Una Boda en Brownsville
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Descripción: Selección de cuentos esenciales de Isaac Bashevis Singer...
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UNA BODA EN BROWNSVILLE (Short Friday and Other Stories) 1961-64 Isaac Bashevis Singer Editorial Bruguera, 1981 Traducción: Juan del Solar y Patricia Cruzalegui
ISAAC BASHEVIS SINGER Nació en 1904 (ó 1902) en Radzymin, cerca de Varsovia, en el seno de una familia de rabinos. Vivió durante su adolescencia en Varsovia, educándose en el seminario de rabinos. En 1935 marchó a Estados Unidos donde empezó a practicar el periodismo en la prensa judía de Nueva York (revista Forward). Su obra narrativa está toda ella escrita en yiddish y es una evocación emotiva pero al mismo tiempo crítica de los ambientes judíos de su país, Polonia. Sus obras se tradujeron al inglés y a partir de ahí el autor consiguió una enorme resonancia en el mundo entero. Entre sus obras cabe destacar Satán en Goray (1935), La familia Moskat (1950), El Mago de Lublin (1960), El esclavo (1962), La casa de Jampol (1967), Los herederos (1969), Enemigos, una historia de amor (1972). Singer ha escrito y publicado cuentos como El Spinoza de Market Street (1961) y Un amigo de Kafka (1970), un volumen de memorias y cuentos para niños. Le fue concedido el Premio Nobel en el año 1978. Siempre en el umbral que separa fantasía y realidad, y caracterizados por el habitual sentido del humor de Singer, los cuentos que integran la presente selección abordan los temas esenciales de la narrativa del gran autor yiddish.
YENTL, EL MUCHACHO DE LA YESHIVA (Yentl, the Yeshiva Boy)
1 Tras la muerte de su padre, no tenía Yentl motivo alguno para permanecer en Yanev. Se hallaba completamente sola en la casa. A decir verdad, los inquilinos estaban deseosos de volver y pagar el alquiler, y los agentes matrimoniales se agolpaban ante su puerta con propuestas llegadas de Lublin, Tomashev y Zamosc. Pero Yentl no quería casarse. Una voz interior le repetía incesantemente: “¡No!” ¿Qué le sucede a una chica después de la boda? Comienzan todos sus males y la suegra se convierte en su dueña y señora. Yentl admitía que la vida de mujer no era para ella. No sabía coser ni tejer. Se le quemaba la comida y dejaba que la leche se le derramara al hervir; el budín del sábado nunca le salía bien, y no lograba que la masa del challah se le esponjara. Yentl prefería mil veces las actividades masculinas a las femeninas. Su padre, Reb Todros, que en paz descanse, durante los muchos años que estuvo postrado en el lecho había estudiado la Torá con su hija como si de un hijo se tratara. Le pedía a Yentl que cerrara con llave las puertas y corriera las cortinas, para luego concentrarse ambos en el estudio del Pentateuco, la Mishnah, la Gemará y los Comentarios. Resultó ser tan buena alumna que su padre solía decirle: -Yentl, tú tienes alma de hombre. -Entonces, ¿por qué nací mujer? -Porque incluso el cielo se equivoca. No cabía la menor duda. Yentl era distinta de todas las demás chicas de Yanev: alta, delgada, huesuda, tenía pechos pequeños y era estrecha de caderas. Los sábados por la tarde, mientras su padre dormía, ella solía ponerse sus pantalones, su camisa ribeteada, su chaqueta de seda, su casquete y su sombrero de terciopelo, y se sentaba a contemplar su propia imagen en el espejo. Parecía un apuesto joven moreno. Y por si esto fuera poco, un bozo muy fino le asomaba sobre el labio superior. Sólo sus gruesas trenzas delataban su condición de mujer, pero el cabello se podía eliminar perfectamente. Yentl concibió entonces un plan que acaparó sus pensamientos noche y día. No: ella no había nacido para amasar la pasta, preparar budines, charlar con mujeres tontas o pelearse por la tanda frente al tajo del carnicero. ¡Su padre le había contado tantas historias de yeshivas, rabinos y hombres de letras! Tenía el cerebro repleto de discusiones talmúdicas, preguntas, respuestas y frases eruditas. Y había llegado a fumar a escondidas la larga pipa de su padre.
Un día anunció Yentl a los gestores que quería vender la casa e irse a vivir a Kalish con una tía. Las vecinas trataron de disuadirla de su empeño y los agentes matrimoniales dijeron que estaba loca, que tenía más posibilidades de encontrar un buen partido allí mismo, en Yanev. Pero Yentl era obstinada. Fue tal su ímpetu que vendió la casa al primer postor y malbarató los muebles por nada. Todo cuanto percibió de su herencia fueron ciento cuarenta rublos. Y entonces, una noche del mes de Av, mientras Yanev dormía, Yentl se cortó las trenzas, se dejó caer tirabuzones de las sienes y se puso la ropa de su padre. Cuando hubo metido la ropa interior, las filacterias y algunos libros en una maleta de paja, echó a caminar rumbo a Lublin.
Ya en la carretera, consiguió que un coche la llevara hasta Zamosc, de donde prosiguió su marcha a pie. Se detuvo en una posada del camino y se presentó como Anshel, nombre de un tío suyo, ya fallecido. La posada estaba llena de muchachos que viajaban para estudiar con los rabinos más famosos. Se hallaban enfrascados en una discusión sobre los méritos de las diferentes yeshivas. Algunos alababan las de Lituania y otros sostenían que en Polonia los estudios eran más intensivos y la alimentación mejor. Era la primera vez que Yentl se encontraba sola entre muchachos. ¡Qué distinta le pareció su conversación a la cháchara de las mujeres!; pero era demasiado tímida para unirse a ellos. Un joven hablaba de un posible matrimonio y la cuantía de la dote, mientras otro, parodiando a un rabino en el Purim, declamaba un pasaje de la Torá añadiendo toda clase de interpretaciones obscenas. Poco después decidieron hacer pruebas de fuerza. Uno logró abrir el apretado puño de su compañero, y otro le bajó el brazo a su compinche. Un estudiante que merendaba pan con té, removía su taza con una navaja a falta de cuchara. Fue entonces cuando uno de ellos se acercó hasta Yentl y le dio una palmadita en el hombro: -¿Por qué tan callado? ¿Acaso no tienes lengua? -No tengo nada que decir. -¿Cómo te llamas? -Anshel. -Sí que eres tímido: pareces una violeta a la vera del camino. El muchacho le dio un pellizco en la nariz. Yentl hubiera querido responderle con un golpe, pero su brazo se negó a moverse. Empalideció. De pronto otro estudiante, ligeramente mayor que los demás, acudió en su defensa. Era alto y muy blanco, tenía barba negra y unos ojos ardientes. -Oye, ¿por qué le tienes manía? -No mires si no te gusta. -¿Quieres que te arranque los tirabuzones? El joven barbudo la llamó a un lado y le preguntó de dónde venía y adónde iba. Yentl le dijo que quería ir a una yeshiva, pero que fuera tranquila. El joven se mesó la barba. -Si es así, ven conmigo a Bechev. Le dijo que era el cuarto año consecutivo que volvía a Bechev. La yeshiva era pequeña, y los estudiantes -treinta en total- se alojaban en las casas del pueblo. La comida era abundante y las amas de casa se encargaban de zurcirles los calcetines y lavarles la ropa. El rabino de Bechev, director de la yeshiva, era un genio. Podía plantear diez preguntas y responder a todas con una sola demostración. Tarde o temprano, la mayoría de los estudiantes conseguía esposa en el pueblo. -¿Por qué te marchaste a mitad de curso? -le preguntó Yentl. -Mi madre murió. Y ahora estoy de regreso. -¿Cómo te llamas? -Avigdor. -¿Por qué no te has casado aún? El joven se rascó la barba. -Es una larga historia. -Cuéntamela.
Avigdor se cubrió los ojos y meditó un momento. -¿Vendrás a Bechev? -Sí. -Pues entonces no tardarás en enterarte. Yo estaba comprometido con la hija única de Alter Vishkower, el hombre más rico del pueblo. Había fijado incluso la fecha de la boda, cuando un buen día me devolvieron el contrato matrimonial. -¿Qué sucedió? -No lo sé. Seguramente las malas lenguas se encargaron de propagar habladurías. Hubiera podido reclamar la mitad de la dote, pero no sirvo para esas cosas. Ahora están intentando embarcarme en otro compromiso, pero la chica no me gusta. -Y en Bechev, ¿los chicos de la yeshiva miran a las mujeres? -En casa de Alter, donde yo comía una vez por semana, Hadass, su hija, servía siempre la comida... -¿Es guapa? -Es rubia. -Las morenas también pueden ser atractivas. -No. Yentl miró a Avigdor fijamente. Era delgado, huesudo, y tenía las mejillas hundidas. Sus rizadas patillas parecían azules de tan negras, y las cejas se le juntaban en el entrecejo. La miró fríamente, con el esquivo arrepentimiento de quien acaba de revelar un secreto. Tenía la solapa rasgada, como es costumbre entre quienes guardan luto, y el forro de su gabardina quedaba visible. Tamborileó nerviosamente sobre la mesa y silbó una melodía. Detrás de aquella frente amplia y surcada de arrugas parecían galopar los pensamientos. De pronto dijo: -Bueno, qué más da: me convertiré en un eremita y basta. 2 Por extraño que parezca, en cuanto Yentl -o Anshel- llegó a Bechev, se le asignó una pensión de un día a la semana en casa de Alter Vishkower, el mismo hombre acaudalado cuya hija había roto su compromiso con Avigdor. Los alumnos de la yeshiva estudiaban por parejas, y Avigdor eligió a Anshel como compañero. La ayudaba con los cursos. Era también un experto nadador y se ofreció a enseñarle el estilo braza y a patalear en el agua, pero ella siempre encontraba excusas para no bajar al río. Avigdor le sugirió que compartieran el alojamiento, pero Anshel encontró un lugar donde dormir en casa de una viuda entrada en años y medio ciega. Los martes comía en casa de Alter Vishkower y Hadass lo atendía. Avigdor solía hacerle muchas preguntas: “¿Qué aspecto tiene Hadass? ¿Se ve triste? ¿Está alegre? ¿Están tratando de casarla? ¿No menciona mi nombre por casualidad?” Y Anshel le informaba que Hadass volcaba la comida sobre el mantel, se olvidaba de traer la sal y metía los dedos en el plato de sémola al llevarlo a la mesa. Se pasaba el día dándole órdenes a la sirvienta, se hallaba absorta leyendo cuentos a todas horas y cambiaba de peinado cada semana. Además, debía creerse muy bella porque no dejaba de mirarse al espejo, aunque en realidad no era tan atractiva. -A los dos años de casada -le dijo Anshel un día- estará hecha un cascajo. -¿Quieres decir que no te gusta? -No especialmente. -Pero ¿serías capaz de desairarla si ella te deseara?
-Podría prescindir de ella. -¿No tienes impulsos perversos? Los dos amigos, que compartían el mismo atril en un rincón de la casa de estudios, pasaban más tiempo conversando que estudiando. Cuando Avigdor se ponía a fumar, Anshel le quitaba el cigarrillo de los labios para dar una bocanada. Como a Avigdor le gustaban los panecillos de alforfón, Anshel se detenía cada mañana en la panadería a comprarle uno y no dejaba que él se lo pagara. A veces hacía cosas que sorprendían muchísimo a Avigdor. Si a éste se le caía algún botón de la chaqueta, Anshel se presentaba al otro día en la yeshiva con hilo y aguja para coserlo. Y encima le compraba toda clase de regalos: un pañuelo de seda, un par de calcetines, una bufanda. Avigdor le iba cogiendo más y más cariño a este chiquillo cinco años menor que él, cuya barba ni había empezado a despuntar. En una ocasión dijo a Anshel: -Quiero que te cases con Hadass. -¿Qué ganarías tú con eso? -Prefiero que seas tú y no un desconocido. -Te convertirías en mi enemigo. -Jamás. A Avigdor le gustaba dar largas caminatas por la ciudad y Anshel solía acompañarlo. Absortos en la conversación, solían llegar hasta el molino de agua, el bosque de pinos o la encrucijada donde se alzaba el santuario cristiano. A veces se tendrían en la yerba. -¿Por qué no podrá una mujer ser igual a un hombre? -preguntó Avigdor en una ocasión, alzando la mirada al cielo. -¿En qué sentido? -¿Por qué Hadass no podría ser como tú? -¿Cómo soy yo? -Pues, un buen tipo. Anshel se puso a retozar. Cortó una flor y le arrancó los pétalos uno a uno. Luego recogió una castaña y se la tiró a Avigdor en plena cara. Este observó una mariquita que avanzaba por la palma de su mano, al cabo de un momento dijo: -Están intentando casarme. Anshel se incorporó en el acto. -¿Con quién? -Con Peshe, la hija de Feitl. -¿La viuda? -Esa misma. -¿Por qué habrías de casarte con una viuda? -No le intereso a nadie más. -No es cierto. Ya aparecerá alguien que te convenga. -Nunca. Anshel dijo a Avigdor que Peshe no era un buen partido. No tenía belleza ni inteligencia, era sólo una vaca con dos ojos. Además, podría ser de mal agüero; su marido murió durante el primer año de matrimonio. Era el tipo de mujer que matan a sus esposos. Pero Avigdor no respondió. Encendió un cigarrillo, aspiró una larga bocanada y empezó a echar roscas de humo. La cara se le había puesto verde.
-Necesito una mujer. No puedo dormir de noche. Anshel se estremeció. -¿Por qué no esperas hasta que aparezca la más adecuada? -Me habían destinado a Hadass. A Avigdor se le humedecieron los ojos y se puso en pie de un salto. -Basta de remolonear. Vámonos. A partir de ahí todo ocurrió rápidamente. A los dos días de haberle confiado a Anshel su problema, Avigdor se comprometió con Peshe y llevó tarta de miel y coñac a la yeshiva. Se fijó una fecha bastante próxima para la boda. Cuando la futura esposa es viuda, no hay necesidad de preparar el ajuar: lo tiene todo. Por su parte, el novio era huérfano y no tenía que solicitar la aprobación de nadie. Los estudiantes de la yeshiva bebieron el coñac y le dieron su enhorabuena. Anshel también bebió un sorbito, pero no tardó en sofocarse. -¡Ay! ¡Cómo quema! -¿Acaso no eres todo un hombre? -bromeó Avigdor. Después de la celebración, Avigdor y Anshel se sentaron con un volumen de la Gemará, pero apenas avanzaron y su conversación fue igualmente lenta. Avigdor se balanceaba de un lado a otro, se mesaba la barba y murmuraba entre dientes: -Estoy perdido -dijo de improviso. -Si ella no te gusta, ¿por qué te casas? -Me casaría hasta con una cabra. Al día siguiente, Avigdor no apareció por la casa de estudios. Feitl, el comerciante en pieles, pertenecía a los hasidim y quería que su futuro yerno prosiguiera sus estudios en la sinagoga hasídica. Los estudiantes de la yeshiva comentaban que, aunque la viuda fuese baja y redonda como un barrilo, su madre, hija de un lechero, y su padre medio analfabeto, era innegable que la familia entera nadaba en la opulencia. Feitl era copropietario de una curtiduría y Peshe había invertido su dote en una tienda que vendía arenques, brea, cacharros y sartenes, y siempre estaba llena de campesinos. Padre e hija estaban equipando a Avigdor, para el que habían encargado un abrigo de piel, otro de paño, un kapote de seda y dos pares de botas. Aparte de eso, ya había recibido, como regalos, las pertenencias del primer marido de Peshe: la edición de Vilna del Talmud, un reloj pulsera de oro, un candelabro de la Janukah y un especiero. Anshel se sentó solo frente al atril. El martes, cuando se presentó a cenar en casa de Alter Vishkower, Hadass le comentó: -¿Qué me dices de tu amigo? Está de nuevo en Jauja, ¿verdad? -¿Qué esperabas? ¿Que nadie más le hiciera caso? Hadass se sonrojó. -No fue culpa mía. Mi padre se opuso. -¿Por qué? -Porque descubrieron que un hermano suyo se había ahorcado.
Anshel la miró. Estaba allí de pie, alta, rubia, con su cuello esbelto, sus mejillas hundidas y sus ojos azules. Llevaba un vestido de algodón y un delantal de calicó. Su cabello, recogido en un par de trenzas caía sobre su espalda. “Lástima no ser hombre”, pensó Anshel. -¿Y ahora lo lamentas? -preguntó Anshel. -¡Y cómo! Hadass huyó de la habitación. El resto de la comida -carne, budín relleno y té-, se lo trajo la sirvienta. Hadass reapareció cuando Anshel ya había acabado de comer y estaba lavándose las manos para las bendiciones finales. Se acercó a la mesa y dijo con voz sofocada: -Júrame que no le dirás nada. No tiene por qué saber qué ocurre en mi corazón... Salió corriendo nuevamente y por poco se tropieza contra el marco de la puerta. 3 El director de la yeshiva pidió a Anshel que eligiera otro compañero de estudios, pero transcurrieron varias semans y Anshel seguía estudiando sola. No había nadie en la yeshiva capaz de ocupar el puesto de Avigdor. Todos los demás eran pequeños en cuerpo y alma. Decían necedades, fanfarroneaban por cualquier tontería, se reían como idiotas y se comportaban como pobres diablos. Sin Avigdor, la casa de estudios parecía vacía. Anshel pasaba la noche en su tarima, en casa de la viuda, y no podía conciliar el sueño. Despojada de su gabardina y de los pantalones, se transformaba nuevamente en Yentl, una muchacha casadera enamorada de un joven que estaba comprometido con otra. “Quizá debí haberle dicho la verdad”, pensó Anshel. Pero era demasiado tarde para hacerlo. No podía ser de nuevo una muchacha y prescindir de los libros y la casa de estudios. Se hallaba así echada aquella noche, con la cabeza llena de ideas extravagantes que estuvieron a punto de enloquecerla. Se quedó dormida y momentos después se despertó sobresaltada. En su sueño se había visto como mujer y hombre a la vez, vestida con ropa de ambos sexos: un corpiño y una camisa bordada. Se le había retrasado la regla y de pronto sintió miedo... Quién sabe... En el Medrash Talpioth había leído sobre una mujer que concibió con sólo desear a un hombre. Y entonces compredió por qué la Torá prohibía usar ropas del sexo opuesto. Al hacerlo no engañamos sólo al prójimo, sino a nosotros mismos. Hasta el alma se ofusca al verse encarnada en un cuerpo extraño. De noche, Anshel permanecía despierta, y de día apenas podía mantener los ojos abiertos. En las casas a las que iba a comer, las mujeres se quejaban de que el chico no probaba bocado. El rabino observó que Anshel no prestaba atención a las clases y miraba por la ventana, absorto en sus pensamientos. Al siguiente martes se presentó Anshel en casa de Vishkower a cenar. Hadass le sirvió un plato de sopa y esperó, pero Anshel estaba tan confundida que ni siquiera le dio las gracias. Estiró la mano para coger una cuchara, pero se le resbaló. Hadass aventuró un comentario: -He sabido que Avigdor te ha dejado. Anshel despertó de su letargo. -¿Qué quieres decir? -Ya no es tu compañero.
-Se ha marchado de la yeshiva. -¿No lo ves nunca? -Parece que se esconde. -¿Irás a la boda al menos? Anshel permaneció un instante en silencio como si no hubiera entendido bien la pregunta. Luego dijo: -Es un perfecto idiota. -¿Por qué lo dices? -Tú eres preciosa, pero la otra parece un mono. Hadass se puso de mil colores. -Todo fue culpa de mi padre. -No te preocupes. Ya encontrarás a alguien que te merezca. -Yo no quiero a nadie. -Pero a ti todos te quieren... Se produjo un largo silencio. Los ojos de Hadass se agrandaron, inundándose con la tristeza de quien sabe que el consuelo no existe. -Se te enfría la sopa. -Yo también te quiero. Anshel se sorprendió de sus propias palabras. Hadass volvió la cabeza y la miró fijamente: -¿Qué dices? -Es verdad. -Alguien puede estar oyendo. -No tengo miedo. -Toma tu sopa. Traeré el budín de carne ahora mismo. Y Hadass se volvió, haciendo sonar sus tacones altos al alejarse. Anshel se dedicó a buscar judías en la sopa. Pescó una, pero se le cayó. Había perdido el apetito; tenía la garganta cerrada. Sabía que se estaba enredando en una acción perversa, pero una extraña fuerza la impulsaba a seguir. Hadass reapareció trayendo una fuente con dos budines rellenos de carne. -¿Por qué no comes? -Estoy pensando en ti. -¿Y qué piensas? -Quiero casarme contigo. A Hadass se le hizo un nudo en la garganta. -Es con mi padre con quien debes tratar esos asuntos. -Lo sé. -Lo que se acostumbra es enviar a un casamentero. Y se escabulló de la habitación, dando un portazo. Anshel se rió para sus adentros y pensó: “Con las chicas puedo jugar a mi antojo.” Echó sal y luego pimienta en la sopa. Estaba aturdida. “¿Qué he hecho? Debo estar perdiendo el juicio. No hay otra explicación...”
Se obligó a comer, pero no podía probar bocado. Sólo entonces recordó que Avigdor había querido casarla con Hadass. En medio de su turbación, concibió un plan: se desquitaría en nombre de Avigdor y al mismo tiempo lo acercaría a ella a través de Hadass. Esta era virgen: ¿qué podía saber de los hombres? A una chica como ella se le podía engañar por un buen tiempo. A decir verdad, Anshel también era virgen pero la Gemará y las conversaciones masculinas la habían ilustrado ampliamente sobre el tema. Sintió miedo y alborozo al mismo tiempo, como alguien que está a punto de engañar a toda una comunidad. Se acordó del dicho: “Las multitudes son necias.” Se puso de pie y dijo en voz alta: “Ha llegado la hora de que haga algo.” Aquella noche Anshel no pegó ojo. A cada momento se levantaba a tomar agua. Tenía la garganta reseca y la frente le ardía. Su cerebro trabajaba febrilmente por voluntad propia: se estaba librando una batalla en su interior. Le latía el estómago y las rodillas le dolían. Tenía la sensación de haber hecho un pacto con Satanás, ese genio maligno que se burla de los hombres poniéndoles trampas y obstáculos en el camino. Cuando se quedó dormida, ya había amanecido. Se despertó más rendida que antes, pero no podía seguir durmiendo en la tarima de la viuda. Hizo un esfuerzo para incorporarse y, cogiendo la bolsa con sus filacterias, partió hacia la casa de estudios. En el camino se encontró nada menos que con el padre de Hadass. Anshel le dio los buenos días cordialmente, y recibió a su vez un saludo amistoso. Reb Alter se mesó la barba y le buscó conversación: -Mi hija Hadass debe estar alimentándote con cáscaras. Se te ve desfallecida. -Su hija es una muchacha estupenda y muy generosa. -Entonces, ¿por qué estás tan pálido? Anshel permaneció un minuto en silencio. -Reb Alter, hay algo que debo decirle. -Pues venga. Dilo. -Reb Alter, me gusta su hija. Alter Vishkower hizo un alto. -¡Vaya! Creía que los estudiantes de la yeshiva no hablaban de estas cosas. Sus ojos denotaban gran hilaridad. -Pues es la pura verdad. -Estas cosas no se discuten personalmente con el interesado. -Pero yo soy huérfano. -Bien..., en ese caso lo que se acostumbra es enviar un agente matrimonial. -Sí... -¿Qué ves en ella? -Es hermosa... noble... inteligente... -Vamos a ver... Ven acá, cuéntame algo de tu familia. Alter Vishkower rodeó a Anshel con el brazo y ambos siguieron caminando hasta llegar al patio de la sinagoga.
4 Una vez que has dicho “A”, tienes que decir “B”. De las ideas pasamos a las palabras, y de las palabras a los hechos. Reb Alter Vishkower dio su consentimiento para la boda, pero Freyda Leah, la madre de Hadass, tardó más en decidirse. Alegaba que no quería que su hija se enredara con otro estudiante de la yeshiva de Bechev, y que prefería a alguien de Lublin o de Zamosc. Pero Hadass amenazó con arrojarse al pozo si la volvían a humillar públicamente (como le había ocurrido con Avigdor). Sin embargo, esta unión -cosa típica en la mayoría de los matrimonios desaconsejablesgozaba del apoyo general: el rabino, la parentela y las amigas de Hadass. Hacía un tiempo que a las chicas de Bechev se les iban los ojos por Anshel. Lo observaban desde sus ventanas cuando pasaba por la calle y él por su parte, tenía siempre las botas muy lustrosas y no bajaba la vista ante ninguna mujer. Cuando iba a la panadería de Beila a comprar un pletl, bromeaba con tanta gracia y estilo que dejaba maravilladas a las mujeres. Estas admitían que Anshel tenían un “no sé qué”: los tirabuzones se le rizaban más que a los otros chicos, se ponía la bufanda de un modo distinto, y su mirada, risueña aunque distante, parecía fijarse en un punto muy lejano. Además, el hecho de que Avigdor se hubiera comprometido con Peshe, la hija de Feitl, dejándolo solo, aumentó el cariño que la gente del pueblo ya le tenía. Alter Vishkower mandó redactar un contrato provisional de matrimonio en el que se comprometía a darle una dote superior a la que había prometido a Avigdor, así como más regalos y un período de manutención más largo. Las chicas de Bechev corrieron a abrazar a Hadass y felicitarla. Ella se puso a tejer en seguida una bolsa para las filacterias de Anshel, un paño para la challah y una talega para el matzoh. Cuando Avigdor se enteró del compromiso de Anshel, se acercó a la casa de estudios a presentarle sus saludos. Había envejecido durante estas últimas semanas; estaba con la barba en desorden y los ojos enrojecidos. Le dijo a Anshel: -Sabía que esto era inevitable. Lo supe desde el principio, cuando te encontré en la posada. -Pero fuiste tú quien me lo sugirió. -Lo sé. -¿Entonces por qué me abandonaste? Te marchaste sin despedirte siquiera. -No quería dejar ninguna puerta abierta a mis espaldas. Avigdor le pidió a Anshel que dieran un paseo. Aunque Succoth había pasado ya, el sol seguía iluminando el día. Más cariñoso que nunca, el joven le abrió su corazón a Anshel. Sí, era cierto. Un hermano suyo había sucumbido a la melancolía y se había ahorcado. Y ahora él mismo se sentía casi al borde del abismo. Peshe tenía mucho dinero y su padre era un hombre rico, pero Avigdor se pasaba las noches en blanco. No quería convertirse en tendero y tampoco lograba olvidar a Hadass. Se le aparecía hasta en sueños. El sábado por la noche casi se desmaya al oír su nombre en la oración de Havdala. Pero a pesar de todo prefería que fuese Anshel y no otro quien se casara con ella... Por lo menos estaría en buenas manos. Avigdor se inclinó y comenzó a arrancar la hierba seca sin motivo aparente. Siguió hablando incoherentemente como un poseído por el demonio. De repente dijo: -He decidido hacer lo mismo que mi hermano. -¿Tanto la amas? -La llevo clavada en el corazón. Luego renovaron sus votos de amistad y prometieron no volver a separarse. Anshel propuso que, en cuanto ambos se casaran, fuesen vecinos o compartiesen incluso la misma casa. Podrían estudiar juntos todos los días y hasta ser copropietarios de una tienda.
-¿Quieres que te diga la verdad? -le dijo Avigdor-. Mi vida está unida a la tuya, como la historia de Jacob y Benjamín. -¿Entonces por qué me dejaste? -Quizá por eso mismo. Aunque el día se puso frío y borrascoso, ellos continuaron su paseo hasta el bosque de pinos y sólo volvieron al atardecer, para la oración vespertina. Instaladas en sus ventanas, las chicas de Bechev los vieron pasar abrazados y tan absortos en su conversación que iban pisando charcos y montículos de basura sin darse cuenta. Avigdor se veía pálido y desgreñado, y el viento le agitaba uno de los largos tirabuzones. Anshel se mordía las uñas. Hadass también corrió a su ventana, y al verlos pasar se le llenaron los ojos de lágrimas... Los hechos se sucedieron velozmente. Avigdor fue el primero en casarse. Como la novia era viuda, la boda se celebró en privado, sin músicos, animador ni ceremonia del velo de la novia. Peshe pasó un día bajo el dosel nupcial, y al día siguiente volvió a la tienda en la que despachaba brea con manos grasientas. Avigdor empezó a rezar en el Centro hasídico con su nuevo chal litúrgico. Anshel lo visitaba y los dos se la pasaban charlando animadamente hasta que oscurecía. La boda de Anshel y Hadass se fijó para el sábado de la semana de Janukah, aunque el futuro suegro la quería adelantar. Hadass ya había estado comprometida en otra ocasión, y además el novio era huérfano: ¿por qué tenía el pobre que seguir mortificándose en el camastro improvisado que le daba una viuda, cuando podía tener esposa y hogar propios? Anshel se repetía varias veces diarias que lo que estaba a punto de hacer era pecaminoso, disparatado y perverso a más no poder. Se estaba enredando en una cadena de infundios en la que también implicaba a Hadass. Nunca lograría expiar todas las transgresiones que estaba cometiendo. ¡Una mentira tras otra! Varias veces decidió marcharse de Bechev cuando aún estaba a tiempo de acabar con esa comedia absurda, que más parecía obra de un demonio que de un ser humano, pero un poder irresistible la tenía en sus garras. Se sentía cada vez más unida a Avigdor y no se atrevía a destruir la ilusoria felicidad de Hadass. Después de su boda, Avigdor se sintió aún más inclinado al estudio, y ambos amigos se reunían dos veces al día. Por la mañana estudiaban la Gemará y los Comentarios y por la tarde los códigos legales y sus glosas. Alter Vishkower y Feitl el comerciante en pieles estaban muy complacidos y comparaban a Anshel y Avigdor con David y Jonatán. Con tantas complicaciones, Anshel iba de un lado a otro como una sonámbula. Los sastres le tomaron las medidas para renovarle el guardarropa, y tuvo que valerse de mil y un subterfugios para que no descubrieran que era mujer. A Anshel le parecía imposible que su embuste pudiera durar tantas semanas: ¡era increíble! Burlarse de la comunidad había resultado divertido; pero ¿hasta cuándo se mantendría la farsa? ¿De qué modo saldría a relucir la verdad? Anshel reía y lloraba por dentro. Se había convertido en un duende cuya misión en esta tierra era burlarse de la gente y engañarla. “Soy una vil pecadora, una Jeroboam ben Nabat”, se decía. Su única justificación era que había aceptado todas estas cargas porque su alma anhelaba ardientemente estudiar la Torá... No tardó Avigdor en quejarse del mal trato que le daba Peshe. Lo acusaba de ser un haragán y un pobre diablo: una boca más que alimentar. Trató de atarlo a la tienda, asignándole tareas que nada tenían que ver con sus inclinaciones y dándole propinas ridículas. En lugar de consolarlo, Anshel lo indisponía aún más contra Peshe. Le decía que su mujer era un monstruo, una fiera y una avara que seguramente había matado a su primer marido a disgustos y ahora haría lo mismo con él. Y al mismo tiempo enumeraba las virtudes de Avigdor: su altura y su virilidad, su ingenio y su erudición. -Si yo fuese mujer y me casara contigo -le dijo un día Anshel-, sabría cómo apreciarte debidamente. -Bien, pero no lo eres...
Avigdor suspiró. Mientras tanto, se aproximaba la fecha de la boda de Anshel. El sábado anterior a la Janukah, Anshel fue llamada a leer la Torá desde el púlpito. Las mujeres le lanzaron una lluvia de pasas y almendras. El día de la boda, Alter Vishkower dio una fiesta para los jóvenes. Avigdor se sentó a la diestra de Anshel. El novio pronunció un discurso talmúdico y los demás invitados pasaron a discutir los puntos, fumando cigarrillos y bebiendo vino, licores y té con limón o mermelada de frambuesa. A esto siguió la ceremonia de velar a la novia, al término de la cual condujeron al novio al dosel nupcial muy cerca de la sinagoga. La noche estaba fresca y despejada, y el cielo lleno de estrellas. Los músicos entonaron una melodía mientras dos hileras de chiquillos sostenían cerillas encendidas y velas en forma de trenza. Después de la ceremonia nupcial, los novios rompieron su ayuno con un caldo de pollo dorado. Luego, siguiendo la costumbre, dio comienzo el baile y el anuncio de los regalos de boda. Había muchos y costosos regalos. El animador de bodas describió las penas y alegrías que aguardaban a la novia. Peshe, la mujer de Avigdor, se encontraba entre los invitados; pero pese al exceso de joyas que llevaba encima, se le veía fea con una peluca que le cubría más de media frente y una enorme capa de piel, para no hablar de las manchas de brea en sus manos que ningún jabón podría lavar. Una vez concluida la Danza de la Virtud, los novios fueron conducidos por separado a la cámara nupcial. Los miembros de su escolta dieron instrucciones a la pareja sobre la conducta a seguir, y los instaron a ser “prolíficos y a multiplicarse”. Al amanecer, la suegra de Anshel y su camarilla bajaron a la cámara nupcial y sacaron las sábanas sobre las que había dormido Hadass, para asegurarse de que el matrimonio se había consumado. Al descubrir huellas de sangre, el grupo se regocijó y la novia fue objeto de caricias y enhorabuenas. Luego, blandiendo la sábana, salieron en tropel afuera a bailar una danza Kosher sobre la nieve recién caída. Anshel había encontrado una manera de desflorar a la novia. La inocencia de Hadass le impidió darse cuenta de cómo fueron y cómo debieron haber sido realmente los hechos. Se había enamorado profundamente de Anshel. Estaba prohibido que los novios durmieran juntos durante los siete días siguientes al primer contacto sexual. Al otro día, Anshel y Avigdor iniciaron el estudio del Tratado sobre las Mujeres Menstruantes. Cuando los demás se hubieron marchado y ambos se quedaron a solas en la sinagoga, Avigdor le preguntó tímidamente a Anshel sobre la noche que acababa de pasar con Hadass. Anshel satisfizo su curiosidad y continuaron cuchicheando hasta el anochecer. 5 Anshel había caído en buenas manos. Hadass era una esposa fiel y sus padres satisfacían todos los deseos del yerno y hacían alarde de sus talentos. A decir verdad, ya habían transcurrido varios meses y Hadass todavía no esperaba un hijo, pero nadie se tomó esto muy a pecho. Por otra parte, la situación de Avigdor había empeorado notablemente. Peshe no sólo lo torturaba, sino que llegó a reducirle la comida y a negarle incluso una camisa limpia. Como él nunca tenía un céntimo, Anshel volvió a comprarle un pan de alforfón cada día y lo invitaba a cenar a su casa, ya que Peshe no tenía tiempo de cocinar y era demasiado tacaña para tomar una sirvienta. Reb Alter Vishkower y su esposa censuraron este proceder basándose en que un pretendiente rechazado no debía visitar la casa de su antigua prometida. Todo esto dio mucho que hablar al pueblo; pero Anshel, citando precedentes, llegó a demostrar que la ley no lo prohibía. La mayoría de la gente tomó partido por Avigdor y culpó a Peshe de todo.
Avigdor no tardó mucho en pedirle el divorcio, y como no quería tener un hijo con semejante esperpento, imitaba a Onán o para decirlo con palabras de la Gemará: trillaba en el interior, pero arrojaba su simiente fuera. Le hacía confidencias a Anshel. Un día le contó que Peshe no se lavaba antes de acostarse, que roncaba como una sierra circular y que vivía tan obsesionada por el dinero de la tienda que barboteaba sobre él hasta en sueños. -¡Ay, Anshel, cómo te envidio! -le decía. -No tienes por qué envidiarme. -Lo tienes todo. Me gustaría tener tu buena suerte... sin quitarte nada, claro está. -Todos tenemos problemas. -¿Qué clase de problemas puedes tener tú? No tientes a la Providencia. ¿Cómo hubiera podido adivinar que Anshel no pegaba el ojo por la noche y pensaba con suma frecuencia en la huida? Acostarse con Hadass y engañarla le resultaba cada vez más doloroso. El amor y la ternura de la joven la avergonzaban. La devoción de sus suegros y sus esperanzas de tener un nieto constituían una carga para ella. Los viernes por la tarde toda la gente del pueblo acudía a los baños, y cada semana Anshel tenía que inventarse una nueva excusa. Pero pronto empezó a despertar sospechas. Circulaba el rumor de que Ansehl debía tener una horrible marca de nacimiento, alguna hernia o quizá una circuncisión mál hecha. A juzgar por sus años, ya debía haberle crecido barba, pero sus mejillas continuaban tersas. Ya era Purim y la Pascua estaba próxima. Pronto llegaría el verano. No muy lejos de Bechev había un río en el que todos los estudiantes de la yeshiva y los jóvenes solían bañarse en cuanto empezaba a hacer suficiente calor. La mentira se iba hinchando como un absceso y un buen día acabaría reventando. Anshel sabía que debía encontrar la manera de liberarse. Los jóvenes que vivían con sus suegros tenían por costumbre recorrer las ciudades aledañas durante los días semifestivos de la semana de Pascua. Disfrutaban del cambio, se sentían renovados, buscaban la oportunidad de hacer negocios y compraban libros u otras cosas necesarias para un joven. Lublin quedaba cerca de Beshev, y Anshel convenció a Avigdor para hacer el viaje juntos por cuenta de Anshel. Avigdor quedó encantado ante la perspectiva de librarse por unos días de la fiera que tenía en casa. El viaje en coche resultó muy agradable. Los campos empezaban a verdear y las cigüeñas volvían de las regiones cálidas, formando arcos inmensos en el azul del cielo. Los arroyos se precipitaban hacia los valles y las aves gorjeaban. Los molinos giraban, las flores primaverales empezaban a brotar sobre la hierba, y por doquier se veían vacas pastando. Los dos amigos comieron las frutas y los pastelitos que Hadass les había preparado y siguieron conversando, bromeando e intercambiando confidencias hasta llegar a Lublin. Allí tomaron una habitación para dos en una posada. Durante el viaje, Anshel había prometido revelarle un secreto asombroso cuando llegaran a Lublin. Avigdor había bromeado: ¿Qué clase de secreto era ése? ¿Habría descubierto Anshel un tesoro escondido? ¿O tal vez escrito un ensayo? ¿O creado una paloma a fuerza de estudiar la Cábala? Una vez en la habitación, y mientras Anshel corría el cerrojo cuidadosamente, Avigdor le dijo en son de burla: -A ver, oigamos ese tremendo secreto. -Prepárate a oír la cosa más increíble que hayas oído jamás. -Estoy preparado para lo que sea. -Soy mujer y no hombre -le dijo Anshel-. No me llamo Anshel, sino Yentl. Avigdor soltó una carcajada. -Sabía que era un cuento.
-Pero si es verdad. -Ni un tonto se tragaría eso. -¿Quieres que te lo demuestre? -Sí. -Pues entonces me desnudaré. Avigdor abrió bien los ojos. Pensó que quizá lo que su amigo deseaba era practiar la pederastia. Anshel se quitó la gabardina y la camisa bordada, despojándose luego de su ropa interior. Avigdor echó una ojeada y se puso lívido primero y después de color rojo vivo. Anshel se tapó de prisa. -He hecho esto sólo para que puedas dar fe ante los tribunales. De otro modo, Hadass constará siempre como una mujer cuyo marido está ausente. Avigdor había perdido el habla y un extraño temblor le sacudía el cuerpo. Quiso hablar, pero de sus labios no brotaba nada. Se sentó rápidamente porque sus piernas ya no lo aguantaban. Finalmente murmuró: -¡No es posible! ¡No puedo creerlo! -¿Quieres que vuelva a desnudarme? -¡No! Y Yentl pasó a contarle toda la historia: la postración de su padre enfermo y las lecturas que con ella hacía de la Torá; la poca paciencia que tenía con las mujeres y su cháchara absurda; la venta de la casa y de todos los muebles; su partida del pueblo, el viaje hasta Lublin disfrazada de hombre y su encuentro con Avigdor en la posada del camino. Sentado y sin habla, el muchacho la contemplaba y escuchaba su relato. Yentl se había vuelto a poner su ropa de hombre. Por último dijo Avigdor: -Debo estar soñando. Se pellizcó la mejilla. -No es un sueño. -¿Por qué me tienen que pasar a mí estas cosas...? -Es completamente cierto. -¿Por qué lo hiciste? ¡Uff! Será mejor que me calme. -No quería pasarme la vida amasando y cociendo pan. -¿Y lo de Hadass? ¿Por qué lo hiciste? -Lo hice por ti. Sabía que Peshe te atormentaría y en nuestra casa podrías estar tranquilo... Avigdor permaneció largo rato en silencio. Luego inclinó la cabeza y la movió, apretándose las sienes con ambas manos. -¿Qué harás ahora? -Me iré lejos, a otra yeshiva. -¿Cómo? Si me lo hubieses dicho antes, podríamos haber... Avigdor se detuvo en medio de la frase. -No. No hubiera resultado. -¿Por qué no? -No soy ni una cosa ni la otra.
-¡Dios mío, qué dilema! -Divórciate de ese monstruo y cásate con Hadass. -Peshe no me dará el divorcio y a Hadass no le intereso. -Hadass te ama y esta vez no le hará caso a su padre. Avigdor se levantó bruscamente, pero luego volvió a sentarse. -No podré olvidarte... Nunca...
