Una Espiritualidad Desde La Fragilidad - Tony Mifsud [Sj]

January 30, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Una Espiritualidad Desde La Fragilidad - Tony Mifsud [Sj]...

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TONY MIFSUD, SJ

Una espiritualidad desde la fragilidad

2 MENSAJERO

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Índice Portada Créditos Presentación Introducción 1. El contexto de una cultura del éxito 1.1. La obsesión por el éxito 1.2. El miedo al fracaso 1.3. La sabiduría de la Cruz 2. El reconocimiento de la propia fragilidad 2.1. La fragilidad humana 2.2. Conocerse, aceptarse, crecer 2.3. El Dios misericordioso 3. Una espiritualidad desde la fragilidad 3.1. La sabiduría de los Padres del Desierto 3.2. Una espiritualidad desde abajo 3.3. Descender para ascender 4. El lugar de la fragilidad en la espiritualidad ignaciana Bibliografía Notas

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Presentación

El punto de partida desde el cual se vive y se recorre el camino de la vida espiritual resulta clave y tiene consecuencias prácticas. No es lo mismo emprender el camino de la búsqueda de Dios desde el deber ser que desde el ser, es decir, desde el cómo debiera ser yo o desde lo que realmente soy. Lo primero parte de un ideal proyectado (la santidad), mientras que lo segundo asume la propia realidad (la condición humana). La supresión y la posterior restauración de la Compañía de Jesús en el mundo dejan en evidencia la fragilidad no solo de las personas, sino también de las instituciones humanas. La fragilidad define a lo humano. Por fragilidad no quiero entender debilidad, sino posibilidad, porque lo frágil es, a la vez, precioso y delicado, de tal manera que todo depende de su cuidado. Por consiguiente, resulta imperativo conocerse y reconocerse para no construir sobre falsas ilusiones, como también para poder relacionarse con los otros y el Otro desde la propia autenticidad. Sin embargo, en la cultura actual, a veces no ayuda el entorno, porque se establecen unos criterios para definir el éxito y el fracaso en términos de ganar o de perder, lo cual influye directamente sobre la formación de la propia identidad y expectativas. La primera gran corriente de la espiritualidad cristiana (los Padres del Desierto) enseña que para conocer a Dios resulta imprescindible ir conociéndose a sí mismo y, de este modo, evitar el peligro de proyecciones humanas sobre lo divino. Lo divino es lo totalmente Otro y, por tanto, el puro voluntarismo tiene que ir cediendo a la disponibilidad para poder dejarse penetrar por la novedad de Dios, una novedad revelada en el Hijo encarnado y facilitada por la obra silenciosa del Espíritu del Hijo y del Padre en cada uno. Estas páginas ofrecen la perspectiva de una espiritualidad que asume la fragilidad humana y, desde ella, emprender el camino del encuentro con Dios o, mejor dicho, del dejarse encontrar por Dios en las situaciones y a través de personas concretas. La Encarnación irreversible implica, en términos ignacianos, la búsqueda de Dios en todas partes, es decir, descubrir su presencia y su mensaje en lo cotidiano de nuestras vidas. No puedo terminar estas líneas sin agradecer a Juan Díaz, SJ, y a Juan Pablo Cárcamo, SJ, por su paciencia en la lectura previa de este escrito. Sus observaciones y sugerencias han sido muy valiosas y pertinentes, pero mayor todavía su apoyo constante. TONY MIFSUD, SJ Fiesta de San Ignacio de Loyola 31 de julio de 2014 5

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Introducción

En las páginas que siguen, entiendo por espiritualidad la búsqueda del sentido de la vida, sea a nivel personal, sea en términos de la historia humana, porque son dos dimensiones inseparables, ya que uno no se entiende a sí mismo sin el contexto de una sociedad; por ende, encontrar el sentido de la historia personal involucra el marco más amplio de la historia de la humanidad. Encontrar sentido a la propia vida es también darle un sentido a la misma vida humana. Parafraseando a san Alberto Hurtado, se puede decir que la vida es un proceso de búsqueda de sentido, la muerte es la ocasión de encontrarla, y la eternidad es el tiempo de gozarla, porque deja de ser una promesa y se convierte en una realidad. Para el cristiano, este camino de búsqueda se centra en Dios como Creador y, por tanto, como la fuente de sentido para la creatura y como Padre, tal como fue revelado visiblemente por el Hijo Jesús. En el misterio de la Encarnación, que es la historización de lo divino y la divinización de la historia, se ofrece una comprensión distinta de la historia, sencillamente porque Dios un día se hizo historia. En palabras del Concilio Vaticano II, el misterio de lo humano tan solo se esclarece plenamente en el misterio del Verbo Encarnado, ya que en la Persona de Jesús el Cristo Dios manifiesta plenamente el ser humano al propio ser humano y le descubre la sublimidad de su vocación (Gaudium et Spes, 22). Jesús de Nazaret es imagen y rostro humano del Dios invisible (cf. Col 1,15) y, por ello, es el hombre plenamente auténtico. En Él se nos hace presente la persona humana real e ideal deseada por Dios mismo. Jesús lo revela claramente con las palabras: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Por tanto, «nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,7). En otras palabras, la Persona de Jesús el Cristo se nos ofrece para que sea el camino que conduce a la auténtica verdad sobre la vida humana. No estamos hablando de un camino teórico que se fije en un concepto de lo divino, sino de un encuentro en el camino de la historia con la Persona de Jesús. Es la experiencia del profeta Jeremías cuando exclama: «¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!» (Jr 20,7). San Alberto Hurtado escribió: «El que ha mirado profundamente, una vez siquiera, a los ojos de Jesús no lo olvidará jamás» 1. Este encuentro, si es auténtico, se traduce en un estilo de vida, porque la espiritualidad se hace un éthos, un talante que marca el comportamiento; o, en palabras de san Pablo, la fe se hace caridad (cf. Gal 5,6), ya que, «si no tengo caridad, nada soy». «Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas», escribe san Pablo, «si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13,2-3). Es que la fe sin 7

obras está muerta. El apóstol Santiago escribe: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras?... La fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (Sant 2,14-17). Una y otra vez, san Alberto Hurtado citaba las desafiantes palabras de Jesús: «Lo que hagáis por el último de estos mis hermanos, por Mí lo hacéis» (Mt 25,40). Esta profunda convicción le hace afirmar que «ser católicos equivale a ser sociales», de tal manera que «un cristiano sin preocupación intensa de amar es como un agricultor despreocupado de la tierra, un marinero desinteresado por el mar, un músico que no se cuida de la armonía» 2. Nuestro episcopado latinoamericano, en Aparecida (2007), recordó que no resistiría a los embates del tiempo una fe reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados (n. 12). Lo esencial es recomenzar desde Cristo (n. 12) como acontecimiento fundante y encuentro vivificante (n. 13). La naturaleza misma del cristianismo consiste en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo (n. 244) y, por ello, el acontecimiento de Cristo es el inicio de ese sujeto nuevo que surge en la historia con el nombre de discípulo (n. 243). En otras palabras, el discípulo es alguien apasionado por la Persona de Cristo, a quien reconoce como el Maestro que lo conduce y acompaña (n. 277). Por tanto, el camino de la búsqueda de sentido en la vida no se reduce a un desafío teórico, a un debate de pensamiento, sino que involucra básica y fundamentalmente un estilo de vivir, una manera de comprender e interpretar la vida, y el piso sobre el cual construir la propia historia de vida. La espiritualidad (el encuentro) se hace ética (un estilo de vida), y la ética se alimenta de la espiritualidad (motivación fundamental y fundante). Sin embargo, en este caminar existen dos opciones o dos perspectivas que tienen consecuencias prácticas. Por una parte, se puede asumir y comprender el camino de la vida espiritual desde la meta (en términos clásicos, desde la vía unitiva), lo cual suele generar mucha frustración, una abundante culpabilidad y una alta cuota de voluntarismo, porque siempre es una mirada desde dónde aún no se ha llegado, fijándose en lo que todavía falta. Por otra, se puede asumir la vida espiritual desde el punto de partida donde uno se encuentra con los ojos fijos en la meta, lo cual implica el trabajo constante de la auto-aceptación, la renovación constante del esfuerzo y la creciente confianza en la gracia de Dios porque se va descubriendo; en palabras de san Pablo, «cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte», ya que la confianza se va depositando en «la

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fuerza de Cristo» (2 Cor 12,9-10); (en términos clásicos, el camino de la vía purificadora). Al respecto, Anselm Grün distingue entre una espiritualidad desde arriba y una espiritualidad desde abajo3. En la historia de la espiritualidad, explica Anselm Grün, se pueden distinguir dos corrientes: (a) una espiritualidad desde arriba, que parte de los principios y desciende a las realidades de abajo, y (b) una espiritualidad desde abajo, que afirma que Dios habla en la Biblia y por la Iglesia, pero también nos habla por nosotros mismos a través de nuestros pensamientos y sentimientos, por nuestro cuerpo, por nuestros sueños, hasta por nuestras mismas heridas y presuntas flaquezas. La espiritualidad desde abajo, señala Grün, ha sido practicada principalmente dentro del monacato. Evagrio Póntico logró definir esta de abajo con una formulación ya clásica: si deseas conocer a Dios, aprende primero a conocerte a ti mismo. El ascenso a Dios pasa por el descenso a la propia realidad, hasta lo más profundo del inconsciente. El camino hacia Dios pasa generalmente por muchos cruces de errores, curvas y rodeos, por fracasos y desengaños. Pero resulta, concluye este autor, que no son precisamente las virtudes las que más abren a Dios sino las propias flaquezas, incluso los propios pecados. Por otra parte, la espiritualidad desde arriba parte de las cumbres de un ideal prefijado. Arranca del ideal bien perfilado de un fin que se debería alcanzar mediante la oración y las prácticas espirituales. Parte de la pregunta: ¿Qué debo hacer? Esta espiritualidad tuvo su representación principal en las corrientes de la teología moral de los últimos tres siglos y en la ascética más común enseñada desde la Ilustración. El problema es que quien se identifica con su ideal prescinde frecuentemente de su propia realidad, si esta no se acopla a aquel. El resultado suele ser una persona interiormente dividida y enferma, porque la persona no puede llegar a su propia verdad si no es por el propio conocimiento. Sin embargo, puntualiza Anselm Grün, en la espiritualidad desde abajo no se trata solo de prestar atención a la voz de Dios que habla a través de los pensamientos, sentimientos, inclinaciones y enfermedades; es decir, no se trata solo de la elevación a Dios por el descenso a la propia realidad. Se trata, sobre todo, de conseguir abrirse a las relaciones personales con Dios en el punto preciso en que se agotan y cierran todas las posibilidades humanas. La auténtica oración brota, dicen los monjes, de las profundidades de nuestras miserias y no de las cumbres de nuestras virtudes4. Personalmente, prefiero emplear el término fragilidad antes que referirme a una espiritualidad desde abajo, porque, a fin de cuentas, no se trata de «abajo» o de «arriba», sino del propio punto de partida, de la propia realidad, desde donde uno 9

emprende el camino del encuentro o, más bien, se deja encontrar en el camino de la propia historia por Alguien que no es una simple proyección de uno mismo, sino el Totalmente Otro, que le permite a uno ser quien realmente es. Es la búsqueda por el original del propio Yo creado, lo cual solo es posible desde el Tú Creador. A la palabra «fragilidad» no le doy un significado negativo ni peyorativo. Por «fragilidad» entiendo la condición humana, una de cuyas características centrales es la vulnerabilidad. Por tanto, una espiritualidad que se toma en serio el punto de partida del largo camino del encuentro comprometido, es decir, el encuentro con Dios, que se convierte en un estilo de vida consecuente y coherente con este encuentro (intimidad con Dios y compromiso con lo humano), tiene que asumir esta fragilidad que constituye la condición humana, porque solo desde ella se posibilita un encuentro auténtico y honesto. Sin embargo, antes de elaborar esta espiritualidad desde la fragilidad se hace necesario considerar el actual contexto cultural, que tiene una directa incidencia sobre la comprensión de esta vulnerabilidad. Uno de los ideales centrales de la sociedad moderna es el éxito. Si quieres ser alguien, tienes que ser exitoso en la sociedad. Como contraparte, el fracaso se presenta como un elemento destructor de cualquier proyecto de autorrealización. Esta cultura, que pregona el éxito y margina el fracaso, ha llegado a ser una de las dimensiones fundamentales para comprender la fragilidad humana. En otras palabras, es desde el referente cultural de lo que constituye una vida exitosa o una historia fracasada desde donde, consciente o inconscientemente, se comprende y se evalúa concretamente esta dimensión vulnerable de la condición humana. Por tanto, en un primer momento, se presenta una reflexión sobre la actual búsqueda obsesiva del éxito y el miedo paralizante frente al fracaso. Una vez que se aclara críticamente el auténtico significado de lo que constituye un éxito y un fracaso, se despeja el camino para una elaboración de un discurso sobre una espiritualidad desde la fragilidad, comprendiéndola con criterios del Evangelio y purificando las distracciones contaminadas por el sesgo cultural. Una auténtica comprensión del texto (la fragilidad humana) siempre implica una aproximación seria (y, por ende, crítica) al contexto (la cultura actual de búsqueda del éxito y el miedo frente a al fracaso), porque ambos elementos son inseparables para descubrir el significado del texto. En el fondo, no es lo mismo preguntarse por la comprensión de la fragilidad humana dentro de un contexto referencial de éxito y fracaso definido por la sociedad (perspectiva cultural) que plantear la misma interrogante en el marco del pensamiento cristiano (perspectiva evangélica o teológica).

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El contexto de una cultura del éxito

No cabe duda de que el ser humano es mucho más dúctil que el resto de los animales y puede ser moldeado en gran medida. «Pero», escribe el Dr. Vicente Caballo, «no es cierto que el proyecto de ser humano sea, inicialmente, una pizarra vacía donde todo está por escribir. Más bien, podríamos señalar que ya hay letras escritas que el ambiente se encargará de convertir en palabras y frases, con la imposibilidad de borrar lo que ya está escrito, pero con las opciones de construir palabras y frases diferentes a partir de lo inicialmente dado» 5 . Una comprensión de la persona humana pasa por el entendimiento de la cultura que lo rodea y de la cual forma parte. Por ello, la lucidez de estar inmersos en una cultura del éxito resulta indispensable para entender tanto a los demás como a uno mismo. Pero ¿qué significa exactamente una cultura del éxito? Ya es un tópico referirse a nuestra sociedad en términos de una sociedad de consumo, una cultura de la imagen, el imperio de lo efímero y otras aproximaciones similares. Estas descripciones de la sociedad actual pretenden definirla atendiendo a sus valores principales, a lo que se considera de primordial importancia y al carnet oficial que le otorga a uno la sociedad para ser calificado como ciudadano y parte de ella. La pregunta, entonces, es si el éxito en la actualidad constituye un referente de ciudadanía en la sociedad por ser asumida como una cualidad esencial. En otras palabras, uno llega a ser alguien en la sociedad si tiene éxito. Pero, entonces, ¿en qué consiste el éxito? ¿Cómo lo define la cultura actual? Ciertamente, los medios de comunicación social proyectan o reflejan lo que la cultura actual considera como exitoso. El prestigio social, la riqueza, el poder y los contactos son, entre otros, algunos de los elementos que configuran el contenido del éxito. Sin embargo, por una parte, la comprensión del éxito también depende de las biografías individuales, de las experiencias de cada individuo; por otra, nos encontramos con una increíble pluralidad del entendimiento de un concepto que alguna vez fue más unívoco. La palabra es compartida, pero su significado es matizado por lo subjetivo de cada individuo y por lo objetivo de una cultura pluralista. Más aún, en el marco de los referentes hermenéuticos básicos de una cultura, los significados se ven directamente influenciados y matizados. Así, la mentalidad vigente del eterno presente, en contraposición con la idea del tiempo como una continuidad, contribuye a contextualizar la vivencia del éxito en un horizonte muy peculiar. 12

Se vive en la cultura de lo instantáneo, donde la idea de una continuidad entre un provenir del pasado (tradición, memoria) y un caminar hacia el futuro (proyectos, progreso, preparación para) va desapareciendo del horizonte. Esta incapacidad de vivir el tiempo más allá del presente tiene, por lo menos, tres consecuencias: (a) los planes vitales solo pueden atenderse en el corto plazo, de tal modo que los compromisos, los proyectos, los horizontes vitales... pierden toda perspectiva de duración; (b) cuando se pierde la capacidad de esperar (al descartar la visión del pasado y la proyección del futuro), el resultado es vivir en la cultura de la urgencia, porque, si no hay nada que esperar, solo el «ahora» es lo que importa; y (c) la inmediatez de la gratificación está por encima de cualquier idea de sacrificio o de esfuerzo, porque en una sociedad que vive anclada en un perpetuo presente, la felicidad (entendida como placer) se vuelve un imperativo. Por consiguiente, una cultura que se va desplazando, desde la noción de la linealidad del tiempo y la continuidad de la historia hacia la cultura del instante, necesariamente influye en cómo se vivan el éxito y el fracaso. «En una cultura con perspectiva temporal hay lugar para el fracaso, mientras que en la cultura del instante todo lo que suene a derrota, dificultad, (ab)negación o fallo ha de ser negado. Sin embargo, esa negación no quiere decir que no exista. No hay que tener mucho sentido común para afirmar que sigue habiendo hoy triunfos y fracasos en nuestro mundo. Lo que ocurre es que el fracaso habrá de minimizarse o, simplemente, ser negado» 6. A su vez, el horizonte de lo instantáneo dificulta enormemente la pregunta por el sentido que tienen las acciones, los proyectos vitales o la misma vida, ya que el encontrar sentido a la realidad implica necesariamente perspectiva y horizonte, evocando el venir desde un punto y el caminar hacia otro. Cuando el horizonte está marcado por lo efímero y por la fragmentación, y el marco en que nos movemos es un corto plazo cada vez más restringido a lo inmediato, la búsqueda de sentido se vuelve una tarea ardua, cuando no imposible. En la práctica, «en un horizonte de sentido, el fracaso tiene un lugar. Puede ser percibido como ocasión de aprender o de madurar, o puede ser integrado a la luz de otras experiencias positivas. Y el éxito puede ser matizado por la perspectiva de cambio. En un horizonte de presente, el fracaso es trágico, y el éxito ha de ser exprimido mientras dure, pues puede agotarse en cualquier momento» 7 . Además, la perspectiva de lo instantáneo se junta con el proceso de la individuación, lo cual añade la complejidad de lo subjetivo al horizonte del eterno presente. Por el término «individuación» se entiende que cada sujeto en la sociedad actual tiene que hacerse responsable de su autobiografía, de su historia personal. Sin embargo, en esta perspectiva moderna la memoria histórica, el pasado y las tradiciones van perdiendo su peso y dejan de ser un referente indispensable en la vida del individuo. Así, el proceso de 13

individuación ocurre en un contexto de sospecha de las instituciones y de toda figura de autoridad, en un ambiente individualista, lo cual hace que la individuación se dé en un marco de lo asocial. Por consiguiente, el sujeto ya no tiene el referente de un marco social que objetive y comparta el contenido del éxito. En este proceso de individuación asocial, cada individuo tiene que plantearse y definir el contenido del éxito en su vida y de acuerdo con sus propios proyectos. Si antes la religión socialmente compartida definía el éxito en términos de salvación, y el mismo Estado resumía en su discurso y actuar lo que constituye un bien para los individuos, ahora ambos referentes han perdido legitimidad frente a la ciudadanía. En este contexto de una sociedad que impone sus propios ideales para que el individuo sea reconocido socialmente, pero, a la vez, un sujeto que va buscando su propio proyecto de vida sin dar mayor importancia a la tradición y a la autoridad, la complejidad del tema del éxito se hace más aguda. El éxito en términos personales no siempre coincide con la valoración social de ella. Esto significa que el sujeto puede tomar el camino de lo alternativo (al margen de lo establecido culturalmente) o, simplemente, sacrificar sus propios ideales para sentirse reconocido en la sociedad. Obviamente, la realidad se encuentra entre estos dos extremos, pero tendiendo hacia cualquiera de ellos. El éxito y el fracaso son dos términos complementarios e inseparables, porque cada uno tiene sentido y relevancia en la presencia del otro. Así ocurre con las contraposiciones «varón y mujer», «luz y oscuridad», «lleno y vacío»... Se requieren los dos referentes para poder comprender cualquiera de las dos palabras. Por tanto, al hablar del éxito, siempre existe en el horizonte la posibilidad del fracaso. Éxito y fracaso conviven como referentes constantes en una cultura que opta por asumirlos como horizonte de reconocimiento social. El psicólogo Amado Ramírez Villafáñez escribe: «Si el fracaso no existiera o estuviera más relativizado, el éxito no sería tan necesario. La realidad probable es que el éxito se idealice, y el fracaso se exagere» 8. La comprensión de la vida en términos de éxito y fracaso hace referencia al horizonte de los ideales, los sueños, los proyectos, pero también de lo socialmente aprobado, aceptado y promovido. Por consiguiente, la valoración concreta de lo exitoso y del miedo al fracaso revela claramente dónde está el sujeto colocando el núcleo de su identidad, como también su relación con la sociedad. Los éxitos y los fracasos entretejen nuestra existencia, porque ambos son inherentes a nuestra condición humana, ya que expresan nuestra potencialidad y nuestra limitación, nuestra grandeza y nuestra fragilidad. A fin de cuentas, cada uno evalúa una acción como exitosa o fracasada según su sistema de creencias, valores y exigencias. Por tanto, se habla de «fracaso» cuando las expectativas, proyectos o aspiraciones no llegan a realizarse o a cumplirse como se 14

esperaba, mientras que se habla de «éxito» cuando se consigue cumplir los proyectos según las expectativas propuestas, de manera consciente o inconsciente. Entonces, ¿cuáles son en la cultura actual las expectativas que definen el éxito? Y la otra cara de la misma moneda: ¿cuáles son los miedos consecuentes que establecen el fracaso? Por último, ¿cuál es la perspectiva cristiana de ambos términos?

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1.1. La obsesión por el éxito La palabra éxito viene del latín exire, formada por ex (fuera) e ire (ir), y significa salir. En inglés, la palabra exit conserva su sentido original latino (salida). De hecho, también en otras sociedades el término exit significa salida y suele usarse en lugares públicos. En el siglo XVIII, en la lengua española, el significado de la palabra evoluciona en el sentido de salida feliz o resultado feliz de algún negocio. Actualmente, el concepto de éxito (exitus = salida) se refiere al efecto o la consecuencia acertada de una acción o emprendimiento, es decir, al resultado positivo de un negocio o de una actuación, como también la buena aceptación que tiene alguien o algo. Por tanto, tener éxito es sinónimo de triunfar. Hoy vivimos en una época en la que el éxito ha sido endiosado como una condición indispensable para ser alguien reconocido y aceptado por el grupo humano. El éxito ha llegado a formar parte ineludible de la construcción de la identidad personal. Soy alguien si tengo éxito en la sociedad o en el grupo del que formo parte. La cultura promueve el éxito como el objetivo y la meta de la autorrealización, entendida más bien en términos individualistas y sin la correspondiente referencia social. En otras palabras, la noción del éxito no se entiende de manera relacional e interpersonal (por ejemplo, ayudar a los otros, servir a los demás...), sino más bien en clave narcisista (cómo asciendo en la escala del reconocimiento social). Por tanto, el éxito no se considera tanto en términos de servicio cuanto en cuotas de poder social. El ser alguien se confunde con el conseguir algo. La idea es que hay que ganar a toda costa, sin margen de error ni, mucho menos, con lugar a la derrota. Lo más lamentable es que esta necesidad de éxito ha tocado las fibras más íntimas del código social moderno. Esta mentalidad corre el riesgo de terminar en un gran fracaso, porque niega una profunda condición antropológica. La persona humana es un ser social y no puede, simplemente, realizarse sin referencia a los demás, porque vivir es convivir. Por tanto, la autorrealización solo acontece en la auto-trascendencia. El yo solo se reconoce como tal en el encuentro con el tú, y ambos se realizan en la medida en que se logra conformar un nosotros, donde el yo y el tú se sienten respetados, aceptados y corresponsables el uno del otro. En este sentido, la comprensión del éxito revela directamente el fundamento sobre el cual se va construyendo la identidad personal, ya que lo que una persona considera como un éxito es la expresión de sus deseos más profundos. El éxito no es más que la realización de un deseo. El reconocer los propios deseos más profundos se realiza mediante la consideración de lo que una persona evalúa como un éxito. Cuando una determinada acción es apreciada como un éxito personal, es porque ha tenido su germen en un deseo consciente o inconsciente, confesable o no confesable, expresado o no

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expresado. Por tanto, una manera de reconocer los propios deseos más profundos es fijarse en lo que se considera y se califica como exitoso. Pero las cosas no son tan sencillas, porque no siempre se sabe lo que se quiere, y mucho menos con exactitud. Esto acontece con más frecuencia cuando se pierde o se empobrece la comunicación con la propia interioridad. Un estilo de vida acelerado, en medio de un pensamiento que tiende a ser light (confundiendo los rumores con los hechos, tener tincadas más que posturas fundadas, dejarse llevar por el pensamiento de otros sin elaborar la propia auto-reflexión, y un largo etcétera), y en un ambiente donde predomina el ruido sobre el silencio (abundancia de estimulación, pero poca asimilación), impide un encuentro pacífico con uno mismo. Este escenario de la cultura actual ciertamente no ayuda a tener claridad y lucidez sobre lo que realmente uno desea, y con frecuencia se deja llevar por lo que la sociedad y el código moderno espera de uno. Así, se corre hacia una meta que no necesariamente ha sido escogida por uno mismo; pero no se puede dejar de correr, porque el público está esperando que uno llegue a la meta. Y esto también conduce paulatinamente al fracaso. Al respecto, resulta muy interesante el resultado de una encuesta realizada entre adultos mayores que, frente a la pregunta sobre qué habrían hecho de manera distinta en el curso de sus vidas, respondieron mayoritariamente: trabajar menos y tener más amigos. Es el caminar por sobre el correr, es la necesaria pausa por encima de una corrida que deja sin aliento, es el estar en medio del quehacer evitando un quehacer sin rumbo. Esta instancia de silencio es imprescindible si uno quiere ser protagonista de su vida, haciéndose cargo de sus deseos y ordenándolos según el proyecto que asume y que da sentido a su propia vida. El ser humano es un ser relacional, se realiza en la auto-trascendencia; por tanto, la aceptación, el reconocimiento y la aprobación de los demás no le es indiferente. No basta considerar los proyectos vitales desde una perspectiva individual para poder evaluar la propia vida y los correspondientes comportamientos como exitosos, porque las expectativas de los demás sobre uno también tienen una importancia y una relevancia que condiciona la propia determinación. La noción de éxito es, a la vez, personal y social. El reconocimiento es la aspiración humana de que los otros valoren lo que uno es y lo que uno hace, y esto involucra las expectativas de otros y las propias, que, a su vez, no siempre coinciden. A nivel personal no resulta igual la necesidad de reconocimiento que tiene una persona vanidosa, valorando el «aparecer» aunque no se identifique con la realidad, que la que tiene una persona que ama su trabajo, valorando el trabajo en sí como una vocación en el sentido del gusto por hacer algo. En el primer caso, el referente decisivo es el otro, mientras que en el segundo es uno mismo; así, en un caso se hace algo para ser reconocido por el otro, mientras que en el otro se hace algo por el gusto de hacerlo.

