Una Educación Para El Cambio_ - Hargreaves, Andy(Author)

December 28, 2017 | Author: R2rix | Category: Curriculum, Adolescence, Adults, Youth, Preadolescence
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UNA EDUCACIÓN PARA EL CAMBIO

bolsillo 3 octaedro

Andy Hargreaves - Lorna Earl - Jim Ryan

UNA EDUCACIÓN PARA EL CAMBIO reinventar la educación de los adolescentes

editorial octaedro

bolsillo · octaedro, núm. 3 Título original: Schooling for Change: Reinventing Education for Early Adolescents Traducción autorizada de la edición en lengua inglesa publicada por Taylor & Francis Traducción de José M. Pomares Supervisión de Fernando Hernández y Juana María Sancho Primera edición en Ediciones Octaedro en la colección Repensar la Educación: mayo de 1998.

Primera edición en papel, en esta colección: marzo de 2008 Primera edición: octubre de 2014 ©  A. Hargreaves, L. Earl y J. Ryan, 1996 ©  De esta edición: Ediciones OCTAEDRO, S.L. C/ Bailén, 5 - 08010 Barcelona Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68 www.octaedro.com - [email protected] Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

ISBN: 978-84-9921-605-8 Diseño y producción: Servicios Gráficos Octaedro

Índice

Agradecimientos 

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1. Transiciones triples 

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2. Adolescencia y adolescentes 

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3. Culturas de la escolarización  4. El proceso de transición  5. Atención y apoyo 

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6. Los problemas del currículum  7. Resultados e integración  8. La evaluación 

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9. Enseñanza y aprendizaje  10. Llegar allí 

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Referencias bibliográficas 

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Guía para la lectura. Correspondencia entre grados, edades y ciclos de la escuela norteamericana. Grado Edad Ciclo 12 17-18 Escuela secundaria 11 16-17 o superior senior 10 15-16 9 14-15 Escuela secundaria 8 13-14 o superior junior 7 12-13 Escuela media 6 11-12 5 10-11 4 9-10 Escuela elemental o primaria 3 8-9 2 7-8 1 6-7 Kindergarten

Escuela secundaria superior

Agradecimientos

Este Libro se ha desarrollado a lo largo de un proceso que ha durado casi cinco años. Todos nosotros hemos trabajado en él y lo hemos dejado reposar en nuestros despachos y en nuestras mentes. A pesar de todo, siempre ha sido considerado un libro que era necesario escribir. Las conversaciones mantenidas con profesorado y estudiantes, unidas a la insistencia de nuestros compañeros de trabajo, nos han inducido a recopilar y consolidar parte del trabajo previamente realizado para presentarlo de forma que resultara accesible al profesorado especializado en este campo. Durante este tiempo hemos participado con varios compañeros en un programa de trabajo que ha contribuido y ayudado a evaluar los esfuerzos de progreso llevados a cabo por la reforma escolar en los llamados Años de Transición, en nuestra provincia de Ontario. Un elemento clave de nuestro programa fue un informe titulado Derechos de transición (Hargreaves y Earl, 1990), del que fuimos coautores dos de nosotros, gracias a una ayuda concedida por el Ministerio de Educación de Ontario, Canadá. Nuestra tarea consistió en revisar una selección de un estudio internacional sobre la escolarización en los años de transición (grados 7-9), prestando especial atención a los programas y servicios innovadores introducidos en ese ámbito. Se nos pidió que detalláramos cualquier implicación que afectara al desarrollo de las distintas políticas aplicadas a dicho periodo escolar. Para nuestra satisfacción y sorpresa, el informe fue analizado y difundido de inmediato en escuelas y sistemas escolares de Ontario. Contribuyó de manera activa al desarrollo de la política destinada a la reestructuración de la educación en los grados 7-9 de la provincia, y empezó a ser utilizado y tomado como referente en otras jurisdicciones de Canadá y del extranjero, como ocurrió en las revisiones estatales del final de la escuela primaria y el inicio de 9

la secundaria en Australia (por ejemplo, Eyers, 1992). Como quiera que el informe es un documento que pertenece al ministerio y no se encuentra con facilidad, lo hemos ampliado y actualizado para este libro, destinado a un mayor número de lectores. Estamos particularmente agradecidos al Ministerio de Educación de Ontario por habernos inducido a tomar este rumbo a la hora de investigar los cambios acontecidos en una época particularmente interesante en las vidas de los jóvenes. Escribir sobre la investigación educativa nunca resulta fácil cuando la obra va dirigida a un público profesional amplio y que habita una extensa zona geográfica. Varían los detalles administrativos de los diferentes sistemas, así como la terminología utilizada para describirlos. No obstante, y a partir de nuestro análisis internacional, hemos llegado a la conclusión de que los problemas del cambio experimentado por los adolescentes, y aquellos que surgen al tratar de cambiar nuestras escuelas de modo que satisfagan las necesidades de esos jóvenes de forma más efectiva, son notablemente similares en muchos países por distintos que éstos sean. Así pues, si los términos empleados le parecen poco familiares, o si los detalles de nuestra terminología no siempre son exactamente los mismos que usted utiliza en su propio sistema, rogamos su comprensión, puesto que lo realmente importante para el sistema es el mensaje al margen de las palabras empleadas para describir sus aspectos administrativos específicos. Nuestra terminología es norteamericana. A menudo nuestro vocabulario también es el correspondiente a los sistemas norteamericanos, aunque hay momentos en los que realizamos una transposición a otros sistemas y utilizamos términos más genéricos cuando nos es posible. Hablamos de estudiantes en cualquier edad escolar, en lugar de alumnos, escuelas elementales y no primarias; describimos las escuelas como dirigidas por directores, aunque esas personas se denominan rectores en otros sistemas; preferimos el término distrito escolar al de consejo escolar o autoridad educativa local; nos referimos frecuentemente a estrategias de enseñanza, allí donde algunos lectores estadounidenses hablarían de estrategias de instrucción, y hacemos de los grados 7-9 la pieza clave de nuestro trabajo, aunque los cursos 8-10 serían el equivalente más apropiado en el sistema británico, que empieza un año más tarde que en América del Norte. 10

Aunque nuestra intención es realizar un estudio de largo alcance, es en la provincia de Ontario, Canadá, donde se centra nuestro programa de trabajo, y en particular el informe que representa la base del mismo. En consecuencia, nos sentimos en deuda muy especialmente con los numerosos docentes y administradores de Ontario que nos han animado y exhortado a viajar por toda la provincia para dar charlas a grupos de educadores, desafiado nuestras conclusiones e interpretaciones y que, en definitiva, nos han estimulado a buscar una comprensión más profunda de lo que puede ser la escolarización de los adolescentes. Una búsqueda que continúa siendo fructífera y ocupando nuestro tiempo e imaginación. Ningún trabajo de esta magnitud puede ser realizado exclusivamente por los autores. A lo largo del camino hemos contado con la colaboración del equipo de investigación original de Derechos de Transición, y en especial de Margaret Oldfield. Más recientemente, nuestro director de investigación, Shawn Moore, y Leo Santos, nuestro infatigable secretario, han trabajado hasta muy tarde en más de una ocasión para descifrar nuestros garabatos y reelaborar «un borrador más». Finalmente, como sucede siempre, hubiera sido imposible realizar el esfuerzo que requiere llevar a término este proyecto sin el apoyo y ayuda brindados por nuestras familias, compañeros y amigos en el proceso que ha supuesto llevar este libro desde el terreno de las ideas y las conversaciones, al de las palabras impresas en papel. Sin ellos es muy dudoso que este libro hubiera podido ver la luz.

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1. Transiciones triples

El problema En las sociedades occidentales, la adolescencia es, típicamente, un período en el que la gente joven experimenta una profunda transición en su desarrollo social, físico e intelectual. Es un tiempo de cambios rápidos, de tremendas dudas e intensa autoreflexión. Para muchos adolescentes, la explicación del entusiasmo y el dolor que les produce el hecho de crecer radica en que tienen mucha menos confianza en aquello hacia lo que se dirigen que en aquello que dejan atrás. Por extraño que parezca, a finales del siglo xx, las sociedades occidentales también se hallan inmersas en cambios y transiciones turbulentos y plenos de incertidumbre. La economía se vuelve más flexible y, al mismo tiempo, más frágil. La tecnología gana en complejidad. Las organizaciones prescinden de la burocracia en favor de la flexibilidad y la fluidez. Las naciones se muestran preocupadas y, en ocasiones, abiertamente enfrentadas en la búsqueda de su identidad, a la vez que se expanden sus economías, las fronteras se hacen irrelevantes y sus habitantes más introvertidos. Atrás han quedado los viejos y evidentes antagonismos entre trabajo y capital, entre el este y el oeste. Pero el mayor pluralismo, la complejidad y la diversidad conllevan también la desaparición de las certidumbres ideológicas del pasado, los fundamentos morales aparentemente firmes sobre los que se asentaba la educación, y conforme a los cuales la gente construía sus vidas y mantenía sus deberes y obligaciones. Precisamente cuando las sociedades industriales empiezan a alcanzar la madurez, las economías se muestran aptas para una expansión infinita y los estados del bienestar parecen capaces de extender los beneficios educativos y sociales a toda la población, resulta que la vida social, económica y política se ve abocada a la im12

predecibilidad. Es como si las propias sociedades se vieran también condenadas a experimentar una especie de adolescencia. Al igual que los adolescentes, todos vivimos unos años, a la vez estimulantes y aterradores, de transición y agitación. El prefijo post, utilizado para describir esta época calificada por Daniel Bell (1973) de sociedad postindustrial, y por C. Wright Mills (1959) de sociedad postmoderna, término acuñado por él, sugiere que existe mucha más confianza en el pasado, que en el porvenir (A. Hargreaves, 1994). Nuestro futuro es en buena medida como un libro abierto en el que tuvieran cabida una triunfante innovación, el descubrimiento de estilos de vida diversos y autorrealizadores, y aun así ambientalmente sostenibles, gentes que viven y trabajan juntos en comunidades en las que predomina la diversidad. Pero también podría tratarse de un futuro de antagonismos y desesperación, donde quienes resulten afortunados se vean seducidos por un mundo tecnológicamente deslumbrante de consumismo superficial y multitud de posibilidades en cuanto a estilos de vida se refiere, mientras que los que hayan tenido peor suerte se vean condenados al desempleo, al subempleo o a un empleo mínimamente exigente que les ofrezca pocas alternativas reales. La naturaleza de nuestro futuro dependerá, en gran parte, de cómo preparemos a la generación que lo vivirá y le dará forma. Los adolescentes se encuentran en un punto crítico de su desarrollo, en consonancia con el inestable mundo de los adultos del que entran a formar parte. Eso explica, en buena medida, por qué los educadores de todo el mundo parecen identificar los años de transición de la escolarización como el punto central de la reforma educativa. Reformar estos años de transición en el sistema escolar podría garantizar una doble reparación: evitar daños irreversibles que afecten al futuro de nuestra juventud, y prevenir del mismo peligro al mundo que heredarán. Tradicionalmente, las escuelas secundarias no han sido particularmente sensibles ni a las necesidades de transición de los adolescentes ni a los grandes cambios sociales. Los sistemas escolares secundarios evolucionaron a partir de pequeñas academias o institutos de especialización temática destinados a una élite selecta, para convertirse en una extensión de los sistemas de educación de masas, similares a fábricas, donde los estudiantes eran procesados 13

en grandes grupos y segregados en cohortes o clases atendiendo a su edad. En ellas se les enseñaba («instruía») mediante currículos estandarizados y especializados (o cursos de instrucción). Habitualmente, la enseñanza se basaba en un recitado o lectura, complementado con la correspondiente toma de notas, sesiones de preguntas y respuestas y actividades en el pupitre (Goodson, 1988; Cuban, 1984; Hamilton, 1989). Estas estructuras iniciales de escolarización, diseñadas para una época caracterizada por las grandes fábricas, la industria mecánica pesada y las burocracias especializadas, establecieron las condiciones básicas para buena parte de la escolarización secundaria actual. Aunque haya cambiado de apariencia y estilo, estas estructuras profundas de división, departamentalización y transmisión han pervivido de generación en generación. La enseñanza en la escuela secundaria «real», la forma aparentemente natural, normal y establecida de organizar la enseñanza y el currículo, es, por tanto, un invento histórico-social muy específico procedente de un período muy lejano (Metz, 1991). A medida que nos adentramos en la era postmoderna, los esfuerzos de la reforma y la reestructuración educativa han empezado a abordar estas normas de escolarización secundaria inmutables y, de hecho, casi «sagradas», según las calificó Sarason (1971). La especialización departamental se ha cuestionado a través de propuestas sobre currículos nucleares e integrados (Drake, 1991). La inteligencia empieza a considerarse un concepto múltiple y no singular (Gardner, 1983). Comienzan a defenderse enfoques flexibles en la enseñanza, que respondan a la diversidad de estilos de aprendizaje de los estudiantes (McCarthy, 1980). Se buscan estrategias de valoración más «auténticas» a la hora de evaluar los conocimientos adquiridos mediante una amplia gama de métodos, en lugar de hacerlo sólo mediante ejercicios escritos (Wiggins, 1992). En muchos lugares se llevan a cabo esfuerzos por agrupar a los estudiantes de un modo más heterogéneo (Wheelock, 1992). Las escuelas secundarias empiezan ahora a afrontar las grandes transformaciones que se están operando en la enseñanza, el aprendizaje, el currículo, la organización y la evaluación (Size, 1992). Éstas son, pues, las tres transiciones. En la adolescencia, la gente joven se encuentra en plena transformación, al igual que las sociedades de finales de siglo, y lo mismo sucede con los programas acelerados de reforma educativa, las escuelas secundarias y las escuelas 14

superiores. En este libro queremos abordar esta triple transición y analizar los desafíos que plantea a los educadores de los adolescentes. Deseamos articular qué significa realmente educar a estos adolescentes en las condiciones, sociales, culturales y económicas, de carácter renovador que nos esperan y a las que ya nos hallamos sujetos. Nuestro deseo es hablar con franqueza del desafío que ello representa, y ser prácticos e imaginativos, aunque razonadamente circunspectos, a la hora de plantear posibles soluciones. Al tratarse de una tarea de gran envergadura no siempre podremos ser tan minuciosos como quisiéramos, pero confiamos en poder brindar algunas claves importantes, identificar algunas direcciones fructíferas y estimular un debate eficaz.

El libro Nuestro propósito al escribir este libro es el de consolidar la bibliografía referida a los adolescentes y presentarla como un amplio resumen narrativo de fácil lectura y que resulte accesible al profesorado y demás profesionales de la enseñanza que deseen adquirir un mayor conocimiento de aquellos temas que intervienen en la educación de los adolescentes. Por esta razón, no especificamos en detalle los descubrimientos resultantes de proyectos individuales, sino que citamos estudios y casos que tienen importancia en relación a las cuestiones planteadas. Dada la gama de temas incluidos en este trabajo, nuestra revisión será necesariamente selectiva antes que exhaustiva, y ha sido diseñada para identificar los temas clave dentro de cada uno de los ámbitos de estudio. Nuestro equipo de revisión concentró sus investigaciones en Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En la revisión también se ha incluido material de otros países, en la medida en que nos ha sido posible superar los problemas de comprensión y dificultad de los idiomas. Los temas que abordamos en este libro se basan principalmente en nuestro informe anterior, y son: • Las características clave de las escuelas elementales (o primarias) y de las escuelas secundarias, y su impacto sobre el apren15

dizaje y el desarrollo de los estudiantes. De esta forma se da una idea de qué preadolescentes se transfiere, a dónde lo hacen, de dónde proceden y de lo que son en este periodo de tránsito. • El propio proceso de transición, tal y como es comprendido y experimentado por los propios estudiantes, y gestionado por docentes y administradores. • El currículum para los adolescentes, y en especial aquellos temas relacionados con el concepto de currículum nuclear, los criterios que sostienen tal currículum, y las formas particulares que puede adoptar un currículum nuclear. • Las estrategias innovadoras de valoración y evaluación que apoyan el propio proceso de aprendizaje y que se integran en él durante los años de transición de la escolarización, en lugar de aquellas que se aplican como una sentencia judicial, una vez terminado el aprendizaje. Este libro también amplía nuestro informe original e incluye una visión más amplia en temas de agrupamiento, apoyo a los estudiantes, enseñanza y aprendizaje, y las implicaciones de toda esta bibliografía en la reestructuración de las escuelas. A medida que analicemos estos temas, nos referiremos también a los descubrimientos que hemos ido acumulando en fases posteriores de nuestra investigación. Uno de esos estudios se centró en el proceso de cambio a través del cual algunas personas anticiparon y llevaron a la práctica reformas recientemente desarrolladas para los años de la transición (grados 7-9). Estas reformas incluían una legislación que permitía organizar el 9º grado (14 años) en lugar de en tres grupos, por niveles de dificultad, en grupos heterogéneos. Este estudio de Culturas de trabajo y cambio educativo en la escuela secundaria (Hargreaves, Davis, Fullan, Stager, Wignall y Macmillan, 1992) describía cómo respondieron a estos cambios los directores y profesores de ocho escuelas secundarias distintas. Una tercera parte de nuestro programa, Los años de transición: tiempos para el cambio (Hargreaves, Leithwood, Gérin-Lajoie, Cousins y Thiessen, 1993) evaluó los resultados obtenidos en los años de transición, tal y como aparecen ejemplificados en sesenta y dos proyectos piloto financiados por el ministerio, con el objetivo de explorar las distintas políticas seguidas para la puesta en prác16

tica de las reformas en los llamados años de transición. En nuestra valoración de algunas de las estrategias más ampliamente defendidas para la reforma educativa destinada a los adolescentes, nos basaremos en algunas de las conclusiones derivadas de este último estudio, además de acudir a la bibliografía específica, lo cual nos permitirá comprobar el panorama que ofrecen en la práctica las realidades concretas de reestructuración que se producen en los años de transición de la escolarización. No prentendemos con esta revisión plantear afirmaciones demasiado contundentes sobre los resultados de dicha investigación. Tampoco es nuestra intención que los responsables de la administración la utilicen con el afán de imponer nuevas políticas al profesorado. Animamos en todo caso a hacer uso de este material, de la manera en que el conocimiento y experiencia propios y ajenos les dicte, y a hacerlo de una forma crítica y reflexiva. ¡La ciencia también puede ser fácilmente manipulada para ser puesta al servicio de un mayor poder administrativo! Las conclusiones que se extraen de una investigación raras veces son suficientemente sólidas, atemporales o incontrovertibles como para justificar ese tipo de planteamientos. Tampoco deseamos estimular convicciones y compromisos demasiado entusiastas con los métodos mágicos de las escuelas reestructuradas para los adolescentes que pudieran ser tomados por algunos como respuestas a todos nuestros problemas. Aunque no tenemos razón alguna para ser complacientes con los programas actuales de educación, casi todas las soluciones aportadas son imperfectas en sí mismas, por prometedoras que parezcan. A pesar de que la mayoría de problemas tienen solución, cada solución trae consigo más problemas. El cambio productivo es aquel que conlleva un proceso continuo de mejora, una búsqueda de respuestas a los problemas que surjan, y no una inversión en las falsas certezas de la ciencia, o en huecas promesas de una reforma rápida.

Suposiciones iniciales Abrigamos la esperanza de que este libro ayude a estimular el debate y la evaluación, que abra horizontes a la percepción y nuevas posibilidades, clarifique directrices para el avance y la reforma, e iden17

tifique necesidades para futuras investigaciones. Por esta razón, nuestro tono no siempre es absolutamente neutro y desapasionado. Tratamos de evitar la inconsistencia de un consenso superficial, remarcando tanto aquellas falsas interpretaciones que de nuestras recomendaciones se puedan derivar, como su significado concreto. Nuestro estilo, por lo tanto, a menudo busca provocar controversia, y puede resultar en ocasiones un tanto contundente. Es algo deliberado. Estamos convencidos de que ha llegado el momento de dejar hacer «chapuzas» con la educación de los adolescentes, de añadir iniciativas individuales y efectuar pequeños ajustes en unas estructuras y prácticas ya desfasadas. Es el momento de comprometerse a acometer los cambios necesarios que sitúen a los jóvenes en primer lugar, y relegar a segundo término nuestros hábitos, tradiciones y convencionalismos en nuestra forma de trabajar. Esto no significa, sin embargo, que seamos insensibles a las necesidades propias del profesorado, pero supone reconsiderar nuestras prioridades y, entre ellas, dar un lugar estelar a los estudiantes. Esto significa que nuestra revisión no es, ni puede ser, del todo imparcial. Aunque procuramos ser rigurosos al sopesar las conclusiones, nuestro análisis y resumen se guían por ciertos valores y suposiciones. En algunas revisiones bibliográficas, esas suposiciones están a menudo implícitas, sin ser formuladas explícitamente. Nosotros queremos plantearlas claramente desde el principio, de modo que, como lector crítico, pueda no ya sólo identificarse con las evidencias presentadas, para ver hasta qué punto refuerzan nuestras suposiciones, sino también entablar un diálogo con esas mismas suposiciones, utilizándolas quizá para reconsiderar sus propios propósitos y compromisos educativos. Tres son las suposiciones básicas que han guiado nuestro análisis. Suposición 1: Durante los años de transición, los programas y servicios deberían basarse fundamentalmente en las características y necesidades de los adolescentes.

Esto significa que esos programas y servicios no deberían venir determinados por la inercia de la tradición histórica que ha terminado por definir nuestra comprensión actual de los temas curriculares «apropiados» (Goodson, 1988; Tomkins, 1986) y de los méto18

dos válidos y funcionales de enseñanza (Cuban, 1984; Curtis, 1988; Westbury, 1973). También significa que los programas y servicios para los adolescentes no deberían ser configurados básicamente por el currículum y las exigencias de titulación posterior, tal y como sucede en la actualidad (Stillman y Maychell, 1984; Gorwood, 1986; Hargreaves, 1986). Las diferentes fases y sectores de los servicios educativos deberían funcionar juntos, en una asociación entre iguales, haciendo de la educación un proceso continuo que satisfaga las necesidades de la gente joven en todas y cada una de las fases que comprendan su desarrollo. Así pues, presumimos que el propósito principal de la escolarización de los adolescentes no es el de preparar a los estudiantes para la escuela superior, sino ayudarles a convertir la educación en un proceso evolutivo que afronte las necesidades personales, sociales, físicas e intelectuales de la gente joven en cada fase particular de su desarrollo. Suposición 2: Los diferentes aspectos de la escolarización (es decir, el currículum, la pedagogía, la orientación, la evaluación y el desarrollo del personal docente), deberían afrontarse como un todo integrado, no como subsistemas aislados.

De poco sirve animar al profesorado a ser más flexible y a centrarse más en el aprendizaje, en su actitud ante la enseñanza, si luego se le obliga a trabajar dentro de sistemas de evaluación tradicionales, conclusivos y centrados en los hechos. Resulta inútil pedir al profesorado que sea más experimental, que asuma riesgos en su forma de enseñar, si luego debe moverse en los estrechos márgenes de guías curriculares claramente definidas y en las que prima el tratamiento de los contenidos. Tampoco sirve de mucho alentarlos a asumir más responsabilidad en el desarrollo personal y social de sus estudiantes, a menos que las responsabilidades que se deriven de lo que actualmente conocemos como «orientación» sean distribuidas y asumidas por todo el conjunto de la escuela de forma equitativa (Levi y Ziegler, 1991; Hargreaves et al., 1988;Lang, 1985). En otras palabras, creemos, al igual que Sarason (1990), que los programas y servicios destinados a los adolescentes deben entenderse como un sistema integrado para que las mejoras resulten 19

efectivas. En educación, los elementos funcionan en cohesión. Todo afecta al resto. El currículum, la evaluación, la pedagogía, la orientación, el desarrollo del personal educativo y otras cuestiones similares se analizan mejor juntas, si las consideramos modos de potenciar el aprendizaje y el desarrollo de los adolescentes. Suposición 3: El desarrollo y puesta en práctica de cualquier cambio debería tomar como base y en cuenta las teorías y concepciones ya existentes sobre el cambio educativo.

Resulta fácil aconsejar (¡aunque algo menos fácil de financiar!) un cambio sencillo y relativamente superficial, como por ejemplo la adopción de nuevas guías curriculares, instalación de ordenadores, reducción del tamaño de las clases o puesta en práctica de grupos heterogéneos. Sin embargo, ya no lo es tanto cuando se trata de implantar un cambio complejo y duradero: nuevas estrategias de enseñanza o una mayor atención a las necesidades personales y sociales de los estudiantes (Miles y Huberman, 1984). La respuesta al cambio, el interés por el mismo y la voluntad por efectuarlo se hallan profundamente enraizadas en el propio desarrollo personal y profesional de los docentes (Hunt, 1987) y dependen en gran medida de que sus compañeros de trabajo, directores y escuelas les proporcionen un ambiente o cultura que apoye o promueva dicho cambio (Fullan y Hargreaves, 1991). En las escuelas, el cambio es más efectivo cuando no es visto como un problema que hay que arreglar, una anomalía que debe eliminarse, o un incendio a extinguir. Los cambios particulares se pondrán en práctica con mucha más probabilidad en aquellas escuelas donde el profesorado se comprometa a elaborar y acatar normas que garanticen una continua mejora como parte de sus funciones (Little, 1984; Rosenholtz, 1989). En consecuencia, damos por sentado que, para que sea efectivo, el cambio en la escolarización de los adolescentes, como cualquier otro cambio complejo y duradero, tiene que abordar cuestiones más profundas y genéricas de desarrollo del personal docente, liderazgo escolar y cultura de la escuela, en una comunidad de apoyo, que establezca un compromiso claro de propiciar un progreso constante. Sin eso, resulta muy improbable que ese cambio profundo traspase los límites del papel. 20

Los lectores más astutos y los educadores experimentados ya se habrán dado cuenta de que nuestras suposiciones contienen un acertijo. Nuestra segunda suposición sugiere que, para que algunas cosas cambien, todo tiene que cambiar. Estamos hablando entonces de un cambio de gran magnitud. Por otro lado, nuestra tercera suposición apunta a que el cambio asegure el compromiso y la participación de los docentes, y sea concebido como un proceso continuo. De modo que propugnamos un cambio rápido y de amplio alcance y al mismo tiempo específico y gradual. Ésta es una de las paradojas fundamentales del cambio educativo y que pueden dejar perplejos y enfurecer a algunos educadores. Tal y como veremos al final del libro, sin embargo, no tiene por qué tratarse necesariamente de una paradoja sin solución. Bajo un punto de vista constructivo, estas paradojas se pueden gestionar productivamente, y conducirnos por vías eficaces de progreso. Según argumentaremos, el cambio educativo puede ser, de hecho, una paradoja de esperanza a través de la cual podemos crear, y seguir creando, una educación y un mundo mejores para la gente joven que constituirá las generaciones del futuro.

Estructura del libro Nuestro libro está dividido en diez capítulos. El capítulo 2 hace un recorrido por las características y necesidades tanto comunes como variables del inicio de la adolescencia. Examina la naturaleza del cambio que experimenta la gente joven al principio de la adolescencia, tanto en sí mismos como en el entorno de sus relaciones sociales y de sus escuelas. El capítulo 3 describe los tipos de organización y cultura escolar que se dan en las escuelas, elementales y secundarias respectivamente, por las que pasan los estudiantes durante este periodo de sus vidas. Este capítulo plantea hasta qué punto y en qué medida la organización y la cultura de la mayoría de escuelas elementales y secundarias satisfacen las características y necesidades de los adolescentes. El capítulo 4 se centra en el proceso de transición. Analiza la investigación sobre la experiencia de la transición en la escuela se21

cundaria, la naturaleza y duración de los distintos tipos de ansiedad padecidos por los estudiantes y que preceden y acompañan esa experiencia, el grado de continuidad y discontinuidad característico de la transición escolar y los aspectos positivos y negativos de dichas continuidades y discontinuidades. El resto del capítulo describe y evalúa los programas e innovaciones que se han intentado o sugerido para dirigir y mejorar la experiencia de la transición entre los jóvenes. El capítulo 5 considera las necesidades de los adolescentes en lo concerniente a apoyo y orientación en este periodo crítico de su desarrollo. Evalúa sistemas específicos de apoyo. Afirma abiertamente que es necesario un sistema integrado para proporcionar a la gente joven la información, seguridad y confianza que necesitan para tomar decisiones acertadas. El capítulo 6 se concentra en el currículum para los adolescentes. Analiza los orígenes y efectos del currículum utilizado actualmente en la escuela secundaria y cuestiona hasta qué punto ese currículum satisface las necesidades de los estudiantes en esta fase de sus vidas. Expone los motivos por los cuales el currículum basado en asignaturas resulta deficiente para muchos estudiantes, pero es realista al abordar la dificultad que entraña reformar o eliminar ese currículum basado en asignaturas. El capítulo 7 analiza los argumentos a favor de un currículum básico y de los resultados del aprendizaje común. También se revisan los criterios seguidos para establecer diferentes tipos de currículos básicos. El capítulo aboga por una mayor integración del currículum, especialmente en las escuelas secundarias. Sin embargo, no escatima críticas. Nuestra revisión pone de manifiesto una confusión muy extendida sobre la auténtica acepción de currículum integrado, así como el peligroso fanatismo de algunos defensores del mismo, que desean eliminar las fronteras entre asignaturas y disciplinas. El capítulo clarifica por tanto diferentes aspectos y objetivos del currículum integrado, examina de qué modo se lleva a la práctica e identifica algunos de los obstáculos persistentes que dificultan su introducción y funcionamiento en las escuelas secundarias que utilizan el currículum basado en asignaturas. El capítulo 8 aborda el tema de la evaluación. La evaluación es la actividad que, según se afirma a menudo, determina prácticamente 22

casi todos los ámbitos en la escuela. Es la «cola que mueve el perro del currículum». En este capítulo se revisan los diferentes propósitos de la evaluación, así como las estrategias de que disponemos para llevarlos a cabo. Se enumeran y analizan las estrategias de evaluación más ampliamente utilizadas en la actualidad, atendiendo a su capacidad para satisfacer las necesidades de los adolescentes. Finalmente, el capítulo describe y analiza una serie de estrategias de evaluación innovadoras que no se hallan al margen del proceso de aprendizaje, sino integradas en el mismo. Hablaremos de estrategias que constituyen una parte fundamental del propio proceso de aprendizaje. El capítulo 9 aborda el tema de la enseñanza y el aprendizaje. El currículum y la enseñanza van de la mano. Ninguna de las direcciones propuestas en el currículum tendrá impacto alguno sobre los estudiantes, a menos que se produzcan cambios en la forma de enseñar de los docentes. En este capítulo examinaremos los cambios que se han ido operando en la forma de entender el aprendizaje y sus implicaciones en la enseñanza. Aunque hay estrategias concretas de enseñanza que parecen prometedoras, resaltamos la flexibilidad y consideración como cualidades imprescindibles a la hora de enseñar. El capítulo 10 analiza los descubrimientos del libro dentro del contexto que constituyen los procesos del cambio educativo y los proyectos de reestructuración de la escuela. Compara estrategias para asegurar el cambio educativo a través de la atención prestada a temas de propósito moral, reestructuración, «reculturación”, política positiva y aprendizaje organizativo. Este último capítulo explora la paradoja de la esperanza de la que ya hemos hablado anteriormente, al decir que el cambio debe ser amplio pero específico, prudente y a la vez rápido, para que tenga éxito. En este capítulo se dan claves para afrontar esta paradoja con eficacia al tiempo que construimos mejores escuelas para que los adolescentes actuales se vean beneficiados con un aprendizaje de gran calidad, de modo que puedan alcanzar el día de mañana una mejor calidad de vida.

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2. Adolescencia y adolescentes

¿Qué es la adolescencia? Si el propósito principal en la educación de los adolescentes es el de proporcionarles un currículum, una educación escolar y otros servicios basados en sus necesidades y características, resulta imprescindible comprender la naturaleza de la adolescencia. La adolescencia, en sí misma, si atendemos al modo en que se concibe y vive en la mayoría de las sociedades industriales occidentales, es la transición de la infancia a la edad adulta, que se inicia con la pubertad. Se trata de un período de desarrollo más rápido que ninguna otra fase de la vida, a excepción de la infancia. El desarrollo adolescente no es singular ni sencillo, y los aspectos del crecimiento durante la adolescencia raras veces se producen al unísono, ya sea entre individuos o entre jóvenes de la misma edad (TFEYA, 1989). Los preadolescentes (de edades comprendidas entre los 10 y los 14 años) son complejos, distintos entre sí e impredecibles (Shultz, 1981; Thornburg, 1982). En este período de sus vidas, los preadolescentes ya no son niños o niñas, pero tampoco adultos. Por primera vez, en sus vidas se suceden una serie de hechos notables. Descubren que sus cuerpos cambian espectacularmente, que empiezan a utilizar capacidades mentales más avanzadas y se hacen extremadamente conscientes de sus relaciones con los demás (Palomares y Ball, 1980).

Desarrollo y maduración La adolescencia es un período de enormes cambios físicos, caracterizado por aumentos en el tamaño y peso del cuerpo, la maduración de las características sexuales primarias y secundarias y un 24

aumento en la actividad mental formal. Los adolescentes son muy conscientes de los cambios que van experimentando y tienen que adaptarse psicológicamente a ellos, tanto a los que tienen lugar en sí mismos, como a las variaciones de desarrollo que se producen en el grupo de adolescentes del que forman parte. Entre ellos surge una fuerte preocupación acerca de cómo acoplarse a los estereotipos físicos y de comportamiento más comunes (Thornburg, 1982). También se comparan con sus compañeros, que pueden no madurar al mismo ritmo (Babcock et al., 1972; Osborne, 1984; Simmons y Blyth, 1987). Además, los cambios en la escuela traen consigo otras alteraciones en el grupo de compañeros, lo que hace aún más complejas las comparaciones sociales (Simmons y Blyth, 1987). Al igual que sucede con la maduración física, el índice de maduración intelectual varía según los estudiantes, e incluso en cada uno de ellos en el transcurso del tiempo (TFEYA, 1989). La gama conceptual de los adolescentes se extiende desde las preocupaciones operativas concretas, el aquí y el ahora, hasta los aspectos hipotéticos, futuros y espacialmente remotos del pensamiento abstracto (Palomares y Ball, 1980). Los cambios conceptuales se producen a medida que los estudiantes asimilan conocimientos sobre nuevos fenómenos y que sus ideas elementales se ven sustituidas por nociones más predictivas, abstractas o sólidas (Linn y Songer, 1991). Mientras que niños y niñas en este grupo de edad tienen altos niveles de energía y, en ocasiones, poca capacidad de concentración, también es cierto que cada vez les resulta más fácil centrar su atención durante largos períodos de tiempo en aquellos temas que les interesan (Epstein, 1988). Hemos visto que se producen variaciones sustanciales en las distintas fases de la adolescencia. También disponemos de un número considerable de ejemplos que demuestran claramente cómo los niños en los últimos tiempos entran en la pubertad antes que las generaciones previas. En Estados Unidos, por ejemplo, la edad media para el inicio de la menstruación era de 16 años hace 150 años, en la actualidad es de 12,5 años. Es importante puntualizar, sin embargo, que aun cuando, en general, chicas y chicos maduran biológicamente a una edad más temprana que antes, muchos tardan más tiempo en alcanzar la madurez intelectual y emocional (TFEYA, 1989).

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Identidades y valores Como quiera que los adolescentes tienen la sensación de estar viviendo una especie de escisión entre la infancia y la edad adulta, las cuestiones de asociación e identidad se convierten en grandes preocupaciones para ellos (Palomares y Ball, 1980). Sus sistemas de valores pasan de estar principalmente definidos por sus padres, a verse mucho más influidos por sus compañeros. Este tema es particularmente importante en EE.UU. donde, según muestra un estudio intercultural sobre los valores según los cuales se rigen los adolescentes, los jóvenes estadounidenses de 15 años son los que menos hablan con sus familias de aquellas cuestiones que les preocupan, prefieren hacerlo con sus amigos (King, 1986). En consecuencia, los adolescentes, especialmente los estadounidenses, se caracterizan por centrar la atención de forma primordial en los amigos, cuya amistad les resulta a la vez imprescindible. Los adolescentes necesitan cada vez más pertenecer a un grupo de iguales. Desarrollan un mayor interés y relaciones más estrechas con los miembros del sexo opuesto. Participan en una gama de actividades más variada, que les ayudarán a establecer un concepto de sí mismos y de su identidad personal. En su meta-análisis de investigación sobre estudiantes en las escuelas medias, Manning y Allen (1987) informan de que tales estudiantes, en esta fase de su crecimiento, desarrollan sus funciones y valores, exploran sus identidades e identifican sus aspiraciones futuras. Los adolescentes buscan su identidad, y para ello deben establecer primero quiénes son, cuál es el lugar que ocupan entre sus compañeros y dónde encajan en el conjunto de la sociedad.

Crisis psicosocial A medida que se esfuerzan por resolver sus problemas y efectúan ajustes psicológicos a los distintos cambios que ocurren en sus vidas, los adolescentes se enfrentan inevitablemente a conflictos e incongruencias que se generan entre las diversas identidades y valores que se hallan a su disposición. Las resoluciones negativas de estos conflictos pueden dejar a los adolescentes con una abrumadora sensación de alienación o distanciamiento con respecto a sus familias, sus amigos y la sociedad en general. Calabrese (1987), en una revi26

sión del estudio sobre la adolescencia, analiza los problemas psicológicos y emocionales que sufren los adolescentes estadounidenses y la relación que éstos guardan con un sentido de alienación (es decir, aislamiento, ausencia de significado, de normas y de poder), y que se manifiesta en los altos índices de alcoholismo, drogadicción y suicidio, problemas de comportamiento y promiscuidad sexual. Según Calabrese, una de las principales causas de alienación entre los adolescentes es la utilización que de ellos se hace para fines meramente económicos. Se les trata a menudo como un mercado de consumidores, una fuente de mano de obra barata, o capital humano. El materialismo ejerce una influencia omnipresente en los valores adolescentes. Por lo general, los adolescentes adoptan las modas consumistas y los estilos de vida a los que se ven expuestos. La vestimenta y la música principalmente les ofrecen una sensación de identidad que les ayuda a compensar la sensación de alienamiento (Ryan, 1995a). También es evidente que los adolescentes experimentan una sensación de impotencia especialmente aguda, dada la necesidad, más que probada, que tienen de asumir un sentido de independencia. Ya en 1953, Noar (citado en K. Tye, 1985), señaló que: El desarrollo de una personalidad independiente implica la emancipación del control de la familia y garantizar la igualdad de estatus en el mundo de los adultos. Es esta necesidad la que se encuentra en la raíz de un buen número de malinterpretaciones y conflictos que surgen en el hogar y en la escuela. Si la rebelión contra los adultos pudiera considerarse una prueba de madurez, éstos podrían verla con buenos ojos… El profesorado que no comprende plenamente esta necesidad de independencia tiende a lamentar la aparente pérdida de respeto hacia su autoridad… En lugar de estimular el crecimiento en esta dirección, la escuela establece con demasiada frecuencia reglas y normas que privan al alumnado de independencia de pensamiento y acción.

Tal y como indicó Noar, las escuelas pueden exacerbar el sentimiento de alienación del adolescente. Al proporcionarle ambientes estructurados y anónimos, que resaltan el logro cognitivo antes que el reconocimiento de las necesidades emocionales y físicas, las escuelas medias y secundarias promueven y refuerzan esa sensación de impotencia y aislamiento hacia la que los adolescentes ya se 27

sienten naturalmente inclinados (Calabrese, 1987). Así, de forma implícita pero impositiva, una institución burocrática e impersonal transmite una falta de afecto, ese mismo afecto que, precisamente, tanto desean muchos estudiantes (Wexler, 1992).

Pertenencia al grupo de compañeros La afiliación de grupo es una de las preocupaciones centrales al inicio de la adolescencia. Todos los demás temas son secundarios ante la cuestión prioritaria para el adolescente: su afán por pertenecer y ser aceptado entre los compañeros de su misma edad y también del de sexo opuesto (Palomares y Ball, 1980; Shultz, 1981; Thornburg, 1982). Las necesidades de índole personal y social son particularmente acuciantes para los preadolescentes (Thornburg, 1982; Lounsbury, 1982). Los estudiantes que se encuentran en este período de sus vidas, necesitan ayuda para construir su propia autoestima e intensificar su sensación de pertenencia a un grupo reconocido (Shultz, 1981; Babcock et al., 1972; Kearns, 1990). Precisan alcanzar un sentido de utilidad social y de orientación para tomar decisiones contando con la información debida, especialmente en lo referente a aquellas que resulten cruciales en su vida (TFEYA, 1989; Cheng y Zeigler, 1986). La lealtad al grupo de amigos y la importancia de un concepto de sí mismos positivo, surgen repetidamente en la bibliografía como desarrollos sociales clave, característicos de los adolescentes (Calabrese, 1987; Ianni, 1989; Kenney, 1987; Manning y Allen, 1987; Thornburg, 1982). Su capacidad de establecer conexiones sociales con los compañeros influye decisivamente en el sentido de autoestima del adolescente y el desarrollo de sus habilidades sociales. El proceso de convertirse en miembro de uno o más grupos de gente de su edad, plantea a los adolescentes una serie de desafíos. Unido a su gran necesidad de gustar y ser aceptado, el adolescente tiene que aclarar su mente para decidir con quién desea identificarse, y evaluar las implicaciones sociales de su propia personalidad (Palomares y Ball, 1980). Al acogerle, el grupo de iguales aporta una identidad al adolescente, expande sus sentimientos de autoestima y lo previene de la soledad (ibid.). El grupo puede aportar a los adolescentes una fuente substancial de seguridad, atención y dignidad, en un mundo y en unas escuelas 28

que a menudo les resultan anónimos, complejos, insensibles y debilitantes (Ryan, 1995a). La cultura prevaleciente en EE.UU. y en otros países presupone que los adolescentes, incluso los preadolescentes, empiezan a flirtear y a citarse con miembros del sexo opuesto, y a probar alguna forma de interacción sexual. El aumento del interés sexual, influido por los cambios hormonales y anatómicos, así como por las expectativas sociales, se convierte en una de las principales preocupaciones de la mayoría de adolescentes. Casi todos ellos prueban alguna forma de actividad sexual y, durante estos años, la elaboración de significativas pautas personales de moralidad y comportamiento es otro tema crítico para los estudiantes (Palomares y Ball, 1980). Las escuelas se hallan en la necesidad de reconocer que el grupo de compañeros es muy influyente entre los preadolescentes y que puede ser, al mismo tiempo, tanto una gran distracción como un poderoso aliado en el proceso educativo.

Relación con la sociedad Las necesidades de los adolescentes no son sólo de tipo personal o social en el ámbito de sus relaciones inmediatas. También son sociales en un sentido mucho más amplio. Cada vez disponemos de más ejemplos procedentes de Gran Bretaña y Estados Unidos que indican que muchos de los que se encuentran en el período inicial o medio de la adolescencia tienen en consideración, no exenta de preocupación, temas controvertidos como la amenaza nuclear y, más recientemente, el medio ambiente. En la década de los ochenta, la sombra de la amenaza nuclear causó sufrimiento y gran ansiedad entre una buena proporción de jóvenes (Tizard, 1983). Temas como la guerra nuclear y el medio ambiente quizá no sean la principal inquietud entre los preadolescentes, pero no por ello dejan de ser importantes. Por tanto, una de las necesidades fundamentales en los preadolescentes es la capacidad para comprender y afrontar las controversias y complejidades del mundo que les rodea, y desarrollar actitudes en consonancia a ellas. Es esta también una época en la que los jóvenes empiezan a imaginar y a «adoptar» diversos personajes y roles a los que puedan aspirar como adultos, así como a explorar las exigencias del mundo laboral y de las responsabilidades adultas. 29

Las características de los preadolescentes que hemos descrito se ven corroboradas por una amplia bibliografía. Si estas características se presentan en un lenguaje que en ocasiones resulta poco comedido, e incluso altisonante, las palabras de la Asociación de Directores de Escuelas Superiores de Illinois, las sitúan en su debida perspectiva: Los preadolescentes pasan por un período crítico y a menudo tormentoso en sus vidas, confusos por las dudas sobre sí mismos, agobiados por la falta de memoria, adictos a modas extremadas, preocupados por la posición que ocupan entre sus compañeros, perturbados por su desarrollo físico, movidos por impulsos fisiológicos, estimulados por los medios de comunicación de masas, reconfortados por sus ensoñaciones, irritados por las restricciones, colmados de un exceso de energía inútil, aburridos de la rutina, molestos por los convencionalismos sociales, acostumbrados a los comentarios despreciativos por parte de sus mayores que no les permiten asumir responsabilidades, tachados de gamberros y delincuentes, obsesionados por la autonomía personal pero destinados a soportar años de dependencia económica (Fram, Godwin y Cassidy, 1976, citados en Oppenheimer, 1990).

Aunque quizá un tanto negativa y tendente a una utilización excesiva de imágenes perturbadoras sin un propósito claro, esta caracterización refleja en buena medida a los preadolescentes a los que muchos de nosotros enseñamos, que algunos de nosotros tendremos como hijos y que en una ocasión todos fuimos. La escolarización de los preadolescentes, con frecuencia acusada de no abordar sus problemas y preocupaciones, también conduce a menudo a la supresión de sus puntos positivos. La energía de la adolescencia puede parecernos organizativamente peligrosa y de forma inminente (de hecho literalmente) abrumadora, de modo que establecemos un aprendizaje individual estático y sedentario para restringirla (Tye, B., 1985). El evidente placer que experimentan los adolescentes por la dimensión sexual de la vida puede crear inquietud en aquellos de nosotros que nos sentimos incómodos con nuestra propia sexualidad. Como resultado de ello, a menudo negamos incluso la exigencia, importancia y necesidad del deseo adolescente, o rodeamos y sofocamos su sexualidad con imágenes de peligro, enfermedad y muerte (Fine, 1993). El emergente sentido de la ironía en 30

el adolescente, su perspicacia carente de refinamiento alguno, hace que, a veces, nuestras normas y reglas burocráticas parezcan egoístas y estúpidas. Así que convertimos la ironía inteligente en astucia e insolencia y, de ese modo, la empequeñecemos y despreciamos. A lo largo de este libro trataremos en amplitud los aciertos y desaciertos de las escuelas al abordar estas necesidades y características casi omnipresentes de la preadolescencia en las sociedades occidentales. Aunque tampoco sería acertado afirmar que los preadolescentes son todos iguales, que no existen entre ellos diferencias en cuanto a necesidades, preocupaciones o experiencias.

Variaciones entre adolescentes La adolescencia es un fenómeno relativamente reciente (Bennett y LeCompte, 1990). También es característico de las zonas más occidentales e industrializadas del mundo. En otras sociedades y en otras épocas, la transición de la infancia y la dependencia a la edad adulta y la autosuficiencia ha sido a menudo comparativamente breve. En las sociedades tradicionales, por ejemplo, el periodo entre la infancia y la edad adulta se asimilaba con frecuencia al momento en el que la persona joven alcanzaba la madurez física, la autosuficiencia económica, y encontraba una pareja con la que casarse, acontecimientos que, a menudo, coincidían en el tiempo. Este tipo de transición era común a una serie de comunidades aborígenes. De forma habitual, los ancianos preparaban a los más jóvenes para la edad adulta, concediéndoles el derecho a tomar decisiones sobre numerosas cuestiones (Reddington, 1988). En contraste con muchos países del mundo occidental, a estos jóvenes se les permitía en buena medida ejercer su voluntad cuando y donde quisieran, incluso tomar decisiones en el momento en el que se sintieran preparados para obedecer a sus propios intereses económicos y familiares. Sin embargo, a medida que el mundo occidental se fue industrializando, se retrasó durante mucho más tiempo la llegada a la edad adulta, que habitualmente se establecía bastante después de que los hombres y las mujeres jóvenes hubieran llegado a la madurez física. Bennett y LeCompte (1990) también afirmaban que la forma particular adoptada por la escolarización y la economía ha tenido 31

un impacto sustancial sobre ese retraso en la llegada a la edad adulta. La práctica común existente en muchos países industrializados es que los estudiantes pasen períodos de tiempo cada vez más prolongados matriculados en las instituciones educativas destinadas a prepararlos para ser económicamente autosuficientes en un mundo laboral que, según muchos, exige hombres y mujeres maduros y altamente cualificados. A diferencia de lo que sucedía con sus antepasados, los jóvenes son distribuidos en grandes grupos, aislados de la mayoría de los adultos, y privados de muchos de los derechos de los que disfrutan los adultos. Esto ha tenido una serie de efectos inesperados. Entre otras cosas, las escuelas proporcionan ahora condiciones que impulsan a los jóvenes a desarrollar sus propias subculturas (que a menudo defienden posturas opuestas a la cultura dominante), que ellos utilizan con frecuencia para recuperar un cierto grado de dignidad en una escuela (y en un mundo) en el que se les niega el derecho a tomar decisiones por sí mismos (Hargreaves, 1982). La extensión y naturaleza de la franja que separa el mundo de los jóvenes del de los adultos y sus derechos y oportunidades económicas y sociales, tal y como son percibidas, puede variar sin embargo dependiendo de los individuos y de los distintos grupos de adolescentes. El género, la clase social, la raza, la etnia y el lugar de nacimiento no son más que unas pocas de las variables alrededor de las cuales giran tales diferencias y que constituyen la base de toda una gama de respuestas diversas a la escolarización. El género es una de las fuentes más importantes y sistemáticas de variación en cuanto a las necesidades y características de los preadolescentes. En su estudio sobre las adolescentes, Gilligan (1989) descubrió que las chicas de hasta 11 años de edad desarrollan una gran seguridad en sí mismas y una saludable resistencia a las injusticias que perciben. No obstante, a partir de esa edad pasan por una crisis que erosiona esa seguridad que las acompaña durante su infancia. La explicación a esta crisis se halla en su respuesta a la adolescencia y a las estructuras y demandas de la cultura, que envían a las jóvenes un mensaje claro: como futuras mujeres que son, deben «permanecer calladas». Esta tendencia ha sido confirmada en una serie de estudios (por ejemplo King, 1986; Bibby y Posterski, 1992). Gilligan descubrió que, a los 15 o 16 años, la independencia de las chicas había pasado a la clandestinidad. 32

Empezaban a dudar de aquello de lo que antes habían estado tan seguras. Gilligan se pregunta cómo podrían familias, profesorado y terapeutas que trabajan con las jóvenes evitar esta crisis y declive de la seguridad en sí mismas durante los primeros años de la adolescencia, con lo que no hace sino cuestionar y redefinir el tipo de mujeres y hombres que debería potenciar nuestra sociedad (Bibby y Posterski, 1992). El género no es la única fuente de variación entre los adolescentes. La raza, la etnia y la clase social también influyen. Ianni (1989) y sus asociados observaron y entrevistaron a adolescentes en diez comunidades estadounidenses a lo largo de diez años. Descubrieron que las normas y comportamientos de los adolescentes y de sus grupos de amigos venían determinados fundamentalmente por la posición socioeconómica y la cultura de sus comunidades. Indirectamente, y también para dar testimonio de la naturaleza variable de la adolescencia, este estudio afirma la importancia de la influencia y responsabilidad de las familias sobre la gente joven. El Panel Nacional sobre Escuela Superior y Educación Adolescente (1976) observó que la etnia y la clase social constituían variables importantes en la determinación de las experiencias de aprendizaje de un estudiante fuera de la escuela, sus expectativas de éxito y sus niveles de autoestima. Otra causa de diversidad es la lengua materna de los estudiantes. En sociedades cada vez más multiculturales y globalmente cambiantes, aumenta el número escuelas que tienen que afrontar temas relacionados con el aprendizaje de una segunda lengua, que afecta a comunidades donde se habla más de una lengua y existe más de una minoría de estudiantes. El aprendizaje de una segunda lengua supone a menudo la existencia de comunidades grandes, complejas y multilingües (Corson, 1993). Como quiera que la lengua es fundamental para la identidad y el concepto que de sí mismos elaboran los adolescentes en desarrollo, las escuelas se tienen que enfrentar cada vez más con el reto de satisfacer las necesidades de un número creciente de estudiantes que deben aprender una segunda lengua en clase. Las diferencias lingüísticas, sin embargo, no son más que un pequeño ejemplo de las muchas que pueden existir entre el comportamiento de estudiantes de diversas procedencias no europeas y los tradicionales convencionalismos de la escuela. En escuelas donde, 33

en ocasiones, se llega a enseñar a estudiantes procedentes de más de sesenta herencias culturales diferentes, cada uno de esos grupos aporta a la escuela su propio bagaje cultural, un bagaje que a menudo no es reconocido o comprendido por parte de profesores y administradores. Las diferencias en las formas de comunicación (Corson, 1992; Erickson, 1993; Erickson y Mohatt, 1982; Phillips, 1983; Ramírez, 1983; Ryan, 1992a), estilos de aprendizaje (Appleton, 1983; Phillips, 1983; Cazden y Leggett, 1973; Ryan, 1992b), concepto de evaluación (Deyhle, 1983 y 1986), preparación cognitiva (Cole y Scribner, 1973; Das et al., 1979), autoconcepto (Clifton, 1975), tradiciones y compromisos familiares (Divoky, 1988; Gibson, 1986; Olson, 1988), Centros de control (Tyler y Holsinger, 1975), predisposición a la cooperación (Goldman y McDermott, 1987; Ryan, 1992c), aspiraciones (Gue, 1975 y 1977), autoridad (Reddington, 1988; Henrikson, 1973) y concepciones de espacio y tiempo (Ryan, 1991), no son más que un ejemplo de la multitud de dimensiones alrededor de las cuales se configuran las diferencias. Aunque tales diferencias puedan ser superadas por algunos estudiantes (Ogbu, 1992), seguirán constituyendo un obstáculo para un buen número de adolescentes que se esfuerzan por reconciliarse con su vida en un ambiente escolar desafiante. En consecuencia, los problemas y retos de la adolescencia son filtrados y reelaborados a través de la experiencia cotidiana que posee la gente joven sobre el historial de su clase, raza, etnia, género y lengua. Ser un preadolescente constituye una experiencia muy diferente para el estudiante de una familia blanca y rica, que vive en un elegante barrio residencial, que para los miembros de las grandes comunidades africanas que viven en zonas urbanas de aguda pobreza. También es distinto el caso de las mujeres jóvenes al de los hombres jóvenes. Y plantea dificultades a los inmigrantes recientes con conocimientos rudimentarios del idioma dominante en la enseñanza, dificultades que los residentes desde hace tiempo y asimilados a la cultura dominante apenas si pueden imaginar. Todos los estudiantes, al margen de su raza, etnia, clase social, género o lugar de nacimiento, pueden asumir una serie de identidades, que pueden variar de una semana a otra, o de una situación a otra. Y aunque estas categorías pueden influir en cómo responden los adolescentes a la escolarización, resulta difícil predecir cómo se entrecruzan las 34

una con las otras, o se combinan con los recursos culturales populares existentes. Todas estas variaciones plantean cuestiones serias y significativas para la educación de los preadolescentes. La ya titubeante seguridad en sí mismas de las adolescentes exige el empleo de estrategias tendentes al establecimiento de una equidad de sexo que suponga una intervención activa, que estimule la seguridad en sí mismas, y no de estrategias que traten por igual a chicos y chicas, sean cuales fueren las diferencias en sus necesidades (Robertson, 1992). La desproporcionada representación que se observa en los grupos de más bajo nivel de estudiantes de clase obrera (Weis, 1993), estudiantes afroamericanos (Troyna, 1993), y estudiantes nativos o aborígenes (Ryan, 1976) indica, tal como veremos, no una educación deficiente o privaciones familiares, sino la existencia de vacíos significativos entre el conocimiento y los estilos de aprendizaje e interacción que son reconocidos y comunes en los hogares y comunidades de estos estudiantes, y las formas de conocimiento, estilos de aprendizaje e incluso estructuras básicas de tiempo y organización que caracterizan a la mayoría de nuestras escuelas. Al mismo tiempo, algunas de las estrategias utilizadas por las escuelas para abordar los temas relacionados con la raza no hacen sino reflejar, cuando no exagerar, los problemas antes que resolverlos. Entre ellos podríamos nombrar la canalización de los estudiantes afroamericanos hacia actividades deportivas de competición que refuerzan los estereotipos raciales, ofrecen pocas perspectivas para continuar las carreras deportivas después de la escuela, desalientan y obstaculizan la consecución del éxito académico necesario para obtener ganancias y disponer de alternativas en el mundo laboral real (Solomon, 1992). También incluyen el crear dudosas opciones y normativas relajadas simplemente para graduar a los estudiantes, en lugar de para educarles (Bates, 1987; Cusick, 1983). No se consigue que los jóvenes salten mas alto bajando el listón. Si queremos lograr de todos los jóvenes un mejor rendimiento, tenemos que cuestionarnos la estructura misma de nuestro sistema escolar y su capacidad para responder a la amplia gama de diferencias relacionadas con la lengua, la raza, la etnia, la cultura y la clase social de la población estudiantil.

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Resumen La adolescencia no la crean exclusivamente los adolescentes. En muchos aspectos es una adaptación y un reflejo de los problemas y preocupaciones de los adultos, y en ella intervienen parcialmente los adultos que se distancian de los problemas de la adolescencia al afirmar que existe una falta de influencia sobre sus normas y valores (Ianni, 1989). Lasch (1979) argumenta que en una sociedad donde el narcisismo parece haberse extendido por amplios ámbitos de nuestra cultura, muchos adultos también se muestran ávidos por imitar los estilos y valores adolescentes, como si con ello quisieran simbolizar su propia y sempiterna juventud e inmortalidad, antes que reafirmarse y guiarse mediante sus propios valores morales. Educar a los preadolescentes significa aceptar y participar en sus preocupaciones, sin admitirlas ciegamente ni rechazarlas de manera tajante. Los preadolescentes han terminado por verse atrapados en los cuernos de un dilema, por un lado, su necesidad de independencia, y por el otro, su necesidad de seguridad. Las exigencias de los preadolescentes son complejas, cruciales y desafiantes para todos aquellos a quienes ha sido encomendada la onerosa tarea de satisfacerlas. El desafío consiste en dar respuesta a sus necesidades personales, sociales y de desarrollo, y en establecer las implicaciones que tienen para ellos sus experiencias educativas como futuros ciudadanos adultos. Este capítulo ha identificado algunas de las características y necesidades clave de los preadolescentes, que son: • Adaptarse a profundos cambios físicos, intelectuales, sociales y emocionales. • Desarrollar un concepto positivo de sí mismos. • Experimentar y crecer hasta conseguir su independencia. • Desarrollar un concepto de identidad y de valores personales y sociales. • Experimentar la aceptación social, la identificación y el afecto entre sus iguales de ambos sexos. • Desarrollar enfoques positivos con respecto a la sexualidad, que incluyan y valoren la consideración, el placer, la emoción y el deseo en el contexto de unas relaciones cariñosas y responsables. 36

• Ser plenamente conscientes del mundo social y político que les rodea, así como de su habilidad para afrontarlo y de su capacidad para responder de forma constructiva al mismo. • Establecer relaciones con adultos, en las que puedan tener lugar dichos procesos de crecimiento. En el resto del libro exploraremos hasta qué punto las escuelas afrontan en la actualidad estas necesidades, y cómo podrían hacerlo de un modo más efectivo en el futuro.

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3. Culturas de la escolarización

La transición como un «rito de paso» La adolescencia, en general, y la experiencia de transición a la escuela secundaria, en particular, pueden ser consideradas de forma práctica como una especie de «rito de paso». En su estudio sobre transición longitudinal y adaptación a la escuela secundaria, Measor y Woods (1984) describen la transición precisamente de ese modo. La transición a la edad adulta y a la escuela secundaria es uno de los más importantes cambios de posición que experimenta la gente a lo largo de su vida. Tanto si la persona pasa de la niñez a la edad adulta en las sociedades prealfabetizadas, como si pasa de la categoría de soltera a la de casada, del matrimonio al divorcio o de la escuela elemental a la secundaria, el movimiento señala un cambio de posición, pasando de ser un tipo de persona, con ciertos derechos y expectativas, a otro. Estos cambios de categoría son importantes y a la vez traumáticos, como es el caso de la transición escolar porque, según argumentan Measor y Woods (ibid.), el paso a una escuela secundaria supone, no un cambio de posición, sino tres: • El cambio físico y cultural de la propia adolescencia que llamamos pubertad. • El cambio informal que tiene lugar dentro y entre las culturas establecidas por sus iguales y grupos de amistades, en los cuales el adolescente experimenta y espera distintos tipos de relaciones. • El cambio formal que se da entre dos tipos diferentes de instituciones, con reglamentos, exigencias curriculares y expectativas diversas por parte de los profesores. 38

Este cambio múltiple de posición, que supone la transición puede ser una causa concreta de ansiedad porque los mensajes y directrices del cambio no siempre son coherentes entre sí. El paso de la escuela elemental a la secundaria y de la infancia a la adolescencia, representa un aumento de categoría. Pero pasar de ocupar una posición privilegiada en una institución a formar parte del nivel inferior de otra, y de ser un niño mayor a convertirse en un adolescente pequeño representa un descenso de categoría. Para el niño y la niña, la transición puede ser buena o mala. A menudo se dan ambos casos a la vez, lo cual puede resultar confuso y preocupante. Al reflexionar sobre el descubrimiento de estos cambios múltiples de posición y sus implicaciones, Measor y Woods (ibid.) comentaron que otras investigaciones sobre la transición que «se concentran casi exclusivamente en los aspectos formales, como por ejemplo los logros académicos del alumno, pasan muchas cosas por alto y pueden llegar a conclusiones erróneas». El siguiente capítulo centra especial atención en el proceso de transición a la escuela secundaria y las formas mediante las cuales es y puede ser gestionado. Examinaremos entre que ámbitos se mueven los estudiantes al efectuar dicho tránsito (la cultura de la escuela elemental y la de la escuela secundaria), así como las continuidades y discontinuidades que se dan entre ambas culturas.

¿Dos culturas de escolarización? Las diferencias entre la escolarización elemental y la secundaria, y entre la enseñanza elemental y la secundaria, pueden ser consideradas, en muchos aspectos, equivalentes a las diferencias que surgen entre dos culturas bastante distintas (Hargreaves, 1986). Trasladarse de una escuela a otra no significa simplemente cambiar de instituciones, sino también de comunidades, cada una de ellas con ideas propias acerca de cómo aprenden los estudiantes, cómo se organiza el conocimiento, qué forma debería adoptar la enseñanza, etcétera. Por lo general, pasar de la educación elemental a la secundaria supone pasar de una pauta generalista del currículum y la enseñanza, en la que los docentes tienen responsabilidad sobre más de una asignatura y donde, a través de temas y proyectos, pueden explorar las relaciones entre distintas asignaturas, a una pauta más especializada 39

en la que el currículum y el profesorado se dividen en función de esa especialización en las asignaturas (Ginsburg et al., 1977). El paso de la educación elemental a la secundaria supone que los estudiantes dejen atrás el concepto de relación con un solo enseñante que les conoce bien, para entablar relaciones menos frecuentes con una amplia gama de profesores especializados en asignaturas (Meyenn y Tickle, 1980). En resumen, y según ha observado Ahola-Sidaway (1988) en su estudio sobre la transición de estudiantes de la escuela elemental a la escuela secundaria en Canadá, dicha transición supone el abandono de lo que, siguiendo a Tonnies (1887), la autora llama el mundo de la Gemeinschaft, una comunidad personal y de apoyo, para entrar a formar parte del mundo de la Gesellschaft, una asociación distante e impersonal. En lo que respecta al profesorado, las principales diferencias entre las escuelas elementales y las secundarias residen en el estilo y la estrategia de enseñanza. Hay ejemplos, sin embargo, de que tales diferencias son con frecuencia magnificadas. Una encuesta de la Autoridad Educativa del Interior de Londres, efectuada entre profesores de Inglaterra, puso al descubierto que muchos de ellos albergaban ideas muy estereotipadas del currículum y de los métodos de enseñanza en sectores distintos a los suyos. Muchas de esas ideas no se basaban en experiencias o comprobaciones directas (ILEA, 1988). Stillman y Maychell (1984) llegaron a conclusiones similares en su estudio sobre la transición desde la escuela media (de 9 a 13 años) a la escuela secundaria, en dos distritos escolares ingleses. Según sus descubrimientos, el profesorado de escuela secundaria mantenía «un estereotipo degradante» de la enseñanza en la escuela media que: • refleja una visión de aulas ruidosas, con niños que deambulan libremente por ellas. El trabajo es realizado en grupos pequeños y se basa en temas elegidos libremente. Supuestamente se hallan ausentes las formalidades de la enseñanza escolar, el uso de libros de referencia, la capacidad de concentración, de tomar notas a partir de la pizarra y procesar el trabajo. Sin embargo, cuando Stillman y Maychell (ibid.) compararon las estrategias de enseñanza en el último año de escuela media con 40

alumnos de la misma edad en un sistema paralelo de escuelas secundarias de otro distrito escolar, no descubrieron «indicación alguna de diferencias reales en la práctica lectiva». Atribuyeron esta malinterpretación a la falta de experiencia por parte del profesorado con cualquier sector distinto a aquel en el que ellos trabajan. Desde todo punto de vista, resulta errónea la suposición de que en las escuelas elementales o primarias reina una gran actividad de aprendizaje y de trabajo en pequeños grupos. Naturalmente, una visita rápida, y un tanto superficial, a prácticamente cualquier escuela elemental de plan abierto contradice claramente tal afirmación: movimiento, diversidad, estudiantes que toman la iniciativa, colaboración en pequeños grupos. Fueron precisamente esta clase de impresiones superficiales las que indujeron al notable autor educativo estadounidense Charles Silberman (1970 y 1973) a escribir, tras su regreso de Inglaterra en la década de los sesenta, que en las escuelas primarias inglesas se estaba produciendo lo que él llamó una «revolución tranquila». No obstante, estudios más rigurosos sobre las estrategias de aula empleadas por docentes de la escuela primaria revelaron una imagen muy diferente. En una encuesta realizada a 468 docentes del noroeste de Inglaterra, Bennett (1976) descubrió que la mayoría utilizaba una mezcla de estilos. Sólo el 9% del profesorado satisfacía los criterios de carácter progresista definidos en términos del influyente y altamente considerado Informe Plowden sobre la educación primaria (Central Advisory Council for Education, 1967). En un estudio llevado a cabo en 100 escuelas primarias a mediados de la década de los setenta, Galton y sus colaboradores hallaron un predominio absoluto de la enseñanza directa y apenas ejemplos de aprendizaje basado en el descubrimiento o en el trabajo en grupo (Galton et al., 1980; Simon, 1981). Este equipo de investigación concluyó, al igual que otros estudios, que el profesorado de primaria, contra toda previsión, ponía especial énfasis en las habilidades básicas (Bassey, 1978; Galton et al., 1980; Her Majesty’s Inspectorate, 1978). Y aunque en muchos casos los estudiantes se sentaban juntos, en grupos, detectaron muy pocos ejemplos de que trabajaran realmente en común. Estos resultados concuerdan con los alcanzados en otras zonas. En las escuelas elementales urbanas de Estados Unidos, la enseñanza de habilidades básicas sigue siendo una característica sobre41

saliente de la práctica educativa. Goodlad (1984) observa que, de hecho, en sus famosas llamadas y esfuerzos por «volver a lo básico», sus defensores pasaron por alto el hecho de que, en realidad, nunca nos habíamos alejado de ello en muchos aspectos. En consecuencia, la práctica «progresista» o «innovadora» en las escuelas primarias y elementales parece menos omnipresente de lo que habitualmente se afirma. En muchos aspectos, en años recientes, también hemos asistido a iniciativas por alejarse de ella en muchos distritos. Otra cuestión es que, incluso allí donde se aplican prácticas «progresistas» o de «aprendizaje abierto», éstas no están tan «desestructuradas» como habitualmente imaginan sus detractores. En Irlanda, por ejemplo, el estudio de Sugrue (1996) sobre dieciséis docentes de escuela primaria calificados por sus administradores de ejemplos positivos en lo que respecta a la práctica centrada en el niño, descubrió que su enseñanza en el aula se hallaba muy estructurada. Estos docentes dedicaban mucho tiempo al «andamiaje» del aprendizaje con sus estudiantes, a crear estructuras claras que los llevaran hasta los límites de su desarrollo y comprensión, a ampliar todavía más esos límites. También se dedicaban a «pastorear» a sus estudiantes, una metáfora que combina la atención, el control y la organización de grandes grupos de niños pequeños y a menudo vulnerables, mientras son guiados a través de su aprendizaje y desarrollo. Otras formas más recientes de enseñanza centrada en el alumno resultan, en todo caso, más estructuradas. El aprendizaje cooperativo, por ejemplo, aplica estrategias para hacer responsables tanto a los individuos como a los grupos de su rendimiento, y de crear tipos de interdependencia positiva entre los estudiantes (Johnson y Johnson, 1990). Las estrategias de enseñanza en la escuela secundaria se hallan tan fácilmente estereotipadas como aquéllas utilizadas por los docentes con los más pequeños. Barbara Tye (1985), basándose en una encuesta realizada a gran escala en las aulas de la escuela secundaria estadounidense, llegó a la conclusión de que «todas las aulas de escuela secundaria son desalentadoramente similares», con pautas idénticas de presentación frontal, preguntas cerradas y trabajos de mesa, a pesar de lo cual, tanto dentro como alrededor de esta uniformidad general, se observan algunas variaciones importantes. Algunas de esas variaciones se hallan relacionadas con la asignatura, un tema en el que nos detendremos en los capítulos referentes 42

al currículum. Por ejemplo, Barnes y Shemilt (1974), en Inglaterra, realizaron una encuesta entre profesores de enseñanza secundaria en la que se reveló que sus orientaciones con respecto al estilo de enseñanza y otras cuestiones variaban según la asignatura, a lo largo de un continuum, desde un enfoque de «transmisión» o de cariz relativamente tradicional, a otro de «interpretación», basado en el proceso y cuyo foco de atención se situaba en el estudiante. En el extremo de esa transmisión del continuum se encontraban las matemáticas, el francés y las llamadas ciencias «duras»: la física y la química. Agrupadas en el extremo de la «interpretación» se hallaban asignaturas como el inglés, mientras las ciencias sociales: la historia y la geografía ocupaban algún lugar intermedio. El informe de Ball (1980) sobre las actitudes de los profesores con respecto a la enseñanza en grupos heterogéneos indicaba que los miembros del departamento de francés empleaban enfoques predominantemente didácticos, centrados en el profesor, pero no sucedía lo mismo con los profesores de matemáticas e inglés. En otras zonas también se han registrado diferencias en el enfoque pedagógico entre los departamentos de Inglés y Matemáticas (Siskin, 1994; Stodolsky, 1988; McLaughlin y Talbert, 1993) y entre asignaturas académicas y profesionales (Little, 1993). Nuestro propio estudio basado en la respuesta del profesorado de ocho escuelas secundarias a un inminente mandato para dejar de agrupar al alumnado por capacidades (o deshomogeneizar) el grado 9, puso de relieve que los docentes de asignaturas más prácticas, de categoría inferior, como educación técnica y estudios sobre la familia, se contaban entre los más flexibles en sus estrategias de enseñanza, en especial con grupos extremadamente heterogéneos (Hargreaves et al., 1992). Los distintos enfoques pedagógicos revelados por los datos acumulados son complejos, tanto en las escuelas elementales como en las secundarias. Las desigualdades en lo concerniente a estilo de enseñanza observadas entre la escuela elemental y secundaria son menos espectaculares de lo que se había creído. Así pues, si la pedagogía no es el factor clave diferenciador entre las culturas de la escolarización elemental y secundaria, ¿qué es entonces lo que las distingue? ¿Cuál es la diferencia fundamental para los estudiantes que efectúan la transición entre lo que abandonan y aquello de lo que entran a formar parte? Hallaremos algunas pistas echando un 43

vistazo a las culturas de la escuela elemental y secundaria, respectivamente. El concepto de cultura escolar ha sido definido de muchas formas y es todavía muy criticado entre los autores que escriben sobre el tema. Corbett et al. (1987) definen la cultura como un conjunto compartido de normas, valores y creencias. En su análisis de la cultura de dos escuelas secundarias diferentes y de su impacto sobre las interpretaciones del profesorado sobre la selección, Page (1987) argumenta que aunque las creencias, valores y suposiciones son a menudo tácitos y se consideran evidentes en sí mismas por parte de los miembros de una cultura determinada, «aportan un poderoso fundamento para comprender el funcionamiento de sus miembros y su organización» (pág. 82). Wilson (1971) amplía la definición de cultura y habla de conocimiento socialmente compartido y transmitido de lo que es y lo que debería ser, simbolizado en actos y artefactos. Tales caracterizaciones de la cultura son especialmente comunes en tratados sobre culturas corporativas y, más en general, organizativas (Deal y Kennedy, 1982;Ouchi, 1980; Schein, 1984; Wilkins y Ouchi, 1983), así como en estudios que aplican estas estructuras más generales a la educación (Davis, 1989; Deal y Peterson, 1990). Su propósito se cifra a menudo en aprender cómo crear unas culturas organizativas sólidas que conduzcan a una mayor efectividad. En una crítica de dicho estudio, Bates (1987) argumenta que, al buscar las condiciones y procesos que conducen a la existencia de culturas sólidas, los investigadores sitúan el interés del precepto por encima de la necesidad de comprensión. Es más, afirma que culturas aparentemente comunes (incluso las más fuertes), no se limitan a surgir del grupo, o a representar de modo natural sus intereses colectivos. La cultura dominante de una organización es producto más bien de la manipulación ejercida por la dirección (véase también Jeffcutt, 1993). Apoya y promueve los intereses primordiales de aquellos que más pueden beneficiarse de la organización, y elimina o seduce a otros con intereses diferentes y puntos de vista alternativos para que sucumban a la pauta dominante. La cultura, pues, no brota de modo natural, sino que constituye un proceso activo de creación y debe imponerse a enfoques y valores de signo contrario relativos a aquello que debe hacer la gente que forma parte de la organización. Según expresa Cooper (1987) en el título de su análisis 44

de la cultura del lugar de trabajo en las escuelas: «Y en cualquier caso, ¿de quién es la cultura en realidad?». Algunos autores prefieren el término ethos al de cultura (Rutter et al., 1979; D. Hargreaves, 1995). La idea de un ethos compartido o común está más generalizada, pero resulta también más difícil de definir que la de cultura. La definición que da el diccionario de la palabra ethos es la siguiente: «espíritu característico de una comunidad o era». Es una especie de zeitgeist, o espíritu de los tiempos, más vagamente sentido que específicamente identificado. Aunque espiritualmente atractiva para algunos, la noción de ethos tiende, sin embargo, a eludir la acción y la intervención. ¿Cómo puede crearse algo tan intangible como un «espíritu»? Cultura, en cambio, puede admitir con más facilidad la posibilidad de crear, negociar, imponer o subvertir valores, creencias y otros aspectos similares. Pueden haber culturas mayoritarias y minoritarias; culturas dominantes y subculturas dentro de ellas. Ethos, sin embargo, soslaya estos temas al apelar a un espíritu singular que brilla a través de todos nosotros. Un aspecto de las culturas, sobre el que ha hecho hincapié Sarason (1971), es el hecho de que las normas culturales poseen lo que él denomina características sagradas y profanas. Esas normas que definen el propósito profesional y que son fundamentales para los sistemas de creencias del profesorado (como por ejemplo su especialización en la asignatura), se consideran «sagradas» y, en general, no son sometidas a transformaciones. Por el contrario, las normas «profanas» (como por ejemplo una disciplina estudiantil) son definidas como la forma particular de actuar en la organización, y se las considera susceptibles de cambios. Andy Hargreaves (1992 y 1993) añade otra dimensión al concepto de cultura de la escuela. Señala que la cultura tiene contenido y forma. El contenido de una cultura se compone de aquello que piensan, dicen y hacen sus miembros. La forma consiste en las pautas de relación entre los miembros que comparten dicha cultura, que pueden adoptar, por ejemplo, la forma de aislamiento, de grupos o facciones en competencia, o de adscripción más amplia a una comunidad. Aquí interpretamos la cultura como el contenido de conjuntos compartidos de normas, valores y creencias de los miembros de una organización, y la forma que adoptan las pautas de relación entre 45

esos miembros. Abordaremos tanto el contenido como la forma de la cultura escolar, centrándonos especialmente en la escuela secundaria, y en sus cualidades «sagradas» y «profanas». Podemos hablar de la cultura de determinadas escuelas (Page, 1987), e incluso dentro de los departamentos de una escuela (Johnson, 1990; McLaughlin y Talbert, 1993). También pueden caracterizar formas completas de escolarización, tales como la escuela profesional, la privada o las escuelas superiores junior. Queremos explorar, en particular, las culturas de la escolarización elemental y secundaria.

