Un Cartujo La Trinidad y La Vida Interior

March 19, 2017 | Author: Luiss Chafln | Category: N/A
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LA TRINIDAD Y LA VIDA INTERIOR UN CARTUJO

PROLOGO I; PRESENTACIÓN PROLOGO DEL AUTOR; I.- EN DIOS; El Dogma; Las analogías del conocimiento y del amor; La vida intima de Dios. II. DE DIOS AL HOMBRE: La unidad de los designios de Dios; La persona de Cristo; La Obra de Cristo III. DEL HOMBRE A DIOS: IV EL HOMBRE EN DIOS

PROLOGO I EXCMO. Y RVMO. SR. DR. FR. JOSÉ LÓPEZ ORTIZ, OBISPO DE TÚY Hemos nacido a la vida de la gracia por el bautismo en el nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Con esta augusta autoridad nos absuelve de nuestros pecados el sacerdote, que ha recibido poderes divinos para resucitarnos. Según vamos entrando en familiaridad con la oración litúrgica, vamos viendo cómo la Iglesia invoca siempre a la Santísima Trinidad al formular sus súplicas, y aún cada fiel, conservando a lo menos la actitud y las palabras, suele empezar sus obras piadosas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La vida espiritual, pues, es producida y renovada en nosotros por la Santísima Trinidad: a las tres divinas Personas rogamos su conservación y su aumento, y la Iglesia nos ha habituado y desea que recordemos con frecuencia este influjo vivificador, sin el cual nada seríamos. Bastantes fieles conocen además algo de lo que se contiene en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia sobre la maravilla de la presencia de la Santísima Trinidad en nuestras almas cuando estamos en gracia; cómo se nos da, mora en nosotros y nos diviniza, preparándonos acá abajo a una visión y posesión gloriosa en la Jerusalén celestial. No suele ignorarse esto del todo, aunque también hay vacíos considerables en los conocimientos religiosos de las mismas personas piadosas. Lo malo es que estas ideas suelen mantenerse a gran distancia de la vida, aun de la vida de las devociones; que el desinterés que suele haber por ellas las relega a una zona de vaguedades desdibujadas, considerándolas como un misterio en el que no conviene ahondar.

Parece que puede seguir formulándose la desoladora pregunta, con la que Mons. Olgiati prologaba suSilabario del Cristianismo hace ya unos cuantos lustros. ¿Es verdad o no que a vuestra vida y a vosotros mismos os importaría muy poco el que las Personas de la Santísima Trinidad fuesen dos o cinco en vez de tres? Más aún. ¿Es verdad o no que, si Dios no hubiese revelado este misterio, vosotros os quedaríais tan tranquilos y no introduciríais una sola modificación en vuestra vida religiosa? Podría ciertamente contestarse que en el culto fundamental del Cristianismo al Hijo, hecho hombre, hay ya una referencia bastante al Padre y aun al Espíritu Santo. Pero, ¿es esto suficiente? Con tan radical simplificación quedan cosas sustanciales en la sombra, y en lo que concretamente se refiere a nuestra vida sobrenatural puede ocurrir que no carezcamos de ella, que sepamos en términos generales en qué consiste, cómo se produce, se aumenta y se confirma, y que luego nos desinteresemos totalmente de todo esto y nos quedemos tranquilos dejando a los teólogos que lo estudien, y a unos seres excepcionales a los que venimos a considerar como meteoros que cruzan de vez en cuando nuestra atmósfera -los santos- que se preocupen de vivir conforme a los planes divinos sobre esta cosa desconcertante que somos los hombres. Se oye muy de tarde en tarde hablar de personas que tengan devoción a la Santísima Trinidad: no son tampoco frecuentes los esfuerzos de que se tiene noticia para propagarla y fomentarla: por lo menos es de las que menos favor disfrutan entre la mayoría de los fieles. Son preferidas otras muchas, muy especializadas, muy concretas, a veces muy pequeñas. Y no es que haya motivo para censurar las que la Iglesia aprueba; al fin y al cabo vemos lucir en cada una un rayo de luz divina, aunque se refleje en una criatura. Lo que ya no es de alabar es reducirse a esos poquitos, no darse cuenta de que son parcelas de una plenitud y caminos para llegar al todo. Lo que hay que hacer es seguir el haz de luz hasta su origen, abrir el diafragma por el que le filtramos, para que nos invada todo el resplandor del foco divino de vida eterna. Así se limpiarán estas devociones, buenas sin duda, de escorias de pequeño exclusivismo y se articularán en el organismo de la vida sobrenatural, plena y sana, con todas sus exigencias y su grandeza divina. Tal vez haya oculto en la predilección por las devociones parceladas algo de miedo a la gran luz que, al penetrarnos hasta lo hondo, nos exigiría las grandes claridades y sinceridades. Y es posible que el despreocuparse de las verdades fundamentales, de ésta concretamente de la vida de la Santísima Trinidad en nosotros, sea otro género de huida de la presencia de Dios (Jonás, I, 3) por temor a tener que tomar la decisión de darlo todo por nuestra vida, que es más que nuestra, la vida de Dios en nosotros. La palabra devoción, en su sentido originario, antes de haberse diluido en el plural devociones, que no hubieran entendido los clásicos, significaba una entrega y consagración absolutas. «Se dicen devotos, explicaba Santo Tomás (IIa. IIae, q. 82. a. I), los que se consagran a Dios de tal manera que se le someten totalmente.» El que posteriormente esta palabra se haya extendido a más amplios actos de culto o religión no debe hacernos perder este sentido de total entrega, que no hay por qué pensar se haya desvirtuado; ella será directa, o se intentará por otros medios, ciertamente aptos y oportunos, con tal de no agotar en ellos el camino. Sobre todo, hay que evitar la ilusión de que hemos encontrado atajos en los que vamos a ahorrar o esquivar la fundamental renuncia que lleva en sí la vida cristiana. Si existiera alguna devoción que derogara elniéguese a sí mismo del Evangelio, no reportaría pequeñas ganancias al enemigo de las almas.

Si no queremos sacrificar las mezquindades de nuestra vida de egoísmos insatisfechos, acabamos por perderla a ella y a sus precarios goces; si la renunciamos generosamente, Dios nos la cambia por otra, limpia y luminosa, que es la que Él infunde en nosotros. «Pues quien quisiera poner a salvo su vida, la perderá: mas el que perdiere su vida por causa de mí, la hallará» (Math., XVI, 25). Aun acá abajo podemos comprobar lo que ganamos en el cambio; la esplendidez con la que Dios paga la entrega de nosotros que le hacemos; es un glorioso trueque en el que nosotros dejamos miserias y se nos da cielo. Los dos últimos capítulos de la obra a la que como prólogo se anteponen estas consideraciones, exponen bellamente las exigencias de nuestra entrega confiada y gozosa, a la que sigue el afirmarse pleno y jubiloso de Dios en nuestras almas, incorporándonos a su vida. El autor -que fiel a una hermosa tradición de su Orden se renuncia a sí mismo en el silencio del anonimato- quiere llevar insensiblemente a esta última consecuencia de su enseñanza; el premio que Dios nos ha de dar, que no es otra cosa que El mismo, no se deseará sino en la medida en que nos vayamos acercando a Él para conocerle. Sin embargo, es posible que tampoco esté de más adelantar esta esperanza y animar así a posibles lectores a aventurarse en las páginas jugosas del libro. Sigue habiendo, más que conceptos erróneos, actitudes equivocadas por pusilánimes sobre la exigencia divina de perfección cristiana, a la que no se satisface buscando el mínimum para no condenarse. La santidad no es cosa de otros planetas o de personas distintas a nosotros, sino vocación divina sembrada en el alma de todos los cristianos: pero la llamada no encuentra respuesta, porque ésta tiene que ser vibrante e ilusionada; todas las demás cavilaciones o cálculos son tan insuficientes como el cerrar los oídos a la invitación divina. Tal vez muchos de nuestros fieles no han sentido esa divina ilusión que transforma y rejuvenece, porque no se les habla lo suficiente de la gloria de una vida entregada a Dios, de la alegría del sacrificio, en el que tan sólo abandonamos una triste y oscura rutina de egoísmos y recibimos en cambio la libertad de hijos de Dios. Tampoco se dan cuenta de que no solamente es lícito, sino obligado, pensar en la recompensa de nuestras pequeñas labores; la recompensa es nada menos que Dios mismo; pensar, pues, en Él y desearle con toda el alma. Ser viadores sin nostalgia de la patria es caminar sin meta. Una ética abstracta, en la que además se trate de matar esa aspiración a la felicidad, que se enciende con la vida en nuestras potencias volitivas y que no podemos cohibir, puede encontrarse en libros de filósofos extraviados: no en el Evangelio. La renuncia evangélica es vender todo lo que se posee, pero para comprar una gema preciosísima, que es el Reino de los Cielos (Math., XIII, 46). Con actitudes de desesperado heroísmo se hace injuria a Dios, que sembró en nuestras almas ese deseo, insaciable acá abajo, pero que Él llenará sobreabundantemente. Hay que aspirar a esa plenitud de felicidad que nos está preparada; a esa vida eterna, tal como ha de ser y tal como se va incoando acá abajo; a insertarnos, en nuestra limitación, pero con la capacidad ilimitada de recibir que Dios crea en nosotros, en el misterio de la Vida divina; vivir nosotros de esa eterna generación por la que el Padre se contempla en el Hijo, de ese proceder también eterno de ambos, del Espíritu Santo, Espíritu de Amor. A la contemplación sin velos de ese misterio de vida y a la felicidad ilimitada que ha de producirnos este contemplar y el abismarnos eternamente en el amor infinito, nos ordena y prepara la virtud amable y humilde que es la Esperanza, y también a desear y recibir los apoyos y gracias que nos son necesarios para llegar a ese término; estas gracias embellecen nuestra peregrinación, nos hacen llevaderas las fatigas y nos traen la alegría de ver cómo la vida Eterna, el Reino de los Cielos, se empiezan acá abajo en medida que sólo Dios y las almas que le son fieles pueden conocer.

