Trilling, Lionel - El Poeta Como Héroe. Keats a Través de Sus Cartas (en Imagenes Del Yo Romantico)

October 4, 2017 | Author: Juan Pablo Carrascal | Category: John Keats, Masculinity, Logical Consequence, William Wordsworth, Truth
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Descripción: Trilling, Lionel - El Poeta Como Héroe. Keats a Través de Sus Cartas (en Imagenes Del Yo Romantico)...

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L I O N E L TRILLING

IMÁGENES DEL

YO ROMÁNTICO N u e v e ensayos de crítica literaria

Traducción de

E. l . r e v o l

Titulo del original en inglés: T h e O pposing S e l f

IMPRESO EN LA ARGENTINA P R IN T E D I N A R G E N T IN E

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723. Copyright by Editorial S ur , Buenos Aires, 1956, de The Viking Press, New York, 1955.

EL POETA COMO HÉROE: KEATS A TRAVÉS DE SUS CARTAS 1

En la historia de la literatura, las cartas de John Keats no tienen parangón. Todas las cartas personales son interesantes; las cartas de los grandes hombres ejercen, naturalmente, una atrac­ ción especial; y entre las cartas de los grandes hombres las de los grandes artistas creadores suelen ser por lo común las más llenas de intimidad, de vida y de sabiduría. Pero hasta entre los grandes artistas, posiblemente Keats es el único cuyas cartas poseen un interés que prácticamente es igual al de la obra creadora de su autor. Por ejemplo, ningún otro epistolario ha dado nunca lugar a una advertencia como la que F. R. Leavis consideró necesario formular hace pocos años. El doctor Leavis señaló que, al ocupar­ nos de Keats ¡como poeta, debemos aseguramos de comprender que para ello los documentos importantes son sus poemas y no sus cartas. A este respecto, nadie querrá entrar en discusión con el doctor Leavis. Cuando nos ocupamos de Keats como poeta, sus cartas sin duda resultan aclaratorias y sugestivas, pero en relación a Keats como poeta no son de importancia primordial sino secun­ daria: sólo son aclaratorias y sugestivas. Sin embargo, es un hecho que debido a las cartas se hace imposible pensar en Keats sólo como poeta: inevitablemente pensamos en él como algo todavía más interesante que un poeta; pensamos en él como ser humano y, más aún, como un tipo especial de ser humano: un héroe. Por cierto, ningún héroe, ningún hombre que atrae toda nues­ tra atención es un hombre en abstracto. Siempre está marcado y se distingue por un papel determinado. Lo conocemos como ámante, marido, padre o hijo; y es mucho mejor si también lo conocemos por su profesión, por ejemplo como rey, soldado o poeta. “¡La ocupación de Otelo ha desaparecido!”: el memora­ ble patetismo de esta exclamación nos hace recordar que en una



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historia trágica los hombres son en primer término vulnerables en los empeños propios de sus vidas y no en su humanidad abs­ tracta. Y asi, no podemos pensar en Keats como hombre sin pen­ sar en su ocupación de poeta. Al mismo tiempo, cuando hemos leído sus cartas no podemos dejar de saber que ser poeta era el modo que había elegido para ser hombre. El encanto del epistolario de Keats es inexhaustible y pocas esperanzas podemos tener de llegar a describirlo plenamente o a enumerar todos sus elementos. Pero podemos tener la seguridad de que en parte su efecto se debe al deseo conciente que tenía Keats de vivir la vida en forma heroica. En el caso de un joven, esto es sumamente atractivo. Keats estaba colocado en una posi­ ción modesta, dentro de la clase media pertenecía a la parte media intelectual, liberal y respetable; su esfera de. acción estaba limitada a los pequeños deberes familiares permanentes; su actua­ ción se caracterizaba por la suavidad y el recato y, a veces, por una especie de desconfiada neutralidad. No obstante, en todo momento concibió la vida en la forma más amplia posible y parecería que nunca le faltó el sentido de que es un problema lleno de riesgos el de ser o llegar ser un hombre. Esa frase tan conocida que aparece en una de sus cartas, la cual expresa que "la vida es un valle de elaboración del alma”, es su síntesis final de ese sentido que, no bien advertimos su presencia en él, nos ha­ ce comprender que dominó su espíritu. Keats creía que le había si­ do dada la vida para que él hallara su buen uso, que se trataba de una especie de continua confrontación mágica que exigía encontrar la respuesta exacta. Y creía que tal respuesta debía resultar de la intuición, el coraje y la acumulación de experien­ cia. Naturalmente, no había de tratarse de ninguna clase de fórmula ni de un producto del raciocinio sino, más bien, consti­ tu ir un modo de ser y de actuar. Pero con todo también en parte podía resultar de la meditación y si bien no podía exponér­ sela en una sola fórmula, por lo menos podía ser objeto de mu­ chas formulaciones. Keats también era un hombre de ideas. Su modo de concebir la vida es característico de los jóvenes audaces y muy dotados.. . ,aunque también es característico de los muy grandes hombres de más edad que los jóvenes animosos y dotados suelen a menudo tomar en serio. En Keats, su encanto es tanto mayor puesto que su duración es tan breve y tan dramá­ ticamente concisa. Keats tiene veinte años cuándo empieza su epistolario y tiene veintiséis cuando éste acaba. Pero el poeta

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era asombrosamente precoz; y, por mi parte, me inclino a pensar que todavía era más precoz en su conocimiento del mundo que en materia de poesía. Pertenecía a ese tipo de talentos que apren­ den desde temprano a confiar en sí mismos en un sentido funda­ mental, por más que no ignoren los momentos de duda. Tuvo mu­ cha suerte, o fué muy sagaz, al hallar un círculo de amigos que cre­ yera en sus dotes antes de que hubiera dado muchas pruebas de la existencia de éstas, fuera de transmitir el sentido de su visión heroica; y estos amigos esperaban que se expresara. Por esto, a muy temprana edad superó todo tímido titubeo y pudo adentrarse en la indagación del sentido de la vida y su propio ser, formu­ lando las grandes preguntas y tratando de dar las grandes respues­ tas, y exponiendo con entera libertad sus pensamientos. Y así llegamos a la primera de las contradicciones fundamentales que constituyen lo fascinante en la mente de Keats: estamos en pre­ sencia de la sabiduría de la madurez por obra de las preocupa­ ciones juveniles. Esta sabiduría consiste en aceptar con orgullo, amargura y alegría la vida trágica que asociamos ante todo con Shakespeare. Ella explica la fuerza de las cartas de Keats, así como el sentido de la aventura explica su encanto.

2 Bernard Shaw no parece ser la persona más apropiada para ayudamos a comprender a Keats como hombre y, en verdad, el pequeño ensayo sobre Keats con que una vez contribuyó a un volumen conmemorativo es en ' su mayor parte superficial. No obstante, en el transcurso de dicho ensayo Shaw se refiere con cierto detenimiento a una cualidad de Keats que, al menos por lo que hace a nuestra época, bien podría ser la que deberíamos reconocer antes que otra alguna. Esta cualidad es lo que Shaw denomina la cordialidad de Keats. La palabra no goza de mucho crédito en la actualidad. Rara vez se la emplea en el habla cotidiana y, cuando se la llega a emplear, es probable que se la asocie a hombres de edad madura o a vivaces ancianos. Para muchos lectores implicará precisa­ mente lo que no es joven y ferviente, y les sugerirá una mediocre buena voluntad que está al borde de una vulgar falta de discri­ minación personal. Sugerirá cualquier cosa, excepto la devoción y la impaciente energía creadora de un joven poeta. Pero la pala­

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En inglés no existe realmente una palabra que corresponda a nuestra genia­ lidad, en el sentido de propio o característico del genio (N. del T.) ] estaba, sin duda, reforzada por la palabra alemana, si bien en alemán genial tiene signifi­ cados que no la hubieran hecho grata a Wordsworth y Coleridge. Cuando G. H. Lewes, en su Life of Goethe, describe la vida licenciosa de los jóvenes Weimar y su libertinaje sexual, expresa que sus acciones eran aceptadas y perdonadas como fenómenos típicos del período genial, y agrega en una nota marginal: "Es difícil hallar una palabra inglesa que exprese la alemana genial, que sig­ nifica propio del genio. El período genial era aquel en que con la excusa del genio se perdonaba cualquier extravagancia”. Hasta a la mala ortografía de Goethe, como George Eliot señala en una de las cartas desde Alemania, se la llamaba genial.

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para la creación, pero es evidente que para él la escritura de poemas era, en primer lugar, una tarea normal, su ocupación, que él practicaba con sobria diligencia, y además, con gran ale­ gría. Por varias razones obvias, le preocupaba mucho la salud; esta palabra aparece muy a menudo en sus poemas, y odiaba la mala salud, física o mental. Como cualquier otro ser humano, tenía sus momentos de depresión; y como cualquier hombre de gran inteligencia, podía expresar esos estados de ánimo mediante sombrías generalizaciones. Como cualquier hombre de letras, te­ nía momentos en que parecía no sentir nada en absoluto, en los que estaba sin impulso y casi sin personalidad. Pero no daba importancia a sus horas sombrías. Estaba seguro de que la nega­ ción no era de su esencia y que debía pasar para que él volviera a ser él mismo. A su hermano George le escribe sobre un método que ha elaborado para hacer frente a la depresión: “Cada vez que siento que me estoy poniendo melancólico, me levanto, me lavo y me pongo una camisa limpia, me cepillo el pelo y la ropa, me ato bien los cordones de los zapatos y, en verdad, me arreglo como si estuviera por salir; luego, limpio y cómodo, me siento a escribir. Esto me resulta el mayor alivio”. “En verdad, me arreglo como si estuviera por salir”: cuánto nos dice esto sobre Keats. Nunca, dijo, escribió un verso con el propósito de publicarlo y, empero, cuando desea convocar sus facultades más privativas y ponerlas en estado de máxima ten­ sión, lo hace como si se preparara para estar con gente. Sentía pasión por la amistad y la sociedad. Esta afirmación necesita ser adjetivada, pero tal como lo vemos a primera vista, Keats no tiene ni el más mínimo deseo de mantenerse apartado de los placeres comunes de los hombres: la comunidad del placer y la generalidad de cordialidad son parte importante de su vida dia­ ria. Y durante largo tiempo creyó que el desarrollo de su mente apenas si era menos comunal que sus placeres. Tenía la impre­ sión de que sus amigos, casi todos los cuales eran mayores que él, tenían mucho que darle y que le daban con generosidad. Y es muy posible que estuviera en lo cierto. Si pensamos que la gran generosidad del propio Keats quizás atribuía demasiado valor a lo que le daban, también debemos suponer que el afecto real de su generosidad era determinar una generosidad corres­ pondiente en los otros. En su agudo sentido de la relación social, Keats participa de una cualidad de su época: la vida artística e intelectual era entonces