Cultura de la escuela elemental La cultura de la escuela elemental se asienta sobre dos principios centrales e interconectados, el primero ampliamente reconocido, no así el segundo. Nos referimos a los principios de atención y control. Un estudio realizado en Quebec, Canadá, analizó las diferencias clave entre las culturas de la escuela elemental y las de la secundaria, tal y como fueron experimentadas por un grupo de estudiantes en transición entre las dos culturas. Se utilizó la observación participante para reunir información relativa a setenta y seis estudiantes del grado 6 (escuela elemental), y setenta y ocho estudiantes que posteriormente ingresaron en el grado 7 en escuelas superiores católicas inglesas. Ahola-Sidaway (1988) llegó a la conclusión de que las escuelas elementales son como familias, mientras que las escuelas secundarias guardan más parecido con un contrato formal. Los estudiantes de escuelas elementales viven en la barriada donde está la escuela, mantienen fuertes conexiones con la comunidad escolar, son instalados en aulas específicas, ocupan un pupitre designado y mantienen estrechos lazos con el profesorado, los compañeros de clase y el director. Los estudiantes de secundaria, por su parte, van a una escuela situada fuera de su comunidad, ocupan un edificio grande y complejo, no tienen un aula, pupitre o profesor concretos, son controlados por timbres, formularios y procedimientos, y sólo disponen de una taquilla como territorio personal. Sus conexiones no se basan en las relaciones que establecen con el profesorado o los compañeros de clase, sino que entran a formar parte de una pandilla a la que les une intereses comunes. 46

El hogar, la familia y la comunidad son los símbolos de la atención al alumno que caracteriza a la cultura de las escuelas elementales. La importancia que supone la atención para el profesorado de las escuelas elementales y sus estudiantes también se puso de manifiesto en otro estudio que llegó a la conclusión de que el control del estudiante en las escuelas elementales es más humanista que en las escuelas secundarias, donde cumple más una labor de vigilancia (Smedley y Willower, 1981). En un estudio-cuestionario sobre las características del nivel de entrada de 174 docentes de escuelas elementales y 178 de secundaria, Book y Freeman (1986) descubrieron que los candidatos a la escuela elemental tenían más experiencia laboral con niños en edad escolar y que esgrimían con más frecuencia razones en las que el sujeto principal era el niño para pasar a formar parte de la enseñanza, en comparación a sus homónimos de secundaria, cuyo enfoque se centraba más en la asignatura. En un estudio llevado a cabo en cincuenta escuelas de primaria en Londres, Inglaterra (uno de los estudios más sistemáticos que se han realizado sobre efectividad escolar), Mortimore y sus colaboradores (1988) identificaron el clima escolar positivo como uno de los doce factores clave asociados a resultados escolares positivos. Este clima «positivo» sería en estos casos sinónimo de «agradable», con un elevado énfasis en la alabanza y la recompensa. La gestión del aula era firme, pero equitativa. El disfrute, la felicidad y la atención eran también características básicas de estos climas positivos. Mortimore et al. (1988) afirmaron que: Se obtuvieron resultados positivos allí donde los profesores disfrutaban de forma evidente de la enseñanza en sus clases, valoraban el factor de la diversión y comunicaban su entusiasmo a los niños. El progreso también se veía fomentado por el interés hacia los niños como individuos, y no sólo como educandos. Quienes dedicaban más tiempo a la charla no académica y mantenían pequeñas conversaciones, aumentaban el progreso y el desarrollo de los alumnos. Fuera del aula, entre las muestras de un clima positivo se incluían la organización de la hora del almuerzo y de los clubes a los que podía acudir el alumnado después de la escuela, la participación de éstos en las asambleas, el hecho de que el profesorado compartiera mesa con los estudiantes a la hora del almuerzo, la organización de viajes y visitas y la utilización del ambiente local como un recurso de aprendizaje. 47

La felicidad no lo era todo, naturalmente. También importaba el trabajo centrado e intelectualmente estimulante, junto a toda una serie de factores. Pero la presencia, persistencia y omnipresencia del cuidado en la escuela primaria aparecía claramente asociada con la efectividad de estas escuelas. Que la atención represente un aspecto fundamental de la cultura existente en las escuelas elementales es, en parte, producto de su tamaño y estructura. Johnson (1990) constata una sencilla diferencia entre las escuelas elemental y secundaria: «aunque el profesorado de escuelas elementales pueda llegar a trabajar con los mismos veinte estudiantes durante el día, al de escuela secundaria se le asignan rutinariamente 125 estudiantes en cinco clases rotatorias» (pág. 111). El componente del género en la enseñanza de la escuela elemental es otro factor determinante de su orientación hacia el cuidado. La educación elemental es principalmente tarea de mujeres, y la atención y la relación son características centrales en el trabajo y la vida de las mujeres (Noddings, 1992; Gilligan, 1982). Aunque varios investigadores han señalado que los profesores de escuelas elementales parecen prestar la misma atención y estar tan unidos a sus alumnos como las profesoras (Nias, 1989; Coulter y McNay, 1993), la gran presencia femenina en las escuelas elementales puede ser todavía significativa a la hora de configurar las cualidades de atención propias de esa cultura en relación al género (Acker, 1995). En un estudio canadiense, Andy Hargreaves (1994) descubrió que, para el profesorado de escuelas elementales, la atención representaba un principio esencial y positivo que a menudo se pasaba por alto. A menudo sustentaba su preferencia activa por un enfoque individualista de su trabajo y por dedicar la mayor parte de su tiempo a trabajar en el aula, con sus propios estudiantes. Para estos docentes la ética de la atención ocupaba un lugar tan primordial (Gilligan, 1982), que un cierto número de ellos expresaba serias reservas acerca de si deseaban realmente tiempo adicional de preparación, ya que ello les restaría tiempo para estar en clase con sus alumnos. Este sentimiento queda ejemplificado en las siguientes citas del estudio de Hargreaves (1994):

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Me pregunto si no estaría perdiéndome algo con los niños en caso de que me alejara de ellos mucho más tiempo. Aunque, por supuesto, ese tiempo adicional me vendría muy bien. Si aumentara la cantidad de tiempo adicional, llegaría un momento en el que echaríamos de menos a los niños. Eso fue lo que le dije el otro día (al director). Está muy bien disponer de todo ese tiempo, pero, entonces, ¿cuándo estaríamos con los niños?

Hargreaves argumenta que aunque resulta admirable el compromiso que estos docentes adquieren de prestar la debida atención a la clase, éste no se mantiene por sí solo. La atención no puede desligarse de otras dos condiciones a primera vista menos deseables: la propiedad y el control. El profesorado de aula confesó ser excesivamente posesivos con sus clases: «Se siente una muy maternal… porque ellos vienen a ser como tu familia y el aula, tu pequeña casa». Esto causó algunas dificultades en su relación con el profesorado dedicado a la educación especial, ya que podían surgir disputas acerca de quién era el «propietario» de los estudiantes. Los docentes protagonistas de este estudio también hablaban de la satisfacción que producía tener su propia clase, de tener el control. Según confesó una de las profesoras «buenas» según la definición de Johnson al tratar la cuestión de los estudiantes de magisterio en prácticas: Me encantan los estudiantes de magisterio porque son jóvenes, enérgicos, frescos, no tienen prejuicios…, pero mis clases pierden cuando no estoy con ellos. No quiero decir con ello que yo sea algo especial (pero) sé lo que hago, sé adónde voy. Resulta difícil expresarlo por escrito y pedirle a alguien que acuda y trabaje con la clase como lo haría yo misma, que abarque los mismos ámbitos y utilice el mismo material y de la misma forma. Soy muy suspicaz con respecto a eso. No me gusta compartirlo (Johnson, 1990, págs. 279-280).

Esta complicada interacción entre atención, control y propiedad en la actitud que mantiene el profesorado de las escuelas elementales puede tener implicaciones importantes para los estudiantes y su avance hacia la independencia a medida que se acercan a la adolescencia. La naturaleza del compromiso adquirido por los docentes puede explicar por qué muchos estudios sobre educación primaria y elemental han puesto de manifiesto que las imágenes de indepen49

dencia e iniciativa del estudiante son en cierto modo ilusorias, ya que los docentes hacen gala de una mayor prudencia a la hora de determinar cuándo se estudian las cosas de la que emplean para establecer cómo y qué cosas se estudian (Pollard, 1985; Berlak y Berlak, 1981; Hargreaves, 1977). Cuando se entablan discursiones sobre la transición a la escuela secundaria es habitual que a ésta se le adscriba el papel de mala. Los ejemplos revisados indican ciertamente que entre el profesorado de primaria es más importante la atención al alumno que entre los profesores de secundaria. Pero eso no tiene por qué ser necesariamente una buena noticia. Para muchos docentes de escuelas elementales, la conjunción entre atención, propiedad y control puede representar para los estudiantes una seria dificultad en el momento de desarrollar la independencia, autonomía y seguridad necesarias para crecer sin la ayuda directa de aquellos que les han atendido la mayor parte del tiempo. Puede crear en ellos la sensación de que la transición a la escuela secundaria es más un salto terrorífico fuera del nido que una serie de pasos cada vez más atrevidos y exploratorios que alejan al joven de casa. Una de las mejores cosas que puede hacer el profesorado de escuelas elementales por sus alumnos es desarrollar en ellos, como buenos padres, fortaleza y seguridad para crecer y distanciarse de ellos. Esto puede significar el abandono parcial de los conceptos de propiedad y control, y de los sentimientos concomitantes del tipo éstos son «mis niños» en «mi clase». Algunos de los progresos que se están produciendo en la educación elemental y primaria ya avanzan eficazmente en esta dirección. En un momento en que el conocimiento se hace cada día más complejo y diferenciado y ya no puede ser afrontado por un solo docente generalista, las voces que se elevan en defensa de una mayor especialización en las asignaturas impartidas en la enseñanza elemental, constituyen una parte importante del programa internacional destinado a mejorar la calidad de la enseñanza en las escuelas elementales (Hargreaves, 1989; Departament of Education and Science, 1983; Campbell, 1985). Eso supone proporcionar a los estudiantes de primaria un amplio abanico de posibilidades de contacto con profesores más especializados, sobre todo en asignaturas como la música y el arte, pero que conduce también a una mayor coordinación e intercambio de información entre el profesorado, tanto dentro como fue50

ra del aula. Por ejemplo, muchos sistemas escolares funcionan con profesorado especializado que trabaja en un régimen de cooperación y colaboración con los docentes de aula, para proporcionar currículos apropiados y flexibles que se adapten a las necesidades específicas de algunos alumnos o grupos de alumnos. En algunas escuelas, los profesores de aula mantienen una estrecha colaboración también con los encargados de la biblioteca, lo cual permite el acceso de los niños a la fuente más amplia de habilidades y conocimientos que aporta la biblioteca de la escuela. Estas actividades compartidas han empezado a quebrar el sentido exclusivista de propiedad mantenido por muchos docentes de escuelas elementales con respecto a sus clases. Si se puede preservar el principio de la atención al mismo tiempo que se introducen estos cambios, y el profesorado puede trabajar cooperando entre sí para satisfacer la necesidad de proporcionar una atención adecuada, entonces los estudiantes encontrarán una base más sana para el desarrollo de su independencia, como preparación para la escuela secundaria, especialmente en los años superiores de la escuela elemental. La responsabilidad de llenar el hueco existente entre las dos culturas de escolarización atañe tanto al profesorado de la escuela elemental como al de la escuela secundaria.

Cultura de la escuela secundaria Cuando los estudiantes pasan a la escuela secundaria, o a la escuela media o superior, ¿en qué tipo de cultura entran y hasta qué punto es ésta diferente a la que acaban de abandonar? Aparte de los factores más evidentes, como serían el tamaño y la complejidad, la investigación y otros informes sobre las escuelas secundarias señalan en particular hacia tres factores dominantes e interrelacionados de su cultura: la orientación académica, la polarización del estudiante y el individualismo fragmentado.

Orientación académica Debido a su naturaleza compleja, la comprensión de la cultura imperante en la escuela secundaria no es tarea fácil. Pink (1988) describe el carácter de la cultura de la escuela secundaria al presentarla como 51

una organización compleja que genera sus propias normas y ethos operativo. Afirma que los programas conflictivos no sólo provocan divisiones en la escuela, sino que también arrojan una sombra de duda sobre las posibilidades de alcanzar un consenso sobre los objetivos. Pink observa que la cultura de la escuela superior se caracteriza por la departamentalización y el aislamiento (véase también Johnson, 1990; Siskin y Little, 1995). Esta complejidad dificulta la transición al nivel secundario (Rossman et al., 1985). Uno de los grandes obstáculos que se cruzan en el camino del paso a la escuela secundaria es la orientación académica del profesorado (Boyd y Crowson, 1982). Algo que se halla estrechamente relacionado con la orientación del profesorado hacia la asignatura y su contenido, y tiene profundas implicaciones en su enfoque pedagógico, sus actitudes acerca de la transición y su predisposición a adoptar un currículum integrado. Abordaremos este tema con mayor detalle en nuestro análisis posterior del currículum. Aquí queremos dejar constancia de dos consecuencias concretas para la cultura más amplia de la escuela secundaria, en lo referente a normas y valores de los estudiantes y de sus relaciones sociales en la escuela. Las consecuencias son la polarización de los estudiantes a través del agrupamiento por capacidades, y su aislamiento causado por la negligencia con la que se afrontan sus necesidades personales y de desarrollo social.

Polarización del estudiante La orientación predominantemente académica de las escuelas secundarias beneficia a una definición bastante limitada de lo que serían logro y éxito. Tal como veremos más tarde, hay otras muchos tipos de logro, además de los académicos, a los que las escuelas secundarias conceden un valor mucho menor. Dar por válida una visión estrecha de lo que constituye el logro académico provoca, por definición, altos índices de fracaso (ILEA, 1984; Hargreaves, 1989). Las escuelas secundarias en la mayoría de países todavía conceden mayor valor a los alumnos académicamente brillantes (Lawton et al., 1988). El predominio y la preeminencia del logro académico persiste, a pesar de contar con numerosos indicios de que las necesidades futuras de la sociedad van mucho más allá del estrecho contenido 52

académico (Snyder y Edwards, en prensa) y obviando la opinión, cada día más generalizada, de que la inteligencia es algo mucho más complejo y multidimensional de lo que se había creído en otro tiempo. En Estados Unidos, y sólo durante la pasada década, ha habido por lo menos siete comisiones nacionales de gran prestigio que han publicado sombríos informes perfilando el fracaso de las escuelas secundarias en su intento por satisfacer las necesidades de todos sus estudiantes (Brown, 1984). Goodlad (1984), en un estudio que se llevó a cabo durante ocho años sobre el estado en el que se encontraba el sistema de educación pública en Estados Unidos, lo describió como «cercano al colapso». Las escuelas se hacen cada vez más estratificadas al exigírseles que formen a los estudiantes de acuerdo con sus habilidades mentales y sus habilidades específicas (Cremin, 1961). A la mayoría de ellos se les forma para satisfacer las exigencias de un ávido mercado, mientras que sólo unos pocos van a la universidad o a escuelas universitarias (Greene, 1985). Adler (1982) se lamentaba por la pervivencia de una sociedad clasista en las escuelas, y por la forma en que éstas hacen avanzar a los estudiantes en una dirección en la que impera la desigualdad. Ese sentimiento también se ve reflejado en Goodlad y Oakes (1988), quienes señalan el lamentable registro alcanzado por las escuelas a la hora de promover la consecución de sus objetivos, el logro, entre los niños de origen negro o hispano o de clase social pobre. Continúan alegando que el logro obtenido por aquellos estudiantes que ha recibido una peor educación por parte de la escuela será cada vez más importante y que las actuales políticas de selección no hacen sino restringir el acceso de los estudiantes al conocimiento. Si, como argumentaremos más adelante, el propósito adecuado en la educación de los adolescentes es el de proporcionar una educación amplia y equilibrada a todos los estudiantes y estimular y reconocer una amplia gama de logros, entonces una política uniforme de agrupamiento por capacidades o de selección resultaría inconsistente para tales objetivos. Es incoherente afirmar que formas de logro diferentes tienen la misma importancia para luego agrupar a los estudiantes de acuerdo únicamente a una o dos de esas formas. La existencia de vías de selección separadas y aisladas constituye un ejemplo de tal incoherencia que se inscribe en el contexto de un compromiso con objetivos educativos más amplios. 53

Se supone que la asignación de los estudiantes a itinerarios o grupos debería basarse justamente en el mérito y la habilidad. En la práctica, sin embargo, se trata de un proceso complejo y subjetivo, ya que los asesores y profesores utilizan las puntuaciones alcanzadas en las pruebas, además de criterios sujetos al comportamiento y la actitud, para asignar los estudiantes a los distintos grupos (Cicourel y Kitsuse, 1963; Oakes, 1992; Troman, 1989). Ésta podría ser una de las razones por las que los estudiantes de clase pobre y los pertenecientes a minorías étnicas aparecen desproporcionadamente representados en los grupos con menores capacidades (Hout y Garnier, 1979). Una vez analizados todos los aspectos, podemos concluir que los factores de asignación de estudiantes son difíciles de clasificar, y que su «justicia» es cuestionable (Oakes, 1992). Un argumento recurrente a favor de la clasificación es que, cuando se juntan con alumnos similares a ellos, los estudiantes se sienten más positivos con respecto a sí mismos y consiguen mayores logros. Las conclusiones que se derivan de la investigación, sin embargo, no confirman esta teoría. Colocar a los estudiantes en grupos con capacidades medias y bajas parece disminuir su autoestima, y no elevarla (Esposito, 1973). Los estudiantes situados en grupos con capacidades elevadas se muestran más entusiasmados, y los estudiantes de grupos con menor nivel, más alienados (Oakes, Gamoran y Page, 1991). Los estudiantes en grupos de capacidades más elevadas tienen una mayor seguridad en sí mismos, no sólo con respecto a su competencia académica, sino también en general (Oakes, 1985). Una explicación podría ser que la baja autoestima y el menor nivel de los estudiantes quizá no se deba al hecho de que se les sitúe en un determinado nivel, sino a factores inherentes a los propios estudiantes. No obstante, algunos estudios indican que las bajas aspiraciones entre estudiantes de menor capacidad se mantienen incluso cuando los factores relativos a su ambiente familiar se han mantenido constantes (Alexander, Cook y McDill, 1978). Los estudiantes de niveles más bajos reciben una enseñanza más deficiente por parte de profesores, a su vez menos cualificados (Murphy y Hallinger, 1989; Oakes, 1992). Las asignaciones mediante capacidades provocan diferencias en el ritmo de progreso. Las diferencias resultantes en cuanto a cobertura se traducen en un retraso todavía más agudizado entre los estudiantes de los niveles 54

más bajos. Estas diferencias tienden a estabilizar la situación en los diversos niveles porque se han pasado por alto los prerrequisitos para pasar de un nivel a otro (Oakes, 1992). Aunque existen sólidos argumentos pedagógicos según los cuales los agrupamientos por capacidades deberían promover la movilidad entre los grupos, lo cierto es que la investigación indica que una vez los estudiantes han sido agrupados en un nivel, esa movilidad brilla por su ausencia (Murphy y Hallinger, 1989). Lawton et al. (1988) descubrieron que se ponía un mayor énfasis en la disciplina y el control en los programas de los niveles bajos, en comparación a los programas de los niveles altos, en los cuales se acentuaba la calidad de la enseñanza. Tradicionalmente, en las clases de nivel bajo tampoco se hace especial hincapié en los objetivos curriculares, como por ejemplo interés por la asignatura, conceptos y principios básicos y resolución de problemas, a pesar de que estos objetivos se consideran cada vez más esenciales para todos los estudiantes (Oakes, 1992). En general, los estudiantes de nivel más bajo forman subculturas que no son tan valoradas. El buen estudiante es aquel que adquiere habilidades académicas y sociales beneficiosas para él, además de tener una disposición positiva y de cooperación (Lawton et al., 1988). Los estudiantes que no satisfacen estos criterios son propensos a ser excluidos de la imagen de la escuela. En general, los estudiantes de niveles más bajos dedican menos tiempo al aprendizaje, se les enseña habilidades de dificultad inferior, y se benefician de una gama más reducida de materiales de enseñanza (Trimble y Sinclair, 1987; Murphy y Hallinger, 1989;Oakes, 1985). En resumen, no se les da tantas oportunidades de aprender (Oakes, 1992). Experiencias como éstas ayudan a crear lo que David Hargreaves (1982) llama una «pérdida de dignidad» que el sistema de escuela secundaria inflinge de un modo no intencionado a sus estudiantes. No resulta sorprendente entonces que los estudiantes de los grupos inferiores estén menos conectados con su escuela que aquéllos adscritos a los grupos superiores (Goodlad, 1984; Oakes, 1985;Murphy y Hallinger, 1989). En muchos casos, los estudiantes del nivel más bajo pueden ir más lejos y protestar ante su pérdida de dignidad formando contraculturas de oposición (invirtiendo los valores de la escuela y convirtiendo en propios esos valores opuestos) para proporcionar posición e identidad a su grupo de nivel bajo (Willis, 1977). 55

En un estudio sobre los chicos de la escuela secundaria, David Hargreaves (1967) descubrió que estos valores opuestos incluían pelear, jurar, vestir de cualquier modo, la promiscuidad sexual y actitudes antiescolares en general. Las presiones que recibe el alumno para adaptarse a las normas imperantes en la cultura de sus iguales son fuertes. En las escuelas superiores, si los estudiantes no se integran, se arriesgan a ser considerados unos «perdedores» (Lawton et al., 1988). Es habitual pensar que las actitudes, comportamiento y hábitos de trabajo de los grupos de niveles bajos constituyen un reflejo, no de la clasificación, sino del trasfondo social, el hogar y el ambiente de la comunidad a la que pertenecen estos estudiantes. Uno de los desafíos más interesantes a los que debe enfrentarse esta argumentación es el estudio, considerado ya un clásico, de Lacey (1970) sobre una escuela elemental inglesa. Lo interesante del estudio de Lacey es que se centró en estudiantes seleccionados para la escuela secundaria (una selección de carácter académico que abarcaba entre el 10 y el 20 por ciento de los alumnos más sobresalientes) que, al ingresar en ella, se veían a sí mismos como los «mejores alumnos» en sus escuelas primarias anteriores. Los estudiantes fueron clasificados poco después de su entrada, a la edad de 11 años, y, al principio, eso produjo una amplia gama de manifestaciones de ansiedad individual entre numerosos estudiantes situados en el nivel inferior, que trataron de acomodarse a la nueva clasificación a la que les había sometido la selección. Aproximadamente al cabo de un año, estas respuestas individuales empezaron a configurar una cultura compartida y protectora (una especie de «grupo de apoyo»), con fuertes elementos antiescolares que rechazaban los valores académicos, otorgaban una elevada posición al mal comportamiento, etcétera. La explicación de Lacey fue que, una vez la escuela diferencia a los estudiantes en grupos separados mediante la aplicación de algún criterio de valoración, eso conduce a la polarización entre los grupos, en la que los de mayor éxito adoptan los valores oficiales de la escuela, y los de menos éxito los invierten. La clasificación es por tanto un sistema de diferenciación que crea la polarización de los estudiantes y conduce, en los niveles inferiores, a una mayor incidencia del absentismo, la delincuencia y el abandono. La contribución de la selección a esta polarización ha sido rebatida en otros estudios 56

(Hargreaves, 1967; Ball, 1980). De hecho, Hammersley (1985) afirma que la investigación sobre la diferenciación y la polarización es uno de los ejemplos más poderosos de conocimiento acumulativo de la investigación en la educación. La selección o clasificación es producto de la orientación abrumadoramente académica que caracteriza la cultura de las escuelas secundarias. Esta cultura valora el logro académico por encima de todos los demás y clasifica a los estudiantes en relación al mismo. Los estudiantes que no sintonizan con este sistema de valores tan particular, responden a la diferenciación mediante la polarización respecto a los valores de la escuela y los estudiantes mejor considerados que se identifican con ellos. Se forman entonces contraculturas, se crean pandillas y la escuela se divide en subgrupos de estudiantes muy distintos y a menudo enfrentados entre sí. En la escuela secundaria no existe una cultura única, sino muchas, y ello socava la capacidad de la escuela para lograr que los estudiantes aprendan y trabajen juntos como en una comunidad. Durante los últimos años, los políticos y los líderes de opinión de muchos países, movidos por la preocupación que generan los temas relacionados con la efectividad y la igualdad en las escuelas, han respondido a estas situaciones con recomendaciones para abolir la clasificación (TFYEA, 1989; Radwanski, 1987). Estas declaraciones políticas ofrecen la posibilidad de paliar la polarización entre grupos estudiantiles que caracteriza a muchas de las escuelas secundarias donde existe la selección, y de concebir las escuelas secundarias como comunidades más cohesionadas, tanto en lo que respecta al personal docente, como a los propios estudiantes. Por desgracia, esta eliminación de la selección prescrita desde las esferas políticas no asegura la resolución de estos problemas, se limita a ofrecer una oportunidad. Más adelante exploraremos algunos de los desafíos organizativos y pedagógicos de enseñar en clases heterogéneas. De forma más generalizada, y basándonos en los estudios existentes, queremos advertir a los lectores de los peligros de sustituir una cultura problemática de escuela secundaria (clasificada y polarizada) por otra que pueda resultar igualmente problemática (fragmentada e individualizada).

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El individualismo fragmentado Aunque buena parte de la investigación educativa se muestra crítica acerca de muchas de las consecuencias de la clasificación, hemos de reconocer que, en términos de logro académico, los descubrimientos de la investigación sobre los respectivos méritos de los sistemas clasificatorios y no clasificatorios no son en modo alguno concluyentes (Reid et al., 1981; Brophy y Good, 1974; Findley y Bryan, 1975; Kulik y Kulik, 1982 y 1987). Bien pensado, no debemos extrañarnos, como indica un importante estudio de Ball (1980). Aunque es habitual que escuelas y profesores se muestren de acuerdo con el principio del agrupamiento heterogéneo, ya no es tan común cuando se trata de la enseñanza a grupos heterogéneos, es decir, acerca del modo en que deberían impartirse las clases. Esto explica dos importantes conclusiones a las que se ha llegado en comparaciones efectuadas entre clases heterogéneas y homogéneas. Primero, en una comparación de grupos clasificados y no clasificados en escuelas primarias se vio que el logro estudiantil estaba más estrechamente relacionado con la actitud del profesor con respecto a la selección, que con la existencia de la propia selección. En las clases heterogéneas, los profesores a menudo seguían enseñando como si todavía fueran clasificadas (Barker-Lunn, 1970). Segundo, según descubrió Ball (1980), al evitar el análisis sobre el método de enseñanza a adoptar en las clases ahora heterogéneas, los profesores continuaron haciendo uso de los mismos métodos de enseñanza utilizados habitualmente en sus asignaturas. Estos descubrimientos nos recuerdan que el tema central de la desclasificación no es tanto el modo de agrupar a los estudiantes, sino el de enseñarles. Los agrupamientos heterogéneos crean una posibilidad. Pero eso, por sí solo, no soluciona ningún problema. La investigación de Ball nos alerta acerca del peligro que puede suponer la desclasificación si la escuela no afronta directamente, y de manera conjunta, los métodos de enseñanza adecuados y las condiciones necesarias para que éstos se den. Si los métodos de enseñanza se dejan al criterio del profesor, o incluso de los departamentos, muchos profesores pueden tratar el tema como un «problema» de agrupamiento heterogéneo y resolverlo mediante hojas de trabajo a 58

través de las cuales los estudiantes progresan a su ritmo, según sus propias capacidades. Eso podría solucionar algunos problemas relativos a la gestión del aula, pero también contribuir al aislamiento de los estudiantes, separados de sus profesores y segregados de sus compañeros, mientras trabajan en su pequeño espacio particular, ayudados de sus hojas. En todo caso, la creciente disponibilidad de la enseñanza asistida por ordenador no hace sino exacerbar estas tendencias hacia la individualización, aislando a los estudiantes delante de monitores individuales, mientras progresan a través de un aprendizaje que se apoya en la resolución de ejercicios de habilidades básicas que realizan a su propio ritmo (Goodson y Mangan, 1994; Stoll, 1995). La individualización, claro está, no tiene por qué ser una consecuencia de la enseñanza asistida por ordenador. El estudio de Kutnick y Marshall sobre grupos experimentales y de control que se dedican a la enseñanza asistida por ordenador demuestra que los estudiantes no colaboran de forma espontánea o efectiva en grupos compuestos por más de dos miembros. Necesitan una formación individualizada en técnicas de cooperación para que la colaboración en grupo, de producirse, sea efectiva, con ordenadores o sin ellos. De esta forma, las escuelas secundarias pueden verse afectadas por una cultura basada en el individualismo. Hargreaves (1982) describe cómo las escuelas secundarias se hallan profundamente imbuidas de esa cultura del individualismo. Son lugares donde el profesorado es dueño de sus las aulas y los estudiantes se mueven por la escuela como pasajeros frenéticos en un aeropuerto atestado de gente. Denomina a este fenómeno «la pérdida del territorio corporativo». La ausencia de una sensación de hogar o de responsabilidad colectiva, les lleva a sustituirlas por una débil sensación de orgullo institucional (véase también Rutter et al., 1979). Hargreaves (1982) describe la escolarización secundaria como una «experiencia curiosamente fragmentada» para los estudiantes, compuesta por sonidos de timbres que suenan cada cuarenta minutos para señalar un cambio de guardia. El aislamiento sigue siendo la constante entre los estudiantes de escuela secundaria (Firestone y Rosenblum, 1987). Y ese mundo en el que se hallan aislados puede ser grande, complejo e intimidatorio. La experiencia resulta particularmente perturbadora para los estudiantes preadolescentes cuyas necesida59

des de atención, seguridad y adscripción al grupo son, como hemos visto, cruciales en esta fase de su desarrollo. La imagen de sí mismos es importante en el desarrollo personal de los adolescentes. La adolescencia es una época para establecer y poner a prueba percepciones de uno mismo como un individuo digno de consideración (Carter, 1984; Seltzer, 1982). La interacción de profesores y alumnos con el adolescente como individuo constituye un elemento esencial en la formación de la autopercepción. Sin embargo, Karp (1988) observó que quienes abandonaban los estudios en Ontario, Canadá, carecían de autoestima y se sentían frustrados por un sistema escolar que, en su opinión, se preocupaba muy poco de ellos. La presencia de profesores más atentos, y la existencia de cursos más interesantes se designaron como dos de los ingredientes clave que habrían podido mantenerlos en la escuela (véase también Wehlege y Rutter, 1986; Fine, 1986). La cultura del individualismo es una preocupación constante en la experiencia que los estudiantes tienen de la escuela, la satisfacción sentida en la misma y su voluntad de permanecer en ella. También representa una preocupación a largo plazo relativa al tipo de adultos en que se convertirán estos estudiantes aislados e individualistas. ¿Constituirán una futura «generación-yo», compuesta por personas individualistas, materialistas, hedonistas y egoístas? Un gran estudio realizado por la Universidad de California concluyó que los estudiantes universitarios de primer año son más materialistas y menos altruistas de lo que solían ser (Association of Universities and Colleges of Canada, 1982). Aunque la bibliografía sobre el tema sugiere que el certificado de graduación de la escuela superior estadounidense ya no se percibe como garantía de éxito material, el trabajo a tiempo completo o parcial es visto como una forma de cumplir objetivos materiales. Etzioni (1982) afirma que la búsqueda materialista guarda relación con una «mentalidad centrada en el ego», enraizada en el tradicional individualismo estadounidense». La cultura actual de la escolarización secundaria puede reforzar en muchos aspectos el individualismo de una cultura más amplia, inculcando en los estudiantes, de modo no intencionado, esos mismos valores que los conducirán a la búsqueda temprana de un puesto de trabajo, en lugar de aquellos otros que asegurarán su vinculación con la escuela y la comunidad de la enseñanza que ésta representa. 60

La «generación-yo» se aplica por igual a docentes, estudiantes y familias. La búsqueda de la autorealización se ha visto sumida en muchos aspectos en un mar de invididualismo y aislamiento. El profesorado se aísla de sus estudiantes y del público tras una máscara de especialización y pericia profesional (Hargreaves y Goodson, 1996). Muchos estudiantes de secundaria sufren la desigualdad en un sistema claramente decantado por la valoración en función del mérito y que favorece a los estudiantes académicamente brillantes. Experimentan esta soledad en la cultura del individualismo, o dentro del refugio que representa una contracultura estudiantil, y echan en falta más atención, despertar preocupación o un sentimiento de comunidad (Sergiovanni, 1994). Con su dignidad dañada y su vinculación rota, no es extraño que estos estudiantes opten por las salidas más inmediatas que les ofrece el mercado laboral. Así, la cultura de la escuela secundaria se ha convertido más en un enigma que en una sociedad adolescente. Es compleja, impredecible y se ha desviado hacia un conjunto muy particular de valores académicos. No es que el profesorado de secundaria no se preocupe por sus estudiantes, sino que las estructuras existentes y las culturas sagradas de la escolarización secundaria, profundamente enraizadas en una orientación académica tradicional, les impide desarrollar o mostrar esa atención y preocupación. La mayoría del profesorado de secundaria ve a demasiados estudiantes, con muy poca frecuencia y durante muy poco tiempo (Johnson, 1990; Sizer, 1992). Se trata de un sistema más interesado en abarcar la asignatura que en proporcionar la adecuada atención al alumnado. En último término será en el currículum y en la enseñanza donde se encuentren las soluciones a estos problemas fundamentales, a estos fracasos en la tarea de satisfacer las necesidades personales, sociales y de desarrollo de la adolescencia; esas soluciones se encontrarán en lo que enseñan las escuelas secundarias y en cómo lo enseñan. Además, las escuelas secundarias también pueden adoptar otras medidas para procurar mejor atención, más apoyo adulto y un mayor sentido de pertenencia y responsabilidad a sus estudiantes. En capítulos posteriores analizaremos estas medidas en detalle.

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Transición y continuidad Está claro que la transición de la escuela primaria a la secundaria supone efectuar una transición entre culturas de escolarización diferentes. En esta transición hay continuidades y discontinuidades, algunas de ellas planificadas y otras no (Derricott, 1985). En consecuencia, son teóricamente posibles cuatro aspectos de la transición entre las dos culturas (sintetizados en la figura). PLANIFICACIÓN

PRESENCIA/AUSENCIA DE CONTINUIDAD Continuidad

Discontinuidad

Planificada

Continuidad planificada

Discontinuidad planificada

No planificada

Continuidad no planificada

Discontinuidad no planificada

La discontinuidad no planificada es quizá el foco principal para la investigación y la bibliografía sobre el tema. Las diferencias entre la escuela elemental y la secundaria se describen aquí como demasiado acusadas. El tamaño del salto efectuado en la transición puede ser demasiado grande, lo que quizá explique por qué aparecen síntomas de ansiedad estudiantil a corto plazo después de ser realizada (Nisbet y Entwistle, 1966; Youngman y Lunzer, 1977; Galton y Delamont, 1980). Buena parte de la crítica relativa al cambio y a la transición ha apuntado hacia las escuelas secundarias. Se ha criticado su currículum, su cultura y orientación por estar abiertamente dirigidos hacia las necesidades académicas de sus estudiantes más antiguos, futuros universitarios, creando un currículum demasiado fragmentado y poco interesante y estimulante para los estudiantes más jóvenes y menos capaces (Hargreaves, 1982; Goodlad, 1984). Se ha hecho responsable al tamaño y a la complejidad burocrática de las escuelas secundarias por no insuflar en los estudiantes una sensación de hogar o lugar de pertenencia, y vinculación a su escuela, dentro de una comunidad (Hargreaves, 1982; Radwanski, 1987). El contacto limitado y la ausencia de análisis en cuanto a los temas relacionados con el currículum o la enseñanza entre los docentes de la escuela primaria y los profesores de la secundaria, ha hecho casi imposible que se produzca una continuidad con cierta regularidad. 62

Sin embargo, la crítica a los grados excesivos de discontinuidad no planificada no se ha dirigido únicamente a la labor realizada por las escuelas secundarias. Muchas de las tendencias más recientes que apuntan a que los estudiantes de escuelas elementales sean enseñados por una gama más amplia de profesores especializados en asignaturas, han dejado al descubierto algunas suposiciones problemáticas, mantenidas durante mucho tiempo, acerca de la enseñanza elemental. Ya hemos visto que la atención que el profesorado de la escuela elemental muestra de manera admirable por sus estudiantes a veces guarda una estrecha relación con la forma que tienen tales profesores de valorar la propiedad y el control de «sus propias» clases, de «sus propios» chicos. En ocasiones, la atención otorgada a la clase puede ser demasiado preciosa e incluso interponerse en la necesidad de los estudiantes por desarrollar su propia independencia. Aquí encontramos claramente temas que las escuelas elementales tienen que abordar, sobre todo en relación al profesorado que coopera más estrechamente entre sí y que aprende a compartir algunas de las atenciones que requieren sus estudiantes, que de otro modo habrían deseado mantener para sí mismos. La discontinuidad no planificada quizá no sea la única fuente de problemas en la transición. La continuidad planificada también plantea dificultades. Es posible que no se desee la continuidad en algunos aspectos. La escolarización elemental no siempre está tan encaminada hacia un aprendizaje activo o una educación centrada en el niño, como se suele imaginar, y las estrategias docentes fundamentalmente centradas en la enseñanza separada de habilidades y ejercicios básicos pueden prevalecer más de lo que se creía (Goodlad, 1984). En este sentido, las escuelas elementales o las escuelas superiores junior pueden funcionar más como escuelas secundarias que las propias escuelas secundarias (Tye, 1985; Delamont y Galton, 1980), llegando a ser así más papistas que el papa. Un problema añadido que los administradores no deberían desdeñar sería el de detectar dónde se halla excesivamente planificado el proceso de transición y continuidad. Measor y Woods (1984) argumentan que la cultura de los estudiantes constituye un poderoso punto de referencia para los adolescentes. Sus mitos y mensajes no se pueden erradicar, y quizá tampoco sea aconsejable intentarlo, No obstante, los mensajes provenientes de la cultura estudiantil 63

se pueden complementar con información oficial mejorada, con un mayor contacto informal entre los sectores, e implicando de manera planificada a los estudiantes en los diversos aspectos del proceso de transición. Estos serán los temas de nuestro próximo capítulo, donde revisamos y analizamos la investigación existente sobre el proceso mismo de transición.

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4. El proceso de transición

Problemas de la transición En el capítulo anterior demostramos que la transición a la escuela secundaria es un cambio importante de categoría en la vida de los jóvenes. Ofrece la posibilidad de obtener una posición elevada, una mayor independencia, y más experiencias y oportunidades interesantes. También implica pérdida de seguridad, encuentros amenazadores y expectativas desconocidas. La transición está plagada de mensajes variados y de posibilidades contradictorias. Sólo una cosa es cierta en la transición a la escuela secundaria: es inevitable. Hayan recibido la preparación adecuada o no, todos los estudiantes tienen que pasar por ella. La investigación relativa a la transición de la escuela elemental o primaria a la secundaria varía según el periodo de transición que se estudie. La mayoría de estudios parecen estar de acuerdo en que el periodo de transición se extiende desde el último año de la escuela elemental o primaria (la pretransición), pasando por el primer mes o semanas en la escuela secundaria (periodo de transición inmediato), para abarcar hasta la última parte del primer año de escuela secundaria (la postransición). Los grandes estudios, como los de Power y Cotterell (1981), Evans (1983) y Measor y Woods (1984), siguen a los estudiantes desde su último año en la escuela elemental hasta el final de su primer año en la escuela secundaria. Como quiera que algunos distritos escolares han instituido escuelas medias, los estudiantes pasan a veces por múltiples transiciones durante el inicio de su adolescencia. Algunos estudios se han ocupado únicamente de las expectativas de los estudiantes en su último año en la escuela elemental, o de sus percepciones al iniciar la escuela secundaria. Dichos estudios pasan por alto aspectos im65

portantes en los cambios que se operan durante el primer año de secundaria. Existen por lo menos tres ámbitos en los que la transición a la escuela secundaria puede provocar la aparición de problemas potenciales: • La ansiedad estudiantil respecto a la transición y el alcance de la misma. • La adaptación a la escuela secundaria y las implicaciones de la transición a corto y largo plazo en los logros académicos, la motivación y el compromiso con la escuela. • La continuidad o discontinuidad del currículum y las implicaciones de las lagunas o de la repetición del currículum en el aprendizaje del estudiante.

Ansiedad La ansiedad del estudiante es la causa de preocupación más evidente y citada en la transición a la escuela secundaria. Tenemos ejemplos claros de que muchos estudiantes, en su año final de escuela elemental, se sienten ansiosos o recelosos ante algunos aspectos referentes a la escuela secundaria. Un estudio-cuestionario realizado por Garton (1987) sugería que esta ansiedad reflejaba la inquietud que en ellos provocan las relaciones con los estudiantes mayores, una mayor exigencia en el trabajo, edificios escolares más grandes y tipos diferentes de profesorado. Mertin, Haebich y Lokan (1989), detectaron un predominio de rasgos negativos en unos dibujos realizados por los estudiantes en los cuales mostraban la imagen que ellos tenían de la escuela secundaria. Esos rasgos se expresaban en términos de vulnerabilidad, agresión por parte de estudiantes mayores y puntos de vista negativos sobre el trabajo académico. Las principales preocupaciones de los estudiantes de grado 8, tal y como aparecían en un estudio llevado a cabo en Ontario, Canadá, fueron las siguientes: saber desenvolverse en la nueva escuela, su capacidad para resistir exámenes más largos, incertidumbre ante las consecuencias que se derivan de no haber acabado los deberes o del absentismo, una confusión anticipada por la rotación en clase y lograr el ingreso en los programas extracurriculares. Una vez en el grado 66

9, inscrito en la escuela secundaria, los estudiantes todavía expresaban preocupación por su capacidad de resistencia al enfrentarse a exámenes más largos, incertidumbre ante las consecuencias que les podría acarrear no haber terminado los deberes, y el acceso a los programas extracurriculares (aunque la proporción de quienes plantearon esta última preocupación disminuyó respecto al grado 8). Los estudiantes del grado 9 también expresaron inquietud por su capacidad para comprender a los profesores (más prevaleciente entre estudiantes de nivel alto y medio) (Bulson, 1984). Al revisar la bibliografía recogida sobre la transición, Cheng y Ziegler (1986) descubrieron que a un buen número de estudiantes les preocupaba su progreso en la escuela, su disponibilidad y un adecuado conocimiento de las políticas escolares más importantes. Los estudios realizados en Inglaterra confirman que la ansiedad que sufren los estudiantes viene motivada por una serie de preocupaciones sobre la falta de familiaridad y la dificultad del trabajo a realizar, el tamaño de la escuela y las posibilidades de sentirse perdidos en ella, los deberes y las técnicas de intimidación (Neal, 1975; Directores de escuela media en Norfolk, 1983). En su estudio longitudinal de la transición estudiantil a la escuela secundaria, Measor y Woods (1984), descubrieron esas ansiedades generadas por las relaciones con estudiantes mayores, el tamaño de la escuela, la dificultad del trabajo, una disciplina estricta, y la naturaleza impersonal del profesorado. El objeto de su estudio identificó también una dimensión importante en esta transferencia de ansiedad, que otros estudios basados en entrevistas y cuestionarios habían pasado por alto. A esta dimensión la llamaron «mitos del alumno». Measor y Woods (1984) comprobaron que los estudiantes inventaban sofisticadas historias y advertencias exageradas, contadas con abundancia de detalles gráficos, sobre la disección de ratas vivas, organismos inconcebibles conservados en formol, o la práctica habitual de introducir la cabeza de los estudiantes nuevos en el retrete para agasajarles en el día de su cumpleaños, etcétera. La mayoría de estas historias, contadas una y otra vez de la misma forma y por distintos alumnos, son en realidad falsas. Sin embargo, ningún argumento racional esgrimido por el profesorado durante los programas de iniciación y actividades similares fue suficiente para convencer a los estudiantes de que tales amenazas carecían de fundamento (Fre67

und, 1985). Su persistencia en muchos y diferentes países es una prueba clara de su resistencia a desaparecer. Según Measor y Woods, estas historias persisten porque sirven para potenciar sólidas funciones simbólicas que afectan a las emociones de los estudiantes y que llegan hasta su inconsciente. En efecto, advierten a los estudiantes sobre los cambios futuros de posición (cabeza abajo en el lavabo), sobre los ámbitos de la escuela controlados por los estudiantes mayores y que han de evitarse o frecuentar con precaución (los lavabos), y acerca del ambiente y expectativas, generalmente «más duras», que presentará la escuela secundaria (disecciones en vivo). Lo más revelador en la categoría mítica de estas historias, dicen Measor y Woods, es que a finales de ese primer año de escuela secundaria los estudiantes transferidos serán los que cuenten esas mismas historias que previamente se vieron obligados a escuchar. Está claro que la historia es más importante que el narrador y cumple la misión de transmitir, a través de la cultura del estudiante, señales y advertencias acerca del cambio que se avecina, su inversión de posición. El profesorado trata a menudo estos mitos como parte del problema, como una causa innecesaria de ansiedad entre los estudiantes que debería ser racionalizada, explicada y eliminada. Measor y Woods sugieren que los mitos pueden representar en realidad una solución en la medida en que aportan una forma de transmitir advertencias a través de una cultura que es cada vez más importantes para los adolescentes: la cultura que predomina entre sus iguales. La escuela secundaria no siempre supone una perspectiva implacablemente aterradora para los estudiantes. Es un periodo en el que abundan las emociones contradictorias y conflictivas. En muchos aspectos, los estudiantes también contemplan la escuela secundaria con ilusión, en particular cuando se trata de estudiar nuevas asignaturas. Basándose en una serie de entrevistas con padres y alumnos, Trebilco, Atkinson y Atkinson (1977) sugirieron que la transición a la escuela secundaria era vista de manera positiva. Ford (1985) obtuvo conclusiones parecidas que probaban la ausencia de ansiedad entre los estudiantes de primaria. Se trata de percepciones y descubrimientos importantes, como veremos cuando revisemos el modo de reorganizar las escuelas secundarias para suavizar el proceso de transición, podría ser un error eliminar todos los vestigios de dis68

continuidad entre la escuela elemental y la secundaria, al privar a los estudiantes de lo que ellos perciben como su derecho a un cambio claro de categoría que resulte sustancial y significativo. Los distintos resultados relativos a la ansiedad provocados por el cambio reflejan la naturaleza de un proceso que suele evocar sentimientos ambivalentes entre los estudiantes. Pero también hay variaciones en el grado de ansiedad generado dependiendo de la escuela y del tipo de alumnado. En el ámbito escolar, Garton (1987) descubrió que las actitudes y expectativas de los estudiantes reflejaban el grado de contacto con la escuela secundaria y la existencia de un programa de preparación que comprendía efectuar visitas a esta institución (véase también Breen, 1983). Galton y Willcocks (1983) descubrieron que, en las escuelas elementales que exageraban (de modo no intencionado) la naturaleza tradicional de la escuela secundaria a la que serían transferidos los estudiantes (utilizando advertencias del tipo «con un trabajo como éste no te van a admitir»), la ansiedad de los estudiantes era superior antes de la transición, que la que experimentaban los estudiantes de otras escuelas menos exigentes, pero posteriormente disminuía considerablemente, una vez se descubría que el profesorado de la escuela secundaria resultaba menos amenazador de lo que habían imaginado. En cierto sentido, estos «mitos sobre el profesorado» de la escuela superior pueden funcionar como los «mitos del alumnado» descritos por Measor y Woods. No pretendemos defender el uso de esos mitos sobre profesores en el proceso de transición, sino simplemente señalar que, una vez reconocida su existencia, los «mitos de los alumnos» no resultan en comparación tan inmaduros. Ambos sirven para transmitir importantes advertencias en un contexto dominado por la emoción y no por la información. El grado de ansiedad creado por la transición también difiere según el tipo de estudiantes. En Australia, Breen (1983) y Richards (1980) descubrieron que la información aportada por los docentes de escuelas elementales suele predecir con bastante precisión qué estudiantes pueden tener dificultades para pasar a la escuela secundaria. La ansiedad suele ser mayor entre los chicos que entre las chicas (Garton, 1987;Mertin, Haebich y Lokan, 1989). Los chicos tienen mayores probabilidades que las chicas de verse arrastrados a comportamientos escolares problemáticos, no sólo en calidad 69

de actores, sino también de víctimas (Simmons y Blyth, 1987). La ansiedad varía dependiendo del «tipo» de estudiantes, pero estas pautas de variación presentan un carácter bastante complejo, y no muestran una clara distinción por capacidades, como demostraron por ejemplo (Youngman y Lunzer, 1977). Como veremos dentro de poco, las diferencias más importantes entre estudiantes en cuanto a su actitud con respecto a la transición no se centran principalmente en esa ansiedad experimentada a corto plazo, sino en su adaptación a largo plazo. La ansiedad provocada por la transición a la escuela secundaria presenta, de hecho, una corta duración. Power y Cotterell (1981) efectuaron un seguimiento de estudiantes desde el inicio de su último año de escuela elemental hasta el final de su primer año de escuela secundaria. Mostraron diferentes tipos de ansiedad al principio, pero éstos no persistieron durante mucho tiempo. En general, la escuela superior les pareció a los estudiantes bastante mejor de lo que esperaban: más interesante y menos difícil, y con aulas menos estructuradas que implicaban menos compromiso del que habían experimentado en la escuela elemental. Otros estudios también han sugerido que la ansiedad relacionada con aspectos sociales y organizativos de la escuela secundaria desaparece al cabo de poco tiempo (Breen, 1983; Knight, 1984; Mertin et al., 1989; Trebilco, Atkinson y Atkinson, 1977). Galton y Willcocks (1983) realizaron un estudio sobre alumnos de seis escuelas en pleno proceso de transición, a los que administraron en dos ocasiones unos cuestionarios relativos a la ansiedad de niños y niñas durante ese año de transición. En conjunto, el grado de ansiedad creada por el cambio fue elevado justo antes de la transición, al que siguió una disminución de la misma en noviembre, hecho que volvió a repetirse al siguiente mes de junio (véase también Nisbet y Entwistle, 1969; Youngman y Lunzer, 1977). No obstante, cuando los estudiantes fueron transferidos desde las escuelas con un ambiente más característicamente «primario», los niveles de ansiedad fueron los mismos al principio que después de un año de permanencia en la escuela secundaria. Quizá en este caso se habían minusvalorado las diferencias y minimizado la importancia del cambio. Sea cual fuere el grado de ansiedad, y a pesar de lo traumática que pudiera resultar en su momento, no debemos olvidar que, en todo 70

caso, su duración es limitada. Es importante recordar que en la transición también encontramos aspectos positivos, como por ejemplo las grandes expectativas que depositan los estudiantes en su nueva escuela, intensificadas a menudo por programas de información bien organizados. Pero es justamente ese mismo carácter prometedor el que mayor peligro entraña: que las expectativas queden incumplidas y los estudiantes sean presa del desencanto. Estos peligros nos alertan sobre las implicaciones de la transición a largo plazo.

Adaptación Quizá la implicación más importante del meticuloso estudio de Galton y Willcock sobre la transición del estudiante no sean sus revelaciones sobre la ansiedad del estudiante a corto plazo, sino su adaptación a largo plazo a la propia escuela secundaria. • Aunque casi todos los niños objeto de estudio progresaron de forma adecuada según demostraron las pruebas de habilidades básicas realizadas en los dos últimos años de la escuela elemental, sólo el 63 por ciento demostró ciertos progresos en las mismas pruebas realizadas un año después de la transición, y éstos fueron más pequeños que en los años anteriores. • Casi una tercera parte obtuvo resultados peores en las pruebas al final del primer año de la escuela secundaria, en comparación a su último año de escuela elemental. • Los estudiantes experimentaron una disminución en sus logros durante su primer año de escuela secundaria, acompañada de una pérdida de motivación y un menor disfrute de la escuela. • En el entorno general de la clase de la escuela secundaria, muchos estudiantes se limitaban a hacer apenas lo suficiente para no llamar la atención del profesor. Estas disminuciones inquietantes en el progreso del estudiante fueron expuestas ante un influyente comité dedicado a revisar la calidad de la educación secundaria para la Autoridad Educativa del Interior de Londres (ILEA, 1984). En Australia, Power y Cotterell (1981) también encontraron una disminución en el grado de satisfacción que ese primer año de escuela secundaria proporcionaba 71

al alumnado (véase también Breen, 1983; Evans, 1983; Richards, 1980). Esta disminución a largo plazo del nivel de satisfacción en relación a la escuela suele ser considerado un problema más importante y difícil de resolver que la ansiedad asociada al primer contacto mantenido con la nueva escuela. Algunos grupos corren más riesgos que otros en ese proceso de adaptación a largo plazo a la escuela secundaria (véase, por ejemplo, Karp, 1988; King et al., 1988; Radwanski, 1987; Wehlage y Rutter, 1986). Entre ellos se incluyen: • Los estudiantes de posición socioeconómica más baja (Nisbet y Entwistle, 1966; Spelman, 1979; Wehlage y Rutter, 1986). Esta vinculación plantea cuestiones no sólo relacionadas con las supuestas deficiencias observadas en este tipo de estudiantes que necesitan ser identificadas y remediadas, sino también en las normas y orientaciones de la escolarización secundaria basadas en objetivos y propósitos típicos de la clase media que, a pesar de todo, forman la cultura dominante (Fine, 1986). • Estudiantes (a menudo también de posiciones socioeconómicas más bajas) que deben soportar prolongados desplazamientos en autobús hasta sus nuevas escuelas, especialmente en comunidades alejadas (Gorwood, 1986; Ryan, 1976), lo que produce problemas de fatiga, reducción del tiempo disponible para hacer los deberes en casa, y restricción de oportunidades para identificarse y comprometerse con una escuela de amplias dimensiones, más allá del horario escolar. • Estudiantes pertenecientes a una gran variedad de grupos etnoraciales (LeCompte y Dworkin, 1991). Un estudio sobre las razones que mueven a los alumnos a abandonar los estudios realizados en las escuelas secundarias de Boston descubrió que las prácticas de asistencia, suspensión y retención (que exigen repetición de curso a los estudiantes) aumentaban la desvinculación del estudiante con respecto a la escuela, y estimulaban el abandono de los estudios por parte de los estudiantes que se encontraban en el grupo de riesgo. Los estudiantes negros e hispanos mostraban índices más elevados de absentismo, repetición y suspensión que el resto de la población escolar (véase también Wheelock, 1986; Wehlage y Rutter, 1986). 72

• Chicos con bajo rendimiento. En su estudio efectuado en Canadá, King et al. (1988) concluyeron que la mayoría de los que abandonaban la escuela eran chicos que se encontraban por detrás de sus compañeros en cuanto a la consecución de créditos para la graduación. Un estudio sobre los estudiantes de grado 9 puso de relieve que los chicos formaban un grupo de mayor riesgo que las chicas. Muchos de ellos no habían sido identificados como pertenecientes al grupo de riesgo en el grado 8, y sólo el 23 por ciento recibieron servicios de orientación mientras cursaban el grado 9 (Stennett e Isaacs, 1979). En el estudio de Galton y Willcocks (1983), los índices de rendimiento de chicos y chicas fueron prácticamente los mismos antes de la transición pero, un año más tarde, el 45 por ciento de los chicos había descendido por debajo de su puntuación de la escuela elemental, mientras que sólo un 15 por ciento de las chicas había sufrido ese mismo proceso. • Estudiantes con problemas académicos (Karp, 1988; Ainley, 1991), que a menudo cuentan con menor apoyo en las grandes e impersonales escuelas secundarias, y cuya desviación hacia grupos de nivel más bajo puede crear determinadas dificultades. • Chicos poco atléticos (ILEA, 1988), que tienden a ser, no sólo víctimas de amenazas por parte de sus compañeros, sino que también corren el riesgo de ser marginados si la vida curricular de la escuela se ve indebidamente dominada por las prioridades atléticas. • Chicas que corren el riesgo de abandonar la fuerza de la seguridad en sí mismas y del autoconcepto que se habían construido durante la escuela elemental (Gilligan, 1989; Robertson, 1992; Simmons y Blyth, 1987). Simmons y Blyth (1987) descubrieron que, durante la transición, las chicas obtenían puntuaciones menos favorables que los chicos en cuanto a autoimagen. Las chicas seguían dando más valor que los chicos a la popularidad entre miembros del mismo sexo. La tendencia prioritaria de las chicas a conceder un elevado valor a la imagen del cuerpo y a la popularidad entre miembros del mismo sexo, las hacía más vulnerables en el periodo de transición a la nueva escuela puesto que el grupo de sus iguales según el cual establecían juicios de valor sobre sí mismas quedaba desmembrado. 73

El informe de la Inner-London Education Authority (1984) argumenta que sería necesario realizar un mayor esfuerzo para identificar a estudiantes con dificultades, antes de la transición a la escuela secundaria (particularmente en relación con el nivel de lectura), y concentrar los recursos en aquellos estudiantes que se incluyen en los grupos de riesgo, antes de que se produjera su transición. En este sentido, sugiere que el último año de la escuela primaria podría ser más crucial de lo que previamente se había reconocido (ILEA, 1988). King et al. (1988) sugieren que las escuelas deberían ocuparse de aspectos tales como invertir las pautas previas de fracaso académico, aumentar la seguridad de los estudiantes en sí mismos, mejorar los servicios de orientación, proporcionar programas alternativos, establecer políticas firmes de asistencia a clase, reducir los índices de fracaso escolar, y crear un ambiente escolar positivo que estimule en los estudiantes el sentimiento de pertenecer a la escuela. La toma de medidas particulares de esta índole podría resultar excepcionalmente importante, pero los enormes esfuerzos realizados por parte de iniciativas nacionales, estatales y de los distintos distritos escolares no han demostrado surgir efecto en la reducción del promedio de alumnos que abandonan los estudios a largo plazo. Quizá, como sugieren Wideen y Pye (1989), esto se deba a que tales medidas dan excesiva importancia a las características específicas y a los factores de riesgo asociados con este último fenómeno, y no lo suficiente a las políticas, prácticas, culturas y estructuras de la escolarización, que generan un descontento estudiantil, en general y, en particular, y el abandono de los estudios como una manifestación de tal descontento. Esto plantea cuestiones no sólo acerca de las necesidades de un conjunto de estudiantes en particular, sino de la estructura general de la educación secundaria actual, y cuestiona hasta qué punto satisface de manera apropiada y efectiva las necesidades de sus jóvenes clientes. Algunos de los temas que exigen atención abarcan aspectos fundamentales y «sagrados» de las escuelas secundarias, como son, por ejemplo, los temas relativos al currículum.

La continuidad del currículum Power y Cotterell (1981) descubrieron que el mayor descenso en la tasa de satisfacción estudiantil en el primer año de escuela secun74

daria tenía que ver con los conceptos de «utilidad-pertinencia» y de «claridad-dificultad» en el trabajo escolar. Además, constataron haber detectado diferencias en el proceso que conducía a un cambio de actitud con respecto a asignaturas concretas. Allí donde había una continuidad en el currículum, no se percibía apenas cambio (por ejemplo, en ciencias); allí donde el currículum y la enseñanza sufrían alteraciones para hacerse más expansivos, se percibía una mejora (por ejemplo, en inglés); y en aquellos casos que presentaban alguna inconsistencia, se producía un deterioro (por ejemplo, en matemáticas y ciencias sociales). La extensión de la discontinuidad varía dependiendo de la región y el distrito. En general, sin embargo, existen discontinuidades en muchos ámbitos (Cunningham, 1986; Kefford, 1981; Knight, 1984;Pike, 1983; Powell, 1982). Muchos autores argumentan que el currículum debería constituir una secuencia ininterrumpida y ordenada en la experiencia educativa de los jóvenes (por ejemplo, Gorwood, 1986; Derricott y Richards, 1980). Algunos profesores, sin embargo, se oponen a estar a expensas de lo que hayan hecho con anterioridad los estudiantes, ya que correrían el peligro de verse perjudicados por etiquetas aplicadas prematuramente. Estos profesores tienen la sensación de que a esos estudiantes se les debería permitir empezar la secundaria desde un «inicio fresco», como una «hoja en blanco» (ILEA, 1984). Stillman y Maychell (1984) señalan que esta filosofía de «hoja en blanco» no es sostenible, al menos en lo concerniente al currículum. Aunque pudiera darse el caso de que el cambio en el currículum fuese repentino en vez de progresivo, esto, argumentan, debería planificarse, con pleno conocimiento de la experiencia previa, en lugar de dejarlo al azar y a las circunstancias del momento. La decisión de empezar de nuevo o de basarse en el trabajo fundamental anterior, es producto, según ellos, no de una cuidadosa planificación, sino de la falta de comunicación. La repetición no planificada de contenidos en algunos casos, y de lagunas sustanciales en el aprendizaje de otros, son las desafortunadas consecuencias que se derivan de la descoordinación entre escuelas elementales y secundarias a la hora de planificar el currículum a través de la divisoria de traspaso. Gorwood (1986) descubrió que la falta de voluntad en el profesorado para consultar la continuidad del currículum es más fruto de la reticencia que de la apatía. Sea cual fuere la razón, lo cierto es 75

que el resultado general es una atención deficiente o inconsistente a la continuidad del currículum a través de la divisoria de la escuela elemental. Allí donde se presta la debida consideración a esta cuestión, tiende a suceder sólo con ciertas asignaturas (principalmente en las áreas de gran prestigio académico, como matemáticas, inglés, francés y ciencias), pero no, por ejemplo, en arte, humanidades, música o educación para la salud (Stillman y Maychell, 1984). Además, en su análisis de las reuniones organizadas para establecer una continuidad del currículum en asignaturas particulares, Stillman y Maychell observaron una tendencia a precipitarse prematuramente en la toma de decisiones específicas sobre contenidos, antes que a discutir una «estructura profunda» de la asignatura, habilidades, conceptos, actitudes y conocimientos esenciales de los que los profesores de escuelas elementales y secundarias deberían ocuparse en diferentes etapas. Esta conclusión fue respaldada por una investigación llevada a cabo sobre proyectos pilotos en un distrito escolar de Ontario (Manning, Freeman y Earl, 1991). Otra forma de abordar el problema de la continuidad del currículum es no dejar su resolución al arbitrio de opciones personales de profesores o administradores, sino imponer un currículum común o una estructura curricular por decreto legislativo, de modo que el progreso de una fase, o año, al siguiente sea el mismo para todas las escuelas y profesores. ¿Necesitan los profesores asumir alguna responsabilidad en cuanto a la continuidad del currículum de una fase a la siguiente, o pueden las estructuras establecidas hacerlo por ellos? En el capítulo 6 abordaremos estos temas.

Resumen Los problemas de ansiedad que sufren los estudiantes a corto plazo, los problemas a largo plazo relativos a la disminución del rendimiento y la motivación, y los problemas que persisten sobre la continuidad del currículum son los temas clave en el proceso de transición. Las escuelas y los sistemas escolares no son en modo alguno ajenos a estas dificultades, y muchos de ellos han hecho esfuerzos positivos por mejorar y adaptar su práctica, con objeto de responder más eficazmente a los temas fundamentales de la transición. En el resto del capítulo se revisan algunas de las medidas específicas que ya se han 76

tomado, así como otras que han sido propuestas en este importante ámbito de la reforma escolar.

Respuestas a la transición Las reformas diseñadas para mejorar la experiencia y las consecuencias de la transición parecen afectar a cinco ámbitos de gran alcance. Estas reformas, sin embargo, no acaban de reorganizar las estructuras básicas de la escolarización secundaria, que constituyen el tema de los últimos capítulos. Los ámbitos más específicos de la reforma son: • Elección de escuela secundaria. • Planificación, comunicación y trabajo conjunto entre el profesorado de escuela secundaria y el de primaria. • Sistemas y prácticas para garantizar el mantenimiento de registros. • Programas y procedimientos de iniciación. • Reorganización institucional, basada especialmente en la utilización de escuelas medias.

