Un Poquito Tarada Novela de Dani Umpi
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Novela del escritor uruguayo Dani Umpi en formato PDF y bien formateada. Literatura uruguaya contemporanea. 113 páginas...
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Un poquito tarada Novela de Dani Umpi Capítulos: 1 - La gente es así 2 – La – La cotorrita educada 3 - Dardos en la nuca 4 - Mi padre conoce a mi madre 5 - El Daslu de mentira 6 - Valeria Ache se va a vivir a Chile 7 - Bocado 8 - El novio imbécil 9 - Las mostras 10 - Mi vida horrible 11 - Maracujá 12 - El ángel de la copa 13 - Cuatro caipirinhas 14 - Siempre puede ocurrir algo peor 15 – 15 – Hiperventiladas Hiperventiladas 16 - Todo mal 17 - Valeria Ache comienza a hacer pilates 18 - Agua y Coca Cola 19 - Pocoata girls 20 - Apuntes de cosas que me dejan triste 21 – 21 – Carnavaleras Carnavaleras 22 - Del cielo 23 - Valeria Ache deja todo 24 - Lo tapiado 25 - La energía 26 - Trasbordo 27 - Las sectas son complicadas 28 - No camines tan rápido 29 – 29 – Anónimos Anónimos
30 - El desbloqueo 31 – 31 – Redial Redial 32 - El grupo 33 - El arcano sin número
Cita en primera hoja: “Cuando yo llego todo parece nuevo y la gente se acuerda más de la salida que de la llegada y se ríe de tu aspecto de muñeca rota y de tonta, estás ridícula, nada que ver con mis orquillas heredadas y mis bambas que brillan”. Les Biscuits Salés, Segarra. “Ese pedazo de onda” (Piérdete/Superego, 1999)
1 – La – La gente es así Mi padre tocó al Enviado mientras se ocultaba el sol. Fue una escena casi cinematográfica, básica, que ocurrió bastante tarde, sin ensayo y por sorpresa. Un impulso. Un consuelo era lo que el Enviado menos esperaba. Una nubecita completaba el cuadro, brillando tristemente como una lámpara de bajo consumo hasta ponerse gris, negra y ya no volvió a verse. Apareció el firmamento. El Enviado se sobresaltó como un sapo. El Enviado no se dejaba tocar. No estaba permitido. Su aliento al iento se desintegraba antes de ser respirado por otros. Debía existir una distancia, que estuviera lejos, que fuera un sueño, una esperanza. Pero mi padre pudo tocarlo. Vibraba rapidísimo y lo detuvo. Pareciera que algunos acontecimientos sólo ocurren una vez cada mil años pero la realidad es que son posibilidades que están presentes en cualquier parte y pueden darse en cualquier momento. Basta con pensar que no son rarezas ni están lejos. Lo común y los milagros a la mano. La gente se toca. toca . Dios, el más allá, la cura c ura del cáncer, el dinero, la muerte, ganar la lotería, ganar en la ruleta, tocar to car al Enviado, el cielo, iluminarse. La L a gente que tiene fe es consciente de eso. Por eso están muy tranquilos y andan confiados sin buscar explicaciones, con el pelo al natural, pariendo hijos, comiendo cualquier cosa, desacreditando la magia y mirando a través de ventanas. Mi padre no solamente fue el primero que le habló al Enviado después del incidente. A ningún otro se le hubiera ocurrido tocarlo, hablarle, preguntarle si tenía sed o hambre, preguntarle qué hacer después de la derrota. Se acercó por su cuenta, c uenta, con las manos en los bolsillos, sin consultar al resto. El Enviado sintió el calor de los dedos gordos acariciándole el puño. Llevaba anillos. Después escuchó las palabras. -No se preocupe, Maestro. Seguramente pronto recibirá una señal certera y haremos contacto. No se desanime. El Enviado quiso dejar de llorar. Sacudió la cabeza y caminó como un actor aprovechando las últimas escenas para brillar. Se compuso. Bajó los hombros. Miró el pueblo a la distancia. Se animó y decidió encarar. Había pasado el día entero en un cerro, pensando pavadas, desesperado. El Enviado ya era un señor mayor, con camisa pasada de moda, gruesa, barba y buenos modales. Era un concepto. Nada en su vida podría cambiar demasiado, sólo afirmarse. Un ojito estrábico. Medio mariposón. No era alto. En otras circunstancias, estiraba el pescuezo para pasear tieso entre los devotos, muy ufano, convincente. Merecía el respeto y la admiración. Había atravesado un océano y dicho las palabras exactas para que lo tomaran como un iluminado. Incluso su supuesta diabetes tenía una explicación mística.
Hasta aquel momento, claro. Ante una decepción de tales magnitudes, el grupo comenzó a desconfiar y con obvias razones. Lamentablemente siempre llega ese momento y ningún mesías está preparado para volver a construir un edificio duro en dos o veinticuatro horas. La fe fue patinando y cada gesto suyo comenzó a sonar raro y rebotar. Los devotos se miraban de reojo, se comunicaban con muecas, se sentían bastante estúpidos, lejos de sus casas, sus hijos y sus gatos. Estaban en una de esas situaciones en las que es imposible darse cuenta que, bueno, que la vida es así. Y, así, el Enviado automáticamente pasó a ser un mortal más. Cagaba sin ocultarse. Con la decepción llegó la desconfianza. Ya no era aquello de que cualquier palabra que dijera el viejo era una buenaventura. Ya no era bueno y santo. Era un cascarrabias que se quejaba de que en Latinoamérica no hacían buenos capuchinos ni sabían trabajar, que comía raro y hablaba disparates. Comía semillas y frutos secos como si fuesen golosinas. Le encantaba el puré. Cosas raras. Poco pelo. El grupo, cansado de tanta confusión y sin ganas de pensar, a la sombra de la noche, levantaba campamento. No sabían qué decirle o preguntarle. No querían ver al Enviado cabizbajo y abatido pero tampoco se animaban a pedir una explicación, a que les hablaran con la verdad. La gente es así. Nunca saben lo que quieren. Esperaron con las mochilas a medio hacer, abiertas. Cenaron pollo asado. Mientras tiraban los huesos, una mujer preguntó por qué habían deshecho las carpas antes de dormir. La mandaron callar. Unos se lavaban los dientes compartiendo un bidón de agua. El Enviado se les acercó y les aseguró que el incidente había sido una prueba más, que incluso él mismo, propiamente, había sido puesto a prueba por Ellos. Señaló el cielo. Hablaba en serio. Un ensayo general. Una falsa alarma del Universo. Un test. Ellos querían asegurarse de que el grupo estuviera preparado. Sólo restaba reflexionar sobre lo ocurrido y esperar aún más. ¿Realmente estaban preparados? ¿Realmente podían esperar más? ¿Cuántos meses habían pasado desde que el Enviado había recibido el mensaje extraterrestre? ¿Qué conclusión se podía sacar? ¿Que les estaban tomando el pelo? Escupieron el agua blanca, mentolada y jabonosa. Le sirvieron café instantáneo en una taza de aluminio. No podían creer que la la noche volviera tan rápido, que los hermanos celestiales no hubieran llegado, que no cumplieran lo revelado y prometido, que Ellos se hubieran burlado de ellos, que el Enviado no les hubiera dirigido la palabra en todo to do el día y cuando abrió la boca fue para decir eso. Nada. Entonces el Enviado señaló a mi padre y sentenció con solemnidad “él sí está preparado”. Mi padre esquivó las miradas del grupo, miró el cielo y fue muy rápido, como dentro de una galera. Las galaxias se movieron, escribieron un mensaje, ese tipo de información que sólo saben procesar los gatos, los delfines y las computadoras. La seguridad le llegó automáticamente y comprendió todo. El grupo cuchicheaba frases sin un significado exacto porque la gente es así. Cuando no entienden algo, dicen lo primero que sale. Mi padre estaba tranquilazo, dejándose llevar por la Fuerza Superior. La noche tenía millones de colores y se le filtraban como bacterias fluorescentes. Eran tantos los colores, los tonos, que se sintió drogado y niño. Dicen Los Expertos que cuando te llega la iluminación es como un saque de merca brasilera. Nunca más volvió a ver esos colores. Al menos no los vio todos juntos. Por separado, sí. Sintió los colores en los ojos y agradeció al más allá, a Ellos manifestándose con tanta elocuencia y eligiéndolo. Se sintió bello y útil. Alfa. Después, siguió su vida y esas cosas que más o menos ya sabemos, pero jamás olvidó ni dejó de tener en cuenta las palabras del Enviado y lo que vio esa noche en la oscuridad del cielo. Eso de los colores tangibles. Ellos. Mi padre continuó viviendo, continuó sabiendo que todos los colores seguían en alguna parte, que Ellos estaban allá arriba,
picantes, online, re lejos y cada tanto recordaba el incidente para relajarse o darse fuerza. Eso es la fe. Mi padre no era de tener fe. Era la fe la que lo buscaba y se le imantaba. Le iban los números. Destapaba las botellas de cerveza con los dientes. Cuando la fe llega, impacta y deja el hueco. Imposible olvidarla. Fueron dos elementos: la voz del Enviado diciendo “él sí está preparado” y el cielo aseverando, mostrando algo que sólo mi padre podía ver. Fuerte. ¿No? El asunto siguió en su cabeza por años. Se sintió feliz y con ganas de morir. Tomó consciencia de las moléculas, los átomos, los puntos cardinales, el poder de los dedos y el pestañeo. Se iluminó de sopetón como los que se enamoran a primera vista y piensan “ya está”. Probablemente aún escuche la frase dentro de su cabeza pero con otra voz. Probablemente la diga frente al espejo después de ducharse para sentirse especial, corpulento, heroico. “Él sí está preparado”. Me lo re imagino. Apuesto a que eso ocurre así, tal cual. Mi padre frente al espejo, hablándose. Yo lo hago todo el tiempo. El resto del grupo sintió lo opuesto al ver caer el meteorito. Sí, lo que cayo fue un meteorito común corriente, de esta galaxia, no más. Incluso el Enviado perdió un poco de fe cuando el Universo sólo les tiró una piedra. Tanto para tan poco. Carísimo. Descreyeron. No querían un meteorito, querían a Dios como mínimo. Algunos se dieron cuenta que en otro lugar del mundo era de día, que el pollo de la cena no había sido bien preparado. Alguno por ahí, hasta sintió lástima. Pensaron en otras cosas. Deseaban dormir en una cama, mirar tele. Pero mi padre… ya sé cómo es…es un tarado. Cuando se le mete algo en la cabeza… 2 – La cotorrita educada Bruna está loca de atar. Va y viene. ¿Cómo es posible que la muy idiota haya tenido el celular perdido la semana entera en el relajo de su dormitorio? Suena y no atiende. Perdida en la galaxia. S in rastros en Sao Paulo. Pulula boquiabierta. Ni mail, ni nada. Debe haberme mentido. Tendré que salir a encontrármela por casualidad. Aún no existo para ella. ¡Qué estúpida! La gente es estúpida. Pensé que en Brasil no iba a encontrar gente estúpida. Una pena. Siempre es así, un engaño. No puedo hacerme la ingenua ni esforzarme más en volverme optimista con cualquier caipirinha sobrecargada. Brasil no tiene por qué ser una excepción. Las pocas esperanzas que rescato se esfuman cuando más intento retenerlas. Me tienen harta. La gente estúpida me tiene harta. Todos. Bruna, para empezar. Después, el resto. Debo tener la piel imantada. Chupo estupidez. Sudo estupidez. Soy el intermedio, un canal. Abu no puede creer que continúen viniéndome estos ataques después de las cosas que hemos vivido. Rompo cosas. No aprendo. Larga frases como “no te amargues tanto, ¿qué vas a dejar para después?”. Gente que piensa en el después. Gente como mi abue la en todas las edades. Llego al apartamento. Me ducho nuevamente para eliminar los rastros de cloro. La espuma no dura y corre. La cabeza mojada me ayuda a pensar. Logística y estrategia. Necesito sentirme húmeda más tiempo, que se me abra bien la piel, respirar por la boca y soltar por la nariz. Hay días que en el Sesc las duchas no dan abasto y tengo que salir en seguida, medio enjabonada y sin exfoliarme, de mal humor, seca. Hoy fue un día de esos. Intento revertirlo. Cierro los ojos, estiro el cuello y pega el chorro potente en la frente. No pensar. Un placer de señora grande aconsejada por revistas. Me seco bien sequita y me meto en un vestido sencillo de algodón celeste. Abu no deja de criticarlo con fundamentos típicos de ella, sin tener en cuenta que en este país todos los colores quedan bien en el cuerpo de quien sea, a la hora que sea. “¡Estamos en Brasil, Abu!”. Un problema menos. Mejor, así no vuelvo a pensar. Estoy cansada de pensar, de
ver alternativas, de pisar tierra firme y hundirme. Por eso me gusta que Abu me acompañe, así hablo con alguien y comparto las comidas. Compramos muchas frutas que no llegamos a comer. Se nos pudren y las tiramos. Le pido que me haga los pies mientras buscamos algo para reírnos en la tele. Espero paciente que llegue la noche para salir corriendo a donde me lleve la data limitada que tengo de Bruna. ¡Qué idiota esta mina! ¡Sin celular! ¿En qué mundo vive? Seguro la encuentro en alguna de sus vueltas más obvias. Veremos cuánta suerte tengo y cuán predecible resulta ser la petisa. La ciudad no para de chillar. Un ruido muy resistente, continuo, enloquecedor, de autos a cuadras de distancia, langostas, grillos. Estamos en una caja de resonancia. Escucho el barullo sobre la tele. La ventana lo traga íntegro. Es insoportable. Sao Paulo no para ni siquiera cuando llueve. El agua termina de caer y deja un olor verde a plantas mojadas que confunde. Estiro los dedos. Dejo de prestar atención al ruido creyendo que ya no está, hasta que el asfalto agarra fuerza, evapora la lluvia caída y vuelve a dominar la situación. Todo en menos de cinco minutos. Sao Paulo es así, una planta. Repito las frases de los presentadores de videoclips como una cotorrita educada. Aún no me doy cuenta si el portugués es un idioma difícil. Hay cosas que todavía me dan gracia y las digo por gusto, para reírme sola como una tarada y aflojar la mandíbula. Por ejemplo, agradecer diciendo “muito abrigado”. Quiero aprender nuevas palabras, ir a cualquier parte. Si estoy un poco borracha termino diciendo cualquiera y piensan que me burlo, que los discrimino. La gente es así. No puedo creer las miles de maneras que se puede pronunciar una vocal. No puedo creer que desde hace un mes estén pasando los mismos videoclips en ese canal. Seguro lo hacen a propósito. Un plan didáctico. Abu no deja de reírse de estas pavadas mientras inserta bolas de algodón entre los dedos de mis pies. Son bolitas chiquitas, apretadas, ejemplo de su gran tacañería y neurosis senil. Parece feliz. No tiene hambre. Suspira al finalizar cada uña. Vuelve a preguntarme si quiero que me las pinte. Lo hace porque sabe que odio las uñas de los pies pintadas. Me distraen los pasos. Suelta una carcajadita y aprieta sus labios finitos. Les pasa un brillito. “Estás loca, Abu”, sentencio y estiro bien el brazo para cambiar de canal con el control remoto. Un señor muy gordo y bonachón es entrevistado por una chica con un flequillo que le queda horrible, alta y pestañuda. Subo el volumen y repito el diálogo sin terminar de comprenderlo. Me distraen las maniobras de Abu entre los algodones. Sopla y se va el alcohol. Confío bastante en su experiencia como podóloga pero no demasiado en su vista, sus años y sus manos huesudas. Tengo un problema fuerte con los sustantivos. Pronuncio lento como una retardada con acento neutro. Eso me pone loca, me saca. Miro el techo. Juego con el pelo. Siempre hablé a mil por hora como el señor ese que explica fenómenos paranormales en el nordeste brasilero. Muestra unas fotos. No se ve bien el ovni. Un portugués cerradísimo y amarillista. Ahora promocionan un shampoo o un helado de chocolate y naranja. Cambio de canal. Me quejo. Afuera también ladran perros. ¡Qué asco tanto perro! Prefiero los autos raspando el suelo. Desde que tengo memoria odio los perros. Pero los perros son así. No aprenden. Les pegás y te siguen. Los imanto como a la estupidez. Prefiero los gatos. Los gatos son lindos aunque tienen eso de que se escapan y no regresan, o regresan a los años, embarazados, con parásitos. La gente cuenta anécdotas así de los gatos. Dan mucho para hablar. Pueden quedarse quietos cuando lo desean y eso tiene algo que me gusta, que sean traicioneros, que nunca sepas si te están observando o no, que escuchen el sonido antes de que se emita, que se comunique con otros mundos. Captan lo que se nos escapa. Pueden vivir con hambre. Pueden pensar.
Tienen algo raro en los bigotes que ahora no recuerdo bien qué era. Cuando era niña me gustaba dibujar gatitos. Me salían bastante mal. Parecían autos. Mis padres me preguntaban “¿Qué es eso?” y yo respondía “un gato”. -Abu, ¿sabés qué fin llevaron aquellos dibujos que hacía cuando era niña? -¿Los de las bombas atómicas? -No. Los de los gatos. -Ah, sí, de esos guardé algunos pero quedaron en Argentina. Pensé que me hablabas de los otros. ¡Qué memoria! Buena memoria siempre tuve. Acumulé cualquier dato como si fuese un buen recuerdo. Una pena que ya no encuentre cómo verificarlos. Se me entreveran, pierdo interés. Mi mamá se preocupaba porque me gustaba dibujar gatos y “cosas raras”. Eso último lo decía por lo de las explosiones atómicas, que ya veo que hasta Abu quedó enganchada con los garabatos. Las macabras interpretaciones de mi madre no tenían en cuenta que lo que yo dibujaba era algo que había visto al azar en la tele. Miraba mis nubes rojas con preocupación. El color rojo la dejaba mal. Lo comentaba con Abu y quedaban con eso en la cabeza, tejiendo. Veíamos mucha televisión para no enroscarnos, escapábamos. La gente es así. Yo era una niña y las niñas también tienen lo suyo. Son bastante loquitas. Vi esa bomba atómica en la tele y le encontré una belleza, una nube tan fácil de dibujar. No veía mortalidad y tampoco era lo único que dibujaba. También dibujaba pirámides, árabes con turbantes, tunas y edificios muy altos. Mi mamá deseaba que dibujara cosas normales, que agarrara para el lado de los gatitos aunque parecieran autos. Abu nos miraba raro. Las abuelas son un caso aparte. Cuando estábamos solas, Abu me preguntaba cosas de mis padres. No lo recuerdo bien, pero cambiaba su comportamiento como una bruja de cuento. No me sentía rara, sólo aburrida y con algo de rabia que no sabía bien de dónde venía. Una rabia experta en dibujar todos los días más o menos lo mismo. -Tampoco es que tenga una memoria tan desarrollada, Abu. No exageres. -Lo que no tenés muy desarrollada es la intuición pero de memoria andás re bien. -¿Por qué siempre volvés al mismo punto sin que te lo pregunte? -¿A cuál? -Al de la intuición. Ni te hablé del tema y ya lo sacaste. -Porque te conozco, nena. Ya sé a dónde querés llegar con esta charla. No te muevas. Quedate quieta. No te me hagas la loquita mientras te corto las uñas. -No delires, Abu. Sólo estamos charlando. Necesito charlar porque me dejás muy nerviosa con los alicates. -Por suerte me tenés para que te haga los pies. No sé qué harías sin mí. -Yo tampoco, Abu. ¿Me vas a enseñar a hacer los pies? -No. No servís para eso. Tendrías que tener más paciencia, estar más en eje. -¿Y a tirar las cartas? -¡Menos! ¿Viste? Sabía que ibas a pedir eso de nuevo. Vos sos la que vuelve al mismo punto siempre. Sos de terror. Sabés bien que, por ahora, no te puedo enseñar a tirar las cartas. No es momento. Todavía no estás preparada. Sos muy atropellada. Tenés que madurar, estar más tranquila. No es algo que digas “quiero” y lo tenés. Hasta que no aprendas eso… Enciende un cigarrillo para concentrarse en su tema preferido. El tarot. Tira humo para el costado. Es bastante considerada. Dice que saco de continuo el tema del tarot pero es ella la fanática, la que espera que diga esa palabra para accionar un mantra. Le encanta la escena, hablar de eso, del tarot, que es algo que no se aprende, que se lleva en la sangre como una enfermedad, que aún no es tiempo y a mí me encanta. Escucharla hablar de lo mismo me da una sensación parecida a la seguridad o, mejor dicho, parecida a un hogar, si me pongo a ver las cosas con una actitud más de conchuda sensible. Le saco el tema por gusto, para divertirme. Las dos somos bastante predecibles. Nos verificamos a cada rato, nos reseteamos. Una vez pensé “simbiosis”. Pero, Abu… podría ser divertido que me ensañaras a tirar las cartas. Así hacemos algo. Me da cosa que estés todo el día acá, encerrada. No quiero que te emboles en Brasil, solita. -
No estoy sola. No te hagas drama. La paso re bien. Miro tele o salgo a caminar por ahí con un mapa. Hago lo mismo que vos. Repito lo que dicen para aprender de una vez este idioma de mierda. -Te prometo que a partir del lunes vamos a hablar portugués entre nosotras. Dame un par de días más y encaro. Dejame resolver primero el temita de Bruna que no aparece ni la puedo localizar. Tenés razón. Tengo la cabeza muy enredada. Ya hace un mes que estoy nerviosa. -Yo diría que hace mucho más pero me quedo callada. Mirate. Tus uñas están hechas un desastre. Me encanta estar con Abu en esta ciudad, escucharla, que me escuche, caminar en cualquier rumbo, comer pizzas con el queso bien derretido. Dice cosas por mi bien. No es de esas viejas monotemáticas. Monotemática seré yo si llego a vieja, seguro. Me la pasaré hablando de este año, de la vez que dejé mi vida y me vine a Brasil. ¡Qué grosa, yo! Sí, lo contaré con lujo de detalles a mis compañeras de asilo, al lado de una estufa, muy medicada, acariciando con párkinson un gato enorme, gordo y moribundo. Pediré a cada segundo que hagan silencio y me dejen hablar. Nadie irá a visitarme. 3 – Dardos en la nuca -Hay que ver cómo pierden tiempo y energía los argentinos asando la carne de esa manera. ¡Que vengan a ver cómo se asa de verdad! -Sí, sí, sí, sí. -Yo recorrí la Argentina en una casa rodante. Fui hasta Córdoba a ver los ovnis y el precipicio ese donde se mataron los indios. ¿Sabés de qué te hablo? -No, no, no, no. -Cuando vieron venir a los colonizadores, los indígenas se tiraron a un abismo como los bichos esos que se suicidan en masa. ¿Sabés de qué te hablo? -No, no, no, no. -Unas ratas que vi en la tele. En fin. Sos muy chica. Otras épocas. Otra seguridad. Salía a la mañana, volvía a la noche y encontraba la casa en el mismo lugar, intacta. Ni me pinchaban las ruedas. Ahora eso sería imposible. ¿Verdad? El taxista no me deja escapar de su auto perfumado hablándome del año que estuvo en Argentina y era tan barato, tan verde, tan lleno de ovnis y tan enorme, con todos los climas posibles. Era como Brasil. Comenzó su perorata a último momento cuando me sacó la ficha. Enlenteció las palabras. Lo veía mirarme con desconfianza por el espejo retrovisor como si le hubiera indicado “siga a ese taxi”. Pensé que se trataba de un sátiro pero resultó ser solamente un chusma bilingüe con ganas de charlar para no dormirse. La mayor parte del trayecto permanecí muda viendo el vidrio de la ventanilla, las sombras y el cielo negro. Cedí a conversar con la condición de que manejara más despacio y aminorara la marcha aún más cuando nos topamos con la Girassol. Curiosamente había pocos autos desfilando por las calles de Vila Madalena. Estábamos cerca. Llegamos a Uka y le pedí que siguiera de largo, lentamente, así podía darme cuenta si valía la pena bajarme o continuar dando vueltas hasta inventar un plan alternativo. Una vez que vi el auto azul bolita estacionado, indiqué que se detuviera en la esquina. Le pagué rapidito. Lo que no tengo de intuición, lo tengo de suerte. El auto de Bruna. Ya está. -Sí, sí, sí, sí. Bueno, gracias. Quédese con el cambio. Que pase bien. Nos veremos en Argentina y comeremos un asadito. La veo bailando a pocos cuerpos de distancia. Reconozco su forma de mover las piernas con saltitos, su postura de baile aparatosa, una mano en la cintura, tipo jarra y la otra levantada quebrando muñeca. Mucho boliche gay en su vida y no más que eso. La saco en un segundo. Mueve el pelito. La observo con seriedad desde lejos. Ideo un encare lo menos psyko posible. Pobre Bruna. Le falta calle, indudablemente. La acompaña un pobre infeliz que es completamente igual a Crazy Frog y son los únicos que parecen copados con lo que pasa la Dj. No se dan cuenta que llaman demasiado la
atención con esos movimientos prehistóricos y estrafalarios. Anacrónicos totales. Me hacen acordar a mí en el dos mil tres, cuando caminaba por ahí pateando palomas, tratando de hacerme amiga de gente que tuviera tatuajes. No entienden. No sincronizan. Simulan estar en una nube. Parecen salidos de esas películas en las que se nota que cuando rodaron la escena pusieron una canción y durante la edición decidieron utilizar otra que nada que ver. Bueno, no me queda otra. A eso vine. Allí están. Allí iré. Necesito un vaso con algún líquido para llevar en la mano. Coca Cola con un poco de limón, menta y sorbete. ¡La parafernalia paulista! Me encanta. Es un pueblo que no para de inventar cosas. Medio japoneses. Avanzo con el trago a la altura de la boca, mirando, haciéndome ver por la jauría de gente en auge conocida por todos pero desconocida por mí, de momento. Aún no termino de sacarle la onda a la ciudad. No me doy cuenta si es un caretaje estándar o si realmente está bueno, si lo que brilla es oro. Sigo. El ambiente de Uka está cargado, denso, relampaguea. Mucho griterío. Se respira algo dulzón, droga o comida. No quiero distraerme. Me desplazo con la cabeza cautelosa estudiando el terreno desde arriba, familiarizándome al toque con el momento, sabiendo con exactitud hacia dónde dirigirme, evitando caerme, arreglarme el pelo o hacer pelutodeces de minita. Por suerte nadie me gana en cómo moverme en un boliche. En el poco tiempo que llevo dando este tipo de vueltas por la noche paulista he aprendido bastante pero aún me faltan detallecitos, pavadas. Zigzagueo. Ya no me muevo como cuando apenas llegué y regresaba a casa tan desorbitada, con olor a humo. He mejorado, claro que sí, tampoco soy una burra enferma, pero me falta encontrarle la vuelta. Ya l o lograré. A mí no vengan a hacerse los cosos con la barrera idiomática y los maracujás esos. No resultó ser una escena tan diferente de las que ya conocía. Un poco más de guita, sí, pero básicamente la misma lógica y las mismas rubias. La merca un poco diferente pero vaya y pase, picante. Lo principal es lograr no enloquecerme, como dice Abu, pensar que, si quiero, puedo llegar a ser la dueña de todo esto. Eso seguro. Una pena que no quiera, que tenga otra edad y otros objetivos. Abarco el absoluto con los ojos y la mente. Todo es mente. Todo es dorado y peludo. Vacío el vaso, lo dejo en algún sitio y me acerco como por casualidad, bobeando. Ni bien Bruna me identifica, deja salir un gritito histérico de lo más desubicado. Muy de ella hacerse la íntima, sacar teta. La encuentro ojerosa pero no se lo comento. Mientras me saluda fantaseo sus últimos días, sus preocupaciones, sus miedos, su carencia de vitamina E. Tiene los ojos aturdidos. Está un poquitín drogada y emocionalmente mal. Hace lo imposible para divertirse, para que la gente piense que es un ser humano y no una gallina bataraza. ¡Qué patético que mi objetivo sea tan… patético! Fumada queda más miope que de costumbre. El porro le da un aire inocentón pero es terrible ficha la enana esta. Tremenda. Tiene las uñas pintadas de blanco. Mal. No merece ese vestido puesto. No entiende de ropa pero a veces se aparece con unos modelitos, un cutis y unos coloretes que ni te cuento. Las casualidades de las millonarias. Las injusticias. Gente que no necesita ni siquiera internet. Gente con celular apagado. Un vestido precioso en su cuerpo de rea bardera. No logra camuflar sus deficiencias. Muestra la hilacha cada dos segundos. Una estúpida. Manos finas, inquietas, piensa algo y después se olvida. Esa onda. Usa collares de plástico. “Justo estaba pensando en vos”, arranca. “¿Verdad que te hablé de ella?” Crazy no responde. ¡Qué chico horrible, por favor! Típico confianzudo con poco pelo que se manda unos parloteos de nerd infumable. Mira sin pudor, sin que le hable. Una deformidad. No quiero que seamos presentados en el resto de la noche ni volverlo a ver en el resto de mi vida. Lleva un pañuelo anudado al cuello,
de esos de invierno. No le doy vida. Morite. Me dan vergüenza ajena. Por suerte dejan de bailar. Me invitan a arrinconarnos en un lugar espantoso a fumar porro y charlar sobre unos temas muy colgados, sacados de la manga en el momento. No puedo creer que tenga que fumarme sus charlas. Dicen cosas re de terapia en tono trascendental y profundo con una ignorancia asqueante. Estaría bueno filmarlos. Les doy mi mejor compañía el tiempo que puedo, no más de cinco minutos. Pido permiso para ir a comprar un par de tragos. Escapo. Respiro como me enseñó Abu. El aire entra por una narina y sale por la otra. Lo de aspirar por la boca y soltarlo por la nariz es en la ducha. Espero haber entendido bien. Vuelvo con tres vasos de lo primero que se me antoja. Nos damos unos tequilazos solos, sin sal, ni limón, ni nada. Me ofrecen antidepresivos y me parece un gesto extremadamente lumpen. Una parte muy grande de mí los odia, la odia, no puede creer que esté tratando de hacerme amiga de engendros así. No sé si podré aguantar más de una hora pero es lo que quería. Encontrarla, jugar a las amigas, elogiarle lo que lleva puesto y escuchar sus idioteces con mis ojos atentos como orejas. Me doy pena. Yo, con mis pies hechos y mi ridículo vestido celeste nuevo, en este lugar tan careta, teniendo que bancarme estas dos palometas. Haber viajado desde tan lejos y con tantas expectativas para encontrarme este panorama. Bueno. Bruna cuenta que se compró un perro esa misma tarde. Es feo comprarse un perro. La escucho como si estuviera diciendo algo coherente. Muerdo el labio de abajo. No quiero ser sarcástica ni hacerme la irónica como una treintona que escribe blogs. Cero autocrítica. Tampoco me da para decirle que está re loca y, de última, es su plata, su perro y su opinión. Igual, no me importa nada. Con Crazy Frog parecemos esos perritos que ponen en los autos y mueven la cabeza idiotizados, cada uno en la suya. Sí, sí, sí, sí, divina, te compraste un perro que cabe adentro de un bolso y tenés guantecitos para agarrar la caca. Más cliché, imposible. Re dos mil uno. La gente es así. Que alguien la mate. Cuanto menos piense, mejor. Oídos sordos. Divina la música. Se va del tema del perro y sale con los estudios. Pregunta qué dimos en clase los días que estuvo ausente haciendo quién sabe qué. No da hablar de estudios en un lugar así, así que cambio de tema y les propongo un juego que solía hacer con Mica cuando íbamos a bailar en Buenos Aires, pero Bruna no presta atención, insiste en eso y eso que está con la cabeza bastante en la luna, bien porreada. Ok. Le cuento muy por arribita y a los gritos los temas tratados en clase. Prometo pasarle mis apuntes. Me siento de quince años. Se hace la seria y opina, sin que le pida, que estoy para otra cosa, que me queda chico ese curso, que tengo que ponerme a estudiar algo más avanzado, más arriba, aprovechar, pedir una beca en un país desarrollado, ser artista, o trabajar de Dj porque cualquiera es Dj. Lo dice señalando a la chica, pobrecita, que pasa música. Muy mona ella. No la había visto bien. Lindas tetas. La música re del año pasado. En fin. ¡Qué me importa! Le sigo la corriente. Es que, entre otras cosas, le mentí que en Argentina era Dj y pude comprobarlo en dos o tres fiestitas de cuarta que musicalicé con relativo éxito. Lo único que hice fue bajarme remixes de Diplo que, junto a mi acting y la ignorancia de todos los imbéciles bailarines, resultó ser una pegada. Me pagaron y todo. -Las Djs mujeres se cotizan, están hinchadas de trabajo, tienen las de ganar, ganan todos los novios y novias que quieran, los enamoran con la música, bailan mirándote y si les gustás te esperan a la salida, afuera, no hay que hablar ni nada y te acompañan a tomar un taxi o a tu casa y cada día dormís con alguien distinto y a veces hasta desayunan. Siempre las fotografían para las revistas aunque sean gordas. Me prometo jamás volver a repetir lo del dj set porque siempre hay una mostra en la vuelta que puede darse cuenta. Es
increíble Bruna y esa perspectiva tan colegiala. En mi pensamiento nuevamente aparece la lástima. No puedo ser tan manipuladora. Ella confía en mí y pronto dirá que soy su mejor amiga. Lo presiento aunque tenga poca intuición. Seré su nuevo perrito, su Crazy Frog. No quiero tenerle compasión. Vuelvo a insistir con lo del juego, así se me van estos pensamientos y hacemos algo divertido porque, ahora que estoy acá, no quiero embolarme por culpa de estos nabos. Uno de mis pasatiempos preferidos en los boliches es mirar a la nuca de las personas hasta que se den vuelta. No entienden lo que cuento. No puedo creer que sean tan cerrados. Asumo sus limitaciones y cambio de actitud modulando exageradamente mis palabras, por las dudas. Puede ser algo del idioma y mi dicción. Suelo olvidarme que hablo horrible. -Miren fijamente una nuca y verán que inmediatamente sentirá una molestia y se dará vuelta, girará. No falla. Escuchan atentos. -A ver, Brunita, amor, hacé la prueba, elegí alguna nuca. Entre los tres la miramos fijo y te apuesto lo que sea que se dará vuelta en menos de diez segundos. Elige al chico alto y escotado, con un sombrero ladeado que deja asomar su nuca flaca, recién afeitada, colorada, insulsa. -Clavemos los ojos en su cogote como si fuesen agujas. Sin hablarle, ordenémosle mentalmente que se de vuelta y nos mire. Nos concentramos en su pescuezo y, efectivamente, no tarda ni un respirar en sentir el aguijón ocular y mostrarnos su cara desconcertada. ¡Funciona también en Brasil! Los chicos no pueden creerlo. Crazy Frog se ríe de una forma siniestra, como si eructara gas. Se miran con asombro, desmantelados, han descubierto un secreto ancestral y valioso. Sus caras son un poema. - Es superdivertido pero debemos hacerlo con responsabilidad. Mirar la nuca fijamente es absorberle, drenarle la energía a la gente como un vampiro. No es un chiche. Ojo. Es algo peligroso aunque parezca ingenuo. No hay que abusar porque podés dejarlos mareados, podés arruinarle la noche. Ni que hablar del karma. Quieren jugar. Eligen otra nuca, una más gorda y con rollos, de un señor con traje formal que, sospecho, es el dueño del lugar. Esta vez el experimento tarda. Le cuesta sentir la mirada pero gira hasta enfrentar sus ojos con los de ellos. Bruna y Crazy se ríen re nenitos. Es que, no hay caso, es un juego buenísimo para la noche, irrefutable. Te pone en otro plano. Es algo como de gatos. Cuando lo descubrimos con mi ex amiga Mica, vimos que teníamos entre manos una especie de arma atómica con la que conquistaríamos el mundo o algunos corazones, al menos. Lo hacíamos principalmente para que nos registrasen en medio de la Fiesta Plop. Nos queríamos hacer amigas de las del fotolog. Mirábamos sus nucas, sentían una molestia y se daban vuelta. No fallaba. Cuando nos descubrían, nos hacíamos las tontas o las drogadas. Sonreíamos y nos poníamos a bailar a su lado, tratando de caerles simpáticas, de que les gustara nuestra ropa para que comenzaran a saludarnos. Generalmente les caíamos bien. Si no, de última, nos poníamos a invitar con tragos o intentábamos con otros. Una vuelta yo estaba por menstruar, me había a fumado como tres porros de corrido y andaba super en cualquiera por la Plop, toda sudada, vestida así no más, subiendo y bajando escaleras, sola, saludando a todas las Cuquis, confundiéndolas, hablando cruzado y eso, cantando a los gritos las canciones, hasta que, a la distancia, vi un trolo que no voy a decir el nombre porque es muy conocido. Siempre me gustaron los hombres amanerados, nenitas. Estaba más dado vuelta que yo, no sé con qué. Desde hacía tiempo me gustaba ese pibe y guardaba sus fotos en una carpeta del escritorio de la compu que se titulaba “botiquín”. Pajera mal y al pedo. Sabía infinidades de detalles de su vida gracias al fotolog. Su dormitorio poco ventilado, sin placard, de niño patas para arriba, sus amigos incondicionales y comunes que lo entendían, que estaban
cuando se sentía solo y le hacían el aguante en este mundo hostil, rodeado de gente que no acepta que uses cresta. ¡Por favor! ¡Qué imbécil! Pero era una divinura. Muy mujer. Su corte taza, su decoloración y su piel lampiña, lisita, delicada. Le conocía las depresiones, las camperas nuevas y como siete calzoncillos. Divino. Le gustaba subir videos de él medio en bolas hablando a la cámara muy amaneradamente, comentando cosas de la tele. Mega trolo. Estaba re fuerte y lo sabía. El abdomen siempre dentro del encuadre. Lo único que no me gustaba era que se arreglaba el pelo de continuo. Había sido bailarín en un crucero y la gente que trabaja en barcos, tan chiquita, queda loca, muy para adentro, porque están demasiado aisladas, en el medio de los océanos, usando la misma ropa, viendo las mismas caras, escuchando las mismas canciones del i-pod, en un lugar que se mueve tanto, con las drogas que se les terminan en seguida, con toda esa gente con ganas de coger… y él con tan poquita edad, comiéndose los mocos, sin su apéndice, con una internet re lenta y esos ojitos y esa boquita y esa pielcita y esa colita... Lo amaba pero también me daba un poco de pena. Siempre me pasa eso. Cuando me gusta mucho alguien, lo odio. Soy así. Me fascinaba su aura de internacional, prehipster, seudoindie y trabajador, más allá de que se partiera en mil, claro. En fin, en resumen, que me lo quería garchar a toda costa al puto ese. Cualquier trolada que se mandaba me calentaba. Se hacía un poco el pobrecito fotografiándose en los espejos de los ascensores, encogiendo los hombros, puchereando, cubriéndose los ojos ojerosos con un flequillito florecido, tapándose un ojo por todo el mambo ese de los iluminati. Mientras yo veía sus fotos le decía a la pantalla “ yo te voy a agarrar, putito”. Y aquella noche lo tenía ahí, casi en la mano, así que no me dejé estar, le miré la nuca con toda mi energía, irradié un rayo preciso, filoso, desgarrador le atravesé el cuello con los ojos. No sólo hice que se diera vuelta, dejara de bailar y me mirara, sino que se acercó como un zombi hipnotizado, animal. Me olía la sangre, la menstruación. Me leía el cerebro. Puro instinto y metafísica. No me acuerdo qué le dije pero el asunto fue que lo tomé del brazo como a un preescolar, le hice subir las escaleras cual secuestradora express y nos metimos en el dark room improvisado sin mirar atrás, sin mirar a nadie, de una. Le di un beso tan largo y tan rico que se le paró todo al muy trolo. Me acariciaba las tetas, una novedad, sin lugar a dudas. “¡Ah, enfermo! ¡No sos tan trolito!”. Quedó medio quemado y paranoico. Se tambaleaba. Estaba en un viaje rarísimo y yo le caí del infierno. El pobre no entendía bien la situación y qué horrible y qué loco y qué rari y qué iban a pensar sus amigos si lo veían con una mina y qué sé yo y vamos para un lugar más oscuro y que no me vean apretando con una concha y andá más despacio porque si no me voy al toque. Hablaba suspirando con voz gangosa, muy maricona. Eso me calentaba como una demonia. Yo le decía “todo bien”, “todo bien”, “quedate quietito”, porque aunque se hiciera el no sé qué y fuera el más trolito de la Plop, tenía una erección que se le salía del pantalón e invalidaba cualquiera de las palabras que soltara. Injustificable. Igual, un amor. Re tierno. Todo bien. Hermoso, con acné en el pecho. Le hice cualquier cosa. Le metí dedo por todos lados porque viste que a los putos les insistís un poco y al final siempre se dejan. Nadie nos daba bola y tampoco me iba a poner a maquinarme la cabeza pensando en los tejes de cuarta, las patrañas que pudieran surgir si nos descubría las mostras de la vuelta. Es que en aquel momento no estaba tan de moda la bisexualidad. La gente no se escandalizaba porque estaban muy drogados, no porque lo vieran como algo normal, como en los gatos. Me tentó quedarme con su celular. Estaba tan cerquita y tenía un tunning de lo más sofisticado. Lo miré con cariño y sentí su vibración eléctrica en lo oscuro pero inmediatamente lo dejé en su bolsillo. Continué acariciándole la espalda, apoyando
bien mis dedos, hundiéndolos, sintiendo sus huesitos de nene lejos del deporte, haciéndolo jadear. Tampoco daba marcar con ese pibe. ¡Qué putazo! Al final estuvimos como media hora chapando. Cuando se le bajó y me sentí demasiado mareada, lo dejé libre, que se fuera y después vemos qué onda, si es que da para algo más. Nunca más. Estaba todo bien, claro, pero me prometí nunca más hacer esas cosas. Se había dado lo más bien y me salió de no sé dónde un rechazo. Me miraba sin saber qué decirme. Un gatito perdido, pobre infeliz. -No te preocupes, Cuqui, que no voy a decirle a nadie que estuviste con una mujer. Tu reputación seguirá intacta por todo el fotolog y la Plop. Será nuestro secreto. Ahora bajá a la pista que acaban de poner “Ready to go” de República. Hace tiempo que no busco noticias de Mica. Quedó en otra etapa de mi vida y el mundo. Es de antes de Lady Gaga. No sé en qué andará pero, aunque no lo deseo, es como si la estuviera viendo. Miro la montonera. Busco nucas paulista y la veo a ella en el medio de la pista de la Plop. Una cosa onda flashback. Algo así. La recuerdo con su cara fea y aquel buzo de lana azul que le gustaba usar. Las tetitas bien paraditas y la nariz pintada con merca. Mica no podía creer que me hubiera apretado al pibe del fotolog. Puso cara de asco con la boca torcida para abajo. Me miró las manos. Se sentía una doctora. Después, con furia, cuando le tocó el turno, se encerró en el baño, sola. No me dejó entrar. Le golpeaba la puerta y no hablaba. Tremendo skech. Los putos protestaban o pensaban que se había muerto. Sí, la recuerdo y hasta me da gracia. Es como si la extrañara. Algo parecido. Un rayo ultravioleta en el pensamiento. Me atraviesa los sesos. Más que las Fiestas Plop, lo que mejor recuerdo de esa época, que tampoco fue hace tanto, son los trenes. Salir re dadas vuelta y regresar en el tren a Ballester. El cielo se encendía de a poco con algo de noche, algo oscuro y sucio, onda poético. Era una historia repetida, un día repetido y nos dejaba así, pensando, en ese tono, boludas, adormecidas pero con la euforia aún encendida. Fosforitas. Me sentía como esas pelotudas, toda sensible, menstruada. Un sentimiento cursi tal vez por la hora, el cansancio o la edad. Ver el amanecer desde el tren, re indie. Volver, caminar comentando eso del cielo sucio y oscuro que a veces se nublaba y a veces llovía y nos mojábamos y resbalábamos por las calles descuidadas del barrio, por la vía y qué importa si, total, ya terminó la noche, difícil pensar y hablar algo normal. ¿No? Otras veces, las más raras, teníamos neblina, vientos, sombras deliradas, pajaritos y viejas charlatanas de lo más graciosas o mala onda. Calor. Un frío de cagarse. En invierno con camperas gordas robadas y cuando se venía el verano, por suerte, buzos sin mangas, cortadas por nosotras mismas, manchados con tinta flúo en aerosol, las axilas depiladas, las tetas saliéndose. El sol ya instalado en el cielo y algún que otro vecino regando el césped amarillo, tomando mate, mirándonos de reojo, pensando mal de nosotras y aquellas pintas y aquella ropa estrafalaria y aquel maquillaje ridículo para la mentalidad de la zona, de la mano, abrazadas, borrachas, cuchichiando, fumadas, haciéndonos las taradas, bajando un poco el volumen de la conversación pero con las palabras nítidas, inquietas y entusiasmadas, filmándonos nuestras macacadas artificiosas con la cámara digital de medio pelo para subirlo al youtube al otro día, a ver qué pasaba. Nada. No pasaba nada. ¿Qué podría pasar? A veces nos quedábamos en la estación en plan artistas de tanto aburrimiento, filmando los trenes que llegaban, se detenían, reflejaban el sol y nos alumbraban. La luz era muy copada y todavía no estaba de moda filmar a contraluz. Poníamos caritas. Trompitas. Nos dábamos piquitos mirando la cámara. Los colores se esfumaban en el aire, se volvían amarillos, agarraban para cualquier lado y quedaba un efecto muy bueno como de video clip folk. ¡Qué viaje todo eso de los colores
de mañana! ¿Era un azul? ¿Era un verde? Era amarillo. Muy rara la vida a esa hora y con nuestras mentes dadas vueltas, pensando poco, sintiendo en la sangre la música de la Plop y el vodka con Speed, jurando que nunca seríamos como la gente del barrio que recién se despertaba. Los pájaros perezosos, medio dormidos, sólo levantaban vuelo cuando el tren se detenía, cuando escuchaban el chirrido áspero y se asustaban como nosotras, hipersensibles, droguis, idas. Los veteranos hechos mierda, bañados y desayunados, se iban a sus trabajos de mierda. Las cosas estaban más cerca para tocarlas. En verano los envoltorios de helado tirados en el piso se sacudían y volaban un poquito, luego caían al mismo lugar porque nada generaba demasiado movimiento. Todo respondía a otra cosa, era un eco. A esa hora el aire no se había ensuciado. Lo soplábamos. En otoño las hojas se arremolinaban. ¡Qué lindo! Siempre algo en el aire. La mugre era linda. Las hojas. No sabíamos de dónde venían las hojas. Eran más grandes que las de los árboles de Ballester. Hojas que venían con el tren, seguramente, o volaban con los pajaritos, con los envoltorios de helado. Hojas de otros barrios. ¿Qué árboles serían aquellos? Me gustaba pensar que eran álamos. No sabía cómo eran los álamos, nunca se me dio por buscar fotos en internet pero seguro que eran árboles muy cool, preciosos, estirados, flacos pero fuertes, que atajaban cualquier viento, quietos, dando una sombra cerrada en verano, lindos de fotografiar. Bien firmes los álamos. ¡Qué mal nos hacía aquel porro! De muy mala calidad. Un pegue re feo, divagado, pastoso. Nos dejaba en una nube de pedos. En Sao Paulo el porro es muchísimo mejor. 4 – Mi padre conoce a mi madre A mi madre la fascinación por el porro le duró dos semanas y la vivió como una de sus culpas preferidas, sin hablar. Muy arriba en adrenalina. Se reía sola. Se comía el pelo. Una nena. Fumó un poquito y guardó el resto en una bolsita de celofán rojo. Tenerlo escondido en su mesa de luz, al fondo, era lo mismo que estar drogada veinticuatro horas. Vivía intensamente cada posibilidad de su vida y aún más. Física cuántica. Pensaba que por culpa del porro, pero sobre todo por culpa de ella misma, mi padre había dado un giro incierto en su destino personal. Le cambió los astros. Es que mi madre era de esas mosquitas muertas que se creen el centro de la tierra. Julio Verne. Le encantaba victimizarse, manipular desde ahí y, de paso, autoboicotearse. Típico. Movió el mundo. Se enamoraron. Después del baile en el que se conocieron, mi padre la invitó a ir hasta una estación de servicio a comprar una birrita. Una invitación osada. En el mundo prehistórico de mis padres estaba super mal visto andar por la calle comprando cervezas, irse del baile acompañado, que una chica fuera a una estación de servicio y que las estaciones de servicio vendieran bebidas alcohólicas. Supongo que bailarían tango y comerían empanadas rellenas de carne cortada con cuchillo. Supongo. No era para nada tarde. Mi madre quiso cancherear y cambió la invitación proponiendo lo de fumar un porro re seco y viejo que tenía guardado para ocasiones como conocer el amor de su vida. Se la jugó. Tenía el pelo re largo y se vestía con la gracia almidonada de las muchachas pobres y sin futuro. Cuando una sonrisa le mostraba los dientes, se los tapaba con la mano como las viejas. Lo del porro descolocó a mi padre y se lo ganó de una. Muy astuta. Se miraban a los ojos. Cruzaban la calle sin mirar. Sentían ganas de darse la mano y robar autos. No fue gracias a mi madre y ese porro inmundo que la vida de mi padre cambió radicalmente. Mi madre se inventó eso para hacerse la cabeza y generarse culpas. Quería creerse algo. Era una hija de puta. Hay gente que es así. Durante una semana tuvieron la posibilidad de
seguir un camino juntos hacia la drogadicción pero retrocedieron hacia el punto en el que estaban. La nada. En la nada pero juntos, al menos. La nada en Buenos Aires, una ciudad nueva para mi padre, que sólo la conocía de revistas mugrientas que cambiaba en un almacén. En la fumada el único que habló fue mi padre. Muy de él. Mi madre es más de cagar la vida de los demás en silencio, mirando, suspirando. Otra escuela. Serpiente en el horóscopo chino. Viborita que nunca aprende y se mastica la cola o consigue a otro para que lo haga. Aparte, la historia de vida de mi padre era muchísimo más interesante que la de ella, claro está. Internacional. Lo de mi padre era jodido. Estaba huyendo. Una se preguntaría ¿por qué iba a la Argentina en un momento en el que todos querían irse del país? Obviamente estaba en otra y venía de un plano sumamente paralelo. Mi madre venía de Ballester, él venía de más lejos, otra dimensión. Hablaba del “aparatito”, que lo vigilaban desde el “aparatito” a través de un dispositivo minúsculo. No conocía el concepto de “microchip” ni de “gps”. Mi madre se preguntaba cómo sería el apar atito, de qué color, cuán pequeño. No quería preguntar porque era de hablar poco para no quedar desubicada, sobre todo cuando mi padre ya hacía una hora que estaba contando detalles de su nueva vida lejos de la secta y los continuos dolores de cabeza. Después pasó el tiempo y quedó por esa. No se volvió a tocar el tema del aparatito, ni de la secta, ni de los grupos de autoayuda para sectodependientes a los que acudía. Una vez que entraron a coger, cada monstruo quedó con su bozal. Pese a lo demente de la situación, mi madre enganchó porque, hay que hacer justicia, mi padre estaba re fuerte y usaba las camisas muy justas. La belleza le jugaba más que a favor desde chiquito. Era un tipo lindo, rarito y no tenía halitosis, un problema frecuente por entonces. Caminaba y al detenerse ponía las manos en la cintura. El Enviado también se había percatado de eso antes de que cayera el meteorito. Cuando lo vio rondar el grupo, interesado en los telescopios y los mantras del ritual nocturno, intuyó que el pibe, además de buen lomo, tenía algo, un ángel, algo que hacía que el mundo girara mejor. El Enviado era bastante trolo pero eso no quiere decir que no percibiera la electricidad. Mi padre se movía dejando una estela. Salpicaba el ser. El conejo siempre fuera de la galera. El Enviado hizo algo similar al porro de mi madre. Es que a la gente mágica y luminosa es muy fácil seducirla. Basta un chasquido. El electromagnetismo es fácil de manipular. -¿Ves ese cielo? Yo vengo de ahí. Todos venimos de ahí. Puedo señalar un punto y tal vez pienses que señalo una estrella. Puede que todos vengamos de esa estrella. Puede que ahí, en ese punto, esté todo el Universo, que esté Dios y que en realidad estemos ahí. ¿Entiendes, pequeño? Podemos estar aquí y ahí. Este dedo que señala puede ser tu dedo y esa estrella puede estar en la uña. Porque las partículas aparecen y desaparecen todo el tiempo. Las estrellas también lo hacen porque son materia. Están vacías. Y este mundo y esta mano y este dedo y este momento y esa estrella y nosotros sólo somos una posibilidad. ¿Entiendes, pequeño? ¿Ahora ves mejor lo que señalo? ¿Los ves a Ellos? ¿Los sientes? ¿Tienes sed o sueño? Mi padre escuchaba la voz del Enviado y se dejaba llevar. Su pensamiento se aglutinaba y corría por el pelo, se encausaba, volaba hacia el cielo, hacia Ellos. Una antena. En lugar de confundirse, la electricidad de sus células, lo esclarecían. Se abrían los ojos más que nunca. Respiraba despacito casi riéndose, se le acercaban las cucharitas de café y las agujas se clavaban en la piel por su cuenta. Cuando los autos comenzaron a tener alarmas y mi padre andaba cerca, casi todas se activaban, como con los perros. Se le pegaban las llaves y las monedas a la piel. Sentía un tirón. Si estaba muy electromagnetizado, se agarraba fuerte a las canillas para hacer tierra. El grupo esperaba un contacto. Los estudios indicaron un día,
una hora y un lugar. Allá fueron pero simplemente cayó un meteorito. Un astrónomo se hubiera maravillado, ganado un premio. Podría haber sido tapa de los diarios. Ellos esperaban otra cosa. Ahí fue cuando el Enviado, en un acto de desesperación y fe, propuso a mi padre como ayudante principal. Mi padre fue el único que lo tocó y lo hizo cuando este estaba más débil. La electricidad que irradiaba fue como un bidón de vitaminas y aminoácidos. Merecía un reconocimiento, un ascenso. El Enviado le pasó la posta. Mi padre cambió el pelaje. Aprendió las revelaciones y los métodos, el discurso y el secreto, el dogma y la doctrina. En Enviado se volvió a su país sin valijas y mi padre siguió liderando a lo que quedó del grupo. Eran pocos y se fueron de a poco. El problema llegó cuando mi padre fue el que quiso irse. Mi madre lo escucha deseando la cerveza. Deseando el beso y el coito. Se dieron la mano y apretaron contra un auto estacionado. En esa época no existían las alarmas. Podrían haberlo robado perfectamente. En aquella época no existía nada más que ellos y hacía frío. A la historia del meteorito y la secta mi madre la conoció mejor con el tiempo, de a puchitos, siempre indirectamente. Se acostumbró de inmediato al electromagnetismo de mi padre. Ella sólo quería coger y enamorase. Quería hijos y los tuvo. Me tuvo a mí que llegué sietemesina en un parto muy pero muy doloroso. Dejé la teta rápido y me alimentaron con un polvo blanco mezclado con agua. Mi madre no dejaba que él me tocara mucho por el temita del electromagnetismo. Todo bien para coger y payasear, pero otra cosa, bien distinta, era que un freak de estos manipulara una criatura. Sólo me daba besitos después de ducharse o sobre una mesa de madera, mientras me cambiaban los pañales. 5 - El Daslu de mentira Abu me espera chupando un cigarro mentolado, sentadita en sus piernas cruzadas entre los bananeros que adornan el jardín colonial del edificio de Higienópolis. Parece nerviosa pero no lo está. Sus ojos no expresan. Sólo espanta con la mano y el humo los mosquitos gigantes brasileros, helicópteros hambrientos que revolotean eufóricos porque pronto, ya mismo, se irá el día y saldrá una luna preciosa entre los edificios de enfrente. Los mosquitos no le hacen caso. Siguen sus vuelos. Queda algo de humedad y restos de sol. Olor a menta, a caramelo, a pollo asado bien doradito. A su lado mueve la cola un caniche doméstico, libre, sin dueños a la vista. Juega con una rama crocante en el césped verde, contento en su mundito limpio, sin percatarse de las gracias que le hace Abu ni de las bocinas de los autos enloquecidos que quieren dejar atrás las jornadas laborales para llegar cuanto antes a sus casas a mirar tele. Abu improvisa un gesto vivaracho, sacude las manos sugiriéndome “vos andá tranqui, nena, que yo me quedo aquí jugando con el perrito”. Los mosquitos le atraviesan la cabeza. Está más entusiasmada que yo con esta visita. Una niña haciendo de grande. Le sale bien. La dejo ahí, solita protegida por los edificios de Sao Paulo, mientras voy a lo mío. Subo en el ascensor acompañada por una mucama jocosamente bajita que viste un uniforme dos talles más grandes del que debería usar. Huelo su pelo canoso atado puritanamente con esas medias colas típicas de las evangelistas militantes, perfumada con algo similar a un desinfectante camuflado en lavandas. Un mata todo. Me da pena. Pobrecita. Estoy harta de la gente que me da pena. No me habla ni me mira hasta que llegamos. Me ofrece tomar asiento y un café. Le acepto el café pero en una taza chiquita, si es posible, por favor. Quedo de pie jugando con mis dedos de las manos. Estoy nerviosa pero me hago creer que lo que tengo es hambre. No recuerdo si comí. El apartamento es amplio, ventilado, en el segundo piso de un edificio
muy verano, muy playa, muy decó, de esos que perfectamente podrían demolerse y en menos de un mes construir en su lugar un mamotreto de vidrio sin que alguien se dé cuenta. La mucamita se va y los ojos se me caen de tanta curiosidad y detalles por registrar, como si hubieran descubierto el fotolog abandonado de alguien que siempre me interesó. Escudriño. Un sahumerio áspero sale de un rincón. Primero el humito, después el olor. Una niebla pesada ocupa espacio de a poquito, como virus. El apartamento tiene una energía fea pero aún no entiendo de esas cosas, no las percibo por completo, sólo huelo. Mala vibra, como dice Abu. Energía, chasquidos. Después del tarot, aprenderé eso. O antes. No sé. No sabría describir correctamente el apartamento. Parece salido de una revista especializada en decoración de los noventa, aunque tiene desajustes estéticos importantes que desconciertan y lo vuelven atemporal. Por suerte el aire acondicionado lo deja en una temperatura justa, aparentando normalidad. Está lleno de floreros. Lindas flores, abundantes, forzudas, bien Brasil. Me gustaría tomar fotos, retocarlas. Parpadeo velozmente. Debería tranquilizarme, ser una estatua pero soy tan inquieta que camino sin disimulo sobre la alfombra persa, haciendo un puño con mis manos para no revolver los cajones, levantar los portarretratos, mirar cada rostro de las fotos desteñidas, robar. Una foto de Bruna de niña, inconfundible, enmarcada de dorado, sosteniendo un peluche, un recuerdo. ¡Tenía tantas ganas de entrar, por fin, a esta cueva! Me siento una mala persona, villana. Me siento un bicho con la boca llena de colmillos, uno al lado del otro, pegaditos, bien armados y bien largos. Dientes brillantes, diamantes filosos, carísimos y pulidos. Mordisqueo el aire. Respiro un silencio espantoso. El sahumerio ese me seca la nariz. Odio los sahumerios, la alergia. La mucama enana me trae el café humeante y agradezco. Sólo con verlo me da calor, me aplasta, pero hace desaparecer el olor desagradable de la mala vibra. Antihistamínico. -La señora ya viene a verla. -No, no es con la señora de la casa con la que me quedé de encontrar, sino con Bruna, la hija. -¡Ah! Perdón, no le entendí. Usted habla un portugués un poco raro. Bruna no está pero en cualquier momento llega. ¿La llamó a su móvil? La mamá de Bruna se materializa a mi lado como un espíritu japonés. Un parco fantasma guardián que siempre estuvo allí y yo no había percibido desde mi llegada. No sabe vestirse. -Buenas noches, soy Marisa, encantada, mucho gusto. ¿Querés esperar a Bruna mirando tele? Vení por aquí. Está en camino. Me mandó un mensaje de texto diciendo que vendrías. También dijo que te hablara despacio porque sos argentina y hablas mal. Hago como que no la entiendo. Le sigo la espalda sosteniendo firmemente el platillo de mi tacita de café y paso a una segunda habitación más grande e innecesaria que la anterior, con cuadros de colores plenos de casas de decoración, sofás de cuero sintético y puffs muy dos mil y algo. Toda esa cosa al pedo del negro y naranja que hicieron que cada casa pareciera un pub de diseño. Una casa estancada. ¡La gente es increíble! Es increíble cómo cualquier pavada puede indicarte cómo es todo. La tele muestra una escena de esas películas en las que un yuppie peinado con gel, camisa y corbata, debe cocinar y cuidar unos niños para divertirnos y demostrar que es un inútil en los quehaceres domésticos. Se le quema una sartén, llena el aire de humo y destroza el mobiliario con torpeza al ritmo de una música muy conocida de los años cincuenta, tal vez sesenta, no me doy cuenta. Trato de leer los subtítulos en portugués, de adivinar cuáles de esos segundos eligieron como fotograma de promoción. ¡Qué desastre! Ya comencé a pensar demasiado. Focalizo en la taza y el momento. No quiero distraerme tanto porque exploto. Siento en el pecho una movilidad poco familiar. Sí, estoy medio mal. No entiendo por qué, de la nada, entro a acelerarme.
