hace desde el lecho de muerte, cuando no queda tiempo para corregir posibles errores. En este sentido, Ignacio te sugiere ahora que gestiones el negocio de tu vida de manera que no tengas que lamentarte más tarde, en la vejez. El naturalista norteamericano Henry David Thoreau se retiró a vivir al lago Walden (Concord, Massachusetts, Estados Unidos) para analizar el curso de su vida, porque, como él mismo confesó, no deseaba que «al llegar la hora de mi muerte, descubriese que no he vivido» 18. Esta técnica de la decisión en el lecho de muerte nos trae a la memoria una anécdota de cierto sabor bíblico como es la reminiscencia que hace de su padre el escritor y cómico Steve Martin en la revista The New Yorker. Aunque la relación de padre e hijo había sido crispada durante muchos años, en la etapa final de la vida de su padre Martin había empezado a mantener abiertas las líneas de comunicación con él. Cuando el padre yacía moribundo en su lecho, Martin recuerda que permaneció sentado a su lado y que ambos se miraron fijamente en silencio durante algún tiempo. Ambos se dieron cuenta de que este podría ser el último de sus encuentros en la tierra. Transcurrido algún tiempo en 138
silencio, el padre de Martin dijo: «Me gustaría llorar, me gustaría llorar por todo el amor que he recibido y que no pude devolver» 19. Este episodio ilustra conmovedoramente el poder que tiene el hecho de contemplar decisiones inminentes como si uno se encontrase ya en su lecho de muerte. Aunque se trate de una simple anécdota, este gesto refuerza el valor de poner en línea las decisiones importantes de nuestra vida con el sentido más profundo de la misma, con su propósito último. El padre moribundo de Steve Martin comparaba su vida con una hermosa y encomiable misión: dar a los demás tanto amor como él había recibido de ellos. En el momento de morir, ese hombre lamentaba no haber llevado a cabo su misión tan bien como él habría deseado. (Sospecho, en cualquier caso, que es muy probable que una persona que en las horas postreras de su vida se muestra lo suficientemente sensible como para plantearse esa cuestión haya repartido amor en abundancia a lo largo de su vida). Esta es, pues, la lección que podemos aprender de Ignacio de Loyola y del padre de Steve Martin (¡que en paz descanse!): evitar tener que arrepentirse al final de la vida sopesando las decisiones importantes como si echásemos una mirada retrospectiva sobre nuestra vida. Søren Kierkegaard, filósofo danés del siglo XIX, dijo en cierta ocasión: «La vida se vive mirando hacia delante, pero únicamente puede comprenderse retrospectivamente». Al sugerirnos que imaginativamente echemos una mirada retrospectiva a nuestra vida y comprendamos cómo nos habría gustado vivir –pero cuando todavía nos queda algo de vida por delante–, Ignacio trató de convertir esta sencilla sabiduría en una herramienta proactiva.
Toma tus decisiones asumiendo riesgos Todos conocemos a personas con un don especial para tomar decisiones fundadas. Entre mis antiguos colegas de la banca J. P. Morgan, algunos eran valorados por su extraordinario buen juicio; de ahí que la empresa los consultase regularmente acerca de asuntos completamente alejados del área de negocios de su estricta especialización personal. Les pedíamos que entrevistasen y evaluasen al personal preseleccionado para ser contratado; buscábamos su aportación sobre las reorganizaciones previstas de líneas de negocios; les pedíamos su opinión acerca de nuestras trayectorias profesionales. Confiábamos en su juicio porque previamente habíamos visto que gestionaban muy bien las decisiones relacionadas con sus propias vidas y carreras. Estos individuos solían rumiar decisiones importantes, a veces durante algunos minutos y a veces durante varios días, hasta que se encontraban a gusto con una determinada opción. Podía suceder que ellos mismos no conociesen exactamente cuál era el proceso interno que los había tranquilizado y convencido tras tensas y difíciles 139
deliberaciones. También es posible que estos individuos dominasen intuitivamente gran parte del arte que Ignacio de Loyola llama, en general, «discernimiento de espíritus». En cualquier caso, se retiraban para avanzar, creando el tiempo y el espacio necesarios para sopesar las decisiones importantes; analizaban minuciosamente el proceso mental para asegurarse de que no eran presionados o influenciados por sus propias prioridades (o afecciones) o las de sus colegas; tenían muy en cuenta hasta qué punto se sentían ellos mismos a gusto con la opción escogida (como poniendo a prueba un sentimiento que se acercaba bastante a la experiencia de consolación). Comprobaban si la futura decisión estaba de acuerdo con sus propios objetivos y valores a largo plazo. La buena noticia es que el buen juicio que puedan emitir estos expertos no brota de algún poder misterioso del que estén dotados algunos individuos –el «factor X» de que hablaba la Harvard Business Review–, sino de una habilidad humana que puede enseñarse y desarrollarse. Ignacio de Loyola nos dejó importantes intuiciones y una rigurosa metodología acerca de lo que implica el factor X y de cómo podemos utilizarlo de manera sistemática y segura cuando tomemos una decisión. Desde los tiempos de Ignacio de Loyola, los instrumentos puestos al servicio de la toma de decisiones han proliferado ininterrumpidamente, en particular durante los últimos cincuenta años. La psicología ocupacional ha desarrollado tests de personalidad y de preferencia de empleo; hoy día existen manuales de autoayuda que ofrecen a los «principiantes» información pormenorizada para todo, desde cómo cambiar de carrera hasta cómo encontrar pareja; los asesores de negocios nos enseñan a realizar análisis de campos de fuerza y análisis DAFO [en inglés SWOT], que estudian la situación de una empresa: sus Debilidades, Amenazas, Fortalezas y Oportunidades). Al fundador de los jesuitas le habría encantado ver cómo ha crecido nuestro arsenal de instrumentos al servicio de la toma de decisiones, y sin duda nos animaría a hacer buen uso de los mismos. Aunque, por otra parte, es probable que se sintiera defraudado al constatar que poco a poco hemos ido perdiendo contacto con nuestra propia sabiduría interior. En Judgement: How Winning Leaders Make Great Calls, Noel Tichy y Warren Bennis, dos destacados pensadores sobre el liderazgo, señalan cómo los factores internos pueden influir negativamente en nuestras valoraciones. «Todos sufrimos cegueras. Nos atamos a personas. Distorsionamos los hechos. Miramos para otro lado» 20. Tienen razón al señalar todos esos cargos. Y no olvidemos la avaricia, el miedo a los cambios, la estrechez de miras y otras innumerables afecciones que nos debilitan ya señaladas en este capítulo. Por desgracia, el proceso de toma de decisiones que prescriben estos dos autores no incluye una solución para las perniciosas formas de apego interior que describen. Por el contrario, Ignacio de Loyola comprendió que nuestros apegos son con frecuencia los 140
principales culpables que se esconden tras las malas decisiones, y que ningún proceso de toma de decisión podrá ser eficaz si no explota nuestra sabiduría y recursos interiores para combatir los apegos interiores. Ninguna herramienta, lista de verificación, página de Internet o manual de autoayuda podrá sustituir nunca la buena disposición para escuchar nuestra voz interior, la habilidad para oírla y la capacidad para interpretarla, echando mano tanto de la cabeza como del corazón como garantía de equilibrio: •
No te fijes únicamente en los hechos; comprueba que no existan sesgos o predisposiciones (apegos o afectos desordenados) que sutilmente condicionen tu interpretación de esos hechos.
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No pongas en común tus alternativas sin antes haberte liberado tú también emocional y espiritualmente para dar a conocer y poner en práctica todas las medidas legítimas que estén en tu mano.
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No te fíes solamente de tu proceso de razonamiento; expón tus ideas a un amigo sabio que esté dispuesto a ofrecerte una retroalimentación objetiva y desinteresada.
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No pases por alto tu voz interior; sigue el rastro de tus experiencias de consolación y desolación, porque a veces tu corazón puede indicarte que sigas la dirección correcta antes de que tu cabeza caiga en la cuenta.
Nos resulta imposible decidir correctamente en todas las ocasiones. Este hecho tan sencillo impide que muchos de nosotros tomemos todas las decisiones –sobre todo si son audaces– que deberíamos tomar. Son particularmente propensos a no tomar decisiones por miedo algunos individuos inteligentes que, tras descollar en la escuela, siempre se han imaginado que el mundo real reproduce ese mismo escenario. Si el resultado previsto de una determinada decisión no es claro, estos individuos se echan atrás a la hora de decidir. El miedo al fracaso, o a parecer loco, se convierte en una sutil –pero muy eficaz– afección desordenada que se esconde tras la renuencia a tomar una decisión importante. Se cuenta que el secretario personal de Juan XXIII trató insistentemente de disuadir al papa de convocar el concilio ecuménico Vaticano II, porque temía que tan trascendental iniciativa pudiera fracasar y, consiguientemente, mancillar el legado del pontífice. La respuesta del papa a su miedoso secretario revela un profundo dominio del discernimiento tal como Ignacio lo había entendido: «Todavía no te has desprendido lo suficiente de ti mismo. Sigue preocupándote el hecho de gozar de buena reputación. Únicamente cuando alguien ha sido capaz de pisotear el propio yo es plena y verdaderamente libre» 21. Piénsalo bien: solo si eres libre para arriesgarte a fracasar serás libre para arriesgarte a tener éxito. Poco tiempo después de iniciar mi carrera en la banca de inversiones, me chocó que uno de los directivos criticase a un inteligente subalterno diciéndole: «¡Arriésgate más!» 141
Efectivamente, el aludido dudaba si fiarse de su propio juicio, pero el directivo quería que su subalterno generase mayores ganancias mostrándose más confiado y aceptando mayores riesgos en sus decisiones comerciales. Hasta aquel momento, riesgo había sido para mí una palabra de mal agüero. Padres y profesores invitaban a evitar los riesgos; el riesgo era sinónimo de rodillas heridas, castigos después del horario escolar, juguetes rotos y visitas a urgencias hospitalarias. «¡Arriésgate más!» era el mantrarepetido incansablemente por el demonio que blandía su tridente encaramado en mi hombro izquierdo, mientras que desde lo alto de mi hombro derecho el ángel con el sudario blanco presionaba para ir en la otra dirección. Sin embargo, en la vida, como en aquel parqué de operaciones de la banca J. P. Morgan, a menudo solo obtenemos beneficios asumiendo cierto riesgo. Corremos el riesgo de fracasar cada vez que aceptamos una propuesta de matrimonio, cambiamos de empleo, nos trasladamos a vivir a otra ciudad o escogemos un colegio mayor u otro. De hecho, en algunos casos las probabilidades de fracaso serán mayores que las probabilidades de éxito, como sabe cualquier empresario que se decide a poner en marcha una empresa. A decir verdad, Ignacio de Loyola asumió un enorme riesgo personal al fundar con otros colegas la Compañía de Jesús, en aquel momento una orden religiosa de un estilo completamente nuevo –algunos dirían revolucionario–, que además echó a andar sin dinero, con el mínimo apoyo político y con perspectivas muy inciertas. Un tutor me dijo en cierta ocasión que lo mejor que le había sucedido en su carrera había sido fracasar estrepitosamente la primera vez que había tenido que tomar una decisión importante. ¿Lo mejor? Sí, me respondió. La vida continuó, él se repuso, sobrevivió y aprendió que a menudo podemos corregir nuestros errores y que frecuentemente la vida nos ofrece una segunda y una tercera oportunidad; no siempre oportunidades de reparar anteriores equivocaciones, pero sí oportunidades de hacer otras cosas buenas. Por eso, desde entonces, él nunca había temido tomar nuevas decisiones ni asumir riesgos personales. Gracias a esta primera experiencia, él había aprendido a vivir responsablemente y había adoptado una actitud de amor y aceptación del mundo. No podemos cumplir nuestro propósito en el mundo sin arriesgarnos y sin tomar decisiones. El propósito, la visión y los valores que adoptemos pueden ser nuestros faros permanentes en el camino de la vida, el «puerto hacia el que navegamos», como dijo Séneca. Pero nuestros talentos, circunstancias, recursos e intereses cambiarán a lo largo de la vida, como cambiará el mundo en que vivimos. De hecho, nuestras decisiones son el único puente que une la orilla en que nos encontramos y el puerto hacia el cual deseamos dirigirnos. Las decisiones son la única senda capaz de conducirnos de la civilización que hemos heredado a la civilización que aspiramos a crear. Decide sabiamente. 142
1. James C. Collins y Jerry I. Porras, Built to Last: Successful Habits of Visionary Companies, HarperBusiness, New York 1994, 89. (Trad. esp.: Empresas que perduran, Paidós Ibérica, Barcelona 1996). 2. John Henry Newman, An Essay on the Development of Christian Doctrine, University of Notre Dame Press, Notre Dame (Indiana) 19896 , 40. (Trad. esp.: Ensayo para contribuir a una Gramática del Asentimiento, Encuentro, Madrid 2010). 3. Abby Ellin, «Under 40, Successful, and Itching for a New Career»: New York Times, 16 de diciembre de 2006. La Oficina de Estadística del Trabajo informa que los nacidos entre 1959 y 1964, solo en sus primeros veinte años de vida como adultos han pasado por una media de 9,6 empleos. 4. Richard Luecke, Decision Making: 5 Steps to Better Results, Harvard Business School Press, Boston 2006, 101. (Trad. esp.: Toma de decisiones para conseguir mejores resultados, Deusto, Barcelona 2006). 5. Ibid., 92. 6. Alden Hayashi, «When to Trust Your Gut»: Harvard Business Review 79/2 (febrero 2001), 59-65. 7. Janet Adamy, «How Jim Skinner Flipped McDonald’s»: Wall Street Journal, 8 de enero de 2007. 8. Ben Shpigel, «Two Homes, One Team: Glavine Picks Mets»: New York Times, 2 de diciembre de 2006. 9. Malcolm Gladwell, Blink: The Power of Thinking without Thinking, Little, Brown, New York 2005. (Trad. esp.: Inteligencia intuitiva: ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?, Taurus Ediciones, Madrid 2005). 10. Walter J. Ciszek, sj, With God in Russia, con Daniel L. Flaherty, sj, McGraw Hill, New York 1964, 61. 11. Walter J. Ciszek, sj, He Leadeth Me, con Daniel L. Flaherty, sj, Image Books, New York 1975, 88. 12. Los historiadores de la espiritualidad jesuítica discuten cuál es la formulación exacta de esta famosa máxima. El lector encontrará un resumen del debate en Chris Lowney, El liderazgo de los Jesuitas, trad. de Isidro Arias, Sal Terrae, Santander 2014, 17, nota 1. 13. Joseph H. Fichter, sj, James Laynez: Jesuit, B. Herder Book Co., St. Louis 1944, 77-78. 14. La versión original de esta oración se atribuye al teólogo protestante Reinhold Niebuhr (fallecido en 1971), que la escribió entre los años 1930 y 1950; posteriormente fue adoptada y modificada por el movimiento de los Alcohólicos Anónimos. 15. Kate Zernike y Jeff Zeleny, «Obama in Senate: Star Power, Minor Role»: New York Times, 9 de marzo de 2008. 16. Parker Palmer, Let Your Life Speak: Listening for the Voice of Vocation, Jossey-Bass, San Francisco 2000, 44-47. 17. «Short Directory to the Spiritual Exercises» [década de 1580, archivos de la Provincia Jesuita de Bélgica], en Martin Palmer, On Giving the Spiritual Exercises: TheEarly Jesuit Manuscript Directories and the Official Directory of 1599, Institute of Jesuit Sources, St. Louis 1996, 205. 18. Henry David Thoreau, «Walden», en The Works of Henry David Thoreau, Thomas J. Crowell, New York 1940, 118. 19. Steve Martin, «The Death of My Father»: The New Yorker, 17 de junio de 2002, 84. 20. Noel M. Tichy y Warren G. Bennis, Judgment: How Winning Leaders Make Great Calls, Penguin, New York 2007, 1; 32.
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21. Thomas Cahill, Pope John XXIII, Viking Penguin, New York 2002, 177.
