Trisoglio, Francesco - Cristo en Los Padres de La Iglesia

July 24, 2017 | Author: unamilla | Category: Christ (Title), Church Fathers, Jesus, Truth, Divinity (Academic Discipline)
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Francesco O^risoglio

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA Antología de textos

BI B L I O T E C A

H ERDER

MW - D í ^ ' f W B W Í P - ' ^ P - ' W S W T O f f A '

Como reza el subtítulo, este libro es una antología o florilegio de testimonios de los primeros cristianos -r- Nuevo Testamento y santos padres— sobre los aspectos centrales de la persona y de la obra de Jesús. La selección ha sido realizada con arreglo a los siguientes criterios: importancia objetiva de los textos en el conjunto de la tradición neotestamentaria y patrística; originalidad, en el sentido de que el libro no quiere limitarse a ser la suma de los testimonios patrísticos que una y otra vez aparecen citados en los manuales teológicos, sino que pretende enriquecer ese corpus con nuevos textos; fidelidad a la hora de traducirlos a la lengua moderna. Una vez escogidos los textos, el autor los ordena y sitúa en su contexto histórico y teológico, lo que sin duda facilita la mejor comprensión de los mismos por parte del lector; la ordenación por temas básicos nos permite seguir la evolución homogénea experimentada por la reflexión cristiana primitiva en su comprensión de Jesús. Finalmente, el autor se sirve de las notas para resaltar palabras o conceptos de especial relevancia para el lector actual. Del contacto directo con los padres dimana un sentido auténtico de los orígenes y la impresión de vivir en un mundo capaz de fecundar el nuestro. F. Trisoglio es profesor de historia de la cultura y de la tradición clásica en la Facultad de letras de la Universidad de Turín.

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

BIBLIOTECA HERDER

FRANCESCO TRISOGLIO

SECCIÓN DE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA VOLUMEN 161

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA Por FRANCESCO TRISOGLIO

CRISTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA LAS PRIMERAS GENERACIONES CRISTIANAS ANTE JESÚS Antología de textos

BARCELONA

BARCELONA

EDITORIAL HERDER

EDITORIAL HERDER

1986

1986

Versión castellana de ANTONIO MARTÍNEZ RIU, de la obra de FRANCESCO TRISOGLIO, Cristo nei padri, Editrice La Scuola, Brescia 1981

ÍNDICE

Prólogo Vocabulario mínimo de términos teológicos . I.

© 1986 Editorial Herder S.A., Barcelona

II.

ISBN 84-254-1446-6 rústica ISBN 84-254-1498-9 tela

DEPÓSITO LEOAL: B. 2.304-1986

GRAFESA - Ñapóles, 249 - 08013 Barcelona

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E L ANUNCIO DE CRISTO POR OBRA DE LOS TESTIGOS .

La primera alocución pública de san Pedro: Act 2, 22-36 Cristo, príncipe de los resucitados y dominador de la muerte: san Pablo, lCor 15, 12-26. . . Cristo vive en cada fiel: Gal 2, 16-21 . . . . Cristo renovador y reconciliador: 2Cor 5, 15-19 . Cristo pontífice eterno y víctima definitiva: Heb 9, 24-28 Cristo recompensará regiamente los méritos de sus fieles: 2Tim 1, 8-12 Cristo es el primero de todos: Col 1, 15-20 . . Cristo, fulcro del universo: Ef 1, 5-10 . . . Cristo, Dios crucificado y adorado por el cosmos entero: Flp 2, 5-11 ¿Quién nos separará del amor de Cristo?: Rom 8, 31-39

© 1981 Editrice La Scuola, Brescia

Es PROPIEDAD

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PRINTED IN SPAIN

CRISTO EN LA TRINIDAD

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El origen del Hijo del Padre en el misterio trinitario: Tertuliano, Adversas Praxeam 8 . Autonomía de la persona del Hijo respecto de la del Padre: Novaciano, De Trinitate 27, 1-5 . Existencia personal real del Hijo en la Trinidad: Eu5

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Índice sebio de Cesárea, Contra Marcellum I, 1, 13-17 El «manifiesto» del arrianismo: Alejandro de Alejandría, Encíclica a todos los obispos católicos 3. El Hijo en la concepción arriana de criatura subordinada al Padre: Cándido, De generatione divina (extracto) Rechazo de la tesis arriana de que Cristo fuera hecho, y no engendrado, porque la generación implicaría una pasión extraña en Dios: Mario Victorino, Ad Candidum Arrianum 30 . . . El Verbo visto por una mentalidad arrianizante: Eusebio de Cesárea, De laudibus Constantini (extracto) La naturaleza del Hijo y su misterio: san Hilario de Poitiers, De Trinitate I I , 11 . . . . La exasperación de la ortodoxia: Lucifer de Cagliari, Moriendum esse pro Dei Filio 4 . . . Unidad de naturaleza y distinción de personas en la Trinidad: san Atanasio, Oratio III adversus arianos 4 La carta magna del eunomianismo: Eunomio, Apología (extracto) Tortuosidades sofísticas eunomianas y clara concepción ortodoxa: san Basilio, Adversus Eunomium II, 11-12 Coeterna existencia del Padre y del Hijo: san Epifanio, Panarion LXIX, 71, 5 Padre e Hijo son nombres de relación y no de esencia o acción: san Gregorio de Nacianzo, Oratio XXIX, 16 El Hijo como creador y conservador del universo de la materia y del espíritu: Sinesio, Himno II, v. 132-226 Confutación ad bominem del ingenitus eunomiano: san Agustín, De Trinitate V, 3, 4 . . . . La eterna generación del Hijo: misterio en que se pierde la mente humana: san Agustín (?), De symbolo ad catechumenos I I I , 8 . . . . Generación eterna y eterna permanencia del Verbo: san Agustín, Tractatus in lohannem XLII, 8 . 6

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III.

El Hijo de Dios era aquello que poseía: san Agustín, Tractatus in lobannem XLVIII, 6 . . Negar la consubstancialidad al Hijo es un insulto infamante: san Agustín, Sermo CXXXIX, 4 .

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CRISTO EN LA ENCARNACIÓN

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El significado del nombre de Cristo: Lactancio, Divinae institutiones IV, 7, 4-8 Los dos nacimientos de Cristo: san Agustín, Sermo CXL, 2 El nacimiento virginal de Cristo de María: Gaudencio de Brescia, Tractatus IX in Exodum 6-11 . La unión hipostática en Cristo: san Agustín, Enchiridion 10, 35 Cristo como Dios: Tertuliano, Apologeticum 21, 7-31 Autenticidad de la carne humana de Cristo: Tertuliano, De carne Christi 16, 3-5 . . . . Cristo asumió una verdadera carne humana, pero no un espíritu racional humano: Apolinar y apolinaristas (extractos) Precisa réplica antiapolinarista: san Gregorio de Nacianzo, Epistula CI ad Cledonium 16-38 . . Cristo no fue un puro hombre, sino el Hijo de Dios encarnado: san Ireneo, Adversus haereses III, 19, 1-2 Cristo celestial y terrenal, Dios y hombre: Novaciano, De Trinitate 15, 3-4 Cristo tiene doble origen: celestial de Dios, terrenal de la Virgen: Lactancio, Divinae institutiones IV, 13, 1-6 Cristo, en cuanto Hijo de Dios, es unigénito y, en cuanto Hijo del hombre, primogénito: Isaac, Vides 4 Continua copresencia en Cristo de manifestaciones divinas y humanas: san Gregorio de Nacianzo, Oratio XXIX, 19-20 En Cristo, la divinidad no quedó envilecida por el contacto con la humanidad: san Basilio (?), Homilía in sanctam Christi generationem 2 . .

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IV.

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El Hijo de Dios, aunque residía en su cuerpo, era omnipresente en el universo con su acción y su providencia: san Atanasio, De incarnatione Verbi 17 Espanto del universo ante la crucifixión de Cristo: Melitón de Sardes, De anima et corpore, fragmento 13 En Cristo no murió la divinidad sino sólo la carne: Novaciano, De Trinitate 25, 3-9 . . . . Los padecimientos de Cristo, sufridos en el cuerpo, son referidos a la divinidad: Eusebio de Emesa, fragmento Cristo continúa todavía sobre la tierra su pasión, en su cuerpo místico: san Agustín, Enarratio in Psalmum LXXXVI, 5

Cristo nos ha traído la luz cancelando nuestra iniquidad: san Agustín, De Trinitate IV, 2, 4 . Cristo médico: san Agustín, Tractatus in lohannem III, 3 Cristo, santidad absoluta: Orígenes, In Leviticum homilía XII, 4 Cristo, puntual vencedor del diablo: san Juan Crisóstomo, De coemeterio et de cruce 2 . . . Cristo, con su humildad, nos nutre y nos eleva hasta él mismo, curándonos de nuestra soberbia: san Agustín, Confesiones Vil, 18, 24 . . Cristo, perfecto mediador entre los hombres y Dios: san Agustín, De civitate Dei IX, 15 . . . Cristo, autor de la resurrección de nuestra alma y de nuestro cuerpo: san Agustín, Tractatus in lohannem XXIII, 6 Cristo, nueva pascua perfecta: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 4-10 Cristo, juez justo: san Hipólito de Roma, Adversus graecos 3 Llamada a los pueblos de Cristo salvador: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 103 . . . .

CRISTO EN LA REDENCIÓN

La redención como la mejor de las suertes para la humanidad pecadora: extracto del Praeconium paschale Oportunidad de la encarnación para una perfecta redención: san Ireneo, Adversus haereses III, 18, 7 También en Cristo la humanidad fue asumida por don gratuito de Dios: san Agustín, Enchiridion 11, 36 Modalidades y fines de la encarnación: san Atanasio, De incarnatione Verbi 8, 2-4 . . . . Cristo dador de la más alta y plena condición de vida: Clemente de Alejandría, Protréptico I, 7, 1-3 Plena credibilidad de Cristo, que después de haber recibido de nosotros la muerte nos da la vida: san Agustín, Enarratio in Psalmum CXLVIII, 8 . Cristo nació del hombre para hacernos nacer de Dios: san Agustín, Tractatus in lohannem II, 15 Cristo es una especie de teofanía velada del Padre, a cuya visión nos dirige: Novaciano, De Trinitate 18, 3-6

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CRISTO EN LA VIDA DEL CRISTIANO .

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Pureza de vida exigida en quien reconoce a Cristo como cabeza suya: Orígenes, Homilia II, 1 in Psalmum XXXVI El misterio de Cristo está abierto a la fe y permanece cerrado a la incredulidad: san Juan Crisóstomo, In Epistulam primam ad Corinthios homilia VII, 1-2 Testimonio cotidiano de Cristo en la victoria sobre las pasiones: san Ambrosio, Expositio Psalmi CXVIII, 20, 47-48 Cristo no está por las calles: san Ambrosio, De virginitate 46 ¡Arrebatar a Cristo!: san Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam V', 114-117 . . . . Revivamos en nuestra alma los misterios de Cristo: san Jerónimo, Tractatus de Psalmo XCV, 10 . 9

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El Hijo de Dios, aunque residía en su cuerpo, era omnipresente en el universo con su acción y su providencia: san Atanasio, De incarnatione Vertí 11 Espanto del universo ante la crucifixión de Cristo: Melitón de Sardes, De anima et corpore, fragmento 13 En Cristo no murió la divinidad sino sólo la carne: Novaciano, De Trinitate 25, 3-9 . . . . Los padecimientos de Cristo, sufridos en el cuerpo, son referidos a la divinidad: Eusebio de Emesa, fragmento Cristo continúa todavía sobre la tierra su pasión, en su cuerpo místico: san Agustín, Enarratio in Psalmum LXXXVI, 5

Cristo nos ha traído la luz cancelando nuestra iniquidad: san Agustín, De Trinitate IV, 2, 4 . Cristo médico: san Agustín, Tractatus in lohannem III, 3 Cristo, santidad absoluta: Orígenes, In Leviticum homilía XII, 4 Cristo, puntual vencedor del diablo: san Juan Crisóstomo, De coemeterio et de cruce 2 . . . Cristo, con su humildad, nos nutre y nos eleva hasta él mismo, curándonos de nuestra soberbia: san Agustín, Confesiones VII, 18, 24 . . Cristo, perfecto mediador entre los hombres y Dios: san Agustín, De civitate Dei IX, 15 . . . Cristo, autor de la resurrección de nuestra alma y de nuestro cuerpo: san Agustín, Tractatus in lohannem XXIII, 6 Cristo, nueva pascua perfecta: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 4-10 Cristo, juez justo: san Hipólito de Roma, Adversus graecos 3 Llamada a los pueblos de Cristo salvador: Melitón de Sardes, Sobre la pascua 103 . . . .

CRISTO EN LA REDENCIÓN

La redención como la mejor de las suertes para la humanidad pecadora: extracto del Praeconium paschale Oportunidad de la encarnación para una perfecta redención: san Ireneo, Adversus haereses III, 18, 7 También en Cristo la humanidad fue asumida por don gratuito de Dios: san Agustín, Enchiridion 11, 36 Modalidades y fines de la encarnación: san Atanasio, De incarnatione Verbi 8, 2-4 . . . . Cristo dador de la más alta y plena condición de vida: Clemente de Alejandría, Protréptico I, 7, 1-3 Plena credibilidad de Cristo, que después de haber recibido de nosotros la muerte nos da la vida: san Agustín, Enarratio in Psalmum CXLVIII, 8 . Cristo nació del hombre para hacernos nacer de Dios: san Agustín, Tractatus in lohannem II, 15 Cristo es una especie de teofanía velada del Padre, a cuya visión nos dirige: Novaciano, De Trinitate 18, 3-6

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Pureza de vida exigida en quien reconoce a Cristo como cabeza suya: Orígenes, Homilía II, 1 in Psalmum XXXVI El misterio de Cristo está abierto a la fe y permanece cerrado a la incredulidad: san Juan Crisóstomo, In Epistulam primam ad Corinthios homilía Vil, 1-2 Testimonio cotidiano de Cristo en la victoria sobre las pasiones: san Ambrosio, Expositio Psalmi CXVlll, 20, 47-48 Cristo no está por las calles: san Ambrosio, De virginitate 46 ¡Arrebatar a Cristo!: san Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam V', 114-117 . . . . Revivamos en nuestra alma los misterios de Cristo: san Jerónimo, Tractatus de Psalmo XCV, 10 . 9

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En nuestro espíritu, como sobre el lago de Genesaret, se desencadenan las tempestades cuando Cristo duerme: san Agustín, Enarratio in Psalmum XXV, 4 Cristo no abandona nunca a los fieles que son perseguidos: san Cipriano, Epistula LVIII, 4 . . Utilidad de los sufrimientos atestiguada por el ejemplo de Cristo: san Juan Crisóstomo, Enarratio in Epistulam ad Hebraeos, homilía XXVIII, 3 Cristo en nosotros, dador de fuerza y de vida: san Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 4, 9-12 Cristo, maestro interior: san Agustín, De magistro, 11, 38 Cristo es paz: san Jerónimo, Tractatus de Psalmo CXIX, 2 Quien tiene a Cristo lo tiene todo: san Juan Crisóstomo, In Epistulam ad Romanos homilía XVII, 1 Rindamos culto a Cristo en los pobres: san Gregorio de Nacianzo, Oratio XIV, 40 . . . . Acoged en vuestra casa a Cristo en la persona de los indigentes: san Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum homilía XLV, 4 Es gran ganancia dar a Cristo socorriendo a los necesitados: san Agustín, Sermo XXXIX, 6 . . Al pensar en la herencia, cuenta a Cristo como hijo tuyo y déjale su parte: san Agustín, Sermo LXXXVI, 13 El pan que pedimos en el Pater noster es la eucaristía, fuente de salvación: san Cipriano, De Dominica oratione 18 Pureza y fervor necesarios para recibir la eucaristía: obligación de rechazar a los indignos: san Juan Crisóstomo, In Matthaeum homilía LXXXII, 5-6 La eucaristía actúa sólo dentro de la Iglesia: san Agustín, De chítate Dei XXI, 25 . . .

Ser partícipes de Cristo: san Hilario de Poitiers, Tractatus in Psalmum CXVIII, 16 . . . Corramos de modo que alcancemos el premio, que es el mismo Señor, resumen y síntesis de todo: san Gregorio de Nisa, De beatitudinihus oratio VIII ¡Bebe a Cristo!: san Ambrosio, Explanatio Psalmi I, 33 El lavatorio de los píes: san Juan Crisóstomo, De Christi precibus homilía II, 2 . . . Cristo en el pozo de Sicar: san Agustín, Tractatus in Iohannem XV, 6 El Hijo es el brazo del Padre: san Agustín, Tractatus in Iohannem LIII, 2-3 Todo el Antiguo Testamento constituye una prefiguración de Cristo: Teodoro de Mopsuestia, Commentarius in Ioelem 2 Adán y Cristo: san Zenón de Verona, Tractatus I, 3, 10, 19-20 El árbol de la vida: san Hipólito de Roma, In Prov. I I , 30 Noé y el arca: san Agustín, Tractatus in Iohannem IX, 11 El cordero pascual de los hebreos en Egipto: Lactancio, Divinae institutiones IV, 26, 37-41 . La serpiente de bronce: san Agustín, Tractatus in Iohannem XII, 11

CRISTO EN LA EXÉGESIS

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Cristo es el auténtico buen samaritano: Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur? 29 . . .

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CRISTO EN LA PLEGARIA

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Invocación litánica: Clemente de Alejandría, Pedagogo III, 30 A Cristo, eterno en la Trinidad, rector del mundo y principio de vida para el hombre: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 38, v. 5-29 . Himno vespertino: san Gregorio de Nacianzo, Carmina I, 1, 32 Cristo como soberana justificación de vida: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 74 . . . Para la cristianización del imperio romano: Prudencio, Peristephanon II, v. 413-436 . . . . 11

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índice Para la superación de las tribulaciones: san Jerónimo, In Sophoniam 3, 19-20 Cristo, omnipotente actuador de milagros, conceda la victoria sobre el mal: Pseudo-Cipriano, Oratio II, 4-6 ¡Piedad, Señor! ¡Piedad, Cristo!: Mario Victorino, Hymnus II ¡Libérame, Cristo, de tu adversario!: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 21 . . . . Que yo no tenga que olvidarme de ti, ni tú tengas que olvidarte de mí: san Gregorio de Nacianzo, Carmina I I , 1, 62 Me agarro a ti; tenme en tu poder: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 70 . . . . Plegaria de la mañana: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 24 Plegaria de la noche: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 25 Súplica para obtener una vida pacífica y pura: Sinesio, Hymnus III, v. 31-68 Súplica para la serenidad de la vida terrena: Sinesio, Hymnus IV, v. 24-37 Cristo repita todavía en favor del alma los antiguos milagros con los que liberó al pueblo elegido: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 22 . A Cristo, disipador de los huracanes y aliviador de las penas: san Gregorio de Nacianzo, Carmina II, 1, 69 A Cristo, maestro y modelo de humildad y mansedumbre: Agustín, De sancta virginitate 35-36 . Gran coral a Dios: san Agustín, Soliloquia I, 1, 2-6 Notas Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

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I II III IV V VI VII 12

La cultura oficial contemporánea, hacedora de la moda y la opinión, y abundantemente dotada de medios técnicos de difusión muy perfeccionados, intenta arrinconar a Cristo, oscurecerlo, reducirlo al silencio. Y es sabido que el método más eficaz de impedir a alguien que hable es no hablar nunca de él. Ignorarlo, en consecuencia. Poner otros mensajes que sustituyan el suyo. Pero como el personaje posee dimensiones tan inmensas que no es posible que pase inadvertido a las multitudes, se recurre a la receta alternativa de desfigurar sus rasgos, novelar su personalidad, no importa por medio de qué ingredientes. De la languidez romántica al sociologismo populista, del intimismo espiritualista al clasismo revolucionario, todo está permitido. Todo menos que aparezca aquel que nos presentan los evangelios. Eso divino que ha hecho irrupción en la historia es rechazado por buena parte de la historiografía académica. Estorba. Ha roto esquemas mentales que permanecían magníficamente bien establecidos. Con su inserción en las vicisitudes humanas aceptó sus leyes, con suma lealtad, pero al mismo tiempo las trascendió en cuanto enseñó que tiempo y eternidad se compenetran sin desnaturalizarse ni destruirse una al otro, fecundándose más bien recíprocamente; descubrió a los hombres la perspectiva de vivir entrambas rea13

Prólogo

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lidades en una tensión que se encara hacia horizontes sin límite y fascinantes, pero son pocos los que se ven capaces de seguirle por estos senderos. Erigiendo como divisa propia el antiguo axioma de que «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son», han fijado el máximo alcance de la experiencia y de la razón según el radio del círculo que delimita el ser: dentro está la realidad y, por consiguiente, la seriedad crítica; fuera, sunt leones y el reino de la evasión, del ensueño, del sentimentalismo acrítico. Parece que falta el aliento, pero también en el lado de acá se advierten sutiles síntomas de disnea. Cristo aparece como un individuo inquietante: gustaría ignorarlo, pero no resulta fácil; es más cómodo rechazarlo..., aunque esto deja en el alma un misterioso aguijón. Parte de él una llamada que, en el fondo, resulta ineludible: es el auténtico juicio de la historia. Hay que responderle con un sí o con un no: «Éste está puesto para caída y resurgimiento de muchos en Israel, y para señal que será objeto de contradicción» (Le 2, 34). Lo fue entonces, y lo es ahora. A cuantos protestaron «¡intolerables son estas palabras!» y se fueron (Jn 6, 60 y 66), otros respondieron de inmediato (6, 68-69): «Señor, on médicos que no curan, sino que ellos mismos enferman; maestros que proponen a los alumnos la solución de

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los problemas que éstos desean, como si la misma dependiera de las simpatías del alumnado y no de la dinámica interna de las cuestiones; no dan al mundo, toman. Absolutizan posiciones mentales admitidas quizá en determinados estratos y en algunos círculos, pero que andan muy lejos de ser universales. Se dejan obcecar por doctrinas que en alguna ocasión logran hacerse con un prestigio tan petulante que se endurecen en momentáneas dictaduras culturales, creando un conformismo que sólo puede quedar justificado por el valor de la communis opinio, pero no ciertamente por la validez de los postulados mantenidos. En esta atmósfera adquieren una seguridad que los inhibe de someter a examen crítico la exactitud de sus propias valoraciones; elevan, en consecuencia, a sistema un racionalismo cada vez más exasperado, del que ni intuyen la crisis congénita. Para establecer un coloquio con el hombre moderno aceptan como base — no sólo de partida sino también de llegada— la indigencia, y no saben decirle nada más; dando por supuesto y demostrado que la mentalidad contemporánea es absolutamente refractaria a lo sobrenatural, se lo amputan, privándola del oxígeno y condenándola a la asfixia. Contra los dogmas se alzan con un dogmatismo duro e intransigente y, contra los mitos ajenos, elevan los suyos propios. No experimentan inseguridad al tomar posturas extrañas a la tradición apostólica, pues ni siquiera sospechan que el testimonio de quien vio puede ser de mayor peso que la afirmación de quien no vio, y que la seriedad de quien comprometió su vida en el mismo mensaje puede ser de un orden totalmente distinto de la de quienes hacen del mensaje un mero objeto de disposiciones académicas. Hay algo que mueve a la compasión en la petulancia de epígonos que, con un retraso de diecinueve siglos, se afanan por explicar todo cuanto los apóstoles tuvieron que probar, en claro contraste con todo lo que éstos,

con la más simple claridad, declaran haber probado. No se han hecho heraldos del evangelio, más bien lo han convertido en campo de cultivo para elaboraciones personales. Algunos filones teológicos se pierden por causa de una incomprensión total de la terrible fuerza que hubo de tener el concepto de tradición en individuos que sólo en ella apoyaban la posibilidad de salvación. Quedaban muy lejos de la sustancial gratuidad de las tesis de cualquier escuela filosófica que solía proponerse, como meta mayormente ambicionada, la tentativa de una sistematización racional del cosmos, dada la conciencia más aguda de la fragilidad en que se apoyaban los propios axiomas, esclarecida aún más por la difícil compatibilidad de los principios patrocinados por escuelas adversas. Se trataba de abstracciones que no incidían apenas en la vida y el progreso se situaba, casi naturalmente, en una superación que, las más de las veces, era también una renuncia. En cambio, para las primeras generaciones cristianas, cristianismo era redención y redención era certeza de la divinidad de Cristo garantizada por la tradición. Para ellas la única cuestión verdadera era la de Cristo-Dios; hacia aquí orientaban la vida eterna y por ella ponían también en juego la terrena sobre el banco de prueba de las persecuciones y el martirio; éste habría sido el único punto en que habrían sido víctimas de enormes ilusiones. Se habrían agarrado en realidad a un fantasma al que habrían dado consistencia construyendo en su entorno una armadura de sueños. Después de reconocer sin motivo alguno a Jesús como un profeta escatológico, le habrían regalado milagros para tener un motivo de reconocerlo como profeta de la plenitud de los tiempos. Y todo este proceso enormemente dinámico de construcción mítica habría sido inconsciente. Habría que suponer que su sentido realista, penetrado de escepticismo pertinaz, habría saltado por los aires ante una crucifixión y

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la experiencia trastornadora de la resurrección habría acontecido sin el incentivo de ningún factor histórico. Como puede verse, al querer eliminar obstáculos al criticismo moderno, se levantan otros muchos más pesados e inextricables. Depurar a Cristo de los milagros es lo mismo que quitárselos a Dios. Estamos entonces más allá de la negación de la encarnación, estamos ante la negación radical de la divinidad. Sería en realidad incongruente que Dios existiera en sí pero no en la historia, como si fuera un exiliado de nuestro planeta, obligado a morar únicamente sobre los demás. Lo sería igualmente admitir que Dios puede llamar y encaminar a la humanidad, pero que no puede actuar en ella. Es el contrasentido de todos los comprometidos en la tarea de intentar la conciliación de elementos incompatibles, distorsionándolos y falsificándolos todos. ¿Quién es el que Schillebeeckx llama «un viviente»? Es un individuo que se reduce a un espejismo después de haber perdido la divinidad. Resulta patético el empeño con que el autor pretende salvar los valores ante el hombre, después de haberle sustraído la fuente misma del valor; no titubea en tiranizar la lógica con todas las audacias posibles de una dialéctica sin prejuicios, pero todo le cae encima por haber vaciado arbitrariamente el fundamento: las leyes del pensamiento son previas al hombre y no sometidas a él; no son manipulables con miras a un fin. No se puede defender, como hace Schillebeeckx, la unión hipostática y afirmar al mismo tiempo en Jesús una personalidad humana que reduzca la relación con Dios a la intimidad de un abandono total. La única unión hipostática inteligible es la que presenta el concilio de Calcedonia (451) como unión de dos naturalezas (humana y divina) en una sola persona teándrica, fuente unitaria de operaciones humanas y divinas. Ahora plantean algunos teólogos como cosa indudable

que los hombres de hoy no aceptan las categorías mentales de Nicea y Calcedonia. Pero en este punto nos movemos en el equívoco. De hecho, para muchos el rechazo de Calcedonia es sólo consecuencia del rechazo previo de lo sobrenatural; para muchos otros, bastante más numerosos, no existe rechazo porque no existe conocimiento: simplemente no saben. La experiencia, tanto de los colegios como de la universidad, demuestra que, prescindiendo de casos de apriorismo inmanentista o de repulsa programática de toda apertura religiosa, la doctrina de Calcedonia es acogida por los jóvenes con palpitante disponibilidad. No raras veces puede hallarse una deficiencia claramente descuidada en la formulación más que en las enseñanzas de Calcedonia, pero esto no redunda en un cargo específico contra aquel concilio sino que es más bien un fenómeno de reacción común contra todos los concentrados en compendios lúcidamente compactos. No puede olvidarse que los cánones de un concilio, en su indispensable concisión, representan la síntesis, inevitablemente árida, de una realidad vital y conceptual de suma complejidad, a la cual es preciso llegar a través de la amplísima elaboración precedente que preparó y maduró aquellos enunciados. Es por tanto absolutamente necesario conocer este trasfondo para entender la intencionalidad de Calcedonia; no se trata tanto del 451 cuanto de todo el período que lo precede: aquí está el humus viviente. Muchas críticas no se centran en este fermento doctrinal, sino que más bien están visiblemente dirigidas contra la redacción notarial registrada en el Denzinger-Bannwart. Cierta aridez que se ha imputado al concilio de Calcedonia, le ha sido atribuida, no estaba: fue el resultado de la miopía con que se contempló la auténtica variedad de especulaciones subyacentes; para redescubrir su vitalidad, así como su importancia exacta, es necesario recurrir otra vez su proceso genético.

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Además, la percepción de una problemática diferenciada ayuda a distinguir lo absoluto de lo relativo y a abrir horizontes que tienden a cerrarse bajo la presión de la contemporaneidad inmediata y a adquirir una sensación más aireada de las proporciones y de la evolución histórica, con una consiguiente mejora del equilibrio total. De aquí nace el estímulo para completar la elaboración antigua con nuevas aportaciones, que cabe imaginar válidas en cuanto radican en un terreno bien conocido y las propone una escuela que goza de tan ejemplar rigor como es la del conocimiento histórico. Se evitaría así el deplorable espectáculo de cristologías que pululan por doquier, echan ramas rápidamente y, después de hacerse oír con más o menos intensidad en los círculos especializados, desaparecen a veces en el breve lapso de un lustro. Son manifestaciones de veleidades impacientes que se agotan con el ritmo de una moda porque carecen de análisis hechos con austeridad metódica: en lugar de perspectivas laboriosamente trabajadas, hay impresiones parciales; en vez de anchos panoramas históricos, estrechos ángulos sectoriales; y la fatiga de investigar toda una serie de cuestiones ya dadas y sopesadas, que es substituida por la popularidad de respuestas extemporáneas que brillan un momento y desaparecen. Sólo echa ramas duraderas lo que ha enraizado profundamente; la única innovación seria es la que crece sobre la tradición fuertemente conocida y la que la auténtica creatividad hace brotar de los estratos profundos de la documentación erudita. El nocionismo se supera con la criba y con la coordinación, no con la ignorancia, y de toda noticia un entendimiento agudo puede extraer un destello de luz capaz de iluminar una situación o un problema. Es de hecho bastante sintomático que en general las cristologías pensadas para salir al paso del hombre moderno no hayan encontrado excesiva aceptación, pese a ser

tan comprensibles. Sin duda alguna han ganado un público muchísimo más restringido que el evangelio auténtico, al cual se allegan muchedumbres indistintas, comunidades familiares cualificadas, así como grupos de jóvenes con hambre de autenticidad y desdeñosos ante lo que son simples substitutos artificiales. El Cristo vencedor del mundo y dominador de los siglos es el que aparece en el Nuevo Testamento; los que lo han desmitificado han hecho de él una inconsistente larva caricaturesca. La desmitificación, después de haber vaciado a Jesús de la divinidad, lo ha despojado también de la humanidad, reduciéndolo a una voz incorpórea que nos interpela como un eco exhausto. Pero en torno a resonancias de proveniencia incontrolada nunca se agruparon, ni mucho menos parece que tiendan hoy a agruparse, comunidades enteras. Todos, especialmente los jóvenes, exigen en nuestros días una totalidad integral: una persona real y perfecta, dominadora de la eternidad y de la historia, dueña de la naturaleza y de cuanto la supera, capaz de satisfacer el sentimiento en sus vibraciones más indefinibles y el pensamiento en su ansia más ilimitada de sistema, que sepa explicar con total claridad los misterios de la vida y de la muerte, que posea aquella fascinación que ayuda a superar las lisonjas — a fin de cuentas siempre demoledoras — de las pasiones, que confiera sentido a todas nuestras jornadas y ofrezca a todos la plena realización en cualquier circunstancia... Personalidades de esta índole no hay más que una, pero hay que aceptarla tal como es: toda tentativa de adaptarla desfigura y descubre en los innovadores aventureros una singular insensibilidad psicológica, además de una burda inexperiencia del camino de la humanidad. Frente a la reconsideración de las pretensiones de la ciencia (por lo menos por parte de los científicos, porque, como siempre, algunos teólogos han quedado rezagados dán-

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dolé todavía énfasis), ante la ruina de la sociedad en la que dominan la desorientación y el miedo, ante la mezquindad de las organizaciones políticas mundiales sensibles únicamente a fines egoístas inmediatos, sólo él queda como absoluto, pero hay que tomarlo como se nos mostró y como nos los mostraron sus testigos. Los padres de la Iglesia de los primeros siglos han sido los custodios fieles y los avaladores inteligentes de esta presentación, tal como nos ha sido transmitida por los textos escritos y las tradiciones orales. Quien ha hablado de helenización del cristianismo, pese a toda su erudición, no ha observado nunca la diversidad entre la teología griega y la cristiana, entre el género literario De natura deorum y la especulación cristológica; ha ido en busca de datos particulares y ha perdido de vista el conjunto. Sobre todo, no se ha dado cuenta del fervor ardiente que animaba la audaz seguridad cristiana. Los paganos lanzaban hipótesis, los cristianos sabían, incluso cuando no entendían. Pero era una acusación que germinaba en una precisa sazón antidogmática, y por ende en un clima de mutilación del cristianismo. Reducir este último a una simple experiencia sentimental de la vida es justamente privarlo de la vitalidad que le es propia, por cuanto la vida para el hombre implica, inexorablemente, también el pensamiento. Cuando Jesús se proclamó solemnemente «vida», se declaró inmediatamente y ante todo «verdad» (Jn 14, 6). La ventas filia temporis no tiene nada que ver con el cristianismo y hay que preguntarse qué vienen a decirnos quienes intentan adecuar la verdad al hombre, en vez de conducir al hombre a la verdad. Es éste un método que los competentes no adoptarían en ninguna ciencia, erigiendo en norma suprema la disponibilidad humana. Toda historización de la verdad no es más que su negación. Estos reductores de la divinidad de Jesús, a la que re-

nuncian con tanta desenvoltura, inducen a pensar que no' han leído nunca la fervorosa especulación patrística que se extiende a lo largo de siglos y por una inmensa serie de páginas. Incluso en nombre del hombre del siglo xx no se entiende cómo han podido cancelar a los hombres de tantos siglos anteriores; los han reducido a un concepto, no han sentido respirar su alma; los han hallado en un manual de Dogmengeschichte, no se han zambullido con ellos en la vida. Del contacto directo con los padres dimana un sentido auténtico de los orígenes, la impresión de volver a posarse en un mundo en parte diferente del nuestro, pero no extraño al nuestro y, sobre todo, capaz de fecundarlo y orientarlo. Los padres respiran una sugestión de concreción y solidez, incluso en la valiente decisión de la búsqueda, que puede transformarse en el antídoto confortador de nuestro subjetivismo y lección de honestidad frente a los textos de la Escritura, que son aceptados por aquello que quieren decir y no utilizados para corroborar lo que desean sus exegetas tardíos. Son intérpretes y defensores de la tradición, y no arbitros. Aunque inmersos en las tempestades de las controversias con los herejes, huelen a algo sano, fresco, genuino. La exhortación a la dignidad y a la honestidad nos la ofrecen los padres también en la tersa simplicidad de su dicción, en contraste frontal con las formulaciones oscuras, retorcidas y abstrusas de tanta cristología moderna, que se ha reducido a una jerga alusiva para especialistas. También esto es signo de seguridad o de falta de ella: no existe en realidad un pensamiento claro que no pueda ser claramente expresado y los tecnicismos son siempre reducibles al mínimo y a un significado invariable. La falta de claridad no es inherente al pensamiento sino al pensador. kl rápido «crepúsculos de los dioses», que oscurece y arrastra astros que han brillado un instante (con una luz

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excesivamente deslumbrante para resplandecer de verdad) y la anemia de la persona y de la sociedad contemporánea por efecto de una nutrición viciada, servida por aquella que se proclama a sí misma «cultura», invitan a un retorno. Los periódicos hablan de «reflujo». El término se propone con cierto desapego, que se coloca en medio de la observación y la valoración del hecho. El tono con que se pronuncia posee la fugaz lucidez de quien quiere dar a entender que ve pero no quiere hacer entender lo que ve. Se mezclan así sombras de complacencia y de queja, ecos de lamentaciones que no se sabe bien si se refieren al fenómeno o a sus causas. Probablemente es la espera de muchos que buscan adivinar hacia dónde se dirige la nueva corriente para arriar, prestos, sobre ella la propia barca. Nosotros hablamos más tranquilamente de un retorno, que podría ser el retorno a la mesa del padre después de haber gustado las bellotas. Sobre Jesús se escribe mucho, incluso distorsiones, extrañezas y profanaciones blasfemas. Es un personaje que proyecta su sombra sobre los individuos y la sociedad; por desgracia, para muchos resulta una sombra, fastidiosa para unos, irritante incluso para otros. Pero aunque es una figura que se impone, no es una figura invasora. Llama: si no se le abre, se aleja en su camino. Invita, pero no insiste. Quiere dejar intacta la libertad. No le gusta arrancar el «sí». Aquí nos lo presentan quienes lo acogieron porque lo entendieron. En sus páginas no es una sombra, sino una persona viva que irradia la vida. En el centro siempre está él, pero es visto por personalidades diversas, desde ángulos distintos, en tiempos y lugares distantes, con preocupaciones diferentes. Hay una unidad que se refracta en innumerables caras. Esta visión multiforme muestra, por un lado, la interminable riqueza del misterio de Cristo, pudiendo así satisfacer las legítimas

propensiones de cualquier temperamento, y, por otro, remite siempre algunos valores de fondo. Cristo se nos muestra en realidad como verdadero Dios con sus aperturas infinitas y como verdadero hombre con toda su vitalidad. El cristianismo de los padres es eminentemente adulto: no juegan con la emotividad, sino con la racionalidad; no hacen soñar, sino que buscan hacer pensar; no se fundan en la debilidad del hombre, sino en su fuerza. No halagan, sino que incitan al compromiso. De sus páginas emana un aura de vigor y lealtad. Se siente que no quieren hacer prosélitos, sino que pretenden comunicar certezas. Su voz, pasando por todos los estilos, tiene un marcado acento de interioridad: mientras predican, meditan; sus palabras son, además, siempre veraces. No tienen el apremio — peligrosísimo — de la novedad, tienen el de la fidelidad, que se identifica luego con la verdad. Están radicalmente convencidos de que no son sus lucubraciones lo que cuenta, sino sólo el mensaje de Cristo, y se aplican con empeño a entenderlo, a traducirlo en palabras accesibles, a defenderlo. Frente a éste no están dispuestos a aproximaciones y rebajas: por cada matiz — no por cada formulación — están decididos a empeñar batalla. No se trata de afanarse en la pendencia o la intransigencia; es responsabilidad ante la verdad que se traduce inmediatamente en salvación.