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más cordial que ahora. Hombres de un mismo oficio artístico, o dedicados a diferentes artes pero en la misma relación con res­ pecto del público y las tradiciones establecidas, consideraban que les correspondía admirarse y defenderse mutuamente y reunirse a menudo para discutir cuestiones profesionales o tan sólo para hacer juegos de palabras y bromear. Naturalmente, se producían riñas y surgían celos, como los vemos aparecer en el círculo de Keats, pero entonces era más fuerte que hoy la tendencia a formar la capilla, el cénacle, el grupito que comprendía las inten­ ciones y las legítimas ambiciones de cada uno de sus miembros. Los románticos dieron nueva vida al ideal de la amistad, de la camaradería de armas que tuvo tanta importancia durante la Edad Media y el Renacimiento. Era un ideal apropiado para una época que consideraba necesariamente al arte nuevo como un acto político, casi una conspiración. A esta fuerte tendencia a la sociabilidad y la amistad Keats contribuyó de buena gana y esto ha de explicar en parte la calidad de sus cartas. No todos los amigos de Keats eran artistas pero todos vivían en un ambiente de ideales artísticos e intelec­ tuales, lo cual, para los jóvenes, suele tener caracteres de bohemia. Y la delicadeza de sentimientos así como la agudeza de las obser­ vaciones en las cartas de Keats habría difícilmente aparecido si Keats no hubiera podido confiar libremente sus pensamientos a sus amigos... y no sus segundos pensamientos sin los primeros. Debemos ese maravilloso desaliño familiar de las cartas no sólo a la confianza entre amigo y amigo sino también a la libertad, de los modales del grupo, que está en perfecta consonancia con la generalidad de los modales masculinos de la época. En ese en­ tonces, al parecer, los hombres se reunían en compañía exclusi­ vamente masculina con más frecuencia que ahora y sus costum­ bres eran más libres que las actuales. El grupo que Keats frecuen­ taba no era de ningún modo mal educado, la delicadeza era esencial en él. Aunque cabe aclarar que en su caso no puede subrayarse lo de “linajes" y que las aspiraciones de algunos de sus miembros a ser considerados caballeros podrían ser desesti­ madas conforme a la vieja definición casi técnica de esa condición. Y el propio Keats, nieto de un caballerizo, hijo de un ex-palafre­ nero y de una madre de conducta y condición social más que objetables, atribuía gran valor a los modales y los suyos eran, me parece, exquisito?. No obstante, Keats insistía en modales que eran llanos y de buena gana toleraba los groseros. Debido

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a su admiración por Wordsworth como poeta, tenía los mayores deseos de disculpar las fallas del hombre; pero ante la rigidez de Wordsworth en sociedad nadie podría haber sido más severo que él. Y con qué deleite escribe sobre esa comida de calaveras que tuvo lugar en enero de 1818, la cual abundó en cuentos verdes del tono más subido y en bromas pesadas sobre bacinillas. Keats no hubiera podido entender el ideal de delicadeza propio de la segunda parte del siglo xix que, en la medida que se manifestaba en la compañía de hombres, le hubiera parecido extraño y dis­ paratado1. Los modales de la Regencia no le molestaban ni lo más mínimo, le cuadraban muy bien y explican en parte la franqueza y el vigor de su correspondencia. Él y sus amigos asis­ tían a la “tortura del oso” 2 y les atraía el mundo rufianesco de los pugilistas profesionales. Keats, entre cuyos libros había un tomo titulado Fencing Familiarized (Para familiarizarse con la esgrima), era un excelente boxeador y nos consta que no titubeó en enfrentarse a puño limpio con un contrincante más pesado; ocasión en que su actuación fué excelente. Pese a toda su pasión por lo que llamaba “abstracciones”, pese a todo el idealismo de su poesía, Keats amaba la vida real: su rudeza y su vulgaridad lo deleitaban. “Las maravillas no son maravillas para mí —escri­ bió en noviembre de 1819—. Me hallo más a gusto entre hombres y mujeres. Prefiero leer Chaucer a Ariosto”. Su sentido de la rea­ lidad era vivo, chispeante y estaba en la línea de los humoristas poéticos ingleses desde Chaucer y Skelton hasta Burns. Sin duda, entre los poemas de Keats hay que calificar de excepcionales a “Dawlish Fair” y “Modern Love”, pero son de la esencia misma de su temperamento según se revela éste en las cartas. Al hablar de la cordialidad social de Keats es necesario que, para ser precisos, reconozcamos que había en su personalidad un elemento que tendía a reprimirla. Naturalmente, su enfermedad lo amargaba, separándolo, a medida que aumentaba su certidum­ bre de que iba a morir, de aquellos que todavía tenían las pers­ 1 No se manifestó tan totalmente como luego hemos llegado a creer: las partes inéditas de los cuadernos de Samuel Butler dan una ilustrativa rela­ ción de la conversación y las costumbres reales de los caballeros de su tiempo. Pero, sin duda, que Butler se preocupara tanto por registrar los hechos, sugiere cuál era la conducta predominante. 2 Bear-beating, en Inglés; antiguo entretenimiento anglosajón, popularí­ simo en la época elisabetana, que consistía en azuzar con perros a un oso cegado (N. del T.)

JB L I O N EL T R t L L I N G pectivas de una larga vida, tomándolo suspicaz y celoso. Pero ya antes de enfermarse había empezado a alejarse de sus amigos. Quizás esto era de esperarse. Al principio de su carrera, le había expresado a Bailey Su confianza en la comprensión de las causas de las acciones humanas. Era una comprensión de la que estaba dispuesto a decir que era excepcional. "No bien traté a Haydon durante tres días, comprendí su carácter lo suficientemente bien como para que no me sorprenda esa carta con que te ha herido". "Antes de sentir interés por Reynolds o Haydon... estaba bien enterado de sus fallas”. Pero la rápida comprensión de las fla­ quezas humanas va acompañada de la más completa tolerancia: “Los hombres deberían tolerarse entre sí: no hay hombre a quien no se pudiera retacear, en verdad hasta desmenuzar, en su parte más débil". Y el camino seguro de la amistad es, según dice, “pri­ mero conocer las fallas de un hombre y luego quedarse pasivo: si después de esto, te atrae imperceptiblemente hacia él, no tienes fuerza para romper el vínculo”. La tolerancia era tan afectuosa cuanto no engañaba a la com­ prensión. Pero una comprensión que de este modo no se deja engañar no podía permitir que la vida social de Keats fuera sencilla. Llegó un momento en que comprobó que se estaba per­ turbando a sí mismo y molestando a sus amigos al responder no a sus observaciones verbales sino a sus intenciones calladas. Modesto como era en todas sus relaciones, inclinado como era a una tranquila generosidad en la admiración, Keats, empero, tenía un orgullo vivo y celoso. Se apartó pronto de Leigh Hunt porque Hunt hablaba en forma condescendiente sobre su poesía. Ante Shelley siempre se mantuvo reservado porque sospechaba la condescendencia. Empezó a ver que un motivo para que fuera querido era su recatada tranquilidad, esa especie de cortés retiro de la competencia social que practicaba. “Piensa en mi placer en la soledad —escribe— en comparación con mi comercio con el mundo; en eso soy un' niño; en eso no me conocen, ni siquiera mi relación más íntima; procedo ante sus sentimientos como si me estuviera absteniendo de irritar a un niñito. Algunos creen que soy pasable, otros me tienen por tonto, otros por estúpido; todos creen que ven mi lado débil contra mi voluntad, cuando en verdad se trata de mi voluntad; me conformo con que me crean todo esto porque en mi pecho tengo un recurso tan grande. Ésta es una razón para que me quieran tanto; porque todos ellos pueden presentarse con gran ventaja en un salón y eclipsar con

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cierto tacto a quien es considerado un buen poeta”. Y en otra ocasión: “...sufro mucho teniendo que ir a reuniones en las que las normas de sociabilidad y un orgullo natural me obligan a sofocar mi espíritu y dar la impresión de que soy un idiota; por­ que tengo la impresión de que se asombrarían demasiado si deja­ ra en libertad mis impulsos; vivo bajo una coerción permanente; nunca aliviado, excepto cuando estoy creando. De modo que me pondré a escribir”. El aislamiento de Keats debe, por cierto, mencionarse pero no debe ser exagerado. En parte sólo era lo que todos sentimos. Keats podría haber dicho que admiraba la naturaleza humana y no le gustaban los hombres, pero todo el mundo lo dice, o dice lo opuesto o ambas cosas. A ninguno nos satisface naturalmente la sociedad que nos rodea. Nunca está a la altura de nuestros propósitos y esperanzas. Esto era particularmente válido en el caso de Keats. Para él quizás sólo existió un hombre, Shakespeare, que hubiera satisfecho su idea de lo que deben ser los hombres. Pero su aislamiento debe, asimismo, ser comprendido como un aspecto normal de su genio. Apareció en él en el curso normal de su creciente comprensión de su poder e identidad, de la labor que le correspondía hacer y del destino que debía cumplir. Lo notable no es que estuviera aislado, que mantuviera el mundo social a una corta distancia mediante su conocimiento del mismo sino, más bien, que no estuviera más alejado. Su conocimiento de los hombres refrenaba, controlaba y dignificaba pero nunca limitó su cordialidad. Hasta el final se manifiesta en su episto­ lario como una potencia animal que se expresa extrañamente incluso cuando, en la amargura de la cercana muerte, experi­ menta espasmos de odio contra los amigos que quería. 3 Cuando pensamos en la cordialidad social de Keats nos resulta fácil y natural suponer que es el desarrollo de su relación con su familia. Si Keats es cordial1, lo es en uno de los sentidos elementales de la palabra: el de la gens, de la familia, y por extensión, de la tribu y, en última instancia, de la nación. “Quiero, amo a Inglaterra” —dijo—. Por solitario que pudiera ser su espíri­ tu, no era hombre hecho para estar solo físicamente. La compa­ 1 Genial, en el original (N. del T.) .

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ñía le daba placer. Pasaba poco tiempo solo. Hasta podía com­ poner en el mismo cuarto en que hubiera otra persona. Le gustaba, podríamos decir, reconstituir la situación familiar. Durante el siglo XIX, prosperó paulatinamente la idea de que el alejamiento de la familia era indispensable para el desarrollo del poeta y en la actualidad nuestra mitología de la personalidad poética da esto por sentado. Pero Keats no hubiera comprendido esto que nosotros aceptamos tan fácilmente. En él, el sentimiento familiar era poderosísimo y totalmente espontáneo. O por lo me­ nos esto es válido en cuanto a sus sentimientos hacia sus herma­ nos. De lo que sentía hacia sus difuntos padres sólo podemos hablar sobre la base de suposiciones. Pero su afecto hacia sus hermanos es un elemento definitivo en su personalidad y su le­ yenda. Dedicó su vida a atender al pequeño Tom, en esos largos últimos meses de la tuberculosis que padecía el chico. Sus cartas a George, que estaba en los Estados Unidos, son las que más revelan sobre sus sentimientos y pensamientos. Su ternura hacia su hermana Fanny era inexhaustible y, en la medida en que lo permitían los Abbey, también lo era su solicitud. Su imagen, junto con la de la otra Fanny, lo obsesionaron durante el viaje a Italia. Sus sentimientos familiares llegaban a ser lo que él llamó pasión. Queda otro aspecto de la cordialidad de Keats que debemos tener en cuenta. Su cordialidad consigo mismo. No podemos com­ prender la mente de Keats sin tener muy clara conciencia de la capacidad de goce que poseía y de la liberalidad con que la ejercía. Para él, el placer de los sentidos no sólo era deseable: era la base misma de la vida. Era, asimismo, la base del pensa­ miento. Más que cualquier otro poeta —más, en realidad, que Shelley—Keats es platónico, pero su platonismo no es doctrinario o sistemático: por el impulso natural de su temperamento su mente ascendió por la escalera del amor que Platón describe en El banquete, yendo del amor de las cosas hacia el amor de las ideas, de las existencias hacia las esencias, de los apetitos hacia la inmortalidad. Pero el movimiento es de un tipo especial, posiblemente de un tipo que no puede tolerar la interpretación ortodoxa de Platón. Ya que no es, por así decirlo, un movimien­ to biográfico: Keats no “avanza”, a medida que se desarrolla, de una preocupación por los sentidos a una preocupación por el intelecto. Más bien, su modo característico de pensar, en el trans­ curso de toda su vida, es empezar con los sentidos y a partir de