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9. Vive en libertad Escucha la silenciosa voz interior
En el capítulo anterior he descrito una serie de prácticas que nos ayudan a tomar decisiones sabias. Necesitamos evaluar nuestros talentos, circunstancias y recursos siempre cambiantes. Necesitamos entender nuestras experiencias de consolación y de desolación y liberarnos personalmente de la avaricia, del orgullo, del miedo y de otras afecciones desordenadas que podrían inducirnos a tomar decisiones equivocadas. En cualquier caso, la libertad de los apegos egoístas debe complementarse con una visión de amplios horizontes de la meta hacia la que queremos caminar. Dicho de otro modo, solo cuando la libertad de apegos desordenados se convierte en libertad para perseguir un propósito digno es verdaderamente estratégica. En el mismo sentido, las habilidades que nos capacitan para tomar decisiones perspicaces solo son decisivas cuando se ponen al servicio de una misión o visión. No es extraño, pues, que, para aspirar a una vida regida por el más noble de los propósitos, Ignacio de Loyola exigiese también libertad de los apegos que ensimisman y paralizan al ser humano. Por todo el mundo, ese noble propósito aparece impreso, pintado y tallado en vidrieras, medallones, emblemas, blasones y piedras angulares de muchos edificios: AMDG. Esta sigla recoge la inicial de cada una de las palabras de la expresión latina Ad majorem Dei gloriam, «A mayor gloria de Dios». El lema aflora reiteradamente en todo tipo de documentos de los jesuitas e inspira buenas obras por todo el mundo. Ignacio de Loyola consideraba que solo una vez adquirida la libertad emocional para actuar en cualquiera de los sentidos que percibamos como legítimos estaremos en condiciones de afrontar una decisión importante. Según él, llegados a ese punto debemos «elegir lo que más a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima sea» (EE, n. 152). Esta misma pauta debemos seguir en todas las decisiones de nuestra vida. Al escoger carrera o pareja, al decidir qué hacer cuando nos jubilemos o cómo gastar nuestro dinero, hemos de actuar con plena libertad personal, y a continuación escoger aquello que es AMDG. Gracias a estas cuatro letras, preguntas que se leen entre líneas en los capítulos anteriores destacan ahora como luces de neón: ¿Qué nos está pidiendo Dios? ¿Qué significa tomar decisiones que se hagan eco de la mayor gloria de Dios? O, si los seres humanos vivimos para ser santos, mejorar el mundo, construir una civilización de amor o luchar por el reino, sencillamente, ¿hasta dónde hemos de llegar en nuestros esfuerzos por mejorar el mundo, construir esa civilización o luchar por ese reino? ¿Una buena acción de vez en cuando? ¿Una generosa limosna depositada en el cestillo que cada
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domingo pasan ante los fieles en la misa? ¿Un fin de semana ocasional de trabajo voluntario? ¿O una vida plenamente dedicada? A veces hablamos del plan de Dios para nuestras vidas o utilizamos palabras como vocación o llamada. Así pues, ¿nos llama Dios? Y, de ser así, ¿qué nos pide que hagamos?
¿Qué trabajo da gloria a Dios? En otro tiempo, a los cristianos les resultaba más fácil responder a todas esas preguntas. Ignacio de Loyola representa bien la mentalidad típica de los católicos del siglo XVI al advertir: «La cuarta [regla que se ha de guardar es] Alabar mucho religiones, virginidad y continencia, y no tanto el matrimonio como ninguna de estas» (EE, n. 356). En aquel momento se pensaba que la vocación cristiana más digna era el sacerdocio o la vida religiosa; seguía a continuación la vida virginal de los laicos, y la retaguardia devota estaba formada por todos aquellos que se casaban y, como es de suponer, sostenían a sus familias trabajando a sueldo en el mundo secular. Hoy día, ninguna corriente importante dentro de la Iglesia, empezando por el papa, se atrevería a sugerir que la vocación sacerdotal es más digna que la de una persona casada. Por irónico que parezca, el catecismo católico actual se haría vagamente eco del sparring ideológico de Ignacio de Loyola, el reformador Martín Lutero, al proclamar que todos los bautizados estamos llamados a ser santos y que todos los estados legítimos de vida y de trabajo son sendas hacia la santidad. Todos –amas de casa, personal administrativo, conserjes, etcétera– podemos consolarnos con las palabras de Lutero: «Lo que haces en casa es tan digno como si lo hicieses en el cielo en honor de Dios nuestro Señor» 1. Y aunque un solícito padre de familia que de noche está dispuesto a cambiar los pañales a su hijo pueda ser ridiculizado por sus amigotes como un «loco afeminado» (en palabras de Lutero), «Dios –prosigue Lutero– sonríe con todos sus ángeles y criaturas». Realizado como acto de fidelidad, servicio y amor, todo trabajo legítimo es igualmente agradable a Dios2. Algunos colegas reformadores de Lutero llegaron a afirmar que, en lugar de preocuparnos acerca de si un empleo es mejor, más importante o más digno que otro, simplemente deberíamos alegrarnos de contar con un trabajo que es la voluntad de Dios para nosotros y al que debemos dedicarnos conscientemente. Juan Calvino afirmaba que «[el Señor] ha fijado deberes para cada ser humano en su particular forma de vida. Y... a estos diferentes tipos de vida [Dios] los ha llamado “vocaciones”. Así pues, cada individuo tiene su propio tipo de vida que el Señor le ha asignado como una especie de puesto de guardia del que él no puede desinteresarse durante toda su vida» 3. 146
Es posible que ese sentimiento consolara a los carpinteros y panaderos de la época de Calvino. De todos modos, lo primero que hay que decir es que la mayoría de ellos tenían pocas opciones a la hora de escoger carrera, ya que frecuentemente heredaban de sus padres el oficio que les permitía vivir y lo practicaban desde apenas abandonada la infancia hasta estar casi a las puertas de la muerte. Por otra parte, la mayoría de nosotros nos enfrentamos a muchas más opciones ocupacionales, por no mencionar la posibilidad de vivir una larga y productiva jubilación. Y si realmente Dios ha señalado una carrera a manera de puesto de guardia a cada uno de nosotros, nos va a resultar difícil encargarnos de ese puesto con los recortes de personal, los despidos, la subcontratación y otros males endémicos del mundo del trabajo en la actualidad.
Nuestra primera y principal responsabilidad Hoy vivimos y trabajamos en un mundo radicalmente distinto del que podrían haber previsto Ignacio, Lutero o Calvino. No es extraño, pues, que, a medida que pasamos de un empleo a otro, los más conscientes de entre nosotros nos preguntemos a veces si estamos haciendo lo que Dios habría deseado que hiciéramos. He encontrado esa pregunta planteada sin ambigüedades en un solo versículo de la Sagrada Escritura, donde el profeta Miqueas proclama: «¿Qué es lo que el Señor reclama de ti, sino practicar la justicia, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios?» (Miqueas 6,8). Miqueas parece destacar un punto fundamental que también se ha tocado en este libro: en un mundo permanentemente cambiante, la primera pregunta que uno debe plantearse no es ya «¿Qué empleo quiero tener?», sino «¿Qué clase de persona quiero ser?» Y Miqueas se hace eco de lo dicho en anteriores capítulos al pedirnos que seamos personas de un firme propósito y de nobles valores, personas que practiquemos la justicia y amemos la bondad, sea cual sea nuestra profesión o estado de vida. Las observaciones de Jesús sobre una pobre viuda añaden una nueva dimensión a la sabiduría de Miqueas. Jesús «estaba sentado frente al cepillo del templo, y observaba cómo la gente echaba monedas en el cepillo. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda pobre y echó unas monedillas de muy escaso valor». Jesús alaba a la mujer, contraponiéndola a los notables ricos y respetados, que daban mucho dinero, en parte para ganarse la admiración de su comunidad. Jesús explica que estas personas dan «de lo que les sobra». Aunque se trata de individuos con mucho talento, en su vida se muestran mezquinos en todos los sentidos de la palabra. La pobre viuda únicamente puede arañarse unas monedillas para entregarlas al templo. Jesús subraya que ella, «en su indigencia, ha dado cuanto tenía para vivir». Su gesto pone de relieve su grandeza de espíritu y es digno de alabarse (Marcos 12,41-44).
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Así pues, ¿qué nos pide Dios, y qué significa eso de tomar decisiones para la mayor gloria de Dios? El ejemplo de la pobre viuda nos ofrece una sencilla respuesta a ambas preguntas. Se nos pide que pongamos todo lo que tenemos al servicio de este fin (parafraseando a Jesús), entregando generosamente algo del tiempo, del dinero, de la energía, de la inteligencia y de otros muchos talentos que poseamos, y no para glorificarnos y servirnos a nosotros mismos, sino para dar más gloria a Dios sirviendo al pueblo de Dios.
¿Rayos y relámpagos? No obstante, aunque lo estoy poniendo todo de mi parte y trato de seguir la instrucción de Miqueas de caminar humildemente con mi Dios, no puedo dejar de preguntarme si Dios preferiría que yo fuese banquero, profesor, abogado o sacerdote. Después de todo, las Escrituras nos seducen con historias en las que Dios manifiesta opiniones imperiosas e inconfundiblemente claras acerca de algunas opciones de empleo. Jesús llamó a los pescadores Simón y Andrés, quienes «al punto, dejando las redes, le siguieron», abandonando una estrategia de vida para seguir otra completamente distinta (Marcos 1,18). En otro episodio del Nuevo Testamento, más dramático todavía, «de repente una luz celeste deslumbró» al futuro apóstol Pablo. Por si esta pirotecnia divina no era suficiente para atraer la atención de Pablo, este se quedó ciego y cayó en tierra, donde una voz celeste le ordenó: «Ahora levántate, entra en la ciudad y allí te dirán lo que debes hacer» (Hechos 9,3-4.6). Pablo comprendió de qué se trataba, y probablemente también nosotros lo habríamos hecho si el plan de Dios para nuestras vidas nos hubiera sido presentado de forma tan convincente. Este libro sería mucho más reducido si yo fuera capaz de envasar esa fórmula que garantiza la claridad estratégica personal. Por desgracia, no es frecuente que nosotros oigamos voces o veamos una luz que desciende del cielo y brilla a nuestro alrededor; por otra parte, todos somos lo suficientemente sabios como para mirar con escepticismo a quienes dicen ver esa luz o escuchar esas voces. A veces avanzamos dando tumbos en la penumbra. De vez en cuando, tomamos a sabiendas terribles decisiones, impulsados por la avaricia, el placer, la ira, el temor o el resto de los demonios que moran en nuestro interior. En otras ocasiones, las malas decisiones las tomamos inconscientemente; deseamos decidir bien, pero no vemos cuál es la senda correcta. Y a menudo, aunque nuestras decisiones hayan sido irreprochables, no estamos seguros de haber elegido el mejor camino y, por decirlo de alguna manera, haber encontrado nuestra vocación. No nos sentimos como el Pablo que disfrutó de una claridad deslumbrante, sino como el Pablo que en una de sus cartas dejó escrito: «Ahora vemos como enigmas en un espejo» (1 Corintios 13,12).
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Tal vez esas historias de una claridad inequívoca nos perjudican, por transmitirnos la idea de que Dios suele revelársenos en medio de truenos y relámpagos o nos advierte de su presencia por medio de rayos. Parece que la mayoría de las veces Dios nos habla más sutilmente, lo que por otra parte es perfectamente lógico. Después de todo, si hemos de mostrar profundo respeto a la dignidad humana de cada persona, seguramente Dios expresa esa misma virtud sobre todo respetando la libertad que tenemos para trazar sendas únicas que llevan a construir una civilización de amor. Pero, si Dios respeta nuestra libertad (y sin duda disfruta cada vez que tomamos una decisión creativa, inteligente), podría, no obstante, como buen amigo y padre amoroso que es, indicar sutilmente qué decisiones nos harán felices y serán eficaces. Esto era sin duda lo que creía Ignacio de Loyola. Sus variados instrumentos de decisión pueden haber hecho pensar a los lectores que son sugerencias llenas de sentido común, aunque Ignacio estaba convencido de que su eficacia se debía a algo más que al sentido común. Sin duda, él deseaba ayudarnos a mejorar nuestra agudeza mental, aunque estaba convencido de que al tomar una decisión no nos apoyamos únicamente en nuestra inteligencia, y por eso aconsejaba empezar todo proceso importante de toma de decisiones con una oración para pedir la luz divina: «Pedir a Dios nuestro Señor quiera mover mi voluntad y poner en mi ánima lo que yo debo hacer acerca de la cosa propósita que más su alabanza y gloria sea» (EE, n. 180). Es más, cuando Ignacio recomendaba encarecidamente a los directores de ejercicios que se comportasen como fieles de una balanza en equilibrio, no era simplemente para garantizar su imparcialidad, sino para «que deje inmediato obrar al Criador con la criatura, y a la criatura con su Criador y Señor» (EE, n. 15). Entre Dios y la persona que se prepara para tomar una decisión que afecta a toda su vida puede producirse una poderosa y especial comunicación a través de la oración, y lo último que debería hacer un director espiritual es entrometerse en ese diálogo. Tal como Ignacio veía las cosas, Dios no suele comunicarse a través de rayos y relámpagos, voces en nuestras cabezas, milagros o apariciones angélicas, sino más bien a través de las consolaciones que confirman que estamos en la senda adecuada y de las desolaciones que nos advierten de la existencia de un problema. Según Ignacio, esas consolaciones no representan sensaciones demoledoras y llamativas, sino que «tocan a la tal ánima dulce, leve y suavemente, como gota de agua que entra en una esponja» (EE, n. 335). De alguna manera, Ignacio se hacía eco de las palabras del apóstol Pablo, que también había dicho: «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia y dominio propio» (Gálatas 5,22-23).
La voz que habla «dentro de mí»
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También según Elías, un profeta hebreo, Dios habla de una manera parecida a esa. Se nos dice que Elías presenció «un huracán tan violento que descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor». Pero Elías se dio cuenta de que «el Señor no estaba en el viento», ni el terremoto ni en el fuego que se produjeron a continuación. Después del fuego, «se oyó una brisa tenue». Elías oyó que Dios le hablaba desde aquel silencio. O como traducía la versión inglesa tradicional de la Biblia: Elías oyó «la silenciosa voz» de Dios (1 Reyes 19,11-13). Tal vez si nos esforzáramos por sintonizar con esa silenciosa voz comprobaríamos que susurra a nuestro alrededor y, lo que es más importante, dentro de nosotros mismos. Parker Palmer, ministro cuáquero, lo expresó así: «La vocación no procede de una voz “exterior” que me llama a convertirme en algo que no soy, sino de una voz “interior” que me llama a ser la persona que desde siempre estoy destinado a ser, para hacer realidad el yo original que Dios me asignó al nacer» 4. Ahora bien, ¿cómo podemos reconocer esa voz interior? Según el ministro protestante Frederick Buechner, Dios se comunica con nosotros a través de nuestros más profundos intereses y preocupaciones de seres humanos: «La llamada de Dios se produce en ese lugar donde se encuentran el hambre profunda del mundo y nuestro propio deseo profundo» 5 . Y una de mis amigas, al preguntarle cómo puede influir Dios en nuestras decisiones relacionadas con el empleo, afirmó que ella veía el dedo de Dios en nuestras habilidades y circunstancias: «Los dones y talentos que Dios nos ha dado son pistas que nos indican el plan de Dios para cada uno de nosotros». Otro amigo se expresó en términos parecidos, destacando como indicios las pasiones y los intereses que no solo nos motivan a nosotros para alcanzar la excelencia, sino que además afectan a todas aquellas personas que ven nuestra excelencia en acción: «Lo que estimula a una persona a rendir con un nivel de excelencia posee una cualidad espiritual que inspira, nutre y corrobora su trabajo... Comprobar que alguien demuestra poseer un talento extraordinario –por ejemplo, jugar al tenis, cantar, predicar, cuidar a un enfermo– me trae a la memoria la gracia de Dios y parece ser una forma realmente admirable de que esa persona utilice su tiempo y energía». Cada vez que esa amiga comprueba que la excelencia humana está dedicada a un fin digno, ve actuar a Dios. También el poeta jesuita del siglo XIX Gerard Manley Hopkins encontraba la voz y la presencia de Dios en incontables encuentros de cada día: «Cristo juega en diez mil sitios, / bello en sus miembros, y bello a los ojos [que] no [son los] suyos» 6. Tal vez Dios habla también a través de nuestras circunstancias, de esos giros imprevisibles y, en ese sentido, inesperados– de la vida que finalmente convencen a todos, menos a los más obstinados de nosotros, de una verdad que el padre Ciszek aprendió durante los largos años que pasó en una prisión de la antigua Unión Soviética: 150
los seres humanos no controlamos tantos aspectos de nuestra vida como a veces nos imaginábamos cuando éramos jóvenes invencibles de veinte años. Aprendemos esta verdad a partir de la inolvidable predicción que hizo Jesús al apóstol Pedro: «Te lo aseguro, cuando eras mozo, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías. Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Juan 21,18). Algunos especialistas del Nuevo Testamento interpretan este melancólico versículo como una tentativa del autor del Evangelio de Juan de presentar el espantoso martirio de Pedro como una experiencia asumible para la joven e insegura comunidad cristiana. En cualquier caso, ¿quién no ha vivido el misterio de Pedro, aunque sea en pequeña escala? Nosotros mismos somos conscientes de tener un control menor sobre nuestros destinos de lo que nos imaginamos en otro tiempo. Los planes de carrera no salen como esperábamos; nuestros cuerpos no responden como lo hacían en otro tiempo; las tragedias imprevistas, las muertes de personas a las que amábamos y los fracasos matrimoniales obligan a posponer sueños largamente acariciados. Algunos sueños no solo se posponen, sino que mueren. Sin embargo, increíblemente se abren otras puertas y surgen otras posibilidades. Encontramos nuevas vías que nos permiten abrirnos paso en el mundo. Como Ignacio de Loyola, cuyos sueños de carera militar se hicieron añicos juntamente con su pierna, nos ponemos finalmente de pie y caminamos de nuevo. De hecho, mirado retrospectivamente, nuestro paso por la decepción y el trauma puede parecer un tiempo de gracia. Tuvimos dificultades para levantarnos de nuevo por nuestro propio coraje y determinación, pero no nos faltó un toque fortalecedor, como cuando Jesús sujetó con su mano la mano de una niña muerta, al tiempo que le decía: «“Talitha qum”, que significa “¡Niña, levántate!”» (Marcos 5,41). Efectivamente, nos levantamos, y en el transcurso de una etapa posterior de nuestra vida, a menudo caminamos más lejos y escalamos alturas superiores que antes ni siquiera nos habíamos atrevido a imaginar. Vemos que las grandes tragedias personales no solo traen dolor, sino a veces también semillas de nuestra propia resurrección. ¿Cómo debemos interpretar los cursos de nuestras vidas, a veces sorprendentemente dichosos y a veces decepcionantes, inesperados e impredecibles? ¿Qué sucede cuando la muerte o la ruina económica nos obligan a reconsiderar lo que esperamos de la vida; cuando los maestros o tutores encuentran y fomentan un talento que nosotros mismos desconocíamos poseer; cuando nuestro éxito supera nuestros sueños más salvajes; cuando los gestores dirigen nuestras carreras en direcciones escogidas al azar; cuando no nos ofrecen un trabajo que deseamos desesperadamente; cuando algunos amigos señalan oportunidades que nosotros desconocíamos totalmente, o cuando nos empeñamos en perseverar en una pasión personal sin demasiadas probabilidades de éxito? ¿Sirven todos estos casos simplemente para justificar el ingenio, la resiliencia, la fortaleza y la imaginación humanas? ¿O también actúa en ellos de una 151
manera inefable la mano de Dios que, como dice Hopkins, «juega en diez mil sitios, / bello en sus miembros, y bello a los ojos [que] no [son los] suyos»? De acuerdo, pero ¿por qué no ambas cosas? Así es como yo interpreto a Ignacio de Loyola, el antiguo militar y capitán, personalidad de tipo A, que no obstante supo adaptarse para leer la voluntad de Dios en las sutiles incitaciones de las consolaciones y las desolaciones. Lo diré de otro modo, sirviéndome de uno de los grandes lemas de la espiritualidad jesuítica: «¡Encuentra a Dios en todas las cosas!».