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Para ellos Cristo es todo, pero también el hombre es todo. Su problema es fundir estos dos centros, superando las tensiones divergentes que conducen a la ruina. La encarnación es siempre un observatorio para las investigaciones trinitarias, así como lo es de las histórico-psicológicas. Cristo hombre y Dios es el nudo del universo. De ahí nace una solidísima coherencia de planteamiento, de la que tantas veces sentimos hoy aguda nostalgia. De un Jesús profeta escatológico, alma mística incomprendida, apóstol desarmado de una privación social, diseminador de buenos

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ejemplos, no saben qué hacer. Cristo únicamente hombreno sirve a la humanidad: si no es Dios, se torna comparsa accidental, menos interesante que otras. Ésta es la clara limpidez de visión que en nuestros días ha ido nebulosamente oscureciéndose: muchos ya no descubren que las dos únicas posturas racionales son la fe en Cristo Dios y el claro rechazo de ésta, relegando sin vacilaciones los Evangelios en bloque a las fábulas poéticas. Cualquier mezcla es ilógica, así como todo cribado a menudo, no es solamente hipocresía, sino también complejo de inferioridad frente al mundo. Se pacta, cediendo el máximo, para que los demás acepten al menos lo mínimo. Pero es ésta una posición falsa y, en consecuencia, estéril. Jesús no mercadeó nunca con su doctrina, no la limó, no la edulcoró; aunque la comunicó de forma gradual con fines pedagógicos, pretendió que se diera a ella siempre el asentimiento integral, no evitando ni siquiera el desafío. En el mismo tono lo siguieron los padres, razón por la cual el contacto que pueda establecerse con ellos resulta reconfortante. También el suyo es un desafío a la humanidad. Se presentan al público con la tremenda fiereza de la verdad que poseen: modestos, porque la verdad no es suya; intransigentes, sin embargo, porque son guardianes y garantes de la verdad. De este cristianismo íntimamente racional, aun en medio del misterio, portador de salvación entre la desesperación circunstante, alegre e intrépido en medio de las persecuciones, profundamente convencido de estar destinado a luchas y triunfos perpetuos, animoso por la fe inquebrantable en una presencia divina, se ofrece aquí un breve ensayo. Es apenas un resquicio de un panorama sin confines, pero puede bastar para sugerir las características preeminentes del paisaje. La riqueza de estas palabras humanas deriva de su peculiaridad de presentar, como en filigrana, palabras divinas:

•detrás o dentro de las formulaciones filosóficas o corrientes es fácil entrever las citas bíblicas. El comentario ha intentado explicitarlas para evidenciar esta duplicidad de planos, que es típica del discurso teológico en general y del patrístico en particular. También ésta es una consecuencia ,de la encarnación: si Dios se ha insertado en la historia humana, su lenguaje se ha entrelazado, paralelamente, con ,el lenguaje humano. Frente a la roma superficialidad de tantas publicaciones contemporáneas, aquí se siente un estilo diferente y resuena un acento característico. Probar •de escucharlo es también una experiencia que merece Ja pena.

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Éstos son los términos teológicos más comúnmente usados en el comentario. Adopcionismo. Es el error de quienes negaron la divinidad de Jesucristo, considerándolo solamente como hijo adoptivo de Dios por la gracia, instituyendo en consecuencia una relación análoga a la que la redención aportó a los hombres. Cerinto, judeocristiano con una decidida preponderancia judaica, hacia finales del siglo i, obstaculizó por todos los medios la apertura de la Iglesia a los paganos y, fuertemente impregnado de gnosticismo, rechazó la unión de Dios a un cuerpo material, distinguiendo, en el Salvador, Jesús, nacido como los demás hombres pero ilustre por santidad y sabiduría, y Cristo, que en el bautismo había descendido sobre Jesús en forma de paloma y habría permanecido morando en él hasta la pasión para ascender de nuevo al cielo. Poco después los ebionitas, también judeocristianos, pensaron como Cerinto en un nacimiento de Jesús carente de todo carácter sobrenatural y negaron su divinidad y preexistencia en el Padre, pero con ocasión del bautismo, el hombre Jesús «signado por el sello de la elección divina» se habría convertido en Cristo, recibien31

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•do el poder necesario para cumplir su función de mesías, aunque permaneciendo hombre igual que los profetas. A caballo entre los siglos n y m , Teódoto el Curtidor, de Bizancio, sostuvo que Jesús, aunque nacido milagrosamente de una virgen, no fue sino un hombre que había recibido de Dios la misión de salvar a los demás hombres mediante el descendimiento en él, al momento del bautismo, de Cristo o del Espíritu Santo, que le transmitió la facultad de realizar milagros. La negación de la divinidad de Cristo fue ratificada por Artemón, en la primera mitad del siglo ni y, sobre todo, por Pablo de Samosata, que llegó a ser obispo de Antioquía en el 260, el cual reservaba el nombre de Dios al Padre, de quién difícilmente lograba distinguir el Hijo como persona autónoma. El Verbo — pensaba — residió en Jesús, que fue un simple hombre terrenal, igual a nosotros, aunque mejor que nosotros por gracia del Espíritu Santo y bastante superior a nosotros, porque en él habitó la sabiduría divina que, no obstante sólo se unió a él con el nexo puramente moral del inquilino con respecto a la casa.

formando una secta autónoma que obtuvo notables éxitos cuando resultó favorecida por los emperadores Juliano el Apóstata y Valente, pero luego, fustigada por Graciano y Teodosio y debilitada por luchas internas, se fue extinguiendo lentamente hacia la mitad del siglo v. Los anomeos se mantuvieron rigurosamente fieles al arrianismo primitivo, rechazando las sucesivas suavizaciones que por motivos teológicos o políticos iban siendo añadidas poco a poco. Ratificado el axioma de que sólo lo ingénito y sin inicio era Dios y que el Hijo no poseía ninguna comunidad de naturaleza con el Padre, el cual lo sacó de la nada para que fuera instrumento en la creación y en el gobierno del mundo, concentraron toda su atención sobre la cualidad de Dios de «no haber sido engendrado» (agennesia), cualidad que ya Justino había puesto de relieve, aunque de una manera muy equilibrada (I Apol. 14, 1; II Apol. 6, 1), haciendo de ella el elemento constitutivo de la esencia divina, por encima de los demás atributos, cuyo valor quedaba suprimido. Igual que los arríanos originarios, también ellos rechazaban un alma humana en Cristo, pero, en contraste con ellos, le atribuían una dignidad con rango divino, no por su santidad de vida sino por su vecindad con el Padre, por el cual había sido directamente engendrado. Además, enseñaba Eunomio que la paternidad no consistía en la transmisión de la substancia del Padre, sino en la comunicación de su capacidad de actuar, por la que el Hijo, que la había recibido, podía ser considerado Dios en relación con las criaturas.

Anomeísmo. Constituyó el ala intransigente del arrianismo y lo sostuvo sobre todo Aecío, personaje de múltiples aventuras y desventuras, consagrado obispo sin sede en el 361 y muerto entre los años 366 y 370, y Eunomio, nombrado obispo de Cícico en el 360 y muerto hacia el 395. Los seguidores de esta teoría fueron denominados «nomeos» porque sostenían una «desemejanza» total entre el Padre y el Hijo, o también «aecianos» o «eunomianos», por sus dos principales defensores. En un primer momento el anomeísmo no se distinguía apenas de las demás tendencias arrianas, que muy pronto fueron arrimándose unas a otras según su grado de exclusivismo más o menos acentuado, pero hacia el 360 se separó del resto 32

Eunomio insistió luego con persistente tenacidad, en oposición a Arrio, que defendía la incomprensibilidad de la naturaleza de Dios, en que el ser divino era límpidamente inteligible también por nosotros: reduciendo de hecho su esencia a la «ingeneración», la limitaba a un concepto elemental, ciertamente accesible a nuestras inteligen33

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cias. Arma principal, y sin duda eficaz, de los arríanos, que los eunomianos todavía afilaron más, fue una expertísima sutileza dialéctica de escuela aristotélica, con la que ponían fácilmente en apuros a las almas simples de los fieles, inoculando en ellas la duda y la desorientación. Pero tanto en este terreno como en el propiamente dogmático fueron combatidos por la superior habilidad y competencia de los tres grandes capadocios que, no por cierto sin dificultad, los refutaron y los mandaron a la decadencia.

naturaleza humana no se agota en un ser viviente sin razón; por último, anulaba en buena parte la redención, en cuanto que, si ésta debía referirse a lo que el Verbo había asumido en la encarnación, quedaba excluida propiamente la razón, que es típica del hombre y es, además, el principio del pecado que ha de ser redimido. Apolinar, queriendo sublimar la persona humana de Cristo, renegaba de ella; para conjurar el peligro de que la voluntad humana y la divina entrasen, en Jesús, en un conflicto que laceraba su individualidad, suprimía la primera, cayendo en un monotelismo, del que no comprendía todas sus consecuencias negativas. La suya fue una buena voluntad superficial, inconsciente de las consecuencias a que llegaba. Las teorías apolinaristas fueron condenadas, sin nombrar al autor, en el concilio de Alejandría del 362; después de la manifestación pública acontecida en Antioquía en el 375, lo fueron nominativamente por los concilios romanos del 376, 377 y 380, por boca del papa Dámaso, por los concilios de Alejandría del 378 y de Antioquía del 379 y, luego, por el segundo concilio ecuménico de Constantinopla del 381, presidido en parte por san Gregorio de Nacianzo. Después de la muerte del fundador la secta se dividió en dos troncos: el de los moderados, que encabezados por Valentino llegaron hasta negar a Cristo un alma sensible, pero luego volvieron al seno de la Iglesia, y el de los extremistas, dominado por Timoteo, que naufragaron en un completo docetismo, en el que la humanidad quedaba absorbida por la divinidad.

Apolinarismo. Es la interpretación cristológica que propugnó Apolinar el Joven, elegido obispo de Laodicea en el 362 y muerto después del 390. Fue en un comienzo colega de san Atanasio en la lucha contra los arríanos y acabó por caer en el exceso opuesto. De hecho, convencido de que una sola persona no podía poseer dos naturalezas completas y que una voluntad libre puede pecar, para salvar la divinidad de Jesús contra los arríanos y la unicidad de su persona contra la tendencia separatista de la escuela de Antioquía, guiada por Diodoro de Tarso, le amputó la naturaleza humana. De la tricotomía platónica que veía en el hombre el cuerpo, el alma sensitiva dadora de la vida y la intelectiva vectora de la razón, dejó a Jesús sólo los dos primeros elementos, haciendo que el tercero lo supliera el mismo Verbo divino. Podía parecer una solución excelente: de un golpe se aseguraban la divinidad, la unicidad, la santidad y la dignidad de la persona de Jesús y no faltaba siquiera el fundamento de Jn 1,14, donde se afirma que el Verbo se había hecho «carne». Pero un primer plano tan hermoso escondía un montón de ruinas: de hecho, la exégesis de Juan era falsa, porque «carne» en el evangelista era un tecnicismo hebraico que apuntaba al hombre integral y no solamente a su componente corporal; además, el nuevo sistema encaminaba al monofisismo, ya que la 34

Arrianistno. Herejía llamada con este nombre por causa de Arrio, que, nacido el 256 en Libia, fue ordenado sacerdote en Alejandría el 312 y murió en Constantinopla el 336. Eje esencial de su sistema era el axioma de que sólo el Padre era eterno y, en consecuencia, Dios, puesto que 35

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sólo él era ingénito y sin principio — cualificación que constituía la esencia misma o, al menos, una característica fundamental de la divinidad —, al cual se oponía el Hijo, que, siendo engendrado, y por consiguiente teniendo un principio, no era verdaderamente Dios. Dotado de una naturaleza diferente, era una criatura sacada de la nada, en el tiempo, por obra del Padre. Como se deriva de la terminología, Arrio rechazaba la distinción entre «engendrar» y «crear» y reducía ambos términos a la acepción de «producir». La finalidad de la producción del Hijo era, pues, que sirviera de intermediario entre Dios y el mundo y de instrumento en la creación de los demás seres. Creado antes de los siglos, el Verbo creó el mundo, con el cual comenzó el discurrir de los siglos: no era, por tanto, eterno, sino sólo anterior al universo, como no era para nada igual ni consubstancial al Padre; por esto no era hijo de Dios por naturaleza, sino sólo por adopción o por gracia, en consideración de sus méritos futuros, por causa de los cuales progresó tanto en la virtud que alcanzó una impecabilidad práctica, a la cual debe, en sentido amplio y elogioso, el epíteto de Dios. El hijo, en realidad, era por naturaleza mudable y habría podido pecar; si no lo hizo, fue debido sólo a que no quiso; fueron sus obras, previstas por el Padre, las que le asignaron la gloria excepcional que le colocó por encima de todas las demás criaturas. Nos hallamos ante una reelaboración del demiurgo platónico: cercano al Padre por su santidad, estaba por naturaleza alejadísimo de él y, cercano al mundo por naturaleza, se encontraba de él alejadísimo por la excelencia de vida. Y porque el Espíritu Santo era a su vez una criatura del Hijo, resultaba que la Trinidad arriana era decreciente por naturaleza y perfección, con las tres personas extrañas entre sí.

trechamente a la letra. De hecho el Hijo de Dios se habría unido no a un hombre completo, sino a carne sola privada de alma racional y, mutilado en cuanto Dios, quedaba también mutilado en cuanto hombre. Si para Platón el demiurgo no era ni Dios ni hombre y, para los cristianos, Cristo era Dios y hombre, Arrio lo colocaba a medio camino, aunque más cercano a lo primero que a lo segundo. Como consecuencia de esta amputación de la encarnación, fallaba igualmente la redención, que no aparecía ya como un acto teándrico, sino que quedaba reducida a una influencia psicomoral. La pretensión de racionalizar el dogma llevaba a la destrucción del cristianismo.

Anulada la divinidad genuina del Verbo, perdía cualquier sentido una encarnación que, encima, se tomaba es-

Docetismo. Error cristológico que (del griego áokesis, apariencia) comprendía la opinión de todos los que no admitían en el Salvador una humanidad auténtica, por cuanto sostenían que su cuerpo no había sido compuesto de una carne idéntica a la nuestra, sino que, en lugar de la carne, poseía sólo su apariencia exterior, quedando reducido de esta suerte a un puro fantasma. Pero no era ésta tanto la posición específica y exclusiva de una secta cuanto también un componente de toda una cadena de desviaciones que estaban, en general, estrechamente relacionadas con el gnosticismo. Enseñando que el nacimiento de Jesús y todas las acciones sucesivas que llevó a cabo eran meras ilusiones y que el relato evangélico era una novela fantástica, los docetas llegaban a negar los dos dogmas de la encarnación y de la redención, por no hablar, claro está, de la eucaristía. Desde el tiempo de los apóstoles el samaritano Simón el Mago había tenido la originalidad de proclamar que los padecimientos de Jesús habían sido simulados, porque, en realidad, los había soportado él, Simón, que era el verdadero salvador; a partir de aquí, llegó a creerse virtud de

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Dios, luego cada una de las tres personas y, por último, Dios en su plena totalidad. El antioqueno Saturnino, de su misma escuela, rebajando las pretensiones, se limitó personalmente a predicar que el Salvador carecía de cuerpo y de figura. Para Basílides, en cambio, cuya vida culminó en el 120-140, la redención se resolvió en una hábil falsificación: ya que el Hijo, siendo incorpóreo, no podía sufrir, se hizo substituir mediante un cambio de fisionomía por Simón de Cirene, el cual llevó la cruz y fue verdaderamente crucificado, mientras Jesús, camuflado en Simón, asistía burlándose de sus verdugos a la aventura de Simón, acabada la cual subió de nuevo inasible a los cielos. Cerdón y su más famoso alumno Marción, llegados a Rima en el 137, afirmaban que, ya que la materia era obra del demiurgo y no de Dios, Cristo no podía asumirlo y que, en consecuencia, falto de genealogía humana, no había nacido en realidad. Marción precisó además que Jesús no nació, sino que, descendiendo de los cielos, apareció de improviso, ya adulto, en el año quince del imperio de Tiberio en Cafarnaúm y permaneció extranjero en el mundo e ignoto también para sus discípulos. Valentino, que vivió en Roma del 136 al 165, fue de la opinión que Cristo no había nacido de la Virgen, sino que sólo había pasado a través de ella, saliendo de ella sin tomar nada de su sustancia; en el momento del bautismo habría insertado en el cuerpo animal, recibido del demiurgo, el Cristo espiritual e impasible que burló la crucifixión, sufrida solamente por su cuerpo material llovido del cielo. También los bardesanitas, que se reclamaban indebidamente de Bardesanes (154-222), defendían un cuerpo astral y un nacimiento ficticio, mientras que los maniqueos, que hacían de la materia la personificación del mal, se vieron obligados, por una parte, a rechazar el cuerpo de Cristo

con todas sus operaciones, substituyéndolo con una apariencia, aunque por otra parte se vieron constreñidos a salvar la pasión imaginando un doble Jesús, uno pasible y otro impasible. Huellas de rechazo hacia estas actitudes están ya presentes en san Pablo (Col 1, 20,22; ITim 2, 5) y en san Juan (Jn 1, 14; ljn 1, 1; 4, 2; 2Jn 7) y refutaciones formales, unidas a las de las otras herejías con las que estaban relacionadas, fueron redactadas por san Ignacio (hacia el 107), san Ireneo (Adv. haereses, en especial en el libro III), Tertuliano (de un modo particular en Adv. valentinianos, De carne Christi, Adv. Marcionem), san Agustín (de forma muy directa en Contra Faustum). Todos confirmaban con suma claridad la doble verdad y realidad: Cristo era auténticamente hombre y auténticamente Dios, en el sentido más lleno y obvio de las palabras. Las acusaciones de docetismo suscitadas a veces contra Clemente de Alejandría y Orígenes se refieren a frases aisladas, de formulación poco precisa, dictadas por la polémica contra otros errores y, por consiguiente, poco atinadamente sopesadas en sí mismas, pero chocan en realidad contra la sustancia de su pensamiento que puede documentarse en largos, múltiples y meditados pasajes de sus obras.

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Economía. Debido al sentido etimológico y clásico de administración de la casa y, por extensión, de cuidado, proveimiento, disposición, el vocablo asume en san Pablo (Ef 1,10; 3, 2, 9; Col 1, 25; ITim 1, 4) una traslación espiritual referida al plan de la salvación. El apóstol pensaba en la disposición salvífica que Dios se había propuesto llevar a término en la plenitud de los tiempos, proyecto que constituía la actuación del misterio escondido en Dios antes de los tiempos (Rom 16, 25-26; ICor 2,7-10). La realización de este plan aconteció con la encarnación del

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Verbo en María y en su obra de renovación de la humanidad mediante su acción redentora completa. De aquí, el término pasó a designar el conjunto del misterio de la redención y, así como éste ha tenido su plena manifestación en el Nuevo Testamento, indicó también a este Testamento en contraposición al Antiguo.

Gnosticismo. Quizá más que un sistema de pensamiento, puede decirse que es una actitud psicomental de inquieta curiosidad ante las realidades físicas y metafísicas, sus relaciones, sus revelaciones y sus reclamos alusivos. Lejos, a decir verdad, de desarrollarse según una linealidad científica, tuvo tendencia a desbordarse en el ámbito filosófico, en el teúrgico y en el mistagógico, probando todos los conocimientos, probando todos los cultos y escrutando todos los misterios. La aspiración a asomarse por encima de una realidad inaccesible al mundo de los sentidos para alcanzar una visión superior, negada al vulgo que se contenta con las primeras apariencias, empujó a aprovechar cualquier medio de superación hacia el horizonte escondido, de modo que el gnosticismo se dedicó incluso a los encantamientos y a la magia, elementos que, por otra parte, gozaban entonces de vivo favor por parte del gran público. No se trataba de un anhelo estricto de conocimiento de lo divino, porque faltaba una indiscutible austeridad y un ansia precisa de purificación. Predominaba más bien la excitación de la soberbia en una orgullosa pretensión de ciencia, de la sensualidad en la autorización para todo exceso, de la anarquía mental en las divagaciones quiméricas más desenfrenadas e incontrolables, de la conciencia en la dogmática afirmación de la salvación. Para satisfacer este sincretismo pasional se recurrió a otro sincretismo, en el que se fun-

dieron las corrientes más disparatadas, del platonismo a la astrología caldea, del cristianismo al mazdeísmo persa, del judaismo (que desde E. Peterson en adelante ha sido considerado elemento prevalente) al enfermizo misticismo frigio. Con todo, por lo común no se aceptó lo que era el espíritu originario de estos elementos conceptuales, sino que se distorsionó profundamente. Con las confluencias más diversas, manipuladas con ligereza ilimitada, se llegó a constituir un magma en el que pululaba todo tipo de hipótesis y cuestiones, que trataban de los problemas máximos y que presumían ilustrar los problemas sobre los que el espíritu humano se siente llamado a pronunciarse: origen, estado y fin del hombre y del mundo. Los ambientes en que el gnosticismo desplegó una especial vivacidad fueron sobre todo dos: el sirio, con Simón Mago, Menandro y Saturnino, y el egipcio, con Basílides, Isidoro, Carpócrates, Valentino y sus discípulos. Para sistematizar, a modo de síntesis, sus ideas, desde las más aberrantes hasta las más gratuitas y oscuras audacias fantásticas, se podría trazar el siguiente esquema: a) Dios es, platónicamente, el ser trascendente, incognoscible, separado de toda relación con la materia, que le está opuesta (dualismo platónico-pérsico) y es, como él, eterna, pero constitutivamente mala y sede del mal. b) Entre Dios y la materia está colocado el pleroma u ogdoada (lo hiperuranio de Platón), habitado por un número variable de eones, que inicialmente emanaron de Dios y luego unos de otros, individualmente o por parejas llamadas sicigias; cuanto más éstos se alejan del primer principio tanto más se degrada en ellos su esencia divina, de modo que en el último eón el porcentaje de divinidad se ha reducido al mínimo. c) El demiurgo, que es uno de los eones y que corresponde al Dios del Antiguo Testamento hebreo, elaboró la

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Eunomianismo. Véase Anomeísmo.

Vocabulario materia, confiriéndole el aspecto actual. Éste sería el Dios justo en contraste con el Dios bueno primigenio. d) Pero un eón del mundo superior, por un desmesurado afán de conocimiento y por orgullo de preeminencia, pecó. Como consecuencia fue expulsado del pleroma divino y, llegado al mundo, lo pobló con hombres, dotados de una naturaleza viciada como la suya. Este eón (llamado también pensamiento, centella, espíritu), prisionero de la materia, es el revestimiento mítico del alma encerrada en el cuerpo. e) Entonces Cristo, otro de los eones, bajó al mundo, asumió un cuerpo aparente (docetismo), vivió en Jesús desde el bautismo hasta el comienzo de la pasión, retirándose luego, dejando que sólo Jesús, quien le contenía, muriera para librar el alma de la materia en la que se hallaba sumergida y dentro de la cual gemía en la añoranza de volver a la morada celestial. El dualismo cósmico quedaba reflejado además en la antropología como puede constatarse por la doctrina de los dos árboles cósmicos en los cuales el hombre estaba enraizado: el árbol malo, que a su vez estaba enraizado en el mundo del demiurgo, y el árbol bueno, enraizado en el mundo superior. Pero esta inserción oscilaba en una contradicción, puesto que, si bien la condición de cada cual estaba determinísticamente fijada al nacer, no quedaba excluida la posibilidad de una elección. Procedía entonces también un dualismo ético, por cuanto los «gnósticos por naturaleza», candidatos automáticos a la salvación, debían considerar superfluo cualquier empeño moral (libertinismo) de la misma manera que, en el lado opuesto, éste parecería inútil a cuantos estaban «por naturaleza» insertos en el mal. No obstante, vagaba también la interpretación según la cual la gnosis se podía adquirir, en cuyo caso la acción intelectual estaba sustentada por una ascesis que debía po42

Vocabulario ner de manifiesto el engaño del mundo de los sentidos. Es probable, sin embargo, que esta posibilidad de recuperación estuviera reservada únicamente a la segunda de las tres categorías en que los gnósticos dividían a los hombres. Para éstos, en efecto, los «espirituales» estaban elegidos y seguros de su salvación, hicieran lo que hicieren; los «psíquicos» no la poseían, pero podían alcanzarla mediante la gnosis; los «materiales» por su propia naturaleza, quedaban irremediablemente excluidos de ella. La moral de los gnósticos, muchas veces muy relajada o de todas maneras siempre abierta al relajamiento, el culto supersticioso que distorsionaba la liturgia y las asambleas cristianas, la caricatura de muchos dogmas, la deformación de los sacramentos y, de un modo especial el bautismo, la eucaristía y el orden, la manipulación del canon bíblico y de la integridad de sus textos, el alegorismo extravagante que adulteraba la exégesis genuina de la Sagrada Escritura, la desenvuelta inserción de apócrifos, la pretensión de poseer una tradición oral reservada, conectada con apóstoles y discípulos, pero extraña a la eclesiástica y, por último, el objetivo de superar y suplantar el cristianismo, constituyeron para la Iglesia un gravísimo peligro de trastorno en la regla de la fe, en la práctica de las costumbres y en la •organización de la comunidad. Desde la primera mitad del siglo II, la situación se revela muy crítica, pero pudo ser superada gracias a la energía de obispos y papas, que excomulgaron a los dirigentes gnósticos, y por obra del esclarecimiento de los doctores de la Iglesia que, después de Hermas, el autor de la Secunda Clementis y san Justino, alcanzaron con san Ireneo, Tertuliano, san Hipólito, Clemente de Alejandría y Orígenes una agudeza tan certera y un vigor tan potente que lograron desenmascarar y refutar las incongruencias e inconsistencias de la secta. Con el siglo ni, el gnosticismo inició un declive que fue definitivo. 43

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Hipóstasis. En el lenguaje tanto corriente como filosófico (Aristóteles) indicaba la realidad objetiva, la sustancia, el ser, en contraposición a la apariencia y la ilusión; de aquí pasó a designar aquello que subsiste en sí, la persona. Esta posible doble acepción fue causa de confusiones y contrastes en las controversias trinitarias, ya que algunos entendieron el vocablo como equivalente a physis y a ousia, en griego, y a substantia y a natura en latín, mientras que otros lo usaron con el valor de individuo dotado de una propiedad suya, que en latín se decía persona y en griega prosopon. La ambigüedad implicaba que los primeros acusaran a los segundos — los cuales sostenían que en Dios había tres hipóstasis — de triteísmo y, en consecuencia, de arrianismo, mientras que los segundos reprochaban a los primeros, que defendían en Dios una sola hipóstasis, el ser sabelianos y permanecer todavía anclados al Dios unipersonal de los hebreos. Si los griegos tenían ya entre ellos buenas razones para no entenderse y caer en equívocos y sospechas recíprocos, h situación se agravó todavía más en el momento en que las incomprensiones se trasladaron también a las dos Iglesias del mundo oriental y occidental. De hecho los latinos tradujeron por persona el concepto de sustancia completa, existente en sí, de sujeto independiente, asumiendo el término de la jerga del teatro, en donde designaba la máscara y en consecuencia el personaje dramático, y desde donde pasó a designar un individuo cualquiera. Esta noción originaria de «papel» dio la impresión a los griegos de que los latinos querían indicar una cualidad provisional, una actitud pasajera y, por tanto, evocó a sus mentes el espectro del sabelianismo, que vanificaba las personas trinitarias. A su vez los latinos levantaron la acusación de arrianismo contra los griegos, porque decir tres hipóstasis significaba también sostener en Dios tres sustancias. Dada la

centralidad y la delicadeza del tema, hupo polémicas y laceraciones, hasta que, con el concilio de Alejandría, en el 362, presidido por san Atanasio, se sancionó canónicamente la equivalencia entre hipóstasis y persona (entonces los griegos introdujeron también el término prosopon a imitación de los occidentales). Gracias también a la vigorosa intervención clarificadora de san Basilio y sobre todo a la intervención, autorizada y clarísima, de san Gregorio Nacianceno, se superaron las discordias y también la Iglesia griega aceptó finalmente la fórmula latina de una substantia (ousia), tres personae (prosopa). Arreglada la cuestión acerca del valor de la hipóstasis en el ámbito trinitario, se suscitó un problema paralelo en el terreno cristológico. ¿Cuáles eran en Cristo las relaciones entre naturaleza divina y humana frente a la hipóstasis o persona del Hijo de Dios? Se delinearon dos posiciones opuestas. Apolinar de Laodicea, para defender la unidad física de la hipóstasis de Cristo, suprimió en la naturaleza humana su elemento característico, constituido por el alma intelectiva, dejando sólo un alma sensitiva, que aseguraba la vitalidad a la carne (Dios encarnado). En reacción, la escuela de Antioquía, que tendía a ver en Cristo el hombre perfecto ensalzado a la divinidad (hombre divinizado), subrayó tanto el carácter completo de la naturaleza humana que rompió la unidad de la persona. A través de Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia y Nestorio, fue precisándose el tema y se incidió en una dualidad de personas (Hijo de Dios e hijo de María; uno que asume y uno que es asumido; hombre y Verbo), unidas entre sí por un simple nexo moral por vía de voluntad. San Cirilo de Alejandría, aunque con exceso de celo, escasa escrupulosidad en el uso de los medios, y una peligrosa inadecuación de fórmulas, luchó victoriosamente contra el nestorianismo, reafirmando la unidad real de la humanidad y de la divinidad en una única

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persona o hipóstasis del Verbo encarnado. De ahí vino la confirmación del epíteto de «Madre de Dios», aplicado a María, y la consagración de la communicatio idiomatum (véase la nota 241 del capítulo III). Por encima del uso de términos teológicos inciertos, Nestorio intentaba ver en Cristo dos sujetos autónomos, mientras que Cirilo veía sólo uno, en los dos elementos fundamentales, divino y humano. Las posturas de Cirilo, ciertamente ortodoxas, aunque tal vez incautamente enunciadas, fueron aún exasperadas por un cierto monofisismo, o eutiquianismo, que acentuó. de tal manera la unidad personal que sofocaba en una unidad incluso la dualidad de las naturalezas, anulando, en resumen, la humanidad en favor de la divinidad. La doctrina de la unión hipostática, que precisa la coexistencia de las dos naturalezas en la unidad personal de Cristo, fue proclamada por el concilio de Calcedonia (451), que entendió por physis o natura una esencia concreta, considerada en sí misma, y por hipóstasis o prosopon o persona un sujeto efectivo, un yo. El concilio confirmó contra los éutiquianos las dos naturalezas y, contra los nestorianos, la unidad íntima de Cristo.

también en relación con la primera venida de Cristo, cumplida con la encarnación.

Patripasianísno. Véase Sabelianismo.

Parusía. El término indicó la venida en visita solemne de personajes ilustres, tales como reyes o emperadores (del siglo ni a.C. al II d.C); luego, la llegada de un individuo cualquiera y su consiguiente presencia. En el Nuevo Testamento es usado para designar (16 veces de 24) la venida gloriosa (el retorno) de Cristo al final de los tiempos en calidad de juez: ésta es la acepción que, corrientemente, va unida al vocablo, el cual, por analogía, fue usado a veces

Sabelianismo. Herejía trinitaria que alcanzó su máxima difusión en el siglo n (últimos decenios) y ra, y tuvo su punto de partida en la afirmación de que las tres personas trinitarias no tenían una existencia propia y distinta, sino sólo «modos» de ser y actuar de una única efectiva persona divina. Por esto se llamó «modalismo», o «sabelianismo» por su más conocido fautor, o «patripasianismo», porque, en el supuesto de que no existía pluralidad de personas, la encarnación y la pasión debían haber sido cumplidas por el Padre, o «monarquianismo», porque se remitía a un solo principio, entendido no como naturaleza única sino como única persona. Según los sabelianos, en realidad, el Padre podía emitir y luego reabsorber totalmente en sí al Hijo, que era solamente una potencia suya (posición de autores anónimos, impugnada por Justino, poco después de la mitad del siglo II); luego Noeto (combatido por la Iglesia de Esmirna hacia el 200 y por san Hipólito en el 210-215) sostuvo que Cristo para ser Dios debía ser el Padre, el cual había padecido y muerto, mientras que Práxeas (atacado por Tertuliano después del 313) declaraba que Padre e Hijo eran sólo diversos aspectos o atributos de la misma persona, que en relación con ellos era diversamente denominada; el Padre naciendo de María se habría hecho hijo a sí mismo, porque la filiación consistía en la asunción de la carne, ouentras que en el Padre residía la divinidad, que era impasible. En Jesucristo habría, por tanto, una dualidad, porgue el hombre Jesús era propiamente el Hijo, mientras que Cristo — el elemento divino — era el Padre.

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Modalismo. Véase Sabelianismo. Monarquianismo. Véase Sabelianismo.

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Hacia el 217 Sabelio se llegó a Roma y, aunque excomulgado por el papa, tuvo éxito en Cirenaica (posiblemente su patria), pero fue combatido por Dionisio de Alejandría. Sus discípulos, al coordinar su doctrina, dijeron que Dios era una mónada simple e indivisible, un Hijo-Padre, dotado de nombres diversos en relación con sus manifestaciones. Se decía Verbo en cuanto creador del mundo, Padre en cuanto se revelaba en el Antiguo Testamento, Hijo y Redentor en cuanto se encarnaba y Espíritu Santo en cuanto santificador. Todas estas eran sin embargo manifestaciones transitorias y sucesivas: una cesaba al sobrevenir la otra; en la divinidad dominaba por consiguiente una continua alternancia de expansión y contracción (teoría de origen estoico). La plausible preocupación de salvaguardar la unidad de Dios fracasaba en la destrucción de la Trinidad, centro vital del cristianismo, acabando por recaer en una especie de judaismo extrañamente dinamizado. La reacción de la Iglesia fue por tanto muy firme en los papas (memorable por la clara y firme precisión, sobre todo la de san Dionisio), en los escritores nombrados y en Novaciano y Orígenes, y logró extinguir prácticamente las actividades modalistas desde el 260 en adelante. También después intervino la Iglesia, con atenta vigilancia e intervenciones rápidas, para desautorizar aquellas teorías cuando el sabelianismo tuvo cierta reviviscencia por obra de Marcelo de Ancira, muerto en el 374. Pero en el siglo iv, más que de escuelas modalistas organizadas se trataba de actitudes mentales y de formulaciones expresivas que consonaban con las modalistas en afirmaciones populacheras de la unidad divina. Subordinacionismo. El gnosticismo, el adopcionismo, el arrianismo garantizaban ciertamente el monoteísmo, pero reduciéndolo a un unipersonalismo de tradición judaica. De-

rivaba de ello una Trinidad gradual, en la cual la divinidad pertenecía en propiedad y de modo absoluto solamente al Padre, que creaba directamente al Hijo, de diversa naturaleza, destinándolo a oficiar de colaborador subalterno en la creación y en la administración del universo; primer producto de la actividad demiúrgica del Hijo era luego el Espíritu Santo, inferior al Hijo, porque él lo producía, como el Hijo era inferior al Padre, porque él lo había engendrado. Junto a este subordinacionismo herético, porque fue mantenido de una forma real y consciente, se colocó otro ortodoxo, porque era sólo verbal y nacía de una inexperiencia terminológica y organizadora que quedaba redimida y superada por un explícito y reiterado reconocimiento de la divinidad de las tres personas, vinculadas por una plena identidad de naturaleza. Fuertemente comprometidos en rechazar el modalismo y en conservar el monoteísmo, muchos escritores del siglo II y n i se limitaron con frecuencia, incluso por influjo del platonismo y del filonismo, que les suministraban las categorías expresivas, a reservar al Padre determinados atributos —como la trascendencia, la invisibilidad, la simplicidad— que son igualmente comunes a las tres personas y, por la influencia del estoicismo, llegaron a aceptar un Verbo (Logos) «interior» (endiathetos) a la mente del Padre y eterno como él, pero no perfectamente diferenciado de él, y otro «expresado» (prophorikos) en el momento de la creación del cosmos, y en este caso netamente individuado respecto del Padre. A la consecuencia de que así se comprometía la eternidad de la generación del Hijo, respondieron afirmándola categóricamente: ia explicación teológica era inconsistente, pero la ortodoxia estaba a salvo en la voluntad. De hecho no se había aceptado con plena claridad una idea que habría dado coherenC1 a a la sistematización, es decir, que las distinciones rea-

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Vocabulario les, en el ser del único Dios, que se manifestaron con evidencia en el momento de la economía redentora, existían desde la eternidad: la redención no producía distinciones en Dios, sólo las revelaba. Pero en este tema fallaba sólo el encaje lógico y no se ponían en cuestión los dos pilares dogmáticos de la Trinidad eterna y la Trinidad que actúa en la historia; se trataba no de exponer la fe, sino de explicar racionalmente su trabazón: de la revelación se pasaba a intentos de teología, con la provisionalidad que a esta última compete.