Se me va la cabeza. Termino el café con un trago corto y busco de reojo un lugar dónde dejar la taza y el platillo. Marisa muestra una cara amable y me los quita de las manos sintiendo que está haciendo lo correcto. Insiste en que me siente a esperar a su hija y ofrece un control remoto enorme e indescifrable. Acepto el sonajero y subo el volumen desconsideradamente porque no sé de qué hablar. No quiero mirar a esta mujer ni quiero que me mire. No quiero que me vea nerviosa, que se dé cuenta que se me está yendo la cabeza. Me impresiona. No se va ni propone temas de conversación. Me deja aún más nerviosa y culpable. Me cohíbe la teatralidad, la distancia multiplicada. Dos sofás enfrentados. Los almohadones son duros. Las paredes están lejos. Estoy muy incómoda pero aparento ser una de las peores minitas desfachatadas y confianzudas. Juego con el pelo. Resoplo para que quede claro que esperar a Bruna me deja de muy mal humor y la película de la tele es un bodrio. “Si querés, podés fumar”, sugiere, como buena psicóloga. De repente siento que el corazón se me corre. Se ubica debajo de mi axila izquierda. ¿Qué será? Doy un bocado de aire muy grandote. La observo amistosamente. La encuentro demacrada y con un aura espantosa de problemática cuando es obvio que, en realidad, podría llevar una vida de ricachona regia, sumamente fácil y relajada. Está así porque quiere. Tiene todo para ser una mujer hecha y derecha, divina, pero es seca y rancia, a punto de volverse una resentida del montón. También puede ser que hoy esté en un mal día. Se le nota al toque. Apenas la ves, te das cuenta que es una mina mala onda. Si no la conociera pensaría lo mismo. No es dañina, no contagia su tristeza, su bajo astral. Es inofensiva. Una piedra dura. Una roca. Una roca mala onda, pobrecita. Veo que en la mesa ratona hay una pirámide de mármol. Me gustaría tocarla para tranquilizarme aunque el mármol tenga una energía horrible y no hay que tener pirámides adentro de una casa. No pude creerlo cuando volví a ver a esta mujer en las fotos del facebook de Bruna. Estaba hecha mierda, muy avejentada. Marisa. ¡Qué hija de puta! La ves y te das cuenta que es una hija de puta. Siempre el mismo tono de labial en todas las temporadas. En las fotos abusa de su cara de perra, la ropa genérica y los pantalones beiges, algo más de porteña que de brasilera. Demasiado paliducha para este país o para llevar un buen tiempo bajo cielos que avivan a cualquiera. Todo mal en ella. El pelo baba, sin gracia ni volumen. Y esa cara que tiene… ¡uy!... malco mal, cero expresividad, sin gracia, la boca hundida, los ojos agrios, propensos al disgusto, parece que sólo existen en función de los lagrimales. Universitaria. Perdió mucho tiempo llenándose la mente con cosas inaplicables. Te das cuenta porque no puede ser que una mujer descuide tantos detalles estando en el lugar en el que está. Higienópolis es un barrio hermoso y re paquete. Marisa, como si nada, re chuminga. Es obvio que durante mucho tiempo tuvo la cabeza en otro mundo, porque loca se ve que no es. Ni ahí. En ese sentido, la conozco bien. Es una viva bárbara, psicóloga, macrobiótica, flaca, sin gracia, Master en Trauma. ¡Lo que es la gente! ¿No? ¡Master en Trauma! ¡Qué hija de puta! ¡Por favor! Morite. ¡Con esa cara pálida de ultratumba, horrorosa! Se delinea los ojos onda emo adolescente pero debe andar por los cincuenta años, flojo, cincuenta y pico incluso, sesenta, si no me equivoco, si mal no recuerdo, sí, sesenta... y bastante mal llevados, se ve, con anillos pero sin cadenas ni pulseras. ¿Dónde se vio? Eso no es moda ni es nada. Una amargada sin fundamentos. Ni un lifting, ni un viajecito, nada. Hay gente así, que le encanta dar lástima. ¿Por qué no se pegan un tiro? ¿No? ¡Master en Trauma! ¡Hacéme el favor, querida! Los segundos se van con una lentitud paspante. No encuentro más en qué distraerme. Me cansé de Marisa. Me supera. Odio quedar nerviosa, empezar a pensar de esta manera, acelerarme, buscarme algo para
robar. Interactuamos de un modo paupérrimo. No sabe qué canal ni qué hora es, qué marca es el café, dónde está metida Bruna, nada. Trato de seguir la película y le pregunto si conoce el nombre del actor. Tampoco sabe. “Es malísimo”, agrega. Le doy la razón. Me mira los zapatos, después, las manos. Me da miedo. No quiero que se dé cuenta quién soy, que me saque. Llegué temprano. Debería haber demorado, claro, pero Abu me apuró. Tenía más ganas que yo de venir. -Mica. ¡Qué nombre raro tenés! -Me lo pusieron mis padres. No es mi culpa. En Argentina ponen nombres así. Me impacta un escalofrío. No siempre tengo presente que me hago llamar Mica en Sao Paulo. Me olvido de ese detalle con facilidad. Espero que Mica, mi ex amiga, nunca se entere que le uso el nombre porque me mata, pobrecita. Ojalá esté tranquila, allá en Argentina. Es lo único que le deseo. Tranquilidad. En este momento me llega el mensaje. Es una señal concreta y clara que, por suerte, detiene el diálogo y lo que vengo observando. Sacude. Dejo de prestar atención a Marisa, a su curiosidad por mi nombre, al yuppie cocinando, a la decoración. Abu, haciendo gala de sus habilidades telepáticas, transfiere su pensamiento extrasensorialmente. Me avisa que Bruna está en su auto, entrando en el estacionamiento del edificio en este preciso momento. Confío plenamente en l a telepatía de Abu. Marisa pregunta si quiero una nueva taza de café y le respondo que no, en pleno ataque. No creo estar tan preparada para esta clase de experiencias paranormales, al menos no en un plano consciente. Abu tiene razón, aún me falta. Es evidente que Marisa nota mi nerviosismo y puede que también capte el mensaje telepático que estoy recibiendo. Mira raro. El Master le sirve para algo, intuye. La nariz se le mueve y se le achinan los ojos. Tiene algo de gata. Salto del sofá, me acerco a la ventana más cercana y trato de localizar a Abu en el patio de bananeros pero estoy desnorteada y la ventana da a una calle llena de taxis ruidosos. Voy hasta la otra ventana. Marisa se pone de pié, arruga la cara y seriamente me pregunta si me sucede algo, si he escuchado algo extraño afuera, en el cielo, si estoy bien. Le digo que Bruna ha llegado y me mira impávida. En ese momento se abre la puerta y entra Bruna a escena como si los hubieran invocado mis palabras. Les doy la espalda. Tengo poderes. Simulo no haberla escuchado entrar y miro a través de la ventana haciéndome la colgada. Veo allá abajo unos hipsters muy lindos y bien vestidos caminando apresuradamente, tratando de que no los roben. No me doy cuenta si son chicas o chicos. Hace un poco de calor pero la g ente ya anda de manga corta o musculosa. En realidad no es calor, es humedad. Bruna esquiva los puffs y con un “buaaaa” pretende asustarme. Se ríe con baba. Le sigo el juego y adopto pose de sorprendida. La abrazo fuerte y queda seria. Olvida la sonrisa. Cierra la boca. Marisa sale de la pieza hablando sola aunque puede ser que esté hablando por celular o cuchicheando con la sirvienta o con su… esposo… pareja… bueno, él. Actúo co n sobriedad. Soy la persona más normal y centrada del planeta. Bruna pide disculpas por haberme hecho esperar. El tránsito está horrible y la gente, ay, sí, la gente siempre está re loca. Le digo que todo bien, que estaba viendo el espectáculo desde la ventana y tampoco me aburrí esperándola gracias a su madre y la tele. Le entrego los apuntes de clase. Algunos ejercicios ya los tengo hechos. Puede copiarlos tranquilamente que nadie se dará cuenta. No abre los cuadernos ni agradece. Los deja tirados y se pone a hablar de ropa, de lo espantoso que la pasó el viernes pasado en D Edge, que no la dejaron entrar. “¡A mí! ¡A mí!”, grita y se señala. “¡No me dejaron entrar a mí!”. Y, bueno, se ve que no la dejaron entrar. ¿Qué quiere que haga? ¡Qué tarada! Percibo que espera algún comentario revelador de mi parte. Le digo que no hay que ir más a ese antro, que a fin de año ya
estará re out. Me mira como por llorar y larga un “¡Pero es tan lindo!”. -¿Quién? -¡D Edge! ¡La discoteca! Te veo distraída, Mica. Ni siquiera me preguntaste por qué no me dejaron entrar. -Sí, cierto, perdón, es que tengo un dolor de cabeza absurdo y la tele está muy alta. También me duele el pecho. No entiendo. ¿A quién hay que odiar? ¿Por qué no te dejaron entrar? -¡No sé! -No te preocupes, Cuqui. Vas el próximo viernes a bailar como si nada, diosa. Seguro te dejarán entrar como siempre y listo, ya está, olvidado. Todos tenemos errores. Punto final. Bueno, ando un poco apurada y me tengo que ir. -No, no, no, no. No te vayas que quiero mostrarte las compras que hice hoy en Daslu. Me toma de las manos y me lleva a su dormitorio. Cree que soy su perro comprado que, por suerte, no está presente ni siquiera con el olor. Debe haberlo inventado. Dejamos la tele encendida. Cierra la puerta con el pie y me muestra como cinco bolsas de ropa y accesorios. Tiene un olor a chivo insufrible. Mentalmente hago la cuenta de lo que ha gastado pero los accesorios me desorientan porque a veces los venden por chirolas y, otras, como si fueran alta costura de seda natural. Bloqueo cualquier comentario que me sugieran las neuronas activas y repito varias veces la palabra “divino” sin sentir culpa. Comienza a hablar muy rápido. No entiendo un cincuenta por ciento. Ahora un setenta. Dejo de seguirle la locura cuando me enseña unas carteras de cuero sintético. -Bruna. ¿Estas carteras te las vendieron en Daslu? -¿Por qué? -Cuqui, mi amor, se nota a la legua que son falsas. Fijate los detalles, los cierres, las costuras, los colores, los estampados… ¿Pensás que la gente de Gucci permitiría que en el mundo exista una cartera de este color? ¿Cómo te pudieron vender algo así en Daslu? En la cabeza de Bruna sólo se mueve el flequillo mal cortado. Creo que fui demasiado dura. A veces me olvido que tiene el cerebro deformado y no puede pensar como el resto de los mortales. La mirás y te das cuenta que no le da para mucho, pobre, entonces te brota una rabia imparable, una envidia justificadísima al darte cuenta que estar forrada en plata no le sirve para nada, como los estudios de su mamá Master en Trauma, como todos los floreros y las flores de su casa naranja y negra. Desvío el interés buscando algún motivo para cambiar de conversación. Encuentro miles. No puedo creer que duerma en este sitio, en esta maraña desarreglada y sucia, con una falta de criterio brutal, girando en torno a una bicicleta fija devenida en perchero. Se me ocurre pedirle perdón por mi comentario y me ofrezco para acompañarla mañana mismo a hacer el reclamo, o hablar con los dueños de D Edge, de Daslu, o a ayudarla a ordenar el caos de este dormitorio que, de última, también me pude servir para que me regale algo que ya no use. -Me descubriste. Compré las carteras en unos puestos de coreanos en la Avenida Paulista. -¡No te puedo! ¿Por qué? ¡Qué necesidad! -¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo comprar ahí? -No tiene nada de malo. Me conozco esos puestos de memoria y sé los nombres de las vendedoras, pero por algo no me lo aclaraste al principio, Cuqui. Dijiste que las habías comprado en Daslu. ¿Pensabas que no me iba a dar cuenta que eran falsas? ¡Por favor! ¡Si una de ellas está rellena con diarios! ¿Qué pasaba por tu cabeza? ¿Que yo iba a salir por ahí gritando a los cuatro vientos que te comprás carteras falsas? ¿Pensás que eso me importa? - No, pero… -Pero nada. Me parece que no estás acostumbrada a tener amigas, a tener confianza. Y ya que estoy en el tema… no quería decírtelo, pero tu amiguito del otro día me pareció un estúpido. No te conviene. Dejá de juntarte con él ya mismo. Es impresentable. Me ofende mucho que no confíes en mí, Cuqui. ¿No ves que vine a traerte los apuntes de clase como si estuviéramos en la secundaria? -Sí, perdón… -No tengo nada que perdonar. Sólo espero que no te olvides que soy tu amiga, que podés confiar en mí, que no tenés por qué
mentirme. Amiga de verdad, no un mamarracho como el engendro que llevaste a Uka. Con gente así, no me extraña que no te dejen entrar a las discotecas. - Es que yo… nunca tuve… No puedo tolerar que Bruna me confiese que nunca ha tenido amigas. Sería muy fuerte. La abrazo firme deteniendo el efecto. Le golpeo la espalda como en un funeral y espero que se le pase la emoción. Suficiente por hoy. Ahora sólo debo huir como una rata. Sí, es obvio, me excedí en el melodrama. No puedo tratarla así por más imbécil que sea pero al menos me aseguro de que mi presencia hizo efecto, que me sirvió de algo venir y pronto seremos íntimas. De última, le hace bien sentir que tiene una amiga como la gente, que a alguien le importa y le interesa lo que haga con su vida insignificante. Si yo estuviera en su lugar, en su cuerpo, con esa foféz germinando de a poco, con ese espíritu ribotril y con esa nube de pedos en la que vive, me hubiera pegado un tiro hacía meses. Un tiro y a otra cosa, mariposa, como dice Abu. La gente está muy loca. Bueno, me tengo que ir. Chau. Se me va la cabeza y el norte. El perfume a sahumerio aumenta mientras bajo unos escalones. Le mucamita me deja pasar, atravesar la puerta hasta llegar al ascensor. Estoy agitada. Miro a todas partes sintiendo que algo me persigue, una sensación espantosa, medio de porro. Al final no sé para qué vine. Me regalé. Todo eso del Daslu y las carteras no me colgó en lo más mínimo. No puedo seguirle la corriente por más que lo intente. Bruna me saca. Igual, ya está. Hice lo que tenía que hacer. Ya la abracé, la dejé contenta, con sus apuntes de clase, su perrito, su mucamita y sus accesorios que nunca usará. No tiene códigos. El ascensor demora y no quiero esperarlo por tan pocos pisos. ¡Qué tonta! Me olvidé de apretar el botón para llamarlo. Bajo por las escaleras sujetándome en el pasamano lustrado. Ya no queda equilibrio. ¿Tendré claustrofobia? A medida que desciendo las luces se encienden solas a mi paso y eso me deja re loca. Estoy en otro mundo, estoy en la luna, agotada y con hambre. Siento un mosquito zumbando cerca de mi oreja y me pego una cachetada. Quiero que termine de llegar la noche, que pase rápido, que se vaya, que amanezca, que comience una mañana soleada y me encuentre bien dormida, en lo posible, tranquilita, lista para ir a la piscina del Sesc, pero ni siquiera son las nueve. ¡Claro! ¡Acabo de darme cuenta que de almuerzo sólo tragué dos cucharadas soperas de ensalada Waldorf! Debo invitar a Abu a comer pizzas. En un parpadeo vuelve la oscuridad y no encuentro el pasamano. Continúo mi camino hacia la calle y los censores de las luces se activan con mi movimiento. Me captan. La puerta se abre sola. Quiere que me vaya. 6 - Valeria Ache se va a vivir a Chile En algún apartamento de Santiago de Chile acababa de mudarse Valeria Ache. Consiguió una rebaja muy considerable en el alquiler alegando que en el inmueble había olor a gato. En la inmobiliaria no se extrañaron en lo más mínimo. Es un reclamo habitual. Si fuera por ellos, saldrían con un rifle a matar uno a uno los gatos de Santiago. Para evaluar apartamentos Valeria Ache tenía un barómetro mental y un olfato detectivescos, afilados, cercanos al colmo. Durante un tiempo le encantó hablar de edificios y del patrimonio arquitectónico. Se ve que eso le quedó y salta cada tanto, cuando lo necesita. En ese sentido no le caía tan bien Santiago de Chile. Por momentos le parecía Los Ángeles. Golpeaba las paredes para ver si eran de fibra de vidrio. Buscaba algo parecido al centro de Buenos Aires. Se resignó a vivir en esa ciudad un tanto impersonal, aunque con jardines en las veredas, cuando encontró un edificio maravilloso con el que reemplazar tanto techo bajo. Art decó, mega, años treinta, pero en Viña del Mar, lejos. Era el casino. Ya llevaba
yendo como diez fines de semana a Viña desde que le ofrecieron el empleo. Una vez firme en Santiago de Chile, se levantaba tempranito, llegaba a la estación de micro y de ahí se largaba en taxi a jugar un poco. Se le pasaba el día. Programaba la alarma del iPhone. Sonaba y se iba a veces con dinero, esa plata chilena tan llena de ceros. A la noche se quedaba a dormir en la casa de alguno de sus nuevos compañeros de trabajo. Eran macanudos. Apenas supieron que estaba pensando mudarse a Chile, comenzaron a invitarla a todo tipo de actividades, como a eso de pasar los fines de semana en casas con olor a cerrado, llenas de niños y asados asquerosos que se cocinaban en veinte minutos en parrillas a gas, en cortes de carne inexplicables, casi crudos. Nunca sabía qué parte de la vaca estaba comiendo. No le copaba pero todo bien igual. Es que, ya que estaba en Chile, prefería la ingesta de pescados y mariscos, sobre todo los locos con salsa verde. Eso y un Pinot Noir o champagne argentino. El mejor champagne que se vende en Chile es argentino. La pasaba relativamente bien con esta gente siempre y cuando hubiera jugado al blackjack en algún momento del día. Estaba bueno el casino de Viña. Tenía algo del glamour argentino de los años veinte, según lo que le comentaban su padre desde chica. Le hacía soñar aún más con el Ceasar Park de Las Vegas. Sí, seguía teniendo el problemita del juego. La cabeza nunca se le quedaba en blanco. Aparecían cartas. Le encantaba el blackjack porque podía estar sentada. Le encantaba estar atenta a la salida de cartas, intuir las probabilidades, decidir cuándo plantarse. Pensó que el empleo en otra ciudad la iba a ayudar pero los casinos estaban en todas partes y la perseguían. Estaba pensando en hacer un curso de manejo pero le daba fiaca. No tenía auto. El puesto era muy importante, de alta gerencia en una empresa monumental y prestigiosa. Sus compañeros llegaban en naves alemanas. Valeria Ache se sentía orgullosa de ir en metro a la oficina, especialmente cuando se sorprendían de costumbres tan plebeyas a su nivel. Sabía que adaptarse le iba a costar un poquito más. No estaba en foco. Encontraba raro que el sol saliera detrás de una montaña. Sol en Aries. Planchó la ropa arrugada de la última valija. Habló sola. -No sé por qué me traje toda la ropa. Mañana mismo la tiro y compro todo nuevo. Con la misma decisión planchó las blusas. En sus primeros días chilenos le había sucedido algo relativamente extraño. Tenía un montón de fotos ilustrativas. Resultó que cuando comenzó a anunciar que se iba a vivir definitivamente en Santiago de Chile y dejaba Buenos Aires, un amigo íntimo le había advertido “Ah, está Fulanito allá”. Valeria Ache dijo “sí, todo bien pero es un peligro”. Lo conocía desde hacía más de quince años y sabía que la gente no cambia tanto. Genial, divino total pero muy adicto y mujeriego. No era un tipo allegado a los casinos, cierto, pero una cosa no quita las otras. En una de las idas a Chile, previas a la mudanza, haciendo un papeleo, se encontró con un conocido que trabajaba en otra empresa que le comentó “Che, sabés que está Fulanito acá, ¿se conocen?”. Le respondió que sí y nada. Este tipo le contó que Fulanito viajaba constantemente a Europa por problemas familiares. Tanto que en cuatro meses había juntado millas para un viaje que unía los dos puntos más distantes del planeta. Evaluaron el presupuesto que debía manejar. Ya mudada, otro amigo la llamó por teléfono un domingo y de nuevo, “Está Fulanito viviendo ahí”. ¡Qué pesado el destino! Valeria Ache dijo que ya sabía, que era un peligro, que se imaginaba saliendo con él, enganchada y al mes, dándose la cabeza contra la pared, re mamada. Bueno, el asunto fue que este último amigo les mandó un mail a los dos. “Presentación santiaguina qué se yo”. Fulanito al toque, un domingo, le mandó un mail re eufórico. “Salgamos no sé qué”. Se pasaron los celulares. Llegó un martes a buscarla. Estaba un poco aceleradito. Empezaron a charlar y
sugirió ir a la casa de él a buscar un porro. Valeria Ache ya se había hecho toda la película, la película bien, pensando que no daba el contexto de su nueva morada porque aún tenía cajas y valijas en el piso y, probablemente, él sintiera el olor a gato al que ella se había acostumbrado de inmediato. Estaba super contento. Fueron a cenar y él fue cuatro veces al baño. Fulanito empezó a mandibular. Igual, la conversación super bárbara. Gente amiga con la misma información. Se entendían en todo. Volvieron caminando a la casa. La noche estaba linda. Llegaron. Sugirió tomar algo y peló dos whiskies. Doce de la noche, un martes. Bueno. La cuestión es que Valeria Ache tomó un cachito de whisky y él siguió yendo al baño a cada rato, entonces en un momento, medio que para generar empatía le dijo, “Fulanito, aflojale a la merca pero no la encanutes”. Él entendió como que ella quería y dijo que no le podía convidar porque ya no le quedaba. Dijo “¿vamos a buscar más?”. Ahí Valeria se dio cuenta que estaban re en otra y no daba. Garcharon un poco. Todo bien. Al día siguiente la llevó a la casa y la invitó el fin de semana a la playa con un entusiasmo increíble que incluía frases como “ahora que estamos juntos”. Valeria Ache pensó “¿Por qué no?”. Un viernes re feo, Fulanito le mandó mensaje diciéndole “no te veo muy entusiasta con lo de ir a la playa”. Valeria Ache respondió “sí”. Él mandó uno que decía “tu sí es poco entusiasta”. Valeria Ache respondió “dale, vamos, hurra”. A las horas la llamó y le contó. -Tengo un tema. Acabo de ir al doctor. Tengo presión alta. También tengo la glucosa altísima. Valeria Ache le dijo “Uy, ¡qué horror!”. No le llamó la atención teniendo en cuenta la vida que llevaba el tipo ese. Dejó el tema por ahí y Fulanito le dijo que el viernes terminaba de jugar al tenis y ya se juntaban, que durmiera en su casa porque tenía miedo a que ella a último momento no quisiera ir. Que durmieran juntos y, al otro día, se iban tempranito a la playa. Bueno. Valeria Ache lo llamó el viernes a las diez y media de la noche y le dijo que no tenía ganas de ir. Le prometió ir de mañana pero a Fulanito le vino un ataque y la convenció de ir ya mismo. Valeria Ache fue en un taxi que le salió un disparate. Esa noche no cogieron. A la mañana se fueron a Los Molles, que es muy lindo, a doscientos kilometros de Santiago de Chile. Una caleta de pescadores, barata, una playa preciosa. Almorzaron en el restaurante una comida casera deliciosa, un rico pescado frito, un risotto y vino de la casa en la terraza mirando el Océano Pacífico. Quedaron re pipones. Estuvieron caminando. Fueron a otros pueblos. Pichidangui, Zapallar y Papudo. Esa noche sí, cogieron. El domingo fueron a otras playas a comer a chiringuitos y sacarse fotos con pelícanos y araucarias. Va leria Ache no quería sacar fotos de ellos juntos hasta que Fulanito le enseñó la autofoto en el iPhone, una aplicación que no ella conocía. Hablaron un poco de los iPhones y de los compañeros nuevos de trabajo. Ahí Fulanito quedó medio raro. Hizo una escenita de celos y se refería a ellos como “los chilenos”. Igual, pasó, pero Valeria Ache no le contó que “los chilenos” ya estaban al tanto de su reencuentro. Ella ya había entrado en confianza y les contaba fragmentos de su vida amorosa. En el trabajo se lo festejaban risueños, sobre todo los gays y las gordas, mientras ella paseaba de un lugar a otro con el celular en lo alto porque en Chile las señales son muy malas. En la oficina no le entraban las llamadas. Tenía que atravesarla en diagonal hasta la otra punta, cerca del sector de los cadetes. Había sólo un rincón con cobertura. El domingo a la noche terminaron en el bar del Sheraton de Viña del Mar. Valeria Ache tenía unas ganas locas de ir al casino pero se contuvo sabiendo que la combinación merca – casino puede ser fatal. Tomaron no recuerda qué y comieron pan con pebre con manteca antes del plato de fondo. Entonces, hablando de esto y lo otro, Valeria Ache le preguntó cómo iba a hacer él con el temita nuevo de la diabetes. Fulanito quedó blanco y
al segundo se puso como loco. -¿Qué qué de la diabetes? ¿Qué me querés decir? Valeria Ache trató de calmarlo, dando ánimos y esperanzas con ejemplos de familiares que iba inventando en el momento. Después cambió de tema pero Fulanito ya tenía la mirada perdida en el techo. Se reprochó por haber sido tan tarada pero tampoco tenía cómo darse cuenta que el tipo no había asumido su nueva enfermedad. Tampoco daba el contexto. En un momento Fulanito dijo “voy al baño”. Se fue y no regresó nunca más. Igual, Valeria Ache se encariñó con Fulanito. Olvidarse del blackjack. Tomar vinito. Comer uvitas. Hablar de los avatares de la historia política argentina. Atardecer. Unos mimos. Extrañó de golpe a sus amigos y decidió comprar un portarretratos digital aunque siempre le cayeron mal. Los portarretratos, claro. Las instantáneas de sus amigos pasaban rapidísimo. Se invalidaban unas a las otras. Desaparecieron. Decidió priorizar un par de caminos en su vida: la simplificación y la practicidad. Se compró un wok, un neceser y cinco blisters de Reflexan 5, que en Chile son de venta libre como caramelos. Unas pastillitas muy lindas, de un lado amarillas pastel y del otro, blancas. -Tengo que conseguirme un gato. Se quitó los aros de plata, guardó el pasaporte en la mesa de luz, se dio una duchita, se encremó toda, fumó un cigarrito en el balcón, se preparó un agüita de boldo, comió un pedazo enorme de torta de supermercados Lider, buscó en Google Maps dónde quedaban las Islas Caimán, se tomó un Reflexan 5 con Zip Zap y se durmió leyendo el horóscopo chino. Se sintió estupendamente, mejor que nunca, incluso sabiendo que hay cosas que no duran para siempre. 7 – Bocado Se entusiasman cuando el calor comienza a picar y le ponen demasiado cloro a las piscinas. Todo en Brasil es exagerado. El sol lo evapora y el aire se pegotea. El o lor a cloro se mezcla con el olor a nafta, a gas oil. Los olores se mezclan con el idioma y me da alergia, ganas de tomarme un saquecito de merca o un licuadito espeso, comerme un pancho. Me seca la garganta y me reseca el pelo pero me hace bien sudar. Dicen que es buenísimo. Contrarresta en beneficios todo el daño que implica broncearse a esta altura del mundo. Tengo la terraza y el sol del Sesc Pinheiros, el sol de Sao Paulo, para mí sola. Estiro los brazos. Me acaricio. Tras el vidrio, los oficinistas y las amas de casa almuerzan con sus hijos el menú del día. La piscina no está repleta pero en unos minutos vendrá más gente. Me quejo y Malú dice que me encuentra demasiado bronceada para su gusto y para mi tipo de piel. Le muestro mis brazos y le explico que parte de mi bronceado es natural, que a nací torradita. Se ríe y grita “¡Argentina! ¡No sabe lo que está diciendo!”. Se divierte con facilidad. A cada rato, una carcajada fuerte. Busca cualquier excusa para charlar o dejar de trabajar. Mira las cámaras de seguridad y se sienta en la reposera de al lado como una socia más de la institución. Le doy la razón y también me río de mí. Me desperté con el humor arriba, por suerte. El pecho tranquilo. Apuesto a que Malú ni recuerda cómo me llamo. Le recuerdo que me llamo Mica. Malú vivió toda su vida en Sao Paulo, sabe de soles y bronceados saludables. También sabe de tarot. Hace años que trabaja limpiando en el Sesc Pinheiros. De ahí no la va a sacar nadie. Acomodo los lentes negros, levanto la cabeza, estiro las piernas en la reposera de plástico, dejo caer mis ojotas mojadas y me chupa la atención el acento paulista de la voz de Malú entre el cielo celeste, inmaculado, grandote. Esa mezcla de letra R con letra G. Espero que la luz se ponga más intensa y perpendicular. Pasa un helicóptero. Malú deja de hablar, se va y continúa sus quehaceres, quiere barrer. Busca mugre en los rincones brillantes, esquiva los niños con flotadores naranjas y sigue
su camino hasta el baño como un robotote eficaz. Me pregunto por qué no la ponen a limpiar en la noche, si da lo mismo. Le dan este horario para que la gente vea que trabajan, supongo. Nunca dejará de sorprenderme lo limpia que es Sao Paulo. Ni siquiera Malú entiende por qué le hacen barrer el aire pero es su tarea. La hace y le pagan. No le pagan por hablarme a mí, que desde que llegué a esta ciudad vengo la semana entera con una revista y una toalla con una calavera enorme de Herchcovitch. Me instalo en la piscina a la hora más soleada con factor tres mil como si la piscina del Sesc Pinheiros fuese un spa privado, un resort exclusivísimo construido por mis antepasados. Varias caras ya me resultan familiares. Algunas brasileras gordas me saludan tímidamente o me piden revistas prestadas. Unos niños me observan de cerca. Les debo causar gracia porque leo en voz alta las entrevistas ridículas a actrices que no tengo la menor idea de quiénes son. Me quito los lentes para mirarlos amenazante pero no se inhiben. Se ríen de nerviosos, por la edad que tienen, porque son chicos y andan pelotudeando de lo lindo. Me miran las tetas, pillos. Niños. “¡Váyanse de acá! ¿No tienen padres que los cuiden? ¿Qué están haciendo los profesores de natación que no los vigilan? ¡A ver, Janira! ¿Podés sacarme estos mocosos de encima?” Janira es la profesora de natación que mejor me cae aunque es medio secota y a veces no da bola, como ahora, que está completamente dedicada a las chicas de pelo corto. “¡Vayan para allá! ¡Psss!”. Me encanta tratarlos como perritos de la calle pero una madre, llena de gotas de cloro, me descubre y está a punto de insultarme. Me retiro antes de que abra la boca. Comenzó el día. Con la situación infantil quedé medio sacada y ya bastante sol consumí en la semana. Estoy con las emociones muy al límite, cualquier cosita me altera aunque trate de ser normal. Me despido de Malú con un beso de amiga. ¡Qué linda ducha la de Sesc! Me seco, me unto crema reafirmante frente a las adolescentes recién llegadas al vestuario, me visto con algo blanco y subo al segundo piso, a la sala de lectura e internet libre. Como todos los días, a esta hora no hay computadoras disponibles y la sala está atascada de pendejos pobres jugando con simulacros de guerras sangrientas sin volumen. La gente de mi edad tiene laptops. Soy una excepción. Tengo miedo que me la roben. La dejo en mi apartamento bajo llave, escondida entre la almohada y el colchón. Cuando se acerca la encargada a pedirles que me cedan una máquina, los chiquitos cambian de página y se hacen los adictos a hotmail. Me encantan los derechos de la gente mayor y poder usarlos en situaciones como esta. La consideración. Un chico muy bien peinado me ofrece su lugar con una sonrisa molesta y falsa. Se lo agradezco y susurra “Dios te bendiga” en un portugués educadísimo. Se aleja con las manos en los bolsillos y entra en la oficina de origami que funciona por este mes en el salón de al lado. Detesto deberle favores a los evangélicos pero si no fuera por él no podría iniciar mi jornada y ya es tarde. El día para mí recién comienza cuando estoy frente a una computadora y me logueo a mis cuentas. En eso no cambié. En todas pongo la misma contraseña, la de hace años, la que tenía en el fotolog. El proceso no ha variado tanto y los dedos hacen el camino habitual por mis cuentas de mails. Paseo por las páginas de siempre, pispeando la onda del momento y pienso que ya hace bastante que estoy en la misma. Voy directamente hacia donde tengo que ir. Otro día más que Bruna no deja mensajes en su facebook. Así nunca voy a poder convertirme en su mejor amiga. Ya van cuatro posteos que le dejo. No puedo pasármela dejándole links con bloopers de gente ridícula en programas televisivos de talentos. Va a pensar que soy una psicópata. Me desespera. Me hace sentir mal. No me queda más remedio que llamarla por teléfono. Por suerte esta vez lo tiene encendido y con señal. Ahora es mediodía. ¡Qué gorda demorona!
No llega. Me hace quedar como una reverenda idiota frente a esta gente. La recepcionista pregunta si necesito algo, si quiero ya pasar a la oficina del gerente o tomar alguna cosita para refrescarme y ver pasar el tiempo. ¡Odio esperar! Bruna siempre me hace lo mismo. Sin quitarme mis lentes de sol le cuento que estoy esperando a la otra periodista, la fotógrafa, que se ha retrasado. Este es un juego nuevo, algo que no se me ocurriría hacer con Mica en Buenos Aires. Sao Paulo me ha inspirado. El asunto es así. Aprovechando mi nacionalidad, mi acento y algunos ejemplares viejos que tengo de la revista argentina Bocado, especializada en gastronomía y buen vivir, consigo reunirme con dueños o encargados de restaurantes tops. La excusa es una entrevista, preguntas livianas y complacientes para la edición de verano dedicada completamente a Brasil, Paraíso del Mundo, con un ranking de los mejores restaurantes de las ciudades más importantes del país. Un bolazo. Obviamente jamás podría trabajar en algo de eso. Me hice tarjetas personales. Resultó mucho más fácil de lo que esperaba. A la semana ya me estaban invitando a conocer platos especiales, degustar obras maestras de sus chefs explotados. Como mi cámara de fotos es una mierda y parece cualquier cosa menos una maquinaria profesional hecha y derecha, le pido a Bruna que me acompañe en el inofensivo divertimento y ya mato como treinta y siete pájaros de un tiro. Ya llegó, la muy tarada, vestida rarísima. Bien igual. Casi me da lo mismo. No le pido explicaciones por su retraso porque con sólo abrir su bocaza un segundo podría arruinar el plan de las falsas periodistas gourmets especializadas. Mejor que se quede calladita, muda, fotografiando ensaladas y después, al irnos, nos morimos de risa en el taxi. Ahora sí, apago el celular y pasamos a la oficina horrible de un gordito bronceado que se debe morfar como un cerdo las sobras que dejan en sus platos los distinguidísimos clientes. Nos ofrece jugos pero se los aceptamos para después del recorrido. Muchas gracias. Ya sabemos cómo es. Además del mal gusto y la incomodidad de pasearse por la cocina y los salones con un vaso en la mano, si se lo pedimos al final de la “entrevista” no tendrá más remedio que invita rnos a sentarnos en una mesa y ahí ya vienen los platos exóticos, los postres deslumbrantes, cafecito, champagne, todo gratis. Una pegada. También existe la posibilidad de un muchas gracias y hasta nunca, claro. Nunca se sabe con estos personajes. La gente es muy desagradecida. Bruna no logra que los ojos vuelvan a sus órbitas mientras el gordito detalla los ingredientes de los postres más vendidos. Inexperta en disimular, me patea cada tres segundos por debajo de la mesa como una niña impaciente. No puede esperar a que él se vaya y nos deje solas con las ensaladas de mariscos. Le pregunto al idiota las últimas pavadas que se me ocurren, elogio su bronceado y el colorido de nuestro plato. Le agradezco la atención. Le prometo que cuando salga el próximo número de la revista Bocado Edición Especial Brasil Paraíso del Mundo, se la haré llegar por correo desde Argentina. El gordito entiende la señal de despedida, nos desea buen apetito y se marcha dejándonos su tarjeta personal espantosamente diseñada. Ya está. Bruna se tapa la boca para esconder un par de carcajadas nerviosas de lo más básicas. La experiencia le resulta revolucionara y atrevida. “¡Cuándo le cuente a mis amigas de esto se van a morir de risa!”. ¡Qué tarada! Le dije mil veces que no puede contar una sola palabra de nuestro juego. Sería peligrosísimo. Además, que yo sepa, otras amigas no tiene. ¿Crazy Frog es mujer? No sabe disfrutar. Vuelve la seriedad a su cara asustada, baja la vista con la boca rígida y traga rúcula sin saborearla, como si estuviera pastando. Me da mucha envidia su brazalete. Le hablo. -Perdoname si te trato mal, Cuqui, pero hay algunas cositas que tenés que aprender, querida. Este tipo de juegos son muy divertidos pero se debe ir con
cuidado, saber disimular, al menos un poquito, un segundo, quedarse en el molde. Es más o menos como lo de la energía en la nuca. -¿Qué energía en la nuca? -¡Cuqui! Lo que hicimos el otro día mientras bailábamos. -Ah, sí. ¿Puedo pedir más postre? -Si alguno de los restaurantes se entera de la farsa podemos estar en un apuro que ni te cuento. La gente es así. La gente es mala, sin humor. Por una pavada te pueden hacer un lío descomunal. Vos, tranquila, disfrutá, hacé todo lo que te digo y vas a pasar bien, pero tené cuidado. -Gracias, Mica. Perdoname si soy tan torpe. -Todo bien. No tengo nada que perdonar, mi amor. No logro acostumbrarme a que me llamen Mica. Me parece un nombre horrible. Tendría que ser más considerada con Mica, pobre, allá lejos. Gracias a ella pude inscribirme en el mismo instituto de Bruna. Gracias a ella, su DNI y su escolaridad. Eso quise decir. En los estudios, Mica siempre estuvo más avanzada y eso que yo andaba bastante bien. No volaba, pero la iba llevando sin problemas, zafando, hasta que, claro, todo te harta, te desilusionás muy rápido de la gente, las instituciones, el mundo y, a la larga, eso se refleja en la escolaridad. ¡Qué embole estudiar! Tengo unas notas espantosas. No terminé el secundario. Mica no. Salvaba los exámenes con unas notas increíbles, bostezando. En este mundo de cuarta lo único que importan son los papeles y a Mica no le costaba ningún esfuerzo tener notas excelentes para llenar planillas de lo más sobresalientes. ¡Qué suerte tenía la muy conchuda! Lo pensé muy rápido. Fue tener el DNI de Mica en mis manos y planearlo en un segundo a velocidad de la luz en el espacio infinito. Ese documento era la llave. Era la vida. En el aeropuerto mi cabeza estaba en blanco completamente. Línea muerta. Me había tomado una pastela y eso ayudaba. Traté de no mostrar más emociones que suspirar. Entregué el DNI que l e robé a Mica a la salida de Argentina y a la entrada de Brasil. Los de la aduana miraron, sellaron unos papeles, hicieron pasar al siguiente y nada más. Apenas se fijaron en la foto. Pasé. Lo sabía, lo intuía. Parecidas siempre fuimos. No quiero decir que sea igual a Mica porque me pego un tiro aquí mismo, pero en fotos damos hermanas o algo de eso. Mínimo primas o la misma persona, para algún empleado público distraído. Tanto avance, tanta tecnología, tanta computadora para nada. ¿No? Problema de ellos. Lo mismo en el instituto de Sao Paulo donde estudia Bruna. Con el DNI y la escolaridad de Mica bajada así nomás de internet en un ciber pedorro de la Avda. Paulista, me inscribieron sin chistar, sin problemas, lo más bien. Lo mismo en el Sesc y el apartamento. Pagué un año de alquiler por adelantado y ni pidieron otro tipo de documento. La gente ve guita y se ciega. Ya está. Sucede en cualquier país. No da ni para hacer chistes. Sólo hay que quedarse quietita, con la columna en eje como los gatos. Al final todos son una manga de tarados. 8 – El novio imbécil Ya es imposible compararme con Mica, encontrar links. Ahora lo único que tenemos en común es que dormimos sin almohada y sería decir bastante, con buena voluntad. Parecidas físicamente, sí. El par. La dupla. El pelito lacio y negro, el flequillito rollinga, cuando se usaba, la mentalidad mostra, el doble sentido. Yo, un poquito más alta y ejercitada. La columna derechita, los hombros para atrás, pechito paloma, el cogote estirado, mirando de reojo, importante. Ella con una postura más de infeliz, cabizbaja pero parecida a mí en fotos, a mi pesar. Me copiaba todo y eso me encantaba. Nuestras miradas oscuras, gruesas, sin pestañear. Podría tratar de entender su nu eva vida pero no quiero desgastarme más. Ella tampoco entendería la mía. La gente cambia. Una persona más que me defrauda. Que no me venga a decir que no le avisé. La gente es así. Hacen lo
que puede. Vi cómo se erosionaba, se desmoronaba. Di unos pasos al costado. Dejé la merca un tiempo, bajé tres cambios, tomé distancia, primero un poquito y después los acontecimientos se dieron naturalmente, decantaron. Lo lejos. A sí que cada tontería que me decía Mica, la tomaba como de quien venía. ¿Qué se puede esperar de alguien que para el día de tu cumpleaños te regala una piedra? Nada. Muy piscis. La muy idiota se apareció en mi fiesta con su flamante novio, una piedra energizante muy áspera y el pelo de un marrón macabro, teñido con pintura artesanal ecológica. Estaba todo dicho y hecho, sin marcha atrás. De entrada vi que el chico no la favorecía, que había cometido una burrada al darle una oportunidad amorosa a ese imbécil con todas las letras. Nunca supe de dónde lo saco. No tenía fotolog, ni onda, ni nada. A mí, que me perdonen. No le entendía absolutamente nada de lo que me decía su voz quebrada de borracho precoz y tampoco entendía sus pantalones holgados. El típico imbécil representante de esa gente que se cree inteligente y le encanta demostrarlo. Muy sucio. Muy manipulador. Muy lleva y trae. Muy aparato, manejando ese humor tan visto y tan típico de programa televisivo cómico de culto, falsamente intelectualoide. Se creía muy por encima de todo pero era casi enano. Estiraba el cuello. O sea, buzo de lana marrón escote en v de segunda mano. Sacado de un imaginario de esa calaña, dos mil en punto. Era la época del brit pop y todas esas taradeces. Bueno, eso. Un embole. La siguiente década él la vivió igual. Así, tal cual el estereotipo, pero más sucio y achanchado. Un asco. Eso era lo que más me asqueaba del novio nuevo de Mica, su suciedad, sus uñas largas, sus mangas de camisa remangadas y sus típicos problemitas de la gente con cabello graso. Cabra, Perro, Mono… de un signos de esos. Luego de darle un fulminante vistazo evaluativo a mis escasos discos y libros, el muy imbécil dijo no sé qué de la cerveza. Organizó una colecta en mi propio cumpleaños. Lo odié. Ni siquiera lograba darme lástima y que conste que hice un esfuerzo sobrehumano por respetarlo, escucharlo y seguir sus consejos musicales cambiando el repertorio de la velada. Tenía razón, la música estaba muy alta y era demasiado temprano para el punchi punchi. No tardó ni media hora en darse cuenta que no lo soportaba. Me declaró la guerra sonriente. Comenzó a hablarme y hablarme, a preguntar mi opinión sobre los asuntos más tontos como si me estuviera tomando un examen del secundario de cultura general, música indie y coeficiente intelectual. ¡A mí! ¡A mí! No sabía con quién se estaba metiendo. Sólo pensar en él, recordar su cara, me deja muy sacada. No podía concentrarme en lo que decía el boludo, incluso mirándole los ojos. Perdía enfoque y concentración. Siempre me sucede lo mismo cuando hablo con alguien con tantos pelos saliéndole de la nariz. En un momento equis bajó la confianza y no volvió a sonreírme nunca más aún estando de porro todo el santo día. No le costaba nada un mínimo de sociabilidad y urbanidad con la amiga de su novia. Mica no se daba cuenta, pobrecita, obvio. Se veía que garchaban bien o bastante seguido. No me contaba detalles de su relación, por suerte. Yo implementaba un trato políticamente correcto con él pero su actitud hacia mí jamás dejó de ser despectiva. Típico resentido. Tan chiquito y ya con todos esos problemas de veterano quemado. Tenía un blog. Nunca dejó de subestimarme. Nunca dejó de mirarme el orto ni de hablarme con ese tonito canchero que le queda tan mal a la gente bajita con sobrepeso y camisa por adentro del pantalón. Nunca dejó de hacerlo desde que llegó a mi cumpleaños. No le importó que le pusiera una cruz gigante en la frente. No le pesó. Es más, creo que le encantaba que lo odiara, que lo mirara de arriba abajo con mi mejor cara de mostra para después poder andar diciendo por ahí que yo lo discriminaba por ser gordo. Decía eso, el muy imbécil, como si me importara que
fuese un sapo. ¿Qué me puede importar a mí? ¡A mí! ¿Sabes qué? Sí, sos un gordo de mierda. Ya está. Lo dije. Morite. ¡Qué imbécil! Tomaba cerveza del pico de la botella. “Estoy harta de perder el tiempo con estos muertos de hambre” le comenté a Abu y me dio toda la razón del mundo. Me dijo “te odia, no le des más bola” y no le di. La familia de Mica aprobaba la catástrofe tomando mate, comiendo facturas, observándola desde las sillas plegables del jardín de su casa en Ballester. Vieron esa relación como un rasgo de adultez. De inmediato incluyeron al monstruo en las cenas y cumpleaños. Le regalaban camisas con cuello duro y planificaban veraneos en Mar del Plata. Eran como de otra época en la galaxia. Esa familia siempre fue rara. Antes de traerla al mundo habían hecho bastante dinero, teniendo en cuenta los parámetros del barrio, con algunos negocios en boga. Llegaron a un punto alto durante el boom de los videoclubs hace como tres décadas, gracias a un extraño monopolio de los estrenos cinematográficos que bajaban a VHS en un momento en el que escaseaba la piratería. Ahí encargaron la nena. Previo a sus negocios con el séptimo arte supieron tener una fábrica de dulce de leche bastante bien pensada, que ocupaba dos tercios de la casa. La abandonaron por los VHS, que también ocupaban lugar pero no dejaban olor. Con el nacimiento de la criatura y la amenaza legal, retomaron el negocio lácteo. No fue lo mismo. Lo rebautizaron con el nombre de la niña, que apenas podía gatear y no se daba cuenta de nada más allá de sus pedos. Incluso aparecía su foto en las etiquetas de los envases de plástico. Ella en sepia, con una cucharita repleta de una sustancia de aspecto levemente fecal camino a su boca sin dientes. Una humillación que ningún ser de nuestra generación que haya habitado en Ballester lograría olvidar. El recordado dulce de leche Mica. La empresa no prosperó. Bromatología la cerró al toque. Todo mal. Sin embargo Mica siempre obtuvo cada cosa que se le antojaba, incluso las más ambiciosas y mundanas que excedían su mensualidad como, por ejemplo, viajar. Cuando volvió de Barcelona vestida de pies a cabeza con la ropa que jamás se puso de moda por estos lares, hablando como si hubiera vivido allí tres años en lugar de quince días en un albergue de mala muerte pagado con cheques de viajero, haciéndose la veinteañera experimentada, preparando gazpacho, rodeada de mochilas gigantes y alemanes caucásicos con porongas gigantes, que se la querían coger en la sala de las computadoras, mirando pornografía, la envidié. Es cierto, la envidié. No podía saber si los cuentos eran verdaderos pero aquellos flyers de discotecas, tan satinados y luminosos, me hicieron querer ser ella, estar en Europa estrenando su mayoría de edad y ser yo la que inventaba esas historias de fiestas de espuma que terminaban al mediodía y trenes que atravesaban el continente por chirolas. Se le había pegado el acento y parecía que lo hacía a propósito, para llamar la atención como la mejor de las conchudas. Tan entusiasmada con las maravillas del sol catalán y con tantos detalles para contar y enseñarme y, de repente, un ente. Abu lo supo desde el principio. Apenas la veía marcharse de casa con sus cuentitos europeos y sus infames sandalias de Goma Eva, Abu fruncía el ceño. Decía “nunca me gustó esa chica, no es para vos”. Dejaba el comentario con el humo flotando. Yo piraba. Tenía razón, pero sólo me di cuenta cuando el dramón se me puso frente a las narices y fue demasiado. Nunca antes alguien me había fastidiado tanto haciendo tan poco. La prefería así, mil veces, contándome cosas de Barcelona, de garches con estatuas vivientes en taparrabos que le dejaban las tetas blancas, que repitiendo esos discursos que le había inculcado el nuevo novio, aparentemente políticos, con la mirada perdida en la luna, usando ojotas con medias. ¿Dónde había quedado mi amiga, mi compañera de la Plop? Verla tan mal, tiempo después, hablando de política