La zarza que ardía sin consumirse Si nos sensibilizamos personalmente para mirar y escuchar, podemos encontrar a Dios dentro de nosotros, a nuestro alrededor y hablándonos constantemente. Si no nos tomamos la molestia de mirar, parecerá que no hay nada que ver. En el siglo XIX, la poetisa inglesa Elizabeth Barrett Browning describió irónicamente la actitud de quienes muy a menudo no nos enteramos de lo que sucede delante de nuestras narices: «La tierra está abarrotada de cielo, Y todos los arbustos comunes arden de Dios, Pero solo quien ve se quita los zapatos; El resto se sienta en corro y recoge zarzamoras» 7 . La poetisa alude al relato del Éxodo según el cual Moisés, al encontrar a Dios en una zarza que arde, se quita las sandalias y escucha la llamada a liberar a su pueblo de la esclavitud y a conducirlo a la tierra prometida. La zarza de Moisés que ardía nos permite responder a la pregunta central de este capítulo: ¿Qué nos está pidiendo Dios que hagamos? Como Moisés, también nosotros estamos llamados en primer lugar a reconocer que vivimos, trabajamos y nos encontramos en un lugar sagrado, «un mundo lleno de la magnificencia de Dios» 8. En otras palabras, somos llamados a la santidad, que el rabino Kushner definió en su día como «ser conscientes de que estamos en presencia de Dios» 9. En segundo lugar, somos llamados a la libertad de todo aquello que nos encadena. El pueblo de Moisés se vio libre de la opresión a que lo sometía el faraón de Egipto; a nosotros, tal vez se nos pida que seamos capaces de romper con las ataduras que nos esclavizan a cosas tan diferentes como el dinero, el poder, la avaricia, el miedo, el alcohol, el sexo, el orgullo, el prejuicio o cualquiera otro de los demonios que nos impiden desarrollar lo mejor de nosotros mismos. Y no somos llamados únicamente a ser libres de algo, sino también a ser libres para algo: para cumplir un sublime propósito. Como Moisés, todos estamos llamados a 152
conducirnos a nosotros mismos y a nuestros hermanos y hermanas hacia una tierra prometida. Y no seremos capaces de conducir bien sin una visión clara de la meta que deseamos alcanzar, la clase de mundo que queremos crear, una civilización marcada por «los mejores fastos de la virtud humana, de la bondad popular, de la prosperidad colectiva, de la verdadera civilización: la civilización del amor» 10. La llamada de Moisés respondió a las peculiaridades de su tiempo, vida y circunstancias, y lo mismo sucede con la nuestra. Cada uno de nosotros aportamos diferentes talentos y recursos, vivimos en circunstancias únicas, y por lo tanto construimos la civilización del amor de acuerdo con nuestro peculiar modo de ser. Calculamos el camino que seguimos al avanzar aprendiendo a escoger bien, y todavía escogeremos mejor si mantenemos nuestros ojos abiertos a «todos los arbustos comunes que arden de Dios» y nuestros oídos abiertos a lo que Elías llamó la «silenciosa voz» de Dios y nuestros sentidos interiores sensibilizados a las consolaciones que «tocan a la tal ánima dulce, leve y suavemente, como gota de agua que entra en una esponja» (EE, n. 335). Reflexionando sobre decisiones relativas a tu empleo o familia, ¿has oído alguna vez en tu interior una voz silenciosa? ¿Tienes la sensación de que determinados aspectos de tu vida responden a tu vocación o llamada? De ser así, ¿cómo describirías esa vocación?
1. Citado en W. R. Forrester, Christian Vocation: Studies in Faith and Work, Lutterworth Press, London 1951, 147-148. 2. Martín Lutero, The Estate of Marriage (1522), en Luther’s Works 45, trad. y ed. Walther I. Brandt, Muhlenberg Press, Philadelphia 1962, 40. 3. Juan Calvino, Institutes of the Christian Religion, 3.10.6, en Library of the Christian Classics (ed. John T. McNeill: trad.: Ford Lewis Battles) Westminster Press, Philadelphia1960, 20, 724. (Trad. esp. revisada de Cipriano de Valera), Institución de la religión Cristiana, 2 vols, FELIRe, Barcelona 19995 ). 4. Palmer, Let Your Life Speak, 10. 5. Frederick Buechner, Wishful Thinking: A Theological ABC, Harper and Row, New York 1973, 95. 6. Gerard Manley Hopkins, «As Kingfishers Catch Fire», en (Norman H. MacKenzie [ed.]), The Poetical Works of Gerard Manley Hopkins, Clarendon Press, Oxford 1990, 141. 7. Elizabeth Barrett Browning, Aurora Leigh, 7.821-824, en (Margaret Reynolds [ed.]), Ohio University Press, Athens 1992, 487. 8. Gerard Manley Hopkins, «God’s Grandeur», en (M. H. Abrams [ed.]), The Norton Anthology of English Literature, Revised, W. W. Norton, New York 1968, 1433.
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9. Kushner y Mamet, Five Cities of Refuge, 93. 10. Pablo VI, «Si quieres la paz, defiende la vida», Mensaje para la celebración de la Décima Jornada de la Paz, 1 de enero de 1977.
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CUARTA PARTE:
Haz que cada día sea importante • Piensa que el resultado de tus actos importa • Dótate de una tecnología espiritual para una vida con sentido
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10. Trata de ser coherente Piensa que el resultado de tus actos importa
Avery Johnson sabe cómo rendir al máximo. Siendo una de las estrellas de los San Antonio Spurs, ganó el campeonato de la NBA, y años más tarde fue nombrado entrenador del año de la NBA por la habilidad que había demostrado para motivar a sus jugadores para rendir a un nivel de excelencia. Solo unos cuantos veteranos del baloncesto pueden presumir de ambos logros. Cuando el New York Times le preguntó por el secreto de su éxito, Johnson respondió citando un versículo de Proverbios: «Donde no hay visión, el pueblo se desmanda» (29,18)1. Ahora bien, por sí sola la visión no consigue nada. En la misma entrevista Johnson afirmó también: «Puedo decir que tengo mucha fe y visión, pero ¿cuánto tiempo dedico a mi profesión? ¿Cómo me he preparado para presentarme a jugar? ¿Cuánto tiempo paso con mis jugadores, aparte de las horas de baloncesto, para conocerlos mejor?» Esas tareas y otras muchas parecidas son las que determinan la ejecución o puesta en práctica de una estrategia: gracias a ellas se obtienen resultados, se ponen en práctica los planes, y se consigue que cada día de la semana la visión se convierta en realidad. La ejecución es la razón de ser de todo eso. Ahora bien, como dice el subtítulo de un libro muy vendido, la ejecución es «la disciplina de lograr que las cosas se hagan». Con frecuencia, no logramos que las cosas se hagan, por la sencilla razón de que no centramos nuestra atención en aquello que realmente deberíamos estar haciendo. Aspiramos a alcanzar elevados ideales, pero no calculamos qué hemos de hacer mañana y pasado mañana para que esos ideales se conviertan en realidad. De ahí que febrero esté sembrado de buenos propósitos incumplidos de Año Nuevo de perder peso, matricularse en la escuela para acabar el bachillerato, dejar de fumar o no perder tanto tiempo. Y el lunes está sembrado de las oraciones ya olvidadas con las que el domingo expresamos nuestro deseo de mejorar nuestra vida. A lo largo de mi carrera en el mundo de la banca, en más de una ocasión mis colegas y yo pusimos fin a tensas reuniones donde habíamos abordado cuestiones sobre la estrategia de la empresa congratulándonos de haber pasado revista a asuntos complejos sobre los que no todos los presentes teníamos la misma opinión y de habernos puesto de acuerdo en una nueva y audaz dirección a seguir. Pensábamos que la parte más dura de estas reuniones era decidir nuestra dirección estratégica (es decir, «escoger sabiamente», como señala el capítulo anterior). ¡Nos engañábamos a nosotros mismos! De hecho, la parte realmente dura empezaba justamente después de la reunión. Cada uno de nosotros se dejaba absorber por los trabajos que ya traía entre manos; ni uno solo seguía con determinación la nueva senda
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que nos habíamos trazado; ni uno solo comprobaba a conciencia la viabilidad de la nueva dirección; y nuestro audaz plan se quedaba en vía muerta. Ausencia total de ejecución. Los oficiales militares bromean a veces: «La estrategia es cosa de aficionados; la ejecución, de profesionales». Sin duda, los soldados se enfrentan a dificultades únicas a la hora de ejecutar con éxito ciertos planes que les imponen los estrategas. Una cosa es trazar un plan general de guerra en la tranquila habitación de un cuartel alejado de la zona de conflicto, y otra muy distinta ejecutar ese plan con las balas silbándote al avanzar y teniendo frente a ti un ejército enemigo que no se comporta como estaba previsto. Como dijo en cierta ocasión un alumno del famoso estratega militar alemán del siglo XIX Carl von Clausewitz: «Ningún plan sobrevive al primer contacto con el enemigo». Los verdaderos profesionales son capaces de procesar información en tiempo real, de no perder la calma mientras otros se dejan llevar por el pánico y de seguir fieles a su misión y valores aunque las circunstancias los obliguen a improvisar una respuesta a contratiempos y sorpresas de última hora. Por suerte, la mayoría de nosotros no tenemos que ejecutar nuestros planes de vida en medio de una lluvia de balas. De todos modos, la vida nos sorprende a menudo con contratiempos y circunstancias que constantemente ponen a prueba nuestra capacidad de poner en práctica nuestros buenos propósitos. Por este motivo, para que una estrategia tenga éxito debe tener en cuenta necesariamente las tres dimensiones de este libro: el poder transformador de la visión y del propósito; la habilidad de decidir y elegir bien en nuestro mundo cambiante, y –como trato de explicar en este capítulo– la habilidad de hacer que cada día importe.
Señor, estoy poniendo a un hombre en la Luna En 1957 los ingenieros soviéticos iniciaron el lanzamiento de una serie de satélites artificiales, los llamados Sputnik. El primero de ellos tenía una potencia computacional parecida a la de un reloj digital actual de pulsera que cualquiera puede adquirir por unos pocos euros. Pero, en aquel momento, la palabra Sputnik parecía cargada de un devastador poder psicológico y simbólico. Los norteamericanos temían perder su aparente superioridad tecnológica en favor de la Unión Soviética, su gran enemigo durante todo el periodo de la llamada «Guerra fría». Más tarde, el presidente John F. Kennedy respondió con el ambicioso proyecto de llevar a un hombre a la Luna a finales de la década de 1960. Dice la historia que, pasado algún tiempo, el presidente visitó el cuartel general de la agencia espacial para comprobar el progreso y reforzar la moral de los ingenieros, que, sorprendentemente, habían asumido de pronto la tarea de respaldar la confianza en sí misma de toda la nación. El presidente recorrió diversos pasillos y por casualidad se encontró con un conserje que barría unas oficinas, por lo que educadamente trató de informarse acerca del trabajo que 157
desempeñaba el caballero. Al parecer, la respuesta del conserje fue: «Señor presidente, estoy poniendo a un hombre en la Luna». Por simplista y sentimental que pueda parecer, la observación de este hombre subraya un hecho importante: tanto en la NASA como en la cancha de baloncesto de una facultad universitaria, un equipo rinde más y mejor cuando sus miembros se olvidan de sí mismos y aceptan como propia una misión más grande que ningún individuo puede cumplir por sí solo. El hecho de posicionarse a favor de un objetivo significativo aumenta invariablemente la productividad de los individuos y de los equipos. En cualquier caso, por elocuente, clara y convincente que fuera la visión del presidente Kennedy, el desafío real consistió en llevar a la práctica esa visión. Piensa en los miles –¿millones mejor?– de tareas y objetivos que en pequeñas dosis fueron enumerados, ordenados y repartidos, año tras año, para poner a un hombre en la Luna. Nos burlamos a veces de los ingenieros y funcionarios que se lamentan del palizón que supone para ellos el trabajo de cada día, pero lo cierto es que sin su constancia no habríamos conseguido poner a un hombre en la Luna en 1969, o ni siquiera ahora. Dirigir nuestras vidas no tiene por qué ser tan complicado como poner a algunos astronautas en la Luna. Pero nosotros tenemos que hacer frente a un reto que no conoció el presidente Kennedy. Este dio a conocer una visión, que un gran un inmenso número de personas se encargó después de poner en práctica. Nosotros, en cambio, no tenemos más remedio que responsabilizarnos de desempeñar ambos roles en nuestras propias vidas. Para cumplir bien esas dos distintas tareas, necesitamos compaginar dos actitudes personales aparentemente opuestas, aunque complementarias, descritas por Steve Ballmer, director de Microsoft: «Has de ser muy realista acerca de dónde te encuentras, pero muy optimista acerca de dónde puedes estar» 2. O, en palabras más poéticas: «Una visión sin una tarea solo es un sueño. Una tarea sin una visión es una dura faena. Una visión y una tarea es una esperanza para el mundo» (Este texto se encontró, al parecer, en una iglesia inglesa en 1730).
Cómo conseguir que las cosas no se hagan Cuando pensamos cómo se hacen las cosas año tras año y día a día, probablemente pensemos en listas de orden del día, listas de control y, en los círculos de negocios, en planes operativos. ¿Hay un asunto más aburrido que los planes operativos? Por lo que a mí respecta, el simple hecho de tener que escribir esa expresión me hastía, porque me trae a la memoria imágenes de burócratas de la banca cargados con abultados informes que todos los demás ignoran. Un antiguo colega de mi época de empleado de la banca J. 158
P. Morgan describió en cierta ocasión una reunión interna convocada para discutir los sobrecostes con respecto al plan operativo anual. Una vez reunidos los diversos gestores comerciales, llegó a toda prisa el controlador de gastos designado por el departamento; se presentaba con tantos informes que tenía que transportarlos en una carretilla. El alto directivo que dirigía la reunión señaló con el dedo hacia los montones de papel y dijo: «¡No me digan ustedes que esta es la solución, porque este es el problema!» Todo el mundo soltó una carcajada a costa del pobre encargado, la tensión se mitigó y los gestores comerciales reunidos consiguieron hacer lo que a menudo hacen los gestores bien pagados: encontrar una forma de echarle la culpa a otro (el pobre contable, en este caso) del desastre financiero que ellos mismos habían creado. Innegablemente, el alto directivo tenía básicamente la razón en una cosa: la solución a los problemas que conlleva la ejecución de un plan no puede basarse en unos montones de papeles más ordenados y más minuciosos. Aunque todos seamos personas bien intencionadas al trazar planes personales, hacer buenos propósitos por Año Nuevo y elaborar otros muchos tipos de listas, los planes que trazamos sobre un papel flotan habitualmente a la deriva en un universo paralelo, desconectado de nuestra realidad cotidiana. Esta historia nos ayuda a comprender por qué nuestros planes y visiones no siempre entran a formar definitivamente parte de vuestra vida. Como les sucedió a los gestores bancarios antes citados, a menudo perdemos la pista de algo importante (en su caso, vivir sin sobrepasar el presupuesto), porque son demasiadas las cosas que nos preocupan. O evitamos enfrentarnos a lo que es difícil y desagradable (como los presupuestos) y nos dejamos atraer por distracciones que son más excitantes y atractivas. Y, como hicieron los gestores antes mencionados, cuando metemos la pata, también nosotros tratamos en ocasiones de echar a otros la culpa de nuestras fechorías. Todo esto quiere decir: •
No nos concentramos suficientemente en las cosas más importantes.