Unión hipostática. Véase Hipóstasis.

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I EL ANUNCIO DE CRISTO POR OBRA DE LOS TESTIGOS*

Durante su vida pública Jesús había dado testimonio de sí mismo demostrando su propia naturaleza y su propia misión. Sus palabras y sus obras nos han llegado a través de la exigua selección hecha por los evangelistas, los cuales, aunque no nos han dejado satisfechos por lo que se refiere a su abundancia, sí nos han dejado tranquilizados por cuanto se refiere a su exactitud. De hecho, prescindiendo de acomodaciones redaccionales que se desplegaron sobre todo en la ordenación del material \ la fidelidad del relato ha sido casi umversalmente reconocida por una ciencia bíblica que está abandonando muchos desdenes exasperados que dominaron durante un largo período del siglo xix y algunos decenios del siglo xx 2 . Históricamente inobjetables, las declaraciones de Jesús no entran, sin embargo, en el marco de nuestro cuadro, que sólo se propone ilustrar las declaraciones de los otros: no aquello que Cristo dijo de sí mismo, sino aquello que los cristianos dijeron de él. Por esto es de fundamental importancia aquello que nos ha transmitido la primera generación, la de los testigos. Es el fundamento indestructible al que han vuelto siempre los fieles de todas las edades. La figura de Cristo fue crecientemente conocida y explicada, pero sus rasgos esencia51

I. El anuncio de Cristo

San Pedro

les fueron siempre aquellos que habían sido fijados por los contemporáneos a través de la observación y de la reflexión. Es por tanto sumamente útil para todos quienes alimentan cierto interés hacia el cristianismo examinar de cerca la concepción de aquéllos, tanto más que así tiene lugar un encuentro de extraordinario valor; la comunidad cristiana de los comienzos se centró en algunos temperamentos de gran relieve que culminaron en la titánica personalidad de san Pablo; por su riqueza interminable de pensamiento teológico, por los vastos horizontes que casi a cada paso descubre, por los palpitos de vida con que vibran sus palabras, por el simple dramatismo que invade su alma, por las fascinantes perspectivas que desvela a los ojos conmovidos de los interlocutores, sus escritos superan cualquier sistema filosófico y cualquier síntesis histórica. ¿Cuál fue pues el núcleo viviente del mensaje que se adueñó de los primeros discípulos, los conquistó, los transformó, los hizo irresistiblemente apóstoles de su propia experiencia? Fue la revelación, según una fulgurante evidencia, de que el hombre Jesús era Dios: prueba indiscutible de ello era la resurrección, de la que habían sido testigos. Consecuencia de la encarnación de Dios era la resurrección también para los hombres y su redención, dos prodigios que no podían conmensurarse de acuerdo con nuestras propias fuerzas, pero que estaban garantizados por la fe en Cristo, que vive en nosotros, nos renueva, nos rescata de nuestras miserias según un plan misericordioso que desde la eternidad anticipa los tiempos como predestinación a la salvación y en la misma eternidad los supera como concesión del premio. Jesús es en realidad el dominador del universo; en él se purifica todo y todo encuentra en él la razón de ser. Su misión constituye el más sensacional drama de la historia — de la suprema gloria divina a la última abyección de la cruz y de ésta de nuevo el re-

torno a la primera — e infunde en nuestras conciencias la certeza de una seguridad inquebrantable. La respuesta humana a esta realidad no puede ser por tanto otra que un amor que supera todo obstáculo. Ésta es la perspectiva en que los discípulos inmediatos descubrieron a Jesús, pero la pasión con la que se adhirieron a él debemos descubrirla en sus mismas palabras.

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La precedencia toca por derecho a las palabras de Pedro. Su nombramiento por parte de Cristo como cabeza del colegio apostólico y su investidura oficial como maestro y guía de la Iglesia le conferían ante todos los fieles un prestigio que nunca nadie intentó poner en duda. En sus palabras se percibe a la vez la calma de la autoridad y la convicción profunda de quien refiere hechos que fueron su causa primera. El aspecto arcaico de la estructura del pasaje corresponde al carácter de la primera interpretación cristiana de la persona de Jesús. Este discurso marca en su autenticidad sustancial3 la fundación histórica de la Iglesia y define su alma: es el esquema de la primitiva catequesis de los apóstoles y es el motivo que hizo acudir en masa a nuevos prosélitos, cuyas exigencias espirituales más íntimas satisfacía. Es el «manifiesto» del cristianismo. La mañana del día de Pentecostés —estamos con toda probabilidad en el año 30 — la variopinta muchedumbre que llenaba Jerusalén quedó atónita ante el fragor que acompañó el descenso del Espíritu Santo en la comunidad reunida en el Cenáculo y ante el prodigio de la glosolalia con que los discípulos mostraron estar investidos del poder de una intervención directa de Dios. Aquel estupor, que constituía una favorable disponibilidad psicológica, pero que quedaba muy expuesto a degenerar en escepticismo burlón, requería una explicación. Entonces Pedro tuvo su primera alocución pública al pueblo judío (Act 2, 22-36) 4 diciendo:

(22) Hombres de Israel 5 , oíd estas palabras: A Jesús de Nazaret6, hombre acreditado7 por Dios ante vosotros con milagros8, prodigios y señales 9 que por él realizó Dios entre vosotros, como bien sabéis 10; (23) a éste ", entregado según el plan definido y el previo designio de 53

I. El anuncio de Cristo Dios n, vosotros, crucificándolo por manos de paganos 13, lo quitasteis de en medio; (24) pero Dios lo resucitó 14 rompiendo las ataduras de la muerte 15, dado que no era posible que ella lo detuviera en su poder 16. (25) Porque David dice a propósito de él 17 : «Yo veía al Señor delante de mí continuamente, porque está a mi derecha para que yo no vacile. (26) Por ello se alegró mi corazón y estalló en cánticos mi lengua. Y hasta mi carne reposa en la esperanza (27) de que no abandonarás mi alma en el Hades, ni dejarás que tu consagrado experimente la corrupción. (28) Me diste a conocer caminos de vida, me henchirás de delicias junto a ti 18 . (29) Hermanos: Séame permitido deciros resueltamente 19 acerca del patriarca que no sólo murió y fue sepultado, sino que su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy 20; (30) pero siendo como era profeta, y sabiendo que Dios le había asegurado con juramento que un descendiente suyo se sentaría sobre su trono 21 , (31) previendo el futuro, habló de la resurrección de Cristo22: que no sería abandonado al Hades ni su carne experimentaría corrupción. (32) A este Jesús, Dios lo resucitó y todos nosotros somos testigos de ello23. (33) Elevado a la diestra de Dios24 y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo 25, ha derramado lo que vosotros estáis viendo y oyendo. (34) Porque David no ascendió a los cielos, y sin embargo dice: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra (35) hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies» 26. (36) Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel2? que Dios ha hecho28 Señor29 y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis 30.

San Pablo tido a la muerte, pero Dios le es superior. La prueba de la divinidad de Cristo no está por consiguiente en el carácter sublime de su doctrina, sino en su victoria sobre la muerte: sin ella su religión sería una impostura y nuestra fe una frustrante ilusión que nos privaría de las satisfacciones terrenas sin indemnizarnos con los gozos eternos; con ella en cambio quedaría asegurada también nuestra resurrección por la gracia de la solidaridad entre la humanidad de Cristo y la nuestra. Y no se trataría solamente de una recuperación de la vida en el sentido físico de superación de la muerte, sino que lo sería también en el espiritual de rescate de la culpa. Resurrección es ante todo redención: Cristo renueva y sublima a Adán. Éste fue el cabeza de estirpe de la vida, pero la abismó muy pronto con la doble muerte del cuerpo y del alma; aquél restituyó a uno y otra una vida sin límites. Pablo, frente a un grupo de cristianos de Corinto 31 que — muy probablemente corrompidos por la atmósfera deleitable y materialista que dominaba en aquella ciudad— negaban la resurrección, proclama con apasionada dialéctica la identidad de suerte entre los fieles y Cristo, príncipe de los resucitados y dominador de la muerte (lCor 15, 12-26):

La resurrección de Cristo, tan vigorosamente confirmada por Pedro, es tomada nuevamente por Pablo como tema central del cristianismo. La resurrección señala, en realidad, el discriminante entre humanidad y divinidad: el hombre por naturaleza está some-

(12) Y si se proclama32 que Cristo ha sido resucitado de entre los muertos 33, ¿cómo es que algunos de vosotros dicen que no hay resurrección de muertos? 34 (13) Porque, si no hay resurrección de muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado35. (14) Y si Cristo no ha sido resucitado, vacía 36 por tanto es también nuestra proclamación; vacía también nuestra fe; (15) y resulta que hasta somos falsos testigos de Dios 37, porque hemos dado testimonio en contra de Dios, afirmando que él resucitó a Cristo 38, al que no resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. (16) Porque si los muertos no resucitan, ni Cristo ha sido resucitado. (17) Y si Cristo no ha sido resucitado, vana es nuestra fe; aún estáis en vuestros pecados39. (18) En este caso, también los que durmieron en Cristo están perdidos. (19) Si nuestra esperanza en Cristo sólo es para esta vida40. somos los más desgraciados de todos los hombres . (20) Pero no 42; Cristo ha sido resucitado de entre los muer-

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I.

El anuncio de Cristo

tos, primicias de los que están muertos43. (21) Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos **: (22) pues como en Adán todos mueren, así también en Cristo serán todos vueltos a la vida45. (23) Cada uno en el orden que le corresponde 46: las primicias, Cristo; después, los de Cristo 47 en su parusía. (24) Después, será el final48: cuando entregue el reino a Dios Padre 49 , y destruya todo principado y toda potestad y todo poder50. (25) Porque él tiene que reinar hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies 51. (26) El último enemigo en ser destruido será la muerte 52 . El grandioso acontecimiento escatológico que san Pablo evoca al respecto representa el triunfo cabal de nuestra existencia, pero no se trata por cierto de una conquista personal nuestra, sino del triunfo del poder sin límites de Cristo a quien nos hemos unido. No hemos vencido nosotros a la muerte; la ha vencido él. Nosotros no contamos solos, contamos sólo si nos adherimos a él; lo decisivo no es, pues, nuestra obediencia a la ley, sino más bien nuestra fe en él. Aunque el conjunto de deberes es, en el fondo, poco amplio, nos resulta muy pesado: la norma, dada nuestra debilidad, acaba por transformarse en denuncia de nuestros fallos. Esta miseria ontológica y ética se salva únicamente en el vínculo de comunión con Cristo: en la fusión de nuestra frágil vida con la suya infinita. Es una perspectiva que forzosamente se presenta como desatinadamente imposible si consideramos la distancia que nos separa de él, pero que queda totalmente al alcance nuestro por gracia del inmenso amor que nos tiene. San Pablo se abandona a un momento de alborozo extático pensando que Cristo vive en cada uno de los fieles (Gal 2, 16-21) s:

San Pablo (17) Si procurando ser justificados en Cristo, resulta que también nosotros somos pecadores, ¿será que Cristo es servidor del pecado? ^ ¡Ni pensarlo! (18) Porque, si lo que antes derribé lo edifico 59 de nuevo, me muestro a mí mismo transgresor 60. (19) Pues yo por la ley moría a la ley61, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado62. (20) Y ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí 63 . Y respecto del vivir ahora en carne, vivo en la fe M del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí. (21) No anulo la gracia de Dios; pues si por la ley viene la justificación, entonces Cristo murió en vano 65 . La asimilación a Cristo, que no suprime la autonomía individual sino que potencia al infinito la vida de cada cual, se despliega sobre todo con una renovación sustancial, que consiste en la reconciliación de todo el género humano con Dios mediante la expiación de los pecados operada por Cristo. San Pablo observa un proceso de purificación que se efectúa con la eliminación de las escorias contaminantes del pecado, que corrompen a la humanidad manteniéndola separada de Dios. Es un salto cualitativo que siente acontecer en sí y en torno a sí: es el hombre nuevo que siempre han soñado todos los revolucionarios y que sólo Cristo ha logrado crear. Pablo comunica a los cristianos de Corinto (2Cor 5, 15-19) a su exultante descubrimiento: Cristo es quien renueva y reconcilia.

(16) Pero sabiendo que el hombre no se justifica por las obras de la ley54, sino por la fe en Jesucristo55, nosotros también hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe en Cristo y no por las obras de la ley56, ya que por las obras de la ley nadie será justificado57.

(15) Y por todos murió, para que los que viven no vivan ya67 para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió y fue resucitado68. (16) Así que nosotros, desde ahora en adelante, a nadie conocemos por su condición puramente humana 69; y aunque hubiéramos conocido a Cristo por su condición puramente humana, ya no lo conocemos así ahora70. (17) De modo que si alguno está en Cristo, es una criatura nueva71. Lo viejo pasó. Ha empezado lo nuevo. (18) Y todo 72 proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo 73 y nos confirió el servicio de la reconciliación74, (19) como75 que Dios es quien en

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I. El anuncio de Cristo

San Pablo

Cristo estaba reconciliando consigo el mundo, no imputando 76 a los hombres 77 sus faltas, y quien puso en nosotros el mensaje de la reconciliación 7S:

partes como heraldo intrépido. Ahora languidece en una prisión que amenaza parar en un desenlace fatal; pero no teme: tiene plena confianza en aquel en quien siempre ha creído; no duda en poner € n juego la vida por aquel que se ha convertido en su motivo de vivir. Hacer frente a la muerte por fidelidad al vencedor de la muerte no le parece una mala inversión; en realidad, Cristo sabrá recompensar con magnanimidad real los méritos de sus fieles (2Tim 1, 8-12)":

Si los apóstoles son los ministros de la reconciliación, el verdadero artífice es evidentemente Cristo, el cual, ofreciéndose en sacrificio a sí mismo, presentó al Padre un rescate infinito que anuló los vanos sacrificios de animales que la ley mosaica mandaba inmolar en el templo. La repetición regular de estos sacrificios expiatorias ya denunciaba su ineficacia sustancial: su efecto se agotaba en el acto. En cambio, el sacrificio de Cristo, con su omnipotente eficacia, destruyó el pecado para siempre; Cristo fue el pontífice eterno y la víctima definitiva (Heb 9, 24-28) 79 :

(24) Pues no entró Cristo en un santuario de hechura humana, imagen del auténtico, sino en el propio cielo para aparecer ahora en la presencia de Dios en favor nuestro 80. (25) Ni tiene que ofrecerse muchas veces, como el sumo sacerdote, que entra, año tras año, en el santísimo con sangre ajena 81; (26) pues, en tal caso, habría tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo 82. Pero, en realidad, ha sido ahora, al final de los tiempos 83, cuando se ha manifestado de una vez para siempre, a fin de abolir M el pecado con su propio sacrificio. (27) Y así como para los hombres está establecido el morir una sola vez 85, y, tras de esto, el juicio, (28) así también Cristo, ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos los hombres 86, aparecerá por segunda vez, sin relación ya con el pecado, a los que le aguardan, para darles la salvación 87.

(8) No te avergüences, pues, del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero 89; antes por el contrario, comparte conmigo los sufrimientos por la causa del evangelio apoyado en la fuerza de Dios 90 , (9) quien nos salvó y nos llamó 91 a una vocación santa 92, no según nuestras obras sino según su propio designio y gracia93, que se nos dio en Cristo Jesús desde la eternidad94, (10) pero que se ha manifestado ahora en la aparición 95 de nuestro Salvador, Cristo Jesús. Él ha destruido la muerte, y ha hecho aparecer, por el evangelio96, la vida y la incorrupción. (11) De este evangelio he sido yo constituido heraldo 97, apóstol y maestro. (12) Y por esta causa sufro 98 también todo esto. Pero no me avergüenzo, porque sé perfectamente de quién me he fiado, y estoy seguro del poder que tiene para guardar hasta aquel día el depósito que se me confió 99.

El rescate del pecado fue una purificación, pero fue también una liberación y, sobre todo, un don de vida inmortal: Cristo nos dio estos dones por su desinteresada bondad, sin que nosotros pudiéramos aportar ninguna contribución de nuestra parte. A este amor magnánimo, san Pablo responde con la generosidad de su testimonio: Cristo lo ha salvado y él difunde su mensaje por todas

La munificencia del premio que san Pablo espera de Cristo es tanto más segura y espléndida por cuanto él tiene el poder infinito que es propio del creador. Cristo emerge por encima del universo entero con su trascendencia soberana, que presupone la total divinidad de su naturaleza. Pero su preeminencia no es alejamiento o desdén; el abismo ontológico que lo separa de nosotros lo llena él con la inmensidad de un amor que lo empujó al sacrificio de la cruz para rescatar y reconciliar en sí mismo todos los seres del mundo. Pablo grita su fe a los colosenses 10°, que se habían dejado inquietar por especulaciones de origen judío que confundían a Cristo entre la maraña de las jerarquías angélicas: Cristo es el primero de todos (Col 1, 15-20):

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I. El anuncio de Cristo

San Pablo

(15) Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura 1M, (16) porque en él 102 fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, ya tronos, ya dominaciones, ya principados, ya potestades 103: todas las cosas fueron creadas m por medio de él y con miras a él10S; (17) y él es ante todo m, y todas las cosas tienen en él su consistencia 107. (18) Y él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia I08; él es el principio 109, el primogénito de entre los muertos no , para que así él tenga primacía en todo: (19) pues en él tuvo a bien residir toda la plenitud m , (20) y por él reconciliar todas las cosas m consigo m , pacificando por la sangre de su cruz (por él), ya las cosas de sobre la tierra, ya las cosas que están en los cielos 114.

la cual nos dotó en el amado u9 . (7) En él tenemos la redención por medio de su sangre, el perdón de los pecados según la riqueza de su gracia 12°, (8) que ha prodigado con nosotros en toda sapiencia y prudencia m , (9) dándonos a conocer el misterio de su voluntad 122, según el benévolo designio que se había formado de antemano (10) referente a la economía de la plenitud de los tiempos m: recapitular todas las cosas en Cristo m, las que están en los cielos y las que están en la tierra 125.

Cristo redentor del hombre y del universo, que muere para elevarnos — a pesar y de acuerdo con nuestra pobre naturaleza — a su misma dignidad de hijos de Dios, que nos revela los deslumbrantes tesoros de la bondad divina, que constituye el centro al que todo tiende, en quien todo se ordena, en quien todo encuentra su unidad y su sentido, es la majestuosa perspectiva sobre la que Pablo fija su mirada. A través de un estilo áspero y laborioso — consecuencia natural de un pensamiento que, por primera vez en la historia, se adentra en horizontes de inaudita profundidad — transparenta, pese a que un control varonil lo atempera, el estupor y el entusiasmo de una intuición que embiste directamente a nuestras personas. No se trata de problemas abstractos y especulativos más o menos alejados de la vida concreta, sino de realidades que determinan de manera sustancial nuestro destino. El descubrimiento de Cristo es ante todo descubrimiento de nosotros mismos: no es una noción, es la conciencia de nuestra vocación y de la humana vivendi conditio. Pablo comunica a los fieles de Éfeso m su luminosa certeza: Cristo es el fulcro del universo (Ef 1, 5-10):

(5) Nos había predestinado a ser hijos adoptivos en él por medio de Jesucristo " 7 según el beneplácito de su voluntad " 8 , (6) para alabanza de la gloria de su gracia, de 60

De este Cristo en quien se recapitula todo el universo, Pablo bosqueja, en un escorzo esencial, la misteriosa tragedia: desde su gloria divina, que le competía por derecho de naturaleza, se humilló hasta la ignominia de la cruz y desde este abismo vergonzoso se elevó hasta el fulgor de su grandeza infinita. Fue una aventura que dictó un amor tan desbordante que el hombre, que es también su beneficiario, no logra darse plena cuenta de ella: su razón se torna obtusa y sólo la fe lo transporta a una realidad que lo trasciende totalmente. De este drama máximo de la historia, Pablo dibuja a los filipenses126 el esquema sustancial, presentando a Cristo como un Dios crucificado y adorado por todo el universo (Flp 2, 5-11):

(5) Tener entre vosotros el mismo modo de pensar que tuvo Cristo Jesús 127: (6) el cual, subsistiendo en forma de Dios no hizo alarde de ser igual a Dios m, (7) sino que se despojó a sí mismo 129 tomando condición de esclavo 130, haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose en el porte exterior como hombre 131, (8) se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz 132. (9) Por lo cual133 Dios a su vez lo exaltó, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre m, (10) para que, en el nombre de Jesús, toda rodilla se doble 135 en el cielo, en la tierra y en los abismos 136; (11) y toda lengua confiese 137 que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre 138.

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I.

El anuncio de Cristo

Después de la sublime manifestación de sacrificio y grandeza que nos da Cristo, no le quedaba al hombre sino pronunciar su respuesta, y san Pablo lo hace, en nombre de todos los fieles, proclamando su fe indeclinable y su amor invencible. Cristo, después de haber muerto por nosotros, permanece todavía a nuestro lado en una constante obra de defensa e intercesión. No se separa nunca de nosotros, por lo que resulta lógico que tampoco nosotros permitamos que ningún enemigo o ninguna dificultad nos separe de su lado. San Pablo reúne a los romanos139 consigo en un desafío consciente y definitivo. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 31-39):

(31) ¿Qué diremos, pues, a esto? 140 Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? 141 (32) El que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó 142, ¿cómo no nos dará gratuitamente también todas las cosas con él? (33) ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica 144. (34) ¿Q uién podrá condenarlos? Cristo (Jesús), el que muno, mejor aún, el resucitado, es también el que está a la diestra de Dios, el que además aboga 145 en favor nuestro. (35) ¿Q uién podrá separarnos del amor de Cristo? m ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? 4 (36) Conforme está escrito: Por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, fuimos considerados como ovejas para el matadero 148. (37) Sin embargo, en todas estas cosas vencemos plenamente 149 por medio de aquel que nos amó. (38) Pues estoy firmemente convencido de que ni muerte ni vida I5°, ni ángeles ni principados 151, ni lo presente ni lo futuro ,52, ni potestades 153, (39) ni altura m profundidad 154, ni ninguna otra cosa creada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.

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II CRISTO EN LA TRINIDAD

Ya en la primera generación cristiana Cristo aparecía a sus fieles como Dios y éstos no tuvieron ni la más mínima duda acerca de que su existencia superaba infinitamente los límites de su vida terrena: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por siempre» (Heb 13, 8): el tiempo queda traspasado en ambas direcciones hasta que pierde sus límites en la eternidad. La encarnación se revela pronto como un período cronológicamente exiguo dentro de la permanencia perpetua del Hijo de Dios. San Pablo — que era apenas más joven que Jesús, se convirtió seis años después de la crucifixión, inició su primer gran viaje misionero diez o doce años después, escribió su primera carta a veinte años de distancia— nunca demuestra ni dudas ni cambios: para él Jesús, su coetáneo, está unido por una indisoluble unidad personal con el Verbo divino, que en el seno de la Trinidad preexistía a los siglos. Cristo no fue deificado como sucedía con los emperadores romanos, no fue elevado por el mito al Olimpo: a la apoteosis se oponían el quisquilloso monoteísmo hebraico, el oprobio del Calvario, la escasez de tiempo que no permitía reelaboraciones fantásticas. Desde el primer momento del que tenemos noticia documental y, ciertamente, desde el comienzo, desde la visión de Damasco (año 36), para Pablo Cristo es el primero, 63

II. Cristo en Ja Trinidad el máximo, el único, el mediador, el redentor, el salvador, el rey del mundo, el centro del universo, el Señor Dios. En aquel compatriota suyo, que no conoció pero que bien podría haber encontrado por las calles y ciudades de Palestina, Pablo descubrió inmediatamente dimensiones infinitas; era, ciertamente, hombre de carne y hueso, pero era también, con toda certeza, Hijo de Dios, coeterno con el Padre y con el creador de los cielos y la tierra. Pablo veía así a Cristo, y no nos consta que nunca nadie le objetara algo por ello; tuvo desavenencias con otros miembros de la Iglesia, pero nunca acerca de problemas de esta índole: en este punto el acuerdo era unánime y perfecta la identidad de opinión. Esta concepción de un Cristo preexistente y anterior a los siglos no era, pues, adventicia en el patrimonio conceptual cristiano, como tampoco marginal ni vagamente nebulosa: era central y esencial. Era discriminante: para ser cristiano, era necesario aceptarla de lleno; cualquier restricción al respecto habría llevado a la herejía y, en consecuencia, a la expulsión. Habida cuenta de la absoluta preeminencia de esta doctrina y de su carácter de eje sustentador de la fe, era natural que sobre ella dirigieran su más vivo interés las mentes más especulativas en una sucesión ininterrumpida de esfuerzos comprensivos e ilustrativos. La ortodoxia, a diferencia de la herejía, estableció inmediatamente la realidad del misterio insondable, pero el sentido de la impenetrabilidad no actuó nunca como un freno a la indagación. La certidumbre de no poder alcanzar la meta final no descorazonó para nada los intentos de acercarse a ella, aunque fuera tan sólo un poco. Es a un tiempo conmovedora y entusiasmante esta constante batalla por comprender lo incomprensible y por expresar lo inefable. Los cristianos no se sintieron nunca autorizados a desistir en la aspiración a conocer, ensimis64

Cristo en la Trinidad mandóse en una fe que fuera un ciego abandono desde el primer momento. Tuvieron clara intuición de que la fe exige la inteligencia hasta donde ésta puede adentrarse y sintieron que la profundización conceptual era también una forma de culto: la verdad se dirigía también a los hombres para que la acogieran conscientemente. Un fideísmo acrítico hubiera supuesto un escaso aprecio del hombre y de Dios. Pero, cuestiones de dignidad personal aparte, existían otras razones de oportunidad pastoral: lucidez de ideas y precisión de enunciados eran cosas necesarias para difundir y defender genuinamente el mensaje evangélico. No podían conservarse los fieles ni ganarse neófitos sin la clara presentación de una divinidad que tuviera una fisionomía suficientemente caracterizada. Todo esto indujo a los cristianos a un continuo retorno al tema de Cristo en su preexistencia trinitaria fuera del tiempo. Si en Jesús estaba hipostáticamente unido el Hijo de Dios, ¿en qué relación estaba con el Padre? Eran perspectivas que se abrían a espacios indefinidos. No carece de animosa fascinación la empresa de seguir la marcha asidua, de época en época, hacia una comprensión cada vez más segura y una expresión siempre más idónea de verdades tan extrañas a nuestra experiencia y superiores a nuestras fuerzas mentales como son las concernientes a la vida íntima trinitaria. Asistimos a un lento pero progresivo esclarecimiento de las interpretaciones, a la traducción de intuiciones en ideas, a su coordinación de un modo cada vez más orgánicamente sistemático, a su cristalización en fórmulas cada vez más claras y persuasivas. Ha sido una de las más grandes empresas culturales que la historia reconoce en todo su transcurso: la escalada del entendimiento humano hacia la naturaleza divina trascendente manifestó tesoros de genialidad y fervor. A través de los pasajes que siguen se ha intentado ofre65

II. Cristo en la Trinidad

Novaciano

cer una panorámica esencial de los momentos más significativos de esta ascensión, de las personalidades que se empeñaron en ella, de los caminos que se siguieron, de las cimas que fueron conquistadas, de las caídas y extravíos que acontecieron. La severa limitación de espacio ha impuesto una dura selección, ya sea en cuanto al número de temas ya sea por lo que se refiere a la diversidad de las voces, aunque pensamos que esta reseña ha de ser suficiente para descubrir horizontes quizás apenas entrevistos, para hacer sonar tonos de voz en buena parte nuevos y para inspirar un sentimiento de tremenda solidez, que tantos nostálgicamente añoran.

hay que mencionar a dos personas, Dios y su Verbo, el Padre y el Hijo del Padre 8. De hecho, también la raíz y el arbusto son igualmente dos cosas, pero están unidas, y la fuente y el río son dos objetos 9, pero indivisos, y el sol y el rayo son dos aspectos de lo mismo que están conexos. (7) Todo cuanto procede de algo debe necesariamente ser segundo respecto de aquello de que procede, sin que por ello esté separado 10. Pero donde hay un segundo, es que hay dos y donde hay un tercero es que son tres. Tercero es en realidad el Espíritu que proviene de Dios y del Hijo, como tercero a partir de la raíz es el fruto que deriva del arbusto, tercero a partir de la fuente es el canal que deriva del río y tercero a partir del sol es la punta u en que termina el rayo. Nada, sin embargo, se aliena de su matriz, de donde toma sus propiedades. Igualmente la Trinidad n, descendiendo del Padre a través de una serie de grados entrelazados y conjuntos 13, no perturba en modo alguno la unidad de Dios 14 y conserva la condición de la procesión 15.

Tertuliano, en Adversus Vraxeam, escrito entre el 213 y el 217, nos ofrece el primer planteo claro del misterio trinitario y del lugar que ocupa en él el Hijo. El pasaje citado, tomado del cap. 8 (ed. Ae. Kroymann, CSEL XLVII, 1906, p. 238, 18-239, 12) destaca por su voluntarioso esfuerzo de imaginación y por el vigor del estilo. Su objetivo es mostrar —dentro de la línea de la más pura ortodoxia— que entre el Padre y el Hijo vige identidad de naturaleza y distinción de personas:

(5) Dios produjo el Verbo', como nos enseña también el Paráclito2, del mismo modo que la raíz produce el arbusto, la fuente el río y el sol sus rayos 3. De hecho, también estos objetos 4 son producciones 5 de aquellas substancias de que proceden. No tendría duda alguna en declarar al Hijo arbusto de la raíz, río de la fuente y rayo del sol, porque todo origen6 es padre y todo cuanto es producido por el origen es progenie y mucho más lo es el Verbo de Dios, que ha recibido también en sentido propio 7 el nombre de Hijo. Y, no obstante, no se distingue el arbusto de la raíz ni el río de la fuente ni el rayo del sol, como tampoco el Verbo de Dios. (6) Por consiguiente, partiendo del esquema conceptual de estos ejemplos, proclamo que 66

No obstante la precisa afirmación de que las tres personas, por tener una misma naturaleza constituían un solo Dios, a muchos espíritus menos lúcidos y más temerosos el fantasma del triteísmo les originaba una inquietud invencible. Surgió así muy pronto el modalismo que resolvió el dilema trinidad-unidad suprimiendo simplemente el primer término detrás de la frágil pantalla de apariencias mudables intermitentes de la única persona. Era una burda racionalización del misterio, un rechazo categórico de innumerables afirmaciones de Jesús y un golpe al corazón de la fe cristiana. La reacción fue, por consiguiente, vigorosísima. Novaciano, en el De Trimtate (ed. G.F. Diercks, CC, Ser. Lat. IV, 1972, p. 63, 1 - 64, 23), hacia el 250, desmanteló estas desfiguraciones con un estilo claro, seguro, incisivo. El párrafo que sigue (cap. 27, 1-5) es un comentario agudo y sutil de un pasaje evangélico que los sabelianos utilizaban en defensa de sus tesis. La refutación evidencia seguridad de ideas y desenvoltura dialéctica:

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II. Cristo en la Trinidad

Eusebio de Cesárea

(1) Pero porque a menudo nos hieren con aquel pasaje famoso en que está dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa» 16, también en esto les venceremos con la misma facilidad. (2) Si de hecho, como creen los herejes, Cristo hubiese sido " el Padre, habría sido necesario decir: «Yo, el Padre, soy uno solo.» Pero cuando dice «yo» y luego introduce «el Padre» diciendo «yo y el Padre», separa y distingue la individualidad de su persona, esto es, del Hijo, de la esencia generadora del Padre, y no solamente tomando en consideración la pronunciación del nombre, sino también teniendo en cuenta el modo como coloca los grandes personajes que anteceden 18, porque podría haber dicho «yo el Padre», si hubiera tenido la idea de decir que era el Padre. (3) Y puesto que dijo «una sola cosa», los herejes perciben que no dijo «uno solo». De hecho, «una sola cosa», en neutro, indica la concordia de la conexión, no la unidad de la persona. Se dice realmente que es «una sola cosa» y no «uno solo», porque no viene referido al número sino que se anuncia en relación a la conexión con el otro. (4) Por último añade la palabra «somos», no «soy» 19, para mostrar mediante el hecho de que dijo «somos» y «Padre», que las personas son dos. Decir luego «una sola cosa» concierne a la concordia y a la identidad de parecer y se refiere justamente a la conexión que da el amor, de modo que, mediante la concordia, el amor y el afecto, el Padre y el Hijo resultan con plena razón una sola cosa 20. Y porque procede del Padre, sea lo que fuere lo que esta expresión quiera decir21, es Hijo, salvando con todo la distinción por la que el Padre no es el Hijo, porque tampoco el Hijo es lo mismo que el Padre 22 . Y no habría añadido «somos», si hubiera pensado ser desde el origen un PadreHijo único y solo.

El sabelianismo, con su sustancial negación de la Trinidad, inspiró a la Iglesia una aversión furibunda, que se expresó siempre a través de un renovado repudio a lo largo de varios siglos. Eusebio de Cesárea olfateó huellas de sabelianismo en Marcelo de Ancira 23 y lo atacó con su compacto Contra Marcellum, escrito en el 336-337, del que damos I, 1, 13-17 (ed. E. Klostermann - G.Chr. Hansen, GCS: Eusebias Werke, vol. IV, 1972, p. 3, 3 4 - 4 , 28). El celo de Eusebio, aunque ciertamente movido por el amor a la verdad, no deja de estar motivado también por antagonismos personales y de partido:

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(13) ¿Cuál es la verdadera doctrina de la que habla san Pablo sino aquella que enseña a reconocer a Dios como Padre y que nos manda admitir al Hijo de Dios y buscar apasionadamente la participación con el Espíritu Santo? Podemos considerar todo esto como los signos con que sólo los cristianos pueden ser reconocidos; de esta manera se distingue la santa Iglesia de Dios de la impostura judaica. (14) Como de hecho el judaismo rechazaba el error politeísta y pagano con la confesión de un solo Dios, así también el excelente conocimiento del Hijo que posee la Iglesia nos ha otorgado algo superior y de mayor importancia 24, enseñándonos a reconocer al mismo Dios como Padre del Hijo unigénito, que es el Hijo realmente existente, viviente y subsistente25. «Porque como el Padre posee vida por sí mismo, así también dio al Hijo el poseerla por sí mismo» 26, decía y enseñaba en persona el Unigénito de Dios: (15) el Padre es por tanto verdaderamente Padre (y no exige este título solamente de palabra, ni tampoco es que posea una denominación falsa, sino que es en realidad y con los hechos Padre de un Hijo unigénito) y el Hijo verdaderamente Hijo 27. Pero quien entiende que el Hijo es solamente una palabra desnuda28, y da testimonio de que es sólo palabra e insiste en esta expresión afirmando que no era nada sino palabra que permanecía dentro 29 mien69

II. Cristo en la Trinidad tras el Padre estaba en reposo, pero que obró en cambio cuando creó el mundo, de igual modo como sucede con los hombres en quienes la palabra descansa cuando callan y actúan, al contrario, cuando hablan, este tal se pone evidentemente de acuerdo con la manera de pensar judaica y humana y niega a aquel que es auténticamente Hijo de Dios. (16) Si uno preguntase a un judío si Dios tiene alguna palabra, éste respondería que la tiene sin duda alguna, desde el momento que todo judío admite que Dios tiene muchas palabras 30. Pero si se le preguntara si también tiene un Hijo, el judío no lo admitiría. (17) Si, no un judío, sino un obispo31 introdujera esta opinión concediendo que aquella sola palabra32 está unida a Dios y es eterna e ingénita33 y que es una única y misma cosa con Dios, aunque se la denomine con los diversos apelativos de Padre y de Hijo, pero que en la sustancia y en la hipóstasis es una sola cosa, ¿cómo no habría de quedar claro que éste se ha revestido de Sabelio, pero que se ha apartado del conocimiento y de la gracia que se hallan en Cristo? 34 Mientras el sabelianismo sofocaba la Trinidad comprimiéndola en la unidad, el arrianismo la laceraba desarticulándola en una escala descendente, en la cual sólo el primer escalón se hallaba en real posesión de la divinidad. Ambos se preocuparon del monoteísmo y lo realizaban en la estrecha y superficial pobreza de un sistema filosófico. La desbordante intensidad de vida íntima que un san Gregorio de Nacianzo en oriente y un san Agustín en occidente contemplaron desarrollada en la relación dinámica entre las personas divinas se apagaba en el arrianismo en una pálida jerarquía de fuerte olor burocrático, de ningún modo mejor que el transformismo, algo farsante, que tanto gustaba a los sabelianos. El arrianismo fue un movimiento dotado de extraordinaria fuerza expansiva y de un impetuoso poder rompedor que durante todo el siglo iv descompuso a la Iglesia, sobre todo oriental, provocando catástrofes y rumas sin número M. Para comprender este importante fenómeno histórico es necesario conocer su fundamento ideológico. Ofrece-

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Alejandro de Alejandría nios, en consecuencia, el manifiesto del arrianismo tal como fue redactado, por primera vez en la historia, hacia el 320 por Alejandro, obispo de Alejandría, en la Encíclica a todos los obispos católicos § 3 (ed. H.G. Opitz, vol. 3, p. 6s, y MG XVIII, 573):

Dios no fue siempre Padre, sino que existió un tiempo en que Dios no era el Padre 36 . El Verbo de Dios no existió siempre, sino que fue hecho de la nada. De hecho el Dios que posee el ser como propio hizo a aquel que no lo posee de aquello que no lo posee (ó yáp &v ©eó? TÓV (xí) OVTOC éx TOÜ p¡ OVTO? 7re7tohjxs)37, por esto existió un tiempo en que él no existía (^v UOTS 6TS OÚX -íjv)3S. El Hijo es, por consiguiente, una cosa creada y hecha y no es semejante al Padre según la sustancia y no es el verdadero y natural Verbo del Padre y, todavía menos, su auténtica Sabiduría39, sino que es una de las cosas hechas y producidas. Sólo impropiamente se le llama Verbo y Sabiduría desde el momento en que fue hecho por el auténtico Verbo de Dios y por la Sabiduría que reside en Dios, según la cual Dios hizo todas las cosas, incluido el Verbo. Por esto por su propia naturaleza es mudable (treptos) y cambiante40, como lo son todos los seres racionales. El Verbo es extraño, ajeno a la sustancia de Dios, y excluido de ella. El Padre es para el Hijo un misterio indescifrable, ya que el Verbo no conoce al Padre de manera perfecta y precisa, ni puede verlo de modo perfecto41. En realidad, el Hijo no conoce siquiera su propia sustancia como realmente es, porque ha sido hecho para nosotros, queriendo Dios crearnos por medio de él como por medio de un instrumento. No habría existido si Dios no hubiera querido crearlo. A la pregunta de si el Verbo de Dios podía cambiar como cambió el diablo, los arríanos tuvieron el coraje de responder afirmativamente, por cuanto, siendo hecho y creado, es de naturaleza sujeta a mutación (trepes)*2. 71

II.