La virtud de la Esperanza, como las demás virtudes teologales, queda sembrada en el alma con la primera gracia en el bautismo, y también como ellas se nos confía para que con nuestro trabajo y la gracia divina vaya creciendo y fructificando; por esto hay que esforzarse en animarla y vivificarla cada día. Los hijos de las tinieblas ensayan hoy como arma contra el Cielo una sustantivación de la desesperanza; su rebeldía les tortura fingiéndoles un caminar desolado hacia la nada. Los que creemos en la luz tenemos la obligación de alegrar nuestro camino con cánticos de la Patria, y también con canciones esperanzadas, en las que desborde la belleza del mismo peregrinar, tensos y erguidos en la labor, y por delante el presentimiento de lo divino con el que se iluminan los horizontes y se ve en ellos espejada la misericordia de Dios. Hay que avivar rescoldos de esperanza, que tal vez conservemos encenizados en la oscuridad desatendidas de nuestras posibilidades de santificación. La esperanza lucirá animosa a la luz de Dios, que ahora nos penetra por fe y nos graba en el alma los misterios divinos, y nos enseña las maravillas de nuestra vida sobrenatural; cuanto más sepamos de Dios y de su misericordiosa entrega a nosotros, más esperaremos y con más alegre confianza. Ver a Dios cara a cara, con la luz de la gloria que nos haga posible el contemplarle, es lo esencial de la vida eterna. Conocerle en la peregrinación más y más reverente y amorosamente será el fundamento de la esperanza que nos acompañará a la Patria. Por esto es bueno seguir el camino que ha trazado el autor de esta obra, tan densa y tan honda; dejarse llevar por el hilo de su pensamiento; partir de Dios para que Él nos enseñe a encontrarnos. Esta es la trama del librito a cuya lectura deseo animar a las personas de buen deseo y recta voluntad. No ignora ciertamente su autor lo que la ciencia teológica ha trabajado para penetrar en el misterio de la inhabitación de las Divinas Personas en el alma en Gracia. Hay explicaciones distintas; en cada una de ellas se antepone un aspecto de esta desbordada generosidad divina: cada escuela desea hacer ver que el aspecto que ella contempla es el más importante. Una sola de estas perspectivas basta para sumirnos en la más honda admiración y gratitud. El panorama de todas ellas, con lo que ha penetrado cada expositor, antiguo o moderno, en el misterio que nunca se agotará, es de hermosura sin igual. Los fieles, aun los de modesta cultura, pueden recibir una provechosa enseñanza cuando se les exponen estas doctrinas, un tanto aligeradas de su aparato polémico, y no faltan obras en las que se familiariza a las gentes con esta generosa teología. Pero no es ésta una de ellas; su autor quiere que el que la lea siga el camino de Dios sin pensar demasiado en sí mismo, pensando más bien en lo que tiene que vaciarse para que Dios le llene. Puede al fin sentir también deseo de explicarse cómo obra Dios en él, cómo la vida eterna se produce en su interior. El misterio le atraerá, pero no con curiosidad humana, sino por el deseo de conocer mejor el don de Dios y rendirle su acción de gracias, ofrecerle un sacrificio de alabanza, que puede elevar de la tierra, como eco del Cielo, llevando, en su pequeñez, la voz de la creación, para que retorne a Dios. Con lo dicho, se ha indicado que no se ha escrito este libro para que se lea rápidamente; que está pensado para que la enseñanza penetre despacio en el alma. Es obra de grandes silencios, aunque el autor tenga el buen gusto de no acotarlos con censuras de líneas o puntos suspensivos. Le va saliendo al paso al lector la necesidad de detenerse, de meditar, de volver sobre lo leído. Incita a este pausado recapitular la nueva claridad que inesperadamente encontramos proyectada sobre algunos pasajes de la Escritura, por muy conocidos que sean. El autor sabe colocarlos amorosamente en el punto de más luz de la exposición, para que nos

pueda llegar la enseñanza divina, abundosa, insistente, y la palabra humana sea sólo el medio de acercarnos a lo revelado. Es pequeño el libro, pero pleno. No es un extracto o resumen de esos con los que se nos promete eximirnos del trabajo de leer los buenos libros completos; nada sobra ni falta. Pero el lector tiene que poner mucho de su parte para obtener todo el fruto. El libro -hay que decirlo de una vez- es para meditarlo; pero no especulativamente. Es para beberlo a pequeños sorbos, puesta la vista en Dios, en el misterio de la Santísima Trinidad. Para que el alma, desbordada con la enseñanza divina, se lance a Dios, y Él obre sus maravillas en el alma, en el silencio fecundo de la oración. FR. JOSÉ LÓPEZ ORTIZ Obispo de Túy Túy, 25 de marzo de 1954.

PRESENTACIÓN R. GARRIGOU-LAGRANGE Estas páginas sobre la Santísima Trinidad, escritas por un contemplativo, proceden de la fe iluminada por los dones del Espíritu Santo -dones de Inteligencia y de Sabiduría-, que nos hacen descubrir en la Escritura, en los escritos de los Padres y de los grandes Doctores de la Iglesia, lo que se contiene de más sabroso en el misterio supremo de Dios único en tres Personas. Ellas muestran que el Bien tiende a difundirse y que, cuanto es de orden más elevado, tanto más profusa e íntimamente se comunica. Ya en la naturaleza, el ser vivo engendra otro ser vivo; en un orden más elevado, el sabio comunica la verdad que posee y el hombre bueno hace amar el bien. En la cumbre, Dios Padre, por la generación eterna del Verbo, Le comunica la plenitud de su naturaleza divina, sus infinitas perfecciones y, a través del Hijo, las comunica al Espíritu Santo. Como dice Santo Tomás: «Cuanto más elevada es una naturaleza, tanto más íntimamente unido le queda lo que de ella emana» (Contra gentes, lib. IV, cap. II). Así, en las almas más elevadas, su pensamiento y su amor son extraordinariamente íntimos a sí mismas; y estas almas se unen profundamente entre sí en la contemplación de la Verdad primera y en el amor del Bien que no pasa. Por encima de ellas se encuentra el misterio de la vida íntima de Dios: Dios Padre no solamente a las criaturas comunica una participación de su naturaleza por la gracia, germen de la vida eterna. Él comunica a su Hijo y, por Él, al Espíritu Santo, toda su naturaleza, su ser infinito, la vida soberanamente perfecta, la sabiduría suprema y el amor sin límites. Tal es el misterio que nos ofrecen estas hermosas elevaciones. Fruto de una amorosa contemplación, nos invitan a decir un poco mejor cada día el «Gloria Patri et Filio et Spiritui Sanctou, a releer la Oración sacerdotal, dirigida por el Salvador a su Padre, en el capítulo XVII del Evangelio de San Juan. Nos invitan también a una comunicación eucarística cada día más íntima, que es como el reflejo de la comunión de las tres Personas divinas y preludio de la comunión celestial.

Deseamos vivamente que estas páginas sean leídas en recogimiento, con la misma fe, el mismo amor con que han sido escritas. Estas elevaciones fueron compuestas antes de la aparición del «existencialismo». Contienen una excelsa respuesta a la pregunta que éste se plantea: «¿Para qué existimos en este mundo?» La respuesta, dada por Dios hace muchos siglos, es tan simple como profunda y elevada; la encontramos escrita en la primera página del catecismo: «Hemos sido creados y puestos en el mundo para conocer a Dios, amarle, servirle y obtener así la vida eterna», en la que veremos cara a cara la vida íntima de Dios: cómo las tres Personas divinas se conocen por un solo y mismo acto de conocimiento y se aman por un solo y mismo acto de amor esencial, que se identifica con su naturaleza. La fe viva, penetrante y sabrosa en la Santísima Trinidad es, como tan maravillosamente muestra el autor de este librito de oro, un anticipo de nuestra eterna felicidad. Agradezcamos al Señor el hacernos conocer las cosas divinas y pidámosle la gracia de vivir de ellas cada vez más. REGINALD GARRIGOU-LAGRANGE, O. P.

PROLOGO DEL AUTOR Per Ipsum et cum Ipso et in Ipso, est Tibi Deo Patri omnipotenti, inunitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria (Ordo Missae).