•
Asumimos demasiadas tareas a la vez.
•
No seguimos cuidadosamente cómo evolucionan las cosas que traemos entre manos.
•
No nos responsabilizamos plenamente de nuestras acciones.
A veces corremos un velo –o, más literalmente, una cortina de papel– sobre estos problemas con listas de tareas y planes operativos, pero no podemos ocultar las cuestiones de fondo, que hemos de abordar cara a cara. He reunido un improbable jurado de expertos en ejecución que espero nos ayude en esta difícil tarea. Lo forman un santo, una gran empresa, algunos alcohólicos confesos, uno de mis vecinos y un antiguo jefe.
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¿Dónde sueles experimentar las primeras dificultades en tus esfuerzos cotidianos por conseguir que las cosas propuestas se lleven a cabo?
Centrar la atención: aprende de san Juan Berchmans A los aspirantes jesuitas se les anima a estudiar asiduamente la vida de los santos y a emular su heroísmo. Uno de estos modelos es el jesuita belga san Juan Berchmans, que murió a la edad de veintidós años, a consecuencia de unas fiebres. Más tarde entró a formar parte del trío de santos jesuitas que murieron en plena juventud. Los otros dos fueron san Luis Gonzaga y san Estanislao de Kostka. Por desgracia, en las biografías escritas después de su muerte, estos tres personajes aparecen desprovistos de la consistencia carnal que los hace plenamente humanos y verdaderamente santos. Representados por lo general en las pinturas y las estatuas de las iglesias como un trío, sus rostros sin tacha y prácticamente imposibles de diferenciar miran serenamente al cielo en una actitud empalagosa que los aísla del resto de los mortales. The Catholic Encyclopedia dice del joven Berchmans: «Sus colegas solían buscarlo como compañero de juego, era valiente y abierto, de trato agradable y de temperamento despierto y alegre» 3. Uno o dos lectores tal vez se reconozcan a sí mismos con ocho años de edad en esa descripción, pero la mayoría de nosotros no. Menos mal que casi enseguida se insinúa que, después de todo, Juan Berchmans era humano. Se nos dice que, «por disposición natural, era impetuoso e inconstante». Incluso los seres humanos reales, con todas nuestras manías, podemos ser santos. Por otra parte, las circunstancias vitales y la educación de Berchmans fueron bastante más reales de lo que podrían dar a entender algunas historias. A diferencia de los otros dos santos de la adolescencia (Gonzaga y Kostka), Berchmans no descendía de la nobleza. Creció en una casa normal, presidida por un cabeza de familia que tenía el oficio de zapatero. Y su familia tuvo que hacer frente a los mismos retos a los que a menudo nos enfrentamos quienes no descendemos de la nobleza, como es pagar los estudios de nuestros hijos. Desprovisto de recursos económicos, su padre tuvo que informar a su hijo de trece años –es decir, a Juan Berchmans– de que tendría que dejar la escuela y entrar como aprendiz en el negocio de los zapatos y de esa manera ayudar a sufragar los gastos de la familia. Pero el hijo se sentía llamado a ayudar a las almas, más bien que a remendar zapatos. Hizo un pacto con sus padres, aceptando el cargo de sirviente en la casa de un sacerdote de la localidad para ganar algo de dinero, pero siguió estudiando en el seminario menor. Poco tiempo después entró en el noviciado de los jesuitas.
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Durante mi corta pero feliz carrera en la Compañía de Jesús, un superior nos contó en cierta ocasión a los novicios una anécdota sobre Juan Berchmans. Una tarde, estaba Juan jugando al billar con otros compañeros de noviciado. Cuando se preparaba para darle a la bola, un compañero de aparente superioridad moral, probablemente cuando se dirigía a la capilla, se acercó a él y le preguntó: «Hermano Berchmans, ¿qué harías si supieses que el mundo se va a acabar dentro de un minuto?» Al hacer esta pregunta, el compañero seguramente trataba de avergonzar a Berchmans por verse obligado a admitir que también él debería dirigirse a la capilla. Para sorpresa de todos, sin levantar su vista de la mesa de billar, Juan respondió: «¿Qué haría yo? ¡Golpearía la bola lo mejor que pudiera!» No puedo saber con certeza si esta historia es auténtica. Tal vez mi superior se la inventó, deseoso de contrarrestar esos retratos que presentan a Juan Berchmans como una persona meliflua y de aparente superioridad moral, pero que, de hecho, no favorecen al santo. O, si la historia es auténtica, probablemente otros superiores de novicios jesuitas no perciban el ambiguo mensaje de la misma. Porque ¿qué superior jesuita puede desear que los jóvenes novicios pierdan tontamente su tiempo, en lugar de dedicarlo a orar? De todos modos, aunque sea inventada, esta historia nos ayuda a pasar de poner un hombre en la Luna a lo que hacemos hoy. Es una historieta que nos habla de centrar la atención en lo que hacemos. Si deseas poner un hombre en la Luna, comprendes que no puedes hacer muchas más cosas al mismo tiempo, y de esa manera concentras tu esfuerzo en lo que realmente importa. Un dicho antiguo nos animaba: Age quod agis!, «¡Atiende a lo que estás haciendo!» En otras palabras, todo lo que merece ser hecho, merece ser hecho de manera excelente (incluyendo, supongo yo, la última jugada de billar de tu vida). Y nadie es capaz de ejecutar algo de la manera más digna –es decir, en grado de excelencia– si constantemente está distraído por otros objetivos o por el deseo de hacer algo distinto. Los mejores líderes que yo he conocido en el mundo de los negocios se han distinguido por su buena disposición a tomar decisiones destinadas a concentrar la energía, los recursos y el esfuerzo. Los líderes sin carácter trataban simplemente de cubrirse las espaldas, haciendo y ensayando un poco de todo, siempre temerosos de errar el camino; al final, lo único que conseguían era desaprovechar los ya escasos recursos con que contaban y perder la concentración, de manera que terminaban siendo totalmente ineficaces. Por otra parte, los grandes gestores tomaban difíciles decisiones en favor de una u otra de las alternativas, pero siempre con la idea de dirigir el talento y el esfuerzo hacia un número limitado de objetivos. Otro proverbio latino subraya la dimensión espiritual del esfuerzo humano: Non multa, sed multum, «No muchas cosas, sino mucho». Este proverbio no lo crearon los jesuitas, aunque he oído cómo se lo atribuían a ellos, probablemente porque refleja una mentalidad muy afín a otros ideales jesuíticos. La calidad con que se lleva a cabo una 161
obra –es decir, el interés y el esfuerzo puestos en ella– puede ser más importante que la simple cantidad de tareas que realiza una persona. ¿Qué valor tiene, por ejemplo, el hecho de que un trabajador social asesore a cincuenta personas cada día, si estas se sienten tratadas como latas procesadas en la cadena de montaje? ¿O qué valor se puede conceder a personas que repiten mecánicamente cientos de oraciones sin el menor compromiso consciente por su parte? Antes he citado la opinión del arzobispo Óscar Romero sobre este tema: «No podemos hacerlo todo, y el comprender esto nos produce una sensación de liberación. Esto nos capacita para hacer algo y hacerlo bien». La Madre Teresa expresó una idea muy parecida, aunque con otras palabras: «No podemos hacer grandes cosas en este mundo. Únicamente podemos hacer pequeñas cosas con gran amor». En este sentido, la exhortación a enfocar debidamente nuestros esfuerzos no representa solo un importante estímulo para nuestra espiritualidad, sino también una significativa ayuda para nuestra productividad. Si yo le pidiera a un subordinado que realizase una sola tarea, sin duda la recordaría y casi siempre la ejecutaría, y por lo general de manera digna. Si a este mismo subordinado le pidiera que realizase diez tareas, algunas se perderían, bien por el desorden inherente al elevado número de tareas o por no ser prioritarias para el ejecutante. Casi con toda seguridad, uno de nosotros estaría descontento con el resultado, porque yo no había sido lo suficientemente concreto como para ayudar al subordinado a centrar su atención. Ni a otras personas ni el negocio de nuestras propias vidas podemos dirigirlos de esa manera. Concentra tu atención en una tarea cada vez, y ejecútala como mejor sepas y puedas.
Acepta la realimentación e introduce correcciones en tiempo real: aprende de Walmart Para el comercio minorista norteamericano es crucial el periodo entre las fiestas de Acción de Gracias y Navidad, durante el cual muchos comerciantes acumulan un tercio del total de sus ventas anuales. Con frecuencia, esas pocas semanas son determinantes para que el año se cierre con ganancias o con pérdidas, e incluso, en ocasiones, se decide entonces entre la solvencia o la bancarrota de un negocio. Minoristas como Walmart declaran una auténtica guerra de precios en las mercancías de alto riesgo para atraer clientes a sus centros de venta. Walmart puede seducirme con precios escandalosamente bajos en productos como una televisión, un electrodoméstico o el juguete de moda del año. El artículo de lanzamiento me recibe en la puerta, y mientras tanto los ejecutivos de Walmart parecen dar por sentado que, antes
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de pasar por caja, yo cargaré mi carro de la compra con otros bienes que le dejan mayores beneficios a la empresa. Durante este periodo decisivo para determinar el balance anual de ventas, los ejecutivos se mantienen alerta en el cuartel general de la empresa y analizan minuciosamente cada día –o incluso cada hora– las estadísticas de ventas que les llegan de los centros de venta diseminados por el país, de manera parecida a como los generales de un ejército instalados en los centros de mando rastrean informes de los distintos sectores del campo de batalla. Pues bien, algunos días después de haberse iniciado una de las últimas batallas de ventas navideñas, los generales de Walmart se dieron cuenta de que estaban perdiendo la guerra. Tanto la publicidad como las estrategias de promoción habían sido meticulosamente planeadas durante meses, pero «ningún plan sobrevive al primer contacto con el enemigo». Los comerciantes minoristas de la competencia habían conseguido abrirse paso con promociones de ventas más atractivas y estaban incrementando el número de clientes y las ventas en perjuicio de Walmart. De haberse producido esta misma situación hace aproximadamente una década, cuando los comerciantes minoristas no disponían todavía de la tecnología que hoy les permite seguir la evolución de sus ventas en tiempo real, la temporada de ventas habría terminado en un verdadero desastre. Los ejecutivos de la empresa habrían buscado a tientas en la semioscuridad, dándose por satisfechos con alguna evidencia anecdótica y con unos resultados totalmente parciales; cuando se hubiesen dado plenamente cuenta del desastre que tenían ante sí, estarían ya a primeros de enero del año siguiente, demasiado tarde para que la temporada de ventas de Navidad pudiese cambiar de signo de manera significativa. Sin embargo, a comienzos del siglo XXI la tecnología había avanzado tanto que la empresa pudo disponer en tiempo real de toda la información que necesitaba. Y los gestores demostraron tener suficiente valor y recursos para intervenir a tiempo y evitar la ruina. Cambiaron rápidamente el rumbo, remodelando la mezcla de los artículos rebajados y las promociones. El cambio funcionó, y la temporada de ventas se salvó. Como personas individuales, también nosotros necesitamos aprender a seguir de cerca la pista de nuestro progreso y a tomar medidas correctivas cuando sea necesario. Recoge cada día realimentación acerca de tu manera de actuar, y ármate de valor y de iniciativa para cambiar de conducta a medida que vas aprendiendo.
Afronta los grandes retos en pequeñas dosis: aprende de «Alcohólicos Anónimos» ¿Te has mantenido fiel a tus resoluciones de Año Nuevo? No, si eres como la mayoría de los seres humanos. El 2 de enero nos hicimos socios de un gimnasio para mejorar 163
nuestro estado de forma física; el 30 de enero de ese mismo año fuimos a preguntar si era posible recuperar parte de la cuota que los socios pagan cada año. Un destacado psicólogo ha calculado que «el ochenta por ciento de nuestras resoluciones ya se han esfumado para el 24 de enero». ¿Por qué? Según el citado psicólogo, «porque tomamos demasiadas o porque son excesivamente ambiciosas y pretenden abarcarlo todo» 4. En contraposición, analiza cómo actúan en este terreno quienes se distinguen por la fidelidad ejemplar con que cumplen sus resoluciones: los miles de personas que han dejado de beber tras integrarse en el programa «de Alcohólicos Anónimos». Personalmente, no puedo estar una semana sin llevarme a la boca algunas patatas fritas; los miembros de AA a menudo luchan contra la enfermedad del alcoholismo durante toda su vida. Los fundadores y promotores de AA propusieron un programa de doce pasos estrechamente relacionados e interdependientes. Pero un lema particular de la asociación nos ayuda a explicar por qué sus miembros cumplen el compromiso de dejar de consumir alcohol, y lo hacen con mayor eficacia de la que la mayoría de nosotros solemos hacer gala a la hora de cumplir nuestras resoluciones de Año Nuevo. Aspiran a no volver a beber nunca más, pero solo se preocupan de no beber hoy. Lo cierto es que uno de los lemas de AA, concretamente el que dice «¡Un día cada vez!», ha entrado a formar parte de la cultura popular gracias a los agradecidos beneficiarios del programa. Una vida entera es un abrumador plazo de tiempo que a la psique humana le cuesta comprender. De ahí que el alcohólico que sufre los primeros ramalazos de la adicción pueda desesperarse ante el reto de no volver a consumir bebidas alcohólicas durante muchos años; ahora bien, de lo que más debe preocuparse es, simplemente, de ser capaz de pasar el día de hoy sin beber, despertarse mañana y, con un poco más de confianza, pasar otro día más sin beber. De esta manera, dejas de beber para el resto de tu vida no bebiendo hoy, aprendiendo a vivir un día cada vez. De manera parecida, la NASA logró poner a un hombre en la Luna analizando minuciosamente qué tareas había que hacer cada día. Este principio de acción es válido también para alcanzar cualquier otro objetivo ambicioso o valores elevados como la integridad, la veneración o la excelencia: hazlos realidad un día cada vez. Y si un día cada vez sigue siendo un objetivo demasiado ambicioso para ti, desmenúzalo en pasos o etapas más manejables todavía. Orlando Hernández, lanzador de los Mets de Nueva York, preguntado en cierta ocasión acerca de su plan de juego después de una actuación magistral con siete innings, respondió: «Yo no pienso en el séptimo inning. Pienso en un inning cada vez, en tres outs. Realizado un inning, pienso en el siguiente» 5 .
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Desmenuza los grandes desafíos en dosis más fácilmente digeribles, comprueba cómo has cumplido la tarea de este día y deja que el éxito de hoy te introduzca en el mañana.
Recuerda cada día qué es lo que te preocupa: aprende de mi vecino En la ciudad de Nueva York vivimos unos ocho millones de personas y estamos acostumbrados a vivir en barrios donde los edificios están pegados unos a otros. Mi apartamento en una torre de pisos da a las terrazas de otra torre de pisos cercana. Como muchos neoyorquinos, he crecido acostumbrado a que mi privacidad estuviera en la cuerda floja y, como contrapartida, he pecado a veces de una cierta indiscreción con respecto a los dramas que pudieran desarrollarse en las vidas de mis vecinos. ¿Pretendo tal vez, como Jimmy Stewart en La ventana indiscreta, espiar a un vecino que trata de encubrir un asesinato? Probablemente, no. La mayor parte de los dramas que he podido llegar a vislumbrar no pasan de ser disputas acaloradas o alguna indiscreción romántica. En cualquier caso, el espectáculo que más me ha impresionado hasta la fecha es un gesto revelador de un elevado nivel de humanidad. Casi todas las mañanas, a primera hora, un hombre de unos treinta y tantos años sale a su terraza. Por lo general, viste una camiseta de manga corta y pantalones cortos deportivos. Cubre sus hombros con un chal de color azul y blanco, adornado en sus cuatro extremos con otros tantos flecos de hilo. Lleva una cajita de plástico sujeta al antebrazo por medio de una correa, y otra sujeta a la frente. Su actitud debe parecerles absolutamente extraña a otros tempranos madrugadores que seguramente lo ven mientras preparan su café matinal. Desde luego, a mí no me resulta una actitud extraña. El libro del Deuteronomio nos exhorta: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el ama y con todas tus fuerzas» (6,5). A continuación, el mismo libro ordena a los hijos de Israel guardar estos (y otros) mandamientos «en su memoria» y enseñárselos a sus hijos, y pensar en ellos «cuando estén acostados y cuando se levanten» (6,7). Les dice además: «Atarás a tu muñeca estas palabras como un signo, serán en tu frente una señal» (6,8). De esta manera, mi vecino y muchos devotos judíos como él a lo largo y ancho del mundo piensan en las palabras de Dios cuando se despiertan por la mañana y, obedeciendo el mandato recibido, atan a sus brazos y a su frente unas cajitas negras (tephillin o filacterias) que contienen pequeños trozos de pergamino en los que se han copiado algunos pasajes bíblicos, entre otros los citados en el párrafo anterior. Mi vecino abre un libro, que supongo será el manual de oraciones judío, y pronuncia las mismas palabras que todos los judíos practicantes recitarán esta mañana: «Te doy gracias, Rey
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vivo y eterno, porque te has dignado restablecer mi alma dentro de mí. Tu fidelidad es inmensa». Deja, hermano y vecino, que también yo diga amén a tus palabras. A veces lo veo algo más tarde, ya en pleno día, dirigiéndose a pie a la estación del tren. Naturalmente, se ha cambiado de ropa. No sé cómo se gana la vida ni cómo será su día. Pero es muy posible que, como otro trabajador cualquiera, también él se vea bombardeado por correos electrónicos, llamadas de teléfono, encuentros u otras distracciones. Cada una de las personas que lo llamen por teléfono o le envíen un correo electrónico tiene seguramente una agenda y unas prioridades que raramente coincidirán con las suyas. La gravosa consecuencia de una existencia tan caótica es un mundo de individuos que terminan su jornada laboral sin siquiera haber empezado a abordar su primera prioridad. No es que sean perezosos, en modo alguno, pero están literalmente «despistados»: han perdido la pista de sus propias prioridades, ocupados como están en atender a las peticiones de sus compañeros de trabajo, apagar fuegos y devolver mensajes. Independientemente de lo que le suceda a lo largo del día, al menos durante unos minutos cada mañana, mi vecino ha recordado las prioridades de su propia vida, y es poco probable que luego se olvide completamente de ellas, independientemente de las sorpresas que le reserve la jornada laboral. Recuerda cada día qué es lo que de verdad te preocupa y a qué das importancia en última instancia.