Cristo en la Trinidad

Después de esta proclama del arrianismo, que presenta en lúcida síntesis las tesis más importantes, es útil observar el espíritu y la técnica con que estas tesis calaban en la demostración analítica y en la propaganda corriente. La habilidad dialéctica que mostraban sus adeptos y el fervor de que estaban animados eran los principales componentes del éxito que arrastraban. Pero su argumentación, aunque superficialmente brillante, no resistía el examen que podía llevar a cabo una mente lúcida y aguda. Eran páginas hermosas, pero sin solidez de fondo; la lógica era demasiado vistosa y excesivamente complacida para ser robusta. Como ejemplo, en el ámbito latino, puede servir el De generatione divina, que Cándido, amigo del célebre retórico C. Mario Victorino, le dirigió hacia el 355: algunos trozos (ed. P. Henry-P. Hadot, CSEL LXXXIII, 1971, p. 1-14, como introducción a las obras teológicas de Mario Victorino) pueden servir de suficiente ilustración:

(§ 1 p 1, 4-10) Toda generación... es una especie de mutación 4 \ Pero es inmutable toda esencia divina, es decir, Dios; Dios precisamente por ser Padre se halla en todo y de todo es la causa primera. Si, por tanto, Dios es un ser intransformable e inmutable y, además, aquello que es intransformable e inmutable no es engendrado y no engendra nada, estando pues así las cosas, Dios es ingénito.

Cándido rninuye, si da parte**. Pero Dios permanece siempre igual. Por tanto, no genera... (§ 4-9) Después de un largo desarrollo, en que quiere demostrar que todo tipo de generación implica transformación, concluye un único razonamiento (§ 7 p. 8, 2-3) afirmando:

La generación por parte de Dios no acontece sin transformación. Si esto es, por otra parte, incongruente con Dios, no acontece ninguna generación de Dios... (§ 10 p. 12, 1-5) ¿Qué puede deducirse y concluirse de todas estas consideraciones...? Que el Hijo de Dios, que es el Verbo que está junto a Dios45, Jesucristo... (puesto que no proviene) por generación de Dios, sino por producción de Dios, es la primera y originaria obra de Dios... (§ 10 p. 12, 13-27) Dios lo llamó Hijo y Unigénito porque hizo sus obras:

entonces Dios es intransformable e inmutable. Si, además, Dios se identifica con estos atributos, Dios tampoco genera. Generar o ser generado constituyen, de hecho, una especie de mutación y transformación. Se añade que generar es dar algo a lo que ha nacido, o todo o una parte. Aquel que genera alguna cosa, o perece, si da todo, o dis-

Jesús es aquel que hizo las cosas que son a partir de las que no son... 46 (Jesús) no actúa ni por propia iniciativa ni por propia voluntad, sino que quiere las mismas cosas que quiere el Padre y, aunque posee voluntad, dice no obstante: «Sin embargo, no sea como yo quiero, sino como tú» 47. Y no conoce muchas cosas que están en la voluntad del Padre, como por ejemplo el día del juicio 48. Éste es pasible, aquél es impasible; aquél es quien lo mandó, éste el que fue mandado, y se puede continuar en este tono con relación a su encarnación, su muerte, su resurrección de los muertos, hechos todos que acontecieron al Hijo: esto no conviene al Padre, pero conviene a su obra, dado que es una obra plasmada en una sustancia que acoge propiedades diversas y aun contrarias... (§ 11 p. 13, 8-22) Nadie reciba, pues, como una afir-

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Y prosigue diciendo que, así como no había nada antes de Dios, Dios es ingénito, estribillo que repite a cada miembro del razonamiento... (§ 3 p. 4, 26 - 5, 37) Dios es ingénito, por tanto sin principio y sin fin, por esto es infinito, pero si es infinito

II. Cristo en la Trinidad

Eusebio de Cesárea

marión desagradable que Jesús es obra de Dios, perfecta desde todo punto de vista, Dios por virtud de Dios 49 , espíritu por encima de todos los espíritus, unigénito por producción, hijo por potencia 50, hecho de sustancia, pero no de la sustancia51. De hecho Jesús es cada sustancia y la primera sustancia, cada actividad, cada logos, principio y fin; es principio y fin de las cosas que han sido hechas; es principio primero o causa primera, garantía y autor, comprensión y plenitud de todas las cosas que existen, de las corpóreas y de las incorpóreas... nuestro salvador, perfeccionamiento de todos52, como siervo para nuestra salvación, como señor después para castigo de pecadores e impíos, y también gloria y corona de justos y santos.

bien en el hacer, si hay movimiento en el ejecutar. Ejecutar es precisamente hacer y lo mismo es hacer que ejecutar57. Así como ambos subsisten en el movimiento, se sigue por necesidad una mutación, lo cual es algo impropio58 de Dios, tal como se ha afirmado. Es preciso por tanto admitir o que hacer no es movimiento 59 o que no todo movimiento es mutación. Pero hacer es movimiento y Dios hizo según un movimiento, pero no le acontece absolutamente la mutación. Si no todo movimiento es mutación, ¿qué es mejor escoger, por lo que concierne a Jesús, que existe por vía de generación o por vía de hechura? * En base a la inteligencia divina, que exista por vía de generación.

A la apología del arrianismo, que dirigió a Mario Victorino su amigo Cándido, replicó aquél con una eficaz refutación en la que rechazó las posturas adversarias. Teniendo en cuenta el tema que se le había propuesto, limitó su pequeño tratado (Ad Candidum Arrianum) a la generación del Verbo divino. De esta ágil y vigorosa réplica, entresacamos el § 30 (ed. P. Henry - P. Hadot, CSEL LXXXIII, p. 45, 1-21):

He aquí ahora, Cándido amigo, cuanto queda por decir : si Jesús es hijo, es hijo por generación; si además la generación es movimiento y el movimiento es mutación, y por otro lado es imposible admitir y delictivo afirmar que haya mutación en Dios, se sigue por necesidad que nada es generable de Dios mediante generación: Jesús no es, por tanto, Hijo proveniente de Dios mediante generación . Hábil verdaderamente la secuencia con la que llevas a engaño, querido Cándido; pero, ¿a quién llevas a engaño? 5 ¿Quizá a ti mismo? Ciertamente sobre todo a ti. Dices, realmente, que «Dios hizo a Jesús». ¿Qué consecuencias derivan? ¿Hacer no es acaso movimiento? Lo mismo que ejecutar 56. Por tanto, existe una mutación tam74

Junto a las posturas radicales del arrianismo pululaban otras diversamente moderadas, las cuales, influidas por la profunda religiosidad popular que de forma intuitiva veía a Dios en Cristo, intentaban suavizar las denegaciones de las interpretaciones más intransigentes con elásticas admisiones parciales. De esta dúctil técnica de dar a entender más de lo que se dice, de entrelazar en un discurso confuso difícilmente analizable concesiones y reservas, de esconder detrás de una fachada luminosa sombras que no se desea confesar a los demás y en cierto modo ni siquiera a uno mismo, tenemos un ejemplo ilustrativo en Eusebio de Cesárea, del que ofrecemos algunos párrafos tomados del De laudibus Constantini, panegírico pronunciado al celebrar el trigésimo aniversario de la subida al trono imperial de Constantino, en el 335 (ed. LA. Heikel, GCS: Eusebius Werke, vol. I, 1902). Eusebio, gran historiador y mediocre teólogo, rechazó el homousios por temor al sabelianismo; habló del Hijo como de un segundo Dios y del Espíritu Santo como de un tercero, por temor a comprometer la unidad de Dios; fue subordinacionista como los arríanos, pero rechazó su idea de que Cristo procediera de la nada y tendió a considerarlo como eternamente generado por el Padre... Su fluctuante oscilación trinitaria era directamente proporcional a su considerable erudición histórica:

(Cap. 1 p. 198, 26-29) El Verbo tiene la gloria de ocupar el primer puesto en el dominio del universo y el 75

II. Cristo en la Trinidad segundo en el reino del Padre 61, por cuanto es la luz que trasciende el universo y que rodea jubilosamente al Padre; se coloca en medio 62 y separa la naturaleza que pensamos sin principio y sin generación (ingénita) de la substancia de las cosas creadas... (Cap. 3 p. 202, 1-2) (De todos los coros angélicos y espirituales que guían y orientan el mundo) es señor 63 el Verbo real como un prefecto (hyparkhos) M del gran rey... (Cap. 4 p. 202, 31-34) (El Verbo ha sido el único que nos ha explicado la sustancia invisible e incorpórea del Padre), el Verbo de Dios, que penetra todas las cosas, que es padre de la sustancia racional e intelectual propia del hombre 65, que es el único que está vinculado (exemmenos) 66 con la divinidad del Padre, que nutre 67 a sus descendientes con cuanto emana del Padre. (De quien derivan todos los dones de que gozan los hombres)... (Cap. 11 p. 227, 5-9) Debemos admirar con inmenso estupor al Verbo invisible —el cual formó y embelleció el mundo y es el unigénito de Dios — que el creador del uníverso — que está más allá y enormemente por encima de toda sustancia 68 —, después de haberlo engendrado de sí mismo, estableció como conductor y guía de este mundo... 69 (E inmediatamente, en la p. 227, 15-20, prosigue:) (Y puesto que las naturalezas creadas no podían alcanzar a Dios, de quien les separa una distancia infinita), justamente, aquel que es la bondad integral y Dios del universo interpuso, en aquel que podemos denominar espacio in- ¡ termedio, el divino y omnipresente vigor de su Verbo uni- i génito. Éste mantiene con el Padre una relación que no puede ser más precisa e íntima y, estando en él, tiene la ventaja de conocer todos sus secretos 70; sin embargo, por su bondad suma se humilla y de algún modo se adecúa a aquellos que permanecen alejados de la cima suprema 71.

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San Hilario de Poitiers Después del ondulante Eusebio, que buscó siempre los favores imperiales, el intransigente e inflexible Hilario de Poitiers, que desafió las iras imperiales por su indómito amor a la ortodoxia. El estilo, que en otras ocasiones es a menudo duro y pesado, en el párrafo que sigue (De Trinitate, II, 11; ed. I. Vizzini, en Bibliotheca SS. Patrum, ser. V, 1903; p. 107-108: compuesto entre el 356 y el 359) se vuelve muy incisivo; no es ya una exposición, es un epígrafe: el lenguaje a menudo es elíptico para dejar en primer plano los sustantivos que expresan la realidad. Son como puntos álgidos que escanden el ritmo de la marcha hacia la conquista de la verdad. La suma concisión, al tiempo que ayuda al pensamiento al evitarle la broza opaca, lo estimula a captar relaciones concisamente aludidas:

Es Hijo de aquel Padre que es el ser por excelencia 72, Unigénito del Ingénito, descendiente de un progenitor, viviente de un viviente. Como el Padre tenía vida en sí mismo, así al Hijo le fue dada la vida en sí mismo 73. Perfecto de un perfecto, porque todo entero de un todo entero 74; no hay división ni laceración, porque uno está en otro 75 y en el Hijo reside la plenitud de la divinidad 76. Es incomprensible de lo incomprensible77; nadie de hecho lo ha conocido, sino por conocimiento mutuo78. Invisible de lo invisible, puesto que la figura de Dios es invisible79 y porque quien ha visto al Hijo ha visto también al Padre 80. Una individualidad distinta de otra individualidad distinta, porque uno es Padre y otro Hijo: la naturaleza de la divinidad no es una distinta de la otra, porque ambos son una sola cosa 81. Dios de Dios, de un solo Dios ingénito un solo Dios unigénito; no dos dioses, sino uno solo de uno solo; no dos ingénitos, porque uno que ha nacido proviene de uno que no ha nacido; uno no difiere en nada de otro, porque la vida del (Padre) viviente se halla nuevamente en el (Hijo) vivo82. Éstas son las referencias que hemos hecho de la naturaleza de la divinidad, no abarcando una plena comprensión, sino comprendiendo que 77

II. Cristo en Ja Trinidad no se pueden abarcar las cosas que estamos diciendo83. Es, pues, nula la función de la fe, me objetas, si no se podrá abarcar nada. Más bien, la fe debe proclamar que su función es propiamente ésta: saber que no puede alcanzar el objeto que investiga84. Las ásperas controversias teológicas implicaron muy pronto en sus diferencias también al poder civil, por lo que asistimos a lo largo de todo el siglo iv a una alternancia de favores por parte de la autoridad imperial, que se inclinaba ahora en favor de los ortodoxos ahora en favor de los arríanos. Uno de los más intrigantes y encarnizados perseguidores de los católicos fue Constancio II (337361), contra quien reaccionaron vivazmente los campeones de la ortodoxia, como san Atanasio (Apología ai Constantium imperatorem: J>51) y san Hilario (Contra Constantium imperatorem: 360). Pero la oposición más violenta provino sin duda de Lucifer de Cagliari, en quien la recta fe alcanza la exasperación. Siguiendo su temperamento fogoso y escasamente equilibrado, atacó a sus adversarios arríanos y a Constancio, su protector, con una vehemencia tan impetuosa que acabó por dañar su propia causa y aislarlo en el cisma. Para una muestra de su alma intransigente y de su latín popular, del que hemos procurado que quede algún rastro en la traducción, véase Moriendum esse pro Dei Filio § 4 (ed. G. Hartel, CSEL XIV, 1886, p. 291-292) compuesto, como el resto de invectivas parecidas, entre el 355 y el 361:

Pero tú 85 , en conformidad con tu bien conocida sagacidad 86, has pensado que tus soldados están dispuestos en cualquier guerra a morir por ti y luego has decretado que los cristianos deben ser negadores de Dios. Y, en cualquier caso, los tuyos sienten el dolor de las heridas, se entristecen de morir, se entristecen por perder esta luz. En cambio nosotros, en primer lugar, no podemos sentir los zarpazos del sufrimiento, porque en nosotros padece Cristo y porque en nosotros Cristo cumple la salvación eterna; en segundo lugar, puesto que no estimamos en nada el presente y estamos destinados a habitar para 78

Lucifer de Cagliari siempre en la suspirada luz perenne, ¿cómo puede ser que no prefiramos dejarnos matar por causa de Cristo, Hijo de Dios, dispensador de la vida eterna, en tus manos contaminadas con el sacrilegio? 8S Nosotros, en realidad, vemos que no podemos complacer de otra manera a Dios Padre, si, obligados por tu prepotencia a renegar del único Hijo de Dios, no confesásemos, incluso con la propia muerte, que él es el verdadero Hijo de Dios. Tu abominable manera de pensar soporta de mala gana que digamos que Cristo, Hijo de Dios, es el Verbo de Dios, la Sabiduría de Dios, la virtud de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, luz de luz, nacido, no hecho, que es de una sola sustancia con el Padre 89 — cosa que en griego se dice homousion —, que por su medio todas las cosas han sido hechas y que sin él el Padre nunca ha sido. Soporta de mala gana, oh gusano de Arrio, que sostengamos que el Padre y su único Hijo posean la misma esplendidez, potestad, grandeza, eternidad, divinidad, porque no es una novedad lo que nosotros, los delegados, propugnábamos en tu palacio y no cesamos de confirmar, que los cristianos hayan siempre creído en el pasado y en el presente tal como vemos que fue escrita la fe santa en Nicea ^ contra tu herejía arriana y contra todos los demás errores 91. Si sucediera que alguna vez abrieras los ojos de tu corazón, traspasados por la mordedura de la serpiente, verías que ésta es la fe que la Iglesia posee y defiende, que ella sabe que le ha sido confiada por los bienaventurados apóstoles. Si, sólo un instante, pudieses visitar todos los pueblos, hallarías, oh estupidísimo emperador, que en todas partes los cristianos creen lo mismo que nosotros.

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II.

Cristo en Ja Trinidad

Un temple muy diverso había mostrado, en cambio, san Atanasio, el verdadero gran antagonista de los arríanos. Gran personaje que no descendía a pactar con nadie compromisos de ninguna clase, carácter indómito frente a cualquier persecución, alma sedienta de espiritualidad que nutría su ánimo con periódicas visitas a los monjes, espíritu refinado por una cultura amplia y profunda, inteligencia elevada que penetraba hacia la verdad del dogma y la traducía en normas prácticas para la conducta; con su especulación iluminó y consolidó la ortodoxia y refutó los errores de la herejía, así como con su actuación se puso a la cabeza de la Iglesia de oriente contra la presunción de los arríanos. Fue una personalidad de gran relieve, como pastor y como teólogo: un ejemplo de ello puede ser el § 4 de la Oratio III adversas árlanos (MG XXVI, 328-329), escrita en el período inmediatamente siguiente al 335-336, en que asistimos al magnífico espectáculo de un noble ingenio que intenta esclarecer el misterio de las relaciones entre la naturaleza, la persona y la divinidad del Padre y del Hijo. Los resultados en el plano racional son dignos de ser destacados, pero más notables son todavía el fervor y el esfuerzo:

(El Padre y el Hijo) son una sola cosa, no en cuanto una cosa sola acabe por dividirse en dos partes, que no resultan ser más que una sola cosa, y mucho menos en cuanto una sola cosa se nombre dos veces, de modo que la misma persona una vez se torne Padre y otra Hijo de sí mismo: ésta era la concepción de Sabelio, el cual fue juzgado hereje. Son al contrario dos, porque el Padre es Padre y no es al mismo tiempo Hijo, y el Hijo es Hijo y no es al mismo tiempo Padre. Pero la naturaleza es una sola: en realidad, el engendrado no es diverso del que engendra, puesto que es su imagen y todo cuanto es del Padre es también del Hijo 92. Por esto el Hijo no es otro Dios, porque no ha sido proyectado desde lo externo93, ya que, en este caso, iríamos a parar inevitablemente al politeísmo, al pensar en una divinidad extraña a la del Padre. Pero aunque el Hijo es algo diverso en cuanto engendrado, es sin embargo la misma cosa en cuanto Dios 94: 80

Eunomio ¿l y el Padre son una sola cosa por la propiedad y la exclusividad de la naturaleza y por la identidad de la única divinidad 95. De hecho también el esplendor es luz, no es posterior al sol, no es una segunda luz y no es tal en cuanto participa del sol, sino que es por él total y propiamente engendrado. Aquella que es así engendrada constituye necesariamente una sola luz y nadie podría decir que son dos luces; pero se dice que el sol y el esplendor son dos, pero que sólo es una la luz proveniente del sol, la cual con su esplendor ilumina el universo. Así también la divinidad del Hijo y la del Padre, que por esto es indivisible y, de este modo hay un solo Dios y no hay otro fuera de él. Siendo ellos por tanto una sola cosa y siendo única la divinidad, se refieren al Hijo las mismas afirmamaciones que se refieren al Padre, excepto el apelativo de Padre. Mientras tanto, un poco de la dinámica interna propia de todo movimiento de pensamiento y un poco por responder a los vivaces ataques certeros de la apologética ortodoxa, el arrianismo sufría una múltiple evolución. Entre las diversas corrientes más o menos moderadas destacó muy prontamente el anomeísmo, que se impuso como la orientación más representativa, recrudeciendo las negaciones y haciendo más sutilmente sinuosa su propia dialéctica. El corifeo fue Eunomio, ex obispo de Cícico, quien hacia el 361 compuso una Apología. La importancia histórica y cultural de este personaje dotado de indiscutibles cualidades y sobre todo de una refinada habilidad de raciocinio, el hecho de que, aunque derrotado por los tres grandes capadocios, compatriotas suyos, pusiese a prueba todos los recursos de éstos, la circunstancia de que esta Apología (MG XXX, 836-868) sea el documento más amplio y autorizado sobre las doctrinas anomeas que nos haya llegado, aconsejan una sucinta presentación de la obra.

(Eunomio enuncia) la profesión de fe más simple y común para todos aquellos que quieren parecer o ser cris81

II. Cristo en la Trinidad

Eunomio

tianos (resumiéndola en estos términos): Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, de quien proviene todo; y en un solo unigénito Hijo de Dios, el Verbo divino, Señor nuestro Jesucristo, por medio del cual procede todo; y en un solo Espíritu Santo, Paráclito, en quien acontece la distribución de toda gracia en proporción a lo que conviene a cada uno de los santos (§ 5, col. 840 BC).

único Dios como su propio Dios (Jn 20, 17), como el único Dios verdadero (Jn 17, 3), como el único sapiente (Me 13, 32), como el único bueno (Mt 19, 17), el solo poderoso (lTim 6, 15), el único inmortal (ibídem, 16). No obstante, nadie debe preocuparse por e s to, a su parecer, porque las afirmaciones anteriores no pretenden suprimir la divinidad o la sabiduría o la inmortalidad o la bondad del Unigénito, sino solamente establecer la diversidad que existe frente a la preeminencia del Padre: «Confesamos de hecho que el Unigénito es Dios y nuestro señor Jesucristo, que es incorruptible e inmortal, sabio, bueno...» (§ 21, col. 857 A). La contradicción eunomiana, por la que el Hijo es declarado a la vez Dios e inferior a Dios Padre, se relaciona con la idea de la gradación divina característica de los griegos y en especial de Platón, los cuales admitían por debajo del Dios supremo y trascendente la divinidad subalterna del demiurgo y a veces una serie infinita de demonios (de esencia más bien indecisa), que culminó en las alucinaciones teogónicas de los gnósticos. El emanatismo plotiniano, que halló una sutil aceptación en los ambientes cristianos por su austera ascesis y el elevado estímulo hacia la purificación mística que acababa en la contemplación — elementos muy propios de la escuela neoplatónica —, ejerció ciertamente una influencia amplia y evidente. De aquí la facilidad con la que los eunomianos proclamaban la divinidad del Hijo: por su concepción reductiva, la divinidad podía existir de hecho con la cualidad de criatura, si a éste se le reconocía una dignidad excepcional (§ 28, col. 868 BC). Eunomio declara en consecuencia necesario quitar de en medio toda semejanza del Hijo con el Padre según la esencia (S 22, col. 857 C), recurriendo también a la argumentación de que el apelativo de Hijo denota la sustancia, mientras que el de Padre indica una acción (§ 4, col. 860-861). La progresiva disminución en el plano ontológico propia de la Trinidad implica naturalmente, por otra parte, que el Espíritu Santo, que es tercero en el orden, sea también tercero en la dignidad y en la naturaleza (§ 25). En el resumen final (§ 26-28), Eunomio insiste de modo significativo en la fórmula típica que expresa bien su teoría:

Pasa luego a comentar analíticamente la síntesis que había redactado con un consciente carácter genérico para sorprender la buena fe de los fieles ortodoxos más atentos a lo que se decía que a lo que quedaba implícito. Desplegando una enorme profusión de lógica, alcanza el núcleo de su especulación teológica afirmando que Dios es «ingénito o mejor que es una sustancia ingénita» (§ 7, col. 841 C), determinación negativa que no implica en modo alguno privación (§ 8), pero que coloca platónicamente a la divinidad en una trascendencia absoluta (§ 9-10). Sería, en consecuencia, «inmundo» y «absurdo» — declara — que se «asemeje a la sustancia ingénita la engendrada» ( § 1 1 , col 845 D). Llegado a este punto, a Eunomio sólo le queda concluir que «nadie puede ser tan simple y desvergonzado en su impiedad que sostenga que el Hijo es igual al Padre», fundamentando su base dialéctica en un vistoso dilema: «Si es ingénito no es hijo y si es hijo no es ingénito» (§ 11, col. 848 A). Siendo hijo, y por tanto engendrado, debía no existir para poder ser engendrado (I 13-15); pero puesto que Dios cuando engendra no transmite su propia naturaleza, que es la de ser ingénito, y cuando crea no tiene necesidad de materia preexistente, podemos afirmar igualmente que el Hijo ha sido engendrado o bien creado, ya que esta terminología referida a Dios no tiene el mismo valor que cuando se emplea para los hombres (§ 16-18). Además —continúa siempre Eunomio— si el Padre y el Hijo «tienen denominaciones diversas, es preciso admitir que tenemos también sustancias diversas» (§ 18, col. 853 B). Esta disconformidad en la esencia está confirmada por la desemejanza en la acción, en cuanto «hay una gran diferencia entre aquel que actúa por propio poder y el que opera según indicación del Padre y confiesa no hacer nada por iniciativa propia» (Jn 5, 19; § 20, col. 856 C). A las argumentaciones de tipo racional intenta Eunomio añadir la confirmación de las citas bíblicas, afirmando que el Salvador mismo reconoció al 82

(Dios) engendró e hizo, antes de todas las cosas, al Unigénito Dios, nuestro señor Jesucristo, por medio del cual todo empezó a existir... en cuanto a la esencia no 83

II. Cristo en la Trinidad

San Basilio

puede compararse con aquel que le engendró, ni puede serlo con el Espíritu Santo, que por su medio vino a la existencia: es inferior, en efecto, al primero en cuanto es criatura; es, en cambio, superior al segundo en cuanto creador (§ 26, col. 864 AB). (Sucesivamente Eunomio reafirma que Dios) es Dios y creador y artífice de todas las cosas, pero que, ante todo y de manera especial, lo es del Unigénito... Engendró y creó e hizo al Hijo... sin comunicarle nada de su propia sustancia... Él es en realidad el único ingénito y es imposible que sea engendrado algo según una sustancia ingénita... no lo engendró según su propia sustancia, sino como lo quiso (§ 28, col. 868 AB).

simplemente que no existía sino que no existía antes de su propia constitución. Pero dime: ¿sostiene acaso que la sustancia del Padre es anterior respecto de su propia constitución? Prosigue demostrando lo absurdo de un planteamiento del género, ya sea que se entienda la prioridad en el sentido canónico ya sea que se la considere en sentido cronológico. A las capciosas e huidizas frases de Eunomio, Basilio contrapone su sólido pensamiento ortodoxo:

(II, 11 col. 592 B). Se aferra todavía a las mismas artimañas 96. Nos habla de la sustancia del Hijo, como si nos viniera a decir que el Hijo es algo que está fuera de ella y de esta manera se cura en salud " para dar cobijo a su blasfemia, en cuanto no dice abiertamente que el Hijo ha sido engendrado de la nada, sino que ha sido engendrada su sustancia que antes no existía. Dime: ¿antes de qué no existía? ¿No veis su engaño? Compara la sustancia consigo misma, para que todos puedan tener la impresión de que dice cosas tolerables. Naturalmente, no dice que ella no existía antes de los siglos ni tampoco

(II, 12 col. 593 A). Pero si es bueno y conveniente para la beatitud de Dios ser Padre, ¿por qué razón no habrá poseído desde el comienzo lo que le era conveniente? En todo caso se atribuirá esta carencia o a la ignorancia de lo mejor o a la impotencia; a la ignorancia, si sólo más tarde ha descubierto lo mejor; a la impotencia en cambio si, pese a conocer y comprender lo mejor, no ha conseguido hacerse con lo que era más bueno. Porque si (¡pero decirlo sería una impiedad!) no es bueno para Dios ser Padre, ¿por qué motivo ha cambiado y ha escogido lo peor? ¡Que esta blasfemia caiga sobre quienes son de ella responsables! El Dios del universo es Padre desde el infinito y nunca comenzó a ser Padre 98 . Pues no era en realidad la falta de poder lo que le impedía realizar su voluntad ni ningún ciclo de siglos debía esperar para que, igual como sucede con los hombres y el resto de animales, después de alcanzada la plenitud de la edad y adquirida la capacidad generativa obtuviese cuanto deseaba: sería en realidad cosa de locos pensar y decir estas cosas. Posee en cambio una paternidad (permítaseme esta terminología)99 que se extiende paralela a su eternidad. Por tanto el Hijo, dado que existe antes de todos los siglos y que existe siempre, no empezó nunca a existir sino que desde que existe el Padre existe también el Hijo y el con-

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Las especulaciones de Eunomio eran aparentemente atrayentes y sugerentes, aunque su estructura interna era sumamente débil. Pero se requerían ojos bien abiertos para contemplarlas en toda su debilidad, así como se necesitaba seguridad en los propios planteamientos para no dejar escapar a un adversario que se distinguía por su capacidad de escabullirse y escurrir el bulto. En esta tarea destacó con luz propia san Basilio, el cual, con los tres libros de Adversus Eunomium escritos entre el 363 y el 365, emprendió su refutación. En ellos, como puede verse en los pasajes que hemos seleccionado — II, 11 y 12, MG XXIX, 592-593—, puede admirarse tanto la solidez como la objetividad del razonamiento:

II. Cristo en la Trinidad

San Epifanio de Salamina

cepto de Hijo hay que pensarlo en el mismo instante en que se piensa el de Padre. El Padre, de hecho, es evidentemente Padre de un Hijo. Del Padre, pues, no hay principio, y por otra parte principio del Hijo es el Padre: en medio no hay nada. ¿Cómo, pues, no existía desde el comienzo — éste es realmente el sentido de la expresión «antes de la propia constitución», que éstos enuncian con intrigas capciosas— aquel de quien nada existe que pueda pensarse como anterior excepto aquel de quien recibe su existencia, que no lo precede por una extensión en el tiempo sino que es antes que él porque es su causa? 10° Si por consiguiente se manifiesta eterna la comunión del Hijo con aquel que es Dios y Padre, mientras nuestro pensamiento va del Hijo al Padre sin pasar por ningún vacío 101 y conecta sin ningún intervalo al Hijo con el Padre, de quien no queda separado por ningún intervalo intermedio, ¿qué posibilidad de inserción queda a la malvada blasfemia de quienes dicen que él ha sido elevado al ser desde la nada?

Si se interpone alguna diversidad entre la naturaleza de Dios y la vuestra, ante todo hay que decir que la vuestra

no logra comprender en Dios aquello que es incomprensible y, en segundo lugar, que es impío que os imaginéis a Dios según vuestra sustancia. En nosotros 102, en efecto, se engendra lo que no existía, porque también nosotros no éramos un tiempo sino que hemos sido engendrados por nuestros padres, que a su vez tampoco existían un tiempo y, así de igual manera, paso a paso hasta Adán al comienzo de la humanidad. Adán, que un tiempo no existió, provenía de la tierra y la tierra a su vez provenía de la nada, porque no existió siempre 103; Dios en cambio siempre fue Padre y engendró un Hijo tal como él era por naturaleza. Y lo engendró siempre existente, no como un hermano que estuviera a su lado 104, sino engendrado por él, igual a él según naturaleza, Señor de señores, Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. Y todas las ideas que nos hacemos con relación al Padre, debemos igualmente hacérnoslas con relación al Hijo de idéntica manera, y todo cuanto creemos acerca del Hijo de igual modo debemos creerlo propio del Padre. Cristo de hecho declara: «Quien no cree en el Hijo como cree en el Padre y no honra al Hijo como honra al Padre, es objeto de la ira de Dios» 105, así está escrito en el santo Evangelio. Su capciosa argumentación 106 cae así de nuevo. Porque Dios es incomprensible, ha engendrado un Dios incomprensible 107 antes de todos los siglos y de todos los tiempos y no hay intervalo entre el Hijo y el Padre 108 sino que, mientras piensas en el Padre, piensas al mismo tiempo en el Hijo y mientras nombras al Hijo nombras al mismo tiempo al Padre. Partiendo de hecho del concepto de padre se piensa en el de hijo y partiendo del concepto de hijo se pone en claro el de padre. ¿Dónde puede haber un hijo si no hay un padre y cómo puede haber un padre sin haber engendrado por lo menos a un hijo? 109 ¿Cómo puede el Padre no ser llamado Padre o Hijo el Hijo, de manera que algunos piensen en un Pa-

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En la discusión no podía faltar la intervención de san Epifanio de Salamina (llamada luego Constanza) de Chipre, conocido por su integridad de vida, su amplia erudición, su fidelidad a la ortodoxia y su hostilidad contra todas las herejías, de las que nos dejó una descripción articulada en 80 números. Tratando de los arríanos, reafirmó la verdad católica subrayando la eterna coexistencia del Padre y del Hijo (Panarion, 69, 71, 5, ed. K. Holl, GCS: Epiphanius III, 1, 1933, p. 219, 15-220, 5). De conformidad con su temperamento y su personalidad, realiza una exposición teológicamente irreprochable, clara y categórica en la enunciación del dogma, a la que no obstante falta originalidad y viveza. Escribe entre san Basilio y san Gregorio de Nacianzo (en el 375-377); está de acuerdo con ellos, pero es clara la superioridad de estos últimos:

II.

