Turner - Dramas sociales y metáforas rituales

March 9, 2019 | Author: Andrea Cosetini | Category: Metaphor, Theory, Sociedad, Iceland, Ciencia
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VICTOR TURNER. “DRAMAS SOCIALES Y METÁFORAS RITUALES ”. En: Dramas, Fields and Methapors , Ithaca, Cornell University Press, 1974, pp. 2359. En este capítulo seguiré el rastro de algunas de las influencias que me condujeron a la formulación de conceptos que desarrollé en el curso de mi trabajo de campo antropológico, y a considerar de qué manera esos conceptos podrían utilizarse en el análisis de los símbolos rituales. Al moverme desde la experiencia de la vida social a la conceptualización y a la historia intelectual, sigo el mismo camino que los antropólogos de casi todas partes. Pese a que cuando vamos al campo allí nos apropiamos de teorías, éstas sólo se tornan relevantes cuando iluminan la realidad social. Más aún, muy frecuentemente hallamos que no es todo el sistema de un teórico el que la ilumina, sino sus ideas desperdigadas, sus relámpagos de intuición arrancados de su contexto sistemático y aplicados a datos desperdigados. Tales ideas tienen una virtud en sí mismas y son capaces de generar nuevas hipótesis. Pueden mostrar incluso cómo los datos dispersos pueden ser sistemáticamente conectados. Distribuidas al azar en algún sistema lógico monstruoso, esas ideas recuerdan pasas nutritivas en una masa celular incomible. Las intuiciones, y no el tejido de la lógica que las conecta, es lo que tiende a sobrevivir en la experiencia de campo. Trataré luego de identificar las fuentes de algunas intuiciones que me ayudaron a conferir sentido a mis propios datos de campaña. Los conceptos que quisiera mencionar son: “drama social”, “la visión procesual de la sociedad”, “anti-estructura social”, “multivocidad” y “polarización de símbolos rituales”. Los menciono en el orden en que fueran formulados. Todos están penetrados por la idea de que la vida social humana es la productora y el producto del tiempo, el cual deviene su medida: una vieja idea que ha tenido resonancias en la obra —muy diferente— de Karl Marx, de Emile Durkheim y de Henri Bergson. Siguiendo a Znaniecki, el renombrado sociólogo polaco, yo ya insistía, antes de realizar trabajo de campo, en la cualidad dinámica de las relaciones sociales y en considerar la distinción de Comte entre la “estática social”  y la “dinámica social” —que luego iban a elaborar A. R. Radcliffe-Brown y otros positivistas— esencialmente engañosa. El mundo social es un mundo en devenir, no un mundo del ser (excepto en la medida en que el “ser” sea una descripción de los modelos estáticos y atemporales que los hombres tienen en la cabeza), y por esta razón los estudios de la estructura social como tal  son irrelevantes. Son erróneos, como premisa básica, porque no existe tal cosa como la “acción estática”. Esta es la razón por la cual yo soy un tanto cauteloso con respecto a términos como “comunidad” o “sociedad”, también, pese a que los utilizo, porque a menudo se piensa que son conceptos estáticos. Tal perspectiva viola el flujo real

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 y la cambiabilidad de la escena social humana. Aquí yo miraría, por ejemplo, a Bergson antes que (digamos) a Descartes, en busca de orientación filosófica. Sin embargo, soy sensible a las virtudes de la advertencia de Robert A. Nisbet, en Social Change and History  (1969: 3-4), sobre el uso de “devenir” y otras nociones similares, tales como “crecimiento” y “desarrollo”, que descansan fundamentalmente en metáforas orgánicas. Nisbet ha llamado nuestra atención sobre toda una familia de términos sociológicos y sociofilosóficos, como ser “génesis”, “crecimiento”, “despliegue”, “desarrollo”, por un lado, y “muerte”, “decadencia”, “degeneración”, “patología”, “enfermedad”, etcétera, que se basan originalmente en la idea griega de “ physis ”. ”. Este término significa literalmente “crecimiento” (de -, producir, raíz indoeuropea BHU). Es el “concepto clave de la ciencia griega”, , que significa “ciencia natural” (fisiología, fisiognomía, etc.). Esta familia también deriva del concepto básico (romano y europeo latinizado) de naturaleza, traducción latina —más bien mala— de  physis . “Naturaleza” proviene de “natus”, que significa “nacido”, con resonancias de “innato”, “inherente”, “inmanente”, de la raíz indoeuropea GAN. La familia “naturaleza” está emparentada con la familia “gen” (generar, genital, general, género, genérico) y con el germánico kind, kin, kindred: casta, linaje, parentela.  Todos estos términos “poseen una referencia inmediata e incontestable al mundo orgánico, a los ciclos vitales de plantas y organismos” (pp. 3-4), donde su significado es literal y empírico. Pero “aplicados a fenómenos sociales  y culturales  estas palabras no son literales. Son metafóricas ” (p. 4, las cursivas son mías). De aquí que puedan ser engañosas; aún cuando orienten nuestra atención hacia algunas propiedades importantes de la existencia social, pueden (y de hecho lo hacen) bloquear nuestra percepción de otras. La metáfora de los sistemas sociales  y culturales como máquinas, popular desde Descartes, es igualmente engañosa. No me estoy oponiendo aquí a la metáfora. Más bien estoy diciendo que uno debe tomar sus metáforas raíces cuidadosamente, cuidando que sean apropiadas  y fructíferas. No sólo Nisbet sino también Max Black —el filósofo de Cornell— y muchos otros, han señalado que “tal vez toda ciencia debe comenzar con metáfora  y terminar con álgebra; y tal vez sin la metáfora nunca habría habido ningún álgebra” (Black, 1962: 242). Y, como dice Nisbet: La metáfora es, en su concepción más simple, una forma de ir de lo conocido a lo desconocido. [Esto corresponde, curiosamente, a la definición ndembu de un símbolo en el ritual]. Es una forma de cognición en la que las cualidades identificadoras de una cosa se transfieren —en un relámpago de comprensión instantáneo, casi inconsciente— a alguna otra cosa que es, por su lejanía o complejidad, desconocida para nosotros. La prueba para una metáfora esencial —ha escrito Philip Wheelwright— no es ninguna regla de forma gramatical, sino más bien la cualidad de la transformación semántica que tiene lugar (1969: 4).

La metáfora es, de hecho, metamórfica, transformativa. “La metáfora es nuestro medio para efectuar una fusión instantánea de dos ámbitos separados de la existencia en una imagen iluminadora, icónica, encapsulante” (p. 4). Es 2

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probable que los científicos y los artistas piensen ambos primordialmente por medio de tales imágenes; la metáfora puede ser la forma de lo que M. Polanyi llama “conocimiento tácito”. La idea de la sociedad como un “gran animal” o una “gran máquina”, como  James Peacock sentenciosamente ha planteado el asunto (1969: 173), podría ser un caso de lo que Stephen C. Pepper ha llamado una “metáfora raíz” (1942: 3839). Esta es la forma en que él explica el término: El método en principio parece ser éste: Un hombre que desea comprender el mundo mira en torno suyo en busca de un indicio para su comprensión. Se fija en algún área de hechos de sentido común y trata de ver si no puede comprender otras áreas en términos de esa. El área original deviene entonces su analogía  básica  o metáfora raíz . Él describe lo mejor que puede las características de esta área o, si usted quiere, “discrimina su estructura”. Una lista de sus características estructurales se convierte en sus conceptos básicos de explicación y descripción, por ejemplo, las palabras gen, las palabras kin, las palabras naturaleza. Las llamamos un conjunto de categorías, un conjunto de clases posiblemente exhaustivas, entre las cuales podrían distribuirse todas las cosas... En términos de estas categorías, él procede a estudiar todas las otras áreas de hechos, tanto las no examinadas como las examinadas anteriormente, e interpreta todos los hechos en términos de esas categorías. Como resultado del impacto de estos otros hechos sobre sus categorías, él puede relativizar y reajustar sus categorías, de modo que un conjunto de categorías habitualmente cambia y se desarrolla. Dado que la analogía básica o metáfora raíz normalmente (y quizá, por lo menos en parte, necesariamente) se origina en el sentido común que es el entendimiento normal o el sentimiento general de la humanidad, pero que para los antropólogos opera en el interior de una cultura específica, se requiere un enorme desarrollo y el refinamiento de un conjunto de categorías si se quiere que resulte adecuada para una hipótesis de alcance ilimitado. Algunas metáforas raíces demostraron ser más fértiles que otras, poseen mayor poder de expansión y ajuste. Estas sobreviven, en comparación con otras, y generan teorías del mundo relativamente adecuadas (1942: 91-92).

Black prefiere el término “arquetipo conceptual” al de “metáfora raíz”, y lo define como un “repertorio sistemático de ideas por medio de las cuales un pensador describe, por extensión analógica, algunos dominios a los cuales esas ideas no se aplican inmediata y literalmente” (1962: 241). Black sugiere que si buscamos una descripción detallada de un arquetipo particular, necesitaremos una lista de palabras y expresiones clave, con especificaciones acerca de su interconexión y de sus significados paradigmáticos en el ámbito del que fueron originalmente extraídas. Esto se debería complementar con un análisis de las formas en las cuales los significados originales se extienden para su uso analógico. La ilustración que ofrece Black de las influencias de un arquetipo sobre el trabajo de un teórico es para mí de un interés excepcional, pues este mismo caso tuvo un profundo efecto sobre mis intentos iniciales de caracterizar el “campo social”. Black examina los escritos del psicólogo Kurt Lewin, cuya “teoría de campo” ha sido fructífera en la generación de hipótesis y en el estímulo de la investigación empírica. Black encuentra “irónico” que Lewin

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formalmente niegue toda intención de utilizar modelos. “Hemos intentado”, dice, “evitar el desarrollo de modelos elaborados; en lugar de eso hemos tratado de representar las relaciones dinámicas entre los hechos psicológicos por medio de constructos matemáticos de suficiente nivel de generalidad”. Pues bien [continúa Black], puede que no se hayan representado modelos específicos; pero cualquier lector de los trabajos de Lewin se impresionará por el grado en que él utiliza un vocabulario indígena a la teoría  física. Repetidamente hallamos palabras como “campo”, “vector”, “espacio de frase”, “tensión”, “fuerza”, “valencia”, “límite”, “fluidez”: síntomas visibles de un arquetipo masivo que espera ser reconstruido por un crítico paciente (p. 241).