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ellos encaminarse hacia lo que él llama “abstracción”, pero sin dejar nunca atrás los sentidos. Los sentidos no pueden ser deja­ dos atrás porque generan las ideas y permanecen indisolublemente ligados a ellas. Y la intensidad moral y especulativa de que están cargados los poemas y las cartas de Keats tienen su gracia y su brillo incomparables porque acompañan la plena autonomía de los sentidos, surgen de ella y la condicionan pero no la niegan. Mas no basta con hablar de la lealtad de Keats a los sentidos y ni siquiera basta con hablar de su lealtad a los placeres de los sentidos. De sentidos y de placeres de los sentidos tanto puede hablarse en Wordsworth como en Keats. No debemos equivocar­ nos al respecto: cuando se trata de sentidos y de placer, Keats es el discípulo de Wordsworth; y la gran diferencia entre los significados que atribuían a las dos palabras no debe impedimos ver las semejanzas. Aquí, empero, lo que nos interesa es la dife­ rencia, cargada de sentido. Nuestro idioma distingue entre lo sen­ sitivo y lo sensual. La primera palabra es neutra por lo que hace a placer, la segunda se refiere a placeres de clases y en grados diferentes pero con todo difiere de la última, que sugiere un placer intenso, de apetitos, materiales y que por lo común tiene un acentuado sentido peyorativo y casi siempre implica algo se­ xual. Para Wordsworth, los placeres de los sentidos son la señal inequívoca de la vida virtuosa, pero prácticamente los dos úni­ cos sentidos que toma en cuenta son la vista y el oído; y, para ser más precisos, la vista y el oído de unas pocas variedades de cosas; y la materia de la experiencia de los sentidos pasa muy pronto a lo que Wordsworth llama la "mente más pura” y sólo en forma mínima ha sido sensible, para no hablar de sensualidad. En tanto, que para Keats no existe distinción de prestigio entre los sentidos y, para él, lo sensorial, lo sensitivo y lo sensual eran lo mismo. De buena gana hubiera Wordsworth coincidido con el sentimiento que expresa Keats cuando, escribiéndole a su amigo Brown, habla de "los placeres que era tu deber procurar”, ya que Wordsworth había identificado la "dignidad nativa y desnuda del hombre” con el "grandioso principio elemental del placer, en virtud del cual conoce, siente, vive y se mueve”. Pero Wordsworth se habría retirado presuroso cuando Keats exhorta a "saciarse de la miel de la vida” a Reynolds, quien acababa de casarse. Sobre todo debido al contexto sexual, pero no sólo por esto: lo hubiera cons­ ternado la imagen de apetitos y la franqueza de un apetito que llega a gula.

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Pero, por supuesto, para comprender a Keats lo que no podemos dejar de lado es, justamente, la imagen del apetito y la franqueza de su apetito. Comer y los refinamientos culinarios Son elementos básicos y definitivos en su experiencia y en su poesía. Es apócrifa la anécdota según la cual se ponía pimienta de cayena en la lengua para sentir con más intensidad el placer de un sorbo de clarete frío. Pero es expresivo que Haydon, quien contó la histo­ ria, estuviera suficientemente enterado de las tendencias de Keats como para inventarla. Después de todo, no sobrepasa lo que el propio Keats relata sobre su gusto por la nectarina. “Hablando de placer —le escribe a Dilke— en este momento estaba escri­ biendo con una mano y con la otra me llevaba a la boca una nectarina... ¡mi Dios! qué maravilla. Descendió suavemente, co­ mo un jarabe, lentamente: toda su deliciosa sustancia se fundió en mi garganta como una frutilla beatificada”. Somos ambivalentes en nuestras concepción de la jerarquía moral de comer y beber. Por una parte, la ingestión nos facilita las imágenes para nuestras experiencias más vastas e intensas: hablamos del vino de la vida y la copa de la vida; hablamos también de sus heces y las penas son algo que siempre se bebe de una copa; la vergüenza y la derrota son ajenjo y hiel; la divina providencia es maná o leche y miel; tenemos hambre y sed de justicia; nos morimos de hambre por falta de amor; los enamo­ rados se devoran con los ojos; y quizás no hay madre que no haya exclamado que “¡ah! se comería a su bebé”; el pan y la sal son los símbolos de la paz y la lealtad, el pan y el vino la sustancia de los actos religiosos más solemnes. No obstante, aun­ que podemos representar todo lo que hay de significativo en la vida con imágenes relativas a la comida y la bebida, procedemos con gran cautela. Nuestro uso de las imágenes alimenticias es fugaz y esporádico: consideramos que no es de buen gusto dete­ nernos en eso a lo que nos permitimos referirnos1. En Keats las imágenes alimenticias son extremas y lo penetran todo. Posiblemente es único entre los poetas por la ampli­ tud con que hace referencias a la comida y la bebida, y a sus sensaciones placenteras o desagradables. Quizás esto aleje de él a algunos lectores y, en verdad, incluso un decidido admirador podría ponerse impaciente ante la excesiva apelación a la palabra l La frase "Maná caído del cielo" es común, pero nadie dice nunca "Co­ dorniz caída del cielo”, aunque las codornices eran tan importantes como el maná en la alimentación de origen divino que recibieron los Hijos de Israel.

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“dainties” (golosinas), por ejemplo, para sugerir todos los place­ res, hasta los placeres de la literatura. Sin duda es posible com­ prender qué indujo a Yeats a describir a Keats como un chico con la cara pegada a la vidriera de una confitería. El sentido levemente peyorativo, no exento de simpatía, que hay en la ima­ gen de Yeats sugiere en parte la causa del aspecto negativo en nuestra ambivalencia con respecto a los actos de comer y beber. El apetito de alimentos es el más primitivo de nuestros apetitos, el único apetito de nuestra primera infancia y preocuparse de él, insistir excesivamente en él se considera —no sin cierta razón— que implica la pasividad y la auto-referencia a la condición de la primera infancia. No cabe duda de que a esto se debe que Ciacco, el glotón del Inferno, aunque no es considerado el peor pecador en el infierno, es, por así decirlo, el más deshumanizado; no el más inhumano, en el sentido en que usamos corrientemente esta palabra, pero sí el más repugnante; ni siquiera ha lle­ gado a la actividad adulta que podría dar lugar a una perver­ sidad agresiva sino que pasivamente se está sentado mientras so­ bre él cae nieve que hiede: su horripilancia es del tipo especial que corresponde a un hombre adulto que sigue siendo un bebé. Y cuando los escritores religiosos que satirizan la vida moderna, como ser Aldous Huxley, T. S. Eliot o Graham Greene, quieren que un personaje represente el perverso infantilismo de nuestra actual cultura materialista, le atribuyen un interés excesivo y prolijo en la comida. A este respecto, es digno de señalarse que aceptamos que se nos deleite con descripciones de grandes festi­ nes, por ejemplo en Homero, Rabelais o Dickens; el aspecto co­ munal que en tales casos tiene el acto de comer implica “madu­ rez" y aplaca nuestros temores de narcisismo infantil. Sobre todo esto es válido si los alimentos son sencillos y sanos, y no sugieren refinamientos, y si los apetitos están a la misma altura a este respecto ya que el gran apetito tiene una sanción moral que el apetito refinado nunca podrá tener. Pero Keats no compartía el temor de nuestra cultura a ser tentado por la auto-referencia pasiva y la infancia. No reprimía el deseo infantil: le hacía frente, lo aceptaba y se deleitaba con él. Los alimentos —y ese buen calorcito que para los bebés se asocia normalmente a los alimentos— representaban para él la forma, la idea elemental, de la felicidad. No temía la seducción del deseo de felicidad porque, parecería, estaba seguro de que la tendencia de su ser no era hacia la regresión sino hacia el des­

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arrollo. El conocimiento de la felicidad fué su primera experien­ cia; y la base de toda experiencia, en el fundamento de su busca de la verdad. Asi, para Keats el deleite de los alimentos está vinculado con el deleite sexual y, en un sentido, le abre camino. De esto, el ejemplo más conocido es la mesa cubierta de “golosi­ nas” que hay junto al lecho de Madeline, en “The Eve of St. Agnes”, Y en esa famosa escena todos los accesorios del placer sibarítico, el templado clima del sur, los alimentos suaves y deli­ cados, el aislamiento en el lecho y la voluptuosidad del encuentro sexual son presentados con un brillo que los convierte en una isla del placer con el propósito último de destacar plenamente la fría oscuridad en torno: es el momento de la vida en el infinito del no ser. Como imagen de la vida humana tiene el vigor del apólogo del Venerable Beda en que un gorrión huye de la tor­ menta invernal, atraviesa el calor y la luz del salón real y vuelve a perderse entre las tinieblas. La capacidad de Keats para el pla­ cer implica su capacidad para aprehender la realidad trágica. También sirve a su capacidad para lo que él llamaba abstrac­ ción. He dicho que era el más platónico de los poetas. Las ideas, las abstracciones eran su vida. Vivió para percibir las cosas últi­ mas, las esencias. Al final, esto es lo que siempre significaban para él el apetito o el amor. Platón decía que el Amor es el hijo de la Abundancia y la Necesidad, y para Keats esto es lo que era, justamente. En uno de los pasajes más notables de sus cartas dice que el corazón es “la teta en que la mente o la inteligencia ma­ man identidad”. El primer apetito prefigura el último; la pri­ mera imagen alimenticia es constante para este hombre que, en su último soneto, habla de “el paladar de mi espíritu” y que concibe la totalidad de la vida con esa sola uva que se aplasta contra “el fino paladar”. 4 Lo que he denominado cordialidad de Keats consigo mismo, su valiente aceptación de su apetito primitivo y el hecho de haber mantenido abierta una línea de comunicación con él, tuvo un efecto decisivo sobre la naturaleza de su inteligencia creadora. Y tuvo un efecto no menos decisivo sobre su personalidad moral. Al hablar de la inclinación apetitiva de Keats no podemos hacer caso omiso del elemento hereditario. A su abuelo materno

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se le ha atribuido un interés extraordinario en los alimentos. Según se decía, a Mr. Jennings le gustaba tanto comer que su mujer y su familia pasaban cuatro días de la semana preparando la comida dominical. Su hija, la madre de Keats, se le parecía, a lo que se decía, en esta tendencia a la gula, “pero era más notable esclava de otros apetitos, cuya causa era posiblemente aquélla”. El testigo, cabe señalar, es Mr. Abbey, el guardián de Keats, persona de miras estrechas sin lugar a dudas, y es na­ tural que los admiradores de Keats no lo quieran y le den poco crédito o fe. Sin embargo, fué al admirable John Taylor, editor y leal amigo de Keats, a quien Abbey le contó su historia; Taylor era un hombre inteligente y debió conocer con bastantes detalles las relaciones de Abbey con los niños Keats, pese a lo cual Taylor le llama a Abbey “de buen corazón” y “bondadoso” y no hizo caso omiso de su testimonio, como nosotros nos sentimos inclinados a hacerlo, debido a un partidismo piadoso sino que, por el contrario, lo consideraba un hombre digno de fe. Y aun­ que es bien posible que Abbey exagerara, necesariamente no estaba inventando una historia de arriba a abajo cuando decía que la joven Francis Jennings era tan ardiente en sus pasiones que era peligroso quedarse solo con ella y que, muy joven, ella le había dicho que debía tener un marido y que lo tendría. Por mucho que atribuyamos a las susceptibilidades y la estrechez de miras de Mr. Abbey, e incluso a su despecho, no podemos dejar de suponer que Francis tenía un temperamento sexual vivo y directo. Abbey decía que era una linda mujercita (pero Cowden Clark dice que era alta), de facciones regulares aunque su boca era demasiado grande. Recordaba que en los días lluviosos per­ turbaba a cierto tendero porque al cruzar la calle levantaba demasiado las faldas, mostrando unas “piernas extraordinaria­ mente bonitas” 1. Es difícil juzgar si Francis Keats fué o no, en el sentido con­ vencional, una buena mujer y una buena madre. La piedad de los biógrafos se inclina a decir que lo era, o por lo menos que no era mala, y atribuye su segundo matrimonio, tres meses después de la muerte de su marido, a una medida práctica necesaria para 1 La descripción de Mrs. Keats por Abbey está recogida en una carta de John Taylor, según el texto publicado en The Keats Circle, volumen recopi­ lado por Hyder Edward Rollins (Cambridge, Harvard University Press, 1948). Los testimonios de George Keats y Reynolds, citados en las páginas siguientes, proceden de la misma fuente.