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La personalidad del narcisista no solo busca obsesivamente el éxito, sino que se nutre de sus éxitos. En otras palabras, el éxito llega a ser su motivación fundamental, porque vive constantemente pendiente de quienes le rodean, para compararse con ellos y asegurar repetidamente su superioridad en cualquier campo. Por ello, su sentimiento más notable y reprimido suele ser la envidia y el rencor hacia las personas, ya que, consciente o inconscientemente, las considera como puros medios para lograr sus objetivos. Por otra parte, las personas creativas no suelen buscar la creatividad, sino que de repente se encuentran con la sorpresa de que los demás las consideran creativas. En este caso, es muy posible que el tipo de éxito que buscan no esté centrado en el reconocimiento, social sino en la atracción y la alegría que sienten al hacer el trabajo que les gusta. El reconocimiento es posterior y ni siquiera buscado, por lo menos en un primer momento. Por el contrario, hay personas que obsesivamente precisan ser reconocidas «como sea» por los demás, con un protagonismo tan exagerado que a veces es enfermizo y constituye una verdadera enfermedad9. Por otra parte, «la noción de éxito es mucho más compleja cuando variamos la óptica desde lo individual hacia lo social. La cultura marca pautas de éxito, concretas y prefijadas por consenso de los diferentes grupos y etnias, como saber más en un ambiente científico, tener más en uno económico, ejercer más poder en ambientes políticos, ser capaz de crear más en quienes manifiestan inquietudes artísticas, o emprender arriesgadas aventuras para quienes detestan el aburrimiento y la rutina. Así pues, las creencias y los valores de las personas van a determinar la trayectoria de nuestras actuaciones y convicciones en cualquier ámbito y en lo que consideramos éxito o fracaso, así como en las estrategias de acción para lograr el primero y evitar el segundo». Por tanto, «triunfar o no haber fracasado depende de la común estima de una opinión pública que así lo percibe y que en gran medida está manipulada por el gran poder de la información, que trata de construir la realidad del propio pensamiento individual en base a sus propios intereses» 10. Es lastimoso constatar cómo la necesidad de algunas personas de ser aceptadas en – y reconocidas por– la sociedad las lleva a comportamientos histriónicos, porque las impulsa a relacionarse con los demás actuando permanentemente, de tal manera que el «aparentar ser» consume todas sus energías existenciales. Por tanto, no se trata tan solo de tener, sino de tener la mejor marca, la más costosa, para distinguirse de los demás y pertenecer a un grupo determinado en la sociedad: el grupo socialmente reconocido como el puñado de la gente exitosa. En la sociedad actual, el poder del dinero es un claro signo de éxito. Uno es alguien en la sociedad si tiene el poder adquisitivo, porque se cree que el dinero lo puede todo – lo cual no es tan falso– y que la felicidad consiste en tener siempre más y más dinero, lo cual sí es totalmente falso. 18

El Papa Francisco, en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre de 2013), advierte contra dos grandes peligros con respecto a la mentalidad y el lugar social que se ha consagrado al dinero: (a) la idolatría del dinero; y (b) dejarse gobernar por el dinero (cf. nn. 55-58). (a) No a la nueva idolatría del dinero. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin rostro y sin objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica, que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo. Las ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera niegan el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. El afán de poder y de tener no conoce límites. (b) No a un dinero que gobierna en lugar de servir. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, porque relativiza el dinero y el poder. Es sentida como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que queda fuera de las categorías del mercado. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Por consiguiente, la propia medida del éxito exige un discernimiento profundo y lúcido, porque la influencia de las pautas culturales penetra honda e inconscientemente en todos y cada uno e los miembros del grupo que comparten las mismas referencias y que, justamente por ello, llegan a constituirse como grupo. Pensar que uno es inmune a los códigos culturales es negar una realidad evidente y, además, impide el crecimiento personal, porque se construye sobre la arena de la fantasía y no sobre la solidez de la roca. No resulta difícil dejarse influenciar por lemas o consignas, reiteradas una y otra vez por los medios de comunicación social (por ejemplo, «si adelgazo, voy a ser feliz») y que no son ciertas, pero que parecen veraces y encaminarse por oscuras sendas hacia una meta que aportará poca realización, poco éxito y mucha menos felicidad.

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En esta constante interacción entre individuo y sociedad (en términos piagetianos, el equilibrio entre la adaptación a la realidad y la asimilación personalizadora), es preciso saber conscientemente lo que se desea, al margen de las sugerencias e influencias de los otros. En otras palabras, ser muy consciente de los códigos culturales, porque hunden sus raíces en uno, pero, a la vez, tener la capacidad de asumir las propias opciones de vida de acuerdo con las propias creencias. Al respecto conviene recordar que el proceso del crecimiento humano pasa por dos etapas evolutivas: (a) la necesidad de ser igual al otro (la pertenencia a un grupo); y (b) la afirmación de la propia diferencia frente al otro (la individuación dentro de un grupo). No obstante, ambos se mezclan a lo largo de la vida. Así, la imitación en las primeras etapas de la vida constituye una de las bases más fundamentales para el aprendizaje. Con el tiempo, surgen al menos dos razones básicas para ser diferente y no hacer lo que hace todo el mundo: (a) la primera de ellas es individual, en el sentido de descubrir el «yo» diferenciándose del «tú», el ser individuo en cuanto que se diferencia del otro; y (b) la segunda razón es más social y dice relación al hecho de dejar salida de formar parte de una masa anónima para identificarse con un grupo dentro de la sociedad con el cual se siente más sintonía y que motiva para hacer propios los intereses compartidos. Con la madurez de los años y la experiencia acumulada, el contenido y la medida del éxito llegan a ser más una referencia personal que social, en el sentido de que la coherencia personal, con los propios valores fundados en el marco de una creencia, pesa más que el referente social. En otras palabras, la coherencia personal comienza a ser más relevante y decisiva que la aprobación social. Ya no se trata de una actitud adolescente de diferenciarse mostrándose, por principio, contrario a lo establecido, sino de la consolidación de una identidad que se relaciona con la alteridad sin negar la propia subjetividad por temor al rechazo. El sentirse diferente del otro para ser uno mismo implica también la tendencia a buscar el éxito de ser diferente de los demás, al menos en alguna habilidad concreta. Una cierta cantidad de éxito (logros) es imprescindible para vivir; pero también es preciso poner límites a las propias ansias de triunfo y tener en cuenta el verdadero potencial que se posee. Esto implica reconocer lo que se tiene y aprender a valorarlo, de otra manera, el camino de la vida puede ser evaluado como el paso de un fracaso a otro, porque no se asume el potencial que se posee, sino que se busca el éxito por caminos que le son ajenos a uno mismo y a sus propias cualidades. Por ello, es preciso tener mucho cuidado en considerar como «éxito» toda clase de triunfos: el real, el imaginario y el que se busca con desesperación porque el ego lo necesita. «Parece que tenemos que mostrar insistentemente a los demás la importancia de lo que hacemos, en vez de dedicarnos a realizar tareas que consideremos valiosas con 20

toda convicción, precisión y tenacidad. Acaso por ello, es preciso diferenciar claramente entre éxito y fama». Así, el «ser famoso no asegura para nada tener éxito real» 11. Lo mismo se puede decir respecto de la ingenua identificación entre éxito y felicidad. El éxito tiene su precio y su costo, y cuando se está dispuesto a sacrificar los propios valores para ser reconocido socialmente, se termina buscando el aplauso y diciendo aquello que lo genera, llegando a aparentar ser lo que otros desean, no a ser lo que uno verdaderamente es y piensa. Evidentemente, hay muchas personas en la sociedad cuya medida de éxito es bastante reducida, porque cuando el dinero se establece como uno de los pilares de la aceptación y el reconocimiento social, una gran parte de la población queda excluida. En este caso, el éxito puede ser analizado en términos de supervivencia, y el fracaso significa entonces la muerte. Indudablemente, los fenómenos del éxito y del fracaso dependen de los cambiantes símbolos de status que aparecen y desaparecen en la sociedad; pero también se constata el cifrar las esperanzas de éxito y de fracaso en realidades menos individuales y más grupales, en la medida en que lo privado no siga robándole el espacio a lo público. En este caso, la realización personal se complementa con el logro de un proyecto, de tal manera que el éxito personal y el logro social llegan a integrarse en una sola y misma finalidad12.

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1.2. El miedo al fracaso Una cultura que tiende a ensalzar el logro del éxito como condición de reconocimiento social tiene inevitablemente, como contraparte, el miedo paralizante al fracaso. Éxito y fracaso son dos caras de una misma moneda, en el sentido de que, cuando uno cifra la configuración de su identidad en el éxito, entones aparece de manera espontánea y complementaria en el horizonte de su existencia el horror al fracaso. La palabra fracaso indica un malogro, el resultado adverso de un emprendimiento realizado; por tanto, señala un suceso funesto. Este significado se aplica a un proyecto (fracaso) o a la persona que lo emprende (fracasado). En latín, la palabra quassare tenía el sentido de un quebrar de manera ruidosa, un auténtico destrozo, un romperse algo de manera estrepitosa. Se estima que en el siglo XVI la palabra castellana hacía referencia a un naufragio, es decir, al destrozo de una nave al chocar contra las rocas. De esta manera, se explicaría el paso de un término náutico a un sentido metafórico de ruina y destrozo irrecuperable. Por tanto, la palabra fracaso no se limita a significar un simple malogro, sino un fiasco significativo para la persona y para la sociedad. Curiosamente, no se encuentran muchos dichos sobre el fenómeno del éxito, y más bien su referencia se asocia básicamente al mundo de los negocios. No sucede lo mismo con la experiencia humana del fracaso. La sabiduría popular ha captado sus distintos aspectos mediante una serie de dichos. Así, se destaca lo positivo y lo pedagógico del fracaso en la vida del individuo: «Cada fracaso enseña al hombre algo que necesitaba aprender» (Charles Dickens, novelista británico, 1812-1870). También se relaciona con la virtud del esfuerzo humano: «La vida del hombre es interesante principalmente si ha fracasado. Eso indica que trató de superarse (George Clemenceau, político y periodista francés, 1841-1929); «admira a quien lo intenta, aunque fracase» (Lucio Anneo Séneca); «no existe el fracaso, salvo cuando dejamos de esforzarnos» (Jean Paul Marat, periodista y político revolucionario francés, 1743-1793). Por tanto, se llega a afirmar que «el fracaso fortifica a los fuertes» (Antoine de Saint-Exupéry, escritor francés, 1900-1944) y que «el fracaso es, a veces, más fructífero que el éxito» (Henry Ford, industrial estadounidense, 1863-1947). En el fondo, el problema está en que «un fracasado es un hombre que ha cometido un error y no es capaz de convertirlo en experiencia» (Elbert Hubbard, ensayista estadounidense, 1856-1915). Por consiguiente, parecería que «el éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse» (Winston Churchill, político británico, 1874-1965). San Alberto Hurtado, SJ (1901-1952), preocupado por la formación de la juventud, recoge la importancia del fracaso en la vida mediante una acertada reflexión. «Cada fracaso le será una lección amada. Al examinar fríamente la acción emprendida, al criticarla sin vanidad, se dará cuenta de su falta de preparación, de 22

sus prisas desarregladas, de sus motivos pasionales. Antes de obrar habría debido saber más exactamente dónde quería ir, y por qué camino, qué obstáculos iba a encontrar. Pero partió hacia delante con la cabeza abajo, o con los ojos en el Cielo. Nada tiene, pues, de extraño que se golpeara contra un muro o se cayera a un barranco. El humilde, en cambio, saca partido de sus fracasos. El alma de buena voluntad, humilde y objetiva, se hace fuerte por el juego de esta crítica honrada de la acción. El orgulloso se empeñará en comenzar por el mismo camino; el humilde, en cambio, saca partido de sus fracasos. El alma de buena voluntad, humilde y objetiva, se hace fuerte por el juego de esta crítica honrada de la acción. El orgulloso se empeñará en comenzar por el mismo camino, pero el humilde rectificará sus encuestas, sus fines, sus métodos: aprenderá a construir. Después de todo, con frecuencia en los fracasos no queda nada del fracaso, y el éxito permanece. Cada fracaso es un vacío: una piedra puede tapar el hueco. Los éxitos son piedras con las cuales se construye un muro, un templo. Bendito sea el fracaso que nos enseña nuestro sitio verdadero» 13. Por ello, concluye el santo, «el gran fracaso es por miedo a los fracasos» 14, porque paralizarse frente al temor por el fracaso es condenarse a no vivir, a no ser protagonista de la propia biografía, a no ser partícipe de los cambios sociales necesarios en nombre de la justicia y en favor de los marginados. En otras palabras, a no crecer como ser humano, consciente de vivir en sociedad, de la cual se siente responsable porque vivir es convivir. En el nuevo contexto de la cultura actual, el individuo se encuentra más expuesto que en el pasado al fracaso. En pocos años se han cambiado viejos estilos de vida, y todo cambia a una velocidad vertiginosa. Por otra parte, no resulta fácil estar en contacto con ese fluir constante y cambiante de la vida. Además, los valores (metas) actuales, como el lucro rápido y sin esfuerzo, el placer constante y el brillo del reconocimiento social predisponen a una actitud triunfalista y agradable que dificulta en la realidad diaria la realización. Josu Cabodevilla Eraso observa que la persona actual «es esencial y constitutivamente frustrable y ella misma ha puesto (o le han puesto) todas las condiciones del fracaso; es más, se va eliminando la tolerancia a la frustración, haciendo creer que la realización personal o maduración consiste en gozar siempre, gratificarse siempre y nunca fracasar». Sin embargo, «con ninguna de estas metas que hemos enunciado tiene que ver el éxito, sino que este es más bien una consecuencia de nuestra manera de actuar, producto fundamentalmente del esfuerzo, del trabajo callado y constante» 15 . 23

En el fondo, la cultura actual no ha sido capaz de transmitir el sentido auténtico del éxito y del fracaso en la experiencia humana. Así, todos han experimentado la sensación de fracaso, pero lo que les diferencia es cómo lo asimilan y lo integran en el curso de la propia vida. La pregunta fundamental es cómo convertir un hecho malogrado o adverso en una experiencia para hacerlo significativo. Básicamente, existen tres opciones frente a un fracaso: (a) entristecerse, deprimirse, y abandonar el proyecto emprendido; (b) negar la realidad del hecho y seguir haciendo lo mismo; (c) aprender de la experiencia y seguir avanzando. Obviamente, nadie desea fracasar cuando emprende el camino de un proyecto; pero no es menos cierto que resulta dudoso que alguien llegue a la meta propuesta porque nunca ha fracasado en la vida. Lo cierto es que suelen llegar a la meta aquellas personas que nunca se cansan de intentarlo. Se tiene éxito en la vida aprendiendo de los propios fracasos y de la observación de lo que les sucede a los demás. Los fracasos llegan a ser una experiencia positiva e indispensable en la medida en que, a través de ellos, se descubren aspectos nuevos sobre uno mismo y, de esa manera, aprende uno a conocerse un poco más. La vida es un proceso de hacerse, de ir construyéndose a uno mismo, porque uno vive en la historia, pero también es historia. Así, cualquier autobiografía se va escribiendo en un fluir constante en el que se navega, con momentos de felicidad y de tristeza, con sonrisas y con lágrimas, con éxitos y con fracasos. Por tanto, lo que se denota como un fracaso no necesariamente hace fracasar, porque todo depende de cómo se va asimilando un hecho adverso en la propia vida. Además, aunque quizá duela a aceptarlo, los fracasos son inevitables, constituyen un ingrediente de la existencia, porque son fruto de la fragilidad humana. No obstante, los fracasos amargos resultan a veces indispensables para conocerse mejor, descubrir los propios dones y capacidades (los reales, no los imaginados o deseados) y poner a prueba las propias fuerzas. En definitiva, «estos fracasos nos permiten tomar conciencia de nuestros propios límites, son parte de nuestro aprendizaje existencial y nos ayudan a no sentirnos fracasados y lograr ser capaces de elevar el fracaso a identidad y vivencia de realización». Por tanto, estos mismos fracasos estrepitosos pueden llegar a ser hitos en la propia vida, al aprender a «poner límites a nuestras ansias de triunfo y valorar muy seriamente nuestro verdadero potencial» 16. El conocimiento de uno mismo es fundamental en el horizonte de evaluación de la autobiografía en términos de éxito y fracaso. «Muchas personas no asumen riesgos por temor a la falta de éxito, sin saber que únicamente el riesgo, mezclado con ciertas dosis de prudencia, puede acercarnos a los que consideramos buenos resultados en cualquier 24

acción determinada». Lamentablemente, «existen demasiadas ocasiones, en que nos empeñamos en considerar aciertos actuaciones que son auténticos fracasos, y viceversa». Por eso «es preciso tener una buena autoestima y, junto con ella, una buena autopercepción de eficacia personal» 17 . Otra condición importante para evitar sentimientos inútiles, aunque dolorosos, de fracaso consiste en la necesidad de tener claros los propios deseos de manera lúcida y consciente. Son estos deseos que llegan a ser motivaciones para la actuación. Las preguntas ¿qué quiero? y ¿por qué lo quiero? son fundamentales para hacerse protagonista de la propia vida. Sin embargo, el estilo de la vida acelerado y la consecuente dificultad para comunicarse con la propia interioridad impiden, a veces, responder a estas simples preguntas. Además, la falta de paradigmas sociales, la cultura individualista y la sospecha sobre la institucionalidad de antaño (política, religión, autoridad, matrimonio...) han creado una cierta orfandad existencial donde el individuo se siente perdido y sin rumbo en la vida, por falta de referencias esenciales. Por consiguiente, resulta frecuente que algunas experiencias de fracasos broten del hecho de ignorar cuáles son los propios deseos auténticos y las correspondientes posibilidades reales. Muchas veces, no es la vida la que da malas y adversas sorpresas, sino el equivocado modo de vivirla y de enfocarla; porque quien no acaba de saber claramente lo que quiere en y para su vida, no puede elegir el camino con acierto. Es preciso, esencial, identificar los propios deseos, así como los propios miedos. La primera pregunta por lo que se quiere tiene que estar acompañada inevitablemente por la interrogante por lo que se tiene; solo entonces se podrá seguir con el discernimiento sobre lo que se puede hacer y por dónde empezar a realizarlo. La primera pregunta pone en contacto con el mundo de los deseos (¿qué quiero?), lo cual exige, a su vez, un maduro auto-conocimiento para poder ser sincero con uno mismo, ya que el gran problema es siempre el auto-engaño. La segunda interrogante dice relación al punto de partida en la realidad de los propios recursos, capacidades, habilidades (¿qué tengo?). Sólo entonces está uno en condiciones de plantearse el desafío de la acción (¿qué puedo hacer?). Posteriormente, es la misma acción emprendida la que ayuda a enfocar el modo de pensar frente a futuras situaciones, porque de lo aprendido en la acción se pasa a regular, centrar y matizar mejor la complementariedad entre el deseo y la posibilidad real. Es de la evaluación de la acción emprendida de donde se sacan las correspondientes conclusiones de las consecuencias positivas o negativas de una decisión18. En este proceso de discernimiento, la sinceridad con uno mismo, ya sea de los propios deseos, ya de las propias posibilidades reales, resulta simplemente fundamental. 25

«Para ello es necesario ser sincero con uno mismo. Tener el coraje de atreverse a desear, independientemente de que en un principio nuestras aspiraciones parezcan imposibles. Desconociendo los deseos tendremos más dificultades para alcanzarlos: por eso hemos de trabajar interiormente para ser conscientes de lo que queremos. Estamos demasiado acostumbrados a fijarnos grandes expectativas y objetivos difíciles de alcanzar». Así, «solo aceptando los propios límites y con el peso del dolor inherente a la propia condición humana, dejándose afectar por la tragedia y manteniendo un contacto cargado de ternura y comprensión, podremos descubrir y transformar la desesperación y la culpa en serenidad y esperanza. Elaborar el fracaso es amarse y aceptarse a sí mismo por entero, sin restricciones: sombras y luces, dulzuras y cóleras, aristas y suavidades, risas y lágrimas, humildades y orgullos, éxitos y fracasos... Decía Viktor Frankl que nos pueden quitar todo, pero no la actitud con que nos enfrentamos a las cosas. El realismo es necesario; pero también lo es poseer puntos de vista ilusionados sobre objetivos y metas» 19. Pero este proceso de discernimiento entre los deseos y las posibilidades no se reduce a lo subjetivo, sino que tiene que abrirse a lo objetivo, al ambiente, al contexto donde el sujeto se encuentra. Se trata de preguntarse por las condiciones del entorno, para valorar la posibilidad de los planes en orden a realizar concretamente los propios deseos. Surge entonces una serie de preguntas para situarse en el propio contexto: (a) ¿con qué apoyo se cuenta para el proyecto que se desea realizar?; (b) ¿qué modificaciones corresponderían en el entorno físico y social?; (c) ¿cuál es el costo (físico, intelectual, sentimental, económico, etc.) que tiene para uno, así como para las otras personas del propio ambiente?; (d) ¿cuáles son los beneficios y las pérdidas, para uno mismo y para el propio entorno, del proyecto emprendido?; (e) ¿cuál es el orden de prioridad de las propias aspiraciones? «Si no vivimos solos, es arriesgado hacer algo sin el apoyo de quienes conviven con nosotros. A la hora de decidir proyectos, es preciso tenerlo en cuenta» 20. En este discernimiento entre el deseo y la posibilidad, la meta y el recurso, el sueño y la realidad, resulta imprescindible tener en cuenta que el realismo es necesario, porque constituye el punto de partida de cualquier elección, pero sería incompleto si no va acompañado del horizonte de los ideales; de otra manera, el realismo se torna conformismo. «Los problemas del mundo», decía John F. Kennedy, «no serán solucionados por los cínicos, cuyos horizontes están limitados por las realidades obvias, sino por aquellas personas que sean capaces de soñar cosas que nunca existieron». Es un hecho que «muchas personas no asumen riesgos por miedo a la falta de seguridad en el éxito, sin saber que únicamente el riesgo asumible nos puede acercar a lo que consideramos buenos resultados», porque «vivir en el realismo absoluto sin ninguna 26

otra esperanza, sin fantasías –acaso imposibles, pero necesarias para afrontar los retos de la vida–, es con frecuencia desolador» 21. También es preciso evitar el miedo al fracaso, que resulta ser una expresión de la resistencia frente a los desafíos y la incapacidad de afrontar riesgos, mediante una intención alienada de considerar el fracaso como un éxito. «El psicoanálisis nos ha familiarizado con una cierta intencionalidad del fracaso. El acto malogrado se inscribe como intención latente actualizada y señala el éxito de la conducta de fracaso». Es decir, «entre el propósito manifiesto y el propósito latente del hombre se registra una especie de dialéctica, una lucha sorda que señala, a través del fracaso mismo, el poder de una intencionalidad alienada». Por tanto, la conducta de fracaso no se resume en la impotencia de alcanzar el éxito ni se reduce a una carencia o a una insuficiencia. Muy al contrario, significa la orquestación hábil e insidiosa de la catástrofe, la intención obstinada de no triunfar, el milagroso fracaso, a veces, de todas las, posibilidades». De esta manera, «la conducta de fracaso se inscribe, a la postre, como un poder de destrucción que desafía las condiciones objetivas del éxito. Dicha conducta lleva el sello, hasta un límite demencial y autodestructor, de un sujeto encarnizado en su pérdida» 22. La vida es un riesgo, porque no es posible calcularlo todo. Cualquier decisión entraña un riesgo, porque el factor humano no es matemático, y algunas variables son imprevisibles, especialmente cuando la condición humana se fundamenta en la relacionalidad, en el encuentro de uno con otros. Por tanto, es bueno recordar que «el fracaso permite rectificar y arraigar de nuevo, porque revela las capas de la realidad que se habían querido omitir». Así, «este fracaso, pedagogía del realismo, no es más que el estadio preparatorio para una confrontación más ruda, no ya con las oportunidades de lo real, sino con uno mismo, con aquello que uno juzga verdadero, sea cual fuere el resultado» 23.