internacional, haciendo cursos de percusión, ingenua…Otro mundo. Me hablaba en abstracto, despersonalizándose, evitando nuestros códigos inventados. Se arruinó pero, insisto, se arruinó porque quiso, por estar con él. Él y la marihuana paraguaya. Se pasaban así todo el día, desmorrugándose. La veía y me daba miedo. Me asustaban ella y mi propio futuro. ¿Terminaría yo igual, con un novio, hablando bobadas, ahorrando moneditas para regresar a Barcelona a buscar trabajo de lavacopas, usando pantalones sin cinturones, del brazo de un engendro de esos, esperando que una piedra energética en la cartera me librase de todo mal? Seguramente no, pero el miedo existía y me hacía temblar las manos. No, no terminaré así. Me pegaré un tiro. No podía perder mi tiempo y seguirle sus discursos de séptima sobre el tráfico de armas o la masificación de no sé qué mierda en medio de la Plop. Me hastiaba. Podían cubrirla con pórtland y hacer el monumento a la obviedad. Le dije “no puedo más”, como los matrimonios. Me di vuelta y seguí bailando con cualquiera. Ella se fue sola, atravesó la pista de baile y se alejó por su cuenta, rapidísimo, indignada. Me dejó con los dos tickets del guardarropa, así que me llevé su campera de plástico con su DNI. Volví sola en un tren a Ballester, re fumada, mirando su documento. A medida que pasaban las estaciones, el plan fue armándose automáticamente en mi cabeza. En el barrio, a Micaela le decíamos Mica desde chiquita, desde la época de su dulce de leche. Después, de la nada, apareció un cantante muy simpático que se hizo famoso llevando ese mismo nombre. El mundo entero estaba encantado con la frescura de su voz y sus canciones. Nunca pude soportarlo. No pude soportar sus rulos, su cara de niño bueno con linda voz. Me negaba a creer que alguien con ese nombre pudiera hacer algo hermoso. En realidad tampoco lo escuchaba porque tenía un año menos que yo y soy de las que se desestabilizan mucho al ver que alguien más joven está haciendo algo copado. Tengo eso, también. 9 – Las Mostras Mica, antes de convertirse en un bicho inservible con novio, supo obrar como una gran compañera. Llorábamos de risa. Contábamos las lágrimas que salían de los párpados, sin pensar. Hace bien reír. Risas retumbando en las vías de los trenes sin que los vecinos protestaran. Risas de locas. No entiendo cómo no salían con rifles y nos daban unos buenos tiros. En Ballester eran todos re cortos de cabeza. Se acostumbraron a nosotras con los años y la constancia. Nos permitían esos lujos porque, en el fondo, nos querían, nos conocían desde nenas, nos habían tenido en la falda, todas meadas, habían comido el dulce de leche sin chistar. Sabían que éramos unas pendejas sin nada mejor para hacer, que en otro barrio seríamos nada, nadie, ceritos. Formábamos parte del decorado. No podían sacarnos de allí, de Ballester, a no ser que quisiéramos irnos. Y me fui. Agarré su DNI y la dejé en Ballester sin reconciliar la amistad abandonada. Nos conocíamos la ropa, los horarios, las palabras y la mayoría de los pensamientos que se nos pudieran ocurrir. Absolutamente todas las alternativas. Bastaba mirarnos para sintonizar a la perfección. Siempre teníamos alguien de quien hablar, nombrando a todos en femenino, como los gays. Si no nos acordábamos sus nombres las bautizábamos “Cuqui”, que era lo que se usaba aquel entonces, el apodo de moda que quedaba bien y lucía bastante. Cosas de la Plop y el fotolog. Cuqui Rubia, Cuqui Barril, Cuqui Modelo, Cuqui Millonaria, Cuqui Despiste. Cada persona podía ser un tipo de Cuqui. Siempre había alguna Cuqui nueva. Cuqui para acá, Cuqui para allá. Nos encantaba burlarnos y eso nos hacía sentir espléndidas, altas, superiores. Desgastábamos a la gente en críticas hasta dejarlos diminutos, bajándonos como cuatro paquetes de
obleas de chocolate por encuentro. Al principio sentíamos que no engordábamos. La verborragia nos mantenía en forma y la edad ayudaba bastante. Una de las ventajas de esa etapa que no dura más de dos años. La angurria. La edad del pavo, como decía Abu, duró un montón. Es que no paraba de aparecer gente nueva, cosas nuevas para comentar, datos que actualizar. Bastaba encender la computadora. La gente estaba cerca, abierta y transparente. La pasábamos en internet visitando fotologs como enfermas mentales irrecuperables, con una adrenalina inacabable, hasta tardísimo, despiertas, lo más bien. Amanecía y nos dormíamos tipeando. La cabeza caía en el pecho. Nos abrazábamos. Abu decía que me iba a hacer mal a la vista tanta computadora y que dormir poco debilitaba el sistema inmunológico. No pasaba de un simple comentario. No regañaba. Ni siquiera era un reto. Sólo aconsejaba. Nos recomendaba tomar té de Uña de Gato. Quería hacer eso de que yo aprendiera por mi cuenta. Me dolían los ojos, era cierto, pero hacía como si nada malo sucediera y le mostraba mis fotologs preferidos antes de que Abu se fuera a dormir con su bolsa de agua caliente. Más de una vez me dejó boquiabierta con sus palabras. Es muy observadora y como creció en otra generación, ve cosas que uno no ve. No sabe de marcas ni de estilos pero se da cuenta cuando una ropa es comprada o está hecha por la mamá en sus horas libres. Los dobladillos. A mi madre, en cambio, no le importaba porque nunca le importó nada de lo que yo hiciera. Nuestra vida era eso. El fotolog, las Fiestas Plop y el barrio. Las reinas del fotolog. Las reinas de la Plop. Las reinas de Ballester. Lo demás quedaba lejos. Parecía que nuestro mundo había estado ahí desde el comienzo de mi historia, del universo, que la vida salía de ese agujero, que nos había creado como renacuajos. No podíamos esquivar la fascinación hasta que las cosas se volvieron muy masivas. Aparecieron los floggers, el facebook, los adolescentes. El barrio se llenó de nuevos vecinos y la Plop se volvió multitudinaria. Mica se desencantó y pegó novio mayor. Yo no pude parar así no más. Ni siquiera cuando las mostras más veteranas comenzaron a tirar la toalla o los primeros chupines se hicieron notar en las vidrieras de Ballester. No podía parar de hablar de Cuqui Tal o Cuqui Cuál, de remeras, de poses, de imitadoras trasnochadas, de gente desconocida, de gente demasiado conocida, demasiado maquillada. Aunque ya hubiera chicas más chicas haciendo lo mismo, no podía dejarles el lugar, no podía crecer, no podía dejar de de sacarme fotos en el baño y no llegaba a descartar ni la quinta parte. Todas servían. Todas terminaban en el fotolog. Siempre había espacio para subirlas y cada vez había más fotos, más tiempo, más espacio, más fotologs, más ropa nueva, más modas, más gente. Sobre todo eso, más gente. Mucha gente. Gente muy parecida entre sí y a la vez tan distinta, que cada detalle que los diferenciaba marcaba un abismo, un pozo. En el ciberespacio y en la tierra, en la calle, en la Plop. La gente del fotolog en carne y hueso, cerca, bailando al lado nuestro, levantando los brazos y sudando, tan reales que parecían mentiras. Podíamos tocarlos, hablarles, comentar las novedades y ser nosotras mismas las protagonistas. ¡Qué lindo el vestido de Cuqui Tal! Sentirme importante, formadora de opinión, porque era obvio que todas me copiaban. Yo ya había hecho todo eso antes y no se me lo reconocía. Yo inventé el fotolog. Bueno, no tanto, pero estuve ahí, ahí. Un pozo total. Yo tenía la fantasía recurrente de que algún veterano en una agencia de publicidad nos perseguía de incógnito y entraba en nuestros fotologs para tomar apuntes sobre comportamientos y ropas. No era un coolhunter ni un sociólogo tratando de justificar su beca estatal, era… no sé qué exactamente, pero seguro alguien nos vigilaba. Lo sentía en la nuca. No me cabía duda porque hay gente para todo. Alguien debía estar haciéndolo, alguno de esos típicos
publicistas conchetos, treintones, cuarentones, dientudos, rubios, enrulados, altos, encorvados, exdrogadictos, con sus camisas celestes, con anécdotas de la Creamfield, explotadores de los estudiantes haciendo pasantías en sus oficinas de falso Ikea, con portarretratos de sus hijitos malcriados y sus esposas de pelo lacio y dientes hechos, tropezándose con sus colecciones completas de revistas Detour apiladas en el piso, en sus sandalias de la India compradas en mil novecientos noventa y cuatro. Seguro. No sé por qué me gustaba pensar que ese tipo de gente nos estudiaba desde sus oficinas, moviendo el mouse inalámbrico, escuchando house berreta, sacando bebidas energizantes de canje de sus heladeritas de telo, decoradas con imanes de diseñadores irónicos un poquito más inteligentes, más jóvenes que ellos y que al menos llegaron a algo. Peluche, mucho peluche. Gente que, en realidad, nunca me hizo nada malo y conoceré uno o dos, como mucho y de lejos. Una vez estaba aburrida y me levanté uno más o menos de esa onda, cuarentón mal. La pasé bárbaro. Me hacía todo lo que le pedía y hasta me regaló como cuatro cds muy buenos, sin abrir, con la bolsita y todo, que se los había dado no sé quién y después se pusieron muy de moda y yo quedé bárbara. En resumen, que cada uno de los movimientos que hacía estaba en función de esa fantasía, de que nos observaba alguien así. Trascender. Salir en la D-Mode para reírnos, salir con algún veterano que nos pague tragos y nos regale ropa. Eso. Vivir también más allá del fotolog por mérito propio. Decir “impongamos los lunares” y creer que se ponían de moda gracias a nosotras, como si en el mundo no existieran ya todas esas de los blogs. Ahora el violeta con el naranja. Ahora el fucsia con el rosado. Ahora el rosado con el amarillo. Ahora el celeste con el verde. Esa última no funcionó. Los fines de semana nos subíamos al tren hasta la estación Colegiales y ahí nos tomábamos el sesenta y tres que nos dejaba en la puerta de la Plop. Perdón, miento. En aquella época teníamos que ir hasta San Telmo, donde comenzaron a hacerse las Plop. Eran fiestas pequeñas, salvajes y exclusivas. No como ahora, que va cualquiera. Íbamos demasiado montadas para el Tren Blanco de los cartoneros que pasaba a eso de la medianoche y era el mejor. Nunca nos sucedió algo malo, toco madera sin pata, pero era un tren con mala fama. Nosotras también teníamos mala fama pero de otro tipo y en otro lado. En el fotolog y en las Fiestas Plop todos tenían mala fama. Es horrible ir a una fiesta donde nadie te conoce. En la Plop sentías que pertenecías. Todo acorde. También íbamos a otras. No éramos tan cerradas. Aspirábamos a más variedad y, sobre todo, más merca, más cocó. Había otros asuntos como las fiestas Divas y Divos que también estaban buenas y Dj Jara nos dejaba entrar gratis, o alguna que otra de Niceto, aunque cada tanto le errábamos y nos comíamos unos garrones imperdonables. Rockeros, góticos… estaba apareciendo toda esa onda de la cumbia electrónica… los hipsters… otras movidas que, aunque estuviera todo bien (porque, seamos sinceras, ¿quién no se comió un emo alguna vez?), no conocíamos tantos códigos y no nos movían el piso ni las caderas. Cosas de tipos desesperados por seguir teniendo pelo y escapar de sus novias recién embarazadas. Igual, recibíamos más piropos que nunca porque, al no ser del ambiente, los veteranos se motivaban más con nosotras que con las flacas sin maquillar que andaban buscando esposo. ¿Cómo pueden pensar que la ropa vintage es sexy? Eso era lindo, sí, sí, sí, sí, pero hasta por ahí, no más. La desgracia más recurrente era caer en medio de esos mega emboles para onderos haciéndose los no sé qué, moviéndose como un trompo en cámara lenta, en sus treinta y tantos. Nos queríamos pegar un tiro. Estábamos de visitantes, teníamos que pagar la entrada, no conocíamos la música, los tragos eran carísimos, la gente hablaba raro, no nos daban nada gratis y las
minas nos miraban mal. Esas panzas, esas flacas, esos piercings, esos stencils y esos gorritos del orto. Todavía los odio. Aún sigo deseando que queden totalmente demodé para burlarme de esos giles con el consentimiento de los demás. Es un horror. Nunca se terminan los indies. No se cansan. Siguen dale que dale con esa pavada. ¡Qué asco! En la Plop había más competencia, sí, no se daba lo de señalar un pibe y ya está, porque eran casi todos putos o de la vuelta. No era tan fácil como pasarnos el hielo con la boca y pescar el mejor entre los que nos quedaban mirando. En la Plop sabíamos de lo que estábamos hablando. Otra vuelta que estaba muy pasada, me fui con un veterano con abdominales y me dormí en su futón blandito con olor a cigarro. Al otro día me desperté y tenía la bombacha dada vuelta. No daba. A Mica le pasó algo similar. Se fue muy sacada con un equis y al otro día se miró una pierna y estaba toda rayada con marcador indeleble. El tipo le había dibujado unos diamantes, rayos, nubes con ojitos. Un susto de aquellos. Nos pasamos un montón de meses haciéndonos análisis de todo tipo. No daba. Paseábamos de acá para allá, del principio al fin, con globos gigantes de chicle, el mismo vaso durante horas, haciendo como que buscábamos a alguien para mirar uno por uno a los personajes. Podíamos dejar las mochilas en la cabina del Dj y a veces hasta fumábamos adentro en un punto en el que todos nos vieran así venían los de seguridad y le performeábamos un escándalo. Tragos gratis a veces, depende. Pero era barato el vodka con Speed, inusual, incomprensible. Nos encantaba hacer cola para todo, para comprar la bebida, ir al baño, al guardarropa, entrar, salir, subir las escaleras, bajar… en fin, colas largas y lentas para poder ponernos a gritar que estábamos antes. Siempre estuvimos antes y nos encantaba decirlo, putear mucho y afanar celulares. Afanábamos muchos celulares. A la salida, regresando en el tren, nos hacíamos la panzada de mensajes, leyéndolos en voz alta, poniendo voz de locutora de Fm. Algunos los vendíamos sin quitarles los stickers. Por lo general eran de una berretada tristísima porque la gente es así. No invierten en comodidad. Era muy fácil robarlos cuando estaban tan poseídos bailando Britney, fichando y besando. Nadie desconfiaba de nadie. Una cuarta parte de los celulares los encontrábamos en el piso del baño o en la barra, en las zonas oscuras donde los putos se ponían a apretar y meterse dedos en el orto como si fuese el fin del mundo. Después nos daba culpa y priorizábamos otras actividades, generar situaciones divertidas como cuando hicimos correr el rumor de que había muerto Britney hacía dos horas y que la tele estaba transmitiendo eso en todos los canales igualito que cuando cayeron las Torres Gemelas. Nos existían las blackberries. Se pusieron como locas. Se marchó la mitad de los presentes y los organizadores no entendían por qué. Pobrecitas. Pobres los Djs que se llevaron los rezongos. Fue una época linda. A veces, sobre todo en el último mes, recuerdo varios diálogos como si fueran de hoy mismo, de hace un rato. Un eco reciente, retumbando. Debe ser la edad. Estoy tomando sol lo más bien y de repente, de la nada, en medio de Sao Paulo, me vuelve alguna frase de Mica, alguna foto vista hace años en un fotolog. Suena una radio y digo “¡es la música de la Plop!” y en realidad es una canción cualquiera de Britney que se escuchó en el mundo entero hasta el hartazgo. Sonrío para nadie recordándonos como si fuera una viejita evaluando su vida, rescatando cosas hermosas, momentos cándidos que puedan llevarse hacia otra existencia. Así. Un recuerdo que va y viene. Una señal extraterrestre. Vida exterior. Estoy trabajando en la computadora del Sesc, salto a youtube y veo un video en el que Mica y yo estamos volviendo a nuestras casas por el barrio recién levantado. No es muy corto pero se termina rápido. Saludamos a los madrugadores y nos filmamos una a la otra, cagadas de risa. Le beso el pescuezo y
cerramos los ojos, tentadas. Mica me besa la frente bien despacito. Si ponés pausa se ve bien la lengua. La filmación es así no más, movida, hacemos primeros planos de continuo y nos vamos de foco como nubes. Las bocas y los ojos. Vestidas casi idénticas, con el maquillaje corrido, verde agua, algo de negro, la mirada por explotar de sueño y el pelo revuelto escapándose de unas capuchas estiradas, rayadas con bolígrafos de colores, puros truenos. Yo parecía otra persona, rarísima, de otro país. Mica no, era ella, tal cual, mirándome con los ojos acaramelados entre el pelo dando vuelta. Estaba linda. Esa es la imagen con la que quisiera recordarla siempre y seguro lo haré. Miro el video varias veces. Pongo pausa en las bocas y los ojos rojos, los besos en el pescuezo y la frente, el caramelo, su lengua. Me doy cuenta que el video tiene más de quinientas visitas. ¿Quiénes lo habrán visto? ¿Mica hará lo mismo? ¿Seguirá interesado en nosotras el publicista de camisa celeste? ¿Lo verá su novio imbécil muerto de celos? ¿Mirarán nuestro video las nuevas Reinas de la Plop, de Ballester y del fotolog? ¿Revivirá el fotolog? Pienso y pienso hasta que me canso. Quedo en blanco, desnorteada. Vuelvo a lo que estoy haciendo, nada. Tomo sol. Escucho chapoteos, palabras en portugués, risitas y respiraciones agitadas. Estoy en otro mundo, en Sao Paulo. Respiro cloro tratando de no recordar, de pensar menos. Algo me está pasando. 10 – Mi vida horrible Un día mi padre conoció a Maradona en el casino. No pudo manifestar su fanatismo al verlo llegar y ayudarle a quitarse el saco. Estaba trabajando y no podía permitirse esas libertades explosivas en un empleo nuevo. Aún no había registrado mentalmente el rostro de sus jefes ni sabía con exactitud cómo moverse en aquel submundo aparatoso. Mucho que aprender aunque lo hiciera con una velocidad vocacional. No era el momento de llamar la atención y tantear los límites pero esperó y esperó con la idea fija, atento como un gato en su última vida. Siempre fue así, supongo. Afuera llovía y eso hacía que lo poco que le quedaba de electromagnetismo se mantuviera a raya. Lo acompañó al auto con un paraguas gigante. Cuando Maradona le dio las gracias y una propina disparatada, mi padre no se contuvo. A la mañana siguiente, sin bañarse ni desayunar, me pidió que lo acompañara a una galería comercial del centro y pude ver cómo convertía en tatuaje el autógrafo que Maradona había garabateado en su brazo. Pocas veces volví a ver esa estampa pero sabía que estaba ahí, cerca del hombro. Sabía que el mundo y la vida de mi padre cambiaban mientras el tatuaje continuaba vivo como el primer día, en seriedad absoluta. Mi padre ascendió en el casino casi volando y no atribuyó el crecimiento a su esmero, astucia o sacrificio, ni al aguante que le hacíamos con mi madre. Lo presentaba como un toque de suerte dado por la firma tatuada del futbolista. La mano de Dios temblorosa. Un amuleto que jamás lo abandonaría, que jamás se escaparía y estaría allí hasta pudrirse. Incluso continuaba en su piel cuando nos abandonó a nosotras y al casino, cuando desapareció del mapa. Ni preparó valijas. Me pregunto si cada vez que mira la caligrafía del futbolista recuerda algo que no haya sido guardado en fotos. Algo más allá de aquel momento en el que protegía a Maradona de la lluvia y todo parecía tan relativo, tan despolarizado, tan la estrella en el dedo que señala el cielo. Nunca podré tatuarme. No me va. No se va. Si se equivocan en el trazado, queda así. No podría. No sé cómo hace la gente, cómo hacen los ravers de los noventa para andar hoy en día con los códigos de barra en la nuca. No sé si mi padre todavía puede moverse con la misma soltura y tranquilidad que aparentaba pero, de hecho, seguramente, debe ser lo único que carga,
si es que aún no se lo ha borrado con láser o tachado con otro más grande y oscuro. No debe ni sentirlo, inconsciente. Una vez se lo acaricié y era imperceptible. Una mancha benigna, ingeniosa, tinta de lapicera entre pelos finitos y músculos fofos. Papá se tendía al sol como un asado jugoso, se quitaba la piel muerta, electrificada, y allí seguía firme la firma de Maradona, intacta y altanera. La Piojito preguntaba si aquello era un dibujo, una enfermedad, una vena en descomposición. Yo le inventaba respuestas ilógicas, aprovechándome de su credulidad y su analfabetismo. Es que La Piojito era una niña de siete años y aún no sabía escribir como yo, ni como las otras niñas de su edad que tanto escaseaban en Punta del Este. Yo era un poquito más grande pero también era una niña. La Piojito fue la única amiga que logré hacer en Punta del Este, cuando nos mudamos con mamá, papá y el futuro brillante del casino. Era más bajita que yo, una cosita. No distinguía las letras de los números. Le daba igual. Un aprendizaje postergado por haragana, por descuido o alguna otra excusa que utilizaran sus padres para justificarse. Mi madre no podía entenderlo. Una niña analfabeta en una familia tan bien, de otro país. Yo tampoco lo entendía, pero no me interesaba porque la utilizaba muy a mi favor. Por un momento sentí que éramos las únicas niñas en la ciudad fantasma, ventosa. Pobre Piojito. Su educación estaba suspendida, esperando algo, tal vez una mudanza hacia otros mundos más confiables o un regreso a Brasil. Eran brasileros. Nuestras dos familias sabían que estaban de paso por Punta del Este, compartían escalón, tránsito. Nosotros argentinos. Ellos brasileros. En otro país, momentáneamente, vecinos. Por mientras, yo dibujaba gatitos, bombas nucleares, pirámides, tunas. Ella llenaba cuadernos con dibujos abstractos, signos inventados, titulares y logos que calcaba de las revistas. Textos alienígenos que no se descifraban. Otros universos. Cada una en el suyo, aprendiendo el código extranjero. El Universo Piojito. Una niña que no iba a la escuela y eso que la mamá era psicóloga. Siempre tuve psicólogas cerca pero jamás las usé. En aquel momento me hubiera venido bien porque todavía era niña. Como yo tenía un par de años más que La Piojito, le sacaba un buen rédito a su ignorancia y la confusión idiomática. La usaba bastante para tomar ventaja y para divertirme un poco haciéndola escribir cualquier disparate. Tampoco me culpo, éramos niñas y estábamos aburridísimas. Esa vida no nos pertenecía. Un país extraño. Uruguay. Nuestras vidas eran horribles. Las dos fuimos a parar a Punta del Este por culpa de los destinos laborales de nuestros padres. El mío trabajaba en el casino, el de ella, no sé. Prácticamente no existía. De hecho, hago como que no existe. No recuerdo su cara. La de su madre, sí, lamentablemente. La niña tenía la intuición y el conocimiento de la gente rica y viajera. Detalles que, en una cosita minúscula, se agigantan sorprendentemente. Sabía pedir en los restaurantes, hablar con amabilidad a las personas mayores y ponerse correctamente la t iara en la cabeza cuando salía del mar, dejando su pelo tirante, empastado como si un rastrillo la hubiese arañado con precisión mecánica. La frente despejada, las gotas saladas cayendo como debe ser, para atrás, mojando la colita. Cerraba los ojos con la cara hacia el sol, se sacudía como un perrito, ponía las manos en la cadera, enderezaba la columna y esperaba estar seca sin usar toalla, tranquila, confiada, con la playa a sus espaldas. Una enanita reina del mundo, esa era la sensación que me sacudía al verla tan segura. Después sacaba unas hojas de aloe de su carterita de plástico y se las refregaba en el cuerpo, seria, sin dar explicaciones. Eran costumbres que la volvían un androide para mis ojos. No eran puestas en escena para llamar la atención. Ella era así, una niña con otra educación, de otro país, que comía castañas de cajú. La primera niña que me impactó y me llamó la atención. Una niña llena
de detalles interesantes, que constantemente dec ía “por favor”, incluso si no estaba pidiendo algo. No corría, trotaba. Cuando la conocí ya hacía un año que ella vivía en Punta del Este y saludaba a los vecinos sin mirarles los ojos, con la cabeza en alto como una señora mayor a la que se le deben varios favores. Es que seguramente algo le decía que ese pueblucho era muy poco para su vida y que pronto estaría en un sitio superior con otro apodo, alfabetizada, más alta, pero era tan bajita e inculta, tan niña, que no sabía pensar. Para cada concepto tenía dos palabras en dos idiomas. Se limitaba a disfrutar las situaciones con algo de insolencia. Eso también me encantaba. Me gustaban sus gestos de ricachona, que se sintiera por encima. Le daban un aura de sabia. Sabia a su manera. Sabía lo que era pasar un largo invierno encerrada, esperando el fin de semana para que la llevaran en un auto con vidrios polarizados a pasear por una ciudad deshabitada. Yo no lo sabía. No pude acostumbrarme a vivir en un balneario, me volví loca a la semana sin encontrar a qué jugar, buscando rincones sin viento. Aquello no era para mí. El silencio. Punta del Este. Otro país. La noche hecha para dormir. No le encontraba ventajas a la mudanza ni a la nueva vida que mis padres habían decidido llevar. Me querían comprar un perro. ¡Qué horror! Yo quería un gato pero son difíciles de retener. Arañan los muebles y las paredes. Después se van. Nunca sabés lo que están pensando. Si los retás, te cagan la cama o te dan alergia por gusto. Comencé a romper cosas, a hacerme peinados raros, a usar la ropa sin criterio, a andar semidesnuda por la casa, a pegarme curitas porque sí y a hablar sola. Le di con todo a los dibujos. Quería volver a guardar mis zapatos en los cestos de mudanza que aún no habían tirado y se mojaban en el patio, amontonados, juntando arena y ramas de pino muertas. Quería volver a Argentina, a Ballester, a vivir en la casa de Abu, crecer allá, con o sin mis padres. No importaba. Quería volver o irme más lejos. Quería un lugar que, al menos, tuviera una panadería cerca. Una niña siempre piensa raro. Era como si intuyera todo lo que me iba a suceder después, como si supiera telepáticamente de la existencia de Mica creciendo paralelamente en Ballester. Algo así. A mi padre se lo veía feliz, silbando en sus trajes oscuros, sus corbatas rayadas y su tatuaje. Hacía abdominales flexionando las rodillas. Debía convencerme de alguna manera que aquella sería mi ciudad de ahí en más, conformarme, acostumbrarme a mi padre entrajado, inventarme un futuro cómodo entre los edificios vacíos sin desear que las temporadas estivales duraran más de lo estipulado. Mi vida era horrible. Mi infancia amargada, envidiosa de aquellos ricachones que se adueñaban de la ciudad un par de semanas y se marchaban descontracturados, dejando basura, enfermedades, autos chocados, perros vagabundos y dinero. Quería irme con ellos, arrastrar sus valijas llenas de ropa revuelta. Esa vida me dolía. Se me fermentaba la sangre y me venía alergia por cualquier cosa. Me empezó a gustar el café. La Piojito no necesitó escuela, ni siquiera un verano para comprender Punta del Este. Cayó allí de una manera muy similar a la mía pero absorbió mejor la estructura. Yo no. Por eso la observaba con ojos punzantes, la acompañaba a todas partes, me volvía su sombra, ponía pimienta a los helados, dejaba de propina mis moneditas para caramelos. Intentaba copiarle los hábitos que me parecían más finos y civilizados pero terminaba haciendo cualquier cosa, refregándome cualquier tuna en la piel. La Piojito era brasilera pero se hacía entender lo más bien en un español precario, de niña, dibujando cada letra con la boca como una estudiante de teatro. Algunas veces hablaba mejor que yo y me hacía sentir que todo en ella era superior. Por una extraña razón de la época, muchos brasileros vivían el año entero en Punta del Este. Éramos pocos los niños pero andábamos solos, de acá para allá, como animalitos,
roedores. No sé si debe seguir existiendo ese tipo de vida en el mundo actual. Gente mayor, con dinero y aburrimiento, probablemente prófugos. Esa palabra me fascinaba, me hacía pensar. Se la había escuchado decir a mis padres durante una de las escasas cenas en familia. Millonarios prófugos escondiéndose en chalets luminosos. Mis padres también estaban prófugos. La familia de La Piojito debía estar prófuga, haciendo una parada en medio de una fuga, planeando una desaparición definitiva. Seguro escondían un gran secreto, una razón oscura para vivir allí y no una simple oportunidad laboral, un casino. Seguro se habrían arrastrado hasta esa ciudad con una buena coartada. De lo contrario, era posible que escondieran a algún prófugo en el altillo, que lo tuvieran encerrado y le tiraran platos de comida por debajo de la puerta. No tenían altillo. No tenían escaleras. Me gustaba fantasear esas historias cuando la visitaba. Pedía permiso para ir al baño y paseaba por las habitaciones como si estuviera perdida en medio de una juguetería de shopping llena de novedades importadas. Buscaba algún secreto y cualquier cosa podía serlo. Me venían ganas de robarle todo. Mi madre me contentaba diciendo que en pocos años mi padre llegaría a hacer más dinero que ellos. Abu no nos llamaba por teléfono. No aprobaba la situación. Como La Piojito no iba a la escuela ni conocía otras niñas, me convertí en su única alternativa y trataba de complacerme para que no me fuera de su lado. Lo hacía como si la obligaran, sin hablar mucho. Estar conmigo era una especie de empleo, de tarea impuesta e inevitable. Típico de los prófugos aunque, pensándolo mejor, no creo que hubiese tenido grandes vivencias previas que ocultar. Seguramente su memoria se formó en Punta del Este mientras se le caían los dientes de leche. Buscaba opacar su exotismo. Se esforzaba en aprender el acento de la zona aunque su vocabulario fuese limitado, no fuera a la escuela y nunca le hubieran enseñado malas palabras. Tenía conflicto de gente grande. Yo era una niña pero ya me daba cuenta de lo que era la maldad. No por las bombas atómicas dibujadas. No, no, no, no. Me daba cuenta sola. Me encantaba provocarla y después era ella la que me pedía perdón. Se sentía culpable. Pobrecita, tan chiquita y ya pidiendo perdón. Increíble. Culpa de los padres, obvio. Reculaba. Le otorgaba mi perdón, disminuía mi sarcasmo infantil y, ya tranquilas, comentábamos cosas de nuestras madres. Nos gustaba hablar de ellas, compararlas. Mi madre le caía bien porque pronunciaba el español a un buen ritmo, desplegando sonrisas elásticas, resistentes. Se le entendía todo. Mucho mejor que a su madre, que siempre estaba en otra, seria, hablando un español espantoso. No le contaba que a veces también encontraba así a mi madre cuando me metía en su dormitorio sin avisar, impertinente. Apenas me descubría, cambiaba la tristeza por esas sonrisitas que le gustaban a La Piojito. Me mentía. Las dos madres eran iguales en eso de la amargura pero la mía mentía mejor y moldeaba con más habilidad la culpa de haber permitido que estuviéramos viviendo en ese lugar sin supermercados en invierno, sin amigas como la gente. Porque si hubiera sido por ella, por mi madre, nos hubiésemos quedado en Ballester lo más panchas, en el barrio , en el tren, pero una casa cerca de la playa, un mejor empleo para mi padre y un futuro pintoresco, lejos de sus pasados acosadores, pudieron más que la idea de vivir en la casa de Abu eternamente. Mi padre quería huir, que no lo encontraran y a mi madre le gustó la idea del cambio, que algo grande sucediera en su vida de una vez por todas. Vestirse mejor. Querían Punta del Este, que parecía un programa de la tele estupendo, algo buenísimo, musicalizado. Estaba contenta y se la veía bien, dentro de todo. Compró valijas enormes y se cambió el corte de pelo para terminar así, limpiando la casa, mintiéndome, sonriendo y considerando seriamente la posibilidad de aprender jardinería. Es que, ¿qué
otra cosa podría hacer, la pobre? Conmigo no tenía mucho de qué conversar. Ya habíamos jugado todos los juegos, me había explicado cómo nacen los bebés y cómo debía doblar mi propia ropa. Tampoco daba buscar motivos nuevos para discutir o recriminar, que ya bastantes bajones teníamos que sobrellevar como para agregar un griterío porque sí nomás. Llegamos a ese tope tan rápido como mi padre ascendió en el casino. Yo también le mentía a mi madre, claro. Le inventaba historias en las que mi maestra era una sicótica que deseaba destruirme y dejarme en ridículo frente a la clase. Mientras mirábamos televisión, en las eternas tandas comerciales de productos de limpieza, le contaba que la malvada docente me obligaba a hacer de Virgen María en el Pesebre Viviente que ensayábamos para la fiesta de fin de curso. En realidad, la escuela a la que iba era laica. Inventé que durante uno de los ensayos la maestra había toqueteado al niño que hacía de Jesús mientras lo envolvía en un pañal. Lo tocó entre las piernas. Había que denunciarla ante la Directora pero ninguno de mis compañeritos se animaba a hacerlo con valentía. Tenía que ir ella. Mi madre se escandalizaba con el refinamiento de mis pequeñas patrañas. Quedaba muy nerviosa. Encendía un cigarrillo, se metía dentro de una campera inflada y salía al patio a tirar el humo entre las plantas. No sabía qué hacer conmigo y con ella misma. Ahí sí que se parecía a la madre de La Piojito. Idénticas. La culpa y el aburrimiento la llevaron a borrar los límites, a no retarme ni prohibirme andar por ahí hablando sola, en bombacha, sentada arriba de las mesas y los muebles, dejando todo tirado y arañado. Mi padre no se daba cuenta porque el casino lo cegaba y tampoco tenía tiempo libre para observarnos detenidamente. Dormía el día entero y a veces ni mandaba el traje a la tintorería del hotel. Una vez lo descubrí haciendo gimnasia de corbata y no me dio gracia. Antes de dormirse se desvestía y tiraba todo al canasto de ropa sucia c omo si fuese basura. Todo los días lo mismo, excepto cuando se durmió vestido. Tenía el horario cambiado. Esos recuerdos. Mi madre pidiéndome que hablara más bajo porque papá dormía. Mi madre fregando ollas de aluminio recién compradas, dejándolas espejos o barriendo el piso, cubriéndolo con alfombras feas y caras, volviendo invisibles las ventanas, plantando semillas que no germinaban, quejándose por los precios, por la arena que entraba a ensuciar, quejándose del frío y del calor, frunciendo el ceño y pidiendo silencio, silencio, silencio porque papá dormía y tenía que despertarse descansado para hacer gimnasia, irse a trabajar al casino y volver a la mañana siguiente a dormir. Esos recuerdos con aquella ropa re fea. La moda de entonces era un fiasco. Mi padre desayunaba mientras nosotras merendábamos. Por eso me gustaba más el ritmo de la familia de La Piojito. En su casa las almohadas no tenían las etiquetas con el precio. La Piojito vivía enfrente, en una casa amarilla y blanca como de muñecas de plástico, impecable, afortunada, con ventanas enormes, lustrosas, cortinas traslúcidas, flores de estación, techo de tejas y una chimenea escupiendo humo. Una casa muy de dibujito. No era lo que se dice “una millonaria” porque siempre existe alguien con más dinero, sobre todo en Punta del Este, pero tenía su buen pasar, su buen sistema de alarmas y garaje para tres autos. Yo la espiaba en pijamas con el cepillo de dientes enjabonándome la boca antes de dormirme. Apagaba la luz de mi dormitorio y la seguía por las ventanas. Ella también hablaba sola, saltaba sobre los sillones blandos, sacaba tuppers de la heladera y, a veces, también se paraba frente a una ventana para verme. Una noche me saludó con un gesto de invitación muy obvio y entusiasta. No fui porque era tarde y me pareció bastante inapropiado, pero al otro día estaba en su puerta con un mazo de cartas de las que traía mi padre del casino. Nuestras madres se conocieron y, sin hablar mucho del
tema, manifestaron estar encantadas con lo ideal de la situación. Sus hijas habían encontrado una amiga y eso las aliviaba. Un problema menos. Me encantaba sentarme en las sillas de su casa, recubiertas con tela blanca, hundirme en el lujo de los balnearios tercermundistas, siempre tan pobre y mamarracho en algún aspecto. Me duró un buen tiempo tiempo la fascinación de usar sus muñecas de pelo suave y su televisor gigante. A veces ni le hablaba y me paralizaba cómodamente en sus sillones esponjosos, sosteniendo una fuente repleta de pop acaramelado, tibio, para mí sola. Me dejaba llevar. Su casa y sus cosas para mí. Tal vez esa era mi recompensa por vivir en el fin del mundo y por tener los padres que me tocaron. El espejo de su dormitorio ocupaba una pared entera y una colección multicolor de peluches llegaba a cubrir el piso las semanas que no permitía entrar a la sirvienta. Continuamente me paraba frente mi imagen para mirarme y pensar cosas. Me veía tan otra en el espejo, en su casa, que aquel no era mi cuerpo sino la gigantografía bien hecha de una niña lejana. Otra niña. Una hormiguita. Me enredaba, divagaba y luego volvía a mi casa sin calefacción a ordenar las tres porquerías que tenía sobre mi escritorio de persona mayor, a acostarme en mis sábanas sin dibujos y dormirme como una autómata, como mi padre, para despertarme, ir a la escuela, volver, cruzar la calle y vivir esa vida del espejo gigante, la vida de esa niña tan parecida a mí, en la alfombra de peluches. La vida que soñaba la hormiguita. Un día, en lugar de jugar a las cartas, salir por ahí o ver dibujos animados, decidimos mirar una película de te rror, aprovechando que estábamos solas y hacía frío. En realidad no era de terror – terror, pero sí tenía monstruos y sobresaltos adultos. Era de día y las cortinas estaban abiertas hacia los eucaliptos flacos. Era el mejor momento para la travesura. Su casa perfumada con olor a canela en aerosol y café recién hecho no me dejaba entrar en la historia. No me asusté ni nada. Veía que los monstruos estaban dentro de la tele, enmarcados, que eran un cuadro más dentro de la pared, un detalle lleno de defectos, creaciones de computadoras. La Piojito sí, se tapaba los ojos en cada oportunidad, cuando se abrían puertas sin aceitar, saltaba. Los espíritus se apoderaban de cuerpos despojados de almas y les hacían hablar como monstruos. La película terminó y propuse jugar a los zombis sin mucho éxito porque la muy idiota seguía con miedo. Iba al baño a cada rato, a la heladera. No lloraba. Raro que no llorase una niña tan chiquita. Controlaba el susto, luchaba hasta dominarlo. Todo eso en la cabecita de una enana analfabeta. También me dio envidia. Me tambaleé en el dormitorio persiguiendo el aire, buscando algún cerebro humano para devorar. Era un extraterrestre zombie aterrador y nadie podía pararme. Caí entre los peluches y me hice la muerta. La Piojito dejó de respirar cuando llegó y me encontró boca abajo, hecha una piedra, con un oso rosado en la boca. Yo no reaccionaba, no respondía a sus sacudones. Me hice el cadáver por más tiempo de lo que puede durar una broma. Sólo al ver que La Piojito comenzaba a llorar de la desesperación y la taquicardia, salí de la payasada. Una broma. ¡No seas tonta! Pasó del llanto a la risa pero volvió la seriedad cuando le expliqué que todo lo que se mostraba en la película era cierto. Que los espíritus malignos andan en el aire, volando, están en todas partes y pueden apoderarse de nosotros en cualquier momento si encuentran a nuestra alma desprevenida. Miles de espíritus de todos los tiempos que quieren volver, ser mortales, no reencarnarse en perros. Me lo había explicado Abu en Ballester. Era un secreto que nuestros padres no podía saber nunca. No les daba la cabeza. La Piojito no cerraba los ojos ni la boca. Escuchaba. Se arreglaba el pelo. Pude seguir detallando inventos pero me fui. Suficiente. La dejé por esa. Desde la puerta arqueé mis cejas para mirarla como una gata desafiante y agregué “así que tenés que andar con
cuidado, chiquita” y volví a mi casa sin despedirme, con los bolsillos llenos de pop. Pobre minita. Jugábamos a las señoras. La Piojito disfrutaba haciéndose la mujer grande, tetona. Nuestros diálogos eran increíbles. Pagaría fortunas por tenerlos grabados y poder subirlos a internet, que alguien los remixara. Los mejores eran las charlas sobre embarazos. Las embarazadas generaban mucha desconfianza. Curiosas. Yo quiero una nena porque los nenes son muy traviesos. ¿Qué estás esperando? Yo estoy esperando una nena. Yo también estoy esperando una nena. Primero quiero una nena después sí, que venga el nene. El casal. Cosas así. Cosas que repetíamos de conversaciones escuchadas durante el verano, infiltradas entre extranjeras visitando los comercios abiertos veinticuatro horas, cuando el sudor se les evaporaba con el perfume de los bronceadores de coco. La Piojito me invitaba a tomar helados varias veces al día. Me prestaba lentes de sol Benetton para niños y allá íbamos, a empalagarnos con crema fría. No los pagábamos. Las empleadas anotaban lo consumido en la cuenta de sus padres y nos llamaban por nuestros nombres. Les dejábamos propina. Conocíamos cada sabor y pedíamos los feos como una hazaña para ver quién de las dos podía soportar y descubrir más rápidamente el encanto del sambayón o el coco quemado. De haber sido más traviesas, aquella heladería marmolada se hubiera convertido en el centro de operaciones de una guerrilla infantil. Pero no fue así. Sólo tomábamos helados, juiciosas, moderadas, sobre unas butacas altas y resbaladizas que no nos permitían tocar el suelo. Hacíamos equilibrio observando a las señoras de lentes de sol y ropa fresca. No nos interesaban las jóvenes ni las adolescentes. Sólo las señoras que tuviesen más o menos las edades de nuestras madres pero que se vistieran mejor, olieran a crema hidratante y usaran cartera. Le copiábamos los gestos de la cara, las poses, las muletillas. Cuando se marchaban, recreábamos sus conversaciones pero con un grado más de delirio. Si nos gustaba una frase o una palabra la repetíamos hasta que dejara de llamarnos la atención. Lo hacíamos sin reírnos. Eso fue algo que me quedó para toda la vida. Es un cobarde. No es un macho, es un mucho. Es un cobarde. ¡Qué cobarde! No quiero estar con un cobarde, ni con un macho, ni con un mucho. Mi marido es un cobarde. Tu hijo es un cobarde. Un macho cobarde. No quiero un hijo cobarde. No quiero esperar un hijo cobarde. Estamos esperando una hija. Yo encargué una hija. Yo encargué un hijo así tenemos el casal. Encargamos y esperamos. ¿Ustedes qué están esperando? No quiero esperar una nena. La nena cobarde. No, no quiero. No quiero el nene cobarde. Estoy esperando un nene cobarde. Primero el nene cobarde y después la nena cobarde. Cobarde. Cobarde y mucho. Todo más o menos así. Juegos de niñas o de personas medio locas. Re taradas. No nos interesaba la playa, las avionetas en el cielo promocionando antiinflamatorios. El agua fría y la arena caliente. Si La Piojito no me acompañaba, quedaba en la orilla sola, sentada en la arena mojada, mirando a mi padre entrar tranquilo, avanzar, atravesar las olas con el pelo seco hasta zambullirse. Se metía despacio, respiraba hondo y la electricidad se le iba del cuerpo. Le desaparecía el dolor de cabeza. Era la sal. Era algo que había aprendido sin consultar médicos. Desaparecía. Yo le cuidaba la toalla y el reloj envuelto en la camisa. Me ponía sus lentes de sol o los que me había prestado La Piojito y esperaba que se le terminara el aire de los pulmones. Cavaba pocitos con mis pies de perrito, achicharrándome, mirando el viento mover la arena. Quedaba más nerviosa, más y más impaciente, exasperada. Él no. Mi padre nadaba bien. Pateaba el agua. Llegaba lejos, muy adentro. La tranquilidad y la paz de sus brazadas me resultaban violentas entrando en las olas como machetes pesados. No me sentía una buena hija. Lo veía de lejos, zambulléndose y me parecía que en
cualquier momento se iba a morir, que iba a desaparecer. No me entristecían esos pensamientos. Se acercaba empapado. Me untaba bronceador con las manos frías y resbaladizas. Lo hacía mal y no me importaba. Después íbamos a algún parador. Continuaba sus pasos sin subir la vista. Él iba adelante, con la camisa abierta, rascándose la panza gomosa y colorada. Pedía un vermouth y yo le seguía el brindis con mi vaso de agua tónica, una bebida que siempre me hizo sentir mejor, mayor. Me tragaba el líquido ácido sin hablar, mirando la desproporción del paisaje celeste, haciendo pelotitas con las servilletas de papel. Pestañeaba, prestaba atención a la arena volando y a las imbecilidades que cantaban las canciones de la música funcional. Me despatarraba, me sentaba de cualquier forma, como una insolente, aprovechando que mi padre no me retaba ni corregía esos modales. Me encantaba que los demás me vieran con los pies sucios sobre la mesa, de lentes de sol, hojeando revistas manoseadas. Me hacía sentir grande, envidiable, muy superior. Cuando el agua tónica se terminaba, ponía un hielo en la boca y esperaba que se derritiera. Lo movía con la lengua. La gente se acercaba a preguntarnos por casas para alquilar o farmacias de turno y les decíamos cualquier bolazo. Inventábamos. Agradecían y se marchaban sacando fotos. Mi padre me festejaba la insolencia porque tenía culpa, obvio. Todo lo que yo dijera le causaba gracia. Pedía otra agua tónica y otro vermouth. La escena parecía un sueño de poca imaginación. Volvíamos a casa y él volvía al casino rapidito. Me daba una ducha potente y bulliciosa como las que me doy ahora. Me disolvía. Una pastilla de antiácido efervescente. Cerraba las canillas y me envolvía en una toalla tierna. Una actriz loca. Cuando mi madre ya no soportaba el aburrimiento, me acompañaba a lo de La Piojito y se quedaba un horita charlando con la vecina psicóloga, intercambiando recetas de cocina, direcciones de podólogas que pudieran ser tan buenas como Abu. Como la madre de La Piojito no tenía más que un par de pacientes sin conflictos y también le sobraba el tiempo, la ayudaba a pensar. Mi madre nunca supo pensar. Tenía un leve retardo. Una noche yo volaba de fiebre, el termómetro daba un número altísimo y al tragar saliva sentía una pelota de fútbol atorada en la garganta, creciendo y creciendo, llena de pus y bichos. Me agitaba respirar. Sentía que caía, que me moría. Ninguno en mi familia tenía obra social o mutualista y nunca habíamos ido a un hospital público de la zona. No sabíamos dónde estaban ni cómo funcionaban. Punta de Este fue un misterio mientras vivimos en ella. Las calles numeradas. Estábamos en el medio de la nada sin cobertura médica, rodeados de perros vagabundos que nos observaban con ganas, como si fuésemos alimento. Mi madre no sabía qué hacer. No quería llamar a papá al casino del hotel, molestarlo, crearle una complicación. Una tarada. Entró en pánico a media noche al ver que mi fiebre dejaba loco al termómetro y cruzó descalza a pedir ayuda a la casa de La Piojito. Recuerdo a la vecina despeinada, envuelta en su bata para ancianos, paseándose por mi dormitorio con los brazos cruzados alrededor de mi cama, resolviendo, pensando y mirando las paredes. Se le ocurrió una idea. Me llevaron a una mutualista usando el carnet social de La Piojito. Me hicieron pasar por ella para que me viera el pediatra de turno. Nadie se dio cuenta del engaño porque ni el carnet ni el historial clínico incluían una foto. Yo era La Piojito y las enfermeras me llamaban por su nombre, me inyectaban antibióticos espesos que se derretían en mis nalgas en cámara lenta. Permanecí el resto de la noche y parte de la mañana siguiente en una camilla alta y dura, con un suero helado metido en un brazo. El medicamento escarbaba el cuerpo endiablado, buscando pestes. Dormí en una sala de techo bajo con tres pacientes quejosos, por morirse y me sentí genial, muy protegida y
segura. La pelota se desinflaba. Mi cuerpo era una almohada vieja y roída apoyándose por primera vez en unas sábanas blancas, desinfectadas. Deliraba en el nido. Repetía en voz alta los diálogos de las señoras en la heladería. Escuchaba las toses infectadas de los otros, las enfermeras llamándome por el nombre de La Piojito. La imagen de mi padre nadando tan lejos iba y venía. Los perros vagabundos ladraban más que nunca en mi cabecita. Deliraba. Soñaba. Sentía la respiración en los pulmones, saliendo por la nariz, afuera. Abría los ojos y las paredes blancas me tranquilizaban. Los suecos de las enfermeras sonando taca taca. Quería quedarme allí eternamente, hasta vieja, comiendo compotas, mejorando, enferma. 11 - Maracujá Entro a una panadería blanca repleta de zombis con hambre, perfume de detergente y humo de pan de queso recién salido del horno. Es pequeña. Respiro lento haciendo pausas. Siento mi nariz calentita y gelatinosa. Hay otra más descongestionada, sin clientes, a media cuadra, pero desconfío de los negocios sin buena convocatoria, sobre todo si venden alimentos. Si voy a una panadería vacía pienso que la mercadería está vieja, a punto de descomponerse, por eso elijo las que parecen que van a explotar y las empleadas están como locas, chocándose unas con las otras, atascadas, odiándose, deseando renunciar cuanto antes o atascar el inodoro con rollos de papel higiénico. Me pasa lo mismo cuando quiero comprar porro. Siempre elijo el dealer más pasado y conflictivo. Es una garantía de calidad, una seguridad. Mientras espero mi turno juego con el numerito que he sacado y trato de darme cuenta si es el cero seis o el noventa. Es el Noventa. Observo los desconocidos que me rozan y la ropa de las empleadas. Una chica simpaticona, de uniforme celeste y azul, cara de pobrecita, susurra mi número. Le pido una tarta de maracujá y crema señalando la única porción que veo en la vitrina. Es tarde para una panadería. Tendrían que estar cerrando. Les deben pagar dos chirolas, pobres. Abu me espera afuera, super despeinada, con ojos de compasión y ganas de fumarse otro cigarro pensando sus asuntos añejos, cansada de mí y de Sao S ao Paulo. Caminamos rumbo a una pequeña plazoleta en medio de dos grandes avenidas para sentarnos en algún banco libre a comer la tarta y charlar sobre lo ocurrido en el apartamento de Bruna. Me copa contarle todo. El tránsito es un relajo bárbaro pero no me asusta ni me marea, es más, me fascina caminar por el césped angosto que separa los autos que van de los que vienen, cegándome por segundos con las luces punzantes a toda velocidad, aspirando contaminación. Me tranquiliza. Se me vuela el pelo y me pellizca los ojos. En diez pasos obtengo el mismo peinado de Abu. Suenan las bocinas y me siento segura, chupada. Tenso el cuello, la cola. Abu no se queja y me sigue con los brazos cruzados, fumando. Las palmeras crecen con facilidad, altísimas, como si se ejercitaran, se regaran solas y no existieran noches deteniendo su fotosíntesis. Es todo tan lindo, alto y gigante, que me deja loca. Me quedaría a vivir en Sao Paulo hasta morir y si es de vieja, mejor. Presiento que alguien nos persigue. Un niño de piernas largas usa nuestro camino unos pasos atrás. Lo habíamos visto haciendo malabares con pelotitas pero no le prestamos atención. Quedé nerviosa con sólo notar su presencia. Los malabaristas me sacan de quicio. Refriego las uñas en la palma de la mano. Verlos controlar sus reflejos y la velocidad con tanta precisión, me irrita automáticamente. Me dan ganas de distraerlos, de pegarles con un palo. Tal vez quiera un poco de tarta o robarnos pero no entabla contacto. Ni mu. Sólo me mira raro y camina, nos pasa. Dejamos de interesarle, se marcha, nos da la espalda sin