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mantener la caballeriza, en tanto que desecha como mero infun­ dio la historia que cuenta Abbey, según la cual después de dejar a Rawlings, el insoportable segundo esposo, entabló una “liaison" con un judío llamado Abraham y se aficionó al aguardiente. No obstante, es un hecho digno de señalarse que en todas las cartas de Keats, muchas de las cuales están dirigidas a sus hermanos y hermanas sólo se hace una sola referencia a su madre, siendo ésta sin ninguna importancia. (No se hace mención alguna de su padre.) Keats tenía quince años cuando murió su madre (tenía nueve al morir su padre), de modo que indudablemente no podía haberla olvidado. Podríamos suponer que en el curso normal de la correspondencia hablaría de ella, que en sus tiernas cartas a Fanny, la hermana, trataría de mantener viva la imagen de la madre en la mente de la niñita. Pero nada hay al respecto. Al parecer, mucho era lo que había que olvidar. Pero también se tendría la impresión que también había mu­ cho, en cierto sentido, que recordar. Reynolds nos cuenta qué cuando John, que estaba en la escuela, recibió la noticia de su muerte quedó desconsolado. "Cuando murió su madre, cosa que ocurrió repentinamente, manifestó un pesar tan apasionado y dilatado (ocultándose bajo el pupitre del maestro) que despertó la más viva piedad y simpatía en todos los que lo vieron”. Y George Keats, hace, en una carta a Dilke la única referencia importante, en la medida de mi conocimiento, que uno de los niños Keats hiciera a su madre. Dice que “de cara se parecía mucho a John, le tenía el mayor cariño y satisfacía todos sus caprichos, que no eran pocos”. Y añade: “Era una madre excelente y afectuosa y yo la tenía por una mujer de talento poco común". Podemos tomar el juicio de George sobre su madre como una expresión de decoro filial... o bien de la verdad o una parte de la verdad. Sin embargo, no parecería existir motivo para poner en tela de juicio su temperamento afectuoso e indulgente y, en verdad, hay motivos para creer en él, en lo que podríamos llamar una generosidad biológica. Así, no es difícil comprender la géne­ sis de la preocupación de Keats por una felicidad hecha de "golo­ sinas”, besos y calor de hogar. Pero, ¿cómo haremos para explicar la calidad heroica de Keats, su energía moral? En parte, es evidente, atribuyéndola a las dotes temperamentales de Keats. Leemos sobre el violento niño de cinco años que se armaba con una espada y blandiéndola, de guardia en la puerta, impedía que su madre saliera de la casa. Haydon,

31 que no es digno de confianza, aunque lo que cuenta por lo común viene al caso, es quien relata en esta forma el suceso. Según otra versión, Keats usaba la espada para impedir que entrara gente al cuarto de su madre cuando estaba enferma. Leemos sobre el esco­ lar que estaba dispuesto a pelear con cualquiera —se ofreció para pelear con uno de los celadores, quien había golpeado en los oídos a su hermano Tom— y de quien se decía que cualquiera podía imaginar que alcanzaría la grandeza, pero más bien en el orden militar que en el literario. En Keats, los rasgos que cons­ tituyen lo que Platón llama parte “espirituada” del alma apare­ cieron desde temprano y en grado sumo. Pero el propio Keats establecía, cosa que también nosotros podemos hacer, una clara relación genética entre la felicidad y la energía viril. Él, que ha­ bía montado guardia a la puerta —para mantener a su madre libre de invasores o para mantenerla cautiva— escribió en Endy ­ mion sobre el feliz pueblo pastoril de Latmos como esas hermosas criaturas “cuyos nietos engendraron / los héroes de Termópilas”, omitiendo toda mención de un período intermedio de entrena­ miento espartano. Cuando expuso el programa del desarrollo como poeta, estipuló que la primera etapa de la vida en la poesía se dedique a la felicidad sensual como preludio a su confronta­ ción del noble dolor de la existencia. Es posible decir de Keats que los mimos de su infancia contri­ buyen en buena medida a explicar la notable firmeza de su carác­ ter, eso que he llamado su calidad heroica. No es esta la ocasión para entregarse a un examen de la teoría de la crianza de los niños. Tales discusiones, llevadas a cabo por legos e incluso por expertos, es muy posible que no dejen margen para términos medios: confrontan una libertad o “espontaneidad” total con una actitud disciplinaria igualmente total. Hay muchas clases de li­ bertad y ésta puede darse en muchos contextos. La fuerza del carácter también es de diferentes clases y es necesario averiguar qué clase de fuerza trata de inculcar nuestro método educativo. Así, no cabe duda de que una educación vigorosa y estrictamente disciplinaria puede en verdad producir una clase de fuerza, inclu­ so una clase admirable de fuerza. Pero, aceptando la complejidad del tema, igualmente me aventuraría a ocuparme de él hasta el punto de proponer la idea de que la persona que felizmente gozó de libertad en la infancia puede en la madurez —para usar las palabras de Keats— “decir adiós a esos goces” y “abandonarlos por una vida más noble”, actuando así por su propia volición, con las iM A tit-JyES D E L

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ventajas morales que corresponden a la libertad de elección. Su necesidad de los goces infantiles ha quedado satisfecha, su volun­ tad no ha quedado fijada en ellos. “Cuán extraño parece —dijo John Taylor, después de haber retaceado la descripción de los padres de Keats que hace Mr. Abbey— que esa criatura de los elementos que él era, surgiera de realidades tan groseras... pero, cómo refinó él la sensualidad de sus padres”. En verdad, cómo la refinó; pero su relación con las "realidades tan groseras” no tiene nada de extraño o no es extraña en el sentido en que lo decía Taylor. Pues el hecho grandioso y notable en Keats es que no refinó la negación sino mediante un desarrollo natural, mediante la tendencia de la vida a refinar. Y cuando hubo llegado al peldaño más alto de la escalera platónica de los apetitos, habiendo llegado lo más cerca que podía a lo que él llamaba “compañerismo con la esencia”, no quiso dar un puntapié a la escalera por la que había ascendido. Se sentía en libertad de descender en cualquier momento hasta el peldaño más bajo, de ponerse en contacto con sus primeros apetitos. Como Taylor dice, era “una criatura de los elementos” pero nunca olvidó, como al parecer ocurrió con Taylor, que los elementos no sólo incluyen el aire, el fuego y el agua sino también la tierra. Esta libertad para ponerse en contacto con sus primeros apeti­ tos, esta fe indiscutida en el placer, ha desempeñado una parte importante en el desarrollo de la apreciación de Keats. Sirve para explicar la necesidad que sintieron algunos de sus partidarios de insistir en que era realmente un joven muy viril. Mientras se acu­ mulan los estudios biográficos y críticos, se insiste en esto cada vez con más fuerza, pero hasta cuando se procede así con la ma­ yor fuerza posible, va entre líneas que Keats era muy viril después de todo, que podemos comprobar la virilidad si observamos de cerca: el muchacho con la cara pegada a la vidriera de la con­ fitería es la imagen que persiste, aunque sólo sea para criticarla. Pero el hecho es que la masculinidad madura de Keats no es algo que se tenga que descubrir con una especial atención. Es la esencia de su ser. Se titubea en decir qué se quiere dar a entender con esto de masculinidad madura cuando los antropó­ logos culturales se han preocupado tanto por perturbar nuestras viejas nociones al respecto y cuando en la cultura actual reina tanta confusión sobre su naturaleza y su valor. Pero podemos arriesgamos a decir que en la cultura tradicional de Europa ha

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existido como un ideal que implica una relación directa con el mundo de la realidad externa que, mediante su actividad, procura comprender, dominar o aceptar en condiciones honrosas; e implica fortaleza y responsabilidad en cuanto a los deberes y el destino de uno, así como sentido del pundonor. No es posible leer las cartas de Keats sin advertir que tal era, en verdad, su ideal personal. Y la forma en que lo tenía, la gracia con que lo tenía, me hacen pensar que el ideal surgió fácilmente y con gracia de su feliz relación con sus apetitos infantiles. Subra­ yar que este ideal se desarrolló como algo natural y que no negó de dónde procedía no significa negar todo conflicto. Después de todo, Keats estableció una especie de antagonismo entre la idea de placer y la idea de moralidad enérgica. Pero en una cultura compleja y difícil el desarrollo de la personalidad, incluso cuando es más fácil y natural, procede siempre mediante conflictos. Así, Freud se refiere a la errónea idea de los legos que piensan que todas las neurosis (es decir, conflictos psíquicos) “son cosas com­ pletamente superfluas que no tienen ningún derecho a existir”. No es descabellado que supongamos que en el caso de Keats tanto la seducción como el desarreglo que acompañaban la gene­ rosidad biológica de su madre hicieron el conflicto tanto más necesario y tanto más activo. Pero lo que caracteriza a Keats es que el conflicto nunca es a muerte, nunca es implacable. Da la impresión de que nunca quiso lesionar o destruir parte alguna de su propio ser. Aparentemente, los ideales en conflicto se entienden entre sí y desean llegar a acuerdo. Un ejemplo tan bueno como cualquier otro de la firmeza, la fuerza desarrollada del carácter de Keats es su sencilla probidad en cuestiones de dinero. Incluso para él esta modesta virtud le parecía de gran significación. A menudo necesitaba pedir dinero a sus editores, Taylor y Hessey, quienes lo trataban con una gene­ rosidad que sin duda se tornaba más fácil debido a la escrupu­ losidad financiera de Keats. A Taylor el poeta le escribe sobre “el sentido de honradez que tengo” y sobre su “deseo de ser correcto en cuestiones de dinero”. Generaliza sobre esta preci­ sión en forma sorprendente: en agosto de 1819 le escribe a Taylor explicándole por qué prefiere obtener el dinero mediante una nota endosada por su amigo Brown. “Debo observar nuevamente —dice— que no ofrezco el pagaré por falta de confianza en su voluntad de ayudarme; sino para sentirme libre de la sensación de que la vida es demasiado fácil —y la vida exige responsabilidad,

exige cadenas por su propio bien—, deberes que cumplir con tanta más formalidad según sean impuestos con menos severidad”. Me he referido ya a la observación formulada por su antiguo compañero de escuela de que Keats era un chico de quien cual­ quiera hubiera imaginado fácilmente que alcanzaría la grandeza, pero más bien “en el orden militar que en el literario”. Y en verdad hay en el carácter de Keats una especie de virtud militar ideal siempre que hace frente a las dificultades de la vida. Esa que él llama carta “redactada con pedernal”, dirigida el 16 de agosto de 1819 a Fanny Brawne, está repleta de alusiones de índole militar mientras analiza la situación de ambos, su falta de dinero y su capacidad de trabajo. “Mientras miro esta página, observo que es sumamente impropia de un enamorado y muy poco galante; qué voy a hacerle; no soy un oficial que bosteza en el cuartel”. Está, en otras palabras, en acción. Expresa que no puede ni siquiera actuar despreocupadamente con el dinero de sus amigos. “Tú ves cómo avanzo —escribe—, como otros tantos golpes de martillo. Qué voy a hacerle: soy impulsado, llevado a ello. No soy lo bastante feliz para hacer frases sedosas y párrafos de plata. No puedo hablarte con palabras más suaves que si estuviera en este momento en una carga de caballería.” Está entre­ gado a trabajar o, según su expresión, “en la fiebre”. “Imaginaré, ya que tengo las velas desplegadas, navegar sin interrupción por una braza de meses más”. La imagen náutica está en su mente porque va a contarle a Fanny un caso de fortaleza naval que le ha admirado: el barco en que viajaba a Southampton había roto con sus bolinas la punta del mástil de una chalupa de la armada. “Si el mástil hubiera sido un poco más fuerte, habrían volcado. En un hedió de tan poca monta no pude dejar de admirar a nuestros marineros: ningún oficial o marinero en todo el bote movió un músculo; apenas si le prestaron atención aún con pala­ bras. Perdóname esta carta redactada con pedernal y créeme que no puedo pensar en ti sin una especie de energía..., aunque no hace al caso”. He aquí el tono característico de Keats cuando afronta la nece­ sidad de actuar. Sabemos con cuánto temor contempla el viaje a Italia pero, como le escribe a Shelley, lo emprenderá “como un soldado se dirige hada una batería” y usa la misma imagen diri­ giéndose a Taylor. La poesía era su vida, pero cuando quiere elogiar la poesía dice “estoy convencido cada día más de que escribir bien, después de hacer bien, es lo mejor que hay en el