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1.3. La sabiduría de la Cruz En la vida de todo ser humano existen claros recuerdos de momentos de éxito, y otros de fracaso; ocasiones en las que se ha alcanzado una meta, y otras en las que no se ha conseguido. Ambas experiencias pueden llegar a ser vitales para su desarrollo humano, porque lo logrado alimenta la confianza en uno mismo, recompensa el esfuerzo realizado y proporciona valor para seguir caminando, mientras que las situaciones adversas ayudan a recapacitar, reformular y reorientar el sentido de la propia vida. Por tanto, resulta indispensable aprender a dialogar y convivir no solo con los propios éxitos, sino también con los fracasos. Como bien dice Adolfo Nicolás, SJ, actual Superior General de la Compañía de Jesús, en la vida es tan importante celebrar los éxitos como los fracasos, porque estos pueden transformarse en una pedagogía de vida, ya que la experiencia es una verdadera maestra. Los hechos son objetivos, pero su comprensión y, por ende, el vivirlos como experiencia pasan por lo subjetivo, sin desconocer la mayor o menor influencia por parte de la cultura de la sociedad de la que uno forma parte. Por ello, un éxito objetivo en la vida de una persona puede convertirse en un verdadero fracaso, y viceversa. Un hecho es objetivo, pero el modo de asumirlo pertenece al ámbito de lo subjetivo. Todo depende de la perspectiva personal y de una postura ingenua o crítica frente a la sociedad y las metas que esta propone para el reconocimiento social. Tal como lo expresa José A. García, SJ, «éxito y fracaso forman parte de esas realidades humanas que parecen estar abiertas a vehicular lo mejor y lo peor del hombre». Así, «hay personas a quienes el éxito convierte en hombres o mujeres prepotentes, soberbios, insoportables; a otras, sin embargo, las vuelve encantadoras, seguras de sí, simpáticas, emprendedoras... Existen también personas a quienes el fracaso hunde en un abismo de impotencia y agresividad, y otras a quienes convierte en seres increíblemente sensibles, compasivos, resistentes» 24. En el fondo, el discernimiento del éxito y el fracaso está marcado por el horizonte de sentido. En otras palabras, solo al contestar a la pregunta acerca del sentido que tiene la vida, puede uno posteriormente evaluar los episodios de la propia vida en términos de éxito (lo logrado) y de fracaso (lo malogrado). Si uno no se hace esta pregunta, pierde todo protagonismo sobre su propia vida, y es la sociedad la que, según su propio código cultural, dictamina, prescindiendo del individuo lo que es un éxito y lo que constituye un fracaso. Por consiguiente, la filosofía o la religión del individuo desempeña un papel fundamental a la hora de comprender la propia vida en términos de éxito y fracaso. Esto significa que, en el caso de la religión, la apertura a lo trascendente introduce una dimensión distinta de la puramente humana, de tal manera que se puede hablar con toda 28

propiedad de una lógica humana y una lógica divina que no siempre coinciden, porque los mismos Evangelios plantean la necesidad imperiosa de la conversión (un cambio de mentalidad) para poder acercarse a la lógica divina. En la fe, uno cree que «Dios, evidentemente, va más lejos que el hombre, y su visión es más total; es incluso absolutamente universal. Podemos, pues, suponer que lo que, a nuestra escala, puede parecer un fracaso tiene un carácter diferente a escala divina» 25 . En la Encarnación irreversible, lo divino asume lo humano y, mediante el don de la gracia, lo humano se asoma a lo divino, ya que, de otra manera, no tiene ninguna posibilidad de penetrar el misterio que le sobrepasa. Por tanto, al acercarse al Evangelio, es preciso abrirse al misterio divino y comprenderlo desde la novedad que aporta la Palabra de Dios. Es desde la conversión desde donde se penetra en la revelación divina de la Buena Noticia en la Persona de Jesús el Cristo; el peligro y la tentación consisten en comprender el Evangelio desde las categorías humanas. En la Carta a los Hebreos se lee que «la Palabra de Dios es viva y eficaz y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Heb 4,12). La cultura es elaboración humana, pero el Evangelio es palabra divina revelada en la Persona de Jesús el Cristo. El Evangelio, al ser una palabra divina anunciada a la humanidad, tiene la dimensión de una novedad permanente. Justamente por ser una noticia, se subraya esta primicia de una Buena Noticia. Si la cultura actual pregona el poder y el dinero como valores centrales (metas) para ser reconocido, respetado y admirado, el Evangelio contradice radical y abismalmente este postulado. «En el Evangelio, el que quiera ser el primero, debe antes ser último. El que quiere ser grande debe antes ser pequeño, y el que quiera tener mucho debe ser fiel en lo poco. Ser último, pequeño y tener poco son quizá condiciones que no armonizan con nuestra “teología del éxito”, pero son los caminos que Dios escogió para formarnos, levantarnos y bendecirnos. No cambiemos el mensaje. No nos engañemos. No dramaticemos la escasez, el dolor y la derrota. Dios sigue siendo Dios. La Biblia sigue siendo la Biblia. El éxito en la vida cristiana empieza con lágrimas, derrotas y fracasos. Pero todos ellos son pasajeros» 26. Las palabras, los gestos y la vida de la Persona de Jesús contradicen lo que parece obvio en la cultura humana, porque Él invita a perder la propia vida para encontrarla. «El que encuentre su vida la perderá; y el que pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 10,39). Esta afirmación se repite cinco veces en los Sinópticos (Mt 10,39 y 16,25; Mc 8,34-35; Lc 9,24 y 17,33) y también encuentra eco en el Evangelio de Juan: «Os aseguro 29

que, si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna» (Jn 12,24-25). Esta reiteración no puede ser fortuita, sino que expresa claramente y de manera nítida un mensaje transmitido por la propia Persona de Jesús. La auténtica realización del ser humano tan solo se cumple en el ser-en-Cristo. La creatura solo se encuentra a sí misma en su entrega al Creador, porque ha sido creada a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26-27). La Persona de Jesús, el Dios hecho hombre, es el modelo de lo humano, porque el Creador se hace creatura para mostrarle el plan divino sobre lo humano y su auténtica realización. En palabras del Concilio Vaticano II, el misterio de lo humano se esclarece plenamente solo en el misterio del Verbo Encarnado, ya que en la Persona de Jesús, el Cristo, Dios manifiesta plenamente el ser humano al propio ser humano y le descubre la sublimidad de su vocación27 . La Persona de Jesús de Nazaret es imagen y rostro humano del Dios invisible (cf. Col 1,15), y por ello es el ser humano plenamente auténtico. En Él se hace presente la persona humana real e ideal deseada por Dios mismo. Este mismo Jesús cuestiona profundamente los valores culturales dominantes. La Cruz –más concretamente, el Crucificado– es la negación radical del sueño humano cuando el hombre se aleja del designio divino y rechaza su condición de creatura. Así, la Cruz se erige como un cuestionamiento directo a toda concepción humana de éxito y de fracaso, de lo que constituye una vida lograda o una vida fracasada. «Jesús hereda una tradición antropológica según la cual la respuesta a la pregunta por el ser del hombre y, por tanto, por la vida, viene dada por lo ya establecido como tal, por lo que la cultura, la tradición o la filosofía dan por sentado que es ser hombre o mujer». Sin embargo, la Persona de Jesús anuncia otra verdad fundamental y fundante, al proclamar que la interrogante por el ser humano viene por lo que Dios le llama a ser. «Bajo esa nueva perspectiva, el éxito humano está vinculado a la responsabilidad ante Dios, es decir, a la capacidad de oírle y responderle. El fracaso del hombre estriba en todo lo contrario: en vivir de espaldas a su llamada» 28. Por consiguiente, el anuncio que proclama y el estilo de vida de la Persona de Jesús constituyen un auténtico escándalo para sus oyentes. «Para Dios, ser hombre es ser-enCristo. Sobre ese horizonte, sobre ese telón de fondo, mide la fe los conceptos de éxito y fracaso, de vida lograda y vida malograda, lo cual constituye siempre un verdadero escándalo. Como afirma Martin Buber, “éxito no es ninguno de los nombres de Dios”» 29.

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San Pablo expresa esta contradicción entre la lógica humana y la sabiduría divina en los siguientes términos: «El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan –para nosotros– es fuerza de Dios. Porque está escrito: “Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes”. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres» (1 Cor 1,18-25). Reconocer los límites de la lógica humana y penetrar el misterio de la locura de la sabiduría divina es un don, porque justamente trasciende lo puramente humano. «Dios nos reveló todo esto por medio del Espíritu, porque el Espíritu lo penetra todo, hasta lo más íntimo de Dios». San Pablo se pregunta: «¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre, sino el espíritu del mismo hombre?». Por tanto, «de la misma manera, nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que reconozcamos los dones gratuitos que Dios nos ha dado. Nosotros no hablamos de estas cosas con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino con el lenguaje que el Espíritu de Dios nos ha enseñado, expresando en términos espirituales las realidades del Espíritu». Así, «el hombre puramente natural no valora lo que viene del Espíritu de Dios: es una locura para él, y no lo puede entender, porque para juzgarlo necesita del Espíritu. El hombre espiritual, en cambio, todo lo juzga y no puede ser juzgado por nadie. Porque ¿quién penetró en el pensamiento del Señor, para poder enseñarle? Pero nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,10-16). Entonces, ¿cuál es la verdadera sabiduría? San Pablo contesta: «¡Que nadie se engañe! Si alguno de vosotros se tiene por sabio en este mundo, que se haga insensato para ser realmente sabio. Porque la sabiduría de este mundo es locura delante de Dios. En efecto, dice la Escritura: “Él sorprende a los sabios en su propia astucia”, y también: “El Señor conoce los razonamientos de los sabios y sabe que son vanos”. En consecuencia, que nadie se gloríe en los hombres, porque todo os pertenece a vosotros: Pablo, Apolo o Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente o el futuro. Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Cor 3,18-23). La Persona de Jesús anuncia a un Dios misericordioso que no desea la celebración de sacrificios, sino la entrega de misericordia (cf. Mt 12,7) y entiende su vida como Aquel que «vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). El significado de 31

las parábolas de la oveja y la dracma perdidas y encontradas, junto con el relato del Padre misericordioso, que se encuentran en el Evangelio según san Lucas (capítulo 15), se resume en las palabras del Padre: «Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15,32). La Persona de Jesús presenta un Dios Padre que rompe todas las categorías humanas, porque se pregona una divinidad al servicio de la humanidad, fruto del amor infinito del Creador hacia sus creaturas. «Sabéis que aquellos a quienes se considera gobernantes dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre vosotros no debe ser así. Al contrario: el que quiera ser grande, que se haga el más pequeño; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mc 10,42-45). San Juan transmite este mismo mensaje en el relato del lavatorio de los pies, el gesto eucarístico de la Persona de Jesús que complementa el relato de la institución eucarística en los Sinópticos. La conclusión es clara, aunque no siempre se le presta la atención necesaria y correspondiente. «Después de haberles lavado los pies, Jesús se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y tenéis razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavarse los pies unos a otros. Os he dado el ejemplo, para que hagáis lo mismo que yo he hecho con vosotros. Os aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía”» (Jn 13,1216). Es la palabra del Maestro a sus discípulos y, a la vez, se erige en condición ineludible del discipulado de la Persona de Jesús. El servicio al otro es el talante distintivo de aquel que desea ser el discípulo de su Maestro y Señor. San Alberto Hurtado comprendió perfectamente la centralidad de comprender la propia vida como un servicio a los demás, el morir a uno mismo para vivir por los demás, cuando escribió: «Cristo se ha hecho nuestro prójimo; o, mejor, nuestro prójimo es Cristo, que se presenta a nosotros bajo una u otra forma: preso en los encarcelados, herido en un hospital, mendigo en las calles, durmiendo con la forma de un pobre bajo el puente de un río. Por la fe debemos ver en los pobres a Cristo, y si no lo vemos, es porque nuestra fe es tibia, y nuestro amor imperfecto». Por consiguiente, «la verdadera devoción no consistirá solamente en buscar a Dios en el cielo, o a Cristo en la Eucaristía, sino también en verlo y servirlo en la persona de cada uno de nuestros hermanos. ¿Cómo podríamos decir que ha comulgado sacramentalmente con sinceridad el cuerpo eucarístico de Cristo, si después permanece duro, terco, cerrado frente al Cuerpo Místico 32

de Jesús? ¿Cómo puede pretender ser fiel a Jesús, a cuyo sacrificio ha asistido en el templo, quien al salir de él destroza la fama de Cristo encarnado en sus hermanos?» 30. En esto, san Alberto Hurtado recoge la tradición patrística. Así, san Juan Crisóstomo (344-407), al comentar el Evangelio de san Mateo, se preguntaba: «¿De qué servirá adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? ¿Y de qué servirá recubrir el altar con lienzos bordados de oro cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez?» Con esto «no pretendo prohibir el uso de tales adornos», prosigue Crisóstomo, «pero sí quiero afirmar que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro [...]. Por tanto, al adornar el templo, procurad no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro» 31. Por una parte, la cultura humana establece el poder y el dinero como ejes fundantes del sentido de la vida; pero, por otra, el Evangelio presenta un escándalo que contradice radicalmente la lógica humana actual al anunciar el servicio al otro como sentido de vida y felicidad para el ser humano. Y, como todo don, se ofrece a la libertad humana. Dios ofrece, y el ser humano decide. «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24). Por tanto, frente a la temática del éxito y del fracaso, la fe propone una novedad. «El hombre no es necesariamente lo que sus pulsiones más arcaicas o las tradiciones humanas dicen que es, sino lo que Dios le llama a ser y le posibilita ser»; así, «desde una perspectiva de fe, tener éxito o fracasar en la vida no es algo que pueda medirse desde dichas pulsiones interiores o desde la cultura circundante, sino solo desde nuestra respuesta o nuestro silencio a la llamada y el amor de Dios» 32. En la Teología se distingue entre una verdad que primero hay que entender para poder creerla (intellige ut credas), y otra que primero hay que creer para poderla entender (crede ut intelligas). Es una distinción que también resulta complementaria: entender para creer y creer para poder entender. La nueva mirada que regala la Buena Noticia de la Persona de Jesús, que contradice radicalmente lo que la lógica humana establece, implica necesariamente la conversión del sujeto, porque es llamado a ver, entender, sentir de una manera muy particular la realidad humana. Una realidad común a todos, creyentes y no creyentes; pero la manera de interpretar y vivir esta realidad humana compartida depende totalmente de la perspectiva particular de cada uno, de su propia filosofía de vida, que le responde a la pregunta por el sentido de dicha realidad. Por consiguiente, la interpretación de un hecho en términos de éxito o de fracaso pertenece al horizonte del creer, que propone un marco y un contexto de sentido y de 33

significados. Así, solo desde lo central del mensaje cristiano y el correspondiente seguimiento de la Persona de Jesús resulta posible y plausible experimentar que su mensaje sobre la vida lograda y la vida fracasada es verdad. Benedicto XVI formula este mensaje central del cristianismo en una experiencia de encuentro con el Otro. «“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4,16). Estas palabras de la Primera Carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él. Hemos creído en el amor de Dios”: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna” (cf. 3,16)» 33. Es desde el tener fe en este Dios amoroso desde donde se hace posible experimentar, más que entender, que el mensaje de la Persona de Jesús sobre el éxito de una vida lograda y el fracaso de una vida malograda es verdad. Es el momento del creer para entender, porque la fe ofrece unos parámetros nuevos, unos referentes distintos, que permiten una comprensión basada en la confianza depositada en la Persona de Jesús. Pero también la presencia de testigos de la fe cristiana ayuda o desafía a entender para creer o, para ser más exacto, a un no entender que conduce a penetrar el misterio divino. Se trata de episodios en el curso de la vida que producen un cambio radical en las personas, y la observación de este cambio en ellas cuestiona profundamente al espectador, porque comprende que no entiende lo que pasa y se abre a la posibilidad del misterio divino. El espectador de la acción divina en otro se convierte a la posibilidad de la acción divina en uno mismo. La enfermedad de Íñigo le convierte en san Ignacio de Loyola (1491-1556), fundador de la Compañía de Jesús. El destierro de Pierre Teilhard de Chardin (18811955) le permitió posteriormente conquistar el mundo con su pensamiento. El presenciar el asesinato de su amigo jesuita hace de Mons. Óscar Romero un mártir. Así, «el fracaso puede apreciarse de modo diferente según se considere a quien lo padece, ya sea dentro de los límites estrechos de un episodio marcado por la falta de éxito o por la detención brutal, ya sea en la continuidad y en las posibilidades futuras de una vida fiel a sus motivos de existencia y de acción. San Pablo dice que la paciencia produce la esperanza (Rom 5,4)» 34.

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En la fe, fruto de un encuentro, se aprende que la auténtica sabiduría consiste en buscar, hallar y cumplir la voluntad de Dios, aunque no siempre se logra entender ni penetrar. En este sentido, las palabras de Pablo a la comunidad de los Efesios cobra una relevancia impresionante. «En él hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios derramó sobre nosotros, dándonos toda sabiduría y entendimiento. Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad, conforme al designio misericordioso que estableció de antemano en Cristo, para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos: reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef 1,7-10). La fe motiva la esperanza, y la esperanza se alimenta de la fe. Pero esto significa aprender a ser paciente como el sembrador, que confía su semilla a la tierra y al sol. «Buscad primero el Reinado de Dios», enseña el Evangelio, «y lo demás se os dará por añadidura» (Lc 12,31). «Para quien sabe esperar, todas las cosas acabarán siendo reveladas, a condición de que tenga el valor de no negar en las tinieblas lo que ha contemplado en la luz (Coventry Patmore)» 35 . «La habitual asociación de las lágrimas con los afectos negativos», escribe Catherine Chalier, «no debe hacer olvidar que, cuando estos inundan la vida, y a veces parecen condenarla a un abandono sin salida, el lenguaje de las lágrimas es todavía, sin duda secretamente, una llamada a alguien, aunque esté ausente e ignorado además por quien llora». Por tanto, «las lágrimas pueden... despertar al sentido de una alegría frágil pero indestructible, de una alegría en la que no hay que pensar, sin embargo, como si tuviera que suceder a la aflicción un día sin duda todavía lejano. En efecto, se trataría en este caso de mantener en el corazón herido de los hombres... una última esperanza de sosiego o de consuelo que supuestamente debería llegar durante esta vida o en el más allá. Los que sembraban con lágrimas cosecharán con alegría, asegura el salmista (Sal 126,5)» 36. La sabiduría de la cruz (cf. 1 Cor 1,17-31) solo se completa en el contexto de la Resurrección. Como dice Pablo, «si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana vuestra fe» (1 Cor 15,14). El Crucificado es el Resucitado. Por eso, «hay ciertas condiciones gracias a las cuales la sabiduría de la cruz no es un refugio para impotentes o plañideros, sino una fortaleza para los fuertes», porque «la sabiduría de la cruz no es disminución, sino superación. Una posibilidad de partir de nuevo y de perseguir una vez más la victoria, gracias a la fuerza de Otro. Es el lugar de la esperanza teologal, que supera la misma esperanza humana, siendo su seguridad la de aquel que se apoya en el Poder del Omnipotente» 37 . La realidad es ambivalente en cuanto a su interpretación; por tanto, el modo de asumirla es lo que puede convertir un fracaso en una derrota definitiva o en un punto de partida de un nuevo esfuerzo. Léon Bloy (1846-1917) escribió que «hay lugares de 35

nuestro pobre corazón que no existen todavía y en los que se introduce el dolor a fin de que existan». Por ello, «el sujeto espiritual es el que logra que el fracaso no tenga la última palabra, sino que sea más bien la ocasión de un progreso» 38. La fe abre al horizonte de un Dios capaz de escribir derecho con rayas torcidas. Por eso afirma Pablo que el poder de Dios se manifiesta en la misma debilidad humana. «Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere. Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad”. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,7-10). En el reconocimiento de la propia debilidad se aprende a confiar en el poder divino, haciendo de Dios el protagonista de la propia vida. Así, hasta el pecado puede llegar a ser una ocasión de gracia que permita proyectarse hacia el futuro, y no una experiencia castrante de culpabilidad obsesiva que encadena en el pasado. El pecador reconoce su necesidad de Dios, y la confianza queda depositada en Él, más allá de un ejercicio de voluntarismo estéril que más bien confía en el propio esfuerzo humano. En el Evangelio, la Persona de Jesús presenta a Dios como un padre sin cuyo consentimiento no cae ningún pájaro ni uno solo de nuestros cabellos. «Lo que os digo en la oscuridad repetidlo en pleno día; y lo que escuchéis al oído proclamadlo desde los terrados. No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la gehena. ¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae a tierra sin el consentimiento del Padre que está en el cielo. Vosotros tenéis contados todos vuestros cabellos. No temáis, pues, porque valéis más que muchos pájaros» (Mt 10,27-31). En el Evangelio de Lucas, la Persona de Jesús reitera este interés amoroso de Dios Padre por cada una de sus creaturas. «Por eso os digo: No os inquietéis por la vida, pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. Porque la vida vale más que la comida, y el cuerpo más que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran ni cosechan, no tienen despensa ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros! ¿Y quién de vosotros, por mucho que se esfuerce, puede añadir un instante al tiempo de su vida? Si aun las cosas más pequeñas superan vuestras fuerzas, ¿por qué os inquietáis por las otras? Fijaos en los lirios: no hilan ni tejen; sin embargo, os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así a la hierba, que hoy está en el campo y mañana es echada al fuego, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! Tampoco tenéis que preocuparos por lo que vais a comer o beber; no os inquietéis, porque son los paganos de 36

este mundo los que van detrás de esas cosas. El Padre sabe que vosotros las necesitáis. Buscad más bien su Reino, y lo demás se os dará por añadidura» (Lc 12,22-31). En tiempos de desolación y de oscuridad, a veces esta confianza en Dios Padre tambalea. Esta fue la experiencia de los mismos apóstoles. «Siempre que Jesús habla a sus discípulos del misterio pascual, se produce en ellos un rechazo y una tristeza casi infinitos. Pedro, incluso, se siente autorizado para expresar al Señor lo inapropiado que resulta ese lenguaje en su boca. ¿Mesías y crucificado? ¿Hijo de Dios y socialmente fracasado? Su pre-comprensión del éxito y del fracaso no difiere mucho de la del hombre y la mujer de todos los tiempos y de la propia nuestra. Por eso lo sentimos tan cercano...» 39. Sin embargo, en medio de la oscuridad siempre está la luz de Aquel que se presenta como «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). En medio de la oscuridad, Él aparece como el camino que conduce a la auténtica verdad, una verdad que da vida. Se trata de un camino, una verdad y una vida escondidos (cf. Mt 13,44), no evidentes; un camino, una verdad y una vida que solo se descubren en un encuentro personal y profundo con el Señor. Es la experiencia fundamental y fundante de sentirse amado de manera incondicional por la Persona de Jesús, quien revela un Padre misericordioso y promete la presencia del Espíritu. Antes de dejar la tierra y volver al lado de su Padre, la Persona de Jesús dejó su Espíritu, quien es también Espíritu del Padre, con una triple misión, con un triple encargo: ser recuerdo e imaginación suya, ser nuestro abogado y defensor, ser nuestra fortaleza. «Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros... Os digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho» (Jn 14,15-26). Este Espíritu «sugiere en nosotros un desplazamiento progresivo de los fundamentos de nuestro yo, y también de sus aspiraciones y metas. Éxito y fracaso quedan así relativizados e integrados en un horizonte nuevo y mayor» 40. Él es el protagonista de la propia fe. La responsabilidad humana consiste básicamente en quitar impedimentos, facilitar su acción, contemplar su actividad, expresar agradecimiento y suplicar. Se pueden señalar tres lugares importantes de invocación al Espíritu que ayudan a vivir cristianamente los éxitos y fracasos provocados por nosotros o simplemente sobrevenidos: (a) Necesitamos invocar al Espíritu Santo en aquel nivel de nuestro ser donde se libra la batalla entre codicia y confianza. (b) Necesitamos invocar al Espíritu 37

Santo allí donde los dones recibidos tienden a autonomizarse del Dador de todos ellos. (c) En los fracasos culpables, Dios emerge como ofrecimiento de perdón y reconciliación; como kairós de nuevas posibilidades. En los no culpables, Dios emerge como invitación a la desposesión y al desalojo del propio yo; a dejarse ocupar, conducir y poseer por Él41. En la fe, la comprensión auténticamente cristiana del éxito se resume en las palabras de san Pablo: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Tim 4,7). Es el éxito que surge de la confianza en Alguien mayor que abre nuevos horizontes y nuevos significados a la realidad humana. Es la confianza en Aquel que dijo: «No os inquietéis. Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1). El Papa Francisco lo expresa muy bien. «Muchas veces confiamos en un médico: está bien hacerlo, porque el médico está allí para curar; tenemos confianza en una persona: hermanos, hermanas, que nos pueden ayudar. Está bien tener esta confianza humana entre nosotros. Pero nos olvidamos de la confianza en el Señor: esta es la clave del éxito en la vida» 42. Confiar en la Persona de Jesús conlleva asumir en la propia biografía su estilo de vida. Por tanto, el éxito y el fracaso se miden por el servicio hacia el otro. El discípulo no es más que el Maestro, y este enseñó y vivió su vida como una entrega a los demás. «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15,13). Su ejemplo es paradigma para el discípulo. «En esto reconocerán que sois son mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros» (Jn 13,35). El preocuparse por el otro hace de su éxito y de su fracaso el propio éxito y fracaso. Esta perspectiva del servicio, a la hora de considerar los éxitos y los fracasos, crea comunión y solidaridad, rompiendo el círculo vicioso del individualismo, que los considera en clave de competencia y en contra del otro. Esta visión cristiana genera comunión y solidaridad, porque supera la noción competitiva e individualista del éxito que separa y divide, porque se compara constantemente con el otro como si fuera un adversario. La oración de san Francisco de Asís resume bellamente esta perspectiva. «Señor, haz de mí un instrumento de tu paz: donde haya odio, ponga yo amor, donde haya ofensa, ponga yo perdón, donde haya discordia, ponga yo unión, donde haya error, ponga yo verdad, donde haya duda, ponga yo la fe, donde haya desesperación, ponga yo esperanza, donde haya tinieblas, ponga yo luz, 38

donde haya tristeza, ponga yo alegría. Oh Maestro, que no busque yo tanto ser consolado como consolar, ser comprendido como comprender, ser amado como amar. Porque dando se recibe, olvidando se encuentra, perdonando se es perdonado, y muriendo se resucita a la vida eterna». Este es el programa «exitoso» de quien desea ser discípulo de la Persona de Jesús. En la espiritualidad ignaciana se ofrecen algunos criterios de discernimiento para evaluar el éxito y el fracaso en términos de la mayor gloria de Dios: (a) el servicio al otro como perspectiva básica; (b) la búsqueda del «magis» (más), es decir, lo que excede la mediocridad y se mueve hacia la excelencia, más allá de lo ya logrado; (c) hacerse disponible para responder a las necesidades más urgentes; (d) privilegiar lo que constituye un bien más universal y de mayor alcance; (e) si es preciso, moverse a las polémicas fronteras de la acción y el conocimiento, incluso rompiendo límites anteriores; y (f) crear o participar en comunidades de solidaridad en búsqueda de la justicia43.