6 Según la Ley, Avigdor no debía permanecer un minuto más a solas con Yentl. Sin embargo, con la gabardina y los pantalones puestos parecía el mismo Anshel de siempre. Reanudaron su conversación con la confianza habitual: -¿Cómo te has atrevido a violar día a día el mandamiento que ordena: “Una mujer no podrá llevar encima todo cuanto pertenezca a un hombre”? -No fui creada para arrancar plumas ni para cotorrear con mujeres. -¿Y preferirías perder tu puesto en la otra vida? -Quiza... Avigdor alzó los ojos. Y entonces se dio cuenta de que las mejillas de Anshel eran demasiado tersas para ser masculinas, y de que su abundante cabellera y sus manos pequeñas también la delataban. No obstante, se resistía a creer que aquello no fuese un sueño del que podría despertarse en cualquier momento. Se mordió los labios y se pellizcó la pierna. Se sentía tan cohibido que a la hora de hablar, tartamudeaba. Su amistad con Anshel, sus conversaciones íntimas, sus confidencias: ¡todo había sido una farsa! Hasta llegó a pensar que Anshel podía ser un demonio. Se sacudió, como para despertarse de una pesadilla; sin embargo, aquel poder que nos permite distinguir la realidad del sueño, le hizo ver que todo era verdad. Hizo acopio de valor: él y Anshel jamás podrían ser extraños el uno para el otro, aunque Anshel fuera en realidad Yentl..., y aventuró un comentario: -Me parece que un testigo que declara en favor de una mujer abandonada no puede casarse con ella, pues la ley lo considera “cómplice en el asunto”. -¿Cómo? No se me había ocurrido. -Tendremos que consultar el Eben Ezer. -Yo no estaría tan segura de que las leyes relativas al abandono de mujeres puedan aplicarse en este caso -dijo Anshel con aires eruditos. -Si no quieres que Hadass sea una mujer abandonada, tendrás que contarle el secreto tú misma. -No puedo hacer eso. -En cualquier caso, has de buscarte otro testigo. Gradualmente, ambos amigos reanudaron su conversación talmúdica. Al principio, a Avigdor le resultó algo extraño discutir sobre un texto sagrado con una mujer, pese a que muy poco antes la Torá los había unido. Aunque sus cuerpos fueran diferentes, sus almas eran hermanas. Anshel hablaba cadenciosamente, gesticulaba con el dedo pulgar, jugaba con sus tirabuzones y tiraba de su imberbe mentón: gestos típicos de un estudiante de la yeshiva. En el calor de la discusión llegó incluso a coger a Avigdor por la solapa y lo llamó estúpido. Él sintió entonces un gran amor por Anshel, mezclado con vergüenza, remordimiento y ansiedad. “¡Si lo hubiera sabido antes!”, repetía para sus adentros.
En su imaginación comparaba a Anshel (o Yentl) con Bruria, la esposa de Reb Meir, y con Yalta, la mujer de Reb Nachman. Por primera vez pudo ver con claridad que él había deseado siempre una mujer que no pensara solamente en cosas materiales... Su interés por Hadass se había esfumado, y sabía que añoraría a Yentl, pero no se atrevió a decirlo. Sintió calor y notó que la cara le ardía. Le resultaba imposible mirar a Anshel a los ojos. Comenzó a enumerar los pecados de la joven y descubrió que él también se hallaba implicado en ellos, pues durante sus días impuros la había tocado y se habían sentado juntos. ¿Y qué decir de su matrimonio con Hadass? ¡La cantidad de transgresiones que ello suponía! ¡Un fraude premeditado, falsos votos e impostura! ¡Y Dios sabe cuántas cosas más! De pronto le preguntó: -Di la verdad, ¿eres hereje? -Dios me guarde. -¿Cómo has podido hacer esto entonces? Cuanto más hablaba Anshel, menos la entenía Avigdor. Todas las explicaciones de la joven parecían apuntar a un solo blanco: tenía cuerpo de mujer y alma de hombre. Al final le dijo que se había casado con Hadass tan sólo para estar más cerca de él, Avigdor. -Lo que quería era estudiar la Gemará y los Comentarios, no zurcir tus calcetines. Permanecieron callados largo rato. Luego Avigdor rompió el silencio: -Me temo que Hadass se enfermará al oír todo esto. Dios quiera que no. -Temo lo mismo. -¿Qué va a pasar ahora? Al caer la tarde, los dos empezaron a rezar la oración vespertina. En medio de su turbación, Avigdor confundía las bendiciones, omitiendo algunas y repitiendo otras. Miraba de reojo a Anshel, que se balanceaba de un lado a otro, golpeándose el pecho y bajando la cabeza. La vio levantar el rostro con los ojos cerrados, como implorando a los cielos: Padre celestial, tú que conoces la verdad... Una vez concluida la plegaria, se sentaron frente a frente, pero a buena distancia uno del otro. La habitación se fue llenando de sombras. Los reflejos del crepúsculo se proyectaban en la pared opuesta a la ventana, imitando un bordado púrpura. Avigdor quiso hablar una vez más, pero las palabras se le atascaron en la punta de la lengua. De pronto estallaron: -Quizá aún no sea demasiado tarde. No puedo seguir viviendo con esa maldita... Tú... -No, Avigdor. Es imposible. -¿Por qué? -Seguiré mi vida como ahora... -Te echaré de menos. Muchísimo. -Y yo a ti. -¿Qué sentido tiene todo esto? Anshel no respondió. Se hizo de noche y las luces se apagaron. En la oscuridad, ambos parecían escucharse los pensamientos uno al otro. La Ley prohibía a Avigdor permanecer a solas en la habitación con Anshel, pero ella era para él algo más que una mujer. “¡Qué extraño poder el de la ropa!”, pensó. Sin embargo, habló de otra cosa: -Yo te aconsejaría que simplemente enviases el divorcio a Hadass. -¿Cómo, así? -¿Qué importa? Si el sacramento matrimonial no fue válido... -Supongo que tienes razón.
-Ya habrá tiempo de que se sepa la verdad más adelante. La sirvienta entró con una lámpara, pero no bien se hubo marchado, Avigdor la apagó. Las circunstancias, y las palabras que tenían que decirse no necesitaban luz. Ya en la penumbra, Anshel le contó todos los pormenores y respondió a todas las preguntas de Avigdor. El reloj dio las dos y ellos seguían hablando. Anshel le dijo que Hadass no lo había olvidado. Hablaba de él con frecuencia, se preocupaba por su salud y lamentaba -aunque no sin cierta satisfacción- el rumbo que había tomado su relación con Peshe. -Será una buena esposa -dijo Anshel-. Yo ni siquiera sé preparar un budín. -No obstante, si estás dispuesta... -No, Avigdor. No estoy destinada a ser... 7 Todo resultó un verdadero rompecabezas para el pueblo: el mensajero que le trajo los papeles de divorcio a Hadass; la prolongada estadía de Avigdor en Lublin hasta pasadas las vacaciones; su retorno a Bechev con los hombros caídos y los ojos apagados como si hubiera estado enfermo. Hadass se postró en su lecho y el doctor iba a verla tres veces al día. Avigdor se aisló del mundo. Si alguien le dirigía la palabra al cruzarse con él, no respondía. Peshe denunció a sus padres que Avigdor se pasaba las noches fumando y dando vueltas por la habitación. Y cuando finalmente sucumbía a la fatiga, pronunciaba en sueños un nombre de mujer conocido: Yentl. Peshe comenzó a hablar de divorcio. El pueblo pensó que Avigdor no se lo daría o que por lo menos le exigiría dinero, pero él no puso el menor impedimento. En Bechev no era costumbre que los misterios siguieran siendo tales mucho tiempo. ¿Cómo guardar secretos en un pueblecito donde todo el mundo sabe qué habas se cuecen en el puchero del vecino? Sin embargo, pese a que mucha gente se dedicó a espiar por el ojo de las cerraduras y a escuchar tras los postigos, nadie logró descubrir la verdad de los hechos. Hadass estaba siempre en cama, llorando. Chanina, el médico naturista, diagnosticó que se estaba consumiendo. Anshel había desaparecido sin dejar rastro. Reb Alter Vishkower mandó llamar a Avigdor, y cuando el joven llegó, muchos se agolparon bajo la ventana, pero no lograron oír una palabra de la conversación. Y esos tipos, que tenían por costumbre entrometerse en los asuntos ajenos, inventaron miles de teorías, todas inconsistentes. Un grupo llegó a la conclusión de que Anshel había ido a parar en manos de sacerdotes católicos y se había convertido. Esto bien podía ser cierto. Pero ¿de dónde iba a sacar tiempo para ver sacerdotes si se pasaba el día entero estudiando en la yeshiva? Y además, ¿de cuándo acá un apóstata envía el divorcio a su mujer? Otros murmuraban que Anshel se había interesado por otra mujer. Pero ¿quién podría ser? No solía haber aventuras amorosas en Bechev. Y ninguna joven -judía o gentil- se había ido del pueblo recientemente. Alguien insinuó que Anshel había sido raptado por los espíritus del mal o que incluso era uno de ellos. Citó como prueba el hecho de que el joven nunca había ido a los baños ni al río. Es del dominio público que los demonios tienen pies de ganso. De acuerdo, pero Hadass debió haberlo visto descalza alguna vez, ¿verdad? Además, ¿qué demonio le envía el divorcio a su mujer? Cuando un diablo toma por esposa a la hija de algún mortal, lo usual es que la convierta para siempre en mujer abandonada.
No faltó quien afirmara que Anshel había cometido un pecado gravísimo y se había exiliado para expiarlo. Pero ¿de qué tipo de pecado podía tratarse? ¿Por qué no se lo había confiado al rabino? Y ¿qué motivos tendría Avigdor para errar como un alma en pena? La hipótesis de Tevel el músico se acercaba más a la verdad. Tevel sostenía que Avigdor no había logrado olvidar a Hadass y Anshel se había divorciado de ésta para que su amigo la tomara por esposa. Pero ¿era posible una amistad así en este mundo? Y en ese caso, ¿por qué no había esperado Anshel a que Avigdor se divorciara primero? Y más aún: es obvio que un plan semejante sólo puede llevarse a caba si la esposa ha sido informada del arreglo y lo acepta. Sin embargo, Hadass había dado pruebas de estar perdidamente enamorada de Anshel y, de hecho, se había enfermado de pena. Una cosa era evidente para todos: Avigdor sabía la verdad. Pero era imposible sacarle una palabra. Persistía en su aislamiento y su silencio con tal tenacidad que irritaba a todo el pueblo. Los amigos íntimos aconsejaban a Peshe que no se divorciara de Avigdor, aunque hubiesen cortado todo tipo de relaciones y ya no viviesen como marido y mujer. Él ni siquiera le daba ya las bendiciones del kiddush los viernes por la noche. Se pasaba las noches en la sinagoga o en casa de la viuda que había alojado a Anshel. Cuando Peshe le hablabla, él permanecía callado y cabizbajo. Como buena comerciante, Peshe no aguantó tanto remilgo mucho tiempo: necesitaba un hombre joven que la ayudara en la tienda y no a un estudiante de la yeshiva, víctima de su melancolía. Y como un tipo de esa calaña bien podía tomar las de Villadiego y dejarla colgada, al final aceptó el divorcio. Entretanto, Hadass se había recuperado y Reb Alter Vishkower hizo saber que estaba redactando un contrato matrimonial: Hadass se casaría con Avigdor. El pueblo se quedó de una pieza. El matrimonio entre un hombre y una mujer que, pese a haber firmado un compromiso, lo hubieran roto, era algo inaudito. La boda se celebró el primer sábado después de Tishe b'Ov e incluyó todos los implementos habituales en los matrimonios de mujeres vírgenes: el banquete para los pobres, el toldo instalado frente a la sinagoga, los músicos, el animador de bodas y la Danza de la Virtud. Sólo faltó una cosa: alegría. De pie bajo el toldo, el novio era la imagen misma del desconsuelo; la novia, aliviada ya de su enfermedad, seguía no obstante pálida y demacrada. Al beber el caldo de pollo dorado derramó abundantes lágrimas. En todas las miradas se leía la misma pregunta: ¿por qué habría actuado Anshel así? Tras la boda de Avigdor con Hadass, Peshe difundió el rumor de que Anshel le había puesto precio a su mujer y que Avigdor se la había comprado con un dinero que Alter Vishkower le proporcionara. Un joven llegó a la conclusión, tras darle muchas vueltas al asunto, de que Anshel había perdido a su querida esposa jugando a las cartas con Avigdor o quizá en la rueda del dreidl en Janukah. Por regla general, cuando los hombres no pueden hallar el grano de la verdad, devoran grandes dosis de mentiras. La verdad misma suele ocultarse de manera tal que cuanto más la buscamos menos la encontramos. Poco después de la boda, Hadass quedó embarazada. Dio a luz un niño, y ¡cuál no sería la sorpresa de los asistentes a la circuncisión al oír que el padre le había puesto el nombre de Anshel a su hijo!
EL ÚLTIMO DEMONIO (The Last Demon) 1 El infrascrito, demonio, da fe de que ya no quedan demonios. ¿Para qué más, si el hombre de por sí es un demonio? ¿De qué sirve persuadir a hacer el mal a alguien que ya está convencido? Yo soy el último de los persuasores. Vivo en un ático, en Tishevitz, y obtengo mi sustento de un libro de cuentos yiddish, un remanente de los días que precedieron a la gran catástrofe. Las historietas del libro son puras paparruchas, pero las letras hebreas tienen peso propio. De más está decirles que soy judío. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Un gentil? He oído decir que hay demonios gentiles, pero no conozco ninguno ni quiero conocerlos. Jacob y Esaú nunca podrán ser parientes políticos. Yo vine aquí desde Lublin. Tishevitz es una aldea olvidada de Dios, en la que Adán no se detuvo ni a hacer pis. Es tan pequeña que cuando pasa un carruaje, el caballo está en la plaza del mercado y las ruedas traseras aún no han llegado a la barrera de peaje. En Tishevitz hay lodo desde el Succoth hasta Tishe b'Ov. Las cabras del pueblo no necesitan levantar su barba para mordisquear los techos de caña de las cabañitas. Las gallinas duermen en medio de las calles, y los pájaros construyen nidos en las cofias de las mujeres. En la sinagoga del sastre, un macho cabrío es el décimo participante en el quorum. No me preguntéis cómo me las arreglé para llegar a esta letra diminuta del más ínfimo de todos los devocionarios. Pero cuando Asmodeus te ordena ir, has de ir sin rechistar. Después de Lublin, la carretera me resulta conocida hasta Zamosc. A partir de ahí, no tienes más guía que tú mismo. Me dijeron que buscara una veleta de hierro con una corneja instalada sobre la cresta del gallito en el techo de la sinagoga. En otros tiempos el gallo giraba con el viento, pero hace años que ya no se mueve, ni siquiera cuando hay truenos y relámpagos. En Tishevitz, hasta las veletas de hierro mueren. Hablo en presente porque para mí el tiempo se halla detenido. Llego y echo una mirada . ¡Que me maten si logro encontrar aquí a uno solo de nuestros hombres! El cementerio está vacío. No hay cobertizos. Voy a los baños rituales, pero no oigo un solo ruido. Me siento en el banco más alto, contemplo la piedra sobre la que cada viernes se vierten los cubos de agua, y me quedo perplejo. ¿Para qué me necesitarán aquí? Si quieren un diablillo, ¿qué necesidad hay de importarlo desde Lublin? ¿Acaso no hay suficientes diablos en Zamosc? Afuera brilla el sol -nos acercamos al solsticio de verano-, pero en el interior de los baños hace frío y no hay luz. Encima de mí veo una telaraña, y en ella una araña que agita las patas como si tejiera, aunque de hecho no está hilando. De moscas no hay el menor rastro, ni siquiera un cascarón vacío. “¿Qué comerá este bicho? -me pregunto-, ¿sus propias entrañas?” De repente le oigo canturrear un sonsonete talmúdico: “Un león no queda satisfecho con un bocado, y una acequia no se llena con la suciedad de sus propias paredes.” Rompo a reír estrepitosamente. -¿Es cierto? ¿Por qué se ha disfrazado usted de araña? -Ya he sido gusano, pulga y rana. Llevo aquí doscientos años sin tener nada que hacer. Pero necesitas un permiso para irte. -¿La gente aquí no peca? -Hombres nimios, pecados nimios. Si hoy día alguien codicia la escoba del vecino, mañana empezará a ayunar y se pondrá guisantes en los zapatos. Desde que Abraham Zalman vivía con la
ilusión de ser el Mesías, hijo de José, la gente ya no tiene sangre en las venas. Si yo fuera Satanás, no enviaría aquí ni a uno de nuestros chiquillos de escuela primaria. -¿Cuánto le cuesta? -¿Qué hay de nuevo en el mundo? -me pregunta. -Las cosas no hay ido muy bien para los nuestros. -¿Qué ha ocurrido? ¿El Espíritu Santo se robustece? -¿Se robustece? No tiene poder más que en Tishevitz. Nadie ha oído hablar de él en las grandes ciudades. Hasta el Lublin está fuera de moda. -¡Caray... qué bueno! ¿No le parece? -Pues no -digo yo-. “La Gran Culpa nos resulta peor que la Gran Inocencia.” Se ha llegado a un punto en el que la gente quiere pecar más allá de sus capacidades. Se martirizan por el más trivial de los pecados. Si las cosas van así, ¿para qué nos necesitan? Hace un instante estaba yo sobrevolando la calle Levertov y vi a un hombre arrebujado en un abrigo de mofeta. Tenía barba negra y patillas onduladas; de sus labios sobresalía una boquilla de ámbar. Por la acera de enfrente pasaba la mujer de un oficial y a mí se me ocurre preguntarle al caballero: “¡Vaya ganga! ¿Verdad que sí, tío?” Yo no esperaba de él más que una idea; incluso había preparado mi pañuelo por si me escupía. Y ¿qué crees que hizo“¿Para qué pierdes tu aliento conmigo? -exclamó furioso-. Yo soy materia dispuesta. Más bien trabájatela a ella.” -¿Y de dónde proviene esta desgracia? -¡La culturización! En los doscientos años que lleva usted sentado aquí sobre su rabo, Satanás ha inventado una nueva receta para preparar kasha. Hoy en día los judíos ya producen escritores -en yiddish y en hebreo- que han acabado por asumir nuestras tareas. Hablamos con cada adolescente hasta que nos enronquecemos, pero ellos imprimen sus textos kitsch a millares y los distribuyen entre los judíos de todas partes. Conocen todos nuestros trucos: la burla, la piedad. Esgrimen cien razones por las que una rata debe ser kosher. Todo lo que quieren es redimir el mundo. Y si usted no podía corromper nada, ¿por qué lo han dejado aquí doscientos años? Y si usted nada ha podido hacer en doscientos años, ¿qué esperan de mí en dos semanas? -Recuerde usted el dicho: “Más ven cuatro ojos que dos.” -¿Y qué hay que ver por estos pagos? -Un joven rabino acaba de mudarse de Modly Bozyc. Aún no llega a los treinta, pero está atiborrado de conocimientos y se sabe de memoria los treinta y seis tratados del Talmud. Es el máximo cabalista de Polonia, ayuna lunes y viernes y realiza las abluciones rituales cuando el agua está helada. No permitiría que uno de nosotros le dirija la palabra. Y encima tiene una mujer guapa, ¿no es realmente el colmo? ¿Con qué podríamos tentarlo? Sería como intentar atravesar una pared de hierro. Si me pidieran mi opinión, diría que Tishevitz debiera desaparecer de nuestros archivos. Sólo le pido que me saque de este lugar antes de que me vuelva loco. -No, primero tengo que hablar con ese rabino. ¿Por dónde me aconseja comenzar? -Valiente pregunta. El tío comenzará por echarle sal en la cola antes de que usted abra la boca. -Soy de Lublin. No es fácil asustarme.
2 Ya en camino a casa del rabino, pregunto al diablillo: -¿Qué ha intentado hasta ahora? -¡Qué no habré intentado! -responde él. -¿Una mujer? -Ni la miraría. -¿Una herejía?
-Sabe todas las respuestas. -¿Dinero? -En su vida ha visto una moneda. -¿Reputación? -Le importa un bledo. -¿Nunca mira hacia atrás? -Ni siquiera mueve la cabeza. -Algún truco ha de tener. -¿Dónde lo esconderá? La ventana del escritorio del rabino está abierta: entramos volando. Alrededor, las parafernales de costumbre: un arca con el Rollo Sagrado, estanterías, una mezuzah en un cofre de madera. El rabino, un hombre joven de barba rubia, ojos azules, patillas amarillentas, frente alta y un ancho capuchón de viuda, está sentado en la silla rabínica, leyendo atentamente la Gemará. No le falta nada: yarmulka, faja y camisa bordada, con cada una de las franjas trenzadas ocho veces. Escucho sus ruidos craneanos: ¡puros pensamientos! Se balancea y entona: “Rachel t'unah v'gazezah” en hebreo, que luego traduce: “Una oveja lanosa esquilada”. -En hebreo, Rachel significa oveja y es también un nombre de mujer -le explico. -¿Ajá? -Una oveja tiene lana y una mujer, cabello. -¿Por consiguiente? -Si no es un andrógino, una muchacha ha de tener vello pubiano. -Basta de chácharas y déjeme estudiar -dice el rabino, furioso. -Un segundo -le digo-, la Torá no se le enfriará. Es cierto que Jacob amaba a Raquel, pero cuando le dieron a Lía en lugar de la otra, no la encontró nada mal. Y cuando Raquel le entregó a Bilhah como concubina, ¿qué hizo Lía para herir a su hermana? Se metió a la cama con Zilpah. -Eso ocurrió antes de la Torá. -Y lo del rey David, ¿qué? -Tuvo lugar antes de la excomunión decretada por el rabino Gershom. -Antes o después del rabino Gershom, un macho es un macho. -¡Sinvergüenza! Shaddai kra Satan -exclama el rabino-. Y tirando de sus patillas, empieza a temblar como un azogado. “¿Qué absurdidades estoy pensando?” Luego se coge los lóbulos de ambas orejas y se las tapa con ellos. Yo sigo hablándole, pero él no me escucha; se enfrasca en un pasaje difícil y no hay manera de sacarle una letra. El diablillo de Tishevitz me dice: “Un tío duro de pelar, ¿verdad? Mañana ayunará y se revolcará en una cama de cardos. Además, donará hasta el último penique a instituciones de caridad.” -¿Un creyente así en estos tiempos? -Sólido como una roca. -¿Y su mujer? -Un manso corderito. -¿Y qué hay de los hijos? -Aún niños. -Pero tal vez tenga una suegra. -Ya está en el otro mundo. -¿Algún pleito? -Ni siquiera tiene medio enemigo. -¿Y dónde encontró usted esta joya? -De vez en cuando surge un tío así entre los judíos. -Pues tengo que echarle el guante. Es mi primer trabajito en esta zona. Me prometieron que si tenía éxito, sería transferido a Odessa. -¿Y qué ventaja tiene el cambio?
-Es lo más próximo al Paraíso para los de nuestra especie. Puedes dormir veinticuatro horas diarias. La población peca y peca sin que tengas que mover un solo dedo. -¿Y en qué os entretenéis todo el día? -Jugando con nuestras mujeres. -Aquí no queda una sola de nuestras chicas -dice el diablillo y suspira-. Había una perra vieja, pero murió. -¿Y qué hacéis entonces? -Lo mismo que Onán. -Eso no lleva a ningún sitio. Ayúdame y te juro por las barbas de Asmodeus que te sacaré de aquí. Tenemos un puesto libre como mezclador de hierbas amargas. Sólo trabajarás en Pascua. -Espero que resulte y no sean las cuentas de la lechera. -Ya hemos resuelto cosas peores.
3 Ha pasado una semana y nuestro asunto no avanza; estoy de un humor de perros. Una semana en Tishevitz equivale a un año en Lublin. El diablillo de Tishevitz está perfectamente, pero cuando pasas doscientos años en un agujero así, acabas volviéndote un idiota. Cuenta chistes que no harían reír ni a Enoch y él se desternilla de risa. Suele citar nombres propios de la Haggadah. Todos sus héroes usan barba larga. Quisiera largarme cuanto antes, pero no hace falta ser mago para volver a casa con las manos vacías. Tengo enemigos entre mis colegas y debo cuidarme de posibles intrigas. Tal vez me enviaron aquí para que me desnuque. Cuando los diablos dejan de incordiar a la gente, empiezan a echarse zancadillas unos a otros. La experiencia nos enseña que, de todas las trampas que utilizamos, hay tres que nunca fallan: la lujuria, el orgullo y la avaricia. Nadie puede eludir las tres, ni siquiera el rabino Tsots en persona. De las tres, el orgullo tiene las redes más grandes. Según el Talmud, a un erudito le está permitido tener la octava parte de una octava parte de vanidad. Pero un sabio suele rebasar su cuota. Como veo que los días pasan y el rabino de Tishevitz persiste en su obstinación, me concentro en la vanidad. -Rabino de Tishevitz -le digo-, yo no he nacido ayer. Vengo de Lublin, donde las calles están pavimentadas con exégesis del Talmud. Usamos manuscritos para calentar nuestras estufas. Los pisos de nuestros áticos suelen combarse bajo el peso de la cábala. Pero ni siquiera en Lublin he conocido a un sabio de su categoría. ¿Cómo es posible -me pregunto- que nadie haya oído hablar de usted? Quizá los verdaderos santos deban ocultarse, pero el silencio nunca traerá la redención. Usted debiera ser el jefe espiritual de esta generación y no sólo el rabino de esta comunidad, por santa que sea. Ha llegado la hora de darse a conocer. Cielos y Tierra lo están esperando. El propio Mesías, desde el Nido del Ave, busca con la mirada un santo tan intachable como usted. Pero ¿qué hace usted mientras tanto? Estar sentado en su silla rabínica, dictaminando qué ollas y pucheros son realmente kosher. Perdone la comparación, pero es como si a un elefante le encargaran transportar una paja. -¿Quién es usted y qué desea? -me pregunta el rabino aterrorizado-. ¿Por qué no me deja estudiar? -Hay momentos en los que el servicio de Dios exige el abandono de la Torá -exclamo-. Cualquier estudiante puede estudiar la Gemara. -¿Quién le ha enviado aquí? -Me enviaron, y aquí estoy. ¿Cree que los de arriba no han oído hablar de usted? Están enfadados con su persona. Los que tengan la espalda ancha que carguen con su parte a cuestas. O para decirlo
en rima: al que quiera celeste, que le cueste. Escuche esto: Abraham Zalman era el Mesías, hijo de José, y a usted le ordenan preparar el camino del Mesías, hijo de David; de modo que deje de dormir. Apréstese para la batalla. El mundo se hunde hacia la cuadragésima novena puerta de la inmoralidad, pero usted se ha abierto camino hasta el séptimo firmamento. En las mansiones celestiales sólo se oye un grito: ¡el hombre de Tishevitz! El ángel que tiene Edom a su cargo ha armado a una pandilla de demonios contra usted. Satanás también se mantiene al acecho. Asmodeus os está socavando el terreno. Lilith y Namah rondan junto a la cabecera de su cama. Usted no los ve, pero Shabriri y Briri le andan pisando los talones. Si los ángeles no os defendieran, esta turba impía ya os habría reducido a polvo y cenizas. Pero usted no está solo, rabino de Tishevitz. El señor Saldalphon vigila cada uno de vuestros pasos. Metratron os observa desde su esfera luminosa. Todo está pendiente de un hilo, hombre de Tishevitz: ya puede usted subir a la balanza. -¿Qué debo hacer? -Escuche bien lo que le diga; aun cuando le ordene quebrantar la ley, haga lo que le mande. -¿Quién es usted? ¿Cuál es su nombre? -Elías el Tishbita. Ya tengo listo el cuerno del carnero del Mesías. De usted depende que llegue la hora de la redención o que tengamos que peregrinar otros 2.689 años por las tinieblas de Egipto. El rabino de Tishevitz permanece un buen rato en silencio. Su cara va adquiriendo la misma blancura de las tiras de papel en las que anota sus comentarios. -¿Cómo puedo saber que está diciendo la verdad? -me pregunta con voz temblorosa-. Perdóneme, Ángel Santo, pero exijo una prueba. -Tiene razón. Le daré una prueba. Y levanto una ráfaga tan violenta en el estudio del rabino que la tira de papel en la que estaba escribiendo echa a volar como una paloma. Las páginas de la Gemara empiezan a pasarse solas y las cortinilla del Rollo Sagrado ondea. La yarmulka del rabino abandona bruscamente su cabeza, sube hasta el techo y cae de nuevo sobre el cráneo del venerable. -¿Así actúa la naturaleza? -le pregunto. -No. -Y ahora, ¿me cree? El rabino de Tishevitz vacila. -¿Qué quiere que haga? -El director espiritual de esta generación ha de ser famoso. -¿Y cómo hacerse famoso? -Empiece a recorrer el mundo. -¿Haciendo qué? -Predicando y pidiendo limosna. -¿Para qué debo pedir limosna? -Primero pídala. Luego le diré qué hacer con el dinero. -¿Quién contribuirá? -Cuando yo ordeno, los judíos dan. -¿Y de qué quiere que viva? -A todo emisario rabínico le corresponde una parte de lo que recoja. -¿Y mi familia? -Ganará usted lo suficiente para mantenar a todos. -¿Qué debo hacer ahora mismo? -Cerrar la Gemara.
-¡Oh! Pero mi alma suspira por la Torá -gime el rabino de Tishevitz. Sin embargo, levanta la cubierta del libro con la intención de cerrarlo... ¡Pobre de él si llega a hacerlo! ¿Qué hizo Joseph de la Rinah? Se limitó a alcanzarle a Samael un polvo de rapé. Yo empiezo a reírme para mis adentros: “Rabino de Tishevitz, ¡por fin te tengo!” El diablillo de los baños públicos aguza la oreja en un rincón y se pone verde de envidia. Es cierto que prometí hacerle un favor, pero los celos de los diablos pueden más que cualquier otra cosa. Y el rabino me dice de pronto: -Perdone usted, señor, pero exijo otra prueba. -¿Qué quiere que haga ahora? ¿Que detenga el sol? -Tan sólo que me enseñe sus pies. En cuanto el rabino de Tishevitz hubo dicho estas palabras, comprendí que todo estaba perdido. Podemos camuflar todas las partes de nuestro cuerpo, salvo los pies. Desde el diablillo más bajo hasta Ketev Meriri, todos tenemos patas de ganso. El diablillo rompió a reír en su rincón. Por vez primera en mil años, yo, maestro en el arte de la persuasión, perdí el habla. -No suelo mostrar mis pies -exclamo furioso. -Lo cual significa que es usted un demonio. Pik, ¡largo de aquí! -exclama el rabino. Y, corriendo hacia su estantería, saca el Libro de la Creación y lo agita amenazadoramente en dirección a mí. ¿Qué diablo puede hacer frente al Libro de la Creación? Me alejé del estudio del rabino con el alma hecha pedazos. Para abreviar la historia: tuve que quedarme en Tishevitz. Adiós Lublin, adiós Odessa. En un segundo naufragaron todas mis estratagemas. Luego me llegó una orden de Asmodeus: -Quédate en Tishevitz y revienta. No te alejes a una distancia mayor que la que un hombre puede recorrer en día sábado. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? La eternidad más un miércoles. Lo he visto todo: la destrucción de Tishevitz, la destrucción de Polonia. Ya no quedan judíos ni demonios. Las mujeres ya no vierten agua la noche del solsticio invernal. Ya no evitan dar cosas en números pares ni llaman por la mañana a la anticámara de la sinagoga. Tampoco nos previenen antes de vaciar los cubos de agua sucia. El rabino fue martirizado un viernes del mes de Nisan. La comunidad entera fue sacrificada, los libros sagrados reducidos a cenizas y el cementerio profanado. El Libro de la Creación le fue devuelto al Creador. Los no judíos se lavan en los baños públicos. La capilla de Abraham Zalman ha sido convertida en pocilga. Ya no hay Ángel del Bien ni Ángel del Mal: ¡se acabaron los pecados y las tentaciones! Esta generación ya es culpable siete veces, pero el Mesías no viene. ¿Por quién habría de venir? Si el Mesías no vino por los judíos, los judíos fueron hacia Él. Ya no hay necesidad de demonios. Nosotros también hemos sido aniquilados. Yo soy el último: un refugiado. Puedo ir adonde me plazca, aunque ¿adónde puede ir un demonio como yo? ¿Al lado de los asesinos? Un día encontré un libro de cuentos yiddish entre dos barriles rotos, en la casa que en otro tiempo perteneció a Velvel el Tonelero. Y allí estoy ahora, yo, el último de los demonios. Como polvo y duermo sobre un plumero. Sigo leyendo este galimatías. El estilo del libro me resulta familiar: budín sabático frito en manteca de cerdo = blasfemia envuelta en piedad. La moraleja del libro es: ni juez, ni juicios. Sin embargo, las letras son judías. No pudieron destruir el alfabeto. Me pongo a chupar legras para alimentarme. Cuento las palabras, hago versos e interpreto cada punto una y otra vez, tortuosamente.
Aleph = abismo: ¿qué otra cosa cabía esperar? Beth = bebé: condenado antes de nacer Gimel = genocidio: su sombra se extiende Daleth = Dios: pretende saberlo todo Je = juez: su veredicto, un fraude Vau = verdugo: listo desde siempre Zayin = zodíaco: signos en la lejanía Cheth = chusma: ignorancia al desnudo Teth = teólogo: señor encarcelado Iod = infortunio: nuestro eterno destino Pues sí, mientras quede un solo libro, tendré algo que me sostenga. Mientras la polillas no destruyan la última página, habrá algo con que jugar. ¿Qué pasará cuando no quede letra alguna? Prefiero ni pensarlo. Cuando no quede letra alguna, el último demonio emigrará a la Luna.
ESTHER KREINDEL SEGUNDA (Esther Kreindel the Second) 1 En la ciudad de Bilgoray vivía un talmudista llamado Meyer Zissl. Era un hombre bajo, ancho de espaldas y de cara redonda, con barba negra, mejillas encarnadas, ojos color cereza oscura, dentadura prominente y una abundante cabellera que le llegaba hasta el nuca. A Meyer Zissl le gustaba comer bien, podía beberse media pinta de coñac de un solo trago, y era muy amigo de cantar y bailar en las bodas hasta el amanecer. No tenía paciencia para enseñar, pero la gente rica seguían enviándole a sus hijos en calidad de alumnos. A la edad de treinta y seis años perdió Meyer Zissl a su esposa, que lo dejó con seis hijos. Seis meses más tarde se casó con una viuda, Reitze, oriunda del pueblo de Krashnik. Era ésta una mujer alta, enjuta y silenciosa, de nariz larga y muchas pecas. Reitze había sido lechera antes de contraer matrimonio con un rico setentón, Reb Tanchum Izhbitzer, del cual tuvo una hija: Simmele. Antes de morir, Reb Tanchum había hecho bancarrota y dejado a su mujer sin nada, alvo su adorada hijita. Simmele sabía escribir y podía leer la Biblia en yiddish. Su padre, al volver de viaje de negocios, solía traerle siempre algún regalo: un chal, un delantal, un par de zapatillas, un pañuelo bordado o un nuevo libro de cuentos. Y Simmele, cargando con todas sus pertenencias, se fue un día a vivir con su madre y su padrastro a Bilgoray. La prole de Meyer Zissl, cuatro niñas y dos niños, era una camada codiciosa y desaliñada: peleadores, glotones, gritones, pródigos en toda suerte de bromas malévolas y siempre dispuestos a mendigar o robar. Inmediatamente atacaron a Simmele, le hurtaron todos sus tesoros y la apodaron la Presumida. Simmele era delicada: tenía una cinturita estrecha, piernas largas, rostro fino, piel blanca, cabello negro y ojos grises. Les temía a los perros del patio, se azoraba por la manera en que la familia solía arrebatarse la comida de los platos, y le daba vergüenza desnudarse ante sus hermanastras. Muy pronto dejó de hablar con los hijos de Meyer Zissl y no hizo amistad con ninguna de las niñas del vecindario. Cuando salía a la calle, los golfillos le tiraban piedras y la llamaban “gata miedosa”. Simmele se quedaba en casa, leyendo libros y llorando. Desde muy niña había disfrutado escuchando cuentos. Su madre lograba calmarla contándole alguno, y cuando Reb Tanchum vivía, solía hacerla dormir regularmente con un cuento de hadas. Un personaje ideal como tema de cuentos era Reb Zorach Lipover, un gran amigo de Reb Tanchum que vivía en Zamosc. Reb Zorach era conocido en media Polonia por sus riquezas. Su mujer, Esther Kreindel, provenía asimismo de una familia adinerada. Y a Simmele le encantaba oír hablar de aquella célebre familia, de sus riquezas y sus hijos bien educados. Un día, Meyer Zissl llegó a almorzar y trajo la noticia de que la esposa de Zorach Lipover había fallecido. Simmele abrió mucho los ojos. Aquel nombre le trajo recuerdos de Krashnik y de su difunto padre, de los tiempos en que había tenido un cuarto propio, una cama con dos almohadas, un cobertor de seda con forro de lino bordado y una criada que le servía refrescos. Ahora vivía en un cuarto desaseado y usaba un vestido raído y un par de zapatos descosidos; en sus cabellos había plumas de pollo; salía sin lavarse y estaba rodeada por esos chiquillos asquerosos que aprovechaban la primera oportunidad para hacer de las suyas. Al oír que Esther Kreindel había muerto, Simmele enterró la cara entre las manos y rompió a llorar. La chica no sabía si estaba lamentando la suerte de Esther Kreindel o la suya propia, o bien el hecho de que la mimada Esther Kreindel se estuviera pudriendo ahora en su tumba, o de que su propia vida, la de Simmele, hubiera llegado a un final tan miserable.
2 Cuando Simmele dormía sola en su sofá-cama, los hijos de Meyer Zissl la torturaban; de ahí que Reitze compartiera a menudo su cama con la niña. Lo cual no era la solución más adecuada, ya que Meyer Zissl quería dormir a veces con su mujer y Simmele, aunque se daba perfecta cuenta de lo que los adultos se disponían a hacer, tenía que hacerse la dormida. Una noche en que Simmele estaba durmiendo con su madre, Meyer Zissl volvió de una fiesta de bodas, borracho. Levantó a la joven dormida del lado de su mujer, aunque sólo para descubrir que Reitze había dejado una pila de ropa mojada en el sofá-cama. Como su deseo era tan grande, Meyer depositó a su hijastra encima del horno, entre los retales. Simmele permaneció adormilada un rato más, y al despertar oyó roncar a Meyer Zissl. Para no enfriarse, se tapó con un saco de harina. Luego oyó un susurro extraño, como si unos dedos estuvieran rasguñando un tablero. Cuando alzó la cabeza, se quedó estupefacta al ver una mancha de luz brillante en la pared, muy cerca de ella. Los postigos estaban cerrados; el fuego del horno se había apagado hacía rato, y ninguna de las lámparas estaba encendida. ¿De dónde podía venir? A medida que Simmele la observaba, la mancha de luz empezó a vibrar intensamente y sus anillos luminosos se fueron coagulando. Perpleja, la niña se olvidó del susto. Una mujer empezó a materializarse: primero la frente, luego los ojos, la nariz, la barbilla y el cuello. Por último abrió la boca y comenzó a emitir palabras que parecían salir de la Biblia en yiddish. -Simmele, hija mía -le dijo la voz-, has de saber que yo soy Esther Kreindel, la esposa de Reb Zorach Lipover. Los muertos no acostumbramos interrumpir nuestro profundo sueño, pero como mi esposo suspira por mí día y noche, no logro descansar en paz. Aunque los treinta días de duelo ya han pasado, el pobre no cesa de lamentarse y de pensar en mí. Si pudiera liberarme de la muerte, me alzaría muy gustosa y volvería junto a él. Pero mi cuerpo yace bajo siete pies de tierra, y mis ojos ya han sido devorados por los gusanos. Por consiguiente, yo, el espíritu de Esther Kreindel, he sido autorizado a buscarme otro cuerpo. Dado que tu padre, Reb Tanchum, era como un hermano para mi Zorach, te he elegido a ti, Simmele. De hecho, tú no me resultas extraña, sino casi una pariente: pronto entraré en tu cuerpo y te convertirás en mí. No tengas miedo, pues nada malo te sucederá. Cuando amanezca, cúbrete la cabeza y anuncia a tu familia y a la gente del pueblo lo que ha ocurrido. Los perversos negarán tus palabrasy te acusarán, pero yo te protegeré. Atiende a mis palabras, Simmele, pues tendrás que hacer todo lo que te ordene. Ve a Zamosc, busca a mi afligido esposo y conviértete en su esposa. Siéntalo en tus rodillas y sírvelo fielmente como yo lo hice durante cuarenta años. Puede que al comienzo Zorach dude de mi vuelta, pero yo te daré señales para convencerlo. No debes tardar, pues Zorach está consumido por la nostalgia y pronto, Dios no lo quiera, podría ser demasiado tarde. Dios mediante, cuando te llegue la hora suprema, tanto tú como yo seremos los escabeles de Zorach en el Paraíso. Apoyará su pie derecho sobre mí, y el izquierdo sobre ti; seremos como Raquel y Lía: mis hijos serán tuyos, como si hubieran salido de tu seno... Esther Kreindel siguió hablando y contándole a Simele una serie de intimidades que sólo una mujer puede saber. Y no paró hasta que el gallo cantó en el gallinero y la luna de medianoche se dejó ver por las rendijas de los postigos. Luego sintió Simmele que algo duro como un guisante se le introducía por las fosas nasales y se le instalaba en el cráneo. La cabeza le dolió un momento, pero después cesó el dolor y la niña sintió que las manos y los pies se le alargaban, y que su vientre y pechos maduraban. También le maduró el cerebro, y al punto empezó a pensar como una esposa, madre y abuela acostumbrada a dirigir una gran casa con mayordomos, criadas y cocineros. Todo era demasiado fabuloso. “En Tus manos me encomiendo”, murmuró la joven. Pronto se quedó dormida, y Esther Kreindel se le apareció inmediatamente en sueños y permaneció a su lado hasta que Simmele abrió los ojos, al amanecer.