mundo..." Para él, la acción precede a la palabra. La acción es, por así decirlo, la garantía de la palabra. Hasta la aburrida acti­ vidad de ganarse la vida estaba cargada para él de sentido heroico. Desalentado en la esperanza de una competencia financiera y ante la necesidad de mantenerse, llegó a comprender que sólo podría vivir mediante sus propios esfuerzos y abnegación. “He tomado el hábito de dirigirme a ti para que me ayudes en todas mis dificultades —le escribe a Brown—. Este mismo hábito po­ dría ser el origen de ociosidad y de dificultades. Tienes que comprender que romperle el cuello es como algo que me debo a mí mismo. No hago nada para mi subsistencia; no hago ningún esfuerzo. Al cabo de un año más me has de aplaudir por mi con­ ducta y no por mis versos”. Como había dicho algunos años antes, era capaz de “ir como voluntario a pasar horas desagradables”. Había en él eso "que soportaría los embates del mundo”. Esa notable declaración que le hace a Fanny Brawne —“No puedo pensar en ti sin una especie de energía”— es muy elo­ cuente. La energía es de su esencia. Es la base de su concepción de la moralidad aunque puede trascender la moralidad.''“Aunque una riña en la calle es algo odioso, las energías que en ella se manifiestan son nobles; el hombre más vulgar muestra gracia en su riña. Ante un ser superior, nuestros razonamientos pueden asumir los mismos rasgos: aunque erróneos pueden ser nobles”. En su propia vida reconoce dos estados de ser que parecerían igualmente opuestos a la energía. Uno es lo que llama “agonie ennuyeuse” o desesperación. “Debo elegir —escribe—entre la deses­ peración y la energía”. El otro es una plácida pasividad, lo que él llama indolencia —“una especie de estado de ánimo indolente y soberanamente negligente”—, languidez u ociosidad: “Si tuviera dientes de perlas y el aroma de lirios, lo llamaría languidez; pero tal como soy [aquí corresponde su propia nota marginal: “Sobre todo considerando que tengo un ojo negro”] debo llamarlo ociosidad”. Y prosigue: “En este estado de afeminamiento las fibras del cerebro se aflojan junto con el resto del cuerpo, feliz­ mente a tal punto que el placer no tiene apariencia de seducción y el dolor no exhibe un cefio insoportable”. La “Agonie ennuyeuse” es, naturalmente, el “spleen”, melan­ colía o acedia: es justamente el reverso de la energía. Pero no hay un verdadero antagonismo entre la “indolencia” de Keats y su energía. La gran exposición del principio de pasividad por parte de Keats aparece en la maravillosa carta a Reynolds, fechada

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el 19 de febrero de 1818. Esta carta, pese a su espontaneidad produce el efecto de una deliberada obra de arte al acumular sus analogías e intensificar su significado hasta que se toma incandescente en el delicioso soneto en verso libre sobre el zorzal, con su repetición de “¡Oh! No te afanes por conocimiento: no pasividad, de lo que Keats llama la “diligente indolencia”. La pa­ sividad, de lo que Keats llama la “diligente indolencia”. La pasi­ vidad en cuestión está, naturalmente, vinculada a la “sabia pasividad” de Wordsworth, pero está mucho más ricamente ca­ racterizada. Y es bien significativo que se la caracterice en una forma sexual: “¿Quién ha de decir cuál es el más deleitado entre hombre y mujer?”, es decir, en el acto sexual1. Y tiene presente el poder de la concepción, la incubación, la gestación. No es lo menos notable de Keats que, pese a su “tendencia a situar las mujeres en mis libros junto a las rosas y las golosinas: nunca parecen dominantes”, tenía una conciencia, rara en nuestra cul­ tura, del principio femenino como poder, como energía. No se abstiene de experimentar su manifestación en el propio ser, consi­ derándolo la mitad de su poder de creación. Pero por atrevido que sea en esto, con todo debe afirmar la virtud de la energía específicamente “masculina”: hasta el zorzal le asegura que “está despierto el que se cree dormido”, que por su conciencia de la entrega a la vida pasiva, inconsciente, ha afirmado el principio activo. 5 La dialéctica que Keats estableció entre la pasividad y activi­ dad se presenta también en otra forma, en la oposición entre pen­ samiento y sensación. El profesor Clarence Thorpe ha expuesto en forma concluyente los argumentos en contra de la idea de que Keats era sistemáticamente anti-intelectual, pero aparente­ mente a cada nueva generación de lectores le parecen más elo­ cuentes y decisivas las pruebas de su hostilidad al intelecto que su respeto casi extravagante al intelecto. Que dijera “¡Oh! Una l Quizá vale la pena recordar que se da una respuesta a esta pregunta en el diccionario clásico que Keats utilizaba, el de Lempriere. A Tiresias, que había sido transformado en mujer y después de algunos años devuelto a su sexo original, se le pidió que resolviera una controversia entre Juno y Jú­ piter, y dió la opinión de que las mujeres gozaban diez veces más que los hombres. Estq irritó tanto a Juno, que privó a Tiresias de su vista; como compensación, Júpiter le otorgró el don de la profecía.

vida de sensaciones y no de pensamientos", el que con Lamb brindara por la ruina de Newton, su aceptación general del anta­ gonismo al racionalismo del siglo XVIII que reinaba en su círculo y quizás particularmente lo que por lo común se considera la doctrina de “Lamia”, se interpretan como demostraciones de la creencia de que Keats era sin excepción hostil al ejercicio de la mente conciente. Pero Keats es mucho menos simple de lo que parecería por estos datos. Para él, gozaba de gran autoridad el requerimiento del canto del zorzal —“¡Oh! No te afanes por conocimiento: no tengo ninguno”—, pero se afanó por conocimien­ to y consideró justo hacerlo. Cuando habla de consagrarse enérgi­ camente a la poesía, concibe que esa tarea en parte consiste en leer y estudiar. “No sé nada, no he leído, nada y me propongo seguir la recomendación de Salomón: ‘Adquiere sabiduría, ad­ quiere comprensión’. Hallo que los días de jarana han terminado. Hallo que no puedo tener otro goce en el mundo que el de beber conocimiento continuamente... Hay para mí un camino: va por la aplicación, el estudio y el pensamiento”. Sería más fácil de sostener la idea de que Keats era anti-intelec­ tual cuando se creía, como lo manifestó un crítico del siglo XIX, que “Keats no tenía mente”. Para nosotros, el poder de su mente es todavía más asombroso que la idea de que no la tenía, y nada puede sorprendernos que él se deleitara ejerciéndola. Keats no pensaba que las lecturas difíciles o abstractas pudieran corromper su impulso poético y le alegraba haber conservado sus libros de medicina; “todos los departamentos del conocimiento” le resul­ taban “excelentes y proyectados hacia un todo grandioso”. Con­ cebía que el efecto emocional del conocimiento era análogo al de la poesía, que a su juicio tenía éxito cuando daba calma al lector. “Un amplio conocimiento es necesario para la gente que piensa: elimina el calor y la liebre; y al extender el campo de especulación, ayuda a suavizar el borde del misterio”. Dijo que las “grandes sensaciones” sin conocimiento producían ansiedad —“horror”— pero que el conocimiento impedía que apareciera el miedo. Su juicio sobre su “Isabella” es que hay "demasiada inexperencia de la vida y simplicidad de conocimiento en ella”. Como hemos visto, podía poner a la poesía por debajo de la acción; también podía ponerla por debajo de la filosofía. En el pasaje ya mencionado, en el que habla de cómo puede pensarse que el encanto de la energía redime el error, dice: “He aquí precisa­ mente en qué consiste la poesía; y por esto no es algo tan valioso

como la filosofía. Por la misma razón que un águila no es algo tan valioso como una verdad". Pasa luego a decir que ahorala experiencia le enseña cuál es la fuerza de la línea de Milton: "cuán deliciosa es la divina filosofía”. Para Keats, las ideas eran lo que Milton había dicho que eran: "musicales como el laúd de Apolo” y concebía que en el cielo, donde se actualiza la poten­ cialidad de todas las cosas, el ruiseñor cantará "no como u n a arrogante cosa sin conocimiento” sino que expresará la verdad filosófica. Si Keats no aceptó el tradicional antagonismo entre sensación y poesía, por una parte, e intelecto y conocimiento, por la otra, esto se debió a que concebía en determinada forma el intelecto y el conocimiento. A saber: no supuso que la mente fuera una entidad de diferente clase y hostil a las sensaciones y emociones. Más bien, la mente aparecía cuando las sensaciones y emociones eran reprimidas por la resistencia externa o por un conflicto entre sí; cuando, para emplear el vocabulario de Freud, el principio del placer se ve confrontado con el principio de la realidad. Ahora bien, en Keats el principio de la realidad era muy poderoso. ¿Acaso se lo expuso alguna vez más categóricamente que en la frase que utilizó dirigiéndose a Fanny Brawne: "Mencionaría que existen imposibilidades en este mundo”? Y era poderoso en proporción a la fuerza del principio del placer. La filosofía y el conocimiento, la materia del intelecto, para él estaban asociadas en su antigua forma tradicional con la carga de la vida: ser "filo­ sófico” significa reconocer con la mente el dolor del mundo y significa sacar coraje al reflexionar. "Hasta que no nos enferma­ mos, no comprendemos; en suma, como dice Byron, ¡El conoci­ miento es tristeza!; y yo procedo a decir: ¡La tristeza es sabi­ duría!”1. Pero la frase no termina aquí. Prosigue: " . . . y más aún, ya que deberíamos saber con certeza, ¡La sabiduría es locura!”. Qui­ zás sólo se trata de un mero adorno para terminar con el asunto. Pero también es algo más. Es un ejemplo del impulso de Keats a concebir dialécticamente toda cuestión importante, a negars e a que lo fijaran en un juicio final. Como tal, apunta hacia la facultad de la mente a la que Keats llamó "capacidad negativa" . Nadie que lea las cartas de Keats puede llegar a esta frase y su definición sin sentir que entre los muchos pasajes grandiosos de las cartas, éste es de particular trascendencia. En verdad, n o l Byron, en realidad, dijo: "La tristeza es conocimiento" (Manfred: I. i. 10).

es exagerado afirmar que el poder y la calidad de la mente de Keats se concentran en esta frase, así como la energía de su heroís­ mo, ya que la concepción de la capacidad negativa nos lleva a sus especulaciones sobre el problema del mal y para conocer el tem­ ple de su mente debemos seguirla adonde lleva. 6