robarnos, ni agredirnos. Fue sólo una mala intuición de mi parte. Las luces de los autos se lo comen mientras las pelotitas suben y bajan por el aire gris. Abro el paquete con la tarta y le ofrezco una cucharita de plástico a Abu para compartir la porción. En el banco de enfrente una niña casi adolescente, muy mal educada, discute sin argumentos, a todo lo que da, con su madre. Tienen un perrito de esos que adoran perseguirme. Un perro estándar, inservible. Su madre, evidentemente medicada, la mira con la boca cerrada y en un respiro levanta los ojos al cielo, a la noche absoluta, poética. Piensa algo. Me pone mal verlas, como al malabarista. Se ve que ando medio sensible. Miro la tarta. Abu A bu tararea y silba eso de “navegar e preciso”. Mega cliché. Tengo miedo de que me vuelva ese dolorcito en el pecho. -¿Por qué el maracujá no puede crecer en Argentina, Abu? -No sé de dónde sacaste eso. Seguro que crece, pero a la gente no le interesa. La gente está para otras frutas. -¿Te gusta la tarta, Abu? -Deliciosa. Desde que estamos en Sao Paulo no he parado de comer dulces. Voy a engordar. -Nunca engordarás. Hace años, cuando yo era una niña y aún no había surgido lo de ir a Punta del Este, Abu hizo un tratamiento muy potente para adelgazar con un médico chino de Avellaneda que apenas hablaba español y escribía como un bebé con párkinson. Fueron muchas pastillas que venían en frascos genéricos con etiquetas escolares escritas a mano. También agregó algo de anfetaminas por su cuenta, es cierto. Fue un proceso muy rápido y brusco. Cuestión de pocos meses, tal vez semanas. Ni siquiera mi mamá, que la vio gorda desde que tenía memoria, pudo acostumbrarse a esa nueva imagen y Abu jamás logró adaptarse al cuerpo que desde adolescente quiso tener. El tratamiento no admitía marcha atrás. Quedó así para siempre y así la conocí, flaquísima, fumando, en constante contradicción, temiendo engordar y sintiéndose mal por tener un cuerpo respetable. No precisaría decirle nada más porque me lee el pensamiento con su videncia absoluta pero me tengo que desahogar mientras trago. Me hace bien hablar. Dejo de comentar las curiosidades del maracujá para comentarle mis avances amistosos con Bruna, cómo la he seguido desde que llegamos a Sao Paulo, de todo lo que haré para convertirme en su mejor amiga. Divago. Tendría que bajar unos cambios. Las mujeres del otro banco siguen discutiendo. Su perrito se aburre. -¿Me estás queriendo decir que Bruna es tu nueva Mica? Me ofende. No le respondo. Me está provocando. No tienen nada que ver una con la otra. Bruna nunca podría divertirse ni robar celulares con el sentido que lo hacíamos con Mica, aunque le vendría bien una adrenalina más copada que la que le provoca comprar carteras falsas. Le falta un poco de azufre. En mi familia también estuvieron preocupados por la locura. Siempre pendientes, a ver por dónde se soltaba esta vez. Tenían los problemas de todo el mundo más nuestras peculiaridades, pero la locura era la enfermedad más temida y esperada. Más que la propia muerte o la ruina económica o ser descubiertos por los que perseguían a mi padre. Imposible prevenirla. Era una obsesión y eso que murieron más má s tías y tíos por cáncer que por locura. Sin embargo las locas de la familia tuvieron peso y trascendencia. Se hacían notar. Se sacaban fotos. Parecía que no existían más parientes que ellas. En la familia de mi mamá no había hombres. Sólo mujeres. Se S e reproducían como las vírgenes. Tres locas. No sé por qué la parentela se limitaba exclusivamente a contar anécdotas de ellas. Todas de sagitario. Una rareza. La tía Mara que comenzaba a pintarse las uñas de los pies y llegaba a la rodilla haciendo caminitos, la tía Sarita que le encantaba encerrarse, esconder o tragarse las llaves y la tía Milka, que nunca conocí, así que no sé bien qué tipo de mal padecía pero dicen que estaba muy rayada, aunque creo que, en realidad, simplemente era una ninfómana astuta que sabía dónde encontrar alguien que la complaciera. Igual,
todas eran buena gente. De eso no había duda ni las hay. Un poquito chifletas, pero buenas. Simpáticas, al menos. Jamás las visitábamos. Vivían muy lejos. Las calles estaban llenas de barro y te podían robar. Mica y yo también éramos locas. Locas simpáticas. Nos quedábamos hasta el final de la Plop para ir a hablar con los organizadores y hacernos amigas. Los elogiábamos por completo sin chuparles las medias porque generalmente estaban cansadísimos, disfrazados de la temática del día, serios. Los trajes les molestaban, querían desayunar, sacarse el rimel, llegar ya mismo a sus camas, que no les rompieran las bolas por cualquier pavada. Les preguntábamos cuáles serían las próximas temáticas, qué opinaban de tal o cual c ual cosa, por qué no hacían esto o aquello, por qué no pasaban tal canción, en fin, lo tradicional. Romper las pelotas. Nos fotografiábamos con ellos abrazándolos para que no fuera un esfuerzo al pedo. Nos reíamos de lo que decían y así lográbamos que nos dejaran entrar gratis o que, al menos, en algún momento de la noche pudiéramos subir al escenario a bailar con el staf y que todos los putos nos vieran. Fue una época preciosa. Aún no se había puesto de moda los tiradores, ni usar bigote, ni los lentes de nerd. Un nerd era un nerd, o sea, un imbécil. Se veía venir el flúo. Estaba todo por inventarse. Pre Big Bang. Cuando nos sentábamos en el parripollo de Ballester, decidiendo qué fotos subir al fotolog, no podía saber cuál era el mejor camino, el mejor lugar al que llegar. El horizonte. Ahora tampoco, pero es distinto. Abu me escucha como si estuviera hablando algo interesante. Me sonríe, me abraza con desgano y lástima, me acaricia las mejillas sin lágrimas. Me interrumpe el monólogo nostálgico. La nostalgia de algo ocurrido hace tan poco. -Querida, tengo que decirte algo. Me encantan tus cuentos aunque a la mayoría de ellos los haya visto con mis propios ojos. No quiero interrumpirte pero ya se hizo muy tarde. Estoy cansada. No me da el cuerpo. Si fuera por mí te escucharía siempre, me reiría a cada rato de tus ocurrencias y pasearíamos por todas las ciudades del mundo pero creo que hasta acá llegué. Ya ayudé lo que podía ayudar. Lo de esta tarde en la casa de Bruna indicó el final de mi tarea contigo, a tu lado. Me encantan tus recuerdos pero me tengo que ir, nena. Mucha suerte en esta nueva etapa. Suerte con tu nueva amiga. -¿Qué nueva etapa, Abu? No responde. Agradece la tarta de maracujá y crema, enciende un nuevo cigarrillo, tira humo y, con la misma solemnidad aparatosa de su discurso freak, me deja sola en el banco. No entiendo qué bicho le picó, por qué se hace la cosa. Se va por el camino que dejó el niño malabarista, el que pensé que nos iba a robar. Se va por el césped, entre las luces de los autos de la avenida. Me deja sola, comentando en voz alta las cosas que hacía con Mica cuando vivía en Ballester, lo que hacía con la Piojito cuando vivía en Punta del Este, lo que hago ahora con Bruna en Sao Paulo. Me deja sentada en la plazoleta y se pierde sin mirar atrás, sin mirarme. La niña, la madre y el perrito que estaban en el banco de enfrente tampoco están. También se han ido a sus cuevas. Desaparecieron en algún momento como si estuviera planeado para que el momento fuese aún más dramático. Entonces debo hacer lo que me corresponde, lo que no me gusta. Pensar. Comienzo recordando algo que mi cabeza guarda más allá de Mica pero no tan lejos como La Piojito. Un recuerdo intermedio al que me cuesta recurrir para entender lo que vivo y las cosasque me suceden. No me gusta ese recuerdo. rec uerdo. No me gusta usarlo, tenerlo en cuenta, mucho menos tan de noche, en este país donde cualquiera puede venir y pegarte un tiro. 12 – 12 – El El ángel en la copa
Cuando era chiquita y me comía los mocos, Abu me deslumbraba con cualquier pavada. Mi madre se enojaba si Abu me tiraba las cartas o explicaba las negociaciones con los espíritus y el más allá cercano. La dejábamos nerviosa. Nos desconcentraba, abría las puertas, prendía la tele. De todos modos, yo comprendía cada lección que Abu enseñaba. Parecían de lo más naturales y lógicas. Cruzar los dedos y los deseos se cumplen. Mirar fija la nuca de las personas y se dan vuelta. El ánima junguiana. La mandrágora que significa la mentalidad primitiva. Agarrar el té con tres dedos, la medida exacta que el cuerpo necesita en una infusión. Mi madre quería verme lejos de esos asuntos, con los pies en la tierra y la cabeza oxigenada, normal, leyendo un libro didáctico o jugando con rompecabezas. No era que ella no creyera ni confiara en la videncia de Abu porque tras el abandono de papá, apenas regresamos a Ballester, lo primero que hizo fue pedirle que hiciera una tirada. Nuestras ropas en la valija, un frío terrible, ella con su campera inflada y la cara hinchada, roja y ojerosa, pidiendo que por favor el tarot nos ayudara, que algo sirviera para algo y fuera preciso. Literal, en lo posible. Abu no preguntó motivos. Sacó el mazo de cartas que guardaba en una caja aterciopelada y pidió que no cruzásemos nada, ni brazos ni piernas. Que esta vez nada se cruzara. Le hicimos caso. El teléfono sonaba y no atendíamos. ¿Sería mi padre llamando desde el infierno, arrepentido? ¿Serían los de la secta? ¿Serían los del casino? Abu apretujó un cigarro con los labios como un hombre y comenzó a barajar mirando mis ojos saliendo de una bufanda. Hizo una guiñada. Tres montones. Elijan uno. Elegimos el del medio, obvio. Salían cartas horribles, dadas vueltas, macabras, oscurísimas. Algunas caían y las separaba para después, para rematar. Sólo leía en voz alta las amables, protegiéndonos del destino, de las obviedades que no veíamos. De repente mi madre se tapó los ojos y lloró. Pintó dramón. Parecía un bicho de otra era. Una mujer cromañón. Abu no la abrazó, siguió tirando cartas y humo. Murmuraba palabritas. Todas las cartas estuvieron en la mesa y pidió que me fuera a dormir o a entretenerme en otra habitación mientras le daba las malas nuevas a mi madre. Me fui arrastrando una valija sin rueditas. Pasé por la heladera y agarré un poco de dulce de membrillo. ¡Qué rico! Sonó un portazo. Estuvieron como dos horas charlando. Conté el tiempo encerrada en el dormitorio con la boca dulce. Volví a poner las cosas en su lugar, las nuevas y las viejas. Ninguna muñeca. Los lentes Benetton de La Piojito. Los estantes sobraban. Era como si hubiese madurado, como si ya fuera una adolescente que debe depilarse con cera hirviendo y olvidar la niñez patética. Hacer tareas importantes. Eso parecía, pero yo ni llegaba a los diez años, seguía usando las medias con dibujos Disney Baby, pintándome las uñas con productos de juguete que salían con agua. No es que hubiese madurado. No terminaba de comprender la nueva situación de mi vida. Me resultaba incompatible aunque había logrado uno de mis principales deseos. Volver a Ballester. No me despedí de La Piojito. Ella quedó en Punta del Este. Regresamos espantadas a la casa de Abu, al barrio de siempre, eterno. Mi padre nos dejó solas, en un balneario, con una carta que jamás leí. Quedamos allí como perros. Fue rarísimo. Una noche, volví de lo de La Piojito y encontré a mi madre rompiendo la casa que nos habían alquilado los del casino. Literalmente. No es que tirara platos al aire o quemara corbatas como las heroínas de los teleteatros de la siesta. No, no, no, no. Un hacha en las paredes, lo juro. Puertas abajo. La heladera rompiendo la mesada de la cocina. El calefón reventando la cisterna. Sillones atravesando ventanales. Un panorama que ni da contar. Holocausto doméstico a puro grito y chorros de agua. Me encerré en el garaje, por las dudas. Quedé sentadita sobre la máquina de cortar pasto y mastiqué un chicle para hacer
globos. Había olor a humedad. El agua de las cañerías rotas se filtraba por debajo de las puertas. No me electrocuté porque el contador de luz fue lo primero que voló. Tuvimos de todo en esa noche. Policía, bomberos, plomeros, los compañeros de trabajo de mi padre que, no sé por qué, andaban en la vuelta como detectives de la CIA. Usaban nuestro teléfono como si fuera el de sus casas. Ninguno de la familia de La Piojito presente. Tengo unos flashes fotográficos grabados. Una mujer policía abrazándome. Alguien preguntándome si teníamos obra social, seguro. No estaba en shock, no me comía las uñas ni nada. No pensaba. Apenas se terminó el gusto del chicle, lo tiré. Alguien compró pizza con mozzarella. Sabía que me lo iban a explicar tarde o temprano, que iba a comprender lo ocurrido, que todo iba a estar bien. De la mujer policía pasé a una asistente social, de ahí a una psicóloga, cuando quise ver, ya tenía sueño. Me desperté y mi madre estaba lo más bien, más tranquila, dopada. La casa quedó devaluadísima. Hicimos las valijas, dejamos Punta del Este así, como estaba, destrozada, con seguro y nos volvimos a Buenos Aires en avión, como actrices, con lentes negros y bufandas combativas hasta la nariz. Incógnitas. En el free shop nos compramos un montón de Toblerones que devoramos como saliva. Mi primera vez en un avión. Las nubes, la ciudad chiquita que parece de juguete, la azafata moviendo los brazos, los baños llenos de cositas para robar, lo que cuenta todo el mundo. Salía en las cartas. Salía en las tiradas que Abu había hecho años atrás cuando yo ni siquiera sabía escribir. Marcaban catástrofe. Yo veía fuego, agua, calaveras, lunas menguantes, números romanos, pirámides, una niña de cara triste con una flor. Eran cartas de tarot. En un punto estaba contenta, no voy a mentir ni tengo por qué. Me encantaba Ballester y la casa de Abu, una dulce. Volver a ver el tren. Me encantaban los trenes. Después perdí interés. Al comienzo de mi memoria esos trenes eran blancos, luego bordó. No tenían aire acondicionado. Inviernos infernales. Con el tiempo algunos tuvieron aire pero eran los que iban a Tigre y pasaban por San Isidro, Martínez, Olivos… Me acuerdo que Abu firmó la denuncia por discriminación. No podía ser que los mejores trenes sólo fueran a las zonas ricas. Cada tanto comenzaron a mandarnos unos más modernos, celestes, con aire. Después de eso no ocurrió ningún cambio interesante en las vías, aparte de las puertas automáticas. Los mismos trenes años y años, yendo y viniendo. Las mismas ventanas y prácticamente los mismos paisajes, la sucesión predecible de casas y árboles. Claro, es cierto que Villa Urquiza tuvo su boom de construcción y Villa Pueyrredón desterró a los cartoneros y se mandaron esa tremenda plaza con canchas de básquet. No mucho más que eso. Igual. Casas con tanques de agua en el techo, algunos con formas más o menos creativas. El avión, el ovni y el cohete. Esos eran los raros. Siempre quise sacarles fotos para subirlas al fotolog. Nunca lo hice porque quedaría medio arty. Nos bajábamos del tren. Túneles con azulejos amarillo patito. La música del bar Guacamayo con su movida acorde a la época. Primero rock, después cumbia y por último, reggaetón palero. Era como si vivieran constantemente de after. La virgen de yeso, Nuestra Señora de la Merced en su casita, rodeada de flores de verdad y de plástico, llena de moscas. El centro de Ballester. La galería San José, o “galería con salida”, con disquería, ropa para skaters, tatuajes, piercings y chicos fuertes a más no poder, a punto de derretirse, haciendo piruetas, bailando break, susurrándote unos piropos re mal armados. No entiendo cómo no los cogimos a todos. Estaban muy en la mano, regaladísimos, con todo marcado y los culos saliéndose como almácigos de los pantalones hiphoperos. La heladería Olimpia. El Mc Donalds de Bvar. Ballester y Alvear. En frente, a treinta metros de la comisaría, el Banco Río donde de adolescentes íbamos a
sentarnos a comer papas chips y ver quiénes se bajaban de las motos, o esperábamos los micros que nos llevaban a las matinés de los boliches de Zona Norte. Todos apretados hacia Sunset, perfumados, vergonzosos, cruzando miradas. Ya nos fichábamos a los rubios de la colonia de alemanes cerca de Chilabert que nos gustaba porque eran alemanes, alemanes con camisetas de Boca. Sólo podíamos verlos ahí, en los micros, después se perdían en las discotecas atrás de las chetas con tetas. Iban a colegios caros. Nosotras íbamos a La Merced que era bueno y barato. Colegio sólo de chicas. El otro colegio de chicas era el Santana. No nos gustaba ese porque era más cheto. “Colegio Santana, Colegio de lesbianas” decíamos algunas. Mala leche. Envidiosas. De repente los colegios se volvieron mixtos. Lo imaginable. Un alboroto de no creer. Todo bien, pero no me gustaba. Quería salir de esa rosca. Quería vivir en algo parecido a la casa del Pastor Giménez que, de lo que había en la vuelta, era lo más de lo más. Se lo comentaba a Abu, le decía que quería irme de allí. Sus cartas anunciaban que me mudaría de Ballester pero jamás viviría en una casa casi tan linda como la de Pastor Giménez. Tal cual. La de Punta del Este no contaba, tenía otra onda, otra vibra. El invierno duraba demasiado, prácticamente todo el año sin detenerse. No tenía límites claros, cada vez menos. Cada vez más y más frío. El verano era una excepción de pocas semanas aceleradas. Mi amistad con Mica era invernal. No nos gustaba la playa. Todos los balnearios me recordaban a Punta del Este. Tenían algo. Un asunto energético re oscuro. Hablar en la playa es malo. Me amargaba, comía chocolates de esos de los quioscos, que son siempre una porquería, re artificiales. Un trauma. No podía disfrutar. Durante el verano jugábamos a la copa. No todas las noches eran fines de semana y no siempre estaba la Plop para entretenernos. La televisión asqueaba. Al barrio ya no le quedaban secretos. Rodeábamos una copa de cristal transparente de Abu con letras y números para entablar contacto con los difuntos, comunicarnos con los espíritus, las almas en pena, lo que fuera. La copa paseaba de una letra a otra con una coherencia asombrosa, salían oraciones contundentes, sin faltas de ortografía, reveladoras. Era un método tan simple y funcional que no podíamos creerlo. Las entidades invocadas no mostraban dificultad en expresarse y dictar mensajes. No abrían puertas, ni movían muebles, ni apagaban luces ni nada que pudiera asustarnos. Re buenas, civilizadas, amables. Almas femeninas, de muñecas. L a copa comenzó a deslizarse apenas formulamos una pregunta. Fue automático. Fue directo al “sí”, sin dudar. Nos miramos con la boca cerrada, esforzándonos por parecer familiarizadas y tranquilas, quitándole relevancia a los supuestos malos presagios y maleficios. ¿Qué mal podría hacernos? Ese espíritu nos conocía más que nosotras mismas. Era como si siempre nos hubiésemos comunicado así, con los dedos y la telepatía. Pregunté por el dinero pero la respuesta fue bastante vaga e inconclusa. Insistí. ¿Tendré dinero? ¿Seré rica? Rica no serás. Tendrás el dinero de tu casa. Las respuestas eran así, un poco raris. Después pregunté otras cosas. ¿Tendré novio? No exactamente. ¿Cómo estás ahí? ¿Hace frío o calor? ¿Cómo es la muerte? ¿Nos extrañás? La muerte es linda. Hace calor y podemos volar. No los extraño porque vigilo día y noche. Soy el espíritu asignado para protegerte. Eso me gustó. Continué. ¿Sos el Ángel de la Guarda? No. Soy un espíritu, ya lo dije. Los ángeles ya no existen. Soy un alma humana transmutada en guardiana de tu alma. Me pareció que Mica hacía trampa, que movía la copa para burlarse de mí y de la situación. Quité el dedo enojadísima. -No juego más, Mica. Estás haciendo trampa. Mica insistió. Quería seguir jugando. Estaba copada con su mediumnidad. Me tomó la mano para que volviera a hacer contacto pero de un gesto torpe hice que la copa perdiera el equilibrio,
rodara por la mesa y cayera al piso. En ese momento un plano de mi vida cambió para siempre. Fue atravesar una puerta y olvidar la llave dentro. Mica no quedó perturbada con el episodio o al menos no lo exteriorizó. Volvió a su casa y cenó sin contar l a anécdota a la familia. Yo sola comprendí la magnitud de aquella insignificancia, de la copa rota en la noche de verano. Abu apareció mientras me agachaba a juntar los pedazos de cristales diminutos. Entro por la puerta de camisón, soplando fuerte, sin ruido. Dijo que teníamos que dormir y que de ese momento en adelante iba a estar conmigo para protegerme, que me quedara bien tranquilita, que no me preocupara por la copa rota. Algunos pedazos de vidrio quedaron en el piso, tranquilos por meses, atrás de los muebles. Me pidió permiso para dormir en mi habitación. No quería despertar a mi madre así que llevé el colchón con sus sábanas y lo puse al lado de mi cama. Le pregunté si había ocurrido algo malo y respondió que no, que era parte del destino bueno, que ya había salido en las cartas, que hiciera memoria sin engañarme, que estaba todo bien, que no siempre es malo que una copa se rompa, que no todos los espíritus son malos. A la mañana siguiente mi madre me despertó muy sacada, de un sacudón. Su susto era mayor que el mío. -¿Por qué trajiste el colchón de la abuela para tu dormitorio? -Es que ella quería dormir conmigo, protegerme. -¿Dormir? ¿Protegerte? ¿De qué estás hablando? ¡Estás re loca, muñeca! Tal vez sí, estaba loca. Un poquito, solamente. No podía razonar bien ni darme cuenta de las cosas, ni recordar que la copa se rompió exactamente un año después de la muerte de Abu. Cáncer al pulmón. Fulminante. No hay que fumar. Hace mal. Lloramos un montón, como correspondía. Nos vestimos de negro. Cerramos su dormitorio y no lo volvimos a abrir hasta que decidió salir. A mi madre le pegó re feo el episodio. Llamó a los del Ejército de Salvación y se llevaron casi todo. Dejaron la ropa interior porque no se estila. Hacía meses que Abu había muerto y sin embargo estaba allí de nuevo, nítida y firme, gracias a la copa rota. La traje de vuelta sin querer aunque, bueno, esas cosas nunca se sabe cómo son. No existen las casualidades. Mi madre no podría comprender algo así, no le daba, no podía ver a Abu en camisón acostada entre las sábanas. Yo sí la veía, perfecta. La locura era la única explicación aplicable. Abu llevó un dedo índice a la boca. Me ordenó silencio, permanecer callada. Sí, sólo yo podía verla y escucharla. Comprendí la situación de inmediato y argumenté sonambulismo. Mi madre prefirió eso a la idea triste de tener una hija de la cabeza, otra loca en la familia. Le pregunté si de ahí en adelante podría tener la cama de Abu en mi dormitorio. Lo pensó un momentito. Respondió que sí con las lágrimas por caer. Era lo único que le faltaba, fantasmas. Se fue a hacer el desayuno bastante más perturbada de lo que debería estar. Sintió culpa. Estoy segura. No sé si daba para tanto. Abu sacó un cigarro y un encendedor que tenía debajo de las sábanas. Comenzó a fumar y mientras tiraba humo, me miraba con una de las sonrisas más hermosas que he visto. No existe una carta en el tarot que la represente. Picarona. Muñeca total. Me costó respirar. Me dijo “gracias, nena, por traerme de nuevo a este mundo desastroso. A ver si sirvo para algo”. 13 – Cuatro caipirinhas Terrible. Subte de Sao Paulo en hora pico. El bien y el mal. Volver al apartamento y no encontrar a Abu mirando tele. Pensé que me había hecho una broma, que estaría esperándome lo más campante, muerta de la risa y con la cena lista. No quiso divertirme dándome un susto. No es de hacer bromas. Tampoco pude tomar en serio su discurso y su escenita de despedida tan traída de los pelos, delirada. Lo que dijo antes de marcharse
no sonó improvisado pero me cayó horrible. Fue en serio, al final. Se fue en serio. Se perdió en Sao Paulo. Me abandonó. La habré hartado. ¿Ya habrá terminado su estadía a mi lado? ¿Los espíritus de las copas deben cumplir un plazo fijo estipulado? La verdad, no lo sé. Tendría que preguntarle a alguien pero no conozco tanta gente en esta ciudad. La respiración se me tranca. Lo sabía. Me refriego la cara. Seco mis ojos para ver mejor. Veo mi apartamento y me doy pena. Un colchón tirado en el piso, tazas, revistas de distribución gratuita, basura, ropa sucia, valijas abiertas, zapatos, platos con restos de comida, bolsas de papas fritas con sal, sobrecitos de mayonesa de McDonald's. Un microondas, una laptop manchada con sopa, una heladera de telo y una tele. No hay mesas, ni sillas, ni sillones, ni armarios… tampoco hay abuela ni comidita rica esperándome. Vivo en un lugar horrible. Sólo olor a muerto, a cucha de perro sucio, a esos perros grandotes que nadie quiere bañar y comienzan a pudrirse mientras se le vuelven rastas los pelos genitales, ese olor mismo, marrón, olor a los perros que vagaban en invierno en Punta del Este, olor a porquería. También hay silencio porque es fin de semana y en mi barrio no andan ni los autos. Cualquier ruido de la ciudad está lejos del monoambiente, de mi cueva, por allá. Abu jamás podría vivir en esta porquería. Bastante bien la fue llevando. Es que los espíritus se adaptan con más facilidad. Sí, soy un bicho y estoy loca. No me animo a admitirlo de esa forma, por completo, pero lo estoy pensando por primera vez, sudando escalofríos, temiendo la taquicardia sicosomática. La sensación es espantosa y patética. Me escucho respirar. No sé qué hacer, dónde rascarme. Estoy muy nerviosa y despeinada. Me siento horrible, atacada. Comienzo a pensar en el tiempo que pasó desde que se rompió la copa, en la costumbre, en la gente en la calle mirándome hablar sola. ¡Uy, no! Tranquila. Tranquila. Probablemente no sea para tanto. Comprobaré la gravedad del asunto después, cuando lo vea mejor. En eso tenía razón Abu. Tengo que estar más tranquila. Estoy cansada de pensar, de que la mente se me vaya enroscada en cualquiera viaje. No entiendo cómo hace la gente. El espíritu de Abu no puede haber desaparecido del todo. Esperaré un poco más. Me pondré a romper copas. Puede que regrese pronto a acompañarme, aconsejarme, aguantarme, leerme el futuro y aprobar mis planes. Sí, eso. Es muy probable que regrese. Si ya regresó una vez. No puede dejarme así, haciéndose la viva. Me prometió enseñarme a tirar las cartas de tarot. Mi cuerpo quiere caer pero no lo dejo. Lo que estoy pensando es muy too much. No caeré. Lo primero que se me ocurre como salvación es llamar a Bruna. Al fin de cuentas, es la única que me toma en serio en Sao Paulo. Tengo que zafar, encarar una perspectiva. La saludo en un tono neutro, alejando la boca del aparato. Responde como si estuviera esperando mi llamada. Me lo agradece sin preguntarme cómo ando. Ella anda mal. Me viene bien. Justo estaba por llamarte, Mica. Casi me da un ataque. No me dejaron entrar de nuevo a D Edge y estoy pensando seriamente en hacerles un juicio por discriminación. Quedé en una especie de cortocircuito y necesito ir a alguna parte. Hace cinco minutos que estoy sentada en el auto esperando que se me vaya la rabia. Salgamos. La espero en la esquina y cuando aparece el auto azul recupero el equilibrio. ¡Qué suerte! ¡Gracias! Nunca pensé llegar a necesitarla y agradecer su idiotez. Putea al GPS. No se le ocurre a dónde ir. Es muy corta de cabeza. No le discuto. No tengo energía con todo esto de la respiración y el pecho cerrado. Tengo miedo que choque. Maneja mal. Me siento ida, chiquita, aferrada al cinturón de seguridad. Creo que voy a llorar. Estoy super sensible, al borde de un ataque, emo mal. Odio sentirme así, suspirar con esfuerzo. Odio la gente así. La gente es así. Me doy miedo. Bruna no se da cuenta de nada, por suerte, un ente, aunque me mire de reojo
con una curiosidad suavecita. Para ella estoy bárbara y le sigo palabra por palabra la historia que cuenta. ¡Qué patética! ¡Esas cosas no se cuentan! Quiero llegar cuanto antes a A Loca o donde sea. Mis últimas horas están siendo una tortura. Puedo morir. No puedo contarle que me abandonó el fantasma de Abu. Me cierro. Dejo de entender el portugués y me bloqueo hasta que un insecto choca, se adhiere a la ventanilla y me hace volver a la realidad. Una realidad a medias. Mientras la ciudad se mueve, el insecto queda duro, pegado al vidrio como por algún tipo de Plasticola. Pegamento El Pulpito, que acá no venden ni hay símil. Muy rari. Ningún insecto común duraría tanto tiempo ahí, así, en un auto en movimiento. Es un bicho que desconozco, que nunca vi y no me doy cuenta si se ha posado por su propia voluntad, si se ha estrellado, fracturado, si está muerto, si es un cadáver o una ramita de árbol. La cabeza se me pierde un poco más pero vuelve cuando entramos en la Augusta. La calle está repleta de hipsters y prostitutas. Gatos, perros, mosquitos y sangre. Nos movemos a dos por hora con los vidrios cerrados tipo millonarias. Cámara lenta. Observo a los habitúes tras la ventana, vestidos para la ocasión, fumando en manadas, mirándose libidinosamente, tragando cerveza, fichando, abriendo sus bocazas para reírse a mango frente a cada oportunidad. No les encuentro sentido. Estoy muy en otra, como si te dijera “The Walking Dead”. No quiero pensar. Mi pecho continúa cerrándose más y más. El corazón se me resbala por los intestinos. No hago pié. Me duele la cabeza, la frente, el entrecejo, el cráneo del lado derecho, un poquitito arriba del final de la ceja. Si al menos supiera el nombre de esta sensación, esta enfermedad. Por suerte Bruna dobla, sale de esa calle infernal y llegamos a la Frei Caneca en dos segundos y medio. Estaciona en la puerta, así no más, a lo dueña y entramos a A Loca como perras por su casa, rapidísimo. Me compongo inmediatamente. Miro para adelante. ¿Por qué será? Puedo respirar mejor. No entiendo qué hice para volver a la normalidad tan rápido. Quisiera descubrir el mecanismo, controlarlo y controlarme. Salada ambición. Allison Gothz, mi drag queen preferida, está por ahí charlando generosamente con otra drag divina pero de menor rango y peor vestida. Me reconoce y corre a recibirme con pasos cortitos, seguramente para usarme como pretexto y zafar de la charla atomizante de su colega cocainómana. Elevo la vista y le doy un beso vistoso casi en la boca. Su colorido acentúa la magia de mi mejoría. Sin quererlo, logró lo que Bruna no conseguía, bajar la temperatura de mis sesos, poner los pies en la tierra, razonar, preguntarme qué hora es. Desde adolescente las drags queens generan en mí un efecto ibuprofeno flex. Me basta tocarlas. Con las monjas, las flores amarillas, los gatitos y los ancianos moribundos es igual. Los toco y me dan mucha paz. Conecto a la perfección con la pavada y hago como que todo bien, no pasó nada, jamás me dolió el pecho. Me concentro en aparentar frescura porque eso es lo que quiere ver la gente, generalmente. Eso es lo que yo quisiera sentir. Frescura. Una chica fresca, no una loca de atar en una malísima noche, en pánico, toda despeinada, con los ojos mirando para cualquier lado, buscando nucas, charlas de extraños y vasos para emborracharme como medida de emergencia. Un saque tampoco me vendría nada mal, una refrescadita de cocó. -¿Cómo estás, querida? -Como loca, Allison. ¿Conocés a Bruna? ¿No? Es mi mejor amiga. Saludala. Planeo una conversación pero mi pecho vuelve a comportarse extrañamente. Me da una puntadita. No entiendo por qué me sucede esto. Necesito merca ya mismo. Necesito un collar de imanes. La música me enloquece y trato de impedir que brote la claustrofobia. Me acaricio el cuello. Respiro por la boca. Me concentro en la gente mientras enlentezco la respiración. Esta noche, por suerte, el recinto contiene en su interior a un buen número de chicos hermosos
y charlatanes, de esos que suelen ser mi perdición. Chicos que aún no son del todo gays, culoncitos. ¡Qué lindos culos tienen los brasucas! Lo sabe todo el mundo. ¡Y esos jeans! Pueden salvarme. Los distingo perfectamente con mi radar neuronal. Están muy en la mano, apretados y los rozo a propósito, sin disimulo, permiso, permiso. Al menos algo para distraerme. Mi cabeza es una bomba, una granada. Si no encuentro algo lo suficientemente groso como para zafar, exploto en pedazos aquí mismo. No miro la ropa. Sólo las caras y el pelo. Los labios. ¡Qué lindos labios para chuponear! ¡Qué ganas de comerme un trolo! Respiro hondo y camino hacia un punto fijo que coincide con la ubicación del baño de hombres. Bruna no me sigue, queda parada como un mástil, como si la estuviera fotografiando un coolhunter trasnochado. Su cabeza está procesando algún tipo de información, observando para ver cómo corresponde moverse. Si llego a encontrar en el baño algún palero conocido me pego como una Cinta Pato y Bruna ya era. Lo del baño de hombres me parece una decisión más que acertada aunque sea una mugre, así me miro en el espejo, un poco más tranquila y menos sudada, sin sentirme intimidada por otras chirusas. Los que mean son casi todos conocidos y gritan como si se acabara el mundo por sordera, re locas. ¡Una mujer en el baño! ¡Auxilio! ¡Esta ya no es más mujer, está a un paso de convertirse en travesti, en travesti-mamá! Los adoro. Bebotas. Nenonas. Me abrazan sin haberse lavado las manos. Quiero ser amiga de todos, que me amen, que me cuenten sus intimidades tristes y que yo sea quien les explique adecuadamente cómo acabar con los restos de acné adolescente en sus caritas infladas como pan de queso. ¡Cuánta gente gorda! Igual son lindos. Me siento vieja pero no me molesta porque, al menos, ha disminuido el dolor en el pecho. Pienso en merca. No, no, no, no. Mejor el alcohol. Eso me hará bien. Mi radar ahora sintoniza dos heterosexuales infiltrados y ficho a uno de ellos, al más alto y con pinta de tener plata o auto. Le sonrío y me marcho sacando cola, achinando los ojos, hinchando los labios, re básica, re muñeca. Saludo a Pomba que está de Dj y me reencuentro con Bruna en el medio de la pista, completamente sacada, tratando de hacer creer que está así desde la infancia y es lo más de lo más. El heterosexual deja de gustarme. Me copa un mariquita tarimero. Me encantaría agarrarlo bien borracho. Me gustan así, afeminados, apretaditos. Imito la histeria de Bruna. No me da la cabeza para crear una estrategia de diversión alternativa. ¡Sí! ¡Saltemos! Estamos sintonizadas, superamigas. Mi pecho volvió a la normalidad, a respirar bien. ¿Habrá sido pánico? ¿El pánico va y viene como si nada, cada dos minutos, sin motivos? Compramos cerveza. Subimos las escaleras y mientras miramos quién entra y sale del dark room, trato de imponer lo de llamar “Cuquis” a todos pero no se entiende o no le encuentra gracias. Aún hay varios puntos que debo aprender del sentido del humor brasilero. ¡Uy! ¡Sí, sí, sí, sí! ¡Caipirinhas! ¡Cuatro caipirinhas! No sé si por las escaleras, el calor o las conversaciones a los gritos, pero mi pecho comienza a cerrarse nuevamente. Se endurece. ¡Me tiene harta! Estoy chupando como una esponja. Sudo, se me cierran los oídos y me da taquicardia. No encuentro acomodo. Voy a circular, a hacerme amiga. Puede que sea muy fuerte para mi cuerpo lo de descontrolarme en la pista. Las cuatro caipirinhas. Estoy sofocada. Tengo miedo. Parece que el corazón dejará de caminar en cualquier momento. Le pido al barman un hielo y me lo paso por la frente. Congelo el pensamiento, la sangre. Comienzo a mover los hombros con el rostro relajado onda drogona. Bruna me encuentra. Dice algo pero hago como que no la escucho. Necesito que se me vaya esta sensación macabra ahora mismo. Si fuera un paro cardíaco ya estaría en el piso, con todos los putos alrededor sacándome fotos para subir a quién sabe qué página
de mierda. Debe ser pánico. Si es pánico, todo bien, me manejo. No sé para qué vine. Estoy super pasada. No logro parar de pensar. Bruna no colabora y para colmo, pone cara de culo. La gente se mueve muy rápido y a cuarenta y cinco grados. Le confieso que me falta el aire y si no salgo me desmayaré. Sería un problemón. Le pido que me acompañe a la calle. Tanto trolo junto aturde más que la música. El sudor ajeno. Tengo ganas de estar bien. Tengo ganas de algo sexual con el primero que pinte, con el del baño o el de la tarima. ¿Dónde están que no los veo? Se habrán ido. Basta. Tengo de tener un pensamiento lineal, horizontal, plano. No me aguanto la cabeza. Salimos, por fin. Afuera hace calor, por lo menos. Bruna me convida con chiclets. La calle está llena de maricas fumando con caras de no haber encontrado lo que buscaban. Saludo a varios, convido cigarros, me hago conocer, grito un poco para hacerme ver. Simpatizan. Compramos hot dogs y latas de guaraná en el auto-bar que siempre está estacionado frente de A Loca. Doy un mordisco y no me gusta, así que se lo regalo a un niño de la calle que anda descalzo, a las tres de la madrugada, pidiendo limosnas o vendiendo drogas entre los taco aguja y las remeras imitaciones de D&G, pobrecito. Le ofrezco unas monedas pero no las acepta, gruñe. Bruna me habla. No la entiendo. Miro las caras que nos rodean, las casas cerradas, la policía en la esquina, los árboles, los perros brasileros, los Crazy Frogs. Se deforman. El mundo me resulta tan antipático que me paranoiqueo, pienso que están hablando mal de mí, que estoy en boca de todos, que la policía en lugar de protegerme, me vigila a la distancia, cautelosa, atenta a que me dé un ataque de un momento a otro para agarrarme de los pelos y apalearme. Parezco borracha. La cara del Ahorcado en el tarot, que me daba miedo y Abu me decía que, tranquila, todo bien. Es preferible la borrachera a la locura. -Mica, no sé qué habrás tomado en el baño pero estás dada vuelta. Tenés una cara muy desencajada. No te va. ¿Querés ir a tu casa a dormir? ¿Querés quedarte a dormir en casa? Bruna me lleva a su apartamento tarareando canciones que no conozco. Las calles se han vaciado para que no demoremos. Va derechito. Miro las casas enormes de Higienópolis como un perro tras la ventana blindada. Me tranquiliza, me endereza la espalda, trago aire acondicionado. Bruna, de repente, así no más, es una mamá acunando una nena muy enferma. Estaciona lo más bien. Llegamos y, al encender la luz de la sala, encontramos a Marisa con los ojos rojos y una copa de vino, tirada en un puff mirando el DVD de “Elas cantam Roberto Carlos”. -¿Todo bien, mamá? Qué raro que estés despierta a esta hora. Mica se queda a dormir acá. ¿Pasó algo? ¿Dónde está mi perro? Su madre regresa la mente y nos mira como un zombi sin apetito. Termina el vino que le queda y nos cuenta que su pareja se marchó esa noche, hace un ratito. La dejó. Corremos las dos a abrazarla. Marisa comienza a llorar hasta no dar más. Pega gritos desesperantes. Moquea. Se queda sin aire y me doy cuenta que lo que yo sentía hasta hace un rato, eran una pavada al lado de la crisis de esta mujer Master en Trauma. No somos nada. Nos araña la espalda, probablemente sin querer. Seca y perfumada. Su cuerpo flaco es un cartón. Abrazar a la señora me calma, detiene mi taquicardia y la borrachera se contiene. Me siento una persona normal. Llora unos minutos sin darnos más explicaciones. Ni Bruna ni yo se la pedimos. Los ojos de Bruna no encuentran dónde mirar. Sólo estamos las tres abrazadas sobre el puff, frente al televisor con las señoras que cantan canciones de Roberto Carlos. Quedamos así un rato. Bruna aún no se decide entre largar el llanto o entrar en detalles. Es un momento muy largo. Mis brazos continúan abrazándolas pero miro la tele. Me gustan mucho las cantantes brasileras aunque no las conozca. Me gustan sus voces, sus pelos, sus pelucas, sus ropas, sus maquillajes, sus
nombres. Fafá, Zizí, Naná, Bebé… Nombres de pajaritos. Comienza una nueva canción y presto aún más atención al recital grabado en honor al Rey. Una señora chiquita dentro de un enorme traje negro, largo, derretido, a punto de derrumbarse en pena, recita y canta casi llorando, como una demente. Comienzo a llorar. Me brotan las lágrimas que esa cantante no da, que Bruna no larga. Miro a la señora de la tele y me dejo llevar por su melodrama profesional, perfecto, bien ensayado, con años de experiencia y premiaciones varias. Hago click con esa señora. Las lágrimas de Marisa ya no me conmueven tanto. Puede que mi impulso sea muy egoísta pero no puedo contenerlo. Sí, soy muy egoísta. Me doy cuenta de eso cuando Bruna y su madre, en medio de su hecatombe familiar tan reciente me abrazan a mí como a una nenita perdida en la playa. De repente, paso a ser yo el centro de atención. Siento sus energías y me nutro como un borrego. Les chupo y me mejoro completamente. Quedo tranquila, reconstruida. Creo que es un instinto.
14 – Siempre puede ocurrir algo peor Mica y su novio imbécil llegaron a la funeraria Menini antes que cualquiera, que yo misma, tempranísimo, recién bañados. Ni se miraban, no porque estuvieran peleados, distanciados en conflicto, sino porque encaraban la situación de una forma totalmente robótica. Estaban programados para la tragedia y, tal vez, ni siquiera lo sabían. Incluso parecían disfrutarlo con discreción, un poco bastante. Los encontré sentados, apoyados uno en el otro como bolsas de papas sucias, esperando el momento justo para entrar en sus roles y actuar, cocinarse. Corrieron a abrazarme. Mica lloró. Su novio imbécil no, pero me palmeó la espalda a lo chongo. Me ayudaron a sacarme la mochila. Se mostraron fuertes, comprensivos y amorosos. Prendieron el aire acondicionado de la sala. Muy frío, así no se lloraba tanto. Sabían qué hacer y qué decir, por suerte. Entrenadísimos. No quise abrazarlos más, seguir tocándolos. Me daban asquito, tan pegoteados en su amor y sus vidas, fríos. Hacía semanas, meses que no veía a Mica. Ella estaba gordísima, vestida muy mal, con olor feo, con una ropa que no le quedaba bien, toda chinguda. Yo estaba deshecha, flaquísima y temblorosa. Las dos muy desagradables. Les pedí que me ayudaran a preparar café, hacer llamadas telefónicas, comprar chiclets, tranquilizarme. Mica actuaba su última aparición como amiga con un despliegue de cariño inaudito. Hablaba en voz baja, con cara de Mona Lisa evangélica. No se fue de mi lado en ningún momento, charló con todos, muy ubicada, demasiado, rozando la ridiculez bienpensante. Su novio salía a fumar y volvía a las horas con cara larga, con bolsas de facturas calentitas. Mica me hacía el aguante, siempre conmigo, de brazos cruzados frente al féretro. ¡Qué horrible la palabra “féretro”! Saludaba amablemente a mis tías y los vecinos, indicando que yo era la doliente y no ella, acompañándome al baño como si estuviéramos en un boliche, en la Plop, de parranda, dadas vuelta. Preguntó si quería que me consiguiera merca para un saquecito. Mi madre murió en un accidente de autos. No eran tan habituales esos acontecimientos en Ballester. Le tocó uno de lo más horrible y complicado, comentadísimo. De no creer. La gente anda como loca y no se da cuenta. Esos desastres pueden ocurrir en cualquier momento. Ocurrió. Un skater inexperto distrajo un taxista nervioso. Decisiones del cosmos. Un señor miope manejaba una camioneta hablando por celular. Una moto andaba en la vuelta. Mi madre estaba en la luna, cruzando la calle, mirando el celular sin estar apurada ni entender bien el funcionamiento del aparatito. El
sol, los reflejos, la hora del día, tal vez la edad o el celular nuevo con botones tan chiquitos. Sentía sus uñas re grotescas. Ahí mismo ¡Zaz! y a otra cosa. En pleno centro, soleado, con niños mirando y todo. Horrible. Espantoso. Por suerte no la vi morir. La gente gritaba, dicen. Tal vez la culpa no haya sido de ninguno de ellos. Fichas mal colocadas, imprecisiones. Suicida mi madre nunca fue. Siempre se agarró de cualquier excusa para seguir. Hay momentos que ocurren con rapidez y surgen no se sabe cómo. Son tan irremediables que no vale la pena explicarlos, pensar quién comenzó, que si el skater o el taxista o mi madre miope. Miope no, miope no era. ¿Qué querían que yo les dijera? ¡La gente es tan cualquiera! Cuando llegué se la habían llevado. ¿A dónde? Había un charco de sangre con moscas. Un policía medio veterano me acompañó. Me dio el monedero y una bolsa con productos farmacéuticos que llevaba mi madre. Ibuprofeno y jarabe para la tos. No me había dado cuenta que estaba enferma o tenía alguna molestia. Rarita siempre había sido. Nuevamente un extraño fue el único apoyo que tuve, lo que encontré. Volví a llorar abrazada a un uniforme por no tener a nadie y no lo digo de pamentera, haciéndome la pobre infeliz porque eso era, una pobre infeliz. Esa vez sí que había ocurrido lo peor. La catástrofe. Quedé en el medio de la nada. Sola mal. Tenía que aprovechar el abrazo del policía porque consuelos no habían, no me los podía inventar, llevarlos debajo de la manga. ¿A quién más iba a abrazar? ¿A Mica y el novio? Estaba sola como una tarada, con los ojos rojos, dilatados, tomando taxis por diez cuadras, pensando bobadas, dejando que obrara la buena voluntad de los vecinos, la policía, Mica, Abu, las tías locas y los parientes lejanos. La gente cree que te entiende pero no. ¡Qué te van a entender! Cuando una ex profesora se ofreció a ayudarme con las vueltas de la funeraria y el cementerio, el tramiterío, me sentí patética por no poder decirle que no, que muchas gracias, que la llamaba después. En Ballester no hay cementerio, corresponde el de San Martín, que es la capital del partido. No me daba la cabeza para razonar. Sentí que con un golpe seco me martillaban un clavo en el corazón y pensé en lo pelotuda que fui, en todo el tiempo que había perdido, tirado, en lugar de armar un muro de amigos, de afectos, de gente que me conociera y me quisiera para poder enfrentar con naturalidad momentos como aquel, la muerte, la muerte de mi madre, en lugar de andar a la deriva, sacándome fotos, bailando cualquier música que pusieran, toqueteando putos borrachos, robando celulares, bajando discos que nunca escuchaba, arrastrando amigas de mala calidad… ¡Qué pelotuda! ¿Cómo nunca se me ocurrió pensar en la muerte? Por suerte el espíritu de mi madre jamás reapareció. Llegar a casa, abrir la heladera y encontrar un limón. Onda comix. No saber qué hacer. Recibir facturas de luz y teléfono. Tener que bañarme, salir toda mojada a buscar una toalla del placard y encontrar destendida la cama de mi madre como si su muerte hubiera sido mentira, una equivocación. ¡Qué locura! De repente, la muerte. Tener que regar las plantas, regalarlas, barrer, lavar la ropa, buscar un psicólogo, un contador y Mica que no volvía a ayudarme ni nada, que se quedaba con su novio lo más pancha, que sólo estuvo el día del velorio y el entierro y ya está, ¿para qué más?, haciendo una excepción en su rutina, un esfuerzo, un compromiso con su vieja amiga, por lástima, obviamente. ¡Qué feo! ¡Qué horrible es dar lástima! ¡Qué horrible! Que te traten como a un niño perdido, mendigo, que te den cariño como limosnas por malabares, cosas que no necesitás pero igual te dan sólo por darte algo, para quedar con la consciencia tranquila, sin culpa, pobrecita, la huérfana pelotuda. Te dan plata para taxis, cenas aburridísimas, pañuelos descartables, creyendo que te solucionan la vida, que vuelve la alegría, que vuelve la felicidad con cualquier pavada. ¡Por favor! ¡Que se peguen un tiro!