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2.

El reconocimiento de la propia fragilidad

La reflexión sobre el éxito y el fracaso pretende hacernos conscientes de una de las categorías claves de la cultura actual. En otras palabras, la obsesión por el éxito y el miedo al fracaso pueden, consciente o inconscientemente, tener una incidencia directa para evaluar la propia vida, al llegar a ser la clave de lectura de la autorrealización. A la vez, en este escrito la palabra fragilidad no tiene absolutamente nada que ver con el fracaso. No se trata de una espiritualidad desde el fracaso ni desde el fracasado. Por fragilidad se entiende la condición humana. El ser humano es frágil. Por eso era importante y relevante aclarar primero el significado cultural y cristiano de éxito y fracaso, pero no confundir fracaso con fragilidad. El fracaso dice relación a la evaluación de la existencia, mientras que la fragilidad señala una propiedad de la propia existencia.

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2.1. La fragilidad humana La palabra frágil (del latín fragilis) denota algo que puede quebrarse con facilidad y, por tanto, subraya la necesidad del cuidado. En la experiencia cotidiana, cuando un objeto es calificado como frágil, suele indicarse que se trata de algo valioso, pero, a la vez, comporta manejarlo con cuidado para que no se haga trizas. Por tanto, la palabra denota dos cualidades: (a) valor, y (b) cuidado correspondiente para preservarlo. En otras palabras, señala un objeto que vale la pena cuidar. Aplicando esta palabra a la dimensión humana, se resalta, a la vez, el valor del ser humano y su ser necesitado, indigente y vulnerable. En otras palabras, el ser humano se va construyendo, necesitado de los demás, y por eso constituye un proyecto de vida que se va tejiendo de acuerdo con condicionamientos externos, pero también con decisiones personales. Por tanto, en este escrito el término fragilidad no tiene un matiz negativo, en el sentido de debilidad, sino que hace referencia a la condición humana. Como bien escribe la teóloga Carola Montero, la fragilidad «no es un lastre inevitable de nuestra indigente humanidad, una imperfección en la evolución de la especie, sino que conlleva una posibilidad humanizante para nuestra condición humana. El ser humano vive no solo a partir de aquello que lo constituye, sino también de aquello a lo que está expuesto». Así, la fragilidad existencial es constitutiva de la humanidad, pero no define todo lo que la humanidad es. «Lo que da a la experiencia –trascendental o experiencial– de la vulnerabilidad una connotación específica es tanto la manera en que la persona se posiciona ante ella –la propia y la de los demás– como el tipo de relaciones que se establecen desde ella». Por tanto, la fragilidad, propia o del otro, reclama una elección, ya que define al individuo como ser relacional y, a la vez, llega a ser espiritual y ética en cuanto actitud básica frente a la autobiografía de las relaciones interpersonales44. La dimensión relacional del individuo implica la necesidad imperante del reconocimiento. En otras palabras, el reconocimiento se fundamenta en la intrínseca constitución social del ser humano, la radical importancia que tienen las relaciones humanas en su supervivencia y el inalienable carácter intersubjetivo que atraviesa su auto-concepto, su vida, sus actos, su desarrollo. Está en estrecha relación con la identidad y la dignidad de la persona, con la necesidad humana de que estas sean reconocidas y afirmadas por otros para poder ser asumidas por la persona misma. A la vez, el reconocimiento implica dos encuentros: el encuentro con el otro, que, a la vez, genera un auténtico encuentro con uno mismo. Reconocer auténticamente al otro conduce a reconocerse a uno mismo en el otro; es decir, la identidad en la reciprocidad. Pero este proceso constituye una tensión que surge entre el imperativo de un

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reconocimiento universal de la dignidad humana y, a la vez, del reconocimiento social de la singularidad de cada persona o cultura. Esta necesidad de reconocimiento manifiesta la fragilidad humana. La necesidad de ser reconocido por otro, el cual, a su vez, sea reconocido por uno mismo, supone la posibilidad de resultar herido cuando se niega ese reconocimiento. En este caso, la fragilidad deja de ser «posibilidad» y se transforma en realidad amenazante para quien la vive. Por consiguiente, en cuanto conciencia de que los demás comparten la misma fragilidad y dignidad, el reconocimiento se relaciona con la solidaridad y con la compasión. Desde esta perspectiva, el reconocimiento se hace condición de posibilidad para la reconciliación, ya que implica la afirmación del otro frágil en su radical otreidad y, a la vez, en su inviolable derecho a una vida conforme a su dignidad. La reconciliación, en la verdad y en la justicia, aparece como una necesidad al constatar la fragilidad humana y dice relación a: (a) lo intersubjetivo; (b) la palabra (el reconocimiento del mal cometido o padecido y la re-interpretación de los hechos en un horizonte de sentido); y (c) la configuración más auténtica de la identidad personal, porque no permite fijar la autodefinición desde la herida, sino en la capacidad humana de sobreponerse al daño, al odio y al dolor. Por tanto, la reconciliación con mayor potencialidad trascendente se da en el perdón, una vez que posibilita que ambos sujetos se definan más allá del daño. La fragilidad, el reconocimiento y la reconciliación constituyen tres dimensiones que se necesitan y se complementan entre sí. A la vez, estas tres dimensiones humanas constituyen una sola tríada ética, porque exigen una respuesta humana, un protagonismo del sujeto frente a ellas. La fragilidad no es ni un defecto genético ni una debilidad negativa de la humanidad, sino un horizonte de posibilidades y oportunidades. El ser humano vive no solo a partir de aquello que lo constituye, sino también de aquello a lo que está expuesto. En palabras clásicas, lo humano no es solo un ser sino un ser en devenir. Por tanto, la fragilidad no determina lo humano, sino que, por el contrario, lo humano se define a partir de cómo la enfrenta. La fragilidad humana es el punto de partida existencial, pero será definida por la manera en que la persona se posiciona ante ella –la propia y la de los demás–, como también por el tipo de relaciones que se establecen desde ella. Por consiguiente, la fragilidad, propia o ajena, reclama una elección por parte de los sujetos, puesto que la fragilidad define al ser humano como un ser relacional y, por tanto, necesitado del reconocimiento de los demás. La aceptación de esta condición humana se torna una decisión ético-existencial en cuanto actitud básica frente a la autobiografía de las relaciones interpersonales. El reconocimiento constituye una necesidad humana, porque se fundamenta en la constitución social del sujeto, por la cual las relaciones humanas llegan a tener una radical 42

relevancia e importancia, porque vivir es convivir, y existir es existir con otros. De esta manera, lo intersubjetivo atraviesa el auto-concepto, y la identidad personal pasa por el reconocimiento social, puesto que el encuentro con el otro permite el reconocimiento propio; o, en otras palabras, uno se reconoce frente al otro, y la identidad se da en la reciprocidad. El proceso de esta identidad social no se construye de manera automática ni mecánica, porque se erige como una tarea y un desafío, ya que la necesidad de ser reconocido por el otro y de reconocer al otro supone la posibilidad de resultar herido si se niega ese reconocimiento. Por tanto, en las relaciones interpersonales concretas, la fragilidad deja de ser una posibilidad y se transforma en una realidad amenazante (cuando se niega el reconocimiento) o en una profunda realización (cuando hay mutuo reconocimiento). En otras palabras, la necesidad de reconocimiento supone la solidaridad y la compasión para poder expresarse en hechos concretos. A la vez, un auténtico reconocimiento abre el camino al correspondiente deseo de reconciliación de aquellas situaciones que niegan, de hecho, la dignidad humana, porque en este caso no existe un reconocimiento del otro en su otreidad. La reconciliación verifica (la raíz latina de la palabra es muy significativa: hacer verdad) la honestidad en la práctica del reconocimiento, porque (a) reconstruye la intersubjetividad en las relaciones interpersonales; (b) recurre también al valor simbólico de la palabra, porque el reconocimiento del mal cometido o padecido tiene un valor de sanación y, además, permite la interpretación de los hechos en un horizonte de sentido humano; y (c) apoya la configuración más auténtica de la identidad personal, ya que esta no se construye desde la herida, sino desde la capacidad humana de sobreponerse al daño, al odio y al dolor. Por consiguiente, la reconciliación es una tarea y un desafío permanente que posibilita situar la fragilidad dañada en un nuevo contexto de reconocimiento mutuo. Así, la reconciliación con mayor potencialidad se da en el perdón, ya que posibilita que ambos sujetos se definan más allá del daño infligido o padecido. Estas tres categorías de la antropología humana constituyen un movimiento único e inseparable, porque se exigen entre sí y solo se realizan en la complementariedad. Este proceso convierte la posibilidad (ya que todo depende de cómo situarse delante de la vida) en una ocasión de crecimiento humanizante. Si la fragilidad humana reclama una respuesta, la reconciliación vendría a ser la manera de responder que permite que esta realidad se realice humanizando y no deshumanizando. No obstante, no es posible pasar de la fragilidad a la reconciliación si no es a través del reconocimiento. El reconocimiento es lo que hace posible la reconciliación. Solo es posible reparar desde la mirada que afirma en la existencia, contando con esa fragilidad.

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Esta comprensión de lo humano es totalmente coherente con la fe cristiana, porque la Sagrada Escritura es el relato de cómo Dios, reconociendo a su criatura, sale al encuentro de su fragilidad para llevarla a la plenitud, reconciliando y ofreciendo la salvación. En palabras de Pablo: «Él, que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5,17-20). En la Persona de Jesús se manifiesta este dinamismo de la tríada, ya que en su Encarnación y Pascua se realiza de manera definitiva la reconciliación de la humanidad. La fe cristiana reconoce en el acontecimiento Cristo una novedad singular que transforma la historia desde dentro, para siempre. Porque la Persona de Jesús no es tan solo la de un hombre que reconcilia, sino la de un Dios que salva; y porque su acción reconciliadora tiene una dimensión vicaria, entendida como «por nosotros» y «en nuestro lugar», toda la historia humana queda asumida en Él como historia salvífica. Así, la reconciliación realizada por Cristo y en Él es entonces un momento definitivo dentro del movimiento salvífico de Dios, que recapitula todo lo creado en su Hijo. «Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros... Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!» (Rom 5,6-10). Esta reconciliación realizada en Cristo, Dios y hombre, abre a la humanidad la posibilidad de participar en su acción reconciliadora en la historia. Si su fundamento y condición de posibilidad está en la reconciliación realizada por Cristo, entonces la colaboración histórica y concreta de cada hombre y mujer se incorpora a este único movimiento salvífico. Entonces es posible reconciliar lo que desde una perspectiva humana parece irreparable, porque en Cristo ha sido vencido todo aquello que producía rupturas irreparables para el ser humano: la muerte, el pecado y el sinsentido. De la misma manera, es posible concebir la reconciliación como acrecentamiento y no como mera restauración de un estado previo, porque en Cristo se vislumbra la plenitud de la humanidad reconciliada. La fragilidad radical queda entonces reconciliada, no porque desaparezca la fragilidad, sino porque la manera de situarse ante ella recupera su potencialidad positiva. 44

La fragilidad, la indefensión, la dependencia de la bondad o la compasión de otro, a partir del encuentro con la Persona de Jesús, vuelve a ser lugar de reconocimiento de la inalienable dignidad humana y de apertura radical en las relaciones con Dios y con los demás. La intención de las apariciones del Resucitado no es introducir cambios en la historia, sino más bien expresar la adquisición de una nueva perspectiva ante lo vivido. Si la enfermedad y la praxis sanadora de la Persona de Jesús es epifanía de la fragilidad, los relatos de la pasión de Jesús parecerían evidenciar que la fragilidad humana es realidad que conduce solo a la muerte. La resurrección de Jesús no elimina las huellas de su pasión, porque estas han pasado a ser parte de la historia de la Persona de Jesús, de su identidad, como también de la de sus discípulos. La Persona de Jesús es y sigue siendo el Crucificado. Pero el Crucificado aparece envuelto en la gloria de Dios. Los discípulos lo re-conocen porque es Él, el mismo, aunque no igual. Reconocerlo, como en el caso de la Magdalena, implica apertura a la novedad en la identidad del ya conocido. En la humanidad de la Persona de Jesús y en su resurrección, la historia deja una marca, configura la identidad y es reconciliada, pero no borrando, sino reconfigurando su significado de manera que trascienda la herida y se convierta en posibilidad de redención para todos. El anuncio central del libro del Apocalipsis es que el desenlace final de la historia es el triunfo definitivo de Dios sobre el pecado, el mal y la muerte. Jesús el Cristo es presentado como el Cordero, quien es a la vez víctima y vencedor, como aquel que puede interpretar el sentido de la historia. Dios atiende al llanto del vidente, a los clamores de los justos que han dado su vida y a las lágrimas de una humanidad cansada del sufrimiento, el mal y la muerte. Así, el poder del Cordero se fundamenta en su fragilidad: en la apertura a otros hasta la completa donación de sí, en la capacidad de confiar en Dios, de «no amar tanto su vida que temiera perderla» (cf. Ap 12,11) y de comprometerse en la relación con otros hasta verter su vida por la vida de ellos. Por consiguiente, la reconciliación –que nunca es restitución de un estado previo, sino recreación que conduce a un estado de plenitud siempre sobreabundante– requiere de la relación intersubjetiva que la hace posible. La historia no termina por acumulación del pecado o por desgaste humano, ni siquiera acaba por la ira que provoca la injusticia y la infidelidad de la humanidad con Dios. La historia termina solo por la acción de Dios, que por medio del Cordero la transforma para que a la luz de su rostro resplandezca en su realidad (Ap 21,11) y sentido originario más auténtico. De ahí que la tierra nueva siga siendo ciudad, es decir, realidad llamada a ser comunión de personas y no plenitud solitaria de individuos aislados. El pensamiento de la teóloga Carolina Montero presenta una valiosa intuición: la fragilidad y el reconocimiento de la misma no termina en un determinismo fatalista, sino 45

que enfrenta al sujeto humano con su responsabilidad de optar libremente para reconciliar toda ruptura consigo mismo, en su relación con otros y en la construcción de estructuras justas y ambientes sanos.

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2.2. Conocerse, aceptarse, crecer El proceso de auto-aceptación de la fragilidad humana constituye un primer y elemental paso en el crecimiento de todo ser humano. No obstante, este proceso no siempre encuentra su apoyo en los valores culturales, que a veces tienden a desviar la autorrealización en términos de poder, fama, dinero..., reduciendo lo humano a una sola dimensión y, por ello, negando la unidad pluridimensional que lo constituye y lo configura en la unicidad de una persona humana. El escritor francés Gustave Flaubert (1821-1880) sostuvo que se necesitan tres cosas para alcanzar la felicidad: «Ser estúpido, ser egoísta y gozar de buena salud; pero, si falta la primera, todo se acabó». Esta visión pesimista contrasta diametralmente con lo sostenido por Erasmo de Rotterdam (1466-1536), quien mantuvo que «la esencia de la felicidad consiste en que aceptes ser quien eres». El filósofo español Carlos Díaz se dirige a su hijo con las siguientes palabras: «Nadie te ha dicho que seas menos de lo que eres, sino que te reconozcas como eres; solo al aceptar lo que eres puedes comenzar a ser mejor de lo que eres; no olvides que al dártelas de perfecto vas pregonando tu primer defecto. No importa que tengas miedo, sino que lo vivas allí donde lo tengas que vivir. Y no huyendo: mejor ser cojo en el camino que buen corredor fuera de él» 45 . En la actualidad resulta un dato adquirido del conocimiento humano el establecer que la aceptación de uno mismo constituye una de las columnas vertebrales de la propia identidad y el piso sólido sobre el cual se puede encaminar el proceso del desarrollo personal. La auto-aceptación permite la integración interior de la persona y una dirección segura para el futuro crecimiento. La vida espiritual no constituye ninguna excepción al respecto. La gracia no sustituye ni prescinde de la condición humana sino que construye sobre ella. Es el misterio de la Encarnación irreversible, que rompe cualquier dicotomía entre lo sagrado y lo profano, una vez que el mismo Dios hecho hombre fue «probado en todo igual que nosotros» (Heb 4,15), y «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre» (Flp 2,6-7). Por consiguiente, todo lo profano puede sacralizarse, y todo lo sagrado puede profanarse. Así, el crecimiento en –y el camino de– la vida espiritual se facilita enormemente cuando el piso sobre el que se construye es la profunda auto-aceptación. El gran peligro consiste en pensar y vivir la vida espiritual desde lo que uno debería ser, porque es como construir sobre arena, ya que la base es la mentira y no la verdad. Aceptarse tal como uno es y no como debería ser es fundamental. Pensarse a partir de un superyó o de un yo ideal es comenzar desde lo que uno no es. Lo que se desea ser es 47

una meta, pero el camino para llegar a ella es aceptar la propia realidad para, justamente, tomar el camino correcto hacia ella. Un segundo peligro es comprenderse desde la comparación con otro, porque cada uno es como es. Obviamente, la presencia de modelos en la propia vida anima a seguir caminando, con tal de que ese modelo no sustituya la propia personalidad. Así, en un contexto cultural de consumismo, la figura de un san Francisco de Asís (1182-1226) motiva a optar por una vida austera como signo de haber encontrado lo esencial sin mayores distracciones; pero el cómo ser austero es tarea de cada uno. Mas, ¿qué significa exactamente auto-aceptarse? El proceso de auto-aceptación implica dos elementos: (a) ser consciente de las propias capacidades y potencialidades, como también de las propias limitaciones; y (b) tener claridad sobre el marco de valores que dan significado a la propia vida, ya que desde este marco se van descubriendo las potencialidades y las limitaciones. Por tanto, la auto-aceptación no es tarea de un momento, sino que constituye un proceso que dura toda la vida, porque el contexto (interpersonal y social) va cambiando, y uno va transformándose al interactuar con él, lo cual, a la vez, implica que el sujeto enfrenta el contexto desde otra perspectiva. El proceso de auto-aceptación no es tanto una realidad lineal, sino más bien circular, de interactuaciones que condiciona al sujeto, y este, a su vez, participa cada vez de modo diferente en estas interactuaciones. En este proceso, el parámetro valórico ofrece un horizonte de significados indispensables para poder aceptarse. Así, un individuo que entiende su valor como persona humana no se engaña a sí mismo buscando ser no lo que no es, ni se destruye a sí mismo mediante el auto-desprecio. En el proceso constante de auto-aceptación se pueden destacar algunos momentos o etapas que configuran esta realidad desafiante: (a) conocerse; (b) encontrarse; (c) perdonarse; y (d) crecer. Son instancias complementarias que se influyen mutuamente y permiten el crecimiento. Así, resulta ineludible conocerse para poder encontrarse, y al encontrarse se conoce uno mejor: A la vez, este proceso requiere una actitud profunda de perdonar y perdonarse, una mirada compasiva que sabe aceptar la propia fragilidad y debilidad, y así no quedar anclado ni atrapado como esclavo del propio pasado, lo cual motiva a seguir creciendo como proyecto de futuro. El primer paso para poder conocerse es aproximarse sin juzgarse. Mirarse sin evaluarse. El afán de juzgarse, tentación inevitable de una mirada religiosa, impide una mirada honesta sobre uno mismo, porque hace más difícil conocerse de verdad, ya que se corre el peligro de mirar desde el deber ser (cómo debería ser) y no desde el ser (cómo soy de hecho). En esta mirada, y a partir de la propia experiencia, se pueden reconocer potencialidades, dones y logros, como también limitaciones, debilidades y errores, sabiendo que ningún elemento en sí mismo lo define a uno. En otras palabras, 48

una debilidad no define al individuo como débil; o, más claro todavía, un fracaso en la vida no le hace a uno un fracasado, como tampoco un mal cometido le hace a uno malo. En la medida en que uno va conociéndose en la verdad más auténtica sobre sí mismo y sin juzgarse, se posibilita el encontrarse con uno mismo, el comunicarse con uno mismo y el dialogar con la propia interioridad desde la propia realidad. De otra manera, existe el peligro de ser como ese individuo que se empeña en correr a toda velocidad para escapar de su propia sombra. Solo es posible quedarse quieto y hacer las paces con esa sombra que llevamos dentro y de la que a veces queremos huir. El encuentro con uno mismo y el conocimiento de sí era para los antiguos monjes la condición previa que abría la puerta del encuentro con Dios. «Si quieres conocer a Dios, aprende primero a conocerte a ti mismo». La idea matriz es que quien no se conoce a sí mismo proyectará necesariamente sobre Dios sus apasionados deseos y sus necesidades reprimidas. Por tanto, convierte el encuentro con la divinidad en una simple e ingenua proyección de sus propios deseos, pero sin contacto alguno con el verdadero Dios, siempre «el totalmente otro y distinto». El conocimiento propio libera de ilusiones falsas y, al hacerlo, abre los ojos a una visión clara y libre de esa realidad «completamente otra». Dios ya no es una creación y proyección subjetiva, porque Dios se presenta a su manera como una realidad objetiva, dejando a Dios ser Dios a Su manera. En este proceso constante de comunicarse con la propia interioridad y de ser consciente de uno mismo, los modelos, que van cambiando a lo largo de la vida según las distintas etapas de la propia biografía, cumplen el rol de motivación y actúan como un estímulo para seguir caminando, llegando a ser un reto y un desafío, con tal de que no permanezca uno aferrado a ellos, porque de otra manera se niega la particularidad de cada uno. Esta fue la gran lección de Iñigo de Loyola, que en una primera etapa quiso ser como un san Francisco o un santo Domingo, y el Señor le fue enseñando a llegar a ser el san Ignacio de Loyola. Así, en su Autobiografía, al narrar su tiempo de recuperación física después de la operación de su pierna, Ignacio observa que «todo su discurso era decir consigo: santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer» (n. 7). Posteriormente, en Manresa, Ignacio confiesa que durante su tiempo de conversión «le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole; y ora esto fuese por su rudeza y grueso ingenio, o porque no tenía quien le enseñase, o por la firme voluntad que el mismo Dios le había dado para servirle, claramente él juzgaba y siempre ha juzgado que Dios le trataba de esta manera» (n. 27). En este proceso de conocerse y encontrarse, los modelos de vida desempeñan un rol pedagógico, en la medida en que se descubre cómo Dios ha actuado a través de sus vidas, y cómo, justamente, la fuente de su santidad reside en que confiaron firmemente 49