Black no se preocupa por todo esto en términos de los principios generales de un método riguroso. Él siente que si un arquetipo, por confuso que pueda ser en sus detalles, es suficientemente rico en poder implicativo, puede llegar a ser un instrumento especulativo útil. Si el arquetipo es suficientemente fructífero, lógicos  y matemáticos, eventualmente, pondrán su cosecha en orden. “Habrá siempre técnicos competentes a quienes [en palabras de Lewin] se les pueda confiar la construcción de las autopistas «por las que los vehículos aerodinámicos de una lógica sumamente mecanizada, rápidos y eficaces, pueden alcanzar, siguiendo rutas fijas, todos los puntos importantes»” (p. 242). Aquí tenemos, por supuesto, otro desinhibido aluvión de metáforas.  También Nisbet, igual que Black y Pepper, sostiene que “complejos sistemas filosóficos pueden originarse en premisas metafóricas”. Por ejemplo, el freudismo  —dice— “tendría escasa substancia una vez que se lo despoje de sus metáforas” (p. 5): el complejo de Edipo, los modelos topográfico y económico, los mecanismos de defensa, Eros y Thanatos, etc. El marxismo, también, contempla los órdenes sociales como algo que se “forma embriónicamente” en las “matrices” de los órdenes precedentes, y concibe cada transición como un “nacimiento” que requiere la asistencia de una “partera”, la fuerza.  Tanto Black como Nisbet admiten la tenacidad y la potencia de las metáforas. Nisbet argumenta que lo que habitualmente llamamos revoluciones del pensamiento son a menudo no más que un reemplazo mutacional, en ciertos puntos críticos de la historia, de una metáfora fundacional por otra en la contemplación humana del universo, la sociedad y el sujeto. La comparación metafórica del universo con un organismo  producirá una serie de derivaciones; derivaciones que llegarán a ser postulados en complejos sistemas filosóficos. Pero cuando —como sucedió en el siglo XVII— se compara el universo con una máquina , no sólo las ciencias físicas, sino áreas enteras de la filosofía moral y de la psicología humana se ven afectadas (p. 6).

Creo que sería un ejercicio interesante estudiar las palabras claves y las expresiones de los principales arquetipos conceptuales o metáforas fundantes, tanto en los períodos durante los cuales aparecieron en el escenario social y cultural, como en su subsiguiente expansión y modificación en los cambiantes campos de las relaciones sociales. Sospecho que esos arquetipos harían su aparición en la obra de pensadores excepcionalmente liminales —poetas,

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escritores, profetas religiosos, “los legisladores no reconocidos de la humanidad”—  un momento antes de los umbrales descollantes de la historia, de las principales crisis de cambio social, puesto que esas figuras shamanísticas están poseídas por espíritus de cambio desde mucho antes que el cambio sea visible en las arenas públicas. Las primeras formulaciones estarían expresadas en símbolos multívocos  y en metáforas, cada una susceptible de muchos significados, pero con sus significados nucleares ligados analógicamente a los problemas humanos básicos de la época, lo cual podría estar representado en términos biológicos, mecanicistas o de otra clase. Estos símbolos multívocos pondrían en acción el pensamiento de técnicos que clarificarían las junglas intelectuales, y que organizarían sistemas de conceptos y signos unívocos para reemplazarlos. El cambio comenzaría, proféticamente, “con metáfora, y terminaría, instrumentalmente, con álgebra”. El peligro es, por supuesto, que cuanto más persuasiva sea la metáfora raíz o el arquetipo, tantas más oportunidades tiene de convertirse en un mito que se certifica a sí mismo, inmune a las contrapruebas empíricas. Éste permanece como una metafísica fascinante, en la que la metáfora raíz es lo opuesto a lo que Thomas Kuhn ha llamado “paradigma científico”, el cual estimula y legitima la investigación empírica, de la cual él es, por cierto, tanto el producto como el productor. Para Kuhn, los paradigmas son “ejemplos aceptados de práctica científica concreta —que incluyen leyes, teoría, aplicación e instrumentación, todo junto— que proporcionan modelos de los que surgen tradiciones coherentes de investigación científica” (1962: 10): la astronomía copernicana, la “dinámica” aristotélica o newtoniana, la óptica de ondas y otras. Mi propia visión de la estructura de la metáfora es similar a la “visión interactiva” de I. A. Richards: en la metáfora “tenemos dos pensamientos de diferentes cosas  juntamente activos  y soportados por una sola palabra o frase, cuyo significado es una resultante de su interacción ” (1936: 93). Esta perspectiva enfatiza la dinámica inherente en la metáfora más que comparar limpiamente los dos pensamientos en sí mismos, o que considerar que uno es “sustituido” por el otro. Los dos pensamientos están activos juntos, “engendran” pensamiento en su co-actividad. Black desarrolla el punto de vista de la interacción como un conjunto de aseveraciones: 1. Una afirmación metafórica posee dos sujetos distintos, uno principal y otro “subsidiario”. Si uno dice entonces —como lo hace Chamfort en un ejemplo citado por Max Black— que “los pobres son los negros de Europa”, “los pobres” son el sujeto principal y “los negros” el subsidiario. 2. Estos sujetos se deben considerar mejor como “sistemas de cosas”, más que como elementos. De este modo, tanto “pobres” como “negros”, en su relación metafórica son en sí mismos símbolos multívocos, sistemas semánticos completos, que ponen en relación numerosas ideas, imágenes, sentimientos, valores y estereotipos. Los componentes de un sistema entran en relaciones dinámicas con los componentes del otro.

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3. La metáfora trabaja aplicando al sujeto principal un sistema de “implicaciones asociadas” características del sujeto subsidiario. En la metáfora citada, por ejemplo, el “pobre” de Europa puede ser considerado no sólo como una clase oprimida, sino como algo que comparte las cualidades heredadas e indelebles de la pobreza “natural” atribuida a los negros americanos por los racistas blancos. Toda la metáfora se carga consecuentemente de ironía, y provoca un repensamiento tanto de los roles del pobre (europeo) como del negro (americano). 4. Estas “implicaciones” consisten habitualmente de lugares comunes acerca del sujeto subsidiario, pero pueden en algunos casos apropiados consistir de implicaciones alternativas, establecidas ad hoc  por el autor. Es como si para comprender una metáfora, usted necesitara sólo conocimiento proverbial, y no conocimiento técnico o especializado. Un “modelo científico” es más bien una clase diferente de metáfora. Aquí, “el que lo realiza debe tener control previo sobre una teoría bien estructurada” —dice Black— “si es que pretende hacer algo más que colgar un cuadro atractivo sobre una fórmula algebraica. La complejidad sistemática de la fuente del modelo y la capacidad para el desarrollo, son la esencia” (1962: 239). La metáfora selecciona, enfatiza, suprime y organiza rasgos del sujeto principal, implicando afirmaciones sobre él que normalmente se aplican al sujeto subsidiario. He mencionado todo esto meramente para puntualizar que existen ciertos peligros inherentes al considerar el mundo social como “un mundo en devenir”, si es que al invocar la idea de “devenir” uno está influenciado inconscientemente por la vieja metáfora del crecimiento y la decadencia orgánica. El devenir (la transformación) sugiere continuidad genética, el crecimiento orientado hacia un fin, el desarrollo acumulativo, el progreso, etc. Pero muchos sucesos sociales no tienen este carácter “direccional”. Aquí la metáfora bien puede seleccionar, enfatizar, suprimir u organizar rasgos de las relaciones sociales en concordancia con los procesos de crecimiento de  plantas   plantas  o animales , y al hacerlo así, engañarnos respecto de la naturaleza del mundo social humano, sui generis . No hay nada malo en las metáforas o, mutatis mutandis , en los modelos, siempre que uno esté atento a los peligros que implica su uso equivocado. Sin embargo, si uno los considera como una especie de monstruo liminal, como los que describí en La  Selva de los Símbolos  (1967), cuya combinación de rasgos familiares y no familiares (o combinación no familiar de rasgos familiares) nos proporciona nuevas perspectivas, haciéndonos pensar, los modelos y metáforas pueden llegar a excitarnos; las implicancias, las sugerencias y los valores entrelazados con su uso literal, nos capacitan para asomarnos a nuevos asuntos de nuevas maneras. La metáfora del “devenir” encaja bastante bien (a pesar de la notoria querella entre funcionalistas y evolucionistas culturales) con la ortodoxia o paradigma