Cristo en la Trinidad

dre sin Hijo, el cual, como si hubiera hecho un progreso, haya engendrado a un Hijo, de suerte que, tras la generación, el Padre pueda llamarse Padre de un Hijo? Tendríamos así que progresa en la divinidad aquel que es perfecto y que no tiene necesidad alguna de perfeccionamiento no . La temática de las relaciones entre el Padre y el Hijo, núcleo de la teología trinitaria y en consecuencia punto cardinal de la doctrina católica, como lo era de la eunomiana, fue reemprendida con fines de investigación y profundización por san Gregorio de Nacianzo. Teólogo por antonomasia, con su célebre perspicacia de pensamiento y exactitud en las formulaciones hizo pedazos el dilema de Eunomio proponiendo una solución que quedó como clásica en la especulación trinitaria y que puede considerarse definitiva. He aquí el pasaje en cuestión, contenido en la Orado XXIX (Theologica III), 16 (MG XXXVI, 93-96), que se remonta al 380:

Padre, dicen m , es nombre o de esencia o de acción. Así creen bloquearnos entre los dos cuernos de un dilema. Si de hecho decimos que lo es de esencia, admitiremos que el Hijo es de esencia diversa (que el Padre): desde el momento en que la esencia de Dios es única, el Padre, en su opinión, acaparó anticipadamente la esencia m. Pero si lo es de acción, tendremos que conceder que el Hijo es creado y no engendrado: desde el momento en que si hay alguien que actúa hay también alguien necesariamente que es producido por esta acción 113. Entonces ellos proclamarán estar aterrados ante la perspectiva de que lo hecho pueda ser la misma cosa que aquel que lo ha hecho. Yo mismo me sentiría invadido por una inquietante turbación ante vuestro dilema en el caso de que se debiera escoger forzosamente una de las dos alternativas y no pudieran ser ambas descartadas sosteniendo una solución más verdadera. ¡Oh, flor y nata de sabios! Padre no es nombre de esencia 88

Sinesio de Cirene ni de acción; lo es en cambio de relación m e indica la relación que une al Padre con el Hijo o al Hijo con el Padre. Como de hecho entre nosotros los hombres estas denominaciones expresan una auténtica pertenencia a la familia, así en Dios designan que el engendrado posee identidad de naturaleza con el progenitor 115. Pero concedamos, si así os place, que Padre sea nombre de esencia: incluirá al Hijo, no lo excluirá, si nos atenemos al modo común de razonar y al significado de estos apelativos. Y sea también nombre de acción, si esto es lo que queréis; tampoco de esta manera nos haréis caer en la trampa. Análogamente procedería que el Padre habría actuado haciendo existir a un individuo de su misma esencia m, por más que imaginar una acción de este género es, sin duda, una extravagancia. Hemos visto a Cristo proyectado en los trasfondos eternos de la vida íntima divina por la intensa meditación de unos obispos con gran profundidad teológica. Escuchemos ahora un panegírico que lo considera creador y conservador del universo: la voz sale del alma de una figura simpática y original. Literato de cultura refinada, gran señor que se deleitaba con la caza y la filosofía, defensor de sus conciudadanos contra las razzias de las tribus del desierto, amable padre de familia y obispo solícito, Sinesio de Cirene (370/375-413/414) contó con frecuencia en sus Himnos, a Cristo117 poniendo en verso una singular mezcla de cristianismo y filosofía de su tiempo. En los párrafos que siguen (Himno II, versos 132-226; ed. A. Dell'Era, en «Classici Latini e Greci», Tumminelli, Roma 1968, p . 103-109), compuestos hacia el 403, se pone de evidencia el fervor cerebral de Sinesio, su misticismo cósmico, el cambio incoherente de las imágenes, la nebulosa indeterminación de las referencias; el conjunto, no obstante, aparece sumergido en Una voluntariosa sinceridad así como en una ingenuidad tan candida que no suscitó escrúpulo alguno ni en él ni en los demás:

(132) Te engendra la mente del Padre inefable y, apenas concebido, eres el Verbo del Genitor; surgiste antes que nada de la primera raíz 118, tú que eres la raíz de todas 89

II. Cristo en la Trinidad las cosas que han existido después de tu nacimiento ilustre. (141) La unidad inefable119, la semilla120 de todo te engendró como semilla de todo. (145) Tú estás de hecho en todas las cosas; por medio de la naturaleza más excelsa, la intermedia y la que más abajo 121 está gozando de los excelentes dones de tu Padre, de la vida fecunda 122. (152) Gracias a ti el globo siempre inmune a la vejez rueda 123 en un giro infatigable su órbita circular; a tus órdenes el grupo de las siete estrellas emprendió la danza en correspondencia con los potentes vórtices de la inmensa cavidad celeste124; (160) por tu querer, oh Hijo gloriosísimo, las numerosas luces del cosmos embellecen una única cúpula (celeste); de hecho tú, recorriendo veloz en torno el cóncavo cielo, mantienes compacto el transcurso de los siglos para que no se desvanezca125; (169) bajo tus santas leyes, oh beatísimo, en las profundidades del cielo interminable pace la grey de los astros luminosos. (175) A cuantos habitan en los cielos, en el aire, sobre la tierra y bajo ella 126, tú, siempre tú, atribuyes su tarea y les suministras vida. (181) Tú presides la inteligencia y la otorgas a los seres sobrehumanos y a todos aquellos mortales que han tomado la bebida de un destino de racionalidad. (186) Tú das el alma a todos aquellos que del alma derivan la vida y una naturaleza incansable. (190) De tí pende el vastago que el alma ignora y todo cuanto carece de respiración de tu seno toma una conexión que se le transmite, por medio de tu fuerza, del inexplicable seno paterno, de la unidad oculta . (202) De ella 128 el arroyo de la vida fluyendo alcanza hasta la tierra y actúa por tu fuerza atravesando indeterminables mundos espirituales 129; (208) de ella desciende la fuente de los bienes que el mundo visible acoge y que es figura del espiritual130. (213) Este mundo visible 131 posee un segundo sol, el cual engendra con su ojo esplendoroso una luz que brilla en un grado inferior, gobierna la 90

San Agustín materia que nace y muere, es imagen sensible del Hijo que, en cambio, es racional por naturaleza, suministra132 los bienes que nacen del mundo, según tu voluntad, oh Hijo gloriosísimo 133. En la cima de estas referencias hay que poner por derecho propio la figura dominante y fascinante de san Agustín, que ha pronunciado las palabras más profundas, más vivas, más fervorosas que un cristiano haya nunca proferido. En el De Trinitate V, 3, 4 (ed. W.J. Mountain - Fr. Glorie, CC L, 1968, p. 208, 3 - 209, 25, que corrigen pasajes de ML XLII), redactado con varias interrupciones y vuelto a empezar entre el 400 y el 416, ataca el ingenitus eunomiano con una agilidad de movimientos y una seguridad de toques que convencen al lector. Aquí, como muchas veces en otros lugares, san Agustín, al mismo tiempo que enseña, fascina; su extraordinaria lucidez mental convierte su teología en arte:

Entre tantas argumentaciones como los arríanos suelen utilizar en sus discusiones contra la fe católica, están persuadidos de que la más ingeniosa de ellas es la que expresan con las siguientes palabras: «Todo cuanto de Dios se dice o se piensa no es dicho con referencia a una cualidad accesoria sino con relación a la sustancia 134. Por esto, que el Padre sea ingénito es con relación a la sustancia y que el Hijo sea engendrado es con relación a la sustancia. Pero ser ingénito y ser engendrado son dos cosas diferentes; por tanto es diversa la sustancia del Padre y del Hijo.» A ellos respondemos: si todo cuanto de Dios se dice es dicho con relación a la sustancia, entonces aquello que se ha dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa» 13S, ha sido dicho con relación a la sustancia. Una sola es, por consiguiente, la sustancia del Padre y del Hijo. O bien, si esto no fue dicho con relación a la sustancia, entonces algo se dice de Dios no en relación con la sustancia y, por tanto, no estamos obligados a entender ingénito y engendrado con relación a la sustancia. Igualmente ha sido dicho del 91

II. Cristo en la Trinidad

San Agustín

Hijo: «No hizo alarde de ser igual a Dios» 136. Preguntamos, con relación a qué es ser igual. Si, de hecho ser igual se dice no en relación a la sustancia, se admite entonces. que algo es dicho de Dios no en relación con la sustancia; admitan entonces que ingénito y engendrado se dicen no en relación con la sustancia. Si no lo admiten, puesto que sostienen que respecto de Dios todo se dice con relación a la sustancia, con relación a la sustancia el Hijo es igual al Padre™.

Nació antes de todos los tiempos, nació antes de todos los siglos. Nació antes. Pero, ¿antes de qué cuando no hay antes? No penséis en modo alguno en un determinado tiempo antes del nacimiento de Cristo, durante el cual naciera del Padre m. Hablo justamente de aquel nacimiento gracias al cual existe el Hijo de Dios omnipotente, único Se-

ñor nuestro; hablo precisamente de este nacimiento. No penséis tampoco en este nacimiento al comienzo del tiempo; no penséis de ningún modo en un espacio de la eternidad, en que estuviera el Padre y no estuviera el Hijo. Desde cuando existe el Padre, existe también el Hijo. Y, ¿qué quiere decir «desde cuando», si no hay comienzo? Existió, pues, siempre el Padre sin comienzo; existió siempre el Hijo sin comienzo. Y, ¿cómo — diréis — ha nacido, si no hubo comienzo? Coeterno con el eterno. No existió nunca el Padre sin que existiera también el Hijo y, no obstante, el Hijo fue engendrado por el Padre, ¿Dónde podemos encontrar algo semejante? Estamos en medio de cosas terrenas, estamos en medio de creaturas visibles. Me dé la tierra algo semejante: no me lo da. Me dé algo parecido el elemento acuoso: no sabe de dónde tomarlo. Me dé algo semejante algún animal: tampoco puede. El animal ciertamente engendra y tenemos el que engendra y el que es engendrado; pero el padre es anterior y el hijo nace luego. Hallemos un coevo y creámoslo coeterno 139. Si pudiéramos hallar un padre coevo con su hijo y un hijo coevo con su padre, creeremos que Dios Padre es coevo con su Hijo y que Dios Hijo es coeterno con su Padre. Sobre la tierra podremos hallar algo que sea coevo, pero no podemos encontrar nada que sea coeterno. Centremos nuestro pensamiento en un coevo y creámoslo coeterno. Quizá nos puede inducir a centrar el pensamiento alguien que diga 14°: «¿Cuándo se puede hallar un padre coevo a su hijo o un hijo coevo a su padre?» Que el padre engendre, precede en el tiempo; que el hijo nazca, sigue en el tiempo; pero este padre coevo con el hijo o el hijo coevo con el Padre, ¿cómo pueden existir? Imaginaos el fuego como padre y el resplandor como hijo; pues bien, hemos hallado los coevos. En el mismo momento en que el fuego empieza a existir, inmediatamente engendra el resplandor: no existe el fuego

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De la polémica ágil de un luchador de estilo a la didáctica agradable y reflexiva de un maestro dotado de notables recursos para mantener siempre a punto el interés. En el De symbolo ad catechumenos III, 8 (ed. R. Vander Plaetse, CC XLVI, 1969,. p. 190-191), el autor hace frente al arduo problema de la coeternidad del Padre y del Hijo, misterio en que la mente humana se pierde. El tratamiento muestra claridad intelectual, dominio del problema, agilidad de lenguaje, pasión por la verdad, afecto para los oyentes a quienes intenta llevar paso a paso, aunque no les permite ni un momento de descanso: sus formulaciones son claras pero exigen un ánimo despejado. Es un camino hacia la verdad durante el cual se van abriendo nuevos horizontes. La paternidad de esta obra ha suscitado una discusión en la que se han enfrentado opiniones contrarias: a los que la atribuyen (presumiblemente) a Quodvultdeus (que en el 437 era obispo de Cartago), se oponen quienes piensan que es de san Agustín. Ciertamente, si pertenece al discípulo, hay que convenir que logró un estilo encantadoramente semejante, y también que se acercó a los movimientos y a la técnica pedagógica del insigne maestro, con quien tuvo una gran familiaridad. El pasaje de hecho Augustinum olet:

II. Cristo en la Trinidad antes que el resplandor y éste después del fuego. Y si preguntamos cuál de los dos engendra al otro, si el fuego al resplandor o si el resplandor al fuego, lo comprendéis inmediatamente con vuestra intuición natural, con la inteligencia de que están dotadas vuestras mentes, y todos gritáis: «El fuego al resplandor, no el resplandor al fuego.» He aquí un padre que empieza, he aquí un hijo contemporáneo, que no precede ni sigue. He aquí, pues, un padre que comienza, he aquí un hijo que comienza contemporáneamente. Si os he mostrado un padre que empieza y un hijo que empieza contemporáneamente, creed también en un padre que no empieza y junto a él un hijo que tampocoempieza: uno es eterno, el otro coeterno. Antes el orador ha ilustrado la coeternidad del Padre y del Hijo,, ahora san Agustín se centra en la eternidad de la generación trinitaria: no sólo existieron juntos sino que existieron antes de cualquier cosa; no hubo un antes en sus relaciones. Estas perspectivasinfinitas que abre a nuestra consideración el autor están expuestas. en el Tractatus in lohannem XLII, 8 (ed. R. Willems, CC XXXVI, 1954, p. 368, 11-369, 24), escrito probablemente en el 413:

La misión de Cristo es, pues, la encarnación m. Que por otra parte el Verbo haya procedido de Dios constituye una procesión eterna: no tiene tiempo aquel por cuyo medio ha sido hecho el tiempo. Nadie diga en su pensamiento: «Antes que existiera el Verbo, ¿cómo era Dios?» No digáis nunca: «Antes que existiera el Verbo de Dios.» Dios no estuvo nunca sin el Verbo, porque el Verbo es permanente, no transitorio: es Dios, no un sonido; es aquel por medio del cual fueron hechos el cielo y la tierra, no aquello que pasó con las cosas que fueron hechas sobre la tierra. Procedió, pues, de él como Dios, como igual, como Hijo único, como Verbo del Padre y vino a nosotros, porque «el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nos94

San Agustín otros» !42. Su venida es su humanidad; su permanencia es su divinidad 143: su divinidad hacia la cual vamos, su humanidad por la cual vamos m. Si no fuera para nosotros el medio con que ir, no llegaríamos nunca a él en su permanencia. La eternidad está estrechamente relacionada con la divinidad que es plenitud del ser. Es lógico que el verbo de Dios haya existido siempre, dado que en él ser y tener coinciden. La precariedad de nuestra posesión, netamente distinta de nuestra persona, es el signo de nuestra debilidad; el carácter inseparable de naturaleza y atributos constituye, en cambio, en Cristo un signo de su filiación divina y de su divinidad. Lo dice con su acostumbrada perspicacia y sorprendente originalidad san Agustín en el Tractatus in lohannem XLVIII, 6 (p. 415, 21 -416, 43), contemporáneo del anterior:

Hemos sido hechos hijos de Dios por gracia, mientras que él por naturaleza, porque nació así145. Y no hay motivo para que digas: «No existía antes de nacer»; no hubo nunca un tiempo en que no hubiera nacido aquel que es coeterno con el Padre. Quien tenga juicio que entienda; quien no entienda que crea, se alimente y entenderá !46. El Verbo de Dios estuvo siempre con el Padre y fue siempre Verbo, y porque era Verbo, por esto era Hijo. Fue, pues, siempre Hijo y siempre igual. De hecho, no creciendo w sino naciendo es igual aquel que siempre ha nacido Hijo del Padre, Dios de Dios, coeterno del eterno. Pero el Padre no es Dios del Hijo, mientras que el Hijo es Dios del Padre I48; por esto el Padre, engendrándolo, dio al Hijo ser Dios, engendrándolo le dio el ser coeterno, engendrándolo le dio ser igual. Ésta es la cosa más grande de todas. ¿Cómo el Hijo es la vida y el Hijo es aquel que tiene la vida? Es lo que tiene; tú eres una cosa y tienes otra. Por ejemplo, tienes sabiduría; ¿pero eres acaso la sabiduría en persona? En suma, puesto que tú no eres lo que tienes, si pierdes lo 95

II. Cristo en la Trinidad

San Agustín

que tienes vuelves a carecer de ello; a veces tienes, a veces pierdes. Nuestro ojo no tiene en sí mismo la luz de manera inseparable, se abre y la toma, se cierra y la pierde. No es así con el Verbo del Padre; no es éste el caso del Verbo que no pasa dando voces 149, sino que permanece naciendo. Tiene la sabiduría de tal modo que es él mismo la sabiduría y hace a los sabios; posee la vida de tal modo que él mismo es la vida y hace vivir a los vivos.

generado? Tu padre fue un hombre valiente y tú tiemblas de miedo. Aquel a quien se dirige este insulto es un degenerado por culpa propia, pero es igual por naturaleza. ¿Qué quiere decir: «es igual por naturaleza»? Es hombre, como lo es también su padre. Pero el padre es valiente; el hijo, en cambio, es cobarde. Aquél es intrépido; éste temeroso. No obstante, son hombres uno y otro. Es pues degenerado por culpa suya, no por naturaleza. Cuando dices que el único Hijo, el Hijo único del Padre, es degenerado, no dices otra cosa que no es lo mismo que el Padre; y dices que no se ha hecho degenerado después de haber nacido 151, sino que ha sido engendrado así. ¿Quién podrá soportar esta blasfemia? Si pudieran ver esta blasfemia — no importa con qué ojos — huirían de ella y se harían católicos 152.

Como conclusión de esta larga cita, una nota cotidiana, casi familiar. La ardua tensión del pensamiento parece relajarse en una pacífica conversación, pero ha cambiado solamente el tono; el ánimo no ha cambiado. Lo eterno se ha mezclado con lo humano ganando para nosotros evidencia y color sin perder en dignidad. La consustancialidad del Hijo con el Padre ha pasado del razonamiento a la experiencia; permanece la lógica rigurosa, pero ha quedado como empapada de la intuición que mueve el sentimiento. Se diría que san Agustín, en su Sermo CXXXIX, 4, cap. 3 (ML XXXVIII, 771-772) haya echado mano de aquel gran, aunque descuidado, recurso que es el buen sentido:

Dios dio a las creaturas, dio, donó a las creaturas mortales, terrenas, el engendrar aquello mismo que son; y, ¿crees que no pudo reservarse esto para él mismo, que existe antes de los siglos? Quien no tiene comienzo temporal ¿engendraría como Hijo lo que él mismo no es 15°, engendraría un degenerado? Escuchad cuan gran blasfemia es afirmar que el Hijo único de Dios es de sustancia diversa. Y, ciertamente, si así es, es un degenerado. Si tú dijeras a alguien, hijo de hombre: «Eres un degenerado», ¡qué ultraje le harías! Y, ¿en qué sentido puede decirse degenerado el hijo de alguien? Por ejemplo, su padre es valiente; él es tímido y cobarde. Quien lo ve y quiere injuriarlo, observando que su padre es un hombre valiente, ¿qué le dice? «¡Vete, degenerado!» ¿Qué quiere decir de96

Todo este apasionado sucederse de reflexiones, esta lucha incesante contra el error con el que se excluye todo compromiso, este enfrentarse con el problema por todos lados, además de constituir un grandioso poema del ardor humano hacia la verdad, despliega a los ojos panoramas vastísimos. El misterio, aunque apunta a un límite, indica también el infinito y cuando la inteligencia se agota en lo incomprensible no es que esté fracasando, es que va venciendo: ha logrado percibir aquello que está más allá de todo límite. El Hijo de Dios se alza sobre estos espacios: sin este trasfondo se habría manifestado más restrictivamente. La severa meditación de los antiguos, que podía parecer abstracta, estaba al contrario animada por un íntimo palpito épico: era la conquista de un Cristo en quien aparecían realmente las dimensiones divinas. Sus sentimientos no eran blandos, ocasionales, evanescentes; poseían la sólida robustez de lo que es racionalmente consciente.

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III CRISTO EN LA ENCARNACIÓN

La Trinidad, por hallarse en la eternidad, planteaba al entendimiento humano deseoso, para mejor adorar, también de entender, problemas sumamente difíciles. Eran lontananzas sin confines. En cambio, la encarnación acercaba el ámbito de la búsqueda, aunque no redujera las dificultades: sin confín eran ahora las profundidades. Si, en realidad, el ser divino está envuelto en el misterio, el humano está inmerso en tinieblas que sólo de tanto en tanto rasgan débiles destellos de luces más o menos mortecinas. La interpretación, pasados los primeros momentos, no es mucho más ágil que la reflexión metafísica: sufrimos a menudo nuestras angustias sin saber no sólo explicar sus orígenes sino describir siquiera sus propias manifestaciones. Somos enigmas para nosotros mismos. Si a estas oscuridades añadimos la inserción de la divinidad a nuestra naturaleza, vemos que el misterio aumenta. Una fuente de conocimiento acerca de nosotros mismos es, al menos, la experiencia, pero también ésta falla cuando se trata de la unión hipostática l. La unión del alma con el cuerpo en la persona humana, que se ha vuelto pernio y síntesis de los dos mundos antagonistas del espíritu y la materia, genera una interminable serie de cuestiones, muchas de las cuales carecen de solución, por lo menos cierta; es fácil imaginar 99

III. Cristo en la encarnación

San Agustín

cuáles hayan de ser estas cuestiones que surgen si, a estos dos elementos, se añade en la unidad de la persona un tercer elemento, que los supera sin medida en sustancia y excelencia. La «inhumanación» 2 del Hijo de Dios, con su unicidad, su aparente cercanía, su enorme importancia, constituía una provocación ineludible para la razón. El descendimiento real del Verbo divino en un hombre hasta formar una unidad de persona era el acontecimiento decisivo de la historia, pero era también el fundamento de la salvación. Si los grandes acontecimientos suscitan el deseo de un conocimiento particularizado y seguro, y si los grandes intereses excitan el deseo intenso de la posesión, el nacimiento de Cristo, que resumía ambos aspectos, no podía dejar indiferentes a los espíritus de sus secuaces. El rescate de la humanidad de la culpa, su santificación y elevación a una vida inmortal en la más estrecha intimidad con Dios dependían de la efectiva divinidad y de la efectiva humanidad del Salvador: la supresión, o también la reducción, de uno de ambos términos habría supuesto el fracaso de la empresa y, en consecuencia, el derrumbe de la gran esperanza de los siglos expresada por los profetas. La lógica de la redención no dejaba espacio para fantasías o aproximaciones. El símbolo de la fe era breve pero preciso: era necesario que, en el acto del bautismo que incorporaba a Cristo en su pasión, muerte y resurrección, los neófitos tuvieran clara conciencia de quién era aquel a quien se consagraban. Los doctores de la Iglesia se comprometieron a una voluntariosa obra de clarificación frente a la ignorancia, y de rectificación frente al error. De toda la inmensa producción en las dos lenguas clásicas, extraemos algunos de los fragmentos más significativos, ordenándolos según un esquema suficientemente ilustrativo.

Antes que la persona, el nombre. Lactancio, en las Divinae institutiones IV, 7, 4-8 (ed. S. Brandt, CSEL XIX, 1890, p. 293-295), compuestas entre el 304 y el 313, da una explicación sumaria:

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(4) Entre los hombres 3 se le llama precisamente Jesús. De hecho, Cristo no es un nombre propio sino una denominación de poder y reino: así en realidad los judíos llamaban a su rey. (5) Pero precisa explicar el significado de este nombre por causa del error de los ignorantes que, cambiando una letra, se acostumbraron a designarlo como Cresto 4 . (6) Los judíos tenían en el pasado la obligación de preparar un ungüento sagrado5, con el que pudieran ungir abundantemente aquellos que eran llamados al sacerdocio o al reino 6 ; y así como en la actualidad para los romanos el manto de púrpura es el distintivo propio de la dignidad imperial7, así para aquéllos la unción del ungüento sagrado confería el título y la potestad de rey. (7) Pero como los antiguos griegos «ser ungido» lo expresaban con XpíscrOat — mientras que ahora dicen áAeícpsdOoa — como lo indica el famoso verso de Homero foí)? S'érceí o5v SJAÜXXI XoStrav xal ypZaxv sXaíw8, por este motivo nosotros llamamos Cristo, esto es Ungido, a aquel que en hebreo es llamado Mesías9. Por esto en algunos textos bíblicos griegos que fueron mal traducidos del hebreo se halla escrito r¡Xstu,[xévo!; 10f de áAeí 23; 30, 19; 31, 9; 33, 20; 37, 22, 32; 40, 9; 41, 27; 52, 1, 2; 62, 1; 9; Lam 2, 10, 13. 131. Cf. Jn 1, 17. . ]a 132. El cordero pascual hebreo ha encontrado su plena realización en inmolación de Jesús. . ., . _e 133. El cordero realiza su significado mesiánico en Cristo convirtien

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Notas (capítulo cuarto) en Flijo de Dios; por tanto, la oveja del rito hebraico en el sacramento cristiano ha llegado a ser hombre y Dios, como era Cristo. La segunda frase explica y aclara la primera, felizmente breve pero demasiado sintética. 134. Precisación contra el docetismo de los gnósticos y Marción. 135. Cf. Col 3, 11; (1, 17). 136. Doxología referida a Dios (Rom 11, 36; Gal 1, 5; Flp 4, 20; Ef 3, 21) y a Cristo (2Tim 4, 18; 2Pe 3, 18). 137. Cf. Mt 25, 31-32. 138. Cf. Jn 1, 1. 139. Cf. Jn 5, 22. 140. Es el motivo profundo que inspiró toda la conducta de Jesús: cf Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38 / Mt 26, 42; Le 22, 42. 141. Cf. Mt 3, 11-12 / Mt 7, 22-23; Le 13, 25-27 / Mt 13, 41-43; 16, 27 / Mt 24, 30; Le 21, 27 / Mt 25, 31-46; Act 1, 11; 10, 42; 17, 31; Rom 2, 16; 2Cor 5, 10; lTes 4, 16; 2Tes 1, 7; 2Tim 4, 1; Heb 9, 27-28; IPe 4, 5; Jds 14-15; Ap 1, 7; 20, 11-12. 142. Minos y Radamantis, míticos hijos de Zeus y Europa, fueron reyes y legisladores sapientísimos. Minos, autor de la constitución cretense que le habría sido sugerida por el propio Zeus, se convirtió en símbolo especial de la talasocracia cretense en la edad micénica. La tradición que, junto a Eaco, constituye a los dos hermanos en jueces de los muertos, nos ha sido atestiguada por primera vez por Platón, Gorgias 524 A; 526 BC. 143. Cf. Jn 8, 54; 12, 27-28; 13, 31-32; 17, 1-5; Act 3, 13. 144. En el octavo libro de los Philosophumena, cap. 8-11, Hipólito rebatió el docetismo; en el Contra Noetum impugnó el monarquianismo patripasiano; en la parte conclusiva del tratado Sobre el Anticristo esbozó la acción de Cristo al final de los tiempos; compuso, además, homilías sobre el Evangelio de san Mateo. 145. Cf. Jn 8, 16; 2Tes 1, 5. 146. Cf. Mt 16, 27; Rom 2, 5-6 y véase también Sal 61 (62), 13; Prov 24, 12; 2Cor 5, 10; IPe 1, 17; Ap 18, 6; 20, 12-13; 22, 12. 147. Para la presencia de los ángeles en el juicio, véase Mt 13, 49 / Mt 16, 27; Me 8, 38; Le 9, 26 / Mt 24, 31; Me 13, 27 / Mt 25, 31; Le 12, 8-9; para la de los santos, véase Mt 19, 28; 22, 30; ICor 6, 2 y para la de los pastores de la Iglesia, Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23. En cuanto a la asistencia del demonio, el nuevo Testamento no lo menciona explícitamente: sólo en Ap 12, 10 es representado aquél como el que día y noche acusa a los fieles ante Dios, mientras que en Mt 8, 29 se percibe una alusión al juicio al que fue sometido. Este triple grupo es pintado después de rodillas ante el Cristo triunfador en Flp 2, 10. 148. Cf. Sal 118 (119), 137; Ap 16, 7; 19, 2. 149. Cf. Jn 5, 29. 150. San Pablo, en ICor 5, 6-8, interpreta la obligación impuesta a los hebreos (Éx 12, 15 y 19) de destruir toda huella de levadura cuando se estaba a Punto de inmolar el cordero pascual, como una purificación de los fieles de toda clase de pecado, que es como el fermento corruptor del alma: cf. Mt 16, 6. 151. Cf. Ef 1, 7.

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Notas (capítulo cuarto)

Notas (capítulo quinto)

152. La diestra, como símbolo de la potencia divina, es nombrada con frecuencia en las Escrituras.

1. Cf. Mt 7, 21-23; 21, 28-31. 2. Cf. Mt 3, 8; 5, 16; Act 26, 20; Rom 2, 6-7; Ef 2, 10; Sant 2, 17-26. 3. Para Cristo «justicia», cf. ICor 1, 30; para Cristo «justo»: Mt 27, 19 y 24; Le 23, 47; Act 3, 14; 7, 52; 22, 14; 2Tim 4, 8; IPe 3, 18; ljn 2, 1 y 29; 3, 7. 4. Cf. J n l 4 , 6;(Ef 4,21); ljn 5, 6. 5. Cf. ICor 1, 30; Heb 13, 12. 6. Cf. Ef 2, 14. Véase también el pasaje de san Terónimo en p. 175. 7. Sal 119 (120), 6. 8. Misterio —de ¡xúto, tener cerrados los ojos o la boca— significa todo aquello de lo que no se tiene un conocimiento adecuado, por lo que, en la teología cristiana, indica aquello de lo que nuestro entendimiento no logra mostrar la existencia o aquello en cuya esencia no puede penetrar, pero que, gracias a la revelación, es posible captar según una noción por analogía con otras verdades naturales. Los misterios son metarracionales —en cuanto están colocados por encima del área alcanzable por la razón— y no antirracionales —en cuanto se afirman en oposición a la evidencia y a las categorías racionales—. La razón misma, por otro lado, aunque no puede comprenderlos, puede reforzar ciertos aspectos mediante los motivos de credibilidad. 9. Nótese un leve sabor de relajamiento sintáctico procedente de la frescura del tono hablado. 10. Este «alguna cosa de tu cosecha» es la explicación filosófica. 11. El orador se remite al contraste entre virtualidad escondida y la exterioridad evidente de algunos actos llevados a cabo por Cristo y de su continuación en los ritos sacramentales. La ejemplificación que sigue aclara perfectamente sus ideas. 12. En los cinto textos paulinos que tratan del misterio de Cristo (ICor 2, 6 - 3 , 2; Rom 16, 25-27; Ef 1, 10-3, 21; Col 1, 26-2, 15; ITim 3, 16), el apóstol no se ocupa de los secretos concernientes a la vida íntima de Dios, sino que expone la revelación y el cumplimiento en Jesús y en la Iglesia del misericordioso proyecto redentor de Dios, o bien de aspectos específicos de este diseño. Concebido por la sabiduría y la potencia del Padre, el plan ha sido realizado después por la libre venida del Hijo, que, a través del horror de la cruz, procuró la salvación universal destinada a abarcar a todos los pueblos y razas. 13. Juan Crisóstomo ilustra bien la visión de la fe. 14. Cf. Jn 13, 1; 15, 13. 15. Cf. Mt 27, 39-45; Me 15, 29-32; Le 23, 35-39; ICor 1, 18; Gal 5, 11; Flp 2, 8; Heb 12, 2. 16. Cf. Ef 2, 7. 17. Cf. Rom 6, 9; ICor 15, 21, 26 y 54-57; 2Tim 1, 10; Heb 2, 14. 18. Las pruebas son los testimonios evangélicos. Este camino de la fe tiene acreditadas convalidaciones en los convertidos por el Salvador: los dis-

cípulos en las bodas de Cana (Jn 2, 11), el centurión que ora por la curación del hijo (Jn 4, 53), el ciego de nacimiento (Jn 9, 38)... creyeron después de haberse encontrado con el milagro. Jesús mismo apeló, como prueba de fe, a sus obras y a las declaraciones bíblicas (Jn 5, 36-39). 19. Lo que los antiguos griegos llamaban «oikonomía». 20. Para la presencia del Espíritu Santo en el bautismo instituido por Jesús, véase Mt 3, 11; Me 1, 8; Le 3, 16; Jn 1, 33 / Jn 3, 5-6; Act 1, 5; 2, 38; 11, 16. 21. Es una evocación, primero más precisa y luego algo más sintética, de Rom 6. Aquí y allá otros ecos de san Pablo. 22. La incredulidad como analfabetismo: es una interpretación original susceptible de investigaciones profundas. 23. Comentado el versículo 157 del Salmo 118 (119), observa que el mérito de la fidelidad a los preceptos divinos está marcado por las persecuciones, que no provienen no obstante sólo de un soberano visible, sino que pueden estar desencadenadas también por muchas pasiones: éstas son los tiranos más peligrosos, en cuanto vencen el alma de los fieles más con halagos que con temores. 24. Ambrosio juega con la identidad de significado entre «mártir» y «testigo» y, alternando libremente ambos términos, confiere a la variación estilística reflejos de sugerencias sutiles. 25. La palabra espíritu (pneutna) en la Biblia reviste toda una gama de acepciones que se alternan coherentemente. Partiendo en realidad del soplo de viento, va hasta la respiración de la persona viva, de aquí a las fuerzas espirituales y a las sustancias inmateriales consideradas como principio genejal de vida común a todos los seres animados (que no debe confundirse con la psykhe, principio de la vida específica del hombre), luego al alma humana ya sea unida al cuerpo ya sea separada de él, más tarde a la parte racional de la naturaleza humana y al pensamiento que se eleva al conocimiento de las cosas eternas, posteriormente a las inclinaciones y pasiones humanas, a las decisiones fundamentales de la conciencia (fuerza de la fe, renuncia a la carne, disponibilidad para Dios y el prójimo), para llegar al mundo angélico y demoníaco y acabar con Dios, de quien designa el ser, los atributos, la acción. Por cuanto concierne a las afecciones de nuestra naturaleza, en el Antiguo Testamento hallamos el espíritu de sabiduría (Éx 31, 3; 35, 31; Sab 7, 7; Is 11, 2), de inteligencia (Dt 34, 9; Job 15, 2; Eclo 39, 6; Dan LXX Sus 44-45), de ciencia (Dan LXX Sus 63), de competencia (Éx 28, 3), de educación (Sab 1, 5), de potencia (Sab 5, 23; 11, 20), de justicia (Is 28, 6), de juicio y de purificación (Is 4, 4), de gracia y de misericordia (Zac 12, 10), de salvación (Is 26, 18), de letargo (Is 29, 10), de abatimiento (Is 61, 3; Bar 3, 1), de celos (Núm 5, 14 y 30; Ecl 7, 9), de cólera (Éx 15, 8; 2Sam 22, 16; Sal 17 (18), 16; Job 4, 9; Is 27, 8) y de fornicación (Os 4, 12; 5, 4). En el Nuevo Testamento, se mencionan el espíritu de sabiduría y de revelación (Ef 1, 17), de adopción (Rom 8, 15), de fe (2Cor 4, 13), de fortaleza, de amor, de sobriedad (2Tim 1, 7), de mansedumbre (ICor 4, 21; Gal 6, 1), de letargo (Rom 11, 8 cita Is 29, 10), de esclavitud (Rom 8, 15), de timidez (2Tim 1, 7). San Ambrosio, en su expresión, nos coloca en la vía de estos precedentes, poniendo no obstante de relieve su componente más siniestro, constituido por la acción demoníaca: el demonio persigue con las pasiones desenfrenadas,

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Notas (capítulo quinto)

Notas (capítulo quinto)

como el emperador con las tropas (cf. § 45). También en este sentido no le faltaban precedentes neotestamentarios (cf. Le 13, 11); sobre todo el texto de ljn 4, 1-6 era particularmente importante y explícito. 26. Cf. Heb 10, 27. 27. Cf. lCor 6, 9-20. 28. En la Biblia, viudas y huérfanos son por antonomasia las personas que los prepotentes tienden más a oprimir, pero que Dios protege, venga y manda ayudar con la más enérgica severidad: cf. Éx 22, 21-23; Dt 16, 14; 24, 17-22; 26, 12-13; 27, 19... 29. Is 1, 17-18. 30. Cf. Flp 2, 3-4. 31. Cf. Mt 7, 21; Jn 12, 47. 32. Cf. ljn 4, 2. 33. Cf. M t 7 , 26. 34. Mt 7, 22-23. 35. Es probable que la alusión proceda de Mt 6, 5-6. 36. Cant 3, 1-2. En el De virginitate, que tiene como tema principal las bodas místicas del alma con Cristo, se inserta perfectamente la cita del Cantar de los cantares, el cual muestra alegóricamente, con exquisita frescura, las relaciones entre Dios y el pueblo elegido bajo el velo de unas bodas, representando un idilio amoroso entre dos enamorados. Es la elegía del amor sagrado según los modos del amor profano. 37. El circumforaneus latino tiene un leve matiz de charlatanería. 38. Véase nota 6. 39. Véase nota 3. 40. Cf. Jn 4, 34; 5,17; 9, 4. 41. Todo el Evangelio lo demuestra. Véase también Gal 2, 20; Ef 5, 2; Ap 1, 5. 42. Además de los diversos pasajes en que esta virtud se atribuye a Dios y otros en los que la asignación oscila entre Dios y Cristo, véase 2Tim 2, 13; Heb 2, 17; 3, 2; Ap 1, 5; 3, 14; 19, 11, donde le es personalmente atribuida. 43. El autor ha individualizado poco antes algunos «raptores» del reino de los cielos en los publicanos y pecadores que sustituyen a los judíos renuentes, en la mujer que padecía flujo de sangre (Le 8, 43-48) y, sobre todo, en la cananea (Mt 15, 22-28), de quien describe hechos y sentimientos con expresiones que captan limpiamente su esencia. La terminología se fundamenta sólidamente en las palabras de Jesús mismo: cf. Mt 11, 12. 44. En Éx 12, donde se describe la institución de la pascua, en el v. 11 se prescribe que los hebreos consuman la víctima ceñida la cintura, las sandalias en los pies y el cayado en la mano: «lo comeréis de prisa». Esta inquieta solicitud evocaba la fuga ansiosa del dominio del faraón egipcio: aquello que inicialmente se hizo por necesidad, se repetía en conmemoración y como advertencia. 45. Mt 15, 28. 46. La expresión enérgica de Ambrosio está justificada por la decisión obstinada con la que la cananea superó la negación inicial de Jesús. 47. Cf. Le 18, 3-5. 48. Sobre la Iglesia como institución de salud destinada a suceder a la*. sinagoga, véase Ef 2, 11-22; Heb 8, 1-13; Ap 3, 12. La mención de «reino»-

está aquí sugerida por la fórmula, tan frecuente en el Nuevo Testamento, «reino de los cielos» o «de Dios». Con esta expresión, Jesús pasó, de la idea veterotestamentaria de una realeza de Dios sobre Israel y sobre el mundo, que, bajo la acción de trágicas vicisitudes históricas, fue alejándose cada vez más hasta transformarse en escatológica, al concepto central de su predicación, en la que anunciaba el cumplimiento de la salvación escatológica en su persona: la soberanía salvífica de Dios estaba, en consecuencia, presente en él, si bien debía permanecer siempre escatológica, en cuanto debía desarrollarse progresivamente hasta el final de los tiempos. Este crecimiento estaba destinado a tener lugar con la Iglesia y en la Iglesia. Resultaba, por tanto, natural que esta renovación y el potenciamiento de la concepción, superando el judaismo y convirtiéndose en la esencia misma del cristianismo, abandonaran la competencia de la sinagoga para pasar a la de la Iglesia. 49. Con una síntesis atrevida en su concisión, pero inobjetable en la sustancia, san Ambrosio identifica con Jesús el reino de Dios. 50. Se refiere a Cristo. 51. Cristo vivió bajo la ley mosaica en toda su vida escondida y sólo en su vida pública promulgó la nueva disciplina evangélica. Este período de permanencia justifica la metáfora del arrebatamiento. Es una reelaboración •de Gal 4, 4. 52. Para las principales profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, véase Gen 3, 15; 12, 1-3; 18, 18; 49, 8-12; Núm 24, 17-19; 2Sam 7, 13-16; 23, 5; ICró 17, 11-14; los «salmos reales», en los que se pasaba del rey del momento al rey escatológico, en virtud de la promesa hecha por Natán a la estirpe de David; Os 3, 5; Am 9, 11-15 (cf. Act 15, 16); Miq 4, 2-4; 5, 1-3; Jl 3, 1-2 (cf. Act 2, 16); Sab 3, 9-17; Ag 2, 9; Zac 3, 8-9; 6, 11-13; 9, 9-10; 12,10-13,1; Mal 3, 1; Is 2, 2-4; 7, 14; 8, 8-15; 9, 5-6; 11, 1-16; 12, 1-6; 16, 5; 28, 16; 54, 10; 55, 3; 56, 1; 61, 1-3; 66, 22; Jer 23, 5-6; Ez 17, 22-24; 21, 32; 34, 23-31; 37, 22-28; Dan 7, 13-14; 9, 24-27. 53. Cf. Mt 1, 21; Le 1, 33, 54-55; 2, 10, 34; Mt 15, 24. 54. Es la aplicación de su obra redentora. 55. Sobre la irritada hostilidad de los jefes judíos contra Jesús, véase nota 97 del cap. III. 56. Mt 28, 13. 57. Ef 5, 14. 58. La auténtica muerte espiritual es dormir ante Cristo, ignorando la llamada que nos dirigió y la resurrección que nos propuso. 59. Fusión de Mt 28, 4 y Le 24, 5. 60. Para la invitación a despertar del sueño, metafóricamente entendido como estado de pecado, véase Rom 13, 11; lTes 5, 6. 61. Cf. Mt 7, 7-8; Le 11, 9-10. 62. Dramatización viva y mesurada. 63. Velar es una advertencia que vuelve insistentemente en labios de Cristo y, de reflejo, en los de los apóstoles. En el Nuevo Testamento ocurre 22 veces; para los lugares véase nota 187 del cap. VIL 64. Cf. Jer 23, 23-24. 65. Cf. Rom 5, 20. San Pablo observa, de forma paralela, la caída de la humanidad por culpa de Adán y su redención por medio de la santidad de