3 Niña delicada, Simmele solía quedarse en cama hasta muy tarde, pero aquella mañana se despertó con el resto de la familia. Sus hermanastros y hermanastras, viéndola encima del horno cubierta con un saco de harina, empezaron a reírse, a rociarle agua en la cara y a hacerle cosquillas en los pies con pajitas. Reitze los echó fuera. Pero Simmele, incorporándose, esbozó una sonrisa benévola y recitó: “Te agradezco, Señor.” Y aunque nadie acostumbre poner un cántaro de agua junto a la cama de una niña para hacer las abluciones matinales, Simmele pidió a su madre agua y una jofaina. Reitze se encogió de hombros. Cuando la joven estuvo vestida, Reitze le alcanzó una rebanada de pan y una taza de achicoria, pero Simmele dijo que primero quería rezar y, sacando su pañuelo sabático, se cubrió la cabeza. Meyer Zissl observaba perplejo la conducta de su hijastra. Simmele leyó oraciones del devocionario, se inclinó, se dio golpes de pecho y, después de recitar “Él hace las paces en las alturas”, retrocedió tres pasos. Luego, antes de comer, se lavó las manos hasta la muñeca y musitó la Bendición. Los niños la rodearon en tropel, remedándola y burlándose de ella; pero Simmele se limitó a sonreír como una madre y exclamó: -Niños, dejadme rezar, por favor. Besó en la frente a la niñita más pequeña, pellizcó al niño menor en la mejilla y obligó al mayor a sonarse la nariz en su delantal. Reitze estaba boquiabierta. Meyer Zissl se rascó la cabeza. -¿Qué clase de trucos son éstos? Casi no reconozco a la chica -dijo Meyer Zissl. -Ha madurado en una noche -replicó Reitze. -Tiembla como Yentl la Piadosa -dijo el mayor de los niños en son de burla. -¿Simmele, qué te ha pasado? -preguntó Reitze. La muchacha no contestó inmediatamente, sino que siguió mascando lentamente el pan que tenía en la boca. No era muy de su estilo actuar con tanta deliberación y calma. Cuando hubo deglutido la última migaja, repuso: -Ya no soy Simmele. -¿Y quién eres ahora? -inquirió Meyer Zissl. -Soy Esther Kreindel, la esposa de Reb Zorach Lipover. Su alma se apoderó de mí anoche. Llevadme a Zamosc, junto a mi marido y a mis hijos. Mi hogar se encuentra abandonado. Y Zorach me necesita. Los niños mayores se echaron a reír ruidosamente, mientras los menores miraban la escena embobados. Reitze palideció. Meyer Zissl se mesó la barba y dijo: -Esta chica está poseída por un dybbuk. -No, no es un dybbuk, sino el alma sagrada de Esther Kreindel la que se ha posesionado de mí. No podía permanecer en su tumba porque su marido, Zorach Lipover, se está consumiendo de pena. Sus negocios andan de cabeza, y su fortuna se está esfumando. Me ha contado todos sus secretos. Si no me creéis, os puedo aportar pruebas. Y Simmele empezó a repetir algunas de las cosas que Esther Kreindel le confiara despierta y en sueños. El estupor de Meyer Zissl y de la madre de Simmele iba en aumento a medida que la oían. Las palabras, frases y todo el lenguaje de la joven eran los de una mujer experimentada y habituada a dirigir un negocio y una gran casa. Abordó temas que alguien tan joven como Simmele no hubiera
podido saber, y describió la enfermedad final de Esther Kreindel, contándoles cómo los médicos se la habían agravado con sus pastillas y ungüentos, además de aplicarle copas y sanguijuelas para sangrarla. Los vecinos se percataron pronto de que algo extraño sucedía, como suele hacer la gente que en un pueblo escucha detrás de las puertas y espía por el ojo de la cerradura. La historia se difundió y una multitud se fue congregando ante la casa de Meyer Zissl. Al oír lo que había pasado, el rabino envió un mensaje ordenando que le llevaran a la niña. En casa del rabino se hallaban reunidos el Consejo de ancianos y las matronas más distinguidas de la comunidad. Cuando llegó Simmele, la esposa del rabino cerró la puerta con cadena y el interrogatorio comenzó. Había que averiguar si la muchacha estaba intentando engañarlos, o si se hallaba poseída por un diablo o por uno de esos demonios insolentes que se hacen los listos y tratan de entrampar a los justos. Al cabo de varias horas de interrogatorio, todos quedaron convencidos de que Simmele decía la verdad. Pues todos habían conocido a Esther Kreindel, y la joven no sólo hablaba como la difunta, sino que tenía además sus gestos, su sonrisa y la misma manera de mover la cabeza y secarse la frente con el pañuelo. Sus modales eran también los de alguien que siempre ha estado acostumbrado a la opulencia. Además, de haber sido poseída por algún espíritu maligno, Simmele hubiera prorrumpido en insultos, mientras que su comportamiento era muy respetuoso e iba respondiendo a todas las preguntas con moderación y cortesía. Los hombres comenzaron pronto a mesarse la barba, y las mujeres a frotarse las manos, enderezarse la cofia y estirarse el delantal. Los miembros de la empresa de Pompas Fúnebres, normalmente tipos recios y carentes de emoción, se enjugaban las lágrimas de los ojos. Hasta un ciego hubiera podido ver que el alma de Esther Kreindel había vuelto. Mientras el interrogatorio proseguía, Zeinvel el cochero enganchó un caballo a su calesa y, llevándose a varios testigos, partió rumbo a Zamosc, a contarle las nuevas a Reb Zorach Lipover. Al oírlas, éste rompió a llorar y ordenó al cochero que aprestara un coche con cuatro caballos en el que subieron él, un hijo y dos de sus hijas. El cochero no escatimó latigazos. El camino estaba seco, los caballos partieron al galope y al caer la noche Zorach Lipover y su familia se hallaban en Bilgoray. Simmele seguía en casa del rabino, cuya esposa la protegía de la gente curiosa y malsana. Estaba sentada en la cocina haciendo calceta, tarea que, según juraba Reitze, jamás había sabido hacer antes. La joven había evocado una serie de hechos olvidados tiempo atrás: inviernos horribles de hacía tres decenios, las olas de calor que siguieron a la Fiesta de los Tabernáculos, nevadas en pleno verano, vientos que rompían molinos de viento, granizadas que estrozaron techos y lluvias de peces y de sapos. También les había hablado de asados y cocción al horno, así como de las enfermedades que las mujeres pueden coger durante el embarazo, discutiendo los rituales concernientes a la cohabitación y al período menstrual. En la cocina, las mujeres se hallaban perplejas y en silencio. Les parecía oír hablar a un cadáver. De pronto se oyeron las ruedas del carruaje de Reb Zorach que hacía su entrada en el patio. Cuando el visitante apareció, Simmele puso a un lado sus labores y, levantándose, le anunció: -Zorach, he vuelto. Las mujeres prorrunpieron en lamentos. Zorach se quedó con la mirada fija en ella. Luego se reanudó el interrogatorio, que duró hasta después de medianoche y dio origen a una serie de declaraciones contradictorias respecto a lo que se había dicho. Estos desacuerdos generaron, a su vez, dilatadas disputas, aunque desde el comienzo todo el mundo admitió que la mujer que había recibido a Zorach era, sin duda alguna, Esther Kreindel.
Pronto empezó Reb a gritar en un tono desgarrador, y el hijo de Zorach le dijo “madre” a Simmele. Las hijas no cedieron tan fácilmente, sino que intentaron probar que Simmele era una farsante: estaban ansiosas por asumir las prerrogativas de su madre. Mas poco a poco se fueron dando cuenta de que el asunto no era tan simple. Al principio, la menor guardó silencio; luego la mayor inclinó la cabeza. Antes de que amaneciera, ambas hijas pronunciaron la palabra que habían estado evitando durante horas: ¡madre! 4 Según la ley, Zorach Lipover se hubiera podido casar con Simmele inmediatamente, pero Reb Zorach tenía una tercera hija, Bina Hodel, que se negaba obstinadamente a aceptar los hechos. Sostenía que Simmele pudo haber recibido información sobre Esther Kreindel de sus propios padres o de alguna criada que la difunta hubiera despedido. O bien la muchacha podía ser una bruja o haberse confabulado con algún diablillo. Pero Bina Hodel no era la única que sospechaba de Simmele. En Zamosc había varias viudas y divorciadas que veían en Reb Zorach un buen partido, y no estaban dispuestas a dejar que Simmele se lo llevara así como así. De modo que empezaron a decir por la ciudad que la joven era una zorra astuta, una libertina intrigante, una cerda que intentaba meter el hocico en un jardín ajeno. Cuando el rabino de Zamosc oyó hablar de las pretensiones de Simmele, ordenó que fuera conducida a su presencia para examinarla. Y la ciudad de Zamosc se vio así dividida de buenas a primeras. La gente rica, los eruditos y los malhablados ponían en duda las pretensiones de Simmele y querían examinarla más de cerca. Los vecinos y amigos de Esther Kreindel también deseaban interrogar a la muchacha. Al enterarse Reitze de lo que estaba ocurriendo en Zamosc y del probable trato que aguardaba a su hija, protestó amargamente diciendo que no quería ver a la niña de un lado a otro ni convertida en la comidilla de la ciudad, y que Simmele no tenía interés alguno en la fortuna de Reb Zorach Lipover. Pero Meyer Zissl albergaba otros planes: estaba harto de enseñar y hacía tiempo que deseaba mudarse a Zamosc, ciudad más grande y alegre que Bilgoray, llena de gente rica, jóvenes joviales, mujeres hermosas, tabernas y bodegas. Un día, Meyer Zissl, que ya había recibido una cantidad de dinero de Zorach Lipover, persuadió a Reitze de que lo dejara ir con Simmele a Zamosc. Una gran multitud se había congregado ante la casa del rabino de Zamosc para ver llegar a Simmele con Meyer Zissl. Éste y sus adeptos procuraron que sólo los ciudadanos más influyentes fueran admitidos. Simmele llevaba puesto un vestido de fiesta de Reitze y un pañuelo de seda en la cabeza. En las últimas semanas había crecido y engordado, volviéndose más madura. Pese a que de todas partes la acribillaban a preguntas, respondía con tanta educación y buen gusto que incluso los que habían ido a burlarse de ella acabaron guardando silencio. La misma Esther Kreindel no hubiera sabido dar respuestas más apropiadas. Al principio le preguntaron mucho sobre el otro mundo. Y Simmele empezó a hablar de su agonía, de la limpieza de su cuerpo y de su entierro; les describió cómo el ángel Dumah se le acercó a la tumba con su varita de fuego y le preguntó su nombre, y cómo los espíritus malos y los duendes intentaron pegársele, hasta que la salvó el Kaddish recitado por sus piadosos hijos. Sus buenas acciones y sus faltas fueron pesadas en una balanza durante le juicio en el Cielo. Satán había conspirado contra ella, pero los ángeles sagrados la defendieron. Les narró el encuentro con sus padres, abuelos, bisabuelos y otras almas que llevaban tiempo viviendo en el Paraíso. Pero cuando se dirigía al lugar del juicio le permitieron contemplar la Gehena por una ventana.
Y todos los presentes suspiraron cuando la joven describió los horrores infernales: las camas de tortura, las pilas de nieve y los lechos de carbón donde los malvados eran revolcados; los ganchos incandescentes de los que colgaban a los rencorosos por la lengua o los pechos. Hasta los más desdeñosos e impenitentes se echaron a temblar. Simmele fue identificando por sus nombres a varios habitantes de Zamosc que ahora cumplían condenas: algunos eran sumergidos en barriles de brea hirviendo, otros tenían que juntar madera para las hogueras en que luego serían quemados, y unos cuantos eran envenenados por serpientes o bien devorados por víboras y erizos. Un forastero nunca hubiera oído hablar de mucha de esa gente ni de sus crímenes. A continuación describió Simmele las columnas de diamante del Paraíso, entre las cuales se hallaban los justos sentados en sillas de oro y con la cabeza coronada, banqueteándose con el Leviatán y el Buey Salvaje y bebiendo el vino que Dios guarda para sus elegidos, mientras los ángeles les revelaban los secretos de la Torá. Les explicó que los justos no utilizan a sus esposas como escabeles, sino que las mujeres santas se sientan más bien junto a sus maridos, aunque en sillas cuyo respaldo dorado es algo más bajo que el de los varones. Felices de oír estas nuevas, las mujeres de Zamosc rompieron a reír y a gritar. Reb Zorach Lipover se cubrió la cara con ambas manos y dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Tras el interrogatorio en casa del rabino, Simmele fue conducida a la mansión de Reb Zorach, donde se hallaban reunidos los hijos, parientes y vecinos de este último. Allí volvió a ser interrogada detenidamente, esta vez sobre los amigos, mercaderes y sirvientes de Esther Kreindel. La joven lo sabía todo y recordaba a todo el mundo. Las hijas de Reb Zorach señalaron varios cajones de los armarios y alacenas, y Simmele fue enumerando todas las piezas de ropa blanca y objetos contenidos en ellas. Hizo un par de observaciones sobre un mantel bordado que Zorach le trajo una vez de Leipzig, y de un incensario comprado también por él en una feria de Praga. Luego empezó a hablar en tono familiar con todas las señoras mayores, contemporáneas de Esther Kreindel: “Treina, ¿aún sientes acidez después de las comidas?... Riva Gutah, ¿se te ha curado ya el forúnculo del seno izquierdo?” Y se puso a bromear inocentemente con las hijas de Reb Zorach, preguntándole a una: “¿Sigues odiando los rábanos?”, y a otra: “¿Recuerdas el día en que te llevé donde el doctor Palecki y un cerdo te asustó?” Repitió luego las palabras que las mujeres de la empresa de Pompas Fúnebres pronunciaron mientras lavaban su cadáver. Cuando el interrogatorio se redujo, Simmele dijo una vez más que el deseo de estar junto a su esposo Zorach no le había permitido descansar en paz, y que el Señor de los seres vivos, apiadándose de Reb, la había enviado a su lado. Les explicó que cuando Zorach muriera, ella también moriría por haber consumido todos sus años, y que ahora había vuelto a la vida tan sólo por él. Nadie tomó en serio su predicción al verla tan joven y rebosante de salud. La gente de Zamosc esperaba que el interrogatorio de Simmele durase varios días, pero muchos de los que la interrogaron en casa del rabino, y luego en la de Reb Zorach, quedaron pronto satisfechos con la explicación de que era realmente Esther Kreindel reencarnada. Hasta el gato reconoció a su antigua ama, maullando entusiasmado y frotando su cabeza contra los tobillos de la joven. Al término del día ya sólo quedaba un grupo reducido. Los amigos de Esther Kreindel cubrieron de besos a Simmele; todas las hijas de Zorach, salvo Bina Hodel, se echaron a llorar y abrazaron a su madre, y los hijos le rindieron toda suerte de homenajes. Los nietos le besaron los dedos. Y todos ignoraron a los burlones. Reb Zorach Lipover y Meyer Zissl fijaron el día de la boda. El matrimonio fue clamoroso. Pues aunque el alma pertenecía a Esther Kreindel, el cuerpo era de una virgen.
5 Esther Kreindel había vuelto. Sin embargo, a Zorach y a todo el pueblo les resultaba difícil creer que hubiera ocurrido un milagro semejante. Cuando Esther Kreindel segunda iba al mercado en compañía de su criada, las chiquillas las miraban a hurtadillas por sus ventanas, y las que iban por la calle se detenían a observarla fijamente. En los mediodías festivos de Pascua y de la Fiesta de los Tabernáculos se agolpaba gente joven venida de todas partes para ver a la mujer que había vuelto de la tumba. Frente a la casa de Reb Zorach se reunían multitudes, y había que ponerle cadena a la puerta para que los intrusos no entraran. El mismo Zorach Lipover caía en una especie de trance hipnótico, y sus hijos se sonrojaban y tartamudeaban en presencia de la madre resucitada. Los escépticos del pueblo insistían constantemente en el caso, refiriéndose a Zorach como a un viejo verde. Afirmaban que el tipo había organizado el milagro con ayuda de Reitze, y especulaban sobre la cantidad que pudo haberle pagado por su joven hija (algunos la fijaban en mil florines). Una noche, dos bromistas apoyaron subrepticiamente una escalera contra la pared de la casa de Zorach y, a través del postigo, echaron una mirada al dormitorio del viejo. Más tarde, en la taberna, contaron que habían visto a Esther Kreindel segunda rezar sus oraciones, traer un cántaro de agua para las abluciones matinales, sacarle las botas a Zorach y hacerle cosquillas en la planta de los pies, mientras el viejo la tironeaba lascivamente de los lóbulos de ambas orejas. Hasta los no judíos empezaron a discutir el caso en sus bodegas, y unos cuantos anunciaron que los tribunales se harían cargo del asunto e iniciarían una investigación sobre el impostor, que probablemente era un brujo confabulado con Lucifer. Durante varios meses la pareja pasó sus noches conversando. Zorach no cesaba de interrogar a Esther Kreindel sobre su partida de este mundo y lo que había visto en el otro. Continuó buscando pruebas irrefutables de que ella era realmente la que pretendía ser. Le habló muchas veces de la angustia que había experimentado mientras ella agonizaba, y de la desesperación que sintió al guardar la shiva y durante los treinta días de duelo. Esther Kreindel no se cansaba de afirmar que había suspirado por él en su tumba, pues su aflicción no la dejaba reposar, y que se había presentado como suplicante ante el Trono de Gloria, entre querubines que la ensalzaban y demonios que la acusaban a gritos. Añadía nuevos detalles sobre sus encuentros con parientes fallecidos y sus aventuras en las respectivas tumbas, en el Tophet y, más tarde, en el jardín del Edén. Y el alba solía sorprender a los dos esposos charlando animadamente. En las noches que Esther Kreindel asistía al baño ritual y Zorach se llegaba a su cama, el viejo elogiaba su cuerpo, encontrándolo más hermoso que en las primeras semanas de su primer matrimonio. Y luego añadía: -Quizá cuando yo muera también reaparezca bajo la forma de un joven. Esther Kreindel lo reprendía entonces en tono amistoso, asegurándole que lo amaba más que a cualquier posible amante joven, y que su único deseo era verlo vivir hasta los ciento veinte años. Todos se fueron acostumbrando paulatinamente a la situación. Poco después de las bodas, Reitze y sus hijastros se trasladaron a Zamosc, a una casa que les dejó Reb Zorach. El viejo incorporó a Meyer Zissl a sus negocios, encomendándole la sección préstamos a la aristocracia local. Los hijos de Meyer Zissl, que poco antes habían abofeteado, pateado y escupido a Simmele, venían ahora a desear buen sábado a Esther Kreindel y a que les invitara a vino y pan de almendras. El nombre de Simmele cayó muy pronto en el olvido. Ni siquiera Reitze decía Simmele a su propia hija. Al morir, Esther Kreindel tenía casi sesenta años; y ahora Simmele trataba a Reitze como a una de sus hijas. Era extraño oír a la joven tratar de “niña” a Reitze y aconsejarla en todo lo referente a repostería,
cocina y educación de los niños. Al igual que la primera, la segunda Esther Kreindel tenía talento para los negocios y su esposo Zorach no tomaba decisión alguna sin consultarle. También dentro de la comunidad fue asumiendo la segunda Esther el papel de la primera. La invitaban a acompañar novias a la sinagoga, a ser madrina de honor en las bodas y a sostener a los bebés durante las circuncisiones. Y ella se comportaba como si llevara muchos años recibiendo ese tipo de honores. Al principio, las más jóvenes intentaron hacerse amigas de ella, pero Simmele las trataba como si pertenecieran a otra generación. El día de la boda, la gente vaticinó que Esther Kreindel segunda concebiría muy pronto, pero al ver que pasaban los años y no quedaba encinta, todos empezaron a notar que la resucitada estaba envejeciendo prematuramente: las carnes se le iban secando y la piel se le arrugaba. Además, se vestía como una anciana: una capa con los hombros levantados y una cofia con lazos para ir a la calle. A menudo se ponía capuchones alforzados y faldas plisadas de cola larga. Cada mañana entraba en la sección femenina de la sinagoga con un devocionario de cantos dorados y un libro de súplicas. La víspera de luna nueva ayunaba y asistía a un servicio litúrgico al que sólo acudían señoras mayores. Durante los meses de Elul y Nissan, tradicionalmente consagrados a visitar las tumbas de los parientes, la segunda Esther Kreindel se dirigía al cementerio y, prosternándose ante la tumba de la primera Esther Kreindel, lloraba e imploraba perdón. Parecía que el cuerpo allí enterrado hubiera salido para lamentarse y alabarse a sí mismo. Pasaron los años y Zorach fue envejeciendo y debilitándose cada vez más. El estómago y los pies le dolían. Como ya no se ocupaba de sus negocios, pasaba el día entero arrellanado en un sillón, leyendo. Esther Kreindel le llevaba comida y medicamentos. A veces jugaba con él al “lobo y al cabrito” o incluso a las cartas; otras veces le leía textos en voz alta. Y al final asumió la dirección de todos los negocios, pues los hijos de Reb eran perezosos e incompetentes. Cada día le comunicaba lo que había ocurrido. Marido y mujer hablaban de tiempos pasados como dos personas de la misma edad. Él le recordaba sus primeros pleitos, cuando los niños aún eran pequeños. Ambos rememoraban problemas familiares y complicaciones financieras con acreedores, aristócratas y rivales. Esther Kreindel sabía y recordaba todos los detalles, y a menudo le traía a la memoria cosas que él ya había olvidado. Otras veces permanecían horas en silencio, Esther Kreindel tejiendo calcetines, y Zorach Lipover contemplándola perplejo. La segunda Esther Kreindel se parecía cada vez más a la primera: tenía los mismos pechos túrgidos, las mismas arrugas y surcos en la cara, la papada y las bolsas bajo los ojos. Como la anterior Esther Kreindel, la actual también llevaba las gafas en la punta de la nariz, se rascaba la oreja con un palillo de tejer y tomaba jerez y mermelada mientras hablaba entre dientes consigo misma o con el gato. Hasta el perfume a ropa fresca y a lavanda era el mismo de la primera Esther Kreindel. Cuando dejó de ir al baño ritual, todos sospecharon que le había llegado la menopausia. Ni siquiera Reitze, su madre, podía reconocer ya a la antigua Simmele. Algunas amigas de la primera Esther Kreindel insinuaron que no sólo el alma de la difunta había vuelto de la tumba, sino también su cuerpo. El zapatero insistía en que los pies de la mujer reencarnada eran copias perfectas de los de la primera. A la segunda le salió una verruga en el mismo lugar del cuello en el que la primera tenía otra. No faltaba gente en Zamosc que decía que, en caso de abrirse la tumba de Esther Kreindel -¡que Dios no permita semejante sacrilegio!-, el cuerpo exhumado no sería el de Esther Kreindel, sino el de Simmele. Como una hembra no puede asumir del todo las funciones de un macho, gran parte de las responsabilidades vinculadas a los negocios de Zorach Lipover recayeron en Meyer Zissl. El ex talmudista comenzó a gastar dinero a manos llenas. Se levantaba tarde, bebía vino de una copa y lucía una pipa con cazoleta de ámbar.
Reb Zorach siempre se inclinaba y quitaba el sombrero al cruzarse con un terrateniente, pero Meyer Zissl trataba más bien de igualarse a ellos. Se ponía trajes de terrateniente con botones plateados y sombreros de piel de marta con una pluma; y solía comer en compañía de aristócratas e ir de caza con ellos. Cuando estaba algo achispado, arrojaba monedas a los campesinos. Envió a sus hijos a estudiar a Italia, y casó a sus hijas con jóvenes ricos de Bohemia. Al cabo de un tiempo, los habitantes no judíos de Zamosc empezaron a tratarlo de “señor”. Esther Kreindel se lo reprochaba: no era bueno que un día se permitiera placeres mundanos, le decía, pues los cristianos se ponían celosos y era un despilfarro de dinero. Pero Meyer Zissl no le hacía caso. Llegó un momento en que dejó de hacer vida conyugal con Reitze. Las malas lenguas insinuaban que había entablado una relación con cierta condesa Zamoyska. Se produjo un escándalo por una mujer pública: Meyer Zissl y un noble se batieron en duelo, y este último fue herido en el muslo. Por último, Meyer dejó de ir a la sinagoga, salvo en las Fiestas más importantes. Reb Zorach Lipover se hallaba extremadamente débil. Su enfermedad final fue dolorosa y prolongada. Esther Kreindel pasó varias noches junto a su esposo y se negó a que otras personas lo cuidaran. Cuando murió Reb, ella se dejó caer, angustiada, sobre el cadáver, tratando de impedir que lo amortajaran. Los encargados de la empresa de Pompas Fúnebres tuvieron que llevárselo a la fuerza. Acabado el funeral, Esther Kreindel volvió a casa rodeada por todos los hijos e hijas de Zorach, que la acompañaron con la intención de sentarse a su lado los siete días de duelo. Como Zorach había muerto a una edad muy avanzada, sus hijos se sentaron en sillas bajas, con calcetines largos en los pies, y se pusieron a charlar de asuntos cotidianos. Hicieron varias referencias al testamento: todos sabían que el viejo había hecho uno, aunque ignoraban su contenido. Suponían que Zorach había dejado una fortuna a su viuda y ya se estaban preparando a discutir con ella. Aquellos hombres y mujeres que habían llamado “mamá” a Esther Kreindel segunda durante años, evitaban ahora mirarla a la cara. Esther sacó su Biblia y la abrió en el Libro de Job. Bañada en lágrimas, empezó a leer las palabras de Job y de sus amigos. Bina Hodel, que no había llorado una sola vez durante la enfermedad de su padre, musitó en voz lo suficientemente alta como para que la oyeran: “Ladrón de Dios.” Esther Kreindel cerró la Biblia y se puso en pie. -Hijos mío, quiero despedirme de vosotros -dijo. -¿Te vas a algún sitio? -preguntó Bina Hodel arqueando las cejas. -Esta noche estaré con vuestro padre -replicó Esther. -Dínoslo mejor el año próximo -dijo Bina Hodel en son de broma. En la cena de aquella noche, Esther Kreindel casi no probó bocado. Luego se paró junto a la pared que miraba a oriente, y haciendo una venia, se dio varios golpes de pecho y confesó sus pecados como si hubiera sido el Yom Kippur. Reitze estaba lavando la vajilla en la cocina. Meyer Zissl se había ido a un baile. Cuando acabó, Esther Kreindel se dirigió a su dormitorio y ordenó a la criada que le preparara allí la cama. La chica vaciló, mascullando que la señora debería dormir en otro lado: el amo había muerto en aquella habitación. Un pabilo seguía ardiendo en un tiesto, y el vaso de agua habitual estaba sobre la mesita de noche, junto con el paño de lino, a punto para que el alma se purificase. ¿Quién pasaría una noche en una habitación de la que acababan de sacar un cadáver? Pero Esther Kreindel ordenó a la criada que hiciera lo que le había dicho. Luego se desvistió. Y en el instante mismo en que se estiró en la cama, la cara empezó a cambiarle: adquirió un color amarillento y se le hundió. La criada corrió a llamar a la familia. Alguien fue en busca de un médico. Los que vieron morir a Esther Kreindel testimoniaron luego que, en su agonía, adquirió exactamente los mismos rasgos de la primera Esther.
Sus ojos, aunque abiertos, se tornaron opacos y ciegos. Le hablaron, pero no respondió. Una cucharada de sopa de pollo vertida en su boca resbaló por las comisuras. De repente lanzó un suspiro y su alma abandonó el cuerpo. Bina Hodel se echó entonces a los pies de la cama, gritando: -¡Madre, madre mía adorada! El cortejo fúnebre fue numeroso. Esther Kreindel segunda fue enterrada cerca de Esther Kreindel primera. La mujer más venerable del pueblo cosió la mortaja. El rabino pronunció un panegírico. Concluido el funeral, Meyer Zissl presentó dos testamentos al rabino. En uno de ellos, Zorach Lipover legaba a su esposa las tres cuartas partes de su fortuna; en el otro, Esther Kreindel destinaba una tercera parte de su herencia a obras de caridad, y dos terceras partes a Reitze y sus hijos. Meyer Zissl era el albacea. Pocos meses después falleció Bina Hodel, y Meyer Zissl, desprovisto del influjo estabilizador de Esther Kreindel, empezó a cometer imprudencias. Concedió crédito a comerciantes insolventes, aceptó hipotecas sin antes evaluar las propiedades y fue perdiendo sumas importantes de dinero. Constantemente entablaba demandas judiciales. Cada vez tenía que esconderse más y más de sus acreedores y de los recaudadores del rey. Un buen día, un grupo de terratenientes se dirigió al palacio de Meyer Zissl en compañía de alguaciles, oficiales de justicia y soldados. El gobernador de Lublin había autorizado una subasta pública de todas sus propiedades. Meyer Zissl fue detenido, encadenado y encarcelado. Reitze intentó hacer una colecta entre los miembros de la comunidad para rescatarlo, pero como el tipo había ignorado a los judíos y al judaísmo, los mayores le negaron su ayuda. Los terratenientes con los que solía beber e irse de juerga ni se molestaron en contestar a sus cartas de súplica. Nueve meses más tarde, una mañana en que el carcelero entró en la celda de Meyer, con un trozo de pan y un cuenco de agua caliente, encontró al prisionero colgado de la reja de la ventana. Meyer Zissl había roto su camisa en tiras que luego fue trenzando hasta formar una cuerda. Los judíos se llevaron el cadáver y lo enterraron detrás de la valla. 6 Años después, la gente de Zamosc, Bilgoray, Krashnik e incluso Lublin seguía comentando el caso de la niña que se acostó siendo Simmele y despertó convertida en Esther Kreindel. Reitze había muerto tiempo atrás en el asilo de pobres. Aquellos de sus hijos que vivían en el extranjero abandonaron su fe completamente. Nada quedaba de la inmensa fortuna de Zorach Lipover. Pero las discusiones continuaban. Un animador de bodas escribió un poema sobre Simmele. Las modistas solían entonar una balada sobre ella. Las largas noches de invierno, chicas y mujeres acostumbraban rememorar los hechos mientras desplumaban aves, desmenuzaban coles o tejían chaquetas. Hasta los chicos del cheder se contaban unos a otros cómo el alma de Esther Kreindel se había reencarnado. Algnos afirmaban que toda la historia era un infundio. ¡Qué necios habían sido Reb Zorach Lipover y su familia al dejarse engañar por una niña! Sostenían que el instigador principal había sido Meyer Zissl, deseoso de abandonar la enseñanza y disfrutar de las riquezas de Zorach. Tras largas cavilaciones, un hombre llegó a la conclusión de que Meyer Zissl había copulado con su hijastra, persuadiéndola luego a participar en el complot. Otro decía que Reitze había iniciado la conspiración y preparado a su hija para representar su papel. En Zamosc, cierto doctor Ettinger opinaba que por milagroso que fuera el hecho de que una mujer se levantara de su tumba y volviera junto a su marido, más milagroso era aún el que una niña de catorce años hubiera engañado a los ancianos de Zamosc.
Después de todo, Zamosc, a diferencia de Chelm, no era una ciudad de idiotas. Y además, ¿cómo explicarse que Simmele no quedara embarazada y muriera la noche que siguió al entierro de su marido? Nadie puede firmar un contrato con el Ángel de la Muerte. En cualquier caso, sobre la tumba de Zorach Lipover se yergue ahora un abedul en cuyas ramas anidan los pájaros. Sus hojas nunca dejan de temblar, y su perpetuo susurro produce una especie de campanilleo muy fino. Las lápidas sepulcrales de Esther Kreindel primera y Esther Kreindel segundas se apoyan una contra la otra y han sido prácticamente unidas por el tiempo. El mundo está lleno de enigmas. Es posible que ni el propio Elías pueda responder a todas nuestras preguntas cuando llegue el Mesías. Acaso tampoco Dios en Su Séptimo Cielo haya resuelto todos los misterios de Su creación. Tal vez sea ésta la razón por la que esconde Su rostro.
TRES HISTORIAS (Three Tales) 1 Eran tres en el círculo: Zalman el vidriero, Meyer el eunuco e Isaac Amshinover. Su centro de reunión era la casa de estudios Radzyminer, donde se encontraban diariamente para contarse historias. Siendo lo que el Talmud llama un loco temporal, Meyer asistía sólo dos semanas al mes, pues las otras dos se las pasaba delirando. En las noches de luna llena solía recorrer la casa de estudios de arriba abajo, frotándose las manos y murmurando entre dientes. Encogía los hombros de tal forma que, pese a ser alto, parecía un jorobado. Su descarnado rostro era tan terso, o quizá más, que el de una mujer. Tenía la barbilla prominente, la frente amplia y la nariz aguileña. Los ojos eran de erudito y se rumoreaba que sabían el Talmud de memoria. Cuando no estaba perturbado, aderezaba su charla con proverbios hasídicos y citas de libros doctos. Había conocido al rabino de Kotsk y lo recordaba perfectamente. Invierno y verano solía ponerse una gabardina de alpaca que le llegaba a los tobillos, un par de babuchas con medias blancas y dos casquetes, uno delante y otro detrás de la cabeza, coronados por un sombrero de seda. Pese a ser viejo, tenía patillas largas y rectas, y una cabellera negra. Parece ser que durante sus períodos críticos no comía, pero la otra mitad del mes se alimentaba con las gachas de avena y el caldo de pollo que unas mujeres piadosas le llevaban a la casa de estudios. Dormía en el oscuro rincón que un profesor le brindaba en su casa. Siendo fin de mes una noche sin luna, Meyer el eunuco estaba cuerdo. Abrió una tabaquera de hueso y sacó una pizca de tabaco mezclado con éter y alcohol. Luego les ofreció un poquito a Zalman el vidriero y a Isaac Amshinover, aunque éstos tuvieran sus propias tabaqueras. Se hallaba Meyer tan absorto en sus pensamientos que apenas escuchó lo que Zalman decía. Frunció el ceño y con los dedos pulgar e índice tiró de su imberbe mentón. La cabellera de Isaac Amshinover no había encanecido del todo. Aún podían verse unas cuantas zonas rojizas en sus cejas, patillas y barba. Reb Isaac padecía de tracoma y usaba gafas ahumadas. Se apoyaba en un bastón que antes había pertenecido al rabino Chazkele de Kuzmir. Reb Isaac aseguraba que le habían ofrecido una cuantiosa suma por el bastón, pero ¿a quién se le ocurriría vender un báculo que hubiera estado en manos de un rabino tan santo? Reb Isaac se ganaba la vida con él. Las mujeres con embarazos difíciles se lo pedían prestado; era también útil para curar niños con escarlatina, tos ferina y falso crup; y era conocida su eficacia para exorcizar dybbuks, detener el hipo y localizar tesoros bajo tierra. Isaac no soltaba el bastón ni para rezar, pero los sábados y feriados lo guardaba bajo llave en el facistol. Aquella vez lo tenía bien asegurado entre sus velludas manos, surcadas por venas azules. Reb Isaac tenía el corazón débil, los pulmones enfermos y los riñones defectuosos. Los Hasidim afirmaban que de no ser por el bastón de Reb Chazkele, ya se habría muerto. Zalman el vidriero, un hombre alto y de anchas espaldas, tenía una barba abundante de color pimienta y unas cejas tan pobladas que parecían cepillos. Sus ochenta años no le impedían beberse dos vasos de vodka al día. Su desayuno consistía en una cebolla, un nabo, una barra de pan de kilo y una jarra de agua. Su mujer, inválida de nacimiento, era medio muda y no podía accionar brazos ni piernas. En sus años mozos, él solía transportarla hasta los baños públicos en una carretilla. Este desecho de mujer le había dado ocho hijos e hijas. Zalman ya no ejercía su oficio porque
recibía una pensión de doce rublos al mes del mayor de sus hijos, un hombre acaudalado. Él y su mujer vivían en un cuartito con un balcón al que se llegaba por una escala. Zalman cocinaba solo y alimentaba a su mujer como a un crío. Incluso evacuaba los orinales. Aquella noche estaba hablando de los años que viviera en Radoshitz, cuando iba de pueblo en pueblo con un tablón cargado de planchas de vidrio a la espalda. -¿Hay acaso heladas de verdad hoy en día? -inquirió-. Yo no daría ni dos kopeks por lo que ahora llaman una helada. Creen que el invierno llega cuando hay hielo en el Vístula. En mis tiempos, el frío comenzaba justo después de la Fiesta de los Tabernáculos, y para Pascua aún podíamos cruzar el río a pie. Hacía tanto frío que los troncos de los robles se partían. Los lobos solían deslizarse de noche hasta Radoshitz y llevarse los pollos. Los ojos les brillaban como velas y sus aullidos te ponían los pelos de punta. Una vez cayó una granizada de piedras enormes, como huevos de gansa. Rompieron las tejas de los techos y parte del granizo fue a dar en las ollas, atravesando las chimeneas. Recuerdo que durante una tormenta cayeron peces y animalitos vivos del cielo: los podías ver arrastrándose por los canalones. -¿Cómo es posible que haya peces en el cielo? -Las nubes se alimentan de los ríos, ¿sí o no? En un poblado próximo a Radoshitz cayó una serpiente. La mató la misma caída, pero antes de morir logró arrastrarse hasta un pozo. Los aldeanos tenían miedo de tocarla, y el cadáver, al descomponerse, despedía un hedor insoportable. -El Midrash Talpioth menciona varios casos similares -interrumpió Meyer el eunuco. -¿Para qué necesito el Midrash Talpioth? Lo he visto todo con mis propios ojos. Actualmente no quedan muchos salteadores de caminos, pero en mi época invadían bosques enteros y vivían en las cuevas. Mi padre recordaba haber visto al rey de todos ellos: el célebre bandido Dobosh. Todos le temían a muerte, pero él era sólo una figura decorativa; el poder soberano emanaba de su madre. Ella tenía noventa años y era el cerebro de la banda: les indicaba dónde y cómo robar, el modo de esconder el botín y deshacerse luego de él, ect., etc. Y por si esto fuera poco, también era una bruja muy temida por todos. Le bastaba con ver a alguien y mascullar unas cuantas palabras para que la persona cayera ardiendo de fiebre. Tal vez no sepan lo que sucedió entre ella y el rabino Leib Saras. Ella aún era en aquel entonces joven y lozana: una ramera impúdica. Bueno, al rabino le gustaba deambular por los bosques y sumergirse en un estanque antes de recitar sus oraciones. Una mañana alzó la mirada y vio de pie ante él a la Dobosh, desnuda y con el cabello suelto cayéndole sobre los hombros. Al exclamar el rabino el Santo Nombre, un torbellino se apoderó de ella, lanzándola a la copa de un árbol. “Rabino, cásate conmigo -le gritó desde la rama donde se hallaba sentada-, y juntos seremos los amos del mundo.” -¡Qué hembra tan descarada! -dijo Isaac Amshinover. -La historia no figura en la Comunidad de los Hasidim -observó Meyer el eunuco. -La Comunidad de los Hasidim no contiene todo. En una ocasión yo mismo me topé con un brujo. Sucedió en un bosque, a la salida de una de las aldeas próximas a Radoshitz. Hacía un día muy despejado y yo andaba transportando vidrio como siempre. La noche anterior había dormido en un granero, pero los sábados tenía por costumbre volver siempre a casa. Caminaba absorto en mis pensamientos cuando de pronto vi a un hombre diminuto, más pequeño incluso que mi brazo. Lo miré y no logré explicarme qué podría ser. Vestía como un gran señor, con chaqueta verde, sombrero de pluma y botas rojas. En la mano llevaba un morral de caza hecho de piel. Creo que también tenía un rifle, al estilo de los que usan los niños en la festividad de Omer. Sólo atiné a detenerme, embobado. Monstruo o gnomo, no entendía por qué andaba solo. Me detuve para cederle el paso, pero él también se detuvo. Cuando reanudé mi marcha, él se colocó a mi lado. Me pregunté cómo podría seguir mis pasos con esas piernitas tan cortas. En fin, era clarísimo que se trataba de un demonio. Yo recité el Escucha, oh Israel y el Shaddai, destruye a Satanás, pero no sirvió de nada. Riéndose, me apuntó con su rifle. Vi la cosa tan negra que le arrojé la primera piedra que encontré. Soltó una carcajada que me puso la piel de gallina y me sacó la lengua. ¿Sabéis qué larga era? ¡Le llegaba al ombligo!
-¿Te hizo daño? -No, se fue corriendo. -¿Llevabas algún amuleto encima? -Tenía un bolso colgado al cuello, con un diente de lobo y un talismán bendecido por el santo rabino de Kozhenitz: lo llevaba conmigo desde niño. -Bueno, esas cosas ayudan. -¿Qué te hizo creer que era un brujo? -preguntó Meyer el eunuco-. Pudo haber sido un geniecillo o un demonio burlón. -Luego me enteré de su historia. Su padre, un rico terrateniente, le dejó su feudo, pero el chico comenzó a interesarse por la hechicería. Aprendió a disminuir y aumentar de tamaño y podía transformarse en gato, perro o cualquier otra cosa. Vivía con un viejo sirviente, más sordo que una tapia, que le cocinaba. Tenía más dinero del que podía gastar. Fue la muerte de su esposa lo que lo indujo a la magia. A veces utilizaba su ciencia para ayudar a otras personas, pero no era lo usual. Prefería burlarse de los aldeanos, amedrentándolos. -¿Qué fue de él? -preguntó Isaac Amshinover. -No lo sé. Aún vivía cuando dejé Radoshitz. Ya sabéis lo que ocurre con este tipo de gente: al final terminan por caer en un pozo sin fondo. 2 Cuando Zalman el vidriero acabó de hablar se produjo un silencio. Isaac Amshinover sacó entonces su pipa y después de encenderla preguntó: -¿Qué tiene de raro un hechicero no judío? Los hubo hasta en Egipto. ¿No compitieron los magos egipcios con Moisés? Pero yo sé de uno judío. Quizá no fuera un hechicero después de todo, pero tenía trato con los espíritus del mal. Su suegro era un conocido mío: Mordecai Liskover, un hombre muy rico además de culto. Tenía cinco hijos y una hija llamada Pesha a quien quería con locura. Todos sus hijos hicieron buenos matrimonios. La mitad del pueblo les pertenecía. Tenía un molino de agua que funcionaba permanentemente y al que acudían aldeanos desde muy lejos a hacer cola con sus carretillas. Creían que la harina que se molía allí era bendita. Mordecai quería encontrarle a Pesha el mejor marido del mundo: era la menor de todos sus hijos y él la favoreció con una cuantiosa dote y la promesa de mantenerlos, a ella y a su esposo, toda la vida. De modo que se dirigió a una yeshiva y pidió al director que le presentase al alumno más brillante. “Ahí lo tiene -le dijo el director señalando a un muchacho de escasa estatura-. Se llama Zeinvele. Puede que parezca pequeño, pero es más inteligente que todos los sabios de Polonia juntos.” ¿Qué más se puede pedir? El muchacho era huérfano y el pueblo lo mantenía. Fue conducido a casa de Reb Mordecai, donde lo vistieron como a un rey y le hicieron firmar el contrato matrimonial. Luego lo instalaron en una posada, porque está prohibido que un hombre viva en casa de su novia. Se alimentaba de pichones y mazapán. Cuando iba a la casa de estudios, los demás muchachos trataban de enredarlo en conversaciones eruditas, pero Zeinvele era más bien reservado: el tipo de persona que valora las palabras como el oro. Sin embargo, cuando hablaba valía la pena escucharlo. Me parece estar viéndolo de pie en la casa de estudios, recitando de memoria una página completa de los Comentarios, pequeño, pálido e imberbe, Reb Mordecai le dio ropa un poco grande con la esperanza de que creciera. La gabardina le arrastraba por el suelo y en realidad no creció un solo centímetro, pero eso ya es otro cuento. Cuando discutía sobre materias doctas bajaba la voz, y nunca se pronunciaba sobre temas mundanos, limitándose a responder sí o no cuando le preguntaban algo, o simplemente movía la cabeza. Solía sentarse solo, en algún rincón apartado en la casa de estudios. Sus compañeros se quejaban de ese aislamiento. Oraba de pie, mirando por la ventana, y no volvía la cabeza hasta haber acabado. La ventana daba a la calle Sinagoga y permitía ver el cementerio.