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estructural-funcionalista, que dio lugar a lo que Kuhn hubiera llamado la “ciencia normal” de la antropología social británica en la época en que salí a hacer trabajo de campo. Pues el funcionalismo —como aseguraba Nisbet, siguiendo a Wilbert Moore— desde Durkheim hasta Talcott Parsons, pasando por Radcliffe-Brown, trató de presentar una teoría unificada del orden y el cambio basada en una metáfora biológica; trató de derivar, en otros términos, los mecanismos motivacionales  del cambio de las mismas condiciones de las que se derivaban los conceptos del orden social . Expresado en otras palabras, tenemos aquí la noción biológica de causación inmanente, un principio de crecimiento interno, tanto como un mecanismo de control homeostático. Lo simple, como el grano de mostaza, crece  en el interior de lo complejo, a través de diversos estadios preestablecidos. Hay numerosos micromecanismos de cambio en cada sistema sociocultural específico, así como en la teoría evolucionista moderna hay, en las entidades y colonias biológicas, tensiones, violencias, discrepancias y desarmonías que son internas a ellas, endógenas, y que proporcionan las causas motrices del cambio. En el proceso social —y aquí por “proceso” queremos significar meramente el curso general de la acción social— en el cual me encontré inmerso entre los ndembu de Zambia, resultaba muy útil pensar “biológicamente” acerca de los “ciclos vitales de la aldea” y los “ciclos domésticos”, el “origen”, “crecimiento” y “decrepitud” de aldeas, familias y linajes; pero ya no era tan útil pensar en el cambio como algo inmanente  a la estructura de la sociedad ndembu, cuando claramente había “vientos de cambio” económico, político, social, religioso, legal, etc., barriendo la totalidad de África Central y originados  fuera  de las sociedades aldeanas. Durante mi estadía en África, los funcionalistas tendían a pensar que el cambio era “cíclico” y “repetitivo”, y que el tiempo era tiempo estructural, no tiempo en libertad. Convencido del carácter dinámico de las relaciones sociales, observé el movimiento tanto como la estructura, tanto la persistencia como el cambio, y, por cierto, la persistencia como un aspecto sorprendente del cambio. Vi a la gente interactuando y, como un día sigue al otro, vi las consecuencias de sus interacciones. Y luego comencé a percibir una forma en el proceso del tiempo social. Esta forma era esencialmente dramática . Mi metáfora y modelo era aquí una forma estética humana, un producto de la cultura , no de la naturaleza. Una forma cultural fue el modelo para un concepto científico social. Una vez más tengo que reconocer mi deuda con Znaniecki (también me siento deudor del artículo seminal de Robert Bierstedt, 1968, pp. 599-601, por el siguiente resumen de su perspectiva) quien, como algunos otros pensadores, estaba dispuesto a mantener la distinción neo-kantiana entre dos clases de sistema, natural y cultural, que exhibían diferencias no sólo de composición y de estructura, sino también —y esto es más importante— en el carácter de los elementos que dan cuenta de su coherencia. Los sistemas naturales —argumentaba siempre Znaniecki— están dados objetivamente y existen independientemente de la actividad de los hombres. Los sistemas culturales, por el contrario, dependen (no sólo en su significado, sino también en su existencia) de la participación de agentes humanos conscientes e intencionales, y de las continuas y potencialmente cambiantes relaciones de los 7

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hombres entre sí. Znaniecki tenía su propio rótulo para esta diferencia. La llamaba el “coeficiente humanista”, y es este concepto el que separa más claramente su estrategia de la de la mayoría de sus contemporáneos en la escena americana. En toda su obra enfatizó el rol de los agentes conscientes o actores, un énfasis que sus oponentes se inclinaban a criticar como un punto de vista “subjetivo”. Sin embargo, son las personas como objetos de la acción de los otros  —y no como sujetos— las que satisfacen su criterio sobre los datos sociológicos. Entre las fuentes de esos datos, Znaniecki enumeraba las experiencias personales del sociólogo, tanto originales como vicarias; la observación directa o indirecta por parte del sociólogo; la experiencia personal de otra gente; y la observación de otra gente. Este énfasis prestó apoyo a su uso de documentos personales en la investigación sociológica. Y esta es la estrategia global con la cual yo sigo sintiéndome más identificado. Sentí que tenía que incorporar el “coeficiente humanístico” en mi modelo si quería comprender los procesos sociales humanos. Una de las propiedades más llamativas de la vida social ndembu en las aldeas era su propensión hacia el conflicto. El conflicto era frecuente en los grupos de una docena o más o menos de parientes que constituían una comunidad aldeana. Se manifestaba en episodios públicos de irrupción tensional que yo he llamado “dramas sociales”. Los dramas sociales tenían lugar en lo que Kurt Lewin podía haber denominado fases “inarmónicas” de los procesos sociales en curso. Cuando los intereses y actitudes de grupos e individuos quedaban en obvia oposición, me parecía que los dramas sociales constituían unidades del proceso social aislables y susceptibles de descripción minuciosa. No todo drama social alcanzaba una resolución clara, pero muchos de ellos lo hacían, los suficientes como para hacer posible determinar lo que llamé entonces la “forma procesional” del drama. En aquella época no se me había ocurrido utilizar tal “unidad procesual” —como luego llamé al género del cual el “drama social” es una especie— en la comparación intersocietaria. No pensé que fuera un tipo universal, pero la investigación subsiguiente —incluyendo un trabajo para una colección sobre “Un enfoque antropológico de la Saga Islandesa” (1971)— me convenció de que los dramas sociales, con casi la misma estructura temporal o procesual que detecté en el caso de los ndembu, podían ser aislados para su estudio en sociedades de todos los niveles de escala y complejidad. Este es particularmente el caso en situaciones políticas, y pertenece a lo que ahora llamo la dimensión de la “estructura” (como opuesta a la de “communitas”) como un modo genérico de las interrelaciones humanas. Hay, sin embargo, communitas, también, en una de las etapas del drama social, como espero demostrar, y quizá la capacidad de sus sucesivas fases de tener continuidad es una función de la communitas. No todas las unidades procesuales son “dramáticas” en su estructura y en su atmósfera. Muchas encajan bajo la rúbrica de lo que Raymond Firth ha llamado “organización social”, lo cual define como “los ordenamientos fundamentales de la sociedad... el proceso de ordenamiento de la acción y de las relaciones con

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referencia a fines sociales determinados, en términos de ajustes resultantes del ejercicio de elecciones por parte de los miembros de la sociedad” ( Essay on Social  Organisation and Values, 1964: 45). Entre esas unidades procesuales “armónicas” estarían las que llamo “empresas sociales”, primordialmente de carácter económico, como cuando un moderno grupo africano decide construir un puente, una escuela o un camino, o cuando un grupo polinesio tradicional, como los  Tikopia de Firth, decide preparar cúrcuma (una planta de la familia del jengibre) para tintura ritual o para otros propósitos (Firth, 1967: 416-464); cada grupo se preocupa por los efectos de estas decisiones sobre las relaciones sociales en el interior del grupo en el correr del tiempo. Aquí la elección individual y las consideraciones utilitarias son factores discriminantes. Un libro reciente de Philip Gulliver (1971), que es un microanálisis de las redes sociales (otra interesante metáfora cuyo uso por parte de los antropólogos es aún exploratorio) en dos pequeñas comunidades locales entre los ndendeuli del sur de Tanzania, también representa un intento consciente de describir los procesos dinámicos a lo largo de un período en términos no dramáticos. Gulliver quería prestar una atención especial y dar un énfasis marcado al efecto acumulativo de una interminable serie de incidentes, casos y sucesos que pudieran ser tan significativos en su acción sobre las relaciones sociales como los encuentros más dramáticos. Los sucesos menores, aduce, sirven para preparar gradualmente la escena para los encuentros más grandes. Gulliver insta a prestar atención al “continuum de interacción entre un conjunto determinado de personas” (p. 354). Advierte que “no deberíamos concentrarnos tanto en situaciones de conflicto que neguemos las igualmente importantes situaciones de cooperación, aunque éstas sean probablemente menos dramáticas” (p. 354). Estoy de acuerdo con Gulliver, aunque comparto la opinión de Freud de que los disturbios en lo normal y en lo regular nos ofrecen a menudo una comprensión mayor de lo normal que su estudio directo. La estructura profunda puede revelarse mediante la anti-estructura o la contra-estructura de la superficie (discutiré estos términos en el capítulo 7, “Metáforas de anti-estructura”). De aquí en más, no seguiré las interesantes concepciones de Gulliver sobre conceptos tales como “conjunto de acciones”, “red”, “toma de decisiones”, “ejecución de rol”,  y otros más. Este autor posee un vigoroso conocimiento de esos menesteres, pero eso nos apartaría de nuestros temas principales. Gulliver advierte contra la concepción, familiar desde Weber, que presume una racionalidad en los hombres que por experiencia sabemos que menudo falta. Los hombres pueden concebir equivocadamente una situación y sus posibilidades, pueden ser estimulados por una emoción fuerte o por la depresión para realizar actos y tomar decisiones que de otro modo no tomarían, pueden ser estúpidos, obstinados, miopes, o pueden ser calculadores, despiertos, inteligentes, o algo en el medio de todo eso. Por cierto, los científicos sociales a menudo ignoran esos factores críticos que afectan a quienes toman una decisión (pp. 356-357).

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En el drama social, sin embargo, aunque se realizan elecciones de medios y fines y se define la afiliación social, el énfasis se deposita en la lealtad y la obligación, tanto como en el interés, por lo que el curso de los sucesos puede adquirir un carácter trágico. Como escribí en mi libro Schism and Continuity  (1957), en el que comencé a examinar el drama social, “la situación en una aldea ndembu se asemeja estrechamente a la que se encuentra en el drama griego, en el que presenciamos la indefensión del individuo humano frente al destino; pero en este caso [y también en el islandés, como lo comprobé], el destino, los hados, son las necesidades del proceso social” (p. 94). El conflicto parece colocar aspectos fundamentales de la sociedad, normalmente cubiertos por los hábitos y las costumbres del intercambio cotidiano, en una prominencia estremecedora. La gente tiene que tomar partido en términos de imperativos morales y constricciones profundamente arraigadas, a menudo en contra de sus propias preferencias personales. La elección es subyugada por el deber. Los dramas sociales y las empresas sociales —tanto como otras clases de unidades procesuales— representan secuencias de sucesos sociales que, vistos retrospectivamente por un observador, parecen poseer una estructura. Tal estructura “temporal”, a diferencia de la estructura temporal (que incluye las estructuras “conceptual”, “cognitiva” y “sintáctica”), se organiza principalmente mediante relaciones en el tiempo más que a través de relaciones en el espacio, aunque, por supuesto, los esquemas cognitivos son resultados de un proceso mental y poseen características procesuales. Si uno pudiera detener el proceso social como si fuese una película y examinar las relaciones sociales “quietas” y coexistentes en el interior de una comunidad, probablemente hallaría que las estructuras temporales son incompletas, de final abierto, no consumadas. Estarían, en el mejor de los casos, en camino hacia un final. Pero si se tuvieran los medios —de ciencia ficción— para penetrar en las mentes de los actores detenidos, indudablemente encontraríamos en ellos, en casi cualquier nivel endopsíquico existente entre la plena luz de la atención consciente y los estratos más oscuras del inconsciente, un conjunto de ideas, imágenes, conceptos, etc., al que se le podría colocar el rótulo de “estructuras atemporales”. Estos son modelos de lo que la gente “cree que hace, debe hacer o debería querer hacer” (Audrey Richards, 1939: 160). Quizás en casos individuales éstos son más fragmentarios que estructurales, pero si uno observara a todo el grupo encontraría que las ideas o normas que un individuo no puede poner en relación con otras ideas o no las posee, otros individuos las poseen o las han sistematizado. En las representaciones colectivas e intersubjetivas del grupo, se descubriría “estructura” y “sistema”, “patrones de acción intencional” y, a niveles más profundos, “marcos categóricos”. Estas estructuras individuales y grupales, llevadas en la cabeza y en el sistema nervioso de la gente, poseen una función de gobierno, una función “cibernética” en la interminable sucesión de hechos sociales, imponiéndoles el grado de orden que ellos poseen y, ciertamente, dividiendo las unidades procesuales en fases. “La estructura es el orden en un sistema”, ha dicho Marvin Harris. La estructura de fase de los dramas sociales no 10