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Notas (capítulo quinto)

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Cristo y, con velado entusiasmo, destaca cómo el carácter sublime del segunde proceso ha superado la degradación del primero. 66. San Ambrosio no quiere agotar a Cristo en la gracia, sino la gracia en Cristo. De hecho, cada vez que san Pablo habla de gracia, en sustancia habla de Cristo. 67. Cf. Jn 1, 4; 5, 26; 6, 35, 48, 63, 68; 11, 25; 14, 6; Col 3, 4; 2Tira 1, 1; ljn 1, 2; 5, 11-12, 20. 68. Cf. Jn 11, 25. 69. Cf. Mt 11, 12; Le 16, 16. 70. Es el pueblo hebreo en su conjunto. 71. Los hebreos, como descendientes de Abraham y de David, eranherederos legítimos de las promesas mesiánicas hechas a ellos y confirmadas a su estirpe (véase nota 52): en virtud de la alianza, Dios había proclamadoa Israel hijo suyo primogénito (Éx 4, 22). Los paganos en cambio no tenían ningún parentesco especial de elección, pero después del rechazo judío fueronadoptados por Dios, entrando en la promesa. El sentido de adopción es aquí por tanto paralelo, pero no coincidente, con el de san Pablo. Para el apóstol la adopción concierne a todos los fieles en relación con Cristo, hijode Dios según la naturaleza; para san Ambrosio, concierne a los paganos en relación con la primogenitura de los israelitas. 72. El autor estaba observando cómo, también en la más crasa idolatría, los pueblos habían conservado siempre una sana intuición de la divinidad, que Cristo vino a rectificar y a purificar con su cruz, término metonimia)' pata significar la pasión. 73. Le 9, 23. 74. Señala la eficacia soteriológica de toda la vida de Cristo, en la que pone no obstante de relieve la muerte y la resurrección. En los padres antiguos, como por lo demás posteriormente en toda la historia de la teología hasta nuestros días, se nota, sin hallar nunca ninguna exclusión de principio, la tendencia ora a destacar particularmente el valor salvífico del sacrificio de la cruz siguiendo la inspiración de san Pablo, ora a detenerse con preferencia en la mística de la encarnación de conformidad con los planteamientos de san Juan. 75. San Jerónimo, mientras predicaba estos tratados, moraba precisamente en el monasterio de Belén, que mandó construir para él Paula en el 389. Allí permaneció hasta su muerte (419), ocupado en la dirección de su comunidad monástica, dedicado a la redacción de sus obras exegéticas e inmerso en agitadas polémicas teológicas. 76. La constante actualidad, bajo la forma de misterios, de los acontecimientos biográficos de Jesús en la vida del cristiano es tema central en la espiritualidad de san Jerónimo. Véase nota 60 del cap. VI. 77. Interpretación umversalmente aceptada partiendo de la filología semítica, de la que san Jerónimo era un buen conocedor. Sin embargo, recientemente la propuesta de O. Schroeder de que el término, por una aproximación acádica, deba entenderse como «casa del dios Laham» ha encontrado una notable aceptación. En el Antiguo Testamento, Belén, pequeña ciudad situada a 8 km al sur de Jerusalén sobre dos colinas que alcanzan los 777 m sobre el nivel del Mediterráneo, se hizo célebre por la muerte y sepultura de Raquel, mujer de Jacob (Gen 35, 19; 48, 7) y por el nacimiento y

consagración del rey David (Rut 4, 11, 17, 22; lSam 16, 1, 4 [17, 12, 15]). 78. La expresión se halla varias veces en Jn 6, 31-58: procedente de Éx 16, 13-15, estructurada por Sal 77 (78), 24, elaborada por Sab 16, 20, se la aplicó Jesús a sí mismo en una grandiosa visión abierta a perspectivas sacramentales, soteriológicas y trinitarias. 79. Cf. Gal 6, 14. 80. Cf. Gal 3, 1. 81. La ascensión de Jesús aconteció en el Monte de los Olivos (Act 1, 12): Le 24, 50 especifica el lugar fijándola en Betania, aldea situada a casi 3 km de Jerusalén en la ladera oriental del citado monte. Las precisiones topográficas son un reflejo natural de la familiaridad de san Jerónimo con los lugares. 82. Los tres «donde» se refieren al reino de los cielos, hacia el que se proyectan místicamente los símbolos del Monte de los Olivos. 83. Sal 51 (52), 10: el salmista, después de haber formulado el castigo de Dios sobre un pérfido enemigo, seguido de burlas de la gente, expone su propia suerte tan feliz y distinta. En los profetas y en los salmos, el olivo es citado a menudo como símbolo de belleza, pujanza y fecundidad y su fruto como emblema de un acomodado nivel de vida. 84. Por metonimia, señala la causa por el efecto. Es probable que en el trasfondo, en el pensamiento de san Jerónimo, haya aparecido la parábola de las diez vírgenes: Mt 25, 1-13. 85. Estaba citando y comentado ljn 2, 9; 3, 15 y concluía que Cristo se retira de quien odia al hermano, dejándolo en las tinieblas. 86. Le 8, 23. 87. Se podría traducir también «que concierne a Jesús», pero la interpretación propuesta parece mejor. 88. En muchos sermones, tanto griegos como latinos, se pueden descubrir huellas de una dramaturgia sagrada embrionaria. Representan un desarrollo de la animación propia de la diatriba cínico-estoica. 89. Is 40, 6-8 citado en lPe 1, 24-25. 90. Expresión descriptiva, muy adecuada a un discurso de entonación popular. 91. San Cipriano escribe a los fieles de Tíbar, ciudad de la Proconsular (actual Túnez), situada no lejos de las fuentes del Bagradas (Medjerda) a un centenar de kilómetros al sudoeste de Cartago. 92. Galo, emperador del 251 al 253, se demostró hostil a los cristianos desde el comienzo de su breve reinado, tanto que corrieron voces de una inminente persecución, que no obstante no llegó a desencadenarse nunca. La amenaza se alejó. 93. Es una metáfora para designar a los fieles inaugurada por Jesús mismo (cf. Le 12, 32; Jn 10, 16) y relacionada con su autodefinición de buen pastor. 94. Cf. 2Cor 4, 9. 95. Esto es, haciendo de la propia alma y del propio cuerpo la morada de Dios y el centro de su culto; es metáfora de san Pablo: cf. ICor 3, 16-17; 6, 19; 2Cor 6, 16. 96. Cf. Mt 5, 11-12.

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97. Cf Mt 10, 22; 24, 9, 13; Me 13, 13; Le 21, 12-13; y 16-19; Jn 15, 21. 98. Mt 10, 38 (16, 24). 99. Cf. lCor 4, 16; 11, 1; lTes 1, 6. 100. San Jerónimo está glosando Ecl 4, 9-12: «Mejor están dos que uno solo, porque logran mayor fruto de su trabajo. Si caen, el uno levanta al otro; pero ¡ay del solo cuando cae! No tendrá quien lo levante. Si dos duermen juntos se calientan mutuamente; pero uno solo, ¿cómo se calentará? Si alguien avasalla a uno de ellos, los dos le hacen frente...» El autor bíblico, un maestro hebreo del siglo m-ll, pretende trazar un análisis de la sociedad, de la que condena los excesos: en contraste con el egoísmo insaciable que aisla al hombre, celebra la colaboración que hay entre dos. 101. Cf. Jn 6, 56; 14, 23; 15, 4-5. 102. Cf. Jn 11, 11-13. 103. El diablo es retratado aquí en la actitud típica de «antagonista», como los padres han querido llamarlo apoyándose en alusiones que les ofrecía el Nuevo Testamento. De hecho, con «adversario», «el que se alza contra» en 2Tes 2, 4, es nombrado el Anticristo y, en lTim 5, 14, Satanás; variaciones del personaje diabólico, detrás del cual no es difícil distinguir a los enemigos del cristianismo. 104. Sobre el trasfondo parece que se perfila el bosquejo de la parábola del fuerte que vence al otro fuerte y lo ata: cf. Mt 12, 29; Me 3, 27; Le 11, 21-22. 105. Para san Agustín las palabras del maestro humano que hace sonar su voz fuera de nosotros no poseen una eficacia iluminadora directa; su función se resuelve más bien en encender una luz interior de verdad, cuya alma está constituida por Cristo, Sabiduría del Padre. 106. Cf. Ef 3, 16-17. 107. Cf. lCor 1, 24. 108. La receptividad de la revelación divina en relación con la disponibilidad del alma se funda sobre afirmaciones de Jesús mismo: cf. Mt 13, 9-15; Le 8, 9-10/Mt 7, 6/Jn 15, 22-24. 109. Para Sócrates (Platón, Proiágoras 358 C-D) la ignorancia es causa de la culpa; aquí la culpa es causa de la ignorancia. Sobre la naturaleza del mal, y específicamente sobre su carácter gratuito, se deben a san Agustín páginas (Conf. II, 4) de importancia innovadora fundamental. Para el pasaje del De magistro, véase también ibtdem 14, 45. 110. Mt 5, 9. 111. Posible eco de Sal 119 (120), 7. 112. Para la filología moderna, Salomón significa «pacífico», pero ya que la paz asumía con frecuencia la acepción de «felicidad», el nombre implica también el sentido de «feliz», «afortunado», «perfecto». 113. Jn 14, 27. 114. Cf. Rom 14, 19. 115. San Pablo, en Rom 14, 17, ha señalado en la paz uno de los componentes esenciales del reino de Dios; en lCor 7, 15, ha hecho de ella un estado directamente querido por Dios; en Ef 4, 3, la ha considerado como cohesión vital del cuerpo místico y, en ibídem 2, 17, ha sintetizado en ella

el mensaje de Jesús. Naturalmente, esta paz tiene doble valencia: con los demás hombres, con Dios (Rom 5, 1). 116. Cf. Rom 10, 4. San Pablo, aunque rinde homenaje al celo tenaz de los judíos por Dios, deplora que hayan intentado hacer de la ley una contraposición de sí mismos a Dios, erigiendo la observancia de los preceptos en motivo jurídicamente idóneo para pretender el premio. La recompensa eterna habría sido una conquista del hombre y no un don de Dios y la redención habría resultado superflua. El apóstol rectifica esta interpretación, que no ve el abismo gozoso entre finito e infinito, y proclama que la ley no tenía en si misma ninguna virtud salvífica: era sólo un camino hacia Cristo, el verdadero Salvador, el único «hombre» capaz de merecer y devolvernos el acceso al reino de los cielos. 117. El concepto de justicia en el Antiguo Testamento, por más que incluya el campo de lo civil, es de naturaleza eticorreligiosa antes incluso que jurídica. La atmósfera que ejerce de trasfondo es la de un rey absoluto que juzga a sus subditos y en los casos positivos concede su aprobación explícita respecto de su tenor de vida y los libera del agravio de los errores personales y de la opresión del enemigo externo. Hay, pues, una concurrencia de don de Dios y de obra del hombre, en cuanto también la rectitud de la conducta llevada a cabo por el hombre es don y enseñanza de Dios. El hombre mira pues a esta intervención del supremo Soberano con una mezcla de temor y esperanza, porque sabe que su severidad está siempre atenuada por la bondad y la misericordia. Por ello, justicia y gracia, lejos de ser términos antinómicos, son componibles y muchas veces intercambiables. En el Nuevo Testamento el vocablo continúa el sentido veterotestamentario de honestidad ética del hombre, pero acentúa su sentido de relación con Dios en la obediencia a sus mandamientos y aumenta sus exigencias llegando hasta el ámbito de la intención. La justicia, que constituye el tema específico de la carta a los Romanos, es concebida aquí como atributo de Dios, que la posee, pero también como el nuevo ser que él concede al hombre mediante la fe en la persona y la obra de Jesús. De hecho la bondad de Dios, hecha realidad en Cristo, que históricamente nos ha liberado del pecado sobre la cruz, ha llevado a cabo así la nueva creación prevista desde la eternidad y la ha revelado a todos los hombres. Los que le dirigen una respuesta de aceptación reciben como contrapartida la justicia, acreditada por Dios, pero real, y en consecuencia el pecador, ahora ya efectivamente redimido, debe llevar una vida nueva conforme al estado al que ha sido elevado. La justicia del hombre es pues para san Pablo el resultado de la justificación que Dios le ha dado. La posibilidad de llevar una existencia moralmente íntegra y recta es un don gratuito que nos viene de Dios, el cual nos confiere un estado de santidad y la capacidad de realizar acciones santas, del cual queda por tanto excluido todo derecho jurídico a un premio. La elevación a la intimidad de la amistad con Dios es una gracia que nos llega a través de la fe.

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118. En cuanto el carácter provisional de las obras de la ley ha sido derogado por el carácter perenne de la fe en Cristo. 119. Aquí por «medicina» se entiende el arte del médico y no cada uno de los remedios. 120. Cf. Rom 2, 17-27; 3, 9-20. 121. No es una cita literal, sino una síntesis conceptual de la postura

Notas (capítulo quinto)

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de san Pablo; para alusiones, véase Rom 3, 31; 4, 23-25; 5, 1-2 y 20-21; 7, 4-6; 8, 1-4... 122. La contraposición entre la justicia que proviene de la ley y la que proviene de la fe es frecuente en san Pablo: cf .Rom 4, 3-6, 13; 9, 30-32; 10, 2-3; Flp 3, 9... 123. El concepto bíblico de «siervo» —del que deriva «servicio», como designación del culto— indica la actitud de obediencia del pueblo hebreo, o de grupos particulares, o de individuos, ante Dios. Jesús se consideró a sí mismo (Mt 12, 18-21) como la encarnación historicosoteriológica del siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-53, 12) y sus fieles asumieron la misma actitud a su respecto; hay una plenitud de entrega que florece en adoración: Rom 1, 1; lCor 7, 22 (2Cor 4, 5); Gal 1, 10; Ef 6, 6; Flp 1, 1; Col 4, 12; 2Tim 2, 24; Sant 1, 1; 2Pe 1, 1; Jds 1; Ap 2, 20; 11, 18; 22, 3. 124. Cf. Rom 8, 17. 125. La concentración del fervor en el nombre de Cristo la expresa la traducción con la epífora, en lugar de la anáfora griega, que nuestras sintaxis no pueden sostener. Aunque éste no sea el único ejemplo, los padres antiguos se han mostrado, por lo general, circunspectos en el uso de este instrumento estilístico para subrayar el nombre del Salvador. 126. Cf. Mt 9, 10; Me 2, 15; Le 5, 29/Mt 26, 6-8; Me 14, 3; Jn 12, 2/ Le 7, 36; 10, 38-40; 11, 37; 14, 1; 19, 5-6; Jn 2, 1-2. 127. Cf. Jn 12, 3. 128. Cf. Mt 27, 57-60; Me 15, 43-46; Le 23, 50-53; Jn 19, 38-42. 129. Nicodemo es un personaje que sale nominativamente sólo en el Evangelio de Juan. Durante la sepultura de Jesús aparece junto a. José de Arimatea, pero se diría que a la sombra de este último. José fue solo a afrontar el peligro de pedir al procurador romano el cuerpo del ajusticiado; para los gastos de la primera inhumación somera le ayudó Nicodemo (Jn 19, 39), el hombre de los segundos planos, de la bondad cautelosa, del compromiso ejercido posiblemente a cubierto. El evangelista lo introduce en su relato cuando fue a buscar a Jesús y oyó que le proponía el renacimiento espiritual (Jn 3, 1-10); lo introduce de nuevo en los primeros avisos de la pasión, en el acto de esbozar un intento de defensa, cuando los sinedritas estaban para pasar a la ofensiva contra Jesús (Jn 7, 50-52). El primer encuentro tuvo lugar de noche y aquella visita furtiva quedó para siempre como distintivo suyo: en las otras dos menciones su nombre es caracterizado como «el que había ido a ver a Jesús de noche» (alguna incertidumbre en los códices griegos en Jn 7, 50). Es el individuo que hace fintas, que no quiere romper ni con los fariseos ni con Jesús. Enarbola como virtud suya principal la prudencia, sin darse cuenta de que, en su versión, no va sin cierta timidez no muy lejana de la cobardía. Sólo comete el error de ignorar el coraje y la dignidad viril. Como sinedrita está curtido en el arte del compromiso; sabe estar en una situación en que ni confiesa ni niega a Cristo (cf. Mt 10, 32-33). El Nacianceno ha captado su personalidad con un acertado toque de síntesis en la que no falta una indulgente malicia. 130. Cf. Mt 2, 1-12. 131. Cf. Mt 9, 13 (Os 6, 6; ISam 15, 22). 132. Cf. Dan 3, 39.

133. Eran leprosos que, en esta mísera actitud, intentaban pedir limosna a los fieles acomodados. 134. Cf. Le 16, 9. 135. Una ley del 398, emanada de los emperadores Arcadio y Honorio, establecía que los ciudadanos pusieran a disposición de las tropas imperiales la tercera parte de sus casas, proporción que aumentaba a la mitad en favor de los altos dignatarios: cf. Codex lustinianus XII, 40, 2. 136. La guerra de la que habla podría ser una contraposición dialéctica a la guerra moral que se combate contra las potencias del mal (2Cor 7, 5; Ap 12, 7, 17; 13, 4, 7; 16, 14; 19, 19; 20, 8), o que se sostiene en general por la verdad y la fe (Flp 1, 30; Col 1, 29; 2, 1; lTes 2, 2; lTim 4, 10; 6, 12; 2Tim 4, 7; Heb 12, 1), como para recordar cuántos sacrificios estamos dispuestos a hacer para la defensa material y cuan reacios somos en cambio a aceptar aquellos, que aunque inferiores, son exigidos para la defensa espiritual. Si se quiere ver, no obstante, una alusión específica a un efectivo estado de guerra —y es una interpretación preferible—, cabría pensar en los motines promovidos por Gainas. Por la Homilía XLI (MG LX, 291) sabemos que el ciclo sobre los Actos de los apóstoles fue predicado en Constantinopla en el 400. Ahora bien, en el 399 el aventurero bárbaro Gainas, amigo de Estilicón, se unió al insurrecto Tribigildo que marchó contra Bitinia y ambos entraron en Constantinopla provocando una sublevación del pueblo que exterminó 7000 godos. Gainas, rechazado, intentó la revancha, pero se lo impidieron las tropas romanas bajo el mando del godo Fravita. Gainas, obligado a huir más allá del Danubio, encontró allí la muerte. 137. Apartamentos para los huéspedes los hay sólo en los palacios nobles. En los de Siria central, descubiertos casi intactos, estos apartamentos solían estar colocados junto a la puerta de entrada, frente a un torreón donde moraba el portero. En las casas más ordinarias, encima del tablinum —que en la antigua casa romana, situado frente al atrio, constituía el ambiente principal, donde se colocaba también el lecho nupcial, pero que posteriormente pasó a sala de recepción— se disponían modestos cuartos (llamados cenacula), equivalentes de alguna manera a nuestras buhardillas, que, por tener una entrada reservada, se alquilaban a veces o se reservaban como alojamiento de la servidumbre o de los huéspedes. Siguiendo a Vitrubio, había habitaciones para los esclavos y los huéspedes a menudo en los dos flancos laterales del patio de entrada rodeado de pórticos. 138. En la época de Constantino en Antioquía la iglesia adyacente al palacio imperial se alzaba en un área abierta rodeada de un pórtico. En el recinto, gestionados y cuidados por la Iglesia, había una hospedería para alojar a los extranjeros y cocinas y refectorios para alimentar a los pobres, las viudas y los huérfanos. 139. En los pobres. 140. Cf. Mt 25, 35-36 y 43. 141. Cf. Le 14, 13 y 21. 142. Cf. lCor 4, 14. 143. El estado actual de las excavaciones arqueológicas no nos permite conocer con suficiente exactitud la disposición de los locales en las casas acomodadas de Constantinopla hacia el 400. 144. En la antigüedad las casas de los ricos, además de un primer patío

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(atrio, impluvio) que funcionaba como desembocadura de la entrada, tenían un segunda patio con jardín, en ocasiones dispuesto de modo que podía servir para ejercicios ecuestres. A él daban los establos y las caballerizas, además de otros ambientes destinados a actividades auxiliares. 145. «Allí» es «donde están los siervos». Juan Crisóstomo invita por tanto a los fieles con bienes, si no a alimentar a los pobres en calidad de huéspedes, sí al menos a recibirlos entre el personal de servicio. 146. Cf. Jdt 7, 32. 147. Cf. Jdt B 5, 8; lSam 17, 45; lCró 12, 9, 35; 2Cró 11, 12; 25, 5; 2Mac 15, 11; Eclo 29, 13. 148. Cf. Eclo 29, 12: «Encierra tu caridad en tus graneros; ella te librará de toda desgracia.» En Tob 6, 10; 12, 9; (14, 10) se afirma que la limosna salva de la muerte. 149. El uso de la lectica, difundido en los ambientes cortesanos, aristocráticos y en los económicamente fuertes, fue más bien mal visto por la Iglesia que, fuera del caso de conveniencia, lo interpretó como una manifestación de molicie de vida. Esta oposición y el empobrecimiento causado por las invasiones bárbaras fueron motivo de su progresiva disminución en occidente, mientras que en oriente quedó por mucho tiempo todavía. 150. Cf. Gen 18, 1-10. 151. En las teofanías del Antiguo Testamento varios escritores eclesiásticos antiguos (Justino, Diálogo 56; 60; 126; 127; Teófilo, Ad Autolico II, 22; Ireneo, Adversus haereses IV, 9, 1; IV, 10, 1; Tertuliano, Adversus Vraxean, 14-15; Adv. Marcionem II, 27; Novaciano, Be Trinitate 31, 17 (191), quizá siguiendo a Filón, cf. De somniis I, 238-239; De mutatione nominum 87; De Cberubim 3; De vita Mosis I, 66), tendían a creer que se trataba de manifestaciones no del Padre, cuya espiritualidad absoluta contrastaba con la perceptividad sensible del hombre, sino del Hijo que, destinado a la encarnación, tenía cierta disponibilidad con la materia visible. Además de satisfacer una exigencia suya, en la que quizá sin ellos saberlo entraba bastante más la imaginación que la razón, tenían la ventaja de rechazar el marcionismo, afirmar la divinidad de Cristo y conferir carácter concreto a las promesas mesiánicas. Se presentaban como aproximaciones tipológicas a su inserción en la historia antes del ingreso definitivo. La aparición de Jesús a Saulo en el camino de Damasco (Act 9, 3-7; 22, 6-11; 26, 12-18) habría constituido la conclusión inequívoca. 152. De las tres figuras que se mostraron cerca del encinar de Mambre, dos son llamadas ángeles (Gen 19, 1 y 15). 153. La generosidad de Abraham con los tres viajeros desconocidos fue bastante notable: les ofreció un ternero «tierno y bueno», hizo que Sara amasara unos 36 litros de harina para panes y puso a su disposición cuajada y leche a discreción. . 154. Jesús había advertido que no debían esperarse contrapartidas de la propia generosidad para con el prójimo: Le 14, 12-14; Mt 5, 46-47. 155. Es la cláusula explícita que pone Jesús para conceder la recompensa: Mt 18, 5; 19, 29; Me 9, 37 y 41; Le 9, 48. 156. Si ya en el período clásico fue la hospitalidad una de las virtude más cultivadas y veneradas por las exigencias mismas de la vida civil y las relaciones entre ciudadanos, todavía lo fue más en el cristianismo, qu e

renovó en sus más íntimas motivaciones, transfiriéndola del plano social al espiritual y sobrenatural. San Mateo refiere directamente a Cristo la hospitalidad ejercida en favor de los necesitados (25, 35 y 43); san Pablo la enumera entre las virtudes principales del cristiano perfecto (Rom 12, 13) y entre los testimonios que debe dar quien está revestido del episcopado (ITim 3, 2; Tit 1, 8) y quien aspira entrar en el orden de las viudas (ITim 5, 10) y la recomienda además de una manera muy especial (Rom 16, 1-2); san Pedro invita a practicarla con alegre generosidad (lPe 4, 9) y san Juan la considera necesaria para convertirse en colaborador de la verdad (3Jn 5-8). San Clemente Romano, la elenca entre los méritos de los corintios, inmediatamente después de la fe y la religiosidad (1, 2; y cf. 10, 7; 11, 1; 12, 1); Arístides garantiza que para los cristianos el huésped es como un auténtico hermano que aquéllos reciben en casa con gozo (15, 7), y Tertuliano, Ad uxorem II, 4, 3, presenta como natural acoger en la propia casa a hermanos en la fe que están de viaje. El papa Cornelio declaraba que en Roma más de 1500 viudas y pobres eran alimentados por la Iglesia (Eusebio, Hist. eccl. VI, 43, 11) y Eusebio no omitió, en De vita Constantini, poner de relieve la generosidad del emperador en este específico género de munificencia (III, 44), mientras que Juliano el Apóstata ordenaba a Arsacio construir muchos hospicios en cada ciudad, porque consideraba vergonzoso que los «impíos galileos» alimentaran no solamente a sus necesitados sino también a los de los paganos (Sozomenes, Hist. eccl. V, 16, 9 y 11). San Basilio se hizo umversalmente célebre con la institución de aquella grandiosa central de asistencia a los enfermos, pobres, forasteros, que fue denominada «Basiliade» y suscitó la admiración de los contemporáneos (cf. Gregorio Nacianceno, Oratio XLIII, 63 MG XXXVI, 577-580) y de los posteriores (Sozomenes, Hist. eccl. VI, 34, 9). La emperatriz Flacila, mujer de Teodosio I, atendía personalmente con celo al sostén de los pobres y al buen funcionamiento de los hospicios (Teodoreto, Hist. eccl. V, 19, 2-3). En Ostia, Pamaquio fundó, junto con Fabiola, una hospedería para pobres (san Jerónimo, Epist. LXVI, 11; LXXVII, 10), y en Roma Fabiola instituyó un hospital que recogía toda clase de enfermos (ídem, Epist. LXXVII, 6). San Juan Crisóstomo, ahorrando por su parte en la administración económica del patriarcado de Constantinopla, erigió hospitales y lugares de refección para enfermos y extranjeros llegados a la capital (Paladio, Dialogas de vita S. lohannis Chrysostomi 5, ed. Coleman-Norton, Cambridge 1928, p. 32, 7-8). San Paulino de Ñola había arreglado su propia residencia episcopal con una serie de «pequeñas habitaciones para huéspedes» (Epist. XXIX, 13) y en muchos otros sitios surgían instituciones de alojamiento bajo la tutela de los obispos, que ponían en ello gran empeño, y junto a los monasterios, que consideraban esta misión como una de sus actividades más típicas. El Codex Iustinianus (I, 2, 19; 3, 34 (35) y 48 (49)), consideró luego las donaciones en favor de los hospicios y lugares de acogida de enfermos y necesitados como un todo único con las dedicadas a las iglesias y como directamente sometidas a la jurisdicción de éstas.

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157. Cf. Mt 22, 8-10; Le 14, 21-23. 159. Agustín, partiendo de ITim 6, 18-19, exhortaba a hacer de las riquezas valores reales y duraderos mediante las buenas obras, y a sustraer de ellas la labilidad de sueño que tienen cuando se aprecian por sí mismas. 159. El fundamento de la invitación se encuentra en Mt 6, 19-20 y Le

Notas (capítulo quinto) 12, 33, pero la expresión ha sido reelaborada con una precisión más dinámica, que confiere al concepto mayor fuerza persuasiva. 160. Otra inmediata y auténtica dramatización de Mt 25, 40. 161. Esclavos y libertos eran nombrados a menudo administradores de los patrimonios de las familias patricias o acaudaladas. Los ejemplos abundan desde la época republicana. 162. El calor de la exhortación mantiene su intensidad porque se apoya en el fuerte armazón de un pensamiento brillante y vigorosamente dialéctico. 163. Cf. Mt 8, 20; Le 9, 58. 164. Cf. Mt 14, 13-21; Me 6, 35-44; Le 9, 12-17; Jn 6, 5-13 / Mt 15, 32-38; Me 8, 1-9. 165. Cf. IRe 17, 4-6. 166. De hecho, prodigiosamente, no faltaron ya más a la viuda ni aceite ni harina durante todo el tiempo de la carestía, y el hijo resucitó por obra del profeta: IRe 17, 8-24. 167. Estas palabras son una paráfrasis, dispuesta libremente, de Prov 22, 2. La disposición de Dios no se entiende como un plan positivo destinado a regular el orden social, sino como una recuperación en el plan de la providencia del orden social corriente. Aquí «hacer» quiere decir «permitir que haya». Tampoco en Mt 26, 11, la perenne existencia de los pobres es una ley histórica; es deducción inmediata de la experiencia, mientras que el pensamiento apremia en otro tema muy distinto. 168 y 169. Prov 22, 2. 170. Habría sido hasta una torsión espiritual, porque habría presupuesto que el valor residía en el objeto y no en la caridad que mueve a ofrecerlo. San Pablo, 2Cor 8, 13, precisa a sus interlocutores, a los que había pedido subvenciones para los fieles de Palestina: «Pues no se trata de que haya holgura para otros y para vosotros escasez, sino que haya cierta igualdad.» 171. En Le 11, 41 la Vulgata lee: «Dad lo superfluo como limosna», mientras que el texto griego dice: «Dad lo que tenéis dentro...», refiriéndose a los sentimientos interiores que deben animar la donación. El concepto de lo superfluo como medida objetiva de ayuda está de todas maneras claramente afirmado en 2Cor 8, 14. Véase también Me 12, 44; Le 21, 4. 172. Mt 10, 42; Me 9, 41. 173. La metáfora de la adquisición del reino de los cielos con los tesoros terrenos fue propuesta por Jesús mismo: Mt 13, 44 y 45-46 / Mt 19, 21; Me 10, 21; Le 18, 22 / 12, 33. 174. San Pablo, en 2Cor 8, 12, había advertido: «Porque, si está por delante la buena voluntad, se acepta con gusto según lo que uno tiene, no según lo que no tiene.» 175. Cf. Me 12, 41-44; Le 21, 1-4. 176. Cf. Le 19, 8. 177. Cf. Mt 10, 42; Me 9, 41 / Mt 25, 40 y 45. 178. Sobre la limosna como medio de obtener la remisión de los pecados, véase Sal 40 (41), 2-3; Prov 19, 17; Tob 4, 7-11; 12, 9; Eclo 3, 30. 179. Cf. Act 10, 4 y 31. 180. En los dos párrafos precedentes el orador había exhortado a dar a Cristo la parte de herencia que habría tocado a un hijo muerto; su razonamiento había sido: christianum filium atnisisti: non ergo amisisti, sed prae-

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Notas (capítulo quinto) misisti, ñeque enim Ule decessit sed praecessit; por tanto conviene mandarle lo que espera allá, donde se encuentra ante el Emperador de emperadores. No es que tenga necesidad de ello, sino que más bien tiene de ello necesidad en la tierra el Señor mismo, ante quien se encuentra tu hijo. 181. Jesús, además de llamarnos indirectamente hermanos suyos proclamándonos hijos de su mismo Padre (cf. Jn 20, 17 y también 2Cor 1, 2-3; Ef 1, 2-3; Col 1, 2-3) y designando a su Padre y a nuestro Padre con el mismo epíteto de «que está en los cielos», o con otras calificaciones que suponen la misma persona, nos ha reconocido de forma explícita, además, la fraternidad: Mt 12, 49-50; Me 3, 34-35; Le 8, 21 / Mt 25, 40 / Mt 28, 10; Jn 20, 17. 182. Cf. Rom 8, 17. La referencia a san Pablo es muy acertada: si Jesús nos ha hecho coherederos suyos, nosotros debemos hacerle también coheredero nuestro. Es precisamente el tema que está desarrollando. 183. Quizá más acertada es todavía la sugerencia de considerar a Jesús como un hijo y dejarle la herencia que le toca: la caridad gana categoría, necesidad y dignidad. Es la tasa cristiana sobre la sucesión, sublimada por un exactor divino; era difícil expresar con mayor viveza la verdad de la presencia de Jesús en los pobres. 184. San Cipriano está explicando el Pater noster, versículo por versículo. 185. Mt 6, 11; Le 11, 3. 186. Dos son esencialmente los sentidos bíblicos: 1) El literal, que es el de cualquier libro, en el que el autor expresa su propio pensamiento valiéndose de las acepciones léxicas comunes, de las convenciones gramaticales, usos de figuras estilísticas, como metáforas (Jesús camino, cordero de Dios...), alegorías (Jesús vida), parábolas...; y 2) el típico o espiritual o místico, que es exclusivo de la Biblia, en la que Dios comunica su mensaje especial. Este último se puede dividir en tres categorías principales: a) dogmático o tipológico, cuando personas, objetos, acontecimientos, instituciones del Antiguo Testamento significan y prefiguran personas (Isaac, Melquisedec, David, Joñas = Cristo), objetos (maná = eucaristía), acontecimientos (paso del mar Rojo = administración del bautismo), instituciones (arca de Noé = Iglesia) del Nuevo Testamento; b) moral o tropológlco, cuando acontecimientos bíblicos aluden a realidades o enseñanzas morales para la formación de las costumbres; c) anagógico o escatológico, cuando los datos bíblicos ilustran la superior comprensión de realidades espirituales o divinas pertinentes a la vida futura. 187. San Agustín, Conf. XII, 31, 42 y De doctrina christiana III, 27, 38 (CSEL LXXX, 1963, § 84, p. 102), sostiene la legitimidad de todas las interpretaciones bíblicas que están de acuerdo con todas las verdades de la fe (cf. ibídem III, 10, 14, § 33, p. 88). La multiplicidad de los significados incluidos en el texto por el Espíritu Santo sería un elocuente testimonio de la riqueza de la providencia divina. 188. Cf. Jn 6, 35, 48-51 y 58. 189. San Cipriano parece restringir, esotéricamente, la paternidad universal de Dios a la de los fieles, pero más que un desconocimiento de la primera es una valoración de la segunda, en la que se pasa de un estado de hecho, inconsciente, a una dignidad bien conocida.

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Notas (capítulo quinto)

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190. Para la identificación del pan (eucarístico) con el cuerpo de Cristo, cf. Jn 6, 48-58 / Mt 26, 26; Me 14, 22; Le 22, 19. 191. Cf. lCor 1, 30; (Gal 3, 28); lTes 2, 14; IPe 5, 14. 192. La admonición de san Pablo contra los fieles que se acercaban al cuerpo de Cristo indignamente había sido perentoria y urgente: lCor 11, 27-29. 193. Jn 6, 51. 194. Jn 6, 53. 195. Cf. lCor 1, 2; 6, 11; Ef 5, 26; Heb 9, 13-14; 10, 10, 14, 29; 13, 12. 196. Véase nota 192. 197. El carácter completo y la evidencia de su doctrina eucarística, particularmente centrada sobre la autenticidad de la presencia real, le han valido a Juan Crisóstomo el epíteto de doctor eucharhtiae. Son notables en el transcurso del pasaje varias expresiones de un vigor y hasta de un verismo especialmente impresionantes. 198. Quizá una vivida adaptación de los seres angélicos que, en el Apocalipsis (4, 10; 5, 8, 14; 7, 11; 11, 16; 19, 4), se postran con la faz en tierra frente a la majestad radiante de Dios y el cordero. 199. Sal 105 (106), 2. 200. Más que insistir en la condena del docetismo, esta afirmación proclama la universalidad de la vocación a la salvación. 201. Juan Crisóstomo, tanto por su generosidad personal, su celo y su larga práctica pastoral, como por una cierta tendencia de la escuela de Antioquía de la que fue el exponente más representativo, tiende fácilmente a subrayar el componente voluntarístico humano en la adquisición de la salvación. Después de su muerte, los pelagianos intentaron hacérselo suyo (y conAniano de Celeda tradujeron varías de sus homilías, como si fueran textos en que apoyar sus teorías), pero san Agustín, en el Contra lulianum, I, 21-29 (ML XLIV, 654-661) reivindicó plenamente su ortodoxia, haciendo de él un aliado contra los herejes. 202. La imagen es fea y extravagante, aunque es clara y parenéticamente eficaz y no carece de algún antecedente bíblico (cf. Is 66, 11). Este tipo de realismo era, no obstante, corriente en la época patrística, y los padres no lo despreciaron. 203. Cf. IPe 2, 2; lCor 3, 1-2; Heb 5, 12-13. 204. La operación sacramental de la eucaristía es realizada por Cristo; obispos y sacerdotes son sólo auxiliares del rito. Si no es otra cosa, es por lo menos una clara condenación del donatismo, que todavía entonces hacía furor, sobre todo en África. 205. El autor está insistiendo en la identidad entre la última cena celebrada por Jesús y la misa celebrada por los sacerdotes; esta comparación implica también la otra entre Judas, que asistió a la primera consagración hecha por Jesús (Mt 26, 21-28; Me 14, 17-24; Le 22, 14-23; Jn 13, 21-30), y cualquier posible profanador actual movido a la traición, como el antiguo, por la avaricia (Jn 12, 4-6). Que Judas haya recibido o no la comunión es una cuestión debatida, acerca de la cual —descartadas las inconsistentes motivaciones de conveniencia— la crítica neotestamentaria no tiene suficiente documentación para llegar a una solución cierta. 206. Mt 26, 18; Me 14, 14; Le 22, 11.