Elección de escuela Algunos de los temas que intervienen en la transición de la escuela elemental a la secundaria se complican por cuestiones relacionadas con la elección de escuela. En un estudio de Gorwood (1986) sobre la transición en un distrito escolar de Inglaterra, el promedio de escuelas de las que salían los futuros alumnos de escuelas secundarias era de dieciocho, la gama podía abarcar de siete a veintiocho escuelas. En la gran zona metropolitana que forma la Autoridad Educativa del Interior de Londres, en Inglaterra, los estudiantes de una escuela secundaria podían proceder de treinta o cuarenta escuelas primarias diferentes (ILEA, 1984). En Ontario, Canadá, hay una media de cinco escuelas elementales de origen por cada escuela secundaria, pero en muchas zonas urbanas los estudiantes pueden asistir a la escuela secundaria que elijan. En las zonas rurales quizá tengan que recorrer largas distancias para acudir a la única escuela secundaria 77

disponible. La complejidad tiene visos de aumentar si se tiene en cuenta que los estudiantes pueden efectuar el cambio de la escuela católica por un sistema escolar público, y entrar y salir de programas especializados, como por ejemplo la inmersión en francés. Las crecientes tendencias hacia la descentralización administrativa, la gestión localizada, una mayor libertad en la elección de la escuela por parte de las familias y los modelos de escolarización de mercado, en general, plantean todavía más desafíos a los aspectos de la coordinación y la continuidad. Para los directores y profesores seriamente comprometidos en la creación de unas bases de coordinación constructivas entre las escuelas elementales y la secundaria hacia la que dirigen a sus alumnos, esta complejidad puede llegar a resultar descorazonadora. Sin embargo, no afecta por igual a todos los ámbitos. Las alternativas se reducen mucho fuera de las zonas metropolitanas, sobre todo en las ciudades pequeñas y comunidades rurales, y mejoran bastante las posibilidades teóricas para establecer una conexión (a pesar de los problemas que presenta la distancia). Incluso allí donde las alternativas se hallan más dispersas y es elevado el número de escuelas implicadas en conseguir que sus estudiantes se trasladen a cualquier escuela secundaria, siguen existiendo posibilidades para mantener una coordinación centralizada en una determinada escuela. En la práctica, la mayoría de estudiantes de secundaria proceden de un reducido y determinado número de escuelas elementales, y sólo unos pocos, de otras partes. La coordinación centralizada y los esfuerzos continuados de lo que podríamos definir como una familia coherente de escuelas que alimentan a una institución de enseñanza secundaria contribuyen a satisfacer las necesidades de la mayoría de los estudiantes en proceso de transición. Además, una vez puesta en marcha la coordinación activa, el proceso se realiza por sí solo, ya que las escuelas elementales crean una imagen y una identidad como las que aportan de modo «natural» sus estudiantes a una determinada escuela secundaria (Freund, 1985). La elección y la continuidad en algunos casos se contraponen, aunque algunos afirman que este problema se ve soslayado por un currículum establecido y obligatorio, impuesto en todas las escuelas (más adelante volveremos a tratar este problema). De forma más general, sin embargo, nos atrevemos a afirmar que los obstáculos 78

que presentan la coexistencia de elección y continuidad no son insuperables, y que se pueden establecer procedimientos coherentes de coordinación, de manera que afronten las necesidades de la mayoría de estudiantes que entran en una escuela secundaria. En las ciudades más pequeñas y en zonas rurales, puesto que en estos casos las escuelas se agrupan geográficamente en «pirámides» más naturales, la puesta en práctica de esta coordinación podría ser mucho más inmediata, aunque la distancia y el tiempo plantean dificultades incluso allí (Walsh, 1995).

Planificación, comunicación y trabajo conjunto Una forma de remediar la repetición y las discontinuidades no planificadas de la transición consiste en estimular el contacto directo entre el profesorado de ambos niveles escolares (ILEA, 1988). Estos contactos pueden adoptar cuatro modalidades: • Intercambio de información, especialmente en forma de registros estudiantiles (que analizaremos por separado). • Reuniones entre el profesorado de ambos niveles. • Experiencia compartida y trabajo conjunto entre el profesorado de ambos sectores. • Educación y formación inicial y permanente del profesorado, de tal modo que les permita familiarizarse con los temas que preocupan tanto a los educadores de primaria como a los de secundaria. Las reuniones son una forma de establecer mayor comprensión y continuidad entre los sistemas elemental y secundario. A partir de su análisis de reuniones en las que se trataban los temas del currículum y la coordinación, Stillman y Maychell (1984) descubrieron que los factores siguientes contribuían a lograr una mayor efectividad en dichas reuniones: • Compromiso adquirido por parte del personal docente del distrito escolar para otorgar autoridad y dirección a las reuniones. • Presencia de directores participantes. Sin una implicación clara de los responsables de la escuela, los profesores no suelen sentir79

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se suficientemente capacitados para tomar decisiones importantes por sí mismos. Alcanzar un equilibrio entre el personal de la escuela elemental y el de la secundaria, de modo que ninguno de los dos grupos imponga su criterio en el proceso de toma de decisiones. Implicación de los profesores que practiquen la docencia y no simplemente del personal que realiza labores de orientación o administrativas, de modo que participen en las discusiones que inevitablemente afectarán a su manera de trabajar. Un «circuito» rotativo de lugares donde celebrar esas reuniones. Esto no constituye tan sólo un astuto acto de diplomacia, sino que también contribuye a aumentar la familiaridad y comprensión entre los participantes de las otras escuelas. Intimidad necesaria para generar una discusión abierta. Reunirse en el rincón de una sala llena de actividad no contribuye a crear un buen ambiente. Tiempo, especialmente tiempo programado en la jornada laboral. Así aumentan las probabilidades de garantizar el compromiso, hacer que la tarea resulte más manejable y asegurar la seriedad de la tarea a realizar. Si las cuestiones del currículum estuvieran incluidas en la agenda, dedicar algún tiempo a discutir los principios generales de los ámbitos del currículum en cuestión. Dedicar algún tiempo (cronometrado) a tratar el modo de compartir objetivos y propósitos, antes de tratar los aspectos prácticos y específicos, que suelen estar más definidos. Una gestión adecuada de la reunión, incluido el nombramiento de un presidente con experiencia en este tipo de actividades (quizá un coordinador escolar del distrito), con un programa definido. Sería también recomendable hacer circular la documentación correspondiente con anterioridad, incluidas lecturas profesionales. Paciencia, porque estas reuniones entre profesores de los dos sectores se inician a menudo con precaución. Como hemos visto en el último capítulo, los profesores suelen tener una visión un tanto estereotipada de las prácticas del otro sector, y en las primeras fases se mueven con cautela los unos alrededor de los otros (ILEA, 1984). La confianza y una actitud abierta necesitan

tiempo para desarrollarse. Las primeras reuniones de planificación no siempre obtendrán el éxito esperado. Deberán anticiparse los prolegómenos, por superficiales que sean, y será necesario tolerarlos. Una última condición indispensable y habitualmente necesaria para alcanzar éxito en las reuniones de contacto es el establecimiento de normas de coordinación y colaboración. Little (1984 y 1989) argumenta que, probablemente, sólo se producirán cambios y mejoras significativas en la educación allí donde prevalezcan en la escuela lo que ella denomina «normas de coordinación», lo que significa que el profesorado de ambos sectores planifique junto, se ayude y se apoye mutuamente, intercambie materiales y recursos, y trabaje junto con los niños. Por desgracia, la mayoría de escuelas siguen sometidas a normas que aconsejan la reserva, la autonomía y la no interferencia entre profesores de primaria y de secundaria (Lortie, 1975; Johnson, 1990; A. Hargreaves, 1994). Estas «normas de reserva» tienen profundas implicaciones en las relaciones de trabajo entre el profesorado de los dos sectores relativas a los temas de la transición. En primer lugar, restringen la profundidad y apertura de la comunicación y la discusión entre los profesores de secundaria y los de primaria, porque las escuelas de secundaria no desean dar la impresión de que «se imponen» a sus homónimas elementales (Gorwood, 1986; Stillman y Maychell, 1984). En segundo lugar, en las escuelas secundarias raras veces existe una comunicación fluida entre departamentos, los profesores reciben muy poca información sobre lo que hacen sus colegas y les resulta difícil actuar de forma conjunta y consistente cuando se trata de desarrollar una política que pueda afectar a toda la escuela (Johnson, 1990; Hargreaves y Macmillan, 1995). Stillman y Maychell (1984) también han descubierto que esta descripción también puede aplicarse, aunque en menor grado, a sus colegas de la escuela elemental. Este aspecto de la coordinación y la colaboración entre profesores de primaria y de secundaria es excepcionalmente importante, pero muy poco comprendido. Para que los profesores puedan comunicarse y colaborar de manera eficaz a través de las escuelas, también tienen que comunicarse y colaborar con eficacia dentro de ellas. En este sentido, celebrar reuniones efectivas de transición y coordinación es mucho 81

más que una simple cuestión de programas y procedimientos. Afecta directamente a la cultura de cada escuela que participa en la transición, y a las relaciones de trabajo que configuran tales culturas (Hargreaves, 1992). El profesorado de primaria y de secundaria que trabaja junto ejerce un poderoso efecto sobre la transición. No se trata simplemente de hablar, lo que realmente une al profesorado de ambos sectores en el desarrollo y consecución de unos objetivos comunes es el trabajo (Measor y Woods, 1984; Wood y Power, 1984). Los profesores aprenden más de la experiencia que de la persuasión (Fullan, 1982). Las actividades son más elocuentes que las discusiones (Lieberman, 1986). Entre las propuestas que ayudan a desarrollar una experiencia compartida entre los profesores de primaria y de secundaria, se incluyen: • Visitas a la escuela por parte de los profesores que toman parte en las reuniones. • Programas compartidos de orientación. • Visitas de docentes de primaria y secundaria junto con estudiantes a sus (escuelas) «socios». • Que los profesores de secundaria asuman responsabilidades de enseñanza en una o más escuelas elementales de origen, ya sea de forma temporal, poco antes de iniciarse la transición, o como una tarea regular. • Nombramiento conjunto de ciertos profesores tanto en la escuela elemental como en la secundaria que puedan actuar de «enlaces». • Formación conjunta del personal. • Intercambios de personal entre escuelas elementales y secundarias «relacionadas», durante un periodo comprendido entre un semestre y un año. • Proyectos y experiencias planificados e impartidos de forma conjunta en los centros (como por ejemplo ferias de ciencias o experiencias de carácter permanente). Este tipo de medidas ayudan a descomponer los estereotipos y a promover la apertura y confianza que permitan atravesar la línea 82

divisoria elemental-secundaria (Gorwood, 1986; ILEA, 1984; Stillman y Maychell, 1984; Freund, 1985; Cheng y Ziegler, 1986). La formación del profesorado también puede ayudar a fomentar la amplitud de comprensión y experiencia capaz de mejorar la conexión y continuidad entre la educación elemental y la secundaria. El hecho de que la mayoría de profesores de ambos sectores cuenten actualmente con titulación para trabajar sólo en escuelas elementales o en secundarias, aumenta la distancia entre las dos culturas de escolarización. Una titulación para trabajar en ambos niveles podría paliar algunos de los problemas (aunque quizá exigiera un proceso más prolongado de formación del profesorado). Otra manera de animar a los profesores a adquirir experiencia en ambos niveles (y no sólo cualificaciones adicionales) sería exigir tal experiencia como requisito esencial para ocupar el puesto de director. Otra posible estrategia sería la de formar al profesorado en habilidades y cualidades específicas necesarias para trabajar con preadolescentes, una estrategia defendida en especial por quienes apoyan la creación de escuelas medias establecidas de forma separada. Por ejemplo, una encuesta realizada entre miembros de la Asociación Nacional de Escuelas Medias, describió al profesor modélico para impartir clases en una escuela media, como una persona a la que realmente le guste la gente y la respete, que se comprometa a trabajar con gente joven inmersa en el periodo de transición de la niñez a la adolescencia, a escuchar y a hablar con los estudiantes y a ayudarles en el desarrollo de conceptos positivos sobre sí mismos (Steer, 1980). En Estados Unidos, el Grupo de Trabajo encargado de la Educación de los Preadolescentes recomendó que los profesores de nivel medio se acostumbraran a trabajar como miembros de un equipo, que se les brindara la oportunidad de conocer en profundidad el desarrollo preadolescente y adolescente a través de cursos y de la experiencia directa en las escuelas de grado medio, y que recibieran una formación basada en los principios de orientación que les permitiera actuar como asesores. El grupo de trabajo defendió la titulación en la enseñanza de los grados medios con objeto de legitimar a los profesores de estos grados. Según explicaron, este tipo de titulación también animaría a las universidades a ofrecer cursos especializados en pedagogía aplicable a los grados medios (TFEYA, 1989). 83

Sea cual fuere la estrategia a seguir (la titulación y la formación dirigidas específicamente a los años medios, o estimular una más amplia experiencia y comprensión en el seno del profesorado), parece apropiado realizar una revisión del proceso de titulación como un modo de establecer una colaboración entre los profesores que garantice la continuidad de la experiencia de los estudiantes. En resumen, un calendario de reuniones y la planificación conjunta del currículum entre los niveles de la escuela elemental y secundaria, pueden ayudar a construir un puente mucho más firme entre las dos culturas de la escolarización. No obstante, el profesorado de escuelas elementales y el de secundaria pueden necesitar en último término «ponerse durante un tiempo en la piel del otro», es decir, dedicar algún tiempo a trabajar en y con las escuelas del otro sector, para lograr así una comprensión suficientemente profunda de esa cultura que no es la suya.

Realización de informes Otra forma mediante la que el profesorado de ambos sectores se relaciona es intercambiando información sobre el progreso de los estudiantes. Los expedientes estudiantiles constituyen uno de los aspectos clave de información que los profesores pueden intercambiar. Cheng y Ziegler (1986) argumentan que los expedientes de los estudiantes que abandonan la escuela elemental deberían ponerse a disposición de los profesores de secundaria, para ponerles al corriente de los conocimientos ya adquiridos por los alumnos que llegan a sus aulas. Deberían ser enviados, junto con una selección del trabajo realizado por los estudiantes, con tiempo suficiente para que los profesores de secundaria planificasen el primer semestre. La escuela secundaria, por su parte, debería enviar informes del progreso experimentado por los alumnos a las escuelas elementales de las que proceden. Según estos autores, el proceso de intercambio debería funcionar en ambas direcciones. El comité que presentó el informe sobre la calidad de la educación secundaria a la Autoridad Educativa del Interior de Londres (ILEA, 1984) descubrió que la utilización de los expedientes estudiantiles resultaba más beneficiosa cuando:

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• Los expedientes se envían antes de que transcurra la mitad de las vacaciones de verano, de modo que los profesores de secundaria tengan tiempo suficiente para consultarlos y programar en consecuencia. • Se facilitan los expedientes, además de al personal administrativo, a los mismos profesores que enseñarán a los estudiantes. Ésta sería la manera más correcta de actuar en todos los casos en los que se diera una transición. • La información concerniente a aspectos delicados de la vida del alumno no se distribuye de forma general, sino restrictiva: al personal del departamento de orientación y a algún cargo administrativo. • Los expedientes se completan con informes sobre el perfil de los niños y expedientes más amplios sobre el trabajo realizado con ellos, para transmitir una idea clara de los aspectos más, y menos, desarrollados en los niños. El punto más importante en este tema consistiría en determinar cuándo y cómo deberían utilizar esos expedientes los profesores de secundaria. No importa lo elaborado y sistemático que pueda ser el expediente de un estudiante, no servirá de nada si nadie lo utiliza. Stillman y Maychell (1984) descubrieron que muchas escuelas no hacen uso alguno de esos expedientes. Creen en la filosofía de la «página en blanco». Si llegan a consultarlos, no lo hacen hasta Navidad. Esto, según observa el comité que preparó el informe, puede provocar rechazo entre los propios profesores de escuelas elementales si perciben que sus colegas de secundaria hacen poco uso de los expedientes que ellos les envían, es posible que no vean ninguna utilidad en prepararlos a conciencia. En términos generales, el comité descubrió que: Las escuelas entre las que se transmite con mayor éxito la información sobre los alumnos son aquellas en las que los expedientes se pasan y distribuyen de modo apropiado, pero que también establecen un contacto personal con aquellos niños cuyas características requieren una especial elaboración (ILEA, 1984).

Los expedientes no son un sustituto burocrático de la comunicación, sino una parte integrante en el proceso más amplio de com85

prensión y unión entre las escuelas elementales y las de secundaria. Los profesores de secundaria que con mayor probabilidad tendrán en cuenta los expedientes estudiantiles a la hora de planificar sus clases serán aquellos que: • Confíen en el profesorado de escuelas elementales. Como hemos visto, esta confianza no se basa en el procedimiento burocrático, sino en la experiencia compartida y el trabajo conjunto que crea puentes que cruzan la divisoria cultural (Stillman y Maychell, 1984). • Sean conscientes de que los profesores de primaria obedecen criterios de tipo personal al preparar dichos expedientes. Por esta razón, el comité de la Inner-London Education Authority (1984) recomendó a los jefes de los departamentos de inglés y de matemáticas de secundaria que, hacia la primavera, se pusieran en contacto con las escuelas elementales de las que procedían los estudiantes para informarles sobre los logros y progresos de los que se habían matriculado durante el año anterior, de modo que al preparar la nueva ronda de expedientes se pudiera tener en cuenta estos factores comunicados por escrito (ILEA, 1984; véase también Cheng y Ziegler, 1986). • El sistema de redacción de informes está integrado con el de evaluación como un registro continuo del progreso del estudiante, para dar así un peso específico a la información que se transmite (Hargreaves et al., 1988; Broadfoot et al., 1988). En el capítulo 8 se describen formas de conseguilo. • La información se comparte mediante el contacto personal y el debate (ILEA, 1984). Los informes sobre los estudiantes tienen que estar bien redactados pero, en último término, serán buenos en la medida en que lo sean sus lectores. A menudo el diseño de estos expedientes requiere un esfuerzo considerable. El profesor de escuela primaria emplea todos los años innumerables horas a compilarlos. Si esos informes no encuentran lectores o sólo se leen en casos de emergencia, se habrá desperdiciado toda esa valiosa energía. Si pudiera dedicarse a la utilización consciente de los expedientes tanto esfuerzo como se dedica a su compilación, los estudiantes se beneficiarían muchísimo de la mejora en la programación que, inevitablemente, se derivaría de ello. 86

Programas y sistemas de orientación Como hemos visto, la transición es un fenómeno que se produce tanto a corto como a largo plazo. A corto plazo, el esfuerzo por ayudar a los estudiantes se centra en el proceso de transición entre escuelas y, más específicamente, en aconsejar a los estudiantes sobre el nuevo ambiente con el que se van a encontrar. A medida que los estudiantes se acostumbran al cambio que supone pasar de la escuela elemental a la secundaria, ellos y sus padres necesitan explorar sus alternativas, disponer de oportunidades para probar las instalaciones de la escuela secundaria, organizar encuentros con el personal de la escuela secundaria y hacer un recuento de los aspectos más sólidos en la formación del alumno y también de sus puntos débiles para enfrentarse a las opciones y selecciones que les ofrece el nuevo curso. Uno de los objetivos de los programas de orientación es precisamente el de disminuir los sentimientos de recelo y alienación del estudiante (Ascher, 1987). Al pensar en los estudiantes que ingresan en la escuela superior, solemos plantearnos si la preparación que han recibido ha sido la adecuada para la elección de curso (Levi y Ziegler, 1991). Las actividades de transición, sin embargo, tienen como función proporcionar una formación más general al alumno para su primer año en la nueva escuela, haciendo especial hincapié en los temas sociales y personales. El informe de la Autoridad Educativa del Interior de Londres recomienda implicar más al profesorado de escuelas elementales en la planificación de visitas previas a la transición, aleccionando a los estudiantes y luego acompañándolos a la nueva escuela. Sugiere visitas más prolongadas, lo cual permitiría incorporar experiencias más activas y conocer el funcionamiento real de la escuela secundaria (ILEA, 1988). Bulson (1984) sugiere que a los estudiantes protagonistas de esta transición se les ofrezca la posibilidad de verse expuestos a los currículos de la escuela superior mediante visitas a las escuelas secundarias. Para aliviar sus preocupaciones, los estudiantes también necesitan información clara sobre los deberes a realizar en casa, las políticas de asistencia y formación en habilidades para los exámenes escritos. Disponer de alguna experiencia previa en clases rotativas y exámenes escritos puede ayudarles a acostumbrarse más fácilmente a las prácticas de la escuela secundaria. 87

Otros programas de orientación también han demostrado ser útiles. Un programa que desde marzo a noviembre siguen los estudiantes a punto de ser transferidos, sus familias y los profesores que les dan clase en primaria, diseñado por una escuela media de Indiana, tuvo como resultado una mejora significativa en las relaciones entre padres y escuela (Deller, 1980). Cheng y Ziegler (1986) pusieron de manifiesto que los programas iniciados en verano y los campamentos de verano, a los que asistían los estudiantes que ingresarían en la escuela secundaria ese mismo año, recibieron evaluaciones positivas en los estudios empíricos. Debería considerarse a las familias como fuentes potencialmente valiosas de información sobre el progreso y adaptación de sus hijos en periodo de transición (ILEA, 1988). Las conferencias individuales entre padres y asesores, llevadas a cabo antes de la transición, han recibido críticas positivas, al igual que los programas de orientación centrados en el grupo de iguales, y la aplicación de políticas claras, equitativas y de las que el alumno haya sido correctamente informado sobre el comportamiento de los estudiantes, los trabajos a realizar en casa, la disciplina y los niveles académicos (Cheng y Ziegler, 1986). Estos mismos autores defienden que la transición debe ser un tema del que debe ocuparse toda la escuela: profesores, administradores, cuidadores, estudiantes…, y no sólo el personal de asesoramiento y orientación (ibid.). Tras reconocer la importancia que para los estudiantes en proceso de transición representa la cultura informal que se crea en su grupo de iguales, Measor y Woods (1984) sugieren que las escuelas permitan y estimulen a los estudiantes a participar más activamente en la gestión del proceso de transición, no sólo durante el periodo de orientación. Los estudiantes de secundaria, por ejemplo, pueden crear una «programa de orientación alternativo» para ayudar a sus compañeros transferidos a manejarse con más soltura en la escuela secundaria. Los programas de desarrollo personal y social, dirigidos por profesores establecidos en su lugar de trabajo a principio de curso, también permiten la participación activa de los estudiantes en el proceso de orientación (por ejemplo, enviándolos con mapas, en grupos, para que se orienten en los alrededores de la escuela) (Hamblin, 1978; Baldwin y Wells, 1981). Tales programas pueden ser una va88

liosa contribución al trabajo administrativo básico y a las «charlas» generales que, tradicionalmente, forman parte de los primeros días de estancia en la escuela secundaria (Galton y Willcocks, 1983). Ho (1992) describe un programa de transición que se centra en la comunicación interescolar (establecida a través del personal clave), la orientación estudiantil (llevada a cabo por una unidad de planificación educativa, y a través de entrevistas individuales con un orientador, un programa de orientación para el grado 9 que aborde los temas relacionados con las técnicas de estudio y las cuestiones sociales y académicas, y un programa de puertas abiertas en la escuela secundaria), así como de orientación de las familias (a través de reuniones informativas, entrevistas con los profesores y una política de puertas abiertas de la escuela secundaria). Las actividades más comunes en los programas de orientación consisten en lograr que los estudiantes visiten la escuela secundaria durante una «jornada de orientación», acompañada por descripciones del programa de la escuela secundaria en reuniones orientativas destinadas a padres y alumnos, y en visitas a la escuela elemental por parte de asesores o administradores de la escuela secundaria. Éstas pueden adoptar multitud de formas y se pueden complementar, por ejemplo, con guías para los estudiantes, visitas a las clases y programas en los que se aborden los temas de la transición en los que se contemple la posibilidad de que estudiantes de la escuela elemental asistan a clases regulares en la escuela secundaria, el intercambio de cartas entre estudiantes de la escuela primaria y la secundaria, o responsabilizar al alumnado más antiguo de los nuevos estudiantes. Todas estas actividades están pensadas para dar a los preadolescentes y a sus familias la oportunidad de tomar decisiones inteligentes, basadas en una información exacta y amplia sobre sí mismos y los programas escolares en su comunidad. Aunque los integrantes del departamento de orientación son con frecuencia los responsables de coordinar los programas de transición, no tienen por qué soportar todo el peso de la planificación y organización de estas actividades. Los administradores, secretarios, profesores, bibliotecarios, familias, miembros de la comunidad y hasta los propios estudiantes son colaboradores potenciales en una labor que comprende un conocimiento más profundo de la escuela secundaria y una adaptación más suave al nuevo ambiente. 89

A veces, las jornadas de orientación constituyen una parte espectacular e incluso estelar del programa de orientación general de una escuela secundaria. Estos días especiales, con actividades deslumbrantes en las que se hace todo un despliegue de material científico, actuaciones gimnásticas impresionantes y otras actividdaes similares, pueden crear una verdadera sensación de avidez e impaciencia entre los estudiantes que van a ser transferidos y que anticipan todo el interés y el entusiasmo que les aguarda. En cierto sentido, esos días institucionales pueden considerarse una especie de «calentamiento» previo al cambio que experimentará el estudiante, haciéndolo atractivo y deseable (Freund, 1985). En la medida en que contribuyen a aliviar la ansiedad y a crear actitudes positivas con respecto a la transición, las jornadas de orientación conllevan auténticas ventajas, pero también peligros. El principal de ellos es el desencanto. En un estudio basado en entrevistas sobre la transición de los estudiantes a una escuela secundaria, Thomas (1984) descubrió que la impaciencia y el entusiasmo generados acerca de las perspectivas de un aprendizaje más independiente, pronto se vieron frustrados cuando los estudiantes se encontraron con que en la nueva escuela prevalecían las hojas de trabajo y los dictados, la escuela no pudo cumplir con aquello que había prometido. Esto indica de nuevo la importancia de que no exista una diferencia abismal entre lo que ven los estudiantes en su «jornada de orientación» y lo que más probablemente experimentarán durante el resto de su estancia en la escuela secundaria.

Reorganizaciones institucionales Una solución que suele plantearse para dar cumplimiento a las necesidades especiales de los años de transición, consiste en crear una institución especialmente destinada a este periodo crítico en el desarrollo de la gente joven; una institución que sea capaz de protegerla, aislarla y suavizar el paso de la infancia a la adolescencia. La institución que se ha propuesto es la escuela media. La investigación y la bibliografía sobre las escuelas medias resultan difíciles de evaluar. Buena parte de la bibliografía favorable se asocia a organizaciones que han defendido abiertamente la creación de escuelas medias, como la Asociación Nacional de Escuelas Me90

dias en Estados Unidos, y la Asociación de Escuelas Medias de Saskatchewan, en Canadá (George y Oldaker, 1985; National Middle School Association, 1982). Otras publicaciones son menos consistentes en sus argumentaciones a favor de la escuela media. Por ejemplo, un estudio de K. Tye (1985) sobre las pautas del currículum y la enseñanza en las escuelas superior junior y media evidenció muy pocas diferencias entre ambas instituciones. Varios investigadores (Hawkins et al., 1983; Earl, 1987; Pugh, 1988; Eccles y Lord, 1991) han revisado la bibliografía existente sobre el agrupamiento por edad y ciclo, en un intento por ilustrar sus efectos sobre el rendimiento de los alumnos, la satisfacción de familias y alumnos, los costes del programa curricular, las actitudes de los estudiantes y el concepto que tienen de sí mismos. Los resultados sugieren que las prácticas de los profesores en sus aulas son las que con más probabilidad aportarán las claves sobre el aprendizaje y desarrollo del estudiante, y no las disposiciones mecánicas, como la duración del ciclo (Epstein y Peterson, 1991). Los investigadores de la escuela media inglesa han constatado que su aspiración de ofrecer a los estudiantes una transición suave es más retórica que real. Aplicando diversas metodologías y tomando como objeto de estudio casos y localizaciones diferentes, todos estos autores han llegado a la conclusión de que en la línea central, exactamente en el punto divisorio entre primaria (elemental) y secundaria, no se producía una transición suave en absoluto, sino una ruptura brusca. La frecuencia con la que se optaba por la clasificación por grupos homogéneos aumentaba nítidamente, al mismo ritmo que el número de profesores especializados en una asignatura, y de profesores con los que entraban en contacto los estudiantes (Hargreaves, 1986; Hargreaves y Tickle, 1980; Taylor y Garson, 1982; Meyenn y Tickle, 1980). El estudio de Hargreaves (1986) atribuye esta ruptura al hecho de que las escuelas medias surgieron no tanto por razones de idealismo educativo como por conveniencia administrativa (¡eran más baratas!); que las escuelas tenían pocos profesores que hubieran sido formados específicamente para dar clases durante los años medios, y que la mayoría de los profesores de escuela media habían sido reclutados de antiguas escuelas elementales o secundarias, para ser asignados a aquellos años de escuela media que más se adecuaban a su experiencia anterior. K. Tye 91

(1985) y otros (como por ejemplo Alexander et al., 1978) también afirmaron que las escuelas medias surgieron en Estados Unidos debido en gran parte a razones de conveniencia administrativa. Algunas valoraciones de la escolarización media son más positivas. Una encuesta nacional efectuada entre directores y profesorado de grado 7 en Estados Unidos, puso de manifiesto que el profesorado de séptimo en las escuelas medias que comprendían los grados 6/7/8, en comparación al mismo ciclo en las escuelas superiores junior que comprendían los grados 7/8/9, se veía algo más expuesto a estructuras organizativas y prácticas de enseñanza que, en teoría, son más apropiadas para la enseñanza y el desarrollo social en grados superiores (Braddock et al., 1988). Tras la introducción de las escuelas medias en St. Louis, en 1980, mejoró la asistencia a clase de los estudiantes, éstos obtuvieron mejores puntuaciones en las pruebas de rendimiento, y se dieron menos problemas disciplinarios y expulsiones de estudiantes (Wiles et al., 1982). No obstante, como quiera que la evaluación se llevó a cabo sólo dos años después de su introducción, se desconoce el impacto de las escuelas medias a largo plazo. La investigación de Simmons y Blyth (1987) indica algunas desventajas perdurables en la transición a la escuela superior junior en una gran ciudad, especialmente para las chicas, y apunta algunas ventajas de los sistemas de escuela media o K-8.1 Argumentan que las escuelas medias facilitan la transición porque ésta se produce antes de la pubertad y supone el traslado a un edificio que suele ser más pequeño que el de una escuela secundaria. La transición precoz tiene la ventaja de coincidir en menor medida con otros cambios que experimenta el adolescente, lo que reduce la acumulación de éstos y supone un aumento menos espectacular del número de compañeros y estudiantes mayores. Quizá exista un compromiso en la elección entre escuelas medias y escuelas superiores junior. Al comparar los efectos de la enseñanza en un aula dirigida por un solo profesor y la departamentalización, McPartland (1987) descubrió que la primera se beneficiaba de las relaciones entre estudiante y profesor en detrimento de una mayor 1.  Escuelas a las que asiste el alumnado desde los 6 años a los 14 años. (Nota de la revisión). 92

calidad en la enseñanza de la asignatura, mientras que la departamentalización mejoraba la calidad de la enseñanza de la asignatura a costa de sacrificar la fluidez de las relaciones entre el estudiante y el profesor. Así pues, las pruebas aportadas por la investigación de los sistemas de escuela media no parecen ser lo suficientemente concluyentes como para justificar su introducción completa o su eliminación como respuesta al problema de la transición. Las escuelas medias ofrecen posibilidades, no garantías. El hecho de que no siempre cumplan sus objetivos, puede estar motivado no tanto por la introducción de unos objetivos inapropiados, como por su imposibilidad de satisfacerlos debido a la escasez de personal debidamente formado, a la presión externa que exige responsabilidades, a las expectativas reales o percibidas como tales de las escuelas que acogerán a los estudiantes de escuela media, etcétera (Hargreaves, 1986). Lo más importante para los estudiantes que se encuentran en esta fase no son los muros dentro de los cuales trabajan, ni siquiera el nombre que se le dé al edificio que contiene esos muros, sino la calidad de la enseñanza, del aprendizaje y de la atención personal que se alcanza dentro de ellos. En este sentido, los cambios en los primeros años de la escuela secundaria pueden ser tan efectivos para el progreso y la adaptación del estudiante, como los que se produzcan en toda la infraestructura de la escolarización.

Resumen La transición es un proceso al que es necesario restar dificultad y al que también hay que desarrollar y mejorar. Hemos analizado formas prácticas de realizar ambas tareas; algunas de ellas son muy específicas, otras, sin embargo, más amplias y ambiciosas. No obstante, creemos que, en general, existe la necesidad de abordar los principios intrínsecos sobre los que se sostiene, incluso en el caso de cambios muy específicos. Que las reuniones entre profesores de primaria y de secundaria resulten efectivas no sólo depende de los aspectos prácticos del papeleo, sino también del grado de confianza y conocimiento que ambos sectores mantienen sobre la práctica del otro, no simplemente a través de la divisoria de la enseñanza ele93

mental-secundaria, sino también dentro de su propio ámbito. Esto significa que un prerrequisito importante para lograr una comunicación efectiva que atraviese la divisoria de la enseñanza elementalsecundaria, puede hallarse en la implantación de formas muy bien desarrolladas de coordinación entre profesores de ambos sectores, ¡todo un desafío! Lo más probable es que los administradores que andan a la búsqueda de rápidas soluciones de procedimiento a los problemas planteados por el cambio y la transición se sientan desilusionados. Más pronto de lo esperado, sus intentos de cambio tendrán que abordar los principios profundos que subyacen en las innovaciones específicas que tratan de poner en práctica. Los administradores, convencidos de que sólo tenían que efectuar unos pocos cambios de procedimiento, se han tenido que enfrentar a menudo con la disyuntiva de cambiar toda su escuela. Para asegurar unas mejoras sustanciales y significativas en cuanto a la educación de los preadolescentes, habrá que afrontar, en último término, los principios subyacentes, las estructuras profundas y, en particular, las culturas más arraigadas de la escolarización secundaria.

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5. Atención y apoyo

La necesidad de apoyo Como ya hemos visto, los preadolescentes deben superar varios «ritos de transición». Pasan por la pubertad; abandonan los referentes de orientación proporcionados por la familia para identificarse más plenamente con su grupo de iguales; se les traslada de una escuela a otra y empiezan a tomar decisiones personales y educativas que tendrán un efecto duradero sobre sus vidas. Para estos adolescentes, el microcosmos de la autoexploración se halla inserto en el macrocosmos más amplio de una cultura mundial en proceso de transformación, con una economía nacional y mundial, unas comunidades sociales y étnicas y unas estructuras políticas globales que cambian a un ritmo vertiginoso. Los preadolescentes son la imagen de su sociedad y reflejan todos sus problemas (como, por ejemplo, las dificultades de aprendizaje, los malos tratos, la pobreza, el racismo). También experimentan una gran inquietud por lo que les depara el futuro y por el lugar que ocuparán en él. Al afrontar lo que para ellos es su primera gran «crisis de identidad», los jóvenes necesitan una información clara, una orientación y un apoyo sin reservas, aunque de baja intensidad, para que sean capaces de desarrollar un concepto positivo de sí mismos, adaptarse a profundos cambios de orden personal y adquirir la formación adecuada que les permita afrontar su nueva situación con la independencia y el juicio crítico necesarios para asumir el lugar que vayan a ocupar en el conjunto de la comunidad. Ofrecer apoyo a los preadolescentes es una tarea desalentadora. Cada escuela presenta una enorme variabilidad en cuanto a las necesidades y requerimientos de sus estudiantes, según la edad, madurez, logros, circunstancias familiares, intereses, ambiciones, 95

etnia, género y toda una serie de factores diversos. Las escuelas no sólo deben ocuparse de aquellos estudiantes en situación «de riesgo», sino del amplio espectro de estudiantes que constituye la «corriente principal», y que también necesita apoyo. De hecho, veremos que una de las falacias de la escolarización secundaria y de la escuela superior junior es que la escuela se convierta en un lugar neutro e inhóspito para la mayoría de sus estudiantes que deben arreglárselas por sí solos, al tiempo que organizan programas especiales y adicionales para los estudiantes «de riesgo» que no parecen adaptarse. Apoyar y atender bien a los estudiantes de riesgo significa tener las escuelas organizadas y estructuradas de modo que sean capaces de proporcionar apoyo y atención a todos los estudiantes. Una de las razones más convincentes para reestructurar la escuela es la que propugna crear organismos que funcionen como comunidades acogedoras, globales y estimulantes para todos sus estudiantes, tanto los de la corriente principal como los de riesgo, y no centros preocupados únicamente por seguir la estela dejada por aquellos que alcanzan mayores logros académicos (Stoll y Fink, 1996). En el capítulo 2 explicamos por qué es tan importante tener en cuenta las necesidades personales y sociales de los preadolescentes. Analizamos los dos polos contrapuestos que conforman el dilema del adolescente: la necesidad de independencia y la necesidad de atención, y demostramos cómo la mayoría de las escuelas secundarias y de las escuelas superiores junior parecen descuidar e incluso a veces socavar el cumplimiento de estas exigencias. Según observamos, es en los grados 7 y 8 de la escuela superior junior donde la disciplina, el control y la organización estricta parecen ser mayores que en ningún otro eslabón del sistema. Por otro lado, muchas escuelas secundarias son como aeropuertos atestados, donde el timbre de la escuela señala los cambios de vuelo cada cincuenta o setenta minutos, mientras los estudiantes acuden en tropel a sus taquillas para cambiarse y prepararse para la clase siguiente (Hargreaves, 1982). Los estudiantes de escuela secundaria, y en especial aquellos que no están destinados a entrar en la universidad, tienden a ver a sus profesores como personas carentes de interés (Wehlage y Rutter, 1986). Los estudiantes que han abandonado los estudios son considerados de modo menos favorable por sus antiguos profesores que por parte de padres, compañeros o superiores (Karp, 1988; Gedge, 96

1991). Cuando a estos estudiantes se les pregunta si existe alguna razón que los hubiera decidido a continuar en la escuela, a menudo dan como respuesta «la presencia de profesores más atentos», el que hubiera un adulto que les conociera bien y se preocupara por ellos (Karp, 1988). En cualquier caso, la mayoría de estudiantes desean contar con profesores que les preste la debida atención, al margen de los antecedentes, el género o la clase social (Ryan, 1994). Hace décadas, Emile Durkheim (1956) argumentó que con la disminución de la responsabilidad de la Iglesia en el cuidado y la socialización de los niños, la educación estatal había recogido el testigo de la educación moral de los jóvenes. Según argumentó, la educación era moralmente importante para crear un conjunto de valores y sentimientos comunes en los jóvenes, más allá de los intereses particulares a los que se intentaría dar cumplimiento si esta tarea se dejara por completo en manos de la familia. Desde los tiempos en los que Durkheim elaboró su estudio, las propias familias han evolucionado. El concepto habitual de familia era el de dos progenitores en su primer matrimonio, con hijos propios y dependientes, un concepto que está cada vez más en desuso (Elkind, 1993). Muchos preadolescentes en la actualidad llevan vidas postmodernas, en familias desestructuradas, pertenecen a comunidades culturalmente diversas y que avanzan muy rápido en el mundo de la imaginería visual. Sin embargo, esas vidas postmodernas se ven atrapadas en la jornada escolar, en unas instituciones modernas con horarios burocráticos, conocimientos compartimentados y que hacen gala de una deficiente atención hacia los jóvenes. Etzioni (1993) está convencido de que para poder restaurar la infraestructura moral de nuestras comunidades, las escuelas tendrán que intervenir allí donde otras instituciones han fracasado. Para que esto suceda, en las escuelas secundarias actuales deberá llevarse a cabo una profunda transformación. Sergiovanni (1994) aduce que las escuelas tienen que representar un papel mucho más vital y central en la construcción de la comunidad, procurar la debida atención, desarrollar las relaciones, crear un propósito común y fomentar un vínculo de unión entre la gente que vaya más allá de ella misma. Siguiendo a Tonnies (1887), propone que las escuelas enfoquen la construcción de la comunidad en tres direcciones: 97

• Comunidad de afinidad, como una unidad de ser similar a la que se produce entre familia, vecinos y amigos, en la que se crea una sólida sensación de «nosotros» en el seno del grupo social. • Comunidad de lugar, como ocurre con los conceptos de «mi clase», «mi barrio» o «mi escuela», donde se dé cabida a una amplia participación y se desarrolle un sentido de pertenencia. • Comunidad de pensamiento, donde la gente establezca vínculos mediante la creación de objetivos, valores y conceptos del ser comunes (pág. 6). Cómo convertirse en comunidades de estudiantes, en comunidades para los estudiantes, y establecer conexiones con comunidades situadas más allá del conjunto de estudiantes más cercanos plantea algunos de los más grandes desafíos a la estructura y organización de las escuelas secundarias, así como a los métodos mediante los cuales pueden y deberían prestar apoyo a sus estudiantes.

Reformas que incumplen el principio de atención al estudiante El fracaso de gran número de escuelas secundarias y escuelas superiores junior a la hora de prestar apoyo y atención efectivos a los preadolescentes constituye uno de los temas más frecuentes de estudio en las publicaciones que tratan las razones que motivan el abandono de los estudios y la naturaleza de la escuela secundaria en general (Wideen y Pye, 1989). Y, sin embargo, las necesidades personales y sociales de los preadolescentes son fundamentales para su actual bienestar y para aumentar sus posibilidades de éxito académico, así como para asegurar su responsabilidad social y satisfacción personal en el futuro. No obstante, buena parte de la retórica utilizada para explicar la reforma educativa parece no darse cuenta de ello o en el peor de los casos, muestra una actitud abiertamente hostil a estas necesidades, demostrando un claro rechazo a todo aquello que no se encuadre en estrechos márgenes disciplinarios, no sea estrictamente académico y se centre en la tarea inmediata del aprendizaje. En Estados Unidos, por ejemplo, la «Ley Objetivos para el 2000: Educar a América» identifica ocho objetivos nacionales para la edu98

cación. Dos de ellos se refieren a la formación del profesorado y al desarrollo profesional, y uno a la participación de los padres. Los cinco restantes guardan relación con los resultados del aprendizaje y la productividad académica. Recuerdan la necesidad de un ambiente escolar disciplinado, pero por ello se entiende un ambiente libre de peligros y seguro, y no uno que contribuya positivamente al bienestar y el desarrollo de los estudiantes. Aparece, pues, una tenaz conformidad con la disciplina, pero no así con el interés por el apoyo y la atención al estudiante. Afortunadamente, algunas de las numerosas reformas educativas introducidas en los estados ni ponen tanto énfasis en las cuestiones académicas; ni dejan totalmente de lado los aspectos aparentemente más difíciles de la atención al alumnado. Por ejemplo, dos de los seis objetivos de aprendizaje y de sus resultados específicos para el estado de Kentucky resaltan de forma expresa la confianza del alumno en sí mismo y una actitud responsable como miembro del grupo. De modo similar, los diez resultados esenciales de aprendizaje que deben obtener los estudiantes de la provincia canadiense de Ontario cuando finalicen el grado 9 incluyen: • «Solucionar problemas y tomar decisiones responsables con una actitud crítica y creativa.» • «Aplicar las técnicas necesarias para trabajar y mantener una buena relación con los demás» (entre ellas se incluyen el trabajo en común, el respeto de las diferencias culturales, y el poder resolver conflictos de forma conjunta). • «Participar como ciudadanos responsables en la vida de las comunidades local, nacional y global.» • «Tomar decisiones inteligentes y sensatas para llevar una vida sana» (Ontario Ministry of Education and Training, 1995, págs. 27-29). En Inglaterra y Gales, por el contrario, el Currículum Nacional ha definido un currículum obligatorio, detallado y nacional, basado en asignaturas, que en gran parte ha suprimido como aspecto esencial la atención al alumno. Las asignaturas «esenciales» de este currículum, estrechamente vinculadas a los resultados del aprendizaje en «fases clave» específicas de la educación, son en una abruma99

dora mayoría las asignaturas que cuentan con mayor prestigio en el currículum convencional de la escuela secundaria. Las asignaturas estéticas, prácticas, personales y sociales se han visto desplazadas y marginadas por este currículum (Hargreaves, 1989; Goodson, 1994). Agobiados por el exceso de contenidos que aumentan la demanda de evaluación y la presión constante que supone destinar el tiempo adecuado a las asignaturas base obligatorias, los profesores del Currículum Nacional se han declarado incapaces de dedicar el tiempo y esfuerzo necesarios a los otros ámbitos (Helsby y McCulloch, 1996). Durante un tiempo, a finales de la década de los 70 y principios de los 80, dio la impresión de que a las asignaturas cenicientas de la escolarización secundaria inglesa se les hubiera permitido acudir finalmente al baile, junto con sus hermanas de más alto rango. Movidas por una necesidad emergente y básica, en consonancia con los cambios sociales que se producían a su alrededor, y a las necesidades e intereses de los adolescentes, un número cada vez mayor de escuelas secundarias británicas empezó a introducir los correspondientes programas de educación social y personal para todos los estudiantes. No se trataba sólo de programas sobre habilidades personales para afrontar situaciones, o de supervivencia para los menos capacitados, aquellos con los que el sistema anterior ya había fracasado. Los programas se extendieron a la educación política y a la discusión de temas relacionados con la paz, la raza, el medio ambiente y una amplia gama de cuestiones sociales que interesaban a todos los estudiantes. Buena parte del impulso creativo que propició la aparición de un Currículum Nacional y su dieta de asignaturas académicas impuestas procedía de grupos de presión conservadores que convencieron al gobierno británico de que las cuestiones personales y sociales «no relativas a las asignaturas», que se centraban en «temas candentes», no eran materia adecuada de enseñanza en la escuela (Scruton et al., 1986; Scruton, 1985; Cox y Scruton, 1984). Según argumentaban, estas cuestiones «no relativas a las asignaturas», abarcaban temas de gran complejidad social y política, situados muy por encima de la capacidad de juicio y madurez propia de la mayoría de adolescentes menores de 16 años; se dijo, además, que muchos profesores no poseían los conocimientos suficientes para afrontarlos de una manera 100

imparcial, y que su inclusión «desplazaría» del currículum escolar otras asignaturas «más importantes». Los críticos respondieron que los jóvenes debían desarrollar las capacidades de razonamiento, una inquietud afectiva y puntos de vista independientes y críticos para afrontar y reflexionar sobre estos temas ante los cuales la humanidad se halla dividida y que, de todos modos, ya representan una preocupación para muchos jóvenes (Hargreaves et al., 1988; Stradling et al., 1984). Sean cuales fueren los argumentos, está claro que el Currículum Nacional inglés y galés consiguió detener el avance de la corriente de educación personal y social, desplazándola hacia la periferia de las prioridades de profesores y escuelas. Best (1994), por ejemplo, aporta pruebas de que el nivel de atención prestada a los estudiantes por parte de los profesores de secundaria se resintió como consecuencia de la implantación del Currículum Nacional. Su preparación distrajo a los profesores de su función en el aula-hogar, e indujo al profesorado de asignaturas a dar todavía una mayor prioridad a las mismas. La exigencia constante de evaluaciones y exámenes significó que la educación personal y social, así como la atención, en general, «chocaran contra un muro» para muchos profesores. Se aparcaron las cuestiones relativas a la coordinación entre las escuelas elemental y secundaria, al tener que concentrarse cada sector en las nuevas exigencias que les planteaba el Currículum Nacional. Además, el Currículum Nacional y la competencia académica entre escuelas, que tomaban como valor de clasificación los resultados obtenidos, afectaron a las perspectivas profesionales de los profesores, hasta el punto de que el aspecto pastoral o de atención dejó de verse como un criterio importante para progresar en el terreno laboral (véase Watkins, 1994). Los esfuerzos que se realizan actualmente para redefinir los niveles profesionales de los profesores también pueden poner en peligro su compromiso para proporcionar la debida atención a los estudiantes. Estos esfuerzos tienden a imitar a las profesiones clásicas, definiendo la pericia de los profesores principalmente en términos de conocimientos especializados y habilidades técnicas (Hargreaves y Goodson, 1996). Dichos niveles profesionales tienden a resaltar el dominio de la asignatura, los conocimientos técnicos (también llamado «conocimiento pedagógico del contenido») acerca de cómo 101

enseñar la propia asignatura, y la reflexión racional. La atención a los jóvenes, el compromiso y la implicación emocional son las grandes ausentes en las definiciones emergentes sobre los niveles profesionales para la enseñanza en Estados Unidos, y tampoco aparecen en los criterios que definen a un «docente de habilidades avanzadas» en Australia (Ingvarsson, Chadbourne y Culton, 1994).

Defensa de la atención al alumno Buena parte de la reforma escolar parece dar a entender que la atención dedicada al adolescente ya no importa. El trabajo de carácter emocional raras veces es reconocido como fundamental para indicar la profesionalidad del docente. Y, sin embargo, tal como argumentan autores como Noddings (1992), la atención no sólo es un requisito vital para el aprendizaje del estudiante, sino también una forma esencial de aprendizaje: Si la escuela tuviera un objetivo principal, éste debería ser el de promover el desarrollo de los estudiantes como personas sanas, competentes y con un sentido de la moralidad… El desarrollo intelectual es importante, pero no puede ser la prioridad fundamental en las escuelas (pág. 10).

Los estudiantes, concluye la autora, se preocupan poco por lo que tienen que aprender (un problema de currículum). También se queja de que los profesores se «preocupan» poco por los estudiantes (un problema de atención). Según sugiere su obra, el tema a debatir en las escuelas no es el de bailar al ritmo de efectividad orquestado por la escuela, obsesionada por cumplir el objetivo de que «todos los niños puedan aprender», sino el de preguntarse qué es lo que deberían estudiar los niños. La atención, tanto en el contenido del currículum formal como en las relaciones humanas a través de las cuales se estudia, es una de las cuestiones prioritarias a aprender por los alumnos, asegura Noddings. Según esta autora, existen varias fórmulas para que las escuelas y los educadores amplíen sus horizontes más allá de lo estrictamente académico y conciban un espacio más diáfano donde pudiera 102

prestarse la atención debida al aprendizaje de la gente joven. Algunos de esos ámbitos clave o centros de atención, según los denomina ella, son: • Centrar la atención en uno mismo, en el propio ser físico (no sólo mediante el ejercicio autoindulgente, sino también a través del servicio a los demás), en la propia vida espiritual, el trabajo y el ocio. • Centrar la atención en los más allegados, en compañeros y allegados, mientras los jóvenes se preparan para establecer lazos de intimidad a largo plazo; en los amigos y vecinos y, no en menor medida, en los niños (los más inmaduros), buscando maneras estructuradas para trabajar con niños más pequeños en el ámbito escolar, y brindarles apoyo. • Centrar la atención en colegas y conocidos, en compañeros de trabajo y comunidades estableciendo compromisos de ayuda y apoyo recíprocos, lo que constituye una preparación vital para el comportamiento positivo (y productivo) en el puesto de trabajo, para prestar servicio a la comunidad. • Centrar la atención en los animales, en particular en los animales domésticos y en el amplio mundo de los seres vivos, en general. • Centrar la atención en las plantas y en el entorno físico, por ejemplo cuidando el propio jardín, mostrando interés en preservar el equilibrio local y global de la naturaleza y el medio ambiente en general. • Centrar la atención en el mundo de los objetos e instrumentos creados por el hombre, es decir, en el mantenimiento concienzudo de las posesiones materiales (en lugar de un materialismo oportunista), así como por el ambiente estético y arquitectónico del país y de la ciudad. • Centrar la atención en las ideas, es decir, en las pasiones del intelecto y de la creatividad de la mente, no mediante el tratamiento de hechos presentados de forma suave, sino atendiendo a los aspectos de percepción e imaginación que pueden aportar el conocimiento y reflexión. No es que las cuestiones académicas no sean importantes y que la atención lo sea todo. De hecho, las escuelas urbanas y las destina103

das a los más pobres, que tratan de proporcionar a sus estudiantes un refugio de afecto sin estimularlos intelectualmente, les hacen un flaco favor a largo plazo (Hargreaves, 1995). Pero, en la mayoría de los casos, la relación entre la atención al alumno y su preparación académica se extiende por desgracia en la dirección opuesta. Muchos jóvenes no adquirirán los niveles básicos académicos si no les preocupa y atienden a lo que aprenden. Perderán la vinculación con su aprendizaje si se sienten aislados, perdidos y desatendidos en sus escuelas. Y sin las habilidades, responsabilidades y recompensas que se derivan de la atención y cooperación con y para los demás, todos los progresos intelectuales del mundo no conseguirán convertirlos en personas mejores o en ciudadanos más éticos (como muy bien han demostrado tantos líderes totalitarios altamente inteligentes). La atención, pues, importa y mucho. No podemos permitirnos el lujo de descuidarla.

Tradiciones de atención y apoyo A pesar de sus deficiencias para apoyar a los estudiantes, las escuelas secundarias y las escuelas superiores junior no se hallan totalmente desprovistas de estructuras para proporcionar una atención que, en cierta medida, también se practica. De hecho, en Estados Unidos y en el Reino Unido se han institucionalizado con firmeza, en el seno de las escuelas, dos tradiciones de apoyo muy específicas, una en cada país. Tradicionalmente, las funciones de atención al alumno en la escuela secundaria estadounidense han estado en manos de orientadores y asesores especializados. Dicho personal aconseja a los estudiantes sobre selección de cursos y toma de decisiones que afectan a su trayectoria estudiantil. Aconsejan sobre problemas personales que puedan interferir en el aprendizaje de los estudiantes y se ocupan de aquellos alumnos con problemas de comportamiento demasiado graves como para ser abordados en el aula. En aquellos casos en que los problemas de los estudiantes se agudizan: pobreza, maltrato en el hogar, disfunciones familiares, embarazo, alcohol, drogas o delincuencia, el personal de orientación y asesoramiento coopera con los servicios sociales y los tribunales de menores ajenos a 104

la escuela, así como con los profesores responsables de la enseñanza a estos jóvenes. Allí donde se han establecido enlaces con las escuelas de origen de los estudiantes (elemental y superior junior), buena parte de responsabilidad cae a menudo en manos del personal de orientación y asesoramiento. Con frecuencia, este personal trabaja con estudiantes de forma individualizada, a veces con pequeños grupos que les son enviados para desarrollar con ellos programas especiales de trabajo, y con clases a las que enseñan módulos de cursos de enseñanza sobre carreras profesionales, etcétera. La orientación y el asesoramiento se consideran trabajos especializados que requieren una cualificación profesional aparte de las exigidas para la enseñanza regular en el aula. La orientación y el asesoramiento son los ámbitos en los que las escuelas superiores se ocupan de forma fehaciente de atender a sus estudiantes en Estados Unidos. Ponen a disposición de los estudiantes personal debidamente formado y cualificado para afrontar problemas no académicos y se aseguran, mediante la atención debida y la asignación de recursos a este ámbito, de que la escuela y sus profesores no descuiden sus deber de brindar atención y apoyo al alumno. No obstante, en el transcurso del tiempo, ha quedado claro que la existencia de un sistema separado que proporcione orientación y asesoramiento ha traído consigo muchos más problemas que beneficios. • La profesionalización de los servicios de orientación y asesoramiento, que conlleva a menudo su propio lenguaje clínico, tiende a resaltar a veces los problemas «más profundos» de naturaleza psicodinámica, por encima de los aparentemente «más simples» que presentan los estudiantes (Cicourel y Kitsuse, 1963). • La profesionalización de los servicios de orientación y asesoramiento tiende a dudar de la capacidad de los docentes, al asumir una mayor responsabilidad para tratar los problemas de los estudiantes. • La institucionalización de los servicios de orientación y asesoramiento como una función separada y especializada puede estimular en los profesores de aula la idea de que la atención, el apoyo y las relaciones no son de su incumbencia, puesto que ésos son temas de los que se ocupan otros. 105

• El gran número de contactos individuales que mantiene el personal de orientación y asesoramiento con los estudiantes puede sobrecargar a dicho personal de trabajo, y reducir la calidad general de su atención, ya que se concentran en los casos más «problemáticos» de entre unos pocos. Todos los adolescentes se benefician de las oportunidades que se les brindan para discutir sobre temas personales con un adulto sensible y que les demuestre afecto. En realidad, suele haber un número relativamente pequeño de estudiantes «de riesgo», cuyas circunstancias son las que con mayor frecuencia demandan la utilización de estos servicios. Los consejeros-orientadores tienen que afrontar continuamente el dilema de elegir entre satisfacer las necesidades «normales» de muchos, o las demandas urgentes, producto de una situación de crisis, de unos pocos (maltrato, dolor por la muerte de un ser querido, intimidación, etc.). • El personal de orientación y asesoramiento puede dedicar poco tiempo a los individuos, un tiempo que emplearían mejor desempeñando papeles de apoyo en clase con grupos más grandes. Corren el peligro de dedicar demasiado tiempo a tratar de «apagar incendios», en lugar de ayudar a crear un clima que prevenga la aparición de los mismos. La «buena orientación» es una actividad colaborativa y global de la escuela que ofrece un apoyo sistemático a los estudiantes (Levi y Zeigler, 1991; Asociación de Consejos Escolares del Estado de Nueva York, 1987). Este programa de apoyo escolar total incluye a menudo la presencia de secretarios y guardianes (que en Gran Bretaña se denominan «cuidadores»), así como de profesores que colaboran activamente con el cuerpo estudiantil para crear una «sensación de hogar» en la escuela. Esto no elimina el papel del consejero-orientador. El programa de orientación sería más bien una parte integral de la escuela, que recibe un fuerte apoyo administrativo, y que implica una responsabilidad compartida por asesores, administradores, profesores de educación regular y especial, estudiantes y familias, todos ellos trabajando conjuntamente (Levi y Zeigler, 1991;Cheng y Zeigler, 1986). Los preadolescentes necesitan ayuda para remediar sus puntos débiles y desarrollar sus puntos fuertes sin ser estigmatizados, etiquetados o separados de sus compañeros mediante 106

programas de tratamiento individual y aislado (MacIver y Epstein, 1991). El papel del personal de orientación y asesoramiento empieza a cambiar en muchas escuelas secundarias y superiores junior, pero precisa todavía de una mayor transformación. La tendencia actual en los servicios de orientación apunta hacia la existencia de orientadores que pasan menos tiempo con un pequeño número de estudiantes con problemas personales, para desplazar la atención de una programación reactiva a otra proactiva (Bailey et al., 1989). Según este modelo, todos los profesores son orientadores. Los profesores específicamente formados como orientadores pueden ayudar a muchos más estudiantes si trabajan siguiendo un esquema de actuación preventiva, que pretende atender las necesidades de pequeños grupos con problemas similares sobre temas específicos (como, por ejemplo, drogadicción, problemas familiares, embarazo) (Bailey et al., 1989; Aubrey, 1985; Capuzzi, 1988; Cole, 1988; Tennyson et al., 1989). Un programa de apoyo escolar global en el que participen todos los profesores (y a menudo todo el personal, incluidos los secretarios y cuidadores), en colaboración con el cuerpo estudiantil, consigue avanzar mucho más en el objetivo de crear una sensación de hogar y de comunidad, lo que permite a la gente joven afrontar los problemas y desafíos que encuentran en sus vidas. Los emergentes pero todavía insuficientes cambios de dirección en los servicios de orientación y asesoramiento, se pueden sintetizar del siguiente modo: • Pasar de trabajar con estudiantes de forma individualizada a hacerlo con pequeños grupos y clases enteras de estudiantes. • Adoptar una postura de prevención, y no de reacción, ante los problemas. • Pasar de trabajar fuera de las aulas a hacerlo dentro de ellas. • Ofrecer asesoramiento especializado a los profesores de aula, que luego pueden trabajar mejor con los estudiantes, en lugar de ofrecer ayuda individualizada a los alumnos sin contar con el profesorado. • Trabajar con el grupo de clase, en lugar de hacerlo con casos individuales.

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Reconceptualizar el papel del asesor-orientador no sólo es importante para mejorar la calidad del servicio de orientación en particular, también es esencial en las escuelas secundarias, a medida que las organizaciones y el despliegue del personal que las componen vayan siendo reestructurados siguiendo modelos que aporten una educación más válida y efectiva a los preadolescentes. Tal reestructuración presupone la desaparición de la separación estricta entre profesores de aula y asesores-orientadores, de modo que los recursos de personal se puedan desarrollar con mayor flexibilidad para satisfacer las necesidades de los estudiantes. En Estados Unidos, el sistema de orientación se creó para apoyar al sistema académico. En el Reino Unido, esta función entró a formar parte de un sistema denominado atención pastoral. Hasta los años 60 y 70, las escuelas secundarias del Reino Unido se dividían en escuelas secundarias académicas para estudiantes muy capacitados, y escuelas secundarias modernas para el resto. A menudo estas escuelas fueron relativamente pequeñas, especializadas en opciones académicas y profesionales, respectivamente. La llegada de las escuelas comprensivas, que aunaban todas las capacidades en muchos ámbitos, significó el final de la escuela secundaria académica, de las escuelas modernas secundarias y el de muchas otras escuelas secundarias más pequeñas. Las escuelas comprensivas se convirtieron en grandes organizaciones impersonales, difíciles de administrar, a menos que el sector secundario pudiera ser dividido mediante la utilización de escuelas medias o escuelas secundarias junior. Se temía que, entre todas aquellas burocracias de nuevo cuño, se pasara por alto la necesidad de procurar el bienestar individual a los estudiantes, y que los límites de responsabilidad del personal docente en las tareas de potenciar el bienestar y la disciplina entre los estudiantes terminaran por hacerse borrosos e incluso por desaparecer (Reynolds y Sullivan, 1987). Al mismo tiempo, la reorganización de la escuela secundaria planteó grandes problemas para las carreras y categorías de los profesores de la escuela secundaria moderna. Estos profesores, que probablemente se verían superados por sus homónimos de la escuela secundaria académica, mejor cualificados que ellos, al competir por los puestos de jefe de departamento de asignatura muy deseados y lucrativos en el Reino Unido, requerían nuevos puestos de respon108

sabilidad que estuvieran a la altura de la posición y el salario acumulados durante su experiencia en la escuela secundaria moderna (Burgess, 1987; Hargreaves, 1980). Irónicamente, el problema que representaba garantizar la disciplina y el bienestar estudiantil en las grandes escuelas, y los intereses profesionales de los profesores de la escuela secundaria moderna, condujeron a las escuelas comprensivas a adoptar y modificar un sistema que al principio alcanzó popularidad en el sector privado de élite: el sistema doméstico de atención pastoral (Lang, 1983). Los estudiantes de estas escuelas eran divididos en varios «hogares» o «casas», cada uno de los cuales tenía un nombre y era dirigido por un profesor senior, considerado el «jefe del hogar». En estos hogares se incluía a miembros de todos los grupos de edad de la escuela. El sistema doméstico constituía un agrupamiento vertical que coordinaba la administración, se ocupaba de la disciplina, afrontaba los problemas de los estudiantes y proporcionaba una base para la competencia deportiva dentro de la escuela. Estos sistemas domésticos verticales fueron sustituidos paulatinamente por sistemas anuales laterales, dirigidos por un jefe distinto cada año, que a menudo dedicaban un periodo de tiempo al comienzo de uno o de más días por semana a que los estudiantes se reunieran con los compañeros de su misma edad, en el salón de su hogar, acompañados de su profesor del aula-hogar. Estas aulas-hogar se componían del conjunto de estudiantes de ese año en concreto. Ya se basara en el sistema doméstico o en el sistema anual, la atención pastoral se convirtió en una práctica muy difundida en la organización de la escuela secundaria en Gran Bretaña. La «sabiduría convencional» propia de la atención pastoral en las escuelas comprensivas reconocía como prioridades la atención, el bienestar y las necesidades personales de los estudiantes (véase, por ejemplo, Marland, 1974; Blackburn, 1975), ya fuera porque ese bienestar es importante en sí mismo, o porque ayuda a eliminar escollos en el funcionamiento del sistema académico. En la práctica, los estudios sobre la atención pastoral revelaron otro tipo de preocupaciones como la administración, el papeleo, los procedimientos de traspaso de estudiantes, la disciplina y los castigos (Burgess, 1983). Los autores de uno de los estudios, en el que se recogían las distintas percepciones del profesorado sobre la atención pastoral, llegaron a la conclusión de que: 109

No hay una evidencia clara… de que la institucionalización de los roles dentro de la atención pastoral conduzca necesariamente y de forma directa a una mayor preocupación por el bienestar del alumno. De hecho, los profesores parecen percibirla de manera más explícita en el modo de resolver problemas de control y administración que afectan a los propios profesores (Best, Ribbins, Jarvis y Oddy, 1980, pág. 268).

Según argumentan, la necesidad de mantener ese control surgió, en gran medida, provocado por la expectativa de que el propósito principal del sistema pastoral era el de proporcionar «apoyo» al sistema académico de la escuela (págs. 257-258). Sin embargo, a menudo es precisamente ese sistema académico y sus carencias lo que constituye un problema para los estudiantes. El currículum y las tareas que tienen que realizar los estudiantes crean muchos de los problemas a los que tiene que enfrentarse el sistema pastoral. El resultado es lo que Williams (1980) denomina pastoralización, donde el tutor (en la atención pastoral) utiliza la relación de confianza mutua… para desviar quejas legítimas sobre la aplicación de tipos inadecuados de experiencia de aprendizaje ofrecida en la escuela (págs. 172-173).

En consecuencia, los problemas que presenta un sistema pastoral separado son que: • Promueve y conlleva que la importancia otorgada a la administración y al papeleo sea excesiva. • Sacrifica la atención en beneficio del control, en un sistema establecido para administrar el castigo y la disciplina. • La existencia de un sistema burocrático de referencias disciplinarias anima a los profesores de aula a asumir una responsabilidad menor sobre sus propios problemas de disciplina en el momento en el que se producen (Reynolds y Sullivan, 1987; Galloway, 1985). • El sistema pastoral puede apoyar y proteger al sistema académico y la aceptación del mismo por parte de los estudiantes, cuando es el propio sistema académico el que quizá presente carencias. • El sistema pastoral ofrece más posibilidades de solucionar problemas de orden profesional a los profesores «no académicos», que aquéllos relativos al bienestar de los estudiantes. 110

En la atención pastoral el consejero-orientador y el tutor personifican los problemas que presentan tanto la función de la atención fuera del aula, como el intento de solucionarlos creando un sistema separado a su alrededor. Las mentes de los jóvenes no se hallan estrictamente divididas en componentes afectivos y cognitivos, y tampoco debería estarlo la organización de las escuelas. El buen aprendizaje se da en un contexto de relaciones ordenadas, constructivas y afectuosas. Cuando estas relaciones de aula no son las deseadas, ningún sistema separado de atención y apoyo podrá sustituirlas, por muy elaborado que sea. La atención debe procurarse principalmente en el aula, y el propósito de la organización escolar no debería ser el de crear unas relaciones sustitutorias de atención que se produzcan en otra parte, sino el de desarrollar sistemas que hagan posible el establecimiento de relaciones constructivas en el aula, tanto para los estudiantes como para los profesores. El asesoramiento orientativo continúa sólidamente institucionalizado en las escuelas superiores de Estados Unidos, aunque en algunos lugares se han iniciado tímidos esfuerzos para reestructurar la educación secundaria, de modo que los profesores de los preadolescentes puedan trabajar en miniescuelas o subescuelas más pequeñas, donde la atención al estudiante no sea una función especializada, sino que se halle integrada en la dinámica cotidiana del aula, como parte de la responsabilidad del profesor. En Gran Bretaña hace ya algunos años que las estructuras especializadas de atención pastoral han quedado desacreditadas. En su lugar han surgido una serie de alternativas prometedoras. Entre ellas se incluyen cursos de educación personal, social y ética, impartidos por especialistas adecuadamente formados (aunque éstos suelen estar dirigidos a los adolescentes de edad más avanzada) (David, 1983); sistemas ampliados de aula-hogar que incluyen a veces un programa de enseñanza de habilidades personales y sociales, y que implica la aceptación por parte de los profesores de la escuela de alguna responsabilidad que garantice el bienestar de los estudiantes (Baldwin y Wells, 1981); y sistemas de autovaloración y realización de informes que estimulan a estudiantes y profesores a participar en un debate sobre el aprendizaje y el progreso (Munby, 1989; Hargreaves et al., 1988). El alcance de estos avances, sin embargo, se ha visto limitado por la introducción posterior de pruebas evaluativas del 111

Currículum Nacional, que no asignan tiempo legal para la educación personal y social de los niños, ni califican esa educación como parte valiosa de su aprendizaje. Se ha asignado un lugar para el asesoramiento especializado de los preadolescentes, pero su influencia necesita ser más modesta. Al mismo tiempo, hay que fortalecer otros sistemas de apoyo que impliquen a más profesores en la tarea de brindar la atención debida a sus estudiantes. Estos sistemas pueden ser de dos tipos: medidas específicas para ofrecer consejo y crear una «sensación de hogar» entre los estudiantes, y reorganizaciones más fundamentales del agrupamiento estudiantil, de la transmisión del currículum y de otros aspectos que hacen que la experiencia de la escolarización sea, en términos generales, más estimulante y personalizada.

Soluciones específicas Una forma de lograr que los estudiantes se sientan parte de su escuela en una comunidad consiste en crear un inequívoco «sentido de hogar», de un tiempo y un lugar en el que la gente se preocupa por el desarrollo personal y social de los estudiantes. Establecer la figura del mentor es una manera de conseguirlo (McPartland et al., 1987).

Mentores Muchas fuentes citadas en la bibliografía especializada recomiendan que los profesores se reúnan con los estudiantes por separado para aconsejarles sobre asuntos de tipo académico y personal. El objetivo consiste en ayudar a los estudiantes, proporcionándoles el apoyo de un adulto que se interese por cada uno de ellos y les conozca bien (TFEYA, 1989; Lake, 1988a). Cuando estudiamos las escuelas piloto que introdujeron innovaciones en los grados 7, 8 y 9, recogimos el caso de una escuela que había establecido un sistema de mentores. Aquí, los estudiantes dijeron que les era más fácil hablar de según qué cosas con su mentor que con sus padres, que disfrutaban con el «cambio de ritmo» en la jornada escolar, y que les gustaba la idea contar con un mentor al que podían recurrir en caso necesario. En otro de los casos estudia112

dos, la existencia del mentor también incluía la ampliación de oportunidades en el aprendizaje (recuperación y enriquecimiento) y una mayor práctica en la manera de distribuir el tiempo, a medida que los estudiantes negociaban y planificaban sus necesidades personales y de aprendizaje con sus mentores (Hale, 1990). Las relaciones con el mentor parecían funcionar mejor cuando éste ya mantenía otro tipo de contacto con el estudiante, ya fuera en el curso o en una actividad extracurricular. Los estudiantes se quejaban a menudo de que su relación con el mentor les parecía artificial y, en consecuencia, acudían poco a él en busca de ayuda. La tarea del mentor también consumía tiempo, especialmente en aquellas escuelas donde ya se habían puesto en práctica otro tipo de innovaciones (Hargreaves et al., 1993). La existencia de esa sensación de artificialidad indica una falta de sensibilidad en la forma de establecer ese intercambio. Las limitaciones de tiempo pueden sugerir la necesidad de hacer un uso menos frecuente. Pero éstos son problemas que cabe esperar si las relaciones con el mentor se hallan fuertemente vinculadas a las estructuras existentes en la escuela (donde los estudiantes mantienen un contacto fragmentado y desigual con los profesores), y a las actuales obligaciones del profesorado. Los problemas surgidos sugieren la necesidad de cambiar la estructura de la escuela, no de añadirle algo.