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es el producto del instinto, sino de modelos y metáforas que están en la cabeza de los actores. No se trata aquí de un “fuego que encuentra su propia forma”, sino de una forma que proporciona un fogón, un tiraje y una chimenea para el fuego. Las estructuras son los aspectos más estables de la acción y de la interrelación. Lo que el filósofo John Dewey llamó “los sucesos más rápidos e irregulares” del proceso social, se convierte en “los sucesos más lentos y rítmicamente regulares”, mediante los efectos cibernéticos de los modelos cognitivos y normativos/ estructurales. Algunos de los sucesos “rítmicamente regulares” pueden ser medidos y expresados en forma estadística. Pero aquí estamos interesados primero que nada en la forma, el perfil diacrónico del drama social. Quisiera subrayar tan fuertemente como soy capaz que considero este acercamiento procesual decisivo como guía para la comprensión de la conducta social humana. Las instituciones religiosas y legales, entre otras, sólo cesan de ser haces de reglas muertas y frías cuando se las ve como fases del proceso social, como patrones dinámicos desde el comienzo. Tenemos que aprender a pensar las sociedades como algo que “fluye” continuamente, como una “marea peligrosa… que nunca se detiene ni muere... y que si se la atrapa un instante quema las manos”, como dijo alguna vez W. H. Auden. Las estructuras formales, supuestamente estáticas, sólo se tornan visibles a través de este flujo que las energiza, que las calienta hasta el punto de la visibilidad, para usar otra metáfora. Su mismo estasis es el efecto de la dinámica social. Los focos organizacionales de las estructuras temporales son “propósitos”, objetos de la acción y del esfuerzo, y no “nodos” o meros puntos de intersección diagramática, o líneas de reposo. La estructura temporal, aunque sea en reposo y por lo tanto atemporalizada, es siempre tentativa; siempre hay objetivos alternativos y formas alternativas de alcanzarlos. Dado que sus focos son propósitos, los factores psicológicos tales como la voluntad, la motivación, la atención, el nivel de aspiración, etcétera, son de importancia para su análisis; en contraste, carecen de importancia en las estructuras porque tales estructuras se revelan ya exhaustas, ya alcanzadas, o, alternativamente, como axiomas o marcos cognitivos o normativos autoevidentes con respecto a los cuales la acción es subsecuente y subordinada. Dado que los objetivos y propósitos incluyen significativamente propósitos sociales, el estudio de las estructuras temporales involucra el estudio del proceso de comunicación, incluyendo las fuentes de las presiones para comunicarse en el interior del grupo o con otros grupos; esto conduce inevitablemente al estudio de los símbolos, signos, señales e indicios, verbales y no verbales, que la gente emplea para alcanzar sus objetivos personales o de grupo. Los dramas sociales, por lo tanto, son unidades de procesos inarmónicos o aarmónicos, que surgen en situaciones de conflicto. Típicamente poseen cuatro fases de acción pública accesibles a la observación. Estas son: 1. Ocurre una quiebra  en las relaciones sociales regulares y gobernadas por normas entre personas o grupos en el interior de un mismo sistema de relaciones sociales, que puede ser una aldea, una ciudad, una oficina, una factoría, un

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partido político, un barrio, una iglesia, un departamento universitario o cualquier otro sistema perdurable, conjunto o campo de relaciones sociales. La señal de esta quiebra es una fractura pública y notoria, o una deliberada falta de cumplimiento de alguna norma esencial que regula la interacción entre las partes. Burlarse de semejante norma sería un obvio símbolo de disidencia. En un drama social no es un crimen, aunque formalmente pueda parecerse a uno; es, en realidad, “un disparador simbólico de confrontación o encuentro”, para usar los términos de Frederick Bailey. Siempre hay algo altruista en esa quiebra simbólica; siempre hay algo egoísta en un crimen. Una quiebra dramática puede ser causada por un individuo, ciertamente, pero éste siempre actúa (o cree hacerlo) en nombre de otras partes, estén ellas enteradas o no. El se ve a sí mismo como un representante, no como una mano solitaria. 2. Siguiendo a la quiebra de las relaciones sociales regulares, gobernadas por normas, sobreviene una fase de crisis  creciente, durante la cual, a menos que la quiebra pueda ser aislada en el interior de un área limitada de interacción social, existe una tendencia a que la quiebra se extienda hasta que llegue a ser coextensiva con alguna hendidura dominante en el conjunto mayor de relaciones sociales relevantes al que pertenecen las partes en conflicto. Ahora está de moda hablar de esta clase de cosas como la “escalada” de la crisis. Si se trata de un drama social que involucra a dos naciones en una región geográfica, la escalada podría implicar un movimiento gradual hacia el antagonismo a lo largo de la hendidura global entre los campos comunista y capitalista. Entre los ndembu, la fase de crisis pone al descubierto un patrón de intriga entre facciones hasta el momento oculto o privado, en el interior del grupo social, la aldea, el vecindario o la jefatura relevante; y por debajo de él se vuelve visible la estructura social (menos plástica, más perdurable pero, sin embargo, en constante cambio), hecha de relaciones que poseen un alto grado de constancia y consistencia; ésta se asienta en esquemas normativos sedimentados en el curso de profundas regularidades de condicionamiento, enseñanza y experiencia social. Aún por debajo de estos cambios estructurales cíclicos, en los dramas sociales emergen otros cambios en el ordenamiento de las relaciones sociales: los que resultan, por ejemplo, de la incorporación de los ndembu a la nación Zambia, al moderno mundo africano, al Tercer Mundo y al mundo entero. Discuto brevemente este aspecto en el caso de Kamahasanyi en The Drums of Affliction  (1968a). Esta segunda etapa, la crisis , es siempre uno de esos puntos decisivos o un momento de peligro y suspenso en el que se revela el verdadero estado de las cosas, en el que es menos fácil usar máscaras o pretender que no hay nada podrido en la aldea. Cada crisis pública posee lo que llamo ahora características liminales, dado que ella es un umbral entre dos fases más o menos estables del proceso social pero no es un limen sacro, rodeado de tabúes y apartado de los centros de la vida pública. Por el contrario, la crisis asume una postura amenazante en el foro mismo, como si desafiara a los representantes del orden a enfrentarse con ella. No puede ser ignorada, ni se desvanece porque no se le preste atención.

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3. Esto nos lleva a la tercera fase, la acción de desagravio . Para limitar la extensión de la crisis, los miembros conductores o estructuralmente representativos del sistema ponen prontamente en operación ciertos “mecanismos” de ajuste y reparación (y aquí utilizo alegremente una metáfora tomada de la física). El tipo y la complejidad de estos mecanismos varían de acuerdo con factores tales como la profundidad y la significación social compartida de la quiebra, la abarcatividad social de la crisis, la naturaleza del grupo social dentro del cual tuvo lugar la quiebra y el grado de su autonomía con referencia a los sistemas más amplios de relaciones sociales. Estos mecanismos abarcan desde la amonestación personal, la mediación informal o el arbitraje, hasta la maquinaria jurídica y legal formal, o, para resolver ciertas clases de crisis o legitimar otros modos de resolución, la ejecución de rituales públicos. La noción de “escalada” se puede aplicar también a esta fase: en una sociedad industrial compleja, por ejemplo, los antagonistas pueden llevar una disputa desde una corte de jurisdicción menor hasta la suprema corte, pasando por todas las etapas  judiciales intermedias. En la Saga de Njal  islandesa, la escalada caracteriza el conjunto de dramas que constituyen la saga. Ésta comienza con simples quiebras del orden local, crisis menores y reparaciones informales, principalmente a nivel de las comunidades domésticas de una pequeña región al sur de Islandia en el siglo X, que se acumulan a pesar de arreglos y ajustes temporarios hasta que, finalmente, tiene lugar la quiebra pública que desencadena el drama trágico principal: un godi  o sacerdote en jefe, que es además un buen hombre, es protervamente asesinado por su hermano de leche, el más intransigente de los hijos de Njal. La fase de crisis resultante involucra una escisión mayor entre facciones consistentes en los principales linajes y sibs  (lo cual aquí significa venganza bilateral y grupos que buscan compensar el derramamiento de sangre) en el sur y sureste de Islandia, tras lo cual las partes reclaman desagravio en la corte de Althing y en la Quinta Corte, la asamblea general de los islandeses. La Saga de Njal  revela sin pudor que Islandia no podría producir la maquinaria  judicial adecuadamente sancionada para manejar crisis en gran escala, porque las negociaciones de Althing fracasan, hay una nueva regresión a la crisis, en una forma tan aguda que sólo puede resolverse con la derrota total y la aniquilación de una de las partes. El hecho de que a pesar de que existía una asamblea general de los islandeses, no existía empero una nación islandesa, estaba representado por la ausencia de leyes nacionales; las sanciones punitivas se aplicaban conjuntamente por iniciativa de los líderes de las cuatro regiones. He discutido en otra parte (1971) algunas de las numerosas razones históricas, ambientales y culturales por las que la comunidad de Islandia no pudo convertirse en nación, perdió su independencia (en 1262) y aceptó el señorío noruego. Me coloqué en la pista de esas razones cuando traté la literatura de las sagas como un conjunto de dramas sociales. Las sagas revelan que las venganzas de sangre locales, que sólo podían ser transitoriamente contenidas por individuos iluminados, generaron fuerzas que con el tiempo dividieron a Islandia y revelaron la debilidad de su política descentralizada y acéfala. Si usted estudia el cambio social, a cualquier nivel, yo le daría un pequeño consejo: estudiar cuidadosamente 13