en el poder de Dios, siendo su súplica la del Magníficat: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). No es la actitud prepotente de quien se siente capaz, por pura voluntad, de cumplir el plan divino (yo hago), sino que es la súplica de quien, reconociendo su fragilidad humana y su debilidad personal, reconoce su necesidad del auxilio divino (hágase en mí). Es la oración de san Agustín: «Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras». Esta actitud frente a Dios hace de los santos y santas personas cercanas y llenas de humanidad, porque lo que se reconoce es la acción de Dios a través de sus vidas, sin desconocer sus debilidades y dificultades. Por tanto, llegan a ser en primer lugar unos testigos privilegiados de la acción divina, que sigue presente y activa en la historia humana. Así, no se trata de imitar a un santo, sino de seguir su ejemplo de confiar en la fuerza dinámica del Espíritu, que se la puede con uno, con tal de que uno se deja seducir por lo divino. En este proceso de conocerse para poder encontrarse, y encontrándose para conocerse más y mejor, puede hacerse presente la angustia, la cual no resulta ser necesariamente una experiencia negativa si se aprende a interpretarla correctamente. Muchas veces esta angustia es expresión de un perfeccionismo idealista y voluntarista que, a su vez, es motivado por el miedo a quedar mal, a hacer el ridículo, a no hacerlo todo bien. En estos casos, el miedo hace referencia a unas expectativas exageradas que hacen de la propia vida una caminata angustiosa. En el fondo, se trata del miedo al descrédito y al desprestigio, a no ser reconocido, a ser rechazado. Algunos intentan demostrar su propio valer, y hacerse valorar por los otros, entregándose a un trabajo intenso del que esperan y exigen reconocimiento. Los elogios esporádicos no satisfacen, saben a poco; por eso se intensifica el trabajo cada vez más para arrancar más elogios. Así, uno va descubriendo que la raíz última del miedo es siempre el orgullo y la soberbia. Es preciso aprender a acercarse y a dialogar con los propios miedos con una actitud de profunda humildad, es decir, aceptando la propia realidad, con sus dones y sus debilidades. En humildad es posible vivir en paz con las propias limitaciones, imperfecciones y faltas. En este proceso de conocerse y aceptarse resulta clave la perspectiva desde la cual se realiza y se vive esta dinámica. La experiencia de fe enseña que el punto de partida y el trasfondo básico es el perdón. La llamada divina del «misericordia quiero y no sacrificios» se encuentra ya en el Antiguo Testamento (cf. Os 6,6) y es retomada por la Persona de Jesús: «Lo que quiero es que seáis compasivos y no que ofrezcáis sacrificios. Pues Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,13). Aceptar el perdón en la propia vida y, por tanto, mirarse con ojos de misericordia excluye la liviandad infantil de disculparse siempre y en todo, como también el otro 50

extremo de obsesionarse con acusarse en todo con sentimientos paralizantes de culpabilidad. Aceptar el perdón es comprender que uno no es ningún superhombre ni un héroe, sino un ser humano que, como tal, está expuesto a la fragilidad propia de lo humano. La mirada compasiva de Dios sobre la humanidad permite mirar las propias heridas y, en vez de pasar el tiempo lamentándose, reconocerlas y, con la confianza depositada en Dios, dejarlas cicatrizar para poder seguir caminando. Aceptar el perdón es entrar en una dinámica de la gratuidad que compromete profundamente, porque significa reconocer las propias faltas y acudir humildemente a la fuerza divina frente a la propia debilidad. En este camino, la soberbia y el orgullo se expresan mediante grandes auto-recriminaciones que van generando altas cuotas de culpabilidad, y el resultado es quedar con la mirada fijada en uno mismo. Esta senda tortuosa no conduce a un encuentro con Dios Padre, porque uno queda atrapado en uno mismo sin ulterior referencia al Otro. Humildad en reconocer las propias faltas y una sólida confianza en Dios Padre pavimentan el camino del crecimiento en la fe, porque cada vez se expresa con más autenticidad y convicción el «hágase en mi según Tu palabra». En palabras de san Pablo: «Tres veces pedí al Señor que me librara, pero Él me respondió: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad”. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,8-10). Aceptar el perdón es proclamar el señorío de Dios en la propia vida –la creatura que reconoce al Creador– y ejercer la filiación de quien confía plenamente en la paternidad divina. Además, el saberse perdonado y no condenado facilita el conocerse y aceptarse con mayor paz y mejor veracidad, porque lo esencial no es la presencia de la falta, sino el bien por hacer a partir del reconocimiento del mal realizado. Las palabras de san Francisco de Sales (1567-1622) en su Introducción a la vida devota (Tercera Parte, Capítulo 9), siguen muy vigentes al recomendar la dulzura para con uno mismo como camino hacia Dios en el proceso de reconocer las propias fallas y enmendar el camino. «Una de las mejores prácticas de la dulzura, en la cual deberíamos ejercitarnos, es aquella cuyo objeto somos nosotros mismos, de manera que nunca nos enojemos contra nosotros ni contra nuestras imperfecciones, pues, si bien la razón quiere que, cuando cometemos faltas, sintamos descontento y aflicción, conviene, no obstante, que evitemos un descontento agrio, malhumorado, despechado y colérico. En esto cometen una gran falta muchos que, después de haberse encolerizado, se enojan de 51

haberse enojado, se desazonan de haberse desazonado y sienten despecho de haberlo sentido; porque, por este camino, tienen el corazón amargado y lleno de malestar, y si bien parece que el segundo enfado ha de destruir el primero, lo cierto es que sirve de entrada y de paso a un nuevo enojo, en cuanto la primera ocasión se presente; aparte de que estos disgustos, despechos y asperezas contra sí mismo tienden hacia el orgullo y no tienen otro origen que el amor propio, el cual se turba y se impacienta al vernos imperfectos. Por lo tanto, el disgusto por nuestras faltas ha de ser tranquilo, sereno y firme... Así como las reprensiones de un padre, hechas dulce y cordialmente, tienen más eficacia para corregir que los enfados y los enojos; así también, cuando nuestro corazón ha cometido alguna falta, si le reprendemos con advertencias dulces y tranquilas, llenas más de compasión que de pasión contra él, y le animamos a enmendarse, el arrepentimiento que concebirá entrará mucho más adentro y le penetrará mejor que no lo haría un arrepentimiento despechado, airado y tempestuoso... Pero si alguno advierte que su corazón no se conmueve con estas suaves correcciones, podrá echar mano de los reproches y de la reprensión dura y severa, para excitarlo a una profunda confusión, con tal que, después de haberlo amonestado y fustigado enérgicamente, acabe aliviándole, conduciendo su pesar y su cólera a una tierna y santa confianza en Dios... Luego, cuando tu corazón caiga, levántalo con toda suavidad y humíllate mucho delante de Dios por el conocimiento de tu miseria, sin maravillarte de tu caída, pues no nos ha de sorprender que la enfermedad esté enferma, ni que la debilidad esté débil, ni que la miseria sea miserable. Detesta, pues, con todas tus fuerzas las ofensas que Dios ha recibido de ti y, con gran aliento y confianza en su misericordia, emprende de nuevo el camino de la virtud, del que te habías alejado». La clave está en la conversión, en enmendar el rumbo de un camino desviado; y, por tanto, el reconocerse pecador tiene como única finalidad el darse cuenta de la distracción en la propia vida y la necesidad de volver a lo esencial. La Buena Noticia que proclamó la Persona de Jesús no es que somos pecadores, sino que somos pecadores perdonados, para poder seguir avanzado en la vida. Quedarse obsesionado únicamente con el propio pecado es, simplemente, una expresión de soberbia que deja encarcelado en el pasado. Aceptar el perdón es reconocer el pecado, pero confiar totalmente en la gracia. Esta mirada compasiva permite conocerse y aceptarse con más sinceridad, porque se va descubriendo que uno puede decirse la verdad a uno mismo al saber que la última palabra no es «condenación», sino «salvación». Es el encuentro con el Padre, que espera 52

con los brazos abiertos al hijo que vuelve arrepentido (cf. Lc 15,11-32). Es el paso pascual de la muerte en vida a encontrar vida en medio de la muerte. Así, el conocerse para aceptarse, con la disposición de perdonarse, abre el camino al auténtico crecimiento en la fe y en la caridad, porque, en palabras de san Pablo, la auténtica fe se hace caridad (cf. Gal 5,6). Un largo camino que dura toda la vida. «Como no se puede sembrar y cosechar a la vez», escribe Carlos Díaz, «lo importante ahora está en abrir el surco, surco a surco, abriendo caminos al futuro (siembra derecha con surcos torcidos, desde luego)» 46. Un camino donde uno aprende a ser grande en las cosas pequeñas y pequeño en las grandes. Frente a una cultura que tiende al pesimismo y a lo depresivo, conviene recordar que, mientras hay vida, hay esperanza; que es posible aprender, modificar, cambiar, retomar, reestructurar, elegir otro camino... Aceptar los condicionamientos en la propia vida sin caer en una visión determinista, ya que los condicionamientos son un punto de partida, pero no constituyen barreras paralizantes. Así, una persona que se acepta a sí misma está en mejores condiciones para no dejarse entrampar en el determinismo ni en estereotipos sociales, educativos o familiares para no aceptarse positivamente. En otras palabras, es capaz de seguir adelante, entendiendo que siempre es posible modificar aspectos que sean mejorables en su persona. Merece la pena recordar las palabras de Aristóteles (384 a.C. – 322 a.C.) sobre la virtud, que consiste en evitar extremos y excesos. «Me refiero a la virtud ética, pues esta tiene que ver con pasiones y acciones, y en ellas se dan el exceso, el defecto y el término medio. Así, en el temor, el atrevimiento, la apetencia, la ira, la compasión y, en general, en el placer y el dolor, caben el más y el menos, y ninguno de los dos está bien; pero si es cuando es debido, y por aquellas cosas y respecto a las personas y en vista de aquello y de la manera que se debe, entonces hay término medio y excelente, y en esto consiste la virtud. Asimismo en las acciones cabe también exceso y defecto y el término medio. Y la virtud tiene que ver con pasiones y acciones, en las cuales el exceso y el defecto yerran, mientras que el término medio es elogiado y acierta, y ambas cosas son propias de la virtud. Por tanto, la virtud es un cierto término medio, puesto que apunta al medio... Es, por tanto, la virtud un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría el hombre prudente. El término medio lo es entre dos vicios: uno por exceso, y otro por defecto; y también por no alcanzar en un caso y sobrepasar en otro el justo límite en las pasiones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el camino medio» 47 . Sería un gran error confundir esta triada de conocerse-aceptarse-perdonarse, que conduce al crecimiento psicológico y espiritual, con el conformismo o el narcisismo48. Aceptarse no es lo mismo que conformarse, porque quien se resigna y se conforma tiene una mirada negativa sobre sí mismo y termina yendo por el camino de la envidia, 53

de la comparación odiosa o de la insatisfacción. Resignarse tiene el matiz negativo de aquel que se conforma con el «soy lo que soy, y qué le vamos a hacer...: no tengo otra cosa; podría haber sido distinto, como otra persona, pero no lo soy». Por otra parte, el narcisismo no es otra cosa que la auto-adoración, que termina destruyendo a la misma persona, porque, tal como se presenta la figura de Narciso en el mito griego, es un enamoramiento de uno mismo, cerrándose a los demás. La aceptación de sí mismo no es engañosa, porque comprende sus aptitudes, pero también reconoce sus limitaciones. El narcisismo está emparentado con el egoísmo, que es dar vueltas en torno a uno mismo sin dar nunca con la verdad de sí. Una persona que se resigna se amarga; un narcisista vive ansioso. El que se acepta va camino de la plenitud personal, al no tener que probar nada a nadie. Las personas que se aceptan a sí mismas no necesitan aparentar frente a los demás, porque son capaces de trazar metas y lograrlas, porque no se auto engañan. Saben quiénes son y no necesitan inventar personajes para actuar frente a sí mismas y ante otros. Se saben de una forma y actúan en concordancia. Una persona que se acepta es capaz de vivir y convivir en paz consigo misma, incluyendo sus imperfecciones y errores. No se esconde detrás de estereotipos ni culpa a otros por lo que es. Quien sabe quién es y acepta su vida en términos positivos, entonces es capaz de construir su propia experiencia de vida. De esa manera se hace protagonista de su propio porvenir. Por lo contrario, quienes no se aceptan a sí mismos comienzan el engañoso camino de culpar a otros por sus errores o no hacerse cargo de su vida, reduciendo su vida a la amargura y la resignación, que es fruto de la decepción y la frustración.

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2.3. El Dios misericordioso En este proceso de crecimiento, mediante la triada del conocerse-aceptarse-perdonarse, un factor relevante y determinante es la cosmovisión religiosa desde la cual se vive la experiencia, es decir, desde la mirada con la que uno se observa a sí mismo. Ciertamente, la visión de una divinidad castigadora y vengativa no ayuda a mirarse con objetividad y de una manera sincera, porque en esta perspectiva toda falta se castiga y tiene siempre pendiente la amenaza infernal. Por tanto, resulta clave preguntarse por el Dios que reveló la Persona de Jesús, ya que, en palabras del Hijo Jesús el Cristo, «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). San Pablo escribe que la misericordia es un atributo del Dios revelado por la Persona de Jesús el Cristo: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo – por gracia habéis sido salvados– y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso que practicáramos» (Ef 2,4-10). Ya en el Antiguo Testamento, el salmista proclama a un Dios que se descubre como un Señor que es «clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,8-9). En otro salmo se expresa la fidelidad de este Dios misericordioso: «Aunque mi padre y mi madre me abandonen, Tú, Señor, Te harás cargo de mí» (Sal 27,10). La misma Encarnación irreversible del Dios con nosotros y entre nosotros es expresión clara de un Dios misericordioso. En la Contemplación de la Encarnación, Ignacio de Loyola, invita al ejercitante a admirar «cómo las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo, viendo que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad que la segunda persona se haga hombre, para salvar el género humano, y así, venida la plenitud de los tiempos, enviando al ángel san Gabriel a nuestra Señora» (EE, n. 102). La parábola del Buen Samaritano (Lc 10,27-37) resume la vida de la Persona de Jesús el Cristo, quien baja de la Jerusalén celestial para atender al hombre golpeado y caído, dejado medio muerto en el camino, para atenderlo y cuidarlo, hasta que se recupere y pueda retomar el camino de la vida. En esta parábola se convierte el 55

significado pasivo de la palabra «prójimo», aquel que está al lado, en una tarea activa «projimidad», hacer del otro necesitado un auténtico prójimo. En otras palabras, el prójimo es aquel a quien uno lo hace tal al atender sus necesidades. De las entrañas de una mirada misericordiosa nace la compasión hacia el otro necesitado y se traduce en una acción concreta. No se trata de una lástima pasiva, sino de una misericordia compasiva y activa que acude a socorrer al otro necesitado. El mismo Jesús, frente a la crítica de que Él se mezclaba con los pecadores, provoca a sus oyentes con las palabras: «Id, pues, y aprended lo que significa aquello de misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13; cf. Os 6,6). Más aún, en su reproche a los fariseos la Persona de Jesús advierte severamente con las siguientes palabras: «¡Ay de vosotros, Maestros de la ley y fariseos hipócritas!, que separáis para Dios la décima parte de la menta, del anís y del comino, pero no hacéis caso de las enseñanzas más importantes de la ley, que son la justicia, la misericordia y la fidelidad. Esto es lo que debéis hacer, sin dejar de hacer lo otro. ¡Vosotros, guías ciegos, coláis el mosquito, pero os tragáis el camello!» (Mt 23,2324). La auténtica plenitud de la vida del discípulo consiste en que «sean compasivos como su Padre es compasivo» (Lc 6,36). Por ello, se anuncia que la felicidad pertenece a aquellos que son misericordiosos (cf. Mt 5,7); estos son los auténticos bienaventurados, porque ponen en práctica el amor hacia el otro y, a la vez, transparentan de manera auténtica el ser imagen de lo divino. Esta experiencia de Dios quedó grabada en el corazón de las primeras comunidades cristianas. Así, en el Magníficat, se proclama que «su misericordia alcanza de generación en generación a los que lo temen» (Lc 1,50), «porque nuestro Dios, en su gran misericordia, nos trae de lo alto el sol de un nuevo día, para dar luz a los que viven en la más profunda oscuridad y dirigir nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,78-79). La palabra misericordia viene del latín: misere (miseria, necesidad), cor, cordis (corazón) e ia, hacia los demás. Por tanto, denota la disposición de un corazón solidario con aquellos que tienen necesidad. Es una actitud frente a los demás, que sabe discernir sus necesidades y se traduce en una práctica concreta. Es más que un sentido de simpatía; es una práctica. La misericordia es un sentimiento de pena o compasión, una empatía por los que sufren, que impulsa a ayudarles o aliviarles. San Agustín (354-430) escribe: «Así como, en peligro de incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo... del mismo modo, si de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el incendio» 49.

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Esta comprensión de la misericordia como parte esencial de la vida del discípulo y de la comunidad cristiana se expresaba tradicionalmente en las catorce obras de misericordia (siete materiales y siete espirituales):

Obras de misericordia Corporales

Espirituales 1 Enseñar al que no sabe.

1 Visitar a los enfermos.

2 Dar buen consejo.

2 Dar de comer al hambriento.

3 Corregir al que está en el error.

3 Dar de beber al sediento.

4 Perdonar las injurias.

4 Socorrer a los presos.

5 Consolar al triste.

5 Vestir al desnudo.

6 Sufrir con paciencia las molestias de nuestro prójimo.

6 Dar posada al forastero. 7 Enterrar a los muertos.

7 Rogar a Dios por los vivos y por los muertos.

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge esta tradición cristiana en los siguientes términos (n. 2.447): «Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58,6-7; Heb 13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar... son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf. Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf. Tb 4,5-11; Sir 17,22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf. Mt 6,2-4): “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo” (Lc 3,11). “Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros” (Lc 11,41). “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y uno de ustedes les dice: Id en paz, calentaos o hartaos, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (Sant 2,15-16; cf. Jn 3,17)». 57

Los últimos Pontífices han destacado una y otra vez este mensaje central de la Buena Noticia proclamada por la Persona de Jesús el Cristo. Así, Juan Pablo II escribe: «Dios rico en misericordia (Ef 2,4) es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer» 50. Benedicto XVI explica que «revelación bíblica» consiste en que «Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros», y el Hijo revela un Dios «como misterio de amor infinito». Por ello, «en el centro de la revelación divina está el evento Cristo» (cf. Heb 1,1-2), y Él «ha dado su sentido definitivo a la creación y a la historia» 51. En su primera encíclica, Benedicto XVI resume lo nuclear de la fe cristiana. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él (1 Jn 4,16). Estas palabras de la Primera Carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» 52. El anuncio de un Dios lleno de misericordia es uno de los temas principales en la catequesis del Papa Francisco. «En Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar siempre el primer anuncio: Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte. Cuando a este primer anuncio se le llama primero, ello no significa que esté al comienzo y después se olvide o se reemplace por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus etapas y momentos» 53. Por eso, «¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar setenta veces siete (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la

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resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia delante!» 54. Este don recibido se torna tarea y señal distintivo de la comunidad de los discípulos. «La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» 55 . La misericordia anima y estimula a recorrer, paso a paso, el camino hacia los ideales evangélicos, aprendiendo a confiar en la fuerza del Espíritu Santo. «Sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de tortura, sino el lugar de la misericordia del Señor, que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin afrontar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas» 56. Por tanto, fieles al Dios revelado y proclamado por la Persona de Jesús el Cristo, el aceptar una mirada misericordiosa sobre uno mismo ayuda a conocerse en y desde la propia verdad más profunda, porque es reconocer, de entrada, la propia condición de fragilidad, que a veces se torna debilidad, llegando, como hace san Pablo, a confesar que «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom 7,19). Este acto de humildad realista es un acto de fe, de reconocer la necesidad de Dios, aceptar su abrazo de perdón e inaugurar el camino de crecimiento en la vida espiritual, que se fundamenta en la confianza en el Otro, quien, a su vez, envía a colaborar en su misión. Con ocasión de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones (11 de mayo de 2014), el Papa Francisco presidió en la basílica de san Pedro la Misa de Ordenación de trece nuevos sacerdotes57 , aconsejándoles con las palabras «no os canséis de ser misericordiosos». «Quiero detenerme y pediros: Por el amor de Jesucristo, ¡no os canséis nunca de ser misericordiosos, por favor! Tened la capacidad de perdón que tuvo el Señor, que no vino a condenar, sino a perdonar. ¡Tened misericordia, tanta! Y si sentís el escrúpulo de ser demasiado “perdonadores”, pensad en aquel santo sacerdote... que iba ante el tabernáculo y decía: “Señor, perdóname si he perdonado demasiado. Pero has sido Tú el que me ha dado mal ejemplo”. Y os lo digo de verdad: Me duele tanto cuando me encuentro con gente que ya no va a confesarse porque les han tratado mal, les han reñido... Han sentido que les cerraban la puerta en la cara. Por favor, no lo hagáis: misericordia y misericordia. El buen pastor entra por la puerta, y la puerta de la misericordia son las llagas del Señor: Si no entráis en su ministerio a través de las llagas del Señor, no seréis buenos pastores». 59

El tema de la misericordia está presente en el primer rezo del Ángelus de su pontificado en la Plaza de San Pedro (domingo 17 de marzo de 2013), cuando comentó: «En estos días, he podido leer un libro de un cardenal –el Cardenal Kasper, un gran teólogo, un buen teólogo– sobre la misericordia. Y ese libro me ha hecho mucho bien. Pero no creáis que hago publicidad a los libros de mis cardenales. No es eso. Pero me ha hecho mucho bien, mucho bien. El Cardenal Kasper decía que al escuchar “misericordia”, esta palabra lo cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia... Recordemos al profeta Isaías cuando afirma que, aunque nuestros pecados fueran rojo escarlata, el amor de Dios los volverá blancos como la nieve. Es hermoso, esto de la misericordia». El título del libro de Walter Kasper58, al que el Papa Francisco hace referencia, es bien significativo: La misericordia: clave del Evangelio y de la vida cristiana. El autor lamenta que «la misericordia, tan fundamental en la Biblia, o bien ha caído en gran medida en el olvido en la teología sistemática, o bien es tratada solo de forma muy negligente» 59. Es que «uno realiza la asombrosa, más aún, alarmante constatación de que este tema –fundamental para la Biblia y de actualidad para la experiencia contemporánea de la realidad– solo ocupa, en el mejor de los casos, un lugar marginal en los diccionarios enciclopédicos y manuales de teología dogmática». Desgraciadamente, «este hecho únicamente se puede calificar de decepcionante, incluso de catastrófico. Exige repensar de principio a fin la doctrina de los atributos de Dios, concediendo a la misericordia divina el lugar que le corresponde» 60. Es que, «si no somos capaces de anunciar de forma nueva el mensaje de la misericordia divina a las personas que padecen aflicción corporal y espiritual, deberíamos callar sobre Dios» 61. El tema de la misericordia no es uno más en la teología, sino que constituye la «quintaesencia del mensaje de Jesucristo que nos ha sido regalado y que nosotros, por nuestra parte, debemos regalar a otros» 62. La palabra latina misericordia, según su significado originario, expresa el tener el corazón (cor) con los pobres (miseri); es decir, tener afecto por los pobres. Se trata de la pobreza material pero también espiritual, relacional, cultural... No se limita a ser una emoción, sino que básicamente constituye una actitud activa, porque intenta cambiar la situación de aquel que se encuentra en una condición de pobreza. La misericordia de Dios se regala al ser humano para darle una oportunidad para convertirse, para cambiar el rumbo de su vida; es decir, la misericordia de Dios concede al pecador un plazo de gracia, porque se busca su conversión. En el fondo, la misericordia es la gracia que hace posible la conversión. 60

A veces se piensa que este atributo de Dios solo es revelado en el Nuevo Testamento, porque el Dios que se presenta en el Antiguo Testamento tiene un rostro hosco y una mano dura. No es así. «El mensaje de la misericordia divina atraviesa todo el Antiguo Testamento. Una y otra vez apacigua Dios su justa y santa ira y, a despecho de la infidelidad de su pueblo, se muestra misericordioso con él, concediéndole una nueva oportunidad de convertirse. Dios es protector y guardián de los pobres y carentes de derechos. Sobre todo los Salmos son la prueba que refuta concluyentemente la reiterada afirmación de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios celoso, vengativo e iracundo; antes bien, desde el libro del Éxodo hasta los Salmos, el Dios del Antiguo Testamento es “clemente y compasivo, paciente y misericordioso” (Sal 145,8; cf. Sal 86,15; 103,8; 116,5)» 63. La misericordia es el principal atributo divino, porque es «el lado visible y operativo hacia fuera de la esencia de Dios, quien es amor (cf. 1 Jn 4,8.16). Expresa la esencia divina, que se halla graciosamente volcada hacia el mundo y los seres humanos, y hacia ellos vuelve a volcarse una y otra vez en la historia; esto es, la bondad y el amor inherentes a Dios. La misericordia es la caritas operativa et effectiva de Dios» 64». La misericordia es la fidelidad de Dios a su misma naturaleza porque Dios es amor y este amor se convierte en misericordia hacia la humanidad. Por tanto, la misericordia no tan solo constituye el atributo central de Dios sino también la clave de la existencia cristiana: sea misericordiosos porque Dios lo es. De hecho, llama la atención que en el texto de Mateo 25,35-39.42-44 el criterio de juicio está conformado solamente por obras de amor al prójimo y no por obras de piedad. En este sentido, la Persona de Jesús hace suyas las palabras del profeta Oseas: «Misericordia quiero, no sacrificios» (Mt 9,13; 12,7; cf. Os 6,6; Eclo 35,3). Este atributo divino de la misericordia, expresión de un amor incondicional, no puede significar una respuesta humana de aprovechamiento frente a la bondad divina, pensando que no puede hacer lo que le parezca más conveniente, ya que al final recibirá el perdón de Dios. La misericordia es un proceso bilateral, porque se ofrece a la libertad humana, la cual tiene que decidir. «La misericordia divina apela a la responsabilidad del ser humano, la corteja sin cesar. Con este cortejo, la misericordia exige la opción; más aún, solo ella la posibilita» 65 . Aceptar la misericordia implica necesariamente el reconocimiento y la aceptación de la propia debilidad, que, a la vez, bajo la mirada compasiva de Dios, animan a seguir caminando al estilo del discípulo del Maestro Jesús, el Cristo. Sor Faustina, en una oración compuesta en 1937, expresa el compromiso coherente y consecuente de aquel que cree en la misericordia de Dios66:

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«Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarle. Ayúdame, oh Señor, a que mis oídos sean misericordiosos, para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus sufrimientos y quejas. Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa, para que jamás hable negativamente de mi prójimo, sino que siempre tenga una palabra de consuelo y perdón para todos. Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y estén llenas de buenas obras, para que sepa hacer a mi prójimo exclusivamente el bien y cargue sobre mí las tareas más difíciles y penosas. Ayúdame, oh Señor, a que mis pies sean misericordiosos, para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, venciendo mi propia fatiga y cansancio. El reposo verdadero está en el servicio al prójimo. Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso, para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo. A nadie rehusaré mi corazón. Seré sincera incluso con aquellos que sé que abusarán de mi bondad. Y yo misma me encerraré en el misericordioso Corazón de Jesús. Soportaré mis propios sufrimientos en silencio. Que tu misericordia, oh Señor, repose en mí. Tú mismo me ordenas que me ejercite en tres peldaños de la misericordia. Primero, la acción misericordiosa de todo tipo. Segundo, la palabra misericordiosa: lo que no soy capaz de llevar a cabo como acción debe acontecer por medio de palabras. Tercero, la oración: en caso de que no pueda mostrar misericordia con hechos ni con palabras, siempre puedo recurrir a la oración. Mi oración llega incluso allí donde yo no puedo hacerme corporalmente presente. Oh Jesús mío, transfórmame en Ti, pues Tú lo puedes todo».