No espere el lector descubrir en estas páginas un tratado completo del dogma de la Santísima Trinidad. Tampoco se ha intentado exponer un problema particular de la vida interior ni proveer soluciones nuevas. Se trata de llamar la atención sobre las perspectivas sobrenaturales más generales. Recorreremos todo el horizonte de la Fe, con sus consecuencias prácticas. Partiremos de la consideración del principio -la Santísima Trinidad, esto es, la vida íntima de Dios-, para volver, al terminar, a la consumación de todas las cosas en el mismo misterio. La vida de toda criatura, y la vida superior del hombre, aparecerán así como teniendo en las profundidades del Ser divino su arraigo y su fin. Es indispensable conocer el camino para llegar a buen fin. Dios nos invita a iniciar la marcha que debe conducirnos hasta Él,. es preciso conocer la dirección para andar con seguridad. La vista de la meta nos dará el deseo, y éste engendrará la confianza, que es, en sí, fuente de fuerza. Este ensayo habrá conseguido su cometido si puede contribuir a que nos sintamos conscientes de nuestra dignidad de hijos de Dios. Es cierto que Dios, según la palabra de la Escritura, habita una luz inaccesible (I Tim., VI, 26). Pero es verdad también que, gracias a la sangre redentora

de Cristo, somos elevados al estado sobrenatural, convertidos en hijos de Dios. ¿No ha dicho el Apóstol: In ipso vivimus, et movemur, et sumus; ipsius enim et genus sumus?» «Porque en Él vivimos, y nos movemos, y somos. Porque linaje de Éste somos también». (Act., XVII, 28). Filii et haeredes! ¡Hijos y herederos! Basta, y es necesario, vivir sólo bajo la moción del Espíritu de Dios para convertirnos plenamente en sus hijos: Qui Spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei. «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom., VIII, 14). Y es por el mismo Espíritu como el Padre será nuestro padre. Abba, Pater! Pero hay lucha en nosotros, entre el Espíritu de Dios y el espíritu propio. Sólo el conocimiento de nuestro sublime destino nos dará la fuerza para aniquilar nuestro propio espíritu. Convenciéndonos de nuestra grandeza, tendremos el medio más seguro para empequeñecernos de tal forma, que nada nos reservaremos. Entonces respiraremos a pleno pulmón esta vida divina, anticipo de nuestra dicha eterna.

LA TRINIDAD Y LA VIDA INTERIOR

I.- EN DIOS El Dogma Dios es el Ser subsistente en sí mismo. El nombre de Ser sólo a Él puede ser aplicado propiamente; Deus solus vere essentiae nomen tenet. Sólo Dios ostenta con verdad el nombre de esencia (San Jerónimo), ya que todas las cosas, y nosotros mismos, comparados a esta sustancia pura y perfecta, no somos ni tan siquiera sombras. Por esto Él se define hablando a Moisés: «El que es». Tam verum enim esse Deus habet, quod nostrum esse, suo comparatum, nihil est. Tan verdaderamente posee Dios el existir, que nuestra existencia, comparada con la suya, nada es (San Buenaventura). Dios es uno. Posee la unidad de manera sobreeminente, o, mejor dicho, Él es la unidad misma, la simplicidad absoluta. No hay en Él ninguna distinción de partes, ningún accidente, ningún movimiento: «Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es» (Deut., VI, 4). Y, no obstante, este Dios uno es tres Personas. Dios es Padre; Él engendra un Hijo en la unidad de la naturaleza, sin división ni mutación. Y del Padre y del Hijo procede asimismo el Espíritu Santo. El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios. Y estas tres personas no son más que un solo y mismo Dios. Y esto no es menos necesario que aquello. La Trinidad es tan esencial a Dios como su Divinidad. Los procesos divinos no se añaden a la esencia ya constituida y perfecta; son la misma sustancia, la perfección misma de Dios. Ser en tres Personas, Padre, Hijo, Espíritu, es en realidad la misma cosa que ser Dios, aunque nuestra inteligencia no perciba el valor de estas proposiciones. Lo uno y lo otro anuncian la misma necesidad, y si podemos separarlos, es porque no conocemos a Dios más que por procedimientos indirectos, en la oscuridad de la Fe. Temamos medir el misterio con la estrechez de nuestros conceptos inseguros y discursivos. La eternidad divina es un presente inmóvil en el cual el Padre engendra al Hijo, y uno y otro espiran el Espíritu Santo. San Agustín compara al Hijo al aire inundado de sol, siempre iluminado y recibiendo a cada segundo, en una especie de renovación sin cambio, toda la luz solar. La generación divina no ha tenido lugar al principio de los tiempos, de una vez para

siempre. Es un acto divino o, mejor, es el Acto divino eterno y perpetuo que no termina ni se interrumpe jamás, al igual que el Ser Divino, del cual no se distingue en realidad. Actualmente, en cada instante, este acto se cumple; el Hijo nace del Padre. Ego hodie genui te. Hoy te he engendrado (Ps., II, 7). Las Personas divinas son relaciones subsistentes. En las criaturas, las relaciones como la paternidad y la filiación, por ejemplo, no son más que accidentes. Cercenado este accidente, el padre y los hijos quedan en hombres. Pero en Dios todo es simple, todo es subsistente, todo es Dios. He aquí por qué en la Santa Trinidad, la Paternidad es todo el ser del Padre, que es igual al Ser divino. Y la Filiación es todo el ser del Hijo. Y lo mismo en el Espíritu Santo. En todo lo que es, el Padre es ad Filium, a su Hijo, hacia su Hijo. Y en todo lo que Él es, el Hijo es ad Patrem,al Padre, hacia el Padre. Si la mirada sobrenatural de nuestro espíritu fuese lo bastante pura, lo bastante profunda, veríamos en esto, no sólo la solución perfecta de la aparente contradicción entre estos dogmas: Dios uno-Dios trino, sino la necesidad del uno incluido en el otro. «Cada una de las Personas no se refiere menos a las otras que a sí mismas -dice San Gregorio Nacianceno-; ésta es la posibilidad de su reducción a la unidad, que sobrepasa infinitamente nuestra inteligencia.» Las Personas divinas son realmente distintas, y por ello es por lo que de la una a la otra pueden existir estas relaciones de conocimiento y de amor que no pueden aplicarse más que a personalidades subsistentes. El Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Padre, y esta dualidad es tan real y tan verdadera que es bastante para constituir el número requerido por la Ley de Israel como valor de un testimonio. «Y si yo juzgo, mi juicio es verdadero; porque no soy solo, sino yo y el que me envió, el Padre. Y en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero.» (Io., VIII, 16-17). Pero si el Hijo es otro que el Padre, no es otra cosa -alius, non aliud-. Para ser verdaderamente Hijo, precísase que Él se oponga al Padre por una relación real, pero esta relación lo hace convenir con el Padre en la unidad de la Naturaleza, en esta unidad más perfecta que cualquier unidad concebida por el hombre. Las analogías del conocimiento y del amor En el relato del Génesis, en el sexto día, antes de la creación del hombre, pronuncia Dios estas palabras: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. El verbo, en plural, parece subrayar la acción de las tres Personas. Imágenes de Dios, llevamos el reflejo de la generación divina. Los Padres y los Doctores de la Iglesia han estudiado esta impronta de la Esencia creadora grabada en nuestra esencia: sus deducciones nos permiten concebir la naturaleza de los procesos que constituyen el misterio de la Santa Trinidad. Sin duda alguna, no se podría ascender por tal procedimiento hasta una analogía lejana. No es sin una disposición providencial, por tanto, como tales comparaciones han sido aclaradas por pensadores cristianos que fueron, a la vez que contemplativos, santos. Sus orígenes, su antigüedad, su admirable concordancia con las Escrituras, dan a estas especulaciones una singular autoridad. Un ser espiritual tiene dos operaciones vitales: conocer, querer. Siendo Dios el ser en su plenitud absoluta, estas dos operaciones le son propias por necesidad de esencia y naturaleza. La primera operación vital de Dios es el acto de conocimiento. Por este acto, que es su misma esencia, Dios produce un concepto perfecto de lo que Él conoce perfectamente, es decir, de Él mismo. Es la procesión del Verbo, o Palabra interior. En esta Palabra divina, Dios se define: el Verbo es la adecuada expresión del Padre. La palabra Logos que lo designa en el capítulo primero de San Juan quiere expresar a la vez palabra y razón. Él es, en efecto, la razón de Dios

y la de todas las cosas. Por esto es llamado el Espejo inmaculado, la imagen del Dios Invisible, el Esplendor de su gloria y la Figura de su sustancia. Este fruto inteligible del conocimiento divino se llama «conocimiento engendrado», notitia genita, Deus intellectus. En tanto que de Él procede esta representación esencial de sí mismo, completamente igual y semejante a su Principio en la unidad de una misma naturaleza, Dios es llamado Padre en el sentido más exacto. La Paternidad conviene a Dios antes de que se pueda atribuir a los hombres, y es de esta paternidad divina y primera de donde toda paternidad en el Cielo y la Tierra tiene su origen y su nombre. Pater ex quo omnis paternitas in caelis et in terra nominatur. El Padre de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra (Ephes., III, 15). El Verbo es realmente el Hijo de Dios, consustancial a su Padre, co-eterno, de igual omnipotencia e inmensidad. De las formas por las cuales un ser produce otro, la más perfecta es la generación. Ya que el que engendra imparte su propia naturaleza a aquel que es engendrado y vierte en él su propia vida. Y no pudiendo faltar en Dios ninguna nobleza, la generación se encuentra en la divinidad. ¿No daré a luz yo, dijo el Señor, yo que hago engendrar a los demás? (Is., LXVI, 9). Ciertamente, la generación en este sentido es más que una creación, ya que el creador no se da, mientras que el Padre está en el Hijo con todo su ser y esencia. Pater in me est, et ego in Patre. El Padre está en mí y yo en el Padre (Io., X, 38). El Verbo es también designado Por apropiación (es decir, en términos que puedan convenir a las otras Personas, pero que parecen designarle preferentemente a causa de su proceso según la inteligencia) Verdad y Virtud de Dios. Se venera en el Padre la Unidad, la Eternidad, el Poder; en el Hijo la Igualdad, la Belleza, la Sabiduría. Se le llama también Arte Divino, Vida, Rayo, Aurora. Es, en efecto, la manifestación integral de la esencia divina, es en Él donde el Padre se conoce y donde nosotros le conoceremos un día. «El que me ha visto, ha visto al Padre.» (Io., XIV, 9). «Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais y desde ahora le conocéis y le habéis visto.» (Io., XIV, 7). El Padre y el Hijo se encuentran eternamente en la beatitud esencial, se dan uno a otro en la unidad más íntima. De este encuentro santo surge una llama inmaterial, el ardor del amor infinito, el Espíritu Santo. El acto de voluntad produce en el que quiere una nueva realidad, y es esta realidad, subsistente y eterna en Dios, la que constituye la tercera Persona de la Santa Trinidad. El nombre de Amor le concierne en propiedad en cuanto es el Amor por el cual se aman el Padre y el Hijo. Él es llamado Espíritu por analogía con el soplo vital que nos anima y marca el ritmo de nuestras emociones. Es el Don por excelencia, ya que lo propio del amor es darse, y el primer don del amor es el amor mismo. Por apropiación, la Bondad le es atribuida. Los Padres le denominan también Fuego Divino, Bálsamo espiritual, Fuente viva, Goce y Comunión del Padre y del Hijo. Es, en efecto, el beso que consuma su unión, el sello de la plenitud sobre el misterio de los procesos divinos. Santo Tomás de Aquino resume de la siguiente manera el ciclo de las operaciones divinas ad intra: «Hay, igual en nosotros que en Dios, una cierta circulación en las operaciones del pensar y del querer; pues la voluntad tiende hacia lo que fue el principio del conocimiento. En nosotros, este círculo se cierra en un punto exterior; el bien exterior mueve nuestra inteligencia, la inteligencia mueve la voluntad y la voluntad tiende por el deseo y el amor hacia el bien exterior. Pero el círculo divino se cierra en Dios mismo. Ya que Dios, pensando en Sí mismo, concibe su Verbo, que es al mismo tiempo la razón de todas las cosas que Dios piensa, y por consecuencia Dios piensa todas las cosas pensando en Sí mismo; luego, partiendo del Verbo, Él ama todas las cosas en Sí mismo. Así alguien ha dicho: la Unidad engendra la Unidad,