Profesores-orientadores El Task Force on Education of Young Adolescents (TFEYA) (1989) describe cómo puede funcionar un programa de profesor-orientador. Este grupo de trabajo defiende la conveniencia de contar con profesores-orientadores como parte de una estructura de enseñanza en equipo (es decir, diferente a la norma existente en la escuela secundaria). Los consejeros recibirían una formación práctica en temas relativos al desarrollo del adolescente y a los principios básicos de la orientación. Los profesores-orientadores no realizarían tareas de asesoramiento formal (que seguiría siendo el ámbito de actuación de los profesionales en salud mental), pero actuarían como mentores y defensores de los estudiantes. Los consejeros-orientadores emprenderían tareas de asesoramiento profesional, y constituirían el contacto fundamental entre la escuela y las familias, función que 113

les obligaría a cotejar grados y comentarios de otros miembros del equipo de enseñantes, introducirlos en los expedientes de los estudiantes y analizarlos junto con las familias. Cuando surgieran problemas de comportamiento, el director consultaría con el asesor que se hubiera asignado al estudiante en cuestión, antes de emprender ninguna acción (TFEYA, 1989). Lounsbury y Clark (1991) sugieren que ofrecer a los estudiantes la posibilidad de analizar temas de gran importancia para ellos, durante un periodo de asesoramiento en grupo, contribuye a mantener a los estudiantes en la escuela. Eso permite difundir sanos principios de orientación en el contexto más amplio de las relaciones de aula. El éxito de tales medidas supone cambiar las estructuras de la enseñanza y el aprendizaje. La escuela media de Crittenden, en Armonk, Nueva York, por ejemplo, ha puesto en práctica un programa para que un reducido grupo de estudiantes, ayudados de un profesor-orientador, repasen una guía de discusión basada en un índice sobre temas importantes para la experiencia de los estudiantes. Además, O’Rourke (1990) describe una variedad de métodos y recursos (por ejemplo, el teatro, juego de rol, la escritura de un diario) para que consejeros y profesores los utilicen de forma conjunta con los preadolescentes, ayudándoles así a expresarse y a explorar temas controvertidos.

Salas-hogar Fortalecer el papel del profesor de la sala-hogar contribuye a crear un ambiente de afecto y una sensación de hogar en la escuela secundaria (McPartland et al., 1987; Kefford, 1981). La función del profesor de la sala-hogar no suele ser la de fomentar el desarrollo personal y social de los estudiantes. Buena parte del tiempo transcurrido en la sala-hogar se consume con frecuencia en tareas de administración, rellenar formularios, transmitir información y mensajes, y dar «charlas» de carácter general, poco estructuradas (Blackburn, 1975). Las necesidades de desarrollo personal y social de los preadolescentes no han sido tradicionalmente una de las prioridades del profesor de la sala-hogar. El fortalecimiento de la figura del profesor de la sala-hogar no consiste simplemente en proporcionarle más tiempo. Encontrar algo con lo que llenar el tiempo en un periodo de sala-hogar puede convertirse en un problema, a menos que se desa114

rrollen unos objetivos claros en sus tareas (Baldwin y Wells, 1981; Button, 1981; Hargreaves et al., 1988). Un «currículum» de sala-hogar centrado en las necesidades de desarrollo personal y social de los preadolescentes, en un contexto determinado por grupos de apoyo, es una forma de utilizar el tiempo de la sala-hogar de modo constructivo. En Estados Unidos, Simmons y Blyth (1987) argumentan que una forma de reforzar la autoestima consiste en ayudar a los estudiantes a conseguir el reconocimiento por parte de sus compañeros, y en ofrecerles un refuerzo social. En Gran Bretaña se ha lanzado comercialmente toda una gama de sofisticados programas de «tutoría» para su uso en la sala-hogar. Tales programas dedican una cantidad considerable del trabajo activo y cooperativo de grupo en horario de sala-hogar al desarrollo de habilidades y actitudes genéricas, y de otra índole, como las relativas a la capacidad de saber escuchar, liderazgo y confianza. También abordan cuestiones específicas de la escuela, como la intimidación o los deberes a realizar en casa, y tratan además otros temas sociales, por ejemplo, los estereotipos de raza y género (Button, 1981; Hamblin, 1978; Baldwin y Wells, 1981). Las valoraciones críticas de estos programas han sido ampliamente positivas (Bolan y Medlock, 1985). No obstante, los profesores de asignaturas pueden sentirse angustiados y amenazados cuando se les exige tratar materias con las que no están familiarizados (como, por ejemplo, hablar sobre intimidación), en formas que pueden apartarse del estilo que utilizan habitualmente en su aula. Por estas razones, no sería prudente instituir tales programas de sala-hogar sin que antes se llegaran a establecer compromisos sustanciales con el profesorado en lo que respecta a su desarrollo profesional (ibid.).

Actividades extracurriculares Las actividades extracurriculares ofrecen oportunidades para que la escuela y los profesores presten la debida atención al alumnado. El ambiente a menudo informal que caracteriza estos entornos proporciona, tanto a estudiantes como a profesores, la oportunidad de interactuar sin una referencia constante a la jerarquía habitual que suele caracterizar el ambiente de la relación estudiante-profesor. El hecho de que tanto uno como otro puedan participar en tareas 115

que comparten un propósito común (la confección de un periódico escolar, por ejemplo), también contribuye a formar entre ellos una alianza a menudo imposible de conseguir en las actividades realizadas en el aula. Los estudiantes quizá tengan sus propias ideas acerca del modo en que esa atención que esperan recibir en la escuela debe manifestarse. En un ambiente de escuela multiétnica, por ejemplo, los estudiantes se mostraron convencidos de que los profesores podían demostrar su atención de dos formas (Ryan, 1994). La primera, esforzándose continuamente en su enseñanza. Los estudiantes tenían la impresión de que los profesores que invertían tiempo y esfuerzo en sus lecciones lo hacían, en parte, porque se preocupaban por sus estudiantes, al igual que los profesores que se tomaban tiempo para conocerlos personalmente. Para los profesores, el mejor momento para mostrar esa atención a sus alumnos era antes y después de que sonara el timbre. En los pasillos, a la hora del almuerzo, en la cafetería, en los pocos minutos que pasaban en el aula antes de que se iniciara la lección formal y después de que ésta terminara, los profesores disponían de oportunidades para interactuar con los estudiantes de modo más informal. Estos momentos, sin embargo, son fugaces y, en muchos casos, los profesores se resienten por la presión que les supone la obligación de supervisar a los estudiantes y asegurarse de que éstos se adaptan a ciertas normas de comportamiento. Los profesores mantienen que las mejores oportunidades para conocer a los estudiantes se dan en las actividades extracurriculares. Aunque es posible que durante las mismas los profesores todavía tengan que cumplir con algunos deberes de supervisión, el hecho de que tanto ellos como los estudiantes se encuentren mutuamente implicados en actividades comunes, actúa en favor de esta relación de naturaleza habitualmente diferenciada. Tanto el profesor como el estudiante disponen también de mucho más tiempo para interactuar y conocerse el uno al otro en estas situaciones.

Relaciones con la comunidad El Grupo de Trabajo sobre la Educación en la Preadolescencia defiende la implicación del adolescente en un servicio a la comunidad, que pueda desarrollarse dentro o fuera de la escuela, como otra forma de 116

aumentar su autoestima (TFEYA, 1989). Este tipo de servicio es un modo de ayudar a los adolescentes a avanzar en su camino hacia la independencia ampliando su experiencia de aprendizaje fuera de la escuela. Son muchos los autores que ven a la comunidad, en general, no simplemente como un recurso para fomentar el aprendizaje, sino también como una fuente de vinculación, conexión y motivación en la vida de los estudiantes (Marx y Grieve, 1988). Lawton et al. (1988) resaltan la importancia de establecer fuertes vínculos entre la comunidad y la escuela, como medio de asegurar la efectividad de ambas. Hargreaves (1982) argumenta que la creación de la escuela comunitaria puede ser el vehículo para llenar el vacío existente entre el hogar y la escuela, especialmente en aquellos casos en los que el aula de la escuela comunitaria contenga gente de diversas edades e intereses, que ayudan a descomponer la cuidadosa gradación por edades actualmente existente en la mayoría de las escuelas secundarias. Cheng y Ziegler (1986) animan a los administradores a mostrarse accesibles a los estudiantes y a sus padres, y a crear oportunidades que estimulen las relaciones sociales de carácter informal entre el personal de la escuela, los estudiantes y los padres. Licata (1987) sugiere tres formas muy específicas de hacerlo: que el director almuerce con los estudiantes de forma individualizada, un campamento de una semana de duración para establecer lazos sociales en la escuela, y unas olimpiadas de educación física. Epstein (1988) introduce el concepto de «escuelas en el centro», a través del cual las escuelas pueden promover la interacción con la comunidad de las siguientes maneras: • Estimulando relaciones de ayuda mutua entre estudiantes y ciudadanos adultos. • Proporcionando información a los padres sobre el desarrollo del adolescente, los programas y objetivos escolares, cómo ayudar a los niños a tener éxito en la escuela, distintos enfoques sobre la tarea a desarrollar como padres, recursos comunitarios para las familias e invitando a los padres a aportar sus conocimientos a la escuela. • Formando asociaciones con empresarios locales que permitan a los estudiantes explorar las opciones profesionales.

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Todo esto plantea una cuestión más general: cómo forjar relaciones entre el conjunto de las escuelas, los padres y las comunidades, con objeto de crear un contexto de apoyo en el que puedan desarrollarse las relaciones entre los estudiantes y sus comunidades. Las relaciones con la comunidad son excepcionalmente importantes, a pesar de que, con frecuencia, son tratadas con superficialidad. Hargreaves (en prensa) describe cuatro modelos de relaciones entre la escuela y la comunidad: • Relaciones basadas en el mercado, cuya elección recae en los padres, en las que éstos son clientes y consumidores que pueden enviar a sus hijos a la escuela que escojan (Kenway et al., 1993). Las escuelas y los padres establecen relaciones individuales contractuales. Éstas tienden a minimizar otras relaciones más colectivas entre escuelas y comunidades (Blackmore, en prensa; Wells, 1993). Además, los padres que influyen sobre la dirección de la escuela tienden a ser pequeñas facciones, aunque altamente organizadas, de la comunidad más amplia, compuesta por una población blanca, articulada, bien organizada y de clase media que no representa en modo alguno los intereses de clientelas más amplias (Delhi, 1994; Wells, 1993). • Relaciones de gestión, según las cuales las escuelas son organizaciones racionales dentro de un sistema descentralizado. «Los objetivos y prioridades son establecidos de forma centralizada para su interpretación y puesta en práctica de manera local. La toma de decisiones es vista como un proceso lógico en la resolución de problemas» (Logan, Sacks y Dempster, 1994, pág. 10). A la hora de establecer consejos de padres y consejos escolares y planificar el desarrollo escolar, el enfoque de gestión es mejor en la tarea de crear comités que en la de construir comunidades. Influye negativamente en aquellos padres atípicos, desvía las energías de profesores y directores hacia la responsabilidad procedimental antes que personal y, hasta el momento, ha obtenido un beneficio escaso, y en algunos casos nulo, en las prácticas de enseñanza y aprendizaje o en los resultados estudiantiles (Taylor y Teddlie, 1992; Weis, 1993). En este sentido, los consejos de padres y medidas similares de gestión son, en el mejor de los casos, simplemente «la punta del iceberg mucho más complejo y 118

poderoso» de las relaciones entre la escuela y la comunidad (Fullan, 1996). • Relaciones personales entre profesores y padres que se centran, en contraste, en el interés prioritario de los padres en la escuela: el rendimiento y bienestar de sus hijos. Pocos son los padres que esperan ansiosos a que les llegue por correo el nuevo plan escolar. Pero se muestran extremadamente impacientes por leer los informes sobre sus hijos. Lo que importa aquí es la calidad de la información que circula entre la escuela y el hogar, y cuál es el desarrollo de los encuentros con las familias. Hargreaves (en prensa) describe un caso, que podríamos considerar ejemplar, de niños, alumnos del grado 8, que dirigieron una velada con los padres, mostrándoles portafolios de trabajo y realizando entrevistas con ellos, utilizando su propio modo de expresarse, mientras los profesores se encargaban de supervisar las reuniones padreshijo, aconsejando, ampliando información, prestando apoyo y haciendo comentarios cuando lo creían oportuno. • Relaciones culturales, basadas en la colaboración sincera entre grupos de padres y otros miembros de la comunidad. Las escuelas obtienen más apoyo de las comunidades cuando las hacen partícipes de los posibles problemas derivados de la transición, en lugar de informarles más tarde de las decisiones tomadas por los profesionales (Ainley, 1993). Las frecuentes relaciones de carácter informal que se establecen con miembros de la comunidad funcionan mejor que las ocasionales reuniones burocráticas. En su defensa de un cambio que conlleve la inclusión de principios más feministas de trabajo con los padres y la comunidad, Henry (1994) sugiere que «un auténtico contacto causal o una relación informal entre padres y educadores pueden ser más importantes que los acontecimientos formales» (pág. 18). Uniendo todas estas piezas, Epstein (1995) propone que tengamos en cuenta y realicemos diferentes tipos de programas a desarrollar entre la escuela y la comunidad, así como pautas de implicación que promuevan una mayor: • Formación de los padres sobre el tema, que permita introducir mejoras en el ambiente familiar. 119

• Comunicación bidireccional entre el hogar y la escuela. • Apoyo organizado de los padres mediante su colaboración voluntaria como ayudantes de los profesores. • Aprendizaje en el hogar a través de intervenciones específicas de tutoría familiar. • Toma de decisiones en las que intervengan los padres, incluida la elección de sus propios representantes. • Coordinación con los servicios de la comunidad, a los que cabría añadir formas de integrar la escuela y servicios comunitarios en la escuela.

Apoyo por parte de los compañeros No resulta sorprendente que aquellos programas en los que los propios alumnos ejercen una labor de asesoramiento y apoyo a sus compañeros se estén convirtiendo en parte integral del esfuerzo global que llevan a cabo las escuelas por brindar una atención adecuada a los preadolescentes. En esta fase de su desarrollo, los adolescentes conceden un gran valor a la relación con sus compañeros, y acuden a ellos en busca de ayuda (Palomares y Ball, 1980; Cheng y Ziegler, 1986;Manning, 1992). En la evaluación que Gutmann (1985) hizo de uno de estos programas, descubrió que éstos tenían éxito a la hora de estimular actitudes favorables crecientes en lo relativo al trabajo en la escuela y que ayudaban a los estudiantes a enfrentarse con problemas tales como la soledad, la sexualidad, las citas con miembros del sexo opuesto, la familia, las amistades y el trabajo. Los compañeros pueden ejercer un papel importante en los programas de transición para los estudiantes que entran en la escuela, y a la vez facilitarles la labor. Pueden actuar como comité de bienvenida o recepción, dirigir asambleas, recibir formación como ayudantes de consejeros y mantener entrevistas iniciales con los estudiantes recién llegados; también pueden enseñar técnicas de estudio, ser tutores de sus compañeros y proporcionar un vínculo personal con la vida interna de la escuela. Muchas escuelas que reciben a estudiantes inmigrantes asignan un compañero a cada estudiante para que le ayude a familiarizarse con la escuela y también con el idioma. En el proceso, el compañero consejero también aprende sobre sí mismo y desarrolla habilidades que van más allá del programa 120

ordinario. Las ventajas para la escuela y para ambos grupos de estudiantes pueden ser significativas (Bowan, 1986).

Educación para la elección de profesión Los preadolescentes de nuestras escuelas actuales ejercerán por término medio cinco profesiones diferentes a lo largo de su vida. La mayoría de los trabajos que desempeñarán ni siquiera existen en la actualidad. Ya no hay puestos de trabajo en los cuales personas sin educación ni una cualificación adecuada puedan desarrollar una vida laboral satisfactoria. La salud social y económica y la riqueza de las naciones dependen de la futura productividad de estos jóvenes. No es extraño pues que la educación y la orientación en la elección de una profesión sean fundamentales en la educación de los preadolescentes de nuestro tiempo. Los preadolescentes necesitan clarificar su propio concepto de sí mismos y traducir su comprensión en términos laborales; necesitan adquirir un conocimiento de los puestos de trabajo que permitan esta interpretación, y explorar diversos autoconceptos vocacionales para ser conscientes de hasta qué punto encajan en ellos. A medida que los preadolescentes van madurando, adquieren también madurez vocacional, que consiste en una visión más diferenciada del mundo laboral y una mayor capacidad para comprender y desarrollar diversos procesos y conceptos relacionados con la carrera profesional. Una información relevante y accesible es esencial para que tomen decisiones educativas inteligentes que eviten descartar prematuramente opciones profesionales futuras. La autoevaluación y la exploración de la carrera laboral constituyen parte de un proceso recurrente que exige prestar una esmerada atención a la elección profesional y a las habilidades asociadas a ella, como parte integral del currículum propio de las edades comprendidas entre los 12 y los 14 años. El currículum de la educación profesional se aleja de programas añadidos o independientes y tiende hacia la integración de las materias que contengan información sobre las distintas profesiones, así como hacia el desarrollo de habilidades sociales y organizativas clave para la formación laboral (Levi y Ziegler, 1991). Este cambio tiene una serie de implicaciones, que se traducen en:

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• Programas educativos basados en la práctica, que brindan oportunidades más tempranas y amplias de examinar muchas opciones. • Una atención especial a las mujeres jóvenes, estimulándolas a pensar de forma más abierta y no de un modo estereotipado. • La debida atención a los diversos antecedentes culturales: rurales, de pobreza, multiculturales, de pueblos nativos o indígenas. • Consejeros-orientadores y profesores que hayan recibido una formación adecuada sobre las distintas tendencias laborales dentro de un mercado laboral cambiante, en el que todos los docentes sean expertos en carreras profesionales relacionadas con su campo. • Información laboral incluida en cada una de las materias del currículum. • La aceptación de que la mayoría de estudiantes no asisten a la universidad. La bibliografía aporta ejemplos interesantes de currículos educativos sobre carreras profesionales, que permiten la implicación activa de los estudiantes en el mundo que se extiende fuera de la escuela. Los programas de educación cooperativa, la proyección del trabajo y las visitas al puesto de trabajo se están convirtiendo en una parte importante de la escolarización. Sin embargo, con demasiada frecuencia, sólo disfrutan de ellas aquellos estudiantes que hayan escogido asignaturas de carácter profesional, por la suposición de que los estudiantes «académicos» necesitan concentrarse en sus cursos regulares para conseguir su acceso a la universidad. Las relaciones entre la escuela y el mundo laboral son importantes para todos los preadolescentes, como vehículo para el desarrollo de habilidades y actitudes apropiadas, al tiempo que les permite familiarizarse con las alternativas profesionales (Greenberg y Hunter, 1982; Gould, 1981).

Apoyo académico La diversidad evidente entre los preadolescentes tiene como resultado, inevitablemente, que algunos de ellos aprendan más lentamente que otros. Las escuelas y profesores tienen que organizar y ofrecer 122

clases de apoyo para asegurarse el éxito de todos los estudiantes, incluidos aquellos que corren el riesgo de sufrir un fracaso académico o aquellos otros que necesitan ayuda de forma regular. El apoyo académico puede proporcionarse mediante educación especial, programas de recuperación, tutoría de clase, periodos extra de enseñanza, escuelas de verano, trabajo en la comunidad, tutores comunitarios y muchos otros enfoques. No obstante, prácticamente todos los debates sobre apoyo académico se centran en cómo mejorar y ampliar la enseñanza o las oportunidades para que los estudiantes practiquen sus habilidades. El Task Force on Education of Young Adolescents (TFEYA) (1989) recomendó que todas las escuelas medias satisfacieran de manera activa las necesidades de estos estudiantes a través de la enseñanza especializada, preparación extra y tiempo adicional dedicado al aprendizaje. Los programas mentor/consejero antes descritos realizan a menudo una función académica, además de personal. Los profesores que tienen estas aptitudes o que sirven como profesores de aulahogar pueden ser una ayuda inestimable para resolver problemas académicos y preparar a sus estudiantes. Un programa interesante designó un periodo de tiempo diario durante cuatro días a la semana para supervisión del mentor. En este programa, los estudiantes programaron su propia actividad para este periodo y obtuvieron la aprobación de su profesor mentor. Los estudiantes que progresaban favorablemente podían optar por asistir a sesiones lectivas ofrecidas por los profesores de la escuela, o trabajar en proyectos independientes, mientras que quienes tenían dificultades recibían ayuda adicional de los profesores correspondientes (Hale, 1990). Este tiempo programado para la actividad individualizada no sólo proporcionaba oportunidades rutinarias de recibir apoyo académico, sino que también reforzaba la autoevaluación del estudiante, y estimulaba el control personal de su tiempo. Una vez más, sin embargo, quedó comprobado que la ayuda específica de recuperación funciona mejor cuando el aula y el currículum ya están diseñados para proporcionar también elevados niveles de apoyo en clase. Este principio se cumple igualmente cuando nos referimos al apoyo brindado por la educación especial, en general, donde los modelos regeneradores, diseñados para sacar a los niños de la clase, procurar su recuperación y devolverlos de nuevo a la cla123

se, han sido sustituidos gradualmente por modelos integradores, que proporcionan apoyo dentro del contexto de aprendizaje en el que el niño recibe su clase (Wilson, 1983). Estos modelos integradores, ya sean de asesoramiento o de apoyo educativo especial, plantean desafíos a la hora de cambiar nuestras actuales estructuras de escolarización y la forma en que agrupamos a los estudiantes por edad, dividimos el currículum por asignaturas, y asignamos a los profesores de forma individualizada a las clases.

Reestructuración de la escuela El tema de la reorganización o reestructuración escolar y la forma de lograrla es tan importante que le dedicamos todo nuestro capítulo final. Pero aquí debemos anticipar algunas de las implicaciones de la reestructuración escolar para proporcionar un mejor apoyo al estudiante. En la bibliografía se recomienda encarecidamente dos opciones de reestructuración para educar a los preadolescentes. • Reducir el tamaño de la escuela para crear un ambiente más íntimo y de mayor apoyo. • Crear minicomunidades dentro de las escuelas, por la razón anteriormente citada.

Reducir el tamaño de la escuela Un estudio sobre la transición escolar en la ciudad de Nueva York constató que algunos de los problemas causados por la transición tenían su origen en las dimensiones desproporcionadas del sistema escolar y en su rígida estructura burocrática (Cohen y Shapiro, 1979). Del mismo modo, Simmons y Blyth (1987) descubrieron que el gran tamaño de la escuela supone un impacto directo, pequeño y negativo en la autoestima de los estudiantes de grado 7 en los de la escuela secundaria junior, tanto masculinos como femeninos. El cambio, bastante frecuente, de una escuela pequeña e íntima a otra de ambiente menos íntimo, más grande y más heterogénea, crea dificultades para los niños (Walsh, 1995). McPartland et al. (1987) informaron de que las escuelas pequeñas, con un personal organizado 124

por clases independientes y un funcionamiento basado en equipos interdisciplinares, estimulaba relaciones más positivas entre profesor y estudiante que las escuelas grandes y departamentalizadas (apoyado por Davis, 1988;Pinkey, 1981; Johnson, 1990). La revisión de la bibliografía efectuada por Fowler (1992) sobre el tamaño de la escuela, puso de relieve que las grandes escuelas de secundaria, con un número de alumnos superior a los 750, parecía ejercer efectos perjudiciales sobre las actitudes de los estudiantes, su rendimiento y su participación voluntaria. No obstante, es preciso puntualizar que estas ventajas personales y sociales se consiguen, en cierta medida, a costa de la elección curricular, al ser la gama de programas mucho más restringida en las escuelas superiores pequeñas (Barker, 1985).

Creación de miniescuelas Aunque quede demostrado que son mejores, las escuelas pequeñas son prohibitivamente caras de construir y pueden plantear problemas para establecer la suficiente diversidad en el programa. El mismo clima de apoyo ofrecido por una escuela pequeña se puede crear por otros medios. Para reducir la discontinuidad entre la escuela elemental y el sistema departamentalizado de la escuela secundaria, gran parte de la bibliografía sobre el tema recomienda la creación de «escuelas dentro de las escuelas» (Lake, 1988a). Además de proporcionar un clima menos impersonal, esta disposición permite el mantenimiento de los grupos de amigos formados entre compañeros, lo que minimiza otro de los aspectos de la discontinuidad en la transición escolar (ILEA, 1988). El Task Force on Education of Young Adolescents (TFEYA) (1989), sugiere que los estudiantes sean divididos por escuelas en grupos de 200 a 300 estudiantes, lo cual abarcaría una sección transversal de la población escolar (es decir, antecedentes étnicos y socioeconómicos, niveles de madurez física, emocional e intelectual). Los estudiantes se mantendrían en el mismo grupo mientras estén matriculados en la escuela, y se crearía de ese modo una población estable de compañeros y profesores. Cada uno de estos «hogares» o «casas», como los denomina el Grupo de Trabajo, sería supervisado por un «responsable del hogar». La escuela es dirigida a su vez por un administrador del edificio (el antiguo director), ayudado 125

por un comité compuesto por profesores, administradores, personal de apoyo, padres, estudiantes y representantes de la comunidad (TFEYA, 1989). Estos «hogares» podrían organizarse anualmente o mantener la misma estructura durante todo el periodo que abarque la estancia del estudiante en la escuela (Simmons y Blyth, 1987). Aunque los estudiantes asistan a la mayoría de sus clases dentro de su «hogar», pueden abandonarlo para asistir a clases de asignaturas especializadas, como música, idiomas, ciencias, salud y educación física (Burke, 1987). El Task Force on Education of Young Adolescents (TFEYA) (1989) sugiere un mínimo de cinco profesores por cada 125 estudiantes (uno por cada veinticinco estudiantes). Estos profesores deberían compartir la responsabilidad sobre el mismo grupo de estudiantes, creando lazos interpersonales entre los estudiantes de un mismo edificio, entre profesores y estudiantes y, por qué no, entre los propios profesores. Otras fuentes bibliográficas esbozan diferentes disposiciones. En los primeros años de la escuela secundaria, los estudiantes pueden ser asignados al mismo grupo de clase y tener los mismos profesores durante unos cuantos periodos de tiempo (Simmons y Blyth, 1987; Cheng y Ziegler, 1986). Según este sistema, la estructura escolar en los años posteriores podría recordar aún más a una disposición secundaria tradicional, con departamentos orientados por asignaturas y horarios individuales para los estudiantes. Existen casos concluyentes de que «las escuelas dentro de las escuelas» producen un aumento significativo del rendimiento, una mayor regularidad en la asistencia, menos problemas de comportamiento y generan satisfacción entre los estudiantes, el personal y los padres (Burke, 1987; McGanney et al., 1989; Moon, 1983). Se ha demostrado que esta intensa interacción entre profesor y estudiante mejora la motivación de este último (Cheng y Ziegler, 1986). Evans (1983) investigó la efectividad de las subescuelas de transición, y llegó a la conclusión de que ayudaban a los nuevos estudiantes a integrarse en la escuela más grande. Uno de los nueve principios comunes de Theodore Sizer a los miembros de La coalición de escuelas esenciales que puede ser utilizado como base para una reestructuración que satisfaga sus necesidades y situaciones locales, es el principio de personalización.

126

La enseñanza y el aprendizaje deberían ser personalizados en la mayor medida posible. Con ese fin, el objetivo a perseguir será el de que ningún profesor tenga más de ochenta estudiantes a su cargo (Sizer, 1992).

Hewitt (1994) perfila tres modelos diferentes para reestructurar una gran escuela secundaria que acoja entre 1.500 y 1.800 estudiantes, con el propósito de crear escuelas dentro de las escuelas, utilizando equipos disciplinares heterogéneos y unos horarios más flexibles. Escuela superior, grados 11, 12

Hogar A grados 9-12

Hogar B grados 9-12

Grado 12 Estudiantes de la familia F

F

F

Grado 11

Familia

F

F

F

Escuela inferior, grados 9, 10

Hogar C grados 9-12

Hogar D grados 9-12

Grado 10

Familia

F

F

F

Grado 9

Familia

F

F

F

Cada «escuela» tiene un director aparte

Cada «hogar» es dirigido por un asistente o vicedirector o jefe de departamento.

Cada grupo familiar de 100 estudiantes es dirigido por un equipo de profesores

En una selección de casos, minuciosamente explicados, de escuelas reestructuradas reunida por Lieberman (1995), encontramos vivas descripciones del aspecto que pueden ofrecer estos modelos abstractos en la vida cotidiana de las escuelas. Whitford y Gaus (1995) describen, por ejemplo, una escuela elemental cuya estructura pasó de seguir «la tradicional dirección de arriba abajo, en un ambiente estricto y ordenado, puntuaciones en las pruebas razonables y un personal experimentado», con profesores que trabajaban en aulas independientes, siguiendo guías curriculares detalladas y hojas de trabajo práctico repartidas diariamente, a adoptar las siguientes disposiciones: La organización gira ahora alrededor de tres equipos heterogéneos primarios y dos intermedios de distintas edades, que comprenden entre 88 y 120 estudiantes y de cuatro a cinco docentes. En los equipos primarios se encuentran los niños cuyas edades los situarían tradicionalmente en los grados K-3; los equipos intermedios están compuestos 127

por aquellos estudiantes que en otro tiempo estuvieron agrupados en los grados 4 y 5. Generalmente, los niños se mantienen en un equipo primario durante cuatro años, y en un equipo intermedio durante los dos años siguientes. Uno de los resultados de esta distribución no graduada de los niños es la eliminación de la repetición anual, más conocida como «fracaso en un grado». En su lugar, los niños cuentan con periodos de tiempo más prolongados para desarrollarse y demostrar las habilidades necesarias que les permitirán progresar desde el programa primario al intermedio, y de éste a la escuela media. En estos equipos, los docentes hacen agrupamientos flexibles, es decir, organizan a los estudiantes siguiendo distintos criterios, no sólo atendiendo a las habilidades demostradas. Al no depender exclusivamente del agrupamiento por habilidades, los estudiantes disponen de oportunidades para trabajar, jugar y aprender con muchos compañeros diferentes. Los adultos que trabajan en el edificio también adoptan nuevos modos de interacción. Los profesores que pertenecen al mismo equipo tienen asignado un tiempo de planificación común diario. También envían representantes al comité de gestión participativa de la escuela.

A pesar de que este ejemplo ha sido extraído del ámbito de los grados elementales e intermedios, los principios de reestructuración, que posibilitan a los pequeños equipos de personal docente trabajar con cohortes de estudiantes de formas más transversalmente disciplinares, son muy similares a los defendidos para las escuelas secundarias. Estos principios básicos son: • Que los estudiantes se conozcan mejor entre ellos. Experimenten la sensación de comunidad y trabajen mejor como equipo. • Que los estudiantes conozcan mejor a los profesores. Establezcan una relación de confianza con ellos más rápidamente y se sientan más cómodos en clase. • Que los profesores conozcan mejor a los estudiantes. Puedan atenderlos de manera más adecuada, planificar y personalizar su aprendizaje con mayor efectividad, y valorar e informar sobre su progreso de modo más sustancial. • Que los profesores se conozcan mejor entre ellos. Se ofrezcan apoyo moral mutuo, planifiquen en común los programas para los estudiantes, y compartan ideas y percepciones acerca de los 128

temas que afectan a estudiantes concretos, así como en lo relativo al material académico. • Que el programa se haga menos fragmentado, más coherente y se adapte más a las necesidades de los estudiantes, a quienes los profesores llegan a conocer en profundidad. Este tipo de reestructuraciones en la organización de la escuela superior para ofrecer una mejor atención y apoyo a los estudiantes (así como al currículum y la evaluación) resultan muy esperanzadoras. Aunque tampoco son perfectas y quienes las desarrollen tendrán que afrontar los problemas todavía vigentes. Uno de estos problemas es el de mantener una relación efectiva con las escuelas de donde proceden los estudiantes. Según informó la Inner London Education Authority (1988), en Inglaterra, donde existen varios «hogares», agrupamientos o cohortes en una escuela secundaria, no siempre hay un profesor con el que sus homónimos de las escuelas primaria/elemental o secundaria junior puedan establecer una conexión. En consecuencia, es indispensable procurar una atención esmerada a las escuelas reestructuradas, para establecer y mantener claras disposiciones que faciliten una relación con las escuelas de donde proceden los estudiantes. Un segundo problema surgió en nuestra propia evaluación de las escuelas que trataban de establecer agrupamientos nucleares de estudiantes en miniescuelas o subescuelas en el grado 9. Varias de las escuelas que estudiamos habían situado a los estudiantes del grado 9 en grupos heterogéneos de habilidades que seguían un currículum común, supervisados por un pequeño grupo de profesores. Los profesores se mostraron satisfechos con esa reforma. Reducía el número de estudiantes con los que entraban en contacto, y eso les permitía conocerlos mejor, atenderlos con mayor efectividad, planificar de forma más apropiada su propio trabajo, y evaluar e informar sobre su progreso de un modo más significativo y amplio. Estos descubrimientos encajan con la bibliografía existente sobre el tema. La mayoría de los estudiantes, sin embargo, veían las cosas de modo muy diferente. Se sentían condenados a repetir una experiencia similar a la que ya habían vivido en el grado 8, y tenían la sensación de que se les negaba las oportunidades para afrontar un desafío mayor, se les reducía el margen de elección y se restaba así impor129

tancia al rito de transición que, según creían, era la característica principal de la escuela secundaria. Alegaron sentirse cansados de ver «las mismas caras de siempre». Una respuesta dada durante una entrevista resume las percepciones de muchos estudiantes: Entrevistador: ¿Te gusta la idea de permanecer durante todo el año con el grupo? Estudiante: En realidad, no, porque no se conoce a gente nueva. Quiero decir que por muy agradables que sean, uno tiene que quedarse con ellos durante todo el año y la verdad es que uno se acaba cansando de ver a la misma gente al cabo de un tiempo, ya sabe. Si se cambia de clase y se conoce a gente diferente, se amplían horizontes, se conoce a gente nueva y tienes la posibilidad de aprender con otros y ver cómo aprenden ellos, ¿sabe? Porque si, como pasa en nuestra clase, nos sientan con un compañero, estás casi siempre con esa misma persona (Hargreaves et al., 1993, pág. 109).

Estas respuestas son saludables. Definen a los estudiantes como poderosos protectores del pasado, que desean conservar las diferencias tradicionales entre escuelas elementales y secundarias y mantener las pautas de la vida en el aula, con las que están familiarizados y que, de hecho, están acostumbrados a gobernar y manipular (Rudduck, 1991). El cambio constituye un problema tanto para alumnos como para profesores, lo que indica la necesidad de implicar a los estudiantes en la fase inicial de cualquier innovación. Al mismo tiempo, es posible que muchas de las reformas emprendidas en escuelas pequeñas no hayan conseguido todavía un equilibrio perfecto entre comunidad y monotonía. El desafío que queda por abordar aquí es el de crear una experiencia común e integrada para los preadolescentes que a la vez les preste la atención debida para contrarrestar los problemas tradicionales de fragmentación e impersonalidad que presenta la escolarización secundaria. Y al mismo tiempo incorpore elementos suficientes de elección y diversidad, e introduzca los cambios y desafíos necesarios en el programa y en las estrategias de enseñanza y aprendizaje, para transmitir a los estudiantes la sensación de que han progresado de forma sustancial desde los últimos años de la escuela primaria. 130

Conclusión Una de las reformas fundamentales que necesita la educación secundaria es la de lograr que las escuelas se conviertan en comunidades que proporcionen atención y apoyo a le gente joven. Tradicionalmente, las escuelas superiores grandes o bien han descuidado estas necesidades, o bien las han canalizado hacia sistemas especializados de orientación y atención pastoral, que dejan intacto el sistema académico y las pautas prevalecientes de aprendizaje en el aula, que disponen de poco tiempo para cubrir las necesidades personales de la mayoría de los estudiantes, y que tienden a reaccionar de forma exagerada a los problemas que presentan una minoría (mediante sistemas de castigo, terapia o normas de comportamiento). Algunas innovaciones específicas, como la adscripción de un mentor o el aprendizaje asistido por compañeros, pueden contrarrestar estas tendencias hasta un cierto punto, pero lo que más importa en definitiva es la atención que el alumno recibe en el aula y las relaciones cotidianas entre profesores y estudiantes. Atender estas necesidades exige una reestructuración fundamental de la vida en la escuela superior, que permita a los profesores de aula de los preadolescentes conocer y atender mejor a sus estudiantes, y viceversa. Eso exige un menor número de contactos entre profesores y alumnos, enfoques más interdisciplinares y basados en el trabajo en equipo con respecto a la enseñanza y el aprendizaje, mayor importancia a la figura del orientador cuya labor deberá desarrollarse principalmente en el aula, y profesores de educación especial para intensificar la integridad, la flexibilidad y los recursos humanos de los equipos, así como una mayor participación en las aulas de personal no estrictamente docente: profesorado en formación inicial, adultos de la comunidad y estudiantes mayores que realicen tareas de aprendizaje asistido, para conseguir que los equipos sean productivos y viables. Una vez que se aprecie la necesidad de estas medidas de reestructuración, la atención y el apoyo ya no serán ámbitos independientes y especializados, que deban ser tratados con soluciones específicas que dejen incólumes las prioridades académicas prevalecientes de la escuela. La atención y el apoyo repercuten y tienen ramificaciones a lo largo de todo el camino que recorre el currículum y la evaluación en las escuelas secundarias. 131

6. Los problemas del currículum

Tres problemas del currículum En los capítulos anteriores vimos que lo que en la actualidad muchos consideran una gran crisis de la educación secundaria es, en muchos aspectos, una crisis de comunidad. La formada por los estudiantes que se sienten desvinculados de sus compañeros, de sus profesores y de sus escuelas. Esta crisis de la educación secundaria también tiene otra vertiente: la crisis del currículum. El currículum de la escuela secundaria no ha logrado captar o respetar los intereses de muchos estudiantes, en particular de aquéllos con menor rendimiento académico. Para demasiados estudiantes, la escuela secundaria resulta «simplemente aburrida» y se sienten impacientes por abandonarla. Al margen de los desacuerdos existentes sobre la definición de «abandono», o la manera empleada para calcular el porcentaje de estudiantes que dejan los estudios (Lawton et al., 1988), una de las razones principales es su insatisfacción respecto al currículum y la forma en que éste se presenta. El estudio de Goodlad (1984) sobre 525 aulas de escuelas secundarias en Estados Unidos, reveló que una clase típica constaba de una franja lectiva que se hallaba generalmente dividida en cinco actividades: preparación para las tareas, explicación/exposición/lectura en voz alta por parte del profesor, análisis, ejercicios y realización de pruebas. En el estudio que elaboró basándose en ocho escuelas de secundaria, Metz (1988) también observó la naturaleza generalizada de las aulas de la escuelas secundarias, con muy poca variabilidad entre edificios y escenarios de clase, enseñanza secuencial de materias, textos y métodos de enseñanza. El análisis histórico de la educación estadounidense realizado por Cuban (1984) muestra que, desde principios de siglo, las escuelas secundarias se han 132

mantenido esencialmente sin alteraciones en aspectos tales como la duración de los periodos de clase, la duración del programa y la especialización de las asignaturas. Descubrió que incluso elementos como la disposición del mobiliario, el criterio seguido para la agrupación de estudiantes y los límites de movilidad física impuestos a éstos dentro de la clase habían experimentado muy pocos cambios. A las escuelas del primer tramo de la secundaria no les han ido las cosas mucho mejor. En su estudio de doce escuelas de este tipo de Estados Unidos, Tye (1985) llega a la conclusión de que: Según los informes de estudiantes y profesores y los datos obtenidos fruto de la observación, los estudiantes del primer ciclo de la escuela secundaria, en todas las asignaturas de nuestra selección, pasaban gran parte del tiempo transcurrido en clase escuchando al profesor. Además de ésta, que era la actividad más común, contestaban por escrito a infinidad de preguntas y se sometían a menudo a pruebas o exámenes. Dedicaban mucho menos tiempo a redactar trabajos, leer o participar en debates. En resumen, la mayor parte de su aprendizaje consistía en actividades pasivas y tradicionales. No existían actividades como la simulación o el juego de roles.

Para David Hargreaves (1982), el efecto acumulativo de este tipo de experiencias es similar al que produce ver sin descanso viejos programas de televisión, o reposiciones. Tye (1985) hace la misma comparación pero poniendo como ejemplo las películas interminables de Andy Warhol, increíblemente tediosas, que relatan acontecimientos banales, como un corte de pelo, con planos prolongados de detalles nada inspiradores. Tye llega a la conclusión de que buena parte de la vida en el primer ciclo de la escuela secundaria tiene ese valor para el estudiante, y que un típico periodo de seis días es como una película interminable que dura 330 minutos. Dado este contexto, podemos empezar a comprender algunas de las dificultades con las que tropiezan en la escuela secundaria los estudiantes con aptitudes o capacidades diferentes, especialmente aquéllos de bajo rendimiento o que pertenecen a grupos de riesgo. Pero, ¿significa eso que sus compañeros «con mayor capacidad» se encuentran en una posición más cómoda o que la presentación del currículum resulta más interesante y motivadora para ellos? Cuando el estudiante capacitado progresa, tendemos a suponer que no 133

hay ningún problema. Y, sin embargo, hay evidencias de que muchos estudiantes capaces y con buenos resultados académicos se sienten igualmente desilusionados con la calidad de su experiencia escolar. En un amplio estudio sobre las escuelas secundarias escocesas, Gray y sus colaboradores (1983) presentaron un cuestionario a más de 4.000 alumnos de secundaria que habían realizado su «reválida», un examen de carácter universitario al que deben presentarse hacia el final de la escuela secundaria. Se preguntó a los estudiantes que calificaran diez métodos diferentes de estudio o tipos de actividades de enseñanza y aprendizaje, basándose en la frecuencia de su aplicación en clase y del disfrute que de ellos se había derivado. El método de estudio más común fue el de «ejercicios, ejemplos elaborados, prosas, traducciones» (72%), seguido de «tomar notas en clase, dictado» (60%), «utilización de fotocopias» (49%), y «lectura» (47%). Los métodos de estudio menos utilizados fueron «actividad práctica» (17%), «discusión en clase o en grupo» (14%) y «actividad creativa» (12%), a pesar de que éstos fueron calificados como los métodos con los que más disfrutaban. En un estudio longitudinal sobre estudiantes con un buen expediente académico que ingresaron en la denominada enseñanza postobligatoria inglesa (que correspondería a los grados 11-13), Thomas (1984) descubrió que, a pesar de haber sido sometidos a un «precalentamiento» antes de afrontar este cambio de posición por parte de sus profesores, que les aseguraron que allí encontrarían el estímulo intelectual y relaciones tutoriales similares a las universitarias, la presentación del currículum y la estructura del aprendizaje fueron prácticamente las mismas que las encontradas en su paso por la escuela secundaria. En general, los profesores se limitaban a dictar, entregar hojas de trabajo y hacer demostraciones prácticas en el laboratorio. Muchos de estos profesores eran lo que Thomas denominó «tediosos parlanchines» que lanzaban largos monólogos frente a los estudiantes negándoles al mismo tiempo la posibilidad de participar. La autora describe cómo, debido a la ausencia de una participación real, estos profesores trataban de generar entusiasmo mediante una «participación imaginaria», interrumpiendo su monólogo con respuestas a preguntas imaginarias, e insertando frases como: «No, realmente, esto es cierto», o «Sé que ustedes no lo creerán, pero…». 134

Entre los estudiantes que alcanzan unos resultados académicos satisfactorios, la conformidad se confunde fácilmente con el compromiso. El trabajo duro se interpreta a menudo como un sustituto del interés. Y, sin embargo, muchos de estos estudiantes no se sienten tan entusiasmados como aburridos, indiferentes, apáticos o únicamente interesados en hallar la manera de conseguir el título. Da la impresión de que los estudiantes de alto rendimiento en la escuela secundaria estuvieran motivados no tanto por la calidad de la enseñanza o del material empleado, sino por el impulso o necesidad interior de conseguir el éxito en los estudios, algo que ha quedado bien documentado por psicólogos como McClelland (1987). Esta motivación es producto de los historiales culturales de los estudiantes. Su necesidad de éxito es tan acuciante que se superpone incluso a un ambiente educativo menos productivo. Las escuelas secundarias que cuentan entre sus alumnos con muchos de estos estudiantes, y que dan por sentada su capacidad de motivación, no son escuelas ejemplares, ni siquiera efectivas. Se limitan a cumplir el expediente. Según Stoll y Fink (1996), este tipo de escuelas parecen poseer muchas de las cualidades que corresponderían a una escuela efectiva. Por lo general, se hallan situadas en zonas de alto nivel económico y social, donde los alumnos obtienen a menudo buenos resultados a pesar de la baja calidad de la enseñanza. El éxito obtenido en las pruebas competitivas y otras clasificaciones basadas más en el logro absoluto que en el «valor añadido» dan a menudo la apariencia de efectividad. Sin embargo, si queremos que las escuelas sean efectivas para todos los alumnos, tenemos que elevar tanto el techo como el suelo… Las escuelas que observan su tiempo con presunción, y no hacen el esfuerzo de preparar a sus alumnos para el mundo cambiante en el que van a tener que vivir, les están haciendo un flaco servicio.

Los índices de estudiantes que abandonan los estudios no son más elevados entre aquéllos con baja capacidad, sino entre alumnos con un nivel de inteligencia medio (Lawton et al., 1988). Unos índices de abandono en aumento, incluso entre estudiantes académicamente más eficientes (Wehlage y Rutter, 1986), es una señal más que evidente de que esta necesidad interior de logro quizá ya no sea suficiente. Los tipos de currícula y estrategias de enseñanza que han constituido un obstáculo para los estudiantes académicamente 135

menos brillantes de la escuela secundaria, también pueden llegar a ser problemáticas para los más brillantes. Quizá las escuelas secundarias no consiguen retener a los estudiantes porque nunca se molestaron en fomentar en ellos un interés auténtico. En términos generales, los problemas con los que a menudo se encuentran las escuelas secundarias y sus currícula cuando intentan hacer participar a los estudiantes del compromiso intrínseco con el aprendizaje son tres. Los describiremos como: • El problema de la pertinencia. • El problema de la imaginación. • El problema del desafío.

El problema de la pertinencia En un estudio realizado en Terranova sobre estudiantes de escuela secundaria y su experiencia de la misma, la familia y la vida comunitaria, Gedge (1991) descubrió que los estudiantes procedentes de comunidades de clase obrera, cuya vida y trabajo se sustentaban principalmente en la pesca, extraían de su experiencia en la escuela secundaria bien poca cosa que los animara o interesara. La vida en el hogar y en el trabajo les resultaba más interesante y gratificante. Aunque los padres de estos estudiantes valoraban la educación, en abstracto, y las oportunidades que ésta podía brindar, sus hijos no hallaban valor alguno en la educación tal y como la experimentaban en las rutinas concretas y cotidianas de la escuela. Connell y sus colaboradores (1982) encontraron pautas de pensamiento similares entre los jóvenes australianos de clase obrera. Un descubrimiento interesante del estudio de Gedge fue el hecho de que los profesores calificaban a estos estudiantes, tanto en lo relativo a su comportamiento como a su capacidad, con notas inferiores a las empleadas por los propios estudiantes, sus padres y otras personas de la comunidad que los conocían bien. De modo similar, en Ontario, Canadá, Karp (1988) descubrió que cuando se les pedía a los padres, patronos y profesores de los estudiantes que habían abandonado la escuela que los evaluaran en términos de responsabilidad, curiosidad y ambición, sólo sus profesores lo hacían negativamente. Algo que quizá fuera debido a que los profesores 136

eran estrictos y críticos, aunque es más probable que fuera el resultado de observaciones concretas acerca de cómo se comportaban estos jóvenes en el contexto de sus escuelas y aulas. Y ésa es una percepción importante. Lo que puede parecer un problema genérico de los estudiantes y su historial, bien podría tratarse de una cuestión muy específica relacionada con la respuesta de esos estudiantes a su experiencia de la escolarización secundaria y a su currículum. Tal y como señalan King y sus colaboradores (1988), el currículum es en buena parte responsable de que muchos alumnos dejen sus estudios inacabados. Los estudiantes que «abandonan» tienen la impresión de que «lo que estudian no merece la pena ni les interesa lo suficiente como para perseverar en el esfuerzo a la vista de las dificultades» (Radwanski, 1987). Conocemos este dato porque así fue como respondieron los estudiantes en todos los ámbitos del currículum. Gedge (1991), por ejemplo, observa que los estudiantes de clase obrera objeto de su estudio respondían mucho más positivamente a las clases de inglés, en las que participaban de forma más dinámica aportando su propia experiencia, que a otros ámbitos del currículum. En Australia, Power y Cotterell (1981) también constataron que los estudiantes al pasar a la escuela secundaria se adaptaban con mayor facilidad al currículum de inglés que a otras muchas asignaturas. Las experiencias adversas que tienen los estudiantes del currículum de la escuela secundaria son, en parte, producto de concepciones estrechas acerca de la naturaleza de ese currículum. También se basan en concepciones no diferenciadas acerca de cómo aprenden los jóvenes y qué se les exigirá en el mundo del que formarán parte como adultos. Las recientes teorías sobre la inteligencia, y las investigaciones llevadas a cabo para describir las diferentes formas en las que puede desarrollarse el proceso de aprendizaje en los jóvenes han ayudado a poner de manifiesto el carácter restrictivo de las propuestas que subyace en el currículum tradicional. En Estructuras de la mente, Gardner (1983) ha puesto en entredicho la noción de que la inteligencia es un rasgo fijo y unitario. Cuando la inteligencia es considerada singular e inmutable, el currículum queda configurado de forma escalonada: aprendizaje sencillo en los cursos iniciales y escolarización para los menos capacitados en los primeros tramos, a los que seguirán habilidades complejas introducidas en los nive137

les posteriores para los más capacitados. Este concepto de la inteligencia no sólo clasifica a los estudiantes según baremos muy determinados y simplistas, sino que también favorece algunos tipos de conocimiento sobre otros, dentro de una jerarquía de status y valoración (Wolf et al., 1991). Gardner (1983) propuso una comprensión más amplia de lo que constituía la capacidad de reflexión y la inteligencia, y reconoció siete dimensiones independientes de inteligencia que componen los talentos de los seres humanos. La teoría de la existencia de inteligencias múltiples defiende que todos los que aprenden, independientemente de edades y grados, elaboran el conocimiento dentro de su propia y particular estructura mental (Wolf et al., 1991). Los estudiantes pueden tener unos aspectos de la inteligencia más desarrollados que otros. Todos los aspectos necesitan ser cultivados si queremos estimular y acreditar el logro del estudiante. El reconocimiento de esta diversidad de inteligencias y estilos de aprendizaje entre los estudiantes hace que la pertinencia sea todavía más crítica para el aprendizaje. La pertinencia también es importante en la perspectivas de futuro de un mundo que los adolescentes actuales habitarán como adultos. Si uno de los objetivos de la escolarización es el de preparar a los estudiantes para su futuro, es necesario salvar la enorme distancia existente entre el conocimiento y las habilidades que necesitarán y lo que actualmente les proporcionan las escuelas (Schlechty, 1990). La capacidad de anticipar las exigencias de ese futuro está en la raíz del movimiento educativo basado en los resultados, que trata de enlazar los resultados deseables y mensurables del aprendizaje con las habilidades que necesitarán los alumnos una vez terminen sus estudios (Spady, 1994). Esto no significa que el currículum debería estar basado, sin cuestionamiento alguno, en las afirmaciones de las grandes empresas (exageradas a menudo) acerca de nuestro futuro económico y tecnológico. Si las tendencias actuales constituyen un indicador fiable, buena parte de la oferta laboral que espera a los futuros graduados de la escuela secundaria será de semibaja o baja cualificación, en puestos de trabajo temporales e inseguros (A. Hargreaves, 1994; Livingstone, 1993; Barlow y Robertson, 1994; Lash y Urry, 1994). No debemos sobreestimar las ventajas de la flexibilidad. Aun así, las oportunidades para tener acceso a un traba138

jo más altamente cualificado y flexible se verán incrementadas al garantizar su acceso a todos por igual. Además, una educación que estimule la crítica y la reflexión sobre nuestro futuro social y tecnológico conducirá a la gente joven a cuestionar, desafiar y ayudar a crear su propio futuro. Si una de las causas de los casos potenciales de estudiantes que abandonan los estudios es su exposición continua a un currículum académico «descafeinado» (Hargreaves, 1982; Adler, 1982; LeCompte, 1987), fragmentado y que resulta poco atractivo para los intereses, entusiasmo, talento y futuro de los estudiantes, es evidente que el principio de pertinencia merece quedar incluido en cualquier programa de reforma curricular de la escuela secundaria.

El problema de la imaginación La pertinencia no es el único principio importante del aprendizaje que pasa por alto un currículum abiertamente didáctico y académicamente descafeinado. En un sugerente análisis de los principios de la planificación del currículum, Egan (1988) argumenta que la imaginación es uno de los elementos más descuidados en la planificación del currículum. Según Egan, la imaginación, habitualmente situada en los márgenes, considerada poco más que un adorno, o confinada a ámbitos concretos del currículum, como la enseñanza del idioma o el teatro, debería constituir uno de los principios centrales en la planificación del currículum. Según argumenta este autor, el currículum debería verse, no como un conjunto de objetivos que deben ser cumplidos, sino como un conjunto de historias que deben ser contadas. La narración, en efecto, debería hallarse situada en el núcleo mismo de la enseñanza, no en función de la forma que adopta el profesor al dar su explicación, sino en la forma de estructurar la enseñanza. Egan justifica este punto de vista al observar que aquello que a menudo interesa a la gente joven no es su mundo inmediato, ni la comunidad local ni la contaminación de las aguas del lago vecino. Lo que llama más su atención es un mundo imaginario de fantasía, como atestiguará una reflexión momentánea sobre la popularidad de los videojuegos o de los juegos de rol, como Mazmorras y dragones. A través de esta atracción por el mundo de la imaginación, sigue 139

diciendo Egan, los jóvenes captan de un modo fundamental las estructuras generales básicas del pensamiento, y alcanzan a comprender conceptos como el conflicto entre el bien y el mal, el contraste entre la luz y la oscuridad, y la estructura básica de las propias «historias» como formas de despertar un espectacular interés por problemas y conflictos aparentemente irresolubles que, finalmente, quedan resueltos. La importancia de la narración como principio en la planificación del currículum, argumenta Egan, estriba en el uso de ese mundo de fantasía e imaginación como contenido de estudio, y en la utilización de las propiedades básicas de la narración misma como una estructura para la planificación. En el primer caso, sugiere este autor, se pueden establecer enlaces con lo fantástico, que servirían de punto de partida para el aprendizaje en otros muchos ámbitos distintos al de la enseñanza del idioma materno. Los estudios sociales constituyen un ejemplo evidente, pero la ciencia también puede utilizar en beneficio propio esta atracción que sienten los jóvenes por lo maravilloso haciendo uso de la fantasía. La popularidad que ha alcanzado en todo el mundo el libro de Stephen Hawking (1988) Una breve historia del tiempo ilustra cómo se puede asegurar el interés del público, incluso por los aspectos más esotéricos de la ciencia física, apelando a la fascinación imaginativa que ejerce en la gente la naturaleza del tiempo. Resulta mucho más gratificante enfocar el tema aparentemente mundano de la «luz» en la física mediante discusiones sobre la dimensión del tiempo, o historias de viajes a través del tiempo, que hacer demostraciones con cámaras y prismas. Como punto de partida para la enseñanza, la imaginación es uno de nuestros recursos más infravalorados. Del mismo modo también se subestima la capacidad para dominar el poder de la imaginación, en la segunda acepción que le da Egan. Como veremos, el currículum se presenta, con excesiva frecuencia, como un hecho, no como un problema. El material curricular equivale a unos contenidos que han de cubrirse, sin indicaciones sobre las posibles incertidumbres que pueda generar. Son prácticamente nulas las sensaciones de conflicto, entusiasmo, anticipación y satisfacción última en el descubrimiento científico, en particular en asignaturas como las ciencias. Una encuesta efectuada entre profesores de ciencias de escuelas secundarias indicaba que éstos se 140

veían a sí mismos fundamentalmente como proveedores de contenidos (Beaton et al., 1988). La encuesta también recogía una gama limitada de estrategias de enseñanza y métodos de evaluación. La argumentación general de Egan no hace sino añadir un segundo y poderoso ingrediente a los métodos para captar el interés del estudiante por el currículum. La pertinencia es el mecanismo que ha tenido una repercusión más popular. Pero, según señala Egan, el principio de la pertinencia puede degenerar a veces en estudios descriptivos mediocres o en tediosos temas sobre el propio individuo, la familia y la comunidad (véase también Woods, 1993). La imaginación es un principio de enseñanza igualmente importante que afecta al currículum y que debería tenerse en cuenta en la reforma del mismo.

El problema del desafío En un estudio realizado en cinco distritos escolares de Estados Unidos, Firestone y Rosenblum (1987) llegaban a la conclusión de que con frecuencia se hacían «tratos» entre profesores y estudiantes en los que los primeros se comprometían a exigir niveles académicos bajos a cambio de disciplina. Los estudios de Cusick (1983) en tres escuelas secundarias estadounidenses revelaban una proliferación de ofertas de cursos «fáciles» para «ayudar» a los estudiantes a cumplir con las exigencias formales. Mientras tanto, los profesores desarrollaban relaciones personales más fluidas con los estudiantes que reducían los problemas disciplinares y mantenían a los jóvenes en la escuela. Goodlad (1984) y B. Tye (1985) informan de descubrimientos similares. En la investigación sobre la efectividad de la escuela, el hecho de que las expectativas de los estudiantes, a pesar de ser ambiciosas, resulten factibles es uno de los factores más citados en la obtención de resultados académicos positivos (Purkey y Smith, 1983; Mortimore et al., 1988). A la inversa, las bajas expectativas van asociadas a menudo con resultados negativos. La ausencia de «reto» es la tercera causa habitual de fracaso en las escuelas secundarias a la hora de captar el interés y la implicación de los estudiantes. Por reto entendemos lo que en el lenguaje cotidiano se conoce a menudo por dominio o maestría. No nos referimos a maestría en el sentido de «aprendizaje de maestrías» del que habla141

ba Bloom (1971), y en el que la maestría se identifica con objetivos educativos concretos que se espera que los estudiantes cubran y alcancen. Maestría, en ese sentido, significa en realidad únicamente cubrir o completar algo. Nosotros, en cambio, preferimos pensar en algo más afín a la definición dada por el diccionario: «habilidad evidente, destreza superior». La maestría, aquí, es algo sustancial y significativo, y no simplemente algo a completar. Se trata de un proceso de confrontación y superación de importantes desafíos personales, el tipo de participación que Csikzentmihalyi (1990) define como «flujo». El «flujo» es un estado de concentración tal que supone la inmersión absoluta en una actividad, y es el ingrediente necesario que garantiza una experiencia óptima y una calidad de vida. Según Csikzentmihalyi, buena parte de lo que etiquetamos como «delincuencia juvenil» viene motivada por una necesidad acuciante de tener experiencias de «flujo», imposibles de vivir llevando una existencia normal. Mantiene que, mientras un segmento significativo de la sociedad tenga pocas oportunidades de enfrentarse a desafíos significativos, y pocas posibilidades de desarrollar las habilidades necesarias para beneficiarse de ellos, es de esperar que la violencia y la delincuencia atraigan a quienes no encuentren su camino hacia actividades de «flujo» más complejas. Este tipo de desafío dentro de la educación secundaria puede apreciarse a veces en el ambiente que se vive fuera de la escuela. En una revisión de programas que comprendían experiencias fuera y dentro de la escuela (incluidos programas de educación comunitaria y cooperativa), Hargreaves et al. (1988) señalan el sentido significativo de desafío y logro al que se enfrentan muchos estudiantes académicamente menos capaces cuando escalan la ladera de una montaña o se enfrentan a una crisis en el lugar de trabajo. Estas experiencias con desafíos reales, no artificiales, tienen a menudo efectos espectaculares en la autoestima del estudiante y su actitud en la escuela. Por desgracia, estos efectos suelen ser de corta duración, ya que la experiencia particular se olvida y, una vez más, se impone la rutina de clase. Algunas escuelas soslayan estas dificultades intentando que la enseñanza de la escuela se aproxime a los desafíos de la vida real. Woods (1993) utiliza el término «verosimilitud» para describir esta forma de estimular el desafío entre la gente joven, y documenta ca142

sos de lo que denomina «acontecimientos críticos» en la enseñanza y el aprendizaje, donde los chicos y chicas sienten que su aprendizaje es estimulante y «real». En uno de estos casos, una clase emprendió un proyecto de arqueología con un arqueólogo profesional, y conoció el entusiasmo (y el esfuerzo) que genera el descubrimiento. En otro caso, una clase escribe, ilustra y publica su propio libro, que luego es comercializado con éxito en las librerías. Otros trabajos han defendido orientaciones similares con respecto a la enseñanza y el aprendizaje. Uno de los nueve principios comunes a la Coalición para las escuelas esenciales, de Theodore Sizer, por ejemplo, es el del diploma de exposición, que «se concede después de una demostración final de maestría, llevada a cabo con éxito…, una exposición de las habilidades básicas y de los conocimientos adquiridos del programa de la escuela» (Sizer, 1992). Una selección importante de casos que describen escuelas reestructuradas también documenta ejemplos de cómo se puede organizar el aprendizaje de forma que éste resulte más cercano a la «vida real» (Lieberman, 1995). Sea cual fuere el enfoque adoptado, está claro que el tema clave para las escuelas de secundaria en la reforma del currículum no es sólo el de crear amplias expectativas en el sentido difuso que defienden las escuelas eficaces, sino la manera de propiciar experiencias regulares de desafío real y significativo en el currículum de los estudiantes de secundaria.

El currículum basado en la asignatura Orientación académica de la escuela secundaria Las iniciativas actuales para reestructurar la educación secundaria en todo el mundo surgen ante la preocupación de que los estudiantes no estén siendo preparados adecuadamente para el mundo laboral o para el nivel exigido en los estudios postsecundarios. Las universidades, las escuelas universitarias y los empresarios han percibido que los estudiantes que dejan la escuela secundaria no han adquirido los fundamentos necesarios de alfabetización, las habilidades básicas y las «actitudes adecuadas». Estas percepciones reflejan en parte los cambios operados en la población de la escuela secundaria 143

(Barlow y Robertson, 1994). Ahora existe una gran diversidad cultural y lingüística entre nuestros estudiantes. Por ejemplo, en todos los distritos escolares de la ciudad de Toronto, se calcula que más del 50% de los estudiantes tienen el inglés como segunda lengua. Otro tema de interés es el creciente número de estudiantes que permanecen en la escuela por el simple hecho de que se ha retrasado socialmente su ingreso a tiempo completo en el mercado laboral. En consecuencia, tal y como señala Noddings (1992), lo que antes se enseñaba a unos pocos se enseña ahora a todos. El currículum de élite se ha convertido ahora en un currículum estándar. Esta extensión del currículum académico no habría tenido lugar de no habérsele practicado una serie de ajustes, un proceso que muchos autores califican de aguado o descafeinado. En su estudio a gran escala de la educación secundaria, Gray et al. (1983) explican que este debilitamiento del currículum académico se ha producido, en muchos aspectos, por una buena causa: permitir que el mayor número posible de estudiantes tuvieran acceso a estudios superiores. El ingreso de un número cada vez mayor de estudiantes en los programas educativos favorece además, el propósito de lograr la igualdad de oportunidades educativas. También se ve fomentado por lo que Dore (1976) ha llamado «credencialismo». El credencialismo se produce cuando un número elevado de estudiantes obtiene la cualificación necesaria para ocupar un puesto de trabajo concreto. Los requisitos para conseguir ese puesto aumentan de forma significativa. La búsqueda de notas se hace entonces más frenética, lo que acentúa el énfasis en las calificaciones educativas, en un mecanismo similar al del trinquete. Este credencialismo, sin embargo, no puede durar indefinidamente. Llega un punto en el que la dificultad de lograr calificaciones se hace tan grande, que las exigencias del curso terminan por ser abrumadoras. Entonces, lo más probable es que los estudiantes abandonen físicamente la escuela o desconecten de ella mentalmente.

Razones para la persistencia del currículum académico Por debajo del dominio constante de los currícula académicos, hay procesos mucho más profundos que son los responsables de la especialización por asignaturas, las estructuras departamentales y su 144

resistencia al cambio en las escuelas secundarias. Todos estos procesos están conectados con lo que hemos descrito en el capítulo 3 como «la orientación académica de las escuelas secundarias». En su amplio resumen de los cambios que han tenido lugar en la educación europea, Wake et al. (1979) señalan que existe cada vez más la conciencia de que tanto el contenido actual de la educación secundaria como la disposición del mismo han quedado desfasados, o que ya no son importantes en el mundo contemporáneo. También observan, sin embargo, que los cambios no se producen con facilidad. McPartland et al. (1987) hacen referencia a una «orientación por materias» en las escuelas secundarias, a través de la cual los profesores se ven a sí mismos como expertos en determinadas asignaturas. Observan que los métodos de enseñanza tienden a seguir un continuum, desde la «orientación del alumno» en el nivel elemental, hasta la «orientación por la materia» en el nivel secundario. Corbett et al. (1987) argumentan que la especialización por asignaturas se considera una «norma sagrada» en el nivel secundario. Según sugirió Emile Durkheim (1956) hace muchas décadas, interferir en esas normas puede crear una sensación de pánico entre los profesores, que consideran lo «sagrado» incuestionable. Aunque estas normas «sagradas» de escolarización parecen intemporales, «naturales» o «divinas», en muchos sentidos resultan sencillamente arbitrarias, y fueron desarrolladas con otros propósitos y en otra época. Sin embargo, cuanto más tiempo persisten, más intemporales parecen. Se han hecho inamovibles, y constituyen un conjunto de estrategias que guían y limitan nuestras disposiciones de escolarización y nuestros intentos por cambiarlas. Tyack y Tobin (1994) denominan a este fenómeno la gramática de la escolarización. Argumentan que, al igual que el idioma, la escolarización posee una gramática fundamental. La gramática del idioma determina cómo podemos hablar, la gramática de la escolarización cómo podemos educar. Cada gramática tiene sus orígenes. Pero, una vez establecida, difícilmente sufren variaciones, y se adaptan muy lentamente al cambio. Tyack y Tobin apoyan su afirmación en una investigación cronológica de cinco reformas educativas en Estados Unidos. Dos de ellas, la escuela por grados (con su agrupación por edades) y las unidades Carnegie basadas en créditos de curso que han constituido los criterios de titulación en la escuela secundaria y el ingreso en 145

la universidad, quedaron institucionalizadas hace décadas y ahora configuran la gramática contemporánea de la escolarización. Otros tres cambios educativos, el plan Dalton, la reforma de los Ocho Años y las Escuelas Superiores Flexibles, disfrutaron sólo de un éxito temporal o muy localizado, porque contravinieron la gramática fundamental de la escolarización. En cierto modo, fueron como dialectos locales no estandarizados del cambio, utilizados sólo durante un corto periodo de tiempo o en los márgenes de la vida educativa. Una serie de factores contribuyen a la solidez y persistencia de esta «gramática» fundamental en las escuelas de secundaria, caracterizada por su énfasis en la especialización y la departamentalización académica: • La selección del profesorado. La formación del profesorado para la educación secundaria se halla más orientada hacia la asignatura que la recibida por sus homónimos de educación primaria (Book y Freeman, 1986; Lacey, 1977). • Identidad del profesorado. Durante su aprendizaje en la escuela secundaria, la universidad y otros cursos, los profesores se vinculan a sus asignaturas, y desarrollan una especie de lealtad hacia ellas. Las asignaturas pasan a formar parte importante de su identidad (Bernstein, 1971; Siskin, 1994). Cuestionar, por tanto, su asignatura y la integridad de la misma es como cuestionarse su propia identidad. • La trayectoria histórica de las materias. Existe una amplia bibliografía sobre la historia de las distintas materias escolares (como, por ejemplo, Tomkins, 1986; Goodson, 1988;Goodson y Ball, 1985), lo cual revela que las materias escolares crean no sólo comunidades intelectuales, sino también comunidades sociales y políticas (Hargreaves, 1989). En muchos aspectos, las fronteras disciplinares de la escuela han sido definidas arbitrariamente. Lo que se entiende como asignatura y como contenido válido para esa misma asignatura es algo que cambia con el tiempo, a medida que las diferentes comunidades y tradiciones luchan por conseguir influencia dentro de la misma (Ball, 1983). Este proceso ha sido meticulosamente documentado, incluso en el caso de asignaturas como las matemáticas (Cooper, 1985). El mismo tipo de procesos se ponen de manifiesto en las luchas que exis146

ten actualmente entre las distintas tendencias de la «literatura» y de la «comunicación» del currículum de inglés. Con respecto al establecimiento y defensa de las fronteras que limitan una materia escolar, Goodson (1983) describe la ironía que encierra la categoría dada a la asignatura de geografía, algo a lo que inicialmente se resistieron los profesores de otras asignaturas, argumentando que no constituía «una verdadera asignatura en sí misma». La geografía se resistió a su vez al establecimiento posterior de otras asignaturas, como los estudios medioambientales, esgrimiendo el mismo argumento: que no eran «verdaderas asignaturas». En la práctica, la mayoría de las asignaturas actuales de la escuela secundaria son un legado que data de principios del siglo xx, una época en la que los estudiantes de la clase obrera empezaban a aprovechar las oportunidades que les brindaba la educación secundaria. Las deliberaciones de 1893 del Comité de los Diez de Estados Unidos, y las Regulaciones Inglesas de la Educación Secundaria de 1904, fueron los hitos curriculares clave de la época (Goodson, 1988; Hargreaves, 1989; Tomkins, 1986). El establecimiento de las unidades Carnegie en la década de 1920 consolidó la preeminencia de las asignaturas académicas en el currículum de la educación secundaria en Estados Unidos (Tyack y Tobin, 1994). Estas definiciones académicas del currículum de secundaria limitaron las aspiraciones de la clase obrera. Las asignaturas que fueron concebidas, desarrolladas y establecidas, en buena medida, para servir a los intereses de las clases media y alta terminaron por ser consideradas como la definición válida del currículum de secundaria para todo el conjunto de alumnos. En este sentido, el actual currículum «natural» es, en muchos aspectos, un currículum históricamente específico que no satisface las necesidades de todos los estudiantes (Wake et al., 1979). • Las políticas de departamento. En las escuelas secundarias, las asignaturas se imparten normalmente por departamentos. Estos departamentos tienen territorios que defender y recursos que proteger. Compiten entre sí por aulas y estanterías, horarios favorables, categoría de currículum obligatorio y número de estudiantes (Goodson y Ball, 1985). También ofrecen salidas 147

profesionales para sus miembros (Siskin y Little, 1995). Los departamentos están altamente politizados. Ésta es una de las razones por las que la integración del currículum y la colaboración del personal a través de los departamentos resulta tan difícil de conseguir en las escuelas secundarias (Hargreaves et al., 1992). Los cambios no sólo amenazan las identidad de los profesores, sino también sus intereses. • El ingreso del estudiante en centros de estudios postsecundarios. Las calificaciones basadas en las asignaturas pueden «revertir» en beneficio de los estudiantes en forma de oportunidades profesionales y educativas. Constituyen una especie de «capital cultural» (Hargreaves, 1989). Las universidades son poderosas instituciones que abren las puertas al currículum académico de las escuelas secundarias. Por tanto, el desafío planteado al currículum académico podría considerarse una amenaza dirigida también contra las universidades, e incluso contra los padres (habitualmente más aventajados), que desean que sus hijos e hijas ingresen en esas universidades. • El rango de la asignatura. El currículum de la escuela se divide en lo que podría denominarse ámbitos de conocimiento de «alto rango» y de «bajo rango» (Young, 1971). El conocimiento de «alto rango» es académico, teórico y, habitualmente, obligatorio, se le asigna gran cantidad de tiempo, alta prioridad en los horarios y resulta atractivo para muchos estudiantes. El conocimiento de «bajo rango» no es académico, sino más bien práctico, el tiempo que se le asigna es menor, no se le concede la misma prioridad en los horarios y despierta interés en un número inferior de estudiantes. La diferencia entre el conocimiento de alto y de bajo rango equivale a la diferencia existente entre el rigor y la pertinencia. Los profesores, las escuelas y las asociaciones según asignaturas son conscientes de las reglas implícitas que apuntalan estas diferencias en el prestigio de la asignatura. Tratan de elevar el prestigio de las asignaturas más favorecidas, haciéndolas más teóricas y académicas. Muchos de los avances que han experimentado las asignaturas de educación física y los estudios sobre la familia pueden explicarse por esta razón (Hargreaves et al., 1992; Little, 1993). No obstante, el coste de mejorar el rango de la asignatura 148

podría ser la pérdida de esa misma pertinencia que constituía el mayor atractivo para los estudiantes con menos orientación académica. De este modo, vemos que la supremacía de los valores académicos en las escuelas representa no sólo un desarrollo interno de las asignaturas, sino incluso interdisciplinar. • El currículum disciplinar sobrecargado. Debido a la solidez del currículum académico, que a su vez respalda los intereses de las asignaturas que lo integran, cada vez que se solicita de las escuelas que asuman nuevos mandatos, como la educación sobre el sida o las drogas, se suele utilizar el currículum como una vieja estantería familiar a la que se añaden continuamente nuevos libros, pero de la que no se extrae ninguno (Gray et al., 1983). Se añaden componentes a la estructura existente, pero no se altera dicha estructura para acomodar los cambios, lo que provoca una sobrecarga que se traduce en desorden y falta de coherencia (Wideen y Pye, 1989). • El currículum disciplinar sobrecargado de contenido. El currículum de la escuela secundaria ha sido diseñado para «cubrir» las asignaturas requeridas, y garantizar que la información es transmitida a los estudiantes. En consecuencia, los profesores deben tener en cuenta el nivel intelectual medio de la clase a la hora de enseñar (Carroll, 1990). El currículum basado en asignaturas tiende a propiciar clases más centradas en el contenido que en el proceso, dirigidas a enseñar asignaturas, no a enseñar a los estudiantes. Los propios documentos del currículum reflejan este énfasis, según descubrió Pratt (1987) al analizar los contenidos de 100 guías curriculares aprobadas por consejos escolares de Canadá. Se ha demostrado que una fuerte orientación de contenido en la enseñanza puede tener efectos adversos sobre la calidad de la misma. En un estudio realizado para determinar cuál era el concepto de eficacia que prevalecía entre los profesores y la incidencia de éste en el logro de los estudiantes, Ashton y Webb (1986) descubrieron una fuerte y significativa relación entre el bajo sentido de eficacia de los profesores (cómo percibían su capacidad para mejorar el logro de los estudiantes, al margen de sus historiales particulares), su preocupación por cubrir el contenido, y su dependencia de métodos de enseñanza seguros y poco exigentes. 149

Impacto de la orientación académica Las asignaturas académicas y la orientación académica de las escuelas secundarias están fuertemente institucionalizadas, tanto histórica como políticamente. Reciben el apoyo de las universidades y constituyen para muchas familias y comunidades la «única enseñanza real» o «una escuela de verdad» (Metz, 1988), al tiempo que ejercen un poderoso influjo en el carácter que determina al conjunto de las escuelas secundarias y su capacidad para ofrecer servicios efectivos y apropiados a todos sus estudiantes. No podemos hablar de errores inherentes a la enseñanza académica o a las asignaturas académicas, y hay en ellas muchas cosas dignas de alabanza, pero la extensión de su influencia sobre el currículum parece tener una serie de consecuencias negativas de gran alcance: • Falta de equilibrio, amplitud y coherencia en el currículum general. • Tendencia a centrarse en el contenido más que en los métodos de enseñanza o en la exigencia de habilidades prácticas para el futuro, lo que afecta de modo desfavorable a la calidad y diversidad de la enseñanza. • Creación de un currículum con bajo nivel de pertinencia, que puede resultar innecesariamente difícil y desalentador para muchos estudiantes. • Fragmentación de la experiencia del estudiante, lo que impide una continuidad de compromiso con el currículum, los profesores e incluso los compañeros. • Balcanización de las escuelas y departamentos de la educación secundaria, lo que dificulta la labor de responder como un todo a las influencias y cambios externos, y de establecer temas y objetivos intercurriculares por parte de las escuelas (Hargreaves y Macmillan, 1995). Se han diseñado muchas iniciativas de reestructuración para desafiar a la «gramática» de la escolarización secundaria, para debilitar el dominio absoluto que el compromiso excesivo con una orientación académica ha tenido sobre ella y sobre aquellos estudiantes 150

cuyas necesidades no han sido cumplidas de forma satisfactoria por el currículum académico, basado en asignaturas. Un vehículo que posibilitaría el cambio sería una organización distinta del currículum que girara alrededor de un núcleo común de contenido, o de un conjunto común de resultados de aprendizaje.