El 21 de diciembre de 1817, Keats escribía a sus hermanos, contándoles, entre otras cosas, que había ido a la pantomima de navidad con sus amigos Brown y Dilke y que, volviendo a pie con ellos a casa, tuvo lo que llamaba “no una disputa sino una disquisición” con Dilke. La disquisición tocó “varios puntos" que no se especifican y Keats dice que a medida que se desarro­ llaba “diversas cosas se fueron asociando en mi mente y de pronto me di cuenta de cuál es la cualidad que constituye a un realizador, sobre todo en literatura... Quiero decir la capacidad negativa, es decir, cuando un hombre es capaz de mantenerse en la incer­ tidumbre, entre misterios, entre dudas, sin afanarse por alcanzar hechos y razones”. En una época ideológica como la nuestra, no abunda la facultad de la capacidad negativa y, ya sea para recibir elogios o condena­ ciones, el hecho de que Keats la bautizara y definiera atrae con­ siderable atención. A menudo no se la comprende bien. Así, a veces se cree que significa que la poesía no debiera tener contacto con las ideas y que el creador literario está exento del juicio de validez intelectual. Tal no es en absoluto la intención de Keats. Keats concibe la capacidad negativa justamente como un ele­ mento de poder intelectual. Ulteriormente, al referirse de nuevo al tema1, expresa: “el único medio de fortalecer el intelecto de uno es no adoptar decisiones respecto de nada: dejar que la mente sea una vía pública para todos los pensamientos. No una reunión selecta...” Pero aunque esta formulación elimina toda duda sobre la natu­ raleza específicamente intelectual de la capacidad negativa, es muy discutible en sí misma. A primera vista, resulta obvio que no es exacta: sin duda no es exacto que el único medio de fortalecer el intelecto de uno consista en “no adoptar decisiones respecto de nada”. Excluir es parte del proceso intelectual tanto como incluir, 1 Pero nunca vuelve a usar la célebre frase.

y adoptar decisiones no sólo es el fin de la intelección sino tam­ bién uno de los medios de intelección. Sin embargo, la formulación de Keats bien puede ser exacta con respecto a determinado tipo de persona y a determinado tipo de problema, a determinado tipo de persona ocupada en determinado tipo de problema. Para comprender qué quería decir Keats, es de importancia funda mental que tengamos presente qué clase de persona era el inte­ lecto de Keats en la “disquisición” en cuyo transcurso se le ocurrió la idea e, igualmente, qué clase de problema era el que preocupaba a Keats en el momento. Charles Wentworth Dilke era un hombre de quien Keats sabía que no sólo era muy bueno sino también muy inteligente. Pero en opinión de Keats, Dilke era demasiado dogmático en sus ideas. Lo califica de “hombre de la perfectibilidad de Godwin” y, como no sólo la doctrina de la perfectibilidad humana cuenta en su juicio sobre Dilke —aunque cuenta mucho— sino también el procedimiento ultra-sistemático que se sigue para llegar a la doctrina y sostenerla, llama a Dilke “metodista de Godwin”. Y dice que su amigo “nunca llegará a una verdad en todo el trans­ curso de su vida; porque siempre está tratando de llegar”. Es éste un hábito mental que Dilke comparte con Coleridge: en el pasaje en que Keats formula la idea de la capacidad negativa, cita a Coleridge como un ejemplo de “ávida busca de hechos y razones”. Según dice, Coleridge era incapaz de “contentarse con un cono­ cimiento a medias”. Fácilmente vemos que estamos ante una paradoja puesto que tradicionalmente hay que esforzarse en pos de la verdad: ad astra per aspera. Y el conocimiento a medias es cosa de eruditos a la violeta y “una cosa peligrosa”1. Pero debemos tener en cuenta el tipo especial de problema a que se presta el ejercicio de la capacidad negativa. No se trata de problemas científicos (aunque más de un gran investigador científico ha dicho que hay momen­ tos en que conviene suspender la ávida busca de hechos y razo­ nes, dejar que la mente sea una vía pública para todos los pen­ samientos o para ningún pensamiento y que entonces a menudo los hechos hablan espontáneamente). Se trata de problemas hu­ manos; Shakespeare es para Keats el ejemplo de una mente que se conforma con un conocimiento a medias, “capaz de mantener­ se en la incertidumbre, entre misterios, entre dudas”. Y, de hecho, se trata de un problema humano especial y muy vasto, nada menos que del problema del mal. 1 Cita del Essay on Man, de Alexander Pope. (N. del T.)

JiMucnM 1ABI, rü ROM ÁNTICO 41 Esto se hace evidente si seguimos la línea de pensamiento que se ha iniciado más arriba en la carta. Antes de escribir sobre la pantomima de Navidad y la capacidad negativa, Keats les cuenta a sus hermanos que ha ido a ver el cuadro de Benjamin West, “La muerte en un caballo blanco”. Dice que “es un cuadro mara­ villoso, considerando la edad de West” (West tenía cerca de ochenta años), pero que en verdad no lo admira. Una objeción que le hace es la de que “no hay nada que atraiga intensamente la atención; no hay una mujer que uno se sienta tentado de besar, no hay ningún rostro que sonría volviéndose real”. Otra objeción es el modo en que el artista maneja lo que Keats llama “desagra­ dables”. “La excelencia de todo arte —dice— es su intensidad, capaz de hacer que se evaporen los desagradables al estar en estrecha relación con la Belleza y la Verdad. Examinad King Lear y encontraréis en todas partes ejemplos de esto, en tanto que en este cuadro nos hallamos ante algo desagradable donde no hay ninguna trascendente profundidad de intensa especulación que permita enterrar su carácter repulsivo”. Y Keats vuelve sobre este tema cuando llega al término de su definición de la capacidad negativa; tras la célebre observación sobre el conoci­ miento a medias y la capacidad para mantenerse “en la incerti­ dumbre, entre misterios, entre dudas”, dice que el tema, de ser “prolongado a través de volúmenes, posiblemente no nos llevaría más lejos que esto: que en un gran poeta el sentido de la belleza se sobrepone a cualquier otra consideración o, mejor, suprime toda consideración”. Con esta frase llegamos al centro exacto de la teoría de Keats sobre el arte. Es una teoría extremadamente compleja y no inten­ taré ocuparme aquí de ella. Pero al menos debe mencionarse el elemento de la teoría que contribuye principalmente a su com­ plejidad (y su fuerza). La teoría de Keats sobre el arte es, entre otras cosas, un esfuerzo por encarar el problema del mal. Es bien posible que a un espíritu refinado de hoy le causen desazón algunas de las cosas que Keats dice sobre la representación del mal en el arte, su categórica resistencia a los “elementos des­ agradables”. Por ejemplo, lo vemos, en “Sleep and Poetry”, ata­ car con mucha dureza a algunos de sus contemporáneos, en especial a Byron, por los temas de su poema. Los temas, dice, son feos garrotes; los poetas, Polifemos. Y ofende a un espíritu refinado de hoy al requerir de la poesía que no “se alimente con los nudos y las espinas de la vida” y al juzgar que los poetas más

LIONEL T R I L L I N G 42 dignos de respeto son aquellos que "sencillamente dicen las cosas más tranquilizadoras". Esta opinión nos parecerá haber sido ras­ treada en las profundidades del filisteísmo. Nos resulta difícil comprender cómo un poeta auténtico, para no hablar de gran poeta, puede haber dicho semejante cosa. Del mismo modo, cuando Keats termina sus observaciones so­ bre la capacidad negativa anotando que "en un gran poeta el sentido de la belleza se sobrepone cualquier otra consideración o, mejor dicho, suprime toda consideración”, con lo cual se refie­ re a toda consideración de lo que es desagradable o doloroso, puede parecer que se va por las ramas, que después de haber planteado el problema de la verdad dolorosa en el arte, invoca la belleza en una fórmula que en verdad no tiene sentido alguno. Así es como muchos lectores interpretan el aforismo final, la "moraleja”, de la "Ode to a Grecian Urn”: por gentileza a la poesía pueden aceptar que se los azuce de este modo pero no pueden admitir que les haya enseñado algo la fórmula "La belle­ za es verdad; la verdad, belleza”; porque, según afirma, la belleza no es toda la verdad y no toda verdad es bella. Esos lectores tam­ poco estarán dispuestos a hallar sentido en el reputado aforismo mediante la exorbitante afirmación del poeta de que en él está "todo/lo que sabéis sobre la tierra y todo lo que necesitáis saber”. Pero la afirmación "La belleza es verdad; la verdad, belleza” no era para Keats, y no tiene porque serlo para nosotros, una "pseudo-afirmación” vasta, sonora, atractiva pero sin un signifi­ cado auténtico. La verdad no era para Keats, como es para mu­ chos, una cosa inerte o una cosa cuyo valor consiste en no tener sentido en cuanto a la vida corriente: no era una palabra que le sirviera para eludir cuestiones sino una palabra con la que hacía frente a las cuestiones. Lo que sostiene en su carta es que un gran poeta (por ejemplo, Shakespeare) considera la vida humana, ve la terrible verdad de su mal pero la ve con tanta intensidad que se convierte en un elemento de la belleza que es creada por su acto de percepción; con la frase con que Keats describe su propia experiencia como mero lector de King Lear, “arde a través” del mal. Decir, como muchos lo hacen, que "la verdad es belleza” es una falsa afirmación, equivale a desconocer nuestra experiencia del arte trágico. La afirmación de Keats es una descripción justa de la reacción ante el mal o la fealdad que provoca la tragedia: el asunto de la tragedia es una verdad fea o dolorosa vista como belleza. Keats cree que ver la vida de

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este modo es ver la vida tal como es realmente: por mediación de la belleza, la verdad de hecho se torna verdad de afirmación, verdad de la vida. Porque con respecto a Keats debemos compren­ der que trató denodadamente de descubrir las razones para que vivamos y que llamó buenas, bellas o verdaderas a las cosas que nos inducen a vivir o que nos conducen a nuestra salud. (No sin motivo había recorrido las salas de hospital.) Evidentemente, este modo de ver la vida, el modo del poeta, caracterizado por la “intensidad”, nada tiene de capacidad "nega­ tiva": es la capacidad más positiva que imaginarse pueda. Pero Keats interpretaba que estaba protegida y la hacía posible la capacidad negativa: el poeta evita formular esas declaraciones doctrinarias sobre la naturaleza de la vida, sobre la bondad o la maldad o la perfectibilidad de la vida, que, de detenerse en ellas, le permitirán llegar a su visión poética completa. A esta altura, la opinión de Keats sobre Dilke adquiere impor­ tancia nuevamente. Keats pensaba que la capacidad negativa que hace posible la visión poética de la vida depende de cierta cualidad personal de la que, en su opinión, Dilke carecía. De ese pobre Dilke que nunca alcanzará una verdad en toda su vida porque siempre está tratando de hacerlo, Keats dice que es “un hombre que no puede sentir que tiene una identidad personal a menos que haya llegado a conclusiones sobre todas las cosas”. La capacidad negativa, la facultad de no tener que llegar a conclu­ siones sobre todas, las cosas, depende del sentido de identidad personal y es la señal de la identidad personal. Sólo el ser que está seguro de su existencia, de su identidad, puede moverse sin la armadura de certezas sistemáticas1. Conformarse con el cono­ cimiento a medias equivale a conformarse con conocimientos contradictorios; es creer que “la tristeza es sabiduría” y también que “la sabiduría es locura”. A Keats no le interesa toda la ver­ dad sino la verdad que puede descubrirse entre la contradicción del amor y la muerte, entre el sentido de la identidad personal y la certeza del dolor y la extinción. A menudo se dice de Keats, lo mismo que de otros poetas románticos ingleses, que carecía de una conciencia apropiada del mal y que no llegó a verlo como una condición de la vida y un 1 Sólo en apariencia contradicen esto ciertas notables observaciones que hizo Keats sobre hombres de genio en el campo poético que carecían de iden­ tidad personal (véase la carta a Bailey, fechada el 22 de noviembre de 1817, y la carta a Woodhouse, del 27 de octubre de 1818). En dichos pasajes no habla del poeta como poeta, sino del poeta como hombre.