reflejando sobre Sí mismo su propio ardor. Cuando el círculo está así cerrado, nada puede serle añadido, y éste es el motivo por el cual no hay tercer proceso en la naturaleza divina». Y el Doctor Angélico concluye con una frase que nos descubre la perspectiva de un nuevo misterio, prolongación y eco del misterio de la Santa Trinidad. «Y no hay lugar más que para este proceso exterior llamado creación.» (De Pot., Q. IX, art. 9.) La vida intima de Dios Estas analogías nos introducen de alguna manera en el misterio de la Santa Trinidad. Quizá podremos ahora, ensanchando hasta el infinito nuestros pensamientos más elevados, probar de concebir una sombra de la beatitud de las tres Personas increadas. El Padre se expresa enteramente en su Hijo, y se contempla en éste con una complacencia infinita. Le da toda su sustancia, se reencuentra íntegramente en su Hijo; y el Hijo contempla a su vez en su Padre el tesoro inagotable de la Esencia que Él es en Sí mismo. «Tú eres mi Hijo amado, en ti he puesto mis complacencias (Marc., I, 11). «Y todas mis cosas son tus cosas, y tus cosas son mis cosas» (Io., XVII, 10). El pensamiento del Padre y del Hijo es el mismo, único, absoluto. Una misma verdad, una misma palabra, con la sola intervención del tú y del yo. «Nadie conoce al Hijo sino el Padre; y nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Matth., XI, 27). Es como un cambio eterno e inmóvil de luz increada, una correspondencia perfecta de conocimiento y reconocimiento. «Como el Padre me conoce, yo conozco al Padre» (Io., X, 15). El Hijo recibe incesantemente la vida del Padre, y esto es todo su ser. «Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así dio también al Hijo que tuviese vida en sí mismo» (lo., V, 26). Cuando en el océano chocan y se confunden dos corrientes opuestas, la violencia de su abrazo acaba en un haz inmenso que parece querer conquistar el cielo. Se ha comparado algunas veces el Espíritu divino a esta tromba de agua. El Padre y el Hijo, esencialmente unidos en un mismo amor, no son más que un solo Principio de la espiración del Espíritu. El Espíritu, que es llamado «Santidad de Dios», procede de su unión en la misma unidad esencial, Charitas de Charitate. La vida del Padre y del Hijo es, pues, la espiración del Espíritu en el Amor, y la vida del Espíritu consiste en proceder del Padre y del Hijo, es la sobreabundancia eterna de la caridad sin medida. «La caridad es el vínculo de la perfección» (Colos., III, 14). Esta reciprocidad de dilección infinita, en la simplicidad de una misma esencia, es la sustancia de lo real. Todo lo que nosotros vemos y tomamos por acontecimientos o seres, ¿qué es sino un eco y un reflejo debilitado y casi apagado de esta única realidad? (No pretendamos descubrir en la viveza de expresión de esta frase ningún atisbo de panteísmo. Se trata sencillamente del eco y reflejo que, como una impronta de la causa, se imprimen en el efecto. La introducción de la causalidad eficiente destruye cualquier interpretación panteísta (Nota de PATMOS.)) Así, pues, la vida de las tres Personas puede resumirse en estas palabras: Deus charitas est. «Ser varias Personas en la misma divinidad no es otra cosa que ser tres a tener el mismo e idéntico amor. Es el amor supremo, pero con una propiedad diferente en cada Persona. La Persona no es otra cosa que el Amor supremo con una propiedad distintiva» (RIC. DE S AN VWT. De Trin., Lib. V, cap. 20). En esta misma naturaleza de Dios, considerada como el Amor subsistente, el Doctor que así habla, Ricardo de San Víctor, y otros después de él, han encontrado la más profunda razón analógica de los procesos divinos. Amor extasim facit.El amor engendra la comunicación. «El amor no deja al amante quedarse en sí mismo, sino que le obliga a salir, entregarse al amado» (Dionis. Areop.). Incesantemente el Padre sale

enteramente de Sí mismo y viene al Hijo, y el Hijo vuelve incesantemente al Padre en toda su plenitud, y el Padre y el Hijo se difunden en el Espíritu Santo. Los Padres griegos han insistido sobre este misterio. En las Hipóstasis divinas han considerado, no solamente la coexistencia estática y la compenetración mutua, sino también esta efusión y este reflujo eternos de las Personas en la unidad de la Esencia. Tal es el sentido original de la palabra perichoresis que se ha traducido por circun-insesión. Esta palabra designa «la circulación recíproca de una cosa a otra, de tal forma que cada una llama a la otra al mismo tiempo que se opone a ella». Son éstas las relaciones de origen que constituyen las Personas, que las distinguen y las unen en una misma naturaleza: cada Persona, en su singularidad, es, pues, arrastrada por completo hacia otra. «Admiremos, dice un teólogo a propósito de la perichoresis, admiremos esta sublime concepción que nos muestra el movimiento de la vida divina, no tan sólo en las facultades de conocer y amar, no tan sólo en las profundidades de la naturaleza, sino hasta en los mismos constitutivos de las subsistencias divinas. ¡Oh congratulación de las tres Personas! Es necesario desterrar de vosotras toda idea de saciedad. Ya que no sois solamente esta plácida dicha en la cual gusta permanecer eternamente, sino más bien el choque de alegría que se experimenta en el instante de volverse a encontrar para no perderse jamás (P. DE RÉGNON). (La consideración dinámica que aquí se hace de los procesos trinitarios no va en contra de la consideración estática, a la que quizá estamos más acostumbrados. Perichoresis y circuminsessio no son términos opuestos, sino expresiones diversas de una misma realidad, que corresponden a los dos planteamientos que históricamente se han dado del misterio de la vida íntima de Dios. Griegos y latinos no sostienen doctrinas contrarias, pero lo hacen desde puntos diversos y con tonalidades distintas. (Nota de PATMOS.)) Los judíos y los sabios de la antigüedad pagana veneraban un Dios único y solitario. La revelación nos ha enseñado a adorar en nuestro Dios un nous viviente de tres Personas que se abrazan eternamente. El pensamiento humano no hubiese podido adivinar este misterio, pero habiéndolo conocido por una gracia divina, nuestro concepto de la Esencia Primera ha llegado a ser incomparablemente más rico y más profundo. Nos es necesario, para aceptar esta ciencia nueva y propiamente divina, traspasar las categorías de nuestra inteligencia natural. Es en este sentido, quizá, como el profeta entrevió la ciencia de Dios invadiendo la tierra como la marea todopoderosa de un nuevo océano, desbordando los ríos, rompiendo los diques, inundando las llanuras y cubriendo las montañas. Repleta est terra scientia domini, sicut aquae maris operientes.Llena está la Tierra del conocimiento del Señor, como llenan el mar las aguas (Is., XI, 9). Subrayemos, con el Cardenal Cayetano, que elevándonos a Dios desde las nociones creadas, nos equivocaremos si no las excedemos a todas para abismarnos en las tinieblas de la Esencia. «Imaginamos la distinción de lo absoluto y de lo relativo como anterior a la realidad divina, y creemos por consecuencia que es necesario colocarla en uno u otro miembro de esta división. Pero la verdad es justamente a la inversa. Ya que la realidad divina es anterior al ser y a todas sus diferencias. No hay en la realidad divina, por una parte unidad de naturaleza, y por otra, y como suplemento, trinidad de Personas, sino una misma verdad inagotable, un mismo secreto incomprensible, una misma trascendente y soberana necesidad.»