Bueno, pues resulta que el mundo no le interesaba, pero el pueblo le tenía respeto. ¿Y cómo no tenérselo? Era el futuro yerno de Reb Mordecai. Pero entonces sucedió algo extraño. Una noche entró un chico en la casa de estudios con el rostro más blanco que el papel. “¿Qué ha pasado? -le preguntaron los demás-. ¿Quién te ha asustado?” Al principio el muchacho se negó a hablar. Luego cogió a tres de sus amigos y, tras hacerles jurar estricta reserva, les contó lo siguiente: Caminando por el patio de la sinagoga había visto a Zeinvele de pie cerca del asilo de pobres, haciendo extraños gestos con las manos. Sabía que Zeinvele nunca estudiaba de noche, pero ¿qué andaba haciendo entonces por esa zona? Nadie ignoraba que el asilo era un lugar peligroso; la tabla donde se lavaban los cadáveres quedaba apoyada a su puerta. Dos pasillos conducían hasta ella: uno desde las afueras del pueblo y otro desde el cementerio. El chico pensó que quizá Zeinvele, al ser forastero, se había extraviado, y le gritó: “Zeinvele, ¿qué haces aquí?” En cuanto hubo dicho esto, Zeinvele comenzó a encogerse más y más hasta convertirse en una bocanada de humo. Y finalmente incluso el humo desapareció. Lo asombroso del asunto es que el muchacho no se murió del susto. “¿Estás seguro de que no se te ha caído alguna borla de las prendas litúrgicas? -le preguntaron sus compañeros-. ¿No falta ninguna letra en tu mezuzah?” Todos se dieron cuenta de que había sido un espíritu maligno disfrazado de Zeinvele. El incidente se mantuvo en secreto, pero el pueblo se hubiera ahorrado muchos problemas de no haber sido así. La boda fue muy sonada. Mandaron traer varios músicos de Lublin y a Yukele el animador, desde la remota Kovle. Pero Zeinvele no participó con sus compañeros en la tradicional discusión de la Torá, ni sirvió los canapés y las bebidas. Se limitó a presidir la mesa con aire ausente. Tenía las cejas tan pobladas que resultaba difícil saber si dormía o meditaba. Había incluso quienes creían que era sordo. Pero todo pasa de prisa, y Zeinvele se vio pronto casado e instalado en casa de su suegro. Solía sentarse en la casa de estudios a leer el Tratado sobre las Abluciones que recomiendan a los hombres recién casados. Pero Pesha no tardó en protestar por la extraña actitud de su joven marido. Pese a que él se acercaba a su lecho cuando ella volvía del baño ritual, actuaba con más frialdad que un témpano de hielo. Una mañana muy temprano Pesha se dirigió al dormitorio de su madre a toda prisa. “¿Qué ha pasado, hija?” Pues bien, según Pesha, la noche anterior, después del baño ritual, Zeinvele se había acostado con ella; pero cuando miró hacia la cama del joven, supuestamente vacía, se dio cuenta de que había un segundo Zeinvele tendido en ella. Le entró tal miedo que se deslizó bajo el plumón y se negó a salir. En cuanto amaneció, Zeinvele se fue a estudiar. “Hija, te estás imaginando cosas raras”, le dijo su madre. Pero Pesha le juró solemnemente que estaba diciendo la verdad. “Madre, estoy aterrada”, exclamó. Su ansiedad era tal que se desmayó. ¿Cuánto tiempo pueden permanecer ocultas estas cosas? En realidad había dos Zeinveles, y todo el mundo se dio cuenta. Algunos escépticos -pues los había en Grabovitz como en todas partestrataban de quitarle importancia al asunto; ya conocéis las explicaciones que suelen dar: es una alucinación, una fantasía, una tendencia mórbida. Pero sentían tanto miedo como el que más. Zeinvele podía estar durmiendo en su habitación, bajo llave, pero a la vez paseando por el patio de la sinagoga o por el mercado. A veces se aparecía en la antecámara de la casa de estudios y permanecía inmóvil junto a la palangana hasta que alguien descubría que era sólo el falso Zeinvele. Cuando esto sucedía, él se evaporaba, desintegrándose como una telaraña. Durante un tiempo nadie le contó nada a Zeinvele. Es posible que ni él mismo supiera lo que pasaba, pero su esposa Pesha no quiso guardar silencio por más tiempo. Anunció que no volvería a dormir en el mismo aposento que él. Tendrían que contratar a un vigilante. Su suegro pensó que Zeinvele podría alarmarse y negarlo todo y optó por enfrentarlo a los hechos, pero el joven se mantuvo tieso como una estatua y no abrió la boca. Reb Mordecai lo llevó a ver al rabino de Turisk, quien cubrió íntegramente el cuerpo de Zeinvele con talismanes. Pero cuando el muchacho volvió a casa, nada había cambiado. De noche, su suegra echaba llave al dormitorio por fuera y atrancaba la puerta con una pesada silla, pero Zeinvele seguía deambulando. Al verlo, los perro gruñían y los
caballos se encabritaban aterrados. Las mujeres no se atrevían a salir de noche sin ponerse dos delantales, uno delante y otro detrás. Una tarde, una joven aldeana se dirigió al baño ritual, y cuando la asistenta acabó de lavarla en la antesala, pasó al cuarto de baño propiamente dicho. Mientras bajaba la escalera vio chapotear a alguien en el agua. La vela arrojaba una luz tan mortecina en la habitación que no le permitía ver quién era. Cuando se acercó y descubrió que era Zeinvele, dio un alarido y se desmayó. De no haber sido por la proximidad de la asistenta, se hubiera ahogado. El verdadero Zeinvele se encontraba a la sazón en la casa de estudios. Yo mismo estaba ahí y lo vi. Pero resultaba realmente imposible distinguir al Zeinvele real de su fantasma. Los muchachos de la aldea comenzaron a decir que Zeinvele visitaba el baño ritual para espiar a las mujeres desnudas. Pesha declaró que no quería seguir viviendo con él. De haber tenido él padres, lo hubieran enviado de vuelta a su casa; pero ¿adónde se puede mandar a un huérfano? Su suegro lo llevó a ver al rabino y le dio cien florines para que se divorciara de Pesha. Yo fui uno de los testigos en el trámite de divorcio. Pesha no paraba de llorar, mientras Zeinvele permanecía impasible en el banquillo, como si el asunto no le incumbiera. Parecía estar durmiendo. El rabino miraba a la pared para asegurarse de que Zeinvele proyectaba una sombra, pues ya sabéis que los demonios no la tienen. Concluido el divorcio, Reb Mordecai embarcó a Zeinvele en un coche de alquiler rumbo a una yeshiva. Como ningún judío quiso aceptarle el trabajo, el conductor tuvo que ser un no judío. A su regreso declaró que los judíos lo habían embrujado, pues por más que fustigara a sus caballos, éstos se habían negado a tirar del coche. Les mostró su yunta: habían partido del mercado en buenas condiciones y ahora estaban enfermos y agotados. Mordecai Liskover tuvo que pagarle daños y perjuicios. Me contaron que los dos caballos murieron al poco tiempo. A pesar de que Zeinvele ya no estaba, la gente seguía viéndolo. Lo encontraban de noche en el molino, en el río donde las mujeres lavaban su ropa blanca, o cerca del cobertizo. Muchas veces se le veía de pie en algún tejado, como un deshollinador. Los estudiantes dejaban de estudiar por la tarde, pues sabían que a Zeinvele le gustaba pasearse por el patio de la sinagoga. Hasta que finalmente desapareció cuando Pesha se volvió a casar. Nadie sabe qué habrá sido de él. Alguien que visitó la yeshiva donde supuestamente tenía que estar dijo que allí jamás lo habían visto. -¿Pretendes demostrar con tu relato que los talismanes del rabino de Turisk no sirven para nada? -preguntó Zalman el vidriero. -No todos los talismanes son eficaces. -Los del rabino de Kozhenitz sí que funcionan. -¿Cuántos rabinos más hay por el estilo? 3 Meyer el eunuco tiró de su pelada barbilla. Cerró con fuerza el ojo izquierdo y aguzó el derecho. Aunque estaba en su período de cordura, rompió a reír como un loco. -¿Qué tiene eso de particular? Todos sabemos que los brujos existen. Quizá Zeinvele fuera inocente o víctima de un hechizo. Quizá sólo fuera un monstruo extraño. Además, cuando un hombre duerme, su espíritu lo abandona. Generalmente no se ve al espíritu salir del cuerpo, pero a veces resulta visible. Había una mujer en Krasnotstav que al dormir emitía una luz verde: cuando apagaba la lámpara, la pared contigua a su cama se iluminaba. También sé de un gato que le mordió la nariz a un cochero después de haber sido ahogado por éste. Todo el mundo reconoció al animal. Empezó a escupir y a maullar, y le hubiera arrancado los ojos con sus garras de no haberse él cubierto el rostro con ambas manos. El cuerpo muere, pero el espíritu perdura. Digo el espíritu, no el alma. No todos tienen alma. Es necesario haber acumulado ciertos méritos para tener derecho a un alma; pero hasta los animales poseen un espíritu.
Permitidme que os hable de Jenukah. Puede que usted no lo sepa, Reb Zalman, pero Jenukah significa niño en arameo. Jenukah, que así lo llamaban, era el sexto hijo de Zekele, un vulgar aguador. Al nacer no presentaba anomalía alguna, al menos en apariencia. Fue circuncidado igual que sus hermanos. Le pusieron Zaddock, su verdadero nombre, en honor a su abuelo. Sin embargo, su madre comenzó a quejarse de que el niño crecía muy de prisa. Pero ¿quién le hace caso a una mujer en esas circunstancias? Toda madre cree que su hijo es el mejor. Tres meses después, no obstante, el pueblo entero empezó a hablar del asombroso hijo de Zekele. A los cinco meses el crío ya hablaba, y a los seis comenzó a caminar. Cuando cumplió un año, lo envolvieron en un chal litúrgico y lo llevaron a la escuela.ahora los judíos tenemos diarios, pero en aquel entonces no era así. En un diario no judío publicaron un reportaje sobre el chico. El gobernador envió una delegación a que lo entrevistara e hiciera un informe. El médico local mandó copias de sus hallazgos a Varsovia y San Petersburgo. Profesores universitarios y peritos de todo tipo visitaron la ciudad. No podían creer que el pequeño Zaddock tuviera sólo quince meses, pero había suficientes testigos. El nacimiento había sido inscrito en el Ayuntamiento, y la comadrona llevaba su propio registro. El hombre que realizó la circuncisión, el rabino que cargó al niño durante la ceremonia, y la mujer que se lo había entregado, corroboraron el testimonio. Hubo que sacar a Zaddock de la escuela. En primer lugar, la rutina de las clases se veía seriamente afectada por el alboroto, y en segundo término, llevaba demasiada ventaja a los demás niños. Se aprendió el alfabeto de memoria con sólo mirarlo, y al cumplir dieciocho meses se dedicó seriamente a estudiar el Pentateuco y los Comentarios, de Rashi. A los dos años comenzó a estudiar la Gemará. Comprendo que resulta difícil creerlo, pero yo mismo puedo dar fe de su veracidad. Zekele era nuestro aguador y solía traer al niño a mi casa para exhibirlo. A la edad de tres años, Zaddock predicaba en la sinagoga. No hacía más que abrir la boca y la Torá fluía de sus labios. Quien no haya estado presente aquel glorioso sábado antes de la Pascua, no sabe lo que es un milagro. Hasta un ciego hubiera podido ver que el niño era la reencarnación de algún venerable santo. A los cuatro años tenía la talla de un mozalbete y le empezó a salir barba. Entonces comenzaron a llamarlo Jenukah, como el niño santo del Zohar. Pero tendríamos que estar toda la noche si os contara cuanto sé de él. ¿Para qué entrar en detalles? A los cinco años, Zaddock llevaba una gran barba. Ya le tocaba tomar esposa, pero ¿quién se atrevería a casar a su hija con un niño de cinco años? De cualquier modo, Zaddock se hallaba completamente inmerso en la Cábala. La comunidad le cedió una habitación y él se pasaba todo el tiempo en ella, estudiando el Zohar, el Árbol de la Vida, el Libro de la Creación y el Libro de los Esotéricos. La gente le ofrecía dinero a cambio de oraciones, pero él no lo aceptaba. Hay incrédulos en todas partes, pero bastaba con ver a Zaddock para no dudar más. Los sábados presidía la mesa como un rabino y sólo unos cuantos elegidos tenían acceso a él. E incluso estos eruditos se veían en dificultades para entender sus profundas exégesis. Tenía un talento especial para traducir el alfabeto a números e inventar acrósticos. A veces, cuando estaba un poco distraído, hablaba únicamente en arameo. Su letra era tan singular que lo que escribía había que leerlo en un espejo. Un buen día llegó la noticia del compromiso de Jenukah. Parece ser que en la aldea vecina vivía un hombre rico que había perdido siete de sus hijos antes de que cumplieran los tres años. Sólo le quedaba una niña, a la que vestía de lino blanco y puso por nombre Altele, o sea Mayorcita, para burlar al Ángel Exterminador. No recuerdo el nombre del señor, pero un rabino le aconsejó que casara a su hija con Jenukah. La joven tenía catorce años y Jenukah cinco, pero aparentaba cuarenta. Pensaron que se negaría, pero aceptó. Yo mismo asistí a la celebración del compromiso. Parecía que la niña se hubiera casado con su padre. Firmaron el contrato y rompieron platos para conseguir buena suerte. Durante toda la ceremonia, Jenukah no dejó de murmurar algo entre dientes. Quizá estuviera recibiendo instrucciones del cielo. No me explico por qué, pero ambas partes parecían deseosas de concluir la boda cuanto antes. El compromiso se efectuó en Janukah, y la boda fue fijada para el sábado después de Pentecostés. Tuvo lugar en el pueblo del novio y no en el de la novia, como era tradicional, porque se temía que la presencia de Jenukah impresionara
demasiado a quienes no estuviesen habituados a ella. Ochenta rabinos, especialistas todos en milagros, fueron invitados. Procedían no sólo de Polonia, sino de Volhynia y Galitzia. También asistieron muchos librepensadores, eruditos y filósofos. Entre los invitados figuraban el gobernador de Lublin y también el vicegobernador, me parece. Acudieron mujeres estériles con la esperanza de curarse. Alguien trajo a una niña cuyos hipos parecían ladridos de perro. Ésta recitó capítulos enteros de la Mishnah, y cuando cantó con su devocionario, le salió una voz más grave que la de un chantre. Las posadas estaban repletas, pues había corrido el rumor de que las llamas del Gehenna nunca alcanzarían a los asistentes a la boda. Muchos viajeros tuvieron que dormir en las calles. Las tiendas agotaron sus provisiones tan rápidamente que fue necesario enviar carros a Lublin para satisfacer la demanda. Y ahora prestad atención. Tres días antes de la boda, la madre de Jenukah entró en su habitación llevándole una taza de té. Lo miró un instante y vio que su barba estaba blanca como la nieve, y su rostro amarillento y arrugado como un pergamino. Llamó al resto de la familia. De un niño de apenas seis años se había convertido en un sabio venerable. Una multitud se agolpó frente a la casa, pero no pudo entrar. Alguien contó lo sucedido a los padres de la novia, pero éstos no se atrevieron a romper el compromiso. El día de la boda, durante la fiesta para los jóvenes, Jenukah reveló los misterios uno tras otro. Cuando llegó el momento de quitar el velo a la novia, la gente se abalanzó hacia ella con violencia. Los acompañantes del novio, además de hacer de escolta, tuvieron que cargarlo. Parecía estar completamente debilitado. Cuando la novia vio que Jenukah era un anciano, prorrumpió en lamentos y sollozos, pero al final lograron calmarla. Yo mismo estuve allí y presencié todo. Cuando les sirvieron el caldo dorado apenas si lo probaron, aunque ambos habían ayunado. Los músicos tuvieron miedo de tocar y el animador no abrió la boca. Jenukah presidió la mesa, manteniendo las manos a la altura de sus ojos. No recuerdo si llegó a bailar con la novia. Le quedaban sólo tres meses de vida, y cada día amanecía más encogido y exangüe. Se estaba derritiendo y apagando como una vela de cera. Durante sus últimos días de vida no dejó entrar a ningún extraño en su habitación, ni siquiera al médico. Jenukah, vestido de blanco y con las filacterias y el chal litúrgico puestos, permanecía inmóvil como un venerable santo de otro mundo. Dejó de comer. Cuando le daban una cucharada de sopa, no lograba tragársela. Yo me había ausentado de la ciudad cuando murió Jenukah, pero me contaron que en el instante de su muerte el rostro se le iluminó como un sol. Era imposible pasar frente a la casa sin sentir el calor que su santidad irradiaba. Un boticario que acudió para ridiculizarlo se volvió creyente y puso guisantes en sus botas a modo de penitencia. Un sacerdote fue convertido; y los que estuvieron junto al lecho de muerte oyeron batir las alas de un ángel. Jenukah había ordenado que le confeccionaran su mortaja en vida: murió cuando le estaban dando la última puntada. Al llegar, los empleados de la Agencia Funeraria vieron que no había casi cuerpo que lavar. Con esa clase de santos hasta la materia se espiritualiza. Los que ayudan a llevar en hombros el féretro dijeron que el cadáver pesaba menos que un pájaro. Las exequias duraron tres días, al cabo de los cuales la comunidad reunió dinero para erigir, sobre la tumba, una capilla donde ardiera una luz eterna. A Zekele se le otorgó una pensión. El padre de un hijo así, bien merecía una recompensa. -¿Y qué sucedió con la viuda? -preguntó Zalman el vidriero. -Nunca se volvió a casar. -¿Tuvieron un niño? -¡Qué tontería! -¿Vivió mucho tiempo? -Aún vive. -¿Quién fue realmente Jenukah? -quiso saber Isaac Amshinover.
-¿Qué os puedo decir? A veces el cielo envía un alma para que cumpla su misión rápidamente. ¿Por qué entonces nacen bebés que sólo viven un día? Cada alma baja a la Tierra para expiar alguna falta. Sucede con las almas igual que con los manuscritos: pueden tener muchos errores o muy pocos. Todos los fallos de este mundo han de ser corregidos. El mundo del mal es el mundo de la rectificación. Esta es la respuesta a todas las preguntas.
SANGRE (Blood) 1 Los cabalistas saben que la pasión por la sangre y la pasión por la carne tienen el mismo origen, y por esto al “No matarás” sigue el “No cometerás adulterio”. Reb Falik Ehrlichman poseía una gran finca no lejos de la ciudad de Laskev. Su nombre de pila era Reb Falik, pero debido a su honestidad en los negocios sus vecinos le dijeron ehrlichman (hombre honrado) durante tanto tiempo que el epíteto acabó por integrarse al nombre. De su primera esposa tuvo Reb Falik dos hijos, un niño y una niña, que murieron jóvenes y sin descendencia. Su mujer también murió. Pero él volvió a casarse años después, de acuerdo con lo dispuesto por el Eclesiastés: “Por la mañana siembra tu simiente, y por la noche no ocultes tu mano.” La segunda mujer de Reb Falik era treinta años menor que él, y sus amigos habían intentado disuadirlo de esa unión. En primer lugar, Risha había enviudado dos veces y era considerada una “mata-maridos”. Además, provenía de una familia vulgar y tenía mala reputación. Se decía que a su primer marido le pegaba con un palo, y que durante los dos años que su segundo esposo estuvo paralítico, jamás llamó a un médico. También circulaban otros chismes. Pero Reb Falik no se dejó intimidar por advertencias ni murmuraciones. Su primera esposa, que en paz descanse, estuvo enferma mucho tiempo antes de morir de consunción. Risha, fuerte y corpulenta como un hombre, era una buena ama de casa y sabía cómo administrar una granja. Bajo su pañoleta ocultaba una cabeza llena de cabellos rojos y un par de ojos verdes como uvas espina. Sus senos eran túrgidos y tenía esas caderas anchas típicas de las mujeres fecundas. Aunque no había tenido hijos con ninguno de sus dos maridos anteriores, afirmaba que era culpa de ellos. Tenía una voz chillona y su risa podía oírse desde lejos. Poco después de casarse con Reb Falik dio comienzo a sus labores en la finca: despidió al viejo administrador, que era un borracho, y contrató en su lugar a un hombre joven y diligente; vigilaba la siembra, la siega y la crianza del ganado, y no perdía de vista a los campesinos para asegurarse de que no robaran huevos, pollos o miel de las colmenas. Reb Falik esperaba que Risha le diera un hijo capaz de recitar el Kaddish después de su muerte, pero los años pasaban sin que ella quedara embarazada. Risha decía que ya era demasiado vieja. Un día se lo llevó con ella a Laskev y, ante un notario público, Reb firmó el traspaso de todas sus propiedades en favor de su esposa. Reb Falik fue dejando de ocuparse paulatinamente de los asuntos de la finca. Era un hombre de estatura mediana, con una barba blanquísima y un par de mejillas encendidas por esa rubicundez semidescolorida de las manzanas de invierno, característica de los ancianos opulentos y sumisos. Era amigo de ricos y pobres, y nunca gritaba a sus sirvientes o campesinos. Cada primavera, antes de la Pascua, enviaba un cargamento de trigo a los pobres de Laskev; y en otoño, pasada la Fiesta de los Tabernáculos, regalaba al asilo de indigentes leña para el invierno, así como sacos de patatas, coles y remolachas. En el cortijo había un pabellón de estudio construido por Reb Falik y equipado con una estantería y un Rollo Sagrado. Cuando se juntaban diez judíos en la finca y formaban quorum, iban a rezar allí. En cuanto le hubo traspasado todas sus propiedades a Risha, Reb Falik cogió la costumbre de pasarse todo el día en su pabellón, recitando salmos o bien cabeceando en el sofá de un cuarto contiguo. Las fuerzas empezaron a abandonarle; las manos le temblaban, y, al hablar, la cabeza se le iba a un lado. Al borde de los setenta, totalmente dependiente de Risha, ya estaba, como quien dice, comiendo el pan de la misericordia. Antes, los campesinos podían pedirle ayuda cuando una de sus vacas o caballos se metía en sus terrenos y el administrador exigía un pago por daños y perjuicios. Pero ahora que mandaba Risha, cada campesino tenía que pagar hasta el último céntimo.
En la finca vivía desde hacía muchos años un matarife llamado Reb Dan, un anciano que oficiaba de bedel en el pabellón y que, junto con Reb Falik, estudiaba un capítulo de la Mishnah cada mañana. Al morir Reb Dan, Risha empezó a buscar un nuevo carnicero. Reb Falik comía una porción de pollo en la cena de cada tarde, y a Risha también le gustaba la carne. Pero Laskev quedaba demasiado lejos para ir cada vez que deseara un animal sacrificado. Además, tanto en otoño como en primavera, la carretera a Laskev se hallaba inundada. Preguntando entre los vecinos, Risha oyó decir que en la comunidad judía de Krowica, una aldea cercana, vivía un matarife llamado Reuben, cuya mujer había muerto al dar a luz su primer hijo y que, además de ser carnicero, poseía una taberna pequeña donde los campesinos solían reunirse a beber por las tardes. Una mañana, Risha ordenó a uno de los campesinos que enganchara su brichka y la llevara a Krowica para hablar con Reuben. Quería pedirle que fuera al cortijo cada cierto tiempo a sacrificar animales. Llevó consigo varios pollos y un ganso en un saco tan pequeño que las aves no se asfixiaron de puro milagro. Cuando llegó a la aldea, le mostraron la cabaña de Reuben, junto a la herrería. La brichka se detuvo y Risha, seguida por el cochero que llevaba el saco con las aves, abrió la puerta principal y entró. Reuben no estaban ahí, pero al mirar por una ventana que daba al patio trasero, lo vio de pie junto a un canalillo. Una mujer descalza le alcanzó un pollo, que él degolló. Sin sospechar que lo estaban vigilando en su propia casa, Reuben se puso a juguetear con la mujer. Bromeando, bamboleó el pollo degollado como si fuera a tirárselo a la cara. Cuando ella le entregó el dinero, él le cogió la muñeca y no se la soltó. Mientras tanto, el pollo, con el cuello abierto, cayó al suelo y empezó a agitarse desesperadamente, batiendo las alas como si quisiera volar y salpicando de sangre las botas de Reuben. Por último, el gallito dio un salto final y se quedó inmóvil, con un ojo vidrioso y el cuello degollado vueltos hacia el cielo de Dios. La pobre criatura parecía decir: “Padre mío que estás en los Cielos: mira lo que me han hecho. Y encima se divierten.”
2 Como la mayoría de los carniceros, Reuben era gordo y tenía una barriga enorme y un cuello colorado. Su garganta era corta y carnosa, y en sus mejillas crecían islitas de vello negro. Sus oscuros ojos tenían la mirada fría de los nacidos bajo el signo de Marte. Cuando vio a Risha, la dueña de la gran finca vecina, se quedó un momento confundido y la cara se le puso aún más roja que de costumbre. La mujer que estaba a su lado recogió rápidamente el pollo muerto y se escabulló. Risha se dirigió al patio y ordenó al campesino que depositara el saco con las aves a los pies de Reuben. Advirtiendo que al matarife no le importaba demasiado su dignidad, le habó en un tono ligero y más bien guasón, y él le respondió de la misma manera. Al preguntarle Risha si estaba dispuesto a sacrificar las aves que había en el saco, el tipo le contestó: -¿Y qué más debo hacer? ¿Resucitar las ya sacrificadas? Y al insistir ella en lo importante que era para su marido comer carne preparada estrictamente según el rito kosher, Reuben le dijo: -Dígale que no se preocupe. Mi cuchillo es tan suave como un violín. Y para probárselo, deslizó la hoja pavonada sobre la uña de su dedo índice. El campesino desató el saco y entregó a Reuben un pollo amarillo. El matarife le giró la cabeza, le arrancó un mechón de plumas del centro del cuello y lo degolló. Pronto le llegó el turno al ganso blanco.
-Es un tío muy malo -dijo Risha-. Todas las gansas le tenían miedo. -Pues pronto dejará de serlo -respondió Reuben. -¿Nunca siente compasión? -preguntó Risha con ironía. Jamás había visto un matarife tan hábil. Tenía manos gruesas, y sus dedos, cortos, estaban cubiertos de un vello negro. -Con compasiones no se llega a carnicero -contestó Reuben. Y al cabo de un momento añadió-: Cuando usted escama un pescado el sábado, ¿cree que al pescado le hace gracia? Sosteniendo el ave en una mano, Reuben miró fijamente a Risha y dejó que sus ojos la recorrieran de abajo arriba para posarse finalmente en sus pechos. Sin dejar de mirarla degolló al ganso, cuyas plumas blancas se tiñeron de rojo en seguida. El animal sacudió el cuelo amenazadoramente y de pronto se elevó y voló unas cuantas yardas. Risha se mordió el labio. -Dicen que los carniceros son personas destinadas a ser asesinos, pero que en vez de serlo, se vuelven carniceros -dijo luego. -Si es tan compasiva, ¿por qué me ha traído estas aves? -preguntó Reuben. -¿Por qué? Porque tenemos que comer carne. -Pues si alguien tiene que comer carne, alguien tendrá que encargarse de los sacrificios. Risha ordenó al campesino que se llevara las aves. Cuando le pagó a Reuben, éste le cogió la mano y la retuvo un instante entre la suya. La mano del carnicero era cálida; un agradable escalofrío recorrió el cuerpo de Risha. Cuandl le preguntó si aceptaría encargarse del sacrificio de aves en la finca, él repuso que sí, siempre que además de pagarle enviara un carro a buscarlo. -No pienso esperarlo con una manada de vacas -bromeó Risha. -¿Por qué no? -replicó Reuben-. Tengo experiencia en matar ganado. En Lublin solía matar más reses en un día que aquí en un mes -añadió en tono jactancioso. Como Risha no parecía tener prisa alguna, Reuben la invitó a tomar asiento en una caja y él mismo se sentó sobre un tronco. Le habló de sus estudios en Lublin y le explicó cómo había recalado en esa aldea olvidada por Dios, donde su mujer, que en paz descanse, había muerto de sobreparto al no encontrar una comadrona experimentada. -¿Por qué no ha vuelto a casarse? -inquirió Risha-. No hay precisamente escasez de mujeres: viudas, divorciadas o jovencitas. Reuben le dijo que los casamenteros intentaban encontrarle una esposa, pero que la dama adecuada aún no había aparecido. -¿Y cómo sabrá usted cuál le conviene? -preguntó Risha. -Mi estómago lo sabrá. Por aquí empieza mi amor -y Reuben hizo chasquear los dedos y señaló su ombligo. Risha se hubiera quedado más tiempo, pero entró una niña con un pato. Reuben se levantó y ella regreso a su brichka. En el camino de regreso no hizo más que pensar en el matarife Reuben y en su ligereza y sentido del humor. Aunque llegó a la conclusión de que era un tipo insensible y que su futura esposa no libaría miel toda la vida, no pudo apartarlo de sus pensamientos. Aquella noche, acostada en su cama con dosel frente al dormitorio de su esposo, se la pasó insomne y volviéndose de un lado para otro. Cuando por fin se adormiló, sus sueños la sumieron en un estado de excitación y angustia. Por la mañana se levantó anhelante y deseosa de ver a Reuben lo antes posible. Se preguntó cómo podría organizar un encuentro, preocupada por la posibilidad de que el tipo pudiera encontrar una mujer y marcharse del pueblo.
A los tres días volvió Risha a Krowica pese a que su despensa aún estaba llena. Esta vez cogió ella misma las aves, les ató las patas y las metió en el saco. En la finca había un gallo negro de voz clara como una campana, un ave famosa por su talla, su cresta roja y su canto. También había una gallina que ponía un huevo diariamente y en el mismo sitio. Risha echó mano de ambas aves, murmurando: “Venid, chicos, que pronto probaréis el cuchillo de Reuben”; y al decir estas palabras, un estremecimiento recorrió su espina dorsal. No ordenó a ningún campesino que condujese la brichka, sino que, enganchando ella misma el caballo, partió sola. Encontró a Reuben de pie en el umbral de su casa, como si la hubiera estado esperando impaciente, cosa que, en efecto, él hacía. Cuando un macho y una hembra se desean mutuamente, sus pensamientos se encuentran y cada cual puede prever lo que hará el otro. Reuben la hizo pasar con las formalidades debidas a un huésped. Le trajo un jarro de agua y le ofreció un licor y un trozo de tarta de miel. Esta vez no fue al patio interior, sino que desató las aves en la casa. Al sacar el gallo negro exclamó: -¡Qué caballero tan elegante! -No se preocupe. Pronto habrá dado cuenta de él -dijo Risha. -Nadie puede escapar a mi cuchillo -le aseguró Reuben. Y degolló al gallo en el acto. El ave no entregó su espíritu inmediatamente sino al cabo de un rato, desplomándose al suelo como un águila alcanzada por una bala. Reuben puso entonces su cuchillo sobre la piedra de amolar, se volvió y se acercó a Risha. Su cara había empalidecido por efecto de la pasión, y el fuego que brillaba en sus ojos oscuros asustó a la mujer, que tuvo la impresión de que el tipo también se disponía a degollarla. Reuben la ciñó con sus brazos y, sin decir una palabra, la estrechó contra su cuerpo. -¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco? -preguntó ella. -Me gustas -dijo Reuben con voz ronca. -Suéltame. Puede entrar alguien -advirtió ella. -Aquí no entra nadie -le aseguró Reuben. Y echando el cerrojo a la puerta, empujó a Risha hacia una habitación sin ventanas. La mujer luchó intentando defenderse y al fin exclamó: -¡Ay de mí! Yo soy una mujer casada y tú eres un... hombre devoto, un erudito. Acabaremos tostándonos en la Gehena... Pero Reuben no le hizo caso y tumbó a Risha a la fuerza en su sofá-cama. Ella, aunque tres veces desposada, nunca había sentido antes un deseo tan grande como aquel día. Aunque lo trató de asesino, ladrón y salteador, y le reprochó que abusara de una mujer honesta, lo besó y lo acarició, a la vez que respondía a todos sus caprichos masculinos. En pleno juego amoroso, le pidió que la degollara. Y él le cogió la cabeza, se la echó hacia atrás y recorrió su cuello con un dedo. Cuando Risha se levantó por fin, dijo a Reuben: -Sin duda esta vez me has matado. -Y tú a mí -replicó él.
3
Como Risha quería a Reuben para ella sola y temía que el carnicero se fuera de Krowica o se casara con una mujer más joven, decidió encontrar algún pretexto para instalarlo en la finca. No podía contratarlo simplemente para sustituir a Reb Dan, ya que ésta había sido un pariente a quien Reb Falik hubiera tenido que mantener de todos modos. Mantener a un individuo sólo para que matara unos cuantos pollos cada semana no tenía ningún sentido, y proponerlo habría despertado las sospechas de su marido. Después de largas cavilaciones, Risha halló una solución. Empezó a quejarse a su marido del escaso beneficio que dejaban las cosechas y de lo exiguas que eran las siegas: si las cosas seguían así, dentro de pocos años estarían en la ruina. Reb Falik trató de consolar a su mujer diciéndole que Dios no lo había abandonado hasta entonces y que era preciso tener fe; a lo que ella replicó que la fe no calma el hambre. Luego propuso que poblaran las dehesas con ganado y abrieran una carnicería en Laskev: de este modo obtendrían un doble beneficio de la leche y de la carne vendida al por menor. Reb Falik se opuso al proyecto por considerarlo absurdo e indigno de una persona como él. Afirmó que los carniceros de Laskev armarían un escándalo y que la comunidad nunca permitiría que él, Reb Falik, se convirtiera en carnicero. Pero Risha insistió. Se dirigió a Laskev, convocó una reunión con los ancianos de la comunidad y les dijo que pensaba abrir una carnicería en la que vendería la libra de carne a dos céntimos menos que en las otras tiendas. El pueblo entero se alborotó. El rabino le advirtió que prohibiría la carne de la finca. Los carniceros amenazaron con apuñalar a quien atentase contra su fuente de ingresos. Pero Risha no se dejó desanimar. En primer lugar, tenía influencias en el gobierno, ya que los starosta del vecindario habían recibido muchos y buenos regalos de ella, visitaban su finca a menudo y cazaban en sus bosques. Además, pronto encontró aliados entre los pobres de Laskev, que no podían comprar mucha carne debido a los altos precios del mercado. Muchos tomaron partido por ella: cocheros, zapateros, sastres, peleteros y alfareros, y aunciaron que si los carniceros le hacían algún daño a Risha, ellos se vengarían incendiando las carnicerías. Risha invitó a un tropel de aliados a su finca, les dio botellas de cerveza de fabricación casera y les hizo prometerle su apoyo. Poco después alquiló una tienda en Laskev y contrató a Wolf Bonder, un hombre intrépido y muy conocido como ladrón de caballos y pendenciero. Cada dos días, Wolf Bonder se dirigía a la finca con su carreta y su caballo para llevar carne a la ciudad. Risha contrató a Reuben como matarife. Durante varios meses el nuevo negocio tuvo pérdidas, ya que el rabino proscribió la carne vendida por Risha. Reb Falik se avergonzaba de mirar a la gente del pueblo a la cara, pero Risha tenía los medios y la fuerza necesarios para esperar una victoria. Como su carne era barata, el número de clientes aumentaba constantemente y pronto, debido a la competencia, varios carniceros se vieron obligados a cerrar sus tiendas, y uno de los dos matarifes de Laskev perdió su trabajo. Muchos maldijeron a Risha. El nuevo negocio era la pantalla que Risha necesitaba para ocultar su vida pecaminosa en la finca de Reb Falik. Desde el comienzo tuvo por constumbre presenciar los sacrificios protagonizados por Reuben. Muchas veces lo ayudaba a manear un buey o una vaca. Y su afán por observar las gargantas degolladas y la sangre que manaba a borbotones se confundió a tal punto con su deseo carnal que ni ella misma sabía muy bien dónde enmpezaba uno y acababa el otro. En cuanto el negocio se volvió lucrativo, Risha mandó construir un cobertizo y cedió a Reuben un apartamento en la casa principal. Le compró ropa fina y lo sentaba a la mesa de Reb Falik. Reuben se fue poniendo cada vez más gordo y lustroso. Raras veces sacrificaba de día; más bien se paseaba envuelto en un albornoz de seda, calzado con suaves babuchas y tocado con un casquete, vigilando a los campesinos que trabajaban en el campo y a los pastores que cuidaban del ganado.
Disfrutaba de todos los placeres propios de vivir fuera de casa y, por las tardes, solía ir a nadar al río. Reb Falik, ya bastante viejo, se retiraba temprano. Y Reuben, avanzada ya la noche, se dirigía con Risha al cobertizo donde ella permanecía de pie a su lado cuando el tipo mataba; y mientras el animal se revolcaba agonizante, ella discutía con él sobre su próxima unión carnal. A veces se le entregaba inmediatamente después de la degollación. A esa hora todos los campesinos estaban durmiendo en sus cabañas salvo un hombre mayor, medio sordo y casi ciego, que los ayudaba en el cobertizo. A veces, Reuben se acostaba con ella sobre un montón de paja en el interior del recinto; otras veces lo hacía afuera, sobre la hierba, y la idea de tener cerca a esas criaturas muertas o agonizantes potenciaba sus goces. A Reb Falik no le agradaba Reuben. El nuevo negocio le resultaba repulsivo. Pero casi nunca decía una palabra en contra. Aceptaba la molestia con humildad, diciéndose que pronto moriría y que no valía la pena buscar camorra. En ciertas ocasiones pensaba que quizá su esposa trataba a Reuben con excesiva familiaridad, pero alejó toda sospecha de su mente, pues era un hombre probo y virtuoso, un hombre que a todos concedía el beneficio de la duda. Pero una trangresión engendra otra. Un buen día, Satanás, el padre de todo placer y toda astucia, tentó a Risha para que participara en los sacrificios. Reuben se alarmó la primera vez que ella se lo propuso. Es cierto que era un adúltero, le dijo, pero también era creyente, como muchos otros pecadores. Afirmó que ambos serían azotados por sus pecados, pero ¿por qué llevar a otra gente por las sendas de la iniquidad haciéndoles comer carne no-kosher? No, que Dios los libre a él y a Risha de semejante infamia. Para ser matarife había que estudiar el Schulchan Aruch y los Comentarios. Un matarife era responsable de cualquier mancha en el cuchillo, por pequeña que fuese, y de cualquier pecado en que alguno de sus clientes incurriera al comer carne impura. Pero Risha se mostró inexorable. ¿Qué diferencia había?, le preguntó. De cualquier forma, ambos acabarían en la cama de agujas. Si uno decidía pecar, al menos debía sacar el mayor goce posible de sus pecados. Y le siguió insistiendo todo el tiempo a Reuben, alternando la amenaza y el soborno. Le prometió nuevas emociones, regalos, dinero. Juró que si le permitía degollar, en cuanto Reb Falik muriera se casaría con él y le traspasaría todas sus propiedades, de suerte que pudiera expiar parte de sus iniquidades mediante obras de caridad. Y Reuben finalmente cedió. Risha disfrutaba tanto matando animales que poce después empezó a hacer todo el trabajo ella sola, utilizando a Reuben como ayudante. Comenzó a estafar, vendiendo sebo por grasa kosher, y dejó de extraer los tendones prohibidos de los muslos del ganado. Inició una guerra de precios contra los otros carniceros de Laskev, hasta que los sobrevivientes se convirtieron en empleados suyos. Obtuvo un contrato para proveer de carne a los cuarteles del ejército polaco, y como los oficiales aceptaban sobornos y los soldados recibían sólo la peor carne, Risha ganó sumas ingentes. Llegó a enriquecerse tanto que ni ella misma conocía ya el monto de su fortuna. Su malicia también aumentó. Una vez sacrificó un caballo y lo vendió como carne kosher. Incluso llegó a matar cerdos y a limpiarlos con agua hirviendo como los carniceros normales. Se las agenciaba para no ser descubierta. Disfrutaba tanto engañando a la comunidad que la estafa se convirtió pronto en una pasión tan fuerte como lo eran, para ella, la lascivia y la crueldad. Como todos los que se dedican por entero a los placeres de la carne, Risha y Reuben envejecieron prematuramente. Sus cuerpos se hincharon tanto que apenas lograban encontrarse. Sus corazones nadaban en grasa. Reuben empezó a beber. Se pasaba el día entero en la cama, y al despertar bebía licor de una jarra con una pajita. Risha le traía refrescos y ambos pasaban el rato perdidos en conversaciones ociosas, charlando como quienes han vendido su alma por las vanidades de este mundo.