Odio la gente que se cree que es algo. No quiero eso nunca más. Nunca más. Cuando ya se tiene un dolor grande, parece que no se puede seguir y, sin embargo, viene la pena, la lástima de los otros, la conmoción para que te sientas peor, una ruina, mugre, fea. La gente es así. Parece que lo hicieran por gusto, que fueran todos una manga de tarados. Tendría que haber dejado que los parientes trasnochados saludaran a Mica en lugar de mí. No entiendo cómo podían confundirnos con lo gorda que había quedado la loca esa. Querían abrazarla, darle un pésame memorable y profundo. Los hubiera dejado. Era to do tan patético, tan barrial y tan caníbal. Llené la casa de desodorante de ambiente y dije en voz alta “acá no me quedo ni loca”. Pensar que hay gente que se inspira en situaciones así. Cuando los extraños se fueron y el teléfono dejó de sonar sin que yo lo tirara a la basura, apareció Abu con su cigarro y una cara de preocupación auténtica. Se materializó de a poquito, esfumada. Era muy de noche. No asustó. No flotaba ni tenía aspecto de fantasma, estaba así, tal cual, Abu en camisón, carne y huesos, bien derechita, limpia. Tenía tantas preguntas para hacerle pero no tenía ganas de responder. Cerré las ventanas por las dudas. Se sentó en la mesa de la cocina mirando la pared. Pidió un cafecito, un cenicero y la caja aterciopelada con sus cartas de tarot. Se lo traje y la acompañé compartiendo el cigarro como si fuese un porro, bostezando abiertamente, rascándome los ojos. -La felicidad nunca es simple. Me ayudó tirando las cartas, que era la única luz que podía darme además de su compañía de ultratumba. La Cruz Celta de una, nada de andar con tiradas para principiantes temerosas. No le entendía mucho pero me dejaba guiar casi dormida, haciendo lo que me indicaba sin cuestionar o tratar de razonar. Barajé bien y comencé. Poné una acá, otra arriba, otra allá, todo así. Una carta que me represente, otra que me cubra, las fuerzas que me aprisionan, la corona de la cruz, el futuro, el pasado, el medio ambiente, las alternativas, los caminos a elegir, los obstáculos, las esperanzas, la Justicia, el Diablo, la Torre, la Luna, demasiada información, me vino sueño, lógicamente. -¿Podemos seguir otro día, Abu? -¡Qué distraída estás, nena! Mirá. Me enseñó una carta. La Fuerza. Una mujer muy tranquila con un león bajo un cielo amarillo de bomba atómica. Una carta preciosa pero que me había salido invertida en la tirada y por más que mi futuro se presentara como una infinita hoja en blanco sin sitio donde caer, yo sólo tenía inseguridad, mezquindad, obsesión por detalles intrascendentes que no conducían a ninguna parte. Era una bola sin manija en un mundo lleno de oportunidades. El norte en todas partes. ¡Qué lejos estaba yo de ser esa mina! ¡Qué lástima! Mi madre muerta en un accidente boludo. Tener que manejar la casa, tomar decisiones. El invierno que iba a llegar en cualquier momento. La tristeza. ¡Qué fea es la tristeza! ¡Qué fea te deja la cara, la columna! Tristeza para tirar para arriba. ¿Qué le vamos a hacer? Por suerte Abu aparecía a cada rato cantando la justa, estabilizándome. Me hubiera gustado otro panorama o, al menos, otra perspectiva, un cambiazo. Cable a tierra, le dicen, aunque no me gusta cómo suena, preferiría cable a Júpiter o al Más Allá. Abu se había muerto no hacía ni un año y sólo quedábamos yo y mi madre. Vivas. El resto de la familia… tías locas. Un fantasma no sirve de mucho. Mi madre tampoco era una gran compañía, seamos sinceras, nunca lo fue, pero de eso a dejarme sola en Ballester, rodeada de todas las porquerías que mi familia había juntado desde antes de que yo naciera, había un abismo. Nunca paraba de caer. Nunca paré. Aún no siento el golpe. Es increíble lo que demora. Una vez que el contador me puso al tanto de las deudas y el capital de mi familia, una vez que dimos de baja a los servicios, que logramos vender la casa y tiré todo, que elegimos el mejor banco donde depositar, una vez que me dejé el
pelo largo, que agarré el DNI de Mica sabiendo lo que tenía que hacer con él, ahí sí, le pagué al contador lo que tenía que pagar, lo mandé a cagar, rastreé a mi padre, le dije a Abu “vamos” y nos fuimos a la mierda. 15 – Hiperventiladas Dormí hasta tardísimo en un sillón incómodo del dormitorio de Bruna. Me desperté de un sacudón, un terremoto en el pecho, muy sudada, boquiabierta. Babee la almohada. Un bulto se movía como un fantasma amistoso en la habitación a oscuras. Era el perro nuevo de Bruna, el caniche que paseaba el otro día alrededor de Abu. Él tampoco la veía. Los perros no son tan perceptivos como dicen las señoras. Aún es fin de semana y no está la mucamita. Hay sol. Desayuno pan con queso. Es el almuerzo, en realidad. O la merienda. No soluciona mucho. El pánico de ayer debe haberse ido pero me duele la cabeza y un ganglio. Evito cualquier esfuerzo mental. Quiero despabilarme, ser ese perro o esta silla. En lo posible, ni ver. Ver me duele. Como. Pan con queso y agua, parezco una mascota infantil. Odio tener resaca, dar lástima, despertarme y descubrir que alguien me preparó el desayuno como si yo fuera una enferma terminal o un perrito. Tuve una pesadilla muy graciosa pero que igual me dio miedo. Me comía un muñeco de plástico. Soy una pelotuda. Esparzo el queso todo mal. Es horrible andar vestida así a esta hora del día, tanto brillo y escote. Mi aspecto debe ser lo menos. Ni me miré al espejo. No tomo más, buscaré un psiquiatra o seguiré abrazando gente para estabilizarme. Hay jardines de infantes que educan así a los niños. Bruna me observa al otro extremo de la mesa con su pelo mojado y una cara espantosa. Tiene olor a talco y una remera muy grande, blanca, con los dobleces marcados. También come pan con queso. No recuerdo cómo quedé dormida. Probablemente lo hice hablando, dando dudosos consejos a esta pobre infeliz. Me dio mucha lástima. No ella. No, no, no, no. Me dio lástima la situación, dormirnos así, con un perro olfateándonos las entrepiernas. Yo, medio borracha, consolándola con discursos incoherentes, con pánico y miedo. Porque tengo miedo también, hay que decirlo. Tengo miedo a quedarme loca, ser una más de mis tías, que me hablen y no entienda. Bruna también tiene miedo por todo lo de su familia, su madre abandonada, el futuro, tenerme sólo a mí de amiga. Aconsejarla fue espantoso. Traté de hablarle en abstracto, disimular, no darle referencias de mi vida, no hablar de mis experiencias tan similares, no ponerla al tanto de mi estado que ya bastante tenía con lo de este tipo, la pobre. La observo. Mira la pared. Está triste, lógico. Debería explotar, comenzar a llorar, gritar o romper cosas. Le haría bien. A mí ayer me hizo mucho bien. A su madre parece que no. Marisa comienza a hablar sola en su dormitorio. La escuchamos desde acá. Bruna hace como si nada. Cae algo y se rompe. El caniche ladra como una rata. Se ve que el Master en Trauma ha caducado. Grita. Bruna me mira aterrada sosteniendo una taza humeante. Pone un saquito de té rojo. Me vienen los recuerdos de mi madre r ompiendo la casa en Punta del Este. Es increíble cómo lo recuerdo tal cual. Es un sticker en el cerebelo. El ruido, la desesperación, las ventanas rotas y el viento helado entrando. El té tarda en soltar color y el llanto de Marisa cada vez es más nítido. El caniche no encuentra qué hacer. Le digo a Bruna que salgamos a pasear, que me acompañe a la Galería do Rock a comprar una pavada, que si a su madre le da por romper todo, estará mejor, que se lo digo por experiencia. Estamos muy dispersas. Nos equivocamos durante el trayecto del subte y bajamos en otra parte. El calor se desploma en el asfalto. Tratamos de rumbear. En Sao Paulo no se puede perder el sentido de la orientación. No nos soportamos ni
soportamos estar bajo tierra. Subimos. Caminamos por el centro aprovechando que es fin de semana y no hay gente. No hablamos ni lamentamos estar despistadas y deprimidas. Cada una piensa lo suyo. Nos movemos con más lentitud que el viento. Sí, medio poético el asunto. Una iglesia da campanadas. Es que estamos sensibles, hiperventiladas. No conectamos del todo. No sé bien qué es lo que Bruna piensa aunque lo intuya y ella tampoco sabe en qué anda mi cabeza. Ni siquiera yo lo sé. El panorama es raro y sucio. Alguien se llevó a todos los crackeros y las viejitas paseando perros. La Avenida Paulista tiene sus comercios cerrados y el sol rebota como en una pista de skate. Quiero activar el momento sin entrar en conversación. Me hago la loquita y corro, doy saltitos, abro los brazos como si fuera a volar, como si me estuvieran filmando o fotografiando para la V ice. Me canso. Me mareo. No llevo lentes negros así que me cuelgo del brazo de Bruna y me arrastra unas cuadras como a una cieguita atropellada. Volvemos al embole. No podemos sostener la euforia y la felicidad. No es como con Mica en Ballester. Bajamos nuevamente al metro por la estación Consolação. Compro un sombrero. Salimos en Estación São Bento y seguimos duras como autómatas hasta la Galería do Rock. El casco antiguo de Sao Paulo durante el fin de semana es medio cyberpunk. Tiene algo de apocalíptico noventero. Se escuchan mejor los pájaros y el olor a meo es filoso. La mugre es pintoresca, amable. Las veredas no tienen basura olvidada pero en las paredes hay una costra calcinada, uniforme, que la cubre como un mantel de hule. Como la ciudad tiene una ley hermosa que prohíbe los carteles publicitarios desproporcionados, los locales desaparecen durante los fines de semana. No se sabe qué hay tras las persianas bajas, las chapas graffiteadas, las cadenas y los candados enormes. Se los come la costra. Aparecen algunas personas y caminan despacio como nosotras. Tal vez tengan problemas muy similares a los nuestros en sus cabezas, pánico, dramas que en esta parte de la ciudad, a esta hora, son todos iguales, idénticos. Siento que me conecto mentalmente con la tristeza de la gente que nos cruza. Los sigo con la mirada. Me les prendo como lentes de contacto. Tal vez también tengan algún tipo de locura, algún raye, algún cuelgue, algo mío. El muchacho buscando el cine porno más conveniente, la embarazada tratando de encontrar un buteco con baño decente, el niño huérfano con hambre, el turista poco inspirado y con miedo a que lo roben, los emos padeciendo calor, los vendedores ambulantes sin clientes, los indigentes desalojados, los quiosqueros vendiendo revistas del dos mil cinco, Bruna imaginando cómo será su vida sin un hombre en la casa y yo dándome cuenta que estoy bastante loca. Es lo mismo. No hay dramas menores ni mayores. Por suerte llegamos rápido a la galería. Estaba comenzando a preocuparme, a pensar. Ya nada me resulta exótico entre las franelas negras. Me acostumbré rápido a esas rarezas y fetichismos musicales probablemente porque jamás me interesaron. Rockeros. Paso. La primera vez que recorrí los cuatro pisos de la galería fue como si nada. No quedé en las nubes y supe de inmediato que allí no estaba lo que buscaba, lo mío. Otro palo, sólo que, claro, tampoco soy tan caída. Sé bien que en el momento en el que comienzan a quemarse las papas y la testosterona es un imán, no llegás ni al segundo piso y ya encontraste un bombón. Por eso no soy desagradecida con la Galería do Rock. Más bien lo contrario. Delicia. Le debo varias alegrías, como diría Abu. Comienzo criticando todo pero quince minutos después ya estoy fascinada con algún tatuado que quiere venderme tablas de skate. Hacemos una recorrida de reconocimiento y entramos en una disquerías sólo porque hay un par de pibes que están buenos. Ni nos registran. Nos ponemos a mirar cds como si realmente fuésemos a comprar algo tan obsoleto. Cuando encuentro uno con el mismo logo que uno
de los lindos tiene impreso en la remera, hago que me super interesa la banda. Incluso leo los nombres de las canciones en voz alta. Sacudo mi mirada para que Bruna sintonice la situación y me ayude en el levante, pero no entiende. Nuevamente extraño a Mica. Con Bruna no se puede hacer nada divertido. Nos vamos de allí y nos sentamos en el buteco de la esquina a tomar unas vitaminas. Las charlas sugeridas por Bruna son aburridísimas hasta que comienza a hablar de Dieguito Muníz, con el nombre en diminutivo, suavizando. “No puedo creer que Dieguito Muniz no haya abandonado de un día para otro” arranca. Lo dice en plural compartiendo la tragedia con su madre o, pensándolo mejor, solidarizándose con el dolor de Marisa. Toma una distancia. Me doy cuenta que tampoco lo quería tanto, si no ya habría llorado unos buenos chorros. Creo que le saqué la ficha. Igual, es una boluda. Desde que llegué a Sao Paulo, cada noche, tomando un tecito riquísimo, el espíritu de Abu me ayudaba a planear lo que haría al día siguiente, tarot y charla de por medio. Nos juntábamos en el apartamento o en algún barc ito lejano, donde no me importase que me vieran hablando sola. La gente ya ni se asombra al ver alguien hablándole al aire. Ahora Abu está desaparecida, se marchó sin dejar rastros ni sugerir cómo contactarla y hay cosas que no puedo hacer por mi cuenta, sola. Porque así es como estoy, sola. No puedo olvidarme de eso, no, no, no, no. Tengo que tener los pies en tierra firme porque, si no, realmente estaré loca. ¡Qué miedo me da la gente loca! No saber lo piensan, qué es lo que están mirando. Quedo nerviosa sólo de pensarlo. Por eso, una vez que Bruna termina de putear a Dieguito, intento convencerla de que me acompañe a jugar a la copa, aunque ella no crea en obviedades metafísicas. Es imprescindible alguien más en la sesión y es la única candidata. Pobrecita, Brunita. Por momentos me da c ulpa pero, sólo con ver que sigue usando remeras flúo con stencils y recordar que mi padre nos abandonó en Punta del Este para irse con la ridícula de su mamá, me hace sentir que estoy obrando bien, que estoy cercana a algo parecido a la justicia, que me aproximo a ese concepto o a algo de por ahí, que tengo derecho a hacer cualquier cosa, lo que se me antoje con ella, con Bruna, con La Piojito. Que se jodan ella y su madre. ¿Quién las mandó agarrar a mi padre? Trato de que en la cara no se me dibuje maldad, escondo mi mostra interior y calculo el tiempo que demoraremos en terminar la vitamina, los camarones y algún cafecito que pidamos. Ideo un diálogo estratégico para lograr que me acompañe en la sesión espiritista, en lo posible, esa misma noche y en su casa. -¿No estás aburrida, Bruna? -Un poco. ¿Por qué no hacemos de nuevo lo de las falsas periodistas gastronómicas? Podría ser divertido. No quiero seguir imaginándome a mi madre en casa, enloqueciendo porque Dieguito se fue. -Lo de las periodistas sería demasiado. -¿Por qué? -Porque hay que hacer un trabajo previo. Esas cosas se planean con tiempo. -¿Por qué no me mirás más a los ojos? Me quedé en blanco. Bruna me mira como si tuviera siete años. Es más, parece menos. Reconozco su mirada, la recuerdo de cuando se pasaba el aloe en la cabeza, cuando íbamos al puerto de Punta del Este solas, a ver los barquitos blancos que llegaban. Nos paraba la policía para preguntarnos si necesitábamos algo, si estábamos perdidas y le señalábamos cualquier persona a la distancia. Le decíamos que eran nuestros padres y que teníamos hambre. -¿Alguna vez jugaste a la copa? -¿Qué? -A la copa, Bruna. Espíritus. Invocar espíritus con una copa de cristal. -No. Me da miedo. ¿Por qué me lo preguntás? -Porque, no sé, de repente se me ocurrió que podríamos jugar a eso. Siempre lo hacíamos con mis amigas argentinas. No tuve que hacer gran esfuerzo para lograr que nos metiéramos en su dormitorio a jugar de una vez por todas, pero costó un poquito. ¡Qué laburito me da esta mina! Y eso que es de las amistades más tontas y
básicas que he intentado conquistar en mi vida. ¡Qué pereza! Primero ordenamos un poco el relajo para recibir la visita de Abu en un espacio más amable, confiable y amistoso. Tampoco es cosa de tratar a los espíritus como si fuesen una plaga. Creamos el clima con facilidad. Bastó con que cada cosa fuera a su lugar o no molestara. Bruna no quiso encender velas porque las ventanas estaban cerradas y se podía quemar el oxígeno. ¡Qué burra! Cuando queremos ver nos damos cuenta de que hace como una hora que estamos guardando ropa suelta en los armarios, tirando basura, corriendo la cama, hablando de pibes y de experiencias alucinantes con la copa. Nos pintó la onda mucama. Me regala tres pares de zapatos que me quedan bien y una vestidito cortito, sencillito, medio cheto, divino, que no usa desde que se lo compró y apenas le gusta. Un amor, la Piojito. Ya es de noche y hay que sacar al perro a mear así no jode. Lo depositamos en el césped del patio de su edificio y nos fumamos un porro sin hablar. Cuando el caniche se cansa de ejercitar sus musculitos, guardamos la punta y subimos silenciosas, de lo más relajadas y sintonizadas. Pregunta si podemos filmar la sesión de la copa para subirla al youtube, que sería un éxito de acá a la China. Tiene unos parámetros mentales increíbles. Sumamente contradictoria. ¡Qué difícil lidiar! Porque primero dice que no, después que sí, después que no sabe, que si esto, que si lo otro, que quiere filmar… ya sé que lo de la copa no es una actividad común para cierta gente, que se asustan, que hay preconceptos, pero tampoco es para filmarlo a las risas. Pero la gente es así. Les parece una estupidez cualquier cosa que no puedan explicar. Las vidas de mierda que insisten en vivir, eso no les parece una estupidez, no, no, no, no. Se miran al espejo re tranquilos, se cepillan los dientes con crema blanqueadora y así dale que dale, hasta que un día se quedan los dientes sin esmalte y ya es tarde. Me colgué pensando lo de los dientes. Los porros brasileros pegan una vuelta muy sacada. Pareciera que Bruna no da para medium, que no sirve, pero con estas estúpidas nunca se sabe, por eso le doy para adelante. A veces, así como las ves, así de taraditas, poniendo los deditos en la copa, asustadizas, tienen terrible mediumnidad. Envidiable. No me explico cómo, pero más de una mosquita muerta con cerebro vegetativo ha resultado ser un canal maravilloso, óptimo. Algunas taradas pueden invocar al mismísimo Diablo en persona, dicen, aunque con cero responsabilidades. Preguntan cualquier pavada, tratan mal a los espíritus. Eso de preguntar la fecha en que te vas a morir. ¿Para qué querés saberla, digo yo? Como si todos los espíritus fuesen adivinos. -Mirá, Mica. Lo único que te pido es que no me dejes ningún espíritu dando vueltas por la casa. Mi madre se pondría hecha un fuego si le traigo un fantasma en este momento de su vida. No lo podría pensar. Después tenemos que llamar a un cura y encima pagarle sin que nos explique qué hizo. Eso la traumaría más que Dieguito. Viste cómo son las psicólogas. Hace tiempo un cura me dijo que los espíritus que se aparecen en la copa son siempre malísimos, que una vez se le metieron unos en la iglesia por culpa de unas catequistas que se pusieron a jugar. Fue tremendo. Parece que se les rompió la copa y fue re difícil sacar las almas. -No son almas, son espíritus. -Bueno, lo que sea. Que se entraron a romper las cruces, las lámparas, la heladera, el lavarropas, el secarropas... -¡Qué iglesia más moderna! Para mí que me lo estás inventando, Bruna. Perdoname que te lo diga así. Además, no es algo malo jugar a la copa. Uno invoca para liberarlos. Hay gente que limpia casas con esto. Todos contentos, más lo espíritus, pobrecitos, atrapados sin poder hacer mucho. -A mí me dan miedo esos bichos. -¡Bruna! Un poco de respeto, por favor. Cualquier espíritu se merece respeto, más si lo estás invocando. Concentrate. No pienses. Más allá no hay nada. Están aquí, en paralelo. No le des tanta vuelta. Es simplemente un
modo de mediación. No existe lo sobrenatural, sólo lo no conocido. Anótalo en tu cerebro, si podés, haceme el favor. No se mueve ni un milímetro, la muy boba. Se hace rogar. Se hace la interesante, hasta que, de golpe, arranca a bailar una pirueta tras otra. Se pone violenta y loquísima. Demasiado para una copa. Incluso, por segundos, ni siquiera la estamos tocando. Macabrísimo, de película. Quedamos de cara. Se le antojó dar vueltas rápidas buscando el borde de la mesa. Rapidísimo el vuelo. Lo veo y no lo puedo creer. Esa no es Abu, que de violenta no tiene un pelo, aunque puede ser que se sienta incómoda, que no le guste Bruna, que no le caiga su cara o el olor. Me asusto un poquito. Hay que ser fuerte. Dentro de lo que puedo, soy un ser fuerte. En un movimiento automático, bestial, suyo propio, me doy cuenta que planea suicidarse y romperse. No, no, no, no. No es Abu. Estoy segura. ¡Qué espíritu de porquería! Por suerte puedo agarrar la copa a tiempo, poner la mano debajo. Que nada se escape, ni un pedacito de espíritu. Salgo a la ventana, la abro y soplo la entidad. Me acuerdo de Abu tirando las arañitas al patio de la casa en Ballester, sin matarlas. Vuelvo a colocar el cristal entre las letras y le pido a Bruna su dedo índice derecho. La copa no se mueve. Muerta. Problemita. Silencio por un momento. Más silencio. -Abu, ¿qué te pasa, estás enojada? ¿Me contestás, por favor? -¿Cómo sabés que es tu abuela y no es … no sé… Michael Jackson? -Para dirigirte a mí tendrías que quitar el dedo de la copa, Bruna. Obvio que no es él. En este momento hay miles de personas en el mundo entero invocando a Michael Jackson que, dicho sea de paso, es super fácil traerlo porque es el típico espíritu que anda en la vuelta por la clase de muerte que tuvo, pobre. Sin gracia. Termina diciendo lo mismo a todos. La copa se balancea sin que la estemos tocando. Se arrastra por su cuenta sin timidez y da miedito. Hace un ruido horrible. Ronca. No afloja. Me cago entera. No me gusta lo que está haciendo. No hay necesidad de bochinche. Abu no haría algo así. Jamás. Empieza a dar números y los memorizamos. Dos uno uno cero nueve dos. Vuelve a su lugar, al centro y ahí queda, como si nada. Bruna no logra que salga el grito que se le ha formado en la boca. Mastica el cuello de su remera y babea la tela. Algo quiere decirme. Me muestro segura, intacta, revoleo los ojos para cada rincón como la mala de la película. Presto atención a todo para dominar el universo, la puerta, las ventanas, la copa, que nada se me vaya de las manos. Tal vez caiga el techo, explote la casa, se termine el mundo, nunca se sabe. Estoy preparada para cualquier cosa. Vi muchas películas de terror en mi vida pero esto es un 3D gigante. No me va a agarrar así como así un espíritu de morondanga con ganas de molestar. No, no, no, no. Levanto las manos. Un asalto. -Tranquila… Tranquila, Bruna… No hables… Respirá sin hacer tanto ruido… Tranquilita… ¿Memorizaste esos números?... Ahora, volvamos a poner los dedos en la copa y damos por terminada la sesión… Vamos… No seas maricona… Encará… En el silencio apenas movilizado por susurros, se golpea una puerta de la casa. Terror posta. Ahí sí, grita la muy idiota de Bruna. Yo aprovecho para respirar y estirar los dedos como antenas. Busco algún pensamiento o una iluminación. “¿Tenías puertas abiertas?”. Bruna tiembla y no responde. Se sostiene los labios con la mano. Dejó la copa hace rato. No se hace cargo, la muy turra. Ahora hay pasos. Vienen a nosotras con algún propósito, al dormitorio casi corriendo. Es horrible escucharlos porque me imagino cualquiera. ¿Me parece a mí o alguien está golpeando la puerta? Gritamos como unas adolescentes yankees previas a ser descuartizadas por un hacha enorme y oxidada. -Bruna. ¿Estás ahí? Compré helado. ¿Querés un poco? ¿Cómo podemos ser tan ridículas, por favor? ¡Qué par! Jugar a la copa estando de porro es lo peor. Es Marisa la que habla. Bruna se arregla la ropa como si hubiésemos estado cogiendo durante horas a
escondidas y abre la puerta con gesto de embolada. Descubre a su madre con un pote de helado y grita “sambayón”. ¡Qué rico que es el sambayón! Subimos a la terraza. El edificio es alto y la ciudad es espeluznante. Busco estrellas en el cielo. Siento el viento lacio en mi pelo. La cabeza se me mueve. Las luces de las avenidas iluminan la galaxia, opacan el mundo, pueden más. Los autos no dejan silencio, van, vienen, se pierden y aparecen otros muy parecidos para hacer lo mismo. Los fumadores de crack se amontonan como lagartos mareados. No hay mosquitos. Nada parece puro y sin embargo estar con Bruna y Marisa a esa altura del mundo me convence de que no encontraré algo más cristalino que esta ciudad, algo mejor que estar con ellas. No sé por qué siento tanta paz si las odio con tanta fuerza. Me viene un chucho de frío repentino. Marisa me abriga con su saco de hilo y Bruna repite los números que memorizó durante la sesión de espiritismo. Mis hombros sostienen las hombreras con torpeza. Pensar que estas dos mujeres me arruinaron la vida. La mía y la de mi madre, que en paz descanse. Debería improvisar una crueldad, un asesinato ahora mismo, tirarlas, empujarlas a la calle desde tan alto, al menos en memoria de mi madre, que nunca logró recuperarse, engordó muchísimo y murió así no más, al pedo, en el centro del barrio, ante los ojos de toda la chusma. Las escucho hablar despacio, comentar virtudes del helado esforzándose en no nombrar a mi padre. Dieguito Muniz. Quieren llevar la conversación hasta algún punto interesante, matar el tiempo entre ellas, distraerse. Están muy dolidas. Mi padre también las abandonó. Pobre, en un punto se parecen a mí y a mi madre. Un puntito chiquito pero adentro de un círculo. O sea, dos puntos. Bah, ya me entreveré. Vuelvo a pensar eso de empujarlas y verlas caer hasta la muerte. Me dan pena. Me simpatizan. Trago el sambayón. Frío. Me parece que es granizado. Distiendo los hombros y el saco se me desprende del cuerpo. Vuela muy liviano. Algún cineasta imbécil probablemente se coparía con la imagen y su potencial. Cae en la avenida y los autos lo pasan por arriba como si nada, como basura o un animalito. Los crackeros corren a recogerlo pensando que es dinero o comida caída del cielo. Lo devoran. Pido disculpas por mi torpeza y Marisa dice que no me preocupe, que está todo bien, que no vale la pena estresarse por cualquier pavada. Entramos porque nos parece que el frío en Brasil es muy traicionero.
16 – Todo mal Cuesta darse cuenta que se está estresado viviendo en un balneario. El aire engaña. El yodo. Los perros. El estrés en orillas no es una posibilidad que se maneje ni algo que se le cruce por la cabeza de un ama de casa autómata como lo era mi madre. Ni pensarlo. Los días y mi padre se le desaparecían, era una bomba de tiempo, un reloj de arena que no se daba vuelta y esa vida, inconscientemente, claro, la estresaba bastante. Le salían aftas. No sabía qué más hacer, qué más limpiar, dormir, explotar, comprar un mueblecito, matar a alguien. Me observaba crecer despacio, fumando cigarros co n la misma intensidad que Abu. Pólvora. Se desesperaba. Aparentaba pensar, analizarme, entretenerse pero para ella yo no era más que un televisor apagado o en mute. La sentía levísima como si no me quisiera del todo, como si tuviera que solucionar otras problemáticas para después, sí, quererme como corresponde, comprarme una campera. No me observaba en profundidad ni dirigía su amor con precisión pero alguna parte de sus pies pisaba la tierra. Era mi conexión con el mundo. Yo la quería. Nunca dije lo co ntrario. Se perdía en detalles,
en mis travesuras con menos gracia, pavadas, en los desayunos y los almuerzos, lo anecdótico, la pelusa formándose en los rincones, el verano que demoraba tanto en llegar. ¡Qué nervios! ¡Qué caro todo! Tampoco una niña suele tener una vida interior muy retorcida pero, claro, comparándome con la Piojito y su mamá psicóloga, lo que tenía en casa dejaba mucho que desear y mi cabecita no paraba. Taca, taca. Mi cerebro estaba lleno de cosas raras. El suyo también, ni que hablar. Por momentos, pensábamos lo mismo, nos rascábamos las nucas. Al que sí creía entender era a mi padre y eso que, pobrecito, Dieguito Muniz estaba re de las chapas, tal vez, más que nosotras. El dinero no era suyo y el casino siempre ganaba, pero manejar cantidades insólitas como si tal cosa, lo dejó medio dado vuelta, entre realidad y fantasía, sin pies ni cabeza. Un limbo. El casino fue el entretenimiento ideal para alejarse de las paranoias de su pasado dirigiendo la secta. Su historia jamás terminaba de dar un giro. No sabía en qué lugar colocarnos. En poco tiempo se consiguió clientes y llegamos a vivir de regalos, de sobras y caprichos de desconocidos. Señores, generalmente. Deseábamos que a esos señores les fuera bien, que tuvieran una racha de suerte en la ruleta y se ducharan en billetes. Tomaban a mi padre como un confidente, un psicólogo y un amuleto. Quedaba bizquito de cansancio. Le costaba hablar. Llamaban a cualquier hora y mi madre se enfurecía, mostraba los dientes, hacía que no escuchaba, que le dolía la cabeza. No quería coger. Mi padre le acercaba un dedo y se le erizaban todos los pelos. No quería volverse una secretaria ni podía seguir a mi padre en su ambición incierta. Punta del Este era sólo un escalón en el plan de Diego Muniz. Una ambición muy misteriosa que nunca terminaba de compartir con nosotras, de informarnos, al menos. No sabía a dónde llegar exactamente, pero estaba seguro que era una etapa bien elegida. Mejor imposible. Quería ser como los que habían dejado ese puesto vacante en el casino para que él lo ocupara. Quería crecer, convertirse en otra persona, que algún apostador se lo llevara pronto a Las Vegas, mínimo. Era lo que todos sus colegas querían y cada tanto uno lo lograba. Le hacían un asado de despedida muy básico y típico, como para que no se olvidara de dónde venía y al otro día pasaban de Punta del Este al Ceasar Palace de Las Vegas, a Panamá, República Dominicana, cualquier sitio por allá arriba. Él quería eso, algo así. Ir a Las Vegas y un fin de semana, en una aerolínea low cost, volar a San Francisco, tomarse un ferry para visitar la cárcel de Alcatraz, con el Golden Gate de fondo, vestido de traje, carísimo, fotografiar. Quería ver las puestas de sol en Montecarlo. Quería el mundo. Probablemente lo quería sin nosotras. Seguro. Eso es otro tema. Un trabajo extraño. Ganaban el quince por ciento de lo que perdieran los apostadores y a la vez les prestaba dinero cuando se vaciaban los bolsillos. Una cadena. Si el cliente perdía todo y quería seguir jugando, el casino prestaba dinero a los prestamistas para que continuaran prestando. Muy difícil de entender sin verlo, pero le generaba una adrenalina casi tan adictiva como la de los apostadores o la fe en el cosmos y, claro, en medio de esa máquina qué le va a importar si el jardín de su casa está prolijo, si los pisos brillan, si es invierno, si estamos bien, si estaría bueno comprar un perro o hay que aceitar las puertas. Quedan re en otra, en el Club Vip del casino, fumando habanos gratis, tratando de conseguir estrellas de la tele para que se den una vuelta entre el humo, para jetear y amenizar un poco a los habitúes. Comienzan a averiguar los cumpleaños de las esposas, las hijas o las madres de los jugadores para hacerles llegar cajas de champagne o monederitos de Versace en cada festejo. Es una vida para solteros o gente muy loca, pasada. Es una vida para alguien sin casa. Alguien de paso. Tenía consciencia de que aquello no era para mí, que casi no existía. Ballester seguía firme
en mi memoria de nena. El tren. Mi padre no. Al toque comenzó a vivir la vida de sus clientes, a adoptar los mismos ademanes, a hacerse cómplice, a lucir su reloj Cartier como si él mismo se lo hubiera comprado. Todo ese caos le daba seguridad, lo hacía olvidar, peinarse con gomina, atemporalidad. Siempre tras sus clientes, mirándoles las nucas. Mientras Dieguito desayunaba, hacía la caja diaria de préstamos que variaba jornada a jornada como la percepción de un esquizofrénico. Inmutaba. Compraba pasajes de avión en primera para sus clientes con nuestro dinero, teniendo en cuenta que iban a perder y cuanto más perdieran, más se ganaría. Lo dólares volvían al toque y siempre había un pez más gordo cerca. Peces brasileros, guatemaltecos, árabes latinos. Se le iba la cabeza imaginando lo que sería Las Vegas, Montecarlo, el desierto, los hoteles con camas inmensas, las luces, caminar tratando de no pisar ardillas. Ya estaba en lo máximo a lo que se puede aspirar en Punta del Este. En pocos meses supo quién era quién, los que valían la pena y los que no, los engañapichanga. De los grandes, obvio, los jugadores chiquitos, pobrecitos, que estaban abajo despilfarrando su sueldo y sus ahorros para las vacaciones, no, esos no. Esos van al casino a hacer la diaria, es como si continuaran yendo a la oficina. Juegan, ganan y se van. Pierden y lloran. Mi padre conocía los de la Tarjeta Gold, los que recibían todo gratis, alojamiento, caramelitos. Eran pocos. Diez o doce clientes por noche en un espacio pequeño. Tres mozas, una persona por mesa repartiendo cartas, dos barmans, unos cuatro como mi padre, otros tres para boludeces extra y a veces algún hijo mayor de edad aprendiendo el vicio, el paraíso. Mi padre no se interesaba por esos pendejos, prefería la gente grande, seria, clientes de palabra que sólo lo abandonarían si alguien los asesinaba. A veces le daban cheques para cobrar en otros países y el pobrecito se iba hasta allá como si fuera a la esquina, no paseaba ni nada, sólo llevaba el bolso de mano. No nos traía regalos. Nada. Ni un perfumito. Era un mundo pequeño donde todos se conocían. No se daba ni ahí el mito de los chinitos matemáticos que ganaban millones o eso de que si alguien se llevaba mucha guita lo echan. No, no, no, no. Tampoco hay tanta cábala ni tanta merca, ni tanto problema si se pierden quinientos mil dólares porque al otro día lo levantaban de las ganancias de sus negocios. Todo tranqui aunque mi padre estuviera sobregirado, muy arriba, durísimo, continuamente alto. No le interesaba apostar y tampoco podía hacerlo pero apenas tiraban la bola en la ruleta ya sabía cuánto tiempo faltaba para que salieran las altas o las bajas. Le acertaba. No era el vicio del jugador sino el vicio del prestamista, la manija. Se le hacía agua la boca. Se le perdía la mirada hacia el infinito. Estaba más allá, era la estrella en el dedo. Parecía tener un objetivo claro, fijo, distante. Entonces le decía al oído del cliente más pesado “apueste ahora” y ¡záz!, ganaba. Le venía la taquicardia y la expiraba en un resoplido triunfal. Una vez que se llega a un tope así es difícil abandonar esa vida, trabajar en otra cosa, pensar, sentarse a ver cómo sube y baja el sol. Es difícil darse cuenta que se está estresado, que ya está todo limpio. Es una chispa, un fuego que no termina de apagarse y queda intermitente, titilando catatónico, a medio vivir, generando algo parecido a la vida. Les ocurre lo mismo que a los perros vagabundos que habitaban Punta del Este y durante el invierno salen desorientados en sus jaurías. Durante el calor, los dueños ocasionales los llenan de mimos y carnes rojas, los desparasitan, los perfuman, les dan niños para que los adiestren y se dejen lamer, hasta que se marchan a sus ciudades de origen, sus ciudades reales. Los perros quedan abandonados, re locos. Se juntan, vagan y se pasan los parásitos entre ellos. Los parásitos le desprogramanre locos. Se juntan, vagan y se pasan los parásitos entre ellos. Los parásitos le desprograman el cerebro, los vuelven unos zombis
sin rumbo y ahí quedan por Gorlero, por la playa desierta, la arena congelada, por la calle, esperando que los atropelle un auto o que llegue otro verano y tengan suerte. Zombis de balnearios. Eso, tal cual. Eso éramos. Sin ladrar. Yo, en algún lugar por adentro, sin mencionar palabras, discretamente almacenaba rencor. No llegaba nunca a tope. Mi madre también, pero ya estaba como los perros parasitados y se había olvidado por completo de ese rencor cuando papá nos dejó. Su ausencia repentina fue rotunda e invalidó las pequeñas molestias de los últimos años. De ahí en más sólo existió ese dolor, ese trauma. Papá abandonándonos. Lo anterior, ya fue. No pudo soportarlo. No estaba preparada. Era una angustia imposible de contrarrestar a la apurada. Sólo logró analizarlo en Ballester, con el tarot de Abu. Ahí comenzó a pensar y reaccionó muchos años después, cuando me hice un facebook y nos pusimos a buscarlo, cuando dimos con el paradero de Diego Muniz en Sao Paulo, cuando vio que la madre de La Piojito estuvo atrás de casi todo. Fue espantoso. Vimos una foto de ellos juntos, abrazados, en una playa, al atardecer, con el cielo como una explosión de bomba atómica. Sí, era él, mi padre con la madre de La Piojito, con Marisa, la psicóloga hija de puta, la vecina en Punta del Este, en una playa brasilera tomando agua de coco verde. Vimos la firma de Maradona. Me acuerdo que mamá gritó “¡Arpía!” y escupió la pantalla. Abu, nada, encendió un cigarrillo y comenzó a barajar. 17 – Valeria Ache comienza a hacer pilates Lo importante es ir tras los beneficios. Los beneficios pueden estar en cualquier lado, en abundancia infinita, por eso hay que confiar en el cuerpo y sus correlaciones. Tener consciencia del ser. El cuerpo es el universo en pequeño. Somos el sol, la luna y las estrellas. Hay que confiar en lo que te pide el cuerpo. Como las embarazadas. Como cuando tenés hambre y visualizás un alimento en concreto. Una manzana, una hamburguesa con tocino, lo que sea. Cuando esa manzana o esa hamburguesa entren en tu cuerpo, seguramente serán más nutritivas que, por ejemplo, un plato de guiso. Puede que el plato de guiso teóricamente tenga más beneficios alimenticios pero no son lo que pedía tu cuerpo, así que no servirá de mucho. Sería lo mismo que dos pastillas de un complejo vitamínico. Aunque le des lo mejor y lo más completo, si el cuerpo no lo necesita lo tira por el pichí. Ese es el tipo de cosas que Valeria Ache tiene clarísimas desde niña. Cosas que le contaba su padre. Le gustaría escribir un libro y tomarse un Reflexan 5. Mientras caminaba por el barrio, Valeria Ache vio una academia de pilates y fue como cuando una bombacha te habla desde la vidriera y el monedero se acomoda perfectamente para que lo tengas. No se le ocurrió otra comparación menos machista. Es que asociaba el pilates a un estereotipo de mujer muy lejana a su postura alfa ante la vida. Por supuesto que Valeria Ache ya sabía de los beneficios del pilates desde hacía siglos pero no cuajaban en su lógica. Ella era más de los fierros, lo cardiovascular, la fuerza y el golpe. Taca taca. Hacía rutinas eficientes para contrastar, para equilibrar. Pero la academia estaba ahí no más y le dieron un folleto con una sonrisa. Oxigenar los músculos, que la persona tome conciencia de sus articulaciones, fortalecer la mente, alivar los dolores de espalda y sueño plácido. Leyó “la mente se convierte en la dueña del cuerpo” y le gustó el concepto. También simpatizó con “alineación del cuerpo”. Si su vida comenzaba una nueva etapa, que fuera con todo, alineada en lo posible. El momento de lo anaeróbico y la higiene postural. El eje. Su cuerpo lo deseó, así que debería estar bien. La profesora, de entrada le pareció medio naba. Siempre le costó confiar en las flaquitas
de rulos que hablan bajito, sobre todo si eran menores que ella. Esa gente que se ríe por cualquier incidente. El concepto “minita”. Lo tomó como un desafío y decidió superar el prejuicio. Tenía que evolucionar, desenviciarse. Ya era una mujer grande. Le dio un tiempo pero no podía contenerse. La miraba de reojo, subestimaba cada explicación de la flaquita, le daba asco que sus deditos con uñas pintadas le tocaran los músculos, no le dejaba terminar ninguna frase o traducía las indicaciones al porteño. Nuevamente pensó en eso de superarse a sí misma y no ser tan cerrada con las personas imbéciles, pero tal objetivo se le mezclaba con la teoría de fluir, de seguir lo que pide el cuerpo. Hacían cortocircuito. En realidad necesitaba un psicólogo. Igual, estaba bueno hacer pilates. En Santiago de Chile las academias de pilates son muy avanzadas. Tienen unos baños divinos. Re higiénicos. Un día le pasó algo inesperado. En lugar de la profesora había un profesor. No era un profesor. Un señor de bigotes de edad indefinida y vestuario juvenil que curiosamente no desentonaba con su pelo teñido. Lo que se dice “bien mantenido”. La piel bien, pelo en pecho, derechito, cola repingada, dedos gruesos, uñas bien comidas. La observaba. Ya había visto su cara enmarcada en una foto tras el escritorio de recepción. No se había imaginado el cuerpo. Supuso que era el dueño del negocio o el maestro espiritual. Descartó la segunda opción y confirmó la primera porque el tipo se mandaba cualquiera. Era muy baboso, miraba el culo de todas y en lugar de la música new age puso un disco de David Guetta que recién estaba entrando en furor. Igual, el disco sonaba bajito. El señor se paseaba de brazos cruzados por la academia, marcando músculos y marcando el ritmo de David con movimientos de cuello. Sólo él se sentía cómodo en su reino. Las compañeras de horario cortaron la rutina sin disimulo. Se retiraron sin excusas. Saludaron rapidito. Eso le gustaba de los chilenos. Valeria Ache quedó en la academia, tirada en la camilla, tranquila, sobre todo porque el señor tenía un algo, algo que le caía bien. Valeria Ache estaba bobeando con una pelota inflable y había perdido la cuenta de sus movimientos, pensando cualquier cosa. El señor le mostró un porro y dijo “¿Querés fumar?”. Valeria Ache decidió seguir su teoría de los beneficios. S intió afecto. No necesitaron cortejo. Cruzó los brazos alrededor de su cuello cuando ya habían acabado y le resultó un sexo horrible. Ni siquiera se había erizado. Sensación de vacío. El apartamento del tipo parecía un hotel. Sólo salía agua de la canilla caliente. Al volver al suyo sintió el olor a gato y abrió las ventanas. Sus pulmones comenzaron a acelerarse y el corazón se volvió piedra. Respiró profundamente bajo la ducha. Estuvo casi una hora enjabonándose de continuo. El dolor se le fue despacio. También se le fue el asco de haber estado con alguien que no le gustaba. Nunca antes había sentido algo así. Se contuvo. No fue al casino. Se preparó un té y comenzó a leer las llamadas perdidas, los mensajes de facebook. Tenía una nueva solicitud de amistad y tuvo que acariciar el nombre en la pantalla porque no podía creerlo. Algo de lo más extraño e inesperado le estabilizó los latidos. Fue mágico. De repente olvidó lo ocurrido con el señor de bigotes y la mudanza a Santiago de Chile. Bastó leer ese nombre en el apartito. Pensó que jamás volvería a cruzarse con él, que se había perdido para siempre en el mundo, que lo habían devorado sus problemas y fantasmas, pero allí estaba, en su mano, intentando comunicarse con ella, esperando que le diera el Ok para hacerse amigo en facebook. Aceptó y estiró los brazos hacia el techo para liberar las feromonas. Inmediatamente comenzaron a chatear y enviarse caritas como adolescentes pobres. Guiños y sonrisas amarillas. Ninguno decía cómo estaba ni dónde. Sólo existían en sus muros de facebook. Un reencuentro sin espacio ni sonidos. Se preguntaron muchas veces cómo andaban y respondía “bien”. Pero
andan mal. Uno se daba cuenta del otro. Las distancias no engañaban. Eran como mellizos, como las partículas de la física cuántica, como amantes eternos. Valeria Ache se recostó en la cama con el iPhone humedecido. El momento siguió un poco más y llegó a sonreír por minutos. El pulgar no paraba. En un momento Dieguito Muniz le preguntó “¿Aún querés ir conmigo al Ceasar Park de Las Vegas?” y ella respondió “sí, como en el primer día que nos besamos”. 18 – Agua y Coca Cola El cajero no me permite retirar dinero. Puse la tarjeta como siempre pero se la tragó sin hacer ruido. No salió. Las letras verdes se volvieron rojas. La peor mala espina bien clavada en portugués. Ni llegué a respirar o apretar otros botones en el desespero. Salí corriendo del cubículo luego de mostrarle el dedo índice a la cámara de seguridad. Era el colmo. El sol quemaba muy fuerte. Ardía Sao Paulo. Llegué tarde al Sesc, malhumorada, harta y en jeans. No es que tenga un horario determinado y fijo para ir a la piscina, marcar tarjeta. Puedo venir las veces que se me ocurran, a la hora que quiera, se entiende, pero inventé una rutina. Es algo que necesito para pensar menos e integrarme más al mundo. Saber que a tal hora hay que hacer tal cosa. Un orden. El Sesc me da tranquilidad, me alisa. Jamás, pero jamás de los jamases me viene taquicardia o dolor de pecho estando acá. Pasearme por el edificio iluminado y espacioso me relaja, decanta el aura. Pienso que no existe el tiempo, me despejo. Miro el piso tan limpito y me da paz. El o lor a desinfectante con un toque frutal. Caminar por los gimnasios como si buscara a alguien, ver a las amas de casa haciendo flexiones, las canchas de básquet, fútbol, vóley, la sala de lectura, los chicos musculosos, las empleadas, las cajeras, los ascensoristas, incluso subir las escaleras mecánicas y algunos niños, me dan paz, me hacen sentir una señora. No existe en Argentina un edificio que me provoque ese efecto tan bueno y de inmediato. La adultez serena. El Sesc es una de las ventajas más grandes de mi vida en Sao Paulo. Subo las escaleras de entrada esperando olvidar lo ocurrido en el cajero. Malú está limpiando el hall. Deja la escoba, desabotona su uniforme y se acerca de buen ánimo, arrastrando los zapatos, campechana. Le he inspirado un break en la jornada laboral. No se la ve muy agotada que digamos pero tiene los ojos duros, onda palera. Percibo algo raro, sutil, un pequeño desajuste en su cuerpo y su actitud para conmigo. Sí, tiene algo raro en la cara. Grita en un portugués precioso “¡Argentina! ¿Qué le pasó que llegó tan tarde?”. Nada. Me acomodo los lentes de sol. Le ofrezco una lata con jugo de uva. Comienzo a detallarle mis intenciones para la jornada pero como si un demonio se alojara en su cuerpo y tomara las riendas cerebrales, me aprieta el brazo a lo delincuente. Me dice bajito. -Argentina, vaya con cuidado. Tengo algo muy importante que decirle. Disimule. Venga para acá. Se me cruza rapidito la idea de que quiere hacer un secuestro express conmigo pero así como viene esa posibilidad, se va. Está en pleno horario de trabajo, ante la vista del Sesc y sus compañeros. Tampoco la pavada. Mira las cámaras de seguridad, me empuja con disimulo y cuando ya no pueden localizarnos, cambia la actitud, se relaja, sus ojos vuelven a ser normales. Abre la lata de jugo de uva. Sin explicar su agresión, traga, se abanica con el paño sucio de limpiar vidrios y sugiere un brindis. Las latitas suenan como copas de cristal. -¿Qué es toda esta demencia, Malú? ¿Qué bicho te picó para agarrarme así del brazo? Que la salvé, Argentina. Hoy me cambiaron la rutina de trabajo. Comencé limpiando la sala “Mosaico” y después me vine al hall. Me pre senté a las chicas de recepción y nos caímos muy bien. Estábamos charlando y charlando hasta que caen dos policías
preguntando por usted, con una foto y todo. Sabían su nombre, que es argentina. Micaela no sé qué. Yo conozco muy bien a esa gente. Por el tono de voz ya les descubro las intenciones. No eran buenos. No eran policías comunes. Ahora están arriba, en la Dirección, supongo. No han bajado. No me imagino en qué se metió, Argentina, pero sepa que allá arriba la están esperando con esposas, pistolas y todo. No puedo razonarlo. Mi pensamiento se vuelve humo negro. De castaño a oscuro. -Será por mi abuela que desapareció hace poco. Estábamos paseando. Nos sentamos en una plazoleta a comer una tarta. En un momento me dijo que se iba, se levantó, comenzó a caminar y hasta hoy no ha aparecido. No la he vuelto a ver. Se perdió en Sao Paulo. Me imagino que será eso. Malú me observa de arriba abajo. Frunce los labios a un costado. Muy desconfiada y sin intenciones de despedirse o agradecer el jugo de uva, se abotona el uniforme y vuelve a sus quehaceres. No puedo moverme o dejar de observarla. El shock de la advertencia me dejó desenchufada. La veo humedecer un vidrio gigante con un pulverizador. Me da la espalda. El sol rebota en el vidrio como un baldazo de luz. Vuelve el sonido a mis oídos. Comienzo a escuchar las voces de los adolescentes entrando al edificio. El portugués me resulta galáctico. Otras limpiadoras suben las escaleras. Malú no saluda a las tercerizadas, las de uniforme azul tipo enterito. Esas me resultan medio bichos porque a veces me las encuentro durmiendo en los baños, en los bancos de los vestuarios. Se ve que es el cambio de horario. También entran las cajeras de uniforme, entre ellas una que suele atenderme en el almuerzo, Andréia Freire, divina, gordita, morocha, con dientes grandes, sonrisa contagiosa y unas uñas impecables re bien pintadas que me llaman la atención cada vez que pasa mi carnet por el láser. Hoy trae un esmalte rosa con florcitas dibujadas. Me doy cuenta de ese detalle aunque ella ya esté subiendo las escaleras sin registrarme, re lejos. La que sí me ve y saluda con algo de simpatía es Janira, la profesora de natación. Me asusto muchísimo al ser reconocida. Me siento acorralada, una niña en una película. Me está buscando la policía y todos estos que entran son potenciales informantes, aliens. Me descubrieron. Algo tengo que hacer. No puedo mutar ni darme el lujo de estancarme. No puedo permitirme entrar en pánico nuevamente. No puedo seguir parada en la entrada del Sesc. El sol está muy bravo, no para. Debo ver el vaso medio lleno ya mismo, que no me encuentre la policía. Posibilidades. Tengo que encontrar posibilidades en menos de treinta segundos. Salgo corriendo para cualquier lado. Correr me hace recuperar la adrenalina, el cuerpo. Me recargo. Siento cada parte de mí. Estoy completa. Las células, los pelos, la médula, un hormigueo. Me detengo y compro una botellita de agua. Pienso. Me alegro de no sentir nada en el pecho. Ya sé lo qué hacer. Por suerte me avivé. El perrito ladra a su propio reflejo en el piso lustroso. Marisa me sirve una Coca Cola con poco gas. Una sobra. La cocina está impecable con las cosas en sus lugares. Tiene una bata. El pelo suelto. Se disculpa. Me deja sola y vuelve a su dormitorio a dar un portazo, pobrecita. Ni si quiera me invita a la sala a mirar televisión como la primera vez que entré en este apartamento. Sigue mal por el abandono de mi padre. Esta vez Bruna no demora y no llego ni a dos tragos durante la espera. Me doy cuenta que ella también estuvo llorando. Tiene la cara hinchada y ropa de dormir. Toda congestionada. Puede que hayan hablado madre e hija, como debe ser, que hayan ideado juntas planes para el borrón y cuenta nueva. Mi madre hizo eso con Abu en su momento. No se sorprende al encontrarme en la cocina sin haberme anunciado por teléfono ni haber coordinado un encuentro. Supongo que hacer esas gestiones previas no es algo propio de las amigas íntimas. Si ya pasé a esa categoría puedo perfectamente pasar a otra. Un paso después del otro. Vamos.
-Bruna, tengo que hablar contigo muy seriamente. -¿Hice algo malo? -No. -¿Te pasó algo malo? Mica, no me preocupes así. Si necesitas ayuda yo y mi madre… -No me llamo Mica. Silencio. El perrito se va sin que lo echen. Resbalan las patitas en el piso damero. -¿Que qué? -Que es un nombre falso que usé para conocerte. Soy la hija de Dieguito Muniz. Yo era tu vecina en Punta del Este. ¿Te acordás? La cocina desinfectada se siente vacía. Bruna procesa la data tomándose su tiempo. Ya viene. Respira. Percibo taquicardia, algo parecido a lo que me da a mí. Abre la boca y grita. -Mãããããããããããããe!!!!!! Marisa se aparece con la mandíbula desencajada, descalza y con otra ropa. Remera Hering de turista y nada debajo. El grito de su hija la ha asustado y ya no da más. No la dejan vivir tranquila su depresión. Puede ser que sólo mi presencia ya sea demasiado para estas minas. Están muy hechas pelota, a un centímetro del suicidio, apelmazadas. Desbordan. No puedo caerles con algo así justo ahora. Tanta psicología para nada, digo yo. No me inspiran lástima. Me basta ver la casa al pedo que tienen y pensar en gente con problemas más grandes que los suyos. Por ejemplo, yo misma. Me siento alta. Me siento una actriz muy importante desperdiciada en un papel de cuarta. Debo continuar el texto. Termino lo que me queda de la Coca Cola asquerosa y me reactivo. Un embole no haber ido a la piscina con lo contracturada que estoy. Malditos policías. A medida que cuento la parte más nefasta de mi infancia compartida con ellas dos, el rostro de Marisa se recompone, se aviva. El mismo efecto que me dio el agua y la Coca Cola. Le circula la sangre, bombea. Hay algo de lo que le cuento, de este nuevo problema que les traigo a la mesa, que le sirve para salir de su parálisis aletargado, la centra. Su compostura avanza al ritmo de mis palabras. Se endereza. Instintivamente se arregla el pelo con la mano y l e queda bien. No parece deprimida. La pena desaparece de su cuerpo, me observa con soberbia y me doy cuenta perfectamente que se vuelve una mostra de colección, antológica. Una señora. Una psicóloga. Cascabelea, ladea la cabeza, tensa la columna y cr uza los brazos, me analiza como a uno de sus pacientes más descabellados. Me doy cuenta. Se da unos aires. Analiza. “Así que esta es la hija de Dieguito Muniz, mmmmm”, piensa con un odio terrible. Sí, sí, sí, sí. De repente, el odio. Esa energía negra reaviva a cualquiera. No hay adrenalina que bombee más fuerte y tan rápido. Ni siquiera el amor puede más que el odio. No habla, lógico. ¿Qué podría decirme ella, siendo la mala de mi historia? Sólo escucha, respira lento y espera el momento para atacar. Percibo absolutamente cada uno de sus pensamientos, el teje mental, el odio, el instinto de la mostra asesina y resentida. Estoy segura que me ha odiado siempre y que ni bien nos reencontramos se dio cuenta que yo era yo. Ahora confirma cada una de sus sospechas. Cree que gana. Abu estaría orgullosa de verme así, aquí, sentada frente a estas dos después de un mal arranque de jornada, encarando, lúcida, entera. Que el cajero se coma tranquilo mi tarjeta y todas las tarjetas del mundo, que la policía revuelva cielo y tierra buscándome. Fase dos. Tanta atención en Marisa hace que no me dé cuenta si Bruna está captando bien lo que ocurre y lo ocurrido. ¿Me recuerda? Insisto en los puntos que más las responsabilizan de la vida desgraciada de mi familia, del derrumbe, de mi madre y mi abuela muertas, con unas muertes tristes, de gente común. Bruna abre la boca sin voz. Parece no poder creerlo. Too much. Sacude las orejas. ¿Es eso una sonrisa? ¿Se estará divirtiendo con mi co nfesión, la muy hija de puta? Me interrumpe incrédula mirándome por primera vez. Sus ojos en mis ojos. Hiperconectadas. No, no se está burlando de mí. Entendió todo, sólo que es muy fuerte. Re loco. -Sí, Bruna, soy tu vecina de Punta del Este. Me conociste antes de aprender a escribir. -¿Y por qué armaste esto para acercarte a nosotras? Todo eso de ponerte otro
nombre, entrar a mi casa haciéndote pasar por otra. ¿No es demasiado creepy? -En realidad, a quién quería acercarme era a mi padre. No me motivaba hacerlo de otra manera. No tengo por qué ser diplomática con un tipo que nos abandona de un día para otro. Tengo derecho a presentarme como se me antoje. Supongo que después de lo que les ocurrió a ustedes pensarán lo mismo. ¿No lo odian? Se miran por primera vez en lo que va del encuentro. No aguantan la mirada y me devuelven la atención. Marisa aprieta la boca. Ya sé. Jamás largará lo que está pensando. -Mica… o como te llames… yo era una niña en esa época. No puedo hacerme responsable por tu tragedia familiar ni merezco que me hayas manipulado de esta manera. Después hablamos. Permiso. Bruna se retira furiosa. Escucho sus pasos como si llevara tacos muy finitos. Me quedo sola con la v íbora en la cocina. Marisa no habla. Se levanta. Con una leve agresividad arroja en un tacho el envase descartable de Coca Cola. Luego lava el vaso y me da la espalda. Demora el mismo tiempo que le llevaría la vajilla de un almuerzo familiar. Hurga mugre en el vidrio. Demasiado jabón para un vaso. Me desinfecta. Lo deja chorreando en el escurridor y no se da vuelta. Permanece ahí, parada con sus piernas sin celulitis y pies descalzos, acobardada pero mostrándose orgullosa, racional, dentro de sus posibilidades. Me habla dándome la espalda. Mira la pared. -Creo que Bruna tiene razón. Si querías acercarte a nosotras… bah, a tu padre… ¿No fue demasiado hacerlo de esta manera tan… sicótica? La psicóloga sentencia. -Marisa. Usted ya es grande. Ya se da cuenta. Ya sabe. Podría decirle muchas cosas que tengo preparadas desde hace años, cosas que le diría mi madre pero ya no tiene sentido después de ver que él también las abandonó. ¿Qué quiere que le diga? ¿Qué heredé la perversión? Ponele que sí. Si no lo hacía con bombos y platillos me rendiría en el primer intento. Soy rebuscada, vaya a saber por qué. Igual eso ahora no importa. Les conté toda la historia porque quisiera pedirles un favor. Marisa me muestra un montón de lágrimas que se le cayeron mientras lavaba el vaso. Se quita la espuma de las manos y vuelve a sentarse en la mesa, sin tanta altanería, más sosegada. Parece que soné convincente. -¿Un favor? -Sí. Quiero ver a mi padre ya mismo. Hace años que necesito hablar con él y no puedo esperar más ni continuar con otro tipo de acercamiento. Tengo que verlo ahora. Estoy en problemas y él tiene que ayudarme. Me debe muchísimo. -A nosotras también, aunque no lo creas. No voy a contarte nuestra historia con él que ya bastante tenés con la tuya. Ves cómo estamos desde que nos abandonó. Horribles. También tendríamos algunas cositas para decirle. -Pero a ustedes no las está buscando la policía. Silencio. -El problema mayor es que Dieguito no está cerca. Se fue lejos. Sé dónde está pero es un viaje complicado. Volvió a su país. -¿A Argentina? -¿Argentina? No. Él no es de ahí, no es argentino. ¿De verdad sos su hija? Tampoco nos mientas tanto.
19 – Pocoata girls En el baño de la terminal me tragué dos pastillas antidiarreicas para quedar bien estreñida y sólo preocuparme una vez al día por conseguir un baño decente. Comemos sándwiches de queso entre perros y palomas cagando. No dejo de observar a los niños bañados en harina y papel picado. Parecen muñecos. Me dan lástima, asco y un leve toque de ternura. Que no me toquen. No siento alergia. La nave se detiene en cada pueblo que encuentra. No son muy diferentes unos de los otros. Ni los pueblos ni la gente. Siempre el mismo sol pero arde menos. Pica. Como los pasajes están vendidos en su totalidad desde hace unos
días y el próximo ómnibus sale recién mañana, decidimos viajar paradas con la esperanza de que alguna buena alma nos ceda el asiento. Hasta el momento nadie lo ha hecho y cada vez suben más personas. No sé dónde encuentran lugar. Se las ingenian. Familias enteras bañadas en talco. “Hay talco”, “hay coca”, dicen los carteles afuera. El viaje es largo y mareador. Las caminerías son un desastre. Presiento que el chofer atropellará algún borracho o una de esas concentraciones de gente alborotada e inconsciente. La gente anda muy eufórica por el carnaval. El carnaval justifica cualquier locura, la desmesura, los gritos, las bombas de agua que explotan en la ventanilla como latigazos, las demoras. Demoraremos bastante en llegar. Algo así como sesenta mil horas. A cada rato surgen inconvenientes que el chofer debe resolver. Demuestra tener algún tipo de superioridad. Soluciona. Lo admiro. Ahora, por ejemplo, es un camión que volcó en el camino. El chofer se baja y comanda el operativo improvisado. Extiende el brazo y señala órdenes. Cuesta mover la máquina. Nosotras no movemos ni un dedo. Aprovechamos para sentarnos un rato y ver el caos desde lejos junto a las ancianas mudas. El camión transportaba gallinas. Varias se escaparon y flotan en un arroyo sin que el chofer decida recogerlas. Es muy lindo ver a las gallinas flotando libremente. Parecen patos. Cacarean de lo lindo. Ya las matará alguien. Los sándwiches se nos acaban. No quisimos quedarnos en el hotel entre turistas alemanes que se duchaban cantando. No aguantábamos más aquella ciudad, Potosí. Supo ser la capital de América en un momento. Ahora es un quemadero de cabeza. Los problemas de la altura y el descontrol no nos permitían pensar. Andábamos a la deriva. Muy mareadas. No entendíamos nada lo de los ómnibus. Necesitábamos ir en el primer coche que saliera porque estábamos hartas de tanto viaje, de la diarrea y los trámites de aduana. ¡Qué estrés! Pobrecita la gente que elige estos viajes como vacaciones. No pude dormir temiendo que la taquicardia me matara. Me costaba respirar, moverme pero no era por el pánico que había experimentado en los últimos días. No, no, no, no. Esta vez era la altura. Bolivia. En lugar de dormir, escuchaba gritos, risotadas, autos que pasaban a toda velocidad como si estuvieran en una ciudad enorme, en un balneario en plena temporada dos mil dos, con música antigua muy alta. Desayunamos mate de rosas con buñuelos de la sección cafetería del mercado Chuquimia aún sabiendo que conviene comer galletitas o algo envasado. El api es mejor en la tarde. Sigo nerviosa. Tengo miedo de desmayarme. Me pesa el pecho. Me duelen los pies. Me canso de nada y los ganglios de la garganta están inflamados a más no poder. Para tranquilizarme, razono. Pienso que es sólo una diferencia de altura, que la gente no muere por esto, por estar en Bolivia, que está todo bien, que la sangre se me irriga lo más bien, que siempre hay oxígeno y tengo una buena capacidad pulmonar gracias la piscina del Sesc y a la bronquitis que sufrí de niña, que si ya llegamos hasta aquí con Bruna, podremos llegar perfectamente hasta donde querramos. Seguimos. Dos señores nos ofrecen sus asientos y les damos una propina sin gracias. Miro el paisaje a través de los vidrios empañados y la mezcla de mp3 que sale de los celulares entre algunos ronquidos bastante sincronizados al reggaetón. Me compré una Coca Cola que vino con la tapa verde promocionando Shrek. Pensé que esa saga animada había finalizado hacía más de tres años. Ni quise ver la fecha de vencimiento del envase o hacer cálculos para sacar cuánto tiempo había pasado y cuánto me quedaba por vivir. Aquí la Coca Cola es más dulce y más efervescente. Rica. Bruna se durmió al toque. Apoyó su cabeza en mí. La miro de reojo y la encuentro algo querible. Por suerte quiso acompañarme. Hace tres días que no se baña. Sigo sin entender por qué ni mi madre ni Abu me informaron que mi padre es boliviano.