problema del pensamiento. He señalado mi convicción de que lo contrario es la verdad, que el problema del mal está en el centro mismo del pensamiento de Keats. Pero para Keats la conciencia del mal existe al lado de un sentido muy fuerte de la identidad personal y por tal motivo es menos inmediatamente evidente. A algunos lectores de hoy les parecerá que por lo mismo es menos intensa. Del mismo modo puede parecerle a un lector de hoy que, si comparamos a Shakespeare y Kafka, dejando de lado la medida de genialidad de cada uno y considerándolos sólo como exponentes del sufrimiento y el aislamiento cósmico del hombre, Kafka es quien hace la exposición más intensa y detallada. Y en ver­ dad este juicio puede ser exacto, justamente porque para Kafka no contradice el sentido del mal el sentido de la identidad perso­ nal. El mundo de Shakespeare, exactamente lo mismo que el de Kafka, es la celda carcelaria —que es el mundo según Pascal—, de la que todos los días se saca a los reclusos a morir; no menos que Kafka, Shakespeare nos impone la cruel irracionalidad de las con­ diciones de vida humana, la historia contada por un idiota, los dioses pueriles que no nos torturan para castigarnos sino para divertirse; y no menos que a Kafka, repugna a Shakespeare el hedor de la prisión de este mundo: nada le es más característico que sus imágenes de repugnancia. Pero en la celda de Shakes­ peare la compañía es tanto mejor que en la de Kafka, los capita­ nes y los reyes y los amantes y los bufones de Shakespeare están vivos e íntegros antes de morir. En Kafka, mucho antes de ejecu­ tarse la sentencia, incluso mucho antes de que el perverso proceso legal se haya iniciado, algo espantoso se le ha hecho al acusado. Todos sabemos qué: lo han despojado de todo lo que es propio de un hombre, excepto su humanidad abstracta, la cual, como su esqueleto, nunca le queda muy bien a un hombre. Carece de padres, de hogar, de mujer, hijos, fidelidad o apetitos; no tiene vínculos con el poder, la belleza, el amor, el ingenio, el coraje, la lealtad o la fama, y el orgullo que en estos elementos puede basarse. De modo que podemos decir que el conocimiento del mal existe en Kafka sin el conocimiento opuesto del ser en su salud y validez y que el conocimiento del mal existe en Shakes­ peare con la contradicción en toda su fuerza posible1. Así, no 1 Naturalmente, no serla muy exacto y justo dejar de observar, con res­ pecto de Kafka, que poseía un conocimiento muy intenso del yo mediante su negación, que su grande y terrible peculiaridad consiste, precisamente, en el espanto de la pérdida dei conocimiento shakespeariano del yo.

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resulta difícil comprender la reverencia prácticamente religiosa en que se empezó a tener a Shakespeare en el siglo XIX pues cuando pareció que la religión ya no era capaz de representar las realidades de la vida, había la posibilidad de que fuera Shakes­ peare quien, para un hombre reflexivo, confrontara más plena­ mente la verdad del complejo horror de la vida al par que trans­ mitiera el sentido invencible de que la vida en parte está bendita, no totalmente maldita. Ahora bien, como ya he dicho, la adhesión de Keats al principio de la realidad era firme. Percibía el hecho del mal muy clara­ mente y lo situaba en el centro mismo de su vida mental. Veía, como dijo, “demasiado lejos en el mar” y contemplaba allí “la feroz destrucción eterna” de la lucha por la existencia, y el tibu­ rón y el halcón le enseñaban que el manso petirrojo de todos los días no era menos rapaz, que la vida en su totalidad era cruel; veía al joven que palidecía, se ponía flaco como un espectro y moría, veía la vida pisoteada por la vida, las ávidas generaciones en marcha. Pese a toda su simpatía por el mejoramiento social, no tenía esperanza alguna de que pudiera ordenarse la vida en forma tal que su condición pudiera ser otra cosa que trágica. No tenía una mente teológica como Kafka —algún otro adjetivo de gran magnitud hay que emplear para sugerir el alcance y la dignidad de las cuestiones que le preocupaban— pero el mal le planteaba su problema en esa forma teológica o cuasi teológica que es la única en que tiene sentido. Lo que tradicionalmente y en términos técnicos se llama el problema del mal plantea una cuestión sobre la naturaleza de Dios, de quien se predica que es, al mismo tiempo, misericordioso y omnipotente, puesto que la experiencia humana del dolor parecería limitar o la misericor­ dia o el poder de Dios. Y el mal que hace del problema realmente un problema no es el que constituye un resultado natural de las malas acciones del hombre ni el que puede interpretarse, con­ forme a una concepción humana de la justicia, como castigo di­ vino. En el Libro de Job, el problema del mal no puede exponerse realmente hasta que se ha desbrozado el terreno de las apologías convencionales que explican el sufrimiento de Job como castigo por sus pecados: la misma voz divina dice que el sufrimiento no es un castigo. Para Dostoyewsky, el problema del mal debe plan­ tearse en términos del sufrimiento de los niños; es decir, de criaturas humanas sobre las que no puede decirse que su dolor es consecuencia de su culpa. Y Keats, que consideraba a las mujeres

exentas de la vida moral de los hombres y que, en consecuencia, no podían ser tenidas por responsables o culpables, concibe el problema del mal con especial referencia a ellas. “¿Por qué —pre­ gunta— deben sufrir las mujeres?” Y que las mujeres "tengan cáncer” es para él una muestra concluyente de la crueldad inex­ plicable del cosmos. Pero Keats, al mismo tiempo que tenía clara conciencia del mal, tenía una conciencia igualmente clara del yo. La mayoría de nosotros tenemos nociones convencionales de la realidad y suponemos que lo sombrío y cruel es más real que lo que es placentero. Como la mayoría de los convencionalismos mentales, éste e» una manifestación del culto del poder: el mal y el dolor ños parecen más reales que las afirmaciones del yo porque sabe­ mos que el mal y el dolor siempre triunfan en última instancia. Pero Keats no compartía nuestra resignación. Su apego a la reali­ dad era más fuerte y complejo de lo que usualmente es el nuestro: para él, el yo era exactamente tan real como el mal que lo destru­ ye. La idea de realidad y la idea del yo y su aniquilación van juntas para él. “Después de todo, hay algo indudablemente real en el m undo... Tom [su hermano] ha escupido un poco de san­ gre esta tarde y eso es bastante desalentador; pero me consta: la verdad es que hay algo real en el mundo”. Concibe la energía del yo como, al menos, una fuente de realidad. “Como dicen los comerciantes, cuanto hay en el mundo vale lo que rendirá, de modo que posiblemente la realidad y el valor de cada ejercicio mental depende del empeño de quien lo lleva a cabo, siendo nada en sí mismo”. Y escribe en otra ocasión: “Sólo estoy seguro de la santidad de los afectos del corazón y la verdad de la ima­ ginación. Lo que la imaginación aprehende como belleza debe ser verdad, existiera o no antes; pues yo tengo la misma idea de todas nuestras pasiones que de la verdad: todas son, en su carác­ ter sublime, creadoras de belleza esencial... La imaginación pue­ de ser comparada con el sueño de Adán [en Paradise Lost] : des­ pertó y vió que era cierto”. Afirma, en otras palabras, el poder creador del yo que se opone a las circunstancias, el yo que es imaginación y deseo, que, como Adán, atribuye nombres y valores a las cosas y que puede realizar lo que concibe. Keats nunca se engañó creyendo que el poder de la imagina­ ción es soberano, que puede restar toda importancia al poder de las circunstancias. Su sentido de la obstinada realidad del

mundo material es tan firme como el de Wordsworth. Es, en verdad, de la naturaleza misma de toda su actividad intelectual y moral que mantenga el equilibrio entre la realidad del yo y la realidad de la circunstancia. En otra carta a Bailey hace que las dos realidades se enfrenten en una forma muy significativa. Se está refiriendo a la perversidad de la sociedad ante el entu­ siasmo generoso, y en el transcurso de su exposición su pensa­ miento pasa de la vida de la sociedad a ocuparse del cosmos, cuya crueldad, según él la ve, le mueve a rechazar la vida por la poesía y la recompensa de la fama que quiere con tanta ansia. “Si de mí dependiera —dice—, rechazaría una coronación petrarquina teniendo en cuenta el día de mi muerte y por qué las mujeres padecen cáncer". Pero en el párrafo subsiguiente dice: “Y sin embargo, no soy lo bastante viejo ni lo bastante magnánimo como para aniquilarm e..." Ha puesto frente a frente sus dos conocimientos: el conocimiento del mundo de las circunstancias, de la muerte y el cáncer, y el conocimiento del mundo del ser, el espíritu y la creación, y lo que ellos deleitan. Considerado separadamente, cada uno parece ser un conocimien­ to total; cada uno sólo es un semiconocimiento cuando se lo considera junto al otro; los dos juntos constituyen una verdad. En términos del yo que hace frente a las circunstancias hostiles o dolorosas, Keats lleva a cabo su espléndido esfuerzo para so­ lucionar el problema del mal, su heroica tentativa para mostrar cómo es posible que pueda llamarse bendita a la vida en tanto que sus circunstancias son malditas. Esto sucede en el transcurso de su deslumbrante carta a George y Georgiana Keats, que es­ taban en Kentucky, carta que empezó el 14 de febrero de 1819 y despachó el 3 de mayo del mismo año. Es una maciza cartadiario, en la que Keats reproduce, entre ejemplos menores de su labor, el soneto “Why did I laugh to-night?”, los dos sonetos sobre la fama, “La Belle Dame Sans Merci”, el soneto sobre el sueño y el soneto sobre la rima, así como la “Ode to Psyche”. Está atiborrada de chismes, personales, literarios y teatrales, e igualmente repleta del pensamiento más serio y característico de Keats. La carta, en verdad, es la quintaesencia del estilo de la vida de Keats, de su modo de habérselas con la experiencia. Es uno de los documentos más notables de la cultura del siglo. La carta culmina en la última anotación extensa, la del 15 de abril, en la que Keats se juega entero ante el problema del mal. Esta anotación es la primera después de la del 19 de marzo,

que por su parte constituye un episodio muy notable en la vida intelectual de Keats. De estas dos anotaciones, la primera cons­ tituye la tentativa de Keats por resolver el problema en térmi­ nos estéticos, en tanto que la segunda es su tentativa por resol­ verlo en términos morales. En la anotación del 19 de marzo es­ cribe que se halla en un estado de lánguido descanso en que “el placer no tiene una máscara tentadora ni el dolor una mueca insoportable", un estado al que llama “la única felicidad”. Pero en el momento de escribir esto recibe una nota de Haslam en la que le hace saber que se espera de un momento a otro la muerte del padre de su amigo, y esto le induce a hablar sobre la irónica mutabilidad de la vida. “Mientras reímos, se pone la semilla de alguna perturbación en la vasta tierra arable de los aconte­ cimientos; mientras reímos brota, crece y súbitamente da un fruto ponzoñoso que debemos coger”. Sigue luego una medita­ ción sobre nuestra incapacidad para reaccionar debidamente ante los pesares de nuestros amigos y sobre la virtud del “desinterés”. Esto le lleva al pensamiento de que el desinterés, que es una virtud tan grande en sociedad, no se encuentra en la “naturaleza salvaje”, donde su presencia destruiría, en verdad, la econo­ mía natural del colmillo y la zarpa. Pero del espectáculo de la crueldad interesada de la naturaleza salvaje saca la idea del brillo de las energías que están en juego en la lucha por la exis­ tencia. “Para una mente especulativa, esto es lo que constituye la diversión de la vida. Voy al campo y entreveo un armiño o un ratón silvestre que atisba entre el pasto seco: la criatura tiene un objetivo y sus ojillos brillan por esto. Me traslado entre los edificios de una ciudad y veo un hombre que se apresura. ¿Para qué? La criatura tiene un objeto y sus ojos brillan por esto.” Piensa en el desinterés de Jesús y cuán poco ha prevalecido frente al interés egoísta de los hombres, y se le ocurre la idea de que quizá la vida se justifica por su pura energía: “¿No es posible que haya seres superiores a los que entretenga cualquier actitud gra­ ciosa aunque instintiva que adopte mi mente, así como a mí me divierte el armiño que vigila o la ansiedad del ciervo? Aunque una disputa en las calles es algo odioso, las energías que se des­ pliegan en ella son hermosas. Ante un ser superior nuestros ra­ zonamientos pueden asumir el mismo aspecto: aunque erróneos pueden ser hermosos. En esto, justamente, consiste la poesía." Todo esto es muy brillante, muy hermoso, pero no lo satisface;