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lo que sucede en la fase tres (la fase potencialmente reparadora del drama social),  y preguntarse si la maquinaria de compensación es capaz de manipular las crisis como para restaurar, más o menos, el status quo ante , o por lo menos, restaurar la paz entre los contendientes. Luego pregúntese: si así es, ¿por qué, precisamente? Y si no, ¿por qué no? Es en la fase de desagravio que las técnicas pragmáticas y la acción simbólica alcanzan, ambas, su más plena expresión. Porque la sociedad, el grupo, la comunidad, la asociación o cualquier unidad social, es aquí máximamente “autoconsciente”, y puede alcanzar la claridad de  juicio de alguien que está arrinconado, luchando por su vida. La reparación tiene también sus rasgos liminales, sus formas de no ser “ni lo uno ni lo otro” ( betwixt  and between ) y, como tal, suministra una réplica distanciada y una crítica de los eventos que componen (y que conducen a) la “crisis”. Esa réplica puede hacerse en la lengua tradicional de los procesos judiciales, o en la lengua metafórica y simbólica de un proceso ritual, dependiendo de la naturaleza y severidad de la crisis. Cuando la reparación fracasa, habitualmente ocurre una regresión a la crisis. En este punto puede que se utilice la fuerza directa, bajo las variadas formas de la guerra, la revolución, los actos intermitentes de violencia, la represión o la rebelión. Donde la comunidad perturbada es pequeña y relativamente débil vis-à-vis  la autoridad central, sin embargo, la regresión a la crisis tiende a convertirse en una cuestión de faccionalismo endémico, latente, sin confrontaciones abiertas y agudas entre partes consistentemente distintas. 4. La fase final que he distinguido consiste ya sea de una reintegración  del grupo social perturbado o del reconocimiento social y la legitimación de un cisma irreparable entre las partes en disputa. En el caso de los ndembu esto a menudo significa la secesión de una región de la aldea con respecto al resto. Frecuentemente sucedía que después de un intervalo de varios años una de las aldeas así formadas organizaba un ritual importante al cual se invitaban expresamente a miembros de la otra parte, registrando así una reconciliación a un nivel diferente de integración política. Yo describo uno de esos rituales, Chihamba, en Schism and Continuity  (1957, 288-317), donde analizo como éste funcionó para reconciliar la aldea organizadora, Mukanza, con muchas otras aldeas, incluyendo a una que se había formado por la fisión de una de las secciones que antiguamente la integraban. Desde el punto de vista de un observador científico, la cuarta fase —un clímax provisional, una solución, un resultado— es la oportunidad para hacer inventario. Él puede ahora analizar sincrónicamente el continuum, por así decirlo, en este momento de detención, habiendo ya tomado totalmente en cuenta (y representado por medio de los constructos apropiados) la naturaleza temporal del drama. En el caso particular del “campo político”, por ejemplo, se puede comparar el ordenamiento de las relaciones políticas que precedió a la erupción de los conflictos de poder en un drama social observado, con el ordenamiento que sigue a la fase de compensación. Lo parezca o no, como Marc Swartz y yo hemos señalado en la introducción a Political Anthropology  (1966) el panorama y el rango

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del campo se habrán alterado: el número de sus partes será diferente, al igual que su magnitud. Y lo que es más importante, habrá cambiado la naturaleza y la intensidad de las relaciones entre las partes, y la estructura del campo total. Se encontrarán oposiciones que devinieron alianzas, y viceversa. Las relaciones asimétricas se habrán vuelto igualitarias, el status elevado se habrá vuelto bajo, y viceversa. El nuevo poder se canalizará a través de una nueva autoridad, y la vieja autoridad será defenestrada. Partes antes integradas se habrán segmentado; partes antes separadas, se fusionarán. La cercanía devendrá distancia, y viceversa. Algunas partes no pertenecerán más al campo, otras habrán ingresado a él. Las relaciones institucionales devendrán informales, las regularidades sociales se harán irregulares. Nuevas reglas y normas se habrán generado en los intentos por reprimir el conflicto; viejas reglas habrán caído en desgracia y serán abolidas. Las bases de sustentación política serán alteradas. Algunos componentes del campo tendrán más apoyo, otros menos, otros recibirán sustento nuevo, otros ninguno. La distribución de los factores de legitimación habrá cambiado, como así las técnicas utilizadas por los líderes para ganar anuencia. Estos cambios pueden observarse, comprobarse, registrarse, y en algunos casos también se pueden medir sus índices y expresarlos en términos cuantitativos. Pero a pesar de todos estos cambios, algunas normas y relaciones cruciales  —y otras aparentemente menos cruciales, y hasta triviales y arbitrarias—  persistirán. Las explicaciones tanto de la constancia como del cambio, en mi opinión, sólo se encontrarán analizando sistemáticamente las unidades  procesuales  y las estructuras temporales, observando tanto las fases como los sistemas atemporales. Pues cada fase posee sus propiedades específicas, y cada una deja su huella especial en las metáforas y modelos que están en las cabezas de los hombres involucrados entre sí en el flujo interminable de la existencia social. Al mantener una comparación explícita entre la estructura temporal de ciertos tipos de proceso social y los dramas del teatro, con sus actos y escenas, observo que las fases de los dramas sociales se acumulan hasta un clímax. Podría decir también que a nivel lingüístico del “habla”, cada fase posee sus propias formas de discurso y sus propios estilos, su propia retórica, sus propias clases de lenguajes no verbales y simbolismos. Éstos varían mucho, por supuesto, a través de las culturas y a través del tiempo; pero postulo que existirán ciertas afinidades genéricas importantes entre los discursos y lenguajes de la fase de crisis en todas partes, de la fase de compensación en todas partes, de la fase de restauración de la paz en todas partes. La comparación transcultural nunca se aplicó a estas cuestiones, porque ha permanecido limitada a formas y estructuras atemporales, a los productos de la actividad social del hombre abstraídos de los procesos en que se originan y que, habiendo surgido, ellos canalizan en cierto grado. Es mucho más fácil apuntalarse en las muletillas “paradigmáticas”, fríamente distanciados de las enfadosas competitividades de la vida social. Tal comparación transcultural, además, no podrá realizarse hasta que tengamos muchos más estudios de casos extendidos. Una historia de casos extendido es una historia de 15

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un único grupo o comunidad a lo largo de un tiempo considerable, colectada como una secuencia de unidades procesuales de distintos tipos, incluyendo los dramas y las empresas sociales ya mencionadas. Esto es más que simple historiografía, porque involucra la utilización de todas las herramientas que la antropología social y la antropología cultural nos han legado. “Procesualismo” es un término que incluye al “análisis dramático”. El análisis procesual presupone el análisis cultural, así como el análisis estructural-funcional, incluyendo análisis morfológicos comparativos más estáticos. No niega a ninguno de éstos, pero coloca a la dinámica primero. En el orden de presentación de los hechos, una estrategia útil consiste en presentar un bosquejo sistemático de los principios sobre los cuales se construye la estructura social institucionalizada y medir su importancia e intensidad relativa, y su variación bajo diferentes circunstancias, con datos numéricos o estadísticos si es posible. En cierto sentido, las actividades sociales de las que uno elicita una “estructura estadística” se pueden caracterizar como un “proceso lento”, en la medida en que entrañan la repetición regular de ciertos actos, contrastantes con los procesos rápidos que se ven, por ejemplo, en los dramas sociales, donde las cosas son más idiosincrásicas y arbitrarias. Todo está en movimiento, pero algunos flujos sociales se mueven tan lentamente en relación con otros que parecen casi tan fijos y estacionarios como el paisaje y los niveles geográficos por debajo suyo, aunque éstos también están, por supuesto, en un lento flujo eterno. Si se tuvieran los datos para analizar las unidades procesuales cruciales a lo largo de —digamos— veinte o treinta años, se podrían ver cambios incluso en los procesos lentos, aún en sociedades que se piensan que son “cíclicas” o “estancadas”, para utilizar los términos favoritos de ciertos investigadores. Pero aquí no pretendo presentar métodos para estudiar los procesos sociales; ya he dado ejemplos de ellos en Schism and Continuity  (1957), The Drums of Affliction  (1968a), el análisis de los ritos Mukanda  en Local-Level  Politics  (1968b) y en diversos artículos. Este acercamiento es una de mis preocupaciones permanentes, y fue en esa estrategia que yo realicé mis primeros intentos de producir un paradigma para el análisis de los símbolos rituales.  Tampoco quiero discutir ahora la teoría del conflicto que obviamente influye sobre mi formulación “dramática”. Más bien quisiera hacer algo diferente, tan diferente como la “antiestructura” es con respecto a la “estructura”, aunque el procesualismo vería que los dos términos están intrínsecamente relacionados y que quizá —en el sentido último, no dualista— no son contradictorios. Una ecuación matemática necesita sus signos menos igual que sus signos mas, sus negativos y sus positivos, el cero lo mismo que otros números: la equivalencia de dos expresiones se afirma mediante una fórmula que contiene negaciones. Puede decirse que el estructuralismo positivo sólo puede devenir procesualismo si acepta el concepto de anti-estructura social como un operador teorético. No hay nada realmente místico en todo esto. Znaniecki decía con referencia a lo que él llamaba “sistemas culturales” que:

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La gente que comparte un cierto conjunto de sistemas interconectados (y entre esos sistemas también están habitualmente ciertos grupos sociales, territoriales, genéticos o intencionales) puede ser más o menos conscientes de este hecho, y pueden desear más o menos influenciarse mutuamente en beneficio de su civilización común, o influir sobre su civilización para su beneficio mutuo. Esta conciencia y esta voluntad, en la medida en que existen, constituyen un lazo social que une a esa gente por encima y más allá de cualquier lazo social formal que se deba a la existencia de relaciones sociales reguladas y a grupos sociales organizados. Si el término “comunidad” se limita a la realidad humanística que comprende fenómenos tales... como el desarrollo de nuevos ideales culturales y el intento de realizarlos fuera de la acción grupal organizada, [...] no cabe duda de que una “comunidad” en este sentido puede ser estudiada científicamente, y que la sociología es la ciencia que deberá estudiarla como un dato específicamente social (1936, capítulo 3).