207. Palabra grata a Juan Crisóstomo para indicar la árida dureza de corazón ajena a toda caridad. 208. El término griego original (hyparkhos) es bastante genérico y diversificado en sus aplicaciones. En sustancia indica una autoridad civil o militar subordinada, sin precisar si esta subordinación se refiere a otro dignatario de grado superior o bien directamente al emperador. Con este término se designaba pues también a los más altos cargos de prefecto del pretorio, prefecto de la capital y prefecto de Egipto. 209. Es una perífrasis, pero poco circunspecta, por su total transparencia. 210. El animoso obispo no se para en barras; pero no pensaba en sí mismo, sino en el cuerpo de Cristo. No hay orgullo, hay fe. 211. Destaca este final braquilógico entre tanta abundancia verbal. 212. Siente la grandeza del sacerdocio, sobre todo como responsabilidad. 213. Dentro de la Iglesia. 214. Cf. Heb 10, 29. 215. Los endemoniados del Evangelio se nos presentan como sometidos a una acción despótica que los hace instrumentos pasivos en manos del espíritu. Santo Tomás enseña que los demonios pueden modificar nuestro cuerpo, como cualquier objeto material, e impresionar las facultades dependientes de los órganos, pero que no pueden llegar a la voluntad, en cuanto ella no depende de órganos corporales, sino de la inteligencia. 216. El vocablo, tomado de Mt 26, 18; Me 14, 14; Le 22, 11, adquiere el significado pleno de adhesión espiritual. 217. Afirmación audaz y genial: para no profanarlo, es necesario alejar a los pecadores del cuerpo eucarístico de Jesús, y, para no exponerlo a la destrucción, es preciso tener lejos de la eucaristía al cuerpo místico de Jesús, formado por los bautizados, cuando éstos no poseen las condiciones de pureza exigidas para acercarse. 218. Para estos dos temores juntos, cf. Le 18, 2 y 4; para su contraposición — además de Prov 7, la; 29, 25; Gal 1, 10; Ef 6, 7; Col 3, 23 — véase Act 5, 29, que fue probablemente el pasaje directo de donde tomó la expresión Juan Crisóstomo. 219. Aguda intuición nacida más de la magnanimidad que del análisis psicológico. El arte de Juan Crisóstomo, que casi nunca es estilo acabado, es a menudo gracia y siempre soberana dignidad moral y viril. 220. Este fervor intenso posee el toque de la autenticidad y tiene la confirmación postuma del martirio: su muerte a consecuencia de los malos tratos del exilio y de las torturas inherentes equivale, de hecho, a un martirio soportado para defender la integridad de la vida cristiana. 221. San Agustín, en la parte inmediatamente anterior de este mismo capítulo 25, acaba de negar la salvación a cuantos, después de haber recibido el bautismo y haber participado en la eucaristía, han caído en la herejía o en la impiedad. 222. Jn 6, 50-51. 223. Son aquellos que consideraban salvados a todos los bautizados, incluso aquellos que habían recibido el «sacramento de la iniciación» fuera de la unidad de Cristo, como arríanos o donatistas. 224. Éstos son aquellos que reservaban la salvación sólo a los católicos. A ellos el autor responde en la última parte de este capítulo, concediendo

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Notas (capítulo quinto)

Notas (capítulo sexto)

que se liberarán del infierno siempre y cuando su comunión con la Iglesia católica no se juntara con una vida de costumbres corrompidas, en cuanto la perseverancia en el vicio excluye la perseverancia en la fe y, por tanto, en Cristo. 225. Esta cita conjunta del bautismo y de la eucaristía nace de la práctica corriente en la Iglesia primitiva de administrar a los neófitos los tres sacramentos (también la confirmación) en la misma ceremonia. El conjunto constituía el rito de la iniciación. Las normas litúrgicas tienden a precisarse y a transmitirse de un modo más abundante a partir de los últimos veinte años del siglo n, cuando, al ser favorables las circunstancias de un tiempo de paz, se hicieron más numerosas las conversiones y los escritores tuvieron más oportunidades de estudiar formulaciones más técnicas. 226. Lo que san Agustín quiere decir es denso y esclarecedor desde el punto de vista teológico: hay dos cuerpos de Cristo, el de la eucaristía y el de la Iglesia, y es insuficiente participar en el primero sin estar en el segundo. La plena realidad de la comunión sacramental sólo puede tener lugar en la comunión eclesial. El «cuerpo de Cristo» tiene, pues, toda una serie de valencias, distintas pero relacionadas: es el cuerpo físico de Jesús en la tierra, su cuerpo espiritualizado en el cielo, el sacramental en la eucaristía y el cuerpo místico en la comunidad eclesial. Pero hay que mirarlos con intención sinóptica, porque toda separación serían una mala comprensión y tergiversación de la realidad. Véase la nota 217. 227. lCor 10, 17. 228. Explícita referencia a la teología de la Iglesia formulada por san Pablo, el cual, partiendo de alusiones veterotestamentarias (cf. 2Sam 19, 13-14; lCró 11, 1) y de orientaciones de la filosofía estoico-cínica, la representó como un organismo unitario, compuesto de miembros diversos pero convergentes, con la aportación de las competencias singulares, en la plenitud y la perfección de vida del cuerpo (Rom 12, 4-5; lCor 12, 12-26). Inicialmente ésta fue para el apóstol sobre todo una imagen, pero, con el progreso de su meditación, se fue atenuando cada vez más el sentido metafórico para pasar a subrayar el sentido real; en este proceso la posición de Cristo como cabeza del cuerpo (Ef 1, 22-23; 4, 15-16; Col 1, 18 y 24) se fue destacando cada vez más. Obviamente no se trata de su cuerpo físico, muerto en la cruz, sino del místico, que continúa en la historia y hace visible a Jesús a lo largo de los siglos como un cuerpo material hace perceptible a una persona, y que implica también una realidad metafísica y permite que Jesús continúe actuando, de la misma manera que el cuerpo de uno le permite desarrollar su actividad. 229. Por herejía se entiende una variación personal en la verdad revelada por Dios y presentada como tal por la Iglesia a los fieles. Es pues una corrupción de la verdadera doctrina. Con cisma se designa en cambio una disensión disciplinar, que se separa de la obediencia a la jerarquía legítima y rompe la unidad de la Iglesia. Ya san Jerónimo, In ephtulam ad Titum 3, v. 10-11 (ML XXVI, 598 A) había observado que el cisma, para justificarse, tiende a darse una peculiaridad doctrinal, que lo lleva a la herejía. Véase también san Agustín, Contra Cresconium II, 7, 9 (CSEL LII, p. 367-368). 230. Que los «separados de la unidad» pretendan hacer del sacramento de la comunión un amparo de su desunión constituye una verdadera profanación del sacramento.

231. Cf. Ef 4, 3. El eco de san Pablo es tanto más acertado cuanto el apóstol incita aquí a la unidad de los cristianos, los cuales deben formar un solo cuerpo y un solo espíritu en la unidad de la esperanza a la que están llamados.

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'Capítulo VI (p. 191-208) 1. Véase nota 103 del cap. III. 2. Cf. Ef 6, 12. San Pablo, exhortando a los fieles a combatir al demonio y las fuerzas aliadas, los designa como «los dominadores de este mundo de tinieblas», poniendo de relieve su potencia, delimitando el área de aplicación y contraponiendo a su naturaleza vacía y oscura a Jesús que era «la luz verdadera que, llegando a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9). 3. Para la parábola del samaritano, véase Le 10, 30-35. Las heridas (Le 10, 30) son la expresión alegórica cuyo significado real queda manifiesto por los vocablos que siguen. 4. Sobre Jesús médico, véase p. 148-149. 5. Mientras que para Platón, Aristóteles y Epicuro el mal no reside de por sí en las pasiones sino sólo en los excesos a que pueden llevar, para Demócríto y los estoicos, aquéllas implican alteraciones psicofísicas, a consecuencia de las cuales la razón tiene como tarea suprimir los impulsos irracionales anulándolos en la apatheia. 6. Cf. Mt 3, 10; Le 3, 9. En Mt 5, 21-48 se expresa bien cómo Jesús ha interiorizado los mandamientos de la ley, que antes sólo consideraba la apariencia exterior de las acciones. 7. Del vino de la parábola llega al sentido alegórico de la sangre de Jesús mediante su identificación con la imagen de la vid (Jn 15, 1-6) y a su designación como Hijo de David (véase nota 21 del cap. I). 8. Quizá la interpretación haya sido favorecida por la homofonía griega (elaion-eleon), que también en los manuscritos bíblicos ha causado frecuentes confusiones. 9. Cf. lCor 13, 13. 10. Cf. Rom 8, 38 y nota 50 del cap. I. 11. Que Cristo haya aportado la salvación de la suprema reconciliación •con Dios también a los ángeles se dice en Col 1, 20. 12. Cf. Act 14, 15. 13. Cf. Rom 8, 19-21. 14. Sal 118 (119), 63. Este salmo destaca entre los demás por una prolija insistencia que complacía y atraía a los antiguos como si estuviera grávida de misteriosas iluminaciones y cansa a los modernos por la sensación de pesada monotonía e inmovilidad; su tema es la ley y la firme decisión del autor de adherirse a ella en la valoración intelectual y en la práctica real. Es una elección que lo expone a burlas y persecuciones, pero él proclama que no permitirá que lo desvíen con ningún tipo de tentación. Está decidido a caminar por su camino, solo si no encuentra compañero, pero preferiblemente con compañeros si los halla que se compenetren con su ideal de vida. La formulación, aunque adolece de falta de lirismo, posee ciertamente contenido pasional, lo cual explica el constante entusiasmo con que fue aceptado el

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Notas (capítulo sexto)

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salmo en el transcurso de los siglos por todos los que eran sensibles a la piedad. 15. Heb 3, 14. El autor invita a los fieles a una exhortación recíproca para sustraerse a la seducción de la culpa, porque el tiempo que vivimos es el «hoy», el momento de respuesta a la llamada salvífica de Dios. Esta solicitud para no alejarse del Dios viviente tiene como motivo la participación o incorporación a Cristo, que nos sumerge en la posesión de los bienes sobrenaturales. 16. Sal 44 (45), 8. Este epitalamio para las bodas de un rey de Israel (¿Salomón? ¿Ajab? ¿Joram? ¿Jeroboam II?), redactado en el estilo áulico de la época, fue muy pronto leído en clave religiosa e investido de una significación mesiánica. Entre las virtudes del joven monarca, emerge el amor por la justicia que le vale ante Dios la certeza de la felicidad y el éxito no parangonable a la de ninguno de sus compañeros de armas. 17. Término genérico corriente para designar al Salmista, en cuanto se atribuía a muchos salmos una intención profética. Por lo demás, la indeterminación eximía de la dificultad de precisar un autor, de individuación difícil o imposible muchas veces, en esta colección de 150 composiciones que, casi a lo largo de un milenio (de David a los Macabeos), comentaba los acontecimientos de la historia en un apasionado coloquio del pueblo de Israel con su Dios. 18. Véase nota 3 del cap. V. 19. Véase nota 4 del cap V. 20. San Pablo —Rom 6, 4 — interpreta el rito bautismal de la inmersión como una participación en la muerte mística de Cristo, por la que el fiel, muerto al pecado que informaba su vida pasada (vieja), resucita con Jesús a la vida nueva de la gracia, ya liberado del pecado. Participación y semejanza, llevadas hasta una deseable identificación. 21. Cf. Jn 11, 25. 22. San Hilario alude aquí al versículo ahora citado (Sal 44 (45), 8) en el texto de los Setenta, donde el originario «compañeros» estaba vertido con metochoi (partícipes), de modo análogo al partícipe del Sal 118 (119), 63. Naturalmente en sus palabras está latente una interpretación mesiánica. 23. Que el salmista se haya considerado a sí mismo como el «ungido» de Dios puede basarse en Sal 2, 2; 17 (18), 51; 19 (20), 7; 27 (28), 8, donde David parece reunir en sí mismo las dos cualificaciones de cantor y de consagrado del Señor. 24. «Temor de Dios» es una expresión bastante común en la Sagrada Escritura para designar un sentimiento que, nacido de la conciencia de una inmensa diversidad de naturaleza, por la que una manifestación de Dios habría supuesto la muerte del testigo, ha ido transformándose poco a poco en un sentimiento de indignidad ante la infinita santidad divina y en una adecuación progresiva a ella mediante una pureza moral más rigurosa, hasta que llegó a la relación con Dios objetivada en la religión. Aquí el temor se despliega como percepción de la justicia divina y como filial admiración de sus infinitas perfecciones. 25. Cf. Rom 12, 15. 26. Cf. lCor 12, 26.

27. En una forma original, el amor de Dios se prueba en el amor al prójimo, que se manifiesta sobre todo en el sufrimiento. 28. Gregorio de Nisa estaba ilustrando la felicidad que incumbe a los perseguidos por amor a Cristo y, mientras ponía de relieve las ventajas espirituales, incitaba a correr de modo que se alcanzaran meta y premio (lCor 9, 24). 29. Para el cristiano la recompensa coincide con la salvación, la cual se cumple con la entrada en el reino eterno de Dios. El Nuevo Testamento, más allá de las usuales expresiones figuradas que llevan impreso el color de la época, reconoce a Dios como el único premio que se confiere por gracia de la redención llevada a cabo por Jesús. 30. La alusión, convenientemente elaborada, procede de lCor 9, 24-25. 31. Cf. Sal 15 (16), 5; Col 3, 24. 32. Cf. Sal 72 (73), 26; 118 (119), 57; Lam 3, 24. 33. En Col 1, 12, el apóstol enseña que, mediante la obra de Cristo, el Padre nos ha puesto en situación de entrar en la porción de herencia que es propia de los santos en la luz. 34. Cf. lCor 1, 5 y, para antecedentes, ISam 2, 7; lRe 3, 13; lCró 29, 12; 2Cró 1, 12; Prov 10, 22; 22, 2; Ecl 5, 18; 6, 2; Eclo 11, 14 y 21. 35. Cf. 2Cor 8, 9; Ef 3, 8. La formulación del Niseno, aunque autorizada por la Biblia, no es bíblica; es una construcción según el esquema haber - ser, que ya hemos encontrado. Véase p. 95-96. 36. Cf. Mt 6, 19-21; Le 12, 33-34 / Mt 13, 44 / Mt 19, 21; Me 10, 21; Le 18, 22. 37. En 2Cor 4, 6-7, san Pablo afirma que llevamos en nuestros cuerpos, como en un recipiente de barro, el «tesoro» constituido por el «conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo». Véase nota 35. 38. Cf. Mt 13, 45-46. Proponiendo como ejemplo el mercader que compra la perla del reino de los cielos e identificando el reino de los cielos consigo mismo (cf. Le 17, 21, que significa «en medio de vosotros», no «dentro de vosotros»), Jesús se ofrece en venta a aquel que está dispuesto a ceder todo cuanto posee para adquirirlo. Sobre la presencia del reino de Dios en Jesús, véase también Mt 12, 28; Le 11, 20. 39. Toda adquisición del mercado consiste en una confrontación entre el valor de mercancía exhibida y el precio que por ella se pide. El negocio resulta tanto más ventajoso para el comprador cuanto más supera el nivel de lo primero al de lo segundo; pero aquí no existe posibilidad de comparación, al tratarse de pagar a Cristo con moneda terrena. 40. El desarrollo referido aquí sobre el tema «bebe» es parte de otro más amplio, que comienza con la invitación a aceptar las tribulaciones como agentes de purificación y continúa exhortando a beber la letificante copa de los dos Testamentos, en que Cristo infundió la verdad. 41. El hebraísmo es preparación del cristianismo, el cual da sentido y carácter completo a aquél. Los profetas, aunque no lograron dar plena luz a la figura humana y divina de Cristo, supieron trazar algunos de sus rasgos, recurriendo a veces a expresiones que traspasan el sentido de una acepción terrena ordinaria. Los libros sapienciales con la doctrina de la sabiduría y de la palabra de Dios dejan entrever, como en la penumbra, al Verbo de Dios que llega a los hombres. Las referencias más explícitas afloran en Sab

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Notas (capítulo sexto)

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7, 22-26, donde la sabiduría, dotada de los mismos atributos de Dios, resalta hasta el punto de parecer una hipóstasis distinta, y en Sab 9, 1-2; 18, 14-15, donde la palabra, superando los usuales estadios de metáfora, se presenta como una personificación frente a la propia sapiencia. Véase también nota 103 del cap. III. 42. Cf. Jn 15, 1-7. 43. La roca de la que Moisés, por indicación divina, hizo brotar el agua de manera milagrosa para el pueblo postrado por la sed en el desierto (Éx 17, 5-6, sobre el Horeb, y Núm 20, 7-11 en Cadesh: probablemente, dos episodios diferentes), es interpretada ya en ICor 10, 4 como figura de Cristo. En el Antiguo Testamento, roca fue una metáfora para indicar a Yahvéh: 2Sam 22, 2 (Is 8, 14). El recuerdo de este milagro obrado por la bondad de Dios conmovía al pueblo hebreo, que lo recordaba con frecuencia: véase Dt 8, 15; Sal 77(78), 15-20; 104(105), 41; 113(114), 8; Sab 11, 4; Is 48, 21. 44. Cf. Jn 4, 14; Ap 7, 17; 21, 6 y véase Sal 35(36), 10. 45. Cf. Ap 22, 1. 46. Cf. Sal 45(46), 5. 47. Véase nota 6 del cap. V. 48. Jn 7, 38. 49. Cf. Mt 26, 27-28; Me 14, 23-24; Le 22, 20/Ap 5, 9. 50. En Le 6, 46-47 Jesús parece colocar en un mismo plano su persona y sus palabras. Véase también Le 9, 26; Jn 14, 24. 51. El Antiguo Testamento puede resumirse como profecía entendida como revelación, como palabra expresada por un estímulo sobrenatural, por quien, admitido en la familiaridad con Dios, conoció sus secretos y los predica. Profeta es pues un vidente que se hace intérprete de cuanto Dios le ha comunicado, cuidando sobre todo de conservar el carácter genuino del mensaje, del cual él no es fuente sino solamente intermediario. Jet 23, 16 acusa a los falsos profetas de hablar según su propia cabeza y no en dependencia de la boca del Señor, mientras reivindica para sí (1, 9) este origen directo de su anuncio. Reconocida a Cristo su divinidad, era natural considerar intercambiables las expresiones «palabra de Dios» y «palabra de Cristo». 52. Posible eco de Jer 15, 16: «Aparecían tus palabras y yo las devoraba» (cf. también 1, 9), o de la visión de Ezequiel, en la que le fue llevado el rollo de la palabra de Dios para devorarlo (2, 8 - 3, 3), acción simbólica que se repite en Ap 10, 9-10. 53. Metáfora de la digestión, según las ideas anatómicas del tiempo. 54. Le 4, 4 (Dt 8, 3). 55. En el texto que precede inmediatamente Juan Crisóstomo sostiene que el Salvador había actuado a menudo para enseñarnos la humildad y pone como ejemplo el lavatorio de los pies, citando las palabras mismas de Jesús que hacían de aquel acto un ejemplo: Jn 13, 12-15. 56. Es uno de los cuadros que se inspiran en una encantadora frescura de la observación, con los que Juan Crisóstomo suele ilustrar sus lecciones dogmáticas y sobre todo morales. 57. El baño de un señor podía implicar el empleo de cierto número de esclavos: el que le traía lo necesario (si se dirigía a los baños públicos), el que le guardaba los vestidos para impedir los frecuentes hurtos no suficientemente frenados por leyes incluso severas, los encargados de las fric-

ciones, de las abstersiones, de los raspados con los estrígiles, de los masajes con aceite, de la aplicación de perfumes y de los demás refinamientos del tocado. A éstos se añadían luego naturalmente los adictos a los servicios generales de las aguas, de la calefacción, del funcionamiento de las instalaciones y de la practicabilidad de los ambientes. 58. Es la justificación de la exégesis, sobre todo según el estilo de Juan Crisóstomo. 59. Jn 4, 6. En el viaje de Judea a Galilea, Jesús, en vez de seguir el camino que corría a lo largo de la orilla izquierda del Jordán por el territorio de la Perea, tomó la vía más corta, que atraviesa Samaría, cortando por una estrecha garganta los montes Ebal (940 m) al norte y Garizim (881 m) al sur, y se paró donde ahora está la ciudad árabe de Naplusa. La Sicar de los evangelios se identificó durante mucho tiempo con la aldea moderna de Askar, en la pendiente meridional del Ebal, pero excavaciones arqueológicas han demostrado que en la época de Jesús aquél era el nombre arameo (Sycchora) de la antiquísima Siquem, en aquellos tiempos todavía habitada. Sólo más tarde la población, que se había trasladado al lado de una fuente muy abundante a un quilómetro y medio al nordeste, llevó consigo también el nombre sobreviviente en la actual Askar. Sobre el lugar de la antigua Sicar-Siquem surge en la actualidad el suburbio de Tell-el-Balata. La localidad fue célebre a lo largo de toda la historia del pueblo hebreo, porque en ella moró Abraham, que obtuvo de Dios la promesa de la posesión de aquella región (Gen 12, 6-7) y porque Jacob compró del príncipe cananeo Jamor un campo (Gen 33, 18-19), que dejó en herencia a su hijo José (Gen 48, 22), el cual fue posteriormente sepultado allí (Jos 24, 32). La fuente de que se habla es el famoso pozo de Jacob, excavado por el patriarca al volver de Mesopotamia, cuando adquirió el trozo de terreno mencionado: está situado a un quilómetro al sudeste de Balata y mana todavía. A partir del siglo IV una iglesia encerraba en su recinto el lugar, sagrado por los antiguos recuerdos bíblicos y sobre todo por los evangélicos. Quedan en la actualidad notables restos de las sucesivas reconstrucciones. 60. «Misterio» asume aquí el sentido derivado de acontecimiento en la vida de Jesús y circunstancias que lo acompañan. No se trata de episodios en sí inalcanzables a la razón humana, sino de hechos ricos en profundas enseñanzas espirituales dotados de una dimensión inasible que introduce la presencia divina. 61. El pozo de Jacob, por la carretera actual, dista de Jerusalén 64 kilómetros, que Jesús no recorrió ciertamente sin paradas nocturnas. 62. Para Cristo «virtud de Dios», véase ICor 1, 24. 63. Cf. Mt 11, 28. 64. Hacia mediodía. G. Ricciotti piensa que fue en el mes de mayo. 65. Mt 7, 7. 66. Jn 1, 1-2. 67. Jn 1, 3. 68. Filón, en De cherubim 87, define la actividad creadora de Dios como «exenta de toda pena, absolutamente extraña a la fatiga, dotada característicamente de una gran facilidad»; en el § 90 declara a Dios «por naturaleza exento de fatiga» y en De sacrificiis Abelis et Caini 40, sostiene que «la ausencia de cansancio es atributo inseparable de Dios».

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Notas (capítulo sexto)

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69. Jn 1, 14. 70. Cristo creó en la forma de Dios y redimió en la forma de hombre. 71. Eco de la parábola de la oveja descarriada (Mt 18, 12; Le 15, 4) y de la frase programática con la que Jesús concluyó el episodio de Zaqueo (Le 19, 10). 72. El párrafo corresponde a Jn 12, 37-43. 73. Es el 22 de noviembre del año 413, sábado anterior al XXVI domingo después de Pentecostés. 74. Jn 12, 37-38. La cita de Isaías está tomada de 53, 1. 75. El profeta (el llamado Deuteroisaías), hacia el 539 a.C, habla a los hebreos poco antes de su retorno del exilio de Babilonia, advirtiéndoles en aquella situación difícil tan llena de esperanzas que sus opresores habían de ser derrotados porque Yahvéh no había abandonado a su pueblo. De un estado de ruinosa prostración, el brazo del Señor ( = la potencia de Yahvéh) los había de llevar a una resurrección vibrante de un gozo incontenible. Pero ante perspectivas tan luminosas el profeta teme no hallar más que escepticismo entre sus oyentes, que no lograrían percibir que el anuncio es verídico y que el «brazo de Yahvéh» tiene la fuerza de cumplir un cambio histórico de tanta importancia. La interpretación de san Agustín es acomodaticia por extensión. Por «sentido acomodaticio» se entiende la aplicación de un texto bíblico a un tema que no entra en la visual y en las intenciones del autor, haciéndole sostener una tesis en la que no pensaba. No puede ser considerado, en consecuencia, un sentido bíblico con toda propiedad (véase nota 186 del cap. V), y no tiene, consiguientemente, valor de prueba. Los padres, llevados por la semejanza o la facilidad de interpretaciones traslaticias, lo emplearon mucho, aunque su eficacia quedaba reducida a la de una argumentación común al servicio de una doctrina particular. 76. Superación de los antropomorfismos bíblicos. En el Antiguo Testamento, la atribución a Dios de miembros y fenómenos de la vida sensible, como de un alma con sus actividades intelectuales y sus sentimientos, es connatural con el carácter mismo de nuestro conocimiento, que parte de lo concreto, y del lenguaje humano, que puede alcanzar lo trascendente sólo a través de la analogía: cf. Dante, Par. IV, 40-45. El genio semítico luego, tan inclinado a lo intuitivo y alejado de lo especulativo, sobre todo en las épocas más arcaicas, hallaba en él su expresión más adecuada. San Agustín, Epistula CXLVIII, ad Vortunatianum 13 (ed. Goldbacher, CSEL XLIV, 1904, p. 343, 9-17), nos ofrece un claro ejemplo de la técnica interpretativa en que se apoya: «Así como cuando oímos hablar de alas (en Dios) entendemos su protección, así también cuando oímos hablar de manos debemos entender su actividad, cuando oímos hablar de pies su aparición, cuando oímos hablar de ojos la vista con la que conoce, cuando oímos hablar de cara la noción con la que es conocido. Todas las demás expresiones análogas empleadas por la Escritura creo que se entienden en sentido translaticio, y no soy el único ni el primero en pensar así, sino que sostienen esta opinión todos aquellos que, en toda interpretación translaticia, se oponen a aquellos que, por este motivo, son llamados antropomorfistas.» 77. Jn 1, 3. 78. Graduación para superar el concepto sustancialmente material de instrumentalidad del Verbo: el brazo es el instrumento de nuestra inefica-

cia, la palabra lo sería de nuestra potencia pasajera, el Verbo divino lo es de la divinidad del Padre. 79. Es la interpretación literal de las palabras, según la cual el Hijo sería efectivamente un miembro del Padre. 80. La imposibilidad de llevar a cabo una acción sobrenatural sin la gracia de Dios, además de ser un axioma bien fundamentado del Nuevo Testamento (Jn 6, 44, 65; 15, 5; 16, 12-13; ICor 12, 3), es una de las claves principales de todo el sistema teológico agustiniano. 81. Cf. ICor 1, 24. 82. Q . Jn 10, 30. 83. Definición esencial del sabelianismo. 84. El uso del término «brazo» referido al Verbo no debe entenderse ni equívocamente (entendiendo que el brazo respecto del cuerpo y el Verbo respecto de Dios no tienen entre ellos ninguna relación a excepción de la identidad casual del vocabulario) ni unívocamente (pensando que las dos relaciones son en sí idénticas, por lo que el Verbo se refiere al Padre exactamente como el brazo se refiere al cuerpo), sino analógicamente (admitiendo que el brazo y el Verbo son entidades diferentes, que no obstante están en relación con sus respectivos objetos según una proporción). El concepto de analogía, nacido como noción matemática con los pitagóricos y convertido en filosófica con Platón y Aristóteles, pasó a la teología con los padres capadocios y con san Agustín en su polémica contra el arrianismo eunomiano y se desarrolló esplendorosamente con san Alberto Magno y, sobre todo, con santo Tomás de Aquino. 85. La equiparación de los sabelianos con los judíos es frecuentísima en la teología patrística", en cuanto la práctica supresión de la Trinidad por obra de aquéllos remitía al monoteísmo de personas que era la gran doctrina provisional del Antiguo Testamento. San Agustín inserta, no obstante, en su expresión un rayo de ironía amistosa, porque vela la referencia teológica tras el aparente candor de la circunstancia de que el profeta se dirige efectivamente a los judíos. 86. Para su naturaleza, véase nota 186 del cap. V y, para su inauguración, recuérdese que Jesús mismo proclamó su realidad (Jn 5, 39) y dio algunos ejemplos, como el de la serpiente de bronce (Jn 3, 14-15; Núm 21, 8-9), de Jonás y Salomón (Mt 12, 39-42; Jon 2, 1-11; 3, 5; IRe 10, 1-10). San Pablo (Rom 5, 14) y san Pedro (IPe 3, 20-21) le confirieron precisión técnica, tanto en lo que se refiere a las cosas como a las personas. 87. Cf. Col 2, 17; Heb 10, 1. San Pablo enseña que las antiguas prescripciones de la ley eran solamente una apariencia (sombra) prefiguradora de la realidad futura, que se habría actualizado con Cristo. 88. La particular atención con la que Dios trató al pueblo hebreo tenía, por consiguiente, sólo el fin de preparar la encarnación. Toda su historia fue una profecía todavía vacía, destinada a iluminarse de improviso con la aparición del Redentor. 89. Es singular el carácter constitutivo de la historia hebraica, fundada sobre una desproporción que sólo había de encontrar su equilibrio en un futuro desconocido. 90. Es la separación entre natural y sobrenatural. 91. Sal 15(16), 10. Véase nota 18 del cap. I.

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Notas (capítulo sexto)

92. Neta condena de las opiniones de Apeles y de Marcelo de Ancira: véase nota 179 del cap. III. 93. En el párrafo precedente ha explicado los motivos por los que también Jesús se había sometido a la circuncisión. 94. Es la redención. 95. Gen 3, 1-5. 96. La encarnación de Jesús tuvo lugar como conclusión del diálogo entre la Virgen y el ángel de la anunciación: Le 1, 26-38. 97. Doble confrontación Eva-María: pecadora la primera, santa la segunda; madre según las leyes humanas Eva, madre-virgen María. Véase el pasaje de Juan Crisóstomo en p. 148-150. 98. El principio (del género humano) es Adán. 99. Paralelismos entre el sueño de Adán, durante el cual le fue extraída del costado la mujer (Gen 2, 21-23), y el de Cristo muerto en la cruz, de cuyo costado abierto por el golpe de lanza salió la Iglesia (Jn 19, 33-34), su esposa. Véase san Agustín, Tractatus in lobannem IX, 10 (CC XXXVI p. 96, 33-36): «Duerme Adán para que Eva venga a la existencia; muere Cristo para que venga a la existencia la Iglesia. Mientras Adán duerme, de su costado nace Eva; después de morir Cristo, su costado es abierto por la lanza para que surjan de allí los sacramentos que deben formar la Iglesia.» 100. El axioma de Prov 11, 30 proclama: «Del fruto de la justicia nace el árbol de la vida», entendiendo declarar que todo cuanto lleva a cabo el justo se convierte, para él y los demás, en elemento productor de vida. 101. Mt 3, 15. 102. Véase nota 67 del cap. V. 103. Para una estrecha conexión entre conocimiento y virtud, véase 2Pe 1, 5. 104. El árbol de la vida estaba plantado en medio del paraíso terrenal (Gen 2, 9) y con sus frutos simbolizaba la inmortalidad que los hombres tenían como destino. 105. El pecado es un bloqueo que interrumpe el camino a la plena realización humana; esto supone un fracaso y un consecuente destino a las llamas, donde se destruyen los deshechos. 106. Cf. Gen 5, 28 - 9, 17. 107. Gen 1, 24. 108. Interpretando metafóricamente las seis tinajas de la celebración de las bodas de Cana según Jn 2, 6, san Agustín ha visto en la primera (§ 10, p. 96, 26) una imagen de Cristo como generador de la Iglesia, mientras que quiere ver en la tercera (§ 12, p. 97) el simbolismo del sacrificio de Isaac. En la segunda nos propone el madero del arca como profecía del madero de la cruz: el hilo relacional queda asegurado por la función salvífica común, que está estilísticamente subrayada por la colocación intencional en epífora de «mundo entero». 109. El escritor acaba de afirmar que la posición de Cristo sobre la cruz con los brazos abiertos preanunciaba que los pueblos en el futuro habrían de acudir a él de oriente y occidente y habrían de imponerse sobre la frente el signo de aquella cruz. 110. Cf. Éx 12, 3-7, 12-13 y 21-23. 111. Cf. Éx 12, 29-30.

112. Para Jesús considerado como nuevo cordero pascual, véase ICor 5, 7; Heb 9, 28; IPe 1, 19; es además universalmente conocido el cordero inmolado que domina omnipotente en el Apocalipsis (5, 6-6, 1; 6, 16-17; 7, 9-17; 12, 11; 13, 8; 14, 1-5, 10; 15, 3-4; 17, 14; 19, 7-9; 21, 9-27; 22, 1-3). 113. Cf. Ap 7, 3-8. 114. Aplicación del precepto de Éx 12, 7, que imponía marcar con la sangre del cordero pascual las jambas o el dintel de la puerta de la casa. 115. Es la etimología que, por su eufonía, se presentó como la más adecuada al mundo occidental y que, por este motivo, tuvo una gran difusión, incluso también por el fundamento que le daba su relación con la pasión de Jesús. En cambio, la derivación auténtica procede de «paso», en evocación del paso de Yahvéh a través de Egipto cuando mató a todos los primogénitos (Ex 11, 4; 12, 12). 116. Se afirma con bastante claridad la universalidad redentora del sacrificio de Cristo, del cual tomaban su eficacia provisional los ritos del Antiguo Testamento. 117. La correspondencia entre la sangre del antiguo cordero y la de Cristo no supone correspondencia entre el carácter de hecho histórico singular que tuvo la liberación de la tragedia que sufrieron los primogénitos de los egipcios y el que debería tener la «crisis definitiva del universo». Lactancio no parece aludir aquí a un acontecimiento específico, sino que se refiere a la perenne miseria ontológica de nuestro mundo. El entonces no se contrapone a otro entonces o a un ahora, sino a un siempre. 118. El pasaje al que se refiere el párrafo presente dice así: «Nacidos mortales de un mortal, nos hemos convertido en mortales de inmortales. Por Adán todos los hombres se han hecho mortales; entonces Jesús, Hijo de Dios... se ha tornado mortal, porque el Verbo se ha hecho carne y habitó entre nosotros.» 119. Síntesis de Col 2, 13-14. 120. Jn 3, 14-15. 121. Para todo el episodio, véase Núm 21, 6-9. 122. De Núm 21, 5 resulta en verdad que este castigo fue infligido a los hebreos por causa de sus murmuraciones contra Dios y contra Moisés. 123. Véase nota 4 del cap. V. 124. Existe una especie de ciclo acabado: el pecado, que nace de la carne mortal, mordiendo como una serpiente la carne, reafirma su mortalidad. 125. Aquí la serpiente no es ya la que lleva la muerte; es su contrario, que a los amenazados de muerte da la vida. 126. Cf. Rom 6, 9. 127. Se ponen de relieve el escándalo y la necedad de la cruz: cf. ICor 1, 23. 128. Véase nota 67 del cap. V. 129. Cf. 2Tim 1, 10. 130. Cf. 2Cor 5, 4. 131. Cf. ICor 15, 54.

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Notas (capítulo séptimo)

Notas (capítulo séptimo)

1. Para Clemente es Cristo, en cuanto formador de los hombres, que ante él son como niños que necesitan ser educados. Esta representación inspirada en una evidente coherencia es el motivo conductor de todo el himno. 2. Es un genitivo epexegético: la paga que damos al Verbo está constituida por nuestra debida acción de gracias. 3. Todas las metáforas que quieren explicitar la acción directriz del Verbo sobre los hombres, quienes, incapaces de por sí, son dirigidos sin pérdida bajo su guía por el camino de la verdad. El tono litánico sugiere un remoto trasfondo litúrgico; el refinamiento estilístico, el deseo de formar parte de una tradición literaria autorizada; la frecuencia de las determinaciones negativas (6 de 9, en el original), la sustancial pobreza de la fantasía del autor. Los corderos «reales» son los inteligentes (véase luego las «ovejas racionales»), cuya dignidad es así contrapuesta a la condición de los animales en sentido propio. 4. Indica la sinceridad, la pureza, la confianza del cristiano perfecto. Son disposiciones de ánimo preconizadas por Jesús: véase Mt 5, 37; 18, 3; 23, 3 y Jer 9, 4. Puede ser que esta llamada a alabar a Cristo proceda de Mt 21, 15-16. 5. Transposición a Jesús de una calificación que él aplica a los apóstoles (Mt 4, 19; Me 1, 17); del mismo modo es atribuido aquí a Jesús el epíteto de agricultor que él había referido al Padre (Jn 15, 1); de modo equivalente ha invitado antes al Pedagogo-Verbo-Jesús a alabar a Cristo, que se identifica con los tres apelativos ahora mencionados y, luego, utiliza para él el verbo «seducir», que en el Nuevo Testamento tiene siempre una acepción negativa, y llama a Cristo Jesús «huella de Cristo». Esta aproximación de referencias es típica de la mentalidad de Clemente. 6. Cf. Mt 13, 48. 7. No tocados por el mal. El autor insiste en la pureza que la educación de Cristo implica, destacando que es la límpida franqueza la actitud fundamental del fiel. El epíteto «racional» luego, con el que califica a las ovejas, además de que contiene la afirmación de su capacidad intelectiva, implica también su pertenencia de derecho al Verbo. Es una yuxtaposición alusiva, cara a Clemente y a los padres griegos en general, que lejos de acabarse en una complacencia retórica señala el esquema de un esbozo providencial: la razón (logos) tiende al Verbo (Logos), que la justifica y satisface. 8. Cf. Jn 14, 6. El concepto básico de Cristo como guía de sus secuaces hacia el reino de Dios es afirmado con imágenes enfáticas, en buena parte incoherentes, que aspirarían a crear un tono de sublimación, pero que sólo lo sugieren con cierta dificultad. Algo más acertadas son las que siguen, que quieren interpretar la eternidad del Verbo, siempre fecunda tanto en la Trinidad como en la redención. 9. Variación poética de la locución «luz de luz» consagrada por el concilio de Nicea. 10. Cf. 2Cor 4, 4; Col 1, 15. 11. Epíteto del Padre, objeto de tantas discusiones en la época del arrianismo.