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3.

Una espiritualidad desde la fragilidad

La tríada de conocerse-aceptarse-perdonarse en el camino de la vida espiritual no constituye ninguna novedad. Más aún, pertenece a una tradición muy antigua de la Iglesia, concretamente a la de los Padres del Desierto. Por tanto, conviene volver a las fuentes para recuperar esta sabiduría oriental, tal como hizo Anselm Grün, abogando por una espiritualidad desde abajo.

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3.1. La sabiduría de los Padres del Desierto La expresión Padres del Desierto hace referencia a los eremitas y anacoretas que vivieron en los desiertos de Egipto y Siria entre los siglos III y VI después de Cristo. Tras la paz constantiniana, en el siglo IV, varios hombres (el singular en arameo es abba) y algunas mujeres (amma) abandonaron las ciudades del imperio romano y otras regiones vecinas para ir a vivir en la soledad del desierto, buscando la hēsychía, la paz interior que permite la unión mística con Dios. Estos Padres (y Madres) quisieron vivir de una manera radical su fe cristiana. En palabras de Henri Nouwen, «fueron personas que sabían muy bien que, después del periodo de las persecuciones y la aceptación del cristianismo como parte normal de la sociedad, la llamada radical de Cristo a dejar padre, madre, hermanos y hermanas, a tomar la cruz y a seguirle se había rebajado a una aceptable y confortable religiosidad y había perdido su poder de conversión» 67 . Durante los primeros tres siglos las comunidades cristianas habían vivido con la amenaza constante de la persecución. Todo cristiano sabía que algún día podía ser llevado ante los tribunales y afrontar la alternativa de apostatar del Señor Jesús. Pero, con la paz constantiniana, la institución de la Iglesia se unía a los poderes políticos, y apareció la pompa del lujo y la ostentación en sus expresiones oficiales. En la civilización occidental, el deseo de algunos de vivir totalmente aislados fue la semilla que generó posteriormente las comunidades monásticas. Segundo Galilea señala que «no eran preparados ni cultos ni famosos. Muchos de ellos no podían ni leer las Escrituras, aunque las conocían de memoria. No eran clérigos ni estaban interesados en las cuestiones eclesiales» 68. Sin embargo, tuvieron numerosos discípulos durante toda la Edad Media, y sus dichos o Apotegmas fueron recopilados y traducidos a numerosos idiomas, originando de este modo un género literario, el llamado de los Pateriká. Por ello, cronológicamente, la experiencia anacorética de aislamiento precedió a la cenobítica (koinós bíos = vida en común). Pero esta última logró imponerse como consecuencia del hecho de que a un anacoreta célebre se le fueron asociando varios discípulos, deseosos de compartir su vida. De hecho, incluso de las más alejadas ciudades acudían innumerables personas a aquellos solitarios para pedir consejo, porque confiaban en que en el desierto vivían cristianos que eran radicalmente íntegros en su coherencia con la fe que profesaban y que, por tanto, hablaban de Dios con autenticidad. Así surgieron los grandes monasterios de hasta más de mil monjes, con un monaquismo más comunitario y estructurado. La inspiración motivadora era la nostalgia por la primitiva Iglesia, donde «todos eran de un solo corazón y una sola alma y lo tenían todo en común» (cf. Hch 4,32-37).

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El estilo de la vida anacorética fue comprendido como un segundo bautismo, es decir, una segunda llamada de conversión a vivir con más radicalidad las promesas bautismales. «Si uno no nace de nuevo, no podrá gozar del Reino de Dios» (Jn 3,3). Su estilo de vida era extremadamente pobre, y su eje era la dedicación a la oración, al silencio, a la penitencia y a la misericordia fraterna. Era una espiritualidad radical, peculiar y original. En estos Padres del Desierto se encuentra la primera gran corriente de mística y espiritualidad cristiana, siendo «el primer crisol de la mística oriental, su cuna y su origen» 69. Esta espiritualidad oriental fue la que fundamentó e influyó en la formación de la espiritualidad occidental, quedando muchos de sus valores y formulaciones incorporadas a ella, y en particular la vivencia de una espiritualidad cristiana de éxodo y peregrinación, «de búsqueda constante –el nomadismo espiritual–, que no permite la instalación» 70. «Para santificarte, cambia de alma y no de lugar». Para los Padres, la desinstalación exterior fue siempre relativa a la desinstalación interior (cambia de alma y no de lugar), ya que el éxodo (el nomadismo espiritual) es del corazón y no del cuerpo71. Los apotegmas permiten adentrarse en esta sabiduría espiritual de los Padres del Desierto, especialmente en su visión del punto de partida de la vida espiritual. Al volver a esta fuente oriental es preciso recordar que la mayoría de esos escritos consiste en una serie de consejos para recordar y vivir e historias relacionadas con determinados monjes. «Los apotegmas de los Padres no se concibieron como un libro instructivo, sino como un libro útil, edificante, esencialmente práctico, cuyo fin no era otro que la formación de los candidatos para la vida anacorética» 72. Además, a pesar de la constante referencia al pecado y a la penitencia, su centro de interés era la fuerza de la gracia, no la del pecado; es decir, el arrepentimiento y una vida auténticamente acorde con el Evangelio constituían su preocupación central. Al respecto, Anselm Grün, subrayando esta espiritualidad de los Padres del Desierto, indica «que hemos de comenzar por nosotros mismos y nuestras pasiones. El camino hacia Dios, según ellos, está siempre basado en el propio conocimiento. Evagrio Póntico lo formula así: ¿Quieres conocer a Dios? Aprende antes a conocerte a ti mismo. Sin este conocimiento, estamos siempre en peligro de que nuestra idea de Dios sea una pura proyección de nosotros mismos» 73. Así, se encuentran varios dichos de los Padres del Desierto que aconsejan conocerse y aceptarse, como un paso fundamental al emprender el camino de la vida espiritual74.

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* Solían decir los ancianos: «Si ves a un joven subir al cielo por propia voluntad, agárralo por el pie y tira de él hacia el suelo. Pues no es bueno para él». * Decía Abba Sármatas: «Prefiero una persona que haya pecado, si sabe que ha pecado y se arrepiente, a una persona que no ha pecado y se considera a sí misma justa». * Abba Poemen habló a Abba José: «Dime: ¿cómo puedo llegar a ser monje?» Este le contestó: «Si quieres encontrar el reposo aquí y en adelante, has de decir en todo momento: ¿quién soy yo? Y no juzgues a nadie». * Un hermano que vivía con otros hermanos preguntó a Abba Besarión: «¿Qué debo hacer?» El anciano respondió: «Cállate y no te midas a ti mismo con los demás». Los mismos anacoretas no se consideraban mejores que los demás. Así, se lee que un anciano dijo: «Yo vivo solo no por mi virtud, sino más bien por mi debilidad. Ya lo ves: los que viven entre la gente son los fuertes». Más aún, se consideraba que los vicios podían a veces acercar más a Dios que las virtudes, porque al reconocer las propias virtudes se puede caer en el orgullo, mientras que al reconocer los propios vicios lo único que queda es acudir a Dios. Por tanto, la comprensión del desierto era «expresión de una exigencia profunda del hombre que busca una relación de comunión con el Trascendente y una relación plenamente humana consigo mismo» 75 . En este contexto, los Padres del Desierto destacan de manera muy reiterada la virtud de la humildad, considerándola como «la primera de las virtudes», «el primer mandamiento del Señor», «la corona del monje», «la puerta de Dios...» Se atribuye a Sinclética el dicho «es tan imposible salvarse sin humildad como construir un barco sin clavos». Otro apotegma afirma que «prefiero un fracaso soportado con humildad que una victoria obtenida con soberbia». La virtud de la humildad ocupaba un lugar central en el crecimiento en la vida espiritual. * Un hermano preguntó a un anciano: «¿En qué consiste el progreso de un hombre?». Y el anciano le contestó: «En la humildad. Cuanto más se abaja un hombre, tanto más se eleva a la perfección». * Un hermano bajó a su celda y se postró en tierra durante tres días y tres noches, llorando en la presencia de Dios. Luego, cuando sus pensamientos le decían: «Has hecho grandes progresos y te estás convirtiendo en un gran monje», él, para dominar sus malos pensamientos, ponía ante sí con humildad sus pecados y decía: «¿Y qué va a ser de mí, con tantos pecados como he cometido?». Si, por 66

el contrario, le venía al pensamiento de que había sido muy negligente en la guarda de los mandamientos de Dios, él decía en su interior: «Haré algún pequeño servicio a mi Dios y confío en que tendrá misericordia de mí». De este modo venció al demonio de los malos pensamientos, y este se le apareció visiblemente después y le dijo: «Te has reído de nosotros». Y el hermano le preguntó: «¿Por qué?». Y le contestó el demonio: «Porque, si te exaltamos, recurres a la humildad. Y si te humillamos, te elevas al cielo». * Un día, el abad Macario volvía del pantano a su celda llevando palmas. Y salió a su encuentro el diablo con una guadaña, con la cual intentó herirlo, pero sin conseguirlo. Entonces le dijo: «Macario, sufro mucho por tu causa, porque no te puedo vencer. Hago todo lo que tú haces: tú ayunas y yo no como, tú velas y yo no duermo nunca. Solo hay una cosa en la que tú me superas». «¿Cuál es?», le preguntó el abad Macario. Y el demonio le respondió: «Tu humildad, que me impide vencerte». Pero ¿qué significa exactamente la humildad? Esta literatura de los Padres del Desierto, basada principalmente en narraciones y dichos, no ofrece una definición conceptual, sino más bien una aproximación con ejemplos concretos. * Preguntaron a un anciano: «¿Qué es la humildad?». Y respondió: «Perdonar al hermano que ha pecado contra ti antes de que te pida perdón». * Un hermano preguntó a un anciano: «¿Qué es la humildad?». El anciano respondió: «Hacer bien a los que te hacen mal». * Preguntaron a un anciano: «¿Qué es la humildad?». Y respondió: «La humildad es algo muy grande, divino. El camino de la humildad es este: entregarse a la penitencia corporal, reconocerse pecador y someterse a todos». Y un hermano preguntó: «¿Qué es someterse a todos?» Y contestó el anciano: «No fijarse en los pecados de los demás, sino considerar siempre los propios y rogar continuamente a Dios». El no juzgar a otros se reitera como contenido de esta virtud de la humildad. Uno le preguntó a un anciano: «¿Cómo adquiere el alma la humildad?». Y este respondió: «Estando atento tan solo a sus propias faltas». Dice el abad Moisés: «cuando uno lleva sus pecados, no mira los del prójimo». Y decía Abba Jantías: «Un perro es mejor que yo, porque él también ama, pero no hace juicios». A la vez, es admirable el sentido de realismo que impregna estos apotegmas. * Un hermano preguntó a un anciano: «¿Qué es la humildad?». Y el anciano dijo: «Hacer bien a los que te ofenden». El hermano repuso: «Si no se puede ir tan 67

lejos, ¿qué haría?» El anciano replicó: «Aléjate de ellos y mantén cerrada tu boca». * A un padre anciano le preguntó, en cierta ocasión, un hermano: «¿Por qué juzgo yo con tanta frecuencia a mi hermano?» Y él le respondió: «Porque todavía no te conoces a ti mismo. El que se conoce a sí mismo no ve las faltas de los hermanos». En el fondo, el no juzgar a otro es el fruto de conocerse y encontrarse con uno mismo, porque en este caso uno se centra en sus propias faltas, reconoce sus lados oscuros, sabe que también él tiene lo que puede criticar en los demás. Más aún, cuando otro peca, él no se escandaliza, sino que recuerda sus propios pecados. La virtud de la humildad no se presenta como un ataque a la propia autoestima, como tampoco consiste en despreciarse. En este caso, sería confundir el olvidarse de uno mismo (el camino de la peregrinación que conduce a la intimidad con Dios y al servicio de los demás) con el despreciarse a uno mismo. En el pensamiento de los Padres de la Iglesia, «la humildad», escribe Segundo Galilea, «es experimentar la realidad de Dios y, a través de ella, la propia realidad... La humildad va unida a la compunción por los pecados pasados y por las faltas presentes... Pues la humildad la concebían en la práctica como una cualidad de la caridad fraterna. La humildad tiene que ver con la caridad en el modo de hablar de los otros, de los ausentes... Tiene que ver con los juicios internos que hacemos de los demás y, sobre todo, con la carga de misericordia que ponemos en nuestros juicios. La humildad se revela también en la paciencia con que aceptamos las ofensas y en nuestra prontitud para perdonarlas. La humildad también se muestra, para los monjes del desierto, en la libertad y desapego de las propias ideas y, por tanto, en la disposición a escuchar, a ser iluminado por otros, a cambiar» 76. Anselm Grün presenta una síntesis de la comprensión de los Padres del Desierto sobre la virtud de la humildad en términos de la mentalidad contemporánea. «A través de ese descender a nuestra condición de tierra (humus, humilitas) entramos nosotros en contacto con el cielo, con Dios. En la medida en que encontramos valor para descender a nuestras propias pasiones, en esa misma medida ellas nos elevan hacia Dios... Solo el humilde, el que está dispuesto a admitir su humus, su condición de tierra, su condición de hombre, sus sombras, es quien experimentará al verdadero Dios» 77 . En otras palabras, «la humildad es para el hombre el valor de reconocer la verdad, reconocer su condición de tierra y su condición de hombre... La humildad es la condición para dejar a Dios ser Dios, para descubrir el rastro de un Dios totalmente diferente. Cuanto más se acerca uno

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a Dios, tanto más humilde es, pues uno experimenta que, como hombre, está muy lejos de la santidad de Dios. La humildad es la respuesta a la experiencia de Dios» 78. En este proceso de conocerse y aceptarse, reconociendo con sinceridad el propio humus, el aceptar el perdón divino y el saber perdonarse resultan clave para mirarse con sinceridad y veracidad, ya que lo importante es mirar hacia el futuro aprendiendo de los propios errores del pasado y corrigiendo el rumbo de la propia vida. Es más: al aceptar la palabra del perdón sobre la propia vida, uno aprende también a perdonar a otros. * Preguntaron a Abba Macario: «¿Cómo debemos orar?» El anciano contestó: «No es necesaria una larga conversación. Extiende más bien tus manos y di: Señor, como tú quieres y como tú sabes: compadécete. No obstante, si notas que surge un conflicto, has de decir: Señor, ayúdame. Él sabe qué es bueno para nosotros y nos trata con misericordia». * Los antiguos solían decir: «Cuando somos probados, somos más humildes, pues Dios conoce nuestras debilidades y nos protege. Sin embargo, cuando nos jactamos, Dios nos retira su protección. Entonces estamos realmente perdidos». La espiritualidad de los Padres del Desierto «tiene la valentía de contar con todo lo que hay en nosotros, también con nuestras sombras, y dirigirlo todo a Dios. Ellos nos invitan al camino de la humildad, por el que, abajándonos a nuestra realidad, ascendemos a Dios. El modelo es el mismo Jesús, que bajó del cielo para elevarnos, como hermanos suyos, a Dios. Para el apóstol Pablo, este es también nuestro camino: solo el que primero desciende puede luego ascender a Dios (cf. Ef 4,9ss)» 79. En el Credo se afirma que Jesús bajó a los infiernos antes de subir al lado del Padre. «Si decimos que subió, significa que primero descendió a las regiones inferiores de la tierra» (Ef 4,9). Por tanto, en este proceso de conocerse y reconocerse en compañía de Jesús Resucitado, quien ofrece el perdón y la reconciliación, se ofrece también la posibilidad de afrontar incluso el propio infierno, las sombras que más duelen y que muchas veces paralizan y desvían del camino, al no poder mirarlas de frente. Con la Persona de Jesús, que conoce los infiernos humanos, es posible tener una mirada misericordiosa sobre todas las dimensiones de la propia vida, colocarlas en su presencia, pedir la ayuda del Espíritu y caminar hacia delante como un perdonado agradecido. En este proceso de crecimiento espiritual, entendido como un camino de purificación, los Padres del Desierto planteaban tres exigencias: la renuncia (el olvido de sí para vivir para Dios y los demás), la conversión (vivir de manera coherente y consecuente con lo que uno cree) y la práctica de la misericordia (el amor a Dios se traduce en la preocupación por las necesidades del otro).

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La renuncia y la abnegación son un medio y no un fin en sí mismas, porque se trata de un método y un camino concreto que posibilita un encuentro profundo con Dios, que se traduce en la práctica de la misericordia con los demás. Así, «para los Padres –y con el mismo efecto para toda la tradición mística– la abnegación nace del olvido de sí mismo y no del desprecio de sí mismo. Negarse a sí mismo es olvidarse, no despreciarse. La abnegación se construye sobre el recto amor a sí y sobre la paz y la reconciliación consigo mismo. Ninguna forma de menosprecio corresponde al cristianismo. Más aún, el desprecio y conflicto consigo mismo es una forma de orgullo y preocupación por la propia persona, ajenos a la abnegación evangélica» 80. Por ello, «el primer paso de una purificación liberadora es reconciliarse consigo mismo y perdonarse, como Dios nos ama y perdona tal como somos» 81. La conversión y el arrepentimiento que motivan un verdadero cambio (metánoia) en el estilo de vida, expresión concreta de una auténtica transformación y reconstrucción de la propia vida, distan mucho de ser la vivencia de una vida culposa. «La compunción del corazón y el complejo de culpa son incompatibles. Este último es la caricatura de la compunción y de la conversión, al ignorar la misericordia de Dios para con nosotros y la misericordia que debemos tener para con nosotros mismos. Ambas misericordias son inseparables, pues la conciencia de que, a pesar de todo, estamos reconciliados con Dios pasa por la reconciliación con nosotros mismos. El complejo de culpa encierra al corazón en sí mismo; da más importancia a la desazón y auto imagen negativa que deja en uno mismo la culpa, que a la culpa misma; se centra en la miseria y no en la misericordia, que es lo único que alimenta el anhelo de la conversión» 82. Por último, la práctica de la misericordia es estar atento y solicito frente a las necesidades de los demás. Esta práctica era fundamental en la vida de los Padres del Desierto, que por ello acostumbraban a visitar a los enfermos, compartir lo poco que tenían con los pobres y mendigos y atender a aquellas personas que acudían a ellos (pecadores, desorientados e inquietos). Así, esta espiritualidad de tradición oriental se resume en torno a dos ejes: la oración y la práctica de la misericordia. Estas dos dimensiones eran inseparables, porque la una conducía a la otra y verificaba (hacía verdad) su autenticidad en la complementariedad entre ambas. Un apotegma explica la importancia de la práctica de la misericordia en términos narrativos. Un hermano dijo a un anciano: «Hay dos hermanos. Uno de ellos permanece en silencio en su celda, ayunando durante seis días seguidos y sometiéndose a una severa disciplina; y el otro sirve a los enfermos. ¿Cuál de ellos es más grato a Dios?» El anciano le contestó: «Aun cuando el hermano que ayuna seis días se colgara por la nariz, no igualaría al que atiende a los enfermos». El monje trapense Thomas Merton (1915-1968) escribe: «Pero en la soledad de su 70

desprendimiento tiene una vocación a la caridad más alta que cualquier otra persona. Porque quien ha dejado todas las cosas posee todas las cosas, quien ha dejado a todos los seres humanos habita en todos ellos por la caridad de Cristo, y quien por amor a Dios ha renunciado incluso a sí mismo es capaz de trabajar por la salvación de su prójimo con el irresistible poder del mismo Dios» 83. El camino de la vida espiritual encuentra sus obstáculos principalmente en uno mismo, porque implica nacer de nuevo, sin descartar ni ignorar el condicionamiento que produce el ambiente dentro del cual uno está situado. Por ello, el situar el comienzo de este camino en el conocerse, aceptarse y perdonarse resulta clave e indispensable. Quien está convencido de que este camino vale la pena encontrará la paz y la alegría necesarias para recorrer este camino en compañía con la Persona de Jesús, el Hermano Mayor, acudiendo a los tiernos abrazos del Padre y fortalecido con los dones del Espíritu que el mismo Jesús prometió cuando dijo: «No os voy a dejar huérfanos», ya que «el Defensor, el Espíritu Santo que el Padre va a enviar en Mi nombre, os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que Yo os he dicho» (Jn 14,15.26). Amma Sinclética decía: «Al comienzo hay lucha y trabajo abundante para los que se acercan a Dios. Pero después de esto hay una alegría indescriptible. Es como prender un fuego: al principio hay humo, y los ojos lagrimean; pero después se consigue el resultado apetecido. Así debemos nosotros encender la llama del fuego divino en nosotros, con lágrimas y esfuerzo».