No recuerdo haberlo escuchado hablar de eso. ¿Seré tan distraída? Recién ahora me entero que desde niño le decían El Gringuito pero había nacido aquí, en Bolivia. No era gringo ni ahí aunque se ve que siempre le gustó ser extranjero, ir rebotando de país en país como un globo aerostático. Por suerte el viaje es largo y tenemos asientos, así puedo pensar mejor y la cabeza no se me suelta tan rápido. No me queda otra que estar en tránsito, dejarme llevar. Aprovecho. Mientras pienso lo de mi padre miro el paisaje muerto que cada tanto revive con la ropa colorida de la gente. Me resulta increíble que Dieguito Muniz El Gringuito haya nacido aquí, en Bolivia. Las llamas, las mulas, las casas destruidas y las nuevas sin terminar, los maizales. Todo seco. Vengo de esta tierra, indudablemente. Continúan las interrupciones y Bruna ahí, en su sueño pesado, no se da cuenta. Tal vez esté soñando lo mismo que yo pienso. Se pincha una rueda, un desmoronamiento, una niña que necesita hacer caca, una feria de cholas llenas de oportunidades, lo que sea. Paramos para comer cada dos horas. Una vez leí que una buena alimentación debe seguir ese ritmo. Atrasos y después, apurarse, acelerar entre el polvo. Las señoras gritando “más despacio” y yo con el i-pod sin batería, sin saber si prefiero que el chofer vaya rápido o despacio, si tengo que estar en Bolivia o Brasil, recordando momentos de hace años y tan lejos, mirando las montañas rojas con los arbustos rodeados de piedras para que no se escapen. Logramos entrar a Bolivia sin que nos pidieran documentos. Marisa nos pasó el pique, nos dio dinero, tarjeta de crédito, unas instrucciones por escrito y contactos en Bolivia. Parecía un agente del FBI invernando. La verdad, más que bien ella, al final de cuentas. Sabía exactamente dónde estaba mi padre y cómo llegar. No tenía su celular pero se las ingenió para localizarlo en un mapa. Tal vez ir a buscarlo era algo que pensaba hacer ella misma, que ya tenía planeado, estudiado. No le dio la nafta. Se volvió buena de repente y ya no la odié tanto. Bruna y yo. No es el camino rápido pero ya estamos aquí, en el medio de la nada, llegando con el carnaval. Alguien comienza a gritar una canción carnavalera y los pasajeros, en lugar de hacerlo callar, se lo festejan gustosos. Bruna se mueve molesta como si un mosquito entrara en una oreja y saliera por la nariz. Vuelve a acurrucarse al instante. Está hecha una piedra, apoyando su cabeza en mis tetas. Bajo en cada oportunidad. Paseo. Estiro las piernas. Los niños con sus armas de plástico flúo me respetan, por ahora. No debo ser un buen blanco. No recibo más que algunos papelitos. No me dirigen piropos. Pensábamos lo contrario, que lo estaban haciendo cada vez que nos decían “mamita”, pero en seguida nos dimos cuenta que era una forma de hablar. Por suerte llovió y no hay polvo. Se puede respirar. Una ventaja, al menos. Mucho ciber, mucha feria de animales, mucho dvd, mucho charango, mucha venta de infusiones, mucho papel higiénico rosado, mucha tv mexicana, muchos autos que vienen de Malasia y entran por el puerto de Iquique. Los venden regalados. Por eso hay modelos bastantes recientes y de marcas rarísimas. Ni se molestan en quitarles los stickers promocionando pizzerías asiáticas. Baratísimo todo. El boom de la ropa interior en microfibra. Muchos insectos. Llevamos días y días en esto de viajar y viajar con la ropa sucia, deseando menstruar recién cuando lleguemos, sintiéndonos turistas fugitivas, perseguidas por el cólera y la salmonella. Ojalá los policías sigan esperándome en el Sesc, en Brasil, lejos, charlando con Malú. No nos atraparán. Nada nos espanta. Es raro y lindo. Bruna se despierta y comemos mini galletitas con sabor a pizza, escuchando niños llorando y balbuceos en quechua. El bolo alimenticio salado, seco, baja y sube tomándose su tiempo. La comida típica que venden es arroz con charque y un huevo duro adentro de una bolsa de nylon. No da. Tengo ganas de dormirme, de
haberme comprado una revista con más páginas, de confiar en que Bruna se dará cuenta de cuál será el momento y el lugar indicado para bajarnos. Llegamos a un nuevo pueblo pero no es nuestro destino. Bruna abre los ojos y me acompaña al baño m edio dormida y sin corpiño. No puedo creer que se la pase durmiendo. ¡Qué envidia! No podemos hacer nada. Está sucio y tenemos hambre. Seguimos el segundo consejo de Marisa. “Sólo comprar comida caliente o frita”. El primero fue “viajar en colectivos pequeños porque pueden maniobrar mejor en las rutas”. A ese no lo pudimos seguir. Comemos un api muy caliente y un pastel muy inflado con hebras de queso oficiando de relleno. Sólo venden revista Condorito. Vemos a unas cholas con bolsos de plástico enormes con dibujos de Disney subiendo al ómnibus y corremos a nuestros asientos con temor a que nos los quiten. Las pasamos por arriba y, pobrecitas, se van al fondo. Un señor muy cordial y cero libidinoso, cuenta que por aquí cerca, en alguno de estos pueblitos, más o menos, estuvo oculto el Che Guevara, preparándose para ir a la guerrilla. El nombre del pueblo aparece en un libro. Quiero anotar la anécdota para recordarla mejor pero el bolígrafo deja de funcionar. Llegamos a Pocoata el primer día del carnaval. Nos bajamos entre la montonera de cholas cargando latas de leche en polvo que suben rapidito a ocupar nuestros lugares y continuar el recorrido del micro. En ese momento nos enteramos que le dicen “trufi”. Las cholas con sus sombreros, blusas, sandalias, polleras pesadas, plisadas, abrigadas con camperas deportivas satinadas, verdes, rojas, azules, Nike, despiden a los parientes en el trufi y se vuelven llorando a sus casas, con los perros correteando alrededor. Los perros no ladran por la altura, supongo. Caminamos hasta la plaza, la única zona con árboles. Nos sentamos con las valijas bajo la glorieta a pensar bien qué hacer aunque lo sabemos desde nuestra salida de Sao Paulo. Miramos. Todo tal cual las fotos que encontramos en Google. La plaza rodeada de almacenes abarrotados de bebidas coloridas, fideos en bolsas gigantes, dvds truchos, jabón en polvo, arroz. Tomamos ánimo y nos levantamos. Atravesamos el pueblo por las calles de hormigón recién hechas. Continuamos hasta que el camino se vuelve de piedra, esquivando niños tirando agua y espuma. A varios cerros de distancia, hay relámpagos. Los vemos bebiendo chicha morada, tranquilas, sabiendo que la tormenta no va a venir, al menos hoy, según nos aseguró el señor del Che Guevara. No hay mucha lluvia en el altiplano. Vemos la chicha fermentando en bidones grandes, ya lista, esperando. Un señor sale a la calle y se peina. Llegamos a un portón sin tranca y entramos en un patio sumamente acogedor, con plantas y gatos. Preguntamos por El Gringuito pero no está. Tenemos que esperarlo. Ya viene. No debe demorar porque hoy se celebra el Día de los Difuntos y pronto vendrá el pueblo a visitarlo. Nos sirven té fuerte con pan dulce y queso de cabra. Nos dan un control remoto y quedamos ahí, boquiabiertas, apoyando los codos en la mesa de fórmica frente a un televisor chiquito. Hacemos zapping entre programas mexicanos, luchas, Yuri, concursos, premios, humoristas disfrazados de niños. Las paredes verdes, intensas, están decoradas con publicidades de Coca Cola como si fuesen cuadros, paisajes, fotos de familiares, actores supuestamente famosos, retratos de Evo Morales. También hay posters de cerveza con modelos semidesnudas en trajes típicos llevados al nivel tanga. La cortina de cuentas de colores se mueve y entra ella, Luzmilla, mi hermana boliviana. Luzmilla se me parece pero en versión cholita. Dos trenzas con pedrerías en las puntas, blusa lila calada, perlitas, sonrisas, saluda confiada haciendo la V de Victoria con la mano. Siento la mirada de Bruna en la oreja izquierda. Me la toco. No me pongo nerviosa ni nada. Me levanto para saludarla. Le doy un beso. Ella saluda a Bruna, apaga la tele y nos sentamos las tres a
charlar. No puedo creer este momento. Canta un gallo. Mi padre no o diaba Pocoata pero desde chiquito quería irse bien lejos. No le gustaba ser el diferente, que lo observaran tanto. Al Gringo, mi abuelo, que nunca conocí ni sabía que existía, le daba lo mismo y no se extrañó para nada cuando mi padre se fue con la secta de un día para otro, dejando su ropa y una novia secretamente embarazada. El Gringo siempre supo dónde estaba viviendo El Gringuito. Ballester, Punta del Este, Sao Paulo. Le seguía el rastro desde Pocoata, sin teléfono, ni internet, ni rencor. Había adoptado a la novia embarazada como una más de la familia. Bah, como su única familia porque vivía con estas dos en una casa de Pocoata bastante alejada, solos, despertando chismes falsos que con el tiempo se fueron olvidando y asumiendo como verdaderos. La gente es así. Entre ellos, Gringo y Gringuito, se escribían cartas que llegaban perfectamente. El trato siempre fue relajado, afectuoso, ideal. Nada complejo. Los celulares llegaron a Pocoata antes que internet. Luzmilla y su madre estaban al tanto de las comunicaciones padre e hijo, pero se hacían las que no, seguían sus vidas hasta que el Gringo murió y, bueno, tampoco podían hacer todo solas. Lo llamaron. -Hola, Dieguito. Soy Luzmilla. El abuelo murió. Ven ya. La semana de carnaval en Pocoata comienza el lunes con la ida al cerro El Torito a buscar bendiciones. Si no vas, te da mala suerte el año entero, diarrea, decepciones. No fuimos. Nos enteramos tarde. Allá arriba se brinda y comienza el carnaval. Ese día no se baila y por la noche el pueblo visita las casas de los difuntos varones que se fueron el año pasado. Se juntan y festejan. Un pariente cercano se pone la ropa del muerto y lo enfloran. Lo mismo ocurre con las mujeres difuntas pero recién en Pascua. Luzmilla tenía bien planchado el único traje del Gringo. Esa noche lo iba a lucir nuestro padre. Su madre no estaba en el pueblo, se había ido a Cochabamba, loca, con un bolso pequeño y vacío así, de paso, se compraba algo. No quería ver a Dieguito Muniz. No quería un reencuentro con El Gringuito. Nunca le perdonó el abandono, el embarazo. Lo odiaba como lo odian y lo odiaron nuestras madres. Mi madre y Marisa, la madre de Bruna. Con la madre de Luzmilla, eran tres. Las tres, iguales, pero esta última fue la única que tuvo la posibilidad de un reencuentro. Igual, se fue. No estaba ni ahí. En el momento en el que todos regresaban, ella se marchó. Hizo a la inversa de lo que solía hacer la gente del pueblo. El invierno es fatal. Muchos viven en Pocoata sólo por el verano y en el invierno se van a Cochabamba. En el esplendor del pueblo viven unas trescientas personas. Ahora hay doscientos cincuenta. Doscientos cincuenta y dos con Bruna y yo. Dieguito Muniz, El Gringuito, no aparece. Luzmilla sólo desea que nuestro padre no regrese borracho del cerro. Comenzar el carnaval borracho ya es mala señal y podría vomitar sobre el traje. Sería un papelón. Pensaba conservar al menos el saco como recuerdo de su abuelo, que la trató tan bien y nunca dejó que le faltara nada. Que el pueblo pensara cualquier cosa, total. -Soy idéntica a mi madre, por eso me dicen Kikim, aunque tengo bastante de nuestro padre, del Gringuito. Se nota en la forma de ser. No tengo mucho que ver co n la gente del pueblo y soy bastante nerviosita, ando en esto y en lo otro. Soy muy rápida y aquí todo es lento. Cuando comienzan a hacer algo yo ya lo tengo terminado. No paro. Si no hubiera internet en la plaza, no sabría qué hacer. Cuando Evo Morales puso internet libre yo ya sabía usar la computadora recontra bien. Iba a la comisaría. Tenían Windows en quechua. Me pasaba horas y horas. Era de las pocas en el pueblo que entendía el sistema y por eso me decían La Loca, porque me llevaba bien con esos aparatos, no paraba de hablar, hacía varias cosas a la vez y usaba reloj. La Loca Kikim. Me querían dar un niño japonés para cuidar pero me aburría el doble. ¿Cuánto dinero podría ganar con eso? No mucho.
Tampoco me llevo bien con los japoneses. Para eso está Amador, mi novio. Porque, no sé si saben, pero han venido muchos japoneses en los últimos años por todo el tema de los cereales. Vienen en las cosechas de quinua. ¿Conocen la quinua? Un cereal más chico que el grano de arroz. Acá se usa mucho en sopas, en la lagua, o se hacen buñuelos, bebidas mezcladas con jugo de frutas. Es una planta pequeña y cuando está madura queda roja, roja hermosa como la hoja de remolacha. Tiene espiguitas que es donde está el cereal. Aquí crece muy bien porque es una planta del altiplano. Necesita la altura. Recién después de los dos mil metros, da la fruta. Los japoneses y los macrobióticos hicieron estudios sobre las propiedades y comenzaron a llevársela. Los japoneses quieren comprar las tierras pero la gente desconfía mucho de ellos aunque traigan dinero y sean atentos. Desconfían más de ellos que de la secta que se llevó a nuestro padre. Algunas familias japonesas intentaron vivir aquí pero no se adaptaron y eso que hay internet satelital gracias a un préstamo de Chávez, que tiene un satélite y nos dio un pedazo de la banda. Nos dieron computadoras también. En fin, que con todo esto de internet cada vez me atrae menos la ciudad y ahora que además tenemos electricidad, agua y gimnasio. ¿Para qué irme? ¿Sucre? ¿Buenos Aires? ¿Tokyo? Una amiga con muchos pajaritos en la cabeza se fue de ilegal a Buenos Aires y le pagaban diez centavos por ponerle elástico a bombachas. No le permitían ni levantarse de la silla. Horrible para orinar. Comía comidas asquerosas porque allá hierven el maíz veinte minutos y piensan que ya es suficiente. Después cagan los granos enteritos. ¿En qué cabeza cabe eso? Sus mails me deprimían mucho y no le respondí más. Me la imaginaba y quedaba triste. Ella en un ciber mugriento al que podía ir gracias a sus ahorros y yo respondiéndole desde acá, del medio de la plaza, bajos árboles con mi laptop belga. Es que ayudé mucho a los belgas del IPTK que hicieron los baños públicos con ducha de agua caliente. En recompensa me regalaron la laptop con la que trabajaba y una cámara digital. En cualquier otro lugar me las hubieran robado. Mi madre me sugirió que diera la laptop a la alcaldía o a la iglesia. Están todos locos. Ni loca. Me hice un fotolog. ¡Por favor! ¡Cómo habla esta chica! Bruna me patea por debajo de la mesa. Ni nos preguntó por el viaje, por nuestras vidas o lo que sentíamos. Yo estoy muy movilizada y necesito ponerme a hablar ya mismo de mi padre, contar lo del abandono en Punta del Este, apretar play y subir el volumen. Bruna probablemente también necesite lo mismo, descargar. Luzmilla ya estaba totalmente al tanto de nuestra visita y nos trata como si estuviera todo dicho, como si nos estuviera esperando desde hacía años, canchera. Nada que agregar. Miro a Bruna y me parece que está más impresionada que yo con la situación y la desenvoltura de la boliviana. Ni prueba el pan dulce. Llegan unas moscas. Cuando comenzamos a contarle detalles del viaje, entró mi padre con una bolsa de papas. Bruna pidió permiso para pasar al baño.
20 – Apuntes de cosas que me dejan triste Nunca consigo darme cuenta si son sueños o pensamientos. El cerebro no puede distinguir la realidad de un sueño o un recuerdo. Algo así. Hay imágenes recurrentes que vienen y me atrapan. Son raras, aviso. El mar. Bueno, el mar nunca es raro. Casi todos sueñan con mares. El agua, lo obvio. Un desierto africano. Un paisaje nevado. Un valle de Saturno. Gatitos. Lo que más sueño son esas cosas. Eso y mi padre en el medio de una nada, dejándose llevar. No son pesadillas. Sólo imágenes que me dejan nerviosa y me despierto
como si un espíritu me hubiese devorado el alma. Una sensación espantosa. Una parte de mi corteza cerebral quedó detenida en la infancia, en algún momento en el que observé a mi padre nadar en Punta del Este. Es como si un porcentaje de mi vida se hubiese detenido en ese momento y no avanzase, como si no hubiera vivido nada después ni antes. El otro porcentaje, sí, sigue bárbaro, lo más bien. Ninguna amiga me distrajo. Ni Abu. Ni bailar. Esa época, supuestamente, la más feliz de mi vida y si embargo, no. Lejos. No podía superarla. La infancia. Los mediodías de invierno cuando Punta del Este recibía un resplandor amenazante que recordaba tenuemente el verano. Unos minutos al día alimentando la esperanza del verano, del sol generoso y el sudor en las bombachas. El mediodía de invierno, el momento en el que se abrirían las ventanas para ventilar la casa alquilada y comer tangerinas. Ese momento tan lindo en una situación tan horrible. El momento en el que les permiten a los presos salir a asolearse. Después llegaban las golondrinas y los mosquitos. Me siento muy sola. Tendría que tener un gato porque dicen que entienden el mundo mejor que los Humanos, que yo misma. Si estás muy perturbada, el gato se da cuenta y te hace mimos. Enrosca la cola. Lo podés poner en tu pecho y tu respiración seguirá el ritmo de la suya, te calmará. Si estás menstruando, él solito se sube a tu falda y queda quieto para darte calor. Se duerme en tu pancita. No se necesita tanto ibuprofeno o antialérgicos. Después el estómago se convierte en un horno. Transmutas. Los átomos de mis neuronas se cansaron de dar vueltas. Tengo miedo de que me salga un tic o comience a engordar. El miedo no sirve. Es lo más inútil que hay. Ni siquiera te previene, te prepara. Me acuerdo de Abu fumando y tirando el humo contra la pared. El humo rebotaba y le pegaba en los ojos mientras decía cosas como “cada persona es un umbral, un portal que lleva al mismo sitio: la nada”. Después se le pasaba, pero me asustaba. Me asusta asociar cosas. Hay muchas cosas que me asustan. Son más que las que me dejan triste. Recordar el pasado como si jamás me abandonara y eso que todos me abandonaron. Mi padre abandonando casas como yo abandoné Ballester o Abu me abandonó en Sao Paulo. Sólo puedo pensar el abandono, lo que se deja. No sé por qué no pienso en lo nuevo que comienza. Está más delgado, recto, tirante, sin panza. Le debe sobrar tiempo como para ponerse a hacer ejercicio. Tiene la boca rara, probablemente operada, pero bien, en proporción, la puede cerrar sin babearse como un viejo de mierda. Su elegancia es atemporal y por momentos, hipnóticos segundos después de algún gesto arrogante, los planetas giran enloquecidos a su alrededor. Se siente omnipotente y tal vez lo sea gracias a movimientos pensados, logrando que cada objeto y cada persona se tensione, se erice, quede pendiente de lo que él pueda llegar a hacer. Hipnotiza. Un gran vendedor. Puro marketing, electromagnetismo y ego. ¡Qué jodido, mi viejo! Un velocirraptor. Grandote pero con cara de niño manso, peinado de adolescente sujetado con gel, corte honguito noventoso, jopo y todo. No le queda mal, aunque la descripción da la impresión que sí, que es un ridículo descomunal. Él ahí, con su tatuaje sin vergüenza, con la sonrisa esa que te deja triste de tan evidente que es, falsa, con su ortodoncia bien acabada, sus palabras justas, suficientes, ostentando raciocinio y practicidad, resplandeciente. Dientes con respuesta rápida, fácil, continuamente alerta, predispuesto, programado, esperado que alguien diga un chiste estúpido para soltar una carcajada gruesa y molesta. De esos ingeniosos que se hacen los vivos. Los odio. Le sigue gustando la música gospel, un excéntrico hasta para eso. No ha cambiado tanto aunque ahora sea un hombre operado, atlético, con buen pelo y un anillo del tamaño de las iniciales de su nombre. Sus charlas se te trepaban en las orejas como alimañas. Usa muchas palabras
cortitas, picantes. Es un imán y es mi padre, es el padre de las tres. Bueno, no es el padre del Bruna pero es como si lo fuese. El mismo, pero distinto, más acabado, con otro cuerpo, en otro país, siempre descontextualizado Dieguito Muniz El Gringuito. Me mira como seguramente le enseñaron en algún curso empresarial, tras sus lentes de contacto, algo que a esta altura del partido no significa nada más que un patético pequeño gesto de coquetería de un veterano ridículo y no asumido, un detalle que se pierde en medio de tanto odio, porque lo odio tanto, tanto, tanto, tanto. ¡Cómo te odio! Le digo y no pestañea. Entonces lloro, se me caen los ojos por este llanto y por lo que he llorado desde que se fue. No en el momento en que desapareció, porque no me daba cuenta y era chiquita y fue tan de golpe y había tantas cosas para hacer y resolver, pero sí por las veces que lloré cuando crecí, cuando me di cuenta que ya no sabía nada de él y en mi casa estábamos solas, locas, mi madre, Abu y yo, abandonadas, con el césped del patio altísimo y yo salía desabrigada, pensando pavadas, medio loquita, andaba por el barrio dando qué hablar a los vecinos, me distraía y crecía y me tomaba el tren y volvía de la Plop y cuando me tiraba en mi cama a las nueve de la mañana, mientras el mundo se despertaba y yo quería dormirme y que se me pasara el pedo y el pegue, hacía eso del viaje astral trucho y me olvidaba de las cosas que había hablado con Mica, lo que había bailado, la gente nueva que había conocido, las fotos que había sacado y de repente, una vez que mi cabeza quedaba en blanco, blandita y con la ropa con olor a cigarro, con olor a la Plop, me acordaba de mi padre que un día se había ido, me acordaba de la cara de mi padre y el tatuaje y algún que otro recuerdo más, sobre todo el de él nadando, lejos y yo esperando en la orilla y qué mal me sentía y qué frío que hacía y qué sola estaba, sola, intuyendo que así iba a estar siempre, aunque estuviera con mi madre y Abu y todas las amigas del mundo que quisiera hacer y todos los que me quisiera garchar en internet, el barrio, el fotolog, la Plop y todo eso. No puedo creerlo pero lo entiendo todo. Me entiendo y no me da un ataque de pánico. Ya no. Puteo a mi padre frente a Bruna y Luzmilla. Él no suelta la bolsa de papas. Mi discurso es confuso, poco feminista, sin orden, sin bordes, pero fluye. Me deja hablar, que continúe. Hablo. Hablo. Hablo. Digo todo lo que tengo para decirle desde Punta del Este. Una vuelta me dolió la garganta y alguien dijo “es porque tenés cosas atoradas y tienen que salir”. Hay que largarlas y decirlas. Bruna y Luzmilla me abrazan con lágrimas muy gruesas. Ellas me entienden pero él no. No se da cuenta que todo quiere decir algo más. Es muy Crazy Frog.
21 – Carnavaleras En Pocoata, en el último sábado de carnaval se eligen a los que organizarán los festejos del siguiente año. Serán los encargados de cocinar, contratar la banda, comprar cuetes, serpentinas, papelitos y espuma. Son varios los cabecillas de este carnaval y entre ellos debería estar El Gringo, mi abuelo, que en paz descansa. Esa ausencia funcionó muy bien a nivel simbólico en la cabeza de mi padre. Sintió que podía cerrar círculos y, de paso, distraerse en algo que no le generase culpas. No le importaba tanto Luzmilla, su hija boliviana, pero se sentía fuerte, con ánimo de enfrentar y encarar. Después, mucho después, supuestamente, llegaría mi turno. Se ve que el universo andaba apurado y me hizo llegar en este momento hasta aquí. Tras abandonar Sao Paulo, ni bien llegó al pueblo como si no hubiese pasado el tiempo, lo primero que hizo fue comprarse una heladera
por encargo y, lo segundo, pedir para ocupar el lugar dejado por su padre en las responsabilidades carnavaleras. Un cabecilla. Cuando le dieron el okey, sí, fue al cementerio, lloró y esas cosas, supongo, por mi abuelo, por él mismo. Le vino algo en el pecho, una tos de fumador whiskero. Le delegaron lo de la musicalización y con la ayuda de Amador, el novio de Luzmilla, logró contratar una buena banda por dos mangos. Quedó muy bien parado. Amador es cantante y toca el charango como el mejor. Va por los pueblos durante el carnaval y se llena de aplausos. Por suerte Luzmilla no es celosa ni tan tarada. Divino, Amador, un buen loco, un lindo nombre, un lindo hombre. Brilla más en carnaval, se le aceitan los huesos y los dientes. El resto del año no consigue trabajo musical, así que se las arregla en la alcaldía como oficinista, guía a los japoneses con lo de la quinua y a los ingenieros agrónomos belgas del Instituto IPTK. Trabaja demasiado. Eso llama la atención y el rechazo. No es que le interese acaparar las pocas posibilidades laborales disponibles en el pueblo pero, sin dudas, es el que siempre tuvo las mejores motos. Movilidad. Ahora anda en una nave divina de Malasia, roja y verde, alta, ruidosa, pamentera, sin guardabarros, con el mejor caño de escape del mundo. La arregla él mismo con intuición y youtube. La infla con un inflador de bicicleta. Hace mucho ruido y le encanta. Se anuncia desde quilómetros como si se tratara de la llegada de un rey. Usa campera de cuero negro. Camina con las piernas bien abiertas y el short deportivo metido en el culo. Siempre tiene la espalda embarrada. Pese a tanto empleo y responsabilidades mal pagas, Amador no vive bien ni tranquilo porque ahorra con sacrificio para grabarse un dvd de cumbias y huayños. Su pasión es la música, pero no la folclórica. Le gusta la música común. Hace canciones propias y otras de grupos como Kalimba, Camila, Kudai, RBD. Le gustan los artistas que cantan bien. Quiere salir en la radio y tener muchas vistas en Youtube. En el pueblo no lo bancan y encuentran super lógico que salga con Luzmilla La Loca porque, además, excepto en carnaval, es casi la única joven de ahí. Sólo quedan niños y ancianos hasta que llega la invasión veraniega, el gentío. A Luzmilla le encanta ser casi la excepción juvenil, por eso reniega un poco de las festividades carnavaleras. Un poco bastante. Siente que la gente de afuera se adueña de las calles, no cuidan nada, ni los árboles de la plaza. Dejan todo vomitado. Los perros quedan como locos, pobrecitos. A cada rato le pide a Amador que se la lleve lejos en moto, así respira un rato. Se van y cogen entre las montañas. Con forro, obvio. No conseguí dormirme escuchando los cantos de las comparsas trasnochadas, los borrachos y los niños. Siempre aparece algo que no me deja dormir. ¡Qué rabia! Llegaban algunos intentos de sueño pero se descartaban inmediatamente. No germinaban. Sentía papel picado por el cuerpo. Tenía temor a las arañas y las vinchucas. No vi ninguna. Estaba muy oscuro. Luzmilla dijo que también había ratones, chiquitos pero ratones. Podrían ser hormigas o nervios, simplemente. Putear a mi padre en la cara me dejó pasada, muy sensible. Cerraba los párpados y mis ojos continuaban viendo. Me acordaba de unos videoclips. Mi padre nos despierta y salimos al patio a lavarnos. Hay tantos baldes, bidones, tanques y palanganas con agua con no sabemos cuál usar. Agua fresquita con polvo de tierra. No me dan asco. Estoy cansada de que todo me de asco. Suena Agrupación Marylin, lo único que nos resulta familiar junto a la campera Nike de una chola que no nos habían presentado y está moliendo llajua, muy seria. Se ve que durmió bien. Debe ser mi otra abuela o una tía lejana, algo así. No importa. Deja sus quehaceres, nos saluda bajando la cabeza y continúa con la gastronomía. Ahora muele maíz y ají para los ahogados. Ni se me ocurre ofrecerle ayuda. Pienso en restaurantes caros, en copas de vino fuerte. Me mojo y termino de abrir los ojos. Me miro
en un espejo muy limitado. Escucho a mi padre bostezar, desperezarse, despedirse. Se marcha. Mejor. No tengo ganas de seguir hablándole. Me dejó seca. En parte, me da una especie de tranquilidad verlo actuar como si nada hubiese ocurrido. Quiero ser así, agarrar para ese lado. No todas las mujeres de Pocoata usan ropa de cholita en la vida cotidiana. En carnaval, sí. El resto de los meses, van alternando. Por eso Luzmilla viene a darnos los buenos días y se aparece vestida re flogger. Nada que ver a su imagen de ayer. Nos sorprende. Pensamos que lo hace para parecerse más a nosotras pero puede ser que no, que se vista así usualmente, con chupines un poco demodés pero que en Pocoata quedan como un adelanto del futuro. No nos vestimos así. Habla de nosotras por celular con su novio Amador o alguien de otro pueblo. Le parecemos lo más. Corta y nos pregunta si dormimos bien. Le respondemos que sí y me lo creo. Terminamos el desayuno y, por fin, nos vamos a bañar. Hasta mediado de los noventa, cuando trajeron el agua, en el pueblo no tenían baño, lo que se dice baño propiamente dicho. Había que salir de la ciudad para cagar o hacerlo en los corrales junto a los animales y los niños. Con la llegada de los belgas simpáticos y bienintencionados, que se dejaron el pelo largo y aprendieron a hacer chicha, se incorporaron adelantos tecnológicos pagados por la Comunidad Europea. Tuvieron gran aceptación. Un fogonazo. Lo más revolucionario fueron los baños comunitarios que funcionan relativamente bien hasta el día de hoy. Los mantienen. El agua sale hasta el mediodía. Nos podemos bañar tranquilas porque, como la mayoría duerme con su primera borrachera de carnaval, tenemos todo el tiempo del mundo por unas horas. Me acaricio con un jabón suavecito. Salpico la pared de madera. Nos secamos las tres, unas a las otras, con movimientos intensos de toalla. Nos ponemos crema de chirimoya en el cutis y crema de lechuga en el resto del cuerpo. La crema de chirimoya no es curativa ni humecta pero suaviza. La que humecta es la de lechuga. El agua es salada y r eseca la piel. Las gotas se vuelven piedras. Hay que cuidarse. Con Bruna nos ponemos la ropa limpia que trajimos en unas bolsas de nylon y vamos con Luzmilla hasta la plaza a ver la comparsa. Quedamos bastante parecidas. Muy amigas. Nos acompañan unos perros mansos que no hablan ni parecen tener hambre. Miedo. Los niños madrugadores, con pistolas de agua bien cargadas, emulan voces de dibujos animados y se atacan gritando “te destruiré”. No nos mojan. No sé si porque somos extranjeras o estamos recién bañadas. Puede ser que respeten a Luzmilla. La moto de Amador comienza a escucharse con intensidad. Se alejan, ariscos, bichos. Tiran petardos y los pisan como si fuesen cucarachas, haciendo chistes y bromas que no entendemos. Nos observan con seriedad adulta unos segundos hasta olvidarse de nosotras y volver a incorporar a Ben10. Los tiros parecen de verdad. En todas partes del mundo los niños son muy macabros. A veces los veo y me entran terribles ganas de pegarles con un palo o hacerles bromas pesadas. No podría ser madre. Me dan asquito. Nos sentamos bajo un árbol a charlas y tomar Maltín. Bruna, que está en plan de experimentar, prueba un refresco de moco chinchi comprado en una casa de familia. El nombre suena asqueroso pero es refrescante. Canela y duraznos secos flotando. Amador llega disfrazado en su moto, cargando el charango y un cajón de cerveza para su comparsa. La moto está decorada con flores y hojas de maíz porque la van a bautizar. El carnaval pasado se olvidó de hacerlo. Este martes no se le escapa. Es el día en el que se hace la ch´alla, que es como una bendición colectiva de los últimos bienes adquiridos. Casas, autos, motos, lo que sea, se brinda a la Pachamama. Luzmilla y Amador se besan con la lengua bien adentro. Luzmilla le toca la cola. Somos parecidas. La comparsa se arma de a poco a nuestro alrededor y cuando está completa comienzan a
recorrer las casas que tuvieron muertos recientes. Nos dan chicha. Luego vamos a los hogares nuevos que estén ch´allando. Vienen más vecinos a festejar. Tiran misturas y confites contra las chapas del techo, condecoran con serpentinas al dueño de casa. Nos dan fisara, papa hervida, maíz, carne, habas, ensalada condimentada con mucha hierbabuena y, nuevamente, chicha. Antes de tomar, hay que tiran un poco al piso o a la mesa de ch´alla que representa la cosecha. Nos piden que cantemos una canción pero nos da vergüenza aunque Bruna ya había comenzado a entonar a capella la primera estrofa de Bad Romance. Los chicos se sacan fotos con nosotras como si fuésemos artistas. Tienen unas cámaras digitales super modernas y el flash se activa incluso bajo el sol. Llega el mediodía y estamos bastante borrachitas. Bruna agarra un bombo hecho con un bidón y le entra a dar palo. La comparsa se lo festeja y prueba suerte con el acordeón, el charango, la guitarra, la trompeta y el saxofón. Tengo miedo que se la quieran coger entre todos y se lo comento a Luzmilla. No puede creer lo que le digo al oído. Se pone como una fiera, ofendidísima ante mi comentario tan discriminativo. Cuando entro en razón y le pido perdón, vuelve a la postura que tiene desde que la conocí, a hablar como una cotorra de cualquier cosa menos de nuestro padre. -Antes había una sola comparsa en Pocoata pero se pelearon. De ahí surgieron los Halcones y los Wayronk´os, que quiere decir “abejas”. Uno de mis tíos por parte de madre fue de los fundadores de los Halcones pero a mí no me gustan ni esa ni la otra, prefiero las comparsas nuevas, las más improvisadas. No me van esas tradiciones y, para colmo, hay que pagar para estar en las clásicas. Ahora tenemos otras comparsas, de adolescentes o de señoras, como Las Magníficas, que hoy de noche te las voy a presentar, cuando comiencen a armar el escenario. El martes es la entrada del carnaval, el único día en el que se disfrazan. La gente se pavonea de gala. Con Luzmilla miramos los festejos a la distancia, bajo unos ponchos de nylon transparentes porque ahora sí que no nos perdonan los de las guerrillas de agua. Es muy molesto y me dejan de mal humor. Bruna no. Está integradísima, empapada y borracha en el medio del jolgorio, levantando los brazos. Se la pasa bomba con los de la comparsa, moviendo el culo. Le tiran harina, mistura, serpentinas y queda hecha una alegre milanesa de colores. Un collage. Es una obra. Pide más gasolina y papi, dame látigo. Con Luzmilla nos morimos de la risa. Cuando ya no le encontramos gracia, nos alejamos un poco más. Estamos en un espacio completamente tranquilo, desolado, sin carnaval. Un lugar secreto. Luzmilla me mira observar la postal ilimitada con lentitud. El paisaje alto y profundo me conmueve como a una tarada. Tiene vida propia, independiente. Se articula sin dificultad para que pueda disfrutarlo más. Me hace sentir blanda e irreal. Un espíritu. Un alien. Las únicas incomodidades que siento son las ganas de cepillarme los dientes y una especie de vértigo que atribuyo a la altura, la chicha o la emoción. Sí, estoy emocionada. Luzmilla me da la mano. No nos quitamos los ponchos y caminamos mirando para adelante, sin seguir un camino. Luzmilla cierra la boca. Respiro por la nariz el aire calentito. Nuevamente encuentro, a varios cerros de distancia, los mismos relámpagos que estaban ayer cuando llegamos. Siguen ahí. Son una amenaza contenida, cercada, vampirezca. No lo comento. Miro la parte del cielo que está más limpia. Se me inunda la visión con una paz artificial, muy poética. Cualquier cosa tiene sentido y puedo comprenderla. Me siento una persona normal, centrada. Me siento en un retiro espiritual. -¿Sabés jugar a la copa, Luzmilla? -¿La copa? ¿La de los espíritus? No. Aquí no necesitamos hacerlo porque hay médiums o hierbas para todo. Por ejemplo, esa es una hierba para olvidar. -¿Y cómo se la prepara? Nada. Se mastica y ya está, pero ahora no es la época. Hay que hacerlo por junio, julio,
falta. También es bastante digestiva. En el medio de la inmensidad hay un c ráter con varias piedras pequeñas en el medio. Son restos de un meteorito ya olvidado por el pueblo y por la gente que anda tras ellos. El terreno resplandece apenas comienza la noche. Está caliente. Luzmilla dice que ese es su lugar preferido y nos sentamos sobre las piedras a ver el atardecer. Mientras cae el sol, ya sin los ponchos transparentes, nos hacemos dos trenzas de cholas, de esas que se arman de memoria, bien apretaditas. Cuando termina de llegar la noche, vemos las primeras estrellas encenderse y multiplicarse hasta congestionar la oscuridad. El cielo es de lo más impresionante que vi en mi vida. Parece un vómito. Realmente somos el centro del universo. Tomamos chicha morada bien fría que trajimos en una cantimplora de gomaespuma. Le doy las gracias a Luzmilla por este momento mirando los puntitos blancos desde el suelo radioactivo. Siento que se me calienta la cola. Cosquillea. Luzmilla me da un beso bastante ambiguo y volvemos al pueblo improvisando la marcha, alumbradas por dos potentísimas linternas de leds que iluminan como rayos paralizados. Aprovecho para volver al tema. -Quiero saber una cosa, Luzmilla. ¿No sentiste nada al reencontrarte con nuestro padre? -Algo sí, pero no fue gran cosa. Lo que esperaba. No le tengo rencor. No quiero tenerle rencor. Crecí viendo a mi mamá odiarlo, hablar mal de él cada día y no quiero convertirme en ella, seguir eso. Es una actitud muy poco feminista. Me cansa. ¿No te pasa lo mismo? -No sé. Nunca pienso eso del feminismo. Lo analizo que detenimiento y llego a la conclusión. Sí. Debo procesarlo mejor pero las palabras de Luzmilla me identifican por completo. Me quedo callada y seguimos caminando así. Repaso mentalmente mis apuntes de cosas que me dejan triste. No, no lo odio. No puedo creerlo. ¡No lo odio! Acabo de darme cuenta. Es así. No lo odio. Ya no odio a mi padre. Cuando miro para atrás veo las piedras brillar como las virgencitas esas que se encienden en la oscuridad. Stickers de estrellas que se despegaron del techo pero siguen funcionando con su potencial alerta. No estoy cansada. No sé si fue Luzmilla o fueron las piedras radioactivas del meteorito olvidado. Tengo las baterías bien cargadas y potentes. Soy un led de última generación. Se evaporó el alcohol de mi cuerpo. Mi piel dorada en el sol, plateada en la sombra, verde en la noche, me da gracia.
22 – Del cielo Aquellos visitantes eran atípicos. No parecían tener religión o país. No tenían pelo largo, ni biblias, ni ropa anticuada. Llevaban chalecos beiges de exploradores y cámaras fotográficas con trípodes aparatosos. Acamparon cerca del pueblo y el más interesado en ellos fue Dieguito Muniz, por supuesto. ¿Qué otro si no? El Gringuito simpatizó de inmediato con los recién llegados, especialmente con el Enviado, que hablaba medio rarito y le pidió que anunciara en el pueblo que no iban a permanecer mucho tiempo, que no se asustaran, pero que tampoco rompieran las pelotas, que andaban en asuntos serios y difíciles de explicar. Estaban siguiendo un mensaje psicográfico que habían recibido hacía meses. El punto exacto de reunión con el contacto extraterrestre sería allí, cerca de Pocoata. Eran el momento y el lugar. La misión simplemente consistía en esperar el avistamiento y registrar el evento, ser testigos del contacto celestial y, probablemente, salvar al mundo. Dieguito se volvió el más joven del grupo y aprendió rápidamente los trabajos de relajación y mantralización. Estaba copado. A las seis de la mañana de un día equis, con el sol ya evidente, una inusual iluminación se destacó en el celeste grisáceo.
Apareció un objeto luminoso de forma circular. Cayó lejísimo y desapareció sin dejar estela. Lograron tomarle un par de fotografías. Al Enviado le pareció que al haber un exceso de entusiasmo en el grupo, el ovni se desvaneció asustado, pero que con eso ya era más que suficiente para una confirmación. Todo bien. El mensaje psicográfico había sido real, aleluya. Ya vendría otro aún más potente. Cada tanto, aplaudían. Les estaba permitido tomar alcohol. Pasaron varios días y semanas. No querían alquilar casas del pueblo, sentían que en cualquier momento recibirían la segunda señal. Preferían las carpas y estar en la de ellos, comienzo arroz con atún. Parecían gitanos. A veces compraban comida hecha y se volvían muy pesados con el tema de los condimentos. Era un buen negocio para los locatarios. Simpatizaron y agradecieron. El Enviado percibió un nuevo mensaje. Esta vez era seguro. Algo concreto. Avisó al grupo durante el desayuno. En un par de días Ellos harían contacto. Después cayó el meteorito. Era de noche. El Gringo estaba guardando la ropa de su hijo en un cajón, sin tristeza ni resignación. En algún momento los hijos se van. Se acostó sin cenar. Mientras dormía lo despertó un temblor. Los vecinos gritaron y las gallinas también. No le dio la energía para levantarse y ver qué estaba ocurriendo afuera. Se enroscó en las sábanas, retomó el sueño y al otro día se encontró con el notición. Un cuerpo celeste había caído cerca del pueblo, en el lugar exacto donde había indicado el Enviado. El grupo se fue apenas comenzaron a llegar científicos y funcionarios públicos para recolectar muestras del objeto no identificado. Se sintieron intimidados. Querían resolver sus problemas internos, estructurales, en otro sitio. La gente del pueblo estaba temerosa de haber contraído alguna enfermedad extraña por los olores nauseabundos que emanaban del foso. Muchos tenían los ojos irritados, jaquecas, mareo, diarrea y tartamudeo. A algunos les pareció un avión en llamas y no sería la primera vez que caía uno por ahí. El clima cambió. Vino frío. El viento estaba más fuerte, quejoso. El aire quedó pesado. Las gallinas perdían el equilibrio y se caían cada dos pasos. Los expertos detuvieron a tiempo las habladurías y el pánico, aclarando que se trataba de un fenómeno inofensivo sin consecuencias fatales. Descartaron cualquier presencia de radioactividad. El meteorito era de tipo condrita, rocoso y mineral. Lo que mareaba era la magnetita, el arsénico, el metano, el hidrógeno sulfúrico y el dióxido de carbono que pronto desaparecerían. Sólo había que esperar y despreocuparse. La gente creyó en la explicación aunque vieran salir agua hirviendo del hueco vuelto cenizas. Los animales y los niños no comían. En ocho días el asunto dejó de humear. Volvió la normalidad pero ni Dieguito Muniz, ni el Enviado, ni el resto de la secta regresaron. Ya estaban muy l ejos atrás de otro mensaje psicográfico de Dios, de Ellos, de Dieguito Muniz. ¿Quién sabe? En un punto el Gringo se sintió orgulloso y miraba al pueblo con el cuello estirado. Su hijo, por suerte, había servido para algo. Unos días después de que los científicos se fueran, la madre de Luzmilla entró muy preocupada a la policlínica. Continuaba con nauseas. La población se había compuesto y los animales comían perfectamente. Sospechó lo peor y fue así. Las nauseas que tanto la afligían no eran radioactividad alienígena, sino un simplísimo embarazo bastante no deseado.
23 – Valeria Ache deja todo Valeria Ache se toma un Reflexan 5 y un frappuccino en el Starbucks del aeropuerto internacional Comodoro Arturo Merino Benítez. Es el único espacio donde encontró wifi
y ni siquiera se atreve a usarlo. Lo desaprovecha. Mira las señoras limpiando la moquete infinita. Tiene bichos dando vuelta en la cabeza, dando saltos. Unos alemanes acalorados la miran con estupor sujetando fuerte sus laptops como esas viejas que andan por la calle con miedo a que le afanen la cartera. Quieren su asiento, su enchufe y su contraseña. Valeria Ache hace como que no los ve, como si el aeropuerto estuviera repleto de internet libre y aire oxigenado. No piensa moverse de esa mesa ni ceder el enchufe que tiene a sus espaldas. Piensa en fumar. Ya devoró su muffin de banana edición limitada. Lo hizo en tres bocados sintiendo cómo se arremolinaban la grasa y los nervios que confundía con amor. Santiago de Chile, encajonado a la cordillera con veinte y pico grados de temperatura, está lejos, al noroeste, supone. Hace cálculos. Atravesó rapidísimo Las Condes en un taxi tomado en la calle. Después vio mejor la nada y la pobreza. Pensó en el concepto “calidad de vida”, en un signo de pregunta y en la cara fantasmal de su jefe cuando la escuchaba presentar la renuncia al flamante puesto de trabajo y la empresa multiuniversal. El señor no podía creerlo y se dejaba ahogar por el sillón de cuero real. El celular sonaba y no atendía. Valeria Ache estaba tranquila, con los dedos flojitos, engarzados, respirando bien, acompasadamente. No se sentía ni estúpida ni cuestionada. Seguía el dharma. Pensaba que hacía lo correcto y del mejor modo. La oficina explotó en toda su dimensión. Fue al minuto. Ni siquiera los cadetes entraban en razón, no podían seguirle el planteo, la formalidad. Cientos de millones de personas deseaban ese puesto de trabajo. Cientos de millones de pesos chilenos la necesitaban. Valeria Ache no podía dejar el puesto así como así, sin argumentos ni un mail preparando el terreno, de un día para otro, demente como ella misma. Era como si el Tupungatito, el San José y el Maipo se hubieran coordinado para hacer erupción al mismo momento. Un vómito del centro de la tierra. Le pidieron que, por favor, lo pensara mejor, que se tomara unos días de licencia o unas clases de pilates, pero Valeria Ache había tomado una decisión. Si hay algo en lo que Valeria Ache no cede, es en las decisiones. Le pidieron una semana, unos meses pero no. Lo dejó todo, de una, así. ¡Záz! Eliminó los teléfonos del drogadicto diabético y el gimnasta David Guetta. Quería andar libre por el mundo, ir a un lugar en concreto. Para vivir no necesitaba más que una Nespresso. El factor suerte. Así lo llamaba su padre, un matemático y arquitecto fallecido, que se la pasó haciendo estadísticas de los números de la suerte y desarrollando una fórmula que no había quedado registrada en ningún testamento. Tenía la cabeza bien amueblada. Tremendo timbero. Pudo haber muerto por una aneurisma cardíaca, como decían los médicos, pero Valeria Ache prefería teorías más lejanas a la aorta, que involucraban sicarios, tías codiciosas, demandas y conspiraciones estatales. Los nervios. Ganó la lotería. No fue el único. Pasó su vida recorriendo casinos, llenando y vaciando cuentas hasta quedar en menos cero. Entonces, llegó la lotería. Podría haber sido más pero para alguien que llevaba sus muebles a remates, era más que bastante. El premio se repartió entre siete y él era uno de los afortunados. No pudo disimularlo. Salió a la ventana y lo anunció a los gritos en pleno fin de año. Esas cosas sólo se pueden decir frente al mar. Gracias a los cálculos del Sr. Ache pudieron ir tres veces a Disneyland y cambiarse de colegio. Cada día, un par de medias. El dinero fue fruto de un trabajo y un estudio. Nada de suerte de principiantes. Lo merecían. La alegría millonaria duró unos meses hasta que su mujer presentó una demanda de divorcio. Llegó en un sobre. Nada de pan y cebolla. Valeria Ache lloraba porque era chica y no entendía cómo funcionaba el mundo más allá de su ropa nueva, los grandes. Con el tiempo comprendió mejor y no culpaba tanto a su madre de haberlos abandonado y dejado en la ruina. No se
reprochaba haberse quedado del lado de papi. Ella hubiera hecho lo mismo. El Sr. Ache era un hombre hermoso. Tenía pecas y jugaba al ajedrez. Su pieza preferida era el alfil. Su carta, el siete de espada. Odiaba volar en aviones. Se inyectaba vitaminas. Preparaba el café con leche con mucha azúcar. Se le enrojecía la nariz con facilidad. Le gustaba el coñac. Ahorraba en luz. La casa permanecía a oscuras y, cuando llegaba borracho del casino, tropezaba con las sillas, las mascotas y la hija. Los gatos no aguantaban y huían recién nacidos. Tenía buen humor y a los sirvientes los llamaba “el personal”. Excepto lo del miedo a volar en avión, Valeria heredó todo. Antes de morir, el Sr. Ache le advirtió que el blackjack era uno de los más adictivos juegos de azar, que tuviera cuidado y no confiara ni en ella misma. Justo él, que la había llevado por primera vez al casino apenas cumplió la mayoría de edad. Llegaron del brazo. De las tragamonedas no decía nada porque se gastaban montos pequeños de dinero en comparación con las mesas de blackjack o póquer. Era un juego de niños, subir y bajar palancas, las lucecitas. A Valeria Ache no le divertían. Era jugar con un balero. La historia sigue. Después pasa lo de siempre, te sentás por primera vez en una mesa de blackjack y comenzás a ganar. Si se pierde, no importa, se hace la apuesta menor permitida y si se sigue perdiendo, chau. Con los días llega el subidón, la adrenalina, la serotonina, la cocaína, el estereotipo y la anorexia. Problemas sin importancia mientras se tiene dinero, chofer y un padre vivo. El padre se muere. Llega la insolvencia y el trastorno. Es evidente que se ha cruzado una línea y no importa en qué momento ocurrió. Si al entrar al casino por primera vez o al enterrar a la única persona cercana en el cementerio de un balneario en invierno. Fue muy difícil hacer los trámites del entierro del Sr. Ache en Punta del Este. Valeria Ache no quiso volar con cadáver o cenizas. No podía hacer otra cosa que llorar en la habitación más barata del hotel extranjero. Algunos la ayudaron por compasión, otros, porque realmente estaban preocupados. Dieguito Muniz la consolaba y le sugería el luto. Valeria Ache no paraba de pedir margaritas y pasearse por el hotel como un fantasma desnorteado. Miraba las máquinas tragamonedas como los adolescentes que acaban de eyacular. La autonegación. Apostar para intentar recuperar. Tropezaba con los dobleces de las alfombras. La gente pensaba que estaba medicada. No distinguía la noche. Pensó en las enseñanzas dejadas por su padre. Primera: Comodidad. Si la mesa no es cómoda o los competidores no generan confianza, hay que irse inmediatamente. Segunda: no sobrepasar los límites que uno se establece antes de apostar. Tercera: Concentración. Nada existe fuera de la mesa, ni siquiera nuestros contrincantes. Cuarto: No pagar un seguro. Quinto: Doblar la apuesta si tenemos un once en una mano. Había otros consejos menores y más específicos como eso de dividir con dos ases o dos ochos. Trató de aplicar las enseñanzas a la vida pero era muy complejo. Iba al baño a cada rato. Meaba de a chorritos. En un balcón del hotel, mi padre le contó la historia de cómo había conocido al Sr. Ache y lo mucho que lo apreciaba. Gracias a él y sus contactos con el casino mi familia pudo irse a Punta del Este. Probablemente le habló de mí. Eso no importa. Lo que sí importa es que se sacó la corbata y el saco. Se besaron mucho. Valeria Ache lloraba y Dieguito Muniz le mordía los labios alcoholizados. Mi padre la agarró de las nalgas. Ese mediodía no volvió a dormir a casa, el muy tarado. Pegaron terrible onda. No sé cómo siguió la cosa. Valeria Ache se volvió a Buenos Aires o a otra ciudad. Mi padre se enganchó con la madre de la Piojito… o ya estaba enganchado. No sé. Ni idea.
24 - Lo tapiado En las madrugadas del miércoles al domingo del carnaval, a las cinco de la mañana, se realiza el kukuli. Van buscando casa por casa a los integrantes de la comparsa. Hacen una bulla espantosa para despertarlos y, si no salen a la calle, les tapian la puerta como los nidos de los horneros. Me desperté con furia, cubierta con una manta esponjosa y suave, estampada con un papagayo gigante poco boliviano. Justo estaba soñando algo de lo más ciencia ficción cuando comencé a escuchar ruidos parecidos a balazos dando fuera del blanco. Ruidos reales, del mundo. Tiraban confites rosados y blancos sobre los techos de chapa. Sonaban como piedras, como meteoritos inofensivos. Mi visión tenía un efecto de espejo de seguridad de un supermercado de barrio. Bruna se despertó como un cadáver. Luzmilla lo hizo con más lucidez y entusiasmo, acostumbrada. El que se despertó por último fue Amador, que durmió esa noche en la cama de su novia. Se desperezaba paseando en calzoncillos Hanes color gris de lavarropas, frente a nosotras, balanceando una erección enorme. Se rascaba mucho la espalda. No tenía pancita. Muy buena higiene postural. Afuera tiraron petardos e hicieron sonar los redoblantes. Amador abrió la ventana para sosegarlos y demostrar que ya nos habíamos despertado, que ya podía dejar de joder con las tradiciones, que ya bajábamos, la puta que los parió. Entró el cielo limpio e interminable. El día muy lindo. El carnaval insistente. Me dormí cansada de tanto zapatear. Luego del remanso en el área del meteorito sintonicé perfectamente con el pueblo y salí a saltar con la comparsa Las Magníficas. Eran señoras muy energizadas que me llevaban del brazo al ritmo del charango, por todas las calles del pueblo, parando donde nos dieran alcohol o sillas. Anduvimos volando, tirando chicha a la Pachamama. Me sentí relajada, tranquila, confiada, sin pensar que alguien me iba a robar o toquetear, sin pensar en el futuro, ni en el pasado, ni en mi padre que quién sabe por dónde andaba, borracho, seguramente, sucio. Mientras desayunamos y unto el queso de cabra en el pan dulce, les detallo mis sueños y Luzmilla cuenta que le encanta la ciencia ficción. Dice que se la pasa viendo la saga de Matrix, que se siente super identificada con los conceptos y los personajes. Hay un parlamento que se lo sabe de memoria y lo cita a continuación, ofreciéndome yogurt. “Tu vida sólo es la suma del resto de una ecuación no balanceada connatural”. Le encuentro un gusto medio feo. Me llama la atención que casi no utilicen la heladera. Incluso el yogurt lo dejan afuera. Lo que sí aprovechan es el freezer. Hacen un falso chuneo. Así llaman a las papas le dan golpe de frío y la secan en la nieve. Quedan como frutas abrillantadas. Las almacenan y pueden durar hasta cinco años, flojo. Las hidratan para comerlas. Eso es lo que almorzamos antes de ir a la plaza con un cajón de cerveza. Desistimos. No queremos salir a buscar a nuestro padre. No podemos creer que nos evite tanto, que prefiera boyar por el pueblo o cosas como, por ejemplo, hacer su vida. A la noche es la fiesta con ropa elegante. Las chicas bailan con tacos altísimos entre las piedras. Están muy cachondos pero no les damos vida a los pretendientes que surgen. Estamos asexuadas viendo los levantes con mirada infantil. Distancia. Me recuerda a Mica y a la Plop. Las situaciones nos entusiasman pero no terminamos de meternos en ellas. Los chicos venían a besarnos y le seguíamos la pasión sin que se nos moviera un pelo por nuestra cuenta. Sólo tratábamos de ver quiénes nos estaban mirando. Sentía que tenía que aprovechar ese momento y esa persona. Estábamos en una cumbre, el después decaería. Lo llaman “juventud” o “locura”. Había que besarlos a todos antes del futuro, las caries y la grasa. Latas de Speed. En esta fiesta de carnaval terminan borrachos y
descalzos, cruzando el Río Colorado rumbo a Ferracruz. Ya nos habían advertido. La onda se pone medio rari y se hacen casamientos falsos entre las parejas que surgen del baile. Se trenzan anillos de yuyos, coronas de novias y curas improvisados, aún más borrachos que los casamenteros, los santiguan. Es re cualquiera. La gente dice que se olvida con el tiempo. A la mañana siguiente amanezco en la casa de alguien que no conozco, una señora que me despide con abrazos áridos, como si hubiésemos estado hablando de negocios o cogido sin ganas. Sudo chicha. Tengo los brazos caídos y fatigados. Las calles parecen iguales pero me las ingenio para ir hasta la de mi padre que me recibe muy sonriente con lentes de sol ocultando su estado, probablemente, muy similar al mío. Lleva puesta una camisa de estampado inquietante formado por un enjambre de pequeños arabescos multicolores, típicos de algún país que no es este, en medio de los años noventa. Arruga la frente con una sonrisa. -Buenas tardes, imilla. ¿Querés desayunar, almorzar o merendar? -Lo que sea. Me da charque de un animal que no identifico. Ya no le tengo miedo a la comida. Superé. Durante mis primeros días en Pocoata, temiendo que cualquier bocado me cayera mal, me alimentaba fundamentalmente con pan, banana y papas hervidas, hasta que descubrí el paté en lata. Lo llaman “picadillo”. Ese pasó a ser mi principal alimento hasta ahora, que estoy comiendo algo desconocido frente a mi padre. Nos sonreímos sin hablar. Percibo una energía blanda entre nosotros. Un rayo gastado. Mastico pan. Parece arena gruesa. Como no puedo verle los ojos, me detengo en su frente. Arquea una ceja. Estamos muy pero muy borrachos. Es eso. -¿Qué pensás hacer de ahora en más, imilla? -Me gustaría quedarme acá contigo, papá. -¿De dónde sacaste que me pienso quedar? Estoy de paso por la muerte de El Gringo y para ver en qué anda la vida de Luzmilla. Es mi deber estar aquí, solucionar las cosas que dejó mi padre, pero no puedo quedarme. Tengo que seguir. -Siempre huyendo. -Huyendo, no. Siempre yendo, querrás decir. Tu madre ya sabía que yo era así. Siempre se me ocurren nuevo planes. -¿En algún momento tuviste ganas de ver en qué andaba mi vida? No responde hasta que sí. -Conocí una mujer en el casino. Bah, es una clienta de hace años. Nos reencontramos y vamos a vivir juntos. No puedo quedarme. Se toma su tiempo. Gira el cuello, se recompone y se quita los lentes oscuros. -Así que querés quedarte conmigo. Pensé que seguía en pie lo que me dijiste el otro día, lo que me insultaste. Tenías toda la razón. Es lógico que me odies. Sólo puedo pedirte perdón. No quiero que suene melodramático. Me parece que no es el momento para eso. El carnaval es una época muy difícil. Después lo vamos a recordar con lástima. No entiendo cómo la gente puede consolarse con un perdón, cómo una palabra puede más que un gesto, que un kilo de papas o un beso. No hablo. -¿Y todo ese lío de los papeles y la policía? Eso de sacarle el DNI a tu amiga y viajar y anotarte en el curso de Bruna para verme y ja ja ja ja … ¡Estás re loca! Me encanta. Nuestras mentes linkean y nos ponemos a reír como todos los borrachos. La risa es cada vez más carcajada, contagiosa, lloramos, la mandíbula se paraliza ante tanto movimiento. Nos causamos gracia. Todo nos causa gracia. El odio, el amor, el tiempo, el rencor, el charque, estar comiendo quién sabe qué en un pueblo de Bolivia, los petardos que suenan, la tele captando canales mexicanos, el despiste de las aduanas que me dejan pasar con documentos ajenos, la gente que está loca en todas partes porque nada tiene sentido y el mundo es cualquier cosa. Todo nos causa gracia. Todas nuestras vidas de mierda. No podemos parar. Agarramos un cajón de cerveza y vamos a la plaza, tentados. Tenemos que seguirla. No hay otra. Después vemos. Al final, terminé pensando como mi padre. Amador ya está cantando en uno de los escenarios.