Sé responsable: aprende de un buen jefe En cierta ocasión, presenté a una empleada recientemente contratada a un superior. Este le dio la bienvenida, se ofreció a apoyarla y luego le dijo: «Dentro de una semana vuelve a hablar conmigo y responde a esta pregunta: ¿cómo sabrás que este año tu trabajo en la empresa ha sido un éxito?» Una pregunta importante. Al levantarnos cada mañana, todos solemos estar seguros de las tareas que vamos a realizar ese día; en cambio, nuestra seguridad deja mucho que desear por lo que se refiere al trabajo (o vida) que vamos a desarrollar a lo largo de todo un año. De esta manera, la nueva empleada tuvo ocasión de repasar cuáles iban a ser sus responsabilidades laborales y señalar los logros que constituirían un año exitoso para ella. Ese sencillo proceso tuvo un doble efecto positivo: además de responsabilizarse personalmente, la nueva empleada definió el éxito desde su propio punto de vista. Ambas cosas son importantes. En primer lugar, al precisar los resultados que para ella representarían el éxito, implícitamente se responsabilizaba no solo de sus propios logros, sino también de las decisiones y acciones que ella misma se vería obligada a tomar para 166
alcanzar las metas que se había fijado. Además, al desarrollar su imagen personal del éxito, estaba definiendo este desde su propio punto de vista. A menos que nosotros hagamos lo mismo, corremos el riesgo de dejar que la televisión, el jefe, los vecinos o la cultura popular definan el éxito en lugar de nosotros, con peligrosas consecuencias para nuestro propio bienestar. Nuestra cultura mediática proyecta poderosos estereotipos del éxito, con frecuencia vinculados a valores como el dinero, el poder, la belleza o la conquista sexual. Nuestros vecinos sintonizan en muchos casos con esas mismas orientaciones culturales y tienden a relacionarse con los conocidos que exhiben los coches más llamativos, las mansiones más grandes o tienen el carnet de socios de los clubes más exclusivos del país. En el lugar de trabajo, nuestros jefes, presionados por sus superiores, pueden muy bien exigirnos objetivos totalmente inalcanzables para nosotros. Todas estas pautas externas de comportamiento social tienen consecuencias; son ellas las que a menudo determinan quién acaba apareciendo en las portadas de las revistas, o es invitado a los cócteles organizados por los vecinos, o se beneficia de ascensos y subidas de sueldo sustanciales. Aunque algunas de esas consecuencias puedan parecer triviales (como figurar en una revista), otras son serias (como conservar el empleo). Por lo tanto, aunque es verdad que no podemos ignorar estas pautas externas del éxito, si nuestro sentido de la autoestima se deja condicionar por ellas tendremos un serio problema. Tan pronto como empezamos a vivir «de fuera adentro», dejando que lo que piensan o dicen de nosotros los demás sea el criterio que determina nuestra propia autoestima, nos veremos embarcados en una lucha por la supervivencia que nos será imposible ganar. Como personas, necesitamos más bien vivir «de dentro afuera», estableciendo nuestros propios patrones de éxito personal. En las páginas de este libro he insistido una y otra vez en la necesidad de que las personas individuales exijamos el control de nuestras propias vidas en un mundo inmenso, complejo y cambiante que en gran parte escapa a nuestro control. Un poderoso instrumento de control es el simple hecho de desarrollar y responsabilizarnos de nuestros propios patrones de éxito cada año, guiados por la visión y el propósito que dan sentido a nuestra vida. Por otra parte, la responsabilidad no implica solo la habilidad de imaginarse lo más aproximadamente posible el éxito, sino también la disposición a reconocer la propia culpa cuando, de hecho, no se consiguen los logros previstos. No es frecuente que la cultura actual ayude a inculcar esa responsabilidad. No es frecuente, por ejemplo, escuchar de boca de los políticos frases como estas: «Lo siento. No he cumplido lo que prometí, y ha sido por mi culpa». Los políticos saben que sus adversarios ideológicos y los comentaristas de los medios de comunicación los acribillarían por el candor que reflejan tales confesiones de culpabilidad, exactamente de la misma manera que los portavoces corporativos saben que las expresiones «Lo sentimos. Nos hemos equivocado» no invitan precisamente al perdón, sino a costosas demandas judiciales. 167
Otros escollos amenazan nuestro esfuerzo por alcanzar el adecuado nivel de responsabilidad. Algunas personas nos consideran a veces responsables de cosas que escapan a nuestro control, como cuando una repentina crisis económica impide cumplir una determinada cuota de ventas. En otros casos, nosotros mismos nos sentimos tentados de considerarnos responsables de cosas que realmente no dependen de nosotros, como cuando tenemos la desgracia de que nuestro hijo adolescente caiga en la droga, a pesar de haberlo educado saludable y amorosamente. Ni la ira latente de un funcionario por haber sido considerado injustamente responsable ni el sentimiento de culpa de un padre que indebidamente se responsabiliza del trágico destino de su hijo van a ayudar a que ambas personas hagan realidad sus objetivos y visiones durante el tiempo que les quede de vida. Más bien, hemos de seguir pidiendo el equilibrio y la perspicacia a que alude la llamada Oración de la serenidad, ya citada anteriormente: «Concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y sabiduría para conocer la diferencia». A los soñadores les resulta dura la responsabilidad, porque les parece un desafío pretender definir el éxito este año cuando se persigue un objetivo que trasciende toda una vida. Cuanto más elevado es el objetivo que nos hemos comprometido a alcanzar, tanto más difícil resulta la tarea de dibujar el éxito. Si únicamente me propongo acumular riqueza y éxito social, podré valorar fácilmente el éxito: ¿Crecen mis ingresos netos? ¿Es mi casa más grande que la de mi vecino? ¿Voy por delante de mis colegas? Pero si la meta que me he propuesto alcanzar es ser santo, construir una civilización del amor o contribuir a que el mundo mejore, el éxito será más difícil de medir. Piensa en las innumerables organizaciones sin ánimo de lucro y en las empresas con fines de lucro que se enfrentan al mismo dilema. Muchas universidades y colegios de jesuitas, por ejemplo, afirman que su misión en el mundo actual es «formar a hombres y mujeres para los demás». Una importante empresa química aspira a «hacer que el mundo sea un lugar mejor para que nosotros podamos continuar trabajando». Apple Computer proclama: «Esperamos contribuir a que este mundo sea un lugar mejor para vivir». Ahora bien, ¿cómo consiguen estas organizaciones medir su éxito anual con respecto a los elevados objetivos que se han propuesto? Para un colegio de jesuitas es más fácil controlar el porcentaje de graduados que acceden a la universidad que calcular cuántos de esos graduados se han convertido, veinte años más tarde, en hombres y mujeres para los demás. Y, desde luego, para Apple es mucho más fácil vigilar la cotización de sus acciones y llevar cuenta de los ordenadores vendidos cada año que controlar cuánto ha mejorado el mundo gracias a los esfuerzos de la empresa. Como Albert Einstein observó en cierta ocasión, «no todo lo que cuenta puede ser contado». En ocasiones, lo que más cuenta es lo más difícil de contar o medir. Por eso, muchas organizaciones ni siquiera tratan de evaluar su éxito en lo que al logro de sus más altas aspiraciones se refiere. Ahora bien, cuando no hacen este 168
esfuerzo, los empleados pueden empezar a considerar esas aspiraciones como simples lemas destinados a tranquilizar las conciencias de la gente. Y, en el peor de los casos, los empleados se vuelven cínicos. Y esto mismo sucede con nuestras vidas individuales. Si no estamos en condiciones de señalar algunas diferencias palpables en nuestro estilo de vida, o en lo que hacemos, o en lo que logramos, no podemos afirmar que vivimos efectivamente nuestro propósito o nuestros valores. ¿Qué prioridades vitales importantes te parece que no has afrontado nunca? ¿En cuántas pequeñas dosis podrías desmenuzar esas prioridades? ¿Qué éxitos podrías señalar en tu trabajo a lo largo de esta semana? ¿Y en tu vida personal? ¿Y en tus relaciones más importantes?
Afortunadamente, hay una forma de avanzar. Tal vez yo no esté en condiciones de juzgar con seguridad si este año he sido más respetuoso que el anterior; pero sí puedo dilucidar si en el encuentro de negocios que acabo de tener he sido respetuoso. Suelo darme cuenta cuando un dependiente no me ha respetado, y tampoco me pasa inadvertido el que yo mismo haya tratado mal a algún representante del servicio de atención al cliente que me ha sacado de mis casillas por haberse equivocado en una factura. El orador romano Cicerón dijo en cierta ocasión: «El mejor público para la práctica de la virtud es la propia conciencia de uno» 6. Y con mi propia conciencia como público, puedo hacerme personalmente responsable.
1. Liz Robbins, «Defense in Dallas? Coach Has Disciples»: New York Times, 19 de febrero de 2006. 2. Steve Lohr, «Preaching from the Ballmer Pulpit»: New York Times, 28 de enero de 2007. 3. The Catholic Encyclopedia: An International Work of Reference on the Constitution, Doctrine, Discipline, and History of the Catholic Church: cf. «John Berchmans». 4. Robert Butterworth, citado por Lisa Belkin en «Resolved: Go Easy on the Resolutions»: New York Times, 31 de diciembre de 2006. 5. «Mets Complete First 3-Game Sweep at Home!»: New York Sun, 11-13 de agosto de 2006. 6. Cicerón, Tusculan Disputations, 2.26. Citado en Max Stackhouse et al. (eds.), On Moral Business: Classical and Contemporary Resources for Ethics in EconomicLife, William B. Eerdmans, Grand Rapids 1995. (Trad. esp.: Disputaciones tusculanas, Gredos, Madrid 2005).
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11. Reconoce tu progreso Dótate de una tecnología espiritual para una vida con sentido
En un libro que tuvo una excelente acogida por parte del público, titulado El arte de la ejecución en los negocios, Ram Charan y Larry Bossidy afirman que la ejecución es «la gran cuestión de la que apenas se habla en el mundo de los negocios hoy día» 1. El mismo problema aqueja a nuestras vidas personales. Para llevar a cabo nuestros objetivos y vivir a fondo nuestros valores, necesitamos adquirir una actitud mental favorable a la ejecución de los buenos propósitos, que en páginas anteriores he asociado con cinco características: 1) centrar la atención; 2) recibir realimentación en tiempo real que posibilite las correcciones de rumbo en tiempo igualmente real; 3) desmenuzar los objetivos importantes en dosis más manejables; 4) recordar personalmente que cada día es importante; y 5) ser responsable. Pero ¿cómo conseguimos que esas lecciones entren a formar parte de nuestra vida real? ¿Cómo las transformaremos en algo que no se limite a ser otra lista más con que recargar nuestra memoria algunos días en los que ya estamos bastante ocupados? Si personalmente tuviera que recordar qué era lo primero que yo tenía que hacer, habría pasado revista a los cinco recordatorios que acabo de mencionar y que enseguida se convierten, justamente, en cinco nuevas cosas que olvidar. Necesitamos un hábito que nos capacite para coser indisolublemente esas cinco características en el tejido de la vida cotidiana. Por fortuna, ese hábito ha existido ya, de hecho, durante casi cinco siglos. Ignacio de Loyola lo llamó «examen», palabra latina que puede significar «prueba» o «análisis», pero que también se refiere al proceso de sopesar algo. En realidad, el examen de Ignacio abarcaría ambos aspectos: prueba o análisis de los pensamientos que habitan en nuestro interior y acción de sopesar o medir los propios sentimientos interiores. La esencia del examen es explicada en tres pasos sencillos (y una versión más elaborada, que seguirá más tarde). Tres veces al día, durante algunos minutos de silencio y sosiego, 1. 2. 3.
Sé agradecido. Recuerda un objetivo clave. Revive mentalmente tus últimas horas para sacar alguna lección que hayas aprendido y que te pueda ayudar en las horas siguientes.
El siguiente pasaje de los Ejercicios Espirituales explica, con palabras del propio Ignacio de Loyola, una forma de hacer este examen: 171
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«El primer punto es dar gracias a Dios nuestro Señor por los beneficios recibidos.
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El segundo, pedir gracia para conocer los pecados, y lanzallos.
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El tercero, demandar cuenta al ánima desde la hora que se levantó hasta el examen presente, de hora en hora o de tiempo en tiempo, y primero del pensamiento, y después de la palabra, y después de la obra...
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El cuarto, pedir perdón a Dios nuestro Señor de las faltas.
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El quinto, proponer enmienda con su gracia. [Concluir rezando un] Padrenuestro» (EE, n. 43).
Podríamos ampliar los pasos fundamentales de esta buena práctica: •
Ponte en presencia de Dios, o del Poder Superior, o retírate del barullo de los acontecimientos de cada día por medio de algún otro método o forma de contemplación.
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Pide (o busca) iluminación y sabiduría.
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¡Sé agradecido! Es mucho lo que tienes; no lo subestimes, como si pudieras darlo por sentado.
•
Centra tu atención durante un momento en lo que ya tienes y no pienses en lo que deseas tener. Repasa mentalmente tus últimas horas para extraer las lecciones que hayas podido aprender ese día. Puedes pensar en tus objetivos a corto o a largo plazo, o en algunas debilidades características que limitan tu efectividad. Presta atención a lo que has estado pensando y sintiendo, y no solo a lo que has estado haciendo. Si tienes fe religiosa, considera la posible presencia de Dios a tu lado en los acontecimientos y conversaciones que hayas podido mantener ese día. Recuerda la definición que el rabino Lawrence Kushner dio de la santidad como estado en el que «has tomado conciencia de que estás en presencia de Dios».
•
Sé sincero contigo mismo. Si durante esas horas no has puesto en práctica tu plan o no has vivido los valores a que aspiras, reconócelo.
•
Termina con una resolución esperanzada para el futuro. Agradece la oportunidad que has tenido de recogerte, evaluar tu situación y reorientar tus pensamientos o acciones en la medida en que ello sea necesario. Y, una vez sacadas las lecciones del pasado, deja tu pasado tras de ti y mira hacia delante.
De la misma manera que los ejecutivos de Walmart siguieron en tiempo real los datos de ventas de sus centros, lo cual les permitió corregir de manera inmediata el curso de las mismas, el examen sirve para iluminar problemas de rendimiento personal antes de 172
que estos crezcan vertiginosamente y se desaten crisis más amplias. De la misma manera que los miembros de «Alcohólicos Anónimos» aprenden a vivir sin beber un día cada vez, el examen desmenuza ambiciosos objetivos y valores vitales en dosis diarias manejables. De la misma manera que el jefe le pidió a una subordinada que le explicase cómo sabría ella que había tenido éxito, el examen implica responsabilidad con respecto a nuestros pensamientos y acciones. Finalmente, de la misma manera que las oraciones matinales de mi vecino, la disciplina del examen –que incluye el agradecimiento por las bendiciones recibidas– nos recuerda lo que es importante en la vida. La genialidad de esta sencilla práctica se pone más de manifiesto al considerar sus orígenes. Cuando se fundaron los jesuitas, la mayoría de las órdenes religiosas eran de carácter monástico. Los monjes se reunían en el templo, o en pequeñas capillas, varias veces al día para rezar en comunidad. Los jesuitas rompieron de manera radical –y polémica: todo hay que decirlo– con este régimen monástico para poder hacerse cargo de actividades fuera de casa que no habrían sido compatibles con la celebración de varias reuniones para la oración en común a lo largo del día. (Por ejemplo, ¡la mayoría de las escuelas no funcionarían muy bien si el profesorado y el personal no docente desaparecieran del centro simultáneamente varias veces cada día). Ahora bien, en pleno siglo XVI Ignacio de Loyola tuvo una intuición que los hombres del siglo XXI solemos pasar por alto: tú y yo podemos decidir no retirarnos a la capilla varias veces al día, pero seguimos necesitando encontrar formas de mantenernos concentrados y recogidos cuando nos alcanza la marea de correos electrónicos, llamadas de teléfono, tareas y reuniones. El examen representa una respuesta inteligente a este reto.