49 no es bastante. La energía es, precisamente, la cosa "en que con­ siste la poesía" ; "y de ser así, no es algo tan hermoso como la filosofía. Por la misma razón que un águila no es tan hermosa como una verdad”. "Dadme crédito —grita a través del ancho Atlántico-. ¿No creéis que me esfuerzo... por conocerme? Dadme ese crédito.” No tenemos derecho a negárselo. La simple afirmación del yo en su energía vital significa mucho para él, pero no significa lo suficiente, y en el lapso que trans­ curre entre la anotación del 19 de marzo y la del 15 de abril su mente se ha ido encaminando hacia la reconciliación de la energía y la verdad, de la pasión y los principios. Ha estado leyendo, declara, la América de Robertson y Le Siècle de Louis XIV de Voltaire; y tiene la mente llena de los infortunios del hombre en un estado rudimentario o de gran civilización. Sopesa las po­ sibilidades de mejoramiento del destino humano y llega a la con­ clusión de que nuestra vida, incluso en las mejores condiciones que puedan concebirse, sólo puede ser trágica, ya que las leyes y los elementos mismos de la naturaleza son hostiles al hombre. Luego, después de haber expuesto en forma tan extrema las ra­ zones para creer en la miseria humana, estalla con súbito des­ precio hacia los que llaman valle de lágrimas al mundo “¡Qué idea tan pequeña, limitada y estirada! —exclama—. Llámenle al mundo 'el valle de elaboración de almas’, si quieren... Repito; ‘de elaboración de almas’; alma, a diferencia de inteligencia. En millones puede haber inteligencias o chispas de la divinidad, pero no son almas hasta que no adquieren identidades, hasta que cada una se toma personalmente ella misma". Sigue luego un notable arranque que lo lleva a una especie de psicología trascendental en el esfuerzo por sugerir cómo las inteligencias se convierten en almas, y luego dice: “No veis cuán necesario es un mundo de dolores y preocupaciones para educar una inteligencia y convertirla en alma. Un lugar donde el co­ razón debe sentir y sufrir en mil formas diferentes”. Y el co­ razón es “la teta donde la mente o inteligencia mama su iden­ tidad”. Escribe predispuesto contra la doctrina cristiana, pero lo que ofrece, según dice, es un bosquejo de la salvación. Y a los fines de su argumento da por sentada la inmortalidad, da por supuesta una deidad que hace seres en una variedad infinita de identi­ dades, en la que cada identidad es una "chispa” de la “esencia” UEL YO ROMANTICO

de Dios; supone que el alma puede volver a Dios enaltecida por su adquisición de identidad. Sentado esto, “empecé por ver cómo el hombre es formado por las circunstancias; «¡y qué son las cir­ cunstancias, sino pruebas de su corazón? ¿Y qué son las pruebas, sino impermeabilizadores de su corazón? ¿Y qué son los imper­ meabilizadores de su corazón, sino fortificadores o modificadores de su naturaleza? ¿Y qué es su naturaleza modificada, sino su alma? ¿Y qué era su alma antes de venir al mundo y de experi­ mentar estas pruebas, alteraciones y perfeccionamientos? Una in­ teligencia sin identidad. ¿Y cómo ha de hacerse esta identidad por medio del corazón? ¿Y cómo el corazón ha de convertirse en este medio, sino en un mundo de circunstancias?” La facultad de la capacidad negativa ha dado una doctrina; pues la idea de la elaboración de almas, de las almas que se crean a sí mismas al confrontar las circunstancias, sólo es con­ cebible por Keats porque se ha conformado con el conocimiento a medias, con el doble conocimiento del ser y del mal en el mundo. 7 En la medida en que la noción de elaboración de almas es una doctrina; en la medida, en otros términos, en que es algo más que una conmovedora exposición razonada del heroísmo, no ha de soportar, posiblemente, la clase de escrutinio que hoy es po­ sible que le consagremos. Hemos perdido la mística del yo. No podemos concebir que el yo tenga la misma naturaleza y el mismo valor que Keats le atribuía; no podemos acceder a la justifica­ ción de la vida mediante la definición heroica del yo; y habiendo perdido nuestro conocimiento de un término de la ecuación de Keats, estamos seguros de hallar las razones por las que su con­ clusión es errónea. Pero cuando adoptamos una decisión adversa con respecto a la noción de Keats sobre la elaboración de almas, al mismo tiempo debemos hacer frente a dos poetas más grandes que Keats. En la medida en que la solución que da Keats al problema del mal es doctrinaria, nos hace volver a Milton. He aquí la doc­ trina característica de Milton sobre la naturaleza asociada del bien y el mal: “Sabemos que en este mundo el bien y el mal crecen casi inseparables... Quizá esto constituye la condenación en que incurrió Adán al conocer el bien y el mal, o sea, de conocer

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el bien por el m ar". He aquí la explicación miltoniana de la ex­ pulsión del Edén, puesto que de ese gran acontecimiento proce­ den todos los acontecimientos, ha quedado establecida la vida de las “circunstancias”, se ha iniciado la historia, la tragedia hu­ mana ha empezado ahora, y el hombre puede definir su alma en el mundo abierto y tenaz de los hechos como no podía nunca hacerlo en el Edén; vemos que esto es lo que para Milton justi­ fica —y no los grandes argumentos de su teodicea— los actos de Dios con el hombre. Y desde Milton, la doctrina miltoniana de la libertad y la responsabilidad que se perfeccionan en este mundo nunca ha sido expuesta mejor y más expresivamente que por el joven que se volvía incesantemente hacia su Edén, a la alegría prístina de satisfacer los apetitos sin esfuerzo y sin lá­ grimas, que concebía la visión heroica de la vida porque antes comprendía la felicidad. La doctrina de Keats sobre la elaboración del alma no sólo nos lleva a Milton, cuya misma teología estaba configurada por su amor a los poetas trágicos, Shakespeare entre ellos, sino también al propio Shakespeare. Lo que Keats llama “la amarga dulzura de este fruto shakesperiano” sólo es el arduo proceso de “pruebas, alteraciones y perfeccionamientos” en virtud del cual una “inteligencia” adquiere “identidad” y se convierte en un “alma”. La caracterización del “fruto shakesperiano” aparece en el soneto “On Sitting Down to Read King Lear Once Again”, y King Lear es justamente la historia de la definición de un alma por las circunstancias. El soneto se abre como una despedida “al romance de lengua dorada con laúd sereno” ... y el romance no es, precisamente, “circunstancias”. Y Keats dice que abandona el romance por “la feroz controversia. /Entre el tormento del infierno y la arcilla apasionada”;1 en otros tér­ minos, entre el conocimiento del mal y el conocimiento del propio ser. Podemos comprender por qué la admiración de Keats por Shakespeare era tanto más que una admiración literaria, por qué Shakespeare tenía ante él algo de la magnitud de una idea religiosa, figurando en sus cartas como una especie de santo pa­ trono o ángel guardián, casi como un Buen Pastor. Shakespeare le sugería la única salvación que Keats consideraba posible con­ cebir: la salvación trágica, la del alma que acepta el destino que la define. 1 Así aparece la línea en la versión del soneto incluida en las cartas. Keats reemplazó luego “tormento del infierno” por "condenación”.

Signifique mucho o poco para nosotros su solución heroica del problema del mal, no podemos dudar de que para el propio Keats era una realidad vivida. No era una doctrina formulada para guiar su vida si podía; más bien, es un juicio, tan preciso como puede serlo un juicio tal, sobre la naturaleza de su ser. Es imposible no sentirse conmovido hasta el extremo por los úl­ timos días de Keats, por el joven condenado a muerte en el pre­ ciso momento en que su genio ha llegado a la plenitud que prometía, en el momento también en que por fin era capaz de sentir la tan esperada pasión amorosa. A veces lo saca a flote la euforia que caracteriza su enfermedad, pero con más frecuencia se manifiesta amargado, celoso y resentido; le quitan la copa y se siente desesperado. Y sin embargo, por grande que sea nuestra piedad, no podemos dejar de advertir, a menos que no quera­ mos advertirlo deliberada y perversamente, el recio fondo de su yo que queda en este hombre. “Conozco el color de esa sangre: es sangre arterial. No puede engañarme ese color. Esa gota es mi certificado de defunción. Debo morir”. He aquí las palabras que, según se cuenta, pronunció al ocurrir su primera hemorra­ gia, y ellas sugieren el heroísmo de sus últimos días. No permitía que nada se deformara. Hay cosas imposibles en este mundo, y lo sabía. Su fantasía torturada a veces lo vencía: imaginaba que Fanny Brawne no era casta, que Brown era infiel, que los Hunt lo espiaban: su personalidad estaba casi enloquecida por la cer­ tidumbre de su extinción. No obstante, la nota dominante es de fortaleza, de coraje y de heroica preocupación por aquellos a quienes amaba. Tendido en el lecho de muerte, preguntaba: “¿Has visto morir a alguien?” Severn nunca lo había visto. “Bueno, entonces me das pena, pobre Severn. Cuántas molestias y pe­ ligros has corrido por mí. Ahora debes mantenerte firme, porque esto no va a durar mucho. Pronto estaré quieto en mi tumba. Gracias a Dios por la paz de la tum ba.. . ” Y al llegar el final: “Severa, levántame, porque me estoy muriendo. Moriré tranqui­ lamente. ¡No te asustes] Gracias a Dios que ha llegado”. Advertimos que el tono no es el nuestro. Para identificarlo debemos retroceder en el tiempo y decir que, quizá, es el del Re­ nacimiento, el de Shakespeare. Carecemos de lo que produce ese tono, la adhesión implícita y explícita al propio ser incluso en el momento de su extinción. Al parecer, los acontecimientos han terminado con esa adhesión; y están los que se levantarán para decir que fué precisamente la adhesión romántica al propio

53 ser lo que ha producido los horrendos sucesos de nuestros días, que la responsabilidad de nuestras dificultades actuales y de la negación del propio ser que causa nuestras dificultades incumbe a los grandes creadores románticos. E incluso a los que saben mejor las cosas les resultará demasiado fácil explicar por qué la heroica visión que tenía Keats de la vida trágica y de la salva­ ción trágica no puede sernos útil ahora. Nos dirán que en nues­ tra época debemos hacer frente a circunstancias que son tan terribles que el alma, en vez de ser definida y desarrollada por ellas, sólo puede ser destruida por ellas. Quizá sea así, y de ser así, ésta es la razón para que Keats no sea menos, sino más apropiado' para nuestra situación. Según lo vemos en sus cartas, Keats tiene para nosotros una importancia concluyente; tiene, como hoy decimos, una importancia histórica. Se yergue como la última imagen de la salud en el preciso momento en que la enfermedad de Europa empezó a evidenciarse. Él, con su intenso naturalismo que tomaba en cuenta tan apasionadamente el mis­ terio de la naturaleza humana, y con igual audacia él placer y el dolor, que daba tan generoso crédito al crecimiento, el des­ arrollo y la posibilidad; él, que respondía a la idea de comunidad con tanta modestia, calor y deleite. A la imagen de la salud es­ piritual y moral, de la que él parece ser la imagen, no podemos llegar ahora con sólo desearla. Pero no podemos llegar a ella sin desearla, sin imaginarla claramente. “La imaginación puede ser comparada con el sueño de Adán: despertó y vió que era cierto”. IMAGENES DEL YO ROMANTICO

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