Desde lejos es un dragón bien grande. El pueblo es pequeño pero los escenarios podrían estar mejor distribuidos. No comprendo la necesidad de ponerlos juntos alrededor de la plaza, separados por montañas de parlantes y una amplificación potentísima. Parece que hicieran competencia para ver quién tiene el volumen más alto, la pija más gorda. En el medio, sentados en la fuente, escuchamos la mezcla de los sonidos y lo que logran entre todos es apocalíptico. De hecho, la banda de Amador se llama así, “Lapocalipsis”. El efecto en nuestros cerebros es enloquecedor y Tumblr. A mi padre, por un momento, se le dan vuelta los ojos. Queda en blanco muerto. No puedo hacer nada. Por suerte revive cuando en el escenario de Amador presentan el nuevo número musical y es la señorita Bruna, directamente importada de Brasil. Bruna sube al escenario y canta una versión carnavalera de Bad Romance, sosteniendo sus tetas con un vestido. Alguien usará esta idea. Un helecho gigante ondulando. Es el escenario que más llama la atención y la gente se amontona alzando las manos, moviendo la cintura, dando media vuelta, danzando kuduro. Bolivianos y japoneses. Con papá nos damos cuenta que no se puede escapar de la vorágine, del pueblo. Por eso de nada me sirvió insultarlo, soltar lo que tenía reservado desde niña. Hay energías que son más importantes que los deseos individuales. Una de ellas es el carnaval. Otra es el cosmos. Encima de eso y más adentro de los átomos, está el Todo. Tendría que estudiar psicología o algo relacionado a las piedras. Somos los que estamos. No hay movilidad. No llegan nuevas flotas, no hay transporte. Es como si se hubiese detenido el tiempo en este espacio. La burbuja. Cuando llegue un tsunami enorme, la única parte del mundo que sobrevivirá, será esta, Bolivia. Por la altura, claro. Los japoneses lo saben perfectamente y no andan con pavadas. Ellos lo saben. Mi padre ya va comprando tres casas. Hoy en día, es como si te compraras cigarros. Voy al medio de la calle, me bajo la calza, meo y nadie me dice nada. Vuelvo al cajón de cerveza de mi padre. No podemos hacer otra cosa que no sea emborracharnos y mear. Compartimos algunas botellas con generosidad y complicidad. Somos el bien y el mal neutralizados. Un punto adentro de un círculo. -¿Ves la iglesia? En casi todos los pueblos está frente a la plaza pero aquí, en Pocoata, tiene casas delante, casas recientes, coloridas. La iglesia está tapiada por casas. ¿Viste? Hay que entrar por detrás. Una locura. Ahora perece que van a quitar esas casas por una ley o un decreto, vaya a saber qué, porque resulta que la iglesia es patrimonio y tiene que verse. ¿Podés creer? Patrimonio. A mí me gusta que la iglesia esté así, callada, tapiada por las casas, atrás, en un segundo plano, paralizada. Antes, entrabas a esa iglesia y era horrible, aún más horrible. ¡Qué edificio siniestro! Veías huesos, cráneos enterrados en la ruina. ¿De cuándo serían? Gente que no murió muy bien que digamos, seguramente. Supongo que eran huesos de los que la construyeron, gente del pueblo. Trato de imaginarme la situación y no puedo. Siempre hay que desconfiar de los edificios invadidos por palomas. Tienen mejor vibra los que eligen los murciélagos. Patrimonio. ¿Podés creer, imilla? Termino de escucharlo y lo abrazo por primera vez en años.
25 – La energia Bruna y yo nos despertamos al unísono sin necesidad de reloj. Abrimos los ojos y nos miramos borrosas. Tal vez, en lugar de telepatía o coordinación química, lo que nos despertó haya sido algún grito o jadeo de Luzmilla y Amador. Están en la otra cama, a
menos de dos metros, cogiendo sin ningún tipo de pudor o ropa. Ni detienen el ritmo cuando abandonamos la habitación a las risas. Ellos también comienzan a reír. Tal vez acaban. Los escuchamos entre el zumbido que dejó el alcohol de ayer en nuestras cabezas. Nos faltan neuronas. Queremos que se nos vaya el dolor, olvidarlo, tomar una taza bien grande de leche de cabra caliente, comer galletitas de paquetes vencidos. No podemos encarar. Nos pesan los cuerpos. Miramos el sol. Nos refrescamos las caras con el agua del bidón correcto. El resto del pueblo duerme. Caminamos por las calles vacías y el cielo bien brillante, desperdigado. La vida parece no haber sobrevivido a una bomba nuclear. El sol rebota en las piedras y en las paredes de tal manera que sólo podría provocar cáncer. Le cuento a Bruna que sé de un lugar excelente que podría solucionarnos. Me hago la misteriosa, galanteo, marco un punto y un camino. Algunos borrachos duermen en la calle, abandonados por la sombra. No sudan. Por allá se mueve algo, un animal, nuestro padre borracho o un alien. Existe el mundo. Vamos en bombacha y ojotas hasta el área del meteorito. Nos cubren nuestras remeras negras XL con logos de bandas paulistas, compradas en el Galería do Rock. Las usamos de camisón. Estamos despeinadas pero sin lagañas. Corre un vientito. Somos el centro de los puntos cardinales. Somos el sueño de una muñeca. Llegamos al área del meteorito. Bruna no puede creerlo. La energía de la tierra se muestra con una obviedad hermosa, te agarra los pies, nos tumba. Hay algo. Nos arrodillamos en las piedras. Sentimos que el aire juguetea. Nos pincha. Nos acostamos boca arriba, mirando el sol, cegadas, muy videoclip. Terminamos de despertarnos. Bruna comienza a reírse pero deja de hacerlo cuando siente en la carne el calor de los restos del meteorito de antaño. Entra como ramas de árboles con patas. No demora en salir vapor de nuestras pieles. El calor se estabiliza en un punto reparador cuando la radiactividad culmina de recorrernos. Las remeras se mojan como trapos de piso. Suponemos que es el alcohol y los restos de borrachera que se escapan de nosotras purificados por el cosmos. Parece un milagro o una ciencia complicada, nueva, extranjera. La liberación de las toxinas. Ni precisamos realizar un ritual. Nos recomponemos en seguida. Cuando queremos darnos cuenta, ya estamos regias, energizadas y sequitas. Bruna dice que no quiere irse jamás del pueblo, que no debemos contar estos secretos, que, ojalá, los nuevos micros no lleguen, que quedemos aisladas del resto del mundo, aquí, para siempre, juntas, alimentándonos con picadillo, pan dulce y agua hervida hasta que un tsunami detenga la Humanidad. Por fin algo de astucia. El algodón está muy duro y creemos que ha pasado el tiempo, así que vamos a los baños públicos a ducharnos. Una pena no tener jabón. Nos refregamos unas hojas de arbustos. La exfoliación demora pero estamos contentas y no hay otras personas esperando su turno. Usamos la misma ducha. Compartimos el chorro un ratito cada una. Nos desenredamos el pelo. Refregamos con fuerza las bombachitas de microfibra. Gotean desteñidaLos corazoncitos rojos del estampado por sublimación se vuelven círculos, parecen gotas de sangre, mosquitos muertos en una pared. Con nuestros dedos índices nos tocamos las nucas. Apretamos el huequito que se hizo para eso. Nos conectamos como aliens y nos sentimos una a la otra dentro del cerebro. Pensé que era un masaje. Tensé los hombros, arriba, abajo. Me di vuelta. Bruna se puso en puntas de pie y me dio un beso de ojos abiertos. Respondí en seguida con seguridad ante la sorpresa. Hundí los dedos. Le apreté las manos y la traje más cerca sin soltarle la boca. El beso siguió un buen rato y después vino el resto, decidido. Mordí el mentón. El agua fresca daba más calor que la radioactividad del espacio. Nos metimos inmediatamente. Jamás se me había cruzado por la cabeza la idea de que
pudiera convertirme en tremendo tortón. Lo juro. Mordisqueábamos estimuladísimas. Muy sensibles los codos. También había ternura en las caricias, claro, despacio, buscando la mejor postura contra la pared mojada, enmohecida. Ella indicaba con la mirada y el pensamiento. Yo hacía lo que me pedía. Nunca la había visto tan de cerca, pegada, ni siquiera de niñas, cuando nos tocábamos entre los peluches de su dormitorio en Punta del Este mientras hablábamos de cómo le crecían las tetas a las mujeres. Le chupé todo y la agarré cómo a los trolos que me comía en la Plop. Bien fuerte por todas partes, no te me escapes, gordi, vení, quedate quietita. Le pregunté si le gustaba así y me mordió otro poquito. Dijo que sí. Hizo lo mismo y metió otro dedito. Dominé la situación por completo gastando el agua del pueblo. No les dejamos nada. Las moscas nos observan con todos sus ojos sin pestañas. El sol nos ilumina catatónico. Bruna suspira como una perra y confiesa que no es de masturbarse mucho, que le da vergüenza y se desconcentra con facilidad, sobre todo si hay moscas. No entiendo por qué usa la palabra “masturbarme”. De repente, gritamos. En el casino del hotel donde trabajaba mi padre había un sector infantil, familiar, muy poco ventilado, con muchas porquerías gratis y ventanas que no se abrían. En enero llegaban los Reyes Magos. Helados, Coca Cola, pochoclo, maquinitas, piscinas, revistas de grandes, panchos, promotoras que te alcahueteaban, sabían tu nombre y te acompañaban al baño. Esperaban afuera. No me correspondía estar ahí pero mi padre lograba que, cada tanto, accediéramos a esa dimensión y me depositaban algunas tardes con Bruna La Piojito a perder el tiempo y librarse de nosotras. Pirábamos. Nos encantaba toquetear los vidrios con perfume a alcohol. Dejar nuestras huellitas dactilares, digitales. Era mejor que aburrirse pero si íbamos muy seguido, se podría convertir en una extensión del embole cotidiano puntaesteño. Cualquier cosa nos venía bien. Más que las golosinas, lo que nos atraía como ventosas eran los otros niños, principalmente los que hablaban idiomas lejanos. Niños estatuas con chaquetas abotonadas, vestidos de muñecas, no habituados a pestañear, al jugo artificial, a las frituras. Algunos llevaban turbante o camisas. Eran bastante tontos, distraídos y les robábamos frente a sus narices. Ni protestaban. No sabían reaccionar, defenderse o peinarse. No bajaban la mirada. Eran aliens. Ni buenos ni malos. Mundos paralelos. Muchos circulitos. Sus madres estaban cerca, charlando entre ellas en un espacio muy similar al nuestro pero sin canciones de ronda sonando en la música funcional. Cuando ya no despertábamos interés a los demás, íbamos a los baños de mármol, siempre desinfectados con olor a flores. La música funcional tenía una selección diferente a la del espacio infantil. De los altoparlantes salían voces de Frank Sinatra, jazz, ritmos calipsos, rumbas, cinematográficas, creepies. No hablábamos una palabra mientras nos tocábamos las bombachas a escondidas. Vigilábamos la puerta. La solemnidad de la música, el algodón suavecito, absorbente y la frialdad del inodoro nos hacía pensar que a lgo de eso estaba mal, algo de las manos por ahí abajo, que si alguien entraba tendríamos que detener la exploración, hacer que estábamos meando, ayudándonos. La agarraba firme de las nalgas, me arrodillaba y veía atentamente cómo le salía el chorrito de pis transparente. Después se la secaba con un pedazo de papel higiénico bien dobladito. El aire acondicionado no llegaba. Me encantaba. En la Plop íbamos a cada rato a mear. Mica meaba un montón. Hacía ruido de hombre con chorro bien potente, escandaloso. Nos metíamos juntas en el baño y yo preparaba las rayas de merca con un Subtepass mientras ella meaba de lo lindo, suspirando. Sólo salíamos cuando comenzaban a gritarnos. Por eso me super enojé la vez que se encerró sola y no me respondía cuando le preguntaba si
estaba bien. Psicopateaba. Terminó de sonar “Ready to go”. Cuando se decidió a abrirme y enfrentarme, la encontré llorando, apoyando la frente afiebrada en la loza del inodoro, llena de pendejos y hepatitis. El piso estaba salpicado con gotitas de caca. Una escena patéticamente obvia. Un olor a meo desagradable, impregnado de porro. Ella, con aquel buzo de lana azul re feo, dura y llorando. Insólito. Es que la pobrecita de Mica seguía sin poder creer que yo me hubiera apretado al pibe del fotolog, al maricón. Le pegó re mal la data y eso que ella siempre supo que mis gustos sexuales eran más que amplios pero específicos. Traté de consolarla sin atar cabos ni preocuparme por la s miradas flaquísimas de las cocainómanas chusmas. La abracé pero empezó a gritar “¡No me toques!”, “¡No me toques!”, “¡Tenés la mano llena de esperma!”. Me dio gracia y comencé a reírme hasta contagiarla. Cambié la onda de inmediato y le apreté las tetas como globitos. Ella gritó y se le secaron los ojos. El baño se vació, se fueron tentadas. Es que era gracioso. Quería exclusividad. Mica pasó del llanto a la risotada pero cuando volvió en sí, ya sin celos, y se dio cuenta de todo, cuando volvíamos en el tren, de bajón, medio dormidas, con el sol blanco molestando los ojos, sin haber robado un solo celular, me confesó que tuvo unos sentimientos peligrosos. Lo dijo bajito después de pensarlo con profundidad. Era algo importante, atómico. No me sorprendió ni sentí necesidad de responderle. Eso fue raro, que no me sorprendiera, que me saliera naturalmente abrazarla, acurrucarla y llenarle el pelo de besos, respirar en su oreja mientras por la ventana del tren comenzaban a aparecer los primeros caserones de Ballester. Ella miraba el paisaje moviéndose. Regresando con Bruna a la casa o a la plaza central de Pocoata, ya no sabíamos dónde, caminando, nos cruzamos nuevamente con algo que se movía y era mi padre, esta vez más cerca. Nos alejamos. No nos dábamos cuenta si estaba sobrio o borracho, dormido o despierto. No nos vio. Le di la mano y le pregunté si recordaba cuando éramos niñas y vivíamos en Punta del Este. Le conté lo de la sensación espantosa que me daba verlo nadar. Al verlo ahora, así, volví a sentir algo parecido. Parecido, dije. Bruna no recordaba mucho más que nuestros toqueteos ni de que la llamaba La Piojito. Ni siquiera recordaba cuándo comenzamos a jugar a las señoras, ni los helados raros, ni la vez que me hice la muerta después de ver la película de terror. No recordaba el día en el que Dieguito nos abandonó y se fue con su madre. “Si vuelvo a Punta del Este sentiría que es mi primera vez allí, no encontraría ningún punto cardinal aunque, supongo, el Este debe quedar para el lado de la playa”. No recordaba ni siquiera haber sufrido por no saber escribir. Para ella no fue un trauma, un problema, un pasado. Aprendió después, ya de grande. Punto. Quisiera pensar así, tener esa percepción, esa memoria limitadísima y tilinga, moverme con esa energía, no sentir esto cuando veo a mi padre caminar sin rumbo por el pueblo. Nosotras tampoco tenemos rumbo y no sabemos exactamente para qué vinimos desde tan lejos. No sé por qué pienso por las dos. Bruna la está pasando bárbaro, re liberada. Soy yo la que no sabe cómo llegué aquí convirtiéndome prácticamente en una fugitiva. Soy una tarada. No me bastó con putear a mi padre, decirle que lo odiaba y días después declararle que quería vivir con él. Él siguió como si nada, con sus carnavales, sus borracheras, su historia. Le dio lo mismo que lo encontrara, que lo insultara, que le pidiera compañía eterna. Es como Bruna, como todo el mundo. La gente es así. No sé por qué me atrae tanto eso también. Quiero ser así, ser más sólida, dura, que no me importe nada. Creo que salí a mi madre, a las locas de la familia, retorcida, voy y vengo, aburro. A la noche, sin rastros de alcohol en el mundo, nos reencontramos para cenar. Dieguito fanfarronea, cuenta anécdotas de su niñez, cuando era el alma del pueblo y las cholas lo
veían como el yerno ideal con los dientes sanos, completos. Se hacía buches con bicarbonato de sodio. Amador le festeja cada oración y a cada risa le corresponde un golpe de mesa. La Pachamama recibe sus tragos de cerveza caliente. Interrumpo la sobremesa con solemnidad como un postre. Me pongo de pie. Miro a Dieguito y le digo que lo quiero, que quiero ser como él, que me ayude, que me incluya en sus planes, que estoy mal, que a veces creo estar loca, que tengo ataques de pánico cada vez más frecuentes y lo necesito. Es un momento muy sentimentaloide y duro, pero los presentes reaccionan con euforia, incluso Bruna. Aplauden cuando nos abrazamos. Padre e hija. Luzmilla aprovecha, toma una fotografía con el flash bien potente. Bruna pregunta si en algún lado venden Speed. Sale la palabra “fin”.
26 – Trasbordo Nos olvidamos de preguntar hasta cuándo duraba el carnaval. Familias enteras continúan movilizándose con instrumentos musicales y ya como que medio nos embola un poco el panorama. Un tinte apocalíptico. Moscas. Pareciera que todos fueses aliens. Estamos muy cansadas las dos. No nos miramos ni nos entusiasman los pibes sin remeras en las esquinas haciendo bromas en torno a las botellas de vino. Queremos un colchón. Mucha gente mayor tras ventanas enrejadas con gran inventiva y barroquismo. Me siento ridícula caminando de tacos, arrastrando mi valija turquesa con rueditas por la arena roja. Los niños se acercan insistentes con papelitos. Dicen que son sordomudos como si fuera una epidemia. Piden plata. Hay olor feo. La Quiaca queda a diez cuadras caminando desde Villazón. Una aduana extraña donde no te revisan. Los militares mastican coca y hablan por celular al mismo tiempo. Se escuchan máquinas de escribir enloquecidas. Lo importante son los documentos y los nuestros están impecables. El de Bruna, bien, dice su nombre completo, la foto plastificada con su cara seria y bronceada. Los bordes correctos, sin restos de merca. El mío, bien, está nuevo y la foto por poco me identifica. En letras mecanografiadas con tosquedad se puede leer de un saque “Luzmilla Muniz”. Sellan un papel e ingresamos a la Argentina por la puerta grande de la frontera seca. Hace calor y ya va a ser de noche. Dejamos Bolivia atrás y caminamos lentamente, satisfechas, esquivando camiones y camionetas con niños parados. Unos alemanes de edad avanzada y ropa indescriptible nos preguntan dónde tomar el tren de la noche que va a Ururo. Les señalamos cualquier camino con cordialidad. Nos dan pena sus cámaras de fotos. Le envío un mensaje de texto a Luzmilla agradeciéndole su documento y su identidad. Cenamos en una pizzería como lechonas. De postre, helados mal derretidos. En algún país del mundo es la época en la que florecen los narcisos. Una paloma caga en un plato. Nos da asco. Me doy cuenta que algunos olores y situaciones me dan más asco que de costumbre. Debo estar embarazada. Nos alojamos en un hotel de aspecto intergaláctico, begonias y mobiliario de los años cincuenta, con ducha potente y jabón que no hace espuma con letras chinas. El celu ya tiene señal argentina. Golpean la puerta y es la chica de la recepción con unos folletos fotocopiados ofreciendo un paquete de cuatro días en el salar de Oyuni, donde las casas son de sal. Mesas y sillas de sal. Una locura. Una locura que nos golpee la puerta para ofrecernos eso. Le decimos que no, nos encerramos con llave y nos acostamos en la misma cama de una plaza, cachete con cachete. El aire acondicionado está bajísimo y entra luz por la ventana sin cortinas. Los insectos rebotan en el vidrio. Nos
miramos como niñas. Jugamos con la respiración. Nos confabulamos la una a la otra. Hablamos de la muerte, la artritis y el cáncer, de que el sarro ayuda a que en los dientes no haya caries. Hablamos de que no queremos regresar a Sao Paulo. Nos deslumbra la metáfora de que estamos cavando nuestros propios túneles. Decimos “todo va a estar bien” como si tuviéramos un problema macro, un cataclismo en el fin del mundo y de los tiempos. En realidad, estamos tranquilísimas, no nos falta ni tenemos nada. Sabemos lo que debemos hacer y dónde ir. A Jujuy, a Buenos Aires y a Punta del Este. La magia de la tarjeta de crédito. Ya está. Supongo que estaré algo así como enamorada. No quiero decir esa palabra porque no es eso. Lo que quiero decir es que estamos en ese estado en el que la felicidad necesita melodrama, preocupación, justificarse culposa. Los opuestos. Andamos a mil en un ajetreo de hormigas y, a la vez, estamos gatas, lánguidas, folks, un tanto melancólicas, acariciándonos como viejas cada vez que encontramos la ocasión y los dedos. Le acaricio los párpados como a la gente ciega. Las pestañas responden y se arquean. Susurra “no me toques” pero sus manos no pueden salir de mis axilas. Los nudillos hurgan como si estuvieran en un bolsillo sin monedas. No me hace cosquillas, sólo chispas. Exige. El resto de su cara carece de temperamento y expresividad. Siento su pensamiento exacto, lo leo con toda su puntuación, descifro. Quiero todas las palabras para mí. Bruna está tan cerca y tan adentro que no puedo creerlo ni creerme en esta postura y en esta cama, con ella, despatarrada. Pensar que me burlé tanto de su cuerpo y ahora no puedo parar de meterle mano. Le acaricio la columna vertebral, el resto y se le para la colita. Amé el descaro. Cantan pájaros que no vemos. Murciélagos. Evidentemente existe un mundo paralelo. Es imposible que esto sólo sea esto y no estemos drogadas o durmiendo. Me siento muy atractiva, musculosa y alta. Un cisne vanidoso. Bruna hace eso de la hormiguita paseando por mi piel. Se cae a las sábanas desde el codo. La cama es un precipicio. Los dedos me tocan con suavidad y me duermo en viaje astral. Los dedos hormiguitas de Bruna continúan paseando por mi brazo, el sendero, despabilados. Especula, acaricia, habla bajito. Espero que no se le ocurra deprimirse o enamorarse de mí. De repente siento un beso. Llamarada. Una pena no poder dejarme llevar. Hay mucho sueño y estoy lejos, en otro plano, soñando, en un mundo rodeada de gatitos recién nacidos que me quieren chupar las tetas. Bruna parece estar más interesada que yo en los arbustos, las montañas, los cables de teléfono, la soja omnipresente y los altares rojos al Gauchito Gil. Me deja nerviosa pensar en el siguiente paso aunque no dudé ni un segundo entre optar por treinta horas de micro hasta Jujuy o dos en avión. Avión, toda la vida. Me deja nerviosa pensar que pueda pasar algo malo, que me descubran los Servicios de Inteligencia. Probablemente ni si quiera existan pero nunca se sabe. La chica que da los informes en el aeropuerto es la misma que cobraba el boleto del transfer. La terminal de aeropuerto de Jujuy es muy ochentas, de ladrillo como de horno de jardín, húmeda, familiar clase media baja. Las plantillas cuidadas y un verde que pensaba que no existía. Hacemos cola rodeadas de gente con sobrepeso quejándose del calor, los típicos mochileros europeos bobones, rudimentarios. Algunas mujeres locas. Pocos hombres. Muchas chicas con el mismo peinado hablando por celular con sus mamás, poniendo esa voz tan dulce y paciente, ignorando que viajarán en un cacharro con pésima comida y altísimas posibilidades de estrellarse, morir. La chica que daba los informes y cobraba el boleto del transfer, ahora hace el check in. Una vez más, miran nuestros documentos y seguimos. Adelante. Soy Luzmilla Total. Se lo agradezco a la distancia. Eso sí que es ser buena hermana. Le conté mi lío de pasaportes y ella,
espontáneamente, así como así, me regaló su documento de identidad. Besos. Nos encerramos en el avión y esperamos las turbulencias con tranquilidad. Espero que el último ansiolítico que me queda se desintegre en las encías. Duermo como un bebé y me despierto de un codazo. Los mensajes caen en los celulares de los pasajeros todos a la vez al aterrizar. Son tragamonedas dando premios escuetos, mínimos. Llegamos a Buenos Aires. El día es feo. El parripollo de Ballester sigue aquí y la mayonesa es la misma. Los colores de las paredes están bien mantenidos. El amarillo es amarillo. Avanzaron las rejas. Nadie me es familiar. Mucha gente de pelo corto. Sólo la escenografía me reconoce y me observa. Suena una cumbia un poco más movidita y psicótica que las de cuando yo vivía por acá, más “turra” dice el chico que nos trae comida. Está vestido como una nena y lleva las cejas depiladas. Puede que también esté maquillado pero no es trolo. Me doy cuenta a la legua. Tengo ojo de loca. Lo miro como a un helado y siento que a Bruna le vienen celos. Deja de respirar, se desprende de los hombros. Es que chicos así no había en mi tiempo. No puedo creerlo. Es fantasía total, tiene un anillito. Se ve que algunas cosan han cambiado bastante y, aparentemente, para bien. Lo que no entiendo es por qué nunca dejan de usar pins. Pedimos agua saborizada. El pibe se da vuelta y me muestra un poquito de su calzoncillo Lacoste. La cola se le mueve sola al muy turro, bambolea. Bruna se incomoda aún más y saca tema de conversación. -Acá tenés el poster. -¿Qué postre? Le traje de regalo a Mica un almanaque de Evo Morales gigantesco, con fotos coloreadas de todas las etapas de su vida como un prócer. No sé por qué pienso que le gustará este regalo, que sigue teniendo la misma sensibilidad y el mismo sentido del humor, del amor, que cuando vivíamos en el mismo barrio y sólo pensábamos en el fotolog, en ir a la Plop. Devoramos el pollo desmenuzado en pan de pita. Le puse mucha Savora. La extrañaba. La vemos llegar. Se baja de un taxi. Pobre. Está muy gorda. La vereda está en desnivel. Necesita apoyarse en la puerta y la pared. No quiero verla así. El calor hace reventar los sapos. Mica me ve y se detiene. Pausa. La telepatía vuelve a unirnos y el pecho me estalla en tres latidos secos. Es así. Mi corazón quiere reubicarse. Tropieza. Se me cierra la garganta y dejo de producir saliva. Las venas se enredan como un ovillo de lana, un ovillo de telas de araña. Ya no escucho la música. Quiero respirar hondo y no lo logro. Me reseco. Llevo la mano al pecho. No puedo creer que me vuelva el pánico. No entiendo mi cuerpo, por qué reacciono así y sigue. Mica se acerca sin sonreír. Todavía le queda distancia. Es un fantasma de bajo presupuesto. Tiene un vestido floreado de señora pobre y zapatillas de basquetbolista. Bruna se ubica y anuncia que va a buscar un baño, dar una vueltita, pedirle algo a la Virgen. Se pone un saquito. No quiere interponerse ni ser cómplice. Lo bien que hace. Si quisiera una novia, la elegiría. Bajo ojos amorosos, Bruna queda hecha una santa. Lo mamarracha, atolondrada y tonta que la veía en mis primeros meses de Sao Paulo es tiempo pasado. Sin embargo, esto parece el tiempo pasado, la semana pasada, que estamos así desde niñas, que somos un par. Me refiero a Bruna y a mí. No habíamos hablado del reencuentro con Mica, de nuestra charla por Skype y la planificación de vernos en el parripollo de Ballester, pero es como si Bruna se hiciera a un lado para que yo resuelva mi vida con tranquilidad. Me hace espacio. Bondad y amor. Bruna vive en dharma. Su única preocupación es buscar cajeros automáticos y casas de cambio. Para ella, mejor aventura que esta, imposible. La única orden que sigue, lo único que le pidió Marisa y debe acatar como buena hija, es pagarme todo. No nos compramos nada que no sea comida y locomoción, no por franciscanas sino para no cargar y, sobre todo, para no recordar con precisión en el futuro. No tenemos cámara de fotos. Mi mecenas culposa
me entregó lo que le quedaba, su dinero, su hija y contactos valiosos, sórdidos, como el de la aduana que nos permitió salir de Brasil e ingresar a Bolivia como diplomáticas. Su atrocidad psicoanalítica se mostró con una ternura tan intensa y necesaria que me agradecí no haberla empujado desde la terraza de su edificio, matarla en medio de Higienópolis. Acepto todos los efectos colaterales que me vengan. Una parte de mí está en paz y quisiera acostumbrarme a ella, a andar siempre de paso con Bruna al lado, a su fidelidad y sus tetas de pezones atentos. Linda la tardecita, de pronto. Las lunas buenas. Me deja pacífica, un océano. Siempre vamos directo a lo genital, adorable. Debemos estar viviendo tiempos buenos. Otra parte de mí se vuelve cada vez más psicótica y enferma. En Bolivia no me vinieron ataques de pánico. Ni siquiera frente a mi padre. Debió ser la altura, el alcohol o la anemia. Tanto calor y con las manos frías. No entiendo por qué ahora vuelvo a atacarme, a sentirme un monstruo. Tendré que consultar. Mica saluda. No da beso. Se sienta en la silla vacía y pide un cortado con edulcorante. Nos observamos un ratito. Me encuentra igual. Puedo leerle el pensamiento sin inconvenientes. Con ella sí que tengo alta mediumnidad. La encuentro muy deteriorada. Espero que no me lea eso último. Tartamudeo buscando una pregunta adecuada y compatible con su cerebro. Intuyo. Quiero encarar un diálogo que sirva y no provocar más altibajos. No quiero que tambalee el encuentro, ya de por sí bastante frágil. Justo me agarra en un día en el que ando rebuscada, ostra, retorcida. Traga su bebida caliente. Me mira como si nada, como a un espejo. No emite suficientes señales de modo consciente, ondas de ningún tipo. Cada información que recibo de Mica es porque se la chupo, porque entro atrevidamente en su mente y su cuerpo. Me habla desde cualquier ángulo, como si nos hubiésemos encontrado en Sonique la otra noche, como si hubiésemos charlado sin saber que yo era yo. Llego al colmo de los nervios y la taquicardia. Mis latidos de redoblante no se detienen. Muevo la manito con solemnidad como si no estuviera pasándome nada. Necesito algo dulce. Pido una barra de cereales con gusto a yogurt de frutilla. No me doy cuenta si realmente Mica está aquí o me la imagino. Me perturbó. ¿Qué hago? ¿Me doy un saque? Veo el vaso vacío. No sé qué pensar. ¡Esto es el acabose! Que vuelva la normalidad, que Mica largue alguna frase definitiva, que pase algo, que mi pecho se tranquilice, que me hable el chico más lindo de Ballester con cejas depiladas. Nuestras miradas no duelen porque estamos conectadas. Nuestra armonía es una piña. No queremos pelear. El momento se me va de las manos y no confío. Eso, eso. El asunto va por ahí. Ya le veo la vuelta. Es algo de confianza. Sí, claro. Debo dejar de pensar que todo sale de mí, que todo depende de mí, de mi cabeza, que soy el centro, debo confiar en el otro, en el mundo, esperar que Mica diga su parte y actuar en consecuencia. Eso del dharma que observé en Bruna. Eso tengo que aplicarlo a este encuentro y, si puedo, al resto de mi vida. Ya está. Llegué al punto. Tendría que ser psicóloga o poner un parripollo. -¿Y ya tenés novio paulista? Le doy el poster y comienzo a percibir olor a cebolla frita. El corazón me va a explotar de taquicardia y aire. Todas las copas del parripollo se mueven, buscan el borde de sus mesas, se llenan de espíritus inquietos, atormentados, quieren echarlos de sus vidrios pero se mezclan con las caipirinhas, las cocacolas y los hielos, se sacuden en un coctel, la gente los traga como burbujas, se tragan a Michael Jackson. Por suerte llega el milagro. Llega el tren y está vacío. Me doy cuenta. No lo veo. Lo escucho. Es la telepatía, el sexto sentido propio de los borrachos, los locos y las putas. Quiero concentrarme en Mica pero no en lo horrible que la dejó la vida y el tiempo. Estoy ida. No sé qué hacer. Tranquila. Tranquila. No quiero sentir esto, darme cuenta de esto, estar aquí y percibir la
dimensión extrasensorial. Mejor no. Pero es así, me doy cuenta que viene el tren y está vació. Es el tren de siempre, el tren de Ballester, lo presiento y, no sé por qué, me calma, es ansiolítico y antidepresivo. Alprazolam. Pasa el tren. Lo siento en la nuca. Arrastra mi pánico, se lo lleva a otro barrio. De algo hay que morirse, digo yo. El pecho ya no ocupa mi tórax. El resto de mi carne deja de ser puras tripas. Respiro y es hermoso el aire. Está lleno de recuerdos y cosas lindas. Magia sobre carriles. A hora sí veo algo lindo en el rostro de Mica. Algo de otra época, de cuando salíamos a bailar y la besaba por impulsos. Tenía un discurso en algún sitio. Un discurso guardado bastante extenso, con reproches reales e inventados, con lugares comunes lógicos, estereotipados y alucinaciones incoherentes. Largo datos, excusas al azar. Mica escucha mis tonterías como si fuesen lo más importante del mundo para que sienta culpa, aunque sea un poquito. En realidad no me está escuchando. Está recordando. Hace como que escucha y me doy cuenta porque mi discurso no tiene sentido. Mezclo todo, Brasil con Bolivia, La Plop con el carnaval de Pocoata, los perros con los gatos, las bombas atómicas con las pirámides, invento, corto camino. Mica está ida. Nos recuerda hace tiempo, cuando éramos flacas y teníamos esa amistad tan tortillera. Me doy cuenta. Puedo percibir su recuerdo, lo que está en su cerebro ahora mismo y se va formando como una nube blanco. Yo estoy en él. Ando volando. Mica recuerda un momento antes de la Plop. No percibo bien cuál era la moda en ese entonces, pero no estábamos ni ahí con lo que se usaba, así que teníamos un estilo propio que, seguramente, era peor que la media, pero nos encantaba y nos hacíamos notar. Y eso que no había fotolog. Muy prehistórico, nada de celulares ni redes sociales. Flequillo, eso sí. Mucho flequillo y música horrible también. Conocíamos rockeros. En realidad escuchaban hardcore, pero les decíamos rockeros. Ellos quedaban furiosos y después terminábamos a los besos, manoteándole los bultos y robando celulares. Eran menores y flacuchos, con el abdomen inconsciente de su belleza y de la guita de sus padres. Se acuerda de la primera vez que nos besamos. Fue parecido a un juego y estábamos borrachas, con los ojos pastosos. Besamos los rockeros y, de la nada, porque sí, entramos a apretar entre nosotras, entre cervezas. La lengüita salía y entraba con ignorancia. Los rockeros se calentaron al vernos así pero, como no les dimos bola, se fueron a ensayar porque se les terminaba la hora en la sala y no estaban como para tirar el tiempo porque después se olvidaban las canciones. Está recordando eso mientras le pido perdón por haberle robado su documento y largarme con él a Sao Paulo. Pido otra agua saborizada citrus. Un trago tan fuerte, dulzón y desagradable, que parece antibiótico para niños en estado de descomposición. Le ofrezco y rechaza. Del hombro le cuelga una de esas carteras que vienen de regalo en las promociones de perfumes. -Hay daños que no se pueden reparar. No lo digo porque me hayas robado el DNI sino por haberlo denunciado a la policía. Te juro que no me di cuenta, que no pensé, que no sabía que lo tenías vos. Creía que se había extraviado o me lo habían afanado en la Plop. ¿Cómo iba a saberlo? A mí simplemente me faltó el DNI. Fui a la comisaría y lo denuncié. Lo hice con inocencia y sin tanta rabia. Saqué otro en seguida, al toque. Te juro que nunca pensé que la policía iba a descubrir que alguien lo había usado para salir del país. Te juro que jamás quise que te estuvieran buscando y eso. Si me lo hubieras pedido, te lo habría dado. Lo sabés. Sabés que haría lo que sea por vos. Me arrepentí al segundo de haber hecho la denuncia pero no pude volver atrás. Me citaban en unas oficinas de microcentro, re extrañas, me mostraban tus fotos y sí, eras vos, toda pixelada. ¿Qué iba a decirles? No lo podía pensar. Te juro. Parecía una película. Hablé con un abogado. No le entendía ni la
cuarta parte de lo que hablaba. Parecía que lo había enviado el demonio. Yo quería salir todo el tiempo de esa situación. No me importaba para nada que estuvieras viajando con mi DNI. Te juro. Fue insoportable pero no te odié. ¡Por favor, Cuqui! Yo solamente había extraviado mi DNI y lo denuncié como lo haría cualquier persona. Me querían volver loca. ¡Qué increíble! ¡Con todos los problemas que tiene la sociedad y los crímenes que hay que resolver! Las palabras de Mica se mezclan con las que dijo mi padre en Bolivia. -Te juro que no pude volver atrás. Le escribí cartas a tu madre. Hablamos por teléfono. Le envié dinero. Me imagino que te lo habrá dado. Te pagué un montón de cosas. Todo eso de los abogados y los giros. Tengo una foto tuya, más de grandecita. Estás hermosa en la terminal de trenes de Ballester, con un vestidito precioso, una señorita, se te notan las tetitas. Después no pude más. No continué. Tenía una traba, una vergüenza muy grande que me paralizaba. Tenía otra vida más que hecha en Sao Paulo, lejos, nada que ver, otra onda. No podía hablar por teléfono, mandar cartas, viajar. Tu madre tampoco quería que estuviera en contacto contigo. Yo necesitaba verte pero no tenías edad suficiente para entender ni para perdonar. Eso era lo que me decía tu madre, que yo te iba a hacer daño, que ya había causado demasiado dolor y que jamás me perdonarías. A tu madre le encantaba usar esa palabra. Ahora no quiero perdón. Es algo que no se puede pedir. Mirá cómo estás, enorme. Lo que sí quisiera saber es cómo llegaste al pueblo, cómo llegaste a Bruna, a ser su nueva amiga y por qué estás carnavaleando conmigo. ¿Cómo llegaste a mí? ¿Es una especie de plan? -Con Internet es una papa llegar a cualquiera, papá. Nos dejaste destetadas. Vuelvo a poner los pies en el parripollo de Ballester y la magia continúa aquí. El pánico se fue por completo. Mi corazón vuelve a su tamaño y su lugar. Lo siento achicarse. Respiro normalmente. Vuelvo a sentir las proporciones y me pongo a escala, en equilibrio. Reaparece mi estómago. ¿Será una medicina? Debería patentarla, patentarme. Entonces sí, le pido perdón a Mica. No sé por dónde empezar pero digo esa palabra. -Perdón. Mica no necesita hablar porque sabe que le estoy leyendo la mente y nos comunicamos así, como si cada una estuviera en un cubículo diferente, en el baño de la Plop. Sabe que soy muy cobarde y siempre fui un poquito tarada. Sabe que mientras estuvimos juntas no me daba la cabeza para descifrar lo que sentía por ella ni dar rienda suelta a los impulsos. Sabe que me distraía en las maravillas del fotolog, la Plop, el barrio y el mundo. Es una pena que los enamoramientos lleguen a esa edad y ese cuerpo. Mica sabe que yo estuve enamorada de ella, que me morí de celos al verla con su novio nuevo. No podía tolerar sus escenas. Sabe que minimizaba sus ataques de celos para no encarar. Sabe que aún la quiero pero, bueno, ha pasado el tiempo y eso probablemente sea madurar. Ella ahora está fea y yo soy otra persona. Seguramente yo también estoy fea pero no quiero pensar en eso. Ahora hay otra música de moda. Ahora me gusta tocar a Bruna y también me gusta un poquito el chico del parripollo que nos observa comiendo un pancho. Paga su café con leche y se va antes de comenzar a llorar. Saca del bolso un paquetito de pañuelos desechables marca Farmacity. La veo alejarse con su espalda de señora prematura y su paso de barrio. Los skaters detienen la marcha para que ella cruce la calle. Toma un colectivo local. Vuelve a su casa a mirar tele y a luchar contra el imperialismo, supongo. Ni le pregunté por su novio. Debe haber muerto o explotado. Bruna llega con una sonrisa enorme y me muestra lo que acaba de conseguir en el grupo de adolescentes de la esquina. Un porro. No pregunta detalles del encuentro con Mica. Quiere que sigamos con el viaje. Buenos Aires le parece una ciudad horrible. No viviría ahí ni loca, dice. Se hace una media cola.
27 - Las sectas son complicadas Dieguito Muniz comenzó a desconfiar de su iluminación al darse cuenta que ya eran demasiadas las burlas. Ni necesitaba abrir la boca para que su presencia generara un chiste. En algunas ocasiones se reía de sí mismo. Muy pocas. Se tomaba un cafecito y lo miraban, socarrones. A su lado, la gente se sentía superior. La gente incrédula, claro. La gente tarada, aunque, por más tarados que sean, suelen tener afilado el séptimo sentido. Percibían. Quedaban pocos siguiéndolo como líder. Sus idealismos y sus emocionalidades estaban lejos de lo absoluto, lo eterno y lo celestial. Sólo veían el color azul marino. Cero estrella. Cero placebo. Les preocupaban cosas como sus canas. A él también le preocupaban. No podía afirmarse en ellos, confiar. No entendía la mitad de las plegarias que pregonaba. Tenía que sobrevivir. El grupo no crecía. No eran de hacer apostolado. No estaban ni ahí con los gramófonos, el puerta a puerta, las sonrisas falsas. Había que esperar señales del cielo y siempre estaba la posibilidad de que lo que cayera fuera un meteorito nuevamente. Eran gente seria dentro de lo respetable que puede ser una creencia. Sin nuevos fieles los discursos se escapaban de la mente y el corazón, se absorbían en los riñones y se volvían pichí. Le pareció corto el tiempo que había estado en la Orden para que el Enviado lo hubiese convertido en el principal de un momento a otro. Era raro. Era muy joven. Un pilar. Le dejó el grupo a su cargo y se rajó. No identificaba a sus superiores. Dejaron de existir, de atender el teléfono y responder sus llamadas a Europa. Acabaron los destellos. Porque la fe se sostiene sola pero al grupo hay que mantenerlo. Sale una plata. No sabía qué hacer ni cómo. Miraba para todos lados. Recién se comenzaba a usar el fax y culpaba a su torpeza tecnológica el no estar en contacto seguro con la Central. De todos modos, las más grandes revelaciones se dan así, de golpe y sorpresa en el terreno de lo ilegal. Son pruebas. Lo impensado, de repente. Los feligreses no se cuestionaban ni el humo en sus pulmones hasta que se avivaron y comenzaron a pedirle explicaciones. No explicaciones divinas sino monetarias. Es que, bueno, ocurrió un problemita. Dieguito Muniz fue al casino y se jugó los fondos religiosos. Por mala suerte ganó y triplicó el capital. Lo devolvió. Siguió unos días con eso en la cabeza y el dinero nuevo en la billetera de cuero auténtico. Reincidió. Una noche, tarde, volvió a jugar el diezmo en un casino de provincia. Entró con las manos en los bolsillos, como si existieran las casualidades. Volvió a ganar. ¿Cómo interpretar un hecho así? Mi padre temía enloquecer pero la realidad era fuerte. Cada vez que apostaba con el dinero de la secta, ganaba. Lo que tiene el dinero es que es una cifra exacta. Imposible ponerla en duda. Si aquello no era un milagro, era un mecanismo. Era ridículo que de su boca salieran soluciones para la Humanidad. No estaba preparado para eso, para profesar, señalar un punto e ir hasta ahí, tener las estrellas en la mano durante tanto tiempo. Lo del casino era más concreto. Se podía filmar o fotografiar. Probar suerte en el azar verificaría su luz y capacidad de milagro. Servir para algo puntual. Había descubierto una regla y el siguiente paso fue reflexionar. ¿Debía anunciarlo al mundo o quedarse con el descubrimiento? ¿Cuál sería la verdadera avaricia? ¿Dónde terminaba y comenzaba el ego, el milagro, Dios y Ellos? ¿Cuál sería el momento y el cómo? Tuvo que seguir probando. Una vez que se recupera lo apostado, ¿el dinero sigue siendo de la secta? Pensó la palabra “secta”. Miró
a su alrededor. Todos eran de alguna secta. Tenían sangre en los l os ojos y dedos de escopeta. La sangre corrió rapidísima. Era un nuevo trance, un irrefrenable desquicio que humanizaba su supraser, la mano izquierda de la Luz, bailaba Drum And Bass. Una fuerza se distendió, sintió paz al apostar, un respiro bien dado. Algo en su cuerpo encontró lugar y comodidad gracias a la inoperancia de la fe, las neuronas y la buena voluntad. Estaba en su salsa. Bailaba. Llegó a seis apuestas, a la sexta, perdió. La revelación quedó en duda. ¿Qué hacer? ¿Intentar una vez más o plantarse? La teoría milagrosa despertó la pulsión. Pensó en el número tres. Se fue. Fue demasiado para mi pobre viejo. Quedó alunado. Aparte, hacía meses que no ocurría algo similar a una señal, mucho menos, a un milagro. Así no se podía seguir como cabecilla del grupo esperando que cayeran astros. Las estrellas indicaron un rumbo muy complejo y se cagó. Sabía poco de astrología y dogmas. Se había cansado de repetir. Se dio cuenta que todo era de plástico. Estuvo un par de meses en un limbo a control remoto. Cancelaba las celebraciones. Descuidó su aspecto. Al verse más flaco, se inspiró en sí mismo. Se sintió esbelto. Le bajó la musa. El casino era un remanso, la vida, un sueño. El hombre venía del simio. Dejó de ser una eminencia. No le iba eso de hacerse el estricto. Ahí ya las cosas no necesitaban caer. Dejó el rumbo religioso y se fue a Buenos Aires, solo. Los fieles que quedaban, enloquecieron. Les vino una rabieta y eso que no eran violentos. Era una secta muy rara que no manejaba el concepto de “pecado”. Se aferraban a otras agarraderas, algunas, bastante científicas. Recordemos que uno más uno generalmente es tres. No eran tan tradicionales aunque estuviera ligados a saberes arcanos como la metafísica y el disparate. La justicia investigó un tiempo pero las sectas son complicadas. Gente muy oscura. La dejaron por esa, que se arreglaran entre ellos. Hacían la vista gorda mientras no mataran o violaran niños. Un lío interno entre chiflados no era más importante que los asesinatos o los DNI que se robaban en la calle. Los fieles no se lo perdonaron y cada vez que encontraban el paradero de Dieguito, le hacían un escándalo de aquellos. Ahí sí que se unieron. Todo antes de internet. Ese era su tatuaje más difícil de borrar. Intentó mil vidas pero sólo le funcionó la que le propuso mi madre. Con ella se sintió seguro y volvió a ser feliz. Compraron sábanas blancas. Hizo chistes. Él ya había sido un hombre divertido, bonachón. En Pocoata lo recordaban así, dicharachero. Siempre fue un canchero de voz ronca, capitán del barco, El Gringuito. La religiosidad lo había dejado serio, sin aire, encerrado en el entrecejo. Cada vez que terminaba de hablar se sentía diez años más viejo. Llegó a los dos mil años. Quiso hacer fortuna, una vida mejor, hacerme. ¿Cómo eso podría ser algo malo? Su pasado podría resultar gracioso y un buen tema de conversación para fiestas de fin de año si no fuera porque, una noche, una bomba molotov rompió el vidrio de la l a ventana del comedor. Estaban cenando re tranquis, cayó la bomba y Abu dijo “basta, hasta acá llegamos”. Yo dormía y era muy niña. No recuerdo el cuento pero sí las caras y los vidrios que se metían en los rincones más insólitos. Guardábamos la ropa en valijas. Tenía una muñeca de la Hormiguita Viajera. Mis padres quedaron preocupados y charlaron hasta el amanecer, sentados en la cama. Yo abracé la muñeca pero, de repente, me pareció un poco siniestra, así que la tiré o me la tragué o desapareció. No sólo hablaron raro la noche de la bomba molotov. A veces lo hacían delante de mí como si yo pudiera ser parte del problema. No se daban cuenta o, tal vez, pensaban que yo tenía un retardo. Mi madre estaba furiosa y mi padre se defendía hundiendo la panza. Se señalaban. Tampoco recuerdo los diálogos. Seguro tenían que ver con el pasado de Dieguito y la secta. El microchip en el cerebro. Mi madre lo tocaba y mi padre le daba un choque eléctrico como si fuese una heladera. No
pensaban vivir en la casa de Abu para siempre pero tampoco querían salir disparando tan rápido. Se casaron cuando mi madre quedó embarazada de mí. El comienzo de la vida juntos arrancó en la l a casa de Abu en Ballester. El plan era ahorrar para ir a otro o tro lado, a donde fuera, priorizando la tranquilidad. Los ex integrantes de la secta aceleraron mi destino. Descubrieron dónde vivíamos y quedaron aún más locos, insoportables. No paraban de graffitear el barrio y tirarnos cosas, no paraban de mandarse cualquiera. Incluso un día yo estaba jugando en las hamacas del parque, se acercó una señora y me gritó “puta”. Supongo que era de la secta. Lo de la bomba fue la gota. Ni Abu, ni Dieguito, ni mi madre quisieron mostrar a la policía la botella de detergente rellena de pólvora y combustible. El artefacto incendiario fue guardado como un trofeo, una reliquia en los estantes de la cocina, al lado de la lata para fideos. Abu neutralizó la bomba y pidió que, por favor, solucionaran el tema de alguna manera. No estaba en edad de algo así, la tenían harta. Yo la entendía perfectamente porque todo me harta al toque. Mis padres no querían saber nada con la policía porque podría saltar lo del diezmo en el casino. El sabotaje no volvió a realizarse. Fue un simple atentado artesanal de unos locos pero todos en la casa de Ballester quedamos muy asustados. Los adeptos satanizados tenían espuma de rabia. Mi padre era el culpable. Jamás consideraron que el Enviado podría tener algo que ver en el plan de inculcarles la fe o que ellos mismos se la habían buscado. Uno no culpa al barman de su alcoholismo. Era injusto, sobre todo teniendo en cuenta que mi padre estuvo a punto de descubrir un milagro mayor. La multiplicación de las monedas santas. A los sectodependientes les cuesta pensar, incluso las metáforas que podrían reafirmar su religiosidad. Es como si nunca quisieran terminar de convencerse. La función del líder. Lo que sí entendieron perfectamente fue que estaban en una secta. Bastó que apareciera el factor ilícito para asumirse como tal y victimizarse. Fueron estafados. El desengaño. El problema estaba afuera. Tenía nombre y apellido. Dieguito Muniz. No era un simple hereje descarriado que había que expulsar del clan po r no seguir los preceptos. Era la autoridad y el peor culpable. Con la plata no se juega. Cuando entran los números no basta con el carisma. Va a llegar un momento en el que en el mundo sólo sobrevivirán los números y los colores. Será así. Es así. Nos vino vergüenza. Éramos un fraude. Planeamos la mudanza como una excursión. Mis primeros recuerdos de la vida son esos, así, irreales, molotovs. Comencé a creer en lo que veía. Compramos una sombrilla. Vendimos unos aros de oro. Apostamos a la lotería nacional y perdimos. Nos despedimos de Abu con respeto y nos besó así no más, sin dejar de fumar ni tirar cartas. Nos fuimos de noche en dos remises negros, como ratas grandes. Fue una partida muy privada. Un patetismo silencioso. Mi padre tenía calma en su cara. car a. Mi madre, mucho sueño. El futuro se nos mostraba blanco, un mundo enorme y en el mundo, se sabe, hay lugar para todos. También existen otros mundos, otros planos y otros tiempos. Pero eso es otra historia. A los tres, en todo el cuerpo c uerpo se nos formó una cáscara. El cielo parecía un hígado hasta que salió el sol de a poco, con ese olor a agua que se forma siempre que va agarrando luz el cielo. Ocurrió en mitad del camino a la aduana. El remisero cobró lo justo, indiferente. Nos fuimos a Punta del Este y, bueno, la vida continuó.
28 - No camines tan rápido
El aeropuerto de Punta del Este es un loco. En plena temporada se traslada al infierno con el aire acondicionado a temperatura antártica. Nos sentimos en un dibujito con piel de porcelana. Alguien espera a alguien en un Rolls. Un país nuevo al que llegamos en febrero con todos los pelagatos. Bestias de carga, mochileros torrados con colchones y toallas sucias colgando de las espaldas como si estuvieran haciendo dedo en la ruta. Nos chocan con su mugre en la cola de migraciones. Las manos nos sudan. Miran mi documento de Luzmilla y sellan un papel. Entramos. Bebemos un litro de agua sin hablar y vamos al baño a hacer pis y untarnos una crema hidratante muy cara que acabamos de comprar en el free shop de abordo. Ignoramos los espejos. Olores diferentes. Una energía de lo más abajo. Alergia. Nos sentamos en un banco ardiente a orientar nuestras cabezas. Queremos pensar mejor y sintonizar pero cada estímulo nos aturde como provincianas. Cada una en su parámetro. Suena tango electrónico interrumpido tangencialmente por una insoportable voz de locutora en altoparlante anunciando cosas que no se entienden. Tal vez estemos en New York o nos estén lavando el cerebro. Telerrealidad codificada. Auto percepción. Resonancias. Acné, cabello graso, el tabú de la tristeza. Señoras vestidas con ropa buena, sacos sobre sacos, tambaleando, hablando de Dios, por morirse y respirando. Gente aparatosa cargando valijas y niños baratos. Viejas, muy viejas, impecables con sus rulos de cotillón. Tipos con cara de degenerados. Chetos en cuerpos de deportitas. Muchos putos. Gente desesperada buscando wifi como pollos a la ración. Mesas con moscas y migas negras. Auriculares de esos que se usan. Respiramos adentro de una bolsa. Tenemos hambre y comemos cualquier cosa en un bar roba plata con sillones símil cuero. Se nos cae la comida de la boca, papafritas rehidratadas. Estamos sin ganas de fingir o hablar. Sólo observamos. Después, planearemos mejor lo que hay que hacer. Es fuerte regresar a Punta del Este. Bruna repite cada dos minutos la palabra “okey”. Inmediatamente larga un resoplido. Los ojos se le vuelan. Es muy curiosa, mira las cosas sin parar, como si una planta fuese de cobre. Intimida los objetos. Se sabe que cada objeto tiene vida y sentimientos. Por suerte todo es tan fugaz y a nadie le importa quiénes somos o qué hacemos. En la mesa de informes i nformes una anoréxica nos da un papel fotocopiado con los horarios de ómnibus de Codesa hacia destinos que no conocemos del todo. Maldonado, Punta del Este, La Barra, Manantiales, Balneario Buenos Aires y José Ignacio. Nos ofrecen tomar un taxi pero preferimos ir en ómnibus. El 10d demora quince minutos, nos aclara un argentino. Llega en el tiempo exacto que nos dijo. El ómnibus va lento y podemos ver una panorámica que no recordábamos de Punta Ballena y Chihuahua, de un lado campo, del otro, playa. Examinamos el paisaje con codicia. Nada parece muy genuino que digamos pero es bastante agradable. No nos da ni para criticar. Una parte de nuestra mirada siente una libertad que baja rapidísimo hasta la planta de los pies. Esa sensación se va inmediatamente pero es como la sal de fruta que revoluciona la comida en putrefacción de nuestros estómagos. El paisaje refresca. El cielo muy grumoso, verdoso, empieza a llenarse. Unas adolescentes se sientan delante. Comparten el auricular y se les escapa el raca raca de una cumbia. -La verdad que no recuerdo absolutamente nada de cuando vivíamos acá, ni siquiera lo que te dije el otro día que recordaba. El Club del Lago, Solanas, los carteles de acceso a la Lapataia, los carteles de los terrenos en venta. Se ve que hay movimiento. A la derecha, una pequeña cañada. A la izquierda, un edificio espantoso que es un batallón. A la derecha, una pequeña capilla bien conservada. A la izquierda, afiches de Cabaña del Tío Tom, que no sabemos qué será. A la derecha, un golf muy bien construido. Muchísimas publicidades. Una inmensa estación Ancap. Laguna del
Sauce. Casas diversas sin estilo, bastante mal mantenidas. Poco a poco llegamos a una loma. A la derecha, la amplitud del mar. A la izquierda, Punta del Este, el Miami del Uruguay o algo que nunca podrá serlo porque no sabe lo que quiere ser. De todos modos, la arena es maravillosa y el balanceo continuo del Río de la Plata está preocupado en otros asuntos, perdiéndose en la inmensidad del Atlántico. El agua. Llegamos al hotel. Ayudamos a una anciana con bastón y agua de rosas. Su valija pesa más que las nuestras. Nos aconsejaron viajar livianas para no despertar sospechas. La m ujer quiere darnos una propina por la amabilidad pero nos reímos en su cara. Llega un empleado de traje soldadito. La vieja nos invita a un café. No, gracias. Se despide con un “Dios las bendiga” y sube las escaleras mecánicas del Conrad, bien agarradita a la muerte. Va directo al casino. Preguntamos por la señorita Valeria Ache. No está. Si queremos, podemos esperarla en unos sillones desinfectados. Preguntamos si podemos dejar las valijas mientras damos una vuelta por los alrededores. Nos preguntan si nos va mos a alojar ahí. Respondemos que aún no sabemos. No podemos dejar las valijas. Permanecemos en el lobby unos minutos hasta que llega una nueva recepcionista más alta y mala onda. Repetimos la escena con la nueva. Tenemos mejor suerte con esta orejuda. Es algo servil. Recién comienza su jornada. Debemos caerle bien. Más allá de su energía negra, hace un esfuerzo, una excepción. Acepta recibir las valijas. Se lo agradecemos sin entusiasmo, como si fuésemos víctimas de un chantaje. Ella está haciendo su trabajo. Tiramos los papelitos de chicles en un paragüero y escribimos una esquela en papel membretado. “Srta. Ache. Acabamos de llegar a Punta del Este y no la encontramos. Nuestro teléfono es tal y tal. Saldremos a dar una vuelta y regresaremos cuando se comunique con nosotras. Abrazos”. La tratamos de “Usted” por las dudas. Nos despreocupamos del tema y la hora. Las puertas automáticas se abren pero decidimos volver a hablar con la recepcionista orejuda y preguntarle muy sutilmente dónde venden porro. Ella nos indica sonriente como si le hubiésemos preguntado dónde quedan los baños. -Cerca del puerto o en la Placita Amarilla. Salimos del brazo y ya afuera, discretas, nos damos la mano entre las publicidades decoloradas de perfumes. Re diversidad. Bruna me orde na bajito “no camines tan rápido”. Nos movemos como damas antiguas. Inmediatamente encontramos un cajero automático. Pensamos en uno y apareció. Compramos una bolsa de caramelos masticables. Nos venden un veinticinco muy fresquito y conmovedor. Además del porro y los caramelos, compramos loratadina. Me chorrea la nariz. Hay mucho chileno. Valeria Ache no se comunica con nosotras en horas. Caminamos por el puerto. Es lindo. Hay mucha madera. No podemos evitar pensar y fantasear cómo será el urbanismo de la ciudad cuando todo se pudra si no se lo pinta con aceite de barco, como lo hacen en el resto del mundo. La gente con las que nos cruzamos es fea y usa una moda vieja. Los autos no tienen sentido. De repente nos perdemos y quedamos sin señal en el celular. Terminamos el porro y los árboles comienzan a moverse. Las cigarras cantan preciosamente. Los mosquitos se agrupan en nubes. De repente, claro, llega el buen humor y la delicadeza. Estamos en un barrio con calles de tierra y chalets a medio hacer, pobres. Los perros nos miran de lejos esperando el momento para atacar. Los autos nos dan bocinazos para que no nos interpongamos. Entramos en una casa prefabricada con un cartel de bar. Suena música caribeña en MP3 desde el televisor, entre animales y parroquianos desteñidos, charlando sobre fútbol y romances zafrales. Pedimos unos whiskies. Son locatarios o gente del interior que viene a trabajar en temporada. Están en un momento libre, dándose con todo. Nos preocupa no tener señal de celular, así que nos
vamos saludando a cada uno como si fuésemos íntimos. Nos regalan dos medidas de whisky. Las llevamos en unos vasos improvisados con botellas descartables de Pomelo Lidya y caminamos por los caminos arbolados escuchando cómo nuestras palabras recorren metros y metros adelante, sin obstáculos. Encontramos una mandarina tirada y la comemos a medias. Bruna está hermosa. Se me ocurre una canción. Pasa el 10d de Codesa. De lejos la jauría parece un pequeño rebaño buscando el mejor sitio para pastar. El pasto se mueve y vienen a nosotras sin ladrar. Son flechas de carne, dientes, pelo sucio y parásitos. El más pequeño ladra y ahí, sí, se deciden a atacarnos. Corremos por la calle de tierra perseguidas por la jauría de perros. Un tropel. Quieren nuestros talones y nuestros cerebros. Tiramos los vasos rústicos y aceleramos los pies. Los perros se detienen de golpe como si existiera una barrera de ultrasonido. Algo nos protege y en ese momento recibimos señal en el celular, caen dos mensajes de texto idénticos. Es Valeria Ache, que ya está en el hotel esperándonos. En realidad, siempre estuvo ahí, pero en el casino. Nos dice que vayamos cuando queramos, que la podemos encontrar en la mesa de blackjack. Los perros escoden sus rabos entre las patas y vuelven lloriqueando a perderse entre los matorrales. Cogen entre ellos y se reproducen para dominar el mundo.