Mejorando a los estrategas del siglo XXI Efectivamente, el examen que Ignacio de Loyola propuso en el siglo XVI anuncia (y en cierto sentido sobrepasa) llamativamente herramientas de ejecución que hoy día son tenidas en alta estima por los especialistas. Por ejemplo, la guía Strategy (Estrategia), de la colección Harvard Business Essentials, sugiere la puesta en práctica de un proceso parecido al examen, llamado «Modelo para no perder el rumbo». Su autor resume el mismo tipo de desafío que trató de abordar Ignacio de Loyola: «Ningún plan de acción puede prever los numerosos obstáculos y las cambiantes condiciones que la gente se verá obligada a afrontar durante las semanas y los meses que se necesiten para poner en práctica una estrategia» 2. Tanto Ignacio de Loyola como este manual de estrategia suponen que las personas necesitan comprobar de vez en cuando que, en su avance, no se desvían de los objetivos trazados, en un mundo en que los planes no sobreviven al primer contacto con el 173
enemigo. Ambos modelos tienen su punto de partida en la recogida de datos, que nos indicarán si las cosas están yendo bien o mal. Y en ambos modelos identificamos una serie de debilidades básicas y tomamos resoluciones con vistas al futuro. Pero, con todo el respeto debido a la sabiduría colectiva de Harvard, Ignacio subraya prácticas vitales que las actuales escuelas de negocios pasan por alto. Para empezar, su examen está llamado a convertirse en un hábito diario que pone freno a la tendencia humana a aflojar la vigilancia cuando las cosas parecen ir por buen camino, precisamente cuando la mayor parte de los problemas empiezan a crecer como bolas de nieve que se deslizan por una pendiente de la montaña. Para frenar nuestra tendencia natural a desear oír solo buenas noticias, los autores de El arte de la ejecución en los negocios abogan por lo que ellos llaman «búsqueda incesante de realidad»; ahora bien, me atrevo a decir que la disciplina del examen ignaciano tres veces al día puede considerarse un paradigma perfecto de esa «búsqueda incesante de realidad» 3. Es más, a medida que nuestro radar se vuelve más sensible gracias a la práctica diaria, aprendemos a sentir los problemas todavía en ciernes antes de que aparezcan a la vista de todos, De manera muy parecida, nuestros padres aprendieron finalmente a entrar en una habitación y darse cuenta de que allí había algo que no estaba en regla, antes de fijarse en la lámpara rota o en el trabajo doméstico sin terminar. La diferencia básica y más importante entre el examen ignaciano y las actuales herramientas de gestión es que Ignacio nos invita a observar atentamente no solo el lugar de trabajo, sino también nuestras vidas y prioridades. En lugar de centrar la atención únicamente en lo que sucede fuera de nosotros aprovechando los informes de ventas y las conversaciones con los subordinados, el examen mira también hacia el interior, tratando de mantener un diálogo con nosotros mismos acerca de la marcha del negocio de nuestra vida. Los datos incluyen no solo nuestra conducta exterior con respecto a los demás y al trabajo, sino también lo que ha estado sucediendo dentro de nosotros. De la reflexión sobre el acierto que tuvimos al solucionar un enfrentamiento que podría haber supuesto para nosotros una trampa en el pasado podemos sacar confianza (o consolación); de ahí que, con vistas al futuro, tal vez nos convenga anotar qué hicimos exactamente para desactivar el enfrentamiento. Y podemos constatar que el miedo, la ira o la envidia han estado corroyéndonos y minando sutilmente nuestro rendimiento cada mañana, cuando hemos perdido la paciencia o hemos arremetido contra nuestros colegas. El examen pone de relieve estos sentimientos, los somete a un análisis consciente, explora su causa y, donde ello es posible, los aparta para que no terminen echando a perder el resto de nuestras actuaciones durante la jornada. En How Doctors Think (Cómo piensan los médicos), Jerome Groopman, conocido profesor de la Escuela de Medicina de Harvard, señala las consecuencias, a veces catastróficas, que pueden derivarse del hecho de ignorar el propio mundo interior. En el libro recuerda la historia de una paciente, «aparentemente con 174
interminables dolencias, cuya voz me sonaba como una uña arañando una pizarra» 4. Tras escuchar una vez más sus dolencias y diagnosticar rápidamente que se trataba de problemas abdominales menores, le prescribió antiácidos y pasó por alto las protestas de la enferma de que el problema persistía. Para ser exactos, ignoró a la enferma hasta que, requerido por los altavoces, acudió a la sala de urgencias del hospital, donde encontró a la paciente muriendo de un aneurisma cardíaco. No ha olvidado la lección que entonces aprendió: «La emoción puede alterar la capacidad de un médico de escuchar y pensar. Los médicos que sienten aversión a sus pacientes» son propensos a desconectar de ellos, a ignorar sus quejas o a aferrarse a juicios excesivamente precipitados simplemente para no tener que tratar con ellos5 . La mayoría de nosotros no hacemos diagnósticos de vida o muerte como el doctor Groopman, pero todos tratamos con miembros de la familia, con jefes, con subordinados y con otras personas que pueden resultarnos aburridas o irritantes. El punto de vista de Groopman no hace sino confirmar el consejo de Ignacio de examinar en nosotros mismos lo «que viene de dentro y lo que vienen de fuera». Es importante que cada día supervisemos nuestra actuación, sin limitarnos nunca a tener en cuenta los datos externos (en el caso del médico, los informes del laboratorio); necesitamos prestar idéntica atención a los datos internos, a las emociones que podrían poner en peligro nuestra eficacia o incluso afectar a nuestros juicios y valoraciones. Hay todavía otras dos diferencias más profundas que distinguen a la mayor parte de los modelos de ejecución de negocios del examen de Ignacio de Loyola. Una es la gratitud. Si la mayor parte de las herramientas de aplicación o ejecución centran su atención directamente en los problemas, Ignacio de Loyola insiste siempre en que empecemos dando gracias a Dios por las bendiciones recibidas. Cada examen –y cada día– debe empezar con un agradecimiento. Ese impulso, tan a menudo olvidado en nuestras estresantes tentativas mundanas, es fundamental en cualquiera de las grandes tradiciones espirituales. El monje y escritor budista Thich Nhat Hanh expresa esta misma idea con otras palabras: «Cada mañana, al despertarnos, disponemos para vivir de otras veinticuatro horas todavía por estrenar. ¡Qué maravilloso regalo! Tenemos la posibilidad de vivir de manera que estas veinticuatro horas nos aporten paz, alegría y felicidad a nosotros y a los demás» 6. Así pues, escucha a Ignacio de Loyola y a Thich Nhat Hanh y sé agradecido, siempre y sin cansarte. Esta tendencia a la gratitud es a la vez espiritual y mundana. Robert Emmons, investigador de la Universidad de California-Davis, explica que las personas agradecidas y optimistas «se las arreglan [mejor] con los problemas de cada día, especialmente el estrés..., y alcanzan una sensación positiva del yo» 7 . La máxima diferencia entre el examen y el resto de las herramientas diariamente actualizadas es la oración. El examen es fundamentalmente una práctica espiritual, un encuentro de oración que produce nuevas percepciones que, de manera inescrutable, 175
llevan la huella de Dios. El examen comienza con oración, que enmarca los desafíos y las frustraciones de cada día en una perspectiva más amplia: en último término, este mundo no es nuestro, sino de Dios. Y con esa perspectiva a punto, el efecto inmediato es con relativa frecuencia la paz interior. Aunque durante los minutos siguientes del examen no surja otra intuición, esa perspectiva renovada merece por sí sola la pena. El examen concluye igualmente con una resolución de mejorar, de carácter deprecativo, que anuncia el cierre y nos lanza de nuevo al mundo. De esta manera, la sencilla pero inteligente arquitectura del examen asegura un sano equilibrio. Por una parte, el examen exige introspección, en una cultura moderna que rehúye el instinto de parar, mirar hacia dentro y aprender de nuestra experiencia. Por otra parte, el examen contrarresta la excesiva absorción del yo que nos atrapa en nuestras propias mentes. La resolución final de hacer mejor las cosas, de carácter deprecativo, nos previene de instalarnos improductivamente en el pasado; hemos reflexionado sobre nuestro pasado, hemos expiado por él cuando nos ha parecido necesario, y ahora miramos al futuro con optimismo y energía. El modelo refleja la mentalidad elocuentemente descrita por el apóstol cristiano Pablo: «Olvidando lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que hay por delante y corro hacia la meta» (Filipenses 3,13-14). Aunque es verdad que el examen recoge intuiciones de nuestro pasado para mejorar nuestro futuro, a lo que nos enseña por encima de todo es a vivir en el presente. Por lo general, en nuestras jornadas laborales se apiñan hoy la frenética preocupación por la próxima reunión a la que hemos de asistir, los encargos que hay que cumplir, las comidas que hay que preparar y cientos de otras tareas que asumimos porque deseamos ser personas eficaces. El monje Thich Nhat Hanh apunta que los seres humanos somos grandes cuando se trata de planificar, y estamos dispuestos a sacrificar hoy para ahorrar para coches y casas mañana, «pero tenemos dificultad para recordar que vivimos en el momento presente, el único instante que tenemos a nuestra disposición para estar vivos». Por eso nos exhorta a ejercitar la práctica budista de la concienciación, siendo plena y deliberadamente conscientes del momento presente. El examen, al arrancarnos durante breves instantes del torbellino de nuestra vida diaria, puede ayudarnos a recuperar la orientación al presente. Para ser más precisos, como dice Thich Nhat Hanh, «cada aliento que tomamos, cada paso que damos, puede llenarse de paz, de gozo y de serenidad» 8. Aprende del pasado; imagina el futuro; vive en el presente. Es un modelo de vida desafiante que dominar, pero el examen nos ayuda a obrar así. Señala tres cosas por las que te sientas agradecido el día de hoy. Cuando emprendes los asuntos y las conversaciones de cada día, ¿hasta qué punto eres consciente del momento presente, por oposición a la preocupación que puedas sentir 176
acerca del pasado o del futuro?
Tradiciones espirituales salpicadas de herramientas de ejecución La genialidad del examen no radica en su sofisticación, sino, por el contrario, en su intuitiva sencillez. Muchos de nosotros hemos adoptado rutinas y hábitos parecidos. Una amiga me decía en cierta ocasión que la insistencia del examen en la gratitud le recordaba una práctica en torno a la mesa de comer de su juventud y que ella continuaba ahora con sus propios hijos. Durante la cena, cada miembro de la familia habla de algo de lo que se ha sentido orgulloso; es decir, cada uno cuenta algo positivo que le ha sucedido durante el día o alguna conducta personal de la que se siente orgulloso. Gracias a esta práctica, la familia reflexiona sobre los acontecimientos del día y agradece las experiencias vividas por cada uno de sus miembros. Otro amigo relaciona el examen con una historia que se cuenta acerca del famoso filántropo judío del siglo XIX sir Moses Montefiore (los hospitales Montefiore nos recuerdan hoy en día su legado en varias ciudades de los Estados Unidos). Se cuenta que Montefiore tenía un reloj de cuco y había tomado como recordatorio el canto del cucú que el mecanismo del reloj hacía sonar cada hora: «¿Qué has hecho con tu vida esta última hora?» (Admiro la decidida concienciación de Montefiore, pero probablemente yo no habría resistido una semana sin lanzarle un zapato al cucú). La tecnología relacionada con la medida y el control del tiempo ha evolucionado notablemente desde la época de Montefiore, y un amigo empresario me ha mostrado una pequeña variación sobre este tema. Me había sentado a su lado para asistir a una conferencia y oí de pronto la alarma de su reloj de pulsera. ¿Un recordatorio para pedir la comida o ponerse en contacto con su corredor de Bolsa? Nada de eso: la alarma recordaba al empresario que era la hora de hacer su examen diario. Al incorporar un examen espiritual a sus actividades mundanas de cada día, este empresario integra prácticas espirituales en su horario cotidiano y halla formas concretas de conectar su fe con su trabajo. Para poder vivir nuestras vidas con plenitud, las personas espirituales y los creyentes en general hemos de encontrar formas que realmente nos faciliten este objetivo. Y no sentiremos que nuestras vidas son realmente significativas a menos que logremos infiltrar en nuestro discurrir cotidiano las ideas y las creencias que consideremos de vital importancia para nosotros. Son muchas las prácticas religiosas y espirituales que asumen nuevo significado y dinamismo cuando se las entiende como herramientas cotidianas al servicio de la estrategia de vivir bien. En cierta ocasión leí la historia de un taxista urbano que colgaba 177
su rosario de cuentas musulmán del espejo retrovisor de su coche. Cada vez que otro conductor le cortaba el paso, instintivamente alargaba la mano para tocar el rosario. Según confesión del propio interesado, ese sencillo gesto le ayudaba a no enfadarse y a conservar la calma. Yakarta, capital de Indonesia, acoge casi tres veces la población de la ciudad de Nueva York, y esa ingente cantidad de personas se desplaza por la ciudad, que, para colmo de males, no cuenta con el metro como sistema de transporte. Las inimaginables frustraciones que supone conducir un autobús en medio del caos de las horas punta inspiraron a un conductor a desarrollar un sistema personal de autocontrol. Colocó en el salpicadero de su autobús una cajita, y cada vez que en su interior brotaban sentimientos de ira o pensamientos poco limpios, depositaba un centavo en la cajita. El invento funcionó: su primer día de trabajo depositó en la cajita cuarenta y nueve monedas, pero una semana más tarde las monedas depositadas fueron solo dieciséis. Aquel sencillo sistema de recordar la persona que aspiraba a ser le había resultado realmente barato a nuestro conductor; pero, sobre todo, independientemente del número de monedas acumuladas, lo realmente valioso era la mayor paz interior y satisfacción personal que el conductor había obtenido en el proceso. También quienes se desplazan por Nueva York tienen ocasión no solo de pasar por distintos barrios, sino, además, de conocer diferentes prácticas de carácter espiritual. Te subes a un vagón del metro al lado de judíos neoyorquinos que cubren su cabeza con una kipá, de musulmanes que llevan en su mano el rosario de cuentas, y de católicos que rezan su propio rosario. Algunos viajeros extraen de sus maletines biblias y otros libros de oración. Nosotros vemos en estas prácticas otras tantas devociones religiosas, y ciertamente lo son. Pero analiza su poder como herramientas de ejecución: por ejemplo, los judíos que cubren su cabeza con una kipá disfrutan de una oportunidad diaria y muy práctica para recordarse a sí mismos un valor estratégico básico: manifestar veneración a Dios. En la tradición de la Compañía de Jesús encontramos la historia de un hermano del siglo XVI que inventó su propia técnica para mantenerse concentrado en medio de un mundo que invitaba a la distracción. Este anciano jesuita era el portero de la comunidad y, como tal, estaba encargado de recibir a los mendigos, a repartidores que traían mercancías, a visitantes que buscaban consejo y a todo aquel que llamara a la puerta de la residencia en una interminable y molesta sucesión. Así pues, el hermano se inventó una rutina mental para evitar que todos estos visitantes lo distrajesen. Al oír que alguien llamaba a la puerta, susurraba para sí mismo: «¡Ya voy, Señor!». ¡Imagina simplemente cómo debía de ser el servicio al cliente que prestaba este hermano! Tal vez él consideraba esta práctica como un gesto de devoción piadosa, pero en realidad era una forma inteligente de recordarse a sí mismo constantemente qué era lo importante para él.