II. DE DIOS AL HOMBRE La unidad de los designios de Dios

Todas las cosas, materiales y espirituales, todos los hombres y cada uno de nosotros hemos vivido eternamente en el pensamiento divino. La vida de todos los seres preexistía en el Verbo. Quod factum est in Ipso vita erat. (El autor se aparta de la puntuación corriente de lo, I, 3-4: Et sine Ipso fáctum est nihil, quod factum est. In Ipso vita erat...;para seguir otra puntuación señalada por serios códices (ACD) y numerosos Padres griegos y latinos. Esta versión difiere de otra también posible y de influencia gnóstica: «Lo que ha sido hecho en El, era vida». (Nota de PATMOS.)) Lo que ha sido hecho era vida en Él (Io., I, 4). Engendrando al Hijo, reconociéndose en Él, Dios nos ha concebido, llamado, amado desde toda eternidad. Pater dicendo se dicit omnem creaturam. El Padre, al nombrarse a Sí mismo, nombra a todas las criaturas (San Anselmo). Por el Verbo, el Padre se dice todas las cosas, el Padre y el Hijo, por el Espíritu Santo, se aman mutuamente y nos aman. La creación es, pues, un reflejo exterior, una imagen móvil y dispersa de las riquezas contenidas en la Esencia. El Universo, esta palabra divina que vibra y se prolonga en el tiempo y en el espacio, no es, en su realidad existente y finita, mas que un eco del Verbo increado. Es su secreto, su único secreto, que Dios ha pronunciado en lo que San Agustín llama el Himno de los Seis Días -universa saeculi pulchritudo velut magnum carmen inefabilis modulatoris, la universal belleza del mundo es como un cántico magno, obra de un músico inefable-, y sobre todo el hombre. Ya que el hombre es el resumen y conclusión de todas las cosas. Dios no tiene más que un secreto, y éste es su Ser mismo. Lo que ha creado para El mismo, para Sí solo, debe volver a Él, y las deficiencias del pecado no podrán turbar el plan divino, que excede, comprende y reduce a su fin los actos de las causas libres, así como los de las causas necesarias. Adán había sido creado para conocer y amar a Dios. Homo nexus Dei et mundi. El hombre es el vínculo entre Dios y el mundo. El hombre debía adherirse a Dios y restituirle el mundo como la Hostia de un inmenso sacrificio. Dios había elevado a Adán al orden sobrenatural. Le había invitado, en consecuencia, a participar de su vida íntima, había preparado en él este retorno al Ser Primero, que debe acabar la obra de la creación. Adán era, pues, hijo de Dios, y el pecado vino a romper el vínculo de este parentesco. La desobediencia del hombre abría un abismo entre el Creador y su criatura. Por la promesa del Redentor, Dios descubrió su misericordia a aquel que había ofendido su justicia, y empieza a levantarlo a partir del instante siguiente de su caída. Esto parece ser un pretexto para descubrirnos los esplendores de la bondad divina. Convenía que la soberana justicia fuese plenamente satisfecha y que un hombre-Dios expiase el pecado del hombre, en cuanto hijo del hombre, y nos reconciliase con el Padre por el valor infinito de su expiación, en cuanto hijo de Dios. Y esta maravilla de amor se ha realizado. «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Io., I, 14). Considerando las realidades que la Providencia ha compuesto, y su orden de dignidad, podemos seguir, como el Apóstol nos invita sin cesar, las grandes líneas del plan providencial. Es la continuación de los procesos divinos en un círculo exterior. Amor extasim facit. El amor engendra la comunicación. Este amor hace que el Padre se dé al Hijo, y que éste, por el Espíritu Santo, vuelva a su Padre; este mismo amor ha sido causa de la creación y la Redención, con el retorno al Padre de las almas santificadas y transformadas en Cristo. Por naturaleza es como los procesos divinos han tenido lugar. Por naturaleza el Padre engendra al Hijo y uno y otro espiran al Espíritu. Por lo contrario, por un acto de libre voluntad, Dios decidió por toda la eternidad crear el Universo; pero decidió, en un mismo designio, en un solo acto, crearlo no solamente por el Verbo, sino para el Verbo encarnado. La Persona de

Cristo, en efecto, excede infinitamente en nobleza a todas las criaturas celestes y terrestres, y es en Él donde de hecho encuentran su fin, su razón de ser y su consumación. En el pensamiento divino, la creación del hombre defectible y la glorificación de la humanidad de Cristo, el consentimiento a la Caída y la voluntad de darle este Redentor, no han estado jamás separados. Cuando contemplemos los misterios de la Providencia y del amor divino, procuremos que nuestra visión sea simple. Cuanto más simples sean nuestras concepciones, más profundas y verdaderas serán. En la medida misma de su simplicidad es como se acercarán a las concepciones divinas. Que cree al mundo o descanse al séptimo día, que rescate al hombre caído o que lo haga partícipe de su Gloria, Dios no cambia. Es su Ser lo que contempla y ama en su Verbo: speculum sine macula, espejo sin mancha. Es su Verbo lo que mira con infinita complacencia en Cristo: imago Dei invisibilis, imagen del Dios invisible. Es su Cristo lo que ve y lo que ama en las almas santificadas: conformes imagini filii sui, semejantes a la imagen de su Hijo. Es con el Verbo como él opera en todas las cosas, y es en este Verbo donde ellas retornan a su sustancia en el Espíritu Santo. El Adán que tuvo que abandonar el Paraíso era una imagen. El Adán arquetipo y el nuevo Adán, el hombre verdadero, la obra de Dios, es el Cristo. Ecce Homo. «El cual es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda criatura. Porque por Él fueron creadas todas las cosas que están en los cielos y que están en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominaciones, sean principados, sean potestades; todo fue creado por Él y para Él. Y Él es antes de todas las cosas, y por Él todas las cosas subsisten, y Él es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia; Él, que es el principio, el primogénito de los muertos, para que en todo tenga el primado. Por cuanto agradó al Padre que en El habitase toda plenitud, y por Él reconciliar todas las cosas, pacificando por la sangre de su cruz así lo que está en la tierra como lo que está en los cielos» (Colos., I, 13-20). Así todo es restaurado en Cristo y recapitulado en el Verbo, que se incorpora eternamente al Padre en la espiración del Espíritu, en la plenitud de la Esencia. «Hay que considerar en la creación, dice Santo Tomás de Aquino, un cierto ciclo, según el cual todos los seres vuelven al Principio del cual salieron, de tal forma que el Principio Primero sea también el Fin. Es preciso, por tanto, que estos seres retornen al fin por las mismas causas en virtud de las cuales han procedido del principio. Y por lo mismo que el proceso de las Personas es la razón de la creación, es también la causa de nuestro retorno al Fin. Por el Hijo y el Espíritu Santo hemos sido creados, y es por ellos como nos reincorporaremos a Aquel que nos creó» (In I Sent., Dist. XIV, Q. 2). La persona de Cristo La segunda Persona de la Santa Trinidad se encarnó. Tomó nuestra naturaleza. Asumió conforme al lenguaje teológico la naturaleza humana en la unidad de su persona y de su ser. Dos naturalezas subsisten en Cristo por la subsistencia única del Verbo divino. Los actos que el Verbo realiza por su naturaleza humana son llamados teándricos. Tienen el valor y la dignidad correspondientes a la Persona que los realiza. Siendo el Hijo de Dios infinito, sus más pequeños actos adquieren un valor infinito. Los actos son, en efecto, atribuibles a la persona, actus sunt personarum. La menor acción del Verbo encarnado hubiera sido suficiente para rescatar a la humanidad entera. Pero las misteriosas exigencias de la divina justicia, y del amor divino, han llevado al Hijo de dilección a este exceso de caridad que sobrepasa sin

medida nuestro cálculo de razones y de causas, supereminentem scientiae charitatem Christi, a la caridad de Cristo, por encima de la inteligencia. ¡Obedeciendo a esta sabiduría, loca a los ojos de los hombres, Él ha querido inmolarse hasta la efusión total de su Sangre tan preciosa! «Obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (Phil., II, 8). La Obra de Cristo En la plegaria sacerdotal, después de la Cena, Nuestro Señor atestigua que ha manifestado a los hombres un nombre desconocido: «Yo te he glorificado en la tierra, he acabado la obra que me diste que hiciese. He manifestado tu nombre a los hombres» (Io., XVII, 4, 6). ¿Cuál es el nombre misterioso? Según San Hilarlo y San Cirilo, es el mismo del Padre: «La mayor obra del Hijo ha sido la de hacernos conocer al Padre» (San Hilario). Toda la sustancia de la Revelación y de la Redención está comprendida en esto: abrir al hombre el círculo divino de las relaciones personales, impulsar las almas a la corriente de la vida propia de Dios. No solamente repara la falta inicial, como se perdonaría a un esclavo rebelde, sino mucho más, hace de este servidor infiel un hijo adoptivo. Tal es la amplitud y la profundidad del gesto misericordioso del Amor eterno. In charitate perpetua dilexi te, ideo attraxi te miserans. Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor (Ier., XXXI, 3). «Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones, el cual clama: Abba, Padre. Así que ya no eres más siervo, sino hijo, y si hijo, también heredero de Dios» (Gal., IV, 6,7). «Bendito sea Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos: según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él, habiéndonos predestinado en caridad para ser adoptados hijos por Jesucristo» (Ephes., I, 3-6). La encarnación del Verbo se prolonga por los sacramentos, y sobre todo en la Santa Eucaristía. El Pan de la Vida no se cambia en nuestra naturaleza como los demás alimentos terrenales, sino que nos transforma en él, conforme lo que nuestro Señor le dijo a San Agustín: Nec tu me mutabis in te, sicut cibum carnis tuae, sed tu mutaberis in me. Y no me transformarás en ti, como alimento de tu carne, sino que tú te transformarás en mí (Confesiones,VII, 10). Por la vida sacramental, y por esta vida de plegaria interior y de contemplación que los sacramentos hacen nacer y mantener en nuestra alma, henos ahí hijos del Padre, identificados de alguna manera con el Verbo y verdaderamente divinizados. El Verbo se ha encarnado «con el fin de dar a todos los que le recibieran la potestad de ser hechos hijos de Dios» (Io., I, 12). Dios se ha hecho hombre, para que los hombres lleguen a ser Dios (San Agustín). La acción infinitamente dulce y poderosa de la Santísima Virgen María, que nos ama y protege como hijos suyos, desarrolla en nosotros esta semejanza y esta asimilación a Cristo que nos constituye en verdad hijos del Padre. Se comprende mejor el papel corredentor de María teniendo en cuenta estos pensamientos: Toda la vida sobrenatural consiste para nosotros en convertirnos en Cristos, y es propiamente a la Santísima Virgen, y a ella sola, a quien se ha dado sobre la tierra el poder concebir a Cristo. Es, pues, por María, en María y de María como recibimos todos los bienes espirituales; es ella quien nos introduce, corredentora, en la vida de Dios. In te, et per te, et de te, quidquid boni recipimus et recepturi sumus, per te recipere vere cognoscimus. En ti, por ti y de ti reconocemos en verdad que todo lo bueno que hemos recibido y hemos de recibir lo recibimos a través de ti (San Agustín). El cristiano toma así conciencia de estar rodeado, envuelto y bañado por la realidad divina: In Ipso enim vivimus, et movemur, et sumus (Act., XVII, 28). Cuanto más entra en esta realidad, más penetra en la intimidad de Dios. Él es hijo del Padre, no metafóricamente ni conforme al simple accidente de una denominación hiperbólica, sino tal como lo afirma la palabra de San