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3.2. Una espiritualidad desde abajo El conocido monje benedictino Anselm Grün, inspirándose en la espiritualidad de los Padres del Desierto, propone una espiritualidad desde abajo. «Haría bien la Iglesia», escribe, «en ponerse también en contacto con las fuentes primitivas de su espiritualidad. Sería mejor respuesta a las aspiraciones espirituales del hombre que una teología moralizante, que no ha hecho más que paralizar durante los dos últimos siglos. La espiritualidad de los primeros monjes es mistagógica, esto es, introduce en el secreto de Dios y en el secreto del hombre» 84. Esta observación crítica se dirige a una espiritualidad que se vive a partir de las exigencias éticas y termina siendo una espiritualidad del «deber ser». Es el paso de la moral a la fe, en el sentido de comportarse bien para merecer la vida eterna. Sin embargo, el éthos bíblico propone y ofrece un movimiento opuesto, es decir, desde la fe a la moral, porque se plantea como una ética de diálogo entre la llamada divina y la respuesta humana, respetando la libertad del ser humano. Por consiguiente, es la espiritualidad que está en la base de la ética cristiana, porque el encuentro con Dios (espiritualidad) se traduce en un estilo de vida acorde al Evangelio (ética). El discurso moral tiene la misión de orientar la respuesta humana frente a la invitación salvífica de la acción divina en la historia. Esto implica, en primer lugar, la conversión porque solo desde Aquel que llama se puede comprender esta realidad revelada. El Evangelio solo puede aproximarse desde una actitud de conversión, porque la lógica divina no siempre coincide con la humana, y el gran peligro reside en reducirla a categorías y prejuicios de la lógica humana. Es Palabra de Dios y, en cuanto tal, precisa de la hermenéutica de la conversión. Por ello, la ética es cristiana en cuanto se reflexiona en términos del seguimiento de Cristo, quien llega a ser su referente primario e insustituible. Sin descartar el papel pedagógico de la ley85 , el fundamento de la ética cristiana se encuentra en la Persona de Jesús el Cristo, y su elaboración se desarrolla en un contexto dialogal de llamada y respuesta86. En segundo lugar, las implicaciones éticas del Evangelio tienen un horizonte irremplazable: la Buena Noticia. Si el Evangelio consiste en la Buena Noticia del amor incondicional de Dios hacia la humanidad, la reflexión moral tiene que entenderse desde este marco de la Buena Noticia, de la cual desea ser una expresión histórica. Toda mentalidad pelagiana conduce a la auto-justificación ética y contradice el núcleo central del Evangelio, de una Buena Noticia totalmente gratuita que se ofrece a la decisión humana y que se traduce en un estilo de vida correspondiente. Una reflexión ética que se expresa en términos contractuales de mérito humano frente a las exigencias divinas desconoce la proclamación evangélica de la gratuidad de la salvación. El mismo Jesús, a través de las parábolas, no deja ninguna duda al respecto87 . 72

La lógica de la ética cristiana no se construye sobre el crecimiento de una relación contractual con lo divino (la auto-justificación de un comportarse bien para salvarse), sino que consiste en una respuesta de coherencia y consecuencia frente a una llamada divina que introduce a una realidad distinta. Es la exigencia de una respuesta coherente y consecuente frente a una propuesta divina. Así, tal como lo plantea Anselm Grün, «la espiritualidad que nos ofrece una teología moralizante de los tiempos más recientes parte desde arriba. Ella nos presenta altos ideales que hemos de alcanzar... La espiritualidad desde arriba tiene ciertamente su importancia para los jóvenes, ya que les desafía y pone a prueba su fuerza, les impulsa a superarse a sí mismos y a proponerse metas. Pero, con demasiada frecuencia, también nos lleva a saltar por encima de nuestra propia realidad. Nos identificamos tanto con el ideal que olvidamos nuestras propias debilidades y limitaciones, porque no responde a ese ideal. Esto produce una división o separación, pone a uno enfermo y, no pocas veces, se revela en nosotros en la separación entre el ideal y la realidad. Porque no podemos admitir que no respondemos al ideal, proyectamos sobre los demás nuestra impotencia. Y nos hacemos duros con ellos» 88. El monje benedictino Anselm Grün89 propone una espiritualidad inspirada en la sabiduría de los Padres del Desierto, adaptando y contextualizando sus intuiciones a los tiempos de hoy. En sus libros La sabiduría de los padres del desierto y Una espiritualidad desde abajo: el diálogo con Dios desde el fondo de la persona90, presenta una elaboración de lo que él llama «una espiritualidad desde abajo». Esta espiritualidad desde abajo ha sido practicada principalmente dentro del monacato. Así, Evagrio Póntico logró definir esta espiritualidad con una formulación ya clásica: si deseas conocer a Dios, aprende primero a conocerte a ti mismo. El ascenso a Dios pasa por el descenso a la propia realidad, hasta lo más profundo del inconsciente. El camino hacia Dios pasa generalmente por muchos cruces de errores, curvas y rodeos; pasa por fracasos y desengaños. La experiencia enseña que no son precisamente las virtudes las que más abren a Dios, sino las flaquezas, la incapacidad, incluso los pecados. Por tanto, en la espiritualidad desde abajo no se trata solo de prestar atención a la voz de Dios, que habla por los pensamientos, sentimientos, inclinaciones y enfermedades, para llegar por su medio al descubrimiento de la imagen que Dios se ha formado de mí. Tampoco se trata solo de la elevación a Dios por el descenso a la realidad. Se trata, sobre todo, de conseguir abrirse a las relaciones personales con Dios en el punto preciso en que se agotan y cierran todas las posibilidades humanas. La auténtica oración brota, dicen los monjes, de las profundidades de las propias miserias y no de las cumbres de las propias virtudes. Karl Rahner (1904-1984) describe la experiencia de la acción del Espíritu Santo en situaciones límite, en aquellos momentos en que no queda otra que abandonarse en las 73

manos de Dios: «¿Hemos intentado alguna vez amar a Dios cuando no nos empuja a ello ningún viento favorable de entusiasmo, cuando no es posible confundir a Dios ni con nosotros ni con los impulsos de la vida, cuando se piensa que ese amor significaría la muerte, donde tiene apariencias de muerte y de negación absoluta, allí donde nos parece estar gritando en un desierto en el que nadie oye, o cuando amar parece tan escalofriante aventura como la de dar un salto a un vacío, en el que todo parece incomprensible y aparentemente absurdo? Cuando desaparece lo disponible, lo preciso, lo disfrutable, cuando sobre todas las cosas caen silencios de muerte o hay sabor de muerte y todo reviste tonalidades de ocaso o parece fundirse en una indefinible beatitud de blancura, entonces está operante en nosotros no solo el espíritu, sino el mismo Espíritu Santo. Es la hora de su gracia. Entonces experimentamos el aparente e inquietante vacío de la existencia y el abismo de Dios, que se nos comunica sin caminos y es saboreado como una nada, porque es la infinitud» 91. Esta espiritualidad propuesta por Anselm Grün intenta responder a la pregunta sobre qué se debe hacer cuando parece que todo sale torcido y cómo se deben colocar los fragmentos de nuestra vida rota para formar con ellos una figura nueva. El camino ofrecido es el de la humildad, como la actitud fundamental de reconciliarse con la propia fragilidad humana, con el lastre de lo terrenal, con el mundo de nuestros impulsos, con todo cuanto de negativo existe en nosotros. Humildad es valor para aceptar la propia verdad; por ello, no es una virtud social (baja auto estima), sino virtud religiosa (propia pequeñez delante de Dios). Es el camino religioso que lleva a la oración, al grito desde lo profundo y la experiencia íntima de Dios a través de las experiencias de fracaso92. En la Sagrada Escritura se encuentran algunas figuras sobresalientes que vivieron esta experiencia de dirigirse a Dios, de clamar y suplicar a Dios desde lo más profundo del corazón. * Abrahán, en Egipto, niega que Sara sea su esposa, haciéndola pasar por su hermana, y entonces el Faraón la introduce en su harén (cf. Gn 12,10-20). * Moisés es un asesino, ya que mata a un egipcio en un arrebato de cólera (cf. Ex 2,11-15). * David se acuesta con la mujer del hitita Urías y envía a este a la muerte cuando descubre que ella ha quedado embarazada (cf. 2 Sm 11,1-22). * Pedro no comprende a Jesús. Jesús le llama «Satanás» y le ordena severamente apartarse de Él cuando trata de disuadirle de evitar la muerte segura (cf. Mt 16,23); jura que está dispuesto a morir por Jesús (cf. Mt 26,35), pero lo niega después. * Pablo, el fariseo, persigue a las comunidades cristianas (cf. Gal 1,13-14) y padece una enfermedad que, evidentemente, le humilla (cf. 2 Cor 12,7)93. 74

La Sagrada Escritura no oculta la debilidad de estas grandes personas, mostrando, a la vez, la misericordia de un Dios que no escoge a piadosos, sino a verdaderos pecadores, los cuales, a su vez, reconocen sus errores y aprenden a poner su confianza solo en Dios y dejarse transformar por Él en personas ejemplares y modelos de fe. Así, la debilidad de Pedro se convierte en robustez de roca para los demás, porque comprobó que la roca sólida no era él, sino la fe a la que debía aferrarse para permanecer fiel a Cristo en medio de la adversidad; y Pablo aprende que cuanta mayor sea la debilidad, tanto más queda de manifiesto la eficacia de la gracia; en sus propias palabras: «cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10). La Persona de Jesús se dirige intencionadamente a los pecadores y publicanos, porque los encuentra abiertos al amor de Dios. «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a caminando en justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las rameras sí creyeron en él. Y vosotros, ni siquiera viéndolo os arrepentisteis después para creer en él» (Mt 21,3132). Por el contrario, los que se tienen por justos reducen frecuentemente sus intentos de perfección a un monorrítmico girar en torno a sí mismos. Por lo cual, se observa a un Jesús tierno y misericordioso con los débiles y pecadores, pero duro en su crítica contra los fariseos (cf. Mt 23,1-32), quienes se muestran voluntaristas al creer que pueden hacerlo todo y solos. Les importa mucho menos encontrarse con el amor de Dios que con el cumplimiento literal de la ley. Esto explica la centralidad de la virtud de la humildad en la literatura de los Padres del Desierto. Al plantearse los ideales del Evangelio, uno se ve confrontado inevitablemente con su propia pequeñez y, así, se verá obligado a situarse ante la realidad de sus limitaciones, a su humanidad, a su humus. Dios nace en un establo, y en el bautismo la Persona de Jesús se coloca en la cola de los pecadores. Después de morir en cruz, desciende al reino de la muerte. Por tanto, reconocer la propia pobreza y los propios límites no aleja de Dios, quien ya las conoce y únicamente desea reconstruir lo fragmentado y resucitar la muerte en vida. Por ello, «la humildad brota de una experiencia de Dios y es inalcanzable por métodos humanos, ya que viene como consecuencia de la experiencia de Dios en cuanto misterio infinito, comparado con la experiencia que uno tiene de sí mismo como creatura limitada, creación humana del creador divino. Cuanto más me acerco a Dios, tanto más duramente descubro mi propia verdad; cuanto más conozco mí verdad en el fracaso, tanto más me abro a la verdad de Dios» 94. La espiritualidad desde abajo desea asumir todas las dimensiones de la propia realidad, incluyendo las enfermedades, heridas, traumas, en todo cuanto se hace y se busca; en las decepciones, cuando se comprueba que las posibilidades humanas tienen un límite. El presentar toda esta realidad al Padre Dios significa que se confía en Él y se está 75

preguntado por lo que Dios quiere decir a través de cada una de esas situaciones anímicas y de qué manera pueden transformarse para guiar a descubrir el tesoro enterrado en el fondo del propio ser. Es la peregrinación hacia el auténtico yo, que también incluye la experiencia de la propia impotencia en las profundidades del yo, que, a la vez, se convierte en plataforma que permite abrirse a la gracia gratuita. Es en la profundidad de uno mismo donde se requiere la sanación. La experiencia de la propia pobreza invita a confiar en la riqueza de la misericordia de Dios. Dios habla a través de todo lo humano. No se trata de reprimir los sentimientos, sino de reconciliarse con ellos. Así, todo llega a ser parte del camino hacia Dios. La única condición indispensable es meterse en medio de ellos, dialogar y preguntar qué mensaje traen y quieren transmitir de parte de Dios. Por ello, Anselm Grün propone tres sendas que conforman este único camino: (a) el diálogo con los pensamientos y los sentimientos; (b) el descenso hasta el fondo de las emociones y sentimientos, aguantando allí hasta verlos transformados en faros luminosos que transparenten a Dios; y (c) el abandono confiado en Dios, la confesión de la propia pobreza y, consiguientemente, la necesidad de ponerse en las manos de Dios95 . Henri Nouwen (1932-1996) escribe: «En el lugar de nuestras heridas, en sus propios agujeros, está el lugar y la puerta para entrar hasta Dios». Anselm Grün complementa: «El conocimiento de la causa no elimina sus dolores. Hace falta el diálogo con el propio dolor y la contemplación serena de las propias heridas» 96. La experiencia vital depende de la manera de interpretar los acontecimientos y de reaccionar ante ellos. Así, se puede interpretar el pecado como una traición y reaccionar con violentos auto-reproches, lo cual, a su vez, podría fácilmente desembocar en una situación de depresión interior y de resignación; otra reacción es restarle importancia al pecado y contentarse con una vida espiritual aburguesada y mediocre. Pero también es posible intentar descubrir en el pecado la oportunidad ofrecida de abrirse totalmente a Dios. Por supuesto, con esto no se invita a nadie a pecar conscientemente. Pero si uno logra reconciliarse con esta situación, si confiesa su propia insuficiencia en la lucha por el crecimiento, en esa confesión encontrará la gran oportunidad de entregarse a Dios. «Por el pecado hace Dios que caiga toda máscara de nuestro rostro y se derrumben los muros de esquematismos artificiales que habíamos levantado. Entonces podemos presentarnos sin máscaras y pobres ante Dios, para que su bondad nos dé forma y nos guíe. La gracia se instala en nuestra flaqueza y se transforma allí en fuerza del Espíritu» 97 . En la vida, si uno aprende de sus fracasos del pasado, se consolida la posibilidad de un camino de auténtico éxito en el futuro, porque generalmente se aprende más de los fracasos que de los éxitos, ya que en este último caso se corre el peligro del «exitismo», que conduce a la autocomplacencia y la ausencia de una responsable autocrítica. Esta 76

experiencia puede transformarse en un tesoro espiritual, porque la propia seguridad se delega en el poder transformador del Espíritu, y solo Dios puede edificar una casa con los escombros de la propia vida. «El Señor consuela a Sion, consuela a sus ruinas, porque convertirá su desierto en un Edén, y su estepa en un Paraíso» (Is 51,3). La monotonía y la mediocridad de una reiteración fallida de una reforma de vida se transforman en un abandono total y confiado en la fuerza del Espíritu. «Si, a pesar de mis esfuerzos, me sorprendo en las mismas faltas, en lugar de vilipendiarme será más saludable extender las manos abiertas a Dios. No miraré mis pecados; miraré la misericordia de Dios, que me ama a pesar de mis pecados. Si me presento a Dios con mi pecado, se viene abajo toda ambición, por falta de base. Me siento libre de toda pretensión de éxito en el camino espiritual. Abro mis manos, me entrego a Dios y me siento, de manera insospechada, en paz y libre. Nada me queda por conseguir. Es Dios el que me transforma, el que me abre a Él por mis fracasos y pecados, por mis errores y decepciones, para que cese al fin de mezclar a Dios con mis virtudes y me entregue definitivamente a Él. Ahí encuentro al verdadero Dios, al Dios que me acoge para que viva» 98. No se trata de odiarse, sino de olvidarse, de hacer la experiencia profunda del misterio pascual, mediante la cual se muere a la propia soberbia y a los propios planes para nacer alegremente a una vida de entrega y de servicio a los demás y así prolongar en la propia vida, como individuo y como comunidad, la misión de Cristo como enviados y testigos suyos. Este es el camino de la humildad propiciado por los Padres del Desierto. Anselm Grün destaca cómo, al final del capítulo IV, hace san Benito una emotiva llamada «a no desconfiar jamás de la misericordia de Dios», porque «tenía sin duda experiencia de cómo las prácticas puras de la ascética pueden inducir a la desconfianza ante la ineficacia en el logro de nuestros deseos. Lo contrario sucede ante nuestras faltas y fracasos. Solemos condenarnos o cerrar los ojos. Mucho mejor sería tomar atentamente en la mano los fragmentos de nuestra vida, porque todavía es posible formar con ellos una nueva figura. El fracaso puede ofrecer una nueva oportunidad» 99. El profeta Jeremías expresa esta intuición en términos del alfarero que con sus manos va trabajando el barro de nuestras vidas. La gracia no prescinde de la condición humana, sino que trabaja con ella y sobre ella. «Palabra que fue dirigida a Jeremías de parte de Yahvé: “Levántate y baja a la alfarería, que allí mismo te haré oír mis palabras”. Bajé a la alfarería, y he aquí que el alfarero estaba haciendo un trabajo al torno. El cacharro que estaba haciendo se estropeó como barro en manos del alfarero, y este volvió a empezar, transformándolo en otro cacharro diferente, como mejor le pareció al alfarero. Entonces me fue dirigida la palabra de Yahvé en estos términos: “¿No puedo hacer yo con vosotros, casa de Israel, lo mismo que este alfarero? –oráculo de Yahvé–.

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Mirad que como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mis manos, casa de Israel”» (Jr 18,1-6).

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3.3. Descender para ascender Una espiritualidad que asume la fragilidad humana no puede prescindir de los ideales evangélicos que señalan el camino a tomar. Los ideales constituyen la luz que ilumina el camino del encuentro con Dios y motivan el esfuerzo humano para hacerse cargo de las condiciones necesarias para preparar el espacio y el tiempo de la venida del Señor en la propia vida. San Alberto Hurtado, SJ (1901-1952) denunciaba el peligro de una sociedad sin ideales. «No es la generosidad lo que falta... Lo que falta es un ideal» 100 y, por tanto, se lamenta de «la tragedia de vivir sin sentido» 101. Así, «una inyección de idealismo y de valores desinteresados, de altruismo y de amor humano y sobrenatural es una de las más urgentes necesidades de la juventud de nuestra época, para que pueda encontrar su camino en la vida» 102. Es que «toda acción no es sino la proyección de un ideal» 103. Así, san Alberto Hurtado, por una parte, hace un llamamiento a «mirar en grande, querer en grande, pensar en grande, realizar en grande» 104, pero, por otra, exige un sentido de la realidad: «Ante el mal del mundo, el cristiano es un perpetuo y total inconformista y, al mismo tiempo, un hombre realista que hace cuanto las circunstancias le permiten, sabiendo que la peor de las cobardías es la evasión de la acción porque no puede hacer una obra que cumpla con todas sus aspiraciones. Algo, por pequeño que sea, vale infinitamente más que nada» 105 . El sentido de realismo, la aceptación y el reconocimiento de las propias posibilidades y de las propias limitaciones, no significa caer en la apatía ni en la mediocridad, sino que subraya una acción dentro de las propias posibilidades, por pequeña que sea, porque los sueños y los ideales constituyen uno de los motores motivacionales más potentes en el ser humano. Se trata de la superación de la tendencia infantil del todo o nada, y entrar en la madurez humana del arte de hacer todo lo posible. Un ideal que empuja a la acción, y no un ideal que mueve a no hacer nada. Por tanto, la pregunta ¿qué se debe hacer? precisa ir siempre acompañada y complementada por el ¿qué es lo que se puede hacer? Es la dialéctica complementaria, que produce una sana tensión entre el ideal y la realidad, ambas comprendidas como polos inseparables, porque un ideal que no incide en la realidad es totalmente irrelevante, y una realidad que no se deja cuestionar por el ideal se atrofia en un status quo permanente, llegando a ser una realidad muerta y no viva. En la vida espiritual, esto significa abrirse al don de la gracia, creyendo que, en palabras del mismo Jesús, «lo imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27). Es la confianza de la creatura, que reconoce sus limitaciones, frente al Creador, quien, como el alfarero, es capaz de moldear y transformar el barro en la imagen de su 79

propio Hijo. «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18). En el proceso de conocerse y reconocerse, aceptarse con misericordia, se abre el desafío de dar el salto definitivo de dejar a Dios ser Dios sobre la propia vida; es decir, de entregarle con confianza el protagonismo sobre la propia vida, en la convicción profunda de que este protagonismo es lo mejor para uno, tal como el niño confía en sus padres. «Yo os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18,3). Es el misterio pascual, que exige morir para uno para poder vivir para otros. Por tanto, los ideales como metas que iluminan el camino, son muy importantes como estímulo y motivación permanente. Pero, a la vez, es preciso dejarse guiar por la meta desde la propia realidad y expresarla desde ella. Identificarse con un ideal tiene el peligro de prescindir de la propia realidad. Los ideales llegan a ser un obstáculo en la vida espiritual cuando dejan de ser luz que ilumina el camino y se transforman en el camino mismo. En la vida, los modelos ayudan a crecer, porque abren un mundo de posibilidades y estimulan la motivación. Pero sería un error querer llegar a ser una copia del modelo, porque uno no es el modelo. Se trata de personas distintas, y cada uno en su diferencia tiene que traducir los ideales en acciones, estilos, interioridad y palabras diferentes. La presencia de los santos y las santas no tiene la finalidad de crear complejos de inferioridad, ya que el propósito es estimular y animar a descubrir la propia vocación y a reconocer que Dios desea actuar en uno y a través de uno, porque el discípulo es enviado como misionero en Su nombre. La identificación con los ideales, sin reconocer lo propio de uno, tiene el peligro de «hacerse a la idea de que se puede llegar a Dios gracias al propio esfuerzo. No podemos lograr solos el ideal que amamos. En un momento dado, llegamos a tocar techo en nuestras posibilidades y a comprobar que solos fracasaremos irremediablemente y que únicamente la gracia de Dios puede cambiarnos» 106. Así, «al atreverse el individuo a sumergirse en las profundidades oscuras de sí mismo, se transforman sus sentimientos, y en el espacio negro de la necesidad aparece la luz de Dios como fuerza que sostiene, libera y ama» 107 . Es el camino de la humildad, el reconocer el propio humus, que conduce a Dios, tal como insistían los Padres del Desierto. Sin embargo, esta humildad significa abrirse a Dios para dejarlo penetrar en todos los rincones del propio ser y entregarle la propia vida para prolongar su obra de salvación, de realización auténtica y profunda, de la humanidad. 80

En otras palabras, el asumir la propia condición humana no tiene que entenderse como una caída en la mediocridad. Por el contrario, es el salto a la creatividad de la novedad de Dios, que tiene sus caminos y actúa a su manera. «En efecto, yo por la ley he muerto a la ley», escribe Pablo, «a fin de vivir para Dios; con Cristo estoy crucificado y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Esto es un don, porque no es resultado de la voluntad humana, sino fruto de la confianza en el poder del Espíritu de Jesús y del Padre. Es creer en la promesa de la Persona de Jesús, el cual, antes de volver al Padre, proclamó: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Es el paso del atrevido aquí estoy, Señor, para hacer Tu voluntad al humilde que se haga en mí según Tu palabra (cf. Lc 1,38). Es la oración que san Agustín escribe en sus Confesiones: «Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras». Es la petición que san Ignacio de Loyola, en el librito de los Ejercicios Espirituales, propone: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta». Michael Buckley, SJ, lo expresa de la siguiente manera: la fragilidad «nos relaciona más profundamente con Dios, porque proporciona el ámbito o el terreno donde puede verse la gracia, donde su presencia que nos sostiene puede revelarse, donde incluso su poder puede llegar a hacerse patente». Por tanto, la fragilidad «es el contexto para la Epifanía del Señor, es la noche en que Él aparece: no siempre como una promesa tranquilizadora, sino más a menudo como un poder de continuar siendo fieles aun cuando nos sintamos sin fuerzas, aun cuando la fidelidad simplemente signifique dar un paso más» 108. Esta confianza en el poder de la gracia, por encima de –o a través de– la fragilidad humana permite a san Pablo decir: «Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,9-10). Claramente, una espiritualidad desde la fragilidad humana que deposita el protagonismo de la propia vida en las manos de Dios no resulta ser mediocre. Todo lo contrario: transparenta la fuerza de Cristo al dejarlo actuar, a Su manera, mediante la propia vida. Esta vivencia del misterio pascual es ocasión de una profunda alegría. No se trata de un suplicio, porque es morir a uno mismo para vivir para los demás, tal como enseñó la Persona de Jesús. En la última cena, la Persona de Jesús les dice a sus apóstoles: «Pues si yo, siendo el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis 81

lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que hagáis como yo he hecho. En verdad os digo: el servidor no es más que su patrón, y el enviado no es más que el que lo envía. Pues bien, vosotros ya sabéis estas cosas: felices si las ponéis en práctica» (Jn 13,14-17). Esta confianza en la palabra del Maestro trae una bienaventuranza. Es la clave para encontrar la alegría profunda que cada ser humano desea y anhela. Si el Evangelio es, de verdad, una Buena Noticia, entonces se supone que convertirse a este estilo de vida conduce a la felicidad. En su primera Exhortación Apostólica, Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio), el Papa Francisco insiste una y otra vez en la contradicción que expresan aquellos cristianos que en su vida testimonian «una Cuaresma sin Pascua». «Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota, que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos» 109. Todo lo contrario: «la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Así, la alegría «se adapta y se transforma y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir; pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias». Es que «algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan» 110. Por consiguiente, el Papa Francisco aconseja: «Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad (2 Cor 12,9)» 111.

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4.