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7. Resultados e integración

Currículum común y básico Criterios que justifican la creación de un currículum común o básico Un currículum común o básico puede adoptar numerosas formas y ser desarrollado según criterios distintos. No hay una única justificación. Se han esgrimido muchos argumentos a favor de tal currículum. Algunos son excluyentes, otros simplemente complementarios. Los diferentes tipos de currícula comunes o básicos que se han desarrollado suelen reflejar los criterios que se han seguido para justificar su creación. Hemos localizado seis de esos criterios, utilizados como justificación en diversas administraciones, que han aconsejado la creación de un currículum básico. Igualdad de oportunidades: Esta justificación es habitual en la mayoría de los países de Europa occidental (Wake et al., 1979). La selección o elección prematura entre cursos, puede incidir de manera peligrosa en el abanico de oportunidades futuras que la vida ofrecerá a los estudiantes. Un currículum común o básico supone para algunos dejar abiertas algunas opciones durante el mayor tiempo posible, lo que ayudaría a igualar el número de oportunidades sin distinción de clase, cultura o sexo (Hargreaves, 1982;ILEA, 1984; Adler, 1982; Boyer, 1983). Calidad educativa: Uno de los objetivos de los sistemas escolares más a menudo citado es el de conseguir que todos los estudiantes alcancen el nivel básico de competencia, mediante un grado particular, de tal modo que puedan funcionar como ciudadanos de pleno derecho en una sociedad (Radwanski, 1987; Sullivan, 1988; Gobierno de Terranova y Labrador, 1989). A estos niveles mínimos de habilidades básicas suelen adscribírseles elevadas expectativas. 152

Transmisión y desarrollo de la cultura: Un currículum común o básico se convierte a veces en un vehículo para transmitir y desarrollar valores comunes, conocimientos y otras enseñanzas a las que se les otorga especial importancia en la cultura dominante. Aunque se reconocen las «subculturas», la necesidad de desarrollar una cultura unificada a través de un currículum común o nuclear, se considera imprescindible para que la gente pueda convivir de forma armoniosa y productiva (Barrow, 1979; Lawton, 1975; Williams, 1961). Hargreaves (1982) relaciona los currícula comunes o básicos con el desarrollo y restauración del sentido de comunidad, y propone que los estudios centrados en la comunidad formen parte esencial de los mismos. Griffiths (1980) insiste en que el rejuvenecimiento de la cohesión nacional se alcanzará a través de un currículum común o nuclear que deberá enseñarse a todos los estudiantes. Derechos educativos: Un currículum común o básico garantiza el acceso a formas fundamentales de conocimiento que permiten a los estudiantes no sólo alcanzar un nivel mínimo de competencia, sino también desarrollarse plenamente como seres humanos «bien preparados». Aunque este criterio fue un factor decisivo en la reforma del currículum en Gran Bretaña a principios de la década de 1980, fue abandonado finalmente en favor de objetivos más seguros que estimulaban la coherencia entre escuelas, la competencia básica en la enseñanza y una atención centrada en los aspectos académicos. Construir un currículum común o básico sobre la base de los derechos educativos supone reconocer diferentes tipos de inteligencia (Gardner, 1983), formas de conocimiento (Hirst, 1975) o ámbitos de experiencia educativa. En Gran Bretaña, Her Majesty’s Inspectorate (1983) perfiló ocho ámbitos de experiencia educativa, que fueron: el estético y creativo, el lingüístico, el físico, el social y político, el ético, el matemático, el científico y el espiritual. Según afirmó el Servicio de Inspección, todos los estudiantes deberían tener acceso a estos ámbitos esenciales de experiencia, como parte de una educación equilibrada. El Centro Australiano de Desarrollo del Currículum, al tratar de establecer la base para la creación de un currículum básico, le designó nueve grandes dominios «a través de los cuales se han organizado y representado la experiencia y la comprensión humanas» (Skilbeck, 1984). Estos dominios fueron: artes y oficios; estudios medioambientales; habilidades matemáticas, capacidad de 153

razonamiento y sus aplicaciones; estudios sociales, culturales y cívicos; educación para la salud; métodos científicos y tecnológicos de aprendizaje y sus aplicaciones sociales; comunicación, razonamiento y acción morales, sistemas de valores y creencias, trabajo, ocio y estilo de vida. Estimulación y reconocimiento del logro: Otro argumento que justificaría la creación de un currículum común o básico sería el de desarrollar un currículum que estimulara, reconociese y recompensase una gama de logros educativos, no sólo académicos, para aumentar al máximo las posibilidades de éxito y motivar a la población estudiantil. Se aspira con ello a fomentar el logro estudiantil no sólo reforzando en un pequeño número de estudiantes aquellos puntos del programa en los que más flaquean, sino alimentando el éxito a través del fortalecimiento de su propia autoestima. Al reconocer y recompensar las capacidades más descuidadas, el currículum común o básico puede desarrollar la fuerza de voluntad que necesitan los estudiantes para trabajar en aquellos ámbitos que más dificultades les crean. En su análisis del problema que suponía el bajo rendimiento en las escuelas de secundaria, la Autoridad Educativa de la ciudad de Londres (ILEA) (1984) identificó cuatro vertientes en el logro: • Logro intelectual-cognitivo. Se preocupa por el conocimiento «proposicional», que resulta fácil escribir, recordar y relativamente sencillo valorar. Tiende a resaltar el conocimiento por encima de la habilidad, y da más importancia a la memorización que la solución de problemas. Este aspecto del logro aparece sólidamente representado en el currículum secundario y es, en muchos aspectos, el que prevalece. • Logro práctico. Se preocupa por la aplicación práctica del conocimiento. Es más oral que escrito. Aparece representado de modo más evidente en asignaturas no académicas, aunque puede ser desarrollado en cualquier parte del currículum. El logro práctico resulta más difícil de evaluar, y no cuenta con la misma relevancia en el currículum que el conocimiento proposicional. • Logro personal y social. Se preocupa por el desarrollo de habilidades tales como la cooperación, la iniciativa, el liderazgo y la capacidad de trabajar en grupo. Aunque este aspecto del logro pasa generalmente desapercibido, y no recibe estímulo ni reco154

nocimiento alguno en el aula convencional, ello no impide que se manifieste en otros ambientes ajenos a la escuela, como serían las actividades educativas realizadas fuera del centro escolar o el ámbito laboral. A pesar de ser habilidades que muchos empresarios valoran cada día más, siguen mereciendo menos consideración en el currículum y resultan más difíciles de valorar. • Motivación. Subsume las otras formas de logro y es quizá la más interesante. Los profesores y las escuelas presumen que la motivación es un aspecto que depende exclusivamente del estudiante. El hecho de contar con estudiantes motivados a los que enseñar es una simple cuestión de suerte. La motivación suele valorarse en función al «esfuerzo». Muchas escuelas, afirma el comité de la ILEA, prestan poca atención a la motivación. Algunas llegan incluso a obviarla. Sin embargo, continúa el comité, la voluntad y el compromiso de aprender son en sí mismos un logro a desarrollar sobre el que la escuela ostenta una responsabilidad. El fracaso en la consecución de este logro conducirá probablemente al fracaso en los tres ámbitos antes nombrados. Uno de los diez resultados de aprendizaje más comunes en el grado 9 en Ontario, Canadá, ejemplifica este principio del logro, según el cual los estudiantes deberían «utilizar las habilidades del aprendizaje para aprender con mayor efectividad», estableciendo objetivos que incidieran directamente en su aprendizaje, evaluando su progreso y reflexionando sobre el pensamiento propio y ajeno (Ministerio de Educación y Formación de Ontario, 1995). Al igual que sucede con el criterio basado en los derechos educativos, la necesidad de estimular y reconocer el logro constituye un criterio que figura entre los más destacados a la hora de justificar la creación de un currículum común, que tendría como resultado el desarrollo de un currículum amplio, en lugar de uno centrado principalmente en un solo ámbito de aprendizaje o aspecto del logro. Apoyo a otros propósitos educativos. Esta justificación tiene como objetivo conciliar y asegurar la coherencia entre currículum, valoración, enseñanza y aprendizaje, así como el de apoyar a los estudiantes. Un currículum común o básico, definido en términos que van más allá de las asignaturas, puede favorecer la mejora de otros aspectos de la escolarización, al ofrecer la flexibilidad suficiente 155

para que sufran las necesarias reestructuraciones, mientras que un currículum departamentalizado y basado en las asignaturas, obstaculiza en gran manera esa reestructuración. Un ejemplo de este planteamiento en la creación del currículum común o básico y su integración con otros objetivos educativos aparece perfilado en el informe realizado por un grupo de trabajo de la Liga de Escuelas Medias de California (Lake, 1988b). El informe recomendó que se asignara tiempo dentro del currículum para la incorporación de cursos básicos y cursos exploratorios, y se diera cabida a un tipo de enseñanza de carácter independiente que estimulara la colaboración. Según este grupo de trabajo, tal currículum básico satisfaría las necesidades de los estudiantes de los primeros años de la escuela superior que se hallaran en periodo de transición. La existencia de un «bloque básico» de tiempo dentro del currículum permitiría a los educadores proporcionar a sus alumnos una transición suave, al: • Permitir a los alumnos un contacto continuado con uno o dos profesores que acabarían conociéndolos bien y por tanto podrían apoyarlos, valorarlos e informar sobre ellos. • Crear una base de acogida para los estudiantes que mejoraría de forma cuantitativa y cualitativa el apoyo que recibieran. • Desarrollar en los estudiantes un sentimiento de pertenencia a la escuela, una actitud positiva hacia ella y su propia autoestima. • Fomentar la cooperación entre los profesores mediante la planificación conjunta del curso, la enseñanza en equipo y un enfoque interdisciplinar de la enseñanza. • Asegurar el tiempo y flexibilidad necesarios para incrementar la variedad de métodos de enseñanza. • Garantizar a todos los estudiantes el acceso a las mismas experiencias de aprendizaje. Existen numerosos ejemplos de la forma que adoptan en la práctica los programas de currículum organizado en bloques básicos (véase, por ejemplo, Lieberman, 1995). Nuestra valoración de los distintos proyectos piloto que sobre reestructuración de la escuela se han llevado a cabo describe casos detallados de organización de grupo básico, aunque, como ya hemos explicado en el capítulo ante156

rior, también señala los riesgos que acarrea esta disposición, al crear más un sentimiento de monotonía, que de comunidad, si se lleva al extremo (Hargreaves et al., 1993).

Estructura de un currículum básico Según Skilbeck (1984) hay tres formas características de interpretar y organizar un currículum común o nuclear, y son: • Un conjunto de asignaturas obligatorias o materias recogidas en un determinado plan de estudios centralizado, que debe enseñarse a todos los estudiantes. • Un conjunto de asignaturas obligatorias o materias determinadas por una escuela, con cursos y actividades obligatorios para todos los estudiantes. • Una declaración ampliamente perfilada del nivel de aprendizaje mínimo exigible a los alumnos, definida tanto por organismos centrales como locales, cuya interpretación corresponderá a las escuelas. A éstas añadiríamos una cuarta forma que ha ido abriéndose camino de forma imparable en los últimos años: • Una declaración (detallada o amplia) de los resultados de ese nivel de aprendizaje mínimo obligatorio que deben obtener los alumnos, definidos tanto por organismos centrales como por locales, y cuya interpretación corresponderá a las escuelas. Para Skilbeck, la diferencia principal entre estas formas de organizar un currículum viene determinada por la capacidad de resolución de las escuelas en la toma de decisiones. Nuestra propia definición adicional señala otra diferencia: el grado de importancia concedido a los resultados del aprendizaje (independientemente de cómo se consigan), en perjuicio de los tipos de oportunidades de aprendizaje a las que se verán expuestos los estudiantes. La segunda definición de Skilbeck no parece demasiado factible si se toma en serio la necesidad de garantizar el cumplimiento, por parte del curriculum básico, de los objetivos relativos a derechos educativos y 157

desarrollo de la cultura de la escuela. Podría provocar, por ejemplo, que algunas escuelas de comunidades blancas descuidaran sus responsabilidades en lo concerniente al desarrollo de una comprensión multicultural (Troyna, 1993). Dejar la organización del currículum básico completamente en manos de las escuelas puede conducir fácilmente a inconsistencias y desigualdades en el logro de resultados curriculares valorables. Las otras tres definiciones son más factibles en este aspecto. Al revisar, evaluar y desarrollar estas definiciones, tendremos en cuenta hasta qué punto satisface cada una de ellas los criterios a seguir para la elaboración de un currículum común o básico, tal como los hemos definido anteriormente. Haciendo una recapitulación, estos criterios son: • • • • • •

Igualdad de oportunidades. Calidad educativa. Cultura común y comunidad. Derechos educativos. Logro y motivación. Apoyo a otros propósitos educativos.

1.  Un currículum común o básico concebido como un conjunto de asignaturas obligatorias o materias ha sido planteado en una serie de países y jurisdicciones. En general, consta de las siguientes características: • El currículum común o básico se compone de asignaturas obligatorias, como matemáticas, inglés, ciencias, idioma moderno, geografía, historia, artes creativas, educación física y tecnología (como ocurre en el currículum nacional inglés y galés). En algunos casos, estas categorías de materias son definidas de manera más amplia, aludiendo a términos como humanidades, bellas artes, ciencias y artes prácticas, pero siguen abarcando las materias tradicionales. Este tipo de agrupamientos de categorías deja poco espacio en el currículum para que éste desplace su interés fuera de las materias definidas tradicionalmente (Goodson, 1994). • El currículum tiende a centrarse en el contenido académico, aunque también puede desviar ligeramente su atención hacia otras actitudes, habilidades y experiencias. 158

• Aunque puede estimular en cierta medida el trabajo intercurricular y la integración de las materias, debido a su interés por cumplir la expectativa de que todas las materias desarrollen más actitudes y habilidades genéricas en los estudiantes, las materias y contenidos convencionales tenderán a predominar (Hargreaves, 1989). • Los currículos comunes o básicos, basados en asignaturas, pueden caer en la tentación de llenar el currículum prescrito con contenidos detallados de la asignatura, provocando así una sobrecarga para los estudiantes, un exceso de trabajo para los profesores y dificultades para lograr propósitos educativos que vayan más allá del trabajo básico que requiere cubrir el currículum (Helsby y McCulloch, 1996). • Se considera que los cursos comunes de cualquier tipo intensifican la igualdad de oportunidades ya que todos los alumnos por igual tienen acceso a los mismos materiales y participan de las mismas experiencias. No obstante, al definirlos como contenidos específicos, este currículum quizá resulte demasiado inflexible para adaptarse a los contextos locales y a las vidas e intereses de diferentes grupos etnoculturales y raciales. La historia, la literatura y otras materias son especialmente proclives a esta clase de sesgos raciales y etnoculturales (Troyna, 1993). • Se cree que el objetivo de la calidad educativa se intenta alcanzar mediante la práctica cada vez más común de adscribir valoraciones detalladas y estandarizadas a determinados niveles o «fases clave» del aprendizaje de los alumnos. • La cultura y la comunidad son objetivos posibles de conseguir en el currículum común o básico, pero resultan más difíciles de alcanzar sistemáticamente dentro de categorías de materias específicas y separadas que en categorías mucho más amplias de asignaturas. • La extensión limitada de la asignatura o de su definición impiden que este modelo satisfaga varios de los posibles propósitos del currículum común o básico que hemos revisado antes. La extensión limitada pone en peligro el cumplimiento de los objetivos relativos a derechos educativos, como el reconocimiento de múltiples tipos de inteligencias, o a los diferentes aspectos del logro, y al mismo tiempo resulta un obstáculo a la hora de crear 159

la coherencia y flexibilidad necesarias para apoyar otros propósitos educativos que beneficien a los adolescentes en los ámbitos de evaluación, enseñanza, aprendizaje y orientación. 2.  Currículum común o básico como un perfil o estructura amplia especificado por organismos tanto centrales como locales, y definido por las escuelas. Normalmente, tal currículum plantea las siguientes características: • El currículum se define atendiendo no al conocimiento de la asignatura, cursos de estudio o contenido detallado, sino a los distintos tipos de inteligencias (Gardner, 1983) y a amplios ámbitos de experiencia y comprensión humanas (Her Majesty’s Inspectorate, 1983; Skilbeck, 1984). • Definir un currículum común o básico atendiendo a los distintos tipos de inteligencias o a amplios ámbitos de experiencia satisface la mayoría, si no la totalidad, de los criterios para establecer tal currículum. En comparación con los modelos basados en las asignaturas, los organizados alrededor de inteligencias múltiples o ámbitos de experiencia abordan dos criterios de un modo particularmente efectivo: el derecho de los estudiantes a una gama amplia y equilibrada de experiencias educativas, y su acceso a un mayor número de oportunidades de logro educativo. • Un currículum común o básico definido como una estructura amplia deja espacio y flexibilidad suficientes para el desarrollo del currículum y del profesor en el ámbito escolar. El desarrollo del currículum utilizado en la escuela y el del profesor constituyen factores vitales en el éxito del currículum y la valoración de la reforma (Hargreaves, 1989; Skilbeck, 1984; Rudduck, 1991). Como hemos visto, el desarrollo del profesor, en buena parte producto de unas relaciones de trabajo más estrechas con sus compañeros, crea un compromiso colectivo de cumplir con las normas y de contribuir a la mejora continua, que hace a los profesores sensibles al cambio educativo y estimula su interés en el mismo (Little y Bird, 1984). No obstante, el desarrollo del profesor va unido al desarrollo del currículum (Stenhouse, 1980). Es poco probable que los profesores colaboren, a menos que haya algo sustancial que les obligue a hacerlo, o que el currículum con160

tenga elementos significativos sobre los que ellos puedan asumir una responsabilidad (A. Hargreaves, 1994). Para que estos importantes desarrollos tengan lugar, es necesario un currículum común o básico que deje un espacio considerable para la toma de decisiones sobre el curriculum en la misma escuela (DarlingHammond, 1995). • Encomendar el desarrollo del currículum totalmente al arbitrio de la escuela puede crear omisiones e inconsistencias difíciles de justificar. Hemos visto, sin embargo, que una estricta prescripción del contenido a través de guías curriculares escritas puede crear una cultura de dependencia entre los profesores, lo que provocaría una preocupación por abarcar el currículum en su totalidad. ¿Cómo puede ayudarse, entonces, a profesores y escuelas a satisfacer unas guías curriculares ampliamente definidas, sin que por ello pierdan su propia particularidad? Andy Hargreaves (1989) sugiere que los sistemas de inspección, apoyo y revisión, administrados por los distritos escolares, pueden garantizar que las escuelas traten de satisfacer sinceramente las exigencias que presenta la estructura del currículum común o nuclear. A través del proceso del desarrollo del currículum establecido en la escuela, tales sistemas ayudan a los profesores a seguir a su manera las amplias directrices que se les exigen, y en la medida en que éstas se adapten a su propio contexto. Los orientadores y administradores del distrito escolar pueden asumir de forma eficaz esta función, destinándole parte del tiempo y de la energía que emplean en las comisiones, para redactar guías curriculares detalladas que en la actualidad parecen restringir muchas de las posibilidades de desarrollo del currículum en las escuelas. O quizá el análisis de la escuela puede ser un análisis de los profesores realizada por sus compañeros. Pero sin amplias estructuras orientadoras del currículum, sin la presión y el apoyo de la inspección o el análisis, y sin las culturas profesionales de la colaboración del profesor, que dan significado a la planificación y al currículum establecidos en la escuela, el desarrollo del mismo es muy probable que sea insuficiente, despilfarrador y nada concluyente.

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3.  El currículum común o básico como una afirmación (detallada o amplia) de los resultados de aprendizaje requeridos para todos los estudiantes, definidos por organismos tanto centrales como locales, e interpretados por las escuelas. • Un currículum basado en los resultados viene determinado por lo que los estudiantes demostrarán haber asimilado de forma satisfactoria cuando finalice su escolarización, y no sólo al finalizar la semana o el curso académico (Spady, 1994). Este enfoque desplaza el centro de atención desde los objetivos extraídos del contenido o de los libros de texto a los cambios deseados que hayan experimentado los estudiantes (King y Evans, 1991). • En un currículum definido por los resultados, se crean altas expectativas para todos los estudiantes; además, el tiempo y los métodos de enseñanza varían (Spady, 1991). • Este modelo incluye muchos de los criterios seguidos para la elaboración de un currículum básico. Se centra en el derecho de los estudiantes a recibir un amplio conjunto de experiencias y exige que se les ofrezcan amplias oportunidades que garanticen el logro educativo, al tiempo que refuerza las posibilidades de éxito para todos y da cabida a las necesidades locales. • Lo hace estableciendo los objetivos en términos claros y precisos, pero deja la interpretación de los objetivos y del contenido que los contiene en manos de los profesionales del aula. • Al igual que sucedía con el modelo anterior, éste corre el riesgo de que se produzcan omisiones e inconsistencias en la transmisión del programa. No obstante, el hecho de centrarse en los resultados y de utilizarlos para organizar el currículum conlleva la promesa de aplicar coherencia e integración en las grandes ideas y competencias, en lugar de hacerlo en el contenido de la materia y habilidades de bajo nivel. Todavía no está claro hasta qué punto esta teoría funciona en la práctica. • Un currículum basado en los resultados corre el peligro de fracasar en sus ambiciosos objetivos y deteriorarse para convertirse en un contenido poco imaginativo y escasamente definido que limite el aprendizaje, en lugar de ampliarlo. Esto podría obligar a los profesores a esforzarse por abrirse camino a través de innumerables resultados insignificantes, en lugar de ocupar su tiem162

po en crear de manera activa las condiciones necesarias para la enseñanza y el aprendizaje dentro de unos resultados más ampliamente definidos. • De modo similar, si los resultados prescritos del aprendizaje son excesivos, o aparecen definidos de forma minuciosa, los profesores terminarán por sentirse abrumados por el esfuerzo que requiere ponerlos todos en práctica e integrarlos en su quehacer diario. • En algunos lugares, este modelo ha generado una considerable controversia, tanto en sentido moral como político. Los intentos por establecer amplios informes de resultados para los estudiantes han provocado un gran debate sobre el papel de las escuelas para definir los valores. La discusión también se centra en determinar si los resultados son obligaciones o guías, quién tiene que valorarlos y cuáles son las sanciones en caso de no haber sido éstos satisfactorios. Para algunos conservadores y representantes de la derecha religiosa, la educación basada en resultados viene a ser la encarnación del diablo (Zlatos, 1993).

Resumen Un currículum común o básico puede adoptar numerosas formas y desarrollarse de acuerdo a muchos criterios. Si lo que se pretende es ayudar a los estudiantes a adaptarse a largo plazo de forma más positiva y eficaz a la escuela secundaria, es importante que el currículum sea amplio y que reconozca una extensa gama de logros educativos. Este punto de vista sugiere un currículum que no se articule de acuerdo a asignaturas y materias específicas, sino a amplias estructuras de experiencia educativa o de resultados de aprendizaje comunes. También sugiere que los orientadores del distrito escolar tengan un cometido, así como los inspectores o los profesores que trabajen estrechamente con pequeños grupos de escuelas, para ayudarles a satisfacer estas amplias guías y asegurar una dedicación sincera a dicha tarea. Un currículum común o básico de este tipo es probable que aleje, e incluso contrarreste, los efectos desmotivadores del actual currículum académico basado en las asignaturas. También es posible que procure el espacio y flexibilidad suficientes a las escuelas y a los pro163

fesores para desarrollar la parte esencial de sus propios currícula, creando una cultura de docentes seguros de sí mismos, comprometidos con el cambio y la mejora del sistema. Esta clase de currículum, definido ampliamente, pero desarrollado localmente, ofrece una importante oportunidad de sustituir los modelos de desarrollo curricular tradicionales impuestos centralmente y establecidos en la escuela, modelos que han disfrutado hasta el momento de poco éxito a la hora de penetrar en la fortaleza de la influencia académica sobre la educación secundaria.

El Currículum integrado Una estrategia cada vez más popular para proporcionar una educación efectiva a los adolescentes es la integración del currículum. La estrategia es recomendada, por ejemplo, por muchos defensores de las escuelas medias (véase, por ejemplo, Beane, 1991). La integración constituye una propuesta atractiva para todos aquellos que desean que el currículum y la forma en que los estudiantes lo reciben resulten menos fragmentados. Pero el currículum integrado y los estudios interdisciplinares también han sido muy criticados. A menudo se ataca la integración por reducir los niveles y se le acusa de falta de rigor al someter a los niños y las niñas a materias mezcladas, en un «batiburrillo» de ofertas curriculares mal concebidas. El concepto de la integración del currículum es tan elusivo como atractivo. Tiene múltiples vertientes, puede ser seguido por motivos bastante diferentes, variar muchísimo en cuanto a su práctica, y obtener resultados desiguales. El significado de la integración del currículum y el valor que se le da no es algo que pueda obviarse. Por lo tanto, nuestro análisis de la integración del currículum aborda los diversos significados que se le han otorgado, los diferentes propósitos hacia los que puede ser dirigido, las clases de condiciones sociales y educativas que dan lugar a estos propósitos, y las consecuencias y realidades de tal integración en la práctica. La bibliografía sobre la integración del currículum es bastante amplia. La integración del currículum ha sido revisada y analizada en distintos niveles del sistema educativo, como por ejemplo en el contexto de la educación primaria (Pappas et al., 1990; Williams, 164

1980), de las escuelas medias (Kasten et al., 1989; Quattrone, 1989), de la educación secundaria (Watts, 1980), de la educación para adultos (Dickinson et al., 1980), de la educación especial (Hamre-Nietupuki et al., 1989; Gire y Poe, 1988; Kersch et al., 1987) y en los ambientes multiculturales (Haase, 1980). También ha sido investigada en el contexto de una gama de diferentes asignaturas, incluidas los diferentes lenguajes (Norton, 1988; Duncan, 1987; Allen y Keller, 1983; Goodman et al., 1987; Stahl y Miller, 1989), las ciencias y las matemáticas (Shainline, 1987; Friend, 1984; Hunter, 1980), las ciencias sociales y las humanidades (Atwood, 1989; Kaltsounis, 1990; Craig, 1987; Heath, 1988;Berg, 1988; Cardinale, 1988; Wolf, 1988, Rudduck, 1991), la formación profesional (Greenan y Tucker, 1990; Stevens y Lichtenstein, 1990; Rutgers, 1981; Gire y Poe, 1988), los ordenadores y la tecnología de la información (Komski, 1990; Brent et al., 1985), la ecología (Jewett y Ennis, 1990), y los programas básicos más amplios (Hairston, 1983). Las exposiciones más comunes sobre la integración del currículum son descripciones de iniciativas particulares, escritas a menudo por personas responsables de desarrollar esas mismas iniciativas y, presumiblemente, también de su éxito o fracaso (como, por ejemplo, Mansfield, 1989; Hunter, 1980). Por lo general, existe algún elemento de evaluación en todas esas exposiciones aunque, lógicamente, éste tiende a ser superficial. Existe un segundo conjunto de exposiciones más conceptual y filosófico sobre la integración del currículum. Este tipo de bibliografía se remonta en algunos casos a la primera mitad del siglo xx (Northwestern Educational Service District 189, 1989; Barnes, 1982; Betts, 1983; Conklin, 1966; Connelly, 1954; Dressel, 1958; Hirst, 1974; Pring, 1973; Richmond, 1975). Estos análisis conceptuales a menudo dan lugar a estructuras o tipologías de las diferentes formas que puede adoptar la integración del currículum (véase, por ejemplo, Case, 1991; Drake, 1991; Fogarty, 1991). Un tercer conjunto de exposiciones se compone de estudios que centran su atención en la interpretación y consecuencias de la integración del currículum en la práctica (véase, por ejemplo, Weston, 1979; Olson, 1983; Musgrave, 1973; Hamilton, 1975). Estas evaluaciones de lo que en realidad representa la integración del currículum y de sus efectos en la práctica son menos comunes en la bibliografía. 165

Nuestro análisis de la integración del currículum y de su pertinencia para los adolescentes se basa en tres bloques diferentes de bibliografía, que se examina para determinar los distintos tipos de integración existentes, cuáles son sus ventajas y desventajas y cómo se resuelven los esfuerzos por llevar la integración del currículum a la práctica.

Significado y propósito de un currículum integrado Una condición esencial para que cualquier innovación obtenga el éxito deseado es que su significado sea expuesto con claridad (Fullan, 1991). La integración del currículum no es una excepción. Un problema frecuente en la integración del currículum es que su significado a menudo resulta vago, confuso, ambiguo e incluso ridículo. Werner (1991a y 1991b), por ejemplo, ha descubierto que la imprecisión es un rasgo recurrente en los análisis de la integración que recoge la documentación registrada sobre la política seguida en las recientes reformas educativas emprendidas en la Columbia Británica, en Canadá. Según afirma, la confusión aparece cuando se trata de determinar si la integración alude a una integración de tiempo, de profesores, de estudiantes o de currículum. El alcance y ambigüedad de este enfoque ha permitido a muchos profesores «descubrir» en la práctica de su enseñanza ejemplos de integración que pueden encajar en la amplia definición prescrita por la política educativa seguida en el tema. En este sentido, la integración del currículum ha aportado a menudo nuevas retóricas para justificar prácticas ya existentes, en lugar de ser la palanca conceptual capaz de introducir otras nuevas. En realidad, no ha cambiado nada. Para Case (1994), las políticas que defienden la integración del currículum son a menudo poco más que meros eslóganes. Según señalan Brophy y Alleman (1991), la práctica resultante puede estar «mal concebida» (pág. 66). Estos autores nos recuerdan que «la integración del currículum no es un fin en sí mismo, sino un medio para conseguir objetivos educativos básicos». Clarificar el significado y el propósito de la integración del currículum resulta, por tanto, extremadamente importante, tanto por razones de índole conceptual como práctica. El significado de la integración del currículum ha sido expuesto en la bibliografía atendiendo a tres modelos distintos en lo que 166

respecta a su concepción: como una de las caras de una dicotomía, como aspectos que forman un continuum, y como parte de una tipología multidimensional. 1.  Integración frente a especialización. Aunque existen definiciones anteriores sobre una posible integración del currículum (como, por ejemplo, Dressel, 1958), uno de los análisis conceptualmente más elaborados es el que hace Bernstein (1971) sobre la clasificación y marco del conocimiento educativo. La clasificación se refiere a la «vigencia de fronteras entre contenidos». El marco, al «grado de control que poseen los profesores y alumnos sobre la selección, organización, ritmo y tiempo del conocimiento transmitido y revisado en el intercambio pedagógico». Las distintas combinaciones entre clasificación y marco dan lugar a diversos tipos de currículum, o lo que Bernstein llama códigos de conocimiento educativo. Bernstein reconoce dos tipos fundamentales de códigos de conocimiento: los currículos de código de colección y de los currículos código integrado. • Los currículos de código de colección se caracterizan por una fuerte clasificación y un sólido marco. Las fronteras entre los contenidos o materias están muy definidas y los profesores tienen pocas oportunidades para transgredirlas. Los estudiantes poseen un escaso control sobre la enseñanza. Un currículum académico, basado en las asignaturas vendría a ser, en cierto modo, un currículum de código de colección, tanto si se trata de un currículum altamente especializado, con un pequeño número de materias que se imparten a un reducido grupo de alumnos seleccionados, como ha venido sucediendo durante los últimos años en la escolarización secundaria británica, como si nos referimos a uno de carácter general, en el que un amplio número de estudiantes pueden elegir entre una extensa gama de opciones y créditos de asignaturas, que es lo que sucede en el sistema norteamericano. • Los currículos de código integrado se caracterizan por una clasificación y marcos más débiles. Las fronteras entre los contenidos o materias son frágiles y aparecen difuminadas. Los estudiantes tienen mucha mayor capacidad de elección sobre las materias que desean aprender. Los profesores, por el contrario, ven limi167

tado su campo de acción, ya que tienen que colaborar con sus compañeros responsables de otras disciplinas acerca de lo que se enseña. La definición que Bernstein da de integración es bastante precisa. Integración no significa aquí suprimir materias o incluir temas vagamente perfilados. Supone subordinar previamente las materias o cursos aislados a una concepción aglutinadora que difumine las fronteras entre las distintas disciplinas. La integración del currículum puede darse dentro de las mismas materias o a través de ellas. Lo principal es que exista un principio aglutinador de alto nivel. Por ejemplo, los códigos genético y cultural pueden proporcionar una base para integrar la sociología y la biología. Resulta empobrecedor elaborar temas y contenidos sin buscar ninguna conexión entre ellos. Tal y como sugiere Case (1994), deberían evitarse las referencias superficiales a las «conexiones y correspondencias naturales» habituales en la bibliografía (pág. 84). La concepción rigurosa y consistente que defiende Bernstein sobre la integración contiene varias implicaciones: • Tiene que haber un alto consenso ideológico entre los profesores que participan en la integración. • Este acuerdo reduciría la capacidad de elección de los profesores sobre las materias a impartir y el método de enseñanza, pero aumentaría la capacidad de elección de los estudiantes sobre esos mismos aspectos. • Las materias aportadas deben hallarse vinculadas a un alto nivel conceptual y no mediante temas pragmáticos de bajo nivel (como, por ejemplo: «los ferrocarriles»), o conexiones artificiales y distorsionadas entre ámbitos de estudio totalmente distintos (como, por ejemplo, confeccionar modernos carteles anunciadores con jeroglíficos para establecer una conexión espúrea entre el estudio de los medios de comunicación en inglés y el estudio de la civilización egipcia). • Deberían existir criterios de evaluación claros y distintivos. • «La integración reduce la autoridad de los contenidos separados lo cual tiene consecuencias en las estructuras de autoridad existentes.» La integración del currículum amenaza las estructuras 168

existentes de poder y control, tanto dentro como, quizá, incluso fuera del ámbito educativo. La teoría de Bernstein ha sido apoyada por estudios posteriores relativos a las políticas de los distintos departamento y al desarrollo histórico de sus asignaturas. Éstas han demostrado cómo y por qué surgen y persisten fuertes clasificaciones del currículum. La teoría de Bernstein ha ayudado a clarificar nuestra comprensión de la integración. También ha expresado algunas teorías que explicarían por qué, motivado por la aparición de unas condiciones sociales concretas, surge el interés por la integración. Resulta particularmente curiosa la sugerencia que hace Bernstein de que el interés por la integración se produce cuando hay una crisis en «las clasificaciones y estructuras básicas» de la sociedad. Tal crisis provoca que las jerarquías de prestigio de la sociedad sean cuestionadas y sufran un desplazamiento, que afecta a las pautas de control y a la distribución de reconocimientos. A medida que las fronteras sociales se hacen problemáticas, sucede lo mismo con las fronteras temáticas en el currículum. Mientras que un currículum de clara orientación académica y centrado en las asignaturas ayuda a reproducir modelos de privilegios sociales en las generaciones siguientes, cualquier inestabilidad o cambio que se produzca en esas estructuras, ya sea en su vertiente política, económica o, de forma más generalizada, social, trae consigo un cambio paralelo en el modo de organizar y gestionar el currículum. Así pues, no resulta difícil comprender el interés emergente por la integración del currículum justo cuando entramos en la era postmoderna inmersa en una vorágine de transformaciones. De modo similar, y aunque la aparición de la integración del currículum pueda verse acelerada por un cambio social más amplio, tal integración puede plantear a su vez desafíos al orden social existente. Esto es lo que sucede cuando la integración del currículum va más allá de experiencias aisladas con grupos urbanos pobres o de clase media que abogan por estilos de vida alternativos, para convertirse en una política aplicada a todos los alumnos, sin distinción de origen y capacidad. La integración también supone un reto para el orden dominante cuando su aplicación no se limita a los alumnos más jóvenes, sino que se convierte en una exigencia para los 169

estudiantes de la escuela secundaria, más próximos a ingresar en la universidad o a optar por una formación profesional. Cuando afecta a casi todos los alumnos, incluidos los mayores, la integración del currículum empieza a representar una amenaza para «las clasificaciones y marcos básicas» de la sociedad, sus estructuras de poder y control, y las formas de conocimiento hasta entonces valoradas a través de las cuales los poderosos perpetúan la vigencia de sus privilegios. Descomponer las barreras entre el conocimiento escolar y el conocimiento no escolar, promoviendo una mayor pertinencia, y acabar con la separación entre asignaturas académicas de alto rango y asignaturas prácticas de bajo rango (reconociendo formas diferentes de logro y de inteligencia), amenaza las ventajas de aquellos grupos que se han beneficiado tradicionalmente del currículum académico y del código de acumulación. Es habitualmente en este punto donde la integración se ve atacada por los políticos conservadores y por las asociaciones de padres de clase media, mediante críticas que acusan a la integración de disminuir los niveles, desmembrar las «asignaturas de verdad» y exponer a los estudiantes y profesores a un currículum de «batiburrillo» compuesto por «asignaturas mezcladas» (Delhi, 1995). La integración falla y la política se replega hacia categorías más tradicionales de currículum no sólo porque se haya fracasado en el intento de conseguir la claridad necesaria para definir adecuadamente la integración, sino también porque la integración amenaza las estructuras existentes de poder y control. La integración del currículum es, por tanto, un tema político, además de filosófico. Esta percepción es una de las contribuciones más significativas de Bernstein. A pesar de tales percepciones, la teoría de Bernstein también presenta ciertos problemas. Uno de ellos es su naturaleza estricta, según la cual sólo existen el blanco o el negro. Establece una clara dicotomía entre integración y no integración (véase también Shoemaker, 1989). Esto crea una polaridad de valores. Sugiere que la integración y la no integración equivalen, respectivamente, a una buena y a una mala práctica de la misma. Ambas son mutuamente excluyentes. Así, cuando se ha tomado la teoría de Bernstein como guía de un estudio empírico o puesta en práctica del currículum, la imposibilidad de satisfacer todos los criterios del ideal integrador 170

ha sido interpretada como una integración «fracasada» o «falsa», e incluso como una «acumulación disfrazada» (Walker y Adelman, 1972). Este tipo de dicotomías establece distinciones escuetas y simplistas. La integración del currículum y la especialización en la asignatura no son alternativas absolutas, mutuamente excluyentes. Lo más importante es definir el tipo de integración del currículum deseado por la sociedad, los propósitos para los que ha sido diseñado, y hasta qué punto se adecua al ámbito en que se va a utilizar. 2.  El continuum de la integración. Algunos análisis de la integración del currículum no lo ven como la mitad de una polaridad, sino como una disposición de puntos a lo largo de un continuum. Fogarty (1991), por ejemplo, ha elaborado un continuum de integración del currículum con diez modelos dispuestos a lo largo del mismo. En un extremo se encuentran los modelos organizados alrededor de disciplinas sueltas, como el modelo fragmentado, cuya visión periscópica se centra exclusivamente en una sola asignatura, dentro de una sucesión de disciplinas separadas y de poco alcance. En el centro se hallan los modelos que integran varias disciplinas, como el modelo compartido de visión binocular, en la que dos disciplinas intercambian conceptos y habilidades que se superponen dentro de una estructura de planificación y enseñanza compartidas entre ambas disciplinas. Luego está el modelo entretejido de integración, cuya naturaleza telescópica capta toda una constelación de disciplinas al mismo tiempo. A lo largo del continuum hay modelos que logran la integración de los educandos mismos, no del material. Un ejemplo lo constituiría el modelo de inmersión, cuya naturaleza microscópica expone todo el contenido a las lentes de los intereses y experiencia de los estudiantes. En el otro extremo del continuum se sitúa el modelo de red de la integración, de naturaleza prismática porque crea múltiples dimensiones y direcciones de enfoque, entre las redes de educandos que dirigen el proceso de integración. Drake (1991) utiliza otro continuum para describir las fases por las que ella y otro grupo de educadores pasaron mientras trataban de crear currículos interdisciplinares. Al principio, los currícula fueron concebidos de forma multidisciplinar, como contribuciones de ámbitos particulares de las materias a un tema previamente acordado e identificado. En una segunda fase interdisciplinar el equi171

po descubrió que «existían menos diferencias entre los ámbitos de materias de las que habíamos pensado» (pág. 21). Las conexiones se establecían con más frecuencia a través del tema que a través de las relaciones formales entre los ámbitos de materias, aunque las unidades de aprendizaje seguían divididas en distintas secciones que guardaban una conexión con la asignatura. En la fase interdisciplinar final, se abandonaron por completo las etiquetas de ámbito de materia para «permitir que las actividades se mantuvieran por sí mismas» (pág. 22 y para brindar la posibilidad de que el equipo identificara las «conexiones naturales». El continuum es una herramienta muy popular para representar variaciones en la práctica educativa. Permite efectuar distinciones más precisas que las permitidas por los opuestos polares directos. Este es el caso, ciertamente, de la integración del currículum. En la integración intervienen muchos otros factores además de los calificativos bueno-malo, verdadero-falso, auténtico-disfrazado. Un continuum de integración del currículum conlleva el compromiso de esquematizar y estimular el progreso hacia interpretaciones y ejecuciones más elaboradas de la integración. Pero, en ocasiones, la urgencia de valorar y gestionar llega a obstaculizar la búsqueda de significado, fenómeno que puede producirse de dos formas con los continua educativos. Primero, los comportamientos complejos y dispares se agrupan torpemente en un solo escenario, nivel o punto del continuum, lo que favorece una valoración simplista y cómoda cuando, en la práctica, los comportamientos específicos no aparecen juntos. Es concebible, por ejemplo, un enfoque integrado del currículum cuyo contenido sea filtrado a través de los intereses de los estudiantes, mientras que los estudiantes elijan ese contenido como lo haría un especialista en la materia. Esto nos llevaría a plantearnos hasta qué punto los estudiantes controlan la integración de su conocimiento, lo cual situaría el escenario de la integración en un extremo del continuum. Para determinar hasta qué punto está integrada la propia materia de la asignatura, el grado de integración se decantaría hacia el otro extremo. Un solo continuum de la integración del currículum no permite captar estas diferencias en ningún punto aislado. La urgencia por delimitar hasta qué punto progresan adecuadamente las escuelas y los profesores a lo largo del continuum de la integración llega a oscurecer estas diferencias suti172

les, pero importantes, entre los diferentes aspectos que componen la integración. Al revisar los esfuerzos realizados para desarrollar programas de estudio interdisciplinar en Escocia, Munn y Morrison (1984) llegaron a la conclusión de que las variaciones entre estos intentos eran tan complejos y dependían en tal medida de los lugares en los que se desarrollaban, que sería imposible crear cualquier continuum real de integración del currículum a lo largo del cual pudieran ser dispuestos. Un segundo punto a tener en cuenta es que los continua educativos encarnan a menudo valores implícitos en los que el movimiento a lo largo del continuum aparece descrito como un crecimiento o progreso hacia un estado mejor. No obstante, el avance a lo largo de un continuum no garantiza la consecución del progreso. Dados los múltiples tipos existentes de integración del currículum, no siempre una mayor integración resulta más beneficiosa. En ocasiones, puede ser nociva. Cuando los artículos que promueven la integración hablan de la necesidad que tienen profesores y administradores de desprenderse de viejas categorías, y de la seguridad que les proporcionan unas fronteras bien definidas, se utiliza un lenguaje casi terapéutico o evangélico, más propio de una arenga para librar de una adicción a sus víctimas o apartar a los fieles del pecado que de un planteamiento riguroso que enumere las desventajas que conlleva la especialización de la asignatura. Esta clase de lenguaje hace que el continuum de la integración sea prescriptivo, antes que descriptivo, y destruye las posibilidades de lograr una comprensión más profunda, una definición más sutil y un enfoque menos doctrinario. La consecuencia lógica es que la mayoría de los profesores de la asignatura se sientan alienados. 3.  Tipologías de integración. La pauta final seguida en la elaboración de los distintos conceptos de la integración es la de una tipología. Las tipologías permiten que la integración se disponga a lo largo de múltiples dimensiones diferentes. Una tipología útil ha sido la desarrollada por Case (1991). La primera dimensión de esta tipología consiste en formas diferenciadas de integración. De este modo propugna la integración de: • Contenido (por ejemplo, en los estudios medioambientales). 173

• Habilidades/procesos (como, por ejemplo, afrontar las habilidades de escritura en los estudios sociales). • La escuela y la propia identidad (es decir, la pertinencia). • Los principios subyacentes sobre los que se sustenta todo el currículum (por ejemplo, los principios del catolicismo). Seguidamente, Case describe dos dimensiones de integración que son: • Horizontal (entre contenidos, en un momento dado). • Vertical (que se opera dentro de los contenidos a lo largo del tiempo, por ejemplo de un curso a otro). La tipología de Case también incluye cuatro objetivos o propósitos de la integración que son: • Abordar temas importantes que no siempre pueden afrontarse de forma nítida en las asignaturas existentes. • Desarrollar visiones más amplias de las asignaturas entre los estudiantes. • Reflejar un «entramado sin fisuras» del conocimiento. • Aumentar la eficacia y reducir la redundancia de los contenidos. Basándonos en nuestra investigación sobre los proyectos piloto de reestructuración de la escuela para adolescentes (Hargreaves et al., 1993), añadiríamos otro propósito a la lista de Case. En dicho estudio descubrimos que allí donde las escuelas secundarias trataban de forjar una colaboración más estrecha entre los profesores, éstos creían que el programa u horario existente y la estructura departamental de la escuela constituían un obstáculo decisivo. Los profesores no podían organizar reuniones dentro del horario, de modo que se veían obligados a celebrarlas después de un horario escolar agotador. Eso les cansaba y tendía a debilitar la colaboración con el transcurso del tiempo. En consecuencia, otro propósito de la integración del currículum es: • Reunir a los profesores, para que compartan el material.

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Case perfila cuatro modos de integración. No los sitúa, sin embargo, en un continuum. Se trata, simplemente, de tipos diferentes de integración, ninguno de los cuales es mejor o peor que los otros. Los cuatro modos son: • Fusión de elementos enseñados hasta entonces por separado (por ejemplo, inglés y estudios sociales). • Inserción de un elemento en un conjunto más amplio (por ejemplo, el estudio de una novela en las clases de historia). • Correlación entre elementos que se siguen enseñando por separado (por ejemplo, referencia al concepto de hipótesis en el estudio de la historia y de las ciencias). • Armonización de diferentes habilidades, conceptos, actitudes, etc., a través de elementos enseñados por separado (por ejemplo, la empatía). Finalmente, Case observa que la integración se puede organizar y orquestar en lugares diferentes. En este sentido, hay tres entornos de integración: • Nacional, estatal o regional. • La escuela o el distrito. • El aula. Case concluye que los elementos situados en las dimensiones de esta tipología no siempre son compatibles (por ejemplo, a menudo entran en conflicto las necesidades de integración vertical y horizontal) y, por lo tanto, no siempre merece la pena reforzar la comprensión de las mismas (por ejemplo, es aconsejable que algunos contenidos queden confinados dentro de las asignaturas existentes, en lugar de difundirlos a través de ellas), y que no todas las combinaciones de los diferentes elementos conducen necesariamente a la coherencia curricular. La tipología de Case, y otras similares, reconoce las dificultades que acarrea la puesta en práctica de la integración. Además, no subordina la necesidad de un significado complejo y de una cuidadosa descripción a un continuum único, a lo largo del cual se pueda evaluar y controlar el «progreso» de los profesores. No obstante, las ti175

pologías de la integración sólo explican qué tipos de integración son posibles. No aclaran, sin embargo, cómo y por qué determinados aspectos de la integración suelen agruparse de formas determinadas, ni qué es lo que configura estas pautas. Tampoco nos dan la clave de por qué algunas pautas de la integración son comunes y otras no, o por qué algunas resultan fáciles y otras difíciles. Estas cuestiones sólo se pueden contestar examinando la investigación existente sobre las realidades que presenta la integración del currículum y su puesta en práctica.

Currículum integrado en la práctica Cuando las políticas de reforma del currículum y los planes para su puesta en práctica llegan a un acuerdo, suelen adoptar formas que asumen condiciones escolares relativamente ideales y fácilmente replicables allí donde deben llevarse a cabo dichas reformas. El mundo de las escuelas, sin embargo, dista mucho de ser ideal. Es más bien confuso, impredecible y muy variable. Esta complejidad tampoco se puede desglosar fácilmente en variables separadas que puedan ser descritas y controladas a su vez como «problemas específicos de ejecución» (Ball y Bowe, 1992). En ocasiones, se trata de problemas o circunstancias locales, específicos y de idiosincrasia. Es posible, por ejemplo, que no exista suficiente material de laboratorio para todos los profesores que tratan de desarrollar una ciencia integrada de enseñanza en equipo. O quizá haya demasiados profesores a tiempo parcial que intervienen en la iniciativa del currículum integrado, de modo que resulta difícil conseguir que todos ellos se reúnan (Hamilton, 1973 y 1975). Algunos problemas y circunstancias están más generalizados que otros. Indican los desafíos que implica la ejecución de la integración, y se aplican a numerosos escenarios distintos. Queremos llamar la atención sobre algunos de los problemas de ejecución más comunes que entorpecen la integración del currículum, e identificar las precauciones que deben tomarse para superar estos problemas o, al menos, mitigarlos. Al hacerlo así, nos basamos en una serie de estudios clave de la investigación sobre la ejecución de la integración del currículum. Entre nuestras fuentes principales se encuentran Weston (1979), Olson (1983), Munn y Morrison (1984), Skelton (1990), Rudduck (1991), Werner (1991a), 176

Siskin (1994), Lieberman (1995), y Tyack y Tobin (1994). También nos basamos en nuestro estudio sobre los esfuerzos por reestructurar la educación para los adolescentes en Ontario, Canadá (Hargreaves et al., 1993). Tomando como punto de partida este trabajo, hemos llegado a la conclusión de que los problemas más comunes de la puesta en práctica son: • La coexistencia de exigencias curriculares más convencionales y especializadas, a un nivel más elevado de la escuela o del sistema educativo. Este hecho podría reducir el compromiso de los profesores con la integración, y presionarlos para que adaptaran su práctica a normas académicas más convencionales. Este problema exige en parte una resistencia colectiva para contrarrestar dichas presiones. También indica la necesidad de incluir en los programas de reforma educativa a las universidades, un conocimiento exhaustivo de las mismas y sus exigencias de acceso. También existe la necesidad de que un número mayor de profesores de escuelas secundarias trabajen en los niveles extremos tanto inferior como superior de la escuela, o sean nombrados conjuntamente por escuelas secundarias y medias, para ayudar a estimular la comprensión entre ellas. • Persistencia de pautas tradicionales de evaluación y requisitos de evaluación. Lo cual produce una sensación de ansiedad en el profesor acerca de los resultados y la responsabilidad que conlleva la integración. Las corrientes que tienden hacia evaluaciones más auténticas, como las basadas en el rendimiento, contribuyen a aliviar estas presiones, pero sólo si se apacigua la exigencia política y pública que propugna puntuaciones de exámenes cada vez más estandarizadas. No puede esperarse que los profesores solucionen este problema por sí mismos. Los políticos y administradores deben reunir el valor suficiente para hacerlo y las universidades deben estar preparadas para reconsiderar la definición de sus propios criterios de acceso. • Presión de los padres favorable al mantenimiento de niveles académicos tradicionales y calificaciones basadas en las asignaturas. Los padres desean algo que sea lo más parecido a una «escuela real». El temor de que la integración someta a sus hijos e hijas a una disminución de niveles se puede evitar comunicándoles a los padres 177

con claridad y desde el principio qué supondría la integración y por qué es necesaria, así como aumentando el flujo de informes y otras comunicaciones dirigidas a los padres sobre sus propios hijos, de modo que tengan la absoluta certeza de que los estándares se mantienen con regularidad. Según los ejemplos que hemos obtenido de estudios de escuelas que han intentado la reestructuración, aquellas que hacen partícipes a los padres de las incertidumbres derivadas del cambio que pretende implantarse, logran establecer mucha mayor empatía y apoyo, que aquellas otras escuelas que hacen del problema un tema de debate en el que únicamente participan un grupo aislado de profesionales encerrados en sí mismos, que sólo informan a los padres una vez se han tomado todas las decisiones (Hargreaves et al., 1993). • Personal docente que haya desarrollado relaciones prolongadas con sus respectivas disciplinas. Eso puede crear resistencia a la integración. Se recomienda utilizar las oportunidades de nuevas contrataciones para atraer a un personal con un variado historial disciplinar, o incluso con una cierta experiencia en educación primaria, lo cual contribuiría a reducir en cierta medida una excesiva identificación con las asignaturas, y aportaría una solución administrativa. También serviría para impedir lo que Hunt (1987) denomina un «endurecimiento de las categorías». Pero para los profesores que han establecido una sólida identificación con su asignatura, se precisarán enfoques especialmente sensibles con respecto a la puesta en práctica de la integración, del tipo que revisamos más adelante. • La importancia para la identidad personal de mantener un concepto de fronteras. Aparentemente, los cambios triviales concernientes a la responsabilidad sobre el contenido pueden convertirse en grandes transformaciones que afecten a la identidad personal. Las afirmaciones hechas por algunos defensores de la integración, en el sentido de que deberían disolverse las fronteras y abolirse las asignaturas, son tan idealistas como irresponsables. La convicción de la existencia de fronteras constituye un aspecto central para la identidad personal y para el fortalecimiento del ego (Fuller, 1969). En último término, abolir todas las fronteras puede conducir a la abdicación de la responsabilidad personal (puesto que ya no está claro qué lugar ocupa la propia responsa178

bilidad), y a la pérdida de propósitos y dirección (puesto que ya no existen límites, ni una definición clara de los propios objetivos). No se trata aquí de demoler las fronteras de las asignaturas, ni de disolverlas, sino de redefinirlas de modo que se adecuen a los actuales propósitos educativos, y también de suavizarlas, de manera que la gente pueda comunicarse y moverse más fácilmente a través de ellas. Como hemos visto, la integración no siempre es deseable y puede lograrse dentro de las asignaturas existentes así como a través de ellas. Lo importante es reflexionar y reestructurar asignaturas escolares (quizá incluso inventando algunas nuevas), para ver hasta qué punto sirven a nuestros propósitos, y encontrar formas de establecer conexiones entre ellas, allí donde esté justificado y sea necesario. • Velocidad excesiva de ejecución. Las tradiciones de las asignaturas configuran de forma decisiva la identidad de los profesores. El proceso de cambio de la identidad es lento. En consecuencia, los pasos hacia la integración también deben darse con lentitud para que no despierten inquietud. Es preferible iniciar la integración con dos o tres profesores o asignaturas, antes que con todo un currículum. Puede limitarse al principio a un solo curso, o a algunas parcelas de la labor del profesor, en lugar de afectar al mismo tiempo a toda la escuela o al conjunto de tareas que realiza el profesor. • El peligro de cursos interdisciplinares o de programas que balcanicen al personal, dividiéndolo en «incluidos» y «excluidos». Esto podría crear resentimiento entre aquellos que se sientan excluidos o marginados por las experiencias de integración. Es posible soslayar esta dificultad si los profesores del programa interdisciplinar dedican por lo menos una parte de su tiempo, fuera del mismo, a colaborar con otros profesores y estudiantes, en alguna otra tarea de la escuela. De forma generalizada, los esfuerzos continuos y concertados por llegar desde el programa a otros miembros de la escuela, informarles sobre el mismo y pedirles ayuda para hacerlo funcionar permitirán que los profesores se comuniquen a través de las fronteras y comprendan mejor la labor del otro. • Problemas de burocracia y exceso de trabajo. A los profesores de asignaturas diferentes les resulta difícil reunirse, planificar y 179

trabajar juntos en el horario escolar. Los programas integrados necesitan tiempo para que los profesores planifiquen y revisen su trabajo conjunto. Eso exige una pequeña inversión inicial, por modesta que sea, que puede obtenerse del presupuesto asignado al distrito o a la propia escuela, de modo que al menos una parte de la planificación pueda llevarse a cabo durante la jornada laboral regular. Una programación horaria inteligente también permite que los profesores de diferentes asignaturas puedan disfrutar de periodos comunes de planificación. Como veremos en el capítulo final, las necesidades más ambiciosas de planificación y trabajo compartido de los profesores se pueden satisfacer incluyéndolas en las nuevas estructuras a pequeña escala de la integración del currículum y en el ámbito general de la educación para los adolescentes. • El riesgo de desgaste. Los profesores pueden llegar a sentirse abrumados por la necesidad continua de preparar materiales nuevos, instrumentos de evaluación, etcétera. La integración resulta ineficaz si sólo pueden estar a la altura requerida los profesores que hayan asumido un compromiso vital y tengan una capacidad de trabajo extraordinaria, y si su desarrollo sólo es posible en escuelas puntuales y excepcionales que atraigan a esa clase de profesores. Una vez más, una inversión inicial y una programación horaria inteligente contribuirá a disminuir el riesgo de que los profesores normales se sientan abrumados. También permite hacer ralentizar el ritmo y limitar el alcance inicial de la innovación, haciéndola manejable, aunque no por ello mediocre (por ejemplo, empezar con un curso, con dos o tres asignaturas, u ocupando sólo parte de las responsabilidades lectivas de los profesores). • Amenaza para las carreras profesionales de los profesores. La implicación en la integración puede socavar las oportunidades de promoción de los profesores y su traslado a otras escuelas que valoren la experiencia especializada en una determinada asignatura. Este problema sólo se resolverá de forma apropiada a medida que la integración se expanda desde la experiencia escolar individualizada y atípica, hasta abarcar cambios que afecten a todos los sistemas y a las pautas de promoción existentes en ellos. 180

• Necesidad de un claro sentido práctico. Para asegurar el compromiso de la mayoría de los profesores con la integración es esencial que se introduzcan mejoras en la enseñanza y el rendimiento de los estudiantes. Como sucede con la mayoría de las restantes innovaciones, la integración debe ofrecer compensaciones claras y visibles para la enseñanza en el aula, de modo que los profesores puedan aceptarla (Fullan, 1991). Una integración mal concebida, que establezca conexiones artificiales y distorsionadas, o que se vea reducida a un proyecto de bajo nivel o a temas poco elaborados, ofrece a los profesores pocas esperanzas de mejora entre sus alumnos. • Necesidad de crear una cultura de colaboración escolar. Éste es un factor esencial para la integración del currículum. Cuando los profesores de una escuela trabajan prácticamente solos y no están acostumbrados a ayudarse y ofrecerse apoyo mutuamente, aquellos programas especiales que exijan colaboración, como los que contemplan la figura del tutor para ayudar a los nuevos profesores (Little, 1990a), o los interdisciplinares en los niveles inferiores de la escuela secundaria, pueden parecer, en comparación, inusuales y ser considerados desviaciones respecto a la norma. En estas circunstancias el hecho de necesitar ayuda puede percibirse como algo insólito, e incluso un indicativo de debilidad y deficiencia. En consecuencia, los profesores pueden sentirse presionados a rechazar la colaboración y acercarse a posiciones de autonomía e independencia aparentemente «más fuertes». En este sentido, los currícula integrados y los programas interdisciplinares deben ser considerados por profesores y administradores como parte de un esfuerzo a largo plazo por crear una cultura de colaboración a lo largo y ancho de la escuela, mediante la cual los profesores puedan trabajar conjuntamente con naturalidad (Fullan y Hargreaves, 1991; A. Hargreaves, 1994). Nuestra investigación indica que las reformas encaminadas a mejorar la enseñanza de los adolescentes tendrán mayor probabilidad de éxito allí donde ya exista una cultura de colaboración, ya que apoyan y estimulan la cooperación y la asunción de riesgos entre los profesores (Hargreaves et al., 1993).

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Conclusión Tanto en este capítulo como en el anterior hemos revisado el efecto que ejercen las pautas del currículum sobre la capacidad de las escuelas para satisfacer las necesidades de los adolescentes. Las escuelas secundarias son lugares donde prevalecen las asignaturas, sus identidades, intereses y organizaciones departamentales. Las asignaturas escolares no sólo constituyen comunidades intelectuales. También son comunidades sociales y políticas. La mayoría de las asignaturas escolares tienen sus raíces en categorías establecidas a principios del siglo xx, que fueron definidas y diseñadas para satisfacer las necesidades de una élite académica. Persisten, en parte, por razones de inercia histórica, pero también por la manera en que a través de ella se forjan las identidades y alianzas de los profesores de escuela secundaria, por las políticas departamentales que las protegen y mantienen, y por las presiones de las universidades y de otros grupos influyentes cuyos intereses quedan garantizados al preservarlas. Las asignaturas se han convertido en elementos centrales de la organización de la escolarización secundaria, en una parte fundamental de la «gramática» básica de la escolarización. Son uno de los fundamentos «sagrados» de su cultura. La estructura de la asignatura puede resultar en cierto modo apropiada para los últimos años de la escuela secundaria, aunque debemos indicar aquí que, en conjunto, las asignaturas de la escuela secundaria son menos atrevidas, directas e innovadoras que la gama de asignaturas ofrecidas en la educación superior. Lo que ya es más cuestionable es si las estructuras de la asignatura tradicional son apropiadas para los adolescentes. Las estructuras de la asignatura convencional desvían el currículum hacia contenidos académicos, de un modo que puede ser desmotivador para muchos estudiantes menos capaces, para quienes ese trabajo, según su experiencia, entraña una dificultad innecesaria y ajena a ellos. Las estructuras de la asignatura convencional también tienden a balcanizar las escuelas secundarias en departamentos separados y, en ocasiones, incluso competitivos. Eso puede crear graves obstáculos para el desarrollo de los objetivos educativos compartidos y para lograr una coherencia en el estilo de enseñanza y cumplir las expectativas de los es182

tudiantes. La escolarización secundaria basada en las asignaturas también puede fragmentar el tiempo y el espacio de los estudiantes en la escuela, socavando su seguridad y arrebatándoles la sensación de «hogar». Por estas razones, el currículum convencional, dividido por asignaturas, resulta insuficiente para satisfacer las necesidades de la adolescencia. Desarrollar un currículum común o básico ha constituido una forma de abordar este problema, pero los puntos de vista difieren en cuanto a las razones que recomiendan su puesta en práctica y los criterios que deberían seguirse para definir cualquier versión particular del mismo. Atendiendo a las exigencias de los adolescentes, hay tres criterios que parecen particularmente importantes. Un currículum común o básico: • Proporciona a los estudiantes acceso a un currículum amplio y equilibrado, creando más posibilidades para la pertinencia, la imaginación y el desafío en su aprendizaje. • Amplía nuestras definiciones de logro y aumenta las oportunidades de éxito de los estudiantes. • Permite una mayor flexibilidad en las disposiciones horarias y de enseñanza, mediante la organización de equipos de enseñanza que aborden «bloques básicos». Este currículum puede aumentar así la colaboración y continuidad entre los profesores, mejorar la calidad de la orientación y la atención prestadas a los estudiantes, y permitir a los profesores experimentar nuevas pautas de enseñanza con grupos más reducidos o durante periodos de tiempo más prolongados. Un currículum nuclear, organizado de forma predominante alrededor de asignaturas escolares convencionales de alto rango, casi con toda probabilidad no satisfará estos criterios clave. Dicho currículum no hará sino reforzar las prioridades académicas y las formas estrictamente definidas del logro intelectual en las escuelas secundarias. Será entonces más difícil establecer la pertinencia y desarrollar la motivación. Las experiencias de los estudiantes permanecerán fragmentadas mientras persista la balcanización en la escuela secundaria. La reforma del currículum en los años de transición debe abordar por tanto la norma más sagrada de la escolarización 183

secundaria: una organización que gira alrededor de asignaturas escolares de alto reconocimiento. Se han revisado variaciones del currículum nuclear que trataban de superar estas dificultades. Estos currícula fueron organizados basándose en ámbitos amplios de la experiencia y la comprensión humana a las que todos los estudiantes tienen derecho. Fueron amplios y equilibrados, definían detalladamente el concepto de logro y permitían y estimulaban el desarrollo de la integración del currículum. Estos currícula son los que de manera más amplia y firme se definen como los más elaborados de la educación basada en los resultados. Deberían establecer direcciones y expectativas claras y al mismo tiempo dejar un espacio considerable para su desarrollo a escala local, sobre todo en la escuela. También sería aconsejable no prestar una excesiva importancia a las guías detalladas por escrito, llenas de contenidos que van más allá de cada escuela, y, por el contrario, recomendamos una mayor atención al desarrollo de sistemas de apoyo y revisión que ayuden a asegurar que las escuelas siguen los criterios señalados adaptándolos a sus características propias. El campo de aplicación que abarca el desarrollo del currículum basado en la escuela debería respetar, dentro de unos amplios márgenes, la valoración discrecional dictada por la profesionalidad del profesor, debería permitir a los profesores la flexibilidad para responder con efectividad a las necesidades de sus estudiantes, dentro de comunidades de gran diversidad, y también ofrecer verdaderas oportunidades para la colaboración y el intercambio entre el personal docente. Estos desarrollos hallarán ciertos obstáculos y resistencia a su realización. A la vista de estas dificultades, es necesario llegar a definiciones claras y firmes de elementos comunes y de la propia integración del currículum. Es esencial el mantenimiento y la mejora de niveles altos de conocimiento. Es un imperativo mantener la comunicación con los padres, estudiantes y otros grupos que puedan sentirse amenazados por la pérdida de categorías que les son familiares, así como por la desaparición de la «escuela real». También serán necesarias grandes dosis de valor y fortaleza a la vista de la resistencia que oponen los grupos que tradicionalmente han prosperado con el currículum académico y sus asignaturas de alto rango, y que pueden ver amenazadas las ventajas de sus hijos e hijas ante la aprobación de ese currículum. 184

Es esencial desarrollar un currículum común, con una mayor integración que opere entre los ámbitos de las materias y que los sobrepase, para crear una educación más efectiva y un futuro mejor para todos los adolescentes. Esta necesidad no significa que haya que abolir las asignaturas, pero sí reflexionar sobre ellas y reinventarlas. Las fronteras de la asignatura también deberían ampliarse significativamente y crearse, allí donde fuera necesario, nuevas asignaturas escolares como psicología, antropología y astronomía. La reforma del currículum será controvertida, cuestionará suposiciones, desafiará identidades y amenazará los intereses de aquellos que se benefician del orden curricular existente. No resulta fácil lograr la equidad, y la equidad de calidad todavía es más difícil. No debemos desfallecer a la hora de afrontar este profundo desafío curricular. La reforma del currículum debería ser una prioridad máxima en los esfuerzos para lograr un cambio escolar que beneficie a los adolescentes, por grande que sea la conmoción que cause.