Juan: «Mirad qué amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos de verdad: ut filii Dei nominemur et simus» (1 Io., III, 1). «Porque a los que antes conoció, también predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que Él fuese el primogénito entre muchos hermanos» (Rom., VIII, 29). Jesús es, pues, nuestro hermano. E igualmente el Espíritu Santo es nuestro espíritu. Qui Spiritum Christi non habet, hic non est ejus. Pues si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rom., VIII, 9). Es Él quien ruega y quien habla en nosotros, quien nos revela los misterios de la verdad divina, y quien nos vivifica esencialmente, haciéndonos participar de la respiración de Dios. «Dios envió el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones» (Gal., IV, 6). «Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros» (Matth., X, 20). «Mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, por el Espíritu del Señor» (IICor., III, 18). Por la santa Humanidad del Verbo encarnado el alma se eleva hasta la Divinidad. Entonces se sentirá anonadada por la justicia divina, atraída inmediatamente por la misericordia, se sumergirá en el amor en el cual contemplará para siempre la Belleza, la Bondad y la Verdad eternas. Reconciliados por Cristo, y en Él, tenemos acceso al Padre por el Espíritu Santo. Per Ipsum habemus accesum ambo in uno Spiritu ad Patrem (Ephes., II,18). Esto resume la economía de todos los misterios divinos manifestados en el tiempo. Creación, encarnación, redención, glorificación, estos milagros del amor ilustran el misterio del Amor Infinito, uno en tres Personas. «Oculto desde los siglos y edades, mas ahora ha sido manifestado a sus santos» (Colos., I, 26).

III. DEL HOMBRE A DIOS Así la vida divina se difunde hacia nosotros con una liberalidad incomprensible. Si estas olas de caridad no penetran en nuestro corazón, es porque permanece obstaculizado por las vanidades creadas. La luz divina es la suprema evidencia, y si no la percibimos es que nuestra vida, la vida enferma del «yo», nos mantiene en nuestra ceguera. «Porque no me verá el hombre y vivirá» (Ex., XXXIII, 20). Debemos, en consecuencia, en una primera fase de la vida espiritual, desprendernos de nosotros mismos en una lucha incesante y sin tregua contra todas las formas del amor propio. El pecado, rompiendo la alianza del Creador con su criatura, ha destruido las armonías internas de ésta. Nuestra vida, separada de su fuente, está completamente desorientada y ofuscada. Nos hemos rebelado contra Dios y he aquí que, por consecuencia, los sentidos se revuelven contra la razón. En lugar de mantener hacia la luz divina esta faz naturalmente vuelta hacia el cielo, Os hominis sublime..., el sublime rostro del hombre, nosotros hemos descendido a la tierra, y la concupiscencia de las realidades materiales nos ha cautivado. Pero Dios había hecho al hombre erguido, según la palabra del Eclesiastés, y para reencontrar esta rectitud primitiva tendremos que luchar contra nuestra naturaleza falseada y nuestros sentidos extraviados. Castigo corpus meum et in servitutem redigo. Castigo mi cuerpo y lo esclavizo. (I Cor., IX, 27). «Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día y sígame» (Luc., IX, 23). Esto no es obra de un día. Es preciso que cada uno de nosotros suba pacientemente su Calvario, que se extienda sobre la cruz del sacrificio para una larga agonía y se esfuerce a morir, según toda su naturaleza caída. Una aplicación obstinada, ininterrumpida, se requiere

en esta labor de nuestra purificación, e incluso en el instante en que creamos haber vencido, deberemos ejercer aún sobre nosotros una estrecha vigilancia. Pues las fuerzas inferiores de nuestro ser siguen dispuestas a la rebelión, y por un instante de relajamiento las veríamos de nuevo reclamar el dominio tiránico que hemos sufrido tanto tiempo. Con valentía y firmeza beberemos el cáliz mortal en el cual nuestro Hermano Mayor ha mojado antes que nosotros sus labios divinos, y nos inclinaremos bajo la cuchilla aún roja de la Sangre del Cordero. «Por tu causa nos matan cada día, somos tenidos por ovejas para el matadero» (Ps., XLIII, 22). El cuerpo no es nuestro enemigo más poderoso, ni el más tenaz. El pecado ha penetrado en nosotros más profundamente, y es en el centro mismo de nuestro espíritu donde ha depositado el orgullo. Es allí donde realmente el amor propio esconde sus raíces impalpables, y si nos parece exteriormente haber vencido, es preciso, muchas veces, reconocer que el germen interno del mal no ha perdido su virulencia. El gran combate entre el Espíritu de Dios y el propio espíritu se librará en nuestro corazón, y su resultado, feliz o desgraciado, fijará nuestro destino. El hombre que quiera vivir según su dignidad de ser razonable está obligado a sostener esta lucha. Los sabios de la antigüedad han dado el ejemplo, pero el combate en el cual sólo la naturaleza intentaba vencer a la naturaleza no podía conducir más que a esta estima de ellos mismos apenas disfrazada, a esta vanidad en la cual termina la virtud de los más elevados estoicos. A nosotros los medios nos fueron indicados por la Revelación, que nos llama a la herencia divina, y nos llegarán sólo de Cristo. Nefasta sería la ilusión de los que creyeran poder elevarse por sus propios esfuerzos a esta vida superior a la cual somos invitados en el orden sobrenatural. Es cierto que debemos realizar esfuerzos, mas es la gracia quien los provoca, es ella también quien los acompaña y sostiene, es ella quien los corona. Deus est qui operatus in nobis et velle et perficere. Pues Dios es el que obra en nosotros el querer y el hacer (Phil., II, 13). «No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó» (Tit., III, 5). Comprender esta doctrina es uno de los mayores beneficios que podemos recibir de la liberalidad divina. Y este conocimiento de nuestra insignificancia es a la vez el más gratuito de los dones y la recompensa que sigue necesariamente, en cierto modo, al esfuerzo generoso y sostenido. En nuestras luchas con nosotros mismos conseguiremos, sin duda, algunas victorias; pero si avanzamos en nuestro trabajo, nos daremos cuenta de la tarea inmensa que nos falta por realizar, y de la insuficiencia irrisoria de nuestras precarias conquistas. Y será entonces cuando por fin nos volveremos totalmente hacia Dios, y en la certidumbre de nuestra impotencia, nos abandonaremos a su acción todopoderosa y benefactora; seguros de no ser nada, nos perderemos en la certeza de que Él lo es todo. Nuestros mismos desfallecimientos y nuestras caídas llegarán a ser así la ocasión de nuestra suprema victoria. Y las lágrimas con las cuales habremos lavado nuestras culpas serán el bautismo inicial de una vida de abandono y de confianza pura; nuestra debilidad será nuestra fuerza. «Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis flaquezas, porque habita en mí la gracia de Cristo» (II Cor., XII, 9). «Bástate mi gracia...» (Idem). «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Fil., IV, 13). Cristo no nos da solamente los medios para conseguir el fin, es POR ÉL MISMO por donde debemos pasar: Ego sum via. «Nadie viene al Padre si no es por Mí» (Io., XIV, 6). Nuestra intimidad con el Cordero nos purificará. Son los corazones puros los que, ya desde aquí abajo, ven a Dios. Nuestros ojos interiores se abrirán y empezaremos a entrever la claridad eterna, «la luz que ilumina a todo hombre al venir a este mundo». Tendremos por fin

la fuerza de dejarnos llevar totalmente por Dios y el que es ya nuestro Camino se nos manifestará como la Verdad y la Vida. Haec est vita aeterna ut cognoscant te solum Deum verum et quem misisti Jesum Christum. Ésta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Io., XVII, 3). Así, muertos a nosotros mismos, empezaremos a vivir en Dios; «si el grano de trigo no cae en la tierra y se muere, queda infecundo: mas si se muriere, lleva mucho fruto» (Io., XII, 24-25). «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque esté muerto, vivirá» (Io., XI, 25). Habiendo superado las pruebas de esta primera parte del camino que sube hacia la unión divina, oímos la voz del Señor: Amice, ascende superius. Amigo, sube más arriba. (Luc., XIV, 10). Entonces el soplo del Espíritu llenará nuestra alma de los dones y de las virtudes que la purificarán y la ennoblecerán, como bálsamos divinos. Surge Aquilo et veni Auster, perfla ortum meum, et fluent aromata illius. Levántate, cierzo; ven también tú, austro. Oread mi jardín, que exhale sus aromas. (Cant., IV, 16). El alma se hace así penetrable a la luz increada. Iluminados y besados por estos rayos sobrenaturales, empezamos ya en la tierra a gustar de la herencia de los hijos. «El Padre de Gloria os dé espíritu de sabiduría y de revelación para que le conozcáis; alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál sea la esperanza de su vocación y cuáles son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y más aquella supereminente grandeza de su poder para con nosotros» (Ephes., I, 17-19). «Porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, y coherederos de Cristo si padecemos juntamente con Él, para que juntamente con Él seamos glorificados» (Rom., VIII, 16-17).