El lugar de la fragilidad en la espiritualidad ignaciana

Una espiritualidad que pasa por el reconocimiento de la propia fragilidad humana y desemboca en la confianza absoluta en Dios, dejando a Dios ser Dios en la propia autobiografía, constituye una de las claves para comprender el itinerario espiritual de la transformación del caballero Iñigo en san Ignacio de Loyola (1491-1556). En su primera etapa de la conversión, convaleciente en cama, se observa una dinámica narcisista en Ignacio, consistente en un voluntarismo auto-referente: «Mas todo su discurso era decir consigo: “Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo de hacer”» (Autobiografía, n. 7). Este radicalismo auto-referente –el yo lo tengo que hacer– lo lleva a la soberbia y a la vanidad por la ausencia de una referencia a una alteridad. Él mismo confiesa que «hasta los 26 años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra» (Autobiografía, n. 1). Después de la primera operación en la pierna, Ignacio insiste en una segunda operación. «Y viniendo ya los huesos a soldarse unos con otros, le quedó abajo de la rodilla un hueso encabalgado sobre otro, por lo cual la pierna quedaba más corta; y quedaba allí el hueso tan levantado, que era cosa fea; lo cual él no pudiendo sufrir, porque determinaba seguir el mundo, y juzgaba que aquello lo afearía, se informó de los cirujanos si se podía aquello cortar; y ellos dijeron que bien se podía cortar; más que los dolores serían mayores que todos los que había pasado, por estar aquello ya sano, y ser menester espacio para cortarlo; y todavía él se determinó martirizarse por su propio gusto» (Autobiografía, n. 4). Así, es la soberbia el primer pecado que Ignacio invita a considerar en la Primera Semana (EE, n. 50), como también en las meditaciones de las Dos Banderas y de las Tres Maneras de Humildad en la Segunda Semana (EE, nn. 136-147, 164-168). Se trata de enfrentar y vencer al narcicismo que impide la apertura a la alteridad y, por tanto, la entrada en el horizonte del amor. Más adelante, Ignacio se propone ir a vivir en Jerusalén, planificando su futuro de una manera determinante y tozuda. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, su proyecto no resulta. Se adelantaba a los planes de Dios y a la gracia que acompaña estos planes. Su radical generosidad tenía a sí mismo como referente. En Manresa acontece un cambio fundamental, al vivir un largo, denso, complejo y doloroso proceso que le lleva a la aceptación de sus limitaciones y abrirse libremente al 83

plan divino sobre su vida. Es el paso de la lógica mundana a la religiosa. Ignacio intenta con todas sus fuerzas unirse a Dios por el camino acostumbrado y aprobado de la ascética de la época para aspirar a la santidad (penitencias, ayunos prolongados...). Lo único que logra es quedar con un cuerpo completamente aniquilado. Quedó frustrada la senda que había escogido. Dios tenía otros planes, pero a Ignacio le costó abrirse a ellos. Su generosidad auto-referente y radical le condujo a una severa depresión. Él mismo confiesa que, «estando en estos pensamientos, le venían muchas veces tentaciones con grande ímpetu para echarse de un agujero grande que aquella su cámara tenía, y estaba junto del lugar donde hacía oración. Mas conociendo que era pecado matarse, tornaba a gritar: “Señor, no haré cosa que te ofenda”; replicando estas palabras, así como las primeras, muchas veces» (Autobiografía, n. 24). Así, en Manresa, Ignacio se encuentra con su propia fragilidad y aprende a transformar su voluntarismo en una oración abierta a la alteridad: «A este tiempo estaba el dicho en una camarilla, que le habían dado los dominicanos en su monasterio, y perseveraba en sus siete horas de oración de rodillas, levantándose a media noche continuamente, y en todos los más ejercicios ya dichos; mas en todos ellos no hallaba ningún remedio para sus escrúpulos, siendo pasados muchos meses que le atormentaban; y una vez, muy atribulado de ellos, se puso en oración, con el fervor de la cual comenzó a dar gritos a Dios vocalmente, diciendo: “Socórreme, Señor, que no hallo ningún remedio en los hombres, ni en ninguna criatura; que si yo pensase de poderlo hallar, ningún trabajo me sería grande. Muéstrame tú, Señor, dónde lo halle; que aunque sea menester ir en pos de un perrillo para que me dé el remedio, yo lo haré”» (Autobiografía, n. 23). Ya su oración no se alimenta ni del narcicismo ni del auto-engaño. Su oración es delante de Dios, abriéndose a la alteridad. Superando su orgullo, Ignacio comienza el camino de la humildad amorosa, que le hace cada vez más disponible a los planes de Dios sobre su vida. «En este tiempo», confiesa Ignacio, «le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole; y ahora esto fuese por su rudeza y grueso ingenio, o porque no tenía quien le enseñase, o por la firme voluntad que el mismo Dios le había dado para servirle, claramente él juzgaba y siempre ha juzgado que Dios le trataba de esta manera» (Autobiografía, n. 27). En este tiempo de conversión, su voluntarismo se va transformando en disponibilidad, y la dinámica del narcicismo se abre a una relación de alteridad. «Ya no estará tan vuelto sobre sí mismo; ni en cómo emular a los santos y sobrepasarlos, sino en la ayuda de las almas y en el hacer presente el Reino de Dios. Cuando Dios es captado como poder absoluto que gobierna y se impone por la fuerza de su ley, emerge una religión regida por el rigor, los méritos y los castigos. Por el contrario, cuando Dios es experimentado como bondad y misericordia, nace una religión fundada en la confianza y

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el abandono, pues sabe que la solicitud amorosa del Padre, casi siempre misericordiosa y velada, está presente, envolviendo la existencia de cada creatura» 112. El rostro misericordioso de Dios y la apertura a su amor incondicional rompen el círculo cerrado de la auto-referencia, permitiendo una dinámica abierta a la alteridad. En el primer domingo de su pontificado (17 de marzo de 2013), el Papa Francisco dijo en la Plaza de San Pedro en Roma: «El rostro de Dios es el de un Padre misericordioso que siempre tiene paciencia... Siempre tiene paciencia con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito... Él nunca se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón ¡No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca! Él es un Padre amoroso que siempre perdona, que tiene un corazón de misericordia para todos nosotros». Así, «aprendamos a ser misericordiosos con todos», porque «un poco de misericordia vuelve al mundo menos frío y más justo». La misericordia tiene la potencialidad para cambiar el mundo. El proceso de conversión de Ignacio consistió, en el fondo, en preguntarse: ¿Hacerse santo según los propios parámetros o abrirse a la novedad de dejarse moldear por Dios? Y la generosidad radical pero auto-referente de Ignacio, comparándose con otros santos, se convierte en disponibilidad a la novedad de Dios. «Señor, Tú eres nuestro Padre, nosotros somos la arcilla, y Tú el alfarero; somos todos obra de Tus manos» (Is 64,7). Ignacio descubrió y reconoció su fragilidad en las situaciones que tuvo que enfrentar, en los acontecimientos que le iban enseñando a discernir, en sus heridas y frustraciones. Al reconocer su fragilidad y disponerse delante de Dios, un Dios amoroso y confiable, Ignacio encuentra el sentido de su vida y descubre la unificación en el todo. Es la experiencia del Cardoner. «Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama san Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola. Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto, que tenía antes» (Autobiografía, n. 30).

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Así, la espiritualidad de Ignacio se construye sobre el «buscar a Dios en todas las cosas» (EE, Anotación 1), una luz que ilumina cada una de las dimensiones y las situaciones de la vida propia y del mundo que le envuelve, porque todo se ha de ordenar a su servicio y alabanza. En otras palabras, es toda la realidad, en su totalidad y en su particularidad, la que se compromete en esta relación de alteridad con Dios, el Señor de la historia. Así, Dios es Aquel «en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). Esta amplitud de perspectiva está en la raíz del carisma ignaciano. Está presente en la experiencia del Cardoner, donde «se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento... entendiendo y conociendo muchas cosas..., y esto con una ilustración tan grande que le parecían todas las cosas nuevas» (Autobiografía, n. 30). Encontrar a Dios en todas las cosas, el deseo de entregarse en todo servicio (EE, n. 97) a Cristo, que es el Señor de todas las cosas (EE, n. 98). En la oración del «Tomad y recibid» (EE, n. 234) aparece la palabra «todo» cinco veces, terminando con el «todo es Vuestro». Es que, en la mente de Ignacio, es la persona completa quien está convocada, comenzando por la libertad, siguiendo por la voluntad, el haber y el poseer... hasta resumirlo todo en el «todo es Vuestro». Desde esta unificación de la persona entera se ofrece la plena donación: en todo amar y servir a Dios nuestro Señor (EE, n. 363). No es una casualidad que la palabra todo y sus derivados aparezcan tantas veces en los escritos de Ignacio: 125 veces en la Autobiografía, 160 en el Diario Espiritual, 179 en los Ejercicios, y 514 en las Constituciones113. La realidad entera es convocada a este amplio horizonte que la atrae, no queriendo ni buscando otra cosa alguna, sino en todo y por todo la mayor alabanza y gloria de Dios, nuestro Señor (EE, n. 189). Lo real se asume en la reintegración de todas las cosas en Dios; el todo como integrado en lo Único y expresado en lo universal. Así, en la Meditación del Rey Eternal, Cristo tiene «delante de él a todo el universo» (EE, n. 95); y su voluntad es la de conquistar «todo el mundo» (EE, n. 95); en la Meditación de la Encarnación, las Tres Personas divinas miran «toda la planicia o redondez de todo el mundo» (EE, n. 102); en la Meditación de las Dos Banderas, Cristo escoge a personas de todo el mundo y son enviados por todo el mundo (cf. EE, n. 145). «Lo total», en palabras de Javier Melloni, SJ, «convoca a lo total, en un proceso de unificación y, a la vez, de expansión. El todo no encierra, sino que dispone y abre para la acción crística; y cuando todo sea recapitulado en Cristo, Cristo lo entregará todo al Padre, y Dios será todo en todos (1 Cor 15,28)» 114. A Ignacio, Dios le salió al encuentro desde el fondo de su fragilidad humana. Federico Elorriaga constata que «Ignacio, al integrar su fragilidad, se dio cuenta de que no solo era compatible con la fuerza creadora del amor, sino que le enriquecía y dotaba de una mayor profundad. Y así como, en algunos seres humanos, la fragilidad, los 86

conflictos afectivos graves o las enfermedades pueden aniquilar la personalidad o frustrar los proyectos personales, en Ignacio esta misma fragilidad tuvo una influencia benéfica. El integrar sus sufrimientos le hizo más disponible para lo fundamental: el amor a los otros y el amor al verdaderamente Otro» 115 . En Ignacio de Loyola, el proceso de conocerse y reconocerse, aceptarse y perdonarse, le condujo a la disponibilidad del buscar, hallar y cumplir la voluntad de Dios en todas las situaciones. La realidad humana se convierte en el terreno divino, donde Él actúa constantemente; y, justamente, el librarse de los afectos desordenados sirve para crecer en libertad y colaborar con Cristo en su misión.

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SJ ,

José María, «La cultura del éxito»: Sal Terrae 90 (2002) pp.

SZUHA NSZKY , Emilio (dir.), Apotegmas de los padres del desierto, Sígueme, Salamanca 1985.

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Notas 1. «Puntos de Educación» (1942), en Padre Hurtado: Obras Completas (Tomo I), Ediciones Dolmen, Santiago de Chile 20032 , p. 307. 2. «Fundamento del amor al prójimo» (Discurso a 10.000 jóvenes de la Acción Católica, 1943), en Samuel FER N Á N DEZ, Un fuego que enciende otros fuegos: páginas escogidas del Padre Alberto Hurtado, S.J., Centro de Estudios y Documentación «Padre Hurtado» de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago 2004, p. 177. 3. GR ÜN , Anselm – DUFN ER , Meinrad, Una espiritualidad desde abajo: el diálogo con Dios desde el fondo de la persona, Narcea, Madrid 2004. 4. Cf. Ibid., pp. 7-9. 5. Prólogo del Dr. Vicente Caballo al libro de RA MÍR EZ V ILLA FÁ Ñ EZ, Amado, Éxito y fracaso: cómo vivirlos con acierto, Desclée de Brouwer, Bilbao 2000, p. 16. 6. José María RODR ÍGUEZ OLA IZOLA ,

SJ,

«La cultura del éxito»: Sal Terrae 90 (2002) p. 633.

7. Ibid., pp. 633-634. 8. RA MÍR EZ V ILLA FÁ Ñ EZ, Amado, op. cit., p. 55. 9. Cf. ibid., pp. 95, 189-192. 10. CA BODEV ILLA ER A SO, Josu, «Convivir, afrontar y acompañar los fracasos»: Sal Terrae 90 (2002) p. 658. Ver también RA MÍR EZ V ILLA FÁ Ñ EZ, Amado, op. cit., pp. 28-30. 11. Ibid., pp. 193- 194. 12. Cf. RODR ÍGUEZ OLA IZOLA ,

SJ,

José María, art. cit., pp. 640-641.

13. Cf. HUR TA DO, SJ, Alberto, «Las virtudes viriles» (Documento redactado en París en noviembre de 1947), en Samuel FER N Á N DEZ (ed.), La búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 2005, pp. 50-56. 14. HUR TA DO,

SJ,

Alberto Humanismo Social, Ed. Difusión, Buenos Aires 1947.

15. CA BODEV ILLA ER A SO, Josu, art. cit., p. 660. 16. Ibid., pp. 664-665. 17. RA MÍR EZ V ILLA FÁ Ñ EZ, Amado, op. cit., pp. 62, 67, 81. 18. Cf. Amado Ramírez Villafáñez, Éxito y fracaso: cómo vivirlos con acierto, (Bilbao: Desclée de Brouwer, 2000), pp. 197-200. 19. CA BODEV ILLA ER A SO, Josu, art. cit., pp. 666-667. 20. RA MÍR EZ V ILLA FÁ Ñ EZ, Amado, op. cit., pp. 204-205. 21. CA BODEV ILLA ER A SO, Josu, art. cit., pp. 661-662.

22. LÉV Y , Amado – V A LEN SI, Éliane, «¿Psicoanálisis, Fenomenología u ontología del fracaso?» en LA CR OIX ,

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22. LÉV Y , Amado – V A LEN SI, Éliane, «¿Psicoanálisis, Fenomenología u ontología del fracaso?» en LA CR OIX , Jean (dir.), Los hombres ante el fracaso, Herder, Barcelona 1970, pp. 121-122. 23. DUMA S , André, «El tiempo desborda» en LA CR OIX , Jean (dir.), op. cit., p. 169. 24. GA R CÍA ,

SJ,

José A., «Cómo vivir el éxito y el fracaso: claves evangélicas»: Sal Terrae 90 (2002) p. 673.

25. CON GA R , Y. M.-J., «Visión cristiana del fracaso: meditación teológica sobre la sabiduría de la cruz», en Lacroix, Jean (dir.), Los hombres ante el fracaso, Herder, Barcelona 1970, p. 146. 26. GA R CÍA ,

SJ,

José A., «Cómo vivir el éxito y el fracaso: claves evangélicas»: Sal Terrae 90 (2002) p. 674.

27. Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 22. 28. GA R CÍA ,

SJ,

José A., art. cit., p. 675.

29. Ibid., p. 676. 30. HUR TA DO, Alberto, Humanismo Social, Ed. Difusión, Santiago de Chile 1947, pp. 30-32. 31. JUA N CR ISÓSTOMO, Homilía 50, 3-4: PG 58, 508-509. 32. GA R CÍA ,

SJ,

José A., art. cit., p. 677.

33. BEN EDICTO XVI, Deus caritas est, 25 de diciembre de 2005, n. 1. 34. CON GA R , Y. M.-J., «Visión cristiana del fracaso: meditación teológica sobre la sabiduría de la cruz», en LA CR OIX , Jean (dir.), op. cit., p. 148. 35. La cita se encuentra en ibid., p. 149. 36. CHA LIER , Catherine, Tratado de las lágrimas: fragilidad de Dios, fragilidad del alma, Sígueme, Salamanca 2007, pp. 17, 20-21. 37. CON GA R , Y. M.-J., art. cit., p. 153. 38. Ibid., p. 149. 39. GA R CÍA ,

SJ,

José A., art. cit., p. 686.

40. Ibid., p. 679. 41. Ibid., pp. 682-684. 42. Palabras pronunciadas en su visita, el domingo 19 de enero por la tarde, a la parroquia romana del Sagrado Corazón de Jesús, en la zona central de Castro Pretorio. 43. Cf. NICOLÁ S , SJ, Adolfo, Compañeros en misión: pluralismo en acción, Universidad Loyola Marymount, Los Ángeles (USA), 2 de febrero de 2009. También se pueden consultar las Reglas de Discernimiento en los Ejercicios Espirituales, nn. 313-336. 44. Cf. MON TER O, María Carolina, Vulnerabilidad, reconocimiento y reparación: un dinamismo ético, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile 2012, pp. 66-68. Me inspiro libremente en este libro. De hecho, opto por la palabra fragilidad, en vez de vulnerabilidad; y reconciliación, en vez de reparación. 45. DÍA Z, Carlos, La felicidad que hay en la fragilidad, Fundación Emmanuel Mounier, Madrid 2006, p. 35. 46. Ibid., p. 33.

91

47. A R ISTÓTELES , Ética a Nicómaco, Libro II, VI. 48. Cf. GR ÜN , Anselm, El Libro del arte de vivir, Sal Terrae, Santander 20032 . 49. SA N A GUSTÍN , De catechizandis rudibus, I, XIV, 22: PL 40, 327. Citado en P A P A FR A N CISCO, Evangelii Gaudium, n. 193, 24 de noviembre, 2013. 50. JUA N P A BLO II, Dives in misericordia (30 de noviembre de 1980), n. 1. 51. BEN EDICTO XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), nn. 6, 7, 14. 52. BEN EDICTO XVI, Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n.1. 53. P A P A FR A N CISCO, Evangelii Gaudium (24 de noviembre de 2013), n. 164. 54. Ibid., n. 3. 55. Ibid., n. 114. 56. Ibid., n. 44. 57. 6 italianos, 4 procedentes de diversos países de América Latina, uno de Pakistán, uno de Corea del Sur y uno de Vietnam. 58. Walter Kasper ha sido profesor de teología en las Universidades de Tübingen y Münster y en la Universidad Católica de América; obispo de Rotemburgo-Stuttgart (1989-1999) y Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (2001-2010). 59. KA SP ER , Walter, La misericordia. Clave del Evangelio y de la vida cristiana, Sal Terrae, Santander 2013, p. 9. 60. Ibid., p. 19. 61. Ibid., p. 15. 62. Ibid., p. 211. 63. Ibid., p. 63. 64. Ibid., p. 92; cf. T OMÁ S attribuendo.

DE

A QUIN O, Summa Theologica, I, q.21, a. 3: Misericordia est Deo maxime

65. KA SP ER , Walter, op. cit., p. 111. 66. Reproducida en ibid., pp. 142-143. 67. NOUWEN , Henri J.-M., Presentación del libro de Yoshi NOMUR A , Sabiduría del Desierto, Paulinas, Madrid 1984, pp. 13-14. 68. GA LILEA , Segundo, El alba de nuestra espiritualidad, Narcea, Madrid 1986, p. 23. 69. Ibid., p. 17. 70. Ibid., p. 27. 71. Cf. ibid., p. 28. 72. A R R OJO, Miguel Ángel, Introducción al texto Ascetikón, de I SA ÍA S

92

DE

GA ZA , Caparrós, Madrid 1994, p. 13.

73. GR ÜN , Anselm, La sabiduría de los padres del desierto, Sígueme, Salamanca 2003, p. 20. 74. Las citas o apotegmas de los Padres del Desierto están tomados de: SZUHA N SZKY , Emilio (dir.), Apotegmas de los padres del desierto, Sígueme, Salamanca 1985; Yushi NOMUR A , Sabiduría del desierto, Paulinas, Madrid 1984; Las Sentencias de los Padres del Desierto, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989. 75. BIA N CO, M. G., «Desierto», en Angelo DI BER N A R DIN O (dir.), Diccionario Patrístico y de la antigüedad cristiana, Sígueme, Salamanca 1991, p. 582. 76. GA LILEA , Segundo, op. cit., pp. 73-74. 77. GR ÜN , Anselm, La sabiduría de los padres del desierto, pp. 23-24. 78. Ibid., pp. 24-25. 79. Ibid., p. 128. 80. GA LILEA , Segundo, op. cit., p. 36. 81. Ibid., p. 36. 82. Ibid., pp. 37-38. 83. Citado en Presentación de Francisco Rafael DE P A SCUA L, cisterciense (Abadía de Viaceli, Pascua de 2008), al libro de Thomas MER TON , La vida silenciosa, Desclée de Brouwer, Bilbao 2009, p. 12. 84. GR ÜN , Anselm, La sabiduría de los padres del desierto, p. 10. 85. Cf. T OMÁ S

DE

A QUIN O, Summa Theologica, I-II, q. 106, art. 1.

86. Cf. Gal 2,16; 3,11.24, Heb 7,19. 87. Ver las parábolas del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14; Mt 6, 1-6), del Padre misericordioso (cf. Lc 15, 11-32) y de los viñadores contratados (cf. Mt 20, 1-16). 88. GR ÜN , Anselm, La sabiduría de los padres del desierto, Sígueme, Salamanca 2003, p. 19. 89. Anselm Grün, OSB , nacido el 14 de enero de 1945 en la Baja Franconia, es un monje y sacerdote alemán, doctor en teología, famoso por unir la espiritualidad tradicional cristiana con la psicología moderna. Reside en el Monasterio de Münsterschwarzach, donde ha desempeñado el cargo de administrador durante más de treinta años, en los que ha estado al frente de unos trescientos empleados y veinte empresas. Anselm Grün terminó sus estudios secundarios en 1964 en la escuela de gramática de Würzburg. En el mismo año ingresó como novicio en la abadía benedictina de Münsterschwarzach. Entre 1965 y 1971 realizó sus estudios de filosofía y teología en la Archiabadía de Sankt Ottilien (Baviera) y en Roma. En 1974 completó su doctorado en teología sobre Karl Rahner. Entre 1974 y 1976 estudió administración y negocios en Núremberg. 90. GR ÜN , Anselm, La sabiduría de los padres del desierto, Sígueme, Salamanca 2003; GR ÜN , Anselm y DUFN ER , Meinrad, Una espiritualidad desde abajo: el diálogo con Dios desde el fondo de la persona, Narcea, Madrid 2004. 91. RA HN ER , SJ, Karl, Escritos de Teología, II, pp. 106-108. Citado en GR ÜN Anselm y DUFN ER Meinrad, Una espiritualidad desde abajo: el diálogo con Dios desde el fondo de la persona, Narcea, Madrid 2004, p. 72. 92. Cf. GR ÜN , Anselm y DUFN ER , Meinrad, op. cit., pp. 10-12. 93. Ibid., pp. 21-23. 94. Ibid., p. 41.

93

95. Cf. Ibid., p. 77. 96. Ibid., pp. 100-101. 97. Ibid., p. 110. 98. Ibid., p. 114. 99. Ibid. pp. 112-113. 100. HUR TA DO, Alberto, «¿Es Chile un país católico?» (1941), en Padre Hurtado: obras completas, Tomo I, Ediciones Dolmen, Santiago de Chile 20032 , p. 103. 101. HUR TA DO, Alberto, Un disparo a la eternidad (Introducción, selección y notas de Samuel Fernández), Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 20043 , p. 43. 102. HUR TA DO, Alberto, «La elección de carrera» (1943), en Padre Hurtado: obras completas, Tomo I, p. 378. 103. HUR TA DO, Alberto, «Puntos de educación» (1942), en Padre Hurtado: obras completas, Tomo I, p. 189. 104. HUR TA DO, Alberto, «El que se da, crece» (Reflexión personal, noviembre de 1947), en Samuel FER N Á N DEZ, Un fuego que enciende otros fuegos: páginas escogidas del Padre Alberto Hurtado, Centro de Estudios y Documentación Padre Hurtado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago 2004, p. 91. 105. HUR TA DO, Alberto, «Humanismo social» (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo II, p. 232. 106. GR ÜN , Anselm y DUFN ER , Meinrad, Una espiritualidad desde abajo: el diálogo con Dios desde el fondo de la persona, p. 17. 107. Ibid., p. 61. 108. BUCKLEY , SJ, Michael, Bienaventurados los débiles: cristianismo y debilidad, en Colección «Ayudas para el Espíritu», CEI, Santiago de Chile 2013, pp. 13-14. El autor habla de «debilidad», pero deja en claro que no la entiende como la experiencia del pecado, sino de la vulnerabilidad (cf. p. 7). 109. P A P A FR A N CISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre de 2013), n. 85. 110. Ibid., nn. 1 y 6. 111. Ibid., n. 85. 112. Federico ELOR R IA GA , «Las heridas en la vida de San Ignacio: un largo camino hacia la alteridad de Dios», en Manresa 85 (2013) p. 130. 113. Cf. MELLON I, SJ, Javier, «Todo», en José GA R CÍA DE CA STR O (dir.), Diccionario de Espiritualidad Ignaciana, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2007, p. 1.704. 114. Javier MELLON I,

SJ,

«Todo», art. cit., p. 1.707.

115. Federico ELOR R IA GA , «Las heridas en la vida de San Ignacio», art. cit., p. 135.

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Index Portada Créditos Índice Presentación Introducción 1. El contexto de una cultura del éxito 1.1. La obsesión por el éxito 1.2. El miedo al fracaso 1.3. La sabiduría de la Cruz

2 3 4 5 7 12 16 22 28

2. El reconocimiento de la propia fragilidad 2.1. La fragilidad humana 2.2. Conocerse, aceptarse, crecer 2.3. El Dios misericordioso

40 41 47 55

3. Una espiritualidad desde la fragilidad

63

3.1. La sabiduría de los Padres del Desierto 3.2. Una espiritualidad desde abajo 3.3. Descender para ascender

64 72 79

4. El lugar de la fragilidad en la espiritualidad ignaciana Bibliografía Notas

95

83 88 90

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