Aquí tenemos lo que yo llamaría “communitas” o anti-estructura social (puesto que es “un lazo que une a la gente por encima y más allá de cualquier lazo social formal”, es decir, por encima de la estructura “positiva”) considerada como un objeto respetable de estudio científico. En mi obra reciente, me ha sorprendido la forma en que las peregrinaciones ejemplifican tales comunidades antiestructurales; quizá Znaniecki haya observado communitas en su ámbito polaco, vívidamente visibles en el templo montañés de Nuestra Señora de Czenstochowa, como yo las he visto en su escenificación mexicana en la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, y más recientemente en el lejano templo de Nuestra Señora de Knock en County Mayo, Irlanda. En cierto sentido, el concepto de “drama social” se encuentra dentro de los paréntesis de las afirmaciones estructurales positivas; el mismo se refiere principalmente a las relaciones entre personas en su capacidad de status y de rol,  y a las relaciones entre grupos y subgrupos como segmentos estructurales. Aquí, el “conflicto” es el otro lado de la moneda de la “cohesión”, y el “interés” es el motivo que une o separa a las personas, a estas personas que son objeto de derechos y obligaciones estructurales, imperativos y lealtades. Pero, como ha señalado Znaniecki, existe un lazo que une a la gente por encima y más allá de sus lazos formales. En consecuencia, uno no debe limitar su investigación a una estructura social particular, sino que debe buscar los fundamentos de la acción en la communitas genérica. Esta es la razón que me impulsó a comenzar el estudio cuyo resultado hasta el momento son unas pocas publicaciones, una de las cuales es The Ritual Process  (1969). El lector no debe pensar que he olvidado la importancia de la sociología de los símbolos. Hay símbolos de estructura y hay símbolos de anti-estructura, y yo quiero considerar primero las bases sociales de ambos. Igual que Znaniecki, busqué evidencias del desarrollo de nuevos ideales culturales y de intentos de ponerlos en práctica en diversos modos de existencia social que no procedían de las propiedades estructurales de grupos sociales organizados. Encontré en los datos del arte, la literatura, la filosofía, el pensamiento político y jurídico, la historia, la religión comparada y en documentos similares, ideas mucho más sugestivas sobre la naturaleza de lo social que en la obra de los colegas que hacían su “ciencia social normal” bajo el paradigma entonces prevaleciente del estructural-funcionalismo. Estas nociones

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no siempre se presentan con referencia directa u obvia a las relaciones sociales —  a menudo son metafóricas o alegóricas— y a veces se presentan bajo la guisa de conceptos o principios filosóficos; pero veo que surgen de la experiencia de la coactividad humana, incluyendo las más profundas de tales experiencias. Por ejemplo, recientemente he prestado atención a la idea de que la distinción familiar que en el buddhismo Zen se hace entre los conceptos de  prajñã  (que significa aproximadamente “intuición”) y vijñãna  (muy rudamente, “razón” o “entendimiento discursivo”), está enraizada en las experiencias sociales contrastantes que he descripto, respectivamente, como “communitas” y “estructura”. Para recapitular brevemente el argumento de The Ritual Process , digamos que los lazos de communitas son anti-estructurales en lo que tienen de indiferenciados, igualitarios, directos, no racionales (aunque no irracionales) y en la medida en que son relaciones Yo-Tú o Nosotros Esenciales, en términos de Martin Buber. La estructura es todo lo que mantiene a la gente aparte, define sus diferencias y constriñe sus acciones, incluyendo la estructura social en su sentido antropológico británico. La communitas es más evidente en la “liminalidad”, un concepto que yo he extendido de su uso en Les Rites de Passage  de Van Gennep para hacer referencia a cualquier condición fuera —o en la periferia— de la vida cotidiana. A menudo es una condición sagrada o que puede rápidamente llegar a serlo. Por ejemplo, los movimientos milenaristas en todo el mundo se originan en períodos en que las sociedades se encuentran en transición liminal entre diferentes estructuras sociales. Con estas distinciones en mente veamos lo que tiene que decir Suzuki Daisetz Teitaro (probablemente el más grande erudito en estudios Zen que escribe en inglés) sobre el contraste entre  prajñã  y  y vijñãna . Suzuki (1967) escribe: Característico de vijñãna  (entendimiento discursivo) es dividir, mientras que  prajñã  (intuición) es precisamente lo opuesto. Prajñã es el auto-conocimiento del todo, en contraste con vijñãna , que se ocupa de las partes. Prajñã  es un principio integrador, mientras vijñãna  siempre analiza. Vijñãna  no puede trabajar si no está respaldado por  prajñã ; las partes son partes del todo, no pueden existir por sí mismas, porque si lo hicieran no habría partes, dejarían incluso de existir (pp. 66-67).

Esta “totalidad” de  prajñã  se parece a la idea de “comunidad” de Znaniecki como la fuente real de la interconexión de los sistemas y subsistemas sociales y culturales. Éstos no pueden estar interconectados en su mismo nivel, por así decirlo; sería engañoso encontrar su integración allí: lo que los une es su fundamento común en la comunidad o communitas viviente. Otras explicaciones son rebuscadas y artificiales, aunque ingeniosas, porque las partes no pueden nunca llegar a ser totalidades por sí mismas: se requiere algo adicional. Suzuki (p. 67) lo expresa con excepcional claridad, como sigue: Prajñã  siempre busca la unidad en la mayor escala posible, de modo que no pueda

haber una unidad ulterior en ningún sentido; cualquier expresión o afirmación que haga se halla entonces naturalmente más allá del orden de vijñãna . Vijñãna  se sujeta al análisis intelectual, tratando de encontrar algo comprensible de acuerdo con su propia medida. Pero

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vijñãna  no puede hacerlo, por la sencilla razón de que  prajñã  comienza donde vijñãna  no puede penetrar. Vijñãna , al ser el principio de la diferenciación, no puede ver a  prajñã en su unicidad; es por su misma naturaleza que  prajñã  es absolutamente desconcertante para vijñãna .

Prajñã , como Suzuki la entiende, sería la fuente de “fundación”, o las

metáforas raíces, dado que éstas son eminentemente sintéticas; sobre ella realiza entonces su tarea vijñãna , discriminando la estructura de la metáfora raíz. Una metáfora es, si usted quiere, un “artefacto  prajñã ”, ”, y un sistema de categorías derivadas de ella sería un “artefacto vijñãna ”. ”. La distinción de Blaise Pascal entre l'esprit de finesse  y l'esprit de géometrie  podría representar algo similar. Probablemente yo diferiría en algunos casos con las ideas de Suzuki y encontraría más cosas en común en Durkheim y en Znanieki, quienes buscaban la fuente de ambos conceptos en la experiencia social humana, mientras que Suzuki probablemente las localizaría en la naturaleza de las cosas. Para él, communitas y estructura serían manifestaciones particulares de principios que se pueden encontrar en todas partes, como el Yin  y el Yang  para los chinos. Suzuki identifica a  prajñã  —la intuición— con el Hombre Primordial ( gennin ), ), en “sus actividades espontáneas, de creación libre, no teleológicas” (p. 80); asegura además que prajñã es “concreta en todos los sentidos del término... [y por lo tanto] la cosa más dinámica que podemos tener en el mundo” (p. 80). Estas y otras características, me parece, son formas de hablar sobre las experiencias humanas propias de ese modo de coactividad que he llamado communitas. Cuando escribí The Ritual Process  yo no había leído a Suzuki, aunque había visto citas de sus libros; pero en ese libro, sobre la base de experiencias y observaciones de campo, de lecturas acerca de experiencias de otros y de los frutos de la discusión con otras personas, me surgieron numerosas observaciones sobre la communitas que se asemejan a las de Suzuki a propósito del  prajñã . Por ejemplo: “la communitas es la sociedad experimentada o vista como un comitatus , comunidad o incluso comunión de individuos iguales, de tipo no estructurado, o rudimentariamente estructurado y relativamente indiferenciado” (p. 96). Además: “la communitas es una relación entre individuos concretos, históricos, idiosincrásicos, una confrontación directa, inmediata y total de identidades humanas” (pp. 131-132). En otros pasajes yo vinculo la communitas con la espontaneidad y la libertad, y la estructura con la obligación, lo jurídico, la ley, la constricción, etc. Pero aunque se debería incorporar dentro del ámbito del paradigma “estructura” muchos rasgos del drama social y de otros conceptos basados en Kurt Lewin que yo he usado para describir (a la manera de Kenneth Burke) la escena en la que los “actores” ejecutan sus “partes” para lograr ciertos “propósitos” (tales como “campo”, “locomoción”, “valencia positiva y negativa” y otros parecidos), algunos de sus aspectos escapan, sin embargo, hacia el dominio de la anti-estructura, y aún hacia el de la communitas. Por ejemplo, después de 19