IV EL HOMBRE EN DIOS Podemos, como el Apóstol no cesa de repetir, ser en la tierra hijos de Dios, y convertirnos por la participación de la vida divina que supone la gracia en lo que es Dios por naturaleza. Divinae consortes naturae, partícipes de la divina naturaleza (II Petr., I, 4). Esta transformación del alma empieza en todo hombre cuando los sacramentos lo han purificado del pecado; pero en los que recorren hasta su término el camino de la santidad, ésta alcanza una misteriosa transformación que es imposible definir, ya que el alma parece transformada: «Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal., II, 20). Llegada a este grado de unión, el alma rodeada de luz y embriagada de amor, no encuentra fórmulas capaces de expresar adecuadamente lo que ella vive. Las Escrituras tienen para ella un nuevo brillo y un nuevo sabor. La filiación divina adoptiva del cristiano a menudo es sólo un tema banal para los teólogos de la gracia; pero estas mismas proposiciones que anuncian las prerrogativas del justo tienen valor diferente para el que, preparado para una existencia de renunciamiento y de contemplación, ha tomado la íntima conciencia de la inhabitación de las Divinas Personas. La vida divina es como un fruto del cual muchos pueden entrever la belleza; pero sólo puede gustar de esta dulzura el alma muerta a sí y generosamente fiel. Fructus ejus dulcis gutturi meo. Su fruto es dulce a mi paladar (Cant., II, 3). Esta alma permanece, sin duda, absolutamente distinta de Dios en sustancia, así como en operación; pero se transforma en Él por la Fe y el Amor.

Per fidem et charitatem sic conjungimur Christo quod transformamur in ipsum. Así por la fe y la caridad nos unimos con Cristo, pues somos transformados en Él mismo (Sto. Tomás, In Io., VI, L, 7). En este título, lo que se dice absolutamente del Hijo único puede convenir por participación -según la unión de amor- a los hijos adoptivos que le son incorporados. Cuando los que gozan de la unión divina hablan de su estado interior, parece al oírlos que se creen libres de los límites inherentes a la condición de criatura, o de la debilidad de la que jamás sobre la tierra podrá despojarse la humana naturaleza. Es necesario comprender el lenguaje de estas almas, olvidadizas del tema humano y vueltas enteramente hacia el objeto divino que las absorbe. «Si dijéramos que no tenemos pecado -dice humildemente San Juan-, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros» (IIo., I, 8). No obstante, «a los que no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de la voluntad de varón, mas de Dios, les ha sido dado el poder de convertirse en hijos de Dios» (Io., I, 13, 12). Y así, en tanto que somos nacidos de Dios, en tanto que hemos recibido el Espíritu Santo y por Él la vida divina, saboreamos ya la victoria eterna, de la que San Juan ha hablado como de una alegría presente: «El Espíritu Santo es una simiente espiritual que procede del Padre, y por esto puede engendrarnos a la vida divina y hacer de nosotros hijos de Dios: Omnis qui natus est ex Deo peccatum non facit, quoniam semen Dei manet in eou,todo lo nacido de Dios no comete pecado, porque la semilla de Dios permanece en él (no puede pecar porque ha nacido de Dios) (I Io., III, 9; Sto. Tomás, en Epist. ad Romanos, VIII). En el alma que se abandona y consiente al sacrificio total donde se consuma toda caridad, se realiza plenamente esta generación espiritual que no es más que una similitud sobrenatural de la generación eterna del Verbo. Semejante alma no pertenece a las generaciones de la tierra, no es hija de la carne ni de su voluntad propia, sino que a cada instante nace de Dios. Vive de la vida divina, conoce a Dios con la misma ciencia con la cual Él se conoce, le ama con el amor con el cual Él se ama: está cambiada en Verdad, en alabanza perfecta; está pronunciada con el Verbo. Se acomoda al arquetipo que desde toda eternidad está en la voluntad divina: ella es lo mismo que Dios quiere. En ella se verifica la palabra profética de los libros inspirados: «Yo habitaré en ti porque te he elegido, tú serás mi reposo para la eternidad: y como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo» (Is., LXII, 5). Un alma transformada en Jesús es obediente: su sumisión al Padre es espontánea como los latidos del corazón. Sigue el impulso divino sin retroceso ni cálculo, con un movimiento tan directo y tan presto, que el mundo se asombra; ya que los caminos del mundo son confusos, y los pasos de la prudencia humana inseguros. Pero el que permanece en la humildad perfecta es perfectamente movible bajo el soplo misterioso del Espíritu. «Los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom., VIII, 14). El alma escucha la palabra divina, Maria audiebat verbum Domini. Se sumerge en esta ocupación santa de la cual ya jamás será privada, quae non auferetur ab ea.Completamente alejada de las solicitudes creadas, está del todo abandonada a la voluntad divina y absolutamente silenciosa; de tal modo silenciosa que, por instantes, se olvida de si misma, olvida su propio nombre: «Un nuevo nombre te será dado, que pronunciará la boca del Señor; tú serás llamada: Mi Voluntad, ya que el Señor se complace en ti» (Is., LXII, 4).

Es una especie de milagro perpetuo, en relación con el cual los otros sólo son imágenes: la multiplicación de la Vida. El amor divino se extiende a las almas y, sin agotarse ni dividirse, las colma de sus riquezas esenciales. Cada uno de los hijos de Dios recibe la plenitud de gracias que necesita, y puede alcanzar el equilibrio de la luz y del deseo. Ciertamente, el acto de una criatura es siempre limitado, pero el objeto divino de que ella goza en esta plenitud es infinito. Por eso el alma está como saturada y según palabra de los contemplativos: «Le parece tener todos los derechos y todas las prerrogativas del Hijo único» (Consummata); «no ve más que la unidad» (Suso). «Es única mi paloma, mi perfecta» (Cant., VI, 9). Todos los tesoros divinos que guarda esta alma, todas las gracias de las cuales está enriquecida, están comprendidos para ella en esta sola palabra: «He aquí a mi hijo bien amado». Vivimos, en verdad, en un mundo de enigmas; Dios habita en nosotros con una presencia oculta; en la sombra profunda se manifiesta por su amor a las almas que viven unidas a Él. Los doctores hablan muy justamente «de una experiencia íntima que, aunque oscura, nos hace sentir que nuestra alma vive de su conjunción a una vida superior, y nos hace gozar formalmente de las Personas Divinas» (JUAN DE S. TOMÁS, en I. P. q. 43, disp. 17, n. 14), pero tras un velo que nunca se desgarra en la tierra. Nos es dado «probar a Dios, pati divina, de forma experimental» (Ib., n. 12), pero sólo en la noche: «El bien amado está presente en nosotros quasi stans post parietem, como el Esposo del Cantar de los Cantares, detrás de la muralla» (Ibid.)«Tú eres Dios que te encubres» (Is., XLV, 15). Sin embargo, el alma dócil a las enseñanzas del amor comprende esta frase de Cristo: «Porque todas las cosas que oí de mi Padre os las he hecho notorias» (Io., XV, 15). En la Fe, en las incoercibles tinieblas de la Fe pura, Dios le da un presentimiento de estas verdades escondidas en Sí mismo que serán un día nuestra bienaventuranza. Este «todo», que Jesús hace conocer, dice San Gregorio Magno, «son las joyas interiores de la caridad y las fiestas del cielo, que nos manifiesta cada día por las inspiraciones de su amor. Por el hecho de amar todos los bienes eternos, ya los conocemos; pues el amor es en sí mismo un conocimiento -quia ipse amor notitia est- «Yo te daré los tesoros escondidos y los secretos de los misterios» (Is., XLV, 3). «La sabiduría misteriosa de Dios, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria. Cosas que ni ojo vio, ni oído oyó, ni adivinó corazón de hombre. Empero Dios nos lo reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo más profundo de Dios» (I Cor., II, 7-10). Esta sabiduría es el reflejo en la inteligencia de la caridad, de la cual el alma está penetrada como de un fuego que la consume y diviniza. In fuoco amor me misse, o mejor, con Santa Catalina de Siena: La mia natura é fuoco. Le es suficiente vivir, es decir, quemar, para provocar incendios cerca y lejos de ella. Ya que «las muchas aguas no podrán apagar el amor... Sus brasas, brasas de fuego» (Cant., VIII, 6). «Fuego vine a poner a la tierra, y ¿Qué quiero sino que arda? (Luc., XII, 49). Porque, Yahweh, tu Dios es fuego que consume» (Deut., IV, 24). El hecho de que esta alma no produzca nada a los ojos de los hombres, o que se gaste en mil trabajos, nada importa a sus propios ojos; en realidad, hace una sola cosa: vivir de Dios. Tal es su obra. Es el Padre que obra en ella: Pater in me manens ipse facit opera (Io., XIV, 10). Esta alma es «sencilla con el Sencillo», y si sumerge su mirada dentro de sí misma, descubre un abismo de sencillez que nada puede turbar. Es esta misma sencillez su riqueza y su fuerza, su alegría inexpugnable. Descansa en la pureza de Dios. «¡Quién me diese alas como paloma! Volaría yo y descansaría» (Ps. LIV, 7). «Sed sencillos como palomas» (Matth., X, 16).