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8. La evaluación

La evaluación es «la cola que menea el perro» del currículum (Hargreaves, 1989). A menudo vemos la evaluación como algo que sigue al aprendizaje, que aparece después de la enseñanza (Burgess y Adams, 1985). Sin embargo, y según argumenta Broadfoot (1979), la evaluación suele tener un efecto de «rechazo» sobre el currículum y los procesos de la enseñanza y del aprendizaje que lo acompañan. En consecuencia, la evaluación es tanto el mecanismo que hace funcionar nuestros objetivos educativos como un reflejo de los mismos (Murphy y Torrance, 1989). En este sentido, cualquier cambio en la evaluación educativa debería planificarse en consonancia con los cambios que se propongan para el currículum. La reforma del currículum y de la evaluación es una labor que debería emprenderse de forma conjunta, coherente y previamente planificada. De otro modo, la reforma de la evaluación se limitará a configurar el currículum por defecto (Hargreaves, 1989). Si nuestros objetivos educativos promueven una amplia gama de resultados y reconoce una amplia variedad de logros educativos, esos objetivos deberían quedar reflejados en una política de evaluación que contara con la misma amplitud (Leithwood et al., 1988). Dado el poder de la evaluación para configurar el currículum, la enseñanza y el aprendizaje, los desequilibrios de ésta crearán muy probablemente desequilibrios en los tres últimos aspectos nombrados. Algunos tipos de evaluación, como los exámenes escritos y las pruebas estandarizadas, son comúnmente criticados por sus efectos negativos sobre el currículum, la enseñanza y el aprendizaje (véase, por ejemplo, Hargreaves, 1982; Haney y Madaus, 1989). Esto ha inducido a algunos a defender la abolición de estrategias concretas de evaluación que parecen ejercer estos efectos (véase, por ejemplo, Whitty, 1985). Pero la evaluación, como concepto general, no puede 186

ser eliminada. Es una parte constitutiva de la enseñanza. Los profesores evalúan continuamente. Controlan el progreso y la respuesta de sus estudiantes durante el transcurso de los acontecimientos que tienen lugar en el aula. Al escudriñar las expresiones faciales, al comprobar el trabajo de los estudiantes, al hacer preguntas para comprobar el nivel de comprensión, los profesores emprenden una tarea de evaluación informal como parte rutinaria de su trabajo (Jackson, 1988). Si no lo hicieran así, no estarían enseñando. La evaluación, pues, no se puede suprimir, pero sí reformar. A la vista de nuestra argumentación anterior, parece sensato sugerir que la fuerza impulsora que anima la reforma de la valoración debería ser el propósito de satisfacer de un modo más efectivo los objetivos de nuestro currículum y nuestra enseñanza. La evaluación cumple muchas funciones. Entre ellas se incluyen fomentar la responsabilidad, la titulación, el diagnóstico y la motivación del estudiante. Todas estas metas no pueden abarcarse con una sola estrategia de evaluación (ése sería el caso de las pruebas estandarizadas o los portafolios) (Haney, 1991; Hargreaves, 1989; Broadfoot, 1979). Algunas estrategias de evaluación, por ejemplo los portafolios, útiles para estimular la motivación del estudiante, resultan poco eficientes como instrumentos para satisfacer las exigencias de responsabilidad pública. Del mismo modo, algunas estrategias, como las pruebas o exámenes nacionales que proporcionan datos asequibles y concisos a audiencias externas, no resultan de gran ayuda a la hora de diagnosticar los problemas del estudiante. En consecuencia, es más probable que podamos satisfacer los diversos propósitos de la evaluación mediante el empleo de una extensa gama de estrategias de evaluación. El objetivo último de todo esto es que si invertimos en una serie limitada de estrategias de valoración, sólo cumpliremos algunos de nuestros propósitos en ese ámbito, a expensas del resto. Desarrollar y desplegar una amplia gama de estrategias de evaluación es una práctica habitualmente criticada ya que, según sus detractores, ocupa una porción importante del tiempo asignado al profesor para realizar sus funciones (Stiggins y Bridgeford, 1985; Broadfoot et al., 1988). Las demandas de evaluación adicional planteadas al profesor pueden representar una carga considerable allí donde las tareas de evaluación, como las pruebas escritas, son 187

administradas por separado con respecto al resto del currículum. Sabemos, sin embargo, que los profesores valoran continuamente a sus estudiantes de modo informal, como parte integral de su enseñanza. Si queremos desarrollar y desplegar una gama más amplia de estrategias de evaluación, y que éstas no mantengan ocupado un tiempo excesivo al profesor, deberán ser incluidas en el aprendizaje que se imparte en el aula, y dejar de ser algo a lo que se aplica un criterio o clasificación similares a los utilizados para ordenar las estanterías que contienen los libros de texto, una vez ha terminado el aprendizaje. La integración de las nuevas estrategias de evaluación en el currículum y el aprendizaje es uno de los mayores avances prácticos y conceptuales que precisa la reforma de la evaluación. En resumen, basamos nuestra revisión de la evaluación educativa en los siguientes principios: • La reforma de la evaluación y la reforma del currículum están estrechamente relacionadas y deberían emprenderse juntas. • Los amplios objetivos del currículum deberían tener su reflejo en objetivos de evaluación a su vez más amplios. • No se puede abolir la evaluación educativa, sino sólo reformarla. • La evaluación educativa cumple diversos propósitos que no pueden ser abarcados adecuadamente por una sola estrategia de evaluación, sino por una amplia gama de estrategias. • La evaluación debería constituir una parte integral del proceso de aprendizaje, y no algo que se pone en práctica una vez terminado éste. En el resto del capítulo ampliaremos estos puntos, clarificando la naturaleza de la evaluación educativa, perfilando sus propósitos principales y describiendo los tipos específicos de evaluación que los profesores pueden utilizar y practican en sus aulas. Examinaremos después las pautas tradicionales de evaluación y sus implicaciones en la enseñanza y el aprendizaje. Finalmente, analizaremos una gama de estrategias alternativas de evaluación, junto con algunas posibilidades y problemas que pueden surgir en su aplicación.

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Definiciones de la evaluación Según Bloom (1970), la evaluación es uno de los tres aspectos de la labor examinadora, siendo los otros dos la medición y la valoración. Bloom definió la evaluación como «un intento de valorar las características de los individuos respecto a un ambiente, tarea o situación de carácter particular«. Satterly (1981) definió la evaluación más ampliamente como «un término que incluye todos los procesos y resultados que describen el aprendizaje de los estudiantes», y Wood y Power (1984) expresaron la necesidad de separar el término «evaluación» del de «medición». La evaluación se define por otro lado como el proceso que valora la evolución del estudiante hacia los objetivos educativos establecidos, e incluye juicios de valor (Stennett, 1987). En este capítulo, la evaluación será definida como los métodos utilizados para describir y diferenciar lo aprendido por los estudiantes en la escuela. Es razonable que aquellos que están implicados en el proceso de aprendizaje quieran comprender sus resultados (Murphy y Torrance, 1988). En consecuencia, y por definición, la buena evaluación no sólo forma una parte esencial de la enseñanza y el aprendizaje, sino que es inherente a la propia enseñanza (Shipman, 1983). La valoración puede ser diferenciada atendiendo a aquellos aspectos que los profesores valoran: el proceso de trabajo (de qué manera el estudiante asimila, organiza e interpreta la información), o el producto (la presentación de las ideas y la calidad y cantidad del trabajo). Por lo general, se da preferencia a la evaluación del producto terminado, puesto que, comúnmente, se la considera un intento por cuantificar rendimientos, dentro de una visión del aprendizaje orientada hacia el producto (Shipman, 1983). La evaluación puede ser diagnóstica, formativa o recopiladora, dependiendo del motivo que requiera su aplicación. La evaluación inicial se lleva a cabo para descubrir si un estudiante tiene dificultades o para identificar la naturaleza de su comprensión, con objeto de tomar decisiones acerca de posibles modificaciones en cuanto a su asignación a un grupo o al programa. Buena parte de este tipo de valoraciones se hace de modo informal y continuado. La evaluación informal tiene lugar al interactuar el profesor con los estudiantes en el aula, interpretar las respuestas de éstos y responder a ellas me189

diante la modificación de su estilo de enseñanza, ya sea adaptando el tema o cambiando el currículum. Los términos de evaluación formativa y recopiladora se utilizan, respectivamente, para distinguir entre evaluación continuada a lo largo del curso, cuyo propósito fundamental será mejorar la enseñanza y el aprendizaje, y la evaluación que se produce una vez terminada la enseñanza y cuyo objetivo consiste en valorar los logros del alumno. Tal y como sucede con la distinción entre proceso y producto, se pone especial énfasis en determinar en qué medida la evaluación ayuda al profesor a identificar los problemas del que aprende, proporcionándole apoyo inmediato, en comparación con la descripción del rendimiento final (Scriven, 1978). Finalmente, la evaluación también se puede diferenciar en lo que respecta a su punto de referencia, evaluación basada en el criterio o en el resultado, y que registra el logro de objetivos curriculares específicos alcanzados por el estudiante. Esta evaluación equipara a los estudiantes con un nivel. La ventaja de este método es que permite a los profesores identificar hasta qué punto un estudiante ha alcanzado un nivel de rendimiento predeterminado, de modo que se les pueda ofrecer la ayuda apropiada (Rowntree, 1980). Cuando la comparación se establece con los compañeros y no con niveles específicos, la evaluación pasa a tomar como referencia la norma. Broadfoot (1979) argumenta que el predominio de la evaluación que toma como referente la norma es de poca ayuda para los profesores a la hora de mejorar su enseñanza y refleja la competitividad que caracteriza nuestra sociedad. Además de estos dos puntos de referencia ampliamente discutidos en la evaluación, hay un tercero, analizado de forma más superficial: la evaluación «ipsativa» o autoreferenciada. Derivada del latín ipse (que significa «uno mismo»), esta pauta de valoración es aquella en la que el rendimiento y los logros propios no se miden atendiendo a ninguna norma o promedio, ni respecto a ningún criterio preestablecido, sino tomando como referencia los rendimientos y logros del alumno en el pasado. Uno de los problemas del tránsito a la escuela secundaria es el desconcertante descenso que se produce en las notas de algunos estudiantes cuando pasan de ser valorados por referencia «ipsativa» en la escuela elemental, a serlo atendiendo a normas o criterios establecidos en la escuela secundaria (ILEA, 1984). Este problema ge190

neralizado indica la importancia de procurar una coherencia según el punto de referencia adoptado en la práctica de la evaluación, dado que los estudiantes pasan de una institución a otra. En síntesis: • La evaluación ha sido definida como los procesos utilizados para describir y diferenciar los conocimientos adquiridos por los estudiantes en la escuela. • La evaluación puede valorar el proceso de trabajo o su producto. • La evaluación puede ser de naturaleza diagnóstica, formativa o recopiladora. • La evaluación puede tomar como punto de referencia criterios y normas, o ser de carácter «ipsativo» autoreferencial. • Puesto que la incoherencia en la práctica de la evaluación puede conducir a confusión y desilusión, a medida que los estudiantes efectúan el tránsito entre las escuelas (primaria a secundaria), es prioritario para la evaluación establecer con claridad y coherencia su punto de referencia.

Objetivos de la evaluación La evaluación educativa cubre una serie de objetivos diferentes. Cuatro de ellos se analizan ampliamente en la bibliografía: responsabilidad, titulación, diagnóstico y motivación.

Responsabilización Para el público, en general, la evaluación puede legitimar la existencia de un sistema educativo dado y comunicar a la sociedad hasta qué punto se están satisfaciendo las expectativas que ésta tiene depositadas en la escolarización. Puesto que los contribuyentes invierten dinero en la educación, quieren estar seguros de que su dinero se emplea bien. A medida que aumenta la proporción de contribuyentes que no tienen hijos e hijas en edad escolar, también aumenta la demanda pública de rendimiento de la responsabilidad educativa. La calidad del trabajo que los propios estudiantes llevan consigo a casa o describen no es suficiente para este público más amplio, que exige criterios de responsabilidad generalizados y perceptibles. Se191

gún este punto de vista, las escuelas tienen que producir «bienes» lo que, en términos educativos, equivale a conseguir que los estudiantes alcancen un cierto nivel (Broadfoot, 1984). Esta presión que exige dar cuentas a la sociedad no es nada nuevo. Ya se daba, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo xix, cuando se pagaba a las escuelas «según los resultados», es decir, si los estudiantes obtenían niveles específicos y perceptibles. Incluso en la actualidad, en Holanda, las becas estatales sólo se conceden a aquellas escuelas cuyos estudiantes pueden demostrar un mínimo de competencia en habilidades numéricas y básicas de carácter general (Maguire, 1976).

Titulación Éste es quizá el propósito más comúnmente reconocido de la evaluación escolar, sobre todo en los últimos años de la educación secundaria (Broadfoot, 1979). La titulación constata la competencia de los estudiantes en un ámbito particular del aprendizaje, una vez han terminado su trayectoria escolar o un tramo importante de la misma. Esta competencia se demuestra en pruebas o exámenes en apariencia imparciales y objetivos, confeccionados habitualmente por los profesores. Los resultados de esta evaluación se comparan con el rendimiento de otros estudiantes, clasificando por tanto a los estudiantes atendiendo a unos criterios predeterminados y, en ocasiones, estableciendo comparaciones entre sí. El objetivo principal de esta clasificación es el de permitir que los dos «principales consumidores» del sistema educativo, es decir, los empresarios y las instituciones de educación superior, seleccionen a aquellos que, en su opinión, han tenido un rendimiento satisfactorio (McLean, 1985). Al igual que sucede con el precepto de responsabilidad, la titulación ha crecido en importancia a lo largo de los años al ser considerado un propósito clave de la evaluación. Su creciente influencia sobre los sistemas de evaluación y los sistemas educativos puede ser atribuida en general a lo que Dore (1976), en su revisión internacional de las tendencias de la evaluación, califica como «inflación de calificaciones», «la enfermedad del diploma» o «titulitis». Este proceso ha supuesto, a lo largo del tiempo, una escalada en las exigencias de calificación para un mismo puesto de trabajo, aun cuando las habi192

lidades requeridas para realizar la tarea se hayan mantenido relativamente estáticas. En la búsqueda de equidad dentro de un sistema donde prevalece la igualdad formal de oportunidades, aumenta el número de estudiantes que se someten a exámenes, pruebas y otras valoraciones, en niveles cada vez superiores, con objeto de sacar el máximo rendimiento a sus posibilidades de éxito. A medida que un mayor número de estudiantes alcanza con éxito el nivel exigido en los centros educativos y aumenta la reserva de candidatos aptos para puestos de trabajo concretos, aquellos que abren las puertas de acceso a dichos puestos elevan sus estándares de admisión para reducir la reserva y conseguir aspirantes mejor calificados. Por su parte, los que abren las puertas de acceso a otros trabajos paralelos hacen lo mismo para no rebajar su posición, lo que da como resultado una inflación. El efecto inmediato de dicha inflación es la creación de programas de nivel más elevado para satisfacer la demanda de un creciente número de estudiantes, y la dependencia de otros programas a titulaciones que antes no tenían, con objeto de dotarlos de mayor credibilidad pública. En general, la titulación acaba por ejercer una influencia cada vez más amplia, lo que la convierte en uno de los propósitos más poderosos de la valoración educativa.

Diagnóstico educativo La evaluación permite al profesor valorar el proceso de aprendizaje, identificar los niveles de comprensión de los estudiantes, localizar problemas y ofrecer ayuda individualizada o ajustar el programa en consecuencia. Este tipo de evaluación no sólo es ventajosa para el público externo, obsesionado por la responsabilidad, o el reclutamiento de personal competente, sino también para los propios profesores, ya que de este modo pueden ayudar a sus estudiantes ajustando su programa y mejorando su enseñanza. En este sentido, la evaluación mejora la calidad de la enseñanza y el aprendizaje (Rowntree, 1980).

Motivación del estudiante Es evidente, la evaluación motiva, según el principio del «palo y la zanahoria», allí donde los estudiantes están dispuestos a realizar el esfuerzo necesario para llevar a cabo una tarea por la que van a 193

ser recompensados (Natriello, 1987). También se estimula la motivación cuando el logro del estudiante es oficialmente registrado y reconocido (Munby, 1989). En aquellos casos en que los estudiantes participan en el proceso de evaluación, ésta puede resultar un acicate porque ayuda a fomentar entre los estudiantes un sentido de responsabilidad sobre su propio aprendizaje (Burgess y Adams, 1985). La valoración también puede ejercer un efecto positivo en la motivación del estudiante de forma indirecta, al conllevar mejoras en el currículum y la enseñanza, así como en la calidad del aprendizaje que experimentan los estudiantes (Hargreaves, 1989). Utilizar la valoración en beneficio de la motivación es, sin embargo, una espada de doble filo. Stiggins (1988) señala que las puntuaciones o categorías no son motivadores para los que rinden poco, que se protegen a sí mismos mostrándose menos persistentes y poco motivados. En un sentido general, la responsabilidad y la titulación son propósitos importantes e inevitables dentro de la evaluación educativa. Pero, desde nuestro punto de vista, los propósitos clave de la evaluación son aquellos que abordan las necesidades de los preadolescentes durante los años de transición. El diagnóstico y la motivación son, por lo tanto, propósitos fundamentales de la evaluación si atendemos a las necesidades del estudiante. Si estas necesidades predominan realmente en un sentido tanto práctico como retórico, entonces la prioridad principal en la reforma de la evaluación sería el cumplimiento adecuado a los propósitos del diagnóstico y la motivación. Éste sería el criterio seguido en nuestra revisión de las estrategias de evaluación. No se trata de un análisis sobre las ventajas y desventajas que presentan las diferentes pautas de evaluación en un sentido amplio. Abordaremos la evaluación como un aspecto a tener en cuenta a la hora de satisfacer las necesidades de los preadolescentes. En consecuencia, se considerarán diferentes pautas de evaluación, atendiendo a su capacidad para intensificar o disminuir la motivación del estudiante, de mejorar o inhibir el diagnóstico efectivo, y de reconocer y estimular una gama amplia o limitada de logros y experiencias educativas.

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Pautas tradicionales de evaluación Históricamente, las formas de evaluación dominantes y públicamente visibles han sido las pruebas estandarizadas, los exámenes externos y las pruebas y exámenes supervisados por los profesores. En una revisión de la bibliografía sobre los procesos de evaluación en las escuelas y aulas, Natriello (1987) llegó a la conclusión de que «la técnica dominante para reunir información sobre el rendimiento del estudiante es siempre algún tipo de examen», ya sea nacional, estatal, de distrito o de aula, en el que los profesores confían ampliamente (Herman y Dorr-Bremme, 1984; Wilson, 1989).

Efectos de la evaluación tradicional En todas las sociedades industriales occidentales, los exámenes se iniciaron como un medio de asegurar el ingreso en ciertas profesiones de élite, controlando así el reclutamiento de sus miembros (Broadfoot, 1979). Ya desde el principio, por tanto, los exámenes formaron parte de un proceso de clasificación y selección que puso de relieve los frutos concretos de la educación. Dos tipos de exámenes han prevalecido en la bibliografía de los últimos años: de competencia mínima y exámenes específicos de grado (Nagy, Traub y MacRury, 1986). Las pruebas de competencia han sido muy utilizadas en Estados Unidos. Aunque fueron introducidas originalmente para proteger los intereses de estudiantes cuyas necesidades estaban siendo descuidadas, han provocado innumerables debates sobre su imparcialidad y el impacto que tienen sobre los programas educativos (Corcoran, 1985). Además de exámenes y pruebas estandarizadas confeccionados fuera de la escuela, los profesores también se han valido, en gran medida, de sus propias pruebas escritas, como base para calificar el rendimiento del estudiante (Gullickson, 1982). De hecho, Stiggins y sus colaboradores (1989) descubrieron que los profesores consideran las evaluaciones de aula hechas por ellos mismos como la fuente fundamental de información sobre el logro del estudiante, y manifiestan su preferencia por desarrollar sus propias evaluaciones. Varios estudios sobre las prácticas de evaluación realizados en escuelas canadienses han descubierto que los profesores prefieren 195

ser ellos los que preparen sus pruebas (Wahlstrom y Daley, 1976; Anderson, 1989; Wilson et al., 1989). Las pautas tradicionales de examen y evaluación tienen en común las siguientes características: • Se aplican predominantemente fuera de contexto, una vez completado el aprendizaje requerido. • Suelen ser pruebas escritas. • Suelen tomar como referentes normas o criterios. • Proporcionan la base para las puntuaciones o notas, que pueden utilizarse como mediciones del rendimientol individual, de la escuela, del distrito, del estado/provincia o del plano nacional. Los argumentos a favor y en contra de los exámenes públicos ya fueron planteados hace casi ochenta años de modo elocuente, aunque un tanto singular, por parte del Consejo de Educación (1911), en Inglaterra. Análisis más recientes sobre los efectos de los exámenes y otras pautas similares de evaluación han añadido considerables detalles, pero poca sustancia a aquellos argumentos expresados concisamente. Los efectos positivos de los exámenes sobre el alumno son: • Le obligan a prepararse a tiempo (sic) al exigirle que alcance un grado de conocimiento determinado en una fecha fijada. • Le incitan a asimilar sus conocimientos de forma reproducible y disminuye el riesgo de imprecisión. • Le exigen asimilar partes de un estudio que, aunque importantes, pueden resultarle poco interesantes o incluso desagradarle profundamente. • Desarrollan la capacidad de abordar una asignatura para un propósito definido, aun cuando no le parezca necesario recordarla más tarde; un entrenamiento útil para algunas de las tareas profesionales que deberá ejercer en el campo de la abogacía, la administración, el periodismo y los negocios. • En algunos casos, estimulan una cierta constancia en el trabajo durante un periodo de tiempo prolongado. • Permiten que el alumno tenga una idea precisa sobre su verdadero logro mediante: 196

i) el estándar requerido por los examinadores externos; ii) la comparación con los logros de sus compañeros, y iii) la comparación con los logros de alumnos pertenecientes a otras escuelas. Por otro lado, los exámenes pueden causar un efecto negativo en la mente del alumno al: • Premiar únicamente la capacidad de reproducir las ideas de otros y los métodos de presentación de los demás, desviando así la energía del proceso creativo. • Recompensar las formas más evanescentes del conocimiento (que desaparecen con rapidez). • Favorecer a un tipo de mente en cierto modo pasiva. • Conceder una injusta ventaja a aquellos que, al contestar a las preguntas por escrito, pueden hacer un uso inteligente de logros quizá más tenues. • ‑Inducir al alumno, en su preparación para un examen, a absorber la información transmitida por el profesor, antes que a formarse un juicio independiente aquellos temas impartidos en clase. • Estimular el espíritu competitivo en la adquisición de conocimiento, un espíritu que, en el peor de los casos, puede llegar a ser mercenario. Los efectos positivos que un examen bien elaborado tiene sobre el profesor son: • Lo inducen a tratar meticulosamente su asignatura. • Le obligan a organizar sus lecciones de modo que puedan abarcar con esmero intelectual un curso de estudio previamente determinado, dentro de unas limitaciones concretas de tiempo. • Le impulsan a prestar atención no sólo a sus mejores alumnos, sino también a aquellos que van más retrasados o son más lentos y que también están siendo preparados para el examen. • Lo familiarizan con el nivel que de la misma asignatura son capaces de alcanzar otros profesores y sus alumnos, en otros lugares de la educación. 197

En contrapartida, los exámenes ejercen un efecto negativo en el profesor en la medida en que: • Le obligan a vigilar las manías del examinador y a tomar nota de su idiosincrasia (o tradición del examen), con el propósito de dotar a sus alumnos de la clase de conocimientos requeridos para afrontar con éxito las cuestiones que probablemente se les plantearán. • Limitan la libertad del profesor para elegir el camino que desea seguir a la hora de tratar su asignatura. • Le animan a asumir una tarea que, de otro modo, habrían realizado sus alumnos por sí solos, lo que le induce a filtrar la información antes de impartirla, o a seleccionar hechos o aspectos concretos de la asignatura que cada alumno debería recoger o descubrir adecuadamente por sí mismo. • Predisponen al profesor a sobrevalorar ese tipo de desarrollo mental que asegura el éxito en los exámenes. • Provocan que el profesor centre su atención en aquellos aspectos que atañen directamente al «examen», desviándole de aquellas otras tareas en su labor educativa que no quedan reflejadas en una prueba escrita. Por muy persuasivo que resulte este documento, y a pesar de su utilidad para estimular el debate acerca de los beneficios y desventajas que ofrece la pauta tradicional de evaluación, no debe olvidarse que fue escrito en otra época, cuando la gama de estrategias de evaluación era bastante más limitada de la que existe en la actualidad. Al disponer de otras estrategias de evaluación, muchos de los llamados efectos «positivos» del examen no serían exclusivamente atribuibles a éste. A los estudiantes se les puede exigir que «alcancen un grado de conocimiento determinado en una fecha fijada» con la preparación, por ejemplo, de presentaciones para una feria sobre ciencia. De modo similar, «el riesgo de imprecisión» en el examen por escrito puede disminuir mediante la evaluación formativa de una serie de borradores, como sucede en el proceso de escritura utilizado ahora ampliamente en los programas ingleses de escuela elemental y secundaria. De igual manera, muchos de los supuestos efectos adversos de los exáme198

nes también se producen en las evaluaciones, llevadas a cabo por el profesor. Aunque buena parte de la investigación aquí analizada se refiere a los efectos producidos por los exámenes, no son sólo éstos los que nos preocupan, sino también otras pautas tradicionales de evaluación, como las pruebas estandarizadas que comparten muchas características con los exámenes convencionales, pautas de evaluación, en buena medida, descontextualizadas, escritas y obligatorias a la terminación de una unidad o programa de estudio. Consideraremos las consecuencias que tienen estas pautas tradicionales de evaluación sobre el currículum y el estudiante.

Efectos sobre el currículum El debate sobre los efectos de las pautas tradicionales de evaluación en el currículum se ha centrado en dos puntos: la restricción del currículum y la importancia otorgada a las asignaturas de las que se examina a los alumnos. Aunque la mayoría de exámenes se realizan cuando finaliza el año escolar, han sido criticados porque influyen sobre el currículum desde mucho antes (Broadfoot, 1979). Nuestra mayor inquietud es que esos exámenes puedan llegar a dictar el currículum (Nagy, Traub y MacRury, 1986). En una crítica al sistema de la educación secundaria en Gran Bretaña, claramente dominado por valores y preocupaciones académicas, Hargreaves (1982) afirmó que el sistema de exámenes públicos transmitía a los estudiantes el mensaje de que sólo aquellas asignaturas de las que tenían que presentarse a examen eran realmente importantes, al igual que los conocimientos, habilidades y capacidades que pudieran evaluarse con facilidad, especialmente en una prueba por escrito. Argumentó que los exámenes filtraban sistemáticamente la experiencia cotidiana de mucha gente joven, alejándola del currículum. En música, por ejemplo, el énfasis puesto en el aspecto intelectual-cognitivo de la asignatura, por encima de la habilidad para interpretar la notación dentro de una estructura clásica, excluía a mucha gente joven de disfrutar y de alcanzar el éxito en esta asignatura dentro de la escuela. La valoración tradicional de la música transformaba una asignatura potencialmente accesible en otra inaccesible y ajena para muchos estudiantes, al resaltar sus 199

componentes intelectual-cognitivos. Bresler (1993) ha detectado reacciones similares entre los estudiantes de música en el conservatorio. Las pautas tradicionales de evaluación tienden a resaltar los aspectos intelectual-cognitivos del logro y las asignaturas en las que predominan estas formas de logro. Sólo reconocen una fracción de las múltiples inteligencias descritas por Gardner (1983). Al limitar de este modo el currículum y las posibilidades de logro, las pautas tradicionales de valoración, que dominan el sistema de evaluación de una escuela, reducen las posibilidades de éxito y tienden a crear un currículum académicamente orientado, alejado de la realidad cotidiana de los estudiantes, y desmotivador para muchos de los que podríamos calificar como «menos capaces». El formato de elección múltiple de las pruebas estandarizadas también estimula los procesos de reconocimiento y memoria de bajo nivel, en lugar de procesos de pensamiento desde las estrategias. En un estudio nacional sobre los usos y percepciones de las pruebas educativas realizado entre directores y profesores en Estados Unidos, Herman y Dorr-Bremme (1984) descubrieron que el aumento de las pruebas tenía como consecuencia un mayor énfasis en las habilidades básicas de la enseñanza. Al parecer, las habilidades básicas consumían más tiempo y más recursos educativos, sobre todo en aquellas escuelas con estudiantes procedentes de ambientes socioeconómicos más pobres. En este contexto, recibían menos atención las asignaturas que resultaban más difíciles de valorar mediante pruebas escritas, como los estudios de carácter social (Rimmington, 1977). Allí donde imperan las pautas tradicionales de evaluación, resulta improbable que los objetivos del currículum y de la enseñanza se logren en su totalidad, y es muy posible que los estudiantes se vean expuestos a un currículum desmotivador, académicamente orientado y alejado de su experiencia, precisamente cuando se encuentran en un momento vital de su desarrollo. Efectos sobre el profesor. Los efectos que la evaluación tradicional tienen sobre el profesor han sido extensamente documentados en el Reino Unido, donde los exámenes públicos constituyen una característica importante del sistema educativo. Se ha afirmado que los efectos de tales exámenes sobre el profesor son abrumadoramente negativos (Mortimore y Mortimore, 1984). En una encuesta efec200

tuada por el servicio de Inspección de Su Majestad entre escuelas secundarias (1979), pudo constatarse que: el trabajo abordado en el aula se veía limitado a menudo por la importancia otorgada al programa para el examen, es decir, a aquellos temas que se pensaba serían elegidos por el examinador.

Este estilo dominante de enseñanza, observó la inspección «carecía de sentido crítico, resultaba poco estimulante y presentaba serias deficiencias». En su estudio sobre los alumnos que abandonaban la escuela superior en Escocia, Gray y sus colaboradores (1983) llegaron también a la conclusión de que los métodos tradicionales de enseñanza predominaban en los recuerdos que tenían muchos estudiantes de su paso por la escuela. Gray et al. Escribieron: «se puede inferir de todo ello que el hecho de estudiar para aprender entró en conflicto con la tónica general de estudiar para aprobar los exámenes». Las pautas tradicionales de evaluación también pueden frenar los intentos de innovación en el aula. En distintos estudios llevados a cabo por el Proyecto de Ciencia Integrada del Consejo Escolar, en Gran Bretaña, tanto Olson (1982) como Weston (1979) descubrieron que los profesores no se atenían a las guías del proyecto y persistían en enseñar desde la pizarra, invitando a los estudiantes al repaso, prácticas éstas que los profesores atribuían a las limitaciones impuestas por los exámenes. Las evaluaciones sobre el método utilizado para poner en práctica los nuevos programas de matemáticas en las escuelas elementales de California mostraron efectos similares. A los profesores les resultaba difícil acometer de forma adecuada los proyectos que recomendaban un enfoque de solución de problemas en el estudio de las matemáticas, puesto que el rendimiento matemático de sus estudiantes seguía valorándose mediante pruebas estandarizadas que premiaban las habilidades básicas (Darling-Hammond, 1990). Los profesores no siempre se muestran reacios a atenerse a las condiciones impuestas por los exámenes y las pruebas estandarizadas. Muchos de ellos acogen los exámenes con entusiasmo, al considerarlos un recurso clave para motivar a sus estudiantes en un periodo en el que, de otro modo, ese entusiasmo brillaría por su ausencia (Sikes, 201

Measor y Woods, 1985). En una profesión en la que son constantes las dudas de los profesores sobre la consecución de sus objetivos, las puntuaciones favorables de las pruebas estandarizadas les proporcionan una cierta tranquilidad respecto a la efectividad de su trabajo. Los efectos de las evaluaciones tradicionales sobre los profesores no siempre pueden calificarse de positivos o negativos. En un estudio interesante y detallado realizado por Hammersley y Scarth (1986), se plantearon algunas cuestiones polémicas relativas a los efectos supuestamente negativos de los exámenes públicos sobre la enseñanza y el aprendizaje. Los autores compararon programas sometidos a evaluación y programas no sometidos a evaluación, utilizados por diferentes profesores. También recogieron las diferencias observadas en los mismos profesores al enseñar programas diferentes, algunos de los cuales serían preguntados en examen y otros no. En consecuencia, pudieron estudiar las variaciones en la enseñanza causadas tanto por el profesor, como por la categoría del programa, que venía determinado por la existencia de un examen posterior. Los investigadores no descubrieron variación significativa en las pautas de enseñanza entre los cursos examinados y los no examinados. No obstante, una lectura atenta del estudio revela que el baremo que escogieron para calcular los efectos de la enseñanza fue la cantidad y proporción de charla introductoria utilizada por el profesor. Cabe argumentar que éste es un criterio inapropiado o insuficiente para hacer distinciones entre los diversos estilos de enseñanza. Otros criterios pueden dar resultados diferentes, como el número de estudiantes que componen el grupo de trabajo o debate. Para algunos profesores, los exámenes son una imposición, mientras que para otros, una oportunidad. Para la mayoría, sin embargo, simplemente están ahí, son un «hecho» que se da por sentado, y hacia el que orientan invariablemente su enseñanza (Scarth, 1987). Lo mismo cabría decir de la actitud de los profesores norteamericanos con respecto a la calificación y las pruebas a las que someten a sus alumnos, especialmente cuando son ellos mismos los que establecen tales evaluaciones. En una encuesta realizada entre profesores de Dakota del Sur, Gullickson (1982) encontró que el 82% de los profesores elementales y el 99% de los profesores de secundaria se apoyaban en algún tipo de examen, y la mayoría de ellos efectuaban pruebas por lo menos una vez a la semana (95%) o cada quince días 202

(98%). Stiggins (1988) reveló que los profesores dedicaban habitualmente una tercera parte, o incluso más, de su tiempo profesional a actividades relacionadas con la evaluación. Las pruebas constituyen una parte significativa de la cultura escolar. Para la mitad de los profesores encuestados en el estudio de Gullickson (1984), estas pruebas aportaban la base fundamental para la calificación de los estudiantes. Herman y Dorr-Bremme (1984) descubrieron que un estudiante medio de grado 10 ocupa aproximadamente una octava parte del tiempo empleado en aprender inglés y matemáticas realizando pruebas. Traub y Nagy (1988) descubrieron que, en una selección de varias clases de grado 13 en Ontario, Canadá, el 12% del tiempo de clase dedicado al estudio del cálculo se empleaba en realizar pruebas. Las investigaciones de Gullickson (1982) y la de Herman y Dorr-Bremme (1984) plantearon cuestiones importantes acerca de la calidad de las pruebas efectuadas por el profesor y sus implicaciones negativas para la enseñanza y el aprendizaje ( que fueron respaldadas por Stiggins, 1988; Crooks, 1988;Wilson, 1989). Se descubrió que las pruebas presentadas por el profesor: • Prefieren la respuesta breve y los elementos concordantes. • Raras veces son exámenes en los que los alumnos tengan que hacer algún comentario o expresar una opinión. • Exigen principalmente de los estudiantes que recuerden datos y términos. • Raras veces obligan a los estudiantes a interpretar o aplicar sus conocimientos. • Se limitan a constatar una comprensión cognitiva de bajo nivel. • No son mejoradas con regularidad por los profesores de una forma sistemática que sea producto de un análisis llevado a cabo sobre la calidad de los temas. • Son a menudo ilegibles o no asignan directrices claras. Es obvio que muchas de las críticas comúnmente planteadas a los exámenes en lo que concierne a sus efectos sobre el profesor y a la calidad de la enseñanza ofrecida al estudiante son igualmente atribuibles a las pruebas y calificaciones hechas en el aula. La supresión de los exámenes o de las pruebas estandarizadas no supone una panacea para la reforma de la evaluación. 203

La amplia revisión de Crooks (1988) sobre el impacto que tienen en el estudiante las prácticas de evaluación realizadas dentro del aula llama la atención sobre la falta de formación formal de los profesores en técnicas de valoración educativa, y sobre el riesgo de que, al no seguir importantes procedimientos de evaluación, esos mismos profesores puedan elaborar informes poco fiables y no válidos para los estudiantes (temores compartidos por Stiggins y Bridgeford, 1985). La realización de pruebas y las calificaciones, ya sea un instrumento ideado por el profesor, o impuesto externamente por el sistema, se hallan profundamente enraizadas en la cultura de nuestras escuelas y ejercen una poderosa influencia sobre los profesores y su concepción de la enseñanza. Está claro que la práctica tradicional de las pruebas y calificaciones tienen en la actualidad demasiado peso dentro de la estructura general de valoración del estudiante, y que el objetivo de proporcionar un ambiente de aprendizaje más apropiado para las necesidades de los preadolescentes se alcanzará con mucha mayor efectividad mediante el desarrollo de unas estructuras de valoración más amplias, flexibles y equilibradas.

Efectos sobre el estudiante El Informe del Consejo de Educación Británico de 1911 argumentó que los exámenes recompensaban la reproducción del conocimiento, provocaban la pasividad de la mente y estimulaban el espíritu competitivo entre los estudiantes. En Estados Unidos, Bloom (1970) sugirió que, en su deseo de superar los sistemas tradicionales de evaluación, los estudiantes se limitaban a «empollar» y memorizar. Muchos autores han afirmado que los tipos tradicionales de valoración, ya sea en forma de pruebas o exámenes, no fomentan la capacidad crítica ni la independencia de pensamiento que las instituciones de enseñanza superior pretenden inculcar a sus estudiantes (Makins, 1977; Entwistle, 1981). Existe, pues, el peligro de que las formas tradicionales de evaluación generen en los estudiantes una actitud cínica, calculadora e instrumental con respecto a su aprendizaje. Deutsch (1979) observa que los sistemas de evaluación explícita pueden conducir a algunos estudiantes a limitar su esfuerzo a conseguir estrictamente aquello que va a ser valorado. Los estudiantes conscientes de sus logros pueden llegar incluso a influir sobre sus profesores, haciéndoles 204

regresar a terreno más seguro cuando sus digresiones y especulaciones parezcan desviar a los estudiantes de su objetivo centrado en los exámenes (Atkinson y Delamont, 1977; Turner, 1983). Uno de los efectos más destacados que producen los exámenes en los estudiantes, más incluso que las pruebas, es la ansiedad. Ésta puede variar, dependiendo del estudiante. Algunos experimentan una ligera ansiedad que incluso los estimula a ser más competitivos y a rendir mejor (Ligon, 1983). Otros, sin embargo, sufren un alto nivel de ansiedad que puede llegar a debilitarles (Sarason, 1983). Así pues, la ansiedad puede ser una ayuda o un obstáculo para que los estudiantes demuestren su verdadero nivel de habilidades. El temor al fracaso es un factor clave a la hora de analizar la ansiedad producida por las pruebas de evaluación. El verdadero fracaso puede tener efectos nocivos sobre el concepto que de sí mismo y de su propia valía tiene el estudiante (Mortimore y Mortimore, 1984), que se traducen en un alto índice de alumnos que abandonan los estudios, problemas de disciplina y una disminución de la autoestima (Ratsoy, 1983). Las pruebas y los exámenes también ejercen su influencia sobre la motivación y los hábitos de aprendizaje. Los estudiantes pueden sentirse motivados a estudiar para los exámenes y las pruebas, puesto que serán recompensados con buenas notas y calificaciones. No obstante, los casos recogidos en los estudios sobre el impacto de las pruebas estandarizadas sugieren que la motivación provocada por tales pruebas varía según la capacidad del estudiante. Parece existir una relación curvilineal entre el rendimiento del estudiante y los niveles o estándares de un curso. Mientras los estudiantes de mayor capacidad encuentran un desafío en las asignaturas de estándares elevados, los de menor capacidad pueden llegar a rendirse (Natriello, 1987). Además, el valor motivador de los títulos como poder de retención que ejerce la escuela sobre sus estudiantes varía con relación a las oportunidades del mercado laboral. Allí donde se encuentra trabajo con relativa facilidad, sin necesidad de títulos, o allí donde es tan escaso que cualquier titulación carece de valor (Hargreaves, 1989), disminuye el efecto motivador extrínseco de los títulos. Además, la tendencia generalizada que obliga a un promedio cada vez mayor de estudiantes a presentarse a exámenes, hace que aumente el número de aquellos que ingresan en programas de alto 205

nivel académico, lo cual, con el transcurso del tiempo, puede resultar desmoralizador y desmotivador (Gray et al., 1983). Además, deberíamos preguntarnos qué motiva realmente a los estudiantes. Si las formas tradicionales de evaluación recompensan la aceptación pasiva del conocimiento prevaleciente, entonces los estudiantes se verán motivados a convertirse en receptores pasivos en el proceso de aprendizaje, y se inclinarán a valorar las habilidades cognitivas por encima de las demás. Esto plantea algunas cuestiones importantes relativas a valores y objetivos. Se ha observado que las pruebas y las calificaciones que recompensan «la excelencia» ayudan a los estudiantes a establecer expectativas «realistas» (Ebel, 1980) y los preparan para una sociedad competitiva (Simon, 1972). Muchas personas valoran estos objetivos y consideran apropiado que las pautas tradicionales de evaluación les estimulen a cumplirlos. Pero, tal y como hemos sugerido con anterioridad, es importante que nuestras prácticas de evaluación se hallen en consonancia con los objetivos educativos más amplios que proponemos para los preadolescentes en particular, y para la escolarización en general. Los resultados obtenidos siguiendo pautas tradicionales de evaluación parecen discrepar con respecto a tales objetivos. Al contrario de lo que podría parecer, las pautas tradicionales de evaluación parecen afectar a los estudiantes al: • Fomentar un enfoque instrumental con respecto al aprendizaje, particularmente entre los estudiantes de alto rendimiento. • Crear una sensación de ansiedad en los estudiantes, especialmente entre los de menor rendimiento, sobre todo dentre de un contexto de exámenes y pruebas «finales». • Frustran y desmotivan a los estudiantes de menor capacidad. • Promueven cualidades tales como la competitividad individual, que mantienen una relación más que cuestionable con objetivos educativos más amplios.

Técnicas tradicionales de evaluación y el propósito de ésta ¿Hasta qué punto satisfacen las pautas tradicionales de evaluación los diferentes propósitos de la misma? 206

Responsabilidad.  Generalmente, las pautas tradicionales satisfacen las exigencias de responsabilidad, puesto que las notas y puntuaciones derivadas de las pruebas y exámenes permiten establecer comparaciones entre estudiantes, escuelas y sistemas. Estas demostraciones de responsabilidad han sido abordadas a través de comparaciones internacionales de los logros estudiantiles obtenidos en asignaturas como ciencias y matemáticas. Tales comparaciones han impulsado y justificado el establecimiento de nuevos y ambiciosos objetivos nacionales para la educación, en muchos países que se ven a sí mismos, basándose en las cifras, académicamente deficientes, lo que los convierte a su vez en deficientes competidores económicos a un plano internacional. Uno de los recientemente creados Objetivos Educativos Nacionales de Estados Unidos, por ejemplo, proclama que, para el año 2000, «Estados unidos será el primer país del mundo en logros matemáticos y científicos». Los suecos, por su parte, aspiran a ser, simplemente, ¡los mejores de Europa! Las comparaciones de pruebas internacionales, sin embargo, no suelen establecerse entre países de características similares. Un país puede verse impulsado, por cuestiones de equidad, a incluir el estudio de las ciencias y las matemáticas en el programa general de aprendizaje impartido a un gran número de estudiantes en los últimos años de escolarización. Otro quizá sólo induzca a una minoría selecta a estudiar estas asignaturas (Barlow y Robertson, 1994). Por tanto, el principio de responsabilidad contenido en dichas comparaciones es a menudo más simbólico que real. Las puntuaciones de las pruebas también han servido para dar cumplimiento a propósitos que determinan el grado de responsabilidad, al comparar el logro de las escuelas, de modo más controvertido mediante concursos de rendimiento, que facilitan la labor de clasificación de los mismos dentro de un distrito o incluso de toda una nación, como criterio para la elección de centro escolar por parte de los padres. Esta pauta de responsabilidad ha sido seguida en varios lugares, como Australia, Inglaterra y Gales. Aunque esta práctica de comparar escuelas de acuerdo a los resultados obtenidos en pruebas estandarizadas o exámenes no tiene en cuenta la inmensa variedad de estudiantes que acogen dichas escuelas. Esta comparación desigual no sólo resulta profundamente injusta, sino que además, según demuestra un estudio de Glatter (1994) sobre 207

algunas escuelas de Inglaterra que ocupan lugares diferentes en las ligas de competición por resultados, los efectos de éstos pueden ser devastadores para la moral del profesor. Por ejemplo, los profesores que mantienen un sólido compromiso con las escuelas, por ingrato que resulte su trabajo en las de los grandes vecindarios socialmente bendecidos del estado de bienestar, siguen quedando los últimos en los concursos, donde sus esfuerzos se ven pública y vergonzosamente calificados de abyectos fracasos, en comparación con las escuelas de altos standing situadas en comunidades más socialmente favorecidas. En respuesta a las críticas dirigidas contra estos burdos concursos, se ha intentado satisfacer las exigencias de responsabilidad mediante la creación de medidas de «valor añadido» con respecto al rendimiento escolar. En estos casos se utilizan los datos de las pruebas estandarizadas para establecer baremos básicos de rendimiento escolar, con la esperanza de que las escuelas los mejoren con el transcurso del tiempo. Esta práctica compara a las escuelas con su propio rendimiento, en lugar de hacerlo con el de los demás, y las estimula a mantener el compromiso de lograr una mejora constante. En algunos casos, las recompensas, como los fondos adicionales, son asignadas a escuelas que hayan mejorado su record, mientras que las sanciones o castigos se aplican a las escuelas cuyo record no haya sido mejorado o que incluso haya empeorado. Según la Ley de la Reforma Educativa de Kentucky, por ejemplo, las escuelas de esta última categoría deben contar con un «educador eminente», cuya tarea consiste en «darle la vuelta a la escuela» en menos de dos años, identificando dónde están los fallos y poniendo en práctica soluciones apropiadas. El poder de estos educadores eminentes es inmenso e incluye la destitución del director si lo consideran oportuno (Guskey, 1994). A pesar de las ventajas que aportan las medidas de valor añadido para estimular a las escuelas a hacer un seguimiento de su propio rendimiento a lo largo del tiempo, la vinculación de recompensas y sanciones con el rendimiento otorga a la evaluación una importancia tan excepcional que las escuelas pueden verse inducidas a falsificar datos, relajando intencionadamente los baremos básicos (para facilitar así posteriores «mejoras»), enseñar atendiendo únicamente a aquellos aspectos que puedan garantizar una buena calificación en 208

las pruebas, etcétera, con objeto de evitar los resultados negativos y las consecuencias punitivas. También surgen graves dificultades al comparar los cocientes de mejoría basados en la escuela, sin haber ajustado antes sus puntuaciones mediante la inclusión de medidas que permitan comparar «semejantes entre sí» (Sammons, 1993). A pesar de todos los problemas que rodean las evaluaciones de valor añadido y estandarizadas de cualquier otro tipo, está claro que las demandas de responsabilidad pública son tan grandes que conducirán a su utilización continuada y aumentada en los próximos años. Titulación.  El segundo gran propósito de la evaluación es proporcionar a los estudiantes un registro de sus logros educativos al abandonar la escuela. Los mayores consumidores de estos certificados han sido, tradicionalmente, las instituciones de educación superior y las empresas. Los estudios realizados en Canadá han puesto de relieve que las calificaciones del grado 13 guardan una clara conexión con las obtenidas durante el primer año en la universidad (Traub et al., 1977), y que las universidades siguen teniendo en cuenta las notas de los candidatos a la hora de admitir sus solicitudes de ingreso (McLean, 1985). A pesar de todo, incluso en las universidades, empieza a observarse una tendencia a alejarse de las notas para acercarse a una evaluación más holística de los estudiantes (por ejemplo, a menudo se solicita información sobre los logros extracurriculares de los estudiantes, que debe acompañar a la solicitud enviada a una institución de educación superior). De modo similar, los empresarios se muestran a menudo más interesados en las cualidades personales, como entrega y responsabilidad, que en las notas obtenidas en la escuela secundaria (Broadfoot, 1986; McLean, 1985). Son muchos los que tienen la impresión de que las calificaciones de la escuela secundaria no dan indicación alguna sobre el compromiso de los estudiantes con el trabajo, y se quejan de que «la mayoría de los graduados no tienen sentido común… y lo único que saben es lo que han memorizado de un libro» (McLean, 1985). El Consejo Corporativo de Educación Canadiense, por ejemplo, describe «la combinación de habilidades, actitudes y comportamientos necesarios para conseguir, mantenerse y progresar en un puesto de trabajo y lograr los mejores resultados», entre los que se incluyen los siguientes: 209

• Autoestima y seguridad en uno mismo. • Honestidad, integridad y ética personal. • Una actitud positiva hacia el aprendizaje, el desarrollo y la salud personal. • Iniciativa, energía y persistencia en la realización del trabajo. • Capacidad para establecer objetivos y prioridades en el trabajo y en la vida personal. • Capacidad para planificar y repartir el tiempo, el dinero y otros recursos para conseguir cumplir los objetivos. • Responsabilidad sobre las acciones emprendidas. • Actitud positiva ante el cambio. • Reconocimiento y respeto de la diversidad y diferencias individuales. • Capacidad para elaborar y sugerir nuevas ideas en la realización del trabajo: creatividad. Y entre «las habilidades necesarias para colaborar con los demás en el puesto de trabajo y lograr los mejores resultados», se incluyen la habilidades para: • Comprender y contribuir a lograr los objetivos de la organización. • Comprender la cultura del grupo y trabajar de acuerdo a ella. • Planificar y tomar decisiones con los demás, y apoyar los resultados. • Respetar las ideas y opiniones de los otros miembros del grupo. • Mantener una actitud de «toma y daca» para lograr los objetivos del grupo. • Buscar un enfoque de equipo apropiado. • Tomar el mando cuando sea necesario, movilizar al grupo para alcanzar un rendimiento superior (Conference Board of Canada, 1991). Los empresarios que otorgan una especial importancia a las calificaciones suelen ser aquellos que necesitan trabajadores para realizar tareas que guardan cierta relación con los conocimientos adquiridos en la escuela, como bancos, cajas de ahorro y compañías de seguros. En consecuencia, el propósito de la titulación sólo se cumple parcialmente en las actuales prácticas de evaluación. Tal y 210

como hemos demostrado en nuestro análisis del capítulo 5, parece aumentar la demanda de titulaciones que reflejen logros o resultados personales y sociales, además de cognitivos, que las actuales prácticas de valoración no contemplan. Diagnóstico. Las pruebas y exámenes estandarizados que expresan principalmente estimaciones finales, en lugar de identificar aspectos concretos que puedan requerir ayuda, no son instrumentos válidos a la hora de dar un diagnóstico. Las pruebas preparadas por los profesores son más útiles para diagnosticar las necesidades de habilidades básicas e identificar las lagunas y deficiencias que se producen en el aprendizaje cognitivo real de bajo nivel (Crooks, 1988; Stiggins et al., 1989). Pero como quiera que raramente se centran en el razonamiento cognitivo superior, estas pruebas no suelen ser útiles a la hora de aplicar el concepto de diagnóstico a estos ámbitos del aprendizaje. Es más, puesto que las pruebas sólo se hallan, en el mejor de los casos, débilmente relacionadas con las tareas del aula, el suspenso que puedan indicar significa un suspenso en la prueba, no en la tarea (Natriello, 1987). Motivación. La motivación se puede intensificar aplicando el principio del «palo y la zanahoria» a las pruebas o exámenes cuando se trata de estudiantes de alto rendimiento. Los estudiantes de bajo rendimiento, sin embargo, tienden a mostrar una falta de motivación debido al estrés que les produce la prueba o examen, y un programa excesivamente difícil o desequilibrado, de claro enfoque académico. Broadfoot (1979) sintetiza del siguiente modo los errores en los que han incurrido las pautas tradicionales de evaluación en lo que respecta a la motivación: En nuestra sociedad… elegimos valorar, principalmente la habilidad académica. No elegimos valorar de modo formal alguno las cualidades no cognitivas: el esfuerzo, la cooperación, el liderazgo, la responsabilidad o la experiencia útil en actividades extracurriculares, como la participación en obras teatrales de la escuela, las unidades de servicio social, actividades al aire libre o grupos de debate… Puesto que la evaluación de tales actividades y habilidades no forma parte del sistema formal de evaluación, cuya influencia llega incluso hasta el sistema de evaluación informal, resulta que estas actividades no proporcionan una fuente alternativa de motivación o de autoevaluación a los alum211

nos. En consecuencia, se descuida una fuente potencial de motivación para alumnos no académicos y un mecanismo potencial que podría ayudar al desarrollo de muchas cualidades personales que la mayoría de nosotros consideraríamos deseables en los miembros futuros de la sociedad.

Una solución al problema de la motivación causado por la infravaloración de los logros no académicos en el sentido convencional, sería por tanto valorarlos. Este capítulo se centra ahora en el tema de la evaluación, el reconocimiento y la recompensa del logro del estudiante, más allá del ámbito cognitivo-intelectual, mediante el análisis de los enfoques alternativos a la evaluación convencional y sus implicaciones. Esta revisión de la evaluación alternativa también mostrará cómo estamos aprendiendo a reconocer logros «cognitivos» más convencionales de un modo más «auténtico» y efectivo.

Estrategias alternativas de evaluación En años recientes hemos asistido a la rápida emergencia de una serie de estrategias alternativas de evaluación. Habitualmente, han sido desarrolladas más como complemento que como sustituto de los modelos más tradicionales. ¿Qué principios animan este movimiento hacia formas alternativas de evaluación? ¿Qué necesidades abordan? El término que se utiliza en Estados Unidos para identificar esta nueva dirección en la evaluación del estudiante es el de «evaluación auténtica». La evaluación auténtica alude a formas de trabajo del estudiante que reflejen situaciones de la vida real y que desafíen la habilidad de los estudiantes para poner a prueba en esas situaciones aquello que han aprendido (Archibald y Newman, 1988; Wiggins, 1989; Sheppard, 1989). La valoración auténtica: • Se basa en demostraciones reales de aquello en lo que deseamos que sean buenos los estudiantes (como por ejemplo escritura, lectura, discurso, creatividad, capacidad de investigación, resolución de problemas). • Exige procesos mentales más complejos y estimulantes. 212

• Reconoce la existencia de más de un enfoque o respuesta correcta. • Presta especial importancia a las explicaciones no pautadas y a los productos reales. • Promueve la transparencia de criterios y estándares. • Implica el dictamen de un asesor experimentado. Revisaremos ahora tres de los principales tipos de evaluación «auténtica» y evaluaremos sus implicaciones en la educación de los preadolescentes. Se trata de evaluaciones basadas en el rendimiento, los portafolios y los registros personales y de logro.

La evaluación basada en el rendimiento La evaluación basada en el rendimiento supone evaluar a los estudiantes en el contexto de las tareas del aula. Las tareas están diseñadas para proporcionar criterios y objetivos que constituyan una base para la evaluación. Los estudiantes son evaluados en el contexto de las actividades de aprendizaje en el aula. La evaluación puede abarcar un amplio espectro de habilidades y conocimientos, algunos expuestos por escrito pero otros de forma práctica y «manipulativa», también en la interacción social con otros estudiantes. Las habilidades orales o comprensivas, de presentación y organización, de participación y liderazgo se hallan expuestas a la evaluación en la misma medida que las habilidades desplegadas sobre el papel. La evaluación basada en el rendimiento tiene una serie de ventajas características sobre las pautas tradicionales de evaluación: • Establece una estrecha relación entre la evaluación y las tareas del aula. Los criterios subyacentes a la evaluación también establecen la base para desarrollar las tareas del aula que han de ser valoradas. Este hecho constituye un paso importante a la vista del descubrimiento ya comentado de que los exámenes y pruebas estandarizadas diseñados por el profesor mantienen escasa relación con las tareas que emprenden los estudiantes en el aula (National Institute of Education, 1979; Natriello, 1987). La evaluación basada en el rendimiento establece una clara conexión entre lo que se pone a prueba y lo que se enseña. 213

• Debido al vínculo establecido entre la enseñanza y la prueba, la evaluación basada en el rendimiento ayuda a que la evaluación forme parte del proceso de aprendizaje. • La existencia de una estrecha relación entre la prueba y el aprendizaje también anima a los profesores a poner mayor énfasis en las habilidades que se van a poner a prueba y las tareas que encomiendan a sus alumnos. • Este efecto de «rechazo» propio de la evaluación basada en el rendimiento, puede conducir a que se valore e imparta un aprendizaje de orden superior. • Al guardar una clara relación con la tarea, la evaluación basada en el rendimiento tiene capacidad para reconocer y promover una amplia gama de habilidades y logros, incluidos los de carácter personal y práctico, así como los de orden cognitivo e intelectual. Esta ampliación del concepto de logro puede estimular la motivación del estudiante. • La evaluación basada en el rendimiento también mejora el diagnóstico de los problemas de aprendizaje, al analizar esos problemas en su contexto. A través de una encuesta realizada a profesores de escuelas elementales y de secundaria en cinco distritos escolares, Stiggins y Bridgeford (1985) constataron que entre los profesores existe una conciencia clara de lo que significa la evaluación basada en el rendimiento y de su utilización. Sus resultados indican que el 78% de los encuestados reconocen haber utilizado algunas pruebas estructuradas de rendimiento, y casi la mitad de ellos lo hicieron sin problemas. Esto indica que la evaluación basada en el rendimiento es conocida y puesta en práctica por un gran número de profesores. No obstante, las respuestas más detalladas a las cuestiones sobre los usos precisos de tal evaluación señalan algunos aspectos preocupantes: • Las evaluaciones son utilizadas más ampliamente en algunos ámbitos temáticos, especialmente en aquellos relacionados con la producción oral y escrita, que en otros, como sería el caso de las matemáticas y las ciencias. • En el 30% o 40% de los casos, las evaluaciones son registradas de forma no sistemática. Los criterios de puntuación no suelen 214

anotarse, los juicios se basan con frecuencia en la observación y los profesores a menudo sólo mantienen un registro mental de la evaluación. • Los profesores tienden a desarrollar estos criterios de evaluación por separado, no conjuntamente, lo que podría provocar cierta incongruencia y desconfianza en la política de evaluación. El aislamiento y el individualismo en la enseñanza son a menudo causa de incertidumbre entre los docentes acerca de su efectividad, incertidumbre que, según se ha probado, tiene su reflejo en los estándares académicos más bajos (Rosenholtz, 1989). Stiggins y Bridgeford (1985) descubrieron dicha incertidumbre en su estudio sobre profesores que desarrollaban y aplicaban individualmente sus criterios de evaluación. Parece, pues, necesario, establecer una base más sólida de planificación conjunta para el desarrollo de la valoración basada un el rendimiento. • En un tercio de los casos, los criterios de rendimiento no son compartidos con los estudiantes, lo que constituye a menudo una dificultad, en especial con las pruebas diseñadas por el profesor (Natriello, 1982). También es a menudo la causa del rechazo que muestran los estudiantes hacia el proceso de evaluación, puesto que tienen la sensación de haber comprendido mal los criterios según los cuales se les valora. Una de las ventajas que representan las pruebas estandarizadas y los exámenes públicos es que los criterios de valoración son públicos y, en este sentido, justos. Si los criterios de valoración no se comparten con los estudiantes, éstos no saben cómo rendir bien y la evaluación se convierte para ellos en algo privado e injusto. Aunque eso brinde cierta protección a los estudiantes con tendencia a la ansiedad, también les dificulta el logro de buenos resultados, y si además sienten el temor de ser valorados de forma injusta o podría disminuir su motivación (Natriello, 1982). • A menudo, con el tiempo, los profesores alegan encontrarse con serios problemas en el desarrollo y aplicación de evaluaciones basadas en el rendimiento, y tienen la sensación de que esto interfiere en su horario lectivo. Algunas de las preocupaciones relativas al tiempo plantean importantes cuestiones concernientes a los recursos utilizados, especialmente por lo que se refiere al tiempo empleado en el desarrollo conjunto de la evaluación 215

basada en el rendimiento. Ése podría ser, por ejemplo, el centro de atención apropiado para los días dedicados al desarrollo profesional. El tiempo dedicado a la evaluación también exige dar un salto conceptual y admitir que esta evaluación forma parte consustancial del aprendizaje y no es algo adicional. Pero un seguimiento riguroso de las actividades de un grupo quizá exija que, en algunas ocasiones, otro profesor enseñe al resto de la clase. Y eso ya resultaría algo más difícil de conseguir en un ambiente de clase aislada, que no puede dedicar demasiado tiempo al aprendizaje de una asignatura específica. Un ambiente de enseñanza más integrado, en el que los profesores enseñan juntos, del tipo de los descritos en capítulos anteriores, proporcionaría la flexibilidad necesaria para llevar a cabo la evaluación basada en el rendimiento. Los profesores también pueden utilizar parte de su tiempo de preparación para valorar y trabajar con estudiantes de forma individualizada o distribuidos en pequeños grupos, mientras otro profesor asume la responsabilidad sobre el resto de la clase (A. Hargreaves, 1994). Esta estrategia podría estar justificada si el equilibrio de la evaluación exigiera alejarse del examen escrito y de las pruebas calificadas en grupo, que en la actualidad consumen gran parte del tiempo de preparación, especialmente en la escuela secundaria. Si uno de los propósitos fijados en el tiempo de preparación es el de evaluar el trabajo realizado en el contexto de las tareas desarrolladas en el aula, sería lógico utilizar parte de ese tiempo en efectuar evaluaciones basadas en el rendimiento de los alumnos en clase. Para que ese caso pudiera darse con efectividad tendría que producirse un cambio real en el equilibrio de las prioridades de evaluación, y no simplemente añadir la evaluación basada en el rendimiento al concepto de evaluación general existente. • Una dificultad final, no mencionada por Stiggins y Bridgeford (1985), pero que es motivo de preocupación en la investigación actual sobre la puesta en práctica del aprendizaje activo (Neufeld, 1991), son los peligros que acarrea la sobrevaloración resultante al multiplicar las responsabilidades de los profesores para conseguir una observación efectiva y estructurada. En el aula se necesitan pequeños intervalos de tiempo durante los cuales el 216

profesor tenga la posibilidad de prestar la atención adecuada a sus alumnos, preparar a su clase para una historia o consolar a un alumno concreto. Tales acciones son parte esencial de la labor del profesor, y especialmente del que trabaja en la escuela elemental (Fullan y Hargreaves, 1991). Los resultados obtenidos en el estudio de Neufeld sugiere que el tiempo exigido por la evaluación basada en el rendimiento puede conducir a los profesores a «robar» tiempo de otra parte, casi siempre del tiempo «muerto» que utilizan para atender adecuadamente y de forma más cercana a sus estudiantes. Como ya hemos argumentado, la atención es una importante cualidad humana de la que los estudiantes se hallan muy solicitados en la preadolescencia. Las aulas con un exceso de programación pueden llegar a ser tan frenéticas e infructuosas como las familias donde siempre hay demasiadas cosas que hacer. Esto sugiere que, aun cuando la evaluación basada en el rendimiento aporta ventajas importantes, es mejor utilizarla con moderación, incluyéndola en un abanico más amplio de estrategias de evaluación.

Portafolios y registros personales El sistema de portafolios goza de gran prestigio entre los profesores de escuela elemental y también en ciertas asignaturas de la escuela secundaria, por ejemplo el inglés, como una forma de reunir y seleccionar el trabajo de los estudiantes para que la evidencia de sus logros pueda ser constatada por sí mismos, sus profesores y sus familias. En Gran Bretaña, una serie de escuelas secundarias han utilizado para el mismo propósito sistemas agrupados bajo el nombre de «registros personales de los alumnos». En general, estos registros ofrecen a los estudiantes la oportunidad de archivar, de forma continuada, experiencias y logros que sean significativos para ellos. Estos registros suelen ser propiedad de los estudiantes, pero también se pueden compartir y discutir con los profesores si el estudiante así lo desea. Se escriben normalmente en un tiempo ya designado a este propósito, y se pueden utilizar para hacerlo hojas en blanco o en las que aparezcan palabras inductoras opcionales o cuestiones clave a las que los alumnos deban responder. Otra opción para elaborar dicho registro sería rellenar una serie de tarjetas con títulos como 217

«Aficiones» o «Trabajo en común». Es habitual que los registros personales sean compilados en ficheros o carpetas y se pueden añadir a la colección fotografías, muestras de trabajos realizados o cualquier otro material de importancia para el estudiante. Al dejar la escuela, los registros pasan a ser propiedad de los estudiantes y pueden ser mostrados a empresarios potenciales si así lo desearan los jóvenes (Stansbury, 1980). Existen algunas diferencias entre portafolios y registros personales. En los portafolios se suelen reunir muestras del trabajo del estudiante tomadas del currículum, que ejemplifica una gama de experiencias y logros. Los registros personales, en cambio, suelen poner más énfasis en aquellos aspectos de carácter personal o social, y a menudo se recopilan en tiempo programado, aunque también pueden guardar una estrecha relación con su experiencia del trabajo realizado en el aula, individualmente o en grupo (Further Education Curriculum, 1982), o reflejar actividades realizadas dentro y fuera de la escuela (Hargreaves et al., 1988), para documentar y anotar todas aquellas experiencias en las que ha participado el estudiante. A pesar de estas diferencias entre portafolios y registros personales, ambas abordan una serie de propósitos comunes: • Tratan de motivar a los estudiantes menos capaces al proporcionarles «algo que mostrar como fruto de sus esfuerzos», de los que, de otro modo, sólo quedaría constancia en un conjunto de grados y notas desmoralizante. • Proporcionan a los estudiantes la oportunidad de expresar su identidad, de documentar y dar a conocer cuestiones que son importantes para ellos, lo que constituye otra fuente de motivación. • Ofrecen a los estudiantes la posibilidad de reflexionar sobre sus experiencias y logros, tanto dentro como fuera de la escuela, asumiendo así mayor responsabilidad sobre los mismos. • Estimulan y otorgan un reconocimiento a los resultados y logros, más allá del ámbito académico. • Ofrecen muestras más elocuentes de las habilidades y logros del estudiante a un público externo, constituido principalmente por padres y empresarios.

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Algunas de las limitaciones y desventajas que presentan los sistemas de portafolios y registros personales son: • No constituyen, en sí mismas, una forma de evaluación. Simplemente aportan un registro, una gama de pruebas más amplias, que puede servir de base para la evaluación educativa. La evaluación se efectúa al seleccionar los trabajos a incluir en un portafolios o registro personal, así como al juzgar la calidad y características de los mismos. Pero estas prácticas no son, por sí solas, formas de evaluación. • Los portafolios y los registros personales pueden tener un gran valor para el estudiante individual, pero no son fáciles de cotejar con el resto del grupo. Resultan incómodos, difieren en cuanto a la forma y han sido compilados bajo demasiadas circunstancias diferentes. • Los portafolios no suelen resultar de utilidad para aquellos propósitos relativos al rendimiento de responsabilidad; representan una dificultad a la hora de ser puntuados, especialmente en una forma que todos los evaluadores consideren coherente y fiable (Koretz, 1994), y resultan casi imposibles de analizar cuando se trata de un número desorbitado de estudiantes y escuelas. Esto no pretende ser un argumento contra los portafolios, pero señala sus limitaciones en lo que respecta a la vertiente burocrática del sistema. • Debido a las dificultades que plantea su utilización, los registros personales, en particular, tienen para los empresario menos valor del que cabía esperar en un principio, lo cual disminuye de forma considerable sus efectos beneficiosos sobre la motivación (Swales, 1980). • Los portafolios pueden tener consecuencias tanto adversas como positivas en la forma de enseñar de los profesores. Puede haber una presión real, o supuesta, para valorar o prestar únicamente atención a aquellos aspectos del aprendizaje que puedan ser registrados o exhibidos. Se pone entonces menos énfasis en el aprendizaje, también importante, más individual y contemplativo, o menos deslumbrante en apariencia. La enseñanza y el aprendizaje corren el riesgo entonces de ser supeditados a la consecución de un registro impactante y no al revés. La imaginería 219

superficial puede disminuir, antes que intensificar, la sustancia del aprendizaje. En resumen, los registros personales y los portafolios pueden proporcionar ejemplos de una gama más amplia de logros estudiantiles de la que suelen permitir las evaluaciones convencionales. Estos portafolios y registros personales son un motivo de orgullo para el estudiante y le proporcionan la posibilidad de reflexionar sobre su propio aprendizaje y logro. Llegan a ser muy valiosos a la hora de comunicar a los padres los logros y actividades de aprendizaje del estudiante, pero tienen menos éxito cuando se trata de hacer lo mismo con los empresarios. El proceso de compilar y reflexionar que implica la utilización de portafolios y registros personales puede representar, en sí mismo, una evaluación formativa notable, que aporte la base para establecer un diálogo, entre estudiantes, profesores y familias, sobre el progreso . El valor clave de los portafolios y los registros personales puede muy bien residir no tanto en los productos, como en los procesos formativos de la evaluación, que organizan las formas en las que éstos son recogidos. También parecerían útiles algunos procesos mediante los cuales se sintetizan sucintamente estos registros voluminosos, tanto desde el punto de vista de un público externo, empresarios en busca de información útil que se pueda leer con relativa rapidez, como de los propios estudiantes, que se verán estimulados a reflexionar sobre sus logros al tener que realizar una síntesis de los mismos. Esto nos conduce a nuestra tercera pauta alternativa de evaluación: los registros del logro.