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mostrar las diversas estrategias estructurales empleadas por la principal facción política de la aldea de Mukanza para impedir que el ambicioso Sandombu se hiciera con la jefatura (especialmente la acusación de haber dado muerte a su madre clasificatoria mediante hechicería), demostré de qué manera, cuando sus rivales lo forzaron al exilio, comenzaron a sentirse desconsolados por razones de communitas. Sus conciencias comenzaron a molestarles por lo que le habían hecho, como a menudo sucede cuando la gente niega sus experiencias pasadas de communitas. Comenzaron a pensar: ¿no era él sangre de su sangre, nacido de la misma matriz (el término concretamente usado por un grupo matrilineal) que ellos mismos? ¿No había sido parte de su vida corporativa? ¿No había él contribuido a su bienestar, pagando la educación de sus hijos, encontrando trabajo para sus jóvenes cuando fue capataz de una cuadrilla caminera del gobierno para la PWD? Sus pedidos para regresar fueron consentidos. Una nueva desgracia llevó a una nueva sesión de adivinación, en la que se encontró, inter  alia , que Sandombu no era culpable del cargo de hechicería del que se lo había acusado, y que un forastero había sido el causante de la muerte de la mujer. Se ejecutó un ritual, en el que Sandombu pagó una cabra. Plantó un árbol que simbolizaba la unidad del matrilinaje en nombre de la hermana de su madre muerta, y él y sus principales antagonistas hicieron rogativas a las sombras y se reconciliaron. Se desparramó arcilla blanca en polvo, que simboliza los valores básicos de la sociedad ndembu (buena salud, fertilidad, respeto hacia los mayores, observancia de los deberes del parentesco, honestidad y otros parecidos; en síntesis, un símbolo magno de la estructura imbuida en la communitas) alrededor del árbol, y los diversos parientes que allí se hallaban fueron untados con ella. En este caso, claramente, no fue el mero interés personal o la letra de la ley lo que prevaleció sino su espíritu, el espíritu de la communitas. La estructura está ciertamente presente, pero su divisibilidad se transforma en un conjunto de interdependencias: aquí se la ve como un instrumento o un medio social, no como un fin en sí mismo que proporciona metas para la competición y la disidencia. Se podría afirmar que la coherencia de un drama social completo es en sí función de la communitas. Un drama incompleto o insoluble manifestaría entonces la ausencia de communitas. El consenso sobre los valores, además, no es aquí el nivel básico. El consenso, al ser espontáneo, descansa sobre la communitas, no sobre la estructura. El término “anti-estructura” tiene connotaciones negativas sólo cuando se lo observa desde la perspectiva de la “estructura”. No es más “anti” en su esencia de lo que la “contracultura” americana pudiera ser “contra”. Sería igualmente legítimo ver la estructura como un “anti”, o por lo menos como un conjunto de limitaciones, como el “límite de la opacidad” de Blake. Si alguien se interesa en contestar algunas de las preguntas formuladas en los días tempranos de la sociología —y ahora relegados a la filosofía de la historia— tales como: “¿adónde nos dirigimos?”, o “¿dónde está yendo la sociedad?”, o “¿adónde va a parar el mundo?”, sería más correcto ver la estructura como límite que como punto de partida teorético. Los componentes de lo que he llamado anti-estructura, como la 20

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communitas y la liminalidad, son las condiciones para la producción de las metáforas raíces, los arquetipos conceptuales, los paradigmas, los modelos para,  y todo eso. Las metáforas raíces tienen una forma de ser tal que la conciencia vijñãna  o l'esprit de géometrie  pueden “desempaquetar” a partir de ellas numerosas estructuras consecuentes. ¿Qué puede ser más positivo que eso? Porque las metáforas comparten una de las propiedades que yo he atribuido a los símbolos. No quiero decir multivocalidad —su capacidad para resonar entre muchos significados a la vez, como un acorde en la música—, aunque las metáforas raíces son multívocas. Quiero decir cierta clase de polarización de significado en la cual el sujeto subsidiario es en realidad un profundo universo de imágenes proféticas, apenas vislumbradas, y el sujeto principal, el componente visible, plenamente conocido (o que pasa por serlo), en el polo opuesto, adquiere nuevos y sorprendentes contornos y valencias de su oscura compañía. Por el otro lado, y debido a que los polos están “activos juntos”, lo desconocido resulta un poco más iluminado gracias a lo conocido. La elucidación total es tarea de otra fase más de liminalidad: la del pensamiento sin imágenes, la conceptualización a diversos grados de abstracción, la deducción tanto informal como formal y la generalización inductiva. La genuina imaginación creativa, la inventividad o la inspiración están más allá de la imaginación espacial o de cualquier habilidad para formar metáforas: ella no asocia necesariamente imágenes visuales con determinados conceptos y proporciones. La imaginación creativa es mucho más rica que la imaginería; no consiste en la habilidad para evocar impresiones sensoriales y no se limita a rellenar huecos en el mapa proporcionado por la percepción. Se la llama “creativa” porque es la habilidad de crear conceptos y sistemas conceptuales que pudieran no corresponderse con algo sensorial (aunque pueden corresponderse con algo en la realidad), y también porque produce ideas no convencionales. Es algo así como la idea de Suzuki sobre el  prajñã  en toda su pureza. Esto es algo más que meras estructuras lógicas. Todo matemático y todo científico natural, creo, estaría de acuerdo con Mario Bunge en que sin imaginación, sin inventividad, sin la habilidad para concebir hipótesis y propuestas, no podrían ejecutarse más que las operaciones “mecánicas”, es decir, las manipulaciones de aparatos y la aplicación de algoritmos de computación, el arte de calcular mediante alguna especie de notación. La invención de hipótesis, el desarrollo de técnicas y el diseño de experimentos son casos claros de operaciones imaginativas [puramente “liminales”], opuestas a las operaciones “mecánicas”. No son operaciones puramente lógicas. La lógica sola  es incapaz de conducir a una persona hacia nuevas ideas, como la gramática sola  es incapaz de inspirar poemas, o la teoría de la armonía sola es incapaz de inspirar sonatas. La lógica, la gramática y la teoría musical nos permiten detectar errores formales y buenas ideas, así como desarrollar buenas ideas; pero ellas, por así decirlo, no suministran la “substancia”, la idea feliz, el nuevo punto de vista” (1962: 80).

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Es el “destello del fuego el que puede”. Para revertir la interpretación que realiza Suzuki del vocabulario Zen, 1 vijñãna  por sí sola es incapaz de llevar a una persona hacia nuevas ideas. Pero en el mundo social y natural tal como lo conocemos, tanto vijñãna  como  prajñã son necesarias para las teorías científicas, los poemas, las sinfonías, la intuición, el razonamiento o la lógica. En el área de la creatividad social —donde se engendran formas sociales y culturales— tanto la estructura como la communitas son necesarias, tanto lo “ligado” como lo “libre”. Ver a la “societas” como un proceso humano, más que como un sistema atemporal o eterno modelado sobre un organismo o sobre una máquina, es capacitarnos para que nos concentremos en las relaciones —que existen en formas complejas y sutiles en todos los puntos y todos los niveles— entre communitas y estructura. Debemos desarrollar estrategias que salvaguarden ambas archimodalidades, porque al destruir una destruiremos ambas y presentaremos una visión distorsionada de las relaciones entre los hombres. Lo que llamo liminalidad (el estado del ser entre participaciones sucesivas en medios sociales dominados por consideraciones socioestructurales, formales o no) no es precisamente lo mismo que la communitas, puesto que ella es una esfera o dominio de la acción o del pensamiento, más que una modalidad social. Por cierto, la liminalidad podría implicar soledad más que sociedad, la retirada voluntaria de un individuo de una matriz socioestructural. Puede implicar alienación de, más que una más auténtica participación en, la existencia social. En The Ritual Process  me ocupé más bien de los aspectos sociales de la liminalidad, porque mi énfasis se depositaba aún en la sociedad ndembu. Allí la liminalidad ocurre en la fase intermedia de los ritos de pasaje que marcan cambios en el status de un grupo o un individuo. Tales ritos comienzan característicamente con la muerte simbólica o la separación del sujeto de sus relaciones seculares o profanas ordinarias, y concluyen con su nacimiento simbólico o su reincorporación a la sociedad. El período o fase liminal intermedia se sitúa entonces en categorías que son las de la vida social ordinaria, betwixt and  between . Luego traté de extender el concepto de liminalidad para hacer referencia a cualquier condición fuera o en la periferia de la vida cotidiana, argumentando que existe una afinidad entre el medio en el tiempo sagrado y el afuera en el espacio sagrado. Pues la liminalidad entre los ndembu es una condición sagrada,  y entre ellos, además, ademá s, es una condición en la que la communitas es más evidente. Los lazos de la communitas, como ya he dicho, son anti-estructurales en el sentido en que son relaciones indiferenciadas, igualitarias, directas, no racionales (aunque no irracionales), Yo-Tú. En la fase liminal de los ritos ndembu de pasaje  y en ritos semejantes en todo el mundo, la communitas se engendra a través de la humillación ritual, del despojamiento de signos e insignias del status preliminal, de la igualación ritual y de ordalías y pruebas de diversas clases, intentando mostrar que “el hombre es polvo”. En las estructuras sociales jerárquicas, la communitas se afirma simbólicamente mediante rituales periódicos, Pero no Nagarjuna; éste ve la lógica y la intuición como dos expresiones esencialmente iguales de la única postura adecuada frente a  prajñã , el silencio.