Esta alma es estable por su simplicidad. Nadie sobre la tierra está completamente al abrigo de las tentaciones y de las faltas; pero cuando, por un exceso de la bondad divina, nuestra mirada penetra en el misterio de la filiación divina en nosotros mismos, no podremos sentir temor. «En el amor no hay temor» (I Io., IV, 18). «Yo estoy cierto que ni la muerte ni la vida... nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom., VIII, 38). El alma dada al Amor posee esta ciencia embriagadora, la cual tiene por adversarios y por enemigos solamente las cosas mortales -es decir, cosas inexistentes-. Y quien ella ha tomado como amigo y como esposo, del que ella ha hecho su centro y su forma, su todo y único, es el que Es. Se ríe, con el Apóstol, de la vida y de la muerte, del presente y del futuro, de los principados y de las potencias: pues su alegría es más vasta que todos los océanos y su paz más profunda que todos los abismos. El espíritu humano está sediento de sobrepasar los objetos finitos. No respira libremente si no puede elevarse más allá del tiempo, del número y del espacio. Estamos inseguros, y nuestros ojos están enfermos en tanto que no están vueltos hacia el Sol del Ser. Pero cuando la inteligencia está por fin saturada de eternidad, encuentra al cabo esta «salud deliciosa», este equilibrio paradisíaco cuya oscura nostalgia sentía durante tanto tiempo. «Enraizados y cimentados en la caridad, podéis comprender con todos los santos cuál sea la anchura, y la longitud, y la profundidad, y la altura; y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda plenitud de Dios» (Ephes., III, 17-19). La luz de estos fuegos de caridad es incalculable, pues en virtud de su unión con el Cristo, son las tales almas reinas como Él es Rey. Estas almas salvan el mundo. Obrando únicamente en Dios, con él y por Él, el hombre de oración se sitúa en el centro de los corazones, influye sobre todos, a todos da la plenitud de la gracia de la cual está informado. «El que en Mí cree, de su pecho correrán ríos de agua viva», dijo Nuestro Señor. Y esto dijo, añade San Juan, del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él (Io., VII, 38-39). Siendo plenamente hombre, ve cumplirse en sí mismo el deseo de la humanidad: Uno con el Cristo, él mismo llega a ser de alguna forma el Bien Amado, el deseado de las colonias eternas. ¡Con cuánta más razón que el poeta latino puede decir que es hombre y que nada de humano le es extraño! Tiene tesoros para todas las miserias, vino y leche para todos los sedientos, bálsamos sagrados para todas las heridas. Habiéndose perdido en el beso de la Esencia divina, dejándose engendrar con Jesús según la voluntad del Padre, deviene un consolador. Da a las almas, sin recibir nada a cambio, el gozo eterno en el cual se embriaga. Ilumina y calienta el mundo porque espera sólo en Dios. Pueden aplicársele las palabras proféticas: «El Espíritu del Señor es sobre mí, porque he recibido la unción divina háme enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrados de corazón, a publicar el perdón de los cautivos, y a los presos la liberación» (Is., LXI, 1). Quien posee a Dios, posee todas las cosas en Él: los arcángeles y los granos de arena, los siglos pasados y los siglos venideros. Santo Tomás no vacila en aplicar al alma la palabra santa del Salmo VIII: «Todo lo pusiste debajo de sus pies», en el pasaje del Comentario a la Epístola a los Corintios donde explica este versículo: «El mundo, la vida y la muerte, las cosas actuales y las cosas futuras... Todo es vuestro» (I Cor., III, 22). El equilibrio del alma que ha encontrado a Dios en sí misma, y está abismada en Él, desafía todos los poderes creados. Está situada en el centro único donde convergen las líneas de fuerza de la Providencia. Anteriormente, esta alma dependía de las circunstancias y de los

acontecimientos; pero ahora parece que todas las cosas le sirven y le obedecen. «Todo lo que se desarrolla y transcurre en este mundo, dice el Doctor Angélico, concurre al orden universal, y es porque nada existe que no tenga por fin estas cimas cuya nobleza supera la creación entera: los santos de Dios, ya que a cada uno de éstos se le aplica la palabra de San Mateo, XXIV, 47: Super omnia bona sua constituet eum, lo constituirá sobre todos sus bienes; y estas palabras de San Pablo: «Para los que aman a Dios, sabemos que todo coopera a su bien; para éstos, digo, que según el designio de Dios son llamados a la santidad» (En Epist. ad Rom.,VIII, 1-6). El espíritu penetrado de la luz del Verbo goza de una gran libertad. Permanece por encima de los juicios y opiniones del mundo; pues en la claridad donde Dios lo sitúa, la inanidad de las cosas le aparece con tal evidencia, que no deja lugar a vacilaciones. «Sabe cuán vanos son los pensamientos de los hombres» (Ps. XCIII, 11). «Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Io., VIII, 32). El alma, así transformada, domina las fluctuaciones del egoísmo y complacencias interesadas: no tiene disgustos ni consolaciones propias. No tiene otro fin que la mayor gloria del Padre, y se esfuerza en servirlo: «¿A quién otro más que a ti, tengo yo en los cielos? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra» (Ps. LXXII, 25). El hombre deificado obra en un secreto profundo, ya que su vida está sepultada con Cristo en Dios: Vita vestra abscondita est cum Christo in Deo (Colos., III, 3). Escondido a las miradas humanas, se siente, no obstante, conocido de Dios, y sabe que Dios se conoce en él. Sicut novit me Pater, et ego agnosco eum (Io., X, 15). El Espíritu le hace decir sin cesar: «Abba, Padre», y toda su vida está en reconocer esta Paternidad. Esta palabra del fondo del alma es la ofrenda que el Padre acepta por encima de todo. «Yo digo lo que el Padre me enseña; Él no me abandona, ya que hago siempre lo que a Él le place.» Todas las almas ennoblecidas por la dignidad de «hijos de Dios» se unen por la Comunión de los Santos, para constituir el Cuerpo Místico de Cristo. Cada una representa la humanidad entera, cada una es un Cristo. Y su unión, sin embargo, constituye un solo Cristo, el Hijo único, en quien todas las cosas retornan al Padre. Particeps sum omnium timentium te. Soy amigo de cuantos te temen. (Ps. CXVIII, 63). «Descubriéndonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito que se había propuesto realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos, reuniendo todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos como las que están en la tierra; para que seamos en alabanza de su gloria» (Ephes., I, 9-12). He aquí la aurora de la vida eterna. Esta vida que el alma transformada empieza en la tierra, es una participación de la vida de las Tres Personas. Pero de la intimidad misteriosa de esta comunicación de la vida divina no hemos dicho, en verdad, todavía nada. No intentaremos hacerlo, no llevaremos sobre el velo en el cual se envuelve la gloria del alma santa, una mano temeraria: Super omnem gloriam protectio. Y habrá protección sobre toda su gloria. (Is., IV, 5). Querer inscribir en palabras sin autoridad el carácter absoluto de esta unión eterna que el amor silencioso exige, supera y posee, sería profanación. Dejemos, pues, a aquel que la Iglesia llama su Doctor Místico pronunciar las palabras que nos dejarán en el umbral del último secreto. «Y como el alma ve que... no puede llegar a igualar con la perfección de amor con que de Dios es amada, desea la clara transformación de gloria, en que llegará a igualar con el dicho amor..., porque así como, según dice San Pablo, conocerá el alma entonces como es conocida de Dios, así entonces le amará también como es amada de Dios..., su amor será amor de Dios... y así ama el alma a Dios con voluntad y fuerza del mismo Dios... Por cuanto él allí le da su amor..., le muestra a amarle como de él es amada...; la hace amar con la fuerza que él la ama,

transformándola en su amor... Hasta llegar a esto no está el alma contenta» (S. JUAN DE LA CRUZ, Cant. Espir. Estr. 38). «El Espíritu Santo..., con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en e1 Hijo, y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira... en la dicha transformación... Porque no sería verdadera y total transformación, sino se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado. Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma... le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal, puede alcanzar algo de ello...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios...» (Ibid., Estr. 39). «Porque dado que Dios le haga la merced de unirla a la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como en la misma Trinidad?...; porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto, la crió a su imagen y semejanza.» Y como esto sea, no hay más saber y poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan, y así lo pidió al Padre por el mismo San Juan, diciendo: «Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste» (Io., XVII, 24); es, a saber, que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: «No ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en mí; que todos ellos sean una misma cosa, de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en Ti, así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo, la claridad que me has dado he dado a ellos para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en Mí, porque sean perfectos en uno...» (Io., XVII, 20-24). (Ibid., Estr. 39). El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!Que el que entienda diga: ¡Ven! «He aquí que vengo sin demora, y la recompensa conmigo». ¡Ven, Señor Jesús, ven!

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