12. Reafirmación trinitaria. 13. Sobre el poder universal del mesías y del Hijo de Dios, cf. Dt 10, 17; Sal 2, 8; 8, 7; 71 (72), 8-11 y 19; 88 (89), 28 y 37; 109 (110), 2-3; 144 (145), 13; Dan 2, 47; Mt 11, 27; 28, 18; Le 10, 22; Jn 3, 35; 17, 2; lCor 15, 27; Ef 1, 22; Col 1, 18; 2, 10; ITim 6, 15; Ap 1, 5; 17, 4; 19, 16. 14. Expresión plástica para decir eterno. 15. Paráfrasis del artículo del símbolo que representa al Hijo «sentado a la diestra del Padre». 16. En cuanto verdad y luz supremas que resuelve todos los problemas. 17. Cf. Jn 1, 3; Col 1, 16; Heb 1, 2. 18. Que Dios no es solamente creador inicial del mundo sino que es también su ordenador perenne que asegura su orden, es un concepto frecuentemente afirmado por la Biblia: cf. Gen 8, 22; Sal 64 (65), 10; 77 (78), 26; 92 (93), 2-4; 95 (96), 10; 103 (104); 148, 6; Prov 8, 27-29; Is 40, 26; 44, 24; 45, 12 y 18; Jer 5, 22; 31, 35; Jl 2, 23... 19. El paralelo entre el sol material, que ilumina el mundo, y Cristo, que üumina los espíritus, es corriente en la patrística. 20. Véase el pasaje de Sinesio en p. 90. 21. Son los ángeles. 22. Véase nota 198 del cap. V. 23. El acercamiento del hombre al ángel, que asoma en la frase precedente, puede provenir del hecho de que en Gen 18, 2, 16, 22; 19, 10, 12; Tob 5, 4; 2Mac 3, 26; Ez 40, 3, 5; 43, 6; 47, 3; Dan 8, 15; 10, 5, 16 son llamados «hombres» ángeles que aparecen con semblanza antropomórfica y de que, viceversa, en 2Sam 14, 17 y 20; 19, 28; Zac 12, 8; Mal 2, 7, hombres son denominados «ángeles». Era además muy conocida la frase de Sal 8, 6, en la que el cantor, dirigiéndose a Dios afirma a propósito del hombre: «Lo has hecho algo inferior a los ángeles.» 24. Para los dos nacimientos, el eterno y el temporal, del Verbo de Dios, véase el pasaje de san Agustín en p. 101 y el de Lactancio en p. 124. 25. Cf. lCor 10, 11; Gal 4, 4; Ef 1, 10; 2Tim 1, 9; Heb 9, 26. Hay que recordar que la era mesiánica era llamada por los profetas (Is 2, 2; Jer 23, 20...) «fin de los días» o «de los tiempos». 26. Cf. Flp 1, 21. 27. Este poema —junto con I, 2, 3: Exhortado ad vírgenes— ha sido el centro de una larga discusión entre quienes sostenían su autenticidad y quienes la negaban, porque está compuesto según una rítmica de acentos y no según la métrica cuantitativa tradicional. La paternidad gregoriana de este Hytnnus vespertinas parece no obstante plenamente adecuada y por consiguiente ésta sería la primera composición lírica del mundo occidental inspirada en criterios futuros. Constituye también por lo dicho un documento histórico fundamental, por cuanto inicia la segunda era de la poesía europea. Se cierra la época clásica y se inaugura la medieval y moderna, todavía en curso. Nos hallamos en el ventenio 370-390, probablemente en su mitad. 28. Esta expresión tan intensamente afectiva es habitual en el Nacianceno, que se inspiró en Orígenes. 29. Véanse notas 9 y 11. 30. Cf. Jn 14, 16-17 y 26; 15, 26; 16, 13-15 y sobre todo 20, 22. 31. Fórmula que condensa la trinidad y la unidad de Dios. Con «gloria»-

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Capítulo VII (p. 209-235)

Notas (capítulo séptimo)

Notas (capítulo séptimo)

no se propone aquí la acepción común de irresistibles acciones de Dios en la historia tendentes a llevar a la salvación y a revelar su propia potencia luminosa, sino que más bien se designa la majestad eterna de Dios, cuya esencia, sublime e inasequible por la inteligencia humana, no encuentra analogía más significativa de la magnificencia deslumbrante de su esplendor. 32. Hay que admirar la elegante y segura maestría con que se ha expresado el pensamiento bíblico (cf. Gen 1) en un lenguaje que se resiente muy de cerca de la experiencia filosófica griega. 33. El sujeto es «la mente del hombre». 34. Exquisita y precisa fusión de Gen 1, 26-28; 2, 7 y de Jn 1, 4-9. Gregorio se distingue precisamente por una elevada responsabilidad teológica, una fuerte y penetrante solidez conceptual y una elegancia refinada en la expresión literaria. 35. Cf. Rom 13, 12; Ef 5, 11. 36. Este himno es una plegaria vespertina. La ligereza del sueño sugiere para el alma cierto grado de independencia de los miembros y por tanto su pronta disponibilidad para la alabanza de Dios. 37. Véase nota 23 y el pasaje en que está inserta. 38. En Ecl 5, 2 y 6 los sueños son considerados como consecuencias de las preocupaciones del día, en Is como imaginaciones aberrantes de la realidad y en Jer 23, 32 como distorsiones engañosas de la verdad. 39. Es la situación en que «la mente nuestra, peregrina / más de la carne y menos del pensamiento presa, / en sus visiones casi es divina» (Purgatorio, IX, 16-18). 40. El vocablo apela duramente a una condición de vida en la que hemos sido inmersos sin nuestro consentimiento y que no nos está permitido ni rechazar ni cambiar. 41. Recurso estilístico habitual en Gregorio para subrayar la situación dramática en que a veces nos hallamos. 42. Mediante la procreación. 43. Cf. Flp 2, 9-11. 44. La misión unificadora y civilizadora de Roma fue un tema profundamente sentido en la época imperial, hasta que encontró en Rutilio Namaciano sus acentos más nostálgicos y patéticos. 45. La predestinación del imperio romano a desempeñar una tarea esencial en la historia de la salvación había sido afirmada y minuciosamente examinada por Eusebio de Cesárea, el cual había hallado profecías que la preanunciaban ya en el Antiguo Testamento. Sus ideas, que cristianizaban un filón de especulación política de origen helenístico, que veía en el soberano terrenal un delegado y un imitador del soberano celestial, se convirtieron en fermentos de compleja vitalidad. 46. Sujeto agente de estos verbos es, evidentemente, Cristo. 47. La gloria concedida por Cristo después de superar los trabajos de este mundo unifica en sí la visión del Dios incorruptible (Rom 1, 23) y del esplendor de la faz de Cristo (2Cor 3, 18; 4, 6) con la transformación del propio fiel en un cuerpo de gloria (lCor 15, 43; 2Cor 3, 18; Flp 3, 21). 48. Expresiones simbólicas que, partiendo de Gen 3, 1-15, aluden metafóricamente a los trastornos del mundo, que se atribuyen a las potencias del mal. Ef 6, 11-12 suministra apuntes interesantes para estas representaciones.

49. Cf. Mt 16, 16. 50. Cf. Jn 2, 1-11. 51. Cf. Mt 9, 27-30 / Mt 20, 29-34; Me 10, 46-52; Le 18, 35-43 / Me 8, 22-25; Le 4, 18-21; Jn 9, 1-38. 52. Cf. Me 7, 31-35. 53. Cf. Mt 9, 2-7; Me 2, 3-12; Le 5, 18-25 / Mt 12, 9-13; Me 3, 1-5; Le 6, 6-10 / Jn 5, 2-9. 54. Cf. Mt 9, 32-33; Me 7, 32-37. 55. Cf. Mt 8, 16 / Mt 8, 28-33; Me 5, 1-20; Le 8, 26-39 / Mt 12, 22; Le 11, 14 / Mt 17, 14-18; Me 9, 17-27; Le 9, 38-42 / Me 1, 23-27; Le 4, 33-36. 56. Cf. Mt 11, 5; Le 7, 22 / Mt 15, 30-31; 21, 14. El vivido parangón con los ciervos está tomado de Is 35, 6. 57. Cf. Mt 9, 20-22; Me 5, 25-34; Le 8, 43-48. 58. Cf. Mt 9, 18-19 y 23-25; Me 5, 22-24 y 35-42; Le 8, 41-42 y 49-55 (hija de Jairo) / Le 7, 11-15 (Naím) / Jn 11, 1-44 (Lázaro). 59. Cf. Mt 14, 24-33; Me 6, 47-51; Jn 6, 16-21. 60. Cf. Job 38, 10-11; Jer 5, 22. Ulterior testimonio de la costumbre de los padres de atribuir personalmente a Cristo las obras de Yahvéh. 61. Cf. Jn 10, 38. 62. Cf. ISam 4, 4; 2Sam 6, 2; 22, 11; 2Re 19, 15; lCró 13, 6; Sal 79 (80), 2; 98 (99), 1; Is 37, 16; Dan 3. 55. 63. Cf. Eclo 49, 8. 64. Cf. J n l , 6 ; 2, 1; Ap 7, 11. 65. Cf. Dan 7, 10; Mt 26, 53; Heb 12, 22; Ap 5, 11. 66. Cf. Is 6, 2-3 (Ap 4, 8). 67. Cf. Mt 7, 7; Me 11, 24; Le 11, 9; Jn 14, 13; 15, 7, 16; 16, 23-26. 68. Cf. Eclo 34, 15. 69. Cf. 2Tes 2, 4; lTim 5, 14. 70. Cf. 2Cor 11, 14. 71. Cf. Sal 115, 2 (116 B, 2) y véase Sal 61 (62), 10. 72. Cf. lEsd 8, 86; Sal 85 (86), 15. 73. Cf. ITim 6, 13. 74. Cf. lCor 15, 55 (Os 13, 14). 75. Cf. lCor 15, 26; Heb 2,14; Ap 12, 7-11. 76. Cf. Mt 22, 41-46; Me 12, 35-37; Le 20, 41-44; Act 2, 34-36; Heb 1, 13 / Mt 26, 64; Me 14, 62; Le 22, 69 / Me 16, 19; Act 7, 55-56; Rom 8, 34; Ef 1, 20; Col 3, 1; Heb 1, 3; 8, 1; 10, 12; 12, 2; IPe 3, 22. 77. Véase nota 141 del cap. IV. 78. Para el diablo como enemigo de la humanidad, véase Mt 13, 39; IPe 5, 8. 79. Cf. Ef 5, 20; Col 3, 17. 80. Cf. lTes 3, 10 / Rom 8, 34; Heb 7, 25; ljn 2, 1. 81. Ritmo litánico conectado con la invocación litúrgica Kyrie, eleison. El motivo repetido no indica aquí que se recae en un concepto exhausto, sino que se ahonda cada vez más en lo profundo. Que la fe es don del Padre lo afirma Jesús mismo (cf. Mt 11, 25; 16, 17) y san Pablo (Gal 1, 15). 82. El Verbo, entrando en relación con la inteligencia, con la fuerza vital y con el elemento material de que estamos compuestos, los unifica y sublima:

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Notas (capítulo séptimo)

Notas (capítulo séptimo)

respeta la naturaleza y la corrobora. Irradiando sobre el conjunto una racionalidad suprema, dirige nuestra mente a contemplar la excelsa dignidad de la esencia divina y de su plan creador y salvador. 83. En una amplia perspectiva, el poeta contempla en Dios Padre la fuente absoluta y eterna de la vida y en el Hijo una eterna energía vital por concesión del Padre: las dos personas divinas se le aparecen, por consiguiente, caracterizadas por una inexhausta potencia vital, cuya inmensidad descubre y cuya tendencia a expandirse intuye. De aquí se deduce la vocación humana a recibirla, por don del Padre y por actuación del Hijo. 84. A través de la autonomía vital, que es propia tanto del Padre como del Hijo, Victorino deduce su «insubstancialidad. 85. Si el alma humana ha sido creada a imagen del Padre, que es vida originaria, y a semejanza del Hijo, que es vida participada del Padre, resulta que también ella es vida y que, por fuerza de su naturaleza íntima, está llamada a vivir siempre: sobre esta constatación se enciende la plegaria para que, gracias al conocimiento amoroso que el Hijo tuvo de nosotros (Gal 4, 9), esta aspiración se convierta en una realidad. 86. Esquema del movimiento dialéctico del alma esbozado aquí: el alma, autorizada por la creación divina (Gen 1) por medio del Verbo (Jn 1, 3), ama al mundo por su belleza, pero como esta belleza se convierte en fuente ' de tentaciones y de caída (Gen 3, 6), la humanidad se divide en partidarios de la atracción de los valores mundanos y en fieles a Dios: los primeros odian a los segundos (Jn 15, 18-19; 16, 2; 17, 14; Mt 5, 1-12; Le 6, 22-23); los fieles son inducidos por el Espíritu de Dios, que el mundo ignora y rechaza (Jn 14, 17; 17, 25), a odiar este mundo que odia a Cristo (Jn 7, 7) y que merece la condenación de quedar excluido de su oración (Jn 17, 9). 87. El odio al mundo no implica, con todo, hostilidad para con los pecadores que pueden haber cedido momentáneamente al mundo. La culpa que no sea rechazo lúcido y definitivo de Dios y que, por tanto, sea susceptible de penitencia entra en el misterio de la redención. 88. La invitación de Dios al pecador para que se convierta y vuelva a él es el alma de ambos Testamentos. 89. El persistente contraste interior que pone en antagonismo la inclinación al mal ínsita en la carne y la aspiración al bien, propia del espíritu, tiene su locus classicus en Rom 7, 14-25. La concepción pesimista de la carne está, no obstante, superada aquí con el traspaso de la nuestra a la de Cristo, en la que el Salvador obró la redención y obtuvo el triunfo definitivo (Col 2, 15). 90. Haciendo eco a Rom 7, 18, Victorino revive en sí la experiencia universal de que el hombre posee la libertad de querer el bien, pero que termina por desgracia cayendo estérilmente en un voluntarismo ineficaz. El único recurso para una actuación efectiva en la ayuda de Dios: Flp 2, 13. 91. A través de la metáfora neoplatónica de las puertas, el autor proclama que la superación del dualismo ínsito en el hombre la inicia el Espíritu Santo, el cual enseña cuáles son realmente las naturalezas de Cristo y del mundo. La firme percepción de los valores engendra la decisión de la elección. 92. Iluminados y animados por el Espíritu, somos introducidos al reino de la luz y de la paz por Cristo, mediante su victoria sobre el demonio, agente de perdición y de muerte (Heb 2, 14; Ap 12, 10).

93. Del demonio. Para la formulación, véase Sal 143 (144), 7, 11; Ez 7, 21; 11, 9; 28, 10; IMac 2, 7. 94. El vocablo faraón, desde comienzos de la XVIII dinastía (1570-1318, aproximadamente) indicó la persona del soberano de Egipto y hacia el año 900 a.C, se convirtió en título antepuesto al nombre. En los primeros 14 capítulos del Éxodo, el faraón asume una actitud tiránica contra el pueblo elegido y es considerado adversario declarado de Yahveh, el cual lo derrota por completo. Era inevitable que su figura pasara a ser símbolo del demonio, el protervo antagonista y gran derrotado en la obra de la salvación humana. 95. Satán, en hebreo, significa «adversario»: cf. Job 1, 6, 9, 12; 2, 3, 4, 6, 7... 96. La postura filoegipcia del reino de Judá provocó una vigorosa reacción de Nabudocodonosor, el cual, en el 597, el 586 y el 582, deportó en sucesivas oleadas a los hebreos, que en Babilonia estuvieron ocupados en la construcción y la agricultura. El período de la cautividad duró hasta el edicto del 23 de marzo del 538 a.C, con el que Ciro, fundador del imperio persa, los autorizaba a volver a Palestina con todos sus bienes y a reconstruir el templo. A través del Deuteroisaías, Jeremías, Ezequiel, algunos Salmos y numerosos ecos sucesivos, puede verse la gravedad que este desastre asumió en la experiencia y el recuerdo de los hebreos. Fue una ruina de la que no se levantaron nunca por completo. 97. La imagen, nacida en oposición a la idea de Babilonia, la supera rápidamente, también en la serie de numerosos pasajes de salmos famosos que celebran la santidad del templo y la felicidad y seguridad que procura al alma: cf. Sal 5, 8; 10 (11), 4; 14 (15), 1; 17 (18), 7; 19 (20), 3; 23 (24), 3-4; 25 (26), 8; 26 (27), 1-6; 27 (28), 2; 28 (29), 2; 30 (31), 20-23; 41 (42), 5; 42 (43), 3; 45 (46), 5; 47 (48), 2-4; 60 (61), 5; 64 (65), 5; 67 (68), 25, 30, 36; 83 (84), 2-3 y 11; 86 (87), 1-3; 95 (96), 8-9; 131 (132), 7. 98. Para los himnos dirigidos a Dios en el templo, véase tan sólo Sal 21 (22), 4; 26 (27), 6; 28 (29), 9; 62 (63), 3-6; 83 (84), 5; 133 (134), 1; 137 (138), 1-2; 150, 1. 99. Cf. Gen 19, 24-29. 100. Antropomorfismo que por su enérgica eficacia visual fue muy utilizado en el lenguaje bíblico: Éx 3, 19; 6, 1; 13, 9; 14, 16; 14, 31... 101. La verdadera sabiduría consiste en la meditación de Dios. 102. Véase nota 15 del cap. I. 103. Para la acción insidiosa de los demonios, cf. lTim 4, 1-2. 104. Es la doctrina evangélica contra las seducciones diabólicas. Jesús, en sus tentaciones, había dado al respecto su enseñanza práctica: Mt 4, 1-11; Le 4, 1-13. 105. Véase nota 48. La alusión es, con toda probabilidad, a un hecho íntimo de conciencia. 106. Cf. Gen 1, 26-27. Es el fundamento de toda la antropología gregoriana. 107. El apasionado fervor sobrenatural se transfiere a una límpida y delicadísima semejanza natural: la gracia es tal que ninguno de los dos elementos pierde en genuinidad. Es un toque exquisito, cuyo frescor se combina perfectamente con el dramatismo que abarca a todo el ser. 108. Cf. Flp 1, 23.

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Notas (capítulo séptimo) 109. Están aludidas las angustias relacionadas con la polémica antiapolinarista y con la situación de la iglesia de Nacianzo después de sus dimisiones del patriarcado de Constantinopla. Éstas eran, probablemente, las circunstancias que constituían el cuadro general en que se insertó un específico motivo de inquietud. 110. Actitud que ilustra el carácter profundamente litúrgico de la piedad de Gregorio. 111. Composición de buena voluntad humana y de gracia de Dios: es una sólida plataforma para la polémica antipelagíana que san Agustín debería combatir unos treinta años después. 112. Para una conciencia como la de Gregorio, este oximiron dista mucho de ser sólo retórico. Al concepto de culpa se añade la impresión de perfidia. 113. Imagen de múltiples reflejos: de hecho está relacionada con el «tenebroso» de la plegaria anterior y con la oscuridad de la noche amenazante, la cual está a su vez en oposición dialéctica con «la oscuridad hostil a la salvación» y con la luz de Cristo. 114. Metáfora de la culpa no desconocida al mundo griego, pero bastante más común en el latino, donde es la base de la etimología de peccatum. 115. Es el alma racional del hombre, que «germinó del seno» del Verbo encarnado en Cristo. 116. Evidentes resonancias platónicas, a las que Sinesio siempre fue aficionado. 117. Deseo que se puede colocar igualmente bien en los labios de un apóstol y de un sofista. 118. Esto, en cambio, sólo está bien en labios de un sofista. Cirene, según la leyenda, fundada en el siglo vn por Bato, príncipe de Tera, por orden del oráculo de Delfos, era la ciudad natal del poeta, mientras que Esparta habría sido la mítica ciudad originaria, porque su familia se vanagloriaba de descender del heraclida Eurístenes. 119. Es la purificación definitiva de la materia en el acercamiento a Dios. 120. Véase nota 115. 121. «La inmensa gloria del Padre» es aposición explicativa de «raíz». 122. Sinesio coloca idealmente al Espíritu Santo entre el Padre y el Hijo. La imagen es feliz, en cuanto fluye del amor que une a las otras dos personas, y no le faltan bases evangélicas, porque depende de ambos. De hecho Jesús, en Jn 14, 26, dice: «El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre», en Le 24, 49 afirma: «Voy a enviar sobre vosotros lo prometido por mi Padre» (esto es, el Espíritu Santo), y en Jn 15, 26 anuncia: «El Paráclito que os enviaré del Padre, el Espíritu de la verdad que proviene del Padre» (cf. Act 1, 4-5). 123. Estos dolores son el esfuerzo del alma para llegar a Dios. 124. Tres pares de versos, en cada uno de los cuales Sinesio alaba primero al Padre y después al Hijo. El «sello», término en el que algunos han querido ver la confluencia de complicados componentes órfico-gnósticos, podría en cambio ser entendido como una especificación de la forma del Padre, efectuada por el Hijo con su visibilidad, o también, siguiendo a Jn 6, 27, como la autentificación de la misión divina de Jesús convalidada por el Padre con los milagros realizados.

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Notas (capítulo séptimo) 125. La oración está dirigida al Hijo. 126. La perenne e inquietante inestabilidad de la vida está aquí vertida •con el continuado movimiento ondulado producido por la sucesión de las mareas, que para los griegos eran particularmente visibles en el Euripo, la parte más angosta del estrecho que separa Eubea de la península helénica. La imagen resulta acertada, aunque no es original, porque ya había sido aceptada ampliamente. 127. Expresión engreída para glorificar sus actividades. 128. Recuérdese nota 117. 129. Otro ejemplo del fatigoso lirismo de Sinesio: pide que pueda fecundar su mente alcanzando los acueductos de la sapiencia divina. 130. Véase nota 56 del cap. III. 131. En Éx 13, 21-22 se cuenta que, mientras los hebreos huían de Egipto, «Yahveh iba delante de ellos: de día como columna de nube para .guiarlos por el camino; y de noche como columna de fuego para alumbrarlos, .a fin de que pudieran caminar de día y de noche». 132. Cf. Éx 1, 9-10, 15-22. 133. Cf. Éx 1, 11-14. 134. Integración pintoresca de Éx 1, 14; 5, 5-19. 135. Para las plagas de Egipto, véase Éx 7, 14 -12, 30. 136. Cf. Éx 14, 5-9. 137. Cf. Éx 14, 16, 21-22, 29. 138. De la tierra prometida, «que mana leche y miel» (cf. Éx 3, 8, 17; 13, 5; 33, 3...), era fácil para un cristiano pasar a sentidos alegóricos supeliores. 139. Cf. Sal 15 (16), 5. 140. Sobre el prodigioso paso del Jordán, véase Jos 3, 13-17; 4, 7. 141. Probable alusión sintética a las victorias de Josué. 142. Lamentación frecuente en Gregorio. 143. Entre los movimientos culturales griegos, no habían faltado aquellos que desde diversas perspectivas reivindicaban para el hombre un cierto grado de divinidad: el orfismo sostenía el origen divino del alma; el estoicismo tendía, por su visión panteísta, a predicar una sola naturaleza, como una •sola ciudad, entre dioses y hombres (recuérdese Arato, Fenómenos 5, citado por san Pablo en Act 17, 28); la gnosis hermética tenía uno de sus puntos fuertes en la doctrina del parentesco del alma con Dios y, en los misterios estaba claro que el objetivo final era la divinización. En la Biblia encontramos pronto la promesa «y seréis como dioses» (Gen 3, 5), pero era en realidad el engaño del tentador que precipitó al hombre en la mayor lejanía de Dios. El camino para la verdadera divinización era más bien el contrario, y Teófilo de Antioquía, Ad Autolicum II, 27, afirmaba que Adán se habría liecho dios en el momento en que hubiera obedecido al creador. Más allá del Sal 81 (82), 6 que, para poner en evidencia la gran responsabilidad y dignidad de los jueces, los llamó «divinos» con una hipérbole destinada a agravar la culpa de su infidelidad, hallamos una alusión a la teoría de la divinización en el relato de la creación del alma humana hecha a imagen y semejanza de Dios (Gen 1, 26-27) y en la afirmación de que los dones sobrenaturales concedidos por Cristo a los fieles tienden a hacerlos partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1, 4): pueden añadirse, aunque sean referencias indirectas, las

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Notas (capítulo séptimo) perspectivas de incorruptibilidad e inmortalidad después de la resurrección (iCor 15, 52-53), de la adopción filial (Gal 3, 26-27) y de la imitación de Dios (Mt 5, 48). Ya en la primera generación postapostólica, san Ignacio de Antioquía inculcaba a los cristianos que «estaban llenos de Dios» (Magn. 14, 1) y los exhortaba a la unidad para «participar de Dios» (Ephes. 4, 2). La auténtica teología de la divinización, planteada en principio por san Ireneo, llegó definitivamente con san Atanasio, de quien Gregorio fue buen conocedor e imitador. 144. El origen del alma a partir de Dios fue un problema que con frecuencia los doctores eclesiásticos de los tres primeros siglos o eludían con su silencio o tocaban con dudas y reservas. El Nacianceno se sirvió a este respecto muchas veces, sin inquietudes, de una terminología emanatista que, difundida sobre todo por Plotino, se había hecho corriente perdiendo muy pronto los vínculos originarios con el sistema neoplatónico. En esta acepción genérica, que estaba destinada a durar por todo el tiempo de la escolástica, la terminología implicaba también una derivación por creación. La persistencia de esta terminología estaba motivada por la comodidad y la sugestiva belleza de varias expresiones suyas, además del antropomorfismo bíblico de Dios que inspiró en Adán un soplo vital (Gen 2, 7). Aquí además, como en diversos lugares de Gregorio, se prestaba mucho para asumir una eficaz carga dramática. El contraste entre el origen divino del alma y la presión que sobre el hombre ejerce el pecado adquiría un halo más tensamente trágico. 145. Cf. Sal 21 (22), 17. 146. Este cansancio psicológico ante la persistente continuidad de la lucha que opone el alma, anhelante de la luz de Dios, a los miembros, enerados por la mortalidad y las pasiones, constituye uno de los filones más definidos de la inspiración poética gregoriana. 147. Para la tempestad calmada, véase Mt 8, 23-27; Me 4, 36-41; Le 8,. 22-25. 148. Véase nota 41. 149. No es protesta para arrogarse un derecho; es una experiencia que, humanamente, refuerza la súplica. 150. Escorzo de escena en la que se imagina al juez que está considerando las penas merecidas que hay que infligir. El poeta conjura que le sean ahorradas en buena parte. 151. Confiesa que los castigos deberían ser, por derecho, tan pesados queél no alcanzaría a soportar ni tan sólo la ración de un solo día. 152. Mt 11, 29. 153. El pasaje a que alude es el que se refiere inmediatamente después. 154. Mt 11, 25-29. 155. El pecado original, que introdujo la muerte en la humanidad, fue un acto de una soberbia desobediencia al mandato divino: cf. Gen 3, 1-19. 156. Elegantísima e intensa aproximación a Jn 1, 3 y 14. 157. El «aquí» tiene valor proléptico: anuncia y revela el siguiente «que hemos de aprender de ti...» 158. Cf. Col 2, 3. 159. Oxímoron construido con rara habilidad. 160. El alma. 161. Cf. Le 18, 10-14. La frase conclusiva es uno de los innumerables to-

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Notas (capítulo séptimo) ques agustinianos que iluminan las situaciones desde el interior, combinando evidencia y profundidad, garbo y viveza. 162. Cf. Mt 8, 5-13; Le 7, 1-10. 163. Cf. Le 19, 1-10. 164. Cf. Le 7, 37-48. 165. Cf. Mt 21, 31. 166. Naturalmente, en el espíritu. 167. Cf. Mt 9, 11-13; Me 2, 15-17; Le 5, 29-32. 168. Cf. Rom 5, 20. 169. La primera petición corresponde sobre todo a los fines de la oración; la segunda considera las disposiciones de la misma, que culminan en la pureza del alma; la tercera sintetiza los motivos de la liberación que irradia una amplitud y profundidad ilimitadas. 170. Es intenso el pathos de este ansia del ser de las cosas que todavía no existen: salvado el principio de la iniciativa creadora de Dios, se atribuye un germen de dinamismo a lo que aspira al ser, por lo que la creación resultaría casi una respuesta. Sobresale el valor del ser y, de reflejo, la potencia y la bondad de Dios. 171. Ecos de Plotino, Enneadas III, 2, 2, 17; III, 2, 15, orientados en otra dirección y, en el modo como se utilizan, animados con un nuevo lirismo. Aquí la potencia creadora de Dios se manifiesta como conservación indiscutible. 172. Véase Enneadas III, 2, 11 y 17; III, 5, 1, 16; IV 8, 1, 29. 173. Véase Enneadas I, 8, 3 y 5. 174. Optimismo de evidente raíz estoica: cf. I. Arnim, Stoicorum veterum fragmenta, I, p. 32, 32-37; 33, 2; II, p. 193, 38-39; 299, 15-18; 327, 15; 338, 25. 175. Véase Enneadas III, 2, 17, 149; III, 3, 7, 57. 176. También las criaturas privadas de inteligencia, en cuanto seres, aspiran al ser absoluto. San Agustín tiene una tendencia clara a captar los impulsos inconscientes de los seres, ínsitos en la inmediatez de su existencia. 177. Habiendo negado esencia al mal, se sigue que Dios no puede ser alcanzado por los fallos de lo creado: el ser absoluto no puede ser alcanzado por el no ser. 178. Cuarenta años después, en el 427, san Agustín, en Retractationes I, 4, 2, censuró esta frase como demasiado categórica. Pensaba que debían precisarse cuáles eran las verdades reservadas a las almas puras, puesto que la experiencia enseña que a ciertas verdades llegan también las almas impuras. 179. Cf. Ef 5, 14. 180. La actividad creadora de Dios es analizada en los tres momentos dialécticos de conservar, querer y producir. Si «conservar» («en quien»), que lógicamente se posponía, ha sido antepuesto, esto es debido a un efecto de intuición directa: nosotros, de hecho, descubrimos a los seres en su perdurar, no en su nacer. 181. En Retractationes I, 4, 3, san Agustín precisa que si por «mundo entero» se entendía Dios mismo entonces se debería haber completado escribiendo «los sentidos de un cuerpo mortal»; si, en cambio, se pensaba en el mundo, entonces aquello que era inalcanzable a los sentidos era aquello que es renovado en la segunda parusía, pero que también en este caso el enunciado debía completarse de la misma manera.

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Notas (capítulo séptimo) 182. El reino celestial como prototipo del terrenal es una idea platónico-aristotélica destinada a tener gran fortuna. 183. La invitación viene de Dios mismo: buscar a Dios es obra de la gracia. 184. Cf. Mt 5, 8. 185. Cf. Enneadas VI, 9, 10, 70-71. 186. La vida divina del alma hace parcial nuestra muerte física, que también se reduce por la esperanza de la resurrección. 187. Cf. Prov 8, 34; Sab 6, 14-15; Eclo 4, 12; 32, 14; 39, 5; Is 26, 9 / Mt 24, 42-44; Me 13, 33-37; Le 12, 35-40 / Mt 26, 38-41; Me 14, 34-38; Le 22, 46 / Le 21, 34-36; Act 20, 31; ICor 16, 13; Ef 6, 18; Col 4, 2; lTes5, 6; 2Tim 4, 5; IPe 4, 7; 5, 8; Ap 3, 2-3; 16, 15. Es la sustancia de la metanoia, por la que se subvierte la mentalidad 188. pecadora, 189. 190. 191. 192. 193. 194. 195. 196. 197.Jn 32-35;

Traduce al lenguaje filosófico y resume Rom 7, 19 - 8, 4. Cf. ICor 15, 54. Cf. Mt 7, 13-14. Cf. Mt 7, 7-8. Cf. Jn 6, 35 y 48. Cf. Jn 4, 13-15; 6, 35. Cf. Jn 16, 8. Adaptación de Le 21, 12-15. Cf.36. Mt 5, 12; Le 6, 23 / Mt 6, 1 / Mt 10, 41-42; Me 9, 41 / Le 6,. 4,

flotas (capítulo séptimo) a combatir contra el maniqueísmo del que se había alejado hacía apenas tres o cuatro años. Sabía bien que esta herejía, con su dualismo de fondo, acababa por suprimir la responsabilidad del hombre en un determinismo que en buena medida lo colocaba como espectador pasivo en la lucha entre el principio de la luz y el de las tinieblas. 204. No en sentido espacial sino causal. 205. Cf. Gen 1, 26. 206. Cf. Sal 13 (14), 1. 207. Sobre el trasfondo se perfila la parábola del hijo pródigo: Le 15, 11-32. 208. Cf. Sal 109 (110), 1; Lam 3, 34. 209. El alienum del texto latino suena con ambigüedad, por lo que san Agustín puede ser considerado extraño a Dios o a los engaños del mundo. Pero la interpretación de que un pecador es extraño a Dios es tan evidente que resulta trivial; la otra, en cambio, requiere considerar la malicia del pecado. 210. Reelaboración de Mt 6, 19-20 en una formulación que hace el axioma también racionalmente claro. 211. Cf. Mt 7, 7-8. 212. Al comienzo de toda acción sobrenatural está siempre la gracia gratuita de Dios.

198. Cf. Gal 4, 9. 199.1-2.Cf. Sal 21 (22), 20; 59 (60), 13; 70 (71), 12; 107 (108), 13; 120 (121), 200. Cf. Jn 10, 30. 201. Son naturalmente todas las creadas. 202. La admirable perfección del universo físico es vista como reflejo de la perfección absoluta de Dios. 203. El primero en llevar a cabo una investigación analítica y sistemática sobre la libre intervención de la voluntad en el obrar fue Aristóteles en la Ética a Nicómaco, donde define «libre» como causa y principio de sí mismo. Epicuro, con la doctrina de la desviación espontánea de los átomos, intentó ase'gurar un movimiento inicial de libertad, que debía proseguir hasta una autodeterminación absoluta, mientras que el estoicismo tendía a colocarla en una aceptación de la necesidad universal que provenía, según su opinión, de una razón inmanente. Para Plotino, que discute ampliamente el tema en Enneadas VI, 8, la libertad consistía en el volverse la razón y el conocimiento, más allá del impulso sensible, hacia el Bien, la conformidad con el cual indicaba el grado de firmeza del libre albedrío. El cristianismo profundizó en el concepto de libertad transportándolo del sector jurídico-político, externo, al espiritual, interno, porque la opuso a la esclavitud del pecado (y no sólo, como ya en Platón, a la de las pasiones) y le dio, con la gracia, la forma de afirmarse. En coherencia con toda la tradición eclesiástica, san Agustín defendió la teoría de la libertad, fundamento indispensable de la del pecado y de la consiguiente redención. Más allá de una preocupación teológica especulativa, tuvo particular sensibilidad para tratar del problema, estimulado

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ERMANNO ANCILLI y otros 119 colabo-

radores DICCIONARIO D E ESPIRITUALIDAD Formato: 17 X 24 cm; 2114 págs. en 3 tomos

El presente Diccionario de espiritualidad constituye el primer intento completo de tratar orgánicamente la espiritualidad cristiana en sus contenidos doctrinales y en su riquísimo desarrollo histórico. Su fin es informar y formar acerca de los problemas de la doctrina y de la vida espirituales (incluso no cristianas), siguiendo una línea de divulgación seria y de documentación puesta al día. Éstos son los criterios que han presidido su redacción: 1) Las voces doctrinales se desarrollan según el magisterio de la Iglesia y en un lenguaje adaptado al hombre de hoy. 2) El contenido de las voces históricas se articula en los siguientes puntos: nota biográfica, escritos, doctrina y bibliografía. 3) Las voces psicológicas tienen una extensión notable. 4) Al tener el Diccionario también un carácter pastoral, cuando el caso lo exige, se sugieren orientaciones relativas a la vida espiritual. 5) En la bibliografía se ha tenido el doble cuidado: a) de citar sobre todo los estudios monográficos; b) de indicar bibliografías más amplias para suplir la brevedad de las de algunas voces. 6) Al final de la obra se ha incorporado un índice sistemático que recoge las voces homogéneas y convergentes en un mismo tema. Esta obra orienta en los problemas que afectan el mismo corazón del hombre y en los grandes misterios que dan sentido a su vida.

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