Registros del logro Conocidos antiguamente como «perfiles del alumno», los registros del logro emergieron por primera vez en Escocia en la década de 1970, como formas de documentar y describir las cualidades, habilidades y logros de los estudiantes destinados a dejar la escuela sin ningún título o calificación (Scottish Council for Research in Education –SCRE–, 1977). Los registros tenían como propósito proporcionar a los empresarios una información útil y sucinta sobre las cualidades y logros de los estudiantes, e intensificar la motivación 220

de los estudiantes hacia el autoconocimiento, y su capacidad para establecerse objetivos. En la década de 1980, se desarrollaron numerosos proyectos locales para registrar el logro y, con el apoyo del ministerio, a principios de la década de 1990 se defendió la utilización de registros de logro en todas las escuelas secundarias de Inglaterra y Gales (Department of Education and Science, 1984). Aunque tales registros adoptan formas diversas, todos ellos ofrecen en la práctica un método para presentar una información amplia y, al mismo tiempo, sucinta, sobre las capacidades, habilidades y logros de los estudiantes, a través de una serie de valoraciones (Murphy y Torrance, 1988). Los registros de logros se caracterizan porque: • Documentan una serie de resultados y logros estudiantiles dentro y fuera del ámbito académico, ya sea mediante una gráfica en la que se marcan con una señal las casillas que indican las cualidades correspondientes, un registro o lista de habilidades y logros, o un informe descriptivo sobre los logros reales, en el que también se destaquen las cualidades personales. • Presentan toda esta información de una forma lo suficientemente sucinta como para ser utilizada e interpretada fácilmente por familias, empresarios y todos aquellos que puedan estar interesados. • Se compilan, no en base a un examen final realizado al terminar la escolarización del estudiante, sino a través de un proceso de revisión continua y personal del progreso efectuado por el alumno a lo largo de toda la escuela secundaria. El registro final al terminar la escuela no es más que la última de una serie de manifestaciones que el estudiante desarrolla, previa consulta y negociación con su profesor, durante el curso de su educación. El proceso formativo de la revisión es al menos tan importante como la declaración sintética final. Constituye una forma de controlar el proceso y reflexionar sobre él, de asegurar un mayor compromiso del estudiante con el aprendizaje, mejorar el diagnóstico educativo e impulsar cambios en el currículum y la enseñanza, de modo que éstos satisfagan las necesidades del estudiante. • Muchas de las valoraciones, y en particular aquellas referidas a los logros personales y sociales, no son sólo elaboradas por los 221

profesores, sino desarrolladas por profesores y estudiantes conjuntamente, mediante entrevistas personales. Los registros del logro están diseñados para hacer participar a los estudiantes en el proceso de evaluación y, por tanto, también en el proceso de aprendizaje. En una versión particularmente sofisticada de registros de logro, el Oxford Certificate of Educational Achievement (OCEA) (1984), el registro se dividió en tres componentes: E, G y P. El componente «E» recogía todas las calificaciones y títulos del estudiante reconocidos oficialmente, e incluía los resultados de los exámenes públicos, las titulaciones en música y natación, y las menciones especiales en primeros auxilios. El componente «G» recogía los resultados derivados de habilidades, conocimientos y actitudes conforme a unos niveles establecidos en una serie de ámbitos temáticos, que se documentaban a través de la evaluación basada en el rendimiento. Finalmente, el componente «P» contenía un sucinto informe en el que se registraba de forma positiva los logros y experiencias personales y sociales, producto de charlas periódicas entre estudiantes y aquellos profesores que los conocieron bien durante el curso de su escolarización. Este certificado y los procesos subyacentes al mismo tenían como propósito captar y estimular la diversidad de experiencias y logros que son valorados formalmente en la educación secundaria. Los registros de logros han sido diseñados y desarrollados para satisfacer una serie de objetivos educativos, aunque han provocado numerosos debates acerca de si esos propósitos son complementarios o contradictorios (Hargreaves, 1989; Broadfoot et al., 1988): • Reconocen toda la gama de logros de los estudiantes, y no sólo los académicos. • Al reconocer otros logros, ayudan a que se les dé un mayor énfasis en el currículum. No se puede valorar y registrar algo que no se enseña. • Al ampliar la definición de logro, aportan mayores oportunidades de éxito real y no artificial. • Ayudan a los estudiantes a ser conscientes de sí mismos y de su autonomía, al brindarles la oportunidad de exponerse y registrar aspectos importantes para ellos. 222

• Animan a los estudiantes a asumir más responsabilidad sobre su propio aprendizaje, al implicarlos en el proceso de evaluación. • Al proporcionar a los profesores una información más detallada acerca de sus estudiantes, mejoran la capacidad de los primeros para diagnosticar con efectividad las necesidades de aprendizaje de su alumnado. • Cuando estos registros se compilan dentro del ámbito de las asignaturas, integran la evaluación en el propio proceso de aprendizaje, ofreciendo a los profesores una información útil y a los estudiantes una retroalimentación constructiva para mejorar su rendimiento. • Al proporcionar una retroalimentación sobre la respuesta del estudiante al currículum y a la forma en el que éste se enseña, estimulan a los profesores a generar cambios en el currículum y la enseñanza por voluntad propia. Fomentan cambios en el currículum y la enseñanza basada en el profesor y en la escuela, ya que los profesores se hacen más conscientes de las necesidades de sus estudiantes y tratan de darles respuesta • Utilizados dentro del contexto de la sala-hogar, otorgan a los estudiantes el derecho a efectuar revisiones periódicas de progreso y desarrollo personal, ayudados por un profesor que los conozca bien. Aportan contenido, además de un contexto adecuado para la atención personal que los profesores de la sala-hogar prestan a sus estudiantes. • Cuando se utilizan en el contexto de las asignaturas escolares, pueden organizar y dar coherencia al sistema de información. Consiguen que los informes abandonen el modelo de síntesis condensada y estructurada de progreso, escrita a intervalos, a menudo bajo condiciones estresantes. Estos informes pueden verse sustituidos por declaraciones periódicas al final de cada unidad de trabajo, discutidas con los estudiantes y enviadas a los padres, junto con ejemplos del trabajo realizado sobre esa unidad. De este modo, el proceso formativo de la valoración incluida en los registros de logros puede ser utilizada para proporcionar a los padres un flujo continuo de información sobre el progreso de sus hijos, quizá contemplando también la posibilidad de que los padres den su parecer por escrito o en persona a ese progreso (o a la ausencia del mismo), en aquellas ocasiones en que sea apropiado. 223

En el mejor de los casos, los registros de logros pueden integrar la evaluación con el aprendizaje, la atención personal y el sistema de información, implicando a estudiantes, profesores y padres, para que todos ellos colaboren en un continuo proceso de aprendizaje. Los registros de logros también encuentran obstáculos. Cada solución trae consigo nuevos problemas y los registros de logros no son una excepción. Algunos de los aspectos clave que exigen atención son: • Necesidades de desarrollo profesional. El hecho de que los profesores puedan enseñar en el aula no significa que sepan cómo aconsejar y mantener reuniones de forma individualizada. En nuestro estudio sobre las escuelas secundarias que adoptaron formas alternativas de evaluación e información, señalamos que con demasiada frecuencia se presuponía en los profesores la capacidad de redactar nuevos informes basados en anécdotas, pero lo cierto es que la redacción de tales informes resultó todo un reto para ellos (Hargreaves et al., 1993). La capacidad para moderar una reunión, la redacción de informes basados en anécdotas y otras nuevas clases de conocimientos de evaluación necesitaban crear un foco de atención en la formación del profesorado. • Necesidades de desarrollo del estudiante. Los estudiantes también necesitan desarrollar habilidades efectivas relativas a conferencias y autoevaluación. No puede asumirse que ya las poseen. Al principio cabe esperar, por parte de los estudiantes, cierta torpeza, falta de destreza y tosquedad en la forma de elaborar los registros de logros, ya que a menudo fanfarronean, se sienten cohibidos, se subestiman, les falta discreción, hablan con demasiada franqueza y cometen toda clase de errores. Sin embargo, para que una conferencia y autoevaluación sean efectivas, las habilidades personales y sociales y la capacidad de reflexión no deben ser consideradas requisitos esenciales a la hora de poner en práctica el registro de logros. Estos aspectos también forman parte del resultado del registro de logros. • Escasez de tiempo. Compilar registros de logros puede ocupar un tiempo excesivo, especialmente cuando se hace a través de una reunión individualizada. No obstante, la escasez de tiempo para poner en práctica los registros de logros puede verse miti224

gada hasta cierto punto. En ocasiones, la evaluación por parte de los compañeros puede complementar la del profesor (Munby, 1989). Para que este sistema funcione, sin embargo, es muy importante, casi esencial, el tipo de disposiciones de agrupamiento nuclear descritas en el capítulo 5, lo que reduce a una cifra razonable el número de estudiantes por año con los que un profesor mantiene contacto. Este sistema de agrupamiento nuclear también permite cierta flexibilidad de tiempo a otros miembros del equipo docente, lo que brindaría la posibilidad al profesor de trabajar con los estudiantes por separado, mientras los demás se encargan del resto del grupo. • Tentaciones de control. En ocasiones, lo que se registra y se valora pueden ser meros sustitutos de un control del comportamiento y de una gestión del aula que convenga a los intereses del profesor, en lugar de aportar oportunidades para satisfacer las necesidades de desarrollo de los estudiantes. Hemos visto, por ejemplo, que aquellos sistemas que califican a los estudiantes atendiendo al aspecto que presentan «los libros y el material que traen a clase», tienden a ser considerados por los estudiantes no sólo restrictivos, sino también triviales y degradantes (Hargreaves et al., 1993). • Peligros que entraña la vigilancia. Los registros de logros amplían los ámbitos de rendimiento y desarrollo del estudiante que se hallan expuestos a la evaluación. Ahora, ante la vista omnipotente del profesor, se hallan sujetos a evaluación, valoración e intervención no sólo el rendimiento, sino también las emociones, el comportamiento y las relaciones personales. Naturalmente, uno de los objetivos principales de los registros de logros consiste en reconocer, recompensar y registrar las mejoras en el ámbito personal y social. Esto significa que los profesores necesitarán saber qué ocurre si quieren ganar puntos ante sus estudiantes. Pero hay momentos en los que esta preocupación lógica puede extenderse hasta invadir parcelas estrictamente íntimas. Hay un matiz en cierto modo siniestro en el hecho de que los estudiantes estén expuestos a evaluaciones vayan donde vayan, y hagan lo que hagan (Hargreaves et al., 1988). Por estas razones, es esencial que los límites de aplicación del registro sean establecidos con claridad. El hecho de que la propiedad del registro de 225

logros esté en último término en manos del estudiante, puede resultar ser también una protección contra las invasiones de la intimidad. Estas dificultades son reales. Quizá expliquen por qué, en nuestro estudio de los proyectos piloto de reestructuración de la escuela secundaria en Ontario, Canadá, descubrimos que, aun cuando la evaluación del estudiante era una de las iniciativas más elegidas por las escuelas como foco de atención (83%), casi todas las escuelas desarrollaron nuevos sistemas de enjuiciamiento en los que los estudiantes seguían siendo objetos de valoración y evaluación, en lugar de crear sistemas de evaluación que hicieran participar a los estudiantes en el proceso (Hargreaves et al., 1993). Hemos constatado, de hecho, que los esfuerzos por efectuar una evaluación alternativa pueden convertirse a veces en complicados procesos de juicios interminables minuciosamente detallados que siguen excluyendo a los estudiantes de las decisiones que influyen sobre el proceso de aprendizaje, y que además requieren demasiado tiempo de dedicación a los profesores. Todavía queda mucho por hacer para cumplir plenamente el objetivo de implicar a los estudiantes más ampliamente en la autoevaluación y en la evaluación de sus cursos y de su currículum. Tales desarrollos, sin embargo, serían bien recibidos, porque las pruebas sugieren que pueden estimular la motivación del estudiante y el entusiasmo del profesor, a medida que éstos aprenden más sobre sus estudiantes y participan con ellos en el proceso de aprendizaje (Broadfoot et al., 1988).

Resumen Este capítulo ha señalado la importancia de establecer una gama amplia y equilibrada de estrategias de evaluación para abarcar los numerosos y diferentes propósitos de la misma: responsabilidad, titulación, motivación del estudiante y diagnóstico efectivo. Hemos revisado la bibliografía que sugiere que algunas estrategias de evaluación son utilizadas más ampliamente que otras y que las primeras, que adoptan la forma de grados, pruebas y exámenes, reconocen, recompensan y prestan una mayor importancia a los logros in226

telectuales-cognitivos por encima de todos los demás, lo que reduce las posibilidades de éxito y supone una amenaza para la motivación de los estudiantes. Hemos descrito y revisado a continuación una serie de estrategias alternativas de evaluación, incluida la basada en el rendimiento, los portafolios y registros de logros que reconocen, recompensan y prestan importancia a una gama más amplia de logros. Estas alternativas aumentan la probabilidad de estimular la motivación del estudiante. Sugerimos que tales estrategias alternativas, utilizadas conjuntamente con las ya existentes, también contribuyen a proporcionar un ambiente adecuado para proporcionar la atención y el apoyo necesarios al preadolescente, mejoran la calidad del diagnóstico del profesor, e integran con mayor eficacia la evaluación en el proceso de aprendizaje y en el sistema de información. Todo ello da una mayor coherencia a la educación del adolescente, y ayuda a las escuelas en sus esfuerzos por satisfacer las necesidades de la gente joven en esta fase crucial de su desarrollo. Muchas de las estrategias alternativas de evaluación descritas ya están siendo ampliamente utilizadas, pero a menudo han sido desarrolladas y empleadas por profesores de forma aislada, de modo que los criterios no son suficientemente compartidos con los estudiantes. La evaluación estimula el currículum. Para que las necesidades de los preadolescentes sean satisfechas por un programa coherente y relevante, y por un sistema que promueva la atención y ayuda entre una comunidad de profesores que conozcan bien a sus estudiantes, debería planificarse el sistema de evaluación de tal modo que apoyara los programas y procesos requeridos para garantizar esa atención. Hemos visto que los sistemas inflexibles de evaluación socavan muchos de nuestros objetivos curriculares y de orientación. Los esfuerzos reformadores de la escuela proporcionan importantes oportunidades para cambiar esta situación, para desarrollar un sistema de valoración que haya sido fundamentalmente diseñado para cumplir las necesidades curriculares y de orientación de la preadolescencia. Integrar los diferentes aspectos de la escolarización, como el currículum, la evaluación y el apoyo al estudiante, es imprescindible para determinar hasta qué punto se educa bien a los estudiantes en los años de la transición. Todos estos aspectos juntos proporcionan un contexto esencial que nos permite calibrar 227

en qué medida los estudiantes reciben una enseñanza efectiva durante los años de la transición. Y esos temas de la enseñanza y el aprendizaje serán precisamente el centro de atención de nuestro siguiente capítulo.

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9. Enseñanza y aprendizaje

Si se han de transformar las escuelas para satisfacer las necesidades de los adolescentes, la reforma del currículum y de la evaluación no son más que una pieza del rompecabezas. En último término, el único currículum y evaluación que cuentan son los experimentados por el estudiante, es decir, los que se utilizan efectivamente. ¿Cómo transforman los profesores y estudiantes los recursos, horarios e ideas en la enseñanza y el aprendizaje? Tal y como hemos mencionado, y de acuerdo con otros muchos autores, los modelos de cambio sobre el agrupamiento, la organización escolar o los resultados del currículum es probable que no tengan ningún impacto positivo relevante sobre las aulas o los estudiantes, a menos que incluyan también cambios en la forma que tienen de enseñar los profesores (Leithwood et al., 1988; Slavin, 1987c; Epstein, 1990). La enseñanza, como cualquier otra empresa humana, no es estática. El proceso de configurar a la que será la siguiente generación se encuentra en evolución, al igual que el conjunto de la sociedad. La naturaleza y el papel de la enseñanza se hallan inexorablemente unidos a las expectativas que tenemos para nuestros estudiantes, a nuestra forma de entender el proceso de aprendizaje humano y a nuestras convicciones acerca de cómo los adultos, y en especial los profesores, pueden orientar a la gente joven en su aprendizaje. Ya hemos analizado muchas de las crecientes demandas impuestas a nuestra sociedad y a sus jóvenes. Según han explicado, con insistencia, una serie de autores, las escuelas del futuro guardarán muy poca semejanza con las del pasado (Schlechty, 1990; Fullan, 1993) y los profesores tendrán que enseñar de un modo muy diferente (McLaughlin y Talbert, 1993). Esto quizá sea difícil de aceptar cuando son tan pocos los cambios que han experimentado nuestras estructuras escolares básicas en el último siglo. A pesar de todo, las 229

fuerzas del cambio que se ciernen sobre nuestras escuelas parecen estar alcanzando unas dimensiones críticas y las escuelas, como los países y las grandes empresas, empiezan a contemplar finalmente la posibilidad de una reestructuración fundamental. Al menos parte del ímpetu en favor de la reforma escolar procede del reconocimiento de que el modelo moderno de especialización y estandarización ha sido rechazado en otras organizaciones y lugares de trabajo, y también está siendo cuestionado en la educación. Ya no es suficiente que las escuelas proporcionen habilidades básicas a los estudiantes. Además de las habilidades fundamentales que garanticen la alfabetización y unos conocimientos básicos de álgebra, los estudiantes, en general, y no sólo unos pocos, necesitarán aprender habilidades de más alto nivel, por ejemplo, cómo desarrollar un pensamiento crítico y complejo, nuevas fórmulas para la resolución de problemas, sopesar alternativas, recabar la información necesaria para emitir juicios de valor, desarrollar identidades flexibles, aprender a trabajar de modo independiente y en común y discernir acciones apropiadas en situaciones ambiguas (Earl y Cousins, 1995; Peterson y Knapp, 1993). El desafío para las escuelas consiste en capitalizar los nuevos métodos de enseñanza y los ambientes de aprendizaje que se sustentan sobre lo que ahora conocemos sobre el aprendizaje y el desarrollo humano, para preparar a nuestros estudiantes adolescentes a afrontar las crecientes demandas de la sociedad futura. Durante estos años de transición los estudiantes necesitan experimentar y tener acceso a un mayor número posible de las estrategias emergentes en la enseñanza y el aprendizaje. Hemos visto que los adolescentes son muy activos física, emocional e intelectualmente, a medida que ponen a prueba sus cuerpos y habilidades durante el crecimiento. Son muy conscientes de la importancia de las relaciones humanas y, en consecuencia, se muestran muy preocupados por la lucha en favor de la igualdad social. Son inseguros y vacilantes en cuanto a su poder y capacidad para adaptarse y abrirse camino en el mundo. Los investigadores, sin embargo, han mostrado de forma repetida que la enseñanza que reciben habitualmente los adolescentes reclama una absorción pasiva, en lugar de una implicación activa, ha situado el intelecto y los elementos cognitivos por encima de las emociones y la atención, subordina la vida real y la pertinencia a la transmisión de los contenidos acadé230

micos y del libro de texto, y sacrifica la independencia de los estudiantes en favor del control. A medida que conocemos más acerca de cómo aprende la gente y qué hace que la enseñanza sea efectiva, también encontramos modos mejores de abordar las necesidades de los adolescentes, que se encuentran con un mundo sumido en la confusión y la crisis. Este capítulo describe algunos de los conceptos emergentes y más influyentes sobre los procesos de aprendizaje en los adolescentes, explora sus implicaciones en la enseñanza y la práctica en el aula, y también considera hasta qué punto pueden contribuir estas estrategias a prepararlos para una realidad social cambiante en un mundo postmoderno de naturaleza compleja e incierta. No pretendemos hacer que los profesores se sientan culpables por definir un conjunto «perfecto» de estrategias de enseñanza, que luego resultan ser inviables en sus clases. Las estrategias creativas de enseñanza no arraigarán bien allí donde las pruebas estandarizadas exigen que los profesores enseñen de un modo determinado, que trabajen aislados en sus clases, o donde los horarios obliguen a los profesores a limitar la extensión de sus lecciones, lo cual supone dedicar demasiado tiempo a iniciar y despejar el camino, sin la flexibilidad necesaria para trabajar más allá del sonido del timbre que anuncia el fin de las clases. Resulta triste que se siga repitiendo la vieja historia. Se exhorta a los profesores a aprender y a poner en práctica nuevas estrategias de enseñanza abocadas al fracaso porque las estructuras de la escolarización se mantienen incólumes. Para que pueda acometerse con éxito un cambio en las prácticas aplicadas en el aula, es imperativo que se produzca en las escuelas unos cambios estructurales y culturales que resulten útiles a los adolescentes. En cualquier caso, la enseñanza y el aprendizaje no mejorarán a menos que sepamos con claridad cuáles son las prácticas que parecen mejores, y se comprendan los principios que hicieron posible que tal enseñanza y aprendizaje funcionaran. Así pues, no incluiremos aquí una lista interminable de estrategias alternativas de enseñanza y aprendizaje, sino que abordaremos en todo caso, los principios que deberían adoptar los profesores a la hora de considerar las alternativas pedagógicas.

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Aprender para comprender La especie humana es la única que puede reflexionar sobre su propia existencia. El misterio de la mente humana y su funcionamiento nos ha fascinado desde siempre. A pesar de que ese interés se ha mantenido durante siglos, resultan paradójicas nuestra ignorancia sobre el aprendizaje humano y la dificultad que implica traducir el nuevo conocimiento a la práctica. A lo largo de todo el siglo xx, las concepciones dominantes sobre el mecanismo de aprendizaje han sido de carácter incremental y conductista. Las escuelas han funcionado como si el aprendizaje pudiera dividirse en habilidades y hechos específicos y discretos, que pueden adquirirse de forma fragmentada y ordenada (Cole, 1990). La práctica escolar tradicional se ha basado en la asimilación, habitualmente de modo mecánico, la repetición y la corrección de procedimientos y datos, y también se ha apoyado en las reglas y en los contenidos de las disciplinas, con objeto de fortalecer las conexiones y hábitos mentales correctos (Peterson y Knapp, 1993). Durante los últimos treinta años, sin embargo, una sutil revolución que ha tenido lugar en las ciencias sociales ha desafiado el modelo de aprendizaje mantenido por nuestras escuelas. Los psicólogos cognitivos han propuesto una visión constructivista del aprendizaje, al que ya no se concibe lineal, sino interactivo. Afirman que existe un mundo real que experimentamos pero que el significado que le damos viene impuesto por nosotros, en lugar de ser algo que existe en el mundo, independiente de nosotros. Existen muchas formas de estructurar el mundo, y para cualquier acontecimiento o concepto hay muchos significados o perspectivas (Duffy y Jonassen, 1992). Ateniéndose al principio de que las cosas deberían tener sentido, los constructivistas han sugerido que el aprendizaje es un proceso en el que los estudiantes absorben información, la interpretan, la conectan con lo que ya saben y, si es necesario, reorganizan su comprensión para acomodarla (Shepard, 1991). Esto significa que los estudiantes elaboran su propia comprensión basándose en nuevas experiencias que aumentan sus conocimientos. Gardner (1985) lo describe del siguiente modo:

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… los sujetos humanos no realizan tareas como quien llena pizarras vacías: tienen expectativas y esquemas bien estructurados, dentro de los cuales abordan diversos materiales…, el organismo, con sus estructuras ya predispuestas al estímulo, manipula y reordena la información nueva que encuentra (pág. 126).

Uno de los descubrimientos más significativos en esta exploración del aprendizaje como un proceso de elaboración es la increíble ignorancia y la comprensión superficial que sobre las ideas, el conocimiento y los conceptos demuestran los estudiantes, y no sólo en una disciplina, país o nivel de enseñanza, sino en todas partes donde se han llevado a cabo estos estudios (White, 1992). Los estudiantes son capaces de reproducir información que han memorizado, pero son ya menos competentes cuando se trata de actuar bajo condiciones nuevas que exijan su aplicación. En La mente no escolarizada, Gardner (1991) argumenta que aprender para comprender supone mucho más que producir una respuesta «correcta». Cuando un individuo aprende algo de un modo que haya supuesto una comprensión profunda, esa persona puede asimilar el conocimiento, los conceptos, las estrategias y los datos, y aplicarlos a situaciones nuevas y apropiadas (Gardner, 1994). Las escuelas están llenas de estudiantes capaces de combinar números en una fórmula, pero incapaces de utilizar esa misma fórmula para solucionar un problema que no se les haya presentado antes, y en las universidades abundan los jóvenes que estudian física, pero que están convencidos de que allí donde no hay aire, no existe la gravedad; todos estos estudiantes son capaces de expresar un fenómeno complejo que han estudiado en la escuela, sin embargo sólo ofrecen respuestas simplistas cuando sucede algo complejo en el mundo real. Gardner (1991) describe lo que él llama la mente «no escolarizada» o del «niño de cinco años», que se ha desarrollado sin ninguna educación formal. Es una mente maravillosa que elabora teorías acerca de todo aquello con lo que se encuentra, teorías sobre la materia, la vida, su propio ser, los demás, etcétera. Por desgracia, muchas de las ideas grabadas en nuestra mente a partir de esas primeras experiencias son erróneas. Tal y como Gardner (1994) expresa de manera evocadora: …en la escuela, esos grabados están recubiertos con un polvo muy fino, la materia que la escuela trata de enseñar. Si en la escuela se observa la 233

mente, parece, a primera vista, bastante adecuado, porque sólo se ve el polvo. Pero, por debajo del polvo, el grabado no se ha visto afectado en lo más mínimo. Y cuando se deja la escuela y se cierra la puerta de golpe por última vez, el polvo se disipa y el grabado inicial sigue allí (pág. 27).

Si no se hace un esfuerzo por alcanzar una comprensión genuina, el aprendizaje superficial sigue imperando hasta que desaparece la necesidad del mismo (como, por ejemplo, una vez terminado el examen) y se puede descartar. El «conocimiento escolar» ayuda a progresar en la escuela, pero su relación con la vida real, más allá de la escuela, no es bien comprendida por el estudiante, y quizá ni siquiera por el profesor. La gente extrae sus puntos de vista cotidianos de la experiencia, y aunque esos puntos de vista no sean exactos con relación al conocimiento escolar, a menudo hacen un gran servicio a quienes los poseen (White, 1992). No resulta extraño, pues, que buena parte de lo que se enseña en las escuelas no sea retenido por los estudiantes. Pero aspirar a aprender para comprender evoca una imagen completamente nueva de las piezas que forman el rompecabezas de la enseñanza y el aprendizaje. Para que los adultos de mañana puedan adquirir una comprensión auténtica, la enseñanza de hoy debe contener muchas más piezas, conectadas entre sí de un modo enrevesado. Este tipo de enseñanza en particular reconoce una amplia gama de conocimientos, inteligencias y estilos de aprendizaje; ve en el conocimiento previo un punto de partida crítico para adquirir nuevos conocimientos, se centra en el aprendizaje y el pensamiento de alto nivel, presta atención a la naturaleza social y emocional del aprendizaje, vincula éste con la vida real y proporciona a los estudiantes un papel efectivo dentro de su propio aprendizaje. Los investigadores de todo el mundo analizan cada una de estas piezas para tratar de comprender las múltiples y diferentes facetas de esta concepción mucho más compleja, diferenciada y globalizadora de la enseñanza y el aprendizaje.

Diferentes formas de conocimiento, inteligencia y modos de aprendizaje Leinhardt (1992) llama la atención sobre diferentes tipos de conocimientos y estrategias que esperamos sean desarrollados por los 234

estudiantes. Dentro de cada disciplina hay una disposición única de datos, conceptos, citas y pautas de razonamiento. Aprender para comprender supone conectar la información y transmitir, de muy diversos modos, los principios generales a través de las disciplinas. Algunos de esos modos han sido muy utilizados y nos resultan ya familiares, pero otros son más novedosos e imaginativos. Los estudiantes necesitan poseer ambas clases de conocimientos: acciones y habilidades, así como conceptos y principios, de modo que puedan conectar la acción estratégica con el conocimiento de contenido específico, en situaciones nuevas y que impliquen para ellos un desafío. Necesitan una base de conocimientos que establezca interconexiones en su cabeza, con estrategias o rutinas de acceso al conocimiento durante la resolución de problemas, y disposiciones o hábitos mentales que les permitan echar mano de sus diversos recursos intelectuales a medida que surjan las situaciones (Prawat, 1989). El hecho de valorar muchas formas de conocimiento cuestiona nuestras creencias más básicas sobre la naturaleza de la inteligencia. Gardner (1993) ha cuestionado el punto de vista según el cual la inteligencia es unidimensional e inmutable. No llegamos a este mundo con una cantidad fija de inteligencia y ninguna escala puede captar las diversas formas que ésta puede presentar. Gardner define la inteligencia como la habilidad para solucionar problemas o extraer resultados en situaciones dadas. Ha identificado (hasta el momento) siete inteligencias: musical, cinestésico-corporal, lógica-matemática, lingüística, espacial, interpersonal e intrapersonal. Desde su punto de vista, todos nacemos con potencial para desarrollar una multiplicidad de inteligencias que pueden ser enseñadas y aprendidas. Aunque estas inteligencias se inician con una habilidad en bruto, se pueden desarrollar y estimular mediante la enseñanza y la práctica. Cada uno de nosotros tiene su propio y singular modelo de inteligencia, que desarrollamos de forma constante y rutinaria, utilizando innumerables combinaciones. Las escuelas, sin embargo, se han centrado principalmente en dos (la lógica-matemática y la lingüística) y han infravalorado el resto. En general, las escuelas han aceptado un único concepto de inteligencia que resalta la clasificación por encima del logro, aquello que puede valorarse con facilidad por encima de la confusa compleji235

dad, el aprendizaje individual por encima del aprendizaje en grupo, y la selección por encima del reconocimiento de la heterogeneidad de los estudiantes. La importancia que se le otorga a la posición relativa de los individuos en una escala fija nos ha impedido darnos cuenta de que todos los estudiantes aprenden, e identificar el nivel singular de comprensión de cada estudiante, en lugar de fijarnos sólo en su posición relativa. La capacidad de reflexión se halla ampliamente difundida, y no es una capacidad exclusiva de quienes alcanzan una elevada calificación. Movilizar las múltiples formas de inteligencia es un modo mediante el cual la sociedad puede dar cabida a nuestra diversidad humana para alcanzar una gama más amplia de objetivos (Wolf et al., 1991). El término «estilos de aprendizaje» comprende muchas teorías sobre las diferentes formas en que los estudiantes enfocan e interactuan con el material, con objeto de comprenderlo. Hay referencias a estilos cognitivos (Messick, 1969), habilidades de mediación (Gregorc, 1979), estilos conceptuales, tipos de aprendizaje (McCarthy, 1980) y elementos del estilo de aprendizaje (Dunn y Dunn, 1982). Básicamente, todas estas teorías afirman que la gente crea su propia concepción del mundo de muy diversas maneras: considerando diferentes aspectos del entorno, enfocando los problemas desde múltiples perspectivas, utilizando claves distintas y procesando la información de modos diferentes pero coherentes con ellos mismos. Es esta combinación de cómo percibe la gente y cómo procesa lo que percibe lo que constituye la singularidad del estilo de aprendizaje, y también la forma de aprendizaje individual más cómodo. En cualquier grupo de preadolescentes encontraremos un amplio espectro de estilos de aprendizaje: algunos que necesitan tocar, saborear y oler las cosas, otros que hablan y sólo parecen capaces de pensar en voz alta, el típico niño callado que se lleva el libro y reflexiona sobre las ideas antes de hablar. Cada uno de ellos explora el mundo siguiendo sus propios criterios. En su mayor parte, las escuelas han soslayado la existencia de diferentes estilos de aprendizaje y no han hecho ningún esfuerzo por ajustar las actividades de la enseñanza a éstos. Aunque los que defienden los estilos de aprendizaje consideran importante que los profesores presten atención a los estilos singulares de sus estudiantes, siempre advierten contra los peligros que podría acarrear una mala utilización de los conceptos del estilo 236

de aprendizaje, lo cual convertiría estas ideas en estereotipos para encasillar a los jóvenes, o incluso conducirlos directamente hacia ambientes educativos que reflejen sus habilidades más desarrolladas. Los profesores deberían comprender que el objetivo de utilizar una gama de enfoques de enseñanza es brindar a todos los estudiantes la oportunidad de aprender mediante nuevas fórmulas que pongan de relieve sus logros y traten de mitigar sus carencias.

El conocimiento previo En el caso de que los estudiantes puedan elaborar su propia comprensión del material y de las ideas nuevas, su conocimiento previo será esencial para determinar cómo lo hacen y las estrategias que utilizan. El impacto del conocimiento previo no es una cuestión de preparación o de fases de desarrollo de la comprensión. Es más un tema que tiene que ver con la interconexión, el acceso y la profundización (Leinhardt, 1992). El conocimiento y las creencias sostenidas por un estudiante configuran una compleja red de ideas, datos, principios y acciones que constituyen algo más que simples bloques de información. Pueden facilitar, inhibir o transformar el aprendizaje en formas productivas o disfuncionales. Cuando son precisas, las convicciones preexistentes de los estudiantes sobre un tema facilitan el aprendizaje y proporcionan un punto de partida natural para la enseñanza. Las concepciones falsas de los estudiantes, sin embargo, pueden distorsionar el nuevo aprendizaje de forma espectacular (Brophy, 1992). Si el modelo constructivista es una representación fidedigna del proceso de aprendizaje en los chicos, no resulta sorprendente que tengan a menudo dificultades en la escuela. De hecho, la falta de conexión entre los conocimientos adquiridos por los adolescentes a partir de su experiencia, y aquello que los currícula suponen que saben se encuentra en la raíz misma de gran parte de los logros deficientes de nuestros estudiantes. Ésta es una de las vertientes del problema que plantea el sentido de pertinencia. Los estudiantes no sólo creen que su escolarización es irrelevante para sus vidas, sino que también desarrollan conceptos distorsionados y confusos sobre el material del currículum, debido, precisamente, a que éste no presenta coherencia alguna o no establece ningún vínculo con lo apren237

dido previamente. Este fenómeno se da con excesiva frecuencia ya que muchas aulas acogen a estudiantes procedentes de una gama de ambientes muy diversos.

El pensamiento de orden superior El pensamiento de orden superior, en otro tiempo privilegio exclusivo de los estudiantes más capacitados o superdotados, empieza a ser recomendado para todos los estudiantes, puesto que todo aprendizaje requiere extraer un sentido a aquello que tratamos de aprender (Costa, 1991). Resnick y Resnick (1992) lo describen como: …los tipos de procesos mentales asociados con el pensamiento no están restringidos a la fase avanzada o de «orden superior» del desarrollo mental. Al contrario, el pensamiento y el razonamiento se hallan íntimamente implicados en el proceso de aprendizaje productivo, incluso en los niveles elementales de lectura, matemáticas y otras asignaturas escolares… Aprender las tres disciplinas básicas supone importantes componentes de inferencia, juicio y construcción mental activa. Nuestra educación ya no puede seguir dejándose guiar por un punto de vista tradicional, según el cual la base debe ser tratada y enseñada como una habilidad básica rutinaria, mientras que el pensamiento es un proceso que aparece más tarde.

Esta noción de que el pensamiento no es un producto, sino un prerrequisito para adquirir habilidades básicas ha dado lugar a múltiples teorías y observaciones sobre la naturaleza del pensamiento. Marzano (1992) afirma que el aprendizaje es producto de cinco dimensiones o tipos de pensamiento: actitudes y percepciones positivas sobre el aprendizaje; pensamiento implicado en la adquisición e integración del conocimiento; pensamiento implicado en la ampliación y depuración del conocimiento; pensamiento implicado en la utilización del conocimiento de modo significativo, y los hábitos productivos de la mente. Estos tipos de pensamiento no funcionan por separado o siguiendo un orden lineal. Interactúan, rebotan los unos contra los otros y giran los unos en torno a los otros. A veces actúan coordinadamente, pero en otras ocasiones crean disonancias. Todo esto sucede a la velocidad de la luz, mientras, el pensador tiene que ocuparse de los problemas y decisiones, siempre complica238

dos y confusos, propios de la vida real, en un mundo incierto donde el empleo de una sola fórmula no es suficiente. En la misma línea, Barell (1991) argumenta que uno de los resultados clave de la escolarización debería ser la capacidad de reflexión. Según explica, la reflexión combina dos aspectos de nuestras vidas: las operaciones intelectuales o cognitivas, y los sentimientos, actitudes y disposiciones. Ser reflexivo significa poseer un pensamiento esencialmente cognitivo. También significa ser considerado y prudente en términos de disposición (Clark, 1996). Las operaciones cognitivas son intentos de buscar significado a situaciones complejas y no rutinarias, aventurar soluciones e interpretaciones y, durante todo el proceso, intentar tomar decisiones y hacer juicios razonables, que resulten útiles. La reflexión integra el pensamiento con el sentimiento. Es una unión del corazón y de la mente; un componente importante del aprendizaje y del desarrollo de los preadolescentes, que se esfuerzan por encontrar su identidad y un lugar al que pertenecer. Perkins (1995) aporta una serie de ejemplos de lo que él denomina pensamiento o razonamiento «débil». Su investigación demuestra que cuando nos enfrentamos a cuestiones cotidianas, la gente no suele razonar bien, comete una amplia gama de errores lógicos, y muestran tendencia a ponerse «de mi parte». Esta propensión es común a todo el mundo, al margen del coeficiente de inteligencia que tengan. Aunque muchos de estos sujetos fuesen, más tarde, cognitivamente capaces de generar ideas más equilibradas y amplias al ser interrogados, hasta ese momento se habían contentado con pensar lo justo sobre el tema y se habían mostrado satisfechos con sus respuestas. La calidad del pensamiento no es una consecuencia natural de la habilidad. Como resultado de ello, las grandes deficiencias de pensamiento en la escuela y en la vida se dan en estudiantes de todo tipo. Con demasiada frecuencia asumimos que la habilidad de alto nivel es sinónimo de sabiduría y buen juicio. Nos equivocamos, todos los estudiantes necesitan aprender a utilizar bien sus mentes: a investigar, inventar, desafiar, reconsiderar y mantener su atención en la tarea que realizan, al tiempo que interpretan la información que les rodea e intentan darle un sentido.

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La enseñanza y el aprendizaje como fenómenos sociales Una de las teorías más radicales surgidas del enfoque constructivista en la enseñanza y el aprendizaje es la naturaleza social de estos ámbitos. La psicología, tal y como se ha desarrollado en las culturas occidentales, funciona bajo la suposición de que su objeto de estudio es el individuo, que opera en un vacío sociocultural. Como quiera que en psicología estos enfoques, fundamentados en el individualismo, han terminado por imponerse, pocas son las teorías que han explicado de qué manera se encuentran los procesos mentales inherentemente vinculados al entorno cultural, histórico e institucional (Wertsch, 1991). La investigación más reciente en este ámbito se ha inspirado en los hallazgos del notable científico social ruso Vygotsky, quien defendió la teoría de que el aprendizaje humano se produce en las distintas situaciones sociales que jalonan la vida de la gente. Desde su punto de vista, el aprendizaje no es un proceso solitario, ni viene prescrito por condiciones genéticas o de desarrollo. Es el resultado de la actividad que se genera en las condiciones externas de la vida. Los jóvenes aprenden porque constituyen y conforman la cultura colectiva que les rodea y funden su comprensión personal en esta visión cultural más amplia (Davydov, 1995). Cuando las personas interactúan entre sí, aprenden del grupo y también influyen sobre él. Su comprensión se encuentra en constante proceso de creación y transformación, al compartir ideas con los miembros del grupo (Leinhardt, 1992). El conocimiento colectivo del grupo es mayor que el conocimiento individual de cualquiera de sus miembros, y juega un importante papel en la configuración del pensamiento, las actividades y habilidades de sus miembros. Como quiera que el aprendizaje en los individuos es producto del contexto social en el que viven, mediatizado por los signos y símbolos de la cultura que los rodea, los estudiantes son potencialmente más inteligentes en grupo de lo que puedan serlo individualmente. Aprenden mejor cuando se acostumbran a pensar juntos, a cuestionar las suposiciones del otro y a elaborar nuevas comprensiones. Esto plantea a los profesores muchos tipos de desafíos. En su función de directores y orientadores del aprendizaje, los profesores necesitarán utilizar el ambiente social en el que vive la gente joven para propiciar una mejor comprensión (Davydov, 1995). Pero los grupos de adolescen240

tes, con toda su energía, sexualidad y prepotencia, asustan con frecuencia a los profesores, que quizá tengan que esforzarse por superar sus propios temores y que, en ocasiones, detestan tener que desprenderse del poder que ejercen sobre el grupo para ganarse su confianza. Al mismo tiempo, las escuelas acogen a estudiantes que reflejan muchos ámbitos sociales y culturales diversos, cada uno de ellos con su propio historial, valores e idioma. Los profesores necesitan encontrar fórmulas que les permitan tender puentes entre las diferencias y ayudar a los estudiantes a establecer conexiones.

Hacer que la enseñanza y el aprendizaje sean como la vida real A estas alturas ya debería haber quedado claro que los estudiantes son los arquitectos, ingenieros y constructores de su propia comprensión. Pero la enseñanza y la escolarización no han sido organizadas fundamentalmente para reconocer y destacar la forma que la gente joven tiene de aprender. La construcción de su propia comprensión por parte de los chicos y la chicas ha sido erigida sobre unos cimientos débiles, asentados sobre la roca inapelable de nuestro sistema escolar actual. Los jóvenes y, de hecho, toda la gente, aprende de forma adecuada cuando presta atención a su aprendizaje, controla su propia comprensión, pone de manifiesto sus cualidades y trata de solventar sus carencias (White, 1992;Perkins y Blythe, 1994). Las escuelas tienen que buscar métodos adecuados que les permitan tener un papel activo en este tipo de aprendizaje. El aprendizaje puede resultar particularmente efectivo, no sólo cuando se relaciona con la vida real que se extiende más allá de la escuela, sino también cuando se asemeja a la propia «vida real» o forma parte integral de ésta. En el capítulo 6 nos referimos al concepto de verosimilitud de Woods (1993). Lo que este autor llama «acontecimientos críticos» en la enseñanza y el aprendizaje se hallan próximos y a menudo se asimilan a otros tipos de aprendizaje y logro fuera de la escuela, y que obtienen reconocimiento dentro de ese mundo real más amplio. Woods narra de manera clara un proyecto escolar de arqueología dirigido conjuntamente con una arqueóloga; la confección, por parte de niños y niñas de primaria, de un libro que ellos mismos escribieron, ilustraron y luego comercializaron para que fuera leído por otros niños; la producción de un vídeo elaborado con y 241

para una amplia comunidad, y otros muchos proyectos. En todos los acontecimientos críticos descritos por Woods: Podemos considerar al aprendizaje que tiene lugar como auténtico aprendizaje. Se construye conforme a las propias necesidades y pertinencias (de los estudiantes), y sobre sus estructuras cognitivas y afectivas ya existentes. Se pone especial énfasis en la realidad, en problemas reales, en temas importantes y de interés, en la reconstrucción de situaciones que son las mismas que se proponen representar; busca la colaboración de verdaderos profesionales, prefiere la utilización de pruebas y materiales de primera mano, y procura que los estudiantes hagan las cosas por sí mismos y tengan un objetivo realista.

Los acontecimientos críticos en la enseñanza y el aprendizaje pueden convertirse en magníficas «experiencias sobresalientes», y ser percibidos por los estudiantes como verdaderos progresos y logros (Woods, 1994), pues de hecho, constituyen auténticos logros para ellos. Crearlos exige liberarse de las exigencias de cubrir el contenido y poseer la flexibilidad suficiente para programar y estructurar la escuela de modo más amplio. Pero, por encima de todo, estos apoyos estructurales esenciales, estos «acontecimientos críticos» positivos también exigen un «agente crítico», «un profesor, o profesores, con los conocimientos, vocación, fe, habilidades y relaciones necesarios para conceptualizar y planificar el proyecto, orquestarlo, promoverlo y llevarlo a la práctica, a menudo superando considerables dificultades». Según Woods, tales profesores mantienen un fuerte compromiso con su labor. Sienten que «la enseñanza es el centro de sus vidas, que sus identidades se ven intensificadas con su trabajo, que les hace sentirse «realizados» y les permite ser «ellos mismos»». La verosimilitud, o conseguir que la enseñanza y el aprendizaje se asemejen más a la vida real, no tiene por qué ser siempre tan intensa y espectacular. Muchos profesores de escritura han reconocido desde hace tiempo que la escritura debería tener un propósito y unos destinatarios que le otorgaran más significado y valor que el de una simple tarea escolar «incorpórea» (Barnes, 1976). Escribir cartas a los periódicos, comunicarse con personajes famosos, inventar historias que luego sean leídas a los niños y niñas más pequeñas y mantener correspondencia por correo electrónico con jóvenes de 242

otras ciudades y países no hacen sino añadir finalidades y «realidad» a la tarea de escribir. Otros ejemplos de verosimilitud como principio de aprendizaje incluye la educación cooperativa del trabajo escolar (confinada con excesiva frecuencia a los estudiantes de enseñanzas profesionales de «baja capacidad», en lugar de ponerla a disposición de todos), la educación al aire libre, los estudios medioambientales, la posibilidad de compartir con otras escuelas la recopilación y el análisis de datos por ordenador, la adquisición de conocimientos sobre política a través de tribunales de estudiantes. Hay muchas formas de introducir el «principio de realidad» en la enseñanza y el aprendizaje, algunas muy ambiciosas, y otras bastante más modestas. Los profesores no tienen por qué sentirse intimidados ante la perspectiva de invalidar todo un currículum o cambiar toda su enseñanza con objeto de experimentar estas fórmulas.

La evaluación como aprendizaje El autocontrol del propio conocimiento y pensamiento, y la autovaloración se encuentran en el núcleo mismo de un aprendizaje efectivo. Por ejemplo, para leer, los estudiantes utilizan su conocimiento personal para crear un significado a partir de los textos con los que se enfrentan. También utilizan estrategias de autocontrol y autocorrección para guiar este proceso (Cole, 1990). Sólo cuando se dan cuenta de que no comprenden algo y cuentan con recursos para identificarlo, pueden pasar de la palabra leída a la comprensión de las ideas que transmite el texto. Esto también es cierto por lo que se refiere a los adultos. ¿Con qué frecuencia ha leído un párrafo, ha comprendido individualmente cada palabra, para darse cuenta al final de que no ha sido capaz de captar la idea general que transmitía? Esto es autocontrol. Presumiblemente, se vuelve a leer el texto, se busca más información, se pregunta a alguien, se trata de vincular el pasaje con el texto más amplio o se utiliza cualquier otro enfoque que pueda ayudar a mejorar la comprensión (Earl y Cousins, 1995). Aprender es una búsqueda de significado. Es imposible aprender sin reconocer e investigar aquello que se hace y aquello que no se comprende, qué tiene y qué no tiene sentido. Ésta es la razón de que hayamos destacado la evaluación como parte esencial del aprendizaje. La evaluación efectiva proporciona a los estudiantes las estrategias 243

precisas para plantear preguntas reflexivas e ir en busca de aquello que necesitan para ampliar su aprendizaje. Implicar activamente a los estudiantes en el aprendizaje también trae a colación cuestiones relativas a la motivación y la atribución. ¿Cuáles son las condiciones que ayudan a los estudiantes a convertirse en sus mejores monitores y a asumir un papel responsable y activo en lo que aprenden y en cómo lo aprenden? ¿Qué hace que algunos estudiantes asuman retos, mientras otros los evitan? ¿Qué motiva a algunos a volcarse en el aprendizaje, mientras otros sólo hipotecan una mínima parte de sí mismos? Desarrollar la motivación del estudiante es un proceso complejo y dinámico que depende de muchas condiciones. Los estudiantes tienen opiniones distintas cuando se trata de explicar el motivo que les hace fracasar o tener éxito en el cumplimiento de sus objetivos (por ejemplo, habilidad, suerte, esfuerzo, dificultad de la tarea). Estas opiniones influyen sobre su motivación. En ocasiones, las creencias de los estudiantes están profundamente arraigadas en valores culturales. En la sociedad estadounidense, por ejemplo, a los estudiantes «brillantes» se les supone la capacidad mínima para comprender cierto material, cosa que no sucede con los estudiantes «mediocres». Las sociedades asiáticas, por su parte, plantean el aprendizaje como algo gradual, que se incrementa y se adquiere a lo largo de un prolongado periodo de tiempo, mediante un esfuerzo considerable y gracias a la constancia (Stevenson y Stigler, 1991). Pero la motivación no reside únicamente en el estudiante y en la cultura. Los profesores pueden ser catalizadores clave en la motivación del estudiante (Brophy, 1987). Tal y como hemos mencionado antes, la motivación es una forma de logro en sí misma, y no sólo algo que los estudiantes aportan. El desarrollo de este logro debería ser una responsabilidad capital para las escuelas. Si, tal y como propone Prawat (1989), el aprendizaje puede presentarse como un medio para conseguir un fin que permita hacer el trabajo con la mayor rapidez posible, o como una forma de aumentar la competencia, siendo el aprendizaje un fin en sí mismo, resultaría que la forma en que los profesores definen el aprendizaje puede ejercer una fuerte influencia sobre la motivación de los estudiantes. Las personas comprometidas con su trabajo se ven impulsadas 244

por cuatro necesidades esenciales: éxito, comprensión, expresarse a sí mismos, y por último, implicarse con otros o prestarles la debida atención (Strong, Silver y Robinson, 1995). Estas cuatro necesidades proporcionan una base excelente para que los profesores puedan estructurar su trabajo con preadolescentes curiosos, imaginativos, que anhelan el éxito y que disfrutan relacionándose con los demás.

Implicaciones para los profesores y la enseñanza Puesto que los profesores, al igual que sus estudiantes, captan el sentido de la nueva información integrándola en lo que ya saben, hemos preferido no lanzarnos a una serie de recomendaciones acerca de los valiosos cambios que podrían acometer los profesores en sus métodos de enseñanza. En lugar de eso, revisaremos cómo se plasman en la realidad algunos de los elementos necesarios para que los profesores cambien su práctica, antes de identificar algunas prácticas prometedoras que los profesores pueden considerar, a medida que empiecen a transformar o expandir su enfoque con respecto a la enseñanza. Los profesores son quienes en definitiva reforman la escuela. Los intentos por cambiar las escuelas tendrán poco o ningún impacto sobre los estudiantes, a menos que afecten a la manera de enseñar de los profesores y a la forma de aprender de los jóvenes. Para que eso suceda, los profesores tienen que elaborar su propia comprensión de los diversos intentos de reforma llevados a cabo. Al igual que los estudiantes, los profesores se ven influidos en su aprendizaje por sus propios enfoques con respecto al pensamiento, su base de conocimientos, sus modelos de inteligencia, su proceso de aprendizaje, su ambiente social y su voluntad y posibilidad de participar activamente en cualquier tipo de aprendizaje nuevo. Si los esfuerzos de reforma descuidan las necesidades de aprendizaje activo y de comprensión constructivista de los profesores, las consecuencias serán tan graves como las resultantes de descuidar en el aula los estilos de aprendizaje de los estudiantes y sus necesidades de aprendizaje. Peterson y Knapp (1993) argumentan que:

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Al poner los profesores en práctica las reformas sugeridas, éstas se ven profundamente influidas por las teorías y creencias que mantienen actualmente…, así que interpretan las recomendaciones de reforma, a la luz de sus suposiciones y marcos mentales. Si no están enterados de las suposiciones y comprensiones subyacentes del autor, los profesores pueden intentar incorporar la «nueva información» sin analizar su comprensión previa. Aquellos educadores a los que únicamente se exige que pongan en práctica aspectos superficiales de las reformas constructivistas, sin darles tiempo ni oportunidad para considerar e interpretar por sí mismos las suposiciones e ideas sobre el aprendizaje que subyacen en en las mismas, pueden pasar por alto el principal significado de la reforma, y atenerse a la descripción de los procedimientos sugeridos (págs. 137-138).

Un ejemplo elocuente de la cantidad considerable de tiempo, y alto nivel de compromiso y desarrollo del personal docente necesarios para cambiar las prácticas de los profesores mediante los principios del aprendizaje activo y de la comprensión constructivista, surgió a partir de las iniciativas planteadas recientemente para transformar la enseñanza de las matemáticas impartida a los estudiantes, pasando de la memorización a una comprensión profunda de su funcionamiento. Pronto se puso de manifiesto que tal proceso exigiría un notable esfuerzo de aprendizaje por parte de los profesores de la escuela elemental. El simple hecho de producir nuevos libros de texto y aportar nuevos recursos (aunque no hubieran sido probados por los profesores) no sería suficiente. La mayoría de profesores de los primeros cursos sabían muy poco de matemáticas, y lo que sabían era de carácter rutinario y algorítmico, y no poseían una comprensión profunda sobre el tema. De modo que no cabía esperar que fueran capaces de ayudar a los niños y las niñas a desarrollar una comprensión más profunda y compleja de las matemáticas, a menos que ellos mismos la adquirieran (Cohen y Barnes, 1992). Este ejemplo nos permite echar un fugaz vistazo a los cambios y dilemas con los que se encuentran los profesores en sus esfuerzos de reforma. Si tienen que «enseñar para estimular la comprensión», los profesores tienen que aceptar que sus estudiantes, adolescentes, son pensadores reflexivos y dignos de tener en cuenta, capaces de trabajar activamente y de utilizar su inteligencia para ampliar e intensificar su comprensión. Considerado de este modo, muchos 246

profesores se enfrentan a la coyuntura de adoptar un enfoque completamente nuevo en la enseñanza, convirtiéndose en orientadores, preparadores, mentores y canalizadores del aprendizaje de sus estudiantes, al plantear preguntas, desafiar el pensamiento de los estudiantes, estimularlos a examinar ideas y relaciones, y centrar su atención en la comprensión conceptual (McLaughlin y Talbert, 1993). Este tipo de enseñanza resulta mucho más difícil que atiborrar a los estudiantes de contenidos extraídos del libro de texto. Los profesores no sólo tienen que aprender una nueva forma de enseñar, sino también «olvidar lo aprendido» y dejar de lado buena parte de lo que sabían y que con tanta seguridad exponían en el aula hasta ese momento (Cohen y Barnes, 1992). El desafío para los profesores es que ahora tienen que aprender a enseñar mediante formas que nadie les había enseñado (McLaughlin y Talbert, 1994). Está claro que efectuar cambios de esta magnitud no es una tarea rápida ni fácil, y que no existen sendas doradas que conduzcan de inmediato al éxito. Los profesores deambularán de un lado a otro, tropezarán, avanzarán tres pasos para retroceder dos, en su intento por asimilar e integrar estas nuevas ideas y convertirlas en prácticas funcionales dentro del aula. No hay un camino ideal. Tal y como observó Smith (1987): «Siempre que se intente reducir la enseñanza a un modelo, aparecerán problemas porque los modelos nos dan fórmulas, y las fórmulas extraen la vida de la enseñanza». Cada uno de los aspectos que se incluyen a continuación describe una estrategia o enfoque pedagógico surgidos de la tradición constructivista y que contribuye al establecimiento de una «enseñanza para la comprensión». Esta selección no es en modo alguno exhaustiva y los enfoques no se presentan como modelos incuestionables a seguir. Se trata más bien de opciones esperanzadoras o de estrategias útiles que han sido desarrolladas para uso de los profesores. Si no se ponen en práctica con sabiduría y reflexión, de forma que respeten y aprecien la complejidad del aprendizaje y la diversidad de antecedentes, experiencias e inteligencias de los adolescentes a los que se enseña, lo más probable es que conduzcan a un aprendizaje superficial y a una interpretación errónea, en lugar de conseguir un aprendizaje y una autodirección auténticos.

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Utilizar el aprendizaje cooperativo El aprendizaje cooperativo, en el que los estudiantes trabajan en pequeños grupos para investigar y compartir sus descubrimientos, es un enfoque natural en la enseñanza de los adolescentes. Señala la preocupación de éstos por el mundo social que les rodea y su dependencia del grupo de compañeros. Crea un contexto para el aprendizaje en el que los estudiantes exploran nuevas ideas, examinan sus propias posiciones y desafían sus creencias previas al contratarlas con otras personas. Les proporciona un fórum para que puedan desarrollar un sentimiento de identidad personal y de autoestima, y participen activamente en su aprendizaje. Por estas razones, se la menciona frecuentemente como una estrategia apropiada a emplear con grupos heterogéneos de estudiantes en los cursos de grado medio (García, 1990;Lyman y Foyle, 1989). Se han preparado numerosos libros y recursos para los profesores interesados en el aprendizaje cooperativo (García, 1990), y no hay motivo para detallar aquí sus características. Sólo queremos indicar que limitarse a sentar a los estudiantes en mesas, y darles instrucciones para que trabajen en grupo no constituye un «aprendizaje cooperativo». Las lecciones del aprendizaje cooperativo efectivo son diseñadas muy cuidadosamente por parte del profesor, de modo que planteen problemas propios de la vida real, con toda su carga de confusión y desafío, a los que puedan darse múltiples soluciones. Al mismo tiempo el profesor debe plantear cómo trabajarán juntos los estudiantes para crear un producto final en un contexto en el que todos tengan un papel que cumplir (Nystrand et al., 1992; Lyman y Foyle, 1989). El profesor diseña la logística que configurará la forma de trabajo común que adoptarán los estudiantes. El profesor los organiza, determina las tareas y papeles que representarán, tratando de equilibrar personalidades, habilidades y resultados que se pretende alcanzar, para estimular la máxima cantidad de aprendizaje en todos los estudiantes. Esta planificación permite una considerable flexibilidad en el funcionamiento de los grupos, y les induce a afrontar problemas reales que se les plantean a lo largo del camino. La estructura es, por tanto, rígida y flexible a un tiempo. Estimula y permite a los estudiantes utilizar conjuntamente sus mentes para elaborar su propio conocimiento, tanto de manera individual como colectiva. 248

La enseñanza de un currículum para pensar Si aceptamos que el pensamiento de orden superior es esencial para todos los estudiantes y que se puede enseñar y aprender, las aulas de los adolescentes son los lugares más apropiados para reivindicar y generar entusiasmo por aprender formas nuevas y más complejas de pensamiento. La curiosidad natural y el rápido crecimiento intelectual de los estudiantes en estas edades proporcionan un trampolín idóneo para intentar alcanzar (y conseguir) nuevas metas en el pensamiento. Existen una serie de libros, materiales y recursos para enseñar a pensar mediante la utilización de una amplia variedad de enfoques. Aunque se ha debatido si enseñar a pensar como elemento complementario de las clases normales es más importante que infundir tal enseñanza en todo un currículum (White, 1992), los diversos enfoques se fundamentan en la creencia de que el pensamiento se puede mejorar con entrenamiento y una enseñanza explícita y práctica. Costa (1991) describe un proceso de enseñanza «para» pensar, enseñanza «del» pensamiento y enseñanza «sobre» el pensamiento. En lugar de definir un programa prescrito, aporta esta estructura triple, además de una amplia gama de cuestiones, ejemplos y recursos destinados a ayudar a los profesores a establecer un programa de pensamiento. Marzano (1992) ofrece lo mismo: una estructura clara con cinco «dimensiones de aprendizaje» y una serie de preguntas y ejemplos a utilizar cuando se planifica una unidad de trabajo. Barell (1991) aporta una visión general conceptual, ejemplos y muchas estrategias detalladas a emplear en el aula para intensificar el desarrollo intelectual. Otros sistemas, como el de Bono (1990) o el de Fogarty (1994) presentan enfoques más estructurados con respecto a la enseñanza del pensamiento en las aulas. Independientemente de los materiales que se utilicen, el propósito común estriba en realizar un esfuerzo consciente para desarrollar las habilidades cognitivas y metacognitivas de los estudiantes, ayudándoles a tomar responsabilidades sobre su propio aprendizaje.

Desarrollar la independencia del estudiante Puesto que los estudiantes tienen que convertirse en pensadores críticos, capaces de solucionar problemas y de utilizar sus talen249

tos y conocimientos en situaciones inesperadas, se ven obligados a desarrollar habilidades de autovaloración y reajuste. No pueden esperar a que sea el profesor el que decida cuál es la respuesta correcta, sino que deben adquirir una mayor seguridad en sí mismos y acostumbrarse a emitir sus propios juicios (Earl y Cousins, 1995). Hemos mostrado cómo desarrollar la independencia es particularmente importante en la preadolescencia, cuando los estudiantes abandonan la seguridad de la escuela elemental para ingresar en el ámbito más impersonal de la escuela secundaria. Pero no es éste el momento adecuado para arrojar los corderos a los lobos, sino para estimular la asunción de riesgos, afinar las habilidades, extender los horizontes y celebrar el éxito. Según describen Purkey y Novak (1984), es el momento de emprender una educación que podríamos denominar «de invitación» en la que el profesor crea las condiciones ideales de aprendizaje adoptando una «actitud invitadora» y fomentando una sensación de confianza, implicándose con los estudiantes para atraerlos hacia el proceso de aprendizaje. El aprendizaje mediante la experiencia es una manera eficaz y estimulante de hacer participar a los estudiantes en el mundo situado más allá de la escuela. Los programas de educación cooperativa, las demostraciones de cómo se realizan algunos trabajos, los centros de educación informal, el voluntariado y los programas extracurriculares proporcionan a los estudiantes la oportunidad de enfrentarse con los desafíos que le presenta la vida real en muchos ámbitos distintos, sin tener que verse en la necesidad de elegir demasiado pronto una dirección a seguir en el futuro. Pueden aventurarse por el mundo laboral y los amplios espacios abiertos que se extienden más allá de la jungla de asfalto. El teatro, los deportes y todos aquellos lugares adonde pueda llevarles la imaginación les brindan la oportunidad de experimentar y, por lo tanto, de aprender, al tiempo que se les sigue ofreciendo protección y apoyo. Cuando los profesores se esfuerzan en promover la independencia del estudiante, lo que realmente le están enseñando es a ser responsable de su propio aprendizaje y también le están dotando de las herramientas necesarias para hacerlo con inteligencia. Las estrategias más efectivas para intensificar la motivación son aquellas en las que se trata a los estudiantes como personas capaces, y se consigue que el material sea pertinente al sacar partido de sus intereses 250

y conocimientos, e implicarlos en la determinación de los objetivos, los métodos de aprendizaje y los criterios seguidos para alcanzar el éxito (Levin, 1994). Cuando los estudiantes participan activamente en su propio aprendizaje y la autoevaluación es real, aumenta la conciencia de sí mismos y empiezan a comprender que los errores, los problemas difíciles y hasta los fracasos constituyen una parte natural del aprendizaje y de la vida (Earl y Cousins, 1995).

Aportar experiencias que sean amplias y profundas Dada la ingente cantidad de conocimientos disponibles y las diferencias inherentes entre individuos, es evidente que nadie puede aprenderlo todo y que sería absurdo intentar enseñar a todo el mundo exactamente lo mismo, o enseñar a todo el mundo de la misma forma. En lugar de eso, los profesores tienen que aprovechar la energía en bruto de los adolescentes e inducirles a participar en una amplia gama de actividades que aprovechen el conocimiento existente, amplíen sus horizontes y utilicen sus talentos e intereses. En La mente no escolarizada, de Gardner (1991), se describen dos instituciones que ayudan a los estudiantes a ampliar su comprensión del mundo y de la gente: el trabajo de aprendiz y los museos para niños y niñas. Atribuye el poder potencial de estas instituciones a la sabiduría educativa arraigada en ellas, no a su existencia fuera de la escuela, y sugiere una serie de métodos para que esos valores sean fomentados también dentro de las escuelas. En las tareas de aprendiz, el estudiante «acompaña» a alguien, generalmente un experto y un mentor, a quien observa y asiste mientras éste pone en práctica sus conocimientos. En un museo para niños y niñas, los estudiantes preguntan, exploran, experimentan, se aproximan a las cosas de un modo propio y reflexionan sobre lo que está pasando (Gardner, 1994). Dentro de las escuelas, la teoría de Gardner sobre las inteligencias múltiples se ha traducido en una serie de actividades y materiales a realizar en el aula (Lazear, 1991; Gardner, 1993; Armstrong, 1994), diseñados para su posterior utilización por parte del profesor. El sistema 4 MAT, desarrollado por McCarthy (1980) es otro enfoque de la planificación de la enseñanza y el aprendizaje, ideado para garantizar que los estudiantes con distintos procesos de 251

aprendizaje reciban enseñanza y aprendan de acuerdo a fórmulas que resulten compatibles con su estilo de aprendizaje. Para ello ha utilizado un modelo de cuatro cuadrantes con el que construye una estructura para la planificación de la enseñanza y el aprendizaje, y que identifica cuatro tipos de estudiantes según aprendan fundamentalmente de un modo «innovador», «analítico», de «sentido común» y «dinámico». Esta estructura ofrece un extenso abanico de actividades que serían apropiadas para cada uno de estos tipos. Aunque la autora aísla estas categorías y ofrece estrategias de enseñanza asociadas a ellas, se apresura a señalar que la intención no es la de encasillar a los estudiantes o limitar su acceso al aprendizaje, sino ampliarlo mediante la utilización de todas las estrategias en el conjunto de la clase, asegurándose de que todos los estudiantes se beneficien al experimentar una variedad de enfoques en la enseñanza. Éstos no son más que unos pocos ejemplos de lo que tienen a su disposición aquellos profesores que quieran hacer potenciar un aprendizaje significativo y relevante, ampliando y enriqueciendo las experiencias de los estudiantes.

Utilización de la tecnología Es imposible imaginar el futuro sin una tecnología todavía más avanzada, fácil de manejar y transportar. Para muchos niños y niñas de cinco años el funcionamiento de los ordenadores, hornos microondas y vídeos resulta más familiar y presenta menos problemas que para la mayoría de los adultos. Muchos preadolescentes se pasan horas «navegando por la red» y han establecido contactos y desarrollado intereses mucho más allá de los límites de su propia comunidad (Cummins y Sayer, 1995). Las comunidades de aprendizaje ya no tendrán por qué quedar confinadas al aula, también podrán constituirse a través del espacio virtual de la tecnología (Hargreaves, en prensa). La tecnología es un componente aceptado en el mundo de los estudiantes, porque capta su imaginación y les asusta mucho menos que a sus profesores. Los profesores hacen un uso creciente de la tecnología en el aula. Con la tecnología es mucho más fácil crear ambientes productivos de aprendizaje en los que se puedan abordar simultáneamente las inteligencias y los estilos de aprendizaje múltiples. La tecnología de los 252

ordenadores, en particular, puede suponer un acceso rápido a más información. Sirve para mejorar la composición, edición, ilustración y presentación profesional de los textos (y no sólo de aquéllos que tienen dificultades con las habilidades motoras). Y permite la recopilación de datos, su análisis y transmisión con mayor facilidad. Es importante tener en cuenta, sin embargo, que no toda la tecnología mejora la educación. Si sólo se trata de añadir imágenes y sonidos a las palabras y los números. El uso de la tecnología sigue basado en un modelo de aprendizaje que ve la mente como un recipiente que debe llenarse. El valor añadido se consigue cuando los estudiantes son más «proactivos» en el planteamiento de preguntas y en la adquisición de información que puede ser utilizada para solucionar problemas. Bien aprovechada, la tecnología proporciona a los profesores la oportunidad de cumplir sus sueños dorados: individualizar la enseñanza y el aprendizaje, crear el estímulo necesario que conduzca al descubrimiento de importantes conexiones, dar a los estudiantes el control sobre su propia enseñanza, intensificar la motivación y organizar y presentar cualquier clase de información. Mal utilizada, la tecnología puede limitar el conocimiento, aislar a los estudiantes y convertir las habilidades relacionadas con la escritura emocional y crítica que requiera la inspiración e intervención del profesor en una simple técnica de comunicación aséptica (Thornburg, 1994; Postman, 1992). Según expresa de manera elocuente Stoll (1995): Todos queremos que los niños experimenten una interacción humana cálida, la emoción del descubrimiento y la solidez de unos fundamentos en aquellos aspectos que consideramos esenciales: la lectura, las relaciones con los demás, la formación en los valores cívicos… La inspiración necesaria sólo puede encontrarse en la figura de un profesor en clase, no en un orador, un televisor o una pantalla de ordenador (pág. 116).

Es importante no aceptar con euforia y de forma incondicional toda la nueva tecnología, ni ser un ludista que desprecia todos sus posibles y valiosas ventajas. Lo que deberíamos exigirnos a nosotros mismos y a nuestros compañeros es una relación constructiva y críticamente selectiva, no sólo con respecto a la nueva tecnología, sino a todos los nuevos métodos de enseñanza. 253

También debemos considerar el tema de la equidad con relación al uso de la tecnología. En una época de escasez de recursos, ¿cómo lograr que todos los estudiantes tengan acceso al maravilloso mundo de la tecnología? Si no encontramos una solución, la distancia entre los estudiantes privilegiados y los que están en clara desventaja será insalvable. Quizá llegue el día en que el acceso no sea un problema y el uso del ordenador sea tan habitual como lo es actualmente el teléfono. Pero, por el momento, los profesores se enfrentan al grave desafío que representa un acceso muy desigual. A pesar de estos problemas, la tecnología, quizá más que ninguna otra innovación, es un poderoso recurso para acometer una profunda reestructuración de las escuelas. Debería ser utilizada no sólo para realizar mejor el trabajo habitual, sino para crear experiencias de aprendizaje completamente nuevas. Apenas si hemos empezado a explorar las posibilidades que este terreno nos brinda.

Peligros y dificultades Nuestra breve revisión de algunos de los métodos más prometedores pretendía animar a los profesores a explorar las posibilidades de pueden ofrecernos éstas y otras innovaciones de la enseñanza. No obstante, y aunque hemos destacado algunos modelos de enseñanza y aprendizaje que parecen garantizar resultados positivos para el aprendizaje y el crecimiento del estudiante, queremos concluir con una advertencia contra la adopción rápida y total de tales métodos. Hacemos esta advertencia por las siguientes razones:

Obsesiones con la formación permanente Las estrategias de aprendizaje constituyen un foco susceptible de cambio tentador. En algunos aspectos, resulta apropiado ya que, a través de esas estrategias, los estudiantes pueden experimentar el currículum. Pero los jefes de departamento, los directores y los administradores del sistema escolar tienden a veces a concentrar todos sus esfuerzos de cambio en las estrategias de enseñanza, en el ámbito del profesor individual, con exclusión de otros ámbitos de reforma. Aunque se trata de una tarea delicada y difícil, mejorar 254

las estrategias de los profesores en el aula constituye una propuesta atractiva para los reformadores. Las normas que cuestionan son menos sagradas que las que se ven amenazadas por los cambios en el currículum o en las asignaturas escolares. Y, sin embargo, son las asignaturas y la organización de éstas las que apoyan, en muchos aspectos, el mantenimiento de unos modelos tradicionales de enseñanza, y las que hacen que ésta sea tan difícil de cambiar. Las definiciones sobre el funcionamiento del aprendizaje en muchas asignaturas respaldan los modelos tradicionales de la enseñanza. Y la fragmentación del horario, resultante casi siempre de un currículum basado en las asignaturas, restringe igualmente las posibilidades de llevar a cabo un trabajo temático continuado o un proyecto que permitiría una mayor flexibilidad en los métodos de enseñanza. Los cambios en cuanto a estilo y estrategia de enseñanza no pueden emprenderse con efectividad a menos que se introduzcan cambios paralelos en otros aspectos de la escolarización secundaria. Los cambios en la enseñanza, como la puesta en práctica del aprendizaje cooperativo, se inician a menudo a través de programas intensivos de formación relativos a las habilidades y actitudes del profesorado. Los programas de formación en prácticas, el uso de coordinadores de distrito escolar y el desarrollo de estrategias de enseñanza por parte de los compañeros para poner en práctica nuevos métodos, son algunos de los enfoques adoptados en este tipo de formación dirigido al profesorado. Esos enfoques, sin embargo, presuponen que los profesores persisten en mantener los modelos tradicionales de enseñanza porque carecen de los conocimientos necesarios sobre las alternativas, no saben cómo utilizarlas o no están dispuestos a probarlas (Hargreaves y Dawe, 1990). Hemos visto, sin embargo, que en el mantenimiento de los modelos tradicionales de enseñanza no influyen tan sólo las preferencias de un profesor en particular, sino también otros aspectos «sagrados» de la escolarización secundaria, y en particular su organización alrededor de asignaturas académicas y el uso continuado de modelos tradicionales de evaluación. Mientras no se aborden los aspectos más «sagrados» de la escolarización secundaria, predecimos, basándonos en las pruebas de que disponemos, que los esfuerzos por mejorar la enseñanza serán ineficaces. En el mejor de los casos, los esfuerzos aislados por poner 255

en práctica nuevos métodos, como el aprendizaje cooperativo, ejercerán un impacto a corto plazo, que será más efectivo entre aquellos que ya hayan establecido un compromiso con esta labor y sean fieles defensores de la misma, del mismo modo, creemos que esos métodos sólo se adoptarán en unas pocas asignaturas que sean «solidarias» con el método. En el peor de los casos, provocarán la desviación de unos recursos ya de por sí escasos, lo cual puede suponer un desembolso innecesario, enfocarán el cambio y la mejora como algo que atañe únicamente a las habilidades y actitudes de los profesores, en lugar de hallarse arraigado en las estructuras «sagradas» en las que trabajan los profesores.