Reñían y se besaban, se tomaban el pelo y se incordiaban, lamentando que el tiempo transcurriera y la muerte se fuera acercando más y más. Reb Falik pasaba la mayor parte del tiempo enfermo, pero aunque su fin parecía estar próximo, su alma, por algún motivo, se negaba a abandonar el cuerpo. Risha empezó a acariciar proyectos homicidas e incluso pensó en envenenar a Reb Falik. En cierta ocasión le dijo a Reuben: -¿Sabes? ¡Ya estoy harta de la vida! Si quieres, mátame y cásate con una mujer joven. Y una vez dicho esto, pasó la pajita de los labios de Reuben a los suyos y sorbió hasta vaciar la jarra. 4 Hay un proverbio que dice: nada permanece oculto bajo el sol. Y los pecados de Reuben y de Risha no podían permanecer ocultos para siempre. La gente empezó a murmurar que ambos vivían demasiado a gusto juntos. Advirtieron lo viejo y débil que se había vuelto Reb Falik, quien estaba mucho más tiempo en cama que de pie, y llegaron a la conclusión de que Reuben y Risha eran amantes. Los carniceros que habían tenido que cerrar sus tiendas por culpa de Risha, comenzaron a propagar toda suerte de calumnias sobre ella. Algunas de las amas de casa mejor informadas encontraron, en la carne que vendía Risha, tendones que según la Ley se hubieran tenido que extraer. El carnicero no judío al que Risha tenía por costumbre vender los muslos prohibidos, se quejó de que llevaba varios meses sin venderle nada. Con este testimonio, los ex carniceros fueron todos juntos a ver al rabino y a los jefes de la comunidad, y exigieron una investigación sobre la carne que vendía Risha. Pero el Consejo de ancianos se mostró poco dispuesto a iniciarle una demanda. El rabino citó un pasaje del Talmud en el cual se afirmaba que quien sospeche de un justo merece ser azotado, y añadió que mientras no hubiera testigos de alguna transgresión por parte de Risha, era un error hablar mal de ella, pues quien hable mal de su prójimo, perderá su recompensa en el otro mundo. Los carniceros, rechazados con estas palabras por el rabino, decidieron contratar un espía y eligieron a un robusto joven llamado Jechiel. Este mocetón, un rufián, salió de Laskev una noche, se deslizó sigilosamente en la finca, tratando de evitar a los feroces perros de Risha, y se instaló detrás del cobertizo. Luego, acercando el ojo a una rendija ancha, vio en el interior a Reuben y a Risha y observó atónito cómo el viejo criado iba introduciendo los animales maneados y Risha los arrojaba al suelo uno tras otro con ayuda de una cuerda. Cuando el viejo se marchó, Jechiel se quedó estupefacto al ver, a la luz de una antorcha, que Risha cogía un cuchillo largo y empezaba a degollar una tras otra a las reses. La sangre humeante fluía y gorgoteaba. Y mientras las bestias se desangraban, Risha se quitó toda la ropa y se estiró desnuda sobre un montón de paja. Reuben se le acercó, pero estaban tan gordos que sus cuerpos apenas podían tocarse. Jadeaban y resoplaban, y sus resuellos, unidos a los estertores de los animales, iban creando una sinfonía infernal: sombras retorcidas se proyectaban en las paredes del cobertizo, que empezó a llenarse de vapor de sangre. El mismo Jechiel se aterrorizó pese a ser un matón, ya que solamente los diablos suelen actuar de ese modo. Y temiendo que aquellos demonios le echaran mano, huyó al poco rato. Al amanecer, Jechiel llamó al postigo del rabino y, tartamudeando, le contó lo que había presenciado. El rabino despertó al bedel y le ordenó llamar a las ventanas de los ancianos con su martillo de madera y convocarlos de inmediato. Al principio nadie creyó que la historia de Jechiel fuera cierta. Sospecharon que los carniceros lo habrían sobornado para prestar falso testimonio, y lo amenazaron con una paliza y la excomunión. Jechiel, para probar que no estaba mintiendo, corrió al Arca del Rollo Sagrado que se hallaba en la Sala del Juicio, abrió la puerta y, antes de que los presentes pudieran impedírselo, juró por el Rollo que sus palabras eran verdaderas.
Su relato provocó un gran alboroto en el pueblo. Las mujeres salieron corriendo a las calles y, entre llantos y gemidos, se golpeaban la cabeza con los puños. Según el testimonio, la gente del pueblo había estado comiendo carne no kosher durante años. Las amas de casa pudientes llevaron su vajilla de cerámica a la plaza del mercado y la hicieron añicos. Unas cuantas mujeres enfermas y embarazadas se desmayaron. Muchas de las piadosas desgarraron sus solapas, derramaron cerizas sobre su cabeza y se sentaron a lamentarse. Un grupo se dirigió a las carnicerías con la intención de castigar a los que vendían la carne de Risha, y, negándose a escuchar lo que los tipos aducían en defensa propia, azotó a varios de ellos al tiempo que tiraba a la calle la carne que iba encontrando y volcaba los tajos de los carniceros. Pronto se alzaron voces que sugerían ir a la finca de Reb Falik, y la multitud empezó a armarse con cachiporras, cuerdas y cuchillos. El rabino, temiendo un derramamiento de sangre, salió a la calle a detenerlos y advirtió que el castigo debía esperar a que se demostrara la intencionalidad del pecado y se pronunciara un veredicto. Pero la multitud no lo escuchó. El rabino decidió unirse a ellos con la esperanza de poder calmarlos en el camino. Los ancianos lo siguieron, y las mujeres se pusieron en marcha detrás de ellos, pellizcándose las mejillas y llorando como en un funeral. Los chiquillos corrían al lado. Wolf Bonder, a quien Risha había hecho regalos, pagándole siempre bien por acarrear la carne desde la finca a Laskev, permaneció fiel a ella. Al ver que el descontento de la multitud tomaba un cariz muy feo, se dirigió a su establo, ensilló un caballo veloz y partió al galope hacia la finca a prevenir a Risha. Quiso la casualidad que Reuben y Risha hubiesen pernoctado en el cobertizo y aún estuviesen en él. Al oír ruido de cascos, se levantaron y vieron con sorpresa que Wolf Bonder se acercaba al galope. Éste les explicó lo que había ocurrido y los previno contra los peligros de la multitud, aconsejándoles huir en caso de que no pudieran demostrar su inocencia. De lo contrario, aquellos hombres furibundos los destrozarían sin ninguna duda. Él mismo temía quedarse allí más rato, pues la multitud podía atacarlo antes de que llegase a casa. Y, montando en su caballo, se alejó a todo galope. Reuben y Risha se quedaron paralizados por la impresión. La cara de Reuben pasó de un encarnado intenso a un blanco mortal. Las manos le temblaban y tuvo que aferrarse a la puerta del cobertizo para no desplomarse. Risha esbozó una sonrisa angustiada y, aunque la cara se le puso amarilla como a un enfermo de ictericia, fue ella quien primero se movió. Acercándose a su amante, le clavó la mirada y le dijo: -Pues sí, amor mío, el final de un ladrón es la horca. -Huyamos de inmediato. Reuben temblaba tan violentamente que apenas pudo articular estas palabras. Pero Risha respondió que era imposible. En la finca sólo había seis caballos, y aquella mañana, muy temprano, los campesinos que iban al bosque a buscar leña se los habían llevado todos. Una yunta de bueyes avanzaría tan lentamente que la chusma les daría alcance en seguida. Además, ellano tenía intenciones de abandonar su propiedad e ir por el mundo como una mendiga. Reuben le imploró que huyera con él, ya que la vida vale más que todas las propiedades, pero Risha se mostró inflexible. No se iría, dijo. Por último se dirigieron a la casa principal, donde Risha le preparó un hatillo con ropa blanca y le dio un pollo asado, un buen trozo de pan y un morral con algo de dinero. De pie en el umbral, lo vio alejarse con paso vacilante por el puente de madera que conducía a los pinares. Una vez en el bosque, cogería el sendero hacia la carretera de Lublin. Varias veces dio Reuben media vuelta, murmurando algo entre dientes y agitando la mano como para llamarla, pero Risha permaneció en el mismo sitio, impertérrita. Ya se había enterado de que el tipo era un cobarde. Sólo era un héroe frente a un pollo débil o un buey maneado.
5
En cuanto perdió a Reuben de vista, Risha se encaminó al campo a convocar a los labriegos. Los instó a que cogieran hachas, palas y guadañas, explicándoles que una multitud se hallaba en camino desde Laskev, y prometió a cada hombre un florín y un jarro de cerveza si la ayudaban a defenderse. La misma Risha cogió un largo cuchillo en una mano y blandió una destral de carnicero en la otra. Pronto pudo oírse a distancia el vocerío de la multitud, visible al poco rato. Rodeada por su guardia campesina, Risha trepó a una colina que flanqueaba la entrada de la finca. Cuando los atacantes vieron un grupo de campesinos armados con hachas y guadañas, aflojaron el paso. Algunos hasta intentaron emprender la retirada. Los feroces perros de Risha se lanzaron por entre ellos gruñendo y ladrando. El rabino, viendo que la situación no podría desembocar sino en el derramamiento de sangre, pidió a su grey que regresara a casa, pero los hombres más recios se negaron a obedecerle. Risha les gritó en son de mofa: -¡Venid y mostrad lo que podéis hacer! ¡Os cortaré la cabeza con este cuchillo, el mismo cuchillo con el que he sacrificado los caballos y los cerdos que os he hecho comer! Cuando un hombre gritó que nadie volvería a comprarle carne en Laskev y que sería excomulgada, Risha dijo a su vez: -¡No necesito vuestro dinero ni a vuestro Dios! ¡Me convertiré inmediatamente! Y empezó a chillar en polaco, llamando a los judíos “malditos asesinos de Cristo” y santiguándose como si ya fuera una cristiana. Luego, volviéndose hacia uno de los campesinos que tenía al lado, le dijo: -¿Qué estás esperando, Maciek? Corre y llama al sacerdote. No quiero seguir perteneciendo un día más a esta secta inmunda. El campesino se alejó y la multitud guardó silencio. Todos sabían que los conversos se vuelven pronto enemigos de Israel e inventan todo tipo de acusaciones y de cargos contra sus ex correligionarios. Dieron media vuelta y volvieron a sus casas. Los judíos tenían miedo de provocar la ira de los cristianos. Entretanto, Reb Falik, sentado en su pabellón-estudio, recitaba la Mishnah. Sordo y semiciego, no vio ni escuchó nada. De pronto entró Risha, cuchillo en mano, y le gritó: -¡Vete con tus judíos! ¿Para qué necesito aquí una sinagoga? Al verla con la cabeza descubierta, un cuchillo en la mano y la cara contorsionada por la ira, Reb fue presa de una angustia tal que perdió el habla. Envuelto en su chal litúrgico y sus filacterias, se levantó dispuesto a preguntarle qué ocurría, pero sus pies no lo aguantaron y se desplomó al suelo, muerto. Risha ordenó entonces que pusieran su cuerpo en una carreta de bueyes, y envió el cadáver a los judíos de Laskev sin siquiera un paño de lino para sudario. Mientras la empresa de Pompas Fúnebres de Laskev limpiaba y amortajaba el cuerpo de Reb Falik, y mientras el funeral se estaba celebrando y el rabino pronunciaba el panegírico, Risha se preparaba para su conversión. Envió a varios hombres en busca de Reuben, pues quería persuadirle a seguir su ejemplo, pero su amante había desaparecido.
Risha era ahora libre de hacer lo que quisiera. Después de su conversión reabrió sus tiendas y empezó a vender carne no-kosher a los gentiles de Laskev y a los campesinos que llegaban los días de mercado. Ya nada tenía que ocultar. Podía sacrificar abiertamente y del modo que deseara toda suerte de cerdos, bueyes, terneras y ovejas. Contrató a un matarife cristiano en sustitución de Reuben y salía a cazar con él al bosque, matando ciervos, liebres y conejos. Sin embargo, ya no sentía el mismo placer al torturar animales. Sacrificarlos tampoco la excitaba y gozaba muy poco acostándose con el que vendía carne de cerdo. Pescar en el río, cuando algún pescado quedaba suspendido de su anzuelo o bailaba en sus redes, le producía un instante de alegría a su corazón embutido en grasa; y entonces murmuraba: -¡Pues sí, señor pescado, ahora está usted peor que yo...! Lo cierto es que suspiraba por Reuben. Echaba de menos sus diálogos lascivos, su erudición, su miedo a la reencarnación, su pánico a la Gehena. Ahora que Reb Falik yacía en su tumba, Risha no tenía a quien traicionar o compadecer, ni tampoco de quien burlarse. Se compró un asiento en la iglesia cristiana muy poco después de su conversión, y durante varios meses fue cada domingo a escuchar el sermón del cura. En sus idas y venidas, le decía a su chófer que pasara frente a la sinagoga. Incordiar a los judíos le produjo satisfacción durante un tiempo, pero este juego también dejó de entretenerla muy pronto. Con el tiempo, Risha se volvió tan perezosa que ya no iba ni al matadero. Dejaba todo en manos del carnicero de turno y no se preocupaba ni de averiguar si el tipo le estaba robando o no. Nada más levantarse por la mañana, se echaba un trago al coleto y deambulaba de un cuarto a otro arrastrando sus pesados pies y hablando consigo misma. Solía detenerse ante un espejo y murmurar: -¡Ay, ay, Risha! ¿Qué ha pasado contigo? Si tu santa madre se levantara de su tumba y te viera... volvería a desplomarse en ella. Algunas mañanas intentaba mejorar su aspecto, pero la ropa le quedaba bolsuda y le era imposible desenredarse el cabello. A menudo pasaba horas cantando en yiddish y en polaco. Su voz era chillona y cascada; iba inventando las canciones a medida que avanzaba, repitiendo frases sin sentido y emitiendo sonidos que parecían al mismo tiempo cacareo de aves de corral, gruñido de cerdos y estertor de buey moribundo. Al caer en su cama le venía hipo, eructaba, rompía a reír y a dar gritos. De noche, toda suerte de fantasmas poblablan sus sueños: toros que la embestían con sus cuernos, cerdos que le restregaban sus hocicos en la cara y la mordían, gallos que le hacían trizas la carne con sus espolones. Se le aparecía Reb Falik envuelto en su mortaja, cubierto de heridas y agitando un ramo de hojas de palma, y le gritaba: “No puedo hallar reposo en mi tumba. Has deshonrado mi casa.” Entonces, Risha -o Maria Pawlowska, como se llamaba ahora- se incorporaba bruscamente en su cama, con los miembros entumecidos y el cuerpo bañado en un sudor frío. El espectro de Reb Falik se había desvanecido, pero ella aún podía oír el susurro de la hoja de palma y el eco de su alarido. Al mismo tiempo se santiguaba y repetía un ensalmo hebreo que su madre le enseñara en su niñez. Obligaba a sus pies descalzos a bajar al piso y avanzaba a trompicones en la oscuridad de un cuarto a otro. Había tirado todos los libros de Reb Falik e incendiado su Rollo Sagrado. El pabellón era ahora un cobertizo para secar pieles. Pero en el comedor seguía aún la misma mesa en la que Reb Falik solía tomar su comida del sábado, y del techo colgaban los candelabros en los que una vez ardieron sus cirios sabáticos. A veces Risha recordaba a sus dos primeros maridos, a los que había torturado con sus ataques de ira, su codicia, sus maldiciones y su lengua gruñona. Distaba mucho de arrepentirse, pero algo en su interior se lamentaba y la iba colmando de amargura. Y abriendo una ventana, solía contemplar el cielo de medianoche cubierto de estrellas y gritar:
-¡Dios mío, ven y castígame! ¡Ven, Satanás! ¡Ven, Asmodeus! ¡Mostrad vuestro poder! ¡Llevadme a los desiertos de fuego, detrás de las montañas tenebrosas!
6 La población de Laskev pasó todo un invierno aterrorizada por un animal carnívoro que acechaba y atacaba a la gente. Algunos de los que habían visto a la extraña criatura afirmaban que era un oso, otros, que era un lobo, y otros, un demonio. A una mujer que salió de su casa a orinar, le mordió la garganta. Un muchacho de la yeshiva fue perseguido por calles y plazas. A un vigilante nocturno, ya mayor, le desgarró la cara. Las mujeres y los niños de Laskev se guardaban de salir de casa en cuanto anochecía. Todo el mundo cerraba los postigos con cerrojo. De la bestia se contaban muchas cosas raras: alguien la había visto alzarse sobre sus patas traseras y echar a correr. En cierta ocasión volcó un barril lleno de coles en un patio. O bien se divertía abriendo jaulas llenas de pollos, o tirando la masa del pan que debía esponjarse en la artesa de alguna panadería. También había mancillado los tajos de más de una carnicería kosher con excrementos. Una noche oscura, los carniceros de Laskev, armados de hachas y cuchillos, se reunieron dispuestos a matar o a capturar al monstruo. Repartidos en grupos pequeños, se sentaron a esperar: sus ojos se fueron acostumbrando a las tinieblas. Al filo de la medianoche oyeron un alarido y, al correr hacia el lugar de donde provenía, vieron que el animal se dirigía hacia las afueras de la ciudad. Un hombre gritó que lo habían mordido en el hombro. Aterrados, varios de los hombres pusieron pies en polvorosa, mientras que otros continuaron la persecución. Uno de los cazadores lo vio y le arrojó su hacha. Aparentemente dio en el blanco, pues el animal, lanzando un grito espeluznante, se tambaleó y cayó. Un aullido horrible llenó el espacio. Luego la bestia empezó a maldecir en polaco y en yiddish, y a gemir con voz aflautada, como una parturienta. Convencidos de que habían herido a una diablesa, los hombres volvieron rápidamente a sus casas. El animal se pasó toda la noche gimiendo y murmurando entre dientes. Incluso se arrastró hasta una de las casas y llamó a los postigos. Luego se calló y los perros comenzaron a ladrar. A la mañana siguiente, los más osados salieron de sus casas. Descubrieron, con gran asombro, que el animal era Risha. Yacía muerta en un abrigo de piel de mofeta empapado en sangre. Le faltaba una de sus botas de fieltro. El hacha se le había enterrado en la espalda. Los perros ya le habían devorado las entrañas. A su lado estaba el cuchillo que utilizara para apuñalar a uno de sus perseguidores. Era evidente que Risha se había convertido en un licántropo. Como los judíos se negaron a enterrarla en su cementerio y los cristianos se mostraron poco dispuestos a recibirla en el suyo, la llevaron a la colina desde la cual rechazara aquella vez a los que atacaban su finca, y le excavaron allí una fosa. Sus propiedades fueron confiscadas por el Ayuntamiento. Varios años más tarde, un forastero errante que se alojaba en el asilo de pobres de Laskev, cayó enfermo. Antes de morir, mandó llamar al rabino y a los siete ancianos de la ciudad y les comunicó que era Reuben, el matarife con el que Risha había cometido sus pecados. Había peregrinado durante años de ciudad en ciudad, sin comer carne, ayunando lunes y jueves, vestido con una camisa de arpillera, y arrepintiéndose de sus abominables faltas. Había venido a morir a Laskev porque sus padres estaban enterrados allí. El rabino recitó la confesión junto con él, y Reuben le reveló una serie de detalles del pasado que la gente del pueblo ignoraba.
La tumba de Risha en la colina quedó pronto cubierta de basura. Sin embargo, los escolares de Laskev tenían por costumbre detenerse en ella el día trigesimotercero de Omer, cuando salían cargados de arcos y flechas, y con una provisión de huevos duros. Y entonces bailaban en la colina y cantaban lo siguiente: Por matar caballos tiernos, yace Risha en los infiernos. Cerdo por buey vendía, Risha la bruja arpía, y ahora se tuesta ya, oliendo a azufre, ¿qué más da? Y antes de irse, los niños escupían sobre la tumba y recitaban: Nunca dejes que una bruja viva, no la dejes vivir, no; que una bruja viva: ¡nunca, no!
VIERNES BREVE (Short Friday)
1 En el pueblo de Lapschitz vivían un sastre llamado Shmul-Leibele y su esposa, Shoshe. ShmulLeibele era medio sastre, medio peletero y totalmente pobre. Nunca había dominado su oficio. Cuando le encargaban una americana o una gabardina, hacía la prenda o demasiado corta o demasiado ajustada. El cinturón de atrás colgaba o muy arriba o muy abajo, las solapas nunca eran iguales y la abertura no quedaba en el centro. Decían que una vez cosió un par de pantalones y abrió la bragueta a un lado. Shmul-Leibele no podía contar entre sus clientes a los habitantes ricos. La gente del pueblo le llevaba sus prendas raídas para que las remendara o les diera la vuelta, y los campesinos le dejaban sus pellizas viejas para arreglar. Como casi todos los chapuceros, también era lento. A veces se pasaba semanas con la misma prenda. Sin embargo, pese a sus deficiencias, hay que decir que Shmul-Leibele era un hombre honrado. Sólo usaba hilos resistentes y ninguna de sus costuras cedía. Si uno le encargaba un forro, aunque fuera uno ordinario de arpillera o algodón, él compraba siempre el mejor material y perdía así la mayor parte de sus beneficios. A diferencia de otros sastres que guardaban hasta el retal más insignificante, él devolvía todos los retales a sus clientes. De no haber sido por su hábil esposa, Shmul-Leibele se hubiera muerto de hambre, sin lugar a dudas. Shoshe lo ayudaba siempre que podía. Los jueves iba a amasar pasta en casa de las familias ricas, y durante el verano recogía bayas y hongos en el bosque, así como piñas y leña menuda para el horno. En invierno confeccionaba plumones para novias. Además, era mejor sastre que su esposo, y cuando éste empezaba a suspirar, perder el tiempo o refunfuñar entre dientes -síntoma de que se hallaba en un impasse-, ella solía quitarle la tiza de la mano y enseñarle cómo había que seguir. Shoshe no tenía hijos, pero todo el mundo sabía que no era ella la estéril, sino más bien su esposo, pues todas las hermanas de ella habían tenido hijos, mientras que el único hermano de ShmulLeibele tampoco tenía descendencia. Las mujeres del pueblo aconsejaban de continuo a Shoshe que se divorciara, pero ella hacía oídos de mercader, pues la pareja se amaba con un amor intenso. Shmul-Leibele era bajo y rechoncho. Sus manos y pies eran demasiado anchos para su cuerpo, y la frente se le combaba a ambos lados, como es usual entre los mongoloides. Sus mejillas, rojas como manzanas, no tenían patillas, y sólo unos cuantos pelillos crecían en su mentón. Casi no tenía cuello: su cabeza entroncaba directamente con los hombros como la de un muñeco de nieve. Al caminar arrastraba los pies por el suelo, de suerte que cada uno de sus pasos podía oírse desde lejos. Siempre iba tarareando alguna cancioncilla y conservaba una amable sonrisa en su rostro. Tanto en invierno como en verano llevaba el mismo caftán y la misma gorra de piel de oveja con orejeras. Siempre que se necesitaba un mensajero, todos contrataban los servicios de Shmul-Leibele y éste cumplía su misión de buena gana, por más lejos que lo enviaran. Los bromistas le endilgaban una infinidad de apodos, convirtiéndolo en el blanco de todo tipo de travesuras; pero él nunca se ofendía. Cuando otros reprendían a sus torturadores, Shmul se limitaba a observar: -¿Qué importa? Dejad que se diviertan. No son más que niños, después de todo... A veces obsequiaba a uno u otro de los revoltosos con un caramelo o una nuez. Y lo hacía no movido por algún tipo de interés, sino por pura bondad de corazón.
Shoshe le llevaba una cabeza. En su juventud había sido considerada una belleza, y en las casas donde trabajaba como criada se aludía en términos muy elogiosos a su honestidad y diligencia. Muchos jóvenes se habían disputado su mano, pero ella eligió a Shmul-Leibele porque era tranquilo y nunca se unía a los otros muchachos del pueblo que, los sábados al mediodía, se congregaban en la carretera de Lublin para flirtear con las chicas. Su devoción y su carácter retraído le gustaban. Ya de niña Shoshe disfrutaba estudiando el Pentateuco, asistiendo a los enfermos del hospicio y escuchando las historias de las viejas que se sentaban en el umbral de sus casas a zurcir media. Solía ayunar el último día de cada mes y el Día Menor de la Expiación, y asistía con frecuencia a los servicios en la sinagoga femenina. Las otras criadas se burlaban de ella y la consideraban anticuada. Inmediatamente después de su boda se afeitó la cabeza y se ató firmemente un pañolón sobre las orejas, no dejando ver ni una sola trenza de su peluca de matrona, como lo hacían las otras mujeres jóvenes. La celadora de los baños la elogiaba porque no se divertía nunca durante el baño ritual, sino que realizaba sus abluciones de acuerdo con la ley. Sólo compraba carne auténticamente kosher, aunque le costara medio céntimo más por libra; y cuando tenía dudas sobre los preceptos dietéticos, le pedía consejo al rabino. Más de una vez había tirado toda la comida sin vacilar, llegando incluso a hacer añicos la vajilla de barro. En pocas palabras, era una mujer capaz y temerosa de Dios, y más de un hombre envidiaba a Shmul-Leibele esa joya de mujer. Por encima de todas las bendiciones de la vida, la pareja veneraba el sábado. Cada viernes al mediodía, Shmul-Leibele dejaba a un lado sus herramientas y cesaba de trabajar. Siempre se hallaba entre los primeros en el baño ritual, sumergiéndose en el agua cuatro veces en memoria de las cuatro letras del Nombre Sagrado. Ayudaba asimismo al bedel a poner las velas en los candeleros y candelabros. Shoshe economizaba toda la semana, pero el sábado abría sus arcas: en el horno caldeado iban entrando tartas, galletitas y pan sabático. En invierno preparaba budines de cuello de pollo rellenos con pasta y grasa derretida. En verano hacía budines de arroz o tallarines, rociados con grasa de pollo y un poco de azúcar o canela. El plato principal consistía en patatas con alforfón o cebada con alubias, en cuyo centro no faltaba nunca un hueso con su tuétano. Para asegurarse de que la comida quedara bien cocida, sellaba el horno con pasta suelta. Shmul-Leibele elogiaba cada bocado, y no había sábado en que no dijera: “¡Ay, Shoshe, amor mío! ¡Tu comida es digna de un rey! ¡Nada menos que un banquete paradisíaco!” A lo que ella replicaba: “Come bien, cariño. Y que te aproveche.” Aunque Shmul-Leibele no era precisamente un erudito (más bien era incapaz de memorizar un capítulo de la Mishnah), conocía bastante bien todas las leyes. Él y su mujer solían estudiar El buen corazón en yiddish. Y los días semiferiados y feriados, así como cada día libre, estudiaba la Biblia, también en yiddish. Nunca se perdía un sermón, y, aunque pobre, compraba a los buhoneros todo tipo de libros de preceptiva moral e historias religiosas, que luego leía con su esposa. Nunca se cansaba de recitar frases sagradas. Nada más levantarse por la mañana, se lavaba las manos y empezaba a articular el preámbulo a las oraciones. Luego solía dirigirse a la casa de estudios y participar como uno de los que hacían quorum. Cada día recitaba unos cuantos capítulos de los Salmos, así como aquellas plegarias que la gente menos seria tendía a saltarse. Había heredado de su padre un grueso devocionario con cubiertas de madera, que contenía los ritos y leyes correspondientes a cada día del año. Shmul-Leibele y su esposa respetaban todos y cada uno de ellos. A menudo le decía a su mujer: “Seguro que acabaré en la Gehenna, pues en la Tierra nadie recitará el Kaddish sobre mi cadáver.” “No digas eso, Shmul-Leibele -replicaba ella-. Pues en primer lugar, para Dios no hay imposibles. En segundo lugar, tú vivirás hasta que venga el Mesías. Y en tercer lugar, es muy posible que yo muera antes que tú y entonces vuelvas a casarte
con una mujer joven que te dé una docena de hijos.” Pero al oírla decir estas palabras, ShmulLeibele exclamaba: “¡Que Dios no lo permita! Has de conservarte siempre bien. Preferiría pudrirme en la Gehenna.” Aunque Shmul-Leibele y Shoshe disfrutaban cada sábado, su mayor satisfacción provenía de los sábados de invierno. Como la víspera del sábado la tarde era más corta y Shoshe se quedaba trabajando hasta muy tarde el jueves, la pareja solía quedarse en pie toda la noche del jueves. Shoshe amasaba su pasta en la artesa, cubriéndola con tela y una almohada para que fermentase, y luego calentaba el horno con leña menuda y ramitas secas. Los postigos de la habitación permanecían cerrados, así como también la puerta. La cama y el sofá-cama no se tendían, pues al amanecer la pareja echaba una siestecita. Mientras fuera de noche, Shoshe preparaba la comida del sábado a la luz de una vela. Desplumaba un pollo o una oca (si había logrado conseguir alguna a buen precio), los ponía en remojo, los salaba y les quitaba la grasa. Luego tostaba un hígado para Shmul-Leibele sobre las brasas ardientes, y le preparaba además una barrita de pan. A veces escribía su propio nombre en la barra con letras hechas de masa, y Shmul-Leibele le tomaba el pelo: “Shoshe, te estoy devorando. Shoshe, ya te he deglutido.” A nuestro sastre le encantaba el calor, por lo que solía trepar al horno y contemplar a su esposa mientras cocinaba, hacía el pan, lavaba, enjuagaba, molía y grababa su nombre. El pan sabático salía redondo y bien tostado. Shoshe trenzaba la barra con tal rapidez que la hacía casi bailar ante los ojos de su esposo. Manejaba a la perfección espátulas, atizadores, cucharones y plumeros de alas de oca, y a veces hasta pescaba un carbón encendido con los dedos. Las ollas se animaban y borbotaban. De vez en cuando se derramaba una gota de sopa y el estaño caliente siseaba y echaba humo. Los grillos no cesaban de chirriar todo aquel rato. Aunque Shmul-Leibele ya hubiera acabado de cenar a esa hora, el apetito se le volvía a despertar y Soshe solía darle una albóndiga, una molleja de pollo, una galleta, una ciruela de su compota o un trozo de carne asada. Y al mismo tiempo lo reprendía, diciéndole que era un glotón. Y cuando él intentaba defenderse, ella exclamaba: “Oh, la que ha pecado soy yo; te he dejado morir de hambre...” Ambos se acostaban al amanecer, totalmente exhaustos. Pero gracias a estos esfuerzos, Shoshe no tenía que matarse trabajando al día siguiente, e incluso podía bendecir las velas un cuarto de hora antes de que el sol se pusiera. El viernes en el que tuvo lugar esta historia era el más corto del año. Afuera, la nieve no había parado de caer toda la noche, cubriendo la casa hasta las ventanas y dejando la puerta tapiada. Como siempre, la pareja había estado despierta hasta la madrugada y luego se había acostado. Pero esa vez se despertaron más tarde que de costumbre, pues no habían oído cantar al gallo, y como las ventanas estaban cubiertas de nieve y escarcha, el día parecía tan oscuro como la noche. Después de musitar “Te agradezco, Señor”, Shmul-Leibele salió con una escoba y una pala para abrirse camino; después cogió un cubo y sacó agua del pozo. Luego, como no tenía ningún trabajo urgente, decidió no dar golpe en todo el día. Se dirigió a la casa de estudios a rezar sus plegarias matinales, y después del desayuno encaminó sus pasos a los baños públicos. Debido al frío que hacía fuera, los clientes no cesaban de implorar: “¡Un cubo! ¡Un cubo!”, y el celador iba vertiendo más y más agua sobre las piedras incandescentes, de suerte que el vapor se hacía cada vez más denso. Shmul-Leibele encontró una escobita de ramas de sauce muy ásperas, se subió al banco más alto y empezó a golpearse el cuerpo hasta que la piel se le puso roja. Al salir de los baños se precipitó hacia la casa de estudios, donde el bedel ya había barrido y rociado de arena el suelo. Shmul-Leibele colocó las velas y lo ayudó a tender los manteles sobre las mesas. Luego volvió a su casa y se puso su ropa de sábado.
Sus botas, a las que había hecho poner suelas nuevas pocos días antes, ya no dejaban pasar la humedad. Shoshe había lavado la ropa de la semana y le había dado camisa limpia, un par de calzoncillos, una camisa bordada y hasta un par de calcetines. Ya había bendecido las velas, y el espíritu del sábado emanaba de todos los rincones de la habitación. Ella se había puesto su pañolón de seda con lentejuelas plateadas, un vestido amarillo y gris, y sus zapatos de punta relucientes. De su cuello pendía la cadena que la madre de Shmul-Leibele, que en paz descanse, le había regalado para celebrar la firma del contrato matrimonial. El anillo de bodas centelleaba en su índice. La luz de las velas se reflejaba en los cristales de la ventana, y Shmul-Leibele se imaginó que afuera había una réplica de la habitación y que otra Shoshe estaba encendiendo en ella las velas del sábado. Ardía en deseos de decirle a su mujer lo bonita que estaba, pero no quedaba tiempo, pues el devocionario estipulaba claramente que era digno y adecuado encontrarse entre los diez primeros fieles en la sinagoga. Y dio la casualidad que aquella noche fue el décimo hombre en llegar a los rezos. En cuanto la congregación hubo entonado el Cantar de los Cantares, el chantre salmodió: “Agradeced al Señor” y “Venid y regocijémonos”. Shmul-Leibele rezaba con fervor. Las palabras resonaban melodiosamente al ser articuladas por su lengua, dando la impresión de salir de sus labios con vida propia; él mismo sintió que se elevaban hacia el muro oriental, alzándose por sobre la cortina bordada del Arca Sagrada, los leones dorados y las Tablas, y llegando hasta el techo, decorado con un fresco de las doce constelaciones. Desde él, las oraciones ascendían sin duda hasta el Trono de Gloria. 2 El chantre entonó: “Venid, amados míos”, y Shmul-Leibele lo acompañó. Luego vinieron las plegarias y los hombres recitaron “Es deber nuestro alabar...”, a lo cual Shmul añadió un “Señor del Universo”. Luego deseó a todos un buen sábado: al rabino, al matarife kosher, al jefe de la comunidad, al asistente del rabino y a todos los presentes. Los chiquillos del cheder le gritaron en coro: “Feliz sábado, Shmul-Leibele”, al tiempo que se burlaban de él haciendo todo tipo de muecas y gestos grotescos. Pero Shmul contestó a todos con una sonrisa, e incluso le dio un pellizco cariñoso en la mejilla a uno de los pilluelos. Luego se dirigió a casa. La nieve era tan alta que apenas podían distinguirse los contornos de los techos, como si toda la aldea estuviera sumergida en un líquido blanco. El cielo, que había estado cubierto todo el día, empezaba a clarear un poco. La luna llena asomaba por entre jirones de nubes blancas, derramando un resplandor casi diurno sobre la nieve. Hacia el oeste, el extremo de una nube conservaba aún los arreboles del crepúsculo. Las estrellas de aquel viernes lucían más anchas y brillantes, y, por una especie de milagro, Lapschitz parecía haberse fusionado con el cielo. La cabaña de Shmul-Leibele, situada no lejos de la sinagoga, se hallaba como suspendida en el espacio; tal como está escrito: “Él suspendió la Tierra sobre la nada.” El sastre caminaba a paso lento, ya que, según la Ley, no se debe ir de prisa al volver de un lugar sagrado. No obstante, deseaba ardientemente estar en casa. “¿Quién sabe -pensó-. A lo mejor Shoshe se ha enfermado. O al ir a sacar agua, que Dios no lo permita, se ha caído al pozo. ¡Santo cielo, sálvanos! ¡Qué cantidad de desgracias pueden ocurrirle a un ser humano!” En el umbral pisó varias veces con fuerza para sacudirse la nieve, abrió la puerta y vio a Shoshe. La habitación lo hizo pensar en el Paraíso. El horno acababa de ser enjalbegado, y las velas en los candelabros de latón esparcían un calor sabático. Los aromas que salían del horno sellado se mezclaban con los de la cena del sábado.
Sentada en el sofá-cama, Shoshe parecía estarlo esperando, con sus mejillas sonrosadas y brillantes como las de una niña. Shmul-Leibele le deseó un feliz sábado y ella, a su vez, le deseó un feliz año. Él empezó a tararear “La paz sea con vosotros, ángeles custodios...”, y después de despedirse de los ángeles invisibles que acompañan a cada judío al salir de la sinagoga, recitó “La mujer respetable”. Entendía a la perfección el sentido de aquellas palabras, pues las había leído a menudo en yiddish y cada vez le parecían más dignas de aplicarse a Shoshe. Ésta era consciente de que las sagradas frases eran recitadas en su honor, y pensó para sus adentros: “Héme aquí, una mujer simple, una huérfana, y sin embargo, Dios ha decidido bendecirme con un marido devoto que me alaba en un lenguaje sagrado.” Ambos habían comido poco durante el día, reservando su apetito para el almuerzo del sábado. Shmul-Leibele bendijo el vino de uva y alcanzó la copa a Shoshe para que bebiera. Luego se enjuagó los dedos en un cazo de latón, cosa que también hizo ella, y ambos se secaron las manos con una sola toalla, cogiéndola por los dos extremos. Shmul alzó después la hogaza sabática y la cortó con el cuchillo del pan: una rebanada para él y otra para su esposa. Al punto le informó que el pan estaba perfecto, y ella replicó: -Vamos, si me dices lo mismo cada sábado. -Pues sucede que es verdad -contestó él. Aunque era difícil conseguir pescado en tiempo de invierno, Shoshe le había comprado tres cuartos de libra de lucio al pescadero. Lo había cortado en trozos muy menudos, le había añadido cebolla, un huevo, sal y pimienta y lo había cocinado con zanahorias y perejil. El plato dejó sin aliento a Shmul-Leibele, quien luego tuvo que beberse un vaso de whisky. Cuando inició los cantos de la mesa, Shoshe lo acompañó quedamente. Luego vino la sopa de pollo con fideos y tenues anillos de grasa que brillaban en la superficie como ducados de oro. Entre la sopa y el plato principal, Shmul volvió a cantar himnos sabáticos. Como las ocas eran baratas en esa época del año, Shoshe le sirvió una pata de añadidura a su marido. Después del postre, Shmul-Leibele se lavó por última vez y recitó una bendición. Al llegar a las palabras: “Y no permitas que nos falten los dones de la carne y de la sangre”, puso los ojos en blanco y alzó ambos puños. Nunca olvidaba decir que a él le permitirían ganar siempre su sustento, y que no se convertiría -Dios lo libre- en un ser dependiente de la caridad. Tras la bendición de la mesa, recitó aún otro capítulo de la Mishnah y varias oraciones más que figuraban en su grueso devocionario. Luego se sentó a leer su pasaje semanal del Pentateuco, dos veces en hebreo y una vez en arameo. Articulaba cuidadosamente cada palabra, tratando de no hacer faltas en los difíciles párrafos del Onkelos en arameo. Al llegar a la parte final empezó a bostezar y los ojos se le llenaron de lágrimas. Un cansancio enorme se apoderó de él. Apenas podía mantener los ojos abiertos y, entre un pasaje y el siguiente, cabeceó por espacio de uno o dos segundos. Cuando Shoshe lo advirtió, le preparó el sofá-cama y se tendió su propia cama con sábanas limpias y un plumón. Shmul-Leibele logró recitar a duras penas las oraciones de despedida y comenzó a desvestirse. Cuando ya estaba echado en su sofá-cama, dijo: “Un buen sábado, piadosa esposa mía. Estoy cansadísimo...”, y volviéndose hacia la pared, empezó a roncar al poco rato. Shoshe permaneció sentado unos minutos más, observando las velas sabáticas que ya habían empezado a humear y a vacilar. Antes de acostarse puso un cubo de agua y una jofaina junto a la cama de Shmul-Leibele para que al día siguiente, al levantarse, pudiera hacer sus abluciones. Luego se acostó y se quedó dormida. Habrían dormido una hora o dos -o quizá tres, ¿qué importa realmente?-, cuando Shoshe oyó de
pronto la voz de Shmul-Leibele. Éste la despertó, susurrando su nombre. Ella abrió un ojo y preguntó: -¿Qué ocurre? -¿Estás limpia? -dijo él en un susurro. Ella reflexionó un instante y respondió: -Sí. Y Shmul-Leibele se levantó y se le acercó, acostándose a su lado al poco rato. Lo había invadido un violento deseo de poseerla. Su corazón empezó a latir a un ritmo acelerado y la sangre fluía vertiginosamente por sus venas. Sintió una presión en los riñones y una urgencia de hacerle el amor en seguida, pero recordó la Ley que aconsejaba al hombre no copular con una mujer sin antes haberle hablado con cariño. De modo que se puso a hablarle del amor que por ella sentía y de la posibilidad de que su unión de aquella noche diera como fruto un hijito varón. -¿Y acaso no aceptarías a una niña? -preguntó Shoshe en son de broma. A lo que él replicó: -Lo que Dios se digne concedernos será bienvenido. -Me temo que yo no tengo ya este privilegio -dijo ella suspirando. -¿Por qué no? -preguntó él-. Nuestra madre Sara era mucho mayor que tú. -¿Cómo podría compararme con Sara? Más vale que te divorcies y te cases con otra. Él la interrumpió, tapándole la boca con su mano. -Aunque tuviera la seguridad de engendrar a las Doce Tribus de Israel con otra mujer, no te abandonaría. Ni siquiera me imagino en brazos de otra esposa. Tú eres la joya de mi corona. -Y si me muriera, ¿qué? -preguntó Shoshe. -¡Que Dios me libre! Simplemente la pena me mataría. Nos enterrarían a los dos el mismo día. -No blasfemes. Espero que sobrevivas a mis huesos. Tú eres hombres y encontrarías otra compañera. En cambio, ¿qué haría yo sin ti? Shmul quiso contestarle, pero ella selló sus labios con un beso. Y él la poseyó y amó su cuerpo. Cada vez que Shoshe se le entregaba, él se maravillaba nuevamente. “¿Cómo era posible -pensabaque un tipo como él tuviera semejante tesoro?” Conocía la Ley: no hay que entregarse al placer por el placer. Pero en algún libro sagrado había leído una vez que estaba permitido besar y abrazar a la mujer con la que uno estuviera casado según las leyes de Moisés y de Israel; de modo que le acarició la cara, el cuello y los senos. Ella le advirtió que eso era frivolidad. Y él replicó: “Pues entonces acabaré en el potro de tortura. Los grandes santos también amaban a sus esposas.” No obstante, se juró a sí mismo que a la mañana siguiente iría a los baños rituales, entonaría salmos y destinaría una cantidad a obras de beneficencia. Y como ella también lo amaba y gozaba con sus caricias, lo dejó hacer cuanto quisiera. En cuanto hubo aplacado su apetito, Shmul-Leibele quiso volver a su sofá-cama, pero una pesada somnolencia se apoderó de él. Sintió un dolor en las sienes. A Shoshe también le vino una jaqueca. De repente exclamó: -Me temo que algo se está quemando en el horno. ¿Te parece que abra el humero? -¡Qué va: son ideas tuyas! -replicó él-. Haría demasiado frío aquí dentro.
