nadie la tocase, su caja de costura se volcaba. Hilos, botones, agujas, alfileres... todo el contenido se desparramó por el suelo. El dedal rodó y rodó hasta deslizarse debajo de la cómoda y allí, en el rincón más oculto de la sala, se coló en el agujero del ratón y desapareció en las profundidades. La abuela Rosalía recogió trabajosamente todos los enseres de costura, quejándose y resoplando cada poco porque ya era bastante mayor y le dolían la cintura y las rodillas a causa del reúma. Cuando se dio cuenta de que le faltaba su querido dedal de plata se llevó un disgusto atroz. Lo buscó y lo rebuscó hasta que ya no pudo más. Y cuando ya estaba tan cansada que le faltaba el aliento, se sentó en su mecedora y rompió a llorar desconsoladamente. —¡Mi dedal de plata! ¡Mi precioso 68
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