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Muchas devociones y prácticas espirituales tradicionales pueden resultar igualmente valiosas cuando alguien las descubre de nuevo con esta mentalidad. Devociones tradicionales hace tiempo abandonadas por parecer pasadas de moda pueden ser recuperadas como nuevas y excitantes iniciativas estratégicas. Por ejemplo, los católicos solían bendecirse a sí mismos haciendo la señal de la cruz al pasar delante de una iglesia –lo cual podría resultar cómico en un autobús que atravesara barrios con una población predominantemente inmigrante y pasara por delante de la iglesia italiana, después por delante de la iglesia polaca, etcétera. Un gesto que se repite constantemente, pero sin la debida atención, puede degenerar rápidamente en un hábito vacío o, lo que es peor, en una superstición. Sin embargo, realizados con mayor presencia de ánimo, esos mismos gestos de reverencia empiezan a dar frutos. Todos recordamos brevemente nuestros intereses más destacados en la vida antes de sucumbir a la interminable corriente de preocupaciones cotidianas que pululan en nuestra conciencia, como dónde vamos a comer, qué lanzador debería contratar nuestro equipo favorito de béisbol o por qué el jefe es un idiota. Cada vez está resultando más crucial la necesidad de elevarnos personalmente por encima de estas distracciones cotidianas, porque los correos electrónicos, los encuentros y las llamadas por teléfono móvil se están repitiendo con mayor frecuencia que los golpes en la puerta de la residencia de la que era portero el hermano jesuita. Y, por otra parte, los mensajes transmitidos no solo no suelen reforzar el impulso en favor de los grandes objetivos y de los valores altruistas, sino que más bien lo contradicen. Así, por ejemplo, algunos investigadores calculan que, por término medio, el habitante de una gran ciudad «está expuesto a [cinco mil] anuncios comerciales por día» 9. Y podemos estar seguros de que la mayoría de esos anuncios no nos exhortan precisamente a construir una civilización del amor, sino a comprar más cachivaches para nosotros mismos. En el Silicon Valley de California, donde el balido omnipresente del consumismo se ve amplificado por los teléfonos móviles, los localizadores, los mensajes instantáneos y el resto de los cachivaches de este país de las maravillas tecnológicas, las prácticas espirituales ayudan a Ateka a salir adelante. Como otros muchos devotos musulmanes, esta mujer reza cinco veces cada día: al amanecer, a mediodía, a media tarde, al ponerse el sol y al anochecer. El ritual de la oración musulmana, minuciosamente prescrito, exige que en ella participen tanto el cuerpo como la mente, de manera que, si la mente está distraída, el gesto físico de inclinarse y arrodillarse puede captar de nuevo la atención del orante para el acto que se dispone a realizar. Algunos musulmanes suelen dirigirse a la mezquita que tengan más cerca para hacer la oración, pero muchos otros terminan cumpliendo este deber al aire libre, en fábricas o en cualquier otro sitio que quede cerca del lugar donde desarrollan su vida diaria. Como muchos de nosotros, Ateka dedica de vez en cuando parte de la tarde a recorrer centros comerciales, que invariable e insistentemente tratan de inocular en su mente una serie invariable de consignas: 179
¡Aprovecha las últimas rebajas! ¡Compra esta blusa, que te hará más sexy!... En el caso de Ateka, sus prácticas espirituales le recuerdan habitualmente que, en último término, la vida consiste en algo más profundo que comprar cosas y más cosas. Más de una vez, ya dentro del centro comercial, al acercarse la hora del mediodía, ha sentido ella misma la necesidad de retirarse con alguna prenda de vestir a un probador del departamento de ropa femenina, más que para probarse dichas prendas, para encontrarse a solas en un lugar donde poder arrodillarse y dirigir su oración a Dios. En los probadores contiguos al suyo se oye el ruido incesante de las perchas que las clientes cuelgan y descuelgan a medida que van probándose faldas y vestidos; mientras tanto, en el probador escogido por Ateka reina durante breves minutos la calma de su silenciosa adoración a Dios. Naturalmente, la oración no es magia. Ateka lucha contra los mismos retos que hemos de afrontar nosotros cuando estamos cansados, preocupados y hacemos malabarismos para cumplir diferentes tareas. Es lo suficientemente sincera como para admitir eso que todos sentimos a veces, a saber, que «es difícil concentrarse cuando has estado todo el día moviéndote como una peonza». Por otra parte, cuando eres una madre a menudo agotada de un niño pequeño y ejerces fuera de casa una profesión exigente, puede parecerte que la oración del alba se ha adelantado a la hora. Durante el invierno, algunas mañanas tienes que hacer un esfuerzo sobrehumano para dejar la cama caliente y arrodillarte en el frío suelo. «Me veo a mí misma pronunciando entre dientes [mis oraciones de la mañana], y solo así puedo terminarlas y volver de nuevo a la cama», dice ella. «Incluso con cinco oraciones diarias obligatorias, un musulmán puede sentirse vacío. Tal vez todo dependa de cuánta intención has puesto en la oración». Sospecho que Ateka está siendo demasiado modesta y demasiado escrupulosa al expresar su deseo de estar más atenta durante la oración a las 4,30 de la mañana, después de cuidar toda la noche a su hijo enfermo, o cuando su mente empieza a pasar revista a las numerosas tareas que la esperan en el trabajo. Porque precisamente entonces, ante el peligro de vernos anegados en las distracciones de la vida diaria, es cuando el hábito de la oración mantiene nuestras cabezas a flote y nuestras miradas fijas en aquello que, en último término, más nos preocupa. Para decirlo con palabras de la misma Ateka, durante la oración «dedicamos plenamente nuestra mente y nuestro cuerpo a rendir culto a Dios». Si la oración es a veces difícil en las mañanas invernales, en otros muchos momentos del día resulta fácil. El ciclo de la oración musulmana está representado por una serie de momentos en los que, como dice Ateka, «dedicamos plenamente nuestra mente y nuestro cuerpo a rendir culto a Dios... [en] una audiencia exclusiva con Dios atendiendo a la cita que Él nos ha dado». Y a veces es un verdadero placer para esta mujer creyente acudir a esa cita. «Si las cosas marchan bien, yo me limito a veces a inclinar la cabeza hasta el suelo y dar gracias a Dios por todas sus bondades». Este gesto
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lo repite cinco veces cada día. Cito a continuación algunas de las oraciones –en realidad, palabras o simples expresiones– que Ateka recita al orar: Oh Dios, Único y Exclusivo, Omnipresente, Inmensamente Dadivoso... El Único que provee de todo sustento... Compasivo, Misericordioso, Incomparable Creador de Cielo y Tierra... En más de una ocasión, mientras un taxi me conducía al aeropuerto La Guardia de Nueva York, en mi mente se agitaban las preocupaciones típicas del viajero: ¿He recogido mi billete? ¿Llegaré a tiempo? ¿He metido en la maleta todas las cosas que voy a necesitar? ¿Estoy preparado para mi conferencia? ¿Se han ultimado todos los acuerdos? Una red laberíntica de rampas del aeropuerto rodea la amplia zona de aparcamientos, donde un centenar o más de taxis esperan su turno para recoger a los pasajeros. A determinadas horas del día es posible ver a un grupo de taxistas musulmanes en el perímetro de esa zona de aparcamiento. Las pequeñas alfombras que utilizan para hacer sus oraciones aparecen extendidas sobre el mugriento pavimento de la calzada. Da la sensación de que esos taxistas ignoran los gases de los coches, los motores de carreras y los pitidos de los cláxones. Por un momento dejan de preguntarse si el día de hoy van a ganar el dinero que necesitan para pagar su alquiler el día de mañana. En lugar de eso, recitan la oración en la que, como señala el ritual musulmán, confiesan la existencia de un único Dios. Se postran ante el Dios Único en actitud de adoración, hasta tocar con sus frentes el suelo. Ese gesto les sirve para recordar lo que es importante en sus vidas y, al ver cómo rezan ellos, también yo recuerdo qué es importante en la mía. Momentáneamente olvido mis preocupaciones acerca de los billetes, los horarios y las citas. También yo rezo, tal vez recordando que hoy, como muchos otros días, me he olvidado de hacer el examen que tantas veces he recomendado a otros. Me propongo ser mejor mañana. Este propósito lo cumplo a veces, pero no siempre. No importa. Como ha señalado Thich Nhat Hanh, cada día sigue ofreciéndonos para vivir «veinticuatro horas todavía por estrenar. ¡Qué maravilloso regalo!» Surgirán nuevas oportunidades, se plantearán nuevos desafíos. Y mientras me abro camino a través de las nuevas circunstancias, intentaré aprender de mi pasado, vivir en mi presente y mirar hacia mi futuro. Dentro de tu horario de cada día, ¿cuáles son los dos espacios de aproximadamente cinco minutos cada uno durante los cuales podrías hacer algo parecido a lo que en este libro he descrito como examen? ¿De qué otras técnicas o prácticas espirituales dispones que te recuerden cada día 181
aquello que, en tu opinión, es lo más importante en tu vida?
1. Bossidy y Charan, Execution, 5. 2. Luecke, Strategy, 96-97. 3. Bossidy y Charan, Execution, 30. 4. Jerome Groopman, How Doctors Think, Houghton Mifflin, Boston 2007, 24. 5. Groopman, How Doctors Think, 25. 6. Thich Nhat Hanh, Peace Is Every Step: The Path of Mindfulness in Everyday Life, Bantam, New York 1991, 5. (Trad. esp.: La paz está en cada paso, Sello Azul, Santiago de Chile 2000). 7.
Robert Emmons, citado en Gregg http://www.beliefnet.com/story/51/story_5111.html.
Easterbrook,
«Rx
for
Life:
Gratitude»,
8. Hanh, Peace Is Every Step, 5. 9. Walter Kirn, «Here, There, and Everywhere»: New York Times Magazine, 11 de febrero de 2007, 17-18.
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Apéndice: Haz de la gratitud y el optimismo los motores de tu vida
Empecé a hablar sobre la estrategia en este libro basándome en un innegable hecho global: vivimos en un mundo masivamente jerarquizado, rápidamente cambiante, complejo y multicultural. Y para triunfar en semejante entorno necesitamos contar con una estrategia. Concluiré mi discurso sobre la estrategia situándolo en un marco muy reducido: una instantánea de mis años de estudiante jesuita. Una vez terminados mis estudios de postgrado, fui destinado a una de las mayores comunidades jesuíticas de los Estados Unidos, una gran familia integrada aproximadamente por un centenar de miembros, entre los cuales había de todo: santos, sabios y excéntricos (a menudo, los tres calificativos podrían aplicarse a la misma persona). Entre ellos había un sacerdote de unos sesenta años de edad al que llamaré «padre X». El padre X, que supuestamente había caído en una cierta demencia senil prematura pero benigna, realizaba tareas de menor importancia en la administración de la comunidad. Este curioso personaje acostumbraba a hacer rondas diarias de recreo y de reparto de correspondencia. Solía arrastrar una carretilla cargada con material de oficina o de limpieza y ofrecía comentarios editoriales en directo acerca de los colegas jesuitas que no eran del todo de su gusto. Divulgaba sus mensajes con un nivel de decibelios tan elevado que cualquiera que se encontrase en un radio de unos catorce metros podía sintonizar sus análisis. Muchos miembros de la comunidad eran profesores universitarios, pero al padre X no debían de impresionarle excesivamente con sus publicaciones en prestigiosas revistas o con las invitaciones que recibían para dar conferencias académicas; a nuestro personaje le encantaba especialmente «incordiar» a estos gigantes intelectuales y bajarles un poco los humos. ¿Estaba realmente chiflado? No me atrevo a asegurarlo. Creo que aquel hombre decía lo que todos los demás pensábamos, aunque no nos atrevíamos a decirlo en voz alta. Pero, como al padre X se le suponía chiflado, podía decir lo que se le ocurriera. No es una mala estrategia. Algunas semanas antes de incorporarme a la comunidad del padre X, yo mismo había recibido un par de pequeñas distinciones académicas en la ceremonia de entrega de diplomas de mi universidad. Este detalle era todo lo que necesitaba el padre X para conocerme. A partir de entonces, siempre que me veía bajar al recibidor, solía anunciarme con un estilo teatral: «¡Mirad, aquí viene Crissy Fraude!», es decir, aquí 183
viene Chris, que piensa que es inteligente porque en la graduación de su facultad le han premiado con dos chucherías. Invariablemente, este saludo no solo no me dolía, sino que me levantaba el ánimo. Si el padre X te pinchaba, era que probablemente le caías bien. Los individuos que realmente tenían que preocuparse eran aquellos a quienes no mencionaba para nada en sus comentarios. Durante los meses que necesité para escribir este libro, me vino a la memoria esta anécdota en varias ocasiones. Ni que decir tiene que, mientras escribía, nunca me sentí un fraude, aunque era plenamente consciente de que mi valor personal como mensajero de los ideales que aquí se describen es inmensamente inferior al del resto de los mensajeros presentados en estas páginas, o de otros muchos a los que podría haber incluido. En un capítulo exalté el valor de la integridad, destacando el perfil de los ejecutivos de Johnson & Johnson, que al decidir la retirada del Tylenol de todas las farmacias de los Estados Unidos habían privado a su empresa de unos ingresos que podían rondar los 100 millones de dólares (cuando 100 millones de dólares era un montón de dinero). Estos gestores defendieron inequívocamente los valores proclamados con antelación por su empresa, en un momento crucial en que mirar para otro lado les habría resultado más fácil y, sobre todo, más barato. He de añadir, no obstante, que, mientras escribía sobre la integridad de esas personas, en más de una ocasión recordé con vergüenza momentos de mi propia historia profesional en que la oportunidad de seguir escalando puestos en la empresa se había impuesto al deber de decir la verdad a la autoridad. En otro capítulo expliqué la necesidad de estar libre de los apegos desordenados cuando uno tiene que tomar decisiones importantes. Tanto en los negocios como en la vida personal, todos tomamos a veces decisiones nefastas, y no porque desconozcamos los hechos o no sepamos evaluarlos, sino porque nos dejamos llevar por la ambición, la avaricia u otra serie de vicios privados que sutilmente empañan nuestra mejor valoración. Si yo mismo hubiese tenido en cuenta mi propio consejo a lo largo de los años, seguramente habría estado más acertado a la hora de tomar dos o tres (o algunas docenas) de decisiones que en su momento tomé impulsado por el orgullo, el miedo o – no lo olvidemos– el placer; y, en cualquier caso, no porque yo me sintiese libre para tratar de alcanzar el objetivo que da sentido a mi vida. Básicamente, en este libro he querido defender la idea de que toda vida humana adquiere pleno sentido cuando la persona va más allá de sí misma, de su yo. Recuérdese la figura de Nanette Schorr, una mujer judía que puso generosamente sus conocimientos de abogada al servicio de las madres sin recursos del Bronx Sur cuyos hijos habían sido puestos bajo tutela de las autoridades del Estado. Se trata de un trabajo que en ocasiones resulta frustrante, pero que, en cualquier caso, cumple plenamente el objetivo de la vida de Nanette, que no es otro que mejorar el mundo. Otra figura que desfila por el libro es sor Saturnina, una monja católica que está dispuesta a subir y bajar las colinas de un 184
suburbio de Caracas para enseñar a leer a niños desescolarizados. Gracias a su ejemplo, los hombres pueden contemplar de nuevo una imagen cercana del reino de Dios que no es una visión oscura ni una realidad etérea y lejana, situada en la cima de una montaña y más allá de nuestras vidas. Más bien, como ella misma dice, el reino de Dios «se hace presente»; está ahí. Sí, se hace plenamente vivo en la ayuda que ella presta a esos niños «para que vivan con la dignidad que corresponde a hijos del reino de Dios». Al igual que sor Saturnina, Nanette y tantas otras personas mencionadas en estas páginas, también yo persigo un poderoso objetivo. La lectura que hago de mi propia tradición cristiana me convence de que estoy en este mundo para amar y servir a mis prójimos. Y ello aunque la puesta en práctica de este elevado objetivo deje mucho que desear por lo que a mí se refiere, que con frecuencia vivo excesivamente preocupado por mis propios intereses y, más que al prójimo, me sirvo a mí mismo. De ahí que, al revisar el texto de los capítulos de este libro, me asaltara a veces la sensación de ser un vaso inapropiado para el mensaje que quería transmitir. Y lo peor de todo es que a veces me he sentido casi como, digamos, Crissy Fraude. ¿Quién soy yo para vender de puerta en puerta una estrategia para vivir que no he sido capaz de aplicar en mi propia vida? El apóstol cristiano Pablo resumió a las mil maravillas lo que parece ser también el dilema de mi vida: «Lo que realizo no lo entiendo, porque no ejecuto lo que quiero, sino que hago lo que detesto» (Romanos 7,15). ¡Amén, hermano Pablo! He de decir, sin embargo, que mi persistente inquietud desapareció cuando comprendí que el hecho de que mi humanidad haga agua por todas partes no invalida la estrategia de este libro, sino que más bien la justifica con fuerza. De hecho, mis propios defectos son el definitivo y mejor argumento en favor de las ideas que se defienden en este libro; por su parte, los frecuentes bandazos que, en mi ensimismamiento, voy dando en un mundo desconcertado y desconcertante no hacen más que subrayar la tesis central de este libro: la vida es compleja, decididamente jerarquizada y rápidamente cambiante; los seres humanos somos por naturaleza débiles, menesterosos, propensos a distraernos, y sucumbimos fácilmente a la tentación de cambiar de rumbo. Si a nuestra fragilidad se añade la acción de un entorno molesto en el que vivimos y trabajamos, vivir se convierte en una tarea tan desafiante como encajar las piezas de un vasto y complicado rompecabezas. De todos modos, tampoco es esa la mejor imagen. Si todo consistiera en encajar las piezas de un rompecabezas para formar una gran imagen, tarde o temprano terminaríamos la tarea. Pero lo más frecuente es que la vida se parezca más bien a un rompecabezas del que de pronto desaparecen algunas piezas que son sustituidas por otras nuevas y desconocidas que se agregan al montón. Si el apóstol Pablo confiesa que le resultaba difícil no apartarse del camino, a pesar de la poderosa intervención de Dios, es evidente que el resto de los seres humanos tendremos que luchar para abrirnos paso en el laberinto de los desafíos de nuestro tiempo. No debe extrañarnos, por tanto, que a veces 185
nos sintamos confundidos, frustrados, desanimados, airados, perdidos o abrumados y, como dice Pablo, terminemos haciendo lo que detestamos. Así pues, ¿cómo deberíamos responder a este dilema humano fundamental? Una de dos: o lideramos proactivamente o vivimos pasivamente; o nos responsabilizamos cuando y donde ello sea posible o vamos a la deriva reactivamente, arrastrados por la marea de las vicisitudes de la vida; o pensamos en serio sobre el sentido que se supone tiene nuestro paso por la tierra o tratamos de evitar a toda costa pensar sobre ese tema. Este libro ha sido pensado para quienes aspiran a ejercer el liderazgo y están decididos a adoptar un planteamiento proactivo y conscientemente trazado de nuestro negocio más importante: el de nuestras propias vidas. Eso significa que estamos dispuestos a empezar planteándonos cuestiones de carácter general –por ejemplo, para qué estamos los seres humanos en este mundo–; pero a continuación hemos de abordar sistemáticamente los motivos esenciales que tenemos para actuar con mayor eficacia esta misma tarde. La estrategia trazada en este libro para conseguir ese objetivo representa un tríptico: vivir impulsados por un poderoso objetivo, escoger sabiamente y hacer que cada día sea importante. Al ensartar un propósito y unos valores inmutables en circunstancias siempre cambiantes y en decisiones importantes, tejemos un proyecto de vida que representa un tapiz unitario. El trabajo y la vida de familia conviven pacíficamente, lo mismo que las creencias religiosas y los asuntos cotidianos; de este modo, se crean nudos o lazos inseparables. De todos modos, ninguna estrategia tendrá éxito sin valentía, sin el compromiso serio de apartarse de todo aquello que pueda destruir, falsear o debilitar la vida, porque hemos vislumbrado algo que puede ser constructivo, auténtico o dador de vida. Y de esta manera volvemos a tocar el tema de la improbable garantía presentada en la introducción de este libro: «En su mayoría, los libros de autoayuda garantizan un resultado con solo leerlos. En cambio, mi libro no garantiza ningún resultado, si lo único que haces es leerlo». Nuestra estrategia será eficaz, pero solo a condición de que las personas transformadas empeñen su valor, entrega y voluntad en la consecución de los objetivos trazados. Este libro no puede dar vida a su estrategia en el corazón de otra persona, pero al menos podemos seguir el consejo de una de las primeras guías de los Ejercicios Espirituales y «apuntar, como señalando con un dedo, hacia el filón de la mina, dejando que después cada cual excave por sí mismo» 1. Así pues, cuando excaves en busca de una entrega y un valor renovados, hazlo con gratitud y optimismo.