Y su agotamiento era tal que se quedó dormido, al igual que ella. Aquella noche, Shmul-Leibele tuvo un sueño muy extraño. Soñó que había muerto. Los hermanos de la empresa de Pompas Fúnebres vinieron, lo recogieron, encendieron velas junto a su cabeza, abrieron las ventanas y entonaron la oración para justificar el mandato de Dios. Seguidamente lo lavaron en la mesa de abluciones y lo llevaron al cementerio en un palanquín. Allí lo enterraron mientras el sepulturero recitaba el Kaddish sobre su cadáver. “¡Qué extraño! -pensó-, no escucho el menor lamento o súplica de labios de Shoshe. ¿Será posible que me haya olvidado tan pronto? ¿O es que -Dios me libre- ha sucumbido a su dolor?” Quiso llamarla por su nombre, pero no pudo. Intentó salir de su tumba, pero sus miembros no le obedecieron. De repente se despertó. “¡Qué pesadilla tan horrible! -pensó. Espero que saldré bien parado.” Shoshe también se despertó en aquel momento. Cuando él le contó su sueño, ella permaneció un rato en silencio. Luego dijo: -¡Ay de mí! He tenido el mismo sueño. -¿De veras? ¿Tú también? -preguntó Shmul-Leibele asustado-. Esto no me gusta nada. Trató de incorporarse, pero no pudo. Era como si lo hubiesen despojado de toda su fuerza. Miró hacia la ventana para ver si ya era de día, pero no alcanzó a ver ventana ni cristal alguno. La oscuridad reinaba por doquier. Aguzó el oído. Normalmente era capaz de oír el chirrido de un grillo o la carrera de un ratón, pero esta vez sólo prevaleció un silencio de muerte. Quiso tocar a Shoshe, pero su mano parecía sin vida. -Shoshe -dijo en voz baja-, estoy paralizado. -¡Ay de mí! Yo también -replicó ella-. No puedo mover un solo miembro. Y allí permanecieron un buen rato inmóviles y en silencio, sintiendo su entumecimiento. Por último dijo Shoshe: -Me temo que ya estamos de verdad en nuestras tumbas. -Y yo me temo que tienes razón -repuso Shmul-Leibele con una voz que no era de un ser vivo. -¡Ay de mí! ¿Cuándo habrá ocurrido? ¿Y cómo así? -preguntó Shoshe-. Después de todo, nos fuimos a dormir sanos y buenos. -El humo del horno debió asfixiarnos -dijo Shmul-Leibele. -Pero te dije que abriéramos el humero. -Ahora ya es un poco tarde. -Que Dios se apiade de nosotros, ¿qué haremos ahora? Aún éramos jóvenes... -Es inútil. Por lo visto estaba escrito. -¿Por qué? Este sábado iba a ser estupendo. ¡Había preparado un almuerzo tan rico: un pollo entero con cuello y entrañas! -Ya no necesitamos alimentos. Shoshe no contestó inmediatamente. Intentó sentir sus propias entrañas. No, no tenía apetito. Ni siquiera por un pollo con cuello y tripas. Quiso llorar, pero no pudo. -Shmul-Leibele, ya nos han enterrado. Todo ha terminado. -Así es, Shoshe. ¡Alabado sea el verdadero juez! Estamos en las manos de Dios.
-¿Serías capaz de recitar el texto que fue atribuido a tu nombre en presencia del Ángel Dumah? -Sí. -¡Qué bueno que nos hayan enterrado juntos! -murmuró ella. -Sí, Shoshe -replicó Shmul, y recordó un versículo: “A los que en vida se amaron, ni la muerte pudo separarlos.” -¿Y qué pasará con nuestra cabañita? Ni siquiera hiciste testamento. -Sin duda la heredará tu hermana. Shoshe quiso preguntarle otra cosa, pero sintió vergüenza. ¿Qué habría pasado con el almuerzo del sábado? ¿Lo habrían sacado del horno? ¿Quién se lo habría comido? Pero pensó que esos interrogantes no eran muy propios de un cadáver. Ya no era Shoshe la amasadora, sino un cadáver puro y amortajado, con mosaicos sobre los ojos, una capucha en la cabeza y ramitas de mirto entre los dedos. En cualquier momento se presentaría el Ángel Dumah con su vara de fuego, y ella tendría que rendirle cuentas. Pues sí, los breves años de alboroto y tentación habían llegado a su fin. Shmul-Leibele y Shoshe ya habían llegado al verdadero mundo. Marido y mujeres enmudecieron. En medio del silencio oyeron un batir de alas y un canto muy suave. Un Ángel del Señor había bajado a conducir a Shmul-Leibele, el sastre, y a su esposa Shoshe al Paraíso.
TAIBELE Y SU DEMONIO (Taibele and her Demon)
1
En la ciudad de Lashnik, no lejos de Lublin, vivían un hombre y su esposa. Él se llamaba Chaim Nosse, y ella, Taibele. No tenían hijos. Y no porque la pareja fuera estéril: Taibele había dado a su marido un hijo y dos hijas, pero los tres murieron en la infancia. Uno de tos ferina, otra de escarlatina y la tercera de difteria. Un buen día el seno de Taibele se cerró del todo, y de nada sirvieron ya las plegarias, los conjuros y las pócimas. La pena impulsó a Chaim Nossen a retirarse del mundo. Se mantuvo alejado de su esposa, dejó de comer carne, y en vez de seguir durmiendo en su casa, lo hacía en un banco de la sinagoga. Taibele era dueña de una mercería heredada de sus padres, y en ella se pasaba el día entero con un metro en la mano derecha, unas tijeras enormes en la izquierda y, enfrente de ella, el Devocionario Femenino en yiddish. Chaim Nossen, alto, enjuto, de ojos negros y barbita puntiaguda, había sido siempre un hombre hosco y taciturno incluso en sus mejores tiempos. Taibele era bajita y bella, tenía ojos azules y cara redonda. Aunque castigada por el Todopoderoso, aún sonreía con facilidad y en sus mejillas se formaban sendos hoyuelos. Ahora no tenía nadie a quien cocinar, pero encendía diariamente el horno o la cocina y se preparaba unas gachas o una sopa. También prosiguió con su labor de punto -ora un par de medias, ora un chaleco-, y a veces bordaba algo siguiendo un modelo determinado. No solía quejarse del destino o aferrarse a las preocupaciones. Un buen día, Chaim Nossen metió en un saco su chal litúrgico y sus filacterias, una muda de ropa interior y una barra de pan, y abandonó la casa. A los vecinos que le preguntaban adónde iba, les contestaba: -Adonde me lleven mis ojos. Cuando la gente anunció a Taibele que su esposo la había abandonado, era ya demasiado tarde para alcanzarlo. Chaim había atravesado el río. Se supo que había alquilado un carro para trasladarse a Lublin. Taibele envió un mensajero a buscarlo, pero ni su esposo ni el mensajero volvieron a ser vistos. Y así, a sus treinta y tres años, Taibele pasó a convertirse en una esposa abandonada. Tras un período de búsqueda, se dio cuenta de que ya no tenía que esperar más. Dios se había llevado a su marido y a sus hijos. Nunca podría volver a casarse; a partir de entonces se vería obligada a vivir sola. Todo lo que le quedaba era su casa, su tienda y sus pertenencias. La gente del pueblo la compadecía, pues era una mujer tranquila, bondadosa y honesta en sus transacciones comerciales. Todos se preguntaban: ¿por qué habrá merecido tan mala suerte? Pero los designios de Dios son inescrutables. Taibele tenía muchas amigas entre las matronas del pueblo, conocidas suyas de la infancia. Durante el día, las amas de casa andaban atareadas con sus ollas y sartenes; pero al atardecer, las amigas de Taibele solían pasar a verla y a charlar un rato. En verano se sentaban en un banco frente a la casa y se contaban toda clase de chismes e historias.
Una noche de verano sin luna, en que el pueblo estaba tan a oscuras como Egipto, Taibele, sentada con sus amigas en el banco, se puso a contarles una historia leída en un libro que comprara a un buhonero. Era sobre una muchacha judía y un demonio que la había raptado y vivía con ella como un marido con su mujer. Taibele refirió la historia con todo lujo de detalles. Las mujeres se arrimaron más unas a otras, juntaron las manos, escupieron para conjurar el mal y se echaron a reír con esa risa que proviene del miedo. Una de ellas preguntó: -¿Por qué no lo exorcizó con un amuleto? -No todos los demonios se asustan con los amuletos -respondió Taibele. -¿Por qué entonces no habló con un santo rabino? -El demonio le advirtió que la estrangularía si revelaba el secreto. -¡Ay de mí! ¡Que el Señor nos proteja y nos libre de esos males! -exclamó una de las mujeres. -Tengo miedo de ir a casa ahora -dijo otra. -Te acompañaré -le prometió una tercera. Quiso la casualidad que, mientras conversaban, acertara a pasar por allí Alchonon, el ayudante del maestro que esperaba convertirse algún día en animador de bodas. Tras cinco años de viudez, Alchonon tenía fama de ser un tío muy pícaro y bromista, al que además le faltaba un tornillo. Sus pisadas no se oían, porque las suelas de sus zapatos se le habían desgastado con el uso, y ahora andaba descalzo. Al oír que Taibele contaba esa historia, se detuvo a escuchar. La oscuridad era tan densa, y las mujeres se hallaban tan absortas en el misterioso relato, que no lo vieron. Nuestro Alchonon era un individuo disoluto, fecundo en artimañas ingeniosas y lascivas. En un instante planeó una maliciosa travesura.
Cuando las mujeres se marcharon, Alchonon se deslizó sigilosamente al patio de Taibele, se escondió detrás de un árbol, y se puso a vigilar por la ventana. Al ver que Taibele se acostaba y apagaba la vela, se introdujo velozmente en la casa. Taibele no había echado cerrojo a la puerta: los ladrones eran algo inaudito en aquel pueblo. En el vestíbulo se quitó el caftán raído, la camisa orlada y los pantalones, y quedó tan desnudo como cuando vino al mundo. Luego se acercó de puntillas a la cama de Taibele. Ésta se hallaba casi dormida, cuando de pronto vio surgir una figura de la oscuridad. Su terror le impidió emitir sonido alguno. -¿Quién es? -susurró temblando. Alchonon repondió con voz cavernosa: -No grites, Taibele. Si chillas, te destruiré. Soy el demonio Hurmizah, rey de las tinieblas, de la lluvia, del granizo, del trueno y las bestias feroces. Soy el espíritu del mal que vive con la joven de la que estuviste hablando esta noche. Y como contaste la historia con tanto entusiasmo, escuché tus palabras desde el abismo y sentí deseos de tu cuerpo. No intentes resistirte, pues a quienes se niegan a acatar mi voluntad suelo llevármelos allende las Montañas de la Oscuridad, hasta el Monte Sair, a una región salvaje que ningún ser humano ha pisado jamás, donde la tierra es de hierro y el cielo de cobre. Y ahí los hago revolcarse sobre espinas y fuego, entre víboras y escorpiones, hasta que todos los huesos de su cuerpo se reducen a polvo y ellos se pierden para siempre en las profundidades infernales. Si, en cambio, acatas mis deseos, no te tocaré ni un pelo y haré que tengas éxito en todo cuanto emprendas... Al oír estas palabras, Taibele permaneció inmóvil, como desmayada. Su corazón latió violentamente y pareció detenerse. Pensó que su hora había sonado. Al cabo de un rato, se armó de valor y murmuró:
-¿Qué quieres de mí? ¡Soy una mujer casada! -Tu marido ha muerto. Yo mismo asistí a sus funerales. La voz del asistente del maestro retumbó como un trueno. -Es cierto que no puedo prestar testimonio ante el rabino para liberarte y que al fin puedas casarte de nuevo, pues los rabinos no creen en seres como nosotros. Además, no me atrevo a cruzar el umbral del rabino..., les temo a los Rollos Sagrados. No creas que estoy mintiendo. Tu marido murió en una epidemia, y los gusanos ya le han devorado la nariz. Pero aun cuando estuviera vivo, nada te impediría acostarte conmigo, porque las leyes del Shulchan Aruch no se aplican a nosotros. Y Hurmizah, el ayudante del maestro, prosiguió con sus persuasiones, unas dulces y otras amenazadoras. Invocó nombres de ángeles y de demonios, de vampiros y bestias diabólicas. Juró que Asmodeus, el Rey de los demonios, era su tío político. Le dijo luego que Lilith, la Reina de los Espíritus del Mal, bailaba para él en un solo pie y hacía cualquier cosa por complacerlo. Shibtah, la diablesa que robaba recién nacidos a las parturientas, le preparaba pasteles de semilla de amapola en los hornos del Infierno y usaba grasa de brujos y perros negros como levadura. Tanto le argumentó, aduciendo parábolas y proverbios tan agudos, que al final Taibele se vio obligada a sonreír para salir de apuros. Hurmizah juró que estaba enamorado de Taibele desde hacía tiempo y empezó a describirle los vestidos y pañoletas que había llevado aquel año y el año anterior; le dijo cuáles habían sido sus pensamientos secretos mientras amasaba la pasta, preparaba su comida del sábado, se lavaba en el baño y hacía sus necesidades en el cobertizo. También le recordó aquella mañana en que se despertó con una marca azul y negra en el pecho. Ella pensó que era un pellizco de algún demonio necrófago, pero en realidad había sido un beso de los labios de Hurmizah, puntualizó. Al cabo de un rato, el demonio se metió en la cama de Taibele e impuso su voluntad. Luego le dijo que a partir de entonces la visitaría dos veces por semana, los miércoles y sábados por la noche, pues eran las noches en que los impíos suelen ir por el mundo. Le advirtió, sin embargo, que no divulgara lo que le había sucedido ni aludiera a ello, bajo pena de un castigo horrible: él mismo le arrancaría el cuello cabelludo, le vaciaría los ojos y la dejaría sin ombligo de un solo mordisco. Luego la abandonaría en un paraje desolado donde el pan se amasaba con estiércol y el agua era sangre, y donde las lamentaciones de Zalmaveth se oían día y noche. Ordenó a Taibele jurarle por los huesos de su madre que guardaría el secreto hasta su último día. Taibele se dio cuenta de que no tenía escapatoria. De modo que, poniendo una mano en el muslo del monstruo, prestó juramento e hizo cuanto le ordenó. Antes de dejarla, Hurmizah la besó lascivamente un buen rato, y como era un demonio y no un hombre, Taibele le devolvió sus besos y humedeció de lágrimas su barba. Pese a ser un espíritu malo, la había tratado afectuosamente... Cuando el diablo se fue, Taibele rompió en sollozos sobre su almohada hasta el amanecer. Hurmizah siguió viniendo cada miércoles y sábado por la noche. Taibele temía quedar embarazada y dar a luz algún monstruo con cuernos y rabo: un diablillo o un íncubo. Pero Hurmizah prometió protegerla contra cualquier deshonra. Taibele le preguntó si debía purificarse en las abluciones rituales después de sus días impuros, pero él dijo que las leyes relativas a la menstruación no se aplicaban a quienes frecuentaban al huésped inmundo.
Como dice el refrán: que Dios nos libre de todo aquello a lo cual podamos acostumbrarnos. Y así ocurrió con Taibele. Al principio temió que su visitante nocturno pudiera hacerle daño, producirle forúnculos o enredarle el cabello, hacerla ladrar como un perro o beber orina, y sumirla en la desgracia. Pero Hurmizah no la azotaba, ni la pellizcaba, ni le escupía encima. Muy al contrario: la acariciaba, le susurraba palabras cariñosas y le componía calambures y poemas. A veces le gastaba tales bromas y le decía cosas tan diabólicamente absurdas que ella no podía menos que reírse. Le tironeaba el lóbulo de la oreja y le daba mordiscos de amor en los hombros, de suerte que a la mañana siguiente Taibele descubría las marcas de sus dientes en la piel. La convenció de que se dejara crecer el cabello bajo la gorra y se lo anudó en trenzas. Le enseñó conjuros y ensalmos, y le habló de sus hermanos de la noche, los demonios con los que sobrevolaba ruinas y campos de hongos venenosos, así como las marismas de Sodoma y las gélidas llanuras del Mar del Hielo. No le ocultó que tenía otras mujeres, pero todas eran diablesas: Taibele era la única mujer humana que poseía. Cuando ella le preguntó los nombres de sus mujeres, él se las enumeró: Namah, Machlath, Aff, Chuldah, Zluchah, Nafkah y Cheimah. Siete en total. Le contó que Namah era negra como la brea y furibunda. Cuando peleaba con él, escupía veneno y arrojaba fuego y humo por la nariz. Machlath tenía cara de sanguijuela y marcaba para siempre a quienes rozaba con su lengua. A la tercera, Aff, le encantaba adornarse con objetos de plata, esmeraldas y diamantes. Sus trenzas eran de hilos de oro. En los tobillos llevaba cascabeles y brazaletes, de modo que cuando bailaba, todos los desiertos resonaban con el tintineo. Chuldah tenía aspecto de gato. Maullaba en vez de hablar y sus ojos eran verdes como uvas espinas. Cuando hacía el amor, mascaba siempre hígado de oso. Zluchah, enemiga declarada de las novias, dejaba impotentes a los novios. Si una novia salía a caminar sola de noche durante las Siete Bendiciones Nupciales, Zluchah se le acercaba bailando y la novia perdía el habla o era víctima de un ataque. Nafkah era lujuriosa y lo traicionaba constantemente con otros demonios. Se aseguraba el cariño de Hurmizah sólo gracias a sus discursos viles e insolentes, que deleitaban el corazón de su amante. Cheimah, de acuerdo con su nombre, debiera haber sido tan viciosa como dulce y pacífica era Namah. Per ocurría todo lo contrario: Cheimah era una diablesa sin amargura ni odio. Se pasaba la vida haciendo obras de caridad, amasando pasta para las amas de casa enfermas o llevando pan a los hogares pobres. Así describió Hurmizah a sus mujeres, y fue diciéndole a Taibele cómo se divertí con ella, jugando al tócame tú sobre los techos y enredándose en todo tipo de travesuras. Por lo general, las mujeres se ponen celosas cuando el hombre se va con otras, pero ¿cómo puede un ser humano sentir celos de una diablesa? Todo lo contrario. Las historias de Hurmizah divertían a Taibele, que lo acosaba a preguntas. A veces él revelaba misterios que ningún mortal debía conocer: sobre Dios, sus ángeles y serafines, sus mansiones celestiales y los Siete Cielos. Le contaba asimismo cómo los pecadores, hombres y mujeres, eran torturados en barriles de brea y calderas llenas de carbones encendidos, sobre camas sembradas de clavos y en pozos llenos de nieve, y cómo los Ángeles Negros azotaban los cuerpos de los pecadores con varas de fuego. El mayor castigo en el Infierno eran las cosquillas, le decía Hurmizah. Había allí un diablillo llamado Lekish. Cuando le hacía cosquillas a una adúltera en las plantas de los pies o en las axilas, las carcajadas de la pobre infeliz resonaban por todo el camino hasta la isla de Madagascar.
De este modo entretenía Hurmizah a Taibele noches enteras, y pronto empezó ella a echarlo de menos cuando se ausentaba. Las noches de verano le parecían demasiado cortas, pues el diablo se marchaba poco después del alba. Incluso las noches de invierno no eran bastante largas. Lo cierto es que se enamoró de Hurmizah, y aunque sabía que una mujer no debía desear a un demonio, suspiraba por él noche y día. 2
Aunque Alchonon llevaba muchos años de viudez, no faltaban casamenteros que intentaban desposarlo. Las mujeres que le proponían eran de extracción humilde, viudas y divorciadas, pues el ayudante de un maestro contaba con pocos recursos y, además, Alchonon tenía fama de ser un holgazán rematado. Solía rechazar las propuestas aduciendo diversos pretextos: una de las mujeres era excesivamente fea, la otra era malhablada y la tercera, muy desaliñada. Los casamenteros se preguntaban: ¿cómo puede un ayudante de maestro, que gana nueve groschen por semana, apuntar tan alto? ¿Cuánto tiempo podrá un hombre vivir solo? Pero nadie puede ser arrastrado por la fuerza al dosel nupcial. Alchonon recorría la ciudad de cabo a rabo, enjuto, harapiento, con su rubicunda barba en desorden, la camisa arrugada y una manzana de Adán puntiaguda que danzaba de un extremo a otro de su cuello. Esperaba que el animador de bodas Reb Zekele muriera para asumir sus funcines. Pero Reb Zekele no tenía prisa por morirse y seguía animando bodas con un torrente inagotable de bromas y poemas, como en su juventud. Alchonon intentó establecerse por su cuenta como maestro primario, pero ninguna madre de familia le confiaba a sus hijos. Por las mañanas y las tardes llevaba a los niños al cheder y los recogía. Durante el día se quedaba en el patio del maestro Reb Itchele, cortando indolentemente palmetas de madera o esos adornos de papel que se usaban solamente una vez al año, en Pentecostés, o bien modelando estatuillas de barro. No lejos de la tienda de Taibele había un pozo al que Alchonon iba varias veces al día para sacar un cubo de agua o beber un poco, salpicándose la barba rojiza. En esos momentos miraba furtivamente a Taibele, quien lo compadecía: -¿Por qué este pobre hombre se pasará la vida solo, yendo de un lado a otro? Y Alchonon se decía siempre: “Ay, Taibele, ¡si supieras la verdad...!” Alchonon vivía en una buhardilla, en casa de una viuda anciana sorda y medio ciega. La vieja le reñía a veces por no ir a la sinagoga a rezar como los otros judíos. Pues en cuanto Alchonon dejaba a los niños en sus casas, murmuraba una rápida oración vespertina y se acostaba. A veces, la anciana creía oír al ayudante del maestro levantarse a medianoche y salir a la calle. Le preguntaba adónde se iba por las noches, pero Alchonon le aseguraba que debía haber soñado. Las mujeres que, al atardecer, se sentaban en los bancos a hacer calceta y a chismear, difundieron el rumor de que, pasada la medianoche, Alchonon se convertía en hombre-lobo. Algunas decían que convivía con un súcubo. ¿Cómo explicarse, si no, que un hombre viviera tantos años sin esposa? La gente adinerada dejó de confiarle a sus hijos. Ya sólo acompañaba a los hijos de los pobres y raras veces se llevaba a la boca una cucharada de alimento caliente, teniendo que contentarse con mendrugos secos. Alchonon se fue adelgazando más y más, pero sus pies siguieron tan ágiles como siempre. Con sus piernas larguiruchas parecía avanzar por la calle como sobre zancos. Su sed debía ser constante, porque todo el tiempo bajaba hasta el pozo. A veces se limitaba a ayudar a algún comerciante o
labrador a abrevar su caballería. Un día en que Taibele notó a distancia lo raído y andrajoso que estaba su caftán, lo invitó a pasar a la tienda. El tipo lanzó una mirada temerosa y empalideció. -Veo que su caftán está roto -le dijo Taibele-. Si desea, puedo fiarle unas cuantas yardas de paño; ya me las pagará luego: cinco peniques semanales. -No. -¿Por qué no? -le preguntó Taibele asombrada-. No lo denunciaré al rabino si se atrasa en los pagos. Págueme cuando pueda. -No -repitió Alchonon. Y salió a toda prisa de la tienda, temiendo que su voz pudiera delatarlo. En el verano era fácil visitar a Taibele a medianoche. Alchonon caminaba por callejas secundarias, con el cuerpo desnudo arropado en su caftán. En invierno, vestirse y desvestirse en el vestíbulo helado de Taibele se le hacía cada vez más penoso. Pero lo peor de todo eran las noches que seguían a alguna nevada reciente. A Alchonon le preocupaba que Taibele o cualquiera de los vecinos pudieran descubrir sus huellas. Se enfriaba y empezaba a toser. Una noche en que los dientes le castañeteaban cuando se metió en la cama de Taibele, tardó un buen rato en entrar en calor. Temiendo que ella descubriera su infundio, inventó toda clase de excusas y explicaciones. Pero Taibele no indagó ni quiso hacerlo demasiado a fondo. Había descubierto tiempo atrás que un demonio tiene todas las costumbres y flaquezas de un ser humano. Hurmizah transpiraba, estornudaba, hipaba y bostezaba. Su aliento apestaba unas veces a cebolla, y otras, a ajo. Su cuerpo era muy similar al de su esposo, huesudo y peludo, con una manzana de Adán y un ombligo. A veces estaba de buen humor; otras, dejaba escapar algún suspiro. Sus pies no eran de ave palmípeda, sino de ser humano, con uñas y sabañones. Un día Taibele le preguntó qué significaba todo aquello, y Hurmizah le explicó: -Cuando alguno de nosotros se relaciona con un ser humano hembra, adopta también forma humana. Si no, la mujer se moriría del susto. Pues sí, Taibele se acostumbró a sus visitas y acabó amándolo. Ya no la aterraban ni él ni sus diabluras. Sus cuentos eran inagotables, pero Taibele solía encontrar contradicciones en ellos. Como todos los mentirosos, Hurmizah tenía mala memoria. Al comienzo le aseguró que los diablos eran inmortales. Pero una noche le preguntó: -¿Qué harías si me muriera? -¡Pero si los diablos no mueren! -Pero son trasladados al abismo más profundo... Aquel invierno se desató una epidemia en la ciudad. Llegaban vientos malsanos del río, de los bosques y de los pantanos. No sólo los niños, sino también los adultos caían víctimas de la fiebre. Llovía y granizaba. Las inundaciones rompieron la represa del río, y las tempestades se llevaron un aspa del molino de viento. Un miércoles por la noche, cuando Hurmizah se le metió en el lecho, Taibele notó que su cuerpo ardía, pero que tenía los pies helados. El pobre temblaba y gemía. Intentó entretenerla con chismes sobre las diablesas, explicándole cómo seducían a los jóvenes, se iban de juerga con los demás diablos, salpicaban agua durante las abluciones o les rizaban la barba a los ancianos hasta enredársela; pero estaba muy débil y no fue capaz de poseerla. Taibele nunca lo había visto en un estado tan calamitoso. Su corazón empezó a recelar, y al final le preguntó: -¿Quieres que te prepare frambuesas con leche? Y Hurmizah replicó:
-Esos remedios no son para nosotros. -¿Y qué hacéis cuando caéis enfermos? -Pues sentimos escozor y nos rascamos... Dijo pocas cosas más. Cuando la besó, su aliento despidió un olor acre. Siempre se quedaba con ella hasta el amanecer, pero esta vez la dejó más temprano. Taibele permaneció en silencio, escuchando sus movimientos en el vestíbulo. El tipo le había jurado que echaba a volar por la ventana, aun cuando estuviera herméticamente cerrada, pero ella oyó chirriar la puerta. Taibele sabía que era pecado rezar por los demonios, que hay que maldecirlos y borrarlos de la memoria; sin embargo, rezó a Dios por Hurmizah. Gritó angustiada: -Hay tantos demonios, permite que haya uno más...
El sábado siguiente lo esperó en vano hasta la madrugada: el demonio no vino. Lo invocó mentalmente y murmuró los ensalmos que él mismo le había enseñado; pero el vestíbulo permaneció en silencio. Taibele estaba anonadada. Hurmizá se había jactado una vez de haber bailado para Tubal-cain y Enoch, de haberse sentado en el techo del Arca de Noé, de haber lamido sal de la nariz de la mujer de Lot, y haberle dado un tirón de barba a Ahasuerus. Le había profetizado que dentro de cien años ella se reencarnaría en una princesa y él, Hurmizah, la raptaría con ayuda de sus esclavos Chittim y Tachtim, y se la llevaría al palacio de Bashemath, la esposa de Esaú. Pero en ese momento debía estar enfermo en algún sitio: un demonio indefenso, un huerfanito solitario sin padre ni madre, sin una esposa fiel que lo cuidara. Taibele recordó que el tipo jadeaba como una locomotora la última vez que estuvo con ella, y que al sonarse dejaba escapar un extraño silbido. Entre ese domingo y el miércoles siguiente, Taibele no hizo más que dar vueltas como una sonámbula. Y el miércoles esperó impaciente a que el reloj diera la medianoche; pero la noche pasó y Hurmizah no apareció. Taibele se volvió de cara a la pared. Amaneció un día oscuro como un atardecer. Del lóbrego cielo caía un fino polvillo de nieve. El humo de las chimeneas, al no poder elevarse, se extendía por encima de los techos como una enorme sábana rota. Las cornejas graznaban y los perros ladraban. Después de una noche tan miserable, Taibele no tuvo fuerzas para ir a su tienda. No obstante, se vistió y salió a dar una vuelta. De pronto vio a cuatro hombres cargando una camilla: por debajo de la manta cubierta de nieve asomaba el pie azulino de un cadáver. Sólo el sepulturero escoltaba al difunto. Taibele le preguntó quién era, y el tipo le respondió: -Alchonon, el ayudante del maestro. Taibele tuvo la extraña idea de escoltar en su último viaje a Alchonon, aquel tipo casquivano que había vivido y muerto solo. ¿Quién vendría a la tienda con un tiempo así? Y además, ¿qué le importaba ahora el negocio? Taibele lo había perdido todo. Al menos así haría una obra buena. Siguió, pues, al difunto en su largo camino al cementerio. Luego esperó a que el sepulturero barriera la nieve y cavara una fosa en la tierra helada. Envolvieron a Alchonon, el ayudante del maestro, en un chal y un capuchón litúrgicos, le pusieron un mosaico en cada ojo y, entre los dedos, una ramita de arrayán con la que se abriría camino a Tierra Santa cuando llegara el Mesías. Por último cerraron la tumba y el sepulturero entonó el Kaddish. Taibele no pudo reprimir un grito. El tipo aquel había llevado una vida solitaria, exactamente igual que ella. Como ella, tampoco dejaba herederos. Pues sí, Alchonon, el ayudante del maestro, ya había bailado su baile final. Por los cuentos de Hurmizah, Taibele sabía que los muertos no suben directamente al cielo. Cada pecado engendra un demonio, y estos demonios son los hijos que un
hombre tiene después de muerto. Acuden a reclamar su parte, tratan al extinto de “padre” y lo arrastran por bosques y desiertos hasta que la medida de su castigo se colma y el muerto está listo para purificarse en el infierno... A partir de entonces, Taibele vivió sola, doblemente abandonada: por un asceta y por un diablo. Envejeció muy rápido. El pasado no le dejó nada, excepto un secreto incomunicable, que nadie le hubiera creído. Hay secretos que el corazón no puede revelar a los labios. Y van con uno a la tumba. Los sauces los murmuran, las cornejas los graznan, y las lápidas sepulcrales conversan sobre ellos en el lenguaje silencioso de las piedras. Los muertos despertarán un día, pero sus secretos perdurarán junto con el Todopoderoso y Su Juicio hasta la consumación de los siglos.
CUNEGUNDE
1
Hacia el atardecer se alzó una brisa desde los pantanos situados más allá de la aldea. Se nubló el cielo, y el limero agitó las últimas hojas de una de sus ramas, manchadas de roya. De una estructura en forma de hongo, sin ventanas y con un techo de paja del que pendían musgo y fibras, salió la vieja Cunegunde. Un agujero en una de las paredes hacía las veces de chimenea, y la puerta quedaba inclinada como un tronco de árbol herido por un rayo. Baja y gruesa, tenía Cunegunde hocico y ojos de perro dogo, y una barbilla tan ancha como ternillosa. Entre las verrugas que empedraban sus mejillas asomaban unas cuantas canas, y los escasos mechones de pelo que aún poblaban su cabeza se le habían enroscado hasta adquirir forma de cuerno. Los dedos de sus pies ya no daban abasto para albergar todos sus callos y juanetes. Apoyada en un palo y con un azadón en la mano, Cunegunde miró a su alrededor, olfateó el viento y frunció el entrecejo: “Viene de los pantanos -masculló-. Todo lo malo y pestilente sale de allí. Tiempo inmundo. Tierra maldita. Este año se perderá la cosecha y el viento lo barrerá todo. Con sólo despojos para llevarse a la boca, los campesinos y sus bastardos se comerán los codos. La muerte rondará la menudo.” Alrededor de la choza de Cunegunde, aislada a la vera del bosque, crecían malas hierbas, zarzas, plantas hirsutas con escamas como costras, moras venenosas y espinas que parecían morder la ropa. Las madres prohibían a sus hijos acercarse a aquel nido de serpientes que era la choza de Cunegunde, y los aldeanos decían que incluso las cabras la evitaban. Las alondras fabricaban sus nidos en todos los techos menos en el de Cunegunde, donde no se oía cantar a ninguna. La vieja daba la impresión de estar aguardando la tormenta y su boca de sapo croaba: “Es una peste, una peste. Las desgracias siempre vienen de allí. Las fuerzas del mal van a cobrar alguna víctima. Este aire inmundo atraerá a la muerte.” La anciana no había salido con su azadón a sacar patatas, sino a desenterrar las hierbas y raíces salvajes que le hacían falta para sus pócimas. Tenía toda una colección en su casucha: excremento de diablo y veneno de serpiente, una col llena de gusanos y la cuerda con que un hombre había sido ahorcado, carne de víbora y cabello de duende, sanguijuelas, amuletos, cera e incienso. Cunegunde necesitaba todo esto no sólo para quienes le pedían ayuda, sino también para su propia defensa. Los poderes del mal la habían atormentado desde que aprendió a caminar. Su padre, que ojalá se pudra en el infierno, le había propinado toda suerte de golpes y pellizcos. Su padre la azotaba cuando estaba ebrio. Su hermano Joziek le tomaba el pelo y la asustaba con sus historias de Dziad y Babuk. Los cuentos de su hermana Tekla también le infundían miedo. ¿Por qué la torturaban? Mientras los demás niños jugaban sobre la hierba, Cunegunde, con apenas seis años, tenía que alimentar a los gansos. Un día le cayeron encima unas piedras de granizo enormes como huevos, que casi le parten el cráneo; pero un ganso macho resultó muerto y ella recibió una buena paliza. La acechaban todo tipo de animales: lobos, zorros, martas, mofetas, perros salvajes y unas misteriosas criaturas jorobadas y didelfas, de orejas inquietas, cola nudosa y dientes saltones. Se ocultaban detrás de los árboles y matas, gruñendo y siguiéndole los pasos; eran más aterradores que los trasgos descritos por Tekla.
Un deshollinador descendió del cielo con la intención de raptar a Cunegunde, a su escoba y elevarla por los aires. En la dehesa donde llevaba a los gansos se le apareció un día una enana diminuta que llevaba pañoleta negra, un fardo colgado a la espalda y una canasta en su regazo. Cunegunde le lanzó un guijarro, pero la enana le asestó tal golpe en el pecho que ella se desmayó. De noche, unos diablillos se le metían en la cama a empellones y mordiscos para reírse de ella y humillarla, mojándole la sábana y trenzándole el cabello. Al irse, le dejaban excremento de ratón y unas cuantas sabandijas. De no ser por la brujería, es posible que Cunegunde hubiera sucumbido. Pronto aprendió que lo que era nocivo para el resto, a ella la beneficiaba. Se sentía en paz cuando los hombres y los animales sufrían; y pronto comenzó a desear que las enfermedades, la discordia y la miseria invadiesen la aldea. Aunque las demás muchachas abominaran de los muertos, Cunegunde disfrutaba estudiando un cadáver, lívido o amarillo como la cera, que reposara con velas en torno a su cabeza. Los lamentos de los deudos la animaban. Gozaba viendo cómo los campesinos mataban a los cerdos a cuchilladas, escaldándolos vivos en agua hirviendo. A Cunegunde también le gustaba torturar animales. Estranguló a un pájaro y partió a un gusano para observar cómo se retorcían sus segmentos. Tras apuñalar a una rana con una espina, se quedó mirando sus contorsiones. No tardó en darse cuenta de que las maldiciones tenían un valor. Una vez maldijo a muerte a una mujer que la había denigrado. A un chico que le arrojó una piña a los ojos, le deseó la ceguera. Semanas después, mientras en niño estaba cortando leña se le metió una astilla en el ojo y perdió la vista. Se valía de encantamientos y hechizos. Cerca del pantano, en un tugurio, vivía un paralítica que farfullaba continuamente historias de conjuros, espejos negros, cíclopes y gnomos que vivían entre hongos venenosos y solían bailar a la luz de la luna para atraer doncellas al interior de las cuevas. Esta mujer enseñó a Cunegunde a exorcizar demonios y a protegerse de los hombres viciosos, las mujeres celosas y las amistades falsas; le explicó cómo interpretar los sueños e invocar las almas de los muertos. Los padres de Cunegunde murieron cuando ella aún era muy joven. Su hermano se casó con una muchacha de otro pueblo, y Tekla, que se había casado con un viudo, murió al dar a luz. La mayoría de las chicas de su edad tenían novio, pero Cunegunde no veía en los hombres más que una fuente de abortos, dolores de parto y hemorragias. Heredó una choza y un terreno de treinta áreas que se negaba a cultivar; pues si todos eran unos estafadores -el molinero, el vendedor de granos, el cura y el gobernador de la aldea-. ¿De qué servía trabajar? Se contentaba con poco: un rábano, una patata cruda y la penca de una col. Aunque los campesinos le hacían ascos a la carne de gato y de perro, ella la saboreaba. Su hambre podía aplacarse con un ratón muerto hallado en el campo: varios días de ayuno no matan a nadie. Incluso en Navidad y Semana Santa, Cunegunde se mantenía apartada de la iglesia. No quería exponerse a los insultos de las mujeres ni a las mofas de los hombres; y además no tenía dinero para la limosna ni para comprarse zapatos o ropa. Avergonzada por las burlas de que era objeto, se enecerraba en su choza durante varios días sin salir siquiera a hacer sus necesidades. Jamás la invitaban a las fiestas de la cosecha, en las que se desmenuzaban las coles y se preparaban encurtidos, ni a ninguna boda, confirmación o velatorio. La aldea en pleno marginaba a esa huérfana solitaria como a una excomulgada. Sentada en la penumbra, repartía maldiciones y escupía al oír carcajadas fuera. Los gritos de júbilo la herían. Irritada por los mugidos de las vacas que volvían de pastar, descubrió un encantamiento para evitar que dieran leche. Sí, Cunegunde no le debía nada a nadie. Todos sus enemigos morían. Aprendió a utilizar el mal de ojo, a ocultar conjuros en los establos y graneros y a guiar allí a las ratas, a cerrar el útero de una parturienta, a modelar la imagen de alguien en arcilla para pincharla con alfileres, y a generar tumores en los picos de los pollos.
Hacía mucho tiempo que Cunegunde había dejado de suplicar a Dios que la protegiera de sus enemigos. A Él no le interesaban las plegarias de una huérfana. Mientras los poderosos reinaban, Él se escondía en el cielo. El diablo era caprichoso, pero se podía negociar con él. La generación de Cunegunde había prácticamente desaparecido. Ya estaba vieja. Nadie se reía de ella ahora, y sus iras eran muy temidas; la llamaban “La Bruja”. Decían los aldeanos que los sábados por la noche volaba en su escoba a celebrar la Misa Negra con otras brujas. De todas partes del pueblo acudían los desdichados hasta su puerta: mujeres con tumores en el útero, madres de monstruos, chicas enfermas de hipo y esposas abandonadas. Pero ¿de qué servían las hogazas de pan que le traían, los sacos de alforfón, las barras de mantequilla y el dinero? A fuerza de comer tan poco el estómago se le había reducido, y además no le quedaban dientes y las varices le impedían caminar. Casi sorda por haber permanecido tantos años en silencio, delirando a solas, había prácticamente olvidado el lenguaje humano. Ya había enviado a todos sus enemigos a la tumba, y en la actual generación carecía de adversarios. Sin embargo, acostumbrada a maldecir desde siempre, Cunegunde no dejaba de farfullar entre dientes: muerte y penurias... fuego y peste... una verruga de sífilis en sus lenguas... ampollas en sus gargantas... No solían desatarse tormentas en pleno verano, pero el invierno anterior, Cunegunde había pronosticado un estío catastrófico. Podía husmear la muerte; la desgracia se cernía sobre ella. El viento no soplaba aún con demasiada fuerza, pero Cunegunde conocía su procedencia. Percibió un olor a cenizas, podredumbre y carne, y un aroma rancio y aceitoso cuyo origen sólo ella podía distinguir. Su desdentada boca esbozó una mueca: -Es una peste, una peste. La muerte se aproxima...
2
A pesar de la creciente violencia del viento, Cunegunde siguió cavando. Cada una de las raíces que crecían junto a su cabaña tenía poderes singulares. A veces solía recoger hierbas al lado de las marismas, que cubrían una vasta extensión de terreno y se perdían de vista en el horizonte. En el limo del agua cenagosa flotaban toda suerte de flores y de hojas. Aves extrañas y moscones de un tamaño poco común, con vientres de color verde dorado, revoloteaban alrededor. Aunque había enviado a todos sus contrincantes al otro mundo, no lograba librarse de ellos por completo. Sus espíritus flotaban sobre los pantanos, tejiendo redes de venganza. A veces las paredes y el techo de paja de su choza retumbaban con sus ruidos; las fibras de paja que caían sobre el alero se agitaban. Cunegunde tenía que estar constantemente en guardia contra las posibles maldades de los muertos. Incluso un gato estrangulado podía resultar peligroso. Más de una vez, de noche, un gato asesinado volvía y la arañaba. A veces oía los rasguños de un espíritu que se hallaba instalado entre las mantas de su sofá-cama. Unas veces era amable con ella y le traía un conejo, algún ave enferma o cualquier otro animal que se pudiera asar y comer; otras, era malévolo. Las cosas desaparecían en cuanto las colocaba en su sitio. O bien le mezclaba sus hierbas, escondía sus ungüentos y le ensuciaba la comida. Un día, Cunegunde tapó y puso en un rincón una vasija con borscht que le había traído una joven campesina. Al día siguiente, el borscht amaneció con una grujesa capa que olía a grasa de carruaje.