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frecuentemente calendáricos o ligados al ciclo agrícola o al ciclo hidráulico, en los que el humilde y el poderoso invierten sus roles sociales. En tales sociedades (y aquí comienzo a tomar mis ejemplos de la historia de la India y de Europa) la ideología religiosa de los poderosos idealiza la humildad, órdenes de especialistas religiosos sobrellevan vidas ascéticas y,  per contra , grupos de culto de personas de bajo status juegan con símbolos de poder y autoridad. En todo el mundo, los movimientos milenaristas y de reavivamiento de la fe —como ya lo he mencionado— se originan en períodos en que las sociedades se hallan en transición liminal entre grandes ordenamientos de las relaciones socioestructurales. En la segunda mitad de The Ritual Process , realizo mis ilustraciones de las culturas tradicionales de África, Europa y Asia con comentarios sobre la cultura moderna, refiriéndome brevemente a Leon Tolstoy, Mahatma Gandhi, Bob Dylan y fenómenos actuales como los Vice Lords de Chicago y los Hell’s Angels de California. En 1970 y 1971, en Chicago, cierto número de trabajos en nuestro seminario exploraron aspectos adicionales de la communitas y la liminalidad en relación con cuestiones tales como la corrupción burocrática en la India y la tradición hindú de la dádivas (Arjun Appadurai), los mitos del trickster en África (Robert Pelton), el populismo ruso en el siglo XIX (Daniel Kakulski), las comunas contraculturales (David Buchdahl), y el símbolo y el festival en los “Éyènements de Mai-Juin 1968”, la revuelta estudiantil de París (Sherry Turkle). Todos estos estimulantes trabajos contenían símbolos de antiestructura, liminalidad y communitas. Un estudiante de literatura rusa, Alan Shusterman, presentó un artículo sobre otro tipo de liminalidad. Su artículo, llamado “Epilépticos, moribundos y suicidas: Liminalidad y Communitas en Dostoievsky”, mostraba que en la tradición cristiana de la Rusia de Dostoievsky “la falta de communitas... crea tanto una liminalidad letal como un sentido de desesperación”. Su argumentación extiende la aplicación del concepto de liminalidad hacia esferas de datos que yo mismo no había tomado en cuenta. Pero con respecto a este contraste entre la liminalidad de la soledad y de la communitas todavía hay mucho que decir. Muchos filósofos existencialistas, por ejemplo, contemplan lo que ellos llaman “sociedad” como algo hostil a la auténtica naturaleza del individuo. La sociedad es lo que algunos de ellos llaman “el asiento de la objetividad”, y en consecuencia es antagónica con la existencia subjetiva del individuo. Para encontrarse y llegar a ser él mismo, el individuo debe luchar para liberarse del yugo de la sociedad. Los existencialistas contemplan la sociedad como la cárcel del individuo, en forma muy parecida a la del pensamiento religioso griego que —particularmente en los cultos mistéricos— veían el cuerpo como la cárcel del alma. En mi opinión, estos pensadores se han equivocado al no distinguir analíticamente entre communitas y estructura; es a la estructura a la que parecen referirse cuando —como Martin Heidegger— hablan del ser social como “la parte inauténtica del ser humano”. Pero ellos o bien se refieren a sí mismos como a una communitas de “individuos auténticos”, o bien tratan de liberar a esos individuos de la estructura social. Uno se preguntaría quién es la audiencia de estos prolíficos —aunque alienados— profetas de la incomunicación. Pero esto se aparta de mi tema principal, que es considerar las relaciones entre el 23

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drama social, el análisis procesual, la anti-estructura y el estudio semántico de los símbolos rituales. Dado que considero los símbolos culturales —incluyendo los símbolos rituales— como algo que se origina en y que sirve de base a los procesos que involucran cambios temporales en las relaciones sociales, y no como entidades fuera del tiempo, he procurado tratar las propiedades cruciales de los símbolos rituales como algo que está relacionado con estos desarrollos dinámicos. Los símbolos instigan la acción social. La pregunta que siempre le hago a los datos es: ¿cómo trabajan los símbolos rituales? Según mi punto de vista, los símbolos condensan muchas referencias, uniéndolas en un único campo cognitivo y afectivo. Aquí remito al lector a mi Introducción a Forms of Symbolic Action  (1970b). En este sentido los símbolos rituales son multívocos, susceptibles de muchos significados, pero sus referentes tienden a polarizarse entre fenómenos fisiológicos (sangre, órganos sexuales, coito, nacimiento, muerte, catabolismo, etc.) y valores normativos de hechos sociales (amabilidad con los niños, reciprocidad, generosidad con los parientes, respeto por los ancianos, obediencia a las autoridades políticas y cosas así). En este polo “normativo” o “ideológico” de significado, se encuentran también referencias a principios de organización: matrilinaje, patrilinaje, realeza, gerontocracia, organización por grupos de edad, afiliación por sexo y otros. El drama de la acción ritual —el canto, la danza, los banquetes, el uso de ropas grotescas, la pintura corporal, el uso de alcohol o alucinógenos, etc.— ocasiona un intercambio entre estos polos en el que los referentes biológicos son ennoblecidos y los referentes normativos se cargan con significación emocional. Yo llamo a los referentes biológicos (en la medida en que constituyen un sistema organizado separado de los referentes normativos) el “polo oréctico”, “relativo al deseo o al apetito, a la voluntad y al sentimiento”; porque los símbolos, bajo condiciones óptimas, pueden reforzar el deseo de quienes están expuestos a ellos a obedecer los mandamientos morales, a sostener los pactos, a reembolsar las deudas, a cumplir las obligaciones, a evitar las conductas ilícitas. De este modo se previene o se evita la anomie , y se crea un medio en el que los miembros de una sociedad no ven ningún conflicto fundamental entre ellos, como individuos y como sociedad. En sus mentes, tiene lugar una interpenetración simbiótica de la sociedad y los individuos. Todo esto encajaría admirablemente con la noción de Durkheim de la moralidad como un fenómeno esencialmente social. Pero lo que yo sugiero es que este proceso sólo funciona cuando ya existe un alto nivel de communitas en la sociedad que ejecuta el ritual, cuando se siente y se reconoce un vínculo genérico básico, por debajo de todas las diferencias y oposiciones  jerárquicas y segmentarias. En el ritual, la communitas sólo puede ser evocada cuando existen muchas ocasiones fuera del ritual en las que la communitas se alcanza. También es cierto que si se puede desarrollar la communitas en el interior de un esquema ritual, se la podrá proyectar luego durante un tiempo hacia la vida secular, mitigando la aspereza de los conflictos enraizados en

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disputas de intereses materiales o en discrepancias sobre el ordenamiento de las relaciones sociales. Sin embargo, cuando por cualesquiera razones un ritual funciona, el intercambio de cualidades entre los polos semánticos parece (según mis observaciones) alcanzar efectos genuinamente catárticos, ocasionando en algunos casos verdaderas transformaciones de las personas y las relaciones sociales. Remito, por ejemplo, a la extendida historia de caso de un paciente ndembu en una serie de rituales curativos, de nombre Kamahasanyi, en The Drums of  Affliction (1968a, capítulos 4-6) para una ilustración de este punto. El intercambio de cualidades torna deseable lo que es socialmente necesario, al establecer una relación adecuada entre los sentimientos involuntarios y las exigencias de la estructura social. La gente es inducida para que busque hacer lo que debe hacer. En este sentido, la acción ritual se parece a un proceso de sublimación, y no sería forzar indebidamente el lenguaje si decimos que la conducta simbólica verdaderamente “crea” la sociedad para los propósitos prácticos, incluyendo en la sociedad tanto la estructura como la communitas. Aquí se trata más que de la manifestación de paradigmas cognitivos. En el ritual, los paradigmas poseen la función oréctica de impulsar tanto la acción como el pensamiento. Lo que he estado tratando de hacer con todo esto es proporcionar, quizás, una noción alternativa a la de los antropólogos que todavía trabajan, pese a sus negativas explícitas, con el paradigma de Radcliffe-Brown, y que consideran los símbolos religiosos como algo que refleja o expresa la estructura social y promueve la integración social. Mi perspectiva también difiere de la de ciertos antropólogos que considerarían la religión como una especie de síntoma neurótico o como un mecanismo de defensa cultural. Estas estrategias tratan la conducta simbólica, las acciones simbólicas, como un “epifenómeno”, mientras que yo procuro darle status “ontológico”. De allí mi interés en la ritualización en los animales. Por supuesto, aún subsiste un problema al que no puedo decir que he dado una respuesta satisfactoria, y que varios de mis críticos han mencionado (por ejemplo Charles Leslie en una perceptiva crítica a The Ritual Process ); ); y el problema no es “por qué la gente continúa creando sistemas de ritual simbólico en un mundo lleno de procesos de secularización, sino por qué esos sistemas ora se añejan o se pervierten, y por qué la gente pierde sus creencias a menudo con ansiedad, temor  y temblor, pero también con una sensación de liberación y consuelo” (1970, 702704). Aquí yo señalaría el prolongado esfuerzo de Emile Durkheim por establecer la realidad del objeto de fe, que en su concepción siempre ha sido la sociedad misma bajo innumerables guisas simbólicas, sin aceptar el contenido intelectual de las religiones tradicionales. A sus ojos, las religiones tradicionales habían sido sentenciadas a muerte por el desarrollo del racionalismo científico; pero él pensaba que su teoría salvaba lo que parecía estar destruyendo, al mostrar que en último análisis los hombres nunca habían adorado otra cosa que su propia sociedad. Pero está claro que la “religión de la sociedad” de Durkheim —como la “religión de la humanidad” de Auguste Comte— nunca ha resultado muy atractiva para la masa de la humanidad ordinaria. Cito a estos autores porque ambos 25

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sintieron claramente la necesidad de convertir su “sentido de liberación” en un sistema moral, o aún seudo-religioso, en una curiosa egolatría. Pienso que todo el problema del simbolismo es relevante, así como lo es el problema de las cosas que se simbolizan. Y aquí pienso, también, que la distinción entre communitas y estructura tiene una contribución que hacer.

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