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Que la gratitud te catapulte hacia delante En uno de sus poemas, Nikki Giovanni nos recuerda que «somos mejores de lo que creemos, aunque no exactamente lo que deseamos ser» 2. Podemos dar un nuevo impulso a nuestra forma de enfocar la vida sopesando las dos partes del axioma que Giovanni nos acaba de proponer. Primera: somos mejores de lo que nosotros mismos creemos. Segunda: no somos exactamente lo que deseamos o podemos ser; porque nuestras posibilidades son mayores de lo que nosotros mismos imaginamos. El conocimiento de que nosotros somos mejores de lo que creemos ser no debe hacer saltar chispas de arrogancia, sino de humilde gratitud. Recordemos a los empleados de Catholic Health Initiatives, que defienden el valor de la veneración, que ellos definen como «profundo respeto y admiración ante toda la creación». Cuando en nuestra vida corremos para alcanzar el próximo tren o aprovechamos al máximo para hacer otro recado, conviene que de vez en cuando hagamos una pausa, miremos a nuestro alrededor y quedemos atónitos ante este maravilloso mundo a través del cual corremos apresuradamente. En el capítulo anterior, el monje budista Thich Nhat Hanh nos exhortaba a que recordáramos diariamente la sencilla pero profunda bendición que entraña el hecho de que estemos vivos en este mundo maravilloso: «Cada mañana, al despertarnos, disponemos para vivir de otras veinticuatro horas todavía por estrenar. ¡Qué maravilloso regalo!» Por su parte, Ignacio de Loyola nos recordaba que nosotros mismos somos una de las mayores maravillas de este mundo. Contempla el mundo con gratitud y admiración, pero mírate a ti mismo con esa misma actitud. Todos los seres humanos somos más inteligentes, dotados y habilidosos de lo que normalmente tenemos ocasión y tiempo de valorar. Uno de los ejercicios espirituales que aconseja Ignacio de Loyola es que disfrutemos con agradecimiento de la inigualable maravilla de nuestra existencia, «mirando cómo Dios habita... en mí dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender; asimismo haciendo templo de mí, seyendo criado a la similitud y imagen de su divina majestad» (EE, n. 235). Sé agradecido. Agradece los talentos y dones que has recibido, porque ellos son la materia prima a partir de la cual tú podrás concebir y moldear el propósito de tu vida. Independientemente de quiénes seamos, de las circunstancias en que vivamos, todos podemos, como dijo en cierta ocasión el arzobispo Óscar Romero, «hacer algo y hacerlo muy bien»: ya sea educar niños, enseñarles a leer, hacer las calles más seguras para ellos, crear trabajos dignos para sus padres, construir edificios que les ofrezcan un refugio seguro o pensar y pedir a Dios ideas benévolas para su futuro. 187
Sé agradecido, porque la gratitud es lo que nos da fuerza y nos motiva para tratar de alcanzar el gran objetivo. Como dice Ignacio, cada uno de nosotros debe «pedir conocimiento interno de tanto bien recibido, para que yo, enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad» (EE, n. 233).
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Camina con optimismo hacia un mundo mejor La gratitud es fuente de optimismo, gracias al cual el individuo se ve capaz de ser más y mejor persona cada día. Nosotros no somos plenamente lo que deseamos ser... ¡todavía! Pero podemos y queremos llegar a serlo. Merece la pena señalar que Giovanni pronunció el poema que antes citábamos veinticuatro horas después de que un perturbado hubiese asesinado a más de treinta estudiantes y miembros del personal administrativo en el campus de su universidad, lo que representó la más horrible masacre de este tipo. En momentos como ese, más que en ningún otro momento, necesitamos contar con el valor y la voz para creer que somos mejores de lo que creemos ser. Todos hemos sido empujados, defraudados o heridos por las actuaciones incorrectas de otras personas, y nosotros mismos tropezamos, caemos y pecamos con nuestras decisiones equivocadas. Los optimistas están convencidos de que en este mundo existen la gracia, la piedad, las segundas oportunidades y el perdón; queremos ponernos en pie de nuevo y caminar hacia delante. Y cuando carezcamos de la fuerza necesaria para levantarnos y no podamos caminar por cuenta propia, otros nos echarán una mano para levantarnos y mantenernos en pie. Somos manojos de necesidades, voluntades y deseos. Los optimistas creen que nuestros deseos y voluntades no necesitan ser esclavizados por ningún apego desordenado que actualmente nos preocupe, o por ninguna promesa superficial que un anunciante pueda ponernos delante de los ojos. Los seres humanos podemos proponernos alcanzar un objetivo más grande que nosotros mismos. Somos capaces de una gran clarividencia y no estamos obligados a rendirnos a la falta de perspicacia. Somos capaces de trascendernos y no tenemos que darnos por satisfechos con cualquier objetivo raquítico que no nos eleve como seres humanos. La lucha que nos espera tiene que ver con nuestra disposición a encaminarnos, tanto a nivel individual como a nivel de civilización, hacia objetivos más altos, que trasciendan la estrechez de miras reflejada en la observación condenatoria de un reciente candidato a la presidencia de los Estados Unidos: «Los políticos actúan a partir del convencimiento de que esta generación es demasiado codiciosa como para hacer algo por la generación siguiente» 3. No puedo saber si esta prominente figura ha emitido un juicio acertado sobre sí mismo y sobre sus colegas políticos; pero yo rechazo categóricamente su pesimista valoración de todos nosotros. Los políticos y los medios de comunicación pueden condescender a veces a cierta estrechez de miras dictada por la codicia y el miedo que se manifiesta entre nosotros. Pero, entretanto, si nos asomamos al mundo real, podremos ver a legiones de personas que, llevadas de su gran corazón y amplitud de miras, trabajan por la próxima generación, amando y enseñando a nuestros muchachos, sacrificándose para que estos se 189
eduquen bien, acompañándolos en numerosos casos de inesperada enfermedad y preparando un mundo más hermoso y más interesante para ellos por medio de lo que nosotros hacemos, vendemos o desarrollamos. De hecho, si me decidiese a relatar todos los ejemplos de bondad humana, incluso en una pequeña ciudad, la tarea resultaría inacabable. Podemos aplicar aquí lo que escribió el evangelista Juan al final de su Evangelio: «Si quisiéramos escribir una por una todas las cosas que hizo Jesús, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo» (Juan 21,25). Como «visionarios de cada día», somos capaces de llevar la civilización hacia delante, independientemente de que nos sintamos demasiado humanos, demasiado frágiles, demasiado distraídos, demasiado codiciosos y demasiado todo lo demás para la tarea que nos espera. Aceptemos el privilegio y la carga de guiarnos a nosotros mismos, a las personas que amamos y a nuestra civilización, independientemente de cuál sea nuestro trabajo y de la modestia del entorno en que se desarrolla nuestra vida. Con una estrategia clara y la valentía de nuestras convicciones, podemos hacer nuestro un gran objetivo, escoger sabiamente y conseguir que las cosas se hagan realidad todos y cada uno de los días de nuestras complicadas vidas. El tiempo de la civilización del yo ha pasado. Empecemos a construir la civilización del amor.
1. Manual de ayuda para uso de los directores de Ejercicios Espiritualesde 1599, cap. 8, n. 1, citado en W. W. Meissner, «Psychological Notes on the Spiritual Exercises»: Woodstock Letters: A Historical Journal of Jesuit Educational and Missionary Activities 92/4 (noviembre 1963), 355. 2. Nikki Giovanni, «We Are Virginia Tech», Virginia Tech Convocation, 17 de abril de 2007. He utilizado este material con la autorización de Nikki Giovanni. 3. Marc Santora, «Potential G.O.P. Contender Tries Out Campaign Lines»: New York Times, 6 de mayo de 2007.
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Agradecimientos
Deseo expresar mi sincero agradecimiento a algunas personas que han contribuido a mejorar este libro o que me animaron durante el proceso de su redacción. ¡Qué aburrida resulta la lectura del primer borrador de un libro! Por tanto, mi primer agradecimiento es para quienes realizaron esa tarea, sugiriéndome además interesantes comentarios. Fueron Mari Carlesimo, el P. Jim Connors, sj, Tom Loarie, Margaret Mathews, Ramon de Oliveira y Christian Talbot. Diversos «expertos» en los temas de la vida cotidiana respondieron a las preguntas que yo les hice por correo electrónico, ofreciéndome valiosas aportaciones de todo tipo. Fueron Joe Bringman, Dave Hansen, Harry Walters, Joanne Wakim, Kerry Robinson, Vin Maher, Joan Van Hise, Fred Fields, Susan Blansett, Marilynn Force, Dominique Gallego, Mike Henderson y John Law. En el libro refiero historias protagonizadas por héroes de la vida cotidiana que, dicho sea en su honor, pondrían serios reparos al hecho de que yo calificara de «heroicas» sus vidas. Mi gratitud para todas las personas que han aceptado que hable de ellas en las páginas de este libro; a algunas las menciono por su nombre real; en otros casos las historias son anónimas. El tiempo que me dedicaron y la buena dosis de paciencia que tuvieron conmigo me ayudaron a perfilar sus historias para provecho de los lectores. Quiero dar las gracias también a quienes me ayudaron a encontrar esas historias o a reunirlas, particularmente a Arturo Serrano, Colleen Scanlon, Linda Worley, Maha Elgenaidi, Mike Dahir, George Simon y Gail. Mi sobrino Colin podrá leer ahora todas estas palabras por sí mismo. Es un gran chico, y estoy encantado de que sea mi sobrino. ¡Gracias, Colin, por ser mi amigo! Estoy agradecido a Jim Fitzgerald, que hizo de agente para este libro. Joe Durepos no se limitó a presentar estas páginas a Loyola Press, sino que además ofreció su consejo durante todo el proceso de edición y, sin perder su buen humor, aguantó mis ocasionales salidas de tono. Vinita Wright corrigió este libro (así como mi primera obra); ella sabe (y ahora lo saben también los lectores) lo mucho que personalmente confío en su criterio y lo profundamente que valoro sus habilidades y dominio del idioma: no solo tiene una admirable capacidad para mejorar frases, párrafos y capítulos, sino que es, además, una competente asesora. De modo similar, Katherine Faydash introdujo significativas mejoras en el manuscrito. Escribo esta nota cuando el proceso de comercialización del libro está en sus inicios, por lo que pido disculpas al personal comercial de Loyola Press por no poder mencionar a cada uno de los colaboradores. Pero sería una falta de atención por
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mi parte no recordar aquí a Michelle Halm, por el valioso apoyo que durante algún tiempo me dio en Loyola Press. De todo lo que poseo, ¿acaso hay algo que no me haya sido dado? Por eso estoy agradecido a las personas cuyo amor, trabajo, inspiración, amistad o ejemplo me han ayudado a alcanzar los objetivos previstos. Entre estas muchas personas, quiero nombrar expresamente a mi difunto padre y a mi madre, Maureen, y a Sean y Tony, a Annette y Colin; a mis profesores de la escuela secundaria y de la facultad; a muchos jesuitas, vivos o ya fallecidos; a mis amigos de la universidad, que han cumplido los cincuenta años mientras yo escribía este libro, y a sus familias; a mis compañeros de Morgan y de Fordham; y a otros muchos amigos que han seguido siéndolo durante los muchos años de nuestras respectivas (y compartidas) odiseas. El apoyo de todas estas personas ha mejorado mucho este libro, que seguramente sigue presentando insuficiencias, de las que únicamente yo soy responsable.
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Índice Portada 2 Créditos 3 Índice 4 Nota a la presente edición 7 Introducción: Conscientes de nuestro poderoso destino 8 Primera parte: Diseña una nueva estrategia para los nuevos tiempos 12 1. Nuestro dilema Destrucción creativa y crisis de identidad El cambio me obliga a averiguar quién soy El choque de culturas me obliga a tomar nota de lo que represento La magnitud de los cambios me obliga a reflexionar sobre el porqué de mi importancia personal La complejidad me obliga a valorar atentamente cada una de las decisiones que tomo Un nuevo enfoque de las realidades del nuevo mundo 2. El camino a seguir El camino que nos falta por recorrer Entra en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola
Segunda parte: Descubre el formidable sentido de tu vida 3. ¿Dónde te encuentras tú ahora? Hemos llegado muy lejos, pero ¿adónde nos dirigimos? Los buenos estrategas abordan los hechos de frente 4. ¿Adónde quieres llevarnos? Una visión que trasciende todas las fronteras Tratados como miembros de la familia real Subiendo y bajando la colina Una nueva civilización en perspectiva 5. ¿Por qué te encuentras aquí? Su propósito es ser santo Las organizaciones santas funcionan mejor Su propósito es mejorar el mundo Construir la civilización del amor 193
13 13 17 19 20 22 23 25 26 29
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6. ¿Qué tipo de persona quieres ser? Integridad: un valor para nosotros mismos Veneración: un valor para los demás Excelencia: un valor para nuestra obra 7. ¿Qué es lo que de verdad importa? Sin coraje para vivir como debemos Un santo que asoció cabeza y corazón Tómalo como algo personal Supérate a ti mismo Dirígete a tu Dios
Tercera parte: Escoge sabiamente
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8. Toma grandes decisiones El factor X Responsabilízate de tu vida con una actitud optimista, proactiva y abierta al mundo Retírate para avanzar aprendiendo a reflexionar Controla lo controlable concentrando tus energías donde realmente importa Libérate a ti mismo desarrollando la indiferencia Reconoce el consuelo y la desolación prestando atención a tus señales interiores Granjéate un amigo de verdad tratando con colegas sabios Hazlo una y otra vez desde distintas perspectivas Toma tus decisiones asumiendo riesgos 9. Vive en libertad ¿Qué trabajo da gloria a Dios? Nuestra primera y principal responsabilidad ¿Rayos y relámpagos? La voz que habla «dentro de mí» La zarza que ardía sin consumirse
Cuarta parte: Haz que cada día sea importante 10. Trata de ser coherente Señor, estoy poniendo a un hombre en la Luna Cómo conseguir que las cosas no se hagan Centrar la atención: aprende de san Juan Berchmans Acepta la realimentación e introduce correcciones en tiempo real: aprende de Walmart 194
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Afronta los grandes retos en pequeñas dosis: aprende de «Alcohólicos Anónimos» Recuerda cada día qué es lo que te preocupa: aprende de mi vecino Sé responsable: aprende de un buen jefe 11. Reconoce tu progreso Mejorando a los estrategas del siglo XXI Tradiciones espirituales salpicadas de herramientas de ejecución
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Apéndice: Haz de la gratitud y el optimismo los motores de tu vida 183 Que la gratitud te catapulte hacia delante Camina con optimismo hacia un mundo mejor
Agradecimientos
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