Alguien, desde una región desconocida, había echado arena y guijarros en una olla de alforfón. Cuando Cunegunde se inclinó para regañar al espíritu, éste le susurró: “¡Vieja bruja!” El viento vertiginoso se fue convirtiendo en un ciclón mientras ella cavaba. Parecía chillar desaforadamente en torno a la vieja. Más tarde, ya en el interior de su cabaña, Cunegunde atisbó por una grieta en la pared. En el campo, incapaces de hacer frente a los vendavales, las espigas de trigo fueron abatidas. Las niaras de paja se desataron violentamente y unas cuantas tejas echaron a volar sobre la aldea. Cuando trataban de sujetar sus techos, proteger sus muros y amarrar al ganado y a los caballos en los establos, una ráfaga de viento y lluvia sorprendió a los aldeanos. Un aguacero inundó el pueblo. Los relámpagos relumbraron como las llamas del infierno, y los truenos resonaron tan cerca de Cunegunde que el cerebro se le agitó en el cráneo como una nuez en su cascarón. Atrancó la puerta y se sentó en un escabel sin poder hacer nada mejor que murmurar. De todas las cabañas, la suya era la más frágil: temblaba cuando un cerdo la rozaba. Mientras pronunciaba los nombres de Satanás y Lucifer, Baba Yaga y Kadik, Malfas y Pan Twardowsky, fue colocando una bola de cera con excremento de cabra en cada rincón. Para sentirse más protegida había abierto el arcón de roble donde guardaba la rótula de una virgen, una pata de liebre, el cuerno de un buey negro, algunos dientes de lobo, un trapo empapado en sangre menstrual y (lo más eficaz de todo), la cuerda con la que fue ahorcado un criminal. Luego murmuró: Vigoroso es el leopardo, el lagarto es airado; Hudak y Gudak con la ventisca han llegado. Colorada es la sangre, oscuro el anochecer; Magister y Djabel prestadme vuestro poder. A pesar del violento zarandeo, la cabaña permaneció intacta. Las fibras se agitaban sin llegar a desprenderse del vacilante techo. Hubo un momento en que la intensidad de la luz permitió a Cunegunde ver con toda claridad la pared cubierta de hollín, el suelo de arcilla, la olla sobre el trípode y la rueca. Luego volvió a oscurecer y la lluvia estalló como un látigo, mientras los truenos retumbaban. Intentando consolarse, Cunegunde pensó en que tendría que morir algún día; tarde o temprano todos nos pudriremos en la tumba. Pero se estremecía con cada sacudida de la cabaña. Al no sentirse cómoda en el escabel, se tendió en su cama, apoyando la cabeza sobre una almohada de paja. Esta tormenta no era accidental, se venía preparando hacía meses. Mucha corrupción e injusticia reinaba entre los campesinos de la aldea. Cunegunde había oído historias de duendes, licántropos y otros seres perversos. De la unión con sus padres, las jóvenes concebían bastardos. Las viudas copulaban con sus hijos, y los pastores con sus vacas, yeguas y cerdas. Tenues llamas brillaban de noche sobre los pantanos. Al arar o excavar almácigos para patatas, los campesinos desenterraban huesos humanos. En el mundo inferior reinaba una gran animadversión contra Cunegunde. Hasta ahora, los Poderes habían estado de su parte, pero en cualquier momento podían pasarse al bando de los que conspiraban contra ella. La bruja cerró los ojos. Anteriormente, su testarudez había conquistado a cada uno de esos conspiradores; siempre ocurría un milagro y la parte contraria sucumbía. Pero esta tormenta previa a la cosecha la había asustado. Tal vez había dejado algún flanco al descubierto. Los demonios hostiles se hallaban al acecho, aullando como sabuesos y arañando bajo tierra. Al dormirse, Cunegunde soñó con un gato del tamaño de un barril, de piel negra, ojos verdes y bigote de fuego, que estiró la lengua y maulló como una campanilla. De pronto, la vieja se despertó sobresaltada. Alguien intentaba forcejear la puerta atrancada. Con voz temerosa preguntó:
-¿Quién es? No obtuvo respuesta. “Es Topiel”, pensó Cunegunde. Nunca había arreglado cuentas con ese demonio. Pero no recordó ningún ensalmo para alejarlo. Todo lo que atinó a decir fue: “Vete a los bosques abandonados por donde no pasen hombres ni ganado alguno. En nombre de Amadai, Sagratanas, Belial y Barrabás, te imploro...” Afuera no se oyó ruido alguno. Con los dientes desnudos en fuego y calina, el estómago de agua y en el pie una espina, sin dientes y sin respirar, desnúcate, aquí no te puedes quedar. La puerta se abrió. Y una figura entró con el viento. -¡Madrecita! -dijo Cunegunde con voz entrecortada. -¿Eres Cunegunde, la bruja? -preguntó con aspereza una voz varonil. Helada, la vieja respondió: -¿Quién eres? Ten piedad de mí. -Soy Stach, el novio de Yanka. -¡Mira que disfrazarse de hombre...! -susurró Cunegunde-. ¿Qué quieres, Stach? -Lo sé todo, vieja perra. Le diste un veneno para que me liquidase. Ella me lo dijo. Pero ahora... Aunque Cunegunde quiso gritar, sabía que era inútil, pues incluso sin tormenta su voz era demasiado tenue para ser oída. Empezó a mascullar: -No era un veneno, no. Si realmente eres Stach, quiero que sepas que no le deseo mal a nadie. Yanka se quejaba amargamente de su amor y de que tú, mi héroe, no le hacías caso. Yo le di esa poción para que te olvidara. Ella juró por Dios que guardaría el secreto. -Conque una poción, ¿eh? ¡Veneno de serpiente! -Veneno no, mi amo y señor. Os haré un regalo. Asistiré a la boda y os bendeciré, aunque ella me haya traicionado. -¿Y quién quiere tu bendición? ¡Perra maldita, bestia sanguinaria! -¡Auxilio! ¡Piedad! -No. Y volcando los platos a su paso, Stach avanzó a grandes zancadas hasta el sofá-cama, la levantó y la vapuleó con fuerza. Cunegunde lanzó un débil gemido. Luego él la arrastró por el suelo y la pisoteó. Cunegunde oyó el batir de las alas de un gallo. No tardó en encontrarse entre rocas, zanjas y árboles deshojados, en un paraje sombrío y sin cielo. Presenció un espectáculo mágico que era al mismo tiempo una Gehenna. Evolucionando por el aire como murciélagos, grupos de hombres negros trepaban escaleras, se columpiaban colgados de cuerdas y daban saltos mortales. Otros, con piedras de molino atadas al cuello, eran sumergidos en barriles de brea. Vio también mujeres suspendidas de sus cabelleras, pechos y uñas. Se estaba celebrando una boda, y los invitados bebían licores de una artesa con el cuenco de la mano.
Súbitamente cobraron forma los enemigos de Cunegunde: una enérgica turba armada de hachas, tridentes y venablos, a los que se iba uniendo una horda de diablos cornudos. Todos se habían confabulado contra ella: Beezlebub, Baba Yaga, Babuk, Kulas y Balwochwalec. Con las antorchas en alto y relinchando, se abalanzaron sobre ella con rencorosa alegría. “Madre Santa, sálvame”, gritó Cunegunde por última vez.
Al otro día, los aldeanos que habían ido en busca de la bruja encontraron su cabaña derrumbada. Su cuerpo aplastado fue descubierto entre las vigas y el techo putrefacto. Tenía el cráneo vacío, y todo cuanto quedaba de ella eran unos cuantos huesos. Un bote transportó el cuerpo hasta la capilla. Pese a los grandes daños causados por la tormenta, sólo una persona había muerto: Cunegunde. Yanka, que iba en el cortejo, se arrodilló y dijo: -¡Abuela, qué gran suerte la mía! Esta madrugada se me presentó Stach: quiere casarse conmigo por la iglesia. Tu pócima purificó su corazón. La próxima semana veremos al sacerdote. Mi madre ya ha empezado a hacer la torta. No soplaba viento alguno, pero varias nubes amenazadoras seguían oscureciendo el cielo y eclipsando el día como si fuera a anochecer. Bandadas de cuervos llegaban volando desde los pantanos. El olor a humo contaminaba el aire. La mitad del pueblo había sucumbido al viento; la otra mitad, al diluvio. En las turbias aguas se reflejaban los techos desmantelados, los muros destruidos y los baúles mutilados. Con las faldas recogidas por encima de sus rodillas, tres aldeanas se pasaron todo el día removiendo la habitación inundada de Cunegunde, en busca de la cuerda con la que había sido ahorcado un criminal.
ZEIDLUS EL PAPA (Zeidlus the Pope)
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Antiguamente, en cada generación había unos cuantos hombres a quienes yo, el Maligno, no podía corromper con mis procedimientos habituales. Resultaba imposible inducirlos al crimen, la lascivia o el robo. Ni siquiera lograba impedir que continuaran estudiando la Ley de Moisés. Sólo había un modo de acceder al interior de aquellas almas justas: halagando su vanidad. Zeidel Cohen era una de ellas. Contaba en primer lugar con el respaldo de un linaje noble: era descendiente de Rashi, cuya genealogía se remontaba al rey David. Y en segundo lugar, era el erudito más grande de toda la provincia de Lublin. A los cinco años había estudiado la Gemará y los Comentarios; a los siete se sabía de memoria las Leyes sobre el Matrimonio y el Divorcio, y a los nueve predicó un sermón citando tal cantidad de libros que hasta los sabios más ancianos se sintieron confundidos. Conocía la Biblia como la palma de su mano, y en gramática hebrea no había quien lo igualara. Además, era constante en sus estudios: tanto en invierno como en verano se levantaba con la estrella matutina y se ponía a leer. Como no acostumbraba salir de sus habitaciones a tomar el aire, ni hacía el menor esfuerzo físico, tenía poco apetito y el sueño muy ligero. Carecía del deseo y la paciencia necesarios para tratar con amigos. Zeidel amaba una sola cosa: los libros. En cuanto entraba en la casa de estudios, que en buena cuenta era su casa, iba directamente a las estanterías y comenzaba a hojear los volúmenes, llenándose los pulmones con polvo de infolios viejos. Tenía tal capacidad retentiva que le bastaba con echar una mirada a cualquier nueva interpretación de un Comentario o a algún pasaje del Talmud, para no olvidarlo nunca más. Tampoco me era posible poseerlo a través de su cuerpo. El tipo no tenía un solo vello, y a los diecisiete años su cráneo anguloso se había quedado calvo. En la barbilla le asomaba uno que otro pelo, y su cara era larga y tiesa. Tres o cuatro gotas de sudor perlaban continuamente su ancha frente, y su nariz aguileña daba esa impresión de desnudez propia de un hombre que, acostumbrado a llevar gafas, acababa de quitárselas. Sus párpados enrojecidos ocultaban un par de ojos melancólicos y amarillentos. Sus pies, al igual que sus manos, eran blancos y pequeños como los de una mujer, pero como jamás iba a los baños públicos, no se sabía a ciencia cierta si era eunuco o andrógino. Al ser su padre, Reb Sander Cohen, un hombre extremadamente rico, importante y culto al mismo tiempo, se las arregló para que su hijo encontrara una esposa digna de su alcurnia. La novia pertenecía a una familia rica de Varsovia y era una belleza. No pudo ver a su novio hasta el día del casamiento, y cuando lo hizo, momentos antes de que él le cubriera el rostro con el velo, ya era demasiado tarde. Se casó con él y nunca quedó encinta. Su vida transcurría en las habitaciones que su suegro le había destinado; en ellas tejía medias, leía novelas y oía las campanadas que cada media hora daba el gran reloj de pared con sus cadens y pesas doradas, contando pacientemente los minutos, los días y los años que le quedaban para descansar en el viejo cementerio de Janov. Zeidel tenía una personalidad tan fuerte que todo cuanto le rodeaba iba adquiriendo su carácter. A pesar de que un sirviente se ocupaba de sus aposentos, los muebles siempre estaban cubiertos de
polvo; las ventanas, ocultas tras un pesado cortinaje, no parecían haber sido abiertas nunca. Gruesas alfombras cubrían el suelo, amortiguando sus pisadas como si un espíritu y no un hombre caminara sobre ellas. Zeidel recibía regularmente una asignación de su padre, pero no gastaba un céntimo en su persona. Apenas podía reconocer una moneda. Sin embargo, era un avaro y jamás invitaba a un pobre a comer el sábado. No se preocupaba de hacer amigos, y como ni él ni su esposa recibían visitas, nadie conocía su casa por dentro. Libre de pasiones y de la necesidad de ganarse el sustento, Zeidel estudiaba con ahínco. Se dedicó en primer lugar al Talmud y a los Comentarios. Luego profundizó en la Cábala y se volvió un experto en ocultismo, llegando incluso a escribir opúsculos sobre El Ángel Raziel y El Libro de la Creación. Por cierto que manejaba muy bien La Guía para los Perplejos, el Kuzari y otras obras filosóficas. Un día cayó en sus manos una copia de la Vulgata. En poco tiempo aprendió el latín y empezó a leer con profusión literatura prohibida, en libros que le facilitaba un erudito sacerdote afincado en Janov. Y así como su padre había acumulado monedas de oro a lo largo de su vida, Zeidel se dedicó a acumular conocimientos. Cuando llegó a los treinta y cinco años, nadie, en toda Polonia, lo igualaba en erudición. Fue entonces cuando me ordenaron inducirlo a pecar. “¿Inducir a Zeidel a que peque -pregunté-. ¿Qué clase de pecado? No le gusta la comida, las mujeres no lo inquietan y los negocios lo dejan indiferente.” Había probado antes con la herejía, pero sin éxito. Aún recuerdo nuestra última conversación: -Supongamos, con perdón de Dios, que Dios no exista -me respondió-. ¿Qué importa? En este caso Su mismo no ser ya es divino. Sólo Dios, la Causa de todas las Causas, tiene poder para no existir. -Y si no hay un Creador, ¿para qué rezas y estudias? -proseguí. -¿Qué otra cosa debo hacer? -me preguntó a su vez-. ¿Beber vodka y bailar con muchachas no judías? Sinceramente no supe qué contestarle y lo dejé en paz. Pero esta vez, habiendo muerto su padre, me ordenaron que volviera a concentrar mis esfuerzos en su persona. Sin saber ni por dónde empezar, descendí a Janov con el ánimo conturbado.
2
Al cabo de un tiempo descubrí que Zeidel tenía un punto débil: la arrogancia. Su vanidad superaba con creces aquella pizca que la Ley concede al sabio. Tracé mis planes. Una noche lo desperté en medio de su letargo y le dije: -¿Sabes, Zeidel, que eres más versado que cualquier rabino de Polonia en los nobles caracteres de los Comentarios? -Estoy seguro de ello -respondió-. Pero ¿quién más lo sabe? Nadie. -¿Sabes, Zeidel, que eclipsas a cualquier gramático con tus conocimientos del hebrero? -proseguí-. ¿Te das cuenta de que conoces más secretos cabalísticos que el mismo Reb Chaim Vital? ¿Ignoras acaso que eres un filósofo más grande que Maimónides? -¿Por qué me dices todo esto? -preguntó Zeidel extrañado.
-Te hablo así porque no es justo que un hombre tan importante como tú, un maestro de la Torá, una enciclopedia del saber, se esté desperdiciando en una aldea tan insignificante como ésta, donde nadie te hace el menor caso y la mayoría de la gente es vulgar y el rabino un ignorante; ni tu mujer te aprecia en lo que vales. Eres una perla enterrada en la arena, Reb Zeidel. -¿Qué debo hacer entonces? -preguntó-. ¿Ir por ahí haciendo alarde de mis talentos? -No, Reb Zeidel. Eso sólo serviría para que el pueblo te creyera loco. -¿Qué me aconsejas que haga? -Si prometes no interrumpirme, te lo diré. Tú sabes que los judíos nunca han honrado a sus jefes: se quejaban de Moisés; se rebelaron contra Samuel; arrojaron a Jeremías a una zanja y asesinaron a Zacarías. El Pueblo Elegido detesta la gloria. En todo gran hombre ven a un rival de Jehovah y por eso prefieren a los mediocres e insignificantes. Sus treinta y seis santos son todos zapateros y aguadores. Las leyes judías se ocupan principalmente de la gota de leche que pueda caer en un plato de carne, o de los huevos puestos en días de fiesta. Han corrompido el hebreo degradando deliberadamente los textos antiguos. Su Talmud convierte al rey David en un rabino de provincia que aconseja a las mujeres sobre la menstruación. Para ellos, el más pequeño es el más grande, y el más feo, el más hermoso. Su regla es: cuanto más te acerques al polvo, más cerca estarás de Dios. Comprenderás ahora, Reb Zeidel, por qué en el fondo no les haces mucha gracia con tu erudición, riquezas, alcurnia, instrucciones brillantes y extraordinaria memoria. -¿Por qué me dices estas cosas? -preguntó Zeidel. -Escúchame, Reb Zeidel: tienes que hacerte cristiano. Los cristianos son la antítesis de los judíos. Al ser su Dios un hombre, todo hombre puede convertirse en su Dios. Los no judíos admiran cualquier tipo de grandeza y aman a quien la posea: a los hombres de gran piedad y a los de gran vileza, a los grandes arquitectos y a los grandes destructores, a las grandes vírgenes y a las grandes rameras, a los grandes sabios y a los grandes necios, a los grandes gobernantes y a los grandes rebeldes, a los grandes creyentes y a los grandes infieles. No les importa los restantes atributos que pueda tener un hombre: si es grande, lo adorarán. Por lo tanto, Reb Zeindel, si lo que buscas son honores, debes abrazar su fe. Y de Dios no te preocupes. Para alguien tan sublime y poderoso, la Tierra y sus habitantes no son más que un enjambre de mosquitos. No le importa si los hombres le rezan en una sinagoga o en una iglesia, si ayunan cada sábado o se hartan de comer cerdo. Es demasiado excelso para ocuparse de esas criaturas miserables que se imaginan ser la corona de la creación. -¿Quieres decir que Dios no le entregó la Torá a Moisés en el Sinaí? -preguntó Zeidel. -¿Qué dices? ¿Abrirle Dios su corazón a un hombre nacido de mujer? -No era Jesús Hijo suyo? -Jesús fue un bastardo de Nazaret. -¿No hay acaso recompensa ni castigo? -No. -Entonces, ¿qué hay? -me preguntó Zeidel, temeroso y confundido. -Algo que existe sin tener existencia -respondí, imitando a los filósofos. -¿No puede haber una manera de conocer la verdad? -preguntó Zeidel desesperado. -El mundo no es cognoscible y no hay verdad alguna -le respondí, dándole la vuelta a su pregunta-. Así como no puedes descubrir el sabor de la sal con tu nariz, ni el olor del bálsamo con tus orejas, ni el sonido del violín con tu lengua, tampoco puedes comprender el mundo con tu razón. -¿Con qué lo puedo comprender? -Con tus pasiones captarás algo. Pero tú, Reb Zeidel, tienes una sola pasión: el orgullo. Si la destruyes, te quedarás vacío, sin nada. -¿Qué debo hacer? -preguntó Zeidel titubeando. -Ve mañana a ver al cura y dile que quieres convertirte. Vende luego tus propiedades y tus bienes. Trata de convencer a tu esposa de que cambie de religión; si está dispuesta, bien, si no, tampoco perderás mucho. Los cristianos te ordenarán sacerdote y los sacerdotes no pueden tener mujer. Continuarás estudiando y no te faltarán tu túnica ni tu casquete. La única diferencia está en que en vez de permanecer en una aldea lejana, entre judíos que te odian a ti y a tus obras, vivirás en una
gran ciudad, predicarás en una iglesia lujosa, con un órgano de fondo, y no rezarás más en aquel sórdido rincón de la casa de estudios, donde los mendigos se rascan tras la estufa, pues tu círculo de amistades estará compuesto por hombres ilustres cuyas esposas besarán tu mano. Si destacas y lanzas algún baturrillo sobre Jesús y su madre la Virgen, te nombrarán obispo, más tarde cardenal y -Dios mediante-, si todo sale bien, un buen día te harán Papa. Entonces los cristianos te alzarán en una silla de oro como a un ídolo, quemarán incienso a tu alrededor y se postrarán ante tu imagen en Roma, Madrid y Cracovia. -¿Cómo me llamarán? -Zeidlus Primero. Tanto impresionaron a Zeidel mis palabras que se sentó bruscamente en la cama. Su esposa se despertó y le preguntó por qué no dormía. Su sexto sentido le hizo suponer que Zeidel se hallaba poseído por un gran deseo y pensó: “Quién sabe, puede que se trate de algún milagro.” Pero Zeidel ya había decidido divorciarse, así que la obligó a callar y a estarse quieta. Se puso sus chinelas, su bata y se dirigió al cuarto de estudios, donde encendió una vela, y se dedicó a releer la Vulgata hasta el amanecer.
3
Zeidel siguió mis consejos. Fue a buscar al cura y le comunicó que quería hablar con él sobre cuestiones de fe. ¡No hablemos del entusiasmo del cristiano! ¿Qué mejor mercancía para un sacerdote que el alma de un judío? Sea como fuere, resumiré diciendo que los sacerdotes y nobles de toda la provincia prometieron a Zeidel una gran carrera en la Iglesia. Él vendió sus propiedades en seguida, se divorció de su mujer, fue bautizado con agua bendita y se hizo cristiano. Por primera vez en su vida, Zeidel era homenajeado: los eclesiásticos lo acogían con gran pompa, los nobles le brindaban grandes elogios y sus esposas le sonreían bondadosamente, invitándolo a sus fincas. El obispo de Zamosc fue su padrino. De Zeidel, hijo de Sander, pasó a llamarse Benedictus Janovsky, en honor a la ciudad que lo vio nacer. Pese a no ser aún sacerdote ni diácono, Zeidel encargó al sastre una sotana negra y se colgó un rosario y una cruz alrededor del cuello. Durante un tiempo vivió en casa del cura casi sin salir por temor a que los colegiales judíos lo persiguieran por las calles gritando: “¡Converso! ¡Apóstata!” Sus amigos cristianos tenían muchos proyectos para él. Algunos le aconsejaban que fuese a estudiar a un seminario; otros le sugerían que ingresara en el convento de los dominicos en Lublin. Y unos cuanto opinaban que debía casarse con una mujer rica y convertirse en terrateniente. Pero Zeidel no tenía intenciones de recorrer el camino habitual, anhelaba la gloria ya. Sabía que, en el pasado, muchos judíos conversos habían llegado a la fama escribiendo polémicas contra el Talmud: Petrus Alfonzo, Pablo Christiani de Montepellier, Paul de Santa María, Johann Baptista y Johann Pfefferkorn, para mencionar sólo unos cuantos. Zeidel decidió seguir sus pasos. Ahora que había cambiado de religión y que los niños judíos lo insultaban en la calle, descubrió de pronto que nunca le había gustado el Talmud; su hebreo estaba contaminado por el arameo, las discusiones que planteaba eran flojas, sus leyendas, inverosímiles, y sus comentarios bíblicos, inoportunos y sofísticos. Zeidel fue recorriendo las bibliotecas de los seminarios de Lublin y Cracovia para estudiar los tratados escritos por judíos conversos. Pronto descubrió que todos se parecían entre sí. Los autores
eran unos ignorantes, se plagiaban tranquilamente unos a otros y citaban los mismos y escasos pasajes del Talmud contra los gentiles. Algunos incluso se habían copiado al pie de la letra, estampando sus firmas en un trabajo ajeno. La verdadera Apología Contra Talmudum aún no había sido escrita, y él, con sus conocimientos de filosofía y de los misterios cabalísticos, era el más indicado para redactarla. Al mismo tiempo, Zeidel decidió buscar en la Biblia nuevos testimonios de que los profetas habían previsto el nacimiento de Jesús, su martirio y su resurrección, así como descubrir evidencias favorables a la fe cristiana en la lógica, la astronomía y las ciencias naturales. El tratado de Zeidel sería para el cristianismo lo que La Mano Recia de Maimónides había sido para el judaísmo, y conduciría a su autor desde Janov directamente al Vaticano. Zeidel estudiaba, pensaba y escribía, pasándose el día entero y parte de la noche en las bibliotecas. De vez en cuando se reunía con eruditos cristianos y conversaba con ellos en polaco y en latín. Estudiaba los textos cristianos con el mismo fervor con que en su día estudiara los libros judíos, y pronto pudo recitar pasajes enteros del Nuevo Testamento. Llegó a ser un experto latinista y tan buen conocedor de la teología cristiana que los sacerdotes y los monjes temían hablar con él, pues con su gran erudición los corregía de continuo. Varias veces le ofrecieron cargos en el seminario, pero nunca se concretó la oferta. Un puesto de bibliotecario en Cracovia, supuestamente destinado a él, recayó en la persona de un pariente del gobernador. Zeidel empezó a percatarse de que incluso entre los cristianos las cosas distaban mucho de ser perfectas. El clero estaba más interesado en el dinero que en Dios, y sus sermones eran muy defectuosos. La mayoría de los sacerdotes ignoraban el latín, pero incluso en polaco sus citas eran incorrectas. Durante años trabajó Zeidel en su tratado sin lograr terminarlo. Su nivel de exigencia era tan alto que siempre le encontraba errores; y cuanto más corregía, más necesitaba corregir. Escribía, tachaba, escribía y rompía. Sus cajones estaban repletos de manuscritos, notas y referencias, pero no lograba poner punto final a su obra. Al cabo de tantos años de trabajo se hallaba tan fatigado que era incapaz de discernir lo bueno de lo malo, lo razonable de lo absurdo, o lo agradable de lo ingrato ante los ojos de la Iglesia, y empezó a descreer de los conceptos de verdad y falsedad. Sin embargo, no dejó de meditar y de vez en cuando daba a luz nuevas ideas. Consultaba con tanta frecuencia el Talmud que, una vez más, acabó por sumergirse en él, haciendo anotaciones en los márgenes y comparando los distintos textos entre sí, sin saber si lo hacía por descubrir nuevas acusaciones o simplemente por costumbre. Algunas veces le daba por leer libros sobre procesos de hechicería, testimonios de jóvenes poseídas por el demonio, documentos de la Inquisición y todo tipo de manuscritos que lo pudieran informar sobre la práctica de tales hechos en distintos países y épocas. Gradualmente, la bolsa con monedas de oro que le colgaba del cuello fue perdiendo peso. El rostro de Zeidel adquirió un tono apergaminado, los ojos se le nublaron y las manos le empezaron a temblar como a un anciano. Llevaba la sotana sucia y raída. Perdió toda esperanza de hacerse famoso internacionalmente e incluso llegó a lamentar su conversión. Pero ya no podía echarse atrás: primero porque había perdido la fe en todas las religiones, y, segundo, porque las leyes del país condenaban a la hoguera a todo cristiano que retornase al judaísmo. Un día que Zeidel se hallaba en la biblioteca de Cracovia estudiando un manuscrito descolorido, todo se volvió oscuro a su alrededor. Al principio creyó que estaba anocheciendo y pidió que encendieran las velas. Pero cuando un monje le dijo que aún era pleno día, se dio cuenta de que estaba ciego. Incapaz de volver a casa solo, tuvo que ser acompañado por el monje. A partir de ese momento vivió en las tinieblas. Temiendo que el dinero se le acabase pronto y tuviera que quedarse sin un céntimo y sin ojos, Zeidel decidió, tras largas cavilaciones, ponerse a mendigar a la entrada
de la iglesia de Cracovia. “He perdido este mundo y el otro -concluyó-, ¿de qué me sirve ahora el orgullo? Si no se puede subir, hay que bajar.” De este modo, Zeidel, el hijo de Sander, o Benedictus Janovsky, ocupó su puesto entre los mendigos instalados en la escalera de la gran catedral de Cracovia. Al principio, los sacerdotes y canónigos trataron de ayudarle aconsejándole que ingresara en un convento. Pero Zeidel no tenía el menor deseo de hacerse monje. Prefería dormir solo en su buhardilla y seguir llevando su bolsa de dinero bajo la camisa. Tampoco le interesaba arrodillarse ante un altar. De vez en cuando, un seminarista se detenía para conversar brevemente con él sobre alguna cuestión erudita, pero al poco tiempo todos lo olvidaron. Zeidel contrató a una anciana para que lo guiara hasta la iglesia por la mañana y lo acompañara a casa por la noche; durante el día le llevaba además un plato de avena, y algunos cristianos bondadosos le daban limosna. Le fue bastante bien y pudo incluso ahorrar dinero, por lo que la bolsa colgada a su cuello, recuperó su volumen original. Los demás mendigos se burlaban de él, pero Zeidel nunca replicaba. Permanecía hora tras hora de rodillas en la escalera, con la calva al aire y los ojos cerrados. Se abotonaba la negra túnica hasta la barbilla, y sus labios temblorosos no cesaban de recitar entre dientes la Gemará, la Mishnah y los Salmos, aunque los transeúntes creyeran que elevaba oraciones a los santos cristianos. La teología cristiana se le olvidó con la misma rapidez con que la había aprendido. Lo único que retuvo eran los conocimientos adquiridos en su juventud. La calle era muy ruidosa: los carruajes circulaban sobre grava; los caballos relinchaban; los cocheros gritaban con voz ronca y hacían chasquear sus látigos; las muchachas se reían a mandíbula batiente; los niños lloraban y las mujeres se insultaban mutuamente, lanzándose palabrotas. De tanto en tanto, Zeidel interrumpía sus murmullos para dormitar un poco con la cabeza hundida en el pecho. Había olvidado todas sus ambiciones menos una, que no dejaba de hostigarlo: conocer la verdad. ¿Sería el mundo obra de un creador, o una simple combinación de átomos? ¿Existirá el alma o bien todo pensamiento no es más que una reverberación del cerebro? ¿Habrá un juicio final con castigos y recompensas? ¿Existía una Sustancia o toda la existencia era simple imaginación? El sol quemaba su piel, las lluvias lo empapaban y las palomas lo ensuciaban con sus excrementos, pero él permanecía impasible a todo. Ahora, una vez perdida su única pasión, el orgullo, todo lo terrenal carecía de importancia. A veces llegaba a preguntarse: ¿seré yo realmente el prodigioso Zeidel? ¿Fue mi padre Reb Sander, el jefe de la comunidad? ¿Será cierto que estuve casado? ¿Vivirá alguno de los que me conocieron? A Zeidel le parecía que ninguna de estas cosas podía ser cierta. Tales hechos nunca habían tenido lugar y, por lo tanto, toda la realidad no era más que una gran ilusión. Una mañana, cuando la anciana fue a buscar a Zeidel a su buhardilla para acompañarlo a la iglesia, lo encontró enfermo. Aprovechando que dormía, le arrancó a hurtadillas la bolsa con el dinero que colgaba de su cuello y se marchó. En medio de su letargo, Zeidel se dio cuenta de que le estaban robando, pero no hizo caso. Su cabeza descansaba sobre la almohada de paja con la pesadez de una piedra; le dolían los pies y las articulaciones lo atormentaban. Su marchito cuerpo desfallecía de inanición y de fiebre. Zeidel se dormía, despertaba, volvía a cabecear o abría los ojos sobresaltado, incapaz de saber si era de noche o de día. De la calle le llegaban voces, gritos, trote de caballos y repique de campanas. Creyó que algún grupo de paganos estaría celebrando una fiesta con tambores, trompetas, antorchas, bestias salvajes, danzas lascivas y sacrificios idólatras. “¿Dónde estoy?”, se preguntaba. No lograba recordar el nombre de la ciudad: había olvidado incluso que estaba en Polonia. Pensó que quizá estaría en Atenas, Roma o en la misma Cartago. “¿En qué siglo vivo?”, quiso saber. Su febril cerebro imaginó que aún faltaban muchos siglos para
la era cristiana. Pronto se cansó de pensar tanto, aunque una pregunta no dejaba de intrigarlo: ¿Tendrán razón los epicúreos? ¿Moriré sin haber tenido ninguna revelación? ¿Me estaré extinguiendo para siempre? De pronto, yo, el Tentador, me materialicé. A pesar de su ceguera, pudo verme. -Zeidel -le dije-, prepárate. Ha llegado tu hora. -¿Eres Satanás, el Ángel de la Muerte? -exclamó Zeidel con júbilo. -Sí, Zeidel -repuse-. He venido a llevarte, y de nada servirán tus confesiones ni arrepentimientos, así que no insistas. -¿Adónde me llevarás? -preguntó. -Directamente a la Gehenna. -Si hay Gehenna, también existe Dios -dijo Zeidel con labios temblorosos. -Eso no prueba nada -repliqué. -Para mí, sí -dijo-. Si el infierno existe, todo existe. Si tú eres real, Él también es real. Ahora llévame adonde me toque. Estoy listo. Desenvainé mi espada y acabé con él. Luego cogí su alma entre mis garras y, escoltado por un séquito de diablos, volé al mundo inferior. En la Gehenna, los Ángeles de la Destrucción se disponían a echar carbón a las llamas. Dos diablillos burlones custodiaban el portón de fuego y alquitrán, cada cual con un sombrero de tres picos en la cabeza y un látigo en los costados. Se desternillaban de risa. -Ahí viene Zeidlus Primero -le dijo uno al otro-, el estudiante de la yeshiva que quiso ser Papa.
NO DEPOSITO MI CONFIANZA EN HOMBRE ALGUNO (I place my reliance on no man)
1
Desde el día en que la gente empezó a comentar su nombramiento como rabino de Yavrov, Rabbi Jonathan Danziger, de Jampol, no tuvo un minuto de tranquilidad. Sus enemigos de Jampol sentían envidia de que partiera a una ciudad más grande, aunque no veían la hora de que abandonase Jampol, pues ya le habían encontrado un sustituto. Los ancianos del pueblo querían que se marchara, pero no precisamente a Yavrov. Intentaron quitarle la oportunidad de asumir el cargo en Yavrov difundiendo rumores falsos sobre su persona. Su intención era tratarlo igual que al anterior rabino, obligándolo a abandonar el pueblo totalmente desprestigiado y en un carro tirado por bueyes. Pero ¿por qué?, ¿qué delito había cometido? Nunca había ofendido a nadie y era más bien amable con todo el mundo. Sin embargo, cada cual tenía sus motivos para odiarle. Uno sostenía que el rabino había dado una interpretación errónea del Talmud; otro tenía un yerno que quería ocupar su puesto; un tercero opinaba que Rabbi Jonathan debía seguir a algún líder hasídico. Los carniceros se quejaban de que el rabino rechazaba demasiadas vacas por no encontrarlas kosher, y el matarife ritual protestaba porque le revisaba el cuchillo dos veces por semana. El encargado de los baños no podía perdonarle que una vez, en vísperas de fiesta, hubiera declarado que los baños rituales no eran puros, impidiendo así que las mujeres copulasen con sus maridos. En la Avenida del Puente, la muchedumbre insistía en que el rabino pasaba demasiado tiempo entre sus libros, olvidándose de la gente humilde. En las tabernas, los rufianes se burlaban de la forma en que el santo varón gritaba al recitar: “¡Escucha, oh Israel!”, y se reían de cómo escupía al mencionar a los ídolos. Los eruditos demostraban que el rabino cometía errores de gramática hebrea, y su mujer era objeto de burla para las señoras porque hablaba con acento de la Gran Polonia y bebía la achicoria y el café sin azúcar. Les disgustaba además que preparase pan cada jueves, en vez de hacerlo cada tres semanas. En pocas palabras: no quedaba títere con cabeza. Miraban con desdén a Yentl, la hija del rabí, una viuda que, según ellos, pasaba demasiado tiempo bordando y tejiendo. Antes de Pascua siempre había líos por los tradicionales matzohs, y los enemigos del rabino corrían a su casa para romper los cristales de sus ventanas. Después del Succoth, como muchos niños cayeran enfermos, las matronas piadosas protestaron diciendo que el rabino no velaba por que la ciudad anduviera limpia de pecado, que permitía a las muchachas deambular con la cabeza descubierta y que por eso el Ángel Exterminador estaba castigando a niños inocentes con su espada. De uno u otro modo, cada facción criticaba y detectaba fallos. Para colmo de males, el rabí recibía el humilde salario de cinco florines por semana y vivía en la más estricta pobreza. Y por si esto fuera poco, incluso sus amigos se portaban con él como enemigos, haciéndole llegar hasta la acusación más nimia. Él les decía que esto era pecado y les citaba un pasaje del Talmud donde estaba escrito que el chisme hacía daño a las tres partes: al chismoso, al que oye el chisme y al que es objeto del mismo. Engendra ira, odio y profanación del Santo Nombre. Rogaba, pues, a sus seguidores que no lo siguieran mortificando con tales calumnias, pero cada palabra pronunciada por el enemigo le era notificada en el acto. Si Jonathan reprochaba su conducta al mensajero del mal, éste se plegaba inmediatamente al bando opuesto. Y al ver que no podía estudiar ni orar en paz,
nuestro rabino imploraba a Dios: “¿Hasta cuándo tendré que soportar esta Gehenna? Ni los condenados sufren más de doce meses...” Ahora que Rabbi Jonathan estaba a punto de asumir la dirección de la comuna de Yavrov, notó que la situación no era muy distinta de la de Jampol, y que también existía una oposición. Había en Yavrov un hombre rico, cuyo hijo aspiraba asimismo al puesto. Y además, aunque el rabino del pueblo se ganaba la vida vendiendo velas y yeso, algunos mercaderes ofrecían clandestinamente estos productor en sus tiendas, pese a haber sido amenazados con la excomunión. Jonathan contaba sólo cincuenta años, pero ya tenía el pelo blanco. Era alto y andaba encorvado; su barba, rubia en otros tiempos, se había vuelto blanca y rala como la de un viejo. Tenía las cejas muy pobladas y bajo los ojos le colgaban unas bolsas de color gris azulino. Lo aquejaban todo tipo de dolencias. Tosía invierno y verano. Su cuerpo era sólo piel y huesos, y pesaba tan poco que si soplaba viento cuando iba caminando, su faldón tendía a elevarlo del suelo. Su mujer se quejaba de que el tipo no comía, bebía ni dormía lo suficiente. Atormentado por las pesadillas, solía despertarse cada noche sobresaltado. Soñaba con persecuciones y pogroms que muchas veces lo inducían a ayunar. Él mismo creía que estaba expiando sus pecados. A veces pronunciaba frases agrias contra sus torturadores y llegaba a cuestionar los designios de Dios, recelando incluso de Su compasión. Y entonces, cuando ya se había puesto el chal litúrgico y las filacterias, lo asaltaba violentamente la duda: “¿Y si no existiera un Creador?” Después de semejante blasfemia, el rabino no probaba bocado en todo el días hasta que salían las estrellas. “¡Ay de mí! ¿Hacia dónde podré huir? -gemía-. Estoy perdido.” Madre e hija se sentaban en la cocina sin intercambiar palabra. Ziporah, la esposa del rabino, provenía de una familia acaudalada. De joven la habían considerado una belleza, pero los años de miseria habían echado a perder sus encantos. Se veía encorvada y vieja con su feísima gorra anticuada y su vestido de la época del rey Sobiesky. Su rostro lleno de arrugas tenía la aspereza de una pera inmadura, y las manos se le habían vuelto grandes y venosas como las de un hombre. Pero Ziporah tenía un solo consuelo para todas sus desgracias: el trabajo. Lavaba, cortaba leñaa, transportaba agua del pozo y fregaba los suelos. La gente de Jampol se burlaba diciendo que restregaba los platos con tal fuerza que les hacía agujeros. Cuando zurcía las sábanas y los manteles, su costura era tan espesa que no dejaba ver un solo hilo del tejido original. Reparaba incluso las chinelas del rabí. De los seis hijos que había tenido, sólo Yentl logró sobrevivir. Yentl había salido a su padre: tenía el mismo cabello amarillento, era alta, de piel clara, pecosa y de pechos pequeños. No era menos hacendosa que su madre, pero ésta no le dejaba hacer una sola de las labores de la casa. Ozer, el marido de Yentl, un estudiante de la yeshiva, había muerto de tisis. Ella se dedicaba ahora a coser, a tejer y a leer los libros que le prestaban los buhoneros. Al principio recibió muchas propuestas matrimoniales, pero siempre se las ingeniaba para desanimar a los casamenteros. Guardaba luto cerrado por su esposo y en cuanto alguien le proponía algún posible candidato, le entraban unos calambres repentinos. La gente de Jampol difundió el rumor de que Yentl había jurado a Ozer, en su lecho de muerte, que no se casaría de nuevo. No tenía una sola amiga en Jampol, y en verano cogía un cesto y una cuerta y se iba a los bosques a buscar moras y hongos. Tal comportamiento era considerado impropio de la hija de un rabino. La perspectiva de viajar a Yavrov parecía interesante, pero despertó más preocupación que alegría en la esposa y en la hija del rabino. Ni Yentl ni su madre tenían un solo retal decente que ponerse, y de joyas mejor no hablemos. Durante su permanencia en Jampol habían vivido tan marginadas que la mujer del rabí se quejaba amargamente a su marido de haber olvidado cómo hablar con la gente. Ella oraba en casa, evitaba acompañar novias a la sinagoga y no participaba en ninguna ceremonia de circuncisión. Pero Yavror era otra cosa. Allá las damas se engalanaban con vestidos de moda, pieles costosas, pelucas de seda y zapatos en punta de tacón alto. Las esposas
jóvenes iban a la sinagoga con sombreros de pluma y una cadena o un broche de oro en el pecho. ¿Cómo iban a llegar a semejante lugar con harapos, muebles desvencijados y sábanas llenas de parches? Yentl decidió simplemente no ir. ¿Qué iba a hacer ella en Yavrov? No era ni doncella, ni casada, pero en Jampol siquiera era dueña de un montículo de tierra y una lápida. Rabbi Jonathan sacudió la cabeza mientras escuchaba. Le habían enviado un contrato de Yavrov, pero sin ningún anticipo. ¿Solían actuar así o bien intentaban aprovecharse de su ingenuidad? Le daba vergüenza pedir dinero, y, además, iba contra sus principios obtener beneficios de la Torá. Se paseaba de un lado a otro de la habitación exclamando: “¡Padre nuestro, que estás en los cielos, sávame! ¡He caído en aguas muy profundas y las corrientes me arrastran!”