No existen los milagros Cuando se descubre el valor de las nuevas estrategias de enseñanza, como el aprendizaje cooperativo, el personal de la Administración educativa y otros agentes del cambio se inclinan a defenderlas y ponerlas en práctica con demasiado entusiasmo, rapidez y dogmatismo. Los ejemplos que nos ofrece la investigación sugieren que los enfoques más efectivos en la enseñanza son aquellos para los cuales los profesores han echado mano de un amplio repertorio de estrategias que aplican flexible y selectivamente a diferentes situaciones de aprendizaje (véase, por ejemplo, Galton, Simon y Croll, 1980; Mortimore et al., 1988). Cambiar la mentalidad de los profesores y sus modelos de enseñanza no es como practicar lobotomías frontales. Después de muchos años de experiencia, la mayoría de los profesores no van a dar un giro de 180º sólo por acudir a unas pocas sesiones de formación permanente o por haber sido instruidos en las nuevas técnicas de enseñanza. No cabe esperar que cambien de tal modo. La utilización de un repertorio amplio y flexible es más efectivo que depender de una sola estrategia. Es posible incluso que una insistencia excesiva en que los profesores reacios adopten sin condiciones las nuevas estrategias de enseñanza los haga menos y no más eficaces (Hargreaves, 1994). Además, los estudios realizados sobre aquellos profesores que se encuentran en mitad de su trayectoria profesional sugiere que, tras haber pasado ya por varias innovaciones importantes a lo largo de su vida profesional, muchos de entre los más experimentados 256

se muestran lógicamente reacios a abdicar una vez más y cambiar por completo su enfoque de la enseñanza (Huberman, 1993). Pero lo que esos mismos profesores sí están dispuestos a hacer, si se les concede el tiempo y la flexibilidad suficientes, es a «probar» nuevos métodos y a ampliar un poco su repertorio. Si atendemos a aquellas estrategias que probablemente resulten más efectivas, y a las realidades vividas por los profesores durante su trayectoria profesional, el estudio sugiere que es aconsejable animarlos a ampliar sus repertorios y a probar nuevos métodos. Pero lo que no resulta aconsejable en absoluto es insistir en que adopten completamente estilos distintos de enseñanza y se conviertan en un tipo de profesores muy diferente.

La velocidad mata Una nota final de advertencia, el nuevo modelo de enseñanza no debería ser puesto en práctica con demasiada rapidez. Como ya hemos argumentado, los profesores no son simples muestrarios de habilidades y técnicas. Su forma de enseñar no se debe tan sólo a las habilidades que han aprendido, sino también a las estructuras en las que trabajan y a su evolución personal. Cambiar a los profesores supone cambiar a la gente y ése es un trabajo lento (Goodson, 1992; Fullan y Hargreaves, 1991). Esto significa que las nuevas estrategias de enseñanza deberían ponerse en práctica a un ritmo determinado y con la flexibilidad suficiente como para que los profesores puedan adoptarlas y adaptarse a ellas con comodidad. Sería injusto, poco realista e inútil esperar que los profesores cambien espectacularmente su forma de enseñar, y que lo hagan, además, en un corto espacio de tiempo. Pero lo que sí es justo, realista y, probablemente, demostrará ser más efectivo, es esperar que se comprometan a procurar una continua mejora en su comunidad de compañeros, y que sean capaces de experimentar con las nuevas estrategias de enseñanza como parte de ese compromiso. Al tratar de mejorar las estrategias de enseñanza, a menudo nos inclinamos de manera entusiasta hacia la conversión, cuando hacerlo hacia la extensión sería un objetivo mucho más práctico y productivo.

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Conclusión En este capítulo hemos resaltado que, una vez liberada de todo lo que la cubre, la escolarización trata sobre el aprendizaje y la enseñanza. Pero no sirve cualquier tipo de enseñanza y aprendizaje. Si queremos preparar a los adolescentes para el próximo siglo, su aprendizaje tiene que ir mucho más allá de un aprendizaje superficial y una memorización de algoritmos, y basarse en un profundo y duradero «aprendizaje para la comprensión». Este tipo de aprendizaje profundo encuentra su premisa en diferentes visiones del conocimiento, la inteligencia, los resultados del aprendizaje, la participación de los estudiantes y, más en particular, los modos de enseñar. Los profesores se enfrentan a grandes cambios en sus prácticas profesionales, que los convertirán en orientadores, preparadores, mentores y «catalizadores», mientras que los estudiantes captaran las nuevas ideas y se esforzarán por encontrarles sentido y crearse una imagen coherente de todo lo que les rodea. Al mismo tiempo, realizan continuos esfuerzos por integrar nuevas teorías y enfoques con sus propias creencias y experiencias. Los ejemplos y dilemas que describimos ya están teniendo lugar en muchas aulas, pero brillan por su ausencia en muchas otras. Si no se introducen cambios fundamentales en la enseñanza y el aprendizaje, así como en los sistemas de apoyo, del currículum, la evaluación y las culturas de la escuela, los adolescentes no serán los beneficiarios de todo lo que sabemos. Así que «llegar allí» es lo que importa.

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10. Llegar allí

La necesidad del cambio Si queremos mejores perspectivas para los adolescentes actuales y un futuro mejor para el mundo que heredarán mañana, no cabe la menos duda de que nuestras escuelas necesitan efectuar cambios fundamentales y de largo alcance. Son demasiados los estudiantes que dan físicamente la espalda a las escuelas, o que desconectan emocional e intelectualmente de ellas. Cuando los adolescentes exigen una mayor independencia, lo que hacemos es apretarles más los tornillos mediante el control del aula. Cuando reclaman la atención y el apoyo necesarios que les guíen a través de los turbulentos años que conducen a la edad adulta, nos centramos en la enseñanza de asignaturas, les retiramos la atención a cambio de compensaciones infantiles y dejamos la satisfacción de sus necesidades emocionales en manos del grupo de compañeros o de su pandilla. Los adolescentes necesitan independencia, pero nosotros les mostramos indiferencia. Necesitan comprensión, pero los acallamos con nuestro control. Están rebosantes de críticas y curiosidad, pero nosotros los abrumamos con el contenido y la necesidad de completar los cursos escolares. En los tiempos en que muchos jóvenes abandonaban pronto la escuela, había puestos de trabajo para ellos, y esperábamos poco de las estudiantes, los negros o los pobres, de modo que estas disparidades no eran tan evidentes ni tan grandes. Pero ahora es mayor el número de estudiantes que permanecen en las escuelas, sus opciones son menores y las expectativas que ponemos en todos ellos mucho más elevadas. La escuela, pues, importa más, para más estudiantes y durante más tiempo. La presión aumenta en las escuelas y no hay válvulas de seguridad para que salga. En la actualidad, si 259

la gente joven no recibe la calidad de escolarización que necesita, si ésta no logra implicarlos o frustra la satisfacción de sus necesidades, los profesores son los primeros en saberlo. La violencia, la falta de respeto por la autoridad y la implacable indiferencia de los estudiantes por asumir cualquier cosa que suponga la más mínima exigencia académica recuerdan diariamente a los profesores cuál es la resistencia que oponen sus estudiantes a lo que ellos tienen que ofrecerles. Las actuales escuelas secundarias afrontan nuevos y significativos desafíos. No se trata de vagas necesidades, abstractas y futuristas ante la llegada de un nuevo siglo. Los cambios ya están ocurriendo en el interior de las aulas de los profesores, aunque sólo sea porque esos cambios se están produciendo por todas partes, fuera de ellas. Las escuelas y los profesores se encuentran sumidos en una transformación mundial de la política, la economía, la tecnología, la cultura, la moral y la vida cotidiana. Las estructuras familiares están cambiando, las relaciones son más temporales y frágiles, y el concepto de sí mismos y las identidades de los niños y niñas corren ahora más riesgos que nunca. Los profesores dicen que enseñar actualmente supone asumir muchas más responsabilidades de asistente social que en el pasado (A. Hargreaves, 1994). Los crecientes problemas de seguridad y violencia no hacen sino aumentar la naturaleza onerosa de esas responsabilidades. La diversidad multicultural de muchas aulas urbanas es otra realidad cambiante para los profesores. En un gran distrito escolar donde trabaja actualmente uno de nosotros, precisamente sobre temas de política lingüística, más del 50% de los estudiantes del distrito tienen el inglés como segunda lengua, y en sus escuelas se hablan más de setenta idiomas. Estas tendencias ya han producido profundos cambios en los materiales que utilizan los profesores en sus clases, en la elección de las palabras y los ejemplos que constituyen el lenguaje de aula de los profesores, así como en las mismas estructuras de la enseñanza y el aprendizaje que utilizan los profesores para permitir que los diferentes idiomas, culturas y tradiciones de los niños y las niñas encuentren un sitio entre sus compañeros. En el trabajo, también se están produciendo cambios importantes en el paso de una cultura escrita a otra visual, dentro de un mundo de mayor complejidad tecnológica. Tal como hemos visto, 260

las nuevas tecnologías plantean cuestiones importantes para las relaciones entre profesores y estudiantes, escuela y hogar, vida en el aula y el mundo que se extiende más allá de ésta. Frente a toda esta imaginería de alta tecnología, la vieja pizarra y el viejo discurso ofrecen muy poca competencia. Estas fuerzas de cambio están disolviendo las fronteras entre escuela y comunidad (Elkind, 1993). Las escuelas y los profesores ya no son islas. El cambio ya no llama a las puertas de las aulas de los profesores. Está justo allí, en las mismas aulas, en la vida, en plena transformación, de los jóvenes que las ocupan. Ésa es la realidad que tienen que afrontar los profesores y las escuelas. Debe decirse que muchos profesores ya han respondido de forma ejemplar ante estos cambios. Han asumido más responsabilidades, han diversificado y adaptado sus métodos de enseñanza, revisado y ampliado la materia que enseñan. Pero con frecuencia han tenido que hacerlo rodeados de circunstancias adversas, y esas circunstancias han pasado factura. Los profesores a menudo han emprendido esos cambios a título personal, en sus propias clases, sin buscar ayuda en la experiencia, el apoyo y las ideas de planificación de sus colegas. Han trabajado en una cultura aislada e individualizada. Con frecuencia también han tenido que efectuar los cambios dentro y alrededor de las estructuras existentes, sorteando las dificultades estructurales planteadas por asignaturas, periodos de tiempo y clases dirigidas por un solo profesor, que no se adecuan precisamente a sus propósitos. Han tenido que reunirse con sus compañeros en su tiempo libre, fuera de la jornada escolar, practicar el aprendizaje cooperativo varias veces al día, durante periodos fijos, con grupos diferentes de secundaria, en lugar de poder hacerlo durante más tiempo y contando con la colaboración de los profesores de otras asignaturas (Hargreaves et al., 1993), y han tenido que realizar verdaderos milagros administrativos para poder sintonizar sus horarios con los profesores de otras asignaturas con los que deseaban enseñar en equipo o desarrollar currículos integrados. Las escuelas secundarias y las escuelas superiores junior están llenas de magníficos profesores que trabajan en estructuras terribles que disminuyen su efectividad o los derrotan con el paso del tiempo. El esfuerzo individual por poner en práctica esos cambios, 261

dentro de las estructuras existentes, conduce a una sensación de culpabilidad, un afán de perfeccionismo y al agotamiento (A. Hargreaves, 1994). Obliga a los profesores a adoptar el principio que uno de ellos al que entrevistamos calificó como «puesta en práctica por resistencia» (Hargreaves et al., 1993). Como ya dijo un profesor innovador, entrevistado en el mismo estudio: «No creo que todo el mundo tenga que hacer tanto trabajo», especialmente «los profesores más viejos, que ya tienen una familia de la que ocuparse y una vida personal. ¿Quién está dispuesto a sacrificar todo eso?». En este libro hemos trazado un ambicioso programa de cambios fundamentales que hay que abordar, y que algunos ya han intentado, para alinear las estructuras actuales de la escuela secundaria con las necesidades de sus estudiantes y con el tiempo que les ha tocado vivir. Ese programa incluye el desarrollo de: • Procesos y sistemas de atención y apoyo, en los que cada profesor asuma la responsabilidad sobre el bienestar social y emocional de sus estudiantes, además del correspondiente a su desarrollo intelectual. • Un currículum y un conjunto de estrategias de enseñanza cuya naturaleza relevante, imaginativa y desafiante estimule la participación de todos los estudiantes. • Una amplia estructura curricular de resultados comunes de aprendizaje (no de contenidos detallados de asignaturas) que aborde múltiples inteligencias y formas de logro dentro de poblaciones estudiantiles culturalmente diversas, al tiempo que se da a los profesores un margen considerable para decidir sobre contenidos concretos del currículum que sean más adecuados para la amalgama de estudiantes de orígenes diversos que conviven en su aula. • Evaluación auténtica y de amplia gama, que capte las diversas formas mediante las cuales los estudiantes pueden rendir, y que también permita a los profesores responder con rapidez a cualquier problema de aprendizaje que presenten sus estudiantes y que las evaluaciones hayan sido capaces de identificar. • Una enseñanza para la comprensión que utilice un amplio repertorio de estrategias de enseñanza que los profesores traten continuamente de mejorar y ampliar. 262

• Estructuras de escolarización tales como miniescuelas o programas nucleares basados en el trabajo en equipo, que permitan a los profesores estar preparados, dispuestos y ser capaces de atender y relacionarse adecuadamente con sus estudiantes, diagnosticar sus necesidades de aprendizaje, informar de su progreso con conocimiento de causa y dar cabida a sus inteligencias múltiples y a sus diversos estilos de aprendizaje con sentido común. La necesidad de un cambio educativo es evidente. La presión para que eso suceda, procedente de reformadores diseminados por todo el mundo, es intensa y constante. La propuesta que hemos planteado no es única, y ni siquiera original. Numerosas iniciativas de reformas han personificado uno o más de los principios que contiene. El problema no es cómo imaginamos o pretendemos establecer unas estructuras y poner en marcha unos procesos de escolarización para los adolescentes que sean diferentes o mejores. El problema consiste más bien en averiguar cómo convertir las aspiraciones incluidas en nuestra propuesta en una realidad viva dentro de nuestras aulas y escuelas. Es, por tanto, la puesta en práctica lo que nos hace desistir continuamente, no la imaginación. ¿Dónde está por tanto la dificultad? ¿Por qué resulta tan difícil convertir las aspiraciones de un cambio educativo en realidad? En años recientes hemos llegado a esbozar una idea clara de la dirección que debería seguir la educación de los adolescentes. Pero llegar hasta allí es algo que nos resulta difícil.

La dificultad del cambio educativo Hay muchas razones por las que el cambio educativo resulta una empresa tan difícil, y que explican por qué «llegar allí» puede ser una empresa ardua. Entre ellas se encuentran: • La razón para el cambio está isuficientemente conceptualizada o no ha sido expuesta con claridad. No resulta evidente quién se beneficiará y cómo. No se expresa de forma precisa qué logros conllevará el cambio, en especial para los estudiantes. • El cambio es demasiado amplio y ambicioso, de modo que los profesores tendrán que trabajar en demasiados frentes a la vez; o 263





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resulta demasiado limitado y específico, de modo que, en último término, el cambio real será insignificante. El cambio es demasiado rápido para que las personas puedan afrontarlo, o demasiado lento, de modo que la impaciencia se apodera de muchos, o se aburren y desvían su atención hacia alguna otra cosa. El cambio está deficientemente financiado, o los recursos se le retiran una vez ha pasado el primer conato de innovación. No hay suficiente dinero para materiales, o tiempo para que los profesores puedan planificar. El cambio representa una carga para los docentes, que no pueden soportar durante mucho tiempo si no cuentan con apoyo adicional. Falta de compromisos a largo plazo con el cambio que puedan permitir a la gente superar la ansiedad, la frustración y la desesperación de las primeras experiencias e inevitables reveses. El personal clave que puede contribuir al cambio, o que puede verse afectado por él, no se compromete con tal cometido. O bien, a la inversa, el personal clave puede estar demasiado implicado, y mostrarse como una élite administrativa o innovadora, de la que se sienten excluidos los demás profesores. En cualquiera de los dos casos, las consecuencias son la resistencia y el resentimiento. No se estimula la participación de los estudiantes en el cambio, o no se les explica lo bastante bien, de modo que anhelan y se aferran a formas de aprendizaje con las que están familiarizados, y dan la bienvenida a los defensores más poderosos de la escuela tradicional. Los padres se oponen al cambio porque se les mantiene alejados del mismo. Alternativamente, los grupos o individuos influyentes pueden negociar con la escuela para conseguir un acuerdo capaz de proteger a sus hijos de los efectos de la innovación (como, por ejemplo, situándolos en «clases de superdotados» o asignándoles los mejores profesores). Los líderes son demasiado controladores, demasiado ineficaces, o aprovechan los primeros frutos de la innovación para olvidar ese propósito y ocuparse de asuntos más importantes. El cambio es algo que se busca de forma aislada y se ve socavado por otras estructuras inamovibles (como, por ejemplo, la yuxta-

posición de los tradicionales informes o pruebas estandarizadas a los resultados del currículun básico); o bien el cambio puede estar deficientemente coordinado, de modo que termina por ser absorbido en una verdadera marejada de cambios paralelos, lo que impide a los profesores concentrar sus esfuerzos. Estas causas comunes de fracaso para producir el cambio educativo están bien documentadas en la bibliografía existente sobre el tema (véase, por ejemplo, Fullan, 1991 y 1993; Berman y McLaughlin, 1977; McLaughlin, 1990; Rudduck, 1991; Miles y Huberman, 1984; Louis y Miles, 1990; Sarason, 1990; Stoll y Fink, 1996). El cambio educativo como proceso «técnico» de planificación adecuada, como diseño y alineación estructural, o como proceso «cultural» en el establecimiento de relaciones efectivas de colaboración y consulta, es algo que ahora comprendemos mucho mejor que hace una década. Sin embargo, y a pesar de toda este cúmulo impresionante de conocimientos y experiencias relativas a los aspectos técnicos y culturales del cambio educativo, son demasiados los esfuerzos de cambio que siguen sin dar resultados efectivos o que resultan desmoralizantes. El cambio escolar realizado con éxito, y de forma amplia, sigue siendo algo tan elusivo que incluso llega a causar irritación. ¿Por qué? Una de las razones es que el cambio educativo no es simplemente un proceso técnico de eficiencia en la gestión, o un proceso cultural de comprensión e implicación. Se trata también de un proceso político y paradójico. A lo largo de este libro, hemos demostrado que las propuestas de cambio educativo que prometen beneficiar a todos los estudiantes en los años de transición de la adolescencia, amenazan muchos intereses soterrados. Los padres privilegiados se resisten a los intentos de una reestructuración que parece apartarse de los modelos convencionales de escolarización en los que sus hijos e hijas han tenido tradicionalmente éxito (Oakes, Lipton y Jones, 1992). Los profesores de asignaturas defienden sus departamentos (y, en consecuencia, sus identidades con la asignatura y sus carreras profesionales) en contra de los intentos por desmantelarlas en beneficio de los resultados comunes y de la integración (Siskin, 1994). La gente teme el cambio no sólo porque les plantea algo nuevo, incierto y que no está del todo claro. El programa del cambio educa265

tivo también es controvertido. La educación es el aspecto que más posibilidades abre y un poderoso distribuidor de oportunidades en la vida. En una sociedad socialmente dividida y culturalmente diversa, lo que represente la educación y cómo se la defina tenderá a favorecer siempre a algunos grupos e intereses por encima de otros. Así pues, los intentos por cambiar la educación de formas fundamentales son, en último término, gestos políticos, intentos por redistribuir el poder y la oportunidad dentro de una cultura más amplia. Las teorías generalizadas del cambio educativo que se concentran en sus aspectos técnico y cultural, por desgracia, tienden a ignorar estos elementos esencialmente políticos del proceso de cambio, pues es precisamente la dimensión política del cambio educativo fundamental la que más oposición provoca. En las primeras fases de la reforma educativa, las diferencias y divisiones políticas no siempre son evidentes. A primera vista, la necesidad de la reforma educativa parece ser ampliamente comprendida y apreciada. La gente parece estar de acuerdo en que las escuelas no funcionan bien. Pero están de acuerdo en este punto por razones diferentes. El consenso es profundamente decepcionante. Hay al menos dos amplios conjuntos de argumentos, intereses y circunscripciones sociales que parecen intervenir aquí. Aunque no siempre se excluyan mutuamente, indican la existencia de fuerzas significativamente antagónicas que sustentan el cambio educativo. La coexistencia de estas fuerzas, como ya veremos, tiene importantes consecuencias para los profesores. Uno de esos grupos ve que las escuelas secundarias ya no son lo que eran. El currículum tradicional basado en asignaturas pervive, pero ha quedado cada vez más diluido para acomodar habilidades aparentemente más modestas de estudiantes que permanecen en la escuela durante más tiempo. Además de diluido, el currículum convencional también parece comprimido por la imposición de incluir en sus programas la educación sobre el abuso de drogas, el sexo y otros programas sociales que desplazan el tiempo dedicado a las asignaturas académicas. Para este grupo, las escuelas secundarias se han adaptado a exigencias sociales ajenas, y han aceptado a una población más amplia de estudiantes, hasta el punto de poner el peligro los niveles de calidad y las estructuras existentes, que ya no pueden soportar la tensión creada por esta nueva situación. En un 266

periodo de recesión en el que la competencia por un puesto de trabajo es enorme, los padres dotados de ventajas económicas muestran una actitud angustiada ante la educación escolar. Temen que los cambios que ya han ocurrido en las escuelas secundarias acaben por perjudicar las oportunidades de éxito de sus hijos e hijas, y que eliminen los beneficios adicionales de los que ya disfrutan, al restar importancia o destruir aquello en lo que sobresalen (Delhi, 1995). El anhelo nostálgico por las destrezas básicas y los niveles tradicionales de las asignaturas, junto con una nueva atracción por el mercado educativo, la elección de escuela y las nuevas tecnologías son los inverosímiles compañeros de viaje de las aspiraciones reformistas de este grupo. El retorno a las habilidades básicas y a los niveles tradicionales de las asignaturas restaura el currículum convencional y protege los privilegios adquiridos. El apoyo a la libre elección de escuela y a los mercados educativos permite a estos padres encontrar y formar sus propias escuelas, o influir sobre las ya existentes con sus aportaciones en metálico y sus valores (Kenway et al., 1993). Las nuevas tecnologías añaden un giro a esta creencia tradicional, al prometer el acceso a un aprendizaje mejor y al éxito profesional. Una segunda orientación con respecto a la reforma ha sido reiterada a lo largo de nuestro libro. Resalta la enseñanza para la comprensión, los currículos comunes e integrados, y las formas diversas de logro y valoración, dentro de comunidades más pequeñas de atención y apoyo, como base para el éxito de todos los estudiantes. Se trata de una orientación movida por la búsqueda de la equidad, y que ambiciona el éxito de la gente joven, sea cual fuere su procedencia. Esta orientación no presupone que exista un modelo tradicional de escolarización eficaz para todos. El desafío consiste más bien en reformar el sistema escolar de modo que pueda conectar con las culturas, los antecedentes y los estilos de aprendizaje de los estudiantes con vidas y necesidades diversas. En principio, las dos orientaciones son prudentes y se contradicen mutuamente. En la práctica, sin embargo, el pragmatismo de la política reformista a gran escala conjunta elementos de las dos orientaciones en actuaciones que persiguen la intención de lograr compromiso y consenso, pero que sólo conducen a la confusión y a la contradicción. Los profesores se encuentran atrapados entonces en un movimiento de pinza a causa de las exigencias de cambio. 267

El desafío para los profesores que se ajustan a este contexto concreto de cambio consiste en trabajar dentro de un mundo dominado por la paradoja (Handy, 1994). Las paradojas (afirmaciones o situaciones aparentemente absurdas o contradictorias) son cada vez más obvias en la educación actual, y tiran de los profesores en direcciones diferentes y a la vez. Se pide a los profesores que sean integrados y especializados, estandarizados y variados, locales y globales, autónomos y responsables, que abracen el cambio y la continuidad a un tiempo. Resulta difícil trabajar inmerso en una perpetua contradicción, pero es esencial que los profesores y los responsables educativos lo hagan (Deal y Peterson, 1994). Esto no significa que esperemos que todos los profesores asuman de buena gana todas y cada una de estas contradicciones, por desmoralizantes o educativamente indefendibles que resulten algunos aspectos de éstas presenten. Los profesores y gestores educativos deberían asumir posturas morales y comprometidas allí donde las políticas son crueles, caprichosas o, en cualquier caso, nocivas para los alumnos. Buena parte de la bibliografía consultada sobre el cambio educativo permanece en silencio o muestra una tímida curiosidad a la hora de abordar estos temas. Pero otras paradojas se pueden asumir y abordar de forma positiva y con creatividad, lo que conduciría a los educadores a técnicas más sofisticadas, a través de soluciones que supongan asumir ambas cuestiones, en lugar de adoptar otras que supongan alternativas excluyentes (Deal y Peterson, 1994). Los profesores pueden apoyarse en tradiciones de cambio, planificar para estimular la espontaneidad, demostrar escepticismo en la labor, afirmar su fortaleza dejando al descubierto su vulnerabilidad, aumentar su poder al desprenderse del mismo, etcétera. La mayoría de los enfoques actuales con respecto al cambio educativo ofrece una ayuda limitada a quienes se enfrentan a las paradojas que acabamos de describir. • Las estrategias escolares efectivas pueden habernos resultado de utilidad para las escuelas de la década de 1960, pero no preparan bien a los alumnos de la década de 1990 (Stoll y Fink, 1996). El aumento de las expectativas del logro, el prestársele más atención en la enseñanza y dedicarle más tiempo, la aplicación rigurosa de la política sobre disciplina, la creación de un 268

clima escolar seguro y ordenado, capaz de ofrecer apoyo, y el fortalecimiento del liderazgo escolar puede haber conseguido que las escuelas convencionales funcionen de forma más eficaz y haber mejorado su rendimiento en las prestaciones de las pruebas, las habilidades básicas y la asistencia a la escuela. Pero las escuelas que son efectivas en estos términos convencionales y restringidos no lo son en modo alguno a la hora de desarrollar la capacidad para solucionar problemas, la cooperación, la flexibilidad creativa y la asunción de riesgos. Además, los modelos «cerrados» de organización que producen las escuelas efectivas quizá no sean suficientemente flexibles ni tengan en cuenta los conocimientos del profesorado para responder rápida y creativamente a las demandas contradictorias y a la exigencia constante de cambio (Reynolds y Sullivan, 1987). Para satisfacer estos desafíos, los esfuerzos de reforma tienen que acometerse contra las estructuras fundamentales o la escolarización «elemental» básica, en lugar de limitarse a hacer funcionar esas mismas estructuras de un modo más uniforme (Tyack y Tobin, 1994; Schlechty, 1990). • Los esfuerzos por mejorar la escuela nos han enseñado a mejorar las escuelas mediante la promoción de un liderazgo compartido, una continua resolución de problemas, un elevado desarrollo de la calidad profesional vinculado con la práctica en el aula, y procesos de autoevaluación y revisión escolar. Pero todavía no sabemos con qué garantías contamos para que ese progreso en las escuelas resista el paso del tiempo y las proteja contra el agotamiento de los profesores, la rotación del personal docente, los líderes que abandonan o dejan de apoyar al sistema. De modo similar, y aunque hemos aprendido mucho acerca de cómo crear islas excepcionales de cambio, sabemos poco acerca de cómo construir archipiélagos, y mucho menos todavía continentes enteros (A. Hargreaves, 1994). Las escuelas innovadoras son tratadas a menudo por los sistemas como una especie de vanguardia selecta, sometida a un tratamiento especial, a las que se dota de recursos adicionales, sobre las que se guarda una total discreción en lo referente a la contratación y despido de su personal, etcétera. Estos argumentos son difíciles de replicar en otros entornos. De hecho, las escuelas que han acometido el cambio con 269

éxito bien pueden agotar los recursos, el personal y la atención que podrían dedicarse a otros centros. Quizá el defecto fundamental al extrapolar los principios del éxito escolar individual al cambio efectivo en todo el sistema sea que los ejemplos de mejora escolar individual asumen con frecuencia que los directores pueden y deben transferir a otras escuelas a aquellos profesores que no compartan la misión de la escuela (véase, por ejemplo, Deal y Peterson, 1994). Esta práctica puede funcionar razonablemente bien en el marco competitivo de la gran empresa, del que se ha tomado prestada, porque las grandes empresas individuales sólo están interesadas en su propio éxito, no en el de la esfera corporativa. Pero el principio no es aplicable a todas las escuelas, ya que nuestro interés no debería ser el de mejorarlas únicamente para nuestros propios estudiantes (sean cuales fueren los costes que representaran para los de otras escuelas), sino el de mejorar la escolarización en general. Un problema final de la mejora escolar es que la mayoría de los esfuerzos de cambio a la larga son incompatibles con la forma y el entramado fundamental de la escolarización secundaria, que se hallan históricamente arraigados en sus estructuras y procedimientos. Como ya hemos argumentado con anterioridad, los esfuerzos de cambio suelen arremeter contra los obsoletos entresijos estructurales, en lugar de presentar unos nuevos. Si somos rigurosos en nuestro intento por conseguir una mejor escolarización para los preadolescentes, en un mundo cambiante, tenemos que abordar estas cuestiones estructurales fundamentales. • Las escuelas modélicas constituyen un caso extremo de las limitaciones de la mejora escolar. Como instituciones «símbolo» o «escaparate», sus prácticas innovadoras pretenden ser ejemplares con el objetivo de que otros las imiten. En la práctica, tal y como ha observado no exento de ironía Lortie (1975), «los grandes sistemas escolares utilizan a veces nuevos enfoques en escuelas escaparate, al tiempo que se resisten a una adopción generalizada de los mismos; esta táctica puede «enfriar» a los entusiastas, hasta terminar por apagar su ardor» (pág. 218). Dejando al margen este tipo de engaños activos, es casi imposible que las escuelas existentes dispongan de los recursos de los que normalmente 270

se dota a las nuevas escuelas desde su creación, lo cual resulta incuestionable si pasamos revista a los instrumentos electrónicos utilizados en estas escuelas, que las convierten en pioneras de la nueva era de la informática, pero que también se refleja de forma general en las dimensiones y diseño de edificios, libros de texto y otros recursos. A menudo, las nuevas escuelas también tienen la oportunidad de contar con los mejores recursos humanos, atraídos como por un imán a los ambientes innovadores, que sólo aquellos que empiezan a trabajar a partir de cero pueden ofrecer. Según reconoció Sarason (1972) hace muchos años, crear un entorno nuevo no es como cambiar uno ya existente. Las nuevas escuelas tienen la ventaja de disponer de mejores recursos y de un personal excepcionalmente motivado. Al mismo tiempo, el hecho de ser el centro de atención puede obligarlas a vivir bajo una intensa presión por adornar sus éxitos y disfrazar sus errores (Hargreaves y Macmillan, 1995). A las nuevas escuelas les resulta mucho más fácil brillar con luz propia, pero no todo lo que reluce es oro y, en ocasiones, estas nuevas escuelas son «demasiado buenas para ser ciertas». En cualquier caso, pueden dar alguna que otra lección provechosa sobre el cambio a aquellos que se esfuerzan por producirlo con el personal y los materiales disponibles en ambientes mucho más modestos. • El liderazgo excepcional comparte algunas miserias con las escuelas excepcionales. Al adoptar la forma de liderazgo carismático, visionario o transformador, es visto a menudo como el salvador brillante y heroico de aquellas escuelas a las que el cambio ha resultado difícil. Por importante que sea el papel que representa el liderazgo en cualquier esfuerzo de cambio, no debemos olvidar que estas concepciones del liderazgo lo equiparan con líderes, cuyas cualidades son propias de los humanos, y los convierten en superhéroes a los que pocos de nosotros podríamos imitar. Aunque se afirma que son eficaces a la hora de aunar esfuerzos, teóricamente, a estos líderes se les otorga todo el mérito individual. Las cualidades carismáticas son atribuidas a los líderes visionarios y emprendedores, pero el concepto de carisma tiene sus raíces en líderes dictatoriales que inspiraron una devoción religiosa o un culto irracional a su persona, y que desecharon fórmulas democráticas (Gronn, 1995). Estos héroes, que hicie271

ron historia, constituyen pobres modelos para el cambio democrático. Pero es que, además, hay pruebas de que estos líderes visionarios no lo son indefinidamente. Sus cualidades carismáticas no soportan el paso del tiempo ni un mismo escenario. Los líderes visionarios tienden a trasladarse a otros lugares, dejando atrás a sus leales seguidores, enfrascados en la ardua tarea de institucionalizar las cualidades carismáticas en otras personas. El carisma, sin embargo, es algo que, por definición, sólo poseen los líderes excepcionales (Tichy y Devanna, 1990). En consonancia, el impacto transformador de tales líderes suele ser temporal. Se desvanece una vez cambian las condiciones; al igual que sucede con los límites impuestos por la vida, la salud y la paciencia, cuanto más elevados son los niveles de esfuerzo exigidos a la fuerza laboral, menos pueden éstos mantenerse; o bien (como sucede con muchos innovadores «de éxito»), simplemente estos líderes pasan a ocuparse de otros asuntos más interesantes para ellos. El éxito depende de individuos atípicos que pueden ser ensalzados por circunstancias temporales y propicias, pero que no poseen las cualidades genéricas capaces de transformar ninguna organización, sin importar el lugar o el momento (Gronn, 1995). • La reforma por mandato es una prioridad popular para aquellos que se han sentido frustrados por oleadas de innovaciones infructuosas o que se muestran impacientes por la exacerbante lentitud de un cambio que debería impulsarse desde la base y afectar a todos los ámbitos educativos. No obstante, la reforma impuesta «no puede imponer lo que realmente interesa en la práctica efectiva» (McLaughlin, 1990). En último término, las mejoras de la enseñanza y el aprendizaje sólo pueden dejarse al juicio discrecional y cualificado de los profesores, que deberán decidir si están dispuestos a introducirlas teniendo en cuenta las circunstancias particulares de su aula. «Lo que más importa es la motivación local, las habilidades, el conocimiento y el compromiso» (Fullan, 1994, pág. 187). Y ésas no son cosas que se puedan imponer, sino sólo desarrollar. Darling-Hammond (1995) afirma que lo que ella denomina políticas de «viejo paradigma» de reforma por mandato han re272

presentado más un obstáculo que un estímulo para el cambio educativo positivo entre diversas comunidades de profesores y estudiantes. La tendencia dominante entre los responsables de la política educativa en las últimas décadas ha sido la de dudar de los conocimientos, capacidad o compromiso ético del cuerpo docente escolar, y prescribir las prácticas de acuerdo a esta actitud, especificando con exactitud qué escuelas deberían hacerlo y cómo. Aunque muchas de esas prescripciones entran en conflicto entre sí… el enfoque en su conjunto resulta reconfortante para los políticos porque preserva la ilusión de control y la pretensión de responsabilidad (pág. 160).

La política basada en el «viejo paradigma» no logra afrontar el problema de que «los determinantes complejos y contextualmente diferentes que hacen posible una práctica adecuada y la utilización de estrategias eficaces para el cambio no pueden aplicarse en el enfoque monolítico que requieren las políticas estandarizadas» (ibid., véase también Corson, 1993). La política del «viejo paradigma» es jerárquica. Sitúa el trazado y el desarrollo de la responsabilidad en la élite administrativa (con mayores o menores grados de «consulta«). Exige que los profesores «pongan en práctica» (es decir, se conviertan en los instrumentos) de los sistemas diseñados por otros, en lugar de desarrollar los suyos propios. Este paradigma cuenta con un promedio muy bajo de éxito porque es incapaz de afrontar los compromisos personales y las contingencias locales que forman parte integral de la enseñanza. Las dificultades del cambio educativo pueden parecer abrumadoras. El cambio educativo es difícil porque pretende la transformación de sofisticadas relaciones, no de comportamientos sencillos, que tienen como escenario complejas situaciones de aula y sistemas organizativos cuyo propósito y dirección se hallan políticamente comprometidos y resultan controvertidos. A la vista de todo esto, la tragedia que acompaña al cambio es que los políticos y los administradores se mueven a ciegas entre distintas estrategias de cambio, en una búsqueda desesperada de soluciones. Los profesores, mientras tanto, terminan por agotarse a causa de los innumerables 273

cambios, y también se vuelven cínicos y escépticos ante el constante giro de rumbo de sus exigencias, sufren estados de ánimo maniaco-depresivos que hace peligrar la ideología política que se supone deberían asumir (Huberman, 1993). La triste consecuencia de todo ello es que son demasiados los profesores que dejan al margen los propósitos de cambio precisamente cuando, en realidad, necesitarían asumirlos más que nunca.

Principios del cambio Buena parte de la bibliografía existente sobre el cambio educativo ofrece sólo una ayuda limitada a los profesores que trabajan sumidos en un mundo de paradojas. Hemos visto que o bien aborda los problemas del cambio propios de una época ya pasada, que quizá nos haya proporcionado escuelas efectivas para la década de 1960, pero que ciertamente no preparan de forma adecuada a los estudiantes de la década de 1990, o depende en exceso de los modelos de cambio que han gozado de mayor popularidad en el mundo de la gran empresa, y que son transferidos de modo bastante deficiente al ámbito educativo, donde la atención es el propósito fundamental, y donde el cambio no pretende proporcionar el éxito a las grandes empresas individuales a expensas de las demás, sino en todo el conjunto del sistema. Las nuevas orientaciones en la creación de mejores escuelas para los adolescentes, en un mundo en continua transformación como es el nuestro, no surgirán de la aparente seguridad que brindan una serie de medidas o fases predeterminadas a través de las cuales deben abrirse camino los esfuerzos para producir el cambio. Los problemas y las circunstancias educativas son demasiado complejos y variables para eso. Pero sí parece existir una serie de principios importantes que deberían atender los educadores que desean mejorar la escolarización de los preadolescentes. También hemos identificado unos pocos puntos de partida que pueden resultar prometedores. Incluimos aquí seis principios en los que debería sustentarse el cambio escolar si quiere alcanzar el éxito en los tiempos postmodernos.

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Propósito Muchos profesores entran en la enseñanza porque se preocupan por los niños y las niñas, en particular, o por una mejora social, en general. Esos propósitos terminan por quedar relegados a medida que los profesores caen presa de las presiones y rutinas cotidianas que impone el aula (Fullan, 1993). Los objetivos de los profesores también pueden diferir entre sí, lo que produce una sensación de confusión y de falta de coherencia entre los alumnos, y provoca relaciones difíciles o superficiales entre el personal docente. En consecuencia, los profesores y las escuelas deberían revisar y renovar sus propósitos a medida que transcurre el tiempo. No obstante, a la gente no se le puede dar un propósito. Los propósitos surgen en el interior de cada uno. Nuestro estudio de las culturas de trabajo imperantes en la escuela secundaria y del cambio educativo en ocho escuelas puso de manifiesto que los profesores que casi con toda probabilidad se resistirían a los cambios impuestos por la legislación para organizar el grado 9 mediante grupos heterogéneos serían los de las escuelas suburbanas que habían alcanzado un éxito académico (Hargreaves et al., 1992). Para ellos, esta ley pretendía abordar temas referidos a la equidad de los estudiantes en comunidades multiculturales del centro de la ciudad. A menudo, los políticos imponen objetivos de este modo. Lo mismo hacen algunos directores de escuela. Parafraseando a Fullan (1993), «no es una buena idea tomar prestado el punto de vista de otro» (pág. 13). No obstante, y aunque los propósitos dependan en último término de la persona, no todos los propósitos serán válidos. Aquellos profesores cuyo único objetivo sea transmitir la materia de una asignatura no tienen cabida en la educación de los adolescentes pues, como hemos visto, la atención y el apoyo por parte de todos los profesores son factores esenciales para que el estudiante alcance el éxito. También es importante adquirir un cierto compromiso de unir esfuerzos para impartir una enseñanza para la comprensión, por difícil que ésta sea de alcanzar, especialmente cuando se trata de enseñar «a los hijos de otros», a estudiantes que a menudo no comparten los antecedentes, la cultura o las suposiciones de aquellos que les enseñan (Delpit, 1994). Además, aunque los profesores deberían enorgullecerse de sus logros, también deberían estar aler275

ta para no dormirse en los laureles. Mostrarse siempre abierto a un nuevo método de aprendizaje e incluso ávido por mejorar la calidad de su enseñanza es un tercer propósito fundamental en una profesión tan exigente y compleja como es ésta. Todos los restantes propósitos educativos pueden ser negociables en mayor o menor medida, pero es importante que los profesores establezcan un diálogo sobre ellos, y que sus propósitos no intenten abarcar más de lo que puedan manejar. El diálogo sobre los propósitos y la fusión de los mismos puede asegurar una transición mucho menos traumática para los estudiantes hacia la escuela secundaria, y unas experiencias de aprendizaje más consistentes a través de las diferentes asignaturas, una vez terminada la transición. Pero la búsqueda de coherencia moral también puede resultar exagerada. Una misión común que exija un consenso completo, como la de «estimular en los niños y las niñas la plena utilización de su potencial» llegan a perder consistencia y a vaciarse de contenido porque tienen que contentar o atender a demasiados intereses diferentes. Al mismo tiempo, las afirmaciones relativas a la misión que se esté llevando a cabo llegan a ser tan taxativas que no permiten la flexibilidad suficiente para adaptarse a los cambios de los mandatos políticos, el personal docente o las poblaciones estudiantiles. De modo similar, la planificación estratégica puede comprometer a los profesores con objetivos concretos durante un periodo de hasta cinco años, lo que no deja espacio para que se desarrollen nuevos propósitos a medida que cambien las circunstancias, surjan nuevos desarrollos o se produzcan transformaciones en la comunidad local. Esto no significa que debamos prescindir de las misiones, las visiones y la planificación en un mundo complejo que se mueve con rapidez, sino ser conscientes de que las misiones tendrán más posibilidades de ser llevadas a cabo si tienen un carácter temporal y no demasiado preciso, no exigen un consenso completo y están explícitamente abiertas a continuar la renovación mediante la investigación, el diálogo y la revisión. Si los profesores continúan reflexionando, pensando y hablando sobre sus propósitos de enseñar mejor a los preadolescentes éstos empezarán a tomar forma.

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Administración y toma de decisiones Para que los profesores puedan revisar y renovar constantemente sus propósitos, tienen que disponer del espacio suficiente para hacerlo. La mayoría de las políticas educativas inhiben estas oportunidades de renovación. Sus lenguajes y prácticas de aplicación convierten a los profesores en meras herramientas para cumplir los propósitos de otros. Las decisiones políticas deberían ser tomadas, en la medida de lo posible, en el nivel inmediato al que la gente pueda acceder allí donde tenga que afrontarlas (Corson, 1993). En un mundo complejo, incierto y muy variable, el cambio planificado que sigue ciclos sistemáticos de desarrollo, puesta en práctica y revisión resulta demasiado inflexible y burocrático como para adecuarse a las circunstancias locales (Louis, 1994). Además, los documentos detallados que congelan a las políticas en los textos, los dejan anticuados y son superados incluso durante su misma redacción, debido a las comunidades cambiantes, las tecnologías innovadoras, la nueva legislación, los resultados de la investigación y la aparición de problemas no previstos (Darling-Hammond, 1995). Como sucede con todos los textos escritos, las políticas escritas también son interpretadas de modo diferente dependiendo de quienes las leen. Bajo el prisma de los propósitos y percepciones de los profesores, los textos en «blanco y negro» de la política educativa se dispersan después en toda una gama de colores y matices de interpretación. Ninguna política escrita puede ser lo bastante clara o literal como para asegurar un verdadero consenso. En consecuencia, la política se establece mejor a través de comunidades de gente dentro de las escuelas que las crean, hablan sobre ellas, las procesan, las investigan y las reformulan, teniendo en cuenta las circunstancias y a los estudiantes, que ellas mismas conocen mejor que nadie. Las burocracias públicas tienden a inhibir el diálogo sobre el desarrollo de políticas cercanas a la gente, imponiendo mandatos y procedimientos que los profesores se ven obligados a poner en práctica. La tendencia a adoptar sistemas de mercado en la elección de la escuela y de la gestión local pueden liberar a las escuelas de la interferencia burocrática, pero también corren el riesgo de negar a los profesores la posibilidad de acceder a las nuevas ideas y a la expe277

riencia acumulada en este campo por su propia escuela o por otros centros. Algunos sistemas, como el adoptado por Inglaterra tras la Ley de Reforma Educativa de 1988, donde ha quedado establecida la gestión escolar individual, acompañada de detalladas prescripciones para el currículum y la convocatoria de pruebas, no dejan a los profesores mucha libertad de actuación, lo cual no impide que se les responsabilice de las consecuencias que ésta pueda tener. El desafío consiste en crear estructuras a través de las escuelas que trasciendan los viejos antagonismos entre mercados competitivos y estados controladores. Para Giddens (1995, pág. 15) eso supone propiciar las condiciones materiales y las estructuras organizativas locales capaces de ayudar a la gente a participar en el diálogo y a tomar sus propias decisiones. Los contactos con el mundo de los negocios, las agencias de desarrollo profesional, los equipos de revisión escolar, la recopilación de datos y las encuestas, así como las conexiones con las facultades universitarias de educación pueden estimular y apoyar a los profesores cuando éstos debaten, aprenden, reflexionan y avanzan de forma conjunta.

Cultura Antes de que puedan darse una acción y un diálogo colectivos, deben establecerse ciertas relaciones entre los profesores y todos los demás. Estas relaciones son las que conforman la cultura de la escuela. El desarrollo o alteración de las mismas significa replantear la cultura de la escuela (Hargreaves, 1991; Fullan, 1993). Hemos visto que, tradicionalmente, han prevalecido dos tipos de culturas entre los profesores. En las culturas del individualismo, los profesores han trabajando en buena medida aislados, han adoptado una actitud sociable con sus compañeros, pero apenas han compartido con ellos recursos e ideas, raras veces han visitado las aulas de los demás, y sólo muy ocasionalmente han participado en la planificación o la resolución conjunta de problemas (Little, 1990b). En las culturas balcanizadas, los profesores han trabajado en subgrupos, como los departamentos de asignaturas, relativamente aislados entre sí, y que compiten por la obtención de recursos y el favor de los directores (A. Hargreaves, 1994). Tanto el individualismo como la balcanización fragmentan las relaciones profesionales en las escue278

las, lo que impide a los profesores construir basándose en la experiencia de los otros. También sofocan de este modo el apoyo moral necesario para asumir riesgos y atreverse a experimentar. Esta dinámica se invierte al replantear la cultura de la escuela para crear una cultura de colaboración entre los profesores y con la comunidad más amplia. Ayuda a los profesores a construir tomando como base la experiencia de los demás, a compartir los recursos, proporcionar apoyo moral y crear un clima de confianza en el que se puedan comentar abiertamente los problemas y reveses y celebrar los éxitos. La colaboración reúne los recursos humanos necesarios para abordar problemas complejos y no previstos. Permite a los profesores interactuar de forma más apropiada con los sistemas que les rodean, y con la multiplicidad de reformas que proceden de ellos, ya sean razonables o irrazonables. A través de la renovación de su propósito fundamental, la colaboración puede proporcionar la resolución para adoptar reformas externas, la prudencia para retrasarlas si fuera necesario y la fortaleza moral para resistirse a ellas siempre que sea aconsejable (Wideen et al., 1996). De este modo, las culturas colaboradoras pueden lograr que las paradojas de la era postmoderna sean psicológicamente significativas y políticamente manejables para los profesores.

Estructura Las culturas no existen en el vacío. Tienen sus raíces en las estructuras de tiempo y espacio. Esas estructuras configuran las relaciones. Enmarcan las posibilidades para la interacción. Las culturas del individualismo de los profesores han surgido de las estructuras decimonónicas de «compartimentos estanco» que fomentan el aislamiento del profesor y que ya hemos descrito en capítulos anteriores. De modo similar, las culturas de balcanización propias de muchos profesores son a menudo producto de las estructuras departamentales de las asignaturas. Hemos demostrado cómo los esfuerzos por crear culturas colaboradoras, o por introducir otros cambios importantes pueden verse fácilmente derrotados por estructuras que se mantienen incólumes e inflexibles, desarrolladas para otros propósitos en tiempos anteriores. Los horarios rígidos, por ejemplo, pueden llevar a los profe279

sores al agotamiento al no dejarles más opción que reunirse fuera del horario escolar regular. Se convierten entonces en cautivos de su jornada laboral, en «prisioneros del tiempo» (National Commission on Time and Learning, 1994). La enseñanza y el aprendizaje también tienen lugar en lo que podríamos denominar «deformaciones del tiempo». Las actuales estructuras de tiempo deforman las posibilidades para la enseñanza y el aprendizaje, en lugar de optar redistribuir el tiempo teniendo en cuenta las necesidades de aprendizaje de los preadolescentes. La reestructuración trata la posibilidad de cambiar los límites de tiempo y espacio, las reglas y las relaciones, las funciones y las responsabilidades en las escuelas, para satisfacer los retos inmediatos que plantea la distribución del tiempo actual. Murphy (1991) argumenta que la «reestructuración… supone introducir alteraciones fundamentales en las relaciones entre los sujetos implicados en el proceso educativo» (pág. 15), es decir, entre profesores, estudiantes, familias, administradores y comunidades. El capítulo 4 exploró una serie de estructuras alternativas que parecían ayudar al aprendizaje del adolescente. Entre ellas se incluía la programación horaria por bloques, la construcción de miniescuelas o subescuelas donde pequeños equipos de profesores pudieran trabajar conjuntamente y donde ningún profesor tuviera que atender aproximadamente a más de ochenta estudiantes a la semana. Pero también hemos demostrado cómo las estructuras de la miniescuela, creada para satisfacer las necesidades comunitarias de los estudiantes, pueden ser percibidas por éstos como planteamientos que conducen únicamente a la monotonía. Los profesores también se resentirán de las nuevas estructuras si éstas se les imponen sin su previo consentimiento, y tendrán pocas dificultades para subvertirlas, como por ejemplo enseñando en sus clases paralelamente, a pesar de que nominalmente constituyan un equipo, o recreando poco a poco sus propios espacios de trabajo departamental, una vez que la administración haya tratado de fusionarlos o abolirlos (Siskin, 1994). Reestructurar puede ser administrativamente atractivo, pero también peligroso y engañoso, lo que constituiría una amenaza para el compromiso adquirido por los profesores, e incluso de los estudiantes, si la reestructuración se les impone sin su comprensión 280

y aceptación. Los intentos de cambios culturales en las actitudes y relaciones se ven repetidamente frustrados por las estructuras existentes. Las transformaciones estructurales pueden destruir las cualidades culturales de colaboración, compromiso y apoyo de las que depende su éxito. Ambas son importantes, pero da la impresión de que una excluye a la otra. Cambiar sólo la cultura sería un error lamentable, como también lo sería cambiar únicamente la estructura. Si se hacen grandes cambios en la cultura y en la estructura al mismo tiempo, los profesores se sentirán abrumados y no se obtendrá ningún beneficio. En nuestra sección final volveremos a tratar sobre esta paradoja.

Aprendizaje organizativo Trabajar conjuntamente no es simplemente una forma de construir relaciones y buscar una resolución colectiva. También es una fuente de aprendizaje. El aprendizaje es probablemente el recurso más importante para la renovación organizativa en la era postmoderna. Ayuda a la gente a ver los problemas como cuestiones que han de resolverse, no sólo como pretextos para culpabilizarse, y también para valorar las opiniones diferentes, e incluso disidentes, de miembros más marginales de la organización, y para separar el trigo de la paja en las demandas políticas. Las culturas de la colaboración convierten el aprendizaje individual en aprendizaje compartido. Este tipo de aprendizaje se difunde por toda la organización al prestar atención a las estructuras que mejor pueden ayudar a la gente a establecer relaciones, y al diseñar las tareas de forma que aumenten nuestra capacidad y las oportunidades para aprender. A esto es a lo que se refiere Senge (1990) cuando habla de aprendizaje organizativo. Según este autor, las organizaciones de aprendizaje son organizaciones en las que la gente amplía constantemente su capacidad para lograr los resultados que realmente desean, de las que se nutren los modelos de pensamiento nuevos y expansivos, donde se establecen libremente las aspiraciones colectivas y donde la gente aprende continuamente a aprender de forma conjunta (pág. 3).

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El aprendizaje profesional es importante para crear una conciencia y fortalecer la capacidad entre los profesores, mediante experiencias que les ayuden a ser más efectivos con sus estudiantes. Tal aprendizaje incluye los habituales seminarios, conferencias y «sesiones de formación permanente». Pero traspasa los límites de estas prácticas para abarcar muchas otras, incluso la formación por parte de compañeros, la investigación de la iniciativa de colaboración, el intercambio de visitas de aulas, la revisión de la calidad de la escuela, el consejo de amigos críticos, los portafolios personales de aprendizaje profesional, la planificación conjunta, las redes profesionales de aprendizaje asistido por ordenador, los grupos de apoyo al profesor, las conexiones entre las escuelas, las universidades y los centros de profesores. El cambio escolar viene acompañado a menudo de intentos específicos de formación permanente cuyos efectos son cuestionables en el mejor de los casos. El aprendizaje profesional significativo es más sutil y elaborado que todo eso. Estimula a los profesores a que reflexionen, renueven y mejoren sus métodos rutinarios de enseñanza. El aprendizaje profesional patrocina el cambio iniciado por los profesores. La formación permanente pone en marcha los cambios concebidos por los demás. Pero el aprendizaje organizativo en las escuelas no sólo aumenta la capacidad del profesor, sino que también mejora la capacidad de la escuela para progresar y solucionar los problemas en un mundo de paradojas e incertidumbres, lo que provoca que la gente asuma los problemas como propios, en lugar de considerarlos una responsabilidad ajena a ellos, valorando las diversas perspectivas y capacidad que cada cual tiene que aportar a la resolución del problema, e incluyendo a aquellos que son parte del problema en la tarea de hallar una solución al mismo (incluidos los padres, estudiantes o profesores marginados). El aprendizaje organizativo se está convirtiendo rápidamente en una de las inspiraciones intelectuales más sólidas del cambio educativo (véase, por ejemplo, Louis, 1994; Fullan, 1993). Pero la teoría del aprendizaje organizativo también tiene sus limitaciones. Por ejemplo, el admirable compromiso con la búsqueda de una mejora continua puede degenerar fácilmente en una mejora perpetua o en un cambio constante en el que no se concede valor alguno a la herencia, la continuidad, la consolidación y la tradición (que son 282

ingredientes vitales de la escolarización), donde sólo prosperen y al que únicamente sobrevivan los adictos incurables al cambio. Algunos profesores son experimentadores habituales, lectores voraces, asiduos entusiastas a los congresos, las conferencias, dispuestos a presentarse voluntarios para las comisiones, los equipos de trabajo y de redacción (aunque, a menudo, eso les lleva a alejarse demasiado de la escuela). Otros, especialmente los profesores de aula que se encuentran en la mitad o al final de su carrera, prefieren cultivar sus propias parcelas, efectuar pequeños cambios en sus clases, donde saben que serán sus esfuerzos los que realmente marquen la diferencia (Richardson, 1991; Huberman, 1993). Nadie debería quedar excluido del cambio y del aprendizaje continuo. Pero en las instituciones que valoran la transmisión cultural y la socialización se establece entre sus muchos objetivos, hay también momentos y lugar para la consolidación y la rutina. El aprendizaje organizativo es un principio fundamental del cambio positivo. Pero nuestro compromiso con el mismo, así como con todos los demás principios del cambio, siempre debería contar con una dosis de escepticismo y nunca ser eufórico y ciego.

Políticas positivas La dimensión política forma parte de la escolarización tanto como el aprendizaje. El poder cubre todos los ámbitos de la educación. Los profesores ejercen poder sobre sus estudiantes, el personal de la administración lo ejercen sobre sus profesores y, los profesores más astutos saben cómo manipular a los representantes de la administración o maniobrar alrededor de ellos. En unos tiempos postmodernos tan complejos como los nuestros, estas realidades políticas se hacen más inevitables y nítidas que nunca. Las escuelas se ven cada vez más sometidas a las presiones de los diversos grupos con intereses unilaterales y a una competencia caótica por las mentes de los jóvenes. Las organizaciones empresariales, las empresas de informática, los padres que desean niveles educativos tradicionales, y los grupos de presión opuestos al sexismo, el racismo y la violencia contra las mujeres compiten por hacerse un lugar y ejercer su influencia en las escuelas actuales (Emberley y Newell, 1994). Los movimientos que propugnan la autogestión del centro también ha283

cen que las escuelas se vuelvan más competitivas y que sus manifestaciones tengan un signo más abiertamente político. Y cuando los esfuerzos por el cambio amenacen a quienes detentan el poder, éstos tratarán de socavar los cimientos sobre los que se sustenta el cambio o de proteger a sus hijos contra él. La política es ahora responsabilidad de todos. Resulta inevitable. Muchos profesores tienen la sensación que implicarse en política es egoísta y está fuera de lugar. Sin embargo, no toda la política es mala. Blase (1988) describe lo que llama política positiva en la que el poder se ejerce conjuntamente con la gente, no sobre ella. ¿Cómo pueden aplicar los profesores una política positiva capaz de beneficiar a sus estudiantes? Algunas de las estrategias clave son: • Comprender las configuraciones micropolíticas de su escuela: ¿Quién detenta el poder formal y el informal? ¿Cómo lo ejercen? ¿Cómo se asignan los recursos? Esto le ayudará a alejarse de la encrucijada moral que se le plantea, a evitar seguir causas nobles pero inútiles sin considerar a qué intereses amenazan y de quiénes buscarán apoyo, etcétera. • Actuar políticamente para asegurarse el apoyo y los recursos de sus propios estudiantes y, de hecho, de todos los estudiantes. Utilizar la influencia, la persuasión, hacer valer los propios derechos, la diplomacia, el encanto, ironizar sobre uno mismo (para bajarse del pedestal) y la adulación (no infundada). Intercambiar favores, influir sobre los intermediarios del poder, crear coaliciones, implicar a otros, presionar para conseguir apoyo, hacer sondeos para conocer las posibilidades de éxito de una propuesta antes de presentarla con detalle, y descubrir en qué medida lo que usted desea satisface los intereses de otros. El altruismo y el oportunismo no son necesariamente opuestos. Los argumentos brillantes consiguen bien poco por sí mismos. El trabajo emocional y político que conlleva el cambio es, en último término, lo que lo hace persuasivo. • Aumentar la autoridad de los otros y ayudarles a ser más competentes y a comprometerse más. Ampliar la autoridad de los estudiantes a través de estrategias de aprendizaje cooperativo, de implicación activa en la innovación, haciéndolos participar en su valoración a través de la autovaloración y de la valoración efectuada por 284

los propios compañeros. Ampliar el poder de las familias estableciendo asociaciones con ellas (aunque puedan representar un problema), comunicarse con ellas en un lenguaje sencillo, y compartir con ellas las incertidumbres del cambio (en lugar de convertir el cambio en una actividad profesional secreta). Autorizar a los compañeros a colaborar con ellos, implicarlos en la toma de decisiones, compartir con ellos el liderazgo y también las vulnerabilidades e incertidumbres propias del líder, así como sus éxitos. Esto también funciona con los profesores marginados si se les sitúa en equipos encargados de la mejora de la escuela (en lugar de permitir que esos equipos estén compuestos casi exclusivamente por la habitual élite innovadora) y se les implica desde un principio en los esfuerzos del cambio, en lugar de comunicárselos en último lugar, y en formas que confirman su marginación. • Asumir el conflicto como parte necesaria del cambio. Si no existe ningún conflicto, el cambio será probablemente superficial. El conflicto productivo hace surgir las diferencias a la luz, permite que se escuchen otras muchas voces que de otro modo se habrían silenciado, muestra sensibilidad para con los intereses y posturas opuestas, evita el consenso falso o prematuro y estimula el impulso innovador por encima de las ansiedades iniciales (y quizá infundadas) acerca de los propios intereses amenazados. • Rescatar el discurso de la educación. Explíquese en público ante padres y alumnos. Evite los eufemismos profesionales que denotan una actitud defensiva. En lugar de eso, transmita sus principios mediante frases memorables, ejemplos atractivos e historias sencillas. Los profesores son muy ingeniosos a la hora de explicar el mundo a sus estudiantes, pero no lo suelen ser tanto para explicar al mundo lo que hacen con sus estudiantes. El lenguaje es poder. Tener un dominio sobre su propio lenguaje le ayudará a mantener sus propósitos. Éstos son sólo algunos de los principios clave del cambio que pueden ayudar a los profesores y a otros a mejorar la educación de los preadolescentes, a través de las paradojas propias de la era postmoderna. Los profesores pueden ser los responsables del cambio, en lugar de meros supervisores o víctimas. Son capaces de desarrollar 285

el aprendizaje colectivo, la fortaleza moral y el lenguaje común para exponer y resistirse a los aspectos más irrazonables y menos manejables que presenten las paradojas. Pueden desplegar la creatividad y el virtuosismo necesarios para paliar la complejidad que conlleva un cambio rápido. Pueden renovar sus propósitos como profesores de preadolescentes, convertirse en agentes, antes que en instrumentos, de una política determinada, trabajar buscando una mayor colaboración con los alumnos, los compañeros y la comunidad en general, diseñar y experimentar con estructuras más eficaces que apoyen sus iniciativas, mostrarse tan interesados y comprometidos con su propio aprendizaje como lo están con el aprendizaje de sus estudiantes, y seguir políticas positivas con aquellos que más importan: los jóvenes a los que enseñan.

La paradoja de la esperanza Aunque hemos esbozado cuál debería ser el destino último de la educación de los adolescentes, seguimos sintiéndonos desconcertados acerca de cómo llegar a él. Llegar allí puede ser parte del aliciente, pero sólo si se conocen los modos viables de transporte. Agobiadas por las dificultades, algunas personas experimentan pánico y tratan de efectuar cambios en demasiados frentes a la vez: cambiar el currículum y la valoración, las prácticas en el aula y las estructuras de la escuela, convocar reuniones de enlace entre la escuela elemental y la secundaria, y convertir a todos los profesores en mentores de estudiantes individuales. Nuestra experiencia de los intentos de las escuelas por introducir cambios en demasiados frentes durante los años de la transición, antes de que estuvieran preparadas, es que son presa fácil del agotamiento y la desilusión, debido a los esfuerzos realizados en vano y al poco éxito visible alcanzado. Otras personas desarrollan a menudo una visión que podríamos llamar de «túnel» y tratan de simplificar las cosas concentrándose en una sola estrategia de cambio cada vez. Quizá traten de llevar a cabo grandes misiones o de desarrollar planes estratégicos, sólo para descubrir que las voces que se alzan en contra de sus propuestas no son acalladas y que nada de todo eso supone en último termino ninguna diferencia para el aula (las facultades universitarias de educación, 286

con su adicción al debate y a la argumentación, tienden aún más a cometer este error). O pueden diseñar cambios en la estructura para obligar a los profesores a trabajar de manera distinta, y descubrir al final que, por ejemplo, los profesores asignados a estructuras basadas en equipo no han desarrollado la suficiente confianza como para trabajar conjuntamente. Hemos visto que el cambio escolar alcanzado con éxito es necesariamente multidimensional y exige una atención especial a la estructura y a la cultura, a la política y los objetivos, al aprendizaje continuo y la discreción administrativa. No obstante, cambiarlo todo a la vez sólo parece provocar el caos y el agotamiento. A la inversa, efectuar cambios modestos o adoptar un enfoque limitado puede significar que al final no se introduzca cambio alguno, o que ese cambio se vea socavado por todos aquellos aspectos que han permanecido inalterables en la escuela, que no han sido debidamente atendidos. Se trata de una paradoja profunda que conduce a muchos líderes educativos a la mayor de las desesperaciones. Pero hay formas de resolverla: ser a la vez modesto y ambicioso, concentrando y ampliando al mismo tiempo los esfuerzos. Al empezar, es importante tener en cuenta todos los principios del cambio que hemos revisado, sin pretender hacer de todos ellos una innovación o incluirlos en un plan de acción. Estos principios deberían ayudar a conformar el planteamiento y la gestión de los esfuerzos de cambio, y ser un recordatorio constante de que todo tiene un efecto en lo demás. Pero no deben convertirse en esfuerzos de cambio aislados que pretendan tener sentido por sí mismos. Estas comprensiones multidimensionales pueden ser útiles guías para los esfuerzos de cambio, siempre y cuando se apliquen juntas a ámbitos específicos del trabajo escolar, como el nivel de grado, la integración entre dos o tres departamentos de asignaturas, los enlaces entre las escuelas elementales y las superiores, etcétera. Habitualmente se pueden encontrar voluntarios para llevar a cabo este tipo de programas; a veces, hasta los miembros más inverosímiles del personal responderán de forma positiva a las invitaciones a participar activamente. Al revisar la bibliografía sobre este aspecto, Fullan (1994) ha descubierto que:

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los focos aislados de cambio reflejan nuevos comportamientos que conducen a un nuevo pensamiento que, finalmente, termina por empujar hacia el cambio a las viejas estructuras y procedimientos. La gente aprende nuevos comportamientos, sobre todo mediante su interacción con los demás, no a través de diseños de formación lineales. La formación se construye sobre sí misma y adopta un nuevo impulso… La reforma resulta mucho más poderosa cuando profesores y personal de la administración empiezan a trabajar en métodos nuevos, y acaban por descubrir que es más efectivo alterar las estructuras de la escuela que no a la inversa (pág. 194).

«Llegar allí» es algo que probablemente se conseguirá mejor fundamentando el pensamiento multidimensional en una o más iniciativas localizadas. Aprender y cambiar a raíz de estas iniciativas exige investigación y diálogo sobre la efectividad, a través de líneas de comunicación abiertas con el resto del personal docente, así como con los estudiantes y los padres. Es necesario crear suficientes estructuras organizativas que se centren en el diálogo y en la toma de decisiones para permitir que se produzca esta comunicación. Eso crearía el tipo de política generativa que hemos descrito antes. Para llevar a cabo esta labor, la constancia es esencial, y la paciencia, una virtud. Los representantes de la administración, por ejemplo, quizá quieran que los profesores enseñen en equipo, pero no deberían desanimarse si, al principio, sólo se limitan a planificar en equipo. Tal y como hemos visto en un proyecto actual con profesores de 7.º y 8.º grado, quizá quieran que éstos desarrollen un currículum integrado que les permita llegar a un acuerdo para enseñar un contenido común, pero no deberían desesperarse si, inicialmente, los profesores sólo llegan a acuerdos en lo relativo a principios y resultados comunes. Si una vez iniciado el diálogo, éste se puede mantener, se suele profundizar en la acción más tarde. Así pues, la paradoja del cambio educativo necesita ser rápida y lenta a un tiempo, estrecha y amplia, pero no tiene por qué llevar al desaliento. Puede convertirse en una paradoja esperanzadora en la que «llegar allí» se logre mediante la acumulación de iniciativas pequeñas pero significativas, conformadas por un pensamiento multidimensional, que conduzca a profesores y estudiantes no al nirvana de la educación perfecta para los adolescentes, sino a mejoras sig288

nificativas en marcha, en un mundo cuyas imperfecciones pueden resultar estimulantes y los mayores éxitos se encuentran siempre a la vuelta de la esquina. Las últimas palabras de este libro han sido escritas por uno de nosotros en un avión a punto de aterrizar. La azafata sabe que trato de terminar el manuscrito durante este vuelo. Hace apenas un momento, se inclinó y preguntó animosamente: «¿Consigue llegar adónde se proponía?». Ahora, tanto yo como los otros autores hemos «llegado allí». Pero eso no significa que ya no queramos ir a ninguna otra parte, ya sea desde una perspectiva geográfica o educativa. Conseguir llegar a muchos «allís» es un trabajo duro, pero también constituye un gran aliciente, y así debería ser para los estudiantes adolescentes y para quienes les enseñan, en la misma medida en que lo ha sido para nosotros. Tenga el valor de viajar hacia nuevos y estimulantes destinos, donde la escolarización puede ofrecer un aspecto muy diferente, tanto para usted como para sus estudiantes. Supere los obstáculos o sortéelos. Disfrute del viaje. Llegar allí le supondrá más de la mitad de la diversión, y habrá valido la pena para todos.

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Sinopsis

Este libro se basa en una amplia investigación de carácter internacional sobre cómo los centros de enseñanza en general, y los de secundaria en particular, están educando a los adolescentes. Escrito de una manera fundamentada y alejada de tópicos y lugares comunes, a la vez que accesible y provocadora, este libro explora algunas alternativas para mejorar la educación de los adolescentes teniendo en cuenta: la relación entre las culturas de la escuela y la necesidad de promover un cambio en los jóvenes; los sistemas de apoyo y las propuestas organizativas para realizar una mejora de la enseñanza y aprendizaje de los adolescentes; la necesidad de marcos curriculares alternativos que puedan guiar a los docentes a cambiar sus prácticas de enseñanza con los adolescentes; sugerencias para realizar una evaluación alternativa que reconozca los diferentes tipos de inteligencias y las variadas formas de aprender de los adolescentes. El profesorado, quienes trabajan en la administración educativa, así como los educadores y formadores interesados en promover una mejor escolarización para el futuro de los adolescentes encontrarán en este libro ideas y propuestas que estimulen su trabajo.

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Sobre los autores

Andy Hargreaves Es director del Centro Internacional para el Cambio Educativo y profesor de Administración Educativa en el Instituto de Estudios de Toronto (Canadá). Lorna Earl

Directora de investigación en la División de Educación de Scarborough y profesora de Administración Educativa en el Instituto de Estudios de Toronto (Canadá). Jim Ryan

Profesor en el departamento de Administración Educativa en el Instituto de Estudios de Toronto (Canadá) y miembro del Centro para el Desarrollo del Liderazgo.

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