29 – Anónimos El Sr. Ache conoció a mi padre en una parroquia destartalada de Avellaneda. Por supuesto que no vivían en esa zona ni eran católicos. Se cruzaron varias veces en los pasillos de la academia de mecanografía y catequesis que, por las noches, oficiaba como centro de varios grupos bienintencionados. Alcohólicos Anónimos. Narcóticos Anónimos. Jugadores Anónimos. Adictos al sexo. Adictos a sectas. Control Mental. Inglés para la tercera edad. Digitopuntura. Pintura en tela. Teatro. Como el problema de ellos no era el alcohol, terminaban sus respectivas reuniones agobiantes y se iban juntos a tomar una copita para hablar de cualquier cosa y, sobre todo, criticar lo mal que coordinaban esos grupos que servían para nada. Apenas la amistad creció unos centímetros, el Sr. Ache agarró confianza. Le gustaba hablar sin que lo interrumpieran, que el sueño lo encontrara con la lengua cansada. Comenzó con sus anécdotas de la época dorada de Punta del Este. Amaba relatar eso y lo hacía con un embalaje seductor. Habría que escribir un libro. Mi padre no se daba cuenta si lo que le contaba había sucedido en los ochentas o en los sesenta. Daba igual. Mentira no era, seguro. El monólogo iba y venía de atrás para adelante, de adelante para los costados, dislocado pero con la fuerza de un tren en sus carriles bien decidido a llegar a destino. A mi padre le fascinaban esos cuentos y el Sr. Ache se descargaba como un balde entre whisky y whisky. ¡Qué épocas! El Sr. Ache nunca jamás en su vida volvió a reírse tanto como entonces. Ni siquiera se necesitaba tener sentido del humor. Los ojos y las lenguas no podían detenerse. El concepto era el telegrama. Todo cortito y al pié, en el aire, instantáneo. Taca taca. Reinaba la intuición y la síntesis. Estaban en el centro del mundo. El ojo del huracán. Punta del Este. La Punta del Este de antes. En los noventa comenzó la locura de tirar abajo todo pero los cuentos del Sr. Ache hacían que ese momento fuese eterno, que esos años aún existieran en paralelo, que si uno quisiera podría tomarse un avión y vivir el esplendor, la locura, la juventud sin muerte y dura. Si el círculo comenzara en un punto podríamos elegir el mediodía. Daikiri quedaba sobre la Playa Brava, en La Rinconada. El menú del lugar era lo que menos interesaba pero,
obviamente, se almorzaba rico y ya se iban encontrando los personajes como si la obra estuviera guionada, como si existieran los celulares. A la tardecita, más perfumados, se iban a El Mejillón. Ese sí que era un punto importante en el mundo. Quedaba en la entrada de Punta del Este, en la rotonda, al otro lado del edificio Miguez, en la esquina que da vuelta para ir a la calle Gorlero. Ahí mismo era el momento del cóctel, de veinte a veintidós horas. Si no estabas en El Mejillón, no existías. De un lado estaban los uruguayos y del otro los argentinos. Se agarraban a las piñas todos los días. Algunos se iban en bicicleta y otros, con chofer. Después, la cena y, el broche de oro, el casino. El medio del casino era el meeting point de Punta del Este. El universo partía de ese lugar como una piedra cayendo en el medio de una laguna. Las cortesanas, las amigas, los parientes y las vidas pasadas. No todos jugaban. Simplemente se juntaban en el bar a hacer levantes, criticar o decidir el futuro de una nación. De día jugaban al polo, al tenis, al golf pero eso jamás trascendía. A la noche, en cambio, como supone cualquiera, en el casino se tiraban las canas y las pelucas al aire. Todo terminaba en el aire. Puro whisky, champagne y vestidos a más no poder. Luego se iba a bailar al Miguez y se volvía al Mejillón a las siete de la mañana a desayunar. Después, no se sabe cómo, volvía el mediodía. Claro que se podrían hacer otros planes, idear rutinas que nada que ver, pero siempre eran excepciones, vistosas, pero excepciones. ¡Qué épocas! Se iba a la boite Noa Noa del Cantegril Country Club, o a alguna boite en las escolleras del puerto donde las olas rompían sobre la pared y a veces entraban adentro. Te ensopabas. Un sitio muy in. Las puestas del sol eran más vistosas desde El Marangatú, que quedaba en la Parada Siete, con música de los Beatles. Era como el José Ignacio de entonces. Un entonces que vaya a saber cuándo fue. Al Sr. Ache le parecía ayer a la noche. Los dos clubes principales de Punta del Este eran el Cantegril Country Club y el Médanos. El Cantegril tenía golf. El Médanos no tenía y tampoco le interesaba tenerlo. Estaban para otra cosa. En el Cantegril se juntaban a jugar al bridge, la canasta, la pelota vasca, tenis, voleibol, montar a caballos. Tenían un bowling impecable. El Médanos era más para los porteños cajetillas, muy cerrados. Jugaban sólo al tenis y a las cartas. Al Sr. Ache eso no le interesaba. Al menos, no en ese contexto. El Médanos era la paquetería, gente bien, bien de antes, que exigían que los llamasen por su doble apellido. Apellidos que no se sabía de dónde salían. Los uruguayos no jugaban al polo y los argentinos no jugaban al golf para no mezclarse con los uruguayos. El Cantegril era más guiso y, por lo tanto, más divertido. Hablaban del Triángulo de las Bermudas. Después llegaron los brasileros, pero mucho después. Vinieron en aviones privados. Los iban a buscar al aeropuerto, los metían en el casino, les sacan la guita y los llevaban de nuevo a migraciones. Es que en Brasil, además de estar prohibido el casino, no se pueden ver a los millonarios jugando porque se conocen entre ellos. Punta del Este era un limbo. Mucha gente que jugaban comodities, fortunas familiares enteras que crecían de generación en generación y se esfumaban en dos segundos. Nadie gana en los casinos, ni los árabes. A Punta del Este no iban árabes. Esos eran más de Montecarlo. Aterrizaban con sus veinte esposas y la ciudad se desesperaba por ellos. -Te re veo en Punta del Este, Dieguito. Algún día tendrías que ir y dejar esta ciudad de mierda. Allá a nadie le importa si estabas en una secta o te bajabas tres litros de alcohol por día. Si llegás a tomar esa decisión, no dudes en buscarme. Tengo todos los contactos. Vos llamame que yo te consigo trabajo así, mirá. El Sr. Ache chasqueó los dedos y Dieguito Muniz quedó mirando el aire chispeante. Por eso, apenas surgió la necesidad de huir de la casa de Abu el Ballester, al primero que llamó fue a su compañero de parroquia. Valeria Ache está parada
frente a la mesa de blackjack con un Martini en la mano. El peor error en un casino es tomar alcohol, pero si la vigilancia la ve sosteniendo un vaso con agua, podría darse cuenta que ella sabe del asunto, que está observando, haciendo cuentas. Es una de las monstruas más temidas por el casino y está en su disfraz de corderita. Una señora más que cayó ahí por aburrimiento o desesperación. Adopta la conducta del jugador inocente y da sorbitos. Su cabecita está tan concentrada que no se da cuenta que Bruna y yo estamos a sus espaldas. Tampoco se da cuenta de que, en realidad, está recontra borracha. Nos concentramos firmemente en su nuca al descubierto. La miramos con intensidad pero Valeria Ache no se da vuelta. No hay caso. Sólo se acaricia la oreja como si una mosca quisiera dejarle allí sus huevos. Espanta nuestros rayos de un modo inconsciente, hermoso. Bruna no puede creerlo. Tampoco yo. Nuestros poderes telepáticos han fallado. Nada puede con lo que hay en la cabeza de Valeria Ache y su atención a las cartas, ni siquiera el alcohol. Debe concentrarse y después, sí, preocuparse por las moscas, por nosotras. Valeria Ache es una contadora de cartas, una genia matemática bien adiestrada por la vida y su padre, el Sr. Ache, que en paz descanse. Si en el casino la descubren, la echan. No les importa nada. No recuerdan que el Sr. Ache murió en un casino y ellos mismos llamaron la ambulancia. Sus ojos retienen cada carta que larga el croupier. Retiene mentalmente el orden exacto de los cuatro mazos y en qué orden van saliendo los cincos. Las cartas con el número cinco son fundamentales. Una vez que los cincos aparecen, los jugadores tienen más ventajas de ganar que la banca. El croupier tiene obligación de tirar hasta diecisiete pero el cliente, se para cuando quiere. Blackjack. Veintiuno. Un haz y una carta negra o un haz y un diez. Te pagan una vez y media. Si jugás diez dólares, te pagan quince. Si uno tiene blackjack y el croupier también, no se pierde ni se gana. Si el croupier tiene blackjack se pierde. Sencillito. El croupier tiene la obligación de plantarse después de diecisiete puntos. Queda quieto. Si tiene dieciséis y uno tiene doce y te plantaste en doce, se tiene que tirar. Lo cagás. Son reglas que están hechas. Eso fue lo primero que le enseñó el Sr. Ache a su hija. El resto lo aprendió sola, lo más bien. Lo importante es jugar en la punta porque es ahí donde se decide la mesa. En una mesa de seis posiciones, te quedás en la sexta y en la quinta. Se juega fuerte en la quinta y suave en la sexta. Si el croupier muestra un tres, un cuatro, un cinco o un seis, es muy probable que la carta que viene sea más alta que un cinco. Por eso Valeria Ache espera que salgan los cincos. Los retiene en la cabeza junto con todas las cartas que van saliendo de los cuatro mazos mezclados. Es demasiado pero su cabeza está bien adiestrada. Se prohíbe tener un lápiz. Mirar y contar. Hay mil trampas, todas legítimas para un jugador de pura cepa y estirpe. Tienen infrarrojos. Hay lentes con infrarrojos que ven las cartas. Hay dados cargados también. Pero ella lo tiene todo en su cabeza desde hace años. La pausa en Chile, las ganas de seguir una vida normal, no sirvió de nada, ni siquiera para engañarse. ¡Otra qué pilates! Esto es lo de ella y cada vez que del sabot sale un cinco, su sangre circula más rápido, los poros se abren como cráteres y la celulitis desaparece. Se vuelve un gato paralizado, detenido en el tiempo, esperando el momento para saltar sobre el ratón gordito. Pueden ser años y kilos de alimento balanceado día a día, pero basta que aparezca un ratón para que los músculos se activen como nuevos y las garras se desenvainen entre la piel. Cartas francesas. Ahí, sí, apuesta todo, entera. Bruna no se resiste, tose, pide perdón y la llama por su nombre. Valeria Ache se da vuelta y nos vemos las caras. Los números se le escapan de la cabeza y sonríe como una neurótica. El “hola” que larga es enorme y con aroma a alcohol. Nos damos un beso y salimos afuera a fumar
un cigarrito. Vemos el atardecer sentadas en tres sillas de plástico blancas. Nos pasamos el cigarro como si fuese un porro. Nos pregunta por el viaje, por los viajes, las aduanas y nuestros nombres. Está al tanto de todo lo que hicimos y lo que haremos. Es la nueva novia de mi padre y siento que ante ella no tengo secretos. Dieguito le envió un mail larguísimo detallando, ordenando, organizando, previendo este encuentro. Lo escribió desde la computadora de Luzmilla en Bolivia. Valeria Ache simplemente respondió “ok” y acá estamos nosotras, con ella. Dieguito Muniz está en Las Vegas. -¿Está muy deteriorado?- pregunta Valeria Ache. -¿Lo qué? -Tu padre, Dieguito. ¿Lo encontraste muy mal? -No me doy cuenta. No lo veía desde niña. -Pero supongo que te darás cuenta cuando una persona está bien o mal. -Yo lo vi bastante bien. -¿Tomaba mucho? -Lo vimos en carnaval. Tomaba chicha, como todo el mundo. -Ah, eso no cuenta. Te pregunto si tomaba mucha merca. -¿Mi padre? No me di cuenta. -A mí me pareció que sí. – agregó Bruna, tímidamente – Perdonen que me meta. Se hizo un microsilencio. -¿Sigue teniendo electricidad en la manos? -¿Qué? -Nada. ¿Qué hora es?- pregunta Valeria Ache. -No sé bien porque no me doy cuenta si en este país hay una hora adelantada o atrasada. -Bueno, vemos caer el sol y vamos a comer algo. ¿O quieren jugarse algunas fichitas en el casino? Nos miramos con Bruna. -Nunca jugamos al casino. -A ver, niñas. Paso a explicarles. Reglas del casino. Para empezar, estamos en un buen lugar. En Sudamérica se guían por las reglas europeas de casino, no las de Las Vegas. En Las Vegas tienen el doble cero. Ahí te cagan. Hay que hacer otras cuentas. Cambia todo. En el resto de los casinos, los números de la ruleta van del cero al treinta y seis. ¿Me siguen? En Las Vegas va del doble cero al treinta y seis. Eso cambia las posibilidades. No me da la cabeza. En Montecarlo y Sudamérica no hay doble cero. Pídanse algún traguito. Un coctelito, algo, son ricos. No saben lo que es Las Vegas. Paaaaaaaaa. Imaginen. Llegan de noche, atravesando desiertos enormes y, de repente, luces que encandilan. No hay ventanas ni relojes. Los casinos tienen cortinas de aire, de arriba a abajo, que evitan que sientas calor o frío. ¿Me siguen? O sea, imaginen acá una cortina de aire. Bueno, eso. No hay luz de afuera. No se sabe si es de día o de noche. Acá tampoco pero, bueno, es otra onda. En Las Vegas tenés maquinitas desde el aeropuerto. ¿Sacan el Lake Tahoe entre California y Nevada? ¿Ni idea? Bueno, es un lago enorme, pero enorme mal, justo, justito en el norte de California. Ahí en la frontera había un casino impresionante llamado Cal Neva, que una vez fue de Frank Sinatra. No saben lo que era. En el medio del edificio tenía en línea divisoria. Estaba en l a frontera mismo. ¿Me siguen? Ponele que este servilletero sea el hotel. ¿No? El medio del hotel, o sea, esta rajadura por la que sale la servilleta, es la frontera entre California y Nevada. ¿Me siguen? De un lado de la frontera y del hotel rige una ley, del otro, otra. La línea incluso atravesaba la piscina. Vos cruzabas la piscina y de un lado te servían cocteles, del otro ya había maquinitas. ¿Me siguen? ¿No es increíble? No sabemos qué responderle. Está re mamada. -¿Quieren ir afuera a fumarse otro puchito? No, no, no, no. Si es la primera que vienen, vamos a jugar a la ruleta. ¿No les parece? Vamos a sacar unas fic hitas. Todo fichas es acá. Los jugadores no juegan dinero, juegan con fichas. Las fichas son colores, frías. ¿Me siguen? Por eso no te dan billetes. No ponen el billete en la mesa. ¿Se imaginan si en lugar de fichas se usaran billetes? Paaaaaaaaa. Imaginen. Nadie apostaría. ¿Alguna me acompaña con un Martinicito? Hay que tener cuidado porque tomás consciencia de lo que gastante en el momento en el que salís. Acá estás en una nube, en un globo. No miren a la gente. No, no, no, no. No miren. Empezás a jugar de a poco, frío, a las dos horas ya no te importa. Perdés la noción de la cifra grande. Y al casino no le ganás nunca, aunque haya
treinta y seis posibilidades. No, no, no, no. No le ganás. Miren, yo les explico. La suerte no dura más de quince minutos en la noche. Posta. Podés tirarte quince bancas de corrido y el resto de la noche, marcás. Cuesta irse pero hay que irse. Por eso están todos estos prestamistaaaaaaas – me señala – todas esas vueltas en la que andaba tu padre, nena, que son tiburones, literalmente tiburones que ganan el diez por ciento. ¿Están buenos los coctelitos? Son ricos. ¿Vieron? Yo les dije. Miren, ahora sí miren a la gente. ¡Qué tristeza! ¿No? Bueno, en fin. Tu padre no trabajaba acá. No andaba en la chiquita. Ya sabías. ¿No? -No. -Dieguito Muniz. Paaaaaaaaa. Imaginate. No lo paraba nadie. Estaba en la parte de los pesos pesados. En la vuelta, siempre atento a ver quién levantaba la mano. Apenas uno levantaba la mano, allá iba el Dieguito a hacer el nexo con los prestamistas. Porque él hacía eso, al menos cuando yo lo conocí. Los prestamistas te prestaban hasta diez mil dólares. Ahora no sé cómo es la mano. Eso está re prohibido pero está permitido. ¿Me siguen? Al gobierno le conviene porque gana plata. Miren esa señora, pobrecita. Bueno, todo es por algo. ¿No? Digo yo. Dieguito Muniz fue muy amigo de mi padre y esa gente. Yo era una pendeja tal vez más chica que ustedes. Una vuelta fue tremendo porque descubrió que preparaban los mazos de cartas entre el crupier y unos jugadores. Paaaaaaaaa. Estaba arreglado. Si salían dos haces juntos, a partir de ese momento, habían dos pasos arreglados en el mazo. ¿Me siguen? Dos tipos jugaban. Uno en contra, otro a favor, otro en contra y todo así y no perdían. ¿Me siguen? Tu padre se dio cuenta, armó un escandalete que casi lo matan pero sabés cómo ascendió. Paaaaaaaaa. Un capo, Dieguito Muniz. Nos estamos mareando pero si no es en este momento y de esta manera, jamás podré volver a tener esta información. -A ver, niñas. Juguemos unas fichitas. ¿Vieron la película “Propuesta Indecente”? -No. - Paaaaaaaaa. Está muy buena. Bueno, no importa. La cosa es así. ¿Me siguen? -Por supuesto. -Ruleta. Mil pesos de capital. Pedimos fichas de cinco pesos. ¿Me siguen? Para arrancar. No juguemos a un pleno. No, no, no, no. El pleno es jugar al número entero. Como tenemos poca guita hay que jugar medio pleno. O sea, ponemos la ficha entre los dos números que vamos a jugar. ¿Me siguen? El pleno se paga treinta y cinco veces. El medio pleno se paga diecisiete. Yo sólo le juego a las parejas negras. Eso depende de cada uno. Ustedes ahora están conmigo, así que agarramos para mi lado, para las parejas negras. ¿Me siguen? Si jugamos a las parejas negras ganamos. Una vez que ganás el medio pleno, jugás un pleno y ganás treinta y cinco. Después jugás, pleno, medio pleno, pleno, pleno, medio pleno, pleno. ¿Me siguen? -La verdad que no te sigo mucho que digamos. - Hay que estar tranquilas, dispuestas a que si perdés, está todo bien. Jugás con la plata de ellos porque comenzaste con seis fichas. Recuerden eso. Jugar a las parejas negras en la ruleta. Eso es fundamental. No, no, no, no, Bruna. El uno no. El uno es guacho, a ese no le juegues. Nunca jueguen a un número guacho. Te dije a las parejas. No me están siguiendo. O sea el ocho y el once, el diez y el trece, el diecisiete y el veinte, el veintiséis y el veintinueve, el veintiocho y el… -Treinta y uno. -Genia. Re bien. ¿Vieron que entienden? -Perdón. No quiero decir esto pero no estoy entendiendo absolutamente nada de lo que decís. -¡Pero acabamos de ganar! Si ganás, no tenés nada que entender. Ya está.
30 – El desbloqueo
Dieguito Muniz no era tan vulnerable a las doctrinas como el resto de la secta. Eso servía para designar un nuevo líder. No desconfiaba de las habladurías ni las cuestionaba, así que tampoco se necesitaba decirle la verdad. Tenía su propia verdad y un milagro en la piel, al natu, electromagnetismo. Compatibilizó con el don. Se aprovecharon de él. El Enviado se dio cuenta apenas El Gringuito se acercó al grupo de frente. Las antenas de los ojos le vieron primero la cola y después el aura. ¡Qué aura! El pendejo hablaba y en sus palabras se escuchaba la electropolución con los fotones activísimos. Estaba en la flor de la edad. La libido eléctrica bombeaba de lo lindo. Irradiaba lo mejor. El mejor momento para segregar o acercarse a Dios. Era una flor de Jacinto que podía atraer pequeños objetos. Su cabeza, un círculo resonante. Cuando tocó al Enviado, el líder se dio cuenta que hasta allí había llegado, hasta ese pueblo, hasta Pocoata. Fue una señal interna, personalizada. Cayera lo que cayera del cielo, el Enviado sabía que allí culminaba su liderazgo y su videncia. Ya había llegado el después. Ya había aparecido la persona indicada. Era Dieguito Muniz, por más pendejo, canchero y atolondrado que pareciera. El Enviado debía pasar la posta, abandonar su misión. La ceremonia fue sencilla. Las mujeres del grupo se pusieron en círculo y se tomaron las manos. Estaban vestidas de violeta pero no uniformizadas. Dieguito Muniz fue al centro con el puño derecho en el pecho, caminando hacia atrás, sobre sus pasos. Cerró los ojitos. La ronda permaneció estática unos segundos hasta que dieron tres pasos hacia la derecha. Era realmente hermoso ver el amor que irradiaba el círculo, se desplazaba abarcando un radio de acción kilométrico, vibrando y transmutando todo. Era un viento de amor. Pétalos. Durante la ceremonia ningún ser sintió miedo. Los habitantes de Pocoata dormían y tenían sueños bellísimos, cada célula se regeneraba saludablemente, los espíritus encontraban acomodo, la quinoa agradecía. Fue pura gratitud. Fue el fuego. El Enviado escribió en el suelo seco el número diez. El círculo parecía una esfera. Una esfera de azufre, por supuesto. Esa energía no tenía que ver con la secta pero la gente no sabe asociar. La gente es así. Agarra para cualquier lado y si la guían, mejor. Fue tremendo. Siempre es tremendo perderlo todo, la individualidad, los lazos familiares, el pasado. Muchos lo necesitan y las sectas están para eso. Las meditaciones eran estresantes, despersonalizantes, agotadoras. Inmediatamente llegaba el cansancio, la culpa, la conversión y la sumisión. No se les acercaban ni gatos ni perros. Eran un tercer polo. Caían allí y explotaban. Un peligro. Muchos, en esa situación, en transe, se pegaban un tiro. Generalmente los sectarios ya venían con patologías psíquicas enquistadas o coqueteaban con perder el sentido de la realidad. Ver que un alfiler se movía y quería clavarse en la carne, les daba vuelta la cabeza. Dieguito Muniz en su adolescencia lograba que los alfileres lo buscaran. Incluso movía cucharitas de café sin tocarlas. Derribaba las distancias y ese era su chiche. Pegaba mucho lo circense. Una pena que en esa época no existiera internet. El video sería un éxito. Quiso probar si su genética me había llegado pero no fui más allá de lo de hacer que las nucas se dieran vuelta, algo que puede hacerlo cualquiera. Con los años, a mi padre se le fue el electromagnetismo y la fe. Volvieron las hormonas, el apetito y una soriasis con apariencia indomable. Se metió en un grupo de ex sectarios sin drama ni tristeza. Comenzó el plan de desprogramación y el reencuentro con el sentido común. Cuando volvió a pensar, cuando vio el estado en el que se encontraba, descubrió que era la nada. Bloque cognitivo. Un par de días. Después, un laburito acá, otro allá, conocer a mi madre, el casino, los ejercicios de mnemotecnia. Hacía comida china y se olvidaba de ponerle salsa de soja. Se hacía el que entendía la música clásica y bebía vinos carísimos, metiendo la nariz dentro de la copa antes de tragar.
No sabía para dónde agarrar pero quería ser una nueva persona, tener éxito, dormir tranquilo sin pastillas. Nunca quedó del todo bien pero la soriasis se le fue sin tratamiento alguno. ¿Quién está del todo bien? No hay quién pueda asegurarlo. Alguna parte de nuestro cuerpo siempre está bien. Un clavo saca o entierra aún más otro clavo. Las recuperaciones llevan su tiempo y una persona no está sólo para eso, ni está sola. Dieguito Muniz terminaba agotado, con ganas de descalzarse. No terminaba de integrarse al gr upo parroquial. Le parecía que eran unos tarados. Los relatos de sus compañeros de grupo lo hartaban. Cuentos en sectas de cuarta, gente ignorante. Prefería estar en un bar charlando con el Sr. Ache, entre el humo y los hielos derritiéndose, escuchando anécdotas de Punta del Este o sus tratamientos para apalear sus deficiencias de serotonina. Le daba lo mismo el jet set de antaño que las contraindicaciones de los antiparkinsonianos. Dieguito Muniz estaba cansado de pensar y el Sr. Ache estaba cansado de hablar solo. Siempre surgía un nuevo tema. Lo máximo fue Las Vegas. -No te puedo explicar Dieguito lo que es Las Vegas. Paaaaaaaaa. Esas flores. Esas palmeras. A cada cosa la encontrás en todos los tamaños posibles, principalmente en grande. Todo es grande en Las Vegas. Paaaaaaaaa. Cada aparato tiene mil luces de colores, que esto, que lo otro. Unos seis kilómetros de neón. Taca taca. Está el Hotel Luxor, una cosa loca, una pirámide de cristal negro con una réplica de la Esfinge de treinta pisos, con el personal vestido con trajes de la corte de Cleopatra. Unos minones de aquellos. ¿Me seguís? Y también está el Excalibur con cuatro mil habitaciones. Igual, el MGM Grand Hotel Casino, también de treinta pisos, tiene cinco mil habitaciones y noventa y pico ascensores. ¿Me seguís? Te das cuenta que estamos en el culo del mundo. ¿No? Después tenés el Hotel Mirage que en el lobby tiene un acuario imponente con delfines y tigres. Bah, los tigres no están en el agua, se entiende. Y otra cosa que me encanta, que si Dios quiere voy a volver a visitar, es El Parque Nacional del Gran Cañón. Paaaaaaaaa. Ahí sí que ves lo que es la naturaleza. Queda a unos trescientos kilómetros, más o menos. Es impresionante, enorme, con todos los rojos que te imagines y el Río Colorado que, bueno, tiene ese nombre. ¿No? No sé cómo es bien el asunto pero se llama Colorado y está en un lugar donde no hay nada que no tenga un matiz de rojo, incluso los azules. Adentro de eso están las... ¿Cómo se llaman? ¿Me seguís? Imaginate una cosa enorme y, adentro, allá abajo, unas dunas formadas por corrientes de lava que te querés matar. La de fotos lindas que se sacan. Paaaaaaaaa. Todo japoneses, chinos. ¡Qué cosa la erosión! ¿No? Y baratísimo. ¿No? Hay cosas caras, claro. Lo caro es carísimo. Lo barato, baratísimo. El taxi desde el McCarran, por ejemplo, por decirte algo, te sale unos diez dólares. No mucho más que eso. A nosotras el taxi del aeropuerto McCarran al centro de Las Vegas nos salió unos treinta dólares. Hace frío y mi bufanda nueva es sintética. El paisaje es decepcionante y el cartel ese de “Bienvenido a Las Vegas” no está en ninguna parte. Bruna está excitadísima. No para de comentar cualquier boludez como si no la pudiésemos ver con nuestros propios ojos. Cuqui to tal. Caminamos del brazo por la calle Fremont y sus dedos son una garra, parece que me arranca pedazos de carne frente a cada imagen que larga la pantalla gigante del techo. No puedo creer lo loca que queda durante el espectáculo de agua que hacen en el Bellagio. Esos son los rasgos de Bruna que menos me gustan y sin embargo acá estoy, con ella y Valeria Ache en Las Vegas. Cero jet lag. Nada me impresiona. La gente es así. Aún sabiendo que las cosas son de mentira, se dejan llevar y flotan. En una de esas tendría que amoldarme la vista. Pero me cuesta. Por primera vez pienso que estoy grande. Sin embargo veo a Valeria Ache re copada con Bruna, eligiendo slots, mirando los chorritos de agua bailando al son
de Celine Dion y parecen dos nenas de la misma edad, chiquitas, mini humanas. No existe nada más relativo que la edad. Soy una anciana con sus nietas en el tren fantasma. Creo que esto era lo que deseaba cuando niña, la misma sensación que me dopó la vez que me internaron en el sanatorio de Punta del Este con la documentación de Bruna La Piojito. Estoy en mi vejez, lista para descansar. Que venga el gato. Dieguito Muniz nos espera en el Gran Cañón pero pasaremos la noche en un hotel mil estrellas de Las Vegas. Valeria Ache y Bruna se duermen al toque con la tele encendida, despatarradas en ropa interior de encaje, nueva, color crema y color vino, cada una en su cama. La habitación es un despelote y la ducha tiene una presión de reiki. Pongo el volumen de la CNN en mute y salgo al balcón a fumarme un porro mientras se me seca el pelo con la tierra del aire. Miro la ciudad del pecado y la perdición en su hora pico. Este viaje seguramente será el último. No quiero buscar vuelos ni seguir engañando aduanas porque sí, no más. Ya logré atravesar la frontera más peligrosa del mundo y estoy tranquila, recién bañada, medio loquita, perdida en las luces de abajo. Ya está. Gracias a todas. Agradezco al cielo sin estrellas y a los documentos falsos que me consiguió Valeria Ache. La luna es una brasa. Tiro el humo al centro del Strip y las partículas agarran cada una para el lado que quieren, desde el Planet Hollywood hasta el Mirage, se reproducen, se convierten en luz de neón. Estoy en mi mundo paralelo y soy cada una de esas partículas que largué por la nariz, soy una persona nueva. Ahora sí comienza a fascinarme Las Vegas y sus medidas hercúleas. La ciudad es una de esas maquinitas que tienen un gancho para agarrar peluches. Te elige y trata de aprisionarte. A algunas personas no las atrapa, con otras, demora menos. Recién ahora la garra me agarra y me vuelvo un conejito verde azul, la alegría de un niño adiestrado, robótico y de metal. Me encantaría vivir aquí. Me encanta vivir aquí y ni siquiera llevo veinticuatro horas. Dieguito Muniz y Valeria Ache tenían razón, no me engañaron. Quiero vivir así, a puro buffet, hablando inglés, dependiendo de la suerte. En la mañana una escena muy metódica me impactó más que los números de colores. Entre la gente, una niña abrigada y con muchos mocos, hacía sonar un silbato. Los turistas, como si nada, la ignoraban totalmente abducidos por otros estímulos visuales más japoneses. Re normal que una niña estuviera haciendo eso, paradita, estancada en el medio de la vereda, tratando de que ese ruido fuera más fuerte. Un sonido similar respondió inmediatamente, un poco más lejos, pocos metros. Se localizaron y esquivaron las personas. La niña continuó soplando el instrumento hasta que su madre vino a ella. Al encontrarse soltaron los silbatos, se abrazaron fuerte y continuaron un camino juntas, de la manito, perdiéndose entre la multitud, entre los casinos y los publicidades de prostitutas que pueden llegar en veinte minutos a donde sea. Las millas en este país son largas. Planicie y cactus. A unos trescientos kilómetros, hacia el este de la ciudad, está El Parque Nacional del Gran Cañón. Vamos las tres en colectivo. Con el sueño y el Reflexan 5 que nos dio Valeria Ache, el viaje se hace justo. También se puede ir en helicóptero pero es carísimo y no tenemos urgencia. Gozamos las vistas panorámicas en cinemascope. Cruzamos el estado de Arizona y nos encontramos con Dieguito Muniz vestido como si estuviera de safari en África. Piensa que el coyote es un león. Fuimos a por souvenirs y comida. El trato es amable y amistoso. Papá me observa darle piquitos a Bruna y sonríe enternecido. Pide whisky para todas. En un momento nos llama “mis chicas” en inglés. “My girls”. La gran grieta nos atrapa y muestra todos los colores posibles, una multitud. Es un pavo real apareándose. Sobrevuelan avionetas y helicópteros. El cóndor de California. Nos ofrecen unas tarjetas de cincuenta dólares con las que, supuestamente, se
puede recorrer absolutamente todos los parques del país durante un año. No hay algo que no nos parezca trucho, incluso las rocas no son de este planeta. Bruna quiere hacer todos los tours que promocionan y ver la maravilla desde la mayor cantidad de ángulos posibles. Decido no acompañarla y que se maneje sola con su infantilismo. En dos minutos armó un plan descabellado de hacer en helicóptero la ruta imperial en una hora. Lo cuenta como si fuese una experta en el tema después de leer un folleto de lo más ladri que vi en mi vida. Muestra unas fotos diminutas del atardecer en el Gran Cañón y a Valeria Ache le entusiasma. Decide acompañarla y se van muy amigas a volar un poco. Yo prefiero ver el atardecer junto a Dieguito Muniz, solos, recorriendo a pie algunos miradores, hablando de cómo sería nuestra nueva vida en este desierto donde el trabajo y la suerte brotan de la tierra con más facilidad que el agua o las plantas. Hablamos poco de mirador en mirador. Competimos con el viento del Gran Cañón. El atardecer es artístico y el precipicio pide noche. Me lo imagino lleno de agua. Me lo imagino como el fondo de las aguas de Punta del Este. Me camuflo entre los escasos turistas y veo a mi padre apoyado en la baranda de uno de los miradores más atrevidos. Es Dieguito Muniz hace años, nadando en su día libre sin pensar en el casino ni en su pasado, dando brazadas duras, golpizas al agua salada. Ahora está viejo y el mundo es un hoyo enorme pintado con todos los colores que existen. No puede flotar, sólo morir. Me acerco lentamente a su espalda, sin mirarle la nuca. No quiero que me perciba ni que mis ojos lo alerten. Prefiero que continúe encandilándose con el paisaje, con el sol cayendo en la garganta excavada por el río Colorado. De uno de los bolsillos de su uniforme de safari saca una cámara de fotos para robarse algo del momento y la luz. Se toma unos segundos silbando. Busca el mejor encuadre, clickea y es ahí cuando mis manos toman impulso. Las apoyo con fuerza en su espalda y lo empujo al vacío como una bolsa de papas. Este parque cuenta con un promedio de tres muertes por año. Son turistas que se distraen fotografiando, resbalan en los riscos y el cañón aprovecha para comérselos. El precipicio se los traga como ofrendas sagradas. Los guardaparques quedan como locos cuando patrullan la zona y se topan con un cadáver seco sosteniendo una camarita. Volar es lo opuesto a nadar pero el agua no es el opuesto del aire. Dieguito Muniz no puede ni pegar un grito, patalea en la caída como si pudiera trepar el viento amarillo del atardecer. Los colores se van apagando a la misma velocidad, cae junto con el sol y se vuelve un puntito, una molécula, una partícula más dentro del cráter infinito. Respiro aliviada al darme cuenta que nadie se dio cuenta que lo he empujado. Los turistas continúan obnubilados con el espectáculo natural, tan grande y tan más allá. Las pupilas no paran de dilatarse frente a las primeras sombras de la noche. Me acerco al precipicio y respiro profundamente cerrando los ojos. Es el respiro más intenso que he dado en mi vida. Estiro el cuello. Vuelvo a exhalar y miro cómo las estrellas van encendiéndose en el cielo. Me hablan pero no les entiendo el idioma. Abro los brazos como alas de cóndor, vuelvo la cabeza al frente y en el medio del Gran Cañón, levitando frente a mis ojos, está Abu con Dieguito Muniz entre sus brazos, suspendida en el medio del aire, a mi altura. Abro la boca, además. Los ojos de Abu son negros y un halo violeta la cubre como un pimpollo de nylon. Dieguito Muniz ha sido rescatado del vacío. Abu reapareció, lo salvó de la muerte y se acerca volando, angelical y demoníaca, despolarizada. Me lo devuelve sin hablar y su imagen se desintegra en la noche ya establecida. Queda polvo. Mi asesinato ha fallado, se ha invalidado. Mi padre me abraza como si lo hubiera rescatado del agua, de una corriente. Respira agitado y colorado. Los turistas dejan de prestar atención a la geografía y se nos acercan gritando,
preguntando qué pasó, qué horror. Nada, no pasó nada. Casi se cae, pobrecito. Hay que tener cuidado. Las mamás abrazan a sus hijos y los guías turísticos piden a sus clientes que se alejen de los bordes. El Gran Cañón es un peligro. Al instante llega un policía y corrobora el correcto funcionamiento de sus signos vitales. Vamos a un puesto de Primeros Auxilios. Le miden la presión, le dan agua con sal, una manta y un tranquilizante. -Gracias, hija. Te debo la vida. Si no fuese por vos me hubiera muerto en este cañón de mierda. No sé qué pasó, sentí que me iba, sentí una fuerza, como si me estuvieran empujando. Tranquilizate, papá. No te alteres más. Ya está, no caíste, fue sólo un susto. -No te imaginás lo que feliz que estoy de estar contigo en esta nueva etapa, imilla. Siempre te amé. Fijate lo que guardo en el bolsillo de la espalda de mi chaqueta. Voy hasta allí, abro el cierre y me encuentro con muchos dibujos de cuando yo era niña, todos dobladitos y amarillentos. Desiertos. Gatitos. Pirámides. Bombas Atómicas. Dieguito Muniz comienza a llorar y lo abrazo como a una almohada. Me hace un sitio en la camilla y quedamos así, entrelazados. Se duerme bajo los efectos del sedante y siento su respiración en mis tetas mientras le acaricio el tatuaje del brazo, la firma de Maradona. Es gato sanador. Mi corazón se acompasa al suyo y se me calma el pecho. El tiempo pasa arenoso y la enfermera me autoriza a continuar así, acostada con él en mi regazo. No me preocupo. Escucho las voces de Bruna y Valeria Ache, los helicópteros levantando vuelo y las aves de rapiña quejándose. Alguien comenta en inglés lo ocurrido, que Dieguito Muniz casi se cae en el Gran Cañón pero, por suerte, yo lo rescaté. No hay que dejar sola a la gente mayor. Sólo yo sé que no fue así. El puesto de Primeros Auxilios es una pirámide de tela beige. Su punta da a la luna. Siento la luz blanca entrando por el vértice superior. Se apaga el fuego. En las paredes blandas se proyectan sombras. Puedo reconocer perfectamente la de Bruna y Valeria Ache. La perspectiva las vuelve macrocéfalas. También se distingue con suma nitidez la sombra de una tercera persona que me es familiar. Incluso veo el humo que sale de si cigarro.
31 – Redial El casino donde trabajo no es de los más grandes de Las Vegas. Es relativamente nuevo y dorado. Tiene un bar para fumadores con música lounge y animales embalsamados de mentira. La tapicería es roja y alienígena. Aún no he visto más de seis mesas ocupadas por noche. Me encantaría que se convirtiera en el lugar más in de la zona pero es imposible con tanto turista y la mentalidad imperante. Un verdadero desperdicio. Con esta infraestructura en Buenos Aires o Sao Paulo yo sería la reina de la noche de acá a seis años. ¡La de fiestas que organizaría! Me la paso pensando en eso, en las injusticias, pero bueno, ya está. No puedo cambiar el mundo. Al encargado no le importa qué música selecciono, así que bajo de internet dj sets armados, apreto play y me olvido hasta de quién soy. Se me va la cabeza. Soy la dj residente y me anuncian en los flyers con un retrato photoshopeado en el que parezco una manzana. Mi nombre está en letras rosadas, bien enlazadas y gordotas. Dj Cuqui. Las jornadas pasan rapidísimo porque, mientras hago que mezclo canciones, estoy en facebook, recorriendo y ejercitándome en un montón de cuentas inventadas. Es divertido y me ayuda a acortar las jornadas sin tomar merca, pensar menos, recordar menos. Sólo extraño la piscina del Sesc y a Abu haciéndome los pies. Mi laptop la dejé en Sao Paulo y no la extraño para nada. La doy por
perdida, que se críe sola, guacha. Bruna extraña su auto azul bolita y su perrito comprado. Los clientes se emborrachan tranquilos y olvidan sus celulares. Antes de cerrar, el personal los recogen y los guardan en una caja de objetos perdidos. Nadie los reclama. A veces, los ringtones suenan dentro de la caja. Es lindo de ver y escuchar. Parecen pollitos. En seguida se les acaba la batería. Es tardísimo y, sin embargo, cada tanto vibra mi celular. Chiquito, práctico, como el que quisiera tener pero de otra marca. Generalmente es Bruna que está aburrida de tanto pasear y buscar empleos en los que pueda ganar más que jugando a la ruleta. Tengo una llamada perdida de un número que no conozco. Es probable que sea una llamada equivocada. No he hecho grandes amistades más allá del barman argentino. Descubrí que hay muchos argentinos. En Las Vegas, los croupiers de blackjack a veces son abogados, escribanos o contadores latinos que ganan más tirando cartas que ejerciendo sus profesiones. Este chico es escribano y muy de vez en cuando me tira onda, como por obligación, por mandato heterosexista. Yo le paro el carro pero jamás le corto el rostro porque nunca se sabe. Tiene linda cola pero habla de fútbol. Adora andar de acá para allá con su matamoscas eléctrico. -Hay que ver cómo extraño el asado argentino. La carne de este país es horrible, de plástico, unos pedacitos miserables. -Sí, sí, sí, sí. -Nunca volví a comer asados como los de Córdoba y no sé si comeré porque si salgo de la frontera, no vuelvo a entrar. -Ah, sí, sí, sí, sí. Un problemón. ¿Sos de la tierra de los ovnis? ¿Ubicás un precipicio donde se mataron los indios? ¿Sabés de qué te hablo? -Sí, por supuesto. Hasta hoy uno puede invocarlos con una copa como esta. ¿Alguna vez jugaste a la copa? -Por supuesto. El celu vuelve a sonar y es el número no reconocido de hace un rato. Dos uno uno cero nueve dos. No atiendo. El playlist se acaba y voy hasta mi laptop a poner uno nuevo. Le pido permiso al barman y me alejo moviendo la cola a propósito. Cuando comienza a sonar la nueva melodía me viene el número a la memoria. Sí, es el número que nos dio la copa hace meses en Sao Paulo, en la casa de Bruna, el que teníamos anotado. Miedo mal. Atravieso el bar y salgo a la calle, que es una locura porque los casinos tienen tarifas reducidas los miércoles a la noche y se llena de pelagatos. Camino hasta El Strip haciendo redial al número. No me alcanzan los siete sentidos pero si no es en este contexto, en el medio de la calle, jamás podría hacer esta llamada. No me darían los huevos. No puedo encarar sola. Mi pecho vuelve a acelerarse como cuando me venían los ataques de pánico en Sao Paulo. Todo es auto, gente, plástico, luz, barullo, maravillas del mundo, taquicardia y helicópteros. Cada cinco pasos un nuevo altavoz lanza una música diferente. Zumban mosquitos. No existen los perros ni los gatos. Todo aliens. Me atiende la voz de Abu. -Hola, muñeca. ¿Cómo estás? -Abu. ¿Sos vos? -Obvio. -Quise hablarte durante el accidente de mi padre pero desapareciste. -No fue un accidente. -Ya sé. Tengo un peso enorme en el pecho que me duele más que los ataques de pánico. Tendrás que aprender a convivir con ese dolor. De todos modos es mucho menor que lo que sentirías si lo hubieses matado del modo que intentaste hacerlo. -¡Qué horror, Abu! Nunca podré perdonarme. -Dejá que el tiempo pase. El perdón está sobredimensionado. Una palabra no puede cambiar el mundo pero un pensamiento sí. Ahora te diré lo que tenés que hacer. ¿Estás frente al parking? -Sí, Abu. -Ahora parará un taxi en la vereda de enfrente, pero no un Yellow Cab, sino uno blanco y verde. ¿Lo ves? -Sí. -Ese es el casino al que debes entrar pero no te permitirán hacerlo hablando por celular, así que prestá atención a mis indicaciones y, una vez dentro, seguilas al pie de la letra sin perder la capacidad de discernimiento. Llego a la ruleta indicada y es tal cuál Abu la describió. Observo los números que salen y aquí viene el momento. Dobla el diez y juego una ficha
al veintitrés y otra al cinco, sus números vecinos. El resultado no es el que me dijo Abu por celular. Pierdo. Sale el catorce. No puede ser. ¿Habré entendido mal? Decido razonar, entonces sigo un consejo de Valeria Ache y pongo una ficha a treinta y cinco números plenos, o sea, todos menos los dos últimos que salieron. Vuelve a salir el catorce y pierdo nuevamente. Se me da por mirar al croupier y es increíblemente igual a Crazy Frog. Araño el paño verde y salgo a la calle con los pasos entreverados. Los tacos aguja no llegan a sonar. Apreto redial en el celu pero el número no es correcto, da a ninguna parte. Una voz me sugiere consultar con un servicio de informes. Vuelvo furiosa al bar donde trabajo y el encargado está furioso. El barman argentino le ha inventado un pretexto poco convincente a mi ausencia. Logra apaciguar la puteada y regreso con la cabeza gacha a mi compu silenciosa. Miro el bar desnudo. Sólo hay una mesa ocupada por una parejita de enamorados ludópatas. No les importa que sonando no haya más música que la del matamoscas electrocutando insectos. Podría volver a poner play en el dj set preparado por algún alemán una tarde de domingo, podría poner siempre la misma canción y estaría todo bien. Sólo me piden que no haya silencio. Se me vienen muchas opciones de pensamiento a la cabeza pero no quiero elegir, no quiero reflexionar, ni sacar conclusiones o moralejas. Respiro como me enseñó Abu. Voy a la carpeta de MP3 de mi celu y hago click en “Ready to go” de República. Me p ongo los auriculares y me largo de allí inmediatamente. Morite. Ya está. Las víboras de las dunas se esconden. Se vuelven caracolitos. Soy un gánster de la costa oeste que creció desayunando salchichas con huevo y bacon, la más hermosa psicopatología, el fracaso de Jesús. Respiro por la boca y suelto por la nariz. La carretera nunca llega a estar solitaria porque siempre algún auto quiere llegar a Las Vegas, atravesar el arrecife de tierra, autosuperarse. No sé cuántas criaturas andaremos por aquí sueltas. No debemos ser muchas pero seguramente todas tenemos un buen entrenamiento sensitivo. Cada entidad de este desierto es un potente catalizador biodinámico. Somos cuarzo. Tenemos la gracia de la levitación, la invisibilidad y la inmortalidad. Lo siento. La luna es igual. La angustia no podrá con nosotras. A lo lejos viene un banco de niebla. Presiento que es benévola. Tal vez sea un experimento tóxico del ejército. No muy lejos están las aéreas militares custodiadas por vallas electrificadas. Seguro tienen ahí a los aliens. Mojave. Seguro tienen allí bombas atómicas, faros salvíficos. El rojo cada vez es más intenso. No sé a dónde me llevará el azar ni por cuánto tiempo me recibirá el desierto yankee. Siempre se puede regresar a pisar alfombras y dormir con los sonidos de las fichas de los casinos. Siempre se puede ser millonario, buscar revancha, vivir de la ilusión y del dorado. Siempre hay un tragamonedas libre. Siempre está la fantasía y el espejismo. A cada paso que doy se me imantan pequeñas partículas al cuerpo. Se me acerca una lata de cerveza vacía. Ahora son dos latas y me siguen como gatitos. Las piedras claman. Mi piel es metal puro. Carga positiva. No hay señal. Mi celu sólo sirve para pasar música. Me aburren las canciones que selecciono, así que le doy oportunidad a un disco que bajé de internet, tratando de que me guste y se convierta en mi música preferida del año. Es horrible, sin gracia, tocado con desgano, imposible de bailar, pero lo recomiendan tanto, en tantas partes, que algo bueno tengo que encontrarle. No puedo quedar tan out así como así. Igual, las nuevas modas no ayudan en nada. No tienen encanto, me aburren, siento que pierdo el tiempo, que es un soplido, humo de cigarrillos. Se visten como viejos. Mi próximo objetivo es dejar de odiar. Dejo de escuchar el disco horrible. Pongo la canción "120... 150... 200 Km Por Hora" de Roberto
Carlos y las cosas pasan más de prisa. El tiempo disminuye. Los árboles pasan como bultos. La vida pasa, el tiempo pasa.
32 – El grupo -Podría ser que mi aura electromagnética fuera muy potente pero jamás tuve un tinte paternalista. Mi mayor problema o, al menos, por lo que más sentí culpa, fue el no haber logrado que el grupo continuara creyendo. No me dio. Nunca volví a ver al Enviado pero estoy seguro que no está conforme con mi desempeño. Lo siento. Lo siento en mi cabeza. Es como un dolorcito acá, bien acá. Es como un aparatito, un microchip que en Enviado me debe haber puesto. Seguro, esté donde esté, él sabe que no logré cumplir mi misión, que le fallé. Desde que cayó el meteorito siento eso en mi cerebro, lo del microchip. ¿Alguno de ustedes lo siente? -La dinámica es así, Sr. Muniz. Usted habla y al finalizar, recién entonces, hacemos comentarios. De todos modos le adelanto que no es nada extraño lo que nos está contando y que estamos con usted. Todo el grupo está con usted. Prosiga. -Gracias. No fue una abducción pero hasta el día de hoy tengo una pequeña protuberancia en el cráneo. Tal vez no sea un implante extraterrestre, lógicamente. No entra en la lógica y me da miedo consultar. No sé qué me da más miedo, si pensar que es un microchip o un tumor. No soy escéptico. Puedo controlar perfectamente mis pensamientos pero no tanto mis impulsos. ¿Alguno aquí tiene problemas con el litio? ¿Alguien aquí siente la resonancia bioeléctrica del cerebro? ¿Pueden dormir tranquilos? Tranquilícese, Sr. Muniz. A todos nos pasó algo similar. Cuando llegamos al grupo teníamos demasiadas preguntas. No se pueden responder en un día y tampoco tenemos las respuestas. Por ahora sólo cuéntenos su historia y sepa que estamos aquí para ayudarlo. Prosiga. 33 – El arcano sin número Me encuentro con Malú en la calle. Está recostada en un árbol como si me esperara desde hace horas. Me sorprende lo moderna que está vestida. Tiene unos zapatos preciosos y muchos anillos que se los quita para pulverizar vidrios. Vuelvo a detallarle cómo es el plan y el showcito que hago en los restaurantes haciéndome pasar por periodista. Le fascina la idea y entramos mega conectadas. Comienza febrero y carnaval. -¡Ay, Argentina! Muchas gracias por invitarme a cenar en este restaurante tan caro. Años que vivo en Sao Paulo y nunca soñé venir a estos lugares. ¡Quién me viera cenando en la Oscar Freire! Cuando lo cuente mañana a las otras limpiadoras del Sesc, no lo van a poder creer. Un poco diminutas las porciones. ¿No? Nunca como ensaladas. Tanto verde me marea. ¡Qué importante son los condimentos! Así que se va de viaje a Bolivia. Bueno. Que la pase bien. No tengo ni idea de lo que hay en ese país pero viajar siempre es bonito. La verdad que con la única socia del Sesc que he charlado ha sido usted. Ojalá fueran todos tan amables. Le traje lo que me pidió, la cartita. Hice todo como me lo indicó. Compré un mazo de cartas de tarot, saqué una y… aquí está. ¿Dónde la habré guardado? Acá. Mire. Le salió esta. ¿Puede creer? Justamente es el veintidós. El Loco. El viajero. Tenga c uidado en el viaje, Argentina. Mire cómo está el loquito en la carta, mirando para arriba, distrayéndose con las estrellas peeeeero, mire el perrito. ¿Vió el perrito? El perrito le muerde la ropa para que no caiga en el abismo. ¿Entiende? Es la consciencia que está alerta, advirtiendo. Una carta muy bonita. Sí, sí, sí, sí. ¿Ya pedimos el postre? Yo prefiero un cafecito pero usted pida lo que
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