2
Era habitual que el rabino rezara en la sinagoga y no en la casa de estudios, pues entre los judíos pobres tenía menos enemigos. Oraba al amanecer con el primer quorum. Ya había pasado Pentecostés. La estrella de la mañana salía a las tres y media, y a las cuatro ya brillaba el sol. Al rabino le encantaba la quietud matinal, cuando la mayor parte del pueblo seguía durmiendo tras los postigos cerrados. Nunca se cansaba de ver salir el sol: púrpura, áureo, bañado por las aguas del Gran Mar. El sol naciente siempre le inspiraba el mismo pensamiento: a diferencia del sol, el hijo del hombre nunca se renueva; por eso está condenado a morir. El hombre tiene recuerdos, despechos y resentimientos que se van acumulando como el polvo y lo bloquean, de modo que no pueda recibir la luz y la vida que baja del cielo. La creación de Dios, por el contrario, se halla en constante proceso de renovación. Si el cielo está nublado, se despejará; el sol se pone, pero vuelve a nacer cada mañana. No hay huellas de pasado en la luna ni en las estrellas. Nunca es tan evidente la infinitud del acto creador divino como a la hora del alba. Cae el rocío, las aves gorjean, los ríos se iluminan y la hierba está húmeda y fresca. Feliz el hombre que pueda renovarse con la creación, “cuando todas las estrellas matutinas cantan al unísono”. Aquella mañana parecía igual a cualquier otra. Jonathan se levantó temprano para llegar antes a la sinagoga. Llamó a la puerta de roble para anunciar su llegada a los espíritus que en ella rezan. Hecho esto, penetró por la oscura antesala. La sinagoga tenía siglos de antigüedad, pero se conservaba casi intacta. Todo en ella emanaba eternidad: los muros grises, la altura del techo, los candelabros de bronce, la palangana de cobre, el facistol con las cuatro columnas, la gran arca tallada con las Tablas de la Ley y los dos leones dorados. Unas cuantas estelas de luz solar se filtraban por las vidrieras ovales. Aun cuando los espíritus que oraban en el interior solían irse de madrugada para dejar sitio a los vivos, dejaban en el ambiente su calma y su estatismo. El rabino comenzó a dar vueltas a la vez que recitaba el “Señor del Universo”. Repitió varias veces la parte que dice: “Y cuando todas las cosas lleguen a su fin. Él seguirá reinando.” Se imagina a la raza humana a punto de perecer: casas que se derrumbaban, todo el mal que se derretía y la luz de Dios que volvía a inundar los espacios. Los intentos por mermar su poder, las fuerzas impías y todo lo cruel y malsano tendrían que acabar. El tiempo, los accidentes, las pasiones y las luchas no podían durar eternamente, porque no eran más que espejismos y mentiras. La única verdad es la bondad. El rabino dijo sus oraciones contemplando el significado interno de las palabras. Poco a poco fueron llegando los fieles. El primer quorum estaba formado por trabajadores que se levantaban con el canto del gallo: Leibush el carretero, Chaim Jonás el vendedor de pescado, Avrom el fabricante
de sillas de montar, y Shloime Meyer, un tipo que cultivaba varios huertos en las afueras de Jampol. Después de saludar al rabino se pusieron las filacterias y el chal litúrgico. Jonathan pensó un instante que sus enemigos en el pueblos eran o los ricos o los gandules. Los pobres, los trabajadores y la gente honrada estaban de su lado. “¿Cómo no me he dado cuenta antes? -se preguntó-. ¿Por qué no se me ocurriría?” Sintió de pronto un amor inmenso por estos judíos que no engañaban a nadie, que no sabían de estafas ni de hurtos y se limitaban a seguir la sentencia de Dios: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente...” Con gesto pensativo se ataron sus filacterias al brazo, besaron las orlas de sus chales y aceptaron el pesado yugo del Reino de los Cielos. Una paz matutina emanaba de sus rostros y barbas. Sus ojos tenían ese brillo manso del que ha sido explotado desde niño. Era un lunes. Una vez acabada la confesión, el pergamino fue sacado del arca mientras el rabino recitaba: “Alabado sea Tu nombre.” Abrir el Arca Sagrada lo emocionaba siempre. Helos aquí, los Sagrados Rollos, la Torá de Moisés con sus bordes de seda y su decoración de cadenas, coronas y escudos de plata, todos parecidos aunque con distintas funciones. Algunos pergaminos eran leídos en días de semana y otros los sábados, mientras que un tercer grupo sólo se sacaba el Día del Regocijo de la Ley. También figuraban entre los libros unas ediciones viejas de la Ley, con las letras casi borradas y la vitela crujiente. Cada vez que el rabino se ponía a pensar en estas reliquias sagradas, se le partía el alma. Se iba meciendo suavemente mientras musitaba en arameo: “Tú que reinas sobre todo... Yo, un servidor del Santísimo, bendito sea, me inclino de rodillas ante Él y el esplendor de Su ley...” Cuando llegó a la frase: “No deposito mi confianza en hombre alguno”, se detuvo en seco: las palabras se le atrancaron en la garganta. Por primera vez fue consciente de que estaba mintiendo. Él confiaba en la gente como nadie. El pueblo entero le daba órdenes y él le hacía caso a todo el mundo. Cualquiera podía hacerle daño. Hoy estaba en Jampol, pero mañana le pasaría lo mismo en Yavrov. Él, el rabino, era esclavo de todos los poderosos de la comunidad. Tenía que hacer méritos para obtener regalos y favores, y buscar continuamente partidarios. Procedió a examinar a los otros fieles. Ninguno necesitaba aliados ni se preocupaba por saber quién estaba a favor o en contra suya. Además, les importaba un bledo los chismes de los intrigantes. “Entonces, ¿para qué miento? -pensó el rabino-. ¿A quién pretendo engañar? ¿Al Todopoderoso?” Se estremeció y se tapó la cara de vergüenza. Las rodillas se le doblaron. El pergamino ya estaba dispuesto sobre la mesa de lectura, pero el rabino no se había dado cuenta. De repente, algo estalló de risa en su interior. Levantó la mano como si hiciera un juramento, se sintió inundado por una alegría olvidada tiempo atrás y tomó una inesperada determinación. Al instante pudo comprenderlo todo... Le avisaron que debía dar comienzo a la lectura y subió hasta el facistol. Colocó una orla sobre el pergamiso, posó su frente encima y lo besó. En voz alta pronunció la bendición y pasó a escuchar al lector. Era el capítulo “Enviad hombres...” Versaba sobre los espías que habían salido a explorar las tierras de Canaán para luego volver atemorizados por los hijos de Anak. “La cobardía destruyó la generación del desierto -se dijo Rabbi Jonathan-. Y si ellos no debieron asustarse por unos gigantes, ¿por qué habré de temblar yo ante unos cuantos enanos? Más que cobardía, es orgullo. Tengo miedo de perder mi investidura rabínica.” Los otros fieles miraban al rabino con la boca abierta. Parecía transformado. Una fuerza misteriosa emanaba de él. Será porque se muda a Yavrov, se dijeron. Después de los rezos, los hombres se dispersaron. Shloime Meyer cogió su chal litúrgico para irse. Era un hombre pequeño, de huesos grandes y de barba, ojos y hasta pecas amarillentas. Su gorra de lona, su gabardina y sus botas pesadas también se habían amarilleado por el sol. El rabí le hizo una seña: -Shloime Meyer, espera un minuto, por favor. -Sí, rabino. -¿Cómo van los huertos? -preguntó el rabino-. ¿Ha salido buena la cosecha?
-Gracias a Dios. Si no hay vientos, todo saldrá bien. -¿Tienes hombres que te ayudan a cosechar? Shloime Meyer pensó un momento. -Es difícil conseguirlos, pero ya nos apañaremos. -¿Por qué es difícil conseguirlos? -El trabajo no es fácil. Hay que pasarse todo el día subiendo en escalerillas y dormir de noche en el granero. -¿Cuánto pagas? -No mucho. -¿Lo suficiente para vivir? -Les doy de comer. -Shloime Meyer, contrátame. Yo te cosecharé fruta. Los ojos amarillos de Shloime Meyer parecieron reírse un instante. -¿Por qué no? -No estoy bromeando. A Shloime Meyer se le entristeció la mirada. -No entiendo de qué me habla el rabino. -Ya no soy un rabino. -¿Cómo? ¿Qué ha pasado? -Si dispones de un minuto te lo diré. Shloime Meyer prestó atención a las palabras del rabino. Los demás se habían marchado y los dos hombres estaban solos, de pie cerca del púlpito. Aunque el rabí hablaba en voz baja, cada palabra resonaba como si una voz invisible la fuera repitiendo. -¿Qué me dices, Shloime Meyer? -le preguntó finalmente. Shloime Meyer se había quedado de una pieza. Movió la cabeza consternado. -¿Qué puedo decir? Temo que me excomulguen. -No hay nada que temer. “No has de temer el rostro del hombre.” Esa es la esencia del judaísmo. -¿Qué dirá su esposa? -Me ayudará con el trabajo. -No es para personas como ustedes. -El Señor infundirá nuevas fuerzas a todo aquel que lo siga. -Está bien, está bien... -¿Conforme, entonces? -Si así lo quiere el rabino... -No me vuelvas a llamar rabino. De ahora en adelante soy tu empleado y seré un buen trabajador. -Eso no me preocupa. -¿Cuándo sales para los huertos? -En un par de horas. -Pasa con tu carreta. Te estaré esperando. -Sí, rabino.
Shloime Meyer se quedó un rato más y luego se fue. Al llegar a la puerta de la antesala volvió la cabeza. El rabino estaba solo, de pie, con las manos entrelazadas, recorriendo con su mirada todos los muros. Iba a marcharse de aquella sinagoga en la que había orado durante tantos años. Todo le resultaba tan familiar: los doce signos del zodíaco, las siete estrellas, las figuras del león, del ciervo, del leopardo y del águila; el impronunciable Nombre de Dios pintado en letras rojas. Encima del Arca, los leones dorados parecían fijar sus miradas ambarinas en el rabí, mientras sus ondulantes lenguas sostenían las Tablas de la Ley. A Jonathan se le ocurrió pensar que las fieras sagradas le estaban preguntando: ¿Por qué has esperado tanto? ¿No te diste cuenta desde un principio que no se puede servir a Dios y al hombre al mismo tiempo? Tuvo la impresión de que esas fauces abiertas se echaban a reír con bondadosa ferocidad. Se mesó la barba: “Nunca es tarde -dijo-, tengo toda la eternidad por delante.” Caminó de espaldas hasta llegar al umbral. En una sinagoga no hay mezuzah, pero el rabino tocó la jamba de la puerta con el dedo índice y luego con sus labios. No tardó en recorrer la noticia por Jampol y Yavrov: Rabbi Jonathan, su mujer y su hija Yentl estaban cosechando fruta en los huertos de Shloime Meyer.
UNA BODA EN BROWNSVILLE (A Wedding in Brownsville)
1
Desde el primer momento, aquella boda había representado una molestia para el doctor Salomon Margolin. Si bien iba a celebrarse un domingo, Gretl tenía razón al afirmar que era la única tarde de la semana que podían estar juntos. Toda la vida era lo mismo. Sus responsabilidades para con la comunidad lo obligaban a ocupar las tardes destinadas a ella. Los sionistas lo habían nombrado socio de un comité; era miembro directivo de una sociedad escolar judía y coeditor de una revista académica también judía. Y aunque con frecuencia afirmaba ser agnóstico e incluso ateo, año tras año cargaba con Gretl a Seders, a casa de Abraham Mekheles, un Landsman de Sencimin. El dorctor Margolin atendía gratuitamente a los rabinos, refugiados y escritores judíos, proporcionándoles medicinas y una cama en el hospital si hacía falta. Hubo una época en que asistía regularmente a las reuniones de la Sociedad de Sencimin, aceptaba cargos dentro de la institución, y no se perdía una sola fiesta. Ahora, Abraham Mekheles iba a casar a Sylvia, su hija menor. Nada más les llegó la invitación, Gretl anunció que no estaba dispuesta a darse el trote y asistir a una boda en los alrededores de Brownsville. Si él quería ir para atiborrarse de comida grasienta y volver a casa a las tres de la mañana, era cosa suya. El doctor Margolin reconocía que, en el fondo, su esposa tenía razón. ¿Cuándo iba a dormir? Tenía que estar temprano en el hospital el lunes por la mañana. Por otra parte, él se estaba sometiendo a un régimen estricto de adelgazamiento. Y una boda como aquélla prometía ser un festín de toxinas. De un tiempo a esta parte le moestaba todo cuanto guardara relación con ese tipo de celbraciones: el yiddish plagado de anglicismos, el inglés mezclado con yiddish, la música estridente y los bailes desenfrenados. Las leyes y costumbres judías estaban siendo completamente distorsionadas; hombres que nada entendían de judaísmo llevaban casquete, y los reverendos rabinos y chantres imitaban a los ministros de Cristo. Cuando llevaba a Gretl a una boda o a un Bar Mitzvah, sentía vergüenza. Hasta ella, que era cristiana de nacimiento, se daba cuenta del desbarajuste que era el judaísmo americano. Esta vez se ahorraría al menos la molestia de presentarle excusas.
Los domingos, después del desayuno, él y su esposa solían dar un paseo por el Central Park, y si hacía buen tiempo iban al Palisades. Pero aquel día a Salomon Margolin se le pegaron las sábanas. Durante los últimos años había dejado de ejercer sus funciones en la Sociedad de Sencimin, y en ese lapso la ciudad de Sencimin fue destruida. Su familia de allá había sido torturada, quemada y asfixiada con gas. Muchos nativos de Sencimin habían logrado sobrevivir y emigrar posteriormente a América desde los campos de concentración, pero eran en su mayoría gente más joven a quienes él, Salomon, no había conocido en la tierra natal. Aquella noches estarían todos allí: los de Sencimin por parte de la novia y los de Tereshpol por parte del novio. Sabía que le harían amargos e interminables reproches por su alejamiento, dejando entrever que les parecía un snob. Sin duda se dirigirían a él en términos familiares, le darían palmaditas en la espalda y al final lo sacarían a bailar. Pero, aun así, tenía que ir al matrimonio de Sylvia; además, ya había enviado el regalo.
El día amaneció triste y opaco como un crepúsculo, y la noche anterior no había parado de nevar. Salomon Margolin había esperado dormir un poco más para compensar el sueño que iba a perder, pero tuvo la mala suerte de despertarse incluso antes que de costumbre. Finalmente se levantó. Se afeitó con gran esmero frente al espejo del baño, y recortó las canas de sus sienes. Ese día se notó especialmente envejecido, tenía bolsas bajo los ojos y el rostro surcado de arrugas. El cansancio se reflejaba en su semblante. Su nariz parecía aún más larga y afilada, y de las comisuras de sus labios partían dos grandes pliegues. Después de desayunar, se tumbó en el sofá de la sala, desde donde pudo ver a Gretl planchando de pie en la cocina: rubia, marchita, avejentada. Llevaba puesta una enagua muy corta y sus pantorrillas tenían más molledos que las de un bailarín. Gretl había sido enfermera en el hospital de Berlín donde él trabajaba. Uno de sus hermanos, nazi, había muerto de tifus en un campo de concentración ruso, y a otro, que era comunista, lo mataron los nazis. Su anciano padre vegetaba en casa de su otra hermana en Hamburgo, y Gretl le enviaba dinero regularmente. En Nueva York se había llegado a convertir en una judía casa auténtica. Sus amigas eran judías, participaba en el Hadassah y había aprendido a cocinar comida judía. Hasta suspiraba como una judía. Se lamentaba continuamente de la catástrofe nazi y tenía su nicho comprado junto al de Salomon, en aquella parte del cementerio que los de Sencimin habían reservado para la comunidad. El doctor Margolin bostezó y cogió el cigarrillo que se consumía en un cenicero sobre la mesita de café, a su lado. Comenzó a pensar en sí mismo. Había hecho una buena carrera. Podía decirse que era un triunfador. Su consultorio de la West End Avenue era frecuentado por pacientes muy ricos. Sus colegas lo respetaban y era todo un personaje en los círculos judíos de Nueva York. ¿Qué más podía pedir un muchacho de Sencimin, autodidacta e hijo de un pobre talmudista? Físicamente era alto, bien parecido y siempre había tenído éxito con las mujeres. Aún iba tras ellas más veces de las que su edad y presión alta le permitían. Sin embargo, en su interior, Salomon Margolin se había sentido siempre un fracasado. En su infancia lo habían elogiado como a un niño prodigio porque recitaba de memoria largos pasajes de la Biblia y estudiaba por su cuenta el Talmud y los Comentarios. A los once años pidió al rabino de Tarnow que le enviara un Responsum, y el rabí se refirió a él en su respuesta como “grande e insigne”. Ya en la adolescencia dominaba la Guía para los Perplejos y el Kuzari. Estudió álgebra y geometría y a los diecisiete años aventuró una traducción de la Ética de Spinoza del latín al hebreo, ignorando que ya existía una. Todo el mundo pronosticó que llegaría a ser un genio; pero él había dispersado sus talentos al cambiar constantemente de especialidad, y además había perdido muchos años viajando de un país a otro y aprendiendo idiomas. Tampoco había tenido suerte con Raizel, el gran amor de su vida, hija del relojero Melekh. Raizel se casó con otro y murió luego a manos de los nazis. Durante toda su vida, Salomon Margolin se había sentido intrigado por las preguntas eternas. De noche permanecía despierto, tratando de resolver los misterios del universo. Era hipocondriaco y el miedo a la muerte lo acechaba hasta en sueños. La carnicería perpetrada por Hitler y el exterminio de su propia familia lo habían despojado de su última esperanza de prosperidad, destruyendo toda su fe en el ser humano. Empezó a despreciar a las matronas que acudían a verlo por dolencias insignificantes, mientras había millones de hombres en el mundo que planeaban los crímenes más siniestros contra el prójimo. Gretl salió de la cocina. -¿Qué camisa te piensas poner?
Salomon Margolin la contempló sin decir palabra. Ella también había sufrido mucho. Había llorado a sus dos hermanos en silencio, incluso a Hans, el nazi, teniendo que adaptarse varias veces a medios distintos. Sus sentimientos de culpa hacia Salomon la torturaban al punto de haberle convertido en una mujer sexualmente frígida. En ese momento tenía la cara enrojecida y cubierta por gotas de sudor. Él ganaba más que suficiente para pagar una criada, pero Gretl insistía en hacer ella misma todas las labores domésticas y ocuparse incluso del lavado. Era casi una manía en ella. Limpiaba el horno a diario y, sin utilizar un cinturón de seguridad, se pasaba horas sacando brillo a las ventanas del piso que ocupaban en una decimosexta planta. Las demás amas de casa del edificio mandaban subir sus compras a domicilio, pero Gretl cargaba con las pesadas bolsas del supermercado sin ayuda de nadie. A veces decía cosas en sueños que él encontraba disparatadas. Seguía sospechando que su marido tenía aventuras con cada paciente femenina que acudiera al consultorio. Marido y mujer se midieron irónicamente con la vista, sintiendo esa extrañeza que proviene de una gran familiaridad. Él no lograba comprender por qué Gretl estaba tan desmejorada. Sus facciones permanecían intactas, pero algo había desaparecido en su aspecto: su altivez, sus esperanzas, su curiosidad. De pronto exclamó: -¿Qué camisa? Da igual. Una blanca. -¿No te vas a poner el smoking? Espera, que te traigo tus vitaminas. -No quiero vitaminas. -Pero si tú mismo dices que te hacen bien. -Déjame en paz. -Bueno, es tu salud, no la mía. Y salió de la habitación con paso vacilante, como a la espera de que él recordase algo y le pidiera que volviese.
2
El doctor Margolin se echó una última mirada en el espejo y partió. Esa media hora de siesta después de la cena lo había dejado como nuevo. Su edad no era obstáculo para que siguiera empeñado en impresionar a la gente con su figura, aunque sólo se tratase de los de Sencimin. Tenía su pizca de coquetería. En Alemania se había sentido orgulloso de parecer un Junker, y observaba que con frecuencia en Nueva York podía pasar por anglosajón. Era alto, esbelto, rubio y de ojos azules. Cada vez tenía menos cabello y más canas, pero él se las arreglaba para disimular esos avatares de la edad. Andaba ligeramente encorvado, pero en público se enderezaba inmediatamente. Años atrás, en Alemania, solía llevar un monóculo, y aunque en Nueva York esto hubiera parecido muy sofisticado, su mirada aún conservaba cierta severidad europea. Tenía sus principios. Nunca había roto el juramento hipocrático. Con sus pacientes era honrado al máximo, evitando cualquier clase de desliz; y había rechazado un buen número de contactos dudosos por haber percibido en ellos algo de arribismo. Gretl le echaba en cara que su sentido del honor se había convertido en manía. El coche del doctor Margolin se hallaba en el garaje -no tenía un Cadillac como muchos de sus colegas-, pero decidió ir en taxi. No conocía muy bien Brooklyn y era peligroso conducir con tanta nieve. Alzó la mano y un taxi paró inmediatamente, acercándose al bordillo. Temió que el taxista se negara a ir hasta Brownsville, pero éste puso el taxímetro en marcha sin decir palabra. El doctor
Margolin quiso contemplar la noche de aquel domingo invernal a través de su ventanilla cubierta de escarcha, pero no había nada que ver. Las calles de Nueva York se extendían ante él húmedas, sucias y envueltas en su impenetrable oscuridad. Su destino era una boda. ¿No estaría el mundo internándose como ese taxi en alguna dimensión desconocida para llegar a un destino cósmico? ¿Un Brownsville cósmico quizá? ¿O una boda cósmica? Sí. Pero ¿por qué habrá creado Dios -o como quieran llamarlo- a seres como Hitler o Stalin? ¿De qué le sirven las guerras mundiales? ¿Y qué decir del cáncer y los ataques al corazón? El doctor Margolin sacó un cigarrillo y lo encendió, titubeante. ¿En qué pensarían esos piadosos tíos suyos al cavar sus propias tumbas? ¿Será posible la inmortalidad? ¿Existe aquello que se denomina alma? Todos los argumentos a favor y en contra no valían un comino. El taxi se dirigió hacia el puente sobre el East River. Por primera vez pudo ver el cielo: pesado, amenazante, rojo como un metal incandescente. Más arriba, una sombra violácea se extendía por la bóveda celeste. La nieve seguía cayendo suavemente, trayendo a la tierra la misma paz invernal de hacía cuarenta mil y quizá un millón de años. Unas cuantas columnas luminosas brillaban sobre el East River; por su superficie, entre olas negras y puntiagudas como rocas, un remolcador tiraba de una hilera de gabarras cargadas con coches. Una de las ventanillas delanteras del taxi dejaba penetrar ráfagas de aire helado que olían a mar y a gasolina. ¿Y si el clima no cambiara nunca más? ¿Cómo podríamos imaginar un día de verano, una noche de luna o una primavera? Pero ¿cuánta imaginación -o algo que se precie de tal- tiene realmente un hombre? En la Eastern Parkway el taxi recibió un ligero empujón. Y frenó bruscamente ante una señal de stop. Algún accidente de tráfico, sin duda. La sirena de un coche patrulla pitó. Una ambulancia se iba acercando ululante. El doctor Margolin hizo una mueca. Otra víctima. Alguien se equivoca al girar el volante y todos sus planes en este mundo se reducen a nada. Un hombre herido es llevado en una camilla hasta la ambulancia. Por encima de un traje oscuro, y de una camisa ensangrentada con corbata de lazo, emerge un rostro lívido: tenía un ojo cerrado y el otro entreabierto y vidrioso. “Quizá él también se dirigía a una boda -pensó el doctor Margolin-. Tal vez estaba yendo incluso a la misma que yo...” Al cabo de un rato el taxi volvió a ponerse en marcha, Salomon Margolin estaba recorriendo calles hasta hoy desconocidas para él. Era Nueva York, pero muy bien podía ser Chicago o Cleveland. Cruzaron un barrio industrial con grandes fábricas y depósitos de carbón, madera y hierro viejo. Unos cuantos negros, de una negrura muy extraña, se hallaban de pie en las aceras con la mirada perdida y llena de amargura y desesperanza. De vez en cuando pasaban frente a una taberna. La gente de la barra tenía cierto aire irreal y misterioso, como si estuviera expiando culpas cometidas en una encarnación anterior. Justo cuando Salomon Margolin comenzaba a sospechar que el taxista, que no había dicho palabra en todo el viaje, se había perdido y lo estaba desviando intencionadamente, entraron en un barrio muy populoso. Pasaron delante de una sinagoga y un velatorio, y allí al fondo, totalmente iluminado, apareció el pabellón nupcial con su estrella de David y una insignia judía de neón. El doctor Margolin dio un dólar de propina al taxista, que lo recibió sin hacer el menor comentario. Entró en el vestíbulo y en seguida se sintió rodeado por la cálida intimidad de sus paisanos de Sencimin. Todos los rostros que veía le eran familiares, aunque no reconocía a sus dueños. Dejó su sombrero y su abrigo en el guardarropa y, colocándose el casquete, entró en el salón, rebosante de música y gente. Las mesas se hallaban repletas de comida y el bar atestado de botellas. Los músicos estaban tocando una marcha israelí, mezcla de jazz americano con escarceos orientales. Había de todo: hombres que bailaban con hombres, mujeres con mujeres y hombres con mujeres. Vio casquetes negros, blancos y cabezas descubiertas. Los invitados seguían llegando y se abrían paso entre la multitud; algunos habían atacado incluso los canapés y la ginebra sin haberse quitado el abrigo ni el sombrero. En el salón resonaban las pisadas, el griterío, las risas y el palmoteo, y los
fotógrafos disparaban sus deslumbrantes flashes a diestra y siniestra. De repento entró la novia como una aparición, arrastrando graciosamente la cola de su vestido y con toda una corte de damitas de honor a su espalda. El doctor Margolin conocía a todos y no conocía a nadie. La gente le hablaba, le sonreía, le hacía guiños y gestos con la mano, y él respondía a todos con una sonrisa, una inclinación de la cabeza o una venia. Poco a poco se fue olvidando de todas sus angustias y preocupaciones. Se sintió como embriagado por la profusión de aromas: flores, sauerkraut, ajo, perfume, mostaza y aquel olor indescriptible que sólo despide la gente de Sencimin. “¡Hola, doctor!” “¡Hola, Schloime-Dovid, ya no me reconoces, ¿eh? ¡Vaya, me ha olvidado!” Eran los encuentros, los pesares, las reminiscencias de antaño. “Pero ¿acaso no fuimos vecinos? ¡Tú solías venir a casa a pedirnos el periódico yiddish!” Y, sin decir más, alguien le estampó un beso en la mejilla: un hocico mal afeitado y unaboca que apestaba a whisky y a dientes cariados. Una mujer tuvo tal ataque de risa que perdió un pendiente; Margolin intentó recogerlo, pero ya lo habían pisoteado. “No me reconoces, ¿verdad? Mírame bien; ¡soy Zissl, el hijo de Chaye Beyle!” “¿Por qué no comes algo?” “¿Por qué no bebes algo? Ven acá. Coge un vaso. ¿Qué quieres? ¿Whisky? ¿Brandy? ¿Coñac? ¿Scotch? ¿Con soda? ¿Con Coca-Cola? Pruébalo, es muy bueno. No lo dejes calentar. Ya que has venido, diviértete lo más que puedas.” “¿Mi padre? Lo mataron. Mataron a todos. Yo soy el único que queda de toda mi familia.” “¿Berish, el hijo de Feivish? Murió de inanición en Rusia. Lo enviaron a Kazajistán. ¿Su mujer? En Israel. Se casó con un lituano.” “¿Sorele? Le dispararon. A ella y a sus hijos.” “¿Yentl? Aquí en la boda. Hace un rato estaba aquí mismo. Ahí está, bailando con ese tipo alto.” “¿Abraham Zilberstein? Lo quemaron en la sinagoga con veinte más. Todo lo que quedó fue un montón de carbón y ceniza.” “¿Yosele Budnik? Falleció hace mucho tiempo. Te estarás refiriendo a Yekele Budnik. Es dueño de una pastelería muy fina aquí en Brownsville. Se ha casado con una viuda cuyo marido dejó una fortuna en bienes raíces. “¡Lechayim, doctor! ¡Lechayim, Schloime-Dovid! No te molesta que te llame Schloime-Dovid, ¿verdad? Para mí tú sigues siendo el mismo Schloime-Dovid, el niño de los tirabuzones rubios que recitaba de memoria un tratado entero del Talmud. ¿Te acuerdas? Si parece que hubiera sido ayer. Tu padre, que en paz descanse, no cabía en sí de orgullo...” “¿Tu hermano Chayim? ¿Tu tío Oyzer? Mataron a todo el mundo. Reunieron a los habitantes y se los cargaron con la eficiencia alemana: gleichgeschaltet!” “¿Has visto a la novia? Preciosa como una postal, pero demasiado maquillada. ¡Imagínate! La nieta de Reb Todros de Razin. Su abuelo solía llevar dos casquetes: uno delante y otros atrás.” “¿Ves a esa joven que está bailando, vestida de amarillo? Es la hermana de Riva. Su padre era Moishe, el fabricante de velas. ¿Riva? Acabó como todos: en Auschwitz. ¡Qué cerca hemos estado de eso! En realidad todos nosotros hemos muerto, por decirlo de alguna manera. Hemos sido exterminados, aniquilados. Hasta los que lograron sobrevivir llevan la muerte en el alma. Pero estamos en una boda, alegrémonos.” “¡Lechayim, Schloime-Dovid! Quisiera felicitarte. ¿Tienes algún hijo o hija por casar? ¿No? Es mejor así. ¿De qué sirve tener hijos si los hombres son tan criminales?
3
Ya era hora de dar comienzo a la ceremonia, pero se veía a las claras que estaban esperando a alguien. No se sabía si el ausente era el rabino, el chantre o uno de los padres. Abraham Mekheles, el padre de la novia, iba de un lado a otro haciendo señas, frunciendo el entrecejo y hablándole al oído a la gente. Se veía raro en su smoking alquilado. La suegra de Tereshpol estaba discutiendo con uno de los fotógrafos. Los músicos no dejaban de tocar un solo instante. El tambor redoblaba,
el contrabajo gruñía y el saxofón bramaba. El ritmo de los bailes se aceleró y la pista se fue llenando gradualmente de parejas. Los muchachos pisaban con tal ímpetu que parecía que el piso iba a romperse en cualquier momento. Los niños brincaban como cabritos y las niñas daban vueltas como trompos. La mayoría de los hombres estaban borrachos: chillaban exaltados, desternillándose de risa y besando a mujeres desconocidas. Reinaba tal confusión que Salomon Margolin no entendía nada de lo que le decían y se limitaba a asentir con la cabeza. Algunos de los invitados no lo dejaban ni respirar, empeñados en presentarle a un número cada vez mayor de personas de Sencimin y Tereshpol. Una matrona con la nariz cubierta de verrugas lo señaló con el dedo, se enjugó las lágrimas y lo llamó Schloimele. Salomon Margolin preguntó quién era y alguien se lo dijo. Pero la multitud devoraba los nombres. Una y otra vez oyó la misma historia: muerto, fusilado y quemado. Un hombre de Tereshpol quiso hablar con él aparte, pero los de Sencimin le armaron un escándalo por meterse donde no lo llamaban. Con cierto retraso hizo su entrada un cochero de Sencimin que se había hecho millonario en Nueva York. Su mujer y sus hijos habían perecido, pero él se había vuelto a casar. La esposa, cargada de diamantes, lucía un vestido escotado hasta la cintura que dejaba entrever una espalda cubierta de manchas. Tenía la voz ronca. “¿De dónde habrá salido? ¿Quién será?” “Ninguna santa, desde luego. Su primer marido era un estafador que murió después de amasar una fortuna. ¿De qué? De cáncer. ¿Dónde? Al estómago. Primero no hay qué comer y luego no hay con qué comer. Un hombre trabaja siempre para el próximo marido.” “¿Y qué es la vida sino una danza sepulcral?” “Sí, pero mientras participes en el juego, tienes que atenerte a las reglas.” “Doctor Margolin, ¿por qué no baila? ¡Ni que fuéramos extraños! Todos hemos salido del mismo polvo. Y allá no era usted un doctor; era sólo SchloimeDovid, el hijo del talmudista. Cuando menos piense estaremos todos descansando lado a lado.” Margolin no recordaba haber bebido nada; sin embargo, se sentía intoxicado. El humeante salón giraba como un carrusel; el suelo se balanceaba. De pie en un rincón, se puso a contemplar el baile. ¡Qué expresiones tan diversas tenían los bailarines! ¡Cuántas combinaciones y formas de ser distintas había reunido ahí el creador! Cada rostro tenía su propia historia. Esas personas bailaban juntas, pero cada una poseía una filosofía, un modo de vida diferente. Un hombre sacó a bailar a Margolin, quien empezó a moverse con auténtico frenesí. Luego se soltó y se paró a un lado. ¿Quién era esa mujer? La conocía; notó que sus ojos le resultaban familiares. Ella lo llamó. Él se detuvo, perplejo. No parecía ser joven ni vieja. ¿De dónde la conocía? Esa cara delgada, esos ojos oscuros, esa sonrisa de niña... Iba peinada a la antigua, con un par de trenzas atadas a su cabeza como una guirnalda. La adornaba esa gracia peculiar de Sencimin, algo que Margolin había olvidado hacía tiempo. Y esos ojos... él estaba enamorado de esos ojos y lo había estado toda la vida. Intentó esbozar una sonrisa y ella se la devolvió. Tenía hoyuelos en las mejillas. También pareció sorprendida. Se dio cuenta de que estaba ruborizado como un adolescente, pero se acercó a ella. -La conozco..., pero usted no es de Sencimin, ¿verdad? -Sí, de Sencimin. No era la primera vez que oía esa voz: la había amado en otros tiempos. -De Sencimin. ¿Quién podrá ser usted? A ella le temblaron los labios. -¿Me has olvidado ya? -Hace tanto tiempo que salí de Sencimin... -Solías visitar a mi padre.
-¿Quién era tu padre? -Melekh, el relojero. El doctor Margolin se estremeció. -O he perdido el juicio o estoy alucinado... -¿Por qué dices eso? -Porque Raizel está muerta. -Yo soy Raizel. -¿Tú eres Raizel? ¿Tú aquí? ¡Dios mío! ¡Si esto es verdad, cualquier cosa es posible! ¿Cuándo llegaste a Nueva York? -Hace algún tiempo. -¿Desde dónde? -Desde allá. -Pero si me dijeron que todos habíais muerto. -Mi padre, mi madre, mi hermano Herschl... -Pero tú te casaste. -Sí, estuve casada. -¡Si esto es verdad, cualquier cosa es posible! -repitió el doctor Margolin, muy conmovido aún por el extraño suceso. Alguien debió haberlo engañado deliberadamente, pero ¿por qué? Era consciente de que había habido un equívoco en algún momento, pero ¿cuándo? -. ¿Por qué no me avisaste? Después de todo... Se calló. Ella también permaneció un rato en silencio. -Lo perdí todo, pero conservé algo de orgullo. -Ven conmigo a un sitio más tranquilo, adonde sea. ¡Este es el día más feliz de mi vida! -Pero si es de noche... -¡Entonces la noche más feliz de mi vida! Casi... ¡como si hubiera llegado el Mesías! ¡Como si los muertos hubieran resucitado! -¿Adónde quieres ir? De acuerdo, vámonos. Margolin la cogió del brazo y volvió a experimentar esa conmoción juvenil del deseo. La condujo lejos de los demás invitados, temeroso de perderla entre la multitud o de que alguien se les acercara y arruinara aquel encuentro tan feliz. Había recuperado todo en un instante: la turbación, la inquietud, la alegría. Quería raptarla y esconderse con ella en algún sitio. Abandonaron la sala de recepción y subieron a la capilla donde se iba a celebrar la boda. La puerta estaba abierta. En el interior, sobre una tarima, se alzaba el dosel nupcial permanente. Una botella de vino y una copa de plata aguardaban el inicio de la ceremonia. La capilla, con los bancos vacíos y sólo una luz encendida, estaba llena de sombras. La música, tan escandalosa abajo, se oía suave y lejana desde allí. Ambos vacilaron al llegar a la puerta. Margolin señaló el dosel nupcial. -Pudimos haber estado allí. -Sí. -Háblame de ti. ¿Dónde estás ahora? ¿Qué haces? -No es fácil de contar. -¿Estás sola o te has comprometido? -¿Comprometido? No. -¿Hubieras sido capaz de no buscarme nunca? -le preguntó; pero ella no dijo nada.
Al contemplarla supo que su amor había vuelto con gran intensidad. Empezó a temblar ante la perspectiva de tener que separarse pronto de ella. Se sintió invadido por la expectativa y la emoción propias de la juventud. Quiso estrecharla entre sus brazos y besarla, pero alguien podía entrar en cualquier momento. Permaneció de pie a su lado, sintiendo vergüenza por haberse casado con otra sin haber comprobado personalmente los informes sobre la muerte de ésta. “¿Cómo pude haber reprimido este amor? ¿Cómo he podido vivir sin ella? Y ¿qué irá a pasar ahora con Gretl? Le daré todo, hasta el último céntimo.” Volvió la cabeza a ver si los invitados habían comenzado a subir. De pronto recordó que según la legislación judía él no estaba casado, ya que si matrimonio con Gretl sólo había sido una ceremonia civil. Miró a Raizel. -Según la ley judía, soy un hombre soltero. -¿Es cierto? -Según la ley judía, puedo conducirte hasta allí arriba y casarme contigo. Ella pareció sopesar la importancia de estas palabras. -Sí, ya se qué... -Según la legislación judía, ni siquiera me hace falta un aro. Uno se puede casar con una moneda de cinco centavos. -¿Tienes una? Se llevó la mano al bolsillo superior, pero no encontró su cartera. Empezó a buscar en los demás bolsillos. “¿Me la habrán robado? -se preguntó-. Pero ¿cómo? He estado sentado en el taxi todo el tiempo. ¿Será posible que me hayan robado aquí en la boda?” Más que molesto estaba sorprendido. Con voz entrecortada dijo: -Es extraño, pero no llevo dinero. -Bueno, ya nos arreglaremos sin él. -Pero ¿cómo volveré a casa? -¿Para qué volver a casa? -le contestó ella con otra pregunta, brindándole esa sonrisa tan suya, cálida y misteriosa. Él le cogió la muñeca y se quedó mirándola. De repente se le ocurrió que no podía tratarse de Raizel. Era demasiado joven. Quizá era su hija, que le estaba jugando una pasada, alguna broma. “¡Por el amor de Dios, estoy terriblemente confundido!”, pensó. Devorado por la duda, intentó esclarecer el enigma de los años, pero el rostro de Raizel no tenía edad. Sus ojos eran profundos, oscuros y melancólicos. Ella, a su vez, parecía no menos confundida, como si también hubiera notado ciertas incongruencias. “Todo ha sido una equivocación -se dijo Margolin-, pero ¿dónde radica el error exactamente? Y ¿qué había sucedido con la cartera? ¿La habría dejado en el taxi después de pagarle al conductor?” Trató de recordar cuánto dinero llevaba, pero no pudo. “Debo haber bebido demasiado. Esta gente me ha emborrachado: ¡estoy como una cuba!” Permaneció largo rato en silencio, en un estado de somnolencia más profundo que un trance narcótico. De pronto le vino a la memoria el accidente de tráfico que había presenciado en la Eastern Parkway. Una absurda sospecha le asaltó: ¿no habría sido él mismo víctima y no sólo testigo de aquel percance? El hombre de la camilla le resultaba extrañamente familiar. El doctor Margolin procedió a examinarse como si fuese uno de sus pacientes. No encontró el menor rastro de pulso ni respiración, y tuvo la curiosa impresión de que le faltaba una dimensión física. La sensación de peso, la tensión muscular de sus miembros, sus ocultos dolores en los huesos: todo había desaparecido. “No puede ser, no puede ser”, murmuró. ¿Será posible que uno muera sin enterarse? ¿Y qué será de Gretl? Bruscamente dijo:
-No eres la misma Raizel. -¿No? Entonces, ¿quién soy? -A Raizel la fusilaron. -¿La fusilaron? ¿Quién te dijo eso? Ella pareció asustada y prepleja. Bajó la cabeza en silencio como si la noticia la hubiera dejado de una pieza. El doctor Margolin siguió divagando. Aparentemente, Raizel no se daba cuenta de su propia situación. Él había oído hablar de ese estado, ¿cómo se llamaba? Penar en el Mundo Crepuscular. El cuerpo astral, despojado de la carne, vaga en un estado de semiinconsciencia y no logra llegar a su destino, aferrándose a las ilusiones y vanidades del pasado. Pero ¿serán ciertas estas supersticiones? No. Hasta donde él supiera no eran más que espejismos de la mente. Además, ese tipo de supervivencia sería incluso inferior al olvido. “Debo estar aturdido por el alcohol -decidió-. Todo esto ha de ser una alucinación, consecuencia quizá de un envenenamiento en la comida...” Levantó la vista y ella seguía allí. Se agachó y le susurró al oído: -¿Qué más da? Mientras estemos juntos. -Lo he estado esperando todos estos años. -¿Y dónde has estado? Ella no respondió y él no hizo más preguntas. Miró a su alrededor. El salón vacío se había llenado y todos los asientos estaban ocupados. Un silencio ceremonioso reinaba entre el público. La música se oía menos fuerte. El chantre entonó las bendiciones. Con paso lento y solemne, Abraham Mekheles condujo a su hija por el ala principal.
Índice: (1) Yentl, el muchacho de la yeshiva …................................................. pag. 2 (2) El último demonio …........................................................................ 19 (3) Esther Kreindel segunda …............................................................... 26 (4) Tres historias …................................................................................. 37 (5) Sangre …............................................................................................ 45 (6) Viernes breve …................................................................................. 57 (7) Taibele y su demonio …..................................................................... 65 (8) Cunegunde …...................................................................................... 72 (9) Zeidlus el Papa …................................................................................ 79 (10) No deposito mi confianza en hombre alguno …................................ 86 (11) Una boda en Brownsville …............................................................... 92
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